La mitificación del pasado español: reescrituras de figuras y leyendas en la literatura del siglo XIX 9783954876877

Durante el siglo XIX, surge un profundo interés por la recuperación de la historia nacional. Algunos personajes y evento

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Spanish; Castilian Pages 214 [213] Year 2018

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Table of contents :
ÍNDICE
Introducción: La recuperación y mitificación de la tradición española en el siglo xix
Don Rodrigo
Urraca de Castilla y León
La judía de Toledo
Pedro I
La Celestina
Las naves de Cortés
Felipe II y el príncipe don Carlos
Abén Humeya
El duque de Alba
El conde de Villamediana
La Perricholi
El emigrado político
Epílogo: Mitos viejos, mitos nuevos
Sobre los autores
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La mitificación del pasado español: reescrituras de figuras y leyendas en la literatura del siglo XIX
 9783954876877

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LA MITIFICACIÓN DEL PASADO ESPAÑOL: REESCRITURAS DE FIGURAS Y LEYENDAS EN LA LITERATURA DEL SIGLO XIX EdiciÓn a cargo de: Elizabeth Amann Fernando Durán López María José González Dávila Alberto Romero Ferrer Nettah Yoeli-Rimmer

LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA Vol. 30 Consejo editorial Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Real Academia de la Lengua Española, Madrid) Lou Charnon-Deutsch (SUNY at Stony Brook) Luisa Elena Delgado (University of Illinois at Urbana-Champaign) Fernando Durán López (Universidad de Cádiz) Pura Fernández (Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid) Andreas Gelz (Albert-Ludwigs-Universität, Freiburg im Breisgau) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Kirsty Hooper (University of Warwick, Coventry) Marie-Linda Ortega (Université de la Sorbonne Nouvelle / Paris III) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Manfred Tietz (Ruhr-Universität, Bochum) Akiko Tsuchiya (Washington University, St. Louis)

L A M I T I F I C A C I ÓN D E L PA S A D O E S PA ÑO L : REESCRITURAS DE FIGURAS Y LEYENDAS E N L A L I T E R AT U R A D E L S I G L O X I X

EdiciÓn a cargo de: Elizabeth Amann Fernando Durán López María José González Dávila Alberto Romero Ferrer Nettah Yoeli-Rimmer

Iberoamericana - Vervuert - 2018

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-65-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-686-0 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-687-7 (e-Book)

Depósito Legal: M-4296-2018 Imagen de la cubierta: Carlos Múgica y Pérez. Doña Urraca. © Archivo Fotográfico Museo Nacional del Prado. Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación. Impreso en España Este libro está impreso integramente en papel ecológico blanqueado sin cloro

ÍNDICE

Introducción: La recuperación y mitificación de la tradición española en el siglo xix María José González Dávila, Nettah Yoeli-Rimmer y Elizabeth Amann. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Don Rodrigo Nataliya Nóvikova . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Urraca de Castilla y León Carmen Servén Díez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La judía de Toledo Nettah Yoeli-Rimmer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Pedro I María José González Dávila. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La Celestina Jéromine François . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Las naves de Cortés Eva Lafuente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Felipe II y el príncipe don Carlos Fernando Durán López . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Abén Humeya Alberto Romero Ferrer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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El duque de Alba Lieve Behiels. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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El conde de Villamediana Isabel Román Román . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La Perricholi Hartmut Nonnenmacher . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

173

El emigrado político David Loyola López . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Epílogo: Mitos viejos, mitos nuevos Fernando Durán López y Alberto Romero Ferrer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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IntroducciÓn L A R E C U P E R A C I ÓN Y M I T I F I C A C I ÓN D E L A T R A D I C I ÓN E S PA ÑO L A E N E L S I G L O X I X 1 María José González Dávila Nettah Yoeli-Rimmer Elizabeth Amann

En el prólogo de Cantos del trovador (1840), José Zorrilla declara abiertamente su rechazo al pasado clásico de raíz pagana: ¡Lejos de mí la historia tentadora de ajena tierra y religión profana! Mi voz, mi corazón, mi fantasía la gloria cantan de la patria mía (7).

Mientras que el arte y la poesía del Barroco y del Rococó habían ensalzado los mitos grecolatinos, los escritores románticos como Zorrilla

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Este volumen forma parte de los resultados científicos y se ha beneficiado de los fondos de los proyectos A Tale of Spain: Historical Novels in English by Spanish Exiles during the 1820s and 1830s, Bijzonder Onderzoeksfonds, de la Universiteit Gent (20132017) y CLEX19, La cultura literaria de los exilios españoles en la primera mitad del xix, financiado por MINECO, ref. FFI2013-40584-P, Universidad de Cádiz (2014-2016). Versiones preliminares de los trabajos que aquí se publican se expusieron durante el seminario Reescrituras de leyendas y mitos históricos españoles en la literatura del siglo xix, celebrado en Gante, 20-21 de mayo de 2016.

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María José González Dávila/Nettah Yoeli-Rimmer/Elizabeth Amann

o el Duque de Rivas volvieron la mirada al pasado español, y buscaron recuperar antiguas leyendas y tradiciones nacionales. Como observa Vicente Cristóbal, «el movimiento romántico hunde las columnatas y templos en que se asentaban [los dioses y héroes paganos]: la tradición clásica grecolatina y con ella su más visible signo, la mitología, sufre un colosal derrumbamiento sin precedentes» (41). Los ídolos destronados fueron reemplazados por personajes y hechos que procedían del pasado español, y que se fueron mitificando a lo largo del siglo xix gracias a las múltiples reescrituras que de ellos se hicieron. Este cambio en el enfoque artístico procedía de un movimiento general que se alejaba de los principios de la Ilustración, y que impulsaba la recuperación de la cultura local y sus particularidades históricas, así como al redescubrimiento del pasado de la nación y la literatura tradicional. 1840 marcó un punto de inflexión en este proceso de recuperación histórica. José Joaquín de Mora publicó Leyendas españolas en Londres y, solo un año más tarde, se editaron los Romances históricos del Duque de Rivas. Sin embargo, el proceso de recuperación de las leyendas y tradiciones nacionales había empezado mucho antes. En un ensayo sobre el Duque de Rivas, Salvador García Castañeda destaca un importante número de colecciones de romances tradicionales españoles, entre los que se encuentran: Romanceros y Cancioneros españoles (1796), de Quintana; Tesoro de los romanceros y Cancioneros españoles (1818), de Eugenio de Ochoa; Colección de romances antiguos o Romanceros (1821), de Agustín Durán, y el Romancero General (1828-1832). Es importante señalar, además, que los escritores extranjeros desempeñaron un papel esencial en este proceso de recuperación y mitificación del pasado, con obras como Ancient Ballads (1801), de Thomas Rod; la traducción del Cid (1803), de Herder; Sammlung der besten alten spanischen historischen, Ritter- und maurischen Romanzen (1817), de G. B. Depping; Romancero e historia del rey de España don Rodrigo (1821), de Abel Hugo; Floresta de rimas antiguas castellanas (1821, 1823, 1825), de Juan Nicolás Böhl de Faber; Ancient Spanish Ballads, Historical and Romantic (1823), de John Lockhart; o Ancient Poetry and Romances of Spain (1824), de Sir John Bowring. Además, el gran éxito del Hernani de Victor Hugo, del Don Juan de Lord Byron y de los Tales of the Alhambra de Washington Irving inspiró muchas reescrituras del pasado español en clave romántica, lo que también contribuyó al desarrollo de este proceso de mitificación. Los autores analizados en este libro probablemente no usaran las palabras mito o mitificación para referirse a las historias que querían

La recuperación y mitificación de la tradición española en el siglo xix

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transmitir. En el siglo xix, los términos mito y mitología se relacionaban fundamentalmente con las creencias paganas de la Antigüedad o de las sociedades primitivas. La quinta edición del Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española (1853), de Joaquín Domínguez, define mito de la siguiente manera: Úsase esta voz en un sentido general, para expresar el conjunto de innumerables fábulas debidas al paganismo; pero tomada en su acepción más propia y estricta, designa cada una de las invenciones o ficciones que constituyen la creencia religiosa de algún pueblo.

Esta definición destaca la falsedad del mito, así como su origen extranjero. Es muy probable que Zorrilla, al alejarse de la tradición grecorromana, se viera a sí mismo rechazando mentiras paganas y abrazando la verdad cristiana. En el siglo xix, mito era una palabra que se usaba para describir las falsas creencias y tradiciones de otra gente (véase Detienne 1981). Es interesante, además, contrastar la definición de Domínguez con la aparecida en la última edición del DRAE: 1. m. Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico. Con frecuencia interpreta el origen del mundo o grandes acontecimientos de la humanidad. 2. m. Historia ficticia o personaje literario o artístico que condensa alguna realidad humana de significación universal. El mito de Don Juan.

En este caso, no se destacan la naturaleza engañosa del mito ni sus orígenes paganos, sino más bien la verdad o significado universal que este transmite. Y, como sugiere el ejemplo de Don Juan, el pasado nacional se presta, tanto como la tradición antigua, al proceso de mitificación. La segunda parte de la definición del DRAE sugiere que el mito puede tener un significado «universal» que mantiene a través del tiempo y el espacio. Las semejanzas en los sistemas mitológicos de diferentes partes del mundo han llevado a los investigadores a buscar pautas comunes en la narración mitológica. Lévi-Strauss, que ve la mitología como un sistema lingüístico, sugiere que todos los mitos son intentos de resolver a un nivel simbólico dicotomías o creencias irreconciliables como las oposiciones entre lo autóctono y lo extranjero,

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el egoísmo y el altruismo, o la vida y la muerte. Otros investigadores, sin embargo, consideran que estos relatos no son universales, sino que nacen de circunstancias históricas particulares. Para Bronislaw Malinowski, por ejemplo, los mitos legitiman el orden social y fortalecen los sistemas de valores y creencias culturales que son intrínsecos a la comunidad que los transmite. Desde este punto de vista, un mito no se define por su estructura universal, sino por su función social específica. Del mismo modo, Roland Barthes explora cómo los procesos de mitificación han sido usados históricamente para representar ideologías y circunstancias específicas como estados naturales del ser humano y como verdades universales, así como para confirmar las creencias y valores culturales compartidos en una comunidad. El objetivo de este libro es examinar el proceso de mitificación del pasado que se produce en el siglo xix en la literatura hispánica. Se estudia cómo los escritores, artistas e intelectuales de la época otorgan un significado histórico específico a las figuras y a los relatos del pasado nacional. Igualmente, en esta colección de artículos se reflexiona sobre cómo el significado de los hechos históricos varía según el contexto en el que son recuperados. ¿Qué tipo de ideologías, valores y creencias se proyectan en esas historias y personajes? ¿Cómo usan los escritores decimonónicos estas narraciones para examinar cuestiones contemporáneas? ¿Por qué resuenan en la memoria colectiva del momento? Los artículos que aquí se recogen están dispuestos en orden cronológico a partir del nacimiento de la leyenda o la figura estudiada, ya sea histórica o literaria. Nataliya Nóvikova analiza la reelaboración de la leyenda de don Rodrigo en la obra de Aleksandr Pushkin, y la influencia que tuvo el poema Rodrigo, el último de los godos, de Robert Southey en la obra del escritor ruso. Carmen Servén Díez estudia la figura de Urraca de Castilla y León y los diferentes prejuicios sobre ella y su reinado a través de la biografía escrita por Pilar Sinués en 1878. El mito de la bella Raquel es examinado en el tercero de los artículos por Nettah Yoeli-Rimmer, que compara diferentes versiones de la leyenda de la judía de Toledo. María José González Dávila se centra en la figura de Pedro I y en varias de sus representaciones durante el siglo xix, profundizando en el significado de la misma en la obra del liberal Telesforo Trueba y Cosío.

La recuperación y mitificación de la tradición española en el siglo xix

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Dejando atrás las leyendas de procedencia medieval, el artículo de Jéromine François recupera la figura de la Celestina y estudia la mitificación del personaje creado por Fernando de Rojas. La Conquista de América es analizada a través de la quema de las naves de Cortés por Eva Lafuente, que aporta un estudio no solo de la representación literaria sino también iconográfico. Fernando Durán López se enfoca en la relación entre Felipe II y su hijo, el príncipe Don Carlos, relacionando la obra Historia crítica de la Inquisición de España del afrancesado Juan Antonio Llorente con las cartas que José María Blanco White publicó en The New Monthly Magazine and Literary Journal en 1822. Abén Humeya, la rebelión de los moriscos contra Felipe II y, en general, la reflexión identitaria inducida en la cultura española por la coexistencia de cristianos y musulmanes es el objeto de análisis de Alberto Romero Ferrer. Lieve Behiels se centra en la imagen del duque de Alba representada en la obra The First of the English, de Archibald Clavering Gunter, analizando los factores que llevaron al autor estadounidense a escribir sobre este mito y la enorme acogida que tuvo la traducción neerlandesa de la novela. Isabel Román explora en su artículo las representaciones antitéticas de la figura del conde de Villamediana y la ficcionalización de su asesinato en varias obras del siglo xix. Hartmut Nonnenmacher estudia las representaciones que Prosper Mérimée y Ricardo Palma hicieron en el siglo xix sobre el mito nacional peruano de la Perricholi, construido en torno a la figura de la actriz Micaela Villegas. Por último, David Loyola presenta diferentes recreaciones del arquetipo del emigrado, figura que se mitificó a lo largo del siglo xix. Obras citadas Barthes, Roland (1957): Mythologies. Paris: Éditions du Seuil. CristÓbal, Vicente (2000): «Mitología clásica en la literatura española: consideraciones generales y bibliografía». Cuadernos de Filología Clásica: Estudios Latinos, vol. 18, pp. 29-76. Detienne, Marcel (1981): L’invention de la mythologie. Paris: Gallimard. Domínguez, Ramón Joaquín (1853): Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española. Madrid-Paris: Establecimiento de Mellado. García CastaÑeda, Salvador (2006): «Los Romances históricos del Duque de Rivas». Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, .

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María José González Dávila/Nettah Yoeli-Rimmer/Elizabeth Amann

Lévi-Strauss, Claude (1955): «The Structural Study of Myth». The Journal of American Folklore, vol. 68, nº 270, pp. 428-444. Malinowski, Bronislaw (1979): Myth in Primitive Psychology. Westport: Greenwood Publication Group. Zorrilla, José (1840): Cantos del trovador: colección de leyendas y tradiciones históricas. Madrid: I. Roix.

DON RODRIGO Nataliya Nóvikova Universidad Estatal M. V. Lomonósov de Moscú

Como uno de los relatos fundacionales de la cultura española, el mito de don Rodrigo, el último rey de los visigodos, ha sido elaborado dentro del marco de varios discursos desde la Edad Media hasta nuestros días. Al compararlo con construcciones imaginarias parecidas, por ejemplo, la de don Juan, se ve que el mito de don Rodrigo tiene fuertes implicaciones políticas y proyecta el conflicto individual sobre el destino común. La primera etapa de la evolución del mito comprende la historiografía medieval y áurea, que se vincula estrechamente con la gestación del ciclo del romancero tradicional. Durante la segunda, ambos discursos, el histórico-crítico y el ficcional, se van diferenciando más y desarrollan un nuevo tipo de intercambio productivo a partir de tal diferencia. Las elaboraciones del mito en el siglo xix poseen un interés especial para estudiar su arqueología, porque es la época en que se hacen más patentes las tendencias ya existentes: la ficcionalización del mito en formas literarias muy variadas, la flexibilidad de sus posibles interpretaciones y el alcance europeo de un relato inicialmente regional. El presente artículo tiene como objetivo ofrecer un breve resumen de la estructura y formación del mito para analizar luego un caso poco estudiado de su reescritura en Rusia por Aleksandr Pushkin. La versión de Pushkin merece atención por su innovación formal y por ser fruto de la interacción cultural no solo entre Rusia y España, sino, también, con Inglaterra.

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Nataliya Nóvikova

La versión completa del mito tiene cuatro protagonistas —don Rodrigo, don Julián, don Pelayo y Florinda (La Cava)— y se desarrolla a través de seis episodios: (1) Rodrigo protege a una noble y joven viuda contra la calumnia; (2) Rodrigo entra en la Casa de Hércules, donde ve una imagen profética del destino futuro del reino; (3) Rodrigo seduce a Florinda; (4) don Julián se venga de Rodrigo pactando con los moros; (5) los moros invaden la Península y Rodrigo participa en la batalla; (6) Rodrigo se salva de la muerte y se dedica a expiar su pecado. La idea del crimen del rey que causa la caída del Estado no fue aceptada hasta unos siglos más tarde, y no sin la ayuda de las crónicas árabes. La crónica cristiana más temprana (Albeldense), del siglo ix, atribuye la catástrofe a las facciones internas de los godos sin mencionar a don Julián, que aparece un siglo más tarde en una crónica mozárabe (Chronica Gothorum Pseudo-Isidoriana) en que no se venga del rey Rodrigo, sino de Witiza. Mientras que las dos crónicas más tempranas yacieron inéditas a lo largo de muchos siglos, el relato de Rodrigo y Julián cobró su forma definitiva a mediados del siglo xiv con La Crónica general (La Crónica de 1344) que incorporaba la Crónica del moro Rásis transmitida en su versión portuguesa. Lo único que faltaba para que el relato estuviera completo era el episodio de la penitencia, que apareció un siglo más tarde en la famosa Crónica del Rey don Rodrigo con la destrucción de España (Crónica sarracina). Escrita por Pedro del Corral en 1430, la crónica incorporaba fragmentos de la Crónica del moro Rásis y fue impresa por primera vez en 1511 (Ménendez Pidal 1973: 88-110; «Romancero tradicional...» 1957: 3-13; Weiner 2003: 3-11). Según Menéndez Pidal, cuyo trabajo sobre el tema sigue vigente, aún pasados casi cien años, fue la crónica de Corral, extensamente difundida a través de muchas reediciones, la que sirvió de fuente primaria para todo el ciclo de romancero tradicional dedicado a don Rodrigo. Menéndez Pidal explica el papel principal de esta crónica en la creación del romancero tradicional; primero, por su amplio conocimiento en comparación con sus antecedentes manuscritos y, segundo, por el intrínseco carácter «novelizado» de la narración. La inclinación a lo «novelesco» se manifiesta cuando la narración se aleja de la relación sumaria de los hechos, deja lugar a la intervención de lo fabuloso e interpreta libremente los motivos personales y los sucesos privados (Menéndez Pidal 1973: 31-35). Lo que Menéndez Pidal consideraba «novelesco» y «fabuloso» se puede interpretar de una manera más amplia a la luz de los estudios críticos. Estos indican la presencia de unos motivos recurrentes y lugares

Don Rodrigo

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comunes amalgamados, como, por ejemplo, la violación de una doncella por un rey (verbigracia, Lucrecia y Tarquinio, David y Betsabé) o la profanación de un lugar sagrado, actos que provocan el castigo providencial (Weiner 3-11; Fernández Valverde 2001: 131-134). Varios elementos forman parte de una postura ideológica compartida tanto por la historiografía medieval y áurea como por el romancero tradicional. La trama de don Rodrigo representaba un caso ejemplar que ayudaba interpretar la complejidad de factores implicados en la caída del reino visigodo conforme a la teleología, el excepcionalismo y la lógica de los antecedentes; todo ello, característico de la historiosofía cristiana en general. La lógica es la del pecado, el castigo y la redención, que reproducen el pecado original y la expulsión del paraíso. El pasado anterior a la invasión se identifica con la condición antes de la caída del hombre. La invasión representa el castigo providencial al pueblo cristiano por el pecado del soberano, mientras que la victoria contra los invasores abre el camino hacia la redención (Juaristi 2001; Ratcliffe 2011: 17-63). Entre finales del siglo xvi y finales del xviii, el mito cobró renombre europeo y se prestó a varias reescrituras en formas alternativas al romance. La Historia verdadera del rey don Rodrigo, compuesta por Albucacim Tarif (1592, 1600), constituye un caso aparte, porque era un texto contemporáneo que fingía ser traducción de una crónica auténtica. La mayor parte fueron versiones épicas y dramáticas hechas en español, portugués, inglés e, incluso, latín, con la excepción en prosa de Pedro Montengón: fray Luis de León, Profecía del Tajo (1551-1580?); Lope de Vega, El postrer godo de España (1617); William Rowley, All is Lost by Lust (1633); fray Manuel Rodríguez, Rodericus fatalis (1645); André da Silva Mascarenhas, A destruição de Hespanha e Restauração summaria da mesma (1671); Mary Pix, The Conquest of Spain (1705); Henry Mackenzie, The Spanish Father (1775); Pedro Montengón, El Rodrigo. Romance épico (1793). La postura reflexiva de la Ilustración ante la tradición sometió al mito de don Rodrigo a examen crítico. Fue la lógica «metonímica», que tiende a sustituir un hecho general por un acontecimiento particular, la que se puso en duda tanto desde el punto de vista propiamente español (el debate entre el padre Feijoo, Melchor Rafael de Macanaz y Juan Francisco de Masdeu) como desde una perspectiva europea (The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, de Edward Gibbon, 1776-1788). Con este impulso, cobraron aliento las indagaciones históricas y el cotejo riguroso de las fuentes, que sacaron a la luz muchos elementos ficticios.

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La sensibilidad romántica, con su ansia de revivir las experiencias de la otredad histórica y cultural y de superar el normativismo estético, creó un clima propicio para que aparecieran versiones europeas del mito español de amplia variedad genérica. Los poemas escritos a mediados de los años 1830 por Aleksandr Pushkin pertenecen a este contexto romántico. Era poeta, dramaturgo, autor de prosa breve; pero, ante todo, poeta, fundador del ruso literario moderno y figura central del canon de las letras nacionales. Nacido en 1799, pertenecía a la segunda generación de los románticos europeos y compartía con sus contemporáneos la fascinación por un universo cultural centrífugo y múltiple. Si el mero exotismo marca y fija los signos de la otredad como clichés fáciles de reconocer, en los casos más creativos, como el de Pushkin, el interés por el otro adquiere una dimensión más profunda gracias a la convicción romántica fundamental de que la forma tiene un carácter orgánico. En el plano estético, el organicismo se opone al mecanicismo y el reduccionismo de los procedimientos lógicos que separan el contenido de la forma, e insiste en la idea de la forma artística como resultado palpable y único del dinamismo de las energías inherentes. Como es bien sabido, dentro del marco de la teoría romántica, el portador privilegiado de dichas energías era el artista, dotado de una subjetividad susceptible y productiva a la vez. De esta manera, las distintas formas culturales le interesaban, no por ser definitivas o ejemplares, sino por poseer un potencial interno de fuerza creativa. Así el artista intentaba liberarla para dar expresión a su propio desarrollo. Los experimentos de Pushkin con formas culturales son varios y se refieren no solo a temas y argumentos, sino a la forma de expresión poética: el folklore ruso y eslavo, crónicas, novela histórica y drama histórico shakespeareano, poesía italiana, hasta sus «Imitaciones del Corán»... Tal vez, los ejemplos más conocidos de su interés por España sean el romance «Hubo un caballero pobre», aún más famoso por aparecer en El Idiota de Dostoievski, cuando el príncipe Myshkin es comparado con el caballero pobre y enloquecido por amor; y el drama en verso El convidado de piedra, relativo al tema de don Juan. Los dos poemas que aquí se tratan son de menor renombre, pero no menos interesantes. Pertenecen al periodo de madurez literaria de Pushkin: uno fue redactado en la primavera de 1835; la fecha exacta de redacción del otro se ignora. Ambos quedaron manuscritos después de la muerte repentina del autor en 1837 (Stephenson 1938: 85-111; SánchezPuig 1988: 59-66; Surat 1997; Dolinin 2006).

Don Rodrigo

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El primer poema, que se abre con el verso «A su país natal llamó los moros Julián», es una narración en tercera persona escrita en estrofas de cuatro versos cada una y dividida en tres partes desiguales: la primera parte tiene once estrofas, la segunda trece y la tercera, la más breve, incluye solo cinco. Desde el punto de vista métrico, es un troqueo de cuatro pies sin rima. El verso destaca por un estilo terso y puro, los sucesos están organizados de una manera simple y lineal dentro de un relato imparcial y distanciado. En la primera parte, la venganza de Julián por un agravio familiar, la caída del reino y la resistencia de los godos durante la confrontación con los árabes son relatadas en las cuatro primeras estrofas. Otras siete describen la participación de Rodrigo en la batalla del Guadalete: a pesar de que busca la muerte, ningún arma enemiga lo toca y, cuando los godos ceden al cabo de ocho días, él deja las suyas en el campo bélico y se va por la noche sin que nadie sepa que sigue vivo. La parte más extensa, la segunda, narra las andanzas erráticas de Rodrigo durante tres días por una España desolada donde por todas partes está maldito. Aplastado por la culpa, llega a una cueva, a la orilla del mar, que, en realidad, es una ermita donde descubre una cruz y una pala junto a una fosa vacía. Allí están los restos mortales incorruptos de un ermitaño, que son piadosamente enterrados por Rodrigo, hecho que marca el comienzo de su penitencia. Se instala en la cueva, imita al ermitaño en guardar ayuno y cavar su propia fosa, pero el diablo le impide rezar ofreciéndole seductoras visiones de índole militar o amorosa. Caído en un profundo abatimiento, el rey pasa los días mirando el mar y sumergido en los recuerdos del pasado. La parte final ofrece un cambio dramático en la suerte del protagonista: el espíritu del ermitaño intercede por el rey godo en el cielo y lo visita en un sueño como un mensajero con aureola. Seguro de que Dios le promete la victoria contra los enemigos y la paz de su alma, Rodrigo se despierta y deja la ermita para cumplir la voluntad divina. El segundo texto de Pushkin comienza así: «Dios me mandó un sueño maravilloso». Es, también, bastante corto, tiene menos de cuarenta versos y el mismo metro de troqueo de cuatro pies sin rima, pero sin división en estrofas regulares. Mientras que el vínculo del primer texto con el mito de don Rodrigo es obvio, en el segundo caso no habría indicaciones directas a una fuente común si no fuera por la palabra «Rodrigo» («Rodrig», en la versión rusa) puesta en corchetes angulares al pie de la página manuscrita. La mayor diferencia entre ambos poemas es que el segundo está narrado en primera persona sin

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mencionar ningún lugar o nombre concreto. La voz relata una visión de un mensajero celestial: le hace saber que pronto vendrá cierto «gran pecador» al cual el protagonista debe absolver y, después, morir tranquilo. Al concluir el relato, la voz expresa el alivio y la esperanza de la gracia divina, mezclados con la duda profunda sobre su propia virtud. Los versos finales son un eco de las palabras de Cristo («pero no sea como yo quiero, sino como tú») y concluyen con una interrogación: «¿Quién viene allí?». Es obvio que la voz no pertenece a Rodrigo, sino a un protagonista anónimo que tiene el poder de dar la absolución a otros, mientras que el rey godo es, al contrario, un pecador por excelencia. La pregunta final anuncia la llegada de un personaje nuevo, presumiblemente, Rodrigo. El poeta ruso elabora una versión del mito español en un contexto cultural específico. El primer interés por las «cosas de España» y la gestación del «texto hispánico» en Rusia se remonta a los años 20 y 30 del siglo xix. Es decir, más ajustado a la cronología de la literatura francesa. Nada sorprendente que esta sirviera de mediadora proporcionando modelos y materiales, dado su alto prestigio cultural y la ausencia en la Rusia de aquella época de conocedores propios y competentes del calado de Prosper Mérimée o Robert Southey. Los primeros viajes a la Península que dejarán una huella significativa en la cultura rusa no se harán hasta finales de los años 40; serán los de Vasili Bótkin, quien escribirá una serie de cartas sobre España muy juiciosas y llenas de detalles (visita España en 1845, publica las cartas a partir de 1847 y el libro, en 1857), y el del compositor Mijaíl Glinka (visita España en 1845-1847), autor de la «Jota aragonesa» y «La noche en Madrid». Sin embargo, cabe mencionar que, si los modelos de interpretación hasta cierto punto fueron importados, el interés en sí era auténtico. Tanto la Guerra de la Independencia como el Trienio Liberal habían suscitado simpatías estrechamente vinculadas con la propia reflexión nacional (Russkiie v Ispanii... 3-25; Alekseev 1964: 116-139). En el primer caso, España y Rusia compartieron un fuerte sentimiento antinapoleónico; en el segundo, el intento fracasado de modernización por parte de los españoles coincidió con el movimiento decembrista. Cabe mencionar una anécdota histórica sobre el futuro decembrista Nikolay Bestúzhev, que estaba con una misión militar en el Mediterráneo, en agosto de 1824, y contempló la ocupación de Tarifa por el coronel Valdés desde la cubierta del buque. Las publicaciones periódicas rusas de los años 30 revelan una constante atención pública por los repetidos

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intentos de superar la herencia tradicionalista durante la Primera Guerra Carlista y la creciente simpatía por las «cosas de España». Se traducen muchos materiales ingleses y franceses, como un cuadro de costumbres de los bandoleros españoles por Mérimée y los artículos de Alcalá Galiano sobre la literatura española. Tal vez, un ejemplo más visual y concreto de las interpretaciones transfronterizas de España sea el magnífico palacio del conde Vorontsóv, nombrado entonces gobernador de Ucrania. El palacio se construyó en Crimea (en la ciudad de Alupka), entre 1828 y 1848, con un proyecto del arquitecto inglés Edward Blore. Esta mezcla de orientalismo y goticismo tenía a la Alhambra como fuente de inspiración, no sin la intervención de Washington Irving. Sus elaboraciones de leyendas españolas eran muy bien conocidas en Rusia, aunque de forma suelta y, normalmente, traducidas del francés. Es evidente que una traducción doble simplifica la forma, así que desaparecían la ironía y la introducción de máscaras literarias tan características de Irving, lo que dio lugar a un exotismo más directo. Entre otros, existen testimonios históricos de modas, a veces bastante cómicas y provinciales, en lo relativo a la cocina, la danza y las capas españolas (Russkiie v Ispanii... 3-25; Alekseev 1964: 116-139). El «texto hispánico» en las bellas letras era relativamente escaso por entonces. A principios de los años 30, se publicaron dos colecciones de romances: Fragmentos de los romances españoles del Cid, de Vasiliy Zhukovskiy, y Romances del Cid, de Pável Katénin. Fue un hecho importante porque marcó la inauguración del género en la literatura rusa, aunque ya había tenido un precursor a fines del siglo xviii. Por un lado, tanto Zhukovskiy como Katénin se habían valido de la recopilación en alemán de Johann Gottfried Herder; así que no fueron traducciones directas (Der Cid. Nach spanischen Romanzen besungen. Tübingen, 1806). Es más, Herder mismo había utilizado mucho las recopilaciones franceses en prosa de la Biblioteca universal de novelas (Bibliothèque universelle des romans. Paris, juillet 1783, vol. 1). Por otro lado, hay que tener en cuenta que ambas colecciones fueron realizadas por traductores excelentes de gran reputación. Por ejemplo, Vasiliy Zhukovskiy tradujo obras de Goethe, Schiller y Byron, y su versión de la Odisea sigue siendo canónica hasta hoy. Las traducciones del otro autor, Pável Katénin, aunque no tan bien acogidas por el público general como las de Zhukovskiy, fueron alabadas por el mismo Pushkin. Sus bases críticas eran claras: las apreciaba como una crónica popular

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por ser «curiosa» y «llena de poesía». Así, aunque el romance español hubo de cruzar muchas fronteras culturales y lingüísticas, se puede decir que su viaje a Rusia tuvo más éxito que en Francia. Es importante que el romance haya penetrado en la literatura rusa no como relación prosificada, sino como un género poético original, en sintonía perfecta con la convicción romántica acerca de la unión entre el espíritu nacional y la forma literaria. El troqueo de cuatro pies sin rima fue reconocido muy pronto como análogo métrico de la poesía tradicional española (Bagnó 2006: 258-268). Así pues, en la Rusia de los años 30, había un clima intelectual propicio a tratar temas españoles, además de una forma establecida que satisfacía la inclinación romántica por lo «nacional» y lo «natural». Sin embargo, queda pendiente una cuestión: ¿de dónde provenía el tema de don Rodrigo si las colecciones de Zhukovskiy y Katénin abarcaban otro ciclo del romancero tradicional, el del Cid? Según una opinión que se remonta hasta el siglo xix, Pushkin debía su interés por la historia del último rey godo a Robert Southey. El catálogo de su biblioteca personal indica dos ediciones del poema Rodrigo, el último de los godos (1814), una original y otra vertida al francés, junto con la publicación periódica francesa del siglo xviii ya mencionada (Dolinin 2006). El poema de Southey tiene una extensión considerable de 25 cantos. La deshonra de Florinda y la venganza de Julián aparecen como prehistoria junto con la narración de la batalla del Guadalete: todos estos sucesos más conocidos se narran muy brevemente para conducir al lector hasta el final del canto primero, es decir, al punto donde empieza la intriga propiamente dicha. Rodrigo permanece solo en la ermita sufriendo de remordimientos, tiene una visión que le muestra el camino hacia la redención, viaja por España de incógnito, recibe las órdenes religiosas, participa en la traslación del poder al joven Pelayo, obtiene la reconciliación con Julián y Florinda, y, al fin, lucha en la batalla victoriosa de Covadonga. Es importante que el poema de Southey debe su extensión no solo al texto poético, sino al copioso comentario donde el hispanista más destacado de Gran Bretaña había recogido la mayoría de los testimonios histórico-legendarios conocidos hasta entonces (Saglia 2000: 82-98). Un pushkinista destacado, Aleksandr Dolinin, insiste en que hay una relación específica que vincula los dos poemas de Pushkin y el texto de Southey. «A su país natal llamó los moros Julián», con su narración consecutiva en tercera persona, está más cerca de la épica,

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el género en que trabaja Southey. Además, aparecen detalles concretos que coinciden en ambos textos, por ejemplo, la espada bañada en sangre que Rodrigo tiene que desenganchar de la mano antes de dejar el campo de batalla. Sin embargo, la diferencia más evidente es la extensión: aunque el poema de Pushkin quedó incompleto, su economía textual es mucho más estricta, así que la pieza corta abarca el argumento de un capítulo y medio del texto inglés. Desaparecen tanto el monje Romano que acompaña al rey en el poema de Southey como Rusilla, la madre de Rodrigo, que le visita en el sueño. Desde el punto de vista estructural, queda claro que todos ellos desempeñan la función de guías divinos, y Pushkin les hace converger en una figura única: la de un anciano vestido de blanco que anuncia la voluntad providencial al rey desesperado. El poeta ruso prescinde no solo de los personajes inventados por Southey, sino de los que constituyen el núcleo del mito inicial: Julián es mencionado dos veces en las dos primeras estrofas, Florinda es recordada de paso sin mencionar su nombre y Pelayo queda completamente fuera del relato. Otro punto de divergencia es la estructura métrica. Southey emplea el yambo de cinco pies sin rima, el metro del Paraíso perdido y otros textos de este género, es decir, de la épica mayor. Como matiza Vsévolod Bagnó, con toda su variedad de fuentes españolas, el autor de Don Rodrigo, el último de los godos sigue fiel a los patrones de la literatura inglesa. Al mismo tiempo, Pushkin, que abordaba un tema español, utilizaba un metro especial que era percibido como «extranjero» y «español» en el imaginario literario ruso de aquella época. La medida de su originalidad resulta aún más patente si tenemos en cuenta que el mismo Vasiliy Zhukovskiy, poeta y traductor de romances, ya había intentado traducir el poema de Southey varios años antes (sin hacer más progreso que cuarenta versos) manteniéndose fiel a la métrica del poeta inglés. A nivel temático, Pushkin se centra en la penitencia de Rodrigo, lo que le acerca a Southey. Para este, la penitencia del rey godo es el medio principal que le permite tejer la intriga y aumentar la tensión emocional. Es un aporte particular de Southey que destaca Menéndez Pidal (desgraciadamente, don Ramón no conocía la versión rusa) dentro del contexto de una larga tradición de elaboraciones del mito. Sin embargo, cabe mencionar que el poema de Pushkin se acaba casi en el punto donde empieza la acción principal en Southey: animado por el mensajero celestial, Rodrigo vuelve al mundo secular para cumplir

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con su misión mediante viajes, encuentros con otros personajes y aventuras bélicas. Aunque el carácter fragmentario del texto de Pushkin no nos permite llegar a conclusiones definitivas, parece justa la opinión de Dolinin de que, dentro del poema el verso «A su país natal llamó los moros Julián» desde el inicio tenía dos orientaciones genéricas conflictivas: una más épica, que vincula la expiación con el activismo heroico, y otra más introspectiva y visionaria. La última tendencia cobra más fuerza, lo cual se muestra en la escasez de sucesos heroicos propiamente dichos en el poema. En vez de ellos, Pushkin pone en primer plano lo que está al margen de la narración inglesa: los sufrimientos de don Rodrigo en la ermita están exacerbados por las tentaciones cuyas fuentes principales son la lujuria y la soberbia del rey-pecador. No es un motivo que haya sido adoptado del relato de Southey ni inventado completamente: Pushkin se habría valido de los comentarios de Southey que este no había logrado introducir en la versión ficcionalizada. Don Rodrigo, el último de los godos cuenta con un anejo crítico escrito a partir de las indagaciones propias de Southey, que incluía, entre otros elementos, la traducción inglesa de diecisiete capítulos de la Crónica sarracina de Pedro del Corral. Allí hay una descripción pormenorizada de las tentaciones de Rodrigo: ve las imágenes de otro ermitaño que intenta desmentir los consejos sabios del primero, de un novicio que le ofrece ricos manjares, del propio Julián que le implora volver a la cabeza de las tropas españolas y, finalmente, de la Cava, que le seduce con placeres carnales. Manteniéndose firme ante las tentaciones, el rey debe sufrir el episodio legendario famoso por los romances: se acuesta en la fosa con la serpiente bicéfala. Aunque ni Southey ni Pushkin introducen el motivo de la penitencia en la fosa, en Southey, la intervención diabólica con las visiones seductoras está ausente por completo, mientras que Pushkin le dedica tres estrofas en la segunda parte del poema. La tendencia hacia la introspección es aún más patente en el segundo poema, «Dios me mandó un sueño maravilloso», que se aleja más del argumento principal de Southey, pero sigue utilizando el material legendario recogido en forma de comentario. Según la leyenda, vencida la primera serie de tentaciones, Rodrigo recibe una orden divina de seguir una nube milagrosa que lo conduce a una antigua abadía. Allí su único habitante, un anciano piadoso, que ya había recibido indicaciones divinas de la llegada del peregrino, le confiesa y le pone la

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última prueba de la fosa y la serpiente. Según Dolinin, Pushkin recoge la figura del anciano y el motivo de la misión que este debe cumplir, pero dota al personaje anónimo y estereotipado de una conciencia turbada y una actitud más individualizada ante la voluntad divina. El mayor interés del autor era representar la experiencia religiosa liminal, nutrida por la conciencia viva del pecado y el ansia por la gracia divina. Lo iba a hacer en forma de un coloquio dramático entre un ermitaño piadoso, pero fatigado de las labores de la vida terrestre, y un pecador penitente, pero desalentado por su propia culpa. Esta idea no fue llevada a cabo y lo que nos queda es solo el primer monólogo del ermitaño. A modo de conclusión, se puede decir que los dos poemas de Aleksandr Pushkin de los años 30 representan la complejidad del «texto hispánico» en la literatura romántica europea. No son fragmentos de la misma obra ni, tampoco, piezas totalmente desconectadas, sino algo intermedio. Se trata de dos experimentos inacabados que comparten el tema de la penitencia y el enfoque que deja fuera a los tres protagonistas del mito tradicional (Julián, Florinda y Pelayo), pero adquieren una forma distinta. Pushkin tenía a su disposición una variedad de discursos acerca de las «cosas de España»: el de la épica romántica con un vínculo fuerte con la tradición de la épica cristiana, el discurso culto del medievalismo filológico y el discurso literario basado en la reconstrucción del romance tradicional. Desde el punto de vista métrico, tanto el poema «A su país natal llamó los moros Julián» como «Dios me mandó un sueño maravilloso» imitan el romance. Sin embargo, la narración, la réplica final y la orientación especulativa del último poema indican que pertenece al género del monólogo dramático. Obras citadas Alekseev, Mikhail P. (1964): Ocherki istorii ispano-russkikh literaturnykh otnoshenii xvi-xix vv. Leningrad: Izd-vo Leningradskogo universiteta. [Ensayos de historia de las relaciones literarias hispano-rusas en los siglos xvi-xix.] Bagno, Vsevolod E. (2006): Rossiia i Ispaniia: obshchaia granitsa. Sankt-Peterburg: Nauka. [Rusia y España: una frontera común.] Dolinin, Aleksandr A. (2006): «Ispanskaia istoricheskaia legenda v perelozhenii Pushkina (“Na Ispaniiu rodnuiu...” i “Chudnyi son mne Bog poslal...”): opyt rekonstruktsii zamysla». Toronto Slavic Quarterly, vol. 18, nº 4 [Una leyenda histórica española elaborada por Pushkin: una reconstrucción

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tentativa de la intención del autor.] (consulta: 4 de febrero de 2017). Fernández Valverde, Juan (2001): «Tito Livio mozárabe». Exemplaria, 5, pp. 131-134. Juaristi, Jon (2001): El reino del ocaso: España como sueño ancestral. Madrid: Espasa Calpe. Menéndez Pidal, Ramón (1973): Floresta de leyendas históricas españolas: Rodrigo, el último rey godo. Madrid: Espasa-Calpe. Pushkin, Aleksandr S. (1957): Polnoe sobraniie sochinenii: v 10 t. T. 3. Stikhotvoreniia. 1827-1836. Moskva: GIKhL. [Obras completas en 10 vols. Vol. 3.] Ratcliffe, Marjorie (2011): Mujeres épicas españolas: silencios, olvidos e ideologías. London: Támesis Books. Romancero tradicional de las lenguas hispánicas. I. Romanceros del Rey Rodrigo y Bernardo del Carpio (1957). Eds. Rafael Lapesa et al. Madrid: Seminario Menéndez Pidal, UCM. Russkiie v Ispanii: kniga pervaia. Vek xvii-vek xix (2012). Moskva: Tsentr knigi Rudomino. [Los rusos en España: libro primero. Siglos xvii-xix.] Saglia, Diego (2000): Poetic Castles in Spain: British Romanticism and Figurations of Iberia. Amsterdam: Rodopi. Sánchez-Puig, Мaría (1988): «España en la obra de Pushkin». Historia у vida, 248, pp. 59-66. Southey, Robert (2012): Later Poetical Works, 1811-1838. Carol Bolton et al., eds. London: Pickering and Chatto. Stephenson, Robert C. (1938): «The English Source of Pushkin’s Spanish Themes». Studies in English. University of Texas Press. 18, pp. 85-111. Surat, Irina Z. (1997): «“Rodrik”: zhitiie velikogo greshnika». Novii mir, 3. [«Rodrigo»: la vida de un gran pecador.] (consulta: 4 de febrero de 2017). Weiner, Jack (2003): De Rodrigo a Rodrigo en el romancero histórico. Kassel: Edition Reichenberger.

U R R A C A D E C A S T I L L A Y L E ÓN Carmen Servén Díez Universidad Autónoma de Madrid

La reina Urraca de Castilla y León es una figura histórica controvertida y mal conocida. Los cronistas ni siquiera están de acuerdo en lo que respecta a los años que duró su reinado, hay discrepancias en torno a sus fechas de nacimiento y muerte, y también, diversidad de pareceres en cuanto a la evaluación de su comportamiento personal y político. En la actualidad, la monografía de Pallares y Portela (2006: 11,12) señala que los cronistas de los siglos xii y xiii no compusieron una imagen amable de la reina Urraca debido, en parte, a causas ajenas al comportamiento de esta reina. Según estos mismos investigadores actuales, para evaluar con precisión las noticias ofrecidas por las crónicas primeras sobre la hija de Alfonso VI, es necesario recordar que Urraca llegó al trono solo cuando su hermanastro Sancho, más joven, perdió la vida en la batalla de Uclés, y que las ideas dominantes en los siglos xi y xii en Castilla y León, asociaban incapacidad política y condición femenina, lo que contribuía a explicar fragmentos cronísticos tan poco complacientes con la reina como el siguiente: Desaparecido aquel [Alfonso VI] y puesto que carecía de descendencia masculina que pudiera sucederle, Urraca, la hija legítima que había engendrado, obtuvo todo el reino de España. Gobernó, sin embargo, tiránica y mujerilmente durante diecisiete años y concluyó, de parto adulterino, su

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infeliz vida en el castillo de Saldaña el sexto día de los idus de marzo de la era de mclxiiii (apud Pallares y Portela 2006: 12).

Así pues, las estimaciones medievales sobre el reinado de Urraca están fuertemente contaminadas por los prejuicios que entonces dominaban y que se refieren a la incapacidad política femenina. Por otra parte, dado que emprendemos un análisis de la biografía novelada que Pilar Sinués escribe en el siglo xix sobre Urraca1, es necesario contar también con los prejuicios imperantes en el siglo xix en torno a la misma cuestión: el gran historiador español del siglo xix, Modesto Lafuente (1930: 214), considera que el reinado de Urraca fue «turbulento, aciago, calamitoso y tristemente célebre», «episodio funesto que borraríamos de buen grado de las páginas históricas de nuestra patria»; y lamenta que a la muerte de Alfonso VI «recayó, pues, el gobierno en las manos de una débil mujer» (Lafuente 1930: 216). Los hechos histÓricos En realidad, los datos de que disponemos sobre el nacimiento de la reina, sus matrimonios, el nacimiento de sus hijos e, incluso, sobre su relación con el padre de alguno de ellos o sobre los años que duró el reinado de Urraca, no son demasiado precisos. Está bien documentado que Urraca fue hija de Alfonso VI y de Constanza, su segunda mujer. Según podemos suponer hoy, ese no fue un matrimonio por amor, sino por razón de Estado, como muchos otros celebrados en las casas reales de esos siglos. Alfonso VI, por su parte y según era frecuente, se relacionaba con una amante con la que tuvo también descendencia: Jimena Muñoz2. Por lo que sabemos, no era costumbre separar absolutamente la familia legítima de las concubinas y sus retoños, por lo que, seguramente, Urraca trató a las amantes de su padre y a sus hermanastros (Pallares y Portela 2006: 21). Uno de los tópicos que se repiten en la historia y que seguramente es un prejuicio y una inexactitud con respecto al comportamiento de Urraca, es el que reza que ella había sido educada por el noble Pedro 1  Para mis citas, uso la edición de Reinas mártires de 1878, que figura en la bibliografía final. 2  Más adelante, Alfonso VI tendrá otra concubina permanente: Zaida.

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Ansúrez y que procuró despojarlo de sus bienes en cuanto subió al trono; parece que no hubo tal y que ni siquiera Urraca fue educada por Pedro Ansúrez. Muy otros fueron los hechos, seguramente, si escuchamos otros relatos de juglares y cronistas que hablan del modélico comportamiento del conde Ansúrez y de su adhesión a la reina (Pallares y Portela 2006: 17, 26). En febrero de 1093 ya se documenta que Urraca se ha casado con Raimundo de Borgoña, mucho mayor que ella. La recién casada tenía doce años, y es descrita por las Crónicas de Sahagún (Pallares y Portela 2006: 33) de manera muy elogiosa: La reina, enpero, ansí como era de alta nobleça e de gran fermosura, ansí aun era de gran prudencia e de graciosa fabla e eloquençia.

Junto a Raimundo de Borgoña, Urraca se ve obligada a figurar como consorte, siempre oscurecida tras la figura de su esposo. Pero este marido muere en el verano de 1107 y, en 1108, muere Sancho, el único hijo varón de Alfonso VI, por lo que Urraca se convierte en legítima heredera del trono. El propio Alfonso VI, que falleció al año siguiente, reconoció antes de morir los derechos de su hija. Quienes rodean a la ya reina, contagiados de los prejuicios antifemeninos que descartan las capacidades políticas de las mujeres, conducen a Urraca al matrimonio con Alfonso de Aragón, llamado El Batallador, en 1109. «El matrimonio fue un completo fracaso» (Pallares y Portela 2006: 43). Parece que el aragonés era un hombre misógino y violento, que llegó a maltratar de palabra y, también físicamente, a su esposa, además de que la reina vio comprometido el futuro y hasta la vida de su hijo Alfonso, habido en su primer matrimonio. En junio de 1110, Urraca ya figura como reina, independiente y no tutelada por Alfonso el Batallador. Así que la separación del aragonés y la reina de León ha debido consumarse. A este respecto, cronistas del siglo xiii, como Rodrigo Jiménez de Rada, dan la interpretación más desfavorable a Urraca: ella no se comportaba bien y por eso el marido tuvo que recluirla en el Castillo de Castellar y luego repudiarla. Los cronistas del siglo xii, menos lejanos en el tiempo y menos antipáticos con la reina, explican que fue ella quien tomó la iniciativa de la separación (Pallares y Portela 2006: 46). Así pues, el matrimonio y las desavenencias conyugales de Urraca tendrán enorme repercusión política, como explica Modesto Lafuente

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(1930: 222), los disturbios, calamidades e intrigas se sucedieron en Castilla. Y uno de los aspectos en que el gran historiador decimonónico hace hincapié es en el desprestigio de la reina por su inadecuado comportamiento sexual. Cierto es que señala que son los partidarios de su esposo y enemigo, Alfonso el Batallador, quienes se empeñan en desacreditar a la reina, que, en boca de los burgueses de Sahagún, era tachada de «meretriz pública y engañadora» (1930: 217); pero Lafuente indica que la reina primero «mantenía relaciones no muy desinteresadas» con el conde Gómez de Candespina (1930: 217) cuando todavía su matrimonio con Alfonso de Aragón no había sido anulado; y luego avisa de que, ya conseguida la anulación, «desprestigiaban a Doña Urraca, además de sus anteriores flaquezas, las intimidades, por lo menos sospechosas con don Pedro González de Lara, de quien confiesan sus mismos defensores que estaba unido a ella con lazo muy estrecho de amor» (1930: 222). Así, Modesto Lafuente, siguiendo a cronistas medievales, se refiere a las flaquezas eróticas de la reina, y señala que, con el segundo de los amantes citados, la reina tuvo descendencia; aunque también admite que, quizá, se trata de vástagos legítimos, pues posiblemente se celebró un matrimonio secreto entre el conde y la reina. Según explican en la actualidad Pallares y Portela, los cronistas medievales no se extienden sobre las relaciones extramatrimoniales, puesto que no van a producir descendencia legítima y, por tanto, no interesan desde el punto de vista político; pero dan por sentado que hemos de contar con dos relaciones amorosas: la que mantuvo Urraca con el conde Gómez González poco después de la muerte de su primer marido y la que sostuvo más adelante con Pedro González de Lara tras la separación de su segundo marido3. Los documentos hablan de la presencia de estos dos hombres una vez que Urraca se vio sola e independiente, y son prueba, según ambos historiadores actuales, de la afirmación propia y del ejercicio de libertad que Urraca emprendió en ambos periodos. Pese a que los cronistas no simpatizan con la figura de la reina y rechazan su gobierno en esta última etapa, Pallares y

3  Pallares y Portela (2006: 48) explican que los cronistas hablan de la muerte del conde Gómez en la batalla de Candespina, y que después inicia Urraca su relación con Pedro González de Lara. Con este segundo amante tuvo varios hijos; están documentados al menos un hijo y una hija. La relación de Urraca y de Lara duró hasta la muerte de la reina, probablemente de parto a los 44 años.

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Portela valoran de muy otro modo estos años del reinado de Urraca: la reina ya ha tenido varios hijos con Pedro González de Lara y alcanza la madurez y la estabilidad personal, así como un momento de plenitud política. «Harta de una vida programada y dirigida, esta mujer parece haber tomado ella misma las riendas de su propio destino» (2006: 47), aunque los clérigos que escribieron su historia en los siglos xii y xiii compusieran de todo ello una imagen muy negativa. Las crónicas presentan a Urraca como una mala mujer y, con ello, concuerda la mala relación que le achacan con su hijo Alfonso, engendrado por su primer marido Raimundo de Borgoña, y que sería emperador con el nombre de Alfonso VII. Pallares y Portela (2006: 51 y ss.) aducen documentos en contrario y procuran desmontar la leyenda del desamor maternal. Pese a que Urraca pasó a la historia como una mujer débil, caprichosa y voluble, que atizó las luchas intestinas de su reino y se enfrentó a su propio hijo, Pallares y Portela se esfuerzan en deshacer tal tópico historiográfico, y hablan de la energía, constancia, independencia y capacidad de amar de esta reina. Un aspecto relevante de las noticias sobre Urraca es el que se refiere al maltrato físico de que fue objeto. Modesto Lafuente (1930: 217), a la vista de las fuentes medievales afirma que Alfonso de Aragón, su marido, llegó a maltratar a su esposa; el gran historiador decimonónico, nada simpatizante de la reina, apunta inmediatamente a este respecto que ella «no era muy severa en sus costumbres» y que el marido estaba más dotado como guerrero que como esposo. Años después, ya separada de Alfonso y cuando la reina fue sitiada en Galicia por unos tumultos populares, Urraca fue «maltratada» por el populacho «brutalmente», explica Lafuente (1930: 226) recogiendo datos medievales. Parece indudable que Urraca sufrió maltrato físico siendo ya reina. Esto forma parte de los datos que justifican el que una escritora como Pilar Sinués incluyera a Urraca entre sus Reinas mártires. Ahora bien: el tratamiento de este dato por parte de la escritora difiere notablemente del que observamos en Modesto Lafuente, que parece culpar de ello a la conducta sexual de la propia víctima. En la actualidad, Pallares y Portela también recogen la idea de que Alfonso de Aragón maltrató físicamente a su mujer, pero no relacionan en absoluto esa violencia del rey con ningún comportamiento erótico de la reina. En suma: las noticias históricas medievales son contradictorias; las que facilita Modesto Lafuente, que seguramente constituyen una fuente principal para la biografía redactada por Pilar Sinués, dan una

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imagen lamentable de la reina, al retratarla como una gobernante débil y voluble, a la vez que una mujer propensa a los deslices sexuales. Sin embargo, Pallares y Portela reivindican hoy la figura de Urraca, caracterizándola como una mujer capaz y dotada de independencia de criterio. La biografía novelada de Pilar Sinués Pilar Sinués redacta una biografía novelada de la reina Urraca y la elabora a la vista de las páginas ofrecidas por los historiadores. Probablemente, consultó la monumental Historia General de España de Modesto Lafuente; pero además cita alguna vez al Padre Manuel Risco4, al que dice seguir en ocasiones. Sin embargo, la escritora se separa de las fuentes históricas tanto en la introducción de episodios y descripciones de producción propia como en su interpretación de la personalidad de la reina. Los episodios introducidos por Sinués constituyen amplificaciones relativas a las relaciones amorosas de la reina, o bien, relaciones amorosas puramente imaginarias. La breve referencia a la amistad sentimental de la reina niña con el paje Diego Laínez, el flechazo de amor que recibe Urraca (a los doce años de edad) cuando conoce a su primer marido Raimundo de Borgoña, o la apasionada relación adultera de este con una hermosa y joven mora una vez casado, forman parte de la vertiente fabulosa de la historia. El largo pasaje dedicado a la noche en que Urraca sorprende la visita de su marido a la amante musulmana, incluye descripciones del palacio y de la joven dignas de un cuento fantástico. Así describe la habitación: [...] era preciosa y parecía habitada por la diosa del deleite y de la belleza; el mármol, el oro y el jaspe, brillaban por todas partes; la seda descendía en largos pabellones delante de las paredes; en el centro, una cascada caía en una fuente de mármol, y se deshacía en menuda lluvia, regando una multitud de flores de los más ricos matices.

4  El Padre Manuel Risco es autor, entre otros, de un tomo titulado Historia de la ciudad y corte de León y de sus reyes (1792), incluido en la España Sagrada, la monumental obra histórica que el agustino Enrique Flórez de Setién comenzó a publicar en 1747.

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En derredor de la fuente algunos pájaros cantores dormían en jaulas de marfil calado; algunos braserillos de oro quemaban lentamente delicados perfumes; y una guzla de marfil se veía colocada sobre una pila de almohadones de brocado celeste, bordados de estrellas de plata (Sinués 1878: 344).

La figura de la amante, [...] era la de una joven de dieciocho a veinte años, blanca como una azucena y cuyo hermoso rostro estaba alumbrado por dos grandes y rasgados ojos negros y guarnecido por largas trenza del mismo color. Aquella cabeza peregrina estaba más hermosa adornada con un turbante de gasa blanca, prendido con una garzota de brillantes. Su traje era espléndido y se componía de seda, púrpura y blanca, oro y piedras preciosas; gruesas sartas de perlas adornaban su seno; largos zarcillos de oro pendían de sus orejas y adornaban su cuello, y sus dedos estaban llenos de soberbias sortijas (Sinués 1878: 345).

Este exotismo orientalista no volverá a salpicar el texto y forma parte de la ficcionalización a que se somete la biografía de la reina. Novelización al gusto de la época hay, también, en el retrato de la reina, adscrito al canon femenino de la mujer dulce y doliente que cultivan las escritoras isabelinas: cuando iba a casarse con el de Borgoña, Urraca era una criatura linda y delicada como su madre la reina Constanza; su estatura, alta para su edad, era esbelta; sus ojos garzos, grandes y rasgados, estaban llenos de dulzura; su frente era admirable por la pureza de su dibujo, pero anunciaba más bien una naturaleza dócil que la fortaleza y la arrogancia; tenía los cabellos de un castaño oscuro que prometía volverse negro; la boca pequeña y muy linda, y la sonrisa dulce (Sinués 1878: 325).

Y, por fin, románticos y fabulosos son los pasajes relativos a la comunicación que establece el fiel conde Gómez con la reina cuando esta se halla presa en una torre: a través de la ventana, el conde lanza venablos que acompaña de mensajes para la prisionera. El eco de los romances medievales en este y otros momentos del relato es evidente: se deslizan, también, la muerte del rey Sancho en el cerco de Zamora a

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manos de traidor Vellido Dolfos5 (Sinués 1878: 324) y la presencia de la esposa y las hijas del Cid, «hermosas damas», doña Jimena «majestuosa y grave» y las jóvenes de «dulce y angelical belleza»; las tres mujeres son halladas en una estancia ensartando perlas (1878: 335). Así, lo novelesco, lo sentimental, lo romántico y lo fabuloso se combinan con los romances tradicionales en el proceso de ficcionalización. Como contrapunto de todos estos elementos que empujan la historia hacia la fantasía, la autora se refiere repetidamente a «los historiadores», sea para desmentir la supuesta inquina y maltrato de la reina a Pedro Ansúrez (1878: 357), o para contradecir las conclusiones de estos en lo que respecta a la responsabilidad política de la reina en la guerra civil (1878: 393-394). Más adelante, cuando trata de los conflictos y disgustos que tuvo la reina en Santiago, menciona las discrepancias entre los historiadores: «algunos historiadores dicen que el desenfreno del populacho llegó hasta inferir a la reina los últimos ultrajes; otros más cautos dicen solo que la (sic) perdieron el respeto» (1878: 425). Sobre la reacción y el castigo posterior que la reina aplica a los amotinados de Santiago, incluso, cita al padre Manuel Risco (1878: 427), concretando los tomos en que se hallará el dato. La España Sagrada6 parece ser una de las fuentes principales en que bebió Pilar Sinués para fraguar esta biografía novelada. En esta obra monumental, se incluye una Historia de la ciudad y corte de León y de sus reyes, del Padre Manuel Risco, así como unas Memorias de las Reynas Catholicas. Historia genealógica de la Casa Real de Castilla y de León, del Padre Enrique Flórez, que son documentos de los que parece haber tomado la escritora aragonesa conceptos principales de su propia elaboración textual. En las Memorias de las Reynas Catholicas (Enrique Flórez 1790: 243) se halla ya la noticia de que Alfonso de Aragón «trataba mal a la Reyna de palabra y no mejor de obra: propasóse a poner en ella las manos y los pies, dándola bofetadas en el rostro y puntapiés en el cuerpo». Tanto detalle sobre la agresión marital del Batallador no hallamos en la Historial General de Modesto Lafuente; este se limita

5  Supuestamente instigado por la reina Urraca de Zamora, hermana de Alfonso VI y tía de la que sería Urraca de Castilla y León. 6  El padre Enrique Flórez de Setién inició la publicación de los 52 tomos de la España Sagrada y compuso los 29 primeros; su monumental obra histórica fue continuada por otros destacados autores, entre ellos: Manuel Risco, Antolín Merino, Carlos Ramón Fort, Eduardo Jusué y Angel Custodia Vega. El último volumen apareció en 1957.

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a señalar que el rey llegó a maltratar a la reina, «no muy severa en sus costumbres», dado que él estaba más dotado como guerrero que como esposo (Lafuente 1930: 217). Pero Sinués (1878: 379-380) sí detalla que el rey discute con Urraca y la abofetea, para patearla después cuando ella ha caído al suelo, y avisa en nota al pie de que el detalle es histórico. Así, parece que la escritora consultó tanto la obra de los historiadores agustinos como la de Modesto Lafuente. Su afán de aparecer ceñida a autorizadas fuentes históricas se transparenta en distintos pasajes de su texto, en que Sinués avisa sobre la veracidad de lo que va contando para reforzar la credibilidad. Sin embargo, lo cierto es que, además de la cuidadosa combinación historia-leyenda-imaginación que ejecuta Sinués, hay un factor en que se distancia de sus fuentes: su interpretación de la personalidad de la reina Urraca. Esa interpretación se revela a través de excursos evaluativos que orientan las estimaciones de las lectoras y, también, cargando las tintas o haciendo bascular las descripciones y actitudes de los personajes. El objetivo de todo ello es exculpar a Urraca. Así, ante los acontecimientos que obligan a una boda no deseada, la voz narrativa se duele: «¡Pobre reina! Su destino era sufrir siempre, y aquel reino ingrato, por el cual tan cruelmente se sacrificaba, solo debía pagarle con calumnias durante su vida y después de su muerte!» (1878: 364). Igualmente, cuando se desata la guerra, esa misma voz narrativa declara: La posteridad y también los historiadores, han culpado después a Doña Urraca por haberse separado de su marido, empeñando [sic] así la guerra civil; pero ¿era siquiera imaginable que aquella princesa desventurada hubiera podido permitir que asesinasen a su hijo, y que hubiera soportado por más tiempo su vida de humillaciones y de ultrajes? Seguramente no habrá una mujer digna, y que sea madre, que conteste afirmativamente a esa pregunta (Sinués 1878: 394).

Estas apelaciones a las lectoras, apelaciones que se destinan a comprender y justificar la conducta de Urraca, vienen reforzadas por las descripciones de los personajes principales, que transparentan, también, determinada evaluación. Desde el principio, Urraca aparece como «reina desgraciada, perseguida, odiada y mártir» (1878: 315); «sangrienta, ultrajada y vengadora, pero no culpable, como algunos historiadores, sobre todo los más antiguos, pretenden que fue» (1878:

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315); «no era mala, antes bien resaltaban en ella magnánimas virtudes, y, sin embargo, fue una de las más desventuradas mujeres de la tierra» (1878: 315). Su físico, que vimos más atrás, respondía al canon de la mujer dulce y pura. Como contraste, Alfonso de Aragón era una «bestia feroz», «terco, vengativo y duro» (1878: 379), un «hombre fornido de vida feroz», «mirada perversa» y «rostro salvaje» (1878: 365-366)7. Para reforzar esta interpretación de Urraca como víctima de las circunstancias y de su segundo marido, se ofrecen los posibles deslices eróticos de la reina desde una peculiar perspectiva. Tanto la Historia Sagrada como Modesto Lafuente dan por ciertas las flaquezas y la mala conducta de la reina en materia sexual, aunque Pilar Sinués se esfuerza por desmentir tales «calumnias»8. La escritora aragonesa recoge la relación de la reina con el conde D. Gómez de la manera más romántica y platónica posible: todo se inicia porque él la alienta y protege, enviando venablos a sus aposentos y dejándose ver a lo lejos a través de la ventana; y por ello, «en el corazón de doña Urraca brotó un sentimiento dulce y extraño, que ella no había experimentado desde la muerte de su esposo» (1878: 389). La escritora se refiere exclusivamente a los intensos movimientos emocionales provocados por la caballerosidad y adhesión del conde; en ningún momento, atiza sospechas de liviandad en la reina: sus amores con D. Gómez, en su opinión, «jamás pasaron los límites del decoro, y si la reina concedió al conde su intimidad fue con todo el recato posible» (1878: 396). En cuanto a su relación y matrimonio con el conde Pedro Fernández de Lara, Sinués explica que la reina buscó amparo y consuelo en el matrimonio y casó con el conde, pero «no precedieron relaciones a este enlace» (1878: 429). Así, la escritora aragonesa aproxima a su protagonista a lo aceptable según las ideas dominantes en la época isabelina: la reina Urraca habría amado rendidamente a su primer marido, y sus relaciones con los dos condes, una vez que se vio libre de su segundo marido, fueron recatadas, emocionantes y ajenas a todo desbordamiento erótico.

7  El aspecto de este rey aragonés debía ser bastante intimidatorio y su conducta violenta, a juzgar por las breves referencias que a ello dedican tanto la España Sagrada como Modesto Lafuente. 8  Sinués se refiere más de una vez a la reina como víctima de calumnias antes y después de su muerte (1878: 364, 415) y atribuye a sus enemigos la difusión de «rumores injuriosos a su honra» y los insultos: «la llamaron meretriz pública y engañadora» (1878: 396).

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Y aún queda por dilucidar otra cuestión: ¿fue una buena gobernante o se trata de una débil mujer incapaz para el gobierno? Sinués dibuja una mujer decidida y valiente, que anima a sus tropas en el campo de batalla (1878: 411) o levanta un ejército para castigar a una ciudad rebelde (1878: 424). Atribuye a esta mujer cualidades tradicionalmente femeninas: corazón «tierno y generoso» (1878: 415), clemencia (1878: 425), paciencia y piedad (1878: 435); pero las combina con atributos propios de la autoridad y el arrojo de un gobernante sólido. Se refiere a Urraca como «gloria de su sexo» y «gran reina» (1878: 425). Así, la escritora aragonesa recoge las noticias de la Historia que se manejan en el siglo xix, pero las hace bascular hacia lo entonces admisible en una mujer de acuerdo con los estereotipos de género, a la par que reivindica la capacidad política de la reina y victimiza su figura como objeto de calumnias sin cuento. La historia de doÑa Urraca y la oferta lectora del siglo xix Como ya he explicado en otro lugar (Servén 2017: 510 y ss.), la oferta de lecturas históricas como vía a la formación moral y a la instrucción histórica es encarecida repetidamente por los pedagogos decimonónicos y, de ahí, la enorme importancia y desarrollo del género biográfico. Las lecturas extensivas de carácter histórico que se ofrecen a niñas y jóvenes aparecen impregnadas de la ideología de la domesticidad burguesa, que empapa el siglo xix español. Las marcas de género, que proponen modelos y virtudes diferenciadas para cada uno de los dos sexos, se hallan tanto en producciones de autoría femenina como masculina; y es notorio el sesgo ahistórico que cobra el contenido del texto en algunos casos, así como los núcleos ideológicos que los autores consideran de la mayor relevancia didáctica. Importantes escritoras ofrecen en la segunda mitad del siglo xix biografías noveladas de distintas mujeres de la Historia9. Una de ellas

9  Los catálogos biográficos de mujeres ilustres constituyen un género de solera histórica, con raíces en la Antigüedad clásica; glosan las cualidades de una serie de figuras femeninas y, por tanto, se constituyen en una forma de defensa de género. En Europa se publican varias del mayor interés entre los siglos xv y xviii (sobre esta cuestión, véase Bolufer). En el siglo xix, además de otras galerías de mujeres ilustres ofrecidas a través de la prensa femenina, han de destacarse tanto las colecciones de carácter biográfico

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es Pilar Sinués, que escribe primero una Galería de mujeres célebres10 en doce tomos11; pero recoge parte de esos textos en los dos volúmenes de Reinas mártires, leyendas originales (1877-1878)12. En ambos títulos antepone, con leves variaciones, un mismo prólogo, específicamente dirigido a las jóvenes y señoras de clase media13. En esas páginas iniciales, Sinués manifiesta su afán didáctico, confiesa que ha adornado la Historia con «las gasas de la novela o leyenda» y expresa su deseo de ofrecer a ese público modelos de «admirables madres, de heroicas esposas, y de ejemplares hijas» (II). Este confeso afán pedagógico que impele a Sinués explica las recomendaciones y encarecimientos de ciertas conductas ante las lectoras: se producen sin rebozo, igual que se ofrecían a las niñas en las lecturas extensivas, de tal modo, que los relatos basculan hacia lo ficcional a la vista de los estereotipos de género manejados en el siglo xix. Así, la función doctrinal asoma en esta clase de Galería, que no es simplemente un intento de reconstrucción histórica, sino textos cargados de prescripciones. Uno de esos textos, que se sitúa en la frontera entre historia y ficción mientras procura ceñirse a los intertextos narrativos y legendarios familiares a las lectoras y apelar a sus experiencias producidas por María Pilar Sinués (1835-1893) como las de Concepción Gimeno de Flaquer (1850 o 1852-1919). 10  Esta Galería es la más completa y nutrida colección de biografías de mujeres ilustres publicada por la autora. No conozco la primera edición; la segunda, conservada en la Biblioteca Nacional de España (BNE) y publicada entre 1864 y 1869, incluye: T. I: Catalina de Aragón y Ana Boulen; T. II: Juana de Seymour y Ana de Cleves; T. III: Catalina Howard y Catalina Parr; T. IV: La condesa de Genlis y Eva; T. V: Juana D´Arc y Catalina Gabrielli; T. VI: Eloísa y María Teresa de Austria; T. VII: Mme. Sevigné y Blanca Capelo; T. VIII: Agripina y Santa Teresa de Jesús; T. IX: Cristina de Suecia y Luisa Maximiliana de Stolberg; T. X: Santa Adelaida y Doña Urraca; T. XI: María Delorme e Isabel Farnesio; T. XII: Ana María de Nesle. 11  La reedición de Saturnino Calleja en 1880 consta de nueve tomos, que reordenan las biografías y añaden una extraordinariamente larga de Isabel la Católica (T. III). 12  En el primer volumen, se hallan las biografías de Catalina de Aragón, Ana de Boulen, Juana de Seymour y Ana de Cleves. La autora promete un tomo posterior dedicado a Catalina Howard y Catalina Parr, esposas de Enrique VIII. Esa segunda serie se publicará por Saturnino Calleja en 1878 y trata, además, de Urraca. Por otra parte, ha de contarse con Glorias de la mujer, cuya reimpresión de 1913, conservada en la BNE, ofrece exclusivamente una larga biografía de Isabel la Católica que ya hemos podido leer en la Galería de 1880. 13  En un caso, lo titula «Prólogo. A las lectoras» y, en otro, «Dos palabras a mis lectoras».

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de género, es la biografía de Doña Urraca ofrecida por Pilar Sinués. Esta escritora, repetidamente estudiada en tiempos recientes, es considerada una de las más notables escritoras isabelinas14 y cumplido estandarte del ideario de las «escritoras virtuosas» del medio siglo. Su biografía novelada de la reina Urraca constituye un fiel exponente de los afanes y contradicciones con que deben lidiar por entonces las narradoras, atiza la curiosidad lectora en torno a doña Urraca y contribuye a la cristalización literaria del mito. En las últimas décadas, esta reina de Castilla y León ha sido objeto de exitosas recreaciones literarias por parte de las novelistas actuales15; no se ha de olvidar que las precede la versión del mito proporcionada por Pilar Sinués. Obras citadas Blanco, Alda (2001): Escritoras virtuosas. Narradoras de la domesticidad en la España isabelina. Granada: Universidad de Granada. Bolufer, Mónica (2000): «Galerías de mujeres ilustres o el sinuoso camino de excepción a la norma cotidiana, siglos xv-xviii». Hispania: Revista Española de Historia, LX, nº 204, pp. 181-224. FlÓrez, P. Enrique (1790): Memorias de las Reynas Catholicas. Historia genealógica de la casa real de Casilla y de León. Tomo I. Madrid: Oficina Viuda de Marín. Lafuente, Modesto (1930): Historia General de España. Tomo III, cap. IV. Barcelona: Montaner y Simón. Pallares, María del Carmen y Ermelindo Portela (2006): La reina Urraca. San Sebastián: Nerea. Risco, Manuel (1792): Historia de la ciudad y corte de León y de sus reyes. Madrid: Oficina de D. Blas Román (incluido en La España Sagrada). Sánchez Llama, Íñigo (2000): Galería de escritoras isabelinas. La prensa periódica entre 1833 y 1895. Madrid: Cátedra. Servén Díez, Carmen (2017): «Lecturas formativas en el siglo xix: los modelos históricos propuestos por las escritoras menores». J. M. González Herrán et al., eds., La Historia en la literatura española del siglo xix. Barcelona: Ediciones de la Universidad de Barcelona, pp. 525-538. Sinués, Pilar (1878): Reinas mártires, leyendas originales. Segunda serie. Madrid: Saturnino Calleja.

14 

Véanse, por ejemplo, los estudios de conjunto de Sánchez Llama y Blanco. Ortiz, Lourdes (1982. Urraca. Madrid: Puntual Ediciones), e Irisarri, Ángeles de (2000. La reina Urraca. Madrid: Temas de Hoy) han logrados varias ediciones. 15 

L A J U D ÍA D E T O L E D O Nettah Yoeli-Rimmer Universiteit Gent

La leyenda de la judía de Toledo, que relata los amores ilícitos entre Raquel y el rey Alfonso VIII, es uno de los mitos históricos españoles que más proyección ha tenido en la literatura nacional. La historia cuenta la relación que habría mantenido el rey de Castilla, Alfonso VIII, con una judía por un periodo de siete años y que terminaría con el asesinato de aquella por los nobles. Aparece por primera vez de forma escrita en los Castigos e documentos del rey don Sancho (IbáñezSperber 2013: 141). Sin embargo, según Ibáñez-Sperber, se popularizó después de su inclusión en la tercera versión de la Crónica General (1541)1. La leyenda pasa rápidamente de las crónicas a la literatura gracias a Lope de Vega quien, ya en 1609, la menciona en su Jerusalén conquistada, donde se atribuye por primera vez el nombre de Raquel a la judía. En 1617, Lope de Vega retoma la historia como inspiración para el argumento de la comedia Las paces de los reyes. Además de presentar una tensión dramática entre la vida personal de Alfonso y su deber como monarca, cosa que muchos escritores han sabido explotar, el mito introduce a la judía más famosa de la literatura española. Por consiguiente, un análisis del tratamiento de Raquel como judía y como mujer en las diferentes versiones de la leyenda nos

1  Para más información sobre las tempranas manifestaciones escritas de la leyenda, véase Castañeda (1962: 37-128).

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permite examinar la evolución de la perspectiva que los autores tienen del «Otro histórico» de España. La influencia del Romanticismo en el siglo xix lleva a la recuperación de las leyendas del pasado cuando, impulsado por un creciente interés en la historia medieval, los escritores intentan crear una narrativa nacional basada en episodios históricos y en mitos fundacionales. La leyenda de la judía de Toledo goza de inmensa popularidad en aquella época, tanto en España como fuera de ella, puesto que la relación entre el rey Alfonso y Raquel suscita preguntas sobre las fronteras culturales de la nación, y permite explorar quién pertenece y a quién se excluye. En este artículo, propongo analizar la representación de los judíos en algunas adaptaciones de la leyenda que se hicieron en el siglo xix. Mi análisis se centrará en la novela histórica Raquel (1852) de Joaquín Pardo de la Casta, el drama Raquel (1862) de Pedro Pardo de la Casta y una versión austríaca, Die Jüdin von Toledo (1851) de Franz Grillparzer. Se plantean las siguientes preguntas: ¿cómo cambia la representación de Raquel en las diferentes adaptaciones? ¿Qué papel juega la religión de la protagonista? ¿Cuáles son los usos políticos que los autores decimonónicos dan a la relación amorosa entre rey y judía? Para situar las obras que estudiaré a continuación en su contexto literario, me es imprescindible centrarme primero en la Raquel de Vicente García de la Huerta. Este drama neoclásico se estrenó en Madrid, en 1778, y tuvo una influencia decisiva sobre las adaptaciones del xix. García de la Huerta nos retrata una Raquel vengativa y manipuladora que, ya desde el comienzo de la obra, se aprovecha de su relación con Alfonso para ejercer como reina. Raquel conspira con su consejero y correligionario Rubén para promulgar leyes favorables para los judíos y despreciar a los nobles de Castilla. Estos se quejan de la soberbia de Raquel y de los judíos que ocupan el poder, distrayendo al rey de sus deberes militares. Tanto el judaísmo como la feminidad de Raquel contaminan al rey y al reino, por ser elementos ajenos. Su presencia en el centro del poder desestabiliza el orden natural, lo que vemos con el comentario del caballero García, quien declara con sarcasmo al ver a Raquel en el trono: «¡Y qué bien entre Godos capacetes parecen, Garcerán, tocas judías!» (I, 127). El contraste resalta la diferencia entre los nativos del país y los judíos, quienes, sugiere García, no pertenecen aquí, pero establece, también, una dicotomía entre el militarismo viril de los godos, representado por el capacete, y la lujuria y sensualidad judías, que representa la toca.

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García de la Huerta enfatiza en su Raquel, sobre todo, su calidad de extranjera (Ibáñez-Sperber 2013: 145). Los judíos son diferentes a los demás, lo que Raquel misma subraya cuando habla de «lo inculto de los montes de Castilla» (García de la Huerta 1778: I, 162) que «patria de fieras y de atrevimientos han sido siempre» (1778: I, 166) y se refiere a los judíos como «pobres extranjeros» (1778: III, 336). Esta representación de Raquel contrasta con la imagen de la judía en Las paces de los reyes de Lope de Vega, quien no insiste en la calidad extranjera de la judía. Al contrario, a pesar de su religión, Raquel defiende su pertenencia al país cuando dice: «Aunque no soy cristiana, soy española» (Castañeda 1962: 1140). Su calidad de española contrasta con la reina legítima, Leonor, que se describe como «hermosura extranjera» (1962: 1121) y «nieve del norte» (1962: 1125) por ser inglesa. García de la Huerta convierte la leyenda de Raquel en un alegato contra la pérdida del poder tradicional de la nobleza. Su Alfonso no es malvado, sino débil, y su debilidad abre la puerta a la colonización de Castilla por elementos ajenos que carecen de legitimidad. Al enamorarse de Raquel, Alfonso no solo abandona el proyecto nacional por antonomasia, que es la Reconquista cristiana, sino que, también, permite la influencia judía en las más altas esferas del poder. García de la Huerta escribe su Raquel durante el reinado de Carlos III, cuyas reformas del gobierno español suscitaron vivas reacciones, sobre todo, entre los campos más conservadores y reaccionarios. Carlos reinó como absolutista ilustrado e intentó centralizar y modernizar el país, liberalizando el comercio en muchos sectores y limitando el poder de la Iglesia y de la nobleza. Según Ibáñez-Sperber (2013: 142), García de la Huerta empezó a escribir la obra en 17662, un año desastroso para el gobierno de Carlos III. Con el propósito de perseguir la modernización del país, el favorito del rey, el napolitano Leopoldo de Gregorio, Marqués de Esquilache, prohibió el uso de la capa larga y del chambergo a favor de prendas modernas, de estilo francés. Esta decisión, junto con los problemas económicos, provocó el Motín de Esquilache, que produjo el destierro del Marqués. Vistos desde la distancia, los eventos del 1766 representan el sentimiento generalizado entre la nobleza española de que el gobierno de Carlos III quería transformar España eliminando sus tradiciones. La 2  La primera representación de la obra tuvo lugar en Orán, en 1772, durante el exilio de García de la Huerta y, luego, en Madrid, en 1778 (Cañas Murillo 2000: 9).

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nobleza, sobre todo, estaba resentida con la supuesta influencia extranjera sobre Carlos III, puesto que el nuevo rey llegó de Italia con un séquito de consejeros y cortesanos italianos. Sabemos que García de la Huerta participó en actividades políticas contra el gobierno y que, en 1766, tuvo que exiliarse brevemente a París, antes de ser condenado a presidio en el Peñón de Vélez de la Gomera. La pena fue conmutada a un destierro en Granada, pero luego fue exiliado de nuevo a Orán antes de volver finalmente a Madrid, tras casi diez años de exilio (Deacon 1976: 370). No nos sorprende, por lo tanto, que la naturaleza extranjera de Raquel —y de los judíos en general— sea primordial en su obra. Raquel (1852) de Joaquín Pardo de la Casta es la primera adaptación de la leyenda en forma de novela histórica. El uso de este género le permite al autor profundizar la representación de los personajes y desarrollar la trama. La novela sigue las líneas generales de la obra de García de la Huerta, presentándonos de nuevo un conflicto entre la vida amorosa del rey y el orden tradicional. Sin embargo, Pardo de la Casta elimina la sublevación popular que acusa al rey de abandonar sus obligaciones. En su lugar, el complot contra Raquel surge de recriminaciones personales: es una conjuración entre la Reina Leonor y Don Álvaro, el Conde de Fuen-Saldaña. Aquella está celosa de su rival y este, enamorado de la judía, quiere vengarse de ella porque no corresponde su amor. Así, el uso de la leyenda en la versión novelada está menos politizado. El consejero judío de la Raquel de García de la Huerta, Rubén, desaparece en la novela de Pardo de la Casta y da lugar a Isaac, el padre de Raquel. Con Rubén, se suprime también la ambición política de los judíos. Si el consejero en la versión de García de la Huerta conspiraba con Raquel para aumentar la importancia de los judíos en el gobierno y revocar su expulsión de Castilla, Isaac se interesa solo por el dinero y su propio enriquecimiento. Isaac, joyero, mago y alquimista, es el estereotipo del judío literario. Su avaricia es tal que, con ironía trágica, es él quien vende el veneno prohibido que, al final, matará a su hija Raquel. Además, el veneno lo administra otra judía, la criada Betsabé, cuyo rencor y deseo de venganza prevalecen sobre su fidelidad a la niña que ha cuidado como si fuera su propia hija. Isaac y Betsabé representan todos los rasgos negativos asociados con los judíos. Aquel es avaro, amoral y practica su magia peligrosa en secreto, mientras que esta es vengativa y pérfida. El judío avaro y sin escrúpulos es un tópico

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de la representación judía, que se puede encontrar en la literatura europea desde las Cantigas de Santa María hasta Shylock en El mercader de Venecia de Shakespeare. La representación negativa de Isaac y Betsabé contrasta, sin embargo, con la visión sorprendentemente positiva de la protagonista. Las descripciones físicas de las dos mujeres judías demuestran esta diferencia: «había un contraste prodigioso entre aquellas dos mujeres; entre la belleza de una, y la fealdad asquerosa de la otra» (Pardo de la Casta, J. 1852: 8). En el texto, el contraste físico es indicación de una diferencia más profunda en cuanto al carácter y moralidad de ambas mujeres, puesto que «la candidez de aquella, y la hipocresía de esta, que parecía estar poseída por todos los malos instintos de la raza humana» (1852: 8). Pardo de la Casta retrata a Raquel como un personaje inocente, a diferencia de su representación en la obra de García de la Huerta. En la novela, no le interesa el poder que adquiere gracias a su relación con Alfonso. Ella no sabe que es el rey cuando entabla una relación con él, puesto que Alfonso se le presenta disfrazado de ballestero. Raquel, pues, piensa estar enamorada de Enrique y sigue fiel a su amante a pesar de la oferta del Conde Fuen-Saldaña y la incitación de Betsabé de elegir al hombre más rico y poderoso. Cuando Raquel descubre la identidad de su amante, lejos de emocionarse, se siente traicionada: Con todos os habéis mostrado harto generoso: los de mi raza os bendicen, por los muchos beneficios que les habéis dispensado: los cristianos os adoran, porque han encontrado en vos un rey bueno, noble y, sobre todo, valiente. Habéis dado a vuestro reino paz y prosperidad; y esto siendo tan joven. Solo conmigo os habéis portado cruel y despiadadamente (1852: 162).

Raquel invierte aquí la acusación habitual contra Alfonso que se asocia con la leyenda. Le acusa de comportarse impecablemente como rey, pero mal como amante. Mientras que en otras versiones de la leyenda, notablemente, la Raquel de García de la Huerta, Alfonso parece haber abandonado su gobierno por su amorío con Raquel, no es este el caso: Raquel sugiere que tanto los cristianos como los judíos están satisfechos con su reinado. Además, lo que en versiones anteriores se consideraba un abandono de sus obligaciones militares para continuar la Reconquista, se ve aquí como el logro de conseguir la paz en el reino.

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¿Cómo podemos analizar el giro que da Pardo de la Casta a las interpretaciones habituales de la leyenda? ¿Por qué aparece la representación positiva de Raquel junto con la visión negativa de Isaac y Betsabé? El elemento sobrenatural de la obra y la alusión a Rugeri, el maestro de Isaac, de quien heredó sus libros y pociones, nos remite a la influencia de una versión francesa de la leyenda: Rachel ou la belle juive de Jacques Cazotte. La obra, subtitulada Nouvelle historique espagnole, apareció en la edición de sus Œuvres badines et morales de 1778. Cazotte reconoce la influencia de García de la Huerta en el prefacio y la trama es fiel a la obra española. Sin embargo, Cazotte, monárquico y conservador ejecutado en 1792 por su oposición a la Revolución, hace todo lo posible para librar al rey de cualquier responsabilidad por su aventura amorosa con la judía. Como explica en el prólogo, es imposible aceptar que el rey pasase siete años ociosos con Raquel, puesto que «en l’imputant au seul excès d’une passion, on déshonore le héros et l’amour». Por consiguiente, explica que «il faut avoir recours au merveilleux pour l’expliquer» (1778: 150). Así, introduce el espejo mágico, en el cual Alfonso ve la imagen reflejada de Raquel por primera vez, junto con el retrato de Raquel que, colgado del cuello del rey, funciona como talismán hechicero, encantándolo y garantizando su infatuación con la judía. La propia explicación de Cazotte parece insuficiente, puesto que en su obra anterior también hallamos elementos sobrenaturales. En Le Diable amoureux (1772), que está igualmente ambientada en España, hay un hechicero flamenco, quien, como los judíos en Rachel, conspira contra el orden social y la Iglesia católica. Parece así que Cazotte se interesaba en la idea de cabalisme y sociedades secretas, una fascinación del xviii francés, como reacción al racionalismo de la Ilustración. Para Cazotte, los judíos son una representación del cabalisme y de elementos quintacolumnistas en la sociedad. Como hemos visto, la novela de Pardo de la Casta retoma esta visión de los judíos como conspiradores, a pesar de dejar al lado la política abierta de García de la Huerta. En 1862, aparece una versión de la novela para el teatro, que también lleva el título Raquel. Esta obra se atribuye a Pedro Pardo de la Casta, quien podría ser, según Ríos Carratalá, la misma persona o posiblemente un hermano (Ríos Carratalá 1986-1987: 426). Sin embargo, en su Ensayo de un catálogo de periodistas españoles del siglo xix, Manuel Ossorio y Bernard hace referencia a un Joaquín Pardo de la Casta de Valencia y a un Pedro Pardo de la Casta de La Coruña. De todos modos,

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nos hallamos ante una reescritura casi exacta de la novela histórica en forma de drama. La trama de la obra teatral permanece fiel a la novela histórica; sin embargo, hay un cambio radical al final. En efecto, Isaac, que el rey había encarcelado por haberse atrevido a pedir permiso para salir de Toledo, vuelve a su casa, a tiempo para enterarse de que su hija, Raquel, está muriendo a causa de un veneno que él vendió. Rápidamente, el judío alquimista crea un contraveneno y consigue salvar la vida de su hija. En la última escena, Raquel se ha recuperado e Isaac tiene un pergamino del Rey que le otorga el derecho de salir de Toledo y establecerse en Valencia, donde promete que dejará la magia negra y se dedicará a vivir una vida ejemplar. El final de la obra de teatro representa el triunfo de los judíos, un acontecimiento poco frecuente en las adaptaciones literarias de la leyenda. En general, los personajes judíos en la literatura española suelen morir o convertirse al cristianismo. ¿Cómo se pueden explicar las diferencias entre la versión de la obra de teatro y la de la novela histórica? A primera vista, podríamos pensar que la escena final en la que Raquel se despierta no formaba parte de la obra. Parece ser una adición posterior que, quizás, se añadió durante algún estreno para ofrecer un final feliz al público. Esta interpretación parece dudosa, sin embargo, puesto que la leyenda hubiera sido familiar a los espectadores del siglo xix y el final trágico en el que muere la judía es un momento catártico de la leyenda. Además, la recuperación de Raquel es solo posible, porque Isaac vuelve a tiempo y se entera del envenenamiento de su hija. Tanto en la novela histórica como en la obra teatral, Isaac es encarcelado por Alfonso; pero, en la primera versión, no lo libera a tiempo. Su anticipada vuelta a casa en la versión teatral y la creación del contraveneno, que ocurren en la escena penúltima, implican una decisión por parte del autor de escribir un final alternativo. El nuevo final es interesante no solo por su ruptura dramática con la leyenda histórica y su tradición literaria, sino, también, porque reestructura la dinámica religiosa de la leyenda. En las versiones anteriores, la muerte de Raquel rompe sus lazos con la comunidad judía y la ata eternamente al rey. En algunos casos, Raquel muere asesinada por otro judío —Rubén o Betsabé— y, en otros, se convierte al cristianismo antes de morir. De una manera o de otra, ella es siempre fiel a Alfonso, y su muerte funciona así como una ruptura simbólica con su propia religión. Sin embargo, en la versión de Pedro Pardo de la Casta, la recuperación de Raquel renueva sus vínculos con su padre y con su

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fe. Ella renace, de forma simbólica, curada del veneno, pero, también, de su amor transgresor por el rey cristiano: «¡Es posible, padre mío, que tu hija se haya olvidado de tus canas por los rubios cabellos de un soldado nazareno!!» (1862: 100). Raquel condena su propia tentación y acepta que debe su verdadero amor a su padre y a su religión. Aunque Isaac, como en la novela histórica, crea el veneno que está a punto de matarla, corrige su error cuando demuestra la capacidad de curarla. Así confirma la sabiduría que acompaña a sus canas y, además, reivindica la superioridad de su erudición y ciencia judía: «¡Sí, envenenada!!... ¡pero la ciencia de tu padre es muy grande... muy esperimentada...» (1862: 95). Esta celebración del conocimiento científico judío forma un contraste con la representación de la erudición judía como algo siniestro y sospechoso. Tanto en la novela histórica de Joaquín Pardo de la Casta, como en la versión francesa de Cazotte, la magia de Isaac es negra y peligrosa. Si, en esta versión, su magia también crea venenos, asimismo tiene la capacidad de curar, además de hacer daño. Isaac vincula su poder científico con el Dios de los judíos, puesto que dice: «prueba este antídoto, que solo con que tus labios toquen sus bordes, Jehová te conservará la vida» (1862: 96). La ciencia de Isaac solo facilita el trabajo de Dios, pero es Él quien salva la vida de Raquel, reincorporándola al mismo tiempo a su religión de nacimiento. Los escritores de las versiones anteriores intentaron usar la leyenda para demostrar la superioridad de la religión cristiana, algo que no vemos en la obra de Pedro Pardo de la Casta. De hecho, la línea final de la obra, «¡Dios de Jacob, bendito seas!!», permite que resuene la voz judía de forma inédita (1862: 100). Además, el pergamino que los autoriza a mudarse a Valencia cambia la relación de la leyenda con el exilio. En general, los amores de Alfonso y Raquel tienen un vínculo con la cuestión del exilio judío: en algunos ejemplos, como La desgraciada Raquel (1625) de Mira de Amescua o Rachel ou la belle juive (1788) de Cazotte, Raquel y Alfonso se conocen cuando aquella se presenta al rey para pedir la revocación de un edicto de expulsión de los judíos. En otros casos, los nobles piden la expulsión de los judíos a causa de la influencia de que gozan Raquel y sus consejeros judíos sobre el rey y el gobierno del Estado. En esta versión, sin embargo, el rey no busca la expulsión de los judíos, sino que usa su poder para otorgar el libre movimiento a Isaac y a Raquel, cuyo exilio se produce de forma voluntaria. A pesar de la diferencia en el final de la obra, sin embargo, esta versión de la leyenda concluye, como las otras, con la negación de

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una relación amorosa entre el rey y la judía. Así, aunque Raquel no pague con su vida su transgresión del código social, su exilio junto a su padre la separa de Alfonso y restablece el orden social. En la penúltima escena de la obra, cuando Alfonso asume que Raquel está muerta, él le dice que volverá a la vida militar, donde recuperará su «prez» y «gloria» en las batallas contra «los enemigos de mi religión», es decir, los musulmanes (1862: 99). Cabe destacar aquí que Alfonso, a pesar de hablar de los enemigos de su religión, no demuestra antagonismo hacia la religión de Raquel; al contrario, Alfonso le pide que hable con sus «hermanos los ángeles del cielo» para que intervengan en sus batallas, lo que sugiere una convivencia entre ambas religiones (1862: 99). Hemos visto que, en la Raquel neoclásica de García de la Huerta, los personajes judíos representan lo extranjero en contraposición a los españoles. García de la Huerta hace uso de la llegada de Raquel al poder, en su versión de la leyenda, para cuestionar a quién pertenece el Estado español y dónde están las fronteras culturales en un momento histórico en que él se siente amenazado por la influencia extranjera que trae consigo desde Italia el nuevo rey Carlos III. Sin embargo, tanto en la novela histórica como en la obra de teatro del xix, el enfoque de los autores no se concentra tanto en los judíos como símbolos de lo extranjero. El judaísmo de Raquel se convierte en algo exótico, hasta ser la razón de su belleza y sensualidad. Al mismo tiempo, la representación de los otros personajes judíos se inscribe en las imágenes estereotipadas de ellos que la cultura española mantenía. La primera adaptación de la leyenda de Raquel en alemán fue Die Jüdin von Toledo (1851) de Franz Grillparzer. La obra se inspira principalmente en la Rachel ou la belle juive de Cazotte y Las paces de los reyes de Lope de Vega (Helfer 2002: 162). Nos muestra el papel que jugaba Francia en el siglo xix como intermediario cultural, además del interés por parte de los románticos alemanes en la literatura del Siglo de Oro español. Sin embargo, el tratamiento de la leyenda es original, sobre todo, en cuanto a los personajes judíos. Para empezar, Grillparzer nos da tres protagonistas judíos: Rahel, su hermana Esther y su padre Isaac. Son, además, personajes más completos que los que encontramos en las adaptaciones españolas: no representan paradigmas de judíos míticos. No nos tendría que sorprender la diferencia, puesto que, en la Austria contemporánea a Grillparzer, los judíos forman un componente importante de la población del país.

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Al igual que las versiones españolas que hemos visto, que establecen un contraste entre la bondad de Raquel y la maldad de Betsabé y Isaac, Grillparzer establece una dicotomía entre los judíos positivos y negativos. Sin embargo, en Die Jüdin von Toledo, Rahel es la persona negativa. Es manipuladora, seductora y codiciosa, y desobedece a su padre porque quiere ver al rey. Es ella quien inicia el contacto con Alphons y Grillparzer sugiere, aunque de forma más sutil que Cazotte, que Rahel usa brujería para encantar el rey. Isaac, aunque crítico del comportamiento de su hija, se retrata también de forma negativa. Su caracterización, además, es la más estereotipada: es avaro y egoísta. En el tercer acto de la obra, Isaac es ministro o tesorero de Alphons, gracias a la relación de su hija con este. Al escuchar las quejas de los ciudadanos que vienen con sus problemas, Isaac admite que no le interesan. Para él, su posición es una oportunidad para enriquecerse, aceptando dinero y joyas de la gente a cambio de promesas de favores con el rey que no piensa cumplir. Grillparzer nos presenta aquí a la máquina del Estado, capturada y corrompida por la presencia de judíos que recuerda la Raquel de García de la Huerta. El personaje de Esther, que Grillparzer inventa, puesto que no aparece en otras versiones de la leyenda, representa los rasgos positivos que el autor atribuye a los judíos. Esther es inteligente y sabia, y ofrece un contraste con la inmadurez de su hermana. Usa su inteligencia para combatir la imagen negativa los judíos. Así, cuando un consejero del rey, Manrique, sugiere registrar la habitación para asegurarse de que los judíos no han robado nada, ella contesta: «Think not we are so poor / That we should stretch our hands for alien goods» (Grillparzer 1953: 41). Su respuesta nos recuerda que tal idea es absurda, puesto que, en las escenas iniciales, Grillparzer deja claro que la familia es acomodada. Pero, lo que realmente convierte a Esther en un personaje particular es el hecho de ser una mujer judía que el autor nos hace admirar sin recurrir a su belleza. Si Raquel, en las obras de Joaquín Pardo de la Casta y Pedro Pardo de la Casta, es retratada de forma positiva, es simplemente por ser hermosa y atractiva. En el caso de Esther, por el contrario, el autor no se concentra en su aspecto físico y destaca su sabiduría. La representación de los judíos es compleja en Die Jüdin von Toledo. Además de la representación positiva de Esther, Grillparzer nos ofrece un rey filosemita, cuyos discursos, sin dejar de demostrar prejuicios antijudíos, tienden a defender a los judíos de las calumnias de sus nobles. Así dice:

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I love it not, this people, and yet I know That what disfigures it, we cause ourselves. We lame them, then are angry when they limp. And something great moreover, Garceran, Is in this tribe or restless, roving shepherds: We are but of today, but they extend Back to creation’s cradle, back to times When God in Eden walked about with man (Grillparzer 1953: 31).

No se puede encontrar una posición tan projudía en ninguna versión española de la leyenda. Según Helfer, las declaraciones filosemitas de Alphons surgen simplemente de su interés sexual en la judía (Helfer 2002: 171). Sin embargo, nos parece que las palabras de Alphons, tanto como la representación de Esther, surgen del intento de Grillparzer de usar la leyenda para afrontar la cuestión judía. En concreto, la obra se inscribe en el debate contemporáneo sobre la emancipación de los judíos en el Imperio Austro-Húngaro que dominaba la política en los años 1840. Helfer explica que las revoluciones populares de 1848, que se vieron por parte de la derecha tradicional como conjuraciones judías, provocaron una reacción antisemita (Helfer 2002: 163). En este contexto, podemos ver la representación ambivalente de los judíos, en Die Jüdin von Toledo, como una expresión del miedo que provocó la idea de una mayor participación de los judíos en la vida pública. Si en la Raquel de García de la Huerta esta raza simboliza la amenaza de las ideas extranjeras de Carlos III, en la obra de Grillparzer los judíos se representan a ellos mismos y la amenaza que algunos sectores de la sociedad austríaca sentían. En el artículo, hemos analizado algunas adaptaciones de la leyenda de la judía de Toledo en el siglo xix, tanto en España como al extranjero. El análisis de las diferentes versiones nos permite sacar algunas conclusiones sobre el uso político de los personajes judíos de la leyenda. Hemos visto que el tratamiento de Raquel cambia según las intenciones del autor. Si en la obra de Lope de Vega predomina su calidad de amante, cuyo judaísmo estructura la tragedia del amor imposible, para García de la Huerta, Raquel encarna la duplicidad del extranjero que infiltra la cultura española. Al mismo tiempo, para las obras españolas del siglo xix que hemos analizado, la imagen de la judía es más romántica: Raquel se construye sobre las líneas de la hebrea sensual

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y hermosa. A modo de conclusión, podemos constatar que la representación de los judíos es un elemento fundamental de las diferentes adaptaciones de la leyenda. Esta representación es siempre ambivalente, porque, a través del retrato de los judíos, los escritores de las versiones literarias expresan el poder político de la leyenda. Obras citadas CaÑas Murillo, Jesús (2000): «Raquel, de Vicente García de la Huerta, en la tragedia neoclásica española». Anuario de Estudios Filológicos, XXIII, pp. 9-36. CastaÑeda, James A. (1962): A Critical Edition of Lope de Vega’s Las paces de los reyes y La judía de Toledo. Chapel Hill: The University of North Carolina Press. Cazotte, Jacques (1778): Rachel ou la belle juive. [La obra, subtitulada Nouvelle historique espagnole, apareció en la edición de sus Œuvres badines et morales de 1778.] Deacon, Phillip (1976): «García de la Huerta, Raquel y el motín de Madrid de 1766». Separata del Boletín de la Real Academia Española, tomo 56, cuad. 208, mayo-agosto, pp. 369-387. García de la Huerta, Vicente (1778): Raquel. Madrid: Imprenta de A. Sancha. Grillparzer, Franz (1953): The Jewess of Toledo. Yarmouth Port: The Register Press. Helfer, Martha (2002): «Framing the Jew. Grillparzer’s Die Jüdin von Toledo». The German Quarterly, vol. 75, nº 2, pp. 160-180. IbáÑez-Sperber, Raquel (2013): «Raquel/Formosa, la judía de Toledo: dos versiones de la leyenda». Journal of Sefardic Studies, 1, pp. 141-157. Ossorio y Bernard, Manuel (1903): Ensayo de un catálogo de periodistas españoles del siglo xix. Madrid. Imprenta de J. Palacios. Pardo de la Casta, Joaquín (1852): Raquel. Madrid: Establecimiento tipográfico de Alejo Vicente. Pardo de la Casta, Pedro (1862): Raquel o los amores de Alfonso VIII, Rey de Castilla. La Coruña: Establecimiento tipográfico de Puga. Ríos Carratalá, Juan-Antonio (1986-1987): «Versiones decimonónicas de la leyenda de la Judía de Toledo». Anales de Literatura Española, 5, pp. 425-436.

PEDRO I María José González Dávila Universiteit Gent

La figura de Pedro I «El Cruel» o «El Justiciero» ha sido revisitada desde muchos lugares a lo largo de la historia de la literatura española. La fascinante personalidad de este rey y las muchas leyendas que la tradición ha conservado en torno a ella han propiciado innumerables recreaciones de episodios de su vida. Durante el siglo xix, muchos escritores españoles vuelven los ojos a la Edad Media y reexaminan las figuras fundacionales de la nación, para otorgarles un significado determinado según el mensaje que se quisiera transmitir. La de Pedro, como la de otros muchos personajes históricos, se reinterpretó en multitud de ocasiones y no siempre con la misma intención. La reescritura de este mito se relacionó constantemente con factores políticos en todas las épocas, haciendo un análisis del contexto sociopolítico español del presente a través del pasado. Este artículo explora algunas de las diferentes recreaciones del mito de Pedro I en la literatura decimonónica, a través de las piezas teatrales Blanca de Borbón (1831), de José de Espronceda; El zapatero y el rey (1840-1842), de José Zorrilla; y de la novela El primogénito de Albuquerque (1833), de Ramón López Soler. El artículo se centra especialmente en la imagen que Telesforo Trueba y Cosío presenta sobre este mito en su novela The Castilian y en dos leyendas de Romance of History: Spain, para analizar cómo Trueba y Cosío recrea la figura de Pedro I y cuáles son las motivaciones de este autor para suavizar la figura monstruosa del monarca que la tradición histórica y literaria mantuvo durante siglos.

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La representación del rey Don Pedro ha estado condicionada, desde sus inicios, por la Crónica del rey don Pedro de Pedro López de Ayala. El canciller estuvo encargado de componer las crónicas de cuatro reyes, Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III. Para Germán Orduna (1989: 260), la unidad de las dos primeras crónicas, que habían sido consideradas como dos elementos independientes, es evidente1. López de Ayala presenta una imagen monstruosa del rey Pedro I, destacando en su texto la crueldad del monarca, así como su comportamiento irracional y violento. Cecilia Devia (2011: 64-70) considera que este retrato deriva de la necesidad de Ayala de demostrar que Enrique de Trastámara no despoja a su hermano del trono de Castilla por ambición personal, sino por el imperativo de liberar al pueblo de una sangrienta tiranía liderada por un rey esclavo de sus pasiones. Supone en los escritos del canciller una finalidad propagandística, motivada por sus propios intereses ideológicos y políticos, y muy probablemente, también económicos. Desde entonces, la figura de Pedro I ha estado coloreada por la tradición construida por Ayala y, en muchos casos, sus representaciones han dado lugar a una figura sangrienta y casi inhumana. Sin embargo, en ciertos momentos literarios, se ha tratado de caracterizarlo como un monarca justo y, sobre todo, ilícitamente desposeído de su trono legítimo. Durante el siglo xix, se acudió frecuentemente al personaje. Las semejanzas entre la Primera Guerra Civil Castellana y la Guerra de la Independencia española son notables, y dan lugar a elocuentes paralelismos en literatura. En ambos casos, se produce una invasión extranjera que pretende derrocar al rey legítimo, para coronar a otro que no solo es ilegítimo, sino que, además, es desconocido por el pueblo. En

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La idea de la unidad de las dos crónicas se sustenta sobre elementos formales de la estructura del texto. Ayala, señala Orduna, usa el recurso de encabezar los años con el correspondiente al reinado de Enrique de Trastámara, seguido por el año de reinado de Pedro («Año diez e ocho que el Rey Don Pedro regnara e año segundo que regnó el rey Don Enrique»). Así, «desde el cap. II se inicia el relato de los sucesos del reinado de don Pedro que terminarán con su muerte en Montiel y su semblanza; Ayala no dice palabra sobre su enterramiento y el relato continúa sin fractura formal entre los reinados hasta la muerte de Don Enrique, su retrato y su enterramiento en Toledo. En este punto acaba la larga crónica de los sucesos de Castilla desde la muerte del rey don Alfonso Onceno hasta la del primer Trastámara. Ayala logró dotar a la crónica de una estructura que sirvió para el relato del proceso de sucesión de don Alfonso Onceno que culmina con la entronización de una nueva dinastía».

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los dos conflictos actúan, asimismo, Francia e Inglaterra, la primera como invasora y la segunda como defensora del orden establecido y del heredero de la corona. Frecuentemente, se puede observar una clara identificación entre Pedro I y Fernando VII, en tanto que ambos son desposeídos de su trono. Sin embargo, las correspondencias varían de un texto a otro: en algunos, Pedro es representado como un tirano al que es necesario destronar; en otros, sin embargo, su figura sirve de metáfora para la resistencia contra la invasión extranjera y se convierte en símbolo de algunas características del liberalismo. Fue fundamental, para evaluar la trascendencia de la figura de Don Pedro, el papel que la tradición otorgó a su mujer, Blanca de Borbón, que se convirtió en un eje alrededor del cual giraron las diferentes posturas ideológicas de ataque o defensa de la personalidad del rey y de su forma de gobernar. Doña Blanca de Borbón fue una noble francesa que, por su matrimonio con Pedro I, se convirtió en reina de Castilla en 1353. Sin embargo, la unión duró poco tiempo ya que, solo dos días después de la celebración de la boda, Pedro abandonó a la joven. La tradición, fundada en el relato de López de Ayala, atribuye este hecho a la relación del rey con María de Padilla, que fue su amante permanente. No obstante, existen otras explicaciones para que Pedro abandonara a Blanca: la posible relación extramarital de esta con Fadrique, hermano del rey, o la imposibilidad de Francia de pagar a la corona de Castilla la dote acordada antes del matrimonio. Lo que sí está probado es que Pedro consiguió la cancelación de su matrimonio con la joven francesa para así casarse con Juana de Castro, aunque nunca abandonó las relaciones con María de Padilla. Doña Blanca permaneció bajo custodia del rey cruel dentro de los límites del reino castellano y no volvió a Francia. Murió en extrañas circunstancias, se supone que envenenada por orden de Don Pedro. La literatura ha dado a Doña Blanca una clara simbología, representándola a veces como una víctima a manos de su sangriento marido, pero en otras ocasiones como una esposa infiel. Su caracterización varía, así, según la posición que se quiera tomar a la hora de juzgar el papel histórico del rey Pedro. José de Espronceda compone su tragedia Doña Blanca de Borbón durante sus años de emigración2. En esta obra, se relatan los amores de 2  La fecha de composición de Doña Blanca de Borbón por José de Espronceda ha sido ampliamente estudiada por la crítica. Robert Marrast, en su artículo «Contribution à la bibliographie d’Espronceda: les manuscrits et la date de Blanca de Borbón» (Marrast

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Don Enrique por Doña Blanca y los intentos del joven por salvarla de la tiranía de su marido. Blanca, aunque presa por órdenes de Pedro, se mantiene fiel a este, de quien está enamorada a pesar de todo. Espronceda varía la tradición en tanto que cambia de Don Fadrique a Don Enrique como enamorado de Blanca y, con ello, otorga a este último una causa más para luchar contra su hermano y usurpar el gobierno de un rey legítimo. Así, a través de la construcción negativa de Pedro y la oposición de Enrique por el amor de Blanca, el usurpador se convierte en un prototipo de héroe libertador3. Blanca, ignorada y castigada por su marido, muere asesinada por Abenfarax al final de la obra, en una aterradora escena. El asesino había recibido la orden del rey, al que en la obra se le llama «monstruo de crueldad». Enrique jura vengar la muerte de la reina con su propia espada. La paranoia de Pedro, que se siente engañado por su hermano y su esposa debido a las habladurías, representa la necesidad del tirano de mantener el control sobre el pueblo que gobierna. El castigo de la muerte, impuesto por una traición no cometida, se puede entender como una alusión indirecta a la represión que sufrieron los liberales que lucharon por España en la Guerra de la Independencia por parte de la administración fernandina. A pesar de ser el heredero legítimo de Castilla, Pedro no está capacitado para guiar a los castellanos, lo que justifica el levantamiento de Enrique contra su hermano. En la pieza teatral, Pedro es orgulloso y brutal, y hace uso de la violencia y la venganza para mantenerse en el poder, en línea con la tradición que comenzara López de Ayala. El rey declama por la sangre de Enrique, a quien desea «rasgar sus entrañas». Del mismo modo, los consejeros del rey son vistos como opresores: el consejero García de Padilla llama «pérfido» y «vil rebelde» a quien se

1971: 130), concluye, a través del estudio de los manuscritos de la pieza teatral, que esta fue compuesta durante los años de emigración de Espronceda, aunque fue modificada posteriormente: «Pour nous, il ne fait aucun doute que Blanca de Borbón a été entièrement écrite pendant l’époque de l’émigration, puis retouchée plus tard, mais sans être achevée». 3  José de Espronceda, Doña Blanca de Borbón (acto I, escena I): «Enrique: […] Por ti, gozoso en el mayor peligro / me lanzaba con ávida codicia. / Por ti, contra mi rey, contra mi hermano, / fiero empuñé la espada vengativa, / junté guerreros, me arrojé al combate, / luché con él en desigual porfía. / […] ¡Ah! ¿Tú creías / que era solo por ti? ¿Tal vez pensabas / que esta pasión que el alma me domina / me la inspirabas tú, tú únicamente? / No, Blanca, no, que por venganza gritan / madre y hermano por mi hermano muertos […]» (Espronceda 1999).

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rebele contra el sistema tiránico; mientras que Abenfarax, el asesino de Blanca y socio de Pedro, está marcado por la estupidez y la ferocidad. En la figura y el mito de Pedro I encontró Espronceda una manera más de comunicar su liberalismo y de enfrentar el conflicto de la autoridad monárquica. Como señala Dolores Thion (2009: 272), «la obra permite al exiliado, desde la ficción, denunciar, reivindicar la justicia, la libertad y la igualdad». El rey medieval es para Espronceda el símbolo de la tiranía y el absolutismo de Fernando VII y, en el encierro de Blanca, se evoca la ausencia de libertad civil y moral del pueblo español. Enrique, el bastardo, el extranjero que actúa contrariamente a la ley, supone así la esperanza del pueblo, y representa la revolución y la autonomía. Según Librada Hernández (1997: 146), cuando Espronceda transforma a Enrique de Trastámara en un rebelde por amor a Blanca de Borbón, está usando el pasado para reinterpretar el presente, y para convertir una figura histórica en un alter ego de su propia persona. Así, construye el ideal del ciudadano que lucha contra la tiranía sobre Don Enrique, hombre contrario a la ley y desterrado. Otros autores, sin embargo, han intentado presentar una imagen de Don Pedro más suavizada. En el prólogo de El primogénito de Albuquerque (1833), Ramón López Soler señaló que Por supuesto que no fue don Pedro tan perverso como los cronistas lo pintan; pero tampoco procedió con la rectitud extremada que en sus acciones suponen los que, llevados de cierto odio contra la descendencia del conde de Trastámara, se esfuerzan en disculpar sus atropellamientos (López Soler 1833: V-VI).

Considera, además, que Blanca de Borbón tenía una gran aspereza de carácter, mientras que María de Padilla, la eterna amante de Pedro, era una mujer dulce y amorosa; unas caracterizaciones que, hasta cierto punto, disculpan la conocida actitud del rey hacia su esposa. El texto narrativo justifica también a Pedro a través de lo que el rey pudo haber aprendido de su padre, Alfonso XI, que mantuvo a su amante Leonor de Guzmán y a los hijos que tuvo con ella en primera línea de corte durante toda su vida. También utiliza López Soler otros argumentos para disculpar la conducta del rey, como el de los malos consejeros, las «maquiavélicas tramas de los bastardos», la juventud, una enfermedad, o su apasionado amor por María de Padilla.

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López Soler ve la personalidad de Pedro I desde un punto de vista más comprensivo, pero, aun así, no deja de describir la brutalidad de su carácter y su tiránico comportamiento. Dice de él que tiene «un carácter naturalmente provocativo e indiscretamente justiciero» (1833: I, 116) y que era «cosa para él de pasatiempo asesinar a un hombre que por su ambición o petulancia le había directa o indirectamente ofendido» (1833: I, 121). El carácter violento del rey se pone de manifiesto en muchos pasajes de la obra, y su ferocidad es inexcusable. El personaje Lope de Avedaño lo define como un tigre al que le gusta jugar con su presa antes de despedazarla (1833: IV, 109). El duque de Rivas utilizará más adelante una imagen parecida en su romance «El Alcázar de Sevilla», donde compara al rey con un tigre, por su ferocidad; y con una serpiente, por su frialdad y rapidez de acción: Su paso noble con calma así he visto al tigre fiero ya tranquilo, ya con rabia, revolverse a todos lados dentro de la estrecha jaula [...]. Para que la evite el hombre a una serpiente que llaman de cascabel, y que al punto que se acerca pica y mata (Rivas 1841: 59-60).

La sed de sangre y el ver la tortura y la muerte como un juego son constantes que se repiten en la configuración de Pedro I. En El primogénito, el rey contempla cómo más de cuarenta importantes vecinos de Toledo son torturados y condenados; en «El Alcázar de Sevilla», luego de matar a Don Fadrique, se sienta a comer como si nada hubiera pasado, porque Diz que el ver sangre embravece al tigre con tanto extremo que prosigue los destrozos aunque ya está satisfecho (Rivas 1841: 70).

El Don Pedro que pinta Zorrilla en El zapatero y el rey es una figura ambigua. Por un lado, es majestuoso y valiente; y se enfrenta a

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los envidiosos que maquinan a su alrededor para destruirlo. Según Jean-Louis Picoche (1980: 40-43), Don Pedro es en Zorrilla un súper hombre, un héroe romántico demasiado grande para el mundo. En realidad, Don Pedro aparece en la obra de Zorrilla con toda su humanidad, tanto en los rasgos positivos como en los negativos. Para Monserrat Ribao (2005: 304) «los enemigos de Pedro no solo quieren arrebatarle su poder, sino imponer su personal visión de la forma de ser del monarca: cruel, autoritario, inepto para el mando...». Así, en la obra de Zorrilla se encuentran dos visiones del rey: la que proponen los demás personajes, y la que él mismo se esfuerza por demostrar, como rey inteligente, desconfiado y justo. Sin embargo, es cierto que Pedro ejerce su autoridad real a través de la venganza. Siempre se entera de los planes que se urden contra él. Su control sobre lo que ocurre a su alrededor es total, no hay nada que se escape a su vista. Su manera de responder a estas conspiraciones es jugar con quienes las comienzan, como un león que juega con su presa. En la primera parte, tras escuchar a Juan de Colmenares, a Samuel Leví y a Aldonza Coronel maquinar su caída para el triunfo de Enrique, el rey, en un breve monólogo, dice: Voto a Dios, bando insensato, que hallarás al león, sí; pero caerá sobre ti silencioso como el gato [...]. Empecemos a jugar moviendo algunos peones (Zorrilla 1980: vs. 1114-1126).

Picoche (1980: 45-46) mantiene que la obra de Zorrilla era voluntariamente absolutista, con el objetivo de agradar a su padre, hombre profundamente conservador y con el que el escritor nunca tuvo una buena relación. Así, Zorrilla pretendería mostrar la gloria de un sistema político pasado —la obra se estrenó casi ocho años después de la muerte de Fernando VII—. Es cierto que Pedro aparece poderoso frente a los nobles, la monarquía tiránica se erige vigorosa frente a una nobleza pusilánime y conspiradora. Sin embargo, creo que lo realmente importante es la representación de la unión del rey con el pueblo. Don Pedro es a la vez enemigo de los poderosos y defensor del pueblo. Desde el mismo título se crea una asociación entre los intereses de

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Pedro y los del pueblo, entre los del rey y los del zapatero. Al final de la segunda parte, es el propio pueblo (el Capitán Blas Pérez, hijo del zapatero asesinado en la primera parte) quien venga la muerte de Don Pedro en Montiel, en un despliegue de fanatismo, matando a la hija perdida y encontrada de Don Enrique, Doña Inés, de quien el capitán estaba enamorado. El papel del extranjero invasor es en Zorrilla dibujado de manera claramente negativa. Enrique es doblemente inmoral, primero por ser infiel a su rey, y después por aliarse con los franceses para ello. Como en los Romances4 de Rivas, se critica la implicación de otros en los asuntos nacionales. Para Zorrilla, el personaje más malvado es Beltrán Claquín (Bertran du Glesquin), un pesetero y un traidor, que solo acude a Castilla por el dinero y el poder que le proporcione el enfrentamiento entre los hermanos, y que desprecia Castilla y a los castellanos. En cuanto a la obra de Trueba y Cosío, la fascinación que la figura de Pedro I provoca en el escritor es evidente, puesto que no solo es uno de los personajes principales de esta novela, sino también de dos leyendas de su colección Romance of History: Spain (1834), «A Legend of Don Pedro» y «The Master of Santiago». En The Castilian (1829), el autor declara, desde el Prefacio, su intención de suavizar la imagen que la tradición ha dejado de Don Pedro. Señala que With regard to Don Pedro, some persons may, probably, imagine that I have not portrayed him in sufficiently dark colours; since he is pretty generally supposed to have been one of the most ruthless tyrants that ever disgraced a throne. I confess I cannot bring my mind to wholly agree in this opinion, and I have, accordingly, drawn his character with somewhat less popular exaggerations [...] (Trueba y Cosío 1829: I, VI).

Trueba y Cosío, además, pone en duda lo que la tradición ha dicho sobre el rey, cuestionando el valor real de la imagen de este que Pero López de Ayala dejó en su Crónica. Cuando Pedro y Ferrán están huyendo de Castilla para buscar ayuda de otros países para defender el reino, Pedro ve la mansión del Canciller desde el barco. A través de las palabras del rey, Trueba y Cosío reflexiona sobre quién escribe la historia y sobre cómo se reciben los hechos del pasado: 4  «[...] ¡Oh desgracia! / en nuestros debates propios / siempre ha de haber extranjeros / que deciden a su antojo». («El Fraticidio» Rivas 1841: 95).

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Look Ferrán [...] that is the proud mansion of Don Pedro López de Ayala, one of the favourites of the usurper [...] I hear that he is writing the history of these times; now, from the good-will the scribe bears our person, there is no doubt but posterity will learn how to appreciate us [...] Wait for the end of the drama, and he that survives the catastrophe will of course be accounted in the right (Trueba y Cosío 1829: I, 64-65).

El protagonista de la novela es Ferrán de Castro, amigo y vasallo fiel de Pedro. Sin embargo, sobre él destaca la figura del rey. El Pedro I de Telesforo Trueba y Cosío es en esta novela un personaje vivo, que no queda relegado en ningún momento a una posición secundaria en el relato. En cambio, el personaje de Enrique no está claramente definido. Trueba y Cosío no enfrenta el carácter de Pedro con el de un Enrique noble o liberador. De esta manera, se anula la oposición maniquea entre el tirano y el liberador, y se mantiene la idea de injusticia en la pérdida del trono, y de traición en el fratricidio. La muerte de Pedro, que sucede en el capítulo XII del tercer tomo se presenta, además, como un elemento negativo a través de la voz del narrador: el capítulo se titula «la catástrofe», lo que implica las simpatías del autor con el personaje. Asimismo, la voz narrativa deja claro su apoyo a la causa del rey legítimo, porque, a través de todo el capítulo —en realidad, de toda la novela— se refiere a él como «el rey», incluso, después de haber sido destronado. Todo el relato está construido desde el punto de vista del bando de don Pedro, que es el bando de los perdedores. También es el bando de Ferrán, es decir, de los exiliados que habían luchado enérgicamente por su país, pero al final se ven desterrados a pesar de ello. La Primera Guerra Civil Castellana le sirve a Telesforo Trueba y Cosío en The Castilian (1829) para establecer un paralelismo con la Guerra de la Independencia española, y así analizar el presente a través del pasado. Trueba y Cosío establece, también, una correspondencia entre Fernando VII y Pedro I en algunas partes de The Castilian. Ambos representan al rey legítimo y deseado, expulsado por fuerzas externas a Castilla. Sin embargo, la igualdad termina tras la muerte de Don Pedro a manos de su hermano. Mientras que Fernando VII vuelve a reinar tras la guerra, Pedro muere y su muerte lo convierte en una víctima más de la invasión extranjera. El cambio en la representación de la figura de Fernando VII había sido grande desde la Guerra de la Independencia hasta el fracaso del Trienio Liberal; había pasado de

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ser considerado como un rey deseado y legítimo a convertirse en un tirano que no tiene ningún interés en jurar la Constitución. Quizá, con la muerte de Pedro, Trueba y Cosío quiere representar la muerte simbólica del rey constitucional. En el resumen histórico que precede a «A Legend of Don Pedro», de Romance of History: Spain, Trueba y Cosío destaca de nuevo las cualidades positivas del rey y señala que, aunque la tradición lo recuerda como un monstruo, Pedro I podía distinguirse por su valentía y su amor a la justicia, y una vez más, destaca que la historia lo ha tratado con más severidad de la que tal personaje merecía (Trueba y Cosío 1829: II, 206). Este texto es una versión de la leyenda del montañés Juan Pascual y se inspira directamente en la obra de Juan Claudio de la Hoz y Mota. En él, se pone el acento en el carácter justiciero del rey, quien, aunque cegado por sus pasiones, mantiene la constante de Trueba y Cosío de presentar a Pedro como un gobernador justo e imparcial. En «The Master of Santiago», Trueba y Cosío hace uso de la historia de amor del rey con María de Padilla, y la influencia que la mujer mantenía sobre las decisiones del rey. Muchas otras son las obras que contienen una representación del mito de Don Pedro en la literatura del siglo xix español. Pero, como se ha visto, no existe un único punto de vista en cuanto a su recepción. La interpretación de la figura histórica como tirano, como justiciero o su paralelismo con Fernando VII dependerá del contexto histórico, literario y social que rodee la creación de la obra. Telesforo Trueba y Cosío hace una representación de Pedro I más cercana a la tradición del rey justo que a la del rey cruel. Mientras que no niega el carácter desbordante y pasional de Pedro —es más, parece que es eso lo que le atrae—, procura no enfrentarlo como gobernante a Enrique, de quien no da apuntes ni positivos ni negativos. Trueba y Cosío se esfuerza por deconstruir el mito creado por Ayala y la tradición histórico-literaria española para liberar a la figura de Pedro del peso de las exageraciones históricas. Obras citadas Devia, Cecilia (2001): «Pedro I y Enrique II de Castilla: la construcción de un rey monstruoso y la legitimación de un usurpador en la Crónica del canciller Ayala». Mirabilia: Revista Eletrônica de História Antiga e Medieval, 13, pp. 58-78.

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IntroducciÓn La Celestina o Tragicomedia de Calisto y Melibea es una obra clásica del panteón literario español que ha conocido un éxito multisecular. Según Joaquín Álvarez Barrientos, es en el siglo xx cuando la obra de Rojas produjo sus mayores y más visibles efectos sobre los creadores, tanto literarios como artísticos y musicales, que reelaboraron la trama celestinesca a la luz de los cambios socio-históricos y de las nuevas estéticas. A su juicio, es, por tanto, en ese siglo xx, cuando se puede hablar de mito de la Celestina. Hasta entonces, la alcahueta de Rojas se utiliza más bien como «un tipo del que se valen los historiadores para señalar la condición realista de nuestra literatura, y es también una muestra de la misoginia característica de la cultura nacional» (Álvarez Barrientos 2001: 93). Efectivamente, el siglo xx está marcado por un sinfín de obras que trascienden, a la vez, las fronteras geográficas y mediáticas para recrear de forma muy libre La Celestina. El texto de Rojas se vuelve un guión plástico y la crítica así como los creadores llegan a considerarlo uno de los tres mitos fundadores de la literatura española, con Don Quijote y Don Juan1. En este marco, numerosos

1  El primero en asociar estas tres figuras como mitos literarios fundamentalmente españoles es Ramiro de Maeztu, con su Don Quijote, Don Juan y La Celestina. Ensayos en

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reescritores de La Celestina recuperan su trama para cuestionar la españolidad. Por ejemplo, algunos escritores hispanoamericanos, como Carlos Fuentes —en Terra Nostra (1975)— hacen de Celestina un símbolo de la cultura peninsular, mientras que autores españoles como Luis García Jambrina consideran que el personaje de Celestina representa la identidad real del pueblo español. Así debaten los personajes de su novela Bienvenida Frau Merkel (García Jambrina 2015: 19-20): —[Dice Ginés] No en vano vivimos en la tierra de don Quijote, donde todo es posible. —Di más bien de la Celestina y el Lazarillo —repuso el otro—, donde la realidad es terca y siempre sale. —De eso nada —corrigió Ginés—; esos dos no eran castellanos manchegos, sino salmantinos de origen. —Pero reconocerás que el padre de la primera era toledano, de la Puebla de Montalbán, para ser más precisos, y el segundo encontró en Toledo su acomodo definitivo. —Me temo que los dos tenéis razón —terció el alcalde, en tono conciliador—. A mi modesto entender, la Celestina y el Lazarillo representan eso que realmente somos, y don Quijote, lo que queremos ser. Y la verdad es que nosotros ahora somos españoles, pero queremos ser alemanes.

Ahora bien, esta mitificación actual no surge ex nihilo, sino que se explica a la luz de la recepción anterior de la celestinesca. Si nos centramos en la recreación de La Celestina por la ficción, constatamos que el texto pasa de un auge fenomenal, en los siglos xvi y xvii —época en la que la Tragicomedia engendra una multitud de imitaciones y continuaciones que complementan o emulan su trama—, a un silencio casi total en el siglo xviii, período en el que La Celestina sufre la censura inquisitorial. En efecto, como explica Marcelino Menéndez Pelayo, el Expurgatorio de 1747 había exacerbado el rigor de las anteriores medidas inquisitoriales, y se llegó poco a poco a la absoluta prohibición de leer La Celestina y sus derivados, prohibición promulgada por el edicto de

simpatía (1926). Entre los ejemplos más recientes de esta trilogía, se puede mencionar el volumen dirigido por José Luis Díez, publicado en Madrid y titulado Tres mitos españoles: La Celestina, Don Quijote, Don Juan (2004). Se trata del catálogo de una exposición, organizada por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, que se propone revisar la repercusión de estos mitos de origen literario en la creación artística europea desde la Edad Moderna hasta nuestros días.

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1793 y reafirmada en el “Índice” de 1805 (La Celestina 409). Estas medidas explican la ausencia de ediciones de La Celestina en el siglo xviii. No obstante, Joseph Snow demostró la permanencia de lo que llama un «río celestinesco» dieciochesco en «Peripecias dieciochescas» (1993: 39-46). Se pueden, efectivamente, vislumbrar huellas celestinescas en la crítica, literatura y pintura dieciochescas y esas huellas favorecen la presencia de La Celestina más allá del siglo xviii. Eruditos como Gregorio Mayans, Xavier Lampillas, Moratín o Jovellanos escriben sobre la Tragicomedia de Calisto y Melibea y empiezan a plantear los problemas que todavía hoy constituyen objetos de debate tradicional entre los celestinistas: el de la doble autoría, de la historia textual de La Celestina, de su finalidad moral, de sus fuentes y, sobre todo, el problema de su género, dramático según algunos, novelesco para otros. Podemos, por tanto, concluir con Snow que la fama de Celestina pudo con el silencio editorial: superó todo intento eclesiástico de callar su recuerdo y su voz. Siguió interesando a los eruditos, los creadores de versos, piezas teatrales, y cuadros. En otras palabras, demuestra Celestina que se había incorporado en la conciencia colectiva del país y, viendo que hay comentarios también de franceses, ingleses, portugueses e italianos, la de Europa también (Snow 1993: 46).

En el siglo xix, la vigencia de la obra se hace de nuevo muy visible. A juicio del mismo Snow, este renacimiento de La Celestina es total, aunque todavía poco estudiado (2013: 151-204). Este fenómeno, contemporáneo del desarrollo, también decimonónico, de las teorías del mito y de su utilización como potente instrumento patriótico2, me llevó al doble objetivo de este estudio. Por una parte, me propongo trazar un breve panorama de la celestinesca del siglo xix. Por otra, examinaré tres manifestaciones de La Celestina que considero como tres hitos de la celestinesca decimonónica, ya que transforman a la alcahueta de Rojas en un personaje arquetípico que se asocia con el escenario español contemporáneo a nivel estético, social e ideológico. A través de

2  No solo el término mito aparece en las lenguas europeas entre los siglos xviii y xix, sino que, también, en la segunda mitad del siglo xix y en el ámbito de las ciencias humanas, florecieron en Europa las cátedras de historia de las religiones, de ciencias del mito y de mitología comparada: el estudio del mito se había vuelto disciplina universitaria (Albouy 2012: 4).

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este fenómeno, Celestina conoce una verdadera palingenesia que bien podría iniciar, antes del siglo xx, su transformación en mito literario. La celestinesca del siglo xix: breve panorama El siglo xix está marcado por una importante recuperación de la Tragicomedia de Calisto y Melibea, después de su casi silenciamiento dieciochesco. A modo de muestrario representativo, pero no exhaustivo, se pueden mencionar las seis ediciones decimonónicas de la obra. La Celestina no había vuelto a editarse desde 1663 hasta que, en 1822, lo hizo León Amarita. A esta primera edición contemporánea, la acompaña un prólogo del editor Francisco Javier de Burgos. Allí se desgrana una lectura de carácter nacionalista y político, ya que «tomando como base de su argumentación [la] calidad lingüística [del texto rojano], [se] pone de relieve el alto nivel de civilización y desarrollo que había conocido (y conocía) España, que iba “delante de las demás naciones en la carrera de la civilización”» (Álvarez Barrientos 2001: 89). Como explica Álvarez Barrientos, Burgos traspone a la época de redacción de la obra problemas, conceptos y léxico decimonónicos, como harán poco después los «pintores de historia» con los hechos nacionales sucedidos en la Edad Media y en los Siglos de Oro. La Celestina le sirve para hablar de la época fernandina. [...] Valiéndose de La Celestina, hace observaciones políticas y sociales sobre la Historia española y sobre los males contemporáneos. [...] [Le] sirve para deplorar el régimen político, el estado de opresión en que se encuentran las letras españolas y la decadencia de la sociedad (2001: 90).

La última edición decimonónica de La Celestina será la de dos tomos y con un estudio preliminar de Marcelino Menéndez Pelayo, que realizó en 1899, para conmemorar el cuarto centenario de la primera edición de Burgos de 1499, el librero Eugenio Krapf. Juan Valera reseñará al año siguiente esta edición en un artículo que se sirve del trabajo de Krapf como pretexto para alabar la obra de Rojas, equipararla con El Quijote y concluir que «hasta la aparición de Shakespeare no hubo en la tierra más profundo observador ni más hábil pintor del alma humana que el bachiller Fernando de Rojas» (Valera 1961: 1028).

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En el ámbito de la crítica, podemos mencionar, entre muchos ejemplos más, los constantes elogios que recibe la obra. A juicio de Blanco White, La Celestina destaca, ante todo, por la verosimilitud de los retratos de costumbres que ofrece (Blanco White 1824: 230). También, en el siglo xix, se desarrollan debates acerca del género del texto rojano, que algunos, como Bouterwek o Moratín, empiezan a calificar de novela dramática: «a partir de ahora, la adscripción genérica de La Celestina será un problema que se solucionará en las historias de la literatura calificándola de novela dramática, añadiendo siempre su condición teatral irrepresentable, dada su extensión» (Álvarez Barrientos 2001: 87). La Celestina también se apodera fuertemente de la imaginación creadora de los escritores y de los artistas. En pintura, varios Caprichos de Goya así como su «Maja y la celestina» (1778-1780) o «Celestina y su hija» participan de la iconografía de la alcahueta literaria3. En literatura, la influencia de la Tragicomedia se percibe en la novela, a través, por ejemplo de: Pepita Jiménez (1974), de Juan Valera (Franz 2013: 19); María Magdalena, estudio social (1880), de Matilde Cherner (Rodríguez Sánchez 2001: 499); la novela histórica de Rafael del Castillo, Los polvos de la madre Celestina (1862); o en varias novelas dialogadas de Pérez Galdós, que parecen derivarse directamente de la fórmula celestinesca, como explicita el propio autor en el prólogo de El abuelo (1897). El teatro tampoco carece de Celestinas directamente inspiradas en la de Rojas. Abundan en las comedias de magia y dejan su huella en el teatro lírico a través de zarzuelas, sainetes o juguetes como: el Turris Burris. Juguete cómico (1879), de Carlos Calvacho; Espinas de una rosa. Juguete cómico lírico en prosa y verso (1882), de Rafael María Liern; Aquí va a haber algo gordo ó La casa de los escándalos. Sainete lírico original (1897), de Ricardo de la Vega; o El príncipe y el nigromante (1871), zarzuela arreglada por Granés y Lalama4. Como explican Francisco Arias Solis (1999: 4) y Joseph Snow (2007: 137), quizá, con más motivo, por 3 

Como explica Pérez Sánchez (2004: 81), Goya es quien fijó, por primera vez, una iconografía de Celestina que iba a impactar considerablemente en el imaginario colectivo. Para un acercamiento a las Celestinas de Goya, véase el artículo de Kathleen Kish «Eighteenth-Century Celestina Reincarnations». Para un panorama más completo sobre esta cuestión, es de gran interés la monografía de Alcalá Flecha Matrimonio y prostitución en el arte de Goya. 4  Todas estas obras se encuentran en el fondo madrileño de la SGAE. Agradezco a Álvaro Ceballos Viro el haberme proporcionado algunas de estas referencias.

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la riqueza de carácter del personaje, también, se ha visto la sombra de Celestina en la Brígida de Don Juan Tenorio. Los hitos de la celestinesca decimonÓnica El primer hito que se puede destacar en este panorama es, precisamente, un texto teatral de 1840. Se trata de Los polvos de la madre Celestina. Comedia de magia en tres actos acomodada del teatro francés al nuestro, de Juan Eugenio Hartzenbusch. Esta exitosa comedia, que conoció cerca de cincuenta funciones en la década de 1840 y que, en 1880, ya llevaba trescientas, da muestra de la popularidad de las comedias de magia entre los años 1830 y 1850, llenando, incluso, más salas que los dramas románticos (Gies 1996: 113). El argumento general de este tipo de comedia es el siguiente: para poder consumar su unión, dos jóvenes enamorados se sobreponen a una serie de obstáculos, gracias a la ayuda de un mago o de una hechicera5. Como indica el subtítulo, el texto de Hartzenbusch se presenta como una adaptación de una comedia francesa. Los polvos se inspiran efectivamente en Les pilules du diable de Ferdinand Laloue (1830), obra en la cual Hartzenbusch introduce una serie de retoques para adaptarla a la escenografía española de la época. Ahora bien, el cambio más importante que efectúa Hartzenbusch para acomodar la obra al público español consiste, precisamente, en transformar el personaje de Laloue llamado «Sara la sorcière», verdadero tipo de bruja, en Celestina. La españolización del texto francés pasa así por la inserción de Celestina como figura de bruja nacional. Además, Celestina se hace central en la obra de Hartzenbusch: interviene más que la Sara de Les pilules du diable y aparece en el mismo título de la obra. Los polvos ejemplifican además una tendencia, iniciada en el siglo xix y que se afianzará a lo largo del xx, que consiste en exaltar la característica hechiceril del personaje de Rojas —en la tragicomedia tardomedieval, Celestina ya es descrita como «hechicera» (Rojas 2011: 47) y «cliéntula» (Rojas 2011: 108) de Satanás— y forjar la imagen romántica 5  Para un acercamiento a la comedia de magia del siglo xix, véanse el artículo de Ermanno Caldera «La última etapa de la comedia de magia» y la obra de David Gies El teatro en la España del siglo xix.

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de una Celestina fundamentalmente malvada, de índole diabólica y con unos rasgos sobrenaturales hiperbólicos. Hartzenbusch hipertrofia así el motivo hechiceril al multiplicar considerablemente los episodios fantásticos y al amplificar los dotes de Celestina para las artes negras. El elemento mágico se tematiza mediante amplificaciones y de forma cómica. Además, el gran protagonismo que se atribuye al motivo hechiceril en esta obra se refleja en las distintas funciones actanciales que desempeña este mismo motivo. Motor principal de la intriga, junto con el amor que comparten los jóvenes García y Teresa, la magia se asocia desde el principio del primer acto con el personaje de Celestina: cuando recibe la visita de la vieja en su botica, Nicodemus alude al poder de adivinación de Celestina y a los rumores que la tachan de bruja por tener en su sótano «untos y redomas» (Hartzenbusch 1840: 4). Gracias a una carta que confiesa haber robado, Celestina le anuncia al farmacéutico que su cuñada Teresita Loreto tiene a García Verdolaga, «un poeta de buhardilla» (1840: 5), como novio, a pesar de que Nicodemus haya planificado su boda con el rico Junípero. La astucia de la vieja constituye aquí el punto de partida de la trama, puesto que, a partir de esa revelación, el boticario intenta separar a los amantes. Sin embargo, Celestina, cuyo objetivo es conseguir el amor del guapo García, luego confía al joven unos polvos mágicos, «omnipotentes» (1840: 14) que le ayudan a escapar de las represalias de Nicodemus. Celestina facilita, por tanto, los amores de los jóvenes gracias a su magia. El joven poeta es reticente ante el regalo: acusa a la vieja de ser bruja, y por ende, embustera. Celestina replica que «de magia y poesía yo no sé quién miente más» (1840: 13) y, poco a poco, logra convencer a García. Entre otras maravillas permitidas por estos polvos mágicos, García podrá, por ejemplo, transformar a su rival Junípero en pavo, teletransportarse al convento donde está encerrada Teresa o convertir una mesa en un carro «tirado por genios» (1840: 20) para escaparse del acoso de Nicodemus. A partir de allí, cada presentación de Celestina a un nuevo personaje se hará a través de su caracterización brujeril. García habla a Teresa de la «célebre maga Celestina» (1840: 21) y el retrato se prolonga con la descripción del «antro» (1840: 25) diabólico de la nigromante, quien vive con sátiros. La asociación demoníaca continúa a lo largo del texto, por ejemplo, con la llegada de Celestina «sobre un grupo de serpientes» (1840: 64).

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De ayudante, la magia de Celestina se convierte pronto en oponente: cuando García le pregunta a la «madre» cómo puede agradecerle su regalo, la bruja le explica que su don de inmortalidad la condena a vivir en vejez perpetua, a menos que un caballero mozo y galán le dé un abrazo después de haberse casado con ella. Esta petición velada es inmediatamente negada por García. Ante semejante rechazo, Celestina amenaza al joven recordándole el funesto destino de los últimos jóvenes que se habían atrevido a contrariar sus planes: Celestina: Mira esas estatuas: aquella es Melibea, aquel es Calisto. García: ¿Eres tú la Celestina de su época? Celestina: Yo soy, García. García: ¿No te quitaron la vida los criados de Calisto? Celestina: No. Un cadáver desfigurado fue a la sepultura con mi nombre: yo en tanto saboreaba una venganza más ilustre que la que me dio la justicia castigando a mis asesinos: el desastrado fin de los dos amantes. García: ¡Cómo! Cuando Calisto cayó desde el muro del jardín, al separarse de Melibea... Celestina: Mi mano invisible precipitó a Calisto; mi aliento inspiró a Melibea la desesperada resolución de arrojarse de la azotea a vista de su padre. García: ¿Qué ofensa te habían hecho aquellos dos infelices? Celestina: La que tú me haces ahora: servirse de mi ciencia y despreciarme luego (1840: 27).

La Celestina de Hartzenbusch interpreta aquí el conjunto del desenlace de la Tragicomedia como efecto de su intervención mágica. La hechicería se presenta, por tanto, como el instrumento que permitió a los amantes conocer tanto el amor como la muerte. La maga de la comedia de magia sigue este mismo modelo: tras ayudar a Teresa y García, Celestina intenta herirlos con la ayuda de sus sátiros. A partir de esta confrontación, el instrumento mágico de la hechicera, los polvos, se transforman en el objeto del esquema actancial: codiciados por todos los personajes como fuente de poder, arma de venganza o herramienta protectora, los polvos generan una serie de persecuciones y de efectos especiales cómicos. Esta utilización del motivo mágico sin duda ha de interpretarse en el marco del género practicado por el dramaturgo. Caldera señala que, si bien la comedia de magia había decaído en los siglos xvii y xviii, el género había sido revivificado en el siglo xix por la representación de

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La pata de cabra (1829), del francés Juan de Grimaldi. La innovación de esta pieza, con respecto a las anteriores comedias de magia, consistía en «un espíritu escéptico y refinado que no podía mirar a la magia sino con una sonrisa irónica», mientras que en el teatro de magia de los siglos anteriores, era «casi siempre evidente la admiración hacia el “mágico”, [que permitía] no solo vencer a sus enemigos, sino también dominar el universo» (Caldera 1982: 248). El tratamiento que Los polvos reserva al motivo celestinesco de la hechicería se explica a través de esta evolución del género, puesto que «tras el apogeo romántico, la comedia de magia, que por su propia carencia de lógica no tenía que respetar regla alguna, solo pretendía conservar el tenebrismo y la decoración fantástica con objeto de divertir mediante sobresaltos con escaso contenido» (Alonso 2010: 423). En este marco, las nuevas comedias de magia truecan en parodia esos ingredientes tradicionales, lo que se percibe claramente en Los polvos de la madre Celestina: la bruja está a menudo ridiculizada y sale malparada al final de la obra. En la última escena de Los polvos, la figura alegórica de la Locura juzga efectivamente a Celestina antes de perdonarle la vida y de casarla con don Junípero, exprometido de Teresa. Como castigo por sus crímenes, Celestina pierde sus poderes mágicos y solo será capaz de hechizar a su marido. Junípero concluye entonces: «con oro siempre a mano, / bien que sin polvos quedemos, / nosotros hechizaremos / a todo el género humano» (Alonso 2010: 93). Esta alusión final al poder de la riqueza, si remite a una temática desarrollada en La Celestina original, también relega a unas dimensiones bastante prosaicas el motivo mágico en el que se basaban todos los episodios anteriores. Tal conclusión de la obra se adecua a los rasgos de la comedia de magia decimonónica, que «sanciona de manera explícita y definitiva el principio que la magia no puede supervivir en el teatro español más que en clave burlesca» (Caldera 1982: 250). Como indica Cecilio Alonso, la moda de la comedia de magia, que fue reimpulsada por Hartzenbusch a partir de La redoma encantada (1839) y Los polvos de la madre Celestina (1840), generó una serie de obras cómicas destinadas a captar a «un público popular dispuesto a dejarse sorprender por trucos y efectos imprevistos a propósito de mitos muy arraigados en el folclore español» (Alonso 2010: 423). En la elección del hipotexto celestinesco, subyace así esta preocupación por desviar una historia de sobra conocida por el público español. En Los polvos, las referencias al modelo tardomedieval de Celestina son,

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además, bastante frecuentes. Después de enterarse de la edad de su prometida, don Junípero exclama: Junípero: ¡Dos siglos! ¡Justo Dios! Celestina: Y ochenta y cuatro años. Junípero: ¡Friolera es el pico! ¡Doscientas ochenta y cuatro navidades! ¿Luego sois la mismísima Celestina de Juan de Mena? Es una curiosidad una muger semejante. Y sería una moza como unas peladillas cuando nació don Enrique IV (Hartzenbusch 1840: 39).

Es de notar que en este fragmento se percibe una alusión a la problemática autoría de La Celestina, en cuyos textos liminares se anuncia que el primer acto es fruto del trabajo de un «antiguo autor», que bien podría ser Rodrigo Cota o Juan de Mena. El resto de la obra habría brotado, por su parte, de la pluma de un tal Fernando de Rojas, cuya autoría se revela en los famosos versos acrósticos que también aparecen entre los textos liminares. Hoy en día, la crítica se divide entre quienes creen que la Tragicomedia es la creación de un único autor, Rojas —es el caso de Menéndez Pelayo, Deyermond o Miguel Martínez—, y una mayoría de estudiosos que defienden una doble autoría, confiando así en las declaraciones hechas en el prólogo de la obra —de este modo, se posicionan, entre otros, Menéndez Pidal, Riquer, Bataillon, Lida de Malkiel, Francisco Rico y los más de los editores modernos—. Ahora bien, estos debates sobre la autoría de La Celestina empiezan a surgir y a desarrollarse en el siglo xix; esta cuestión no parecía inquietar a los lectores precedentes. José María Blanco White, en un novedoso artículo de 1824, es el primero en afirmar la tesis de la autória única. Como explica Álvarez Barrientos (2001: 84-85): Tras relacionar La Celestina con el Quijote y asegurar que, después de este, es la obra española más famosa, indica que su autor, sin embargo, no ha gozado de la fama que el valor de su creación debía granjearle porque ocultó su nombre y creó una red de contradicciones sobre la composición de la obra. Piensa que disimuló su nombre y creó la patraña del doble autor porque creyó que el éxito como autor de «libros puramente divertidos» podría quebrantar su condición de letrado (1824, p. 224a). [...] De igual modo, cree que hacer responsable del primer acto a otro es parte de la estrategia, así como un juego que alude a la costumbre de distanciar al texto del creador mediante el recurso del manuscrito encontrado.

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Al parecer, el texto de Hartzenbusch se hace aquí eco de tales polémicas contemporáneas a través de la atribución jocosa que propone Junípero: si Juan de Mena aparece entre los autores posibles de La Celestina, es porque el mismo Rojas lo identifica como autor posible del primer acto. Junípero seguirá luego incidiendo en la relación entre su novia y la famosa hechicera literaria: «Cuanto más pienso en que voy a casarme con un cronicón de la Edad Media...» (Hartzenbusch 1840: 78). En esta perspectiva, quizá podrían interpretarse las varias alusiones que en Los polvos se hacen a la inmortalidad de Celestina, no solo como una característica sobrenatural más de la hechicera, sino, también, como un eco a la inmortalidad de esta creación literaria en la memoria colectiva. El segundo hito de la celestinesca decimonónica que se puede evidenciar es «La Celestina» de Serafín Estébanez Calderón. «El Solitario» había publicado por primera vez este artículo costumbrista en la primera entrega del tomo segundo de Los españoles pintados por sí mismos, en 1844. Esta recopilación abarca una galería de tipos en la que la Celestina se codea con el barbero, el torero, la coqueta, la criada, el aguador, la gitana, etcétera. Luego el autor volvió a publicar su texto en sus famosas Escenas andaluzas (publicadas por entregas, 1846-1847). Según Cecilio Alonso (2010: 328), esta recopilación de cuadros costumbristas, más que como un modelo de género nos aparece como una colección de artículos de los que una buena parte son histórico-eruditos. El folclore y los hábitos festivos populares son supervivencias culturales evocadas como signos esenciales de una idiosincrasia nacional.

Escenas andaluzas se presenta así como una serie de retratos de españoles para españoles. El subtítulo describe, en efecto, estas «bizarrías de la tierra» como «cuadros de costumbres y artículos varios, [...] de tal y cual materia, ahora y entonces, aquí y acullá y por diverso son y compás, aunque siempre por lo español y castizo». En la «Dedicatoria a quien quisiere», Estébanez Calderón explica asimismo que no buscaba un público abierto e indefinido, sino fieles auditores españoles, «gente buena y bizarra de la tierra, matadores de toros, castigadores de caballos, atemorizantes de hombres» (1985: 54). Luego invita a su lector: «solázate y recréate conmigo, tú leyendo y yo relatando aquellas

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escenas sin par, aquellos rasgos españoles» (1985: 55). «La Celestina» representaría así uno de estos rasgos españoles. En este artículo, «El Solitario» propone un retrato híbrido, entre el tipo social de la alcahueta y el personaje literario individualizado. A mi modo de ver, esta hibridez, en buena parte, resulta de la inserción, en su «estudio y anatomía» (1985: 184) de Celestina, de algunos diálogos ficticios que emulan las réplicas de la Celestina de Rojas e, incluso, inventan nuevos episodios de su historia. Snow habla de un «tour-deforce of literary pastiche» (1993: 270). Los episodios, ya presentes en la Tragicomedia, que se reescriben a través de nuevos monólogos de Celestina, son los de la seducción de la joven. Para lograr dicha seducción, la alcahueta desarrolla sus artes retóricas frente a los criados y la matrona noble, madre de la chica, antes de atacar la virtud de la propia joven, que consigue vencer mediante una mezcla de alabanzas, proverbios y falaces razonamientos lógicos basados en la manipulación psicológica. Las escenas que «El Solitario» agrega a la trama primigenia son las de la contratación de Celestina, aquí directamente solicitada por el galán, y una visita de la joven que, después de relacionarse con el galán, lamenta la pérdida de su virginidad ante Celestina. La alcahueta argumenta con tal astucia que, al parecer, no solo logra apaciguar a la chica, sino que, incluso, consigue animarla para que conceda de nuevo sus favores a otro cliente de Celestina. A raíz de estos diálogos ficticios de su cosecha, Estébanez Calderón propone un análisis psicológico del personaje de Rojas del que enfatiza, sobre todo, la verbosidad y la faceta de hechicera diabólica, que ya fascinaba a Hartzenbusch, como vimos. Celestina es descrita varias veces por su cliente como discípula del Diablo, «brujidiabla» (Estébanez Calderón 1985: 185). Según el autor, Celestina destaca asimismo por su «perversidad» y por su «empleo diabólico» (1985: 182) que hace de ella una «infernal meguera» (1985: 186), una «embajadora de la maldad», «una infernal arpía» (1985: 187), «una maligna sierpe» (1985: 189) que «se lanza como saeta envenenada a dar en el blanco de su perverso intento» (1985: 186-187). El conjuro y la adivinanza son sus instrumentos de trabajo (1985: 183). Su casa es «la boca del infierno» (1985: 184). Estos son solo algunos de los múltiples ejemplos de la caracterización infernal de Celestina proporcionados por el texto. Es de notar que esta caracterización iba a afianzarse a lo largo del siglo xix e iba a prolongarse en los albores del xx: en la parte de sus Orígenes de la novela que dedica a la obra de Rojas, Menéndez Pelayo no duda en

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enfatizar la monstruosidad de la alcahueta en palabras que recuerdan la caracterización hecha por Estébanez Calderón: Celestina es el genio del mal encarnado en una criatura baja y plebeya, pero inteligentísima y astuta, que muestra, en una intriga vulgar, tan redomada y sutil filatería, tanto caudal de experiencia mundana, tan perversa y ejecutiva y dominante voluntad, que parece nacida para corromper el mundo y arrastrarle, encadenado y sumiso, por la senda lúbrica y tortuosa del placer (Menéndez Pelayo 1943: 357).

En suma, el análisis psicológico de Celestina llevado a cabo en el artículo de Estébanez Calderón construye una caracterización doble de la alcahueta rojana, a la vez genio del mal y de la retórica. Como en la obra rojana, Celestina aparece de este modo como un personaje capaz de manipular a la vez lo racional —a través de su retórica— y lo irracional —por medio de sus conjuros diabólicos—. Quizá sea esta la razón por la cual, al decir de Menéndez Pelayo, «la última Celestina clásica es, en rigor, la de don Serafín Estébanez Calderón, inserta en sus Escenas andaluzas» («Estudio crítico» IV). Ahora bien, el interés por la verbosidad oral de Celestina, también, se puede interpretar en el marco de la atención que Estébanez Calderón presta a la sociedad baja y a su cultura oral (Quirk 1992: 172). Asimismo, la importancia de la verbosidad celestinesca como encarnación de una sabiduría popular coincide con los debates de la época sobre la lengua. De hecho, si «El Solitario» se autodefinió castizo desde el primer momento, es, ante todo, porque era «celosísimo del habla castellana». De forma general, «el que la lengua era un tesoro de la identidad nacional digno de ser preservado con celo patriótico fue una convicción generalmente sostenida durante todo el siglo» (Alonso 2010: 21). Además, las alabanzas, también contemporáneas, de la lengua de La Celestina y de su carácter español dan sentido a la inclusión de la obra entre estas «bizarrías» de la tierra española. En el siglo xviii, Luis José Velázquez, en sus Orígenes de la poesía castellana (1754), ya subrayaba el carácter costumbrista de la lengua de La Celestina, apto para reflejar la realidad española (Álvarez Barrientos 2001: 75). A finales del siglo xix y principios del xx, el propio Menéndez Pelayo afirma que, por su lengua y estilo, La Celestina «es el dechado eterno de la comedia española en prosa» (1943: 400). En este artículo, se percibe, además, una tensión entre la reprobación de Celestina como tipo social y su admiración como creación

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literaria. «El Solitario» subraya la inmortalidad de la figura de Celestina que, según él, «nunca murió» ya que de «siglo en siglo, de edad en edad, de generación en generación, la vemos prolongar su endiablada vida, renovando sus trazas, y dándoles otros y mejores aliños, al son y compás que las costumbres y usos se renuevan» (Estébanez Calderón 1985: 181). Ahora bien, distingue la suerte de la figura literaria del porvenir de las alcahuetas reales, que ya no tienen impacto social. Al concluir el texto, se explica en efecto que felizmente, en los tiempos que alcanzamos, las costumbres han adelantado lo bastante para que la Celestina se considere como un peón que sobra y como pieza que no tiene aplicación. Las negociaciones de amor suelen hacerse ahora directamente y sin necesidad de mandato o procuraduría (1985: 186).

La exaltación del personaje literario y de su universalidad da así pie a la afirmación de la próxima extinción del tipo social de la alcahueta. Este desplazamiento de la Celestina artística alabada a las celestinas reales vituperadas se explica por el contexto sociopolítico en el que escribe Serafín Estébanez Calderón. En efecto, su época está marcada por una serie de debates virulentos acerca de la prostitución y su legalización. De hecho, estos debates marcaron la vida sociopolítica española a lo largo del siglo xix: la clausura de los prostíbulos en el siglo xviii, decisión inspirada tanto por razones religiosas como sanitarias, y que reflejaba el deseo de la autoridad pública de atajar la creciente corrupción de costumbres, contra la que tronaban moralistas y políticos, llevó a los gobiernos ilustrados, especialmente en tiempos de Carlos III, a redoblar su celo a fin de reducir a sus justos límites —ya que acabar con él parecía imposible— el escandaloso problema de la prostitución clandestina. Para la represión de la ilícita actividad fueron remozadas en las grandes ciudades las antiguas galeras o cárceles de mujeres, destinadas a la corrección de las meretrices, al mismo tiempo que se habilitaban hospicios para recluir a aquellos vagos y malhechores que, comúnmente, ejercían el oficio de proxenetas. [...] revitalización de centros hospitalarios, especialmente dedicados al tratamiento de las enfermedades venéreas (Alcalá Flecha 1984: 70).

Tanto políticos, como el reformador Cabarrús, así como pensadores y escritores, o Moratín padre, a través de su Arte de las putas (1796),

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denunciaron estas medidas que no hacían sino impulsar la prostitución clandestina y acrecentar la miseria socioeconómica de las trabajadoras sexuales. En el último tercio del siglo xix, el tema sigue vigente, como revela otra reescritura celestinesca titulada María Magdalena. Estudio social (1880). Esta novela naturalista, obra de Matilde Cherner, alias Rafael Luna, pone en escena, de nuevo, un personaje maléfico de Celestina, alcahueta despiadada e inmoral que disfruta el corromper a jóvenes inocentes que atrae al infamante oficio de ramera. La Celestina de María Magdalena comparte con su antecesora varias actividades o «maléficas artes»: es alcahueta, «zurcidor[a] de voluntades», e incluso «bruja» (Cherner 1880: 10). Como explica Rodríguez Sánchez, la diabolización de Celestina aquí sirve a la crítica social de Matilde Cherner: al narrar, bajo la forma de unas memorias, la vida de una joven salmantina que, condicionada por factores exteriores y por la intervención de Celestina, se ve obligada a ejercer la prostitución contra su voluntad, esta novela pretende «denunciar la prostitución legalizada que en esos años, y dadas sus múltiples implicaciones jurídicas, clínicas y sociales, se pretendía reglamentar, hecho que era objeto de discusión y de crítica entre diversos sectores sociales» (Rodríguez Sánchez 2001: 500). A modo de último hito de esta celestinesca decimonónica cuyo perfil he pretendido esbozar, quisiera aludir a las conclusiones que Bedis Ben Ezzedine Zitouna sacó de su estudio de La Celestina en la ensayística de la generación del 98. Según este investigador, tanto Ramiro de Maeztu como Miguel de Unamuno o Azorín consideran clave la reinterpretación de las tres figuras literarias míticas de España, Celestina, Don Quijote y Don Juan, para problematizar una identidad nacional en crisis, tras la derrota del 98, y permitir un regeneracionismo cultural. Les auteurs de la Génération de 98 se servent [...] de la plasticité de ces figures symboliques pour éclairer l’existence humaine et tenter de résoudre de nombreux problèmes. De plus, don Quichotte, don Juan et la Célestine peuvent être considérés comme des «mythes fondateurs» qui, curieusement, racontent un échec [...]. Dans le cas de don Quichotte, sa folie l’entraîne vers les aventures les plus farfelues qui aboutissent à de nombreuses défaites, puis à la mort du héros; quant à la Célestine, on retient l’amour impossible entre Calisto et Melibea et la fin tragique des protagonistes ; il en est de même pour don Juan. C’est particulièrement de ces échecs que partent Azorín, Unamuno et Maeztu afin de mieux cerner les difficultés

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auxquelles ils sont confrontés et surtout afin d’éveiller les consciences d’une manière implicite ou explicite (Ben Ezzedine Zitouna 2011: 65-66).

Más adelante, el investigador explica cómo este fracaso de los héroes literarios sirve para que los ensayistas desarrollen una reflexión sobre el fracaso nacional de 1898: Ces essayistes procèdent à de véritables analyses socio-politiques. Ils dénoncent les agissements des héros de la littérature espagnole, tout en les reliant aux événements de leur époque, au caractère espagnol. En effet, Maeztu, par exemple, tente d’expliquer que l’une des causes principales de la perte des colonies d’outre-mer tient au fait que les Espagnols n’aient pas su communiquer les sentiments d’amour et d’admiration de leur Patrie aux habitants des colonies (Ben Ezzedine Zitouna 2011: 75).

Tanto Azorín como Maeztu han propuesto reescrituras celestinescas. Además, los autores de la generación del 98 han dedicado una importante reflexión ensayística a la obra de Rojas. Por tanto, estos discursos sobre La Celestina circulaban a principios del siglo xx y contribuyeron, sin duda, a revivificar el gusto por esta obra y a afirmar su profunda esencia española. Conclusiones Este paseo al hilo de la celestinesca decimonónica demuestra, sin duda, una plasticidad de la figura de Celestina anterior al siglo xx. El personaje y su trama se instrumentalizan al servicio de varios géneros (la comedia de magia, el cuadro costumbrista, el ensayo); pero, también, se ponen al servicio de reflexiones sociales y políticas (el problema de la prostitución y de su reglamentación), que se desarrollan en el marco de la España decimonónica. El personaje de Celestina, recién recuperado, como se ha visto, gracias al trabajo de los críticos, editores y creadores del siglo xix, es elevado al rango de referencia insoslayable por los autores, sean dramaturgos románticos, narradores costumbristas, o ensayistas finiseculares, que pretenden enlazar la literatura española antigua y los nuevos retos estéticos así como las problemáticas sociales. Además, estos autores potencian nuevas lecturas del personaje rojano al enfatizar su perversidad y maldad, en una caracterización de

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la alcahueta como instrumento de perdición, que entra en sintonía con los debates contemporáneos acerca de la prostitución —retratado por los políticos y ensayistas como el mal social por antonomasia— y de la pérdida de fe en el porvenir español, en el contexto del 98. Ahora bien, la forma de construir esta caracterización diabólica evoluciona a lo largo del siglo: se basa, primero, en un desarrollo importante del motivo de la magia, ya presente en La Celestina primigenia, para luego explicarse por la psicología individualista, en fin muy humana, de la alcahueta. Como explica, en efecto, Ramiro de Maeztu: lo que acrece el horror [que inspira Celestina] es precisamente el hecho de que, por labios de la heroína de Rojas, está hablando la naturaleza humana misma, de la que Celestina no es sino uno de los aspectos, el más universalmente difundido. Es una categoría de la humanidad, su lado utilitario, el interés sin honor ni religiosidad, por lo menos en el sentido ético que la religiosidad ha llegado a alcanzar. [...] Celestina representa la bandera del individuo contra la sociedad; el placer del instante frente al deber que el porvenir impone. Es el Ahora y el Aquí, el aspecto intrascendente de cada uno de nosotros (1981: 135-136).

En este proceso de caracterización perversa de la alcahueta rojana, los escritores exaltan y, al mismo tiempo, vilipendian a Celestina como genio del mal y de la retórica. Pero estos autores también destacan la vigencia diacrónica de un personaje que reivindican como parte fundamental de su patrimonio cultural, a la vez que contribuyen a universalizar su figura. Si seguimos a Pierre Albouy, quien define el mito como «un récit en métamorphose» (Albouy 2012: 7), un relato cuyas metamorfosis se adecuan a los cambios estéticos, sociales y políticos de su tiempo, fuerza es constatar, que, con el siglo xix, La Celestina, relato de amor y muerte, empieza a elevarse al rango de los mitos. Obras citadas Albouy, Pierre (2012): Mythes et mythologies dans la littérature française. Paris: A. Colin. Alcalá Flecha, Roberto (1984): Matrimonio y prostitución en el arte de Goya. Cáceres: Universidad de Extremadura. Alonso, Cecilio (2010): Hacia una literatura nacional 1800-1900. Mainer, JoséCarlos, dir., Historia de la literatura española, vol. 5. Barcelona: Crítica.

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L A S N AV E S D E C O R T ÉS Eva Lafuente École Polytechnique de Paris

«Si hay algún acontecimiento verdaderamente grandioso e importante en la historia de las naciones, este es, sin disputa, el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo». Así arranca Francisco Fernández Villabrille su introducción a la famosa Historia de América del alemán Joachim H. Campe, una de las historias generales sobre la Conquista de América de mayor divulgación en la España decimonónica, publicada en 1845 por Mellado en una edición ilustrada. La introducción de Fernández Villabrille, que se erige en llamamiento a la recuperación nacional de la historia imperial de España en América, resulta sintomática del nuevo interés que despierta este capítulo de la historia en la España del siglo xix, en el que convergen distintos factores. Por un lado, en el contexto romántico de «invención» de los pasados nacionales, retomando la expresión acuñada por Eric Hobsbawm, la Conquista como historia del descubrimiento permite insistir sobre la identidad imperial de España, así como sobre la identidad hispánica de América tras la emancipación del continente (Schmidt-Nowara 2008; Blanco 2012). Por otro lado, se trata de combatir la leyenda negra difundida en Europa en el siglo anterior por historiadores como el francés Guillaume-Thomas Raynal o el escocés William Robertson, muy críticos con la Conquista española (Cirujano Marín et al. 1985). Así lo denuncia también Fernández Villabrille en su emblemática introducción: «es necesario ya desvanecer las calumnias con que afean la historia del descubrimiento y

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conquista de América los enemigos de la prosperidad española» (Campe 1845: XII). Frente a este doble objetivo, las crónicas de Indias, al ser textos híbridos, a caballo entre la historia y la ficción literaria, aparecen como especialmente propicias a ejercicios de reescritura, de tal modo que asistimos, en el siglo xix, a una verdadera campaña de rehabilitación del pasado imperial español a través de la exaltación épica de la Conquista de América. Ahora bien, dicho proceso de reescritura de la historia no debe disociarse de dos nociones fundamentales en la misma época: por un lado, la noción de «transmedialidad», entendiendo por esto la circulación de imágenes de un medio a otro, en un proceso teorizado por Hans Belting, según el cual «cualquier imagen material o técnica necesita, para aparecer, un soporte en el que pueda encarnarse y eventualmente transmitirse»1 (Belting 2004: 7). Y es que, en el siglo xix, las imágenes de la épica americana van a salir del «medio» de las crónicas, al que se ceñían muchas veces, para circular por otros medios artísticos, literarios e iconográficos. Este fenómeno se ve favorecido a nivel editorial, puesto que las principales «bibliotecas ilustradas», como las de Mellado o Gaspar y Roig, acogen en sus colecciones tanto historias de la Conquista de América como novelas. Es también un momento en el que la pintura de historia y el teatro histórico comparten estéticas semejantes (Reyero 1989: 40-41). La configuración de este imaginario americano se vuelve así tributaria de los medios en auge en esta época que son el teatro histórico y la ilustración. La segunda noción fundamental es la de «iconicidad». Como ha apuntado Philippe Hamon (2007), el siglo xix se caracteriza por una saturación del espacio por la imagen, de tal forma que las caricaturas, litografías, grabados o viñetas invaden a su vez el espacio literario. En este contexto, la multiplicación de imágenes sobre la Conquista va a influir también en la reescritura de los mitos americanos: la ilustración no solo acompaña cada vez más al texto, sino que acaba imponiendo su propia lógica icónica a la representación literaria. Aquí también, un paso fundamental en el anclaje de este imaginario como imaginario oficial será el teatro, tal y como se desarrolla en el siglo xix, es decir, un teatro escenográfico y espectacular (Zaragoza 1999), a caballo entre imagen escénica y texto literario.

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La traducción es mía.

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Entre los muchos ejemplos de reescritura de la Conquista de América a través de este doble proceso de iconicidad y transmedialidad, el episodio de la «quema de las naves de Hernán Cortés» resulta ejemplar del paso del relato histórico a la leyenda2. Retomamos aquí una reflexión iniciada por John Dowling en 1976 a propósito del poema épico de Moratín, «Las naves de Cortés destruidas», y desarrollada más adelante por Jean-Pierre Sánchez y por Bartolomé Bennassar. ¿Cómo el hundimiento de las naves de Cortés se ha transformado en un incendio provocado? ¿Cómo se operó la reconstrucción en leyenda de este episodio de la aventura cortesiana, hasta el punto de perdurar todavía en la expresión «quemar las naves»? En este capítulo estudiaremos la trayectoria de este episodio en la producción artística, literaria e iconográfica decimonónica. Una trayectoria que, aunque no nos ofrece el origen de la distorsión primera, sí puede aportar pistas en cuanto al proceso de su cristalización en el imaginario colectivo del siglo xix y al trasfondo ideológico de la misma. La reconstrucción de esta trayectoria revela un movimiento de la cultura popular hacia la cultura oficial que sedimenta en un momento concreto, en el que la dimensión estética converge con un proyecto ideológico específico. Entender el proceso de reescritura de la destrucción en incendio requiere detenerse primero en el fundamento histórico del episodio según aparece en las crónicas. En 1519, Hernán Cortés llega a la playa de Veracruz desde la isla de Cuba para explorar la costa mexicana. Sin embargo, después de tres meses allí, decide adentrarse en el interior de lo que se le aparece como un rico imperio, hasta su capital MéxicoTenochtitlán. Ante este giro imprevisto de la misión, contrario a las órdenes del Capitán General de Cuba Diego de Velázquez, algunos soldados expresan sus recelos y planean regresar a Cuba. Esta rebelión será lo que empuje a Cortés a hundir secretamente sus naves para que parezca un accidente, e impedir así la huida de sus tropas. El propio Hernán Cortés pasa rápidamente por el episodio en su correspondencia a Carlos V: insiste sobre todo en la rebelión de sus soldados para justificar su acto, puesto que este no solo supone una

2  Un estudio más completo de estas nociones aparece desarrollado en mi tesis La représentation de l’Amérique hispanique dans la littérature et l’iconographie péninsulaires entre 1836 et 1885 (Université Toulouse II, 2011).

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grave infracción y desacato a la autoridad de Velázquez, sino que está poniendo en peligro al ejército y la propiedad del monarca3. El relato viene reseñado con variantes por los cronistas. Si cotejamos las versiones de Antonio López de Gómara (1554), Bernal Díaz del Castillo (1575) y, un siglo más tarde, Antonio de Solís (1684), observamos que solo coinciden en dos aspectos: la ausencia de Hernán Cortés, quien se hallaba en Cempoala entrevistándose con los embajadores de Moctezuma, y la ausencia de incendio4. Si bien los distintos cronistas discrepan en cuanto al modus operandi de la destrucción («barrenar», «dar al través»...) o a la toma de decisión, ninguno se refiere a un incendio. ¿Cómo explicar entonces esta versión de la destrucción? Se han avanzado aclaraciones etimológicas: Ana Ros de Togores ve una confusión entre el verbo «quebrar», que usa López de Gómara en su crónica, y el verbo «quemar» (Ros de Togores 2008: 64). Jean-Pierre Sánchez recuerda que el verbo «quemar», en aquella época, podía significar «destruir completamente» (Sánchez 1996: 233). Otra explicación podría venir, por contaminación semántica, de la crónica de Solís, la cual, recordemos, fue la más leída y reeditada sobre la conquista mexicana en los siglos xviii y xix. En su relato, la palabra «incendio» aparece dos veces, enmarcando el episodio: primero, con un sentido metafórico, asimilando la conspiración a una «centella de incendio mal apagado», y luego, comparando la destrucción de las naves con varios «incendios» históricos, con los que Agatocles, Timarco o Quinto Fabio Máximo dieron al traste con sus navíos, identificando así a Hernán Cortés con los grandes héroes de la Antigüedad, en un recurso ya empleado por López de Gómara que comparaba el episodio con la «quiebra» de los navíos de Barbarroja. Evidentemente, estos factores semánticos contribuyen a debilitar el contenido histórico del episodio, pero no bastan para explicar el fenómeno de reescritura, ya que en el siglo xix se reeditan y estudian las 3  «So color de que los dichos navíos no estaban para navegar, los eché a la costa; por donde todos perdieron la esperanza de la tierra» (Cortés 1866: 54). 4  Hemos seleccionado estas crónicas por los motivos siguientes: la historia de Bernal Díaz del Castillo constituye un testimonio directo, puesto que el autor participó en la conquista de México como soldado a las órdenes de Cortés. La crónica de López de Gómara, sin ser testimonial, ofrece también cierto valor histórico, en la medida en que su autor, capellán y secretario de Cortés, se convirtió en su historiógrafo oficial. Por último, la historia de Solís, casi un siglo posterior a las otras dos, resulta imprescindible debido al éxito de su difusión en España hasta el siglo xix.

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crónicas de Indias sin que se cambie el texto original de los cronistas. Habría que buscar entonces otros factores. Un breve rastreo de las representaciones dieciochescas pone de manifiesto que el episodio de la destrucción de las naves aún no destaca dentro de la gesta cortesiana. Un rasgo sintomático es que el teatro heroico no lo representa, mientras que sí se detiene en otros episodios épicos de la conquista de México, dedicando dramas o tragedias heroicas a las batallas de Cholula (Fermín del Rey 1782), Tabasco (Fermín del Rey 1790) o Tlascala (Agustín Cordero 1780). Ya bien entrado el siglo, la destrucción de las naves aparece en el género poético como tema propuesto por la Real Academia Española para el concurso de poesía en 1777. Semejante elección esconde sin duda, ya en el siglo xviii, una «voluntad ideológica y propagandística» de rehabilitar al conquistador más polémico del imperio español y combatir así la «campaña denigratoria» a la que se le está sometiendo en el resto de Europa (Fabbri 1980: 64). El nuevo interés por este episodio concreto por parte del arte oficial quizá se deba también al éxito de la escena de la destrucción de las naves en una tradición oral paralela de la que, desgraciadamente, no queda ningún rastro5. Con todo, el resultado del concurso deja patente que su reescritura como incendio aún no se ha impuesto en la cultura oficial, dado que, exceptuando el poema de Nicolás Fernández de Moratín —el primer autor, según Dowling (1976: 72), en plantear la destrucción como un incendio—, los otros cuarenta y cuatro concursantes proponen una versión histórica. Y, aunque los estudiosos hayan avanzado muy diversos motivos que podrían explicar el fracaso de Moratín (Fabbri 1980: 53-54), lo cierto es que la Academia recompensará un poema fiel a la crónica, el de José María Vaca de Guzmán. La fidelidad histórica impera también en la ilustración del episodio para la edición de 1783 de la crónica de Antonio de Solís. Se trata de una de las veinticinco láminas de la edición, introduciéndose así el episodio de la destrucción de las naves en el «sumario animado del libro» (Houssaye 1877: 927), lo cual le otorga, sin duda, una nueva

5  En su biografía de Cortés, Bennassar recuerda la costumbre que tenían los conquistadores de componer coplas en alabanza a Cortés y subraya la rápida reapropriación de la gesta cortesiana por estos romances y canciones sobre la conquista de México (Bennassar 2002: 309-311). Tal podría haber sido la suerte del episodio de la destrucción de las naves.

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visibilidad. La imagen ofrece un retrato colectivo de los soldados castellanos, en su trasiego por salvar todo el material posible de los barcos antes de su hundimiento final, tal y como viene explicitado en la leyenda de la litografía: «Hace Cortés dar al través con su armada, y reserva el velamen, clavazón y demás pertrechos de ella» (Fig. 1: Solís 1783). La composición recrea en un segundo plano las naves hundiéndose en el mar, visibles solo a medias, mientras que dedica todo el primer plano a exhibir detalles del material salvado; mostrando, en una suerte de prolepsis icónica, la importancia estratégica de estos restos para el proseguimiento y éxito de la conquista posterior, ya que estos servirán para construir las canoas con las que más adelante el ejército de Cortés acabe tomando la capital, Tenochtitlán. Cabe destacar la ausencia de Cortés en este retrato colectivo de su ejército. La razón es histórica, puesto que Cortés, recordémoslo, estaba en Cempoala en el momento de los hechos. Tanto esta ilustración a la historia de Solís como la poesía académica de 1777 muestran que, en la representación dieciochesca del episodio, dominan la adecuación y la fidelidad de la producción artística y literaria respecto a las crónicas. La representación de Moratín, que distorsiona la destrucción convirtiéndola en incendio —reflejando, seguramente, una imagen popular y oral del episodio— aún es anecdótica y no logra imponerse en la cultura académica, como bien lo demuestra el hecho de que no ganara el concurso6. Será tan solo en la primera mitad del siglo xix cuando empecemos a ver surgir en los libros una ilustración alternativa, en oposición a la versión ofrecida en las crónicas. Un primer ejemplo de esta evolución se encuentra en una edición ilustrada de la misma Historia de la conquista de Nueva España de Antonio Solís, publicada en 1825 (Fig. 2: Solís 1825). La imagen guarda muchos paralelos con la imagen dieciochesca: los elementos en presencia y la composición son muy semejantes, destacándose el material rescatado y la actividad de los soldados en un primer plano, frente a los barcos hundiéndose en un segundo plano. No obstante, la imagen presenta una diferencia sustancial con el texto, ya que introduce el incendio y a Cortés. Se impone aquí la 6 

El poema de Moratín inspirará la imagen del incendio a Juan de Escoiquiz en su poema heroico México conquistada (1798) entrando ya prácticamente en el nuevo siglo (Fabbri 1980: 70-73). El análisis de Fabbri solo menciona este caso, por lo que todo apunta a que la imagen del poema de Moratín careció de proyección.

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eficacia de la lógica icónica frente a la rigurosa fidelidad histórica de la crónica: las llamas ponen de manifiesto la destrucción de la flota pero no impiden ver los barcos, como sucedía con la ilustración de 1783, que presentaba a los barcos medio hundidos. Es más, la combustión atrae la mirada del espectador, convirtiendo a los barcos, no ya en contexto, sino en verdaderos protagonistas de la imagen. Del mismo modo, la presencia de Cortés en el incendio permite vincular al héroe directamente con la acción. El segundo ejemplo ofrece una deformación más espectacular aún de la destrucción en incendio (Fig. 3: Anónimo 1851). Se trata de un pliego de cordel anónimo de la primera mitad del siglo xix, Historia de las aventuras y conquistas de Hernán Cortés en Méjico, un impreso popular que sin duda se puede ver como testimonio de esa imagen paralela difundida por los romances de la tradición oral7. En este caso, el incendio cobra proporciones considerables, favorecidas por el formato horizontal del grabado y la escala, presentada por los diminutos personajes detenidos en la orilla. Entre ellos se reconoce a Cortés, por lo que, de nuevo, el actor y el objeto de la destrucción aparecen representados en una misma imagen, identificando al héroe con su hazaña. Esta vez el propio texto será el que se ajuste a la nueva imagen del episodio, y es que en esta adaptación de la crónica cortesiana se alude a la quema de forma explícita: «después de quedar completamente desmantelados los buques se les pegó fuego y se echaron a pique» (Historia de las aventuras y conquistas de Hernán Cortés en Méjico [anónimo] 1851: 12). El hecho de que sea esta una de las pocas escenas ilustradas del pliego, junto con la visita a Moctezuma y el desembarco en Tabasco, muestra, además, que el incendio se ha convertido en un episodio central en la versión popular de la gesta. Todo apunta a que, en su recorrido hasta el imaginario oficial, la versión de la quema viene introducida primero por la ilustración de algunas crónicas, tanto cultas como populares, dos vectores que van a contribuir a la difusión de esa nueva imagen. En 1852, Modesto Lafuente recurre a esta versión en su célebre Historia general de España, pero manteniendo explícito su sentido metafórico, pues comenta a propósito de Cortés: «hizo desmantelar los buques, barrenarlos, destruir toda la flota, quemó las naves, como ha llegado a decirse proverbialmente» (Lafuente 1889-1890: 7  Solo conocemos la fecha de la segunda edición, 1851, lo cual es ya una muestra del éxito y difusión de la publicación.

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278). El acontecimiento histórico y la leyenda popular se yuxtaponen, claramente separados mediante la cursiva y la alusión al proverbio. Esta intromisión de la imagen popular en la historiografía en la década de 1850 aún es tímida, pero da cuenta de su vitalidad y circulación. Con la representación de la leyenda en el teatro se abre una nueva etapa. En la década de 1860, un nuevo contexto va a favorecer la implantación de esta imagen: la intervención de España en México en 1861, tan solo un año después de concluida la popularísima Guerra de África, propiciará la exaltación de la gesta cortesiana con ánimo de avivar el patriotismo de la opinión pública y su adhesión a esta nueva campaña. Con el desembarco de Prim en la costa mexicana, Veracruz se convertirá de nuevo en escenario de una epopeya española contemporánea, alimentando así toda suerte de paralelos entre la hazaña de Cortés y la nueva intervención. En este nuevo contexto internacional, el teatro va a funcionar como vector de patriotismo. No solo surge, a partir de la Guerra de África, un teatro propiamente patriótico que retoma los acontecimientos y las gestas contemporáneas (Salgues 2010: 11), sino que también el teatro histórico maneja los mismos códigos de exaltación y espectacularidad favorables al desarrollo de la leyenda. Este fenómeno se da, además, en un contexto dramatúrgico nuevo a partir del teatro romántico, en el que el autor se vuelve escenógrafo, multiplicando las didascalias (Zaragoza 1999: 148-149) y los recursos escénicos en sus obras teatrales: decorados, maquinaria, iluminación, etcétera (Catalán Marín 2003: 12). Este nuevo planteamiento del autor como dramaturgo nos permite hablar de imagen escénica, en tanto que el teatro va a poner en escena unas imágenes plásticas que tendrán una fuerza visual equivalente a la de la pintura. Y si tenemos en cuenta el impacto social del teatro en aquella época (Gies 1996: 3), podemos medir su repercusión en la construcción de un imaginario colectivo. Dentro de las innovaciones escenográficas al uso en el siglo xix se multiplican los efectos de tramoya, en especial las explosiones e incendios (Catalán Marín 2003: 85). La transformación del hundimiento en incendio se vuelve entonces prácticamente ineluctable para garantizar el éxito teatral del episodio cortesiano, en un contexto en el que el fuego y los efectos de luz son frecuentes y esperados en las representaciones. Por eso no es de extrañar que sea el teatro el que tome el relevo de esta leyenda, visualmente más eficaz, contribuyendo a fijarla más aún.

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Dos obras teatrales dan cuenta de este fenómeno: La conquista de Méjico, drama anónimo en tres actos y un prólogo, de 1862, y Hernán Cortés, drama en cinco actos de Tomás Rodríguez Rubí, de 1865. Ambas dedican un acto entero a la destrucción de las naves. Y ambas toman del imaginario popular una puesta en escena eficaz y espectacular, difundiéndola ante un público más amplio que el de las crónicas y sus ilustraciones. La conquista de Méjico arranca con una acotación inicial que sitúa el prólogo en la playa de Veracruz con los buques al fondo, obligando así a concentrar la acción en un mismo espacio. De este modo, tanto la conspiración de los soldados que pretenden desertar, como la entrevista de Cortés con los embajadores de Moctezuma y, por último, la decisión de Cortés de destruir los barcos tendrán lugar en la misma playa de Veracruz. Las numerosas didascalias explicitan los detalles de una escenografía en la que se superponen tanto los símbolos patrióticos, como la bandera o la espada —«Cortés tremolando en la mano izquierda la bandera y la espada en la derecha» (Anónimo 1862: I-6, f. 15 r.)—, como el efecto espectacular de la explosión de luz al final de la escena. Cabe destacar el efecto visual de la acotación final: «Todos se arrodillan, a cuyo tiempo empiezan a caer sobre las naves los mástiles incendiados, etc. etc.» (Anónimo 1862: I-7, f. 15 r.). El incoativo y el «etc. etc.» sugieren un alargamiento de la imagen escénica final, antes de la caída del telón, que fija la imagen de forma plástica: se cristaliza así visualmente la autoridad de Cortés y su carácter legendario. Prueba sin duda del éxito de la imagen escénica final del prólogo de La conquista de Méjico será que Rodríguez Rubí retome un dispositivo muy similar tres años después en su drama Hernán Cortés. También en este caso el decorado de todo el segundo acto traslada al espectador a la playa de Veracruz. Como en el drama de 1862, los soldados se «arrojan a los pies de Cortés» en una escena final que asienta la autoridad del héroe (Rodríguez Rubí 1865: II-13, f. 60 r.). En este caso, el alargamiento de la última escena lo resuelve una marcha guerrera, añadida por Rodríguez Rubí en la acotación final, junto al resplandor y a la detonación del incendio de las naves, congelando la escena en imagen escénica antes de la caída del telón. Si La conquista de Méjico era una obra anónima, en el caso de Hernán Cortés, su autor, Tomás Rodríguez Rubí, es, además de famoso dramaturgo, académico y director del Teatro Español, es decir, cercano

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a la élite política, por lo que podríamos ver reflejada en esta obra la voluntad de introducir la imagen espectacular del incendio dentro del imaginario académico oficial. Ambos dramas muestran cómo las limitaciones teatrales obligan a la representación a desviarse de la crónica, concentrando la acción en un mismo espacio, pero también cómo la reciente intervención en México invita a insistir más en la versión épica del episodio. Y así, si la imagen del incendio ya existía en el imaginario colectivo, con el teatro se difunde definitivamente. La cristalización de esta imagen se confirma cuando aparece recogida en las artes «nobles» y nacionales de la época, que son la pintura de historia y la ópera. En 1863, poco después de la intervención española en México, Francisco Sans y Cabot pinta su famoso cuadro Hernán Cortés quemando las naves (Fig. 4), apenas un año antes de que Rodríguez Rubí termine su drama histórico. Este cuadro de historia significa la incorporación en la cultura oficial de esta nueva versión, tan alejada de las crónicas. Nuevamente se impone la eficacia de la lógica icónica: a caballo, Cortés domina el centro del cuadro, asentando su autoridad ante los soldados rebeldes, sentados a su izquierda, y los indios de Moctezuma, a su derecha, mientras el humo del fondo revela el incendio de las naves. El título del cuadro es explícito y asienta la imagen popular del incendio: «Cortés quemando las naves». El cuadro de Sans constituye la consagración de la imagen popular en imagen nacional: por un lado, el cuadro de grandes dimensiones (432 × 300 cm) cristaliza la imagen en la pintura de historia, que constituye el género pictórico nacional por excelencia, debido a su fomento en academias e instituciones a partir de finales del xviii y a su exhibición en exposiciones nacionales desde 1856. En este caso concreto, se trata inicialmente de un encargo privado del rico hacendado y mecenas cubano Miguel Aldama para su residencia en La Habana (Laguna Enrique 2014: 569-571). Quizá, por eso mismo y debido a la notoriedad del pintor, la obra fue fotografiada antes de su salida de la península por el fotógrafo Jean Laurent, pasando así a formar parte del catálogo de pinturas de museos y colecciones particulares de la Casa Laurent (Laurent 1868)8. Mediante la impresión de grabados a partir de esa fotografía, la imagen del cuadro 8  Como fotógrafo real, Jean Laurent reprodujo y comercializó de manera exclusiva las pinturas del Museo del Prado, así como las pinturas y esculturas premiadas en las exposiciones nacionales o las colecciones de otros museos nacionales.

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pronto se verá volcada al conjunto de la sociedad, gracias al dispositivo de reproducción y difusión de la obra implementado por la prensa ilustrada a partir de la década de 18609. De este modo, la imagen académica y privada del cuadro será vulgarizada y «nacionalizada» hasta bien entrado el siglo xx, puesto que encontramos reproducciones de la obra de Sans en billetes de quinientas (1935) y de una peseta (1940), en contextos ideológicos distintos. El otro medio de consagración de la imagen popular en imagen nacional es la ópera: en 1874, Antonio Arnao escribe el libreto sobre la gesta cortesiana titulado «Las naves de Cortés». Como Rodríguez Rubí, Arnao es académico y, sin embargo, pese a sus conocimientos históricos, opta por representar el incendio de las naves. Su libreto es elegido como tema para el concurso de la sección de música de la Academia de España en Roma en el año de su inauguración, concurso en el que el joven Ruperto Chapí ganará, por cierto, el primer premio. Con su recreación en esta ópera, la imagen del incendio alcanza la consagración y promoción en el arte oficial. Junto con Arnao, que escoge centrar su libreto en el episodio de la quema, el jurado de la Academia, al elegir este tema para la oposición al pensionado de Roma, también está incorporando la versión popular del episodio en el repertorio académico. A raíz del concurso, el libreto gozará de dos medios más de difusión: la representación de la obra en el Teatro Nacional de la Ópera y su divulgación en las crónicas teatrales que, en esa época, tienden a sustituir a la escena para un público lector aficionado cuando este no puede asistir a la función (Lafuente 2011: 255)10. El libreto de Arnao, «Las naves de Cortés», guarda numerosas conexiones con las obras teatrales de la década de 1860, lo cual refleja la circulación de la imagen escénica del teatro hacia la ópera. «Las naves de Cortés» concentra la trama de su único acto en la playa de Veracruz, que presenta los buques en el fondo, según reza la acotación inicial. El incendio progresivo de los buques acaba iluminando todo el teatro, como también ocurría en el cierre de los dramas anteriores. Pero el paralelo cobra mayor fuerza si cabe en la escena final, que parece retomada de la obra anónima de 1862: «Cortés, rodeado de los soldados, 9 

La encontramos, por ejemplo, publicada en El Museo Universal (03/12/1865) y, casi veinte años después, en La Ilustración de los Niños (02/05/1882). 10  El libreto de Arnao será, incluso, publicado íntegramente en La Revista Europea el 22/03/1874 (Arnao 1875: 7-9).

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se adelanta blandiendo en alto y con entusiasmo su espada» (Arnao 1875: 15). Arnao incluye un grito patriótico: «¡Viva España! ¡Por el rey, por la patria, por Dios!» (Arnao 1875: 15), con claros ecos del teatro anterior y también aquí, cierra la ópera con una acotación final que congela la imagen: «Mézclase a este himno el recuerdo del primer coro – Las naves se sumergen» (Arnao 1875: 15). En este caso, la melodía del himno que acompaña la inmersión de las naves alarga la imagen escénica. A todas luces, la puesta en escena resulta muy semejante a la de las obras teatrales de los años sesenta, pero el público dista mucho de ser el mismo: el paso a la ópera y su adaptación para un concurso académico demuestran la consagración de la leyenda y su adopción por la versión oficial. La ópera como género cobra un alcance ideológico de primer orden en la España del siglo xix, puesto que no solo es considerada como la forma teatral más elevada, sino también la más patriótica. Desde finales del siglo xviii, las instituciones españolas fomentan la creación de un arte nacional equivalente a lo que se hace en Francia o Italia. Arnao defiende la necesidad de promover un arte lírico nacional, en español, capaz de competir con la ópera italiana dominante, tal como lo recalca la advertencia inicial que introduce su volumen de libretos. Con ese objeto, la leyenda de la quema de las naves cortesianas abre la lista de episodios nacionales que constituyen su compendio de dramas líricos, entre los que figuran hazañas de héroes de la Reconquista como don Rodrigo o don Pelayo. El objetivo es tanto participar en la creación de un arte nacional como exaltar el pasado glorioso de la nación española. Así, su preferencia por la versión popular, la quema de las naves, no solo aspira a exaltar mejor la carga patriótica del acontecimiento, sino también a inspirar una mayor adhesión por parte del conjunto de la nación. La destrucción de las naves de Cortés aparece, pues, como claro ejemplo de reescritura decimonónica de la gesta americana, alternativa a la versión de las crónicas, en la cual intervienen los principales medios al uso, esto es, la ilustración y el teatro. A lo largo del siglo xix, el incendio de las naves de Cortés ha logrado implantarse como imagen oficial hasta su consagración en las artes más nobles, como la ópera y la pintura de historia, a sabiendas de su inexactitud. Las razones de tal éxito se encuentran, sin duda, en las condiciones de producción propias de la ilustración y el teatro, ya que ambos medios invitan a condensar los elementos dentro de una misma imagen,

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estilizando el mito, así como inclinan a optar por la versión más espectacular y dramática del episodio en detrimento de la verdad histórica. Pero también existen, en este caso, factores políticos, y es que, como ya mencionamos, las relaciones de España con América cambian de forma significativa en el siglo xix. La no muy lejana emancipación de las nuevas repúblicas y la posterior intervención de España en México en los años sesenta ofrecen un terreno propicio a la exaltación del fervor patriótico y nacional mediante una nueva lectura, ahora mítica, de la gesta imperial. Para lograr tal propósito, el episodio de las naves cortesianas resulta especialmente eficaz, puesto que no solo encierra un alto valor simbólico en la historia de la conquista de México, sino que permite exaltar la grandeza del Cortés estratega, evitando escenificar la violencia bélica contra el enemigo indígena, harto difundida en el siglo xviii y fuente de tantas polémicas y rechazo en Europa (Fabbri 1980: 60). Por ello no es de extrañar que sea el incendio el que cristalice como leyenda cortesiana en el imaginario colectivo. Habrá que esperar a la década de 1880 para que, dentro de las propias instituciones, artistas e historiadores traten de volver a la verdad histórica. En 1882, el capitán de navío e historiador Cesáreo Fernández Duro dedica un ensayo a desmentir varias leyendas de la Conquista de América, entre las que figura, claro está, el incendio de las naves. Y unos años después, el Museo Naval encarga al pintor Rafael Monleón un cuadro más fiel y acorde con la versión de las crónicas, y manda descolgar un anónimo especialmente espectacular del incendio11. Ambas reacciones revelan dos cosas: por un lado, que el tiempo de la exaltación patriótica que acompañó a las expediciones de la Unión Liberal ha pasado y, por tanto, ya no hay ninguna necesidad de remachar esta versión distorsionada y espectacular de la historia. Pero también ponen de manifiesto el éxito de semejante recreación en el imaginario colectivo y su cristalización a finales del siglo. Tal es la fuerza del mito al final del siglo xix que Fernández Duro se ve obligado a hacer la

11  Se trata de un cuadro anónimo y sin fecha, que aparece reseñado en el primer Catálogo descriptivo del Museo Naval de 1853 con el título «Cuadro que representa el incendio de las naves de Hernán Cortés» (nº 326). La descripción que sigue del cuadro consiste, en realidad, en un recordatorio histórico del episodio, corroborando la imagen del incendio sin ponerla en entredicho. El cuadro de Monleón que lo reemplaza es una «marina» (50 × 60 cm) titulada «Hernán Cortés destruyendo las naves» y fechada en 1887.

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historia de lo que no fue: «Cortés no tuvo que acudir precipitadamente al recurso de Barbarroja» (Fernández Duro 1882: 44). Ahora bien, sin duda esos paralelismos iniciales de López de Gómara y Solís, reelaborados a lo largo del siglo de un medio a otro, contribuyeron, y no poco, a que el episodio acabara formando parte de la memoria colectiva de la Conquista, haciendo de Cortés un héroe legendario. Obras citadas AnÓnimo (1851): Historia de las aventuras y conquistas de Hernán Cortés en Méjico. Madrid: Imprenta de José María Marés (2ª ed.). AnÓnimo (1853): Catálogo descriptivo de los objetos que contiene el Museo Naval. Madrid: Imprenta del Vapor. AnÓnimo (1862): La conquista de Méjico. Inédito. Arnao, Antonio (mús. Ruperto Chapí) (1875): Las naves de Cortés, en Dramas líricos. Madrid: Medina y Navarro. Belting, Hans (2004): Pour une anthropologie des images. Paris: Gallimard. Bennassar, Bartolomé (2002): Hernán Cortés, el conquistador de lo imposible. Madrid: Temas de Hoy. Blanco, Alda (2012): Cultura y conciencia imperial en la España del siglo xix. Valencia: Universidad de Valencia. Campe, Heinrich J. (1845): Historia del descubrimiento y conquista de América. Madrid: Mellado. Catalán Marín, María Soledad (2003): La escenografía de los dramas románticos españoles (1834-1850). Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. Cirujano Marín, Paloma, et al. (1985): Historiografía y nacionalismo español (1834-1868). Madrid: Centro de Estudios Históricos. Cordero, Agustín (1780): Cortés triunfante en Tlaxcala. s. l., s. e. Cortés, Hernán (1866): Cartas y relaciones de Hernán Cortés al Emperador Carlos V [1520]. Paris: Chaix y Cia. Díaz del Castillo, Bernal (1939): Historia verdadera de la conquista de la Nueva España [1575]. Ciudad de México: Pedro Robredo. Dowling, John C. (1976): «A Poet Rewrites History. Nicolás Fernández de Moratín and the Burning of Cortés’s Ships». South Atlantic Bulletin, 16, pp. 66-73. Fabbri, Maurizio (1980): «“Las naves de Cortés destruidas” en la épica española del siglo xviii». Revista de Literatura, 84, pp. 53-77. Fernández Duro, Cesáreo (1882): Las joyas de Isabel la Católica, las naves de Cortés y el salto de Alvarado. Madrid: Imprenta de Manuel G. Hernández. Gies, David T. (1996): El teatro en la España del siglo xix. Cambridge: Cambridge University Press.

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Fig. 1: Solís, Antonio de. Historia de la Conquista de Nueva España. Madrid: Imprenta Sancha. 1783. (Cortesía de la Biblioteca hispánica de la AECID.)

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Fig. 2: Solís, Antonio de. Historia de la Conquista de Nueva España. Madrid: Repullés. 1825. (Cortesía de la Biblioteca Hispánica de la AECID.)

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Fig. 3: Anónimo. Historia de las aventuras y conquistas de Hernán Cortés en Méjico. Madrid: Imprenta de Marés. 1851. (Cortesía de la biblioteca del Museo del Romanticismo.)

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Fig. 4: F. Sans y Cabot. Hernán Cortés quemando las naves. 1863 (Museo de la Ciudad de la Oficina del Historiador de la Ciudad de la Habana). Grabado a partir de fotografía, publicado en El Museo Universal (03/12/1865: 4).

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F E L I P E I I Y E L P R ÍN C I P E D O N C A R L O S Fernando Durán López Universidad de Cádiz1

Un cliché extendido por varias lenguas y asociado al conjunto de críticas, prejuicios y acciones de propaganda contra España que conocemos modernamente como leyenda negra2, califica al rey Felipe II como «el Tiberio español», emparejándolo con aquel otro tirano de la antigua Roma, a quien se pintaba como ejemplo de depravación y crímenes políticos. El acuñador del término «leyenda negra», Julián Juderías, abundó en ese calificativo dentro de su aguerrida defensa de la obra de España frente a la pretendida inquina universal de sus enemigos3. Uno de los puntos sobre los que se fundó tal imagen fue el enfrentamiento con su hijo don Carlos de Austria, príncipe de Asturias y heredero de sus vastos dominios, quien, no en vano, es materia de uno de los nueve capítulos que Juderías dedica a repasar el contenido histórico de la leyenda negra y el único dedicado a un episodio particular (Juderías 1917: 295 y ss.). Carlos fue acusado de enajenación mental y de conspirar

1 

Este estudio pertenece al proyecto del Plan Nacional de IDI titulado «La cultura literaria de los exilios españoles en la primera mitad del siglo xix», ref. FFI2013-40584-P. 2  Elijo esa formulación amplia atendiendo a la revisión crítica —incluso negación— que el término «leyenda negra» viene experimentando en los últimos tiempos, para lo cual remito tan solo a la monografía de Jesús Villanueva. 3  Véase en el libro de Juderías (1917: 287-289) el largo pasaje que dedica Voltaire a comparar a Tiberio y Felipe II, para probar que el calificativo era impropio, porque la maldad de ambos era de muy distinta naturaleza.

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contra su padre; el rey lo hizo encerrar y procesar, y la muerte poco después del príncipe fue atribuida a su acción directa o indirecta. Por más que el asunto presentara numerosas incógnitas, o precisamente por ello, la desgracia de don Carlos alimentó la reputación despótica de un rey cuya maldad carecía de límites. Los buenos apodos —igual que los mitos, positivos o negativos— sustituyen perezosamente la reflexión crítica y ahorran ulteriores consideraciones. Pero José María Blanco White, quien usa también la frase «the Spanish Tiberius» en un momento de los artículos que aquí se estudian, no era un pensador perezoso ni se conformaba con espetar descalificativos que reemplazasen las evidencias. En 1822, el escritor sevillano, exiliado voluntario refundido en periodista inglés para la prensa miscelánea de variedades literarias, se planteó el reto de probar que Felipe II podía seguir siendo descrito con rigor histórico y autenticidad moral como un Tiberio hispánico y «papista», sin convertir para ello a su hijo, el príncipe don Carlos, en un héroe ideal. Así pues, a su entender, lo de «Tiberio español» no podía ser un a priori, sino un a posteriori: una conclusión, no una premisa que liberase del deber de argumentar. Porque alguien puede ser víctima de un tirano sin constituir modelo de rectitud ni dechado de virtudes, y porque un tirano puede hacer matar a su propio hijo sin que este tenga lances de amor con su esposa. Su tentativa, entonces, fue sustentar racionalmente el mito negativo de Felipe a la vez que aceptaba la destrucción del mito positivo de Carlos. Ambas maniobras eran de desmitificación (pues no otra cosa es sustentar un mito sobre evidencias solventes, ya sean documentales, lógicas o morales) y el propio articulista lo declara con franqueza cuando califica su composición como «acto de degradación pública» que deja «despojado de sus galas a un héroe de romance»4. La absoluta firmeza de Blanco White en este propósito desmitificador es una más de las señales que apuntan a que, como he tratado de mostrar en otros trabajos, y en contra de la opinión general, el escritor sevillano nunca fue un romántico. ***

4  Ofreceré las citas del artículo traducidas al castellano, sin indicar las páginas concretas del original, por otra parte fáciles de localizar (Blanco White, 1822). La traducción es mía.

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Pero vayamos por orden. A comienzos de la década de 1820, Blanco White se hallaba en una encrucijada personal que supuso una inflexión clave en su vida y su carrera. Desde que terminó de publicar el periódico El Español en 1814, se había quedado sin misión definida como escritor, e incluso como ciudadano. Decidió integrarse del todo en la sociedad británica, reinventándose en forma de escritor inglés y anglicano que se expresase solo en su nueva lengua. Contra ese objetivo conspiraban varios obstáculos: su dominio del idioma no era todavía suficiente; carecía de prestigio y contactos en Inglaterra fuera de los círculos relacionados con España; no contaba con recursos de fortuna; su salud empezó a darle graves problemas y, simultáneamente, se sumió en una aguda crisis religiosa para integrar su bagaje racionalista dentro de la teología anglicana. Fueron años de congojas y abatimiento, y de mucho desconcierto. Esa travesía del desierto, amarga pero también formativa, concluye en 1821 con un giro decisivo: en abril de ese año publica sus Letters from Spain by Don Leucadio Doblado en diez números de The New Monthly Magazine and Literary Journal hasta abril de 1822. Había empezado a redactarlas a principios de año, a instancias del poeta escocés Thomas Campbell. El agresivo editor Henry Colburn contrató en 1820 a Campbell para emprender una nueva cabecera mensual, una miscelánea literaria de prosas y versos. España estaba otra vez de actualidad por la revolución de 1820 y aquellas cartas, pronto recogidas en libro, tuvieron un notable éxito. Con ellas, Blanco White se situó en el panorama literario como autor de moda, especializado en «traducir» los asuntos españoles en códigos culturales y religiosos aceptables para los ingleses protestantes, actuando como un peculiar mediador situado, a la vez, dentro y fuera de la españolidad. Blanco White publicó otra media docena de colaboraciones en la misma revista durante los años 1822-1824, entre ellas dos entregas bajo el título de «Prince Carlos of Spain and his Father Philip II» en los números de septiembre y octubre de 1822; no más de una docena de páginas de tipografía bien aprovechada. Ha sido uno de los textos suyos con menor fortuna crítica, pocas veces citado y tomado en cuenta, pero no carente de atractivos. Como suele ocurrir en los artículos de Blanco White, su detonante es una lectura concreta, en este caso uno de los libros más influyentes aparecidos en Europa en aquellos años: la historia inquisitorial del canónigo afrancesado Juan Antonio Llorente. Blanco White leyó aquella obra en su primera aparición, en 1817-1818,

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traducida al francés por Alexis Pellier a partir del manuscrito español y bajo supervisión del autor. Cuando escribe estos artículos en 1822, acababa de aparecer en Madrid la edición del original español de Llorente, pero Blanco White no la maneja. *** En este diálogo entre Llorente, la leyenda negra y Blanco White, hay un enrevesado nudo de triangulaciones. La historia de don Carlos se difundió pronto por Europa en perjuicio del odiado Felipe II y de la poderosa España imperial y católica. Su potencial literario es innegable y dio lugar a una rica tradición de fabulaciones. Frederick Lieder hacía en 1910 una lista de hasta 37 versiones literarias (sin contar traducciones) del tema de don Carlos, 26 de ellas anteriores a 1822. Interesa en particular la versión novelada de César Vichard, abate de Saint-Réal (Dom Carlos, nouvelle historique, París, 1672), copiosamente editada y traducida, que propagó lo que algunos denominan la «versión francesa» de este episodio histórico: es decir, la que justifica el conflicto entre padre e hijo como un triángulo amoroso con la joven reina Isabel de Valois5. Según González García (164-166), el historiador protestante francés Louis Turquet de Mayerne fue el primero en fabular ese triángulo dentro de su Histoire générale d’Espagne de 1586, basándose en oscuras fuentes no especificadas. Otros autores franceses se harían eco, pero solo con la novelización de Saint-Réal se fijó y generalizó el relato, que también incluía la intervención de los inquisidores en el proceso contra el príncipe. Ese potente resorte novelesco sería seguido por la mayor parte de las obras posteriores: Otway, Campistron, Alfieri, Mercier, Schiller, Quintana..., por citar solo los hitos más descollantes. Alfieri y, sobre todo, Schiller habían reactivado de forma poderosa el tema en Europa, alrededor de la década de 1780, llevándolo a su máxima expresión teatral sobre el contraste entre un príncipe ejemplar y un padre monstruoso.

5  Isabel estaba destinada a desposarse con el príncipe desde 1556, pero, finalmente, convino más casarla con Felipe, que enviudó en 1558. El regio enlace estaba asociado al Tratado de Cateau-Cambrésis en 1559, que apuntaló durante décadas la hegemonía continental española. En el momento de la boda, 1559, Isabel tenía trece años y Carlos catorce, por treinta y dos del rey Felipe.

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La difusión de tales interpretaciones románticas que convertían a Felipe en un tirano por el camino de hacer de Carlos un héroe es lo que quiere combatir Llorente, pero de un modo distinto a como lo hará Blanco White. Dedica al asunto el capítulo XXXI («De la causa célebre del Príncipe de Asturias, don Carlos de Austria»), último del tomo VI (vol. 3º) de su Historia crítica de la Inquisición de España, que ocupa unas setenta páginas en la edición española (Llorente 1822: 163-231, divididas en cinco artículos). El aspecto amoroso no fue lo que más le preocupó (aunque también), sino la insistencia en meter a la Inquisición por medio. Ese error histórico es el que justifica que Llorente dedique tanto espacio a un episodio que por su parte podría haberse solventado con las dos o tres primeras páginas de su capítulo: La Europa entera está creyendo que Felipe II hizo a la Inquisición española formar proceso contra su hijo único Carlos de Austria, príncipe de Asturias [...]; que los inquisidores sentenciaron al príncipe, condenándolo a pena de muerte, y que solo está sujeto a disputas el género de suplicio con que murió aquel desgraciado. Algunos escritores han llegado al extremo de referir las conversaciones entre Felipe II y el inquisidor general, entre Carlos de Austria y otros personajes, como si hubieran estado presentes, y aun a copiar parte de la sentencia como si la hubiesen leído. No me admira que el abad de San Real, M. Mercier, M. Langle y otros tan amigos de escribir novelas con aire y títulos de historias, lo hayan hecho así [...]. Yo me he propuesto por único norte la verdad: aseguro con ella que nada me ha quedado por hacer en los archivos del consejo de la Inquisición, y fuera, para encontrarla; creo haberlo conseguido, y debo asegurar a mis lectores que no hubo semejante proceso de Inquisición ni sentencia de inquisidores, sino dictamen de consejeros de Estado, cuyo presidente fue el cardenal don Diego Espinosa, favorito del rey por entonces; y como era juntamente inquisidor general, nació de aquí la fábula de haber sido proceso de inquisición [...]. Es ciertísimo, pues, que don Carlos de Austria murió en virtud de sentencia verbal consentida y autorizada por el rey Felipe II su padre; pero no lo es que tuviera intervención el Santo Oficio. Este resultado parecía dispensarme de pasar adelante, supuesto que yo no escribo la historia de los acaecimientos políticos de la España, sino de la Inquisición: sin embargo, creo lo contrario, supuesto que casi todos los literatos de la Europa dicen que los inquisidores condenaron a don Carlos. El manifestar lo que hubo de cierto es el mejor modo de persuadir en semejantes circunstancias, y voy a practicarlo (Llorente 1822: 163-166).

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Llorente expresa con contundencia su tesis en el párrafo 3 del primer artículo del citado capítulo: Si cabe disculpa en un padre para la impiedad, la tuvo Felipe II, y solo dejo de aprobar su rigor porque me parece que la naturaleza lo detesta por más delitos que cometa un hijo cuando la reclusión perpetua pueda excusar nuevos crímenes. De positivo tengo por ciertísimo que la España fue feliz en que muriese aquel monstruo que algunos escritores inexactos retratan como joven amable, fingiendo propiedades que no tuvo, negando las que de veras tenía, y suponiendo unos amores con su madrastra que solo han existido en la pluma del primer francés que redujo a problema la virtud de una reina cuyo decoro permaneció incorrupto, y cuya vida cesó de un modo completamente natural, y no con impulso violento del veneno que refieren. Felipe II fue malo, hipócrita, inhumano, cruel a sangre fría y capaz de matar a su mujer si le conviniera y tuviera objeto; pero la capacidad no prueba la ejecución sin causa imaginada o real [...]; los novelistas y poetas creyeron honrarse deshonrando al monarca español aun a costa de las dudas que necesitaban excitar sobre la virtud de una señora francesa dignísima del respeto más verdadero (Llorente 1822: 166-167).

A partir de aquí, Llorente articula el relato de la vida, caída y muerte de don Carlos tratando de documentar cada punto, desmintiendo tópicos y fabulaciones. Según esta reconstrucción, el príncipe se mostraba inaplicado y torpe en los estudios desde niño; no fue nunca educado por su abuelo el emperador Carlos; se complacía en torturar animales; no trató con Isabel de Valois hasta una fecha muy tardía6; siempre manifestó inclinaciones violentas, movidas por un insufrible orgullo que le hacía golpear a criados y maltratar a los nobles de la corte; era un joven poco agraciado, débil y enfermizo, incapaz de refrenar sus pasiones; su salud física y mental se deterioró mucho como secuela de una grave caída a los diecisiete años, lo que permite al autor sugerir un trastorno psicológico incurable. Pero el punto fundamental de la versión de Llorente es su categórica convicción de que Carlos, en efecto, pretendía matar a su padre para sucederlo y que conspiró con los rebeldes flamencos para hacerse soberano de esas tierras, lo que le permite titular el artículo central de su pieza con el contundente rótulo de «Crímenes de don Carlos».

6  Este es un asunto en que Llorente se muestra muy prolijo, pero que interesó mucho menos a Blanco White, quien aceptó íntegramente sus conclusiones.

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Su culpabilidad trae de suyo una visión más favorable de Felipe, que, en todo el relato de Llorente, aparece como un rey preocupado, cuyos pasos están guiados por la necesidad de reprimir los excesos de su hijo y preservar el reino de los males que este pudiera ocasionarle. El interés del rey por retrasar la boda del príncipe con Ana de Austria, según Llorente, se mueve por justas consideraciones: Felipe II consintió en la boda, y lo avisó a la emperatriz su hermana; pero procedió con su lentitud genial en la ejecución, receloso de hacer a su sobrina desgraciada con tan mala compañía, si el tiempo no mejoraba el juicio y las costumbres de don Carlos, y también porque habían persuadido a Su Majestad ser bien fundados los temores de la ineptitud para el matrimonio (Llorente 1822: 184).

Y, al ordenar la prisión de Carlos, Llorente presenta a Felipe como un soberano que se hace aconsejar y toma medidas, obligado por los acontecimientos: «el rey conoció ser forzosas ya providencias graves; consultó algunos consejeros de cámara; con su acuerdo resolvió prender al príncipe» (Llorente 1822: 194). El momento clave es a la hora de valorar la sentencia dictada por el consejo reunido por Felipe para juzgar a su hijo: Llorente afirma categóricamente que sus crímenes habían quedado probados y que no cabía otra pena que la de muerte. Hasta ahí llega su comprensión hacia Felipe II, porque el resto del capítulo se dedica a demostrar, separándose de sus fuentes e interpretándolas con gran finura, que la muerte del príncipe fue un acto deliberado ordenado por el rey y cumplido, no por los verdugos, sino por los médicos, a fin de acelerar el previsible desenlace de sus desarreglos físicos mediante una muerte aparentemente natural. Pero incluso tras haber creído probar ese hecho, Llorente no formula ninguna condena explícita o censura contra Felipe, sino que deja que sean sus actos mismos los que hablen y el lector saque la conclusión lógica. Sus últimos párrafos son, de nuevo, para redimir a Felipe de otra acusación divulgada por la leyenda negra: que hizo envenenar a la reina Isabel poco después de la muerte del príncipe, encubriendo el crimen como resultado de un aborto. Todo sumado —la demolición del mito de Carlos, el desmentido de las principales acusaciones contra Felipe y el relativo poco énfasis puesto en los puntos en que sí se condenaba al rey— suponía, en gran medida, una rehabilitación del Tiberio español ante Europa. ***

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Eso es lo que preocupó a Blanco White, que la imagen de Felipe II quedase ensalzada al tiempo que se abatía la de su hijo. A partir de ahí, concibió una operación intelectual para corregir las desviaciones que apreciaba en la interpretación de Llorente, sin desmentir en casi nada su relato de los hechos. La Historia crítica de la Inquisición española fue un libro de enorme éxito y difusión continental, y duradero impacto. En ese sentido, el sevillano se enfrentaba a Llorente con una confesa ambivalencia: por un lado, admiraba el caudal de documentos y noticias que había sido capaz de acopiar y divulgar sobre la Inquisición y, no menos importante, contra ella. Por otro lado, no dejaba de ver en el autor a un rival peligroso, porque podía modelar ideas sobre España y su régimen político-religioso que, aun siendo críticas, fuesen más dulces y menos «protestantes», más apegadas a las querencias nacionalistas, de lo que él estaba dispuesto a aceptar. En lo que hace a don Carlos, juzgaba que Llorente no había sabido ver la verdadera naturaleza de los protagonistas, o quizá no hubiese querido hacerlo. Su planteamiento lo explica al comienzo del primer artículo: La verdad [...] nos obliga a desvanecer esa complaciente ilusión y a retirarle a Carlos, aunque desdichado y oprimido, mucha de la simpatía con la que anteriormente le colmamos. Ver así despojado de sus galas a un héroe de romance y derribado incluso por debajo de la condición ordinaria de la humanidad debe ser, como todo acto de degradación pública, igual de desagradable al espectador y al ejecutante. Por nuestra parte, confesamos que hemos emprendido la tarea con reservas. En verdad, si nos temiésemos que, al disminuir el atractivo que hasta ahora ha venido reclamando la memoria de don Carlos, aliviásemos la de su padre de un solo átomo de odiosidad e hiciésemos más tolerable su nombre al oído de la libertad, no nos prestaríamos para sacar a la luz una verdad inútil y peligrosa. La historia tiene, y debería poseerlas siempre, sus picotas, donde los criminales demasiado poderosos para la justicia humana puedan ser expuestos encadenados ante los ojos de la más remota posteridad: y a buen seguro que no bajaríamos a Felipe de España una pulgada más cerca del suelo que pisamos, si estuviese colgado de la cruz de cincuenta codos de Amán. Pero nada que hayamos podido descubrir en la historia de Carlos atenúa en el menor grado la vileza de su padre. [...] Él era cobarde por naturaleza: un cobarde sentado sobre el trono más poderoso de Europa, que ocupaba una mente ágil, sagaz e insensible en el único objeto de gratificar sus despiadadas pasiones sin exponerse lo más mínimo a peligros reales o imaginarios. [...] un Felipe ideal que, en un arranque de celos, hundiese una daga en el

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pecho de su hijo sería casi adorable, comparado con el monstruo cauteloso y calculador que pudo valerse de una enfermedad para que le hiciese el trabajo [...] (Blanco White 1822).

Obsérvese que, para Blanco White, la verdad factual es un imperativo de la historia; pero, a su vez, la verdad moral está por encima de ambas: él no podría mentir sobre el trágico destino de Carlos de Austria, pero se muestra bien dispuesto a callar si esa verdad menoscabase la leyenda negra de Felipe, porque sigue confiando en la eficacia persuasiva de estas sombrías imágenes. Este es el valor legitimante de los mitos: no reside en su autenticidad, sino en su utilidad para articular mensajes y valores. Sugiere Blanco White que puede haber mentiras necesarias, aunque cree que en este caso concreto son conciliables la eficacia ideológica y la verdad histórica. Y, por tanto, se apresta a enmendar la plana a Llorente por dos vías: satanizando a Felipe y humanizando a Carlos, quien, entre el extremo de ser un héroe y el de ser un monstruo, se le queda en solo un pobre y desdichado muchacho sin mucho mérito, pero, también, sin mucha culpa. Puestos a realizar una revisión históricamente fundada y políticamente eficiente de la leyenda negra, Blanco White aspiraba a que no se hiciese dentro de las claves ideológicas de la Ilustración española, o de su reencarnación en forma de liberalismo; porque, para él, ese constituía un camino equivocado, demasiado poco crítico, incapaz de romper inercias seculares e identidades cerradas, y demasiado expuesto a empujar la balanza hacia el vicio contrario: el de la irreligiosidad. *** Para redirigir el trabajo erudito de Llorente a un objetivo más afín con su idea de España, Blanco White plantea objeciones formales sobre la técnica historiográfica de la Historia crítica, que desvela a las claras un comentario en que la califica de mero ensamblaje de hechos amontonados con premura y desaliño: un depósito de información veraz y de suma rareza, con la cual un escritor de mayor talento podría compilar una historia de la Inquisición que tuviese la mitad del tamaño y el doble del interés que el original (Blanco White 1822).

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No hay que llamarse a engaño: los reparos estructurales ocultan una objeción ideológica, pues a lo que alude es a una historia que fuese más eficaz ideológicamente a la hora de desvelar a España y a Europa los males de la intolerancia religiosa en los países católicos, y de conectar los atrasos que lastran a los españoles con el efecto civilizatorio acumulado de dicha intolerancia. Y cuando habla de que otro autor más talentoso pudiera haber aprovechado mejor la información acumulada, no está pensando sino en sí mismo7. En efecto, Blanco White acarició durante años la idea de escribir una historia de la Inquisición, que, por una fascinante metamorfosis interior, devendría en 1835 en su obra teológica cumbre: Observations on Heresy and Orthodoxy (Durán López 2005: 507-513). Cerca del final de sus días, el 31 de julio de 1840, apunta todavía en su diario (Blanco White, The Life 1845: III, 197-199), el deseo de compilar una breve historia de la Inquisición «valiéndome —traduzco— de los materiales históricos contenidos en la extensa obra de mi desdichado amigo Llorente y esforzándome en añadir los comentarios que puedan, hasta cierto grado, hacer mi propia composición». Lo que Blanco White plantea en 1822 acerca del príncipe don Carlos, por tanto, no es más que un ejemplo parcial de sus discrepancias con el método y el estilo de Llorente, pero también un adelanto de la técnica compositiva que concebía como más propicia a sus talentos y recursos: recomponer críticamente y personalizar los materiales compilados por otro. En 1822, formulaba así ese propósito:

7  Esto en modo alguno ha de entenderse como una animadversión personal o una falta de aprecio de las cualidades de Llorente por parte de Blanco White, porque, de hecho, eran amigos (cf. Llorens 1967). En su revista Variedades menudean las referencias al libro de Llorente, que para él fue siempre un instrumento muy apreciado: «El infeliz y maltratado español Llorente ha dejado en su historia de la Inquisición en España una obra inmortal, no obstante sus muchos defectos de estilo y composición. El estilo es cansado y el método confuso, pero ¿qué importa?, los materiales son importantes, curiosos y auténticos. La posteridad los tendrá siempre a la vista y, no pudiendo dudar de la verdad de los hechos, el odio a la persecución religiosa será herencia de los españoles venideros. […] Escriban enhorabuena los ingeniosos para diversión del mundo, pero trátense los puntos importantes como tales, y no espere nadie averiguar la verdad por pasatiempo» (Variedades o Mensajero de Londres, tomo I, nº 4, 01/07/1824, pp. 330-334, en «Revisión de obras»; también en Blanco White 2010).

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La curiosidad, así como cierto grado de renuencia a conformarnos con algunas de las conclusiones del autor español, nos encaminaron hacia varias de las fuentes principales de las que extrae su información. Habiendo confirmado dicha búsqueda nuestras opiniones previas y habiéndonos proporcionado una visión más clara sobre un suceso oscuro y aciago que la historia no ha sido hasta hoy capaz de desentrañar, se nos ocurrió que una sucinta exposición de conjunto pudiera no ser inaceptable para el público.

Cuando Blanco White afirma que ha acudido directamente a «varias de las fuentes principales» usadas por Llorente, hay que aquilatar la medida de tal aserto. Las fuentes de Llorente son amplias: la principal es Luis Cabrera de Córdoba, cuya versión del episodio asume en los trazos más generales, junto con los papeles inéditos que pudo ver en los archivos españoles y que constituyen la novedad de su trabajo, consultados de primera mano y citados de manera imprecisa. Blanco White, en cambio, solo menciona a media docena de autores, contando al propio Llorente. Además de a Cabrera, el sevillano ha leído y cita a Thuanus (esto es, Jacques-August de Thou), político e historiador francés cuyas extensas Historiae sui temporis se publicaron en latín en París entre 1604 y 1608, y a Robert Watson, historiador escocés, que publicó en Londres History of Philip II, King of Spain en 1777, de gran éxito y circulación en varias lenguas. Pero Blanco White solo cita a Watson para consultar de forma indirecta la apología del Príncipe Guillermo de Orange contra la proscripción dictada por Felipe II contra él, uno de los puntales de la leyenda negra contra el monarca español. A esto, hay que sumar el Filippo de Vittorio Alfieri, única fuente literaria aludida. Salvo este último autor, los demás habían sido manejados por Llorente, quien además sumaba a otros: Saint-Réal, Mercier, Langle, Gregorio Leti, Atanasio Kirker, Fabián Estrada, Lorenzo Wander-Kamen, Diego de Colmenares y Opmero. En realidad, Blanco White no hizo una investigación profunda ni amplió mucho las referencias que facilitaba Llorente8, lo cual, por otra parte, habría sido impropio de unos artículos breves y divulgativos en una revista miscelánea. El método de trabajo de Blanco White en sus piezas para The New Monthly Magazine es similar al que llevará a cabo

8  Una excepción es el libro de De Thou, que emplea con más profusión que Llorente y citando varios pasajes literales en latín, sin duda porque era la versión que mejor convenía a confirmar sus propios puntos de vista.

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entre 1823-1825 en sus artículos de crítica literaria para sus Variedades o el Mensajero de Londres (Blanco White 2010). Allí su método de trabajo consiste en el seguimiento de un único libro de referencia, que maneja con gran libertad y cuyos contenidos entremezcla con sus opiniones y comentarios, y, eventualmente, con el cotejo parcial de otras fuentes. Igual que en sus ediciones de textos aplica una laxa crítica textual ope ingenii, haciendo enmiendas a partir de puras conjeturas, en estos otros artículos corrige los errores que aprecia en su fuente básica aplicando una lógica no menos conjetural: a menudo, una lógica basada en convicciones morales sobre la condición humana, más que en documentación probatoria. En sus artículos, Blanco White sigue de cerca a Llorente en todo lo factual, y solo en ocasiones concretas ahonda sobre los hechos a partir de otras fuentes con las que pretende polemizar con aquel. Se trata, pues, de interpretar los hechos, no de negarlos. A veces, basta con incluir o invertir valoraciones sin alterar la narración. Por ejemplo, cuando Llorente narra de forma sumaria el episodio en que don Carlos, el día de su jura como heredero, agrede al duque de Alba porque se había ausentado, asegura que este era «un hombre [...] respetable» y que «se olvidó de acudir a prestar su juramento a debido tiempo» porque estaba «distraído con la multitud de ocupaciones» (era quien organizaba el ceremonial del acto), y presenta al aristócrata como alguien a quien el príncipe «puso en un precipicio» (Llorente 1822: 173). Blanco White, en cambio, articula el mismo relato para que parezca un enfrentamiento entre dos individuos igualmente orgullosos y soberbios, de modo que la conducta de Carlos parece un exceso, pero no una arbitrariedad. Destaca para ello «el carácter orgulloso» de Alba y en ningún momento da por sentado que su excusa para faltar a la jura fuera un olvido involuntario, sino que se limita a indicar que el príncipe tomó aquella explicación por un doble insulto, sin darle ni quitarle la razón. Intenta buscar razones para el proceder del príncipe en vez de condenarlo sin más9. Así lo sigue desmitificando, pero por la vía de humanizarlo, no de hacerlo odioso como pretendía Llorente (y como quiso Felipe II que se lo presentase). 9 

A veces, se toma mayores libertades, como cuando al relatar un segundo y más grave incidente con el duque de Alba, sugiere que la furia desatada por Carlos contra él fue motivada «probablemente por las maneras altivas y desdeñosas del duque», lo cual es una pura suposición.

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Blanco White incluye, además, críticas al catolicismo que no figuran en el texto de Llorente, que pasa por las «supersticiones» de la devoción y las «hipocresías» de la teología como quien recorre un terreno conocido que no vale la pena ni nombrar. A pesar de que Llorente hubiera coincidido en muchas de esas críticas —en otras, seguramente, no—, un clérigo español de raíces ilustradas no las habría escrito nunca como lo hace Blanco White, en clave abiertamente protestante. El sevillano no pierde nunca la ocasión de incidir en la corrupción moral y la degradación social que a su juicio trae aparejadas una forma de religión como la que caracterizaba la España de Felipe II (y la de Fernando VII): en última instancia, ese es el objetivo de casi todo lo que escribe en esos años. *** Si consideramos ahora la construcción que hace Blanco White de los personajes y el juicio que le merecen los hechos, vemos que la principal diferencia con Llorente es que en la pieza de este el protagonista cuyo carácter se pretende desentrañar es Carlos, mientras que en los artículos de Blanco White el eje de la historia reside en comprender cómo era Felipe. Lo curioso —y el elemento metodológicamente más problemático en su modo de argumentar— es que Blanco White toma como verdad apriorística, de la que deducir las demás conclusiones, su convicción sobre la naturaleza moral de Felipe II. En cierto lugar, aduce que «quienes han estudiado la personalidad de Felipe» coincidirán con él en sus conclusiones. Es decir, que, siendo como era Felipe, las cosas tuvieron que ocurrir de tal modo y no de tal otro. ¿Y cómo era Felipe? Como lo presenta la leyenda negra en su versión más extrema: un Tiberio cobarde, hipócrita, insensible, controlador, inhumano, suspicaz, receloso, capaz de encubrir su crueldad bajo toda clase de subterfugios y pretextos, un tirano en versión integral, que convierte a cuantos le rodean en títeres de sus planes y que espía a todos y en todo momento. En ese sentido, el razonamiento de Llorente tiende a ser documental y el de Blanco White, psicológico. Acepta que Carlos de Austria fue un joven descarriado y violento, pero no lo explica como efecto de una perversión de su alma o desarreglo de su mente, sino de mala crianza. Durante todo el artículo acusará a Felipe de todos los

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extravíos de su hijo, por una vía u otra: «Nacido, probablemente, con un temperamento violento, malcriado por sus tutores y rodeado de cortesanos, amansado y adiestrado por el más absoluto de los monarcas europeos, Carlos creció en la total lenidad hacia un talante caprichoso» (Blanco White 1822). Las «fechorías» que las fuentes atribuyen al príncipe desde la infancia las interpreta como travesuras juveniles que pueden ser ciertas, exageradas o falsas, pero que no revelan una perturbación mental; lo cual parece ser para él la prueba de convicción para valorar la conducta de Felipe, que es la que él pretende enjuiciar. Por otro lado, ensalza las pocas muestras de bondad y lealtad que Llorente señalaba en el heredero. En suma, reclama evidencias reales de una patología, no opiniones sobre un carácter destemplado. Y ese carácter es culpa de la mala educación propia de la realeza y la aristocracia españolas: «La pista que conduce a la causa verdadera de su desventurada violencia ha de encontrarse, repetimos, en el odioso sistema seguido por su insensible padre durante el curso entero de su vida» (Blanco White 1822). Blanco White articula, con un enfoque muy moderno, una compleja relación psicológica entre padre e hijo, de naturaleza paranoica por ambas partes. Felipe vigila cada paso de su hijo, manipulándolo y rodeándolo de espías: Que los efectos de las sospechas de su padre mantuvieron a Carlos en un estado de constante excitación, la cual finalmente le produjo un ánimo mórbido rayano en la insania, es el convencimiento firme que hemos sacado de un atento examen de los relatos contemporáneos más veraces. [...] Pero la acritud y lejanía del comportamiento del rey; el recelo hacia su propio hijo, que contrastaba con la confianza depositada en sus favoritos; el uso que hizo de dos cuadrillas de espías, los unos controlando y frustrando al fogoso joven, los otros contemporizando con sus deseos a fin de cerner y sonsacar sus más recónditos pensamientos, le secaron las fuentes de la bondad en el corazón, haciéndole presa de esa vehemencia de la voluntad, resultado natural de una educación principesca, que con tanta facilidad degenera en un estado mental afín casi a la verdadera locura (Blanco White 1822).

Sin embargo, no basta con explicar por qué Carlos fue conducido casi a la locura, tiene que exonerarlo de culpas criminales. En ese sentido, es vital desmentir la veracidad de las acusaciones contra el

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príncipe. Niega con rotundidad que Carlos tuviera intención de asesinar a su padre y somete los datos aducidos por Llorente a severo escrutinio: recuerda que este no menciona las pruebas que dice sustentaban los cargos y se vale del testimonio de Luis Cabrera sobre el asunto (si bien cercena las citas a su conveniencia); analiza los relatos inéditos reproducidos por Llorente para aceptar o rechazar sus distintas partes, según interesa a su argumento. Llega así a una retorcida conclusión, basada de nuevo en el carácter que atribuye a Felipe: el rey habría negado en público tal intención regicida de su hijo, pero habría alentado que esos rumores circulasen bajo cuerda. También niega que existiese una conjura de Carlos con los rebeldes flamencos, mera excusa de Felipe para hacer matar a los diputados de Flandes enviados a Madrid. Sí sigue a Llorente en lo relativo a la relación de Carlos con la reina Isabel, y de hecho caracteriza al príncipe como un joven incapaz de sentir verdadero amor. Así pues, si no hubo intento de regicidio, ni conspiración para separar los Países Bajos de la monarquía, ni amores con la reina, resulta que don Carlos era inocente de cuanto se le acusaba, justo la conclusión contraria a la de Llorente. El príncipe cayó en un complot urdido por Felipe, a modo de una araña que contempla en silencio a la víctima que se va enredando en su tela (la metáfora es de Blanco White). Creyó posible huir a Alemania para casarse con su prima Ana, recaudando dinero de los nobles españoles, y Felipe le fue dejando hacer, sabedor de cada detalle y empujándolo hacia adelante, hasta que él mismo se precipitó a su ruina. Así cierra su círculo argumentativo como lo había comenzado: Una circunstancia, entre los oscuros sucesos de esta melancólica historia, nos impresiona por ser sumamente singular: la de que ninguna persona sufrió como consecuencia de la conspiración del Príncipe, mientras que muchos implicados en esos manejos fueron promovidos a puestos de honor y buenas rentas. Considerando el temperamento tiránico y despiadado de Felipe, este hecho no se puede explicar sino suponiendo que hubo un horrible complot contra Carlos. Sin duda, sea cual sea la verdadera de las acusaciones que se han hecho contra el odioso tirano —si sacrificó a un hijo inocente a su propia lujuria y ambición, o si bien le condujo a urdir intenciones criminales por medio de la aviesa oficiosidad de los enviados que había colocado alrededor de su persona—, haría falta ciertamente la pluma de Dante para asignarle un castigo adecuado cuando llegase al juicio final. La historia no puede más que catalogarlo con los monstruos

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más execrables que han por igual oprimido y deshonrado a la humanidad (Blanco White 1822).

Quod erat demonstrandum. *** Entre la apología de Felipe II escrita por Luis Cabrera y otros españoles coetáneos, y la leyenda negra europea, Llorente opta por adecentar esa apología y sustentarla sobre bases más sólidas; Blanco White, en realidad, aspira a la operación inversa, buscando el modo de respaldar la línea básica de la leyenda negra antifelipista despojándola de falsedades evidentes y novelerías absurdas. En ese sentido, el duelo entre el canónigo afrancesado y el capellán liberal convertido al anglicanismo es simétrico: ambos usan la crítica histórica —y, en el caso de Blanco White, lo que podemos denominar la «razón moral»— para apuntalar una visión ex parte de la historia española. Y lo hacen, precisamente, en un tiempo en que el Romanticismo iba a extremar de nuevo esas novelescas fabulaciones a favor y en contra de las figuras patrias. Una vez más, el desterrado sevillano se expresa en este artículo ajeno a cualquier idealización romántica, que considera falsa desde un punto de vista histórico y dañina desde la utilidad moral, tal como él la concibe. A la postre, el personaje histórico de don Carlos sirve de botón de muestra que permite a Blanco White marcar, y a nosotros medir, la distancia entre un tipo de crítica histórica —la de Llorente— nacida desde dentro de la Ilustración española y otra crítica —la suya— exterior a la conciencia española, y por lo tanto mucho más aislada y complicada de asumir, que hereda la mirada europea y protestante de la leyenda negra, pero que aspira a cimentarla mejor. Este diálogo historiográfico desvela uno de los rasgos más duros de la crítica de España realizada desde 1810 por Blanco White: su extremismo a la hora de despreocuparse por integrar sus censuras en contextos menos ásperos para el orgullo patriótico, algo que lo distancia de otros autores situados también en posiciones modernizadoras y críticas, como el afrancesado Llorente. No hablo, desde luego, de su distancia respecto a la España reaccionaria, sino de su alejamiento de la España progresista, ilustrada o liberal, en la que se había formado. Su nivel de crítica a las honduras

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del ser español —y los mitos y leyendas nacionales están ahí como expresión simbólica de dichas honduras— estuvo siempre muy por encima del que podía ser aceptable para sus antiguos compatriotas, y eso justifica sus choques y discrepancias con exiliados como Llorente, Mendíbil, Llanos, los autores de Ocios de Españoles Emigrados, Alcalá Galiano..., o, incluso, la distancia que lo separa del exiliado que más de cerca le siguió hasta esas honduras críticas, pero que, a la postre, siempre acababa dando algunos pasos atrás, José Joaquín de Mora. Eso es lo incómodo de Blanco White para la España del xix, y en última instancia el motivo, no de su destierro, sino de su completa damnatio memoriae. Pero lo que para aquella España resultaba una crítica inasumible, ajena a la españolidad y enemiga de ella, para aquella Inglaterra y aquella Europa quedaba demasiado lejos de la leyenda negra y de las verdades inamovibles sobre el viejo enemigo del sur. Blanco White, como casi siempre en su vida, estaba destinado a quedarse en medio, en tierra de nadie, en el páramo adonde le había conducido su escrupulosa conciencia y su sentido crítico. En efecto, el esquema interpretativo que presentaban tanto Llorente como Blanco White, por más que se distanciase en su grado crítico, se aunaba en su vocación desmitificadora y en la rebaja del personaje de Carlos de Austria, que, para el primero, se convertía en un monstruo de soberbia y demencia que hubiera arruinado a España, mientras que, para el segundo, acaba siendo no más que un pobre niño malcriado y de tristes destinos, un monigote con el que juega el Tiberio español. Blanco White, además, aceptaba el aparato probatorio de Llorente para excluir a la Inquisición del asunto. Sin Santo Oficio y sin triángulo amoroso, aquel no era el mensaje que los escritores de Europa querían escuchar en 1822, así que hicieron oídos sordos. Lord John Russell publica el mismo año de los artículos una tragedia en cinco actos titulada Don Carlos or Persecution, pisando sobre las huellas de Schiller. Russell, que sería luego dos veces primer ministro, había tenido de joven una estrecha relación con Blanco White en el entorno de lord Holland. En una carta de diciembre de 1822, Blanco White explica su opinión sobre la obra a Wiffen: La tragedia de lord John ha gustado mucho entre mis amigos. Todos ellos admiran el juicio ante la Inquisición, al que yo pongo algunas objeciones. Pero el autor es mejor juez de los sentimientos ingleses en esta materia que yo mismo. Hay algo grande y terrible para un inglés en la idea de

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ese tribunal, mientras que para un español como yo las formas del juicio son demasiado técnicas y, aunque infinitamente odiosas, no lo bastante trágicas aún10.

No cabe duda de que este juicio epistolar está mediatizado por no querer criticar abiertamente al joven autor, a quien guardaba la deferencia social y personal correspondiente a su rango y a la relación entre ambos. Pero la versión de Russell no le tuvo que gustar, porque, como las demás fabulaciones literarias que rechaza en su artículo, idealiza a don Carlos para convertirlo en un héroe trágico en amarga rebeldía contra su tiránico padre11. Para más fabulación, presentaba al príncipe como un defensor de la tolerancia religiosa, cuya desgracia era provocada por la Inquisición (pese a que Llorente había demostrado que esta nada tuvo que ver en su caída); el amor por la reina tampoco dejaba de aparecer como motor dramático; el personaje de Felipe aparece desdibujado y sin carácter, manipulado por ministros e inquisidores. En honor a la verdad histórica, puesto que declara haber leído la Historia de Llorente —y quizá en honor también a su respetado amigo Blanco White—, Russell advierte que ambos puntos carecen de fundamento histórico. No es otra cosa lo que da a entender la citada carta a Wiffen, donde se abunda en la imposible convergencia de la mirada inglesa y la mirada española sobre la Inquisición y, cabe extrapolar, sobre toda la leyenda negra: en eso, Blanco White seguía considerándose irreductiblemente español, su mirada no podía ser la de un inglés, como confiesa con algo de fatigada resignación. Ya se deja conocer que la verdad histórica va por un lado y la eficacia literaria por otro, y que Llorente primero y Blanco White después, comprobarían de inmediato que no podían hacer mella en el mito, por más que lo probasen falso. Y menos cuando, en pleno auge del Romanticismo, ambos remaban contra corriente clamando por los fueros de la verdad frente a los embelecos del mito.

10 

Carta a J. H. Wiffen. Londres, 04/12/1822 (Johnson 1968: 141); la traducción es

mía. 11  Diego Saglia describe así la pieza: «the play is a transparent celebration of Don Carlos as a sentimental and unfortunate hero persecuted by the tyrannical powers of his father King Philip II and the Inquisition» (Saglia 2000: 31).

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Obras citadas Blanco White, José María (1822): «Prince Carlos of Spain and his Father Philip II». The New Monthly Magazine and Literary Journal, V, nº 21-22, 1-IX y 1-X, pp. 232-236 y 352-359. — (1845): The Life of the Rev. ..., written by himself; with portions of his correspondence. Ed. de John Hamilton Thom. London: John Chapman, 3 vols. — (2010): Artículos de crítica e historia literaria. Ed. de Fernando Durán López. Sevilla: Fundación José Manuel Lara. Buceta, Erasmo (1926): «El Don Carlos de Lord John Russell». Revista de Filología Española, XIII, 3, pp. 290-293. Cabrera de CÓrdoba, Luis (1876): Filipe Segundo, rey de España [1619]. Madrid: Aribau. Durán LÓpez, Fernando (2005): Blanco White o la conciencia errante. Sevilla: Fundación José Manuel Lara. González García, Juan L. (2015): «Caída y auge de don Carlos. Memorias de un príncipe inconstante, antes y después de Gachard». España ante sus críticos: las claves de la Leyenda Negra. Ed. de Yolanda Rodríguez Pérez, Antonio Sánchez Jiménez y Harm den Boer. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, pp. 163-192. Johnson, Robert (1968): «Letters of Blanco White to J. H. Wiffen and Samuel Rogers». Neophilologus, tomo 52, nº 2, pp. 138-148. Juderías, Julián (1917): La leyenda negra. Estudios acerca del concepto de España en el extranjero. Barcelona: Araluce. Levi, Ezio (1920): Il Principe Don Carlos nella leggenda e nella poesia. Roma: Publicazioni dell’Istituto Cristoforo Colomb (2ª ed.). Lieder, Frederick W. C. (1910): «The Don Carlos Theme in Literature». The Journal of English and Germanic Philology, vol. 9, nº 4, pp. 483-498. Llorens, Vicente (1967): «Moratín, Llorente y Blanco White. Un proyecto de revista literaria». Literatura, historia, política. (Ensayos). Madrid: Revista de Occidente, pp. 57-73. Llorente, Juan Antonio (1822): Historia crítica de la Inquisición de España, tomo VI. Madrid: Imprenta del Censor. Saglia, Diego (2000): Poetic Castles in Spain. British Romanticism and Figurations of Iberia. Amsterdam: Rodopi. Samson, Alexander (2015): «A vueltas con los orígenes de la Leyenda Negra: la Inglaterra mariana». España ante sus críticos: las claves de la Leyenda Negra. Ed. de Yolanda Rodríguez Pérez, Antonio Sánchez Jiménez y Harm den Boer. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, pp. 91-115. Villanueva, Jesús (2011): Leyenda negra. Una polémica nacionalista en la España del siglo xix. Madrid: Libros de la Catarata.

A B ÉN H U M E YA Alberto Romero Ferrer Universidad de Cádiz1

Aquel rayo de la guerra, alférez mayor del reino, tan galán como valiente y tan noble como fiero, de los mozos envidiado, admirado de los viejos, y de los niños y el vulgo señalado con el dedo; el querido de las damas por cortesano y discreto. GÓngora, «Aquel rayo de la guerra» (1584)

La figura de Abén Humeya, cuyo nombre castellano era Fernando de Valor y Córdoba, caballero veinticuatro de la Granada cristiana, pasaría al relato de la historia con mayúsculas al encabezar, en calidad de rey morisco, la famosa revuelta granadina de las Alpujarras contra el monarca Felipe II, tras la promulgación de la pragmática de 1567. Una severa ley, de fuerte contenido político y de exclusión social en la que, en aras de la unificación cultural y lingüística de la Península,

1  Este estudio pertenece al proyecto del Plan Nacional de IDI, titulado «La cultura literaria de los exilios españoles en la primera mitad del siglo xix», ref. FFI2013-40584-P.

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se prohibía explícitamente los usos y costumbres, también la lengua, de dichos colectivos étnicos, ya de por sí muy castigados y mermados desde la Reconquista y las primeras expulsiones moriscas2: Paramos cada día peor —escribe Francisco Núñez Muley como protesta en el memorial que presenta a la Corona— y más maltratados en todo y por todas vías y modos, asní por las justicias seglares y sus oficiales como por las eclesiásticas; y esto es notorio y no tiene necesidad de se hacer información dello. ¿Cómo se de quitar a las gentes su lengua natural, con que nacieron y se criaron? (Kamen 2011: 216).

Considerado según la creencia y el folclore descendiente más o menos directo de los Omeyas de Córdoba y del califato de Damasco, su devenir histórico estaría marcado desde sus inicios por la leyenda y mitomanía literaria, que sirven para construir un relato a caballo entre la historia, la imaginación y la teatralidad, donde se concitaban muchas claves y elementos de configuración ficcional: el contexto de la rebelión morisca en sí misma, la extrema crueldad de la sublevación y la guerra, la propia atmósfera agreste y abrupta de las Alpujarras, su escenográfica entronización como rey de Granada según el ritual antiguo —«vistiéndole de púrpura, tendiendo cuatro banderas a sus pies, reverenciándoles y exhumando profecías» (Hurtado de Mendoza 1946: 26)—, su abjuración del cristianismo, la traición de los suyos por Abén Aboo, los amores imposibles con una cristiana, sus legendarios orígenes como «descendiente de cien reyes» (Martínez de la Rosa 2  Resumen de la Pragmática antimorisca: I) Prohibir hablar, leer y escribir en arábigo en un plazo de tres años. II) Anular los contratos que se hicieran en aquella lengua. III) Que los libros escritos en ella, que poseyeron los moriscos, fueran presentados en un plazo de treinta días al presidente de la Chancillería de Granada, y que, una vez examinados, se devolvieran los que no tuvieran inconveniente en poseer personas creyentes para que sus propietarios los poseyeran otros tres años. IV) Que los moriscos se vistieran a la castellana, no haciéndose «marlotas», «almalafas», ni calzas, y que sus mujeres fueran con las caras destapadas. V) Que en bodas, velaciones y fiestas semejantes siguieran las costumbres cristianas, abriendo ventanas y puertas, sin hacer zambas, ni leilas, con instrumentos y cantares moriscos, aunque estos no fueran contrarios al Cristianismo. VI) Que no celebraran el viernes. VII) Que no usasen nombres y sobrenombres moros. VIII) Que las mujeres no se alhenasen. IX) Que no se bañaran en baños artificiales y que los existentes se destruyeran. X) Que se expulsase a los «gacis» y que los moriscos no tuvieran esclavos de este linaje. XI) Que se revisaran las licencias para poseer esclavos negros (Caro Baroja 1976: 158-159).

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1830: 37), el orientalismo ambiental, etcétera. Todo ello, siempre en relación y permanente diálogo, además, con la configuración literaria que la figura más general y extensa del «moro», visto como enemigo o aliado, va a desempeñar en el acaecer cultural peninsular. En efecto, la figura de los «moros españoles» ha tenido un cierto calado —más del que pudiera pensarse a primera vista— en la historia literaria española, desde las más diversas perspectivas negativas o positivas, y con no menos diversas finalidades de carácter propagandístico, a veces; otras, con fuertes componentes ideológicos y políticos, más allá del revisionismo historiográfico sobre su presencia y su indiscutible huella en la cultura española, cuestiones de fundamentalismo identitario nacional al margen. Lo cierto es que la interpretación histórica y literaria de esta realidad ha servido a intereses, la mayor parte de las veces muy desenfocados, pues se pretendía invariablemente adaptar aquella genealogía a otras realidades, especialmente, en los momentos de mayor conflictividad —la Reconquista, las expulsiones moriscas—, o cuando se ha asistido a transformaciones de considerable calado —la Ilustración o el Romanticismo—. Basten como ejemplos su controvertido estatus como culpables de la descristianización peninsular tras la pérdida de España, como foco invasivo contrario a una determinada identidad nacional, frente a su benigno y contradictorio crédito literario en la literatura morisca del Siglo de Oro como portadores de los ideales caballerescos o su papel poético-emocional en el teatro barroco, imágenes en las antípodas de las numerosas narraciones repelentes respecto a su baja estima social en la época de Cervantes —ahí quedaban los despreciables retratos de El coloquio de los perros o Los trabajos de Persiles y Segismunda, amén del Quijote—; como, también, la maurofilia de la Ilustración, su exaltación heroica dentro del orientalismo romántico o, ya en otros registros más tardíos del xix, la mirada sensualista del decadentismo finisecular (Carrasco Urgoiti 2010: 20). En conclusión, y de manera muy resumida, podría decirse que la relación de la cultura española con la figura del moro ha sido una relación basada en el discurso manipulado del odi et amo. Invasores y malvados, para unos; patriotas y ejemplares, para otros. En cualquier caso, una figura poderosa, intensa y atractiva. En lo que respecta al teatro, las primeras apariciones de la figura del moro son siempre de carácter cómico y solo tras las reformas de Lope la podremos ver en otros registros más positivos, ahora al calor de la silueta del galán enamorado capaz de mostrar virtudes morales.

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Es lo que ocurre en comedias como El hidalgo Bencerraje o El remedio en la desdicha, de la misma manera que los enfrentamientos entre moros y cristianos darán lugar a una amplia literatura dramática —además de su fuerte arraigo festivo que pervive hasta la actualidad—, tanto en la época áurea como durante el neoclásico, donde se recuperarían los temas granadinos en tragedias clásicas, comedias sentimentales y melodramas, de la Zoraida (1798) de Nicasio Álvarez Cienfuegos, hasta Aliatar (1816) de Ángel Saavedra, el duque de Rivas. Una tradición, amén de la comedia de magia, donde dicho personaje ocupa un lugar apreciable, que con el drama romántico se enfocará más hacia la figura del morisco, por razones que veremos más adelante y donde cumplirá una función nuclear el relato de Abén Humeya, como prototipo-arquetipo literario e histórico de la emergente nación liberal y su posterior cristianización, su conversión, su integración y climatización en el sistema, rehuyendo sus perfiles revolucionarios, sus aristas más incómodas. En efecto, unos episodios como las guerras civiles de Granada o, en última instancia, el caso concreto del levantamiento de las Alpujarras de 1568, acontecimiento de alto contenido y significado político e histórico, no podía pasar inadvertido para la literatura y, mucho menos, para la literatura del xix, en la que se asiste una y otra vez a un fuerte revisionismo historicista con enunciados y estrategias estéticas muy dispares, a veces, incluso paradójicas, con el objetivo último de establecer las raíces y mitologías fundacionales del discurso identitario hispánico tal y como han señalado, aunque desde trazas diferentes, Andreu Miralles en Descubrimiento de España (2016) y Torrecilla en España al revés (2016). Uno de esos periodos del diecinueve que va a proyectar en la figura del moro cualidades positivas va a consistir en las décadas de la revolución liberal del primer tercio o primeros cuarenta años de la centuria, dentro, en principio, de los postulados de la revuelta liberal y, a continuación, al calor de las premisas románticas, como trasuntos o alter egos más o menos contemporáneos, reconocibles sobre una base histórica, de nuestros exiliados afrancesados y, fundamentalmente, liberales, para el caso de los lapsos insurrectos y, en segundo lugar, como trasuntos del exotismo pintoresquista y el individualismo del alma y el exasperado yo románticos (Torrecilla 2016: 155-206). Las figuras que se pretenden reconstruir en ambas cronologías, aun con matices de diferenciación importantes, en su conjunto echaban

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mano de aquellas otras imágenes más favorables, en especial, de la novela y el romance morisco, ahora, además, tamizadas por la elocuente lectura neoclásica de la tradición arabista peninsular. El moro aparecía, pues, como portador de valores la mayor parte de las veces muy positivos: «durante el turbulento reinado de Fernando VII, surge una nueva versión entre los exiliados liberales que considero de especial relevancia: la de los moriscos como abiertos y tolerantes, identificándose con ellos en cuanto vencidos y excluidos de la realidad española» (Torrecilla 2006: 111). En este sentido, la lectura liberal implicaba: «una inversión de los tradicionales juicios de valor del discurso oficial, responsabilizando al fanatismo intolerante de los cristianos de los males que aquejan el país» (2006: 111). Amén de la lectura barroca (la novela morisca, el romance fronterizo y su utilización en el drama y la comedia del Siglo de Oro), para atender de forma adecuada el problema de la leyenda y el mito del «buen moro» en el movimiento romántico autóctono —y que podían materializarse en la figura de Abén Humeya—, había también que acudir a determinadas circunstancias propias del exacerbado orientalismo que sacude la cultura europea del siglo anterior, el xviii —Inglaterra y Francia, fundamentalmente—, en el que se propone un discurso nada peyorativo en torno a esta figura como transmisora del saber clásico, donde la Península Ibérica cumplirá un papel nuclear como puente receptor, dadas sus peculiaridades históricas. Surgía, por tanto, en la Europa culta de la Ilustración un creciente interés erudito —Simon Ockley y George Sale, por ejemplo— en torno al arabismo en sus más variadas facetas, tanto científicas como artísticas o literarias, cuyo pilar fundamental de razonamiento consistía en considerar la ciencia, la sabiduría y el pensamiento árabes como determinantes en la renovación intelectual de la Europa cristiana de la Edad Media, como tamizadores directos del conocimiento de la cultura greco-latina3.

3 

«En los escritos de los extranjeros sobre España (no solo de los eruditos, sino también en los ensayos y en los libros de viajes), la imagen de los árabes medievales comienza a cargarse de connotaciones positivas, oponiendo su acción inteligente y enriquecedora a la profundamente destructiva de sus sucesores, y responsabilizando a los cristianos de haber arruinado un país que bajo los musulmanes servía de ejemplo a toda Europa. Los enemigos tradicionales de España encuentran en los árabes un punto de apoyo para engrosar las páginas de la leyenda negra, convirtiendo a los musulmanes peninsulares en un ejemplo de tolerancia y sabiduría que (como imagen inversa del

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Todo ello repercutiría en la tradición española donde, a partir de este revisionismo europeísta, se podrá rastrear un nuevo arabismo de fuerte corte reivindicativo —ahí quedaban los Ensayos sobre la Gramática y Poética de los Árabes de Patricio de la Torre, de 1787—, cuya plasmación literaria más elocuente será la publicación de las famosas Cartas marruecas de José Cadalso en el Correo de Madrid a partir de 1789, publicadas por Sancha en libro cuatro años después, en la que se proyectaba una imagen muy positiva, amable y equitativa del moro: el «buen moro» como modelo ejemplar del medio justo neoclásico: El joven moro, protagonista de las Cartas, es presentado como una persona inocente, inexperta, de mentalidad abierta, con un «corazón inclinado a lo bueno», —como se explica en la carta cuadragésimosegunda—, con gran capacidad de observación, con ansias de aprender, que intenta comprender una realidad, la española del momento, que le resulta rara, ajena, y, a veces, ininteligible. Decide utilizar su recorrido por España como medio de completar su formación, haciendo uso, así, de un método educativo, el viaje formativo, muy del gusto de los hombres del momento, y muy defendido y aconsejado por ellos. De él se afirma que redactó sesenta y nueve cartas, tres de las cuales tienen a Nuño como destinatario, y sesenta y seis a Ben Beley. Ben Beley es otro marroquí, pero este anciano, bondadoso, sabio, erudito, juicioso, buen educador, respetuoso de las costumbres, culturas y pensamientos ajenos, nada sectario, de recto criterio, buen consejero y amante de la verdad (Cañas Murillo 2016: 217).

Ambos interlocutores epistolares de Nuño —Gazel y Ben-Beley—, desde perspectivas complementarias, aparecen retratados como dos «hombres de bien», según Moreno Hernández, de acuerdo, asimismo, con los ideales moderados y discretos de la Ilustración. Sobre estas sólidas bases, el arquetipo del buen moro volverá a la palestra literaria de la mano de los escritos de los exiliados liberales del primer tercio del xix, aunque con otros matices y figuraciones más de carácter prácticamente autobiográfico, emocionales o ideológicos, al constatarse, también en ellos, la dura experiencia del rechazo y el destierro por no acomodarse al discurso oficial y suponer ambos —el moro y el exiliado— dos claros ejemplos muy contundentes de la antipaís fanático de los autos de fe) los aproximaba a los ilustrados de la época» (Torrecilla 2006: 113).

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España que construiría Marcelino Menéndez Pelayo en su categórica y excluyente Historia de los heterodoxos españoles: España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo. Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Solo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime, solo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, solo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en su hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos y consagra con el óleo de la justicia la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos? Esta unidad se la dio a España el cristianismo (Menéndez Pelayo 2011: 1905-1906).

Desde esta nueva España excluida —la España de los liberales en el exilio londinense bien estudiada por Llorens— se emprenderá una nueva recuperación de aquella otra España excluida de los musulmanes hispánicos. Una reivindicación que, insistentemente, ya se observa en los Ocios de españoles emigrados, cuando Pablo de Mendíbil —exiliado hasta 1820 en Francia— escribe su primera colaboración, que consiste en un artículo sobre la «Influencia de los Árabes sobre la lengua y la literatura Española»: ¡Qué de injusticias tienen que sufrir los vencidos! No contenta la suerte con serles adversa en la contienda, todavía condena la opinión de la causa perdida, sin más razón, las más veces, que la de haber sucumbido; y aun quebranta las reglas de la justicia hasta el extremo de desconocer los títulos más fundados al aprecio y a la admiración, en todas las demás cosas que ninguna relación tienen con los motivos de la lucha (Mendíbil 1824-1827: 291).

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Unos árabes que «por tantos siglos poseyeron sus hermosas provincias, ilustrándolas con la cultura más delicada y universal, cuando todavía dominaba en Europa la barbarie de la Edad Media (Mendíbil 1824-1827: 291). Este discurso maurófilo de Mendíbil va a ser compartido por prácticamente todos aquellos exiliados liberales y afrancesados que se acercan a aquellos momentos de la historia de España —José Antonio Conde y su Historia de la dominación de los árabes en España (1820-1821); Joaquín Lorenzo Villanueva y sus etimologías orientales publicadas, también, en los Ocios; Telesforo Trueba y Cosío con su novela Gómez Arias, or the Moors of the Alpujarras (1828) y el cuento histórico The Romance of History: Spain (1830); José Joaquín de Mora, el No me olvides de 1824, sus Cuadros de la historia de los árabes, desde Mahoma hasta la conquista de Granada (1826) y las Leyendas españolas (1840); Martínez de la Rosa con Morayma (1815-1829) y Abén Humeya, o La rebelión de los moriscos (1830); el duque de Rivas y El moro expósito (1829-1833)— para constituirse como una de las añadas más paradigmáticas en la construcción de la identidad nacional en el exilio londinense —según Saglia (2014)—, y algunos vestigios franceses. Españoles y extranjeros que verán en las fabulaciones novelescas y teatrales de moros y cristianos un mundo de guerras y conflictos ambivalentes, que servirá de estímulo para escritores, en las décadas del exilio y después en los años románticos, pero asimismo, para la expectación de unos públicos que podían verse interesados en aquellos sucesos y personajes, lo que motiva la aparición de un denso número de leyendas, novelas y piezas teatrales de carácter muy diverso, uno de cuyos paradigmas más conocidos lo podemos encontrar en la novela corta de Estébanez Calderón Cristianos y moriscos (1838), cuyos tres relatos siguen los patrones amorosos de El Abencerraje y La historia de Ozmín y Daraja sobre una colorista prosa costumbrista llena de tipos pintorescos y detalladas descripciones ambientales. La mirada de Estébanez Calderón, como puede intuirse, parecía eludir el inmediato testimonio anterior, pasaba por alto lo que aquel mundo podía tener de conflicto político o religioso para mostrarnos una visión amable y edulcorada de una realidad que, desde el punto de vista literario, ya se había prestado a mostrarnos sus caras menos amables o sus lecturas más políticas. Otros autores importantes que oscilan entre el costumbrismo, la novela histórica y el folletín son: Martínez de la Rosa con Doña Isabel

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de Solís en tres volúmenes (1837, 1839 y 1846); y Fernández y González con novelas y tradiciones como La mancha de sangre (1845-1847), Allah-Akbar (1849) y El laurel de los siete siglos. Leyenda oriental (1865); además de la inclusión de episodios de moros y cristianos en novelas extensas del periodo como la cautiva Zoraida del Sancho Saldaña (1834) de Espronceda, al estilo de la judía Rebeca de Ivanhoe (1820) de Walter Scott, o el disfraz morisco que utiliza Larra en El doncel de don Enrique el Doliente (1834)4, o la constante aparición de relatos cortos, cuentos y tradiciones locales de moros y cristianos en revistas y colecciones costumbristas románticas como El Artista —«Abdhul-Adhel o el Mantés» (1835) de Luis González Bravo— o el Semanario Pintoresco Español —«El lago de Carucedo» (1840), de Enrique Gil y Carrasco. En definitiva, se trata de una larga, fecunda y mural España oriental que, poco a poco, pasará por «las aguas del bautismo» (Andreu Miralles 2016: 145-194). Era una conflictividad que, en relación con aquellas reivindicaciones nacionales del al-Ándalus de la Península Ibérica, volviendo al inicio de estas páginas, podía centrarse en uno de los episodios y de los personajes más significativos —también, por razones de fuerte contenido y significado político— de aquellas rivalidades entre cristianos y moriscos, como era el caso de la figura de Abén Humeya, en cuanto líder de la rebelión de las Alpujarras: ahí estaba el ya citado drama de Martínez de la Rosa. Un personaje y unos acontecimientos concretos que, en otro orden, ya gozaban por supuesto de una rica y amplia herencia en la crónica literaria hispánica —por ejemplo, el drama de Calderón de la Barca El Tuzaní del Alpuxarra, o Amar después de la muerte (1659). Un Abén Humeya literario que, frente a otras posibles figuras del tema granadino, huía del despótico Boabdil o el tiránico rey moro habitual de la tragedia neoclásica, de acuerdo con los temas nacionales que solían tocar estas piezas dramáticas y donde no podían faltar los moros de Granada, tanto por su alcance histórico como por su tradición peninsular, además de ser un tema recurrente que, de igual modo,

4  Asimismo, La hija de Abén Abó (1842), por el autor de las Novelas jerezanas; la perdida Mil y una noches españolas (1845); Ramiro, conde de Lucena (1828), de Rafael Húmara y Salamanca; La conquista de Valencia por el Cid (1831), de Estanislao de Cosca Vayo; Los expatriados o Zulema y Gazul (1834), por el mismo autor; Bernardo del Carpio (1884) de Jorge Montgomery, que adaptó con variantes al argumento de su libro la anécdota de El Abencerraje.

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se había nacionalizado en Francia suministrando no pocos aspectos y situaciones muy asequibles para su rápida adaptación-incorporación al melodrama y la tragedia. Es lo que se puede ver en obras como la comedia heroica de Luis Repiso Hurtado, Mohamad Bobdil (1787), escrita a imitación de la comedia lacrimógena tan en boga en estos plazos; la aludida Zoraida (1798), de Cienfuegos, de fuerte carácter patético; Aliatar (1816), del duque de Rivas; la ya citada Morayma (1818), del autor de La conjuración de Venecia, escrita en su destierro en el Peñón de la Gomera; Gonzalo de Córdoba (1830), de Manuel Hernando Pizarro; Boabdil (1832) y Aixa, sultana de Granada (1837), de José de Castro y Orozco —textos que, a pesar de su estructura clasicista, se mueven entre la «lóbrega tumba» y la «pesadilla atroz». Un largo itinerario, pues, que sentaba las bases para un nuevo teatro que se iría a centrar, ahora, en lo que la figura del morisco poseía de «hondo patetismo», que bien se alza en «desesperada rebeldía» o adopta «la resignación melancólica del último Abencerraje» (Carrasco Urgoiti 2010: 319), y que bien podía adaptarse a los convulsos contextos socio-literarios que sacuden las primeras décadas del diecinueve. Dentro de esta misma línea de tiempo, pero al final del camino, Juan Eugenio de Hartzenbusch estrenaría el drama Los amantes de Teruel (1837) que, junto con El moro expósito de Rivas, de unos años antes, configuraban dos textos de significativa inflexión y referencia en cuanto a la eclosión del motivo maurófilo en la literatura española del diecinueve, además de ser dos despejados exponentes del atractivo que dicho pasado árabe podía tener de cara a la nueva estética romántica, en un esclarecedor careo con otro tipo de motivaciones, a las que no escapa la conceptuación, por ejemplo, del sujeto moderno, observado en aquel presente en clave de ser histórico que debía buscar en el discurso de su ayer modelos identitarios de nación —según Labanyi (2004)—, por ejemplo: un mundo árabe fuertemente impregnado como cultura fronteriza en relación a la civilización cristiana, que podía servir en cierto sentido como pauta para las nuevas sociedades liberales, cuyos primeros testimonios podían ser los escritos del exilio. De una u otra manera y dentro de estas amplias coordenadas, el punto de partida en torno al Abén Humeya literario debía establecerse a caballo entre el relato historiográfico que se ratifica en las relaciones históricas más o menos contemporáneas a los hechos: la crónica sobre la Guerra de Granada (1575-1627), de Diego Hurtado de Mendoza;

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Historia de la rebelión y castigo de los moriscos de Granada (1600), de Luis de Mármol Carvajal y la segunda parte de Guerras civiles de Granada (1619), de Ginés Pérez de Hita; y la fuerte ficción morisca de la literatura y el folclore peninsular del siglo de oro: La historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa, los romances moriscos, su presencia en el teatro de Lope, Cervantes, Calderón, etcétera. Por lo tanto, no era nada nuevo enfrentarse a un tema que había fermentado en una muy abundante producción literaria, en las direcciones y géneros literarios más diversos y que, por tanto, había favorecido la creación de una serie de estereotipos, tipos y arquetipos más o menos sólidos en torno a este príncipe moro sedicioso que, no obstante, en el mundo ficcional solo había servido hasta este momento para encauzar talantes relativos a su condición noble y caballeresca, como trasunto de los ideales de la caballería andante, el amor cortés o las idealizaciones platónicas del concepto amoroso que destila, por ejemplo, los estándares que impregnan la novela morisca —aspectos relativos a la cómoda ficción amorosa y que había seguido, por ejemplo, Estébanez Calderón en sus Cristianos y moriscos—. Los contextos de guerra y de cultura de frontera sin más se habían utilizado como marcos literarios, más o menos creíbles, para otorgar verosimilitud a una ficción que se apartaba deliberadamente de todo tipo de crisis política, ideológica o étnica. Esta situación va a cambiar de forma consustancial en contables relecturas del xix —aunque no en todas—, muy especialmente en los escritos de nuestros exiliados, que observarán primero esas tramas de rebelión, guerra y ostracismo como los auténticos conflictos del personaje, nuevamente evaluado, pero desde unos atributos del héroe de fuerte impregnación casi autobiográfica y emocional que podía construirse desde las respectivas experiencias y relatos del destierro de sus autores. En este sentido, la primera obra de cierto fuste es el drama en prosa de Francisco Martínez del Rosa, Abén Humeya o la rebelión de los moriscos (1830). Una obra escrita durante su exilio parisino, en la que, como el mismo autor nos confiesa en 1861 —bastantes años después—, pretendía en parte acercarse aunque solo fuera literariamente a su tierra natal, como también haría en el caso de Morayma y su novela Doña Isabel de Solís. Una relectura posterior no exenta, posiblemente, de cierta autocensura en aras de eliminar cualquier duda acerca de su heterodoxia política. No en vano, al igual que ocurría por ejemplo con Quintana,

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Martínez de la Rosa, tras su regreso, se transformaría no solo en parte del sistema, sino, incluso, en uno de su próceres más significativos y valiosos. Por esta razón, aquella molesta epopeya de rebelión contra el tirano, ahora con el paso de los años, era solo —o debía mutarse en— un motivo para recordar su añorada España: Por lo tocante al argumento de este drama, poco o nada tendré que decir: le busqué y escogí en la historia de España, porque juzgué que así parecería más nuevo y original, al paso que me dejaría campear con más desembarazo, conociendo mejor el terreno. Hasta la circunstancia de ser alusivo a acontecimientos de mi país natal, concurrió a decidirme a favor suyo, aun prescindiendo de otras muchas ventajas: el que haya vivido largos años fuera de su patria concebirá fácilmente esta predilección tan natural; y aun me lisonjeaba, ya que he de decirlo todo, la idea de oír repetir unos nombres tan gratos para mí, y de oírlos en tierra extraña, y tal vez con aplauso (Martínez de la Rosa 1830: 6-7).

Escrita para el teatro francés, Abén Humeya, ou La révolte des maures sous Philippe II —que es su título original— se estrena el 19 de julio de 1830 en el Théâtre de la Porte Saint-Martin (Alonso Seoane 1995, Dowling 1966: 152), en un cierto clima de expectación dadas las circunstancias políticas por las que pasaba el país vecino, tal y como la crítica del estreno subrayaría; pues, diez días después del estreno del Hernani —de tema español— de Victor Hugo, se desataba la Revolución de 1830 que derrocaba del trono francés a Carlos X para buscar una solución de signo liberal en la persona de Felipe de Orleans, negándose así la imposición del rey por mandato divino. El drama histórico de Martínez de la Rosa había que ponerlo en diálogo con esta singladura, aunque con cierta prudencia (Ferri Coll 2010). Se edita en francés por Didot en 1830, y en versión bilingüe en el mismo año dentro de la edición de sus Obras literarias5. En relación con esta nueva relectura política del héroe morisco, la crítica de la época destacará, aunque de manera algo ponderada, esos significados políticos, de acuerdo también con la ideología liberal

5  Abén Humeya, ou La révolte des maures sous Philippe II. Drame historique, par D. F. M. de R., représenté pour la première fois à Paris sur le Théâtre de la Porte St. Martin, le 19 juillet 1830. Paris: Didot, 1830.

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del autor, focalizando el asunto en torno a los gritos de «¡mueran los tiranos!» y «¡libertad!»: ¡Sí, amigos míos; no ha sido un vil temor el que me ha impedido por tan largo espacio desnudar el acero; he sufrido en silencio tantos ultrajes, he ahogado en el pecho mis quejas, por no dar esa satisfacción a nuestros tiranos; pero entre tanto el odio se arraigaba más y más en mi alma; ¡y nunca ha llegado la noche sin que haya ido a jurar sobre las tumbas de mis padres vengarme hasta la muerte!... Mas no bastaba saber que nuestros amigos y hermanos sufrían a duras penas el yugo y ansiaban sacudirle; ¡era más acertado aguardar, que no arriesgar imprudentemente la suerte de esta comarca, la existencia de tantas familias, la última esperanza de la patria!... Harto seguro estaba yo de que la opresión de nuestros tiranos agotaría nuestra paciencia; y les dejé a ellos mismos el dar la señal del levantamiento... pues ya la han dado, de cierto será oída (Martínez de la Rosa, 1830: 26; Romero Ferrer 2015).

Lo cierto es que, dadas las circunstancias de sus dos estrenos —primero París, en 1830, y después Madrid, en 1836, en el Teatro del Príncipe (Dowling 1966: 154)—, el significado político de Abén Humeya resultaba inevitable, a pesar de los esfuerzos de su autor por desdecirse de todo aquello, tal y como había ocurrido con su tragedia gaditana La viuda de Padilla de 1812 (Romero Ferrer 2006; 2008). Su memoria de persecución y rebelión podía leerse sin reservas como un reflejo explícito de la persecución y posterior exilio de los liberales españoles. Dice el personaje: Muy desgraciados son, haces bien en compadecerlos; muy desgraciados son los que pueden todavía, a gritos y a la faz del cielo, aclamar el nombre de su patria y maldecir a sus verdugos; los que adoran al Dios de sus padres; los que conservan sus leyes, sus usos, sus costumbres... ¡Cuánto no deben envidiar nuestra dicha!... ¡Nosotros vivimos con sosiego bajo el látigo de nuestros amos, adoramos su Dios, llevamos su librea, hablamos su lengua, enseñamos a nuestros hijos a maldecir la raza de sus padres!...; pero ¿por qué te has inmutado? (Martínez de la Rosa 1830: 14).

Junto con otros elementos como son su inexorable destino final, su incomprendida condición heterodoxa como morisco que lo acercan al indiano don Álvaro, ambos «estigmatizados con una infamia tanto política como de impureza de sangre» (Barrio Olano 2014; Romero

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Ferrer, «El indiano» 2016), su ascendencia noble, el opresivo peso de las fuerzas antagónicas que condenan al héroe a un destino incierto o su enfrentamiento a los poderes establecidos, era una situación que dibuja un intenso duelo entre el ídolo y una serie de fuerzas antagonistas que sirven a su consolidación como titán romántico de largo alcance. Este sería el Abén Humeya del drama románico, donde se atisba una serie de explicaciones interpretativas en torno a su condición principal como mito rebelde, condenado a un aciago destino trágico, del que no puede escapar y que sirve para dibujar una potente figura literaria que, además, podía —como de hecho ocurrió— transcribirse como un héroe casi autobiográfico de la lucha por la libertad, también la libertad política, que modernizaba conjuntamente los diversos materiales de la tradición. No en vano, Larra observaría en El Español del 12 de junio de 1836 —aunque más como defecto que como acierto—, para referirse a la relación en la obra entre drama e historia, que su auténtico argumento consistía en la rebelión morisca, y que su portavoz, Humeya, lo era, no tanto por su carácter relevante o histórico, sino porque encarnaba la causa de la rebelión popular que quedaba indecisa ante la inevitable muerte del protagonista. ¿Una obra romántica o defectuosa? Pobrísimo es el artificio, ningún interés presenta, ningún resorte dramático, ni nuevo ni viejo. Una sola escena hay en él, aquella en que AbénHumeya echa en cara a Muley su delito; ninguna pasión domina, ningún carácter prepondera, ningún hecho importante se desenvuelve; el estilo mismo es generalmente inferior a otras obras del autor: ¿dónde está el fuego de la creación? (Larra 1997: 534).

Un núcleo e interés dramático que, para Fígaro, residía en las circunstancias públicas y políticas que rodeaban, y justificaban, la esencia misma del conjurado: Un personaje histórico oscuro no puede ser digno del teatro sino cuando sus hechos llevan envueltos en sí el éxito o la ruina de la causa pública. Pero ¿cuál es aquí la causa pública? ¿Cuál es la lección moral o política que ha querido darnos el autor con la muerte de Abén-Humeya? (Larra 1997: 534).

Según el autor del «Vuelva usted mañana», nos encontrábamos más que ante un drama hecho, en realidad, ante:

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una exposición de un drama por hacer. Si hubiera empezado por donde acaba, el autor hubiera tal vez llegado a hacer un drama. ¿Por qué se acaba en el tercer acto y no continúa? Si el objeto es Abén-Humeya, represente una pasión, un carácter, una situación; si no ¿quién es él y qué significa su muerte para ocuparnos una noche entera? Si es la rebelión morisca, ¿qué importa que muera Abén-Humeya? (Larra 1997: 535).

La acertada crítica de Larra se sustentaba por cuanto el texto de Martínez de la Rosa estaba más cerca del drama colectivo que del drama individual del personaje, cuyo conflicto particular quedaba algo desdibujado como trasunto de la trágica, pero apasionada voz del pueblo —del mundo rural—, que se debatía entre el grito de «¡mueran los tiranos!» y la proclamación de la palabra «libertad». Una visión muy próxima a la verdad de la intrahistoria, tal y como la analizan con un talante sincrético Domínguez Ortiz y Vincent: La complejidad de las causas que determinaron el levantamiento morisco no puede ocultar su carácter esencialmente rural... Fueron los medios rurales los que sufrieron a causa de la crisis de la seda y de las exacciones de las autoridades cristianas. Y, sobre todo, fue en ellos donde la aculturación hizo menores progresos. El sentimiento predominante entre ambas comunidades, lo mismo en las Alpujarras que en la sierra de Bentomiz, era el odio, alimentado durante decenios. El pueblo entero se alineó espontáneamente tras sus líderes recobrados. El movimiento, expresión de la desesperación de una minoría que quería conservar su identidad, cavó definitivamente el foso que separaba las dos civilizaciones (Domínguez Ortiz y Vincent 1993: 47).

Por esta razón, era el estallido de la rebelión, que se sitúa en el primer acto, el instante más brillante, de mayor calidad e intensidad literaria de la obra, porque era allí, y no en los pasajes más individuales, donde Martínez de la Rosa resultaba mucho más convincente como dramaturgo; ya no solo por la teatral reconstrucción casi «arqueológica» —bien aplaudida por Fígaro— que nos ofrece, sino porque allí nos muestra un amplio catálogo, a través de las máscaras de los diferentes personajes, de la reacción ante la opresión y la tiranía: desde la pasiva sumisión femenina —muy romántica—, la sed de venganza de los más jóvenes, hasta la cautela o la ambición personal de algunos jefes, bajo la atenta mirada de un Abén Humeya, cuyo ardor guerrero y dolor no le impiden —ahí está el práctico Martínez de la Rosa del

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exilio— ver la imposibilidad de dicha empresa; lo que no disuade, en modo alguno, de la plena certeza de un destino fatal, aunque honroso, del que resulta plenamente consciente desde los primeros momentos de la rebelión. Obra, por tanto, en lo que respecta a la configuración del héroe, más cercana a los territorios de la revolución liberal que al emergente Romanticismo, que también está presente, en especial, en el concepto de teatralidad y en su escenografía, y que constituye, con toda seguridad, aun no siendo la única lectura o recreación moderna de Abén Humeya, sí la de mayor entidad literaria y proyección en la literatura del xix. Después de Martínez de la Rosa, el recorrido de Abén Humeya irá por otros derroteros de menor intensidad y otro tipo de calados estéticos, más cercanos bien al pintoresquismo romántico o a la corriente neohistoricista de la segunda mitad de siglo. Novelas como El auto de Fe (1837) de Eugenio de Ochoa, que transfigura a Fernando de Valor en un sufrido y abnegado cromo de folletín que, perseguido por la Inquisición y desdichadamente enamorado de una cristiana, sufre la persecución de su pueblo. O dramas, como el melodramático Adel el Zegrí (1838) de Gaspar Fernando Coll, que deriva al protagonista hacia la rocambolesca figura de un mendigo misterioso cuyo desenlace lo reconoce como «el último zegrí»; el drama histórico Un rebato en Granada (1845) de Manuel Cañete; las versiones novelescas de Manuel Fernández y González con los tremendos dramones de corte folletinesco Traición con traición se paga (1847) y Los monfíes de las Alpujarras (1859); la lectura costumbrista de Francisco Sánchez del Arco con Abénabó (1847); o el nostálgico El último Abencerraje (1882), de Juan de la Pezuela y Ceballos. Para el xix, el ciclo se cerraba con una nueva versión dramática de la figura y la leyenda, gracias a Francisco Villaespesa y su Abén Humeya (1913), «tragedia morisca en cuatro actos y en verso», pero ahora dentro de las claves del modernismo, el teatro poético y los tintes orientalistas de la pintura finisecular. Obra que estrenaría María Guerrero en el madrileño Teatro Español y que continuaba la herencia del otro drama exótico del dramaturgo, El Alcázar de las perlas (1911), donde el personaje era solo una misteriosa sombra de su casi mítico y legendario pretérito, con un decorado muy tamizado por la nostalgia de un mundo nazarí, la evocación de un pasado remoto, desprovisto de todo sentido ideológico o político. La fuerza, el vigor y el pragmatismo de

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Martínez de la Rosa habían quedado muy atrás: ahora, Abén Humera era solo una sombra, un espejismo de la historia de España. *** La evocación romántica, primero, como después el orientalismo que impregna las artes plásticas y la música a finales del xix y principios del xx, se serviría del mito de al-Ándalus para crear un imaginario peninsular provisto de numerosas singularidades, que pudieran con pocas dificultades identificarse como reclamos inequívocos del discurso identitario peninsular. Un distanciamiento oriental que, para el caso español, frente a sus modelos y modas franceses o ingleses, podía inducir a cierta confusión y equívocos; pues ese mismo al-Ándalus, para otros, muy lejano en el espacio y en el tiempo, sin embargo, desde las coordenadas de la Península Ibérica, resultaba extraordinariamente próximo, cercano, incluso, muy cómplice de su propio devenir político y cultural. Ahí radicaba la originalidad autóctona, pero también el peligro, pues su asimilación a lo largo de la centuria debía explorar dicho mito, pero adecuándolo a la cambiante realidad de una España que, entre tradicionalista y europeísta, vería en todo aquello determinados riesgos políticos que debían ser atenuados. Y, para ello, nada mejor que desviar la atención hacia el escenario costumbrista y evocador de la historia hasta transformar esa misma fábula en un remoto recuerdo, en un sueño. Abén Humeya podía ser un referente de todas estas estrategias y paradojas. Sin embargo, su semblanza, su contexto concreto, tampoco podía escapar de sus otros significados políticos y referencias históricas, como bien intuiría, aunque con muchos temores y recelos, Martínez de la Rosa. Mito o arquetipo de una España imposible, su condición como cabeza visible de las rebeliones moriscas, a pesar de su portentosa potencialidad identitaria, lo relegaban más a los territorios de la leyenda o la utopía, de modo preferente, hacia los territorios del ensueño más que a las jurisdicciones de la realidad: la literatura del xix volvía a desterrarlo nuevamente de la cultura española para transformarlo en una quimera, en un episodio colorista de su pasado. Más allá del «alhambrismo intencionado», tras la pesadilla fernandina, su grito de rebeldía sería excluido de las voces de los héroes patrios.

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EL DUQUE DE ALBA Lieve Behiels Katolicke Universiteit Leuven

Los desarrollos recientes de la imagología nos permiten una perspectiva renovada sobre la imagen de unas naciones en los artefactos culturales de otras (López de Abiada 2004; Beller y Leerssen 2007). Si consideramos la imagen que han tenido de España los demás países occidentales a lo largo de los siglos, nos damos cuenta de que ha pasado por diferentes fases. La primera, la más permanente y la que nos ocupará a continuación, es la que surgió en el último tercio del siglo xvi: la llamada «leyenda negra» (Juderías 1997: 24). Pero no hay que olvidar la imagen romántica, creada por los viajeros del siglo xix (Calvo Serraller 1995: 19) y tampoco la de «sol y playa», fruto del desarrollismo y de la introducción del turismo masivo en el siglo xx. Para nuestros propósitos, resulta satisfactoria la definición que ofrece del compuesto «leyenda negra» María Moliner en su Diccionario de uso del español: «Opinión desfavorable sobre España, que se difundió en el siglo xvi, basada sobre todo en la política de la casa de Austria en sus territorios europeos y en la conquista y colonización de América»1. Contamos con varios estudios sobre la importancia de la leyenda negra para la construcción de la incipiente identidad belga en la segunda 1 

En cuanto al estudio de la imagen que tenían de España las demás naciones, en los últimos años ha visto la luz una serie de publicaciones que privilegian el estudio de documentos culturales de los siglos xvi y xvii (Hilgarth 2000; Griffin 2009; Greer et al. 2007; Rodríguez Pérez et al. 2015).

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mitad del siglo xix (Quaghebuer 2004) en los manuales escolares belgas (Behiels 1992) y en los tebeos contemporáneos (Behiels 2009). Se ha podido observar el carácter permanente de ciertos estereotipos y su resistencia a los desarrollos de la historiografía científica. El lector belga que solo conoce la historia compartida de España y de los Países Bajos a través de Charles De Coster, Louis-Paul Boon o Willy Vandersteen, se queda con la imagen tópica del español como cruel, duro, sanguinario, inflexible. Y el representante por excelencia de estas cualidades es, evidentemente, Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba y gobernador general de los Países Bajos de 1567 a 15732. Según Siebenmann (2004: 346), los libros para el gran público constituyen un campo por excelencia para estudiar la difusión y la permanencia de los estereotipos relacionados con una nación, ya que se trata de productos culturales de gran difusión, que suelen consumirse sin demasiado sentido crítico. En esta contribución, nos interesamos, pues, por una novela de aventuras, publicada en 1895 por un autor de origen inglés, radicado en Estados Unidos: The First of the English, de Archibald Clavering Gunter3. Esta novela fue traducida al neerlandés al año siguiente por H. Bertand, seudónimo de Louise Zaalberg4. La novela se sitúa en los Países Bajos en 1572. El protagonista, Guy Chester, es pirata y espía al servicio de la reina Isabel de Inglaterra. Un rasgo algo inesperado, que, sin embargo, facilitará su empresa amorosa, ya que es un católico moderado; aunque su orden de prioridades es claro: «better Englishman than bigot» (Gunter 1895: 119), «más vale ser inglés que fanático». Se introduce en Amberes bajo el nombre falso de Guido Amati, pero este nombre pertenece a un capitán del ejército español realmente existente, y esta mistificación traerá numerosas

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Maltby, autor de la biografía de referencia sobre el personaje, observa que el propio duque contribuyó conscientemente a la creación de esta imagen (Maltby 1983: 308). 3  La información sobre este autor no abunda. Nació en 1847 en Liverpool y falleció en 1907. Gunter estudió ingeniería en San Francisco. En 1879 se estableció en Nueva York. Publicó su primera novela, Mr. Barnes of New York, en 1887, en la editorial que creó a propósito. El libro vendió más de un millón de ejemplares en Estados Unidos. Gunter siguió siendo el autor más leído de Estados Unidos en los años sucesivos. Después, su obra cayó en el olvido (Haycraft y Kunitz 1960: 323). 4  El catálogo de la Koninklijke Bibliotheek de Holanda menciona varias obras propias de Louise Zaalberg, que tradujo, además, libros juveniles y de aventuras del inglés, del francés y del alemán. Hasta la fecha no hemos encontrado más datos biográficos sobre esta autora.

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complicaciones. Se enamora de una joven hermosísima, que resulta ser la hija del duque de Alba. Después de numerosas peripecias y confusiones de identidad, Chester consigue llevarse a Inglaterra a Hermoine de Alba, después de haber despojado a su suegro del dinero que este había «robado» en los Países Bajos, debido a la introducción de la alcabala. La novela no es ninguna maravilla estilística, pero el autor consigue mantener el interés del lector al introducir a su héroe en situaciones cada vez más peligrosas de las que siempre sale casi ileso. Las preguntas a las que intentaremos contestar a continuación son las siguientes: ¿cuál es la imagen de los españoles y la del duque de Alba vehiculada en esta novela? ¿Existen factores contextuales que podrían explicar que surja este tema en una novela popular estadounidense? ¿Cuáles son los factores que pueden explicar que se tradujera esta novela al neerlandés y que recibiera la adhesión del público hasta el punto de justificar una reedición? Como el breve resumen que proporcionamos más arriba ya hace suponer, en The First of the English, la distinción entre los buenos y los malos resulta clarísima. Del lado de los buenos están los ingleses y los neerlandeses, más Hermoine, que solo es española por parte de padre. No hay más que un personaje español presentado con simpatía: el joven alférez De Busaco, a quien Chester salva de la muerte y que, a cambio, guarda el secreto de sus amores. Chester y los miembros ingleses de su equipaje hacen causa común con los neerlandeses que luchan por su libertad. Las crueldades cometidas por los mendigos del mar («watergeuzen») y los actos de violencia del propio Chester se mencionan pero no se comentan. Al lado de Chester, el héroe victorioso, aparece una figura de héroe trágico que pagará con la muerte la lucha por la libertad: el pintor Anthony Oliver, subsecretario del duque, pero, en realidad, espía a las órdenes de Luis de Nassau. Otra figura interesante es el comerciante Niklaas Bodé Volcker, que cambia de convicciones políticas según le va en los negocios. Solo cuando lo amenaza la ruina económica, debida a la introducción del impuesto del «décimo dinero» o alcabala, se pasa al partido de los rebeldes porque quiere parte del tesoro de Alba para relanzar su negocio. Del lado de los malos están todos los españoles, con excepción del joven alférez y de Hermoine. Como son los enemigos, no se individualizan, salvo, por supuesto, la figura del duque y algunos militares. Así, por ejemplo, el ingeniero italiano Paciotto, que en el artículo de la muerte le comunica a Chester la manera de hacerse con el tesoro

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de Alba, o Vasco de Guerra, al tanto de las actividades de espía de Oliver pero eliminado por Chester y Oliver antes de que pudiera comunicarlas a Alba. El duque tiene, sin embargo, una especie de doble femenino: la condesa de Pariza, la dueña de Hermoine, guardiana de la decencia y la respetabilidad. Aunque esta mujer queda ridiculizada desde el inicio de la novela, tiene sus rasgos sombríos: desata su sadismo en las espaldas de su esclava mora. Y, al final de la novela, pide que Chester sea quemado como hereje. La relación metonímica entre los españoles presentes en los Países Bajos y el duque de Alba está presente desde las primeras páginas. Chester se encuentra en un brazo del Escalda una noche de fortísima tormenta y avisa a sus marineros: If we get into the main river with this wind and tide our anchors will hardly hold us this side the Fort of Lillo, and that means capture and death to every man, Alva’s death — you know what that is! (Gunter 1895: 9).

Al inicio de la novela, se alude en varias ocasiones a «the frightful cruelties, ravages, burnings, flayings, killings and torturings» (Gunter 1895: 11) de Felipe II y su representante, Alba. La amenaza con la muerte de Alba está presente del principio al final, cuando el protagonista se salva, casi milagrosamente, de ser ejecutado por el duque. Pero el novelista, siguiendo, en esto, un procedimiento tradicional de la novela histórica decimonónica en el tratamiento de personajes históricos, limita la participación de este en el plano de los acontecimientos novelescos. Así se ofrece al lector un retrato del personaje cuando pasa a caballo por las calles de Amberes en el capítulo VII; pero el conflicto personal entre Alba y Chester solo se desata en los últimos capítulos, aunque está presente en todas las mentes a lo largo de la novela. Ir a Amberes, por ejemplo, significa echarse a las garras y las fauces de Alba: «To Antwerp! Into Alvas clutches; into his very jaws» (1895: 22). Otro concepto que no podía faltar en este contexto es la Inquisición. El odio de Chester a todos los españoles se explica por el hecho de que su hermano está en la cárcel de la Inquisición en la isla de Hispaniola, no por falta de ortodoxia religiosa, sino porque un rival en amores consiguió apartarlo encerrándolo allí (1895: 54). En un comentario de la voz narrativa, se nos informa del temor de que Felipe II consiguiera hacer envenenar a Isabel de Inglaterra, pusiera en el trono a María de Escocia e introdujera la Inquisición:

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This would have placed Britain thoroughly under the influence of Philip II, of Spain, and have opened the way for his pet scheme, the establishing of the Inquisition in England, with all its horrors of burnings, flayings, and torturing as practiced in the Netherlands under similar circumstances by Alva, his Viceroy and lieutenant (Gunter 1895: 199).

El primer retrato que se nos ofrece del duque, aunque supuestamente enfocado por el protagonista Guy Chester, recupera todos los rasgos transmitidos por la tradición historiográfica y por la iconografía: [...] upon a strong Andalusian charger, rides a man of spare but very tall stature, in complete, glistening, gold-embossed Milan armor. Over the gorget about his neck is the ribbon of the Golden Fleece upon which hangs the Lamb of God, the insignia of that Order. This is covered by a long sable, silvered beard that falls in two peculiar pointed locks upon his breast, his dark hair cut short, is likewise grizzled: so is his mustache, which drapes peculiar lips, the upper thin, firm and determined; the lower sensual—but determined also; his forehead high, pale, blue-veined and strangely intellectual, that of the military mathematician; his nose aquiline and of rare beauty, keen cut, precise, immovable, his cheeks sallow and pallid—altogether a face cold as death, lighted by two blazing, sparkling, unflinching, serpent’s eyes [...] (Gunter 1895: 83-84).

Los aspectos materiales (la armadura, el collar del Toisón de Oro, la barba, el cabello, los bigotes, la forma de los labios, la nariz recta, la palidez) se pueden remontar al conocido retrato de Tiziano Vecellio. Pero, la calificación subjetiva final contribuye a convertir en negativos unos rasgos en principio neutrales: una cara fría como la muerte iluminada por unos ojos de serpiente. Estos rasgos van a volver cuando el duque entre en la acción propiamente novelesca. Así mira con sus ojos de serpiente a su amada hija: «his serpent’s eyes aflame with the one love of his declining years» (Gunter 1895: 240). Esta misma mirada abre unas perspectivas nada halagüeñas para Chester, cuando Alba se da cuenta de que el Guido Amati, que quiere presentarle su hija, es, en realidad, el espía inglés que ha llevado persiguiendo sin éxito: «Then a minute after a gleam comes into the serpent’s eyes, and his long hands clench themselves together as if seizing some enemy long sought for and difficult to grasp, but very pleasant to his grip and talons» (Gunter 1895: 248). La última escena constituye la destrucción final de la imagen de Alba como el duque de hierro, imagen ya minada en los

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capítulos anteriores, en los que vemos cómo Alba interactúa con su hija. Hermoine es su única debilidad y la joven lo sabe. Hasta el momento, ha conseguido todos sus caprichos e, incluso, en las decisiones sobre su porvenir, su padre le deja un gran margen de libertad. Nunca le ha impuesto ningún pretendiente. Lo que no deja de sorprender al lector es verlo con la hija en las rodillas, llenándola de besitos y caricias (Gunter 1895: 243). Además, lo vemos llorando a escondidas (1895: 248) al ver a su hija decidida a casarse. En la escena final, caen las máscaras. Alba informa a su hija de que el hombre que ama no es un militar español, sino un pirata inglés, al que quiere ejecutar en el acto. Las protestas de la joven son vanas, puesto que, según él, no se trata de una cuestión personal, sino de un asunto de Estado. Está dispuesto a decapitar a Chester en el altar de la capilla, a pesar de las protestas de un sacerdote católico que lo amenaza con la excomunión. Gracias a las maniobras dilatorias de Hermoine, los marineros de Chester irrumpen en la escena y cambian las tornas. Cuando Alba se da cuenta de que tendrá que envejecer sin su hija y sin su tesoro, se derrumba. Lo único que le queda es un retablo pintado por Anthony Oliver, en el que figura la Virgen María con los rasgos de Hermoine: «The man of iron soul is kneeling before the altar piece, from which his daughter’s eyes look down at him, and sobbing—he who never sobbed before» (Gunter 1895: 267). La voz narrativa afirma que, a raíz de la pérdida de la hija, también, la fortuna militar abandona al duque. La conclusión acerca de su estancia en los Países Bajos resulta, pues, negativa: «He goes broken in mind and body, having lost the confidence of his king, but gained the immortal infamy of being the most cruel man of a most cruel age» (1895: 267). Un elemento importante en la configuración tradicional del carácter del duque de Alba es su orgullo desmesurado. Este rasgo tiene su traducción material en la estatua que el duque se hizo erigir en la ciudadela de Amberes, y que fue derribada después de su marcha. En The First of the English, la estatua está muy presente, en primer lugar, como imagen de la soberbia del gobernador general. La primera vez que vemos a Chester activo en Amberes, se mete en la boca del lobo, la ciudadela, donde observa la inmensa estatua en construcción: [...] Chester can see the pedestal of that great statue made of the cannon taken at Jemmingen, which the pacificator and ravager of the Netherlands is

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erecting to his own honor and glory, greatly to the disgust of Philip of Spain, who does not care to have his generals too famous (Gunter 1895: 43).

Pero sirve, también, como pieza clave de la acción novelesca. Ya en el momento de esta primera descripción, el alférez De Busaco comunica a Chester su sospecha de que la estatua esconde un secreto: «They say this statue has a secret. What does the do Duke with his tenth penny tax, eh; where does he put the money?» (Gunter 1895: 43). Al mismo tiempo, los pedazos de la estatua evocan ya el final poco glorioso del personaje: «“Here’s the last one of the arms”, continues the boyish warrior, giving a careless kick to the representation in iron of his general, lying on the ground» (1895: 43). Pero resulta que el verdadero escondite del dinero recogido por el duque es una bóveda secreta, justo por debajo del bastión llamado Duque, solo alcanzable desde la ciudad por un túnel y, para la cual, se necesitan llaves especiales. Chester se entera de esto por Paciotto. El ingeniero está convencido de que Alba le mandó a Flisinga a traición, a sabiendas de que la ciudad ya estaba tomada por los rebeldes, para que no saliera de allí con vida. Por eso, decide vengarse comunicando este secreto al peor enemigo de su jefe codicioso y traidor. Se ha ideado, además, un sofisticado mecanismo para avisar al duque cuando alguien ha conseguido penetrar en la cámara del tesoro. Es el argumento final utilizado por Chester para convencer al duque de que se ha hecho con el fruto de su rapiña: «I—I can’t believe», falters Fernando, pale, trembling, broken. «Believe by this! The statue moved its hand», jeers Chester (Gunter 1895: 267).

Si consideramos la imagen del tercer duque de Alba, que emana de The First of the English, podemos concluir que, además de los rasgos tradicionales que se le adscriben, las intervenciones del personaje en el nivel de la ficción lo caracterizan como desleal, codicioso y sentimental. Nos podemos preguntar si, además de la pervivencia de los estereotipos tradicionales originados en la leyenda negra, puede haber otros motivos por los cuales un autor de éxitos de ventas sobre temas contemporáneos, como lo fue Archibald C. Gunter, se interesara por la Guerra de los Ochenta Años y la figura del duque de Alba. La respuesta

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reside en las relaciones hispano-estadounidenses a finales del siglo xix. En 1895, en Cuba, se reanudó la guerra independentista y los paralelismos con el siglo xvi, cuando los Países Bajos lucharon por su libertad, saltaban a la vista. Los Estados Unidos estaban a la espera para intervenir militarmente en el conflicto en 1898 después de la explosión del crucero Maine. En ambos casos, una nación pequeña se alza contra un poder extranjero. Como los mendigos del mar esperan la ayuda de Inglaterra, simbolizada por la figura del pirata Guy Chester, el pueblo cubano también quiere contar con la ayuda de su vecino poderoso, los Estados Unidos. En la propaganda política norteamericana para defender la guerra, se utilizaban los estereotipos de siempre relacionados con los españoles. Como botón de muestra, citamos unas frases de un artículo de John J. Ingalls, ex senador republicano de Kansas, en 1898: The office [of Governor] has been administered by a succession of criminals, whose annals are an unbroken record of infamy. It has been bestowed upon guilty favorites as an avenue to the rapid acquisition of fortune by pillage, plunder, spoliation and extortion. For three centuries the unhappy people have been subjected to poverty and misery by tyranny without precedent in the history of mankind. Duties have been levied upon imports, exports and tonnage. Taxes have been laid on manufactures, amusements, religion and incomes. Offices have been sold and salaries assessed, and tribute demanded for exemption from military service (Ingalls 1898: 11).

Terror de estado, poder corrupto, expolio, represión de la libertad: los paralelos son evidentes. Si el contexto americano permite entender por qué la novela fue publicada, nos queda intentar elucidar por qué fue traducida y reeditada. No cabe duda de que los sentimientos antiespañoles ejemplificados en la leyenda negra han desempeñado un papel importante en la construcción de la nación holandesa a partir del siglo xvi. La revuelta contra los españoles constituye un aspecto fundamental de la mitología nacional holandesa (Jensen 2008: 19). Con el siglo xix, asistimos en toda Europa a un interés renovado por la historia que desemboca en la novela histórica, según el modelo de Walter Scott, destinada a exaltar el pasado glorioso a fin de estimular el dinamismo de la nación. La novela histórica conoció un gran éxito en Holanda, y Lotte Jensen presenta un catálogo de casi cien títulos de novelas, en su mayoría

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dedicadas a la época de la Guerra de los Ochenta Años (Jensen 2008: 224-227). Se podría considerar la traducción de The First of the English como un complemento a la oferta existente. Además de esta novela, se tradujeron del inglés en la última década del siglo xix, otros títulos que tratan de la misma temática, como, por ejemplo: By Pike and Dyke. A Tale of the Rise of the Dutch Republic (1890) de G. A. Kenty, traducido por Titia van der Tuuk bajo el título In dienst van den Prins: een verhaal uit den 80-jarigen oorlog ([Al servicio del Príncipe: un relato de la Guerra de los Ochenta Años], 1891, 2ª ed., 1903) y su continuación, By England’s Aid or The Freeing of the Netherlands, 1585-1604 (1891), vertido al neerlandés por la misma traductora (De pages van Francis Vere: een verhaal uit den 80-jarigen oorlog [Los pajes de Francis Vere: un relato de la Guerra de los Ochenta Años], 1892). Para explicar la presencia de traducciones sobre temas de tipo local, se puede aducir un elemento comercial: pagar una traducción resultaba más barato a un editor que pagar un original (Weel 2006: 32). El título de la traducción reza Een strijd om de schatten van Alva, of De watergeuzen in 1572 [Una lucha por los tesoros de Alba o Los mendigos del mar en 1572]. Desaparece, pues, el héroe ficticio para dar paso a los contrincantes históricos: el duque de Alba por un lado; los mendigos del mar por otro. He aquí una primera intervención «naturalizadora» que presenta la traducción. Aunque el subtítulo sugiere que se trata de una adaptación («naar het Engelsch», «adaptación del inglés»), una comparación exhaustiva de los textos fuente y meta demuestra que, con excepción de una decena de frases y cláusulas, a todos los fragmentos ingleses, les corresponde un fragmento neerlandés. La traducción fue publicada en 1896 y reeditada en 1916 y ha conseguido, pues, convencer al público lector. Un argumento a su favor puede ser el placer de la repetición de los tópicos ya conocidos. El lector holandés queda confirmado en sus convicciones. Otro argumento parece responder a un aspecto que aún no hemos tocado: la detallada información histórica sobre los acontecimientos mayores y menores del año 1572 recogida en la novela. Unos personajes y acontecimientos que un lector no al tanto del detalle de los hechos podría considerar como formando parte del microcosmos ficcional, pertenecen, en realidad, al macrocosmos histórico. Así, al principio de la novela, se relata un concurso de bebedores, en el que el pintor Frans Floris desafía a seis bebedores de Bruselas y gana, ya que, después de un par de horas, sus contrincantes han caído literalmente

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debajo de la mesa, una anécdota contada en el Libro de la pintura de Karel van Mander. Otro ejemplo: el personaje llamado Anthony Oliver (en el original y en la traducción) es, en realidad, el pintor Antoine Olivier, quien, como se cuenta en la novela, desempeñó un papel importante en la toma de Mons para Luis de Nassau y falleció combatiendo, después de lo cual, su cuerpo fue descuartizado. Incluso el macabro detalle sobre la cabeza de Olivier, que fue lanzada por los sitiadores españoles por encima de la fosa para aterrizar a los pies de los habitantes de Haarlem, es histórico (Rubbenbeek 1901). El personaje de John (Jan) Haring, quien ayuda a Chester a rescatar a la joven Mina Bodé de Haarlem, defendió efectivamente él solo el dique entre el río y el lago Diemer (Motley 1856: II, 441). Es posible que Archibald C. Gunter se haya inspirado para los detalles históricos en el gran estudio del historiador norteamericano John Lothrop Motley, The Rise of the Dutch Republic (1856), que contiene toda esta información que él, a su vez, encontró en los historiadores holandeses De Thou, Bor, Hooft, Van Meteren y en La correspondance de Philippe II, editada por el historiador belga Gachard5. Así, el lector holandés volvía a recibir por vía indirecta y ficcionalizada la historiografía patria. Tampoco había, pues, tanto trabajo que hacer para volver aceptable la novela norteamericana para el receptor holandés; ya que este recibía, reciclada, una lección de historia secular. La traductora aporta pocas modificaciones al texto original. Señalamos dos que pueden ser significativas. En The First of the English, el lector aprende cómo un centenar de mendigos del mar desfilan por las calles de Vlissingen en hábitos de frailes y monjas, después de haber despojado varios conventos: It is as if two hundred priests and nuns, drunk with blood, were after them, for all these monks and nuns are brawny pirates, some having cassocks and cowls upon them, others wearing the robes of nuns. Their leader, fierce Dirk Duyvel himself, is habited as lady abbess, and all are armed to the teeth with pistol and pike or sword and arquebus (Gunter 1895: 124; en cursiva lo omitido). Het is een troep Watergeuzen, dronken van bloed, met hun aanvoerder, den grommigen Dirk Duyvel, tot de tanden gewapend met pistolen en 5  Para más información sobre la importancia de la obra de Motley en el contexto de la «dramatización» de la revuelta en el siglo xix, véase Dunthorne (2007).

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pieken, zwaarden en haakbussen (Bertrand 1916: 174; «Es una tropa de mendigos del mar, borrachos de sangre, con su líder, el fiero Dirk Duyvel, armados hasta los dientes con pistolas y picas, espadas y arcabuces»).

La supresión de este detalle verídico (Motley 1856: II, 360) puede tener que ver con un deseo de presentar una imagen «civilizada» y «aceptable» de los liberadores al público de finales del siglo xix. Otra diferencia cultural se observa en la apreciación de la participación activa de las mujeres en las actividades de combate. El capítulo XVII de The First of the English se titula «Advanced Womanhood in 1573» y cuenta, en un tono medio humorístico, medio admirativo, las hazañas de Kenau Hasselaar, quien dirigía una brigada de mujeres durante el asedio de Haarlem. Aunque la traducción propone como título «Geëmancipeerde vrouwen in 1573» («Mujeres emancipadas en 1573»), observamos algunos cambios significativos en la traducción. El original califica de manera explícita la combatividad de las mujeres: This they do with all the might, potency and viciousness of the advanced womanhood of the Sixteenth Century, almost shaming Haring, who is a hero, and Chester, who is as sturdy a Captain as ever England sent forth, by deeds of prowess done by Kenau Hasselaer and her sister Amazons that night (Gunter 1895: 197). Zij doen het en maken Haring, die een held is, evenals Chester, den wakkeren Engelschman, bijna beschaamd door haar daden van dapperheid — Kenau Hasselaer en andere zestiende-eeuwsche Amazonen (Bertrand 1916: 283; «Lo hacen y casi avergüenzan a Haring, un héroe, tanto como Chester, el despierto inglés, por sus actos de valentía — Kenau Hasselaer y otras amazonas del siglo dieciséis»).

La emancipación, presente en el título, desaparece del texto; lo que se puede relacionar con una ya tradicional desazón en la literatura histórica neerlandesa frente a aquellas mujeres que se salían tan decididamente de su papel tradicional (Jensen 2008: 106). Tanto The First of the English como su traducción muestran cómo a finales del siglo xix, los tópicos sobre el personaje de Fernando Álvarez de Toledo quedarían reafirmados, gracias a un medio de difusión popular como es la novela juvenil, en las culturas en las que la

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«leyenda negra» ha tenido su origen. En ambos casos, existen factores contextuales —la Guerra de Cuba para el mundo anglosajón; el nacionalismo, en el caso holandés— que conectan el pasado ficcionalizado con el presente. Así ambos libros han contribuido a mantener el mito histórico sobre el duque de Alba. Obras citadas Behiels, Lieve (1992): «El duque de Alba en la conciencia colectiva de los flamencos». Foro hispánico, 3 (Contactos entre los Países Bajos y el mundo ibérico), pp. 31-43. — (2009): «El cómic belga y la perpetuación de la leyenda negra». Encuentros de ayer y reencuentros de hoy. Flandes, Países Bajos y el Mundo Hispánico en los siglos xvi-xvii. Patrick Collard, Miguel Norbert Ubarri y Yolanda Rodríguez Pérez (eds.). Gent: Academia Press, pp. 141-161. Beller, Manfred y Joep Leerssen (2007): Imagology. The Cultural Construction and Literary Representation of National Characters. Amsterdam/New York: Rodopi. Bertrand, H. [Louise Zaal] (1916): Een strijd om de schatten van Alva of De watergeuzen in 1572. Naar het Engelsch. Amsterdam: Becht. Calvo Serraller, Francisco (1995): La imagen romántica de España. Arte y arquitectura del siglo xix. Madrid: Alianza. Dunthorne, Hugh (2007): «Dramatizing the Dutch Revolt». Public Opinions and Changing Identities in the Early Modern Netherlands. Essays in Honour of Alistair Duke. Leiden: Brill, pp. 13-31. Greer, Margaret R., Walter D. Mignolo y Maureen Quilligan (eds.) (2007): Rereading the Black Legend. The Discourses of Religious and Racial Difference in the Renaissance Empires. Chicago: University of Chicago Press. Griffin, Eric J. (2009): English Renaissance Drama and the Specter of Spain. Ethnopoetics and Empire. Philadelphia: University of Pennsylvania Press. Gunter, Archibald Clavering (1895): The First of the English. London: Routledge. Haycraft, Howard y Stanley J. Kunitz (1960): American Authors, 1600-1900: a Biographical Dictionary of American Literature. New York: H. W. Wilson. Hillgarth, J. N. (2000): The Mirror of Spain, 1500-1700. The Formation of a Myth. Ann Arbor: The University of Michigan Press. Ingalls, John J. (ed.) (1898): America’s War for Humanity Related in Story and Picture Embracing a Complete History of Cuba’s Struggle for Liberty. Glorious Heroism of America’s Soldiers and Sailors. New York: N. D. Thompson Publishing Company.

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EL CONDE DE VILLAMEDIANA Isabel Román Román Universidad de Extremadura

La noche del 21 de agosto de 1622, tras un día completo de lujosas fiestas cortesanas en el Palacio del Buen Retiro de Madrid, un embozado mataba con una daga o ballesta —según las versiones— dirigida certeramente al corazón, a don Juan de Tassis, conde de Villamediana, que había participado lucidamente en estas fiestas. En su momento, el caso de este asesinato, ejecutado tal vez por orden de Felipe IV o del conde duque de Olivares, fue un gran escándalo del que se hicieron eco decenas de poemas y letrillas de Lope, Góngora, Quevedo, Antonio de Mendoza, Juan Ruiz de Alarcón, Antonio Mira de Amescua, etcétera. En el siglo xix, famosos epigramas y epitafios poéticos sobre esta muerte se reproducen asiduamente, y hasta la iconografía se encarga de recordar la historia: es el caso del gran óleo de Manuel Castellano «La muerte de Villamediana», pintado en 1868, que fue premiado en la Exposición Nacional de 1871 y adquirido por el Estado pocos días antes de proclamarse la Primera República. La crítica actual, a su vez, ha llamado la atención sobre el carácter pictórico de escenas de dramas románticos en los que el conde adquiere un gran protagonismo, según recordaremos más adelante. Es el caso de la obra de Patricio de la Escosura, La Corte del Buen Retiro, con la efectista iluminación que representa la entrada del agitado rey Felipe IV, precedido de pajes con hachas encendidas y un destacamento de la guardia alemana, junto a una comitiva con el conde duque de

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Olivares, su sobrino, Don Luis de Haro y diversos nobles, ante los cuales, Villamediana y su amigo incondicional, el conde de Orgaz, se descubren y saludan (Catalán Marín 2003: 153). Como bien ha apreciado Ribao, la inspiración de la pintura de Velázquez se hace evidente en la obra, que tan gran tributo presta a la pintura (Ribao 1999: 140). A ello podemos añadir que, según recientes interpretaciones de la pintura histórica en el siglo xix (Pérez Vejo 2015: 12-16), géneros como la novela, el drama y la pintura históricos tuvieron una importante función en la construcción de los mitos fundacionales de la nación en el siglo xix. Si retrocedemos varias décadas desde la fecha del citado cuadro de 1871, como es nuestra intención aquí, encontraremos algunos hitos de la presencia de Villamediana como protagonista literario en la poesía y el drama históricos, que nos permitirán indagar en las razones de la predilección por su figura, junto a la de Quevedo. Su abundante presencia en las novelas quedará fuera del corpus elegido en esta ocasión. No ignoramos, sin embargo, el interés indudable de novelas históricas como El cetro y el puñal, de 1851, donde Ceferino Suárez Bravo convierte en ficción los últimos días de la vida del conde de Villamediana como enamorado, correspondido, de la reina Isabel. Por su parte, el muy leído y prolífico Manuel Fernández y González, también hubo de contribuir a la difusión de las leyendas sobre Villamediana con su novela de 1867, El Conde-Duque de Olivares (Memorias del tiempo de Felipe IV), centrada en un año emblemático del reinado de Felipe IV como fue 1622 y, sobre todo, con la continuación de esta novela, El Conde de Villamediana. Evocada desde el día de su asesinato, la historia de Villamediana y su conversión en mito romántico exhibe dos facetas desiguales: de una parte, las tradiciones más reescritas y consolidadas lo reivindican como hombre libérrimo y franco, crítico contra los vicios de su tiempo, víctima de las insidias, de la envidia de los cortesanos y de la arbitrariedad del rey y el conde duque (Rincón Martínez 1987: 123-130). De otra, un número menor de versiones lo presentan como ejemplo negativo de donjuán casi diabólico y de satírico difamador. En efecto, la historia del conde puede plantearse, también, con valor moralizante sobre su doble caracterización como donjuán y como escritor que, supuestamente, arrollaba vidas y famas con sus sátiras y libelos. Es posible que, en especial desde la reedición en 1852 de los Grandes anales de quince días de Quevedo (incluidos en las sedicentes Obras completas de este autor editadas por la Biblioteca de Autores Españoles, BAE),

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donde el escritor recreaba sarcásticamente y muy lejos de la compasión el reciente asesinato del conde, recrudeciese la visión de la trágica muerte de Villamediana como consecuencia previsible de su vida licenciosa, su maledicencia y la gran cantidad de enemigos que iba cosechando (Pedraza 1987: 43-45). La aparición de Villamediana como personaje histórico ficcionalizado en el Romanticismo conlleva la evocación de un tiempo reducido, a veces concentrado en el día de su muerte, o todo lo más, un mes del reinado de Felipe IV en 1622. Se trata de recrear su último verano, el de 1622, en la corte madrileña en la que tanta relevancia tuvo el atrevido aristócrata y poeta Villamediana. En el espacio preferente del Palacio del Buen Retiro madrileño, deben aparecer el rey, la reina Isabel de Borbón, el conde duque de Olivares, los escritores y pintores del reinado (Velázquez, singularmente), y las relaciones de estos con el poder real absoluto. Hemos de subrayar la enorme importancia de los escritores, Góngora, Lope, Calderón, Moreto, pero sobre todo, la de Quevedo, de gran protagonismo en las obras. De igual forma, concurren siempre en estas recreaciones literarias del siglo xix aristócratas como don Luis de Haro y el conde de Orgaz (fieles amigos de Villamediana), el bufón del rey, así como eventuales personajes populares que dan color local. La necesidad de crear un prototipo o maqueta del reinado de Felipe IV mediante la selección de escenas históricas y anécdotas privadas muy diversas, conduce a un uso libérrimo de las fechas históricas. Por ejemplo, Felipe IV solo tenía diecisiete años en el verano de 1622, en el cual se concentran las tramas; y pese a ello, aparece preocupado por el sitio de Breda que tuvo lugar en 1625, o como un maduro y consumado seductor de damas. Sin embargo, las reseñas de prensa que hemos consultado, comprendidas entre 1837 y 1870 aproximadamente, nos permiten constatar que el público —espectador y lector— no dudaba de la veracidad del marco histórico que transmitían las obras históricas del siglo xix, y recibía como documentación fiable los episodios del reinado de Felipe IV aparecidos en decenas de obras. Por poner un ejemplo, en «Álbum de La Iberia. Revista de teatros» (1858: 155), se elogiaba la ingente información de la vida de la época que contenía el drama Vida por honra, recién estrenado por Hartzenbusch. Para el reseñador, se trataba de un «verdadero estudio de época», que en poco tiempo enseñaba «más que largos meses de estudio y meditación».

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La función de la reina Isabel es central, no solo en su papel de objeto del amor apasionado de Villamediana, a veces correspondido por ella, según se caracteriza en varias obras, sino también en su función política como aglutinante de las conjuras contra el despotismo y arbitrariedad del conde duque de Olivares, que actúa como su antagonista. Isabel es caracterizada como persona inteligente y cercana, capaz de escuchar a quienes en la corte denunciaban la decadencia del imperio y la debilidad de su esposo Felipe IV. Un punto esencial de nuestro recorrido lo constituye el romance histórico de Rivas titulado «El Conde de Villamediana», que había aparecido ya publicado en 1834, acompañando junto con otras obras la edición de El moro expósito (García Castañeda 2006: 4-6). La tercera de las cuatro partes del romance se abre con un duro comentario sobre la corrupción de la monarquía en aquellas fechas del verano de 1622 en el que ocurre el asesinato de Villamediana. Posteriormente, un irónico excurso autoral interrumpe la detallada descripción de ambientes de la esplendorosa fiesta nocturna que transcurre en el Palacio del Buen Retiro, para subrayar que solo los poetas presentes en la fiesta merecen ser recordados, por encima de los aristócratas de nobleza heredada que ya nadie conoce. Como apunta Ramos Corrada (2000: 416), el romance de Rivas es uno de los testimonios de cómo el siglo xix refleja la quiebra del mundo heroico, que se había iniciado ya en la segunda mitad del siglo xvi. Para Rivas, los artistas asistentes al sarao son los únicos merecedores de la fama póstuma, y así, el narrador del romance señala la presencia de Lope, ya anciano, charlando con un chistoso Quevedo, quien, a su vez, es receptor de los dichos maliciosos de Góngora. Paravicino, un jovencísimo Villegas y, por supuesto, Villamediana, que ha danzado con la reina, forman parte también del grupo de artistas presentes en la fiesta. De nuevo, conocemos la confianza de los lectores en el marco histórico que refleja este romance, como indicaba una reseña del momento («Publicaciones Nuevas. Romances históricos del señor Duque de Rivas» 1841: 31-37) al subrayar cómo, en él, «se conservan las tradiciones históricas en este asunto sabidas», y resaltar, igualmente, «lo incisivo y sarcástico de algunos de los pensamientos en este romance» que, junto con los demás, circulaba con extraordinario éxito por España. En 1837, Patricio de la Escosura, en La Corte del Buen Retiro, reúne en dos de sus actos a los cuatro grandes poetas: Góngora, Villamediana, Quevedo y Calderón. En una ocasión, comparecen ante el rey, quien

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organiza una pequeña reunión de academia, en la que Villamediana lee el soneto titulado «Amor imposible: habla el amante», que en acróstico compone con sus iniciales el nombre Isabel de Borbón. El soneto y un supuesto cuadro de Velázquez representando a Diana y Acteón, cuyos modelos habrían sido la reina y el conde, se convierten en elementos centrales del drama, como pruebas de cargo de la pasión de Villamediana por la reina, que alientan las sospechas y los celos del rey. A menudo, se recrean escenas de justas poéticas privadas en la corte, que son impulsadas por el rey y la reina. Ello permite incluir y difundir poemas completos de estos autores, insertos en la parte metaliteraria de las tramas, que contiene, también, conversaciones sobre literatura, comentarios sobre la difusión de distintos versos, competición amistosa entre autores para ganar el galardón de las improvisadas academias, etcétera. El estreno en 1837 de La Corte del Buen Retiro, drama histórico en verso en cinco actos, puso ya ante el público a un Villamediana héroe de drama romántico, pasional, pidiendo morir de amor. Temerario y dispuesto a la pendencia, el nuevo héroe romántico llega a trepar hasta la habitación de la reina para sofocar el fuego del incendio que se ha iniciado en palacio. No está de más recordar que la obra de García Gutiérrez El trovador, que con tan ruidoso éxito se estrenó en el mismo lugar que la obra de Escosura, el Teatro del Príncipe, solo nueve meses antes (el 1 de marzo de 1836), comparte aspectos como la convicción en el destino fatal, el amor imposible, o el recurso del plazo para que se cumplan amenazas terribles. Para Germán de Patricio (2014: 350), Escosura fue el primero en recoger literariamente el rumor del adulterio de la reina con Villamediana, si bien fue el drama de Eulogio Sanz, Don Francisco de Quevedo de 1848 el que lo desarrolló, tomando como base Los tres mosqueteros de Dumas, y proponiendo un paralelismo entre Villamediana y el conde de Buckingham. En 1844, Escosura volvió a sus fuentes de inspiración en Segunda parte de La Corte del Buen Retiro, o también los muertos se vengan, imaginando cuáles fueron las consecuencias del asesinato de Villamediana, un año después, en quienes estuvieron cerca de él: el rey, la reina, el conde duque, sus amigos escritores y aristócratas. En esta Segunda parte..., el eje temático lo constituyen las conspiraciones para eliminar el poder del malvado conde duque, a quien, de forma hamletiana, se le aparece el fantasma de don Juan de Tassis, aterrorizándolo y llevándolo casi a la locura. En la corte las damas y algunos aristócratas

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que fueron amigos de Villamediana, conspiran un año después de su muerte para eliminar la influencia del valido sobre el rey. Tal como en la obra los aristócratas reverencian a la reina y se revuelven contra el tirano, Escosura tomó partido respecto a la joven reina Isabel y su madre, la reina Cristina. Conocemos que Escosura, en su calidad de presidente del Liceo organizó en 1844 una «función en obsequio de S. M. doña María Cristina de Borbón» que acababa de volver de su exilio de 1840 al que se vio obligada tras ceder la regencia a Baldomero Espartero («Gacetilla de la capital. Premios del Liceo para el gran concurso» 4). En la obra de Escosura de 1844, resulta crucial la función política benefactora de la reina Isabel, esposa de Felipe IV. Además de estar informada de las conspiraciones, en el acto V y último la reina se rebela y avisa al rey del descontento del pueblo y del desastroso gobierno y decaimiento de Castilla. En el clímax de esta escena, mediante amplios y elocuentes parlamentos, Isabel se sincera ante su esposo, se expresa con libertad por vez primera tras haber guardado oculto su «fiero dolor, implacable, irresistible» por la muerte de Villamediana, y lo único que pide al rey es que gobierne sin valido, puesto que está perdiendo todo su antiguo imperio. El rey expulsa al malvado conde duque, y promete a la reina ocuparse de su pueblo y rescatar su corona, con lo que los buenos consejos de la reina acaban por imponerse. También destaca en este drama la amarga crítica social expresada por Quevedo contra los nobles y, en particular, contra el conde duque, así como su desengaño de las intrigas y mentiras de la vida cortesana. El acto III, «Fatídico aniversario», transcurre en una fiesta nocturna palaciega en la noche de San Juan, en la que las identidades de todos quedan ocultas tras máscaras y caretas. El conde de Haro, tras quitarse la máscara, inicia un monólogo de dura crítica social muy romántica, en la línea de ciertos artículos de Larra, contra los «miserables arlequines», aristócratas que bailan disfrazados en esa fiesta. En fechas cercanas a este drama, el Semanario pintoresco español publica «Recuerdos históricos. Dos poetas», relato dado en dos entregas, en el cual, unos ficcionalizados Calderón y Francisco de Rojas recuerdan las circunstancias de la muerte de su amigo Villamediana (Sierra 1846: I-II, 316-319 y III-IV, 396-399). Dos años después, en 1848, Eulogio Florentino Sanz estrenó con gran éxito el drama Don Francisco de Quevedo, en el cual, aun no siendo Villamediana el protagonista, comparte con su amigo Quevedo —enfrentado

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moralmente a la corrupción política de Olivares— amores imposibles con sendas damas, noble y reina, de las que un abismo social los separa, al modo romántico de El Trovador de García Gutiérrez. La amistad de Quevedo y Villamediana, no obstante, se pone en cuestión actualmente, y ciertos críticos insisten en la animadversión que se dio entre ambos, sobre todo desde 1621 y hasta la propia muerte del conde, debida —entre otras razones— a las referencias satíricas que Villamediana realizó en sus poemas contra el duque de Osuna, mecenas y amigo de Quevedo (Pedraza 2008: 187-188). Pero nos habíamos referido anteriormente a una segunda línea de interpretación moralizante de la caída y muerte de Villamediana. De esta segunda y minoritaria tendencia de descrédito del conde, es buen ejemplo el relato de 1864 «Quien mal anda mal acaba. Cuento del siglo xvii», dedicado a un circuito femenino de las «amables lectoras», a las que el narrador apela en el interior del cuento. Este presenta a Tassis no solo como autor de «sangrientas sátiras» contra distinguidos cortesanos, a su vuelta de su exilio italiano con la amnistía con la que Felipe IV inició su reinado, sino sobre todo en su faceta de peligroso donjuán: en este caso, raptor de una joven que está a punto de casarse, y a la que narcotiza para abusar de ella. La publicación en que aparece (1864: 7-9), que figuraba como «dedicada a S. M. la reina Doña Isabel», estaba dirigida y era propiedad de doña Faustina Sáez del Melgar. No extraña entonces que el relato exculpe a la antepasada de la reina, la primera Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV, de cualquier sospecha de relación con Villamediana, reivindicación que hizo también Hartzenbusch en su drama Vida por honra, en 1858. En efecto, será la obra de Hartzenbusch la que se emplee a fondo en impugnar la leyenda del amor correspondido ilegítimamente por la reina Isabel, para lo cual el erudito afirmó basarse en una investigación documental. Hartzenbusch había leído en noviembre de 1847 en la Real Academia Española su Discurso de recepción al académico don Francisco Cutanda, titulado «Curiosas noticias acerca de la vida y muerte del conde de Villa-mediana (sic)» (Hartzenbusch 1861: 41-87). Cutanda había tratado en su discurso del género del epigrama, lo que dio pie a Hartzenbusch para comenzar recordando los epigramas a la muerte del conde, y los escritos por el mismo conde. Hartzenbusch se vale de abundantes citas de Quevedo (entre las más relevantes para su intento, una extraída de Grandes anales de quince días), además de otros textos de autores coetáneos, que tuvieron amplia transmisión hasta ser recogidos en la

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biografía del conde compuesta por E. Cotarelo (1886), quien incluyó una amplia recopilación tanto de las poesías como de los epitafios a la muerte de Villamediana compuestos en Madrid. El discurso de Hartzenbusch afirmaba valerse de documentos del siglo xvii y de sus propios comentarios de poemas del conde, así como de otros coetáneos, para rechazar la creencia de que la amada Francelisa de los poemas de Villamediana fue la reina Isabel de Borbón, y negar que la reina hubiese correspondido a los requerimientos amorosos del conde. Algunos estudiosos recibieron muy elogiosamente la reivindicación de la reina realizada por Hartzenbusch, y José Joaquín de Mora (Hartzenbusch 1861: 8) llegó a ensalzar las «laboriosas investigaciones» emprendidas por el erudito, y el haber dado solemnidad académica a la exposición de sus últimas investigaciones sobre una figura tan interesante como la de Villamediana. Hartzenbusch trató de justificar por todos los medios que la relación de Villamediana fue con una dama portuguesa, por lo que la causa de su muerte no habrían sido los celos del rey, sino tal vez una venganza por los muchos libelos y textos satíricos con que el conde había difamado a importantes personajes. Hartzenbusch decidió traspasar a la ficción las ideas defendidas en este discurso y once años después, en 1858, dio a la escena Vida por honra, obra teatral en prosa que explica la muerte de Villamediana como la historia de la venganza de dos hombres contra un malvado donjuán y maldiciente conde. El objeto de la obsesión amorosa del conde de Villamediana no es aquí la reina, sino una joven y honrada costurera, prometida de un joven copista, llamada «Paula Reina»; lo que sirve al autor para justificar textos que inequívocamente apuntaban a la reina como destinataria de los amores de Villamediana, como el caso del famoso verso «son mis amores reales», que jugaba con la dilogía del nombre de la moneda y del adjetivo que correspondería a la alta destinataria del amor de Villamediana, la propia reina. Según la invención de Hartzenbusch, el nombre poético de «Francelisa» que aparece en varios poemas de Villamediana no se explica ya como variante del nombre de la reina Isabel, sino como deformación de «la Francesilla», supuesto epíteto que a la joven Paula pusieron en Madrid. En el desenlace, se intuye que el asesino ha ejecutado una alta orden del rey en defensa de la joven Paula, que había pedido audiencia para narrar su caso. Según reseña de Vicente Barrantes en El Mundo Pintoresco (1858: 225-226), pese a que el drama exculpaba a la reina y

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rehabilitaba su imagen respecto a los legendarios amores adulterinos con el conde, a los espectadores no les gustó que Hartzenbusch rompiese por completo la tradición que idealizaba la muerte de Villamediana, ni que se cargaran las tintas sobre la maldad del poeta. Esto prueba cómo se habían consolidado la leyenda y episodios de la vida y muerte de Villamediana, repetidos una y otra vez desde la versión que Rivas dio en 1837 en su romance histórico inspirado por el conde. El propio Barrantes, en sus Baladas españolas (primera edición en 1852 y segunda en 1855), había tratado los amores de Villamediana en «El Ciprés del Buen Retiro», suponiendo que la reina Isabel correspondió al amor del conde y lloró su muerte. La voz que se expresa en la balada es la del ciprés del Buen Retiro, que ha sido testigo de hechos históricos y quiere contar la historia de la muerte de Villamediana y las lágrimas que ocasionó a la reina el asesinato ordenado por el celoso rey al conocer la pasión del conde. De nuevo, el ámbito del Palacio y Jardines del Buen Retiro es protagonista de otra balada, la de Luis de Eguílaz titulada «La perla del Buen Retiro», que aparece recogida por Pedro Antonio de Alarcón en la antología Mañanas de abril y mayo (1856: 24-25). En este poema la protagonista es la reina Isabel, quien muestra su tristeza, ya que ama a su esposo, Felipe IV, sin ser correspondida. La balada se centra en la enemistad entre la reina Isabel y el conde duque de Olivares, al que se culpa del distanciamiento entre los reyes. Antonio Hurtado dedica en 1870 un romance al poeta, titulado «Muerte de Villamediana» en su Madrid dramático (1942: 271-286). Un testigo cuenta la recién acaecida muerte de Villamediana e informa de que el asesino es Alonso Mateo, un ballestero del rey. Tras la narración, añade los versos de epitafio de Mira de Amescua, Góngora, Lope, Vélez de Guevara y el conde de Saldaña. El romance tiene la forma de carta de un testigo, Adán de la Parra, dirigida «a don Francisco de Quevedo» y va precedido de una cita de Quevedo de Grandes anales de quince días: «La justicia hizo diligencias para averiguar lo que otro hizo a falta suya, dando lugar a que fuese exceso lo que pudo ser sentencia». El testigo conoce que el homicida del conde ha sido el ballestero del rey y manda este relato como «prueba» para acusar al rey de haber ordenado el asesinato. El romance repite fórmulas propias de las leyendas como «Dícese que...», «Cuentan que...», y así incorpora los rumores de que Villamediana quemó el Teatro del Buen Retiro, donde estaba su amada, la reina. A las alturas de 1870, Hurtado incorpora los

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rasgos que una vertiente de la tradición había ido acumulando sobre Villamediana: héroe romántico, altivo, maledicente, de carácter pendenciero, gallardo en su vestimenta, diestro en el rejoneo, generoso; atrevido y ufano, como Ícaro tras haber sido nombrado correo mayor del rey, y de caída súbita por la muerte imprevista a los cuarenta años. Los dramas románticos a los que nos hemos referido más arriba reproducen poemas del conde, adaptando su lectura o su supuesta creación de repente, a ciertas escenas. Tanto esta forma de transmisión de poemas en el teatro, como la reproducción de poemas amorosos y en su mayor parte satíricos en la prensa (que, a menudo, los da como «inéditos»), debieron de operar su efecto en el mantenimiento de la leyenda sobre un escritor percibido como una especie de francotirador contra las convenciones y los vicios de su tiempo; es decir, contra prelados, ministros, cortesanos, etcétera. De hecho, nos encontramos con una serie de poemas repetidos una y otra vez en la prensa del siglo xix, del tipo del «Memorial dispuesto en romance al rey N. S. Felipe IV» («Poesías del Conde de Villamediana» 7), donde el poeta recorre burlescamente ante el rey hasta veinte apellidos ilustres de nobles, caracterizados en conjunto grotescamente: Veinte borregos lanudos tiene vuestra majestad que trasquilar para mayo, bien tiene que trasquilar.

O la famosísima «Redondilla al alguacil de la corte, Vergel»: ¡Qué galán que entró Vergel con cintillo de diamantes, diamantes que fueron antes de amantes de su mujer!

O el igualmente celebérrimo epigrama que escribió contra los aristócratas que frecuentaban el Paseo del Prado, a su regreso del exilio napolitano: Llego a Madrid y no conozco el Prado y no lo desconozco por olvido, sino porque me consta que es pisado por muchos que debiera ser pacido.

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No es preciso que los textos de prensa se centren en Villamediana para reproducir una selección de sus poemas satíricos, sino que estos se incluyen al hilo de evocaciones de personajes, lugares y hechos de la corte de los primeros años del reinado de Felipe IV: por ejemplo, la serie «Variedades. Estudios históricos. Don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares» (1853: 3-4), incorpora en una de sus partes, varios poemas completos de Villamediana para ilustrar su concepto del amor, pero sobre todo, su actitud ante la política y las sátiras escritas por él contra prelados y ministros de Felipe III y Felipe IV. Como es habitual, el autor de estos supuestos «Estudios históricos», asegura dar poemas inéditos. Trasladados en esta ocasión, «de un códice manuscrito de la Biblioteca del Colegio Mayor de Santa Cruz de Valladolid». Por poner solo algunos ejemplos más de entre los muchos recogidos, el artículo titulado «Los poetas de antaño. Costumbres del siglo xvii» (1867: 217) evoca a Villamediana entre el número de «los satíricos escritores», y atribuye su muerte a «sus desdichados amores, unidos a su lengua procaz». Reproduce asimismo unos versos omnipresentes en este tipo de artículos de costumbres históricas del siglo xvii: la canción. Que supuestamente, dedicó el vulgo de forma inmediata a la muerte del conde y el malicioso epigrama dedicado al alguacil Vergel: A Juanillo le han dado con un estoque; quién le manda a Juanillo salir de noche.

Varios artículos de Mesonero Romanos en Semanario Pintoresco Español sobre el urbanismo de Madrid indefectiblemente evocaban la muerte de Villamediana al hablar de la Plaza Mayor y la Calle Mayor, lo que daba pie a incluir, y seguir difundiendo así, algunos de sus poemas satíricos o referidos a su muerte. Llamativa resulta también la frecuencia con que se reproducen poemas como «Al Rey nuestro Señor comenzando a reinar. Glosa del Ave María», donde el conde daba consejos al rey sobre cómo gobernar, o el soneto «Al mal gobierno» («Poesías políticas inéditas del conde de Villamediana» 1850: 307-309), lo que perfila aún más la posibilidad de un «uso», por así decir, contemporáneo de las palabras del atrevido satírico. Anécdotas y leyendas apócrifas sobre escritores y artistas en general de un reinado de decadencia, como fue el de Felipe IV, llegaron a

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sustituir a la verdad histórica frente a un público que desde el Romanticismo se inclinaba a asumir con familiaridad una vertiente novelesca de las vidas y creaciones literarias de los más famosos autores. Los poemas amorosos y satíricos de Villamediana, en breve antología repetida hasta la saciedad por la prensa durante el siglo xix, fueron reconocidos por los lectores como integrantes de la biografía misteriosa de un conde rebelde, de un romántico antes de tiempo que mezclaba vida y literatura, que se comunicaba mediante sus poemas, sirviéndose de estos tanto para el mensaje amoroso como para el satírico, lo que le habría valido su temprano asesinato. Como bien sabemos, el atractivo personaje siguió despertando interés tanto en biografías como en ficciones del siglo xx (Rodríguez Martín 1987: 162-163), pero ese marco temporal excede el que nos convoca en este volumen. Obras citadas AlarcÓn, Pedro Antonio de (1856): Mañanas de abril y mayo. Madrid: Imprenta de la Discusión. Catalán Marín, Soledad (2003): La escenografía de los dramas románticos españoles (1834-1850). Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. Cotarelo y Mori, Emilio (1886): El Conde de Villamediana. Estudio biográficocrítico, con varias poesías inéditas. Madrid: Sucesores de Rivadeneyra. García CastaÑeda, Salvador (2006): «Los romances históricos del Duque de Rivas». Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Hartzenbusch, J. E. (1861): «Discurso de Don Juan Eugenio Hartzenbusch en contestación al precedente». Discursos leídos ante la Real Academia Española en la recepción pública de Don Francisco Cutanda. Madrid: Imprenta y Estenotipia de M. Rivadeneyra. Hurtado, Antonio (1942): «Muerte de Villamediana». Madrid dramático. Madrid: Editorial Saeta. Patricio, Germán de (2014): «Nuevos apuntes para la recepción diacrónica de Quevedo». La Perinola, 18, pp. 321-350. Pedraza, Felipe (1987): «Ecos literarios de la fiesta real de 1622 en Aranjuez». Aranjuez y los libros. Aranjuez: Ayuntamiento de Aranjuez, pp. 43-61. — (2008): «Quevedo y Villamediana: afinidades y antipatías». La Perinola, 12, pp. 175-199. Pérez Vejo, Tomás (2015): España imaginada. Historia de la invención de una nación. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

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LA PERRICHOLI Hartmut Nonnenmacher Universität Freiburg

Cuando Luz Angélica Campana de Watts presentó en 1969 su tesis sobre «la Perricholi», dirigida nada menos que por Ramón José Sender (Campana de Watts 1969: 3), en la University of Southern California, no dudó en calificar a este personaje histórico del siglo xviii como «mito nacional peruano». Efectivamente, la cantidad de textos escritos sobre la Perricholi que Campana de Watts cita en su tesis —entre ellos, la novela The Bridge of San Luis (1927), de Thornton Wilder (1969: 76-78); una «novela radiofónica» peruana de María José Alvarado Rivera, emitida en los años 1930 (1969: 99 y 114-125); una «biografía novelesca» (1969: 80), de Luis Alberto Sánchez, publicada por primera vez en 1936 en Lima (Estrada 2011: 55); y una comedia musical española de Juan Ignacio Luca de Tena, estrenada en los años 60 (Campana de Watts 1969: 109)— confirma la dimensión mítica que había alcanzado el discurso sobre la Perricholi ya en aquel entonces. Entretanto, han surgido más obras de ficción que alargan la lista, por ejemplo, una nueva adaptación fílmica de la novela de Wilder dirigida por Mary McGuckian y estrenada en 2004 (Estrada 2011: 59); una «nueva novela histórica» titulada La rosa del virreinato y publicada por la autora peruana Jeamel María Flores Haboud en 2007 (2011: 60-65); así como la telenovela La Perricholi de Michel Gómez, estrenada por la televisión peruana en 2011 (Pagès 2011: 59-60)1. 1  Pagès cita además versiones narrativas del mito de la Perricholi en la obra de Anderson Imbert, Bryce Echenique y Eduardo Galeano (Pagès 2011: 117-121) y

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Lo que nos interesa aquí es la formación del mito de la Perricholi en el siglo xix. Hay dos textos fundadores centrales: por un lado, la obra de teatro Le carrosse du Saint-Sacrement, que publicó el romántico francés Prosper Mérimée en 1829 y que «dio al mito de la Perricholi una consagración internacional» (Campana de Watts 1969: 11). Y, por otro, la narración «Genialidades de la Perricholi» recogida en 1872 (Kristal 2004: 103) en la cuarta serie de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma2. Pero, como veremos, no escasean los textos menos conocidos en los que se alude al personaje de la Perricholi. Vamos a pasar revista, primero, a las diferentes etapas de la formación del mito a lo largo del siglo xix para luego profundizar en algunos de sus aspectos más significativos. El primer testimonio escrito de la relación escandalosa entre la actriz Micaela Villegas, apodada la Perricholi, y el trigesimo primer virrey del Perú, don Manuel de Amat y Junient (Kristal 2004: 101) lo constituye un diálogo satírico publicado en la Lima virreinal de 17763. Como «se declaró, por decreto de 3 de marzo de 1777, prohibida la circulación y lectura» (Palma 1994: 389) de este «injurioso opúsculo» (1994: 389) —titulado El drama de dos Palanganas en la edición de Lohmann Villena de 1976—, resulta poco probable que esta sátira volviese a salir de la Biblioteca de Lima y ulterior Biblioteca Nacional del Perú —en la cual, su bibliotecario Ricardo Palma confirma la presencia de un ejemplar del «opúsculo» en 1872 (1994: 389)— hasta que vieron la luz las dos ediciones que se hicieron de ella en el siglo xx4. Por lo tanto, es muy poco probable que Mérimée, el cual nunca pisó tierras americanas y no emprendió su primer viaje a España hasta un año después de publicar Le carrosse du Saint-Sacrement, haya tenido conocimiento del enumera detalladamente las versiones fílmicas (2011: 124-125), entre ellas, por ejemplo, Le carrosse d’or de Jean Renoir (1953). 2  Las otras dos «Tradiciones» en las que Palma menciona a la Perricholi —«¡Pues bonita soy yo, la Castellanos!» y «Rudamente, pulidamente, mañosamente. Crónica de la época del virrey Amat»— no añaden nada esencial al tema en comparación con «Genialidades de la Perricholi» (Pagès 2011: 100-102). 3  Es imposible fechar exactamente la creación del romance anónimo Lamentos y suspiros de La Perricholi por la ausencia de su amante el señor Don Manuel de Amat a los reinos de España que Palma integrará en «Genialidades de La Perricholi» (Palma 1994: 397-399), aunque parezca plausible que «fue escrito poco tiempo después de la destitución de Amat» (Pagès 2011: 76), es decir en 1776. 4  La primera en 1938 por Luis Alberto Sánchez en Santiago de Chile (Campana de Watts 1969: 19) y la segunda en 1976 por Guillermo Lohmann Villena en Estados Unidos.

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Drama de dos palanganas. En cambio, el joven romántico francés parece haberse inspirado y documentado para su saynète sobre «la Périchole» en algunos de los numerosos relatos de viajeros europeos sobre Lima que se publicaron en los años 1820 (Buisson 1999: 99-105), en particular, en los de Basil Hall y William Bennett Stevenson5. Hall es el primero en relatar, en 1824, in extenso, la anécdota de la carroza (Hall 1824: 236-239)6, a la que la saynète de Mérimée debe su título: la Perricholi habría conseguido, mediante su fuerza de seducción, que el virrey le regalara una carroza reservada para su uso propio y, después de causar escándalo por su paseo en la carroza virreinal, la actriz habría donado esta, en un acto de contrición, a la Iglesia, para que los curas llevasen en ella el santo sacramento a los moribundos. Stevenson parece ser el primero en referir por escrito, en 1825 (aunque omitiendo pudorosamente algunas letras), otro elemento que va a ser recurrente en la filiación ulterior del mito; a saber, el supuesto origen insultante del sobrenombre «Perricholi». Cuenta, sin indicar fuentes, que este nombre «was given to the lady by her husband, an Italian, who wishing to call her a perra chola, indian b___h, gave an Italian termination to the words, and a name to his wife, by which she was afterwards known in Lima» (Stevenson 1825: 230). Curiosamente, ni la anécdota de la carroza ni la del origen del sobrenombre se encuentran en El drama de dos palanganas, publicado casi medio siglo antes de los relatos de viaje de Hall y Stevenson. La breve obra de teatro Le carrosse du Saint-Sacrement fue publicada por primera vez en la Revue de Paris, en 1829 (Mallion y Salomon, «Approche» 1978: LXXX), y recogida en 1830 en la segunda edición de Théâtre de Clara Gazul, una antología de piezas atribuidas a la autora y actriz española ficticia Clara Gazul, pero escritas, en realidad, por el propio Mérimée7. La obra no se estrenó hasta 1850 (Mallion y Salomon, 5  Los libros de ambos autores fueron traducidos casi inmediatamente al francés (Hainsworth 1972: 141-142). 6  «El episodio de la carroza [...] no aparece en ninguno de los documentos contemporáneos. [...]. Los primeros en consignar el regalo de la carroza son los viajeros Hall y Lafond» (Campana de Watts 1969: 66-67). Sin embargo, el romance anónimo citado por Palma y que probablemente sí es un «documento contemporáneo» alude con cuatro versos a la carroza: «Mi carroza luciente / que fue su obsequio, / sirva al dolor de tumba, / de mausoleo» (Palma 1994: 398). 7  Véase en cuanto a las diferencias entre las tres ediciones de Théâtre de Clara Gazul publicadas en 1825, 1830 y 1842 (Mallion y Salomon, «Notices» 1978: 1137).

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«Notices» 1978: 1205), pero tendría bastante éxito en el siglo xx, siendo acogida, incluso, en el repertorio de la Comédie-Française (1978: 1206). Se divide en diferentes diálogos entre el virrey, que aquí se llama Andrés de Ribera, y otros personajes: primero, el virrey se entera, interrogando a su secretario Martínez, de los rumores que le atribuyen a su amante, que aquí se llama Camila Périchole, sendos amoríos con el capitán Hernán Aguirre y el matador cholo Ramón. Después de insultar y desterrar a Martínez, el virrey celoso enfrenta a la Périchole, que le responde con aplomo imperturbable, encontrando excusas para todas las acusaciones. Aunque estas no le parezcan del todo convincentes al lector de la obra, el virrey le perdona todo a la actriz, de la que se muestra perdidamente enamorado y acaba por regalarle, para hacerse disculpar su ataque de celos, la carroza que le venía pidiendo desde el principio de la conversación. En la siguiente escena, un representante de la aristocracia limeña —«le licencié Tomás de Esquivel»— viene a quejarse ante el virrey por el escándalo causado en la ciudad, debido a la aparición de la actriz en la carroza. Finalmente, surge, cual deus ex machina, el obispo acompañado por la Périchole para relatarle al virrey la donación de la carroza a la Iglesia, tras lo cual se produce una apoteosis final que equivale a un triunfo total de la actriz; puesto que no solo ha realizado su capricho burlándose de la aristocracia, sino que, además, consigue protegerse contra posibles represalias por parte de esta, al ganarse el favor del obispo con la donación. El rasgo estilístico más llamativo de los diálogos es su ambigüedad irónica: el virrey finge amabilidad con su secretario para sonsacarle los rumores sobre la Périchole. Este finge no darles crédito mientras los está relatando con todo lujo de detalles y la sinceridad tanto de la defensa de la actriz frente a las acusaciones del virrey como de su repentino celo religioso final no deja de parecerle dudosa al lector8. La primera aparición de la Périchole en un escenario francés se produce en 1835 al estrenarse, en el Théâtre du Palais Royal, una «comédie en un acte, mêlée de chant», titulada La Périchole (Théaulon y Deforges 1835: 1). A la edición de esta obra, que data también de 1835, va precedida una «Notice», en la cual sus autores, Théaulon y Deforges, reconocen haberse inspirado en la «charmante saynète» de Mérimée y citan un pasaje bastante extenso de una «Histoire du Pérou par don 8  Según Pagès, tanto el virrey como el obispo «son manipulados por la Perricholi» (Pagès 2011: 91-92).

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José Pineïros» (sic), que relata la anécdota de la carroza (1835: III-IV). Esta supuesta fuente peruana parece ser apócrifa y debe su existencia, muy probablemente, a la veta mistificadora de Mérimée (Maillon y Salomon, «Notices» 1978: 1201; Kristal 2004: 103). Aunque hay también un pasaje entero literalmente copiado de Mérimée9, en general, Théaulon y Deforges no han dudado en alterar algunos datos básicos del argumento, presumiblemente con la finalidad de adaptarlo al gusto del teatro popular10. Así restan ambigüedad al personaje de la Périchole, que refuta las acusaciones de tener otros amantes presentando unas cartas que prueban su inocencia (Théaulon y Deforges 1835: 33). Así deja de ser la mujer fatal que era en la obra de Mérimée para casi convertirse en una «virtue in distress» —«un ange de vertu, de bonté, de fidélité», como dice durante su confesión final el criado Mendoz, que la había calumniado inicialmente (1835: 35). Al contrario del virrey de Mérimée, que era un prototípico viejo verde tan gotoso como embobado de su amante jovencita11, el virrey de Théaulon y Deforges es un joven galán que debe su cargo a su tío, el obispo de Lima (1835: 28), y está prometido con la «duchesse de Leirias», cuya inminente llegada a Lima aumenta el suspense. Théaulon y Deforges acentúan el tema de la conversión final de su Périchole, que acaba por entrar como monja en un monasterio, facilitando de tal modo al virrey que se case con su duquesa. Sin embargo, el patetismo de esta conversión queda relativizado por los últimos versos de la pieza que canta la Périchole vestida de monja: «Malgré les habits que voilà / Et la ferveur qui me dévore... / Pour vous plaire, je le sens là, / Je suis prête à pécher encore, / Je pourrais bien pécher encore» (1835: 40). El argumento del libreto, que escribieron Henri Meilhac y Ludovic Halévy para la ópera bufa La Périchole, de Jacques Offenbach, estrenada en 1868, se aleja aun mucho más del modelo de Le carrosse du Saint-Sacrement de Mérimée que el vaudeville de Théaulon y Deforges. Si sus precursores franceses enfocaban in medias res un episodio de la relación ya existente entre el virrey y la Périchole, Meilhac y Halévy cuentan esta relación ab ovo: mientras pasea de incógnito por la

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Compárese Théaulon y Deforges (1835: 24) y Mérimée (1978: 233-234). Un contemporáneo tilda a la obra de Théaulon y Deforges de «charmant vaudeville qui a été joué sur un de nos théâtres secondaires» (Lafond 1843: 310). 11  Esta constelación se acerca bastante al modelo histórico: el virrey Amat había nacido en 1707, su amante Micaela Villegas, en 1748 (Boyle 2015: 71 y 73). 10 

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Lima nocturna, el virrey conoce a la cantante Périchole, quien vive, como constata rápidamente, «dans une position de fortune voisine de l’indigence» (Halévy y Meilhac 1900: I, 7) y de la que se enamora en el acto. Ella no le cuenta nada de su relación con el cantante Piquillo, con el que no ha podido casarse por falta de dinero. Como el virrey es viudo (1900: I, 7), solo tiene derecho de acoger en su palacio a mujeres casadas, así que manda arreglar un matrimonio encubridor para la Périchole y acaba por casarla, en un quid pro quo típico del teatro popular, con Piquillo, sin saber quién es este y sin que este sepa quién es su novia, puesto que ella lleva un velo (1900: I, 14). Cuando Piquillo descubre el quid pro quo (1900: II, 4), se rebela y termina en el calabozo, de donde logra liberarle la Périchole, para que pueda producirse, tras alguna peripecia más, una reconciliación apoteósica con el virrey que perdona a los amantes fugitivos. Aunque el virrey de Meilhac y Halévy vuelva a ser un viejo verde como el de la obra de Mérimée —se encuentra «dans l’âge où il est plus aisé de faire une sottise que de frapper le taureau entre deux épaules» (1900: I, 8)—, por lo demás, quedan pocos restos del argumento de esta: la anécdota de la carroza ha desaparecido y, junto con ella, el tema de la conversión religiosa de la Périchole y su carácter de mujer fatal de dudosa moralidad. Al contrario, su amor por el pobre diablo Piquillo es a prueba de fuego y, si sigue al virrey al palacio, es solo por hambre; pero con la firme intención de no dejarse seducir, como le asegura a Piquillo: «Pour les choses essentielles, / Tu peux compter sur ma vertu» (1900: I, 9). Al igual que en el vaudeville de Théaulon y Deforges, también en la ópera bufa de Offenbach están ausentes esos vocablos del español americano, a los que había recurrido Mérimée para conferirle más color local a su texto teatral. Probablemente, los diferentes adaptadores los juzgaron excesivamente exóticos para un público amplio. Las dos adaptaciones de la obra de Mérimée al vaudeville y a la ópera bufa popularizaron el personaje de la Périchole o Perricholi en Francia, hasta tal punto que se convirtió en elemento imprescindible de una evocación de Lima en los relatos de viajes escritos por autores franceses. Mientras Camille Roquefeuil no menciona a la Perricholi en los pasajes dedicados a Lima de su Journal d’un voyage autour du monde, publicado en 1823, veinte años más tarde, Gabriel Lafond de Lurcy presenta, en Voyages dans les Amériques, «la Perricholi, sur laquelle on a fait un charmant vaudeville qui a été joué sur un de nos théâtres secondaires» —no parece conocer la obra de Mérimée sobre la que se basaba

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el vaudeville—, y dedica una página entera a resumir los principales elementos relacionados con el personaje, entre ellos la anécdota de la carroza y la explicación del origen de su sobrenombre (Lafond 1843: 310-311). Más extenso aún es el pasaje en el que Maximilien Radiguet recopila, en sus Souvenirs de l’Amérique espagnole, publicados por primera vez en 1856, un amplio anecdotario sobre la Perricholi (Radiguet 1874: 132-136)12. Este libro de Radiguet parece haber sido la principal fuente del «primer ensayo escrito por un peruano del periodo republicano sobre Micaela Villegas» (Kristal 2004: 103), publicado en 1863 por José Lavalle. Nueve años más tarde, Ricardo Palma cita, en su Tradición «Genialidades de la Perricholi», precisamente a Mérimée, Radiguet y Lavalle como sus principales fuentes (Palma 1994: 399). Después de haber sido llevado de la mano de los británicos Hall y Stevenson a Europa y de haberse dado a conocer en los escenarios parisinos, la Perricholi retornaba, pues, en los años 1860 a su tierra de origen, donde la inclusión en el clásico fundador de Ricardo Palma la lanzaría a su carrera de mito nacional peruano. El núcleo del anecdotario que suele encontrarse incluso en las evocaciones más concisas del mito, lo constituyen la historia de la carroza, por una parte y el origen del sobrenombre, por otra. Precisamente son estos dos elementos los que aparecen, por ejemplo, en los tres breves párrafos que dedicará Pío Baroja en su novela La estrella del capitán Chimista, publicada en 1931, al personaje de la Perricholi. Comenta el novelista español que «la cómica mestiza [...] llegó a conquistar al virrey Amat y a obligarle a llevarla en coche en la procesión, entre la aristocracia criolla, y luego regaló el coche para el viático de la catedral» (Baroja 1931: 130). Vemos en esta versión condensada de la anécdota de la carroza que esta combina tres sub-narratemas: en primer lugar, el tema de la mujer fatal, que consigue desviar a un representante del orden patriarcal del cumplimiento de sus deberes; en segundo lugar, el conflicto entre la Perricholi y la aristocracia criolla; y en tercer lugar, la conversión religiosa final de la mujer fatal. Después de haberlo plasmado por primera vez en la Perricholi, Mérimée va a reciclar el tema de la mujer fatal para crear el personaje de Carmen, que a su vez va a contribuir, mediante la ópera de Bizet, a alimentar la coyuntura de la mujer fatal en las artes de finales del siglo xix. 12 

Citamos la segunda edición, que data de 1874.

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Ese rasgo de la Perricholi parece derivarse del esterotipo muy recurrido en los relatos de viaje de la época, según el cual las limeñas destacarían por su inmoralidad13. Este estereotipo está estrechamente asociado con el tipo femenino de la «tapada» colonial limeña, que rondaría por la ciudad con la cara tapada por un chal para entregarse bajo el anonimato a aventuras amorosas (Pagès 2011: 146; Boyle 2015: 78-79). En cuanto al conflicto entre la Perricholi y la aristocracia criolla, el segundo elemento constitutivo de la anécdota de la carroza, se le pueden atribuir diferentes significados. La sátira colonial de 1776, redactada muy probablemente, por un miembro de esta aristocracia, se escandaliza de «la superioridad que [el virrey] le daba [a la Perricholi] respecto a las Señoras [...] llegando aun a hacerlas baylar juntas» y acaba postulando: «una Cómica, por su oficio, se hace infame e indigna del Comercio de las Señoras» (Lohmann 1976: 199-200). Sin embargo, la culpa de este «envilecimiento» le incumbe exclusivamente al virrey y todavía no se menciona el episodio de la carroza. En el primer testimonio escrito de este, bajo la pluma de Basil Hall en 1824, el empeño en conseguir la carroza aún no implica un desafío explícito de la Perricholi frente a las «Señoras», sino que es simplemente un «most unreasonable fancy» (Hall 1824: 237), suscitado en la actriz por el inicial rechazo del virrey de concedérsela. Será Mérimée el primero en dotar al asunto de la carroza de un simbolismo ideológico que se manifiesta a las claras en una réplica de la Perricholi a la amenaza del virrey de encarcelarla: Il y aurait une révolte à Lima si la Périchole était en prison [...] Faites décapiter, pendre tous vos nobles marquis, comtes et chevaliers de Lima, pas une voix ne criera, pas un bras ne se lèvera pour eux. Faites égorger douze

13  Así, Camille Roquefeuil atribuye a las peruanas en 1823 «une licence dont il y a peu d’exemples parmi les autres peuples civilisés: un honnête homme ne peut entendre sans rougir leur conversation ordinaire» (Roquefeuil 1823: 128). El viajero francés Lesson afirma en 1839, con respecto a las limeñas, «que el pudor es una virtud que no ha doblado el Cabo de Hornos» (citado por Buisson 1999: 103) y Maximilien Radiguet evoca en 1861 «l’excessive liberté des femmes [...] au Pérou» (Radiguet 1874: XII). Desde la perspectiva feminista de la autora franco-peruana Flora Tristan que relata en sus Pérégrinations d’une paria publicadas en 1838 sus vivencias en el Perú, la supuesta inmoralidad de las limeñas se convierte en una envidiable «independencia de acción»: «La mujer de Lima, en todas las situaciones de su vida, es siempre ella. Jamás soporta ningún yugo» (Tristán 2003: 497).

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mille pauvres Indiens, envoyez-en vingt mille dans vos mines, on vous applaudira (...) Mais empêchez les Liméniens de voir leur actrice favorite, et ils vous assommeront à coups de pierres (Mérimée 1978: 233-234).

En 1829, cuando Mérimée publica su pieza, la «révolte» anunciada por la Perricholi no puede dejar de recordarles a los lectores contemporáneos la aún reciente rebelión de las antiguas colonias españolas contra la metrópoli. Pueden ver, por lo tanto, en la Perricholi de Mérimée una abanderada de la independencia de la América española y eso tanto más cuanto que la actriz le reprocha al virrey en la más pura tradición de la leyenda negra los crímenes cometidos por los españoles contra los «pauvres Indiens». Radiguet acentuará aun más la dimensión a la vez social, étnica y nacional del conflicto entre la Perricholi y la aristocracia limeña cristalizado en el asunto de la carroza. Según él, la costumbre de la actriz de pedirle continuamente regalos costosos al virrey estaría motivada por el deseo de «venger sur la personne du plus grand dignitaire de l’État le mépris et les insultes dont l’orgueil espagnol abreuvait ceux de sa caste» (Radiguet 1874: 133) y evoca la reacción de la aristocracia a la cesión de la carroza en los siguientes términos: ce fut chez la noblesse un tolle [sic] général. Une peau rouge, une cholita, une fille de ce peuple mortaillable, allait avoir la préséance sur la noble race au sang azur. Plutôt que de subir un pareil affront, on se fût brûlé sur un auto-de-fé de blasons et de parchemins. Tout conspira contre la Perricholi. L’inquisition même, on l’assure, s’émut dans son antre, et s’occupa de l’affaire (Radiguet 1874: 135).

Vemos que, en comparación con la versión de Mérimée, Radiguet simplifica y radicaliza el conflicto convirtiendo a la propia Perricholi en «peau rouge»14 y asociando a la nobleza malvada con la Inquisición, otro elemento imprescindible del argumentario anti-español de

14  Otro viajero francés del siglo xix evoca una rebelión indígena ocurrida en 1767 y presenta a la Perricholi —llamada aquí «Mariquita Gallegas»— como defensora de los indios: «Quand la nouvelle de cet événement fut apportée à Lima, le vice-roi Antonio Amat jura d’exterminer tous les sauvages du Pérou, sans distinction d’âge ni de sexe. Heureusement pour ces derniers, Mariquita Gallegas se chargea de plaider leur cause» (Marcoy 1861: 3).

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la leyenda negra. Aunque el vaudeville de Théaulon y Deforges15 y, sobre todo, la ópera bufa de Offenbach suavizan considerablemente la carga ideológica otorgada por Mérimée y Radiguet al anecdotario de la Perricholi, no deja de llamar la atención que el potencial político de este futuro mito nacional peruano sea una invención francesa. En cambio, Ricardo Palma, al reintroducir el tema de la Perricholi en el Perú, prefiere despolitizarlo: para referir la anécdota de la carroza, cita el pasaje correspondiente de Lavalle, que no profundiza en los pormenores del «grande escándalo de la aristocracia de Lima» (Palma 1994: 399) causado por el paseo de la actriz en la carroza y le dedica mucho más espacio a la evocación edificadora de la donación final de la carroza al clero16. No será hasta el siglo xx que otros autores peruanos desarrollen la lectura emancipadora del mito propuesto por los franceses, convirtiendo a la Perricholi, alternativamente, en encarnación de la peruanidad, del mestizaje, de la liberación de la mujer, de la lucha del pueblo contra la oligarquía e incluso del conflicto del interior peruano con la Lima costeña17. Al contrario de Lavalle y Palma, ni los autores anglosajones ni los franceses se tomaron muy en serio el tercer elemento constitutivo de la anécdota de la carroza, a saber, la donación de la carroza supuestamente provocada por la contrición de la actriz. Basil Hall presenta toda la anécdota como una ridiculez de la época virreinal18, que contrasta con el pasaje siguiente de su texto donde evoca con entusiasmo 15  Sin embargo, el único pasaje copiado literalmente por los autores del vaudeville de la obra de Mérimée es precisamente la réplica en la cual la Perricholi anuncia una rebelión en caso de ser encarcelada (Théaulon y Deforges 1835: 24). 16  «Mas cuando volvía a su casa, radiante de hermosura y gozando el placer que procura la vanidad satisfecha, se encontró por la calle de San Lázaro con un sacerdote de la parroquia que conducía a pie el sagrado Viático. Su corazón se desgarró al contraste de su esplendor de cortesana con la pobreza del Hombre-Dios, de su orgullo humano con la humildad divina; y descendiendo rápidamente de su carruaje, hizo subir a él al modesto sacerdote que llevaba en sus manos el cuerpo de Cristo» (Palma 1994: 399). 17  Este último aspecto se remonta sin embargo a Palma que fue el primero en asignarle a la Perricholi la ciudad de Huánuco como lugar de nacimiento (Palma 1994: 389390), en contra de la verdad histórica que lo ubica en Lima como ha quedado probado (1994: 389; nota a pie de página 3). Véase también el capítulo «Limeña frente a provinciana» en el libro de Pagès (2011: 144-146). 18  La anécdota le habría sido referida «by a person who delighted in anything tending to make the past times look ridiculous» (Hall 1824: 236).

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la entrada del libertador San Martín en Lima (Hall 1824: 239). El anticlerical Mérimée nos da a entender que la donación de la carroza no es más que el punto culminante de la estrategia manipuladora de una mujer fatal y los autores del vaudeville llevan el tema de la conversión religiosa al extremo burlesco de hacer anunciar a la protagonista al final, ya vestida de un hábito de monja, que está «prête à pécher encore» (Théaulon y Deforges 1835: 40). En cuanto al origen del sobrenombre «Perricholi», el segundo elemento nuclear del anecdotario sobre el personaje, hay que constatar que tanto el significado dado al concepto de «cholo» como el relato etiológico a propósito del origen del apodo varían bastante en las diferentes versiones. En la sátira colonial de 1776 todavía no se encuentra ningún relato etiológico, quizás porque su autor daba por sentado que el público limeño conocía la anécdota sobre el surgimiento del sobrenombre. Se califica en este texto a la actriz no solo de «Perricholi» (Lohmann 1976: 184), sino también de «Choli» (1976: 192), de «Perri» (1976: 195), de «Choli Perri» (1976: 196) o, con una abreviación de su nombre, de «Mica» (1976: 191). Nunca se especifica el significado de «Choli», pero se dice de la actriz que era «de baxa ab origine» (sic; 1976: 189) y se la tilda de «Chusca» (1976: 192), término que, según la vigésima tercera edición del DRAE, tiene dos significados específicamente peruanos: «de padres de castas distintas» y «de modales toscos». Los autores anglosajones y franceses sintieron la necesidad de traducir o explicar a sus lectores el significado del término «cholo». El inglés Stevenson, el primero en recoger por escrito el relato etiológico, traduce «chola» por «indian»19 y esta equiparación se encontrará también en el prólogo del vaudeville francés, donde se dice sin mencionar la palabra «chola»: «la Périchole était une fille de race indienne» (Théaulon y Deforges 1835: 3)20. En cambio, Mérimée, del que se habían inspirado los autores del vaudeville, había empleado abundantemente el hispanismo «cholo» para conferirle color local verbal a su pieza y para caracterizar al matador Ramón, uno de los supuestos amantes de su

19  En otra parte de su obra, Stevenson integra un gráfico que recoge los distintos tipos de mestizaje que se distinguían en la sociedad colonial de las Indias en el cual curiosamente no figura el término «cholo» (Stevenson 1825: 286). 20  Los autores del vaudeville integran más adelante en su pieza la temática incaica de la «Vierge du soleil» (Théaulon y Deforges 1835: 25, 29) que se adapta como un guante a la condición de «india» de su Périchole.

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Périchole. El relato etiológico, sin embargo, no aparece, puesto que la protagonista declara de sí misma: «Je descends de vieux chrétiens et Castillans» (Mérimée 1978: 234) —una afirmación que, como tantas otras de la mujer fatal, no le parece muy convincente al lector, pero que corresponde a lo averiguado por los historiadores acerca de los orígenes familiares de la Micaela Villegas histórica (Pagès 2011: 62-63 y 136), que, en realidad, pertenecería al grupo de los criollos, según la terminología colonial, y no a los cholos—. Este término lo define Mérimée en una de sus características notas a pie de página como sigue: «Un cholo est le fils d’un mulâtre. On appelle mulâtres ceux qui sont nés d’une Indienne et d’un nègre, ou d’une négresse et d’un Indien» (1978: 225). La misma definición se encuentra en la Historia de los incas del Inca Garcilaso, de cuya versión francesa la había copiado probablemente, Mérimée (Mallion y Salomon «Notices» 1978: 1203, 1209). Pero la semántica de «cholo» había evolucionado entre el principio del siglo xvii, cuando el Inca Garcilaso había publicado sus obras (Quijano 1980: 57) y el final del siglo xviii, como lo demuestra el hecho de que en el cuadro número 16 de la serie Los cuadros del mestizaje del Virrey Amat se explicara: «Mestizo con Yndia. Producen Cholo»21. Esta definición, donde «el énfasis se cargaba en la significación de mestizo cercano al indio» (Quijano 1980: 56), explica que algunos de los viajeros extranjeros equiparasen a cholos e indios. Sin embargo, Radiguet define, en un capítulo dedicado a «les gens de medio pelo», es decir, a la mezcla racial en el Perú, el «cholo» como «fils de l’Indien et du blanc», añade que «la physionomie du cholo est empreinte d’une sorte de mélancolie mystérieuse, qui, chez les femmes surtout, devient une séduction» (Radiguet 1874: 126) e introduce, finalmente, a la Perricholi como personaje prototípico de la mezcla racial: «Quelques mots de cette Perricholi [...] trouvent naturellement leur place dans une esquisse des gens de medio pelo» (Radiguet 1874: 133)22. En la ópera bufa de Offenbach no aparece ni la palabra «cholo» ni el relato etiológico, pero el leitmotiv musical de la obra es una canción que evoca la historia de un mestizaje pacífico entre un «conquérant»

21  Este cuadro pintado por un artista anónimo y conservado en el Museo Nacional de Antropología de Madrid está accesible en la red: [consulta: 5/1/2017]. 22  Véase en cuanto al gran interés de los viajeros extranjeros en general por la mezcla racial en Lima Buisson (1999: 100-101).

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y una «jeune Indienne»23: el español renuncia a violarla («je suis ton vainqueur / Mais ma vertu doit respecter la tienne»), por lo que ella se enamora de «ce soldat généreux» y da a luz «un an plus tard» a un hijo de los dos, al que festeja el estribillo de la canción: «Il grandira, car il est Espagnol!» (Halévy y Meilhac 1900: 206). En pleno apogeo del imperialismo europeo, la ópera bufa ofrecía, por lo tanto, una visión tranquilizadora y embellecedora del mestizaje colonial al público parisino. En cambio, la derivación del sobrenombre «Perricholi» del insulto «perra chola» en las versiones del mito que recogen el relato etiológico revela la dimensión violenta del mestizaje colonial24. Los detalles de este relato varían bastante: primero, es un «italian husband» (Stevenson 1825: 230); luego, un marido francés (Lafond 1843: 310), y finalmente, el virrey catalán (Radiguet 1874: 134; Palma 1994: 394), los que tratan a la actriz de «perra chola»25, deformando el insulto por sus respectivos acentos en «Perricholi». Más allá de este relato etiológico y de la anécdota de la carroza, pueden asociarse, desde luego, otros narratemas con el personaje de la Perricholi. Así, por ejemplo, el nacimiento de un hijo, fruto de la relación con el virrey, que recogen, sobre todo, los autores limeños, tanto el de la sátira colonial de 1776 (Lohmann 1976: 194-195) como el de las Tradiciones (Palma 1994: 395)26; o también otro relato etiológico que atribuye la iniciativa del virrey de mandar construir el Paseo de Aguas limeño a su deseo de «halagar a su dama» (1994: 382), una leyenda que inspirará al modernista peruano Santos Chocano un soneto precisamente titulado «El Paseo de Aguas (Asunto limeño)» (Santos Chocano 1908: 223), publicado en 1908 en Alma América27. 23  El estribillo de la canción aparece cuatro veces en total: I, 5; I, 14; II, 1 y al final (Halévy y Meilhac 1900). 24  Véase Boyle (2015: 78): «the origin story for [...] Micaela’s [...] nickname “Perricholi” [...] puts into words the denigrating interrelationship between sex and race». 25  Según Radiguet, de «perrita, petite chienne, d’où perri-choli, petite chienne indienne» (Radiguet 1874: 134). 26  El francés Lafond menciona «une fille» que habría tenido la Perricholi con el virrey (Lafond 1843: 311) pero según los autores peruanos y los historiadores (Pagès 2011: 151-152) se trataba de un varón. Sea cual fuera el sexo del vástago, tal vez encontramos su eco en la canción sobre el niño nacido del mestizaje de la ópera bufa de Offenbach. 27  Radiguet menciona los «Bains de la Perricholi» (Radiguet 1874: 132), refiriéndose probablemente al futuro Paseo de Aguas. Boyle añade un toque erótico-escandaloso que no se encuentra en Palma, tal vez basándose en leyendas orales: «Palma credits her

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El único autor en haber asociado a la Perricholi con un torero y, por lo tanto, con la corrida parece haber sido Mérimée. Incluso los autores del vaudeville La Périchole, que admiten explícitamente haberse inspirado en la obra de Mérimée, sustituyen al torero como supuesto segundo amante de la protagonista por un «carabinier de la reine» (Théaulon y Deforges 1835: 23), lo que puede ser un indicio de que en 1835 el torero todavía no fuera un personaje suficientemente estereotipado del imaginario hispánico como para tener cabida en el teatro popular francés. Ahora bien, prácticamente todos los relatos de viaje que mencionan a la Perricholi evocan también la corrida, aunque no establecen ninguna relación directa con la actriz. Mientras Hall condena la corrida como despreciable herencia española28, su compatriota Stevenson la defiende, prefiriéndola al boxeo inglés: «for my own part, I am a friend to bull-fights, but an enemy to pugilistic homicide» (Stevenson 1825: 311-312). Sin embargo, no llega hasta la reivindicación entusiasta, como será el caso de Mérimée, quien declarará a propósito de la corrida en sus Lettres d’Espagne: «Aucune tragédie au monde ne m’avait intéressé à ce point» (Mérimée 1978: 552). En general, los detractores de la corrida prevalecen entre los autores extranjeros de relatos de viaje publicados antes de 1830. Así, el francés Roquefeuil comenta, en 1823, que «ces scènes sanglantes ne me firent éprouver que des sensations pénibles» (Roquefeuil 1823: 97) añadiendo, acto seguido, unas observaciones curiosas en cuanto al público de la corrida limeña: «Il me parut que les blancs formaient à peine la dixième partie des spectateurs. Les créoles des basses classes, surtout ceux du sang africain (zambos) portent un intérêt particulier à tout ce qui se rattache à ces combats» (Roquefeuil 1823: 98). Esta racialización de la afición a la corrida puede haberle inspirado a Mérimée su personaje del matador cholo Ramón. Salta a la vista que la asociación de un torero con una mujer fatal, perteneciente a un grupo étnico y social marginado, formará también la base del mito de Carmen: lo que son Ramón, la for inspiring the Viceroy to build a series of important structures, including El Paseo de Aguas, where she is rumored to have enticed and scandalized the public with daily public baths» (Boyle 2015: 77). 28  Después de haber evocado el entusiasmo del público limeño e incluso de una niña de ocho años por la corrida (Hall 1824: 101), Hall cita a un «Chilian gentleman»: «He declared, that the Spaniards had systematically sought, by these cruel shows, [...] to degrade the taste of the Colonies, and thereby more easily to tyrannize over the inhabitants» (1824: 102).

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Perricholi y los cholos en Le carrosse du Saint-Sacrement serán Lucas, Carmen y los gitanos en la novela corta de Mérimée, y Escamillo, Carmen y los gitanos en la ópera de Bizet. Vemos, por lo tanto, que la Perricholi de Mérimée —«Carmen a la peruana», según la fórmula de Ricardo García Cárcel (2011: X)— constituye un punto de partida para la conformación de un discurso hispanista de origen principalmente inglés y francés, iniciada en los años 1820, en analogía y simultaneidad con el surgimiento del discurso orientalista descrito por Said29. Que la Perricholi y Carmen se confundieran en la mente de algunos contemporáneos lo demuestran dos versos curiosos del poema Carmen, publicado por Théophile Gautier en 1852 en Émaux et Camées: «Et l’archevêque de Tolède / Chante la messe à ses genoux». Esta asociación de Carmen con un arzobispo no tiene ninguna base en la novela corta de Mérimée, donde la gitana fatal había visto la luz del mundo literario siete años antes. Sin embargo, en Le carrosse du Saint-Sacrement sí hay una escena en la que la Perricholi coquetea con el obispo de Lima. Hay que concluir que en la imaginación de Gautier, que había asistido al estreno de la pieza de Mérimée en 1850 y había publicado una crítica elogiosa sobre la misma (Mallion y Salomon «Notices», 1978: 1204-1205), se confundirían las dos mujeres fatales inventadas por Mérimée. Ambas serían reivindicadas ulteriormente por sus compatriotas peruanos y españoles: la Perricholi, ya a finales del siglo xix, por el tradicionista Palma; Carmen, a más tardar, por Carlos Saura, con su película homónima de los años 1980. A esta le habían allanado el camino intelectuales españoles como García Lorca, que adoptaron como algo

29  «The notion of Carmen as not just sexual but ethnic Other, fundamental to the narrative as a whole, derives from French Romantic attitudes toward Spain that envisaged the country as an exotic Other in a move that prefigures and parallels the Orientalism posited by Edward Said» (Powrie, Babington, Davies y Perriam 2007: 22). La correspondencia entre discurso hispanista y orientalista queda confirmada por Alexander von Humboldt el cual establecía en un artículo publicado en 1828 un paralelismo entre la descomposición del imperio otomano aún en curso y la del imperio colonial español ya terminada, profetizando que ambas beneficiarían a la «Europa productora y comerciante»: «Das produktive und handelnde Europa wird bei der im spanischen Amerika eintretenden neuen Ordnung der Dinge gewinnen, wie es, in Folge vermehrter Konsumtion, durch die Befreiung der Halbinsel des Hämus, der Nordküste Afrika’s und anderer dem Despotismus der Ottomannen unterworfenen Länder, gewinnen würde. Im spanischen Amerika ist der Kampf beendigt» (Humboldt 2004: 38).

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propio, a partir de los años veinte, el imaginario andalucista propagado por el discurso hispanista anglo-francés desde el siglo xix mediante creaciones tan universalmente influyentes como Tales of the Alhambra y Carmen. La formación del mito de la Perricholi es, por lo tanto, un buen ejemplo de la circulación de temas en el «sistema literario mundial» del siglo xix descrito por Franco Moretti: el centro franco-británico del sistema «importa» a principios del siglo xix un tema procedente de la periferia sudamericana, el cual será aprovechado como «materia prima» por la industria cultural de París —el «Hollywood del siglo xix» (Moretti 2016: 90)— para producir los mitos de la Perricholi y Carmen y reexportarlos no solo a la periferia y semi-periferia hispánicas, sino al mercado cultural global. Obras citadas BarbÓn, María Soledad (2001): Peruanische Satire am Vorabend der Unabhängigkeit (1770 bis 1800). Genève: Librairie Droz. Baroja, Pío (1931): La estrella del capitán Chimista. Segunda Edición. Madrid: Espasa-Calpe. Boyle, Margaret E. (2015): «Portrait of an Actress in Eighteenth-Century Peru». Dieciocho, 38, 1, pp. 71-82. Buisson, Inge (1999): «Die Gesellschaft der Stadt Lima in europäischen Reiseberichten, 1810-1850». Überseegeschichte. Beiträge der jüngeren Forschung. Eds. Thomas Beck et al. Stuttgart: Franz Steiner Verlag, pp. 98-109. Campana de Watts, Luz A. (1969): La Perricholi, mito literario nacional peruano. Tesis. University of Southern California (University Microfilms, Inc., Ann Arbor, Michigan). Estrada, Oswaldo (2011): «Avatares de la Perricholi... De “actricilla pizpireta” a personaje de novela». Guaraguao, año 15, nº 36, pp. 49-68. García Cárcel, Ricardo (2011): «Presentación». En: Gisela Pagès, Micaela Villegas, «La Perricholi». Sant Cugat: Editorial Arpegio, pp. IX-X. Gautier, Théophile (1981): Émaux et Camées. Paris: Gallimard. Hainsworth, George (1972) : «Autour du Carrosse du Saint-Sacrement: Basil Hall, La Araucana et L’Histoire générale des voyages». Zeitschrift für französische Sprache und Literatur. Tomo LXXXII, pp. 141-152. Halévy, Ludovic y Henri Meilhac (1900): La Périchole. Opéra bouffe en trois actes. En: Théâtre de Meilhac et Halévy. Paris: Calmann Lévy, pp. 191-301. Hall, Basil (1824): Extracts from a Journal Written on the Coasts of Chili, Peru, and Mexico, in the Years 1820, 1821, 1822. Vol. 1. Edinburgh: Archibald Constable.

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E L E M I G R A D O P O L ÍT I C O David Loyola López Universidad de Cádiz

«Ser liberal en España […] es ser emigrado en potencia» (Llorens 1968: 16), dijo Larra en una ocasión, pues «por poco liberal que uno sea, o está en la emigración, o de vuelta de ella, o disponiéndose para otra» (Larra 1835: 1). Una mirada hacia la primera mitad del siglo xix apoyaría esta imagen de los constitucionalistas y, en general, de muchos de los intelectuales españoles de la época, independientemente de la ideología que defendieran: afrancesados, liberales, absolutistas, carlistas, etcétera. A lo largo de estos cincuenta años, con sus constantes sucesiones de tomas y pérdidas de poder, de emigraciones y retornos, frutos de la inestabilidad del país, se fue construyendo una imagen prototípica del emigrado político. Espronceda, por ejemplo, al hablar de su exilio, define la experiencia de la emigración como una profesión: dice que emprendió «la carrera de emigrado y viajero» (Fuentes 2002: 55). El destierro es un proceso habitual dentro de la convulsa situación europea a principios del siglo xix, utilizado —en muchas ocasiones— «como arma política al servicio del poder» (Sánchez Zapatero 2008: 6); sin embargo, en España, este fenómeno adquiere una relevancia especial. La expatriación goza de una larga tradición en nuestro país, un proceso constante a lo largo nuestra historia que ha llevado a muchos investigadores y pensadores a definir España como un país de exilios (Kamen, Gregorio Marañón, Abellán o Lida, entre otros).

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Esta presencia reiterada del emigrado español a lo largo de la historia —ya sea por motivos raciales y religiosos (como ocurrió hasta el siglo xviii) o por razones políticas y económicas (durante los siglos xixxx)— ha ido conformando una imagen, en España y en el extranjero, de esta figura; un retrato generalizado y prototípico que podría entenderse como una especie de mitificación del emigrado. En este sentido, Juan Francisco Fuentes —en relación a la época que nos ocupa— comenta que «el emigrado español es […] una figura insoslayable del paisaje humano del siglo xix, dentro y fuera de España, como expresión dramática de una época marcada por un sinfín de revoluciones, contrarrevoluciones y guerras civiles» (Fuentes 2002: 55). Claudio Guillén, en su obra El sol de los desterrados, expone dos actitudes frente al exilio: una imagen dolorosa, melancólica y triste de la experiencia del destierro —que la relaciona con el Ovidio de las Tristiae y sus Epistolae ex Ponto—; y una visión positiva y esperanzadora de la emigración —su ejemplo sería Plutarco—. Como resume Clara Lida, «la inserción y el desarraigo son la cara y la cruz del exilio» (Lida 2009: 83). Si bien es cierto que Guillén centra esta dicotomía en la experiencia del destierro por parte de los propios emigrados, junto con las diferentes manifestaciones literarias de los mismos, dicha división también puede ser pertinente a la hora de ahondar en el mito, tanto en su época concreta como en posteriores acercamientos. El exilio se representa, por un lado, como una pérdida, con la mente anclada en el pasado (Ovidio); y por otro, como una oportunidad, con la vista fija en el presente y en el horizonte (Plutarco). Entre estas dos posturas, es la ovidiana la más común y recurrente. En el ámbito literario, encontramos numerosos ejemplos. La mayoría de los escritores forzados a cruzar las fronteras en esta época —Ángel de Saavedra, Meléndez Valdés, Martínez de la Rosa o Espronceda, entre otros—, dieron testimonio de su emigración desde un punto de vista negativo, tanto en prosa y teatro como, sobre todo, en poesía. Asimismo, mucha de la prensa escrita en el exilio también reafirma esta imagen dolorosa de la expatriación, una perspectiva que, a su vez, es generalizada dentro de las investigaciones sobre la época y el fenómeno. Entre todas estas manifestaciones, hay una serie de rasgos que se repiten constantemente y conforman el imaginario mítico del emigrado político del siglo xix. Con anterioridad, ya hicimos referencia a una conexión casi insoslayable entre los conceptos «emigrado» y «liberal»; un hecho que, evidentemente, tiene su fundamento tanto en el número

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de veces que los liberales se vieron forzados al exilio en el siglo xix como en el importante número de individuos que participaron en estas emigraciones. Esta equiparación quedó fijada en la imagen mítica del emigrado del xix, y puede que, incluso, el propio bando liberal la fomentase en ocasiones para usarla con un fin político. No obstante, dicha concordancia es sesgada; pues no podemos olvidar que otros sectores sociales y políticos, como los josefinos, realistas y carlistas, también se vieron obligados a cruzar las fronteras en este periodo. Otra idea generalizada sobre estas emigraciones de principios del siglo xix es que —sobre todo, en el caso de los afrancesados y liberales— los exiliados pertenecían a los estratos sociales más elevados del país. Sin embargo, esta idea debe ser matizada. Es cierto que dichos sectores tuvieron un papel importante y determinante en estos destierros, pero el grueso del exilio fue formado por la población de clase media y baja; un hecho que demuestra que la expatriación afectó a casi todas las clases sociales de la España decimonónica. A su vez, en el caso de los constitucionalistas de 1823, se pensaba que la mayor parte de ellos se asentaron en Inglaterra, pero otras investigaciones han demostrado que fue Francia el país en donde se refugiaron la mayor parte de estos expatriados (Llorens 1968: 18). Del mismo modo, se ha ido confeccionando una imagen prototípica de la experiencia y de la realidad del emigrado en el destierro. En la mayoría de las ocasiones, el emigrado español aparece como un ser con serias dificultades económicas, retraído y solitario, reacio a integrarse en la sociedad que lo acoge (Llorens 1968: 42); un personaje inadaptado, al que le cuesta o no desea aprender el idioma extranjero, que no se adapta a nuevas costumbres ni a la vida fuera de la patria, y que vive en una especie de limbo atemporal y no-espacial con la única esperanza del regreso (Sánchez Mantero 1975: 12-13, 111-112). Llorens, en este sentido, recupera las palabras de Istúriz cuando este ocupaba el cargo de Ministro de España en Londres. Cuando el entonces secretario de la Legación, Augusto Conte, le pregunta por qué, después de haber estado tanto tiempo emigrado en Inglaterra, no había aprendido la lengua inglesa, responde: «Es un error pensar que yo estuve aquí emigrado diez años; la verdad es que no lo estuve más que ocho días, porque cada semana esperaba una revolución en Madrid, y vivía por decirlo así con la maleta hecha para marcharme a España» (Llorens 1968: 42). Y es que el emigrado español es un ser eminentemente nostálgico, que vive en el recuerdo y a través de la memoria de la patria, recuerdos

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que nublan su mirada. El propio Llorens afirma que «el desterrado no suele complacerse en el paisaje ajeno. Lo mira sin verlo, sin que le sirva muchas veces más que para despertar remembranzas» (Llorens 1968: 87). Todo a su alrededor le parece extraño: las costumbres, la cultura, la comida, la ropa, etcétera; todo ello incrementa la añoranza de la patria. En cambio, si encuentra similitudes entre el mundo de origen y el de acogida, el recuerdo de esa tierra que ha perdido se le hará más vívido y, su sufrimiento, mayor. Por ello, el emigrado español generalmente busca recrear, junto al resto de sus compatriotas, la patria abandonada en otro suelo y, lejos de integrarse a esa nueva realidad, intenta por todos los medios reafirmar su personalidad —reconstruida a través del recuerdo— e imponer su cultura. Esa hermandad entre los desterrados españoles favorece el aislamiento en su nueva tierra y, lejos de adaptarse al país extranjero, los emigrados lo españolizan: se reúnen en tertulias, conviven puerta con puerta, comen juntos, tocan, entonan y escuchan canciones propias, mantienen viva su lengua, sus costumbres, sus raíces... todo para fortalecer su espíritu, su ánimo y sus ideas, como una forma de luchar contra el destierro y seguir fuertes hasta poder volver a la patria; pues la peor de las condenas era morir en el exilio, sin posibilidad de redención y restablecimiento de su condición de ciudadano con plenos derechos; la muerte en el destierro suponía ser emigrado eternamente. Pero estas ideas, imágenes y sentimientos, ¿son verdaderamente reales? Es decir, además de la generalización que se hace de ellas, ¿es siempre una constante en la experiencia del destierro? ¿O son reelaboraciones y recreaciones conscientes o inconscientes que determinan la figura mítica del exiliado? Los espaÑoles pintados por sí mismos y Recuerdos de un anciano En esta visión del emigrado y de su destierro, hay dos obras que resultan muy esclarecedoras: Los españoles pintados por sí mismos, un cuadro de costumbres de la sociedad española en el que encontramos un capítulo dedicado a la figura de «El emigrado», escrito por Eugenio Ochoa; y Recuerdos de un anciano, autobiografía en la que Antonio Alcalá Galiano recoge sus impresiones de su exilio británico y, más tarde, francés. Ambas obras —la primera situada en Francia, la segunda en Inglaterra— dan cuenta de la vida del expatriado político español en

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tierra extranjera, al mismo tiempo que fortalecen y completan el mito del emigrado de la época. La presencia del capítulo de «El emigrado» en Los españoles pintados por sí mismos muestra el alto grado de estereotipación que la figura del exiliado alcanzó en la sociedad española. Sin embargo, la emigración se hace visible no solo en este capítulo, sino también en otras secciones del libro. Así, encontramos referencias en «El exclaustrado», escrito por Antonio Gil de Zárate, en el que el anciano protagonista asemeja su condición —lejos de la vida monástica— a la de un desterrado, que deja atrás Andalucía y emigra a tierras del Norte, donde padece su condición existencial siempre con el deseo de regresar a su patria. Además, en «La político-mana» de Gabriel García y Tassara, se alude a la emigración liberal y, aunque sí hay palabras de respeto hacia el exilio, se realiza una crítica severa y satírica sobre la mujer liberal o patriota, una figura que también experimentó el destierro. Por su parte, en el capítulo «El español fuera de España» de Eugenio Ochoa, a pesar de que se deja a un lado al emigrado, encontramos similitudes entre aquel y las diferentes entidades que definen al resto de españoles en el extranjero: el español patriota (que critica todo lo extranjero y alaba todo lo español), el español cosmopolita (que actúa de forma inversa al primero) y el español sensato (que sabe observar elementos positivos y negativos en las diferentes culturas). En «El emigrado», Ochoa realiza una serie de reflexiones sobre el fenómeno de la emigración —condición que, también, es tratada con respeto y simpatía—, la figura del expatriado y sus posibles tipos. Tras ello, centra su atención en la emigración política en Francia y presenta dos mundos prototípicos del desterrado: por un lado, la vida del emigrado pobre —vive generalmente en los depósitos— y, por otro, la del emigrado rico —reside en París con todas las comodidades posibles—. En esta diferenciación, Ochoa describe al emigrado pobre como un individuo con una vida nihilista, holgazana y miserable, pero al mismo tiempo ansioso por tener nuevas noticias de la situación política y social de España, con el deseo siempre vivo del retorno (descripción que encaja con la visión prototípica). En cambio, el emigrado rico goza de una vida despreocupada, cómoda y lujosa, ajeno casi por completo a la actividad política y sin apenas mostrar interés en regresar a la patria. Esta visión maniquea entre estos grupos, confiere una imagen sesgada de la realidad, pues ¿acaso el rico no padece el destierro y no puede sufrir por la imposibilidad de regresar a su tierra?, ¿o no puede

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haber, también, emigrados pobres que crean que tienen más oportunidades de medrar en el extranjero que en la patria? Es evidente que existieron diferencias entre los diversos grupos de exiliados pero, a su vez, también es cierto que la emigración pudo matizar algunas de ellas. Estas dos perspectivas calaron en el arquetipo social del desterrado y tuvieron sus defensores y críticos. De la imagen de los emigrados españoles en Francia que nos describe Ochoa, pasamos a Inglaterra por medio de la pluma de Antonio Alcalá Galiano. Recuerdos de un anciano es una de las obras autobiográficas de nuestro andaluz, publicada en 1878. En ella, el escritor recorre la historia de España, y la suya propia, desde el comienzo del siglo xix hasta 1834. En lo que respecta a la emigración liberal en Londres, Alcalá Galiano la describe en los últimos capítulos del libro, sobre todo, en el titulado «Recuerdos de una emigración» (Alcalá Galiano 1913: 455-527). Tras la caída del gobierno constitucional en 1823, un importante grupo de liberales se embarcaron hacia Inglaterra, concretamente, a su capital, Londres, en donde la mayoría de ellos se asentó en el modesto barrio de Somers Town. La presencia de este grupo de refugiados españoles en la ciudad produjo no pocas respuestas por parte de la sociedad inglesa, una sociedad que, en su mayoría, guardaba cierta simpatía hacia los emigrados. Alcalá Galiano señala que «cuando, al terminar 1823 y en los días primeros de 1824, apareció el gran golpe de los emigrados o refugiados españoles en Inglaterra, fueron todos ellos recibidos por lo general del público con favor extremado» (Alcalá Galiano 1913: 458). Al mismo tiempo, el autor distingue entre varias actitudes en función de los bandos políticos ingleses. Este contacto entre la sociedad inglesa y la figura del emigrado llevó a la creación de una imagen del desterrado a ojos del inglés, y viceversa. De esta forma, autores de la talla de Dickens o Carlyle describieron a ese nuevo personaje de la sociedad inglesa y, en cierta manera, ayudaron a la conformación del mito del emigrado. En La casa desolada, Dickens describe a los exiliados españoles como personajes «sin un céntimo que se paseaban con capas y fumaban cigarrillos liados en papel» (Dickens 2007: 509), mientras que Carlyle, en The Life of John Sterling, los representa «vegetando por Somers Town y golpeando dolorosamente las aceras en Euston Square» (Carlyle 1851: 85), como leones numidios enjaulados. Del mismo modo, se interesaron en la figura del emigrado otros intelectuales ingleses como Thomas Campbell

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(Llorens 1968: 44), Lord Holland (1968: 45), Trench (1968: 108-109, 111112) o, incluso, el italiano Pecchio (1968: 53), entre muchos otros, tal y como afirma Llorens en su obra magna Liberales y románticos. A su vez, la imagen del emigrado por parte de Alcalá Galiano también responde a algunos de los tópicos a los que hemos aludido anteriormente. El emigrado español era consciente de su realidad y su situación de extrema necesidad y pobreza: «llegábamos casi todos los españoles a Inglaterra en un estado de miseria completa, de suerte que sólo la caridad pública podía darnos el indispensable abrigo y sustento» (Alcalá Galiano 1913: 461). Entre los emigrados, Inglaterra —y su pueblo— eran símbolo de prosperidad, progreso, ayuda y humanidad en la mayoría de las ocasiones. El mismo Alcalá Galiano, en otros pasajes, alude a las actividades que realizaron los ingleses para ayudar a los españoles refugiados en su país y a la compasión que las autoridades inglesas mostraron a la hora de juzgar algunos delitos realizados por ciertos emigrados españoles durante su destierro. Así, «en el suelo británico, al amparo de las leyes, favorecidos por la opinión, si no patrocinados socorridos por el Gobierno, libres en cuanto cabe estarlo entre un pueblo libre, se miraban y eran [los emigrados] [...] una potencia» (Alcalá Galiano 1913: 457). La imagen de la emigración liberal en Londres se convierte en una especie de España constitucional en el destierro, una España que lucharía por recobrar la patria perdida: los refugiados a otras tierras, adictos a la España constitucional, que en su patria había desaparecido o estaba eclipsada, la saludaban allí donde la creían existente, de donde esperaban verla salir de nuevo como astro que oculta el movimiento de los mundos (Alcalá Galiano 1913: 457).

De este modo, el barrio de Somers Town, que años atrás había servido de asentamiento para los franceses emigrados a causa de la Revolución Francesa, fue el hogar de los desterrados españoles, un barrio que se convirtió en el centro neurálgico de la política liberal española en el exilio: «allí vivía una España que no ha dejado de tener influencia en los sucesos de la España verdadera» (Alcalá Galiano 1913: 473). Somers Town y la emigración liberal española del siglo xix crean, desde entonces, una relación tan estrecha y simbólica que puede denominarse mítica, teniendo en cuenta las palabras de Alcalá Galiano,

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quien afirma que, a pesar de que muchos españoles nunca hayan estado en Londres ni hayan vivido el destierro, conocen lo acaecido en este barrio londinense y su significado dentro de la historia de España, una vivencia que ha sido transmitida y ha pervivido de generación a generación. Si bien entre estos emigrados existían diferencias en cuanto a las ideas políticas, las acciones pasadas y otras pugnas personales, estas perdían peso al tener en cuenta la situación en la que se encontraban, aunque «si los partidos que en su patria los dividían no aparecieron vivos en el lugar del destierro, no estaban muertos, y tenía cada cual su bandera recogida, mas no abandonada» (Alcalá Galiano 1913: 466). A pesar de estas diferencias, Alcalá Galiano concluye que la emigración liberal en Inglaterra compartía fuertes lazos, ideas e intereses, lo que favoreció —como hemos comentado anteriormente— un grado de unión que produjo el aislamiento de los españoles en tierra anglosajona. Ello propició que los emigrados no tuviesen necesidad de integrarse en la sociedad inglesa o de aprender la lengua extranjera, por lo que llegaron, incluso, a hacer de Somers Town una España en miniatura: «algunos emigrados habían creado una imagen de su patria en su barrio, habiendo aprendido en él algo de la lengua castellana criadas de servicio y tenderos» (Alcalá Galiano 1913: 475-476). Es más, los guardias nocturnos ingleses llegaron a pregonar las horas de la noche en español y los propios emigrados nombraron a un árbol del barrio como el legendario Guernica vizcaíno (Alcalá Galiano 1913: 476). Con todo, la vida del emigrado en Londres —según Alcalá Galiano— era triste: «Eran aquellas sin duda horas de amargura, y bien echábamos de menos la patria ausente, y harto llorábamos la suerte de la causa que habíamos creído nosotros justa y puede decirse santa» (Alcalá Galiano 1913: 478-479), una vida apesadumbrada en que la amistad, esa unión con otros emigrados, era un bálsamo. Otro de los elementos que alivian la angustia del emigrado, al que alude Alcalá Galiano y que también aparece en esa imagen prototípica del desterrado, es la esperanza del regreso, una esperanza que, en ocasiones, pierde la noción de la realidad, producto de la imaginación del emigrado. En Recuerdos de un anciano, se describen algunos de los intentos por parte de los liberales de recuperar el poder en España; tentativas, desesperadas en algunos casos, que fracasaron y que minaron la ilusión y la fuerza del expatriado.

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De este modo, en la última de estas acciones militares —entre los que se encontraban ilustres hombres de alto rango, como Mina y Torrijos—, formaron parte muchos de los emigrados que, como el propio Alcalá Galiano, habían decidido abandonar algún tiempo antes Londres y la isla de Jersey para trasladarse a Francia y ayudar en lo posible a la sublevación: «Así puede decirse que había terminado la emigración en Inglaterra, si bien quedaban allí no pocos de los proscritos, pero como retirados de la política militante, y espectadores y no actores de las escenas que se preparaban» (Alcalá Galiano 1913: 507-508). Muchos habían encontrado en Inglaterra, en el destierro, una nueva vida, y siguiendo la imagen plutarquea, decidieron mirar hacia adelante e integrarse en ese nuevo país, en esa nueva cultura. Esta imagen positiva también está presente en el mito de la emigración y sirve como contraposición a la perspectiva negativa del exilio. Si es cierto que la mayoría decidió volver a España, no fueron pocos los que tomaron este camino de no retorno e hicieron de su refugio un nuevo hogar. Alcalá Galiano se hace eco de algunos ejemplos de estos emigrados. A su vez, algunos de los que regresaron sufrieron un sentimiento contradictorio, ante sus ojos se presentaba una realidad, una imagen de España que no era la que ellos esperaban encontrar, la que ellos recordaban o imaginaban que hallarían tras el destierro. Ello produjo un sentimiento de desasosiego, de desengaño, que el propio Alcalá Galiano padeció y que describe en un hermoso y a la par desolador poema, dirigido a su amigo Ángel de Saavedra y, cómo no, esta emoción también aparece en sus Recuerdos: «En mejores días me ha sucedido, y no a mí solo, volver la vista con la mente en aquellas horas de destierro y pobreza, y considerarlas casi como suele considerarse un bien perdido» (Alcalá Galiano 1913: 479). Se produce, entonces, una paradoja: el destierro del hogar se convierte, con el paso del tiempo, en un nuevo hogar, y el regreso al país de origen reproduce en el individuo una sensación de vacío interior parecido al que sintió cuando dejó atrás esa tierra que ahora pisa. Cuesta Bustillo, en este sentido, afirma que «el punto de salida y/o retorno se han transformado en utopía, en sueño, en mito, y se descubre “el exilio como patria”, irrenunciable una vez conocida» (Cuesta Bustillo 1999: XVIII). Llorens, junto con otros investigadores, considera, del mismo modo, que la escisión vital que produce la experiencia del destierro es irreparable, pues el emigrado

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será emigrado de por vida, ya que la expatriación pasa a formar parte de sí mismo, de su personalidad. En ocasiones, al regresar del exilio, el paraíso perdido, que es la patria abandonada, se convierte en ese edén, ese locus amoenus del que también habla Juan Francisco Fuentes en su artículo «Imagen del exilio y del exiliado en la España del siglo xix», una idealización que viene determinada por el propio recuerdo nostálgico del exilio, que mitiga los padecimientos y dolores de la emigración, junto con la decepción del regreso (Fuentes 2002: 53). Alcalá Galiano experimenta en sus carnes este fenómeno: «No de otra manera, al recordarnos las noches de Londres, sentimos tentación de exclamar: ¡Aquellas eran horas felices! Y una buena razón tenemos para decirlo cuando pensamos en desengaños posteriores, en ilusiones desvanecidas, en yerros propios y ajenos [...]» (Alcalá Galiano 1913: 479). Conclusiones A lo largo de estas páginas, hemos intentado realizar una somera descripción de algunos de los elementos que el mito del emigrado español del siglo xix fue desarrollando y fijando a lo largo del tiempo. La imagen prototípica del desterrado es la de Ovidio, un individuo que ve el exilio como una condena, que se aísla de la realidad que lo circunda, intentando proteger la memoria, el recuerdo y el pasado, y cuyo único fin en su vida es conseguir retornar a la patria. Sin embargo, también encontramos en un polo opuesto al desterrado que toma la emigración como una experiencia enriquecedora que puede hacerle mejorar su situación y prosperar en la vida. En función de la perspectiva que se tome y los aspectos que se recojan, su figura puede variar y transformarse vertiginosamente, pues son múltiples los rostros del emigrado. Lo que es indudable es que el fenómeno del destierro produce un cambio drástico en la vida del individuo y, en general, de la sociedad que deja atrás, así como la que lo acoge durante su proscripción. En el siglo xix, este contacto entre la sociedad de acogida y el emigrado llevó al establecimiento de relaciones que hasta ese momento no se habían producido jamás, unas relaciones que desembocaron irremediablemente en una imagen del otro, de ese otro que estaba más cerca que nunca y cuyo trato e influencia eran inevitables, dada la importante dimensión de las emigraciones españolas de la época. Franceses e

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ingleses, sobre todo, formaron una imagen prototípica y casi mítica del emigrado político, imagen que ya venía matizada por los estereotipos previos sobre el español. A su vez, el emigrado, por un lado, confecciona una visión global y subjetiva del país de acogida y de sus habitantes, su cultura y su sociedad; mientras que, por otro, ayuda a conformar esta imagen de sí mismo, gracias a sus propios comportamientos en el país extranjero y a la visión que de su propia figura realiza a través de su relación con el mundo, sus pensamientos y sus escritos. Como resume Daniel Muñoz Sempere, «el emigrado [...] ocupa un lugar privilegiado para observar, imaginar y narrar su patria» (Muñoz Sempere 2011: 10), así como para describir el país que le ha acogido. A lo largo de esta convivencia entre diferentes culturas y lenguas, se produce de forma irremediable un diálogo (más o menos dinámico) entre ellas, una relación que las retroalimenta y las enriquece, siendo el exilio uno de los fenómenos por los que las sociedades adquieren nuevas ideas, perspectivas, avances tecnológicos, etcétera y que, en último término, modifican la realidad tanto de la cultura de origen como la de acogida. Los españoles pintados por sí mismos y Recuerdos de un anciano son dos textos en los que la figura del emigrado cobra un papel preeminente. A través de sus ejemplos y sus lecturas, podemos reflexionar sobre las características principales y puntos de vistas más recurrentes a la hora de acercarse al personaje del emigrado, un tipo social esencial dentro de la historia y el devenir del siglo xix español y europeo1. Obras citadas Abellán, José Luis (2001): El exilio como constante y categoría. Madrid: Biblioteca Nueva. Alcalá Galiano, Antonio (1913): Recuerdos de un anciano. Madrid: Librería de Perlado, Páez y Cía. Canal, Jordi (ed.) (2007): Exilios. Los éxodos políticos en la historia de España. Siglos xv-xx. Madrid: Sílex. Carlyle, Thomas (1851): The Life of John Sterling. London: Chapman and Hall. 1  Este trabajo forma parte del proyecto de investigación del Plan Nacional, ref. FFI2013-40584-P, titulado «La cultura literaria de los exilios españoles durante la primera mitad del siglo xix».

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Cuesta Bustillo, Josefina (coord.) (1999): Retornos (de exilios y migraciones). Madrid: Fundación Francisco Largo Caballero. Dickens, Charles (2007): La casa desolada. Trad. José Luis Crespo Fernández. Barcelona: Montesinos. Fuentes, Juan Francisco (2002): «Imagen del exilio y del exiliado en la España del siglo xix». Ayer. Revista de Historia Contemporánea, 47, pp. 35-56. Guillén, Claudio (1995): El sol de los desterrados. Literatura y exilio. Barcelona: Quaderns Crema. Kamen, Herny (2007): Los desheredados. España y la huella del exilio. Madrid: Aguilar. Larra, Mariano José de (1835): «La diligencia». Revista Mensajero, 47, 16 de abril. Lida, Clara E. (2009): Caleidoscopio del exilio. Actores, memoria, identidades. Ciudad de México: El Colegio de México. Llorens, Vicente (1968): Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834). Madrid: Castalia. MaraÑÓn, Gregorio (1953): Españoles fuera de España. Madrid: Espasa-Calpe. MuÑoz Sempere, Daniel y Gregorio Alonso García (eds.) (2011): Londres y el liberalismo hispánico. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Sánchez Mantero, Rafael (1975): Liberales en el exilio. Madrid: Rialp. Sánchez Zapatero, Javier (2008): «Implicaciones históricas, literarias y léxicas del exilio en España: 1700-1833». Revista Electrónica de Estudios Filológicos, XV, junio. VV.AA. (1851): Los españoles pintados por sí mismos. Adornada con cien láminas. Madrid: Gaspar y Roig.

Epílogo MITOS VIEJOS, MITOS NUEVOS Fernando Durán López Alberto Romero Ferrer

Más que una conclusión, propondremos ahora un ramillete de corolarios que sirvan de cierre ocasional para una materia que permite exploraciones mucho más extensas y profundas. Este libro ha pretendido abrir algunas vías de acceso a uno de los elementos característicos de la literatura y el arte del xix —alrededor, sobre todo, pero no solo, del Romanticismo—: la intensa mitificación del pasado histórico, con la consecuente renovación y reinterpretación del panteón de figuras legendarias portadoras de mensajes nacionales o universales. En los resultados que se desgranan de los doce capítulos que componen nuestro mosaico de mitificaciones decimonónicas, sobresalen algunas constantes, que son las que ahora queremos subrayar y que nos abren puertas para responder de forma plausible a la pregunta que sobrevuela las páginas de este libro: ¿qué es un mito y para qué sirve en el siglo xix? La primera constante es el carácter proteico y no necesariamente hierofánico de los mitos en el Ochocientos. En este volumen, hemos adoptado una visión ecléctica y nada dogmática de las modernas mitologías, precisamente, porque estas representan un territorio fluido, en el que no están acotadas al marco de lo sagrado ni de lo heroico. Como en el poema de Kavafis «Uno de sus dioses», los mitos modernos adoptan

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cuerpos y vestiduras radicalmente humanos para descender de sus venerables salones y pasear sus epifanías por los bajos fondos lupanarios de la vida burguesa y del Estado-nación. Eso atañe a las formas concretas en que quedan textualizados, en una gama casi infinita, que va desde los géneros literarios más convencionales hasta los saberes académicos o las manifestaciones de la cultura de consumo y la divulgación popular. Desde poemas épicos hasta novelas juveniles, los textos aquí considerados incluyen poemas líricos o narrativos, biografías históricas o noveladas, narraciones en prosa de todo pelaje, obras de teatro serias o paródicas, artículos costumbristas, publicaciones en periódicos, libros de historia, autobiografías, libros de viaje, óperas y, también, representaciones gráficas en diálogo con las literarias... Son solo ejemplos, entre muchos posibles, de lo que uno de nuestros colaboradores cataloga como «transmedialidad»: esto es, en el sentido que le da Hans Belting, la circulación de imágenes de un medio a otro, que es una de las cualidades esenciales de los mitos antiguos o modernos. La nómina de obras y autores que se discuten en este volumen da constancia de la riqueza, extensión y hondura de los testimonios que se cotejan. Pero la mitificación, además, apenas distingue ya entre figuras históricas o entes de ficción en cuanto a su origen, ni en cuanto a su plasmación en los textos. El estudio de Jéromine François sobre la Celestina muestra cómo de un mero personaje literario puede surgir un mito, mientras que los de Nataliya Nóvikova, Carmen Servén o Nettah Yoeli-Rimmer nos hacen ver cuán leve es la diferencia entre un personaje real y la construcción ficcional erigida sobre él: ¿del Cid, la reina Urraca o la judía Raquel, qué sabemos de cierto más allá de lo que se quiso simbolizar con ellos en obras literarias o crónicas históricas tan poco documentables como aquellas? Y el proceso mitificador no se limita a figuras antiguas y heroicas, es una fábrica en continua producción: así, personajes históricos modernos, cuya celebridad se vincula únicamente a la cultura letrada, sea por su obra o por su vida, como el conde de Villamediana, son, también, susceptibles de pasar al circuito de las figuras mitificadas en el xix como protagonistas, a su vez, de obras literarias, completando el recorrido que lleva de la literatura a la historia y de la historia de vuelta a la literatura. Eso estudia Isabel Román al analizar la aparición de aquel poeta como personaje histórico ficcionalizado en el Romanticismo, que quizá no llegue aún al plano mítico, pero que iba camino de alcanzarlo, debido a su misterioso asesinato, pues toda representación literaria de los mitos aspira a llenar

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los huecos y dotar de sentido (actual) a los misterios del pasado. Y queda claro en ese capítulo que Villamediana, sus supuestos amores y su trágica muerte son solo una pieza (menor) de un mito nacionalista vital para los románticos españoles: el del Siglo de Oro, en su dimensión imperial y en la cultural. Así el feroz poeta satírico aparece emparejado en sus representaciones con Quevedo, Velázquez, Góngora, Lope, Calderón, Moreto..., igual que Cervantes y otras combinaciones de personajes proliferan en otras creaciones del Romanticismo historicista español. De modo semejante, figuras reales de un tiempo todavía más cercano, como la Perricholi, una actriz que triunfó en la Lima del siglo xviii, en la época del virrey Amat, pueden alcanzar una notoriedad y una circulación transnacional que las conviertan, según afirma Hartmut Nonnenmacher, en un «mito nacional peruano». Lo proteico de los mitos en la época moderna es justo que no representan un cuerpo cerrado de dioses condenados a repetir cíclicamente sus grandezas y miserias sin salir del Olimpo, sino una posibilidad abierta a la incesante incorporación de figuras variopintas nacidas en la fama social, la historia o la ficción, que quedan elevadas —o degradadas— a planos de simbolismo universal que les otorgan el poder significante que caracteriza a los mitos. La Perricholi despega hacia ese plano durante el siglo xix, y lo alcanzará en mayor medida en la cultura popular del siglo xx. Y, también, los procesos históricos contemporáneos, por último, que los propios escritores del xix han visto o han vivido, o sus sociedades acaban de vivir, están en trance de producir mitificaciones nuevas. Eso ocurre —propone David Loyola— en el caso del emigrado político, figura que se empieza a convertir en familiar para los españoles a partir de 1808, aunque no nazca entonces ni mucho menos. Una experiencia traumática que es evocada ya en forma de tipo por autores costumbristas —Eugenio de Ochoa— o bien, relatada como experiencia personal —una suerte de automitificación— por memorialistas como Antonio Alcalá Galiano. Poco más hizo falta para que, uniendo los puntos con una línea, los españoles del xix, primero, y con mucha mayor fuerza los del xx, que conocieron el desastre de 1939, dotasen al hecho del exilio —y a la figura del exiliado— de una fatalidad que lo elevaba a mito nacional constitutivo de la propia idea de España. ***

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La segunda constante es la ambigua relación entre los procesos de mitificación y los de desmitificación, si es que no son la misma cosa. En el xix, mucho más que en épocas anteriores, los mitos, viejos o recientes, empiezan a ser sometidos a severas críticas, porque todo intento de envolver la realidad de sustancia mítica provoca un deseo paralelo de extraer esa realidad desnuda y reivindicar su primacía sobre cualquier falsedad que la distorsione. Y, a la vez, padecerán los efectos del ruido mediático, la confusa multiplicación de discursos y mensajes que caracteriza a las sociedades abiertas y a los regímenes basados en la opinión pública. En ese sentido, algunos trabajos han confrontado los hechos históricos reales con las representaciones literarias, esclareciendo los mecanismos retóricos o ideológicos por los que los mitos históricos son manipulados para determinados fines. Para ello, hay que tener en cuenta que tales hechos reales, muchas veces, son conocidos por construcciones historiográficas que participan de análogos mecanismos. Así, Carmen Servén analiza la biografía novelada que María del Pilar Sinués escribe de la reina Urraca en paralelo a las imágenes de los historiadores (Modesto Lafuente y Manuel Risco en particular, pero también los medievales y los recientes). Se desvelan, de este modo, las formas de (des)mitificar a una mujer reina, asociando su figura a un desarreglo de la conducta sexual y a la volubilidad femenina: frente al mito negativo transmitido por la historia, Sinués eleva y justifica la personalidad de Urraca. De igual modo, Fernando Durán muestra el conflicto entre la mitificación simétrica y antitética del rey Felipe II y su hijo don Carlos (insertas a su vez en el macromito europeo, que llamamos leyenda negra), y su deconstrucción crítica por parte de Juan Antonio Llorente y de José María Blanco White. Ambos autores coinciden en desmontar documental y racionalmente sus falsedades, pero con intenciones diferentes, pues el segundo busca preservar la eficacia performativa —esto es, la virtualidad mítica— de esas figuras a la hora de sustentar una feroz crítica a la España de los Austrias —y, de paso, a la coetánea—, mientras que el primero desarrolla un cierto grado de apología a fin de desmontar (desmitificar) el componente antiespañol de esos mitos. En estos dos casos, como en otros presentados en este libro, el tratamiento de estas reescrituras de mitos es esencialmente dialéctico, nacen y crecen como figuras en trance de ser salvadas o condenadas: en ello, se desvela su naturaleza obviamente ideológica y su funcionalidad

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para representar conflictos del presente y agendas políticas concretas. La Primera Guerra Civil castellana en tiempos de Pedro I se colma de concomitancias con la Guerra de la Independencia de 1808, según explica González Dávila; del mismo modo, una manera de denunciar en Estados Unidos la tiranía española en Cuba y justificar así la intervención militar puede ser, como sostiene Lieve Behiels en su trabajo sobre Archibald C. Gunter, escribir una novela que traza un paralelismo histórico con la guerra de Flandes en el siglo xvi. Trazar tales conexiones es otra constante en nuestros resultados, porque la literatura, sea cual sea su tema o su intención, siempre es radicalmente de su tiempo, y la literatura histórica no es una excepción. *** La tercera constante es la naturaleza transnacional y panoccidental de estos mitos históricos. A pesar de ser figuras y eventos puramente hispánicos —incluyendo la América conquistada y la independizada—, muchos sin relación directa con procesos históricos o culturales continentales —otros, sí—, su abordaje atañe a Europa entera y a los herederos ultramarinos de su civilización. Los estudios aquí reunidos analizan textos de Alexander Pushkin, Robert Southey, Telesforo de Trueba y Cosío, José María Blanco White, Prosper Mérimée, los libretistas Halévy y Meilhac, Archibald Clavering Gunter, Franz Grillparzer, etcétera, escritos en inglés, ruso, francés, neerlandés, alemán..., que abarcan contextos españoles, pero, también, de los Países Bajos, Reino Unido, el Imperio Austro-húngaro, Perú, Estados Unidos, el mundo judío y el islámico... La revisión del mito de Don Rodrigo que hace Nataliya Nóvikova reproduce un largo itinerario de crónicas históricas y textos literarios desde el siglo xii a fines del xviii en latín, castellano, inglés y portugués, para contextualizar un análisis centrado en poemas rusos de Pushkin. Que un conde ruso encargue a un arquitecto inglés levantar un palacio en Crimea, inspirado, en parte, en la Alhambra evocada por un escritor norteamericano da buena cuenta de las complejas vueltas y revueltas de «estas interpretaciones transfronterizas de España». Nettah Yoeli-Rimmer contrasta las visiones españolas de la judía de Toledo en una novela y una obra de teatro con la mucho más favorable y filosemita que ofrece un autor austríaco, pero antes ha repasado las

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versiones del mito de García de la Huerta en adelante y ha determinado la influencia de una novelita francesa de Jacques Cazotte en los textos españoles. El capítulo de María José González Dávila, por su parte, rastrea a Pedro el Cruel a través de piezas teatrales de Espronceda y Zorrilla, y novelas de Ramón López y Telesforo de Trueba y Cosío (este último, escribiendo en inglés, desde Inglaterra y para lectores ingleses). Lieve Behiels estudia la figura del duque de Alba en la novela de un inglés afincado en Estados Unidos, pero interesándose por su traducción al neerlandés. Hartmut Nonnenmacher narra el surgimiento del mito de la Perricholi como figura legendaria en piezas de teatro cómico y óperas de Mérimée y de otros autores franceses, antes de pasar a las versiones literarias peruanas, pues el propio Ricardo Palma reconoce a aquellos como sus fuentes. En casi todos los demás capítulos, podemos encontrar diálogos y triangulaciones igual de complejas entre países, lenguas, épocas y géneros literarios. Así pues, los mitos españoles no son solo españoles. Esto obedece a dos motivos: por un lado, al hecho de que el «mito de España» como fenómeno global es una de las señas de identidad del Romanticismo europeo. Si el mito de Grecia y la Antigua Roma es la sustancia del Renacimiento, para los románticos, las fuentes generadoras de nuevos lenguajes simbólicos basculan hacia el sur de Europa, particularmente España, y hacia los distintos Orientes (y España se constituye como uno de esos espacios orientales). Por otro lado, la cultura occidental del xix se desvela ya como un espacio común, no meramente unificado por unos sistemas culturales, sociales y políticos, sino en vías de confusión de identidades. Pensar a España desde España, o representar su historia y sus figuras míticas no será nunca un asunto solo español. Ese aspecto —creemos— es uno de los puntos más logrados en el presente volumen, gracias a la variada procedencia de los especialistas congregados, y a la de los autores y textos tratados. *** Y de ahí viene la última constante que queremos resaltar, quizá, la decisiva. A pesar de la naturaleza transnacional que acabamos de enunciar, todos los mitos aludidos se pueden subsumir en el gran arquetipo mítico del xix —y más allá—, la construcción ideológica más trascendental que hemos heredado del Romanticismo: la nación como

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esencia atemporal, idiosincrasia irreductible cuyos trazos se pueden leer en los renglones de la historia pasada y en sus figuras ficticias o reales. La mitificación a la que aluden los estudios aquí reunidos es, en efecto, un eficiente modo de construir identidades grupales (personajes literarios como Celestina, artistas célebres como la Perricholi o figuras políticas como Urraca dan lugar, por ejemplo, a determinados discursos sobre la feminidad) y en particular identidades nacionales. Casi todos los capítulos indagan alrededor de la dialéctica entre españolidad y otredad, puesto que nadie construye su idea de nación en solitario, sino como un espejo enfrentado a otras ideas nacionales. Para Perú la Perricholi puede ser una forma de procesar las glorias del virreinato en términos de una identidad nacional diferenciada de la española, sin renunciar a la continuidad histórica con aquella. A la vez, la ambigua naturaleza racial del personaje apunta al nudo de la construcción identitaria de la América andina: la dialéctica entre nacionalidad y etnicidad. El capítulo firmado por Nettah Yoeli-Rimmer nos muestra, en esa línea, cómo el mito de Raquel «suscita preguntas sobre las fronteras culturales de la nación, y permite explorar quién pertenece y a quién se excluye», preguntas que se repiten al considerar Alberto Romero Ferrer a los moriscos granadinos en Abén Humeya de Francisco Martínez de la Rosa. Y ver a Felipe II o al duque de Alba desde el mirador de Inglaterra o de los Países Bajos, por ejemplo, nos transporta al lado contrario del espejo: a contemplar de qué modo los españoles son construidos como el Otro —el Otro sureño, el Otro católico, el Otro imperial— por sus históricos rivales protestantes del norte de Europa. De ahí, que el capítulo de Behiels enfatice «la importancia de la leyenda negra para la construcción de la incipiente identidad belga en la segunda mitad del siglo xix». Pero la gesta imperial no solo hace Otro a los españoles, sino que conforma asimismo la identidad nacional, de la que los españoles han pretendido dotarse en el xix: lo prueba Eva Lafuente al hablar de Hernán Cortes, en concreto, del icónico episodio de la destrucción de las naves, que no es sino una pieza central del macromito nacionalista del Descubrimiento y la Conquista de América, en buena medida, sostenido como contra-mito apologético frente a la leyenda negra (frente a Raynal o Robertson). Así que, según Lafuente, «asistimos en el siglo xix a una verdadera campaña de rehabilitación del pasado imperial español a través de la exaltación épica de la Conquista de América». Lo mismo cabe decir del mito del Siglo de Oro, ya mencionado al hablar

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del conde de Villamediana: es un segmento clave de la reivindicación de glorias nacionales frente a extranjeros o extranjerizantes, a la vez, motivo de orgullo patriótico y arma arrojadiza contra los Otros, pues, en general, los mitos admiten usos tanto defensivos como ofensivos. Estamos siempre colocados ante reflejos especulares, acción y reacción, simétricas y condicionadas: la nación, paradójicamente, suele ser lo menos nacional que existe, solo habita en el intercambio de miradas entre nosotros y ellos. ¿Y dónde acaba la falsificación y empieza el mito, o viceversa? Porque el hecho de que la mayor parte de los mitos nacionalistas sean puras mentiras engrandecidas con total impunidad nunca les ha restado eficacia ideológica, así que puede ser que la falsificación sea una precondición del mito, que nunca pregunta cómo fueron las cosas, sino cómo hubiéramos querido que fueran, para poder así controlar el presente. A fin de cuentas, pues, lo que resalta por encima de todo es el inacabable valor significante de los mitos, su naturaleza esencialmente semántica y performativa.

SOBRE LOS AUTORES

Elizabeth Amann es profesora de Literatura Española en la Universiteit Gent y autora de Importing Madame Bovary. The Politics of Adultery (2006) y Dandyism in the Age of Revolution. The Art of the Cut (2015). Lieve Behiels enseña Traducción Especializada e Interpretación en la Facultad de Letras de la Katolicke Universiteit Leuven (campus de Amberes). Sus campos de investigación son la literatura española de los siglos xix y xx, la imagología y los estudios históricos de traducción. Es académica correspondiente de la RAE para Bélgica. Fernando Durán LÓpez es profesor de Literatura Española en la Universidad de Cádiz. Sus investigaciones se han centrado en la autobiografía, en la literatura política, el periodismo y la vida intelectual en España en los siglos xviii y xix, con particular énfasis en la publicística y la opinión pública en las Cortes de Cádiz. Es autor de una biografía de José María Blanco White (2005) y de varios estudios y ediciones de sus obras. Es codirector de Cuadernos de Ilustración y Romanticismo. Jéromine François es doctora en Filología Románica por la Université de Liège. Su tesis doctoral, titulada La Celestina, un mito literario hispánico (1822-2014), estudia desde un enfoque mitopoético las reescrituras literarias contemporáneas de la obra de Rojas que se publicaron en el mundo hispánico. María José González Dávila es investigadora en la Universiteit Gent y colabora con el Grupo de Investigación de Estudios del Siglo xviii

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La mitificación del pasado español

de la Universidad de Cádiz. Su trabajo se concentra en la narrativa histórica de los emigrados Valentín de Llanos y Telesforo Trueba y Cosío, y en el estudio comparativo de esta con las novelas de Walter Scott. Es autora de publicaciones como «La visión de la historia y el poder en Romance of History: Spain de Telesforo Trueba y Cosío» (en Actas de «Poder, contrapoder y sus representaciones»: XVII Encuentro de la Ilustracion al Romanticismo. España, Europa y América (1750-1850), 2017) o el estudio introductorio a la traducción de la novela Don Esteban, o memorias de un español escritas por él mismo (2017). Eva Lafuente es Maître de Conférences de Literatura Española en la École Polytechnique de Paris y miembro investigador del Centre de Recherches sur l’Espagne Contemporaine de la Université Sorbonne Nouvelle-Paris 3. Trabaja sobre las relaciones entre texto e imagen y la representación de la América hispánica en la España del siglo xix. David Loyola LÓpez es investigador y miembro del Grupo de Estudios del Siglo xviii de la Universidad de Cádiz. Es editor de Las musas errantes (2017) y colaborador en diferentes estudios relacionados con la España de la primera mitad del siglo xix y el fenómeno del destierro. Hartmut Nonnenmacher se doctoró en la Eberhard Karls Universität Tübingen en el año 2001 e imparte clases en la Albert-LudwigsUniversität Freiburg desde 2003. Es autor de Natur und Fatum (2002) y editor de la compilación Tango, Bolero, Copla... Canciones populares modernas de España y de Hispanoamérica (2009). Nataliya NÓvikova es profesora del Departamento de la Literatura Extranjera en la Universidad Estatal M. V. Lomonósov de Moscú. Se doctoró por la misma universidad en 2013 con una tesis sobre el exilio español en el Londres de los años 1820. Alberto Romero Ferrer es catedrático de Literatura Española, director del Departamento de Filología y del Grupo de Estudios del Siglo xviii de la Universidad de Cádiz. Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2016. Sus últimos libros son: Sin fe, sin patria y hasta sin lengua: José Marchena (2016); Lola Flores. Cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo (2016); y José Joaquín de Mora o la inconstancia (2017).

Sobre los autores

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Isabel Román Román es profesora titular de Literatura Española en la Universidad de Extremadura, donde ha ejercido también como coordinadora de la Titulación de Humanidades y del Programa de Doctorado en Estudios Filológicos. Sus líneas de investigación se centran en la narrativa del siglo xix y en las vanguardias literarias del xx. Ha publicado, entre otros, los libros La invención en la escritura experimental. Del barroco a la literatura contemporánea (1993) y La creatividad en el estilo de Galdós (1993, Premio de Investigación Benito Pérez Galdós), diversas ediciones de autores del siglo xix, y más de setenta artículos en libros monográficos y publicaciones filológicas. Fue premio de Excelencia Docente por el programa de Evaluación de la Docencia de ANECA (Agencia Española de Evaluación de Calidad). Carmen Servén Díez ha desarrollado su labor profesional como profesora titular en la Facultad de Formación de Profesorado y Educación de la Universidad Autónoma de Madrid. Está especializada en narrativa española de los siglos xix y xx, en educación literaria y en la relación mujer/literatura. Ha publicado numerosos artículos en revistas de prestigio internacional. Nettah Yoeli-Rimmer es investigador en la Universiteit Gent. Su línea de investigación principal es la representación literaria de musulmanes, moriscos y judíos en la literatura del siglo xix. Es autor de la tesis doctoral Dreaming al-Andalus: Nineteenth-Century Representations of Spain’s Jews and Muslims Past, y de publicaciones como «Jewish Villains and Basque Heroes: Ethnic Identities and National Narratives in Francisco Navarro Villoslada’s Amaya o los vascos del siglo viii» o «Poder y resistencia en Los espatriados o Zulema y Gazul, de Estanislao de Cosca Vayo».