La Sociedad Decente

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LA SOCIEDAD DECENTE AVISHAI MARGALIT

Título original: The Decent Society, de Avishai Margalit Publicado en lengua inglesa por Harvard University Press Traducción de Carme Castells Aulcda Imagen de cubierta: Composición universal, 1933. de Joaquín Torres-García. Óleo sobre labia (54,6 * 74,9 cm). Snite Museum of Art. Notre Dame, Indiana. Cubierta de Jaime Fernández

Iaedición, noviembre 1997 Iaedición en esta presentación, septiembre 2010 3aimpresión, septiembre 2016

© 1996 by Harvard University Press © Joaquín Torres-García, VEG AP, Barcelona, 2010 © 1997 de la traducción. Carme Castells Auleda © 1997 de todas las ediciones en castellano. Espasa Libros, S. L. U., Avda. Diagonal. 662-664. 08034 Barcelona, España Paidós es un sello editorial de Espasa Libros, S. L. U. www.paidos.com www.pIanetadelibros.com ISBN: 978-84-493-2426-0 Depósito legal: M. 33.219-2010 Impreso en Promotion Digital Talk, S. L. El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico Impreso en España - Printed in Spain

Para Mira, Yotam, Tamary Ruth

Anoche, el jeque anduvo por toda la ciudad, candil en mano, gritando: «Estoy harto de zafios y malvados, anhelo un ser humano». Rumi (1207-1273 )

SUMARIO

P refacio........................................................................................................... Introducción..................................................................................................

13 15

Primera parte EL CONCEPTO DE HUMILLACIÓN 1. H um illación........................................................................................... 2. Derechos ............................................................................................... 3. Honor ....................................................................................................

21 35 45

Segunda parte LAS BASES DEL RESPETO 4. La justificación del respeto............................................................... 5. La solución escéptica ......................................................................... 6. Tratar a los seres humanos como si fuesen no hum anos...........

57 71 81

Tercera parte LA DECENCIA COMO CONCEPTO SOCIAL 7. 8. 9. 10.

La paradoja de la humillación ......................................................... Rechazo ................................................................................................. Ciudadanía ........................................................................................... C u ltu ra....................................................................................................

101 111 125 133

Cuarta parte LAS INSTITUCIONES HUMANAS SOMETIDAS A EXAMEN 11. 12. 13. 14. 15. 16.

Esnobismo............................................................................................. Privacidad ............................................................................................. B urocracia............................................................................. ............... La sociedad de bienestar.................................................................... Desempleo............................................................................................. C astigo ....................................................................................................

151 159 167 175 193 203

Conclusión .................................................................................................... 209

PREFACIO

Hace unos veinte años acompañé a Sidney Morgenbesser al aero­ puerto. En la sala de espera, mientras aguardábamos la salida de su vue­ lo, estuvimos discutiendo la teoría de la justicia de Rawls, que nos había impresionado profundamente a ambos. Antes de despedirse, Morgenbes­ ser nos dijo -a mí, y a los demás pasajeros- que el problema más acucian­ te no era la sociedad justa, sino la sociedad decente. Ni siquiera ahora sé con certeza qué quiso decir con ello, pero su afirmación me causó una gran impresión. Este libro debe su existencia a aquel comentario de Mor­ genbesser. Y yo mismo le debo gran parte de mi aprendizaje filosófico y no pocas de mis opiniones relativas a la sociedad. La idea de la sociedad decente me resultaba atractiva, pero durante muchos años fui incapaz de darle forma. Poco a poco, gracias a las con­ versaciones que mantuve con palestinos durante su levantamiento en los territorios ocupados (la Intifada), así como las que mantuve con inmi­ grantes recién llegados a Israel, procedentes de los países del extinto blo­ que comunista, me convencí de la centralidad del honor y la humillación en las vidas de las gentes y, consecuentemente, de la importancia que de­ bemos dar, en el pensamiento político, a los conceptos de honor y humi­ llación. Así nació la idea de la sociedad decente, entendida como aquella que no humilla a sus integrantes. Sin embargo, éste no es un libro sobre la Intifada o la caída del co­ munismo, sino que los empleo únicamente a modo de ejemplo, aunque inicialmente lo escribí en hebreo y teniendo en mente al lector israelí. Da­ vid Hartman, entre otros, fue quien me convenció de que la idea de la so­ ciedad justa podía tener una audiencia más amplia que la limitada exclu­ sivamente a los lectores de habla hebrea. Así pues, la traducción al inglés se debe a su estímulo activo y al patrocinio del Shalom Hartman Institute de Jerusalén, que Hartman dirige. A su vez Naomi Goldblum asumió la tarea, que realizó con dedicación. Amigos como Maya Bar-Hillel, Moshe Halbertal, David Heyd, Joseph Raz y Michael Walzer leyeron varios borradores del libro, prestán­ dome una ayuda inestimable por la cual les doy las gracias. Mi esposa, Edna Ullman-Margalit, con la que comparto mi vida y mi trabajo, me ayu­ dó a perfilar las ideas, tanto los grandes trazos como los pequeños deta­ lles. Mi agradecimiento no basta para corresponder a su apoyo. También me ayudaron algunas instituciones. Mi estancia como pro­ fesor visitante en el St. Antony's College, en Oxford, me proporcionó una sociedad decente en la que escribir gran parte de este libro. La agradable

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biblioteca del Van Leer Institute de Jerusalén, en la que durante muchos años pasé la mayoría de mis horas de vigilia, me permitió avanzar aún más. Conté también con la ayuda del Center for Rationality and Interac­ tive Decisions de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Y di los toques fi­ nales al libro en la cálida y espléndida casa de mis amigos Irene y Alfred Brendel, en Hampstead. Todos ellos cuentan con mi gratitud. Este no es un libro de texto. La extensión de los diversos capítulos y secciones no refleja su peso relativo, sino, más bien, lo que sentí que tenía que decir sobre cada uno de los temas. Creo que cada una de las afirmacio­ nes de este libro es verdadera, pero creo también que algunas de ellas son erróneas. Tal estado de la cuestión corresponde a lo que los filósofos deno­ minan «la paradoja del prefacio» y, sea cual fuera el estatus lógico de dicha paradoja, tengo claro que ésta refleja mi propio estado de la cuestión. Escribí este libro convencido de lo que hacía. Pero la convicción no nos hace inmunes al error; si acaso, aumenta su probabilidad. No me cabe la menor duda de que este libro contiene errores; únicamente espero que contenga suficiente verdad. Jerusalén Agosto de 1995

INTRODUCCIÓN

¿Qué es una sociedad decente? La respuesta que propongo es, a grandes rasgos, la siguiente: una sociedad decente es aquella cuyas insti­ tuciones no humillan a las personas. Y distingo entre una sociedad de­ cente y una sociedad civilizada. Una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan unos a otros, mientras que una sociedad decen­ te es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas. Así, por ejem­ plo, podríamos pensar en la Checoslovaquia comunista como una socie­ dad no decente pero civilizada, mientras que es posible imaginar, sin caer en contradicciones, una República Checa que pudiera ser más decente pero menos civilizada. Las instituciones sociales se pueden describir de dos maneras: de ma­ nera abstracta, por sus normas o leyes, o de manera concreta, por su con­ ducta real. Análogamente, podemos hablar de la humillación institucional a través de la ley, como evidencian las leyes de Nüremberg o las del aparth eid , diferenciándola de los actos concretos de humillación institucional, como el tratamiento que aplicó la policía de Los Ángeles al motorista ne­ gro Rodney King. En la descripción concreta de las instituciones, la dis­ tinción entre una sociedad no civilizada y una sociedad no decente queda difuminada. Mi interés en las instituciones se centra en su aspecto concre­ to y, por ello, probablemente, tal distinción se difumine repetidas veces a lo largo de este libro. Pese a todo, la distinción sigue siendo válida aunque no siempre quede claro cómo aplicarla en casos particulares. La idea de una sociedad civilizada es un concepto microético que atañe a las relacio­ nes entre individuos, mientras que la idea de una sociedad decente es un concepto macroétíco vinculado a la organización social en su conjunto. El concepto de una sociedad decente se puede comparar y contrastar con otros términos valorativos; por ejemplo, el de una sociedad correcta entendida como aquella que se atiene a los procesos debidos, o el de una sociedad respetable entendida como aquella que protege la respetabili­ dad de sus ciudadanos. Pero la comparación más importante de todas es la que se establece entre una sociedad decente y una sociedad justa. Para aclarar el concepto de una sociedad decente no sólo es preciso averiguar en qué se diferencian las sociedades decentes y las no decentes, sino tam­ bién compararlo con otras nociones sociales, ya sean antagónicas o com­ plementarias. Sin embargo, no compararé explícitamente la noción de una sociedad decente con otras nociones sociales, con la excepción de la

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sociedad justa, aunque mencione la posibilidad de comparación con la es­ peranza de dar constancia de ella a lo largo del libro. En la primera parte abordaré las razones por las cuales alguien se siente humillado, y empezaré con dos postulados radicales. Uno de ellos es el del anarquismo: la mera existencia de las instituciones gubernamen­ tales es razón suficiente para sentirse humillado. El otro es el del estoicis­ mo: ninguna institución gubernamental puede dar razones suficientes para sentirse humillado. Y rechazo ambas posturas radicales para afirmar que las instituciones gubernamentales no necesariamente humillan a la gente, aunque tengan capacidad de hacerlo. En mi opinión, el concepto de una sociedad decente no está conecta­ do necesariamente con el concepto de los derechos. Incluso una sociedad que carezca de tal concepto puede desarrollar nociones de honor y humi­ llación apropiadas para una sociedad decente. El concepto apropiado de honor es la idea del respeto hacia uno mismo, entendido como algo opuesto a la autoestima o al honor social. La segunda parte está dedicada a la cuestión de qué es lo que justifi­ ca el respeto hacia los seres humanos, y en ella presento tres tipos de jus­ tificación. La primera es de carácter positivo, que confía en un elemento común a toda la humanidad en virtud del cual las personas merecen ser respetadas. La segunda es una justificación escéptica, que duda de la exis­ tencia de tal elemento y que sugiere que el origen del respeto es el respe­ to en sí mismo. Y, finalmente, la tercera es una justificación negativa, para la que no existe ninguna justificación positiva o escéptica para respetar a los seres humanos, aunque esté justificado el evitar humillarlos. La tercera parte trata la idea de humillación entendida como el recha­ zo hacia una persona ejercido por el colectivo humano y como la pérdida del control básico. Mostraré cómo estos dos aspectos de la humillación se manifiestan concretamente en los escenarios sociales como el rechazo de formas específicas de vida en las que las personas expresan su humanidad. La cuarta parte plantea la manera en que deben actuar, en una socie­ dad decente, las principales instituciones sociales, como las relacionadas con el bienestar o con el castigo. No me propongo abarcar todas las insti­ tuciones sociales (por ejemplo, no me ocupo de las relacionadas con la vi­ vienda), aunque estudio una amplia gama de instituciones. Por tanto, el libro está dividido en dos secciones principales. Las tres primeras partes versan sobre la humillación; la cuarta parte aborda sus manifestaciones institucionales. Al final del libro comparo la sociedad decente con la sociedad justa. Toda sociedad justa debe ser una socie­ dad decente, pero de ello no se sigue lo contrario. No he estipulado un límite máximo o mínimo al tamaño de las unida­ des sociales que pueden ser sociedades decentes, aunque en el mundo mo­

Introducción

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derno la elección natural se decanta hacia las sociedades del orden o mag­ nitud de una nación, y por ello no abordaré las unidades sociales más pe­ queñas. Una de las razones de ello es que, en la actualidad, las condiciones para vivir una vida no humillante requieren, cuando menos, la capacidad de leer y escribir, así como algunas habilidades técnicas básicas que, a su vez, requieren un sistema educativo relativamente avanzado. A una socie­ dad pequeña le resulta difícil proporcionar un sistema educativo de este tipo. Existe aún otra razón por la cual interesan las naciones. Se supone que los Estados tienen el monopolio del uso de la fuerza, como acostumbra a suceder en realidad. Por tanto, el Estado tiene un potencial especialmente grande, tanto normativo como fáctico, para la humillación institucional. Empiezo por caracterizar a grandes rasgos una sociedad decente como una sociedad que no humilla a sus integrantes. ¿Por qué caracteri­ zar la sociedad decente de una manera negativa, en vez de positiva como, por ejemplo, una sociedad que respeta a sus miembros? Por tres razones: una razón de índole moral, otra lógica y, finalmente, una razón cognitiva. La razón moral se debe a mi convicción de que existe una notable asime­ tría entre erradicar el mal y fomentar el bien.1 Es más prioritario eliminar males dolorosos que crear bienes disfrutables. La humillación es un mal doloroso, mientras que el respeto es un bien. Por tanto, es más prioritario eliminar la humillación que ofrecer respeto. La razón lógica se basa en la distinción entre los objetivos que se pue­ den lograr directa e inteligentemente y aquellos que son esencialmente productos laterales y no se pueden lograr directamente.2 Por ejemplo, las personas que quieren ser espontáneas no pueden lograrlo directamente sólo porque así lo decidan. Lo más que pueden hacer es simular que ac­ túan espontáneamente. La espontaneidad es, en esencia, un producto la­ teral y no un objetivo primario. Tratar con respeto a la gente puede ser también, esencialmente, un producto lateral de la propia conducta gene­ ral hacia las personas, mientras que éste no es el caso de la no humilla­ ción. Quizá no hay ningún comportamiento del que se pueda decir que fomenta el respeto (en el mismo sentido que existen actos, como el salu­ do militar, que podemos identificar como acciones que rinden honores militares). Quizá simplemente podamos manifestar nuestro respeto me­ diante actos pensados para otros propósitos, de manera que el respeto otorgado no es más que un producto lateral de éstos. Por el contrario, existen actos específicos, como escupir a alguien en la cara, que son hu­ millantes sin ser productos laterales de otros actos. 1. Karl Popper, The Open Society and Its Enetnies, vot. I, Plato, 5.' edición, Londres, Routledge, 1966, págs. 284-285 (trad. cast.: La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, Paidós, 1981). 2. John Elster, «States That Are Essentially By-Products», en Elster, Sour Grapes, Cambridge University Press, 1983, págs. 43-101 (trad. cast.: Las uvas amargas, Barcelona, Edicions 62, 1988.

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La tercera razón, de índole cognitiva, es que es más fácil identificar las conductas humillantes que las respetuosas, de la misma manera que es más fácil identificar la enfermedad que la salud. La salud y el honor son conceptos que implican defensa. Defendemos nuestro honor y protege­ mos nuestra salud. La enfermedad y la humillación son conceptos que im­ plican ataque. Es más fácil identificar situaciones de ataque que de de­ fensa, puesto que las primeras se basan en un claro contraste entre el atacante y el atacado, mientras que la última puede existir incluso sin un atacante identificable. Todas estas razones me han decidido a caracterizar la sociedad de­ cente de manera negativa en lugar de positiva. En una caracterización po­ sitiva, una sociedad decente es aquella que acuerda respetar, a través de sus instituciones, a las personas sujetas a su autoridad. Como veremos, en ocasiones será necesario emplear esta caracterización positiva de la socie­ dad decente, así como la caracterización negativa con la que hemos em­ pezado. He intentado no clasificar la sociedad decente bajo los conocidos «ismos» de liberalismo o socialismo. Y si no podemos evitar las etiquetas, la que mejor se ajusta a mi idea de una sociedad decente es la del «socialis ­ mo de Orwell», como algo distinto del socialismo orwelliano. Este último es la granja animal de iguales y más iguales, y no tanto una sociedad hu­ mana de seres humanos iguales. Ciertamente, Orwell es una importante fuente de inspiración para la idea de la sociedad decente y, en el sentido en que Orwell fue socialista, la sociedad decente encarna el socialismo de Orwell.

Primera parte EL CONCEPTO DE HUMILLACIÓN

Capítulo 1 HUMILLACIÓN

La humillación es un tipo de conducta o condición que constituye una buena razón para que una persona considere que se le ha faltado al respeto. Ésta es una acepción de humillación más normativa que psicológica. Por una parte, la acepción normativa no implica que la persona a quien se ha dado una buena razón para sentirse humillada se sienta verdadera­ mente así. Por otra parte, la acepción psicológica de humillación no im­ plica que la persona que se siente humillada tenga razones para ello. Lo que me propongo resaltar son las razones para sentir humillación a consecuencia de la conducta de otros. Los sentimientos no responden sólo a causas, sino también a razones. Hay una buena razón para temer a un tigre que vaga en libertad, pero en circunstancias normales no hay nin­ guna para temer a una mosca común. Naturalmente, no sólo la conducta es responsable de la humillación de las personas; también las condiciones de vida pueden proporcionar buenas razones para sentirse humillado. Sin embargo, las condiciones sólo son humillantes si son resultado de accio­ nes u omisiones realizadas por seres humanos. En mi opinión, las condi­ ciones inherentes a la naturaleza no se pueden considerar humillantes. Ri­ cardo III, cuya deformidad era tal que hasta le gruñían los perros de su vecindad, tenía una excelente razón para lamentarse de su amargo sino, pero carecía de buenas razones para sentirse humillado, puesto que su de­ formidad era atribuible a la naturaleza y no a ninguna acción u omisión efectuada por seres humanos. Sólo los humanos pueden humillar aunque, en realidad, no tengan necesariamente intención de hacerlo. No puede haber humillación sin humanos que la provoquen, pero puede haber hu­ millación sin humilladores, en el sentido que quienes causan la humilla­ ción no tenían intención de hacer tal cosa. Hay un sentido secundario, metafórico, en virtud del cual las perso­ nas consideran que determinadas condiciones de la existencia humana, tales como la edad avanzada, las discapacidades, o la fealdad, dan moti­ vos para sentir humillación. Este sentido secundario o metafórico de hu­ millación no corresponde al uso que yo le doy a este término, y ello se debe a que este sentido secundario implica humillación como resultado de condiciones de vida naturales. La diferencia entre mi uso del término,

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y el de las personas que lo emplean en este sentido secundario no es que yo requiera la existencia de un humillador y ellos no. La diferencia radica en nuestra visión de la naturaleza. Para ellos, ésta no es un agente neutral, sino que consideran que responde a los designios de Dios. Así, desde su perspectiva, existe alguien que puede emplear las condiciones de las na­ turaleza para humillar o exaltar a las personas. Es posible que tras este planteamiento se esconda la secreta convicción de que quien humilla es Dios. Una sociedad decente es aquella que combate las condiciones que justifican que quienes forman parte de ella se consideren humillados. Una sociedad es decente si sus instituciones no actúan de manera que las personas sujetas a su autoridad crean tener razones para sentirse humi­ lladas. Las definiciones de humillación y de sociedad decente que acabo de proponer precisan aún una mayor aclaración y explicación. Sin embargo, vale la pena confrontar esta definición con dos planteamientos diametral­ mente opuestos que pueden servir como señales de alarma. El primero de ellos es el anarquismo, para el que toda sociedad basada en instituciones de gobierno es, por definición, una sociedad humillante. Según esta idea, toda sociedad que posea instituciones permanentes está compuesta, ne­ cesariamente, por gobernantes y gobernados, y ser gobernado es una bue­ na razón para sentirse humillado. Al extremo opuesto del espectro en­ contramos el estoicismo, según el cual ninguna sociedad puede humillar, porque ninguna sociedad puede hacer que un ser pensante se sienta hu­ millado. El razonamiento que subyace a este planteamiento es que la humi­ llación es un daño infligido al respeto propio de una persona, y el respe­ to propio es, tautológicamente, el respeto que las personas se otorgan a sí mismas prescindiendo de la opinión de las demás. El respeto hacia uno mismo es independiente de cualquier acción u omisión que los demás rea­ licen hacia nosotros, tanto si se es un esclavo como Epicteto o un empe­ rador como Marco Aurelio. Podemos considerar aún otra perspectiva, a la que me referiré como perspectiva cristiana. En esencia, consiste en la idea según la cual el peor de los pecados es la soberbia, y ésta sólo puede curarse con la humildad. Las personas sometidas a una sociedad humillante viven una edificante experiencia en la guerra contra la soberbia. Una sociedad humillante es una experiencia formativa para quienes intentan ser más humildes, y una persona humilde no tiene razones de peso para sentirse humillada. Una sociedad humillante hiere a quienes deben ser humillados, a los sober­ bios, mientras que las personas de moralidad más elevada, los humildes, no pueden ser humilladas por las demás. La Vía Dolorosa de Jesús es un paradigma de experiencia de humillaciones sin fin:

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Lo desnudaron y le echaron encima un manto de color púrpura; y tren­ zando una corona de espinas, se la pusieron sobre su cabeza, y en su mano de­ recha una caña; y doblando la rodilla delante de él le hacían burla diciendo; «¡Salve, Rey de los judíos!»; y después de escupirle cogieron la caña y lo gol­ peaban en la cabeza. Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron sus ropas y lo llevaron para crucificarlo (Mateo 27 ,2 8 -3 1).*

Aunque esta provocación no bastó para que Jesús se sintiera humi­ llado, quienes le pusieron la corona de espinas estaban convencidos de que le humillaban. La lección que supuestamente deben aprender los cristianos de la humillante jornada vivida por Jesús es que han de consi­ derar este comportamiento humillante como una prueba, más que como una razón incontestable para sentirse humillados. Sin embargo, el que no exista tal razón no exime al humillador del grave pecado de soberbia y arrogancia, puesto que los actos humillantes se cometen con la intención de demostrar la propia superioridad sobre el otro.

E L ANARQUISMO; LAS INSTITUCIONES DE GOBIERNO DECENTES NO EXISTEN

En el ámbito político, los anarquistas desempeñan el mismo papel que juegan los escépticos en el ámbito cognitivo. Los escépticos cuestio­ nan la existencia misma de las proposiciones que se pueden conocer; esto es, creencias que, en principio, puedan justificarse como conocimiento. Para ellos, ninguna justificación posible de una creencia se puede con­ vertir en conocimiento. De manera análoga, los anarquistas afirman que, en principio, no se puede justificar ningún posible orden gubernamental basado en la fuerza. En ciencia, el postulado escéptico es la llamada hi­ pótesis nula; es decir, la proposición según la cual no hay nada que expli­ car porque el fenómeno que presuntamente se debe explicar es, simple­ mente, un acontecimiento casual. Al propio tiempo, tanto el escepticismo filosófico como el anarquismo proponen una «hipótesis nula» en su pro­ pia área, puesto que sostienen que no hay nada que justificar. Lo que pa­ rece ser un intento de justificación realmente no puede ser justificado. Si la filosofía política intenta dar respuesta a la pregunta ¿de donde proce­ de la justificación de la autoridad política?, el anarquista responde que no hay justificación posible, puesto que la autoridad política es una triste realidad y no algo que pueda ser justificado. La hipótesis nula del anar­ quismo es la siguiente: ninguna sociedad con instituciones permanentes * Tomado de: Biblia de Jerusalén, nueva edición revisada, Bilbao, Desclée De Brouwer, 1997, pág. 1.430. (N. déla t.)

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(entendiéndolas como opuestas a las instituciones ad hoc) puede ser una sociedad decente. Así pues, ¿cómo podemos entender el concepto de humillación que subyace a las dudas anarquistas sobre la posibilidad de una sociedad de­ cente? Para un anarquista, humillación significa reprimir la autonomía de los individuos mediante instituciones coercitivas. Las instituciones de go­ bierno ejercitan su poder coercitivo sobre las personas sometidas a su au­ toridad distorsionándoles su orden de prioridades. Lo que constituye la humillación es esta distorsión del orden de prioridades a través del cual la gente expresa su autonomía. Por tanto, la coerción equivale a humilla­ ción. En realidad, los anarquistas afirman algo aún más rotundo: la humi­ llación radica en la posibilidad misma de coerción; es decir, en el mero hecho de que las personas estén a merced de una autoridad. Y para que las personas sometidas a esta autoridad se sientan humilladas no es nece­ sario que ésta sea realmente coercitiva, sino que basta con que sea una amenaza permanente que se cierne sobre las personas sometidas a la au­ toridad de la institución. Doy por supuesto que incluso los anarquistas aceptarían que un ár­ bitro de fútbol, aunque tenga autoridad para imponer obediencia -para expulsar a un jugador marrullero, por ejemplo- no es necesariamente una institución humillante. Sin embargo, los anarquistas sostendrían que no hay comparación posible entre las instituciones de una sociedad que constituyen un Estado y los árbitros de fútbol. No aceptan la idea liberal del Estado como árbitro, sino que, al igual que los marxistas, creen que el Estado es un jugador activo. Bajo este postulado anarquista existe la creen­ cia en una especie de «ley de hierro de la oligarquía» según la cual donde hay instituciones siempre hay gobernantes y gobernados.1 Cada institu­ ción no sólo tiene sus gobernantes y sus gobernados, sino que a través de las diversas instituciones los gobernantes son los mismos y los gobernados también son, más o menos, los mismos. El fútbol -o , cuando menos, el fútbol no profesional- no es un ejemplo característico de institución de gobierno, sino que más bien es una organización voluntaria con un obje­ tivo limitado, que se puede aislar (relativamente) de otras instituciones dominantes. Las instituciones dominantes, las que disponen de los me­ dios necesarios para exigir obediencia son, en realidad, oligarquías. Y la oligarquía implica la humillación sistemática de las personas sometidas a la autoridad de gobernantes permanentes. La visión anarquista que acabo de presentar -y que, por lo que yo sé, no ha sido avanzada por ningún pensador histórico- se basa en supuestos 1. R. Michels, Polítical Parties, Nueva York, Free Press, 1915, pág. 13. En este caso la obra de Michels ha inspirado el argumento anarquista, pero el argumento mismo no es suyo.

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problemáticos, algunos conceptuales y otros fácticos. Por ejemplo, uno de los supuestos conceptuales es que humillación es cualquier posible dis­ minución de la autonomía personal. Otro es que la autonomía se expresa en el orden de prioridades de una persona, de manera que el distorsionar este orden constituye una humillación. Y entre los supuestos fácticos po­ demos incluir, por ejemplo, el de la «ley de hierro de la oligarquía». Pero a pesar de sus problemas, es importante examinar la perspecti­ va anarquista porque aporta a nuestra argumentación la «hipótesis nula». Según esta perspectiva, cualquier intento de caracterizar una sociedad de­ cente en términos de instituciones no humillantes es una empresa que conlleva una contradicción interna. Las instituciones son humillantes por propia naturaleza. La controversia con la hipótesis nula es algo que apa­ recerá en todo el libro y no pretendo dar ahora una respuesta apresurada; por tanto, me limitaré por el momento a unos cuantos comentarios, su­ brayando el reto que esta perspectiva plantea a nuestra argumentación. A primera vista, no parece muy difícil refutar la perspectiva anar­ quista con el argumento según el cual el poder del anarquismo ideológi­ co depende totalmente de la propuesta que hacen los anarquistas políti­ cos, y que consiste en una sociedad carente de instituciones de gobierno, lo cual es una alternativa que no existe en realidad. En ausencia de tal al­ ternativa, se podría suponer que una sociedad de este tipo sería incapaz de mantenerse un período largo de tiempo y que, por tanto, el concepto de humillación que los anarquistas manejan no es particularmente intere­ sante. La humillación, según el anarquismo, se basa simplemente en que las personas son como son; es decir, seres sociales, criaturas que necesitan una sociedad estable, una sociedad con instituciones. Por tanto, según la perspectiva anarquista las personas son humilladas por ser seres sociales. En otras palabras, las personas son humilladas por ser lo que son, y no án­ geles o animales solitarios. Se podría replicar a los anarquistas diciendo que el que las personas sean seres sociales no es ningún artificio humano. Aun cuando la perte­ nencia concreta de una persona a una sociedad determinada pueda ser un artificio humano, producido por esa misma persona, el hecho de que ésta viva en algún tipo de sociedad se debe a la naturaleza, como la silueta de su cuerpo. Por tanto, no se puede considerar humillante que los seres hu­ manos vivan en sociedad, ni aun sabiendo que para que exista una socie­ dad es condición necesaria la presencia de instituciones. La mera existen­ cia de estas instituciones no es razón para que las personas se sientan humilladas, puesto que son necesarias para la existencia humana debido a la propia naturaleza de ésta. Esto las diferencia de otras instituciones que no son esenciales para la existencia humana y que tienen capacidad para humillar.

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El concepto de humillación

Por consiguiente, el concepto de humillación que hemos asociado con el anarquismo es la usurpación de la autonomía individual. En el con­ texto presente, ello significa la intervención institucional que amenaza con alterar el orden de prioridades de las personas, aquello que expresa su singularidad. Una respuesta a esta postura anarquista es que aun cuan­ do las instituciones sean responsables de distorsionar el orden de priori­ dades de las personas -incluyendo aquellas prioridades que parecen ex­ presar su individualidad- tales instituciones obran así en beneficio de los propios intereses de los individuos. Y si, en realidad, las instituciones protegen los intereses de las personas, aun cuando el coste sea la distor­ sión de sus preferencias (subjetivas), los individuos no tienen derecho a considerarse humillados por eso. La respuesta a este último argumento es bien sabida: los individuos tienen derecho a equivocarse cuando deciden qué es lo mejor para ellos. El paternalismo, que pretende hablar en nom­ bre de los verdaderos intereses de las personas, es especialmente humi­ llante, en cuanto trata a las personas como si fueran seres inmaduros. Volviendo a la postura anarquista, vemos que ésta se basa en un con­ cepto de humillación aún más rotundo que la disminución de la autono­ mía de los individuos. Se basa en la usurpación de la soberanía individual. Este último concepto de humillación se ajusta al anarquismo entendido como tendencia ideológica histórica, y no sólo como un constructo ficti­ cio. Las instituciones sociales permanentes -aquellas que William Godwin denomina «instituciones positivas»- son humillantes por propia na­ turaleza, puesto que reprimen la soberanía de las personas. Y ninguna institución tiene derecho a arrogarse, ni siquiera parcialmente, la sobera­ nía de los individuos. Según el anarquismo todas las instituciones de gobierno, incluyendo la democracia representativa, son humillantes porque prescinden de la soberanía del individuo en favor de aquellos que, supuestamente, son sus representantes. Unicamente el acuerdo directo y explícito de cada indivi­ duo con un entramado institucional se podría conciliar con su soberanía. Como señaló Oscar Wílde, los anarquistas no distinguen entre el gobier­ no de las monarquías y el gobierno de las masas; ambos tipos de gobierno se consideran humillantes porque ambos disminuyen la soberanía indivi­ dual. Por tanto, la sociedad decente de los anarquistas es una aristocracia generalizada, puesto que cada uno de sus miembros es soberano. En sentido amplio, la soberanía es un concepto común, sobre todo cuando se aplica a un grupo de personas o a una persona que encabeza un colectivo, como en el caso de un rey. Este es también el contexto funda­ mental en el que identificamos humillación como una flagrante ofensa a la soberanía. Cuando los aviones invaden el espacio aéreo soberano de un Estado vecino, y deliberadamente emiten un estampido sónico sobre sus

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ciudades -práctica a la que, por ejemplo, recurrieron mutuamente Israel y Siria en el pasado-, el acto se interpreta como una humillación del Es­ tado rival. Según la perspectiva anarquista, la soberanía en sentido amplio no es en absoluto soberanía, pero es útil para ilustrar la validez de la idea de la soberanía individual. La soberanía de los individuos significa el supremo derecho que és­ tos tienen a actuar con plena autoridad en cualquier asunto que les con­ cierna. Naturalmente, los anarquistas describen la autoridad individual mediante alguna versión del principio del perjuicio; esto es, que no se debe perjudicar la soberanía de otros individuos. Pero la idea es clara: la soberanía únicamente reside en el individuo, y ninguna institución puede usurpar la soberanía de los individuos sin humillarles. Las instituciones autoritarias, es decir, las que no se basan en el acuerdo directo para algún fin específico, son humillantes por propia naturaleza, puesto que se apro­ pian de la soberanía del individuo o, cuando menos, la disminuyen. Empecé esta sección con una presentación del anarquismo ideológi­ co y del desafío escéptico que éste plantea a la idea de una sociedad de­ cente, entendida como aquella sociedad cuyas instituciones no son humi­ llantes. La premisa anarquista es que las instituciones de gobierno permanentes son siempre humillantes y que ello imposibilita la existencia de una sociedad decente. Al parecer, este escepticismo sólo se aguanta si el anarquismo escéptico está apoyado por el anarquismo político; esto es, por una propuesta que organice la sociedad sin instituciones permanen­ tes. Y puesto que, en principio, no es posible que exista una sociedad hu­ mana estable sin tales instituciones, las personas se sienten humilladas por las propias condiciones de la existencia humana, puesto que estas condiciones incluyen la existencia de tales instituciones. En este caso, sentirse humillado porque las instituciones son necesarias sería compara­ ble a sentirse humillado porque la existencia humana requiere que las personas atiendan sus funciones corporales. Las funciones son funciones y son una necesidad que no conoce ninguna ley. De igual modo, las insti­ tuciones vitales son instituciones vitales, y también son una necesidad irreprochable. Después de todo, la humillación es un daño al propio res­ peto; esto es, al respeto que el ser humano merece por el mero hecho de ser humano y, por tanto, no es de recibo considerar humillante todo cuan­ to sea vital para la existencia humana. Así pues, la fuerza del desafío del anarquismo escéptico depende de la propia capacidad del anarquismo para ofrecer una propuesta encami­ nada a conseguir una sociedad humana estable carente de instituciones de gobierno permanentes. No se trata de pedir que presenten una sociedad utópica sin instituciones. Tal petición sería injusta, ya que el anarquismo rechaza el despotismo de una utopía entendida como un escenario de

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vida estático, puesto que peca contra la inconmensurabilidad de la vida. Tampoco pedimos que el anarquismo político presente una propuesta para lograr una sociedad carente de instituciones, puesto que cualquier propuesta de este tipo causaría recelos a los propios anarquistas por la misma razón que rechazan las utopías. Lo único que se les puede pedir es que muestren la viabilidad de una sociedad sin instituciones de gobierno. Una utopía anarquista, como la que William Morris presentó en su News from N owhere,2 puede ser útil a la hora de demostrar cómo puede ser po­ sible una sociedad sin instituciones, aun cuando las posibilidades de que ésta se convierta en realidad sean ínfimas. Podemos distinguir entre dos tipos de anarquismo: el anarquismo comunal y el anarquismo entendido, por usar una frase de Max Stirner,3 como una «unión de egotistas». Estos dos tipos de anarquismo respon­ derían de forma distinta al reto de una sociedad decente entendida como una sociedad carente de instituciones de gobierno permanentes. Los anarquistas comunales podrían afirmar que tal sociedad es posible, pero únicamente a costa de cambiar lo que Platón llamó una sociedad «que rebose en placeres» por una «sociedad sana» {La R epública, 372-373). En otras palabras, una sociedad sin instituciones es posible en un esce­ nario de relaciones primarias; en una sociedad pequeña, íntima, como una comuna voluntaria. Tal sociedad no puede garantizar el nivel de vida de las sociedades desarrolladas modernas que disfrutan de las ventajas de la escala, la división del trabajo y del profesionalismo especializado. Sin embargo, puede ser una sociedad decente que proteja al individuo de las humillaciones que conlleva tratar con instituciones de gobierno perma­ nentes. Para los anarquistas, la dignidad humana no está en venta, y, por consiguiente, no tiene objeto estimar el precio de una sociedad decente, aunque subdesarrollada, en términos económicos. Para refutar esta versión anarquista de la sociedad decente podría afirmarse que renunciar a un nivel de vida decente significa renunciar a las condiciones de una existencia humana honorable. Las condiciones de una existencia decente, lo que se percibe como dignidad humana, constituyen un concepto relativo que depende de la sociedad y de la his­ toria. El renunciar a las ventajas económicas por mor de una «sociedad sana» en una comuna sin instituciones es algo que, en las sociedades de­ sarrolladas, es percibido como una poco honorable disminución del propio nivel de vida. En otras palabras, una comuna tolstoiana podría 2. William Morris, Editions, Selections, Letters: The Collected Works ofWilliam Morris, intro­ ducción de Morry Morris, 24 vols. (1910-1915); William Morris, News from Nowhere, editado por Ja­ mes Redmond, Londres, Routledge, Chapman & Hall, 1970. 3. Max Stirner, DerEinzige un sein Eigentum, Berlín, 1845; versión inglesa, The Ego and His Own, traducción de Steven T. Byington, Londres, 1907.

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ser una sociedad no humillante en tanto que carece de instituciones de gobierno permanentes, pero no es una sociedad decente en la medida en que sus condiciones de vida, de una pobreza abrumadora, se consi­ deran humillantes. Uno de los objetivos del anarquismo del tipo «unión de egoístas» al abolir todas las instituciones de gobierno es garantizar a cada uno el nivel de vida más alto posible a través de un mercado exento de constricciones institucionales. El mercado se considera como una asociación libre de pro­ ductores y consumidores, donde la soberanía de los individuos reside, pre­ cisamente, en su condición de ser productores y consumidores libres. Así, humillación es cualquier interferencia institucional con la soberanía eco­ nómica de los individuos, como lo son, por ejemplo, los impuestos. Los anarquistas radicales del tipo egoísta no admiten la existencia de bienes y servicios que, en general, se consideran bienes públicos; servicios tales como el alumbrado público, por ejemplo, que no se puede garantizar efi­ cientemente sin la intervención institucional forzosa, pues de otra manera los fre e riders se aprovecharían de ello. Los anarquistas egoístas creen que el mercado puede resolver este problema incluso en servicios como las fuerzas armadas y el sistema legal, por no hablar del alumbrado de las ca­ lles.4En resumen, creen que puede existir una sociedad de mercado pura, exenta de todo marco político; es decir, sin ninguna institución humillan­ te. La solución del anarquismo egoísta al problema de la sociedad decente es la economía de mercado, libre de instituciones políticas, aun cuando in­ cluyan organismos económicos. La sociedad de mercado garantiza una so­ ciedad decente sin instituciones humillantes por la simple razón de que ca­ rece totalmente de cualquier institución de gobierno. Una réplica inmediata a la idea según la cual una sociedad de merca­ do sin instituciones de gobierno es una sociedad decente es que una so­ ciedad de mercado comprende organizaciones económicas, especialmen­ te monopolios y cárteles que, de hecho, son instituciones de gobierno. El poder coercitivo de los monopolios no es menor que el de las institucio­ nes políticas. Así, la idea de que una sociedad de mercado carece de ins­ tituciones que tengan poder para humillar a las personas es un cuento de hadas; especialmente si la sociedad tiene la obligación de proporcionar seguridad, así como un sistema legal eficiente, mediante los mecanismos del mercado. Las empresas que ofreciesen tal protección podrían actuar como los gángsters que, para garantizar la «seguridad», hacen ofertas que « n o se pueden rechazar». Además, hay algo extraño en la idea de la sociedad de mercado en­ tendida como sociedad decente: en una sociedad democrática, las institu­ 4. David Friedman, The Machinery o/Freedom, Nueva York, Harper & Row, 1973.

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ciones políticas se justifican precisamente porque están pensadas para proteger a los miembros de la sociedad de las humillaciones generadas por la sociedad de mercado. Esto incluye mecanismos de protección con­ tra la pobreza, la falta de vivienda, la explotación, la degradación de las condiciones laborales y la imposibilidad de acceder a la educación y a los servicios sanitarios de todos aquellos «consumidores soberanos» que no pueden pagarlos. En las sociedades desarrolladas, la sociedad de merca­ do no es la solución, sino el problema. Si se supone que la sociedad de mercado ofrece una solución anar­ quista al problema de construir una sociedad sin instituciones que no im­ plique renunciar a un nivel de vida humano, estas dos réplicas demues­ tran que la sociedad de mercado no puede suprimir las instituciones coercitivas ni puede proporcionar un nivel de vida humano para todos. Debemos tener presentes estos argumentos, así como el del anarquismo escéptico según el cual ninguna sociedad con instituciones de gobierno permanentes es una sociedad decente.

E s t o i c i s m o -. L a s o c i e d a d h u m i l l a n t e n o e x i s t e

El polo opuesto al anarquismo que acabamos de describir es la pers­ pectiva «estoica», según la cual ninguna sociedad puede ofrecer argumen­ tos de peso para sentirse humillado. Puesto que ninguna razón externa puede desencadenar tal sentimiento, no es posible que hayan sociedades no decentes. Como hemos visto, bajo el punto de vista anarquista, lo humillante son las violaciones a la autonomía individual y, más aún, a la soberanía in­ dividual. El término clave del estoicismo, análogo al de autonomía, es la «autarquía». Autarquía (la capacidad de ser autosuficiente a la hora de sa­ tisfacer las propias necesidades) es un concepto que denota capacidad, mientras que la autonomía exige no sólo capacidad, sino también oportu­ nidad. En otras palabras, la autarquía no requiere, para su satisfacción, condiciones ambientales específicas. Las condiciones ambientales son una cuestión de fortuna (moral), y la autonomía de una persona no pue­ de juzgarse en materias sobre las cuales no tenemos control. Por lo gene­ ral, no podemos controlar las condiciones de vida externas, pero la au­ tarquía, concebida como autonomía espiritual, puede lograrse incluso bajo las condiciones externas más extremas, como la esclavitud. Los es­ clavos pueden ocultar sus pensamientos a su amo y, por tanto, éste no puede poseer los pensamientos de su esclavo. Por ello, el esclavo Epicteto podía tener tanta autonomía espiritual como el emperador Marco Au­ relio. Puesto que el predicado esencial de todo ser humano es el pensa­

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miento, la máxima expresión de autarquía no es la libertad física, sino la autonomía de pensamiento. Por tanto, la humillación es toda violación a la autarquía de las per­ sonas, y ésta sólo se produce si nuestros pensamientos no son autónomos: por ejemplo, cuando nos dejamos llevar por la emoción. Los individuos no son autárquicos cuando su visión del mundo no les permite distinguir entre lo que es bueno en y por sí mismo y lo que es valioso o tiene valor sólo como instrumento para lograr algo que carece de valor intrínseco. Así, por ejemplo, ni el honor, ni el dinero ni incluso la salud poseen un va­ lor intrínseco, y deberíamos apreciarlos con ecuanimidad. Esto no quiere decir que nuestra salud nos resulte indiferente porque sólo tiene un valor instrumental, pero no debería convertirse en una obsesión, puesto que ello implicaría un estado emocional carente de justificación racional. La apatía estoica no es la ausencia de sentimiento, pero únicamente acepta aquellas emociones que tienen justificación racional. Las personas pier­ den su autarquía cuando, bajo la influencia de su entorno, adoptan una visión errónea del verdadero valor de las cosas en el mundo. Una sociedad no es decente si contribuye a la falta de autarquía de sus miembros, pero la sociedad no puede obstruir el camino de las perso­ nas absolutamente decididas a vivir una vida autárquica. En este sentido, la sociedad es esencialmente incapaz de humillar a nadie que no quiera ser humillado. Una persona racional no puede ser humillada, porque su entorno social no puede darle ninguna razón para ello. Epicteto, expre­ sando gráficamente el sentir estoico, dijo que quien no se dé cuenta de que no está sometido a los otros no es más que «un cadáver y sangre». Las cuestiones que plantea la versión del estoicismo que acabamos de describir aquí son las siguientes: si la humillación es un daño a nuestro respeto propio, entonces ¿por qué un comportamiento externo hacia no­ sotros justificaría que nos sintiésemos humillados? Naturalmente, el ho­ nor es algo que la sociedad otorga a las personas. Pero, a diferencia de los honores sociales, el respeto hacia uno mismo es el honor que las personas se otorgan en virtud de su propia humanidad. ¿Por qué, entonces, nues­ tro respeto propio debería ser determinado o influido por lo que otros piensan de nosotros o por la forma en que actúan en su relación con no­ sotros? Concretamente, ¿por qué debería afectar al respeto hacia sí mis­ mas de las personas íntimamente autárquicas la forma en que las tratan las instituciones sociales anónimas? ¿Por qué el reconocimiento de otras personas debería condicionar el respeto hacia uno mismo? Después de todo, no estamos hablando de la autoestima personal, que debe ser vali­ dada mediante la interacción con los demás. El respeto propio, a diferen­ cia de la autoestima, es el honor que una persona se concede a sí misma basándose exclusivamente en la conciencia de ser humana. Por tanto,

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¿por qué éste debería verse afectado por valoraciones ajenas? Además, el respeto hacia uno mismo, como el término indica, es un respeto que de­ pende del propio yo de la persona. Para adquirir este tipo de respeto no se precisa ninguna autorización externa en forma de valoración o recono­ cimiento. Por tanto, ninguna sociedad, ni ningún miembro de ésta, pue­ de aportar razones para hacer que alguien se sienta humillado. El desafío estoico a la empresa de esbozar la sociedad decente es de capital importancia. Y sólo estaremos en disposición de aceptar este reto tras explicar con más detalle los conceptos de respeto propio y humilla­ ción. Esto es lo que haré a continuación con algunos comentarios críticos acerca del argumento estoico, siguiendo a Nietzsche. Como bien dijo este filósofo, el ignorar la necesidad de reconoci­ miento de los otros en el proceso de adquirir respeto hacia uno mismo se basa más en el resentimiento hacia el otro que en la sublime libertad in­ herente a la autoafirmación: «... La moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un “fuera”, a un “otro”, a un “no yo”».5 Lo que se afirma aquí es que la llamada autarquía del esclavo, al negar la importancia de lo de «fuera» a la hora de determinar su propia actitud, es en realidad un mecanismo de defensa de los esclavos resentidos que quieren vengarse a sí mismos de lo que les rodea. En otras palabras, es imposible que toda persona de un estatus social inferior sea verdaderamente inmune a la hu­ millación externa. El respeto propio requiere confianza social, y su ca­ rencia lleva a una falsa independencia que es la esencia de la moralidad del esclavo. Es la confianza social esencial de los aristócratas la que les permite ignorar verdaderamente las opiniones de los demás y lograr una autoafirmación independiente de las actitudes ajenas. Los esclavos no pueden hacerlo. Nietzsche está dispuesto a ir más lejos y considerar la po­ sibilidad de que «por otro lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del mirar de arriba a abajo, del mirar con superiori­ dad, aun presuponiendo que falsee la imagen de lo despreciado, no llega­ rá ni de lejos a la falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario -in effigie (en efigie), natural­ mente.6 La transición estoica del «hombre político» al «hombre interno», in­ mune a la actitud de la sociedad hacia su humanidad, para Nietzsche no es una opción real. Las personas de un estatus social inferior (los «escla­ vos») son psicológicamente incapaces de librarse de la humillación con 5. Friedrich Nietzsche, On the Genealogy of Moráis, traducción de Walter Kaufmann y R.J. Hollingdale, Nueva York, Vintage Books, 1969. Primer ensayo, sección 10, pág. 36. (En esta edición se ha empleado la traducción de Andrés Sánchez Pascual, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza Editorial, 1979, 4.' edición, pág. 43.) 6. Ibíd., pág. 43.

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sólo declarar que el amo que les humilla está «fuera» de su mundo inter­ no. El mundo interno del esclavo lleva consigo al amo. «La moralidad del esclavo» es el resultado de esta vengativa internalización, y el resultado fi­ nal de esta moral es la perspectiva cristiana que convierte la humillación en una experiencia formativa que fomenta la humildad. La actitud cris­ tiana hacia la humillación es una continuación, por otros medios (perver­ sos, sin duda, para Nietzsche), de la actitud estoica, que convierte la hu­ millación en un instrumento para la educación en la santidad. El santo cristiano trata de ser el heredero del hombre sabio estoico, pero existe una notable diferencia entre el cristiano verdaderamente humilde y el hombre «interno» estoico. Se presupone que el cristiano humilde no se tiene en cuenta, mientras que, al propio tiempo, no deja de preocuparse por sí mismo; sobre todo, por la pureza de sus intenciones, lo cual parece una imposibilidad lógica. En cambio, se supone que la persona «interna» de los estoicos ignora el mundo social externo, lo cual es tarea difícil, pero no una imposibilidad lógica. De hecho, para Nietzsche existe una diferencia entre la forma en que cristianos y estoicos valoran la humillación. El sabio estoico, cuyos pen­ samientos son libres, es verdaderamente capaz de semejante reelabora­ ción (es decir, de considerarse libre y no humillado por su amo), mientras que, según Nietzsche, el cristiano no lo es. Y ello se debe a que el cristia­ no está lleno de resentim iento. Puede incluso ser capaz de «am ar» a quien le humilla pegándole en la mejilla, pero interiormente tiene la certeza de que quien le ha pegado acabará en el infierno. El infierno es la venganza, saturada de resentimiento, del cristiano humillado. Iniciamos este capítulo con dos perspectivas opuestas que cuestiona­ ban la empresa de caracterizar la sociedad decente como aquella sociedad cuyas instituciones no humillan a las personas. En uno de los extremos te­ nemos la opinión que niega la existencia de instituciones sociales no hu­ millantes. En el otro, la de que ninguna institución puede ser humillante y, por tanto, en este sentido, no hay sociedades no decentes. Tendremos que navegar ahora entre el anarquismo de Escila y el estoicismo de Caribdis, amarrados al mástil de la nave, resistiendo el canto de las sirenas que nos llaman desde uno y otro extremo.

Capítulo 2 DERECHOS

Por otra parre, una sociedad decente se puede definir como aquella que no transgrede los derechos de las personas que dependen de ella. La idea es que sólo una sociedad que posea un concepto del derecho puede tener las nociones de respeto hacia sí misma y de humillación que toda so­ ciedad decente necesita. Así, la empresa de una sociedad decente sólo tie­ ne significado si se aplica a una sociedad con una noción clara de lo que son los derechos. Examinaré esta propuesta a la luz de dos preguntas: 1. ¿Es el concepto del derecho una condición necesaria para formar los conceptos de respeto y de humillación exigibles para caracterizar las sociedades decentes y no decentes? 2, ¿Qué derechos, de haber alguno, deben ser respetados por las ins­ tituciones de una sociedad para que ésta sea considerada decente? ¿El respeto a los derechos, es condición suficiente para concluir que una so­ ciedad es decente? Al inicio de este libro afirmé que no se puede decir que una sociedad sea decente si sus instituciones hacen que las personas bajo su órbita se consideren humilladas. ¿Y qué razón mejor podemos tener para sentirnos humillados que la violación de nuestros derechos, especialmente de aque­ llos que, supuestamente, protegen nuestra dignidad? La fuerza de esta úl­ tima afirmación reside, precisamente, en su manifiesta obviedad: «¿Qué razón mejor podría haber que la violación de los derechos para sentirnos humillados?». Pero precisamente este aire de obviedad indica lo que Wittgenstein denomina «estar preso en la red de una figura, de una ima­ gen». Es un caso en que lo que se percibe como la propia realidad no es sino un modelo de realidad, simplemente porque no podemos imaginar ninguna alternativa al mismo. Para deshacer las ataduras de la figura, se debe ofrecer una alternativa. Tal alternativa es una sociedad basada en una noción estricta del de­ ber, pero carente del concepto de los derechos. En este caso la cuestión estriba en si esta sociedad basada en el deber es capaz de conformar un concepto de humillación. Dicha sociedad podría calificar de humillantes

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determinados tipos de conducta. También podría reconocer que otros ti­ pos de conducta respetan a los seres humanos como tales, y exigir a sus miembros, a modo de obligación social, que se respetasen mutuamente. Hasta aquí, ningún problema. El sistema de deberes de la sociedad defi­ ne qué tipos de conducta, por parte de quienes son responsables de esos deberes, son respetuosos o humillantes. Se considera que las instituciones que no cumplen con su obligación de garantizar el debido respeto actúan de manera humillante, impidiendo que la sociedad a la que pertenecen fi­ gure entre las sociedades decentes. Si todo esto es tan sencillo, ¿por qué necesitamos preguntarnos si una sociedad que no tenga ningún concepto de los derechos puede ser una so­ ciedad decente? Lo que sucede es que realmente existe una dificultad, como si pareciese que, en una sociedad basada en el deber, la conducta humillante no proporciona a sus víctimas ninguna razón para sentirse hu­ milladas. Se da por sentado que las víctimas no tienen el derecho a ser protegidas de la humillación. Las personas que violan las prohibiciones de la sociedad relativas a la conducta humillante no pecan específica­ mente contra la víctima en mayor medida que contra cualquier otra per­ sona. Su transgresión no es tanto la violación de los derechos de una per­ sona, sino de las prohibiciones de la sociedad. En una sociedad basada en el deber, la paradoja consiste en que las personas pueden actuar de ma­ nera humillante, pero nadie puede ser humillado. Imaginemos una sociedad basada en el deber que ordena a los jóve­ nes respetar a las personas mayores, por ejemplo, levantándose y cedién­ doles su asiento en el autobús. No se considera que las personas mayores tengan derecho a un asiento, pero los jóvenes tienen el deber de cedérse­ lo. Imaginemos ahora que el conductor del autobús tiene la obligación de cerciorarse de que la conducta que observa en su vehículo se atiene a las normas sociales. En esta situación, una persona mayor en concreto que avise al conductor de que un adolescente le impide sentarse, no cedién­ dole su asiento, no tiene un estatus preferente al de ningún otro pasajero del autobús que ponga al corriente al conductor de esta situación. Es cier­ to que en el autobús no se ha observado el respeto debido a las personas mayores, pero no se considera que este anciano en concreto haya sido tra­ tado irrespetuosamente porque nadie se haya levantado. La expresión «respetemos-a-los-mayores» es una combinación inseparable (sincategoremática), de la misma manera que la expresión «sangre de horchata» no se puede descomponer en sangre y horchata. Así pues, ¿es cierto que una sociedad basada en el deber no da razo­ nes para que las víctimas de un comportamiento humillante se sientan hu­ milladas? No lo creo. Hemos dado por supuesto que en una sociedad ba­ sada en el deber la humillación está prohibida. Por tanto, en una sociedad

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tal todo el mundo puede reconocer una conducta humillante como lo que es: una humillación. La cuestión está en si alguien que ha sido víctima de semejante conducta tiene razones para sentirse humillado. Obviamente, puede sentirse así, pero ¿tiene alguna razón para ello, si carece de la idea de que sus derechos han sido violados? La combinación de una razón para considerar humillante una conducta concreta, más el hecho de que esta conducta humilla a la persona a la cual está dirigida, da a la víctima una buena razón, y no sólo una causa, para sentirse humillada. En el caso que nos ocupa, una razón justifica el experimentar un sentimiento deter­ minado si consiste en una razón general para experimentar tal sentimien­ to, combinada con una causa particular que nos hace sentir de tal mane­ ra. El anciano al que nadie cede su asiento no es solamente un pasajero cualquiera. Ni tampoco un mero espectador de una conducta carente de respeto-hacia-los-mayores. Puesto que es su propia ancianidad la que ha sido tratada irrespetuosamente, el adolescente responsable de esta omi­ sión le ha dado no sólo una causa, sino también una razón para sentirse humillado. Es del todo posible que este anciano en particular no se sintiera ver­ daderamente humillado (quizá se sintiese secretamente halagado porque nadie reparó en su edad, y porque su aspecto todavía le permitía estar de pie en el autobús), pero también lo es que una anciana que viajase en el mismo autobús, ocupando un asiento, no sólo sintiera que el adolescente fue negligente, sino también que su propia ancianidad había sido ofendi­ da. ¿Podríamos decir entonces que esta anciana tenía una razón, y no sólo una causa, para sentirse ofendida? Después de todo, en este caso exis­ te una razón general para sentirse ofendido, y esta razón es también la causa del sentimiento concreto de ofensa experimentado por la anciana. Por tanto, ¿no existe también una razón para que ésta se sienta ofendida? Es verdad, la anciana tiene una razón para sentir que el respeto debido a su avanzada edad ha sufrido una afrenta porque el adolescente no cedió su asiento a aquel hombre mayor, aunque ella misma estuviese sentada. Pero su razón no es tan contundente como la de quien sufrió la conducta directamente, puesto que sólo es una espectadora ofendida y no la propia víctima. La descripción de la anciana ofendida por el insulto infligido al an­ ciano tiene un aire trivial, y la escena que acabamos de relatar puede dar la impresión de que la cuestión que se plantea es también trivial e intras­ cendente. Pero en la historia de la anciana ofendida está implícita una cuestión bastante más importante. La humillación, como la turbación, es contagiosa. Es una emoción que podemos sentir como resultado de la mera identificación con otras personas, aunque no seamos las víctimas di­ rectas de la conducta humillante. Si nos identificamos con la víctima, en

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la medida en que compartimos las características por las cuales está sien­ do humillada, tenemos también una razón justificada para sentirnos hu­ millados. Más adelante volveremos a ocuparnos de este tema con mayor detalle. La moralidad del deber pone el acento en la premisa según la cual la persona humillada o insultada no tiene ninguna posición especial con res­ pecto a la persona que la ha insultado. Cualquiera puede recriminar al humillador, argumentando que la humillación es una ofensa contra el de­ ber explícito de «no humillar». La cuestión es si este deber puede ser jus­ tificado sin recurrir, aun de forma implícita, a la idea de los derechos. Se podría aducir que este deber sólo se puede justificar aludiendo al hecho de que la humillación es una herida dolorosa a los intereses de la víctima. Aun teniendo en cuenta que la moralidad del deber plantea sus exigen­ cias a sus agentes morales mediante, exclusivamente, el uso del lenguaje del deber, la justificación de esas exigencias, que no aparece explícita­ mente en ellas, puede requerir el concepto de los derechos. Soy consciente de lo taxativo que resulta afirmar que la moralidad del deber no puede actuar sin emplear, implícitamente, el concepto de los derechos, aunque sigue pareciéndome dudoso que este concepto desempeñe un papel determinante en la justificación del deber de no hu­ millar. Quizá podamos aclarar este punto con una analogía. Podemos dar por supuesto que una moralidad humanística del deber incluirá el deber de impedir la crueldad con los animales. No creo que necesitemos el concepto de los derechos de los animales para justificar este deber. Bien podemos justificarlo mediante lo que la crueldad nos dice sobre aquellos que la practican y de la sociedad que les permite hacerlo. Tal justifica­ ción no precisa en absoluto implicar en ella los derechos de los animales, aunque probablemente implicaría el hecho de que los animales pueden sentir dolor. Este puede ser el caso de la humillación en una moralidad del deber. Justificar el deber de no humillar implica, indudablemente, el hecho de que la humillación causa dolor y sufrimiento a la víctima. Pue­ de implicar también el claro interés de la víctima en no ser humillada. Pero si se trata de afirmar que la justificación se apoya en el concepto de los derechos, no basta con tener en cuenta el interés de la víctima; tam­ bién es necesario demostrar que este interés es algo bueno en sí mismo. Una moralidad del deber se puede basar en la idea de que lo que es bue­ no en sí mismo es la ausencia de humillación, mientras que el satisfacer los intereses de la víctima es sólo un medio para lograr este fin. En tal caso, en una sociedad del deber, el deber de no humillar no requiere el concepto de los derechos. Así las cosas, la conclusión que se extrae de todo ello es que una so­ ciedad cuya moralidad se basa en el deber, sin la correspondiente noción

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de derechos, no sólo puede tener un concepto de humillación, sino tam­ bién puede dar buenas razones para que sus miembros se sientan humi­ llados. Una sociedad basada en una moralidad de los fines, aunque carezca de las nociones del deber y los derechos, también nos puede ofrecer un punto de partida para explicar el respeto de no humillación necesario para caracterizar la sociedad decente. Debe quedar claro desde el princi­ pio que, por lo general, el especificar la moralidad de una sociedad de­ terminada mediante un solo concepto, ya sea éste el deber, los fines o los derechos, no implica, necesariamente, que dicha sociedad carezca de los conceptos restantes. Así, según Kant, podemos conseguir el fin de hon­ rar la humanidad de las personas mediante la obligación absoluta del imperativo categórico. Lo que se persigue al caracterizar una moralidad determinada mediante un concepto central es subrayar la primacía expli­ cativa de éste sobre todos los demás. Por ejemplo, en una moral del de­ ber, este concepto, el deber, desempeña un papel esencial a la hora de ex­ plicar el concepto de los derechos, y no a la inversa. Pero en el contexto que nos ocupa, al caracterizar una moral determinada mediante un con­ cepto central lo que realmente pretendo es dejar claro que dicha moral no contiene ningún otro concepto. Así, cuando empleo la expresión «mora­ lidad del deber» lo que quiero decir es que el concepto del deber es el único concepto moral de que dispone la sociedad, y que éste no incluye en absoluto el concepto de los derechos. Y cuando me refiero a la «mo­ ralidad finalista», doy por supuesto que esta moral no incluye los con­ ceptos de los derechos y las obligaciones. Una moralidad finalista se basa en una determinada visión del lugar que ocupan las criaturas en la cadena del ser. El hombre es «la culmina­ ción de la creación»; es decir, una criatura a la que se debe tratar de una forma especial por lo que es. Cualquier tratamiento que no confiera al Hombre su lugar especial en la cadena del ser constituye una humillación. Este tipo de moralidad no se fundamenta en deberes ni en órdenes, sino en el ejemplo personal de un individuo que representa el epítome de la misma. En una sociedad basada en este tipo de moralidad, las personas que humillan a otras no sufren ningún tipo de reprobación por haber transgredido los derechos de las víctimas ni por no cumplir con un deber. Lo que se les reprocha es no haber actuado de la forma en que lo hubiera hecho la persona ejemplar. Alguien podría decir al transgresor: Albert Schweitzer no hubiera actuado de esta forma. Resulta claro que una socie­ dad de este tipo posee un elaborado concepto de humillación. Las vícti­ mas de una conducta humillante en este tipo de sociedad también tienen razones para sentirse humilladas. Una vez más, ello no se debe a que ten­ gan ningún derecho en concreto, sino a que han sido tratadas como seres

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inferiores. En resumen, en una sociedad basada en la moral de los fines los argumentos sobre la humillación guardan un paralelismo estricto con los de una sociedad basada en el deber.

E l r e s p e t o h a c ia u n o m is m o : e l c a s o d e l t ío T o m

Un conocido ejemplo de un buen hombre que carece de respeto ha­ cia sí mismo es el del tío Tom.1Este personaje se ha convertido en un sím­ bolo negativo del movimiento cuyo objetivo es devolver la dignidad hu­ mana a las personas de color. Para este movimiento, el tío Tom es un ejemplo del esclavo bíblico que dice «amo a mi señor» y cuya oreja debe ser perforada. En cierta medida la fidelidad del tío Tom resulta alentado­ ra, aunque es fácil interpretarla como la fidelidad de un perro a su amo, puesto que carece del sentimiento de respeto hacia sí mismo. La historia del tío Tom se puede contar de diversas maneras, según el fin que se persiga. Lo importante, a la hora de aclarar la relación entre el respeto hacia uno mismo y los derechos, es la distinción entre dos cues­ tiones a las que dicha historia puede servir de ejemplo. Una de ellas es la ausencia total de la noción de los derechos; la otra es la incapacidad de exigir los propios derechos. Un posible argumento en favor de una rela­ ción interna entre los derechos y el respeto hacia uno mismo es que la hu­ millación no significa que nuestros derechos hayan sido violados, sino, más bien, que somos incapaces de exigirlos. Podríamos describir al tío Tom como una persona consciente de que sus derechos básicos han sido violados, pero incapaz de exigir que sean respetados. Sin embargo, en este caso, la reivindicación exph'cita de sus derechos podría ponerle en pe­ ligro a él y a su familia. Por tanto, el requisito mínimo a la hora de reivin­ dicar los propios derechos es que, cuando menos, la víctima sienta indig­ nación contra las personas que la están maltratando. Lo mínimo que se espera de una víctima es que se rebele contra el daño que se le causa y contra quien se lo causa. En este sentido, el tío Tom es alguien que con­ siente lo que le ocurre, aun siendo consciente de ello. Este consentimien­ to implica aceptación psicológica y, por lo general, lo que se cree es que alguien que reacciona de esta manera carece de respeto hacia sí mismo. Sin embargo, la historia del tío Tom tiene otra lectura: una lectura re­ ligiosa. Este personaje no tiene ningún concepto de los derechos, pero posee unas profundas convicciones religiosas que le dicen que todas las personas, blancas o negras, descienden de Adán, creado por Dios a su imagen y semejanza. Así, la dignidad humana de Tom se basa en su árbol 1. Por ejemplo, Thomas E. Hill, «Servility and Self-Respect», Monist, 57, 1973, págs. 87-104.

Derechos

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genealógico, que se remonta hasta Adán. Tom no traduce este hecho en términos de derechos, tales como su derecho a la herencia en tanto que descendiente de Adán. Pero es plenamente consciente de que su honor, como hijo de Adán, no es menor que el honor que merece cualquier otro ser humano. Al mismo tiempo, Tom acepta sin protestar todo cuanto su amo le pide, convencido de que ésta es la voluntad de Dios, que le está poniendo a prueba. Cuestionar el orden establecido sería una muestra de soberbia, que es un pecado mayor que el que cometen quienes abusan de él. La rebelión es mala, porque sólo Dios puede redimir a los oprimidos. ¿Podemos decir que la visión del mundo del tío Tom, impregnada de inocencia religiosa, carece de la idea del respeto hacia sí mismo? ¿Es una visión del mundo carente de un concepto de humillación? A mi entender, no hay ninguna dificultad en aprehender la noción de humillación de Tom. Su amo le trataba de una manera impropia para un hijo de Adán, su ancestro común. Tom cree que así no se puede tratar a alguien creado a imagen y semejanza de Dios. Por tanto, la cuestión no es si una persona que carece del concepto de los derechos puede tener un concepto de hu­ millación. De nuevo, la cuestión verdaderamente difícil es si Tom, aun sin tener un concepto de los derechos, puede tener una razón para sentirse humillado, una razón que nosotros considerásemos sólida. Por otra par­ te, si no creemos que el mundo fue creado por Dios, ¿podemos conside­ rar todavía que la razón de Tom justifica el sentirse humillado? Según Joel Feinberg, no puede existir una idea de respeto hacia uno mismo que no esté vinculada al concepto de los derechos.2 O, mejor di­ cho, cree que sin el concepto de los derechos no puede haber una idea de respeto propio que nosotros podamos considerar justificada y, por consi­ guiente, tampoco puede haber un concepto de humillación que nosotros podamos justificar. No nos interesan las razones que el propio Tom pu­ diese considerar justificadas, sino las que nos parecen justificadas a noso­ tros. Aquí, el término «nosotros» incluye a todas aquellas personas que fundamentan su concepto de moralidad sobre el supuesto humanista se­ gún el cual la única justificación de la moralidad es el humanismo. Así, entiendo que el desafío de Feinberg consiste en preguntarse si alguien que posea una concepción humanista de la moralidad puede tener un concepto de respeto propio o de humillación sin tener un concepto de los derechos, pregunta a la que acabo de responder de manera afirmativa. Tanto a partir de la moralidad del deber como de la de los fines se pueden cultivar los conceptos de respeto propio y de humillación. 2. Joel Feinberg, «The Nature and Valué of Rights», Journal of Valué Inquiry, 4, 1970, págs. 243-257. Para más referencias sobre el tema, véase Meyer J. Michael, «Dignity, Rights and Self-Control», Ethics, 1984, págs. 520-535.

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El concepto de humillación

Pero el tío Tom también representa un reto en el contexto de una moralidad de los derechos. Los derechos son intereses; intereses de un tipo determinado, pero intereses al fin y al cabo. Y sea cual fuere la natu­ raleza de estos intereses, el respetar a las personas significa dar el peso adecuado a sus intereses, o, cuando menos, a sus intereses del tipo ade­ cuado. Si las personas se preocupan por el respeto que se les debe es, en parte, porque les preocupa que se respeten sus intereses, de manera que éstos se puedan cumplir y proteger. El tío Tom es una persona con inte­ reses, pero parece no preocuparse por ellos. En este caso, la cuestión es cómo una persona puede respetarse a sí misma si no se preocupa por sus intereses. A primera vista, parece que nos encontramos ante una paradoja. Si un interés es una cuestión que preocupa a un individuo, ¿cómo es (lógi­ camente) posible que una persona no se preocupe por aquello que le preocupa? Pero esta paradoja es sólo aparente. La pregunta acerca de cómo alguien puede no preocuparse por sus preocupaciones es irreal, porque las preocupaciones son cuestiones por las que la gente debería preocuparse, pero no necesariamente cuestiones que les preocupen real­ mente. Las preocupaciones no deben identificarse con las preferencias, y cuando se distingue entre ambas la paradoja se desvanece. Lo único que queda es el problema de cómo las personas pueden respetarse a sí mismas si se despreocupan de las cuestiones que deberían preocuparles. Parece que estas personas prescinden de aquello que más debería importarles: que sus intereses fuesen respetados. Quienes carecen de este tipo de intereses de segundo orden carecen de respeto hacia sí mismos. Si juzgásemos al tío Tom desde la perspectiva humanista llegaríamos a la conclusión de que no se respeta a sí mismo. Pero si lo describimos como un hombre de profundas creencias religiosas, su figura adquiere una con­ siderable dignidad. ¿Qué alternativa debemos descartar: la humanista, ola idea de que el tío Tom es un hombre digno, a pesar de su servilismo? Describir el impresionante mundo interior del tío Tom, rebosante de cristianismo, es como describir el mundo interior del esclavo, del sabio estoico del que hablábamos antes. Tanto el mundo «interno» de los estoi­ cos como el de los cristianos son estrategias para preservar la dignidad en situaciones poco propicias para ello. Sin embargo, no son mas que suce­ dáneos sobre los cuales no se puede fundamentar una sociedad decente.

L O S DERECHOS COMO CONDICIÓN SUFICIENTE DEL RESPETO

¿Qué derechos, de haber alguno, pueden ser condición suficiente del respeto hacia uno mismo, o de aquello a lo que podríamos llamar digni­

Derechos

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dad? En otros términos, ¿cuáles son los derechos cuya violación es con­ dición suficiente para que alguien se sienta humillado? Los derechos humanos son los candidatos naturales para convertirse en la condición suficiente que mencionábamos. Son derechos morales; derechos cuya justificación tiene un carácter moral. Los derechos son in­ tereses, y cuando estos intereses son buenos, en y por sí mismos, los de­ rechos son morales. Los derechos humanos son aquellos que poseen por igual todas las personas en virtud, exclusivamente, de su humanidad. La justificación de los derechos humanos es que están pensados para prote­ ger la dignidad humana. Ciertamente, ha habido intentos de justificar los derechos humanos de otras maneras. Por ejemplo, considerándolos una condición mínima para la libertad de acción de las personas, sin la cual éstas no podrían ser consideradas agentes morales. Pero si empleamos esta justificación, entonces los derechos humanos no se consideran algo bueno en y por sí mismos, sino sólo como un medio esencial para alguna otra cosa que es intrínsecamente buena; es decir, el ser agentes morales. Por el contrario, si los derechos humanos se justifican directamente como un interés constituyente de la dignidad humana, entonces se considera que los derechos son buenos en y por sí mismos. Según esta perspectiva, los derechos humanos protegen la dignidad humana. Los derechos hu­ manos son, en el contexto de la moral de los derechos, «síntomas» que permiten identificar la dignidad humana. ¿Qué podríamos decir de una sociedad que respeta los derechos hu­ manos de sus miembros pero que viola otros, como los derechos civiles? ¿Podríamos considerar decente una sociedad de este tipo? Me permitiré recurrir al ejemplo de los derechos civiles para explorar esta cuestión. El derecho general de ciudadanía es un derecho humano, pero ello no im­ plica necesariamente que uno tenga derecho a ser ciudadano en la socie­ dad concreta en la que se propone vivir. Una sociedad que priva de la ciu­ dadanía a una persona que tiene derecho a ser ciudadana de la misma está violando los derechos humanos de dicha persona. No obstante, nuestra pregunta se refiere a una sociedad que no arrebata la ciudadanía a las per­ sonas, sino que pisotea sus derechos civiles. Un ejemplo de un derecho ci­ vil que no es un derecho humano es el derecho al voto. Privar de este de­ recho a las mujeres (como hasta hace poco sucedía en Suiza) es un acto indigno de una sociedad decente. El no otorgar el derecho al voto a las mujeres significa tratarlas como personas no adultas y, por tanto, como personas no plenamente humanas. Sociedades diferentes representan formas diferentes de ser humano. La violación de los derechos civiles puede significar un grave perjuicio a la capacidad de las personas para expresar su humanidad tal como su so­ ciedad la configura y, por tanto, constituye una humillación. Por esta ra­

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zón el hecho de que una sociedad dada respete los derechos humanos de las personas no se puede considerar una condición suficiente para consi­ derarla una sociedad decente, puesto que dicha sociedad está en situación de humillar a sus miembros en tanto que ciudadanos, aun cuando no vio­ le sus derechos humanos.

Capítulo 3 HONOR

Una sociedad decente es una sociedad no humillante. Pero ¿qué tér­ mino hemos de emplear para contrastarlo con el de humillación? Hasta el momento hemos empleado «el respeto hacia sí mismo» como lo contrario de «humillación». Pero el significado del respeto hacia sí mismo no sólo dista mucho de estar claro, puesto que a la hora de esbozar una sociedad decente también concurren otros conceptos. Uno de estos conceptos requiere una discusión preliminar. Se trata del concepto del honor, en la acepción común del término. La idea es que una sociedad decente es aquella que otorga a cada persona el honor que se le debe. Y puesto que limito el concepto de sociedad decente a la con­ ducta de sus instituciones, una sociedad decente sería, en este caso, aque­ lla cuyas instituciones otorgan a todas las personas el honor que merecen. En este punto, mi intención no es otra que la de rehabilitar la idea del ho­ nor en las discusiones políticas, en lugar de considerarlo una mera reli­ quia del pasado. Pero, en este caso, ¿por qué no definir directamente la sociedad decente en términos de honor? En primer lugar, debemos distinguir los dos sentidos de la expresión «el honor debido». Uno de ellos se refiere a la distribución del honor, y la cuestión es si todas las personas reciben su justa medida de honor. El otro sentido de «el honor debido» alude a cómo nosotros valoramos este ho­ nor, y la cuestión es si éste se concede como recompensa a actos encomiables. Por ejemplo, una sociedad guerrera puede otorgar el honor de­ bido a sus guerreros, en el sentido de que no priva de su justa medida de honor a nadie que haya participado en sus guerras. Cada guerrero recibe honores en proporción a su contribución. El honor debido a los guerre­ ros no se otorga a quienes no han luchado. Todos los generales que pasan revista a las tropas con la guerrera cuajada de condecoraciones han olido la pólvora y han participado en alguna batalla. Una sociedad de este tipo rinde a todo el mundo los honores debidos, pero esto no significa que, a nuestros ojos, sea una sociedad digna. Antes al contrario, puede parecernos una sociedad absolutamente perversa. Una sociedad que comparte adecuadamente algo que no merece ningún tipo de honor es como una banda de gángsters que comparte su botín de manera equitativa y amis­ tosa. El reparto es equitativo, pero el botín carece de valor moral.

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En general nos preocupa la cuestión de si una sociedad distribuye ho­ nores (merecidos) a quienes son dignos de ellos; esto es, si los honores co­ rrespondientes se distribuyen de manera justa. Pero la preocupación por la justa distribución del honor pertenece más a la sociedad justa que a la sociedad decente. El concepto de honores sociales susceptibles de ser dis­ tribuidos es un concepto que implica una gradación. El honor social otorgado a todo el mundo por igual puede ser vacuo. Una sociedad que distribuya injustamente el honor social no es nece­ sariamente una sociedad no decente. El concepto de honor que maneja­ mos en nuestra discusión sobre la sociedad decente -aquel cuyo perjuicio constituye una humillación- no es un concepto que se pueda graduar. Es algo que se debe garantizar a todas las personas por igual, por lo que son, y no por lo que cada una haya hecho. Una distribución injusta del honor social (digno) es una injusticia. Pero ello no quiere decir que una socie­ dad con tal distribución injusta no sea una sociedad decente. Por tanto, el concepto de honor sobre el que debe fundamentarse la sociedad decente no es el concepto de honor social. El concepto de hu­ millación mediante el cual podríamos calificar una sociedad de no decen­ te no puede ser la carencia de honor social. Si queremos basar la sociedad decente sobre el concepto de honor que todo el mundo merece en igual medida, debemos pasar del honor social a la dignidad humana. Si parti­ mos de la perspectiva de quienes otorgan tal honor, hablamos de respeto hacia los seres humanos; mientras que desde la perspectiva de quienes son honrados hablamos de dignidad. Por tanto, para comprender el con­ cepto de dignidad es preciso comprender también el concepto de honor social. El concepto de honor social es relevante para nuestra discusión de la sociedad decente porque el concepto de dignidad humana ha evolucio­ nado históricamente a partir de la idea de honor social. La idea de la dig­ nidad humana es relativamente nueva. La palabra «dignidad» procede del latín dignitas, que significa honor social. De forma análoga, el con­ cepto de humillación como ofensa a la dignidad humana evolucionó a partir del concepto de humillación social. Por tanto, el honor social es an­ terior al honor intrínseco; aunque la prioridad es únicamente histórica, no conceptual: el concepto de honor social no es lógicamente necesario para explicar el concepto de dignidad humana. La prioridad consiste en el hecho de que un concepto ha evolucionado a partir de otro, en la ma­ nera en que el término hebreo para el honor o el respeto, kavod , evolu­ cionó a partir del adjetivo kaved, que significa opulento (con posesiones). En síntesis, el concepto de honor relevante para la sociedad decente es el concepto de dignidad humana. Éste es un tipo de honor que las per­ sonas deberían tener, y su violación es una razón para sentirse humillado.

Honor

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Pero ¿qué entendemos aquí por humillación: la violación del respeto ha­ cia uno mismo, la disminución de la autoestima, una merma en nuestra integridad o, simplemente, una ofensa a la dignidad humana? Todas estas circunstancias son candidatas al concepto de honor cuya violación es una razón para que las personas se consideren humilladas.

E l r e sp e t o h a c ia u n o m is m o y l a a u t o e s t im a

El primer par de conceptos a examinar son el respeto hacia uno mis­ mo y la autoestima. Estos conceptos pueden y deben distinguirse en cuanto se refiere a su conexión con la sociedad decente.1 La asociación entre ambos es más bien causal que conceptual. Una razón por la cual es importante distinguirlos es que el respeto constituye una base a partir de la cual tratar a las personas por igual, mientras que la estima lo es para clasificarlas. Son varias las teorías morales que nos dicen que debemos respetar a las personas simplemente por su humanidad, pero ninguna teo­ ría moral nos dice que debamos estimarlas simplemente porque son hu­ manas. ¿Se puede tener respeto hacia uno mismo sin autoestima? y, a la in­ versa, ¿se puede tener autoestima sin respeto hacia uno mismo? Es relati­ vamente fácil encontrar casos en los que las personas tienen autoestima (incluso una gran autoestima) pero carecen de respeto propio: todos co­ nocemos a personas que se valoran mucho por los logros alcanzados, pero que sin embargo están dispuestas a arrastrarse ante cualquiera que tenga poder suficiente para hacer algo por ellas. El servilismo es una forma de adulación en la que una persona lisonjea a otras para darles una falsa im­ presión de superioridad, favoreciendo así sus mezquinos intereses. Los serviles se humillan a sí mismos para conseguir, a costa de su propio res­ peto, otros beneficios que, por otra parte, podrían aumentar su autoesti­ ma. Un ejemplo de ello es el actor Hógen, que vendió su alma al diablo (nazi) en la película M ephisto , de István Szabo. (El personaje de Hógen se basa en la descripción que Klaus Mann hace de su tío Gustav Grundgens, un reputado actor alemán.) La vida real de Richard Wagner es quizás otro ejemplo. Para toda persona interesada, como es mi caso, en la humillación institucional y, análogamente, en las manifestaciones de la dignidad huma­ na frente a las instituciones, el servilismo es un tipo de conducta que me­ rece atención, puesto que, característicamente, se realiza hacia personas que ostentan posiciones de poder. Así, la persona servil, carente de respe­ 1. D. Sacks, «How to Distinguish Self-Respect from Self-Esteem», Philosophy & Public Affairs, 1981, págs. 346-360.

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to hacia sí misma y que, sin embargo, posee una gran autoestima, es un personaje que no resulta difícil de imaginar ni de identificar. A fin de demostrar que la autoestima y el respeto hacia uno mismo son también independientes en sentido inverso, debemos encontrar un caso en el que una persona carezca de autoestima aunque se respete a sí misma. Ésta es una situación menos habitual. Una persona puede tener una baja autoestima porque no valore sus logros, aunque no por ello deje de respetarse. Esta persona puede ser consciente de que los demás sí va­ loran lo que hace, pero es tan dura consigo misma que es incapaz de te­ nerse en buena estima. Ante tal perfeccionismo cabe sospechar si en su interior esta persona no sólo se valora a sí misma tanto como debiera, sino considerablemente más. Sin embargo, esta sospecha psicológica no resta valor a la posibilidad conceptual de que tal caso pueda existir. El perso­ naje aquí descrito es psicológicamente posible. Una persona puede care­ cer de autoestima, pese a haber demostrado su valía, aunque su respeto hacia sí misma esté fuera de dudas. Este respeto se puede expresar en una tenaz insistencia en los propios derechos básicos, o en un inquebrantable rechazo a comprometer la honestidad personal, al estilo de Michael Kohlhass (el héroe de un relato de Heinrich von Kleist), o en su disposición a enfrentarse a las personas que le insultan o le humillan, aunque sean mu­ cho más fuertes que ella. No hay contradicción entre esta afirmación y la del principio de este libro, en la que sugería que podría existir una República Checa en la que las personas pudieran ganar más respeto hacia sí mismas aunque perdie­ ran su autoestima. Estas personas podrían encontrarse fácilmente en una situación de pérdida de autoestima porque no tuviesen ningún papel a ju­ gar en el nuevo orden económico y social, aunque ya no se viesen obliga­ das a comprometer su integridad y su respeto propio, como sucedía bajo el antiguo régimen. Lo que se dirime aquí no es sí la presente descripción es correcta, sino si está exenta de contradicciones. En mi opinión, lo está. La afirmación según la cual la autoestima es un concepto ciasificatorio se basa en las creencias que las personas tienen acerca de sus propios éxitos. Pero el éxito es el resultado de un esfuerzo, mientras que la auto­ estima personal se puede sustentar en rasgos que no exigen esfuerzo al­ guno. Por ejemplo, los miembros de la nobleza pueden basar su autoesti­ ma en el hecho de su noble cuna. Así, aunque desde un punto de vista moral el éxito debiera estar relacionado con el esfuerzo, ello no represen­ ta ninguna exigencia conceptual. No creo que los miembros de la noble­ za representen un problema para la idea de que existe una conexión en­ tre la autoestima y el éxito, puesto que la autoestima se puede basar no sólo en los éxitos reales, sino también en la creencia en la propia capaci­ dad para lograrlos. Los miembros de la nobleza consideran que su noble

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cuna es una razón que fomenta su autoestima porque creen que su árbol genealógico, jalonado de gloriosas hazañas, les garantiza que también ellos nacieron para lograr grandes hitos. Su autoestima no depende tan sólo de haber nacido siendo quienes son. Hasta aquí he sostenido que la autoestima se basa en rasgos cualitati­ vos, mientras que el respeto hacia uno mismo se basa en otro tipo de ca­ racterísticas. Pero ¿es ello cierto? Tanto la estima como el respeto los da el yo para el yo. Pero el propio yo, o la individualidad (el hecho de que uno tenga su propio juicio, sus propias preferencias, sus propios princi­ pios), es, en sí mismo, un logro, no algo dado. La propia individualidad es el resultado de un proceso; un proceso interminable que no siempre se ve culminado por el éxito. El botonero del P eer Gynt de Ibsen, el hombre corriente de Canetti, son criaturas desprovistas de individualidad. ¿Cómo puede el respeto hacia uno mismo basarse en rasgos de pertenencia más que de logros o éxitos si la propia individualidad es el resultado de un lo­ gro susceptible de ser clasificabl e? La respuesta es que la capacidad para ser un individuo no es, necesariamente, el rasgo por el que las personas deberían ser respetadas. Incluso si aceptamos la idea de que la individua­ lidad es un logro que exige el respeto hacia uno mismo, no es necesaria­ mente el rasgo que justifica dicho respeto. En cualquier caso, lo que intento demostrar es que la cualidad que justifica el respeto hacia uno mismo es, básicamente, un hecho de perte­ nencia y, sólo secundariamente, un problema de logro. Un ejemplo de tal tipo de rasgo es la pertenencia a un grupo, lo cual únicamente exige estar en ese grupo; por tanto, ser un miembro del grupo es un logro en sí mis­ mo. Ser irlandés es una cuestión de pertenencia, pero conseguir ser un buen irlandés es un logro. Un rasgo que justifica el respeto hacia uno mis­ mo puede ser, secundariamente, un rasgo de éxito pero, primariamente, debe ser un rasgo de pertenencia. Un buen irlandés cree que todos los ir ­ landeses merecen respeto simplemente por ser irlandeses. Además, cree que todos los irlandeses deben respetarse a sí mismos por el hecho de ser irlandeses, aun cuando sólo los buenos irlandeses sean capaces de respe­ tarse a sí mismos en tanto que irlandeses. Sin embargo, un buen irlandés no considera que el hecho de que sólo los buenos irlandeses puedan res­ petarse a sí mismos en tanto que irlandeses justifique el deshonrar a los ir­ landeses que no son buenos irlandeses. El buen irlandés de nuestro ejem­ plo cree que los buenos irlandeses merecen un honor especial en la medida en que son buenos irlandeses. La evaluación de lo que es un buen irlandés es una evaluación de rango. Pero el respeto básico que todos los irlandeses merecen porque son irlandeses es un concepto igualitario. Creo que el punto que he intentado exponer queda claro si en nuestro ejemplo reemplazamos «irlandés» por «ser humano».

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El concepto de humillación

I n t e g r id a d

Otra posibilidad sería que una sociedad humillante fuese aquella cu­ yas instituciones hacen que las personas vean comprometida su integri­ dad; es decir, una sociedad que corrompiese la integridad de sus miem­ bros. Así pues, a continuación intentaré establecer la comparación entre humillación e integridad. Parecería que, a diferencia del respeto hacia uno mismo, la integridad es un concepto más denso y sustancial. Una per­ sona íntegra es alguien a quien no se puede corromper. Una sociedad hu­ millante es la que somete a chantaje a sus miembros y les fuerza a accio­ nes despreciables. Por ejemplo, si uno se afilia al partido sus hijos tendrán el privilegio de asistir a una «buena» escuela; sólo si uno firma una decla­ ración contra su colega podrá conservar su puesto de trabajo. Acabo de sugerir que una persona íntegra es alguien a quien no se puede corromper. Pero ¿de qué tipo de corrupción estamos hablando? ¿De corrupción moral? La relación entre integridad y corrupción moral ¿es una relación conceptual o asociativa? Un ejemplo de relación que sólo es asociativa y no conceptual es la que se establece entre ser un jugador de baloncesto y el hecho de ser alto, ya que cualquiera puede jugar a balon­ cesto sin ser alto. De forma similar, una persona íntegra es, por lo general, pero no necesariamente, una persona moral. Un criminal frío y calcula­ dor, como el Vautrin de Balzac, puede ser una persona íntegra. Vautrin no es decente desde el punto de vista cívico o moral, pero se atiene con fir­ meza a su principio de lealtad absoluta para con sus amigos. Es cierto que Vautrin vive una doble vida de respetabilidad burguesa por el día y de de­ lincuencia por la noche, pero no por ello tiene una doble norma de con­ ducta. Al fin y al cabo, el Smiley de John le Carré también vive una doble vida como agente secreto, pero su integridad es irreprochable. Adolf Eichmann fue un nazi convencido que nunca puso en almoneda sus des­ preciables principios: fue absolutamente imposible sobornarle. Por el contrario, su asistente Kurt Becher era corrupto y se vendía al mejor pos­ tor, pero, con todo, ¿podemos decir que Eichmann fue un hombre ínte­ gro? Creo que nuestra duda sobre si calificar o no a Eichmann como una persona íntegra no procede de ninguna consideración conceptual, sino únicamente de la fuerte connotación de la naturaleza perversa de sus principios. Pero todavía hay otra interpretación posible de estos fenómenos. La diferencia entre Eichmann y Vautrin puede ser que, aun cuando el propio Vautrin no es una persona moral, los principios que respeta, por los cua­ les le consideramos una persona íntegra, son principios morales, como la lealtad a sus amigos, mientras que los principios que Eichmann hizo su­ yos son totalmente inmorales. Sin embargo, el hecho de que una persona

H onor

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íntegra sea fiel a unos principios morales no implica que se adhiera a ellos, o los aplique, a partir de unas consideraciones morales. Un mafioso leal a sus amigos no actúa de esta forma en virtud de consideraciones mo­ rales, aun cuando su lealtad no se base en el temor al posible castigo de la Cosa Nostra. Por tanto, una sociedad cuyas instituciones propician que sus astutos delincuentes abandonen su integridad (por ejemplo, proporcionando in­ formación sobre sus colegas) no es necesariamente una sociedad no de­ cente. Ello depende de qué tipo de medios emplea la sociedad para tal fin, puesto que es razonable sospechar que si en una sociedad los delin­ cuentes son personas verdaderamente íntegras, su delito puede ser resul­ tado de unos medios ilegítimos, como la tortura. Y estos medios son los que hacen que una sociedad no merezca el calificativo de decente. Sin embargo, si la sociedad compromete la integridad de sus delincuentes mediante medios moralmente aceptables, como el de colocarles en una si­ tuación del tipo «dilema del prisionero», ello no constituye humillación alguna. Por consiguiente, si definimos la sociedad decente como aquella que no corrompe la integridad de sus miembros, obtendremos una definición demasiado estrecha, ya que ésta calificaría a una sociedad como no de­ cente aun cuando emplease medios legítimos para hacer que sus delin­ cuentes abandonasen su integridad. Pero si por integridad entendemos integridad moral, entonces la definición es demasiado amplia. Un orden social que conculca la integridad moral de las personas que dependen de ella crea una sociedad humillante. La violación de la integridad moral es condición suficiente, aunque no necesaria, para tachar de humillante a una sociedad.

D ig n id a d

Otra sugerencia a considerar es que una sociedad decente es aque­ lla cuyas instituciones no afrentan la dignidad de las personas que la componen. La cuestión consiste en averiguar cuál es la diferencia entre esta sugerencia y la que afirma que lo que no deben violar las institu­ ciones de una sociedad decente es el respeto hacia sí mismos de sus miembros. En suma, ¿cuál es la diferencia entre la dignidad y el respeto hacia uno mismo? La dignidad es semejante al orgullo. El orgullo es la expresión de la autoestima; la dignidad es la expresión del sentimiento de respeto que las personas sienten hacia sí mismas en tanto que seres humanos. La digni­ dad es el aspecto externo del respeto hacia uno mismo. Y, éste, a su vez,

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El concepto de humillación

es la actitud que tienen las personas por el hecho de ser humanas. La dig­ nidad consiste en las tendencias conductuales mediante las cuales la acti­ tud que mantenemos hacia nosotros mismos denota nuestro propio res­ peto. Es posible sentir respeto hacia uno mismo y carecer de toda dignidad. El respeto hacia uno mismo se prueba negativamente; la digni­ dad, afirmativamente. Esto quiere decir que, por lo general, las personas manifestamos el respeto hacia nosotras mismas cuando nuestro honor ha sufrido una afrenta; es decir, cuando hemos sido humilladas. Nuestra conducta en este momento es una muestra de nuestro propio respeto. Por el contrario, una persona digna demuestra su respeto hacia sí misma me­ diante acciones positivas que no responden a ninguna provocación. De esta forma, da a entender que se defenderá con uñas y dientes si alguien trata de arrebatarle su respeto hacia sí misma. Al abordar la relación entre la humillación y la violación de los dere­ chos hice hincapié en que esta última, especialmente si se trata de derechos humanos, puede ser un ejemplo paradigmático de humillación. Pero la humillación es algo más que la violación de los derechos. Hasta cierto punto, es el resultado de gestos humillantes que no están relacionados de forma natural con los derechos, y lo que esta consideración añade de nue­ vo es que los gestos humillantes violan la dignidad de la víctima, mientras que la violación de los derechos implica una disminución del respeto ha­ cia uno mismo. La dignidad es la representación de dicho respeto. Así pues, si la dignidad es el aspecto externo del respeto hacia uno mismo, ¿por qué es importante? Quizás el prestar atención a la dignidad de las personas tiene que ver con el aspecto del rol que desempeña el pro­ pio respeto, con las máscaras que adoptan en tanto que personas que se respetan a sí mismas. ¿No implica esto volver a incurrir en el error de Aristóteles? En su descripción de las personas magnánimas (m egalopü kon), Aristóteles sostiene que lo importante es el honor y el deshonor. Las «representaciones» que las personas escenifican para sus vecinos («Los movimientos sosegados parecen propios del magnánimo, y una voz grave y un modo de hablar reposado...»; Etica a Nicómaco, 1125, libro IV, cap. 3) se consideran como meros «juegos de honor»; es decir, como algo que no hay que tomar en serio. Aristóteles se defendería afirmando que él no estaba dando instrucciones a las personas que pretenden ser magnánimas, e incluso se embarcaría en una detallada descripción de lo ridiculas que resultan las personas que se atribuyen inmerecidamente los atributos del magnánimo, puesto que su intención no era otra que describir la manera en que actúan en realidad las personas verdaderamente magnánimas. Podría parecer que ello también es cierto en el caso de la dignidad. Si la dignidad es la manifestación conductual del respeto propio, entonces las personas que carecen del mismo no pueden más que aparentarlo. Sin

Honor

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embargo, la dignidad no es una presentación, sino una representación, del respeto hacia uno mismo. También cabe preguntarse por qué la dignidad es algo tan serio como para considerar humillante cualquier afrenta a la misma. Quizá pueda ayudarnos una analogía con dos conceptos: el de honrar a Dios y el de santidad, puesto que entre ambos existe una relación interna. La santidad es el reino de los mandamientos y las prohibiciones que tienen que ver con el honrar a Dios. La transgresión de estos mandamientos es una pro­ fanación de la santidad, lo que a su vez implica profanar el honor de Dios, que mora en el Templo y exige un tipo especial de conducta: una con­ ducta santa, no profana. Pablo, en el Nuevo Testamento, traduce la idea del Templo como el reino de la santidad en la idea de que el cuerpo hu­ mano es un Templo, y que en todo ser humano alienta un espíritu divino. El honor humano es el honor del Templo que sirve de morada al espíritu divino. Ello obliga a que las personas procuren que este Templo sea un lugar santificado, digno de albergar el honor de Dios. Atentar contra la santidad del cuerpo humano es atentar contra el Templo, profanando el honor divino y el humano, puesto que este último se deriva del primero. De manera análoga, la dignidad humana es la conducta que traza los lí­ mites del honor humano.

Segunda parte LAS BASES DEL RESPETO

Capítulo 4 LA JUSTIFICACIÓN DEL RESPETO

¿Qué aspecto de los seres humanos, de haber alguno, justifica el res­ peto a todos ellos simplemente porque son humanos? En esta pregunta, la expresión «de haber alguno» no es retórica, puesto que existe una se­ ria posibilidad de que no haya ninguna justificación para respetar a las personas simplemente en virtud de su humanidad, y de que lo más que podamos hacer en este sentido sea apuntar una justificación escéptica. A continuación consideraremos tres tipos de justificación: la justifi­ cación positiva, la escéptica y la negativa. La justificación positiva supone intentar encontrar una característica (o características) perteneciente a to­ dos los seres humanos, en virtud de la cual todas las personas sean mere­ cedoras de un respeto básico. La justificación escéptica implica abando­ nar toda búsqueda de una característica justificadora anterior a la actitud respetuosa. En lugar de ello, esta actitud respetuosa se convierte en el punto de partida, puesto que lo digno de respeto es lo que se deriva de di­ cha actitud. La justificación negativa implica también abandonar la bús­ queda de la característica en virtud de la cual se debe respetar a los seres humanos, para centrarse en la pregunta de por qué es malo humillarlos. Este capítulo aborda la justificación positiva del respeto que se debe a los seres humanos. Este tipo de justificación es el que ofrecen las reli­ giones que creen en la creación y en la revelación. La respuesta que pro­ ponen a la cuestión de por qué los seres humanos son dignos de respeto es que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Esta respues­ ta significa que todo ser humano merece respeto, puesto que es una ma­ nifestación de la gloria. Lo que justifica el respeto no es lo que hay de hu­ mano en las personas, sino el reflejo de lo divino, ya sea éste el alma humana, su forma externa, o cualquier otra cosa que se pueda incluir en la categoría de «imagen y semejanza de Dios». Sólo Dios merece un ho­ nor incontrovertible e incondicional (la gloria, como se acostumbra a de­ nominar en este caso). El hombre, en cambio, sólo merece el reflejo de la gloria. También se supone que esta respuesta religiosa contesta a la pre­ gunta de por qué toda persona merece la misma actitud de respeto. Todas y cada una de las personas han sido creadas a imagen y semejanza de Dios. Pero, ¿qué sucede con las diferencias entre las personas? Al igual que un matemático enfrascado en series infinitas puede considerar irrele­

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vantes las diferencias entre secciones finitas de estas series, cualquiera que contemple las diferencias entre las personas con relación a la divini­ dad puede considerar también que tales diferencias son irrelevantes. De esta perspectiva religiosa hemos obtenido la idea del reflejo de la gloria como base del respeto a los seres humanos, pero tal idea no se li­ mita al reflejo de la gloria de Dios. Muchas veces nos sentimos orgullosos de los logros del «hombre», aunque nosotros no hayamos participado en ellos: el «hombre» conquistó la luna; el «hombre» descubrió la vacuna contra la polio; el «hombre» inventó el avión. En realidad, estos logros fueron logros individuales (aun cuando, como en el caso de los vuelos es­ paciales, hubiera un gran número de personas implicadas en ellos). El uso del término «hombre» atestigua que los logros de estos individuos se ex­ tienden a toda la raza humana, aun cuando no sean distributivos. Sería una muestra de desvarío por mi parte afirmar que, puesto que Neil Armstrong estuvo en la luna, yo también estuve allí. Sin embargo, la gloria de aquel alunizaje se puede distribuir y reflejar entre todos los seres huma­ nos. La idea de la gloria que se refleja en los demás sirve para eliminar la cuestión en virtud de la cuál todas las personas merecen respeto. Todo cuanto hay que hacer es una relación de «los logros del hombre», añadir a ella nuestra creencia en que, indudablemente, sea quien fuere quien los consiguió merece ser honrado por ello y, a continuación, afirmar que la gloria por esos logros alcanza a todos los miembros de la raza humana. Si Buda, Aristóteles, Mozart, Shakespeare y Newton son figuras culminan­ tes de la humanidad, nosotros participamos de su gloria aunque nunca lleguemos a alcanzar sus hitos. Pero ¿por qué los humanos mereceríamos reflejar la gloria de Mo­ zart, y no así las aves canoras? La respuesta habitual es: los humanos es­ tán hechos a imagen y semejanza de Mozart, y los pájaros no. Cualquiera que esté hecho a esa misma imagen merece la gloria, o el reflejo de ella. Shakespeare es un motivo de orgullo para todos nosotros. Pero ¿qué es lo que «todos nosotros» tenemos en común? ¿Qué tenemos en común un luchador de sumo, un proxeneta del Soho, un vendedor de Soweto y yo que confiera a Shakespeare el poder de otorgarnos el reflejo de su gloria? ¿Por qué no otorgar este reflejo glorioso a un grupo más reducido, como los británicos que «colaboraron» con Shakespeare y Newton, y privar de él a otros grupos, como, por decir algo, los albaneses, que pudieran no haber contribuido al poder de conferir la gloria a todos los demás seres humanos? Este sólo es uno de los problemas que plantea la idea de la gloria re­ flejada. Todavía podemos ilustrar otra dificultad con el ejemplo siguien­ te. El récord del salto de altura de los seres humanos supera en unos cin­ cuenta centímetros, aproximadamente, la altura del propio saltador,

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mientras que una pulga puede saltar cien veces su propia altura. ¿Por qué no podríamos hablar de la gloria de las pulgas, puesto que una de ellas saltó tan alto, proyectando así su gloria sobre las demás? Y, a la vista de los asombrosos saltos que consiguen ¿por qué no proporcionarles pistas de entrenamiento para saltar, en lugar de intentar exterminarlas? Nos encontramos aquí con dos dificultades complementarias: 1) ¿Por qué no se puede confinar el reflejo de la gloria a un conjunto más restringido que el de todos los seres humanos? 2) ¿Por qué ésta no se puede proyectar también a un conjunto mayor que incluyese a otros seres vivos, como las pulgas, que son capaces de logros mucho más grandes que los nuestros? Pero antes de transferir el argumento de la gloria reflejada de Dios a las pulgas, defenderé la pertinencia de limitar dicha gloria a la raza humana. De entre todas las especies naturales, la especie que corres­ ponde a la imagen de Shakespeare es la especie humana, el Homo sapiens. Los británicos no constituyen una especie natural y, por tanto, no pueden ser la microespecie natural más parecida al individuo a partir del cual se nos otorga el respeto. Al mismo tiempo, aunque los primates constituyen una especie natural, y aun cuando otros primates se asemejan a los seres humanos en diversos aspectos, tampoco satisfacen la condición de ser la especie natural más reducida. La raza humana es la especie natural más reducida sobre la que proyectar el reflejo de la gloria. Pero hay otro aspecto relativo a la segunda afirmación. Aun si el res­ peto humano deba confinarse a la raza humana, ¿cómo podemos contes­ tar la afirmación según la cual cada especie merece su propio respeto y no hay razón para singularizar el respeto a los humanos? La respuesta apro­ piada en este caso es que, verdaderamente, cada especie merece su propio respeto y que el respeto a los humanos no es el mismo que, por ejemplo, el respeto a las panteras. Si la gloria de las panteras es la velocidad que al­ canzan al correr, entonces podemos respetarlas no confinándolas a unas jaulas que limitan su capacidad de movimientos. Todos estos argumentos defensivos pueden parecer triviales, pero plantean una cuestión importante: ¿por qué las especies naturales son las categorías adecuadas para la pregunta moral sobre quién merece el res­ peto humano? Una especie natural es una clase que tiene poder explica­ tivo en el reino empírico y nos permite hacer muchas generalizaciones y predicciones. Pero ¿por qué es adecuada para cuestiones morales? Si concluyéramos que el grupo que confiere respeto a los demás es el gru­ po de los hombres adultos, y que éstos constituyen la especie natural más reducida, ¿restringiríamos el grupo merecedor de respeto y lo negaría­ mos a las mujeres? ¿Deberíamos reservar a la madre Teresa un lugar en el panteón de personajes que confieren respeto para poder incluir a las mujeres en la clase de «imagen y semejanza de Dios»? Pero aun dando

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por supuesto que la especie natural más reducida a estos efectos es el Homo sapiens, la pregunta sigue en pie: ¿por qué las especies naturales son relevantes para la cuestión moral del respeto a los humanos? Tal res­ peto se debe fundamentar en una característica moralmente relevante, y no en algún tipo de logro «natural». El reflejo de la gloria derivado de una característica natural y no moralmente relevante no puede ser una razón para respetar a las personas, aun cuando justifique la concesión de honor social. Por lo que respecta a los animales, éste es claramente un concepto de respeto antropomórfico. Nosotros no otorgamos ningún respeto especial a las almejas o a los escorpiones, no porque éstos no tengan «logros», sino porque no sabemos cómo «humanizar» tales logros. (Los animales de san­ gre fría nos parecen menos humanos.) Los animales a los que nos senti­ mos obligados a honrar son los que se han convertido en destacados sím­ bolos humanos en nuestra cultura. Capturar un águila, que es un símbolo de libertad y de poderío, y limitar su capacidad encerrándola en una jau­ la, es una violación de su esencia y tiene un significado distinto del de en­ jaular a un loro. Pero cuando hablamos de respetar a un animal, de lo que realmente hablamos es de respetarnos a nosotros mismos. Cuando nos preocupamos por el respeto a un chimpancé al que imitan burlonamente algunos visitantes del zoológico, en realidad nos estamos preocupando por el respeto hacía nosotros mismos. El cambio que hemos realizado en esta sección, que empezó con la respuesta religiosa a la cuestión de justificar el respeto humano, es el cam­ bio de la gloria reflejada. Esta idea puede adoptar diversas y, ocasional­ mente, extrañas formas, según cuáles sean los seres que, supuestamente, pueden transferir su honor a sus semejantes: Dios al hombre, las personas excepcionales al resto de la humanidad y, finalmente, los humanos a los animales «humanoides».

C a r a c t e r ís t ic a s q u e j u s t if ic a n e l r e s p e t o a l o s s e r e s h u m a n o s

Cualquier característica que aspire a justificar la exigencia de tratar con respeto a todos los seres humanos debe satisfacer los requisitos si­ guientes: 1. No debe ser una característica susceptible de gradación, puesto que el respeto se debe dar a todos los seres humanos por igual. 2. No debe ser de un tipo cuyo exceso tenga efectos contraproducen­ tes; es decir, que dé razones para aborrecerla o para faltarle al respeto. 3. Debe tener una relevancia moral que haga respetar a los humanos.

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4. Debe proporcionar una justificación humanística del respeto; es decir, la justificación sólo se puede hacer en términos humanos, sin ape­ lar a entidades divinas. Kant afirmó estar agradecido a Rousseau por haberle enseñado cómo respetar la naturaleza humana. No es ésta la gratitud que siente un zoólo­ go hacia otro por haber llamado su atención hacia una clase de animales digna de estudio. Rousseau hizo que Kant reflexionase sobre las caracte­ rísticas que indicaban el valor intrínseco de las personas simplemente porque son humanas. A partir de ello, Kant especificó cuáles son los com­ ponentes que dan valor a la humanidad: 1. Ser una criatura que determina los fines; es decir, una criatura que da valor a las cosas. 2. Ser una criatura con capacidad de autonomía. 3. Ser capaz de perfeccionarse, de lograr cada vez más una mayor perfección. 4. Tener la capacidad de ser un agente moral. 5. Ser racional. 6. Ser la única criatura capaz de trascender la causalidad natural.1 Esta no es la relación completa, pero es indudable que las caracterís­ ticas enumeradas por Kant como base para justificar el respeto a los hu­ manos cumplen la exigencia de ser moralmente relevantes (condición 3) y la humanística (condición 4). Sin embargo, no satisfacen las dos condi­ ciones primeras; es decir, que no sean graduables y que su exceso no sea perjudicial. Las características que Kant relaciona las poseen diversas per­ sonas en diversos grados. Una persona puede no tener la misma capaci­ dad que otra para dotarse de sus propias normas. Por tanto, tales carac­ terísticas son rasgos categorizables que no justifican lo que Kant quería justificar: que todos los seres humanos merecen un respeto igual simple­ mente porque son humanos. Pero aún más preocupante que el hecho de que estas características puedan ser categorizables es el que se pueda abusar de ellas. Si alguien posee las características kantianas, como la capacidad para llevar una vida moral, aunque viva de forma ostensiblemente inmoral, ¿porqué debería­ mos otorgarle nuestro respeto? Por el contrario, el que una persona vul­ 1. Immanuel Kant, Groundtvork of Metaphysics of Moráis, trad. de H. J. Patón, 2 .' ed., Nueva York, Liberal Arts, 1953, especialmente pág. 77; Kant, The Doctrine ofVirtue, trad. de MayJ. Gregor, Nueva York, H arper Torchbooks, 1964, especialmente pág. 434; Lewis W. Beck, A Commentary on Kant's «Critique of Practical Reason», Chicago, University of Chicago Press, especialmente pág. 226; Víctor J. Seidler, Kant, Respect, and Injustice, Londres, Routledge, Chapman& Hall, 1986.

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nere su capacidad para llevar una vida moral no es motivo para respetar­ la, sino más bien para despreciarla e incluso humillarla, puesto que actúa de manera distinta a la que se esperaba de ella. Según este planteamiento, ios criminales que poseen capacidad moral no son dignos de respeto, puesto que han profanado su humanidad, la propia naturaleza a la que supuestamente se ajustaban y que era la fuente del respeto que los demás experimentaban hacia ellos. De forma similar, no estamos obligados a res­ petar a las personas que, como los nazis, se proponen objetivos perversos en sí mismos. Las personas que se realizan enviando a otros seres huma­ nos a los campos de exterminio deberían sufrir la mayor degradación po­ sible. La razón que nos hace respetar a las personas porque éstas deter­ minan sus propios fines es a la vez la razón que nos hace no respetarlas cuando eligen unos fines despreciables. La capacidad para determinar los propios fines no es digna de respeto en y por sí misma. Es digna de res­ peto sólo cuando los fines son dignos. Desde mi punto de vista, una ca­ racterística es respetable si se valora como moralmente positiva. Obvia­ mente, también podemos sentirnos impresionados por el despliegue de la capacidad humana para el mal -como, por ejemplo, el valor y la osadía del gángster John Dillinger- pero, tal como yo lo planteo, el sentirse im­ presionado no es lo mismo que sentir respeto. Marlow, el maravilloso na­ rrador creado por Joseph Conrad, está profundamente impresionado por los demonios hipnóticos de Kurtz, pero ciertamente 110 siente ningún res­ peto moral por ellos. Todo aquel que justifique el respeto a los humanos ateniéndose al es­ píritu de las características enumeradas por Kant tiene una clara línea de defensa contra la crítica según la cual, dado que estas características son susceptibles de graduación, no pueden justificar un respeto igual para todo el mundo. La línea de defensa es que, aun cuando una característica se posea en mayor o menor grado, es posible sostener que la existencia de la misma en las personas tiene un umbral, un límite que garantiza el res­ peto básico a todos los seres humanos. Todo cuanto exceda a este umbral sirve como base para la evaluación social, según el grado y la fuerza de di­ cha característica en cualquier individuo particular. Este límite garantiza el respeto básico al que todos los humanos tienen derecho por igual, mientras que todo lo que supere el límite no es igualitario, y está bien que así sea. Consideremos, por ejemplo, la característica de la racionalidad. Podemos determinar que el umbral que justifica respetar a los humanos, como seres distintos de los animales, es su capacidad de actuar por una razón. Este umbral garantiza el respeto para toda persona capaz de actuar racionalmente. La calidad de estas razones se puede clasificar, y así obte­ ner una base a partir de la cual evaluar a las personas, pero esta clasifica­ ción se debe separar de la cuestión del respeto humano básico.

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Este cambio es bueno si la característica que justifica el respeto exis­ te positivamente en todas las personas, y el problema sólo consiste en ase­ gurar que cada individuo posee cierto grado de ella. Sin embargo, como ya hemos constatado, las características que Kant mencionaba también pueden pecar por exceso, ya que la existencia de una capacidad determi­ nada no garantiza que ésta no se pueda evaluar negativamente. Las características kantianas no agotan todo el abanico de rasgos que pueden justificar el respeto a los humanos. Así, por ejemplo, Bernard Wi­ lliams sugiere con acierto que todo ser humano tiene un punto de vista propio, que no puede ser sustituido por el de nadie y, por ello, tiene un valor único.2 Aquí se plantea la pregunta obvia de por qué un punto de vista es más precioso, y de mayor relevancia moral, que una huella dacti­ lar, que también es exclusiva de cada persona. Pero aun suponiendo que podamos responder a esa pregunta, todavía cabe preguntarse si no puede haber puntos de vista negativos. ¿Qué hay en el maligno parecer de Yago que lo haga digno de respeto? ¿Por qué no considerarlo una justificación para insultarle, dada su malicia? Aun cuando admitamos que el punto de vista de Yago tiene mucho que enseñarnos sobre la naturaleza humana, su valor instuctivo es puramente instrumental y carece de valor intrínseco. No todo aquello de lo que podamos aprender tiene un valor intrínseco. Al fin y al cabo, aun cuando los monstruosos experimentos del doctor Josef Mengele hayan aumentado nuestro conocimiento sobre la resistencia humana, ello no disminuye en modo alguno su monstruosidad. La infor­ mación procedente de fuentes malignas, pese a su posible valor didáctico, no puede tener valor intrínseco. Aun cuando creamos que el parecer de Yago o de Ricardo III merece pasar a la posteridad, ello no implica que justifiquemos la preservación de los mismos en virtud de algún respeto básico. Otro problema es que la idea de la singularidad de un punto de vista como justificación del respeto básico no cumple el requisito de re­ levancia moral. Tener un gran número de puntos de vista es importan­ te para la humanidad como muestra de la diversidad de la experiencia humana, por lo que nos puede enseñar acerca de nuestra propia natu­ raleza. Por tanto, quizás es más importante mantener diversos puntos de vista que mantener diversos observatorios astronómicos desde don­ de estudiar las estrellas y las lejanas galaxias, pero ello no implica que quienes mantengan tales puntos de vista merezcan mayor respeto que los poderosos telescopios mediante los cuales investigamos el firma­ mento. 2. Bernard Williams, «The Idea of Equality», en Joel Feinberg (comp.), Moral Concepts, Lon­ dres, Oxford University Press, 1969, especialmente págs. 159 y sigs.

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L a c o n s t r ic c ió n d e l v a l o r in t r ín s e c o

Todavía estamos buscando características que justifiquen el respeto a los humanos, a las que Kant añade aún otra constricción: la de que tales características deberían justificar el garantizar el valor intrínseco de cada ser humano. Pero ¿cuál es el valor intrínseco que supuestamente deberían justificar dichas características? La distinción entre valor de uso y valor de cambio se remonta, como mínimo, hasta Adam Smith. El valor de uso es el valor del beneficio que se obtiene de un objeto en el cumplimiento de los fines humanos. El va­ lor de cambio es el poder que tiene este objeto para inducir a los demás a dar otros objetos de valor para obtenerlo. Otro nombre del valor de cam­ bio es el precio. La idea que subyace a la distinción entre valor de uso y el precio es que el valor de uso no depende exclusiva o primariamente de la evaluación subjetiva que hacen las personas de ese objeto, sino más bien de su contribución objetiva a la consecución de los fines humanos. Por ejemplo, aunque el valor de cambio de los diamantes sea muy elevado, dada su escasez, su valor de uso es mucho menor. Como su nombre indica, el valor de cambio de un objeto se basa en la idea de que el objeto en cuestión es algo que se puede cambiar. Pero el valor de uso se basa también en la posibilidad de sustitución, puesto que el valor de uso de un objeto es el valor que éste tiene como herramienta para el progreso de los fines humanos. Las herramientas siempre se pue­ den reemplazar. Aunque algunas veces la sustitución sea menos eficiente a la hora de lograr los fines fijados, no por ello deja de ser posible. Por el contrario, el valor intrínseco se basa en la idea de que el obje­ to valioso es insustituible. Dios bien pudo compensar a Job por las gran­ des pérdidas que sufrió con las tremendas adversidades que le había en­ viado, dándole nuevas propiedades, pero aunque se apiadase de Job doblándole el número de hijos para compensar los que habían muerto, ello no puede constituir ninguna reparación o sustitución. Los hijos de Job tenían un valor intrínseco que ni siquiera Dios podía sustituir sólo con darle una nueva descendencia. La premisa central de Kant es que cada persona posee un valor in­ trínseco. Pero de ello no se deriva que no pueda haber una situación en la que sea aceptable juzgar a las personas en términos de sustitución, sino simplemente que hay algunos contextos en los que ello resulta inacepta­ ble. Así, según Kant, la principal constricción sobre las características que justifican el respeto a las personas es que dichas características deben también justificar el valor intrínseco de las mismas. El valor intrínseco, no el de uso ni, ciertamente, tampoco el de cambio. Esto es algo que las diversas y bien conocidas formas de utilitarismo

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consideran inaceptable. El utilitarismo en general niega que las caracterís­ ticas que hacen que las personas sean dignas de respeto en virtud de su hu­ manidad deban también justificar la estipulación de que existen situacio­ nes en las que las personas son irreemplazables. El utilitarismo niega que esta exigencia sea constitutiva del respeto a los humanos. Según esta pers­ pectiva, el concepto de valor intrínseco carece de aplicación moral y no es más que un mecanismo retórico para afirmar que algo es muy importante para nosotros y que, por tanto, es insustituible. Toda esta insustituibilidad significa que, en circunstancias normales, rechazaremos negociar sobre aquello que tan importante es para nosotros. Pero para cada situación hu­ mana terrible, hay otra aún más terrible cuya prevención justifica la elec­ ción del mal menor, aun cuando esta elección sea tan monstruosa como la decisión de Sofía (en la novela de William Styron). Para el utilitarista, evi­ tar la elección en una situación semejante representa cobardía moral, no una manifestación del reconocimiento del «valor intrínseco» de las perso­ nas. La justificación del valor intrínseco es excluyente. Según ésta, bajo de­ terminadas circunstancias en las que es necesario abordar la sustitución de personas, no se puede entrar en argumentaciones en pro o en contra, pues­ to que aquellos cuyo destino está en juego poseen un valor intrínseco que no se puede tasar ni cuantificar en términos de sustitución de uno por otro, aun cuando el «otro» incluya diversas personas a cambio de una. Así pues, las características justificadoras de Kant, ¿se pueden guiar realmente por la constricción del valor intrínseco? Examinemos por ejemplo la característica de la racionalidad: en los ángeles, la manifesta­ ción más pura de la misma, toda individualidad desaparece. Nada hay de trágico en sustituir a Gabriel por Miguel. Esta intuición se puede formu­ lar en términos aristotélicos: la individualidad del hombre está determi­ nada por la materia que distingue a una persona de otra, mientras que la forma racional de las personas puede ser compartida por muchas de ellas. Por tanto, la racionalidad humana permite sustituir a una persona por otra que comparta la misma forma (racional). En este sentido, la caracte­ rística de la singularidad del pensamiento que defiende Williams cumple más satisfactoriamente la exigencia de insustituibilidad que las caracte­ rísticas kantianas. Al enumerar las constricciones que pesan sobre las características que justifican el respeto a los humanos omití la constricción del valor in­ trínseco, según la cual sólo las características que confieren un valor intrínseco pueden justificar respetar a las personas en tanto que humanas, mientras que las características con valor instrumental no pueden cumplir esta función. Si añadimos esta exigencia a las características justificado­ ras, la constricción de insustituibilidad restringirá gravemente la búsque­ da de tales características.

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L A LIBERTAD RADICAL COM O CARACTERÍSTICA JUSTIFICATIVA

Así pues, continuaremos nuestra búsqueda de una característica o ca­ racterísticas humanas que puedan justificar el respeto a las personas. Pero todavía no hemos distinguido entre las características de capacidad y las de logro. Una característica de capacidad es el potencial humano para conseguir un fin deseado; una característica de logro es aquella en la cual se pone en práctica una capacidad humana. Tanto las características de capacidad como las de logro pueden ser clasificables, puesto que ni los lo­ gros ni las capacidades se distribuyen de manera uniforme e igualitaria entre las personas. La característica que quisiera sugerir para justificar el respeto a los humanos se basa en una capacidad. Se trata de la capacidad de reevaluar la propia vida en un momento dado, y de cambiarla a partir de ese mo­ mento. Lo que aquí está en juego es la capacidad de los seres humanos de arrepentirse de sus pecados, en el sentido secular del término: esto es, de abandonar los malos derroteros. Creo que los humanos poseen esta capacidad. Aunque no todas las personas tengan la misma capacidad de cambiar, la propia posibilidad del cambio las hace dignas de respeto. Hasta los peores criminales merecen un respeto humano básico, puesto que existe la posibilidad de que reevalúen radicalmente sus vidas pasadas y de que vivan el resto de sus vidas de manera digna si se les da la opor­ tunidad. No hablamos aquí del honor que las personas merecen por sus logros. El otorgar respeto a partir de la posibilidad de cambio se orienta hacia lo que las personas pueden hacer en el futuro y no tanto hacia lo que hicieran en el pasado. Las personas merecen respeto no por el grado de poder que tengan para cambiar su forma de vida en el futuro, sino por la posibilidad misma de que puedan ser capaces de cambiar. Por tanto, respetar a los seres humanos significa no dar a nadie por perdido, puesto que todas las personas son capaces de vivir de una forma diametralmente opuesta a la que lo han venido haciendo. De hecho, Kant también dijo que el hombre era digno de respeto porque no estaba sometido a la red causal de la naturaleza, pero Kant no se refería al «hombre empírico». Sin embargo, lo que aquí sostengo es que la persona digna de respeto es la persona radicalmente libre. La li­ bertad radical significa que, aun cuando las acciones pasadas, el carácter y el entorno de una persona constituyen un conjunto de limitaciones so­ bre sus acciones futuras, ello no quiere decir que sean determinantes. Toda persona tiene capacidad para emprender una forma de vida futura discontinua con su pasado. Y el respeto que merece por ello se basa pre­ cisamente en el hecho de que el hombre no tiene naturaleza, si por «na­

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turaleza» entendemos un conjunto de características que determinan sus propias acciones. Los animales tienen naturalezas, los humanos no. Existe una profunda analogía entre el concepto de significado lin­ güístico y el concepto de significado de la vida. El significado lingüístico admite la posibilidad de que toda la serie de usos que un término haya te­ nido en el pasado no determina los usos del mismo en el futuro. Los usos lingüísticos no son como las vías del tren, que se fijan con antelación, de manera que lo único que deba preocuparnos sea la posibilidad de que el tren descarrile. Lo mismo se puede decir del significado de la vida: la suma de todas las acciones pasadas no determina el curso de las acciones futuras, sino que incluso en cualquier momento podemos reconsiderar nuestra interpretación de las propias acciones pasadas. El tren de la vida puede cambiar de dirección a voluntad del maquinista, aun cuando algu­ nas direcciones sean más fáciles de recorrer que otras. ¿Qué deberíamos decir de una mala persona que ha tenido la oportu­ nidad de reflexionar sobre su vida pasada pero que, pese a todo, elige li­ bremente darla por buena? ¿Representa ello transgredir nuestro segundo criterio, según el cual no se debería hacer un mal uso de la característica que justificaría el respeto? Al fin y al cabo, Nicolás Ceaucescu creyó actuar como un patriota que procuraba el desarrollo de su país. ¿Tiene algún va­ lor el hecho de que tuviese libertad de elección? Eichmann, tras su juicio en Jerusalén, eligió libremente reafirmar su vida como nazi. ¿No debería ser el contenido de la propia elección lo que fuese digno de respeto, y no la mera posibilidad de elegir? Los dos malhechores que he mencionado, Ceau­ cescu y Eichmann, vivieron y murieron como criminales. Su muerte no ex­ pía sus vidas. Pero el respeto al que me refiero no consiste, como he seña­ lado, en el respeto por logros pasados, y no depende de la medida en que seamos capaces de cambiar en el futuro. Este respeto surge del hecho de que el futuro permanece abierto. El respetar a las personas sustenta la idea de que su futuro está abierto, y de que pueden cambiar sus vidas a mejor mediante la acción o la reevaluación de su pasado. El problema con esta propuesta de justificar el respeto a los humanos mediante la libertad radical reside, obviamente, en la cuestión de si los se­ res humanos son realmente libres en un sentido radical. B.F. Skinner está en lo cierto al asociar el concepto de dignidad con el de libertad, excepto en que, en su opinión, el concepto de libertad que exige el concepto de dignidad es indefendible. Según Skinner, la diferencia entre la libertad y la falta de libertad es la diferencia entre los condicionamientos encubier­ tos y los abiertos. En el primer caso, a los observadores externos les re­ sulta más difícil ver la conexión entre el estímulo y la respuesta, pero en ambos casos las respuestas humanas están controladas por algún condi­ cionamiento. El significado de la dignidad entendida como algo que per­

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mite liberarnos del control de los condicionamientos a través de los estí­ mulos es, en opinión de Skinner, ilusorio. A lo sumo, podemos aspirar a sustituir los estímulos negativos y adversos por estímulos positivos. Esta es la única diferencia entre la distopía de 1984 y la utopía de Walden II. Según Skinner, la dignidad es una idea ilusoria y por ello es peligroso basar en ella las teorías sociales. La sociedad a la que se aspira debe ba­ sarse, más bien, en condicionamientos positivos. La diferencia entre una persona libre y una esclava es la naturaleza de los estímulos que la moti­ van: la primera disfruta de estímulos gratificantes; la segunda padece es­ tímulos punitivos. El «renacimiento» de una persona que ha vivido una vida pecaminosa no es el resultado de un acto de libre elección, sino de un condicionamiento. En principio, el Albert Speer que se arrepiente de sus extravíos no es distinto del Alex de La naranja m ecánica sometido a un condicionamiento brutal mediante un sofisticado mecanismo. La diferen­ cia entre ellos radica en el hecho de que, en el caso de Speer, los estímu­ los no son directamente visibles, como lo son en el caso de Alex. Pero ésta es la única diferencia. La posibilidad de cambiar radicalmente la propia conducta en el futuro es el resultado de un condicionamiento, no de una elección. Por tanto, ésta no puede servir como justificación de la dignidad humana. La característica que propongo como justificación del respeto a toda persona en tanto que ser humano -la capacidad en principio de cambiar la propia vida- depende de qué respuesta se dé a la cuestión de si los se­ res humanos tienen realmente esta capacidad. Pero se podría decir que toda la búsqueda de una justificación para respetar a los seres humanos da por supuesto que la tienen, puesto que el tipo de justificación que im­ plica elogio y culpa supone que las personas pueden actuar de otra ma­ nera. Por tanto, si yerro al suponer que las personas poseen la libertad ne­ cesaria para justificar el respeto, mi error no sólo atañe a la elección de la característica justificadora, sino también a la posibilidad misma de justi­ ficar alguna cosa en el terreno moral. Sin embargo, hay aún otra crítica, de mayor calado, a la justificación del respeto a los humanos fundamentada en su capacidad de arrepenti­ miento. Y consiste en que tal justificación no satisface la exigencia según la cual no se debe respetar ninguna capacidad que pueda ser empleada para hacer el mal. Pero si la característica justificadora es la capacidad para cambiar radicalmente la propia vida en el proceso de arrepentimiento (es decir, la capacidad humana de actuar libremente) nos encontramos ante una capacidad que puede actuar en los dos sentidos: no sólo para cambiar de lo malo a lo bueno sino también de lo bueno a lo malo. El padre Ser­ gio de Tolstoi es un ejemplo de la posibilidad de cambiar en ambas direc­ ciones en el transcurso de una vida. Centrarse en una sola dirección, en la

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capacidad de cambiar a mejor, es un error garrafal que cometen quienes intentan encontrar una característica que justifique el respeto a los hu­ manos ignorando sus potenciales efectos perversos. Mucho hay de cierto en esta crítica de la capacidad de arrepenti­ miento como característica justificadora del respeto a los seres humanos. Sin embargo, hay algo en ella que la distingue de las otras características mencionadas por Kant, incluyendo la de la adecuación para una vida mo­ ral. La capacidad de arrepentimiento se dirige directamente a un contex­ to en el que la cuestión del respeto humano se plantea con la mayor cru­ deza: es decir, el caso en el que los seres humanos han vivido una vida de maldad. En este caso, de lo que se trata es de si también los malvados son dignos de respeto. Veamos primero el caso de alguien que ha vivido una vida moral y que claramente puede ser respetado por ello. Resultaría extraño que de­ jásemos de respetarle sólo por tener la capacidad de poner fin a una vida moral y adoptar una forma de vida perversa. Quien vive una vida moral merece respeto por lo que realmente ha logrado, no por una capacidad potencial. El que una persona lleve una vida moral crea a su favor la pre­ sunción de que continuará viviendo de esta forma, a menos que sus actos demuestren lo contrario. Tal presunción se adquiere viviendo realmente una vida moral. No es una presunción existente desde el nacimiento, como la característica kantiana de la capacidad de vivir una vida moral, sino que se trata más bien de una característica adquirida con esfuerzo. ¿Qué sucede ahora con la persona malvada que vive una vida perver­ sa, y que probablemente continuará su despreciable existencia? La pro­ babilidad no debe confundirse con la presunción. Aun cuando sea pro­ bable que siga viviendo de la misma forma, esta probabilidad no debería convertirse en presunción, puesto que en principio una persona malvada es capaz de cambiar y de arrepentirse. Esta capacidad implica que esta persona merece un respeto básico en tanto que ser humano que no debe­ ría «darse por perdida», precisamente porque existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que se arrepienta. Así pues, en un sentido la capacidad humana de vivir una vida moral merece respeto en tanto es una capacidad demostrada que constituye una presunción para el futuro, mientras que en el otro sentido el respeto de­ bería basarse en la presunción de que los seres humanos son capaces de cambiar su vida.

Capítulo 5 LA SOLUCIÓN ESCÉPTICA

La solución escéptica al problema de encontrar una característica que pudiese justificar el respetar a las personas en tanto que seres huma­ nos refleja escepticismo sobre la existencia de tal característica. La solu­ ción escéptica no es una solución nihilista. Las soluciones nihilistas afir­ man que la ausencia de características que justifican el respeto significa que las personas no deberían ser respetadas porque no tienen ningún va­ lor. Por el contrario, la solución escéptica se basa en el hecho de que en nuestra forma de vida las personas creen que los seres humanos merecen respeto. Los escépticos consideran que este hecho, y no cualquier otra ca­ racterística humana, es la justificación última del respeto a las personas en tanto que seres humanos. En la solución escéptica la actitud de respeto hacia las personas tiene prioridad sobre cualquier característica humana posible en virtud de la cual hubieran de guardar este respeto. Aquí nos puede ser de utilidad recurrir a una analogía. Las viejas y desfasadas teorías económicas intentaban explicar el incomprensible he­ cho de que las personas estuvieran dispuestas a cambiar bienes útiles y deseables, así como servicios, por pedazos de papel (conocidos como di­ nero) cuyo valor como papel no justificaba dar nada por ellos. La expli­ cación de esta común aunque singular práctica solía ser el argumento de que el papel moneda es valioso porque está respaldado por el oro: en cualquier momento se puede pedir oro a cambio de un billete. El papel moneda no es más que un pagaré de su productor, quien se compromete a cambiarlo por oro si así se le pide. En realidad, esta teoría se basa en un hecho histórico, pero el valor del dinero no es un efecto del respaldo que éste tiene, sino que más bien se debe a que la gente está dispuesta a acep­ tarlo. Por tanto, el valor del dinero es el que la gente le da: no se basa en ninguna propiedad del dinero en y por sí mismo, sino en la disposición de la gente a aceptarlo. El valor humano, según la solución escéptica, se adquiere de forma similar. Los seres humanos son valiosos porque otros los valoran, y no en virtud de cualquier otra característica anterior que justifique tal valora­ ción. Puesto que verdaderamente nuestra forma de vida concede un valor a los seres humanos, el resultado de ello es que la característica de ser hu­ mano, que supuestamente justifica el respeto, es en verdad parasitaria de

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la actitud de valorar a los humanos. La solución escéptica vuelve al prin­ cipio la relación de justificación: no es ninguna característica humana lo que justifica la actitud de respeto a las personas en tanto que seres huma­ nos, sino que es precisamente esta actitud la que da valor a la caracterís­ tica de ser humano. Una crítica inmediata a la postura escéptica es la que afirma que si «nuestra» forma de vida incluye realmente una actitud básica de respeto a las personas como seres humanos, esto no es más que un vestigio de la creencia religiosa según la cual los humanos están creados a imagen y se­ mejanza de Dios. Esta visión religiosa otorga respeto a todos los seres hu­ manos descendientes de Adán. Pero aun cuando este supuesto describa correctamente cómo se conformó la actitud de respetar a los humanos en las sociedades influidas por las religiones reveladas, ello no implica que hoy en día pretendamos justificar el respeto a las personas afirmando sim­ plemente que éstas son «una creación a imagen y semejanza de Dios». In­ dudablemente una de las razones por las cuales las personas están dis­ puestas a aceptar el papel moneda es el hecho histórico de que en el pasado estos billetes constituían pagarés mediante los cuales su propieta­ rio, si así lo deseaba, podía obtener una determinada cantidad de oro. Muchas personas siguen pensando que el papel moneda posee aún esta cualidad, incluso después de que la mayoría de economías hayan abando­ nado el patrón oro. Pero aun cuando estos hechos expliquen histórica­ mente la disposición de las personas a aceptar el papel moneda, no pue­ den justificar el valor actual de estos billetes, puesto que, hoy en día, su valor se basa única y exclusivamente en que todo el mundo lo acepta. De forma similar, el contexto en el que emergió el respeto a los humanos no es el contexto en el cual éste mantiene su justificación. Otra crítica, que considero más acertada, es que «nuestra» forma de vida ciertamente protege el respeto a los humanos y, por tanto, todas las sociedades basadas en nuestra forma de vida excluyen la humillación y, consecuentemente, por definición, todas ellas son decentes. Por ello, es innecesario que nos sigamos preguntando cuál es la fuente del respeto a los seres humanos para anclar en ella una sociedad decente, puesto que estas sociedades ya existen. La necesidad de justificación surge única­ mente cuando hay algún problema. Si, aunque sea prácticamente por de­ fecto, la sociedad decente ya existe, entonces ya no hay nada que justifi­ car. La razón por la que sentimos esta necesidad es que la mayoría de las sociedades, sino todas, no son decentes y pisotean la dignidad humana; incluso aquellas sociedades que afirman compartir nuestra forma de vida. Puesto que éste es el caso, es imposible anclar el respeto en una actitud que supuestamente existe en nuestra forma de vida, una presunta actitud de protección del respeto a los humanos.

La solución escéptica

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En cualquier caso, según esta crítica, no es necesario justificar el res­ peto a los humanos. Si la solución escéptica es válida, entonces no hace falta ninguna justificación porque ésta asegura el tipo de sociedad decen­ te que no precisa justificación. Pero si no es válida, porque en realidad no se respeta a las personas por ser humanas, entonces la justificación pro­ puesta es inútil, dada su vacuidad incluso como justificación escéptica. En cualquier caso, es irrelevante. La forma de resolver esta última crítica tiene que ver con la distinción entre el acto de tratar a las personas con respeto y el concepto del respe­ to en sí. Una sociedad puede ser humillante en el trato que dispensa a quienes dependen de ella y, al mismo tiempo, tener un claro concepto del respeto que debería otorgar a todas las personas como seres humanos. La hipocresía de estas sociedades, que conlleva la fractura entre lo que dicen y lo que hacen con respecto a la dignidad humana, es una buena prueba de que son conscientes del concepto de dignidad humana y de la necesi­ dad de respetarlo. Lo que la solución escéptica precisa para solucionar el problema de justificar el respeto a los humanos no es la clara exigencia de tratar realmente a las personas con respeto, sino sólo la idea general del respeto; esto es, una posición de principios u otro enfoque de este tipo. Además, una sociedad en la que existe humillación intencional (bien sea por parte de las instituciones o de los individuos) se basa en el supuesto de que tanto el humillador como la víctima comparten un concepto de dignidad humana; de otro modo, el acto de humillar no tiene sentido. Hay aún otra crítica preocupante contra la solución escéptica que exige una discusión aparte. Se trata del argumento según el cual la justifi­ cación del respeto a partir de una actitud existente, sin necesidad de ra­ zones, puede servir con la misma facilidad para justificar una actitud ra­ cista que respete únicamente a los miembros de una «raza» superior y humille a los miembros de las «razas» inferiores.

L a s o l u c ió n e sc é p t ic a c o m o so l u c ió n r a c ist a

Según la solución escéptica, la justificación del respeto a las personas porque son valiosas es el hecho de que tenemos una actitud de respeto para con todos los humanos. Si en realidad esta actitud respetuosa estu­ viese limitada y no dirigida a todos los seres humanos (si, por ejemplo, los griegos respetasen sólo a los griegos y no a los bárbaros; los judíos respe­ tasen sólo a los judíos y no a los gentiles; si los alemanes respetasen sólo a los arios y no a los judíos, los blancos respetasen sólo a los blancos y no a los negros) entonces tal comunidad tendría una justificación escéptica para respetar sólo a sus propios miembros y no a los ajenos a ella. Los fo­

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ráneos no serían dignos de respeto simplemente porque no son respeta­ dos. Este argumento plantea dos problemas: 1) ¿Por qué se debe respetar a todas las personas, y no sólo a parte de ellas? 2) ¿Por qué deberíamos li­ mitarnos a los humanos y no otorgar a otros seres vivos, como las pulgas, el mismo respeto que concedemos a los humanos? Al considerar la solución racista -la solución que atribuye «dignidad humana» sólo a algunos seres humanos y no a todos ellos- es importante distinguir entre el racismo como característica y el racismo como actitud. El racismo como característica es aquel que adscribe a los miembros de la propia raza (en el sentido amplio del término) alguna característica tal que sólo las criaturas que la poseen son dignas de un respeto básico como seres humanos, mientras que quienes carecen de ella son considerados in­ frahumanos e indignos de tal respeto. En general, el racismo como carac­ terística no constituye ningún problema para la justificación escéptica de la dignidad humana, puesto que la característica que adscriben a los miembros de su propia raza y que niegan a los demás o bien se basa en una teoría racista empíricamente falsa o carece de relevancia moral. Por tanto, el racismo como característica no es un racismo escéptico. Un caso difícil que plantea un racismo de este tipo (que no se basa necesariamente en un error empírico) es el caso de las personas retrasa­ das. En este caso, el error racista no es empírico, sino moral. En mi opi­ nión, este ejemplo de las personas retrasadas constituye una razón de peso para no basar la actitud de respeto a los humanos en una caracterís­ tica justificadora kantiana como la racionalidad, la capacidad moral u otra similar. Este caso ofrece también un importante argumento en favor de la justificación escéptica. Este tipo de racismo suele empezar con las personas retrasadas, para extenderse posteriormente a los miembros de otras razas. La «so­ lución final» para judíos y gitanos estuvo precedida por una «campaña de eutanasia» en la que las personas retrasadas fueron las primeras en ser asesinadas en las cámaras de gas. Los métodos empleados en los campos de exterminio se desarrollaron en primer lugar para exterminar a los retrasados. Por lo que yo sé no hay ningún grupo que realmente haya manteni­ do una postura de racismo entendido como actitud, pero aún así es una postura conceptualmente posible. Un racista de este tipo diría: «No puedo explicar por qué sólo los miembros de mi grupo son dignos del respeto que vosotros, los universalistas, creéis que merecen todas las personas por la misma razón, pero es un hecho que mi grupo tiene una actitud de respeto sólo hacia sus propios miembros, mientras que nues­ tra actitud hacia las otras criaturas denominadas humanas no es dife­ rente de vuestra actitud hacia los animales de compañía. Y puesto que

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nuestra actitud es un hecho, ello constituye una justificación escéptica para respetar únicamente a los miembros de nuestro grupo y no a los demás. Cualquiera que no sea de los nuestros carece de valor, puesto que no le otorgamos ninguno. No veo cómo vuestra actitud inflacionista de atribuir «valor humano» a todas las personas tiene alguna ventaja sobre la actitud deflacionista de nuestra forma de vida, que limita el res­ peto a los miembros de nuestro propio grupo». Este tipo de racista po­ dría añadir incluso que aunque la forma habitual de racismo es aquella que se basa en una característica, ello no es más que una inútil raciona­ lización, un intento de anclar la actitud racista en una característica considerada objetiva. Los racistas honestos podrían justificar su racismo (aunque no obviamente bajo esta descripción peyorativa) afirmando que su actitud de limitar el respeto es la actitud existente en su forma de vida, que constituye la justificación para lim itar el respeto a los miem­ bros de su grupo. Una forma de argumentar contra el racismo es afirmar que, dado que todos los tipos de racismo existentes se derivan de alguna característica, de ello se sigue que incluso la teoría racista posee una presunción en fa­ vor de la dignidad humana como aquella a la que todas las personas tie­ nen derecho. Los racistan intentan rechazar esta presunción con débiles excusas acerca de las supuestas imperfecciones de los miembros de otras razas a fin de negarles la dignidad humana. Pero como la única forma de racismo realmente existente es la que se basa en alguna característica, en la práctica podemos prescindir del racismo basado en la actitud, puesto que su importancia es puramente conceptual. Al mismo tiempo, este últi­ mo racismo plantea un verdadero problema a la justificación escéptica que permite respetar a todos los seres humanos en tanto que humanos. El problema conceptual que plantea el racismo basado en la actitud no se puede borrar de un plumazo aduciendo que, históricamente, nadie ha justificado el racismo de esta forma. La justificación escéptica del respeto a los humanos, que desiste de encontrar una característica relevante que justifique el respeto debido a todos los seres humanos y que se conforma con afirmar que el respetar a las personas es parte de nuestra forma de vida, tiene un aspecto com­ plementario: respetar a las personas sea cual fuere el grupo al que perte­ nezcan es la actitud que mejor se ajusta a nuestros juicios morales. En otras palabras, sentimos que la justificación basada en una actitud exis­ tente de respeto es también la mejor justificación cuando se tienen en cuenta consideraciones de coherencia. Una actitud racista, que limita la dignidad humana a un subgrupo de seres humanos, no es coherente con el resto de nuestros juicios morales. La primera persona del plural en la expresión «nuestros juicios morales» incluye a cualquiera que pertenezca

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a nuestra forma de vida. No me refiero a la coherencia con alguna teoría moral, sino a la coherencia con los juicios de nuestra forma de vida. To­ dos estos juicios no son necesariamente coherentes unos con otros, pero el supuesto de que todos los humanos son dignos de respeto los engloba mejor que cualquier otra alternativa. La justificación en términos de coherencia no sólo es aplicable contra la perspectiva racista, sino también contra la idea de ampliar la actitud de respeto debida a los seres humanos hasta abarcar a todas las criaturas vi­ vientes. Podemos imaginar una forma de vida cuya actitud hacia los ani­ males sea diferente de la nuestra; por ejemplo, la actitud expresada en el poema de Walt Whitman: No protestan, no se quejan de su situación; no andan desvelados en la oscuridad ni lloran por sus pecados; no me exasperan hablándome de sus deberes para con Dios; no hay ninguno que no esté satisfecho, no hay ninguno que esté poseso de la manía de poseer; no hay ninguno que se prosterne ante otro, ni ante los otros de su especie que vivieron hace millones de años.1

Pero aunque no creamos que los animales poseen las superlativas ca­ racterísticas que Whitman les atribuye (sin ahorrarse críticas hacia noso­ tros los humanos) podemos ver cómo incorporar una forma de vida dis­ tinta de la nuestra al círculo del respeto a las criaturas vivas, ya fuesen todas o algunas de ellas. Así las cosas, la cuestión es por qué limitar el res­ peto básico a los seres humanos. Aquí también la respuesta escéptica debe ser que el restringir el respeto a los seres humanos está justificado porque ello se corresponde mejor con la totalidad de los juicios morales en nuestra forma de vida que el ampliar esta actitud a las criaturas vivas en general. Esto no niega la apremiante necesidad de mejorar nuestra ac­ titud hacia los animales; sin embargo, el problema en esta actitud no es la humillación, sino la crueldad, y la solución pasa por tener en cuenta el do­ lor de los animales. Por el contrario, en nuestra forma de vida, uno de los problemas principales de nuestras relaciones con los demás es la humilla­ ción, y la solución es el respeto. Debemos adoptar una postura de «res­ peto y recelo» hacia aquellas sociedades con formas de vida diferentes de la nuestra, que predican el ampliar la actitud de respeto a todas las cria­ turas vivas. Tales sociedades no siempre tienen un historial que destaque por su respeto a los seres humanos. 1. Walt Whitman, «Song of Myself», Leaves of Grass, pág. 32. (Traducción tomada de la edición castellana, Hojas de Hierba, Barcelona, Ediciones Mayor Pujol, 1981, pág. 151.)

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U n a JUSTIFICACIÓN NEGATIVA DE LA D IGN ID AD HUMANA

Justificar negativamente la dignidad humana implica no aspirar a ofrecer una justificación para respetar a las personas, sino sólo para no humillarlas. En cierto sentido, esto es todo cuanto necesitamos para ex­ plicar el concepto de una sociedad decente, puesto que ésta ha sido defi­ nida negativamente como una sociedad no humillante, y no positivamen­ te, como una sociedad que protege la dignidad humana. Una justificación negativa no es una justificación escéptica, sino que, más bien, se basa en el hecho de que los seres humanos son criaturas ca­ paces de sentir dolor y de sufrir no sólo como resultado de actos física­ mente dolorosos, sino también como resultado de actos con significado simbólico. El hombre, en palabras de Ernst Cassirer, es un animal simbó­ lico, un animal que vive rodeado de símbolos. La capacidad humana para angustiarse ante un símbolo sumada al sufrimiento físico constituye una característica que justifica la no humillación. El argumento completo es el siguiente: el peor de los males es la crueldad, y evitarla es el supremo mandamiento moral. La humillación es extender la crueldad del sufri­ miento físico al ámbito psicológico. La humillación es crueldad mental. Una sociedad decente no sólo debe comprometerse a erradicar de sus ins­ tituciones la cruedad física, sino también a eliminar la crueldad mental causada por dichas instituciones. No todos los seres humanos tienen la misma capacidad de tolerar la crueldad mental ni de sobrellevar el dolor físico. Algunas personas son extraordinariamente sensibles a la humillación, y todo su ser espiritual se conmueve ante sus manifestaciones. Otros pueden ser inmunes a tales manifestaciones, ya sea porque su piel es tan dura como la de los elefan­ tes o porque tienen un mecanismo de autoengaño tan bien desarrollado que el gato les parece liebre. ¿Hace esto que la característica que justifica la no humillación sea algo graduable, y que la actitud para con las poten­ ciales víctimas de ella sea asimismo graduable y proporcional a su sensi­ bilidad al dolor y a los insultos? Esta última cuestión tiene que ver con nuestras limitaciones a las características que pueden justificar el respeto a los humanos, que in­ cluyen la exigencia de que la característica justificadora no debe justi­ ficar distintos grados de respeto. Pero estas constricciones no son apli­ cables a la justificación negativa, puesto que la justificación de la exigencia de no humillación procede de la necesidad de evitar la cruel­ dad, ya que hemos considerado que la humillación es una manifesta­ ción de crueldad. Lo esencial es no tratar cruelmente a las personas, prescindiendo del tema de la igualdad. Lo necesario es la no humilla­ ción, una no humillación igual. La cuestión de clasificar la capacidad

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de sufrimiento de las personas es algo que la justificación negativa ni si­ quiera plantea. A continuación abordaremos una posible crítica a este último análi­ sis. El argumento de que la humillación es algo malo porque conlleva crueldad mental, y de que el mal de la crueldad no requiere demostración alguna, es un argumento aquejado de una peculiar forma de error categorial. La expresión «crueldad mental» pertenece a la familia de expresio­ nes que incluyen el «exterminio espiritual» y la «enfermedad mental». Todas ellas dan por supuesto que el nombre denota algo que tiene un do­ ble aspecto. Existe el exterminio físico y el exterminio espiritual. Existe la enfermedad física y la enfermedad mental. De forma análoga, existe la crueldad física y existe la crueldad mental: una se basa en el dolor físico, la otra en el dolor psíquico. Cuando Golda Meir se refería a la asimilación de los judíos como un «exterminio espiritual» (que para ella era aún peor que el exterminio físico en las cámaras de gas) y cuando las personas son encarceladas en un sanatorio mental porque están «mentalmente enfer­ mas» se está cometiendo el mismo error. Se da por supuesto que nos ha­ llamos ante una expresión compuesta por un nombre y un adjetivo, y que ésta actúa como las expresiones «mesa redonda» y «mesa rectangular». Pero así como la expresión «mesa redonda» tiene el uso idiomático de «discusión entre iguales», y que este uso no es una combinación de «re­ donda» y de «mesa», la expresión «exterminio espiritual» no es extermi­ nio desde un punto de vista espiritual y «enfermedad mental» no es en­ fermedad desde el punto de vista mental. Los críticos podrían afirmar que ello también puede decirse de la expresión «crueldad mental». La humillación es humillación, y es algo malo, pero no es similar ni constitu­ ye ningún tipo de abuso físico. Ello queda expresado en un epigrama es­ crito en el siglo xvn por Marie de Sévigné en una de sus epístolas: «En la vida no hay otra enfermedad que el dolor corporal agudo; cualquier otra cosa es hija de la imaginación». Según los críticos, esto debería servir de advertencia. La crueldad física es la madre de todos los males, y compa­ rada con ella la humillación no es más que un vicio corriente. Mi respuesta a esta crítica es que el tipo de crueldad mental manifes­ tada en la humillación es crueldad en un sentido plenamente literal. A menudo un acto humillante va acompañado de un acto físicamente dolo­ roso, de manera que al insulto se le añade la herida. Indudablemente, el epigrama de Marie de Sévigné contiene un grano de verdad, pero su cás­ cara induce a engaño. El grano de verdad es que, a corto plazo, que ge­ neralmente es el lapso de tiempo que dura el dolor físico, la mayoría de las personas prefieren apartarse de él a cualquier precio, incluyendo el de la humillación. Pero ello no significa que, a largo plazo, sigan prefiriendo claramente lo mismo. Las huellas psicológicas que deja la humillación tar­

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dan más en curar que las cicatrices físicas de alguien que únicamente ha sufrido dolor físico. El crítico podría responder que esto no es más que otro ejemplo de la falacia metafórica: las «cicatrices de la humillación» no son cicatrices, y el «dolor psíquico» no es dolor. Si suponemos que la co­ nexión es de significado, la humillación no es crueldad. Pero a ello segui­ ría respondiendo que la humillación no se limita a los actos simbólicos, y que puede ir acompañada por la producción de dolor físico. El abuso psi­ cológico es parte del significado de la crueldad y, por tanto, el manda­ miento supremo de erradicar toda manifestación de crueldad incluye erradicar la humillación. El continuum entre la crueldad física y la humi­ llación queda ilustrado por un artículo de periódico («Humiliated into the Dirt», Ha'aretz, 29 de diciembre de 1991) en el que se aborda la hu­ millación de los reclutas en una base del ejército. El sargento Manny M or ordenó al soldado Ya'akov Yehezkel que engulliese agua sin cesar. Cuando el pobre soldado empezó a vomitar, el sar­ gento le obligó a continuar bebiendo y corrió a llam ar al resto del grupo para que viniesen e imitasen la vomitera de su amigo. Edificante. Por su par­ te, el cabo Yosef Gohejan de un puntapié tiró arena a las caras de los solda­ dos que estaban en el suelo, y forzó a un soldado herido en una mano a que levantase con ella un objeto pesado: más edificante todavía. Y ambos, M or y Gohejan, se burlaron de o tro soldado que tartamudeaba imitándolo en pú­ blico.

La justificación negativa e indirecta de la dignidad humana, que jus­ tifica la no humillación, se basa en la idea de que todo tipo de crueldad hacia hombres o bestias es mala. Pero sólo las personas padecen el tipo de crueldad que supone la humillación (por ejemplo, si imitan nuestro tarta­ mudeo) y una sociedad decente es aquella que erradica los abusos, siendo la humillación una forma concreta de abuso. La exigencia de erradicar toda crueldad, incluyendo la humillación, no exige a su vez ninguna jus­ tificación moral, puesto que el ejemplo paradigmático de la conducta mo­ ral es la conducta que evita la crueldad. Así es como la justificación llega a su fin.

Capítulo 6 TRATAR A LOS SERES HUMANOS COMO SI FUESEN NO HUMANOS

La expresión «tratar a los seres humanos como humanos», que con tanta profusión aparece en este libro, es una expresión bastante antigua, aunque no por ello muy clara. Precisamente, el aclararla es una parte im­ portante del intento de explicar el concepto de humillación, puesto que a menudo humillar a alguien es tratar a un ser humano como si no lo fuese. Pero ¿qué significa tratar a un humano como si no fuese humano? ¿Es ello verdaderamente posible? Este problema se puede aclarar por el método del contraste. Esto es, debemos aclarar qué forma de tratar a los humanos se contrapone a las formas de tratarlos como seres no humanos que potencialmente pueden ser humillados. Esta última cláusula trata de excluir casos de tratar a los humanos como no humanos que no son humillantes -por ejemplo, tratar­ los como dioses o como ángeles. Existen diversas maneras de tratar a los humanos como si fuesen no humanos: a) tratarlos como objetos; b) tratarlos como máquinas; c) tra­ tarlos como animales; d) tratarlos como seres infrahumanos (lo que in­ cluye tratar a los adultos como niños). Hay otra forma, históricamente importante, de excluir a los huma­ nos de la comunidad humana, que consiste en tratar a los individuos o a grupos de personas como diablos que propagan el mal absoluto y des­ truyen la humanidad. La persecución de las brujas que se desencadenó en Europa en los siglos xvi y xvil es una manifestación literal de demonización; es decir, de asociar a personas desventuradas, generalmente mujeres, con el reino del mal. La demonización de los judíos por parte de los nazis no se asocia literalmente con el reino del mal, aunque los na­ zis atribuyeron a la «raza» judía rasgos malignos no humanos y el ansia de destrucción. Lo funesto de la demonización es el aspecto del mal. La deificación, el transformar a un humano en un dios (como en el caso de los faraones), es también una forma de excluir a la persona de la comunidad humana. Pero la divinización atribuye a la persona nobles características sobrehu­ manas; en cambio, la demonización le atribuye características malignas, también sobrehumanas. La demonización conlleva una tensión entre los

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dos sentidos de humillación: el del rechazo de la comunidad humana y el de la pérdida de control. La demonización incluye el primero, pero no el segundo. Por el contrario, se suele acompañar de una teoría de una conspiración mundial. Las sociedades acostumbran a demonizar a sus enemigos externos y no tanto a sus propios miembros o a quienes están directamente bajo su dominio. La discusión se centra en la cuestión de si una sociedad humilla o no a quienes están sometidos a su autoridad, ya que he optado por omi­ tir la cuestión de si una sociedad decente debe abstenerse también de hu­ millar a su enemigos externos (por ejemplo, en su propaganda bélica). Por tanto, según mi definición, una sociedad decente no puede emplear sus instituciones para demonizar a quienes dependen de ella. Y estoy dis­ puesto a añadir, sin entrar en mayores argumentaciones, que una socie­ dad decente debe limitar su humillación a los enemigos externos; por ejemplo, no debe deshumanizarlos recurriendo a la demonización. Debemos distinguir entre tratar a los humanos com o si fueran objetos y tratarlos como objetos. En el primer caso, el «objetificador» no cree realmente que las personas en cuestión sean cosas, sino que simplemente las trata como tales. En el segundo caso, el «objetificador» cree realmen­ te que la persona a quien va dirigida la conducta «cosificadora» es un tipo de objeto. Se pueden hacer distinciones análogas entre tratar a los seres humanos com o si fueran máquinas y tratarlos com o máquinas, o entre tra­ tar a los humanos com o si fueran animales y tratarlos com o animales. Obviamente los seres humanos son también objetos y animales, e in­ cluso máquinas, pero no son simplemente objetos o simplemente anima­ les y, ciertamente, no son simplemente máquinas. «Tratar a los humanos como objetos» significa tratarlos simplemente como objetos, y lo mismo sucede con las demás categorías. Se podría aducir que los humanos pueden tratar a los demás como si fueran objetos, máquinas o animales pero no pueden, salvo en casos pa­ tológicos, tratarlos verdaderamente com o objetos, com o máquinas o in­ cluso com o animales. El sentido en el cual los humanos no pueden tratar a los demás como objetos es similar al sentido en el cual en circunstancias normales, los humanos no pueden mirar a un mono y verlo como si fuera una llave inglesa. No se trata exactamente de un supuesto sobre una im­ posibilidad conceptual, pero tampoco es simplemente una incapacidad fáctica. Este supuesto se puede refinar aún más mediante otra distinción, la que se establece entre el tratamiento a largo plazo y a corto plazo de los seres humanos. En una carrera para alcanzar el tren podemos no darnos cuenta de si compramos el billete a un humano como nosotros o a una máquina expendedora. Pero aun en tales circunstancias nos sentiremos

Tratar a los seres humanos como si fuesen no humanos

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abochornados si constatamos que le hemos dado las gracias a una máqui­ na automática. Incluso si aumentamos el corto plazo que conlleva com­ prar un billete al tiempo que se emplea en una intervención quirúrgica, probablemente descubriremos conductas que con facilidad se podrían describir literalmente como tratar a un ser humano como una máquina. Un cirujano bien puede tratar al paciente tendido en la mesa de opera­ ciones como una máquina (biológica). En el mejor de los casos, los médi­ cos se concentran, a través del monitor, en los aspectos funcionales del cuerpo humano, de una forma muy parecida a cómo los ingenieros de un centro de control espacial se ocupan de los misiles cuando éstos funcio­ nan mal. Pero incluso en casos como éstos, esperamos que el cirujano tra­ te al paciente anestesiado sobre la mesa de operaciones de manera distin­ ta a la que un veterinario podría tratar a la vaca que está operando, y esperamos que ambos tengan una actitud diferente de la del mecánico que repara un misil. Esta diferencia se puede manifestar, por ejemplo, si la operación va mal. En cualquier caso, el primer paso en nuestra discusión implica la po­ sibilidad de contemplar a largo plazo a los humanos literalmente como objetos o máquinas. Hemos negado ya esta posibilidad, excepto cuando el observador padece alguna patología, como quizá pueda ser el caso del autismo, o cuando la padece el observado, como en el caso de un «vege­ tal» que ha perdido irremediablemente la conciencia y las funciones cognitivas y cuya vida mantienen de forma artificial los aparatos médicos. El desafortunado caso del «vegetal» quizá nos permita ver el cuerpo conec­ tado a ese equipamiento como un objeto inanimado más que como un ser humano, incluso durante un período largo. Y quizás ello sea cierto sólo cuando se trata de un período largo, puesto que cuando el paciente está en coma quienes le rodean anhelan encontrar cualquier posible indicio de humanidad. Sólo transcurrido cierto tiempo se produce una visión objetificadora de la situación. Estos casos patológicos pueden ayudarnos a entender qué significa estar ciego al aspecto humano de las personas. Lo que entiendo por ce­ guera ante el aspecto humano en la actitud a largo plazo de las personas hacia otros seres humanos se asemeja bastante al sentido literal de la ce­ guera al color. Si alguien proclama una actitud no racista, afirmando ser ciego al color, ello no implica que esta persona sea literalmente incapaz de distinguir entre el negro y el blanco, sino sólo que su actitud humana ha­ cia las personas negras y blancas no se ve afectada por el color de su piel. Sin embargo, yo me refiero a la percepción literal, y la cuestión es si ello significa ser incapaz de percibir el aspecto humano en un ser humano. Una cuestión anterior es qué significa ser capaz de ver el aspecto hu­ mano de un ser humano. Más concretamente, ¿qué significa, a largo pía-

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zo, ver a los seres humanos como humanos? Es decir, ¿cómo vemos a los humanos? Tras discutir esta cuestión podremos aclarar cómo tratamos a los humanos. Las respuestas a estas preguntas están relacionadas interna­ mente entre sí.

V er a l o s h u m a n o s

Un cuadro del Picasso de la época azul es literalmente azul. También es una pintura triste. No es necesariamente un cuadro que nos haga en­ tristecer, y ciertamente el lienzo sobre el que está pintado es incapaz de sentir tristeza. El cuadro expresa tristeza. Un cuadro puede expresar tris­ teza si ejemplifica, de forma no literal, la «tristeza». Un cuadro no es algo que pueda sentir emociones y, por tanto, literalmente no puede ser triste, pero puede serlo en un sentido no literal. Nelson Goodman, que originó esta distinción, diría que la expresión de tristeza del cuadro es una ejem­ plo metafórico del término lingüístico «tristeza».1 Aquí he dudado a la hora de emplear el término «metáfora» y, por tanto, empleo el término genérico «no literal». Mi duda proviene de una controversia: a menudo se dice que una de las condiciones necesarias de la metáfora es que, en prin­ cipio, pueda parafrasearse, pero cuando decimos que una pintura de Pi­ casso es triste no parece que haya ninguna otra forma de expresarlo. Una pintura triste tampoco es necesariamente una pintura que nos haga entristecer. No es necesario que sintamos tristeza para ver y com­ prender que el cuadro es triste. La pintura de Picasso no es literal ni me­ tafóricamente triste, pero es triste en un sentido no literal. Por emplear la terminología de Wittgenstein, la pintura es triste en un sentido secunda­ rio.2 El sentido secundario de una expresión es un sentido no literal y, por tanto, no se puede parafrasear. El triste semblante de Mijail Gorbachev en su discurso de despedida no estaba literalmente triste. Era Gorbachev quien estaba literalmente triste, no su cara. Ver triste la cara de Gorbachev significa verla como una expresión de tristeza. Ver a un ser humano como humano significa, por decirlo con Wittgenstein, ver un cuerpo que expresa un alma. En otras palabras, significa ver el cuerpo humano y las partes que lo componen en los términos mentales que éstas no ejemplifican literalmente (ya sea en un sentido secundario o metafórico). Vemos a las personas como humanas cuando vemos sus expresiones en términos humanos: esta persona tiene 1. Nelson Goodman, The Latíguages ofArl, Indianápoilis, Hackett, 1976. 2. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, traducción de G. E. M. Anscombe, Ox­ ford, Basil Blackwell, 1985, págs. 193-219.

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un semblante amistoso o pensativo, una expresión preocupada o feliz. Cuando vemos un rostro humano al principio no nos fijamos en que los labios están curvados hacia abajo, que tiene el ceño fruncido, que la ca­ beza reposa sobre el pecho, y que las mejillas tienen un tono cetrino, ni nos preguntamos cómo interpretar este semblante. Vemos la tristeza del semblante en el mismo momento en que vemos la curvatura de los labios, no como resultado de la contrastación de hipótesis ni de la deducción a partir de la evidencia, sino directamente. La interpretación es una cues­ tión voluntarla, pero lo que vemos no es voluntario. Veo la tristeza del semblante de Gorbachev como veo la mancha roja de nacimiento que tie­ ne en la frente. Y nada de lo que veo se debe a que yo haya decidido ver­ lo de tal forma. Veo el aspecto humano de los seres humanos no como un acto de elección o de decisión, sino porque no puedo verlos de otra ma­ nera. Obviamente lo que veo puede inducirme a error, tanto si lo veo des­ de una perspectiva física (literal) como psicológica (en un sentido secun­ dario). Por ejemplo, la mancha de nacimiento de Gorbachev puede no ser roja sino pardusca, y su rostro puede no reflejar tristeza, sino desespera­ ción. Sin embargo, la posibilidad de error no hace que lo que veo no sea más que una conjetura. La idea general debería estar suficientemente clara: veo tus ojos bur­ lones y tus manos nerviosas, al igual que veo tus ojos marrones y tus ma­ nos sinuosas. Simplemente, los veo. Pero así como veo tus ojos burlones y tus manos nerviosas, te veo humano, y no puedo verte de otra forma. Ver a una persona como humana exige que lo que vemos en su cuerpo lo veamos con descripciones mentales (en un sentido secundario), pero esto no significa que quien experimenta la percepción sea capaz de describir lo que ve en términos mentales. El perceptor puede ser incapaz de expre­ sarse, y en lugar de describir verbalmente lo que ve puede ilustrarlo me­ diante una pintura, una pantomima, o alguna forma verbal indirecta de la que podamos inferir que ve humanamente al otro. Si ver a los seres humanos como humanos es verlos con las descrip­ ciones de la psicología humana, ¿qué podría constituir una constante per­ cepción de los humanos como no humanos? ¿Qué es la ceguera referida al aspecto humano de las personas? Stephen Mulhall, que investigó en profundidad la cuestión de la percepción visual de los aspectos, propone explicar la ceguera al aspecto humano como ver sólo en los humanos aquello que puede describirse en términos de color y forma.3 Lo que ve en las personas alguien ciego a lo humano es una descripción física, pues carece de la capacidad de verlas psicológicamente. Este individuo no es necesariamente insensible a la psicología humana, pero para él el aspecto 3. Stephen Mulhall, On Being in the World, Londres, Routledge, 1990.

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humano de los seres humanos se deriva más del razonamiento que de la percepción directa. Una persona con esta carencia es como el ciego que sabe que el coche se ha parado en el semáforo porque está en rojo, y por tanto deduce que la luz debe ser roja aunque no pueda verla. La ceguera al aspecto humano no es necesariamente una actitud inhumana con res­ pecto a los demás, sino que depende de cómo se compensa esta ceguera mediante el razonamiento. Si éste es el significado de la ceguera humana, entonces está claro que deberíamos considerarla igual de patológica que la ceguera al color, con la salvedad de que lo que la persona no ve es el aspecto humano de los se­ res humanos. Este tipo de ceguera no es fruto de ninguna elección o de­ cisión sino que, como la ceguera al color, es involuntaria. Sin embargo, aun aceptando las interpretaciones que hemos dado del hecho de ver a las personas como humanas y de la ceguera al aspecto humano, podemos ne­ gar su importancia por lo que respecta a nuestra actitud general hacia los humanos. Al fin y al cabo, los cuadros de Rembrandt nos muestran insu­ perablemente el aspecto humano de los seres humanos, pero no por ello creemos que los trazos de pintura en los lienzos del artista sean humanos, o que debamos tratarlos como tales. Colgamos el retrato de Jeremías en la pared del museo y pensamos que ésta es la actitud adecuada que debemos adoptar con el cuadro, aunque si hubiésemos dispensado el mismo trato al propio Jeremías ello no sería menos vergonzoso que si lo hubiéramos tirado a una fosa. Ver el aspecto humano de una pintura es totalmente distinto de ver el aspecto humano de un cuerpo humano. Ver no es creer. No puedo dejar de ver que el palo en el agua está roto, pero no por ello estoy obligado a creer que está roto. En ese caso, ¿qué sentido tiene ver el aspecto humano, si ese tipo de percepción puede aplicarse a objetos ina­ nimados, como los lienzos, y no se limita exclusivamente a las personas? ¿Cuál es la conexión entre ver a los seres humanos como humanos y tra­ tarlos como humanos, si ver el aspecto humano no es necesariamente algo aplicable exclusivamente a los seres humanos? Una figura humana en un cuadro (como cualquier otra cosa que haya en él) se puede percibir de dos formas distintas: como una figura interna al cuadro y como una figura con un referente externo. El retrato de la ma­ dre de Rembrandt se puede evaluar de dos formas distintas: consideran­ do que la figura pintada no tiene conexión alguna con la madre del pin­ tor, o relacionándola con el personaje externo al cuadro. Los personajes de un cuadro pueden no tener ninguna conexión externa, como cuando un artista pinta siguiendo exclusivamente su imaginación e inventa una fi­ gura sin necesidad de ningún modelo. La cuestión es a quién identifica­ mos como personaje externo al cuadro, al homólogo externo del perso­ naje del cuadro. ¿Es el Jeremías histórico el personaje externo que se

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asocia con la pintura de Rembrandt, o es el modelo que Rembrandt em­ pleó cuando pintaba su retrato de Jeremías? La figura externa relevante a la hora de ver el aspecto humano es la figura del modelo. Existe una diferencia entre ver el aspecto humano de un personaje externo de un cuadro a través de su representación en el cuadro y ver el aspecto humano de una figura interna. En el caso de una figura externa, la pintura expresa su alma de forma tal que ésta se puede considerar la extensión natural de las expresiones corporales de la figura. La mayoría de nosotros sólo vimos las expresiones faciales de Gorbachev durante su discurso de despedida gracias a la televisión. Pero aunque no lo viésemos directamente, lo que vimos era indudablemente la expresión de Gorba­ chev. En el caso de los retratos de personajes externos la distancia entre el original y el personaje observado es mayor que entre el original y la ima­ gen que vemos en la pantalla del televisor, pero ambos comparten la mis­ ma continuidad. Aun cuando la figura del cuadro sea objeto de algunas reacciones destinadas al personaje externo original (el amante que besa la figura del ser amado), no se corre el riesgo de confundir la figura interna y la externa. La madre a la que, cuando alaban la belleza de su hija res­ ponde: «esto no es nada, deberías ver su retrato» resulta ridicula, pero no está confundida. En cualquier caso, el aspecto humano que conserva una pintura con un referente humano externo es la figura externa vista a tra­ vés de la pintura. La cuestión que nos queda por resolver es la de las pinturas en las cuales sólo existe una figura interna sin referencia alguna a un ser huma­ no externo a ella. En tal caso, ¿quién es, o qué es lo que vemos como hu­ mano? La pregunta plantea una sospecha implícita que deberíamos explicitar. Quienes se oponen a la idolatría a menudo expresan su temor de que al representar la divinidad mediante ídolos se llegue a una situación en la cual éstos sean percibidos como la propia divinidad y no como me­ ras representaciones. De ahí surge una de las justificaciones empleadas para prohibir los ídolos. Sin embargo, ¿hay alguien que sospeche real­ mente que el mirar una pintura o una estatua como si fueran humanas les puede transferir actitudes que sólo son apropiadas en los seres humanos, perdiéndose así la distinción entre el personaje y su imagen? No hay nin­ guna razón para creer que el temor a que el dios pueda ser reemplazado por el ídolo haya tenido jamás algún fundamento real, de que nadie haya cometido el error de pensar que el ídolo era un dios. He abordado este tema con mayor detalle en otro lugar.4 Pero en cuanto concierne a la sus­ titución de la persona por el retrato de la persona, parecería que, salvo ca­ 4. Moshe Halbertal y Avishai Margalit, Idolatry, Cambridge, Mass., Harvard University Pres, 1992.

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sos verdaderamente patológicos, como los fetichistas chiflados que se afe­ rraban a la estatua de Nefertiti en el Museo Egipcio de Charlottenburg, una figura humana no es un ser humano. Aun cuando veamos los retratos humanos como humanos, en condiciones normales somos incapaces de evitar ver también los aspectos no humanos de tales retratos, como la for­ ma y el material del que están hechos, lo cierto es que no están hechos de carne y sangre, y que carecen de vida en el sentido literal del término. En resumen, el aspecto humano de un retrato humano no puede esconder sus aspectos no humanos. Pero aún resulta más inquietante preguntarse sí es posible ver a los humanos como bestias, literalmente hablando. Algunas de las descripcio­ nes psicológicas bajo las cuales vemos a los seres humanos son también aplicables a las bestias, pero por lo general contemplamos a los seres hu­ manos bajo predicados (psicológicos) que únicamente éstos pueden man­ tener. Uno de estos aspectos es la sonrisa. Como señaló Wittgenstein, los leones no pueden sonreír. No podemos decir que un león esté sonriendo aun cuando las comisuras de sus labios estén ligeramente curvadas hacia arriba y haya brillo en su mirada. Ante el supuesto de que sólo en casos patológicos las personas ven a los demás como no humanos, se podría aducir que cualquiera que se haya fija­ do en cómo algunos «tíos» miran a las «tías» sabe que el ver de forma no hu­ mana a los humanos es algo bastante corriente y nada excepcional. Los hom­ bres que en las mujeres no ven más que el tamaño de sus pechos y la curva de sus caderas, si están morenas o no y el color de sus cabellos son ciegos al aspecto humano de las mismas. Ven a las mujeres únicamente en términos de colores y formas. En otras palabras, son ciegos humanamente hablando. ¿Es esto así realmente? No niego que haya «tíos» que vean a las «tías» en la forma que acabamos de describir, pero en mi opinión, el más vulgar de los machos no ve a las mujeres desde un prisma exclusivamente sexual. Si bien es cierto que a la hora de conformar su lascivia puede asignar el mayor peso a la apariencia sexual, considerada en términos tales como el color y la forma, el volumen y el tamaño, me resisto a creer que sea ciego a la sonrisa humana. El espectáculo de los «tíos» mirando a las «tías buenas» es deprimente en di­ versos sentidos, pero no como ejemplo de ceguera a efectos humanos en el sentido literal del término, que es el sentido que aquí nos ocupa.

Ig n o r a r a l o s h u m a n o s y v e r l o s c o m o s u b h u m a n o s

He refutado la opinión según la cual la humillación se produce ya en la mirada de quien contempla a los demás como si no fuesen humanos. Si quien así actúa fuese verdaderamente capaz, en sentido literal, de ver a los

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otros como no humanos, ello sería razón suficiente para que éstos se sin­ tieran humillados. Pero en realidad esta persona que actúa de forma de­ gradante no necesariamente ve a los demás como no humanos. Los hu­ manos ven a los demás como humanos. Este aspecto humano no consiste necesariamente en una forma humanitaria de mirar; es decir, de ver a los humanos compasivamente. Una forma humana de mirar significa ver a los demás bajo las descripciones de la psicología humana. Ello conlleva mirar el cuerpo humano, especialmente la cara y los ojos, como algo que expresa estados psicológicos. Ver a los humanos no es una cuestión de elección, como tampoco lo es ver los colores. De la misma manera que existen personas parcial o totalmente ciegas a los colores, existen también personas que son ciegas al aspecto humano de los demás. El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, como en el fascinante caso estu­ diado por Oliver Sacks, era ciego en este sentido.5 Este hombre estaba gravemente enfermo. Ver a los seres humanos como no humanos es excepcional. Sin em­ bargo, es fácil no ver a ninguna persona. Es tarea sencilla, tanto si se hace de forma intencional como si no. Pasar por alto a las personas no signifi­ ca necesariamente girar la mirada para evitar ver a quienes no queremos ver, sino que, entre otras cosas, significa no prestarles atención, mirarles sin verles. Mirar a los humanos como si formaran parte del paisaje y no del paisanaje es una forma de ignorarlos. Ver a alguien de esta manera es el mismo tipo de evitación que verle como un objeto, aunque este caso no implica realmente ver al humano en cuestión como una cosa. Más bien se trata de no ver a la persona o, más concretamente, de no prestarle aten­ ción. El poeta Denis Silk escribió del «poder desvanecedor» que, por así decir, se ha esparcido sobre los árabes procedentes de los territorios ocu­ pados que trabajan en Israel; un poder que los hace invisibles: «Un buen árabe debe trabajar, no ser visto».6 El pasar por alto la presencia del otro es un tema recurrente en la li­ teratura anticolonialista que trata de la humillación. La humillación del nativo se expresa, en términos perceptivos, como ver «a través» del nati­ vo, como si éste fuese transparente, sin verle. ¿Qué significa ver «a tra­ vés» de alguien? Un sentido importante está conectado con el hecho de ver como normal lo que es moralmente erróneo ver como tal. Ver alguna cosa como normal significa verla como algo que se da por supuesto. Sig­ nifica verlas cosas como «correctas», seguras y estables. Ello se mezcla en nuestra conciencia con la creencia en que ésta es la manera en que su­ 5. Oliver Sacks, The Man Who Mistook His Wife for a Hat and Other Clinical Tales, Nueva York, Harper & Row, 1970. 6. Denis Silk, «Vanishing Trick», en Silk, Catwalk and Overpass, Nueva York, Viking, 1990, pág. 42.

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puestamente deben ser las cosas. Lo normal nos permite no prestar aten­ ción a los detalles y ver nuestro entorno como un escenario familiar que no requiere ningún examen especial, puesto que se da por supuesto que las cosas son como deben ser. Lo humillante de la experiencia colonial para la población autóctona es que los humillantes amos consideran que su entorno es normal; es decir, que no ven en el ambiente ningún signo amenazador que, en opinión de los orgullosos nativos, deberían percibir en su calidad de opresores. Los nativos quieren que se les considere una amenaza, y verse a sí mismos como una amenaza a los ojos de sus amos. En su opinión, los amos deberían estar asustados y, además, deberían sen ­ tirse asustados. El que no se sientan asustados y todo les parezca normal pone de manifiesto el humillante desamparo de los nativos. El intentar ver a las otras personas con detenimiento, prestando aten­ ción a los cambios de su expresión y, por tanto, a sus sentimientos y esta­ dos de ánimo, es algo que depende en gran medida de que decidamos ha­ cerlo. Es, en definitiva, algo voluntario. El ignorar a las otras personas puede ser también una acción voluntaria, y no sólo en casos extremos, como cuando una persona gira su cabeza para no ver a otra, o se cubre los ojos con la mano para evitar verla. Esta conducta de evitación también se produce cuando, intencionalmente, nos negamos a mirar al otro con aten­ ción. En las situaciones en que (normativamente) se prevé tal intento, la ausencia del mismo adopta el significado de ver al otro como un objeto. Ésta es la manera en que los señores de los grandes palacios ven a sus sir­ vientes. Actuar como si no se viera a la servidumbre incluye no ver su mi­ rada como un obstáculo o limitación de algún tipo a la conducta de los se­ ñores. Se puede fornicar en su presencia; en esencia, ante ellos se puede hacer cualquier cosa. Al propio tiempo, de la servidumbre se espera tam­ bién que hagan los esfuerzos necesarios para facilitar a sus señores que los ignoren con total seguridad. Se da por supuesto que exhibirán una mira­ da vaga, carente de todo interés por lo que está sucediendo. Es decir, que actúen como si no viesen nada, para que su mirada no incomode a nadie. Las instrucciones que da Hudson a los nuevos criados de la mansión Bellamy en la serie de televisión Arriba y abajo incluyen precisas directrices escénicas de cómo debe comportarse el servicio: como si sólo se preocu­ pasen de sus limitados asuntos, prescindiendo de todo lo demás, de ma­ nera que los señores puedan ignorarles con facilidad. Así, ignorar a los humanos no significa estrictamente mirarlos como cosas, sino más bien no verles de una forma plena y precisa. Pero aunque las personas no acostumbran a ver a las demás como si fueran cosas, hay casos en los que las ven como infrahumanas. Y ello implica estigmatizar­ las; es decir, ver en ellas algunas «anomalías» físicas como un síntoma o un defecto de su humanidad. Esta anomalía no está necesariamente pre­

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sente en parte alguna de su cuerpo, pero también se puede encontrar en algunas prendas de vestir. Las personas que no pueden soportar a los ju­ díos ultraortodoxos no sólo ven como un estigma sus barbas y los tirabu­ zones que enmarcan sus rostros, sino también sus sombreros orlados de piel. De forma similar, la galabiya y el turbante se unen a la barba asiría en su calidad de estigma de los fundamentalistas islámicos. Algunas de las prendas que las personas visten permanentemente pueden servir como signos estigmatizadores tanto como los signos corporales. También el ol­ fato es una poderosa herramienta empleada para reducir a las personas al estatus de infrahumanas; desde el olor de su sudor hasta el olor de la ce­ bolla, el ajo o el curry que comen. Pero prescindiremos aquí de los otros sentidos, para centramos en el de la vista. Los estigmas actúan como signos de Caín sobre la misma humanidad de las personas. Quienes soportan un estigma aparecen en su entorno como portadores de una etiqueta que les hace parecer menos humanos. Aunque otros los sigan viendo como humanos, son humanos estigmatiza­ dos. Erwín Goffman ya hizo ver el perjuicio que ello supone a la identi­ dad social de los estigmatizados,7 pero en mi opinión lo más importante es el perjuicio a su humanidad misma. Los estigmatizados son vistos como seres humanos, si bien gravemente imperfectos. Es decir, infrahu­ manos. El estigma denota una grave desviación del estereotipo de la «apa­ riencia normal» de un ser humano. Las personas enanas, las que han su­ frido una amputación o quemaduras en la cara, las que padecen un albinismo grave y las personas extremadamente obesas sólo son parte de los estigmatizados que distorsionan nuestra visión de los otros en tanto que humanos. Cuando el estigma se apodera de la persona; es decir, cuan­ do ensombrece las características que nos permiten ver al otro como hu­ mano hasta tal punto que toda nuestra atención se centra en el hecho de que éste sea, por ejemplo, un enano, nuestra mirada se transforma hasta verlo como infrahumano. En algunos casos, los esfuerzos se encaminan a llevar a las víctimas de la agresión a un estado en el que pueden ser vistos como infrahumanos, como en el caso de los musulmanes en los campos de concentración nazis. Por tanto, una mirada humillante no consiste en ver al otro como una cosa o una máquina, sino en verlo como un ser in­ frahumano. Tal forma de mirar a los humanos es posible, y se aviene con la idea central de la humillación como el rechazo de una persona o grupo de per­ sonas por parte de la comunidad humana. Esta idea se desarrollará con mayor detalle en el capítulo octavo. Quienes son vistos como infrahuma­ nos tienen una razón, y quizás incluso una razón suficiente, para conside­ 7. Erwin Goffman, Stigma, Londres, Penguin, 1968.

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rarse humillados. Este último punto plantea una cuestión moral. Si, en realidad, el ver a los humanos como infrahumanos está más relacionado con la percepción que con la interpretación, entonces, ¿cómo se puede culpar a quienes humillan por algo que no pueden controlar, como es la forma en que ven las cosas? ¿No es esto algo parecido a culpar a los mio­ pes por su defecto? Esta cuestión resulta preocupante aun cuando pertenezca más al ám­ bito de la humillación cometida por los individuos que al de la humilla­ ción institucional. La respuesta a la pregunta sobre la inmoralidad de ver a los humanos como infrahumanos requiere aclarar la relación entre ver e interpretar. La línea que adoptaré aquí sobre este tema forma parte de una descripción más amplia cuyos perfiles son básicamente distintos de los de la descripción habitual. La descripción habitual de la conducta huma­ na representa a las personas como si estuvieran tomando decisiones sin cesar; desde las decisiones más triviales, como la de cruzar la calle, hasta las más solemnes, como la de elegir una pareja con quien compartir la vida. Todas ellas se perciben como decisiones que implican preferencias («utilidades») y creencias («probabilidades subjetivas»). Según esta for­ ma de ver las cosas, nunca dejamos de decidir y constantemente estamos ponderando, sopesando y calculando. Contra esta perspectiva según la cual tras cada acción se encuentra una decisión, propongo un planteamiento alternativo. Globalmente, las personas no toman decisiones, sino que, por el contrario, dedican consi­ derables esfuerzos a evitar tomarlas. Actúan más bien por costumbre, dentro de un marco de procedimientos estándar. Raras veces el cruzar la calle se convierte en un problema que requiera una decisión. Por lo gene­ ral, la necesidad de tomar una decisión surge sólo como una forma de pa­ tología, cuando los planteamientos habituales dejan de funcionar, o cuan­ do las apuestas son especialmente elevadas y justifican el esfuerzo de pensar. La decisión no es la norma, sino la excepción. Hay personas que viven prácticamente toda su vida sin tomar decisiones. Se dejan llevar por las circunstancias, quizás incluso por aquellas que, en principio, exigirían reflexión y decisión. No pretendo decir con ello que a lo largo de nuestras vidas no tomamos decisiones, sino que éstas se producen con mucha me­ nos frecuencia de la que nos hacen creer a base de describir a los agentes como personas que toman decisiones. En este sentido, la descripción de las personas como intérpretes re­ sulta también bastante equívoca, puesto que, en mi opinión, la interpre­ tación es un caso especial de acción basada en una decisión. Desde mi punto de vista, la capacidad de comprender se basa en el hábito, no en la decisión, mientras que la interpretación se basa en hipótesis, en razona­ mientos, en la ordenación de las pruebas; en resumen, en una actividad

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consciente y voluntaria. Lo que se discute aquí es la diferencia entre ver e interpretar en el contexto de la percepción. Esta diferencia no es, en nin­ gún caso, idéntica a la que existe entre mirar las cosas con una mirada inocente, «desnuda», y mirarlas con una mirada inteligente, interpretati­ va; esto es, usando la propia inteligencia en el acto de mirar. Ver, espe­ cialmente ver determinados aspectos, es una combinación de percepción y pensamiento. Lo que vemos está condicionado por aquello que habi­ tualmente esperamos ver. Las personas que crecen en una sociedad racis­ ta ven estigmas donde las personas «ciegas al color» no los ven. Al mismo tiempo, las personas educadas para ser racistas eluden también ver as­ pectos que las personas que son «ciegas al color» ven y observan. Por otra parte, el hábito de ver, especialmente de ver determinados aspectos, está también conformado por la cultura y la historia. El que la percepción de determinados aspectos esté condicionada por la sociedad en la que ésta tiene lugar no la convierte en materia de interpretación. Ver ciertos as­ pectos puede ser una forma de ver adquirida automáticamente. Ello no implica que toda capacidad de ver aspectos sea adquirida; por ejemplo, ver a los seres humanos como humanos no es algo adquirido, sino innato. Pero es probable que el ver a los humanos como seres infrahumanos sea algo adquirido: por ejemplo, la educación nazi podía hacer que las perso­ nas viesen a judíos y gitanos como seres infrahumanos. Las personas no podemos controlar directamente lo que vemos. Sólo podemos hacerlo de manera indirecta, cambiando conscientemente nues­ tra actitud hacia las cosas que estamos viendo. Se puede entrenar al ojo para que ignore los estigmas y para que vea exclusivamente el aspecto hu­ mano de las personas. El hecho de que esto no pueda hacerse como re­ sultado directo de una decisión sólo significa que es algo que se produce indirectamente. En el caso de los espejismos visuales, como el del palo que parece roto dentro del agua, no podemos evitar, bien sea directa o indirectamente, ver­ lo de tal forma. Lo único que podemos hacer es no dar crédito a lo que vemos. Por el contrario, el ver a los seres humanos como sí fueran in­ frahumanos no es un engaño perceptivo de este tipo. Aquí podemos cam­ biar nuestra propia percepción, si bien, como se ha señalado, sólo de for­ ma indirecta. En el caso de ver a una persona bajo una faceta infrahumana humillante, debemos cuidarnos no sólo de no dar crédito a lo que vemos, sino también de intentar no ver -en el sentido perceptivo de ver- al otro como infrahumano. Lo que se necesita es una visión «a-estigmática». La expresión «ver a los humanos como una cosa u otra» tiene el sig­ nificado idiomático de tratar a las personas de una forma u otra. Sin em­ bargo, en las dos últimas secciones he intentado emplear esta expresión literalmente; es decir, emplear la palabra «ver» en su sentido estricto.

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T ratar a l o s h u m a n o s c o m o si fu e r an in fr a h u m a n o s

Desde mi punto de vista, la humillación es el rechazo de un ser hu­ mano por parte de la «Familia del Hombre»;8 es decir, tratar o relacio­ narse con los humanos como si no fueran tales. Tratar a las personas como si no fueran humanas es tratarlas como si fueran objetos o animales. El importante rol de las ceremonias o los gestos humillantes se deriva del hecho de que la humillación conlleva tratar a las personas «como si»: como si fueran objetos inanimados, como herramientas, como si fueran bestias. Pero estas actitudes humillantes no son auténticas. Las verdade­ ras actitudes de rechazo se basan en tratar a las personas como si fueran infrahumanas, como una especie inferior a los seres humanos. A diferen­ cia de ellas, las actitudes de expulsar a las personas de la comunidad hu­ mana, como si se tratase de objetos o animales, no expresa una actitud genuina hacia esas personas. La actitud es com o si fueran objetos, com o si fueran bestias. La forma rebuscada en la que se presenta esta cuestión se debe al he­ cho de que las actitudes objeto de discusión no son simplemente falsas creencias sobre otras personas, creencias según las cuales algunos huma­ nos no son realmente humanos. Aquí la palabra clave debería ser «postu­ ra», que representa una actitud más básica que creencia. Cuando afirmo que una actitud es más básica no quiero decir con ello que sea una reac­ ción irreflexiva. Sí formulamos el contenido de la «postura» en palabras, las frases que expresan posturas son distintas de las que expresan creen­ cias. El papel de las frases que expresan posturas es el de sentencias mar­ co. Las sentencias marco constituyen las reglas de nuestra representación del mundo. Cuando afirmamos que el otro es un ser dotado de alma y no es una máquina estamos proporcionando un marco a partir del cual re­ presentarle. Esto es lo que nos permite mantener creencias sobre los de­ más seres humanos; creencias sobre lo que quieren, lo que sienten y lo que piensan. Las sentencias que expresan una creencia son bipolares: no 8. La expresión «Familia del Hombre» procede del título de una gran exposición de fotografías celebrada en los años cincuenta, a la que siguió un famoso libro de fotos con el mismo título. En París la exposición se llamó «La gran familia del hombre». Roland Barthes, en su libro Mythologies (tra­ ducción de Annette Larers, Londres, Jonathan Cape, 1972, págs. 100-102), señaló que el que en la tra­ ducción francesa del libro se hubiese añadido la palabra «gran» convirtió un concepto neutral de la unidad de las especies humanas procedente de un concepto «zoológico» en una noción moral senti­ mental de un mito, según el cual toda la especie humana vive como una gran familia. Barthes cuestio­ na el rasgo humanista de dar por supuesta una «naturaleza» común que subyace a todas las diferencias históricas y culturales, que convierte las diferencias entre las personas en algo superficial. La expresión que empleo aquí, la «Familia del Hombre» pretende denotar la relevancia moral del término «zoológico». Doy por supuesto que Barthes consideraría que el uso que hago de esta ex­ presión adolece de sentimentalismo humanista, aunque sólo sea porque le confiero relevancia moral. Sin embargo, no creo que mi uso de la «Familia del Hombre» cree semejanzas allá donde no las hay, ni que diluya las diferencias allá donde existen.

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basta con que sepamos qué es lo que haría que la sentencia fuera verda­ dera en el mundo, sino que debemos saber también qué significaría que la sentencia fuese falsa. Que los otros seres humanos tienen alma (es de­ cir, que son sujetos de los predicados psicológicos) no es una hipótesis, sino un marco que nos permite representar a los seres humanos como ta­ les. Las sentencias marco perfilan la forma de representar nuestros obje­ tos. Sostener sentencias marco es una actitud que no se debe a ninguna decisión. Ello no significa que el adherirse a sentencias marco sea una postura inmutable, sino que los cambios de postura no suceden como re­ sultado de una decisión. Este análisis ha hecho que nuestra discusión pasase de las posturas hacia el otro a las posturas hacia las sentencias marco sobre el otro. Vol­ vamos pues al tratamiento del otro en tanto que humano y dejemos apar­ te la cuestión de las actitudes hacia las sentencias. Mi supuesto central es que la humillación presupone, por definición, la humanidad del humillado. La conducta humillante rechaza al otro como no humano, pero la acción de rechazo da por supuesto que lo que se rechaza es una persona. Este supuesto se aproxima a la descripción hegeliana de la dialéctica amo-esclavo.9El amo quiere un poder absoluto so­ bre el esclavo, pero también quiere que el esclavo reconozca su poder ab­ soluto. Ambos deseos son contradictorios. Aquí, la actitud del amo es similar a la de un equipo de fútbol que quiere derrotar al equipo rival pero que al mismo tiempo quiere que su victoria sea reconocida como un gran éxito. Una victoria abrumadora disminuye el valor de la victoria, puesto que muestra que el rival no estaba a su altura. Aquí reside la con­ tradicción: el equipo quiere y no quiere, al mismo tiempo, derrotar estre­ pitosamente a su rival. Se le quiere ganar por goleada para demostrar la propia y decisiva superioridad, pero no se le quiere derrotar estrepitosa­ mente, puesto que ello restaría valor a la propia superioridad. Si presentamos la relación amo-esclavo en términos de humillación y respeto, entonces la humillación que el amo pretende infligir al esclavo es contraproducente. Para que el acto de humillar a alguien negándole su valor humano tenga lugar, es preciso creer que la víctima es un ser cons­ ciente que posee un valor humano intrínseco. El objetivo de la humilla­ ción es demostrar una superioridad absoluta y ganar el reconocimiento de la víctima, lo cual es conceptualmente imposible. La superioridad abso­ luta sólo se puede lograr con relación a aquello que no es humano; el re­ conocimiento sólo se puede obtener de otros humanos. La relación amo-esclavo nos ofrece una forma sencilla de probar los 9. G. W. F. Hegel, The Phenomenology ofMind, traducción de J.B. Baillie, Nueva York, Harper & Row, 1967, págs. 229-240.

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Las bases del respeto

supuestos en los que se basa la humillación. Las manifestaciones de las instituciones esclavistas tal como existían, por ejemplo, en la antigua Roma y en el sur de los Estados Unidos, atestiguan que, por dura y cruel que fuese, dicha esclavitud no se basaba en el supuesto de que el esclavo no era más que un mero objeto o una bestia de carga. Ello no quiere de­ cir que los esclavos fuesen tratados de manera más compasiva por ser hu­ manos. Sin embargo, los hijos de los esclavos sureños eran bautizados en la iglesia, y naturalmente nadie creía que se estuviera bautizando a un pony o a un percherón. Es cierto que los esclavos eran vendidos en el mercado de esclavos, y también lo es que los posibles compradores exa­ minaban su dentadura para ver si gozaban de buena salud, al igual que hubieran hecho al comprar un caballo. La venta de esclavos pone de ma­ nifiesto que se les consideraba poseedores de un valor de cambio, aunque la exigencia de cristianizarse da fe de algo más que de un indicio de con­ ciencia de su humanidad. Por lo que se refiere a la antigua Roma, Paul Veyne describe acerta­ damente cómo los amos pensaban que sus esclavos eran seres humanos intrínsecamente inmaduros y, por tanto, incapaces de convertirse en adul­ tos.10 Prueba de ello es que en muchas lenguas el término empleado para un esclavo del sexo masculino era «niño» («puer» en latín, «na'ar» en el hebreo de la Biblia, «boy» en el sur). En mi opinión, esta expresión lin­ güística delata una actitud más bien dirigida a seres infrahumanos que no humanos. Por una parte, se veía a los esclavos bajo predicados psicológi­ cos pero, por otra, se trataba de unos predicados aptos únicamente para niños. Veyne menciona que cuando Plauto quería divertir a su auditorio describía a un esclavo enamorado.11 El que Plauto adjudicase sentimien­ tos plenamente humanos a los esclavos era tan grotesco para sus oyentes como para nosotros lo sería una historia de amor compleja y apasionada que transcurriese en una guardería. Ciertamente, en nuestra cultura los adultos no tratan a los niños como si fueran infrahumanos; sin embargo, se considera que tratar a los esclavos o a los «nativos» como niños equi­ vale a tratarlos como infrahumanos. Esto significa tratarlos como niños que nunca crecerán ni serán responsables de sus acciones. Quizás en nuestra sociedad el equivalente sea la actitud hacia las personas aquejadas del síndrome de Down, a quienes otras muchas consideran infrahumanas por el estigma de su apariencia «mongoloide». Esta apariencia se asocia a la idea de que las personas con el síndrome de Down nunca podrán al­ canzar la plenitud. 10. Paul Veyne, «The Román Empire», en Veyne (comp.), A History of Prívate Life, traducción de Arthur Goldhammer, Cambridge, Mass., Harvard University Pres, 1987. 11. Ibíd., págs. 55 y sigs.

Tratar a los seres humanos como si fuesen no humanos

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Creo que incluso las situaciones que más nos horrorizan por su crueldad delatan que las personas responsables de ellas saben muy bien que están tratando con seres humanos. Los campos de trabajos forzados para los prisioneros de guerra de los japoneses eran conocidos por su te­ mible ferocidad, pero es sabido que, en uno de estos horribles campos, el comandante llevó a sus esclavizados prisioneros a lo alto de la montaña para que viesen los cerezos en flor. Este comandante sintió que no se po­ día privar a nadie, por desventurado que fuese, de aquella vista maravi­ llosa. La propaganda nazi solía comparar a los judíos con las ratas: las ra­ tas envenenaban los pozos, y según ellos los judíos «envenenaban la cultura». Aunque alguien que envenena la cultura no pueda ser una rata, por mucho que la propaganda nazi los equiparase a los dos. Incluso Heinrich Himmler, el arquetipo del racista, se vio forzado a admitir, en su fa­ moso discurso a los mandos de las SS en Posnan, que matar personas en los campos de concentración no era lo mismo que matar ratas. Por tanto, los esfuerzos que tuvieron que hacer los asesinos para eliminar sus senti­ mientos naturales hacia aquellos desventurados fueron bastante más «he­ roicos» que si simplemente se hubiesen dedicado a matar ratas. La espe­ cial crueldad hacia las víctimas en los campos de trabajos forzados y en los campos de exterminio y, especialmente, las humillaciones que tuvie­ ron lugar en ellos, sucedió en la forma en que lo hizo porque los implica­ dos eran seres humanos. Los animales no hubieran recibido el mismo tra­ to. Ellos no tienen una mirada acusadora. En síntesis, los supuestos básicos son los siguientes: el concepto cla­ ve de la humillación es el rechazo de la comunidad humana. Pero tal re­ chazo no se basa en ninguna creencia o actitud según la cual la persona rechazada es simplemente un objeto o un animal. El rechazo consiste en actuar com o si la persona fuese un objeto o un animal. E invariablemente, tal rechazo consiste en tratar a los humanos como infrahumanos.

Tercera parte LA DECENCIA COMO CONCEPTO SOCIAL

Capítulo 7 LA PARADOJA DE LA HUMILLACIÓN

Al parecer, existe una noción de humillación antagónica con la de re­ chazo de la sociedad humana. Se trata de la humillación como la delibe­ rada imposición de una pérdida total de libertad y de control de los pro­ pios intereses vitales. Sin embargo, sostengo que la idea de humillación como rechazo contiene la idea de humillación como pérdida de control. Con todo, cada una de estas ideas enfatiza una perspectiva distinta: la hu­ millación como rechazo prima el punto de vista del agresor, mientras que la humillación como pérdida de control subraya el punto de vista del hu­ millado. Pero ante todo debemos aclarar en qué sentido la humillación implica pérdida de control. Algunas veces las personas enfermas o ancianas pierden el control de sus funciones corporales, lo cual les da un penoso sentimiento de pérdida de dignidad. Un cierto sentido de autocontrol es un componente esencial del sentimiento de orgullo de sí mismo. El respeto por el autocontrol es también un elemento importante del respeto que los otros nos imponen. El jefe indio que, en el Oeste, habla en un tono grave de completo auto­ control nos produce la sensación de que está orgulloso de sí mismo. En la exhibición de honor social, así como en la representación de la dignidad personal, los gestos de autocontrol tienen un lugar destacado. El autocontrol se debe distinguir de la autodisciplina. Esta se mani­ fiesta en el control que uno ejerce sobre las propias acciones en una área específica y con respecto a un fin específico. En su trabajo, un artesano puede ser capaz de una estricta disciplina incluso cuando ésta implica la dureza de dejar de forma inmediata, o no tan inmediata, satisfacciones por mor de lograr la perfección profesional. Sin embargo, el mismo arte­ sano puede mostrar una completa falta de autocontrol en su vida no pro­ fesional. Los individuos que alimentan frías venganzas manifiestan más autodisciplina que autocontrol. El autocontrol no está vinculado a un ob­ jetivo específico; no está confinado al lecho de Procusto de algún acto de­ finido. La pérdida de respeto hacia sí mismo como pérdida de autocontrol está relacionada con la idea de respeto propio como autarquía. A una per­ sona que ejerce el control sobre sí misma no parecen afectarle los estímu­ los externos. Pero la distinción entre estímulos externos y estímulos ínter-

nos es problemática. En cierto sentido, Don Quijote reaccionó a los moli­ nos de viento (un estímulo externo) porque pensó que eran gigantes, pues no otra cosa era lo que su enfebrecida mente (un estímulo «interno») le hacía ver. Con todo, pese a la dificultad, la idea es clara: el autocontrol ante el medio externo se manifiesta en reacciones postergadas, reflexivas más que reflejas o inmediatas. Ello se expresa en la superación de las pro­ pias «energías internas», al actuar por alguna razón y no sólo por algún motivo o causa. Una considerable proporción de los gestos más humillan­ tes son aquellos que muestran a las víctimas que carecen del más pequeño grado de control sobre su destino, que están desasistidas y sujetas a la bue­ na voluntad (o, mejor dicho, a la mala voluntad) de sus torturadores. Pero ¿cuál es la conexión que hay entre esto y la idea de que la falta de control afecta a nuestra concepción esencial de la humillación como rechazo de los seres humanos como humanos? Sartre nos proporciona un marco para discutir la conexión entre humillación como falta de control -esto es, falta de libertad- y humillación como rechazo de los seres hu­ manos como humanos. Según Sartre, ver a los seres humanos bajo un aspecto humano signi­ fica verlos como seres que toman las decisiones concernientes a su vida con libertad. Ver a un ser humano como una cosa, como un «cuerpo» es verlo como no libre. Cuando una persona niega su capacidad para ser li­ bre (lo que Sartre denomina «tener mala fe»), la vemos como alguien que se comporta de acuerdo con una etiqueta pegada a ella desde fuera. En el famoso ejemplo de Sartre, el camarero se comporta como si fuese una ma­ rioneta.1 No se comporta como un ser humano, sino como alguien que desempeña un rol, como si éste hubiera sustituido su alma. No vemos el aspecto plenamente humano del propietario de un cuerpo o de quien de­ sempeña un papel determinado hasta que no lo vemos como un agente li­ bre capaz de tomar decisiones acerca de cómo encauzar su vida. Acabo de mencionar la concepción sartreana según la cual los huma­ nos no tienen naturaleza, aunque ahora debo delimitar esta afirmación. Los humanos no tienen naturaleza en el sentido de que no poseen un con­ junto de rasgos o tendencias de «carácter» que sean los determinantes ex­ clusivos del curso de sus vidas. Todo ser humano tiene la posibilidad de empezar una nueva vida en cualquier momento, independientemente del curso anterior de la misma. Esta libertad para modelar la propia vida es, en otro sentido y, a diferencia de los animales y las cosas, la única natura­ leza de que disponen los humanos. Los humanos no tienen carácter, pero, en este sentido, tienen naturaleza. 1. Jean-Paul Sartre, Being and Nothingness, traducción de Hazel E. Barnes, Londres, Methuen, 1969.

Esta ambivalencia en el significado del concepto de «naturaleza» no es nueva. También Marx niega que el hombre tenga una naturaleza e in­ siste en que siempre tiene la capacidad de rebelarse. En otras palabras, es imposible erradicar la naturaleza rebelde del Hombre; ésta sólo puede ser temporalmente paralizada. La afirmación según la cual los seres humanos son seres libres es una afirmación ontológica, del mismo modo que lo son la caracterización cartesiana de la materia como algo extenso y del alma como algo que piensa. Tratar a alguien de una forma que niegue su capa­ cidad de ser libre es rechazarle como ser humano. El sádico trata a su víc­ tima como un mero cuerpo y no la contempla bajo el aspecto de la liber­ tad: en otras palabras, no lave en su aspecto humano. Como complemento de ello, es masoquista quien se presenta ante su torturador como ser ca­ rente de toda libertad. El juego que se establece entre ambos es el juego de la humillación. Las relaciones entre un sádico y un masoquista, especialmente las de carácter sexual, implican una actitud inhumana hacia la víctima encade­ nada, ya que ésta es considerada como un individuo que consiente que su dominador realice sus fantasías de omnipotencia. De manera análoga, la relación amo-esclavo se manifiesta en una actitud frustrante; un aspiran­ te a la omnipotencia necesita que su superioridad absoluta sea reconoci­ da, y tal reconocimiento tiene valor sólo en la medida que provenga de un agente libre; esto es, de una persona hecha y derecha. Siendo esto así, la mayoría de los tratamientos de los humanos como no humanos es «como si». Esto significa que, en realidad, este trato no niega realmente la liber­ tad del otro en un nivel ontológico, sino que la niega en el nivel de las re­ laciones concretas entre ellos. El restringir la libertad del otro, así como el afán de demostrar que el otro ve seriamente limitado su control, puede constituir un rechazo del otro como ser humano. Tal es la conexión entre la humillación como rechazo y la humillación como completa falta de control. Cabría preguntarse cómo esta idea de humillación entendida como supresión de la libertad humana -esto es, el hecho de impedir que las per­ sonas tomen decisiones relativas a sus propios intereses- encaja en la ima­ gen antes presentada de los seres humanos haciendo auténticos esfuerzos por evitar decisiones. La respuesta es que no hay contradicción lógica ni práctica entre la descripción de los humanos como seres cuya vida coti­ diana se desarrolla en función de hábitos y modos de proceder estándar que no exigen decisión alguna, y la descripción de un ser humano enten­ dido como aquel que toma sus decisiones libremente, siempre y cuando así lo desee, pese a la existencia de tales hábitos y rutinas. Volvamos a nuestro tema principal. El supuesto central de esta sec­ ción es que la humillación, en tanto que grave disminución de la libertad

y del control humanos, está subsumida bajo la idea de humillación como rechazo de los seres humanos como humanos. Esto es verdadero si se considera que rechazar a los seres humanos en tanto que humanos signi­ fica negarles la posibilidad de actuar libremente, puesto que es la libertad lo que los hace humanos y no meras cosas. Hasta aquí hemos discutido la conexión entre dos conceptos de hu­ millación: la humillación entendida como rechazo de la comunidad hu­ mana y la humillación como grave deterioro del control del otro sobre sí mismo. Pero sea cual fuere el concepto adoptado, la noción de humilla­ ción nos lleva a una paradoja, que abordaremos en la siguiente sección.

L a s PARADOJAS d e l in s u l t o y d e l a h u m i l l a c i ó n

Las palabras «insulto» y «humillación» se hallan en un continuum. La humillación es un caso extremo de insulto, mientras que ambas denotan heridas en el amor propio. Sin embargo, este libro establece una distin­ ción cualitativa entre ambas: por «insulto» se entiende una herida al ho­ nor social; «humillación» denota herida al respeto propio. Los insultos pueden mermar la autoestima de la persona ofendida; la humillación le­ siona el valor intrínseco de uno mismo. La paradoja de la humillación se puede expresar gráficamente del si­ guiente modo: si el signo de Caín está estampado en la frente de Caín, en­ tonces no hay nada malo en ello, porque Caín lo merece. Y si el signo de Caín se encuentra por error en la frente de Abel, éste no debería preocu­ parse mucho por ello, puesto que sabe muy bien que no ha derramado sangre. No debería pensar mal de sí mismo sólo porque el signo de Caín haya sido estampado por error en su frente. El insulto es un mal social por el mal que causa en el ofendido a los ojos de los demás. Pero, por contra, si la implicación implica dar a las víc­ timas una sólida razón para pensar que el respeto propio ha sido injuiriado, no parece tener raison d ’étre alguna. Porque sí, como se ha mencio­ nado, la humillación no es más que una crítica justificada, entonces, debería cambiar el modo en que la gente se evalúa a sí misma sin dañar su respeto propio. La paradoja de la humillación nos devuelve a la esencia de la crítica estoica, según la cual jamás es racional sentirse humillado. Esto es, las personas pueden ser humilladas en un sentido psicológico, pero no en un sentido normativo. Bernard Williams distingue entre emociones «rojas» y «blancas»; en­ tre emociones que nos hacen sonrojar y emociones que nos hacen palide­ cer. La vergüenza es una emoción roja; la culpa es blanca. Una emoción roja es una emoción en la que uno se ve a sí mismo a través de los ojos de

los demás y, por tanto, se sonroja. En una emoción blanca la persona se ve a sí misma con los «ojos internos» de su conciencia, lo cual la hace pali­ decer. En ambas emociones, el punto de vista propio es distinto. La para­ doja de la humillación consiste en que, por una parte, la persona se ve a sí misma a través de los ojos de los demás -los envilecedores- y, por otra, desde el sentido normativo de la humillación, tiene que responder a par­ tir de su propio punto de vista. La humillación es una emoción roja, aun­ que la víctima da por supuesta una respuesta que encaja con una emoción blanca. El rostro de una persona no puede estar, al mismo tiempo, total­ mente rojo y totalmente pálido. El insulto, por definición, depende de la actitud del otro, en la medi­ da en que implica un daño al honor social de la persona. Si el insulto se basa en una acusación falsa, la persona insultada tiene todavía alguna ra­ zón para creer que, sea ésta verdadera o falsa, tendrá que pagar con su honor social y, entonces, tiene una buena razón para sentirse insultada. Sin embargo, en el caso de un acto injustificado de humillación -y todo intento de humillar a una persona está injustificado- la cuestión es si la víctima tiene una razón de peso para sentirse humillada; esto es, para con­ siderar que, a sus ojos, su respeto hacia sí misma ha disminuido. Agudicemos la cuestión. La humillación es el rechazo de los seres hu­ manos en tanto que humanos; es decir, consiste en tratar a las personas como si no fueran humanos y fueran simples cosas, herramientas, anima­ les, subhumanos o seres humanos inferiores. Es fácil ver por qué este tra­ tamiento «como si» tiende a ser insultante y a avergonzar; esto es, a ser extremadamente lesivo para el honor social de las personas. Pero, ¿por qué este trato debería propiciar que las víctimas sintiesen devaluada su importancia como seres humanos? ¿Por qué deberían pensar como quien les intimida y humilla quiere que piensen? El que las víctimas tiendan a identificarse con sus torturadores se considera un hecho psicológico, pero nuestro tema es normativo, no psicológico. La humillación implica una amenaza existencial y se basa en el hecho de que quien la perpetra -especialmente la institución que humilla- tiene poder sobre la víctima asaltada. Conlleva también, especialmente, la sen­ sación de desamparo total que el matón provoca en la víctima. Este senti­ miento de indefensión se manifiesta en la temerosa impotencia de la víc­ tima para proteger sus propios intereses. Aun cuando la persona humillada intente dar la vuelta a las cosas y ver a su torturador -no en el sentido li­ teral de ver- como una bestia, ello no mitigará su sentimiento de humi­ llación. La humillación proveniente de un monstruo humano es en reali­ dad una humillación. La víctima percibe la amenaza existencial en los actos humillantes y es consciente de su propia indefensión frente a tal amenaza. Aun cuando logre convencerse de que el «apuesto diablo» en el

estrado, como Mengele aparecía a sus víctimas, es realmente el diablo y no un ser humano, no puede evitar, con toda la razón, ser consciente de lo humillante de su situación. La humillación existe y está justificada des­ de el momento en que a la víctima le resulta imposible no ver a Mengele como humano. La táctica de ver a Mengele como una bestia salvaje y, por tanto, de no ver que sus acciones son humillantes no es más que eso: una táctica. Sin embargo, creo que, aunque la táctica funcionase, la situación de humillación permanecería inalterable. La humillación, como el recha­ zo de los seres humanos en tanto que humanos, aun si está representada ritual o simbólicamente sin crueldad física alguna, es una muestra de un rechazo existencial que no es en absoluto simbólico. Existe la constante amenaza de vivir una vida indigna de un ser humano. Los judíos, a lo largo de su extensa historia de supervivencia en la Díáspora, a menudo adoptaron hacia los gentiles una actitud que consi­ deraba a estos últimos «perros ladradores». Nadie necesitaba sentirse in­ sultado o humillado por ellos, nadie es insultado o humillado por un pe­ rro ladrador. El perro puede causar temor, nunca humillar. Es comprensible que las víctimas de la humillación intenten deshumanizar a sus tortura­ dores, aunque ello no sea muy distinto del intento del matón de deshu­ manizar a sus víctimas. Otra de las estratagemas empleada por los judíos a través de los siglos es la técnica de «el buen soldado Schweik»: es decir, adoptar hacia el tor­ turador una actitud de simulada inocencia; una actitud que evita tomar en serio al matón convirtiéndolo en un personaje ridículo. Si, al parecer, siempre se puede recurrir a esta opción, entonces la cuestión es por qué deberíamos seguir tomando en serio la humillación. Se debe tomar en se­ rio la amenaza existencial implícita en la humillación, pero no la humilla­ ción misma. La víctima no tiene razones para ver defecto alguno en su va­ lor humano, sino sólo un peligro para su existencia o para su condición humana básica. Sin embargo, todos estos trucos defensivos que emplean los débiles en situaciones humillantes (la táctica del «perro ladrador», la del «buen soldado Schweik», la de convertir un signo de vergüenza en un signo hon­ roso, como en el caso de «lo negro es hermoso» o la táctica negadora de «no me está escupiendo, es que llueve») no pueden erradicar la situación humillante. A lo sumo, pueden mitigarla un poco. Pero, de nuevo, ¿por qué esto es así? ¿Por qué es racional conside­ rarse humillado? La sociedad es un requisito previo del honor social, pero únicamente nosotros podemos otorgarnos respeto hacia nosotros mismos. Sí éste es el caso, entonces ¿cómo seres ajenos a nosotros (ya sean individuos o grupos) pueden determinar cómo y cuándo debemos respetamos a nosotros mismos? Por otra parte, el respeto propio es el res­

peto que nos conferimos a nosotros mismos como seres humanos. No se basa en valoración alguna de nosotros mismos por ningún tipo de conse­ cución o logro. Ser humano es una característica, no una relación. Ser hu­ mano no depende en modo alguno de lo que cualquier persona piense de nosotros o de cómo nos traten; de la misma manera que tener una cabe­ llera abundante no es una característica que dependa de la actitud de al­ guien o de lo que alguien piense acerca de nuestro cuero cabelludo. In­ cluso si otras personas se ríen de éste, diciendo que nuestro pelo es débil, esta ridiculización nonos da una buena razón para creer o sentir que nos estamos quedando calvos, si, de hecho, seguimos teniendo una cabellera abundante. Una respuesta a esta pregunta es la siguiente: pese a que el respeto propio es una actitud que uno puede tener hacia sí mismo, éste depende de la actitud de los otros hacia sí. Esta dependencia no es meramente ca­ sual; no consiste únicamente en el hecho de lo que la gente piense de uno, y del modo en que nos trate, sino que afecta psicológicamente a nuestra propia actitud hacia uno mismo. La dependencia es también conceptual. La justificación escéptica del respeto a los seres humanos está enrai­ zada en el hecho de que todos nosotros nos reconocemos mutuamente como parte de la humanidad y, por esta razón, y sólo por ella, somos dig­ nos de respeto. Como se ha mencionado, la justificación escéptica se basa, desde el principio, en una actitud más que en un rasgo. Cualquier rasgo que pudiera ser empleado para justificar respeto sería parasitario de nues­ tra actitud hacia los seres humanos como humanos. De modo que cual­ quier intento de rechazar a una persona de la comunidad humana erosiona la base sobre la cual se funda el respeto. Incluso si la persona humillada no tiene ninguna duda de que se ha cometido una terrible injusticia, al modelar el modo en que se contempla a sí misma no puede ignorar, en la medida en que es tan humana como cualquier otra, cómo la tratan las otras personas. Esto se debe a que la actitud de los otros es necesaria, sea cual fuere su base, para determinar qué es lo que define a la comunidad humana, una comunidad en la que se concede valor al hecho de pertene­ cer a ella. La actitud de los otros es inherente al mismo concepto del va­ lor de los humanos que, supuestamente, adoptará toda persona que se respete a sí misma. En suma, una persona que se respeta a sí misma no puede ignorar la actitud de los otros hacia ella. En filosofía hay cuestiones importantes cuyos problemas estructura­ les emergen cuando, después de un cuidadoso análisis, exigen referencias a cosas externas mientras que, superficialmente, no parecían precisar re­ ferencia externa alguna. Éste es el caso, por ejemplo, del análisis de la causalidad realizado por Hume, basado en la idea según la cual un suce­ so es la causa de otro sólo si sucesos del primer tipo van siempre acom-

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La decencia com o concepto social

pañados por sucesos del segundo tipo. Pero, ¿por qué necesitamos estos otros sucesos del mismo tipo? Si en el mundo hubiera sólo un cristal y una piedra, ¿el hecho de haber arrojado esta piedra al cristal no sería la causa de la rotura de la ventana, aun cuando no hubiera otros casos de lanzamiento de piedras o de rotura de cristales en el mundo? A juzgar por el análisis de Hume, para quien la causalidad radica en el modo en que nosotros vemos las cosas y no en el «mundo», los otros sucesos son nece­ sarios para que podamos crear el concepto de causalidad. Este concepto es un producto de condicionamiento psicológico, y en la concepción humeana no hay condicionamiento que proceda de un solo estímulo. Esto se puede decir de todos los términos generales, como «rojo». Digamos que «rojo» puede ser definido como todo aquello que es del mismo color que mi sangre derramada. Pero, ¿no sería posible que mi sangre derramada fue­ ra la única cosa roja del universo? Aquí, de nuevo, el concepto de rojo no podría formarse si solo hubiera una cosa roja en el mundo. El mismo tipo de argumento sugiere que mi lenguaje sería también imposible si no su­ piese que otros lo comparten. De hecho, hay toda una batería de argu­ mentos filosóficos en los que, a primera vista, parece haber un concepto que podría ser aplicable a una sola cosa en el mundo, sin que deba existir nada más pero que, una vez analizados, se comprueba que la formación de tal concepto implica la existencia de otras cosas. Asimismo, el respeto propio, pese a basarse en el valor humano de uno mismo a los propios ojos, supone implícitamente la necesidad de que otros seres humanos nos respeten.

H o n o r d iv in o y d ig n id a d h u m a n a

Llegados a este punto puede ser útil comparar el concepto de digni­ dad humana con la noción de honor divino propia de las religiones mo­ noteístas. En estas religiones, Dios vela por su honor: exige ser honrado incluso por personas que, con acciones tales como el culto a otros dioses, han demostrado que no son dignas de honrarle. El celo con que Dios vela por su honor resulta extraño desde el momento en que los demás dioses son considerados indignos e insustanciales y, a pesar de ello, los necios idólatras prefieren adorar estas no-entidades. ¿Qué sentido tiene exigir a los devotos de estas «cisternas quebradas» que adoren el manantial de las «aguas vivas» ¿Por qué exigir a una comunidad de necios y pecadores que honren al Dios uno y único? ¿Puede Dios y Su «respeto propio» depen­ der de tales gentes? Este argumento nos lleva a la rotunda conclusión de que si el gran y terrible Dios precisa la afirmación de los seres humanos, entonces otros

seres humanos la necesitarán también, aun en mayor medida. Para pre­ servar Su honor el Dios bíblico necesita incluso a quienes menos dignos son de adorarle y honrarle. Más allá de la imitatio D ei podemos decir que el hecho psicológico, el hecho de que nos sintamos humillados -aunque en este caso quizá fuera mejor decir degradados- incluso por el más vil de los viles es un hecho fundamental en nuestras vidas. No tiene sentido in­ tentar encontrar una justificación general de ello. Así son las cosas, así es la vida. Naturalmente, en ciertas circunstancias, podemos pedirle a al­ guien que justifique por qué se siente humillado por algo que nadie más considera humillante: por ejemplo, si en realidad está lloviendo y esta persona cree que alguien le escupe. Sin embargo, es absurdo preguntar por qué los judíos se sentían degradados cuando, en la plaza vienesa, sus torturadores nazis les obligaban a fregar el pavimento. Si esto no es hu­ millante, entonces, ¿qué es? Pero hay otro modo de entender esta necesidad divina de ser honrado incluso por aquellos que no son dignos de ello. Se trata de una interpreta­ ción de la necesidad de honra a través de una paradoja complementaria a la paradoja de la humillación: la paradoja del amor. El amante, a diferen­ cia de la persona que humilla, ve el objeto de su amor como humano. Tra­ tar a la amada como humana significa aceptar al otro como alguien que posee capacidad de elección. Por una parte, el amante quiere apropiarse de la amada exclusivamente para sí; por otra, quiere que ella le elija libre­ mente. Aun si éste es el caso, el amante sigue lleno de ansiedad por si un día dejan de quererle. De modo que se encuentra en un estado de profun­ da tensión entre el deseo de control absoluto de la amada, para poderla hacer exclusivamente suya, y el deseo opuesto de que el otro, la amada, siga siendo libre para poder elegir, por más que esto pueda poner en peli­ gro la exclusividad del amante. (Así es, por ejemplo, cómo Sartre inter­ preta la Albertine de Proust.) Dios quiere ser amado y honrado de modo exclusivo, pero este amor y adoración sólo tienen valor si proceden de se­ res con capacidad de elección, aun cuando yerren gravemente en sus elec­ ciones, como sucede cuando eligen adorar no-entidades. Estas paradojas atestiguan que hay un elemento contraproducente en las empresas del amor y de la humillación. No se trata de una contradic­ ción lógica que imposibilitaría amar o humillar a cualquiera. Se trata, más bien, de una tensión conceptual que plantea la cuestión de si el amor y la humillación son emociones que pueden ser justificadas y no meramente causadas. Hasta aquí he sostenido que está justificado que uno se sienta herido si su amor le rechaza en beneficio de un inútil, y que uno se puede sentir justificadamente humillado por alguien indigno. La humillación es un caso más claro que el amor, ya que se puede sentir humillación aun en ausencia del agente que humilla. Es posible ser

humillado por las condiciones de la propia vida, puesto que son creadas por el hombre. Esto no tiene paralelo en el caso del amor. La humillación no precisa a nadie que humille, de manera que es más importante deter­ minar si hay una justificación para sentirse humillado que llegar a saber quiénes son los que humillan. En nuestro caso, desde el momento en que nos ocupamos de la humillación institucional (cuyos agentes son oficinis­ tas, policías, soldados, carceleros, maestros, trabajadores sociales, jueces y todos los agentes de la autoridad) podemos ignorar las intenciones sub­ jetivas de quienes humillan cuando examinamos si sus acciones son envi­ lecedoras. Esto está especialmente justificado cuando abordamos la hu­ millación sistemática y no la arbitrariedad de un individuo concreto con autoridad. Es fácil ver la humillación institucional sistemática como una situación degradante, mientras desatendemos la cuestión de si los agentes que humillan en tanto que individuos son lo bastante importantes como para justificar el propio sentimiento de humillación. El que centremos la discusión en la situación humillante y no en los agentes humillantes no significa que absolvamos a quienes realmente hu­ millan en nombre de las instituciones, de su responsabilidad moral indi­ vidual por sus acciones. Lo que se pretende con ello es más bien eliminar un obstáculo en la comprensión de por qué es racional que las víctimas de la humillación se consideren degradadas. El hecho de cambiar de un agente humillante a una situación humillante es importante porque la hu­ millación institucional no depende de las peculiaridades del agente que humilla, sino que sólo depende déla naturaleza déla humillación. De este modo se distingue del tipo de humillación que tiene lugar en las relacio­ nes personales. No hay que valorar al funcionario que te humilla para va­ lorar la institución a la que sirve. Más aún, ni siquiera hay que valorar la institución para ser capaz de reconocer su poder para crear situaciones degradantes. El amor, a diferencia de la humillación, no se puede despla­ zar de un individuo a una institución. Las instituciones no aman.

Capítulo 8 RECHAZO

Si una sociedad decente es una sociedad que no humilla, ¿quiere esto decir que también es una sociedad que no avergüenza? En otras palabras, ¿significa también que tiene que ser una sociedad cuyas instituciones no avergüencen a quienes se hallan en su órbita? Más aún, ¿se trata de una sociedad no violenta? Una distinción que se ha hecho habitual es la que se establece en­ tre sociedades de vergüenza y sociedades de culpabilidad. El eje de esta distinción pasa entre sociedades cuyos miembros interiorizan las nor­ mas sociales, de modo que, cuando las desobedecen, se sienten culpa­ bles, y sociedades donde todo es exteriorizado y la motivación princi­ pal de sus miembros es evitar las sanciones externas y mantener su honor y buen nombre a los ojos de los demás para no sentirse avergon­ zados. Parece que, de acuerdo con esta tosca distinción, la sociedad de la vergüenza tiene poco que ver con la sociedad decente, puesto que ésta no está relacionada con el honor social de las personas, sino sólo con su respeto propio. Si esto es así, entonces las sociedades decentes pueden hallarse únicamente entre las sociedades de culpabilidad y nunca entre las sociedades de vergüenza. Estas últimas pueden ser de­ centes en el sentido de dar a cada persona el honor que él o ella mere­ cen, pero no pueden ser sociedades decentes en el sentido de otorgar a cada persona igual respeto como ser humano. La humillación, en una sociedad de la vergüenza, puede sólo adquirir la forma de degradación, haciendo descender a las personas en la jerarquía social de modo tal que se sientan avergonzadas con respecto a los otros. Esto no es humi­ llación, en el sentido de perjudicar el respeto de la persona hacia sí misma. En un tipo ideal de sociedad de la vergüenza, las personas no tienen sentido del respeto en y por sí mismas, sólo en un sentido del honor a los ojos de los demás. La idea de que una persona puede llevar a cabo un acto escandaloso que nadie más que ella conoce y cuyo re­ sultado puede empeorar su autoimagen y empequeñecer su estatura como ser humano, es extraña en una sociedad de la vergüenza. Lo que los demás ignoran «no existe» y, por tanto, no puede ser motivo de ver­ güenza. Gabrielle Taylor escribe acerca de un muchacho que alardeaba ante

sus amigos de sus conquistas femeninas, que jamás habían tenido lugar,1 puesto que, en realidad, todavía era virgen. Este chico podría sentirse cul­ pable por decepcionar a sus amigos, pero se siente avergonzado de sí mis­ mo por el hecho de ser virgen. Miente para evitar ser avergonzado por sus amigos, pero ello no significa que no se sienta también avergonzado de sí mismo. Lo que podemos aprender de este ejemplo es que la distinción en­ tre vergüenza y culpabilidad no descansa a i el hecho de que la vergüenza es una reacción externa mientras que la culpabilidad es una reacción inter­ na. La caracterización aceptada de sociedades de culpabilidad y sociedades de vergüenza se basa en la contraposición entre «interno» y «externo». Sin embargo, el modo correcto de entender la distinción es verla como la dife­ rencia entre una persona que considere desde su propio punto de vista sus actos vergonzosos o sus fallos, y una persona que los ve desde el punto de vista de los otros. Estos otros no tienen necesariamente por qué existir. En el caso de otros que ya no existen, la frontera entre culpabilidad y vergüen­ za se difumina. Si una joven judía renuncia a su fe y come alimentos no au­ torizados por la ley hebrea, ¿se sentirá avergonzada pensando en la obser­ vancia de sus padres ya fallecidos o se sentirá culpable? Es difícil de decir. Ambas, vergüenza y humillación, son emociones «rojas» en tanto que implican el punto de vista de los demás. Pero precisamente en la medida en que la existencia de los otros puede ser un prerrequisito para adquirir autoconciencia sin por ello excluir la posibÜidad de lograr eventualmen­ te una conciencia independiente, así también el hecho de que necesite­ mos el punto de vista de los otros para adquirir respeto propio, no debe­ ría impedirnos conseguir un sentido del respeto hacia nosotros mismos, el cual ya no depende de los demás. Si las cosas son así, ¿cuál es la diferencia entre vergüenza y humilla­ ción? En mi opinión, la vergüenza incluye humillación, pero no a la in­ versa. Esta relación de inclusión debe ser aclarada. La clase de las flores incluye la de las rosas; todo lo que es una rosa es una flor, porque la defi­ nición de una rosa incluye ser una flor como una de sus propiedades, pero no a la inversa. Se da, pues, una relación inversa entre la inclusión en términos de clases (extensión) e inclusión en términos de propiedades (intensión). La clase de los sucesos vergonzosos incluye la clase de los su­ cesos humillantes. Uno puede sentirse avergonzado de los pocos éxitos logrados, pero desde mi punto de vista esto no es humillación. La humillación no es un concepto relacionado con el éxito. La vergüenza incluye humillación sólo cuando uno se siente avergonzado de una característica de su autodefinición, que está conectada a la pertenencia a un grupo. Si a través de sus 1. Gabrielle Taylor, Pride, Shame, andGuili , Oxford, Oxford University Press, 1985.

instituciones una sociedad causa que las personas se sientan avergonzadas de una característica de «pertenencia» legítima de su autodefinición (por ejemplo, ser irlandés, o católico, o ser del área de Bogside de Belfast) no es una sociedad decente. Si alguien se avergüenza de sus padres o de su origen social; si, por ejemplo, es hijo de campesinos («kulaks») -factores todos ellos que constituyen elementos importantes de su identidad- y su vergüenza aflora debido a las políticas sociales y a la conducta institucio­ nal, entonces la sociedad no es decente. No toda característica de la propia autodefinición es una característi­ ca moralmente legitimada. Una sociedad que hace que las personas se sientan avergonzadas de pertenecer a un sindicato del crimen o una socie­ dad que provoca que los adoradores de Satanás implicados en ritos sádi­ cos se sientan avergonzados de su «religión» no debería ser acusada ya de no ser una sociedad decente por avergonzar a tales personas. Una sociedad que hace que los hijos de un nazi en activo se avergüencen de su padre no debe perder su derecho a ser una sociedad decente. Una sociedad pierde este derecho cuando hace que los hijos del nazi se sientan culpables. Es justo que haga que se sientan responsables -en el sentido de que deberían sentir la necesidad de compensar las acciones de sus padres- pero no de­ bería hacer que se sintieran culpables. Distingo de este modo entre aspec­ tos moralmente legítimos o ilegítimos de la identidad de una persona. Otra distinción es la que existe entre rasgos de identidad y rasgos de realización. Avergonzar a una persona cuyos rasgos de identidad son legí­ timos es un acto de humillación. Avergonzar a una persona de los aspec­ tos adquiridos de su identidad (por ejemplo, calificar de escritorzuelo a un escritor, cuando él se define como un gran poeta) puede ser un insul­ to, pero no constituye una humillación. Como mínimo, no proporciona ninguna razón para sentirse humillado, en el sentido de degradación mo­ ral en el que lo estamos usando aquí. La autodefinición significa la definición de la autoidentidad de una per­ sona. Bajo el rótulo de autoidentidad encontramos tres elementos distintos: 1. Identidad personal: las condiciones que aseguran que se trata de la misma persona en distintos períodos de tiempo. 2. Identidad de personalidad: las condiciones que garantizan que la misma persona en momentos distintos constituye también la misma per­ sonalidad. 3. Identificación personal: aquello con lo que esta persona se identi­ fica a la larga. Cuando psicólogos como Erik Erikson describen la crisis de identidad en la adolescencia, generalmente se están refiriendo a esta tercera noción de autoidentidad; principalmente a la crisis de identifica­ ción con los padres o con sus valores.

La autodefinición de una persona se centra principalmente en la iden­ tidad de personalidad y en la identificación personal. En el capítulo terce­ ro me he ocupado del concepto de totalidad interna de la personalidad; es decir, de la integridad. He subrayado el aspecto de la fidelidad a los pro­ pios principios e ideales y a los valores con los que uno modela su vida. Allí sostenía que una sociedad no es decente si compromete la integridad de sus miembros. Ahora añado otro importante sentido de integridad: el sentido de ser fiel a la propia autodefinición, que supuestamente garanti­ za la continuidad del propio relato de la vida (Ufe story) por encima de la identidad personal. La autodefinición es el modo en que se asegura que el propio relato vital permanece continuo, incluso cuando experimenta pro­ fundos cambios. En otras palabras, incluso si en la propia vida hay dis­ continuidades (trotskista ayer, conservador hoy) el relato de vida es lo que las integra. No todos los elementos de la propia autodefinición son igualmente im­ portantes. Precisamente, lo que sostengo es que las características de per­ tenencia son de gran importancia. Cuando una sociedad rechaza, descalifi­ cándolas, determinadas características de pertenencia, lo que hace con ello es descalificar a toda persona que se identifique con ellas. Rechaza la iden­ tidad que la persona considera como propia. En la sección siguiente abor­ daré la idea de la pertenencia a grupos que juegan un papel importante, si no crucial, en la propia identidad personal y en la identidad de la propia personalidad. La pertenencia a tales grupos configura también el estilo me­ diante el cual el individuo expresa su personalidad (y otros aspectos de su yo). Hacer que las personas se sientan avergonzadas de pertenecer a tal gru­ po (o grupos) se puede considerar como un rechazo a su humanidad y no sólo a su pertenencia a un grupo determinado. En este sentido, hacer que las personas se avergüencen de una pertenencia moralmente legítima es hu­ millante. Esta es también una cuestión a la que volveré más adelante. Hasta aquí se ha presentado la relación entre la sociedad de la ver­ güenza y la sociedad decente desde el punto de vista de la víctima. Pero quizá también sea necesario examinar la conexión entre vergüenza y hu­ millación desde el punto de vista de la persona que humilla. Aquí, la idea consiste en que una sociedad decente es aquella que no ha perdido el sen­ tido d éla vergüenza: es decir, una sociedad cuyos miembros se avergüen­ zan de los abusos y de los actos humillantes.

L a h u m il l a c ió n c o m o r e c h a z o d e g r u p o s in c l u y e n t e s

He caracterizado la humillación como rechazo de la humanidad o, por decirlo algo sentimentalmente, como rechazo de la «Famüia del Hom­

bre». La dificultad de esta idea radica en que cuando intentamos tradu­ cirla a términos sociales y políticos da la impresión de ser demasiado abs­ tracta e inaplicable en la práctica. Después de todo, ¿qué es lo que, en nuestras sociedades, debería ser considerado rechazo de la comunidad humana? Parece que el único modo de ilustrar esta noción de humillación es apelar a casos extremos de sociedades con campos de concentración, campos de trabajos forzados o incluso campos de exterminio. En tales ca­ sos, obviamente tienen lugar terribles humillaciones, y es fácil ver cómo éstas constituyen el rechazo, la exclusión de la humanidad. Pero en las tremendas condiciones de estos «campos», el problema de la humillación parece secundario al de la crueldad física. La supervivencia adquiere prioridad por encima de la dignidad. El respeto hacia uno mismo parece un lujo cuando la propia vida está en juego. A pesar de ello, hay supervivientes de estos campos que insisten en que la humillación infligida fue la peor parte de su sufrimiento. Sin em­ bargo, parece que los supervivientes que han considerado la humillación su peor infortunio probablemente constituyen una muestra sesgada, por una razón: sobrevivieron. Es también verosímil que quienes fueron capa­ ces de escribir sus recuerdos de este infierno fueran los más sensibles al dolor de la humillación. Es decir, es razonable dar por supuesta una co­ rrelación positiva entre escritores de memorias y personas sensibles a ges­ tos simbólicos, incluso en situaciones de duro sufrimiento corporal. Consi­ dero significativo este hecho porque tendemos a exagerar la importancia de los ideales y de los valores sociales a partir de la muestra de quienes son capaces de escribir acerca de ellos. Estos últimos a menudo hacen in­ clinar la balanza hacia valores e ideales que tienen menos peso entre quie­ nes no escriben. Y ocurre que los no escritores son la gran mayoría. Un claro ejemplo de este tipo de sesgo es la importancia de la libertad, espe­ cialmente de la libertad de expresión, para los escritores. La libertad de palabra es de suprema importancia para los que escriben, aunque acaso los no escritores prefieran el tiempo líbre. Con todo, la humillación, incluida la de tipo institucional, está muy extendida. No hay necesidad de buscarla en prisiones llenas de violencia, ni de mencionar lejanos campos de trabajos forzados, para descubrir sus manifestaciones. Los ejemplos cotidianos de humillación, sin,embargo, no constituyen normalmente actos o actitudes que puedan ser descritos directamente como rechazo de seres humanos como humanos. En las so­ ciedades normales es más común el rechazo mediado, que se expresa en el rechazo de grupos a los que la persona pertenece, grupos que determi­ nan el modo en que la persona modela su vida como ser humano. Esta cuestión ha emergido en la discusión precedente relativa a las sociedades que avergüenzan a sus miembros por rasgos de su autodefinición, rasgos

tales como nacionalidad, religión, raza, género y otros similares. Una so­ ciedad decente es aquella que no usa sus instituciones para evitar que quienes están en su órbita pertenezcan a grupos. Esta sociedad no recha­ za los grupos y, debido a este hecho, no rechaza a nadie que pertenezca a ellos. Antes de explicar d concepto de grupo incluyente, vaya por delan­ te la explicación de para qué se supone que sirve este concepto: la humi­ llación es el rechazo de grupos incluyentes legítimos. Esta definición con­ vierte el concepto en algo más concreto y aplicable a las sociedades que nos son familiares. Ya no necesitamos buscar «campos» o prisiones para hallar pruebas de la humillación, puesto que se encuentran en el umbral de nuestra puerta. Éstas son las cuestiones que ahora debemos contestar: ¿qué es un grupo incluyente? y ¿cuál es la conexión entre el concepto de grupo in­ cluyente y la noción de humillación como rechazo del ser humano en tan­ to que humano? El término «grupos incluyentes» aparece en un ensayo que escribi­ mos junto con Joseph Raz,2 aunque aquí lo utilizo con un propósito dis­ tinto si bien relacionado. En nuestro artículo, Raz y yo bosquejamos la noción de un grupo incluyente como sigue: 1. Un grupo incluyente tiene un carácter y una cultura comunes que abarcan muchos y variados aspectos de la vida. La cultura común mode­ la estilos de vida, modos de acción, aspiraciones y relaciones de sus miem­ bros. En los casos en los que el grupo incluyente es una nacionalidad, po­ demos esperar una cocina nacional, un estilo arquitectónico particular, un lenguaje común, una tradición literaria, una música nacional, costumbres, indumentarias, ceremonias, festivales, etc. Ninguna de ellas es obligato­ ria, pero son las características relevantes que hacen de un grupo un gru­ po incluyente. Lo que está implicado entonces es un grupo cuya cultura sobresale, incluye muchos aspectos de la vida y cubre variadas e impor­ tantes áreas de la vida de sus miembros, especialmente aquellas significa­ tivas para el bienestar de la gente perteneciente a la cultura. 2. Una característica conectada a (1) es que las personas que se for­ man en el grupo adquieren la conducta del mismo y poseen sus rasgos es­ peciales. Su gusto está sensiblemente influido por la cultura de la socie­ dad, al igual que sus elecciones: los tipos de carreras disponibles, sus actividades de ocio, las costumbres y hábitos que dan color a sus relacio­ nes con otros pueblos, tanto los amigos como los poco conocidos, y sus modelos de expectativas dentro de la pareja y con los demás miembros de

2. Avishai Margalit y Joseph Raz, «National Self-Determination», Journal of Philosophy, 8 págs. 439-461.

la familia. Todos están marcados por los estilos de vida en los que el gru­ po pone énfasis. 3. La pertenencia al grupo es en parte una cuestión de reconocimien­ to mutuo. Por lo general, las personas son consideradas miembros del grupo cuando otros miembros del grupo las identifican como pertene­ cientes al mismo. Otras condiciones, tales como el nacimiento o la perte­ nencia a dicha cultura, también se consideran razones para que se pro­ duzca tal identificación. Los grupos incluyentes no son escenarios formales con reglas claras y explícitas de pertenencia. Por lo general, la pertenencia es un asunto de reconocimiento informal por parte de los otros miembros. 4. La característica (3) allana el camino para explicar el supuesto se­ gún el cual la pertenencia al grupo es importante para la autoidentificación de cuantos a él pertenecen. La pertenencia a un grupo incluyente implica también que sus miembros se identifiquen como seres pertenecientes al grupo. De este modo, la pertenencia a un grupo es la forma aceptada en que unas personas se presentan a otras. El grupo incluyente tiene una pre­ sencia destacada en el conjunto de la sociedad de la que forma parte. La pertenencia al grupo es un hecho importante para la autocomprensión de sus miembros, pero no es menos importante para que éstos sean capaces de discutir su filiación al grupo con otras personas ajenas al mismo, de modo que éstas simpaticen con ellos y los entiendan. 5. Ser miembro del grupo tiene que ver con la pertenencia más que con un éxito o logro. No es necesario probarse a uno mismo o ser exce­ lente en algo para ser plenamente aceptado como miembro de un grupo incluyente. Sin embargo, la afiliación a un grupo implica que los otros nos acepten como miembros del mismo, este reconocimiento no se basa en la excelencia en algo. El llegar a ser un miembro destacado del gru­ po puede estar relacionado con el éxito, pero la mera pertenencia no. Ser un buen irlandés, como va se ha mencionado, puede ser una cues­ tión de logro. Ser irlandés a secas no es más que una cuestión de perte­ nencia. En general, la pertenencia está determinada por criterios que no re­ sultan de ninguna elección. Las personas no deciden pertenecer a un gru­ po incluyente: pertenecen a él por lo que son. El hecho de que ser un miembro del grupo se base en la pertenencia más que en cualquier tipo de logro lo convierte en un foco de identificación porque la plena perte­ nencia de uno al grupo no puede verse amenazada como en el caso de los grupos basados en el éxito. 6. Los grupos incluyentes no son grupos pequeños, cara a cara, en los que todo el mundo se conoce personalmente. Son grupos anónimos, lo cual implica tener toda una gama de símbolos (ceremonias, rituales y

otros eventos y accesorios) que permiten que los miembros identifiquen a los amigos y a los enemigos. Estas seis características de los grupos incluyentes no se implican mu­ tuamente, pero tienden a agruparse entre sí. Y dada la forma en que fun­ cionan las cosas en nuestro mundo, todos pertenecemos a algún grupo in­ cluyente y, generalmente, a más de uno, como por ejemplo: nacionalidad, nigeriana; tribu, ibo; religión, anglicana. La ridiculización, el odio, la opresión o la discriminación dirigidas a grupos incluyentes en una sociedad determinada son, a menudo, causa de perjuicio, humillación, degradación, envilecimiento moral e insulto, así como una razón para que las personas que pertenecen a estos grupos y que se identifican a través de ellos se sientan heridas. Cuando se perjudi­ ca a un grupo incluyente ello tiende a rebajar la autoimagen de sus miem­ bros. Esto es así aunque la pertenencia al grupo no dependa de ningún lo­ gro. Una causa importante de este deterioro de la autoimagen es el hecho de que los miembros del grupo se ven privados del sentido de gloria re­ flejada que se obtiene a partir de los logros obtenidos por los miembros más destacados del grupo. Pero lo que nos interesa aquí no es el daño a la autoestima, sino a la imagen que uno tiene de sí. La humillación es el rechazo de un grupo incluyente, o el rechazo, por parte de tal grupo, de una persona con un legítimo derecho de per­ tenecer a él. Un grupo religioso, una minoría étnica, una clase social, etcétera, pueden ser rechazados por el conjunto de la sociedad, de va­ rias maneras y con distinta intensidad: desde ser objeto de ridiculiza­ ción a ser enteramente proscritos con duros castigos a quienes per­ tenecen a ellos. Una sociedad decente es aquella que no rechaza a los grupos incluyentes moralmente legítimos. La razón de esta restricción a grupos abarcadores legítimos es clara, puesto que el hampa puede sa­ tisfacer perfectamente los requisitos propios de un grupo incluyente. Es fácil imaginar circunstancias en las que la pertenencia al hampa pue­ da constituir una fuente de identificación e identificar a sus miembros, incluso a personas sin ningún «mérito» en el mundo del crimen, las que simplemente haraganean con criminales. Una sociedad tiene no sólo el derecho, sino también el deber, de rechazar al hampa como grupo in­ cluyente. Pero ¿qué ocurre con un grupo homosexual que sirve como grupo incluyente para sus miembros? ¿Puede una sociedad que fuerza a tal gru­ po homosexual a «encerrarse en sí mismo» considerarse una sociedad de­ cente? La cuestión no es tanto si ésta permite que los gays lo sean en pri­ vado, como una suerte de sociedad secreta (un «hom intern», por expresarlo con el divertido epíteto de Maurice Bawra). La cuestión es qué

deberíamos decir de una sociedad que prohíbe a la gente pertenecer a un grupo, entendido como grupo incluyente, manifestando abiertamente su afiliación a él. Una sociedad decente no es necesariamente una sociedad respetable. No debe restringir la formación de grupos incluyentes basándose en pre­ ferencias sexuales. Es lícito que una sociedad decente proscriba aspectos inmorales de la conducta sexual, tales como la explotación de menores. Una sociedad puede restringir la participación de menores en un grupo gay entendido como grupo incluyente, sin que ello le impida ser conside­ rada una sociedad decente. Pero evitar la formación de grupos incluyen­ tes a partir de la conducta sexual entre adultos que consienten en ella es humillante. La función de los grupos incluyentes también se puede presentar ad­ verbialmente. En otras palabras, la pertenencia a un grupo incluyente proporciona un adverbio para describir el modo en que la gente actúa y vive sus vidas. Pertenecer a un grupo incluyente (ser irlandés, por ejem­ plo) significa hacer ciertas cosas « a la irlandesa»; ser católico, hacerlas ca­ tólicamente; ser un miembro del proletariado significa vivir proletaria­ mente, etcétera. Una persona puede adoptar simultáneamente diversos estilos de vida: por ejemplo, puede vivir «a la irlandesa», católicamente y proletariamente. ¿Es posible ser humano sin que ello implique, al menos, la huella de un grupo incluyente? Se puede establecer aquí una interesante analogía con los géneros estilísticos en pintura. ¿Es posible ser sólo un pintor, sin ninguna caracterización concreta del modo en que uno pinta? Esta es una descripción apropiada de un artista ecléctico, pero, en general, a lo largo de los diversos períodos de su vida, a los artistas se les describe en fun­ ción del estilo de su pintura en cada período. Algunos de ellos son artis­ tas abstractos; otros, figurativos. Algunos líricos; otros, brutales. Pueden existir artistas lírico-abstractos y lírico-figurativos, así como cualquier otro tipo de combinación: todas son modos de ser del artista. Análoga­ mente, hay distintos estilos de ser humano, de expresar la propia huma­ nidad. Éste es el sentido de la expresión «Le style c ’est l’hom m e m ém e». Con todo, del mismo modo que hay artistas eclécticos, existen también personas cosmopolitas que no pertenecen a ningún grupo incluyente. Los diferentes grupos incluyentes reflejan diferentes modos de ser humano. Rechazar un ser humano mediante la humillación significa re­ chazar el modo en que éste se expresa a sí mismo como humano. Es pre­ cisamente este hecho lo que da contenido al concepto de humillación en­ tendido como rechazo de los seres humanos como humanos. En el nivel de los grupos incluyentes podemos detectar no sólo hu­ millación en la forma de rechazo a todo un grupo, sino también como re­

sultado de ignorar a un grupo, aun cuando ello sea producto de una «ne­ gligencia benigna». De modo que deberíamos añadir que rechazar a una persona incluye también el hecho de ignorarla. Los modos concretos en los que las personas son rechazadas a través del rechazo de los grupos in­ cluyentes a los que pertenecen es el tema principal de la tercera parte.

L a s ju s t if ic a c io n e s d e l r e sp e t o y l o s e l e m e n t o s d e l a h u m il l a c ió n

En los capítulos tercero y cuarto, analicé tres tipos de justificación para respetar a los seres humanos en tanto que humanos: 1) una justifica­ ción positiva basada en la capacidad humana de arrepentimiento; 2) una justificación escéptica basada en la idea de que los humanos no tienen ningún rasgo que justifique el respeto, pero que hay una actitud de res­ peto hacia los humanos en virtud de la cual la propiedad de ser humano justifica (escépticamente) el respeto; y 3) una justificación negativa que no justifica el respeto hacia los humanos, sino sólo la necesidad de evitar humillar a las personas, puesto que la humillación es un tipo de crueldad que sólo puede ser dirigida a los seres humanos y la crueldad, sea del tipo que sea, es mala. Paralelamente, el capítulo sexto discute los tres elementos que cons­ tituyen la humillación o, si se quiere, tres sentidos del término humilla­ ción: 1) tratar a los seres humanos como si no fueran tales (como bestias, máquinas o seres infrahumanos); 2) realizar acciones que manifiestan la pérdida del control básico o conducen a ella; y 3) la expulsión y el recha­ zo de un ser humano de la «Familia del Hombre». Esta sección explora algunas de las relaciones entre, por un lado, las justificaciones para respetar a los humanos y no humillarlos y, por otro, los tres sentidos de humillación. También describe las conexiones entre las diversas acepciones de este término. El factor mediador entre la justificación del respeto derivada de la ca­ pacidad de arrepentimiento y el concepto de humillación como pérdida de control es el concepto de libertad humana. La capacidad de arrepenti­ miento está anclada en un sentido sartreano de libertad, según el cual un ser humano, si así lo quiere, puede actuar de forma radicalmente distinta de cómo actuó en el pasado. De hecho, el sentido en que los humanos pueden obrar de forma diferente, si así lo desean, requiere por su parte algo más que voluntad y capacidad: requiere también la oportunidad de hacerlo. Un delincuente encarcelado tiene muy pocas oportunidades para llevar una vida de honrado ciudadano. Tratar a los delincuentes con res­ peto no significa necesariamente darles la oportunidad de llevar este tipo de vida liberándolos de la cárcel. El respeto que merecen se basa en la po­

sibilidad de que puedan arrepentirse; de que puedan mostrar, de palabra y obra, que son capaces de cambiar de vida y que así lo desean. La cues­ tión de si se les proporciona la oportunidad de hacerlo es enteramente otro tema. Vemos pues que el concepto de libertad es un concepto vectorial: es el resultante de dos fuerzas, capacidad y voluntad. Las dos nociones es­ colásticas de libertad, la libertad de la espontaneidad (un acto es libre si coincide con la voluntad del agente) y la libertad de la indiferencia (un acto es libre si hubiera podido ser de otra manera) son conceptos com­ plementarios de libertad en la medida en que exigen tanto capacidad como voluntad. Cada uno de estos conceptos tiene un foco distinto: el primero pone énfasis en la voluntad, mientras que el segundo en la capa­ cidad. Aun cuando el concepto de arrepentimiento fuese formulado en tér­ minos de la capacidad de cambiar radicalmente la propia vida, su centro residiría verdaderamente mucho más en la voluntad que en la capacidad. Esto es, lo fundamental es la propia voluntad de vivir de una forma dis­ tinta, una vez evaluada la vida pasada y considerar que ésta es un mal mo­ delo a seguir. Por el contrario, el concepto de autocontrol y el concepto paralelo de pérdida de control que implica la humillación está relaciona­ do con la noción de libertad como capacidad. Por ejemplo, el estar atado, encarcelado o drogado son ejemplos paradigmáticos de pérdida de con­ trol entendida como pérdida de capacidad de actuación. En el presente contexto, la pérdida de control implica, principalmente, limitaciones en la libertad en el sentido de Isaiah Berlin: esto es, una intervención exter­ na radical en la capacidad de un ser humano de desplazarse. No habla­ mos aquí de los daños al propio autocontrol en el sentido positivo fuerte de la libertad de modelar la propia vida para lograr la autorrealización.3 Estos tres conceptos de humillación -e l tratar a los seres humanos cómo no humanos, el rechazo y los actos conducentes a la falta de control o que evidencian la propia falta de control- son tres sentidos distintos del término «humillación». Estos tres sentidos distintos no constituyen tres significados diferentes. De manera no técnica, se dice que una palabra tie­ ne diferentes «sentidos» cuando los diversos usos de la misma tienen im­ portantes componentes de significado en común. Estos sentidos diferen­ tes pueden hallarse, por ejemplo, en la misma entrada del diccionario, mientras que diferentes significados se hallarían en tres entradas distintas, según la medida en que estos significados fueran mutuamente excluyentes. 3. Isaiah Berlin, «Two Concepts of Liberty», en Berlin, Four Essays on Liberty, Londres, O x­ ford University Press, 1969, págs. 156-162 (trad. cast.: Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 1993).

De modo que los tres conceptos de humillación aquí debatidos no constituyen tres significados distintos, sino simplemente tres sentidos dis­ tintos estrechamente vinculados entre sí. Hay un vínculo especialmente estrecho entre el sentido de humillación como rechazo y el de tratar a los seres humanos como no humanos. El acento es distinto en cada caso, pero los sentidos tienen muchos elementos en común. Cuando hablo de diferentes conceptos de humillación, hay que entender siempre que me estoy refiriendo a diferentes sentidos y no a significados distintos. En todos sus sentidos, la humillación está especialmente vinculada a la justificación negativa del respeto a los humanos, la cual implica prohibir la humillación como tipo de crueldad que sólo puede ser infli­ gida a los seres humanos. Privar del control a una bestezuela, atándola o encerrándola, es también una clara manifestación de crueldad hacia los animales, pero lo que es específico de la pérdida de control como modo de humillar a los seres humanos no es sólo la crueldad del confi­ namiento físico, sino el elemento simbólico que expresa la subordina­ ción de la víctima. La crueldad es, por tanto, el concepto mediador entre la justificación negativa del respeto a los seres humanos y los diversos elementos de la humillación. Sin embargo, la relación entre crueldad y humillación no es sencilla. Una sociedad decente, en tanto que sociedad que no humilla, no es simplemente un caso especial del principio según el cual ante todo hay que evitar la crueldad.4La complejidad de la relación entre crueldad y hu­ millación queda ilustrada por el siguiente relato acerca de las tribus indí­ genas de América del Norte. Se cuenta que estas tribus acostumbraban a torturar con mayor crueldad a los enemigos por los que sentían respeto que a los que despreciaban. La razón de ello era que querían dar, a los enemigos que respetaban, la oportunidad de demostrar su resistencia y autodominio ante una feroz tortura, ofreciéndoles la posibilidad de morir heroicamente. En cambio, negaban esta oportunidad a los enemigos que despreciaban, porque en cierto modo presumían que tan despreciables criaturas eran incapaces de morir como héroes. No puedo garantizar la veracidad histórica de este relato, pero el mero hecho de que podamos entenderlo refleja la complejidad de la rela­ ción entre crueldad y humillación. En esta historia, la crueldad física -e l sentido primario de crueldad- constituye realmente una manifestación de respeto, mientras que el hecho de ahorrar la crueldad a un enemigo es en­ tendido como un acto de humillación. Por consiguiente, propongo una distinción entre una sociedad mo­ 4. Judith N. Skhlar, «Putting Cruelty First», en Shklar, Ordinary Vices, Cambridge, Mass., Har­ vard University Press, 1984.

derada y una sociedad decente. Una sociedad moderada evita la crueldad física. Por ejemplo, evita el castigo físico, e incluso las tareas duras, pero no evita la humillación institucional de sus subordinados. Por tanto, no es una sociedad decente. La cuestión es sí se debería establecer un orden lexicográfico a partir del cual ordenar los diversos tipos de sociedad, en el que la sociedad mo­ derada precediese a la sociedad decente y, a su vez, ésta precediese a la so­ ciedad justa. En otras palabras, ¿debemos primero establecer una socie­ dad moderada, según el principio de Judith Shklar de «anteponer la crueldad», y sólo después tratar de evitar la humillación, o deberíamos evitar establecer un orden de prioridades entre los tipos de sociedades? La relación entre la sociedad moderada y la sociedad decente (y aquí debemos recordar que estamos hablando de tipos ideales de sociedad) está íntimamente conectada con nuestra actitud hacia los regímenes colo­ niales, los cuales a menudo eran más moderados, en cuanto a la crueldad física, que los regímenes que les precedieron. Sin embargo, los regímenes coloniales habitualmente eran más humillantes y rechazaban más a sus súbditos como seres humanos, que los tiranos locales, cuyos súbditos eran los miembros de su nación o de su tribu y, por tanto, iguales a ellos como seres humanos. Si el principio de «anteponer la crueldad» significa «primero erradicar la crueldad física, y sólo después erradicar la crueldad mental» entonces la cuestión no es fácil, como demuestra lo difícil que nos resulta decidir entre un régimen colonial humillante que evita la crueldad física, y la tiranía local, físicamente cruel pero no humillante. Esta dificultad da fe de que cuando hay que elegir entre dos males, como es el caso, a menudo resulta difícil decidir cuál de los dos es el mal menor. Si las circunstancias no cambian (lo que no es en absoluto el caso de los dos regímenes del ejemplo anterior) lo prioritario es erradicar la vio­ lencia física. De manera que propongo un orden lexicográfico de priori­ dades en el que la sociedad moderada ocupa el primer lugar, seguida por la sociedad decente y, por último, de la sociedad justa. Este orden es acu­ mulativo; esto es, la sociedad decente también tiene que ser moderada y la sociedad justa también tiene que ser decente. Dejamos para la conclu­ sión la relación entre la sociedad decente y la sociedad justa. Ya he mencionado la tensión entre la humillación y la justificación es­ céptica basada en la actitud de respeto hacia los humanos. El grueso de la tensión está concentrado en dos de los sentidos de la humillación: tratar a los humanos como no humanos y rechazar a los seres humanos de la «Familia del Hombre». Si los seres humanos son humillados de alguna de estas dos maneras, entonces, ¿cómo se puede contar con la actitud de res­ peto hacia los humanos como un don básico? He explicado también que la justificación escéptica no se basa en la práctica en un hecho anterior de

respeto por los seres humanos como humanos, sino en el concepto de la actitud de respeto que todos los seres humanos merecen. De hecho, son precisamente estos dos sentidos de humillación los que muestran la exis­ tencia, en el trasfondo, de un concepto de tratar a los seres humanos con respeto, ya que en ausencia de un concepto tal no podría haber humilla­ ción alguna, al menos no como acto intencional. Para que sea concep­ tualmente posible percibir como un acto humillante el rechazo de un ser humano de la «Familia del Hombre», tiene que haber un supuesto sub­ yacente relativo al respeto básico debido a los seres humanos tal que des­ viarnos de él produzca la humillación. La humillación es un concepto que se basa en un contraste, y lo opuesto a la humillación es el concepto de respeto hacia los humanos. Si no hay concepto de dignidad humana, no hay tampoco concepto de humillación.

Capítulo 9 CIUDADANÍA

Desde el momento en que una sociedad decente supone el respeto hacia los humanos y que humillar a cualquier ser humano es algo malo, no debería trazarse distinción alguna entre los miembros de una sociedad y las personas de su órbita que no pertenecen a ella. Es por esta razón que no defino una sociedad decente como la que no humilla a sus miembros, sino como aquella que amplía el concepto hasta incluir a cualquiera que esté bajo su jurisdicción. Antes de proseguir debemos aclararla noción de jurisdicción. La so­ ciedad holandesa, como sistema que incluye sólo a sus ciudadanos de los Países Bajos, era una sociedad decente, o próxima a serlo, en la época en que el país era una potencia colonial. Sin embargo, no era una sociedad decente para las personas que gobernaba en Indonesia y, por ello, no po­ día ser calificada de sociedad decente en general. Las sociedades colonia­ les deben ser juzgadas no sólo por el modo en que sus instituciones tratan a sus ciudadanos en la metrópoli, sino también por cómo tratan a sus súb­ ditos en las colonias. Cuando una sociedad es un grupo incluyente, podemos entonces pre­ guntarnos cómo trata la sociedad a sus miembros. Esta es una pregunta de ámbito más reducido que la anterior, en la que nos preguntábamos cómo tratan las sociedades a todas las personas que están bajo su órbita, tanto si son miembros de ella como si no. La cuestión que planteamos ahora es qué significa pertenecer a una sociedad de este tipo, y cómo esta pertenencia se refleja en el modo en que sus instituciones tratan a sus miembros. Una cuestión muy importante para determinar si una sociedad es una sociedad decente es la de si rechaza considerar como miembros suyos a quienes su­ puestamente pertenecen a ella. Esta cuestión no se limita exclusivamente, o al menos primariamente, al tema de la aceptación social formal, sino que se refiere a un sentido más amplio de pertenencia a ella. El escenario natural para analizar el tema de la sociedad decente es el Estado-nación. Por regla general, un Estado-nación cumple la función de grupo incluyente para sus ciudadanos. Al restringir la discusión a los Es­ tados-nación no pretendo limitar la generalidad de los principios que es­ tudiaremos, puesto que pueden aplicarse a escenarios sociales que no constituyen Estados-nación.

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En primer lugar, considero que una sociedad decente es aquella que no lesiona el honor cívico de sus miembros. Una versión más conocida de esta afirmación es que en una sociedad decente no hay ciudadanos de se­ gunda clase. En la Roma antigua los ciudadanos disfrutaban de unos pri­ vilegios públicos especiales, como votar en las asambleas, el servicio mili­ tar, el derecho a tener cargos públicos, así como el derecho legal a demandar y a defenderse a sí mismos en los pleitos. En Roma existían también derechos privados, como el derecho a contraer matrimonio y a hacer negocios, aunque había una clara diferenciación entre derechos pú­ blicos y privados. Durante un determinado período, los romanos ofrecie­ ron la ciudadanía, sin derechos públicos, a las naciones latinas que habían conquistado. De hecho, algunas de las batallas entre Roma y sus vecinos en Italia se debían a la extensión de la ciudadanía que debía garantizarse a los extranjeros. La noción romana de ciudadanos de segunda clase sig­ nificaba ciudadanía sin derecho al voto. Describo la ciudadanía de segunda clase en la antigua Roma ya que pone de manifiesto un hecho importante: la ciudadanía de segunda clase implicaba no sólo privar a determinadas personas de recursos esenciales y de compartir la autoridad, sino también la idea de que los ciudadanos de segunda clase no eran, esencialmente, seres plenamente humanos. En otras palabras, se les consideraba seres incapaces de convertirse en adul­ tos responsables. En este sentido, los ciudadanos de segunda clase no sólo son excluidos de la plena participación en la sociedad, sino también de la plena participación en la «comunidad de los adultos». La batalla por la emancipación de las mujeres en los inicios de la democracia moderna implicó, hasta cierto punto, el mismo tipo de cuestión: se trataba también de una batalla contra la idea según la cual las mujeres eran seres humanos incompletos. La ciudadanía es, característicamente, un estatus de pertenencia que implica derechos. La ciudadanía de segunda clase se manifiesta de dos formas: como privación del pleno derecho de ciudadanía a alguien que es un ciudadano y como negación de la ciudadanía a alguien con derecho a ella. El primer tipo de ciudadanía de segunda clase no siempre supone una negación formal de los derechos de las personas. Algunas veces hay discriminación en la aplicación de estos derechos. Ello sucede cuando los derechos reconocidos no son sistemáticamente respetados. La ciudadanía de segunda clase puede suponer también el negar ciertos derechos a indi­ viduos que son reconocidos como ciudadanos; derechos que, en la prác­ tica, se garantizan a otros ciudadanos. El otro tipo de ciudadanía de segunda clase implica que un Estado niega formalmente la ciudadanía a individuos que tienen derecho (moral)

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a pertenecer a él. Por contra, a estos individuos se les concede un estatus diferente, inferior, como, por ejemplo, el de residencia permanente. Se trata de un estatus inferior desde el punto de vista de las personas que quieren integrarse en la sociedad como ciudadanas, aunque no necesaria­ mente lo sea para quienes simplemente se refugian en dicho Estado, y no tienen ningún interés en ser ciudadanos del mismo. Los árabes palestinos sostienen que son ciudadanos de segunda clase en Kuwait, de la misma manera que los árabes israelíes afirman que son ciudadanos de segunda clase en el Estado de Israel. Se trata de dos afir­ maciones distintas. La afirmación relativa a Kuwait tiene que ver con que a los palestinos nacidos en ese país, y que han trabajado y vivido siempre allí, se les niega la ciudadanía kuwaití pese a tener derecho a ella. Por el contrario, los árabes de Israel poseen la ciudadanía israelí, aunque algu­ nos derechos civiles les son negados y otros no les son aplicados. El ejem­ plo de los árabes israelíes es interesante. Para la mayoría de ellos, Israel no es un grupo incluyente necesario para su autodefinición, y a algunos su pertenencia a ese Estado les resulta bastante embarazosa. Sin embargo, cuando insisten en la igualdad de los derechos civiles no sólo exigen una distribución justa de los bienes y servicios entre los ciudadanos, como los créditos para la vivienda que concede el gobierno a precios razonables, puesto que el hecho de que se les niegue estos bienes, aunque sea por par­ te de una sociedad con la que no se sienten identificados, no sólo se per­ cibe como injusticia, sino también como humillación, La discriminación en la distribución de bienes y servicios es una for­ ma de humillación aunque las personas que están privadas de ellos no se definan como pertenecientes a la sociedad que se los niega. Técnicamen­ te, se pueden definir como miembros de la sociedad -por ejemplo, para disponer de un pasaporte- pero tal pertenencia no es un elemento cons­ titutivo de su autodefinición. No obstante, son humillados porque se les niegan privilegios cívicos. En este caso, se sienten humillados porque no quieren que los discriminadores les definan. No quieren ser miembros de su sociedad, pero, con todo, no quieren que esta sociedad les diga que no son dignos de pertenecer a ella. Creo que muchos árabes israelíes se sien­ ten así. ¿Que ocurre con las minorías que poseen unos derechos que no están garantizados a la población en general? Por ejemplo, en China, el derecho a tener más de un hijo es privativo de algunas minorías, mientras que se niega a la mayoría. Sin embargo, sería bastante absurdo considerar que este derecho es una forma de humillación, puesto que, en este contexto, se considera un privilegio envidiado por la mayoría. Con todo, podemos imaginar una cultura en la que la idea dominan­ te sea que una familia debe tener dos hijos, puesto que tener más con­

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vierte a la familia en «animales». En una sociedad con esta cultura, el no prohibir que los miembros de las minorías tuviesen más de dos hijos po­ dría interpretarse como una forma de tratar a éstas como animales. El «derecho» de un perro a orinar en público no es un privilegio que se nos niega a los humanos. Ser rechazado por un grupo incluyente puede, pues, humillar incluso a quienes no quieren pertenecer a él, pero tienen derecho a ello. Por otra parte, aun cuando lo que se distribuya sea una carga, como el caso del ser­ vicio militar en el ejército israelí, los que están excluidos (como los árabes de Israel) se quitan un peso de encima, pero no se sienten necesariamente felices por el hecho de no haber sido incluidos (de no haber sido llamados a filas). Lo que afirmo es que el problema de la discriminación en los de­ rechos civiles no es sólo una cuestión de justicia distributiva, sino también un asunto de humillación: la ciudadanía de segunda clase, sea del tipo que sea, no sólo puede privar, sino también humillar. El sentimiento que acom­ paña a la ciudadanía de segunda clase no es meramente el de ser un ciuda­ dano de segunda clase, sino también un ser humano de segunda categoría. Para Aristóteles, el rasgo que más distingue al hombre es ser un ani­ mal político. Según este filósofo, cuanto más eliminamos las característi­ cas políticas del hombre, tanto más animal deviene. En otros términos, es expulsado de la comunidad humana. Eliminar las características políticas del hombre significa, para Aristóteles, privarle de ser un ciudadano; esto es, un participante activo en la vida de la polis. El filósofo distinguía en­ tre un buen ciudadano y un buen hombre. Un buen ciudadano es bueno en tanto que ciudadano, pero no necesariamente como hombre. Pero un hombre que no es un ciudadano no es un ser humano pleno, puesto que está privado de un rasgo esencialmente humano. Yo no creo que el ser una criatura política defina a los humanos adultos, aunque acepto la idea aristotélica de que la ciudadanía de segunda clase (ya sea en la forma de privación de ciudadanía, o en la de discriminación sistemática en el ám­ bito de los derechos civiles) puede pertenecer a la categoría de recharo de los seres humanos como plenamente humanos y no sólo como ciudadanos en una sociedad concreta. Se podría aducir que no hay diferencia entre defender la idea según la cual una sociedad decente es aquella en la que no hay ciudadanos de se­ gunda clase y la que defiende un concepto igualitario de ciudadanía. Los niños son ciudadanos, pero aun en el caso de Estados democráticos sensi­ bles a los derechos de los niños, nadie defiende que, por ejemplo, tengan derecho a votar, o que puedan ser elegidos para un cargo público. Tam­ bién a los prisioneros se les niegan derechos civiles en un buen número de Estados -por ejemplo, el derecho al voto en las elecciones parlamentariassin que esto constituya, prima facie, una razón para impedir que el Estado

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sea considerado una sociedad decente. Por tanto, decir que un Estado en el que hay ciudadanía de segunda clase no puede ser considerado una so­ ciedad decente es demasiado decir y, por ello, resulta poco útil. El argumento contrario a la ciudadanía de segunda clase basado en consideraciones relativas a la dignidad humana sostiene que tal ciudada­ nía se puede interpretar como algo que descalifica, a una persona o a un grupo, por no ser seres humanos hechos y derechos. Desde una determi­ nada interpretación se les ve como seres humanos no adultos, incapaces de responsabilizarse de su vida y de expresarse mediante decisiones pú­ blicas. Sin embargo, a los niños se les incluye, por definición, en la cate­ goría de no adultos, aunque esto no es humillante, porque a los niños se les percibe como seres que crecerán. Tratar a un adulto como si fuera una criatura es humillante; protegerle y tratarle como si fuera un niño a per­ petuidad es humillante. En cambio, tratar a un niño como niño no cons­ tituye humillación alguna. Si una madre no puede aceptar que su hija es una adulta y sigue viéndola como una criatura, ¿está humillándola? Sí y no. Sí, porque no acepta que su hija es una adulta responsable de sus ac­ ciones. No, porque la acepta incondicionalmente como miembro de la fa­ milia, y el motivo principal de la humillación es el rechazo. Más adelante, en el capítulo 16, analizaremos la exclusión délos prisioneros.

L a n e g a c i ó n d e l a CIUDADANÍA t r i p a r t i t a

T. H. Marshall sostiene que el concepto de ciudadanía puede dividirse en tres estratos: ciudadanía legal, ciudadanía política y ciudadanía social.1 Cada aspecto se caracteriza por un conjunto de derechos y de privilegios. La ciudadanía legal es la totalidad de derechos que tienen los ciudadanos en asuntos concernientes a la ley. Se trata principalmente de derechos rela­ cionados con el estatus personal. Por su parte, la ciudadanía política inclu­ ye también los derechos políticos, tales como el derecho al voto en las elec­ ciones y el derecho a ocupar un cargo político. La ciudadanía social incluye los derechos de los ciudadanos a determinadas prestaciones sociales como, por ejemplo, los servicios de salud, educación, de empleo y la seguridad so­ cial. Según Marshall, esta división tripartita se corresponde con la evolu­ ción histórica del concepto de ciudadanía en los Estados-nación. En el si­ glo xvni la ciudadanía legal fue acentuada, a través de la idea de «igualdad ante la ley». En el siglo XIX se primó la ciudadanía política, con el lema «un hombre, un voto». Y en el siglo XX las reivindicaciones de la ciudadanía so­ cial han sido las que han ocupado un lugar central en la arena política. 1. T. H . Marshall, Class, Citizenship, and Social Development, Nueva York, Anchor, 1965.

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La decencia como concepto social

Se acostumbra a afirmar que la ciudadanía que no incluye un amplio componente social es una ciudadanía de segunda clase. Los miembros de las clases desprovistas de poder económico y social no son ciudadanos de pleno derecho ni siquiera en el sentido legal y político. No son iguales ante la ley, y sus posibilidades de ser elegidos para un cargo público son escasas. Los dos primeros estratos de ciudadanía no garantizan la plena pertenencia a la sociedad. Las personas económicamente desposeídas, es­ pecialmente las «clases bajas», a menudo manifiestan alienación social en formas que van de la indiferencia a la hostilidad, aun cuando posean el es­ tatus de ciudadanos. Se afirma también que la ciudadanía es un bien público y, por ello, todo el mundo debería disfrutar de ella. Adam Smith, el defensor radical del mercado libre, pensó que la educación (vocacional) debería ser gra­ tuita para la ciase trabajadora, en la medida en que sólo ésta podría ga­ rantizar que sus hijos pudieran incorporarse a la sociedad como ciudada­ nos de pleno derecho. Según Smith, los verdaderos ciudadanos son los ciudadanos productivos. Incluso las personas que se oponen al sistema tributario creen nece­ sario contribuir para ayudar a que los ciudadanos de segunda lleguen a ser ciudadanos de primera. La concepción de la ciudadanía social como un bien público se ha convertido en un importante argumento a favor del Estado del bienestar. Sin embargo, aun siendo esto cierto, mi argumento en favor del tercer componente de la ciudadanía es distinto, puesto que no tiene un carácter instrumental. Si, por ejemplo, la ciudadanía social in­ cluye la atención sanitaria, entonces, desde mi punto de vista, la justifica­ ción para proporcionar dicha atención no es que los enfermos puedan no estar en condiciones de participar activamente en la sociedad, y de ahí el interés en curarlos. La verdadera justificación es que curar a las personas enfermas es algo bueno en sí mismo. Más adelante, en el capítulo 14, don­ de abordo la relación entre la sociedad decente y el Estado del bienestar, se desarrollan ésta y otras cuestiones con mayor detalle.

C iu d a d a n ía s im b ó l ic a : l a c u a r t a d im e n sió n

A mi entender el concepto de ciudadanía tiene aún un cuarto aspec­ to: el de la ciudadanía simbólica, es decir, la participación en la salud sim­ bólica de la sociedad. Por lo general, este componente no es definido en términos de derechos y, a menudo, está mediado a través de los derechos de uno de los colectivos de la sociedad. Un ejemplo de ello es el derecho de un grupo minoritario a que su propia lengua sea reconocida como una de las lenguas oficiales del Estado.

Ciudadanía

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Creo que una sociedad decente es aquella que no excluye a ningún grupo de ciudadanos de la ciudadanía simbólica. No existe la ciudadanía de segunda clase en el nivel simbólico. La exigencia de no excluir a ningún ciudadano o grupo de ciudada­ nos del aspecto simbólico del Estado puede ser de mucho alcance, de­ pendiendo del grado de intensidad con que se interprete la palabra «ex­ cluir». Si una sociedad no es homogénea en materia de religión, esta exigencia se puede satisfacer mediante la separación de religión y Estado. Así, por ejemplo, en un Estado como Gran Bretaña, esto se manifestaría reivindicando que el jefe del Estado (la reina) no fuese al mismo tiempo la cabeza de la Iglesia anglicana. Muchos ciudadanos británicos no son anglicanos, y el dar una apariencia anglicana al símbolo central del Esta­ do, a la reina, excluye a estas personas de este nivel simbólico de la socie­ dad, convirtiéndolas, de este modo, en ciudadanos de segunda clase. El requisito de no exclusión de ningún grupo del ámbito simbólico es cuestionado por el argumento según el cual uno de los objetivos princi­ pales de la dimensión simbólica de la sociedad -en este caso, del Estadoes crear un sentido de lealtad mediante la identificación de los ciudada­ nos con el Estado. Para ello son necesarios unos símbolos evocadores ca­ paces de afectar espiritual y emocionalmente a las personas. No es posi­ ble producir tales símbolos de manera sintética y a voluntad, sino que deben ser el producto de un proceso histórico orgánico. En el caso de Gran Bretaña, la conexión entre Iglesia y Estado se desarrolló a lo largo de la historia y, de eliminarla, se privaría a los símbolos de su capacidad de inducir a las personas a la acción; por ejemplo, de movilizarlas en caso de guerra. La disminución del poder de los símbolos tendería a producir una situación en la que la mayoría de los ciudadanos británicos no se sen­ tirían ligados emocionalmente a su reino, lo cual, a su vez, podría erosio­ nar la vitalidad del país. Los intentos artificiales de diluir los símbolos de un país para permi­ tir que las minorías participen en ellos pueden hacer que la mayoría se sienta menos identificada con su país. En tal caso, de poco valdría que la sociedad tuviese una dimensión simbólica. Pertenecer a un país no es lo mismo que contratar una póliza en una compañía de seguros. Una em­ presa de este tipo puede perfectamente tener una marca propia e incluso una musiquilla propia, pero una marca no es un símbolo nacional y una cancioncita no es un himno nacional. La cuestión es cuál es el coste de privar a los ciudadanos déla dimensión simbólica de su identificación na­ cional. Estas preguntas se agudizan ante la realidad de que los símbolos que aglutinan a la mayoría, y que producen un sentimiento de profunda identificación con el país, están en muchas ocasiones dirigidos en contra de un grupo minoritario del propio país. Parece que hay una buena dosis

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de verdad en la inteligente observación según la cual una nación es un conjunto de personas que odian a sus vecinos y que comparten una ilu­ sión común acerca de su origen étnico. Cuando los denostados vecinos se convierten en residentes del país y los símbolos nacionales van en su con­ tra, el problema que plantean estos símbolos no es en absoluto un pro­ blema menor. Al afirmar que determinados símbolos van en contra de una minoría, queremos decir que los símbolos son responsables de que los miembros de la minoría se sientan activamente rechazados por la sociedad. Y de la fuerza y la importancia de los símbolos depende el que este rechazo sea un insulto o una humillación. Con todo, la primera restricción que habría que imponer, tentativamente, al acervo simbólico de una sociedad es que no contenga símbolos dirigidos contra una minoría. Una cuestión más di­ fícil es qué debería hacerse cuando la minoría no puede compartir el acer­ vo simbólico de la sociedad porque éste procede de la historia y la cultu­ ra de la mayoría. En tal caso sugiero, como primera aproximación, que esto es un problema para una sociedad justa, puesto que dicha sociedad requiere la distribución justa de su acervo simbólico, pero no es proble­ mático para la sociedad decente. El principio de ciudadanía simbólica en una sociedad decente debe ser, como mínimo, el siguiente: una sociedad decente no debe desarrollar o apoyar a nivel institucional ningún símbolo que esté dirigido, explícita o implícitamente, en contra de algunos ciudadanos del Estado.

Capítulo 10 CULTURA

La pregunta acerca de qué debe ser la cultura en una sociedad de­ cente tiene una respuesta obvia: debe ser una cultura que no humille a quienes se hallan en su órbita. Pero detrás de esta obviedad existen pro­ blemas asociados, en parte, con el precio cultural y estético que estamos dispuestos a pagar para que la cultura no humille a nadie. Podemos preguntarnos si, para crear una sociedad decente, el espíri­ tu de creatividad cultural debe verse limitado por normas externas, como, por ejemplo, la que afirma que no debemos humillar a los otros. Digamos que Shylock y Fagin son personajes literarios que constituyen una fuente de humillación para los judíos. ¿Significa esto que una sociedad decente debe restringir la publicación o la producción de El m ercader de Venecia y de O liver Tivist? ¿Podemos exigir que una sociedad decente haga una interpretación positiva de El m ercader de Venecia, de tal forma que no hu­ mille a los judíos y que destaque en la obra que Shylock era un hombre humillado que luchó para defender su honor? Quizá los judíos poseen ya suficiente confianza social como para que estas obras no les resulten hu­ millantes. Pero ¿qué ocurre con otras minorías más vulnerables, a las que la cultura retrata de una manera humillante? La cultura de una sociedad decente debe ser una cultura que no hu­ mille. Esta es una formulación explícitamente negativa. Una sociedad de­ cente no está obligada a presentar una imagen positiva de nadie, ni si­ quiera de los grupos o de los individuos vulnerables. En otras palabras, la cultura de una sociedad decente no precisa de un «realismo socialista» que presente «las fuerzas progresistas» y los grupos vulnerables de la me­ jor manera posible. Pero la cuestión sigue abierta: ¿deberíamos adoptar una norma ex­ terna a la creatividad estética, como prohibir la humillación, para asegu­ rar que nuestra cultura puede optar al título de cultura de una sociedad decente? ¿O más bien deberíamos proteger la creatividad cultural ante cualquier tipo de intervención externa que limite su libertad? En lugar de preguntarnos qué tipo de cultura merece el calificativo de cultura de una sociedad decente, lo que nos preguntamos es si es necesario o deseable imponer unas normas externas al arte. Normas externas son normas no estéticas. Si queremos imponer restricciones al gran arte (la alta cultura)

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La decencia como concepto social

para evitar la humillación, una sociedad decente puede plantearse tam­ bién una exigencia semejante para las manifestaciones artísticas menores, en la medida en que las imposiciones y restricciones en estas formas de arte no representan ninguna pérdida artística importante. Una respuesta posible a nuestra pregunta es negar que la exigencia de no humillación sea una norma externa a la obra de arte. El arte humillante es un arte imperfecto. El buen arte no debería dar ninguna razón para que nadie se sintiese humillado. El arte puede ser bueno a pesar de ser humi­ llante, pero ello no significa que este aspecto humillante no vaya en detri­ mento de su valor estético. Sin este aspecto humillante, podría incluso ser mejor. Esta respuesta es digna de estudio, pero prefiero no encauzar la dis­ cusión hacia temas relativos a la apreciación estética y su conexión con la evaluación moral. A los efectos de esta discusión doy por supuesto que la no humillación es un criterio externo para la valoración de las obras de arte. Naturalmente, debemos distinguir entre obras que humillan y obras que tratan de la humillación y la perversión, e incluso aquellas que con gus­ to las describen, como, por ejemplo, las obras del marqués de Sade. Las obras de Sade no deberían humillamos en modo alguno; desde una lectura anticlerical pueden incluso ser anímicamente refrescantes y edificantes. La sociedad decente propone para el arte una norma según la cual toda obra de arte creada o distribuida en dicha sociedad no debe hacer que nadie se sienta humillado. El argumento contrario, que sostiene que el gran arte justifica la humillación, es erróneo. En el mejor de los casos, afirmar que una obra de arte humillante es una gran obra sólo sirve para mitigar la valoración moral de la misma. Aplaca nuestra actitud ante la obra, pero no revoca la norma de la no humillación. Una sociedad cuyas obras de arte -buenas o malas- incurren en la humillación sistemática de individuos o grupos no es una sociedad civilizada. Y cuando esta humi­ llación artística recibe el apoyo institucional, por ejemplo mediante sub­ venciones, la sociedad tampoco es una sociedad decente. Hasta aquí hemos circunscrito la cuestión de la naturaleza de la cul­ tura en una sociedad decente a una pregunta más concreta sobre la nece­ sidad de imponer restricciones a la alta cultura de dicha sociedad. A me­ nudo, el término «cultura» se emplea en el sentido de «alta cultura». Y lo contrario a ello es la falta de cultura o la vulgaridad. No quiero limitar el concepto de cultura a una acepción elitista, pero siento la misma aversión a desdibujar el concepto de alta cultura añadiéndole elementos populis­ tas. Esta difuminación conceptual se basa en el argumento según el cual el contraste entre la alta y la baja cultura es un conflicto de clase y no un choque cultural. Desde el punto de vista populista, la diferencia entre am­ bos tipos de cultura es una distinción estéril que únicamente refleja un «sesgo» de clase. Por mi parte, considero que el concepto de cultura es

Cultura

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un concepto ampliamente debatido y no siento ninguna necesidad de par­ ticipar en esta polémica. En primer lugar, debemos distinguir entre instituciones culturales y contenidos culturales. Las primeras comprenden instituciones educati­ vas, como escuelas, medios de comunicación -radio y televisión-, edito­ riales, archivos históricos, museos, teatros, óperas, etcétera. Los conteni­ dos culturales incluyen todo aquello que es creado, conservado, transmitido, censurado, olvidado y recordado en la sociedad y en las ins­ tituciones relacionadas con estos contenidos. La pregunta básica en torno a la cultura en una sociedad decente debe subdividirse en dos. La primera es: ¿cuáles deberían ser los conte­ nidos culturales de una sociedad decente? ¿Qué restricciones, de haber alguna, deberían imponerse a los contenidos culturales para que fuesen dignos de una sociedad decente? La segunda cuestión es: ¿qué constric­ ciones, de haber alguna, deben imponerse a las instituciones culturales de una sociedad decente? Estas dos preguntas están estrechamente relacio­ nadas: si, por ejemplo, en una sociedad decente las obras de arte no de­ ben ser humillantes (lo cual está relacionado con el contenido de la cul­ tura), entonces, respecto a las instituciones, la cuestión a plantear es si deben suprimir las ayudas dadas a aquellos teatros en los que se repre­ senta una obra humillante (como DerMull, d ie Stadt, un d er Tod, de Fassbinder, que los judíos alemanes consideraron humillante). A la distinción entre contenidos e instituciones culturales se la puede criticar porque distorsiona el concepto de cultura. La cultura no es un asunto de contenidos, sino de formas y posibilidades expresivas; la cultu­ ra es una extensión del lenguaje, que incluye todo el sistema de símbolos y signos mediante los cuales se expresa una sociedad. Del mismo modo que el lenguaje no se caracteriza por su contenido (no se caracteriza por lo dicho, sino por lo que puede ser dicho) así también la cultura, siendo un sistema de símbolos y signos y délas posibilidades de combinarlos, no puede ni debe ser caracterizada por su contenido. La cultura es semióti­ ca: es decir, una extensión del concepto de lenguaje para cubrir sistemas de símbolos y signos en general. En mi opinión, la caracterización formal de la cultura es vacía, en la medida en que, en principio, todo lenguaje natural hace posible «hablar acerca de todo» o de casi todo. Por ello, deberíamos tomar los símbolos del modo en que realmente son usados, y no, en principio, como un po­ tencial expresivo. La sociedad judía ha dispuesto de los medios de expre­ sión necesarios para debatir no sólo la distinción entre judíos y gentiles, sino también la diferencia entre griegos y bárbaros. Pero mientras que el discurso judío tenía muy a mano y usaba con frecuencia la primera dis­ tinción, la segunda fue irrelevante. Así pues, lo que nos interesa no es la

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cuestión de qué es lo que el sistema de signos de una cultura puede re­ presentar, sino lo que realmente es representado; especialmente, cómo se representa a la gente, tanto los individuos como los grupos. En el inglés británico hay muchas locuciones groseras referidas a los holandeses. Por ejemplo, «confort holandés» quiere decir, más o menos, «pronto empeo­ rarán las cosas»; «coraje holandés» significa el falso coraje derivado de la ingesta de bebidas alcohólicas; «viuda holandesa» se emplea para referir­ se a una prostituta y muchas otras expresiones similares. Al parecer, todas ellas derivan del período de rivalidad naval y comercial entre Inglaterra y Holanda. Se puede pensar que hoy en día la influencia de estas expresio­ nes en lo que piensan los británicos de los holandeses es mínima. Sin em­ bargo, tales expresiones pueden ser activadas para influir en la propia imagen del «otro». En cualquier caso, cuando discutimos los símbolos que definen las representaciones colectivas, nos estamos refiriendo a sím­ bolos activos. Tales símbolos pueden muy bien ser clichés, «tics» de nues­ tro pensamiento que siguen activos. La representación colectiva que nos interesa es la que, principalmen­ te, incluye símbolos cuyo significado conceptual y emocional es compar­ tido por diversos miembros de la sociedad, y que tienen suficiente fuerza como para contribuir a la identificación con el grupo. En la representa­ ción colectiva juegan un papel importante los estereotipos de los otros grupos sociales, algunos de los cuales pueden existir en la misma socie­ dad. Un estereotipo no es sólo una representación simplificada y esque­ mática de un grupo de personas. Toda forma de clasificación o de gene­ ralización es siempre simplificada y esquemática, ya que simplificar y generalizar es una necesidad cognitiva. Un estereotipo es un tipo concre­ to de clasificación que concede un peso desproporcionado a las caracte­ rísticas negativas de un grupo y transforma rasgos que son productos cul­ turales e históricos en propiedades innatas e inamovibles. Por esta razón, un pensamiento basado en estereotipos linda con el pensamiento racista, en el que se atribuye carácter innato y permanente a unos rasgos que son adquiridos, transitorios e indeseables. Los estereotipos, como formas de ilusión colectiva, son malos no por su esquemática simplicidad, que difu mina las diferencias individuales, sino por el excesivo peso otorgado a los rasgos indeseables, convirtiéndolos en innatos. La pereza de los negros, la irritabilidad de los italianos, la cicatería de los armenios, el sentimiento tribal de los judíos, la falta de sentido del humor de los alemanes son todos ellos rasgos negativos y, ciertamente, el atribuirlos a estos grupos es insultante. Pero ¿es también humillante? Naturalmente, no todos los estereotipos se basan en rasgos negati­ vos; muchos de ellos se basan en características positivas como, por ejemplo, el sentido del ritmo de los negros, la calidez de los italianos, la

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inteligencia de los armenios, el sentido de la familia de los judíos, la bra­ vura de los turcos y la eficiencia de los alemanes. Sin embargo, aquí me refiero únicamente a los estereotipos negativos, y mi pregunta es si son humillantes. Parece necesario distinguir entre estigmas humanos y estigmas socia­ les. Los estigmas humanos aluden principalmente a características físicas y, en cierto sentido, descalifican a sus portadores para formar parte de la humanidad. En cambio, los estigmas sociales tienen que ver, hasta cierto punto, con la descalificación o el rechazo de sus portadores para formar parte de una sociedad concreta. Con todo, ambos tipos de estigma se aso­ cian, de hecho, con personas que no tienen otra sociedad que aquella que les rechaza: los sicilianos en Italia, los corsos en Francia e incluso los gi­ tanos en diversos países. Se trata de personas cuya identidad depende de la sociedad que les rechaza, y que no tienen la opción de elegir otra so­ ciedad, Para estas personas, el que su sociedad las rechace, o incluso el que se las considere «ciudadanos de segunda clase», equivale a ser recha­ zadas por la humanidad. Si un estigma social o un estereotipo es humi­ llante o sólo insultante no es algo que se pueda juzgar exclusivamente en función de la naturaleza del rasgo ofensivo atribuido en la representación colectiva. Lo que cuenta son las consecuencias sociales de tal imputación, que no se pueden prever por adelantado. La

d e c e n c ia e n l a s c u l t u r a s iie g e m ó n ic a s

Hasta aquí he usado el concepto de representación colectiva para in­ dicar una representación común a los miembros de una sociedad, aunque es necesario delimitar más este concepto. El problema de la representa­ ción cultural humillante se acentúa o desaparece a través de la cultura hegemónica de la sociedad. Sólo esta cultura tiene el poder de aceptar o re­ chazar como un todo a las personas que integran la sociedad. El concepto de cultura hegemónica tiene dos significados. Uno de ellos es que la cul­ tura del grupo dominante en la sociedad es la que tiene poder para deci­ dir quién pertenece y quién no pertenece a ella. En tal caso, junto a Ja cul­ tura hegemónica existen otras culturas, a las que se considera menos importantes o simplemente se las ignora. Según el otro significado, el concepto de cultura hegemónica indica que en toda la sociedad sólo hay una cultura, aunque está determinada por el grupo dominante que, ade­ más, la controla. Tal como se emplea aquí, el concepto de representación colectiva supone el segundo sentido de cultura hegemónica; es decir, la cultura general modelada y controlada por el grupo dominante dentro de la sociedad.

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En mi opinión, una sociedad es decente sólo si su cultura hegemónica no contiene representaciones colectivas humillantes que sean usadas activa y sistemáticamente por las instituciones de la sociedad. La cuestión que se plantea inmediatamente es: si la cultura en una so­ ciedad decente supone imponer límites a las representaciones colectivas humillantes, ¿no convertiría esto a la sociedad decente en una sociedad pu­ ritana que no permite a sus miembros maldecir a otros, una sociedad don­ de la pureza de corazón supone pureza en el habla? Después de todo, la versión actual de este tipo de puritanismo es el movimiento «políticamente correcto» que sólo permite expresiones «políticamente correctas», no in­ sultantes. El riesgo de colocar límites en los estilos de expresión humillantes es la creación de una sociedad hipócrita con una apariencia externa de res­ petabilidad, cuyos miembros tienen pensamientos despectivos que se abs­ tienen de expresar abiertamente. El temor de la gente en una sociedad tal tiene que expresar su grosería indirectamente; lo cual puede ser peor que manifestarla abiertamente ya que se recubriría de respetabilidad. Si las personas tienen pensamientos humillantes con respecto a otras, quizás es mejor permitir que los manifiesten directamente para que puedan ser dis­ cutidos. Pero aun en el caso de que desatendamos la cuestión de si es me­ jor una sociedad con una cultura decente pero hipócrita o una con una cultura que humilla pero que no es hipócrita, subsiste la cuestión general de si es correcto imponer límites a los medios de expresión para prevenir la humillación. Considero que, en este contexto, la distinción entre sociedad decen­ te y sociedad civilizada no es indiferente. En mi opinión, esta distinción es idéntica a otra distinción importante: la que hay entre la ausencia de discriminación institucional (sociedad decente) y ausencia de discrimina­ ción individual (sociedad civilizada), puesto que así como es importante ser extremadamente prudente a la hora de constreñir el modo en que los individuos se expresan a sí mismos y el modo posiblemente insultante o humillante en que éstos emplean las representaciones colectivas, no es ne­ cesario ser tan prudente cuando se trata de refrenar las expresiones insti­ tucionales. En esta última categoría incluyo los pronunciamientos indivi­ duales que se efectúan en nombre de una institución, incluyendo en este ámbito 110 sólo a los portavoces oficiales de la institución, sino también a quienes tienen un papel en la institución y por ello se puede razonable­ mente considerar que hablan en virtud de su rol. Pueden darse también casos dudosos en los que no está claro si de­ biera considerarse que los que hablan lo hacen en nombre propio o en el de la institución. Un interesante ejemplo de este tipo, que se ha plantea­ do a partir de la actual tendencia en favor de lo políticamente correcto, es

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el estatus de los comentarios realizados en el campus por los profesores universitarios. ¿Deben ser considerados comentarios institucionales o ex­ presiones individuales? Por una parte, los profesores hablan como maes­ tros en un marco institucional y, por tanto, deben verse limitados por las restricciones que se establecen para las instituciones; por otra, este mismo marco institucional les proporciona, supuestamente, una amplia libertad de expresión, de libertad académica. En cualquier caso, la libertad de cá­ tedra se supone que significa que los profesores deben gozar como míni­ mo de los derechos de expresión de ios individuos de la sociedad. De este modo, pese a ostentar posiciones institucionales como docentes en una institución académica, se les debe considerar como individuos y no como personas que hablan en nombre de la institución. Volvamos a la distinción entre la función de las representaciones co­ lectivas humillantes, tanto si son empleadas por individuos como por ins­ tituciones públicas. Como norma, se podría afirmar que la humillación institucional, al consistir en un rechazo de un grupo incluyente por parte de una institución social, es más perjudicial que la humillación hecha por un individuo de la sociedad. Por otro lado, limitar la expresión de los in­ dividuos es más perjudicial que restringir la expresión institucional. No es difícil ver por qué esto debe ser así. En primer lugar, el elemento de amenaza hacia la víctima de una humillación institucional generalmente es mayor que en la humillación a manos de un individuo privado, ya que las instituciones son, por lo general, más poderosas que los individuos y, por ello, pueden ser más perjudiciales. Con respecto a la humillación mis­ ma, la humillación institucional supone el rechazo de una persona por parte de un grupo incluyente y, por tanto, es percibida como el rechazo de la sociedad como un todo, mientras que, en general, éste no es el caso de la humillación por parte de un individuo. Al mismo tiempo, restringir la libertad de expresión de las instituciones no es tan malo como reprimir la li­ bertad de expresión individual, ya que la justificación última de la liber­ tad de expresión es el bienestar individual. La libertad de expresión para las instituciones depende de la libertad de expresión de los individuos. Si todas estas consideraciones son correctas, entonces es razonable exigir que se distinga entre la limitación de la conducta humillante en los nive­ les individual e institucional. Si no cambian las circunstancias, las restric­ ciones a las instituciones están más justificadas que las restricciones a los individuos. Una de las pruebas importantes para la cultura de una sociedad de­ cente es el caso de la pornografía. Un elemento principal, sino constituti­ vo, de la pornografía es la representación humillante de las mujeres. La pornografía no representa el sexo, lo excita. Un subproducto de este he­ cho es que representa a las mujeres de un modo particularmente humi-

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liante; es decir, como un mero medio para excitar a los hombres. Aquí, de nuevo, la distinción entre una sociedad civilizada y una sociedad decente es de crucial importancia. Existe una diferencia entre los usos institucio­ nales de la pornografía, como cuando la distribuye la armada para elevar la moral de las tropas, y los usos individuales. En este contexto, también las limitaciones en la pornografía institucional deben diferir de las que se refieren a la pornografía individual. Como primera afirmación, es correc­ to restringir la pornografía institucional para que la propia sociedad siga siendo decente, pero es erróneo restringir la pornografía para uso indivi­ dual en los casos en que los participantes sean adultos que consienten en ella.

L a p r e se n c ia d e l o s s u b g r u p o s

Imaginemos una sociedad que incluya como subgrupo a un grupo in­ cluyente con su forma de vida propia, y que las instituciones culturales de la sociedad en su conjunto, especialmente los medios de comunicación, no den, como norma, ninguna presencia pública a dicho subgrupo o a su forma de vida. Aunque no haya ninguna representación colectiva degra­ dante o humillante del subgrupo incluyente en los medios de comunica­ ción del conjunto de la sociedad, el subgrupo y su forma de vida serán ig­ norados. Supongamos que esta desatención es intencional, y que la carencia de presencia pública del subgrupo en la cultura es el resultado de una censura externa o interna. Podríamos imaginar, por ejemplo, que ésta es la situación de la comunidad gay en determinadas sociedades, en las que se ha convertido en un grupo incluyente y sigue habiendo un in­ tento deliberado de ignorarlo. La sociedad trata de mantener a la comu­ nidad gay alejada de la mirada pública, aislando a los gays en clubes pri­ vados, bares, fiestas privadas, etcétera. Esta desatención deliberada, ¿debería humillar al grupo incluyente? En general, esta desatención, tan­ to si es intencional como si no lo es, ¿debería ser considerada humillante? Para simplificar la discusión podemos suponer que condecer al sub­ grupo incluyente una presencia pública en la cultura no supondría coste económico alguno e incluso que el aislamiento podría resultar gravoso porque ello implicaría pérdida de ingresos (por ejemplo, no existen cam­ pañas publicitarias dirigidas al subgrupo, mientras que si las hubiera se incrementaría el número de ventas en esa comunidad). La desatención deliberada significa censura y descalificación de la forma de vida del subgrupo. Pero ¿esta censura es humillante? El grupo incluyente -en el ejemplo de la comunidad gay- está en lo cierto al consi­ derar que la intencionada desatención de la sociedad constituye un juicio

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de que su forma de vida carece de valor humano. Los gays tienen razón cuando llegan a la conclusión de que se considera ilegítimo que manifies­ ten en público su forma de vida y, por ello, de expresarse a sí mismos como seres humanos. La desatención de una forma de vida valiosa justifi­ ca que las víctimas la consideren una omisión humillante. No todas las formas de vida poseen valor humano, aun cuando pro­ porcionen una gran satisfacción a quienes las practican. Las formas de vida que carecen de valor humano son aquellas en las que la humillación es uno de sus elementos constitutivos. Grupos racistas como el Ku Kux Klan o los cabezas rapadas pueden constituir grupos incluyentes para sus miembros, pero carecen de valor humano porque su forma de vida se basa, esencialmente, en la humillación de otros. Ignorar a un grupo carente de valor puede hacer que sus miembros se sientan humillados, aunque no tengan ninguna buena razón para ello. La cuestión que se nos plantea no es tanto si estos grupos deberían tener representación en la cultura de una sociedad decente, sino si ésta debería permitir su existencia. La respuesta a esta pregunta depende del grado en que amenazan a sus víctimas. Si se les permite existir, entonces la pregun­ ta siguiente es si se les debe otorgar presencia pública en la cultura. La respuesta es no, y la razón de esta negativa es que estos grupos no tienen valor o, para ser más precisos, tienen un valor negativo. El carecer de va­ lor, o el tener un valor negativo, son razones que eximen de la obligación (si es que hay alguna) de dar relevancia pública a estos grupos. Una sociedad decente, ¿debería permitir a quienes han sido humilla­ dos que reaccionen humillando a su vez a quienes les han perjudicado? En otras palabras, ¿es la humillación una forma de protesta legítima en una sociedad decente? Partimos del supuesto de que se trata de una so­ ciedad decente pero no necesariamente civilizada. Esto es, suponemos que no hay humillación institucional, pero que los individuos o los grupos pueden ser degradados en la sociedad por otros individuos o grupos. ¿Debería una sociedad decente permitir que los humillados se organiza­ ran con el propósito de devolver la humillación a los malhechores y a los cómplices que les han dañado? No me estoy refiriendo a las «ligas anti-libelo» que revelan actos difamantes y humillantes en contra de minorías victimizadas y las denuncian en público, sino a organizaciones que em­ plean el arma de la humillación para conseguir que la sociedad preste atención a su situación. La pregunta no es relativa a un tipo de «defensa propia» que responda con un salivazo a otro salivazo. La pregunta es si se debería permitir que los grupos se organizasen con el fin de humillar a otros grupos como acto de protesta frente a un sistema establecido, como, por ejemplo, las bandas racistas de «rap» organizadas. En otras pa­ labras, ¿puédela existencia de instituciones humillantes de grupos humi-

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liados o desfavorecidos ser compatible con la caracterización de una so­ ciedad decente como una sociedad no humillante? El hecho de no ser ins­ tituciones pertenecientes al sistema establecido, ¿les exime acaso de ser incluidas entre las instituciones de acuerdo con las cuales juzgamos si una sociedad es o no decente? La cuestión no es si la humillación es un tipo de respuesta apropiada o decente como acto de venganza institucional, sino sólo si impide que una sociedad sea decente. El caso que describo es el siguiente: un grupo anti-sistema usa sus instituciones para humillar a personas que, deliberadamente, han degradado a un grupo minoritario. Por ejemplo, las organizaciones turcas que rapan las cabezas de neonazis en Alemania. Las instituciones del conjunto de la sociedad, a las que este grupo pertenece, se abstienen de actos humillantes, pero se dan actos de humillación realizados por individuos y que son dirigidos contra un gru­ po minoritario. En tal caso, ¿es decente esta sociedad? El tipo de caso que describo es un caso límite para caracterizar la so­ ciedad decente, porque a las instituciones en cuestión no se las puede considerar seriamente como instituciones de la sociedad, pese a estar den­ tro de la sociedad. Pero ya que hemos ampliado el marco de la sociedad hasta incluir no sólo las instituciones básicas, sino también las periféricas, como los teatros, sería un poco extraño que excluyésemos a las organiza­ ciones de inmigrantes del total de instituciones sociales. De manera que mi respuesta a esta cuestión es el postulado conceptual según el cual el caso que acabamos de describir impide que esa sociedad sea considerada decente.

T o l e r a n c ia c u lt u r a l

Una sociedad decente ¿es, en principio, una sociedad pluralista? Na­ turalmente, una sociedad decente puede ser, de hecho, homogénea, en el sentido de haberse desarrollado históricamente como una sociedad ho­ mogénea sin subgrupos antagónicos que constituyan grupos incluyentes. Noruega podría ser un ejemplo de este tipo de sociedad. Pero, para con­ siderar que una sociedad (e incluso una sociedad homogénea) es decente, ¿debería, en principio, permitir legalmente la existencia de subgrupos in­ cluyentes antagónicos legítimos? Prohibir la existencia de grupos inclu­ yentes legítimos es humillante para quienes desean formar parte de estos grupos, de manera que parecería que una sociedad decente debe ser plu­ ralista. Sin embargo, hay una alternativa a la sociedad pluralista: la socie­ dad tolerante. La diferencia entre ellas es que una sociedad tolerante con­ siente diversos modos de vida antagónicos, pero no concede valor alguno a tal diversidad, mientras que una sociedad pluralista no sólo tolera mo­

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dos de vida antagónicos, sino que considera que su misma existencia es un valor importante. Para una sociedad tolerante, la tolerancia es el pre­ cio que se debe pagar, y que merece la pena pagar, para evitar el sufri­ miento humano que, como nos ha enseñado la larga historia de la repre­ sión de formas de vida antagónicas, provoca la intolerancia. De este modo, una sociedad es tolerante por prudencia, no por principio. La ne­ cesidad de la tolerancia es algo que la mayoría hemos aprendido de la his­ toria de las guerras religiosas. Esta historia ha enseñado a muchas socie­ dades europeas la amarga lección de que las guerras de religión tienen consecuencias desastrosas. Por consiguiente, la tolerancia religiosa es ne­ cesaria como forma de compromiso con la realidad. No implica el reco­ nocimiento de que las formas de vida antagónicas de los diversos grupos tengan algún valor para la sociedad como un todo. Un grupo incluyente es un grupo antagónico en el sentido de que cualquiera que pertenece a él no puede, en principio, pertenecer a otro grupo incluyente del mismo tipo. Por ejemplo, no se puede ser, al mismo tiempo, católico y musulmán. No se trata de una mera imposibilidad práctica, como la de vivir simultáneamente en el campo y en la ciudad. La imposibilidad por principio de pertenecer a dos grupos incluyentes del mismo tipo significa que en el modo de vida del grupo hay una prohibi­ ción, explícita o implícita, de pertenecer a otro. Para los narodniks rusos (un movimiento socialista de la década de 1870, que defendía la vida ru­ ral) las formas de vida urbana y rural constituían grupos incluyentes an­ tagónicos, aunque en general no se les percibe de este modo. El pluralismo es una posición que valora las formas de vida antagóni­ cas. Como miembro de una sociedad pluralista que pertenece a un lado de la línea divisoria, puedo reconocer el valor de una forma de vida anta­ gónica, aun no tratándose de una forma de vida que yo esté dispuesto a adoptar o que desee para mis hijos. Es importante distinguir entre formas de vida antagónicas y formas de vida meramente incompatibles, aunque también en las sociedades homogéneas es fácil que existan formas de vida incompatibles. Ser urbano y ser campesino son formas de vida incompa­ tibles, pero no antagónicas. Ser religioso y ser laico no sólo es incompati­ ble, sino también antagónico. Las formas de vida son incompatibles si re­ sulta técnicamente imposible vivirlas simultáneamente. Las formas de vida son antagónicas si se contradicen, en el sentido de que las creencias y valores de una contradicen los de las otras. Las formas de vida laica y re­ ligiosa son contradictorias y no sólo técnicamente incompatibles.1El plu­ 1. Joseph Raz, «Free Expression and Personal Identification», en Raz, Ethics in the Public Domain, Oxford, Clarendon, 1994, págs. 131-154; Raz, «Multiculturalism: A Liberal perspective», ibíd., págs. 155-176.

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ralismo no significa que no se puedan criticar las otras formas de vida, pero las críticas no deben constituir un rechazo humano o social; por el contrario, hay que reconocer el valor humano de las formas de vida anta­ gónicas no sólo para sus miembros, sino para todo el mundo. En la pró­ xima sección retomo la diferencia entre crítica y rechazo. Así pues, podemos entender la pregunta acerca de si una sociedad decente debe ser pluralista del siguiente modo: para que una socie­ dad pueda ser considerada decente, ¿basta con que sea tolerante o debe ser también pluralista? Una sociedad tolerante, correctamente entendida, es suficiente para garantizar que las instituciones existentes en ella no son humillantes. En otras palabras, la tolerancia es suficiente para que la sociedad sea decen­ te. Para ello no es necesario que la sociedad sea también pluralista. Sin embargo, no está claro si basta con la tolerancia para garantizar que una sociedad es civilizada. A nivel de las relaciones entre los miembros de la so­ ciedad, la tolerancia puede no bastar: depende de la naturaleza de la to­ lerancia, ya que, por ejemplo, ésta puede ser producto de la indiferencia. Alguien puede considerar que pertenece a una forma de vida determina­ da y ser consciente de la existencia de una forma de vida antagónica, pero no adscribirle valor alguno. Se dice a sí mismo que sería mejor que los partidarios de la otra forma de vida adoptasen la suya, aunque no quiere entusiasmarse con ello. Simplemente, no está interesado en la otra forma de vida ni en sus partidarios. En pocas palabras, le resultan indiferentes. Su actitud no conlleva emoción alguna: «S i esto es lo que quieren, dejé­ mosles vivir de este modo». Pero hay todavía otro tipo de tolerancia: una postura de tolerancia social que reconoce el hecho de que las instituciones de la sociedad deben ser tolerantes y, a pesar de ello permite, a nivel personal, la existencia de hostilidad activa hacia otras formas de vida. Estas otras formas de vida pueden ser consideradas no sólo erróneas, sino realmente pecaminosas. Una sociedad tal es posible e incluso podría ser decente según la presen­ te interpretación de este concepto, aunque sería una sociedad sometida a sospecha. Ello se debe al peligro de que las personas que desempeñan al­ gún cargo en las instituciones de la sociedad, y que tienen este tipo de hostilidad hacia formas de vida antagónicas, expresen su actitud humi­ llante mientras se ocupan de sus tareas institucionales. En otras palabras, la actitud abstracta de las instituciones de la sociedad, concretada en sus reglas, puede ser decente y entonces tolerar todas las formas de vida, pero esta tolerancia tendería a desaparecer en la conducta práctica de los re­ presentantes de tales instituciones.

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C o n t r a e l r e c h a z o , l a c r ít ic a

Una sociedad decente se basa en el principio de que puede admitir grupos incluyentes con formas de vida antagónicas y no meramente in­ compatibles. Un componente esencial de una forma de vida puede ser su negación de otras formas de vida. Una forma de vida laica niega esencialmente una forma de vida religiosa, y aún más a la inversa. La cuestión es: ¿cuándo esta negación es simplemente una severa crítica, y cuando es un rechazo humillante? Las personas laicas pueden reconocer el valor de una forma de vida religiosa y creer que ésta representa una importante contribución a la vida moral, a la vida familiar, a la responsabilidad comunitaria, a la ca­ pacidad para soportar situaciones críticas, etc. Al propio tiempo, pueden no coincidir con las creencias históricas y metafísicas que atribuyen a la forma de vida religiosa, especialmente a lo que consideran la fuente de au­ toridad en la conducta de la propia vida. Además, pueden pensar que esta forma de vida se basa en la superstición, el prejuicio y el pensamiento desiderativo. Estas personas laicas creen defender una postura crítica, inclu­ so radicalmente crítica, hacia la forma de vida religiosa, aunque por lo ge­ neral no consideran que su postura sea intencionalmente humillante. Sin embargo, probablemente las personas religiosas lo ven de una manera dis­ tinta. Para quienes han optado por esta forma de vida, las personas laicas no son críticas, sino blasfemas. Y si los laicos emplean el arma de la sátira ridiculizante, es altamente probable que las víctimas de tal sátira conside­ ren que se les presenta de una forma degradante que incita a la burla y al aborrecimiento. Lo que para uno es crítica, para el otro es humillación. Las sociedades pluralistas que alientan formas de vida antagónicas es probable que experimenten esta tensión entre crítica y rechazo. Un gru­ po vulnerable, con una historia de humillaciones y recelos por parte de sus vecinos, y especialmente de la cultura dominante, tiende a interpretar cualquier crítica como una humillación. La forma de vida hegemónica puede muy bien ser indiferente a esa forma de vida periférica, de manera que no tiene intención de criticarla porque no la considera ninguna ame­ naza. Cabe la posibilidad de que la cultura dominante pueda incluso con­ siderar que la otra cultura es algo demasiado marginal como para criti­ carla. Pero el grupo vulnerable e hipersensible tiende a interpretar esa desatención como un insulto. El grupo marginal puede incluso estar ob­ sesionado con la idea de que el grupo dominante no cesa de pensar en él, y que esta desatención es deliberada y no producto de la indiferencia. Todo esto pertenece a la amarga psicología de los subgrupos incluyentes que fueron maltratados en el pasado y que ahora son hipersensibles. Pero, entonces, ¿quién decide qué es una crítica aceptable y qué una

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humillación censurable? He aquí un principio que surge inmediatamente como respuesta a esta cuestión: la crítica es todo aquello que estamos dis­ puestos a ofrecer a los demás y que estaríamos dispuestos a aceptar si nos ofreciesen algo similar. Humillación es todo aquello que expresamos a los demás y que consideraríamos humillante si se dirigiesen a nosotros en esos términos. Pero en el caso de los grupos vulnerables, el principio que hemos sugerido es como si dijésemos a un peso pluma que participase en un com­ bate de boxeo con un peso pesado, basándonos en que el peso pesado no sólo desea dar puñetazos a su oponente, sino que también está dispuesto a recibirlos. A menudo los grupos vulnerables de una sociedad son «pesos pluma» en este sentido. Los golpes que les asesta el grupo perteneciente a la categoría de los «pesos pesados» probablemente darán con ellos en tierra y al final les derrotarán por K.O., rechazándolos del conjunto de la sociedad. También es altamente discutible el principio según el cual se debería permitir que el grupo vulnerable minoritario decidiese qué es humillante. Ya he sugerido por qué esto es así. Los grupos minoritarios cuya historia está plagada de persecuciones a menudo sufren una paranoia cultural de insultos y humillaciones. «Pescan» humillaciones e insultos allá donde na­ die puede verlos, aunque se trate de un observador externo simpatizante del grupo minoritario. La sensibilidad a flor de piel del grupo es tan exa­ cerbada que hasta un cumplido puede ser tomado como un insulto. Un cumplido ofrecido en un ambiente de recelo cultural se considerará una muestra de condescendencia, una actitud paternalista. Hay también quien sostiene, contra lo que acabamos de afirmar, que los grupos con una historia de persecuciones y humillaciones desarrollan una cierta insensibilidad. Algo hay de cierto en ambas observaciones. Los grupos que tienen una historia de este tipo acostumbran a reaccionar de una de estas dos maneras, o quizá de las dos al mismo tiempo, con un ner­ viosismo muy acentuado por los cambios de humor. La pregunta es si po­ demos dejar que un grupo vulnerable sometido a estos cambios de humor sea quien decída qué es lo que constituye una humillación. En mi opi­ nión, una sociedad decente debe ser receptiva a la interpretación dada por las minorías vulnerables, así como a la naturaleza humillante de los gestos a ellas dirigidos. Esto se podría refutar, por ejemplo, mostrando que, en el contexto general, la interpretación humillante no es plausible. La justificación para preferir que la sociedad se decante en favor de la in­ terpretación del grupo vulnerable se basa en la necesidad moral de incli­ nar la balanza de los errores interpretativos en beneficio de los débiles. Permítanme que lo explique. Cuando sostenemos la presunción de ino­ cencia al decir, por ejemplo «una persona es inocente hasta que no se de­ muestre lo contrario», no la justificamos demostrando estadísticamente que la mayoría de las personas que comparecen ante los tribunales son realmen­

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te inocentes. Probablemente, esto no se corresponde con la realidad. Se tra­ ta de una justificación moral, y su objetivo es regular los errores judiciales en favor de los inocentes. Esta intención se expresa en frases como «es mejor dejar en libertad cinco delincuentes que encerrar a un inocente». Tenemos una preferencia relativa a la dirección en la que deben ir los errores. Un error que lleva a castigar a un inocente nos parece peor que un error que permite que un culpable esté libre. Análogamente, la justificación de la pre­ sunción en favor de la interpretación del grupo vulnerable es que los errores deberían favorecerles. Por consiguiente, la interpretación del grupo debería ser aceptada hasta que los hechos no demostrasen lo contrario.2 Hace algunos años, en la Universidad de Pennsylvania, un estudian­ te blanco llamó «carabao» a una mujer de un grupo de miembros de la hermandad negra que armaba mucho alboroto fuera de los dormitorios a altas horas de la noche. Este suceso tuvo gran trascendencia porque la mujer y sus amigos interpretaron el epíteto como una muestra de racismo, pese a que el estudiante blanco negó vehementemente haber tenido in­ tenciones racistas cuando lo dijo. Uno de los argumentos que presentaron era que el comentario era racista porque el carabao es de origen africano y tiene la piel negra (en realidad, el carabao es una subespecie de búfalo marrón y es de origen asiático, pero ¿quién lo sabe?). El abogado de la universidad argumentó que la interpretación del epíteto debía dejarse a la persona a la que había sido dirigido, de manera que se aceptó la inter­ pretación racista. Esta no es la postura que defiendo aquí. Lo que sosten­ go es, simplemente, que debe haber una presunción en favor de la inter­ pretación de los estudiantes negros. El principio de favorecer la interpretación del grupo vulnerable debe ser compensado con otro principio: todo lo que «en familia» y dentro del grupo se considere como crítica y no como humillación debe ser conside­ rado como tal aunque provenga de fuera del grupo. Indudablemente, hay diferencias de contexto y de intención entre lo que sucede en el interior del grupo y lo que procede de fuera de él, aun cuando se empleen las mis­ mas expresiones. Lo que dentro del grupo es un tono de crítica humorísti­ ca, de indulgente autoironía, puede ser una clara muestra de humillación cuando proviene de fuera, aunque las expresiones tengan el mismo conte­ nido. No obstante, debemos atenernos al principio según el cual la socie­ dad no tiene derecho a discriminar entre los dos lados ni a determinar que algo es una crítica si viene de dentro y una humillación si viene de fuera. Si en un caso se considera una crítica, siempre se la debe tomar como tal. 2. Edna Ullmann-Margalit, «On Presumption», Journal ofPhilosophy, 3, 1983, págs. 143-163; Ullmann-Margalit, «Some Presumptions», en Leigh S. Cauman y otros (comps.), How Many Questions? Essays in Honor ofStdney Morgenbesser, Indianápolis, Hackett, 1983.

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La decencia como concepto social

Si mi argumentación ha creado la impresión de que la humillación es un asunto meramente verbal, deberíamos corregir tal impresión. Precisamente, para evitar esto he empleado el término «expresión», que puede denotar tan­ to expresiones verbales como no verbales. Al fin y al cabo, las expresiones no verbales se emplean a menudo con la intención de humillar. En nuestros días, el saludo nazi dirigido contra los inmigrantes de Berlín es más cruel que las palabras, como lo son las profanaciones de tumbas con esvásticas. Pero esto no basta. La cultura de una sociedad decente debe incluir no sólo todos los medios de expresión de los que la sociedad dispone, sino también su cultura material, lo que la dicotomía romántica denomi­ na civilización, contraponiéndola a la cultura. Al hablar de cultura inclui­ mos la cultura material: la cuestión de cómo debería ser la cultura mate­ rial de una sociedad decente es importante. La tecnología disponible en una sociedad es un factor relevante a la hora de determinar qué es lo que una sociedad de este tipo considera humillante. No me refiero ai estatus de los símbolos conectados con objetos, como los coches de ciertos modelos y no de otros. Efectivamente, los artefactos sirven como actos comunicati­ vos que pueden indicar quién pertenece y quién no; por ejemplo, a través del uso de lo que está «in» y lo que está «out». Pero más allá del aspecto comunicativo de la cultura, hay otro concepto de humillación como ca­ rencia del tipo de control específicamente relevante en la civilización tec­ nológica. Como ejemplo paradigmático, consideremos las disposiciones establecidas para las personas discapacitadas. Algunas sociedades dedi­ can una atención especial a las normativas relativas a los discapacitados, ofreciéndoles un alto grado de independencia. En otras sociedades las personas discapacitadas sufren constantes humillaciones, puesto que de­ penden de la buena voluntad de los demás. Esto sucede pese a la existen­ cia de los medios materiales que podrían garantizarles un cierto grado de independencia. Cuando una sociedad puede sufragar estos medios, pero no hace esfuerzo alguno para ponerlos a disposición de los discapacita­ dos, no hace más que humillarlos. Los distintivos especiales de aparcamiento asignados a los discapaci­ tados no son un estigma. No deberían ser considerados una muestra de humillación, sino una ventaja, puesto que, supuestamente, las tarjetas que permiten a los discapacitados aparcar en lugares prohibidos a los demás amplían su capacidad de movimientos y, consecuentemente, sus vidas. Por tanto, la asignación de estos distintivos no es humillante, sino ensal­ zante. Lo humillante no es la mera singularización de un grupo o de una persona, sino el hecho de singularizar con el propósito de distanciarlas y eliminarlas (como en el caso de la estrella amarilla). Los distintivos de es­ tacionamiento para los discapacitados son algo deseable porque su obje­ tivo es precisamente el contrario.

Cuarta parte LAS INSTITUCIONES HUMANAS SOMETIDAS A EXAMEN

Capítulo 11 ESNOBISMO

¿Puede ser decente una sociedad esnob? La respuesta es sencilla: si la sociedad esnob es humillante, no es decente; pero si no es humillan­ te, se la puede considerar como tal. Sin embargo, esta respuesta no re­ sulta de gran ayuda. Lo que queremos saber es si una sociedad esnob es esencialmente una sociedad humillante o, más concretamente, si existe alguna conexión conceptual entre el esnobismo y la humillación. Ten­ demos a perdonar el esnobismo como un pecadillo familiar y casi ami­ gable, la materia de la que se nutren las comedias inglesas en las que adustas ancianas sostienen tazas de té de porcelana china y murmuran desagradables comentarios acerca de un joven molesto y ambicioso que resulta ser «demasiado vulgar». Nada especialmente grato pero tampo­ co verdaderamente terrible. Puesto que el esnobismo se basa en meteduras de pata conectadas con triviales sobrentendidos sociales, nos sen­ timos inclinados a considerar este fenómeno como algo trivial. Pero una secuencia de pasos triviales puede desencadenar un resultado nada tri­ vial, y esto es lo que sucede con el esnobismo. Evelyn Waugh caracteri­ za la amenaza del esnobismo: del esnob sofisticado, burlón y perverso que nada tiene que ver con el esnob absurdo y patético de la comedia inglesa. Pero a nuestros efectos el problema lo plantea el esnobismo institu­ cional, ¿Es un problema de humillación, o simplemente una cuestión de incomodidad? Creo que ésta es una cuestión digna de tenerse en cuenta. Muchas personas han dado pasos cruciales en su vida únicamente para evitar una situación incómoda o embarazosa. Sinclair Lewis Babbitt con­ trajo matrimonio sólo porque le hubiera resultado embarazoso rechazar a su novia. Sin embargo, este tipo de incomodidad no es humillante, y se puede incomodar deliberadamente a los otros sin humillarles. Lo que se crea es una situación vejatoria en la que las personas, desconcertadas, ex­ perimentan una aguda sensación de no saber qué hacer. Esta incomodi­ dad puede disminuir la autoestima, pero no tiene por qué afectar al res­ peto hacia uno mismo. Por tanto, la cuestión está en si el esnobismo se basa exclusivamente en incomodar a los demás, o si también les humilla. El esnobismo corre el riesgo de servir como una especie de cártel desde el que adjudicar honores en una sociedad que puede no ser justa, aunque

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Las instituciones humanas sometidas a examen

tampoco sea humillante. Por tanto, en el presente contexto, lo que hay de malo en el esnobismo no es la cuestión general de los pecados del esno­ bismo y los esnobs, que son bastantes,1sino que se trata de responder a la pregunta: ¿es el esnobismo humillante? El esnobismo tiene que ver con los personajes importantes; con aso­ ciarse uno mismo con ellos y disociarse de las personas anónimas. A base de grandes logros uno puede labrarse un nombre, pero aún es mejor haber nacido para ello. Una sociedad esnob es aquella que puede convertir la orientación social encaminada al logro en una orientación hacia la perte­ nencia. El esnobismo se basa en la constante elaboración de las señas de pertenencia del grupo excluyente, de manera que los «otros» se vean siem­ pre excluidos de la sociedad que verdaderamente cuenta. Las señas de pertenencia se adquieren mediante un conocimiento directo, no por una descripción a distancia. Esto es lo que hace tan difícil que los foráneos se incorporen a la sociedad, a menos que estén en la órbita de quienes mar­ can las pautas. Si uno consigue grandes éxitos puede traspasar el blindaje de la sociedad esnob. Sin embargo, el meollo de la cuestión no está en los éxitos, sino en el prestigio, en el nombre que se adquiere con ellos. Los fo­ ráneos que no dominan las señas de pertenencia se comportan de forma torpe y embarazosa, sobre todo embarazosa para ellos mismos. Los ente­ rados se dedican constantemente a hacerles la zancadilla poniéndoles obs­ táculos en su camino, dificultándoles que se desenvuelvan tranquilamente en la sociedad. Esta desagradable situación de «subidas y bajadas» en la que los intrusos siempre se encuentran con más rampas para bajar que es­ caleras para subir no es inocua y, de hecho, puede ser bastante peligrosa. El esnobismo institucional se manifiesta, por ejemplo, en aquellos clubes prestigiosos a los que sólo se puede pertenecer si se poseen deter­ minados códigos, así como en la arbitrariedad délas invitaciones a activi­ dades institucionales de relieve. Quienes esperan ocupar alguno de esos lugares seguramente se incomodarán y se sentirán insultados si no están entre los invitados o, al menos, entre los invitados que cuentan. Pero todo esto son juegos sociales cuya única recompensa es el honor social. Nos pueden marginar del grupo exclusivista, pero no pueden expulsarnos de la comunidad humana. Sin embargo, una sociedad esnob puede sentar las directrices del rechazo total cuando el conjunto de ella se conduce de tal forma. En resumen, una sociedad esnob corriente no es humillante en y por sí misma, pero en el contexto social y cultural general puede, induda­ blemente, alentar e impulsar no sólo la humillación personal, sino tam­ bién la institucional. 1. Véase la aguda descripción dejudith Shklar en el capítulo «What is Wrong with Snobbery?» en su libro Ordinary Vices.

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Examinaremos ahora un argumento en sentido contrario, que nos puede ayudar a comprender el papel histórico y social de la sociedad es­ nob, así como el desarrollo de los conceptos de respeto y de humillación que tan relevantes son para la idea de la sociedad decente. Para ello, ar­ gumentaré en favor del esnobismo, o cuando menos, defenderé que es algo necesario que no se debería condenar. Norbert Ellis afirmó que el hombre moderno se fue haciendo a base de pequeños cambios que, acumulados, dieron lugar a un cambio impor­ tante.2 Estos cambios acumulativos estaban relacionados con los concep­ tos de meticulosidad y vergüenza, de capital importancia desde el Renaci­ miento. Ambos se manifiestan en los hábitos referentes a la comida y la bebida, la indumentaria y el peinado, y especialmente en un estricto con­ trol del cuerpo y de sus secreciones. Algunos de estos cambios se manifes­ taron en la creación de espacios íntimos, como los dormitorios, los váteres y los lavabos. Todo ello conformó la idea del yo privado, al que tratamos de proteger de la humillación. Cada uno de estos pasos del proceso de cambio parece trivial, aunque los resultados acumulativos son de largo al­ cance. Durante la Edad Media las personas escupían en el suelo y después pisaban el esputo con el pie; más tarde empezaron a usar una escupidera y, finalmente, hoy en día nadie aprueba que se escupa en público. En una so­ ciedad civilizada, cualquier persona a la que sorprendan en el acto de es­ cupir seguramente se sentirá avergonzada e incómoda. De igual forma, la gente acostumbraba a sonarse la nariz con la manga, más adelante con la mano izquierda, después con sólo dos dedos y, finalmente, con un pañue­ lo. Todos estos son pequeños pasos, pero el resultado final es el control de las secreciones corporales, como antesala de la creación de espacios públi­ cos y privados separados. No fueron los burgueses los que crearon las cos­ tumbres de controlar el cuerpo como preludio del «control capitalista» so­ bre el mismo. El origen de estas costumbres se remonta al esnobismo de las cortes reales (y de sus aledaños, las mansiones de la nobleza) al tiempo que la clase media alta, que intentaba introducirse en la alta sociedad, imi­ taba cuidadosamente sus maneras. La clase media baja fue la siguiente en copiarlas, y finalmente fueron adoptadas por los miembros de la clase tra­ bajadora interesados en prosperar. La función social de estas costumbres ha sido siempre la de crear distinciones de clase. No es necesario elaborar sofisticados supuestos acerca de las «fun­ ciones latentes». La cuestión está clara, y se puede ilustrar con la historia de cómo se llegó a comer con tenedor. La etiqueta se inventó para trazar distinciones entre las personas y crear barreras entre ellas. También creó el concepto de espacio social y las fronteras en las que se sitúa el indivi­ 2. Norbert Ellis, Uber den Prozess der Zivilisation, 2 vols., 2.' ed-, Francfort, Suhrkamp, 1976.

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dúo privado. A los nobles no les incomodaba que sus criados les viesen desnudos en su dormitorio, porque su mirada no contaba, mientras que hoy nos sentimos incómodos si alguien que no es de mucha confianza ve nuestra cama sin hacer. El dormitorio se ha convertido en el templo pri­ vado del individuo. La división del espacio en sectores públicos y priva­ dos, así como la división del cuerpo en zonas que pueden mostrarse y zo­ nas que deben permanecer ocultas, ha sido muy importante para la creación del concepto del individuo privado a través de la idea de priva­ cidad. Ellis no hizo ningún comentario al respecto, aunque todo lo que acabamos de mencionar está inspirado en él. Los modales son las herra­ mientas del esnob. El esnob eleva la etiqueta al nivel de la ética. Como ya se ha dicho, el objetivo de los modales es excluir a las personas de la so­ ciedad meticulosa y digna. Pero aunque éste sea su propósito y el esnob sea consciente de ello, el resultado histórico es una contribución decisiva al desarrollo del concepto de privacidad, del que se deriva el concepto de individuo privado. Y, al fin y al cabo, estos conceptos constituyen la base de la idea moderna de dignidad, así como del concepto moderno de hu­ millación. Es bien sabido que una de las herramientas del esnob es la meticulo­ sidad de sus modales, aunque no la única. Por el contrario, el esnobismo de «la gente de toda la vida» se puede manifestar en unos modales toscos y familiares cuyo objetivo no es otro que mantener a distancia a los intru­ sos, quienes, en su calidad de recién llegados, no pueden permitirse el es­ tilo franco y campechano del que presumen los demás. La importancia conceptual de este último argumento reside en parte en que éste señala la falacia de composición relativa al concepto de lo tri­ vial. La introducción de cada nueva forma de modales es trivial y arbitra­ ria en y por sí misma. Sin embargo, el cambio social acumulativo resul­ tante de una secuencia de tales pasos reviste consecuencias de largo alcance. Incluso en las matemáticas, cada prueba consiste en pasos que sólo se basan, cada uno de ellos, en una regla deductiva y, por tanto, son triviales, aunque la totalidad de la prueba no lo sea. Como antes mencio­ né, no hay que dejar que la trivialidad de las preocupaciones en las que se basa una sociedad esnob nos impida valorar debidamente la creación de unas bases sociales que desarrollaron los conceptos modernos de público y privado, de honor y humillación. Pero, para volver a nuestro asunto principal, y aun aceptando la descripción histórica de Ellis, ésta no pue­ de servirnos para justificar una sociedad esnob actual entendida como una sociedad de maneras formales cuyo objetivo sea la exclusión social. Aunque en algún momento una sociedad semejante haya sido vital para desarrollar el concepto de una sociedad decente, hoy en día ya no es ne­ cesaria.

Esnobismo

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F r a t e r n id a d

Libertad, igualdad, fraternidad: esta última es el convidado de piedra de la trilogía. La dificultad a la hora de explicar el término fraternidad, y de convertirlo en un ideal social por derecho propio es, en gran medida, una consecuencia de que la fraternidad forma parte del sustrato de los otros dos valores, puesto que es el vínculo humano en el que se basa la sociedad aunque, en sí mismo, no tiene unos antecedentes claros. El modelo de las relaciones fraternales, como su nombre indica, es la relación entre her­ manos. Esta es una conexión de pertenencia incondicional. Naturalmen­ te, la dificultad estriba en la idea de que una sociedad de masas anónimas puede sustentarse en tal vínculo familiar. El escepticismo acerca de la fra­ ternidad se asemeja al escepticismo sobre el postulado de Emerson, según el cual los humanos deben amarse los unos a los otros. La idea de los grupos incluyentes da por supuesto que es humana­ mente posible experimentar un sentimiento fraternal incluso hacia perso­ nas desconocidas, sí podemos identificar a éstas como miembros de un grupo incluyente. Los judíos se consideran pertenecientes a una familia extensa. Los socialistas de la Primera Internacional creían que la solidari­ dad entre los trabajadores que compartían un destino común sería más fuerte que el sentimiento de pertenencia a otros colectivos, como el reli­ gioso o el nacional, y que la consolidación de la conciencia de clase de los trabajadores dependía de ello. Pero la idea de fraternidad tiene también la versión vulgar de las fraternidades estudiantiles. No se trata de la ca­ maradería de los soldados que combaten y comparten un destino común, sino de la fraternidad de unos amigos que pasan juntos una etapa agrada­ ble de sus vidas. Esta camaradería puede ofrecer calidez y proximidad, pero a menudo se mezcla con un tratamiento humillante dirigido a quie­ nes todavía no forman parte de ella, que frecuentemente se manifiesta en crueles ritos iniciáticos como precio a pagar por unirse a la fraternidad. El que muchos ritos iniciáticos tengan elementos humillantes es algo digno de interés. Este es el caso de los nuevos internos en las escuelas pú­ blicas, de los soldados novatos en las unidades de elite del ejército, de los nuevos estudiantes en las fraternidades, etcétera. En estos casos, la humi­ llación no va dirigida contra personas con un estatus social marginal, sino contra quienes tienen un estatus liminal; es decir, personas en una fase de transición entre dos categorías sociales, de ascenso en la jerarquía social. El significado de estos ritos humillantes es que uno no es digno de la fra­ ternidad a la que se quiere pertenecer hasta que no haya pasado las atro­ ces pruebas iniciáticas. ¿Hay lugar, en una sociedad decente, para estas humillantes demos­ traciones de sus (prestigiosas) instituciones, como parte de sus ritos ini-

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ciáticos? ¿El envilecimiento de los reclutas voluntarios en las unidades de élite del ejército es lo mismo que, por ejemplo, la relación consentida en­ tre adultos sadomasoquistas, que no ha sido excluida de la sociedad de­ cente? Es verdad que el humillar a individuos liminales es distinto de re­ chazar a personas marginales, principalmente porque el primer tipo de humillación es un fenómeno temporal limitado a la iniciación. Sin em­ bargo, en el momento en que está teniendo lugar es una humillación des­ preciable y, además, es una humillación con un cariz institucional. No es una humillación institucional en el sentido de que se produzca en nombre de una institución social, sino en el sentido de que se produce sistemáti­ camente en el seno de tales instituciones. La sociedad decente debe tener en cuenta los vínculos humillantes entre individuos sadomasoquistas, pero lo que aquí nos ocupa son los casos que atañen a las instituciones, aunque sea de forma indirecta. Una sociedad decente es incompatible con la humillación liminal aun cuando ésta sea una amenaza temporal en el camino hacia la gran fraternidad. Humillar es humillar, y la fraternidad no debe lograrse a este precio.

S eñ ales co rpo rales

Las señales corporales desempeñan un papel muy imporante en la identidad de las personas y en su identificación con los grupos incluyen­ tes. No es difícil entender por qué a menudo la humillación se centra en las características corporales y la indumentaria, puesto que ello implica atacar importantes componentes de la identidad de la propia personali­ dad. El tipo de cabello, la estructura de la nariz y de los pómulos, y la for­ ma de los ojos pueden ser motivo de orgullo o de vergüenza. A menudo, la humillación adopta la forma de gestos insultantes dirigidos a partes del cuerpo, así como prendas de ropa percibidas como «extensiones natura­ les» de éste. Las sociedades esnobs y vulgares tienen sus propias reacciones parti­ culares a las características corporales e indumentarias. Si el ejército pide que sus reclutas se corten el pelo al rape, aunque la vida particular de al­ gunos de ellos implique llevar el pelo largo, se produce un choque entre dos estilos de vida, y la exigencia institucional del corte de pelo se puede interpretar no sólo como una coerción, sino como una humillación. Si al­ guien cuya religión prescribe claramente el corte de pelo (como, por ejemplo, un soldado sij) es obligado a cortárselo, lo puede interpretar como una humillación. Pero si se trata de un miembro de un grupo rockero o de la cultura rock, en la que el pelo largo tiene relevancia social ¿tam­ bién puede sentirse justificadamente humillado por las normas del ejérci­

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to que le exigen que se corte el pelo? Es de suponer que, a lo sumo, la pérdida de sus cabellos provocará las burlas de sus colegas, que lo ridicu­ lizarán cuando esté de permiso. En este caso, la exigencia del corte de pelo no es propiamente humillante. Pese a todo, un estilo de vida rockero o izquierdista puede significar una forma de vida no burguesa cuya re­ presentación corporal es el pelo largo. El ejército alemán, por ejemplo, admitió en los años sesenta que tales estilos de vida eran dignos de respe­ to, y desde entonces a los reclutas no se les obliga a cortarse el pelo. La manera en que una sociedad decente debería intentar identificar los signos corporales como forma de vida legítima depende del significa­ do que este estilo de vida dé a estas señas de identidad. La sociedad cuyas instituciones estamos examinando puede tener su propio interés en las se­ ñales corporales de sus miembros; un interés que puede chocar directa­ mente con las formas de vida de los grupos que conviven dentro de la so­ ciedad. La cultura dominante, que conforma la conducta de las instituciones básicas de la sociedad puede estar interesada, por ejemplo, en demostrar signos corporales de «modernidad», orden y eficiencia. Pedro el Grande hizo que los boyardos se afeitasen las barbas para demostrar que Rusia cortaba con sus tradiciones y entraba en la nueva era occidental. Kemal Ataturk actuó de forma similar con respecto al atuendo tradicional, exi­ giendo a sus oficiales que vistieran prendas occidentales. La historia de la adolescente musulmana del suburbio parisino que acudía a la escuela ata­ viada con el chador tradicional hizo que este contraste alcanzase una re­ levancia inusitada. Su indumentaria chocaba con la norma habitual del colegio, y no sólo fue percibida como un desafío a la forma de vida domi­ nante, sino que el contexto religioso de su atuendo se consideró una muestra de rechazo a la separación de la religión del sistema educativo. Nuestra discusión sobre los signos corporales tiene aún otro elemen­ to nuevo y relevante. El contexto de la discusión de las sociedades tole­ rantes y pluralistas era la competencia entre grupos equivalentes con las formas de vida rivales. Sin embargo, la competencia que atañe a la pre­ sente discusión es la que se produce entre la sociedad en su conjunto y los subgrupos que existen en ella. La cuestión está en si el nuevo contexto exige un nuevo principio. Sin embargo, hay una constricción, y ésta es que la cuestión misma se basa en un equívoco. El supuesto según el cual el conjunto de la sociedad se enfrenta a un grupo minoritario existente en ella induce a error. Las partes en conflicto no son el conjunto de la socie­ dad contra un grupo minoritario, sino el grupo dominante de la sociedad que aspira a representar al conjunto de ésta contra un grupo socialmente minoritario. Prescindiendo de cuál pueda ser la descripción correcta de este anta­ gonismo, el principio de tolerancia debería servirnos también en el pre­

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sente contexto, sobre todo en cuanto se refiere específicamente al cuerpo y a su indumentaria. En este caso, creo que el ejército es una excepción, y ello por una razón funcional. La disciplina del ejército exige en gran me­ dida un estilo de vida uniforme. Por tanto, esta uniformidad está esencial­ mente justificada, y para resistirse a ella se precisa una razón de peso, como la posible transgresión de la libertad religiosa, como en el caso del pelo largo de los sijs, que es distinto del de la cultura rockera. La diferen­ cia entre ambas reside en que en la cultura rock el compromiso con un tipo de peinado no es una cuestión de principios, sino de moda. Hoy lar­ go, mañana corto. El pelo (o la falta de éste) es importante para la cultura rock, pero el estilo concreto puede cambiar. Por el contrario, en contextos religiosos, se tiene la obligación de llevar el pelo de una forma específica e inalterable, y quien no se atenga a estas normas es sancionado. La justificación de la excepcionalidad concedida al ejército es pura­ mente funcional. La función simbólica de la apariencia militar es un sím­ bolo de identidad, y la identificación no es inmune a las críticas de quie­ nes prefieren otras formas de vida. En otras palabras, la elección de una apariencia militar por razones no funcionales de simbolizar uniformidad social es una acción propia de una sociedad militarista. De ahí que si en lugar del ejército nos referimos a la escuela, la uniformidad deja de tener una justificación funcional, como sucede en el caso del ejército. No hay justificación alguna para imponer en las escuelas unas pautas indumenta­ rias paramilitares. En este caso, nada puede interponerse en el principio de tolerancia. Según yo entiendo el principio de tolerancia que rige la so­ ciedad decente, esta sociedad no puede negar a la adolescente musulma­ na que acuda a una escuela parisina ataviada con su indumentaria tradi­ cional. Sin embargo, en este caso deberíamos expresar una salvedad aplica­ ble a las situaciones en las que la escuela tiene un uniforme, pensado como una valiosa forma de fomentar la igualdad entre los pupilos y de difuminar las diferencias de clase y de origen. Generalmente, los más bene­ ficiados por este código uniformizante son los hijos e hijas de los inmi­ grantes. Sin embargo, si la escuela no aplica este código, no hay nada que justifique oponerse a la indumentaria de la joven musulmana.

Capítulo 12 PRIVACIDAD

En una sociedad decente, las instituciones no deben invadir la priva­ cidad de las personas, puesto que hay una estrecha conexión entre esta in­ vasión y la humillación. Esta conexión es especialmente estrecha cuando la invasión es institucional. Naturalmente, a veces las personas invadimos la privacidad de otros individuos, bien sea con miradas furtivas o con co­ mentarios maliciosos, pero estas invasiones tienen más que ver con el gra­ do de civilización de la sociedad que con la decencia de la misma. Más adelante compararé las sociedades maledicentes con las sociedades tota­ litarias para observar la naturaleza de sus transgresiones de la privacidad personal. La exigencia de la protección de la privacidad puede proceder no sólo de los individuos, sino también de las instituciones y las empresas que quieren evitar que la información relativa a sus intereses vitales se haga pública. Pero la que aquí nos ocupa es la privacidad de los indivi­ duos, no de las instituciones. Existe una vinculación conceptual directa entre la idea de decencia y el asegurar la separación de las esferas públicas y privadas. Exponer al es­ crutinio público la conducta o los objetos pertenecientes a la esfera pri­ vada es una acción indecente. Recuerdo un soleado día en Hampstead Heath, en el que los londinenses se disponían a tomar el sol. Dos mujeres estaban tumbadas: una en ropa interior (sujetador y bragas blancas) y la otra en bikini. Cerca de mí, una señora mayor, inglesa, se enfadó y no pudo menos que comentarlo indecente que le parecía que la primera mu­ jer se exhibiese en ropa interior. «¿Y qué le parece la que lleva bikini?», le pregunté. «No es lo mismo», respondió. «La ropa interior es algo privado.» Como atestigua esta historia, la cuestión de qué es lo que se percibe como perteneciente a la esfera privada y a la pública depende de la cultu­ ra. La anciana inglesa había aprendido a vivir lo que resultaba escandalo­ so (quitarse la ropa en el parque) en su juventud. Pero no había aprendido a vivir con la ropa interior expuesta a los ojos de cualquiera, dada su fuer­ te asociación con las partes íntimas. Los límites de lo privado y lo público dependen de la cultura y de la historia. En cuanto a la privacidad se refie­ re, existen diferencias no sólo entre culturas y clases sociales, sino también en el seno de la misma cultura en diferentes épocas históricas. Y pese a

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que los límites de lo privado cambian constantemente, la misma división entre una esfera oculta al escrutinio público y una esfera abierta a todo el mundo no depende de la sociedad y la cultura, sino que se trata de una dis­ tinción que se traza en todas las culturas. No existe un área de privacidad que constituya la esfera privada en todas las culturas, pero toda cultura tie­ ne su propia esfera privada. Ésta puede ser muy limitada: mantener rela­ ciones sexuales en privado; o realizar las propias funciones corporales en privado; u ocultar las partes íntimas, etcétera, pero siempre existe. La afirmación según la cual todas las culturas trazan una distinción entre lo público y lo privado es una hipótesis empírica, no un supuesto conceptual. Mi creencia en esta hipótesis se sustenta en estudios antro­ pológicos de sociedades en las cuales resulta muy difícil mantener una es­ fera privada, dadas las condiciones de vida: por ejemplo, en un iglú es­ quimal. Durante las tormentas de invierno todo el mundo vive dentro del iglú, de manera que incluso sus funciones corporales deben realizarlas en este espacio cerrado; aunque, a pesar de todo, existen pruebas conclu­ yentes de que, incluso en este escenario, son capaces de mantener una zona de privacidad. Mantienen relaciones sexuales en silencio total. Se ocupan de sus funciones corporales de tal manera que nadie les puede ver. Y guardan celosamente sus pensamientos y sentimientos acerca de los demás, y se niegan a responder a preguntas personales.1 Hay una íntima conexión entre privacidad y sexualidad, en el sentido en que en nuestra cultura el sexo se considera como el ámbito íntimo por excelencia. Esto explica, por ejemplo, por qué el festival de rock de Woodstock, en tanto que manifestación contracultural, desafió nuestra premisa básica de que las relaciones sexuales deben mantenerse ocultas a la vista de los demás. La conexión entre sexo y privacidad no es conceptual, sino histórica. Su importancia reside en el hecho de que hemos tenido que aprender la privacidad a partir de la conducta sexual, y no a la inversa. La conexión entre sexualidad y privacidad, entre privacidad y modestia, es tan fuerte que cuando hablamos de la privacidad tendemos a emplear ejemplos procedentes del ámbito sexual. Sin embargo, nuestra descrip­ ción de la privacidad incluye parcelas de actividad que no sólo, o no bá­ sicamente, se limitan al aspecto sexual, aunque este ámbito ofrezca ejem­ plos prototípicos a la hora de abordarla. La pregunta clave en el contexto que nos ocupa es qué hay de humi­ llante en la violación de la privacidad. No se trata de qué pudiera haber de malo en general en la violación de la privacidad, sino de qué hay de hu1. Jean L. Briggs, Never in Anger: Portrait of an Eskimo Family, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1970; Barrington Moore, Jr., Privacy: Studies in Social and Cultural History, Nueva York, M. E. Sharpe, 1984, págs. 4-14.

Privacidad

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miUante en ella. Quizá convenga recordar las dos premisas centrales so­ bre la humillación que hemos mencionado hasta el momento. La primera es el rechazo, la exclusión de la «Familia del Hombre». La segunda es la negación del control. El concepto de humillación como pérdida de con­ trol es el concepto operativo de degradación entendido como la destruc­ ción de la autonomía humana. La violación de la privacidad también debe considerarse humillación en ambos sentidos pero, puesto que el segundo de ellos es más inmediato, aludiré primero a él. El ámbito de lo privado se define como la esfera mínima en la que los individuos controlan sus intereses. La violación de la intimidad implica restringir, contra su voluntad, el control del individuo sobre aquello que supuestamente debería estar bajo su control. Una sociedad que permite la vigilancia institucional de la esfera privada (por medio de las escuchas te­ lefónicas, por ejemplo, o censurando las cartas, o cualquier otro tipo de trabajo detectivesco) está cometiendo muchas acciones vergonzosas. Una de ellas, aunque no la única, es la humillación. La cuestión que debemos plantear aquí es si todas y cada una de las violaciones sistemáticas de la privacidad son humillantes. Hay dos tipos de sociedades que invaden la privacidad del individuo en dos sentidos distintos: la sociedad totalitaria y la sociedad maledicente. Una sociedad maledicente emplea los comentarios maliciosos para la «supervisión so­ cial». Este tipo de intervención social en la privacidad del individuo, aun siendo humillante, no constituye ninguna humillación institucional, a me­ nos que consideremos instituciones a los ecos de sociedad. Por tanto, ésta atañe más bien a la sociedad civilizada que a la sociedad decente. La com­ paración entre la sociedad civilizada y la decente sirve para destacar aque­ llos aspectos de la violación de la privacidad, por parte de las institucio­ nes totalitarias, que la hacen particularmente humillante, de lo cual se sigue que las sociedades totalitarias sean, sin ningún género de dudas, so­ ciedades no decentes. La violación de la privacidad en los regímenes totalitarios no sólo sirve para descubrir posibles conspiraciones contra el régimen, sino que sir­ ve también para reunir información cuya revelación pública podría poner a la víctima en una posición desairada, avergonzarla o humillarla, de manera que dicha información podría emplearse para chantajearla. Así, la humilla­ ción puede adoptar una de las dos formas. Por una parte, si se revela infor­ mación sobre una persona, se la presenta bajo una perspectiva desfavorable que, probablemente, puede causar el rechazo de la sociedad. Por otra, dicha persona puede verse empujada a un repugnante compromiso -a compro­ meter su integridad- mediante el cual se rinde al régimen para evitar que éste difunda esta información. En tal caso, la víctima se ve forzada a com­ prometer sus principios, por ejemplo, desvelando secretos de las personas

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de su entorno. En esta descripción de la violación de la privacidad, lo que humilla a la víctima no es la violación en sí, ya que ésta es una eficiente y po­ derosa herramienta cuyo objetivo sirve a otros fines ajenos a la humillación. Otro supuesto, inspirado por Michel Foucault, sostiene que la viola­ ción de la privacidad tiene una función de vigilancia normalizadora, ca­ nalizando a los miembros de la sociedad hacia un comportamiento están­ dar y convirtiendo en perversas a las personas que se desvían de él. Cuando se viola la intimidad con el ánimo de descubrir las desviaciones, el objetivo no es otro que el rechazo de los desviados y las personas que no se ajustan a las normas. La humillación consiste en convertir al desvia­ do en alguien que no satisface los criterios de un ser humano normal, allá donde sólo lo normal se considera humano. Por tanto, la humanidad re­ chaza al desviado. Un supuesto conexo es que la función de normalizarla conducta humana a través de la vigilancia, mediante el ojo invisible, es uno de los signos de la sociedad humana. Las instituciones totales de la sociedad, como las cárceles y los hospitales psiquiátricos, son ejemplos prototípicos de la tendencia a la supervisión normalizadora que excluye a los desviados de la sociedad humana. Las habladurías generan una sensación de pertenencia y familiaridad que, a su vez, generan desprecio. En una sociedad tradicional estrecha, la maledicencia, aun siendo explícita y reveladora, da por supuesta la fla­ queza humana de sus víctimas. El chismorreo tradicional es democrático, puesto que crea una democracia victimista: «No tengas tan buena opinión de ti. Sabemos cuáles son tus debilidades, las grandes y las pequeñas». En las sociedades con este tipo de maledicencia tradicional, la violación de la intimidad no tiene como objetivo excluir a las personas de la sociedad, ni mucho menos de la humanidad en general, sino que, por el contrario, crea un fuerte sentido de pertenencia. En las sociedades totalitarias con­ temporáneas, el modelo del ser humano normal es alguna versión del «hombre nuevo» tal como lo concibe la ideología totalitaria propia del ré­ gimen. En las sociedades maledicentes tradicionales hay familiaridad y aceptación de las debilidades humanas. En sociedades maledicentes de masas la violación de la privacidad afecta especialmente a los ricos y famosos. En tales sociedades, las perso­ nas famosas suelen estar protegidas por altos muros y guardaespaldas. Sólo las potentes lentes de las cámaras de los paparazzi nos permiten ver los poco gratas barrigas y los lunares de las celebridades. Las principales víctimas de tales sociedades son las personas ricas y famosas. Pero también éstas tienen dignidad humana, y una sociedad decente puede y debe per­ mitirles proteger su dignidad. Sin embargo, la cuestión está en si las ha­ bladurías ponen a los famosos en su lugar, como personas normales y co­ rrientes (quizás insultándoles, pero no humillándoles) o si realmente les

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hacen parecer no humanos. Las habladurías, ¿afectan sólo a la imagen pú­ blica de las celebridades, o también a la imagen que éstas tienen de sí mis­ mas? Una respuesta inmediata, que no nos permite ir muy lejos, es que ello depende del tipo de habladurías. Heinrich Boíl, en su libro El honor per­ dido de Katharina Blum, intentaba demostrar cómo una persona corriente se llega a convertir en alguien sin entidad debido a la invasión de su inti­ midad por parte de los medios de comunicación. El de Katharina Blum es un caso llevado a las últimas consecuencias más que un caso corriente, pero está claro que si no se está protegido por el escudo del poder y la fama, la invasión de la propia privacidad puede socavar el propio respeto. La asociación entre la humillación y la violación de la privacidad se puede encontrar en tres aspectos separados pero conexos: 1) la violación de la privacidad puede servir como forma extrema de humillación en la que aquellos que la sufren aparecen como seres que no ejercen el más mí­ nimo control sobre sus vidas; 2) la violación de la privacidad puede ser una muestra de cómo ésta no distingue si las víctimas controlan sus vidas o no; y 3) la violación de la privacidad puede hacer que las personas pier­ dan el control de sus vidas. Aquí me he centrado básicamente en la rela­ ción causal entre la violación de la privacidad y la humillación entendida como pérdida de control, pero ello no quiere decir que la humillación exija necesariamente tal conexión causal, puesto que basta con que sea una muestra de la pérdida de control. El ámbito de lo privado depende de la cultura en la medida en que diferentes culturas pueden establecer los límites de éste en lugares dife­ rentes. Sin embargo, sean cuales fueren los límites, está claro que la mis­ ma declaración de que existe un reducto de privacidad significa que éste es la zona mínima sobre la que el individuo ejerce su control. La invasión de ella puede representar una restricción efectiva de ese control; o quizá su objetivo sea demostrar al individuo que no ejerce ningún control, ni si­ quiera sobre esa pequeña zona; o bien que es indiferente que lo ejerza o no. Por tanto, existe un estrecho vínculo entre la violación de la privaci­ dad y uno de los aspectos más importantes de la humillación: el senti­ miento de no ejercer ningún tipo de control, por mínimo que sea. Una sociedad decente, entendida como una sociedad no humillante, se caracteriza a este nivel institucional básico por el hecho de que no vio­ la la privacidad de los individuos que la componen.

L a in t im id a d

La violación de la privacidad representa a menudo un golpe mortal a la posibilidad de intimidad, que es uno de los componentes esenciales de

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la amistad. Destruir la posibilidad de la amistad significa destruir la posi­ bilidad de la relación de pertenencia más importante de la vida humana, quizá sólo superada por la relación de pertenencia a una familia. La hu­ millación es el rechazo de una persona por parte de un grupo basado en un alto grado de pertenencia. En este caso no se trata tanto de un recha­ zo, sino de la destrucción o, al menos del grave deterioro, de la posibili­ dad de formar la más importante de las relaciones de pertenencia. Cabe distinguir (como hace Alien Silver) entre dos conceptos de amistad. Uno de ellos es la amistad basada en la capacidad de confiar el uno en el otro en los momentos difíciles. Este tipo de amistad es caracte­ rístico de los grupos de soldados, y es algo que perdura en el tiempo en­ tre los veteranos de las unidades de combate («podía despertarlo a cual­ quier hora de la noche y venía sin preguntar por qué»). El otro tipo es la amistad basada en la intimidad compartida, uno de cuyos elementos más importantes es el revelar los más profundos secretos que, caso de ser vox populi, nos convertiría en personas extremadamente vulnerables. El valor de esta información íntima -los «secretos»- reside en su escasez, en su ca­ lidad de ser un bien que se reserva a los propios amigos. El explicar se­ cretos a observadores anónimos representa una devaluación inmediata de esta escasez. Naturalmente, las personas revelan información íntima a personas desconocidas, cuando se precisa asistencia médica o legal, pero se trata de una explicación forzada con una finalidad específica. Por el contrario, el compartir un secreto con un amigo es un acto importante que denota amistad. No se trata simplemente de la búsqueda de com­ prensión, ni de una forma barata de terapia. Por tanto, la violación de la privacidad perjudica más la amistad basada en la intimidad que la que se fundamenta en la confianza en momentos difíciles. Como ya se ha mencionado, las sociedades totalitarias procuran ob­ tener información a fin de explotar la vulnerabilidad de sus miembros. No están especialmente interesadas en la intimidad apolítica, a menos que ésta revele debilidades que puedan ser objeto de chantaje. Las sociedades maledicentes están interesadas en la información íntima por sí misma; porque es la fuente de la que se nutre la maledicencia. También les inte­ resa frustrar amistades que podrían convertirse en alianzas contra el régi­ men. Por ello, éste trata de introducirse en el delicado tejido de las rela­ ciones interpersonales, siguiendo la máxima «divide y gobierna». Y así, el régimen se convierte en el árbitro supremo de las relaciones entre las per­ sonas. En eso consiste su voluntad totalizadora. En las épocas de terror de los regímenes totalitarios -como se reflejan, por ejemplo, en las des­ cripciones del terror estalinista de Nadezhda Mandelstam- la primera víctima del terror es la amistad. En estos terribles momentos el senti­ miento de degradación existe no sólo entre quienes se avienen a tremen­

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dos compromisos y traicionan a sus amigos, sino también entre quienes son traicionados. Aun cuando estos últimos conserven su integridad, se enfrentan a la destrucción de su sentido de pertenencia. Parece que todo ello entre en contradicción con lo que se ha expues­ to hasta el momento. Las sociedades totalitarias han demostrado ser ori­ gen y garantía de sólidas amistades, puesto que en regímenes de este tipo las amistades representan conspiraciones de humanidad contra la inhu­ manidad del régimen. Cualquier persona que haya conocido alguna vez a disidentes soviéticos se habrá sentido conmovida por lo intenso de su amistad. Paradójicamente, es la caída de estos regímenes la que ha dete­ riorado estas antiguas amistades. Cada uno se ve abocado a su propia suerte. Pero los disidentes no son una muestra significativa de nada. Cabe recordar que, en la época en que éstos aparecieron, la naturaleza totaliza­ dora de estos regímenes estaba inusitadamente debilitada en compara­ ción con la aterradora realidad de la era estalinista. Además, deberíamos aclarar la naturaleza de las amistades en estos contextos: ¿son amistades basadas en la confianza o en la intimidad compartida? No me sorprende­ ría llegar a la conclusión de que se trataba, básicamente, de amistades del primer tipo, de amistades en épocas de necesidad. Hasta aquí he intentado averiguar qué aspecto de la violación de la privacidad constituye un acto de humillación a partir del cual podamos concluir que una sociedad es no decente. El chantaje, los compromisos forzados, el rechazo de los desviados, la destrucción de la intimidad y, consecuentemente, de un importante sentimiento de pertenencia son res­ puestas indirectas a una pregunta que parece exigir una respuesta direc­ ta. Y la respuesta que resulta más concluyente de todas es que la violación de la privacidad es, propiamente, un acto humillante por definición. El investigar los aspectos privados de las personas contra su voluntad es el ejemplo prototípico de un gesto humillante. A falta de una justificación seria por motivos de seguridad, como los controles corporales en el aero­ puerto, que pueden contrariar a las personas pero que se hacen con su consentimiento y comprensión, investigar sin permiso la intimidad de las personas es una forma extrema de humillación. Y la violación de la priva­ cidad es una extensión de esta acción. En otras palabras, el respeto hacía uno mismo y la humillación se ba­ san en un espacio privado cuya invasión es un acto simbólico interpreta­ do como humillación, dada la falta de consideración hacia los intereses vi­ tales de la víctima. La incapacidad de proteger las propias áreas de privacidad es un síntoma de indefensión absoluta a la hora de defender los propios intereses básicos. También es una prueba decisiva de la falta absoluta de consideración de quienes invaden la privacidad. La desconsi­ deración radical hacia nuestros intereses expresa una desconsideración

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hacia nosotros como personas. El tipo de actos que se consideran como invasiones a la privacidad (tanto sí ésta se describe espacialmente como de cualquier otra forma) depende de la cultura, pero dicha invasión siem­ pre es un acto capital de humillación. Esto es así aun cuando este acto se pueda interpretar, por ejemplo, como falta de consideración hacia los propios intereses. En resumen, el hecho de que el aspecto físico de la in­ vasión de la privacidad sea un acto paradigmático de humillación es algo que no requiere muchas demostraciones. En la violación de la privacidad hay muchos aspectos deleznables, aunque nuestro problema se limita a una cuestión específica: la humillación.

Capítulo 13 BUROCRACIA

Las personas que se ocupan del estudio de la burocracia se enfren­ tan a tres cuestiones. La primera de ellas consiste en averiguar qué es la burocracia. Se trata, pues, de una cuestión de definición o explicación: ¿se considera, por ejemplo, que el equipo directivo de una gran compa­ ñía de seguros es una burocracia? La segunda es saber qué constituye una buena burocracia. Esta cuestión normativa puede adoptar dos for­ mas distintas: una, cómo caracterizar las tareas a partir de las cuales se juzga una burocracia; la segunda -una cuestión comparativa- es cómo desempeña sus tareas una burocracia pública en comparación con la for­ ma en que se ocupan de tareas similares las empresas que operan en un mercado competitivo. Finalmente, la tercera cuestión plantea qué es lo que hace que una burocracia funcione: ¿qué es lo que conduce a la difu­ sión de la burocracia? ¿Las burocracias se rigen por leyes como el «prin­ cipio de Peters» o la «ley de Parkinson» (una versión de la cual sostiene que los subordinados se multiplican a un ritmo fijo, con independencia del trabajo producido)? ¿La serie Sí, m inistro es una caricatura o un as­ pecto de la realidad? Sin embargo, la cuestión que nos ocupa es otra: ¿qué tipo de buro­ cracia, de haber alguno, es compatible con una sociedad decente? A estas alturas, la respuesta general debería ser obvia: el tipo de burocracia que no humilla sistemáticamente a quienes dependen de ella. El propósito del término restrictivo «sistemáticamente» no es otro que el de distinguir en­ tre la humillación derivada de la naturaleza de la burocracia y la basada en el comportamiento arbitrario de algunos funcionarios corruptos que contaminan toda la institución del funcionariado. Responder a nuestra pregunta implica el análisis de la burocracia a tres niveles: el de la definición, el normativo y el fáctico. Por ejemplo, el problema de la definición se plantea al considerar que el principal estu­ dioso de la burocracia, Max Weber, define al burócrata como la persona que tiene autoridad dentro de su departamento.1 Weber distingue entre oficinistas y administradores: sólo estos últimos tienen autoridad en el de­ 1.

Max Weber, «Bureaucracy», en Guenther Roth y Claus Wittich (comps.), Economy andSo-

ciety, Nueva York, Bedminster Press, 1968.

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partamento para tomar decisiones. Por tanto, considera que únicamente éstos son burócratas; esto es, representantes de las autoridades oficiales. Esta distinción limita grandemente el concepto cotidiano de burocracia, puesto que las personas que necesitan sus servicios entran en contacto, precisamente, con los oficinistas a quienes Weber excluye de la burocra­ cia. Mi uso del término no deriva del uso weberiano, puesto que no sólo incluye a los funcionarios que toman decisiones, sino a toda la gama de trabajadores de oficina. Aquí el término «burocracia» comprende a los funcionarios de oficina de dependencias públicas, financiados con dine­ ro público, y también a los oficinistas de las empresas que disfrutan de un monopolio o casi monopolio económico. En otras palabras, la burocracia incluye a todos los funcionarios impuestos al público (impuestos en el sentido de que los individuos de la sociedad no tienen otra alternativa a ellos, mientras que sí la tienen cuando se trata de negocios en los que hay competencia). Para evitar influencias indeseables en nuestra discusión, debemos explicitar las diversas actitudes que tienen las personas hacia la burocracia. La burocracia tiene mala reputación. En el mejor de los casos, se consi­ dera un mal necesario, y siempre parcialmente superfluo. Uno de los fac­ tores principales que perjudican la reputación del Estado de bienestar es su dependencia esencial de la burocracia. El Estado de bienestar se basa en transferir pagos y prestar servicios al margen del libre mercado, lo cual requiere, por definición, una burocracia; es decir, un sistema administra­ tivo que se ocupe de los pagos y garantice los servicios. La burocracia es el mayor problema de las democracias sociales, y no sólo del socialismo totalitario. El problema reside en que poner en práctica el ideal de la jus­ ticia distributiva en las democracias sociales exige el uso de un sistema irritante. Existe una relación mutua entre la burocracia y los servicios en gene­ ral, y esto es especialmente así en el caso de los servicios propios del Es­ tado de bienestar: es un hecho el que el recorte de la burocracia lleva a un recorte de los servicios. Éste 110 debería ser el caso, puesto que la mayoría de los sistemas burocráticos son bastante ineficientes. Por tanto, parece­ ría que es posible recortar el sistema burocrático sin disminuir el nivel de los servicios. Pero que los sistemas burocráticos no disminuyen de esta manera es una realidad social. A fin de demostrar lo necesarios que son, disminuyen allá donde más perjudican al público: hospitales, escuelas, etc. Además, los sistemas administrativos que no son sistemas de merca­ do se basan en la antigüedad y en las prebendas que ésta lleva consigo. Si hay que despedir a alguien se sigue el principio según el cual el primero se queda y el último se va, que no es el más eficiente de los criterios. Estas últimas observaciones son bastante banales, pero ello no quie­

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re decir que sean erróneas. La actitud de las sociedades basadas en las bu­ rocracias oscila de un extremo a otro: pasa de la hostilidad extrema a la queja no menos extrema cuando se produce un recorte de servicios. El se­ gundo extremo no necesariamente aumenta la aceptación de la burocra­ cia, sino que más bien mitiga de algún modo la hostilidad. La cuestión que nos preocupa no es si la burocracia es irritante, sino si contiene elementos humillantes. Una queja constantemente reiterada contra todas las burocracias tiene que ver con su estilo mecanicista. Las burocracias se basan en relaciones impersonales, y por tanto son indife­ rentes a los individuos y a sus padecimientos, así como absolutamente aje­ nas a su individualidad y singularidad. Esta actitud impersonal a menudo se convierte en inhumana. «Para los burócratas, las personas sólo son nú­ meros», o «los oficinistas sólo ven las instancias, y no las personas que hay tras ellas» son ejemplos familiares de este tipo de críticas. Es decir, se acu­ sa a las burocracias de ver a los seres humanos como no humanos, como números, formularios o «casos». Esta actitud de ver a las personas de ma­ nera mecanicista es humillante en su misma esencia (véase el capítulo 6). Lo interesante es precisamente las cualidades mecanicistas de la bu­ rocracia, como esta actitud impersonal, que para Weber era uno de sus máximos activos. El comparó el feudalismo, basado enteramente en el fa­ voritismo, y la burocracia guillerminiana, que no se fundaba en relaciones personales discriminatorias. En el mejor de los casos, la burocracia evita los caprichos feudales. No se puede hacer favoritismo con personas a las que se desconoce. En los organismos oficiales hay dos formas de «atenerse a las nor­ mas», y ninguna de ellas deja a la burocracia en una situación muy airo­ sa o digna de agradecimiento. Si su caso particular es excepcional y su grave problema exige una atención especial; si no se ajusta a uno de los conjuntos de reglas estandarizadas que rigen su caso, entonces usted se sentirá amargado porque nadie se interesará personalmente por sus cir­ cunstancias particulares. Los funcionarios estrictos que insistirán en que se ciña al lecho de Procusto de las normas artificiales le harán hervir la sangre. Por supuesto, lo que usted quiere es una cierta consideración ha­ cia su caso que actúe en su favor. Si su caso particular es cuidadosamen­ te estudiado y finalmente rechazado, a la ofensa se le añadirá el insulto. Usted no quiere simplemente consideración personal, sino también ob­ tener el resultado deseado. Si, pese a todo, usted se ajusta exactamente a los criterios explicitados en las normas y merece algún tipo de presta­ ción, entonces nada hay más irritante que un oficinista que intenta actuar de manera discrecional. Incluso le irritará que el funcionario pretenda tener algo que decir en el asunto, puesto que uno de los resultados posi­ bles de tal pretensión es que usted tendrá que lidiar con ello y demostrar

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gratitud al funcionario por el «favor» de concederle aquello que en rea­ lidad merece. Si el tener una actitud personal no es simplemente una cuestión de buena educación y de talante amistoso, sino que, además del seguimiento de las normas implica discreción, entonces quizá sea erróneo criticar a los burócratas por no mostrar ninguna actitud personal. Ésta no es sinónimo de actitud humana, en el sentido de actitud considerada. Las normas que no dejan ningún resquicio a la discreción del oficinista que se ocupa del caso bien podrían ser más equitativas y basadas más en los derechos que en la caridad. Pero si las normas son en sí mismas injustas, o incluso de­ leznables (como las leyes de Nuremberg) entonces no hay nada que obje­ tar al hecho de saltárselas en beneficio de las víctimas. Una sociedad con normas deleznables y funcionarios corruptos es preferible a una sociedad con esas mismas normas deleznables y funcionarios estrictos. Un toque personal conseguido mediante un soborno es preferible a una actitud no discriminatoria en la aplicación de normas discriminatorias. Pero no se debe generalizar demasiado en el caso de los malos gobiernos, puesto que los funcionarios corruptos probablemente cometerán mayores abusos con los infelices que no tengan medios para sobornarles. Todos los bue nos regímenes son parecidos, mientras que cada mal régimen tiene su propio estilo. Con el mal no hay lugar para generalizaciones. Weber trabajó a fondo la comparación entre feudalismo y burocracia, entendida como dos tipos ideales de gobierno. En el feudalismo las nor­ mas jurídicas, económicas y organizativas eran aplicadas por las mismas personas carentes de especialización o profesionalización. Una adminis­ tración feudal vive de las concesiones, no de los salarios. Por el contrario, el tipo ideal de la burocracia se prodiga en normas que poseen una fuer­ za general (lo que llevó a Hegel a sostener que la burocracia personifica la protección del interés general). En otras palabras, existen normas válidas para todos los miembros de la sociedad. La burocracia no se basa en re­ laciones personales, sino en normas y roles. Todo cuanto se ha dicho acerca de los tipos ideales de burocracia y feudalismo es cierto. Weber nunca tuvo en cuenta la posibilidad de la monstruosa combinación de «burocracia feudal»; el gobierno de la «no­ menclatura», un gobierno que no se ocupa de nadie que no sea «uno de los nuestros», pero que puede ser muy atento y considerado con los pri­ vilegios especiales de «nuestra gente». Se trata de un sistema administra­ tivo similar al de los estados medievales, donde los funcionarios menores dependían de los superiores y sentían hada ellos una lealtad rayana en el vasallaje. Una burocracia feudal es una creación que opera sobre los dos principios de relaciones personales e impersonales, combinándolas para formar unas relaciones inhumanas.

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La esencia de la humillación es tratar a los seres humanos como no humanos. Sostener que las personas son tratadas como animales, objetos o máquinas son formas aceptadas de decir que están siendo tratadas como no humanas. La burocracia nos da una nueva forma de expresarlo: tratar a las personas como números o como formularios. Estas dos nuevas expresiones, más el hecho de comparar personas con máquinas, constitu­ yen las formas modernas de decir que las personas están siendo tratadas como si no fueran humanas. Otra forma de expresar el tipo moderno de humillación es la idea de que las personas son tratadas como números. La manifestación más extrema de esta idea era el tatuaje grabado por la bu­ rocracia nazi en los brazos de los prisioneros de los campos de concen­ tración. El nombre de una persona es un símbolo de su identidad, con el que ésta se siente profundamente identificada. El hacer que una persona se avergüence de su nombre es un grave acto de humillación. El rechazo sistemático a identificar a una persona por su nombre es un gesto enca­ minado a borrar todo vestigio de su identidad humana. Naturalmente, una alusión metonímica a Magic Johnson como el número 32, o a Larry Bird como el número 33 puede ser una expresión suprema de honor, puesto que estos números de sus camisetas se han convertido en sus sím­ bolos especiales a los ojos de los aficionados al baloncesto. Pero sustituir el nombre de una persona por un número en la cárcel es un acto median­ te el cual la sociedad muestra el rechazo por la persona. Puede significar el rechazo de la «Familia del Hombre». Este es el significado de conside­ rar a los seres humanos como números. A ello se puede responder diciendo que esto no supone ninguna no­ vedad a la hora de tratar a las personas como si no fueran humanas. Tra­ tar a las personas como números se puede considerar como una manifes­ tación de tratar a las personas como animales, puesto que los animales domésticos están marcados con números. Alternativamente, se puede considerar un caso de tratar a las personas como máquinas, puesto que también a los coches se les identifica por sus números de matrícula. Para centrarnos en el núcleo de la idea de que el considerar a los seres humanos como números es otra manifestación de tratarlos como no humanos, hay que trazar la distinción entre rechazo y falta de reco­ nocimiento aunque, probablemente, no todo el mundo aceptará esta distinción.2 Que una persona se sienta tratada como un número puede ser la ex­ presión de un sentimiento en virtud del cual ésta considera que sus valio­ sas cualidades no son apreciadas y que está siendo tratada como un ser 2. Charles Taylor, «The Need for Recognition», en Taylor, The Ethics of Authenticity, Cam­ bridge, Mass., Harvard University Press, 1992; Berlín, «Two Concepts of Liberty».

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anónimo. Ello significa que tratar a una persona como un número puede ser una expresión de falta de reconocimiento que, más que humillar, le­ siona la propia autoestima. Pero lo que interesa aquí es una manifestación más radical de tratar a un ser humano como un número, que expresa el rechazo de esta persona por parte de la «Familia del Hombre» y por tan­ to es una afrenta a su dignidad, constituyendo así una humillación. Una persona puede sentirse insultada por la exigencia misma de re­ llenar formularios en los que tiene que adaptarse a categorías neutrales que no transmiten ninguna de sus características más apreciadas, y puede vivir esta situación como si le estuvieran tratando como un número. Pero nuestro interés se centra no en los casos de insulto por falta de reconoci­ miento, sino en los que implican humillación. Los números son marcas de identificación, y como tales resultan vitales para gobernar una sociedad moderna. Ello incluye los números del pasaporte, del carné de identidad, de la cartilla de la seguridad social, del permiso de conducir, etcétera. En las sociedades premodernas la mera idea de contar a las personas solía considerarse un acto prohibido, quizá porque se percibía como una invitación al ojo maligno o quizá porque se consideraba una forma de tra­ tar a los seres humanos como no humanos. Se podían contar las cabezas de ganado, pero no los seres humanos. Así, por ejemplo, la Biblia nos cuenta cómo el rey David sintió la tentación de censar la población, co­ metiendo un pecado que desencadenó una plaga sobre su pueblo (II Sa­ muel 24). Esto puede ser cierto en el caso de las sociedades tradicionales, pero en las sociedades modernas es difícil ver cómo se podría vivir pres­ cindiendo de las categorías numéricas y de los códigos de identificación. Convertir a un ser humano en un número significa cambiar un códi­ go de identificación por una identidad forzada. Esto sucede cuando las únicas señas de identidad reconocidas por las instituciones sociales, tan­ to si se trata de individuos como de grupos, son las referencias numéricas. Sí, por ejemplo, la única forma de referirse a un preso que tienen las au­ toridades carcelarias es el código numérico que figura en su indumenta­ ria, entonces este preso está siendo verdaderamente tratado como un nú­ mero. Elias Canetti, profundo conocedor de la deshumanización de la vida moderna, escribió una obra (Los Numerados) en la que se describe una sociedad ficticia en la que la marca que se había apoderado de la vida de las personas era el número. El número, que supuestamente represen­ taba la fecha en la que estaban condenados a morir, estaba registrado en una cápsula que llevaban colgada alrededor del cuello. El señor Cincuen­ ta (Fünfzig) se rebelaba y descubría que, en realidad, las cápsulas estaban vacías. Lo que descubrió es que las etiquetas numéricas no estaban co­ nectadas con ninguna característica real de esas personas, ni siquiera la fecha en la cual estaban destinadas a morir. Los códigos de identificación

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numérica se basan en el lugar que ocupamos en una secuencia, y no en ninguna característica con la que las personas puedan identificarse en rea­ lidad. El código número permite que otros identifiquen sin ningún senti­ miento de identidad por parte de la persona que posee dicho código. Es al emplear este código a expensas de la identidad cuando se está tratando a los seres humanos como números. Pero tanto sí tratar a las personas como números es una vieja o nueva manifestación de tratarlas como no humanas, y tanto si se basa en tratar a las personas como animales o como números, es altamente probable que la burocracia se perciba como algo que trata a las personas de manera hu­ millante, de manera bastante parecida a tratarlas como números. Para mi descripción de la sociedad decente sería de utilidad ver la burocracia en acción. Una forma de hacerlo, es examinar el papel que ésta desempeña en el Estado de bienestar.

Capítulo 14 LA SOCIEDAD DEL BIENESTAR

Muchos autores se han ocupado ya de estudiar exhaustivamente las fuentes ideológicas y el sustrato real del crecimiento del Estado y la so­ ciedad de bienestar.1El carácter ecléctico de la idea de bienestar social in­ dica que las fuentes del río del bienestar proceden de diversas corrientes: la cristiana, la socialista y la estatista (Bismarck). A menudo éstas han lle­ vado a concepciones contrapuestas del carácter de la sociedad del bien­ estar, y especialmente a justificaciones contrapuestas de la necesidad de dicha sociedad. Algunos pensadores justificaron la necesidad de los ser­ vicios bienestaristas aduciendo que éstos son necesarios para proteger el sistema capitalista, puesto que ofrecen una red de seguridad social para los perdedores de la carrera económica que, de otra manera, podrían so­ cavar el sistema. Por el contrario, otros pensadores consideraron el Esta­ do de bienestar como una forma moderada de socialismo compatible con una economía de mercado, aunque excluya del mercado algunas áreas im­ portantes como la sanidad, la educación y las pensiones de jubilación. Mi propio interés en la sociedad del bienestar se centra en la relación entre ésta y la sociedad decente. Entre los orígenes históricos de la idea del bienestar se encuentra la noción de la necesidad de erradicar el trata­ miento degradante a los pobres, del tipo representado en la ley de paupe­ rismo inglesa. Esta ley, con todas las transformaciones sufridas desde la época de Isabel I, desempeñó un papel notable en el uso de la humilla­ ción como elemento disuasorio contra la explotación del bienestar por parte de las personas que esperaban alimentos gratuitos. La idea era que el proporcionar a la gente el pan de la caridad estimularía la pereza y una indeseable dependencia de la sociedad. La forma de disuadir a los pere­ zosos de pedir ayuda consistía en ofrecer tal ayuda en unas condiciones especialmente humillantes. Así, se aseguraban de que cualquiera que pu­ diese aceptar tan degradantes condiciones no tenía otra alternativa. La frase «pobre picaro» era una muestra de profunda sospecha hacia los des­ heredados de la fortuna. Esta frase no sólo era un vestigio del terrorismo 1. Maurice Bruce, The Corning of the Welfare State, Londres, B.T. Batsford, 1961; A. William Robson, Welfare State and Welfare Society: lllusion and Reality, Londres, George Alien & Unwin, 1971; Harold L. Wilensky, The Welfare State and Equality, Berkeley, University of California Press, 1975; Richard M. Titmuss, Essays on the Welfare State, Londres, Unwin University Books, 1950.

de los mendigos errantes en una sociedad sin alumbrado en las calles. La sospecha se basaba en la creencia de que los pobres debían avergonzarse de su situación. Se consideraba necesario separar a los pobres que en rea­ lidad podían trabajar, llamados indigentes, de aquellos que no podían ha­ cer nada para remediar su situación. Esta distinción se trazaba a partir de su buena disposición a vivir en los asilos para pobres. Allí, en los asilos, se empleaba una disciplina estricta (lo que no es nada más que un eufemis­ mo para denominar el envilecimiento moral y la humillación) para mejo­ rar la moral de los pobres perezosos y estafadores. George Lansbury, tras efectuar su primera visita al asilo para pobres del que estaba a punto de convertirse en administrador, escribió que en ellos «se hacía todo lo posi­ ble para infligir degradación mental y moral».2Los pobres eran sometidos a la prueba de los asilos mientras que, en palabras del doctor Johnson, quien verdaderamente hubiera debido someterse a ella era la sociedad en su conjunto: «Lo que verdaderamente da la medida de la civilización es una preocupación decente por los pobres».3 Este recorrido por el mundo de Dickens no es un arcaísmo irrelevan­ te en el mundo actual. Las sospechas que recaen sobre los pobres fraudu­ lentos, que no son más que explotadores perezosos que meten sus vampíricos dedos en los bolsillos públicos, sigue nutriendo la oposición al Estado de bienestar y a quienes necesitan de él. El deseo de someter a los necesitados a humillantes pruebas que acrediten su condición de tales no es algo que haya pasado totalmente a la historia. La realidad dickensiana se puede haber desvanecido en los Estados de bienestar desarrollados, pero el deseo de emplear pruebas humillantes como elemento disuasor de falsas demandas y peticiones sigue existiendo. Se ha presentado aquí una de las causas históricas del establecimien­ to del Estado de bienestar como el deseo de eliminar la manera humillan­ te en que se socorría a los pobres en las sociedades que confiaban en la fi­ lantropía. Pero una queja contra la sociedad del bienestar es que ésta también es humillante. No sólo no evita la humillación, sino que en reali­ dad son sus propias instituciones las que la originan. La sociedad del bienestar crea personas dependientes que carecen de respeto hacia sí mis­ mas, que están dispuestas a vender su derecho natural a la autonomía y al orgullo personal por un plato de lentejas de las cocinas públicas. Es una sociedad paternalista que se arroga el derecho a sustituir el propio juicio de las personas sobre lo que es bueno para ellas por su propia discreción. Es una sociedad que perpetúa la ciudadanía de segunda clase de los ne­ cesitados y que, en la práctica, les concede un estatus de seres humanos 2. Bruce, The Corning ofthe Welfare State, pág. 109. 3. Ibíd., pág. 51.

no adultos. Así, la conclusión es que una sociedad decente no debe ser una sociedad bienestarista, puesto que éstas son degradantes. Nos encontramos pues antes dos supuestos antagónicos: por una par­ te, la sociedad del bienestar es una condición necesaria de la sociedad de­ cente, puesto que únicamente la sociedad del bienestar puede erradicar la humillación institucional que impide que una sociedad sea decente. Des­ de la perspectiva contraria, la sociedad del bienestar es degradante en sí misma, y su humillación es institucional, de manera que no puede ser una sociedad decente. Discutamos primero el supuesto según el cual la sociedad del bienes­ tar es un complemento esencial de la sociedad decente, puesto que es una salvaguarda contra unas condiciones de vida degradantes como la pobre­ za, el desempleo y la enfermedad. Una parte considerable de la discusión se centra en la cuestión de si la pobreza, el desempleo y la enfermedad son verdaderamente condiciones de vida humillantes. Sin embargo, no debemos olvidar que nuestro interés actual en la sociedad del bienestar se limita a la cuestión de si evita o fomenta la humillación.

L a p o b r e z a y l a h u m il l a c ió n

En primer lugar debemos distinguir entre el Estado de bienestar y la sociedad del bienestar. Un estado de bienestar es una sociedad en la cual el Estado proporciona los servicios bienestaristas. Una sociedad del bien­ estar es aquella en la que las organizaciones voluntarias, o cuasi volunta­ rias, ofrecen estos servicios. El Estado de Israel, por ejemplo, es un Esta­ do de bienestar. El asentamiento judío en Palestina en la época del mandato británico constituía una sociedad del bienestar. Estamos tratan­ do de la sociedad del bienestar, pero la forma más conveniente de ilus­ trarla es mediante el ejemplo del Estado de bienestar. La humillación no es necesariamente el resultado de un intento de humillar. Puede ser el resultado de condiciones de vida producidas por instituciones o individuos. Por ejemplo, una recesión que origina una ola de desempleo puede ser muy bien el resultado esperado de una política monetaria antiinflacionista, pero también puede ser (y en muchos casos es) un resultado imprevisto del comportamiento económico. Se supone que una sociedad del bienestar no sólo mejora la humillación institucio­ nal, sino también las condiciones de vida degradantes, como el desem­ pleo, que, generalmente, no responde a ninguna planificación. No todos los tipos de infortunio son causa de humillación. La cues­ tión es cómo podemos juzgar cuando las condiciones de vida que causan el infortunio humano deben considerarse humillantes. La pobreza es un

caso paradigmático para someter a prueba el problema de cuándo deno­ minar humillantes determinados estados de cosas o condiciones de vida; estados de cosas que son el resultado de la acción humana, pero realiza­ dos sin intención de humillar a nadie. Por tanto, nuestra cuestión central es si la pobreza como tal es humillante. La cuestión no estriba en si las personas pobres se sienten humilla­ das, sino en si tienen razones para sentirse de esta manera. La peor de las pobrezas puede embotar el sentimiento de degradación, pero ello no de­ bería eliminar la justificación de ello. Para abordar esta cuestión propon­ go un poema de Hayyim Nahman Bialik. Un poema no es un argumento, pero puede convertirse en él. El poema Viudedad, de Bialik, en el que el poeta muestra su aflicción por la pobreza de su madre viuda, además de una devastadora descripción de la indigencia, contiene un argumento im­ plícito. Al poeta no le cabe ninguna duda de que la pobreza es humillante «puesto que deshonra la grandeza del hombre». Incluso desafía a Dios: «¿Cómo Dios vio y consintió que la gloria de su imagen en la tierra se convirtiera en un demonio destructivo?». El poeta describe cómo la dig­ nidad humana fue creada a imagen de Dios, y cómo esta dignidad ha sido destruida. Estas expresiones poéticas son una forma enfática de decir que la pobreza es humillante. Pero Bialik ofrece también una descripción de los aspectos de la pobreza que hacen que ésta sea humillante: Sobre las ruinas de su hogar y de la desolación de su vida se encontró súbi­ tamente expuesta y asolada, sin refugio ni seguridad sola e indefensa, abandonada a su alma y a su fracaso gusano entre gusanos humanos como ella, criatura agraviada y oprimida mujeres infelices y amargadas, de formas retorcidas y terribles rostros despojadas de gracia y caridad, perdida toda semejanza a madre y esposa, una turba lisiada... Enfurecida por perros de presa aullando en feroz esca­ ramuza, sobre cada fractura abierta y cada pedazo de carne pútrida lanzada azarosa­ mente frente a ellos. (traducido por H arold Schimmel)

Los aspectos de la pobreza degradante que corroen la dignidad hu­ mana son la falta de cobijo y refugio; el estar «sola e indefensa», la vulne­

rab ilid a d y el desamparo total; el abandono al fracaso; la lucha por la vida, que es una batalla de perros sobre un hueso fracturado, el ser reba­ jado a la condición de bestia en una desesperada lucha por la existencia; la pérdida de toda apariencia de mujer y madre, la incapacidad de ali­ mentar a los propios hijos. Todo ello unido a la inmundicia: la pérdida de la apariencia física normal, de interés y de todo afán por la vida; una in­ sultante sordidez «que cubre como una excrecencia las bocas» de aque­ llos contra quienes compite por la existencia; la falta de solidaridad bási­ ca entre las mujeres dolientes; la humillación por parte de quienes «casualmente» lanzan «los huesos fracturados», la «carne pútrida», sin compasión ni comprensión alguna, como si tirasen un hueso a un perro vagabundo. A diferencia de esta visión humillante de la pobreza, la perspectiva cristiana de ella, aun de la pobreza más terrible, es ennoblecedora: «De los pobres es el reino de los cielos» (Mateo 5:3). La idea es que las pose­ siones materiales impiden que los humanos realicen su noble vocación como poseedores de un alma. Ser pobre significa estar libre de todo lo superfluo y de todas las trampas del materialismo, y por ello la pobreza no corrompe, sino que dignifica. El problema de la sociedad no es cómo eli­ minar la humillación eliminando la pobreza, sino cómo eliminar lo humi­ llante de la pobreza. En cuanto a la posibilidad de eliminar la propia pobreza, cristianos y judíos se enfrentan a un texto contradictorio. En el Deuteronomio en­ contramos dos formas de ver la cuestión expresadas en el mismo capítu­ lo, el quince. Por una parte, el versículo 11 expresa el precepto que guió a los fieles puritanos y Victorianos: «Porque nunca faltarán pobres en la tierra». Por otra parte, en el versículo cuarto se expresa que es posible una sociedad sin pobreza: «Y no habrá pobres entre vosotros». La pobreza noble exige dos condiciones: la primera, que los pobres no tengan una familia a su cargo; la segunda, que la pobreza sea volunta­ ria. En el cristianismo y el budismo la pobreza noble es la pobreza del monje y de la monja. La reevaluación de la pobreza, en el sentido de eli­ minar de ella la humillación, está destinada a verse limitada a la pobreza voluntaria y a la pobreza de quienes no tienen hijos. La reevaluación de la pobreza como algo noble es similar a la actitud estoica en su variante cínica. Lo que escribí al principio del libro sobre la actitud estoica ante la humillación o, para ser más precisos, sobre la creen­ cia estoica según la cual la pobreza no es humillante, es aplicable también a la idea de la pobreza noble. La noción de pobreza es relativa. Una persona que es pobre en Cali­ fornia puede desenvolverse bien en Calcuta. Pero ser pobre no significa estar en el último decil de la renta. La pobreza no se define con relación a

la distribución de renta, sino al concepto social de las condiciones míni­ mas de la existencia. Este mínimo está conectado a la concepción social de qué es lo necesario para vivir una vida humana. El mínimo refleja el concepto de humanidad imperante en cada sociedad, así como una idea de umbral de ciudadanía económica en dicha sociedad. Hasta aquí se han mantenido separadas las nociones de autoestima y automerecimiento. Pero cuando se trata de poner un umbral a la autoes­ tima, se hace muy difícil mantener este tipo de separación, especialmente cuando la pobreza se define como fracaso, un fracaso cuyo penoso efecto es que la pobreza podría dejar a los pobres sin ninguna posibilidad de vi­ vir una vida valiosa. Para que una vida sea valiosa no es preciso equipa­ rarla a la forma de vida preferida, pero si requiere, cuando menos, una posibilidad de que sea una forma de vida que la persona pueda respetar y considerarla digna de ser vivida. La pobreza impide acceder a las formas de vida que las personas consideran dignas. Además, existe el sentimien­ to de que ser pobre es el fruto de un fracaso total. Cargar las culpas del fracaso a los pobres fue una de las manifesta­ ciones de fariseísmo de la Ley de Pauperismo. El cambio de actitud hacia los pobres que llevó al surgimiento de la sociedad del bienestar surge, sin embargo, del severo golpe asestado a la idea de los pobres como respon­ sables de su situación: los ciclos de las economías capitalistas han dejado a demasiadas personas fuera de los circuitos de trabajo como para que siga siendo creíble que su pobreza sea consecuencia de su pereza o de su afición al alcohol. También el reclutamiento masivo para los ejércitos na­ cionales llevó a un cambio de actitud con respecto a los soldados indi­ gentes, a los que, súbitamente, se les reconoció cuando menos el poder de contribuir al esfuerzo bélico. Pero aunque la creencia según la cual ser pobre es consecuencia de una carencia moral ha perdido parte de su fuer­ za, no ha perdido totalmente su vigencia y actúa como una envenenada arma arrojadiza en el ataque al Estado de bienestar. La injustificada afirmación según la cual la pobreza en general es el resultado del fracaso de los pobres no es más que eso: una afirmación in­ justificada que, al propio tiempo, disminuye el honor social de los pobres. Pero ¿por qué el afirmar que la pobreza de una persona es sinónimo de fracaso disminuye su dignidad personal como ser humano? El suspender un examen que puede ser crucial para la propia carrera, tanto si es un fra­ caso comprensible como si no, impide, al menos temporalmente, que la persona pueda seguir la vida en la forma que le parecía más preferible. Este fracaso puede ser muy doloroso, pero no hay razón para rechazar a la persona como ser humano. Cualquier reconsideración de la persona que ha fracasado, ya sea por parte de la sociedad por ella misma, es una evaluación de sólo un aspecto, por importante que sea, del ser humano.

Pero considerar que la pobreza es un fracaso incluye implícitamente un juicio global de la persona como alguien indigno, que no puede siquiera asegurar las necesidades mínimas de la existencia. Ver la pobreza como algo que cierra toda posibilidad de vivir una vida digna a los ojos de los mismos pobres hace que éstos a su vez se sientan indignos, como si efec­ tivamente creyeran que son incapaces de vivir una vida digna. Es alta­ mente probable que el fracaso total se entienda como haber fracasado como ser humano, y no simplemente en un trabajo concreto. Cuando la acusación de fracaso es infundada resulta especialmente cruel y perversa, puesto que tal acusación es también humillante. De todo ello cabe concluir que la pobreza es humillante. El Estado de bienestar fue creado para erradicar la pobreza o, cuando menos, para eliminar algunas de sus características humillantes. La sociedad del bien­ estar intenta hacer lo propio, si bien de manera distinta a la de la sociedad caritativa, que emplea la compasión como elemento motivador para que sus miembros sean solidarios con los pobres.

L a l á s t im a *

La pobreza es un tema importante en una sociedad caritativa, una so­ ciedad que da caridad a los pobres, ya sea directamente o mediante cues­ taciones públicas, aunque voluntarias. La emoción que motiva a la socie­ dad caritativa, como algo distinto de la emoción que supuestamente la justifica, es la lástima. Los fundadores del Estado de bienestar intentaron eliminar el sentimiento de lástima como motivo y justificación del apoyo a los necesitados. El que los pobres reciban caridad no sólo se debe a la lástima, aun­ que ésta juega un papel importante a la hora de dar limosna. La mendici­ dad es humillante. Los rabinos, en su comentario de la Torá, intentaron mitigar el aspecto humillante del tener que mendigar de puerta en puerta diciendo «Dios está en la puerta, con el mendigo» (Midrash Leviticus Rabbah). Pero el intento de mitigar la humillación es inútil aun cuando el donante actúe de corazón, puesto que la situación básica de la mendici­ dad es humillante. Por el contrario, la caridad se considera una emoción enaltecedora, y el ser caritativo es una de las principales cualidades hu­ manas. La caridad o misericordia es el primero de los trece atributos de * Se ha optado por traducir el término pity por «lástima» puesto que, como verá el lector/a, en esta sección el autor distingue claramente el significado de las expresiones pity y compassion, atribu­ yendo a la primera un mayor distanciamiento personal con respecto a las personas hacia quienes se siente lástima, mientras que la compasión implica una relación de simetría, de mayor proximidad, con la persona compadecida. (N. déla t.)

Dios (véase Éxodo, 34:6-7), y en la oración judía a Dios se le denomina «el Padre misericordioso». La tensión es palpable: por una parte, la cari­ dad es una cualidad que enaltece al donante; por otra, la mendicidad es humillante. Esta tensión es inherente a la caridad, que oscila entre la lás­ tima y la compasión. Uno de los más fervientes defensores de la necesidad de reconsiderar la emoción de la compasión* (Mitleiden) fue Nietzsche.4 Su crítica de la compasión como emoción moral es de gran importancia como crítica de la sociedad caritativa. La sociedad del bienestar intenta responder a los problemas que la sociedad caritativa procuraba solventar, aunque sin apoyarse en la compasión. Cuando Nietzsche defendía la necesidad de re­ considerar todos los valores no pedía simplemente que los valores acep­ tados se sustituyesen por otros, sino que demandaba una evaluación de segundo orden de valores de primer orden: que los valores hasta entonces considerados deseables se considerasen indeseables, y a la inversa. El cri­ terio para evaluar valores es ver en qué refuerzan y en qué debilitan la perfección humana. Ésta es la forma de entender la crítica nietzscheana a la moralidad de la compasión. Según Nietzsche, la moral debe empezar con una actitud reflexiva a partir de la cual el individuo emprende accio­ nes para perfeccionarse. Sólo si el individuo se ocupa verdaderamente de su propia autenticidad podrá ser generoso con los demás. El tipo de mo­ ralidad que arranca con la compasión hace que el individuo se abandone a sí mismo y adopte una postura sentimental hacia el otro. Para Nietzs­ che, el sentimentalismo es una emoción que carece de la crueldad necesa­ ria para percibir en su justa medida lo que verdaderamente se puede ha­ cer para ayudar al otro. El perfeccionarse a uno mismo exige que el individuo modifique sus valores con respecto a sus ideas sobre el orgullo. En lugar de estas ideas aceptadas, debe adquirir una noción de orgullo coherente con el superhombre ( Übermensch). Nietzsche no fue el primero en criticar la emoción de la compasión. Spínoza lo hizo mucho antes que él,5 afirmando que ésta se basa en una ilusión metafísica: de la misma manera que no nos compadecemos de un niño porque no sabe hablar, tampoco debemos compadecernos de los de­ fectos de una persona. Tales defectos son el resultado del mismo tipo de necesidad que impide que el niño hable. Pero para el tema que nos ocu­ * Aunque aquí el autor emplea el término pity (que en esta sección, tal como se explica en la an­ terior nota de la traductora, se ha traducido por lástima) para referirse a la emoción criticada por Nietzsche, hemos optado por traducirlo aquí como «compasión», puesto que así es como figura en la traducción castellana de la Genealogía de la Moral, de Andrés Sánchez Pascual. 4. Nietzsche, On the Genealogy of Moráis, Prefacio. 5. Benedict Spinoza, Ethics, en Edwin Curley (comp.), The Collected Works ofSpinoza, Princeton, Princeton University Press, 1985.

pa Nietzsche es el principal crítico de la emoción de la compasión, pues­ to que la compara con la dignidad humana. El problema es que la com­ para con el tipo erróneo de dignidad humana: el honor y el orgullo del su­ perhombre. El concepto de honor que aquí nos concierne es el honor de los seres humanos tal y como verdaderamente son. Por ello, las preguntas que debemos formularnos en esta discusión son: ¿Qué hay de malo en compadecerse de los necesitados? ¿Qué hay de malo con esta emoción, si en realidad hace que las personas ayuden a los que están en mala situa­ ción? Y, finalmente, ¿hay alguna razón de peso que nos haga sentirnos humillados si alguien se compadece de nosotros? Indudablemente, sufri­ mos el problema por el cual nos tienen compasión, pero ¿por qué debe­ ríamos también sentirnos humillados? Las relaciones que se rigen por la lástima son asimétricas. En la emoción de la lástima hay un cierto sentimiento de superioridad: «Esto te ha pasado a ti, pero no puede sucederme a mí». Es esta asimetría la que distingue la lástima de la compasión. La compasión es, potencial­ mente, una relación simétrica. Cuando alguien hace un acto caritativo impulsado por la lástima, implícitamente se supone que el beneficiario de éste debería sentirse agradecido. El sentimiento de lástima no deja lugar a la posibilidad de que el donante puede verse a su vez necesitado de que algún día alguien sienta lástima por él. Antes al contrario, el que siente lástima asume implícitamente que es intrínsecamente superior a la persona que le inspira tal sentimiento. Su lástima es un elemento pro­ tector, como si fuese inmune a los problemas y a la aflicción. Sin em­ bargo, cuando el talante del donante carece de este tipo de protección, la relación deja de ser una relación de lástima para convertirse en una relación de compasión. Por lo general, la distinción que hago entre «lás­ tim a» y «compasión» es altamente infrecuente, puesto que las dos pala­ bras se usan indistintamente. Pero no por ello deja de ser una distinción relevante. Quienes son objeto de lástima no carecen de razón al sospechar que no se les respeta, puesto que lo que la suscita es el desamparo y la vulne­ rabilidad. Si las personas siguen manteniendo el control de sus vidas, no son objeto de lástima aunque se encuentren seriamente afligidas. Se tiene lástima a las personas que han perdido importantes fuentes de autoesti­ ma, que están a punto de perder los medios para defender su respeto ha­ cia sí mismas. Nietzsche, el implacable crítico de la compasión, afirma que esta emoción apunta hacia la naturaleza animal del hombre, hacia aquello que humanos y animales tienen en común. La lástima no se basa esencialmen­ te en el aspecto humano del hombre. Se tiene lástima de una persona de la misma manera en que sentimos lástima por las muestras de sufrimiento

de los animales: el gañido de un perro, el maullido de un gato hambrien­ to, el ver a un loro enjaulado. En resumen, la lástima es fundamental­ mente una respuesta al sufrimiento físico. Los pobres que son objeto de la actitud sentimental de la lástima se convierten en la encarnación de la inocencia, como la mirada triste de los caballos a los que acaban de apre­ sar con un lazo. El sentimentalismo enmascara las emociones presentan­ do a sus objetos como la personificación de la inocencia, carentes de vo­ luntad o personalidad propia. Uno de los aspectos negativos de la lástima lo es también del sentimentalismo en general: ambos distorsionan moral­ mente la naturaleza de sus objetos. La piedad es un sentimiento religioso que incluye una obligación in­ condicional hacia el otro (especialmente los dolientes) que emana de una sincera conciencia religiosa. Desde el punto de vista religioso, la sociedad verdaderamente justa se basa en la piedad más que en la lástima; en una obligación hacia los pobres derivada de la obligación que el hombre tiene para con Dios, y no en la condescendencia hacia los pobres. Para las per­ sonas religiosas, el que Nietzsche fuese incapaz de experimentar este sen­ timiento se debe más bien a un defecto del propio Nietzsche que a algún problema con el sentimiento. Naturalmente, Nietzsche no hubiese aceptado la distinción entre pie­ dad y lástima. Pero fuera cual fuese su postura al respecto, mi obligación es basar la sociedad decente en el planteamiento humanista. Una socie­ dad justa basada en la piedad no satisface esta condición. En resumen, el Estado de bienestar intenta eliminar la humillación nacida de la lástima en dos niveles: intenta eliminar las condiciones de vida degradantes de la pobreza o, cuando menos, mitigarlas sustancial­ mente. Además, intenta eliminar la propia pobreza sin recurrir al insul­ tante, y quizás también humillante, recurso de la lástima, la emoción que impulsa la sociedad caritativa. La

s o c ie d a d d e l b ie n e s t a r c o m o s o c ie d a d h u m il l a n t e

No se puede decir que Ludwig von Mises fuese partidario del Estado de bienestar, aunque, sin embargo, era consciente de los elementos humi­ llantes existentes en la sociedad caritativa a la que se propuso dar una al­ ternativa: El indigente carece de base legal para exigir la consideración de la que es objeto. El indigente depende de la misericordia de las personas benevo­ lentes, de los sentimientos de compasión que su estado provoca. Lo que re­ cibe es una donación voluntaria por la que debe agradecimiento. Ser men-

digo es vergonzoso y humillante. Es una condición insostenible para un hom bre que se respeta a sí mismo.6

Sin embargo, Von Mises no veía claro que el sustituir a las personas caritativas por los funcionarios del Estado de bienestar pudiese resolver la cuestión, puesto que apreciaba una cierta equivalencia entre la humi­ llación de los indigentes en la sociedad del bienestar y en la sociedad ca­ ritativa. Lo que aquí nos interesa es averiguar si la competencia entre el fi­ lántropo y el burócrata, entre la sociedad caritativa y la sociedad del bienestar, acaba realmente en un empate, o si la sociedad del bienestar mejora o empeora la humillación de los necesitados inherente a la socie­ dad caritativa. La comparación entre el filántropo y el funcionario como represen­ tantes de la sociedad de la caridad y de la sociedad del bienestar, respec­ tivamente, presupone que la sociedad del bienestar es esencialmente bu­ rocrática. Por tanto, las quejas dirigidas contra la sociedad del bienestar son básicamente las mismas que las que se centran en el potencial humi­ llador de la burocracia. Si la sociedad del bienestar es realmente humi­ llante por naturaleza propia, no es preciso reformular lo ya comentado sobre los elementos humillantes de la burocracia, que es aplicable tam­ bién a la sociedad del bienestar. Hemos abordado ya el argumento según el cual existe una conexión necesaria entre bienestar y burocracia. La sociedad del bienestar intenta mejorar la situación de los discapacitados, las personas mayores, los de­ sempleados y los pobres, sin recurrir al mecanismo del mercado. Por con­ siguiente, ello requiere un cuerpo administrativo no apoyado ni regulado por éste. Este cuerpo administrativo es el responsable de ofrecer servicios y transferir las prestaciones económicas a los necesitados. Así pues, la bu­ rocracia forma parte de la estructura de la sociedad del bienestar. Los tér­ minos «burocracia» y «cuerpo administrativo» nos hacen evocar una ima­ gen de todo el sistema compuesta por unos oficinistas tomando café sentados tras sus mesas de trabajo. Sin embargo, entre los funcionarios de una sociedad del bienestar encontramos una amplia gama de profesiones: enfermeras, trabajadores sociales, y otros similares. Naturalmente, esto sólo es así cuando es la propia sociedad del bienestar la que presta los ser­ vicios, y no se limita simplemente a un cuerpo administrativo que trans­ fiere subsidios a los pobres para que éstos adquieran sus propios servicios en el mercado. El que una sociedad del bienestar proporcione un abani­ co limitado de servicios no implica necesariamente que ésta restrinja la 6. Ludwig von Mises, Human Action: A Treatise on Economics, 3.“ edición revisada, Chicago, Henry Regency, 1966, pág. 238. (Traducción al castellano en Unión Editorial.)

cantidad de dinero que destina a los necesitados. En este tipo de socie­ dad, el concepto de burocracia se limita a su mínima expresión, abarcan­ do tan sólo a los administrativos. Una sociedad del bienestar que se dedi­ ca exclusivamente a la provisión de subsidios tiene una burocracia mucho más restringida, pero ni aun así puede prescindir totalmente de ella. Ciertamente, la sociedad del bienestar está sometida a otro tipo de objeciones, además de la que considera que el principal problema de la misma es su naturaleza burocrática, que merma el respeto hacia sí mis­ mas de las personas necesitadas de sus servicios. Una de las principales críticas relativas al aspecto humillante de la sociedad del bienestar es que ésta perjudica la autonomía de los necesitados, convirtiéndolos en pará­ sitos tan adictos a los subsidios públicos que son incapaces de confiar en sí mismos. Desde el punto de vista de los necesitados, el dinero que les proporcionan los servicios bienestaristas es un dinero fácil. Pueden con­ seguirlo sin necesidad de trabajar, y por ello se sienten fuertemente mo­ tivados a seguir dependiendo de estas prestaciones en lugar de valerse por sí mismos. Una vez realizado el gesto humillante de aceptar estos ser­ vicios, consideran que bien pueden disfrutar de los «dividendos» de su humillación. A consecuencia de ello, el Estado de bienestar priva a los necesitados de la capacidad y la autoridad para decidir libremente sus propios asun­ tos, expresando así su autonomía individual ante el paternalismo de los funcionarios. Con todo, esta crítica al Estado de bienestar admite que si éste transfiriese pagos en lugar de proporcionar servicios, sería menos hu­ millante que el Estado de bienestar ordinario, puesto que permite que los necesitados tomen decisiones en aspectos relevantes de sus vidas. Contra este planteamiento hay quien sostiene que los pobres no sólo necesitan subsidios complementarios, puesto que también precisan servi­ cios y productos específicos. A menudo, la pobreza se asocia con una cul­ tura de la pobreza, una de cuyas manifestaciones es que los pobres tienen un orden de prioridades que no refleja lo que realmente necesitan. La crí­ tica habitual es que los pobres son capaces de gastar el dinero que reciben en alcohol en lugar de en medicinas para sus hijos. Una tasa de renta ne­ gativa aumenta el consumo de los miembros de la cultura de la pobreza, pero no de las necesidades cuya carencia les define como necesitados. Lo que se consume en una cultura de la pobreza, como las drogas y el alco­ hol, constituye una pérdida de autonomía bastante más grave que cual­ quier intervención paternalista de los trabajadores sociales bienintencio­ nados. Cuando antes aludí a la familia del pobre señalé un punto especial­ mente importante. A menudo se habla de la dignidad humana como si la sociedad estuviese compuesta por individuos que toman sus propias de­

cisiones por sí mismos cuando, en realidad, los cabezas de familia suelen tomar decisiones que afectan a quienes dependen de ellos. Quizás esta merma de autonomía del cabeza de familia puede servir para asegurar una mayor autonomía para el resto de sus miembros. Los argumentos antagónicos que acabamos de presentar obtienen su fuerza de las imágenes de la sociedad del bienestar a las que nos solemos aferrar. Aquí es fácil cometer errores e identificar la sociedad del bienes­ tar con nuestros potentes estereotipos de los que son sus protagonistas principales: por una parte, los trabajadores sociales bienintencionados que se dedican incondicionalmente a las familias de las que se ocupan; por otra, las brutales visitas nocturnas de los inspectores a los hogares de las madres solteras para comprobar si hay algún hombre escondido bajo la cama. Muchas de estas cuestiones son de tipo fáctico, y por ello poco se puede añadir a ellas. Por ello, creo que es preferible comparar los aspec­ tos humillantes de la sociedad caritativa y de la sociedad del bienestar a partir de los tipos ideales de ambas sociedades, y no de lo que sucede en realidad. Por tipos ideales entiendo no sólo tipos ideales de personas, sino también los principios que impulsan la caridad como algo distinto de la sociedad del bienestar. Debemos recordar que los funcionarios que asociamos con la sociedad del bienestar no pertenecen exclusivamente a este tipo de sociedad. También las sociedades caritativas tradicionales es­ taban a menudo regidas por funcionarios designados ex profeso para ello, y no sólo por voluntarios o por personas elegidas para hacer colectas de caridad. Las organizaciones de beneficencia musulmanas en las grandes ciudades, las de la Iglesia y las fundaciones benéficas de las sociedades ju­ días tradicionales poseen todas ellas una importante estructura burocrá­ tica. Ni siquiera las recolectas de dinero se basan simplemente en contri­ buciones voluntarias, aunque es un tipo de imposición dotado de un considerable poder de persuasión para hacer que las personas contribu­ yan. No importa mucho que el impulso a contribuir de las personas se deba a la presión social (por ejemplo, en la forma de una excomunión que puede comportar la ruina económica) o a las sanciones institucionales. Por tanto, se trata de comparar los principios que, en ambas socieda­ des, impulsan la ayuda que éstas ofrecen a los necesitados. En el mejor de los casos, la sociedad caritativa se basa en el principio de benevolencia, y la sociedad del bienestar en el principio del derecho. En mi opinión, una sociedad que asiste a los necesitados por el derecho que éstos tienen a la asistencia es menos humillante, en principio (y sea cual fuere la forma en que se presta dicha ayuda), que una sociedad basada en la benevolencia. Como ya se ha mencionado, esta afirmación se basa en los tipos ideales que, como su nombre indica, son más ideales que reales. Idealmente, la

sociedad del bienestar debería ser menos humillante que la sociedad ca­ ritativa. Pero afirmar que la sociedad caritativa está impulsada por el principio de benevolencia no implica que la caridad sea realmente fruto de la benevolencia en el sentido de ser un acto no obligatorio. La caridad es una de las obligaciones importantes de las sociedades caritativas tradi­ cionales. La idea es que, aun cuando el donante tiene la obligación de dar, el receptor recibe la caridad más en calidad de regalo que de derecho. En otras palabras, las obligaciones nada tienen que ver con los derechos. La

p a r a d o ja d e l a c a r id a d

La sección precedente puede haber dado la impresión de que la so­ ciedad caritativa y la sociedad del bienestar difieren únicamente en las motivaciones de los donantes; de que la cuestión es si éstos están motiva­ dos por la benevolencia (que otorga un sentimiento de superioridad) o por un sentimiento de obligación moral hacia las personas necesitadas que tienen derecho a una ayuda. En el caso de la sociedad del bienestar basada en los derechos, los receptores de la ayuda son humillados cuan­ do los funcionarios actúan como si otorgasen por benevolencia aquello que los receptores perciben por derecho. La sociedad del bienestar hu­ milla a los necesitados cuando sus funcionarios los tratan según las nor­ mas de la sociedad caritativa. Lo que nos interesa es comparar ambas so­ ciedades desde la mejor de las perspectivas posibles. Así, la cuestión estriba en si podemos imaginar una sociedad caritativa basada únicamen­ te en la simple motivación de prestar ayuda sin humillar a los receptores, gracias a una sincera preocupación por su bienestar. Si una sociedad cari­ tativa de este tipo es posible, entonces dar limosna de forma humillante no es más que una distorsión de su verdadera naturaleza. Sería, como se ha señalado, una distorsión de la sociedad caritativa vista desde la mejor perspectiva posible, no una desviación estadística del comportamiento normal de las sociedades caritativas. Lo que se debe hacer es considerar la caridad en su sentido puro, y no como si apareciese bajo el disfraz de una autocomplacencia egotista. Así pues, cabe preguntarse si la sociedad caritativa basada en la mera benevolencia es más capaz que la sociedad del bienestar de respe­ tar la dignidad de los necesitados. Al fin y al cabo, la sociedad del bien­ estar se basa en asignar lo que se obtiene por vía impositiva, mientras que la sociedad caritativa, en sentido ideal, se basa en donaciones volun­ tarias. A primera vista podría parecer que esto es suficiente para conce­ der una mayor categoría moral a la sociedad caritativa que a la sociedad del bienestar.

Cuando Richard Titmuss, el gran estudioso de la sociedad del bien­ estar, intentaba encontrar un buen modelo con el que se pudiesen cubrir las carencias de los necesitados, empleó el ejemplo de la institución social del banco de sangre.7 En otras palabras, el modelo que Titmuss adoptó procedía del ideal de la sociedad caritativa. El acto de dar sangre es in­ conmensurablemente más noble que el de venderla y, por tanto, la perso­ na que necesita sangre no se considera humillada por recibir una sangre que ha sido dada por benevolencia. La conclusión es que la donación de sangre es un ejemplo de la mejor sociedad caritativa, y este tipo de dona­ ción es preferible a cualquier otro tipo de ayuda a nuestros semejantes. Si aceptar la donación de sangre no es humillante, cabe preguntarse si los necesitados no deberían considerar igualmente respetables las donacio­ nes monetarias. Contra esto se puede argumentar que del ejemplo de la donación de sangre no se puede inferir que la sociedad caritativa pueda dar dinero sin que ello resulte humillante. Según esta perspectiva, donar sangre no es lo mismo que dar dinero o su equivalente en dinero. El receptor de sangre, a diferencia de quien recibe dinero, no la acumula, y el donante no la pierde. En la sangre no hay ningún elemento que pueda significar un agravio. Tener más sangre en el propio cuerpo no es una fuente de presti­ gio social. Por tanto, la voluntad de dar sangre tiene un significado dis­ tinto que la voluntad de dar dinero a los pobres. Al receptor de sangre le resulta imposible perderla o gastarla en algo distinto a lo que estaba des­ tinada. El donante de sangre, a diferencia del donante de dinero, no hace nada para convertirse en el propietario de la sangre. Ciertamente, hubie­ ra podido considerar la posibilidad de venderla, pero al considerar esta posibilidad no cree haber invertido nada en ella. Los donantes de sangre se ven como personas que ayudan a salvar vidas. En la donación de san­ gre hay un impacto dramático inmediato, mientras que raramente este impacto se produce al dar dinero a los pobres. Pero el aspecto principal es que es fácil que los donantes de sangre piensen que también ellos pue­ den necesitar sangre algún día, mientras que es más difícil que quienes donan dinero se puedan ver en situación de necesitar el dinero de otros. Además, aparte de las diferencias en el propio acto de dar, la dona­ ción de sangre no es un buen modelo de las sociedades caritativas si tene­ mos en cuenta la forma en que se rige el sistema. En algunos países las do­ naciones de sangre se consideran una forma de seguro, en el que la familia o los amigos de los pacientes que necesitan sangre hacen donaciones para paliar la carencia. No existe una posibilidad análoga en el caso de la do­ nación de dinero, puesto que, en general, los amigos de las personas po­ 7. Titmuss, Essays on the Welfare State.

bres suelen ser tan pobres como ellas. La conclusión es que la donación de sangre no nos dice nada sobre la forma en que deberíamos prestar ayuda financiera a las personas. Pero este argumento también tiene su réplica. Se podría aducir que precisamente la donación de sangre es instructiva en tanto que posible paradigma social para la donación de dinero en una sociedad decente. La razón de ello es que, a fin de dar o recibir sangre, las personas tienen que superar prejuicios profundamente arraigados: creencias mágicas, rituales y racismo, todos ellos conectados con la sangre. Los prejuicios asociados a ella están también asociados con el honor y la humillación. Fue la no­ bleza castellana la que arrogantemente afirmó tener «sangre azul»; una sangre no contaminada por la «sangre negra» de judíos y musulmanes. Como prueba de ello, esos nobles mostraban sus venas azules, visibles a través de la palidez de su piel. Pero la sangre azul castellana ha quedado desfasada en nuestros días. Veamos qué nos dice una historia más reciente. Durante la segunda gue­ rra mundial la Cruz Roja seguía separando la sangre de blancos y negros. Menciono estos hechos a fin de subrayar los prejuicios que los bancos de sangre tuvieron que superar. La idea de la relación «de sangre» es un con­ cepto oscuro y profundo que alude al parentesco tribal, familiar e incluso nacional. Sin embargo, en nuestros días (maravilla de las maravillas) la donación de sangre es algo universal. El único factor importante es el fac­ tor biológico de los tipos de sangre. Cuando se tienen en cuenta estos he­ chos, que demuestran cómo se pueden superar antiguos prejuicios, debe­ rían reforzar nuestra fe en que la donación de sangre es un modelo posible de la generosidad social no humillante que podría emularse tam­ bién en otras áreas relativas a la caridad. Hasta aquí hemos discutido dos puntos: el primero de ellos es la cuestión de qué es lo que motiva el dar limosna, y especialmente la posi­ bilidad de una motivación puramente altruista: la generosidad exenta de autocomplacencia. El segundo, relacionado con el primero, es la cuestión de si la donación de sangre puede servir de modelo de la mejor caridad, con un espíritu de voluntarismo y generosidad, carente de humillación. La paradoja de la caridad consiste en el siguiente rompecabezas: ¿es preferible (con vistas a evitar insultos y humillaciones) que la caridad se dé por buenos motivos, o quizá sería mejor darla por malos motivos? Los buenos motivos son los que tienen que ver con el bienestar de la otra per­ sona, sin el menor atisbo de egoísmo. El donante da al necesitado pura­ mente por su preocupación hacia el otro, sin pedir nada a cambio. La ca­ ridad es su propia recompensa. Los malos motivos, en la discusión que nos ocupa, son aquellos por los que los donantes ayudan a los necesitados por la consideración egoísta de cómo ellos, los donantes, serán vistos y

considerados por las otras personas. Éste es un mal motivo porque usa el sufrimiento de alguien para enaltecer el propio estatus a los propios ojos y a los ojos de los demás. A primera vista parece simple: es mejor dar por buenos motivos que por malos motivos. Y, de hecho, así es como se ve desde el punto de vista del donante, aunque lo que nos preocupa es cómo se ve desde el punto de vista del receptor. ¿Qué es mejor para ellos: recibir caridad por buenos motivos o por malos motivos? Desde la perspectiva del receptor, si las personas les dan caridad por motivos egoístas, su propia disposición a aceptar la dádiva ya satisface al donante y, por tanto, los receptores no tienen ninguna necesidad de sen­ tir que deben algo a los donantes. Están obligados a dar las gracias, pero no a sentir agradecimiento. Sólo se está obligado a sentir agradecimiento hacia aquellos donantes cuya motivación para dar es, única y exclusiva­ mente, su preocupación por los necesitados. En realidad, los donantes no pueden pedir gratitud, puesto que no actúan con ánimo de recibirla, aun­ que por su parte los receptores están obligados a sentirla, puesto que se benefician de la generosidad de los donantes. Sentir agradecimiento, cuando no se puede corresponder a la amabilidad, tiende a situar a las personas en una posición de inferioridad. Esta situación cambia si los do­ nantes actúan por consideraciones egoístas, ya que, en este caso, lo único que deben los receptores a sus benefactores no es gratitud, sino palabras de agradecimiento. Se podría pensar que las personas que están dispuestas a dar caridad por puro altruismo también lo estarían a hacer sus donaciones anónima­ mente. Ello liberaría a los receptores de la necesidad de expresar agrade­ cimiento, aunque no resolvería el problema. El problema es el sentimien­ to de gratitud, no las palabras de agradecimiento. Quienes reciben donaciones anónimas quedan eximidos de dar las gracias, pero no de sen­ tir gratitud. El problema es admitir que están en una situación de inferio­ ridad tal que les impide corresponder a la amabilidad que se ha tenido con ellos. Además, los donantes no necesitan que se les devuelva ningún favor por su dádiva. El principio de reciprocidad de dar y recibir está roto. Este principio está en el núcleo del problema de la caridad, un pro­ blema que ni siquiera se puede resolver mediante las donaciones anóni­ mas. Los donantes egoístas pueden ser compensados, pero los altruistas no. Las personas recibirán más dádivas de aquellos a quienes puedan co­ rresponder que a los que no. La paradoja de la caridad demuestra que incluso en la sociedad cari­ tativa ideal, la que se basa exclusivamente en la voluntad de ayudar a los demás incondicionalmente, sin ningún atisbo de egoísmo, no está exenta de elementos insultantes e incluso humillantes, precisamente debido a la

pureza de la motivación de los donantes. Además, no es cierto que una sociedad de este tipo pueda evitar la humillación mejor que una sociedad caritativa basada en la motivación egoísta de los donantes. Vemos que aquí se han dirimido dos cuestiones: el tipo de burocracia que debe tener una sociedad para merecer el calificativo de decente, y la conexión entre una sociedad del bienestar que depende de la burocracia y una sociedad decente. Y las hemos aclarado comparando la forma en que la sociedad del bienestar y la sociedad caritativa abordan la humi­ llante situación de la pobreza. Muchas son las dimensiones mediante las cuales se puede comparar la sociedad del bienestar y la sociedad caritativa: la eficiencia, el alcance de las prestaciones, e incluso sus objetivos. Sin embargo, nos hemos cen­ trado en un único aspecto: el de la humillación. Si la sociedad del bienes­ tar sale vencedora en esta lid es por puntos, no por eliminación del con­ trario. Lo que entiendo por ello es que la sociedad caritativa no es necesariamente no decente porque humille con las limosnas, mientras que una sociedad decente no es necesariamente una sociedad del bienestar, sino que también puede ser una sociedad caritativa.

Capítulo 15 DESEMPLEO

¿Es decente una sociedad en la que no existe el desempleo? A pri­ mera vista, parecería que el desempleo debería tratarse junto con la po­ breza, ya que éste es la ausencia del trabajo que proporciona unos ingre­ sos. Lo malo de estar en paro no es la falta de trabajo, sino la falta de ingresos. Por tanto, parecería que el trabajo sólo es una forma de ganarse la vida y no un fin que una sociedad decente deba garantizar. Se deben garantizar los ingresos para evitar la pobreza, pero el empleo no es más que una forma de lograrlo. Pero ¿es ello cierto? ¿El paro forzoso es humillante en y por sí mis­ mo? ¿Son sólo los efectos económicos y sociales del desempleo los que son humillantes? La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquella genero­ sa declaración con la cual las Naciones Unidas han honrado a la humani­ dad, otorga a todo el mundo el derecho al trabajo: no sólo a la seguridad social y a todos los demás derechos sociales y económicos que, según lo expresado en el documento, son «indispensables para su dignidad» (artícu­ lo 22), sino también el derecho explícito al trabajo (artículo 23).1Por tan­ to, el trabajo no es simplemente una herramienta para llevar una vida dig­ na, sino un derecho en y por sí mismo. Una sociedad que respeta los derechos humanos está obligada a dar trabajo a todas las personas que la integran, aun cuando los derechos sociales de éstas estén garantizados mediante las prestaciones por desempleo. El derecho al trabajo otorgado por esta declaración incluye la libre elección del mismo, así como unas condiciones de trabajo justas y decentes. Para nuestra discusión, lo que interesa averiguar es si el trabajo es realmente una condición vital para la dignidad, algo de lo que no se pue­ de privar a las personas que desean trabajar sin degradarlas. Una versión más actualizada de esta cuestión es la siguiente: supongamos que existe una sociedad desarrollada en la que la tasa de desempleo permanente se mantiene sobre el 10 %. Sin embargo, se pagan los subsidios de desem­ pleo y los parados pueden encontrar trabajos ocasionales que comple­ 1. apéndice A.

Maurice Cranston, What Are Human Rights?, Londres, Bodley Head, 1973, págs. 91-92,

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mentan sus ingresos, de manera que su renta total es equiparable a la de los trabajadores no especializados. ¿Deberíamos negar a esta sociedad el estatus de sociedad decente porque la ordenación social acepta la situa­ ción humillante de la falta de empleo (tal como lo define la Declaración Universal de los Derechos Humanos)? ¿Sólo se puede considerar decen­ te aquella sociedad que tiene pleno empleo o, en el peor de los casos, de­ sempleo temporal? Cuando las personas discuten sobre el alto valor del trabajo a menu­ do lo hacen en tono de sermón. Resulta difícil razonar a base de sermo­ nes, puesto que el valor del trabajo debe examinarse desde el punto de vista de los trabajadores, y no de los predicadores. A los ojos de los tra­ bajadores el valor del trabajo no siempre es muy positivo. Pueden consi­ derar que el trabajo es muy valioso, pero no cualquier tipo de trabajo. La mayor parte de los trabajadores manuales no quieren que sus hijos sigan sus pasos. Y muchos de ellos consideran que los días de vacaciones son los mejores; que, a diferencia de las jornadas laborales, estos días libres son la auténtica expresión de su verdadero ser. También es cierto que mu­ chos de ellos odian estar en paro contra su voluntad, y se sienten misera­ bles en tal situación. Pero es importante saber por qué. ¿Se sienten mise­ rables por la pérdida de sus ingresos y de su posición social, o porque creen haber perdido algo de un valor capital en sus vidas; una forma de expresarse como seres humanos, semejante al valor que los artistas atri­ buyen a su trabajo? En mi opinión, las personas consideran que su trabajo es valioso cuando éste les permite ganarse la vida sin tener que depender de la bue­ na voluntad de los demás. El trabajo confiere a las personas la autonomía y la ciudadanía económica que protege su dignidad humana. Por supues­ to, esta forma de ver las cosas depende de la cultura y de la época. En la Grecia y la Roma antiguas se consideraba que los trabajadores por cuen­ ta ajena no merecían la ciudadanía porque dependían de su salario. Eran lo contrario de los señores que disfrutaban de bienes independientes. Las únicas personas inferiores a los trabajadores a sueldo eran los esclavos, cuyas tareas no se consideraban trabajo, del mismo modo que no se con­ sidera trabajo el servicio militar o las tareas domésticas, por duras y pesa­ das que éstas fueran. No nos ocuparemos aquí de la historia del concepto de trabajo, aun­ que ésta es importante porque nos recuerda hasta qué punto la actitud de muchas personas hacia el mismo depende de la cultura. La mención a Grecia y a Roma tiene como objeto subrayar que la idea de independen­ cia que asociamos con el trabajo, aunque sea trabajo asalariado, es una idea relativamente reciente. En el pasado, el trabajo por cuenta ajena se consideraba indigno porque la existencia de los trabajadores dependía

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de que alguien les pagase. Pero el tema que nos atañe es el valor del tra­ bajo en las sociedades industriales desarrolladas, no en las sociedades gremiales medievales. Indudablemente, en estas últimas existían artesa­ nos como el carpintero Colas Breugnon de Romain Rolland, cuya actitud hacia su trabajo era similar a la de los artistas actuales. De lo que se tra­ ta aquí es de la actitud hacia el trabajo en las sociedades en las que exis­ te una división ramificada del mismo. En tales sociedades, a los trabaja­ dores se les mantiene alejados del producto de su trabajo, y esta separación es un factor central de la alienación de los trabajadores en las sociedades modernas. Vale la pena distinguir entre cuatro tipos de dependencia que deter­ minan la actitud de las personas hacia el trabajo. La noción clásica es la dependencia de un sueldo. Lo contrario de esta dependencia es la pro­ ducción autárquica, en la cual el productor no precisa que nadie le pague. Los esclavos son el caso extremo del trabajo dependiente, puesto que tra­ bajan siguiendo instrucciones y su dependencia es absoluta. Para el capitalismo, las personas dependientes son aquellas que, re­ gularmente, son mantenidas por otras, siempre y cuando este sustento no consista en una remuneración a cambio de trabajo, mercancías o pro­ piedades. Según este concepto de dependencia, el trabajo es un medio para liberar a las personas que carecen de propiedades (es decir, a las personas que no tienen posibilidad de existir sin depender de otras). El desempleo crea dependencia y, por tanto, el trabajo, al igual que la pro­ piedad, exime a las personas de tener que confiar en la generosidad de unos desconocidos. El concepto socialista de; dependencia se basa en la creencia según la cual el trabajo es la fuente de todo valor económico. Por tanto, la perso­ na que no trabaja depende parasitariamente del trabajo de otros. Sólo quien produce un valor por medio de su trabajo está exento de este tipo de dependencia parasitaria y es verdaderamente independiente. Existe también un concepto calvinista de dependencia, según el cual la única forma de dependencia aceptable es la dependencia del hombre hacia Dios, puesto que existe para servirle. El trabajo significa servir a Dios. La ociosidad niega la santidad del propio trabajo y, por ello, el de­ pender de otro ser humano se considera un pecado grave. Tenemos pues cuatro conceptos de dependencia arraigados en unas doctrinas y tendencias históricas fuertemente cargadas. Sin embargo, creo que ninguno de estos conceptos es capaz de justificar el valor del trabajo. En la sociedades modernas todos dependemos de todos y no hay lugar para el concepto de autarquía en su versión clásica. El concepto socialis­ ta de dependencia se basa en una teoría del valor del trabajo según la cual el valor de cada producto o servicio depende, en última instancia, del

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análisis final del trabajo incorporado en él. Pero aun refinando este últi­ mo argumento, sigue siendo falso: basta con considerar el precio de los diamantes.2 (En esta teoría hay un elemento correcto: el elemento que tra­ ta de la asociación entre trabajo y explotación, que se abordará en la sec­ ción siguiente.) El concepto calvinista de trabajo, entendido como un ser­ vicio divino, nos exige aceptar la existencia de Dios, y por ello entra en conflicto con la constricción humanista que hemos adoptado. Nos queda el concepto capitalista: trabajar por un salario exime al trabajador de de­ pender de la generosidad de oíros o de la delincuencia. A este concepto se le atribuye una gran relevancia moral, puesto que la única manera en que las personas que no tienen propiedades pueden asegurar su dignidad humana es trabajar a cambio de un salario. Pero en el análisis final la in­ dependencia garantizada por el trabajo no confiere a éste un valor por sí mismo. Para el capitalismo todavía hay una forma mejor de ser indepen­ diente: tener propiedades. La cuestión que planteamos al principio, sobre la sociedad decente y su actitud hacia el desempleo, acentuaba a propósito la relación entre tra­ bajo e ingresos. Esto se hizo dando por supuestas las prestaciones por de­ sempleo, pensadas para garantizar unos ingresos aun sin trabajar. Sin em­ bargo, es importante evitar aquí la falacia de composición: el que sea posible proporcionar subsidios de desempleo a todo el mundo no quiere decir que sea posible dar estas prestaciones a todo el mundo o incluso a un gran número de personas a largo plazo. El desempleo masivo a largo plazo podría agotar los recursos con los que se pagan estas prestaciones. La asociación entre trabajo e ingresos sigue existiendo, aun cuando sólo sea a nivel agregado. Una sociedad decente debe proteger a sus miembros contra el desempleo masivo, pues de otra manera ya no podrá garantizar a los parados unos ingresos que les eviten sumirse en una pobreza degra­ dante. Pero la cuestión central sigue existiendo: para que una sociedad sea considerada decente ¿debe ésta garantizar el empleo de todo aquel que lo desee? Un argumento en favor de hacer que el empleo, y no sólo la renta, sea una condición de la sociedad decente es el que se basa en la naturaleza del hombre entendido como ser que trabaja (Homo Fabcr). El argumento se fundamenta en la premisa según la cual es precisamen­ te en el trabajo donde se expresa la singularidad de la naturaleza huma­ na. La humanidad de una persona no se expresa en toda su singularidad en su ser racional, en el sentido de mirar especulativamente el universo y contemplar las verdades eternas, sino en el trabajo productivo. Una 2.

P. Samuelson, «The Normative and Positivistic Inferiority of Marx’s Valué Paradigm», Sou­

thern Economic Journal, 49,1982, págs. 11-18.

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sociedad que permite el desempleo involuntario niega, por tanto, la humani­ dad del desempleado. Tal negación es un rechazo, y el rechazo es humi­ llante. Por esta razón no se puede considerar que esta sociedad es de­ cente. El argumento del Homo Faber se basa en una forma habitual de ra­ zonar a la hora de definir esencias. Según ésta, el trabajo es la esencia que singulariza a los humanos, y cuanto más se actualiza esta esencia, más hu­ mano se es. Mi respuesta a este argumento se basa en una distinción. No es lo mismo un empleo que una ocupación con sentido; es decir, una ocu­ pación que confiere sentido a la vida del que la practica. El empleo pue­ de asegurar unos ingresos, pero no garantiza una ocupación que posea este tipo de sentido. No hace falta ninguna justificación metafísica que defina la esencia de la naturaleza humana para demandar que una socie­ dad decente satisfaga la difícil pero justa exigencia de asegurar a todos los adultos una ocupación que tenga sentido para ellos o, como mínimo, de ayudarles a conseguirla. Es ciertamente malo que una sociedad decente impida que las perso­ nas consigan un trabajo que les satisfaga. Pero no se trata simplemente de un deber negativo, puesto que también existe una obligación positiva. Una sociedad decente no está obligada a dar empleo para que la gente se gane la vida si tiene otros medios de asegurar unos ingresos mínimos, pero está obligada a proporcionar a cada uno de sus miembros una ocu­ pación con sentido, como la posibilidad de estudiar. El sentido que pue­ da tener una ocupación es subjetivo, mientras que la exigencia de razonabilidad sirve para imponer constricciones que tengan en cuenta las propias capacidades. Una ocupación no constituye necesariamente un empleo, en el sentido de que ésta constituya la fuente de ingresos. En rea­ lidad, también un hobby puede ser una ocupación con sentido. Por tan­ to, una sociedad decente es aquella que proporciona a sus miembros la oportunidad de encontrar, al menos, una ocupación razonablemente sig­ nificativa.

E x p l o t a c ió n y c o a c c ió n e n e l l u g a r d e t r a b a jo

Aquí se nos plantean dos preguntas: ¿es la sociedad decente una so­ ciedad en la que no existe explotación? Y, ¿es una sociedad en la que no existen trabajos forzados? Es preciso distinguir entre dos significados de la expresión «trabajos forzados»: el que se realiza a consecuencia de una coacción y el que se hace por obligación. En esto sigo la distinción trazada por Jon Elster en­ tre coacción y obligación. Según Elster, la coacción se produce cuando al­

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guien coacciona intencionalmente a otra persona, mientras que en el caso de la obligación no es preciso que nadie obligue a nadie ni que exista nin­ guna intención de hacerlo. Puesto que el término «trabajos forzados» puede emplearse en ambos sentidos, me referiré al primero como «traba­ jo realizado mediante coacción» o «trabajo coactivo», mientras que al se­ gundo lo denominaré «trabajo realizado por obligación» o «trabajo obli­ gatorio». Cuando se detiene arbitrariamente a los árabes palestinos que circu­ lan con sus coches por los territorios ocupados, y se les fuerza a retirar las barricadas erigidas por otros árabes, ello constituye una coacción humi­ llante. Pero si estos árabes retiran estas mismas barricadas porque Jes conviene hacerlo, esta acción no es, en y por sí misma, humillante. Explotar a los trabajadores no implica necesariamente coaccionarlos para que trabajen. Obviamente, el trabajo realizado mediante coacción es una forma paradigmática de explotación. En esta categoría se encuentra el trabajo forzado que se realiza en las cárceles, puesto que la misión del mismo es crear productos para el uso de otras personas y no de los pro­ pios presos. El trabajo coactivo de esclavos, siervos o trabajadores presos en las dependencias gubernamentales es absolutamente irreconciliable con una sociedad decente. Pero ¿es humillante el trabajo coactivo? A primera vista puede pare­ cer una pregunta tan extraña como «¿qué hay de malo en actuar mal?». El trabajo coactivo es un ejemplo paradigmático de humillación. Pero aunque sería ridículo preguntar qué es lo que hace que el trabajo realiza­ do bajo coacción no sea un trabajo realizado libremente (puesto que, na­ turalmente, la respuesta sería la coacción), hay que tener en cuenta que, por definición, coacción y humillación no tienen una correlación directa. En el trabajo coactivo la víctima está físicamente subordinada a la volun­ tad del otro, y dicha subordinación es una característica central de la hu­ millación puesto que implica desposeer a la víctima de toda autonomía y control. El trabajo realizado mediante coacción es un caso claro de humilla­ ción. Pero es altamente improbable que en las sociedades que optan al ca­ lificativo de decentes exista el trabajo coactivo en forma de esclavitud, servidumbre o corvée, aunque ello no quiere decir que no exista explota­ ción. Por ello, lo que debemos preguntarnos es si una de las condiciones necesarias para que una sociedad sea considerada decente es la erradica­ ción de toda explotación. Como bien dijo Marx, para que la explotación exista debe adoptar una forma distinta, puesto que, de lo contrario, sus víctimas se levantarían contra sus explotadores. La explotación no es una conspiración de los explotadores contra sus víctimas. Normalmente, el hecho de la explotación también permanece oculto a los ojos de los ex­

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plotadores. En las sociedades feudales, donde el elemento coactivo del trabajo era evidente para todo el mundo, el aspecto de la explotación se enmascaraba describiendo la naturaleza de la relación entre el señor y los siervos como una relación de estrecha protección entre vecinos, en la que el señor proporcionaba la protección y los siervos los productos: «No soy un esclavo: trabajo vuestros campos mientras que vos nos protegéis a am­ bos». Las sociedades capitalistas no tienen ninguna pretensión de intimi­ dad entre vecinos.3 La relación entre los propietarios de los medios de producción y los trabajadores adquiere más bien un talante de relación de beneficio mutuo entre adultos en una situación contractual, en la cual los trabajadores aportan su trabajo y su destreza y los propietarios del ca­ pital aportan los medios de producción. En este planteamiento capitalista, así como en el feudal, hay verdad suficiente como para disfrazar la naturaleza explotadora de estas relacio­ nes. A ello añadiría que también en la vida conyugal de los esposos que fundan una familia hay suficiente verdad como para disfrazar la explota­ ción en el trabajo que la mujer dedica a ella. En nuestro caso, lo que nos preocupa es si la explotación es humillante: no si es injusta, sino si es hu­ millante. Imagínese usted que es tejedor. No tiene otro remedio que trabajar en el telar, puesto que no se le ha ofrecido ningún otro tipo de trabajo. La tejeduría es el trabajo que sabe hacer y, lo que aún es más importante, el que le proporciona su propio sustento y el de su familia. Su empresaria sólo tiene un telar, y ni usted ni ella saben que, en el pasado, este telar fue robado a su familia. Usted sólo recibe una fracción de lo que produce; el resto se lo queda su empresaria. Un buen día usted se entera de que está obligado a tejer en un telar que, en realidad, debería ser suyo, y que la persona que disfruta de la parte del león de lo que usted produce puede ser la propietaria legal del telar, pero no su propietaria moral. Usted se siente explotado. Pero ¿debería sentirse también humillado? Me permitiré ofrecer algunas aclaraciones sobre la historia del telar. Comparto la opinión de Gerald Cohén según la cual no existe explota­ ción sin dar por supuesto que, a un nivel o a otro, los medios de produc­ ción que constituyen la contribución del propietario del capital han sido robados. No que hayan sido robados en el sentido de arrebatar la propie­ dad del propietario legal de los mismos, sino en el sentido de apoderarse de algo sin el permiso de la persona que, moralmente, posee la propiedad. Este concepto de propiedad moral no me parece raro ni problemático. 3. La argumentación sobre la explotación se basa principalmente en G.A. Cohén, Karl Marx's Tbeory ofHistory: A Defence, Oxford, Oxford University Press, 1978; J. Roemer, A General Theory ofExploitation and Class, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1982; Jon Elster, Making Sense ofMarx, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1985, cap. 4.

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Sin embargo, la cuestión ante la que nos encontramos no es si la propie­ dad ha sido robada, sino si el trabajar para el propietario actual de la pro­ piedad robada, y pagarle por el uso de esta propiedad, es una razón de peso para sentirse humillado. Imaginemos ahora que la persona que se apoderó del telar que su­ puestamente era suyo se apoderó también de otros muchos telares, y que, con gran ingenuidad, organizó la producción textil de tal manera que está en situación de pagarle un salario mucho más alto que el beneficio que us­ ted obtendría trabajando con su telar en calidad de propietario. Bajo es­ tas circunstancias, ¿seguiría sintiéndose explotado? Esta cuestión sugiere inmediatamente tres respuestas posibles: 1. Tiene razón en sentirse explotado. La explotación es un concepto comparativo. Se está comparando una situación existente con una situa­ ción contrafáctica. Tiene plena justificación para decir que si usted se hu­ biese asociado con los verdaderos propietarios de los otros telares roba­ dos hubiese podido ganar más de lo que su empresaria, la que robó el telar, le está pagando. Según este enfoque, la comparación pertinente no es cuánto hubiese podido ganar como propietario de un único telar, sino cuánto hubiese ganado organizando bien el trabajo con las personas que compartían sus intereses. 2. También puede comparar lo que gana ahora con lo que podría es­ tar ganando como propietario del telar. Sin embargo, no tiene derecho a comparar esto con lo que hubiese ganado de haber organizado el traba­ jo de una manera que ni usted ni los demás hubieran pensado en reali­ dad. Su empresaria ha hecho una verdadera contribución a la produc­ ción, y por ello usted no tiene derecho a considerarse explotado. En cambio, sí lo tiene a sentirse mal en una situación en la cual usted está trabajando como empleado en un telar que, en realidad, debería ser suyo. Pero si por explotación entendemos no recibir una retribución jus­ ta en términos del valor producido, entonces usted no tiene derecho a considerarse explotado. 3. Si el telar le fue directa e inequívocamente robado, es totalmente evidente que la parte ofendida es usted. Lo único que queda por deter­ minar es si la remuneración que ha recibido basta para compensarle de los perjuicios. Una de las cosas que debe incluirse en la compensación es el reconocimiento de que ésta sirve como compensación. Nuestro caso implica propiedad y robo oculto a los actores, y exige unas pesquisas detectivescas históricas y «científicas» para descubrir que verdaderamente el telar le pertenecía a usted. En el intervalo, usted se da cuenta de que la reparación que ha recibido en virtud del hecho de que el telar no obraba en su poder es, en realidad, mayor de lo que usted hubiese percibido por

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su cuenta. En este caso, usted no tendría ninguna buena razón para sen­ tirse explotado. Sólo una amargura hija de la envidia podría hacer que us­ ted se sintiese explotado, puesto que no sólo no tiene derecho a conside­ rarse perjudicado, sino que realmente se debería sentir afortunado. Contra esto se podría afirmar que incluso en el último caso hay razo­ nes para sentirse humillado, puesto que, aun cuando sus ingresos hayan aumentado, su autonomía se ha visto mermada por el hurto del telar. Su autonomía incluye su derecho a actuar tontamente; es decir, a ganar me­ nos de lo que ganaría de trabajar por cuenta ajena. Veamos: el derecho a actuar de forma poco inteligente es un componente importante del con­ cepto de autonomía. En otras palabras, la autonomía incluye el derecho a tomar decisiones erróneas, aun cuando tengan el peor de los resultados, y a responsabilizarse por ellos. Es totalmente posibile que si su vida estu­ viese paternalmente guiada por alguien más sabio que usted, con la mejor de las intenciones y haciendo suyos sus propios intereses (su padre o su madre, por poner un ejemplo) usted cometería pocos errores en empresas tales como elegir a su futuro esposo o esposa. Pero si alguien decide por usted, ello implicará una disminución espectacular de su autonomía, y lo degradará hasta el nivel de un ser humano no adulto. Probablemente, esto acabará siendo humillante aun cuando su solícito pariente no tenga intención alguna de humillarle. Así es como funcionan las cosas en el caso de un individio, y la cues­ tión de la autonomía en el caso de los grupos incluyentes es bastante simi­ lar. Así, por ejemplo, podría suceder que, en determinados países, el go­ bierno colonial hubiese organizado la producción de manera tal que sus resultados fuesen mucho mejores que los que se hubiesen obtenido si las colonias hubiesen actuado por su cuenta. Además, cuando el gobierno co­ lonial fue derrocado, en la mayoría de las colonias la producción sufrió un gran descenso. Sin embargo, seguimos diciendo que el régimen colonial disminuía la autonomía de las sociedades a las que gobernaba, disminu­ yendo así también la autonomía de sus miembros. ¿Queremos seguir afir­ mando que estos países fueron explotados por el régimen colonial? Esto depende, en parte, de cuestiones tales como si el régimen colonial explotó materias primas irreemplazables en esos países. Es absolutamente posible aplicar al gobierno colonial lo que me siento inclinado a afirmar en el caso en el que se gana más que si el telar hubiese sido propio. Aquí no hay ex­ plotación, aunque puede haber humillación, puesto que las colonias so­ metidas a ese gobierno veían mermada su autonomía. Sin embargo, sigue pendiente de respuesta la cuestión central: ¿hay una conexión implícita entre explotación y humillación? Mi respuesta es no. La explotación derivada de una obligación no coactiva no es necesa-

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ñámente humillante. La explotación no es justa ni equitativa, pero no im­ plica necesariamente una falta de decencia. Probablemente, los efectos la­ terales de la explotación son humillantes, pero el acto de la explotación no constituye, en sí mismo, humillación alguna. No se ajusta al sentido de humillación entendida como rechazo de la raza humana, ni tampoco al de ser un golpe fatal a la autonomía individual con el cual se priva a las personas del control básico. Producir bienes en unas instalaciones que hubieran podido ser propias no es humillante en y por sí mismo. Sólo si los medios de producción nos han sido explícitamente robados, y si nos coaccionan para trabajar en ellos, podemos decir que al perjuicio se le añade la humillación. Esta es la humillación que resulta de la coacción y del desamparo ante el ladrón que ha acabado convirtiéndose en protec­ tor. Si usted es el propietario de un restaurante y la mafia le coacciona a pagar un dinero para protegerle, pero le garantiza una multitud de clien­ tes con la que aumentará sus beneficios aun deduciendo el dinero emplea­ do en la protección, no puede dejar de sentirse humillado porque está so­ metido a un chantaje protector, coactivo y terrorífico. No está explotado, pero si humillado. La conexión entre explotación y humillación no es conceptual, sino causal. Por tanto, una sociedad puede ser decente aun­ que sea explotadora.

Capítulo 16 CASTIGO

El castigo es la prueba del nueve de la sociedad decente. La forma en que una sociedad maneja sus políticas y procedimientos de castigo es el verdadero punto de inflexión que determina si una sociedad es decente o no. El respeto que se debe guardar a los delincuentes es el respeto huma­ no básico, aunque, naturalmente, no se les debe ningún honor social. Por tanto, estudiar el castigo será una buena forma de examinar si una socie­ dad es decente y trata a los seres humanos como tales. El caso paradig­ mático del castigo es el encarcelamiento, de manera que éste será el nú­ cleo central de nuestra argumentación. Disponemos de una forma simple según la cual una sociedad es de­ cente si castiga a sus delincuentes -aún a los peores de ellos- sin humi­ llarles. Al fin y al cabo, un delincuente es un ser humano. Todo ser hu­ mano, aunque sea un delincuente, tiene derecho al respeto debido a los humanos precisamente porque es humano. Una ofensa a la dignidad hu­ mana es humillante y, por tanto, hasta un delincuente tiene derecho a no ser humillado. Una sociedad decente no debe dar razones de peso para que los delincuentes consideren que su dignidad ha sido violada, aun cuando el castigo recibido les confirme que su honor social se ha visto perjudicado (aunque quizá en el caso de los delincuentes habituales el grupo de referencia se encuentra dentro de los muros de la cárcel, y es precisamente allí donde pueden recibir su honor social). La cuestión central de esta sección es si es posible un castigo eficien­ te pero no humillante, donde la eficiencia esté determinada por el éxito de la sociedad en mantener el orden mediante el castigo; es decir, me­ diante la disuasión, o si pedir que la sociedad decente procure no humi­ llar a sus prisioneros es una demanda utópica que pondría en peligro su existencia. Foucault mostró la naturaleza ritual del castigo en las sociedades premodernas.1La tortura física extrema se infligía en elaborados rituales, en los que se sometía al delincuente a una muerte lenta de mil y una formas antinaturales. La cantidad de dolor a infligir era cuidadosamente calcula­ 1. Michel Foucault, Discipline andPunish: TheBirth ofPrison, traducción inglesa de Alan Sheridan, Londres, Alien Lañe, 1977.

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da, y a menudo el principio de hacer que el castigo se ajustase al delito se distorsionaba hasta llegar a un castigo desproporcionado que se podría definir como «ojo por ojo, diente por diente». El castigo tenía una natu­ raleza pública y teatral, con un repertorio en el que figuraban el potro de tortura, ia hoguera, la horca y arrastrar a la víctima por las calles de la ciu­ dad. El objetivo de estos castigos era que los condenados sufriesen las pe­ nas del infierno antes de darles muerte. Otro de los objetivos de la profunda crueldad de estos castigos era también humillar a la víctima. Naturalmente, a la persona sometida a se­ mejante tortura física no le preocupaba demasiado la pérdida de su dig­ nidad humana. Pero la ceremonia estaba pensada para los espectadores, y a menudo este afán denigrante producía en ellos un efecto contrario. No era infrecuente que los espectadores respondiesen a estas exhibicio­ nes de castigo identificándose con la víctima y enfureciéndose contra el régimen torturador y humillante.2 La humillación enaltecía a la víctima a los ojos de los espectadores, como si la tortura la hubiera eximido de sus pecados. El castigo ceremonial no sólo implica torturas, sino también gestos simbólicos. Los símbolos juegan un papel importante en el castigo, aun­ que no hay que olvidar que el papel principal correspondía a la tortura fí­ sica. Mutilar el cuerpo de los delincuentes, cortándoles una mano, por ejemplo, es sin duda un acto humillante, pero sobre todo es físicamente doloroso y lesivo. Cuando el rey David cortó las manos y los pies de Rechab y Baaná (II Samuel 4:12), y cuando Adoni-bezek cortó los pulgares y los dedos gordos de los pies de los setenta reyes que recogían las miga­ jas bajo su mesa (Jueces, 1:7), estaban intentando humillar a sus enemi­ gos, haciéndoles morder el polvo. Sin embargo, debemos recordar que la crueldad física precede a la humillación. La tortura del cuerpo causa un dolor más intenso que la tortura del alma. La sociedad decente se basa en el principio de eliminar la humillación, dando por supuesto que la cruel­ dad física ya ha sido erradicada. George Bernard Shaw consideraba que el castigo a la vieja usanza era menos humillante que el castigo moderno, puesto que el estilo antiguo presentaba a las dolientes víctimas en público, sin esconderlas. Por el contrario, el castigo moderno oculta a los delincuentes de la vista del pú­ blico, impidiendo que otros compartan su dolor. La indiferencia al sufri­ miento de las personas significa excluirlas de la sociedad humana. Por tanto, es importante distinguir entre crueldad y humillación, puesto que el factor central del castigo ancestral era la crueldad, mientras que lo que a nosotros nos preocupa es el aspecto humillante del castigo. 2. Ibíd., cap. 2.

Castigo

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A modo de advertencia cabe hacer aún otra observación preliminar, también inspirada en Foucault, a la cuestión de la actitud de la sociedad decente ante el castigo. Hay que tener en cuenta que la exigencia de un castigo humano no sólo ha sido motivada, históricamente hablando, por una sensibilidad recientemente adquirida hacia el sufrimiento humano. Las reformas del castigo basadas en la exigencia de tratar a los delincuen­ tes de una manera humana se debieron a los cambios en la economía del castigo. Por una parte, el antiguo régimen actuaba de forma especialmen­ te violenta y salvaje hacia los prisioneros condenados; sin embargo, por otra, era más tolerante ante las ilegalidades. Esta tolerancia no sólo se aso­ ciaba con los privilegios especiales de la nobleza, sino también con un tra­ tamiento indulgente ante la conducta ilegal por parte de las clases bajas, derivada de una actitud no moralista hacia su delincuencia. El auge de la burguesía y de sus exigencias empresariales creó la necesidad de adoptar medidas punitivas para proteger de manera eficiente la propiedad y los negocios. Por tanto, se hizo necesario generalizar y uniformizar el castigo a quienes vulnerasen la ley. Así, por una parte, se impuso la exigencia de restringir las formas de castigo bárbaras y, por otra, la de ampliar las áreas en las que castigar la transgresión de la ley. El cambio en la actitud de las personas hacia el cas­ tigo no se debió únicamente a los cambios en la sensibilidad moral, sino también, y quizás en mayor medida, a la necesidad de responder a las ne­ cesidades de la economía y la sociedad. A menudo estos cambios se en­ mascararon presuponiendo una actitud «humana», si bien no por ello se debe ideologizar el concepto histórico de castigo humano. Sin embargo, aunque Foucault estuviese en lo cierto y las motivaciones del castigo «hu­ mano» no fuesen particularmente nobles, ello no debería cuestionar la exigencia de que la sociedad decente se justifique a sí misma apelando a la dignidad humana como valor central, en lugar de limitarse a proteger los intereses de una sociedad respetable que no necesariamente es una so­ ciedad decente. En otras palabras, nuestro interés específico en las políti­ cas de castigo se basa en la idea de que estas políticas deberían atenerse cuidadosamente a la constricción de no lesionar la dignidad humana.

E l c a s t ig o y l a h u m il l a c ió n

No existe una relación intrínseca entre el tratamiento médico y el causar dolor. La mayoría de los medicamentos pueden ser amargos, pero en principio no hay razón para que no pudiesen ser más dulces que el vino. La concepción según la cual si la enfermedad es más amarga que la hiel el remedio también lo ha de ser es una concepción mágica, no médi­

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ca. Por el contrario, sí existe una relación intrínseca entre el castigo y el sufrimiento, un sufrimiento que incluye también el desasosiego mental. Ciertamente, hay historias como la de O. Henry que narran cómo un hombre hizo lo imposible para que lo encarcelasen, puesto que el invier­ no era gélido y ésa era la única forma de conseguir un poco de sopa ca­ liente. Sin embargo, ello no invalida la relación interna entre castigo y su­ frimiento, ya que en este caso la cárcel no era un castigo, sino un alivio. El poner en práctica una política sistemática de causar sufrimiento no es una manifestación de humillación en y por sí misma. Muchos ejércitos tienen la política de causar sufrimiento a los reclutas en las unidades de combate con la intención de endurecerles, aunque no necesariamente de humillarles. Los reclutas, como los presos, no gozan de libertad. Los reclutas reciben órdenes que a menudo son más duras que las que se dan a los delincuentes en la cárcel, si bien no están sometidos al elemento des­ preciativo existente en el trato a los prisioneros. El castigo a los presos tie­ ne como objetivo hacerles sentir desgraciados, avergonzándoles y des­ honrándoles. Aquí entra en juego de nuevo el honor social. Sin embargo, si el desprecio se lleva a un extremo, puede lesionar la dignidad humana, lo cual es humillante. Éste no es el caso de las normas aplicadas a los re­ clutas. La ley distingue entre los castigos que implican desprecio y los que no, pero el tipo de castigo que aquí nos ocupa es el que tiene este compo­ nente despreciativo. Pese a que con frecuencia los oficiales del ejército tratan de manera humillante a los reclutas, esta humillación no es un ele­ mento intrínseco del servicio militar básico. Por tanto, lo que nos interesa saber es si es posible eliminar el com­ ponente humillante del castigo a los prisioneros. Por una parte tenemos el supuesto según el cual todo castigo que implique sufrimiento y me­ nosprecio es necesariamente humillante. El elemento humillante puede ser mitigado, aunque si el encarcelar a las personas tiene algún fin, éste no se puede conseguir sin el sufrimiento y la humillación que para el pre­ so implican su extrañamiento de la sociedad humana. Por otra parte te­ nemos el supuesto según el cual es precisamente el castigo, con todo el sufrimiento inherente a él, lo que hace que la persona castigada sea castigable; es decir, un agente moral, y, por tanto, digna de respeto. Sin em­ bargo, si a una persona se le retira la categoría de reo, para situarla en la categoría de paciente (debido, por ejemplo, a que está mentalmente en­ ferma y no es responsable de sus actos) entonces su conducta no conlle­ va ningún menosprecio, pero deja de pertenecer a la clase de seres dig­ nos de respeto en tanto que agentes morales. El honor de ser castigado parece un sarcasmo algo macabro, como cuando Hegel alabó el castigo basándose en el derecho del delincuente a ser castigado. Pero considere­ mos el caso de los reclutas que, en el campamento, maldicen el día en

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que nacieron. No sería nada paradójico decir que estos reclutas y, cierta­ mente, otros espectadores externos identificados con los objetivos del ejército, considerasen que su servicio es un honor y un privilegio y no simplemente un fastidioso deber. Por tanto, nos encontramos ante dos puntos de vista antagónicos. El primero de ellos sostiene que el castigo en esencialmente humillante. El segundo, que el propio hecho de que los delincuentes sean castigados demuestra que se les reconoce como seres humanos. Esto les hace ver que se les tiene un respeto básico, y no es más paradójico afirmar que el ejér­ cito respeta a los reclutas por el propio hecho de entrenarles para el ser­ vicio de elite. No debemos permitir que este planteamiento nos ponga entre la es­ pada y la pared. Es posible reflexionar sobre el castigo sin tener que aso­ ciarlo necesariamente con la humillación. La idea es que el modelo del cas­ tigo no humillante debe ser como el modelo del servicio militar en la mejor de sus versiones. Tanto los reclutas como los presos se encuentran, en el ejército y en la sociedad, respectivamente, en el puesto más bajo de la je­ rarquía social. Tanto el servicio militar como el encarcelamiento son situa­ ciones desagradables que implican falta de privacidad, vigilancia constan­ te y una carencia total de autonomía; son, en otras palabras, situaciones potencialmente humillantes. Y así como a la sociedad no le interesa humi­ llar a los reclutas, a los que más bien contempla desde una perspectiva no humillante, así debemos tratar a los prisioneros que están siendo castiga­ dos. Ciertamente, en la práctica muchas veces tanto los reclutas como los presos sufren humillaciones. Los reclutas son humillados en su papel de seres humanos liminales sometidos al rito iniciático de su entrenamiento militar. Por el contrario, los presos son humillados en su papel de seres marginales; es decir, expulsados de la comunidad humana. Un elemento terrible en ambas situaciones -e l servicio militar y el en­ carcelamiento- es que, a menudo, tanto reclutas como presos son humi­ llados por sus propios compañeros. Este tipo de humillaciones son res­ ponsabilidad de la institución, puesto que el ejército y las cárceles son instituciones totales. Por tanto, las humillaciones infligidas por compañe­ ros deben considerarse humillaciones institucionales. Esta idea de que la actitud de la sociedad hacia los reclutas ha de ser el modelo que rija la actitud de la sociedad decente hacia los presos no está exenta de problemas. El castigo es también una acción comunicativa cuyo objetivo es transmitir, a la sociedad y al delincuente, el mensaje de que el delito va unido a la pena. Sin embargo, en el caso de los reclutas esta acción comunicativa no se produce. Por el contrario, el mensaje que se transmite a los reclutas es que tienen derecho a sentirse orgullosos de lo que están haciendo, por duro que sea o, precisamente, por su dureza.

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Las instituciones humanas sometidas a examen

Puesto que las acciones comunicativas son distintas en ambas situaciones, de ello se sigue que el castigo implica desgracia, mientras que esta inter­ pretación es inaceptable en el caso del servicio militar. Al sostener que el castigo es una acción comunicativa se está afirmando un hecho real, y por ello no es necesario inventarlo para defender ninguna visión específica so­ bre los objetivos del castigo, bien éste se entienda como algo disuasorio, como una forma de rehabilitación, de asegurar que se ha hecho justicia o como una forma de venganza. Todas estas justificaciones del castigo exigen que éste comunique la idea de que los delitos se pagan. La cuestión es cómo transformar la idea de la pena inherente al castigo en un concepto que comprenda exclusivamente la pérdida del honor social, sin que ello im­ plique también humillación. En otras palabras, ¿cómo podemos conver­ tir a los presos en «reclutas» civiles, lo que significaría no excluirles de la sociedad humana? Ésta es una cuestión difícil a nivel práctico, no a nivel conceptual. Una sociedad decente se preocupa por la dignidad de sus presos.

CONCLUSIÓN

Las tres primeras partes del libro intentan explicar en qué consiste una sociedad decente. La cuarta, se ocupa de cómo aplicar la idea de una sociedad decente a diversos aspectos de la vida, como el empleo y el cas­ tigo. Estas consideraciones finales, que no tienen voluntad de resumen, se proponen la importante tarea de comparar la sociedad decente con la so­ ciedad justa; una comparación que implica contenido y método. En primer lugar debemos tratar de entender qué es una sociedad justa, según la famosa teoría de la justicia de John Rawls. ¿Es posible que exista una sociedad justa que no sea una sociedad decente? En otras pa­ labras, ¿puede ser justa una sociedad que tenga instituciones humillan­ tes? ¿Es posible, para una sociedad justa (tal como la define Rawls) no ser una sociedad decente? Al centrarme en el concepto rawlsiano de so­ ciedad justa no pretendo ignorar la existencia de otros conceptos de jus­ ticia comparables con la sociedad decente. Mi referencia exclusiva al concepto de justicia de Rawls juega aquí un papel limitado; esto es, el de indicar que, aun cuando parezca obvio que una sociedad justa debe ser también una sociedad decente, en realidad esto no es tan obvio como pa­ rece. En otros términos, es correcto decir que una sociedad justa debe ser una sociedad decente, pero no es obviamente correcto. De hecho, al centrarme en el concepto de justicia de Rawls mi objetivo es mostrar que la conexión entre ambos tipos de sociedad no es tan obvio. La idea es que si una teoría con sensibilidad «kantiana» como la de Rawls encuen­ tra dificultades en conciliar la sociedad justa y la sociedad decente, la co­ nexión entre ambos tipos de sociedad no está tan clara como podría pa­ recer. Según Rawls, una sociedad justa se basa en dos principios de justicia: 1. Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema de libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos. 2. Las desigualdades sociales y económicas deben satisfacer dos con­ diciones: a) deben beneficiar a los miembros más desfavorecidos de la so­ ciedad; b) unido a que los cargos y las funciones sean asequibles a todos, bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades.1 1. John Rawls, A Theory ofjustice, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1971.

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La sociedad decente

Así pues, la cuestión estriba en si una sociedad basada en los princi­ pios de la justicia rawlsianos es lógicamente conciliable con la existencia de instituciones humillantes. No cabe duda de que el espíritu de la socie­ dad justa, basada en los dos principios de libertad y diferencia justificada, está esencialmente reñido con una sociedad no decente. Pero aún pode­ mos preguntarnos si una sociedad justa al estilo rawlsiano entra en con­ flicto con la letra, y no sólo con el espíritu, con una sociedad que contie­ ne instituciones humillantes. El objetivo principal de la sociedad justa rawlsiana tiene que ver con la distribución justa de los bienes primarios. Se supone que todos los se­ res racionales desean estos bienes, independientemente de cualquier otra cosa que puedan desear: quieren estos bienes por sí mismos. Estos bienes primarios comprenden libertades básicas como la libertad de expresión y de conciencia, la libertad de movimientos y la elección de una carrera, junto con la renta y el capital. El bien primario anterior a todos ellos es el respeto hacia uno mismo. Para Rawls, el respeto hacia uno mismo tiene dos aspectos: el sentido que las personas tienen de sí mismas basado en su propio valor, y el sentido de que su plan de vida merece ser realizado, jun­ to a la confianza en que tendrán capacidad para llevarlo a cabo en la me­ dida de sus posibilidades. ¿Por qué el respeto hacia uno mismo es el bien primario básico? Por­ que sin él no tiene sentido hacer absolutamente nada. Si no se tiene res­ peto hacia uno, no se tiene noción del valor ni se siente que la vida tiene sentido: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». Las personas raciona­ les que quieren establecer una sociedad justa harán todo lo posible para no crear instituciones o condiciones sociales humillantes, puesto que ello iría en detrimento del respeto hacia uno mismo, el más básico de los bie­ nes primarios. Además, aunque el principio de diferencia rawlsiano de­ termina bajo qué condiciones es aceptable desviarse de la distribución igualitaria de los bienes primarios consistentes en riqueza material, no queda lugar para la desigualdad en la distribución del respeto hacia uno mismo. No importa que el concepto rawlsiano de respeto hacia uno mismo no coincida con el mío. Está claro que el espíritu de una sociedad justa no puede tolerar la humillación sistemática por parte de sus instituciones bá­ sicas. Esto es especialmente cierto cuando el bien a distribuir, en la forma de condiciones sociales que permiten que las personas se respeten a sí mismas, ocupa el primer lugar entre las prioridades de la sociedad justa. Si humillar significa lesionar el respeto hacia sí mismas de las personas, entonces está claro que una de las condiciones necesarias de la sociedad justa es que ésta debe ser una sociedad que no humille a sus miembros. Pero ¿qué sucede con la posibilidad de humillación institucional en

Conclusión

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una sociedad que es justa para sus miembros, pero no para los demás? La sociedad del kibbutz en Israel es un destacado ejemplo de una sociedad que, en sus buenos tiempos, intentó heroicamente construir una socie­ dad justa para sus miembros, pero que siempre ha sido insensible a los que no pertenecían a ella, como los trabajadores contratados externos al kibbutz. La sociedad del kibbutz no podría ser una sociedad rawlsiana, aunque sirve para señalar los problemas inherentes a una sociedad que es justa para sus miembros, pero no para quienes dependen de ella siéndole ajenos. Según Rawls, la sociedad justa se basa en un contrato entre sus miembros que asegura instituciones justas para quienes suscriben dicho contrato. En la sociedad justa, incluso las personas que ocupan las posi­ ciones más inferiores son consideradas parte integrante de ella. Pero en el mundo moderno, los peores problemas de humillación suelen ser los de aquellas personas que no son miembros de la sociedad en la que viven, que no pertenecen a ella.2 Quizá las personas que actualmente están en peor situación en los Estados Unidos son los emigrantes mexicanos ilega­ les cuya falta de permiso de trabajo les convierte en siervos, cuando no en esclavos, de los empresarios que los tienen y los ocultan. Estos mexicanos no son miembros de la sociedad. No son ciudadanos estadounidenses, y no se les tiene en cuenta a la hora de considerar quién está en peor situación en la sociedad de ese país. El ejemplo del kibbutz nos muestra que aunque sus miembros se sientan comprometidos con la justicia ello no asegura una sociedad de­ cente. En sus mejores momentos la sociedad del kibbutz fue lo más pare­ cido que conozco a una sociedad que intentaba ser justa para sus miem­ bros, aunque no era una sociedad decente. Muchas de las personas que se han relacionado con un kibbutz sin pertenecer al mismo se han sentido, justificadamente, humilladas por él. Por tanto, para valorar si una socie­ dad rawlsiana también es decente, es necesario juzgar el trato que dis­ pensa a las personas que dependen ele sus instituciones aunque no perte­ nezcan a ella, como los trabajadores extranjeros (Gastarbeiter), que hacen el trabajo sucio en los países desarrollados sin que se les considere ciuda­ danos de los mismos. Así, para valorar el supuesto de que una de las con­ diciones necesarias de la sociedad justa rawlsiana es que sea una sociedad decente, debemos aclarar cuáles son los criterios que emplea Rawls para determinar la pertenencia a una sociedad. Especialmente, debemos acla­ rar el estatus de las personas que no pertenecen a la sociedad justa. Creo que, en opinión de Rawls, una sociedad justa debería ser, en espíritu, una sociedad decente, tanto para sus miembros como para quienes no perte­ 2. Michael Walzer, Spheres ofjustice: A Defence of Pluralism and Equality, Oxford, Blackwell, 1983.

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La sociedad decente

necen a ella, pero no estoy seguro de hasta qué punto la letra refleja este espíritu. Dejando a un lado la cuestión de la pertenencia a una sociedad, exis­ te otro problema que es necesario aclarar antes de poder determinar si una sociedad justa rawlsiana es también, necesariamente, una sociedad decente. La sociedad justa rawlsiana se propone establecer las normas por las cuales se deben regir las instituciones básicas de la sociedad. Cuando Rawls pone un ejemplo de las que considera instituciones no bá­ sicas a las que no se referirá, menciona los ritos religiosos. Sin embargo, en la sociedad decente los ritos tienen mucha importancia. Por ejemplo, existen diversas religiones, y diversas corrientes de algunas religiones, que excluyen a las mujeres de una participación activa e igual en el ritual reli­ gioso. Generalmente, a las mujeres no se les permite oficiar ceremonias o participar en aspectos centrales de las mismas. Algunos grupos religiosos han empezado a exigir la plena e igual participación de las mujeres en los rituales. Excluir a las mujeres de estos ritos significa negarles el estatus de plena participación en un grupo incluyente que es muy importante en sus vidas. No significa rechazar a las mujeres como no humanas, pero si ne­ garles su estatus como seres humanos adultos. Si la razón por la que la Halakha (la ley judía) no permite a las mujeres leer los manuscritos de la Torá ante una congregación en la que hay hombres es «el honor de la congregación», entonces está claro que el honor humano de las mujeres no es el mismo que el de los hombres. Sin embargo, es importante precisar qué es lo que el excluir a las mu­ jeres de determinadas ceremonias religiosas nos dice en realidad sobre cómo se percibe su estatus. No todo acto de exclusión es un acto de re­ chazo. En el ritual judío, existen ceremonias como la bendición sacerdotal en las que sólo los hombres considerados descendientes de la casta sacer­ dotal pueden dar la bendición. Los judíos corrientes que no pertenecen a esta casta no se sienten humillados, insultados o molestos por el mero he­ cho de no pertenecer al grupo de hombres a los que la Halakha permite dar la bendición sacerdotal. Pero la razón de ello es simple: en la vida de la comunidad judía actual el pertenecer a la casta sacerdotal no tiene nin­ guna importancia especial. Por el contrario, el excluir a las mujeres de de­ terminadas ceremonias, o de determinados aspectos de las mismas, es de gran importancia en la vida de la comunidad. Esto se manifiesta, por ejem­ plo, en el hecho de que sólo los hombres de esa comunidad están obliga­ dos a estudiar la Torá y, seriamente hablando, sólo ellos están obligados a rezar regularmente. La división del trabajo entre hombres y mujeres es tal que las mujeres no comparten plenamente el cumplimiento de los manda­ mientos y las obligaciones rituales y, por tanto, no son miembros plenos de la comunidad.

Conclusión

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El problema que nos ocupa no es si una sociedad decente debería ac­ tuar de manera distinta que una sociedad justa permitiendo a las mujeres participar en los ritos. La cuestión es si el concepto rawlsiano de sociedad justa tiene algún tipo de interés en los ritos religiosos entendidos como institución social, o si esta institución no se considera lo suficientemente básica como para ser tenida en cuenta a la hora de evaluar una sociedad justa. Una sociedad decente se juzga, en parte, por instituciones tales como los ritos religiosos. Nuestra argumentación sobre las instituciones se mantiene, en general, en un nivel de abstracción más bajo que la argu­ mentación rawlsiana, basada en los principios. Por tanto, la cuestión no es qué hacer con la discriminación de las mujeres en los ritos religiosos, sino si éstos forman parte de las diversas instituciones a juzgar y a evaluar en una estimación general de las sociedades decentes, a diferencia de su evaluación como sociedades justas. Aquí podemos encontrar una dife­ rencia entre el ámbito de aplicación de la discusión en el caso de la socie­ dad justa rawlsiana y en el caso de nuestra propia sociedad decente. Un elemento importante en nuestra descripción del concepto de la so­ ciedad decente tiene que ver con el estatus de los grupos incluyentes en el seno de la sociedad. Pertenecer a un grupo incluyente es una de las mane­ ras en que las personas dan sentido a su vida. El rechazo de un grupo in­ cluyente legítimo (y, por norma, la pertenencia a un grupo religioso es legí­ tima) es, por tanto, susceptible de ser un acto humillante. En este libro me he centrado en la humillación infligida a los grupos incluyentes por parte de las instituciones sociales. En cambio, apenas he abordado la humilla­ ción de las personas dentro de los grupos incluyentes a los que pertenecen. Un grupo incluyente es un elemento de mediación entre el individuo y la sociedad en general. Se supone que tales grupos apoyan y enaltecen al in­ dividuo, si bien, en la práctica, pueden ser opresivos y humillantes. Aunque me he limitado a los grupos incluyentes legítimos, no he especificado con detalle las limitaciones que determinan si un grupo incluyente determinado es legítimo o no. Por ejemplo, no está claro si sus instituciones tienen dere­ cho a humillar a los miembros que no actúan conforme a sus normas. Se podría aducir que la pertenencia a un grupo incluyente dentro de una sociedad es, pura y simplemente, unirse voluntariamente a un grupo. Cualquier individuo puede verse en la necesidad de decidir si quiere per­ tenecer a un grupo que, probablemente, si se desvía de sus normas, le cas­ tigará de una forma humillante, como la de deshacerse de él. Por tanto, no es necesario poner ningún tipo de restricción a estos grupos incluyen­ tes voluntarios para considerar que la sociedad es decente, como tampo­ co es necesario prohibir el tratamiento humillante, aunque sea de la peor especie, entre un sádico y un masoquista, puesto que los implicados son individuos adultos y consienten en él.

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La sociedad decente

Cometeríamos un grave error si describiéramos la pertenencia de un individuo a un grupo incluyente importante en su vida, como si describié­ semos una religión o una nacionalidad; como si se tratase de una conexión contractual acordada entre adultos. La razón por la cual los grupos inclu­ yentes tienen tanto poder en la vida de los individuos es, precisamente, que no se trata de empresas en una economía de mercado hacia la cual uno puede tener una actitud de «lo tomas o lo dejas». Esta importante reali­ dad puede llevar al grupo incluyente a tiranizar a sus miembros, que tanto dependen de él. Al evaluar el comportamiento de las instituciones sociales para determinar si son humillantes, debemos también incluir el comporta­ miento de las instituciones y organizaciones de los grupos incluyentes de la sociedad. Si vemos que el carácter voluntario de tales organizaciones es dudoso, y que no es fácil ser aceptado en otros grupos incluyentes impor­ tantes, entonces el comportamiento humillante por parte de estas institu­ ciones impregna a la sociedad en su conjunto. Dado el caso, una sociedad decente debe ofrecerse como alternativa deseable a cualquier grupo inclu­ yente existente en su seno, de manera que los individuos puedan identifi­ carse con ella y labrarse una forma de vida satisfactoria dentro del conjun­ to de la sociedad. Sea como fuere, de una sociedad decente no sólo se juzga si sus instituciones tratan o no a los grupos incluyentes de manera humillante, sino también cómo las instituciones de los grupos incluyentes tratan a sus propios miembros. Lo que se discute aquí es nada menos que la legitimidad de los grupos incluyentes que, en parte, depende de que es­ tos grupos traten a sus miembros de manera no humillante. Siguiendo a Albert Hirschman, a la hora de evaluar los grupos inclu­ yentes podemos distinguir entre dos dimensiones.3 Una de ellas es la «voz»: el precio que un individuo del grupo paga por criticar a sus insti­ tuciones y a sus miembros. La segunda es la «salida»: el precio que el in­ dividuo paga por dejar el grupo. Los grupos incluyentes son opresivos cuando ambos precios son altos. Este es el caso cuando el precio de la «voz» o de la «salida» es la humillación. Volvamos ahora a la relación entre la sociedad decente y la sociedad justa. Rawls distingue entre dos aspectos que aparecen a la hora de repar­ tir el pastel económico. Uno de ellos es la pauta que sigue la distribución justa; por ejemplo, que las porciones sean iguales para todos. El otro es el procedim iento empleado para lograr que la distribución sea justa: por ejemplo, la persona que corta el pastel es la última en recibir la parte que le corresponde. De esta forma, podemos garantizar que a esta persona le interesará cortar el pastel en partes iguales. 3. Albert O. Hirschman, Exit, Voice and Loyalty: Responses to Decline in Firms, Organizations, and States, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1970.

Conclusión

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Rawls define la justicia procedimental perfecta como un caso en el que hay una pauta justa de distribución en virtud de algún criterio exter­ no a los procedimientos distributivos. Los procedimientos son perfecta­ mente justos si de ellos se deriva una distribución justa según una pauta justa de distribución. Al propio tiempo, la distingue de la justicia proce­ dimental imperfecta, a la que define como una situación en la cual es al­ tamente probable, aunque no absolutamente cierto, que los procedi­ mientos distributivos originen una pauta justa de distribución. Según Rawls, en el mundo real sólo puede existir la justicia procedimiental im­ perfecta. Pero también deberíamos someter a consideración la forma en la que actúan los distribuidores. Las personas que distribuyen los bienes pueden actuar de forma humillante aunque el resultado final sea la mejor distri­ bución de bienes posible. Así, por ejemplo, antes afirmé que aunque una sociedad caritativa ofreciese la misma distribución de bienes que una so­ ciedad del bienestar, podría existir una diferencia crucial entre ambas si la primera distribuyese estos bienes con una actitud piadosa hacia los re­ ceptores, y la segunda los distribuyese reconociendo el derecho de los be­ neficiarios a recibirlos. Por ejemplo, podríamos pensar que las personas que distribuyen alimentos a las víctimas de la hambruna en Etiopía los lanzan desde el camión como si los receptores fuesen perros, aunque al mismo tiempo tuviésemos la certeza de que todos ellos recibían su justa parte de forma eficiente. Recordemos que la eficiencia sólo implica la probabilidad de obtener una pauta justa de distribución, no una forma humana de distribución. La distribución puede ser eficiente y justa y aun así ser humillante. Señalar que una sociedad justa puede actuar con malos modos puede parecer una insignificancia: confundir la gran cuestión de la ética con el tema menor de la etiqueta. Pero no es insignificante, sino que refleja un antiguo temor a que la justicia no sea compasiva e incluso pueda ser ven­ gativa. Quizá la sociedad justa podría excederse en rígidos cálculos de lo que es justo, que podrían transformar la amabilidad y la consideración humana en simples relaciones humanas. El exigir que una sociedad justa sea también decente significa que no sólo basta con distribuir los bienes de manera justa y eficiente, sino que también se debe tener en cuenta el talante con el que se distribuyen. Hasta aquí he expuesto algunos reparos a la idea de que una sociedad justa (rawlsiana) es también, necesariamente, una sociedad decente. Hemos visto que una de estas constricciones atañe al tema de la pertenencia a una sociedad justa; la otra tiene que ver con cuáles son las institu ciones cuya ca­ lidad de justas o injustas se debe valorar, y la tercera alude a la posibilidad de que una distribución pueda ser procedimentalmente humillante pese a

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ser intrínsecamente justa. Ninguna de estas observaciones cuestiona el que, básicamente, la sociedad justa, según la define Raws, sea decididamente, en espíritu, una sociedad decente. Lo que nos queda por despejar es si, según la letra (es decir, según lo realmente escrito por Rawls), la sociedad justa rawlsiana es también, necesariamente, una sociedad decente. La respuesta a ello, basada en las tres críticas mencionadas, es que, en el mejor de los ca­ sos, no hay una respuesta clara y, en el peor, es posible que una sociedad justa rawlsiana no sea decente, lo cual, para este tipo de sociedad, es una consecuencia intolerable.

I d e a l e s y e st r a t e g ia s

¿Es la sociedad decente un hito necesario en la vía hacia la realiza­ ción de una sociedad justa? ¿Es un ideal temporal en el camino hacia el cumplimiento del supremo ideal social de una sociedad justa? Con inde­ pendencia de la relación entre la sociedad decente y la sociedad justa rawlsiana, parecería que ser decente es uno de los criterios que una socie­ dad justa debe cumplir. Otra cuestión distinta es si, realmente, una sociedad decente es un paso previo a la instauración de una sociedad justa en el sentido político real. ¿Existe el peligro de que la sociedad decente actúe a modo de sucedáneo paliativo de la creación de una sociedad justa? La sustitución del objetivo menos exigente de una sociedad decente por el más ambicioso de una sociedad justa, ¿impediría que las personas se es­ forzasen para conseguirla, rebajando así sus aspiraciones? Mi intención en esta sección es discutir los conceptos de la sociedad decente y la sociedad justa como ideales sociales. En otras palabras, qui­ siera abordar estos conceptos en su calidad de ideas reguladoras y no valorativas, así como explorar las relaciones entre ambas desde esta pers­ pectiva. La estrategia política y educativa dominante para lograr los ideales sociales y personales es la estrategia idealista, una estrategia basada en la presentación de un ideal, ya sea el de una sociedad perfecta o el de una persona perfecta a quien supuestamente queremos emular y aproximar­ nos de la mejor manera posible. A menudo, otras doctrinas sociales y edu­ cativas cuyos ideales son totalmente opuestos comparten esta estrategia idealista. La expresión «estrategia idealista» sigue el uso corriente y coti­ diano del término «idealista», en el sentido de un esfuerzo dirigido a al­ canzar un ideal sin tener en cuenta los obstáculos que se presenten por el camino. Esta estrategia se basa en la aceptación implícita del «supuesto de la aproximación»: cuando se lucha por un ideal y se encuentra un obs­ táculo en el camino, de no tenerse en cuenta dicho obstáculo nunca se lo­

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grará el ideal en cuestión, pero se obtendrá la mayor aproximación posi­ ble al mismo. Este supuesto identifica el ideal con la cima de una monta­ ña. Aunque algo nos impida llegar a la cumbre, debemos acércanos a ella tanto como podamos.4 Pero no siempre este supuesto de la aproximación resulta practica­ ble. Esto es lo que defienden los economistas que desarrollaron la llama­ da teoría de la segunda opción. Dichos economistas se dieron cuenta de que, en ocasiones, cuando existe un obstáculo para conseguir la mejor si­ tuación (la óptima), la estrategia que se debe emplear no es la estrategia idealista de ignorar el obstáculo. En teoría económica la idea ha sido for­ mulada con precisión, aunque es fácil identificarla también en otros cam­ pos.5 Para ilustrar la idea de una forma más sencilla, sustituiremos el ejemplo de escalar una montaña por un modelo espacial distinto. Imagí­ nese usted que es un piloto amateur y que su ideal es pasar unos días de vacaciones en Hawai, pero descubre que no tiene suficiente combustible en su depósito para llegar hasta allí. No sería muy buena idea que inten­ tase llegar lo más cerca posible de Hawai, puesto que su viaje acabaría en algún lugar del océano Pacífico. Aunque estuviese tan cerca de Hawai como sus recursos le permitieran, no estaría ni de lejos en un lugar ideal para pasar sus vacaciones. La estrategia alternativa es volar a algún otro lugar, al que si pueda llegar con el combustible del que dispone. ¿Por qué no va a Miami Beach? San Pablo creía que el estado ideal del hombre era el celibato. Pero si alguien siente un deseo profundo, mejor hará en no quedarse soltero, manteniendo escasas relaciones sexuales y acercándose, en la medida de sus posibilidades, al ideal, aunque nunca pudiera alcanzarlo del todo. Se­ ría mejor que se casase. El matrimonio es la opción inmediatamente pos­ terior al celibato, puesto que implica la posibilidad de devoción absoluta al culto de Dios, que es la opción óptima, y que sólo es posible con una vida de castidad. Con todo, el matrimonio sigue siendo preferible a una sol­ tería libidinosa. No está claro que la sociedad decente sólo sea una de las cimas me­ nores de la cordillera que es preciso escalar para llegar a culminar la so­ ciedad justa. Es altamente probable que la estrategia política encaminada a la consecución de la sociedad decente tenga poco que ver con la que se debe seguir para lograr la sociedad justa, aunque ésta sea, necesariamen­ te, una sociedad decente. El de la sociedad decente es un ideal digno de ser alcanzado. Su realización no debe justificarse como si se tratase de un 4. Avishai Margalit «Ideáis and Second-Bests», en Seymour Fox (conip.), Philosopby for Edu-

catíon, Jerusalén, Van-Leer Foundation, 1983, págs. 77-90. 5. R. Lipsey y K. Lancaster, «The General Theory of Second-Best», Review of Economic Stu-

dies, 1957.

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paso necesario para lograr una sociedad justa, especialmente si se duda de que esta última afirmación sea correcta. Los ideales de la sociedad decen­ te y de la sociedad justa son optimistas, puesto que describen una situa­ ción que es mejor que la existente. Pero tener una visión optimista de la excelencia de un ideal social no implica necesariamente ser optimista res­ pecto de las posibilidades de materializarlo. El conservadurismo político sostiene la opinión (o la falacia) de que no hay que adoptar ideales opti­ mistas porque no hay razones para ser optimistas en cuanto a sus posibi­ lidades de realización. No creo que ésta sea una razón suficiente para de­ sacreditar un ideal. Por tanto, conservo el ideal optimista de una sociedad justa. Pero veo con mayor optimismo las posibilidades de establecer una sociedad decente que las de materializar una sociedad justa.

U n a t e o r ía d e l a s o c ie d a d ju s t a y u n a h is t o r ia s ó b r e l a s o c ie d a d DECENTE

He preferido no dar, a mi argumentación sobre la sociedad decente, la categoría de «teoría». El término «teoría» es un concepto vago. Qui­ siera hacer algunas observaciones sobre el uso de este término, especial­ mente relacionadas con la frase «teoría de la justicia» (en el sentido rawl­ siano). Estas observaciones tienen como objetivo aclarar el estatus que he atribuido a mi descripción de la sociedad decente. Tras los sistemas que pretenden ejercer la función de teorías encon­ tramos dos modelos matemáticos. Uno de estos modelos es el de Hilbert; el otro, el de Gódel. Veamos: el modelo matemático hilbertiano se basa en la idea según la cual las matemáticas se pueden dividir en dos partes. Una de ellas es conocida y se comprende intuitivamente. Es la parte que com­ prende los números naturales finitos. La otra únicamente se entiende en un sentido sintáctico y formal, mediante sus conexiones lógicas con la parte intuitiva, de la cual se deriva. Éste es el modelo que emplearon los positivistas lógicos, especialmente Reichenbach y Carnap, para construir sus descripciones de las teorías científicas. Así, toda teoría científica dig­ na de tal nombre tiene dos componentes. Uno de ellos es el componente observacional, total y directamente comprensible. El segundo compo­ nente, de tipo teórico, se comprende mediante reglas que lo conectan con el componente observacional. El modelo gódeliano, que subyace a la teoría de la justicia, se basa en el famoso teorema de incompletitud de Gódel. En la prueba de este teo­ rema damos por supuesto que contamos con una enumeración completa, independiente de la teoría, de todos los enunciados verdaderos de la arit­ mética. Paralelamente, existe un sistema de axiomas (aritméticos y lógi-

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eos) del que se derivan los teoremas aritméticos. La cuestión crucial es si el conjunto de teoremas que puede derivarse lógicamente de los axiomas dados es idéntico a la lista de enunciados verdaderos cuya existencia he­ mos dado por supuesta con independencia de la teoría. La célebre res­ puesta de Gódel afirma que las listas no coinciden, puesto que encontró un enunciado verdadero que no podía derivarse de los axiomas. Esta estructura gódeliana fue adoptada por Chomsky para elaborar una teoría que pretende ser empírica. Chomsky parte, por un lado, de que podemos generar una lista completa, independiente de la teoría, de todas las sentencias de nuestro lenguaje que consideramos gramaticales. Por otro, contamos con una gramática cuyas reglas usamos para derivar ora­ ciones gramaticales. Luego, comparamos las oraciones derivadas de la gra­ mática con las sentencias de la lista mencionada. Posteriormente, decidi­ mos si la gramática en cuestión constituye una teoría adecuada de nuestro lenguaje en función del grado de coincidencia, o solapamiento, entre las oraciones derivadas de la gramática y las sentencias de la lista que, intuiti­ vamente, hemos considerado gramaticales. En principio, se supone que la gramática ha de acomodarse a la lista de juicios intuitivos, pero es total­ mente razonable cambiar, en ciertas ocasiones, la opinión respecto de esa acomodación. Es decir, la teoría a veces nos lleva a cambiar nuestros jui­ cios intuitivos cuando ese juicio es inconsistente con otros de nuestros juicios. También Rawls adoptó el modelo godeliano de explicación de juicios acerca de la sociedad justa como sociedad equitativa. Por un lado, conta­ mos con juicios intuitivos respecto de la equidad de los diversos acuerdos y disposiciones para distribuir los bienes primarios. Por otro lado, conta­ mos con un conjunto de principios (la «teoría») a partir de los cuales se supone que deben derivarse los juicios acerca de los acuerdos de distri­ bución justos. En una sofisticada teoría empírica, los juicios sobre la lista independiente de la teoría tienen un estatus primario, de manera que la teoría ha de acomodarse a esos juicios. Los juicios constituyen los datos que la teoría debe explicar. Sin embargo, en la teoría de Rawls caben ajus­ tes mutuos entre los juicios derivados de la teoría y aquellos a los que se llega independientemente. Las intuiciones de una persona pueden guiar­ se por la teoría de esa persona. Rawls denominó a esta situación de ajuste mutuo «equilibrio reflexivo». Rawls añade una nueva idea a la estructura gódeliana de su teoría: la teoría y los juicios que derivan de ella sirven también como argumentos para justificar diversos movimientos en una situación propia de la teoría de juegos; es decir, una situación en la que jugadores racionales negocian el establecimiento de una constitución para una sociedad justa con la que todos ellos pueden estar de acuerdo. Existe, empero, una constric­

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ción en este «juego» de establecer una constitución: que es inaceptable emplear premisas que contengan información específica acerca de la po­ sición del jugador en la sociedad dentro de los argumentos usados para justificar la constitución (las líneas anteriores describen de forma no me­ tafórica el «velo de la ignorancia» rawlsiano). Esta limitación no supone que los jugadores deban ignorar psicológicamente su posible lugar en los diversos acuerdos y disposiciones sociales que están decidiendo, sino, más bien, que se espera que actúen como un juez que presta atención a pruebas inadmisibles en el curso de un juicio. El juez puede no utilizar esas pruebas al llegar a una decisión. De forma semejante, Rawls no per­ mite a los participantes en el proceso de establecimiento de la constitu­ ción recurrir a información que presuponga sus posiciones personales. En otras palabras, está prohibido justificar la constitución con argumen­ tos que se fundamenten en información acerca de rasgos específicos de los participantes. Debemos considerar todavía un tercer formato importante de pre­ sentación de las teorías, habida cuenta de que es muy pertinente para nuestra discusión. Me refiero al modelo de teorías críticas formulado por la Escuela de Francfort, que considera como ejemplos más destacados de su modelo las teorías de Marx y Freud. Dichas teorías tienen un objetivo emancipador, «redentor»; aspiran a emancipar a las personas de la opre­ sión, que, en gran medida, se infligen ellos mismos. Las teorías críticas son también, en realidad, teorías acerca de juicios: critican los juicios pre­ sentes, que la teoría considera juicios formados en condiciones de opre­ sión, y los reemplaza por los juicios que emitirían personas libres. Una teoría crítica es una teoría acerca de los juicios de personas a quienes la propia teoría se supone que ha de liberar. Es una teoría reflexiva que se autoconsidera objeto de esa misma teoría. La teoría se prueba mediante la voluntad de las personas emancipadas de aceptarla. Así como los jui­ cios sobre la lista independiente eran los árbitros últimos de la verdad de una teoría en el modelo gódeliano, y así como en la teoría de Rawls cabían los ajustes mutuos, al llegar a las teorías críticas nos encontramos con que la dirección para juzgar si la teoría se acomoda o no a la lista se ha inver­ tido: ya no va de la teoría a los juicios, sino de los juicios a la teoría. Por tanto, los juicios están determinados por la teoría, convirtiéndose en jui­ cios independientes de personas que son libres para actuar persiguiendo sus propios y auténticos intereses. Podría parecer que una descripción de una sociedad decente exige una teoría crítica, pero no creo que lo que he estado sugiriendo en el pre­ sente libro sea una teoría crítica, ni ningún otro tipo de teoría. En reali­ dad, no tengo ninguna teoría, sino que me limito a sugerir una imagen de una sociedad decente basada, parcialmente, en un análisis de conceptos

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que derivan del campo semántico de los términos respeto y humillación. Al analizar esos conceptos evaluativos no sigo los usos más habituales de tales términos en nuestro lenguaje. Así, por ejemplo, soy bien consciente de que el uso más habitual de la palabra «humillación» no es el que des­ cribe el rechazo de las personas por parte de la «Familia del Hombre», sino el que se aplica al rebajar personas de su estatus social a uno más «humilde». La degradación pública de un soldado por faltas cometidas durante su servicio en el ejército, como en el caso de Dreyfus, es un ejem­ plo paradigmático de una situación en la que se utilizaría la palabra «hu­ millación». Otro uso habitual de «humillación» es el que alude al hundi­ miento de las aspiraciones sociales de una persona, como sucede cuando un candidato que ha sufrido una gran derrota electoral se percibe a sí mismo como una persona rechazada por los votantes, aunque ciertamen­ te no se considera rechazado como ser humano. El sentido en el que he empleado el término «humillación» (como re­ chazo de la «Familia del Hombre») a mi entender también existe, y se usa a menudo en los casos que implican «degradación» de aquellos que ya es­ tán en el peldaño más bajo de la escalera social, de manera que no existe un lugar «más bajo» todavía al que «degradarles». Ejemplo de ello es la humillación infligida a presos, reclutas, tullidos, desempleados e indigen­ tes. El campo semántico que sugiero no es una mera decisión arbitraria de atribuir determinados sentidos a ciertos términos, aunque no se ciña a los usos primarios o más habituales de los mismos. Se trata de una primacía explicativa, no histórica. El uso de un término es más primario que otro si el primero se emplea en explicar el segundo y no a la inversa. Lo que he pretendido ofrecer aquí no es una teoría sino, más bien, una historia sobre la sociedad decente; una historia cuyos héroes son los conceptos. No se trata de una alegoría al estilo medieval, cuyos héroes se encarnan en el Honor y la Humillación, sino una historia en la que los conceptos siguen siendo conceptos, y la descripción obtenida es la de una utopía mediante la cual criticar la realidad. Los conceptos empleados en este libro implican un riesgo, habida cuenta que proceden de la retórica presuntamente sublime que tanto se emplea en el discurso político y moral. La función de estímulo que ejer­ cen conceptos tales como honor y humillación puede hacer que las discu­ siones sobre la sociedad decente se conviertan en grandes dosis de aire caliente; es decir, en discusiones que nada tienen que ver con la verdad y sí con la creación de una atmósfera cálida y edificante.6 Otro peligro es que la discusión se embarre en un viscoso cenagal admonitorio, en una 6. Harry G. Frankfurt, «On Bullshit», en Frankfurt, The lmportance of What We Care About, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, págs. 117-134.

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forma de discurso que no es necesariamente indiferente a la verdad, pero que no tiene interés alguno en argumentar ni en hacer distinciones. Pese a todo, creo en la posibilidad de una forma de discurso inteligente sin ser teórica, muy lejos de los farragosos sermones o de la mera calidez am­ biental. Los conceptos sobre los que se fundamenta mi trabajo sobre la so­ ciedad decente, como respeto, humillación, y otros, son conceptos que re­ quieren un análisis que va más allá de su significado habitual. Necesitan, además, una descripción sensible. Cuando William James intentó expli­ car el significado del concepto «o», dijo que era el sentimiento que uno experimenta cuando se encuentra en un cruce y tiene que decidir entre ir í) derecha o a izquierda. El «o» es la duda que aparece cuando la calle se bifurca. En mi opinión, para comprender lógicamente un concepto no es necesario que sintamos nada. Seguramente, la expresión «o» no nos hace sentir nada. Pero si queremos explicar «ser o no ser» no como una tauto­ logía lógica, sino como una cuestión existencial central, veremos que, para comprenderla, la emoción y el estado de ánimo asociado con el «o» de la frase shakespeariana es vital. Aquí no basta la comprensión lógica de «o», puesto que se trata de entenderla en términos de sensibilidad; es de­ cir, como expresión que implica una asociación sistemática entre sentido y sensibilidad. Todos los conceptos centrales de este libro son términos sensibles. Y resulta muy difícil emplearlos para elaborar teorías. Su com­ prensión no exige hipótesis, sino descripciones. Los conceptos morales no son términos característicamente emotivos, pero son sensibles. He de­ limitado el campo semántico del concepto de la sociedad decente en tér­ minos de sensibilidad. Habrá que ver si también siguen teniendo sentido.

Avishai Margalit es profesor de Filosofía en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y coautor, con Moshe Halbertal, de Idolatry. Es colabora­ dor habitual de The New York Review o f Books.