La noción de "a priori"
 843011694X, 9788430116942

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Mikel Dufrenne

LA NOCIÓN DE «A PRIORI»

LA NOCIÓN D E «A PRIORI»

HERMENEIA

81 Colección dirigida por Miguel García-Baró

MIKEL DUFRENNE

LA NOCIÓN DE «A PRIORI»

EDICIONES SÍGUEME EPIDERMIS EDITORIAL SALAMANCA MÉXICO DF 2010

Esta obra se ha beneficiado del P.A.P. GARCÍA LORCA, Programa de publicación del Servicio de cooperación y de acción cultural de la Embajada de Francia en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores.

Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín Tradujo Tania Checci sobre el original francés La notion

d'«apriori»

© Presses Universitaires de France, París 1959 O Epidermis Editorial, México DF, 2 0 1 0 © Ediciones Sigúeme S.A.U., 2 0 1 0 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España Tlf.: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 2 7 0 563 [email protected] www.sigueme.es ISBN: 978-84-301-1694-2 Depósito legal: S. 505-2010 Impreso en España / Unión Europea Imprime: Gráficas Varona S.A.

CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

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El ser del sujeto La relación del sujeto con el objeto

19 38

I EL «A PRIORI» OBJETIVO

1. 2. 3. 4. 5.

¿Por qué el «a priori»? El «a priori» formal El «a priori» material El «a priori» como percibido El «a priori» como constituyente

53 65 81 95 115

II EL «A PRIORI» SUBJETIVO

6. 7. 8. 9.

El El El El

«a priori» como conocido «a priori» sujeto como encarnado «a priori» como corporal sujeto social

131 147 165 179

III E L HOMBRE Y ELMUNDO

10. La igualdad del hombre y del mundo 1 1 . La afinidad entre el hombre y el mundo 12. Filosofía y poesía

199 223 241

INTRODUCCIÓN

La elaboración de la noción de a priori es una pieza maestra del kantismo y el resorte mismo de su revolución copernicana. Para Kant, el conocimiento puro a priori es un hecho, un hecho tanto de la razón teórica como de la razón práctica. El quid inris viene después del quid facti, y hablar aquí de un hecho de la razón no es en modo alguno contradictorio, porque no se trata de subordinar la razón al imperio del hecho, sino de constatar la realidad de la razón. Este descubrimiento del a priori tiene como primera consecuencia la asignación de un programa positivo a la metafísica: «La metafísica es la filosofía que pretende representar tal conocimiento [puro a priori] según [su] unidad sistemática» . Se requiere, además, como propedéutica a la metafísica una crítica que «investigue la capacidad de la razón respecto todo conocimiento puro a priori» y que establezca las condiciones de validez de todo conocimiento. Esta crítica no es aún, propiamente hablando, la filosofía trascendental tal como Kant la entiende, como distinta de la filosofía natural, es decir, no es aún la ontología como «sistema de todos los conceptos y principios que se refieren a objetos en general, no interesándose por objetos dados» . Pero introduce ya la noción de lo trascendental: «La diferencia entre lo empírico y lo trascendental sólo corresponde, pues, a la crítica del conocimiento» , afirma Kant en un pasaje en el que nos exhorta a distinguir entre lo a priori y lo trascendental: «No todo conocimiento a priori debe llamarse trascendental... sino sólo aquel me1

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1. I. Kant, Crítica de la razón pura, 655 (A 845 - B 873), traducida e indexada por P. Ribas, Alfaguara, Madrid 1978. [N. de la T.: En adelante, las citas de la Crítica de la razón pura tendrán en primer término la página de la versión en español y en segundo lugar la referencia de la obra original de Kant. Para evitar la multiplicación de información innecesaria, omitiremos la referencia a la versión francesa de Trémesaygues y Pacaud citada por el autor.] 2. 7 6 / Í / . , 6 5 2 ( A 8 4 1 - B 869). 3. /¿zc/., 655 (A 8 4 5 - B 873). 4. 7 6 i ¿ , 9 6 ( A 5 7 ) .

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Introducción

diante el cual conocemos que determinadas representaciones (intuiciones y conceptos) son posibles o son empleadas puramente a priori y cómo lo son» . Trascendental califica, pues, no al conocimiento a priori, sino al conocimiento del carácter a priori del a priori mismo: la reflexión sobre la naturaleza - e l origen- y la función - e l u s o - del a priori. Tenemos así que la matemática es claramente un conocimiento a priori, que si bien construye sus conceptos a priori - l o mismo que la metafísica-, no es trascendental. «Sólo puede llamarse representación trascendental el conocimiento de que tales representaciones no poseen origen empírico, por una parte, y, por otra, la posibilidad de que, no obstante, se refieran a priori a objetos de la experiencia» : sólo la Estética es trascendental. No basta entonces con oponer lo trascendental a lo empírico; para aprehender plenamente su sentido hace falta añadir, a la luz de la crítica, aquello que es anterior a la experiencia y que es al mismo tiempo condición de la experiencia. El problema central de la crítica es la deducción trascendental que justifica al a priori mostrando cómo funciona, es decir, mostrando cómo es posible la subsunción. Los sucesores de Kant se ocuparán menos de explorar el campo de lo a priori que de repensar lo trascendental como clave de las relaciones entre sujeto y objeto, hasta llegar a elaborar un monismo en el que lo trascendental deviene inmanente al objeto mismo y en el que la deducción trascendental se convierte en génesis ontológica. Querríamos, no obstante, retomar la investigación del campo del a priori para hacer retroceder estos límites. Se hace necesario, no obstante, volver sobre lo trascendental, esto es, sobre lo a priori considerado en su relación con la experiencia. Lo a priori se define con relación a la experiencia, pero como aquello que es anterior a ella, lo cual determina ya su naturaleza trascendental. La experiencia es la relación que tenemos con los fenómenos por medio de la sensibilidad. Su fuente está en la intuición empírica, ya que «de todas las intuiciones la única que se da a priori es la mera forma de los fenómenos, espacio y tiempo... Pero la materia de los fenómenos gracias a la cual se nos dan cosas en el espacio y en el 5

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5. Ibid., 96 (A 56). 6. Ibid., 96 (B 81). [N. de la T.: Incluimos nuestra traducción de la versión citada por Dufrenne porque hay un ligero cambio de matiz a tener en cuenta: «Sólo la conciencia del origen no empírico de estas representaciones así como la posibilidad que tienen de poder relacionarse a priori con los objetos de la experiencia puede ser llamada trascendental», ed. francesa de Trémesaygues y Pacaud, 94.]

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tiempo sólo puede representarse en la percepción y, consiguientemente, a posteriori» . La experiencia, pues, es siempre el reconocimiento de un dato que la sensibilidad debe recibir y que la razón no puede justificar. Este dato es lo material que Kant opondrá a lo formal -forma o regla-, asignando este último a lo a priori. A partir de esto, identificará estas dos proposiciones: lo material es dado y lo dado es lo material. Y esto sucede así porque, tal como señala Max Scheler, Kant sustituye la cuestión «¿qué es lo dado?» por «¿qué puede ser dado?». Toma así prestada de Hume la tónica de la respuesta: no puede darse más que un contenido sensible, una multiplicidad empírica . Lo a priori, en cambio, no puede ser sino formal y no puede ser dado; pertenece a la actividad espiritual constituyente y no se ofrece jamás como algo constituido. La intuición pura se da a priori, pero está dada como forma de la intuición y no ofrece nada material: los objetos que uno puede constituir en ella no son más que posibles. De lo verdaderamente a priori no tenemos experiencia, porque la experiencia verdadera es la experiencia de un dato empírico en la intuición empírica. La intuición pura involucra un dato - e l objeto matemático- tan sólo porque, pese a no ser empírica, es al menos sensible y porque la sensibilidad es radicalmente distinta del entendimiento. Así, la intuición que daría el a priori, en el sentido del intuitus cartesiano o de la Wesenschau, no aparece en modo alguno en Kant. En este sentido lo a priori no se presenta al conocimiento como un conocimiento más. No es que no esté permitido conocerlo, sino que lo reconocemos como algo que procede de nosotros y que no podría estar dado al nivel de la intuición. Lo a priori es siempre anterior a la experiencia. Esta anterioridad, sobre cuya significación cronológica se preguntará el psicologismo, tiene ante todo una significación lógica. Anterior a la experiencia, esto quiere decir independiente de la experiencia y, consecuentemente, no comprometido por ella. También sucede que mientras que las proposiciones empíricas que tratan de la materia de 7

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7. Ibid. (A 720-B 748). 8. A esto Scheler opone el hecho de que lo dado no es una diversidad ininteligible ofrecida a una manipulación intelectual: cuando percibo un dedal, éste se revela en persona con su Würfelhaftigkeit propia; la percepción es inmediatamente verdadera (M. Scheler, Der Formalismus in derEthik, 51). Merleau-Ponty retomará este ejemplo. Resultaría interesante confrontar esta crítica de los presupuestos kantianos con la de Hegel: para Kant, «lo diverso de la sensibilidad es en sí mismo algo no ligado; el mundo es una realidad que se cae a pedazos, que debe a la conciencia de sí de los hombres dotados de entendimiento un encadenamiento objetivo y una estabilidad» (Glauben und Wissen, en Premieres Publications, 213).

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los fenómenos son particulares y contingentes, las proposiciones que se refieren a la forma son necesarias y universales: que el cinabrio sea rojo es contingente, que todo lo que es tenga «una relación de existencia con otra cosa a título de causa o de efecto» es necesario. La necesidad tiene de entrada una significación lógica; se define como aquello cuyo contrario es contradictorio: lo imposible es lo impensable. Pero ¿qué hay de la necesidad material del hecho? ¿No debe fundarse acaso sobre la necesidad lógica de la idea? En efecto, lo a priori tiene también una función trascendental: si bien es anterior a la experiencia y su validez no depende en modo alguno de ella no carece, empero, de relación con la misma. Para empezar, la funda. ¿Cuál es aquí «la esencia del fundamento»? Fundar es hacer posible no de facto, sino de iure. No se trata de causar o provocar, sino de justificar, autorizar. Si el objeto es fundado, el sujeto también lo está en su acto: estoy justificado para creer que...* En esto el fundamento difiere de la fundación: ésta se emplea con relación a un sujeto, y como en Kant el sujeto se define principalmente por la razón, fundar es, en palabras de Paul Ricoeur, «elevar a la intelectualidad» . Hacer posible la experiencia equivale a conferirle un sentido, la posibilidad de valer para un sujeto (en el mismo sentido en que Husserl sostiene que el mundo como correlato «vale» para la subjetividad trascendental). Aquí se conjugan los presupuestos del pensamiento kantiano: este sentido no puede pertenecer de entrada a una experiencia que no ofrece más que una multiplicidad, debe proceder del sujeto que determina los objetos a título de fenómenos informando la diversidad: «El filósofo intelectualista [Leibniz] no podía tolerar que la forma debiera preceder a las cosas mismas y determinar su posibilidad... y, lejos de que la materia (o las cosas mismas que se manifiestan) deba servir de base... la posibilidad de esta materia supone, por el contrario, una intuición formal (espacio y tiempo) previamente dada» . Pero la sensibilidad no es la única fuente de lo a priori; el fundamento debe ser también intelectual: para que la experiencia tenga un sentido no basta con que una multiplicidad sea dada de un modo acorde y en vir9

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* N. de la T.: Aquí Dufrenne emplea la fórmula «Je suis fondé á croire que», que se podría verter sin más al castellano de la siguiente manera: «Estoy fundado a creer que...». Pero, en nuestra lengua, el equivalente no guarda relación de modo tan directo con la idea de fundación que emplea aquí el autor. El lector deberá tener en cuenta este vínculo. 9. P. Ricoeur, Kant et Husserl, en Kantstudien XLVI / 1 , 61. 10. I. Kant, Crítica de la razón pura, 281 (A 267).

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tud de la estructura subjetiva de la sensibilidad, hace falta que sea unificada. Al comienzo del sentido, de la objetividad del objeto, está la unidad que requiere el yo pienso, «la necesaria unidad de conciencia y también, consiguientemente, de síntesis de lo diverso» . Las normas de intelectualidad bajo las cuales lo diverso debe ser subsumido para que la experiencia sea posible expresan los modos de unificación de lo diverso. Tan estrecho es el vínculo entre la intuición y el concepto (sabemos de qué forma insiste Heidegger en esto) que estos modos de relación de lo diverso son los modos de estructuración de la temporalidad, según lo expone el capítulo sobre el esquematismo. La forma que funda la experiencia, aquello que Kant llama algunas veces «la forma objetiva de la experiencia en general» , es, a la vez, tanto sensible como intelectual en virtud de la finitud de un conocimiento sometido a la intuición sensible. En cualquier caso, esta forma es el a priori que es propiamente trascendental en la medida en que es condición de posibilidad para el conocimiento a posteriori. 11

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Pero, esta posibilidad de la experiencia, ¿no presupone ya su realidad? La posibilidad que funda lo a priori es una posibilidad intencional y no simplemente lógica: es una posibilidad de... o una posibilidad para... Las categorías no poseen tan sólo un valor lógico, no se limitan a expresar analíticamente la forma del pensamiento, «han de afectar a las cosas y a su posibilidad, su realidad y su necesidad» . Dicho de otro modo: «Sólo por el hecho de que estos conceptos expresan a priori las relaciones de las percepciones en cada experiencia conocemos la realidad objetiva de los mismos, es decir, su verdad trascendental» . De modo que si bien lo a priori funda lo a posteriori, también se refiere a él. La tarea de la crítica es mostrar el uso de lo a priori y los límites de este uso: todo lo que el entendimiento extrae de sí mismo sin tomarlo de la experiencia no puede ser le útil más que en el uso de la experiencia; uno no puede dar a lo trascendental un uso trascendente. Pero ¿cómo es esto posible? Apuntar a la experiencia, aunque sea para fundarla, ¿no implica ya presuponerla? Para que la experiencia sea referencia, ¿no hace falta que sea fuente? ¿No deberemos decir que lo a priori, principio de la experiencia, tiene también su principio en la experiencia en la medida en que se da en ella? Intentaremos justificar este empirismo de lo trascendental repensando por nuestra cuenta la 13

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11. 12. 13. 14.

Ibid, 137-138 (A 109). Ibid, 242 (A220). Ibid, 242 (B 267). Ibid, 243 ( B 2 6 9 ) .

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noción de a priori. Kant no lo admitiría, evidentemente: del empirismo, él admite las premisas - l a idea de lo dado como lo diverso-, pero rechaza las conclusiones - l a idea de una organización no lógica de lo dado . Sin embargo, es preciso destacar lo que concede al empirismo incluso en el establecimiento de lo trascendental. Del a priori, en efecto, uno puede decir lo que Kant dice en particular sobre la intuición: no es originante; si bien es la posibilidad de que algo sea dado, por sí mismo no da nada. La experiencia misma en tanto que da no puede ser engendrada. Ahí donde lo posible no se deduce de lo real, tampoco se deduce de lo a priori que como tal es «aprehendido como condición formal y objetiva de una experiencia en general». La experiencia en general precede a la experiencia en particular, pero también la presupone: esta significa la posibilidad del conocimiento dado en la intuición empírica y no por simple concepto. Es así verdadero que todo conocimiento, incluso el a priori, «comienza con la experiencia». Sin duda, como lo ha observado Vuillemin, la Metafísica de la naturaleza queda aquí mejor parada que la Crítica: sus principios no tienen que ver con el objeto en general, sino con el objeto en cuanto dado; conserva pues, algo de lo dado sensible, aquello que caracteriza lo dado como tal. En efecto, Kant se pregunta: «¿Cómo es posible conocer la naturaleza de las cosas según principios a priori y llegar a una fisiología racional?». He aquí la respuesta: «No tomamos de la experiencia más que lo necesario para darnos un objeto, sea del sentido externo, sea del sentido interno» . La filosofía trascendental, en cambio, no puede recurrir a este préstamo porque, siendo ontología y no fisiología, no evoca más que el objeto en general sin admitir un objeto particular dado. Pero, señala Vuillemin, «aunque no utiliza esto dado y trata solamente del objeto trascendental JC sin especificarlo como materia - y a que no tomamos conciencia de una materia más que si, como movimiento, afecta nuestros sentidos-, la filosofía trascendental no puede constituir y construir la posibilidad de este objeto como existencia más que en referencia a un tertium de la posibilidad de la experiencia y, por consiguiente, también de la posibilidad de una afección empírica» . Referirse a la experiencia posible como lo exige lo trascendental es finalmente invocar algo dado: la experiencia posible implica una experiencia real. 15

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15. Nosotros, por nuestra parte, nos sentimos tentados a admitir las conclusiones, pero no las premisas. 16. I. Kant, Crítica de la razón pura, 656 (A 848 - B 876). 17. J. Vuillemin, Physique et métaphysique kantiennes, PUF, París 1955, 24.

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Ciertamente, si lo a priori se refiere a la experiencia es siempre para fundarla sin llegar a subordinarse a ella como si fuese un rendimiento suyo. Pero tiene tanta necesidad de ella como ella de él, y esto se muestra particularmente en los principios dinámicos en los que «la síntesis se aplica a la existencia de un fenómeno en general», como dice Kant. «Si se quiere retroceder a nuestra demostración del principio de causalidad, se observará que sólo pudimos probarlo en relación con los objetos de la experiencia posible» : sólo sobre esta base «algo sucede». La demostración de principios no se cumple aquí, pues, en el plano meramente lógico: «Cuando tenemos que poner ejemplos de la existencia contingente acudimos siempre a los cambios y no simplemente a la posibilidad del pensamiento de lo contrario» . Dicho brevemente, «para entender la posibilidad de las cosas con arreglo a las categorías y, consiguientemente, para mostrar la realidad objetiva de estas últimas, no sólo nos hagan falta intuiciones, sino incluso intuiciones externas» . 18

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Y sin embargo, lo a priori mismo no es material: es esencialmente regla, principio (y este sentido aparece mejor en la Razón práctica donde la universalidad no es solamente la forma del imperativo, sino el imperativo mismo; sucede lo mismo con el juicio de gusto). Pero los principios del entendimiento cuyo índice son las categorías no hacen finalmente sino fundar en la razón lo que podríamos denominar como los principios de la sensibilidad, las condiciones formales a las que se pliega toda sensibilidad y, por tanto, todo conocimiento. Fundan en la razón lo que está fundado en la naturaleza, esto es, en la naturaleza «de la constitución subjetiva del sujeto». La segunda analogía lo muestra perfectamente: lo que es una ley necesaria de nuestra sensibilidad «una condición formal de todas las percepciones» deviene, por el principio de producción, «una ley esencial de la representación empírica». El principio confiere a la representación la dignidad de una relación con el objeto; al introducir «algo necesario», transforma, en virtud de la estructura de la sensibilidad, lo dado - e l Gegenstand, que es «puesto ante el conocimiento» - en Objekt; no en vano, 21

18. I. Kant, Crítica de la razón pura, 256 (B 289). 19. /foc/., 256 (B 290). 20. Ibid., 256-257 (B 291). 21. Ibid., 135 (A 104). [N. de la T.: Aparece en el cuerpo del texto nuestra propia traducción de la versión citada por el autor, ya que la de Ribas está construida de tal modo que no es posible extraer el fragmento empleado por Dufrenne. Citamos a continuación el pasaje completo: «Advertimos, empero, que nuestro pensamiento de la relación conocimiento-objeto conlleva siempre en sí cierta necesidad, ya que el primer elemento es considerado como algo que se opone al segundo».]

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este Objekt es «[aquello] que siempre puede, en virtud de una regla, ser hallado en la conexión de las percepciones» . Convierte, como bien lo ha visto Ricoeur , la intencionalidad de hecho que expresa la espacialidad como forma a priori de la sensibilidad, en intencionalidad de derecho: en adelante el objeto garantiza la objetividad del conocimiento. O más exactamente, la regla que define la objetividad determina también al objeto; por lo que «las condiciones de posibilidad de la experiencia en general constituyen, a la vez, las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia» . Pero, a cambio, esta regla tiene sentido sólo por cuanto es una regla para la experiencia, lo mismo que la intuición pura no tiene sentido más que como forma de la intuición empírica: «Es, pues, la posibilidad de la experiencia lo que da realidad objetiva a todos nuestros conocimientos a priori» , puesto que «si un conocimiento ha de poseer realidad objetiva... tiene que ser posible que se de el objeto de alguna forma» . El a priori no da más que una regla, pero toda la astucia de Kant consiste en definir el conocimiento a partir de la regla y viceversa: la objetividad funda al objeto y el objeto funda a su vez a la objetividad. Sin duda uno puede recusar la legitimidad de hablar de fundamento en la segunda proposición: el objeto no puede funcionar como principio, no puede constituir la objetividad, pero al menos limita el empleo de la regla y así la justifica: si las categorías tienen aún un sentido independiente de los esquemas que son «el concepto sensible del objeto» y «representan las cosas tal como aparecen» este sentido es simplemente lógico, mientras que su verdadera significación «les viene de la sensibilidad, la cual, al tiempo que restringe el entendimiento, lo realiza» . En breve, la reflexión trascendental sobre el uso del a priori hace aparecer lo a priori como condición para la objetividad de lo a posteriori, y el a posteriori como condición de legitimidad del a priori: lo a priori no se ejerce y no se realiza más que por lo a posteriori. Y esta reciprocidad hace surgir de nuevo la cuestión: entre racionalismo y empirismo, ¿es posible mantener una suerte de equilibrio? Incluso si lo a priori es anterior a la experiencia, al no poseer ninguna validez más que en relación con ella, ¿no podemos decir que se lee en la experiencia? 22

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22. 23. 24. 25. 26. 27.

Ibid, 229 (A 200). P. Ricoeur, Kant et Husserl, 50. I. Kant, Crítica de la razón pura, 196 (A 158). Ibid, 195 (A 156). Ibid, 195 (A 155). Ibid, 189 (B 187).

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Veremos más adelante que esta cuestión podría no ser totalmente rechazada por Kant. Pero sigue siendo cierto que en Kant lo a priori tiene una función trascendental, según la cual lo dado se relaciona con el sujeto; el a priori funda la experiencia, no está fundado en ella, sólo limita a ella su uso. Ahora bien, lo a priori así definido suscita un nudo de dificultades a las que se enfrentarán el propio Kant y sus sucesores, que sigue pesando aún sobre la reflexión contemporánea. Uno puede discernir dos grupos de problemas que se reúnen como sigue.

E L SER DEL SUJETO

El primero tiene que ver con la naturaleza del sujeto como portador del a priori. Lo a priori, en efecto, si funda la objetividad, no puede ser asignado más que a una subjetividad en la medida en que, siendo constituyente, hace posible la experiencia sin ser discernible en ella. Kant lo establece de inmediato al mostrar que la necesidad y la universalidad de las proposiciones a priori no pueden ser el resultado de una inducción: «Debemos, pues, confesar, convencidos por la necesidad con que el concepto... se nos impone, que se asienta en nuestra facultad de conocer a priori» *. Lo a priori nos remite así al cogito, a un cogito quizá impersonal y sin ipseidad, pero que en la medida en que es un yo pienso es también un yo puedo. ¿Cómo se conjugan estos dos términos para definir la subjetividad como capaz de lo a priori? Quizá haya que distinguir, de entrada, entre el conocimiento puro que se explicita y se propone como un hecho y el que funciona como la condición de un conocimiento empírico. En la medida en que se explicita, requiere un sujeto concreto, trátese de Tales o de Kant, y pone en obra una actividad psicológica. Pero no se aprehende este conocimiento en su pureza más que ahí donde se le considera en su funcionamiento, como condicionando toda experiencia. Si Tales es el primero en hacer geometría, la revolución mental que opera inaugura la geometría históricamente pero no la funda: no hace más que explicitar una geometría implícita que opera en todo conocimiento (y Kant podría, como lo hace Merleau-Ponty, invocar la fórmula de Malebran2

28. Ibid., 45 (B 6). [N. de la T.: Transcribimos también la versión de García Morente y Fernández Núñez para Porrúa porque se acerca más a la citada por Dufrenne: «Así pues, tenéis que confesar, empujados por la necesidad con que se os impone ese concepto, que tiene un lugar en vuestra facultad de conocer a priori» (México DF 1987, 29).]

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che de una geometría natural). Todos los progresos de la matemática no hacen más que desplegar lo implícito. Esto no significa en modo alguno que la matemática consista en juicios analíticos. Si bien los conceptos que ella construye son nuevos - d e ahí que sea susceptible de avance- el material de esta construcción (la intuición pura) permanece idénticamente el mismo. De igual modo, cuando Kant despliega los principios metafísicos de una ciencia de la naturaleza, no inventa nada, más bien explícita las proposiciones que obran en toda indagación física e incluso en el conocimiento más vulgar. Lo mismo sucede en el caso de su moral en la que explícita una moral natural, como lo indica la marcha de los Fundamentos: «Estamos en posesión de determinados conocimientos a priori que se hallan incluso en el entendimiento común» . Si el conocimiento a priori se expresa en proposiciones necesarias y universales, se debe a que funciona necesaria y universalmente, pues es necesario para el conocimiento empírico: lo a priori es ante todo trascendental . 29

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Pero si consideramos lo trascendental en su funcionamiento, evitamos aislarlo: cuando, como en la Crítica, uno aisla el conocimiento puro que requeriría ya un sujeto empírico para explicitarlo, aparece siempre como inmanente a la conciencia empírica, solidaria de una subjetividad psicológica. Y ¿cómo distinguir, o cómo unir, lo trascendental y lo psicológico? Para establecer a la vez la naturaleza y la función de lo a priori manifestado por los juicios sintéticos, Kant emprende primeramente un análisis reflexivo que hace aparecer al sujeto trascendental y, en segundo término, un análisis al que podríamos calificar de fenomenológico -retomando una preciosa sugestión de Ricoe u r - que invita a psicologizar lo trascendental. El análisis reflexivo, partiendo de los juicios sintéticos, muestra que «el principio supremo de todos los juicios sintéticos consiste en que todo objeto se halla sometido a las condiciones necesarias de la unidad que sintetiza en una experiencia posible lo diverso de la intuición» . Las condiciones de esta unidad sintética hacen aparecer la subjetividad trascendental: el médium 31

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29. Ibid, 45 ( B 3 ) . 30. La pureza del conocimiento no significa, pues, como en Scheler la claridad de la visión o la esencialidad de lo apuntado: estos son criterios accesorios que tienen que ver con el a priori en tanto ya explicitado. Pero lo que condiciona al a priori en su funcionamiento es la actividad del espíritu: el conocimiento puro no es más que un conocimiento del objeto como objeto en general porque expresa al sujeto sin que le estorbe el objeto como objeto particular. 31. P. Ricoeur, Kant et Husserl, en Kantstudien XLVI / 1 . 32. I. Kant, Crítica de la razón pura, 196 (A 158).

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de todo juicio sintético es «el conjunto en el cual todas nuestras representaciones son contenidas», esto es, el sentido interno cuya forma a priori es el tiempo; y la unidad requerida en el juicio «descansa sobre la unidad de la apercepción». Esta unidad, que invita así a poner el acento sobre el yo del yo pienso es, al menos en la segunda edición de la Crítica, la clave de bóveda del sistema. Pero ya la primera edición lo señala: toda conciencia empírica tiene una relación necesaria con una conciencia trascendental, «es decir, con la experiencia de mi yo como apercepción originaria» , ya que «tenemos conciencia a priori de la completa identidad del yo en relación con todas las representaciones» . Es un principio absolutamente primero que las múltiples conciencias empíricas deben estar ligadas a una sola conciencia de sí. Esta conciencia es la simple representación «yo». Kant añade: «No importa ahora si esta representación es clara (conciencia empírica) u oscura; ni siquiera si existe. Se trata de que la posibilidad de la forma lógica de todo conocimiento se basa necesariamente en su relación con esa apercepción como facultad»* . Pero este poder nos ofrece otras informaciones sobre la subjetividad. De entrada, permite discernir a través del «yo pienso» -«esa espontaneidad. .. que hace que me denomine inteligencia» - el acto del entendimiento: «En relación con la síntesis de la imaginación, la unidad de apercepción es el entendimiento» . De ahí que el entendimiento se convierta en el elemento de un sistema, una facultad entre otras: se introduce, así, la idea de una estructura de la subjetividad. Y ¿no es acaso necesario? Si el yo pienso, en tanto que yo puedo, es actuante, hará falta describir su actividad, que es precisamente el ejercicio del a priori en su función trascendental. Sin embargo, las dificultades no se hacen esperar. Ya que la unidad de la apercepción ha sido descubierta como principio formal y no constituyente, ¿qué nos da derecho a prestarle vida y hacer de ella un principio actuante? ¿Qué permite identificar posibilidad y poder, unidad formal de las representaciones y espontaneidad de la inteligencia, para llegar a afirmar que «la posibilidad de la forma lógica de todo conocimiento reposa sobre la relación con la 33

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33. Ibid, 143, nota" (A 117). 34. Ibid, 143 (A 116). 35. Ibid., 153, nota (A 117). [N. de la T.: En la versión citada por Dufrenne, en lugar del término facultad aparece el término poder (pouvoir). El lector debe tener en cuenta este matiz.] 36. Ibid, 170-171, nota" (B 158). 37. Ibid, 144 (A 119). k

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apercepción como con un poder»? Dicho de otro modo, ¿qué permite identificar el todo (o, más exactamente, una forma indivisible como lo es la representación «yo») con la parte? La dificultad aparece precisamente en esto: la apercepción es invocada como principio absolutamente primero, pero, en la medida en que es identificada con el entendimiento, aparece como una de las «tres fuentes subjetivas del conocimiento» - e n concurso con los sentidos y la imaginación. Reencontramos la misma dificultad en otros pasajes; dificultad que culmina en el análisis de la relación de la imaginación con la apercepción, esto es, de la síntesis productiva de la imaginación con la unidad sintética, en la cual se oponen las dos ediciones de la Crítica. «Kant - d i ce Heidegger- vacila aquí, en forma significativa, en definir con precisión la relación estructural de la unidad con respecto a la síntesis unitiva... Kant no duda en afirmar que la apercepción trascendental presupone la síntesis» . La segunda edición, por el contrario, al negarse terminantemente a desmembrar el «yo pienso» o a emascular lo formal, reconducirá la imaginación al entendimiento: «Bajo el nombre de síntesis trascendental de la imaginación, el entendimiento realiza, pues, dicho acto sobre el sujeto pasivo, sujeto del cual el mismo entendimiento constituye la facultad, y así decimos justificadamente que a través de ésta es afectado el sentido interno» . Y al mismo tiempo subordinará la sensibilidad al entendimiento por cuanto éste determina el sentido interno que «contiene la mera forma de la intuición, no la combinación de lo diverso incluido en ella» . Esta vacilación sobre el primado de la imaginación está preñada de sentido, como Heidegger lo ha visto. Para nuestro propósito presente, significa que el yo pienso aparece a la vez como un principio y un órgano. 38

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Esta oscilación resulta, sin duda, de la ambigüedad de lo trascendental que puede ser comprendido a la vez como resultado de un aná38. El mismo problema, apuntémoslo de paso, se plantea en Descartes, donde el yo es descubierto como yo pienso y donde los múltiples atributos del pensamiento, descubiertos en la explicitación del cogito, son subordinados a la inteligencia como atributo esencial. 39. I. Kant, Crítica de la razón pura, 142 (A 115). 40. M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, trad. G. I. Roth, FCE, México DF 1986, 75. Heidegger alude a la fórmula de la primera edición: «El principio de imprescindible unidad de la síntesis (productiva) pura de la imaginación constituye, antes de la apercepción, el fundamento de posibilidad de todo conocimiento y, especialmente, de la experiencia» (I. Kant, Critica de la razón pura, 144 [A 118]). 4 1 . 1 . Kant, Crítica de la razón pura, 168 (B 153-154). 42. Ibid, 168 (B 154).

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lisis formal de las condiciones de posibilidad y como instrumento de un poder real. En el primer caso, el cogito es una exigencia primera, en el segundo, es el lugar de una actividad constituyente. Pero ¿puede ser lo uno sin lo otro? Si el a priori es una condición del conocimiento, ¿no hace falta acaso aplicarla? La subsunción es inevitablemente una constitución (en el sentido no ontológico al que se restringe Kant). Por esta razón, Kant debe yuxtaponer al análisis reflexivo que descubre la apercepción como instancia ineluctable, un análisis fenómenológico y, más precisamente, noético, que describe la actividad trascendental como puesta en obra del a priori. El lugar de esta actividad, la sede de los «actos trascendentales», es el Gemüt, esto es, el espíritu en tanto aloja una estructura y puede operar concretamente. Entonces, el conocimiento es una obra del espíritu, las tres fuentes del conocimiento son órganos del espíritu y las tres síntesis por las cuales se elabora la objetividad del objeto son operaciones del espíritu. Así es como el sujeto adquiere un contorno. La oposición no es tan sólo la de una forma y una materia, sino la de un sujeto y un objeto. Las formas de la objetividad y, por ejemplo, «las formas objetivas de nuestro modo de intuición» son al mismo tiempo las estructuras de nuestra «constitución subjetiva». La subjetividad no es sólo determinante, está determinada, es una subjetividad humana o, por lo menos, asignable «a un ser pensante finito» . «¿Qué es el hombre?» se convierte así en la cuestión fundamental. 43

Consecuentemente, el a priori adquiere una nuevo sentido: designa a la vez una condición formal de la experiencia y una condición surgida de la naturaleza subjetiva del espíritu; una ley que el espíritu impone a la naturaleza porque es asignada a su propia naturaleza; de este modo, expresa la naturaleza (o, incluso, como diremos más adelante, la singularidad) del sujeto. Por ejemplo, si existe «establecido a priori... el principio trascendental de la unidad de todo lo diverso contenido en nuestras representaciones» , esto se debe a que hay una «función que realiza el psiquismo y que consiste en unificar esa diversidad en una representación» ; y el espíritu tiene «conciencia de la identidad de la función» mediante la cual piensa «la identidad del yo en medio de la diversidad de sus representaciones» . El a priori tie44

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43. 44. 45. 46.

Ibid., Ibid, Ibid, Ibid.,

90 (B 72). 143 (A 116). 138 (A 109). 137 (A 108).

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ne, pues, su raíz en una función del espíritu. De igual manera, si el tiempo aparece como una forma a priori de la sensibilidad es porque el espíritu* «distingu[e]... el tiempo en la sucesión de impresiones» , por el modo según el cual el psiquismo es afectado por su propia actividad, es decir, por el acto de poner su representación y, consiguientemente, por sí mismo» : así pues, es como si la receptividad fuese el efecto de una actividad, como si el tiempo fuese engendrado por la conciencia. Igualmente, el espacio puede ser referido a la actividad del espíritu; como bien dice Paul Ricoeur, el espacio «es el movimiento mismo de la conciencia hacia algo, considerado como posibilidad de desplegar, discriminar, pluralizar una impresión cualquiera» . Así, el a priori es siempre un conocimiento puro que condiciona a la conciencia empírica, pero es también el conocimiento de una regla y esta regla es la expresión de un método, esto es, de una actividad que el espíritu despliega en virtud de su estructura. El a priori es la forma que la marcha del conocimiento imprime a lo conocido, el reflejo en el objeto de los actos trascendentales del sujeto. Uno comprende entonces que la deducción kantiana de las categorías a partir de la forma lógica de los juicios esté justificada, en tanto que los juicios son ya «actos del entendimiento» cuyas funciones lógicas «calibran su capacidad total» . No podemos, pues, suscribir enteramente la objeción de Cohén, retomada por Vuillemin y que es también la de Brunschvicg, según la cual el movimiento desde las categorías hacia los principios es ilusoria por que las categorías se refieren a una interpretación subjetiva y psicológica de la conciencia: «Los portadores del a priori en el sistema kantiano, el espacio, el tiempo y las categorías, deben ser concebidos como métodos, no como formas del espíritu», afirma Cohén . Pero ¿es que acaso estos métodos no deben ser llevados a la práctica? Y su puesta en obra ¿no es la operación del sujeto como Gemüfi Hay a priori porque hay una cierta naturaleza del sujeto, dada antes de la experiencia y que la rige. En particular, la teoría y el inventario de los a priori dependen de la dualidad humana de la receptivi47

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* N. de la T.: Dufrenne, siguiendo la versión francesa de la Crítica de la razón pura, utiliza el término «espíritu». La traducción castellana que nosotros citamos emplea «psiquismo». 47. I. Kant, Crítica de la razón pura, 132 (A 99). 48. Ibid, 8 7 ( B 6 7 ) . 49. P. Ricoeur, Kant et Husserl, 50. 50. I. Kant, Crítica de la razón pura, 113 (A 79). 51. H. Cohén, Kants Theorie der Erfahrung, 584, citada por J. Vuillemin, L 'héritage kantien et la révolution copernicienne, Paris 1954, 146.

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dad y la espontaneidad, de la dualidad de una sensibilidad y de un entendimiento unidos por la imaginación. Pero, independientemente de la orientación que imprime a la noción de a priori, la intervención de un análisis fenomenológico de la constitución de la objetividad enfrenta a Kant con un dilema que reaparecerá en todas las doctrinas ulteriores y que surge de la necesidad de distinguir en el ser del sujeto lo trascendental y lo psicológico. En Kant, la dificultad adquiere una forma precisa. Si el espíritu cuyos actos constituyen la experiencia como objetiva representa un sujeto concreto en el sentido de que tiene ya una estructura puesta de manifiesto por los a priori de los que es portador, ¿cuál es el estatuto de este sujeto? ¿Puede ser constituyente si es constituido? Kant ha planteado el problema de tal suerte que esta cuestión desemboca en una insuperable aporía; Hume, por el contrario, el sujeto es, en rigor, constituyente sólo porque previamente es constituido por «los principios de la naturaleza humana». El sujeto del análisis reflexivo no es en modo alguno constituido: la apercepción no es más que un poder trascendental, el poder de ejercer la función de unidad, y el yo no es más que «una simple representación» con respecto de la cual ni siquiera surge la «cuestión de su realidad»: el yo del yo pienso no es aún una primera persona. Y no se puede decir que los a priori que se vinculan con él le proporcionen una naturaleza: más que ser su portador, es su promotor, su fuente. Una buena parte del análisis crítico es conducida como si el yo pienso fuese tan sólo formal e impersonal, incluso atemporal, porque «el sujeto en el que tiene su fundamento originario la representación del tiempo no puede tampoco determinar su propia existencia en el tiempo mediante esa representación» : como si el cogito fuese un cogitatum est, en breve. La conciencia trascendental no puede ser más que conciencia de sí y no conocimiento de sí, como lo dice expresamente Kant : quien conoce no puede ser conocido, porque lo que es conocido es inmediatamente reducido al rango de objeto. Pero, al menos, la conciencia es conciencia de sí, esto es, de un sí mismo*. He ahí el origen del malentendido que pesa sobre la psicología racional. Si es necesario decir que «existo como inteligencia que es consciente sólo 52

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52. I. Kant, Crítica de la razón pura, 375 (B 422). 53. Ibid., 170 (B 158): «La conciencia de sí mismo dista mucho de ser conocimiento de sí mismo». * N. de la T.: Dufrenne emplea tan sólo el término soi y no soi mime, para evitar-creemos- la implicación de un contenido concreto. En español, sin embargo, preferimos traducir si mismo.

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de su facultad de combinación», al menos nos las habernos con un yo que existe, es decir, que goza de un ser que no se reduce a una simple condición lógica. Sin embargo, la existencia no sería aquí la categoría de modalidad cuya intervención vendría a someter el yo pienso a las reglas de la objetividad. Kant se esfuerza en aprehenderla en el acto mismo del yo pienso. «El yo pienso... incluye en sí la p r o p o s i c i ó n ^ existo»: esta última es una proposición empírica aun cuando el yo no sea en ella más que una representación puramente intelectual acompañada de una «intuición empírica indeterminada* a la que Kant denomina en otra parte «sentimiento de una existencia», esto es, una intuición que ocurre antes del momento en el que las categorías la determinan; de modo que «la existencia no es aún aquí una categoría» . Por ello, nada es conocido a través suyo. El sum no constituye una experiencia interna tematizable, la forma de la apercepción inherente a toda experiencia no constituye en sí misma una experiencia. Sigue siendo el caso, empero, que el yo pienso queda al menos seguro de su existencia, incluso de cara a otras existencias. Ya que para ejercer su actividad tiene necesidad de una materia, el yo pienso equivale a un yo pienso algo, como lo muestra el famoso teorema sobre la refutación del idealismo, de la que Ricoeur ha dicho acertadamente que es una definición avant la lettre de la intencionalidad . Todo ejercicio de la apercepción, teniendo en cuenta el hecho de que está ligada, para determinarla, a una intuición externa, es, pues, conciencia de mi existencia como mía; y el yo del yo existo adquiere su sentido y su existencia simultáneamente. 54

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Pero Kant rehusa naturalizar al sujeto tan enérgicamente que, por ejemplo, Sartre hace de la conciencia de sí una realidad psicológica. Kant mantiene en todo momento la distinción entre lo trascendental y lo psicológico. Si bien no sitúa explícitamente al Gemiit, no autoriza su identificación con el yo-objeto de la psicología y las funciones o las facultades que discierne en él son propiamente trascendentales. Lo trascendental de alguna manera duplica lo psicológico sin confundirse jamás con él. Así sucede con la imaginación: «En la medida en * N. de la T.: I. Kant, Crítica de la razón pura, 376, nota de Kant. 54. ¿Llega Kant a «justificar, entre el inaccesible yo de la apercepción y el yo conocido del sentido interno, el sum del cogito»! Nabert no lo cree: la idea de una intuición indeterminada le parece poco convincente, porque «esta intuición involucra ya en tanto que tal una determinación por parte de la apercepción», aun si la sensación no ha sido convertida todavía en objeto empírico («L'expérience interne chez Kant», en Études sur Kant, 222). 55. P. Ricouer, Kant et Husserl, 52.

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que la imaginación es espontaneidad, también la llamo a veces imaginación productiva, con lo cual la distingo de la reproductiva, cuya síntesis se halla sujeta exclusivamente a leyes empíricas, a saber, las de la asociación» . Lo mismo ocurre con la sensibilidad: hay una sensibilidad pura cuyo objeto es la intuición pura y que no es otra que la sensibilidad en su forma, para la cual la afección es autoafección (la intuición no sería aquí más que «la manera en que el psiquismo es afectado por su propia actividad»), y una sensibilidad empírica en la que «la sensación es su materia» . Finalmente, la dualidad se repite en el entendimiento: Kant habla de entendimiento puro: «En relación con la síntesis de la imaginación, la unidad de apercepción es el entendimiento; en relación con la síntesis trascendental de la imaginación, esa misma unidad es el entendimiento puro» *. Las categorías residen en este entendimiento puro. Sin duda, no se opone aquí a un entendimiento puro un entendimiento empírico, porque el entendimiento es siempre la unidad de la apercepción, pero cuando el entendimiento se relaciona con la síntesis empírica de la imaginación reproductiva y, consecuentemente, con una materia sensible, puede ser denominado empírico, ya que manifiesta «la facultad humana del conocimiento empírico [que] contiene necesariamente, por tanto, un entendimiento que se refiere a todos los objetos de los sentidos» . De este modo, lo trascendental se comporta como «principio formal» mientras que lo psicológico actúa, digámoslo así, como órgano concreto. Pero ¿podemos reconducir una actividad real a un principio? Y ¿hasta qué punto podemos distinguir lo trascendental y lo psicológico? Nos encontramos siempre con la misma dificultad: el análisis de corte fenomenológico que se yuxtapone al análisis reflexivo, al describir a la subjetividad en su poder constituyente, cumple la revolución copernicana. Sin embargo, tiende a psicologizar el sujeto vuelto trascendental por el análisis reflexivo. Este, a su vez, considera lo trascendental no en su funcionamiento, sino solamente en su papel como principio. Entre estas dos posibilidades que ofrece el kantismo, los interpretes de Kant, en su conjunto, se decantan por la segunda: han desarrollado el tema de una filosofía trascendental y se han esforzado por purificar lo trascen56

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56. I. Kant, Crítica de la razón pura, 167 (B 152). 57. Ibid., S3 ( A 4 3 ) . 58. Ibid, 144 (A 119). 59. Ibid. 60. «El entendimiento puro es un principio formal y sintético de todas las experiencias» (ibid.).

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dental y de ponerlo a salvo de toda sospecha de psicologismo, acentuando con ello las dificultades de una teoría de la subjetividad. Así, Cohén denuncia ya en Fichte una interpretación psicologizante: «En Fichte lo trascendental significa la conciencia de sí en toda su extensibilidad psicológica» . El verdadero problema, a su modo de ver, es un problema epistemológico - e l problema de la constitución de las reglas de la experiencia científica- y la metafísica existe tan sólo para servir a la epistemología. La conciencia como conciencia de sí extrae su sentido del conocimiento que debe promover y su análisis debe hacerse teniendo en cuenta la significación que tiene en el sistema de las ciencias: el principio supremo es siempre el principio de la posibilidad de la experiencia y la unidad de la apercepción, lejos de ser una unidad subjetiva y personal de la que se podría partir como si se tratara de una instancia psicológica, significa tan sólo la unidad del objeto como objeto de una experiencia posible. Por esta razón, las categorías, aun cuando son deducidas de la tabla de los juicios, no se comprenden más que por los principios que las ponen en obra y explicitan la posibilidad del conocimiento: la conciencia de sí sólo se comprende por la conciencia del objeto. Si la conciencia comporta lo a priori, esto es, los medios de un conocimiento necesario y universal, no puede ser sino en virtud de su relación necesaria con el conocimiento. La conciencia del objeto es, así, el «principio supremo», el único susceptible de incondicionalidad. «¿Qué hace posible al principio supremo? Nada más que sí mismo. No hay ninguna instancia por encima del principio supremo, no existe necesidad alguna por encima del pensamiento» . ¿No implica esto que la conciencia como principio de la posibilidad de la experiencia no tiene por qué ser real y, por ende, personal? Es real como principio o, si se quiere así, como método sistemático, no como un hecho. Por esta razón, la filosofía trascendental se distingue del positivismo. Vuillemin, siguiendo a Cohén, insiste en ello: «El método trascendental no presupone y no puede presuponer a la ciencia como un hecho, porque pasa de la cuestión de la realidad a la de la posibilidad» . La investigación trascendental se lleva a cabo en el universo de lo posible en la medida en que se remonta a las fuentes del conocimiento. Pero ¿no hay aquí un equívoco? ¿No extrae lo posible su sentido, como lo muestra el propio Kant, de su referencia a lo real? Si lo trascenden61

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61. Citado por J. Vuillemin, L 'héritage kantien et la révolution copernicienne, 62. H. Cohén, H., Kants Theorie der Erfahrung, 139. 63. J. Vuillemin, L 'héritage kantien et la révolution copernicienne, 147.

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tal designa una condición de posibilidad, esta condición puede entenderse en dos sentidos que no son en modo alguno incompatibles: o bien la posibilidad es una posibilidad lógica que se refiere a lo real bajo la forma de pensamientos ya formulados, una ciencia ya establecida - y es por esto que la reflexión de Kant parte del hecho de un conocimiento puro para buscar su sentido; o bien, la posibilidad es una posibilidad actuante que apela a una realidad que es la actividad misma del espíritu (a menos que se identifique lo posible y su fuerza silenciosa con el ser, como hará Heidegger, convirtiendo lo trascendental en ontológico) - y es por esto que Kant describe la marcha del Gemüt. En los dos casos, lo posible evoca lo real, la doble realidad de un pensamiento ya pensado y de un pensamiento pensante. El pasaje de lo real a lo posible, del conocimiento a las fuentes del conocimiento, no nos autoriza a escamotear la realidad del conocimiento constituido y de un sujeto constituyente . Dicho de otro modo, ¿puede la conciencia trascendental, vista como una fuente de posibilidades, ser considerada ella misma como una posibilidad? Pese a todo, es lo que Cohén sugiere al subrayar la distinción que hace Kant entre la apercepción y el sentido interno: el yo pienso es la unidad de la conciencia y no la conciencia de una unidad. Su ser es el de una condición formal y no el de una realidad material; funda la realidad de la experiencia, pero no se funda en la experiencia de una realidad. En tanto que principio supremo y, por ende, incondicionado, es un posible absoluto en torno al cual se ordena toda realidad sin él estar a su vez subordinado a nada: «La apercepción trascendental significa: la apercepción pensada como condición trascendental y no como el estado trascendente de una conciencia personal cuya relación a la experiencia sería absolutamente inmediato» . Y Vuillemin añade: «El supremo principio trascendental vale, pues, absolutamente para la conciencia misma a la cual es idéntico... Lejos de que tengamos que deducir el principio de la posibilidad de la experiencia del hecho indubitable de la conciencia de sí como lo habían pensado Descartes y los idealistas fichteanos, el análisis trascendental nos obliga a invertir estas posiciones y no admitir la unidad de la conciencia más que a título de correlato copernicano de la 64

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64. La exposición de Vuillemin destaca el titubeo de Cohén: si por un lado este afirma que «el método trascendental no presupone la ciencia como un hecho», también dice que «el doble hecho de la ciencia newtoniana y de la exigencia moral nos impide admitir la subjetividad puramente empírica a título de sentido último de la experiencia» {ibid., 137). 65. Ibid, 142.

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unidad de la experiencia posible» . El cogito no se salva más que perdiéndose en su propia actividad. Después de los neokantianos, los fenomenólogos se orientan también hacia la profundización de la pureza trascendental, ya que la fenomenología se enfrenta con la misma dificultad: ¿En qué medida el acto como correlato noético del noema es un acto puro? ¿En qué medida la fenomenología no es todavía una psicología? Sabemos que para evitar el psicologismo, la fenomenología, lo mismo que Kant, se esfuerza por distinguir lo trascendental de lo psicológico, el yo-principio del yo-fenómeno. Todo el movimiento fenomenológico se da a la tarea de denunciar el psicologismo. Pero esta condenación puede tener dos sentidos diferentes discernibles ya en Husserl pero especialmente evidentes en sus sucesores. En un primer sentido, no implica necesariamente la afirmación de la irreductibilidad del sujeto trascendental: condenar el psicologismo es condenar una doctrina psicológica que desconoce el ser de la conciencia y reduce sus actos a estados o hechos. Conocemos la crítica que Sartre formula contra la noción de psyché. Al ego como fenómeno, opone el para-sí como conciencia del objeto y conciencia de sí; no opone el ego a una conciencia trascendental anónima y libre de todo predicado existencial. Entre La trascendencia del ego y El ser y la nada, Sartre ha tomado sus distancias de Husserl: en la segunda obra, aun cuando pretende confirmar las conclusiones de la primera, rehusa decir que «el para-sí es pura y simple contemplación impersonal», le asigna «una ipseidad fundamental» y precisa que «desde que surge la conciencia, por el puro movimiento nihilizador de la reflexión, se hace personal: pues lo que confiere a un ser la existencia personal no es la posición de un Ego - q u e no es sino el signo de la personalidad-, sino el hecho de existir para sí como presencia a sí» . Esta teoría de la conciencia no recusa, pues, toda psicología; más que una filosofía trascendental, es una psicología fenomenológica, de la que Lo imaginario y la Teoría de las emociones constituyen ejemplos eminentes que hacen justicia a la conciencia sin identificarla con la psyché. 67

De un modo aún más radical, La fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty tiende a identificar la fenomenología, al menos, la fenomenología genética, con una reflexión sobre la percepción y a conducir esta reflexión al modo de una psicología. Y aunque aquí la fenomenología se reconoce sin reparos también como psicología, se des66. Ibid,

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67. J. P. Sartre, El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1 9 6 6 , 158.

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marca totalmente del psicologismo y de su método introspectivo. Sin duda, Merleau-Ponty retoma a su modo la distinción que hace Brentano entre la observación que objetiva las realidades psicológicas y la percepción interna, siempre adecuada a su objeto, que aprehende lo vivido en la coincidencia del sí consigo mismo. Lejos de justificar el psicologismo, lo psicológico así definido no excluye lo trascendental, al contrario, se identifica con él en la noción de existencia, ya que lo verdaderamente trascendental es el cuerpo como cuerpo-sujeto y como ser en el mundo, y es precisamente la crítica al psicologismo la que permite desplegar esta noción. Así, la fenomenología no tiene por qué disculparse por ser también una psicología: es una psicología a la vez descriptiva y trascendental que resuelve de este modo el problema de la identidad de los dos yo dejada en suspenso por la Crítica kantiana. La actividad constituyente no consiste en imponer una forma a una materia, en subsumir una intuición bajo un concepto o en ordenar un acontecimiento según una regla. El concepto aquí es menos una regla que una idea general al modo de Bergson, y la actividad constituyente consiste más bien en recibir un sentido, ofrecido en una forma que sólo tiene valor de objetividad, pues significa también el pacto vital anudado entre el sujeto y el objeto. De este modo, la actividad constituyente no es el hecho de un sujeto formal, sino la expresión de esta forma concreta, el hecho de un ser en el mundo. Lo constituyente sólo es tal cuando es al mismo tiempo constituido; no es únicamente movimiento de trascendencia hacia el mundo, es inmanente al mundo, intramundano. Su finitud no reside sólo en su trascendencia, en la necesidad, asignada por su receptividad, de ser proyecto y espera, reside, de entrada, en su encarnación y en su temporalidad: las reflexiones sobre el flujo se insertan ellas mismas en el flujo. Si la trascendencia es temporalización como lo quiere Heidegger, la temporalización implica temporalidad y la temporalidad, encarnación. Volveremos sobre todas estas nociones cuando las retomemos por nuestra propia cuenta. Pero hace falta indicar ahora que la condenación del psicologismo puede significar también por parte de la fenomenología el rechazo a comprometerse con toda psicología y la voluntad de preservar radicalmente la pureza de lo trascendental. En Husserl, esta actitud estaba sugerida por el propósito lógico y epistemológico de sus primeras reflexiones: la referencia a lo psicológico no puede sino alterar la pureza de la esencia y oscurecer la Wesenschau; si la evidencia es la medida de la verdad en tanto que modo originario de la intencionalidad, presencia de la esencia, es porque no es un «ín-

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dice psicológico» y porque es independiente del curso subjetivo de las representaciones o de las condiciones psicológicas de su surgimiento. Así, la consideración de la evidencia como momento privilegiado de la vida constituyente incita a volver sobre el problema de la constitución y del sujeto trascendental. Ahora bien, la interpretación que una psicología fenomenológica sugiere de la constitución puede ser recusada y abandonada por la interpretación más radical de un idealismo trascendental que libra a la subjetividad de todo vínculo con el ego empírico y que reprocha a Kant haber situado aún el yo pienso sobre el plano del mundo. Esta interpretación encuentra su expresión más sistemática en Eugen Fink. De un modo general, observa Fink, la constitución es aclarada por la intencionalidad. Pero hace falta rebasar la concepción psicológica de la intencionalidad de la que aún sigue presa Ideas; y puesto que, según ella, la intencionalidad no es más que una propiedad de la conciencia dada y no donante, la subjetividad es definida como región-conciencia y su relación con el objeto como relación intramundana. Aun cuando la conciencia es definida en esa obra por la correlación nóesis-nóema, conserva aún algo de la inmanencia psicológica, pues el nóema puede, pese a todo, ser concebido psicológicamente. El nóema provee al acto del sujeto con un sentido, el sentido de Erlebnis, «distinto del ente con el que se relaciona» y se anuncia a sí mismo a través de este sentido como el término de una aproximación indefinida en una serie de identificaciones que tienden a colmarla. Para Fink, el nóema trascendental es el «ente en sí mismo» o, mejor aún, «lo apuntado (vise) mismo» que no es ya el correlato de un acto psicológico, sino un valor para la subjetividad trascendental. En otro artículo sobre «el problema de la fenomenología de Husserl» , esta relación, difícil de pensar, es formulada por Fink todavía en el lenguaje del análisis intencional y retomando una noción de su maestro: la intencionalidad operante, que opone a la intencionalidad ya dada y que define como «la función viviente y donadora de sentido de la conciencia», «la creación viviente de sentido». Esta definición pre69

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68. E. Husserl, Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofa fenomenológica, versión de J. Gaos, FCE, Madrid 1 9 9 3 , § 145. Crítica relativa a una fenomenología de la evidencia, p. 345. 69. E. Fink, Diephánomenologische Philosophie E. Husserls in der gegenwártigen Kritik, en Kantstudien XXXVIII, 1933, p. 364. 70. Id., Das problem der Phánomenologie Edmund Husserl: Revue internationale de philosophie 1 (1938-1939) 326-370. 2

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cede a la dada por Merleau-Ponty para quien la intencionalidad operante, que manifiesta en suma el ser en el mundo, figura «la relación para con el mundo, tal como infatigablemente se pronuncia en nosotros... [y] la filosofía solamente puede situarla ante nuestra mirada» . Pero la definición de Fink de 1938 muestra un rezago respecto de la ofrecida en 1933, en la que la intencionalidad trascendental aparece como «productiva, creadora». ¿Qué significa entonces esta producción que no es ya creación de sentido sino donación originaria? ¿No es acaso menester llamarla creación del mundo, ya que el noema es aquí trascendente, idéntico al mundo mismo en tanto que vale para la subjetividad trascendental, y puesto que «el verdadero tema de la fenomenología es el devenir del mundo en la constitución de la subjetividad trascendental»? Pero ¿cómo podría ser verdadera esta última afirmación? ¿No supone atribuirle a dicha subjetividad un intuitus originarius, en el sentido mismo en el que lo entendía Kant, esto es, «de tal naturaleza que se nos de a través de ella la misma existencia de su objeto» y no simplemente la forma de la objetividad? En todo caso, esta afirmación no es legítima para Fink más que en la perspectiva de la reducción cuya práctica separa definitivamente a la fenomenología del criticismo. Porque Kant ignora la reducción y permanece en la actitud natural no plantea más que un problema mundano, el problema de la posibilidad del conocimiento, y no otorga al yo pienso más que un estatuto mundano. La reducción radicaliza la cuestión kantiana, constituye un movimiento de trascendencia que pierde el mundo pero para recuperarlo en lo absoluto. La creencia en el mundo que es la esencia escondida de la actitud natural, su tesis general, es puesta entre paréntesis. Al ser puesta fuera de juego, la tesis de la actitud natural es puesta de relieve; no desaparece, más bien aparece en toda su pureza y como un enigma: es, pues, insuperable. Lo que es rebasado es el hombre mismo en la medida en que esta creencia, presente en él de manera inconsciente lo definía al tiempo que le asignaba la condición de objeto mundano - a l verse envuelto él mismo en el mundo apuntado. Lejos de ser la supresión de la creencia, la reducción es la desconexión de la creencia «en el creyente humano» por la cual es revelado «el verdadero sujeto de la creencia, el ego trascendental para quien el mundo es 71

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71. M. Merleau-Ponty, La fenomenología de la percepción, Península, Barcelona 1994, 15. 72. E. Fink, Das problem der Phánomenologie Edmund Husserl. 73. I. Kant, Crítica de la razón pura, 90 (B 72). 3

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un universum de valor trascendental» . La reducción implica, pues, un esfuerzo extremo - y sin embargo, siempre inmotivado, la filosofía es gratuita- del hombre para «vencerse a sí mismo». Pero el descubrimiento de esta «vida de creencia trascendental» , de la strómendes Aktleben que es la subjetividad trascendental, merece el esfuerzo. Este salto a lo absoluto distingue radicalmente la búsqueda kantiana del ser-para-nosotros del ente y la búsqueda fenomenológica del ser para la subjetividad trascendental del mundo, la constitución en el sentido epistemológico que comporta siempre un momento de receptividad y la constitución en el sentido ontológico que es toda espontaneidad. Pero ¿qué es esta subjetividad? ¿Es su flujo temporal? ¿Su vida, irrefleja? No podemos ya comprenderla en relación con el yo humano, el cual, con respecto a ella no es más que un fenómeno óntico: «La egoidad del ego trascendental no puede ser comprendida a partir de la individualidad del yo humano» . El ego trascendental no es ya el yo pienso kantiano, que no es ahora más que la «forma de unidad del yo mundano» y permanece en el interior del mundo en lugar de situarse en su origen. 75

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No obstante, el problema kantiano relativo a la identidad del cognoscente y lo conocido no queda resuelto; por el contrario, se complica, primeramente - y no insistiremos sobre este punto por ahora- por la toma de conciencia en la Quinta meditación cartesiana del problema del otro y por el desenlace de la egología trascendental en monadología. ¿Qué significa la intersubjetividad cuando ya no se le asigna un sentido óntico como lo hacía la sociología, por ejemplo? Fink se contenta con afirmar que el «todo trascendental de las mónadas no es el concepto último de la subjetividad absoluta» . La complejidad va en aumento cuando se introduce un tercer yo al lado del yo-hombre y del yo-trascendental: el espectador que opera la reducción y que tematizando la creencia como fundadora del mundo se prohibe participar en esta creencia y se sitúa fuera del mundo. ¿Cuál es el estatuto de esta reflexión radical? El espectador teórico puede muy bien haber vencido al hombre de la actitud natural, pero ¿cesa de estar en el mundo? Incluso si se despoja de la creencia y se desprende con ello de la vida verdaderamente concreta del sujeto trascendental, sus reflexiones, con todo, se insertan en el flujo de esta vida: si bien es un espectador de77

74. E. Fink, Das problem der Phanomenologie EdmundHusserl, 351. 75. Es este «incesante flujo de la apercepción universal» el que requiere el análisis intencional antes discutido para sus infinitos rendimientos constituyentes. 76. E. Fink, Das problem der Phanomenologie Edmund Husserl, 367. 77. Ibid, 368.

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sinteresado, no es un espectador puro, no existe para él una posición inexpugnable en la que se vea libre del riesgo de comprometerse con el mundo o de dejar en entredicho la pureza del yo trascendental. Este tercer yo corre el peligro de reavivar el argumento del tercer hombre, la amenaza de una regresión infinita del sujeto al objeto. De esta manera, el problema de la unidad del sujeto a través de la diversidad de los yo permanece intacto. Fink difícilmente lo resuelve al sostener que «la reducción fenomenológica... trasciende la unidad indisoluble del yo humano, la divide y, sin embargo, la vuelve a ensamblar en una más alta unidad» . Así pues, sólo al precio de las más graves dificultades lleva a cabo la fenomenología la distinción entre lo psicológico y lo trascendental. Más allá incluso de las exigencias de Kant, ya que, y es este quizá uno de los rasgos más característicos de la filosofía reciente, la empresa de «volver al fundamento» en las doctrinas que aspiran a ser trascendentales y condenan por ello el psicologismo, da lugar a una perpetua escalada de dificultades. Acabamos de ver un ejemplo de ello con Fink que critica a Kant a través de las críticas neo-kantianas de Husserl. Heidegger propone otra operando un movimiento del pensar por el cual lo trascendental pasa de lo epistemológico a lo ontológico para referirse en adelante a la trascendencia, pero de tal modo que uno sabe ya quién trasciende y ni qué significa la subjetividad constituyente. Este movimiento es iniciado por la meditación sobre el fundamento en la que «la posibilidad trascendental del comportamiento intencional debe convertirse en problema» . Parece así que esta relación no es posible más que por la trascendencia, el movimiento por el cual el Dasein proyecta las bases de un mundo al tiempo que se siente ya investido por ese mundo, fuente y pasión a la vez. La trascendencia no es, pues, exclusiva de un subjetividad trascendental y todo sucede como si Heidegger no efectuase la reducción fenomenológica. Pero no es tan simple: la trascendencia es aún motivación y no puede serlo, por una parte, más que si ella es por sí misma capaz de verdad ontológica -eso que Kant denominaba conocimiento a priori- esto es, si el ser le es develado lo suficiente como para que sea posible la pregunta «¿por qué?»; y por otra, más que en virtud de la libertad que le da nacimiento. Pero por ello la libertad es abismo, el Grund Abgrund. ¿Por qué? 78

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78. Ibid., 357. 79. M. Heidegger, «Sobre la esencia del fundamento», en ¿Qué es trad. X. Zubiri, Fausto, Buenos Aires 1996, 101.

metafísica?,

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Los textos más recientes de Heidegger nos invitan a comprender que motivación y libertad implican, ambas, una referencia al ser. No sólo la motivación implica una develación del ser, sino que la libertad implica una iniciativa del ser. La libertad no culmina en el hombre y es bajo esta condición que se identifica con la trascendencia, porque es el acto del ser en el hombre, acto por el cual el ser llama al hombre para revelarse. Tal es la marcha de los conceptos: lo trascendental, lejos de ser un capital de saberes a priori, y aún menos un equipamiento de facultades psicológicas, no tiene sentido más que por la trascendencia en sentido fenomenológico como intencionalidad de la conciencia donadora. Y esta trascendencia, a su vez, tiene sentido sólo en virtud de la trascendencia «ontológica»: la relación del hombre con el ser que define la intencionalidad es el efecto en el hombre de la relación del ser con el hombre; relación que define en última instancia la verdad, puesto que el hombre únicamente es capaz de verdad porque el ser es luz y obliga al hombre a permanecer en su luz. Y para el hombre la libertad no es proyecto si no es al mismo tiempo - y «al mismo tiempo» es aquí una metáfora— sumisión: es esencialmente finita. La finitud del Dasein y la de la trascendencia en tanto que esencia del Dasein es la contrapartida de la infinitud del ser. Podemos ver ahora lo que Heiddegger se felicita de encontrar en Kant: el modo de explicitar esta finitud, en particular, a partir de la conjunción de receptividad y espontaneidad. Por otra parte, el tema de la pureza como criterio de lo trascendental y del conocimiento a priori (a diferencia de la pureza de lo abstracto que se opondría a lo concreto psicológico, equívoco aún presente en Ideas) permite asignar finalmente lo a priori al ser. Esto se debe a que Heidegger está mucho menos preocupado que Kant por determinar e inventariar los a priori: dar un contenido al conocimiento puro es correr el riesgo de alterar su pureza. Por lo mismo, después de haber mostrado que el comercio del hombre con el ente supone una pre-comprensión del ser, en lugar de explicitar esta pre-comprensión o de rastrear sus modalidades históricas, prefiere definirla como la verdad que es el fundamento de toda verdad e identificarla con el ser. Lo a priori es el fenómeno, en el hombre, del movimiento por el cual el ser se devela y al develarse se constituye como tiempo. Expresa, pues, esta finitud del hombre que es el tema central de la analítica existencial y en la que resuenan ecos de la teología. Esto último no porque la finitud de la creatura se mida con el infinito de un creador, sino porque esta finitud es el hecho del ser en el hombre, porque es el ser como trascendencia el que cumple en el

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hombre el trascender, en fin, porque el hombre con su porvenir no es más que el instrumento o el testimonio de una aventura del ser. Así, la fenomenología deja de ser una psicología, pero ¿a qué precio? Al eludir el problema de la subsunción, Heidegger ha extendido de tal modo los límites de lo trascendental -hasta su identificación con el ser- que no puede reencontrar el camino de la deducción trascendental y volver de lo ontológico a lo óntico. No puede, pues, reencontrar el problema de las relaciones entre el sujeto y el objeto: el sujeto, de cierta forma, se evapora en el ser. El ser-en-el-mundo no basta ya para definirlo, pues por una suerte de deslizamiento de sentido, el mundo ha llegado a significar el ser. Y el objeto, por su parte, ha perdido su objetividad, justo aquello que la reflexión trascendental se proponía fundar. La objetivación no puede ya ser aprehendida como actividad de un sujeto constituyente y la relación de la verdad con las verdades, del conocimiento puro con los conocimientos empíricos se difumina. Ciertamente, Heidegger tiene razón al subrayar el tema de la finitud en Kant: se trata de una de las claves del sistema y el único medio para evitar las dificultades en las que se enredan no sólo Husserl, sino Hegel, como veremos más adelante. Pero ¿hace falta suscribir la interpretación que él le da? Kant esclarece la naturaleza de la finitud manteniendo firmemente la dualidad del espíritu y del mundo: evita definir en términos idealistas la inmanencia del espíritu en el mundo, esto es, la operación del a priori. Como el concepto sin intuición está vacío, el a priori no tiene sentido más que en lo a posteriori. La forma no produce su contenido y el juicio sintético requiere la mediación de la intuición, aun cuando lo dado es la pura forma del objeto. Más aún, si el espíritu hace aparecer el mundo, lo hace aparecer precisamente como lo que no es espíritu y como aquello que no procede de él. La famosa distinción entre el fenómeno y el noúmeno viene a confirmar esta postura. La cosa en sí es, de entrada, la afirmación del en-sí, la preservación del dualismo, la garantía de que el objeto es exterior y de que la sensibilidad es receptiva: se afirma, pues, la finitud porque la trascendencia es privación, como dirá Heidegger, pero también porque aquello hacia lo cual trasciende es positivo. La afirmación del en-sí es a la vez la refutación del idealismo (contra Husserl) y del monismo (contra Hegel) . Por otra 80

80. Es más, lo que distingue aquí a Kant de Sartre, por ejemplo, es que la afirmación del en-sí tiene una doble función: se aplica también al para-sí y permite comprenderlo como libertad no sólo teórica sino práctica, como causa primera. El en-sí garantiza a la vez la realidad material del objeto, su alteridad radical y, al mismo tiempo, la realidad espiritual del sujeto, su libertad.

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parte, Kant finitiza el espíritu al asignarle, como lo hemos visto, una naturaleza: para manifestar la receptividad del conocimiento requerida por el dualismo, reúne en el espíritu la sensibilidad y entendimiento, de suerte que lo a priori se diversifica y expresa tanto la forma de la receptividad como la regla de la inteligibilidad. Con ello, Kant rehusa escindir el espíritu del sujeto concreto y tiende a confundir el yo pienso con el Gemüt que, si bien no puede ser tratado por la psicología empírica, no puede ser abordado tampoco por la psicología reflexiva. En suma, el tema de la finitud está ligado al dualismo, a la relación del yo como sujeto con el objeto, esto es, con el ente, no con el ser (la cosa en sí es todavía el ente). Quizá Heidegger traicione la finitud cuando, por una suerte de exceso de celo, la ontologiza y la asigna al ser. Por supuesto que no restaura, para identificarlo con la subjetividad, al Dios de Leibniz: el ser no es creación, es luz (por ello, el sujeto como luz natural, como apertura a la presencia, es un avatar del ser, un momento del logos). Sin embargo, parece que Heidegger infinitiza la finitud y justo ahí se inserta la crítica que le dirige Vuillemin. Ya sea por el carácter formal del sistema de los a priori en Cohén, ya sea por el carácter formal de la temporalización en Heidegger, parece que el sujeto está dotado de una suerte de eternidad. «La reducción universal de las verdades al tiempo y a la finitud encuentra su término en la raigambre eterna de esta reducción misma» . En Kant, por el contrario, la finitud del sujeto está libre de equívocos, ya que significa antes que nada que la intuición no es originaria, que ver no es crear. Al referir el tiempo a la naturaleza del sujeto, Kant se prohibe referir la temporalización al ser y someter el sujeto al ser o viceversa. La única actividad del sujeto que expresa su finitud - y a que está relacionada con la receptividad del conocimiento y regida por la necesidad de realizar el concepto en la intuición- es la actividad constituyente. Y esta actividad implica dualismo. 81

L A RELACIÓN DEL SUJETO CON EL OBJETO

Lo anterior nos conduce al segundo problema surgido de la filosofía trascendental: la relación del sujeto con el objeto. Nada nos exime de plantear esta cuestión. No basta con decir, como hace Heidegger, que el vínculo que los une es solamente óntico para desembarazarnos 81. J. Vuillemin, L'héritage

kantien et la révolution copernicienne,

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de ella. La reflexión ontológica no puede justificarse más que reencontrando esta correlación para fundarla, y no descartándola. Abordamos este problema hace sólo un momento cuando emprendimos una breve reflexión sobre el ser del sujeto. En ella, vimos cómo Heidegger da prioridad al ser en detrimento del sujeto y, sobre todo, cómo la fenomenología husserliana tal como la interpreta Fink, sustituye el dualismo de Kant por la idea de una subjetividad trascendental para la cual la constitución deviene producción. Debemos recurrir ahora a Hegel para mostrar cómo el tratamiento de lo a priori puede desembocar en un monismo cuando toma otra vía que si bien es simétrica a la de Husserl, debemos evitar a toda costa. Comencemos, pues, con el dualismo kantiano. Kant plantea el problema del sujeto y del objeto en los términos de una filosofía trascendental. No se trata de saber qué produce el ser del ente, sino qué determina la objetividad del objeto. La existencia del objeto no está en cuestión, está implicada en la experiencia misma de la conciencia de sí que refuta al idealismo material, aun cuando ésta sea problemática o dogmática: sólo por medio de la experiencia exterior es posible la experiencia interna por la cual determino en el tiempo mi propia existencia. Y esta experiencia interna me garantiza de manera inmediata la existencia de los objetos exteriores al poner enjuego una intuición sensible a la que la estética trascendental caracteriza como un «modo que determina la existencia de este [mi] ser en relación con objetos dados» . Al ocuparse de la objetividad del objeto - d e la inteligibilidad de lo real- Kant evita las aporías leibnizianas. El paso de lo posible a lo real deja de ser un problema, ya que lo real está dado de modo primario, del mismo modo que la autoconciencia. Se evita así también la armonía preestablecida, consecuencia de una espiritualización del universo que reduce el mundo sensible a una apariencia bien fundada, que encierra a la mónada en la subjetividad de un devenir espiritual y que exige para el paso de la mónada a la monadología un deus ex machina, la operación de una sabiduría divina que quiere el máximum de ser a cada instante y que somete dicho ser a las leyes de la conveniencia. Con todo, Kant no evita el retorno a un dogmatismo metafísico más que introduciendo la idea de la subsunción -denominada por otros constitución- la cual no hace surgir menos objeciones. 82

¿Qué significa, en efecto, la subsunción? ¿Cómo puede lo a priori informar lo a posteriori? ¿Cómo puede el concepto ordenar la intui82. I. Kant, Crítica de la razón pura, 90 (A 72) [El paréntesis es de Dufrenne].

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ción por mor del entendimiento e imponer su ley a la naturaleza? ¿Es posible describir la actividad del Gemüt sin caer en una suerte de mitología de las operaciones intelectuales de síntesis o, sin traicionar la temática de la finitud, sin hacer del espíritu un naturante universal al transferir a la subjetividad los privilegios que Leibniz reservaba a Dios? Estas dificultades no cesarán de acecharnos. Hegel, sin embargo, no se siente arredrado por ellas: él marcha directamente hacia el monismo. Lo que Hegel reprocha a la teoría de la subsunción no es el riesgo de desmesura que comporta y que va a reaparecer en Husserl. Por el contrario, en la medida en que dicha doctrina es fiel al dualismo, lo que Hegel encuentra censurable es su exceso de mesura, su falta de brillo, su insipidez. Para él sólo es especulativamente honorable la afirmación de la identidad del objeto y del sujeto. En efecto, desde su primera reflexión sobre Kant, Hegel denuncia el psicologismo que amenaza a la revolución copernicana: «La identidad absoluta del sujeto y del objeto es transformada en una relación formal (que se manifiesta como relación causal) y el idealismo trascendental deviene un idealismo formal o, más bien, propiamente psicológico» . Ya que el sujeto constituyente que ejerce esta causalidad espiritual se opone en tanto que subjetivo al objeto «todo el sistema de principios es algo subjetivo... la objetividad de las categorías en la experiencia y la necesidad de relaciones vienen a su vez de lo contingente y de lo subjetivo. Este entendimiento es un entendimiento humano.. .» . Y sin embargo, según la óptica de Hegel, esta reducción de lo trascendental a lo antropológico puede abrir una vía para lo especulativo : «Ya desde el simple hecho de plantear el entendimiento como subjetivo , uno lo reconoce como algo no absoluto, y debe de ser indiferente para el idealismo formal que el entendimiento necesario y conocido de acuerdo con las dimensiones de su forma sea planteado subjetiva u objetivamente» . Si esto es así, el entendimiento es pensado ya desde la óptica de lo que Hegel llama razón, esto es, el pensamiento que se piensa como idéntico a su objeto, que asume y remonta la contradicción, a saber, en 83

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83. G. W. F. Hegel, Foi et savoir, Kant - Fichte - Jacobi, trad. Méry, Vrin, París 1952, 212 (versión cast.: Fe y saber o la filosofía de la reflexión de la subjetividad en la totalidad de sus formas como filosofía de Kant, Jacobi y Fichte, ed. V. Serrano, Biblioteca Nueva, Madrid 2000). 84. Ibid, 213. 85. Hegel denomina especulativo al pensamiento que piensa la identidad -añadirá más tarde, dialéctica- del sujeto y el objeto. Esta es la forma que reviste en la filosofía el saber absoluto. 86. G. W. F. Hegel, Foi et savoir, 214.

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este caso, la identidad del concepto como cosa y de la cosa como concepto. No obstante, observa Hegel, el tratamiento de la razón en la dialéctica trascendental desmiente esta promesa: no «aspira en modo alguno a una dignidad autónoma ni a la autogeneración de un vastago fuera de sí misma y debe permanecer en su propio vacío y en su indigna resignación, en este dualismo de una unidad pura que aparece a la razón y de una multiplicidad que pertenece al entendimiento y no experimenta la necesidad de un término medio ni de un conocimiento inmanente» . Este término medio puede ser encontrado a través de otra interpretación de la noción de entendimiento, concibiendo, pues, un entendimiento cuyo contenido sería inmanente a la forma y con el cual «no sería por azar que la naturaleza concordara», como dice Kant en la Crítica del juicio. Tal es la idea de un «entendimiento intuitivo» arquetípico, «intermediario absoluto», dice Hegel y añadimos nosotros: entre la naturaleza y el espíritu, entre el objeto y el sujeto. Entendimiento que cesa de ser humano para ser a la vez humano y natural, o, mejor aún, para rebasar esta oposición: para ser logos . Hegel encuentra en Kant una prefiguración de esta reflexión especulativa en la moral. La autonomía significa para Hegel la abolición de la dualidad de la naturaleza y de la razón y, al final, la identidad de la conciencia de sí y de la conciencia de objeto. «La voluntad pura que se quiere a sí misma es el ser en general o todo ser», comenta Jean Hyppolite . Justamente por ello Hegel denuncia en los postulados de la razón práctica un vicio del sistema: postular en lugar de afirmar una síntesis de la naturaleza y de la moralidad representa un paso atrás, una vuelta a la separación de la forma y del contenido. Pero no hay retroceso más que a ojos a Hegel. Kant jamás ha pensado que naturaleza y moralidad, objeto y sujeto puedan de entrada identificarse, jamás ha dicho que la pura voluntad era todo el ser. Ciertamente, uno puede preguntarse si los postulados son necesarios, esto es, si hace falta representarse la finitud del saber como una limitación por la fe y si es necesario pensar la totalidad del ser como Dios. Pero la contradicción a la cual los postulados aportan una respuesta, en efecto discutible, no es una contradicción exclusiva «del pensamiento», es la contradicción inherente a la ética. Dice Hegel, «En la concepción moral del mundo vemos, de una parte, a la conciencia misma crear conscientemente su 87

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87. Ibid., 217. 88. Idea retomada por Hegel en la Lógica. 89. J. Hyppolite, Génesis y estructura de la «Fenomenología Hegel, trad. F. Fernández Buey, Península, Barcelona 1991, 426.

del Espíritu»

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objeto; no la vemos... encontrarse con el objeto como con un extraño... sabe, pues, la esencia como sí misma, pues se sabe como lo activo que la engendra» . Pero es el deber lo que ella sabe de modo tan inmediato como su esencia: el objeto que ella produce no es aquí Dios, y uno no puede reprocharle plantearlo como estando más allá de sí mientras lo reconoce como producido por ella misma. La contradicción que encontramos en el núcleo del problema moral reside más bien en el hecho de que el objeto, el deber, es a la vez real y no real: es real en tanto expresión de la voluntad pura, y el hecho de que se manifieste como un imperativo significa precisamente que el dualismo no puede ser rebasado, porque la conciencia moral encuentra la resistencia de una naturaleza tanto en el interior del sujeto, en el que la sensibilidad se opone a la razón del mismo modo que lo psicológico se opone a lo trascendental, como fuera de sí, en un en-sí que se opone al para-sí. Pero, por otra parte, el imperativo es irreal en tanto que ha de realizarse en esta naturaleza que él niega. La forma debe darse un contenido que le sea adecuado, mientras que la materia de este contenido no procede de ella. Los desplazamientos o disimulos de la conciencia moral que denuncia Hegel son tributarios de la necesidad de conciliar pureza y eficacia, de remontar una diferencia que no es verbal, como pretende Hegel, porque expresa la condición del hombre como verbo encarnado. Y la conciencia noética está sujeta a una necesidad similar: debe recurrir a la intuición para realizar el concepto, para pensar el objeto en general sobre la base del objeto empírico y, así, encontrar para la forma un contenido sin el cual estaría vacía y al cual, sin embargo, no engendra . Interviene aquí la imaginación. Y precisamente la segunda garantía que para la identidad especulativa Hegel encuentra en Kant reside en 90

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90. G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, trad. W. Roces, FCE, México 1 9 8 7 , 360. 91. El mundo moral debe estar constituido por la moral -tal como el mundo físico lo está por la subsunción-, sin que la forma pueda inmediatamente darse su contenido. Esto, por supuesto, tiene consecuencias para el a priori: aparece siempre como una regla para ser aplicada, ya sea para pensar el mundo, ya sea para realizar la moralidad. En Kant esto implica, pues, la dualidad del sujeto y del objeto para que la aplicación tenga un sentido. Quizá implica también el carácter concreto de un sujeto actuante para que esta aplicación sea realizable, ya que el sujeto capaz de a priori no debe y tampoco puede oponerse a la naturaleza más que si él es también de cierta manera naturaleza; del mismo modo que sólo es capaz de pensar el mundo si está en el mundo. El dualismo del sujeto y del objeto únicamente puede entonces comprenderse si se prolonga en, e incluso si se supera hacia a un dualismo en el interior del sujeto. N o s queda por ver qué significa esta superación del dualismo en el sujeto que no permite la superación del dualismo del objeto y del sujeto. 8

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la experiencia de la belleza en la que «la forma de la oposición entre intuición y concepto desaparece» . La idea estética es, como afirma Kant, «una intuición de la imaginación» y la imaginación es el lugar privilegiado en el que puede operarse la mediación que requiere el pensamiento especulativo. La idea de un entendimiento intuitivo se aclara por la imaginación: aquél «no es otra cosa que la idea de la imaginación trascendental» y, a su vez, la imaginación no es otra cosa que la razón misma» . El gran mérito de Kant es haber descubierto la imaginación. «No es posible comprender el conjunto de la deducción trascendental... si no se distingue el yo del que Kant dice que acompaña a todas nuestras representaciones de lo que Kant designa como la facultad de la unidad sintética de la percepción y si no se reconoce como único en-sí a esta imaginación concebida no como el intermediario que se intercala entre un sujeto absoluto existente y un mundo absoluto existente, sino como el ser que es primero y originante y del cual tanto el yo subjetivo como el mundo objetivo se derivan dando lugar a una apariencia y a un producto que son necesariamente contrapartes» . Así, la imaginación es en el fondo, la unidad originalmente sintética. Si en sí misma es el origen de la deducción trascendental, si funda los juicios sintéticos que expresan la identidad del sujeto y del predicado, de lo particular que se propone como objeto y de lo universal que se propone como pensamiento, esto se debe a que ella misma es la identidad originaria del objeto y del pensamiento. Del mismo modo, se distingue del yo abstracto: no pertenece a la subjetividad, más bien se sitúa en el origen tanto del sujeto como del objeto: es el en sí. ¿Qué significa esto? Uno puede esclarecer esta ontología de la imaginación trascendental a través de la psicología de la imaginación empírica: la imaginación es en el hombre lo que éste tiene de menos humano. Como en el delirio pítico, arranca al hombre de sí mismo y lo lleva al éxtasis. La imaginación pone a los hombres en comunión secreta con las potencias de la naturaleza: «Esta voz que me habla por mi propia boca...». El genio dócil a la inspiración no se pertenece a sí mismo, es una fuerza de la naturaleza, su yo es un otro. Así, la imaginación es originaria en tanto que aliena al hombre para unirlo con lo que no es él. Pero la imaginación concebida ontológicamente no es en modo alguno la facultad de perderse en una 92

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92. 93. 94. 95.

G. W. F. Hegel, Foi et savoir, 220. Ibid, 221. Ibid, 210. Ibid, 209.

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palabra ajena y cuyo culmen es la locura, es esta palabra misma, esta verdad del ser anterior a la distinción, por la cual se expresa, del yo subjetivo y del mundo objetivo; o, mejor, como dirá la Lógica, «la verdad sin velo, tal cual es en sí y para sí... [cuyo] contenido es la representación de Dios tal como es en su esencia eterna antes de la creación de la naturaleza y de todo espíritu finito» . La imaginación es el logos mismo, cuyo movimiento dialéctico engendra la naturaleza y el espíritu. Conviene notar que todas las doctrinas que buscan preservar lo trascendental frente a lo psicológico y lo inclinan hacia lo metafísico destacan el papel de la imaginación, sin duda, porque la imaginación, elemento inhumano en el hombre, es quien más eficazmente desarma las exégesis psicologistas, quien mejor manifiesta que el hombre no es la medida de todas las cosas y, finalmente, por una paradoja extraña, quien ofrece a la verdad, al liberarla de lo subjetivo, la mayor autoridad . Es sabido que Heidegger enfatiza la imaginación sin hacer de ella la última palabra de la analítica del Dasein, ya que la interpreta enseguida como temporalidad. Pero ya Schelling había intentado repensar a Spinoza a través de Schiller. La filosofía de la imaginación garantiza para él una filosofía de la sustancia, ya que no es a través de la reflexión empírica o trascendental como podemos aprehender la natura naturans. Sólo podemos hacerlo penetrando en ella y, por así decir, perdiéndola como objeto de conocimiento. Justamente por ello la imaginación es a la vez un término privilegiado y un método para la filosofía del absoluto. 96

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96. Heidegger cita esta fórmula hegeliana en el cierre de su libro sobre Kant (Kant y el problema de la metafísica, § 45, p. 205) para mostrar que Hegel es infiel a Kant, o al menos poco fiel al movimiento por el cual Kant, entre la primera y la segunda edición de su Crítica, retrocede ante su descubrimiento de la primacía de la imaginación para restaurar los privilegios tradicionales de la lógica. Hegel olvida, por tanto, «lo que Kant conquistó, a saber, que la posibilidad interna y la necesidad de la metafísica, es decir, su esencia no se apoyan y mantienen sino por una elaboración más originaria y por la profundización del problema de la finitud» (ibid.). Pero Heidegger, a su vez, olvida que Hegel no sólo adopta la teoría kantiana de la imaginación, sino que no renegará de su interpretación de la imaginación como tiempo en la medida en que elabora la dialéctica, y que si Hegel se bate contra la cosa en sí no es porque deje a un lado el tema de la finitud. 97. Pero no se trata, entonces, de rendir simplemente homenaje al papel de la imaginación en la actividad constituyente; esto mismo ya sucede en Cohén, el cual relaciona la imaginación productiva interpretada como poder del esquema al entendimiento y vincula la imaginación como facultad de las imágenes a la sensibilidad (cf. J. Vuillemin, L 'héritage kantien et la révolution copernicienne, 190). Para que la imaginación conserve su sentido metafísico debe carecer de medida común con las facultades, esto es, con la sensibilidad y el entendimiento, o debe al menos ser su raíz común: justo como ocurre en Heidegger.

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Hegel, en el artículo que acabamos de citar, adopta la perspectiva de Schelling, como bien lo señala Jean Hyppolite . Para él es imperativo que la filosofía especulativa supere el dualismo y piense «la identidad absoluta del pensamiento y del ser... idea que es absolutamente idéntica a la idea que el argumento ontológico y toda filosofía reconocen como la primera y única idea, la única verdadera y filosófica» . Hegel presenta esta idea de múltiples maneras, pero tiende simplemente a afirmar el principio de la identidad más que a justificar las expresiones que le da: identidad de la multiplicidad empírica y de la unidad absoluta, de lo particular dado y del universal pensado, del sujeto y del predicado en el juicio absoluto del que el juicio sintético a priori es una primera expresión (por ejemplo, cuando alguien dice: todo cambio percibido tiene una causa pensada); o incluso identidad de lo finito y lo infinito en los términos de una infinita oposición, ya sea finita o infinita según niegue o afirme la oposición (por ejemplo, el yo pienso como «punto intelectual absoluto... y condicionado por la oposición infinita y absoluta en esta finitud)» . Cuando, ulteriormente, en la Fenomenología, Hegel hace justicia al subjetivismo de Fichte, la identidad que define lo absoluto es la identidad de la certeza y de la verdad, la igualdad para la conciencia misma de su saber y de la verdad. Pero no es menester creer que esta identidad se produce solamente al interior de la conciencia y por una simple profundización del conocimiento. Lo que la conciencia debe descubrir al alcanzar la verdad es su identidad con el objeto: cuando ella conoce el objeto, es el objeto el que se sabe a sí mismo. Dicho con otras palabras, en su propio saber, es el absoluto quien se refleja y se constituye como conciencia de sí, es decir, como sujeto. De ahí que la conciencia sea tan sólo el instrumento del absoluto o, más exactamente, del acontecimiento del absoluto: ya que al término del desarrollo de la conciencia aparece la identidad en la que el absoluto toma conciencia de sí mismo. Por esta razón, la identidad es, en adelante, dialéctica. 98

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Sin lugar a dudas, esta noción de dialéctica estaba ya implícita en las primeras obras de Hegel. Pero uno puede preguntarse si la intervención explícita de dicha noción facilita la comprensión del pensamiento especulativo. El problema es saber si Hegel no es aquí el aprendiz de brujo que, creyendo haber domesticado la contradicción para integrar98. J. Hyppolite, Génesis y estructura de la «Fenomenología Hegel, 9. 99. G. W. F. Hegel, Foi et savoir, 225. 100. Ibid., 219.

del Espíritu»

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la en su sistema, se ve desbordado por ella. Sin duda, el término «domesticar» es injusto. Hegel ha insistido suficientemente sobre la gravedad y seriedad de lo negativo, sobre la muerte y sobre la guerra. Pero, finalmente, para él todo tiene un sentido y -si uno osa decirlo- todo se arreglará: lo finito es un momento de lo infinito, el pecado de la particularidad encuentra perdón en lo universal , la negación es negada a su vez. El escándalo de la finitud o de la separación se borra, lo mismo que el terror del esclavo, en el movimiento de la historia que arrastra todo. La dialéctica significa que el movimiento es más real que lo movido y que la mediación es más real que los términos que opone y une. Lo absoluto triunfa, pero sólo como Idea, dirá Marx. Porque la historia no es la última palabra y la dialéctica - y es aquí donde Hegel cae preso de las contradicciones que él mismo despertó- significa, a la vez, el advenimiento de la historia y la absolutización de la historia. La Fenomenología desemboca en la Lógica: la mediación - e l momento de la ruptura y de la oposición- no tiene sentido más que si termina con una nueva inmediatez. Si hay un fin de la historia es que no hay historia, el fin es el comienzo: la nueva inmediatez estaba ya presente en la inmediatez que la mediación puso en marcha. El tiempo es aún la imagen móvil de la eternidad y cualquier progreso de la reflexión desde Spinoza parece ilusorio. La logicidad del ser y de la historia no es más que un reflejo del ser de lo lógico y el movimiento del logos es un movimiento lógico. La objeción que Vuillemin hace a Heidegger podría hacerse a Hegel: la temporalidad es eterna precisamente porque es el acto del logos, del sujeto absoluto. Todo entra en el logos, incluso la naturaleza y la historia o el logos alienado. Así, la dialéctica se desdice ella misma, se absolutiza en lugar de dialectizarse. La contradicción está en el corazón del ser pero es el ser quien se contradice. La oposición bajo las múltiples formas que devela la Lógica es siempre superada y esta superación es la única verdad. Todo esto tendrá importantes consecuencias para nuestro proyecto, pues uno podría llegar a creer que la dialéctica reintroduce el dualismo, pero este no es en absoluto el caso. Si hay una última palabra, definitivamente pertenece a la identidad. Ciertamente, la identidad no es la igualdad pura y simple - e n esto Hegel transforma a Spinoza: es mediación. Pero esta mediación que niega los térmi101

101. Hemos visto como Hegel acusa a la moral kantiana de hipocresía porque juega sobre la oposición entre el sí de la conciencia y su más allá, y esto porque la oposición entre la pureza y la eficacia es irremontable aquí y ahora. Sin embargo, Hegel los reconcilia y lo hace precisamente en un y o que es una primera figura del absoluto (cf. G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, 300).

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nos en cuanto inmediatos es ella misma una suerte de inmediatez, ya que no es otra cosa que la manifestación del absoluto y el absoluto no es más que su manifestación, el devenir intemporal del logos . Así, ya sea que parta de Schelling o de Fichte, Hegel nos invita a pensar contra Kant lo impensable, la identidad del sujeto y del objeto. En el seno de esta identidad, sujeto y objeto no tienen más que la existencia evanescente de momentos dialécticos, de productos de una alienación que debe ser superada. Esto se ve claramente en el hecho de que la reflexión absoluta, que es la mediación en la cual el ser reflexiona sobre sí, no procede del hombre, se hace a través del hombre, a través de la reflexión subjetiva de la conciencia como tal . Proclamar la identidad del sujeto y del objeto equivale, pues, a desdeñar al sujeto, si por sujeto entendemos al sujeto concreto humano. Sin duda Hegel afirma que el absoluto es sujeto, pero esta promoción de la subjetividad al absoluto no involucra ni a la subjetividad empírica ni a la trascendental. Significa, de entrada, que el absoluto es relación de sí a sí que se niega al plantearse a sí mismo y niega su propia negación, por ello es para-sí en sí. Tal promoción significa también que el pensamiento sigue siendo un elemento privilegiado. Esto se hace patente en el término mismo de reflexión que emplea Hegel para designar el movimiento dialéctico del ser. Este pensamiento debe entenderse en cierto modo en el sentido aristotélico: es lo universal, pero ¿qué significa aquí lo «universal»? 102

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Esta doctrina repercute de tal modo sobre la temática del a priori que este pierde su sentido. Hegel lo dice explícitamente en Fe y saber: la idea de un entendimiento intuitivo, que fuese a la vez entendimiento de la conciencia y entendimiento de la naturaleza, es «la más pura idea de un entendimiento que sería a la vez a posteriori» . Y se entiende por qué: el a priori en Kant es concebido en función del dualis104

102. «El absoluto, en tanto movimiento de explicitación que se relaciona consigo mismo en la modalidad de absoluta identidad consigo mismo, es manifestación no de un interior, no de algo distinto, sino manifestación absoluta, manifestación en sí y por sí, y es por este hecho la realidad efectiva» (G. W. Hegel, Logique II, 164, trad. Jankélévitch, 164. En este caso, traducimos directamente de la versión francesa citada por el autor). 103. Jean Hyppolite ha definido con extraordinaria fuerza esta reflexión especulativa que se opone a la reflexión trascendental del mismo modo en que el saber absoluto se opone al saber crítico, y cuyo movimiento es expuesto por la Lógica una vez que la Fenomenología nos ha conducido a su ámbito (cf. Logique et existence, PUF, Paris 1951, 122; versión cast.: J. Hyppolite, Lógica y existencia, trad. L. Medrano, Herder, Barcelona 1996, 120-121). 104. G. W. F. Hegel, Foi et savoir, 215.

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mo, pertenece a la subjetividad que lo impone al objeto. Las determinaciones del entendimiento y de la sensibilidad son realizadas de manera aislada, adquiriendo así una validez formal. Kant, dice Hegel, «piensa lo a priori bajo el concepto formal de la universalidad y de la necesidad», y al mismo tiempo, «lo piensa como una unidad pura que no es originariamente sintética» . Para que fuese verdaderamente sintética, haría falta que la síntesis no fuese solamente una regla formal para el conocimiento empírico, sino que fuese la identidad absoluta del predicado y del sujeto, de lo universal dado a priori y de lo particular dado a posteriori; haría falta que la forma engendrase al contenido para identificarse con él o, dicho de otro modo, que el contenido apareciese como una determinación de la forma, que la forma lo plantease para actualizarse y lo negase como diferente de ella misma. Haría falta, en fin, que el a priori fuese la espontaneidad del logos en el movimiento por el cual se identifica con el a posteriori. Mientras que para Kant el a priori es una forma que determina el contenido sin comprometerse con él, que hace la experiencia posible sin ser ella misma experiencia, para Hegel, no hay necesidad de nada para fundar la experiencia, porque la experiencia se funda ella misma: lo a posteriori es a su vez a priori. La experiencia misma es absoluta porque es experiencia de lo absoluto, esto es, la experiencia de la que goza el absoluto al manifestarse a sí mismo como la identidad de sujeto y objeto. 105

De esta manera, Hegel se dispensa de lo trascendental; mejor dicho, admite la reflexión trascendental, pero a condición de que se comprenda como reflexión absoluta, esto es, que la Analítica trascendental, en lugar de exponer las condiciones de posibilidad de la experiencia, muestre cómo el entendimiento se descubre a sí mismo en la experiencia y se reconoce como entendimiento de la naturaleza, de tal suerte que la lógica trascendental sea propiamente una ontología. Pues la vida del logos no es otra cosa que este conocimiento de sí en el contenido, esta reciprocidad de la subjetividad y de la objetividad. Concebido así, lo trascendental guarda un lugar que, como dice Jean Hyppolite, «expresa la logicidad del ser; está más allá de las nociones de sujeto y de objeto, enuncia su identidad originaria que aparece en el juicio de existencia» . Dicho de otro modo, lo trascendental es conservado como figura del absoluto a condición de entrar en esta danza dialéctica que es 106

105. Ibid, 210. 106. J. Hyppolite, Logique cia, 110).

et existence,

101 (versión c a s t : Lógica y

existen-

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el absoluto mismo. Lo a priori es el logos con relación al cual lo a posteriori es la experiencia. De ahí que la Lógica, conocimiento puro o verdad pura, sea el reino de lo a priori. De lo que Hegel se dispensa es de la teoría de la subsunción o de la constitución que, precisamente, se derivaba del hecho de que lo trascendental se realizaba fuera de la experiencia y nos invitaba a asignarlo a la subjetividad y a otorgar a esta subjetividad misma el estatuto ya sea de un ser a la vez autónomo y concreto, ya sea de una potencia creadora al modo de Fink. Ahora bien, si queremos evitar el problema de la constitución, ¿es menester seguir a Hegel? ¿No vamos de Escila a Caribdis? Si la forma no es ya impuesta al contenido, ¿qué significa la inmanencia del contenido en la forma o, mejor aún, la identidad de la forma y del contenido? ¿Podemos pensar la identidad de la experiencia y de la posibilidad de la experiencia, de la naturaleza y del espíritu? ¿Podemos verdaderamente superar la dualidad, única salvaguarda de la pureza del a priori? ¿Verdaderamente comprendemos la relación de lo a priori y lo a posteriori si los identificamos, obteniendo así el solo beneficio de eliminar así la idea de constitución? Pero si, por otra parte, nos distanciamos de la ontología hegeliana, ¿no volvemos a la idea de constitución y nos vemos forzados a tomar partido por la fenomenología hussserliana? Sabemos a qué nos compromete esta última: la idea de una subordinación radical del objeto al sujeto concebido como una subjetividad constituyente. La fórmula de Hegel, «el absoluto es sujeto», sería reemplazada por la fórmula, «el sujeto es absoluto», la cual expresa la función ontológica de la intencionalidad, la identidad de ver y crear. Nos las habernos aquí con otro modo de absolutizar lo trascendental, esta vez haciéndole producir lo empírico. En Hegel la razón aspiraba a la «autogeneración del vastago»: la forma plantea el contenido pero para identificarse con él y lo niega al plantearlo; la determinación como negación es ella misma negada y el dualismo se borra. En Husserl -el Husserl de Fink- la forma plantea el contenido fuera de ella misma y consagra el dualismo. En los dos casos, la absolutización de lo trascendental parece tropezar con lo impensable. De hecho, lo que está en juego aquí son las nociones kantianas -nociones que se quiere, a la vez, refinar y justificar. En un caso, Kant se salva si se convierte en hegeliano y en el otro si se hace husserliano. En ambos casos, lo que está en cuestión es la reflexión trascendental, porque es ella la que plantea la doble problemática de la naturaleza del sujeto y de la relación del sujeto con el objeto. ¿Debemos entonces interpretar de un modo distinto a Kant, rehusar «volver al fundamento», renunciar a ese esfuerzo por purificar lo

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trascendental que desemboca en su absolutización y en la descalificación del sujeto humano? ¿Cómo desarrollar la noción de a priori en otra dirección? Nuestro problema es el siguiente: ¿podemos comprender la naturaleza del a priori en su función trascendental, es decir, en su relación con lo a posteriori, sin atribuirlo exclusivamente a la subjetividad (y, en consecuencia, evitando las dificultades de la constitución) y, a la vez, sin identificar radicalmente a priori y a posteriori (y, en consecuencia, evitando los inconvenientes de la identidad dialéctica)? Y si podemos encontrar una vía entre estas dos alternativas, ¿qué papel habremos de asignar al sujeto humano en relación con lo a priori? ¿Cuál será la relación entre lo trascendental y lo psicológico? ¿Nos veremos forzados a aceptar para el sujeto un monismo que rechazamos fuera de él? ¿No existirá una vía para comprender lo psicológico como determinado por lo trascendental en lugar de concebir este último como un producto reductible de aquél, esto es, comprender lo psicológico mismo como a priori, pero como a priori existenciario, como constituyente psicológico y no biológico, de modo que la constitución tome aquí un sentido nuevo o reencuentre su sentido original?

PRIMERA PARTE

EL «A PRIORI» OBJETIVO

1

¿POR Q U É E L « A PRIORI»?

Antes de retomar el análisis del a priori, quizá debamos plantear una cuestión más elemental: ¿es posible hablar aún de a priori? ¿Por qué mantener esta noción en un contexto distinto de aquel en el que fue elaborada? No cabe ninguna duda de que, si intentamos definir el a priori como mediador del acuerdo fundamental e indispensable entre el hombre y el mundo, corremos el riesgo de alejarnos de Kant en al menos dos puntos. Primeramente, porque hablaremos más del hombre que del sujeto, porque procuraremos otorgar al sujeto una naturaleza concreta en lugar de considerarlo como el correlato impersonal de un conocimiento puro, la unidad abstracta de un sistema de síntesis y porque, al mismo tiempo, despojaremos a este mismo sujeto del poder de constituir al objeto al modo de un demiurgo trascendental. En segundo lugar, porque en lugar de concebir el a priori como una condición universal de objetividad impuesta por un sujeto objetivante a la diversidad sensible, discerniremos en él una estructura inmanente al objeto, aprehendida durante el acto mismo de la percepción aunque conocida ya de modo virtual antes de que la percepción tenga lugar. Distinguiremos, pues, en un mismo a priori un aspecto objetivo y uno subjetivo. La razón principal para conservar la noción de a priori es que, a nuestro modo de ver, existe un acuerdo entre el hombre y el mundo que se realiza en el conocimiento (y también en el trabajo, aunque este se encuentra fundado en el conocimiento) y que se manifiesta menos como poder del hombre sobre el mundo o, desde una perspectiva naturalista, como poder del mundo sobre el hombre, que como familiaridad, consustancialidad del hombre y del mundo. El conocimiento no es posible más que si el mundo está abierto al hombre y el hombre abierto al mundo: el a priori expresa esta apertura recíproca; es el sentido presente y dado a la vez en el objeto y en el sujeto; asegura su comunicación al tiempo que mantiene su diferencia. Pero debemos pre-

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El «a priori»

objetivo

guntamos: ¿es acaso el único elemento que puede asumir esta función? ¿Podría el conocimiento arreglárselas sin él? He aquí la verdadera dificultad. Al protestar contra las interpretaciones idealistas del kantismo, nos arriesgamos a retroceder más acá de Kant, al empirismo. Pues estamos obligados a decir que el a priori se da en la experiencia en lugar de ser impuesto por el espíritu a la experiencia. La actividad del espíritu se limita a reconocerlo, a asumir y ampliar este sentido del que, antes de toda experiencia, ya es cómplice pero cuyo acuerdo no se hace patente más que en el momento en el que la experiencia se lo propone. Surge de inmediato, entonces, la sospecha de que, dada la proximidad del a priori y del a posteriori en la experiencia, mantener el carácter diferencial del primero será una ardua tarea. Por ende, la pregunta «¿por qué el a priori?» debe ir siempre acompañada de «¿hasta dónde el a priori?». De hecho, responderemos al segundo interrogante de una manera clara y decisiva. Si el a priori es material y no puede ser detectado más que en la experiencia, no podremos invocar, para definirlo, criterios formales como los empleados por Kant. Y no sólo resultará difícil distinguirlo del a posteriori, sino de la idea general, por el hecho mismo de que ésta hunde sus raíces en la percepción y resulta, al menos bajo su forma elemental, de una esencialización espontánea. En la medida en la que la concepción misma de lo a priori como una estructura significativa del objeto dada en la percepción nos invita a extender su dominio, nada nos obliga a limitarlo a las condiciones formales de la objetividad. De hecho, lo presuponemos desde ahora, un valor, una cualidad afectiva, una significación mítica, como categorías del sentimiento o de la imaginación son a priori del mismo modo en que lo son las formas de la sensibilidad o las categorías del entendimiento (incluyendo entre estas últimas los a priori de lo que Husserl llamaba las regiones materiales y, por ejemplo, los a priori de la vida o de la intersubjetividad). No obstante, pospondremos estas cuestiones para responder al primer interrogante, «¿por qué el a priori?». Si bien para intentar una respuesta defenderemos el recurso al a priori contra los embates del empirismo, no condenaremos esta última doctrina. Nuestra estrategia, por el contrario, consistirá en su ampliación hasta un empirismo de lo trascendental. ¿Por qué no adherirse sin más al empirismo? Primero, porque su solución al problema del a priori es en exceso sencilla: simple y llanamente niega su existencia. De acuerdo con el empirismo la experiencia es, a la vez, la que ofrece un objeto al conocimiento, la que nos instruye y la que nos permite aprender y hacer progresar al conocimiento: la

¿Por qué el

«apriori»?

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experiencia es un aprendizaje que se perpetúa a sí mismo. Por ende, todo saber que creíamos a priori es en realidad a posteriori. Más aún, tal saber puede ser él mismo un objeto de experiencia: uno puede al menos teóricamente hacer la historia de su elaboración y asignar a su desarrollo condiciones empíricas, psicológicas o culturales. El empirismo, en este punto, se hace acompañar de buen grado del positivismo, el psicologismo o el sociologismo. En consecuencia, el a priori es negado por partida doble: la teoría del conocimiento hace de la experiencia la única fuente auténtica del saber, y la psicología y sociología de la experiencia, en la medida en que representan la experiencia de la experiencia -esto es, un estudio experimental de la experiencia como receptividad y proceso de aprendizaje- revelan los mecanismos del pensamiento formalizante y denuncian el a priori como ilusión. La experiencia es invocada dos veces, para reemplazar y negar el a priori. Es cierto que empirismo y positivismo no son necesariamente solidarios. Asimismo es cierto que sus respectivas concepciones de la experiencia no necesariamente están ligadas, la primera como receptividad, la segunda como determinada, susceptible de una historia determinante. Pero la conjunción de ambas es interesante, porque significa que la experiencia se basta a sí misma. Será en el segundo caso, sin duda, que formularemos nuestras principales reservas. Pero debemos reconocer al empirismo su parte de verdad que no es en modo alguno despreciable. Así, tenemos que admitir, como hace Kant, que todo conocimiento comienza con la experiencia. Con esto afirmamos, antes que nada, que la percepción nos enseña algo y que en este oficio es irreemplazable: el ciego de nacimiento jamás sabrá como quien ve lo que es un color; podrá saber muchas cosas a propósito del color, pero aunque conozca la teoría óptica no hará jamás la experiencia del color y la palabra no tendrá jamás para él la misma resonancia que para quien ve. De cualquier modo, el hecho de que, si bien no puede ser pintor, puede perfectamente ser físico, nos obliga a preguntarnos si la percepción es absolutamente necesaria para la ciencia o incluso si la aprehensión inmediata de lo sensible es ya saber. Volveremos sobre esto. Ciertamente es significativo que el empirismo se haga la misma pregunta. Por el momento, admitamos que la intuición sensible es irreemplazable: aun cuando no se trate todavía de la verdad, el primer contacto entre sujeto y objeto se establece gracias a ella. Nada reemplaza la plenitud, aunque precaria y efímera, si hemos de atender a Hegel, de la evidencia sensible en el aquí y el ahora. Pero hace falta ir más y más

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El «a priori»

objetivo

lejos que el empirismo: no solamente la experiencia es el comienzo del conocimiento, sino su fin: el a posteriori es el fin del a priori. El a priori, diremos nosotros, no es tan sólo la condición formal de la experiencia, la estructura de la objetividad, es un sentido dado por la experiencia. No es tan sólo para la experiencia, se da en la experiencia; siempre mezclado con el a posteriori, porque es la experiencia quien lo propone y quien despierta en nosotros ese saber independiente de la experiencia al que denominamos a priori subjetivo. Por otra parte, hace falta aún conceder al empirismo que este saber a priori subjetivo, como sentido, si bien de iure es independiente de la experiencia, de facto no lo es del todo. No sólo aparece el a priori en el a posteriori, sino que la conciencia de su aparición y su explicitación dependen también de circunstancias empíricas. Hacían falta Tales y Grecia para que apareciera la geometría. Debemos introducir, pues, ciertas distinciones en el a priori: primeramente, según se le conciba en su estado salvaje como saber inmediato pero confuso de un sentido o en su estado explícito, elaborado por la reflexión y, a veces, desarrollado en una ciencia pura, esto es, según se considere, por ejemplo, la espacialidad según la geometría natural o según la geometría euclidiana; en segundo término, entre los a priori los hay que son más universales que otros; volviendo al ejemplo, todo hombre es capaz de esta geometría natural, pero no todo hombre es capaz de aprehender el sentido de lo trágico o de una figura mítica o de un valor moral, esto es, de realizar la presencia de ciertos a priori, de hacer eco del a priori objetivo con el a priori subjetivo. Sin duda, este reconocimiento del a priori objetivo depende en primer lugar y en todos los casos de una condición que es en sí misma trascendental: de la presencia del a priori subjetivo en el sujeto, esto es, de la naturaleza trascendental del sujeto (eso que llamaremos el a priori existencial). No obstante, es menester reconocer que lo trascendental mismo depende de lo empírico y, de manera singular, de lo psicológico, al menos, para su ejercicio, ya que existen condiciones negativas que determinan la aprehensión del a priori: que perciba mal, que esté distraído, que me abandone al sinsentido, todo esto puede hacer que el a priori no aparezca ante mí. Sin duda, existen también condiciones positivas: la educación, el hábito, el medio pueden ayudarme a percibir y a reflexionar sobre lo percibido, en suma, a explicitar el a priori: Grecia formó a Tales. En todo caso, hablamos de condiciones y no de causas. El empirismo puede explicar el ejercicio o el desarrollo de lo trascendental cuando lo trascendental es presupuesto. Pero ¿hará falta ir más lejos,

¿Por qué el

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«apriori»?

admitir que el empirismo puede explicar la adquisición misma de lo trascendental? Podemos sentirnos tentados a conceder esto cuando intentamos comprender, en la historia de una persona, la posibilidad de una conversión o mutación brusca del a priori existencial. Pero si tales cambios llegan a ocurrir, quizá debemos atribuirlos a la libertad y renunciar a explicarlos enteramente por la acción de causas empíricas. La libertad salvaría, así, la pureza de lo trascendental. Si llegásemos a conceder que el a priori subjetivo, en su génesis misma, es susceptible de una explicación empírica y causal, haríamos de él una mera ilusión. Aquí, contra el positivismo psicológico o sociológico debemos fortalecer nuestra posición. Y no es fácil, pues así como desde el punto de vista del objeto están estrechamente ligados lo a priori y lo a posteriori, desde el punto de vista del sujeto lo están lo psicológico y lo trascendental. Insistiremos, no obstante, en su proximidad, porque sólo bajo esta condición hacemos justicia al sujeto concreto. Sólo que dicha justicia consistirá en elevar lo psicológico a lo trascendental más que en reducir lo trascendental a lo psicológico. Entre tanto, debemos mantener las distinciones recién esbozadas y, en consecuencia, tomar nuestra distancia del empirismo y del positivismo. Teniendo en cuenta esto, afirmaremos, de entrada, que la percepción tiene un sentido y que dicho sentido requiere un a priori. Examinemos el primer punto. Si separamos totalmente el contenido sensible del sentido o si hacemos de él un puro dato, ¿cómo buscar la verdad de un contenido tal o cómo hacer de él un criterio de verdad? No exigimos que el pensamiento sea su propio contenido, como lo hace la lógica hegeliana en la que «lo formal, para ser verdadero, debe poseer un contenido conforme a su forma» , porque dicho contenido sería aún formal. Pero ¿no deberíamos acaso reconocer que estamos ya «en» la verdad y que la forma debe darse como inmanente al contenido? Resulta significativo que el empirismo, en la media en que insiste sobre la autonomía del contenido, se vea siempre tentado por el fenomenalismo, como le sucedía a Hume con el atomismo, y que, partiendo de la idea de que el conocimiento tiene a la experiencia como norma, llegue a negar que la experiencia sea conocimiento. El dato irreemplazable, ese primer contacto, se convierte en algo insignificante y resulta sumamente difícil ver cómo, sin estar ligado a 1

1. Citado por J. Hyppolite, Logique et existence, Paris 1951, 212 (versión cast.: Lógica y existencia, 225, la cita proviene de G. W. F. Hegel, Ciencia de la lógica II, Hachette, Buenos Aires 1968, 233).

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un sentido, podría sugerir o verificar significado alguno. Las «experiencias inmediatamente dadas y sin sujeto» de Carnap o las Konstatierungen de Schlick son parientes cercanas de las impresiones de Hume. Ciertamente, estas constataciones le parecen a Schlick «absolutamente válidas, tanto como las tautologías» y con la ventaja de que «las proposiciones analíticas tautológicas son sin contenido, mientras que la substanciación (o constatación) nos aporta el conocimiento auténtico del hecho» . Pero Schlick reconoce que estas constataciones en la forma del so and so here now deben ser expresadas por un gesto designativo, ya que el here and now pierde su sentido tan pronto es pronunciado o escrito. El contenido aquí se aleja radicalmente de la forma que le da un sentido y por esta razón, el empirismo, practicando sin quererlo la identidad dialéctica de los contrarios, se ve tentado por su extremo opuesto, un puro formalismo. Para evitar el problema metafísico de la adecuación del conocimiento y del objeto, Neurath afirma contra Schlick que aun las enunciaciones directas de observaciones no pueden ser comparadas con los objetos que describen y que su verdad no depende de su acuerdo con los objetos observados, sino sólo de su acuerdo con la verdad de todos los enunciados aceptados en un momento dado: «El esfuerzo para alcanzar un conocimiento de hecho se reduce al esfuerzo para poner a los enunciados científicos de acuerdo con el más grande número posible de enunciados protocolarios» (esto es, enunciados de observación que no pueden ser descartados, aun cuando se otorgue un estatuto privilegiado a su carácter sintáctico). Pero finalmente Neurath, como Hume, debe recurrir a la «práctica de la vida» para poder distinguir los cuentos de hadas y el conocimiento de lo real: la apuesta del formalismo no puede sostenerse hasta el final. 2

3

Contra estas soluciones desesperadas, creemos que es necesario reconocer que la percepción tiene el carácter de un pensamiento sintético, o sea, de un conocimiento. ¿Qué conocimiento? Schlick, por ejemplo, retomando y rectificando la distinción propuesta por Russel entre knowledge by acquaintance (conocimiento por presentación) y knowledge by description (conocimiento por descripción), la define como acquaintance por oposición a knowledge o como Erlebnis en tanto 2. M. Schlick, Über das Fundament der Erkenntnis: Erkenntnis IV (1933) 97 (versión cast.: Sobre el fundamento del conocimiento, en A. J. Ayer [ed. ] , El positivismo lógico, FCE, México DF 1965, 215-232). 3. O. von Neurath, Radikaler Physikalismus und wirkliche Welt: Erkenntnis IV (1933)356.

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opuesta a Erkenntnis , (distinción que retoma Hospers en su análisis del arte para oponerla a la ciencia) : el auténtico conocimiento es siempre un conocimiento about (sobre), el conocimiento de «x» es siempre un conocimiento de que «x es y», mientras que la percepción es conciencia, immediaíe awareness y no conocimiento. Pero nos parece que la Gestaltpsychologie corrige este fenomenalismo al mostrar que la percepción es ya conocimiento y no about (sobre) sino in (en): el objeto se me da como significante. Aparece como objeto separado de mí y ofrecido a otras miradas, por ende, objetivo, uno entre otros, identificable, portador de una cierta estructura, de un universal como diría Hegel, que permite conocerlo, reconocerlo y nombrarlo. Sin duda mi percepción no es ingenua y pasiva. Despierta imágenes o saberes anteriores, pone en juego tanto juicios como una esencialización espontánea que es un acto tanto del cuerpo como del pensamiento. La fenomenología se ocupa de la elucidación de este embrollo. No obstante, siempre se puede objetar que el sentido así elaborado si bien es discernido en el objeto, aún es sobre el mismo. Pero nos parece que la síntesis de la intuición y del concepto no es tan sólo el efecto de una actividad conceptualizante y que la presencia inmediata de un sentido nos autoriza a hablar de un a priori. Sin importar cuan difícil sea distinguirlo del significado meramente empírico - y esto se complica aún más por el hecho de que el a priori mismo aparece como múltiple tan pronto es aislado- el a priori es la estructura que constituye al objeto como objeto, la unidad del objeto, su espacialidad, su temporalidad, su carácter inerte o animado, eventualmente su expresión, su cualidad afectiva o su aura imaginaria. La percepción es inmediatamente significante, porque el a priori se da en ella, tal como lo sugiere la psicología de la forma. El empirismo sería verdadero si fuese un empirismo trascendental. 5

Henos aquí ante el segundo punto que nos separa del empirismo. Para crear conocimiento a partir de impresiones que no son conocimiento, esta doctrina se ve forzada a invocar una actividad intelectual inmanente a toda percepción: es más intelectualista que el intelectualismo. Schlick, por ejemplo, muestra que la proposición «esto es azul» implica un acto intelectual de comparación o de asociación. Debemos 4. ¿No es acaso contradictorio, después de hablar de la observación como «sustanciación», decir que la «Erlebnis no es ni el más alto ni el más bajo grado de conocimiento, sino lo dado indescriptible que precede a todo lo demás»? (M. Schlick, Gesammelte Aufsátze, Wien 1938, 193). 5. J. Hospers, Meaning and truth in the arts, University of North Carolina Press, Chapel H i l l N C 1946, 233.

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recordar también el papel que Locke asigna al entendimiento humano o que Hume otorga a la imaginación. Ahora bien, las pretensiones de dicha actividad han de ser restringidas: el sentido que recibe la percepción no es enteramente elaborado por ella. El sujeto no es, de entrada, una tabula rasa sobre la cual vendrían a imprimirse las cualidades sensibles o, como en Hume, en la cual las impresiones se darían cita para ejecutar leyes de asociación y pasividad. Diremos simplemente que tiene ojos que son sus ojos. La percepción no está solamente orientada por la organización corporal del sujeto, sino también, en la medida en que lo orienta en el mundo, por su apertura al mundo, por su aptitud para leer el sentido. Justamente por esto implica un a priori que puede ser definido, en tanto que existencial, por la aptitud del sujeto para discernir un sentido y, consecuentemente, para lograr un acuerdo con el mundo: este a priori, pues, designa la estructura de una conciencia encarnada, de un cuerpo que no es solamente cosa sino conciencia. Esto significa, tal como lo hemos sugerido antes, que si bien la experiencia nos enseña siempre algo, el conocimiento no es tan sólo una cuestión de aprendizaje: algo es siempre conocido de modo previo, no hay génesis total del sentido, el a priori es precisamente eso de lo que no hay génesis. Y no es necesario operar la reducción husserliana para pasar de lo empírico a lo trascendental, ya que la reducción si bien neutraliza lo empírico al suspender la actitud natural, no descubre un nuevo sector. La vuelta al origen, tal como la lleva a cabo Husserl cuando la fenomenología se hace genética, es una vuelta a lo trascendental: nos hace asistir al surgimiento de un sentido contemporáneo del advenimiento de la conciencia. No obstante, no diremos, como Husserl, que la subjetividad trascendental se descubre entonces como el a priori constituyente, sino más bien que el sujeto es portador del a priori. En Husserl, todo acto intencional (y toda esencia, como lo veremos) corre el riesgo de ser a priori, porque el a priori reside fundamentalmente en la operación de la conciencia: todo lo psicológico queda trascendentalizado. No obstante, podemos trazar una fron7

6. Ciertamente, Locke imputa el error (la confusión) a las palabras más que al entendimiento: «I charge this rather upon our words than understandings» (An Essay Concerning Human Understanding, 118). 7. N o debemos tomar aquí la imaginación en el sentido en que lo hace Hegel cuando comenta a Kant, sino como el instrumento de una actividad inconsciente o pasiva, dado que los principios de la naturaleza humana de cierto modo se ejercen antes de que el sujeto sea constituido; en esto Hume es más profundamente empirista. La actividad del entendimiento será la prolongación natural y correctiva de esta actividad subliminal.

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tera más nítida entre lo a priori y lo o posteriori y evitar el idealismo de la constitución, si definimos el a priori como lo inmediato que carece de una génesis empírica o de aprendizaje: como la evidencia antipredicativa que presupone toda evidencia. Cuando el a priori aparece ante mí, incluso después de un acto de percepción, lo hace como inmediato, de la misma manera en que se organiza una figura en las experiencias de la psicología de la forma. La inmediatez del a priori es tan inagotable como el objeto del cual es el sentido, pero se presenta siempre -cada vez que me es dado en una nueva percepción- como inmediato. Esta inmediatez no es la de la percepción - l a inmediatez del contacto siempre nuevo, siempre refrescante que tengo con lo sensible, incluso cuando este contacto está mediatizado por el saber y el hábito. Es la inmediatez de un sentido, de una evidencia y no de un contacto. El a priori se revela como una estructura necesaria del objeto percibido: inmediatez lógica más que psicológica. Y esta inmediatez implica que yo tengo ya del a priori una comprensión inmediata. Su actualización y, con mayor razón, su explicitación están ligados a condiciones empíricas, pero no su presencia virtual en mí. La inmediatez del conocimiento o, mejor, del reconocimiento del a priori implica esta virtualidad. La inmediatez de la experiencia del a priori implica que sea, en su aspecto subjetivo, independiente de la experiencia y, consecuentemente, también inmediato: hará falta conjugar lo inmediato del sentido y lo inmediato de la aptitud para discernirlo. En otras palabras, del mismo modo que no hay génesis total de la aprehensión del a priori objetivo, no hay génesis total del sujeto como capaz de a priori subjetivos. Debemos rechazar aquí la reducción de lo lógico a lo cronológico. El empirismo busca explicar mediante un recuento histórico aquello que ha de ser entendido como ante-histórico; no quiere admitir un comienzo absoluto, ni en la percepción, ni en el sujeto, ni en el orden del conocimiento, ni en el orden el ser. Debe, pues, contar una historia sin comienzo. Evidentemente - y encontramos este mismo problema en el caso de la libertad- este comienzo se sitúa en una historia, pero para comprenderlo hace falta dejarla atrás. Sin duda, no podemos escapar al tiempo, pero lo a priori está en el tiempo como algo que no se explica según el tiempo. Esto no nos obliga, como hace Husserl, a invocar una temporalidad trascendental de la conciencia como presente vivo, origen del tiempo empírico. En lo personal, no comprendo esta dualidad del tiempo. La conciencia es exhaustivamente temporal pero de un modo tal que el tiempo también reside en ella. La conciencia es conciencia del tiempo, no sólo conciencia en el tiempo.

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objetivo

¿Nos ayuda esto a comprender al sujeto, en cuanto portador del a priori, como comienzo absoluto? ¿Podemos entender cada acto del sujeto, cada actualización del a priori en una percepción y, consecuentemente, cada percepción en cuanto aprehensión del sentido como un comienzo para el conocimiento y como el comienzo del conocimiento? Sí, ya que el sentido escapa al tiempo -tal como lo sintió con profundidad Spinoza- no podemos hablar de él en términos de tiempo. Y aun cuando la aprehensión del sentido se cumple en el tiempo, no puede ser explicada como un proceso temporal. La posibilidad de aprehender inmediatamente un sentido en la experiencia nos invita también a comprender el sujeto como inmediatamente constituido, como trascendentalmente contemporáneo del mundo en razón de su acuerdo con él. El sujeto posee una naturaleza trascendental. El empirismo tiene razón al afirmar que sólo existe el individuo, pero corre el riesgo de disolver finalmente la individualidad en las determinaciones empíricas. ¿Puede uno, no obstante, hacer de lo trascendental un agente de individuación? Quizá, a condición de concebir la individualidad como singularidad, esto es, como unidad de lo universal y lo particular. Pero lo universal aquí no es un universal abstracto, un sistema de condiciones lógicas. Por ende, no es más fácil distinguirlo de lo individual que distinguir lo a priori de lo a posteriori. Aun en su forma lógica, el a priori no pertenece a un entendimiento separado cuya actividad lo pondría enjuego. Constituye la naturaleza misma del sujeto. Sin duda, y pese a que nos habíamos preocupado hasta ahora por distinguirlos, nos veremos obligados a aproximar peligrosamente lo psicológico y lo trascendental. Comprenderemos, pues, que lo psicológico es trascendental sin llegar a neutralizar lo trascendental en lo psicológico. Así como hay inmediatez en la comprensión, también hay inmediatez en el sujeto. Él mismo es comienzo en tanto que es capaz de un conocimiento inaugural, en tanto que es portador de la comprensión del sentido que surge ante él. Pero este conocimiento también se sitúa en la historia: el nacimiento es un acontecimiento bivalente, que confiere al sujeto una naturaleza pero investida por la dignidad de lo trascendental. Este acontecimiento es un advenimiento: venir al mundo es ser capaz de mundo. Las teorías genéticas no tienen ascendencia alguna sobre esta génesis absoluta: si bien uno puede elaborar tanto una historia de la conciencia, como una historia de la vida, es siempre la conciencia la que se busca y, al hacerlo, se interroga sobre los comportamientos animales o vegetales; es ella quien escribe su propia historia y se concibe como producto.

¿Por qué el

«apriori»?

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¿Qué conciencia si no la del sujeto consciente? Ahora bien, el empirismo (salvo, quizá, Hume) no puede explicar la génesis del sujeto más que trascendentalizando lo psicológico. Por esta razón, siempre acaba recurriendo a una instancia ingenerable, pero tomando prestado del idealismo la noción de una conciencia trascendental bajo el nombre de entendimiento, de imaginación o de principio de la naturaleza humana. Así, puede invocar una actividad formalizante y, como el positivismo, justificar una lógica formal. Pero este pensamiento que dice yo es también un yo. Es una naturaleza pensante: el sujeto trascendental solamente es sujeto cuando es concreto. No hay encarnación, hay sujetos encarnados: tú y yo; «oh, carne», como decía Descartes a Gassendi. Pero Descartes sugería también que el cuerpo del hombre es incomparable al del animal. Esta es una manera de decir que en la sustancia singular completa, en la persona, naturaleza y espíritu son uno. Justamente la persona es lo ingenerable. Vemos, pues, que si mantenemos la idea del a priori, no es por llevar la contraria al empirismo, sino para respetar mejor que él los privilegios de la experiencia: para dar cuenta del hecho de que la experiencia presenta sentidos de modo inmediato y que dichos sentidos son accesibles a un sujeto concreto. Más aún, el empirismo no excluye la noción de a priori. Sólo disputamos la concepción del mismo ofrecida por el empirismo y por un cierto idealismo. Por esta razón, nuestra primera tarea consistirá en deslogizar el a priori, de traerlo de nuevo a la tierra. Descubriremos que, en su modalidad objetiva, es inmanente a la experiencia y que en su modalidad subjetiva es patrimonio del sujeto concreto.

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EL «A PRIORI» FORMAL

El a priori objetivo es el sentido que habita el objeto y con el cual el sujeto mantiene un acuerdo primordial: es formativo sin ser formal y sin estar impreso desde fuera sobre un contenido al modo de un sello lógico que deja su marca sobre una materia empírica. No obstante, tuvo que pasar un tiempo para que se abriese camino en la fenomenología la idea de un a priori material, idea que nos depara más de una sorpresa y no está, como veremos, libre de equívocos. La idea de un a priori formal lleva consigo su propia carta de recomendación: al tiempo que confiere al a priori un carácter lógico, asegura a la lógica su primacía. Esto se percibe claramente en la obra de Husserl, en la que la proliferación del a priori responde a la preocupación por reencontrar el camino de una ciencia auténtica. Pero lo vemos ya en la de Kant, en la que el a priori es definido por criterios lógicos. La necesidad y la universalidad son, en efecto, criterios lógicos que califican una proposición. Cuando los introduce, Kant los vincula al juicio: «Si se encuentra... una proposición que, al ser pensada, es simultáneamente necesaria, tenemos un juicio apriori»\ Es verdad que, más adelante, Kant habla de la universalidad y necesidad del concepto (cuando se ocupa del concepto de causa) y también «de otras representaciones puras a priori (por ejemplo, las de espacio y tiempo)» . Pero los conceptos puros del entendimiento o las formas puras de la sensibilidad deben ser explicitados en proposiciones, principios del entendimiento puro o teoremas matemáticos. Estos juicios son susceptibles de necesidad y universalidad: tal como lo son los juicios sintéticos a priori que dan testimonio de «una especial fuente de conocimiento, es decir, a una facultad de conocimiento a priori» . Aun cuando el ámbi2

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1. I. Kant, Crítica de la razón pura, 43 (B 3). 2. Ibid, 226 (A 196). 3. Ibid, 44 (B 4).

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to de lo a priori se extenderá a la moral o a la estética, siempre se expresará en juicios a priori y será referido a criterios lógicos*. Esto no carece de consecuencias. Primeramente, se reconocen tan sólo a priori formales, únicos que dan la talla de los criterios kantianos, lo cual limita indebidamente el campo de lo a priori. En segundo término, si se asignan dichos a priori a un sujeto constituyente, a su vez formal, uno es conducido irremisiblemente a la idea de constitución. Por ende, si queremos, por una parte, establecer que el a priori no es siempre formal y, por otra, que lo formal no es siempre a priori, tendremos que volver sobre estos criterios y poner en cuestión su significación lógica. El propio Kant puede ayudarnos en esta doble tarea, primero que nada, sugiriéndonos cómo extender el imperio de lo a priori más allá de lo formal. Sin duda, es incontestable el hecho de que nunca concibió un a priori material. Scheler se lo reprocha: «La identificación del a priori con lo formal es el error fundamental de Kant» . De manera similar, Husserl se lamenta de que «Kant haya carecido de una concepción fenomenológicamente correcta del a priori» . Para justificar la idea del a priori material, hace falta, sin duda, establecer la diversidad de los a priori: intentaremos mostrar que hay del a priori diversos modos cuya variedad misma obliga a flexibilizar los criterios kantianos. No obstante, fieles en este respecto a la introducción de la Crítica, definiremos el a priori como conocimiento, atribuyéndole así un contenido positivo, y como regla o principio, restringiéndolo a un ser formal sin presuponer, como lo hacía Hegel, que la forma pueda engendrar el contenido. Pero para dar aquí un primer ejemplo de esta diversidad, podemos justamente inspirarnos en Kant. Al asignar varias fuentes al a priori, en particular, al conferir los privilegios del a priori a la forma de la sensibilidad, Kant prohibe la logización total del a priori: lo formal no implica ya un formalismo lógico cuando designa la forma de la sensibilidad. Por otra parte, se podría mostrar, a propósito del a priori de la sensibilidad, más fácilmente que respecto de los a priori del entendimiento, aun cuando esto último no sea imposible, que, a pesar de ser a priori, no proceden de la naturaleza subjetiva del 4

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* N. de la T.: Para una opinión contraria sobre la dislocación de lo lógico cuando categorías y sensibilidad no tienen como cometido la constitución de una objetividad, cf. J. F. Lyotard, Leqons sur l'analytique du sublime, Galilée, París 1991. 4. M. Scheler, Le formalisme en éthique, Gallimard, París 1955, 76 (original alemán: Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Franke, Bern 1954, 74). 5. E. Husserl, Logische Untersuchungen II, 203 (versión cast: Investigaciones lógicas II, trad. M. García Morente y J. Gaos, Alianza, Madrid 1999, § 66, 746).

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sujeto: la espacialización y la temporalización, que son, ciertamente, actos del sujeto, no son más que una respuesta a un espacio y a un tiempo originariamente dados. Son constituyentes de cara a los fenómenos, pero no constituidos en y por el sujeto. Sin embargo, al oponer a la forma de la intuición «que sólo suministra variedad a la representación», la intuición formal que «le proporciona unidad», ya que el «entendimiento determina a la sensibilidad» , Kant restaura la significación formalista de lo formal a expensas de la originalidad irreductible de la intuición. Como señala Tran Duc Tao, esto equivale a «suprimir la autonomía de la Estética y absorber todo el sentido de la objetividad en las condiciones lógicas del conocimiento» . En todo caso, el carácter a priori del espacio y tiempo originarios dados en calidad de intuición queda comprometida, ya que dicho carácter queda medido por la índole lógica de las proposiciones que los explicitan y no por el carácter originario del objeto de dichas proposiciones. Al mismo tiempo, se otorga una posición privilegiada a los a priori del entendimiento para los cuales esta explicitación va de suyo . 6

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6. I. Kant, Crítica de la razón pura, 162 (B 161). 7. T. Duc Tao, Phénoménologie et materialisme dialectique, 110 (versión cast.: Fenomenología y materialismo dialéctico, Lautaro, Buenos Aires 1959). 8. Heidegger, como sabemos, quiso en un punto de su carrera volver al primer pensamiento de Kant y rehabilitar la Estética. Sin embargo, lleva cabo esta rehabilitación de un modo tal que los a priori, en lugar de verse restaurados en su diversidad, quedan en entredicho. Así, en lugar de privilegiar el entendimiento, Heidegger afirma la unidad esencial de la intuición y del concepto que caracteriza al conocimiento finito y que se manifiesta en la síntesis veritativa (cf. M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, México DF 1986, 58). Pero asigna al entendimiento lo que pertenece propiamente a la sensibilidad: «El acto originario del entendimiento... es el gegenstehenlassen» (ibid., § 16, p. 67), el acto de orientarse hacia para encontrar algo. Sin duda, «este hacia del orientarse previo no puede pues ser intuido por nosotros en el sentido de una intuición empírica» (ibid., § 25, p. 108), se trata del objeto trascendental x que hay que distinguir de la cosa en sí y que es el horizonte de la trascendencia. Pero no nos parece que esta conciencia de horizonte ponga suficientemente en juego al entendimiento: los conceptos del entendimiento tienen un sentido más específico, en lugar de representar la totalidad, la determinan. Más aún, Heidegger atribuye la apertura de este horizonte a la imaginación trascendental. Pero, este desplazamiento nos hace perder lo específico de los a priori de la imaginación, y nos hace también perder de vista los a priori del entendimiento. La subordinación del concepto a la intuición en la fenomenología del gegenstehenlassen no conduce más que a descubrir la nada como cincel del ser: «Sólo si esta objetivación es un exponerse y detenerse en la nada, puede el representar permitir el encuentro con un no-nada - e n vez de la nada y en ella-, es decir, con algo como un ente» (ibid., 69). Tal cosa no carece, sin duda, de importancia: Heidegger se preocupa de tal modo por mantener la finitud de un conocimiento subordinado a la receptividad de la intuición que la sola iniciativa de la subjetividad le parece el acto de tenerse en la na-

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Una segunda manera de deslogizar el a priori consiste en discutir cada uno de los criterios que Kant le impone de manera individual. Quizá estos criterios perderían su autoridad si dejásemos de considerar al a priori en su estado elaborado, expuesto como elemento de un conocimiento puro. Si, en efecto, el a priori es llamado formal, no es tan sólo porque se limite a expresar la forma del discurso - u n a exigencia puramente lógica-, sino porque prestamos atención a la forma en la que se expresa, considerándolo de esta manera la fuente de proposiciones umversalmente válidas. Por esta razón, Scheler hace del a priori el objeto de una intuición inmediata que garantiza su validez. Sin embargo, debemos resistirnos a esta tentación de localizar lo a priori en su forma, ya que esto nos conduce a definirlo como forma. Por esta vía se hace del a priori un carácter lógico de las proposiciones y, finalmente, como lo hace Schlick, sólo de las proposiciones analíticas. Esto sucede porque se le ha logicizado para explicitarlo y porque lo que es dicho importa menos que la manera en que es dicho. Una vez más, la forma, convertida en criterio, es priorizada en detrimento del contenido. Si recusamos estos criterios, llevamos nuestra atención de vuelta al contenido. La primera precaución a tomar contra esta tendencia formalizante es la de considerar al a priori en su estado salvaje: no tal como aparece cuando es elaborado por una reflexión que lo explícita y explota, sino tal como aparece inmediatamente en el corazón de la percepción, cuando constituye en nosotros un saber primitivo que organiza la percepción sin proceder de ella, más bien reactivado por ella. Así, haría falta invocar la experiencia de la espacialidad antes de la geometría, de la pluralidad antes de la teoría del número, de lo trágico antes de una estética pura como teoría de las cualidades afectivas, de la dominación antes de una sociología pura de la intersubjetividad, del mito antes de una teoría de los arquetipos. El a priori es, entonces, el sentido inmediato aprehendido en la experiencia, inmediatamente reconocido. Y sus criterios son los que desarrollaremos en el curso de esta exposición. El a priori constituye al objeto como objeto significante, da como un espacie de juego en el que algo puede aparecer. Pero la humildad heideggeriana es tan funesta para el a priori como la presunción hegeliana: ya que el a priori mismo, en la medida en que es parte del hombre, no es más que nada, o, si de lo prefiere, este horizonte vacío de la objetividad no es más que espera del objeto y no una regla para el objeto y, con ello, estructura anticipada del objeto. El a priori designa la manera en la que el ser finito va al encuentro de lo real: no puede hacerlo con las manos vacías. Pero, al querer remontarse al fundamento de lo trascendental, Heidegger pierde lo trascendental.

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es en nosotros la comprensión pre-dada del sentido dado en el objeto; asegura a la vez la objetividad del objeto y la objetividad del conocimiento. Pero este conocimiento es antes que nada, un reconocimiento, el sentimiento de una familiaridad que no es obligatoriamente universal y necesaria. O, más bien, y esto es lo que nos importa aquí, la necesidad y la universalidad cambian de sentido: no designan ya la absoluta validez de una proposición, sino la objetividad de un objeto. En el primer caso, 7 + 5 = 12 puede ser considerado como un juicio analítico, tal como lo considera el positivismo lógico y la matemática puede, entonces, ser reducida a la lógica. Pero el a priori pierde tanto su sentido como su contenido para convertirse en la mera cualidad de una tautología. Pero si, de hecho, 7 + 5 = 12 es un juicio sintético, esto se debe a que el 12 es un personaje nuevo en la serie de los números y porque la proposición me dice ya algo del mundo, de la naturaleza del mundo como espacial y poblada de objetos. Y me lo dice porque soy llevado por una experiencia primitiva, pre-empírica del espacio y de la cantidad, gracias a la cual puedo «construir» en el espacio y «manipular» números. En todo caso, volviendo sobre los criterios kantianos, es importante distinguir, por una parte, la necesidad y la universalidad lógicas de las proposiciones - p o r ejemplo, las del encadenamiento de los conceptos matemáticos construidos a partir de la intuición pura- y por otra, la necesidad y la universalidad del a priori mismo. Pero, de entrada, hace falta distinguir la necesidad física en la naturaleza y la necesidad intelectual en el logos: distinguir, pues, la avalancha que me aplasta de la idea que se me impone, esto es, distinguir entre la constricción y la obligación. Existe un equívoco particular en la idea de necesidad: esta puede ser la constricción material impuesta a un objeto por otro objeto (la necesidad del agua de hervir bajo la acción del fuego) o por su propia naturaleza, más o menos en concurrencia con la acción de causas exteriores (la necesidad de que tal o cual capullo se convierta en tal o cual flor), constricción que puede también ser ejercida sobre mí en tanto que soy cosa entre las cosas. O bien, puede la necesidad ser la obligación por la cual, como sujeto, debo rendirme a la evidencia: sea la evidencia de un principio tal que al adherirse a él mi inteligencia es propiamente autónoma en tanto rectifica una ley que es su propia ley y que está en armonía con ella, o bien, sea la evidencia de una idea que expresa o explica la necesidad física. De cualquier manera, la necesidad de la evidencia debe ser distinguida de la necesidad de la constricción.

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Hace falta, pues, refinar estas nociones e introducir una nueva distinción entre la necesidad física y el pensamiento de dicha necesidad. Este último puede considerar la necesidad de hecho según dos ópticas. Cuando se sitúa en el orden de la modalidad y «como algo cuyo no-ser puede pensarse» , la necesidad de hecho aparece como contingente y, consecuentemente, como injustificada, por lo que se opone siempre a la necesidad de derecho que rige el encadenamiento de las ideas y cuya racionalidad justifica y permite justificar, ya que gracias a ella un razonamiento es válido. Pero, por otra parte, cuando el pensamiento concibe la contingencia apoyado en «los cambios y no simplemente [en] la posibilidad del pensamiento de lo contrario» la define como «algo que sólo puede existir en cuanto efecto de otra cosa» y, por ende, como idéntico a la necesidad que afirma el determinismo. Este pensamiento introduce un orden en la sucesión, convierte la necesidad bruta en necesidad inteligible. O más bien, permite, aprehender, comprender, la necesidad bruta expresándola en la ley empírica sin, por un lado, justificarla y convertirla en necesidad de derecho, y sin, por otro, producirla, esto es, sin crear el acontecimiento. En breve, que la avalancha me aplaste no es contingente más que en sentido de que es injustificable, pues, tal como el hecho se opone al derecho, pero es explicable a través de la causalidad por cuanto el hecho es comprendido por la idea como distinto de la idea. 9

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Así, somos llevados a distinguir dos aspectos de la necesidad intelectual, según reflexiona sobre sí misma o según piensa la necesidad física, esto es, según el derecho o según la idea. Cuando formo la idea de la avalancha, de sus causas y de sus efectos, no se trata ya de una necesidad lógica o formal como cuando llamo necesario a aquello cuyo contrario implica contradicción o como cuando me veo constreñido a ser fiel a los principios que se me imponen o a las definiciones que planteo y que conciernen a la realidad formal de la idea. Se trata de la forma misma o de la esencia de las cosas y de sus relaciones, más allá de la necesidad bruta y contingente de los hecho. Debo ser fiel a la realidad objetiva de la idea en la medida en que la idea sea verdadera, esto es, que diga lo que es: la verdad me obliga, pero de tal modo que puedo evadirla, porque la evidencia no procede de mí mismo. La necesidad no expresa, pues, una exigencia de rigor lógico, expresa el ser del universo: una necesidad de esencia que funda en razón 9. I. Kant, Crítica de la razón pura, 256 (B 290). 10. Ibid.

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la existencia de la cosa o el surgir del acontecimiento. Esta necesidad puede ser denominada material, en cuanto opuesta a la necesidad puramente formal, incluso cuando no se trate del registro puro y simple de la necesidad física. Esta necesidad aparece cuando puedo afirmar: es de la esencia de... (del espacio tener tres dimensiones; del cuerpo, ser extenso; del hombre, pensar). En el caso de la necesidad lógica, la universalidad se sigue de la necesidad, por cuanto el pensamiento debe ser fiel a sí mismo y por cuanto la negación de una proposición necesaria es contradictoria. Aquí, la necesidad se sigue de la universalidad en la medida en que esta última es entendida como una estructura del universo y en la medida en que es el universo el que constriñe al pensamiento. Ahora bien, nos parece que esta última forma de la necesidad es la del a priori. Cuando hablamos de la necesidad del espacio y del tiempo, por ejemplo, se trata de la necesidad de un presente, de lo irrecusable de un dato: espacio y tiempo se imponen como figuras del universo, de la misma manera en que, según Kant, la ley moral se impone no solamente como exigencia formal de la razón, sino también como argamasa de un universo de conciencias, de la misma manera, diremos nosotros, en que se imponen los a priori afectivos o los a priori de la imaginación como estructuras posibles de un mundo. El a priori comporta ya una necesidad material en la cual el universo se revela y a través de la cual es percibida la necesidad física. La necesidad formal, por el contrario, pertenece a los juicios sintéticos a priori en tanto que son juicios pero no en tanto que son a priori. La necesidad formal califica su forma y no su contenido. El a priori mismo, si es una forma, lo es del universo y no del pensamiento. No es una regla del pensamiento, sino una regla para el pensamiento, porque es impuesta por el universo. Pero ¿no equivale esto a decir que no es trascendental más que a condición de ser trascendente, en el sentido en el que la fenomenología entiende esta palabra? No debemos apresurarnos aquí: si el a priori es dado, no está dado como una cosa sino como una esencia: la necesidad que manifiesta es una necesidad de esencia. Pero para justificar este rechazo del formalismo, hace falta aún considerar el otro aspecto de los criterios del a priori, la necesidad y universalidad con las cuales se me impone según la extensión y no según la comprensión. En efecto, la necesidad y la universalidad tienen también una significación antropológica y tenemos el derecho de confrontar esta significación con la significación lógica, ya que es posible que la idea de universo no adquiera todo su sentido más que cuando se

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realiza una comunidad humana en la que teoría y práctica no estén ya disociadas . Lo que se impone al espíritu y, por ende, a todo espíritu, es necesario; lo que es universalmente admitido, de suerte que nadie puede pensar de otro modo, es universal: la realidad cultural debe corroborar los criterios lógicos. Pero la necesidad puramente lógica no tiene necesidad de esta confirmación porque la presupone: el espíritu cuya adhesión solicita es un espíritu impersonal, una naturaleza pensante en general como el cogito cartesiano, que se supone idéntica en todos los espíritus de modo que lo que es verdadero para uno es inmediatamente verdadero para todos sin que la experiencia histórica del consensus sea requerida. De manera similar, la universalidad tiene dos sentidos inmediatos: excluye la excepción y excluye la oposición tanto el ejemplo contrario como la negación de una proposición universal son contradictorios y han de ser descartados. No sucede así, empero, con la necesidad empírica: en la medida en que no excluye la contingencia, no excluye la falta de reconocimiento. O, más exactamente, porque debe ser reconocida por los sujetos capaces de experimentarla, debe probar su verdad apelando a dichos sujetos. Sólo de esta manera puede ser admitida una ley empírica en la comunidad científica, e incluso entonces jamás queda garantizada su invulnerabilidad. Ahora bien, parece que ciertos a priori no se imponen más que con cierta reserva y, en ocasiones, sin unanimidad. Si, por ejemplo, se admite que los valores o las categorías estéticas son a priori, debe admitirse que estos a priori no son universalmente reconocidos y que su aparición está sometida a la historicidad. Esto nos obligará a decir que estos a priori son estructura de un mundo y no del universo o de regiones del universo y, al mismo tiempo, a admitir una diversidad irreductible de sujetos concretos en tanto que abiertos a ciertos a priori. En todo caso, para que estos sujetos puedan ser reconocidos como sujetos, ¿basta con que otorguen un mismo asentimiento a las reglas de la lógica formal? Quizá tengan que estar de acuerdo también sobre ciertos a priori que podrían ser caracterizados como formales en la medida en que definen la forma del universo, esto es, la forma de un objeto común en el cual las subjetividades se encuentran y se reconocen entre sí: espacio y tiempo son universales en tanto que constituyen la forma del universo como objeto de experiencia posible y en tanto que definen un modo de intuición común a todo hombre y, quizá, como dice Kant «a 11

11. Cf. L. Goldmann, La communauté humaine et l 'Univers chez Kant, sur lapensée dialectique etson histoire, PUF, Paris 1948, 130.

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todo ser pensante finito», esto es, a todo «ser que, tanto desde el punto de vista de su existencia como de su modo de intuir... [sea] dependiente» . Lo que aquí es histórico o contingente es tan sólo la explicitación y explotación de estos a priori hasta el punto en que se haya desarrollado la matemática. Por el contrario, en lo que concierne a los a priori del entendimiento, uno puede preguntarse si tienen la misma universalidad y, por ejemplo, si la categoría de causalidad pertenece al sujeto pensante en general, al yo pienso impersonal o pre-personal o solamente a una cierta mentalidad denominada lógica: ¿es posible concebir una humanidad para la cual el principio de causalidad no tenga función alguna o una función tal que el principio pierda una buena parte de su sentido - u n sentido que consiste en definir una sucesión objetiva «consistente en que los fenómenos del tiempo anterior determinan toda existencia en el tiempo siguiente» ? Dicho de otro modo, ¿define el principio de causalidad una forma necesaria del universo? Puede parecer extraño que invoquemos aquí el testimonio de la sociología. ¿No se trata, bajo otro aspecto, de un retorno al psicologismo? ¿No recaemos en un sentido empírico de la universalidad que Kant proscribía para la Crítica porque mide la universalidad a partir del número de casos observables? Sí; no obstante, uno puede preguntarse si la referencia a lo empírico no está implícita incluso en la persona que lo descalifica. La universalidad de derecho que se funda sobre la necesidad lógica es distinta de la generalidad, pero no puede ignorar del todo a esta última. No puede contentarse con ser la universalidad abstracta de las conciencias posibles, quiere realizarse en el mundo de los hombres y de la cultura, como universalidad moral en el Reino de los fines devenido comunidad concreta. Sin duda, aun cuando el universal puede juzgar a la historia e incluso inspirarla en alguna ocasión, no puede ser identificado con lo histórico. A menos que uno identifique hecho y razón, como lo hace Hegel, no es posible encontrar lo universal en la sustancia del Estado. Sin embargo, el universal no sólo aspira a realizarse en el mundo humano, está enraizado en él. Su posibilidad misma surge en la intersubjetividad vivida en el mundo de la vida. Pero hablar de la posibilidad de un a priori que es, a su vez, una condición de posibilidad, ¿no equivale a salir en busca de una génesis empírica de lo trascendental? Sí, en el sentido en que puede haber condiciones empíricas no para el ser de lo trascendental 12

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12. I. Kant, Crítica de la razón pura, 90 (B 72). 13. Ibid, 229 (A 199).

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pero sí para su aparecer. Consecuentemente, el a priori no puede escapar la prueba de la historia recusando su propia historicidad. Reencontraremos esta idea por otras vías, ya que el a priori es un sentido dado en la percepción que define una naturaleza humana concreta y no una «conciencia en general». Por el momento, hemos sido llevados hasta este punto por el examen de los criterios del a priori: su universalidad no excluye toda referencia a la generalidad empírica. Es más, esta universalidad conserva algo de lo empírico mismo: que la categoría de causalidad sea universal en tanto forma del universo no implica que sea universal en el sentido de ser universalmente reconocida y practicada. Puede ser que no aparezca sino a ciertos espíritus que serán por ello diferentes sin ser, no obstante, radicalmente extraños, del mismo modo que determinados valores o figuras de la imaginación no aparecen a otras mentes (en cuyo caso tendríamos que decir que estas últimas viven en el mismo universo que nosotros - s i ciertas formas del universo se les dan como a nosotros- pero en un mundo distinto). Dicho de otro modo, la necesidad del a priori no es necesariamente experimentada. No procede, pues, de una conciencia en general capaz de promover una necesidad puramente lógica. Y esto nos prohibe identificar lo a priori con lo formal, incluso si se asigna lo formal a dicha conciencia. Falta aún mostrar, de manera inversa, que lo formal no es siempre a priori. Si hemos podido sostener que el a priori no es siempre formal, esto se debe a que hemos, al menos, respetado su carácter trascendental, esto es, porque lo hemos considerado en su función constituyente (sin apelar, pese a todo, a una actividad constituyente). El a priori no es necesariamente una forma que garantiza la objetividad del objeto. Este mismo carácter es el que nos autoriza ahora a negar a lo formal el monopolio de lo a priori. En esto seguimos aún a Kant, que distinguía la lógica formal de la trascendental. Esta última devela el a priori especificando su uso: el a priori es para un a posteriori, una forma para un contenido. Esta forma no es, con todo, meramente formal. Si bien la necesidad lógica es originalmente distinta de la necesidad material, al menos transita a la segunda cuando la funda -hasta tal punto que Hegel ve en este tránsito una forma primera de la identificación especulativa de logos y naturaleza. Lo mismo vale para la moral, definida con demasiada frecuencia como un formalismo; no en vano, la forma de la intención, esto es, la universalidad racional de la máxima no sólo requiere de la acción práctica {actúa de tal modo que...), sino que también determina o incluso da un contenido: el objeto de la ley, es la persona capaz

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de autolegislarse, como lo enseña la segunda fórmula del imperativo, o el Reino de los fines, tal como lo enseña la tercera fórmula. Es más, el destino del a priori está ligado no a los juicios analíticos sino a los sintéticos, por ende, a juicios que dicen algo sobre la experiencia. Consecuentemente, afirmar la idea del a priori material no nos enfrenta a Kant, sino al empirismo que encuentra escandalosa la afirmación de un contenido no empírico dado y que, si bien admite la idea de un a priori, no lo concibe más que como rigurosamente formal: como carácter de una proposición tautológica y no de un saber objetivo. Desformalizar el a priori es, pues, renunciar al formalismo, esto es, a la idea de un a priori puramente lógico que pertenecería a una lógica de la forma más que a una lógica de la verdad o que definiría solamente las condiciones formales de validez para un discurso y no las estructuras objetivas de la realidad para un objeto. Este formalismo a ultranza no puede expresarse más que a través de juicios analíticos, mientras que el a priori se explícita a través de juicios sintéticos. Podríamos mostrar esto de dos maneras: De entrada, subrayando que la lógica formal (o incluso la lógica simbólica) no comporta a priori alguno, aun cuando el positivismo lógico considera el a priori analítico compatible con una teoría empirista del conocimiento. El propósito de la lógica formal es clarificar la estructura lógica de un enunciado y las consecuencias lógicas de la designación de ciertas proposiciones como verdaderas. Pero los valores verdadero y falso se definen fuera de toda adecuación a la experiencia y no tienen sentido más que en su oposición recíproca. La estructura formal del discurso no tiene nada que ver con la estructura de la experiencia. El logos de esta lógica no tiene nada de hegeliano. Las proposiciones que formula son analíticas, constituyen normas para el discurso y no para la experiencia. Su necesidad adquiere por ello un carácter de cierto modo mecánico, lo cual no resta mérito alguno a los lógicos que descubren su formulación a través de un difícil proceso de formalización, pero sí explica que puedan ser a su vez instrumento de una mecanización: sabemos que la lógica simbólica permite diseñar la estructura teórica de los ordenadores. Tales maquinas están hechas para llevar a cabo cálculos conforme a ciertas estipulaciones análogas a las reglas de un juego de ajedrez. Los ordenadores operan en el ámbito de la analítica, sus adiciones no son síntesis; 7 + 5 = 12 no tiene el mismo sentido para ellos que para Kant: no hacen matemáticas incluso cuando efectúan operaciones matemáticas. Y no podríamos esperar de ellos juicios sintéticos relativos a la experiencia. Se conforman con manipular analíticamente los símbolos con los cuales intentamos aprehen-

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der a continuación la experiencia. Por perfecto que podamos imaginar a un robot, no actuará jamás sino en virtud de juicios analíticos, no hará más que desarrollar o poner en práctica ciertas implicaciones necesarias. Será una experiencia, pero no tendrá relaciones con la experiencia. No alcanzará jamás lo verdadero y lo falso y lo verdadero sólo existirá para la persona que lo usa. La necesidad de su comportamiento ilustrará la necesidad analítica del formalismo lógico. Este formalismo no puede comportar un a priori: un robot está pre-determinado por las reglas que le asignan una estructura, no es pre-determinante. No puede decidir sobre la significación de la experiencia, ni leer un sentido en el objeto, ni reconocer un sentido conocido implícitamente antes de la experiencia. No es más, pues, que un discurso lógicamente válido. La lógica formal no pretende enunciar verdades, formula reglas para el discurso, no son reglas ni de experiencia ni para la experiencia . Mientras permanezcamos en el ámbito formal, no podremos encontrar el a priori. 14

Por otra parte, lo formal es el resultado de la formalización. Tanto el positivismo lógico como Husserl cedieron ante el prestigio de la formalización. Es evidente que una buena parte del desarrollo de la lógica y la matemática se debe a la tentación de formalizar. La formalización hace aparecer lo formal, por ende, debemos distinguirla de la generalización . La formalización no difiere de la generalización por no incluir relación alguna entre lo particular y lo general: Euclides como caso particular de Riemann. Pero la subordinación de lo material a lo formal no se reduce a una subsunción de lo menos general bajo lo más general: lo formal ordena lo material lógicamente. Lo que caracteriza específicamente a la formalización es que no procede de una simple abstracción a partir de lo material; más bien construye sistemáticamente lo formal e implica una operación reflexiva. Cuando es practicada por la ciencia, la ciencia reflexiona sobre sus propios resultados y refina su propio aparato conceptual: así aparecen una geometría más pura, una física más pura. Pero lo formal alcanzado de este modo no es un a priori, sino un nuevo objeto del pensamiento científico, que la reflexión elabora y que aparece como un resultado. No descubre lo inmediato. La forma no está dada como inmanente al contenido: es producida en vistas de su eventual aplicación al contenido. 15

14. Esto deja abierto el problema de las matemáticas: si bien sirven a la experiencia al menos en física, esto es porque son más que un lenguaje, más que el resultado de una nominalización, o sea, más que una expresión de la lógica formal. 15. Si bien el a priori no es formal, debemos aclarar que tampoco es general, como si fuese identificable con una esencia concebida como idea general.

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¿Qué pasa cuando la formalización es practicada por la filosofía? Husserl, que distinguió cuidadosamente entre formalización y generalización, puede instruirnos sobre este tema. La analítica formal construye una lógica localizada integralmente en el reino del a priori. Pero ¿acaso lo formal significa trascendental aquí? ¿Apunta al ser sin implicarlo? Merece la pena destacar que la lógica formal comporta en Husserl, a la vez, tanto una apofántica que concierne al juicio, a las formas elementales de relación (disyunción, conjunción, sujeto, predicado, plural, etc.) y a las articulaciones del razonamiento como una ontología formal que concierne a las categorías formales del objeto (estado de cosas, unidad, relación, pluralidad, etc.). Esta conjugación realizada en los Prolegómenos es retomada según una terminología distinta en Ideas, en cuyo texto Husserl une las categorías de significación «inherentes a la esencia de la proposición apofántica» , esto es, objetos de una gramática pura o de una morfología pura de las significaciones y las «categorías formales objetivas» a las que también llama «categorías lógicas o categorías de la región lógica objeto en general». La ontología formal es la matemática formal. 16

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Ahora bien, esta aproximación de la apofántica como lógica de la no contradicción y de la matemática como lógica de la verdad o determinación del objeto en general puede sorprender. Husserl insiste tanto en el hecho de que la matemática pura está animada por un interés lógico -«no puede haber otra preocupación cognoscitiva para ella que la de la no contradicción»- como en el hecho de que implica «una relación con la objetividad posible en general». Finalmente, la matemática es a la física lo que la lógica a la ciencia: «En las ciencias la orientación hacia los juicios es solamente un medio para servir al interés primario vinculado a las cosas mismas y lo mismo vale para la lógica que no pierde de vista su orientación epistemológica». Por esta razón, la matemática es ontología. Pero ¿existe realmente, como lo requiere la idea trascendental del a priori, un pasaje de lo lógico a lo ontológico? Si es una lógica, ¿puede la ontología formal ser en última instancia una verdadera ontología? ¿Acaso el ser de lo formal nos autoriza a hablar del ser como formal? Esta incertitud aparece en el comentario de Suzanne Bachelard: «Cuando la mathesis universalis adquiere la función específicamente 16. E. Husserl, Prolegómenos a la lógica pura, en Investigaciones Lógicas I, trad. M. García Morente y J. Gaos, Alianza, Madrid 1982, § 6-7, p. 41-46. 17. Id., Ideas para unafenomenología pura y una filosofía fenomenológica, § 10, trad. J. Gaos, FCE, México DF 1 9 6 2 , 34. 2

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lógica del conocimiento hay una conversión de la analítica pura en una verdadera doctrina de la ciencia. Pero no debemos olvidar que la lógica de la verdad sigue siendo una lógica formal» . Husserl, en todo caso, parece autorizar la identificación de lógica y ontología. En efecto, la ontología formal como teoría a priori del objeto en general, se une a la lógica pura (de la que la lógica formal es una parte), como teoría a priori de la posibilidad de un encadenamiento puro: «La 'lógica apofántica', aun cuando trata exclusivamente de las significaciones, [es] un miembro de la ontología formal tomada en su sentido más comprensivo» . E inversamente, las categorías formales del objeto son categorías lógicas «conceptos que determinan dentro del sistema total de los axiomas la esencia lógica del objeto en general o que expresan las determinaciones absolutamente necesarias y constitutivas de un objeto en cuanto tal, de un algo cualquiera» . Así pues, lo formal sería objetivo, dado que la ontología formal no sólo contiene las leyes del objeto en general, sino que es denominada teoría a priori del objeto en tanto que tal: el objeto no es separable de la objetividad, las esencias formales, en tanto que conceptos primitivos definen propiamente las categorías del objeto y siempre apuntan al objeto para determinarlo. Pero ¿realmente lo alcanzan? ¿Será necesario decir que lo formal es trascendental y que la esencia formal es también a priorft Aparentemente, es a priori en razón de su universalidad, ya que constituye el ser de un «algo», y también en razón de su necesidad, ya que «prescribe a las ontologías materiales una constitución formal común a todas ellas» . Por otra parte, el movimiento que une la objetividad al objeto parece análogo al paso kantiano que va de las condiciones de objetividad al objeto. Sin embargo, justamente en este punto Kant y Husserl difieren. Resulta significativo que Husserl inscriba la lógica formal en la ontología formal: lo formal para él incide menos profundamente en el objeto que para Kant. La objetividad en Kant es la Objektivitát, la relación al objeto como susceptible de ser dada en una intuición empírica y el a priori es la regla que informa al objeto empírico. En Husserl, es la Gegenstándlichkeit, el estatuto de algo en general, del objeto en tanto sujeto de una proposición verdadera. Pero esta cosa en general no es el «algo en ge18

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18. S. Bachelard, La Logique de Husserl: étude sur «Logique formelle que transcendantale», PUF, París 1957, 197. 19. E. Husserl, Ideas, 34. 20. Ibid. 21. Ibid, 33.

et logi-

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neral = JC» del que habla Kant , y que nos obliga a unir al sentido lógico o epistemológico de la objetividad un sentido ontológico. No en vano, «por ser este objeto forzosamente distinto de todas nuestras representaciones, [que no es] nada para nosotros» , es al menos el índice de la exterioridad radical del en sí, el Gegenstand was dawider ist. En Husserl, por el contrario, el algo en general no tiene más que la exterioridad lógica de un nóema como correlato intencional de la nóesis. Y nos atreveríamos a decir que, a nivel de la ontología formal, la noción de intencionalidad tiene un uso más significativo en Kant que en Husserl. Quizá esto se deba a Husserl no pondrá tanta atención al sentido de la espacialidad -como si la prestará más tarde al de la temporalidad- ni a su carácter a priori. Por esta razón, no clasifica a la geometría ni a la mecánica racional con la aritmética, a la que sitúa entre las disciplinas de la mathesis universalis. Dicho de otro modo, para Husserl, el a priori no es necesariamente la fuente de los juicios sintéticos a priori. La ontología formal tiene que ver con el a priori pero se expresa en juicios analíticos. (La distinción de lo analítico y lo sintético interviene más tarde, para autorizar la transición de la ontología formal a las ontologías materiales, cuando se hace necesario especificar el tipo de dependencia de los objetos «dependientes» porque no está indicada en la ley general y puramente formal de dependencia -dependencia de una idea con relación a la conciencia o de un color con relación a la extensión). Lo formal define, pues, a la lógica pura, no a la lógica trascendental como lógica de la experiencia. De esta manera, el objeto en general, tema de la matemática formal, corre el peligro de permanecer como un objeto puramente formal en tanto no se haya hecho efectivo el paso de lo formal a lo trascendental. La derivación de este objeto puede hacer surgir la misma objeción que Cohén opone a la deducción de las categorías en Kant a partir de la función lógica de los juicios. Si bien Kant puede responder a la objeción, como lo muestra Vuillemin, porque, de hecho, las categorías deben comprenderse a partir de los principios y porque los principios mismos, al menos en la Metafísica de la naturaleza, suponen la referencia a una experiencia, ¿puede hacerlo Husserl? En su obra, el paso a lo trascendental, en efecto, tiene lugar, pero según un camino distinto al de Kant. La lógica trascendental de Husserl no es otra lógica que vendría añadirse a la lógica pura, es una reflexión sobre la lógica formal, reflexión ge23

22. I. Kant, Crítica de la razón pura, 134 (A 104). 23. Ibid,

135 (A 105).

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nética y no formalizante ya. El acceso a lo trascendental implica para Husserl una crítica del conocimiento lograda gracias a una vuelta a las motivaciones subjetivas que están a la base de la evidencia de los principios lógicos: lo lógico estará fundado subjetivamente sobre una fenomenología trascendental que mostrará cómo se constituye la evidencia. Lo trascendental es lo genético. Volveremos más adelante sobre este camino que justifica el importante papel que Husserl otorgará a los a priori materiales. Podemos afirmar ahora, no obstante, que lo formal no es primero, ya que es el resultado de la formalización y, consecuentemente, no puede ser siempre invocado como a priori. ¿Significa esto que lo formal no puede jamás ser considerado a priori? No, pero a condición de concebir lo formal en términos de la forma del objeto y no de la forma del discurso, y a condición de mantener, por ende, una distinción entre apofántica y ontología. Desformalizar el a priori no equivale a renunciar al a priori formal en cuanto opuesto al material. Conservamos, pues, un a priori que incide menos sobre el contenido de lo dado que sobre el carácter dado de lo dado, que sobre la objetividad del objeto, ya que la objetividad es precisamente ya un carácter del objeto, incluso si este carácter es, al mismo tiempo, una condición para su aprehensión. Lo que querríamos mostrar es que esta condición es una condición que impone el objeto y que deriva su carácter necesario y universal del objeto mismo - y no de una condición ulterior impuesta por el espíritu al objeto. En el fondo, el a priori es formal en el sentido de que es más general (sin ser el resultado de una generalización), ya que determina al objeto en general y no una cierta región de objetos. Y determina al objeto en general porque es propuesto por todos los objetos y conocido a priori como un sentido fundamental de dichos objetos, por esto último es ya material. Inversamente, todo a priori puede ser llamado formal si se entiende por ello que constituye la forma que da sentido a lo sensible. De igual modo, uno podría decir que el a priori en tanto es más material, en tanto incide más a profundidad sobre la materia del objeto, resulta más formal: este es ciertamente el caso del a priori inmanente a los objetos estéticos. Sin embargo, el uso nos exige reservar el título de formal a los a priori que expresan la objetividad en general, la forma más exterior y más general del objeto. Pero esta forma misma está dada: expresa al menos el carácter dado de lo dado. Esto dado no es, no obstante, empírico: es sentido y no materia, esencia, si así se quiere. El a priori material no es materia tampoco, pero informa de manera más íntima a la materia.

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Debemos considerar ahora la noción del a priori material, esto es, de los a priori que involucran un contenido determinado que no es lógicamente justificable: tales son ya en Kant los a priori de la sensibilidad que se refieren a la intuición y no al concepto. El a priori material designa, pues, una estructura del objeto o un aspecto del mundo que puede aparecer en una experiencia particular y no en la experiencia en general, como una de sus formas necesarias, pero cuyo reconocimiento es inmediato porque el sujeto tiene ya un conocimiento virtual del mismo. El a priori puede ser identificado con la esencia; no con toda esencia, como veremos, pero sí con la que puede darse en la intuición eidética. La transición del formalismo al esencialismo es sugerida por Scheler, quien rechaza todo formalismo. La significación lógica de los criterios del a priori es descartada por Scheler en favor de una interpretación que podríamos denominar - m á s en un sentido platónico que hegeliano- ontológica. El a priori no puede ser sometido a las normas del juicio o ser él mismo juzgado según los caracteres del juicio que lo explícita, pues él es la verdad del juicio. Necesidad y universalidad no son aquí sino signos exteriores y equívocos cuya introducción lleva consigo el peligro de recaer en el subjetivismo: puesto que la necesidad corre siempre el riesgo de ser interpretada como una suerte de constricción mental y la universalidad como un consensus. Ahora, «bien podría existir un a priori que sólo un sujeto aprehenda (y que sólo él sea capaz de aprehender)» . La historicidad de la aprehensión de los a priori sobre la que insiste Scheler no afecta su ser. Su carácter propio es el de ser verdaderos y aparecer como tales a la intuición que los aprehende. Así, en lugar de que los criterios del a priori sean tomados en préstamo de la forma lógica de los juicios, la verdad de las 1

1. M. Scheler, Le formalisme

en éthique, París 1955, 98.

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proposiciones que explicitan al a priori está subordinada a este último. El contenido no puede ser juzgado en la forma y mucho menos deducido de ella como lo requiere el formalismo: «Las proposiciones son verdaderas a priori porque los hechos que las satisfacen están dados a priori» . Kant no se equivocó al partir del conocimiento puro tomado como un hecho, sino al pensar que este hecho era una condición formal asignable a la subjetividad y no un dato . El a priori es un hecho dado a priori, esencial y no formal, ya que, aquí, el hecho o el fenómeno es la esencia . El a priori no se distingue del a posteriori porque esté presupuesto en toda experiencia posible, esto es, por su función trascendental, sino porque se beneficia de un modo propio de aprehensión: porque es el objeto «de una experiencia pura e inmediata», mientras que el a posteriori es el objeto de una experiencia mediatizada, condicionada por la organización natural y peculiaridades de quien lleva a cabo el acto. El a priori es, pues, la esencia en tanto que dada plenamente e irrecusablemente presente . Scheler se inspiró en Husserl y es justamente este último quien nos ofrece el mejor soporte para la idea de un a priori material. Husserl evoca este tipo de a priori cuando pasa de una doctrina formal a una doctrina material del saber. Este paso es inevitable, porque para Husserl la analítica formal no determina lo que puede tener de general el objeto, sino al objeto en general que no es en modo alguno un objeto: determina, pues, una forma vacía. Sin duda, este vacío puede ser llenado, ya que hay siempre una intuición categorial. Pero, nos atreveremos a decirlo, queda llenado por más vacío. Como lo señala Suzanne Bachelard: «La forma es pensada espontáneamente como un compartimento vacante que debe ser llenado para alcanzar el conocimiento» 2

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2. Ibid., 71. 3. En un sentido, para Scheler, el formalismo kantiano cae presa del empirismo tradicional que se desvía de la experiencia verdadera al preguntarse ¿quépuede ser dado?, en lugar de plantear ¿qué es dado? La verdad del empirismo, la vuelta a las cosas mismas está en la fenomenología, que es la única capaz de Wesenschau («intuición de esencias») porque está libre de todo prejuicio sobre la naturaleza de lo dado y porque no está en busca de presupuestos. Así, «uno puede llamar al empirismo la filosofía que reposa sobre la fenomenología» (ibid., 74). 4. «Consideramos como a priori todas las verdades de significaciones y principios ideales que acceden al estado de auto-donación gracias a los constituyentes de una intuición inmediata» (ibid., 71). 5. Así, el criterio del a priori que residiría en la cualidad de la experiencia que lo entrega - e n el carácter eidético de la intuición- es fenomenológico y no lógico; por ende, pasamos de la crítica a la fenomenología. 6. S. Bachelard, La logique de Husserl, 157.

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(espontáneamente, esto es, en el plan de la lógica formal, antes de la lógica trascendental que revela que esta forma implica originariamente un núcleo material). Sin duda, Husserl, no desarrolló este tema en su Lógica, en la que vuelve sobre lo formal para explicitarlo como trascendental y donde, consecuentemente, termina por sugerir que lo formal es ya material. En Ideas, no obstante, encontramos un más nutrido tratamiento del tema. En la jerarquía que esta obra instituye entre las esencias, las esencias materiales se distinguen de las formales. La esencia material es en su forma última la esencia del objeto individual: «Así, por ejemplo, tiene todo sonido en sí y por sí una esencia y en la cima la esencia universal de sonido en general» . De ahí la idea de ontologías regionales materiales distintas de la ontología formal. La relación de lo material a lo formal no es exactamente una relación de subordinación: «Con arreglo a esto, no debe confundirse la subordinación de una esencia a la universalidad formal de una esencia lógica pura con la subordinación de una esencia a sus géneros esenciales superiores. Así, está, por ejemplo, la esencia triángulo subordinada al sumo género figura espacial, la esencia rojo al sumo género cualidad sensible. Por otra parte, están el rojo, el triángulo y todas las esencias, tanto homogéneas como heterogéneas subordinadas al término categorial esencia que no tiene en modo alguno el carácter de un género esencial por respecto a ninguna de ellas»*. La formalización («cuando uno pasa del espacio vivido a la multiplicidad euclidiana») y la generalización («cuando uno pasa del triángulo al género supremo de la forma espacial») difieren. Ahora bien, no debemos creer, partiendo de este ejemplo, que la relación de especie a género sea sólo propia de la ontología material. Vale también para la ontología formal, en la cual, por ejemplo, el número en general es un género supremo con relación a los números determinados, como el color en general con relación a los diversos colores que son las diferencias últimas de este género. La ontología formal y la ontología material son, ambas, presupuestas por las ciencias de hecho y cooperan así en la determinación de los objetos científicos. Pero no podemos decir ni que la ontología formal defina un género del que las ontologías materiales serían las especies, ni que deba simplemente yuxtaponerse a las ontologías materiales: «La llamada región formal no es, pues, algo coordinado a las regiones materiales (las re7

7. E. Husserl, Ideas, § 2, p. 19. 8. Ibid, § 13, p. 28.

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giones pura y simplemente); no es propiamente una región sino la forma vacía de región en general... [L]a ontología formal alberga en su seno a la vez las formas de todas las ontologías posibles... en que prescribe a las ontologías materiales una constitución formal común a todas ellas» . Pero esta legislación no es propiamente hablando constituyente: pasamos de lo material a lo formal por formalización, pero no se pasa de lo formal a lo material por un proceso de información: lo material no es un sustrato para lo formal, ya que contiene un sustrato en sí mismo formal: el puro algo en general. Así, lo formal, como veníamos diciendo, no determina más que formalmente: sus determinaciones son analíticas. Por esta razón, las ontologías materiales mantienen una cierta autonomía con respecto a lo formal. Las verdades eidéticas «no son meros casos especiales de verdades ontológico-formales» . Son sintéticas como todas las proposiciones de orden material y a priori, ya que son objetos de intuición eidética. Por todas estas razones, las esencias materiales son «en cierto sentido, las verdaderas esencias» y no una pura forma eidética vacía. Los conceptos regionales (como el de cosa, cualidad, extensión) no son categorías puramente lógicas. Expresan lo que debe sobrevenir a priori y sintéticamente a un objeto individual de la región, esto es, el fondo eidético de orden material cuya ley rige los casos empíricamente dados. Debido a esto, toda ciencia empírica tiene su fundamento tanto en la lógica pura común a toda ciencia como en la ciencia eidética de su región material. Parece, pues, que hemos descubierto aquí los verdaderos a priori, que no solamente son anteriores a la experiencia sino que la fundan y, en cierto sentido, más de cerca que los a priori formales. ¿No es, acaso, la elucidación de esencias materiales propias de las ontologías regionales la auténtica lógica trascendental cuya relación con la lógica formal sería la que existen entre lo material y lo formal? Dos dificultades surgen en este punto. La primera no nos detendrá por mucho tiempo, ya que la reencontraremos más adelante: ¿cómo debe ser llevada a cabo la división de las regiones materiales que permitirá la repartición de los a priori? Dicha división obedece, según Husserl, a una necesidad también eidética y, consecuentemente, no podrá ser extraída de la experiencia. Pero no puede ser efectuada por la ontología formal tampoco: sólo la noción de región en general, es9

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9. Ibid., § 10, p. 33. 10. Ibid., § 16, p. 43. 11. Ibid.,§ 10, p. 33.

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to es, la forma vacía que conviene a todas las regiones, pertenece a esta última. Parece que aquí la lógica pura se queda sin recursos y Husserl nos deja sin respuesta. Kant podía inventariar los a priori del entendimiento según las formas lógicas del juicio. Pero tan pronto como el reino de los a priori, coextensivo ahora al reino de las esencias, traspasa los límites observados por Kant, ¿no nos vemos obligados a recurrir a un principio extra-lógico de discriminación -invocado en su momento por el propio Kant- que no es otro que la estructura de la subjetividad y la diversidad de sus actos, en lenguaje husserliano, la diversidad de los modos de intuición eidética? La otra dificultad se deriva precisamente de esta extensión del a priori. ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Debemos admitir que toda esencia material es un a priori? ¿Incluso la esencia de un perro o de un cigarro? «Y en lo que concierne a estas cosas que podrían parecer ridiculas, tales como pelo, barro y basura, y cualquier otra de lo más despreciable y si ninguna importancia, ¿también dudas si debe admitirse, de cada una de ellas, una Forma separada y que sea diferente de esas cosas que están ahí al alcance de la mano?» . Ahora bien, Husserl no distingue como Kant entre concepto puro y concepto empírico. Todo hecho, todo objeto individual tiene una esencia, un conglomerado permanente de predicados esenciales en virtud de los cuales es lo que es y puede recibir además otras determinaciones accesorias y contingentes: un quid siempre puede convertirse en una idea y la intuición eidética es siempre posible. Pero ¿cómo se pasa de la esencia al individuo? Husserl lleva a cabo esta transición a través de la noción de singularidad eidética. Ciertamente, el individuo eidético no es el individuo empírico que existe hic et nunc: la esencia, aunque singular, no es la existencia, aun a pesar de que ambas son sustratos irreductibles a toda nueva forma sintáctica. No obstante, hay una esencia del existente bajo la cual se encuentra inmediatamente subsumido. Aquí la subsunción ha de ser entendida como pasaje de lo eidético a lo empírico a diferencia de la subsunción, al interior de la eidética, de la especie bajo el género. Para aprehenderla, hace falta distinguir la singularidad eidética concreta de la singularidad eidética abstracta: «Según esto, un abstracto puro y simple es un objeto que está en un todo, con respecto al cual es parte no-independiente» . Especie y género son 12

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12. Platón, Parménides, en Diálogos Y, Gredos, Madrid 2000, 130c, p. 39. 13. E. Husserl, Investigaciones lógicas II, trad. M. García Morente y J. Gaos, Alianza, Madrid 1982, § 17, p. 416 (Logische Untersuchungen II, p. 267).

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necesariamente dependientes, por ende, abstractos. Lo concreto, por el contrario, es la esencia independiente que, sin estar contenida en un todo, contiene a su vez esencias dependientes: la cosa fenoménica, esencia concreta, contiene las esencias abstractas de extensión y cualidad. El individuo, en fin, es «un esto que está aquí cuya esencia dotada e contenido material [o singularidad eidética] es un concreto» y que amerita por ello ser llamado individuo, esto es, indivisible. Ahora bien, uno puede aquí preguntarse si otorgarle tal extensión, si no al a priori cuando menos a las esencias, le permite a Husserl hacer plenamente justicia a la existencia como tal. Ciertamente, no deduce la existencia de la esencia y es sin duda notable que la noción de dependencia sea interpretada de tal suerte que lo general depende de lo singular y lo formal de lo material: «En este amplísimo sentido es, pues, la forma lógico-pura, por ejemplo, la forma lógico-categorial objeto, dependiente respecto de todas las materias de objetos» . El individuo es, por tanto, el individuo primordial, el Urgegenstand. Pero Husserl añade: «Es el objeto prístino requerido por la lógica pura, el absoluto lógico, al que remiten todas las variaciones lógicas» . La existencia como tal es, pues, independiente lógicamente pero no con respecto a la lógica como tal. La existencia no es radicalmente otra que la esencia, así como el a priori no es el otro del a posteriori. La teoría de la esencia es la expresión de un formalismo que permite extender el a priori a todas las esencias. Y si el a priori husserliano no nos ha parecido tan rigurosamente constitutivo en la relación que va de lo formal a lo material como sucede en Kant, esto quizá se deba a que es demasiado constitutivo; o, si así se prefiere, a que no encuentra fuera de sí una materia susceptible de constitución. En esta perspectiva, todas las esencias son nominales, no son constituidas por el hombre que habla -institutio hominis, decía Abelardo y después de él Occam-, sino por la subjetividad trascendental. Husserl desembocaría, así, en un empirismo racionalista que no conservaría del empirismo nominalista el fuerte sentido del carácter irreductible de la existencia, fundado en los medievales sobre una teología de la omnipotencia. La vuelta a las cosas mismas sería una vuelta del cogito sobre sí mismo, una vuelta al a priori de la subjetividad. Para Husserl, la esencia es, sin duda, más que una palabra, porque es el objeto de una intuición que ha de ser cumplida. Pero lo que 14

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14. E. Husserl, Ideas, § 15, p. 42. 15. Ibid.,§ 15, p. 4 1 . 16. Ibid, § 1 5 , p . 4 2 .

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la plenifica no es el individuo en su irreductible aseidad*, es el individuo como ejemplo y como ínfima species. Si bien para Husserl la esencia no es completamente nominal, la existencia lo es de cierto modo: el objeto no es más que un ejemplo, un espécimen. Pero ¿no significa esto olvidar que la percepción es, a su vez, el ejemplo privilegiado por Husserl, el acto simple sobre el cual se fundan todos los demás? No debemos, tampoco, pasar por alto el otro aspecto de la reciprocidad de lo eidético y de lo empírico: la posibilidad de leer la esencia en el individuo, posibilidad que es ya una necesidad en las Investigaciones lógicas en las que la intuición eidética como acto categorial es una acto fundado y no un acto simple como la percepción sensible. Por esta razón, no podemos concluir que Husserl hace extensivo el carácter de a priori a todas las esencias. En cualquier caso, volveremos más adelante sobre esta doctrina husserliana, pues el logicismo que podríamos sentirnos tentados a atribuirle y que procede de la teoría de la intuición eidética (a su vez derivada de la noción de intencionalidad) puede ser contestada recurriendo a otro uso que Husserl da la intencionalidad en su propia filosofía: el enraizamiento de toda verdad en la percepción. Por ahora, no obstante, debemos ser a la vez más y menos husserlianos que el propio Husserl: menos -pero sin dejar de referirnos a él-, porque de hecho, en el siguiente capítulo, estrecharemos el lazo entre el a priori y la percepción; más, porque intentaremos delimitar más rigurosamente el a priori para evitar hacer extensivo su carácter a toda esencia, reservando, así, el término para la esencia verdaderamente constituyente y conservando la idea kantiana de que el a priori da lugar a determinaciones sintéticas. Así como limitamos el campo del a priori en el ámbito formal, debemos ahora limitarlo del lado material, primeramente, distinguiendo entre esencias empíricas y a priori. No toda esencia es a priori. Debemos encontrar un punto final para nuestras listas de distintos tipos de a priori. Ahora bien, lo que la eidética entiende por esencia, no es en modo alguno la idea general tomada por resultado posterior, por ende, a posteriori, de una operación de abstracción. Esto queda ampliamente ilustrado por el proceso eidético de la variación imaginativa. No se trata de efectuar una generalización, sino de llegar a una intuición en su pureza. Toda esencia nominal, en el sentido en el que la entiende Locke (con la excepción de las * N. de la T.: Este término, ya casi en desuso, es definido por el Diccionario de la Real Academia como sigue: «Atributo de Dios por el cual existe por sí mismo o por necesidad de su propia naturaleza».

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que explicitan el a priori), esto es, elaborada por el entendimiento, es a posteriori; así, todas las esencias que plantea y no cesa de redefinir la ciencia natural, no solamente cuando se preocupa por clasificar las sustancias (por ejemplo, la tabla de cuerpos simples), sino también por definir estructuras (por ejemplo, las valencias), todo lo que procede de la observación y la intuición es a posteriori. Pero, existe también una ciencia pura mezclada con y presupuesta por la ciencia empírica. ¿Situaremos aquí al a priori? Sí, parcialmente. Con una condición: no confundir el a priori auténtico que informa a la experiencia con la hipótesis que sólo la anticipa, ya que la hipótesis precede a la experiencia sólo en apariencia y, de hecho, está siempre subordinada a ella. Y con una reserva: que corremos el peligro de volver a la idea de una forma exterior al contenido, en cuyo caso, nuestra identificación provisional entre el a priori y la esencia pierde todo interés. Ya que tal identificación no sólo garantiza la evidencia del a priori en la intuición eidética, sino que también expresa su inmanencia a lo dado: la esencia es esencia de. El a priori no se da más que si es inmanente a lo dado. No podemos regresar del esencialismo al formalismo y nos arriesgamos a hacerlo si definimos la esencia a priori exclusivamente por la pureza de la intuición en la que se da. Digamos, pues, que las ciencias puras son ciencias a priori porque explicitan un a priori y formulan juicios sintéticos a priori. Sin embargo, no es seguro que las esencias que elaboran a partir de un a priori dado sean verdaderamente trascendentales (como la esencia de triángulo, de número, de velocidad). Esto por dos razones: primera, porque son elaboradas por una actividad análoga a la que ejercen las ciencias inductivas. La espacialidad y la temporalidad están dadas a priori, pero no el triángulo o la velocidad. En segundo término, porque, dado que son construidas, son demasiado puras: no son esencias más que de sí mismas y no de una materia. Son, a la vez, nominales y reales, como diría Locke, pero su realidad misma es nominal. Son puras porque no son más que sentido y no sentido de, porque su materia no es más que forma y su forma no es forma de. La esencia aquí se construye a partir de un a priori y se refiere a un a priori, pero el hecho mismo de que sea construida de cierto modo fuera de todo objeto afecta su estatuto de a priori. 17

17. Cf. I. Kant, Crítica de la razón pura, 96 (B 81): «Por ello, ni el espacio ni ninguna determinación geométrica a priori del mismo constituye una representación trascendental».

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Le negamos este carácter a priori por una razón inversa a la que nos obliga a negárselo a la esencia empírica: esta última sólo conserva de la experiencia lo aposteriori. Incluso si se refiere lejanamente a un sentido a priori, en lugar de sacar provecho de esta relación, tiende a eliminarlo reemplazándolo con determinaciones empíricas. No obstante, tanto las esencias empíricas como las a priori tienen como denominador común el ser elaboradas, sea por generalización, sea por construcción o por formalización. Justamente por esto tienden a empalmarse hasta el punto de que en la práctica es difícil discernirlas: el átomo, ¿es una esencia matemática o física? Quizás el mejor modo de discernir el a priori sea aprehenderlo en su estado primero, antes de toda explicitación, ahí donde se manifiesta como esencia de: ni general, ni formal. La esencia identificable con el a priori, pues, es la idea inmanente en la cosa, el eidos: eso que uno puede ver, ya que hay una intuición de esencias, pero que también hace ver, aquello por lo cual la cosa es visible. Una teoría de la esencia no debe tan sólo conjugar la esencia con la existencia sino también, como lo hace Hegel, con la apariencia. La apariencia niega la esencia, pero hay apariencia sólo gracias a la esencia. La esencia es la verdad de la cosa, pues a través de ella la cosa puede ser aprehendida y tratada como falsa o verdadera. Esto es posible, no obstante, sólo si la esencia es de cierto modo constitutiva de la cosa y puede reivindicar por ello una función trascendental. Vemos así que la esencia no subsiste de manera separada y abstracta, sino que es discernible en la cosa misma, tal como el alma se revela en el cuerpo. Sin embargo, una vez más, debemos insistir en que no toda esencia es a priori. Incluso si la esencia es siempre lo que hace ver, si la idea es siempre inmanente a la cosa, siempre cabe la posibilidad de que esta esencia o idea haya sido formada tan sólo con ocasión de dicha cosa y, consecuentemente, no sea verdaderamente a priori. No es a priori más que lo que es lógicamente independiente de toda experiencia y no lo que simplemente es anterior a ella. Si bien las esencias formales constituyen determinaciones analíticas, podemos decir que ciertas esencias materiales constituyen determinaciones sintéticas a posteriori. Sólo los géneros supremos de la esfera material son a priori -«cosa en general, cualidad sensible, figura espacial, vivencia en general» - y más precisamente, las esencias que constituyen los géneros propios de cada región material y que dan lugar, explícitamente 18

18. E. Husserl, Ideas, § 12, p. 37.

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o no, las ciencias empíricas correspondientes a cada una de dichas regiones (ciencias de la naturaleza, de la vida, de la historia, del hombre). Estas esencias están situadas a una cierta distancia del individuo y de la intuición empírica y, sin embargo, fundan el conocimiento del individuo. Y no son distintas de las esencias de la objetividad en general (ontología formal) cuyo carácter a priori ya hemos reconocido. Uno puede incluso llamarlas formales en el sentido preciso de que la forma existe para una materia. En este sentido son también generales. No cabe duda de que Husserl tenía razón al distinguir la generalidad que procede de la generalización y la generalidad que procede de la formalización. Pero los conceptos supremos que presiden la ontología de cada región son generales porque son formales respecto de los conceptos, mientras que las leyes empíricas no lo son al ser géneros con respecto a las especies. Pero ¿podemos acaso ir más lejos y evocar un tipo de a priori más material que no sea una esencia singular? Para intentar responder esto debemos volver sobre la generalidad y la materialidad del a priori y, con ello, sobre la distinción entre la esencia a priori y la esencia empírica. La generalidad del a priori no es la generalidad de la esencia obtenida por una generalización y probada por la variación eidética. Esta última, en efecto, implica un acto intencional, una decisión arbitraria, diría el nominalista. Ya sea que se trate de una actividad práctica o de una actividad intelectual, que la extracción de semejanzas sea automática o fruto de la reflexión, en todo caso, la generalidad así obtenida es producto del sujeto y no del objeto. Puede ser que una tal generalidad esté garantizada por el objeto - q u e la naturaleza se repita a sí misma o que la vida opere de acuerdo a ideas generales- de suerte que, en efecto, existen más semejanzas entre Sócrates y Platón que entre Sócrates y un asno. Sin embargo, este tipo de generalidad no es un aliquod commune, sólo tiene un ser nominal. Esto es aún más cierto de las esencias abstractas, de las ideas generales que el hombre sólo fabrica, porque tiene la idea general de idea general. Hace falta, pues, buscar en otra parte la generalidad del a priori y preguntarse si no reside acaso en un sentido inmanente al objeto cuando la esencia es legible en el objeto. ¿La piedridad en la piedra? No, ya que la piedridad no es el sentido de la piedra más que para el entendimiento y con relación a este sentido, una vez definido, la piedra aparece como un * N. de la T.: Literalmente «algo en común». Lo general en cuestión no es este tipo de identidad ontológica o ser compartido.

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ejemplo: es invocada para ilustrar la esencia no para presentarla. O más bien es invocada para representar esta esencia cuando el pensamiento retorna a lo concreto. El ejemplo cumple (rempli) la esencia, pero sólo después de que ésta ya ha sido definida: aclara la esencia pero no la da. Para aprehender la esencia debemos recurrir a la experiencia, esto es, a los objetos considerados no como ejemplos, sino como problemas: ¿cuáles son las características específicas de tal o cual piedra? Por el contrario, cuando discierno lo agradable en el sabor en un fruto, la gracia en el movimiento de un bailarín, la infancia en el rostro de un niño, descubro inmediatamente la esencia de lo agradable, de lo gracioso o de la infancia. Estas esencias no sirven de ejemplos, sino de nociones por las cuales mi conocimiento implícito es despertado o reanimado. Tales esencias son a priori porque están inmediatamente dadas por la experiencia y no son aprehendidas más o menos laboriosamente de la experiencia. De cierto modo, ya las poseo. Pero ¿se trata en verdad de esencias? Y ¿en qué consiste de modo más preciso la generalidad? El sentido general se da a la vez como sentido del objeto y como sobrepasando por mucho al objeto, esto es, como verdadero de objetos bien distintos y sin que su generalidad sea obtenida al precio de una abstracción que la arrancaría violentamente de dichos objetos, tal como sucede con la extensión que tiene una razón inversamente proporcional a la comprensión. Así, un niño jugando expresa la infancia, pero la infancia también es expresada por un tema de Mozart o por la primavera*, esta «sorprendente primavera que ríe, sin ley, que llega sin anunciarse»**. La generalidad no se manifiesta aquí por la pluralidad individuos que expresan la esencia en cuestión, sino por la posibilidad de correspondencias en el sentido baudelariano del término o de metáforas que son la sustancia misma del lenguaje . Las distintas expresiones de la esencia están unidas no por un aliquod com19

* N. de la T.: Emmanuel Levinas, en el ensayo que abre su Humanismo del otro hombre (trad. D. Guillot, Siglo XXI, México DF 1 9 9 3 , 21), nos refiere de una manera sumamente emotiva este descubrimiento de Dufrenne que atestigua que los «datos sensibles desbordan, por sus significaciones, el elemento en el que se los supone encarnados». Reproducimos el pasaje completo: «Mikel Dufrenne, en su bello libro sobre La noción de a priori, ha podido mostrar que la experiencia de la primavera y de la infancia, por ejemplo, sigue siendo auténtica y autóctona, más allá de las estaciones y de las edades humanas». ** N. de la T.: P. Valéry, La joven parca y El cementerio marino, trad. B. Ruiz, Conaculta/Fonca, Madrid 2004. 19. N o debemos confundir estas metáforas con el juego de palabras a las cuales se reducen a veces las asociaciones que explora el psicoanálisis. Paralelamente, los símbolos que descubre el psicoanálisis no indican siempre una esencia. Existe una 2

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muñe, sino por el hecho de que uno y el mismo significado las habita, seipsis conveniunt: por esta razón, puede haber más afinidades entre objetos de especies diferentes, entre la música de Ravel y la poesía de Mallarmé, que entre objetos pertenecientes a una misma especie, por ejemplo, la música de Ravel y la música de Franck. Hume diría que el sentido es aún el efecto de una generalización, que hace falta que la imagen del niño, la imagen de la primavera, la imagen de la crisálida sean asociados de cierta manera, al menos por las impresiones que producen. Pero, entonces, el sentido no sería un sentido, y no sería igualmente constitutivo de dichos objetos: les sería exterior y sería tan evanescente y arbitrario como las impresiones mismas. Si bien, dependiendo de mi ánimo, la misma primavera puede parecer placentera o penosa, exultante o anémica, no cabe duda de que conserva el semblante de la infancia, la inocencia y la alegría y sé perfectamente discernir entre la objetividad de este sentido y la subjetividad de mis impresiones. Además, este sentido no se constituye confrontando un objeto con otros. Una comparación tal sólo demuestra la generalidad de un sentido que, de hecho, se adhiere de modo tan estrecho a cada objeto que puede ser discernido directamente en él. Por ende, el objeto se universaliza sin perder su singularidad y la esencia material que presenta en él como un a priori que lo constituye. ¿Quiere esto decir que la infancia, la nobleza o lo agradable son a priori? Sí, en la medida en la que son sentidos que no pueden ser obtenidos por una generalización definida racionalmente, sino que, a diferencia de los a priori formales, tienen que ser experimentados en ciertos objetos privilegiados según la evidencia propia del sentimiento o de la imaginación. Por este motivo, debemos hablar aquí, como Scheler, en términos de a priori material. Material en cuanto que posee un contenido que es inmediatamente dado en la experiencia como sentido del objeto. Podemos ahora distinguir claramente entre lo formal y lo material. Lo formal provee un sentido para un contenido y dicho sentido es en sí mismo formal. Es sólo la posibilidad de un aparecer sensible e inteligible: un determinado caballo es una sustancia entre otras, ligada a otras, real y no posible. En cambio, lo material es el sentido del conobvia diferencia entre la asociación de un pene y un bastón, espada o llave y el vínculo que Nietzsche descubre entre las alturas montañosas y el rigor o la pureza. El sentido que es explicitado por las metáforas es una significación esencial, el alma de los objetos y no un equivalente imaginario. El lenguaje de las metáforas no es un lenguaje cifrado con el que la conciencia busque engañarse a sí misma.

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tenido: no el sentido empírico que elaboro, por ejemplo, a fuerza de observaciones sobre la biología del caballo, sino el sentido que expresa espontáneamente el aparecer del objeto cuando no es -tal como es frecuentemente el caso- insignificante. No obstante, no cabe duda de que no hay que trazar entre lo formal y lo material una frontera demasiado neta. Hemos visto que en Husserl siempre es posible tender un puente entre los a priori de la ontología formal (al menos, de la objetividad en general) que los a priori que son los géneros supremos de las ontologías materiales. Si bien lo formal es verdaderamente a priori, no se trata tan sólo de una regla para el discurso: es un sentido que reside en lo dado, que incide sobre lo dado. Y si bien es cierto que él mismo es dado, no es tan sólo una condición exterior de objetividad, es objetivo. No confiere como desde fuera un sentido al objeto al hacer de él el objeto de una experiencia posible. Es el objeto mismo el que se anuncia como objeto de experiencia. El contenido manifiesta su forma. El a priori es esencia porque es esencial al objeto no a la experiencia, o si se quiere, es esencial a la experiencia porque es esencial al objeto. Así, de cierto modo, lo formal es ya material. Inversamente, lo material es aún formal porque es menester reconocer, en la esencia material una cierta formalidad, una cierta independencia lógica de cara al contenido particular. Lo que distingue lo formal de lo material es una diferencia de grado: lo material es un sentido más concreto, más estrechamente ligado al objeto particular y, en consecuencia, infinitamente más diversificado. Determina al objeto no como objeto de una experiencia en general, sino como objeto de una experiencia particular. Y, sin lugar a dudas, lo general es la condición preliminar de lo particular: hace falta que el objeto sea un objeto antes de ser una cosa o un viviente, hace falta que tenga un aspecto antes de tener tal o cual semblante, que sea espacial antes de ser inmenso o múltiple antes de ser armonioso. No existe, empero, entre lo general y lo particular diferencia ontológica. Pero si, tanto el a priori material como el formal son presentados como sentidos inmanentes a lo dado, ¿no hace falta, en último análisis, que, sin perder su calidad de a priori, sean también percibidos? Si hasta ahora hemos intentado, siguiendo la sugerencia de Scheler, identificar el a priori con la esencia, con un cierto tipo de esencia, lo hemos hecho, en el fondo, para hacer justicia al carácter dado del a priori, ya que la esencia misma se da en una intuición eidética y la pureza de esta intuición parece garantizar el carácter a priori de su objeto. Pero este recurso a la intuición eidética para caracterizar al a priori es

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equívoco: si bien el a priori es una esencia, no toda esencia es a priori. Más aún, la reducción eidética, al explicitar el a priori, hace aparecer la esencia del a priori, pero no al a priori como esencia: esencializar el a priori no es fundarlo como a priori. De ahí que la posibilidad de una intuición eidética nos sea un criterio suficiente para discernir el a priori. Hace falta aún asegurarse de que el a priori sea, de entrada, constituyente: ya que no se da de manera necesaria en una intuición eidética y tampoco es indispensable que dé lugar a proposiciones necesarias y universales. Es imperativo rechazar esta nueva tentación de logicismo. Cuando se explícita, el a priori se da en una intuición eidética, pero antes, se da de otra manera: en la intuición empírica, ya que el a priori es inmanente a lo a posteriori pero distinto de él. Dicho de otro modo, ¿no percibimos también el a priori? Debemos examinar esta cuestión cuidadosamente para llevar a buen término el empirismo de lo trascendental.

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EL «A PRIORI» COMO PERCIBIDO

Debemos ser sumamente cautelosos con la idea de un a priori percibido. Un empirismo del a priori puede, en efecto, parecer incoherente. Una doctrina así resultaría escandalosa para Kant, ya que aquello que es condición de la percepción, al menos en cuanto que ésta es ya intelectual y cumple el paso de la aprehensión a la comprensión, del juicio de percepción al juicio de experiencia, no puede, al mismo tiempo, darse en la percepción. Pero esta objeción procede de la interpretación que hace del a priori una condición subjetiva de la objetividad: pensado en el objeto, se aplica a la intuición empírica, pero no se encuentra en el objeto mismo. Sin embargo, bajo la suposición que el a priori no pertenece en exclusiva a la subjetividad (aun cuando sea ésta quien lo conoce), la objeción pierde todo sentido. El a priori sería, pues, una estructura privilegiada del objeto que puede revelarse a la percepción. Para admitir esta propuesta basta con recusar el divorcio que Kant establece entre intuición y concepto y dejar de pensar el concepto como exterior, aunque necesario, a la percepción y, consecuentemente, como introducido en ella por la actividad trascendental del sujeto en el que tiene su origen. Tal como lo señala Nabert, no tenemos conciencia alguna de esta actividad o de la presencia en nosotros de una diversidad incoherente que dicha actividad habría de ordenar. Por otro lado, afirmar que el a priori es percibido en el objeto o en el acontecimiento, no implica volver a Hume, ya que uno puede —y debe- conceder al a priori el privilegio de ser siempre conocido y, por ende, de no carecer nunca de un vínculo con la subjetividad, además de aparecer como un sentido inmediatamente comprensible. Así, cuando digo que «todo cambio tiene una causa», esta proposición es un juicio sintético a priori, pues explícita un saber que poseía ya pero que debía ser despertado

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o reanimado por la experiencia que hago de la causalidad al percibir una sucesión. La percepción no me entrega una sucesión incoherente de apariencias cuya asociación presupone un atomismo, como lo creía Hume, y como lo creyó Kant después de él con vistas a dar empleo a la actividad de síntesis de la imaginación trascendental que reemplazaría al principio de asociación que rige la imaginación empírica: cuando «yo percibo que los fenómenos se siguen unos a otros... de lo único que tengo, pues, conciencia es de que mi imaginación pone una cosa antes y la otra después, o de que un estado precede al otro en el objeto. O, en otras palabras, con la mera percepción queda sin determinar cuál sea la relación objetiva de los fenómenos que se suceden unos a otros» . Más aún, si la causalidad (como condición de la objetividad) no introduce un orden en el curso del tiempo aprehendido por la subjetividad, estrictamente hablando, no hay objeto para mí: «Los fenómenos sólo son, pues, posibles, considerados como objetos de la experiencia, en virtud de esta misma ley [de la causalidad]» . ¿Impide esto, no obstante, que percibamos la causalidad en la sucesión? ¿Por qué decir que el concepto que implica necesidad «no está en la percepción»? Esto, bajo el presupuesto de que la necesidad cosmológica no puede ser aprehendida sino como necesidad lógica, equivaldría a conceder demasiado a Hume. De hecho, los ejemplos kantianos sugieren que la idea de una relación necesaria no requiere ser introducida por el entendimiento y puede ser dada en la aprehensión del fenómeno: si ante la casa no objetivo en términos causales la sucesión de la aprehensión que, en efecto, es totalmente arbitraria y si ante el barco que veo descender por el río sí lo hago, ¿no es la percepción la que me determina en el segundo caso a pensar la causalidad y a no hacerlo en el primero? ¿No es siempre la percepción la que me dicta bajo qué concepto debo subsumir la intuición? O para formularlo con mayor exactitud, ¿no me dispensa la percepción de la subsunción precisamente porque me da el concepto en la intuición? La causalidad, como a priori del acontecimiento, es percibida en el acontecimiento: el barco no es percibido como estando aquí y después allá, sino como descendiendo el curso del río. Igualmente, si puedo juzgar que la piedra es calentada por el sol, es porque el sol se me da como una potencia radiante, fuente de calor y vida. Los mitos que lo celebran (sostenemos, por nuestra parte, que el mito solar, bajo la forma de mitologema, es él mismo un a priori) re1

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1. I. Kant, Crítica de la razón pura, 221 (B 233). 2. /&/