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Spanish; Castilian Pages 200 [199] Year 2005
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José Cebrián
LA MUSA DEL SABER La poesía didáctica de la Ilustración española
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LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA Vol. 3 CONSEJO
EDITORIAL:
Joaquín Álvarez Barrientos (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Universidad Autónoma de Madrid) Philip Deacon (University of Sheffield) Andreas Gelz (Universität Potsdam) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Yvan Lissorgues (Université Toulouse - Le Mirail) François Lopez (Université Bordeaux III) Elena de Lorenzo (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Leonardo Romero Tobar (Universidad de Zaragoza) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Josep Maria Sala Valldaura (Universitat de Lleida) Manfred Tietz {Ruhr-Universität Bochum) lnmaculada Urzainqui (Universidad de Oviedo)
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LA MUSA DEL SABER La poesía didáctica de la Ilustración española
JOSÉ CEBRIÁN
Iberoamericana
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Vervuert
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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliographie; detailed bibliographic data are available on the Internet at .
Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura
Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2004 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2004 Wielandstrasse 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-153-4 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-144-8 (Vervuert) Depósito Legal: Ilustración de cubierta: Marcelo Alfaro Cubierta: Impreso en España por: The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
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SUMARIO
PREFACIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . CAPÍTULO I DIDÁCTICA Y
11
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19
Sobre «poesía filosófica» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sobre música . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . «Encantadora ciencia» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
19 24 31
CAPÍTULO II DIDÁCTICA Y «NOBLES ARTES» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
39
Sobre pintura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sobre escultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sobre pintura y grabado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
39 47 53
MÚSICA
CAPÍTULO III DIDÁCTICA Y POESÍA
......................................
61
Horacio en boca de Iriarte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Poesía sobre poesía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Didáctica más allá del siglo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
61 66 71
CAPÍTULO IV DIDÁCTICA Y CIENCIA (I)
...................................
Poesía y ciencia . . . . . . . . . Sobre minerales y termas . . «Partes interiores» del agua De la electricidad y del rayo Sobre física y astronomía . . CAPÍTULO V DIDÁCTICA Y
CIENCIA
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(II) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Los cuatro «aires fijos»
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Sobre «aires vegetales» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Las bodas de las plantas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . De aeróstatos y sus cantores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
126 129 134
CAPÍTULO VI EL HÉROE EN LA DIDÁCTICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
145
«La raison en vers» . . . . . . . . . . Una particular y «sabia Clío» . . «Solon et Sophocles embrassans!» El «nuevo Plinio» Priestley . . . . «Mostradme a mí del modo...» .
. . . . .
145 149 154 159 161
...........................................
167
ÍNDICE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
183
BIBLIOGRAFÍA
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Para José Ignacio, casi químico.
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We improve ourselves by victories over ourself. EDWARD GIBBON
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La divulgación de conocimientos en clave empírica y racionalista fue uno de los objetivos primordiales del pensamiento ilustrado y de la política de la monarquía carlotercista. Creían entusiasmadamente y en consecuencia que el progreso económico, social y científico de España era imposible sin las bases de una buena educación. La minoría culta reformista denunció, una y otra vez, el inmovilismo, la soberbia y la ignorancia como origen del atraso de universidades, colegios mayores y otros establecimientos docentes, dominados por el «desorden» y por los «abusos» de sus cuerpos académicos. «Abusos» sólo corregibles a través de una reforma sustancial de los planes de estudios1. «Su vanidad, su inaplicación y su desidia se nos han pegado como un contagio», escribe con firmeza Pérez Bayer a Carlos III en 17702. Tanto que, a juicio de Olavide, acabados los cursos, «ningún estudiante sale filósofo, teólogo, jurisperito ni médico» de la universidad a causa del escolasticismo y del «espíritu de partido» que destruye los «buenos estudios», corrompe el gusto y es, por ende, incompatible con «las verdaderas ciencias y sólido conocimiento del hombre»: Si el Consejo quiere que renazcan las Letras en España, es preciso que le haga la guerra a sangre y fuego, que lo extermine de modo que no quede semilla de él, porque sin duda volverían a inficionarnos, que en este mal ni caben temperamentos ni pueden bastar paliativos; que es
1 Juan Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reynado de Carlos III, Madrid, Imprenta Real, 1785-1789, 6 ts., IV, p. 208. 2 Francisco Pérez Bayer, Por la libertad de la literatura española, ed. de Antonio Mestre Sanchis, Alicante, Instituto Juan Gil-Albert, 1991, p. 42.
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absolutamente necesario desterrar de nuestras universidades uno y otro espíritu o abandonar el empeño de su reforma, porque ninguna otra puede ser suficiente.3
Por ello, y en primera instancia, la renovación de los métodos pedagógicos habría de perseguir la verdad, o sea, lo «opuesto al error y a una doctrina falsa», en aclaratorio distingo de Terreros4. A lo largo del siglo XVIII, la averiguación de la verdad, basada en el método observacional y en la razón humana –y, claro es, la propagación de los saberes en esa clave, ya fuesen nuevos o renovados–, se valió de múltiples cauces expresivos. Entre ellos el género didascálico, idóneo para «explicar la naturaleza de las cosas», ya fuese a través de la prosa como del verso. A fin de cuentas, para Diderot la versificación era sólo «une qualité du style», uno de los adornos del arte de embellecer el discurso, fuese éste histórico, filosófico o poético, o sea, relativo a la memoria, a la razón o a la imaginación5. ¿Podría pues existir algo más digno de admiración que la razón puesta en verso?, se preguntará Chênedollé en abono de la escueta definición del abate Batteux. Género, el didáctico, cuyo objeto radica en comunicar en verso lo concerniente a «ciencias» y a «artes» en el decir, como veremos, del preceptista Sánchez Barbero. Convencidos de la bondad del docere et delectare horaciano en restaurada fe neoclásica, algunos hombres de letras de toda Europa, patrocinados o bien vistos desde el poder, pretendieron, con cándida credulidad y grandes dosis de apasionamiento, divulgar conocimientos a través del verso, ya fuesen los propios de la «encantadora» música, de las «Nobles Artes» –arquitectura, escultura, pintura, grabado–, los entresijos de la poética o los recién allegados por la ciencia positiva: la nueva física, la química experimental o la botánica de estirpe linneana. No faltará ahí el encarecimiento épico del gran invento, de extraordinario impacto social, derivado de los descubrimientos aerológicos del inglés Priestley: el globo aerostático, que podrá volar con-
3 Pablo de Olavide, Plan de estudios para la Universidad de Sevilla, ed. de Francisco Aguilar Piñal, Sevilla, Universidad, 1989, 2ª ed., pp. 88-89. 4 Esteban de Terreros y Pando, Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes, Madrid, Viuda de Ibarra y Benito Cano, 1786-1793, 4 ts., III, p. 780. 5 Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, ed. antológica de Alain Pons, Paris, Garnier-Flammarion, 1986, 2 ts., I, pp. 194 y 200.
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venientemente dirigido en paz o en guerra –como con emocionado arrebato augura Viera y Clavijo–, «desde Calés a Ingalaterra». No debe de extrañar, por otra parte, que los héroes, invocados o dialogantes, cuyas proezas enaltecen estos ingenuos publicistas españoles de los adelantamientos del siglo ilustrado, sean casi todos extranjeros, desde el «prodigioso» músico Haydn hasta el «pintor filósofo» Mengs, pasando por sabios, descubridores e inventores como Newton, Volta, Torricelli, Boyle, Nollet, Franklin, Ingenhousz, los hermanos Montgolfier y tantos otros. Y tampoco, como se verá, que la poética neoclásica y la ventaja del género didascálico sea defendida, en pleno siglo XIX, por emigrados políticos como Ciscar o Martínez de la Rosa, espíritus formados, empero, en los valores intelectuales y en el buen gusto del siglo anterior. Atiendo en las páginas siguientes poemas didácticos de la Ilustración española plena, o sea, los de esa naturaleza comprendidos grosso modo entre las décadas de 1770 y 1800, más la coda decimonónica (en lo temporal, que no en cuanto a ideas) de Ciscar y Martínez de la Rosa. Podemos considerar la didascálica como un subgénero de la épica –en cuanto se trata de poesía narrativa–, aunque, como se verá, los tratadistas muestran divergencias en su taxonomía. Obras, no obstante, de envergadura variable, casi siempre en versos de cuño clasicista, vehiculadas, por lo común, en octavas reales o en silvas. Conviene subrayar que no toda la poesía del siglo XVIII que implica aprendizaje es didáctica. Y tampoco cualquier obra en verso de intenciones más o menos didascálicas es un poema didáctico. Hay reglas y enseñanza en Fábulas literarias (1782) de Iriarte sin que se trate de poema didáctico, pese a contener «doctrina» e invitar a los jóvenes a leerlas para que se aficionen a la poesía6. Ejemplos anteriores no escasean. Referiré, como muestra, el Epítome de la eloqüencia española. Arte de discurrir y hablar con agudeza y elegancia en todo género de assumptos (1692) de Francisco José Artiga olim Artieda, en romances y forma dialógica; aunque muy de fines del XVII, reeditadísimo en la centuria de la Razón7. Nada hay ahí, es obvio, de 6 Fábulas literarias. Por D. Tomás de Yriarte, Madrid, Imprenta Real, 1782, advertencia del editor, s.f. 7 Javier García Rodríguez, «Notas para el estudio de un episodio de recepción de la retórica en el siglo XVIII: el Epítome de la elocuencia española de Francisco de Artiga», Dieciocho, XXV, 2 (2002), pp. 171-194.
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ilustrado y sí mucho de retóricas o poéticas en verso del Siglo de Oro, del estilo de un Eugenio Gerardo Lobo o de romancistas populares de inicios de siglo (¿acaso dejaron de existir más tarde?), aunque no pueda dudarse del fin didascálico de ese exitoso Arte. Definir la elocuencia como «un concento / de la Unitrina Asonancia, / que en tres puntos igual forma / la causa de tantas causas» y, por si fuera poco, estimarla «una china, un rayo / de aquella Unitrina Llama, / que al que la mira es confusa, / pero al que la cree es muy clara»8 es suficiente y sobrada muestra de lo que vengo argumentando. Otro tanto podría decirse de Vida del portentoso negro San Benito de Palermo (1763), en seis cantos «jocoserios», en seguidillas, y los argumentos en octavas, de José Joaquín Benegasi y Luján, admirador y émulo del capitán coplero. «Escúchenme la vida / de un negro santo; / escúchenla y aprendan / los hombres blancos; / que los no buenos, / para Dios, aunque blancos, / siempre son negros»9, versos ramplones que harían ruborizarse a cualquier propagandista de la época de Carlos III. Y más, tras leer de boca del aprobador eclesiástico: Esta obra está escrita con una dulzura que embelesa, un atractivo que arrebata y una naturalidad que enamora; y parece que en ella está impreso el carácter español, demostrado por un entusiasmo casi privativo de nuestra nación, que sin pasar la raya de lo verosímil sabe tocar la línea de lo admirable.10
De hechura muy distinta son los Poemas christianos, en que se exponen con sencillez las verdades más importantes de la Religión (1799), escritos por Pablo de Olavide a su regreso del exilio tras ser absuelto por el Santo Oficio por su «arrepentimiento y conducta ejemplar». El editor lo declara «útil» para cualquier edad, en especial para la juventud, «que naturalmente es idólatra de la poesía»11. Pero, más bien, parece
8 Epítome de la eloqüencia española. Arte de discurrir y hablar con agudeza y elegancia en todo género de assumptos, Madrid, Viuda de Alfonso Vindel, 1747, 4ª ed., p. 15. 9 Vida del portentoso negro San Benito de Palermo, descripta en seis cantos jocoserios, del reducidíssimo metro de seguidillas, con los argumentos en octavas, Madrid, Miguel Escrivano, 1763, p. 1. 10 Ibidem, aprobación, f. 3r.-v. 11 Poemas christianos, en que se exponen con sencillez las verdades más importantes de la Religión, por el autor de El Evangelio en triunfo, Madrid, Joseph Doblado, 1799, prólogo del editor, p. V.
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que Olavide no pretendió ir más allá de reforzar su propia conversión a través de estas composiciones de ascética cristiana –cosa patente a través de los «poemas»–, visto, además, el extraordinario éxito, revuelo y repercusiones de El Evangelio en triunfo (1797)12. Hay ahí toda una variedad de estrofas propias de la tradición narrativa clasicista –romance heroico, silvas, octavas, pareados de endecasílabos– para dar cuerpo a veinticuatro «poemas», precedidos de una «Oración» introductoria, sobre diferentes asuntos de talante ético-religioso: «el fin del hombre», «el amor del mundo», «el pecado mortal», «el escándalo», «la penitencia», «la muerte», etcétera. El estilo, muy de fin de siglo, alejado de la luz docente, remite sin ambages al «espiritoso y filosófico» que iba imponiéndose y tanto preocupaba al abate Andrés, como veremos más adelante13, por sus «confusos sentimientos» y «sentencias enigmáticas»: ¿Yo para qué nací? Para salvarme. ¡Que tengo de morir es infalible! Dejar de ver a Dios y condenarme triste cosa será, pero posible. ¡Posible! ¿Y tengo amor a lo visible? ¡Oh Dios!, ¿en qué me ocupo?, ¿en qué me encanto? Loco debo de ser, pues no soy santo.14
Tampoco puede conceptuarse como poema didáctico de la Ilustración española Filosofía de las costumbres (1793) del padre Isidoro Pérez de Celis, antiguo lector de teología en Santa María de la Buena Muerte de Lima, socio de la Bascongada y autor, por otra parte, de unos contundentes Elementa philosophiæ (1787)15. Hay, sí, una moderada apostilla de la moral cristiana, con renuncia a las «verdades reveladas», y afán de usar sólo «la razón y sus luces naturales». Asimismo, la ofrece a la juventud en declarada aspiración docente y en abono de la «verdade12
Marcelin Défourneaux, Pablo de Olavide el afrancesado, Sevilla, Padilla, 1990, pp. 343-358. Más recientemente, Gérard Dufour, «El Evangelio en triunfo en el dispositivo político del Príncipe de la Paz», en G. Carnero, I.J. López y E. Rubio, eds., Ideas en sus paisajes. Homenaje al profesor Russell P. Sebold, Alicante, Universidad, 1999, pp. 159-166. 13 Véase la nota 29 del capítulo III. 14 Poemas christianos, poema I, p. 1. 15 Elementa Philosophiæ, quibus accedunt principia Mathematica veræ Physicæ, prorsus necessaria, ad usus academicos scholaris, Matriti, Isidorum a Hernandez Pacheco, 1787, 3 ts.
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ra filosofía de las costumbres»16. Sin embargo, la postura de Celis frente a los «nuevos filósofos», enemigos de Dios y del Trono, o sea, los que allende los Pirineos han contribuido ideológicamente al estallido revolucionario, lo aleja de la didascálica ilustrada y lo alinea, más bien, en la campaña propagandista española contra los regicidas17, por más que la crítica de «impíos» e «incrédulos» no sea virulenta. Dividido en dos partes, cada una de nueve silvas, este largo poema filosófico-moral expone conceptos de filosofía natural y leyes civiles, sobre el deber del hombre hacia Dios, hacia sí y hacia el prójimo, sobre virtud y vicio, etcétera. Acaso más interesante, la idea de afecto, «cualquiera moción vehemente y viva / de la parte sensible apetitiva»18, reducido a los antagónicos amor y odio. Nuestro moralista, como corresponde a lo que vengo sosteniendo, aboga por el derecho natural de los monarcas al trono por su condición innata de «padres de la patria», pues, recalca, «más que señores, / son padres y tutores / de una casa y familia muy crecida, / a su celo y cuidado cometida»19. Así, el rey –a diferencia de lo acaecido en otras cortes europeas (pesa ahí, sin duda, el recuerdo de Voltaire)20– jamás debe de patrocinar a los «filósofos», «partos y furias del Averno», sino proscribir «la insolencia del pérfido ateísta, / libertino, fanático, deísta, / y de otros cuyas máximas perversas, / a la común felicidad adversas, / el buen orden destruyen y armonía / de toda sociedad y monarquía»21. ¿Qué otra cosa podría sostener un escritor español en ese trágico momento para las atemorizadas monarquías europeas? Aparte de lo ya expresado, nada más he de advertir salvo, y en otro orden de cosas, que he modernizado la ortografía de todas las citas que aparecen en el libro –no la de los títulos de obras antiguas–, manteniendo en ellas sólo las grafías que reportan algún valor fonológico. 16
Filosofía de las costumbres, poema, Madrid, Benito Cano, 1793, prólogo, s.f. Véase Lucienne Domergue, Le livre en Espagne au temps de la Révolution Française, Lyon, Presses Universitaires, 1984, pp. 75-109. 18 Filosofía de las costumbres, pp. 242-243. 19 Ibidem, p. 228. 20 Sobre el «monstruo» Voltaire, principal creador de «dogmas perversos» y de la situación política y social en 1793, puede verse lo que trae el capítulo III de Desde el siglo ilustrado. Sobre periodismo y crítica en el siglo XVIII, Sevilla, Universidad-Instituto Feijoo, 2003, en especial pp. 70-76. 21 Filosofía de las costumbres, p. 230. 17
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En todos los acervos que tuve necesidad de visitar fui atendido con diligencia y solicitud. He de subrayar, no obstante, las facilidades dispensadas por la Biblioteca Universitaria de La Laguna, por la Municipal de Santa Cruz de Tenerife, por el Museo Canario de Las Palmas, por la Capitular y Colombina, por la Provincial y por la Real Sociedad Económica de Sevilla, por Boston Library, por The Hispanic Society of America, por la Biblioteca Nacional de Madrid, por la Nationale de París y por la Österreichische Nationalbibliothek. Estoy en deuda, además, con los atentos conservadores de Houghton Library y de Widener Library, ambas del sistema bibliotecario de Harvard University, donde realicé desde el Departamento de Lenguas y Literaturas Románicas programas de búsqueda sobre didáctica francesa y sobre el impacto de los primeros aeróstatos en la cultura europea de fines del siglo XVIII. Expreso asimismo gratitud al Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México y a su director, doctor Vicente Quirarte, por invitarme a impartir una conferencia en la Biblioteca Nacional de México sobre estos asuntos. Significo, en especial, el apoyo brindado por el Sistema Nacional de Investigadores de la Comisión Nacional para la Ciencia y la Tecnología (CONACYT) de la República Mexicana. Por último, es justo dar públicas gracias al profesor Nigel Glendinning por haberme obsequiado con una copia del poema El rayo (1802) de Antonio Pinazo –cuya existencia desconocía yo–, y por su muy sabia lectura del manuscrito. Sus siempre oportunas apostillas han enriquecido lo que pasada la página hallará el lector. A Iberoamericana Editorial Vervuert y a su propietario, Klaus D. Vervuert, he de reconocer que La Musa del Saber se haya vestido de gala, viaje contenta por el mundo y tenga posibilidades de conquistar a algún estudioso de la literatura europea de la centuria ilustrada22. JOSÉ CEBRIÁN
22 Cualquier sugerencia o parecer encaminado a mejorar el contenido de este libro serán bien acogidos en la clave electrónica .
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CAPÍTULO I DIDÁCTICA Y MÚSICA
SOBRE «POESÍA FILOSÓFICA» En la actualidad pretende considerarse como poesía filosófica del siglo XVIII aquella que haciéndose eco de las corrientes sensistas europeas –Locke, Condillac– se erige en vehículo expresivo de meditaciones sobre la esencia del hombre1 o sobre temas existenciales –la vida y la muerte, el universo, el tiempo– y metafísicos –la «presencia de Dios», en su amplio crédito de Ser Supremo–, desarrollados en mayor o en menor medida en las obras señeras de Thomson, Young o Pope2. Sin embargo, los tratadistas de la segunda mitad de la centuria ilustrada tenían una idea bastante más amplia del objeto y de la esencia de esa clase de poesía, y, aunque no albergaban serias dudas sobre el género en que se inscribía –el didáctico, o sea, «la verdad puesta en verso» en la escueta definición del abate Batteux–, se las veían y se las deseaban para hacer común denominador de obras como The seasons 1 José Luis Abellán, «La poesía filosófica: un capítulo de la historia de las ideas del siglo XVIII», en José Amor y Vázquez y A. David Kossoff, eds., Homenaje a Juan LópezMorillas. De Cadalso a Aleixandre, Madrid, Castalia, 1982, pp. 21-39. Más recientemente, Elena de Lorenzo Álvarez, Nuevos mundos poéticos: la poesía filosófica de la Ilustración, Oviedo, Instituto Feijoo, 2002, en cuyas pp. 58-63 recuerda lo que autores previos han expresado al respecto de ese calificativo; vago, a mi juicio, y por ello poco idóneo para nominar en su totalidad a la poesía «grave» del siglo. 2 José Miguel Caso, «Poética de la literatura ilustrada española», Coloquio internacional «Carlos III y su siglo». Actas, Madrid, Universidad Complutense, 1990, 2 ts., I, pp. 697-712.
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(1726-1730) de Thomson, La religion (1742) de Racine, La música (1779) de Iriarte o Les jardins (1780) del abate Delille. Precisamente Batteux, cuyos Principes de littérature (1746-1763) eran de sobra conocidos en España mucho antes de la traducción ampliada y adaptada al ámbito español de Agustín García de Arrieta3, resuelve el dilema al afirmar que en todos la materia, que es la verdad –consustancial al género didáctico–, supera por completo a la ficción, inherente a «la otra especie de poesía». Hasta tal punto que las obras a medio camino entre «lo didáctico puro y lo poético puro» habrían de inclinarse hacia uno u otro polo en la proporción en que exista en ellas «más o menos ficción o verdad», aunque en la realidad los extremos sean poco comunes. Así las cosas, nuestro tratadista divide el poema didascálico en tres clases: el histórico, que narra «acciones y acontecimientos reales, tales como sucedieron, en el orden natural, sin distribuir las partes según las reglas del gusto y sin elevarse sobre las causas naturales», como la Farsalia de Lucano o La Araucana de Ercilla; el didáctico en sentido estricto, que sólo contiene «observaciones relativas a la práctica o preceptos para arreglar y dirigir cualquier operación», como las Geórgicas de Virgilio, el Art poétique de Boileau o La música de Iriarte; y el filosófico, que consiste en «la exposición de principios, ya sea de física, ya de moral, de música, de agricultura, etc.»; ahí –prosigue nuestro tratadista– «se raciocina, se citan autoridades y ejemplos y se deducen consecuencias»4 al modo paradigmático de De rerum natura de Lucrecio. Por esas razones el poema filosófico debe dirigirse principalmente a ilustrar, pues éste es el objeto de las ciencias. Así, el método debe ser más palpable en él que en los demás poemas. No admite tantas digresiones, pues interrumpirían el orden del raciocinio. Por la misma razón deberá haber en él menos figuras animadas y menos expresiones poéticas, a menos que no contribuyan éstas a la claridad, dando cuerpo a las ideas, pues de otro modo sería impertinente y nimio sacrificar la claridad y la precisión al brillo de un chiste o agudeza.5
3 Inmaculada Urzainqui, «Batteux español», en Francisco Lafarga, ed., Imágenes de Francia en las letras hispánicas, Barcelona, PPU, 1989, pp. 239-260. 4 Principios filosóficos de la literatura o curso razonado de Bellas Artes y de Bellas Letras, Madrid, Imprenta de Sancha, 1797-1805, 9 ts., V, pp. 243-246. 5 Ibidem, V, p. 254.
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Un ideal de apego a la verdad y de sobriedad estilística opuesto a todo atisbo imaginativo, no siempre compartido por poetas como Cándido María Trigueros (1736-1798), introductor de los «versos filosóficos» en la poesía española6, quien airea en la advertencia a una de sus entregas de El poeta filósofo o poesías filosóficas en verso pentámetro (1775) que «los poemas filosóficos son una especie de poesía didáctica, o doctrinal, de la cual parece que ha sido desterrada hasta aquí la ficción poética». Proclama a renglón seguido, con cita de Horacio, la conveniencia de emplear también la «ficción de relación» como indumentaria alegórica mientras no atente a la verdad o ponga en tela de juicio a la verosimilitud: Con esta mira he pensado poner en un poema filosófico todas las flores de la poesía épica y hacer una fábula seguida de incidentes, ya contrarios ya favorables, que por medio de la invención y ficción sostenga su asunto y deleite los oyentes sin dejar de instruirlos con la doctrina que es esencial al poema filosófico y a toda la poesía didáctica.7
Así, el poeta filósofo Trigueros destaca su fe en la fuerza imaginativa como instrumento accesorio para entender la esencia del hombre en la paradoja de sus miserias y virtudes, «de vanas confianzas, de vanas inquietudes, / de ignorancia y de ciencia, / de pequeñez y grandeza, / de orgullo y cobardía, fortaleza y flaqueza». Al mismo tiempo pretende erigirse en cantor de asuntos de elevada trascendencia8. No extraña pues que en un remedo consciente y moderno de la invocación proemial del poema épico demande el auxilio del apreciado Alexander Pope –con el recuerdo velado del Essay on Man (1733-1734)–, porque «a mi ruda musa le aprestas tus ideas», y lo enaltezca al lado de los grandes épicos –Tasso, Camões, Milton–, del Voltaire de La Henriade (1728) y del «sublime» Isaac Newton, «a quien pocos entienden y todos admiramos»:
6 Francisco Aguilar Piñal, «La poesía filosófica de Cándido María Trigueros», Revista de Literatura, XLIII, 85 (1981), pp. 19-36. 7 El poeta filósofo o poesías filosóficas en verso pentámetro, Sevilla, Manuel Nicolás Vázquez, 1775, ff. 1v.-2r. 8 Joaquín Arce, «Ídolos científicos en la poesía española de la Ilustración», Cuadernos Hispanoamericanos, CCCXXII-CCCXXIII, (1977), pp. 78-96, luego en La poesía del siglo ilustrado, Madrid, Alhambra, 1981, p. 300.
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Dime, sublime Pope, tú, reflexivo genio, que unes con el arte tanto el juicio y el ingenio: britano Horacio, dime tú con tal cuidado, tú, que con tanto acierto al hombre has estudiado; dime, Pope, las señas deste soberbio nombre, cuéntame en qué se funda la vanidad del hombre, deste confuso caos de mil contradicciones en quien Dios puso unidos sus castigos y dones.9
Trigueros valora el papel del «genio», entendido como la capacidad de inventar cosas nuevas y admirables, en el acto de la creación artística10. Por eso lo personifica y encomia en los pareados de El viage al cielo del poeta filósofo (1777) con los calificativos de «sublime, correcto, incomparable», evoca su influjo en Virgilio y le ruega que lo inspire en alegórico verso de glorificación ilustrada, para que «pueda yo con tu auxilio / del español Augusto ser español Virgilio»11. Pero el objeto último, eso sí, es encomiar la política de Carlos III y los «adelantamientos» que han experimentado bajo su égida las ciencias y las artes mediante los viejos resortes de la «ficción de relación»: aquí un sueño en el que el vate es llevado al cielo por la Fantasía a través de un viaje por el universo que termina ante el trono del Ser Omnipotente, en la más pura tradición clásica –y luego medieval– de Commentarii in Somnium Scipionis de Macrobio, del carro de Belona del Laberinto de Fortuna de Mena o del Viage de Sannio de Cueva. Y así como la Virtud brinda a Sannio, protagonista de este último, el espectáculo de la armonía cósmica del firmamento, «dond’el divino artífice glorioso / las estrellas fixó con tanto orden / que jamás ay en ellas un desorden»12, la Imaginación se complace en patentizar al héroe del Viage al cielo los secretos del universo, en llevarlo «más allá del inmenso anillo de Saturno», mostrarle el «conjunto portentoso de planetas solares» y
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El poeta filósofo, f. 6r.-v. Sobre el concepto de «genio» –que abarca ahora tanto al genius como al ingenium latinos–, y su función en el proceso de individualización de la obra poética, Eva Marja Rudat, Las ideas estéticas de Esteban de Arteaga, Madrid, Gredos, 1971, pp. 199-257. 11 Francisco Aguilar Piñal, Un escritor ilustrado: Candido María Trigueros, Madrid, CSIC, 1987, pp. 148-152. 12 Juan de la Cueva, Viaje de Sannio, ed. de José Cebrián, Madrid, Miraguano, 1990, p. 29. 10
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comunicarle las leyes divinas que lo rigen, en esencia la de la gravitación universal descubierta y demostrada por Newton: Sistemas a sistemas atraen atraídos y a su general centro son todos convertidos; orden tan simple fragua con método admirable de la Creación toda la concordia inmutable, la sujeción perpetua, la dependencia pura que al Criador Eterno tiene la criatura. La mutua atracción simple por él establecida, por su atracción es cada momento repetida, la masa informe y dócil que Él sacó de la nada, sin cesar atraída, sin cesar es criada: el instante que alzase su mano bienhechora y retirar quisiera su atracción criadora, todo el vasto universo, confuso e invisible, menos que un caos fuera cual nada incomprensible.13
Pero ¿en realidad logró instruir Trigueros a los pocos lectores que hincaron el diente a la larga retahíla de pareados de El viage al cielo, tan denostado por los teólogos de Sevilla como celebrado por Sempere y Guarinos, que salió al paso de sus detractores con una defensa del metro, perfeccionado y aplicado por el autor «a los asuntos más serios»?14. Tal vez no pretendió otra cosa que ensayar en la poesía española el pareado de alejandrinos del clasicismo francés –pero en versos de catorce sílabas, no de doce–, presentándose como falso émulo del «verso de Berceo» y acomodador del pentámetro latino. Hugh Blair también apunta en Lectures on Rhetoric and Belles Lettres (1783) que el objeto principal de la didáctica es «instruir y dar conocimientos útiles» a través del «asunto instructivo» que desea desarrollar el poeta, porque, a fin de cuentas, lo que la diferencia de un tratado en prosa de carácter «filosófico, moral o crítico» es sólo la forma, aunque ofrezca algunas ventajas dignas de tenerse en cuenta: Por el encanto de una versificación numerosa hace más agradable la instrucción, y por medio de las descripciones, de los episodios y de otros 13
Cándido María Trigueros, El viage al cielo del poeta filósofo, Sevilla, Manuel Nicolás Vázquez, 1777, p. 11. 14 J. Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española, VI, pp. 61-83.
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adornos que puede mezclar, detiene y empeña la fantasía y fija más profundamente en la memoria algunas circunstancias útiles. Aun por esto es un campo donde el poeta puede adquirir mucho honor y manifestar ventajosamente su ingenio, sus conocimientos y su juicio.15
Primores compositivos que el escocés concede, entre los antiguos, a De rerum natura de Lucrecio y a las Geórgicas de Virgilio. Entre los modernos encomia el Essay on criticism (1711) de Pope y Pleasures of the imagination (1744) de Akenside.
SOBRE MÚSICA No interesa ahora abordar los poemas españoles anteriores al siglo XVIII que Munárriz considera didácticos (no Blair, que ni siquiera los cita), sino detenernos en La música de Iriarte y, más adelante, en La pintura de Rejón de Silva: los únicos de la centuria ilustrada que nuestro traductor acoge con escueto y complacido comentario en sus añadidos. Por lo pronto, resulta que a la luz de la taxonomía de Batteux –mejor dicho, de su expositor Arrieta, que es quien lo saca a colación–, el poema de La música (1779) de Tomás de Iriarte (1750-1791) se incardina en los didácticos propiamente dichos porque abunda en «preceptos» y en observaciones sobre la práctica de esa materia. Pero, al mismo tiempo, nuestro autor raciocina, cita autoridades y ejemplos y extrae consecuencias; e incluso añade a su obra unas documentadas notas en prosa con el objeto de brindar a los lectores «mayor luz sobre ciertos puntos que se tocan en el poema»16. ¿No estaremos entonces ante un poema filosófico, en el que se exponen principios sobre artes o ciencias, «ya sea de física, ya de moral, ya de música, de agricultura» o de cualquier otra materia? Dejando a un lado la debilidad de los 15 Lecciones sobre la retórica y las Bellas Letras por Hugo Blair, Madrid, Imprenta Real, 1804, 2ª ed., 4 ts., IV, pp. 3-4. La primera edición española –muy ampliada, como se sabe, por José Luis Munárriz– es de 1798-1799. 16 La música, poema, Madrid, Imprenta Real, 1779. Reeditado en 1784 y en 1789 y traducido al italiano por el abate Garzia (1789), al francés por Grainville (1800) y al inglés por Belfour (1807). De la buena acogida europea da cumplida información J. Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española, VI, pp. 197-205. Mis citas de La música irán por Colección de obras en verso y prosa de D. Tomás de Yriarte, Madrid, Benito Cano, 1787, 6 ts., I, p. 157.
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argumentos de los preceptistas, cabe señalar que Iriarte –que en ningún momento aplica a su obra el calificativo de filosófica– declara con resuelta sinceridad que se ha animado a escribirla al persuadirse de que ni antiguos ni modernos –a excepción del poema latino Musica (1704) del abate Le Febvre y algún otro de similar rareza– se han ocupado de la música en poemas didascálicos, «pareciendo este olvido tanto más injusto cuanto su hermana la poesía ha merecido que Horacio, Vida, Boileau y otros poetas hayan explicado su doctrina en verso» (I, 141). Claro que al poner en verso los preceptos de ese arte, aunque sólo fuesen «los generales de la música», Iriarte se exponía a inclinar la balanza de lo útil y de lo ameno en beneficio de lo primero, incluso a sabiendas de que renunciaba a dar cabida en los versos a los métodos de solfear, a la explicación de los signos musicales y a la teoría del contrapunto, de ningún beneficio para el lego o para el aprendiz de compositor, que precisa «lecciones vivas de un maestro y ejercicio muy continuado» (I, 155). Preocupado por la amenidad del relato, Iriarte se inclina por la silva como disposición métrica en La música. Ofrece mayor variedad que otras estrofas, es agradable «a cualquier oído que aborrezca la monotonía» e, incluso, no desmerece cuando de cantar asuntos elevados se trata, «siendo por consiguiente muy adecuada al didáctico, que es un medio entre el familiar y el sublime» (I, 164). Teorizar en verso sobre el orden y división de la escala diatónica, sobre los sonidos con arreglo a las claves, sobre el principio físico de la resonancia de una cuerda sonora, sobre las especies del compás o sobre arie, movimientos, pausas y esperas no tenía por qué estar reñido con su espíritu sensible e idealista, capaz de ensimismarse en la pintura de Leonardo, de Velázquez, de Mengs o de otros artistas; con un vate cuyos versos encerraban «tanta verdad como si fueran prosa» y pretendían «réunir l’attrait de la vérité et le charme de la fiction» como había sido aconsejado por Boileau o Chênedollé. Una poesía que era tal por la solidaridad armónica de su contenido y los medios retóricos de expresarlo, en ningún modo ayuna de sensibilidad o ajena a las doctrinas de Locke17. A juicio de Delille, el sentimiento no es patrimo-
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Russell P. Sebold, «La música de Iriarte y la literatura ilustrada» y «Tomás de Iriarte: poeta de rapto nacional», en El rapto de la mente (poética y poesía dieciochescas), Barcelona, Anthropos, 1989, 2ª ed., pp. 39-57 y 228-250.
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nio exclusivo de quienes cantan al amor, a la amistad o a las grandes pasiones humanas; hay además otra especie «plus rare et non moins précieuse», la que enseña y al mismo tiempo excita la curiosidad: C’est elle qui se répand, comme la vie, sur toutes les parties d’un ouvrage; qui doit rendre intéressantes les choses les plus étrangères à l’homme; qui nous intéresse au destin, au bonheur, à la mort d’un animal, et même d’une plante; aux lieux que l’on a habités, ou l’on a été élevé, qui ont été témoins de nos peines ou de nos plaisirs.18
Poesía, en el caso de Iriarte, cuyos preceptos y didactismo poco o nada podrá aprovechar, en fin, un compositor que carezca de «sensibilidad y genio estudioso»: Mas ¡cuán en vano usar estos primores y otros no menos útiles intenta el que no experimenta los suaves movimientos interiores que en un pecho sensible debe causar la música apacible! ¡Dichoso el que se inclina a tal placer por su nativo genio, y hermanando la ciencia y el ingenio, del arte los prodigios examina, proporciones recónditas calcula, sus móviles y causas especula y, en fin, de ellas deduce teórica doctrina que después a la práctica reduce!19
Esto no empece que nuestro ilustrado poeta busque la variedad y se afane en «disminuir la aridez de la doctrina», introduciendo digresiones al más puro estilo de los cánones de la épica reactualizados años más tarde por Santos Díez González20 en Instituciones poéticas (1793)21, 18 Jacques Delille, L’homme des champs ou les Géorgiques françoises, Strasbourg, Levrault, 1800, pp. XIII-XIV. 19 La música, I, 14; pp. 190-191 de la edición y tomo citados. 20 José Checa Beltrán, «Ideas poéticas de Santos Díez González. La tragedia urbana», Revista de Literatura, LI, 102 (1989), pp. 411-432. 21 Instituciones poéticas, con un discurso preliminar en defensa de la poesía, Madrid, Benito Cano, 1793, pp. 40-47.
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ora trabadas o como parte «muy esencial» de la acción principal –así en la secuencia de los pastores Salicio y Crisea del canto II–, ora en forma episódica como «fantasía poética» –el discurso de Nicolò Jommelli en los Campos Elíseos sobre música teatral, que ocupa buena parte del canto IV– o al modo de apoteosis final en una distribución de premios de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando, donde el Buen Gusto, en figura de «alado mancebo», se aparece a las cuatro «nobles artes», a la Poesía y a la Oratoria y les propone el establecimiento de una nueva academia o «cuerpo científico» de Música, facultad de «no menos activa fantasía». Iriarte reduce la expresión musical a cuatro categorías: la religiosa, ejecutada en el templo; la interpretada en los teatros; la que ameniza las diversiones privadas de bailes y academias; y, por último, la que disfruta o compone el artista en la soledad de su retiro, donde «conoce en fin que es la armonía / arte no menos grato y necesario / al hombre en sociedad que al solitario». En cierto modo es ésta la que eleva a más alto grado el talento creativo e individualizador del artista, que revive en el teclado obras de reconocido prestigio de otros compositores «o engolfado / en propias invenciones, / las ensaya, las pule, las escribe». Ahora bien, el músico ideal de Iriarte –como el poeta–, ha de huir de toda libertad desvinculada de las reglas, pues da pie a «que el oyente se confunda / en pueriles enigmas intrincados, / en laberintos, fugas cancrizantes / y cánones perpetuos o trocados»; y, todavía más, de los que en su afán por impresionar amontonan «notas, arpegios, trinos y posturas / sin plan, sin orden claro ni sentido, / imitan las pinturas / chinescas, en que al bello colorido / solamente se atiende» (V, 8). En realidad, con los argumentos reprobatorios de la «incuria omisa», del exceso de prisas y de la ignorancia de las reglas artísticas estamos ante una acomodación a La música de fundamentos doctrinales de la Epistula ad Pisones de Horacio, traducida en verso por el propio Iriarte poco tiempo antes y estimada por él mismo –y cómo no– como «obra de las más provechosas e instructivas que en la literatura se conocen»22. Claro que Iriarte establece relaciones entre la pintura y la música a la manera de las que Horacio observaba entre la poesía y la pintura ya que, en buena medida, se 22
El arte poética de Horacio o Epístola a los Pisones, traducida en verso castellano, Madrid, Imprenta Real, 1777, que citaré por Colección de obras, IV, p. LII. Más adelante abordaré el Horacio preceptista que traduce Iriarte.
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afana en aplicar las reglas del preceptista latino al objeto perseguido en su obra; e incluso imita en ocasiones su estilo, así como el de Garcilaso, en la singular orientación del nuevo clasicismo que bebe tanto en las fuentes clásicas antiguas como en las revalorizadas del Siglo de Oro23. El amplio excurso de Salicio y Crisea (canto II) demuestra la validez de la ficción arcádica y un claro influjo de las églogas de Garcilaso, ante cuyo modelo formal se rinde nuestro vate. Y no sólo al imitar en el epílogo narrativo el famoso verso de la égloga I, cuando «se encaminan gozosos a la aldea / Salicio juntamente y su Crisea» (II, 10), sino en numerosos detalles de estilo y composición desperdigados a lo largo de todo el canto. Por ejemplo, en el cliché del locus amœnus, situado «a la fresca sombra / de los robustos árboles de un soto», cubierto de «verde alfombra, / lugar el más remoto / del pastoril bullicio». Incluso el parlamento didascálico del Salicio de La música –que oye en silencio Crisea– posee dentro del canto similar independencia al de tono elegíaco de su homónimo renacentista, pronunciado, eso sí, en ausencia de la pastora y con finalidad completamente diferente. Se evidencia pues el supremo valor que Iriarte concede a los cánones clasicistas de Horacio –reasumidos en el Art poétique (1674) de Boileau–, al proclamar que, como la poesía, su hermana la música «los nombres / de deleitable y útil se merece». Por consiguiente, el compositor también precisa «de un censor imparcial e inteligente» que escudriñe su obra, «un censeur solide et salutable, / que la raison conduise et le savoir éclaire», en palabras de Boileau24, y la sujete, al igual que en Horacio, «de Mecio a la censura, / como a la de tu padre y a la mía» (IV, 53). De esta adecuación teórica de la preceptiva literaria a la musical son buena muestra los siguientes versos del Arte poética y de La música: Otro su estilo tanto pule y lima que le quita el vigor, le desanima; quiere aquél ser sublime y es hinchado; éste que acobardado teme la tempestad y no alza el vuelo,
23
R. P. Sebold, El rapto de la mente, pp. 40-42. Art poétique, IV, 71-72, que cito por Boileau, Œuvres, ed. de Jérôme Vercruysse y Sylvain Menant, Paris, Garnier-Flammarion, 1969, 2 ts., II, p. 111. 24
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siempre humilde se arrastra por el suelo; y el que intenta de un modo extraordinario el asunto más simple hacer muy vario, surcando el mar a un jabalí figura y a un delfín penetrando la espesura, pues sin el arte quien un vicio evita, en vicio no menor se precipita.25
* * * De músico instruido no se alabe quien no tenga a la vista sobre el clave estos y otros consejos que en el Lacio a los poetas daba el cuerdo Horacio. Él le dirá en su carta a los Pisones que sin el arte quien un vicio evita, en vicio no menor se precipita. Así el compositor en ocasiones, pensando en ser fecundo es redundante, estéril cuando aspira a ser conciso; si ser original y extraño quiso, en la nota incurrió de extravagante; por mucho arreglo y demasiado pulso, en lo lánguido toca y en lo insulso; y por libre y osada fantasía con frenética furia desvaría.26
Pero a tenor de nuestro didacta, el arte musical posee mayor capacidad para expresar «internas sensaciones» que la poesía o la elocuencia, cuyas voces y figuras retóricas constituyen la materia que vehicula «ideas, discursos, descripciones». Ventaja que la variedad y riqueza del «concento sonoro» evidencia, al expresar «sensaciones y pasiones» como la alegría, el deleite, la serenidad, el dolor o la pena. «¡Con cuánta propiedad, con qué viveza / en un modo menor y un tono obscuro / la música nos pinta la tristeza!», exclama entusiasmado. E incluso, a veces, su encanto subordina «las austeras reflexiones / al musical deleite» del oyente en el género de drama «que óperas
25
El arte poética de Horacio, en Colección de obras, IV, pp. 4-5. La música, V, 8; p. 289. Tanto el entrecomillado de ésta como de la anterior cita son míos. 26
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comúnmente denominan». A juicio de Marmontel, tan desafecto, por otra parte, a Boileau, el verbo poético transmite al espectador del drama musical «sublimité des pensées, des sentiments et des images, la noble élégance de l’expression», mientras que la música se mezcla a las impresiones dolorosas y emana una especie de arrebato, «un charme que n’ont point dans la nature les airs, les plaintes, les accents funestes ou douloureux des passions»27. Al invocar en el exordio a la Naturaleza en demanda de luz y «auxilio» para que le dicte sus «preceptos infalibles», nuestro Iriarte desea dejar claro desde el principio que la música, al igual que la escultura, la pintura o la poesía, imita a la naturaleza seleccionando «lo mejor de ella, / lo más precioso, más florido y grato». Para lograrlo, el artista debe operar con arreglo a diversas fases: primero ha de observar con «estudio profundo» los variados aspectos de la naturaleza, «su belleza real y sus defectos»; en segundo lugar ha de sentirla, admirarse y llenarse de las ideas que ella representa hasta alcanzar el éxtasis de la enajenación y el deleite; en tercero, ha de exaltar lo bello y elegir sus primores con «gracia, novedad y ornato»; y, por último, debe someterse al arte, es decir, ligarse «a un plan, norma o sistema único, regular y consiguiente, sin desviarse de su fin y tema». Sólo así es posible armonizar en ese ejercicio «la sensibilidad, ingenio y gusto / con la meditación y con el juicio» (I, 2). Sensibilidad y razón como modelo perfectivo, en cuanto se aspira a la consecución de un ideal supremo de índole mimética, que participa de la idea de belleza ideal de Arteaga, expuesta poco más tarde en Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal (1789) y definida como el modelo mental de perfección aplicado por el artífice a las producciones de las artes; entendiendo por perfección todo lo que, imitado por ellas, es capaz de excitar, con la evidencia posible, la imagen, idea o afecto que cada una se propone, según su fin e instrumento.28
Pero no cabe olvidar que tanto el sensismo aplicado a la teoría musical como la propia concepción de la música proceden en buena medida
27 Essai sur les révolutions de la musique en France, que he de citar por Œuvres complètes de Marmontel, de l’Académie Française, Paris, Amable Costes, 1819, 18 ts., X, p. 356. 28 Esteban de Arteaga, Obra completa castellana, ed. de Miguel Batllori, Madrid, Espasa Calpe, 1972, 3ª ed., p. 51.
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de las ideas expresadas por el abate Eximeno en Dell’origine e delle regole della musica (1774)29, como, por ejemplo, la preponderancia del oído sobre reglas, fórmulas y cifras. Así, el arte musical posee, como las demás artes, «principios inalterables» de los que han de deducirse las reglas generales, «pero de tal manera que no quiten la libertad propia de las artes de genio»30.
«ENCANTADORA CIENCIA» De este modo, el arte de los sonidos es para el autor de La música «encantadora ciencia», mas a la vez «don del cielo» y «del alma fiel intérprete», ya que puede servir tanto de «recreo de la humana fantasía» como «de los males consuelo», en declarada aceptación de su amplísima capacidad para reflejar y alterar estados emocionales muy diferentes. Por otra parte, Tomás de Iriarte relaciona los «progresos» de la música con los de la pintura, arquitectura y poesía, artes que han evolucionado recobrando «a fuerza de cultura / gran parte de su antigua lozanía» tras la larga noche medieval. El renacimiento pictórico personifica en Correggio, Rafael, Tiziano, Velázquez o Poussin; Bramante, Palladio y Herrera dan «nuevo honor» a la arquitectura; triunfa la poesía en Tasso, Milton, Boileau y Garcilaso. En cambio, el «arte más divino» –o sea, el musical– se renueva en la invención del pentagrama y en las siete notas de la escala, rebautizadas por el benedictino Guido d’Arezzo, precursor en el lejano siglo XI de las «teóricas reglas inmortales» de Zarlino, Salinas, Tartini, Rameau, Cerone, Kircher o Martini (I, 9). Por lo que atañe al «estado actual», no sorprende que el melómano Iriarte –que en ningún momento oculta su particular apego por la música31–, pondere con encendidos elogios el grado de «novedad, de pompa, / delicadeza, dignidad y lustre» alcanzado por el melodrama de la mano del longevo abate Pietro Metastasio (1698-
29 Dell’origine e delle regole della musica, colla storia del suo progresso, decadenza e rinnovazione, Roma, Michelangelo Barbiellini, 1774. 30 Citaré por la traducción de Francisco Antonio Gutiérrez, Del origen y reglas de la música, Madrid, Imprenta Real, 1796, 3 ts., II, p. 4. 31 José Subirá, El compositor Iriarte (1750-1791) y el cultivo español del melólogo, Barcelona, CSIC, 1949-1950, 2 ts.
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1782) –célebre y admirado en toda Europa tras el éxito clamoroso de Didone abbandonata (1724)–, el cual tiene aún salud y ánimo para felicitarlo desde su casa de la Michaelerplatz de Viena a poco de publicarse el poema de La música. El poeta cesáreo exalta en su carta «l’armoniosa, vivace e nobile facilità» del estilo, capaz de ayuntar «l’ordinata e rigida esattezza della catedra ed il vasto tesoro di pellegrine cognizioni» y, sobre todo, pondera en La música «quel sapere oraziano, cioè, il buon giudizio che così spesso si desidera nei più venerati scrittori»32. «Honrosas expresiones» a las que Iriarte correspondió con una epístola en sextinas, en la que imagina que Apolo reprende su osadía por «obligar a la noble Poesía / a que explicase la virtud arcana / de la expresiva Música, su hermana» y le cita en la cumbre del Parnaso, adonde habrá de enfrentar los reparos de los «jueces rectos» Horacio, Anacreonte, Sófocles y Virgilio. Pero al comenzar a disertar, se presenta el mensajero Mercurio con una misiva «de las márgenes del Istro», o sea, del Danubio, –su hermano Domingo, portador, desde Viena, de la carta–, cuyos dictámenes aprobatorios compendian el «voto sabio» de los cuatro jueces: Su noble estilo es éste: en él se digna de honrar con expresiones de aprobación benigna, uniendo a los elogios las razones el no común empeño del poeta que al metro reglas músicas sujeta.33
El dios de la Poesía, en fin, lo anima a proseguir en su «afán literario» «a despecho de envidiosa plebe», enaltece a Metastasio, inspirado por Virgilio en la Abbandonata, y encarece su reconocimiento a Iriarte en lapidaria y sobria sentencia: «Guarda este elogio, de amistad memoria, / aún más que monumento de tu gloria». La adaptación del drama musical al texto y la reforma de la ópera llevada a cabo por el «inmortal compositor» Christoph Gluck (17141787) –que todavía trabaja–, es evocada con reconocida reverencia y
32 La misiva, fechada en Viena el 25 de abril de 1780 y traída a España por su hermano Domingo de Iriarte, secretario entonces de la Embajada, la recoge J. Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española, VI, pp. 204-205, que es por donde cito. 33 Colección de obras, II, p. 81.
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con la mención directa de algunas de sus piezas como Alceste (1767), Iphigénie en Aulide (1774) o la versión francesa del primitivo Orfeo (1762), estrenada en París el 2 de agosto de 1774 en medio de gran revuelo: Cuando Europa te pierda por desgracia, tú, de laurel perpetuo coronado, aquí hallarás asiento distinguido; aquí donde ni elogio interesado ni envidia reina o nacional partido.34
En fin, nuestro didacta airea su gusto por la ópera, pues «modernos ingenios» han sabido hermanar música y poesía, «a lo menos en la escena, / porque cobre el oído / gran parte de un derecho ya perdido» (IV, 3). Una alta estima que el padre Arteaga eleva a la cúspide al reconocer en ella la belleza ideal inherente a todos los géneros musicales35. Pero de los profesores emblemáticos vivos que componen cuando aparece La música, el «prodigioso» Franz Joseph Haydn (1732-1809) –al servicio entonces del exigente príncipe Miklós Eszterházy–, es quien cosecha mayores reconocimientos de la pluma de Iriarte por la «variedad» de su música instrumental y por el «perenne manantial de novedades» de sus cuartetos y sinfonías. Nuestro ilustrado proclama a boca llena que sólo a su numen otorgaron las musas la «gracia / de ser tan nuevo siempre, tan copioso», que su música, por más que sea repetida, nunca aburre o fatiga. Un Haydn que premia con su magisterio musical el amor que le demuestran las «privadas academias» de la corte, a quien Madrid corona con la «inmortal encina» de las orillas del Manzanares: Sólo a tu numen, Hayden prodigioso, las musas concedieron esta gracia de ser tan nuevo siempre, tan copioso, que la curiosidad nunca se sacia de tus obras mil veces repetidas.
34 35
La música, IV, 10; p. 264. Obra completa castellana, p. 98.
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Antes serán los hombres insensibles del canto a los hechizos apacibles, que dejen de aplaudir las escogidas cláusulas, la expresión y la nobleza de tu modulación o la extrañeza de tus doctas y armónicas salidas. Y aunque a tu lado en esta edad numeras tantos y tan famosos compatriotas, tú sólo por la música pudieras dar entre las naciones vecinas o remotas honor a las germánicas regiones. Tiempo ha que en sus privadas academias Madrid a tus escritos se aficiona, y tú su amor con tu enseñanza premias, mientras él cada día con la inmortal encina te corona que en sus orillas Manzanares cría.36
No es balde, Iriarte funda sus mejores amistades en Horacio, en Haydn, «el músico mayor de nuestros días», y en Mengs, «Apeles de este siglo», «pincel divino», cuyo gusto «sólido y fino» logra reunir «lo mejor de lo moderno / a todo lo bueno antiguo». Amigo es, en su sentir, quien «agrada y divierte. / ¡Los demás no son amigos!». El primero, aunque desaparecido hace muchos siglos, le proporciona «deleite» y «auxilio» y se erige en su «maestro de buen gusto»; el tercero, «vivo y presente», le regala con su amistad y lo admira por «su imaginación fecunda, / su diseño corregido, / sus tintas inimitables, / su carácter expresivo»37. Pero a Haydn, ausente, lo conoce sólo por el oído. A su hermano Domingo, que marcha a Viena, le ruega en carta que lo abrace en su nombre cuando tenga ocasión de conocer al «benéfico, sagaz y belicoso» emperador José II38. Su música sabe expresar como ninguna las pasiones: es «pintura sin colorido, / poesía sin palabras / y retórica con ritmo». Y el instrumento al que el venerado «músico alemán» comunica su artificio «declama, recita, pinta, / tiene alma, idea y sentido»: 36 37 38
La música, V, 5; pp. 281-282. Colección de obras, II, pp. 90-91. Ibidem, II, p. 63.
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El canto de Hayden es noble, es verdadero y sencillo, es juicioso, es perceptible, siempre vario, siempre rico. En él nunca el auditorio se alabará de adivino, que en vez del paso esperado suele hallar el imprevisto...39
Todo esto y mucho más lo suscribe con aplomo Iriarte, expositor en cinco cantos en silvas –molde también de su versión castellana del Ars poetica–, de las «admirables gracias y utilidades» del arte de Euterpe en el más puro estilo del poema didáctico, dirigido a instruir, agradar e interesar en la precisa definición de Marmontel; cuyo más grande inconveniente reside, en opinión del teórico francés, en que el vate «met de l’esprit où il faut du génie et raisonne au lieu de sentir»40, reparo, eso sí, que no puede aplicarse alegre y gratuitamente a nuestro poeta. Tal vez disponer el conocimiento en verso le dificulte erigir su tratado musical en «método para aprender «o en «disertación para ventilar cuestiones» (I, 149) –géneros que se amoldan con más facilidad a la libertad redaccional que brinda la prosa–, pero eso no quiere decir que el objeto de La música no sea primordial y específicamente didascálico, como sin duda lo es41. A menos de una década de publicada la primera edición, Sempere ponderó su beneficio para los compositores, porque, aun existiendo libros que les enseñan los principios del arte musical y las leyes de la melodía y de la armonía, «apenas hay uno que establezca preceptos sobre el uso que deben hacer de ambas para mover las pasiones; ni les explique en qué consiste ser una música triste, otra alegre, otra marcial, otra tierna; una propia para excitar la compasión; otra para convidar al sueño y a la tranquilidad; otra, en fin, para lo tétrico y horrendo, etcétera» 42. 39
Ibidem, II, p. 89. Éléments de littérature (1787), citados también por Œuvres complètes de Marmontel, XIII, pp. 132-133. 41 Un buen resumen sobre La música en María Montserrat Sánchez Siscart, «Literatura musical», en Francisco Aguilar Piñal, ed., Historia literaria de España en el siglo XVIII, Madrid, Trotta-CSIC, 1996, pp. 1086-1088. 42 Ensayo de una biblioteca española, VI, p. 198. 40
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El mismo publicista subraya el éxito de La música dentro y fuera de España43: en poco más de un lustro ha sido impreso hasta tres veces. Por otra parte, la prensa europea lo ha reseñado en sus páginas con los mayores elogios: así en Journal Encyclopédique (1780), Mercure de France (1781) y en las gacetas de Viena, Parma y Florencia. Rotunda, la del diarista del Journal de Politique et de Littérature (1780), quien destaca en Iriarte «un talent réel pour la poésie» y la práctica imposibilidad «de lire un poème didactique plus complet et plus sagement composé» que La música. El crítico de Effemeridi Letterarie de Roma (1780) resalta, sobre todo, la armónica unión de «genio e gusto della poesia» con «l’aridezza e colla precisione delle regole d’un arte», el logro más difícil en los poemas didascálicos; también expresa su afán de que pronto sea trasladado al italiano para así poder degustar un «elegante poema», donde su autor, «come fece Orazio per la poetica, da le regole della musica»44. Esperanza cumplida luego en la traducción del abate Antonio Garzia, aparecida en Venecia en 1789. Nuestro Iriarte, en fin, promete encomiar en sus odas y canciones a quienes «su afán dediquen / a propagar de tan difícil arte / las raras perfecciones» y, al mismo tiempo, censurar en sátiras «a los que su belleza desfiguren». Anhelos crédulos, en reiterado tópico épico de cuño clasicista, con los que el vate reafirma, al final de La música, sus aspiraciones de fama póstuma: Y porque los preceptos de esta ciencia en la memoria de los hombres duren, los cantaré con métrica armonía que llegue de la tierra a los extremos. Así con amistosa competencia música y poesía en una misma lira tocaremos.45
Afanes, en fin, de desvelar el «don del cielo», la «encantadora ciencia» musical a través del verbo poético en resuelta demanda didascá-
43 Véase a ese respecto Emilio Cotarelo y Mori, Iriarte y su época, Madrid, Rivadeneyra, 1897, pp. 205-208, y J. Subirá, El compositor Iriarte, I, pp. 63-87. 44 Tomo las citas de ambos periódicos del Ensayo de una biblioteca española, VI, pp. 202-203. 45 La música, V, 8; p. 298.
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lica. «Amistosa competencia», empero, cuyo ejercicio requiere raciocinio y sensibilidad46. «Nameless graces» en Essay on criticism (1711) de Pope, cuya esencia rebasa los preceptos y sólo puede ser aprehendida por un auténtico maestro: Some beauties yet no Precepts can declare, for there’s happiness as well as care. Music resembles Poetry, in each are nameless graces which no methods teach, and which a masted-hand alone can reach.47
46 Cinta Canterla, «La teoría de los efectos de la música en el siglo XVIII», en Joaquín Álvarez Barrientos y José Checa Beltrán, eds., El siglo que llaman ilustrado. Homenaje a Francisco Aguilar Piñal, Madrid, CSIC, 1996, pp. 153-157. 47 La cita va por Pope, Poetical works, ed. de Herbert Davis, Oxford-New York, University, 1989, p. 68.
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CAPÍTULO II DIDÁCTICA Y «NOBLES ARTES»
SOBRE PINTURA Con empeño y fines similares redacta La pintura (1786) Diego Antonio Rejón de Silva (1740-1796), secretario real y académico de San Fernando1. Basta leer el prólogo para advertir la emulación de Iriarte al adoptar la silva como vehículo de expresión –también de rigurosos consonantes– y el canto breve como medio divisorio de la materia, en un acato sin ambages, ya desde el mismo subtítulo de la obra, al género de «poema didáctico» como garante de su empresa. En ese sentido, no resulta extraño que adopte los argumentos esgrimidos por Tomás de Iriarte, años antes, en el prólogo de La música. Por ejemplo, la falta en la literatura española de poemas didascálicos sobre el tema, a excepción de los fragmentos de La pintura (ca. 1606) de Pablo de Céspedes, inédito por separado y sólo disponible en el antológico Parnaso español (IV, 1770) de López de Sedano. Que nadie haya recopilado en verso «con claridad y gracia los principales preceptos de la pintura y sus excelencias» es bastante para que Rejón se anime a acometerlo, entusiasmado tras la lectura y el ejemplo de De arte graphica (1667) de Du Fresnoy, de Pictura (1736) de De Marsy –reeditado con el texto francés y notas en 1753–, L’art de peindre (1760) de Watelet y La peinture (1769) de Lemierre, imitado del 1
La pintura, poema didáctico en tres cantos, Segovia, Antonio Espinosa de los Monteros, 1786. Existe edición facsimilar (Murcia, Consejería de Cultura, 1985), con prólogo de Concepción de la Peña.
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poema latino de De Marsy –hay ahí una sugestiva digresión sobre «Origines de la chimie»–, anotado y dividido también en tres cantos. Watelet había demostrado que tanto la crítica de salón como la de eruditos y pintores seguía apegada en Francia a las viejas fórmulas prefijadas por la teoría artística italiana, desde el «dibujo» a la «invención»2. Postulados que reasume con veneración académica Rejón de Silva, al explicitar el argumento por partes de La pintura: En el primer canto hablo del dibujo, y en él incluyo la explicación de las principales pasiones y afectos del ánimo, como que son cosas que expresa la pintura por medio de los diferentes lineamentos del rostro, que es puramente el diseño. En el segundo se trata de la composición, y después de apuntar las partes principales de ella que son invención, disposición o colocación, ordenación, expresión, etc., y sus leyes generales, se dan también algunos preceptos acerca de las ropas y pliegues, del ornato y riqueza de los cuadros y de los retratos. En el tercero se explica en el modo posible el colorido, tratando primero del claro y obscuro particular de cada figura, y general de todo el cuadro; luego de la armonía de los colores y tintas, y de las carnes según el estado, disposición, sexo o edad de cada figura, y se concluye con una recopilación de máximas para la mayor instrucción del pintor.3
Sabedor de «lo molesto y poco grato del estilo didáctico», nuestro académico se propone dar variedad al relato con sucesos de la historia de España, consejos al aprendiz de artista o alusiones encomiásticas a los más ilustres pintores del Siglo de Oro: al «talento» de Velázquez, «testigo el Crucifijo portentoso / que a toda habilidad hoy día humilla», a Murillo, al «gran» Ribera, a Pantoja, Zurbarán, Alonso Cano, Navarrete, Sánchez Coello, Escalante, Morales, Ribalta, Juan de Juanes «y cuantos en científicos afanes / aplaude el laborioso Palomino, / cuya pluma y pincel nunca tuvieron / el elogio que siempre merecieron» (I, 12). Pero en los versos preceptivos, es decir, en la parte doctrinal de La pintura, no es posible la brillantez ni la elevación de estilo «por ser ésta incompatible con la claridad en ciertas materias». En alta medida, las ideas expuestas proceden de los tratados pictóricos de Leonardo y Leon Battista Alberti, traducidos, anotados y publi-
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Julius von Schlosser, La literatura artística, Madrid, Cátedra, 1976, p. 552. La pintura, prólogo, s.f.
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cados por el mismo Rejón muy poco antes4 con esperanzada dedicatoria al infante don Gabriel. En especial, la teoría de la perspectiva5, de las proporciones, basada en la anatomía, y del claroscuro. Pero nuestro vate reconoce también su deuda con Diálogos de la pintura (1633) de Carducho, con el Arte de la pintura (1649) de Pacheco –un «amplio comentario» de los maestros italianos, según él cree–, con el Museo pictórico y escala óptica (1715-1724) de Palomino, con Obras de Mengs –editadas y anotadas, como es sabido, por Azara–, y, más en abstracto, con «otras varias obras extranjeras» que prefiere no citar. Por lo demás, el prólogo denota una atenta y provechosa lectura de Iriarte, cuyas advertencias asimila y comparte: el respeto debido a los expertos, a quienes podrá parecerles atrevido que «un mero aficionado se ponga a cantar con la arrogancia del tono métrico los preceptos de un arte tan dificultoso»; lo inadecuado del poema didáctico para desarrollar en extenso una materia que «en prosa tal vez sería imposible o quedaría confusa la explicación», dada su dificultad intrínseca; o, en fin, el valor de las anotaciones complementarias para mejor inteligencia de los versos y la «utilidad y aprovechamiento» que de ellas pueden sacar los pintores noveles. Ut pictura poesis. El conocido principio aristotélico, reafirmado por Horacio, de la similitud entre el cuadro pictórico y poético, también encuentra acomodo en La pintura. Unos y otros necesitan del furor poético, «estro sagrado / que infunde el rubio Apolo / en el entendimiento del poeta», como generador del acto compositivo e impulsor de la traslación adecuada de las ideas al cartapacio, a través de la palabra, o al lienzo, por medio de la paleta: Este mismo furor, ímpetu ardiente, inflama y arrebata heroicamente la alta imaginación de los pintores que a componer un cuadro se preparan, siendo aquí los colores (pues oportunamente se comparan), lo que en la poesía
4 El tratado de la pintura por Leonardo de Vinci y los tres libros que sobre el mismo arte escribió León Bautista Alberti, Madrid, Imprenta Real, 1784. 5 José Emilio Burucúa, «Arte difícil y esquivo. Uso y significado de la perspectiva en España, Portugal y colonias iberoamericanas (siglos XVI-XVIII). Conclusión», Cuadernos de Historia de España, LXXIII (1991), pp. 173-290.
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son las voces y frases, que han de usarse con elección, esmero y armonía.6
El núcleo ideológico de La pintura se asienta en los principios de la belleza ideal, puesto que nuestro académico aconseja el estudio a fondo de los cánones de la antigüedad y su confrontación con la naturaleza real como premisa conducente a la verdad pictórica. En consecuencia, el joven diligente ha de iniciarse en la práctica del dibujo «con serio estudio y atención prolija» y atender a las proporciones, a la anatomía y al contorno de las figuras «hasta tanto que pueda exactamente / la mano, ya con pluma o con carbones, / trazar la forma humana» (I, 7). Sólo una vez que sea capaz de trasladar al papel la figura, «procurará imitar la gentileza / de aquellas ingeniosas producciones / que en su mayor grandeza / de Atenas y de Roma los desvelos / hicieron, siendo asombro su belleza / de todas las regiones» (I, 8). En el sentir del padre Arteaga, lo ideal del dibujo consiste en dotar a la belleza sobrenatural que desea representarse de «la verdad y proporción de formas que corresponden a su naturaleza, escogiendo las más hermosas, las que mejor se acuerdan entre sí y forman un todo más cumplido y perfecto», razón por la que esta especie de belleza se prodiga con mayor facilidad en los temas alegóricos, divinos o mitológicos que en los históricos o en el retrato, en los que «como todo el mérito de la imitación consiste en la semejanza con el original, el pintor debe dar a sus figuras los visos, lineamentos y proporciones que tenían según la realidad» 7. En ese sentido, nuestro vate didacta aconseja: El grupo de Laoconte, en quien se advierte el dolor inhumano de un padre al ver con repentino insulto la muerte de sus hijos y su muerte por la furia infernal de unos dragones, no en una, en repetidas ocasiones sea estudio del joven aplicado; la robustez de un héroe, su pujanza la hallará con perfecta semejanza del Hércules Farnesio en el traslado;
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La pintura, II, 9-17; pp. 29-30 de la edición citada. Obra completa castellana, p. 76.
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y en fin, para aprender la gallardía de un joven y su altiva bizarría, la gracia, la soltura y esbelteza, la proporción hidalga y la belleza, dibuje con solícito cuidado al Pitio Apolo con la sierpe al lado.8
Pero el pintor ha de buscar la gracia ideal en sus cuadros, entendida por Arteaga en su aplicación al dibujo como «aquella disposición de formas en los contornos que representa unidas en el más perfecto grado posible la facilidad, la elegancia y la variedad», cuya perfecta unión es rara en la naturaleza y sólo es posible mediante el ingenio del artífice9. Así, la «gracia» no es otra cosa que el sutil reflejo del original en su trasunto artístico conforme a delicados matices dependientes –en el caso de un retrato al natural–, de variables inherentes a la edad, al estado anímico, al sexo, al carácter o a la ocupación del retratado: De aqueste modo pues, siendo adecuada la exterior forma del humano objeto a la edad, situación, sexo y estado, sin duda habrá belleza verdadera, pues pintando el carácter de un sujeto como es en sí, sin desmentirse en nada, con precisión ha de causar agrado y habrá de ser por bello reputado. ¡Difícil circunstancia en gran manera que pocos alcanzaron, pues aún los que pretenden definirla por más que en ella hablaron, apenas consiguieron distinguirla! Bello será el infante, bello el mancebo, el joven, la matrona, el héroe, la doncella y el anciano, si a todos representa el dibujante con la actitud debida a su persona, con su carácter propio y distintivo, sin que jamás se note incongruencia.10
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La pintura, I, 187-202; pp. 9-10. Obra completa castellana, p. 78. La pintura, I, 350-369; pp. 17-18.
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Dicho esto –y como no podía ser menos–, nuestro poeta personaliza en Anton Raffael Mengs (1728-1779) la cúspide del «bello ideale» en pintura, expuesto, por cierto, con escasas novedades, en su ensayo Gedanken über die Schönheit und den Geschmack in der Malerei (1762), dedicado al maestro Winckelmann, y en las Obras (1780) editadas en España por su expositor Azara. El artista bohemio es elevado por sus contemporáneos al pedestal de un nuevo Rafael, tenido por virtuoso del nuevo clasicismo y llamado el «pintor filósofo»11. Un dogmático y estricto pensador en esos asuntos, cuyas observaciones y reflexiones sobre la belleza ideal le otorgan, a decir de Arteaga, «derecho irrefragable a que se le tome por maestro y guía cuando se trata de semejantes materias»12. Hasta tal extremo que nuestro Rejón, años antes de publicarse Investigaciones filosóficas, se deja persuadir por los elogios críticos de Azara, que comenta e incluso traslada a veces y en forma velada a La pintura; tal, la alusión al cuadro del Descendimiento, nada menos que «la obra más singular que han visto los hombres» en la hiperbólica sentencia de su expositor, en cuyo sereno patetismo atisba nuestro poeta «la verdadera belleza unida a las demás perfecciones que se pueden desear en una obra de esta naturaleza» (notas, 107), a guisa de comentario aclaratorio de su perífrasis en verso (I, 20). Así, no vacila en recomendar al lector, en el más puro sentir de los tratadistas de pintura de su época, los «cuadros primorosos» de Mengs como logrado paradigma visual de cuantas reglas y preceptos aconseja: Finalmente, ¡oh alumnos estudiosos de la bella pintura!, si ejemplos queréis maravillosos de cuanto aquí mi voz cantar procura, id y mirad los cuadros primorosos que dejó el gran pintor de la belleza, el filósofo Mengs, y en todos ellos veréis con variedad objetos bellos.13
El poeta didáctico Rejón sabe que no es ni puede aspirar a ser tratadista de la pintura; incluso tiene consciencia de la dificultad de poner 11 John H. R. Polt, «Anton Raphael Mengs in Spanish literature», en Jordi AladroFont, ed., Homenaje a don Luis Monguió, Newark DE, Juan de la Cuesta, 1997, pp. 351-374. 12 Obra completa castellana, p. 68. 13 La pintura, I, 410-417; pp. 19-20.
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en verso unas reglas de forma atractiva sin caer en el desmayo o en la ramplonería de lo prosaico. De ahí que para Marmontel esta clase de obras –ya se ocupen de las ciencias o de las artes– se asemejan a «un tissu de tableaux d’après nature, lorsqu’il remplit sa destination». A su juicio, nada más enojoso que un tema sublime «didactiquement traité par un versificateur faible et lâche, qui glace tout ce qu’il touche» 14. Que convierte en hielo cuanto toca... En ese género de fríos versificadores –y en el mismo saco de sus enemigos Iriarte y Trigueros–, lo encajó poco más tarde el terrible Forner en Sátira contra la literatura chapucera de estos tiempos: «¡Te imploro, languidez!, ¡ven a mí cuando / prolongar un poema se me antoje, / que a un tal Rejón le deje tiritando!» 15. Algo de eso debió de temerse nuestro inocente poeta, defensor hasta el epílogo de La pintura de las virtuosas relaciones entre la lira y el pincel, «pues siendo la pintura / de la vista sublime poesía, / la poesía en métrico sonido / es pintura igualmente del oído» (III, 87): No puede de mi numen la tibieza, bien que activa afición le haya inflamado, celebrar la belleza del arte más sublime y deleitable: pero es ya para mí dicha notable conseguir que resuenen en la lira elogios del pincel que el sabio admira, por más que la censura merezca en vez de elogio mi osadía.16
Por otra parte, cuando Rejón prescribe en sus versos que el joven aprendiz de pintor debe afanarse por medio del dibujo en «imitar la gentileza» de los cánones escultóricos de la Antigüedad y entresacar del modelo más apropiado en cada caso lo más sobresaliente –la «noble proporción, sencilla y bella» del Gladiador; en Hércules Farnesio, «la robustez de un héroe»; la «ondulación tan agradable / de su bello contorno» de la Venus de Medici, etcétera–, está sintetizando en
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Éléments de littérature, en Œuvres complètes de Marmontel, XIII, p. 133. Juan Pablo Forner, Exequias de la lengua castellana, ed. de Pedro Sainz y Rodríguez, Madrid, Espasa Calpe, 1967, p. 191. 16 La pintura, III, 798-806; pp. 86-87. 15
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escuetas palabras los principios de Sulzer y de Mengs, expuestos por Azara en los citados comentarios a Obras (1780) y por Milizia en Dell’arte di vedere nelle belle arti del disegno (1781), justo muy poco antes de publicar en Italia el expulso Vicente Requeno sus Saggi sul ristabilimento dell’antica arte de’ greci e de’ romani pittori (1784)17, vertebrados en una primera parte histórica y una segunda en la que reivindica –apoyado en Plinio y en la concreción práctica–, la vieja técnica de la pintura al encausto por medio de cera desleída y adurida18. Cabe añadir que nueve años después de la edición de Obras de Mengs, se publica en España Arcadia pictórica en sueño. Alegoría o poema prosaico sobre la teórica y la práctica de la pintura (1789), bajo el criptónimo de Parrasio Tebano, «pastor árcade de Roma». Pese al subtítulo, no se trata de un poema didáctico, sino de un tratado en prosa, dividido en dos partes y éstas en «clases» o lecciones, sobre las técnicas del dibujo y del colorido, dirigido a «los jóvenes aplicados al arte de la pintura»19; su autor, Francisco Preciado de la Vega (1712-1789), encargado de los pensionados españoles en Roma20 y oscuro pintor académico21 de escasos reconocimientos. Redactado en estilo «fácil y sencillo», recurre ahí a la alegoría de un sueño –con locus amœnus incluido–, tras el que da cuenta, desde las salas de una Arcadia imaginada, de los procedimientos, reglas y métodos didascálicos que le interesa exponer: «principios del dibujo», «proporción y simetría», «anatomía», «geometría y perspectiva», «estudio de los pliegues», «colorido al óleo», etcétera22. Un poema prosaico, fruto de su larga 17
Saggi sul ristabilimento dell’antica arte de’ greci e de’ romani pittori, Venezia, Giovanni Gotti, 1784. 18 Breves consideraciones sobre estos tratadistas, bastante despreciados por el varapalo de Marcelino Menéndez Pelayo, en Historia de las ideas estéticas en España, Madrid, CSIC, 1974, 4ª ed., 2 ts., I, pp. 1512-1522. 19 Arcadia pictórica en sueño. Alegoría o poema prosaico sobre la teórica y la práctica de la pintura, escrita por Parrasio Tebano, pastor árcade de Roma, Madrid, Antonio de Sancha, 1789, aviso al lector, s.f. 20 María Ángeles Alonso Sánchez, Francisco Preciado de la Vega y la Academia de Bellas Artes. Artistas españoles que han pasado por Roma, Madrid, Universidad Complutense, 1961. 21 Rafael Cornudella i Carré, «Para una revisión de la obra pictórica de Francisco Preciado de la Vega (Sevilla, 1712-Roma, 1789)», Locus Amœnus, III (1997), pp. 97-122. 22 El anónimo memorialista que enjuicia este tratado de raigambre barroca –influido, sin duda, por la amenidad del relato–, lo llama obra «alegórica y poética» (Memorial Literario, X (octubre de 1789), p. 296).
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experiencia romana junto a «grandes profesores» de pintura. Pero eso sí, sin un solo verso.
SOBRE ESCULTURA En la libertad de la prosa y con alabanzas, similares a las de Rejón de Silva, sobre la estatuaria grecolatina, se expresa Celedonio Nicolás de Arce y Cacho (1739-1795) en Conversaciones sobre la escultura (1786)23, voluminoso tratado «para la mayor ilustración de los jóvenes dedicados a las bellas artes de escultura, pintura y arquitectura» en forma dialógica entre un padre y su joven hijo, aprendiz de escultor24. Nos hace saber en el prólogo que se ha animado a pergeñar esas pláticas al objeto de cubrir un lamentable vacío crítico, deseoso de que «los profesores no se contenten con ser sólo prácticos». Ahí propone reglas de simetría y se inclina por subordinar la obra artística a la verdad, a falta de «autor nacional que nos dé una segura que los escultores debamos seguir»25. Nada habría que advertir respecto al poema didáctico salvo que en medio del corpus doctrinal –y en la práctica totalidad del diálogo III– nuestro teórico echa mano de la silva arromanzada con fines docentes en unos Elogios y glorias de la escultura, cuyos «mal limados versos» –aquí, tal vez, no haya exageración o captatio benevolentiæ– declama el padre a su hijo al objeto de que éste pueda memorizar con mayor facilidad las excelencias del arte al que piensa dedicarse26. Conviene recordar que años antes de publicarse La pintura de Rejón de Silva, el joven Juan Meléndez Valdés (1754-1817) había exaltado la «ideal belleza» de la escultura clásica en una oda a La gloria de las artes (1781)27, recitada tras un discurso de Jovellanos sobre el 23 Conversaciones sobre la escultura, compendio histórico, teórico y práctico de ella, Pamplona, Joseph Longas, 1786. Existe edición facsimilar (Murcia, Colegio de Arquitectos Técnicos, 1997), con estudio preliminar de Cristóbal Belda Navarro. 24 Enrique Pardo Canalís, «Las Conversaciones sobre la escultura de D. Celedonio de Arce y Cacho», Revista de Ideas Estéticas, V, 19 (1947), pp. 337-352. 25 Conversaciones sobre la escultura, prólogo, pp. VIII-X. 26 Ibidem, pp. 28-41. 27 Oda recitada en la junta pública que celebró la Real Academia de San Fernando el día 14 de julio de 1781 para la distribución de premios generales de pintura, escultura y arquitectura, Madrid, Joaquín Ibarra, 1781.
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mismo asunto en una de las consuetudinarias distribuciones de premios de la Real Academia de San Fernando28. No nos hallamos, en verdad, ante el panegírico típico del monarca –extendido aquí a la familia real–, del ministro Floridablanca, «en quien Carlos de la patria fía / la suerte y el honor», o ante la simple loa de la «noble academia», elevada a musa inspiradora por el poeta –por más que nada de esto falte–, sino ante el despliegue de una nueva sensibilidad que persigue entusiasmar al joven oyente, su primer destinatario, y participarle la belleza ideal y la verdad de lo objetos ensalzados a través de una retórica brillante, dirigida a su capacidad imaginativa y a sus sentidos. En el patético ejemplo del «crudo dolor» de Laocoonte, «cercado / de silbadoras sierpes», nuestro vate se desvive en comunicar una visión emotiva del grupo escultórico ajena a todo precepto o al encarecimiento de proporciones o simetrías: ¡Mira cómo en su angustia el sufrimiento los músculos abulta y cuál violenta los nervios extendidos! ¡Cuál sume el vientre el comprimido aliento y la ancha espalda aumenta! Y en el cielo los ojos doloridos, por sus hijos queridos ¡ay! ¡cuán tarde su auxilio está implorando!, en tan terrible afán aun la ternura sobre el semblante paternal mostrando, cual débil luz por entre niebla obscura.29
Sus versos no describen con precisión de tratadista: pretenden, por el contrario, transmitir emociones. Así en la pintura verbal del Apolo de Belvedere, «libre el pie en firme asiento, / ostentando gallarda gentileza, / y como que de vida se derrama / un soplo celestial por su belleza / que alienta el mármol y su hielo inflama» (II, 865); o al referir la delicadeza de las formas de la Venus de Medici: «tu suave expresión, tus formas bellas, / del suelo me enajenan: yo me olvido, / y de cincel en 28 Sobre este género de poesía ilustrada –muy en boga en la Academia desde su apertura en 1752–, J. Arce, «Poesía de las nobles artes», en La poesía del siglo ilustrado, pp. 278-291. 29 Citaré a través de Juan Meléndez Valdés, Obras en verso, ed. de Juan H. R. Polt y Jorge Demerson, Oviedo, Cátedra Feijoo, 1981-1983, 2 ts., II, pp. 864-865.
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ti no hallando huellas, / absorto caigo ante tus pies rendido» (II, 866). De este modo, la sensibilidad enfática del poeta, su capacidad significativa, se erige en instrumento didascálico al aconsejar la atenta contemplación de los cánones de la estatuaria clásica como requisito previo, obligado y necesario en todo acto de individualización artística: Tan divinos modelos noche y día contempla atenta, ¡oh juventud hispana!, y el pecho así excitado, la senda estrecha que a la gloria guía emprende alegre, ufana. El genio creador vaya a tu lado: aquél que al cielo alzado, huye lo popular, cual garza hermosa cuando del suelo rápida se aleja, al firmamento se levanta airosa y el vulgo de las aves atrás deja.30
En una oda posterior, El deseo de gloria en los profesores de las artes (1787), leída ante la Academia en otra de las entregas protocolarias de galardones, proclama Meléndez que «ni los más escondidos / movimientos del alma y sus pasiones / pueden al reino huir de los pinceles» (II, 908) en una exaltación de la «fama eterna» de los artífices del pincel de la Antigüedad –apoyada en Plinio, Ovidio y Virgilio– y en la metafísica de lo bello, en correlato con el «genio» de Rafael y el recuerdo de los españoles Vargas, Céspedes y Juanes y su ansia de ganar la gloria en la Roma del siglo XVI. En el pedestal de la renovación artística del nuevo clasicismo dieciochesco se levanta, una vez más, la figura del «pintor filósofo», el «émulo de Apeles» Mengs, inspirador de la reforma de los planes de estudio académicos31 y digno acaparador de los máximos «honores» antes de su posterior y definitiva ruptura32, cuyas obras le conceden el don preciado de la inmortalidad:
30
Obras en verso, II, p. 866. Andrés Úbeda de los Cobos, «Propuesta de reforma y planes de estudio: la influencia de Mengs en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando», Archivo Español de Arte, LX, 240 (1987), pp. 447-462. 32 Mercedes Águeda Villar, «Mengs y la Academia de S. Fernando», en II Simposio sobre el padre Feijoo y su siglo (ponencias y comunicaciones), Oviedo, Cátedra Feijoo, 19811983, 2 ts., II, pp. 445-476. 31
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Pero, ¡oh memoria aciaga!, él muere, y en su tumba el genio helado de la pintura yace. La hechicera gracia, la ideal belleza, la ingeniosa composición, la hermosa verdad del colorido, la ligera expresión, el dibujo delicado... ¡Ah!, ¿dónde triste mi memoria vaga? Deja que satisfaga, noble Academia, a mi dolor; de flores sembrad la losa fría: estos honores son al pintor filósofo debidos, al émulo de Apeles.33
Meléndez aplica en una y otra odas una emotividad creadora distinta a la de otros panegiristas anteriores o coetáneos, fruto del gradual acomodo de su pensamiento artístico a los nuevos tiempos. Se ha propuesto enaltecer la función social de la Academia en cuanto fomentadora de las artes y, a la par, ensalzar la tutela de la Corona, representada en el acto concreto de entrega de los galardones por el «munífico mecenas» Floridablanca. Hasta ahí, es cierto, hay poca novedad, pero la idea fragua en versos de factura muy diferente a la de sus predecesores. La necesidad de reformar el ideal clasicista y de adecuarlo a la época en que se vive, o sea, el tránsito de la poética preceptista a la sensibilidad estética34, se observa ya con nitidez en la generación siguiente a la de Meléndez35 y adquiere relieve en la mutación estilística que va a experimentar el poema didáctico a través de un remozado aggiornamento. Resulta muy significativo que Sánchez Barbero, en los albores de la nueva centuria, redefina el género en Principios de retórica y poé-
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Obras en verso, II, p. 909. Eva M. Kahiluoto Rudat, «From preceptive poetics to aesthetic sensibility in the critical appreciation of eighteenth-century poetry: Ignacio de Luzán and Esteban de Arteaga», Dieciocho, XI, 1 (1988), pp. 37-48. 35 Joaquín Álvarez Barrientos, «Del pasado al presente. Sobre el cambio del concepto de imitación en el siglo XVIII español», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII, 1 (1990), pp. 219-245, y José Checa Beltrán, «El concepto de imitación de la naturaleza en las poéticas españolas del siglo XVIII», Anales de Literatura Española, VII (1991), pp. 27-48. 34
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tica (1805) –añadiendo un singular matiz a la enunciación de Batteux, cuya teoría compendia–, como «la verdad hermoseada con los colores poéticos»36, en reconocimiento de la consustancialidad de estética y poesía y referencia tácita a la capacidad individualizadora del artista37: Concédese a los poetas didácticos dejarse llevar de su genio, hermosear su asunto con las flores poéticas, ocultar el orden mientras no resulte confusión y amenizar sus obras con episodios extraños al asunto, con condición de que estén enlazados con él aunque sea ocasionalmente.38
También establece matizaciones nada claras entre las especies. Por una parte, los poemas filosóficos atienden «principios de física, metafísica y moral», declaman contra los vicios o indagan en el espíritu humano; de la otra, los didácticos en sentido estricto «tienen por objeto las ciencias, las artes y las costumbres». El mérito de unos consiste en «la solidez de principios, en la exactitud de los pensamientos y en la claridad de la expresión». El de los otros en «la brevedad unida a la claridad» 39. Pero a juicio de Blair –y de su traductor español Munárriz– cabe conceder el nombre de poesía descriptiva a la que el acto representativo «es generalmente un embellecimiento y no el asunto de una obra más regular» 40, como en el caso, a falta de paradigmas hispanos concisos, de Les saisons (1769) de Saint-Lambert o Les mois (1779) de Roucher, compuestos con voluntad de superar los presupuestos del poema didáctico a través de la retórica de los sentidos41. «Tout entre dans l’esprit par la porte des sens!», sentencia Delille en el 36 Principios de retórica y poética. Por don Francisco Sánchez, entre los árcades Floralbo Corintio, Madrid, Imprenta de la Real Beneficencia, 1805, p. 211. 37 M.J. Rodríguez Sánchez de León, «Los Principios de retórica y poética de Francisco Sánchez Barbero (1764-1819) en el contexto de la preceptiva de su época», en Antonio Vilanova, ed., Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Barcelona, PPU, 1992, 4 ts., II, pp. 1439-1451. 38 Principios de retórica y poética, p. 212. 39 Ibidem, pp. 211-213. 40 Lecciones sobre la retórica y las Bellas Letras, IV, p. 20. 41 Leonardo Romero Tobar, «Pintar estaciones y cantar jardines. El paisaje en la poesía descriptiva de la Ilustración», en Darío Villanueva y Fernando Cabo Aseguinolaza, eds., Paisaje, juego y multilingüismo. Actas del X Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, Santiago de Compostela, Universidade, 1996, 2 ts., pp. 543-558.
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poema L’imagination (1806) en síntesis aforística de la doctrina sensista de Condillac42, matizada por Herder43. Así se entiende mejor que en 1802 el poeta madrileño Juan Bautista de Arriaza (1770-1837)44, traductor del Art poétique de Boileau para uso en las aulas del Real Seminario de Nobles45, se desviva en participar al lector que ha escrito su Emilia para «estimular la afición a las Bellas Artes en una señora de distinción que gustaba de emplear su caudal en objetos de magnificencia y gusto». Un poema que autoproclama «descriptivo y moral», porque consiste en «una serie de pinturas o descripciones amenas, propias para divertir la imaginación de un solitario». Ahora bien, del entretenimiento, su único objeto, surge la instrucción (y no al revés), gracias a «las imágenes y floridos adornos de la poesía»46. Con división en dos cantos –I, «Las artes»; II, «Gusto y beneficencia»– y los argumentos en prosa, Arriaza saca a plaza en la hueca retórica del canto I de Emilia la felicidad de los «hijos de Apolo», su indignación por las guerras napoleónicas, el estado de sosiego emocional que necesita el artista y una renuncia expresa a cantar «en ásperas verdades», pues «ostentar la veraz filosofía / tan desnuda cual es no está a su cargo, / sino sus puntas revestir de flores / y con la miel disimular lo amargo» (III, 96). Respaldo al postulado horaciano y, a la vez, repulsa al valor supremo de las «ásperas verdades», desplegadas por los vates didácticos de la generación de Iriarte. En la tradición del viaje imaginario, nuestro Arriaza alaba la mansión «hermosa y rara» donde «el buen gusto con mano primorosa / ornó la habitación de Emilia hermosa». Ahí habita la Pintura, cuya inefable belleza enajena y cautiva su pensamiento: «Tú bien dirás que no creó las flores / más bellas que el pincel Naturaleza; / cantarás la verdad y la viveza / que expresa el gesto y hasta el genio humano». La Arquitectura, «audaz trastornadora / de la faz de la tierra, y del 42
Édouard Guitton, Delille et la poésie de la nature de 1750 à 1820, Paris, Klincksieck,
1974. 43
Robert E. Norton, Herder’s aesthetics and the European Enlightenment, Ithaca-London, Cornell University, 1991, pp. 97-100. 44 Fernando Marcos Álvarez, Don Juan Bautista de Arriaza, marino, poeta y diplomático (1770-1837), Madrid, Instituto de Estudios Madrileños, 1977. 45 Arte poética de Mr. Boileau Despréaux, traducida en verso suelto castellano, Madrid, Imprenta Real, 1807. 46 Mis referencias a Emilia van por Poetas líricos del siglo XVIII , ed. de Leopoldo Augusto de Cueto, Madrid, Atlas, 1952-1953, 3 ts., III, pp. 95-102. Las citas en p. 95.
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humano / poder grandioso esfuerzo», desvela su valor utilitario en el ejemplo de un acueducto, obra del «genio descollante» que ha sabido vencer los obstáculos de la naturaleza, pues «las leyes del artista mudan / las de Natura y su poder desquician» (III, 98). En fin, la Escultura ofrece en velada perífrasis un sensual paralelo entre la Venus de Medici y el Apolo de Belvedere –objetos de fervorosa admiración para tantos otros–, cuyas reproducciones en vaciado de yeso eran propiedad –todavía hoy pueden contemplarse en un patio interior– de la Academia de Nobles Artes: Desnuda ofrece aquélla la belleza de cuanto en femenil forma adoramos; éste aquella grandiosa gentileza que sólo a los sublimes héroes damos. Ella, como conoce que los ojos del universo entero la devoran, y unos la envidian y otros la enamoran, muestra como que tímida procura cubrir su desnudez con su hermosura. Bien la actitud lo indica de sus dos manos bellas, pues mientras una de ellas afectuosa al blanco seno aplica, que algún suspiro de deleite abulta, abandonando el brazo, con la otra el dulcísimo regazo modestamente en apariencia oculta, prestando así, con tímido recreo, un asilo al pudor y otro al deseo.47
SOBRE PINTURA Y GRABADO Sabedor de cuán difícil resulta entretejer en los tiempos que corren «las ideas y nociones artísticas y la belleza del ingenio» con pretensiones didascálicas, el grabador real Juan Moreno de Tejada, académico de San Fernando y de San Carlos de México, se apresura a confesar en el breve prólogo de Excelencias del pincel y del buril (1804) que no ha 47
Poetas líricos del siglo XVIII, III, p. 99.
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puesto sus miras en injerir «una historia de los profesores ni de sus obras» en sus versos y tampoco en recargar sus estrofas de noticias y pormenores en beneficio de un relato más variado y ameno. Sus aspiraciones, nos dice, apuntan a excitar con su recatado ejemplo «a algunos de los grandes ingenios en que es fértil nuestra España»48 y, mientras tanto, a cantar en encumbrado encomio las grandezas del arte pictórico y de la escaltura o arte del grabado; aunque, eso sí, en cuatro silvas y con un apotegma latino a modo de sinopsis temática antepuesto a cada una de ellas. Con almibarada retórica proemial dedica su «breve poema» a Pedro Cevallos Guerra, primer secretario de Estado, a quien con no poca hipérbole llama «protector universal de cuanto pertenece a las letras», en lo que parece cierta moda retórica reactualizada49 para granjearse el pláceme de los poderosos. Parece como si Moreno de Tejada, que se define como autodicta y dice no aspirar a los títulos de «poeta y literato», temiese que lo motejaran de propagador de saberes a la manera de Iriarte o de Rejón de Silva, pues se entretiene en denunciar en una pesada digresión al que «Aristarco de todo / con arrogante y pedantesco modo, / y más severidad que verdadera / justicia, funda su opinión ligera / sobre el arrojo e impericia suma / de su voz, de su mente y de su pluma» (I, 17). Se trata, sí, de versos que apuntan en encubierto circunloquio a la doctrina pedagógica de La pintura y a sus fuentes eruditas, entre las que no falta el «divino sajón» Mengs: Pues más sabe el artista en su carrera que el rígido censor, de ella distante, por más que hable arrogante y con pluma altanera presente como propios los escritos de profesores sabios y eruditos, de Céspedes, Pacheco, Palomino, Carducho, Vinci, del sajón divino, 48
Excelencias del pincel y del buril, Madrid, Imprenta de Sancha, 1804, prólogo, p. v. Cabe citar sólo, como documento burocrático, la real cédula de 13 de enero de 1807 en la que Carlos IV nombra a Godoy almirante general, lo compara a Juan de Austria, hijo del emperador Carlos V, a Juan de Austria, vástago de Felipe IV, y a su suegro el infante don Felipe, duque de Parma, y le otorga el título de Alteza Serenísima (Suplemento a la Gazeta, Madrid, 16 de enero de 1807, p. 59). 49
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y de la ilustre numerosa tropa de escritores más célebres de Europa, cuya pluma y pincel en grado iguales a sus dueños hicieron inmortales.50
Sorprende un tanto que nuestro grabador real metido a poeta fustigue con tanta acritud a su predecesor por insertar en el decurso narrativo el fruto de sus lecturas; y llama la atención porque, muy al contrario, no tiene el más mínimo empacho en arropar el contenido casi completo de las tres silvas primeras con sólidas acotaciones latinas a pie de página de Aristóteles, Filóstrato, Plinio, Séneca, Quintiliano, Tácito, Cicerón, Lactancio Firmiano, Prudencio, San Isidoro, etc., citas tomadas de la Biblia, de diccionarios, mitologios y polianteas, e incluso de Discursos apologéticos en que se defiende la ingenuidad de la pintura (1626) del «jurisperito» Juan de Butrón, algunas de cuyas reflexiones adopta como divisa. Y aún se queda tan pancho al proclamar a boca llena, al final del último canto, que ha evitado a todo trance «ser eco / de Lucio, Palomino y de Pacheco» (III, 120), autores «de ingenio peregrino» que ha invocado en aval de sus ideas cuando lo ha creído oportuno. Moreno de Tejada airea con sapiencia erudita que la mayor prestancia del pincel reside en «ser compendio de las ciencias / y suma de las artes liberales» (I, 22). Así, la silva II desenvuelve en amplificatio que el medio más idóneo y fidedigno para eternizar un hecho es plasmarlo en un lienzo, «pues a una sola vista nos presenta / el suceso notable / que publicó en volúmenes la imprenta» (II, 59). Una imagen, para nuestro vate, vale más que cien palabras... Pero además constituye la forma perfecta de captar la catadura moral de un personaje, «sus raras virtudes, la grandeza / de ánimo, del valor, sabiduría, / en breve espacio con mayor viveza» (II, 61), sustentado todo ello en numerosos exempla historiales, bíblicos y mitológicos al modo de las polianteas de la tradición clásica. En actualizada lectura del aforismo de Butrón Naturam pictura corrigit, nuestro vate expresa con firmeza que la semblanza pictórica aventaja a la «belleza natural», o sea, a la Naturaleza, «por haberla ingeniosa superado / en darla superior ideal belleza / con las formas abstractas y en presteza», apoyándose en el ejemplo del griego Zeu-
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Excelencias del pincel y del buril, I, 286-297; pp. 18-19.
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xis, referido por Plinio y reactualizado en su contemporaneidad por el padre Arteaga en Investigaciones filosóficas, quien «encargado por los crotoniatas de pintar un retrato de Helena, hizo traer delante de sí las doncellas más hermosas de la ciudad para sacar del conjunto de ellas las perfecciones que sabía no podían hallarse en un solo individuo» 51. El capítulo VI sobre «Ideal en la pintura y en la escultura» del tratado del jesuita constituye, en gran medida, el hilo doctrinal devanado por nuestro expositor en la silva III de Excelencias del pincel y del buril: Tanto han hablado de la ideal belleza antiguos y modernos escritores, filósofos y artistas; tan bien Arteaga y Mengs, panegiristas de su necesidad y su grandeza, una y otra han pintado (aquél en clara tinta, éste en confusa), que el aliento preciso no han dejado a mi tímida musa para que emprenda con vigor el canto de la más noble parte y principal del arte que el idealista ha decantado tanto.52
La silva IV sobre la pintura monocromática es, a mi entender, la más jugosa, habida cuenta de la profesión y experiencia en el arte del buril de Moreno de Tejada, autor de algunos grabados del Quijote (1782) de la Real Academia Española y de todos los de la edición de Pellicer y Saforcada (1797-1798), impresa por su yerno Gabriel de Sancha53, indirectamente recordados al invocar a Cervantes: «¡Oh, célebre Cervantes, / gloria y honor de España!, ¡si volvieses / a gozar de la luz febea y vieses / tus obras ingeniosas y brillantes / exornadas con gracia y hermosura / por el duro pincel de la escaltura, / feliz te aplaudirías a ti mismo / al ver de sus prodigios un abismo!» (IV, 159). Conviene declarar que nuestro poeta propone el latinismo escaltura (< SCALPTURA, 51
Obra completa castellana, p. 71. Excelencias del pincel y del buril, III, 84-96; p. 106 de la edición citada. 53 José Simón Díaz, «Sobre la edición del Quijote por Pellicer», Revista Bibliográfica y Documental, II, 1-2 (1948), pp. 186-187. 52
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‘glíptica’, ‘grabado’), para designar la técnica del buril, tomado sin duda de la Naturalis historia de Plinio que consultó y tuvo muy en cuenta en lo relativo a los pintores y escultores griegos. Por otra parte, la más excelsa gloria del grabado estriba –como en el caso del arte de la imprenta– en su capacidad multiplicadora, «pues el cavado cobre por millares / presenta en bien flexibles o sencillas / albas hojas, vistosos ejemplares» (IV, 158), revalorizada al erigirse en elemento embellecedor de la obra impresa e imagen capaz de resumir visualmente «de un gran tomo el argumento». Pero, además, el buril aventaja al pincel en la facilidad con que divulga y eterniza las obras del artista y en su aptitud como medio auxiliar de artes y ciencias, «gloriosas preeminencias / que dicen la grandeza / que a él sólo le conviene / y que con esplendor solo sostiene» (IV, 163). Con la remembranza de Claude-Gérard Audran (1640-1703) y sus bellos grabados de las pinturas de Charles Le Brun sobre Alejandro Magno, encomiadas por el padre Doissin en el poema Sculptura (1753), nuestro expositor español elogia la «corrección y dulcísima belleza» de la técnica de Juan Bernabé Palomino (1692-1777), sobrino del autor de Museo pictórico y escala óptica (1715-1724), renovador académico del buril, a quien llama «Edelinck de España» en admirado reconocimiento de sus habilidades artísticas y en emulación del insigne grabador de cámara de Luis XIV. No obstante, el grado más alto en la pintura monocromática lo ocupa, a su entender, el «insigne» Manuel Salvador Carmona (17341820)54, formado en su juventud en los ambientes de París55, famoso por su prolífica obra y celebrado por las reproducciones de los cuadros de Mengs56, evocadas por Meléndez Valdés en la oda El deseo de gloria en los profesores de las artes (1787) y consideradas «entre las
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Juan Carrete Parrondo, El grabado a buril en la España ilustrada: Manuel Salvador Carmona, Madrid, FNMT, 1989. 55 Juan Carrete Parrondo, «Grabados de Manuel Salvador Carmona realizados en París: 1752-1762», Academia, L (1980), pp. 127-157, y Juan Luis Blanco Mozo, «Manuel Salvador Carmona en París: su aportación a la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País», en Montserrat Gárate Ojanguren y Guadalupe Rubio de Urquía, eds., Actas del V Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. «La Bascongada y Europa», Madrid, Real Sociedad Bascongada, 1999, pp. 195-228. 56 Juan Carrete Parrondo, «Encuentro de dos artistas: Manuel Salvador Carmona y Antonio Rafael Mengs», Boletín del Instituto y Museo Camón Aznar, IV (1981), pp. 41-62.
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empresas más gloriosas para las artes españolas», digna de «singular atención» por los maestros grabadores57. Moreno de Tejada echa mano del tópico de la excusatio, de larga tradición en la narrativa, para ensalzar en clave clasicista al «dulce amigo» Carmona, insuperable modelo en su propio presente: A ti, Carmona, dulce amigo mío, aunque grande del arte pronta Clío al precepto de Temis llamar puede, para otro tiempo reservado quede: que pues el orbe tus laureles mira y tu anciano buril aún hoy admira, justo será, aunque vivas, que aplausos te dé yo que tú recibas.58
Enaltecer en subido volumen las Excelencias del pincel y del buril pedía «la llama de Cienfuegos, la dulzura / del lírico español y la destreza / de Lope, estilo, ingenio y valentía, / mas no, pastores, la zampoña mía» (IV, 173-174), declara al final con falsa modestia retórica nuestro vate en indirecta proclama de los requisitos que ha de reunir el poema didáctico de su tiempo, necesitado de efusión sensista para captar la esencia del objeto a través del cauce formal de un vocabulario y una sintaxis capaces de transmitir emociones. «¡Oh arte celestial!, ¡oh apetecida / ilusión de los ojos!, ¡de la mente / dulce arrebato!, ¡suspensión vehemente / de los sentidos!, ¡émula dichosa / de la Naturaleza!» (I, 21). Pero como lo pretendido es materia inefable, imposible de concretar con precisas palabras –«Es la pintura... mas inútilmente / con rasgos desiguales / describirla pretendo»–, determina enunciarlo «por sus efectos», incapacidad expresiva de «pobre poeta» sobre la que ironiza Herder en Fragmente (1767)59. De esta forma, Moreno de Tejada justifica el empleo, como años antes había propuesto Trigueros, de la ficción de relación –alegoría bucólica de los pastores del Manzanares–, y de la de estilo –alusiones,
57 «Y tú, insigne Carmona, repetidos / en el cobre nos da de sus pinceles / los milagros, que ¡oh cuánta, oh, cuánta gloria / guarda el tiempo a la suya y tu memoria!». El deseo de gloria, 150-153, en Obras en verso, II, p. 909. 58 Excelencias del pincel y del buril, IV, 768-775; pp. 168-169. 59 R. E. Norton, Herder’s aesthetics, p. 98.
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invocaciones y referentes mitológicos e historiales–, a manera de ropaje y exorno de la médula doctrinal, arropada y sujeta a cuantas reglas, ejemplos y asertos cree oportunos. El afán por recrear en verso la esencia de las «Nobles Artes», de la música o de la misma poesía alcanza su más crédula y cándida expresión en estos poemas didácticos en silvas, redactados al calor de los ideales propagandísticos de la época de Carlos III o, en el caso que nos ocupa, de su larga, agonizante y epigonal secuela finisecular60. Tal vez esa agonía cultural previa a 1808 desalentó a Moreno de Tejada a pergeñar el poema «didascálico» Sobre la escaltura o arte del grabado, prometido en el prólogo61.
60
José Cebrián, «Poesía didáctica y «Nobles Artes» en la Ilustración española», Dieciocho, XIX, 1 (1996), en especial pp. 91-95. 61 Excelencias del pincel y del buril, prólogo, p. XII.
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HORACIO EN BOCA DE IRIARTE Aunque se trate de una versión española en silvas, el Arte poética de Horacio o Epístola a los Pisones (1777) de Iriarte puede considerarse en toda regla como uno de los poemas didascálicos de la Ilustración que venimos examinando. A su tenor, así como el comercio beneficia al Estado al introducir los géneros de primera necesidad, una traducción provechosa «enriquece nuestro idioma con los buenos libros elementales de las artes y ciencias». Y de todas, como cabría esperar, ninguna como el Arte poética de Horacio, tratado no sólo para guiarse en poesía sino también «en todas las artes que requieran una acertada crítica, un gusto delicado y un fundamental y sólido conocimiento de la verdad, de la sencillez, de la unidad, del decoro y de la consecuencia, caracteres que distinguen las obras de los grandes ingenios»1. Nuestro vate airea que se da a interpretar a Horacio por la «utilidad y enseñanza» de sus doctrinas; justifica, además, el añadido final de Notas y observaciones para explicar, cuando es necesario, las razones que le han llevado a realizar amplificationes o ciertos modos de traducir «que a primera vista pudieran parecer arrojados», así como por ofrecer a los lectores la oportunidad de «meditar sus máximas con algún conocimiento y madurez»2. Apoyado en el ejemplo de Lope y 1 2
El arte poética de Horacio, discurso preliminar, en Colección de obras, IV, pp. I-II. Ibidem, IV, pp. XLIX-L.
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de Góngora, escoge la silva –como luego hará en La música– como medio de vehicular su traducción, convirtiendo los cuatrocientos setenta y seis hexámetros del original en más de mil versos, entre heptasílabos y, sobre todo, endecasílabos3. Pero además considera importante su trabajo porque, a su entender, se necesita en España una interpretación de la obra «más útil» de Horacio, a pesar de las numerosas precedentes. La de Espinel, publicada en Diversas rimas (1591) y reeditada por Sedano en el primer tomo del Parnaso español (1768), en verso suelto, le parece defectuosa por los muchos errores hermenéuticos y por la propia versificación, además de por las «erratas graves» deslizadas por el editor. La del jesuita José Morell, en pareados, impresa entre sus Poesías selectas (1684), está plagada de incorrecciones; y la glosa de Infante y Urquidi (1730), en octavas, peca de ampulosa y «extravagante» por decir en español multitud de cosas ajenas al original latino. Cabe sólo recordar, por ser de sobra conocida, la enredada y agria polémica que enfrentó a Iriarte con Sedano4, quien le replicó en unas pocas páginas del tomo IX del Parnaso español (1778) acusándolo de «dilatadísimo, difusísimo y redundantísimo» en su versión5. Nuestro vate, inmisericorde, se cebó al poco en el pobre parnasista en Donde las dan las toman (1778), un diálogo jocoserio, en prosa, en el que él mismo participa, en animada plática erudita, con otros dos interlocutores a cuento del asunto: DON CÁNDIDO.- Pues mire usted: el señor Sedano prueba en la página XLVIII de su crítica que Espinel es largo, pero que usted es dilatadísimo, difusísimo y redundantísimo. TRADUCTOR.- Veamos por qué lo soy. DON CÁNDIDO.- Porque gasta usted en su traducción 1065 versos. TRADUCTOR.- Pero advierta usted que no todos son endecasílabos como los de Espinel, porque hay interpolados muchos de siete sílabas,
3
Francisco Salas Salgado, «Observaciones sobre la traducción de Tomás de Iriarte de la Poética de Horacio», en Francisco Lafarga, ed., La traducción en España (17501830). Lengua, literatura, cultura, Lleida, Universitat, 1999, pp. 253-262. 4 E. Cotarelo y Mori, Iriarte y su época, pp. 165-180. También, más modernamente, en Tomás de Iriarte, Fábulas literarias, ed. de Ángel L. Prieto de Paula, Madrid, Cátedra, 1992, pp. 27-29. 5 Parnaso español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos, Madrid, Joaquín Ibarra y Antonio de Sancha, 1768-1778, 9 ts., IX, p. XLVIII.
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según lo permite el metro de silva que allí uso. Apenas se encuentra página en que no haya seis, siete u ocho de ellos; y aun en alguna hallará usted hasta once, que es más de la tercera parte de los que la página misma contiene. DON CÁNDIDO.- ¿Y qué me dice usted con eso? TRADUCTOR.- Que lo tenga usted presente para el cotejo del número de versos de mi traducción con los del texto de Horacio.6
Sedano, lejos de arrugarse, disimuló su enojo y respondió a toro pasado y bajo pseudónimo con unos extensos y desabridos Coloquios de la espina (1785), una vez muerto Vicente de los Ríos, quien había asesorado al didacta canario en su escrito reprobatorio. De ese modo quedó zanjada, con versos satíricos y alusiones veladas en añadidura, una de las más ridículas polémicas literarias acaecidas en pleno reinado de Carlos III. De hecho, Iriarte sabía que podían motejarlo de añadir «ripio y suplemento». Por eso se apresura a advertir en el Discurso preliminar que se ha propuesto despejar el sentido de «muchos versos intrincados» del Arte poética con la adición de «algunas palabras» de su propia cosecha; en ocasiones, emplea hasta dos «versos enteros» en aclaratoria perífrasis para explicar una o dos palabras de Horacio. Así, el sintagma triste bidental7 –‘lugar triste donde cayó un rayo’, de BIDENS, ‘oveja de dos años para el sacrificio en el templo’–, que traduce «la señal que denota ser sagrado / el lugar triste en que cayó centella». En otras, adjetiva sustantivos a su completa observancia, pero procurando, él mismo nos lo dice, «no inventarlos de capricho, sino sacarlos, si es posible, de la misma idea del autor». Por ejemplo, en la frase cuius, velut ægri somnia, vanæ / fingentur species8, trasladada como «cuyas vanas ideas se parecen / a los sueños de enfermos delirantes». Ahí nuestro vate se afana en explicar al lector, con todo detalle, su diminuto arbitraje: Horacio dice ægri, enfermo; somnia, sueños; vanæ, vanas; species, ideas o imaginaciones; pero no dice delirantes. Mas como este adjetivo contribuye con toda propiedad a ilustrar el pensamiento, le uso sin temor de que
6 7 8
Colección de obras, VI, pp. 53-54. Epistula ad Pisones, 471. Ibidem, 7-8.
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parezca ripio; además de que tampoco sería posible hacer una traducción de verso a verso, a no ser lícitos estos arbitrios al traductor.9
Así, en fin, vierte al español el famoso pasaje sobre la utilidad unida al deleite y sobre la verosimilitud10 que principia con el célebre Aut prodesse volunt, aut delectare poetæ: Los poetas desean o que sus obras instructivas sean o divertidas, o contengan cosas al paso que agradables, provechosas. Si enseñar quieres, concisión observa; que el humano concepto, cuando es breve el precepto, percibe dócil y puntual conserva; y todo lo superfluo y no del caso rebosa, cual licor que colma el vaso. Lo que con fin de recrear se invente, a la verdad se acerque en lo posible: la cómica ficción no represente por antojo u capricho lo increíble; ni a la bruja que un niño tragó entero se le saquen del vientre carnicero.11
Aunque no constituya en sí poema didáctico sino, más bien, una simple gramática escolar de aspiraciones mnemotécnicas, cabe aludir, al menos, a la Gramática latina (1771) del bibliotecario12, lexicógrafo13, traductor y paremiólogo14 Juan de Iriarte (1702-1771), tío y valedor en la corte de Tomás y de sus otros sobrinos, por estar redactada en verso y complementada con explicaciones en prosa. No se trata de una tarea original, pues humanistas como Támara (1551) y el Brocense (1595) 9
El arte poética de Horacio, en Colección de obras, IV, discurso preliminar, p. XLVII. Epistula ad Pisones, 333-344. 11 Colección de obras, IV, pp. 46-47. 12 Gregorio de Andrés, «El bibliotecario don Juan de Iriarte», en Homenaje a Luis Morales Oliver, Madrid, FUE, 1986, pp. 587-606. 13 Carmen Hernández González, «Juan de Iriarte y el Diccionario de autoridades», Studia Zamorensia, X (1989), pp. 199-204. 14 Olga Gete, «Juan de Iriarte, traductor de refranes», en F. Lafarga, ed., La traducción en España, pp. 245-252. 10
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–cuyos versos reimprime Mayans–, e, incluso, maestros y eruditos del siglo XVIII, como Juan Francisco Pastor (1754) o el mismo Mayans, autor de una extensa Gramática latina (1768-1770) en cinco tomos, le habían precedido en el intento de facilitar a los adolescentes el estudio de aquella lengua. Sabedor de la utilidad de pergeñar sus reglas en redondillas y coplas de romance, el avejentado y enfermo Iriarte se complace en enaltecer el «sumo trabajo»15 que le ha supuesto aderezar en rima las normas gramaticales y limar luego los versos, «procurando saliese con la mayor precisión, claridad y suavidad, de suerte que hay copla que he formado de diez y doce maneras hasta dejarla corriente»16. Parece poco creíble que tan copioso arsenal de reglas contenidas en la Gramática latina pudiera ser asimilado, de memoria, por los escolares por poseer el aliciente de estar en verso. Sin embargo, Sempere asegura que Iriarte ensayó la bondad del método y la comunicabilidad de las reglas en su sobrino Domingo, «a quien se las hizo aprender, obligándole a explicarlas sin auxilio alguno»17. El recurso auditivo de rima y verso de arte menor, en fin, se halla reforzado con el visual de la tipografía, donde sobresale en letra redonda lo que se desea que el alumno memorice. Por ejemplo, en la enumeración de las partes del discurso: La dicción es reputada por voz significativa, que con tal prerrogativa tiene en la oración entrada. Compónense con mil artes de silábicas uniones ocho especies de dicciones, o ya de la oración partes, pues nombre, pronombre, verbo, participio, adverbio son, preposición, conjunción, e interjección las que observo. 15 Sobre las vicisitudes compositivas, José Cebrián, Nicolás Antonio y la Ilustración española, Kassel, Reichenberger, 1997, pp. 125-130. 16 Gramática latina, escrita con nuevo método y nuevas observaciones en verso castellano, Madrid, Imprenta Real, 1775, 3ª ed., prólogo, p. XV. 17 Ensayo de una biblioteca española, VI, p. 188.
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De éstas las cuatro primeras casi siempre declinables se advierten, e indeclinables siempre las cuatro postreras.18
La Gramática latina de Iriarte se reimprimió cuatro veces más a lo largo del siglo ilustrado, indicio de la buena acogida con que fue recibida en escuelas y seminarios. Durante el siglo XIX fue reeditada muchas más veces, tanto en España como en el extranjero –en Inglaterra y en Francia–, particularmente en París, donde, por razones que desconozco, lo fue de forma bastante regular19.
POESÍA SOBRE POESÍA El la esfera de Tomás de Iriarte orbita también el Ensayo de un poema de la poesía (1799) del profesor del Seminario de Nobles de Vergara Félix Enciso Castrillón20, dividido en tres cantos de silvas, acompañados de sucintas notas finales. Dedicado a Godoy, evoca su relación con éste en la esfera del mecenazgo, a la espera de que su intento fuese «seguido de mayores obras». Es probable que el Príncipe de la Paz esbozara cierta sonrisa al serle recordado por el poeta lo que hubiese sido de Horacio sin el apoyo de Mecenas, en indirecto pero evidente parangón. Temeroso de lo genérico del título, Enciso se apresta a advertir que sólo ha pretendido realizar «un diseño de un poema que todos desean y nadie ha querido presentar». De ahí su lema, entresacado de la fábula Le bûcheron et Mercure de La Fontaine: «c’est là tout mon talent; je ne sais s’il suffit» (V, 1)21, aviso a envidiosos y descontentadizos. Pre-
18
Gramática latina, p. 3. A las numerosas que recoge Francisco Aguilar Piñal, Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, Madrid, CSIC, 1981-2001, 10 ts., IV, 3805-3812, cabe añadir la de 1868, impresa en la librería de Rosa y Bouret. 20 Joaquín Álvarez Barrientos, «Acercamiento a Félix Enciso Castrillón», en II Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, San Sebastián, Real Sociedad, 1989, pp. 59-84, y «La institucionalización del hombre de letras: Félix Enciso Castrillón», en Ermanno Caldera e Rinaldo Froldi, eds., EntreSiglos, Roma, Bulzoni, 1991-1993, 2 ts., II, pp. 31-38. 21 Jean de La Fontaine, Fables, ed. de Antoine Adam, Paris, Garnier-Flammarion, 1989, p. 139. 19
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cauciones que recuerdan a Sempere y a tantos predecesores de obras eruditas como Pellicer y Saforcada, quien no duda en recalcar el carácter embrionario de Ensayo de una bibliotheca de traductores españoles (1778), una muestra sucinta de lo que debería de ser en el futuro una obra tal22. Nuestro didacta afirma que se ha decidido a escribirlo porque la literatura española necesita «un poema didáctico donde la poesía se cante a sí misma»; y si la música ha tenido un Iriarte, «¿por qué su hermana no logrará igual suerte?». Horacio, Boileau y algún que otro español, como Cueva –cuyo Exemplar poético editó Sedano–, han explicado en verso sus preceptos, pero «no han seguido el plan ni tienen las bellezas de un poema». Ahora bien, el fin de su «pequeño ensayo» no radica en emular a sus predecesores sino en entusiasmar a algún poeta y animarlo a componer obra más extensa y detallada o a emprender un arte dramático español, «pues de los dos que tenemos, el de Rengifo apenas tiene un apreciable precepto y el de Luzán, aunque digno de mayor elogio, dista mucho de ser completo» 23. El primer canto, con nociones generales de métrica, principia con un hinchado proemio en el que declara celebrar «los hechizos del arte peregrino / que todos con razón llaman divino», en exaltado apóstrofe a Poesía, objeto del poema: ¡Oh bella Poesía, dulce amiga del corazón humano que embelesas! ¡Díctame tus encantos y primores! ¡Díctame tus loores, tus preceptos inspira a una alma que tus gracias siempre admira!24
Nuestro profesor pondera el poder de la poesía sobre «el pecho más ingrato», pues es capaz de dominar las pasiones sin que nada se resista a su «precioso trato»: soberbios, arrogantes, avaros, presumidos, orgullosos, «deshonestos amantes», falsos, traidores, necios y viciosos «de su voz encantados / corren encadenados /a escuchar a porfía /este acento divino que corrige / con placer de aquel mismo a 22 23 24
J. Cebrián, Nicolás Antonio y la Ilustración, pp. 193-197. Ensayo de un poema de la poesía, Madrid, Josef López, 1799, advertencia, p. 5. Ibidem, p. 7.
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quien aflige» (I, 11). Así, como no podía ser menos, tan «atractivo y delicioso encanto» se subordina a la «métrica armonía», porque «es música también la poesía», viejo dogma que abona, a falta de más autorizada cita –extraña que no refiera ahí ni a Eximeno ni a Iriarte–, con el seco y deslucido «es menester que el oy´do se acostumbre al sonido y corriente del verso» de Rengifo25. Subordinado a la doctrina del decoro, el lenguaje poético debe procurar que cada quien platique según sus afectos. De ese modo, los héroes han de expresarse en «endecasílabos preciosos» en los poemas épicos; la canción «retrata la belleza / de impetuosa pasión que nos domina»; los «pequeños tercetos» son ventajosos para la sátira; descripciones y «pinturas» se acomodan bien a los «bellos sonetos»; las «suaves» liras inspiran «bellezas»; el octosílabo sirve para expresar «los objetos más triviales»; las «fuertes pasiones impetuosas» deben de exponerse en endechas, y, en fin, Las décimas, romances, redondillas, epigramas, endechas y quintillas, a varios fines siempre han acudido, pero cuando ha crecido el pesar, el dolor, la pena dura, ¡oh, qué bien se figura mezclando cortos con heroicos versos!26
Tras esa escueta exposición teórica y enfatizar, con Aristóteles y Horacio, que estudio e inspiración son consustanciales al proceso creativo y que, de cuantos aprenden, «sólo el poeta en todo el universo / no halla maestro capaz de dirigirle / para formar un verso / si las musas no bajan a influirle» (I, 9), nuestro didacta recurre en los dos cantos finales –que tratan sobre la poesía en templos y teatros y sobre la epopeya y la lírica–, a una ficción de relación en la que un viejo maestro, Danteo, acompaña a su discípulo Dorildo al templo de Poesía, cuyo semblante se muestra en cuatro caras distintas: la litúrgica, «que en cánticos sagrados / al Todopoderoso / dirige sus acentos delicados»; la dramática, que alcanza su grado sublime al unirse con la música en
25
Juan Díaz Rengifo, Arte poética española, con una fertilíssima sylva de consonantes, Madrid, Juan de la Cuesta, 1606, p. 22. 26 Ensayo de un poema de la poesía, p. 13.
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la ópera italiana de Metastasio, quien supo reunir «todas las bellezas poéticas sin desagradar a las de la música» (notas, 50): Ya el teatro italiano, ¡oh querido Dorildo!, nos espera. Apolo soberano ya depone su crítica severa y deja que su amada Poesía sirva de compañía a su hermana la Música preciosa. Ya de su ley severa y rigurosa excepción la concede, y así como sucede cuando agradar a otro pretendemos, que sólo lo que él quiere respondemos, ocultando los propios sentimientos por no quitar al otro los contentos, la Poesía sigue la voluntad en todo de su hermana, y con eso consigue que luzca en el teatro tan ufana.27
Luego la «preciosa y hechicera» epopeya –»una será su acción, maravillosa, / entera, pero en todo verosímil» (III, 32)– y, por fin, la poesía lírica. Tras esa somera exposición, Danteo es llamado al templo de Poesía a recibir el «laurel soberano / que la fama inmortal ya le asegura». Ahí, circundado de discípulos, contempla el coro de las musas: a Calíope, que «las bellezas retóricas obstenta»; a Clío, exhibiendo a los héroes de la Historia; a Erato, con «alegres movimientos», al son musical que Terpsícore anima y acompaña; a Melpomene, rodeada de amargura, llorando la muerte de «desgraciados» héroes con «pena y desconsuelo»; a Urania, ensimismada en el curso de los astros; a Talía, cantando en «dulce melodía»; y, en fin, a Polimnia, cuya memoria «presentes hace los pasados siglos». A ésta última se dirige el poeta conminándola, exhortándola a no permitir que «el gusto depravado» del siglo XVII, singularizado en Góngora, «arroje en las regiones del olvido / las reglas de la docta poesía, / ultraje que otras veces ha sufrido / esta divina ciencia, / cuando con apa27
Ibidem, pp. 28-29.
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riencia / de erudición profunda y admirable, / su belleza agradable/ lloraba bajo el yugo fuerte y duro / de un lenguaje elevado, pero obscuro» (III, 39). Así, en los albores del siglo XIX, nuestro didacta, fiel, en muchos aspectos, a los principios neoclásicos de décadas anteriores, aconseja refrenar la «ardiente fantasía» y al mismo tiempo hacer un buen uso de la erudición, a fin de que los jóvenes –instruidos «en todas ciencias»–, no funden los saberes adquiridos «en la nomenclatura que han copiado / y que sin ocasión nos han citado»: Tú, Danteo, que te hallas empeñado en observar de Apolo los preceptos, medirás con cuidado el vuelo de una ardiente fantasía para que refrenado obedezca a la ley que el dios envía; harás que tus alumnos venturosos lean libros preciosos y en todas ciencias sean instruidos, haciendo que advertidos usen su erudición con tal prudencia que no funden su ciencia en la nomenclatura que han copiado y que sin ocasión nos han citado.28
Pero el clasicista Enciso no olvida, en fin, amonestar en Ensayo de un poema de la poesía a los que desprecian «la fuerza de un suspiro», conminándolos a rasgar sus «insulsos borradores» y a aprender «a conocer a fondo las pasiones» en la quietud del retiro. Sólo será auténtico poeta, concluye en obligado acatamiento de la tendencia ya triunfante, «quien escriba habiendo ya sentido» (III, 37). Y es que no en balde estamos ya en el momento en que el estilo «hinchado y obscuro» de que se queja el abate Andrés –temeroso de que, como en el siglo XVII, vuelva a imponerse en la literatura el «mal gusto»29–, tienta y fascina a los más jóvenes. Un estilo «espiritoso y 28
Ibidem, pp. 39-40. El sabio jesuita expulso conjetura, con extraordinario tino, las causas que, a su juicio, llevarán a que prevalezca el mal gusto: el desapego al estudio del griego y del latín y el «desmedido aprecio y fanático amor a lo que comúnmente se llama espíritu» 29
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filosófico»30 que empezaba a caracterizarse, a su entender, por «una multitud de cláusulas inconexas y de confusos sentimientos», por «una jerga inexplicable de sentencias enigmáticas y de enfáticas, ruidosas y sonoras expresiones que nada significan» 31.
DIDÁCTICA MÁS ALLÁ DEL SIGLO Porque en fecha tan tardía como 1833, a su regreso de París, Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862)32, entre titubeos, contradicciones y tal o cual desaire a las banderas de «clásicos» y «románticos», se atreve a aseverar, en una advertencia antepuesta a sus Poesías, que en su tiempo los poetas padecen idénticos «extravíos» a los del siglo XVII: «ciego anhelo de la novedad», «menosprecio de los buenos modelos» y un «ansia de rebuscar conceptos peregrinos y expresiones aventuradas» para no ser tachados de escritores vulgares33. El «espíritu del siglo» –entiéndase, claro está, del siglo XIX–, añade luego, exige a los vates «más caudal de doctrina, más sentimiento, más vida»; para ello recomienda que cultiven el idilio, la «poesía amatoria», el poema didáctico y la poesía filosófica, «nutrida de pensamientos profundos, de sentimientos tiernos, tan acomodada al gusto de nuestro siglo, más adelantado en saber, o quizá más grave y melancólico a fuerza de desengaños y desdichas»34. Sorprende que valores tan neoclásicos en poesía fueran defendidos en época ya tan lejana al siglo (Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, Madrid, Antonio de Sancha, 17841806, 10 ts., II, pp. 399-408). 30 Guido Ettore Mazzeo, The abate Juan Andrés, literary historian of the XVIII century, New York, Hispanic Institute, 1965, pp. 119-124. Más en pormenor José Checa Beltrán, «Poesía y filosofía: Juan Andrés y el «estilo espiritoso»», Revista de Literatura, LIX, 118 (1997), pp. 423-435. 31 Origen, progresos y estado actual, II, p. 397. Esas «ruidosas y sonoras expresiones que nada significan» responden a la idea de imaginación defendida por Kant, facultad que genera formas pero no contenidos. Al respecto, José David Pujante Sánchez, «Matizaciones a los orígenes y el concepto de imaginación romántica», Revista de Literatura, LII, 103 (1990), pp. 179-191. 32 Robert and Nancy Mayberry, Francisco Martínez de la Rosa, Boston, Twayne, 1988. 33 Poesías de D. Francisco Martínez de la Rosa, Madrid, Tomás Jordán, 1833, advertencia, pp. V-VI. 34 Ibidem, p. VII.
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XVIII , donde, a tenor de Andrés, no abundaron precisamente los «sublimes ingenios»35. ¿Escritor «atrofiado», desacorde con su tiempo, nostálgico de reglas y de la «claridad» clasicista o algo del todo distinto?36 Conviene que nos detengamos en su intelecto porque escribió una Poética (1827) en verso, donde teorizó sobre el género didascálico y enjuició las obras de algunos de los autores del siglo ilustrado que hemos venido considerando. A Martínez de la Rosa se le ha reputado desde siempre por estadista y por literato a caballo entre dos épocas37. Nacido en el seno de una familia adinerada, recibió una esmerada formación ilustrada que constituyó la base de su pensamiento político y literario38, tanto antes como después de sus exilios39. Reverenciaba a los clásicos antiguos y modernos y a la preceptiva clasicista hasta el punto de aconsejar, en pleno siglo XIX, las reconvenciones de Horacio y la «candidez inimitable» de los poetas griegos, «que parece hija de la misma naturaleza, sin que se columbre ni por asomo el conato del arte»40. Hasta el punto de que, en 1834, Alcalá Galiano, a cuento de su Poética, llega a decir de él en «Literature of the nineteenth century: Spain» que escribe «como si las doctrinas de Boileau, Voltaire y Laharpe no solamente fueran verdaderas, pero ni siquiera puestas nunca en duda»41. Por otra parte, sus afanes didácticos –constantes a lo largo de toda la vida–, su sentido del justo medio y el rechazo de los «sistemas extremos» fueron producto de esa misma educación, cimentada en los principios del buen gusto. Sus azarosos viajes y las largas estancias en el
35
Origen, progresos y estado actual, II, p. 357. Robert Geraldi, «Francisco Martínez de la Rosa: literary atrophy or creative sagacity?», Hispanófila, LXXIX (1983), pp. 11-19, y Nancy K. Mayberry, «More on Martínez de la Rosa’s literary atrophy or creative sagacity», Hispanófila, XCIII (1988), pp. 29-36. 37 Luís Augusto Rebelo da Silva, Memória acerca da vida e escriptos de D. Francisco Martínez de la Rosa, Lisboa, Silva Júnior, 1862; Luis de Sosa, Martínez de la Rosa, político y poeta, Madrid, Espasa Calpe, 1930; y Jean Sarrailh, Un homme d’état espagnol: Martínez de la Rosa (1787-1862), Bordeaux, Université, 1930. 38 Carlos Seco Serrano, «Martínez de la Rosa, el equilibrio en la crisis», en su edición de Obras de D. Francisco Martínez de la Rosa, Madrid, Atlas, 1962, 8 ts. I, pp. IX-XVII. 39 Vicente Llorens, El Romanticismo español, Madrid, Fundación March-Castalia, 1983, 2ª ed., pp. 86-111. 40 Poesías, p. IX. 41 Antonio Alcalá Galiano, Literatura española del siglo XIX. De Moratín a Rivas, trad. y notas de Vicente Llorens, Madrid, Alianza, 1969, p. 106. 36
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extranjero, motivadas por cuestiones ideológicas, lo pusieron en contacto con los románticos, a cuyos credos filosóficos no llegó a subordinarse nunca, aunque contribuyera a difundirlos en España, sobre todo a través del género dramático. El no obedecer al espíritu de partido, el mantenerse lejos de las «sectas enemigas» es idea común en sus escritos críticos. El extremo es, a su cabal parecer, siempre «intolerante, poco conforme a la razón y contrario al bien mismo que se propone», por lo que «clásicos» y «románticos» sólo llevan razón «cuando censuran las exorbitancias y demasías del partido contrario y cabalmente incurren en el mismo defecto así que tratan de ensalzar su propio sistema»42. En 1815 sufrió encarcelamiento y fue acusado, aunque sin cimiento legal, de «haber atentado contra la legítima soberanía del Rey» y de «haber obligado a todo el mundo a prestar juramento a la Constitución y nuevas leyes, obrando con violencia»43. Fue condenado a ocho años de cárcel y destierro de Madrid y de los sitios reales y trasladado al presidio del peñón de Vélez de la Gomera, en la costa norteafricana. La inmovilidad le permitió reflexionar, escribir e incluso organizar alguna velada teatral para los militares de guarnición en el islote. De entonces data la idea de redactar la Poética. Pergeña versos de la Epistula ad Pisones y compone la tragedia Morayma (1818), inspirada en Historia de las guerras civiles de Granada (1595) de Pérez de Hita. Gracias al giro político auspiciado por el pronunciamiento de Rafael del Riego y el restablecimiento de la Constitución doceañista, pudo regresar a la corte acogiéndose al decreto real de 8 de marzo de 1820. La Poética apareció en 1827 en París como parte integrante del tomo primero de Obras literarias44, seguida de unas amplias Anotaciones complementarias (I, 83-482) y de cuatro extensos Apéndices sobre didáctica, épica, tragedia y comedia españolas (II, 1-533). Vertebrada en seis cantos en silvas –según el modelo, ya consagrado, de Iriarte–, llama la atención, a simple vista, su corto volumen en relación a las Anotaciones en prosa y a los Apéndices45, lo que induce a aseverar que, en muy alta
42
Poesías, pp. II-III. María del Carmen Pintos Vieites, La política de Fernando VII entre 1814 y 1820, Pamplona, Studium Generale, 1958, p. 172. 44 Obras literarias de D. Francisco Martínez de la Rosa, París, Julio Didot, 1827-1830, 5 ts., I, pp. 7-81. Las citas sucesivas remiten a esta edición. 45 Del conjunto formado por los tres textos –tomos I y II de la edición citada–, la Poética supone sólo el 7.2 por ciento de las más de mil páginas totales. 43
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medida, compuso los versos como excusa para desarrollar sus dotes pedagógicas en los aditamentos en prosa con la pretensión, nada desdeñable, de redactar «un curso de literatura, en que se apliquen a nuestras obras célebres, tanto en prosa como en verso, los principios y reglas del arte de escribir». No extraña pues que en el poema emplee «sino ejemplos tomados de autores griegos y latinos» o de vates españoles, tal vez en recuerdo de las aprensiones del abate Andrés; tampoco que, para cotejo y contraste, haga referencia en las Anotaciones a contados extranjeros, o «por parecerme que la materia misma lo requería» (I, 4). Pero, por lo demás, resulta obvio el deseo de emular a su manera a los apologistas de la literatura española de la época de Carlos III en plena «ominosa década», con Horacio y Moratín como acicate y ejemplo. En notas y Apéndices aflora con claridad «a spirited defense and apology of the Spanish national literature»46 y, al mismo tiempo, una valoración sosegada, cabal y ponderada, de esa literatura, por más que De la Rosa, con retórica modestia, airee en la advertencia que escribir en «país extranjero», en referencia a Francia47, le impide disponer del tiempo, dedicación y materiales requeridos por el proyecto «para desempeñarlo medianamente». Por ello, carece de sentido elucidar la Poética e ignorar sus complementos, ya que se trata de un todo solidario, cuya desmembración desvirtuaría sus nada modestas pretensiones48. Martínez de la Rosa cimenta el canto I, De las reglas generales de composición, en Aristóteles, Horacio, Boileau, y, en general, en los lugares comunes de las poéticas del nuevo clasicismo. Ahí intenta demostrar que los clásicos grecolatinos influyeron en la literatura de España sin apenas intermediarios. El buen gusto no es ya sólo, como lo fue para Muratori, «el discernimiento de lo mejor» y la capacidad de «saber buscar por medios proporcionados lo bueno y verdadero»49. Consiste, a su tenor, en una facultad interna que se adquiere y perfecciona con mecanismos repetitivos; brota, de forma instantánea, «sin que aparez-
46
James F. Shearer, The «Poética» and «Apéndices» of Martínez de la Rosa: their genesis, sources and significance for Spanish literary history and criticism, Princeton NJ, University, 1941, p. 16. 47 J. Sarrailh, Un homme d’état espagnol, p. 55. 48 José Cebrián, «Significación y alcance de la Poética de Martínez de la Rosa», Revista de Literatura, LII, 103 (1990), pp. 129-150. 49 Luis Antonio Muratori, Reflexiones sobre el buen gusto en las ciencias y en las artes, trad. de Juan Sempere y Guarinos, Madrid, Antonio de Sancha, 1784, pp. 14 y 19.
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ca siquiera el juicio que forma nuestro ánimo de las buenas prendas o de los defectos de un escrito» (I, 85). Pero, además, debe actuar como freno del genio creador. Y no se logra poseer buen gusto ni con «breve afán» ni con «áridos preceptos» ni mediante el «sutil raciocinio de la mente», sino a través de la lectura y estudio de los clásicos antiguos: No lo viciéis, ¡oh jóvenes hispanos!, y su voto seguid cual cierta guía: estudiad noche y día los modelos de griegos y romanos y no apartéis jamás de la memoria, que así lograron tan sublime gloria nuestros ilustres vates castellanos.50
«Nada hay, pues, tan importante –subraya en nota– como ejercitarlo con buenos modelos para acostumbrarnos insensiblemente a sus bellezas; porque, una vez adquirido este hábito, desechamos maquinalmente y como por natural instinto lo que nos produce una sensación ingrata» (I, 85-86). La idea, como bien se sabe, procede del vos exemplaria græca / nocturna versate manu, versate diurna de Horacio51. Y la del esfuerzo, consustancial a la adquisión de ese hábito, de Filosofía de la eloqüencia (1777)52 de Capmany53, donde aparece otra vez el paralelo tópico entre pintor y poeta: «en el escritor, como en el pintor, el buen gusto supone siempre un gran juicio, una larga experiencia, una alma noble y sensible, un entendimiento elevado y unos órganos delicados»54. Menos probable es que estuviese al tanto de lo dicho por Hermosilla en el apéndice De lo que en materias literarias se llama buen gusto, mal gusto inserto en Arte de hablar en prosa y verso (1826)55, aparecido en Madrid poco antes de la Poética, donde «gusto» designa «la 50
Obras literarias, I, p. 10. Epistula ad Pisones, 268-269. 52 José Checa Beltrán, «Una retórica enciclopedista del siglo XVIII: la Filosofía de la eloqüencia de Capmany», Revista de Literatura, L, 99 (1988), pp. 61-89. 53 Véase ahora Françoise Étienvre, Rhétorique et patrie dans l’Espagne des Lumières. L’œuvre linguistique d’Antonio de Capmany (1742-1813), Paris, Honoré Champion, 2001. 54 Que citaré por Antonio de Capmany, Filosofía de la eloqüencia, Barcelona, Juan Francisco Piferrer, s.a., pp. 11-12. 55 Isabel M. Sonia Sardón Navarro, «Preceptiva neoclásica: el Arte de hablar en prosa y verso (1826) de Josef Gómez Hermosilla», en Isabel Paraíso, coord., Retóricas y poéticas españolas (siglos XVI-XIX), Valladolid, Universidad, 2000, pp. 149-176. 51
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capacidad que tenemos para percibir, conocer y apreciar aquellas cosas que al oír o leer las composiciones literarias hacen en nosotros una impresión agradable o desagradable»56. Me interesa abordar sólo lo relativo a la didascálica en boca de Martínez de la Rosa, comunicado en el canto IV entre lo que llama «varias composiciones», o sea, todo lo que no encaja en las categorías aristotélicas. Ahí pasa revista a la égloga, de «blandos sentimientos» y de «sencillos afectos»; al idilio, «de nativa bondad y gracia lleno»; a la «triste» elegía, que «con blanda voz y pecho enternecido / los casos llora de la suerte impía», cultivada en su máxima exponencia por Tibulo; a la «oda sublime», «al claro son de la armoniosa lira» de Píndaro, «menos libre y audaz, pero al par noble» en el admirado Horacio y en su imitador fray Luis de León; al apólogo, que «al hombre da, sin lastimar su orgullo, / de la razón las últimas lecciones»; y, en fin, además de a otras formas menores como soneto, letrilla, etcétera, a la sátira, «maligna en la apariencia, / sana en el corazón, persigue al vicio / por vengar la virtud y la inocencia», cuyos indiscutibles maestros son el «adusto» Persio, el «acre, ardiente» Juvenal y, desde luego, el «plácido y festivo» Horacio, que «asesta al vil, al necio, al codicioso, / las leves flechas de su ingenio vivo». Tras toda esa letanía de exaltaciones, figura la «musa del Saber», eso sí, «con tono más pacífico y templado». Es la encargada de suministrar al hombre su doctrina «con voz sonora y celestial agrado»: Tranquila, grave, augusta, enseña sosegada las ciencias y las artes bienhechoras; y temiendo mostrar su faz adusta, adórnala con gracias seductoras. Así en acorde y plácida armonía ordena la razón el plan sencillo, enlazando los útiles conceptos; la amena fantasía con delicadas sombras y colores da vida a los objetos y esparce frescas flores para adornar los áridos preceptos; 56 Cito por Josef Gómez Hermosilla, Arte de hablar en prosa y verso, Cádiz, Hidalgo, 1834, 2 ts., II, p. 193.
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y del sonoro verso la mesura, grabándolos profundos en la mente, les presta rapidez, fuerza y dulzura.57
Aunque Arteaga no aconseja en el género didascálico «lo maravilloso ni tampoco lo ideal de las costumbres», a menos de que se dé en alguna digresión breve58, reencontramos en De la Rosa la conveniencia de usar la «dulce ficción», o sea, la fiction de style sugerida por Racine, para engalanar con «modesto ornato» en su «noble fondo» los «áridos preceptos»: Siempre atento a su fin, útil y grato, no consiente el didáctico poema ocioso lujo o frívolo aparato: sencillez, claridad, breves preceptos, sin vana ostentación y sin bajeza, son su mayor belleza, su noble fondo, su modesto ornato; y si tal vez enlaza artificioso dulce ficción y vivas descripciones, es para dar al ánimo reposo y hacer gratas sus útiles lecciones.59
El Virgilio de las Geórgicas constituye el modelo insuperable. Una obra que, a su parecer, ensaya preceptos de agricultura «sin sequedad ni fastidio», por contener «episodios variados y unidos con acierto al asunto principal; descripciones inimitables, cuadros bellísimos, versificación dulce y sonora; en una palabra, cuanto anuncia la unión feliz de la razón, de la imaginación y del buen gusto para dar a la luz una obra perfecta» (I, 363). Una obra, en fin, en que «Natura ve en sus cuadros / su amenidad, su gracia peregrina» (I, 50). Exceptuando a Boileau, al que están dedicadas sólo dos líneas, todos los ejemplos y citas proceden de los grecolatinos y de los clasicistas españoles, alineados en su anhelo de solución de continuidad. Las teorías sobre los géneros están despojadas de preceptivas e historias literarias de variado relieve como la Poética (1737) de Luzán, el 57 58 59
Obras literarias, I, pp. 49-50. Obra completa castellana, p. 65. Obras literarias, I, p. 50.
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Exemplar poético (1606) de Cueva –pero inédito hasta 1774–, Orígenes de la poesía castellana (1754)60 de Velázquez61 y, sobre todo, el Arte poética española de Rengifo. Complemento de lo anterior, el Apéndice sobre la poesía didáctica española, de donde sólo haré breve repaso de los poemas del siglo XVIII que considera como tales; dos de los cuales –me refiero a los de Iriarte y Rejón de Silva–, hemos tenido ocasión de examinar en anteriores capítulos. Ahí incluye La Diana o arte de la caza (1765) de Nicolás Fernández de Moratín –obra de juventud «que no parece haber recibido luego de su mano la corrección y lima que dio a otras» (II, 30)–, sin duda por el subtítulo de «poema didáctico» que figura en los fragmentos rehechos y editados póstumamente por su hijo Leandro62 en 182163. Mejor opinión le merece el inacabado Edades del hombre (1796) de fray Diego Tadeo González64, donde, con el influjo de Pope65, destaca el «buen gusto» y la «sensibilidad» del agustino al abordar materias metafísicas. Sorprende que un literato que siguió los pasos de Iriarte hasta realizar, incluso, una versión de la Epistula ad Pisones, que usó la silva en su Poética, lo moteje de «frío y prosaico» como autor de La música, donde sólo alguna vez logró expresarse «con sencillez y sin bajeza» (II, 39). Tan mal lo trata que, a pesar de reconocerlo «laborioso», llega a negarle las dotes «que son indispensables para merecer el renombre de poeta» (II, 39). Aún peores críticas sobre el poema de La pintura de Rejón de Silva, «desanimado y frío»; y su autor «tímido y helado al hablar de las célebres estatuas de Grecia», muy por debajo del «fuego 60 Philip Deacon, «La historia interna de los Orígenes de la poesía castellana de Luis Joseph Velázquez», Boletín del Centro de Estudios del Siglo XVIII, VI (1978), pp. 65-82. 61 Philip Deacon, «Portrait of an eighteenth-century Spanish intellectual: Luis Joseph Velázquez», en Charles Davis and Paul Julian Smith, eds., Art and literature in Spain: 1600-1800. Studies in honour of Nigel Glendinning, London, Tamesis, 1993, pp. 105-116. 62 Belén Tejerina, «La obra de Nicolás F. de Moratín revisada por su hijo Leandro: el autógrafo de las Obras póstumas conservado en la biblioteca madrileña de Bartolomé March», Anales de Literatura Española, IX (1993), pp. 155-180. 63 Obras póstumas de D. Nicolás Fernández de Moratín, entre los árcades de Roma Flumisbo Thermodonciaco, Barcelona, Viuda de Roca, 1821, pp. 175-185. 64 Irene Vallejo González, Fray Diego González (1732-1794). Trayectoria vital y literaria, Madrid, Revista Agustiniana, 1999. 65 Luis Monguió, «Fray Diego Tadeo González and Spanish taste in poetry in the eighteenth century», The Romanic Review, LII (1961), pp. 241-260.
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poético» de un Meléndez Valdés en la Oda a la gloria de las artes (1781). La versificación, en fin, se le antoja sin «robustez ni gracia», pues en lugar de «fácil» aparece «floja y descaecida» (II, 43-44). Menos mal que Iriarte y el pobre Rejón –quien nunca negó que pergeñaba «mal limados versos»–, hacía ya bastantes años que habían pasado a mejor vida. De la ingenua fe de estos hombres en la validez de la didáctica como vehículo divulgador de «las ciencias y las artes bienhechoras», el sentir del propio De la Rosa, quien en los albores de 1830 espera y desea que las musas castellanas –tras tantas pérdidas y sinsabores– vuelvan «a ofrecer a la nación composiciones de esa clase, dignas de mantener y acrecentar su gloria literaria» (II, 47).
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CAPÍTULO IV DIDÁCTICA Y CIENCIA (I)
POESÍA Y CIENCIA Aunque siguiendo pautas y gustos acomodados en Francia, es también en tiempos de Carlos III cuando surge en España una poesía narrativa que exalta las ciencias, los nuevos descubrimientos y progresos, de genuina esencia ilustrada. Versos dirigidos a una minoría de iniciados que sabe apreciar el esfuerzo intelectual del poeta, cuyo «arte» radica, en esencia, en transmitir conocimientos en el atractivo envoltorio de estrofas y rimas en renovado y obediente acatamiento, una vez más, al Ars poetica de Horacio. Afán de enseñar como principal resorte que impulsa a López de Ayala a componer Termas de Archena (1777), lo mismo que al abate Viera y Clavijo, quien con socarrón humor traslada a octavas en Los aires fijos (1780) lo que ha aprendido en París –y luego en Viena–, sobre la nueva física y química aerológica. Ya en fechas muy tardías, Gabriel Ciscar perfila en un largo Poema físico-astronómico (1828) –que recuerda el inconcluso Hermès de Chénier–, su testamento intelectual con crédula fe, desde los amargos sinsabores de un no muy lejano exilio, en la «sublimidad y utilidad» de las ciencias. Hay ahí un notable paralelismo con Martínez de la Rosa quien, por ese mismo tiempo, invita a sus lectores a que disfruten y aprovechen las «útiles lecciones» de la preceptiva clasicista denostada por los románticos. Me ocuparé ahora del primero y del extenso Poema de Ciscar para luego abordar, en el capítulo siguiente, el segundo, cuyos añadidos merecen detenimiento.
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Al igual que en la literatura francesa1, aunque con incidencia menor, la vertiginosa evolución de los saberes científicos en Europa a lo largo del siglo XVIII encontró acomodo y vía difusora en la poesía didáctica de España2. En especial en el período comprendido entre las décadas de 1770 y 1780, que es cuando, desde las instancias ministeriales, la Corona emprende una política permeable a los «adelantamientos» de toda índole; originada y deudora, claro está, de una primera y crucial generación de intelectuales –la de los novatores, con Feijoo y Mayans al frente–, enraizada en la primera mitad de la centuria3, surgida al calor del cambio dinástico4. Ya desde comienzos de esa época, los novatores habían intentado introducir, con precavido tacto, una «nueva física», basada en el atomismo de Gassendi y Maignan, que pretendía elucidar los fenómenos naturales por medio de teorías mecanicistas y no a través de la casuística material, formal, eficiente y final de la escolástica5. En ese sentido entiende la Naturaleza el médico Andrés Piquer6, en cuya Física moderna racional y experimental (1745) expone su teoría sobre el cuerpo humano, considerándolo un conjunto armónico de máquinas regidas por las leyes del peso, de la balanza y del movimiento, idea de la que se distanció luego por parecerle demasiado materialista7. 1 C. A. Fusil, La poésie scientifique de 1750 à nos jours. Son élaboration, sa constitution, Paris, Scientifica, 1918, pp. 29-94. 2 José Cebrián, «Poesía didáctica y ciencia experimental en la Ilustración española», Bulletin Hispanique, XCVIII, 1 (1996), pp. 121-135. 3 Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y Estado en el siglo XVIII español, Barcelona, Ariel, 1976, p. 104-116 y 476-494. Sobre las controversias teóricas en torno a los límites de la Ilustración española, Luis Miguel Enciso Recio, «La Ilustración en España», Coloquio internacional «Carlos III y su siglo», I, pp. 621-696. Véase además Francisco Aguilar Piñal, «La Ilustración española», en F. Aguilar Piñal, ed., Historia literaria de España, pp. 13-39. 4 Antonio Domínguez Ortiz, «El cambio dinástico y sus repercusiones en la España del siglo XVIII», en José Fernández García et alii, eds., El cambio dinástico y sus repercusiones en la España del siglo XVIII. Homenaje al doctor Luis Coronas Tejada, Jaén, Universidad-Diputación, 2001, pp. 13-25. 5 Antonio Moreno González, «Un obstáculo a remover: la física en la Universidad», en Manuel Sellés, José Luis Peset y Antonio Lafuente, eds., Carlos III y la ciencia de la Ilustración, Madrid, Alianza, 1988, pp. 157-171. 6 Manuel Mindán Manero, «La concepción de la física en Andrés Piquer», Revista de Filosofía, XXIII (1964), pp. 91-110. 7 Francisco Sánchez-Blanco Parody, Europa y el pensamiento español del siglo XVIII, Madrid, Alianza, 1991, pp. 64-87.
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Dejando a un lado la relativa modernidad de los postulados de Piquer, conviene insistir en que la nueva ciencia de inspiración baconiana, apoyada en el estudio instrumental y en la física de aparatos, o sea, en el experimento y en la posterior observación de fenómenos eléctricos, magnéticos y químicos, pasó a denominarse –ya en la Ilustración temprana– filosofía física, definida en Philosophía scéptica (1730) del gassendista Martín Martínez (1684-1734)8 como «probable noticia de los efectos naturales por sus causas»9; o bien física experimental, que en el sentir de Feijoo responde exactamente a lo mismo10. No extrañará entonces que el sabio benedictino llame «filósofos» a los que en el gabinete químico «acuden al aire o espíritus vaporosos encarcelados en el mercurio»11, apelativo cada vez más común en el correr de la centuria, aplicado, como veremos, por Viera y Clavijo a Priestley al narrar en el poema de Los aires fijos la obtención de anhídrido carbónico, «elástico espíritu cautivo / que a la luz clara tiene un odio sumo» (I, 10, a-b)12. Incluso el abate Andrés no duda en aseverar con rotundidad que las especulaciones y «sutiles estudios de los físicos de nuestros días» –con alusión expresa a Cavendish, Priestley, Lavoisier y Fontana–, se hallan en manos de «doctos filósofos, no menos agudos para ver todo peligro de deslumbramiento y equivocación»13. Recordemos que Blair incluye bajo didactic poetry «a numerous class of writings» y que concuerda con Batteux en que su fin radica en instruir y en que sólo difiere en la forma, «not in the scope and subtance, from a philosophical, a moral or a critical treatise in prose»14. Por lo demás, para el profesor escocés la especie más elevada de didáctica es la que logra transformar sus versos en «a regular treatise 8 María Victoria Cruz del Pozo, Gassendismo y cartesianismo en España: Martín Martínez, médico filósofo del siglo XVIII, Sevilla, Universidad, 1997, pp. 39-69. 9 Martín Martínez, Philosophía scéptica, extracto de la phy ´sica antigua y moderna, Madrid, s.i., 1730, p. 5. 10 Sobre la permeabilidad semántica ‘filosofía’ / ‘física’, Pedro Álvarez de Miranda, Palabras e ideas: el léxico de la Ilustración temprana en España (1680-1760), Madrid, Real Academia Española, 1992, pp. 454-461. 11 Ilustración apologética al primero y segundo tomo del Theatro crítico, Madrid, Joaquín Ibarra, 1769, 2ª ed., p. 229. 12 José de Viera y Clavijo, Los aires fijos, ed. de José Cebrián, Bern-New York, Peter Lang, 1997, p. 123. 13 Origen, progresos y estado actual, VIII, pp. 354-355. 14 Lectures on Rhetoric and Belles Lettres, London-Edinburgh, Strahan, Cadel and Creech, 1783, 2 ts., II, p. 361.
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of some philosophical, grave or useful subject», a la manera, como ya vimos en el capítulo I, de De rerum natura de Lucrecio, de las Geórgicas de Virgilio –el modelo «perfecto» para los neoclásicos, incluido Martínez de la Rosa–, de las poéticas de Vida o Boileau o, en fin, de obras más de su contemporaneidad como las de Pope y Akenside: In all such works, as the instruction is the professed object, the fundamental merit consists in sound thought, just principles, clear and apt illustrations. The poet must instruct, but he must study, at the same time, to enliven his instructions by the introduction of such figures and such circumstances, as may amuse the imagination, may conceal the dryness of his subject and embellish it with poetical painting.15
Pero ¿qué dicen los teóricos y los vates franceses de fines de la centuria? Ya vimos que Marmontel no gusta de entrar en distingos, pero es terminante al puntualizar en Éléments de littérature (1787) que en el didáctico «le rôle du poète est celui d’un sage dont on écoute les leçons»16. Laharpe, más cauto en Lycée ou cours de littérature (1799), evita comprometerse en clasificaciones desde su sensibilidad finisecular. Sin embargo, evoca con pena que Montesquieu consideró siempre a la poesía «ennemie de la raison» y que un sabio de la talla de Buffon prefería la buena prosa a la más elevada poesía, ya que el discurso en prosa garantizaba mayor libertad al pensamiento mientras la poesía sufría limitaciones, como la medida del verso y la rima. Por eso colaciona sólo largos poemas narrativos como Les saisons (1769) de Saint-Lambert, L’agriculture (1774-1777) de Rosset, Les mois (1779) de Roucher –que juzga con contundente dureza–, o Les jardins (1780) de Delille, donde la sensibilidad compositiva aflora y sobresale en numerosos pasajes17. Tampoco extraña que André Chénier (1762-1794), que se inspira en Lucrecio «armé des ailes de Buffon» y elogia los descubrimientos que Torricelli, Newton, Kepler o Galileo han aportado a la humanidad, proclame a boca llena que la poesía es «éclatante interprète de la science»; o que Delille asegure en Les trois règnes de la Nature (1809) que su mayor finalidad consiste en popularizar lo que en el mundo
15
Ibidem, II, p. 362. Œuvres complètes de Marmontel, XIII, p. 137. 17 Lycée ou cours de littérature ancienne et moderne, Paris, H. Agasse, 1799-1805, 16 ts., VIII, pp. 304-306. 16
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hay «de plus brillant et de plus utile». Por su parte, Chênedollé niega toda iniciativa al didacta, cuya tarea consiste en propagar saberes y exponerlos al asombro de los lectores: «Le poème didactique enseigne, expose, décrit, et quand le poète a fait des beaux vers, il me semble qu’on n’est plus en droit d’exiger rien de lui»18. Ya vimos cómo Sánchez Barbero adicionó cierto matiz al enunciado de Batteux, cuya teoría sintetiza en Principios de retórica y poética (1805), compendio en el que reúne las enseñanzas de los autores clásicos y cuanto estima relevante de las aportaciones de españoles y extranjeros19, con apego especial a los postulados de Marmontel20. Sin embargo, de la didascálica española, nada de nada; hasta el punto de no considerar –ni siquiera mencionar en escueta cita– ningún poema. ¿Por qué? «Porque por desgracia son muy malos», responde sin titubear el tratadista21. «Malos», sí, atenidos a un concepto de la poesía ajeno y alejado de la finalidad de sus autores, que no era, desde luego, primordialmente estética.
SOBRE MINERALES Y TERMAS Por los años en que Ponce Denis Écouchard Le Brun (1729-1807), llamado Lebrun-Pindare, redacta, impresionado por el maremoto de 1755, Ode sur les causes physiques des tremblements de terre e incorpora términos de la química al lenguaje poético, el español Ignacio López de Ayala (ca.1748-1789), contertulio de la fonda de San Sebastián y catedrático de Poética de los Estudios de San Isidro22, compone un singular poema en latín titulado Thermæ Archenicæ sive de balneis ad Archenam in agro Murcitano. Él mismo, a fin de lograr mayor número de lectores, lo vierte en logradas sextinas y lo califica como «poema físico»23. 18
Tomo la cita de C. A. Fusil, La poésie scientifique de 1750 à nos jours, pp. 55-56. José Checa Beltrán, «El debate literario español en el prólogo del Romanticismo (1782-1807)», Revista de Literatura, LVI, 112 (1994), pp. 391-416. 20 M. Menéndez Pelayo, Historia de las ideas estéticas, I, p. 1381. 21 Principios de retórica y poética, pp. 211-212 y 217. 22 José Simón Díaz, Historia del Colegio Imperial de Madrid (Del Estudio de la Villa al Instituto de San Isidro: años 1346-1955), Madrid, Instituto de Estudios Madrileños, 1992, 2ª ed., pp. 315-329. 23 Termas de Archena o poema phísico de los baños calientes de la villa de Archena en el reino de Murcia, Murcia, Francisco Benedito, 1777. 19
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Termas de Archena es, desde luego, producto directo de su estadía en el balneario, esperanzado en mejorar su precaria salud y en encontrar en las imaginarias virtudes terapéuticas del agua remedio contra la dolorosa osteomielitis que padecía. Ayala aprovecha la dedicatoria para disparar envenenadas indirectas contra la «soberbia refinada» de los enemigos de la reforma docente emprendida por el Obispo en el seminario de San Fulgencio de Murcia. Ahí advierte a la «juventud estudiosa» del Seminario de la «malignidad», del «amor propio» y del «interés» con que, bajo la apariencia de celo, algunos desean mantenerse ostentando una sabiduría que no poseen y encubriéndose «bajo la máscara de afecto a la sana doctrina»24. Admoniciones antiescolásticas que le acarrearon la ira de los dominicos, encolerizados, además, por haber sido suprimida del nuevo plan de estudios la Summa theologiæ de Tomás de Aquino. Delatado a la Inquisición por haber pergeñado una sátira antirreligiosa contra ellos25, tuvo la suerte de salir indemne del proceso por falta de pruebas determinantes26. Instruir al lector es, sin duda, lo que guía a Ayala por encima de cualquier otra motivación en Termas de Archena. Así, en remedo neoclásico, arropado en alusiones mitológicas, pide auxilio a la «sacra y honda fuente», al «Segura rojo» y al «numen» para que le muevan a cantar «quién al río / y a estas termas su influjo facilita»: Sombras de Archena, sacra y honda fuente, Segura rojo, de laurel ceñido, de cidro opaco y de laurel la frente y del ramo por Palas concedido; y tú, ¡oh numen propicio!, a cuyo celo de esta tierra el cuidado entregó el cielo: Sed favorables al designio mío e inspirad a quien canta quién habita vuestros profundos senos, quién al río y a estas termas su influjo facilita.27 24
Ibidem, dedicatoria, f. 3 r.-v. Ignacio López de Ayala, Numancia destruida, ed. de Russell P. Sebold, Salamanca, Anaya, 1971, p. 20. 26 J. Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española, I, pp. 165-166. 27 Termas de Archena, p. 1. 25
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También se pregunta en apóstrofe, con falsa ingenuidad y ánimo de respuesta, «qué supremo poder en estos baños / cura del hombre lastimosos daños», al advertir la inexplicable mejoría de enfermos de «miembros impedidos» y «débil cuerpo» tras la toma de las aguas balnearias. «Asunto noble», en su sensibilidad ilustrada, escrutar la «mansión fría» de la tierra, recorrer «sus retiradas sombras, el reflujo / de las aguas, sus rápidas vertientes». Porque el hombre, dedicado con «estudio tenaz» al «esmaltado / y vario campo del celeste techo», no se conforma con explorar sólo la superficie terrestre. Osa, además, descender al Aqueronte, «su centro investigar, medir sus lagos», para elucidar, en fin, el origen de las «castas fuentes»28 y de los «indómitos estragos» originados en la corteza por el fuego subterráneo (4-5): ¿Ese humor bullicioso de dó nace? ¿De dónde el río que incesante corre? ¿Por qué seco en estío el uno yace y manantial perenne a otros socorre? Largo sería mostrar la diferencia, pero no ha menester mi diligencia, porque de los mortales el cuidado y el estudio tenaz, no satisfecho con explorar la tierra, el esmaltado y vario campo del celeste techo, los planetas, los astros, su camino, su cierto o vago curso y su destino, quiso también bajar al Aqueronte, su centro investigar, medir sus lagos, dentro en la tierra y bajo el alto monte mirar del fuego indómitos estragos, y que el globo en su cóncavo profundo otra máquina encierra y otro mundo.29
Pero el mejor garante del «asunto noble e inmortal» que se ha propuesto cantar es el «Señor del Cielo», a quien suplica ayuda para que 28 29
J. Andrés, Origen, progresos y estado actual, VIII, pp. 422-424. Termas de Archena, p. 5.
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a través de su voz la gente «aquí advierta tu presencia / y vea en la virtud del raudal vivo / que eres del hombre padre compasivo». Nuestro Ayala airea ahí su contradictoria ilustración católica30, al asegurar que sin ese apoyo «nada sublime hacer intente / del ánimo mortal la insuficiencia»: Haz que penetre el tenebroso suelo y extienda la bondad de estos raudales donde la luz dorada emprende el vuelo, donde se apaga en líquidos cristales y donde ilustra avaro o largo Apolo al mediodía, al aterido polo. Sin ti nada sublime hacer intente del ánimo mortal la insuficiencia; baja a mi corazón y haz que la gente por mi voz aquí advierta tu presencia.31
Creencia, desde luego, no incompatible con una exposición en verso de la teoría sobre los sismos defendida por Lémery en Explication physique et chemique des feux souterrains (1700), sustentada en la vieja teoría de los pirofilacios –cavernas subterráneas de donde proceden los volcanes–, recalentados por el fuego del interior de la tierra de Megenberg, reactualizada en el siglo XVII por Kircher en Mundus subterraneus (1657) y superada en el XVIII por Stukeley en su memoria On the causes of earthquakes (1750), provocados, a su tenor, por «electrical shocks» en el subsuelo. Idea divulgada en España por Nifo tras la tragedia de Lisboa en Explicación phy´sica y moral de los terremotos (1755)32, aportación periodística suya a la sonada polémica suscitada por Feijoo con su tesis sobre la electricidad como agente principal de la propagación de la onda sísmica33, divulgada en España por su admirador y 30 Véase Joël Saugnieux, Le jansénisme espagnol du XVIIIe siècle: ses composantes et ses sources, Oviedo, Cátedra Feijoo, 1975, pp. 15-47. 31 Termas de Archena, pp. 7-8. 32 Explicación phy ´ sica y moral de las causas, señales, diferencias y efectos de los terremotos, Madrid, Herederos de Agustín de Gordejuela, 1755. 33 Nigel Glendinning, «El P. Feijoo ante el terremoto de Lisboa», en El P. Feijoo y su siglo. Cuadernos de la Cátedra Feijoo, 18, Oviedo, Universidad, 1966-1967, 3 ts., II, pp. 353-365. Un resumen sobre la controversia en Jorge Ordaz, «El terremoto de Lisboa de 1755 y su impacto en el ámbito científico español», II Simposio sobre el padre Feijoo y su
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editor Juan Luis Roche34, corresponsal del padre Sarmiento, poseedor de una «selecta librería» y de un gabinete de física experimental, lujos que pudo concederse gracias a sus saneados ingresos como cargador de Indias en el Puerto de Santa María. Pero sigamos escuchando a Ayala: Oíd: la mole que llamamos mundo y por globo terráqueo conocemos, tan vario, tan extenso y tan profundo que aun del ánimo huyen los extremos, contiene en sí vastísimas mansiones y de otro oculto mundo otras regiones. Bajo la tierra, bajo el mar se extienden, en groseras columnas sostenidas, mil huecas simas, por el globo hienden en diversas cavernas divididas, tan honda al parecer, tan alta alguna como de nuestro mundo está la Luna. El elemento más voraz y activo tiene en ellas su asiento, habita y llena toda aquella extensión, y con esquivo choque a perpetua guerra se condena, y el borbotón violento de su lumbre azota el muro y bate la techumbre. Aquel interior fuego, aquella llama vibrada con perpetuo movimiento, de grandes hornos en la extensa cama difunde a todas partes su ardimiento, y al mismo tiempo que hace cruda guerra, anima al cuerpo inmenso de la tierra.35
siglo, II, pp. 433-442, y, más en general y del mismo autor, «Desastres naturales y catastrofismo en el siglo XVIII», Cuadernos de Estudios del Siglo XVIII, X-XI (2000-2001), en concreto pp. 96-99. También Francisco Sánchez-Blanco, La mentalidad ilustrada, Madrid, Taurus, 1999, pp. 250-269. 34 Michel Dubuis, «El erudito Juan Luis Roche, epígono y propagandista de Feijoo en Puerto de Santa María», en II Simposio sobre el padre Feijoo y su siglo, I, pp. 285-320. 35 Termas de Archena, pp. 8-9.
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Nuestro didacta, apoyado en la retórica de los exempla, recuerda, en primer lugar, el «violento desastre» de Lisboa (1755), así como los «furores» que devastaron Manila, la isla volcánica de Santorín, surgida en medio del Egeo, la «ruina» del Cuzco (1650) en el Perú, los temblores en las minas de Chile y la desaparición en el océano de la mítica «isla Atlante». En «anchas cuevas» el fuego «arde violento, / y cuanto más se extiende / en los cóncavos senos, puertas nuevas / por fuerza abrir a su furor pretende», sepultando, cuando la sacudida se origina en el mar, «inmensa gente en el voraz abismo»: Del mar sañudo el torvo remolino tierras no conocidas ha exaltado, impelidas del fuego, torbellino de fuego y aires reinos ha usurpado a nuestro globo, sepultando él mismo inmensa gente en el voraz abismo. ¡Ay, Lisboa!, ¡qué fuego, qué temblores en nuestro tiempo viste! ¡Qué ruinas de indómitos volcanes!, ¡qué furores vio Manila en las costas convecinas! ¡Qué nuevas islas bostezó Nereo en medio de las aguas del Egeo! La causa el fuego es, que en anchas cuevas arde violento, y cuanto más se extiende en los cóncavos senos, puertas nuevas por fuerza abrir a su furor pretende: el mar, la tierra, la pesada roca se opone al paso y más furor provoca. Indómito voltea, horrible brama, más y más con el pasto la violencia crece del fuego, a su furiosa llama cede de tierra y mar la resistencia: el mundo tiembla y del horrendo amago un reino sumergido es el estrago.36
Expone luego el efecto devastador de la tsunami: la «alta ola» que «unida al cielo / corre y sepulta dilatado suelo» (10). Ante tanta calamidad 36
Ibidem, pp. 9-10.
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amontonada, nuestro vate se entromete en el relato y trata de sosegar al lector asegurándole que sobrevienen escasos temblores en «largos años» (11). También Viera nombra en su poema la «nueva teórica fina», la «nueva idea / del terremoto de la tierra instable»: los gases del subsuelo terrestre detonan por la acción de «los metales, los ácidos y el fuego» (II, 31, e-h)37. Se refiere ahí a la expuesta por el geólogo de Cambridge John Mitchell en Conjectures concerning the cause and observations upon the phenomena of earthquakes, publicada en Philosophical Transactions (1761). De su credibilidad y fundamento en la segunda mitad de la centuria es clara muestra el extracto de Terreros sobre las sacudidas telúricas: La causa común de los terremotos son las sales, nitro, azufre, aceites y materias combustibles, que de la superficie de la tierra o del ámbito espacioso del mar conducen las aguas a las concavidades subterráneas; y después, separándose el agua o evaporándose, quedan todos estos materiales secos y tan combustibles como una yesca, con que o frotando algo entre sí o por alguna chispa que se desembarace en su fuego, o que le viene de fuera, se enciende todo como un almacén de pólvora, y dilatando el aire impele cuanto encuentra, ya con más y ya con menos braveza, conforme el material que había.38
«PARTES INTERIORES» DEL AGUA De ahí que Ayala hable de las aguas termales y de sus diferentes temperaturas como consecuencia lógica del efecto del fuego sobre «la gota, vena o fuente, que pasando / el calor participa de su llama» (11), aunque, en ciertas condiciones, adquiera su calentamiento de la colusión, o sea, del «choque»39, con el azufre: «apoyada en razón hay otra idea / que le agrega una causa diferente, / y afirma que del sitio por do pasa / le da calor la fermentada masa» (12): Porque si encuentra nitro, azufre o cales, el agua las altera y las disuelve, y así alterada mueve sus raudales con el azufre, nitro y cal que envuelve, 37 38 39
Los aires fijos, p. 135. E. de Terreros, Diccionario castellano, III, p. 620. Ibidem, I, p. 465.
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y como siempre sigue en movimiento, de ellas saca el calor y el fermento.40
Como no podía ser menos, el consolidado didacta Ayala, en su estadía en el retirado y tranquilo balneario murciano, se esfuerza en elucidar los «mixtos y partículas» del agua y en ensalzar las supuestas virtudes de la hidroterapia apoyándose en los elementos químicos recogidos, que «ni mucha cal ni mucho alcali sufre», sometida a evaporación por calentamiento: Porque en el fondo de los vasos huecos, metal, azufre, sal o tierra quedan; ya depurados, perceptibles, secos, que unos de otros distinguirse puedan, y así se llega a ver con certidumbre si envuelven hierro o plata, cal o alumbre; pues según de los sabios la doctrina, abunda el baño en prodigioso azufre, presta la sal común no corta mina, ni mucha cal ni mucho alcali sufre: alcali, cuyo nombre disonante lo da a la alquimia el árabe triunfante. El olor y el sabor bastante indica está mezclada el agua trasparente de aquellos minerales, y publica que de ellos la virtud goza la fuente, después de repetida la experiencia de muchos sabios la acertada ciencia.41
Nuestro expositor sabe muy bien por su buena formación literaria que departir en un «poema físico», en clave didáctica, sobre el origen de los sismos, sobre las «partes interiores» de la masa hidrotermal o sobre el efecto del «implacabe azufre» en el cuerpo humano exige de buenas dosis de fiction de style. Por eso recurre a las perífrasis mitológicas neoclásicas42, de «erudición extraña y exquisita», y a 40
Termas de Archena, p. 12. Ibidem, p. 21. 42 Por ejemplo, el «tiempo apto» para tomar el baño es en primavera «o cuando del León y Can rabioso / deja las casas Febo presuroso» (26), es decir, a partir del inicio de septiembre. 41
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otros arreos retóricos –aposiciones, amplificatio, versos bimembres–, para embellecer y vigorizar el relato, al modo de lo prescrito por Batteux como reglas aplicables al poema didascálico43. Por otra parte, en Termas de Archena se trasluce el espíritu humanitario, de raigambre ilustrada, de nuestro Ayala. Ahí se queja de los gastos en paseos, alamedas y recreos y se conduele, en versos comprometidos, del abandono y de la indigencia que sufren los menesterosos y pordioseros enfermos que acuden al balneario con la esperanza de aliviar sus males y «ni lecho de vil paja o de vid dura / su cuerpo aguarda»44, en un tono muy en la línea social de un Meléndez Valdés o de un Jovellanos45. Los «fétidos raudales» de las aguas sulfurosas, en fin, dilatan los poros y dan vigor a los cuerpos de los bañistas en la panacea hídrica exhibida en Termas de Archena, en la que el propio Ayala, desde luego, cree. El anciano, el «oprimido padre», el «tierno niño / que inocente padece y que malsano / rehúye al pecho el maternal cariño» mejoran de sus enfermedades al frecuentar la tina. Y, por si alguno faltara, hasta encuentran «sosiego a sus querellas / los jóvenes postrados y doncellas» (26).
DE LA ELECTRICIDAD Y DEL RAYO Arropado de buena retórica neoclásica, fiel a lo aconsejado por Batteux, el ex jesuita español Antonio Pinazo (1750-1820), censor de matemáticas en la Academia de Ciencias, Buenas Letras y Artes de Mantua y árcade de Roma bajo el pseudónimo de Hiparco Epireo, pergeña a fines de siglo un inspirado y talentoso poema, en dos cantos y octavas, titulado El rayo (1802). Se propone demostrar la semejanza de «los fenómenos del rayo y la electricidad y la identidad de sus efectos» y, de paso, probar con argumentos claros que uno y otra «derivan de un mismo principio»46. Como Ayala, echa mano de la fiction de style, persuadido de la «variedad y hermosura» que brindan 43
Principios filosóficos de la literatura, V, pp. 251-252. El pasaje lo copia y comenta con su acostumbrada moderación J. Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española, I, pp. 164-165. 45 J. M. Caso, «Poética de la literatura ilustrada», pp. 705-710. 46 El rayo, poema, Mantua, Herederos de Pazzoni, 1802, prólogo, p. 17. 44
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los «mitológicos adornos» al «mal flexible a las veces genio del poema didáctico»47. Nuestro avisado académico aboga en El rayo por el uso de arcaísmos en el paradigma de Herrera, Luzán, Garcés y Meléndez Valdés, ya que ayudan a sostener «la riqueza y majestad de nuestra lengua»48. Por otra parte, así como Viera, como veremos más adelante, gusta de introducir neologismos técnicos como electro, conductores, capacidad –‘cociente que se aplica a conductores eléctricos’–, cuerpos cohibentes y deferentes, descomponer –‘separar las partes de un compuesto’– y algunos más, por «expresivos, propios y necesarios», y porque «el estilo didáctico concede para ello más facultad que otro alguno», en acatamiento y respaldo de lo aseverado por Iriarte en La música (1779)49. Dedicado a Carlos IV, cuya «clemencia y bondad» exalta en verso suelto, Pinazo apuesta por «ser útil» a la patria y por ganar el sentimiento del lector, tasa, a su juicio, del mérito de cualquier poesía: Si arde conmigo y conmigo aprende, duda, teme, se alegra y sígueme doquiera que voy sin enfado, coligiré, desde luego, que no es del todo despreciable mi canto; puesto que esos efectos del sentimiento, y no otra cosa ninguna, son los fieles intérpretes del mérito de cualquier poética composición.50
Advierte que no escribe un tratado de electricidad. Explicaciones y «efectos eléctricos» no constituyen el objeto de El rayo ni pueden adueñarse de un lugar en él que no les corresponde. «Deben de saberse de antemano», disposición en que, un tanto ingenuamente, cree que han de hallarse los lectores. Sin embargo, no tanta candidez como para inadvertir los escollos hermenéuticos, paliados por medio de unas jugosísimas Advertencias, a modo de notas finales, encaminadas a arrojar «mayor luz sobre algunos puntos»51. Interesa afrontar la fecha de composición por ser unos años anterior a la del pie de imprenta y porque el autor, además, teje perífrasis elusivas, similares a las de Ayala, de sapiencia «extraña y exquisita», como prescribía Batteux. De pronto, el canto I concluye de forma inesperada 47 48 49 50 51
Ibidem, p. 15. Obras en verso, I, advertencia de la edición de 1785, p. 69. Colección de obras, I, advertencias, p. XXIX. El rayo, prólogo, p. 16. Ibidem, advertencias, pp. 97-143.
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al aconsejarle la musa que lo deje por no estar «para canto el pecho mío». Hay claras referencias a la invasión de Lombardía por el ejército napoleónico que cruzó el río Adda, en Lodi, el 10 de mayo de 1796, «que, cual rayo, destruye en un instante / cuanto fuerte o marcial le va delante» (109, g-h). Belona, «hambrienta de matanza y fiera, / de fuego y muerte y de terror ceñida», conduce la vanguardia hasta atravesar el Mincio, cerca de Mantua, cuya fortaleza defiende Wurmser a lo largo de varios meses. Se rinde, al fin, el 3 de febrero de 1797 a Bonaparte, el «corso audace» que «ruge, se ensaña y de tu mal se place» (111, g-h). «De tu brazo el valor, de bronce el muro, / ¿qué valen contra la fortuna airada?» (112, a-b), preguntará el poeta, en sensible apóstrofe, a los defensores de la ciudad, desmoralizados por «la hambre impersuasible». Durante el prolongado asedio, Pinazo se retiró a una casa campestre en las cercanías de Mantua, no lejos del Po. Tras «diez lunas» de abandonado el trabajo, recobrada la paz, ruega inspiración a la musa para componer un canto II, libre ya ella de amenazas de «airados bárbaros guerreros» y sosegada, pese a «ver el lago del Mincio andar revuelto / y en espumosa y negra sangre vuelto» (2, g-h). Lo evidencia el brusco final, fiel a la tópica de la conclusión de la épica grecolatina52, emulada en el Siglo de Oro y, claro está, por lo nuevos clasicistas del siglo XVIII. En velado circunloquio espacio-temporal de resonancia virgiliana, asegura haberlo ultimado en un «rincón» «de paz amigo», apartado del «estruendo marcial», allí «donde el sermidés villano / miró de Ocno dejar la fértil tierra / y huir tímido al mar el Eridano» (111, b-d), o sea, donde el campesino de Mantua –Sermide es nombre antiguo de esa ciudad– contempla al río Po (= Erídano) dejar la feraz tierra de Ocno –héroe epónimo de Mantua, patria de Virgilio– y fluir con mansedumbre hacia el Adriático53; y en el tiempo en que «bajando de la alpina sierra, / cual torrente, el francés inundó el llano» (111, e-f), es decir, en la primavera de 1796 (la paz de Campoformio se firma en octubre de 1797), en lo que atañe a este canto II. El rayo consta de algo menos de dos mil versos, distribuidos en sendos cantos de idéntico número de estrofas (112). Felix qui potuit rerum cognoscere causas / atque metus omnis et inexorabile fatum / subiecit pedibus 52 Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, México, FCE, 1981, 2 ts., I, pp. 136-139. 53 Virgilio, Eneida, X, 198-201, cuyas citas irán por P. Vergili Maronis Opera, ed. de R.A.B. Mynors, Oxonii, Bibliotheca Oxoniensis, 1969.
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(II, 490-492)54. ¡Feliz quien llegó a conocer las causas de las cosas, puso bajo sus pies todos los miedos y la creencia en un destino inexorable! Animado por estos versos filosóficos de Virgilio, inspirados en el pensamiento materialista de Lucrecio, nuestro didacta confiesa en el proemio que se propone cantar el «tortuoso brillo» del relámpago «y el son del horroroso trueno», la causa de su «ser fogoso / y espíritu feroz de enojos lleno» y la bondad del pararrayos (I, 1). No falta ahí, como igualmente veremos en Los aires fijos (1780) de Viera, la invocación a Dios, «en quien sólo la eterna razón mora / de las causas», en demanda de esclarecimiento, seguida de un apóstrofe al «pacífico rey» Carlos IV, a quien suplica, en captatio benevolentiæ, que no desdeñe oír su «débil canto», redactado en el fragor del «desolador Marte» que «baja del Alpe con terrible estruendo / la italiana a turbar tranquila gente» (3, c-d). Por otra parte, Pinazo no recrea en El rayo «partos de acalorada fantasía», ficciones como la de Vulcano en el «abismo oscuro» del Etna entre los cíclopes forjadores, o leyendas en que el padre de los dioses arroja la «llama vengadora» contra sus enemigos. Aboga, eso sí, por reconocer a Dios como su dueño –«no que la culpa aliente yo medrosa / y a Dios quitar de mano el rayo intente» (10, a-b)–, pues, recalca, «a la natura Él dio la ley severa / desde el de Eternidad excelso cerro» (13, e-f). Aspira sólo a desvelar, con el recuerdo de Lucrecio, «las naturales causas de las cosas, / que ocultándolas Dios al vulgo errado / las cercó de tinieblas espantosas» (15, b-d). Así, la naturaleza de las nubes tormentosas, que, a su tenor, necesitan de chispa eléctrica para que el hidrógeno del agua detone y encienda la «ígnea materia»: Que esté de ígnea materia y de agua lleno el nublo que fulmina, bien se entiende, pero no cómo en el nubloso seno tal materia por sí misma se enciende; ni a entenderlo jamás, consejo bueno dará la Quimia que portentos vende, si la eléctrica chispa allí no aplica, que va, torna y de luz serpea rica. Por más denso es mayor la firmedumbre del aire más abajo colocado;
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Las Geórgicas van citadas también por la edición de la nota anterior.
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bajar pues no podrá por más que lumbre tome de aéreo vapor el agregado. Antes raleándose a la alta cumbre de la atmosfera55 subirá exhalando, si del aéreo vapor y su graveza nos habló sin ficción Naturaleza.56
Aunque Lavoisier demostró años antes la quimera del flogisto, « le principe inflammable le plus pur et le plus simple», según sentían sus defensores, nuestro poeta muestra su apego por la doctrina de Stahl y de Priestley. A su entender, y en desdoro de Lavoisier –a quien ridiculiza por tener la cabeza, según él, «llena de aires, de composiciones y descomposiciones»–, la electricidad no es otra cosa que «una particular materia, combinada íntima y adecuadamente con el calórico»57. Así lo declara, con seriedad y humor a la vez, a cuento de los múltiples experimentos efectuados con hilos conductores: Primero has de saber que cuanto mira el hombre oculta fuego en sus entrañas: fuego alberga la mar, fuego respira la tierra, fuego esconden las montañas; fuego el oro, que acá tanto se admira; las yerbas y los hombres y alimañas todo fuego, y del fuego a vuelta siente dentro hervirle de electro un gran torrente. También las pardas nubes y aquel puro aire que en torno la sobrehaz humana ciñe, esconden sutil fluido y obscuro que con el fuego el ser de electro hermana. ¿Cómo? ¿No crees tú cuanto aseguro? Sigue mis pasos, pues adonde ufana niñez, que en torno se le apiña inquieta, por solazarse al aire echa un cometa. 55 Usada en forma llana a lo largo del siglo XVIII. Así la volveremos a ver al ocuparnos más adelante de Viera. Al respecto, Los aires fijos, p. 118. 56 El rayo, p. 26. 57 Ibidem, advertencias, p. 106. Sin embargo, más adelante duda sobre el papel del flogisto en el proceso de calcinación de los metales –«como todavía quieren algunos»–, mostrándose más acorde con el del oxígeno, «como el sentido y la razón parecen confirmar de conformidad» (p. 118).
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Encúmbrase veloz y alto desplega su cola undosa por juguete al viento, mas si acaso a tocar las nubes llega, bebe eléctrico humor, que va al momento de cabo a cabo y su virtud le pega: en su mano un punzar siente, un violento sacudirse quien tiénelo, y doliente suéltalo al viento arrebatadamente.58
Pertrechado de los exempla del «americano» Franklin –pionero en observar la semejanza del rayo y la electricidad, preconizada antes por Du Fay y por Nollet–59, de Musschenbroeck y su célebre «ampolla de Leiden», de Cavendish, de Fontana, de Galvani, y de sucesos puntuales «no fingidos», como la trágica muerte de Richmann en San Petersburgo (1753), fulminado por un rayo60, o los ensayos sobre electroterapia de Jallabert en París, nuestro didacta advierte del riesgo de manejar «con nuevo invento / el rayo ni en las nubes bien atado». Recuerda ahí, en contra de lo dicho antes sobre el empleo de ficciones, la fábula del eólida Salmoneo –«que el rayo se arrogaba / sobre un puente de bronce en carro hermoso» (64, b-c)–, derribado por Júpiter61, parábola y «ejemplo espantable» del osado mortal que desafía al supremo poder de los dioses. Por otra parte, los cuerpos actúan como deferentes o como cohibentes, comportándose como conductores o aislantes de la electricidad, que fluye positiva o vítrea y negativa o resinosa. De ahí la distinta incidencia de la acción del rayo sobre unos y otros: Y para la mayor inteligencia de lo que digo, juzgo conveniente referir en qué modo diferencia los eléctricos cuerpos sabiamente el físico erudito en esta ciencia: parte eléctricos son naturalmente, 58
Ibidem, pp. 33-34. Eizo Yamazaki, «L’abbé Nollet et Benjamin Franklin, une phase finale de la physique cartésienne: la théorie de la conservation de l’électricité et l’expérience de Leyde», Japanese Studies in the History of Science, XV (1976), pp. 37-64. 60 Leonid N. Kryzhanovsky, «Richmann’s experiment and the electrophorus», Centaurus, XXXIV (1991), pp. 119-124. 61 Virgilio, Eneida, VI, 585-594. 59
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y estregados de sí vomitan fuego; parte fácil lo acoge y cede luego. Deferentes aquestos apellida; cohibentes llamar le plugo aquellos: el agua y el vapor en la partida van deferente, y el metal con ellos, y tierra y cuanto acá goza de vida; en la otra el aire y pez, vidrio y cabellos, y el vellón, premio de guerreras palmas, honor de reyes y de grandes almas. Como el electro pues a los primeros se acomoda pacífico y aplica, y tardío o jamás en los postreros se interna y su virtud les comunica, así el rayo en aquéllos sus aceros embota, y al revés rempuja y pica éstos, que odian su genio truculento, y hechos pedazos los derrama el viento.62
Con versos precisos, Pinazo desbroza en El rayo otras propiedades de la corriente eléctrica como la «virtud difusiva», «de manera que si más abundante / en un cuerpo que en otro está, se lanza / a llenar hasta tanto la menguante, / que en ambos reine con igual pujanza» (81, c-f), de donde deriva la «fuerza innata» de atracción y de repelencia, consecuencia notable en la atmósfera tormentosa de la descarga negativa hacia tierra en aspecto de rayo, que «baja precipitado a nuestro suelo / de equilibrarse con deseo ardiente» (82, c-d). También subraya su «fabulosa» velocidad, tanta que «o no emplea tiempo ninguno en su pasaje, o es tan imperceptible que no puede calcularse»63: Que entre cuantos efectos portentosos osténtase el eléctrico torrente, brilla el curso, con que corre brïoso larguísimo camino velozmente; ni Argos hubo jamás que algún reposo o lenteza observase en su corriente, 62 63
El rayo, pp. 41-42. Ibidem, advertencias, p. 125.
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pues con rápido pie burló el cuidado que notar esperó el tiempo empleado.64
Pese a negarlo en el proemio, nuestro vate, observador de la preceptiva del poema didascálico –«may amuse the imagination, may conceal the dryness of his subject and embellish it with poetical painting», recordaba Blair–65, da cabida, en el correr del relato, a algún excurso ficticio, como la fábula de Apolo y Dafne (Metamorfosis, I, 472-567), a modo de exemplum pertinente de la «antigua fama y fe» de la resina del laurel, repelente del rayo por sus cualidades (94-107): El tronco del laurel, despojo triste, entre sus brazos estrechó doliente y ¡ay, cruel Dafne!, dijo, ¿este me diste amargo fruto de mi amor ferviente? Pues que a mi fuego resistir pudiste, resistirás de hoy más al rayo ardiente, que quien burló de Apolo los ardores, justo es burle de Jove los fulgores. La ciega antigüedad, porque veía rara vez el laurel del rayo objeto, así a torpe pasión atribuía de la Naturaleza un puro efeto; mas quien mente capaz dentro sí cría, rasga el velo a la fábula y secreto, mas cierto, halla principio al fenomeno66 de olio viendo y resina el laurel lleno.67
El canto II es aún más pródigo en estos usos retóricos –Júpiter, Eolo y Vulcano desencadenarán ahí sus rayos, vientos y fuegos–, en gran medida porque el poeta ha agotado casi por completo el asunto, lo que le hace incurrir en repeticiones. Expuesto en el primero que el «rayo activo» es «brava de electro inquieta llama», Pinazo pretende ahora enseñar al lector –que ya sabe 64
Ibidem, p. 48. Lectures on Rhetoric and Belles Lettres, II, p. 362. 66 Sobre ese acento diastólico –también Viera acentúa así esa palabra (Los aires fijos, p. 131)–, véase la nota 55. 67 El rayo, p. 54. 65
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del peligro del electro atmosférico–, las previsiones que debe tomar para esquivar el «golpe fulmíneo». La más importante, sin duda, hacerse de una «vara de hierro» o pararrayos, provista de conductor y toma de tierra que facilite el escape eléctrico. Como si de viejo poeta épico se tratara, nuestro expositor se entromete en lo narrado y da su parecer, en réplica a Beccaria y a Landriani, sobre el grosor ideal del invento: Y así para esquivar las fuerzas íneas del rayo y su altivez, será bastante una vara de hierro de tres líneas en diámetro, que al cielo se levante; pero yo por abrir a las fulmíneas crecientes un desagüe ancho y constante, cuando más arde el nublo y se vacía, hasta doce y aun más le añadiría. Do torre a divinal rito sagrada se empina, símil vara hinca profunda que exceda tanto el alta cima alzada cuanto dentro la tierra se profunda; por ella quieta pasará encañada la de Jove inmortal llama iracunda. Torres mil con tan leve, innoble escudo repararon del nublo el golpe crudo.68
Por último, cabe insistir en que en todo momento el poeta subordina los «efectos todos» de la «viva centella» a los designios de Dios, «en quien sólo la eterna razón mora / de las causas» (I, 2, a-b). Amonesta así a quien, descreído, ambicione «pasar el linde natural, y osado / con su flaca razón medir el cielo» (II, 104, c-d); por más que Naturaleza, en personificada alegoría, se digne comunicar al «aventajado» Franklin que la electricidad de las nubes rayo es fiero al herir de furor lleno, relámpago al brillar, al rasgar trueno.69
Por lo demás, El rayo, aparecido en Italia en los albores del siglo XIX e ignorado casi por completo en la patria de Pinazo, constituye uno de los ejemplos más logrados de la didascalia de la Ilustración española. 68 69
Ibidem, p. 61. Ibidem, p. 32.
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SOBRE FÍSICA Y ASTRONOMÍA En fecha mucho más tardía que Les trois règnes de la Nature (1809) de Delille, publica en el exilio, poco antes de su muerte, el ex-regente Gabriel Ciscar y Ciscar (1760-1829)70 un Poema físico-astronómico en siete cantos (1828)71 con renovada y firme fe en la «sublimidad y utilidad» de tales ciencias. Tanta que, aun desde un lugar tan poco idóneo como Gibraltar, cree todavía, casi ciego, que podrá ser de provecho «para la enseñanza de los elementos de las ciencias que constituyen su objeto», o sea, como resumen rimado para que los alumnos –guiados por un «buen maestro»–, aprendan con agrado y satisfacción esas áridas materias72. ¡Crédula certidumbre en los postulados de Horacio y de Iriarte en medio de tanto sinsabor y desasosiego! Interesa abordar ahora esta obra epigonal porque, artísticamente, es muy anterior al 31 de mayo de 1828, fecha en la que el autor la concluye y dedica a lord Wellington en agradecimiento por la hospitalidad dispensada en la colonia. E interesa, entre otras muchas cosas, porque la cronología temporal y la artística no son ahí coincidentes73. Por el contenido, por el estilo y por el móvil pedagógico, el Poema físico-astronómico habría encajado a las mil maravillas en la década de 1780, la de mayor intensidad cultural de la época de Carlos III. No sorprenderá entonces que «la exactitud, la claridad y la naturalidad» sean las metas a las que aspira nuestro vate –«hasta el punto que lo más trabajado es lo que aparece más sencillo», subraya–, ni que pon70
Emilio La Parra López, El regente Gabriel Ciscar. Ciencia y revolución en la España romántica, Madrid, Compañía Literaria, 1995, pp. 245-263. 71 Poema físico-astronómico en siete cantos divididos en artículos, Gibraltar, Librería Militar, 1828. Existe una segunda edición realizada por Miguel Lobo, Madrid, Rivadeneyra, 1861, que es por donde irán mis citas. 72 José M. Núñez Espallargas, «Gabriel Ciscar y su Poema físico-astronómico», Llull, VIII (1985), pp. 47-64. 73 El estudio de esta obra de Ciscar demuestra, una vez más, que el influjo del movimiento neoclásico se extiende hasta muy entrado el siglo XIX. Véase a ese respecto Russell P. Sebold, «Periodización y cronología de la poesía setecentista española», Anales de Literatura Española, VIII (1992), en especial pp. 187-190. Por otra parte, no existe evidencia cierta –al menos para mí– de que el Poema físico-astronómico fuera redactado parcialmente en fechas mucho más tempranas. Aprovechó, eso sí, en los cantos III y I, su Ensayo didáctico-astronómico al Sol y el «fragmento» A la Tierra, publicados poco antes en Ensayos poéticos de D. Gabriel Ciscar, Gibraltar, Librería Militar, 1825, pp. 52-75.
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dere el valor mnemotécnico del concepto, una y otra vez, repetido en ocasiones hasta tres veces para fijar en la memoria del lector «algunas nociones interesantes». Fiel a los postulados de Batteux, de Marmontel y de otros tratadistas del siglo XVIII, Ciscar teoriza y recuerda, por medio de una alegoría circunloquial y con no poca ironía, que en las composiciones didascálicas, dirigidas especialmente a la instrucción, los rasgos más o menos poéticos pueden considerarse como los asientos, las ventas y las posadas en que descansa el viajero fatigado por la marcha; o como las arboledas, las fuentes y los prados, con cuya vista se recrea y distrae. El objeto principal es hacer las jornadas con la menor incomodidad posible, y el autor que abre el camino encuentra a veces asperezas que le es imposible allanar. En las composiciones cuyo objeto primario es la poesía y la enseñanza el secundario, todos son vergeles, arroyuelos y cascadas.74
El Poema físico-astronómico está dividido en siete cantos con un total de unos seis mil versos de rima consonante, la mayor parte endecasílabos –entre los que aparece a veces algún que otro heptasílabo–, distribuidos en secuencias variables, compuestas a su vez de pareados y cuartetos ordenados con libertad, en ocasiones agudos, puestos «do quiera que me ha parecido que sonaban bien, porque en materia de sonidos no hay más regla segura que el oído», idea que hemos visto en los teóricos del XVIII, en La música de Iriarte y en algunos de sus émulos. «Los ecos repetidos y afectados –añade nuestro preocupado Ciscar– son insufribles, y agradables cuando de tarde en tarde se presentan naturalmente al tiempo de escribir; y lo propio puede decirse de los endecasílabos terminados en voz aguda, que he empleado alguna vez, como semejantes a los hexámetros espondaicos de los latinos»75. El Poema físico-astronómico es bastante pretencioso. Aspira, nada menos, que a enseñar en ristras de versos las «leyes primordiales» que rigen el universo y describir «las bellas lumbreras celestiales». Y además, la física de la Tierra, el movimiento de rotación sobre su eje y de traslación alrededor del Sol, su influencia sobre «las zonas, las estaciones y los vientos constantes y periódicos». La parte astronómi74 75
Poema físico-astronómico, prólogo, pp. XXXVI-XXXVII. Ibidem, pp. XXXV-XXXVI.
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ca se ocupa de las «estrellas fijas», de los «planetas primarios», de los cometas, de la Luna y su incidencia terrestre y, en fin, de los «planetas secundarios» o satélites, todo ello resumido en un útil Extracto en forma de índice76. Una especie de De rerum natura española e ilustrada, aunque, avisa, «lo mismo que la claridad de mediodía comparada con la débil luz crepuscular, cuando ya empiezan a distinguirse las estrellas de tercera y de cuarta magnitud»77. En el canto I pasa revista a las «materias aeriformes» o gases, a «instrumentos ingeniosos» como la máquina de Boyle, al termómetro, al barómetro y a los varios tipos de higrómetros, con los que «puede la cantidad determinarse / que hay de humedad del aire separada, / en los cuerpos porosos empapada / o en disposición próxima a empaparse»; aparatos, no obstante, de «exactitud muy inferiores / a los que, bien construidos y observados, / dan los dos instrumentos anteriores» (I, 68). Hay, además, a cuento de la elasticidad de los gases, una mención especial a la máquina de vapor78 inventada por Agustín de Betancourt (1758-1824)79, quien pasó a la corte de San Petersburgo a prestar sus servicios al zar Alejandro I como director de diversos proyectos de ingeniería (I, 86)80. Ciscar, en fin, evoca en velada perífrasis la «Mémoire sur la force expansive de la vapeur de l’eau» (1790), leída por Betancourt ante la Academia Real de Ciencias, le desea que goce de «gloria», «honores singulares» y reconocimientos, «de do susurra humilde el Manzanares / al caudaloso Neva trasladado», y le ruega que conserve en su memoria la amistad de épocas pasadas: Sobre materia tan interesante y sobre la expansión de los vapores, tú, Agustín Betancourt, el pie delante, a los más ilustrados profesores
76
Ibidem, pp. 283-296. Ibidem, p. XXXVII. 78 Francisco Javier Goicolea Zala, «Memoria de Betancourt sobre la máquina de vapor de doble efecto», en Ignacio González Tascón, ed., Betancourt. Los inicios de la ingeniería moderna en Europa, Madrid, Ministerio de Obras Públicas, 1996, pp. 111-114. 79 Alejandro Cioranescu, Agustín de Betancourt. Su obra técnica y científica, La Laguna, Instituto de Estudios Canarios, 1965, pp. 9-35. 80 V. Pavlov, «Betancourt y la puesta en marcha del primer Instituto Superior de Ingeniería Civil en Rusia», en I. Gónzalez Tascón, ed., Betancourt, pp. 125-129. 77
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echaste, estableciendo una teoría nueva, fundada en la geometría. De do susurra humilde el Manzanares al caudaloso Neva trasladado, disfruta los honores singulares debidos a tu mérito acendrado. Gózate en paz, y en medio de tu gloria, nuestra amistad conserva en la memoria.81
Como no podía ser menos, el entusiasmado Ciscar perora sobre las «fuentes de agua cristalina y pura» de temperatura estable, es decir, sobre las aguas termales, cuyas venas se impregnan de «partículas de hierro atenuadas / y sulfurosas» o de «tierras con carbón entremezcladas» convirtiéndose en acídulas, fuente de salud para reumáticos y baldados: El que de agudo reuma atormentado se siente, el escorbútico, el baldado, como allá en la probática piscina encuentra en estas fuentes medicina, y ante una sacra imagen deposita las muletas que ya no necesita, pues que sobre sus propios pies camina. También se encuentran aguas minerales, con propiedad acídulas llamadas, que de ácido carbónico cargadas están, porque proceden sus raudales de tierras con carbón entremezcladas.82
A fines del siglo XVII, William Whiston (1667-1752) había pronosticado en A new theory of the Earth from its original to the consommation of all things (1696) que si la Tierra recibiese el impacto de un cometa, podría salirse de su órbita, aproximarse al Sol y desaparecer la vida como consecuencia de la formidable ola calórica que la arrasaría. Pero en la mente popular cometa significaba «ominosos amagos / de pestes, de tumultos y de estragos» (V, 218), superstición ya combatida por Feijoo en el primer tomo del Theatro crítico universal (1726), en «desengaño de 81 82
Poema físico-astronómico, p. 70. Ibidem, p. 80.
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errores comunes», con método dialéctico parecido al de Bayle83. Tal vez por ello, Ciscar se siente obligado a mitigar la «acalorada fantasía» del vulgo y a reírse un poco de los que, todavía en su tiempo, clasifican esos cuerpos celestes por sus «extrañas formas». De hecho, los redactores del primer diccionario académico, siguiendo a Tosca, habían aseverado en el primer tercio del siglo XVIII que eran «los hálitos que salen de los planetas y principalmente del Sol» y que, atendiendo a su morfogía, el cometa podía ser «crinito o rosa» si por todas partes estaba rodeado de esplendor; «barbado o caudato» si la aureola se extendía a una sola parte; y «corniforme» si poseía cola que se doblase «como alfanje»84. Algo parecido siente Terreros, quien añade, entre otras anécdotas, que en México y en otras partes de la América española «tocaban cornetas y daban voces cuando venía algún cometa, pensando hacerle echar a correr de miedo»85. Ciscar, con buen genio, se permite bromear con tan pintoresca «nomenclatura»: Por lo cual, con razón es poco usada ya la nomenclatura de barbatos o barbudos, crinitos y caudatos, de la lengua latina derivada, prefiriendo el decir, a la española, que tienen barba, cabellera y cola, y puede suceder que alguno de ellos no tenga barba, cola, ni cabellos.86
Al cabo, una cosa es ser astrólogo «pedante, / de la sublime teórica ignorante, / astuto embaidor, con la apariencia / de complicada y misteriosa ciencia» –intérprete de los designios del cometa y persuasor del «vulgo imbécil»– y otra muy distinta astrónomo, quien «empleando diestramente /sencillos e ingeniosos instrumentos, / con las estrellas fijas le coteja» (V, 219). Por su actualidad, resulta muy sugestiva la larga secuencia en que habla del efecto gravitacional sobre la Tierra de un cometa de gran masa en su tránsito por las cercanías del 83 Benito Jerónimo Feijoo, Teatro crítico universal, ed. de Giovanni Stiffoni, Madrid, Castalia, 2001, 2 ts., I, pp. 31-32. 84 Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, Madrid, Francisco del Hierro, 1726-1739, 6 ts., II, p. 434. 85 Diccionario castellano, I, p. 468. 86 Poema físico-astronómico, p. 218.
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satélite lunar, eventualidad, sin embargo, «millones de veces» más remota que el desencadenamiento de los «desoladores terremotos»: Si un cometa que en masa superara con exceso de Diana a la lumbrera, como ella a nuestro globo se acercara en medio de su rápida carrera, en la órbita terrestre es indudable que un desvío notable produjera, tirándolo hacia sí la violencia de su extraña centrípeta potencia. Variado el equilibrio de los mares, con horroroso estrago, sepultados se vieran en las aguas los lugares litorales, poco antes encumbrados, a su vertical más aproximados; al paso que en regiones apartadas de ella, a distancia de noventa grados, se vieran al contrario con espanto, sobre la húmeda arena abandonadas las enormes ballenas, entretanto que el tigre penetrara en las moradas antes por los delfines frecuentadas, y transcurrido un tiempo limitado volviera el mar al primitivo estado. Desde mucho más lejos es posible que su atmósfera extensa produjera en la terrestre efecto muy sensible, pues si de ácueos vapores estuviera compuesta la primera o recargada, del fulminante fluido excedente por el terráqueo globo despojada, con horrendo aparato, de repente se viera la materia vaporosa precipitarse en lluvia procelosa. Viéranse en un principio trasformadas las cañadas en ríos caudalosos, arruinando pueblos numerosos con terribles estragos, y convertidas en copiosos lagos se vieran las fructíferas llanuras; hasta que al fin el agua, las alturas
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ganando de los montes encumbrados, con grande asombro, tigres y leones en desigual pelea, destrozados fueran por los voraces tiburones, y por tercera vez quedara el mundo convertido en un piélago profundo. Si de sutil hidrógeno abundante su atmósfera espaciosa circuyera a la nuestra, y la chispa fulminante con el aire vital favoreciera la unión fatal, se viera en un instante envuelta en llamas la terráquea esfera, amenazando, con aspecto horrendo, de todo ser viviente el fin tremendo.87
De los saberes del siglo de las Luces propagados por nuestro exiliado sólo destacaré, como botón de muestra, su entusiasmada conformidad con la teoría electrogenética de Feijoo –que abordamos al tratar de Termas de Archena de Ayala–, origen de «las terribles convulsiones, / causa del terremoto ruinoso» que se sobreviene cuando «en un espacio interno de la Tierra / mucha materia eléctrica se encierra / y hay otro grande espacio separado / por cuerpos idioléctricos aislado». Así, en un momento de debilidad narrativa, el erudito Feijoo es invocado por Ciscar como paladín ilustrado por enfrentar con denuedo «de la superstición la fiera saña» en muchos de sus numerosísimos ensayos: Sabio benedictino, que a la España con el Teatro crítico ilustraste, de la superstición la fiera saña con sereno semblante despreciaste, y al espíritu inmundo, que en nuestras propias casas se albergaba y la paz y el sosiego perturbaba, sepultaste en el Tártaro prufundo: ¡Tuyo es el pensamiento que he adoptado y que desenvolver he procurado en mal forjados versos castellanos!88
87 88
Ibidem, pp. 221-223. Ibidem, p. 90.
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Como vimos páginas atrás, en ese mismo lapso temporal De la Rosa, desde el exilio francés, defiende en su Poética la teoría sobre el «didáctico poema» que observa Ciscar: la sostenida con ciertas matizaciones por los preceptistas de la segunda mitad del siglo XVIII. Ello demuestra que ciertos liberales formados en el nuevo clasicismo del siglo ilustrado preservan y abonan desde el destierro impuesto por el absolutismo regio las ideas de su juventud española89, las cuales difunden sin importarles demasiado las nuevas vías transitadas por los más jóvenes. No en balde pertenecen a la primera hornada liberal, cocida en los valores de la Ilustración.
89 Antonio González Bueno, «Gabriel Ciscar (1760-1829) en las mentalidades de su tiempo», Academia de Cultura Valenciana, IV (1989), pp. 109-122.
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CAPÍTULO V DIDÁCTICA Y CIENCIA (II)
LOS CUATRO «AIRES FIJOS» El deseo de divulgar lo que ha aprendido en París sobre la nueva física de los gases –ensayado a su regreso a Madrid en «varias sesiones»–, es el pretexto del abate José de Viera y Clavijo (1731-1813) para costear de su bolsa la salida a la luz pública del «poema didáctico» de Los aires fijos (1780): el más sorprendente y divertido de ese género de todo el siglo XVIII español1. En cierto modo, y como el propio autor manifiesta, se trata de una especie de compendio en verso, de hilo conductor, para comprender y asimilar mejor los experimentos sobre aires fijos –más tarde llamados ‘gases’–, ejecutados por él mismo ante un heterogéneo grupo de nobles, médicos, boticarios y «otros sujetos amantes de las ciencias», reunido en torno al gabinete de física de la casa del Marqués de Santa Cruz, instalado por el aristócrata tras retornar de tierras de Francia y Flandes2. Es eso, pero mucho más. Buena parte de los conocimientos engarzados en la trama procede de los apuntes tomados por Viera, a lo largo de 1777 y de 1778, en los cursos dictados por el químico Sage y por el naturalista Valmont de Bomare y, muy en especial, por el físico y démonstrateur Sigaud de Lafond, quien lo puso al corriente de los
1 Los ayres fixos. Poema didáctico en quatro cantos, Madrid, Blas Román, 1780. Sobre autor y obra, pp. 11-113 de la edición referenciada en la nota 12 del capítulo anterior. 2 Memorias que con relación a su vida literaria escribió D. José de Viera y Clavijo, en Diccionario de historia natural de las Islas Canarias, ed. de Manuel Alvar, Madrid-Las Palmas, Cabildo Insular, 1982, 3ª ed., pp. LXVIII-LXIX.
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novedosos descubrimientos de Priestley, reunidos en Experiments and observations on different kinds of air (1774-1777)3. Como veremos más adelante, el maestro francés se erige, con su poco de humor, en musa inspiradora; y Priestley en el personaje en torno al cual giran los cuatro cantos. No sorprenderá entonces que quien disfrutó varios meses de convites, paseos y recepciones en la corte de los Habsburgo4, quien gozó hasta las tantas de la madrugada en el baile de máscaras de la Redoutensaal de Viena, en traje de dominó5, suplantara, por pura broma, la identidad de Diego Díaz Monasterio –un criado del Marqués que solía asistir con curiosidad a los ensayos químicos de Viera–, para publicar a su nombre Los aires fijos. Un grabado de su amigo Isidro Carnicero muestra a Monasterio de perfil, con mentón prominente, casaca y peluca, apuntando con el índice el inicio del poema, mientras un pajarillo escapa, asustado, del gabinete. El genio alegre de nuestro abate, propenso al chiste, justifica esa divertida broma y otras muchas de parecida hechura. Viera nos dibuja a Priestley en plena labor observacional, ensimismado en la obtención y estudio del aire fijo, a punto de lograr el «gran descubrimento» vaticinado por sus predecesores, quienes «nuevo cuerpo sutil o espectro vieron / en sus laboratorios y cristales» (5, b-c). Lo llama así por hallarse «entre las moléculas del cuerpo» como «fijo y oprimido, y se puede, por consiguiente, disolver y separar de varios modos»6. Por lo que hace al canto I, el «ente tan común y tan funesto» descubierto no es otro que el gas emanado en la oxidación del carbono. Una Química alegórica será quien revele al «maestro de toda la nueva aerología», «nuevo Eolo» del siglo de las Luces7, la «virtud flogosa» y las propiedades del carbónico. Virtud que, gracias al flogisto8, conferirá al agua corriente, una vez acidulada, el sabor «ácido pican3
T. E. Thorpe, Joseph Priestley, London-New York, Dent & Dutton, 1906, pp. 167-223. José de Viera y Clavijo, Estracto de los apuntes del diario de mi viaje desde Madrid a Italia y Alemania, Santa Cruz de Tenerife, Isleña, 1849, parte segunda, pp. 6-44. A partir de ahora, Viaje a Alemania. 5 José Cebrián, «Del epistolario de Viera y Clavijo y sus amigos de Viena», en J. Álvarez Barrientos y J. Checa Beltrán, eds., El siglo que llaman ilustrado, pp. 209-220. 6 J. Andrés, Origen, progresos y estado actual, VIII, p. 339. 7 Así lo llama Andrés, entre hiperbólicas aposiciones –«padre y gobernador, árbitro y dios de estos nuevos aires»–, en el tomo citado arriba, pp. 343-344. 8 Principio quimérico que, antes de Lavoisier, se suponía que formaba parte de la composición de los cuerpos combustibles, como ya vimos en Pinazo. Así, todo cuerpo que ardiese desprendía flogisto. Priestley, flogista hasta su muerte, creyó que el aire fijo 4
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te», el «sainetillo» y la «cualidad ferruginosa» de ciertas fuentes balnearias, como la famosa de Spa, la de Bad Pyrmont –al sur de Hannover–, o las españolas, entonces muy estimadas, de Guadalupe y Trillo: Hizo que en un cilindro de agua echara porción del aire de cerveza o greda, y que a fuerza de brazos la agitara hasta absorberle el agua cuanto pueda; ella quedó a la vista pura y clara, fragrante a la nariz, al gusto aceda, capaz de disolver cualquier herrumbre y al tornasol azul dar roja lumbre. «Aguas de Pyremont», Priestley clamaba, «aguas de Spa, de Guadalupe y Trillo: ¡ya conozco el principio que buscaba en vuestra linfa, análisis sencillo! La salud que en vosotras se lograba, el ácido picante, el sainetillo y aquella cualidad ferruginosa, era todo aire fijo y no otra cosa».9
Al tratar de las aguas medicinales no cita a Ayala ni a su poema, sin duda por haberse publicado en fecha muy cercana al viaje a Francia. Sí lo hace mucho después, una vez desaparecido el autor de Termas de Archena (1777), a quien dedica una nota explicativa y llama, con versos emocionados, «amigo» y «poeta» de aquella villa balnearia en una secuencia digresiva de tono epicédico de Los meses (1796): ¿Cómo te olvido, Archena venturosa, si en mis oídos suena el dulce canto de aquel amigo mío y tu poeta que por tus benficios te dio en pago el elogio inmortal que te acredita y con que en los Elíseos le has laureado? ¡Oh, sombra pía!, si en región más pura guardas tu amor a aquel hidrofilacio, era una mezcla de flogisto y aire desflogisticado. Véase a ese respecto T. E. Thorpe, Joseph Priestley, p. 220. 9 Los aires fijos, pp. 125-126.
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tú no andarás errante en los paseos de las aguas de Spa tan afamados, sino más bien, no lejos de Segura, en los vergeles del país murciano te harás ver como cisne que repite el himno precursor de su desmayo.10
El pasaje central de este primer canto (7-17) se inspira en las notas y recuerdos de las clases de mediados de noviembre de 1777. Nuestro atento abate vio entonces por vez primera aire fijo «en gruesas y continuas ampollas» al precipitar Sigaud de Lafond en un diminuto frasco una solución acuosa de aceite de vitriolo, o sea, de sulfúrico rebajado, sobre un pedazo de tierra caliza pulverizada11. En otros versos late el recuerdo del curso dictado por BalthasarGeorges Sage (1740-1824), cuyos Éléments de minéralogie docimastique (1772) acababan de reimprimirse. Para entusiasmar a Viera y a sus amigos a tomar las lecciones, el maestro les regala su obrita sobre «las virtudes y el uso del alcalí volátil12 fluido»13. Poco antes la había traducido Gómez Ortega al español14. Así, en compañía de numerosa concurrencia, nuestro aplicado estudiante asiste a la exposición sobre álcalis y observa cómo el volátil absorbe el carbónico del aire. De hecho, Sigaud de Lafond había demostrado, días antes, la «calidad mefítica» del óxido carbónico apagando velas e introduciendo un pájaro en su ambiente, el cual «cayó en asfixía con convulsiones y deliquio, de que murió, porque el alcalí volátil fluido se le aplicó tarde»15.
10 Los meses. Poema por Don José de Viera y Clavijo. Obra inédita, Santa Cruz de Tenerife, Isleña, 1849, p. 57. 11 José de Viera y Clavijo, Apuntes del diario e itinerario de mi viage a Francia y Flandes, Santa Cruz de Tenerife, Isleña, 1849, p. 83. A partir de ahora lo abreviaré en Viaje a Francia. El relato del experimento en nota 58 del capítulo siguiente. 12 Carbonato amónico, sal antiácida absorbente muy soluble en el agua. Macquer aclara que recibe tal nombre por tener «toutes les propriétés générales des alkalis salins, comme la saveur âcre, caustique et brûlante»; el adjetivo, por poseer «une grande volatilité» (Dictionnaire de chymie, contenant la théorie et la pratique de cette science, Paris, Didot le Jeune, 1778, 2ª ed., 4 ts., I, p. 121). 13 Viaje a Francia, p. 84. 14 Experiencias con que se prueba que el alkalí volátil fluido es el remedio más eficaz en las asphyxías o muertes aparentes de los ahogados y sofocados del tufo del carbón, Madrid, Imprenta Real, 1777. 15 Viaje a Francia, p. 83.
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Nuestro vate, en fin, testigo presencial, transcribe las propiedades del aire fijo en dos octavas ricas en detallados conocimientos: Este elástico espíritu cautivo, que a la luz clara tiene un odio sumo, luego que indujo su hálito nocivo las llamas apagó y absorbió el humo; con su peso doblado y excesivo expelió el aire como al aire el zumo, mostrando ser el homicida fiero del tufo de la cava y del brasero. El pájaro, el cuadrúpedo, el viviente que respiró su ambiente poco sano, cayó en torpe asfixía de repente como en su gruta el can napolitano; y si alguno volvió del accidente, si abrió los ojos, si voló lozano, volátil alcalí16, tú solo fuiste quien le sacó de aquel sepulcro triste.17
El canto II versa sobre las propiedades del aire inflamable, descubierto, divulgado y nominado así por Cavendish en Three papers containing experiments on factious air (1766). Pero para Viera, como también para Priestley, el término remite tanto al hidrógeno –obtenido en laboratorio por efusión de sulfúrico sobre limalla de hierro–, como a gases hidrogenados resultantes de la descomposición de sustancias vegetales como el metano, desprendido del cieno de los pantanos y del fondo de algunas minas de carbón de piedra. Por ese tiempo, Volta lo extrajo de las aguas del Lago Mayor y describió sus características en Lettere sull’aria infiammabile nativa delle paludi (1777), por lo que recibió 16 Viera acentúa aguda esa palabra, sin duda por influjo del francés. Es acentuación que ya documenta el primer diccionario académico (Diccionario de la lengua castellana, I, p. 219, s.v. alkalí, «sal porosa y muy dispuesta a recibir en sí los ácidos, y por eso la llaman absorbente»). Ayala, al parecer, la escribe llana; Gutiérrez Bueno, esdrújula –álkali–, que es la que ha prevalecido. 17 Los aires fijos, pp. 123-124. Macquer pondera su empleo en desvanecimientos, síncopes, apoplejías y asfixias, dándolo a respirar a los enfermos. Distingue, además, entre la forma sólida, llamada sel d’Angleterre, y la fluida o eau de Luce (Dictionnaire de chymie, I, p. 126).
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de los divulgadores literarios el reconocimiento y «crédito» de haber sido el primero en sacar «aire inflamable natural»18. Con la remembranza de la «antigua fama» de las terribles explosiones de firedamp en la mina de Gloucester, el abate poeta describe en versos de bella factura neoclásica, ataviados con perífrasis y aposiciones mitológicas, la obtención de aire inflamable en laboratorio por medio de la máquina neumato-química, tal como procedió Priestley, que lo creyó siempre un combinado de flogisto y agua19. Alude ahí, en velado circunloquio, a su peso específico –su calidad de «sutil y tierno»– y a su incombustibilidad si «con el aire atmosférico no trata». Incorpora también un recuerdo vivido: el experimento de Sigaud de Lafond de 24 de noviembre de 1777. El apreciado démonstrateur aplicó, ante la mirada de sus discípulos, una flama a la boca de una botella «à gros ventre», llena de aire inflamable, y observó que a duras penas se prendía una llama verdosa, «pero, después de mezclarse con dos partes de aire común, daba un estallido a manera de fusilazo más o menos fuerte según la pureza del aire añadido»20: Meditaba Priestley el fenomeno, y llamado del genio que le guía. pensó imitar aquella llama y trueno con aire que tuviese esta energía; el hierro, el cinc o estaño creyó bueno para obrar el milagro que quería, y en vez de la caliza, sin mixturas vertió el vitriolo en limpias limaduras. La lucha del metal hijo de Marte, calienta el vaso con furor interno, y el olor triste anuncia en toda parte un aire, aborto de abreviado Averno; por entre el agua le aprisiona el arte sin que le valga ser sutil y tierno, que el hombre, que en la tierra ha dominado, tiene en los aires nuevo principado.
18
J. Andrés, Origen, progresos y estado actual, VIII, p. 348. Experiments and observations on different kinds of air, London, J. Johnson, 1775, 2ª ed., p. 55. 20 Viaje a Francia, p. 85. 19
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Mientras esta sustancia así cautiva con el aire atmosférico no trata, la chispa de la lumbre más activa no la inflama jamás ni desbarata; pero así que se mezcle y la reciba botella cuyo cuello se dilata, aplicando la luz a su regazo dará al inglés por brindis fusilazo.21
Siguen severos versos sobre el electróforo: un aparato formado por una torta resinosa que se electrizaba al frotarla con una piel de gato, sobre la cual se colocaba un disco metálico con mango de cristal, en donde se depositaba el fluido eléctrico. Volta, su creador, lo presenta en Sull’elettricità vindice e sull’elettroforo (1775). Viera, por cierto, hace a Volta «abate» y lo cree natural de Padua, siendo erróneas ambas cosas: «¿Quién hizo que sin fuego se inflamara / sólo con chispa del electroforo? / Fue el filósofo Volta, fue el paduano»... (27, e-g). También refiere el pistolete eléctrico, «que ha inventado y reducido a uso este ingenioso físico»22, y la entonces famosa «máquina succina» o botella de Leiden23 –así la denomina Viera–, por ser el ámbar (SUCCINUM en latín) excelente conductor de la electricidad–, descrita por Priestley en The history and present state of electricity (1767) y leída por nuestro poeta a través de la versión francesa24: En cóncavo metal, bien fornecido de un conductor, con vidrio y lacre aislado, después que el operante lo ha tenido de alpíster, mijo o cañamón mediado, se introduce aquel aire recogido vertiendo en él el grano ya citado, y un tapón por la boca se le mete con que queda cargado el pistolete.
21
Los aires fijos, pp. 131-133. J. Andrés, Origen, progresos y estado actual, VIII, p. 349. 23 Consistía en una botella de vidrio forrada de estaño, tapada con un corcho lacrado, atravesado por una varilla de cobre, a modo de primitivo condensador para recibir y acumular la electricidad. 24 Joseph Priestley, Histoire de l’eléctricité, trad. de Mathurin-Jacques Brisson, Paris, Hérissat le Fils, 1771, 3 ts., I, pp. 150-186. 22
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Entretanto, la máquina succina de que escribió Priestley la rara historia, que en Francia dio la chispa peregrina y en Leida el golpe de inmortal memoria, puesta ya en movimiento, atrae, rechina, arde en deseo de ostentar su gloria, cuando si el pistolete se presenta, parte la chispa y con furor revienta.25
Como en otras ocasiones, Viera no pierde la oportunidad de inmiscuirse en el relato y certificar la intensidad de la sacudida eléctrica –el «golpe de inmortal memoria» sufrido en Leiden, en 1746, por Van Musschenbroeck–, con un «Yo vi un hombre mortal, caduco y pobre, / de frágil vidrio alguna vez calzado» (30, a-b) encender el pistolete, sin tocarlo con la mano, por efecto de la conductibilidad eléctrica. Nollet lo había realizado con muchos hombres a la vez y de diversas maneras: Todos los que entraren en esta experiencia sentirán a un mismo tiempo la conmoción, que es su efecto ordinario. Esto me ha salido bien con doscientos hombres que formaban dos filas, cada una de más de ciento y cincuenta pies de largo, y no dudo que me hubiese salido igualmente bien con más de dos mil.26
Pero el despabilado didacta alude aquí a las «portentosas habilidades de mano, ejecutadas por medio de la electricidad y virtud magnética» por un tal Ledru, llamado Comus27, presenciadas por él y por Cavanilles el 18 de agosto de 1777 en su casa del bulevar del Temple28. El negocio de encandilar incautos no le debía de ir nada mal, pues todavía por 1783 anuncia el Journal de Paris un método suyo, «simple et facile, que tout le monde pourra répéter chez soi», para aprender a discernir la atmósfera cargada de electricidad29. Para Almodóvar, que
25
Los aires fijos, pp. 134-135. Ensayo sobre la electricidad de los cuerpos, trad. de José Vázquez y Morales, Madrid, Imprenta del Mercurio, 1747, p. 77. 27 Jean Torlais, «Un prestidigitateur célèbre, chef de service d’électrothérapie au XVIIIe siècle: Ledru dit Comus (1731-1807)», Histoire de la Médecine, V (1955), pp. 13-25. 28 Viaje a Francia, p. 42. 29 Journal de Paris, 170 (1783), p. 711. 26
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también lo conocía, el avispado Comus había pasado en breve tiempo de «especie de titiritero que andaba de feria en feria» a aplicado científico, gracias al caudal acumulado «en tantos años de ejercitar sus juegos»30: Yo vi un hombre mortal, caduco y pobre, de frágil vidrio alguna vez calzado, que porque en él lo eléctrico más obre estando a una cadena maniatado, si aquel tormento de batido cobre se le presenta un poco retirado, extendiendo la mano, con el dedo lo enciende, lo dispara y causa miedo.31
El aire nitroso u óxido nítrico –examinado por Priestley en la primera parte de Experiments and observations on different kinds of air (1774)–, que «huele, se turba y pone rutilante» en contacto con el atmosférico, es abordado en el canto III. Buen motivo para acordarse del artilugio de Boyle, cuyo «vacío» –aclara Nollet–, «no es más que un espacio en el cual se ha enrarecido el aire todo lo posible por medio de la máquina neumática»32; o para rememorar el experimento practicado en París por el Duque de Chaulnes33, cuyo gabinete, «aseado, singular y rico», visitó Viera el 18 de julio de 177834. A todo esto, el espíritu socarrón y amante de los equívocos que es Viera, al acabar el canto II, nos muestra a Priestley coronado por la Química con una alegórica guirnalda «de vivo resplandor y mariposas» tras tanto fogonazo de laboratorio. Naturaleza lo anima y siembra el camino de «frescas rosas», preludio de venturosos y prometedores triunfos (36). Así, el hallazgo del nitroso acaece «apenas el crepúsculo rayaba / con el más puro y diáfano reflejo» (37, a-b), en las primeras luces del atardecer, al teñirse las aguas del Támesis de
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Silva, Francisco María de, Década epistolar sobre el estado de las Letras en Francia, Madrid, Antonio de Sancha, 1781, p. 159. 31 Los aires fijos, p. 135. 32 Lecciones de phy ´ sica experimental, escritas en idioma francés por el abate Nollet, trad. de Antonio Zacagnini, Madrid, Joaquín Ibarra, 1757, 6 ts., I, p. 171. 33 P. Mahler, «Un savant au XVIIIe siècle: le Duc de Chaulnes», Bulletin de la Société Philomatique, X, 1 (1909), pp. 72-76. 34 Viaje a Francia, p. 127.
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color rosáceo. El atribulado protagonista vierte agua fuerte sobre las «marciales limaduras», pero la acalorada efervescencia –«el hervor y tropelía / de aquella Estigia» (38, e-f)–, lo amedrenta y cambia la limalla por un trozo de azúcar. En realidad, Viera narra en los versos los dos procedimientos usados por Sigaud de Lafond para obtener aire nitroso ante la concurrencia del día 21 de noviembre de 1777, así como las propiedades del gas allí elucidadas35: El matrás con el fuego y por el tubo empezó a vomitar un aire claro que subiendo en ampollas por el cubo se fue a alojar al recipiente avaro; aire inocente fue mientras estuvo sin mezcla del común, pero reparo que uniéndose a él, al mismo instante huele, se turba y pone rutilante.36
Pero volvamos a Boyle, a Chaulnes y a sus artefactos. El propio vate, en versos que requieren previos conocimientos para ser comprendidos cabalmente, enseña la forma de obtenerlo en vacío. Ahí relata su carácter «mefítico» y «antiséptico», el «color de bruma, todo invierno», que toma al mezclarse con el corriente en la cámara de Boyle y el tono rojizo que imprime a la tintura de tornasol, prueba indiscutible de «su carácter ácido»; mientras que en vacío, o sea, sin contacto con el atmosférico, no desencadena tal reacción ácida: En la máquina insigne que no acaso el vacío de Boyle determina, pon del aire nitroso lleno un vaso, firme y cerrado a flor de la platina; 35 Luego –recalca nuestro viajero– procedió a extraer el aire nitroso y lo sacó de dos maneras: primera echando sobre limaduras de hierro en un frasco una poca de agua fuerte o ácido nitroso; pero como esta unión suscitaba una efervescencia demasiado viva y tumultuosa, con vapores rojos y calor, mudó de método y extrajo el dicho gas poniendo sobre fuego lento un matraz de vidrio con ácido nitroso y azúcar, de cuya mezcla se levantaron muchas campanitas de aire transparente, que se recogían en la máquina químico-hidráulica, de que ya di una idea. Este aire nitroso se conserva muy bien diáfano mientras no se mezcla con el atmosférico; pero así que se mezcla se pone rubicundo y caliente y exhala un fuerte olor de espíritu de nitro» (Viaje a Francia, p. 84). 36 Los aires fijos, p. 142.
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vacía el recipiente paso a paso, y abierto el vaso con la verga fina nada verás, mas si entra el aire externo, todo es color de bruma, todo invierno. Entonces manifiesta el alto grado de su carácter ácido este viento, dando color al tornasol violado que resistió de Chaulne al instrumento;37 entonces es del animal sitiado mefítico, antiséptico violento, pues después que le mata le conserva con su virtud ya útil, ya proterva.38
Muy viva y clasicista la descripción de la «tempestad» que sobreviene en vasos e instrumentos al mezclar dosis de alcalí volátil y aire nitroso, resultando de esa combinación sal nitroso armoniaco, o, como diríamos hoy, nitrato amónico en cristales. Hay ahí toda una invitación a «armar una tormenta / y verla del Olimpo sin temores», como si el hombre fuese deidad por encima de catástrofes naturales. En lo más tumultouso del hervor y la borrasca aparece el fuego de Santelmo que «el aire tranquiliza, / aclara todo, todo neutraliza». El recipiente, en fin, se atasca y cubre de sales como el cráter de Solfatara y el Vesubio, ambos en las cercanías de Nápoles: ¿Quieres, cual Jove, armar una tormenta y verla del Olimpo sin temores? Pues en un vaso una muñeca asienta de alcalís ya concretos, ya fluores; al cuerpo natural del aire aumenta el gas nitroso en dosis aún mayores y observarás, formando este conjunto, la tempestad que sobreviene al punto.
37 Viera da por sabido que al decir que «resistió de Chaulne al instrumento», el lector sabe perfectamente a qué se refiere. Sí lo sabían sus alumnos, pero no muchos de los lectores actuales. Por ello, conviene aclarar que alude al experimento llevado a cabo por Chaulnes en la Academia Real de Ciencias, donde demostró que el aire nitroso en vacío no produce reacción ácida en el reactivo de tornasol. Lo cuenta P.J. Macquer, Dictionnaire de chymie, II, p. 325. 38 Los aires fijos, pp. 142-143.
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Rutila la atmosfera con tumulto, suben y bajan nubes desde el centro, produce gran calor el choque oculto y ráfagas confusas el encuentro: ya el color es de leche, ya el insulto lluvias, humo y fetor exhala dentro; San Telmo viene, el aire tranquiliza, aclara todo, todo neutraliza. Así como pasada la borrasca se ve el campo feraz donde se mueve, ya cubierto de flores y hojarasca, ya de duro granizo y blanca nieve, así en el recipiente al fin se atasca sal nitroso armoniaco que allí llueve, engendrando aquel aire y su diluvio la sal que el Solfatara y el Vesubio.39
Se habrá observado que el poeta introduce bastantes tecnicismos nuevos y que los usa en su forma llana. Por ejemplo, al citar el eudiómetro de Landriani o el electróforo de Volta, pero también en otros muchos, como fenomeno, fluores, atmosfera y asfixía, acordes los últimos a su etimología. Nuestro Viera es el primero que documenta en verso –es muy probable que también en prosa–, el sintagma aire fijo40. Y además enriquece el léxico científico español del siglo XVIII41 con otras voces más específicas42 como mefitis, dampas y mofetas, alusivas a ciertas exhalaciones gaseosas, ignoradas unas y no datadas otras, antes de mis investigaciones, hasta bastante entrado el siglo XIX43. 39
Ibidem, p. 145. El texto de Viera rebaja en cuatro años las primeras documentaciones que brinda el Diccionario histórico (I, 1225), que son de 1784, detalle que ya señaló J. Arce, La poesía del siglo ilustrado, p. 305. 41 Sobre aportaciones posteriores, Emilia Anglada, «Traducción y diccionario. Algunos neologismos de la química en el Nuevo diccionario francés-español (1805) de A. de Capmany», Revista de Lexicografía, IV (1997-1998), pp. 31-47. 42 Juan Andrés se queja del «embarazo» y «extrañeza» que le producen neologismos de la nomenclatura lavoisierana como hidrógeno, sulfate, muriático y oxígeno, así como de la «diversidad» de nitrite y nitrate, sulfuroso y sulfúrico. Pirotartaroxis o galamelioxis –de la química inglesa– le parecen, en fin, «inusitados y bárbaros» (Origen, progresos y estado actual, IX, p. 73). 43 El gas mefitis (lat. MEPHITIS, ‘exhalación fétida’) –no documentado hasta Academia 1843– debe su nombre a Mefitis, diosa de las emanaciones nocivas (Virgilio, Enei40
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Por último, el canto IV expone la obtención y propiedades del aire desflogisticado u oxígeno –el gas «verdaderamente puro y vital»–, descubierto por las mismas fechas por Scheele y Priestley. El primero logró aislarlo entre 1770 y 1773 y le dio el nombre de Feuerluft. Priestley lo extrajo en agosto de 1774 a través de un método de reducción de mercurius calcinatus per se, o sea, óxido de mercurio, y precipitado rojo, originado por el calentamiento del nitrato mercúrico hasta convertirse en el mismo óxido, dilucidado en el segundo tomo de Experiments and observations (1775)44, dedicado a Pringle: Era la cuna de aquel aire bello matrás construido en globo de diamante, cuyo adorno esmaltó del fondo al cuello precipitado rojo rozagante; al calor de carbunclos y al resuello del Ábrego, oprimido en fuelle errante, se concibió feliz, y al concebirse pudo en azogue el polvo convertirse. Por tubos de cristal de cuando en cuando vieras nacer en sartas y macollas los favonios y céfiros, jugando con las burbujas de agua y las ampollas; súbese al recipiente el noble bando, vencidos los obstáculos y argollas, y la amorosa Flora apenas sube, le va escondiendo en una clara nube.45
Viera enumera en sus versos las propiedades del oxígeno: «el aire más sano y salutífero para respirar los vivientes; el más puro para que las luces no se apaguen; el más activo para que los metales se cal-
da, VII, 84). De ahí deriva mofeta (it. MOFETA, ‘emanación pestilente palúdica o volcánica’), término que Joan Corominas y José Antonio Pascual –Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, Madrid, Gredos, 1980-1991, 6 ts., IV, pp. 17-18– no datan hasta nada menos que Academia 1884. Dampas es un anglicismo crudo (< DAMP, ‘an exhalation, a vapour or gas of a noxious kind, specially in coal mines’, J. A. Simpson and E. S. C. Weiner, The Oxford English Dictionary, Oxford, Clarendon, 1989, 2ª ed., 20 ts., IV, p. 231), no registrado antes, que yo sepa, en español. 44 Experiments and observations on different kinds of air, pp. 34-40. 45 Los aires fijos, pp. 149-150.
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cinen»46. Conoce, acepta y divulga en España la doctrina flogista a través de Los aires fijos, justo muy poco antes de que Lavoisier demostrara en Réflexions sur le phlogistique (1785) la falsedad de un sistema que se asentaba en un principio quimérico. Para Priestley, el oxígeno era aire desflogisticado; para Lavoisier, en cambio, la parte más pura del aire atmosférico47. Por sus dotes oxidantes fue éste quien le dio el nombre de oxigenium, engendrador de ácidos48. Bajo ese nombre, Gutiérrez Bueno lo define y describe sus propiedades: Por esta palabra se entiende un cuerpo duro, elástico e invisible, que se adhiere a todos los cuerpos combustibles, los quema y cambia sus propiedades, formando otras más o menos útiles; verbi gratia: adherido a un metal forma un oxide metálico; adherido a una materia animal o vegetal la quema y resulta una destrucción de estas substancias y una nueva combinación; y combinado con la luz y el calórico toma el estado aeriforme.49
«Hijo así de la Aurora y de Mercurio, / este aire debe su inmortal nobleza / a no tener ningún principio espurio, / ningún flogisto o causa de impureza» (53, a-d)50. Nuestro perspicaz vate encomia sus virtudes: «cuatro veces más puro y sin las heces / de los aires comunes generales» (55, a-b), superior en pureza al aire de las cumbres del Olimpo y del Parnaso y más sutil que el que «en Edén sopló al ocaso». Y gusta subrayar con su experiencia el «justo placer» que le produjo contemplarlo. Experimento que, una vez más, observó por vez primera, de manos de Sigaud de Lafond, el 26 de noviembre de 1777. El 46
Ibidem, p. 147. Ferdinando Abbri, «La rivoluzione chimica», en Paolo Rossi, ed., Storia della scienza moderna e contemporanea, Torino, UTET, 1989, 5 ts., I, pp. 701-740. 48 En España, Juan Manuel de Aréjula, catedrático de química en el colegio de Cirugía de Cádiz e introductor de la nueva terminología, propuso en Reflexiones sobre la nueva nomenclatura química propuesta por M. de Morveau (1788) el término arxicayo, ‘principio quemante’. Tampoco prosperaron comburente, acuñado por Trino Antonio Porcel y Aguirre en Nueva análisis de las venas ferruginosas de Somorrostro (1788), y pirógeno –‘engendrador de fuego’–, propuesto por François Chabaneau en Elementos de ciencias naturales (1790). 49 Pedro Gutiérrez Bueno, Prontuario de química, farmacia y materia médica, dividido en tres secciones, Madrid, Imprenta de Villalpando, 1821, pp. 20-21. 50 Flogisto, dirá Viera, es materia ígnea «que en los cuerpos ocasiona adusto / color, olor, inflamación y gusto» (53, g-h). Andrés afirma que los físicos han comenzado a separarlo del fuego, pero se siente abrumado por tanta teoría con sus matices y distingos (Origen, progresos y estado actual, VIII, pp. 389-381). 47
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maestro mostró, entre otras cosas, su «gran salubridad», al constatar por medio del eudiómetro que «el aire nitroso absorbe fiero / al desflogisticado casi entero» (58, g-h): Puso en un matracito de vidrio una corta porción de polvos de precipitado rojo o de Juanes, que son hechos de azogue calcinado, y colocándolos sobre el fuego vivo de un braserillo de carbón, fue recogiendo por medio del aparato ya insinuado un aire tan particular que la luz de una vela al entrar en él adquiría un resplandor y brillantez que deslumbraba la vista; una mecha recién apagada se encendía dando un estampido; el aire nitroso absorbía grandes porciones de él; mezclado con el inflamable ocasionaba un increíble estrépito; los animales metidos en él vivían cuatro tantos más que en el aire común.51
Viera tiene todavía ánimo y humor para tratar en breve de otros gases: el aire ácido-espático o ácido fluorhídrico, sacado «del espato fosfórico vidrioso, / por medio del vitriolo producido» (60, b-c); el «aire que vitriólico se llama» o dióxido de azufre, que «derrite el hielo de uno en otro polo, / y al alcanfor, más sólido y más duro, / le convierte al instante en óleo puro» (61, f-h); el ácido marino o clorhídrico gaseoso, extraído del «ímpetu intestino / del vitriolo y la sal que come el hombre» (62, c-d); y, por fin, el «concentrado y fuerte» obtenido al destilar vinagre «en legítimo aparejo», o sea, el ácido acético. Existe, por último, un aire alcalino –así llama al amoníaco–, «de espíritu armoniaco y minio hecho»... Pero el vate, cansado ya de hermosear poéticamente la sequedad de tantos gases, echa mano de la tópica epilogal de la épica, interrumpe el relato y se acoge al «forse altri» de Ariosto, tal como Cervantes al escribir su Quijote: Hay un aire alcalino todavía de espíritu armoniaco y minio hecho... Mas, ¿adónde se va mi fantasía, nuevo Faetonte por zodiaco estrecho, rigiendo el carro que Priestley regía con pulso indócil y con débil pecho? Pare en su curso... ¡Deje que otra trompa cante los aires fijos con más pompa!52 51 52
Viaje a Francia, pp. 85-86. Los aires fijos, pp. 153-154.
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SOBRE «AIRES VEGETALES» Al retornar de Austria en 1781, Viera compuso un canto V añadido sobre aires vegetales, de amplitud breve, similar a los cuatro anteriores. Una vez acabado, decidió adosarlo, al menos en buena parte de los ejemplares, al primitivo cuerpo de Los aires fijos: evidencia de que el impresor conservó en su casa la mayor parte de la tirada primitiva, sin ponerla a la venta, acaso por orden expresa suya. Nuestro abate lo pasó muy bien en la corte del emperador José II, a quien llegó a conocer en persona en una recepción en el Hofburg53. Trató además a individuos destacados en todas las ramas del saber. Visitas, ágapes, excursiones en fiaker, cumplidos a aristócratas, a embajadores y a clérigos de alcurnia ocupan su agitada estancia en Viena, pero también experiencias de mayor intimidad: las del indagador que escudriña todo lo que le rodea; que observa con diligencia las costumbres del país; que examina plantas en el Botánico y animales en el Tiergarten de Schönbrunn; que lee libros y recoge datos en la Biblioteca Imperial guiado por su erster Kustos Joseph von Martinez (1729-1788)54; que, alborozado, destaca «una bella máquina eléctrica, otra neumática y un electroforo» entre las propiedades de los Agustinos; que escucha con placer las pláticas sobre minerales del profesor de química y botánica Nicolas-Joseph Jacquin (1727-1817) –autor, por cierto, de Examen chemicum doctrinæ Meyerianæ de acido pingui et Blackianæ de aere fixo respectu calcis (1769)–, todo ello con acendrada pasión enciclopédica55. Viera enaltece ahora los ensayos del médico Ingenhousz sobre extracción de «aires fijos de las plantas», analizados en Experiments upon vegetables, primer tratado serio sobre el influjo de la luz en la producción de oxígeno por los vegetales56. Ahí se halla la información que maneja en sus versos, aunque, como veremos, lo hace a través de la versión francesa, adquirida por Santa Cruz para su gabinete de física en el transcurso de ese segundo viaje por las cortes europeas.
53
Viaje a Alemania, p. 30. Joseph Stummvoll und Rudolf Fiedler, Geschichte der Österreichischen Nationalbibliothek, Wien, Georg Prachner-Brüder Hollinek, 1968-1973, 2 ts., I, p. 247. 55 J. Cebrián, «Del epistolario de Viera y Clavijo», en J. Álvarez Barrientos y J. Checa Beltrán, El siglo que llaman ilustrado, pp. 209-211. 56 Experiments upon vegetables, discovering their great power of purifying the common air, London, P. Elmsly and J. Payne, 1779. 54
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No falta, claro está, el encomio del protagonista –«gloria es de Holanda, honor de la Academia»–, por haber practicado la inoculación de la viruela a la familia imperial en 1768, «salva por su acierto / de la fatal variólica epidemia» (67, c-d), enfermedad muy común por entonces y causa de considerables decesos en España57 y en todo el continente58. Priestley creyó a partir de 1771 que las plantas ejercían sobre el aire el mismo efecto de la respiración animal, pero experiencias posteriores le indujeron a conjeturar, con cierta ambigüedad, que los vegetales actuaban en la atmósfera absorbiendo el flogisto producido por la combustión de los cuerpos. En 1776, Percival observó que el aire fijo suministraba a las plantas un alimento que les permitía crecer mejor que en ambiente corriente. De hecho, Priestley estuvo muy cerca de descubrir el proceso de fotosíntesis en 1779, o sea, del hallazgo de la producción de aire desflogisticado por los vegetales y del papel esencial de la luz solar en ese proceso59. Ingenhousz sistematizó esos conocimientos a través de sus propias observaciones, concluyendo que los gases no preexistían sino que se generaban en las operaciones químicas. «L’air ainsi obtenu –escribe–, est reéllement déphlogistiqué, d’une qualité plus ou moins parfaite, selon la nature de la plante dont on a pris des feuilles, selon le plus ou moins de clarté»60. Ingenhousz, por cierto, en una de sus demostraciones ante los ojos de Viera y de sus acompañantes, encendió una vela recién apagada con desflogisticado extraído de las hojas, «produciendo resplandor y rechinamiento»61. Por eso subraya en el canto V que las plantas deben su «maravilla» «no ya al calor del Sol, sino a las luces». De ese modo, las «hojas amables» se nutren de aire fijo y dan «aire puro en excremento»:
57
Paula de Demerson, «La práctica de la variolización en España», Asclepio, XLV (1993), pp. 3-40. 58 Joaquín Arce, «Scienza e lirica illuministica: dall’inoculazione al vaccino in Italia e in Spagna», en Letteratura e scienza nella storia della cultura italiana. Atti del IX Congresso dell’Associazione Internazionale per gli Studi di Lingua e Letteratura Italiana, Palermo, Manfredi, 1979, pp. 598-609. 59 T. E. Thorpe, Joseph Priestley, pp. 178-179. 60 Expériences sur les végétaux, spécialement sur la propriété qu’ils possèdent à un haut degré soit d’améliorer l’air quand ils sont au soleil, soit de le corrompre la nuit ou lorsqu’ils sont à l’ombre, Paris, Didot le Jeune, 1780, p. 23. 61 Viaje a Alemania, p. 14.
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Era el vapor de aquellas hojas bellas sin flogisto común, dulce aura pura donde brillan las luces como estrellas y la vida animal mucho más dura: del eudiometro las marcadas huellas indican la salud que nos procura. Hojas amables ¡qué! ¿Y el mundo ignora de cuánto la atmosfera os es deudora? Vosotras inundáis la vaga estancia con vuestra lluvia singular y etérea, y de toda mefítica sustancia vosotras depuráis la masa aérea; o bien estéis dotadas de fragancia, o bien de una acrimonia deletérea, bebéis el aire fijo por sustento y volvéis aire puro en excremento. Deben las hojas tanta maravilla no ya al calor del Sol, sino a las luces, pues cuando en pardas nubes menos brilla o que la noche extiende sus capuces, lejos de ser un aire sin mancilla nos dan los cristalinos arcaduces tan ponzoñoso, tan fatal ambiente que expira en él la antorcha y el viviente. Mas si para las hojas es tan mala de la sombra o la noche la influencia, su pernicioso tósigo no iguala al bien que las da el Sol con su presencia; lo que una planta por el día exhala corrige cuanto exhala con su ausencia, a no ser que el invierno disminuya la cantidad del aire o la destruya.62
De entre árboles y plantas, Viera destaca, de nuevo con los resortes retóricos del epílogo épico, la bondad de las hojas de la capuchina, común en las islas Canarias63, como productoras de «aires puros y serenos»: 62
Los aires fijos, pp. 160-161. La capuchina o Nasturtium Indicum, originaria del Perú y corriente en España y Canarias –donde se la llama marañuela y pajarita de muerto–, es una planta trepadora 63
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Entre los demás árboles, la encina, el tilo, parra y olmo son más buenos; sonlo los abundantes en resina, pues dan más aires puros y serenos; sonlo las hojas de la capuchina y las plantas de vástagos amenos; sonlo... ¡Mas no, mis labios son ineptos, ninfas, para cantar vuestros preceptos!64
Una planta grata a nuestro abate, quien la evoca en el canto III de Los meses entre las del reloj floral del jardín de Linneo: «Verás la capuchina naranjada / que chispitas eléctricas arroja / con tiempo ardiente y atmosfera clara»65. También al final de Las bodas de las plantas asegura que la flor de la marañuela «en las noches serenas estivales / con chispillas brillantes se ilumina»66. Años más tarde, en fin, desde su tranquila senectud, recordará que el «famoso físico» Ingenhousz extrajo de sus hojas, «por medio del agua y del sol, un aire vital desflogisticado que ahora llaman oxígeno»67.
LAS BODAS DE LAS PLANTAS La composición de Los aires vegetales (1781) acrecienta en nuestro docto canario el amor por la botánica68, culminado en su alejada vejez en el Diccionario de historia natural de las Islas Canarias (1810)69. De poco antes data Las bodas de las plantas (1806), poemita didascálico de excelente factura sobre la nomenclatura binomial de Linneo, en emocio-
de la familia de las tropeoláceas, «pomposa, con multitud de hojas», de tallos sarmentosos y flores de color aromático y picante. 64 Los aires fijos, p. 163. 65 Los meses, p. 34. 66 Las bodas de las plantas, obra póstuma de D. José de Viera y Clavijo, ed. de Juan Teixidor y Cos, Barcelona, Federico Martí y Cantó, 1873, p. 26. 67 Diccionario de historia natural, p. 104. 68 Victoriano Darias del Castillo, «Breves consideraciones sobre la obra científica de Viera y Clavijo», en Instituto de Estudios Canarios. 50 aniversario (1932-1982), Santa Cruz de Tenerife, Cabildo Insular, 1982, 2 ts., II, pp. 103-111. 69 Manuel Alvar, «El Diccionario de historia natural de Viera y Clavijo como gabinete dieciochesco», en Instituto de Estudios Canarios. 50 aniversario, I, pp. 45-50, recogido y ampliado luego en las pp. XI-XXXVI de la obra citada en la pasada nota 2.
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nado homenaje póstumo al «inmortal» taxonomista, zoólogo y profesor de botánica de Uppsala70. Su «suave» lira aspira a cantar con el auxilio de quien «la botánica ya adora / por numen fiel», los desposorios de la «amable Flora»: Los desposorios de la amable Flora cantar en un vergel es mi deseo: templa su voz mi lira y suave implora para el epitalamio no a Himeneo, sino al que la botánica ya adora por numen fiel, al inmortal Lineo: al primero que vio en las plantas todas los sexos, los amores y las bodas. El reino vegetal será su imperio, que soberanamente se dilata por uno y otro fértil hemisferio, donde el árbol, arbusto, yerba y mata, bajo de su glorioso magisterio, en un sistema de concordia grata, con especies, con géneros y enlaces forman familias, órdenes y clases. Cualquiera vegetable es un viviente que nace, que digiere, que respira; que da ciertas señales de que siente, que en busca del humor y del Sol gira; que crece, duerme, y suele estar doliente, que es macho o hembra y engendrar conspira; que envejece, que muere, que reposa, y que deja una prole numerosa.71
A principios del siglo XVIII, los naturalistas seguían apegados a las clasificaciones de Ray y Tournefort. En España, doblada ya la primera
70 Staffan Müller-Wille, ««Las variedades reducidas a sus especies». El concepto linneano de las especies y su significado para la biología moderna», en Enrique Martínez Ruiz y Magdalena de Pazzis Pi y Corrales, eds., Carlos Linneo y la ciencia ilustrada en España. Encuentros históricos España-Suecia, Madrid, Fundación Berndt Wistedt, 1998, pp. 121-136. 71 Las bodas de las plantas, pp. 12-13.
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mitad de la centuria, José Quer, en contra de Linneo, sigue apegado al sistema de Tournefort en Flora española (1762-1764), por tratarse, dice, del método «más fácil, claro y comprensible de todos»72. Pero Linneo fue mucho más allá que sus predecesores: clasificó siete mil plantas en veinticuatro clases, teniendo en cuenta el número, la posición, la proporción y el modo de agruparse los estambres y un orden de base binaria: un nombre para el género y otro para la especie. No obstante, su taxonomía, fundada en la presencia o ausencia y en la disposición de los órganos sexuales, dio origen a una larga controversia en toda Europa –en España no se aceptó del todo hasta Explicación de la filosofía y fundamentos botánicos de Linneo (1778) de Palau y Verdera73–, continuada con porfía incluso en el virreinato de México74. Viera, acaso sin saberlo, emulaba en España con Las bodas de las plantas el poema épico The botanic garden (1789-1791) de Erasmus Darwin (1731-1802), abuelo del famoso evolucionista; en especial, la segunda parte, titulada precisamente The loves of the plants, aparecida en 1789: un poema exitoso, reimpreso en varias ocasiones, enriquecido, como cabría esperar, «with philosophical notes», sobre un asunto apasionante en toda Europa75. La primera parte del poema inglés, aparecida en la edición completa76, aborda The economy of vegetation, de menor interés para nuestro asunto. En The loves of the plants, amparado en el favor de la «botanic Muse», describe el vate británico, amigo de Priestley, «the Ovidian metamorphosis of the flowers, with their floral harems», a los impa72 Ricardo Pascual Santiso, «El botánico José Quer (1695-1764), primer apologista de la ciencia española», Cuadernos Valencianos de Historia de la Medicina, X (1970), pp. 1-83. 73 Antonio González Bueno, «Penetración y difusión de las teorías botánicas en la España ilustrada», en Joaquín Fernández Pérez e Ignacio González Tascón, eds., Ciencia, técnica y estado en la España ilustrada, Zaragoza, Ministerio de Educación y Ciencia, 1990, pp. 381-395. 74 Roberto Moreno, Linneo en México. Las controversias sobre el sistema binario sexual (1788-1798), México, UNAM, 1989. 75 Sólo citaré el más tardío O consórcio das flores (1801) de Manuel Maria Barbosa du Bocage (1765-1805), traducido en endecasílabo suelto de una epístola latina de Lacroix y dedicado «aos manes do imortal Lineu». A la primera edición lisbonense, siguieron una en Rio de Janeiro (1811) y otra en Lisboa (1813). Puede leerse en Obras de Bocage, ed. de Teófilo Braga, Porto, Lello e Irmão, 1968, pp. 1843-1866. Para las circunstancias compositivas remito a las pp. 98-99 del estudio introductorio. 76 The botanic garden. A poem in two parts, London, J. Johnson, 1791.
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cientes estambres masculinos –galanes, amantes, enamorados, esposos y aventureros–, solicitando a los recostados pistilos femeninos –vírgenes, viudas y zagalas–. Así, en la azucena: Three blushing maids the intrepid nymph attend and six youths, enamour’d train! defend.77
Y así nuestro poeta su didáctico epitalamio, en imperecedera reminiscencia de las ideas de Ingenhousz sobre los «aires vitales» y de Linneo sobre los sexos: Colocado en su centro peregrino el estambre, con borla y filamento, es un miembro del sexo masculino a servir a su dama muy atento; pero el pistilo, de puntero fino, con el germen y ovario por asiento, provocando su estigma mil amores, no es sino el bello sexo de las flores. La flor que los dos sexos en sí tiene, hermafrodita con razón se llama: mas de androgyna el nombre le conviene a aquella planta que en distinta rama por su constitución y ley perene lleva una flor galán o una flor dama, y pues la casa un cuarto les ofrece, a la clase monœcia pertenece. Cuando en un pie la planta sólo cría mucha flor masculina, casta y pura, parece de un convento alegoría y de frailes profesos fiel pintura; mas si son flores hembras, a fe mía que de monjas será propia clausura; y una tal planta que el amor desprecia, la llamará el botánico diœcia.
77 Tomo la cita de Daniel J. Boorstin, The discoverers. A history of man’s search to know his world and himself, New York, Random-Vintage, 1985, p. 439.
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A estas leyes de amor, que a los vivientes para su bien dictó Naturaleza, fieles los vegetales obedientes se rinden con pasión y con viveza; por eso, al ver que se hallan florecientes, señal de pubertad no sin presteza, a su destino dando testimonio, procuran contraer el matrimonio. Cree el hombre fatuo que es la flor hermosa para adularle con su olor y vista, pero se engaña: es ella una amorosa, es una petimetra, una modista que piensa en novios y va a ser esposa, que se propone hacer una conquista; así pues, cuanto brilla y cuanto exhala es su ajuar, es su dote y es su gala. No lo dudéis: la flor es una boda. El cáliz es el tálamo y el lecho; los pétalos, lucidos y de moda, son las cortinas, que el capullo han hecho y el gran misterio encubren; la aula toda se perfuma de olores hasta el techo; y el néctar, que la abeja allí codicia, es el pan de la boda y la delicia.78
Las bodas de las plantas responde a la última etapa de la vida de Viera en el plácido empleo de su arcedianato de Fuerteventura. No en la soledad de la isla, claro está, sino en el cómodo sillón del cabildo de la catedral de Las Palmas. «Como un viviente singular o como aquel mamey de Daute respecto a los demás árboles del contorno» dice que se encuentra79, pero, con el transcurso de los años, se adapta al ambiente reposado de Gran Canaria aunque será ya por el resto de su vida fruto exótico. Hasta tal punto se siente bien que, precisamente en esos años, intensifica su labor pedagógica. Su actividad se reparte 78
Las bodas de las plantas, pp. 14-16. Carta al Marqués de Villanueva del Prado (Canaria, 18 de enero de 1785), en Cartas familiares escritas por don José Viera y Clavijo, Santa Cruz de Tenerife, Isleña, 1849, p. 44. 79
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entre la Real Sociedad Económica de Las Palmas –de cuyas actas elabora un esmerado y útil Extracto80–, y su labor continua en la Catedral, donde reordena los estatutos y el archivo, condensa las Actas y dirige el nuevo colegio de San Marcial. Por otra parte, ejerce como revisor de los libros extranjeros llegados a la Aduana; y observa, estudia y escribe sobre lavas volcánicas, aguas acídulas, conchas marinas, mamíferos, aves, insectos, árboles, plantas, minerales; saberes que recoge luego, como ya vimos, en el rico y talentoso Diccionario de historia natural de las islas Canarias (1810).
DE AERÓSTATOS Y SUS CANTORES Pero antes de su regreso a las islas, Viera tuvo aún calma y energía para agrandar Los aires fijos con una nueva Adición o canto VI sobre La máquina aerostática (1784), ingenio espectacular y admirable originado de los descubrimientos aerológicos. Veni nec puppe per undas / nec pedes per terras: patuit mihi pervius æther (V, 653-654)81. Amparado en lo dicho por Triptólemo –tripulante de un «ligero carro» aéreo– al rey Linco, Viera pergeña una crónica rimada, reflexiva, erudita y didáctica de las primeras ascensiones en globo de los hermanos Montgolfier en Francia82 y de otros pioneros de la aeronáutica, acontecimiento de gran impacto en la prensa y de extraordinaria popularidad en Europa y también en España83. ¿Cómo no iba a sentirse tentado a cantar el primer producto industrial de los aires fijos? Sin embargo, no tenía recuerdos y viviencias que inmortalizar. Hubo de recurrir entonces a fuentes inmediatas y concretas, como la exitosísima y bellamente ilustrada Description des expériences de la machine aérostatique (1783) de Faujas de Saint-Fond, reeditada tras agotarse en 80 José de Viera y Clavijo, Extracto de las actas de la Real Sociedad Económica de los Amigos del País de Las Palmas (1777-1790), ed. de Joaquín Blanco Montesdeoca, Las Palmas, Real Sociedad Económica, 1981. 81 P. Ovidio Nasón, Metamorfosis, ed. bilingüe de Antonio Ruiz de Elvira y Bartolomé Segura Ramos, Barcelona-Madrid, Alma Mater/CSIC, 1964-1983, 3 ts., I, p. 188. 82 Charles Coulston Gillispie, The Montgolfier brothers and the invention of aviation, Princeton NJ, University, 1983. 83 Paulette Demerson, «L’Espagne et les premières «machines aérostatiques» (1783-1787)», en Annie Molinié et alii, eds., Mélanges offerts à Paul Guinard, Paris, Éditions Hispaniques, 1990-1991, 2 ts., II, pp. 55-67.
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París en pocas semanas84. Devoró, claro está, lo que decían la Gaceta, el Mercurio y el Journal de Paris. Además contó con preciosísimos informes que le remitió desde la ciudad del Sena su amigo Cavanilles, testigo presencial de algunos de aquellos aventurados remontes85. Su habilidad versificatoria y el deseo de verlo cuanto antes en la calle le llevaron a terminarlo en muy pocos días, probablemente a fines de diciembre o muy a principios de enero de 1784. Cavanilles sabe, desde luego, que su viejo amigo prepara «un poema para eternizar el descubrimiento»86 y no ceja en sus envíos. Recién acabado, lo llevó al impresor, en cuya casa permanecía sin vender la mayor parte de la primitiva tirada y el añadido de 1781. Román imprimió el breve texto de La máquina aerostática –dos docenas de octavas y unas pocas notas en prosa–, en un cuadernillo que adosó a lo ya editado, aunque reservó algunos ejemplares sueltos. Por fin, el acrecentado poema de Los aires fijos fue puesto otra vez en venta y pregonado por la prensa de Madrid como obra «en seis cantos»87. Tras las notas proemiales, encarece Viera el primer experimento de los Montgolfier, realizado el 5 de junio de 1783 en Annonay: «el primer cielo / testigo de este triunfo de las ciencias» (88, a-b). Arropado de alusiones culturales, proclama que el «vasto globo» no es ligero por la «elocuencia insana» de algún clérigo visionario o de las quiméricas propuestas del jesuita Francesco Lana y del fraile de Aviñón Joseph Galien, recogidas, respectivamente, en Prodromo ovvero saggio di alcune invenzioni nuove (1670) y L’art de naviguer dans les airs (1757), sino por el gas inflamable o por el «humo de paja» con que se rellena: El cielo de Annonay fue el primer cielo testigo de este triunfo de las ciencias, y aquel vuelo feliz fue el primer vuelo de la fama de tales experiencias. «Sabios, les dijo, cese vuestro anhelo,
84 Description des expériences de la machine aérostatique de MM. de Montgolfier, Paris, Cuchet, 1783. 85 José Cavanilles, Cartas a José Viera y Clavijo, ed. de Alejandro Cioranescu, Santa Cruz de Tenerife, Aula de Cultura, 1981, pp. 68-77. 86 Misiva de 16 de diciembre de 1783, ibidem, p. 74. 87 Memorial Literario, I (marzo de 1784), p. 62. El librero Mafeo vendía el ejemplar completo a 6 reales de vellón.
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cesen vuestros estudios e impaciencias, que el arte de volar que se apetece la máquina aerostática os lo ofrece. No es el carro volante que estos días soñó despierta una elocuencia insana, ni las esferas de latón vacías como propuso al mundo el padre Lana. No son las que en regiones siempre frías otra pluma llenó de la aura vana: es del gas inflamable leve nube, de humo de paja es ráfaga que sube. Un balón pues de gas rarificado, más ligero que el aire y menos denso, presentando un volumen dilatado lo material olvida con lo inmenso; y es tal su levedad en este estado, tanta su propensión al libre ascenso, que ansioso de habitar altas regiones huye del suelo y fuerza las prisiones».88
Narra luego las primeras ascensiones no tripuladas: la del globo de aire inflamable del Campo de Marte de los hermanos Robert y del físico Charles; la del «balón colosal» –40 pies de diámetro, 1.000 libras de peso–, lanzado desde un jardín de París por uno de los Montgolfier y sufragado por la Academia Real de Ciencias; y la del «rico balón» que se irguió ante la corte en Versalles el 19 de septiembre, «impregnado del humo, hijo del fuego», con varios animales en la barquilla. Cavanilles, que lo observó de lejos, le dice a Viera: Amigo: ya habrá visto usted en los Mercurios el nuevo elemento que nos preparan aquí los físicos, quienes deberán reconocer a Priestley como actor principal. Su aire inflamable es el que facilita el ascenso a los cuerpos graves; él es el que ha hecho viajar por los aires a un carnero, a un gallo y a un ánade, haciendo cerca de tres cuartos de legua en seis minutos.89
88 La máchina aerostática. Adición al poema de Los ayres fixos, s.l., s.i., s.a., pero Madrid, Blas Román, 1784. Las citas, obviamente, siguen por la edición crítica de Los aires fijos, pp. 170-171. 89 A. Cavanilles, Cartas a José Viera y Clavijo, p. 68.
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Pero, preámbulos aparte, nuestro particular cronista ensalza en arrobados versos de cuño neoclásico la gesta de Arlandes y de Pilâtre de Rozier: «los primeros hombres / que de volar tuvieron la alta gloria» (96, c-d) el 21 de noviembre de 1783, divulgada con bastantes pormenores en el Mercurio español90: A abrirse rumbo el hombre se aventura y hender del aire el piélago fluctuante, no con pecho de bronce y alma dura como el primer osado navegante; soberbio sí de subyugar la altura y en carro frágil semidiós triunfante, sin brújula, timón, remo ni antena pisar las torres y pasar el Sena. De Arlandes y Pilâtre los dos nombres el templo ocuparán de la Memoria, pues fueron ambos los primeros hombres que de volar tuvieron la alta gloria; créelo, Posteridad, y no te asombres al ver de Elías repetir la historia, que si un carro es mortal y otro celeste, el fuego transportaba aquél y aqueste.91
Informado por testigos presenciales de la «noticia admirable», Cavanilles participa de inmediato a su amigo que «en La Muette han levantado un globo y en él dos hombres, los que han atravesado todo París y han ido a apearse a Bicêtre. ¡Lo grande de esta experiencia es que subían y bajaban la máquina a medida de sus deseos!»92. Ese renombrado viaje del castillo de La Muette, en Passy, de tanto eco en Francia, fue glosado en ramplones alejandrinos, dedicados a Faujas, por Paul-Philippe Gudin de la Brenellerie (1738-1812), mediocre colaborador de prensa, en Sur le premier voyage fait dans les airs: En la suivant de l’œil dans son vol étonnant, en la voyant passer ce mobile élément,
90 91 92
Mercurio, XCII (septiembre de 1783), pp. 30-33. Los aires fijos, pp. 173-174. Carta de 23 de noviembre de 1783, en Cartas a José Viera y Clavijo, p. 72.
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en voyant ce brasier, ce feu qui le couronne, j’ai cru, je l’avouerai, j’ai cru voir de mes yeux la tente du dieu Mars et l’autel de Bellone, que d’Éole soumis les fils impétueux à l’aspect de la paix reportaient dans les Cieux. Le génie irrité ne connaît point d’obstacle!93
Los «célebres viajeros franceses» interesaron también al académico español Joaquín José Queipo de Llano y Valdés (1727-1796), conde de Toreno, socio de la Económica de Asturias, discursista94 y poeta ocasional. Su Canto en elogio de la brillante invención del globo aerostático (1784), en medio centenar de octavas, no es, es verdad, un poema didáctico, sino más bien una alabanza del invento y de los primeros aeronautas en clave de crónica rimada. La materia procede aquí también de la prensa, pero ¡qué diferencia respecto a Viera! Salvo algún arrebato poético y las obligadas concesiones retóricas, Cipariso, «labrador asturiano en las frondosas riberas del río Narcea», se limita a poner en soso verso un extenso artículo sobre los eventos aparecido, poco antes, en el Mercurio95. Cierto que siendo obra de «rústico talento», el «débil instrumento» con que canta al «globo aerostático volante / que al aire como garza se remonta» (8, a-b) no tiene por qué enojar a la musa Clío: Aquel que el Marqués monta con desvelo, siguiéndole Rozier en su campaña, y aunque estalla y restalla sin recelo, llegan a los estrados que el Sol baña; aquel que sube intrépido su celo a sondear de la Luna la montaña, que las damas francesas le miraron y cuando se elevó se desmayaron. Aquella exhalación que al viento sube, y con alas aéreas transformada
93
Almanach des Muses, Paris, Delalain, 1784, p. 178. Inmaculada Molina Mediavilla, «Retórica ilustrada en un discurso de Queipo de Llano: tradición e innovación», Cuadernos de Estudios del Siglo XVIII, VI-VII (19961997), pp. 177-191. 95 Mercurio, XCII (diciembre de 1783), pp. 306-323. 94
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en sierpe, se dirige como nube a ver de las estrellas la morada; aquella que por águila la tuve de brillantes trofeos coronada, pues del aire al cortar la región varia fue de París hermosa luminaria. Aquel carro glorioso que la Francia presentó al Universo de repente, el que de un Montgolfier a la constancia fue cometa y fue rayo refulgente; que un Charles y Robert con vigilancia aparejan, que el pueblo está presente, y entrándose en el carro desde el suelo, de un velo se elevaron hasta el cielo.96
Por el contrario, el abate Viera concede especial relieve en sus versos al vuelo del globo de aire inflamable de Charles y Robert, lanzado el 1 de diciembre de 1783 desde el jardín de las Tullerías97. Contagiado del entusiasmo colectivo del momento –«les découvertes utiles commencent à être goûtées, accueillies et senties»–, el versificador Arnaud de Saint-Maurice asegura en el prólogo de L’observatoire volant (1784) que los poetas jamás han tenido, en el transcurso de los tiempos, mejor motivo para glorificar a su siglo como en el presente, «par le triomphe héroïque de la Physique et de la vérité». «Il était réservé a notre siècle –añade con orgullo–, à l’époque de la liberté de l’Amérique, et à l’année 1783, de jeter la sonde dans le ciel à la faveur d’une vessie remplie d’air inflammable»98. Entre los novateurs ensalzados por su pluma noticiosa –a quienes, por otra parte, dedica «le céleste olivier / que Minerve planta pour l’heureux Montgolfier»– se encuentran, claro está, los «Icares brûlants» Arlandes y Pilâtre:
96 Canto que en elogio de la brillante invención del globo aerostático y famosos viages aéreos, executados por los célebres viageros franceses, escribía Cypariso, labrador asturiano, Madrid, Joaquín Ibarra, 1784, pp. 5-6. 97 Faujas de Saint-Fond, Première suite de la description des expériences aérostatiques de MM. de Montgolfier, Paris, Cuchet, 1784, pp. 31-61. 98 L’observatoire volant et le triomphe héroïque de la navigation aérienne, poème en quatre chants, Paris, Cussac et Samson, 1784, pp. 15-16.
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Dans un char suspendu à l’immense vessie, deux Icares brûlants d’une audace rassie ont osé les premiers déployer dans les airs le pavillon des dieux caché à l’univers, traverser de sang-froid la matière subtile et chercher dans les cieux à devenir utile, ont bravé les dangers, la mort et les hasards en montrant la grandeur de l’Esprit et des Arts.99
En Francia, rimadores de todos los estilos inundaron de versos de poesía ocasional prensa literaria y almanaques, a veces sin referencias de autor o bajo cómodas siglas. Es el caso, por ejemplo, de Le voyage du globe (1783). En cambio, Viera enriquece las secas descripciones de los viajes con reflexiones personales, las eleva en epicidad y las embellece por medio de los aditamentos retóricos prescritos. Fiction de style, sí, pero a través de diversos resortes como las alusiones mitológicas, tan caras a la poesía neoclásica. Así, aquilones, céfiros y pavos reales del carro de Venus verán bajar «barómetro y termómetro diez grados», ante la sobrecogida mirada de los campesinos, en la ascensión de los aeronautas Charles y Robert: Moradores de Nesle, ¿qué es aquello que veis venir rasgando el horizonte? No es la ascensión del Ganimedes bello, ni el precipicio del audaz Faetonte; del iris matizado no es destello, ni el Pegaso que deja el doble monte. ¡Es la nave aerostática velera de Argonautas que surcan la atmosfera! Fueron las Tullerías rada amena de do zarpó la victoriosa nave que corriendo en dos horas sin faena ha andado nueve leguas, caudal ave; leve se hace con quitarla arena, con privarla del gas queda más grave, y Charles y Robert, sus palinuros, tremolan gallardetes bien seguros. 99
Ibidem, IV, pp. 47-48.
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Mientras así nuestros viajeros andan y el largo campo desde el cielo notan, las palomas de Venus se desmandan, los pavones de Juno se alborotan; los céfiros no juegan, ni se ablandan los aquilones que la tierra azotan, pues bajaron en climas tan helados barómetro y termómetro diez grados.100
Coincidiendo con las expectativas del momento, con el recuerdo indirecto del experimento de Cavendish y de la célebre profecía de Fontenelle en Entretiens sur la pluralité des mondes (1686) –«quelque jour on ira jusqu’à la Lune»–, el filósofo Viera reflexiona, con fe e ilusión en el progreso de la humanidad, sobre las aún insospechadas posibilidades del aeróstato, «gran timbre del ingenio humano», en el comercio, en la industria, en la milicia y, sobre todo, en la ciencia: ¡Lo eléctrico del aire y variaciones la Física sabrá por esta vía! ¡Y sin nubes verá ni refracciones, cometa, eclipse o faz la Astronomía! ¡Sus límites, sus grados y extensiones podrá fijar mejor la Geografía! ¡El Comercio y Milicia harán progresos! ¡La Maquinaria elevará más pesos! ¡Quién le diría al que del hierro duro sacó primero el ácido inflamable, que había de ser aquel vapor impuro para volar la mágica admirable! ¡Que en débil opresión el humo obscuro sublevaría un peso formidable, y que un mortal nadando en el abismo domaría el aire con el aire mismo! Bien podrá ser que un día la Fortuna haga nacer otro Colón segundo que emprenda navegar hasta la Luna, como aquél hizo viaje al Nuevo Mundo; 100
Los aires fijos, pp. 174-175.
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que un Herschel lince sobre tal coluna, nuevos planetas halle en el profundo; y que algún Fontenelle tanto viva que ande los astros y su historia escriba.101
La «curiosa hazaña» de elevar globos, aunque todavía no tripulados, se puso también de moda en España. Mostrará vivo interés por ellos el malogrado infante don Gabriel de Borbón (†1788), bajo cuyos auspicios el ingeniero Betancourt construye pequeños globos que remontan en el sitio del Escorial, «a presencia del Rey y príncipes nuestros señores», a fines de noviembre102. Viera, por otra parte, en gozoso uso de las licencias concedidas al didacta, se entromete, una vez más, en el relato y reivindica en indirecta referencia su primacía de elevar a la atmósfera en España petits ballons de hidrógeno103. Asegura en sus muy ajustadas y autobiográficas Memorias104 que fue él, y no otro, quien «hizo volar en Madrid el primer globo pequeño aerostático desde los jardines de la casa del señor marqués de Santa Cruz, a la vista de un numeroso pueblo»105. Corría el 15 de diciembre de 1783: De la imperial Madrid los nobles hijos, que aman la novedad aún más que al toro, también han visto ya con ojos fijos tres esferas volar como un meteoro; y alzado el gas en estos escondrijos de la membrana en que se bate el oro, como que dijo al español atento: ¡Ved de otro non plus ultra el vencimiento!106
El impacto del aeróstato se refleja también en el teatro cómico francés con piezas breves, en prosa, como L’amour physicien ou l’origine des 101
Ibidem, pp. 177-178. Luis Utrilla Navarro, «El primer globo español», en I. González Tascón, ed., Betancourt, pp. 49-54. 103 Alejandro Cioranescu, «Don José de Viera y Clavijo y su globo aerostático», Revista de Historia, XVI (1950), pp. 82-84. 104 Demetrio Castro Alfín, «Viera y Clavijo y la construcción autobiográfica», en Esteban Sarasa y Eliseo Serrano, eds., El Conde de Aranda y su tiempo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2000, 2 ts., II, pp. 607-623. 105 Memorias, p. LXIX. 106 Los aires fijos, pp. 179-180. 102
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ballons (1784)107. Aunque en menor escala, lo mismo acontece en España, donde se estrena La nueva máquina del gas (1784). En esta obra un enamorado finge haber dado, nada menos, que con la dirección de los globos, para lograr así el favor de su desdeñosa amada108. Sin ir más allá del año en que aparece La máquina aerostática, en Francia, odas como Le voyage aérien (1784) de D’Olgiband de Lagrange, versos de encomio al modo de Aux navigateurs aérostatiques (1784) –«Honneur à l’aérostatique, / qu’on ne peut trop encourager!»– del conde Raiecki y poemas narrativos como Le pilote céleste (1784) del citado Arnaud de Saint-Maurice, alternan, incluso, con pronósticos ridículos y oportunistas del jaez de Nouvelles du monde lunaire à l’occasion du globe aérostatique (1784) del abate Coquillot. En Inglaterra se publica de inmediato The Ballooniad (1785), consagrada a gloriar el ascenso de Harper en Birmingham el 2 de enero de 1785, algo posterior al de Lunardi del 15 de septiembre del año anterior109. Las hazañas de Richard Crosbie, el «aerial Quixote» irlandés, tuvieron quien las trovara en The aerial voyage (1785)110. De talante muy distinto –en realidad, una sátira– es A máquina aerostática (1787) de João Robert du Fond, que, pese al título, no refiere proeza aérea alguna: narra la aventura de un barco que sube a la alta atmósfera y encuentra allá al pobre Voltaire «em mau estado», como no podía ser menos111. Andrés, testigo y relator de los «adelantamientos» del siglo filosófico, desde su atalaya italiana, escribirá poco más tarde sobre el «nuevo e inesperado descubrimiento» cantado en diversas latitudes por tantas liras, la mayor parte ingratas a la musa del Saber: Los físicos y los químicos buscaron los medios de producir un aire más y más ligero y menos costoso; los matemáticos se aplicaron a calcular los movimientos de estos globos; y los globos aerostáticos ocuparon el
107 L’amour physicien ou l’origine des ballons, comédie en un acte et en prose, Paris, Cailleau, 1784. 108 Comedia en prosa intitulada La nueva máquina del gas, pequeña pieza de un solo acto, Valencia, José Estevan y Cervera, 1784. 109 The Ballooniad in two cantos, Birmingham, s.i., 1785. Como en el caso de Los aires fijos, se le añadió un «canto the third» en paginación correlativa. 110 The aerial voyage, a poem, Dublin, R. Marchbank, 1785. 111 A máquina aerostática. Poema épico por João Robert du Fond, dedicado a si mesmo, Lisboa, Lino da Silva Godinho, 1787.
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pensamiento y la atención de todos. Ello era ciertamente un portentoso y maravilloso espectáculo el ver al hombre, que con sus coches pisa la tierra y surca con las naves las olas del mar, superar igualmente con los globos aerostáticos las regiones del aire y caminar por todas partes como en triunfo, dueño del universo. Nil mortalibus arduum est!112
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Origen, progresos y estado actual, VIII, pp. 351-352.
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CAPÍTULO VI EL HÉROE EN LA DIDÁCTICA
«LA RAISON EN VERS» Es fácil desacreditar una obra por el simple hecho de no entenderla. Es lo que en buena medida ha ocurrido con los versos didácticos de Viera y Clavijo, los cuales son poco comprensibles en la órbita de la literatura española del siglo ilustrado. Por eso, no es de extrañar que se tilde a Los aires fijos de «largo e insufrible poema»1 y al asunto desarrollado de «árido e incongruente»2. «Insufrible» evoca estrechas tragaderas. Pero ¿de dónde «árido e incongruente»? Por otra parte, nadie, que yo sepa, ha señalado la singularidad de ser extranjero el héroe, paladín de la nueva ciencia; y para más nota, inglés, holandés, americano o francés. ¿De dónde sacar un protagonista español, para esa clase de poesía, en el siglo ilustrado? Se menosprecia que a Viera le interesa enseñar, por encima de todo, por medio de esas obras; y además se olvida su cosmopolitismo. Pero la seriedad del asunto ensayado no le impide tomárselo con humor, a veces en clave de chufla conceptista, cuando describe sus experimentos químicos, transmite teorías científicas o se entromete en lo que narra para acreditar con su propia experiencia la veracidad de lo aseverado. Y es que la poesía neoclásica resulta a veces, más de lo que en 1 Juan A. Ríos, «Dos “abates empolvorados” en París», Canelobre, XVI (1989), p. 101. 2 Enrique Romeu Palazuelos, Biografía de Viera y Clavijo a través de sus obras, Santa Cruz de Tenerife, Aula de Cultura, 1981, p. 73.
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principio pudiera sospecharse, bastante densa y hasta complicada; no siempre rechaza recursos típicos del conceptismo del siglo XVII; y, desde luego, no es tan prosaica como algunos críticos sostienen. Convengamos, sí, en que la musa del Saber no es la joven más atractiva de la fiesta, pero a veces inspira «gracias y energía / al desmayo didáctico» como con tímida justificación apostillaba Viera. Sólo que a esta Cenicienta desmaquillada la debe cortejar un príncipe algo leído que sepa apreciar sus ocultos encantos y, sobre todo, entender el secreto de su pálida belleza, que la tiene, aunque no encandile a primera vista a todos los concurrentes. Esta clase de poesía, que «d’un style simple et vrai fait parler la raison» –a decir del abate Delille3–,no puede valorarse desde el prisma, deformado por lo anacrónico, de la crítica esteticista. Además, la didáctica de Viera ha de ser estudiada en sus relaciones con las corrientes europeas de su tiempo –en especial con la poesía descriptiva de un Delille o de un Saint-Lambert– y, en general, con la literatura y cultura francesas de los años anteriores a la Revolución. Sólo así podrá comprenderse en su justa medida4. No pretendo entrar en matizaciones sobre las diferencias extensivas o intencionales de Los meses (1796), en doce cantos, émulo del homónimo de Roucher5, aunque «original por la mayor parte»6, o del poemita, en un canto, de Las bodas de las plantas (1806), cuyo magistral acoplamiento de expresión, disposición y contenido hemos considerado en el capítulo anterior. Ahora interesa poner de relieve, en la práctica poética de nuestro abate, la transformación experimentada en el lenguaje y en la tópica proemial de esas composiciones, que asumen en el siglo ilustrado la tradición evolutiva inaugurada en la épica grecolatina y desarrollada a lo largo del Siglo de Oro bajo la forma readaptada a las nuevas circunstancias de la épica culta7. Lo moderno consistirá, en palabras de Chénier, en modelar versos antiguos, es
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L’imagination, poème. Par Jacques Delille, Paris, Giguet et Michaud, 1806, 2 ts., I, p. 1. Alejandro Cioranescu, «Viera y Clavijo y la cultura francesa», en Estudios de literatura española y comparada, La Laguna, Universidad, 1954, pp. 207-248. 5 «Es poquísimo –asegura Viera– lo que fuera del plan y de uno a otro pensamiento debo a la obra de Roucher» (Los meses, prólogo, p. III). 6 Memorias, en Diccionario de historia natural, p. LXXXVII. 7 Antonio Prieto, «Origen y transformación de la épica culta en castellano», en Coherencia y relevancia textual. De Berceo a Baroja, Madrid, Alhambra, 1980, pp. 117-178. 4
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decir, neoclásicos, «sur des pensers nouveaux». Pensamientos que los philosophes –ya especulativos o ya laboriosos hombres de ciencia– han ofrecido a la humanidad. El poeta los estudia en el sistema de Newton, Locke, Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Buffon, Nollet, Condillac o tantos otros, y los reasume en sus versos. En ese sentido es importante el enriquecimiento experimentado en el léxico poético con la incorporación de los nombres propios de esos «nuevos Plinios», elevados a la condición de héroes épicos8, así como de los neologismos y tecnicismos surgidos a raíz de los saberes auspiciados por el siglo ilustrado. «Si l’imagination est belle en poésie, la raison en vers est admirable», escribió Chênedollé en Le génie de l’homme (1807)9. La imaginación es bella, pero la razón es más digna de admiración cuando se la pone en verso. La didáctica del siglo XVIII no rompe con el lenguaje de la épica ni renuncia a la retórica de las alusiones mitológicas. Más bien todo lo contrario: reasume el exordio codificado y gusta de introducir alegorías10, recursos caros a la narrativa poética de cuño clasicista. Sin embargo, por ser cosa ya anacrónica, prescinde de la dedicatoria en servil y engolada captatio benevolentiæ a «personajes poderosos que aún viven»11. No da la espalda a toda esa retórica, claro está, porque es poesía neoclásica. Nuestro Viera ya había ensayado el esquema miniaturizado del canto épico –breve, autónomo, condensado, de entre cincuenta y un centenar largo de octavas12– en Los vasconautas (1766)13, «pequeño poema épico» en velada clave humorística, subdividido a la vez en
8 José Cebrián, «El héroe en la poesía didáctica de Viera y Clavijo», Nueva Revista de Filología Hispánica, XLV, 2 (1997), pp. 391-408. 9 Œuvres complètes de Charles Chênedollé, Paris, Firmin Didot, 1864, p. XXVIII. 10 Michael Nerlich, Untersuchungen zur Theorie des klassizistischen Epos in Spanien (1700-1850), Genève-Paris, Droz/Minard, 1964, pp. 187-206. 11 S. Díez González, Instituciones poéticas, p. 62. Pero la idea de que «la dedicación no es parte necesaria y puede omitirse al arbitrio del poeta» procede de Luzán. Las cita por Ignacio de Luzán, La poética o reglas de la poesía en general y de sus especies principales, ed. de Russell P. Sebold, Barcelona, Labor, 1977, p. 604. 12 Frank Pierce, «The canto épico of the seventeenth and eighteenth centuries», Hispanic Review, XV, 1 (1947), pp. 1-48; José Cebrián, «El género épico en España: de los poemas mayores al canto épico», Philologia Hispalensis, IV, 1 (1989), pp. 171-183. 13 José de Viera y Clavijo, Los vasconautas, ed. de Miguel Pérez Corrales, La Laguna, Universidad, 1983.
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cuatro cantos en miniatura, donde –recalca con doblez socarrona muy suya– «brillan todas las grandes perfecciones de la epopeya y retozan las mejores gracias del heroísmo». Importa señalarlo porque será la organización compositiva que repetirá, más tarde, en Los aires fijos con similar dosis de «bellezas poéticas, muchas para un campo tan reducido»14. A falta de apologetas o panegiristas, bueno es decir, aunque sea entre burlas y veras, lo que uno piensa de sus travesuras literarias. Al igual que Saint-Lambert15 –que había iniciado Les saisons (1769) proponiéndose celebrar «les saisons et la marche féconde / de l’astre bienfaisant qui les dispense au monde»16, en remedo de la fórmula proemial de primera persona codificada por Virgilio17–, nuestro docto abate abre Los aires fijos declarando con brevedad, modestia y claridad18 su fin: enaltecer «los aires que en calcaria tierra, / en marcial polvo, rojo azogue y minio / la forma fija y la materia encierra» (1, bc). Pero ¿con claridad? Sólo en apariencia, pues el lector requiere saber de antemano el significado conceptual de los sintagmas enumerados: que «calcaria tierra» es cualquier roca caliza; «marcial polvo», pirita de hierro, en alegórica referencia a Marte y a la guerra; y «rojo azogue y minio», óxidos de mercurio y de plomo respectivamente. Suficiente para que el librito se le cayese a cualquier erudito a la violeta de las manos, a no ser que se tratase de un apasionado de los «adelantamientos» de las nuevas ciencias. Sin embargo, las dificultades de comprensión de Los aires fijos no debieron de ser tan engorrosas para sus primeros y genuinos destinatarios: el grupo de «amantes de las ciencias», donde no faltaban, al modo de París, algunas «damas de la grandeza», que disfrutó con los experimentos realizados por Viera –«el primero que demostró en esta corte los fenómenos principales de los gases», dice, y con razón, de sí
14
Discurso de la poesía épica antepuesto a Los vasconautas, pp. 17-18. Luigi de Nardis, Saint-Lambert. Scienza e paesaggio nella poesia del Settecento, Roma, Ateneo, 1961, pp. 121-142. 16 Les saisons, poème. Septième édition, Amsterdam, s.i., 1775, p. 39. 17 Antonio Prieto, «Del ritual introductorio en la épica culta», en Estudios de literatura europea, Madrid, Narcea, 1975, pp. 15-72. 18 «La proposición –escribe Luzán en la Poética– es la primera de las partes de cantidad con que se da principio al poema y debe contener, en general, breve y claramente, la materia o asunto del poema, el héroe principal y la deidad u deidades que tienen mayor parte en la acción», p. 600. Con poca diferencia lo prescribe también S. Díez González, Instituciones poéticas, pp. 58-60. 15
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mismo– en el curso dado en Madrid en 1779. Ahí divulgó, con excelente humor, lo que aprendió en las demostraciones de Joseph-Aignan Sigaud de Lafond (1730-1810), antiguo discípulo y sucesor del abate Nollet en el Collège de Navarre, quien, a raíz de Description et usage d’un cabinet de physique (1775), había dejado la enseñanza escolar en beneficio de su sobrino Rouland. No hacía mucho que Sigaud había pergeñado su Traité de l’électricité (1771). Más tarde, con Fourcroy como discípulo, efectuó experimentos sobre aire inflamable. Hombre práctico, por otra parte, que no descuidaba su negocio exportador de instrumental de laboratorio a Coimbra, a Pavía, a Madrid y a otras ciudades, con el que daba pábulo al antojo de novedad y acopio de no pocos acomodados curiosi19. Cuando Viera asistió a sus cursos, estaba muy al corriente de los hallazgos de Priestley sobre el oxígeno, el carbónico y los otros gases, recogidos, muy poco después, en su divulgador Essai sur différentes espèces d’air qu’on désigne sous le nom d’air fixe (1779).
UNA PARTICULAR Y «SABIA CLÍO» Por eso no extraña que sea Sigaud la «sabia Clío / que temple el plectro» y dicte los versos de Viera, en una invocación deliberada que no olvida el recuerdo renovado del busto del maestro parisino en la presidencia de honor del gabinete madrileño del aristócrata Santa Cruz: ¡Ven tú, Sigaud!, ¡ven tú, maestro mío!, y pues con tus ejemplos y lecciones me enseñaste a volar tal vez con brío por estos nuevos aires y regiones, tú solo debes ser la sabia Clío que temple el plectro y dicte mis canciones, para que pueda con cincel robusto esculpirlas mi amor bajo tu busto.20
El «viejo pelucón Sigaud» –con esa familiaridad afectuosa y chocarrera lo cita Cavanilles en su carteo con Viera21– reaparece en otro após-
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Paul Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid, Alianza, 1985, p. 121. Los aires fijos, pp. 119-120. J. Cavanilles, Cartas a José Viera y Clavijo, p. 32.
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trofe retórico en pleno relato del canto II sobre el aire inflamable: «Explícame, Sigaud, con tu voz clara: / ¿quién inventó tan bélico meteoro?» (27, c-f). Late ahí la memoria de los experimentos realizados en su casa por el viejo répétiteur de matemáticas del Louis-leGrand y «demostrador de física experimental» el 24 de noviembre de 177722. Nótese que nuestro alegre vate invoca a una musa peculiar y extravagante –conocida, viviente y de su misma edad y sexo–, sin duda en la línea del velado trasfondo socarrón que subyace bajo la aparente seriedad compositiva de Los aires fijos. Al iniciar la narración de algún asunto de relieve que excitase particularmente el ánimo de los oyentes, el canon de la épica culta aconsejaba al poeta que renovase la solicitud de auxilio a la musa para que lo amparase o diese crédito en lo que se aprestaba a cantar23. «No sólo en el principio del poema tiene lugar la invocación», observa Luzán. «Los poetas suelen usarla en otras muchas partes del poema, siempre que se ofrece haber de referir alguna cosa muy extraordinaria o muy oculta»24. Así, en un momento de especial trascendencia del canto XI de Les mois, Roucher se siente cansado y suplica su ayuda: «Muse, viens ranimer mes esprits épuisés! / Viens, et que mes pinceax, plus fiers et plus terribles, / réproduisent le Nord dans ses beautés horribles!»25. Delille, por su parte, aconseja tomar aliento y embutir «l’agréable repos» de un episodio secundario26. Viera, ya asentado en Madrid, redacta en 1783 el canto agregado de La máquina aerostática como conclusión de Los aires fijos. Necesitará entonces de nuevos bríos para describir el extraordinario invento que inmortalizará a Montgolfier, en singular colectivo: el primero que «emulando de Arquitas la paloma, / del vapor más sutil y más ligero» rellenó «un vasto globo y gran redoma» (87, a-d): Nuevo prodigio el ánimo arrebata. ¡Vuelve, musa, a inspirarme!, y la voz mía más firme cantará la invención grata
22
Viaje a Francia, p. 85. José Cebrián, El mito de Adonis en la poesía de la Edad de Oro, Barcelona, PPU, 1988, pp. 103-107. 24 Poética, p. 603. 25 Les mois, poème en douze chants, Paris, Quillau, 1779, 2 ts., II, p. 276. 26 L’homme des champs, p. 143. 23
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con que el mortal por colmo de osadía, desdeñando la tierra vuela y trata de acometer la etérea monarquía, donde hasta aquí reinaba sola Juno, fiera de ser más libre que Neptuno. Mucho Dédalo humano tuvo antojo de remontarse al diáfano elemento, y muchos, al probar tan noble arrojo, Ícaros fueron, burla y escarmiento; mas llega un hombre ya que del sonrojo vengando la razón, muestra el talento de subir a surcar la azul esfera con alas de aire fijo, no de cera.27
Otra peculiar musa de Viera es, como ya vimos, el «ilustre» Carl Linnæus (1707-1778)28, «inventor del ingenioso sistema sexual de las plantas», cuya taxonomía y nomenclatura había ido imponiéndose poco a poco en España a partir de Explicación de la filosofía y fundamentos botánicos de Linneo (1778) de Palau y Verdera29 y del Curso elemental de botánica (1785)30 compartido con Gómez Ortega31. Lo invoca en el exordio de Las bodas de las plantas, en vez de a Himeneo, por haber sido quien primero «vio en las plantas todas / los sexos, los amores y las bodas» (1, g-h). Nuestro abate, ya en pleno relato, refiere una anécdota, recogida por Linneo en Philosophia botanica (1751): la prolongada esterilidad de una rodiola del jardín botánico de Uppsala que, «cual virgen necia», no lograba reproducirse. Recurre ahí, por medio de alusiones historiales, a identificar a la planta con Lucrecia, paradigma de perseverancia virtuosa, y a recordar que, también ella, tuvo
27
Los aires fijos, pp. 169-170. Gunnar Broberg, «Linneo y el proyecto linneano», en E. Martínez Ruiz y M. de Pazzis, eds., Carlos Linneo y la ciencia ilustrada, pp. 63-74. 29 Miguel Ángel Puig-Samper, «Antonio Palau y Verdera y la enseñanza en el Real Jardín Botánico», en J. Álvarez Barrientos y J. Checa Beltrán, eds., El siglo que llaman ilustrado, pp. 723-728. 30 A. González Bueno y F.J. Puerto Sarmiento, «Ciencia y farmacia durante la Ilustración», en M. Sellés, J.L. Peset y A. Lafuente, eds., Carlos III y la ciencia de la Ilustración, en especial pp. 128-133. 31 Francisco Javier Puerto Sarmiento, Ciencia de cámara. Casimiro Gómez Ortega (1741-1818), el científico cortesano, Madrid, CSIC, 1992. 28
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un Colatino –sobrenombre de Sexto Tarquino– que pusiese fin a sus «propósitos huraños»: En el jardín de Upsalia vio la Suecia que una rodiola estuvo cincuenta años sin tener sucesión cual virgen necia, con lástima de propios y de extraños. Buscóse un Colatino a esta Lucrecia, y dejando propósitos huraños, Lineo mismo tuvo la fortuna de hallarla madre y de mecer la cuna.32
Voltaire había celebrado la filosofía de Newton en la famosa Épître à Mme du Châtelet (1736) brindando los arreos necesarios para componer epístolas que tocasen temas científicos. Entre exclamaciones e interrogaciones retóricas, apostrofa ahí a la Luna, a los cometas, a la Tierra33. También Chênedollé –por los mismos años que nuestro simpático abate–, enaltece en los rítmicos versos de la oda Le génie de Buffon (1795), en clave de himno epicédico, los saberes vulcanológicos del gran naturalista: Salut, divin Buffon!, noble fils d’Uranie! Accepte mon hommage, ô moderne Platon, toi, dont le poétique et sublime génie sut prêter tant d’éclat au compas de Newton!34
No es raro –ya lo vimos en Ayala, aunque en otra clave– que el didacta del siglo XVIII subordine su propaganda de sabios e inventores, es decir, de quienes hacen progresar a la humanidad, e invoque a Dios en el amplio crédito deísta de Ser Supremo, origen y causa del universo. Por ejemplo, Saint-Lambert subraya en Les saisons el papel de la radiación solar sobre la Tierra –que prodiga «grâce et beauté» a la primavera o el «trésor des moissons» en el estío–, pero concede a la voluntad del Espíritu Universal la condición suprema de «arbitre des destins» y «maître des éléments»:
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Las bodas de las plantas, p. 19. C. A. Fusil, La poésie scientifique de 1750 à nos jours, pp. 40-41. Études poétiques. Par Mr. Charles de Chênedollé, Paris, H. Nicolle, 1820, p. 108.
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Esprit Universel que l’homme ose implorer, accepte mon hommage et daigne m’inspirer.35
Nuestro avisado Viera declara también en el exordio de Los aires fijos que el Padre Omnipotente, ordenador del «vario espectáculo del mundo», se digna franquear de vez en cuando «a algún ingenio en discurrir fecundo / ciertas llaves maestras» para acceder a nuevos inventos y descubrimientos como el barómetro de cubeta de Torricelli, la descomposición de la luz blanca mediante el prisma óptico de Newton o el más reciente del pararrayos, verificado en 1752 por Franklin: Si Él hizo a Torricelli que pesase en tubo estrecho el mar de la atmosfera, que Newton con un prisma disecase los siete rayos de la luz primera; que Franklin con su barra le robase el rayo a Jove, el éter a la esfera, también guió a Priestley cuando le dijo: «Toma esta tierra, saca el aire fijo».36
Newton –sacralizado en Europa por Pope, Algarotti, Voltaire, Chénier y tantos otros, y en España por Feijoo y Andrés37–, ocupa, desde luego, lugar de privilegio entre los sabios adorados por el estudioso abate canario. Al «ingenioso» descubridor de los colores de la «lluvia de luz», dividida en «siete esmaltes», le dedica un emocionado recuerdo (II, 21) y un sentido reconocimiento, en forma de apóstrofe, en el canto VI de Los meses (1796): Mas ¿qué intenta mi orgullo?, ¡vana empresa! ¿Soy yo Keplero, o soy Newton acaso para tomar las alas de su ingenio y volar por el éter, empuñando el gran compás de Urania? No, perdona, gloria de Albión: tú sólo fuiste el Argos que supiste encontrar las bellas leyes de los planetas en sus giros vastos.
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Les saisons, p. 40. Los aires fijos, pp. 120-121. J. Arce, La poesía del siglo ilustrado, pp. 294-295.
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Tú sondeaste los cielos, tú reístes de los errores con que el hombre vano, antes de ti, guiado de su antojo, el universo había desfigurado. El cielo es tuyo; de tu voz al eco vienen y van los cuerpos planetarios, obedientes a un centro que los tira y a evitar ese centro precisado. Tú pesastes sus masas, tú mediste sus órbitas, sus tiempos e intervalos.38
«SOLON ET SOPHOCLES EMBRASSANS!» El encomio de estos personajes de la ciencia, elevados al pedestal de los héroes de la épica, es, desde luego, una novedad de la poesía didascálica del siglo XVIII. Más, cuando todavía viven, como en el caso de Franklin; y todavía más cuando pertenecen a la misma generación del poeta, como Priestley o Sigaud de Lafond. Viera sintió una devota admiración por el «célebre americano» Benjamin Franklin (1706-1790), figura muy popular y familiar en la sociedad francesa entre 1776 y 178539. Lo vio por vez primera en la junta de la Academia Real de Ciencias, en París, el 12 de noviembre de 177740; y meses más tarde, en enero de 1778, en la de Medicina, donde el científico y diplomático estadounidense fue «recibido y despedido con aplausos y palmoteos»41. Pero no llegó a conocer al «héroe de los estados angloamericanos» –así lo llama en sus Memorias42– hasta pocos días antes de su marcha definitiva de la ciudad del Sena, en su última visita a la tertulia de La Blancherie43, lugar de reunión de literatos locales y foráneos44. No obstante, el teatral encuentro de Franklin y Voltaire en el Louvre, en la asamblea de la Academia Real 38
Los meses, p. 55. David Schoenburn, Triumph in Paris: The exploits of Benjamin Franklin, New York, Harper, 1976. 40 Viaje a Francia, p. 82. 41 Ibidem, p. 97. 42 Memorias, p. LXVII. 43 Viaje a Francia, p. 117. 44 Sobre el salón y la aventura editorial de La Blancherie, Hervé Guénot, «C. M. Pahin de La Blancherie et la Correspondance générale pour les sciences et les arts (177939
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del 29 de abril, fue, acaso, la anécdota más recordada en detalle por Viera. Había tanta gente que a duras penas pudo llegar a la sala de juntas. Así que no tuvo más remedio que sentarse en el suelo –nada menos que a los pies de D’Alembert– durante la larga y majestuosa sesión, «como lo hicieron muchas personas distinguidas sin exceptuar a algunos ministros extranjeros»: Cuando entró el referido Voltaire, se hubo de hundir la sala a aplausos y palmoteos del concurso. Hallábase allí el célebre filósofo Franklin, el libertador de la América inglesa su patria, el cual, adelantándose a recibir al filósofo francés, ambos se besaron y abrazaron con nuevos aplausos del concurso45. Voltaire, viejo, flaco, arrugado, octogenario, llevaba una casaca de terciopelo negro de corte antiguo, chupa hasta las rodillas de una tela color de rosa con ramos de plata, medias de embotar, vueltas de encajes en la camisa que le cubrían casi todos los dedos de la mano, pelucón de tres nudos y su muleta. Franklin tenía un vestido entero de paño color de buey, con medias iguales, gran corbata, su pelo propio entrecano por detrás de la oreja, que no le llegaba a la espalda, una calva muy reverenda y sus espejuelos de gafas. Era un hombre como de setenta años, un poco lleno, blanco y de buen color.46
Fue en ese 1778 de redobladas aclamaciones cuando Houdon esculpió el busto en mármol blanco de Franklin, al que Turgot añadió en un epigrama latino la divisa Eripuit cælo fulmen sceptrumque tyrannis, en indirecta pero patente alusión al rey Jorge III de Inglaterra47. Nues1788)», LVe Congrès de l’Association Bourguignonne des Sociétés Savantes (Langres, 1er juin 1984), 1986, pp. 57-72. También Dena Goodman, The Republic of Letters. A cultural history of the French Enlightenment, Ithaca-London, Cornell University, 1994, pp. 242-253. 45 La anécdota la recoge también en su Diary John Adams (1735-1826), pocos años más tarde presidente de los Estados Unidos (1797): «Neither of our philosophers seemed to divine what was whised or expected; they however took each other by the hand, but this was not enough. The clamour continued until the explanation came out: If faut s’embrasser à la françoise! The two aged actors upon this great theatre of philosophy and frivolity then embraced each other by hugging one another in their arms and kissing each other’s cheeks, and then the tumult subsided. And the cry immediately spread through the whole kingsdom, and I suppose over all Europe: Qu’il étoit charmant. Oh! Il étoit enchantant de voir Solon et Sophocles embrassans! How charming it was! Oh, it was enchanting to see Solon and Sophocles embracing!». Diary and autobiography of John Adams, ed.de J.H. Butterfield, Cambridge MA, Harvard University, 1961, 4 ts., II, p. 307. 46 Viaje a Francia, p. 115. 47 Carl van Doren, Benjamin Franklin, New York, Penguin, 1991, p. 606.
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tro vate se sintió atraído por el sincretismo aforístico del verso y lo tradujo en una cuarteta de romance que se conserva entre sus autógrafos: una prueba más de su reconocido aprecio por el renombrado sabio estadounidense48. La evocación nostálgica y emocionada de Franklin, «nuevo Prometeo / que con la más dichosa estratagema / al cielo le robaste el fuego puro», reaparece en Las cometas (1812), poemita de senectud en romance endecasílabo dedicado a la infancia y subtitulado como «heroico». En otra parte, sin embargo, lo llama «poema didáctico»49. Es, probablemente, de las últimas producciones salidas de la pluma de nuestro abate, quien se ocultó en un aún más estrambótico pseudónimo –Anacleto Cambreleng Leal y Gaviria–, cuando lo dio a la estampa. «Poema heroico en un canto», a la luz, sobre todo, del metro y de la breve extensión, pero didascálico. La intencionalidad docente del anciano ilustrado, amable y dulce con la niñez, a la que ha dedicado buena parte de sus últimos años, se prodiga a lo largo de los versos en explicaciones sobre los papalotes, «sin que sea de mi lira el grato asunto / aquellos melancólicos cometas / con que en los cielos, muy de tarde en tarde, / algunos angelitos tal vez juegan»50. Canta pues las cometas infantiles, las bichas o milochas, que «en Francia, donde tanto se usan, / se llaman cerf-volant, ciervo que vuela»: Pero como imitamos su figura en la cola, la cara y la melena, el nombre de cometa se ha apropiado a las que fabricamos en la tierra. Tiene también el nombre de milocha, de bicha y de pandorga en nuestra lengua, mientras en Francia, donde tanto se usan, se llaman cerf-volant, ciervo que vuela.
48 «Ved el águila intrépida / de los americanos, / que arrancó el rayo a Júpiter / y el cetro a los tiranos», en Colección de algunos opúsculos poéticos de D.J.V.C., Biblioteca Municipal de Santa Cruz de Tenerife, Ms. 22, s.f. 49 Memorias, p. XC. Afirma ahí que lo terminó el día 3 de junio de 1811. 50 Las cometas. Poema heroico en un canto. Lo saca a luz, recogiéndolo de su memoria, D. Anacleto Cambreleng Leal y Gaviria, Gran Canaria, Imprenta de la Real Sociedad, 1812, p. 1.
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Para armar esta máquina preciosa la Mecánica y Física dan reglas a los muchachos, que sin duda ignoran que los inspiran estas dos maestras.51
La ascensión de la «gallarda» cometa es descrita con símiles de cuño clasicista: al subir se equipara, en interrogaciones retóricas, al «aeróstato globo y mongolfiera», al carro de Venus «tirado de palomas citereas» y «al águila de Júpiter pomposa / que a Ganimedes roba y se lo lleva» (4). Con el recuerdo del famosísimo experimento sobre la electricidad atmosférica, llevado a cabo por el «nuevo Prometeo» Franklin en septiembre de 1752, mediante una cometa soltada hacia las nubes para conducir la «eléctrica centella» a través del cordel52 –relatado en detallado pormenor por Priestley en The history and present state of electricity (1767)53–, Viera ensalza la invención del pararrayos y, en esa línea, el papel desempeñado por el modesto juguete infantil en tan «audaz e ilustre empresa»: Un filósofo, al ver que los nublados que tronan tanto y que relampaguean, son de electricidad grandes meteoros, dotados de energía, horror y fuerza, dijo: «yo soy capaz de despojarlos de esta virtud...» Le pide su cometa a un bravo joven; se la da, y al punto quita el papel, afórrala de seda; en la vara del medio pone fijo un grueso alambre, que por la cabeza se extiende un palmo y que termina en punta; en lugar del cordel ata una cuerda
51
Ibidem, pp. 1-2. I. Bernard Cohen, Benjamin Franklin’s experiments: a new edition of Franklin’s «Experiments and observations on electricity», Cambridge MA, Harvard University, 1941. En breve y del mismo autor, «The science of Benjamin Franklin», en Melvin H. Buxbaum, ed., Critical essays on Benjamin Franklin, Boston, Hall, 1987, sobre todo pp. 131-135. 53 The history and present state of electricity, with original experiments, London, J. Dodsley, 1767, pp. 179-181. El suceso la trae también el divertido libro de P.M. Zall, Ben Franklin laughing. Anecdotes from original sources by and about Benjamin Franklin, Berkeley CA, University of California, 1980, pp. 74-75. 52
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de aquellas que el violín usa en sus bajos por estar de metal toda cubierta; en un cordón de seda ésta remata, con la cual la cometa se maneja, para dejarla aislada y sólo pase por el metal la eléctrica centella. Preparada la máquina insidiosa, no tardó en presentarse una tormenta con tempestuosas nubes, y en su busca la cometa subió... ¡cosa estupenda! Por el cordel metálico bajaron al instante las chispas, con sorpresa de cuantos observaron un prodigio que el ingenio del hombre recomienda. ¡Tú, Franklin, fuiste el nuevo Prometeo que con la más dichosa estratagema al cielo le robaste el fuego puro! ¡Tú le arrancaste de su airada diestra a Júpiter el rayo, y enseñaste el arte de impedir que nos ofendan! ¡Viva, viva la fama de tal héroe! ¡Vivan, vivan mil veces las cometas! ¡Vivan, vivan los niños que las aman y vivan estos versos del poeta!54
Un extenso y detallado relato del hallazgo de Franklin, «cierto hombre feliz, a quien Fortuna / a su mismo nacer miró risueña» (I, 33, ab), figura también en El rayo (1802) de Pinazo, cuyos pormenores abordamos páginas atrás. Naturaleza será quien, una vez más, ceda al «blando ruego» del descubridor y se le muestre «seguida de gran fuego / que, cual raudo torrente, alto sonaba» (I, 38, c-d). El narrador, en velado decurso e impecables versos didácticos, recoge en esa secuencia el «mortal fracaso» sufrido en Bolonia, a mediados de siglo, por tres observadores de «barras franklinianas»: Sube al cóncavo cerco ágil, volante cohete nuncio de inocente juego, y del cometa al par la nube errante tocando saca electrizante fuego; 54
Las cometas, pp. 5-6.
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por el hilo, que de él cuelga tirante, baja éste a herir quien se le acerca luego. ¡Ah, tente lejos, que mortal fracaso causar cierto él podría en este caso! Igualmente peligra quien al cielo varas de hierro levantare agudo, cuando robando el día negro velo de nubes muéstrase turbio y sañudo. Guárdate en lance tal, y a tu recelo de aviso sirvan los que en trance crudo se contaron por muertos, que es cordura aprender en agena desventura.55
EL «NUEVO PLINIO» PRIESTLEY Pero el «nuevo Plinio» de los cuatro primeros cantos de Los aires fijos es, por antonomasia, Joseph Priestley (1733-1804). Nuestro relator narra su epopeya científica en sobrios y neoclásicos versos, a veces con velada y equívoca guasa conceptista. Nos lo presenta abstraído, absorto en su gabinete experimental, a un «solo paso» de culminar el hallazgo del «cuerpo sutil» o gas que «cien veces se escapó de sus umbrales / burlando los conatos que pusieron» (5, e-f) en obtenerlo sus predecesores Van Helmont, Boyle, Black y Hales. Las representaciones alegóricas, abundantes en la épica culta56, asumen en el poema el papel de los dioses de la epopeya antigua, cuyos designios prevalecen sobre los de los mortales. Así, Naturaleza siente tan «vil atraso» y encomienda a la Física y a la Química que revelen a Priestley la vía más rápida de obtener aire fijo, precipitando aceite de vitriolo rebajado sobre piedra caliza: «Muéstrate audaz y un baño te procura con una plancha y un embudo en ella;
55
El rayo, pp. 34-35. Todavía a fines de la centuria admite S. Díez González en Instituciones poéticas que el vate tiene la facultad de «invocar la asistencia de aquellas singulares virtudes que tengan conexión con la materia del poema, expresándolas por su nombre y, en cierto modo, personalizándolas» (p. 62). 56
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pon trastornado un frasco de agua pura, y en otro vaso de estructura bella, donde un tortuoso tubo se asegura que con la cera mole se resella, echa polvo calizo y en él sólo disuelto en agua aceite de vitriolo.» Así lo ejecutó, mas al instante que el ácido rompió la tierra bruta creyeras ver al Eolo triunfante cuando suelta los vientos de su gruta: la mole de agua impelen por delante con el silbo y hervor de la disputa, cual Aquilón de ráfagas inquietas, los mefitis, los dampas y mofetas.57
Nuestro vate recuerda ahí el pasaje de la Eneida (I, 52-101) en que Virgilio describe la atropellada y furiosa salida de los Vientos de la cueva de Eolo, por medio de una perífrasis metafórica, que enaltece y eleva en epicidad las violentas «ráfagas inquietas» que genera la acción del ácido sobre la «tierra bruta», o sea, el polvo de caliza, en el tubo de ensayo58. Con el recurso didáctico de las anotaciones eruditas, Edmund Burke (1729-1797), autor de unas muy conocidas y exitosas Reflections on the Revolution in France (1790), canta también en los exaltados versos pareados de Heroic epistle to Joseph Priestley (1791) las virtudes morales del descubridor de los nuevos gases y «natural philosopher» de Leeds, a quien llama con admirada reverencia «great doctor» y 57
Los aires fijos, pp. 122-123. Los versos transmiten en imaginada alegoría los apuntes tomados por nuestro abate el 17 de noviembre de 1777, en su primer día de asistencia al curso sobre gases o aires fijos de Sigaud de Lafond: «Ante todas cosas nos hizo la historia de estos fluidos aeriformes, trayéndola desde Van Helmont, Boyle, Hales, hasta el célebre Priestley. Explicó el uso de los vasos y máquinas para recogerlos y manejarlos con las mejoras de su propia invención. Luego procedió a extraer el aire fijo en esta forma: en un pequeño frasco de cristal echó una corta porción de creta o tierra caliza pulverizada, y encima una medida de tres partes de ácido vitriólico y cinco de agua. Suscitada al instante la efervescencia, subió en gruesas y continuas ampollas un aire claro que, caminando por un tubo de vidrio retorcido, iba a dar a una pequeña tina llena de agua, donde encontrando otro frasco también de agua, vuelto boca abajo, la iba desalojando y ocupando su lugar» (Viaje a Francia, pp. 82-83). 58
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«prince of the philosophers, whose splendid page / obscurs the glories of each former age»: In England, Priestley, never hope to find a philosophic apathy of mind. For in this isle we few but madmen see, while sober reason only dwells with thee!59
«MOSTRADME A MÍ DEL MODO...» Priestley entrega su cetro de héroe épico de los adelantamientos de la ciencia, de paladín de los nuevos saberes aerológicos del siglo de las Luces, al médico Jan Ingenhousz (1730-1799), protagonista, como sabemos, del canto V de Los aires fijos, añadido en 1781 tras el regreso a Madrid del viaje a Alemania y, en concreto, de su estadía de «cinco meses cabales» en la Viena del emperador José II. Viera lo conoció en persona y asistió varias veces a las demostraciones físico-químicas que ofrecía en su casa sobre electricidad y «aires de las plantas». Recuerda, por ejemplo, que el 12 de diciembre de 1780 le regaló dos disertaciones suyas en inglés, leídas a la Real Sociedad de Londres, sobre las propiedades del electróforo y sobre fenómenos eléctricos60. ¿Quién pues mejor que el «sabio» Ingenhousz para intérprete de sus canciones con su «nueva inmortal filosofía»?: El sabio a quien dictabais las lecciones y en tres lenguas a un tiempo las vertía, intérprete será de mis canciones con su nueva inmortal filosofía. Yo le vi celebrar tres ocasiones los hallazgos felices que os debía, y de sus regocijos y contentos fueron los mismos aires instrumentos.61
El científico holandés –médico de la familia imperial desde 1768–, había viajado poco antes a Inglaterra. Allí fue nombrado fellow de la 59 60 61
Heroic epistle to Joseph Priestley, London, J. Robinson, 1791, p. 29. Viaje a Alemania, p. 14. Los aires fijos, pp. 163-164.
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Royal Society y disfrutó del mecenazgo de lord Shelburne, hasta entonces protector de Priestley. Sus Experiments upon vegetables (1779) aportaban por vez primera una novedosa, contrastada y sistemática exposición sobre el influjo de la luz solar en la producción de oxígeno por parte de la materia verde de las plantas62. Así, el canto V sobre aires vegetales se abre con una breve referencia enaltecedora a los «triunfos, palmas, preeminencias» de Priestley, singularizados en la entrega de la prestigiosa medalla Copley en el anniversary meeting de la Royal Society (1773)63 –Franklin lo había recomendado varias veces antes sin éxito64–, y en el discurso honorífico pronunciado en el solemne acto protocolario por sir John Pringle: El regio alcázar que a la docta Urania sobre sólidas bases de experiencias la Sociedad de Albión contra la insania erigió para solio de las Ciencias, abrió sus puertas y la Gran Britania vio que los triunfos, palmas, preeminencias buscaban a Priestley como blasones dignos de sus trabajos e invenciones. Pringle, amado de Apolo y de Minerva, perorando cual sabio presidente, le dijo al fin, atenta la caterva: «Tú has demostrado al hombre claramente que la más suave o más nociva yerba, que el árbol más humilde o eminente, con los aires que absorben y que fluyen a la salud del orbe contribuyen».65
Sigaud de Lafond, Priestley... Estamos de nuevo, con Ingenhousz, ante el encumbramiento poético de un héroe coetáneo de la ciencia a quien el poeta tuvo ocasión de conocer y de tratar. 62 Howard Reed, «Jan Ingenhousz, plant physiologist, with a history of the discovery of photosynthesis», Chronica Botanica, XI, 5-6 (1949), pp. 285-396. 63 Douglas McKie, «Joseph Priestley and the Copley medal», Ambix, IX (1961), pp. 1-22. 64 Robert E. Schofield, A scientific autobiography of Joseph Priestley (1733-1804), Cambridge MA, M.I.T., 1966, pp. 61-63. 65 Los aires fijos, pp. 157-158.
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Nuestro sagaz abate sabía, y muy bien, que su poesía enaltecedora de la ciencia iba a ser poco apreciada. Certeza que vale para todos sus cantos épicos, incluido Los vasconautas (1766), que nada tiene que ver con la didascálica y mucho con los versos de circunstancias: El poema de Los vasconautas es un juguete, una urbanidad, un puro esparcimiento del ánimo, trabajado con precipitación, y como una pieza fugitiva que ya no se leerá el año que viene. En esta suposición, vengan Aristarcos, vengan Zoilos; pero tú, amigo lector, si conoces el mundo, no la defenderás sino delante de los discretos o de los amigos. Los demás no entienden de razones.66
Distinguida manera de expresar su deseo de pasar lo más desapercibido posible como autor de exhalaciones literarias, de autodeclarada futilidad, a prueba de celosos, mediocres y envidiosos. Los nombres de Fontenelle, Torricelli, Newton, Boyle, Van Helmont, Black, Hales, Canton, Nollet, Volta, Chaulnes, Herschel o los Montgolfier alternan en Los aires fijos con personajes alegóricos como Naturaleza, la Física, la Química o la Posteridad. Dioses y otros personajes mitológicos como Júpiter, Eolo, Mercurio, Pomona o Faetonte se codean con el padre Lana, con Arlandes o con Pilâtre de Rozier en una atemperada simbiosis de las leyendas de la tradición clásica, los recientes paladines de la ciencia empírica y los primeros tripulantes de globos aerostáticos, aplicación útil de la nueva física neumática a las eternas ansias humanas de dominar los espacios aéreos. Viera creyó, sin duda, que los saberes adquiridos en los cursos de París, en el ensayo personal de los experimentos químicos y en la lectura de Linneo, Macquer, Brisson, Ingenhousz y tantos otros, podían transmitirse también en el agradable envoltorio propiciado por la musa del Saber. La «afable musa» didascálica, «sans masque, sans cothurne et sans illusion» en el decir de Delille, no podía permanecer ajena o insensible ante el asombro generado por los adelantamientos científicos y ante la rápida e imparable transformación del mundo67. Sus viejos maestros permanecieron en el recuerdo, y la cultura france66 67
Discurso de la poesía épica antepuesto a Los vasconautas, p. 20. J. Arce, La poesía del siglo ilustrado, pp. 292-314.
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sa en sus continuas lecturas y en la correspondencia mantenida con amigos que nunca más volvería a ver68. Por ese afán divulgador compuso nuestro desenvuelto abate Los aires fijos, Las bodas de las plantas e incluso Las cometas. Sigaud de Lafond, Priestley, Ingenhousz, los hermanos Montgolfier, Linneo y Franklin hubieron de ser sus héroes. ¿Cómo iba a echar mano de otros que no fuesen extranjeros? Simplemente, la ciencia española del siglo XVIII era incapaz de poderlos ofrecer, al menos en esa excelsa medida69. Por la época en que José de Viera y Clavijo se afana en encajar en estrofas de sobria factura los saberes aerológicos, Chabaneau y Proust, tras no pocos contratiempos, enseñan con escasos medios y flacas expectativas la «ciencia útil» en el Seminario de Vergara70; y Antonio Fernández Solano, catedrático de física desde 1772 en los Reales Estudios, logra marchar al extranjero al objeto de ampliar conocimientos y adiestrarse en el manejo del instrumental71. Justo el año de la muerte de Carlos III, el catedrático de química Pedro Gutiérrez Bueno (1743-1822), antiguo discípulo de Viera en Madrid y difusor en España del Método de la nueva nomenclatura química (1788) de Morveau72, Fourcroy y Lavoisier73, pronuncia una retórica Oración inaugural para solemnizar la sesión de apertura del nuevo Colegio Real de San Carlos74. Andrés, más cauto y ponderado, pun68 Carlos Ortiz de Zárate, «La recepción de la Ilustración francesa en Canarias a través de la correspondencia mantenida por Cavanilles y por Viera y Clavijo», en JeanRené Aymes, ed., La imagen de Francia en España durante la segunda mitad del siglo XVIII, Alicante, Instituto Juan Gil Albert, 1996, pp. 225-237. 69 Cabría añadir, como ejemplo de los viajeros españoles, la admiración sentida por el curioso Gaspar de Molina y Zaldívar, tercer marqués de Ureña (1741-1806), al asistir en París a una de las disertaciones de Lavoisier en la Academia Real de Ciencias (1787) sobre los aires «vital e inflamable». A Priestley no tuvo ocasión de conocerlo en persona a su paso por Birmingham (El viaje europeo del Marqués de Ureña (17871788), ed. de María Pemán Medina, Madrid, Unicaja, 1992, pp. 206 y 389). 70 Jean Sarrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, FCE, 1985, 3ª ed., pp. 452-456. 71 J. Simón Díaz, Historia del Colegio Imperial, pp. 283-286. 72 Yvon Dahan, «Louis Guyton-Morveau: un magistrado por razón, un científico por pasión, un político por afición», en M. Gárate Ojanguren y G. Rubio de Urquía, eds., Actas del V Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada, pp. 359-366. 73 Ramón Gago, «La enseñanza de la química en Madrid a finales del siglo XVIII», Dynamis, IV (1984), pp. 277-300. 74 Oración inaugural que en la abertura de la Real Escuela de Chímica, establecida en esta corte a expensas del Rey Nuestro Señor (que Dios guarde), leyó don Pedro Gutiérrez Bueno, Madrid, Imprenta Real, 1788.
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tualizará, en fin, que la ciencia no requiere «sutilezas y finuras», sino «seguridad de métodos» y «hechos claros y constantes»: No sistemas aéreos, sino experiencias y observaciones; importantes investigaciones y útiles conocimientos deben ser el objeto de nuestros estudios químicos; y éstos serán más ventajosos, si los empleamos más en hacer servir la química a la física, a la historia natural, a la medicina y a las artes, que en hacerla ir tras especulaciones nominales y sutiles teorías.75
La física experimental encontró en la España ilustrada enormes dificultades para desarrollarse76. Por su parte, la química moderna, tan relacionada con ella, tampoco aportó casi nada –en cuanto a genuinos creadores de ciencia–, al resto de la Europa de las Luces77. El retorno a las «sutilezas y fruslerías escolásticas»78, como temía Andrés, estaba ya, aunque con cara renovada, a la vuelta de la esquina.
75
Origen, progresos y estado actual, IX, pp. 74-75. Antonio Moreno González, Una ciencia en cuarentena: la física académica en España (1750-1900), Madrid, CSIC, 1988, pp. 18-136. 77 Eugenio Portela y Amparo Soler, «Penetración y difusión de la química moderna en España», en J. Fernández Pérez e I. González Tascón, eds., Ciencia, técnica y estado en la España ilustrada, pp. 345-351. 78 Origen, progresos y estado actual, IX, p. 76. 76
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ÍNDICE
Abbri, Ferdinando, 124, 173 Abellán, José Luis, 19, 173 Ábrego, 123 Academia de Ciencias de Mantua, 93 Academia de San Fernando, v. Real Academia de Nobles Artes de San Fernando Academia Real de Ciencias, 104, 121, 136, 154, 164 Academia Real de Medicina, 154 Académie Française, 30, 169 Adam, Antoine, 66, 172 Adams, John, 155, 171 Diary, 155, 171 Adda, 95 Adonis, 150, 175 Adriático, mar, 95 Aduana de Gran Canaria, 134 Agasse, H., 84, 168, 169 Águeda Villar, Mercedes, 49, 173 Aguilar Piñal, Francisco, 12, 21, 22, 35, 37, 66, 82, 172-174, 180 Agustinos, convento de los, 126 Akenside, Mark, 24, 84 Pleasures of the imagination, 24 Aladro-Font, Jordi, 44, 179 Alberti, Leon Battista, 40, 41, 170 Albión, 153, 162 Alcalá Galiano, Antonio, 72, 171 Literatura española, 72, 171 Aleixandre, Vicente, 19, 173 Alejandro I, 104 Alejandro Magno, 57
Alemania, 112, 126, 127, 161, 171 Algarotti, Francesco, 153 Alhambra, editorial, 21, 146, 174, 180 Alianza, editorial, 72, 82, 149, 171, 177, 178, 180 Alicante, 11, 15, 164, 172, 177, 179 Alma Mater, editorial, 134, 172 Almanach des Muses, 138, 167 Almodóvar, Pedro Luján y Suárez de Góngora, duque de, 118, 119, 167 Década epistolar, 119, 167 Alonso Sánchez, María Ángeles, 46, 173 Alpe, el, 96 Alvar, Manuel, 111, 129, 172, 173 Álvarez Barrientos, Joaquín, 37, 50, 66, 112, 126, 151, 174, 175, 180 Álvarez de Miranda, Pedro, 83, 174 América, 106, 139, 141, 155 Amor y Vázquez, José, 19, 173 Amsterdam, 148, 171 Anacreonte, 32 Anaya, editorial, 86, 172 Andrés, Gregorio de, 64, 174 Andrés, Juan, 15, 70-72, 74, 83, 87, 112, 113, 116, 117, 122, 124, 143, 153, 164, 167, 175, 178 Origen, progresos, 71, 72, 83, 87, 112, 116, 117, 122, 124, 144, 165, 167 Anglada, Emilia, 122, 174 Annonay, 135 Anthropos, editorial, 25, 181 Antonio, Nicolás, 65, 67, 175 Apeles, 37, 49, 50
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Apolo, 32, 41, 43, 52, 69, 70, 88, 100, 162 Apolo de Belvedere, 48, 53 Aqueronte, 87 Aquilón, 160 Aquino, Tomás de, 86 Summa theologiæ, 86 Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de, 142, 175 Arcadia, 46 Arce, Joaquín, 21, 48, 122, 127, 153, 163, 174 Arce y Cacho, Celedonio Nicolás de, 47, 167, 179 Conversaciones sobre la escultura, 47, 167, 179 Archena, 85-89, 92, 93, 113, 169 Aréjula, Juan Manuel de, 124 Reflexiones, 124 Argonautas, los, 140 Argos, 99, 153 Ariel, editorial, 82, 176 Ariosto, Ludovico, 125 Aristarco, 54 Aristóteles, 55, 68, 74 Arlandes, v. D’Arlandes, François Arnaud de Saint-Maurice, 139, 143, 167 Le pilote céleste, 143 L’observatoire volant, 139, 167 Arquitas, 150 Arquitectura, la, 52 Arriaza, Juan Bautista de, 52, 167, 178 Arte poética de Mr. Boileau, 52, 167 Emilia, 52 Arrieta, v. García de Arrieta, Agustín Arteaga, Esteban de, 22, 30, 33, 42-44, 50, 56, 77, 171, 178, 180 Investigaciones filosóficas, 30, 44, 56 Obra completa, 30, 33, 42-44, 56, 77, 171 Artiga olim Artieda, Francisco, 13, 167, 177 Epítome de la eloqüencia española, 13, 14, 167, 177 Asociación Internacional de Hispanistas, 51, 180 Association Bourguignonne des Sociétés Savantes, 155, 178 Associazione per gli Studi di Lingua e Letteratura Italiana, 127, 174
Astronomía, la, 141 Atenas, 42 Ateneo di Roma, 148, 176 Atlante, isla, 90 Atlas, editorial, 52, 72, 172 Audran, Charles-Gérard, 57 Augusto, 22 Aula de Cultura de Tenerife, 135, 145, 172, 180 Aurora, 125 Austria, 126 Averno, 16, 116 Aviñón, 135 Ayala, v. López de Ayala, Ignacio Aymes, Jean-René, 164, 179 Azara, José Nicolás de, 41, 44, 46 Bad Pyrmont, 113 Barbiellini, Michelangelo, 31, 168 Barcelona, 20, 25, 31, 51, 75, 78, 82, 129, 134, 147, 150, 167, 168, 171, 172, 175, 176, 180, 181 Baroja, Pío, 146, 180 Batllori, Miguel, 30, 171 Batteux, Charles, 12, 19, 20, 24, 51, 83, 85, 93, 94, 103, 67, 181 Principes de littérature, 20 Bayle, Pierre, 106 Beccaria, Giovambattista, 101 Belda Navarro, Cristóbal, 47 Belfour, J., 24 Belona, 22, 95, 138 Benedito, Francisco, 85 Benegasi y Luján, José Joaquín, 14, 167 Vida de San Benito de Palermo, 14, 167 Berceo, Gonzalo de, 23, 146, 180 Berkeley CA, 157, 182 Bern, 83 Betancourt, Agustín de, 104, 142, 175, 177, 179, 181 Biblia, la, 55 Biblioteca Capitular y Colombina, 17 Biblioteca Imperial de Viena, 126 Biblioteca Municipal de Santa Cruz, 17, 156, 171 Biblioteca Nacional de Madrid, 17 Biblioteca Provincial de Sevilla, 17
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Índice Biblioteca Universitaria de La Laguna, 17 Bibliotheca Oxoniensis, 95, 173 Bibliothèque Nationale de Paris, 17 Bicêtre, 137 Birmingham, 143, 164, 171 Black, Joseph, 126, 159, 163 Blair, Hugh, 23, 24, 51, 83, 100, 167 Lectures on Rhetoric, 23, 83, 100, 167 Blanco Montesdeoca, Joaquín, 134, 172 Blanco Mozo, Juan Luis, 57, 174 Bocage, Manuel Maria Barbosa du, 131, 171 O consórcio das flores, 131 Boileau-Despréaux, Nicolas, 20, 25, 28, 30, 31, 52, 67, 72, 74, 77, 84. 167, 171 Art poétique, 20, 28, 52 Œuvres, 28, 171 Bolonia, 158 Bonaparte, Napoléon, 95 Boorstin, Daniel J., 132, 174 Bordeaux, 72, 181 Boston Library, 17 Boston MA, 71, 157, 176, 178 Boyle, Robert, 13, 104, 119, 120, 159, 160, 163 Braga, Teófilo, 131, 171 Bramante, Donato d’Angelo, 31 Brisson, Mathurin-Jacques, 117, 163, 170 Broberg, Gunnar, 151, 174 Brocense, el, v. Sánchez de las Brozas, Francisco Buen Gusto, el, 27 Buffon, Georges Louis Leclerc, conde de, 84, 147, 152 Bulzoni, editorial, 66, 174 Burke, Edmund, 160, 167 Heroic epistle, 160, 161, 167 Reflections, 160 Burucúa, José Emilio, 41, 177 Butrón, Juan de, 55 Discursos apologéticos, 55 Butterfield, J.H., 155, 171 Buxbaum, Melvin H., 157, 176 Cabildo Insular de Las Palmas, 111, 172 Cabildo Insular de Tenerife, 129, 173 Cabo Aseguinolaza, Fernando, 51, 180
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Cadalso, José, 19, 173 Cádiz, 76, 124, 168 Cailleau, 143, 169 Caldera, Ermanno, 66, 174 Calés, 13 Calíope, 69 Cambreleng y Leal Gaviria, Anacleto, v. Viera y Clavijo, José de Cambridge, 91 Cambridge MA, 155, 157, 162, 171, 176, 181 Camões, Luís de, 21 Campo de Marte, 136 Campoformio, 95 Campos Elíseos, 27 Can, constelación del, 92 Canaria, v. Gran Canaria Canarias, 111, 128, 129, 134, 164, 172, 179 Cano, Alonso, 40 Cano, Benito, 12, 16, 24, 26, 169, 170, 173 Canterla, Cinta, 37, 174 Canton, John, 163 Capmany, Antonio de, 75, 122, 167, 174, 175, 177 Filosofía de la eloqüencia, 75, 167, 175 Nuevo diccionario, 122, 174 Carducho, Vincencio, 41, 54 Diálogo de la pintura, 41 Carlos III, 11, 14, 19, 22, 48, 59, 63, 74, 81, 82, 102, 151, 164, 171, 175, 177, 179 Carlos IV, 54, 94, 96 Carlos V, 54 Carmona, v. Salvador Carmona, Manuel Carnero, G., 15, 177 Carnicero, Isidro, 112 Carrete Parrondo, Juan, 57, 174 Caso, José Miguel, 19, 93, 175 Castalia, editorial, 19, 72, 106, 172, 173 Castro Alfín, Demetrio, 142, 175 Cátedra, editorial, 40, 62, 172, 178, 181 Cátedra Feijoo, v. Instituto Feijoo Catedral de Las Palmas, 133, 134 Cavanilles, Antonio José, 118, 135-137, 149, 172, 179 Cartas, 135-137, 149, 164, 172
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Cavendish, Henry, 83, 98, 115, 141 Three papers, 115 Cebrián, José, 17, 22, 59, 65, 67, 74, 82, 83, 112, 126, 147, 150, 172, 173, 175 [email protected], 17 Celis, v. Pérez de Celis, Isidoro Cenicienta, 146 Cerone, Pietro, 31 Cervantes, Miguel de, 56, 125 Quijote, 56, 125, 181 Céspedes, Pablo de, 39, 49, 54 La pintura, 39 Cevallos Guerra, Pedro, 54 Chabaneau, François, 124, 164 Elementos de ciencias, 124 Charles, Jacques-Alexandre, 136, 139, 140 Chaulnes, Louis D’Albert D’Ailly, duque de, 119-121, 163, 178 Checa Beltrán, José, 26, 37, 50, 71, 75, 85, 112, 126, 174, 175, 180 Chênedollé, Charles, 12, 25, 85, 147, 152, 168 Études poétiques, 152, 168 Le génie de l’homme, 147 Œuvres, 147, 168 Chénier, André Marie, 81, 84 Hermès, 81, 146, 153 Chile, 91 Cicerón, 55 Ciencias, las, 162 Cienfuegos, Nicasio Álvarez de, 58 Cioranescu, Alejandro, 104, 135, 142, 146, 172, 173, 175 Cipariso, v. Queipo de Llano y Valdés, Joaquín José Ciscar y Ciscar, Gabriel, 13, 81, 102-106, 108, 109, 168, 177-179 Ensayos poéticos, 102, 168 Poema físico-astronómico, 81, 102, 103, 105, 106, 168, 179 Clarendon, editorial, 123, 173 Clío, 58, 69, 138, 149 CNRS, 173 Cohen, I. Bernard, 157, 176 Coimbra, 149 Colatino, v. Sexto Tarquino Colegio de Arquitectos Técnicos, 47
Colegio de Cirugía, 124 Colegio de San Marcial, 134 Colegio de Santa María de Lima, 15 Colegio Imperial, 85, 164, 181 Colegio Real de San Carlos, 164 Collège de Navarre, 149 Colón, Cristóbal, 141 Comercio, el, 141 Comisión Nacional para la Ciencia y la Tecnología, v. CONACYT Compañía Literaria, editorial, 102, 178 Comus, v. Ledru, Nicolas-Philippe CONACYT, 17 Condillac, Étienne Bonnot, abate de, 19, 52, 147 Consejería de Cultura de Murcia, 39 Consejo de Castilla, 11 Constitución de 1812, 73 Copley, medalla, 162, 178 Coquillot, abate, 143 Nouvelles du monde lunaire, 143 Cornell University, 52, 155, 178, 179 Cornudella i Carré, Rafael, 46, 176 Corominas, Joan, 123, 173 Coronas Tejada, Luis, 82, 176 Correggio, Antonio Allegri, 31 Costes, Amable, 30, 169 Cotarelo y Mori, Emilio, 36, 62, 176 Criador Eterno, v. Dios Crisea, 27, 28 Crosbie, Richard, 143 Cruz del Pozo, María Victoria, 83, 176 CSIC, 22, 31, 35, 37, 46, 66, 134, 151, 165, 172, 178-181 Cuchet, 135, 139, 168, 173 Cuesta, Juan de la, 68, 168 Cueto, Leopoldo Augusto de, 52, 172 Cueva, Juan de la, 22, 67, 78, 172 Exemplar poético, 67, 78 Viage de Sannio, 22, 172 Curtius, Ernst Robert, 95, 176 Cussac et Samson, 139, 167 Cuzco, 90 Dafne, 100 Dahan, Yvon, 164, 176 D’Alembert, Jean Le Rond, 155 Danteo, 68-70
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Índice Danubio, 32 D’Arezzo, Guido, 31 Darias del Castillo, Victoriano, 129, 176 D’Arlandes, François, 137, 139, 163 Darwin, Erasmus, 131, 168 The botanic garden, 131, 168 Daute, 133 Davis, Charles, 78, 176 Davis, Herbert, 37, 172 Deacon, Philip, 78, 176 Dédalo, 151 Défourneaux, Marcelin, 15, 176 Delalain, 138, 167 De la Rosa, v. Martínez de la Rosa, Francisco, Delille, Jacques, 20, 25, 26, 51, 52, 84, 102, 146, 150, 163, 168, 178 Les jardins, 20, 84 Les trois règnes, 84, 102 L’homme des champs, 26, 150, 168 L’imagination, 52, 146, 168 De Marsy, François-Marie, 39, 40 Pictura, 39 Demerson, Jorge, 48, 172 Demerson, Paulette, 127, 134, 176 De Nardis, Luigi, 148, 176 Dent & Dutton, editorial, 112, 181 Departamento de Lenguas Románicas (Harvard University), 17 De Pazzis Pi y Corrales, Magdalena, 130, 151, 174, 179 Diana, 107 Díaz Monasterio, Diego, 112 Díaz Rengifo, Juan, 67, 68, 78, 168 Arte poética, 68, 78, 168 Diderot, Denis, 12 Didot, Firmin, 147, 168 Didot, Julio, 73, 169 Didot le Jeune, 114, 127, 169 Díez González, Santos, 26, 147, 148, 159, 175 Instituciones poéticas, 26, 147, 148, 159 Dios, 14-16, 19, 22, 68, 87, 96, 101, 152, 153 Diputación de Jaén, 82, 176 D.J.V.C., v. Viera y Clavijo, José de Doblado, Joseph, 14, 170 Dodsley, J., 157, 170
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Doissin, Louis, 57 Sculptura, 57 Domergue, Lucienne, 16, 176 Domínguez Ortiz, Antonio, 82, 176 Don Cándido, 62, 63 Dorildo, 68, 69 Droz-Minard, editorial, 147, 179 Dublin, 143, 171 Dubuis, Michel, 89, 177 Du Châtelet, madame, 152 Du Fay, Charles François de Cisternay, 98 Dufour, Gérard, 15, 177 Du Fresnoy, Charles-Alphonse, 39 De arte graphica, 39 Edelinck, Gérard, 57 Edén, 124 Edinburgh, 83, 167 Éditions Hispaniques, 134, 176 Effemeridi Letterarie, 36 Egeo, mar, 90 Elías, 137 Elíseos, 113 Elmsly, P., 126, 169 Emilia, 52 Enciso Castrillón, Félix, 67, 70, 168, 174 Ensayo de un poema, 66-68, 70, 168 Enciso Recio, Luis Miguel, 82, 177 Encyclopédie, 12, 172 England, v. Inglaterra Eolo, 100, 112, 138, 160, 163 Erato, 69 Ercilla, Alonso de, 20 La Araucana, 20 Erídano, v. Po Escorial, sitio del, 142 Escalante, Juan Antonio Frías, 40 Escrivano, Miguel, 14, 167 Escultura, la, 53 Espagne, v. España España, 11, 16, 20, 32, 36, 40, 41, 44, 46, 54, 56, 57, 62, 64, 66, 72-75, 78, 8183, 88, 102, 108, 124, 127, 128, 130, 131, 134, 142, 143, 147, 151, 153, 164, 165, 173-181 Espasa Calpe, editorial, 30, 45, 72, 171, 172, 181
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Espinel, Vicente, 62 Diversas rimas, 62 Espinosa de los Monteros, Antonio, 39, 170 Espíritu Universal, v. Dios Estados Unidos, 155 Estevan y Cervera, José, 143, 168 Estigia, 120 Estudio de la Villa, 85, 181 Eszterházy, Miklós, 33 Eternidad, 96 Étienvre, Françoise, 75, 177 Etna, 96 Europa, 12, 32, 33, 55, 57, 82, 104, 131, 134, 153, 155, 165, 174, 177, 180 Euterpe, 35 Eximeno, Antonio, 31, 68, 168 Dell’origine e delle regole, 31, 168 Faetonte, 140, 163 Fantasía, 22 Faujas de Saint-Fond, Barthélemy, 134, 137, 139, 168 Description des expériences, 134, 135, 168 Première suite, 139, 168 FCE, 95, 164, 176, 181 Febo, 92 Feijoo, Benito Jerónimo, 49, 82, 83, 88, 89, 105, 106, 108, 153, 168, 172, 173, 177, 179 Ilustración apologética, 83, 168 Theatro crítico, 83, 105, 106, 108, 172 Felipe de Borbón, duque de Parma, 54 Felipe IV, 54 Fernández de Moratín, Leandro, 72, 74, 78, 171, 181 Fernández de Moratín, Nicolás, 78, 168, 181 La Diana, 78 Obras póstumas, 78, 168, 181 Fernández García, José, 82, 176 Fernández Pérez, Joaquín, 131, 165, 177, 180 Fernández Solano, Antonio, 164 Fernando VII, 73, 179 Fiedler, Rudolf, 126, 181 Filóstrato, 55
Física, la, 139, 141, 157, 159, 163 Flandes, 111, 114, 171 Flora, 123, 130 Floralbo Corintio, v. Sánchez Barbero, Francisco Florencia, 36 Floridablanca, conde de, 48, 50 Flumisbo Thermodonciaco, v. Fernández de Moratín, Nicolás FNMT, 57, 175 Fontana, Felice, 83, 98 Fontenelle, Bernard Le Bovier de, 141, 142, 163 Entretiens sur la pluralité des mondes, 141 Forner, Juan Pablo, 45, 172 Exequias, 45, 172 Fortuna, la, 141, 158 Fourcroy, Antoine-François de, 149, 164 Método de la nueva nomenclatura, 164 Francia, 20, 30, 40, 66, 74, 81, 111, 113, 114, 116, 118-120, 125, 134, 137, 139, 140, 143, 150, 154-156, 160, 164, 167, 171, 179, 181 Franklin, Benjamin, 13, 98, 101, 153-158, 162, 164, 176, 177, 181, 182 Experiments, 157 Froldi, Rinaldo, 66, 174 FUE, 64, 174 Fuerteventura, 133 Fundación Berndt Wistedt, 130, 174 Fundación March, 72, 178 Fusil, C.A., 82, 85, 152, 177 Gabriel de Borbón, 41, 142 Gago, Ramón, 164, 177 Galien, Joseph, 135 L’art de naviguer, 135 Galilei, Galileo, 84 Galvani, Luigi, 98 Ganimedes, 140, 157 Gárate Ojanguren, Montserrat, 57, 164, 174, 176 Garcés, Gregorio, 94 García de Arrieta, Agustín, 20, 24, 167 Principios filosóficos, 20, 93, 167 García Rodríguez, Javier, 13, 177 Garcilaso, v. Vega, Garcilaso de la,
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Índice Garnier-Flammarion, editorial, 12, 28, 66, 171, 172 Garzia, Antonio, 24, 36 Gassendi, Pierre, 82 Gazeta de Madrid, 135 Genève, 147, 179 Geografía, la, 141 Georg Prachner-Brüder Hollinek, editorial, 126, 181 Geraldi, Robert, 72, 177 Gete, Olga, 64, 177 Gibbon, Edward, 9 Gibraltar, 102, 168 Giguet et Michaud, 146, 168 Gillispie, Charles Coulston, 134, 177 Gladiador, el, 45 Glendinning, Nigel, 17, 78, 88, 176, 177 Gloucester, 116 Gluck, Christoph, 32 Alceste, 33 Iphigénie en Aulide, 33 Orfeo, 33 Godinho, Lino da Silva, 143, 170 Godoy, Manuel, 15, 54, 177 Goicolea Zala, Francisco Javier, 104, 177 Gómez Hermosilla, Josef, 75, 76, 168, 180 Arte de hablar, 75, 76, 168, 180 Gómez Ortega, Casimiro, 114, 151, 170, 180 Curso elemental, 151 Góngora, Luis de, 62, 69 González, Diego Tadeo, 78, 178, 181 Edades del hombre, 78 González Bueno, Antonio, 109, 131, 151, 177 González Tascón, Ignacio, 104, 131, 142, 165, 177, 179, 180, 181 Goodman, Dena, 155, 178 Gordejuela, Agustín de, 88, 170 Gotti, Giovanni, 46, 170 Grainville, Jean-Baptiste, 24 Granada, Gran Britania, 162 Gran Canaria, 133, 156 Grecia, 78 Gredos, editorial, 22, 123, 173, 180 Guadalupe, 113
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Gudin de la Brennellerie, Paul-Philippe, 137 Sur le premier voyage, 137 Guénot, Hervé, 154, 178 Guinard, Paul, 134, 176 Guitton, Édouard, 52, 178 Gutiérrez, Francisco Antonio, 31, 168 Del origen y reglas, 31, 168 Gutiérrez Bueno, Pedro, 115, 124, 164, 168 Método de la nueva nomenclatura, 164 Oración inaugural, 164, 168 Prontuario de química, 124, 168 Guyton de Morveau, Louis-Bernard, 124, 164, 176 Método de la nueva nomenclatura, 164 Habsburgo, los, 112 Hales, Stephen, 159, 160, 163 Hall, editorial, 157, 176 Hannover, 113 Harper, aeronauta, 143 Harper, editorial, 154, 181 Harvard University, 17, 155, 157, 171, 176 Haydn, Franz Joseph, 13, 33-35 Hazard, Paul, 149, 178 Helena, 56 Hércules Farnesio, 42, 45 Herder, Johann Gottfried, 52, 58, 179 Fragmente, 58 Herederos de Gordejuela, 88, 170 Herederos de Pazzoni, 93, 170 Hérissant le Fils, 117, 170 Hermosilla, v. Gómez Hermosilla, José Hernández González, Carmen, 64, 178 Hernández Pacheco, Isidoro, 15, 170 Herrera, Fernando de, 94 Herrera, Juan de, 31 Herschel, William, 142, 163 Hidalgo, imprenta de, 76, 168 Hierro, Francisco del, 106, 173 Himeneo, 130, 151 Hiparco Epireo, v. Pinazo, Antonio Hispanic Institute, 71, 178 Historia, la, 69 Hofburg, 126 Holanda, 127
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Honoré Champion, editorial, 75, 177 Horacio, 21, 22, 25, 27-29, 32, 34, 36, 41, 61-63, 66-68, 72, 74-76, 81, 169, 180 Epistula ad Pisones, 27, 29, 35, 61-64, 73, 75, 78, 81, 102, 180 Houdon, Jean-Antoine, 155 Houghton Library, 17 Ibarra, Joaquín, 47, 62, 83, 119, 139, 168170 Iberoamericana, v. Vervuert, editorial Ícaro, 139, 140, 151 Imaginación, la, 22 Imprenta de la Real Beneficencia, 51, 171 Imprenta de la Real Sociedad, 156 Imprenta del Mercurio, 118, 170 Imprenta de Villalpando, 124, 168 Imprenta Isleña, 112, 114, 133, 171 Imprenta Real, 11, 13, 24, 27, 31, 41, 52, 65, 114, 164, 167-171 Indias, 89 Infante y Urquidi, Juan, 62 Ingenhousz, Jan, 13, 126, 127, 129, 161164, 169, 180 Experiénces sur les végétaux, 127, 132, 169 Experiments upon vegetables, 126, 162, 169 Inglaterra, 13, 66, 115, 143, 155, 161 Inquisición, 14, 86 Institución Fernando el Católico, 142, 175 Instituto de Estudios Canarios, 104, 129, 173, 175, 176 Instituto de Estudios Madrileños, 52, 85, 178, 181 Instituto de Ingeniería de Rusia, 104, 179 Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 17 Instituto de San Isidro, 85, 181 Instituto Feijoo, 16, 19, 48, 49, 88, 172, 173, 175, 177, 178, 181 Instituto Juan Gil-Albert, 11, 164, 172, 179 Instituto y Museo Camón Aznar, 57, 175
Iriarte, Domingo de, 32, 34, 65 Iriarte, Juan de, 64-66, 169, 174, 177, 178 Gramática latina, 64-66, 169 Iriarte, Tomás de, 13, 20, 24-28, 30-36, 39, 41, 45, 52, 54, 61-64, 66-68, 73, 78, 79, 94, 102, 103, 169, 172, 176, 180, 181 Colección de obras, 24, 29, 32, 34, 61, 63, 64, 94, 169 Donde las dan las toman, 62 El arte poética de Horacio, 27, 29, 61, 63, 64, 169, 180 Fábulas literarias, 13, 62, 169, 172 La música, 20, 24-29, 31-36, 39, 61, 78, 94, 103, 169 Istro, 32 Italia, 46, 112, 127, 171, 174 Ithaca NY, 52, 155, 178, 179 Jacquin, Nicolas-Joseph, 126 Examen chemicum, 126 Jaén, 82, 176 Jallabert, Jean-Étienne, 98 Jardín Botánico de Viena, 126 Johnson, J., 116, 131, 168, 170 Jommelli, Nicolò, 27 Jordán, Tomás, 71, 169 Jorge III, 155 José II, 34, 126, 161 Journal Encyclopédique, 36 Journal de Politique et de Littérature, 36 Journal de Paris, 118, 135, 169 Jove, v. Júpiter Jovellanos, Gaspar Melchor de, 47, 93 Juan de Austria, 54 Juan de Austria, hijo de Felipe IV, 54 Juan de la Cuesta, editorial, 44, 179 Juanes, Juan de, 40, 49 Juno, 141, 151 Júpiter, 98, 100, 101, 121, 153, 156-158, 163 Juvenal, 76 Kahiluoto Rudat, Eva M., v. Rudat, Eva Marja Kant, Immanuel, 71 Kassel, 65, 175 Kepler, Johannes, 84, 153
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Índice Kossoff, A. David, 19, 173 Kircher, Athanasius, 31, 88 Mundus subterraneus, 88 Klincksieck, editorial, 52, 178 Kryzhanovsky, Leonid N., 98, 178 La Blancherie, Mammès-Claude Pahin de, 154, 178 Correspondance, 154, 178 Labor, editorial, 147, 172 Lacio, el, 29 Lacroix, 131 Lactancio Firmiano, 55 Lafarga, Francisco, 20, 62, 64, 177, 180, 181 La Fontaine, Jean de, 66, 172 Fables, 66, 172 Lafuente, Antonio, 82, 151, 177, 179 Lago Mayor, 115 Lagrange, D’Olgiband de, 143 Le voyage aérien, 143 Laharpe, Jean-François de, 72, 84, 169 Lycée ou cours de littérature, 84, 169 La Laguna, 17, 104, 146, 147, 172, 175 L’amour physicien, 142, 143, 169 La Muette, 137 Lana, Francesco, 135, 136, 163 Prodromo ovvero saggio, 135 Landriani, Marsilio, 101, 122 Langres, 155, 178 La nueva máquina del gas, 143, 168 Laocoonte, 42, 48 La Parra López, Emilio, 102, 178 Las Palmas, 17, 111, 134, 171, 172 Lavoisier, Antoine-Laurent, 83, 97, 112, 124, 164 Método de la nueva nomenclatura, 164 Réflexions sur le phlogistique, 124 Le Brun, Charles, 57 Le Brun, Ponce Denis Écouchard, Lebrun-Pindare, 85 Ode sus les causes, 85 Ledru, Nicolas-Philippe, 118, 119, 181 Leeds, 160 Le Febvre, François-Antoine, 25 Musica, 25 Leiden, 98, 117, 118, 182 Lello e Irmão, editorial, 131, 171
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Lémery, Nicolas, 88 Explication physique, 88 Lemierre, Antoine-Marin, 39 La peinture, 39 León, constelación del, 92 Leonardo, v. Vinci, Leonardo da Le voyage du globe, 140 Levrault, 26, 168 Librería Militar de Gibraltar, 102, 168 Lima, 15 Linco, 134 Linnæus, Carl, 129-132, 151, 152, 163, 164, 174, 179 Philosophia botanica, 151 Lisboa, 72, 88, 90, 131, 143, 170, 177, 179 Lleida, 62, 177 Llorens, Vicente, 72, 171, 178 Lobo, Eugenio Gerardo, 14 Lobo, Miguel, 102, 168 Locke, John, 19, 25, 147 Lodi, 95 Lombardía, 95 London, 52, 78, 83, 112, 116, 126, 131, 155, 157, 161, 167-170, 176, 178, 179, 181 Longas, Joseph, 47, 167 Lope, v. Vega, Lope de López, I.J., 15, 177 López, Josef, 67, 168 López de Ayala, Ignacio, 81, 85, 86, 88, 89, 91-94, 108, 113, 152, 169, 172 Numancia destruida, 86, 172 Termas de Archena, 81, 85-89, 92, 93, 108, 113, 115, 169 Thermæ Archenicæ, 85 López de Sedano, Juan José, 39, 62, 63, 67, 169 Coloquios de la espina, 63 Parnaso español, 39, 62, 169 López-Morillas, Juan, 19, 173 Lorenzo Álvarez, Elena de, 19, 178 Louis-le-Grand, colegio, 150 Louvre, palacio del, 154 Lucano, 20 Farsalia, 20 Lucio, v. Séneca Lucrecia, 151, 152
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Lucrecio, 20, 24, 84, 95 De rerum natura, 20, 24, 84, 104 Luis XIV, 57 Luis de León, 76 Luna, 89, 104, 138, 141, 152 Lunardi, Vincenzo, 143 Luzán, Ignacio de, 50, 67, 77, 94, 147, 148, 150, 172, 178 Poética, 77, 147, 148, 150, 172 Lyon, 16, 176 Macquer, Pierre-Joseph, 114, 115, 121, 163, 169 Dictionnaire de chymie, 114, 115, 121, 169 Macrobio, 22 Commentarii in Somnium, 22 Madrid, 11-17, 19-22, 24, 26, 27, 30, 31, 33-37, 40, 41, 45-47, 51, 52, 54, 57, 62, 64-68, 71-75, 78, 82, 83, 85, 88, 89, 102, 104, 106, 111, 112, 114, 118, 119, 123, 124, 130, 134-136, 139, 142, 146, 148-151, 161, 164, 165, 167-181 Mafeo, 135 Mahler, P., 119, 178 Maignan, Emmanuel, 82 Manfredi, editorial, 127, 174 Manila, 90 Mantua, 93, 95, 170 Manzanares, 33, 34, 58, 104, 105 Maquinaria, la, 141 March, Bartolomé, 78, 181 Marchbank, R., 143, 171 Marcos Álvarez, Fernando, 52, 178 Marmontel, Jean-François, 30, 35, 45, 84, 85, 103, 169 Éléments de littérature, 35, 45, 84 Essai sur les révolutions, 30 Œuvres complètes, 30, 35, 45, 84, 169 Mars, v. Marte Marte, 96, 116, 138, 148 Martí y Cantó, Federico, 129, 171 Martinez, Joseph von, 126 Martínez, Martín, 83, 169, 176 Philosohía scéptica, 83, 169 Martínez de la Rosa, Francisco, 13, 7174, 76, 77, 79, 81, 84, 109, 169-171, 175, 177, 178, 181
Arte poética de Horacio, 73, 78 Morayma, 73 Obras literarias, 73, 75-77, 169 Poesías, 71, 73, 169 Poética, 72-75, 78, 109, 175, 181 Martínez Ruiz, Enrique, 130, 151, 174, 179 Martini, Giambattista, 31 Matriti, v. Madrid Mayans y Siscar, Gregorio, 65, 82 Gramática latina, 65 Mayberry, Nancy K., 71, 72, 178 Mayberry, Robert, 71, 178 Mazzeo, Guido Ettore, 71, 178 McKie, Douglas, 162, 178 Mecánica, la, 157 Mecenas, 66 Mecio, 28 Mefitis, 122 Megenberg, Konrad von, 88 Meléndez Valdés, Juan, 47-50, 57, 79, 93, 94, 169, 172 El deseo de gloria, 49, 57, 58 La gloria de las artes, 47, 79, 169 Melpomene, 69 Memoria, la, 137 Memorial Literario, 46, 135, 169 Mena, Juan de, 22 Laberinto de Fortuna, 22 Menant, Sylvain, 28, 171 Menéndez Pelayo, Marcelino, 46, 85, 178 Mengs, Anton Raffael, 13, 25, 34, 41, 44, 46, 49, 54, 56, 57, 173, 175, 179, 181 El Descendimiento, 44 Gedanken über die Schönheit, 44 Obras, 41, 44, 46 Mercure de France, 36 Mercurio, 32, 66, 125, 163 Mercurio Histórico, 135, 137, 138, 169 Mestre Sanchis, Antonio, 11, 172 Metastasio, Pietro, 31, 32, 69 Didone abbandonata, 32 Meyer, Johann Friedrich, 126 México, 17, 53, 95, 106, 131, 164, 176, 179, 181 Michaelerplatz, 32 Milicia, la, 141
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Índice Milizia, Francesco, 46 Dell’arte di vedere, 46 Milton, John, 21, 31 Mincio, 95 Mindán Manero, Manuel, 82, 178 Minerva, 139, 162 Ministerio de Educación y Ciencia, 131, 177 Ministerio de Obras Públicas, 104, 177 Miraguano, editorial, 22, 172 MIT, 162, 181 Mitchell, John, 91 Conjectures, 91 Molina Mediavilla, Inmaculada, 138, 178 Molina y Zaldívar, Gaspar de, 164, 172 Molinié, Annie, 134, 176 Monasterio, v. Díaz Monasterio, Diego Monguió, Luis, 44, 78, 178, 179 Montesquieu, Charles-Louis de Secondat, barón de, 84, 147 Montgolfier, Jacques et Joseph, 13, 134136, 139, 150, 163, 164, 168, 177 Morales, Luis, 40 Morales Oliver, Luis, 64, 174 Moratín, v. Fernández de Moratín, Leandro Morell, José, 62 Poesías selectas, 62 Moreno, Roberto, 131, 179 Moreno de Tejada, Juan, 53-56, 58, 59, 169 Excelencias del pincel, 53-56, 58, 59, 169 Sobre la escaltura, 59 Moreno González, Antonio, 82, 165, 179 Morveau, v. Guyton de Morveau, Louis-Bernard Munárriz, José Luis, 24, 51, 167 Lecciones sobre la retórica, 24, 51, 167 Muratori, Luis Antonio, 74, 169 Reflexiones, 74, 169 Murcia, 39, 47, 85, 86, 169 Murillo, Bartolomé Esteban, 40 Museo Canario, 17 Música, la, 27, 32, 37, 69 Musschenbroeck, Petrus van, 98 Müller-Wille, Staffan, 130, 179 Mynors, R.A.B., 95, 173
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Nápoles, 121 Narcea, 138 Narcea, editorial, 148, 180 Naturaleza, la, 32, 52, 53, 55, 58, 77, 82, 97, 100, 101, 119, 133, 158, 159, 163 Navarrete, Juan Fernández de, 40 Neptuno, 151 Nereo, 90 Nerlich, Michael, 147, 179 Nesle, 140 Neva, 104, 105 Newark DE, 44, 179 Newton, Isaac, 13, 21, 23, 84, 147, 152, 153, 163 New York NY, 37, 71, 83, 112, 132, 154, 155, 172, 173, 174, 177, 178, 181 Nicolle, H., 152 Nifo, Francisco Mariano, 88, 170 Explicación phy´sica, 88, 170 Nollet, Jean-Antoine, 13, 98, 118, 119, 147, 149, 163, 170, 182 Ensayo sobre la electricidad, 118, 170 Lecciones de phy´sica, 119, 170 Norton, Robert E., 52, 58, 179 Nuevo Mundo, v. América Numancia, 86, 172 Núñez Espallargas, José M., 102, 179 Ocno, 95 Olavide, Pablo de, 11, 12, 14, 15, 170, 172, 176 El Evangelio en triunfo, 14, 15, 170, 177 Plan de estudios, 12, 172 Poemas christianos, 14, 15, 170 Olimpo, 121, 124 Oratoria, la, 27 Orazio, v. Horacio Ordaz, Jorge, 88, 179 Ortiz de Zárate, Carlos, 164, 179 Ovidio Nasón, Publio, 49, 134, 172 Metamorfosis, 100, 134, 172 Oviedo, 19, 48, 49, 88, 172, 173, 177, 178, 181 Oxford, 37, 95, 123, 172, 173 Oxonii, v. Oxford Österreichische Nationalbibliothek, 17, 181
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Pacheco, Francisco, 41, 54, 55 Arte de la pintura, 41 Padilla, editorial, 15, 176 Padre Omnipotente, v. Dios Padua, 117 Palas, 86 Palau y Verdera, Antonio, 131, 151, 180 Curso elemental, 151 Explicación de la filosofía, 131, 151 Palermo, 14, 127, 167, 174 Palladio, Andrea, 31 Palomino, Acisclo Antonio, 40, 41, 54, 55 Museo pictórico, 41, 57 Palomino, Juan Bernabé, 57 Pamplona, 47, 73, 167, 179 Pantoja de la Cruz, Juan, 40 Paraíso, Isabel, 75, 180 Pardo Canalís, Enrique, 47, 179 París, 12, 17, 28, 30, 33, 52, 57, 66, 71, 73, 75, 81, 82, 84, 98, 111, 114, 117119, 127, 134-139, 143, 145-148, 150, 152, 154, 163, 164, 167-174, 176-181 Parma, 36 Parnaso, 32, 124 Parrasio Tebano, v. Preciado de la Vega, Francisco Pascual, José Antonio, 123, 173 Pascual Santiso, Ricardo, 131, 179 Passy, 137 Pastor, Juan Francisco, 65 Pavía, 149 Pavlov, V., 104, 179 Payne, J., 126, 169 Paz, Príncipe de la, v. Godoy, Manuel Pegaso, 140 Pellicer y Saforcada, Juan Antonio, 56, 67, 181 Ensayo de una bibliotheca, 67 Pemán Medina, María, 164, 172 Penguin, editorial, 155, 177 Peña, Concepción de la, 39 Percival, Thomas, 127 Pérez Bayer, Francisco, 11, 172 Por la libertad, 11, 172 Pérez Corrales, Miguel, 147, 172 Pérez de Celis, Isidoro, 15, 16, 170 Elementa Philosophiæ, 15, 170
Filosofía de las costumbres, 15, 16, 170 Pérez de Hita, Ginés, 73 Historia de las guerras, 73 Persio, 76 Perú, 90, 128 Peset, José Luis, 82, 151, 177, 179 Peter Lang, editorial, 83, 173 Philosophical Transactions, 91 Physique, v. Física, la Pierce, Frank, 147, 179 Piferrer, Juan Francisco, 75, 167 Pilâtre de Rozier, François, 137-139, 163 Pinazo, Antonio, 17, 93-96, 99-101, 112, 158, 160 El rayo, 17, 93-97, 99-101, 158, 159, 170 Píndaro, 76 Pintos Vieites, María del Carmen, 73, 179 Pintura, la, 52 Piquer, Andrés, 82, 83, 178 Física moderna, 82 Pirineos, 16 Pisones, 29 Platon, 152 Plinio, 46, 49, 55-57, 159 Naturalis historia, 57 Po, 95 Poesía, la, 27, 32, 37, 67-69 Poética, 85, 93 Poetry, v. Poesía Polimnia, 69 Polt, John H.R., 44, 48, 172, 179 Pomona, 163 Pons, Alain, 12, 172 Pope, Alexander, 19, 21, 22, 24, 37, 78, 84, 153, 172 Essay on criticism, 24, 37 Essay on Man, 21 Poetical works, 37, 172 Porcel y Aguirre, Trino Antonio, 124 Nueva análisis, 124 Portela, Eugenio, 165, 180 Porto, 131, 171 Portugal, 41, 174 Posteridad, la, 137, 163 Poussin, Nicolas, 31 PPU, editorial, 20, 51, 150, 175, 180, 181
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Índice Preciado de la Vega, Francisco, 46, 170, 173, 176 Arcadia pictórica, 46, 170 Presses Universitaires de Lyon, 16, 176 Priestley, Joseph, 12, 83, 97, 112, 113, 115-119, 123, 127, 149, 153, 154, 157, 159-162, 164, 170, 178, 181 Experiments, 112, 116, 119, 123, 124, 131, 136, 170 Histoire de l’électricité, 117, 170 The history and present state, 117, 157, 170 Prieto, Antonio, 146, 148, 180 Prieto de Paula, Ángel L., 62, 172 Princeton NJ, 74, 134, 177, 181 Príncipe de la Paz, v. Godoy, Manuel Pringle, John, 123, 162 Prometeo, 156-158 Proust, Luis, 164 Prudencio, 55 Puerto de Santa María, 89, 177 Puerto Sarmiento, Francisco Javier, 151, 177, 180 Puig-Samper, Miguel Ángel, 151, 180 Pujante Sánchez, José David, 71, 180 Pyremont, v. Bad Pyrmont Queipo de Llano y Valdés, Joaquín José, conde de Toreno, 138, 139, 170, 178 Canto en la invención, 138, 139, 170 Quer, José, 131, 179 Flora española, 131 Quillau, imprenta, 150, 170 Quimia, la, v. Química, la Química, la, 96, 112, 119, 159, 163 Quintiliano, 55 Racine, Louis, 20, 77 La religion, 20 Rafael, v. Sanzio, Raffaello Raiecki, conde de, 143 Aux navigateurs, 143 Rameau, Jean-Philippe, 31 Random-Vintage, editorial, 132, 174 Ray, John, 130 Real Academia de Nobles Artes de San Fernando, 27, 39, 46-50, 53, 169, 173, 181
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Real Academia de San Carlos de México, 53 Real Academia Española, 56, 83, 173, 174 Diccionario, 64, 106, 115, 122, 123, 173, 178 Diccionario histórico, 122 Real Escuela de Química, 164, 168 Real Jardín Botánico, 151, 180 Real Seminario de Nobles, 52 Real Sociedad Bascongada, 15, 57, 66, 164, 174, 176 Real Sociedad de Londres, v. Royal Society Real Sociedad Económica de Asturias, 138 Real Sociedad Económica de Las Palmas, 134, 156, 171, 172 Real Sociedad Económica de Sevilla, 17 Reales Estudios de San Isidro, 85, 164 Rebelo da Silva, Luís Alberto, 72, 170 Memória acerca da vida, 72, 170 Redoutensaal de Viena, 112 Reed, Howard, 162, 180 Reichenberger, editorial, 65, 175 Rejón de Silva, Diego Antonio, 24, 3941, 44, 45, 47, 54, 78, 170 El tratado, 170 La pintura, 24, 39-45, 47, 54, 78, 79, 170 Rengifo, v. Díaz Rengifo, Juan República Mexicana, v. México Requeno, Vicente, 46, 170 Saggi sul ristabilimento, 46, 170 Revista Agustiniana, editorial, 78, 181 Revolución francesa, 16, 146, 176 Ribalta, Francisco, 40 Ribera, José de, 40 Richmann, Georg Wilhelm, 98, 178 Riego, Rafael del, 73 Rio de Janeiro, 131 Ríos, Juan A., 145, 180 Ríos, Vicente de los, 63 Rivadeneyra, editorial, 36, 102, 168, 176 Rivas, Ángel Saavedra, duque de, 72, 171 Robert, hermanos, 136, 139, 140 Robert du Fond, João, 143, 170 A máquina aerostática, 143, 170
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Robinson, J., 161, 167 Roche, Juan Luis, 89, 177 Rodríguez Sánchez de León, M.J., 51, 180 Roma, 31, 36, 42, 46, 49, 66, 93, 148, 168, 170, 173, 174, 176 Román, Blas, 111, 135, 136, 171 Romero Tobar, Leonardo, 51, 180 Romeu Palazuelos, Enrique, 145, 180 Rosa y Bouret, librería de, 66 Rosset, Pierre Fulcrand de, 84 L’agriculture, 84 Rossi, Paolo, 124, 173 Roucher, Jean-Antoine, 51, 84, 146, 150, 170 Les mois, 51, 84, 150, 170 Rouland, 149 Rousseau, Jean-Jacques, 147 Royal Society, 127, 161, 162 Rozier, v. Pilâtre de Rozier, François Rubio, E., 15, 177 Rubio de Urquía, Guadalupe, 57, 164, 174, 176 Rudat, Eva Marja, 22, 50, 178, 180 Ruiz de Elvira, Antonio, 134, 172 Rusia, 104, 179 Sage, Balthasar-Georges, 111, 114, 170 Éléments de minéralogie, 114 Experiencias, 114, 170 Saint-Lambert, Jean-François de, 51, 84, 146, 148, 152, 171, 176 Les saisons, 51, 84, 148, 152, 153, 171 Sainz y Rodríguez, Pedro, 45, 172 Salamanca, 86, 172 Salas Salgado, Francisco, 62, 180 Salicio, 27, 28 Salinas, Francisco, 31 Salmoneo, 98 Salvador Carmona, Manuel, 57, 58, 174, 175 Sancha, Antonio de, 20, 46, 54, 62, 71, 74, 167, 169, 170 Sancha, Gabriel de, 56 Sánchez Barbero, Francisco, 12, 50, 51, 85, 171, 180 Principios de retórica, 51, 85, 171, 180 Sánchez-Blanco Parody, Francisco, 82, 89, 180
Sánchez Coello, Alonso, 40 Sánchez de las Brozas, Francisco, 64 Sánchez Siscart, María Montserrat, 35, 180 San Isidoro, 55 Sannio, 22 San Petersburgo, 98, 104 San Sebastián, 66, 174 San Sebastián, fonda de, 85 Santa Cruz, José Joaquín Bazán de Silva Meneses, marqués de, 111, 112, 126, 142, 149 Santa Cruz de Tenerife, 17, 112, 114, 129, 133, 135, 145, 156, 171-173, 180 San Telmo, 122 Santelmo, fuego de, 121 Santiago de Compostela, 51, 180 Santo Oficio, v. Inquisición Santorín, 90 Sanzio, Raffaello, 31, 44, 49 Sarasa, Esteban, 142, 175 Sardón Navarro, Isabel M. Sonia, 75, 180 Sarmiento, Martín, 89 Sarrailh, Jean, 72, 74, 164, 181 Saturno, planeta, 22 Saugnieux, Joël, 88, 181 Scheele, Carl Wilhelm, 123 Schlosser, Julius von, 40, 181 Schoenburn, David, 154, 181 Schofield, Robert E., 162, 181 Schönbrunn, palacio de, 126 Scientifica, editorial, 82, 177 Sebold, Russell P., 15, 25, 28, 86, 102, 147, 172, 177, 181 Seco Serrano, Carlos, 72, 172 Sedano, v. López de Sedano, Juan José Segovia, 39, 170 Segura, 86, 114 Segura Ramos, Bartolomé, 134, 172 Sellés, Manuel, 82, 151, 177, 179 Seminario de San Fulgencio, 86 Seminario de Vergara, 66, 164 Sempere y Guarinos, Juan, 11, 23, 24, 32, 35, 65, 67, 74, 86, 93, 169, 171 Ensayo de una biblioteca, 11, 23, 24, 32, 35, 36, 65, 86, 93, 171 Sena, 135, 137, 154 Séneca, 55
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Índice Señor del Cielo, v. Dios Ser Omnipotente, v. Dios Ser Supremo, v. Dios Sermide, v. Mantua Serrano, Eliseo, 142, 175 Sevilla, 12, 15-17, 21, 23, 46, 83, 171, 172, 175, 176 Sexto Tarquino, 152 Shearer, James F., 74, 181 Shelburne, lord, marquis of Lansdowne, 162 Sigaud de Lafond, Joseph-Aignan, 111, 114, 116, 120, 124, 149, 150, 154, 160, 162, 164 Description et usage, 149 Essai sur différentes espèces, 149 Traité de l’électricité, 149 Silva, Francisco María de, v. Almodóvar, duque de Silva Júnior, editorial, 72, 170 Simón Díaz, José, 56, 85, 164, 181 Simpson, J.A., 123, 173 Sistema Nacional de Investigadores, 17 Smith, Paul Julian, 78, 176 Sociedad Española de Literatura General y Comparada, 51, 180 Société Philomatique, 119, 178 Sófocles, 32, 154, 155 Sol, 102, 103, 105, 106, 127, 128, 130, 138 Soler, Amparo, 165, 180 Solfatara, 121, 122 Solon, 154, 155 Somorrostro, 124 Sophocles, v. Sófocles Sosa, Luis de, 72, 181 Spa, 113, 114 Spagna, v. España Spain, v. España Stahl, Georg Ernst, 97 Stiffoni, Giovanni, 106, 172 Strahan, Cadel and Creech, imprenta de, 83, 167 Strasbourg, 26, 168 Studium Generale, editorial, 73, 179 Stukeley, William, 88 On the causes, 88 Stummvoll, Joseph, 126, 181 Subirá, José, 31, 36, 181
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Suecia, 130, 152 Sulzer, Johann Georg, 46 Suplemento a la Gazeta, 54, 171 Tácito, 55 Talía, 69 Támara, Francisco, 64 Támesis, 119 Tamesis, editorial, 78, 176 Tártaro, 108 Tartini, Giuseppe, 31 Tasso, Torquato, 21, 31 Taurus, editorial, 89, 180 Teixidor y Cos, Juan, 129, 171 Tejerina, Belén, 78, 181 Temis, 58 Temple, bulevar del, 118 Terpsícore, 69 Terreros y Pando, Esteban de, 12, 91, 106, 173 Diccionario, 12, 91, 106, 173 The aerial voyage, 143, 171 The Ballooniad, 143, 171 The Hispanic Society of America, 17 Thomson, James, 19, 20 The seasons, 20 Thorpe, T.E., 112, 127, 181 Tibulo, 76 Tiergarten de Viena, 126 Tierra, 102, 103, 105, 106, 108, 152 Tiziano, v. Vecelli, Tiziano Todopoderoso, el, v. Dios Torino, 124, 173 Torlais, Jean, 118, 181 Torricelli, Evangelista, 13, 84, 153, 163 Tosca, Tomás Vicente, 106 Tournefort, Joseph Pitton de, 130, 131 Trigueros, Cándido María, 21-23, 45, 48, 171, 173 El poeta filósofo, 21, 22, 171 El viage al cielo, 22, 23, 171 Trillo, 113 Triptólemo, 134 Trotta, editorial, 35, 173 Tullerías, jardín de las, 139, 140 Turgot, Anne Robert Jacques, barón de, 155 Twayne, editorial, 71, 178
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La Musa del Saber
Úbeda de los Cobos, Andrés, 49, 181 UNAM, v. Universidad Nacional Autónoma de México Unicaja, editorial, 164, 172 Unitrina Asonancia, v. Dios Unitrina Llama, v. Dios Universidad Complutense, 19, 46, 173, 175 Universidad de Sevilla, 12, 16, 172, 175 Universidad Nacional Autónoma de México, 17, 131, 179 University of California, 157, 182 Universo, 139 Uppsala, 130, 151, 152 Urania, 69, 152, 153, 162 Ureña, Marqués de, v. Molina y Zaldívar, Gaspar de Urzainqui, Inmaculada, 20, 181 UTET, 124, 173 Utrilla Navarro, Luis, 142, 181 Valencia, 143, 168 Valladolid, 75, 180 Vallejo González, Irene, 78, 181 Valmont de Bomare, JacquesChristophe, 111 Van Doren, Carl, 155, 177 Van Helmont, Jan Baptist, 159, 160, 163 Van Musschenbroeck, Petrus, 118 Vargas, Luis de, 49 Vázquez, Manuel Nicolás, 21, 23, 171 Vázquez y Morales, José, 118, 170 Vecelli, Tiziano, 31 Vega, Garcilaso de la, 28, 31 Vega, Lope de, 58, 61 Velázquez, Diego de Silva, 25, 31, 40 Velázquez, Luis José, 78, 176 Orígenes de la poesía, 78, 176 Vélez de la Gomera, peñón de, 73 Venecia, 36, 46, 170 Venus, 140, 141, 157 Venus de Medici, 45, 48, 53 Vercruysse, Jérôme, 28, 171 Vergara, 66, 164 Versalles, 136 Vervuert, editorial, 17 Vervuert, Klaus D., 17 Vesubio, 121, 122
Vida, Marco Girolamo, 25, 84 Viena, 32, 34, 36, 81, 112, 126, 161, 175, 181 Vientos, los, 160 Viera y Clavijo, José de, 13, 81, 83, 91, 94, 96, 97, 100, 111, 112, 114, 115, 117-129, 131, 133-142, 145-151, 153157, 161, 163, 164, 171-173, 175, 176, 179, 180 Actas de la Catedral, 134 Cartas familiares, 133, 171 Colección de algunos opúsculos, 171 Diccionario de historia natural, 111, 129, 134, 146, 172, 173 Extracto de las actas, 134, 172 Las bodas de las plantas, 129-131, 133, 146, 151, 152, 164, 171 La máquina aerostática, 134-136, 143, 150, 171 Las cometas, 156, 158, 164, 171 Los aires fijos, 81, 83, 91, 96, 97, 100, 111-113, 115, 117-121, 123-126, 128, 129, 134-137, 141-143, 145, 148-151, 153, 159, 160-164, 171, 173 Los aires vegetales, 129 Los meses, 113, 114, 146, 153, 154, 171 Los vasconautas, 147, 148, 163, 172 Memorias, 111, 142, 146, 154, 156, 172 Viaje a Alemania, 112, 126, 127, 161, 171 Viaje a Francia, 114, 116, 118-120, 125, 150, 154, 155, 160, 171 Vilanova, Antonio, 51, 180 Villanueva, Darío, 51, 180 Villanueva del Prado, marqués de, 133 Vinci, Leonardo da, 25, 40, 41, 54, 170 Virgilio Marón, Publio, 20, 22, 24, 32, 49, 77, 84, 95, 96, 98, 122, 148, 160, 173 Eneida, 95, 98, 123, 160 Geórgicas, 20, 24, 77, 84, 96 Virtud, 22 Viuda de Alfonso Vindel, 14, 167 Viuda de Ibarra, 12, 173 Viuda de Roca, 78, 168 Volta, Alessandro, 13, 115, 117, 122, 163 Lettere sull’aria infiammabile, 115
CEBRIAN
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Índice Sull’elettricità vindice, 117 Voltaire, François Marie Arouet, 16, 21, 72, 143, 147, 152-155 Épître, 152 La Henriade, 21 Vulcano, 96, 100 Watelet, Claude-Henri, 39, 40 L’art de peindre, 39 Weiner, E.S.C., 123, 173 Wellington, Arthur Colley Wellesley, duque de, 102 Whiston, William, 105 A new theory, 105
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Widener Library, 17 Wien, v. Viena Winckelmann, Johann Joachim, 44 Wurmser, Dagobert Siegmund von, 95 Yamazaki, Eizo, 98, 182 Young, Edward, 19 Zacagnini, Antonio, 119, 170 Zall, P.M., 157, 182 Zaragoza, 131, 142, 175, 177 Zarlino, Gioseffo, 31 Zeuxis, 56 Zurbarán, Francisco de, 40