La noticia del domingo : apunte homilético a los 3 ciclos
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DOMINGO Apunte homilético a los 3 ciclos

MANUEL ELVIRA UGARTE

MANUEL ELVIRA UGARTE

LA NOTICIA DEL DOMINGO Apunte homilético a los 3 ciclos

EDITORIAL. Covarrubias, 19. 28010-MADRID

PRESENTACIÓN Las noticias inundan nuestro vivir. Nos sorprenden al despertarnos, nos asaltan mientras caminamos, nos desvelan cuando nos estamos durmiendo. Están ahí. En el periódico y la revista, en las ondas de la radio, en la imagen visualizada. No podríamos vivir ya sin noticias. Grandes titulares de las portadas de los semanarios y de los diarios reclaman la atención de los viandantes, que se arraciman ante los quioscos. Los hombres caminan por la calle cosidos a sus auriculares sorbiendo informativos y carruseles deportivos. Procuramos sentarnos a comer y cenar a la hora de los telediarios. Son las noticias de la semana. Pero, los cristianos, ¿bebemos con la misma avidez la Gran Noticia de la Semana, la Buena Noticia? Eso es lo que pretendo en este libro. Ser periodista de la Buena Noticia. Cada domingo se nos convoca a los cristianos para ofrecérnosla. Desde la sencillez de lo periodístico y desde la reflexión al ritmo de la calle, he tratado de presentar el evangelio del «Día del Señor», intentando hacer un servicio a todos. ¡A ver si, entre tanta noticia, no cae en saco roto ni en oídos sordos! La Buena Noticia será NOTICIA de la semana para todo el que le abra su puerta de par en par.

I.S.B.N.: 84-284-0486-0 Depósito Legal: M-25.243-1994 Realizado por: artes gráficas palermo, s.l. c"° de hormigueras, 175 nave 11 - 28031 Madi 5

CICLO A

1.° Domingo de Adviento (A) DILUVIO CON ARCO IRIS AL FONDO Hoy comienza el año; es cuando debiéramos desearnos eso de «próspero año nuevo». Quiero decir que, aparte de ese año solar que recorremos todos desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, los cristianos, conscientes de la existencia de una «vida superior», recorremos un itinerario que comienza el primer domingo de Adviento y que terminará el día de Cristo Rey. Un viaje que da la vuelta alrededor de ese sol radiante de vida, que es Jesús-Salvador. La liturgia, con un lenguaje misterioso, entremezclando planos y perspectivas, nos pone palabras de Jesús en las que alude tanto al fin de Jerusalén «de todo eso no quedará piedra sobre piedra», como a la segunda venida del Señor: «vendrá a la hora que menos penséis». Teniendo, además como coyuntura oportuna para la reflexión, la llegada de la próxima Navidad de Jesús «que está en la puerta». Hay dos maneras de enfocar la existencia humana. Una, sin perspectiva de futuro. Otra, con el convencimiento de que nuestros pasos de aquí abajo son maneras de ir colocando las piezas de un «puzle» monumental de aparente «sin sentido», parece que las piezas «no casan». Pero, al fin, han de encajar en un paisaje maravilloso. El primer enfoque tiene esta filosofía: «Puesto que la vida es breve, comamos y bebamos». El segundo enfoque es así: «Como la vida de aquí abajo no ha hecho más que empezar, que los árboles no me impidan ver el bosque». Es decir, todo lo que diga o haga no es algo que muere en el acto, sino que tiene «semillas de eternidad». Jesús, al referirse al primer enfoque, decía: «Antes del diluvio, la gente comía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca. Y cuando me7

nos lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos». Como diciendo que la gran equivocación consiste en cerrar el horizonte y limitarlo todo al disfrute, a la riqueza material, al poder y al aplauso. Jesús hablaba también del segundo enfoque: «Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor,...». Es decir: Lo que hacemos no carece de sentido. Todo tiene futuro, hasta nuestras obras más elementales. Nuestro senderillo de cada día no tropieza con un absurdo e insalvable muro. Y uno advierte que todas las piezas del «puzle» —el dolor, la enfermedad, la soledad, el trabajo durísimo...— empiezan a encajar. Eso es el Adviento. Una clase de gimnasia espiritual ante el Dios que viene en la Navidad. Los maestros que en él aparecen —Isaías, Juan Bautista, la Virgen María—, con su actitud, nos dicen lo mismo: «Preparad los caminos al Señor. Estad en vela».

2.° Domingo de Adviento (A) «¡ESTE, SI ES MI JUAN!» Uno de los protagonistas del Adviento, ya os lo dije, es Juan el Bautista. Hay en él tanta garra, tanta luz, que es necesario estudiar bien, tanto su figura como las relaciones que provocaba. LO QUE DECÍA.—No era un orador académico: exordio, proposición, división, confirmación, peroración... No. El iba al grano, doliera o no. Consciente de su papel de precursor, sabiendo que «era la voz que tenía que gritar en el desierto», como anunció Isaías, eso es lo que hacía: gritar su mensaje, y además, por la vía directa: «Convertios; está cerca el Reino de Dios. Preparad el camino del Señor. Enderezad sus sendas». (Tengo miedo, Señor de «andar por las ramas». Rizando el rizo unas veces con fórmulas más o menos técnicas. Utilizando otras veces un lenguaje vaselinizado. —¡Cuidado, que quema!— Sin denunciar lo que está mal, por temor de que alguien se moleste, o quizá, de salir yo mismo malparado. Tengo miedo, Señor, de no saber llamar «al pan, pan, y al vino, vino». Como Juan). COMO LO DECÍA.—Oíd el Evangelio de Mateo: «Llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura; se alimentaba de saltamontes y miel silvestre». Es decir, había quitado de su vida todo «montaje», todo lo que pudiera ser vanidad y vacío, puro aparato 8

literario. Se convirtió en puro «hueso» y proclamaba la verdad desnuda: «Allanad el camino al que tiene que venir». Si nos diéramos cuenta que, a quien tenemos que «predicar es a Cristo, y éste crucificado», también aceptaríamos el vestir nuestra alma con una piel de austeridad, es decir, adoptaríamos una vida en la «verdad», y nos alimentaríamos con alimentos muy sanos y silvestres. Todo eso se llamaría «coherencia». Y, además, engendraría... COHERENCIA.—Efectivamente. Este Juan que era el primero en «preparar los caminos del Señor» de palabra y de obra, arrastraba, atraía a las multitudes: «Acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del Valle del Jordán». Porque la «gente», amigos, no es tonta. Sabe distinguir el oro del oropel. Que nadie me lo tome a mal. Pero si muchas de nuestra homilías, charlas y exhortaciones se quedan en puro «metal que suena», es porque no partimos de la «coherencia». Por eso Juan, como más tarde Jesús, lo que condenaba es la: INCOHERENCIA.—Porque habéis de saber que también los fariseos acudían. Pero, claro, a lo de siempre: a añadir una nueva filacteria a su colección, a hacerse un nuevo lavado externo y ritual, a «dejarse ver». Pero no a «dejarse bautizar con el Espíritu Santo y fuego». De eso; nada. Por eso Juan les decía: «¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar de la ira inminente? No os hagáis ilusiones: el árbol que no da fruto bueno, será talado y echado al fuego!» A cada paso solemos oír decir de muchos hombres: «Este no es mi Juan; que me lo han cambiado». Pues, mirando a este Juan del desierto puedo decir: «¡Este sí es mi Juan, que no me lo han cambiado!» ¿Quién lo iba a cambiar? Esperad al domingo que viene y veréis cómo la liturgia nos refresca lo que Jesús dijo de él: «¿Qué os creéis que es Juan? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Un hombre preocupado por vestirse de lujo? Os aseguro que no ha nacido de mujer un hombre más grande que Juan».

3.° Domingo de Adviento (A) LA PREGUNTA Y LA RESPUESTA La pregunta Efectivamente, Juan era la voz profética, descarnada y fuerte, que trataba de anunciar, bosquejar y perfilar al «Mesías que había de ve9

nir». Era muy consciente de su papel de «heraldo», de «precursor»: «Yo soy la voz que clama...». Pero era muy consciente también de que ese papel no podía ser aséptico, de mera transmisión mecánica. Su «vocación» tenía que transformarle primero a él y tenía que transformar a los demás. Por eso, la austeridad impresionante de su vida, de su vestido, de su alimento. Y por eso, sobre todo, la exigencia de su mensaje: «Ya está el hacha en la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto...». Pero le metieron en la cárcel. Y, aunque él mismo había presentado a Jesús con palabras definitivas —«he aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo»—, quizá tuviera algún desconcierto: «¿Es posible que este manso cordero, tan desvalido, tan sin los "signos triunfales" con los que soñaba el pueblo judío, sea el Mesías?» Por eso, su voz se convirtió en «pregunta», y pregunta urgente «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» —(¡Qué bello el papel de Juan! ¡Qué bello ese «rol» de anunciar la presencia de Cristo entre nosotros! ¡Qué necesaria la postura del cristiano, cuando se hace consciente de que para eso ha sido llamado: para presentar y descubrir las huellas de identidad de Dios en el mundo y de Cristo en la Iglesia! ¡Qué urgente convertir nuestra vida en una pregunta: «¿Estás Tú, Señor, en nuestro mundo, en el acontecer de la historia, en los "signos de los tiempos"? ¿Has venido ya? ¿O tenemos que seguir esperando?») La respuesta Y la respuesta es Jesús: «Decid a Juan lo que habéis visto: los ciegos, ven, los cojos andan, los leprosos quedan, limpios, los pobres son evangelizados; y ¡dichosos los que no se escandalizan en mí!» Eran palabras de Isaías describiendo los tiempos mesiánicos. Era, por lo tanto, una manera indirecta, pero contundente, de decirle a Juan: «Que no te atormente la duda. Ya estoy poniendo en marcha los pilares del "Reino". Porque "el reino de los cielos en vosotros está". Y que nadie se escandalice, si no he venido con el esplendor y el poderío externo con que me estaban esperando. Por el contrario: que vayan aprendiendo que mi papel de Mesías, consiste, por encima de todo, en empapar el corazón de los desvalidos con la realidad de la "buena noticia". Ño en "enriquecer a los pobres", como podría hacer un reformador social, sino en hacer ver a los más necesitados que ellos son los elegidos, que a ellos se les da lo más grande: la esperanza». —(Tenemos que saber dar esta respuesta al mundo de hoy, amigos. La Iglesia tiene que ir encontrando, cada vez más, caminos de testimonio en favor de los hombres más pobres, de los países más pobres, de las razas más desheredadas. Una «iglesia triunfal» no será nunca la ver10

dadera respuesta. La respuesta será siempre la de Jesús: «evangelizar a los pobres», hacerse pobre con los pobres, poniendo junto a ellos nuestro propio desvalimiento. Pero muy empapado, lo repito, en la básica virtud cristiana de la esperanza.)

4.° Domingo de Adviento (A) «PEREGRINO EN LA NOCHE» Hay personajes imprescindibles en el adviento: Isaías, que, soñando paisajes mesiánicos, nos dice: «convivirán el lobo y el cordero, el niño meterá la mano en la madriguera de la serpiente y no le hará daño». Juan el Bautista, vendaval irreprimible, dispuesto a «derribar colinas y rellenar hondonadas para preparar el camino al Señor». María, columna de silencio y de entrega, de fe y compromiso, relicario del adviento. Y ¿José? ¡Ay, amigos! Con José se estremece nuestra apatía. ¡Qué peregrinaje el suyo hacia el «adviento», en plena oscuridad, sin entender nada, guiado por una fe descarnada y recia! Julián Green escribió una importante novela: «Chaqué homme dans sa nuit». Pero es que la noche de José fue de verdad negra, comparable al telón de los que creen que «la vida no tiene sentido». Leedlo despacio en el evangelio de hoy: «La madre de Jesús estaba desposada con José. Y antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo». Ya sabéis que el matrimonio judío, se componía de dos momentos, espaciados un año entre sí. El primero, los desposorios, eran ya un verdadero matrimonio, convertía a la pareja en marido y mujer. Pero la convivencia no ocurría hasta pasado el año. Pues, bien, en ese año de espera, es cuando José percibe el embarazo de María. Sin avisos, sin preparaciones. Y se sintió «peregrino en la noche». Martín Descalzo se pone a elucubrar sobre los distintos estados de ánimo que le habrían embargado: «No podía creerlo». Por eso, no reaccionó con cólera, ni con un deseo de venganza, sino que se sintió anonadado, en un total desconcierto. —Pensó quizá que «María habría sido violada», en aquel viaje a Ain-Karín, tan peligroso, con caminos llenos de bandidos y desalmados. —Pudo pensar también que aquel embarazo podía provenir de 11

Dios. (Son muchos los comentaristas que esto piensan). Y fue entonces cuando salieron a flote las grandes virtudes de José: su respeto profundo ante lo que no entendía: su impresionantes humildad «¿quién soy yo para vivir con la madre de mi Señor?» Y se reconocería indigno de acercarse a ese «misterio». Como, por otra parte, «él era justo», es decir, cumplidor de la ley, y la ley mandaba «denunciar a la adúltera», «decidió abandonarla en secreto», cargando de ese modo todas las sospechas sobre sí, todas las acusaciones. ¡Bendito José! Ante esta página, tan difícil, del evangelio de Mateo, uno no se atreve a forzar moralejas ni conclusiones, lo más que puede hacer es quedarse en silencio, contemplando muy detenidamente, muy fervorosamente, la estremecedora elegancia y la escalofriante soledad oscura con que José vivió «su adviento». Fue de verdad el «gran peregrino de la noche». Y, después, tratar de entrar en oración, diciendo: «Sabemos, Señor, que tú puedes venir a nosotros por caminos insospechados de dolor, o de incomprensión, o de sucesos absurdos, o de acontecimientos desesperantes. Es decir, quizá permitas que vivamos nuestro «adviento» como José: «peregrinos en la noche». Pero sabemos también que, en cualquier momento, cuando menos lo esperemos, puedes romper tu silencio y aclararnos las cosas. Como hiciste con José: «No temas en recibir a María en tu casa, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo».

Fiesta de Navidad (A-B-C-) A LAS CUATRO ESQUINAS DE LA NAVIDAD Para celebrar la Navidad como Dios manda, hay que saber jugar «a las cuatro esquinas». Es decir, hay que meterse en el cuadrilátero que forman estas cuatro palabras: Asombro, alegría, gratitud y entrega. El cristiano que consigue hacerlo ha entendido sin duda lo que en este misterio se celebra. ASOMBRO.—Todo lo que leemos y proclamamos en la liturgia de las cuatro eucaristías que en esta festividad celebramos —misa vespertina, de media noche, de la aurora y del día—, todo, nos lleva al asombro 12

y al pasmo. Un ángel le dice a José: «la criatura que hay en tu mujer viene del Espíritu Santo. Llega para salvar a su pueblo de los pecados». Otro ángel dice a los pastores: «Os traigo la buena nueva: os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor». Isaías había preconizado: «Este Señor que nace tiene por nombre "Admirable, Dios, Príncipe de la Paz, Padre del tiempo futuro" y su reino no tendrá fin». Finalmente Juan redondea la noticia diciendo cosas tremendas: «Es la Palabra de Dios que existía desde el principio y que viene a acampar entre nosotros». O: «Es la luz verdadera que viene a iluminar este mundo». Pero, atención, porque el asombro llega al máximo. Ya que, cuando se nos muestra su carné de identidad, allá dice que se trata de un niño: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado». Y se añade otro detalle: «La señal que os doy es que lo encontraréis en un pesebre, envuelto en pañales». ALEGRÍA.—El hombre, cuando se entera de las noticias buenas, se pone a cantar y bailar. Eso dice la antífona de entrada de la misa de media noche: «Alegrémonos todos en el Señor porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo». Yo no sé si os habéis dado cuenta, amigos. Pero no hay suceso en el mundo, creo, más celebrado y cantado por las culturas de los pueblos que la Navidad. Música, pintura, poesía, danza, iconografía y costumbres populares, además de la liturgia, forman una colosal inundación de sentires y quereres —hechos arte e ingenio— alrededor del pesebre. Yo no sé cómo, pero hasta en la covacha más mísera del último creyente, surge de pronto un villancico. Algo natural, por otra parte, ya que «villancico» significa eso: cantar de villanos, de lugareños de la villa. GRATITUD.—Me gusta leer a San Pablo en esta noche, cuando, enternecido de agradecimiento, le escribía a Tito: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre, ya que, no por las obras que hayamos hecho, sino por su propia misericordia, nos ha salvado». O los versos de Diego Cortés, cuando en el siglo XVI escribía: «¡Pues, siendo tan Gran Señor, tenéis corte en una aldea! ¿Quién hay que claro no vea que estáis herido de amor?» ENTREGA.—De nada valdría, en Navidad y siempre, los tres pilares esbozados sin este cuarto: «la entrega». A mí siempre me han entusiasmado esas figuritas de pastores que solemos poner en los belenes. Llevan regalos espontáneos y seguramente desproporcionados para el niño: corderos, gallinas, requesones y frutas. Lo mismo pasa con los magos: «Oro, incienso y mirra». 13

Y es que no se puede celebrar la Navidad —un Dios que se entrega a sí mismo—, quedándonos nosotros en el egoísmo y la alegría falaz de la incomunicación. Eso es pecado mortal. Por eso Caritas, en estas fechas, no se tapa la boca. Al revés, nos saca los colores habiéndonos de las grandes acumulaciones y despilfarros que crean la multiforme marginación. Es como si nos pasara el salmo por nuestra conciencia: «¿Cómo pagaré yo al Señor —cómo aprenderé a "darme"— ante lo mucho que El me ha dado?»

La Sagrada Familia (A) ¡LA FAMILIA, ¿CULPABLE O INOCENTE?! La liturgia está en todo, amigos. Después de mostrarnos el misterio de la Navidad, el Emmanuel, nos muestra el marco en el que ese «Dios con nosotros» crece y se alimenta: la familia, la sagrada familia. Hoy tenemos miedo a hablar de este tema. Se han vertido tantas opiniones y tantas contestaciones contra la familia, se ha generalizado tanto la libre unión de las parejas y la libertad sexual, que andamos remisos para declarar que «creemos en la familia». Y que creemos en ella como medio elegido por Dios para venir a nosotros y como propuesta de formación humana y cristiana de personas y de generaciones.

el mensaje que Dios nos trasmite: que «hay que amar siempre al «otro», aun en el supuesto de no ser correspondidos». Ese es el gran mensaje de fe que nos llega de la Sagrada Familia. Cada componente de la familia ha de amar a los otros, no por lo que valen, sino por lo que son y lo que representan. El esposo ha de amar a su esposa, no por su hermosura, su delicadeza o su capacidad de satisfacer sus pasiones y sentimientos, sino porque es la compañera puesta por Dios a su lado para seguir con él un proyecto vocacional. La esposa ha de amarle a él, no porque sea apuesto, cortés y entregado, sino porque es su esposo, es decir, aquel con quien un día recibió un sacramento que ha de convertirse en fuente de méritos y de santidad. El hijo ha de amar a su padre, no por su fortaleza o su acierto, sino porque es el signo visible que tiene delante para amar a «ese otro Padre», el verdadero, del cual los otros padres son copias muy veladas y en negativo. Los padres han de amar a sus hijos, no por las satisfacciones que les reporten, sino porque son una perla en proyecto, entregada por el mismo Dios, para que ellos la trabajen y pulan. Así funcionó, amigos, la familia de Jesús. La fe les llevó al amor y el amor lo hizo todo. José se fió de María, aunque en un principio no entendía nada de aquel misterioso nacimiento. María se fió de José que, en mitad de la noche, la fue llevando con su hijo a Egipto por caminos dolorosos de incertidumbre: Jesús se fió de José y María y «les estuvo sumiso», mientras «crecía en edad, en sabiduría y en gracia». Y María y José se fiaron del niño «guardando en su corazón lo que no entendían». Ante todas estas razones, díganme: «¿Declaramos a la familia culpable o inocente?» ¡Pueden votar, señores del jurado!

A eso va la festividad de hoy. Ha de saber el cristiano, y muy especialmente los jóvenes, dos cosas por encima de todo: 1.° La familia ha sido, y debe seguir siendo, el campo en el que se desarrollen todas las raíces humanas del individuo. A través de la familia el hombre aprende la quintaesencia de la cultura reinante, y aprende igualmente a jerarquizar los valores decisivos de su vida: Dios, el hombre, la providencia de Dios, el sentido de la vida y la muerte, la necesidad de una moral que, a través del hombre, nos acerque a Dios. Eso fue la Sagrada Familia para Jesús. Y ése ha de ser el papel de la familia hoy: las actitudes de los padres, su talante, han de ayudar a los hijos —inquietos buscadores de la verdad—, a «saber encajar en la vida», a conectar con el mundo, a relacionarse con «los otros», a llevar a término su personal vocación. 2° La familia ha de ser el lugar adecuado donde el hombre «encuentre a Dios» y lo encuentre como «Padre»; el lugar donde descubra 14

Santa María, Madre de Dios (A-B-C) ¿COMO PUEDE SER? —«Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros...», etc.— Lo he repetido sin cesar, desde antes de llegar al uso de la razón. Y me enseñó a decirlo la otra madre, la mamá de la tierra. Al principio, naturalmente, lo fui repitiendo sin buscar explicaciones. Intuyendo simplemente que era buena cosa cobijarse «como un hijo» en el regazo de alguien que era, a su vez, la madre Dios. 15

Pero, claro, conforme han ido pasando los años, he comprendido que la expresión y su contenido —«Santa María, madre de Dios»— llevaban desde luego al asombro y al deslumbramiento, pero podían llevar igualmente al desconcierto y a la duda: ¿Cómo puede ser que aquella desconocida Miriam de Nazaret, pequeña de Dios en una aldea también pequeña y desconocida, hija de unos padres desconocidos igualmente, fuera a la vez la Madre de Dios? Sí. Estamos ante el Misterio. No es extraño por tanto que, entre los mismos cristianos, nacieran las discusiones, las divisiones y los «distingos»: «A María se le deberá llamar Madre de Cristo, pero no "thetokos" o "Madre de Dios"». Pero aquel concilio de Efeso, esperado y coreado por el pueblo cristiano, disipó nuestras dudas, aquietó nuestros sentimientos y robusteció nuestra fe: «María es verdaderamente la madre de Dios». Pero Tú, María, ¿qué pensabas? ¡También debiste atravesar la «noche oscura». Eso es lo que parece traslucirse de esa frase que, en más de una ocasión, y concretamente en el evangelio de hoy, repite San Lucas: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Es decir, tú fuiste de asombro en asombro. Y a cada paso te repetías: «¿Cómo puede ser?» —Cuando el ángel te dijo: «darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús; será grande, se llamará el Hijo del Altísimo, reinará para siempre y su reino no tendrá fin...», entonces, tú te preguntaste: «¿Cómo puede ser?» —Cuando, al llegar a Ain-Karim, tu prima exclamó asombrada: «¿Cómo puede ser que la madre de mi Señor venga a visitarme?», tú, más asombrada, contestaste: «¿Cómo puede ser esto?» Y «conservabas todas estas cosas, meditándolas en tu corazón». En una palabra, día a día, en el relicario de tu corazón, en la reflexión constante del Misterio, fuiste acrecentando tu fe y conjugando estos dos extremos: que eras «la esclava del Señor», pero que eras también, por elección divina, «Santa María, la Madre de Dios». ¡Santa María, Madre de Dios! Ese es el Misterio que la Iglesia nos pone delante este primer día del año, en la octava justa de la Navidad. Durante todo el ciclo navideño, la figura de María acompaña muy de cerca al Emanuel, que es naturalmente el personaje central. Al verla ahí, tan cerca de El, cualquier cristiano es capaz de construir un elemental y contundente silogismo: «Si este niño recién nacido es el Hijo de Dios y esta mujer lo ha dado a la luz, no cabe duda: Ella es la Madre de Dios». Pero la Iglesia no se contenta con ello. Y así, en la octava de la Navidad, va pasando la cámara desde el Niño hasta la madre, es un trave16

lling perfecto. Para enfocarla a ella en un magnífico primer plano. Un primer plano que nos venga a decir claramente que, gracias a ella, fue posible la Navidad.

2.° Domingo de Navidad (A-B-C) LAS PALABRAS Y LA PALABRA «En el principio ya existía la Palabra». En eso estamos. Y también estamos en que «la Palabra está junto a Dios» y en que «la Palabra era Dios». Pero, claro, si esa Palabra aspiraba a ser «medio de comunicación social» de la Divinidad para con la Humanidad, necesitaba una «megafonía humana». Y, no os escandalicéis de mis metáforas, María fue la que, en sus purísimas entrañas, fue gestando los labios, la lengua, la garganta, los pulmones, los brazos, las manos, es decir, todos los preciosos vehículos de expresión que utilizó el Verbo de Dios para «pronunciarse» entre los hombres, con los hombres y a los hombres. Ella hizo posible que «el Verbo de Dios acampara entre nosotros» y luego se extendiera, creciera y se multiplicara. Así es como Jesús habló. Y muchos le escucharon «en directo»: el ciego, el cojo, el joven rico y la joven adúltera, el sordo de nacimiento y aquellos otros «sordos de voluntad», todavía más sordos, los fariseos, ya que «no hay peor sordo que el que no quiere oír». Otros le escuchamos «en diferido» —¿o también en directo?—, ya que su «buena noticia», como un eco interminable, nos llega desde las montañas de los pulpitos, las llanuras de los escritos, los labios de las madres y «las gentes sencillas, a las que Dios reveló estas cosas, ocultándoselas a los sabios». Sí: «el Verbo sigue hablando y empapando nuestra tierra» y esa «palabra no puede volver a los cielos vacía. Gloria a Ti, Señor Jesús. Porque eres «la luz que brillas en las tinieblas, aunque los hombres a veces prefieren...». Pero, dicho esto, quiero añadir que también en mí se ha encarnado la palabra. Y, parodiando a G. Celaya, diré que «esa palabra minúscula», que se me ha dado, «es un arma cargada de futuro». Con ella puedo matar, desde luego. Pero puedo «construir» de mil maneras. Y así, puedo: ENSEÑAR.—Enseñar al que no sabe. Toda nuestra cultura se desarrolla al compás binario del «docente-discente»: enseñar y aprender. Cada uno debemos hacer un homenaje agradecido a todos los que nos «enseñaron». 17

ORIENTAR.—¿Nadie os ha orientado en la vida? ¿Nadie os sacó de dudas? ¿Nadie os ha aconsejado? ¿Nadie os ha dado datos para entrar en una ciudad, para «entrar en la vida» o para «seguir una vocación»?... CONSOLAR.—Y, ¿qué decir de «la palabra» que, cuando más aplanados estábamos, alguien, más que «decir», nos «intentó decir», ya que la emoción no le dejó? ¿Nunca os ha llegado una carta de afecto, una llamada de teléfono animándoos, una palmada de adhesión? ¿No os han sacado de paseo alguna vez para distraeros de una pena? DIALOGAR.—Ay, amigos. He aquí un ejercicio en el que estamos desentrenados. Hablamos y hablamos, sí; pero cada cual su discurso. Más que de un «diálogo», se trata de «dos monólogos superpuestos». Nadie escucha a nadie. Y, sin embargo, el diálogo podía ser solución para muchas divisiones. ¡Qué certero Cabodevilla en «Palabras son amores», señalando horizontes! AMAR.—Te amo. Te amaba hace mucho tiempo. Te amaré siempre. La conjugación verbal más repetida. Los novios a las novias y viceversa. Los padres a los hijos y versavice. Los esposos entre sí, y suma y sigue. «Palabras de amor, palabras», poetizaba G. Diego emocionado. Y, aunque —recordando a Bécquer—, las palabras como los «suspiros, son aire y van al aire», sin embargo, cuánta felicidad llevaron a nuestro corazón ciertas palabras. Porque nuestro pobre corazón, ya lo sabéis, anda muy inquieto hasta que repose en esa Palabra única en la que está la Vida.

Epifanía del Señor (A-B-C) SOBRE ESTRELLAS E IDEALES ¿Recordáis aquella fábula de «los dos presos»? Allá estaban ellos en su siniestro calabozo, desprovisto absolutamente de todo, dándole siempre vueltas al mismo tema: su «perra vida». Un día, subiéndose uno encima del otro, consiguieron mirar al exterior por el altísimo ventanillo enrejado de su celda. Al sentarse otra vez en el suelo se preguntaron: «Tú, ¿qué has visto? —¡Nada...! barro, oscuridad, un suelo encharcado. Y ¿tú?» —«Yo —dijo pensativo el otro— he visto un cielo muy oscuro, pero lleno de estrellas». 18

Tengo para mí que la Humanidad es así. Un sector de la misma anda empeñado en no ver otra cosa en la vida que «barro, oscuridad, suelos encharcados». Tendemos a subrayar lo negativo que hay a nuestro lado. Es verdad que no vivimos en un mundo idílico y que el mal prolifera. Es verdad que el progreso, junto a sus maravillas, nos ha enseñado también su «cara negra». Es verdad que hay días en que parecen cabalgar de nuevo los cuatro jinetes del apocalipsis. Pero es verdad también que «la noche está cuajada de estrellas» y que el hombre está llamado a ser un «pescador de estrellas». La liturgia de hoy nos dice que «unos magos llegaron a Jerusalén diciendo: «¿Dónde está el Rey de los judíos?; porque hemos visto su estrella...». Y así, a simple vista, parece el principio de un cuento infantil. Pero, ¡mira por dónde!, esta historia ha interesado siempre a todos: «los sabios y prudentes» y a «la gente sencilla». Los primeros, nos han desmitificado algunas cosas: que no eran reyes, como ha querido la tradición; que no eran «magos», ya que no se dedicaban a la «magia», sino a la observación de las estrellas; que no sabemos si eran tres, o cuatro, o doce; que tampoco podemos asegurar que se llamaran Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero estos «sabios prudentes» están de acuerdo con «la gente sencilla» en que la estrella que les puso en camino tenía que ver mucho con la profecía de Balaán: «Una estrella se levantará de Jacob...» y se pusieron en marcha, enseñándonos tres cosas. UNA.—Que necesitamos una estrella. No podemos vivir sin norte, sin unos ideales. El mundo de hoy se está contentando con sensaciones epidérmicas y pasajeras; y vive triste. Se ha construido un «star system» en el que nuestros ideales son de barro y se desmoronan. DOS.—Que el «seguir una estrella conlleva dificultades». Aquellos magos las tuvieron, sin duda: las de sus propias dudas y su miedo, la del riesgo de toda aventura, incluida la muerte; la de las chanzas y risas de todos los que los vieron salir. Pasarían, no lo dudéis, por «chiflados». Pero se lanzaron y... vencieron. ¡Mucha falta le hace al cristiano indeciso de hoy esa «audacia»! Porque, una vez y otra vez, nos solemos quedar en propósitos en esbozo y en posteriores lamentos: «¡Si lo hubiera sabido!» TRES.—Que «el seguir una estrella purifica siempre la fe». Ved, amigos, lo que encontraron los magos: «al niño con María, su madre». Nada de tronos y realezas, nada de boatos propios de una corte. Sólo el temblor de un niño en la pobreza de un pesebre. Pero CREYERON: «Abriendo sus cofres, se arrodillaron y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra». Decididamente: desde la oscuridad de mi vida, igual que los presos, 19

necesito ver «la noche cuajada de estrellas». Y, como quiero caminar tras la más brillante, ahora mismo comienzo mi carta: «QUERIDOS REYES MAGOS...».

Bautismo del Señor (1.° Tpo. Ordinario) (A) BAUTISMO SI, BAUTISMO NO No cabe duda, amigos, que, en estas últimas décadas, la reflexión sobre nuestro propio bautismo ha enriquecido a muchos cristianos que han encontrado en él la gran palanca de su dinámica cristiana. Pero también es cierto que, para muchos, el bautismo ha entrado en crisis. Desde cualquier despacho parroquial puede constatarse varias posturas: —Bautizados que ya no bautizan a sus hijos. —Otros, que sí quieren bautizarlos, pero sin someterse a ninguna reflexión sobre la responsabilidad de educar en la fe a esos hijos, sin aceptar, por tanto, ninguna preparación, o haciéndolo a regañadientes. —Matrimonios, en fin, que sí aceptan esta preparación y parecen vibrar incluso ante el significado del bautismo, pero que dejan morir enseguida esa semilla de vida que el bautismo deja en esos niños.

nismo sobrenatural en el que nuestros actos, sin dejar de ser humanos, empiezan a ser «divinos» ya que, por el bautismo, nos hacemos «hijos de Dios». Decía Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, pues de verdad lo somos». Y Pablo añadía: «Si somos hijos, somos herederos». Y no sé si el cristiano valora esto suficientemente. Lo que escribo aquí, no es sólo un trabajo más o menos literario, más o menos pastoral. Es una tarea que, de algún modo, «salta hasta la vida eterna» y se une al trabajo constructor de todos los hombres. BAUTISMO Y COMUNIDAD.—Pero hay más. El bautismo rompe mi radical soledad, me entronca en la gran familia cristiana y me hace «vivir en comunidad». Pertenezco a una familia numerosa en la que, día a día, se me invita a desechar todo egoísmo como pecado, ya que la cosa más hermosa es la gran fraternidad de los «hijos de Dios». Por el bautismo, hablo en «plural» y siento en «universal». Tú, Señor cuando instituíste este sacramento, lo que en el fondo estabas haciendo era conectar todos los miembros del gran cuerpo de la Iglesia. Es como si gritaras: «Bautizados del mundo, unios». Efectivamente, por el bautismo me siento miembro vivo de la Iglesia. Por el bautismo puedo cantar a pleno pulmón y con verdad: «Pueblo de reyes, asamblea santa...» o «Ciudadanos del cielo...» o «un solo Señor una sola fe, un solo bautismo...».

Viendo hoy entrar a Jesús en el río Jordán, para aquel bautismo, símbolo y preludio del que El instituiría, subrayamos algunos puntos. BAUTISMO Y FE.—El bautismo no es un malabarismo mágico, un mero rito ancestral, un tabú heredado. El bautismo ha de partir de la fe. Jesús mandó predicar el evangelio: «Id y predicad». Luego, el que aceptaba ese mensaje, se bautizaba: «El que creyere y se bautizare...». Así, los que se iban a bautizar, se preparaban e instruían durante un largo período: el «catecumenado». Más tarde, vino el bautismo de los niños, para expresar que la fe es gratuita, es un don de Dios. Pero, ¡ojo!, al bautizar a los niños, no se eliminaba la necesidad de ese catecumenado, como si Dios lo hiciera todo. Esa responsabilidad de la educación en la fe quedó encomendada a la fe de los padres y, por supuesto, a la fe de la Iglesia. Hasta que el niño, así evangelizado y catequizado, hiciera su libre opción. BAUTISMO Y NUEVA VIDA.—Otra cosa. El bautismo es más que nacer. Es «renacer», como dijo Jesús a Nicodemo. Es empezar a vivir una vida muy superior a la mera biología. Es injertarse en un orga20

1.° Domingo de Cuaresma (A) ¿GRAN CIUDAD O DESIERTO? Ya lo sabéis. El hombre de estas últimas décadas ha sentido el atractivo de la «urbe». «Algún espíritu le ha conducido a la gran ciudad seguramente para ser tentado por el diablo de las aglomeraciones». ¡Y bien que está sufriendo la prueba! ¡Camina entre muchedumbres; trabaja en grandes empresas cuyos trabajadores son «fichas» más que personas con nombre y apellido; se divierte masivamente en playas, estadios y discotecas; y vive en torres inmensas, modernos enjambres en los que se amontonan las personas. ¿La «gran urbe» ha mejorado al hombre? ¿Lo ha hecho más humano? Y, en nuestro caso, ¿mejor cristiano? 21

El evangelio de hoy nos presenta una página a la inversa: «Jesús fue conducido al desierto para ser tentado por los diablos». Y Jesús salió confortado de la prueba. Desde ahí arrancó el itinerario que iba a cumplir.

2.° Domingo de Cuaresma (A)

Dos alternativas, pues: el clima de «ciudad» y el clima de «desierto». ¿Por cuál nos decidimos?

«¡QUE BIEN ESTAMOS AQUÍ!»

La liturgia es también hoy «un espíritu que quiere conducirnos al desierto de la Cuaresma, al desierto del silencio, de la interiorización, de la austeridad y la calma, convencida de que las pruebas que allá suframos nos van a curtir, van a proporcionarnos estimables ofertas»:

Cuando Pedro contempló la «transfiguración» del Señor —su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos como la nieve— no pudo contener su entusiasmo y exclamó: «¡Qué bien estamos aquí!».

UNA.—El conocimiento de nuestro propio «yo». Conocer nuestra dimensión más bien menguada. Por otra parte, son tantos los caminos y posibilidades encerradas en nuestro interior, que esa reflexión descarnada y seria en nuestro desierto íntimo ha de ayudarnos a la realización de nuestra vocación. El que se desconoce a sí mismo, nunca da la talla. Por eso decía Pablo: «Aunque seamos vasijas de barro, llevamos en nosotros tesoros infinitos». DOS.—Un acercamiento a «los otros», una comprensión mayor, un amor hacia ellos. Y esa es la paradoja. Cultivar la vocación de desierto no quiere decir sostener la idea de Horacio: «Odio al vulgo y lo aborrezco». Merton, versado en soledad, escribió: «Algunos hombres se hicieron ermitaños quizá creyendo que la santidad supone una huida de los demás. Pero la única justificación de una vida de soledad deliberada es la convicción de que ésta nos ayudará a amar no sólo a Dios, sino también a los hombres». Es verdad. Desde mi desierto interior adquiriré perspectiva: comprenderé que aquella persona que yo creía «mi enemigo», no lo era; que aquella otra que me ofendió, «no sabía lo que hacía»; que aquel otro a quien yo ignoré, era «oro de ley»... Alguien escribió estas bellas palabras: «He aprendido a conocer a los demás en mi propio corazón». Y TRES.—Nos afianzaremos en Dios, en el convencimiento de que «en El vivimos». Va siendo tanto nuestro afán de «autonomía», que olvidamos que «estamos en las manos de Dios». El pueblo de Israel, abrumado por las «pruebas del desierto», se desesperó muchas veces y adoptó idolatrías alocadas pensando que «Dios le había abandonado». Pero, cuando atravesó el Jordán y llegó a la «tierra prometida», se dio cuenta que aquello había sido «el camino de Dios». Jesús supo siempre que su «experiencia de desierto», no le llevaba al diablo, sino a Dios: «los ángeles le servían». Hoy la gente va al desierto a correr «rallys» y hacer excavaciones arqueológicas. Pero, cuando la liturgia nos invita a nuestro «desierto interior», es porque sabe que allá encontraremos esa «dichosa soledad, que es la verdadera felicidad». 22

Nosotros, los hombres de final del siglo XX, hemos asistido a las grandes «transfiguraciones» del mundo: la de la ciencia, con sus adelantos increíbles; la de la cultura, que va llegando a estratos y ambientes a los que antes no llegaba; la de la invasión del confort que, en nuestra área occidental, al menos publicitariamente, ofrece todas las posibilidades de una «dolce vita»; la de la progresiva subida del nivel de vida, la de los medios de comunicación, la de las diversiones... Ahora bien, ante estas «transfiguraciones» de nuestro «modus vivendi», ¿podemos decir como Pedro: «¡Qué bien estamos aquí!»? Tengo la impresión de que hoy las gentes, al menos en grandes sectores, dicen lo contrario: «¡Qué mal estamos aquí!» Sí, amigos. El hastío, el descontento, la tristeza, la incomunicación, la angustiosa soledad son enfermedades galopantes que aquejan a muchísimas gentes. De tal manera que podría decirse: «A mayor escala de confort y de adelantos va correspondiendo irremediablemente una mayor carga de desilusiones». ¿Qué es lo que está pasando? ¿Dónde está el fallo? Se me antoja, que todo es cuestión de planteamiento. Todo parte de una metodología «a la inversa». A la sociedad le ha parecido que la «transfiguración del mundo» hay que hacerla «de fuera hacia dentro»: —Vamos a embellecer las fachadas, a crear barriadas con torres suntuosas y casas confortables. Hagamos proliferar parques, gimnasios, piscinas e instalaciones deportivas. Fomentemos el turismo y el intercambio cultural. Seamos abiertos al frenesí del sexo y de todos los placeres. En una palabra, implantamos la filosofía del «tener». Y todo ello nos llevará a «un mundo feliz», mejor que el que pintó Aldous Huxley. Pero la «transfiguración» del Señor fue al revés: «de dentro para fuera». No fue una demostración de lo que Jesús «tenía», sino de lo que Jesús «era». Ocurrió «por ser Vos quien sois». La «divinidad» que El «era» se le salió fuera rebasando su «humanidad». Su filiación divina se le desparramó por encima de su naturaleza humana. Y creo que esa es la transfiguración a la que se nos llama: la de nuestro «yo». Ya en el terreno de nuestra «personalidad», ésa es la aventu23

,ra. Eymieu tituló el primer libro de su trilogía así: «El gobierno de sí mismo». Y señalaba tres pistas: una, por las ideas, gobernar los actos; dos, por los actos, gobernar los sentimientos; tres, por los sentimientos, gobernar las ideas y los actos. En el terreno de «lo religioso», ídem. Nuestro seguimiento de Jesús ha de consistir en una «metanoia» o transfiguración interior, en una «conversión» —«Dejaos reconciliar con Dios» nos ha recomendado la Conferencia episcopal—, en un «abandonar el hombre viejo y revestirnos del nuevo», como decía Pablo, para poder ser «no yo, sino Cristo viviendo en mí». ¡Sublime y posible transfiguración! Y, metidos ya en estas alquimias interiores, que tienen su manantial en la gracia y en los sacramentos, «desde dentro hacia fuera», como el fruto sale de la flor, como el racimo de la vid, irá surgiendo una sociedad también «transfigurada». Desde nuestro «tabor» luminoso, «iremos transformando en oro todo lo que toquemos. ¡Para admiración del Rey Midas!» ¡Y en alabanza de Dios!

3.° Domingo de Cuaresma (A) «¿QUIEN BUSCA A QUIEN?» Allá se llegó ella, la mujer samaritana, a sacar agua del viejo pozo de Jacob. Y allá estaba El, Jesús, «cansado del camino, sentado junto al manantial» de tan entrañables reminiscencias históricas. Allá fue el encuentro, en un ardoroso mediodía. Y yo me pregunto: «¿Quién buscaba a quién? O ¿quién encontró a quién?» Porque, sabedlo: ella acudía, jadeante y afanosa, cada día al pozo para saciar su sed y la de los suyos. Pero, claro, «el que bebía de aquel pozo volvía a tener sed». Ella igualmente acudía a «otras fuentes incitantes y apetitosas», tratando de apaciguar esa otra sed de felicidad que ella, como todos los mortales, llevaba en su corazón, pero «de eso nada, monada». Se lo apuntó Jesús: «Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes...». Todos los hombres vamos buscando la felicidad. Detrás de ella caminamos diariamente. Corren el niño y el mayor, el rico y el pobre, el poderoso y el mendigo. Cada uno la sueña de una manera, bajo una fi24

gura distinta. Pero, cada mediodía o cada medianoche, todos vamos teniendo la repetida sensación de que «el que bebe de esas aguas, vuelve a tener sed». Quizá por eso, en algunas fechas señaladas, nos deseamos «muchas felicidades». Así, en plural. ¡A ver si, sumando pequeñas «porciones de dicha», saciamos nuestra sed! ¡Vano intento! Y, sin embargo, parece ser que el intento no es imposible. El hombre puede encontrarla. La samaritana, después de todos sus devaneos, la encontró. Cuando menos lo esperaba: «El agua que yo te daré, formará en ti un manantial que salte hasta la vida eterna». Lo mismo le sucedió a Saulo, cuando iba a Damasco, soñando la felicidad que le podía reportar el entregar cristianos a las autoridades, El le inundó de «luz» en el camino y Pablo, cegado, se dejó iluminar: «¿Quién eres, Señor, y qué quieres que haga?» A los discípulos que huían a Emaús, buscando la felicidad del «¡sálvese quien pueda!», otro tanto: «Un peregrino les alcanzó en el camino y, recordándoles las escrituras», les llenó de alegría: «¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?» ¡Siempre hay un peregrino esperando! Cuando, consciente o inconscientemente, buscamos la felicidad, es a Dios a quien buscamos. Lo confesó bellamente San Agustín, hastiado al fin de tanta aventura tras el placer, la sabiduría y la belleza: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». El hombre, decían los Padres griegos, es un «teotropo», alguien que da vueltas alrededor de Dios. Así como los girasoles van volviendo su belleza amarilla al sol, los hombres, aun sin saberlo, a Dios buscan. La samaritana, inconscientemente, eso hacía. Y allá se lo encontró, en el pozo. Dice Cabodevilla: «Cualquier forma de sed es sed de Dios». Con una gran coincidencia, además. Y es que Dios es un buscador del hombre. Imitando a los Padres griegos, podríamos decir que es un «antropotropo». Y esa idea nos debe llevar a la maravilla y la ternura: «¿Cómo puede El, manantial inagotable de agua viva, andar sediento de este mínimo y pobre riachuelo que sale de mi corazón?» He ahí la paradoja. Dios desea que le deseemos, tiene sed de que estemos sedientos de El, anda buscando que le busquemos. Sueña que le soñemos. Por eso, mi adivinanza: «¿Quién busca a quién? ¿Jesús a la samaritana o ella a Jesús?» La respuesta está en ese peregrino que siempre nos espera «junto a cualquier pozo de nuestra vida». 25

4.° Domingo IV de Cuaresma (A) «¡TIENEN OJOS Y NO VEN!» Hay dos maneras bien distintas de vivir la religión. La de la fe, como confianza plena en Alguien que ha entrado en nuestra vida. Y la de quienes, defensiva y recelosamente, prefieren hacer constataciones y análisis ante los «signos» de ese Alguien. Es decir, la fe como «riesgo» y respuesta personal a «un Dios que llama». Y la fe como «póliza de seguros» que se agarra a lo que siempre se practicó: el ritualismo, el legalismo y la casuística de las tradiciones. La postura, en resumen, del «ciego» del Evangelio de hoy y la de los que rodean al ciego. Ved al ciego. «Jesús, al pasar, hizo barro con su saliva, lo aplicó a los ojos del ciego y le dijo: "Ve a lavarte a la piscina de Siloé." El fue, se lavó, y volvió con vista». Así de sencillo. Se dejó iluminar y guiar. Luego, el pueblo y los fariseos trataron de embarullarle con cuestiones capciosas. Pero, cuando vuelva a encontrarse con Jesús y éste le aclare que «El es el Hijo del Hombre», aquel ciego se postró de rodillas y dijo: «Creo, Señor». Ahí lo tenéis, pues, con su doble visión recién estrenada: la de los ojos y la de la fe. Una fe de entrega plena, de abandono al «Otro». Ved, por el contrario, al pueblo y a los fariseos. Todo se vuelve indagaciones, suspicacias, intentos de «buscar tres pies al gato»: «¿No es éste el que pedía limosna? ¡Se le parece mucho!» Y arremetían contra el ciego porque lo proclamaba «profeta»: «Empecatado naciste y ¿pretendes darnos lecciones?» Ya veis. Dos posturas bien distintas, síntesis de la variada gama de nuestras actitudes ante lo sobrenatural. Suelen decir que «los milagros son motivos de credibilidad». Y, sin embargo, ya lo veis: de cuantos presenciaron, e incluso se beneficiaron de los «signos» de Jesús, unos, creyeron y se entregaron. Como este ciego de hoy: «Creo, Señor». Otros se maravillaron, sin más. Por ejemplo, Jairo y su familia, de los que nos dice el Evangelio que «quedaron atónitos». Algunos, aun llevándose en su propia carne el signo de Dios, se quedaron indiferentes. Así, nueve de los diez leprosos, de los que pareció quejarse el mismo Jesús: «¿No eran diez los curados?» Finalmente, algunos se enfriaron y endurecieron más. Recordad lo que contestó Abraham a Epulón: «Si no oyeron a Moisés y a los profetas, aunque resucite un muerto, tampoco creerán». 26

¿Por qué ocurre esto? ¿De qué depende este tan distinto resultado? De la disposición de nuestro corazón, amigos. Unos, como el ciego del Evangelio, «se abren» al riesgo y a la sorpresiva propuesta de «ponerse barro en los ojos y lavarse en la piscina de Siloé». Pero otros «cierran» las contraventanas de su alma a la llegada de la luz. «No hay peor sordo que el que no quiere oír», solemos decir. Y es verdad. Conozco yo a una viejecita, cordial, receptiva y buenísima, a la que llevo la comunión cada semana. Está sorda, muy sorda. Pero se siente tan feliz con la llegada del Señor a su casa, que se esfuerza al máximo para escuchar las pobres palabras con que yo trato de exhortarle para comulgar. Y, con su gran sordera, me entiende siempre. Es porque ella no es de aquéllos de quienes dice la Escritura: «Tienen oídos y no oyen; tienen ojos y no ven». Ella se esfuerza por «oír y ver».

5.° Domingo de Cuaresma (A) «¡SI HUBIERAS ESTADO AQUÍ...!» Sé, Señor, que el pasaje evangélico de hoy te retrata como «Señor de la vida y de la muerte». La resurrección de Lázaro fue una predicción clarísima de tu propia resurrección. Por eso, en la celebración de la muerte de nuestros feligreses, elegimos muchas veces este fragmento. Para alentar nuestra fe y templar nuestra esperanza. Pero hoy quiero entresacar unas frases de esta narración. Quizá como un retrato de nuestras preocupaciones más actuales. O quizá como una oración de urgencia; para que lo que hiciste con Lázaro y en otro plano, lo repitas con este «otro Lázaro doliente» que es la Humanidad. «SEÑOR, EL QUE AMAS ESTA ENFERMO».—No nos engañemos: los creyentes y los no creyentes, andamos aquejados de muchas enfermedades: —De «egoísmos», ante todo. Apreciamos las cosas y los proyectos en tanto, en cuanto afianzan nuestro «yo». Por egoísmo trabajamos y por egoísmo odiamos. Es el egoísmo también el que nos aparta mil veces de Ti. —De «materialismo». Somos conscientes de ser «espíritu» y «materia». Pero todas nuestras energías se nos consumen detrás del progreso material. Andamos lejos de lo que soñaba el poeta: «De luz y de sombras soy. Y quiero dejar, de mí en pos —robusta y santa semilla— de esto que tengo de arcilla, de esto que tengo de Dios». 27

—De «esclavitud». Es curioso. Pero, cuanto más hablamos de libertad, más nos vamos encadenando al consumismo, a las modas, al sexo, a la droga, al miedo, a la cobardía, al «ir, como Vicente, detrás de la gente». —De «soledad y tristeza», también. Esa es la más irónica paradoja. Vivimos entre multitudes y algarabías. Pero sufrimos el «triste y solo». —«ESTA ENFERMEDAD NO ES DE MUERTE», dijiste pensando en Lázaro. Y eso mismo vamos diciendo nosotros: «No pasa nada. Tranquilos. Son ¡cosas de los tiempos! Todos estos males de hoy son el tributo que tenemos que pagar al mundo de las "libertades". No son enfermedades de muerte. ¡Ya pasarán!» Y así, proporcionándonos a nosotros mismos consuelos genéticos y utópicos, automedicándonos, nos vamos alienando, cayendo en el marco del refrán que dice: «¡Mal de muchos consuelo de tontos!» —«MARTA DIJO A JESÚS: SI TU H U B I E R A S E S T A D O AQUÍ, MI HERMANO NO HUBIERA MUERTO». ¡He ahí una verdad como un templo! ¡Esa es la cuestión! ¡Nos hemos empeñado en «Vivir sin Ti», o «de espaldas a Ti», y ¡así nos luce! Hemos admitido con toda naturalidad que «eso de la religión» es una tarea para «horas extra». Igual que la LOGSE, desplazamos el tema religioso para horas «extraescolares». Como si se pudieran bifurcar, por un lado «la vida», por otro «la religión». Y eso es lo que estamos haciendo. Por una parte, nos confesamos «cristianos». Por otra, preferimos seguirte «de lejos», como Pedro cuando te negó. Bautizamos a los hijos, eso sí. Queremos que hagan la primera comunión, eso también. Preferimos las bodas canónicas, aunque no sea más que por el bello y recogido del marco de nuestros templos. Y, al morir, ¿qué mejor que un multitudinario funeral cristiano? Pero, ¡eso de que estés Tú en nuestras vidas, de que «en Ti vivamos, nos movamos y existamos» y marques con tu evangelio los criterios de nuestro actuar, nos ha parecido que es «pasarse» ¡Así, nos luce! Por eso, hoy, con todo el dolor y reconociendo nuestra equivocación, te decimos: «Si Tú hubieras estado aquí, nada de lo nuestro hubiera muerto. Nada ni nadie».

Domingo de Ramos (A) LA HORA DE LA VERDAD Todos los hombres suelen vivir «la hora de la verdad». Los toreros llaman «la hora de la verdad» a ese momento definitivo, desnudo y últi28

mo, en el que se enfrentan al toro, presintiendo que la muerte les ronda a los dos. Todos los floreados «pases» precedentes quedan paralizados ante ese «momento». Recuerdo también una película —«Cleo de 5 a 7»— en que una joven, de 5 a 7 de la tarde, trata de hacerse a la idea de un cáncer galopante que le acaban de diagnosticar, paseando por París. Era su «hora de la verdad». Hacía notar Pemán que, en las afueras de algunas ciudades, se conservan todavía unos pradillos con el nombre de «Campo de la verdad». Son lugares en los que, en épocas de persecución, muchos vivieron su «hora de la verdad»: el martirio. También Jesús vivió «la hora de la verdad». El la llamó «la hora del poder de las tinieblas». Y veréis. El domingo de Ramos nos presenta dos fragmentos evangélicos. Uno, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Otro, cinco días después, su pasión y su muerte. Uno, la aclamación alborozada del pueblo que, alfombrando el camino con ramos, gritaba: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» Otro, «la hora de la verdad»: cuando esas gentes se pusieron a clamar: «¡Crucifícale!», aun sabiendo que «no tenía delito alguno». El domingo de Ramos, pues, es un «cara y cruz». Por una parte, la exultación, que parecía sincera. Por otra, el incomprensible rechazo de Alguien que, «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se rebajó hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz, pasando por uno de tantos». Ante esta terrible paradoja, se me ocurren tres reflexiones: UNA.—¿En qué cimientos se apoya mi opción cristiana, que tan fácilmente paso, como los coetáneos de Jesús, «del infinito al cero», del entusiasmo de mi fe, al olvido, a la tibieza, a la traición? ¿Por qué este pendular balanceo entre mis «domingos de ramos» y mis «viernes no tan santos»? ¿Qué es este tejer y destejer de mi vida? DOS.—A la inversa. ¡Qué vergüenza tan grande comparar esta volubilidad mía, esta inconstancia en mis decisiones, con la fidelidad alarmante del amor de Dios que dice por Malaquías: «Yo soy el Señor y no cambio» Porque, es verdad. Habiendo incumplido yo tantas veces mi «pacto» con Dios, El nunca me ha vuelto la espalda. Al contrario: me ha recordado que «aunque una madre abandonara al hijo de sus entrañas, El jamás me abandonará». TRES.—Al hombre, a todo hombre, tarde o temprano, le llega su «hora de la verdad». El sufrimiento, la tristeza, la soledad, la incomprensión, la enfermedad, la muerte, le van siguiendo como lobos hambrientos desde la cuna. Prepararse para esa «hora de la verdad» no es masoquismo. Tratar de asumir esa realidad no es creer que el hombre está hecho «para sufrir» y que el sufrimiento, por tanto, sea algo bueno. 29

Lo único que ocurre es que el creyente «toma su cruz y sigue a Jesús». Porque ha descubierto que su «viernes santo» se hace liberación y redención. Para él y para todos los demás. Ha aprendido que, cuando Jesús decía: «subimos a Jerusalén, donde se cumplirán las profecías», lo que decía es que, aunque parezca mentira, «por la cruz se va a la Luz» y «por la muerte a la Vida». Por eso hoy, domingo de Ramos, ¡audaz paradoja!, leemos la Pasión. Porque la cruz es el árbol florecido de la Victoria!

Jueves Santo (A-B-C) ¿CUAL ES LA SEÑAL DEL CRISTIANO? Allá, en el viejo catecismo de nuestra infancia, había una pregunta cuya respuesta la sabíamos todos de memoria'. «La señai de\ cristiano es la Santa Cruz». (Sobre eso meditaremos mañana.) Pero yo no sé si es una respuesta completa. Porque, al llegar a estas celebraciones del Triduo Pascual, reproducimos tantas señales, tantos signos suyos, que cualquiera de ellos, o todos juntos, podrían ser «la señal del cristiano». JUEVES SANTO.—Las tres lecturas de hoy nos sumergen en una simbología tan rica y expresiva que son verdaderamente imprescindibles señales del cristiano. 1. PASCUA JUDIA, SEÑAL-ANTICIPO.—Es cierto. Cuando leemos, en Ex 12,1 y sig., cómo Dios va dando a Moisés detalles de la cena que tienen que hacer —«un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito..., lo matáis el 14 de este mes, al atardecer... Con su sangre rociaréis las jambas de las puertas... Esa noche comeréis su carne asada a fuego, acompañada de verduras amargas... Lo comeréis de pie, con la cintura ceñida y de prisa, porque es la Pascua, el Paso del Señor» etc.—, si, cuando leemos todos esos detalles, nos damos cuenta: «Se trata de un gesto liberador de Dios. Un gesto-anticipo de la señal del cristiano. Todavía un boceto, si queréis, un borrador de lo que hará definitivamente la Pascua de Jesús». 2. PASCUA CRISTIANA.—San Pablo, en la segunda lectura de hoy, cuenta la «puesta en marcha» de ese boceto, la realización de ese borrador: «Yo he recibido una tradición que a mi vez os trasmito: y es 30

que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, lo partió y pronunciando la acción de gracias, dijo: Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros». Etc., etc. Y luego: «Cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que vuelva». Y ahí estamos los cristianos. Todos los días y a todas las horas, en la basílica suntuosa y en el desvencijado cobertizo, «anunciaremos su muerte y proclamamos su resurrección, diciendo: ven, Señor Jesús». 3. PERO.—He aquí el gran «pero». Si Bécquer decía que «los suspiros son aire y van al aire», también nuestros signos pueden quedarse en meras «señales», en puro escorzo y silueta vacía. Y, por muy elocuentes que sean, podrían convertirse en nada, en «campana que suena». La Iglesia nos dice que los sacramentos han de ser —son— «signos eficaces». Acaso por eso, en la tercera lectura de hoy, leemos una lectura que parece que no concuerda con las anteriores: el lavatorio de los pies. ¿No os extraña que Juan, que tan extensamente narró todo lo ocurrido en el cenáculo la noche del Jueves Santo, no nos contara la institución de la Eucaristía y, en cambio, nos describiera con pelos y señales el «lavatorio de los pies»?: «Se levantó Jesús de la mesa, se ciñó una toalla y con agua en una jofaina se puso a lavarles los pies» ¿No os extraña? Pues, que no os extrañe. Es la advertencia más clara y contundente. Es como si dijera: «De nada valdría que nos alimentáramos con el Cuerpo del Señor, si no estamos dispuestos a lavar los pies a los más desasistidos». De nada valdrían nuestras eucaristías sin su proyección a la vida. Toda la liturgia puede convertirse en gesto vacío si no está encarnada en un decidido y concreto amor al prójimo. ¿Cuál es, por tanto, la señal del cristiano? La Santa Cruz, desde luego. Pero no la separemos, por favor, ni de la eucaristía, ni del lavatorio de los pies.

Viernes Santo (A-B-C) O CRUX, MORITURI TE SALUTANT —«Hoy se celebra la gloriosa pasión de Jesús, su muerte victoriosa. Como símbolo de la salvación, destaca la cruz del Señor. En la liturgia 31

el leño del calvario no es sólo un suplicio, sino la cruz exaltada. Ella nos muestra el amor del Padre entregando al Hijo y la victoria de Jesús sobre la muerte. La cruz es la revelación de nuestro destino: el triunfo de Cristo es la victoria de todos». Son palabras tomadas del Misal. Sirven de ambientación para la celebración del Viernes Santo. Sería bueno tenerlas muy en cuenta. Porque, de otro modo, al leer los textos de hoy, se podría pensar que Dios es un sádico al mandar a su hijo a la cruz y Jesús un masoquista. Pero alejemos pronto el disparatado pensamiento. Porque, aunque Jesús fue anunciando reiteradamente que «se dirigía a Jerusalén para ser crucificado», bien clara manifestó su repugnancia a este hecho: «Pase de mí este cáliz». Ir a la violenta pasión y a la muerte, por tanto, es, y será, una realidad muy negativa en sí misma. Sólo podrá entenderse y aceptarse si nos damos cuenta que el móvil de tal acción es el amor al hombre: «propter nos, homines, et propter nostram salutem». Sólo entonces podremos hablar de «la gloria de la cruz». Al leer hoy, pues, la Pasión del Señor y a la luz de sus personajes, analicemos —desde el «negativo» hasta el «positivo», desde lo más pagano hasta lo más cristiano—, las diferentes posturas que suelen darse ante la cruz. IGNORARLA.—Eso hacen los que piensan que «la vida es breve y hay que disfrutarla a tope». Por ahí va, a velocidad de vértigo, el mundo del consumismo, del materialismo y de la diversión sin freno. DESPRECIARLA.—¿Cómo?. Con burlas y con un amargado cinismo. Así procedían aquellos judíos que, en tono de mofa, decían al pie de la cruz: «¡A ver si viene Elias a liberarle!» Así proceden también quienes se van metiendo peligrosamente en los «vicios del día», contestando frivolamente a los que les aconsejan: «¡De algo hay que morir, ¿no?» RECHAZARLA.—Pedro quiso interponerse entre la cruz y Jesús: «¡Lejos de Ti tal cosa!» Pero Jesús, que «pidió al Padre que pasara de él aquel cáliz», le apartó de su lado y le llamó «Satanás». Para que empezara a vislumbrar el lado luminoso de la cruz. ASOMBRARSE.—¿Por qué el dolor? Efectivamente, una seiie de interrogantes se enroscan en el hombre pensante: «¿Por qué sufren los inocentes, mientras que triunfan muchos malos?» ¿Sólo mirando al cordero inmolado podremos acercarnos al misterio de la cruz! LUCHAR.—Sí, amigos, luchar. No hay contradicción con lo dicho más arriba y con lo que diremos a continuación. Cristo luchó por aliviar los dolores de los hombres. Y nosotros debemos hacer lo mismo con toda nuestra capacidad de entrega y con todos los adelantos que aporte la 32

ciencia. Pero, ¡ojo!, llegando a la raíz, es decir, tratando de suprimir «el pecado» que es donde nacen todas las cruces. ACEPTARLA.—Nuestra lucha, sin embargo, no conseguirá eliminar el dolor. Le cerraremos la puerta y entrará por la ventana. Cerraremos la ventana y surgirá, como un musgo, en el corazón. Las luces del progreso acarrean sus grandes sombras. Parodiando a Jesús podríamos decir «los dolores siempre estarán con vosotros». Es entonces cuando ha de entrar en juego la resignación cristiana: «¡Bendito seas, Señor por tu infinita bondad. Porque pones con amor, sobre espinas de dolor, rosas de conformidad!» TRASFORMARLA.—Es lo que hizo Jesús. «Por la cruz a la luz». Por la muerte a la resurrección. Todos nuestros dolores vertidos en el alambique del amor y unidos.a la cruz de Cristo son garantía de vida. Vida total y Mayúscula. Por eso, escribía el mismo poeta: «El que no sabe morir mientras vive, es vano loco. Morir cada hora su poco es el modo de vivir... Igual que el sol hay que ser, que con su llama encendida va acabando y renaciendo, de muchas muertes tejiendo la corona de su vida».

1.° Domingo de Pascua (A) «ESTE ES EL DÍA» Este es el día que hizo el Señor. Un día que empezó aquella madrugada del sábado al lunes de hace dos mil años y que perdurará para siempre. De lo que ocurrió ese día arranca «todo» para el cristiano. Es verdad que, como dijo Pedro, «la cosa empezó en Galilea», con33

cretamente en Nazaret, cuando el ángel se llegó a María y le dijo: «Dios te salve, llena de gracia...». Pero, cuando las cosas empezaron a «tener sentido de verdad» fue aquella mañana de resurrección. Es decir, hoy. Porque daos cuenta. La muerte de Jesús cortó por lo sano todas las ilusiones de los apóstoles y de sus seguidores. ¿Quiénes eran los apóstoles? Gentes que «lo habían dejado todo y le seguían». ¿Por qué? Porque «una rara virtud salía de El y curaba a todos». Porque «tenía palabras de vida eterna». O porque, como los de Emaús, «esperaban que fuera el futuro libertador de Israel». Lo cierto es que «a aquel profeta poderoso en obras y palabras, los sumos sacerdotes y los jefes lo condenaron a muerte y lo crucificaron». Y entonces, a todos sus seguidores, se les hundió el mundo. Y sobre sus vidas y sobre su corazón, cayó una losa, tan grande y fría como la que cayó sobre el sepulcro de Jesús. «Causa finita». Fin. Pero no. Más bien: Principio, Aurora definitiva. Día «octavo» de la Creación. «La primavera ha venido. Y todos sabemos cómo ha sido». Leed despacio el evangelio de hoy, y el de ayer-noche, y el de todo este tiempo. Y veréis cómo van «resucitando» todos: la Magdalena, los de Emaús, y los apóstoles desconcertados. Escuchad su grito estremecido que se les sube por los entresijos del alma: «Era verdad, ha resucitado y se ha aparecido a Simón». Es decir, tras el aparente fracaso de Cristo crucificado, que da al traste con todas sus ilusiones, la resurrección trajo un cambio radical en su mente y en su vida. Dio «sentido» a todo lo que los discípulos antes no habían entendido: al valor de la humillación, del dolor, de la pobreza; comprendieron aquella obsesión de Jesús por el padre, la fuerza del «mandamiento nuevo», distinto, imprescindible. Todo lo entendieron. Y así, la resurrección se convirtió para ellos en la piedra fundamental de su fe, en el convencimiento de la divinidad de Jesús, y en el núcleo de toda su predicación. Eso. Ya no pensaron en otra cosa. Esa fue su chaladura: declarar oportuna e inoportunamente que «ellos eran testigos de la muerte y de la resurrección de Jesús». Y que «creer eso, era entrar en la salvación». Ese fue su pregón. Y ésa debe ser la única predicación de la Iglesia. Lo que ocurre es que, a partir de ahí, los hombre se dividen en dos: los que no creen y piensan que todo acaba con la muerte. Y prefieren no pensar en ella, aunque la ven cabalgando por todos lados, de un modo inevitable. Y se agarran a la «filosofía de la dicha», ya que el tiempo corre que vuela. Y proclamen como Camús: «No hay que avergonzarse de ser dichosos». Y, segundo los que creemos, a pesar del tormento de la duda y la humillante caducidad de las cosas. Los que hemos aceptado el kerigma de Cristo resucitado. Porque algo nos dice en nuestro inte34

nor que no pueden quedar fallidas nuestras ansias de inmortalidad. Y, sobre todo, porque como dirá Pablo: «Si Cristo no hubiera resucitado, seríamos los seres más desdichados». Por eso, dejadme que os repita: «La primavera ha venido. Y todos sabemos cómo ha sido».

2.° Domingo de Pascua (A)

TOMAS, EL CREYENTE Te confesaré, Tomás, que, al pensar en el título de mi glosa de hoy, como tú, he dudado. Un buen título resume el contenido de un escrito. Pues, verás, mis dudas saltaban entre estas cuatro posibilidades: EL SOLITARIO.—El evangelio resalta que tú «no estabas con ellos cuando llegó Jesús». Pienso que esta frase es una implícita acusación. Es como si dijera que te habías ido a vivir tu fe en «solitario», por libre. Y eso no está bien, Tomás. Es verdad que nuestro seguimiento de Cristo es una opción personal y que también El nos ama en nuestra propia identidad. Pero, claro, sin caer en el individualismo. Por eso hoy la Iglesia trata de superar épocas en las que cada cual buscaba su santificación «en solitario»: «mi» misa, «mis» pobres, «mi» director espiritual. Hoy se nos dice que somos «pueblo de Dios» y que, atendiendo por supuesto a nuestra perfección personal, tenemos que poner el acento en lo «comunitario». Y así, nunca como en nuestros días, se nos ha hecho ver esta vertiente comunitaria de toda la obra del Dios Salvador. EL PESIMISTA.—También podía haber puesto este título. Dime, Tomas: ¿Por qué te fuiste? Tengo para mí que fue tu desilusión, tu pesimismo, el que te apartó de los demás. Habías puesto tantas esperanzas en aquel líder, por él lo dejasteis todo, que ahora, al comprobar el fracaso de la cruz, se te derrumbaron los castillos. Tú, como los de Emaús, «esperabas que reconstruyera el reino de Israel». Y, en vez de eso, viste que «lo llevaban a la cruz sin que abriera la boca, como un manso cordero». ¡Se te oscureció el sol! Y, como todos los pesimistas, pensaste: «Aquí no hay nada que hacer. Hemos perdido el tiempo». Y te envolvió una nube. EL INCRÉDULO RACIONALISTA.—Más o menos, así te hemos bautizado todos. Hemos convenido en que tú fuiste, y serás, el prototipo de los empiristas, de los racionalistas. Aunque Pablo, más adelante, dirá que «la fe proviene del oído», a ti no te bastó «oír», de tus compa35

ñeros, su testimonio de la resurrección. Ni siquiera te fiabas de tu «vista», ya que también la vista puede sufrir espejismos. Tu exigías «palpar con tus manos», experimentar en tu propio laboratorio: «Si no meto mis manos». En una palabra, tú eras de aquéllos de los que un día dijo Jesús: «Esta generación me pide una señal; pero no se le dará otra que la de Jonás». EL CREYENTE.—Y aquí, ¡chapeau ante ti, Tomás! Porque, cuando Jesús se acercó a ti y te dijo: «Mete tus dedos en las llagas... y tu mano en mi costado...», te estaba brindando esa señal. Es como si te dijera: «He estado tres días en el vientre de la ballena y aquí me tienes, Tomás». Y fue entonces cuando tú, empirista empedernido, te entregaste. Y aunque fuiste el último en creer, las palabras tan breves y bellas que entonces pronunciaste —«Señor mío y Dios mío»— vienen a recoger todas las dudas e incredulidades de una Humanidad abatida, dentro de la cual camino yo, caminamos todos. Es verdad, como te dijo Jesús, que merecen una singular admiración los «que, sin ver, han creído». Como Noé. Como Abraham... Son almas privilegiadas que nos dan ejemplo. Pero, qué quieres, yo, con mis dudas a cuestas, siento mucho consuelo pensando en ti. Y, a cada paso, en los momentos más aciagos, repito tu bella oración: «Señor mío y Dios mío». Por eso, jugando a «las cuatro esquinas» con los cuatro títulos que en esta glosa he reseñado, he elegido, al fin, el de «Tomás el creyente».

3.° Domingo de Pascua (A) «TOMAR LAS DE VILLA-EMAUS» Esta historia de los discípulos de Emaús me trae a la memoria la parábola del hijo pródigo. Ese alejarse de Jerusalén a Emaús cuando murió Jesús me ha parecido siempre un poco «abandonar la casa del padre para ir a una región extraña». Porque, veréis: Jesús les «había repartido sus bienes». Es decir, les había dado su doctrina y su amor. Les había trazado un proyecto de vida. Los había educado como «pueblo» con proyección de futuro. Luego había muerto. Y no podrían alegar ignorancia de la resurrección, ya que ellos mismos confesaron: «Es verdad 36

que algunas mujeres nos han dicho...... Y, sin embargo, esa misma mañana, salieron de Jerusalén, poniendo tierra por medio, es decir, «tomando las de Villa-Emaús». El hombre, amigos, es así. Cuando tiene todos los ases a su favor, hace una «espanta» y ¡se larga! Luego, vuelve, es verdad. Pero, ¡se larga! ¿No os habéis extraviado nunca? ¿No os ha pasado que, al llegar a una bifurcación del camino, por no poner un mínimo de atención, habéis tomado el ramal que «no era», alejándoos, y teniendo luego que «desandar lo andado»? Y, en nuestro itinerario cristiano, ¿no os pasa lo mismo: que, por probar aventuras nuevas nos alejamos y tenemos que «volver a empezar» otra vez? Pues, he ahí la historia de los de Emaús. Pero a aquellos «fugitivos de lo bueno» les ocurrieron tres cosas que les hicieron «volver». —«Les alcanzó un peregrino».— ¡Ojo a los peregrinos! ¡Aunque tengan cara de «forasteros» y parezca que «no saben nada de lo que aconteció en Jerusalén», ojo a los peregrinos! Que un día decidió Dios hacerse peregrino allá en Belén y, desde entonces, muchos, aunque se lo han encontrado, no han advertido que «El es el Camino, la Verdad y la Vida». ¡Ojo con los peregrinos, porque acostumbran a acompasar sus pasos a los nuestros...! —«Recordándoles las Sagradas Escrituras».— Necesitamos, amigos, el contacto constante con la palabra de Dios. Aquellos dos hombres ya conocían los escritos del Antiguo Testamento. Conocían igualmente «los sucesos que esos días habían ocurrido en Jerusalén», ya que de eso iban hablando. Pero hizo falta que aquel forastero, «comenzando por Moisés..., les explicara lo que se refería a El en la Escritura». Es decir, nos hace falta una reflexión honda, viva, interpelante, de la Palabra. Escuchad lo que dice el Concilio: «Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer a Dios en quien "vivimos, nos movemos y existimos", buscar su voluntad en todos los acontecimientos... y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido de las cosas temporales». —«Sentado a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio».—«Entonces se les abrieron los ojos». Esa fue la tercera maravilla del encuentro. Yo no sé en qué grado camináis con respecto a la Eucaristía. No sé si la veis como «una cosa que hay que cumplir» o si habéis descubierto que es el gesto desbordado de Alguien que nos ama hasta convertirse en «nuestro alimento». Pero es necesario que el cristiano que va a Emaús sepa que, sin ese pan, no llegará nunca: «Vuestros padres comieron el maná y murieron; el pan que yo os doy es la Vida Eterna». No nos sirven, los alimentos de los hostales del camino, aunque tengan cinco es37

trellas. En nuestra travesía de desierto necesitamos «comer y beber», como Elias. Para «llegar al Horeb, el monte de Dios».

4.° Domingo de Pascua (A) ¿PASTOR O CORDERO? Cuando llega el Adviento, solemos destacar la figura de Juan el Bautista que, señalándonos a Jesús, nos dice: «Este el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Son unas palabras tan bellas y de tan alto significado que, cada día el sacerdote, mostrándonos la hostia santa, las repite antes de la comunión. También Isaías prefiguraba a Jesús como «un manso cordero que no abre su boca al ir al matadero». Pero he aquí que el evangelio de hoy nos asegura que Jesús es «el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas». Y tanta resonancia tiene en la realidad eclesial esta palabra —«pastor»—, que, con ella, ha sustantivado todas sus actividades: «pastoral» de juventud, «pastoral» de los alejados, consejos de «pastoral», líneas de «pastoral»... Y, entonces, uno se pregunta: «Jesús ¿qué es cordero o pastor? Ser «cordero» parece hacer relación a algo muy débil y menesteroso, un ser absolutamente necesitado de que alguien le cuide, le proteja y le guíe. Ser «pastor», por el contrario, significa el mando, la capacidad de dirigir, la responsabilidad de orientar y vigilar desveladamente los pasos de todas las ovejas del rebaño. Y Jesús, ¿qué es: cordero o pastor? Una cosa está clara. Y es que, a estas dos imágenes de Jesús —cordero y pastor—, las identifica y une una misma estremecedora verdad: ambas «dan la vida como rescate por los otros». Cuando Isaías habla del «cordero», lo describe «yendo al matadero». Es, por lo tanto, la víctima por excelencia, el sacrificio que viene a sustituir todos los sacrificios que el hombre había ofrecido a Dios, pretendiendo abrir las puertas de un cielo que él mismo había cerrado. La hostia perfecta y única. Ya que, como dice la carta a los Hebreos: «todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas». Y lo mismo pasa con la imagen del «buen pastor». Es «bueno», por-. que «da la vida por sus ovejas». Eso es lo que cantaba Lope de Vega en su soneto: «Pastor, que con tus silbos amorosos»... y «Tú que hiciste cayado de ese leño»... y «Dime, pastor, que por amores mueres». Es decir, 38

amigos, tanto «Jesús Cordero» como «Jesús Pastor» hacen lo mismo: «Por amores mueren». Os brindo dos reflexiones. Una, la que ofrece la «secuencia» de Pascua: «Ofrezcan los cristianos alabanzas y ofrendas a la Víctima Pascual». Y dos. Yo también he sido llamado a ser «cordero» y «pastor». Cordero, ya que pertenezco a esos de quienes dice Jesús: «Yo conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí». ¡Qué gozo tan grande saber que El así me conoce, en mi sublime y frágil intimidad, en «mis gozos y mis sombras»! ¡Y qué tarea tan apasionante: «ir conociendo a Jesús»! Y he sido llamado a ser pastor. Porque, como sacerdote por supuesto, pero ya antes como cristiano, de algún modo admirable, se me ha dicho: «apacienta mis corderos». Por un eterno designio he sido llamado a «trabajar en la viña del Señor» y a «pastorear a las ovejas de dentro y de fuera de Israel». Increíble, pero cierto. Dice el Concilio: «Son de esperar muchísimos bienes para la Iglesia de este trato familiar entre los laicos y los Pastores». Resumiendo, la Iglesia quiere que, entre todos, hagamos realidad el sueño de Cristo: «un solo rebaño y un solo pastor». Más todavía. En mi condición de cordero, o de pastor, bueno será que trabaje con espíritu de sacrificio, es decir, con calidad de víctima, sabiendo que nosotros «tenemos que poner lo que falta a la pasión de Cristo».

5"Domingo de Pascua (A) «¡CAMINANTE, SI HAY CAMINO!» «Caminante, no hay camino» —dijo Machado. Y añadió que cada cual es el que ha de trazar su propia ruta abriéndose paso a golpes de ingenio y de esfuerzo: «Se hace camino al andar». Y creo que es verdad. Pero también es verdad que al hombre se le brindan muchas ofertas. Tanto para el desvío como para el acierto, tanto para su propia superación como para su degradación. Jesús lo dijo claramente: «Ancho es el camino que lleva a la perdición y qué angosto el que lleva a la vida». Y, como sabía que todos los hombres en cuanto caminantes y los cristianos lo somos, corren el riesgo de equivocar su ruta, se apresuró a decir algo indispensable, ante el despiste de Felipe: «Yo soy el CAMINO, el que me ve a mí, ve a mi Padre». El cristiano, 39

por tanto es alguien que afirma: «Caminante, sí hay camino». Pero, al mismo tiempo, trata de empaparse en ese «libro de la ruta» que es el evangelio y de acomodar sus pasos a él. Efectivamente, «sí hay camino». El mismo Machado llegó a preguntarse en otro verso anhelante: «¿A dónde el camino irá?».

6.° Domingo de Pascua (A)

Pero el hombre necesita, además la Verdad. «Y es que en el mundo traidor, nada hay verdad ni mentira: todo es según el color, del cristal con se mira», dijo otro poeta, diagnosticando el subjetivismo en el que vivimos. Tampoco Pilato era optimista en este tema «¿Qué es la verdad?» Convencido de que estamos abocados al escepticismo más cruel. Y eso es muy triste. No es buena una sociedad construida sobre el engaño, la estafa, la hipocresía, el disimulo, la mentira, el fingimiento. Y, desgraciadamente y en muy elevada proporción, sobre esos cimientos se asienta nuestro mundo competitivo y hedonista. «Vamos a contar mentiras, tralará», lo solíamos cantar jugando, pero es algo que se ha hecho realidad.

La primavera es verde. Verde luminosa, anunciadora de futuras cosechas. Y verde es el color de la esperanza. San Pedro, en la carta que leemos hoy, dice una frase de auténtica primavera: «Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza».

Lo repito, eso es muy triste. Y muy peligroso. Porque la mentira lleva a la desconfianza. La desconfianza a la inseguridad. Y la inseguridad a encerrarse en el propio «yo» y a no fiarnos «ni de nuestra sombra». Pues, bien, Jesús, en el mismo pasaje de hoy, afirma: «Yo soy la VERDAD». Y lo afirma, con la misma fuerza que otro día dirá: «Yo soy la Luz: quien me sigue no anda en tinieblas». ¿Es que seguiremos siempre los hombres prefiriendo la mentira a la VERDAD? Pero hay más. El hombre necesita, por encima de todo, vivir; poner en marcha y llevar a plenitud toda su capacidad de «existencia». Lo necesita como algo inevitable, que le crece dentro, antes que cualquier otro deseo: «primum, viviré». El derecho a la vida y las ansias de vivir existían mucho antes que se promulgaran «los derechos humanos». Por eso, en sus saludos familiares, el hombre alude a la vida: «¿Qué es de tu vida?». Y vida es lo que busca en todas sus acciones. Para vivir, trabaja. Para vivir, descansa y come. Incluso, cuando se mata, es para vivir. O, si queréis, para sobrevivir. Un suicida no se mata porque ame la muerte, sino, al revés: porque ama tanto la vida, que, al no gustarle la que le rodea —«¡esto no es vida!»— se va por ese túnel oscuro del suicidio, a ver si encuentra otra vida mejor. Pues, bien, Jesús completó su «trío de ases» con esa afirmación: «Yo soy la VIDA». No hace falta argumentar mucho. El evangelio es el libro de la «vida por antonomasia». Las palabras de Jesús eran «palabras de vida eterna». Sus acciones eran: liberar, curar, devolver la vida. Su muerte fue para resucitar y para «resucitarnos». Y, al poner en marcha la Iglesia, le dijo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante». 40

«RAZONES PARA LA ESPERANZA»

¿Os acordáis de Juan XXIII? Aquel montón de bondad temblorosa, al inaugurar el Vaticano II, dijo: «Disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos». Es verdad. El hombre hoy vive inmerso en un entramado de corrupciones, injusticias, desavenencias, mentiras y catástrofes. Además, ve cómo, con el transcurso de los días, se le va enroscando la evidencia de alguna enfermedad. Todos somos enfermos en acto o en potencia. Y eso alarma y hace sufrir al hombre. ¿Le proporcionaremos algún alivio diciéndole que eso es «mal de muchos»? ¿No creerá que le estamos ofreciendo el «consuelo de los tontos»? Por eso, creo que será mucho mejor ayudarle a buscar, en su propia enfermedad, «razones para la esperanza», es decir, destellos de la primavera. Eso es lo que hizo: «Recorría ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas, predicando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias». Toda su vida pública la pasó entre enfermos. Paralíticos, cojos, sordos, mudos, ciegos, fueron la cohorte que le rodeaba. Parecían el símbolo y el anuncio de una realidad tangible que la sabiduría del hombre, por mucho que avanzaran las ciencias, no podría soslayar. Es natural. «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y, por el pecado la muerte». La muerte y, por supuesto, la enfermedad. Pues, bien, Jesús no huyó del problema. Al contrario, ésa fue su tarea; ya que «no son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos». La Iglesia aprendió bien ese estilo. Por mucho que se quiera ignorar su obra, ella fue la pionera de «la atención al enfermo». Ella inventó los hospitales. Ella, copiando del «buen samaritano», entendió que esa había de ser la parcela más querida de su corazón. Ella sabe que siempre le llega una voz que le dice: «El que amas está enfermo». Hoy es la «jornada del enfermo» y se nos dice que «las comunidades están llamadas a curar». Y ¿qué quiere decir «curar»? Curar quiere decir ofrecerles «razones para la esperanza». Curar quiere decir «todo»: —Desde tratar de entender el dolor físico, la tristeza, el miedo, la soledad del enfermo, hasta aprender a ahuecarles la almohada. Desde 41

luchar por implantar la profesional dedicación de todos los que trabajan en centros de salud, con todos los medios más modernos, hasta saber animar y poner una inyección con ternura, sin que se enquiste. Desde luchar para impedir toda masificación deshumanizante del enfermo en la que se sienta como una ficha, hasta ayudarle a «bien morir». Desde valorarle como un ser importante en la sociedad y en el «cuerpo místico de Cristo», hasta admirarle por encima de otros atletas, ya que la competición del dolor que él está ganando merece todas las admiraciones. En el evangelio de hoy hay unas palabras muy bellas de Jesús: «No os dejaré desamparados. Volveré. Y sabréis que yo estoy con el Padre, vosotros conmigo, y yo con vosotros». Quiero creer que pensaba principalmente en los enfermos. Les estaba dando «razones de su esperanza». Era como si les dijera: «Aunque parezca que habéis llegado al otoño, o al invierno, de eso nada. Estáis en primavera. Y os bendice María de la Esperanza».

Ascensión del Señor (C) «¿CUAN SOLOS, ¡AY!, NOS DEJAS?» Se equivocaba Fray Luis. Cuando Lucas, en los Hechos, nos pinta tan plásticamente la Ascensión, no pretendía hacer una redacción teatral del hecho —tan distinta del estilo de Jesús—, una especie de viaje sideral. Ni tampoco cargar las tintas sobre la «soledad» de los apóstoles. Pretendía algo más rotundo y teológico. Pretendía varias cosas. UNA.—Proclamar el triunfo de Jesús. En este final de su vida pública, hubo dos juicios, dos tribunales. Uno, en la tierra. Otro, en el cielo. Uno, muy provinciano, con jueces muy marionetas y miopes. Otro, muy supremo, capacitado para sentencias de calidad definitiva. El primero, condenó a Jesús, ya lo sabéis. Y lo degradó hasta someterlo a la muerte más ignominiosa, considerando a Jesús un usurpador de reinos, un malhechor. El segundo, «lo exaltó sobre todo nombre, ya que ante El se dobla toda rodilla, en el cielo, en la tierra y en los abismos». Y eso es lo que pintó Lucas: el hecho de que Dios exaltó a Jesús resucitándolo, ascendiéndolo y sentándolo a su derecha, ya que es «Dios de Dios», Rey verdadero. DOS.—Terminaba su presencia física; pero no su «presencia». Bien claro lo confirma Mateo en el Evangelio de hoy: «Sabed que yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos». Es decir, 42

se va, pero se queda. Los apóstoles, naturalmente, se sienten tristes, confusos. Con muy poco adiestramiento para ese nuevo tipo de «presencia» que Jesús les asegura. Una rara mezcla de melancolía y consuelo, ya que todos ellos, como Tomás, cada uno de nosotros, entendían mas de «ver y palpar». Pero dejémonos de historias y escuchemos a Jesús: «El mundo no me verá, pero vosotros sí me veréis; y sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros». El poema de Fray Luis es bellísimo, pero inexacto: «¡Cuan solos, ay, nos dejas!» No. «No os dejaré abandonados». Y los apóstoles supieron, y vieron, y nosotros sabemos y vemos, que el «Espíritu de Jesús» es un hecho en nuestras vida: «Aunque vayamos por un valle de tinieblas, no hay que temer: El va con nosotros». TRES.—Les pasaba el «testigo» de su obra. Y se lo pasaba desde la cumbre de su «Ascensión», es decir, desde su categoría de Dios: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra: Id y haced discípulos...». ¿Qué quiere decir eso? Que lo que El hizo ahora lo tenemos que hacer nosotros. Que Cristo se «encarnaba» en la Iglesia. Y que si, hasta ese momento había sido «el tiempo de Jesús», desde entonces empezaba «el tiempo de la Iglesia». Con otras palabras: que la obra de «salvación y de implantación del Reino», que había realizado Jesús, no llegaba a su FIN, sino a su PRINCIPIO. Empezaban los «tiempos nuevos». El Maestro se fue (que no, que no se fue), y nos dejó «tarea». Una tarea que no acabará nunca mientras el mundo exista y El no vuelva. ¿Os acordáis ahora de sus parábolas? ¿Os acordáis de aquel «señor que repartió sus bienes entre los suyos y a uno le dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno? «¿Recordáis cómo aquellos criados fueron dándole cuentas, cuando volvió, y le decían: «Señor, cinco talentos me diste; aquí tienes otros cinco»? Pues, eso es lo que hizo Jesús: el día de la Ascensión nos «marcó tarea». Por eso, aquellos «dos hombres vestidos de blanco», cuando vieron a los apóstoles absortos, «les dijeron: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» Es como si les dijeran: «¿No recordáis que tenéis tarea?».

Pentecostés (A) PENTECOSTÉS: ¡DEJARSE QUERER! No os dejaré desamparados; volveré», decía Jesús. No eran simples palabras de consuelo, para suavizar su tristeza ante la inminencia de su 43

«no presencia física». Eran mucho más. Eran la garantía de «otra presencia» continuadora de lo que con El habían vivido. Dejarían de verle físicamente. Y sentirían tristeza. Pero irían descubriéndole, «viéndole» de otro modo misterioso y admirable: «El mundo no me verá, pero vosotros sí me veréis». Efectivamente, cuando recibieron a su «enviado» —el «espíritu de la Verdad»—, lo comprendieron todo.Comprendieron que ese «Espíritu» había estado siempre «dando vida a todo». Así había actuado: —En la prehistoria de Jesús.— La Sagrada Escritura, al hablar de la Creación, dice que «la tierra era una masa confusa e informe». Más adelante, se nos pinta el surgir escalonado de la Naturaleza. Pero, como quien no dice nada, se nos asegura que «el espíritu del Señor se cernía sobre las aguas». Era El, el que ponía «en marcha» todo. Del mismo modo, se nos dice que «Dios hizo del barro al hombre». También aquel barro era una masa confusa e informe. Pero Dios «le infundió su espíritu». Y, bajo el aliento divino, empezó a «vivir» la Humanidad. También María prestó su barro preciso, su carne y su sangre, a la aventura de la Encarnación. Pero hizo falta que «el Espíritu la cubriera con su sombra» para que la Vida llegara hasta nosotros. ¡Siempre el Espíritu! Y el Espíritu estuvo. —En la persona de Jesús.— Estuvo en todos sus pasos; y los apóstoles lo comprendieron. «El espíritu lo condujo al desierto» cuando iba a comenzar su misión. Nos lo cuenta Mateo: «El Espíritu descendió sobre El» en el Jordán, en el prólogo de su vida pública. Nos lo cuenta Marcos. Y Lucas cuenta las palabras que pronunció Jesús en la sinagoga de su aldea: «El Espíritu está sobre mí y me ha enviado...... Sí. El Espíritu alentaba todos los pasos de Jesús. Es más, cuando ya terminaba su etapa de presencia física, nos garantizó y nos prometió que: —El Espíritu alentaría toda su «obra».— «Le pediré al Padre otro defensor que esté siempre con vosotros». El día de Pentecostés, al sentirse transformados, debieron de decirse: «¡Ya está aquí!» Y supieron que El guiaba sus pasos, al comprobar que «a toda la tierra llegaba su pregón». Incluso entendieron aquellas raras palabras de Jesús: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, Él no vendrá a vosotros». A veces, los cristianos nos desanimamos. En esta increíble Babel de ideas y de hechos en la que vivimos, nos preguntamos si no hubiera sido mejor que se perpetuara su presencia empírica y tangible entre nosotros. Pero El se adelantó respondiendo: «Os conviene que yo me vaya». Y nosotros sabemos que El descendió a nosotros. Ahora bien, de nada valdrá el haber recibido el Espíritu en nuestros corazones si no nos «dejamos querer», si no nos dejamos transformar por El, de dentro hacia afuera, en una positiva espiral de círculos con44

céntricos. En efecto. Los apóstoles «estaban reunidos en un mismo lugar». Allá es donde «se llenaron del Espíritu y empezaron a hablar en lenguas extranjeras». Es decir, «se salieron de sí mismos» y empezaron la tarea de transformar la faz de la tierra. Pues, ésa es la lección. Necesitamos buscar en nuestro interior y encontrar a «nuestro dulce huésped del alma». Y, desde El y con El, salir por los caminos pregonando «magnalia Dei», las maravillas del Señor.

La Santísima Trinidad «PER IPSUM...». Cada vez me gusta más esa doxología con que culminamos la plegaria eucarística. En ella, elevando el sacerdote en su manos el cuerpo y la sangre de Cristo, dice: «Por Cristo, con El, y en El, a Ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria». Cada día me gusta más, porque es el resumen y la quintaesencia de toda nuestra relación con el misterio de la Trinidad, en el que vivimos. Mirad. La postura más racional y bella de nuestra condición de criaturas es la de «alabar al Creador». Desde nuestra pequenez. Desde el reconocimiento de nuestra menguada y, a la vez, gran estatura. Es tan grande la obra de Dios en nosotros que, por poco que se haya desarrollado nuestra capacidad de admiración; deberíamos estar repitiendo a cada paso como el «poverello» de Asís: «Alabado seas, mi Señor...». La liturgia romana lo hizo siempre: «Gloria Patri, et Filio...». Y las oraciones de la Didajé, el documento cristiano más antiguo, terminaban siempre con una expresión de alabanza al Creador. Pero es que, en esta doxología de la plegaria eucarística, hay una cosa especial. Y es que el mismo Hijo, el mismo Espíritu Santo, que son «por naturaleza» destinatarios de la alabanza, aparecen aquí como participantes activos en la realización de esa alabanza. Es decir, alabamos a Dios, en primer lugar por medio de Cristo: «Por Cristo, con El y en El». No de un Cristo «solitario», como cuando El, en su vida terrena, glorificaba a Dios: «Yo te alabo, Señor del cielo y de la tierra...». Sino por medio del Cristo-total. Un Cristo cabeza de toda la Humanidad redimida y de toda la Creación, incorporada a El por su muerte y resurrección. Y, en segundo lugar, lo hacemos «en unidad del Espíritu Santo». Es decir, 45

la Iglesia, congregaba en una unidad por el Espíritu, es la que «por El, con El, y en El», hace la perfecta oración de alabanza. Aquella que preconizó Jesús a la samaritana: «Adorarán en espíritu y en verdad». Sí, cada vez me gusta más esa doxología. Me recuerda que toda la historia de salvación es la repetición de un ciclo incesante que, saliendo del Padre, al Padre vuelve, por medio del Hijo y en unión del Espíritu. Efectivamente. Dios Padre, por el Espíritu que es Amor, nos dio a su Hijo en la Encarnación. Y ya todos los pasos de ese Hijo fueron pasajes de amor y de alabanza. Escuchad la carta a los Hebreos: «Por el Espíritu se ofreció a sí mismo como hostia inmaculada a Dios». O lo que dijo el mismo Jesús: «Yo, Padre, siempre te he glorificado sobre la tierra». Ciclo perfecto, pues. —Pero ese ciclo de amor y alabanza estará ya siempre comenzando. Eso es lo que ocurrió en Pentecostés: «El Espíritu cubrió con su sombra» a los apóstoles, que «estaban reunidos con María la Madre de Jesús». Eran ya la Iglesia. Una Iglesia que, siguiendo los pasos de Jesús, podrá decir un día: «Yo siempre te he glorificado...». En eso trabaja y sueña. —Y más todavía. Ese ciclo de alabanza se debe repetir en cada uno de nosotros. En mí, pobre pecador. Porque a mí también, oídlo todos, «me cubre el Espíritu con su sombra» y está tratando de hacer surgir en mí una «copia» de Cristo: alter Christus. Eso sí, en la medida en la que yo «me deje hacer». En esa medida, yo también podré repetir: «¡Padre, yo siempre te he glorificado sobre la tierra!». Al menos, ése es mi intento, no siempre logrado.

Corpus Christi (A y B) LA ELABORACIÓN DEL VINO Tomad y comed: esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre, de la nueva y eterna alianza, que será derramada...». El cristiano que participa en la eucaristía, cuando llega el momento en el que el sacerdote pronuncia esas palabras, suele guardar un impresionante silencio, un «silencio sonoro», consciente de la transformación que allá se opera. El pan deja de ser pan, para convertirse en el «Corpus Christi». Y el vino ya no es vino, sino que allá empieza a estar 46

la «Sangre del Señor». Y es tan grande la fe de los cristianos en esta «transubstanciación», garantía de nuestra propia transformación, que, aunque todos los días celebramos la eucaristía, siquiera un día al año —hoy— salimos a la calle a proclamar nuestra fe en el Corpus Christi. Pero quiero contaros una experiencia personal. Se trata del señor R. El señor R. es un feligrés amable y bonachón de mi parroquia. Cada año —y son ya varios— suele venir a mi casa en la víspera de una fiesta señalada. Su visita va envuelta en un halo de pequeña travesura, de ingenua alegría y de acercamiento al «misterio». —Verá Vd. —empieza diciendo— Aquí vengo con mis dos botellas. Yo le dejo seguir, porque sé que me va a dar una bella y apretada explicación, el porqué de su «aventura». —¡Es que, para mí, es un gran honor, una cosa muy grande! —dice— Fíjese. Yo mismo planté un parra, en mi pequeña huerta. Yo mismo selecciono los racimos. Los someto, también yo, al prensado, en mi diminuta maquinaria casera. Sigo después la elaboración hasta conseguir un buen vino. Todo en mi casa, en mi barrio, con mis manos. Y, luego, le traigo estas dos botellas, para que Vd., en misa, haga la «otra» transformación. Lo ha dicho todo seguido, con una mal disimulada emoción que hace temblar su voz de bajo profundo. Yo no le contesto nada. Simplemente, me quedo admirando su fe rectilínea y desnuda, más valiosa que un tratado teológico sobre la eucaristía. Pero, ¡ojo! que no termina ahí la historia. Al día siguiente, con toda puntualidad, se colocará en uno de los primeros bancos de la iglesia. Y, durante toda la misa, observará sin pestañear todos mis gestos y palabras. Cuando, al final, ya en la comunión, levante yo el cáliz para sumir la Sangre de Cristo, su mirada será todo un poema interrogativo, todo un gesto de complicidad satisfecha. Como si dijera: «Ya está toda la elaboración terminada. Mis racimos ya se han transformado en la Sangre del Señor». Aún no está todo. Falta algo muy importante y sustancial. Y ésa es precisamente la estremecedora grandeza del Cuerpo y la Sangre de Cristo. El mismo lo había anunciado: «Mi carne es verdaderamente comida; mi sangre es verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí y yo en él». Es decir, quien come dignamente la eucaristía, entra también en este proceso de «elaboración a lo divino». Ya que, él mismo, podrá repetir lo que Pablo, decía: «Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo el que vive en mí». Considerad, amigos, la importancia de esas dos botellas que cada año me regala el señor R. con tanto gozo y respeto. Para terminar estas 47

líneas, no encuentro nada mejor que quedarme paladeando esta vieja plegaria: «¡Oh sagrado banquete, en el que se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da un anticipo de la gloria!».

2.° Domingo del T. O. (A)

Humanidad. Pero se daba cuenta de que todos esos sacrificios eran insuficientes hasta que llegara el «cordero infinito y único» que fuera capaz de abrir las puertas de un cielo que el mismo hombre había cerrado. Por eso, cuando Juan anunció: «He ahí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo», tuvo el hombre la seguridad de que el momento había llegado. Y, cuando Tú, Señor, en la última cena, tomando el cáliz, dijiste: «Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la nueva y eterna alianza...», todos los hombres supieron —supimos— que Tú eras ya «el cordero pascual» que nos libraba de todas las esclavitudes. Pero, insisto: ¿qué eres: pastor o cordero?

«¿CORDERO O PASTOR?» Las palabras que pronunció Juan, cuando vio que te acercabas, Señor, son palabras que definitivamente llenan el mundo de esperanza: «Ese es el cordero de Dios que quita...... Son tan bellas y prometedoras que todos los días, mostrando la hostia santa, las pronuncia el sacerdote, antes de llegar a la comunión. Pero, como tantas veces pasa con tu evangelio, son palabras que desconciertan: «He ahí el cordero». Pero, ¿no habíamos quedado en que tú eras el «Pastor», el «Buen pastor que da la vida por sus ovejas»? ¿Qué eres, por tanto: pastor o cordero? PASTOR.—Desde niño me gustaba contemplarte bajo la imagen del «buen pastor». Ya en las catacumbas así te dibujaron los primeros cristianos. También me ha conmovido siempre saber que te interesaba «la oveja perdida» por encima de «las 99 del aprisco». Igualmente me ha consolado siempre oírte decir que eras «el buen pastor, que conocías a tus ovejas» y que, a diferencia de «los pastores que huyen cuando ven venir al lobo», tú eras capaz de «morir por tus ovejas». Sí, tu imagen de «buen pastor» siempre ha influido en mí. Y he agradecido que los pintores te pintaran así, con una oveja sobre los hombres. Y me he entusiasmado más de una vez leyendo a los poetas: «Pastor que con tus silbos amorosos me despertase del profundo sueño...... Más aun: no sabría decir lo que siento, cuando me doy cuenta de que me has dado parte en su «pastoreo» y me has asignado mi parcela en «lo pastoral». CORDERO.—Pero, estoy desconcertado. Juan no te presentó como «Pastor» sino que dijo: «He ahí el cordero». Y parece que es verdad. Ya Isaías, muchos años antes de que aparecieras en este mundo, nos decía que «Irías a la muerte, como una oveja que no abre la boca al ir al matadero». Y no era una metáfora. El hombre de todos los siglos había ofrecido «corderos y machos cabríos» para llegar a la amistad con Dios. Extendía sobre aquellos corderos sus brazos, como hace ahora el sacerdote sobre la oblata, tratando de descargar sobre ellos los pecados de la 48

¡Vana cuestión, amigos! Tanto monta, monta tanto. Eres «el pastor que has dado tu vida por las ovejas» y eres el «cordero inmaculado que borra los pecados del mundo». Lo único que interesa es que todo lo que has hecho —y lo has hecho «todo»: humillarte, anonadarte y morir en sacrificio— lo has hecho «para nosotros». «Por nosotros los nombres y por nuestra salvación». A Lope de Vega se le encandilaba la pluma y escribía: —«Pastor y cordero, sin choza y lana, ¿Dónde vais que hace frío, tan de mañana?».

3.° Domingo del T. O. (A) TOMANDO POSICIONES El evangelio de hoy pinta a un Jesús «tomando posiciones». Quizá una lectura rápida del evangelio puede darnos la impresión de que Jesús era «un improvisador», alguien que iba dejando caer su doctrina y sus signos «sobre la marcha», sin demasiada premeditación. Y sin embargo, leyéndolo despacio, encontramos en él unos planes determinados, unas etapas escalonadas, siguiendo siempre «la voluntad de Dios, que era su alimento». Eso es el evangelio de hoy. Una página en acción, que sigue tres objetivos, tres peldaños. SE ESTABLECIÓ EN CAFARNAÚN. Lo mismo que el pueblo de Nazaret fue el lugar idóneo para su larga preparación para la vida pública, Cafarnaún aparece como el lugar estratégico para ese ministerio 49

público. No lo eligió como un lugar estático, al estilo de las orillas del Jordán para el Bautista, sino como un centro dinámico. De allí saldría y allí volvería tras cada correría apostólica. ¿Su «cuartel general»? Isaías había dicho hace mucho tiempo: «País de Zabulón y de Neftalí... El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande». Eso fue Cafarnaún. Un lugar que empezó a irradiar luz para disipar tinieblas. (Me gusta pensar en una iglesia —parroquias, colegios y universidades cristianas, centros de jóvenes, medios de comunicación...— tratando de irradiar luz, tratando de disipar tinieblas «desde el evangelio»). CONVERSIÓN. Ese es, y será siempre, el primer paso de quien quiera seguir a Jesús: Comenzó a predicar Jesús diciendo: «Convertios, porque está cerca del reino de los cielos». Daos cuenta. Es exactamente lo mismo que decía el Bautista. Y es que, en ese sentido, lo que hace Jesús es «tomar el testigo» de Juan y continuar insistiendo en algo básico. Vida de pecado, vida mundanizada, vida de placeres y egoísmos son cosas que «no casan» con «ser discípulos» de Jesús. Para acercarse a Dios, «hay que quitarse las sandalias», como Moisés. A eso nos invita siempre el sacerdote al «entrar al altar de Dios»: a «reconocer nuestros pecados». Los místicos van por el mismo camino: antes de llegar a la vía iluminativa y la unitiva, quieren que pasemos por la «purgativa». Jesús, más adelante, dirá: «Los limpios de corazón verán a Dios». Pero ya desde ahora nos dice: «Convertios», es decir, «cambiad; fuera el hombre viejo». Venid y seguidme Supuesto ese cambio de mentalidad y de corazón, el tercer paso puede ser esa personal «llamada de Jesús»: «Viendo junto al lago a Simón y Andrés, y, más adelante, otros dos hermanos, Santiago y Juan, les dijo: Venid y seguidme; os haré pescadores de hombres». Por culpa de todos, amigos míos, se nos ha ido devaluando la estima de la vocación religiosa y sacerdotal. Sí, de todos: de los padres y de los hijos, de los sacerdotes y de los fieles, del medio ambiente y del mal ambiente, que lo hemos ido creando entre todos. Y, sin embargo, y pese a quien pese, es seguro que Jesús «sigue pasando por las orillas de todos los lagos y sigue invitando». Y es necesario que los invitados, con la ayuda de la comunidad que formamos los cristianos, tengan el coraje de «dejar las redes y seguirle». En cualquier caso, no estará mal que todos, clérigos y laicos, «tomemos posiciones», como Jesús. Primero, sabiendo elegir nuestro «Cafarnaún». Después, metiéndonos en clima de «constante conversión». Después «no endureciendo el corazón, si oímos la voz de Dios». 50

4.° Domingo del T. O. (A) CONTRA CORRIENTE Uno aprendió de niño las «bienaventuranzas». Las aprendió de memoria con puntos y comas, intuyendo que eran frases sabias, de mucho contenido. Desde entonces ha llovido mucho, claro. Y uno se ha dado cuenta de que lo importante no es «saberlas de memoria», sino «irse empapando de ellas», hacer que se conviertan en «carne de nuestra carne». Por eso, ante el Evangelio de hoy, conviene hacer algunas precisiones. 1.a Cristo, al afirmar que «son dichosos los pobres, los pacíficos, los perseguidos, los que sufren», no estaba brindando un programa de resignación pasiva a los pusilánimes; una especie de adormidera para conformarnos con las injusticias; un «opio del pueblo» que animara a los desheredados y desesperados a «aguantar mecha», ya que «la vida es así»; un consuelo pensando en ser recompensados en el «más allá», ya que no lo hemos conseguido en el «más aquí». No. Cristo no aprueba la pobreza, la persecución o el dolor como un «fin», sino como unos «medios». 2.a Esa es la segunda consideración. El «fin» que Cristo busca es que seamos «sus seguidores», «ciudadanos de su reino». Ahora bien, para entrar en ese «reino» hay que hacer un trastocamiento de valores, un «volver del revés» muchas cosas, se requiere un cambio de mentalidad y de corazón. Es decir, son necesarios unos «medios»: son las «Bienaventuranzas». 3. a La aceptación de estas «bienaventuranzas» suponer «ir contra corriente», meterse en la «locura de la cruz», hacer propia aquella página de Pablo: «Nosotros somos necios por Cristo, vosotros sensatos; nosotros débiles, vosotros fuertes; nosotros despreciados, vosotros célebres». Efectivamente: ¿Quién podría pensar nunca que el «ser pobre y vivir con dignidad la pobreza» es garantía de «poseer el reino verdadero»? ¿Quién habría osado decir que todos los débiles, los minusválidos y deformes tienen, en su «privación», el certificado de pertenecer a una raza de «superhombres»? ¿Quién se atrevería a proclamar que los desprecios, las calumnias, la soledad pueden ser pasaporte para la «ciudad de la alegría»? Más aún, en una sociedad frenética de sexo y hedonismo, ¿no es como una provocación asegurar que «los limpios de corazón verán a Dios»? Sí, amigos, entrar en esa filosofía es entrar en la «paradoja de Jesús». Esa paradoja que dice que «los últimos serán los primeros» y que «por la muerte, se va a la Vida». 51

4.a Y aquí conviene hacer una última apreciación. Y es: que poner esta programación en marcha es tarea ardua y difícil. Por lo que habrá que partir de dos estrategias imprescindibles. Primera, la gracia de Dios absolutamente imprescindible, ya que «sin mí no podéis hacer nada». La gracia de Dios, conseguida a través de la oración y de los sacramentos. Y segunda: nuestro personal esfuerzo, renovado una vez y otra vez, ya que el cansancio y la monotonía siempre ponen trabas a nuestros buenos deseos. Nuestro personal esfuerzo, que además, es la varita mágica para que nos llegue la gracia de Dios. Porque, como dicen los teólogos: «Al que hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia». Resumiendo: las bienaventuranzas pueden quedarse en «consignas bellísimas escritas en pancartas a los lados de nuestro camino». O pueden convertirse en vida de nuestra vida, pasando a grabarse en nuestros actos y en nuestro corazón. Creo que esto segundo es lo que quería Jesús.

5.° Domingo del T. O. (A) ¿«ESTRELLAS» O «ANTORCHAS»? Tus palabras en el evangelio de hoy, Señor, me desconciertan una vez más. Me explicaré. Mil veces nos has invitado a la humildad: «Cuando vayas a un banquete, no elijas los primeros puestos...». O: «El que se ensalza será humillado». Y nos pusiste como modelo al publicano, «que no se atrevía siquiera a levantar los ojos». El evangelio contiene toda una pedagogía hacia lo pequeño y desconocido. Y ahora, de pronto, nos dices: «Vosotros sois la sal de la tierra... y la luz del mundo». Es desconcertante, Señor. Porque, en el mundo, «ser luz» equivale a ser «estrella», a brillar, a estar en los primeros puestos de la política, de la cultura o de la economía. Y «ser sal» significa deslumhrar a través del éxito, la popularidad y la fama en los ambientes más cultivados. Ser «luz» y ser «sal» está muy relacionado con aparecer en las portadas de las revistas de más actualidad y de mayor tirada. Pero está claro que Tú, Señor, no vas «por ahí». Lo que tú quieres darnos a entender es que el cristiano ha de ser: PORTADOR DE UNA LUZ.—Y toda luz está llamada a iluminar: «No se puede encender una vela y ponerla bajo el celemín, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los de la casa». A los padres y padri52

nos, cuando llevan a bautizar un niño, mientras sostienen en sus manos una candela, encendida en el cirio pascual, les dice el sacerdote: «A vosotros, padres y padrinos se os confía acrecentar esa luz...». Y a todos los seguidores de Cristo, igual. No se trata de que vayamos deslumhrando a nadie con sapientísimas lecciones magistrales. Se trata simple y llanamente de que nuestro vivir y nuestro lenguaje sean transparentes, iluminen: que seamos antorchas: «Vuestra luz ilumine de tal manera a los hombres, que, al ver vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre celestial». SAL, IGUAL A «GARRA».—Y cuando nos invitas a ser «la sal de la tierra», no nos invitas a mangonearlo todo, a ser «el perejil de todas las salsas». Lo que quieres es que, militando en la categoría que sea — «pesos pesados» o «pesos mosca»—, tengamos «punch», tengamos «garra». Tú quieres seguidores que den alegría al juego cristiano, que siembren esperanza, que dejen en una palabra buen sabor en todo lo que hagan. Lo mismo que la sal. Por eso, hay que recordar siempre aquella sentencia del Apocalipsis: «¡Ojalá fueras frío o caliente, pero, porque eres tibio, te arrojaré de mi corazón!». Lo comprendo, por tanto, perfectamente, Señor. No se trata de escalar puestos en el escalafón social. No quieres que seamos «estrellas», sino «antorchas», eficaces antorchas en lo cotidiano. Se trata de «irradiar a Cristo» —¡aquel bello título de Raúl Plus!— desde cualquier escalón en el que la vida nos haya colocado. La sal que tenemos que llevar a las situaciones y a las cosas de la vida no es la sal de «los salados», los petimetres de salón, sino la sal de la alegría y de la esperanza. Creo que así fueron y así actuaron los primeros creyentes. Escuchad lo que leíamos hace unos días en San Pablo: «Fijaos en vuestra asamblea: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios.». Eran «lo necio», sí. Pero tenían «garra».

6.° Domingo del T. O. (A) «PERO YO OS DIGO...». Un día, ya lo sabéis, dijo Jesús: «El amor resume toda la ley y los profetas». Quizá, por eso, los coetáneos de Jesús y ese hombre anárquico y «bon sauvage» que en el fondo somos todos, pensó: «he aquí a alguien que viene a liberarnos de la ley». 53

Pero ese hombre, «soñador de falsas liberaciones» se equivocó: «Yo no he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud». Ya lo oís: vino a enseñarnos a buscar su «verdadero sentido». Conviene recordar cómo estaban las cosas. La religión judía se basaba en la obediencia ciega a Yavéh; y la voluntad de Yavéh estaba manifestada en la ley. De este modo, un buen judío era un observante escrupuloso de los preceptos concretos que emanaban de la ley. La ley mosaica era, por tanto, algo sagrado. Y eso está muy bien, amigos. El mismo Jesús se sometió gustosamente a las leyes. Así, le vemos aparecer en la sinagoga los sábados, acudir en peregrinación a Jerusalén en las fiestas, celebrar el rito de la pascua judía, rezar como todos los judíos, los salmos —«dichoso el hombre que sigue tus leyes, Señor»—, y, cuando curaba a un leproso, lo enviaba después, a los sacerdotes, como mandaba la ley. Lo malo es que ese respeto del pueblo judío por la ley, adquirió dos serios desenfoques. Uno, el cumplimiento de la ley se hacía por motivos de «terror»: «Que no nos hable Dios, que moriremos». Y dos, las leyes se tomaban de un modo «tan literal, minucioso y obsesivo» que llegaron a convertirse en gestos meramente externos, superficiales y mecánicos. Esas dos posturas son las que trata de corregir Jesús. Dios no es un Dios para el temor, sino para el amor. Si algo explicó claramente Jesús es que «Dios es Padre»: «Dios cuida de los lirios y los pajarillos. ¡Cuánto más de vosotros, pues bien sabe él lo que necesitáis!» O en otro lugar: «Podrá una madre abandonar al hijo de sus entrañas, pero Dios no os abandonará jamás». Por eso añadía: «Os concederá cualquier cosa que le pidáis en mi nombre». Y nos enseñó a rezarle, llamándole: «Padre nuestro». Esto supuesto, ¿cómo querer contentar a ese «padre» con el cumplimiento meramente formal, externo y frío de las cosas que a El le gustan, es decir, de «sus preceptos»? El cumplimiento de sus leyes tiene que arrancar de nuestro corazón. «Amor con amor se paga». Y eso es lo que quiere decirnos Jesús con esas «antinomias» (?) que El proclama: «Habéis oído que se os dijo... Pues yo os digo». Efectivamente, «se nos dijo: no matarás», acto brutal y externo. Pero «Jesús nos dice» que debemos extirpar el rencor y el mal deseo en nuestro interior. Del mismo modo, «se nos dijo: no cometáis adulterio», una infidelidad externa igualmente y consumada contra el amor. Pero Jesús nos invita incluso a que desarraiguemos las malas intenciones y apetencias de nuestro corazón. También «se nos dijo que no juráramos ni por el cielo ni por la tierra». Pero Jesús quiere más. Quiere que hablemos con transparencia y sencillez, como hacen los niños que no tienen «tapujos». Por eso añadió: «Vosotros decid "sí, sí" o "no, no"». 54

En una palabra, lo que Jesús quiere es que nosotros miremos la ley no «como una raya de prohibiciones de la que no hay que pasar», sino como «una meta de ideales a la que debemos aspirar». Jesús quiere «la verdad interior» de nuestras acciones, no la mera «apariencia».

7.° Domingo del T. O. (A) MAS DIFÍCIL TODAVÍA Alguien escribió que «nuestra vida de sociedad funciona al estilo del eco». Es verdad. Correspondemos a los otros en el mismo modo y cantidad que ellos nos trataron. Devolvemos atenciones y favores según una ajustada táctica del «tanto, cuanto». Lo mismo nos ocurre con lo negativo, cuando nos ofenden, la ofensa queda registrada en nuestra computadora interior, y, tarde o temprano, devuelve la moneda. «Me las pagarás», decíamos los niños. Y todo el A.T. transcurre en un contexto en el que la venganza era algo normal. Pero vino Jesús y nos dijo que eso era «cosa de paganos»: «Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen». Efectivamente, Dios no envió a su hijo a la tierra para que nos enseñara una doctrina de paralelismo basada en el «ojo por ojo» y «banquete por banquete» o «tú me diste tanto, yo te devuelvo cuanto». No. Dios es un río que se desborda, una gratuidad que nos inunda. Los teólogos, cuando hablan de la gracia que Dios nos da, dicen que no sólo es «suficiente», sino «sobreabundante». Y todo lo hace Dios así. En su Creación, por ejemplo, no puso límite al número de las estrellas: «cuenta, Abrahán, si puedes, el número de las estrellas». En la Redención, dicen los teólogos, hubiera bastado un pensamiento de su mente divina. Pero Dios no entiende nuestras ecuaciones. Y así, «se rebajó hasta someterse a la muerte y una muerte de cruz». No escatimó nada. San Juan, que contempló la lanzada, consignó un detalle precioso: «De su costado salió sangre con un poco de agua». Es... ¡todo lo que le quedaba! Si así «actúa» Dios en la economía de su reino, su «doctrina» no podía ser distinta. El Evangelio de hoy dice: «Jesús, a los que le escuchaban, les decía: "Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen..."» Quedan rotas, pues, nuestras 55

matemáticas y proporciones. Y queda patente que todo eso que llamamos «trato social» tiene que estar regido por el amor, incluido el de los enemigos. Y Jesús nos pone un modelo: el Padre celestial, «que hace salir el sol sobre buenos y malos». Esto exige, ya lo comprendéis, muchas cosas. Primero, renunciar a la venganza. Incluso a esa venganza disimulada que consiste en «despreciar al enemigo». «Contra niños y mujeres no desenvaino mi espada», decía altaneramente Francisco de Javier en «EL DIVINO IMPACIENTE». Después, excusar al adversario, tratando de buscar las causas atenuantes de su actuación. «Quien comprende, perdona», decía Mme. de Stael. Y Jesús dijo desde la cruz: «Perdónales, porque no saben lo que hacen». Hace falta también, el olvido de la ofensa. Es decir, adoptar la actitud de quien quiere olvidar. Para ello, tratar al adversario sin ningún aire de superioridad que le recuerde a cada paso: «Te he perdonado». Cuesta mucho perdonar. Es el «más difícil todavía». Pero es lo más hermoso del cristianismo. Cabodevilla suele citar el poema de Lichwet. Un rey riquísimo decidió entregar un brillante invalorable a aquel de sus hijos que hiciera la hazaña más heroica. El mayor mató a un dragón que asolaba toda la región. El segundo, con una pequeña daga, redujo a diez hombres fuertemente armados. El rey entregó el brillante al más pequeño, que se encontró con su mayor enemigo dormido en el campo; y le dejó «seguir durmiendo». ¡Gran hombre este hijo pequeño!

8.° Domingo del T. O. (A) «TU SOLUS DOMINUS» Jesús nos advierte hoy de la imposibilidad de «servir a dos señores». En otra ocasión había hablado de que «existen dos caminos, uno ancho y otro estrecho», igualmente incompatibles. San Agustín hablaba, siglos después, de «dos ciudades». Y San Ignacio de Loyola de «las dos banderas». ¡Efectivamente, es un peligroso número de circo, de imprevisibles consecuencias, eso de querer cabalgar a lomos de dos cabalgaduras que tiran en distinta dirección! La solución que Jesús nos da es la de buscar a Dios como «único Señor» —«Tu solus Dominus». Y buscarle, sobre todo, como «padre». Un padre al que podamos acudir como hijos «muy pequeños». 56

¿Os habéis fijado cómo buscan los niños a «su» padre? Con absoluta confianza, con urgencia. Están seguros de que él les librará de todos los peligros. Cuando algo repentinamente les asusta, corren hacia él, se encaraman a sus brazos, en ellos se cobijan, y allá se sienten protegidos. Nadie podrá contra esa «omnipotencia» que representa su padre. (Es después, con los años, cuando se buscan otros «tráficos de influencias» pensando que van a vivir «más seguros»). ¡Gran lección la de los niños! Ya un día dijo Jesús: «Si no os hacéis como ellos, no entraréis en el reino de los cielos». ¡Por ahí va también el evangelio de hoy! ¡Ser como niños con respecto a Dios! Porque, ya lo estáis viendo. Al hombre le cercan continuos miedos, zozobras y angustias. La fragilidad de la salud unas veces. El problema del paro que ha llegado a casa. Aquel hijo que se «enganchó» en la droga y en todas sus secuelas. La visita de la muerte. En fin, «el rayo que no cesa»... ¿Cómo vencer esa angustia? Jesús nos dice: «No estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni pensando con qué os vais a vestir. Mirad a los pájaros que no siembran, ni siegan, ni almacenan. Vuestro padre celestial los alimenta». Pero, que nadie entienda que Jesús, al pedirnos un «abandono» así en Dios —semejante al que tienen los lirios y los pajarillos en las «leyes de la naturaleza»—, nos está invitando a una pasividad culpable, a vivir un cristianismo «a la sopa boba». Que nadie crea que Jesús predica una resignación inoperante ante la problemática del hombre en el mundo. Al revés. Si algo dejó claro Jesús es que debemos desarrollar todos nuestros talentos personales —«el de cinco, cinco; el de dos, dos; el de uno, uno»—, en la parcela que nos haya correspondido en la viña. Si algo igualmente ha condenado la Iglesia es la actitud egoísta y satisfecha de todos los «epulones encastillados» y de las «vírgenes necias», recordándonos a cada paso lo que ya decía Pablo: que «la naturaleza entera gime con dolores de parto». Y que nosotros tenemos un papel señalado en el alumbramiento de «un cielo nuevo y una tierra nueva». Confiando ciegamente, eso sí, en que, por encima de nosotros, está ese Padre-Dios, providente, detallista y amorosamente personal que «no deja que caiga ni siquiera un pajarillo en la trampa sin su licencia». «No podemos, por tanto, servir a dos señores», sino a uno sólo: «Tu solus Dominus». «Un solo Dios y Padre». Y en él debemos abandonarnos y confiar. Sería bonito parecemos a aquel mendigo del que habla el P. Nieremberg: «Vivía alegre y feliz porque quería sólo lo que Dios quería». Y como nada en el mundo sucede sino «lo que Dios quiere», resultaba que «todo sucedía conforme a la voluntad del mendigo». 57

9." Domingo del T. O. (A) ¿LA MAQUETA O LA REALIDAD? Creo que la cosa está clara. Hay dos maneras de vivir. De apariencias. O de realidades. De palabras. O de hechos. En el terreno de la pura fachada. O en el campo de la entrega y el compromiso. El cine y la televisión nos suelen mostrar, más de una vez, ejemplos de estas dos situaciones. Películas existen, en las que el espectador menos avispado puede distinguir que aquel edificio que se derrumba, aquellas murallas que contemplamos, son pura maqueta, decoración de cartón-madera, fachada prefabricada. Por el contrario, reportajes hemos visto, en los que los edificios que se derrumban eran de verdad, el muro de Berlín que contemplábamos era el auténtico. Pues, de eso nos habla Jesús hoy: «Decir Señor, Señor, y no hacer la voluntad de Dios», es pura fachada, trampa-cartón, «edificar sobre arena». Por el contrario, «decir Señor, Señor, y cumplir la voluntad del Padre celestial, es edificar sobre roca. Vendrán las lluvias y los vientos, y aquel edificio permanecerá». Pues, vea el cristiano ahora lo que Dios espera de él. Somos constructores en potencia de dos egregios edificios. Uno, personal: el de la propia existencia. Otro, colectivo: ése que llamamos «Iglesia», cuya roca es Cristo, o, si queréis, Pedro. UNO, PERSONAL.—Cuando un niño llega a la «edad de la discreción», empieza a comprender que su vida es un edificio que ha de ir construyendo día a día, con todos los materiales más notables que encuentre a su paso. Así, tendrá que levantar las paredes de su inteligencia, con todos los saberes que le proporcionen sus padres, sus profesores, sus libros y esa «maestra de la vida» que es la propia experiencia. Tendrá que colocar las vigas de su voluntad: trabajando su carácter, exigiéndose disciplina, dominando sus pasiones. De poco vale la inteligencia sin voluntad. Necesitará, del mismo modo, cultivar sus sentimientos: la delicadeza y la ternura, la capacidad de admiración y la amabilidad, la solidaridad y el buen humor. Pero el cristiano sabe, además, que su edificio no está completo nada más que con un ramillete de virtudes humanas. Sobre ellas, han de desarrollarse las virtudes sobrenaturales, toda la arquitectura de la «gracia». Con la fe, la esperanza y el amor a la cabeza. Por eso advertía Pablo con insistencia: «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu habita en vosotros?» Y, llevando la advertencia más lejos, añadía: «Quien mancilla su propio cuerpo, mancilla el templo de Dios». 58

OTRO: EL EDIFICIO DE LA IGLESIA.—La Lumen Gentium reunió diversas imágenes para aproximarnos al misterio de la Iglesia: «Llamamos a la Iglesia "edificación de Dios". El mismo Señor se comparó a una piedra rechazada por los edificadores, pero que fue puesta como piedra angular. Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la Iglesia y de él recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios..., habitación de Dios..., tienda de Dios..., y, sobre todo, templo de Dios, ciudad santa, nueva Jerusalén». Pues, he ahí la consideración que no debe olvidar nunca el cristiano. Escuchadla de labios de Pedro, aquel «Pedro-roca sobre el que Cristo edificaría su Iglesia»: «Nosotros debemos ser piedras vivas» de ese edificio. Es decir, no mera fachada «levantada sobre arena», condenada a derrumbarse en cuanto «soplen los vientos o vengan las lluvias»; sino, realidades sólidas dispuestas a «cumplir la voluntad de Dios, mientras proclamamos Señor, Señor». O escuchadlo, si queréis, de Pablo cuando se dirigía a los efesios: «La piedra angular es Cristo Jesús, sobre el cual se eleva, bien trabada, toda la edificación para templo santo en el Señor, en quien también vosotros sois edificados para morada de Dios en el Espíritu». Concluyendo. Hay dos maneras de pasarse la vida. Construyendo maquetas, fachadas, decoraciones de tabla-cartón, apariencias. O, por el contrario, poniendo diariamente ladrillos de verdad sobre la roca. «Y la roca —ya lo sabéis—, es Cristo».

10.° Domingo del T. O. (A) JUGLARES DE DIOS Fijaos bien. Es el mismo apóstol Mateo, convertido ya en uno de los cuatro evangelistas, el que nos cuenta su propia vocación, la llamada con que Jesús le impactó. Lo hace con unas pinceladas en las que quedan reflejadas las circunstancias, su decisión, el ambiente, las consecuencias. Y esas pinceladas, además de ser un hermoso testimonio de vida, pueden señalar el esquema-marco de cualquier vocación: —«Vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de impuestos...». Ya lo veis. Era cobrador de impuestos, oficio no muy bien visto por cierto por el pueblo sufrido y explotado. Era cobrador, como podía haber sido labrador, artesano o pastor. Quiere esto decir, por lo 59

que a mí toca, que Dios llama a quien quiere, como quiere y cuando quiere. El que vale no es «el llamado», sino «el que llama». El llamado sólo es un instrumento en manos de... —«Jesús le dijo sigúeme. Y él se levantó y le siguió». Aquí es donde empieza lo «estimable» del hombre, lo «mensurable», lo que los teólogos llaman «la correspondencia a la gracia». ¡Pueden darse tantos matices en la respuesta, tantas variantes en la entrega! Desde la decisión rápida y plena hasta el «dar largas al asunto» caben todos los grados del amor. Los que hemos sido llamados debemos meditar constantemente sobre la firmeza de nuestro «sí», sobre la pureza de nuestra entrega, sobre las posibles aleaciones de ganga y generosidad que van configurando la línea de nuestro seguimiento a Jesús. ¡Sería tan hermoso no caer en aquello que un día sentenció el mismo Jesús: «El que ha puesto su mano en el arado, si vuelve su vista para atrás, no es digno de ser discípulo mío»!

Lo que hará falta, por tanto, es que aprendamos a «sentarnos con los pecadores» con el mismo estilo que lo hacía Jesús.

—«Estando Jesús en la mesa en casa de Mateo...». Parece ser, por tanto, que Mateo dio un banquete para celebrar la «suerte» de su vocación. Y parece ser, sobre todo, que «seguir a Jesús», aunque sea con la cruz a cuestas, no es aventura para gentes tristes, pusilánimes y pazguatas. Piensan muy torcidamente quienes dicen a la ligera: «Era tan paradito el pobre, que se metió a cura». No se ha enterado la mayoría que el seguimiento de Cristo, cuando es verdadero, lleva a la dicha más verdadera. «La alegría de la fe» fue el título de un precioso libro de Enrique de Cabo, describiendo las diferentes etapas del vivir cristiano. También Cabodevilla, en «Aún es posible la alegría» y en forma epistolar, va brindando, a una variada galería de personas, la manera de vivir con alegría su particular situación. San Francisco de Asís quería que sus frailes menores encontraran «la verdadera alegría» y que fueran «joculatores Dei», juglares de Dios. Y esta palabra «joculatores» parece significar claramente «juego» y «risa». En cuanto a Santa Teresa, ya conocéis su famosa sentencia: «Un santo triste es un triste santo».

Es una canción que cantan nuestras comunidades parroquiales. Y quiero subrayar su estribillo —«Cristo te necesita para amar»— porque viene a coincidir plenamente con lo que dice Jesús en el evangelio de hoy: «La mies es mucha y los obreros, pocos. Rogad al Señor de la mies para que envíe operarios...».

—«Muchos publícanos y pecadores se sentaron con Jesús». Y como los fariseos, al verlo, le criticaban, Jesús manifestó: «No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos». Ya veis, los fariseos ni se enteraban. No sabían de qué iba la cosa. Eran ciegos y sordos. En cambio, no eran mudos. Mudos, no. Ellos, bla, bla, bla. Si no se hubiera sentado con los pecadores, le habrían acusado de «clasista» y «evadido». Pero como se ha sentado le tachan de «pecador». Siempre «bla, bla, bla». Que lo sepa bien el seguidor de Cristo. Por fas o por ne-fas, le criticarán, le zancadillearán y pondrán en «solfa» lo que haga y lo que deje de hacer. Ya lo advirtió el mismo Jesús para que nadie se engañase: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros». 60

11.° Domingo del T. O. (A)

NO EXISTEN LOS JUBILADOS —«Cristo te necesita para amar...— No te importen las razas ni el color de la piel... ama a todos como hermanos y haz el bien...».

No deja de ser una paradoja. Por una parte, la más clara teología nos dice que Cristo nos ha salvado a todos, que su muerte en la cruz ha liberado y redimido al hombre suficiente y abundantemente. Incluso, que hubiera bastado, para nuestra salvación, cualquier acto de su voluntad redentora. Pero también la teología nos dice —y lo remachó muy claramente contra la doctrina protestante— que esa salvación no se realiza sin nuestra cooperación, sino que «nos necesita». En ese sentido San Pablo hablaba de «completar lo que falta a la pasión de Cristo». San Agustín había advertido ya, hermosamente: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Me conmueve esta especie de menesterosidad de Dios. ¡Que todo un Dios, para mi salvación y la de todos los hombres, esté pendiente de mi cooperación! ¡Que me pida que le «eche una mano»! Un día dijo Jesús: «Como el sarmiento no puede dar fruto si no está unido a la vid, así tampoco vosotros podéis hacer nada sin mí». ¡Es estremecedor! Porque resulta que ahora nosotros podemos volver la oración por pasiva y decirle al Señor: «Tampoco Tú puedes hacer nada sin nosotros: nos necesitas». Pero no penséis, por favor, que todas estas cosas son devaneos literarios, «distinciones de la razón razonante». No. Recordad la parábola de «los talentos» o la de «los invitados a la viña». Y unidlas a esto de «la mies es mucha». Comprobaréis que el Señor nos está diciendo a gritos 61

que «nos necesita», que «a todas las horas del día nos está asignando la tarea, que ha querido que nuestra personalidad de "uno", "dos" o 'cinco" talentos se vaya desarrollando precisamente en la construcción del Reino, que de ninguna manera quiere que permanezcamos ociosos». En una palabra: que, aunque Dios sea el Creador de todo, sin embargo ha querido contar con nosotros para todo. Lo dijo desde el principio: «Creced, multiplicaos y someted la tierra». Y del mismo modo Jesús, aunque sea el redentor de todos, nos ha dado parte en su redención: «Id por todo el mundo y predicad a todos...». A veces el hombre, en la vida, suele sufrir depresiones y traumas pensando que «ya no cuentan con él» o que le ha llegado «la hora de la jubilación». Y se dice: «Ya no sirvo». Pues, no es así. En esta tarea del Reino, no existen los jubilados. La faena es inmensa y requiere mucha mano de obra, todos los brazos son necesarios. Es más, esos que el mundo considera «los débiles» —los enfermos, los abuelos, los minusválidos— suelen ser los elementos más valiosos. Porque Dios «esconde estas cosas a los sabios y entendidos y las enseña a la gente sencilla».

12.° Domingo del T. O. (A) ¿QUIEN DIJO «MIEDO»? «Tengo miedo, mamá». Y, con esa frase, todos los niños chicos del mundo se han acurrucado siempre en el regazo materno ante aquel perro inesperado que les salió ladrando, ante la llegada de una repentina tormenta o ante cualquier sombra grande e inexplicable. Creo que yo me solía despertar muchas noches sobresaltado. Y venía mi madre corriendo. Y me apretaba fuerte contra ella. Y el susto se disipaba. Y me volvía a dormir. Pues bien. Las cosas no suelen cambiar con los años. Solemos, sí, ir presumiendo de valientes por la vida; nos permitimos el lujo de soltar baladronadas a cada paso; en los «días de vino y rosas» fumamos como chimeneas, bebemos como cosacos y comemos sin control; no queremos que nos achante nadie; desafiamos, si se tercia, al lucero del alba, ya que «ni Dios pué conmigo, porque Dios me hizo así». 62

l'i n> la verdad monda y lironda es que, ante un mínimo dolor sospeclumu que nos llega o ante un porvenir levemente incierto nos convertimos cu un amasijo de temblores. I ,o goido es que también en esto, como en todo, somos una constanl> |>iumloja. Pensad: por una parte, el hombre vive rodeado de toda clase de «seyiiiMN»: seguro social y seguro de enfermedad; contra incendios y contra el pedrisco; seguro del coche y de la vivienda; existen coches blindados, pucrliis blindadas y chalecos antibalas; nuestras casas se protegen con ios cerrojos más encerrojantes y con las alarmas más alarmantes. Pero, n pesar de eso, o quizá precisamente por eso, nos sentimos inseguros, asustados y temerosos. Por una parte gritamos: ¿quién dijo «miedo»? Pero, por otra, sabemos reconocer: «El miedo es libre». Jesús entra en este tema en el evangelio de hoy y dice: «No temáis a los (¡uc matan el cuerpo pero no pueden matar el alma». ('orno siempre, lo que hace Jesús, para ayudarnos, es trasladarnos a olía perspectiva. Es como si nos dijera: «Vosotros queréis vencer el miedo con vuestra fortaleza, con vuestro poder y sabiduría, con la acumulación de todas vuestras astucias y mecanismos materiales». Y