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Spanish; Castilian Pages 153 [164] Year 2019
Morales Saravia La luna escarlata
smcMPúGama Publikationen des Zentralinstituts f ü r LateinamerikaStudien der Katholischen Universität Eichstätt Serie Ct Texte, 1 Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos Universidad Católica de Eichstätt Serie C: Textos, 1
Publicares do Centro de Estudos Latinoamericanos da Universidade Católica de Eichstätt Serie C: Textos, 1
de la
José Morales Saravia
La luna escarlata Berlin Weddingplatz
Vervuert Verlag • Frankfurt am Main 1991
CIP-Titelaufnahme der Deutschen Bibliothek Morales Saravla, José: La luna es cariata : Berlin Weddingplatz / José Morales Saravia. - Frankfurt am Main : Vervuert, 1991 (Americana Eystettensia : Ser. C, Texte ; 1) ISBN 3-89354-971-4 NE: Americana Eystettensia / C
© Vervuert Verlag, Frankfurt am Main 1991 Alle Rechte vorbehalten Printed in West-Germany
Prólogo ¿Qué vas a hacer en Berlín, le preguntaron a Ignácio de Loyola Brandao, cuando éste se preparaba a una estadía de un año en la antigua (y, tal vez, futura) capital de Alemania, en esa ciudad sobria, ceniza, pesada, triste, llena de nazis? Cuando Loyola Brandao emprendió el viaje, a principios de 1982, viajó lleno de prejuicios. Pero cuando publicó sus impresiones y reflexiones, al final de su estadía, en su libro O verde violentou o muro (1984), escepticismo inicial había dado lugar a un entusiasmo fervoroso. Ahora, Berlín le pareció ser la ciudad clave del mundo para los años ochenta, la ciudad estrella que enseñará un nuevo modo de vivir. La experiencia de Loyola Brandao corresponde a la evolución de la imagen de Berlín en las letras latinoamericanas. Hace tan sólo un par de años, Berlín interesaba a muy pocos intelectuales en América Latina, siendo París, y en grado menor, Madrid y Londres las ciudades que representaban para ellos Europa. Este estado de cosas empezó a cambiar tan sólo muy recientemente, a principios de los años setenta. Un hecho decisivo fue el exilio chileno, después del golpe de Pinochet. Por primera vez era Alemania la que acogía a una cantidad notable de exiliados, mientras que antes habían sido otros países europeos, sobre iodo Francia, los lugares preferidos del exilio latinoamericano. Los exilados chilenos, política y culturalmente muy activos, crearon focos culturales, entre los que Berlín vino a ser por varias causas el más importante. Fue en Berlín donde vivió y escribió Antonio Skármeta durante catorce años. Y si la elección de la ciudad se debió, como dijo una vez, a un puro azar, al final de su estadía éste se había convertido en libre elección, y volvió a su patria en el momento preciso cuando se había enamorado irremediablemente de la ciudad. Pero ¿cómo es posible que esta ciudad despierte el amor de exilados y visitantes latinoamericanos f Hay que remontar al pasado para explicar la atracción de esta ciudad. Después de la Segunda Guerra Mundial, Berlín compartió el destino de Alemania al ser dividida en una parte oriental y otra occidental. A partir de 1961, el tristemente famoso muro completó la división y se convirtió en el símbolo de la confrontación ideológica de los dos bloques. La parte occidental quedó en una situación aislada que se comparaba habitualmente con una isla, siempre amenazada de una muerte por consunción. El gobierno de ¡a República Federal se esforzó en contrarrestar los efectos de la división con diferentes medidas sobre iodo de índole cultural. Fue así que se fundó, en 196S, el "Programa de Artistas en Berlín" del Servicio Alemán de Intercambio Académico (Berliner Kinstlerprogramm des DAAD) que permitió a un número apreciable de artistas - escritores, pintores, escultores, músicos, cineastas, entre ellos muchos provenientes de América Latina - pasar una temporada en Berlín. Ya en los años veinte se había fundado el renombrado Instituto Ibero-Americano que hoy alberga una de ¡as bibliotecas especializadas en América Latina más grandes de
vi todo el mundo. En loa años de la posguerra, se fundó el Instituto Latinoamericano de ¡a Universidad Libre de Berlín, que en pocos años se convirtió en uno de ¡os principales centros de la investigación y la enseñanza sobre América Latina en Alemania. Los dos institutos atrajeron a numerosos estudiantes y estudiosos a Berlín que acrecentaron el elemento latinoamericano de la ciudad. Pero todo ello explica tan sólo parcialmente la atracción que la ciudad ejerce sobre los latinoamericanos. Por varias causas que serta largo de explicar, Berlín atrajo a jóvenes que se sintieron frustrados por el sistema político de la República Federal. Por ello, lo que se llama en Alemania la "escena alternativa" es más fuerte en Berlín que en el resto del país. Este sector marginal se distingue por varios rasgos de la sociedad alemana en general, entre ellos una apertura más grande hacia los grupos de extranjeros en el país, entre los que los latinoamericanos forman tan sólo una fracción. Es la existencia de la escena alternativa uno de los atractivos más fuertes de la ciudad para los latinoamericanos, porque contribuye a crear este clima de efervescencia intelectual que tanto los fascina. Un número creciente de obras atestiguan esta fascinación, entre ellas el ya varias veces citado O verde violentou o muro, las novelas N o pasó nada (1980), de Antonio Skármeta, y El anfitrión (1987), de Jorge Edwards, el volumen de poemas de Cristina Peri Rossi, Europa después de la lluvia (1987), y habría que seguir con obras de Carlos A. Azevedo, Jorge Triana, Antonio Cisneros y muchos otrcs. Y no termina con esto la lista, porque varios autores que han vivido en Berlín están escribiendo obras inspiradas en la ciudad que se publicarán en un futuro próximo. La luna escarlata pertenece a estas obras que atestiguan el impacto de la ciudad sobre los intelectuales latinoamericanos. El autor, joven poeta de origen peruano, ha vivido ocho años en la ciudad. La densa e intensa prosa poética de su obra logra captar, a la vez, la presencia visual e intelectual de la ciudad. Me satisface que sea esta obra con la que se abre la serie "Textos" de los america e y s t e t t e n s i a , publicados por el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt, porque constituye un puente entre las culturas alemana y latinoamericana, con lo expresa perfectamente las intenciones de las publicaciones del Centro que se comprenden como modesta contribución para un mejor conocimiento mutuo. Seguirán, en intervalos más o menos regulares, otros textos, tanto originales como reediciones de obras olvidadas pero dignas de ser rescatadas, o disponibles tan sólo en ediciones insuficientes. La luna escarlata aparece en un momento en que la situación política de Alemania está cambiando a un ritmo inconcebible hace tan sólo un año, y con ello la situación de Berlín. Ya se vislumbran los contornos de lo que será
vii la ciudad en un futuro próximo. Si las apariencias no engañan, el Berlín del futuro no será, ojalá que nunca más, ¡a "ciudad del muro", la isla enmurallada, sino otra vez una ciudad abierta. Es de esperar que el nuevo Berlín guarde lo que tanto ha fascinado a los latinoamericanos: la efervescencia intelectual, la hospitalidad, la apertura hacia el extranjero, el empeño de comprender y ayudar al otro. Eichstätt, junio de 1990
Karl Kohut
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1.
Naturalmente que todo contemporáneo tiene su palabra sobre lo que vive, goza o padece. Cuándo se inicia esa contemporaneidad es algo que determina él mismo y desde una perspectiva que al final se muestra menos personal de lo que se creía. Así las cosas, hay una serie de nombres que, sea para un hemisferio o para el otro, tienen un carácter de padres y de abuelos. Frente a los primeros se encuentran unas relaciones edípicas que impiden la identificación. Los padres han poseído el tiempo, el espacio, los sueños y fantasías que antecedieron a este contemporáneo. Cuando él vino al mundo observó que los metros y milímetros de muchas preguntas habían tejido una respuesta y ésta se mostró quizá al principio como pertinente, adecuada, digna de admiración. Luego de un momento de asombro saltaron las insuficiencias, las limitaciones, los anacronismos, buena parte de toda esa materia gris empezó a tener el color mate de las coséis esclerotizadas o destructivas. Las respuestas parecieron ahora no haber respondido a las preguntas de lleno, dio la impresión de que los interrogantes seguían moviéndose en su circuito de trompo, intocados en su trayectoria. Se necesitaba, sin embargo, una figura paterna y los padres no podían desempeñar ahora este papel pues sus parlamentos sobre el escenario, sus escenificaciones y decorados, las ciudades de cartón-piedra que creaban no movilizaban el más mínimo vello de la nueva emoción. Se pensó entonces en los abuelos, se los vio más allá de la hasta entonces acostumbrada mirada piadosa que se les había dispensado. En realidad ellos habían planteado las preguntas que todavían preocupaban a los contemporáneos; ellos habían esbozado sus respuestas, bosquejado sus ciudades y viviendas, puesto un parque a una torre donde antes existió un descampado o un pozo. Pero los abuelos, mostrando la continuidad de las generaciones, no prestaban a los nietos contemporáneos sino su traje a rayas negro, la levita, el sombrero tongo, la sarita o el bastón. Y el nieto viste estas prendas pero trae el arete relampageado o los cabellos
2 peinados a lo susto. El abuelo metido en el nieto no imponía ya sus gustos; el nieto metido en el abuelo circunscribía en su elección la calidad y cantidad de su calzado para andar por las ciudades que quería cortar a la medida de su cuerpo y extremidades.
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Los padres bautizaron su edad con el cuadrado, el triángulo y el rectángulo. Se trataba para ellos de encontrar los colores primarios, de darles volumen y meter a sus co-vivientes a habitar en dichas formas. En realidad negaban la voluptuosidad del arabesco, la mollura del rosetón y el salto encarpado del acanto. Había no se sabe qué de intenciones dóricas en la persecución de una línea y en las ocultas funciones que tales edificaciones debían cumplir. Los padres buscaban un clasicismo, un manual con instrucciones traducibles a todas las comarcas e idiomas del mal iniciado siglo veinte. La volanda de una pagoda o el demorarse en un trote de la vista que detiene mientes y atenciones en la caracola escalera de balaustres mariposos o emparrados con sus tulpos forjados en hierro y sus vides repujadas en un lagar hefaístico reñían con lo ya pensado y su encerrada función: ascender y descender, sin tropiezo, predispuesto toda para la siguiente acción, el télos atando los peldaños y escalones, las puntadas muchas que una jornada obliga para el traje en la vitrina. Ni desperdicio de tela, ya que los moldes se abrazaban casi y se encajaban, ni muchas más puntadas o tijeretazos que los necesarios. Los perfectos cortes de un pitagorismo que se quiso universal y lo fue por unos años. En los hemisferios ambos se erigieron oficinas, tiendas, fábricas, juzgados, centros comerciales y cívicos, teatros, cines, edificios de departamentos, colegios, escuelas, universidades, bancos, que tenían el mismo corte de cabello, olían las mismas flores de plástico aromatizadas y cepillaban sus alineadas y simétricas ventanas con la misma pasta dentífrica. Los abuelos, antes de haber sido contradichos, habían soldado la túnica griega de una columna jónica con el sombrero del peregrino por las tierras chinas, juntado clámides para empapelar los salones y vides para cubrir cubiertas, dejándose alumbrar sus cuartos con abalorios multitonos cuyos pedestales exhibían pieles escamadas o pezuñas de sátiro. Los nietos recibieron por juguete los cubos y cuadrados, los triángulos universales y sin
4 eternidad egipcia, los rectángulos, y se les dijo: esto es un m e c h a n o , juega, aprende, construye, haz tu casa y tu tren. Los nietos rizan ahora los cubos, visten con otros bordes a los cuadrados y le muestran al rectángulo sus chupos y barritos sin vergüenza. Ellos buscan lo local en esas piezas universales: la túnica griega con el m e c h a n o americano. Donde dos arcos iris cerraban y abrían las estaciones con su prado enlosetado para los transeúntes entre las puntadas que un tren hilvana entre dos ciudades, prado con su rostro inagurando el siglo, trayendo pulpería y rumor metropolitano, vocerío que peina el detenido aire con las nuevas noticias o los viejos refranes de al que madruga dios lo ayuda o no por mucho madrugar amanece más temprano, allí remachaba el transeúnte sus envíos o receptaba los arribos de algún cliente. Con el tiempo hubo empalme con vagón de cercanías, con un m é t r o que medía el crecimiento de los barrios y suburbios: las fantasmagorías de las nuevas luces de neón relevando al gas grillar y zumbado, las candilejas de entre-guerras, el nuevo hierro trenzando un recto puente entre las orilléis ambas, las piedras reforzando en su remezcla encementada las concretas ediñcaciones que abstraían una forma hasta su círculo rodando por los cartabones. La esbeltez en la simpleza, lo bello en la desnudez de una pared robusta y masculina, fueron lemas derivados de esta voluntad de tomar el resorte en su esqueleto para el cumplimiento de su función. Que los blancos no fueron alcanzados por estas flechas en su mero centro, tangenciándose los circuitos y las circulaciones, es una de las banderas que izan en su remozada plaza los susodichos nietos. ¿Cómo luce y reluce esta plaza? Las ventanas han remedido sus bocas, se muestran más abiertas, buscan las palabras vecinas y no se hileran para su envase; desde ellas, enculebradas en las fachadas, hacen su giro las veredas: patio interno el centro, columpio para los días festivos, pasaje para el flaneur de nuevo cuño que detiene sus atenciones en cartel de viajes a los hemisferios donde brilla un sol todavía no manufacturado o pasea sus emociones por los mantos anatólicos o las alfombras de un mercader persa
5 o empina sus sabores ante un fresco kiwi iridiscente o un coco batido, mientras se ofrecen en los estantes crónicas de espionaje en los conventos italianos del Q u a t t r o c e n t o , la historia de un mambrú y su interminable peripecia, los efluvios y empeños eróticos de dos resucitados y divinos dioses romanos en un parque. En su patio interno cuida la plaza y sus tulipanes venidos de los países bajos, hornea un pan de granos no descascarados y evita la ironía y la ingenuidad de un darse al mundo caminando con el alma debandada. Los nietos no mentan más la sociedad civil ni el estado. La sociedad civil sueña con perder sus horas, el estado debe limpiar y cortar sus uñas. Un morar y vivir que releve las funciones.
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Y entonces hace su aparición la domada naturaleza, el paisaje reducido a un más acá para beneficios o vicios ciudadanos: ni por qué tenerle el reojo maliciado a los paseos afrondados con cupidos tensando esa especie de arpa que dispara flechas y dardos amorosos para los paseantes, ni por qué levantar en risueña objeción la vista para los angelitos mixionando. El parque funcional medía las esquinas de los distritos, les daba un aliento renovado para la jornada semanal encuadrando el tiempo libre: algún bote de metal paseaba a los exhaustos laborantes con sus mudos sueños mientras los niños palmoteaban un agua todavía cristalinamente verde. Pero al cabo de algunos años viene el balance y el paisaje emparcado hace sus vitrinas y vidrieras, los senderos se hacen galerías a la espera del flaneur de nuevo cuño: va a mirar sus flores preferidas y las desconocidas, todas ennombradas para su reconocimiento y su enmarque en los paisajes interiores a que lo tiene acostumbrado un nuevo despertar sin una luz diáfana cuyas esquinas de concreto armado. Las hermosuras eléctricas de un azul en el d e l p h i n i u m o los tonos pastel de los lirios invernados en pabellones gigantescos invitan con sus plumas primavéricas más codiciosamente que los nuevos productos creados en las fábricas y que invaden las calles de oferta u ocasión en los centros de comercio. Pero el flaneur de nuevo cuño tiene que poder perderse en su deambular. Para ello un ejemplo y otro ejemplo de unos lithoi facturados por un Gaudí muy muy postmoderno que le quita los cantos a las terrazas y a unas atalayas empedradas: gris de piedra inmensa dando sus rostros a un césped raso y especialmente verde cuyos bordes moja un agua que ha sido estancada después de mucho esfuerzo; una plaza calendario donde el sol se fija y se anuda con sus rayos para dar la hora y mes; varios puentes empuados que no esconden los erizos sentimientos del momento; muchos sitios donde los niños columpien las tristezas venideras. La fronda de rhododendros, el bosquecito en miniatura de las dalias, un jardín de brujas con sus plantas
8 malas y perversas, una arboleda odorando con sus bien olientes maderas y el restaurante envidriado y lleno de sol, cuando el mediodía, que deja colarse a la luz por las ventanas más encimadas y ensimismadas. Por aquí van los nietos caminando sábados y domingos hasta que, devenida tarde la noche, se introducen en la oscuridad del subterráneo que los lleva a su casa de regreso: los azules llenos de intensidad, los verdes rasos, los grises descantados muy metidos en lo más interno junto a las a veces centellantes almas.
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Y la temperatura del paseante tiene sus fiebres y sus resfríos. En los países del norte se embotellan los rayos de sol como si fuera agua de baño de alguno de los Luises. En el estío allí y en las estaciones templadas se abandonan las bufandas interiores y se sale a mostrar un desabrigo de las sensaciones y sentimientos. De aquí el terrible peso de la opinión rilkiana sobre el otoño: Herr: es ist Zeit. Der Sommer war sehr groß. Leg deinen Schatten auf die
Sonnenuhren,
und auf den Fluren laß die Winde los. Befiehl den letzten Früchten voll zu sein; gieb ihnen noch zwei südlichere Tage, dränge sie zur Vollendung hin und jage die letzte Süße in den schweren
Wein.
Wer jetzt kein Haus hat, baut sich keines mehr. Wer jetzt allein ist, wird es lange bleiben, wird wachen, lesen, lange Briefe schreiben und wird in den Alleen hin und her unruhig wandern, wenn die Blätter treiben.
Este flaneur de nuevo cuño lleva su p h o x m a c u l a t a o rosalinda en el alma cuando sale intranquilo, ya terminando el verano, a pasear su vista y sus deseos por los allées. Años antes, hace muchos, cazó la última dulzura en los vinos de mucho cuerpo y ha decidido vestirse con una casa-habitación portátil que deambula con él hacia todos los rincones. Luego de muchas risas agrias aprendió a romar las esquinas y aristas, sonríe ahora con una lila mate en los labios. Huido de la casa paterna: mucho orden y mucho régimen, sobre todo un
10 moverse a trabajar a donde es posible. Los amigos del café o la taberna quieren pasar por las brasas de la soledad en la gran ciudad juntos: unos hacen sus recetas únicas, otros quitan polvo y uso a la común vivienda, estotros hacen una lista y van de compras. Los fines de semana una alegría bailada en la común vivienda. Se ha formado una fratría microcósmica, hay amor y pronto odio, mucha compañía y poco estarse en uno mismo. Entonces un amor enfrenta al otro amor y las hojas del otoño inician su labor: caen. La segunda familia abre sus grietas y muestra unos cardos enuñados. Viene el otro verano. La fratría deshilacha roma sus aristas por segunda vez, pero cada uno es ya un cabo y viste su casa-habitación portátil: paseantes lilas muy de vuelta de comunidades, muy de vuelta del amor pareado, andan los fines de semana a los nuevos dancing, a los nudos campos para almacenar un poco de sol con sus ultras y sus infras, a tomar el ice-crem con exótico sabor de rumba o reagge y en las noches bailan ensimismados. Post-moderna solución membretada en la palabra single. Pareciera que los versos otoñales de Rilke acertaran:
quien no tiene casa ahora, no se construye quien está solo, permanecerá estará despierto,
mucho
leerá y escribirá
y paseará de aqui para allá por las intranquilo,
cuando
más una,
tiempo
largas
así:
cartas,
avenidas,
las hojas hacen su labor.
Sólo que esta versión es voluntaria, implica un nuevo camino a las internalizadas transfiguraciones: también un nuevo paisaje interior correspondiendo al flaneur de nuevo cuño. La industria presiona ahora al cultivo de las margaritas del alma. Y no más del mejor y más elaborado anhelo sintético, ahora muy frescas y del mejor invernadero. Un ánimo que busca la animación, un G e m ü t que concluye en G e m ü t l i c h k e i t : los intensos cauchos, los juntos crotos cabe a
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las blancas paredes de un living flanqueado por azules mediterráneos o cielos griegos despejadamente estiados. Así la transfiguración en su dialéctica. Los límites de un corredor para la estrechez de unos cesados deseos, grasos con la tibieza y la dulzura, listos para un festín sin orgiástico placer o santidad. El corredor estrecho, un puente colgante entre el saliente y poniente buscado en la plenitud de cuerda que se deja pulsar para el evite de torrentes que desorillen cauces en desborde. Por otro lado, en un mientras muy durativo, el hemisferio norte y el sur tienen careo, un azuzar los gallos antes de la pelea en un ruedo que tiene algo de corrida de toros y de verdadero safari. De un extremo tirando la estetización de la política, del otro la politización del arte; este puente estetiza la vida, despolitiza la política y crea el paisaje espiritual de nuevo cuño como un Moisés separando las aguas para el paso de estos años muy sanos y salvos vividos bajo un remozado temple de e n t r e - g u e r r e . El paseante va, pues, por las calles, encuentra conocidos y hace conocencias, se diría que es algún volatinero pintado en la ropa de arlequín que acepta el rol del pierrot limpio de lunas tristezas. La colombina no muy distinta. Ambos de regreso de pasear por las calles toman ruta a sus respectivas y separadas habitaciones. Se despiden con sonrisas y ya en los interiores riegan philodendros. Más tarde, en sus singles camas vuelven al recreo de sus ojos por revistas ilustradas y magacines: la visita a las últimas galerías antes del sueño.
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Pues sí, los placeres museales son una extensión de las aceras para los paseos, mucha vitrina o simulada vitrina tienen sus vidrios relucientes para la interrogación intencionada de los visitantes, un ofrecer objetos de todo tipo a la curiosidad educada o floja del psiseante que alarga su flanerie hasta las puertas y corredores de los museos o exposiciones, sean éstas universales, locales, departamentales o de barrio. Para ello, empero, tienen hecho sus latines los organizadores y saben de las trampas de la atención y la desatención, han percibido las inclinaciones y las declinaciones del gusto de sus clientes (pues una clientela ha surgido para tales visitas y para la lectura de tanto catálogo explicativo) y en tales un muy especial retorno de la línea en su desnudez de arabesco del naciente, un arreglar las cuentas con los nirvanas o las aspiraciones zen o los viajes al Nepal y el Tibet. Aquellos rastros que siguen tras la respiración más primordial de la naturaleza, los escales de los montes por el panorama más nevado o las excursiones hacia las vertientes y los ríos intensamente envegetados se han ido desdorando de su originaria fuerza imantante; en su lugar, por ejemplo, las edades de prosapia, galas y refinamiento relevantan las banderas del interés para el paseante. Se le ofrece por primera vez la Ciudad Prohibida, el palacio de los emperadores chinos transportado en un esfuerzo de aclimatación, la penumbra de los salones para contemplar el momento privilegiado de aparición de la natura en su más elaborada belleza, los murales historiantes de las peregrinaciones hacia las provincias del sur o del norte con los gentiles recibimientos, las ceremonias cívicas en la Ciudad: una urbe interiorizada con sus distintos anaqueles y sub-palacios dentro de la gran polis prosaica de la actividad y el comercio, los cultivos de arroz o la pesca. La sala de la armonía suprema y la media armonía, el jardín del palacio de la calma misericordiosa, el pabellón de la llu-
14 via de flores, la sala del origen encarnado, los portales de la claridad celestial, el palacio de la edad eterna, la isla de jaspe, las terrazas de los inmortales, la sala del brillo púrpura, el pabellón de los tonos y sonidos alegres, el muro de los nueve dragones, el palacio de la dicha que lo abarca todo. Todo circundado por cuatro inmensos muros franqueados graciosamente por las puertas del mediodía y del divino guerrero, de la florida puerta del poniente y del levante. Una especie de nueva Jerusalén con sus doce puertas y sus muros de sardón, obsidiana, rubí, esmeralda y amatista. Una inmensa campana cóncava con su sonido y redoble mensurado y contenido, el perfecto traje para el i n t e r i e u r . Ya introducidos, entonces, aparecen los grandes retratos en las sabias, graciosas y galantes posturas. ¿No se busca, acaso, un sentimiento imperial en la pequeña habitación perdida en algún suburbio de la gran ciudad? Se construyen esos bancos de tapices vistosos para el transfigurado después-deltrabajo: sentado, las piernas separadas, el tronco erecto con un leve jalón de los hombros hacia atrás, las manos descansándose y apoyándose sobre las rodillas casi, dos dedos cogen uno de los abalorios del collar bastante largo. Sobre un cojín pleno de dragones y flores de loto se sienta el f l a n e u r luego de su deambular por la ciudad o por las calles museales. En mente tiene adquirir una tetera de porcelana alba donde los ciruelos se muestren florecidos y arrebolados y vertirse cada intervalo breve un aroma líquido. Unas pinturas lo muestran en los neblinosos parajes donde los árboles enseñan sus disfuerzos y refuerzos, escoltado de tanto cortesano hábil en deportes que sigue el rastro del animal de caza. Ahora enciende un poco de incienso y mira detenidamente a los elefantes de la paz en la reprodución en miniatura que corona una de sus mesas. Otra pintura consideran sus consideraciones mientras lee: al fondo unas quietas aguas riachuelan hasta su mesa erigida delante de los bambúes; hay una mano levantada en recitarle a los cerezos las molduras cambiantes de las
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estaciones. De nuevo en la habitación, contempla sus predilectos árboles enanos, se transporta a las planicies abrumadas para la cabalgata tras el venado: brioso jinete. Y suena un gong que llama a las pinturas: desde un jardín muy vago unos árboles traen sus neblinas enracimadas en hojas y las rugosidades delicadas de las cortezas de los troncos le dan solaces; un abanico de plumas pavoreales suspenden y agitan unas brisas para la contemplación de muchos rollos extendidos y entonados: el gracioso baño del elefante, las hojas de un arbusto sorprendidas como unos gorriones cuando van a posarse sobre la rama . . .
Y mientras se le acerca un frasco de cristal azul moteado en blanco con unos aromas que llenan un intermedio, el tramoyista y el escenógrafo transforman el paisaje: unas ásperas rocas desprovistas del color azul acostrumbrado tienden a marrones deslucidos, uno que otro arbusto a árbol muy en el sepia que toda la situación exige y un pasto muy cortado al bajo raso que el despojo de las vanidades humanas otea; en el centro, sobre una piedra muy poco acojinada, él se sienta a observar la perenne caída de una diminuta cascada que corre casi al lado de sus pies desnudamente ensandaliados. Cuando el viento arrecie un poco, levantará sus consideraciones para hacerlas descansar en el mínimo pabellón de bambú descortinado. Cazador, docto, jinete, poeta y eremita, el flaneur de los paseos museales pondrá de nuevo sus pies por las veredas de la exterioridad (en el i n t e r i e u r las chinoiseries) como un emperador que va a comprar su thermo de plástico con la idea fija de una temperatura conservada más allá de la tibieza en las noches más frías.
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Y pareciera que la suavidad de una primavera que se acaba tuviera cielos propicios y claros para el titileo de las estrellas o se estuviera, por el contrario, inclinado a afirmar que en la noche todos los gatos son pardos. Camino de San Juan marcado en el oscuro firmamento, fíeles que enrumban sus pasos a Compostela provistos de antorchas émulas de asterismos. En los tiempos seculares que airean sus horas de trabajo el flaneur de nuevo cuño participa voluntariamente en estas actividades, se siente ayudado por un aparataje que renueva y mantiene vivo en él sus inclinaciones, preferencias, gustos y creencias: conoce bien los latines de los cantos gregorianos que se irán a cantar, viste perfectamente la esclavina devenida fresca prenda y t - s h i r t y sobre todo se encuentra ya muy lejos del período de las sectas cuando algunos cofrades en entusiasmo pleno o en la visión de la unidad deshacían, no sin la violencia e intensidad de la experiencia, las vihuelas o clavicordios que habían propiciado esta cecilia elevación. Sí, muy atrás quedaban los decenios que relataban los días tres de amor, música y paz y sin embargo el flaneur pasea sus pasos por los conciertos, por los conciertos o p e n air. Se espera un cielo raso con una noche entrada tarde en el temprano verano, se busca un cercano horizonte de bosques o de grises edificios como arbustos que en el transcurrir vayan dando más sus sombras que sus soles para delimitación del predilecto por los centrantes reflectores; él buscará provocarlos haciendo de sus manos una cascada de perpendiculares o demoradas caídas sobre su propio cuerpo, logrará retener sus ojos para iluminarlos como en una tarde de Pentecostés, mientras lentamente se desdobla en un recordar que el dualismo reina en el mundo: su voz repetida en los parlantes alcanzará hasta la última célula de la emoción que ha venido a mostrar qué se encuentra tras las escamas. La música de las esferas deja a ella hacer su ingreso al escenario pausadamente en el traje de un felino de engarrado gesto modosamente contenido; ella ha decidido portar con su aparición los co-
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lores plenos del arcoiris en la esponjosa plenitud de su cabello que trastoca a intervalos en una corta cabellera de cultivadísimos cardos: mientras su boca arroja sus desprecios sus ojos son de amor intenso y sus brazos dan acentos a la música que mueve los mundos. Ambos dan unos pasos temperamentales e idiosincráticos y lanzan sus vitales consignas al público que acaba de erigir un brazo en señal de atención. El dice:
Monotonie in der Südsee. Melancholie bei dreißig Grad. Ella entona:
Ich brenne ab, ich brenne durch, die Ratten sind los, Mann-oh-Mann-oh-Mann-oh-Mann. El flaneur levanta también su brazo y se da vuelta para ver a sus congéneres; como ellos ha extraído de su chaqueta el mechero para testimoniar su pertenencia a los que han recibido la luz: miles lo hacen como él y el mirarlos le confirma la cercanía del infinito y sus estrellas, la armonía de los astros, la copertenencia al orden universal; un erizamiento de su piel lo invade sin hacer mutar su vestida coolness, lejísimos los terrores siderales pascalianos, cerquísimas las encendidas luces de bengala, la dulce espesura de la noche de verano que empieza levemente a recoger la cosecha de los aromas sembrados por las flores. Desde el escenario le repiten los refranes que ha hecho suyos, los textos que silabea para sus adentros en cortos e intensivos fraseos, las consignas que movilizan su emoción. Desde el escenario se dirigen a él, lo apelan con una inmediatez de piel por última vez antes de cerrarse esa peregrinación
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y esa comunión. Terminada ésta, sin dejar de vestir su traje cool se levanta para apagar la televisión. En el espacio le queda vibrando una y otra vez la apelación people of t h e world que lo hace estremerse un poquito más: la frase tiene apenas algo de retórico.
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La voluntaria o involuntaria práctica o creencia del single tiene su resolución femenina en una figura a la que podría atribuirse un nombre griego remozado. Su verbo, en una muy derivada significación (como los tiempos que corren), refiere sentimientos y pasiones que se convulsionan violentamente en el pecho, en el corazón. Homero hubiera dicho e n i p h r e s i m a í e i é t o r en algún pasaje del canto octavo de su Ilíada (413). Pero en estos tiempos el corazón tiene un dominio bastante más explayado del acostumbrado, son las playas de la intimidad, un nombre bastante post-moderno para el i n t e r i e u r . Allí acontecen el éxtasis, la embriaguez, el entusiasmo y la locura de amor. Una de las denominaciones para estos accesos se deja pronunciar con la palabra orgasmo. Ese corazón extendido que se siente en el temblor eléctrico casi de todo el cuerpo, a manera de espasmos báquicos. El flaneur femenino va más allá del temperamento cool, difícilmente recurrirá a la pintura naive o al cinismo disfrazado o a los paisajes espirituales monótonos: ni l a ß m i c h r e i n , laß m i c h r a u s ni d u liebst m i c h n i c h t , ich lieb dich n i c h t , d a - d a - d a . . Sus refranes y textos son otros, sus consignas tienen estos tonos:
Ich muß mit dem gehn, den ich liebe, will nicht fragen, was es kostet, wenn dich einer will, bin ich es, wenn einer fällt, dann nicht du. Besinnungslos besessen sein
...
Dein Kuß klebt zwischen meinen
Lippen
und geht wie ein Stich unter die Haut, und deine leise, warme
Zärtlichkeit,
22 ist fremd und nah, und Streit und Lust, wird kühl und heiß, und feucht und laut.
La ménade se ha propuesto cultivar todos las rincones de su intimidad. Las habitaciones del erotismo, por ejemplo, con los objetos que una industria especializada le proporciona: objetos de todo tipo, visibles, llevables, usables. Las habitaciones de su historia: se revisan las épocas pasadas, se rescatan heroínas del pasado, se realizan sus genealogías que hilvanan concubinas, meretrices, princesas, monjas, luchadoras sindicales, madres, amas de casa, adivinas, espías, bailarinas, científicas, estadistas, poetisas, terroristas. Quieren reformular la tradición, ponerle un punto más perspectivístico a las íes, tener sus propias palabras al leer y aplicar la ley, al comentar y difundir la Biblia, al dirigir y ser dirigido en la nación. Las habitaciones de su propia identidad son pintadas y repintadas con colores más intensos; intentan barajar tipologías, disfrazarse, jugar a los varios rostros, ensayar los nuevos bailes de fecundidad y de iniciación a los secretos de la tierra y del comercio humano. Así van saltando algunos tipos, cada uno con sus trajes y su medio ambiente. Ahí está ella llena de garras, violenta, felina, desbocada, melenuda, mitad pantera, mitad tigresa, templada para el mal cuando la luna esté embarazada; se deja seducir por algún irresistible conde de las tinieblas que la obliga a la obtención de nuevas víctimas mientras entre los labios semiabiertos aparecen las fisuras de lo demoníaco en su palidez esforzada de afeites. Pero antes de la media noche visita locales de mal vivir con su rostro ojeroso de mal dormida y peor bebida, cigarrillo en la boca y tocada de raso negro en la falda para bailar con los parroquianos un tango de aprendidísimos pasos y apretados cuerpos con el respectivo "corte" (desde la ventana se puede ver la mishadura en el gris del cemento del muro de Berlín, por ejemplo). Y otra vez la luna se embaraza y asomada a la calle por el balcón muestra su rostro entristecido y pálido, una lágrima como de diamante corriéndole desde uno de los ojos pues tanto colombino la dejó empierrotada
23 con su triste cuello medioluno y sus cortos y anchos pantalones de clown. Pero no, ahora un rojo cardenal se pasea en chai por su cuello como un matador por el ruedo: gitana y contrabandista, deja a su don José en la locura del amor celoso y no más correspondido mientras baila habaneras y canta
L'amour
est enfant de bohème,
il n'a jamais
, jamais
si tu ne m'aimes si je t'aime,
connu de loi,
pas, je
t'aime,
prends garde à toi!
Ahora está vestida de concubina imperial compartiendo su mundo de mujer con las otras concubinas mientras bailan, conversan o salen a pasear o a comer o hacen un viaje fuera del mundo de los hombres y sus tiranías. Así después de divertirse o de sufrir representando estos papeles el
flaneur
femenino sabe que cura y cultiva su intimidad en todos estos roles, le da un nuevo sentido aunque sigue buscando, en el fondo, su decisiva y recuperada vitalidad, consciencia recrecida ahora, emoción inspirada: ménade.
25 8.
Como si un hastío pudriera ya después de tantos años unas flores despetaladas de tanto buscar los granos más carnosos y límpidos, descascarados de vanidades reflexivas y autocríticas, se emprende una nietzscheana búsqueda del yo diluido como un terrón de azúcar en el té hindú de las comunidades que afirman remozadamente la vida. Las melodías que rondan los lugares de baile enseñan su power, interminables tamtams repiten incansablemente su litúrgico ritmo persiguiendo un éxtasis totalmente discordante del lirista de las cicladas en su apolínea estrictez que erige el rostro al cielo mientras cierra los ojos. Una multitud de frases quiere explicar este renacido aprecio por las afecciones: hay una huella en cada uno que los otros pretenden rastrear, un rastro que es entregado a los sentidos para que se confíe en ellos. Ich s p ü r e dich ganz deutlich. Demasiada sospecha fue tejida en los últimos tiempos; aquello que se esconde tras las mejores inclinaciones, intenciones, actos, puede permanecer ahora intocado y despreocupadamente tras el telón, detrás del escenario, y tener su propia puesta en escena sin que moleste a nadie. Claro, en realidad una meta-desconñanza, opinan los afectados que demasiado metro y milímetro, demasiada cuenta realizada y vuelta a recontar, demasiadas metas puestas en nombre de una humanidad que no es la nuestra. La falsa teleología de la modernidad ha encementado hasta las heces las ciudades; la razón tiene sus miembros mutilados desde el inicio de este siglo y se envuelve en plástico y se vende en ediciones de bolsillo donde las letras y caracteres son cada vez menos menschenfreundlich, ediciones que no sirven sino para leer, usar y botar. Explicaciones para los nuevos estandartes que se erigen confeccionados en yute, el arroz hervido y cascarado como un acompañamiento a las comidas bío-nutritivas. ¡Oh, tú, madre naturaleza, protégenos que no te hemos protegido, la barbarie se incuna en la ciudades, éstas corrompen nuestra espontaneidad,nuestros lazos, la atmósfera, el aire, el ambiente! ¡Oh, vosotras,
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babilonias, so domas y gomorras, jericós, meretrices donde anida el demonio y la maldad, los apestados intereses mezquinos y egoístas, quedaos convertidas en sal, en humus! Lecciones del recolector y cazador perfectamente ubicado en su ecología: D e r W e g lohnt sich, la empresa es necesaria y recomendable, vamos a buscar las Indias Galantes, sabias, las que están todavía muy cerca del confiable y rítmico palpito natural. ¿Argumentos y argumentos que visten el lúcuma de los trajes del Bhagwan y todos los bíoi de un neo-vitalismo que esconde entre los blancos y relucientes dientes alguna carie? ¿To bíaion?
27 9.
El público vuelve a enmarcar el horizonte de los cuadros y lo cuelga a su altura en todos los corredores de los ochenta por donde pasea mostrando las medallas de su pavoneante pecho; éste ha sido condecorado con unas gracias que durante tanto tiempo se le habían negado. Sí, el público es quien ha pintado los techos de los teatros mostrando una perspectiva interminable flanqueada de diosas griegas de la justicia con dianas cazadoras, un bonaparte empequeñecido junto a un campesino chino, tocado por un sombrero de sol naciente, que cultiva arroz en un campo inundado hasta los tobillos. Y luego los telones en un raso dorado lleno de repliegues y ondas marinas arribando a la orilla del suelo. El espectáculo que se verá tiene algo de cabaret, de caféconcert, de ópera romántica y de rock-new-wave. Los actores y cantantes salen al escenario trajeados con pinos navideños, vestidos de lucecitas y candilejas que intermitentemente se encienden y se apagan según los pasos y las piruetas; se escuchan sus coprolálicos parlamentos rimados en alejandrinos y usando los "vuestra merced" y "pluguiese a Dios". El público se encuentra con su cartabón por todas partes; todas sus inclinaciones y gustos, sus curiosidades y voyeurismos tienen recíprocas representaciones: el amado por quien la amante se desvive ha recibido las decisiones todas, sus deseos son los deseos de los productores, sus producciones son el cumplimiento de los anhelos de los receptores. El se ha deseado un pullover amarillo o negro, unos botines en punta, unos cabellos tintadamente oscuros por más castaños que encabellen, y en su flanerie los ve justo al tamaño de sus billetes. Ningún desencuentro entre estas dos veredas. ¡Qué democracia! El público es quien hace la ciudad, quien la habita, adorna, dirije, viaja, abandona; el público es ahora ciudadano. Hay un renacer de la opinión privatísima, del juicio personalísimo, de la interpretación según el humor de mis humores.
28 Y el humor es el del público, hoy así pensante, mañana así actuante, ahora gustador del caramelo, ayer del vinagre más avinagrado. Sí, oscuro, ese ayer tenía sus uñas y sus púas, mucho camino acardado, mucha rosa y lirio envuelto entre papeles artificialmente descuidados y espinosos. Entonces se decía en voz alta un credo despectivo y cifrado, unos desentones muy elaborados bajo un contar hasta doce y luego hasta doce, más doce, veinticuatro, y luego doce veces doce, que ponían los pelos puntos a los escuchas (éstos nunca un público). ¿Un desarrollado masoquismo, una comprensión, un sumarse a tales actos de violación de la tranquilidad en las consciencias eran de encontrarse en los asistentes? Estos se dejaban insultar, agredir, tratar de cerdos filisteos y puercos huelepedos de los poderosos. Claro, se trataba de que recibieran las espaldas del trompetista o saxofonista, su odio más intenso en las melodías sopladas a trizas, un momento donde se afirmaba, curiosamente, la negación en el estilo de andar las calles y decir los buenos días, de no dar la mano o ponerse un sombrero que tenía más de boina o capirote. Toda una experiencia actual, mejor dicho, vivida en aoristo actualizado. Los patrones y las medidas más allá del paso del tiempo entendido como eventualidad, como cosa banal a descartar de unos hilos más o menos primordiales que movían las marionetas del sentido en sus cuatro o cinco variados roles. El público no importaba; no existía pues éste eventual, cambiante, conocido, temporal. El escucha, el asistente, desarrollaba su intemporalidad, apreciaba o sufría ese gesto o movimiento, esa expresividad primigenia, ese hacer de todos los tiempos. Había un objetivismo en ese gesto que hacía presente momentos invariantes del hablar, pensar, comportarse. Una estética del creador en el primer día de la creación: un ayer puntual actualizado en hoy. Sin embargo, impajaritable, hízose el resistente hoy del hoy día, con él el público y su historia, una relatividad del gusto, una eventualidad de los patrones, un a-mí-me-parece o yo-lo-encuentroy-siento-así-y-basta que se apropian y manipulan algunas razones cínicas: el mercado, la industria, los consorcios, la obra abierta a la que el consumidor
29 tiene que cerrar los visillos y completar en su gusto, disgusto o regusto. Las flores que esta poética porta ¿las lleva a vender a alguna encrucijada de mucho tráfico y circulación, tras cuya escenografía se barajan una y otra vez el debe y el haber?
31 10.
Hay un meandro cuyas puntas empuñan una melodía similarmente diversa, de ninguna manera para ser estirada o pasarle la plancha.
¿Cuánto
hay aquí de renacimiento temperado por las olas que revientan con melancolía en las playas de los ochenta? La primera historia deshilvana un hilo que se quiere profético y tiene un juicio sobre la nueva juventud consentida. Ella ha escuchado unas palabras que vienen del desierto y son pronunciadas por unos labios curtidos en la visión y el anuncio, un tiempo de adviento que no se deja seducir por el consumo de las telas de seda ni otras sensualidades. Esas palabras tienen algo de exotismo, de silvestre y bárbaro, y propugnan una nueva y hasta entonces desconocida propuesta de civilización, más bien buscan acorralar las costumbres de la corte y mostrarle su barbarie, su vida consentida entre dátiles y kiwis traídos de tierras lejanas para una sorpresa sin exclamación en el espectro de los cultivados sabores. Las palabras nuevas tienen un rimar tercermundista en Africa o Latinoamérica que se pasea por las calles acusando a los países del norte de una vanidad que cosecha las ñores de una monotonía plena de flanerie. Salomé intenta convencer con artes danzantes a su padrastro embelezado en su frescura de doncella y se desnuda bajo el indicativo y el imperativo de los siete velos arcoiris. En su desenfrenado eros beberá una sangre de decapitado, tiernamente le preguntará el porqué de su resistencia al beso tibio y ardiente de su cuerpo, tomará los cabellos negros y enmarañados y los pondrá en su deseo no correspondido y volverá a preguntar el porqué para el espanto de un público al que no sacuden ni emocionan más las palabras del adviento. La otra historia tiene dos rostros jóvenes esculpidos en un arabesco muy cristalino que no puede dar reverberaciones en el país de las sombras. Demasiada autoridad y funcionarios, demasiada mala tradición apenas bien digerida les ha quitado una voz que puedan empuñarla como arma, sólo muestran sus límpidos sentimientos espiados por un Golaud ya una vez viudo de manera
32 turbia; sólo tienen por todo espacio vital una fuente en un parque y una gruta oscura cuya entrada ilumina a trizas una luna. Pelleas no sabe decidir su vida y se la quitan en un rapto de ira. Melisande sigue decisiones que le imponen y pasea sus pies por un castillo inundado en sus cimientos. Deja, sin embargo, un ser débil antes de su muerte. ¿Será cierto eso que el abuelo Arkel dice cuando lo toma en sus brazos y entona: Venez; il n e f a u t pas q u e l ' e n f a n t r e s t e ici d a n s c e t t e c h a m b r e . . . H f a u t qu'il vive, m a i n t e n a n t , à sa place . . . ?
33 11.
¿Dónde comienza esta historia? Más allá de la muralla china no. Sí más allá del muro berlinés. Y esto espacial y temporalmente. La cortina de hierro es el telón delante del cual muchos se han preguntado qué sucede bambalinas adentro, como si los actores siguieran estudiando los roles hasta segundos antes de hacer su aparición en un escenario donde el público tiene ya puesto sus mejores brotes o sus acideces más mordaces. A esos parlamentos esperados desde poco antes de finales de siglo en todas las capitales del bullicio o de la tranquilidad corresponden atentos oídos con muchísimas simpatías entre los veinte y los treinta, aunque después los cincuenta y sesenta fueron de decepción, los setenta de amargura y odio y los ochenta de tensión y de suspenso. Arte de Hitchcock; poco tiene que ver con él , sin embargo : ni historia de espionaje ni de algún crimen cometido por algún psicòtico . No , los temas son otros y aparecen dentro de un espectro muy amplio que va desde la sufrida común historia hasta el marginalizado individuo que se ha procurado su "zona" de acceso a un más allá que está en el lado de acá de la cortina . Para estos parlamentos hay una especialísima atención ahora también. Los parlamentos cambian como el tiempo , claro está , y estos cambios tienen un enmarque muy a la temperatura de las interioridades y las exterioridades. Primero las exterioridades. Uno podría pensar en Satiricón de Fellini, en sus dos jóvenes artistas recorriendo una Roma decadente , gozando ellos mismos de lo que se les permite gozar y sufriendo las arbitrariedades de cuanto cónsul encumbrado o rico noble o funcionario les toco por suerte conocer. Uno podría pensar en este espejo venido anacrónicamente del sur y que reverberando desde el momento contemporáneo es el equivalente italiano de aquel otro peregrinar mucho más al norte donde Europa deja casi de serlo. Los hilos de esta comparación tensados arbitrariamente se desarbitrarizan al final en una
34 correspondencia que acierta en el centro a su objeto. Desde el norte la tierra está siempre muy húmeda y el sol tenue ilumina unas figuras en una pantalla en blanco y negro que da el clima emocional a toda esta historia: dos monjes (propiamente uno: Andrej Rubljow) peregrinan de una comarca a otra para cumplir encargos de pintar iglesias con santos iconos, van testimoniando las ansiedades y disputas de cada uno de los miembros de ese esbozo de sociedad en que les ha tocado vivir, van entrando en crisis al reconocer la inutilidad de sus esfuerzos y el nimio rol del arte en un mundo regido por leyes y voluntades que siguen otros parámetros a los espirituales: — ¡Quién sabe por qué recodos lleva Dios la Historia y los sucesos que nos rompen la cabeza tratando de entenderlos, pruebas del altísimo para sus flacos y débiles hijos! Uno escucha las discusiones sobre los frescos que devuelven a los escogidos de Dios pintados con un aliento vital que les emana de los colores o sobre la maestría de un trazado polícromo que no comunica el soplo divino, el demorarse en el enfrentamiento de la estucada pared esperando que esa tensión entre materia y principio motor lime asperezas y, fuera de un miedo traído por el demonio, realice la forma con el santo aliento. Entretanto los mongoles asolan los pueblos, acuchillan a cuanto transeúnte encuentran, incendian iglesias recién cubiertas de color, violan a las mujeres . . . O los soldados de algún príncipe no toleran esa repentina salida al anochecer, por los campos un poco neblinosos, de hombres y mujeres jóvenes, desnudos, dispuestos todos a amarse puramente, a tener comercio sexual sin las culpas de los arrojados del paraíso. Sí, la represión de los adamitas que el monje lleno de curiosidad apenas morbosa y más bien testimonial observa y pretende elaborar: su simpatía con esos disidentes. Y así, de un golpe, no sale más palabra ni color de su boca ni de su mano, su búsqueda de espiritualizar el mundo, ser transmisor de las verdades divinas, no logra erigirse por sobre esa violencia. En el Satiricón de ese Fellini
35 apetroniado el poeta ha perdido la potencia, la capacidad de establecer con los otros sus lazos, de asentarse y afirmarse en el mundo donde la espiritualidad pasa por la carne. Desesperado va a buscar su cura, peregrina e intenta varios remedios hasta que se le indica la casa de la hermosa mujer africana que en castigo resguarda el fuego en lo más profundo de su regazo. Recupera el habla y pierde la mudez corporal, el poeta. Similarizada función emprende la escena de la campana. Una vez que ella taña sabrá que su sonido convoca al pueblo a la plaza a tener comercio con Dios. El adolescente, que acaba de ver cómo extraños han asesinado al padre forjador y al resto de la familia, miente un secreto inexistente: posee el especial procedimiento de forjar que su padre le ha confiado antes de morir; tiraniza a los príncipes mundanos y eclesiásticos y forja una gigantesca campana a puro palpito, caerá desmayado cuando vea que al primer tañido no estalla en astillas. El monje, empero, sí ha visto el secreto inexistente y la forja y sus consecuencias han obrado en él como el fuego en el regazo de la mujer africana: recuperada la potencia, puede fecundar, ha comprendido que sus iconos pueden tañer y convocar al pueblo a la plaza, pintará ahora hasta su muerte. ¿La teoría del poeta en tiempos de penuria? Todo un aliento épico ha transcurrido por esta exposición subjetiva que se niega al final a arrastrar su "intocada" inspiración por los extramuros de lo cívico. Sí será el pintor. TVas esta afirmación viene un intermedio con un cambio de escenario. Se tiene ahora impaciente a un público con nuevas arias que son esperadas. La escenografía está ahí: un civismo de viajes espaciales y trajes especiales, una seguridad sobre las evidencias que argumenta parametrada. La primera aria de la objetividad y lo científico. La segunda deja en paz lo cívico y el pintor se encuentra ahora en la estación experimental de un planeta para sufrir por lo más personal de su persona: historia personal que se hizo recuerdo, recuerdo que se pinta, pintura que se sale del estuco y se encarna. T¥as la cortina de hierro se realizan algunas reflexiones sobre la realidad y ésta se deja descomponer
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otramente en sus ocho letras. Y una de ellas puede tener tanta importancia o más que las otras. El pasado permanentemente encarnándose, traicionándose y dándole al pintor amor y desamor, una nueva vida donde evitar los errores pasados y transformarlos en aciertos con las mismas personas. En el fondo la imposibilidad de corregir las vidas pasadas. Pero el pintor es colocado todavía una vez más en el centro de sí mismo (el civismo en un entreparéntesis muy transparente) y reflexiona nel mezzo del cammin di nostra vita sobre su infancia pendulante entre el padre de perdido horizonte y la madre correctora de galeras en una gigantesca y casi kafkiana imprenta con millones de pasadizos y túneles y duchas y baños para el ejército de trabajadores gráficos. El hijo observa a la madre: ella corre por las calles soltadas de lluvia hacia la imprenta porque ha recordado que una palabra no ha sido corregida en las pruebas de una revista literaria pronta a ver la luz. El hijo mira detenidamente a la madre, es el pintor que ha encontrado los mejores colores para hacer un icono de la maternidad, ha buscado las mejores escenas en su recuerdo para seguir un ligero movimiento en la comisura de sus labios. Y ahí están las correspondencias: los soldados enlodados hasta las heces marchan por una estepa sin frontera y cubierta totalmente de agua dentro de un horizonte sin cortes; zeppelines de inmenso gas retenido; la despedida de los milicianos españoles en los trenes que conducen a las estepas del norte: figuras de la madre patria. El padre está ausente, habla sólo por teléfono: él ya a su edad tenía una novia pelirroja. No se entiende con la madre, no se entiende con la esposa, ha dejado unos versos, unas palabras que el hijo (el pintor y aeronauta, el chico tartamudo que luego de hipnotismo logra la catarsis mediante el relato) repite y lee y hace escuchar incansablemente como si quisiera convertirse en él y amar a la abuela y a la madre y a la patria y a la mujer. ¿Dónde está Beatriz que lo conduzca hacia la estrella? En su paso por el infierno el poeta-padre, a quien no conoce, lo debe guiar.
37 Pero pronto él ha asumido a su padre: un extraño guía simplemente, padre de una mutante de la "zona", esposo de una mujer que lo ama y lo comprende apenas. Es guía, pero guía de desesperados sabiondos: un frustado escritor de éxito desganado hasta el último vodka, acostumbrado a seguir sus humores; un físico escueto y enjuto que necesita ir más allá de su objetividad sin caer en el humor. El pintor, ahora de guía, trae un disfraz de místico, no puede realizarse en él la unión del alma con el divino y misterioso magnetismo, éste se encuentra en un cuarto de una casa a las afueras de la cortina enherrada, tras un umbral que espera ser atravesado. La prohibición concierne al guía. Y ya están en la "zona" (palabra para las interioridades): los musgos la cubren después de haber pasado las vigiladísimas fronteras y dejado atrás y escabullido a los guardias. Todos los colores del arco iris los cubren a ellos tres, hombres de sepia. Y entonces son los recuentos de la vida propia y ajena: la prisión del evasor que conduce a los evasores, la búsqueda de la alegría más allá del alcohol para el escritor de odiado oficio, la venganza científica por unos cuernos puestos por el jefe y la propia mujer. Y entonces es la peregrinación a la casa inundada por los atajos más complicados y lugos: la inmensa cañería de desagüe convertido en túnel, los cuartos inferiores repletos hasta la garganta de una fina arena en una escenificación de Saharas sin caravanas, un salón convertido en alberca por un desperfecto muy antiguo en la plomería, la habitación de las losetas ajedrezadas y con cristalina agua hasta los tobillos, y por fin el umbral. El pintor-guía, nuevo Virgilio, hace la relación de su aprendisaje, el recuento de su iniciación. Otro guía fue su maestro, pero éste erró en la elección y siguió su egoísmo: conoció el umbral desde adentro, fue rico y feliz en el mundo de sepia, ya retornado, hasta que el suicidio lo sorprendió. Ahora él sabe que el cruce del umbral le está vedado, su función se cumple en los otros. Y los otros dos están delante del marco de la puerta, hombres de sepia asustados. Se quedan mirando el umbral desde fuera y regresan. El pintor concluye que no llevará a otros sabiondos a esa comarca, no entienden de qué se trata, no aflojan su fe
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ni su miedo. Otro intermedio y el pintor está en el país de los colores donde el sol debe brillar desde todos los ángulos. Ha logrado instaurarse en la "zona" para siempre y este siempre deszonaliza la "zona". La Italia de los poetas de Satiricón con sus voluptuosidades ya no es la fantasiada sino la real: la cortina de hierro ha quedado atrás y sin embargo este nuevo ámbito no presenta diferencias con el país de los sepias. Hay aquí también una fe que se extingue y el recuerdo se le vuelve de nuevo carnal: desfilan su madre y su mujer embarazada. Y es por todas partes el norte en este país del sur vivenciado como los bosques neblinosos y las mujeres desmaternalizadas. Sólo los locos son cuerdos, parece leerse sin muchos meandros en las imágenes que el pintor-poeta recoge en un país vestido de abrigo y lleno de lágrimas y lluvia por todas partes. Sus oponentes: gente que se encuentra allí para hacerse una cura con aguas termales; el compendio de todas las madonnas florentinas en una madonna plena de juventud, deseo y modernidad, que lo deja indiferente con un ligero apoyo de Piero de la Francesca y sus arcaicos iconos de la madre de Dios. Ha comprendido que debe encender una vela e inmolarse con el que ha perdido la razón cínica y porta las palabras de aviso y de adviento. Y la tarea no es fácil, se suceden varios intentos hasta que el cirio encendido a los dioses más propicios y profundos del tiempo es protegido exitosamente de los vientos y airecillos que silban por todos los corredores de este paisaje interior, amenazantes los mismos de terminar por conducir al humear sin hogar a lo poco que se preserva en la verdadera interioridad. Los inmolados y los espectadores que han sido llevados de la mano por ellos se reencuentran en la pintura final: una catedral románica presta sus muros para construir las murallas de la ciudad situada ya fuera del tiempo; en su interior se erige la casa materna de la infancia vivida en el campo; ante su umbral, sentado a las orillas de un prado hilvanado por un riachuelo, todo en color sepia, el pintor de iconos, el poeta, el guía, hieráticamente, acaricia a su perro totalmente vestido de fidelidades.
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Pues bien, el anacrónico espejo traído del sur encuentra aquí su sincronismo; una tensión que parecía muy floja se estira y tensa hasta el límite de lanzar la flecha y acertar en el meollo de este hueso roído en toda su longitud. La pregunta por los acontecimientos tras la bambalinas afila también una respuesta muy en empatia con los espectadores. Estos abandonan las salas de cine de los ochenta metidos en el sayal de un convencimiento: el entusiasmo otorgado en los veinte, las simpatías con un construir la nueva Jerusalén no descrita en la Biblia, condujo al tejer un pullover con un cuello en V muy estrecho, demasiado estrecho, a las dimensiones de la cabeza y el cuerpo humano. Enciéndase, pues, cada uno un cirio en su lar familiar y dele exvotos en lo más puro de la interioridad. La frase se viste de lúcuma y lleva un collar cuyas cuentas sujetan el retrato de Bhagwan. ¿No es cierto, Tarkowskij?
41 12.
¡Cuántas veces se menta a la naturaleza en todo este transcurso! Las alusiones tienen un abanico emplumado que va desde la diosa de la bastardía y del amor que crea y procrea más allá de las cercas que los ganados sienten empuadas cuando quieren transgredirlas, hasta las desnaturalizadas hijas muy metidas en un discurso que respeta sólo las naturales leyes de la retórica. El hecho es que todos pierden la physis y las alfombras desfondadas de la h y b r i s soportan todos los pasos de las acciones. Es un transcurrir sobre las tablas digno de un autor con nombre griego, una tragedia tan tremenda como la de Edipo y Orestes, cuyas consecuencias arrastran a todos al desenlace desdichado. Pero la naturaleza no sólo aparece mentada, ella azota con sus vientos y sus tormentas y sus huracanes y sus terremotos y sus ciclones y sus lluvias interminables a los personajes que se encuentran sin d o m o s o que están a punto de perderlo y andan desbocados protegiéndose de las inclemencias o atizándolas más para que en un espíritu autodestructivo muy acentuado se conviertan en el dios de la destrucción cósmica. Dos cabos son tirados paralelamente de un lado al otro del escenario en el desenvolvimiento del transcurso: el desorden, la pérdida de la armonía que se haya instaurada, volverá a restituirse al final; también al final se sabrá que aquello que parecía naturalmente bueno no lo era y, por el contrario, que lo desnaturalizado asomará un rostro prístino después de haberlo creído cubierto de acné. Pues bien, esta lectura tiene el margen rojo de los cuadernos, ya impreso o trazado a tinta por el lector. ¿Qué otras flores se pueden recoger de este jardín tan azotado? Aquellas flores expresivas de colores chillones y pinceladas violentas que buscan que el público recoja esa esencia de cicuta o que les huya dejándolas tranquilas en su hermosura amarga. También aquellos golpes en los timbales mientras algunos platillos metálicos son rozados o dejados caer al suelo
42 y las trompetas rebuznan y los tambores anuncian un tiempo de apocalipsis y todas las cuerdas emulan los sellos que se abren del mundo para el juicio de todos: las sopranos chillan, los tenores se quejan y el barítono se deja tomar el pelo por su bufón y lo trata de cojudo para arriba. Este d u b l e t t e que aparece a finales de los setenta tiene su marco y su clavo para la pared del museo que hubiera querido construir Gropius; en los ochenta el museo lo construye Stirling y el d u b l e t t e es vuelto a poner en escena, tiene empero el carácter de cosa consagrada, oleada y sacramentada, se encuentra Iejísimo de la poética de las espinas y los insultos ai público que se ha desterrado al ropero con su respectiva naftalina. En los ochenta los acentos caen en lugares distintos, si es que caen. Esta nueva versión pasea un cartelito por el foyer haciendo genuflexiones a las palabras, puntos y comas del autor, su palabra con el exacto color de la tinta con que fue escrito, un d u b l e t t e que se quiere esta vez fidedigno, más verdadero que la Troya encontrada por Schliemann en unas preocupaciones arqueológicas que yerran las paletas, los cepillos, las lampitas y las pruebas del carbono catorce. Mientras en el primer d u b l e t t e pintaba Reimann cada una de las vueltas de sus visceras e intestinos con una necesidad de autonomía que lo llevaba hasta la musicalización del atragantarse y del eructo que despeja el esófago, pasando por unos pianissimo en los que dejaba escuchar las ranuras de una uña raspando la otra, prosiguiendo en la limpieza de unos dientes ensarrados y cariados y terminando en las gárgaras y los toques p ú a la laringe constipada; mientras esto acontecía a lo largo del transcurso escénico que pierde piso para presentarnos a un Lear en la desesperación de su andar de un lado al otro sin saber en el fondo a dónde ir y sin saber más a quién acudir después de haber olvidado que una vez fue tan rey como Edipo y tan autosuficiente, caminando por un páramo y tallando todos los bordes y frontispicios de su queja, abandonado pues ya el orgullo y la majestad, nombrado loco y errando por esas calles que son las de una apropiación de la música de fondo y de superficie: Reimann da su paso adelante y presenta el carácter de su flor maldita
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y amarillenta. Mientras esto acontecía Grüber, el regisseur, por el contrario, permanece en raya y en la ñla; cuando se menciona su nombre, él canta su número simplemente; una reacción de un nieto muy cool viste él sobre sus hombros. El abuelo "loco" recibe una leve piedad y una leve simpatía mientras se lo mira en un distanciamiento poco brechtiano que deja que las palabras se digan a sí mismas; ellas andan solas sostenidas con los bastones de unos gestos estudiadamente estudiados, en tanto que el regisseur juega sobre el escenario el invisible rol de Pilatos, y Goneril y Regan aparecen de madrastras que echaron a perder la educación del anietado público por demasiada despreocupación y antiautoritario autoritarismo. La que hubiera podido ser la madre soñada para un edipo bien elaborado y superado, aquella que ama y calla, la portadora de la maternidad y no de la madrastría, recibe un compás sólo, dos cuerdas de un laúd pulsado para despertar en el público-nieto la idea de cuál podría ser la temperatura lírica del pasaje: encuentro y reconocimiento entre el corazón de Cordelia y el abatido entendimiento del rey deshancado. Y eso es todo. Ni la hybris ni la physis en toda su potencia rozan al espectador, ni el pobre abuelo decrépito ni la honesta y bien intencionada hija preferida y menor. Hay un dejar al texto en su decir sin dirección, muy bien planeada por el director, y un ligero y muy cool dar vueltas al arreglo de cuentas con la madrastría que esta vez sí tiene mucho de tragedia puesta en escena en Tebas. En el fondo, el segundo dublette pone más bien unos acentos muy estiradamente graves que unos comprimidos e intensos agudos.
45 13.
Con estos aires y vientos (algunos hablan del Fóhn, otros del Euro) que atraviesan los corredores de las ciudades, cortándoles a escalpelo los cabellos, rectamente, a desnivel, aparecen los juegos de máscaras como si se tratase del carnaval de Venecia. El juego de las máscaras trae su disfraz con un emblema que revela su temperatura, es en realidad, y con toda la seriedad del mundo, el darse un nuevo y el mismo rostro para sortear las calles del aburridísimo empedrado, tarareando la melodía de la autointrospeción en un nuevo traje. Pero en este nuevo y lo mismo hay siempre unas elecciones que delatan más una actitud cuya tipicidad tiene los botones bastante firmes en su ojales. Los libretos ya gastados de nuestro Shakespeare no reciben ahora tratamiento polémico periférico en el que se acusa a un Ariel de blanco y colonizador y a un Calibán de negro y caribeño; esas estaciones tienen su paso ya pisado en un pasado que no brotó sino esporádicamente en este nuevo presente que juega todavía a presentar el mal olor de su marchitez a un público ávido de sensaciones renovadamente olorosas. Pues bien, los trajes con que se viste a Shakespeare han sido copiados de algún inmenso ropero con olor a naftalina para hilarlos y coserlos con nuevos rasos y brocados de olor a sándalo o a cerezos. Las escenografías han sido transportadas, como por una alfombra mágica, a una tierra de las mil y una noche japonesa, con sus héroes marciales, un blanco de arroz atezado y unos trajes samuráis que evocan los refinamientos del kabuki: Enrique IV y Ricardo II desfilan enmarcados, pugnando por el poder, blandiendo sus espadas arqueadas y asumiendo las poses de los guerreros orientales. Las matanzas se suceden como en una película de Kurosagua, sin faltar, claro está, intermediando, las figuras de los picaros o los vulgares personajes investidos en un Sir John Falstaff siempre con la arrebolada nariz de ebriedad. Así estas tragedias guerreras transladadas, como en el túnel del
46 tiempo, al medioevo del sol naciente. Las comedias tienen, empero, sus molluras y refinamientos que proceden de otro espacio que transgrede las Europas, aunque hilvanado y cosido por agujas muy occidentales. El duque Orsino, muy vestido en las delicadezas hindúes, teje una melancolía y una tristeza de amor en brote que no le corresponde la condesa Olivia, perdidamente enamorada a su vez de Cesario, un paje empantalonado en rasos al servicio del duque que es en realidad una Viola que busca a gemelo y amado hermano Sebastián: Olivia pretende, pues, concluir un amor que no imagina erróneo y prohibido, éste le presenta su elusivo rostro aunque galante y la condesa borda un tapiz todavía más triste y melancólico. Todo sucede en Illyria, una ciudad de los temperamentos temperados y cálidos. El nudo tiene al final un vasto desenredo. Pero todo sucede en realidad en un paisaje fantaseado y atemporal que da acceso al espectador a jugar a los roles identificatorios sin apestarse en los recovecos de la mala consciencia o en las culpas sin perdón expiado. No, para estas fantasías se ha orquestado una banda musical que retreta con gong y temple lo marcial traído del sol naciente o que tiempla los tensos nervios con unas cítaras llenas de molle melancolía. El juego está pues en ponerle los disfraces o las máscaras más inesperadas, aunque determinados por el tiempo, a la tradición que se apolilla en naftalina. El mundo de las escenificaciones iza sus banderas. Méntese que las opciones se delatan solas. Así, por ejemplo, uno de los Shakespeares germanos ha tejido una historia no menos marcial y no menos melancólica que la de los Orsinos, Malvolios, Enriques y Ricardos, sea ya en sus planos interiores o externos, sea ya en sus partes delanteras, traseras o en una y otra manga. Pero entonces hay los que prefieren un punto llano o uno trenzado o uno calado o los que hacen del reverso el haz o de éste el envés, otros que prefieren las pretinas y desdeñan los puños o gustan del cuello en V, cuello redondo, de tortuga o simplemente rechazan el cuello. Cosas de modas se dice. Pues bien, el germánico lector de Shakespeare, émulo suyo, según algunos, admirador de
47 las tragedias clásicas griegas a las que trata de resucitar desde un romanticismo más o menos tardío que se fija mucho en el medioevo y en sus héroes fundadores del fracaso triunfante, teje sus historias: el errante y eterno navegante tiene descanso sabático cada siete años, como algún académico que busca salvarse del eterno martillar el yunque, fuera de las tierras de académicos, recurriendo al viaje al extranjero donde un ahorrado tesoro aparenta comprarle una Senta liberadora, por un instante, de sus intentos sísifos y que sin embargo una acción lo encuentra cerca de las costas del país que conduce al norte más norte. Homónimo del viajero, el juzgado mentiroso, luego de un hartazgo de placer y ganas complacidas, tiene una nostalgia, muy de opulentos, por los trabajos y los días, por el retener una emoción hasta que explote en una triplicada intensidad; luego puede morir sin no haber expiado su osadía, incomprendida por los hombres de las instituciones a las que perteneció, pero que una Elisabeth muy parecida a la Senta reivindica con su autosacrificio. Un desconocido galopador del cisne cruza la tierra en peregrinaje sin poder ni tener permitido mostrar las letras que conforman su pasaporte y sin tener apellido ni nombre; sólo en su memento puede este cabalgador artista ponerle a cada punta de la aspa sus emblemas y banderas que relatan de sus padres, de sus bisabuelos, sólo en su memento tiene permitido dar su rostro y las verdaderas líneas de su pómulos; el amor lo traiciona, empero, y tiene que partir como el eterno navegante, ahora sin la sabática recompensa, pues ha pronunciado los nombres y las sílabas impronunciables. El guerrero fiel que reprime sus anhelos por deberes al superior es engañado con unas pócimas afrodisíacas que sueltan sus crecidos pies de los zapatos que le aprietan para dar la vuelta a su reversible nombre tantris - y ofrecer compañías a la que estaba sola; quiebra así la uña del poder y sufre del venerable talón pélida en una herida que no cura y cierra: la muerte por amor para el guerrero y su amada, ajulietados y romeando. Pero el germánico lector de Shakespeare, émulo suyo, proyecta un gobelino que se extienda de pared a pared en una habitación donde se pasea, como
48 en un salón de baile, lo griego de lo griego en la segunda mitad del siglo pasado: el resucitado mundo de los dioses y los semidioses donde hacen aparición Zeus, los Gigantes, Heracles con todas sus pruebas, las Minervas y Sirenas y Ménades y Sátiros que se quieren apoderar del mundo de Apolo con todas sus bondades, negando naturalmente los esplendores del cielo para buscar las sombras de los bosques de arce o abedul y morar en compañía de los gnomos. Y ve que a su proyecto de gobelino se lo van haciendo parnasiano, simbolista, esteticista, dadaísta, surrealista, expresionista, marxista, cristiano, existencialista, sesentaiochista . . . Pues sí, el germánico lector, émulo de Shakespeare, se pone todavía a vivir el mundo de la versión, el encuadre que le traen los escenarios palladios o vitrubios, apiranesiados o llenos de Schinkel, Menzel o Wunderling. A una escenificación griega, como la que se tiene mentada y que presumiblemente hubiera querido o visto con buenos ojos nuestro germánico Shakespeare, se le impuso una muy venida de final de los sesenta, pero izada al final de los setenta. Se veía la lucha de clases entre las fuerzas populares dionisíacas y las apolíneas aristocratizantes en el momento de apogeo de la burguesía post-industrial, los sectores medios se tambaleaban entre un polo y otro polo en una indecisión que terminaba por ser fatal y mortal para ese sector. El final quedaba, por lo demás, poco ambigüo con el ascenso de una nueva era en un ocaso de los dioses muy nítido frente al ascenso de las nuevas fuerzas. Se comandaba esta escenificación que tenía mucho de canto de cisne para un ámbito donde justamente estas tendencias daban su último estertor. Y la respuesta a esta versión no se hizo esperar. El querer dejar hablar a los textos en lo que ellos tienen, búsqueda arqueológica y abstencionista que caracterizaba a los nuevos tiempos. Esa búsqueda de la fidelidad, ese retrotraerse a cierto hálito ya totalmente desaparecido y que hiciera sentir vagamente ese espíritu de cuento de hadas, encontraba al flaneur de nuevo cuño, pero no lograba movilizar los vellos de la nueva emoción ni las aficiones literarias que empezaban a mostrar sus yemas: la escenificación firmaba con letra muy firme aunque este-
49 ticista. ¿Se trataba tal vez de los fundadores de una raza o de los destructores del cosmos presentados a manera de un escorzo, con guiños sólo a los iniciados? Pues viviendo ahora en un mundo donde los Heracles, Zeus, Sigfried y Cid campeador no tienen el menor recoveco para sacar la punta a su lápiz y borronear con la narración de sus aventuras algunas varias cuartillas, aparecía más bien un mundo invadido por sueños interestelares con sus viajes y viajeros imitantes o por las flores más inesperadas que engendran un impensable embrión que se hace indestructible, mitad hombre, mitad lagarto, mitad alga, o por las máquinas o androides traídos del barroco para darles transistor o computadora que recibe y ejecuta todos los programas. O mejor la gran ciudad, casas de buena piedra, edificios nuevos que testimonian, no obstante, varias guerras, con sus cloacas romanas en estilo funcionalista que son peinadas por todo tipo de inspectores, más o menos delincuentes, más o menos santos, más o menos malditos. Y sus habitantes que viajan kilómetros de kilómetros con el metro subterráneo, ávidos de historias donde la justicia pierde la pista para volver a encontrarla o volver a perderla en algunas estaciones interplanetarias, historias que les llenen las cortas o largamente fantaseadas travesías. Así el germánico Shakespeare se encuentra relevado de sus escenas alternativas politizadas o de sus nubes míticas para acercárselo al público, justamente por donde el gusto hinca sus dientes en estos pasteles preparados por esa tía soltera y madura que llamamos industria cultural: el cabaret, los shows de travestís, las series policiales y de millonarios, los vuelos interespaciales, el sico-drama. Entonces el escenario es un túnel del tiempo donde a cada cortocircuito van saltando las épocas y las acciones que se observan desde un Olimpo de post-guerra que ofrece a los dioses morada para ver el vídeo de la misma historia contada otra vez desde el principio, con sus genealogías todas y sus empeños frustros o exitosos. Allí aparecen primero, entre enormes cortinas de celofán, las hijas del
50 Rin, vestidas como en revista de varietés, contorneándose, siendo la una más seductora y lasciva que la otra, dejándose palpar con regusto las moldeadas piernas - los ojos blanqueando - por una especie de cafisho salido de un mundo subterráneo bastante acloacado, hombre perfectamente dotado de los instrumentos de buceo, hombre anfibio que le roba el preciado oro paseado por las aguas del río y mostrado por esas hijas que ahora huyen despavoridas como gaviotas en la orilla cuando llega la reventazón de una ola repentina y violentamente irrumpida. Y allí están los dioses de nuevo, desperezándose del sueño para la contemplación del flamante palacio, construido a pedido por los inmensos albañiles, su Disneylandia para los próximos siglos, de pago a contraentrega que los dioses, muy venidos a menos, prometen en letras y a crédito una vez que hayan despellejado al hombre rana hurtón del oro. Después se hace aparecer el mundo de las cloacas romanas supermodernas donde cámaras ocultas y pantallas vigilan cada uno de los movimientos de esos liliputienses, habitantes de faro empotrado en el casco que visten sus cabezas de mineros: todo lleno de cañerías y cables y cadenas y túneles y bóvedas que sostienen y enmarcan una estación de vigilancia. El hombre rana hurtón ya no viste sus escamas ni esa piel por la que respira y no respira; en cuello y corbata, con el traje de abotonados botones se está de pie frente a su panel de control mientras exudaciones y vahos y turbios alientos de la tierra que lo van flanqueando hacen su aparición como si fueran a cantar su aria entrenada tantas veces por los tramoyistas. De pronto se encienden unos focos reflectores y Alberich tiene ya en la mano el anillo que su enano hermano, artesano de artesanos, le ha fraguado, también un velo muy dorado que lo hace invisible. Y ahí está ese hombre invisible que se pasea por las calles como un transeúnte insospechado, como un espía doble al servicio de los dos bloques y que en el fondo no piensa sino en sí mismo, en el dominio de las cosas y del mundo como Luxor. El hombre invisible no puede ser ahora percibido con un baño de cromáticas pinturas, juega más bien sin conocer las reglas, aprendiz de brujo, a disfrazarse:
51 no fallan las máscaras ni el no saber elegir el disfraz adecuado, falla su exagerar hasta tocar las metamorfosis y sus procedimientos: una ave, por ejemplo, un águila o cualquiera de las otras rapaces plumas más ad hoc a su naturaleza, lo hubiera hecho invencible; falla en elegir un sapo y no una rata, falla en elegir la rana del salto quedo y no el roedor que hace madriguera en tierra, con canales y diminutos túneles, buenos para el caso de alguna nuclear explosión. Atrapado, conducido hasta el palacio donde habitarán los dioses cuando paguen sus deudas y sus créditos a esa oficina bancaria que administran los gigantes constructores, despojado del anillo, del oro, huirá, esta vez, como una rata, a los submundos a planear de nuevo una malicia contra los inspectores enmascarados, no sin antes haber echado maldición a los próximos poseedores de su botín. Un pesimismo impregnará desde ahora todos los transcursos y vencerá, después de las victorias del bien, definitivamente en compañía del mal, victoria esta última muy dejada al gusto del espectador. Y la maldición se encarna en la angurria de los dos ciclópeos: matará el uno al otro y se hará cainita, desapareciendo con botín y sin anillo. Saldadas las cuentas ingresan los dioses a paso de minué en la nueva mansión que no esconde sus muy funcionales formas entre unas nubes y unas pequeñas montañas de cartón-piedra. Y son de nuevo los cortocircuitos y relámpagos eléctricos que nos sitúan en el túnel del tiempo para esperar otra travesía. Se habla de la mejor puesta en escena de uno de los leitmotiv: toda una flota de helicópteros quiere asolar un interminable bosque donde se esconden los levantiscos; el lugar de la acción: Viet Nam; las armas son productos químicos soltados desde el aire. Junto al mar, a las orillas de una costa con olas perfectas y reventantes para el mejor de los s u r f e r , se monta ese potro de agua que va formando un rolo paulatinamente cilindrico. Se lo observa desde uno de los helicópteros. Minutos más tarde, desde otro, el tema puesto a través de los respectivos altoparlantes voladores se repite cada vez con mayor intensidad, mientras, a otro bosque intacto, van saltando los paracaídas de uno en uno: se los llama los mensajeros
52 de la muerte. Es la primera escena del tercer acto; sin embargo antes hay otro hilado. Las ramas de la leyenda extienden allí sus hojas: los dos hermanos se encuentran, se reconocen y se declaran un amor que no se anuncia como el rincón de lo prohibido; por el contrario, se podría pensar que es generador de la esperanza con sus entonces en metro alejandrino. Sobre el escenario, unos muros de acero con sus respectivos remaches ciclópeos, mitad cárcel, mitad bunker.
El peregrino hace su arribo cuando el esposo - vestido de alcaide,
vestido de comisario, vestido de general que regresa de campaña o de caza, con sus respectivos cortesanos provistos de todas las linternas, inspectores todos del bosque, peinadores de las calles de la ciudad más peligrosa - no se encuentra en casa. Todos sospechan del peregrino a quien la esposa ha acogido siguiendo los ritos de la hospitalidad. Acostumbrado, en su desconfianza, a interrogar, el inspector-alcaide pregunta por origen y procedencia del recién arribado; éste hace genealogía, narra hazañas en ese mundo de desorientación que le ha tocado vivir. Una luz empieza a brillar en el árbol erguido y, sin embargo, muy venido a menos, que se encuentra en el patio. Las buenas noches no se hacen esperar después de la cena.
El esposo toma a su esposa y se retira con ella.
No
bien éste está dormido abandona el lecho para dar encuentro al peregrino en su improvisado lugar de descanso: se reconocen, el peregrino toma la espada de un antepasado suyo muy directo incrustada en el árbol y fugan ambos a los caminos de la desorientación buscando las nuevas hazañas: se instaura el tiempo del páramo. Mientras tanto, muy cerca del Olimpio de los dioses, se puede escuchar de nuevo el l e i t m o t i v .
Un caballo caído domina toda la escenografía, un
caballo estrellado contra la tierra y captado en el momento en que sus miembros se disparan destrozados a horcajadas por todo el espacio. Entonces son las maquetas, la visión de las diversas arquitecturas destrozadas por una guerra bastante próxima en el pasado o en el futuro: Berlín, Coventry, Dresden, muy bien podrían haber sido Hiroshima o Varsovia. El dios triste, ese Zeus enredado
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en sus propias madejas como alguno de los gobernantes o conductores, dice su partitura, reflexiona sobre su propio destino, sobre el poder que se le va de las memos, el gran diplomático hacedor de convenios y acuerdos, el señor de los acuerdos esclavizado por sus propios acuerdos, atadas las manos para no poder salvar esa genealogía a la que pertenece, muestra las palmas de sus manos. Y sin embargo nace la yema de una esperanza en las informantes palabras de esa Minerva hija suya, quien con un trasfondo de corno clarinando desde la lejanía habla del fruto de un amor incestuoso. El tiempo del ángel caído se instaura, no obstante, en la figura de ese caballo precipitado y con ésto la pregunta de cómo salir de la modernidad: tarea ya no del hijo sino del nieto. La hija aminervada emprende la expiación de la pena asignada: un sueño no interrumpido en un apartado lugar, herméticamente clausurado y a la espera de un príncipe azul que la venga a despertar en un acto heroico. Entretanto los huidos hermanos ya han tenido su destino errante y el hermano ha muerto y la hermana ha consentido en dicha muerte a condición y cambio de una maternidad. Cómplice de tales hechos, la Minerva ya aceptó también su castigo: no podrá anunciar la gloriosa muerte a los héroes ni portarlos al lugar de los dioses. Sus congéneres, trajeadas de rockeras y cabalgando sobre aladas motocicletas, cumplirán dichas funciones en un ruido de motores, de pruebas sobre una rueda, curvas rasantes y arranques espectaculares. (El flaneur de nuevo cuño, enteradísimo de todos los pormenores de piezas, respuestos, marcas, velocidades y competiciones, agradece la ocurrencia). El castigo se torna en la esperanza de toda una era salvada. Hay un esperar muy en suspenso mientras el público vuelve a mirar los cortocircuitos y las chispas eléctricas en el túnel del tiempo. La figura de Zeus domina la escena antes de que los telones caigan. Caen y se lee en los diarios de los días siguientes las llamadas de los políticos a un pesimismo de izquierda: frente al mundo automatizado, frente al dominio de los computadores y los artefactos eléctricos y las mismas y manipuladas noticias paseadas en diferentes idiomas por todo el mundo, se
54 erige una apelación a los hijos de la Europa raptada, esta vez no por Zeus triste y melancólico sino por uno ubicuo que viaja en jets conquistando nuevos mercados con una decisión que apabulla. El llamado reza: cerremos filas en torno a nuestros valores culturales europeos que son todavía un resquicio de verdadera humanidad. Los subtítulos en los diarios mencionan un continente falto de ayuda, un silencioso continente que iza una pregunta en la nave que soplan los presentes tiempos, una pregunta por las líneas directrices, por las perspectivas, por los pasos perdidos, por el vacío que acuchara fervientemente el estómago ahito y que ha dejado sin visión social y sin misión histórica a los hipantes comensales que renuevan un temor totalmente olvidado desde hace tres décadas: ganar a los europeos para una nueva utopía, se lee entre líneas y entre las muchas líneas. Los choques eléctricos y los cortocircuitos vuelven. Se abre el telón de nuevo. Es un mundo de guardería infantil con las flores de cartón sonrientes y los colores todos, donde no falta, naturalmente, ni la carpa en el patio para jugar al explorador de regiones desconocidas ni las pistolas de cowboy ni los mecanos para armar construcciones cilindricas, cuadradas, romboides, con pasadizos que communican dos viviendas o puentes colgantes que lo hacen sentir a uno en una selva de tarzanes con cocodrilos y todo. Y ahí, al lado, el taller, el almacén, la tienda, la factoría, la bodega, la firma, el mercado, las ocho horas diarias que han hecho posible ese mundo de juguete y de juegos. Esos dos mundos puestos a tener conversación el uno con el otro. Se escucha primero un martillar, el sonido de la actividad; el artesano, el obrero está en actividad, éste es un tullido, ha perdido un dedo mientras le daba al pino su cuadrado ornato de mesa, ha dejado un ojo en la soldadura cuando una chispa le saltó, como una mariposa, para besarle, devorando, el ojo atento que se descuidó; sigue trabajando y murmura entre empeñoso y molesto que sus manos ya no son más hábiles para el trabajo, sale humo, vuelve a murmurar, es un enano que ha criado un hermoso niño ahora ya en la edad de andar por el mundo y trasegar
55 las calles como un curioso flaneur que quiere ver qué le ofrece el mundo y qué quiere tomar de él, según sus gustos y disgustos, inclinaciones suyas que querrá seguir. Allí están los dos frente a frente, el joven robusto y alto, el anciano tullido y enano, ambos hablan ya distintas lenguas, se entienden apenas, se entienden: la soltura y la jerga juvenil deja al viejo algunos rincones ocultos, vienen las explicaciones y las quejas. El joven, empuñando decisión, asume el cumplimiento del trabajo que fatiga al viejo y viene conocido episodio: silbando, con la habilidad heredada de todas las generaciones que le preceden, juntando aquí esto, separando allá aquello, siempre silbando un hit de la radio, da fuego al caldero como un vulcano que golpea el meted en el metal para fundirlo y hacer un siderúrgico acero, da más fuego, toma el molde, lo cierra bien y, como en un cuadro de Menzel, saca al rojo vivo el metal para proceder al vaciado y, ya el vacío lleno y algo frío, templar las láminas, hacerlas chirriar en el agua y añrmarlas con los últimos martillos. Listo: las piezas rotas vuelven a formar la espada invencible y dadora de poder, forjada por quien no ha conocido todavía el temor. Buenos tiempos, pues, donde no hay milicianos que sean conducidos al frente de batalla ni muertes que tengan sus acalaveradas facciones ni días sin las papas o sin carne de puerco ni miedo posible que haya cultivado sus flores grises y tenebrosas.
Un yo-puedo-todo que será desmentido muy pero muy
velozmente para dar un pesimismo muy ameandrado. Claro, ahora se trata de las hazañas y los días: trabajos eventuales que financian eventuales días de descanso en las costas del sur o en los otros continentes. Este Hércules lleva su abrigo de tigre, su alimento, su cuerno para hacer resonar un eco inmenso no bien arribe a un valle. Digamos, más bien, su pullover alpacado y de colores tierros, una que otra sopa de conserva, la armónica para darle a la tarde que se va despidiendo el temple anímico. Digamos, más bien, el abrigo impermeable y reversible, unos hongos comestibles acabados de recoger y de comprar en el mercado naturista con su verdadero olor a terruño, una flauta dulce donde practica alguna sonata barroca.
56 Pero este Hércules es espiado en esa profundidad del bosque citadino. Las fuerzas negativas, dicen. Una cueva con su dragón le sale al paso, ¿le impedirá camino hacia la bella durmiente que lo espera? El dragón: un cuerpo inmenso, enmetalado y encascado, como un bunker andante, hace sus pasos lentos pero seguros de tanque blindado extendiendo sus brazos que terminan en ñludas y extensas uñas de acero, mientras en su centro la memoria del robot ordena y reordena y vuelve a ordenar y se apagan y se prenden y se apagan unos botones iluminados a intermitencias. El dragón vuela como en las leyendas chinas, es también una diminuta nave espacial; se trata de alguna confrontación en algún lugar de la galaxia que es seguida desde años luz por interesados que están allí para ver qué parte de agua pueden llevar a su molino, molineros que pelean por la distribución de las aguas, guardabosques que disputan el acceso a la leña. Y he aquí la confrontación: el Hércules, luego de las pruebas, arriba a una nueva todavía y con una espada, iluminada como un fluorescente donde se concentra lo mágico de los poderes de la esperanza, lucha contra ese monstruo en un escenario que se ha transformado en uno de entre-Escila-yCaribdis, lucha contra un gigante transfigurado, sin la gracia de dios, en un diabólico invento de la ciencia, en un robot electrónico y computarizado que ha sido inventado en algún laboratorio del doctor Frankenstein, para espanto de todos los que quieren acercarse al tesoro, al yelmo y, sobre todo, al anillo. Pues bien, el joven Hércules vence y las moscas empiezan a revoltear en torno a ese dulcísimo buñuelo. Entre tanto aparece Zeus preocupado por su destino y el de todos sus congéneres, no soporta más la tensión de las acciones, tiene que saber, más allá del suspenso, cómo continúa la historia; recurre a una adivina, a una gitana que le lee la mano, a una bola de cristal que permite ver el pasado y el futuro, a Gaia omnipresente con sus cámaras ocultas que transmiten en monitores los eventos y sucesos y movimientos que van teniendo lugar. Ella abre las puertas de su subterránea mansión y recibe a Zeus: en vano, Gaia sabe más de lo
57 que dice, calla y se entrega a un sueño eterno en su estancia acondicionada especialmente para sobrevivir alguna otra consumación atómica. Pero todavía hacen sus encuentros el abuelo y el nieto: el uno teme, el otro se ríe y se burla de un hablar que parece achacoso. Hay un desencuentro que se manifestará al final como un verdadero encuentro: ni el nieto podrá encontrar los hilos perdidos de una paternidad en el abuelo, ni el abuelo verá sus incumplidos sueños realizados por el vigoroso y no menos enfermizo y decadente nieto. Este se abre paso, haciendo a un lado a Zeus pues un impulso filial lo llama a continuar la historia y a instaurar un sico-drama. ¡Cuánto sueño velado asaltaba al hijo (aquí ya no más nieto) por corredores oscuros e insinuaciones que podían calmar sus ansias más vistas y desvestidas, poluciones nocturnas con las imágenes de un cuerpo ya muy cerca del suyo, un cuerpo que fue él mismo mucho antes del alumbramiento! El entra a esa resguardada conserva, a ese recinto hermético, habiendo dejado atrás al fuego que vigila el antro. Delante suyo y en eterno sueño la Minerva hija de Zeus. El príncipe azul despierta a la castigada princesa y hay repentinamente un temor muy mutuo. Heracles conoce por primera vez el miedo viendo a esa mujer (aquí el destino podría haberlo conducido por los caminos aquileos a luchar contra Pentesilea). Pregunta por su madre y escucha la respuesta que como en un parte policial le informa de la muerte. Reacciona ante ese t h á n a t o s con una chispa de erotismo que se enciende para lograr salvarse del momento en que el piso parece tambalear. La Minerva, alguna vez conductora de motocicleta y recogedora de los muertos, le huye pues quiere conservarlo en la pureza para funciones y tareas más altas, descubre en su interior, empero, mucho más a tiempo que su homónima Pentesilea, el amor burbujeando y el apremio del abrazo. Cumplido éste vienen las reflexiones emotivas, los ascensos de unión mística que buscan los cuerpos.
La razón
de Estado, que hubiera querido implantar Zeus y que hubiera debido llevar a cumplimientto la Minerva, es puesta de lado, se la arroja como un papel inservible en el tacho para la intensidad del amor iluminante y contra la riente
58 muerte, ahora a punto de ser recuperada, en este rapto erótico, desde su lado claro de la luna. Otros cortocircuitos, otra pausa al flaneur que emprende el retorno a su casa no sin antes peinar las calles a la búsqueda del último resquicio de esperanza para una causa que se anuncia ya perdida. El está ahí de nuevo, frente al último telón que ha de ser levantado, al final de los tiempos, en un apocalipsis que vuelve a erigirse con la promesa vana de una nueva Jerusalén con sus doce puertas resguardadas de ángeles y sus muros de jaspe, zafiro, esmeralda, sardónice, topacio, amatista, y sus portales de dinteles y jambas emperlados. Promesa que hará su explosión como una catedral astillando el espacio. Así la historia muestra sus últimos hilos: una angurria muy aliebrada recorre recovecos; un hijo del subterráneo hombre hurtón emprende una acción fraguada en los bajos fondos; su tenida de compadrito porteño lo presenta muy a lo otario, manejando los tejes y manejes de un tráfico de estupefacientes de alto vuelo y con una organización cuyas redes se extienden a todos los confines. Por su parte, el Heracles, despertado de la luna de miel mística y con nuevas ganas de aventuras, se hace al camino no sin antes dejar en prenda de su inolvidable amor a la Minerva el trofeo anillado de sus luchas. Camino a la nueva aventura entra a perderse en una selva oscura muy citadina y no precisamente a la mitad de la vida. Invitado a las libaciones a que obligan las reglas de hospedaje, se lo alcoholiza y droga hasta la más brutal dependencia. Vive un sueño de olvido despierto y conoce mujer por segunda vez. Un pacto con su cuñado, hermanándolo, lo obliga al secuestro del olvidado primer amor, el flamante hermano la desea como el Jr. desea a su más cercana secretaria en la serie Dallas. Heracles emprende así el viaje de regreso, vestido a la texana e irreconocible para su primer amor, Minerva. Ya donde ella, la fuerza a emprender camino adonde les espera a ambos, por separado, una boda. Entonces es el mundo de los espejos, de las lupas inmensas que no logran delatar, a ninguno de los de la firma petrolera, la verdadera identidad de los presentes y menos sus
59 verdaderas intenciones. Una boda doble se empieza a preparar, pues; un plan se empieza a urdir: la venganza de Minerva contra su olvidadizo amante, el malentendido de Deyanira para con su Heracles: se lo ha condenado a muerte, la ejecución se confunde con un torneo de polo, con una casería de torcaces. Sin estar al tanto, después de haber pasado por la manicura y la peluquería, el pelo bien abrillantinado, Heracles concurre a la fiesta social en traje para la ocasión. El brindis inicial le devuelve la memoria, pero pierde por eso la vida a manos de ese Edmundo shakespeariano en que se halla convertido ahora el hijo del hombre rana hurtón. Este ha traicionado a la gavilla. También el hermano ñamante de Heracles se encuentra entre los caídos. Funerales griegos con su pira y sus trípodes prosiguen. Hay un fuego que se expande más allá del canto de amor filial del moribundo héroe de las pruebas a Minerva. La conflagración final se apodera del escenario con su fuego abrazando bambalinas y su hongo radioactivo soltado por segunda vez. El trofeo anillado vuelve a sus orígenes en un mundo donde unos imitantes muestran sus quince manos y sus cinco ojos muy despestañados y acuosos. El flaneur abandona su asiento pavorido en su contento pesimista. Vuelve a fatigar las calles con sus pasos, sintiendo una comezón muy dentro de la piel que tal vez emule el cosquilleo levísimo que produce, en infinitesimales cantidades, el uranio cuando se lo sabe allí. Sonríe nerviosamente mostrando sus encías con paradontosis y se lleva una de las temblantes manos a la cabeza para rascarse un enralado cabello consecuencia del smog y sus flores. Desde una lejanía olímpica, que empieza a ser desbaratada por el tramoyista, el Shakespeare germano pasea sus uñas por la solapa de su recién comprado frac y levanta una de las cejas como quien celebra el triunfo de la versión.
61 14.
Entre tanta flanerie el deambulante tiene que hacer unas cortitas pausas a la actividad que lo conducen los días y los trabajos. El flaneur dejaría de serlo si estas pausas lo encontrasen en su apartamento o en su casa, lo encuentran siempre en los establecimientos públicos. Allí ingresa, según sus determinaciones físicas, a uno o a otro de los dos posibles salones. Y adentro, a los acostumbrados elementos que hacen la decoración o los artefactos, le salen al encuentro una serie de manifestaciones improvisadas por los visitantes incógnitos donde se expresan las rencillas o los pensamientos, las confesiones y las mentiras, el deseo de sátira o del juego de palabras, los insultos. También llama su atención toda una serie de calcomanías o pequeños carteles donde se dan informaciones acerca de consejerías o lugares de atención, si su caso corresponde a algunas de las posibles situaciones en que podría verse involuntariamente envuelto: la violación tremebunda, el maltrato por ser justamente "eso que se es". Más recientemente se leen las señas de los lugares de atención en el caso que hubiera pescado una enfermedad conjurada, pareciera ser, por el demonio. Terrible enfermedad cuya procedencia, todavía dudosamente determinada (unos monitos africanos, dicen, son los transmisores de tal plaga a los seres humanos que de estar localizada en un espacio muy pequeño ha invadido los muy otros continentes y se ha extendido en una promiscuidad, dicen, y en un comercio carnal que ha penetrado las grandes metrópolis, arrasando primero a Tirios y luego también a Troyanos) parece semejarse a una plaga tebana por no haberse hecho justicia a un crimen impune. Y ese ha sido el argumento de tanto especular sobre el asunto. Ni el haber vencido a la esfinge ni el haber adivinado esas palabras que parecían cifradas por el oráculo délfíco (cosa que se creía ya un adelanto en los logros libertarios) han logrado alejar la idea del crimen impune. No han faltado los Creontes ni los visionarios ciegos disfrazados en las figuras de los Tiresias que han levantado su acusación y mostrado
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el dedo. Paralelamente, aunque con un origen más temprano, se han hecho demostraciones militantes de muy diversos matices.
El flaneur de nuevo cuño ha visto ampliadas sus veredas hacia revistas y espectáculos que le permitían el desconcierto o la sorpresa divertida o también la identificación. Voces muy afinadas en los tonos sopranos mostraban sus habilidades para entonar las arias de las Reinas de la Noche mozartianas con el consiguiente fin de fiesta, donde las sopranos iban dejando caer sus atuendos simulados para mostrar el vedadero rostro de la voz y del cuerpo, con la contada sorpresa y admiración del público frente a tales artes no poco elaboradas y donde aparecía la creada ilusión en sus cuerpos desplumados y prosaicos. Y el espectáculo empieza. El propietario del establecimiento aparece con su traje de luces granate, se dirige al públio y le anuncia que todo está ya listo, mientras un ligero bullicio premeditado se instaura tras el telón; éste se levanta y desde una esquina del tablado se van presentando a los participantes al son de una orquesta situada en el zanjón operetístico. Todos cantan y hacen sus pasos estudiados hasta el cansancio: Chantal, bastante entrada en carnes, recoge sus cabellos lacios oscuros mientras entona en soprano una aria de la viuda alegre que logra los más agudos timbres acompañados de graciosos y disforzados gestos; Fedra, toda vestida en cuero, apantalonada, hace serpentear en el suelo un látigo mientras blanquea los ojos; Mercedes, sacada de sus delicadezas y mimos, impone una intermitencia a sus párpados haciendo una genuflexión cortesana al retirarse a su sitio original; Hanna, de gestos nerviosos y decididos, membruda, corre como una ménade; Derma lleva su canasta de pastora con una gracilidad entregando un par de margaritas al propietario; Monique, de tacos altos y andar pausado, guiña un ojo sofisticando aún más su caminar y su nariz siempre empinada; Alice sale saltarina de guaripolera con un par de piruetas que atraviesan el escenario; Lola da sus pasos flamencos
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y castañuela sus dedos y palmas; Alexandra ruge feroz y muestra las garras; Odette maúlla mimosa mordiéndose los labios; Amalia es la bailarina de rumba con sus eléctricos hombros soltados a temblar. Todos ocupan sus posiciones y entonan un "nosotros somos lo que somos" en un moverse de plumas que cubren y descubren todavía unos cuerpos vestidos de galas y granas. Pero, para no hacerse esperar, sueltan sus prendas y son ahora las conejitas de play-boy sacudiendo su enmotado rabito. El propietario del establecimiento, que las ha ido presentando por su nombre, anuncia que ya está todo comenzado cuando se descubre un escenario que ofrece a las coristas ahora tras bambalinas: una espuela a la curiosidad del espectador. Y todo sucederá ahora tras bambalinas. Allí se tiene a Zazá, presentada por el propietario como la vedette, la diva. Unos instantes antes hizo su ingreso vestida de noche en todo su esplendor a cantar con las coristas. Ahora tiene que hacer un solo y se muestra reverendamente enojada con el propietario, su cónyuge, que parece que le pone los cuernos cada vez que puede con alguna de las coristas. Gran pelea y caprichosos reproches que el propietario no logra suavizar ni hacer a un lado. Con el juramento de fidelidad obtenido, Zazá, que hasta ahora ha sido Albín, se maquilla y hace un ingreso al escenario, esta vez sí tras bambalinas de verdad: es un himno a la máscara y al artista el que ha sonado entre tanta luz del camerino. Se escuchan las ovaciones de un público simulado en off y en ausencia de Zazá aparece Jean-Michel, hijo del propietario, resultado de un desliz de juventud, con la buena nueva de su matrimonio. Gran revuelo de pavos reales entre las coristas. Jean-Michel ha conocido a Anne, la chica más maravillosa que alguien se pueda imaginar (hija del presidente de una institución de fanáticos luchadores por la moral y las buenas costumbres). Sus padres ya están en camino para arreglar todas las formalidades con los padres de Jean- Michel, pasarán el fin de semana allí con ellos. Naturalmente hay sólo un pequeñísimo problema: qué hacer con Zazá. A la verdadera madre se la ha hecho llamar y parece que vendrá. El propietario del local se compromete
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a pedir a Zaza que se tome unas vacaciones por ese fin de semana y que se vaya a algún otro sitio, pero no se atreve. Zaza vuelve a aparecer en el ficticio escenario tras bambalinas y después de todos los rodeos del caso la enteran de lo que sucede. No lo puede creer. Quién ha sido tu verdadera madre, le pregunta a su hijo adoptivo, quién ha cuidado de ti cuando has estado enfermo, quién te ha ayudado a hacer las tareas cuando regresabas del colegio, quién ha hecho de ti el hombre hecho y derecho que eres, pregunta ofendidísima Zazá. Jean-Michel: ella es algo especial, la quiero para mi esposa y sólo se trata de un fin de semana. Suena el llamado para que Zazá se presente a su segundo número en el escenario y esta vez sí delante del público real canta "Yo soy lo que soy" en una variación personal de la canción de las coristas al principio. El propietario del establecimiento se vuelve a comprometer a convencer a Zazá, pero el público ríe ya sabiendo que todo será en vano. Ella estará presente cuando arriben los padres de Anne. Entre tanto, un intermedio que reproduce en los salones del teatro una escena parcial de lo que sucede en el escenario: un asistente juega, muy dentro de la canción de las máscaras que Albín acaba de entonar, al enmascaramiento: pasea sus tacos altos y su peluca castaña y ya no es más la diversión del teatro sino los verdaderos trajes de la realidad que esta vez no es ni grotesca ni idealizada. El segundo acto se anuncia y los personajes principales están situados en un café con su toldo parisino en una favorable estación del año. Se ha encontrado una solución de compromiso y se habla ahora del tío Albert. Este debe aprender los verdaderos comportamientos que corresponden a este nuevo rol que Albín debe cumplir. El propietario del establecimiento está totalmente poseído por la idea. Zazá tiene que limar los gestos, modular la voz, coger la tasa de café sin levantar el meñique, sentarse sin juntar las rodillas, y el público ríe hasta el delirio ante sus dificultades: muy varonil y muy brusco tiene que aparecer y los esfuerzos son en vano, Zazá no logra separar las rodillas sino con mucho esfuerzo y se le vuelven a juntar. Un caso perdido, opina el público
65 en silencio. Pero todo continúa. La verdadera madre de Jean-Michel envía un telegrama donde anuncia su próximo matrimonio con el aviso de su no asistencia a la farsa y esto a último minuto cuando los padres de Anne hacen su llegada al departamento. Jacob, una especie de tigresa a lo Tina Turner, los recibe, toma sus equipajes y se muere de risa. Desde este momento todo sucede a la velocidad de la luz: se traen los bocaditos obligados, se reparten los platos donde se deberían colocar las viandas, como prescriben las buenas normas y costumbres, las servilletitas y, oh error, la vajilla empieza a desenmascarar una máscara puesta sobre otra máscara ya previa: escenas griegas pederásticas como hubiera podido reproducirlas Beardsley o Erté. Y Jacob vuelve a reír retirando la vajilla y apareciendo al cabo de unos minutos con otra que no es menos delatante. Jean-Michel intenta salvar la situación abriendo la botella de Móet et Chandon cuando aparece Zazá perfectamente enmascarada en el rol ya no del tío Albert sino en el de la madre, para susto de todos y la repetida hilarante risa de Jacob que no puede creer lo que sus ojos ven: Zazá vestida en toda la línea de madre, con un traje sastre muy mesurado. El futuro suegro se levanta como impulsado por un resorte, pero no es de espanto, sino de convencimiento, a cumplir con sus roles de caballero y besar la mano de la dama que acaba de hacer su aparición. Zazá responde disforzada ante tanto halago y toman asiento todos para una conversación de estilo. Ya son las primeras frases y Zazá muy metida en su papel se empieza a ir de gestos y de manos para con el rechonchete caballero. Y la hora de salir a comer suena con la pregunta por el local de preferencia a que desean ir. Marido y esposa confiesan un diminuto deseo de ir a lo de Jacqueline donde siempe quisieron comer pero nunca encontraron mesa. Para Zazá no hay imposibles, se levanta Albín comentando, descuelga el teléfono y ya está. Mesa reservada. Los platos y el champagne ya están servidos, sentados y divertidos todos, aún hasta bailados al son de una orquetasta que ameniza la velada; Jacqueline no puede con su genio y presenta a todos los concurrentes a una antigua conocida que honra
66 esa noche el local y a la que le gustaría escuchar entonar una de sus canciones. Luego de los ruegos del caso y las negativas esperadas, Zaza canta una de sus melodías más íntimas y todos aplauden, los aplausos se repiten cuando concluye su canción y entonces muy metida de nuevo en su papel primero, Albín descubre su calvicie y concluye como siempre tiene acostumbrado la farsa, solamente que esta vez, sin haber prestado atención, concluye una doble farsa y hay una ira que o
se infla en el rechonchete suegro. Ya de nuevo en el departamento, los esposos intentan abandonar el lugar y unos periodistas muy a tiempo mandados llamar les franquean la puerta. Jacob aparece siempre muy divertido con las maletas y se las avienta por las narices. Sólo queda una salida por el escenario del local de travestís, enmascarados, a la usanza del final de fiesta. Un espantoso enredo lleno de nudos se desnuda cuando Anne, contra la voluntad de sus padres, persiste en la boda. Y aquí el gran final que incluye a Chantal con sus arias, a Fedra con sus cueros, a Mercedes con sus cortesanías, a Hanna con sus nerviosismos, a Derma muy bucólica, a Alice guaripoleando, a Lola con sus cantejondos, a Alexandra con sus garras, al padre de Anne vestido de la pequeña Lulú y su esposa de la amiga de Popeye. Gran risa y mucho aplauso. La orquesta deja de tocar, son llamados varias veces todos al escenario, agradecen y entonces empieza la realidad. En los periódicos y revistas semanales que circulan por los quioscos se leen las palabras a b s t i n e n c i a o fidelidad, valor. La plaga continúa y empieza a tener víctimas conocidas y renombradas que ya exceden el linaje de los enmascarados. Una segunda labor de esclarecimiento ocupa a los líderes de un movimiento que se remoza y adquiere nuevos bríos de solidaridad. Ya no es el desenmascarar una existencia que ha tenido que ponerse antifaz y después decirse yo m e a f i r m o e n lo q u e soy, tomando con soltura, espontaneidad y humor lo que hasta hacía unos tiempos era enfermedad o perversión para las "buenas consciencias". Por el contrario, los servicios de información y de o
67 chequeo recogen datos con nombres y apellidos, se escriben cartas con multitud de ñrmas, se presiona a los gobiernos para que suelten partidas que se puedan destinar a la investigación de un antídoto, de un elíxir. Y los gobiernos, con todas sus campañas por la moral y las buenas costumbres, con sus estúpidos aíFaires donde aparece envuelto un "generad de costumbres poco públicas" que representa un peligro para la seguridad de la Nación, se ven obligados a tomar posición, hacer pronunciamientos, otorgar partidas, realizar estadísticas, poner en funcionamiento grupos de investigación . . . Y la cage a u x folies va dejando de ser mucha risa y aplauso.
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¿El espíritu de la época en dos versiones? Aquí aparece una polémica entre el sensus literalis y el sensus spiritualis. También en ésta hay un velo transparente que deja atisbar las formas de nuestros últimos años. En la versión más temprana se relata la escena con todos sus pelos y señales. Ella, obligada a recostarse sobre un alto escarpado a cuyos pies irrumpe bravo el mar, obligada a recostarse sobre estos peñascos por las ataduras de unas cuerdas que castigan una h y b r i s materna expiada ahora en la hija: todas las formas robustas muestras, formas que dan y quitan la razón a la soberbia que inaguró esta historia, formas presentadas para una entrega a su destino de castigo, contornos que se hacen delicadamente gráciles, que se ofrecen a un nuevo destino que ahora se presenta en la figura del encorazado muy peregrino y de retorno de una hazaña, la de su fama secular. En ella aflora un rubor que la cubre del temor de la mirada fija a los ojos de su súbito admirador, intenta con un recodo de la mano cubrir sus desnudas y relucientes carnes dando un contrapunto a las grises y mates rocas que la enmarcan, ha declinado levemente la cabeza y sus ojos aterciopelan unas leves plumas de timidez en las palomas de sus párpados a medio correr: hay un nacido deseo de entrega que se encubre en el manto inexistente de su rubor que deja intacta su desnudez ahora prístina. Indefensa se deja desatar las cuerdas por dos amorcillos que fungen de ayudantes del peregrino recién arribado y ya profundamente tocado en todas sus cuerdas líricas. Este, ya olvidadas las duras y astutas faenas para evitar la mirada de la mujer que empedrece cualquier iniciativa, es quien emprende el desamarre con unos ojos fijos y clavados en esos otros ojos que tienen su momentáneo renunciar a la mirada. Una paradoja une en él estas dos historias, la que se viene de cumplir y la que se cumple. Toda una jornada con las frases obsesivas de evitar los inyectados ojos que le buscaron incansablemente la mirada; él, el de la visión restada, enfrenta ahora el resguardo del mirar
70 en unos ojos a los que busca incansablemente; su sumada mirada recibe una sustracción mentida de parte de la expiante, la vera será contada fuera de la escena o sobrentendida por el público. El peregrino emprende las acciones de la liberación, es todo movimiento, su capa arrebolada muestra, en su extenderse en el aire, (contrapunto otro a las oscuras rocas de la escenografía) cómo va haciendo nulos esos nudos de las ataduras mientras ella, así reclinada la cabeza, permanece inmóvil aunque no sin gracia, sintiendo los ires y venires, por las cuerdas, de esas manos que la libran. La espada de la violencia practicada en la mujer de ojos inyectados, echada atrás, se pierde entre la capa. Sobre otra roca adyacente juegan tres amorcillos, suben y bajan del lomo, hacen que las alas fatigosamente batidas del equino transportante pasten, mientras algunas olas arribadas a la orilla de los peñascos le salpican levemente los cascos, en un movimiento marino que encuadra ese cielo apenas despejado y con nubes claras que no anuncian de ningún modo temporal a la serenidad de los colores que la escena impone. Otros rasgos épicos se encrespan en el mar que portenta los restantes miembros del azote del castigo: de inmensa testa y no menos acuciante y largo cuerpo culebrino vestido en pez, están las pescadas dimensiones del monstruo, desdeñado de la escena, pero no olvidado; nadie tiene mientes ya para él. Veinte años después, en realidad podrían ser cuarenta de los nuestros, aparece versión segunda y no repetida. Al mismo escenógrafo, a la misma voluntad, le han cambiado los humores, y el tiempo, siempre subjetivamente, discurre de otra manera. Sus encuadres son distintos y la orquesta toca otra obertura y otras arias con notas y tonos bastante más graves y ensombrecidos. Hay una verticalidad que ha desplazado la horizontalidad de la narración; hay un primer plano que deja insignificantes algunos otros detalles: se nos muestran las formas y medidas de la época, sus voluptuosidades e incipientes rechoncheces, su robustez y firmeza de miembros, sus pies y sus rodillas graciosamente juntos y, sin embargo, todo un temblor y una inseguridad de posición y porte, el
71 rostro destemplado ha soltado las lágrimas, los pechos firmes y bellos son desmentidos por los brazos levantados que los relievan, pero que les dan sus dudas a las firmezas mientras los ojos, ya no entregados sino suplicantes, son levantados al cielo con los brazos sujetos, esta vez ya no por las cuerdas que desataran los amorcillos, sino por cadenas eslabonadas de los mejores hierros, empuñadas en argollas y contrapunteando a las blanquísimas muñecas. ¡Qué blancura de piel indefensa ensombra, por uno de los flancos, oscuros tonos que emulan un roquedal, mientras que muy cubierto el parapeto por rojo raso amantado muestra su esquina limitando con las aguas del piélago! Ella, la época, iluminando un ensombrecido y mate contexto, arrima sus formas y levantados brazos, que dan unos signos estelares, y deja así paso a una escenificación apenas perceptible que no logra dar todavía los matices de una aurora de esperanza y que, en su pequeñez, pone en duda las palabras que la tradición ha hilado y que en la misma escena viste la figura de un amorcillo portador de una antorcha, como si hubiera súbitamente robado un fuego prometeico y lo trajera al reino de las tinieblas donde sufren y padecen los humanos sus miserias. Hay un anunciar, pues, que se viste de ángel y mensajero antorchante, las bíblicas predestinaciones enhebradas con las paganas consecuencias, el destino ya escrito en la mano de Dios con los intentos siempre constantes de torcer ese Diós d ' e t e l e í e t o boulé, hermanados en este amorcillo que sobrevuela a la época y a todas las amenazas que la azotan: en estas tinieblas brevemente relampagueadas de luz por la tal antorcha, como un engendro de tales oscuridades enlamadas y enyuyadas, sobre la superficie de un mar, ni de la tranquilidad ni de la tempestad, sino de las aguas seculares y empozadas, portando su propio pigmento, hace su aparición una especie de tifón y belcebú, una especie de alien digno de un film que combina muy perversamente el horror con la ciencia-ficcb'n, una especie de monstruo antidiluviano de escamas inmensas y testa aporcada, un mutante animal y bestia nacido de los efectos de una época de post-guerra atómica, que emerge de las aguas y dirige una mirada al diminuto caballo alado y su jinete
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que se aprestan a una picada de martín pescador para atrapar el pez. El jinete y su caballo parecen salir de la realidad y entrar a la escena del cuadro en un cielo que muy apenas despunta un nuevo día. Empuña espada y escudo el jinete, pero se le mantiene en suspensión y en su ladeado y diminuto tamaño. Ella se nos vuelve a imponer en todo su tamaño sufrimiento, en toda su expresión atormentada, el cabello suelto e inclinado en la dirección del viento cae como las lágrimas del rostro, esa estatuaria posición que imprime todo el cuadro, mientras deseamos que no voltee y vea Sodoma incendiada y sea por eso sujetada en las durezas de la sal. Ni pizca del rosado mirar amoroso de la primera versión, ni un granito del polvo liviano y deseoso de la timidez y el gracioso recato, tampoco los juguetones amorcillos dando blancuras y juegos a la escena que empieza a dramatizarse. Aquí, las experiencias de las post-guerra dan un temple nuevo de tensión a esta hazaña de la versión segunda que el pintor no se atreve a plasmar, tal vez por cierta duda respecto de la secular tradición del liberar de las cadenas, del librar de la bestia a esta hermosa mujer, cuya belleza la ha llevado hasta la hybris en el lagar familar, y que ahora expía la falta en la pronta amenza de todas las fuerzas del mar condensadas en esa figura de King Kong clasicista que pretende devorar o envolverla. En el trasfondo — siempre en la segunda versión — los exámenes infrarrojos han detectado una borrada ciudad y puerto con su faro y sus embarcaciones que levantan la escena, en su desaparición, al nivel de paradigma: sacarle los contextos todos que podrían situar esta escenografía en alguna polis griega pre-clásica o arcaica o muy cerca de la tierra de Etiopía, ponerle el rostro de todos los tiempos que el mito siempre repitiente porta consigo, es pues la voluntad de esta versión. Pero no sólo esto. Pareciera también que entre las dos versiones, los veinte años que las separan en el catálogo de obras del mismo pintor, hubieran tenido lugar todas las conversaciones frustradas en Ginebra entre el Este y el Oeste: el monstruo del comunismo o del capitalismo se haya vivo y feroz en la pintura más tardía; el optimismo del deshielo que veinte años antes invadía la perspec-
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tiva horizontal de la primera versión con el dramatismo de los óleos, aflojado en el aceite claro de las miradas evadidas y simultáneamente encontradas del amor, se verticaliza, se espina en la estatuaria pose de ese femenino y sufriente espolón cuyas lágrimas no logra secar la anunciante antorcha del amorcillo prometeico. Más bien entre el encadenamiento de Andrómeda y el de Prometeo se deja hilvanar un hilo que termina por coser un solo traje, un traje que tiene los emblemas de un apocalipsis en los colores (aunque no será el fin de los tiempos ni se destaparán todos los sellos que mantienen a la tierra en su lugar y eje) y que no relieva la figura del héroe salvador ni el momento liberador que encierra todo el dramatismo: la posible epicidad ladeada y minimizada, Perseo arrojado al margen del relato. Rubens con sus dos versiones entra en la casa del sensus spiritualis en estos tiempos post-modernos.
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¿Qué recovecos trashuma el paseante contemporáneo? Esta pregunta tiene una respuesta posible de múltiples maneras. Aquí una de ellas. En pleno invierno, ya con las nieves y los cuarteles del frío instaurados, se porta en la plena interioridad unas romanzas de estío que no son precisamente aquellas de las soñadas vacaciones en algún país del sur, más o menos religiosamente cumplidas, sino las de las estaciones internas perfectamente adecuadas a esta otra ciudad que empuña un remoz amiento que le proviene de una tierra situada temporalmente en un fantaseado período de entre-guerras. El protagonista, cualquiera, lleva por apellido Meursault, a secas, sin ningún nombre de apelativo. Tiene naturalmente vecinos con los que no se entromete y con los que de vez en cuando cambia algunas palabras amables y educadas, frecuenta la taberna de enfrente donde almuerza y come a veces o donde se detiene a tomar alguna que otra cerveza en compañía de los parroquianos, muchos de ellos vecinos suyos. No trabaja muy lejos de donde vive (en realidad así lo ha dispuesto para no tener que andar en carreras a la hora de su puntualidad) y su función es ordenar papeles, chequear facturas, despachar algunas mercaderías vendidas; es eficiente pero sin exagerar y asume su rol de empleado sin muchas ambiciones de ascender o descender o de obtener algún especial favor de su jefe. Uno que otro día frecuenta alguno que otro libro, con mucha mayor dedicación los periódicos de la tarde donde alguna noticia logra despertar su curiosidad por lo desacostumbrada o por los informes sobre las últimas actividades deportivas que las correspondientes ligas ofrecen en sus torneos. Vive solo en esta ciudad real que se quiere considerar una metrópoli, y tal vez sueña un poco con una mayor asiduidad en sus pasos de fin de semana a los diversos parques o recreos a campo abierto que le ofrece esa polis donde habita. No es ni buen ni mal cocinero, pero conoce sus platos que lo salvan de apuro los días en que se encuentra poco dispuesto a salir a la calle o cuando el bolsillo se presenta un poco flojo.
76 Pero no gana ni bien ni mal. El dinero no es un problema para él a fin de cuentas, aunque no dispone de él en demasía. Es en el fondo una buena persona: sus pocos amigos lo estiman, sus vecinos no tienen queja de él y sus compañeros de oficina lo encuentran un poco retraído pero no exento del espíritu de camaradería cuando se celebra alguna que otra reunión que excede los límites del trabajo. Vive en una ciudad donde los extranjeros son una cosa habitual. Se entiende bien con ellos y no asume ese caracter autosuficiente cuando está con ellos y las dificultades lingüísticas de éstos empiezan a ser un obstáculo para la fluida conversación. Ni muy solo ni muy acompañado, los vecinos le han conocido, una que otra vez, alguna amiga que ha venido a visitarlo y que se despide temprano, al día siguiente, en la puerta de su departamento con un beso. En su interioridad, teniendo todo más o menos un orden en su vida (no es de las personas puntillosamente ordenadas ni parece tampoco exigirlo de los demás), hay un clima de país del sur en pleno verano que discuerda con los fuertes inviernos que azotan la urbe de sus diligencias. En su interioridad transpira como un argelino en pleno estío, pero se atribuye tales calores a su temperatura un poco alta y a la presión intensa de su circulación sanguínea. En realidad no le ha prestado mucha atención a este hecho y más lo considera una ventaja para el lugar en donde vive. No tiene muchos familiares; a decir verdad, una madre que durante un tiempo vivió con él pero que ya estando anciana, por mutuo acuerdo, se fue a vivir a un asilo donde estaría más acompañada, pensaron. No la visita muy a menudo, en realidad, un par de veces al año, aunque de vez en cuando se acuerde de ella, no muy seguido; por lo demás en un principo quiso estudiar y se matriculó, asistió a clases durante algunos meses, pero luego vino el trabajo que le ofrecieron, lo tomó pensando poder seguir un poco más lentamente con los estudios. Sin embargo al cabo de un tiempo se dio cuenta que en realidad no le interesaban mucho, así que los fue dejando. De esto ya hace algunos años. En cambio descubrió que le causaba un inmenso placer pasear por las calles, sobre todo por aquellas que están de noche iluminadas por los
77 neones de las tiendas que ya han cerrado o por lo locales de comida y bebida. Le divierte mucho mirar las vitrinas de los negocios, pero tras este hecho no se oculta el secreto deseo de pretender comprarse una nueva gabardina o un nuevo sobretodo. Tampoco entra a los locales por donde pasa. Lo que sí deja que la música de un estereofónico o las voces de los clientes le lleguen hasta los oídos paladeando algunas veces las frases sueltas que puede oír para olvidarlas luego. Le gusta también ir al cine, a cualquier película. Normalmente se decide según el lugar donde se encuentre y según el cine que esté cerca. De preferencia en el horario que termina antes de la media noche pues evita tener que sentirse cansado al día siguiente en el trabajo. De todas maneras, no va muy seguido al cine y es de los que olvida muy rápidamente lo que vio o el título del film. Es un buen fumador, de cigarrillos sin filtro o con filtro, negros o rubios, de alguna marca francesca, americana o alemana que circula en el mercado. El señor Meursault no se siente, pues, especialmente diferente de cualquier otro, sea Müller, Pérez o Gasparini. Como en ellos bulle en él un calor físico que viene de un interiorizado país del sur donde probablemente no ha estado ni estará. No usa sino pañuelos de papel y con ellos se enjuga ese sudor interior que quedó ya mencionado. Para los apuros o la gota gorda no son éstos nunca empleados pues tales experiencias no le son frecuentes. Cree conocerse y en realidad conoce bien sus gustos y disgustos. Como no son éstos de una especialísima excentricidad su conocerse no se tropieza con el conocerse de los otros.
Pues bien, un buen día, en uno de esos paseos que lo llevan hacia los neones comerciales, se da con una calle que le ofrece su vereda y ésta un cinematógrafo. Ya sabemos que el nombre y la película no interesan, esa calle le ha presentado el azar juguetón de unos afiches con dos personajes en una playa de arenas doradas y sol resplandeciente de tal manera que él se ha levantado la solapa del abrigo y ha entrado, diciéndose que el calor que transpira el anuncio tiene algo que se corresponde muy bien con el que lleva fantaseado muy en sus
78 adentros. La sala, ni muy llena ni muy vacía, lo recibe a oscuras y con las propagandas de cigarrillos que se estilan por esos días: una gran estampida en una pradera del lejano oeste, en una casi noche poblada de neblinas, amenaza con dispersar las reses por cada uno de los senderos que conducen a los ríos; la mucha actividad de esos centauros ensombrerados, los lazos en la mano, los pies firmes en el estribo, las espuelas relucientes. La cámara se ha deslizado desde un afuera hacia un querer y ser parte de la estampida y corre despavorida como si se tratase de una res más. Los centauros, luego de un par de maniobras y un esfuerzo concentrado, vuelven a colocar el bastidor en su sitio, el bastidor de esta escena que había parecido por un momento que se precipitaba en el apocalipsis. La cámara ha dejado de ser res para elevarse sobre ellas y mostrar ahora, sobre la pradera despejada de neblinas, una espiral de estrellas fijadas en el cielo campestre. Los centauros toman café junto a un fuego y uno de ellos, jinete habilísimo, levanta una ramilla de las brasas para encenderse un cigarrillo: una toma panorámica invade los ojos de la sala. A todo esto Meursault se encoge de hombros sin soñar en los cañones del Colorado. No obstante reciben sus ojos otras imágenes. Esta vez es un salón inmenso pintado en blanco y rojo, poblado de rostros jóvenes de todos los colores y sentados en diminutas mesitas de plástico y aerodinámicas. Suena un ritmo muy moderno, de baile, que tiene a todos en una tensión sonriente y rimada. Un camarero pasea su bandeja, también de plástico aerodinámico, llevando arreboladas tazas con un líquido oscuro, humeante y densamente oloroso. Nadie sabe quién será el favorecido de las voluntades del mesero; se levantan las manos para recibir el bouquet de la novia, se hace un amago de lucha por alcanzarlo, una maroma planeadamente falsa fìnge una caída estrepitosa salvada en el último minuto, la atención no decae, el favorecido (todo siempre al ritmo de la música) es quien menos se pensaba y el héroe de la cámara, sentado en un rincón, hace un ligero gesto de disgusto. La escena se vuelve a repetir varias veces hasta que por fin recibe su taza de café: el ánimo ha ido creciendo, ahora son bacantes y ménades, sátiros
79 y coristas las que han poblado todo el salón y bailan y bailan, todos los pasos y todas las sílabas muy rimadas, mientras la cámara se vuelve a levantar sobre todo y ofrece la visión del salón en todos sus rincones. Meursault se vuelve a encoger de hombros y espera esta vez a ver si se realiza el movimiento del afiche que lo atrajo y lo animó a participar de esa comunidad en la oscuridad que la sala propicia. Pues sí, ya todo empieza. Un hombre trajeado en claro se apura a tomar un ómnibus, se sube a la volada y superado ya el estribo se sienta en el vehículo apenas ocupado por otras personas que la cámara no se toma el trabajo de describir; son los rasgos y las expresiones de este hombre los que interesan. La cámara se acerca un poco, pero no tanto que pudiera perturbar el silencioso viaje del personaje. Lo vemos mirar un poco el camino negado de casas y de exhuberante vegetación, lo observamos sacar su pañuelo de tela y secarse el sudor del cuello y de la frente, lo contemplamos adormecerse y cabecear sobre el respaldo. Una voz que sale del parlante del cine nos relata en primera persona que ha recibido un telegrama anunciándole la muerte de su madre y que tiene que apersonarse porque al día siguiente será enterrada. La madre vivía desde hace algún tiempo en un asilo y el telegrama lleva la firma del director del establecimiento: un hombrecito algo entrado en años y pequeñito que lo recibe y lo hace conducir adonde está el féretro de madera viva aunque cepillada. Una conversación con el portero, un ver como la luz del día desaparece y la noche se va colando por unos vidrios esmerilados. Aquí la cámara empieza a hacer sus juegos: hay un plano del velatorio que tiene un encuadre descuadrado a voluntad, sea que se mire en picada o en contrapicada. Entonces viene la vela, los compañeros de la madre que medio duermen medio están en vigilia, y finalmente el entierro. El hijo ha entretanto secado muchas veces el sudor de su frente y empapado la espalda del traje otras tantas. De regreso lo coge un fin de semana que lo saca ese sábado a la calle camino de la playa. Un encuentro casual con una excompañera de trabajo, un nadar juntos
80 hasta la primera boya ya mar adentro, un sentir el sol sobre sus cuerpos, el nacimiento del deseo levemente, un querer continuai el día juntos e ir a ver una película de Fernandel y pasar por el departamento para pasar la noche unidos. Entonces se impone el día domingo con toda su fuerza. Ella ha partido y él decide no levantarse hasta medio día. De desayuno algunas frituras y un poco de vino y el a p r è s - m i d i desde el balcón en contemplación de la calle: un tiempo muy largo que se va llenando con pequeños e insignificantes acontecimientos: el caxro de la municipalidad hace su paso detenido rociando fuertemente de agua las calles hirvientes y las pistas embreadas desde donde asciende un humo ralo, una multitud de jóvenes que en grupos enfilan al centro a tener sus paseos o sus películas domingueras. El día se va yendo lentamente y su luz también con el despoblarse de las veredas, todavía el ladrido de algún perro distrae su atención fija en nada. Y la nueva semana empieza como siempre en el trabajo con su regularidad y los horarios acostumbrados.
Viene un fin de semana
que se ocupa en paseos y veladas con la excompañera, con el saludo a algún vecino o una breve conversación en los pasillos del edificio donde vive o en la escalera que lo conduce a su departamento: se le cuenta de los últimos eventos domésticos, del fastidio del perro casero, de lo fuerte que está ese verano el calor, de lo leve que está el frescor de las tardes y de las noches, de alguna aventura amorosa o de los resultados en las últimas contiendas futbolísticas. De regreso del trabajo es invitado a comer donde un vecino que tiene fama de cafisho y éste le habla de sus problemas, de hombre a hombre, de sus problemas con una querida y de lo mal que ella se porta y de lo exigente que se ha vuelto cuando él le da suficiente para que pueda vivir. Se le pide consejo y él asiente según la respuesta que su interlocutor quiere escuchar, acepta prestarse para la "lección" que el vecino trama contra la mujer, sirve de amanuense, escribe una carta, después se compromete a atestiguar a favor de él. Pasa una semana y otra y otra semana muy en lo habitual y entonces una invitación del vecino para ir a la playa, a casa de un amigo suyo a pasar el día, naturalmente puede
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llevar a su amiga, la esposa del anfitrión se alegrará de tener visita femenina. Fin de semana, soleado, todos prestos, y las historias con los árabes sueltan sus hilos y se empiezan a tejer con una madeja inesperada. Hermoso día de sol, muchas zambullidas, mucha alegría en su excompañera de trabajo, excelente pescado recién capturado, y entonces un paseo por la playa. Los árabes le han seguido la pista a su vecino (entre ellos el hermano de la querida), éste teme, los otros están enterados y se reparten las intervenciones en caso de que haya pelea. Los árabes son jóvenes, pobres, extraños, se les enfrentan y, quién sabe de dónde, aparecen un cuchillo y una pistola. El vecino resulta herido de un leve tajo, pero los árabes huyen también golpeados. Regresan a la casa-playa y Meursault, esta vez solo, se echa a caminar por la orilla. Hay un calor que lo entontece, le exige sudores, y hay una desolación en esa playa sin bañistas, alejada de la ciudad, y el sol está en su punto más alto. Anda y anda sin tener consciencia de hacerlo, portando sobre los hombros todo ese día y todos los días anteriores, empujando su cuerpo por esa playa que se ha transformado en pendiente. De repente levanta la mirada que ha ñjado todo el tiempo en sus pies y ve que los árabes de la pelea de hace un rato están ahí: uno toca una flauta recostado sobre una roca, no se mueve al verlo; el otro se ha levantado, asustado, y le muestra el cuchillo, la hoja del cuchillo que se pone a brillar y reverberar, entregada a los rayos del sol, de tal manera que su filo relampageante lo corta, lo amenaza, lo obnubila, lo vuelve a cegar. Nervioso, lleno de pánico, se palpa los bolsillos y allí está la pistola que arrebatara en la pelea a su vecino cuando éste se disponía a disparar, la empuña, la encañona contra esa amenazante reverberación, tiempla y destiempla el gatillo, varias veces. Suenan hasta cuatro disparos en el cuerpo ya tumbado y lleno de luz del árabe. Y entonces se ve recibido por el comisario en su oficina, quien lo llama por su apellido, y se inician todos los trámites y el proceso en su contra. Todo marcha muy lentamente. Después de casi un año aparecen los testigos; las
82 acusaciones del fiscal: que es un mal hijo, que fue al cine al día siguiente de la muerte de su madre, que se encamó con mujer ese mismo día, que se prestó para testigo y cómplice del vecino de hábitos y costumbres dudosas, que disparó no sólo una vez sino cuatro, que las explicaciones que dio de ser todo una trágica casualidad son insostenibles, que ese día y el sol fueron los responsables no es ningún argumento . . . Es condenado a muerte, a morir guillotinado en la plaza pública. Entre tanto Meursault ha ido viendo cómo se ocupan de él, cómo le inventan procesos internos que él nunca había sospechado, se siente que todo aquello que se menciona no tiene nada que ver con su persona, se siente otro, que juzgan a una persona que él no conoce. La excompañera lo ha ido a visitar varias veces durante el proceso y le ha dado ánimos diciéndole que todo se va a arreglar y que después de que todo haya pasado se van a casar. Ya la sentencia dictada, todavía se le presenta un sacerdote a preguntarle por su fe y por la otra vida y si no quiere recibir los sacramentos. Después de negarse rotundamente a todo eso echa al sacerdote y espera el día de la ejecución tratando de indagar en sus recuerdos todos aquellos momentos que la memoria (aquella recién descubierta aliada) aún no ha rescatado. Las luces se encienden en la sala, un silencio venido del movimiento de la cinta se demora todavía mientras los espectadores van saliendo. Meursault se levanta de nuevo el cuello de su abrigo y siente siempre en su interioridad ese calor de los domingos relatados en el film, vuelve a experimentar el ligero airecillo de las inmensas hélices del juzgado, saca su pañuelo de papel, se limpia el sudor del cuello, de la frente, y sale a ese invierno de la urbe donde habita. Tiene un poco de tiempo todavía y decide meterse en algún local cercano a beber una cerveza, más o menos fría, hasta que sean las doce. El local está más o menos a oscuras y apenas se ven los rostros de los parroquianos. En una esquina, sobre una especie de entarimado, algunos músicos terminan de colocar y arreglar sus instrumentos. Mientras esto sucede piensa en su madre, en la compañera de trabajo con la que tiene una cita al día siguiente, en sus
83 vecinos, en los turcos que pueblan la ciudad en donde vive. De improviso está sentado en un domingo, en el balcón, mirando cómo la gente se apura a ir al centro después de almuerzo y ve cómo se va haciendo más de noche en ese local y cómo se encienden unas luces que enfocan a los músicos. Un contrabajo es pulsado en sus cuerdas lentamente dándole el tempo y los pasos a ese fianeur nocturno que el trompetista inicia a hacer de carne y hueso en su instrumento, es el tema de Ascensor al cadalso que se ejecuta ofreciendo las espaladas al público. Y son ahora unas calles en la gran ciudad, cubiertas por un rocío gris en unos blancos y negros muy atardecidos: ella lo busca, presiente que algo llevará todos los planes al fracaso; lo busca en el bistró, en el restaurante, en el trabajo, en su casa, donde los amigos, y no lo encuentra. Ya tendría que estar él donde ella, como lo habían planeado, y no es así. Y suena de nuevo la trompeta de espaldas ai público, de igual manera como ella ha dado las espaldas a lo que ha sido hasta ese momento. Y el contrabajo vuelve a temblar y la trompeta a balbucir su frases; ambos instrumentos lo seguirán haciendo durante toda la noche mientras ella recorre las calles de los barrios de la gran ciudad tratándose de explicar que ha podido pasar con su amante. Pues de amor se trata la historia, de un amor que no ocupa imagen en el transcurso de las presentaciones, de un amor cómplice en la búsqueda de la mutua libertad: del trabajo, del jefe, del marido. El amante asesina muy limpia y profesionalmente al gran obstáculo de ese amor. Ya todo consumado y en el bistró de enfrente recuerda que una de las herramientas del delito ha quedado olvidada en el lugar de los hechos, en la oficina de su jefe. De regreso a dicha oficina logra hacer desaparecer esa última huella pero le cuesta quedar atrapado en el ascensor, entre piso y piso, durante toda esa noche en que ella lo busca. Entonces se inicia el contrapunto andante del contrabajo y las quejas de la encerrada trompeta. El inspector muy fríamente inicia sus indagaciones al día siguiente para concluir la historia con los amantes descubiertos y atrapados. Meursault escucha por última vez la trompeta en el local, acaba de
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terminar su cerveza, y sale rumbo a casa. En su interior se van pasando unas páginas que lo tienen secando su frente con pañuelos de papel y que le prestan unas escenas en blanco y negro que lo restituyen a un ascensor fantaseado donde pasa toda una noche imaginaria tratando de encontrar la forma de dominar la claustrofobia, una del mismo matiz que ahora le empinan los edificios muy cerrados de las calles camino a su departamento. El domingo que viene se sentará en el balcón a ver pasar a los transeúntes y las horas, colocará en el estereofónico un disco donde un contrabajo converse con una trompeta y se dejará transportar a las escenas que le sugieran. Tal vez llegue lentamente el calor interior y se consiga la libertad del jefe y del trabajo.
85 17.
Como en fiesta veneciana de primavera, cruzando por una ciudad llena de pequeñas canalizaciones que se enredan y se desenredan para dar en los jardines inmensos de una reconstruida instalación de ornato (que en su tiempo quiso emular ciertos ratos libres versallescos), los nuevos ciudadanos en disfraz de arlequín gozan de un sol que tiene por año los días muy contados. Allí aparecen los personajes de la comedia italiana poblados de una tristeza muy endomingada de colores: Colombina coquetea con todos sus galanes, sean éstos Leandro, Arlequín o Pierrot; ellos se disputan un amor decidido ya para los trajes a rombos y la mascarilla negra. ¡Qué tristeza la de Pierrot! Pero su actual melancolía poco empuña los disonantes tonos de un expresionismo que se ofrece, en voz muy prosaicamente hablada, a la luna enferma:
Du nächtig todeskranker Dort auf des Himmels
Mond schwarzem
Pfühl,
Dein Blick, so fiebernd übergroß, Bannt mich wie fremde An unstillbarem
Melodie.
Liebesleid
Stirbst du, an Sehnsucht,
tief
Du nächtig todeskranker
Mond
Dort auf des Himmels Den Liebsten, Gedankenlos Belustigt
der im
erstickt,
schwarzem
Pfühl.
Sinnenrausch
zur Liebsten
schleicht,
deiner Strahlen Spiel —
Dein bleiches, qualgebornes Du nächtig todeskranker
Blut,
Mond.
¿Más bien podría entenderse en la remozada versión del mimo que, muy
86 en los suburbios de la gran ciudad, se juega perennemente a querer entrar en el Olimpo sin lograrlo nunca? Su amada ha conocido las triquiñuelas del ascenso social y, como en tango que cantara "hoy sos toda una bacana", le recuerda origen y momentos de verdadero y puro amor, jugando a una nueva sensibilidad readquirida para lo cursi, en un campo poblado de florestas y arboledas y frondas donde el Pierrot coge una mandolina para bordonearla. Pero no. Luego viene el paseo por los salones que dan maireo a los jardines y los ensueños de los viajes a la isla de la felicidad y el amor donde mora su diosa, la nacida de las espumas. ¡Cuánto plisado, raso y colores empinados hasta la altura de su brillo y relampageo tornasolado! Los galantes que regresan de su fiesta al aire libre se dan con los cuadros que los representan (tan llenos de arte que al pintor le valió un ingreso a la Academia de las Artes sin posible salida). Se miran prestos a embarcarse en una nave conducida por amorcillos a unas tierras que, en unas brumas claras pero muy densas, les prometen las alegrías de los bienaventurados o las manzanas más frescas y arreboladas que se hayan podido degustar. (Se cuenta que en esas tierras se pasea el tiempo dado de vacaciones sin contar sus dedos ni sus uñas, compartiendo juegos y bacanales). Allí se miran, en esos salones, los galantes transeúntes, todavía más galantes, incitados por los exquisitos acantos del pedestal de una ninfa que los llama otra vez a embarcarse. Las historias del amante salvado por su amada una vez que él ya ha muerto con todas las normas quebradas, las arias donde en el último instante ambos se aúnan en un ascenso místico cuyo punto de arribo es la muerte en éxtasis están ya muy atrás temporalmente. Lo mismo sucede con la solidaridad lunar en la soledad cósmica que un breve rayo condensado y alumbrado en lágrima sobre la mejilla podría testimoniar. Menos hablar de la cólera que supera los amelazados tonos de un llanto que se erige ahora grito de equino atravesado por espada y bala. Los galantes ciudadanos continúan su paseo por los salones que se han hecho públicos y dispuesto para las visitas de horario, incluyendo los días feriados o fiestas de guardar. Pasan de unas a otras
87 frondas donde la completa figura de algo que tampoco son, les sale al paso. Su nombre es Gilíes, dicen que ha sido un excelente actor y que ha gozado de la venia de todos. El rostro plenamente afeitado, tocado de un sombrero que le cubre el pelo, en un traje amplio que oculta los días de poca comida y de malas digestiones; con los ojos erguidos a sus admiradores, sin dejar escapar una pizca de sonrisa, pero tampoco ninguna contracción de los labios que pudiera delatarlo, apoya sus brazos, mollemente caídos sobre el blando traje blanco y raso, en las caderas y parece esperar que le hagan la instantánea. Hay en su cuello cierta tensión que revela desconfianza como si Analmente fueran a robarle el alma; erecto y erguido, tiene sin embargo los hombros tirados hacia adelante y posa un poco ya acostumbrado a tales adanzas sobre el escenario. Solamente que le han puesto de fondo bambalinas reales de campo y árboles, un cielo no muy plenamente azul y unas nubes ennimbadas y leves. A sus pies, los compañeros de oficio fingen dispersarse en una mirada perdida o meditativa mientras un cuarto actor, sentado sobre un asno cuyo ojo sorprendido mira al observador, da su contrapunto al jinete de rasgos burlones e irónicos que sí logra delatar todo el escenario. Pero los galantes transeúntes desvían la mirada de este último y vuelven a su Gilíes, más bien al traje que éste porta: ¡qué delicadeza en el pintado de las arrugas de la manga a la altura del codo!, ¡qué hermosamente delineadas las sombras de los ojales y los botones!, ¡qué gracia en los listones rojos que átanle los zapatos! Es el blanco-crema del traje que invade todo el escenario, como si quisiesen acordarse de la luna de este Pierrot puesto ahí a la luz del día en un esfuerzo de sacarlo de los suburbios y meterlo en los ornamentos jardineros de un patronato estatal. El paseante que ha venido en día feriado a jugar a la naturaleza redimida del pecado por estos salones y que intenta sus galanterías cortesanas en el mundo post-industrial se mira ahora en Gilíes y se ve reflejado apenas, pero reflejado un cachito. Desvestidos ya de galanterías y paseos al aire libre, los paseantes se hacen proyectar otras imágenes. Es una historia intemporal muy situada en los inicios
88 de este siglo o en los mediados del pasado. Una muchedumbre trasiega una calle muy amplia, apenas empedrada, donde es detenida por toda clase de atracciones. Sobre un taburete a la puerta de una carpa se anuncia un espectáculo donde se prometen las maravillas de unos cuerpos de goma o la mujer más fuerte del mundo o los increíbles mellizos que traen la suerte y la confusión con sus identidades intercambiables hasta la saciedad, sin afectar el buen juicio de los espectadores ni la discreción de los gemelos mismos. Unos pasos más adelante unos volatineros realizan sus saltos y brincos con una detreza que desafia los siniestros desequilibrios. Otros pasos más allá, en una oficina apenas amueblada, un amanuense muy ensimismado y terrible ofrece sus servicios a todo tipo de carta y escritura por una módica suma que invierte de nuevo, en cuarto continuo, en labores de prestamista. Entre la muchedumbre sobresale ella, de una belleza prístina y de una sonrisa que muestra el cielo muy claro y el azur encarnado en su persona. Ella entra a la oficina y el amanuense al verla ceba su codicia en un deseo incontrolable que refrena con palabras escogidas y ademanes gentiles. Hay apremio de dinero en su petición y entrega una prenda por unas pocas monedas. Se la ve salir de la oficina y dirigirse al próximo teatro de vaudeville a presenciar las escenas. Luego de las primeras, que son de baile, aparece él, triste, vestido de blanco, el rostro palidecido, mudo, delgado y pequeño, dando unos pasos y queriendo alcanzar a una muchedumbre que sobre el escenario se apura tras los pregones de las maravillas anunciadas. Una fibra de su alma ha sido tocada por una doncella de la muchedumbre que lo ha mirado repentinamente para luego seguir su camino. Ya solo sobre el escenario, anochece, rápidamente viene a visitarlo la luna que desciende a su rostro y le brinda uno de sus rayos. La muchedumbre vuelve a aparecer y la luna se esconde. El intenta sumar sus pasos a los de esa prisa que todas esas personas portan y muy rezagado vuelve a quedarse solo esperando una nueva aparición celeste. El espectáculo acaba y el actor, entre bambalinas, recibe la visita de la mujer que por una noche no está más en la miseria. Ambos se
89 van juntos a casa con el rostro iluminado. Entretanto han ido transcurriendo los años y el actor no ha perdido su tristeza, sí la iluminación de su rostro. Contra ello nada ha podido la actriz amiga que en el escenario siempre quiso no salir por un extremo plantándolo con la luna y que después de las funciones cuida aquella tristeza y el fruto de ambos. La mujer que daba luz a su rostro ya no está con él. Ahora el teatro sólo da una única función y la taquilla es siempre un éxito, pero un sitio permanece en la platea vacío. Aquí se hila otra historia. Un noble la ha conocido y le ha mostrado el amor verdadero y la riqueza, pero manteniéndola como ser marginal y oculto. El amanuense hizo también sus intentos fallidos. Sin poder integrarse ni tener participación en la vida del noble, la mujer ha ido marchitando su luminosidad; ella aventura una visita al teatro. Por una vez está ese sitio ocupado, por una vez más aparece la muchedumbre en el escenario y el actor, sin poder permanecer en ella, se ve repetidamente dejado atrás. Sin embargo se ilumina el rostro de ambos por un instante y la luna que se asoma escucha un mudo parlamento de amor. Pero las fuerzas del mal están siempre presentes y crean una venganza que destruye hogar, prestigio y sosiego espiritual. Una diabólica sonrisa concluye con la historia, el enriquecido amanuense cobra así el desprecio del noble, el desprecio de los intereses fallidos de amor mientras el actor permanece en la vida más allá del escenario, sumergido en un triste y desbocado parlamento con la luna. Por unas calles no menos tumultuosas en la gran metrópoli anda ahora una muchedumbre conducida al trabajo por los trenes subterráneos. Se aglomeran en las estaciones recién llovidas donde ciegos paraguas semejan un enjambre de ratas en la angurria de un bocado, peregrinos que abandonan presurosos sus viviendas. Por las avenidas, al anochecer, las bocinas de los carros interrumpen los delicados rayos que se cuelan por un otoño añligranando las ramas de los árboles. Hay un olor a curtiembre, a brea fresca, a cal embadurnada en los rostros de la muchedumbre que retorna silenciosa. Muy a lo lejos se escuchan los últimos sonidos del organillero o de algún violín al que unas manos
90 cansadas empuñan todavía sin acertar acordes o melodías. Todavía hasta hace unas pocas semanas se creía en la transfiguración de las noches o se percibía la esfera del sol colgando de la gran cerca del firmamento como un sueño de la luz aposentada sobre todas las cabezas de los transeúntes. También por esas mismas calles salía un clown vestido de dandy, esmeradísimamente trajeado, se atrevía a una elegancia que hería los ojos mientras, de un diminuto pomo, se rodeaba de esencias extranjeras cuya procedencia sugería muchos viajes a la Berbería o a otras tierras lejanas. El domingo lo encontraba deambulando por las desiertas calles de la siesta, todavía con los toldos no retirados mostrando sus franjas azules y blancas y sus olores a vino y queso en viaje a lo rancio. Silbaba unas estrofas que relatan el arribo a unas tierras enmañanadas donde un silencio santamente compartido aguarda al beso de la embarcación en las orillas o el cuidado jardinero que una flor recibe de todas las almacenadas penas para una blancura de lirio. Esas mismas estrofas ya cantadas al compás de dichas penas, habían sido escuchadas unos días antes en concierto. ¡Tanto empeño en decirlas bien y no cantarlas! ¡Tánto silabeo bien estudiado y aprendido y vuelto a ensayar, para rozar las almas de esa muchedumbre, peinaron solamente la ira y el furor de ella como si se sintiese engañada con unos tonos carentes de ellos! La audición , se comentó, fue una batalla campal. De nada sirvieron las escenas que narraban cómo la luna iluminaba, con un fantástico rayo de luz, los frasquitos cristalinos sobre el negro y pío tocador del silente dandy de Bérgamo; sonreía, entretanto, la clara fuente con sus sonidos metálicos en la caparazón sonora de bronce y el Pierrot de rostro de cera se aprestaba a maquillarse pensando largo y detenidamente en cómo hacerlo: desdeñando un rojo y un verde del Oriente, pintaba sus facciones en sublime estilo, con un fantástico rayo de luna. De nada tampoco que se contara sobre las flores palidecidas por el resplandor de la luz, las rosas blancas que florecían en las noches de junio y que muy bien hubieran podido mitigar el mal funesto de la que deambulando por las orillas buscaba esos lilios convertidos en rosas, deseosa de arracarlas
91 para su tranquilidad. De nada valió tampoco la leyenda del robo frustrado de los rojos y principescos rubíes, gotas de sangre de una antigua gloria, que sueñan en los ataúdes, en las noches cuando Pierrot y sus amigos frecuentan los cementerios y los sorprende un pálido temor que los inmoviliza: en esa oscuridad, fijos, como dos ojos, los rojos y principescos rubíes los observan. De nada sirvieron, pues, estas y otras historias como la del retorno al hogar del dandy, a Bérgamo, bogando sobre un nenúfar, silenciosamente, a la tierra natal, los remos dos rayos de luna, bogando, cuando en el oeste se enlucía el verde horizonte. Los tonos no correspondían más a las historias, discordaban la música y la letra, y el público no hubo de esperar mucho para reconocerlo. No obstante la audición fue presentando hasta el final sus silabeadas historias y el recitante abandonó, junto con los músicos, el teatro para enrumbar sus caminos por una noche muy gris y deslunada. Las discontinuas puntadas de esta genealogía, contrapuntísticamente hechas subir al escenario, desplegadas cada una en sus flores y sus telas, vestidas y desvestidas en sus determinaciones temporales, hacen un trazo invisible estelar en una nueva noche izada en los tiempos que corren. Para el
flaneur
de nuevo cuño todas ellas le hablan muy cerca al oído y cuando, a la semana siguiente, vuelve a llevar sus paseos por una fantaseada Venecia, plena de canales y senderos transformados en jardines, muestra sus preferencias en la elección del disfraz y del contorno: elusión de Ies e n f a n t s d u paradis, del P i e r r o t lunaire, sí a los encantos de las islas de Citera en los cuadros de Watteau.
93 18.
El transeúnte masculino toma asiento en un café con sus toldos desplegados a dos colores para un sol que se hace intenso. Tiene allí una mesa reservada y ocupada para la narración de sus historias. Comienza con el relato de un viaje que emprendió a Tánger, pasando por Andalucía, por un pueblito de nombre Ronda. ¡Qué bien se siente en los viajes, suelto de huesos y respirando a todo pulmón! Sobre todo si viaja acompañado. Y esta vez ella lo acompañaba un trecho, pero poco antes de tocar la costa de Algeciras ya lo había abandonado. Le habían advertido que tan pronto como la cercanía del mar se hacía sentir, ella levantaba un vuelo más alegre y despreocupado que el de las gaviotas (y el olor a sal daba ya una brisa que iba tornasolando el camino). El transeúnte bebe a sorbos cortos su d r i n g y narra los pasajes de ese viaje. Ella lo había tocado en alguna fibra recóndita que ponía en juego todos los pelos y señales de su pasado. Lo que más le gustaba era la forma como vestía su indiferencia con los dos o tres arabescos de la provocación, cómo se entregaba a él para que en el fondo él fuera el poseído en un acto que lograba enfurecerla un poquito mientras detenía a intervalos los momentos de ascenso erótico. Y claro, ella andaba por toda la ciudad, por todas las ciudades, y conocía mucha gente y recibía visitas en su casa muy seguido; en las tabernas se la recibía como a una antigua parroquiana y unos ojos fríos y una mirada que tocaba obscenamente todos los objetos y personas daban el temple de su desafío. Contaban que había amado una vez y que no la había querido sujetar, ella podía irse si quería, le había ordenado la libertad, el transformarse en el amor. Y ese había sido al único que había amado. Desde entonces no cesaba de vengarse, de buscar a los más bellos, de tener a los más fuertes, para hacer jirones esa belleza y esa fortaleza. Y tantas veces pareció que lo amaba — el transeúnte mira su vaso pensativo — y que se dejaba tomar por la cintura y conducir a donde las palabras reemplazaban las caricias, escuchando con una atención que
94 obraba extasiada declaraciones de amor y que empezaban con un te-odio dicho palpando delicadamente los bordes de los dientes con la punta de la lengua para terminar huyendo de la propia vergüenza por haberse delatado con un tequiero que reclamaba más bien un poco de piedad y compasión que la pasión y el odio con que se había empezado. Así, pues, hasta los monos se habían reído de él en esa selva que atravesaba llena de cabanas de hojalata y pinas regadas por todos los caminos, y un hombre que reía una risa con todos los dientes destrozados los invitaba a tomar un trago teniendo sólo sus intereses para ella y él se emborrachaba hasta la esperanza en la siguiente revolución para que lo encontraran sobrio y dispuesto. Ella llevaba el emblema de las gitanas y en la noche se la oía llorar porque estaba cansada de los hombres y sin embargo enloquecía de deseo por un hombre que por fin fuera verdaderamente fuerte. Ella tenía sus cóleras y sus efusiones y lo que no podía soportar eran los celos bien intencionados. La mala intención la atraía. La atraía la fama que algún torero podía ofrecerle compartir por un momento, ese brote de aplauso multiplicado que ella podía recoger de nuevo en la intimidad y luego derrochar en el abandono de la posada para siempre. El la perseguía, sin embargo, de hostal en hostal e iba dando sus señas o mencionando su nombre, preguntando a las fieras si la habían visto pasar derramando mil gracias por entre tanto soto. Un cuchillo reverberaba de vez en vez cuando su pálida mejilla encontraba al sol. Ella reía, sabía que la sangre es ardiente cuando corre. Y amaba la mano que golpeaba su rostro, la besaba y se volvía para decir que el amor había huido precisamente cuando parecía más entregada y enamorada. Después la había vuelto a encontrar en Francfort: ella andaba en jeans y camisa y se había cortado tanto el pelo que resultaba irreconocible, vivía muy cerca de aquel departamento suyo donde los camaradas se reunían, sentados en la cocina, para discutir sobre las revoluciones, sentados muchísimos años, sin envejecer, viviendo toda una vida de lucha y caos, con plantaciones de caña
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en Cuba por toda decoración romántica y coartada. Allí había estado ella una vez, había tomado una naranja y un cuchillo y los ojos se le habían iluminado, mientras a vista y paciencia de todos, repujaba, en uno de su carillos, una estela relampagueante con la punta del cuchillo, y los otros abandonaban el piso escarchados de espanto y salpicados con gotitas de sangre que se volvía consagrada. Ella decía: - ¡Qué bien me quedaría la cicatriz!, y él emocionado soltaba la larga melena de sus pensamientos y comprendía que lo más difícil de asir es la belleza. ¡Oh la carne de sus caderas! No sólo es carne, es sobre todo color, plenitud, olor, entendimiendo con la naturaleza, un bastión contra la cortante impaciencia de su ser. No quiere nada, no busca nada, se toma su tiempo, yace ahí, cómoda, floja, de espaldas, se mece en la hamaca de un extremo al otro y anhela que el blando cuerpo de su gato preferido tenga a bien recostarse sobre ella:El le dice que finalmente conoce ese sentimiento: algo nuevo y prístino. Pero ya le ha hundido el puñal y ella lo mira con una sonrisa porque sabe que no se la puede matar, que regresará en la próxima amada y delante de uno se irá con otro de brazos más fuertes y le implorará que la redima del secreto que ni el todopoderoso entiende. Ahora el transeúnte masculino junta todas sus sílabas líricas y ya de pie recita: - Primavera, ven, atóntame de nuevo, tócame con manos tiernas y deja concluir en perdón todo lo que quiero, entiéndeme, en ella ya no hay nada sano, ahora está sentada bajo la sombra del sol que cae, la biblia en las manos como un adoquín, y me mira fijamente a los ojos como si mirara a otro, ríe en la lejana alegría de la despedida, ríe al que vive todavía y se inclina hacia un lado, redimida; él la mira sin compasión y la envidia pues ya no tiene más fuerzas para ser infeliz; él, la última carroña de las ochenta, el último macho, la víctima de las óperas románticas. El transeúnte masculino pide le dejen dejar su firma sobre la madera de la mesa, saca una daga gitana y con la punta escribe las señas del que se acaba
96 de confesar: Wondratscheck.
Pero parece que el día tiene más cosas que decir y que preguntarse, por ejemplo, desde cuándo y hasta cuándo él es él. Otro transeúnte masculino ocupa ahora la silla dejada vacía e inicia su canción con el estribillo que repiten los que están sentados alrededor de la mesa: - ¿Cuándo es un hombre un hombre? Entonces empiezan las definiciones que van pasando de boca en boca y toman una forma de letanía:
• Los hombres te toman entre sus brazos, dan protección, lloran a escondidas, necesitan mucha ternura, son vulnerables, irremplazables en este mundo. • Los hombres compran mujeres, viven bajo presión, excaban como estúpidos, mienten por teléfono, están siempre dispuestos, sobornan con su dinero y su indiferencia. • Ellos son muy duros por fuera, por dentro muy blandos, educados desde niños para ser hombres. Pero díganme ¿cuándo un hombre es un hombre? • Ellos tienen músculos, son terriblemente fuertes, pueden con todo; a ellos les dan infartos, son solitarios combatientes, atraviesan cualquier muro, siguen siempre adelante. • Ellos declaran guerras, se emborrachan desde niños, fuman pipa, son terriblemente astutos, construyen cohetes, hacen todo muy
exactamente.
Pero dígannos ¿cuándo un hombre es un hombre? • Ellos no dan a luz, van perdiendo el pelo, son también seres humanos, son sencillamente
extraños, tan vulnerables, irremplazables en este mundo.
Pero dígannos ¿cuándo un hombre es un hombre?
97 Acabada la letanía y el momento de las preguntas y definiciones, el nuevo transeúnte se levanta, firma la mesa con una pluma fuente: Grónemeyer, y se retira.
99 19.
Hay un comportarse que parece llevar precisamente el maquillaje con que se arrebola y se da sus afeites la gran metrópoli. Sus habitantes opinan que los brotes de este nuevo accionar les vienen de los últimos resquicios todavía no asfaltados de la consciencia, de los barrios más adentro en los suburbios, de los pueblos más recónditos de las provincias hoy revaloradas como el país natal. Sin embargo se equivocan con mucho gusto y placer, con muchísimo gusto. Y es muy fácil. Todo comienza en el parque, en ese artefacto que se ha construido como un juego de caminos que, luego de muchas peripecias rebuscadas, conduce a la rotonda con la pileta y su isla interior poblada de columnas grecas que algún arquitecto o decorador ha partido por la mitad. El parque como espiral, como camino de la vida hacia el ónfalo de los secretos originarios y últimos. El parque como vehículo de iniciación hacia alguna sabiduría zen o taoísta. El parque como el laberinto al que se introduce un espectador-actor muy vestido en los roles de Teseo y muy ayudado por la madeja emotiva de Ariadna. ¿Quién es el Minotauro? Háganse algunos meandros primero. Estamos en la rotonda, en el meollo del mundo y de la ciudad mundial. El jardinero Dimas conversa con el servidor Arlequín. Ambos puestos uno frente a otro como anticipo de las correrías: un rostro demacrado, pálido, escueto, expresionista hasta la coyuntura de sus gestos; una personalidad llena de diagonales y suspicacias, avericuetada: el arquitecto jardinero. La función del juego, del gesto rápido y la morisqueta presente, muy acompañada de las tristezas que enternecen, es vestida de obesidad y lozanía en los brillos del raso intenso de su traje: el Arlequín. Ambos son sorprendidos por dos inesperados, por dos impertinentes recién arribados a la rotonda que han escondido su identidad en un disfraz. Y ésta será ahora la tónica y la átona. En otras palabras: un tal Phoción con su ayudante Hermidas. Desdisfrazados: la princesa
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Leonida y su amiga de confianza Corina. Estos cuatro, puestos por donde anda el minutero de la rotonda, darán transcurso y desencuentro por un largo mientrastanto. Entonces se develará la intención, la primera, pues esta puntada trae muchísimo hilo: se requiere ver al dueño de casa, al retirado del mundo profano y cotidiano, al rey Minos, al filósofo que dentro de la ciudad mundial se ha dado su parque-artefacto y lo ha convertido en asilo, en floresta y arboleda, en lugar de trabajo, en biblioteca infinita donde en cada sendero le sale una sentencia al encuentro con el nombre del Aeropagita o de algún estoico alejandrino. Los servidores dan aviso a los señores y a este número de involucrados se geometriza un triángulo con sus tres verdaderas y asumidas puntas: Hermócrates, el filósofo; su hermana Leontine y un hijo adoptivo, Agis. A la rotonda flanqueada por el cuadrado se inscribe el triángulo al que se hará girar sobre un eje imaginario que irá sacando todas las máscaras en una confusión de apelaciones muy del gusto neoclacisista o contemporáneo. Este eje hace coincidir en primer lugar a Phoción con el filósofo en una conversación que pareciera llevar desde un principio los puntos muy bien puestos sobre las íes y que, poco a poco, por una habilidad logocéntrica, va convirtiéndose en galante y despertando en la fantasía unos ecos que se habían ensordecido y desterrado al mundo de lo exterior. ¡Y qué cambio! A la siguiente entrevista entre estos dos personajes, el desgreñado cabello habrá tomado aliño, el brillo de un rostro poco cultivado habrá sido cubierto con el claro polvo extraído del arroz, por un batán finísimo, dando el mate necesario a unos pronunciados labios en los rojos que acentúan unos remozados gestos. El traje habrá adquirido resplandor y pompa, los zapatos mostrarán el sol en sus bruñidas hebillas. Phoción le ha hablado que es mensajero de los sentimientos de una persona que por discreción y recato no se le ha acercado, pero que al contemplarlo desde lejos ha descubierto en su corazón una intensidad ignota. Phoción, muy en su rol de joven y decidido caballero, juega su segunda carta: Leontine. Ya la ha visto sentarse en el parque o sobre alguna banca de la rotonda, tomar un libro, leer
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unas líneas y bordar una languidez en su alma, muy despacio, minuciosamente, para que cada flor, cada rombo o trébol del dibujo reciba el color y el hilo adecuado. Le sale al encuentro, le habla, pone los acentos en ciertas palabras, pronuncia con los ojos tal incógnita o tal secreto como para que lo delate y es sin embargo el mismo parlamento: una persona la ha visto, desde entonces la vida y los sentimientos no son sino esclavos que bogan en una galera forzados por el deseo de llegar al país lejano y maravilloso donde ella habita. Leontine ha creído entender; los sentimientos y la belleza de ese joven que le confiesa su amor, sin nombrarse, le han acelerado el pulso, le ha faltado el aire, le han electrizado los miembros. Se verán más tarde para darse las buenas noches. Pero Phoción juega todavía su tercera carta, el eje del triángulo ha dado su primer giro completo: Agis, perfectamente educado en las artes y las ciencias que Hermócrates domina, apenas si ha abandonado el retiro de la mansión y del parque donde ha vivido, apenas si sabe de la delicadeza de una emoción moteada por los colores de una mariposa o de las contundentes formas de unos tonos molles que se entregan al deseo. Phoción le habla, esta vez elige sus mejores palabras, sus más pulidos gestos, sus más sentidas entonaciones, aunque no puede mirarlo a los ojos y concluye el mismo parlamento con la frase sobre lo que es y lo que parece. Agis ha vibrado con las palabras que ha escuchando y se siente ya un sujeto de deseo sin objeto de rostro encarnado. Habrá también cita con él al anochecer. Pero el eje del cuadrado inicial juega ahora su suerte a la ruleta de la rotonda. Dimas y Arlequín han visto y seguido paso a paso todo, saben y quieren hacer uso lucrativo de ese saber, hacerse los sabidos. Están enterados de los disfraces y las máscaras. Los parlamentos son viles y los rostros codiciosos. No es el dinero, empero, uno de los polos de la contradicción, el agón es entre otras fuerzas. Si se quiere dinero, habrá dinero. Hay adelanto antes que la noche se instale en el escenario. Ubicados los huéspedes ahora en sus habitaciones, desde ellas se realizan las barajas con las identidades. Phoción,
102 autodesenmascarado en Leonida, desde la puerta y con todo el resplandor que una luz encendida súbitamente otorga, se muestra en su verdaderd figura de luna llena y reluciente, con sus mejores vestidos, a Agis que pasea contando los minutos que faltan hasta el encuentro; le estrechará la mano y será todo lo que reciba por signo. De nuevo con el antifaz en los vestidos saldrá a dar las buenas noches a Leontine, quien admirará la fingida elegancia y el porte de Phoción otra vez. Irá a dormir el sueño del anhelo satisfecho sólo en su eminencia. Desde los rincones, Arlequín y Dimas se frotan las manos. Y ya es otro día y son otros los que ayer eran unos. Poco a poco se reúnen a tomar la primera comida. Hermócrates ha despertado en un cuerpo nuevo, rejuvenecido, sus articulaciones y sus huesos le obedecen perfectamente, los incipientes achaques están idos, lleva un espejo y parece gozar de las delicias de su nuevo porte y de su exquisita toilette. Pronto descubrirá la verdadera identidad de Phoción, quien confesará la piadosa mentira de haberlo hecho por amor a él y le hablará de sus encantos mientras éste se mira en el espejo acuo de la pileta. Leontine recibirá entretanto la promesa de huir con el amado y apuesto caballero. Agis quiere, cuando esté solo frente a la amada, echar al viento todas las sílabas de su amor sentido y nuevo, prístino. Y otra vez los ejes del cuadrado lucrativo y otra vez los ejes del triángulo de las identidades y otra vez las promesas y los parlamentos. Entre ellos uno: habla el filósofo sobre su filosofía, habla el rey sobre su palacio, habla el estudioso sobre sus libros, habla el voluntario asilado en un parque muy jardín en la metrópoli mundial, se dice el tiempo perdido y el vano estudio, del rigor de las comidas, de los deshojados e invernales arbustos que ha ido plantando en cada uno de los senderos que su vida ha ido tomando. "¡Oh, nuevo ámbito descubierto, a ti te quiero entregar mi vida hecha hasta ahora a la servidumbre de unas cadenas frías y duras!", dirá en el momento de mayor entusiasmo pensando en la nueva vida que iniciará con la princesa. Y el meandro que aquí se curve irá del color grotesco al gesto grotesco, a la sonrisa boba, a las babas.
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Finalmente llegará la hora de partir pues todos lo habrán decidido. La pileta no almacenará más agua, el parque irá dando sus rostros de ciudad que se empieza a abandonar o evacuar, la rotonda no tendrá más sus geometrías. Hermócrates confesará finalmente a su hermana que deja la casa; Leontine revelará a su hermano que la pretenden y que seguirá inmediatamente al pretendiente. Cuando se sepa de quién se trata en cada caso (de Phoción), Agis confesará haber recibido la misma invitación de huida por el mismo personaje aparecido en su transfiguración. Y llegará Leonida y se sabrá que jugando a todas las cartas, quería jugar solamente a una. Y ya no habrá ninguna máscara, caerán los personajes y sus vestimentas, los rostros darán los verdaderos rasgos de sus facciones. Vestido el filósofo en su grotesco rol y traje saldrá de la mansión y del parque hacia un limbo, llevando, bajo la celeste capa, a la vapuleada razón acusada de patriarcal y falocentrista. Leontine tomará las puntas de su vestido y se marchará con la ingenuidad de la emoción. Leonida hablará todavía, intentará conquistar al decepcionado Agis. Será el último parlamento, un logos se desenvolverá y acusará una intensidad que salte las vallas de los peros. Victorioso el sentimiento mostrará su rostro en este agón contemporáneo que desprecia — ¿desde un neovitalismo? — los antifaces de ciertos comportamientos y ciertas argumentaciones. ¿Qué rasgo regresivo da su bandera al viento para que flamee la razón en la forma de Minotauro y a media asta? Un flaneur
en la toca de Marivaux nombra su lema: triunfo del amor.
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Dividido el mundo en dos, dados los matices de los blancos y los negros, se inicia la gran ciudad en este siglo. Un mundo de la luz va dando todas las flores de que es capaz, hay en él la plenitud de un demorado reverbero que no quiere pasar con el transcurso de las horas, brillo que va recorriendo cada uno de los bordes convexos que presentan las múltiples rotondas premiadas a una intemperie muy amical con unos mármoles grises o rosados, sonrientes explanadas para los sosegados pasos de unos transeúntes diurnos o apenas vespertinos: pues el ósculo de la luna es siempre pleno en toda una entrega que no conoce los días escogidos o los feriados ni la blanca almilla o jubón de los domingos; pues la semana se deja partir en siete trozos cuyos nombres se repiten en su mismo gozo no regateado que la palabre "día" expresa. Así las horas vespertinas. Estas son propicias para la contemplación de puentes vigorososs, pétreos, revestidos con los arreboles de las buganvillas o plantadas en sus zócalos o sacadas a punta de cincel de las largas barandas o escorzadas en relieves bajos con todos los detalles de sus zarcillos y los disfuerzos de sus hojas. Pero no sólo los puentes ofrecen su puntada hilvanadora de orillas revestidas del más delicado moho. También inscritas en este mapa urbano se encuentran las rutas celestes, las constelaciones, presentando a los pies terrenos unos senderos que acercan unos viajes siderales a la experiencia vecina y cercana de cruzar una calle y emprenderla por una acera saltando por encima de la berma para tener al frente ese bosque diminuto de estrellas plantadas en arbustos y flanqueadas por esculpidas figuras tauras o capricornas o para ver las diferentes rosas que hacen la cabellera de Berenice. Y naturalmente el jardín de las delicias con su recodo japonés o su paseo muy británico o su Versailles bastante aprusianada a pesar del pie mostrado en gesto rococó. Y por supuesto las estoas y las jónicas columnas y un simulado coliseo para las pruebas físicas; y las caracolas remedadas en proporciones gigantescas para albergar, al mismo tiempo y sin empuje,
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a tanto oído fino y semi-fino predispuesto a la armonía y sinfonía y melodía; y no muy lejos los colores todos encerrados jubilosamente en habitaciones cristalinas donde nunca falta el juego de la luz y de la sombra resaltando, a las miradas de los visitantes, todas las escamas y matices de que son capaces los peces reunidos como racimos de uvas o como cardúmenes de flores, traslucidos por el arco iris y todas sus condecoraciones. Y las estelas y los obeliscos y los sonoros epígrafes que se pasean por la boca de los diurnos habitantes mientras van sorteando, graciosamente, las edificaciones de civil patrimonio donde andan y desandan los destinos que competen al orbe todo que une cielo y tierra. Titánicas edificaciones, mayores que las de Tirinto y los Atridas. El lado de la sombra en la iniciada ciudad de este siglo, ciudad con sus aristas de pesadilla en estos dibujos y esquemas que ahora hacen su aparición. Ha sonado un pito que mucho tiene de llamado de locomotora y todos los túneles y las distintas alturas o profundidades de la ciudad subterránea saben lo que la palabra "multitud" significa. Se pita de nuevo, los subterráneos hacen su entrada a las estaciones, por un momento parecen desatados los diques que sostienen a esa marea de hombres en sus puestos, como si las murallas se hubieran terminado de desperezar para no erguirse más de puro relevadas; y es un enjambre disciplinado el que se embarca en los vagones todos mientras se anuncia, como en la ruleta, que no va más, que debe uno retirarse de los andenes, y continúa su taladre por los más oscuros vericuetos esa lombriz de múltiples anillos hasta detenerse otra vez y vaciar y llenar su vientre en su interminable recorrido que no conoce sino unas tinieblas muy parecidas a la noche del Hades con todos sus monstruos asomados a las orillas del Leteo, más propiciando el recuerdo que el olvido. Y esta ciudad soñada por algún topo o construida por algún castor, con sus plazas interiores y sus salones donde unas máquinas mueven sus cilindros y chillan sus pistones y arrojan sus humos mientras un reloj va dando no sólo el pase del tiempo sino el ritmo de la actividad como el tambor para el remo en las galeras; esta ciudad con todos
107 los interruptores itifálicos dando un neón y un filamento incandescente a esa madre obligada a guardar a todos sus hijos en su vientre debido al temor y los celos de un padre represivo; esta ciudad no amanecida nunca a los jardines del deleite, con su fruto de los últimos círculos infernales ya comido, con su olor a queso en los almacenes y el rancio sabor de unos vinos con sus pies ya andando hacia el vinagre; estas calles de sombras siempre crecidas, de tuercas y piñones cuyas sonrisas malignas, cuyos dientes astillados y vueltos a amalgamar,nos dan su nueva historia muy ascendida de lo más sufrido del momento. No es la ciudad rilkiana de las penas con sus calles egipcias y su aliento a eternidad. Hay aquí un reloj que no cesa de sonar, la tibieza de una cama deshecha, recién abandonada para una puntualidad terriblemente fría en las médulas del invierno, el andar mirando el suelo, a un mismo paso todos, como un ejército silencioso destacado a los límenes del mundo. Y esta historia nos da un remozado Orfeo en una versión muy particular. No que haya perdido a su amada y vaya a buscarla hasta el recodo último donde Jasón perdió el toisón de oro, sí el eros de la curiosidad que lo interna en unos ámbitos en busca de unos conocimientos. Así por una puerta secreta, asomándose tímidamente, tiene acceso al desconocido mundo de las máquinas, del funcionamiento, de la maquinaria. Huele mal este mundo, olores absolutamente desconocidos para él, acostumbrado a la sutileza de una rosa cuando uno gira el cuerpo y es la epifanía de un invernadero pleno de retamas o mentas o cerezos enanos traídos de alguna morería o los naranjos o las esencias de violetas, lilios, azucenas. Huele a hollín, a cuero puesto a curtir para los usos más diversos: el que pone los remaches a los zapatos que las máquinas escupen; el que remueve, protegido por un tal delantal, las esencias diluidas del cacao para un envasado al vacío con fecha de putrefacción señalada; el que retira el recién orneado pan de los hornos gigantescos sólo misericordiosos con la harina. Huele a sudor, a cuerpo humano exhausto y fatigado, a piedad negada, a disciplina laboral venida desde el comando y desde la supervisión realizada
108 desde el monitor, a madrugar apurado y presuroso, a brevísima pausa al mediodía con la salchicha y cerveza, a una noche iniciada prematuramente en el sueño por un cansancio que son más bien dos. A los olores acompañan las visiones: cada ocho horas el mundo parece situarse al borde del descalabro; el día tiene por cabala el tres de los tres turnos; los uniformes del trabajo sienten desplomarse a sus portadores extenuados por el transporte de las piedras para la construcción de Keops; las internas vías sin perros ni gatos, sin una rata que se asome por la punta de su hocico; racionalizado el espacio en depósitos, salones de empaquetadura y centros maquinar ios. Orfeo sigue, sin embargo su camino, no va a encontrar ai Minotauro sino a Ariadna. Ella se ha levantado en una asamblea y ha dicho sus palabras de esperanza y de paz; su rostro relucía inspiración y confianza, anunciaba el arribo de una nueva era, del mundo de la interioridad solar, del plexo ampliado hasta el horizonte en una inhalación magnífica y extática. Orfeo ha escuchado esa música en su interior, el recogimiento de esa actitud, y ha recordado la estatuilla del citarista ciclado. ¡Qué diferencia con la plenitud vacía y hueca de donde procede, con el terciopelo claro donde la luz no da sus reverberos! Se han mirado y ha sido Eurídice y ha sido Ariadna inmediatamente transfigurada. Y sin embargo en la misma asamblea se han levantado voces de resentimiento, de venganza, de odio; pero éstas han sido vencidas por la dulce voz de esta sacerdotisa que habla directamente a los corazones. Orfeo y Eurídice se han encontrado en el submundo, se han conocido y se aman. Entonces aparecen las figuras desencadenantes de la fuerza del mal. Un Apolo bastante envejecido, padre del músico y poeta, ha sido informado de las andanzas de su hijo, tiene enojo. Entre él y un Hefaístos también bastante envejecido y muy metido de sabio, alquimista y arquitecto, algún vez responsable de la construcción y planeamiento de esta gran ciudad en este siglo, hay enojo; alguna vez hubo entendimiento y cooperación. Hoy habrá de
109 nuevo acercamiento. Este padre quiere el bien de su hijo y de la ciudad mundial, dicen, pero vive en el piso más extremamente alto de los edificios cívicos desde donde contempla todo. En la puerta de su inmensa oficina cuelga el letrero de gobernador, supervisor, juez, director y responsable. Hará llamar a algunos servidores y empleados, les dará misión y encargo y soltará un largo discurso que mente los deberes cívicos, la salud social, la razón de Estado, la seguridad de la maquinaria, el buen funcionamiento del arreglo y acuerdo público, la preservación del contrato social, la responsibilidad asumida que justifica los medios. En el fondo la palabra que resuena es: secuestro. Una visita previa a Hefaístos para ponerse de acuerdo; el artesano, el alquimista y sabio cumplirá misión cívica también y hará la máquina humana perfecta, el robot gemelo de Eurídice que suplantará todas las funciones. Pero lo que Apolo no sabe es que aquí también Hefaístos tendrá su venganza pues su resentimiento soltará sus riendas más allá de la previsión del primero. Así se realiza, en uno de esos días terribles y signados por el mal agüero, el reemplazo, la sustitución, sin que nadie note la más mínima diferencia. En las asambleas se ve a Eurídice entonar las arias que siempre ha entonado, en su actividad cotidiana, ni un ápice de diferencia, hasta que el inventor empieza a desarrollar su maldad. En una primera escena Eurídice ha huido del submundo y aparece en un salón de baile, vestido escotado, cabello recogidísimo, formas pronunciadas, mirada lánguida y seductora, incitante, bailando desenfrenadamente. En una segunda escena, llevándose a la boca una estiradísima copa de champagne, mientras de un largísimo pitillo extrae a pocos un humo de mujer que espera por hombre, quien llega apuesto y elegantísimo a besarle el delicado marfil de su cuello. En un tercera escena se la ve hablando en una asamblea, con palabras cambiadas, con gestos desencajados, con mirada inyectada y furiosa, provocando en los hombres y las mujeres similares reacciones. Orfeo, que la escucha entre los demás oyentes, no puede ya reconocer a su antigua amada en todas esas acciones que ahora contempla en ella, intenta buscar desesperadamente a la verdadera
110 y da con la casa del inventor. Introducido ya en esa construcción salida de la edad media y puesta en medio de todos esos muros de cemento y concreto, irá recorriendo las habitaciones. Verá primero el lugar de experimentación donde todos esos aparatos denotan la trasmutación de una fisonomía en un constructo que desactivado descansa en su mesa de operaciones, luego tendrá acceso al gabinete de trabajo del sabio donde tanto libro polvoriento parece haberle robado la bondad a Hefaístos. Así recorre las demás habitaciones, en una muestra de quién es el sabio y artesano, hasta dar con la puerta que conduce a la amada. Escaparán hacia las calles de ese submundo pero será muy tarde. Azuzados por las palabras de la impostora, pronunciadas la víspera, masas de hombres y mujeres se ha levantado de sus puestos de trabajo, han dejado las máquinas a su propio funcionamiento, han poblado las calles de esa ciudad habituada al desfile de las tropas de servicio y relevo; las estaciones son un avispero; allí se ha levantado un hombre macilento sobre un podio improvisado y suelta sus palabras retenidas, sus palabras durante tanto tiempo cabizbajas. Es escuchado por una multitud impresionada, despavorida, que se va juntando como racimos y que se separa con una prisa por alcanzar las puertas y los portales a los planos superiores donde dicen que la luz tiene un brillo diamantino. Y esto sucede en las plazas, en los almacenes, en los inmensos cuartos donde la maquinaria ya no es más controlada y las temperaturas de refrigeración y calentamiento no son más supervisadas. Hay una voz de pánico que se repite en cada boca: - ¡hay que salir! Un humo extraño empieza a cundir por todos los corredores, un olor a electricidad suelta en el ambiente. Por los pies comienza a subir una humedad que va calando todos los rincones; las compuertas y los diques han cedido, es muy tarde para asomarse hasta las inmensas y gigantescas llaves que aseguran todos esos planos. Las mujeres y los niños se han concentrado en pequeños parapetos: las manos son llevadas a la cabeza, los rostros se contraen, los brazos son extendidos hacia arriba, cultivan un ademán desesperado o un gesto sin esperanza, sus ojos dan unas flores
111 acardadas, unas hojas crispadas; los niños estiran una inocencia que parece tocar los bordes de la sonrisa marchita. Eurídice, el artefacto, el engendro de ese Fausto que es Hefaístos, por su parte, ríe loca mientras baila la danza de los siete velos ante un Herodes complacido. La verdadera ha cambiado su rol por el de la Senta o Elisabeth wagnerianas, se mueve de un lado al otro, señala la ruta, conduce a los niños, asciende y desciende escaleras de hierro, cultiva también su expresionismo en el rostro y en los gestos. Orfeo la busca y haciéndolo se topa con Fausto; sólo uno de los dos tendrá que pasar por el estrecho puente elevado que los ha unido: lucha y suspenso, los dos en la baranda parecen que caerán como frutos podridos del árbol, y hay un cambio de posiciones y de peligros y otro y otro hasta que el barbado rostro del sabio y todo su cuerpo, ya estrellado en el suelo, entrega sus rencores derrotados. Entonces Orfeo continúa la búsqueda, ha descendido por todas las escaleras montadas sobre tanto reservorio y depósito, ha mirado en tanto almacén donde navegan ahora fardos y mesas de metal, piezas de laboratorio y botellas, cartones y bolsas. En su propio rol mítico instaurado ahora sobre sus pies, soldando solo, dándole cuerda a su cometa para que vuele más alto. Y encuentra a su objeto de deseo; hay un dar también con los portales a los planos superiores; no es el cielo alcanzado; el purgatorio da su plaza para un encuentro final. La multitud se ha reunido, hay un edificio monumentalmente cívico dando toda su estatura que un castillo a la Kafka no le da menos competencia: esa impresionante escalinata, pensada para la reunión de los ciudadanos y vecinos, de pasos largos, encementados, flanqueados por diminutas columnas estriadas que adelantan las del pórtico; éstas son alejandrinas y se elevan seis veces la estatura humana, están acompañadas de cuadrados y sólidos paramentos repetidos en los muchos pisos a los que se eleva el edificio. Así se erige éste y sin embargo parece siempre que tomara asiento y contemplara, por todas sus ventanas amplias y escuetamente enmarcadas, el ceño ligeramente distendido, el obelisco que, empinado aunque enclenque, lo enfrenta ocupando
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todo el punto más central de la plaza. Ahí se ha dado lugar la muchedumbre, la multitud; al frente el macilento hombre de las palabras erguidas vuelve a lanzar la red de sus palabras y recoge la veloz y aleteante atención de los ahí congregados. A su flanco Orfeo y Eurídice tienen sus oídos listos y sus gestos prestos. Del pórtico se abren los pesados batientes artesonados en metal fundido y el mismísimo Apolo con su comitiva hace su aparición. Hay un ir y venir de opiniones, consignas, proclamas, exigencias, llamados al orden, petición de calma, acusaciones. Entre el macilento hombre y el supervisor parece no poder haber entendimiento alguno. Eurídice, salida de su rol de rescatada, sale al rescate, da un paso adelante y empuja a Orfeo a tomar lugar entre los dos contendientes que no quieren estrecharse la mano ni sellar concilio. Eurídice hace que su amado dé la mano a cada uno de tal manera que lo irrealizable hasta ese momento resulte realizado: un súbito resplandor oval en las cabezas tocan a los tres mientras bajan la cerviz: supervisor y macilento hombre, mediados por Orfeo, conocen reconcilio. En o í f s e escucha y se lee: esa es tu función, Orfeo. Y se encienden las luces del cine. En el oído del flaneur resuenan todavía los llamados de los sindicatos a la lucha por la reducción de las horas de trabajo. Bajo las veredas que han rescatado esta película del pasado corren unas aguas subterráneas que vienen del momento más contemporáneo del presente. Ellas son quienes ponen el estandarte del sentido a este acto de remozamiento.
113 21.
¡Qué contrapunto alcanzado a la salida de la modernidad, su realización plena! ¡Qué poco bien predispuesto el nervio destemplado de unas estaciones recién aparecidas! Hay un hilo lanzado y templado, sin embargo, que recorre todo el siglo, aunque con interrupciones que pintan el panorama todavía más dramáticamente. Las voces y los tonos se corresponden perfectamente a este anzuelo lanzado desde los inicios hasta una víspera inmediatísima, pero víspera que espera un ahora situado en otro entonces futuro. Para los desvelos de un Pierrot enlunado, de un perito en lunas que daba todo el temple del recién iniciado siglo, se había pensado la canción ya no de las figuras con su niña de la lámpara azul o su peregrín ubicado en el mirador de la fantasía cuando brilla el perfume tembloroso de armonía y lucen sus galones los silfos y los rubios vampiros cocean o las firmes jorobas campean: no. Se había pensado una nueva armonía desconocida e inesperada para palabras que todavía traían una lágrima esculpida sobre la mejilla de la tristeza semblada en el alma y que cogían los jirones del viento arremolinados o rasantes como un escalpelo en una de las encrucijadas de occidente. Y al principio había parecido que estos parlamentos cantados por un muy ensedado en raso, por un cantante que podría haber tenido los rasgos franceses de Gilíes, estaban todavía muy cerca del arabesco debussiano y que el alma de Melisande tenía sus mismas tajaduras y escribía, en el cielo empizarrado de ese país anochecido, el melancólico destino con la blanca tiza de su más prístino e inocente sentimiento, y sin embargo la propia trayectoria de ese proceder con las armonías y los tonos, muy devenida ad hoc para la total instaurada prosa del mundo, permitía negar estos parentescos o hacer tales árboles genealógicos. Ciertamente el destino de un soldado golpeado en todas las mejillas que se puede mostrar con vergüenza o sin ella, soldado utilizado para las funcio-
114
nes más diversas por sus superiores: soldado-barbero, soldado-conejillo-de-indias, soldado-cazador, soldado-esposo-encuernado, soldado-forzado-por-soldados, exigía precisamente esos nuevos tonos, un lenguaje donde la golpeada subjetividad del siglo que se iniciaba dijera su BASTA con las más grandes y chillonas mayúsculas de que era capaz. Se acaba de vestir el uniforme prusiano por los campos de Europa y la chispa de Sarajevo había terminado por consumir todos los nervios, las dendritas y los miembros de los reservistas y de los que no lo eran; no se hablaba sino del iracundo dios que habitaba en la sangre y de que todos los sitios estaban malditos por la flema escupida por un rostro lozano que empezaba a arrojar sus gusanos por las narices, como quien hace su cultivo de excrecencias por pura impertinencia curiosa. Pero estos tonos eran todavía retomados por ella, figura a la que había avanzado la más clara emotividad de la saison. Sí, tras ella se escondía también el pellejo más cercano a la piel de las campanas que acababan de tañer; ellas daban una música que quería convocar a todos para las palabras entonadas. Ellas narraban la historia de la muchachita violada a los pocos años, objeto perpetuo de deseo de cuanta persona le salió a su encuentro hasta su muerte, especie de lazarillo femenino que recorrió todas las ciudades y todos los diferentes ambientes, que conoció a deportistas, escritores, pintores, delincuentes, presidentes, doctores, condesas, llevándolos y trayéndolos de Berlín a París, de París a Londres, en unas correrías que en sus pinceladas iban retratando de cuerpo entero unos años veinte y treinta, vividos hasta las heces y servidos junto a cada uno de los señores que le fue tocando en suerte a esta Marilyn alazarillada, prematuramente aparecida. Este anzuelo tiraba, sin embargo, desde estas lazarillas voces a otra carnada posterior que hacía picar a un pez de escamas soldadescas, el tema de la brutalidad, lo absurdo puesto en el cuerpo negro de las botas militares, la voz de la violación social ejecutada en la muchacha, cuyos labios descubren después sus deseos y el arranque emancipatorio que de un plumazo vuela la estructura patriarcal de la familia. Pero emancipación trae en un primer mo-
115 mentó el sopesar detenidamente el grano de sangre que se cultiva para que después florezca en toda la hermosura del púrpura. Así este haberse parado sobre los propios pies en una explanada amenazada por la inmencia de un huracán, ya anunciado pero que se demora como un rigidísimo invierno que no se decide a soltar todas sus nieves, destino encarnado en esa María a la que un Stolzius ama hasta la venganza y la autodestrucción, vuelve a tomar cuerpo en unos tonos no menos rasgados y no menos bordados que relatan el funesto acontecimiento, injustísimo: un padre desmerece a la más fiel de sus hijas, a la del corazón prístino, y entonces se instala el caos en el reino y el padre divaga por un mundo convertido en un páramo habitado por hombres huecos, un páramo donde la palabra "desnaturalizado" se lee bajo cada arbusto donde se busca cobijo, un lugar que se ha convertido en la intemperie donde se baten los vientos y el huracán retardado ya sopla con todas las mejillas aconcavadas por sus pulmones fuertísimos. Este mismo hilo alcanza cumplimiento en el último cordel lanzado a la marea, por encima de donde revientan las olas, sujetando un anzuelo que ofrece un excelente pescado. A esta tradición se añade, la enriquece. Ahora se trata de un hermano mayor del flaneur que inicia un travestismo labrado a cuchillo en toda la extensión del cuartón que ofrecen los sesenta.
Quien
ha hecho barricadas y ha arriado los estandantes del exilio interior, se lanza a las calles del mundo, detiene el tráfico vehicular, rima consignas y escribe su deseo con todos los pelos y señales espontáneos que lo caracterizan. Es un veterano de guerra o se viste de él, lleva boina negra con la estrella roja cubriendo los cabellos crecidos y sueltos que quiere librar en símbolo de una subjetividad renovada, activa, no dispuesta a dejarse imponer un destino que no le viene en agrado, de una subjetividad cansada de la tristeza semblada o de las flores lazarillas o de las espinas militares o de los páramos azotados por unos vientos irracionales. Ahora es el habitante de la gran ciudad, de las noches de neón y propaganda, de las tardes por los parques ornamentados y
116 peinados hasta el último recodo, quien se disfraza de esclavo huido al monte, de subjetividad liberada. Primero, en unos tonos semejantes a los eventos que se relatan, se presenta el mundo de la esclavitud en la gran ciudad: el orden del trabajo, las sirenas que llaman a los turnos, el levantarse antes que el sol, la efectividad, la rapidez, la eficiencia en el trabajo, la disciplina y preocupación por el estado de la fábrica, la limpieza de los instrumentos después de su uso. Luego el mundo del huido: ya no se aguantó más, la ira estaba crecida como un fuego que carcomía todo, se fue al monte, a la selva, al tupido bosque y se descubrió el árbol, su erguida existencia de dios, su dadivosa presencia de fruto y de sombra, sus distintas voces que relatan los secretos de las estaciones, el humor del viento y el desperezarse de la lluvia; se encontró muchísimos espíritus divagando en sus pensamientos y en sus vidas pasadas, no había que temerles, los muertos son menos peligrosos que los vivos, había que conversar con ellos, tratarlos de hermanos. Se vivía solo, pero esa soledad era compartida con todas las presencias del bosque, de la selva; se conocía el arrullo de ciertos animales cuando buscan alimentos o pareja, la conversación entre las hojas y la lluvia, el arco iris materializado en una mariposa gigantesca salida de la hermosura de los siglos o la impecable blancura de una orquídea silvestre. Sí, y por fin alguien había gritado que la esclavitud había sido derrogada por la ley y que se era libre. Pero se volvía al trabajo en las plantaciones y los comandantes de faenas y los capataces eran los mismos y el látigo no golpeaba sobre el lomo sino sobre el despido si uno hacía una pausa. Se había vuelto a la ciudad, a sus fábricas, y se había descubierto que se seguía esclavo de las horas del trabajo, del rendimiento máximo. De nuevo, pues, esclavo huido, hasta que unas campanas tocadas al final del horizonte hacían su llamado a cerrar filas, era la guerra por la liberación, por la independencia, y ella no se conseguía sin muchas muertes, pero ahí se estaba, había que levantarse. De nuevo se volvía a las antiguas constataciones. Ganada la independencia se era más dependiente. Y volvía a llamar de nuevo el camino secreto hacia el
117 bosque; pero el tiempo de las barricadas y de la actividad en las calles, de la organizada célula que avanzaba desde los desolados sembríos, pasando por los campos que no conocieron nunca un rastrillo o una lampa, hasta la ciudad donde se pretendía arribar, estaba por llegar y, claro, entre tanto se había vivido de huido y regresado y se había conocido la amistad y el amor, la solidaridad y la soledad. El hermano mayor del flaneur de nuevo cuño, habitante de la gran ciudad, buscador, entre tanto concreto armado y cemento, de la comuna del campo, de las ñores naturalísimas, de las historias desmitologizadas, del claro cielo de los países del sur, sin nubes y desteologizado, no conoce todavía la ciudad como vitrina y escaparate, para él ésta es más bien un disparate que habría que disolver con t h i n n e r como se diluye y luego se borra un error de tipeo. Muy en su perspectiva está este travestismo en esclavo huido, en cimarrón que al final de sus días reconoce, en el fuerte viento que sopla desde tierras adentro, donde se fragua una verdadera voz y un nuevo hombre, la inquietante y levantada subjetividad que renovará la sociedad y llevará a su exitoso final un proceso revolucionario prístino y sin concesiones. Finalmente el triunfo de los cimarrones sobre los comandantes y captaces de la plantación, sobre los terratenientes. Aquí termina la función. El flaneur de nuevo cuño sale aburridísimo de la disonante música que ha escuchado; la cromaticidad sonora del bosque o los tambores creadores de espanto y suspenso apenas han tocado la piel de su cuerpo, tampoco las congas y los güiros y todos esos instrumentos de golpear y hacer sonar que tendrían que haberle despertado en los oídos un mundo inescuchado, denso y prometeico. Nada de esta emoción le ha estado cerca. Sale de la sala y va a dormir la noche para iniciar la semana con un lunes que espera, con todas sus fuerzas, sea transfigurado.
119 22.
Con un p á t h o s que se creía muerto a que está resucitado al tercer día lee ese hombre joven, con voz queda aunque m a r c a n d o las pausas, un t e x t o que lo p r e p a r a p a r a la experiencia:
Que un día, libre de la atroz consideración, júbilo y gloria a los ángeles que ninguno
pueda ya
cantar
propicios;
de los latidos del corazón, pulsados
con toda cla-
ridad, yerre en las molles cuerdas plenas de dudas e
intensamente
agudas; que mi peregrino rostro me haga más luciente; tible llanto
que el
impercep-
florezca.
¡Oh, qué queridas me seréis vosotras noches, las afligidas! no os haya tomado,
hermanas
no consoladas,
arrodillándome;
no me haya entregado más suelto a vuestro suelto Dilapidadores tro follaje sentido,
de aflicciones
permanecido
una de las estaciones
no sólo tiempo, miento,
del secreto
nuestro
que
cabello.
somos ... Ellas son, empero,
en el invierno,
Que
oscuro verdor
nuesdel
año;
ellas son lugar, asentamiento,
suelo,
estableci-
residencia.
La mímica de la interioridad va dando paseo por sus m á s diversos corredores y divanes. El joven sigue leyendo:
Por cierto, Pena,
ay, qué extrañas
son las calles de la Ciudad de la
donde en un falso silencio
hecho por una voz impositiva
se
envanece poderoso el vaciado desde el molde de lo vacío: el dorado ruido, el irrumpiente
monumento.
120 Oh, sin dejar huellas les aniquilaría Consuelo
que la iglesia delimita
cerrada y decepcionada Afuera,
un ángel el Mercado
y ha adquirido
totalmente:
como una oficina de correos el
empero, se encrespan los lindes de la feria.
la libertad! ¡Ilusionista
del pura,
domingo. ¡Titubeo de
y buzo del ahinco!
Y el figurado lugar de tiro de la acicalada suerte donde se excita uno por el blanco y se comporta como de hojalata si uno más
diestro
acierta. Del aplauso al azar la feria oscila repetidamente cortejan,
llaman y ruegan a cada
y las
casetas
curiosidad.
Pero para los adultos es algo digno de ver cómo el dinero se multiplica, anatómicamente,
no sólo por diversión:
del dinero, todo, el suceso, enseñan Oh, pero inmediatamente
y
sexuales
frutifican.
más allá, tras el último tablón pegado
con carteles de "La Inmortal",
de aquella cerveza amarga que sabe
dulce a los bebedores cuando mascan mediatamente
los órganos
las frescas distracciones,
a espaldas del tablón, inmediatamente
in-
detrás, se en-
cuentra ¡o verdadero. Los niños juegan y los amantes se mantienen serios, en el pobre gras y los perros poseen
juntos,
a un lado,
naturaleza.
Más lejos es atraído todavía el joven porque ama a una Tras ella viene a los prados.
Ella dice:
lejos, vivimos
allá afuera ... ¿Dónde?
Le conmueve
su porte,
origen
Queja.
la espalda,
Y el joven el cuello;
sigue.
quizá es ella de
señorial.
Pero él la deja, se voltea, se vuelve, se despide con un ¿Y bueno? Ella es una
ademán.
Queja.
Y la lectura va alcanzando otros corredores más internos en esta ciu-
121 dad de la interioridad que va descubriendo nuevos paisajes del alma y nuevos compañeros poseedores de peripecias:
Sólo los muertos jóvenes, en el primer estadio de la intemporal serenidad, aquel del desacostumbrarse,
la siguen
amantes.
Ella espera a las muchachas y se hace amiga de ellas. Les muestra queda lo que ella tiene en si. Perlas de pena y los finos velos de ¡a resignación.
Con los jóvenes anda
silenciosa.
Pero allí donde viven, en el valle, una de las más viejas Quejas se hace cargo ahora del joven y si éste pregunta: — Nosotros fuimos,
alguna vez, dice, un gran linaje,
nosotros
Quejas. Los antepasados ejercieron la minería allí en la gixin montaña. En los seres humanos encuentras a veces un pedazo de pulida Pena primigenia o una ira, empedrada impuramente,
procedente del viejo
volcán. Sí, eso procedió de allí. Alguna vez fuimos
ricos.
Y ella lo conduce por el vasto paisaje de ¡as Quejas, le muestra las columnas del viejo templo o las ruinas de aquellos castillos desde donde Príncipes-Quejas
alguna vez sabiamente gobernaron el país.
Le muestra los altos árboles de lágrimas y los campos de la floreciente melancolía (los vivos la conocen sólo como una suave fronda). Le muestra los animales del duelo, pastando, y a veces un pájaro asusta y se va llanamente volando mientras la contemplación; lejos la imagen escrita de su solitario
a ¡o
grito.
Por la tarde lo conduce a las tumbas de los viejos del linaje de ¡as Quejas, adonde las Sibilas y el Señor
Preventor.
Se acerca, empero, la noche, andan entonces más quedos y pronto sale la luna, el fúnebre monumento
que resguarda todo.
Fraternal
para todo aquello a orillas del Nilo, la sublime esfinge: rostro de
122 silenciosas
cámaras.
Y admiran la coronada cabeza que coloca para siempre,
callando,
el rostro de los hombres sobre la balanza de las estrellas; éste no comprende su mirada, lleno de vértigo en la muerte temprana
...
Pero el muerto debe partir y en silencio se lo lleva la más vieja Queja hasta el barranco del valle donde hay un relucir al brillo de la ¡una: la fuente de la alegría. Con veneración la nombra ella, dice: — entre los hombres es un río principal. Están parados al pie de la montaña.
Y allí lo abraza llorando-
Solitario asciende él a las montañas de la Pena
Primigenia.
Y su paso no resuena ni una sola vez desde el átono destino.
El lector levanta un momento la vista antes de perderse en el último vericueto a que lo ha destinado su más prístina interioridad, ahora casi en una actitud de piedad y recogimiento:
Pero un símil despiertan en nosotros los infinitamente
muer-
tos. Mira, ellos señalaban quizá a los amentos del avellano, los que cuelgan, o nombraban a la lluvia que cae sobre el reino terrestre en primavera. Y nosotros, que pensamos en la dicha creciente y ascendente, ojalá sintiéramos
la emoción,
que casi nos consterna,
cuando lo
dichoso cae y sucumbe.
Y una experiencia, preparada ahora con esta lectura, con la visita a unas calles de una ciudad muy interiorizada en la tranquilidad del más allá, con el pálpito que un tal paisaje ha despertado en las fantasías, se presenta a los pasos del flaneur en su propia ciudad. El puede salir del trabajo, subir cuesta arriba, dejar atrás un par de parques donde el otoño ya ha puesto todas sus mejillas hinchadas entre las hojas para dejar a los árboles sólo el retrato de
123
su osamenta en su más real fotografía. El puede oler todavía el ido perfume de una plaza vestida hasta hace muy poco de verdes con aromas ensauzados y entonces emprender esa travesía que lo lleva por un Nilo devenido a ratos el Leteo, donde se embarcan los que quieren conocer los secretos del pasado y luego ser rescatados por algún lirista que va domesticando todas las bestias con los dulces sonidos de las cuerdas. En el primer círculo de estos variadísimos corredores está la tronante figura de la madre de todo: el áspid en la frente y la toca de cuernos con el sol apresado entre ellos; ella sonríe bondadosamente mientras apoya sus dos manos sobre las rodillas. En las almendras de sus dos ojos se extienden los dos reinos sobre los cuales divide su bondad. Si se escribiera su nombre con alfabeto griego, se la llamaría la de los amplios pechos y de la robustez en la alegre expresión, una especie de Gaia, pero con mayor dominio y alcance, madre del niño protector, aquel que tiene bajo su poder y égida a los lagartos, serpientes y escorpiones: "Tú rechazas y me proteges de los leones en el desierto, de los cocodrilos en el río, de los insectos que con su hocico muerden y con su cola pican, de los gusanos que se hinchan en sus cuevas", así reza el piadoso en ese valle de lágrimas que no es diferente del que conocemos sembrado de geranios en la breve primavera que hace florecer las más hermosas flores de la tristeza y de la añoranza, el anhelo de la casa que no se puede llevar consigo sino que se ha quedado en algún lugar o que se encontrará por primera vez, al final de todas las travesías, cuando el río suelte y exprima todas las aguas de su corriente más allá del estuario. Y el niño conoce un destino y tiene una extraña procedencia; engendrado por un muerto en un acto postumo, pero no por eso menos actual, vengará la muerte de su padre y no se reunirá nunca con él mientras su cuerpo no conozca los pasos que conducen más allá de las crecidas sombras de la pubertad; y nunca los conocerá. Estas son las historias del primer círculo, historias repetidas como los días con las variaciones que las horas traen a cada detalle y a cada escenario.
124 El segundo círculo le sale al encuentro poblado de los personajes extraídos de una fantasía asustadiza y previsora. En primer lugar, un ser venido de algún país cálido, protector del niño y de la mujer, genio bueno que cubre con su acción el amor y las buenas migas de la pareja, la concepción y la maternidad, el nacimiento y el sueño del nacido. Su fisonomía lo delata para estas funciones: contrahecho, enano, de inmensas barbas, nariz roma y diminutos miembros arqueados, la lengua caída y colgante, los dientes tallados hasta el filo, portando un amuleto con la figura del león, desnudo, con una mano empuñando la espada que defenderá a sus protegidos de los malos espíritus. En la otra figura, favorecedora de la fecundidad y los partos, menos amable con respecto al mundo exterior, aparentemente, su fisonomía subraya sus tareas: con la cola del cocodrilo, las garras del león, el cuerpo y la cabeza de un equino del Nilo, muestra sus brazos de humano y sus pechos de mujer y su toca de doncella y las garras a quién se acerque con torcidos pensamientos a la maternidad del tiempo que no deja de parir y no deja de permanecer ahí. Pero el flaneur alcanza el tercer círculo donde lo esperan ya no los principios protectores o regeneradores sino la plenitud de la intemporalidad. Una flor de loto con su delgado y esbelto tallo, coronado en un cáliz lozano y fresco, firme y terso, que sujeta los delicados e inmensos pétalos en toda la plenitud de su floración, emula a la esbelta figura femenina que la sostiene mientras acerca a sus sentidos el aroma que la flor desprende en toda la sala donde se encuentran ambas: ella deja sujetar sus formas, la firmeza de sus muslos, la respiración contenida de los pechos, la estrecha cintura librada inmediatamente más abajo como la sorpresa de las plumas esbeltísimas del pavo real, extendidas, abiertas, y bajo el cuello de gacela la mollura de unos hombros descubiertos, calzados por muchas rondas de collares, que sostienen los rasgos de un rostro aspirante del odor, de un cabello recogido en red, de unos ojos almendrados que alcanzan a mirar ambos reinos con la misma plenitud y que los comunican, ojos que son un pasaje de lo intemporal al tiempo del perfume. Aquella, como un cisne,
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erigida, mantiene su mejor estación para siempre, su mejor arrebol, afeite, su espigada juventud que se entrega en un olor que parece esculpido: "Con alto cuello y reluciente pecho, en los cabellos brilla intenso el lapizlázuli y sus brazos superan al oro y sus dedos son como los sépalos del loto", lee el f l a n e u r en una inscripción que describe la postura de ambas. En otra, que acompaña a un objeto tallado en madera, el peregrino momento del amor retenido para siempre: "El ganso salvaje revolotea aquí y allá, se sumerge en la laguna . . . y me alegro por mi amor a pesar de estar sola". Es una joven mujer sujeta a la cola de un ánser que tira suavemente de ella, quien nada con los miembros estirados y la cabeza levantada, como si patalease levemente y se tambalease ligeramente de un costado a otro. El objeto todo conforma una cuchara de madera destinada a los líquidos de propiedades maravillosas: ungüentos y olorosos aceites rociados por su cuerpo eternamente joven y siempre nadante. Pero todavía un último círculo lo espera para encontrar a esas dos figuras en su mayor espiritualización humana. El, con los párpados pesados y las fosas nasales carnosas, tan carnosas como los gruesos labios juntos, enmarcados por la puntiaguda barbilla y por la comisura de los labios, parece mirar desde su creencia y reforma, todavía para entonces no fracasada: una sola fe, un solo dios verdadero, solar, en una ciudad construida en pleno desierto para un culto tal. Ella, siempre lozana, siempre joven, siempre viva, con la esbeltez de un cuello refinado y alto, al que no le hace contrapeso el casquete geométrico y azulado que la toca; ella, muy humana, maquilladas las cejas y contorneados los párpados, los labios pronunciados y rojos, las mejillas escuetas pero no magras, arreboladas, la barbilla sujetando una fugaz sonrisa que no quiere traicionar el sentido de la religiosidad encontrado y asumido. El flaneur, transladado así a Amarna, siente los cosquilieos de la puntada que une su ciudad a esa ciudad. El ha pasado por la noche intemporal del desierto y observado los monumentos funerarios hechos uno con el infinito y ha
126 vuelto a experimentar esa vivencia al abandonar las calles de su barrio para echar una mirada en esas cámaras donde se acaba de detener por un segundo la respiración, detención que viene ya del otro reino y que invade así el mundo del acá. Contemporáneo de Nefertiti, de Echnaton, su ciudad le ofrece el reino del allá, voluptuoso y funerario, con las flores del amor inmovilizadas y los amentos de la melancolía y las quejas soplando como un viento helado que atraviesa los huesos, y le da por un momento la impresiónn de haber alcanzado las artes que preservan, mediante ungüentos y aceites, las pieles frescas, las sonrisas no congestionadas y descompuestas, el aliento inmortal. Sale de nuevo a las calles y, ya de regreso, en su casa, vuelve a leer en el libro que preparó su visita, ahora los sentidos transformados y describiendo las veredas por donde anda durante las semanas: "Por cierto, ay, qué extrañas son las calles de la Ciudad de la Pena". Atrás la incorruptible lozanía de Nefertiti en su cámara.
127 23.
Frente al cuadro de Ciudad con paisaje la ciudad ofrece en una esquina su carpa. Ya llena de gente en la misma andanza desenrolla sus alfombras sobre el ruedo: una mujer pícnica en grado sumo se presenta al público con sus carnes apenas cubiertas; una boa gigantesca, dándole la vuelta al cuello, cruzándole por la espalda para cogerla de nuevo por la cintura y darle el remate en una de las piernas ñrmes aunque fofas, la acompaña mostrando su diminuta cabeza sobre el pecho que desciende en busca de cobijo a una zona un poco más tibia. Se apagan las luces, se encienden los reflectores y suena una música de notas esculpidas, una tras la otra, con cincel y formón; se oye un murmullo, unos tonos guturales que empiezan a elevarse; caen las primeras frases, los primeros versos de la melodía. Toda la música se implanta de cuerpo entero como la mujer con la sierpe inmensa; se cantan unas frases melancólicas, la historia del ausente, los objetos que recuerdan esa presencia, el sobrenombre del amado, la firmeza de sus músculos que se han estirado y contraído sobre su cuerpo, su largura, la tensión y el temblor de los abrazos, el olor penetrante de los cuerpos, de su cuerpo, y el estribillo que repite, en guturales tonos, que ha encontrado otro amante (mira a la boa que la enrosca), un otro amante de piel más firme y escamosa que acaricia dulcemente sus costados y flancos. Cambian los reflectores de lugar y son tres jaulas que retienen a tres furiosas mujeres-pantera, de garras inmensas y de dientes blanquísimos, vestidas de cueros negros, rugientes a un diminuto hombrecillo rechoncho que cumple la función de hacer sonar el látigo, entre las barras de la jaula, con una parsimonia de empleado estatal, inmutable, recitando un poema romántico donde se habla de lagos vaporosos y sauces tristes cuando va cayendo el sol y el último reverbero se posa todavía sobre las copas de los arboles, que en muy pocos días perderán las hojas paulatinamente.
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Cambio de reflectores y es un hombre joven, bien parecido, diciendo un parlamento en una noche artificial a la que le han puesto un horizonte despejado y muy poblado de estrellas: "Yo solo y mi deseo en esta inmensidad; mi deseo no es menor que los espacios estelares que me escalofrían"; él se empuña, quiere levantar sus ojos, decirse que existe y que es él y el mismo, que le pertenece sólo a él, dar a las estrellas sus propias estrellas, hacer sus fuegos de artificio, dar sus luces cromáticas, crear el paraguas del ascenso y la caída; yo solo y mi deseo en esta noche de infinito que se ve flanqueada por el punto de la luz resplandeciente, obnubilante, el punto del tiempo llamando a inmortalizarse, el deseo encarnado, refluyente, pestañeante en un palpitar que aprieta, por un momento muy breve, los párpados para abrirlos luego a la noche que inicia una lenta trayectoria con los pasos sosegantes del ensueño. Cambio de luces, nuevos reflectores, y allí está ella, la que en entrevista comentó que no podía comprender a las mujeres infelices cuando es tan fácil . . . (y levanta dos dedos juntos de victoria). Allí está, ahora con todas las luces y reflectores encendidos, paseándose por todos los imposibles puentes que se le han construido para que salte, acompañándose en sus canciones llenas de gemidos, cambiando, con un movimiento, de niña mimada a f e m m e fatale, de colegiala a bruja, de señorita a ménade furiosa, no dejando respirar al público preocupado en seguir cada uno de sus pasos, de sus lamentos y quejidos que terminan en modulaciones quebradas, en el último momento, por un grito que se ahoga en una piadosa sonrisa, mientras viste gorra blanca de enfermera y muestra los funestos dientes a un posible paciente, quien desaparece para ser sustituido por un niño al que toma en brazos y arrulla con la ternura recogida del infinito que se logra con las luces anochecidas súbitamente. Intermedio. Con unas fanfarrias se llama al público de nuevo para una segunda mitad del programa: una red de alambre recibiendo muchas luces en todos los tonos posibles espera a los espectadores que entran ahora a la carpa a retomar sus
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bámeos y dejarse mostrar el camino ariádnico de las paradojas vestidas en esos disfraces humanos. Esta vez parece como si se hubiesen juntado todas las ranas y sapos del mundo y se los hubiese metido en un compartimiento para hacerlos croar al ruido de una guitarra eléctrica: un hombre y una mujer (¿Zeus y su robada Europa?) se introducen en esa selva verde, perfectamente vestidos con traje de goma muy fino, ajustado al cuerpo y que realza las respectivas formas redondas o firmes, realizan todo tipo de movimiento sin llegar a tocarse; las ranas les caminan y saltan por todos los miembros. La guitarra parte su alma en esos sonidos que narran la soledad crujiente en la gran metrópoli, que describen los muros carcomidos, brillando escarlatamente, de las afecciones cuidadas y cultivadas en traspatios donde el aburrimiento se combate con el tatuaje interminable de los brazos y las piernas o las visitas a los locales de juego con sus tableros electrónicos que señalan la guerra ganada o perdida, los aviones derribados, el hongo de una bomba lanzada perfectamente en el blanco. Y los cuerpos se arrastran ya medio convertidos en anfibios, ya iniciando un contacto lleno de escalofríos y temblores, sacudidas y espasmos, mostrando una lengua que se engusana dando sus caminos por el cuerpo ajeno, lamiéndolo todo en su extensión,el uno después del otro, pachochudamente, llegando a las diversas coyunturas para repasarlas, como si se escondiera en ellas al gusto algún secreto al que se tiene acceso apenas o se quisiese ir y venir por si acaso se olvida algo muy preciado y querido. Entretanto va desapareciendo esa jaula poblada de ranas con sus croares y saltos sobre estos especímenes salidos de algún estanque, metamorfoseados en la pareja apenas primordial, apenas humana, apenas animal, en la pareja supercivilizada, con sus fantasías sueltas, que ya no quiere jugar a ser adán y eva o al jardín en la víspera del pecado original, sino a un más allá del pecar o la santidad que toque los ribetes de las prácticas paganas. Y ya desaparece esta escena totalmente para ser reemplazada por unos bosques y unos árboles olivos muy tupidos y unos que otros pedregales y una
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ensenada y una enramada y una espesura y una floresta, trayendo ya el sonido de los caramillos, las zamponas y las flautas, en un desperezo que hace recordar mucho a las horas después del mediodía en que el sopor de un clima mucho más que temperado trae una mollura a los miembros todos. Y ya una serie de sílfídes muy entunicadas de peplos cristalinos y livianos hace su paseo al ritmo de una banda que pone, en xilifones, sus más esmeradas suavidades, preparando las siestas de todos esos Nijinskis que entran al escenario muy encuernados y con sus patas de machos cabríos. Cambiados los desplazamientos, las sílfídes portadoras de la parra y el tirso dejan un momento, privados de ellas, a los públicos ojos; una fatiga bien modulada, y común, invade todos los cuerpos de esos faunos vestidos con diminutos y casi deshilacliados trajes de luces; los xilofones dejan paso a unas flautas todavía más bucólicas cuyos sonidos acarician cabellos y miembros listos para la modorra. A la simulada siesta sigue el despertar, un volver a todas las fuerzas que mantienen el universo presto y alerta. Aparecen las sílfídes, siempre en peplos cristalinos que a sus pasos pronuncian las firmeza de unos muslos jóvenes y lozanos, bailando con ciertos movimientos que pretenden imitar apurados arabescos, soltados por flautas en un desenredo transmitido a las danzantes, cada vez más amenadadas, corriendo ya de un extremo a otro, cerrando los ojos cuando levantan el rostro, envainando los tirsos o palpándose los pechos en arranques entusiastas, mezclándose con los faunos, cojiéndose, soltándose, recordando a los Nijinskis el fínal de su versión que ya empiezan a reproducir: los tirsos hincando la tierra, los pies pisando los arados, Pan aparecido en mitad de ese revuelo entusiasta que no parece tener fin, Pan y los faunos cubriendo a la tierra, fecundándola, literalmente, para luego volver todos a las gracias de los aplausos finales.
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En una larga tradición preservada para cumplir funciones muy precisas surgen nuevas flores que son más bien las rosas o acantos o rosetas de una remozada arquitectura que ha descubierto nuevos artesonados. Los pensamientos van en este caso dirigidos a esa iconografía sacra que pinta nacimientos donde los reyes magos visten una armadura muy en hierro forjado o los josés y marías abrigan sus cuerpos contra un frío que tiene que ver más con el hemisferio norte y sus temperaturas poco amigas del sol nazareno. Se piensa también en ese retrato del hombre con el diminuto clavel que firmara Jan van Eyck, más o menos en 1435, y que poco más tarde repitiera, en uno de sus autoretratos, Durero y que será retomado por un Otto Dix al querer reproducir su juventud, con toda la autodistancia y maestría, con todos los sentidos despiertos, de que dispone su temprana acrobacia reproductora. Estos dos hilos se enhebran en esta tradición. Algo así (la primera puntada) como si se tomara los temas e imágenes del pasado para ponerlos en los colores y los trajes de un presente: la sagrada familia vestida de obreros; un José que regresa de la fábrica con las señales del trabajo realizado ese día en el rostro y en las ropas, y una María que muestra sus manos enrojecidas del lavado y del planchado de la jornada; un Jesús recién nacido puesto en una caja de madera donde en algún momento se transportó naranjas o cualquier otro fruto traído de alguna otra región, no sin faltar la bombilla eléctrica con su erizado luminoso, y sin pantalla, iluminando la escena. La segunda puntada es de retroceso, no trae el tema de la tradición establecida para darle las vestimas actuales sino lleva el motivo presente a los colores y vestiduras de la tradición: es el hombre que habita los bloques de cemento y las viviendad de interés social transportado a algún paisaje de Samaría y disfrazado de pastor junto a sus perros, caballos y ovejas, enmarcados, en el trasfondo, por unas edificaciones muy pensadas como el hombre gótico veía la Judea o algún poblado mentado por la Biblia. En los ambos casos,
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sin embargo, queda muy delatado el lugar y el momento desde donde e! pintor pone sus colores y sus figuras sobre la tela. Lejos, pues, muy lejos de las nuevas formas para los contenidos nuevos, de los arreglos de cuenta que diluyen con violencia, en una negación, lo que acaba de precederlos. Un buen ejemplo del enhebrado de estos dos hilos se encuentra en los tapices cromáticos de aquel foyer de la universidad Karl Marx en Leipzig. El título programático, L a clase obrera y los intelectuales, pone ya los acentos contemporáneos y la perspectiva; las ñguras, las formas y la gestualidad (no la vestimenta) tienen otra genealogía. Se pueden tomar tal vez algunas escenas del mural y apreciar los diversos ensartados de varias tradiciones en este collar. Por ejemplo, las diferentes escenificaciones de paisajes que otorgan a la concretísima mención del presente un aire de música ya escuchada. En el ala izquierda, todo un primer grupo de personajes, muy jóvenes y reproducidos en su fuerza juvenil torno al anciano de cigarro (alguna vez rector de la universidad y ahora un apreciado compañero de discusiones) que, sentado, ocupa el medio; tienen como marco de fondo una naturaleza que va perdiendo sus colores con el ocaso de tenues naranjas y lúcumas que los transporta a un ámbito de país sureño con su vegetación, su río dorado por los tonos del atardecer y un pequeño puente de piedra al que le faltan sus personajes rococó vestidos de pastores, filosofando sobre el amor de Melibea o sobre la mejor forma de arribar a las ciudades perdidas, donde todavía moran los hombres en su real unión a la naturaleza y que, no obstante, uno puede agregar con los propios ojos, en una lectura de esas oblicuas que tanto gustan a los arlequines en destreza con el malabar de la historia. Toda la escena acontece en la espesura de un parque en la ciudad de Leipzig, al aire libre, con estudiantes que parecen los cortesanos cabreros de una égloga, trajeados a la usanza de los setenta. El otro paisaje, a la derecha, trae una alusión al Toledo visto por el Greco con los ojos no tan enturbiados, dejando un juego a las oscuras nubes que filtran unas superficies de luminosidad a la ciudad observada desde lejos y desde arriba. En
133 el primer plano, sobre una armazón de madera, un grupo de trabajadores con sus rostros muy precisos y llenos de apellido que demuestran, en un paradógico juego, todo el ideal en la expresión del rostro humano, algo así como los rasgos llevados de la tedia a la pintura por un Riemenschneider en sus figuras de los evangelistas. Con la mano en la cintura y mirando de frente al observador, uno de ellos, con el codo apoyado sobre una baranda en un momento de la pausa, el rostro pensativo y algo inclinado, embebido en una consideración o un recuerdo. Todos estos carpinteros son mostrados con sus herramientas y en consideración común con un ingeniero de overall y sus desplegados planos, vistos en un momento de la construcción de la torre que tendrá la universidad (ninguna mención a alguna breugheliana tradición de babeles); ellos semejan a un grupo armónico y perfectamente integrado, grupo al que se añaden los retratos de las autoridades de la ciudad, muy apellidados en la reproducción de los rasgos de sus nombres. Entre estos grupos de los extremos, los paisajes enmarcándolos, se deja espacio a los interiores: un Centro de Investigación con su claridad y postura más allá del vitalismo criticón de las computadoras o del papel destructor de la ciencia; un salón en la universidad donde se explica una fórmula de física a unos alumnos de distintos países y razas, unidos en este espacio por un internacionalismo aplicado a los programas de intercambio educativo. Ninguna referencia directa a la labor del arte, ningún taller de escultura o dibujo ha recibido lugar en esta representación que parece leerse de izquierda a derecha siguiendo una línea oblicua repetida varias veces en el principio de composición: tres barras invisibles dividen la estructura básica: la que une el parque de pastores y la habitación donde unas grabadoras son alimentadas, los botones de una computadora puestos en marcha; la que atraviesa la clase de física, pasando por la hilera de catedráticos retratados hasta terminar en las obras de construcción que los albañiles ejecutan; la que hila al pintor de espaldas y su familia con esos carpinteros que concluyen el armazón para la puntiaguda punta
134 de la torre, andamiaje de maderas, obreros, autoridades cívicas e ingenieros inclusos (Nimrod ausente). En el centro casi, en primer plano, la joven danzante de traje floreado, anunciando una primavera que se repite, un poco al margen, en una maceta con una flor entre las hojas. Que todo el mural cuenta y no sólo muestra, no parece tan desnubado. Se tendría que recurrir a un anacronismo impulsado por el propio ritmo interno del asunto y pensar en un altar, por ejemplo, el de Jacob van Utrecht de 1513, aquel de la latatio Mariae vista por San Bernardo. La primera ala relata el nacimiento de Jesús. En un establo, a la afueras de un castillo, los árboles llenos de hojas, dos pastores en la adoración: el uno toca la gaita, el otro mira maravillado la escena; desnudo en el pesebre el niño observa a sus padres arrodillados: José muy preocupado de que ningún airecillo le apague la vela que sostiene en una de las manos (la otra cubre la llama), nos presenta justamente ese airecillo, ese viento que no puede ser pintado sino con uno de sus gestos: no todo es seguridad en él, no se encuentra hincado de hinojos, hay un pie que guarda vigilancia, atento, y sin embargo no se puede sentir espíritu maligno que pudiese soplarle esa llamita erguida y ardiente, metáfora cromática del niño en el poco de paja pintada en pan de oro. Por lo demás, el atado de las mismas ramas secas, cabe la escena, no se presenta transfigurado por destellos dorados; tampoco la cabeza de José porta un aura igualmente destellante. Sí quien duerme algo atrás y quien pareciera soñar toda la escena: Santus Bernhardus, su nombre escrito en el aura, por si las dudas. Además: ángeles-niños y jóvenes, más pastores, uno que otro burgués salido del castillo, un río de aguas más o menos estancas con su cisne, el establo abierto por todas partes para una luz del día que deja de serlo y permite, por una apertura en el techo, presenciar a la estrella que anuncia la escena de los reyes tríos en el ala derecha del altar. Pero todavía en el ala izquierda se tiene el establo aureado por una naturaleza de fondo con algunas pinceladas que anticipan al aduanero Rousseau y sus verdes otorgados a ciertos arbustos y árboles de una
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manera poco acuciosa y severa, aunque intensísima. También una legión de ángeles,o quizá de arcángeleles, muy puesto a la contra-luz de un sol radiante que inicia su descenso al mundo de la noche, ángeles que ya muy listos al mensaje de "Gloria a Dios . . . " unen el mundo de lo arriba y de lo abajo desde su naturaleza intermediante. Toda la escena representa los intercambios de lo divino con lo humano, epifanía, sí, pero mostración de lo terreno en su alegría y su temblor (aun en la figura del dios humanado en niño y en la endeblez y fragilidad de una llama de vela que un padre en zuecos carpinterados protege). Y no sólo de esto: toda la naturaleza en su aspecto de noche y día, de natura y polis, de tierra y mar y río, de vaca, burro y cisne, de los niveles superiores de la humanidad santificada o de la divinidad en sus estadios más inferiores. Camino, puente, morada; las actividades pastoriles, de pesca, de recolecta de la siembra, las actividades musicales . . . Esta escena inicial introduce la del ala derecha donde los órdenes son otros: el establo ha quedado atrás con su vaquita y su burro, sus pastores y músicos de gaitas; ahora asoman en el fondo de la escena unos caballeros muy bien ahorcajados sobre sus rocines, la lanza en la mano, realizando las prácticas equitativas, de deporte y de pelea; un comerciante enturbantado desensilla su camello con todas las alforjas; dos pajes morenos visten sus encajes blancos, sus mallas no menos albas, portando hachas y lanzas se detienen a contemplar la escena; dos mujeres salidas de sus cómodas casas, acompañadas del perro, van a colmar su curiosidad de puro noveleras que son; tres señores tocados de sombreros, cuyas copas altas, y con trajes de firmes cinturones denuncian la presencia de los banqueros o de los buenos y nuevos burgueses recién arribando; un enano con su animal mascota encadenado a una bola de hierro y comiendo recuerda el tema de la vanitas. Todos estos personajes, distribuidos de distinta manera en el interior y en los segundos planos, preparan la escena propiamente dicha: la virgen tocada del aura, una de sus rodillas cubierta con un cojín, sobre él Jesús sentado, sujeta a su hijo mientras los tres reyes magos (la estrella sigue
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en el firmamento) le presentan sus ofrendas: uno está arrodillado y parece jugar con el niño, los otros dos le flanquean el espacio, sosteniendo cada uno sendos cálices de oro y reluciendo en todos sus trajes la grandeza de su investidura. Esta escenificación tiene lugar en una terraza abaldosada muy cerca del castillo que inagura todo el burgo. En este ya no se ha querido mostrar las intermitencias entre el cielo y la tierra, sino toda la jerarquía de la vida social humana en sus distintas ramificaciones: desde el orden real con sus subalternos caballeros, su cuerpo de servicio, sus consejeros, sus prestamistas y comerciantes, sus mercaderes, sus mujeres y hombres y niños, hasta la mención de la fugacidad de todo esto con el tema de la vanidad. El punto narrativo se encuentra aquí (como también en la otra ala) esperando ser tirado para dar con la línea de la duración, el punto del aoristo espera ahora los desenvolmientos que un tiempo imperfecto pretérito va a hacer durar inmediatamente. El tablero central desarrolla la historia que reconoce, con sus dos términos aorísticos de nacimiento y muerte, sus dos momentos fundamentales. Las puntadas que hilvanan estos dos momentos tienen también su basta muy bien cosida: Jesús hace su ingreso a una Jerusalén de construcciones medievales y góticas; un domo muy semejante al de la ciudad holandesa de origen del pintor establece una genealogía a la usanza griega con el lugar de procedencia; el burro, sobre el que se realiza el ingreso, se encuentra transfigurado por el manto negro del futuro cordero, manto de buena factura en alguno de los talleres de los países bajos; los dedos juntos bendicen a una escorzada multitud que sale al encuentro; para ella aparece escrita en letras de oro: ECCE REX TUUS VENIT TIBI MANSVETUS. Sigue luego la representación del triángulo divino, ojo omnipresente que se transmuta en uno de los puntos culminantes: en esta composición, triangular, la lectura asciende por uno de los lados isóseles pasando al lado de una María Magdalena vestida en rasos y sedas con brocados, velo transparente, hombros descotados y toca en el pelo (alguna vez concubina de ricos comerciantes con el oeste), que enmarca la tristeza de su rostro erigido
137 hacia la escena central y superior del panel. En la misma perspectiva aparece un apostol con su aura, vestido de artesano de éxito; también un hombre maduro en haceres y quehaceres sigue la escena tratando de ayudar a los dos burgueses que descuelgan un lacio y fofo cuerpo devenido a los amarillos pálidos. Junto a ellos, uno de los ladrones sigue, como suspendido, ñjado a su cruz con unas cuerdas que el pintor ha olvidado de pintar; sobre él, dos ángeles lo tienen ya salvado y reconocido como el bueno. Descendiendo por el otro lado isóseles, algunos personajes en relativo equilibrio con los del cateto opuesto: hombres y mujeres, muy encapados, trayendo la manifestación de la penuria sufrida por la muerte del maestro; el ladrón descolgado sobre su cruz, las ataduras presentes y el conjugado futuro próximo de su condenación pintado en una escena con el demonio tirándolo de los miembros por los aires. En la base del triángulo se encuentra María que acaba de sufrir un vahído y está por desplomarse, mientras una de las acompañantes la sostiene. Todavía se completa con algunas florecillas y plantas junto a un fémur y un cráneo colocados juntos. En el ápice: Cristo siendo descolgado con la herida del costado, la corona de espinas y su manto blanco cubriéndole las vergüenzas. Al otro lado del panel, a la derecha, y siguiendo las puntadas del hilván; María, María Magdalena y una tercera de nombre distinto según la versión testamentaria, se ponen en camino, llevando sendos potes de oro bruñido en las manos, hacia la tumba donde se ha sepultado al salvador: olear y sacramentar el cadáver. Mientras la guardia duerme, la piedra que cubría la sepultura ha sido quitada y puede verse la resurrección y, en futuro próximo conjugado de nuevo, la imagen del cristo resucito con báculo y capa aireada por un vientecillo que uno tiene que imaginar en esa noche de la escena, todo irradiando los destellos de la divinidad: ángeles de toda jerarquía en coro salmodiando unos cantos mudos que se tiene que escuchar en la imaginación. Finalmente, una última puntada: entre la muerte y la resurrección están los tres días del descenso a los infiernos; cristo aparece como el abanderado de los que habrá que salvar e incluir en el paraíso, aquellos que
138 fueron sus predecesores y que esperaban en la antesala de los fuegos por la consecusión del acontecimiento anunciado desde el principio de los tiempos; Adán y Eva lo siguen, también Juan el bautista; atrás se alzan las llamaradas de un fuego que se ha anunciado como eterno. De esta manera, presentando los puntos aorísticos de nacimiento (pretexto para poner en figura la hoy entredicha relación entre un dios y sus creaturas) y la muerte, se introducen las puntadas que dan al hilván su carácter durativo y de narración: mito e historia entran a ser barajados en el mismo juego de naipes, desde los reyes magos con toda su pretextada aparición para mostrar el orden social interhumano, pasando por el ingreso del salvador a la polis ya cumpliendo un destino que lo aproxima a la muerte, pero que lo lleva más allá de ella al develamiento del gran significado: la resurrección y el paso por los infiernos a recoger a los justos prometen a los tiempos presentes y venideros el cumplimiento de los pactos entre creador y creatura, la reconciliación entre ambos, es decir, la vida eterna. Si se vuelve ahora al mural de la universidad de Leipzig, a ese panel que se deja dividir en cinco alas unidas con un pespunte de las mejores finesas: del antiguo rector en conversación con estudiantes en un parque de la ciudad (que sufre una leve transfiguración bucólica) al Centro de Investigaciones con sus máquinas y sus computadoras presididas por el director y sus colaboradores (escena de suma claridad y dinamismo), siguiendo con el salón de física donde se explica una fórmula dentro del internacionalismo de los estudiantes, llegando a la planta de docentes y profesores que en hilera posan detrás de un paisaje flanqueado por obreros de la construcción a los que dan sombra las banderas juntas de la República Democrática Alemana y de la Unión Soviética (no sin un autoretrato del pintor y su familia que lo coge de espaldas y apenas reconocible), para acabar en los dos sub-paneles donde se pinta a los carpinteros que levantan la armazón de madera de la cumbre de la torre del edificio universitario todavía en construcción, armazón que verá muy pronto el vaciado de concreto, no sin faltarle a la escena (además de los enaspados cuartones y vigas
139 y pequeños puentes y escaleras), en un segundo plano, aunque claramente reconocibles, los rostros de las autoridades municipales del momento: trabajadores y autoridades cívicas puestos con todos los puntos de sus íes en una representación que apellida voluntariamente los nombres en sus razgos personalizados. ¿Qué narra el mural? Todo un orden es puesto en juego: estudiantes, profesores, investigadores, docentes, autoridades universitarias, pintor y su familia, obreros, carpinteros, autoridades cívicas; el mundo del intercambio de ideas, del desarrollo de la tecnología, de la ciencia, del arte, de la familia, el mundo del trabajo, de la construcción de casas y edificios, entran en el mural en una composición que parece apretada y que se lee de izquierda a derecha según las costumbres occidentales, lectura que comienza con el abe del intercambio de ideas y concluye con la ecuación del xyz del mundo de los trabajadores. Si esta narratividad, sintácticamente, no tiene los tiempos conjugados del imperfecto durativo y la historia tiene un caracter paradigmático, sí hay un tratamiento aorístico propio del mundo del mito donde los momentos puntuales, paradojalmente, experimentan actualización, en ropas y rostros, al presente más contemporáneo, para darle un carácter, a todo este mundo de división del trabajo desjerarquizado pero con teleología (como queda enunciado en la dirección de la lectura), de momento logrado, de modelo, de arribo a lo que alguna vez se perdió y se encontraba perdido detrás de una ruma de siglos en el pasado. Las frases: "Hoy en día me parece de suma importancia el poseer la capacidad para la utopía, también la capacidad para la utopía hacia atrás. Yo bromeo con la frase: 'Que todo quede así como nunca fue' y hablo en serio" llevan por firma el nombre del pintor Werner Tübke. Otros cuadrados, empero, prestan otros acercamientos a los colores y tonalidades de la afirmación que se acaba de citar. Se trata de aquellos que tematizan la figura del arlequín, un pequeño ciclo realizado en 1978. Ahora no se ve allí ninguna fase azul con una tristeza envuelta en papel regalo; se pregunta más bien por la significación del personaje. Tómese por ejemplo el
140 cuadro El arlequín y el mago, donde el orden de la presentación en las palabras del título podría llevar a engaño. En un paraje de atardecer, centrado por un soporte o pedestal de piedra que ha sido colocado en algún momento del camino (atrás las montañas, el valle y un cielo marrón) y flanqueado por un árbol totalmente desprovisto de hojas y ramas, tronco sólo, se encuentran las figuras del título, pero con una jerarquía en la exposición que desimilariza. El mago está vestido a la usanza de finales de siglo pasado: traje y camisa sin cuello; se recuesta y apoya un poco sobre ese monumento en miniatura que es el soporte, mira directamente al que contempla este cuadro desde un rostro salido de algún mural pompeyano, muestra sus dos manos levantadas pobladas de huevos, cuatro, que está a punto de hacer desaparecer; toda su posición implica descanso aunque trasluce una cierta inseguridad en la postura. A su lado, empequeñecido, con un atuendo de actor del siglo XVIII, tocado, sin embargo, por un casquete medio napoleónico y con una máscara de rictus, de pie, un arlequín posa en un movimiento cuyo paso pareciera ya perder el equilibrio; las manos desnudas, abiertas, mostrando las palmas y la mirada casi de reojo.Si esta confrontación de los dos personajes y el desplazamiento del arlequín son dignos de nota, un lugar central ocupa el arlequín entre un dragón de hechura medieval con su cola inmensa enroscada y sus enormes alas de murciélago y un ángel-esfinge, a quienes mira sin saber por quién decidirse en una expresión de desamparo que marca este otro cuadro: El arlequín en el cielo. Otra combinación de personajes la ofrece el dibujo Arlequín debe m a t a r al travesti, donde los ojos llenos de odio contemplan pasar a un hombre vestido de mujer mientras un puño aprieta la daga y se cruzan las miradas: ¿intercambio de trajes, robo de funciones, vanidad herida, exhibicionismo hurtado? El arlequín muerto muestra el cadaver del artista velado por dos mujeres y un hombre yerto, en una escena llena de color como si la muerte no lograra, al fin y al cabo, robar la cromaticidad que acompaña al oficio y al oficiante que aquí se vela; es una escena que recuerda a algún muerto importante pintado por algún
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maestro holandés o alemán del siglo XV o XVI. No sucede lo mismo con el color, aunque sí con la escenería, de Arlequín está muerto. Alguien ha llegado con la funesta nueva y todos se ponen en movimiento en un patio pompeyano, renacentista y corintio: la luna ya aparece en esa noche que todavía es día y sobre las ruinas y el paisaje vuela un ángel a la manera de las natividades, y en contrapunto. Se tiene la impresión que la noticia hubiera desatado un viento que levanta todos los cabellos, hace ladrar a un perro y detiene a una especie de mendigo en su pespunte del laúd. Sin embargo, todos estos cuadros pueden leerse, resumidos, en el que lleva por título H a p p e n i n g e n P o m p e y a (1980). La frase de que todo quede como nunca fue, apuntando al bull de la utopía, tiene, además del carácter provocador, si se la mira desde los estrechos pasadizos políticos, su contraparte y complemento en este cuadro-resumen. La escena es clara, habla por sí sola y no presenta dificultades para ser leída. Un grupo de personajes, siete en total, se ha dado cita en una tarde delante de un inmenso puente de muchas arcadas, junto a un río (algunas ruinas parecen insinuarse). Sus vestimentas denuncian los oficios y beneficios: un poeta portando en la mano un papelillo con el nombre del pintor, un arlequín con el torso descubierto y a punto de quitarse el vistoso sombrero rojo, un hombre de caudales, dos herreros y dos peones que sostienen un unicornio. Vendados los ojos del caballo con un paño del mismo color rojo del sombrero del arlequín, uno de los herreros ha empuñado el mazo de mango largo y tiene ya el movimiento del tomar impulso en las manos. A su lado el otro herrero, con los formones envainados y un cuchillo en la mano, espera que se ejecute la acción. El señor de los caudales, sentado, se inclina un poco hacia adelante para poder seguir todo mejor. El arlequín, que se quita el traje, mira con unos ojos dormidos. Sólo el poeta contempla al observador del cuadro en complicidad con él, ambos considerando este h a p p e n i n g . El sueño de la utopía o de la fantasía, esa representación del arlequín ahora en esta figura equina que va a sufrir la castración, si no la muerte misma, como se acaba de ver en las
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diversas muertes cromatizadas y escenificadas, se revela como el miedo presente en una comunidad que sustituye al arlequín por el mago o por el travestí, una comunidad que busca, no siempre tan liberalmente, una adecuación entre los sueños individuales que fantasean todavía con el magnetismo del o u t s i d e r y los sueños colectivos que se mueven (y aquí la figura del arlequín se hace metáfora de toda la comunidad) entre un espantoso dragón de los quintos infiernos y una funesta esfinge que mora entre las rocosas montañas y no deja vivo a transeúnte ni flaneur por el camino.
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Si se juega con la arbitraridad, es decir, con aquel procedimiento de acercar fenómenos que no pertenecen al mismo rosario ni rezan las mismas avemarias, puede ser que los padrenuestros se inicien con un "estás en los cielos" que santifique los nombres de manera disímil, pero esclarecedoramente complementaria. Dos padres de la modernidad pueden coincidir en un mismo momento y plantear al flaneur de nuevo cuño diferentes opciones. Por ejemplo: S t u d y o f n u d e w i t h F i g u r e in a M i r r o r (1969) nos presenta una escenificación curiosa. Sobre una capa lila adelgazada hasta alcanzar una tonalidad pastel y plana se presenta una mesa redonda, giratoria probablemente, sobre cuyo tablero descansa una mujer. Más allá del rostro, que merece una especial consideración, la posición del cuerpo recostado y un poco a horcajadas, con un brazo levantado que se pasa por la nuca ofreciendo una cierta familiaridad insinuante, llama la atención por su desnudez carmesí, por sus pronunciados volúmenes, pero también por los pechos tiraneados para cada flanco: primera desorientación. El espectador masculino hubiera querido una precisión más armonizante justamente cuando se detiene a la contemplación de los pechos, sin embargo encuentra ahí la primera púa. La segunda es todavía más punzante y, en la trayectoria de este imaginero, tiene un desarrollo más prolongado: se trata del rostro. La mujer recostada nos entrega una mueca en éxtasis de su rostro lobuno: los ojos blanqueados y el hocico abriéndose apenas para mostrar unos dientes en forma de colmillos. (Que este tratamiento del rostro tiene tradición en el mismo pintor, se puede comprobar en los E s t u d i o s d e C a b e z a dedicados a Isabel Rawsthorne o a Muriel Belcher, en 1965 y 1966, respectivamente. La nariz ofrece el crecimiento de una protuberancia, los alveolos se abren, los pómulos se pronuncian, los ojos son borrados y circunscritos, los cabellos devienen una película indiferenciada). Estas dos púas, sin embargo, todavía no dejan al espectador ahí en su tranquilidad contrariada de asistente
144 a un peep-show donde la mujer se revuelca ante sus ojos para los sueños deshilados en sus atrevimientos. Junto a esta mesa circular se nos presenta un espejo de cuerpo entero trayendo en su reflejo azul pastel una butaca donde un hombre perfectamente trajeado, de corbata, cuello duro, temo y gabán, la pierna cruzada, contempla la figura de la habitación en lila y sonríe en un rojo de los labios que unas facciones apenas reconocibles, tocadas por un sombrero tongo muy inglés, enmarcan. En esta escena de a dos, la oficiante y el feligrés, tercia el flaneur, a quien se hace cómplice de un voyeurismo perverso, más aún, se lo invita a crear una doble perversidad pues él mira a su vez a la oficiante, pero también al mirón de sombrero; él es el mirón sorprendido en su pleno mirar. Pero esta escenificación que nos muestra a la oficiante en su animalidad gozosa y deformada, en su rostro mutante, y al voyeur entregado, con suma parsimonia y sin perder la compostura ni el semblante, a su contemplación, se repite y varía. Otra versión, bastante más matizada, aunque muchísimo más directa en cuanto al efecto, es la de T r i p t y c h - M a y - J u n e 1 9 7 3 . No es ocioso decir que el sacar entre todas las posibilidades compositivas y de gran formato, la balota que premia el género tríptico, reviste una significación particular. Se trata exactamente del formato p ú a los temas sacros, para las espifanías, para el relato de vidas ejemplares. Pues bien, este tríptico presenta el mismo escenario triplicado y en muy pocos colores.
Una pared granate, un piso muy claro,
una entrada a otra habitación sin puerta, mostrando sí sus jambas blancas, aunque el punto de la toma no logre alcanzar el dintel. En la entrada del otro cuarto, todo en negro, sobresale una figura y el gesto que ésta presenta. En el ala izquierda tenemos a un hombre de rasgos apenas descritos sentado en el inodoro con todo el cuerpo doblado, mostrando el dorso en señal de esfuerzo. En el tablero del medio, la misma escenografía, sólo que ahora se nos muestra el rostro de la persona, rostro que semeja los rasgos de los muchos autoretratos que este imaginero ha diseñado.
Está también probablemente
145 sentado y se inclina un poco hacia adelante como si le doliera algo. Tiene los ojos cerrados y el gesto descompuesto. Sobre la figura cuelga una bombilla verde que naturalmente no da ninguna luz. El ala derecha pareciera completar al panel central pues muestra la figura anterior levantándose y apoyándose en un lavabo, de nuevo el rostro congestionado, pero esta vez arrojando por la boca el vómito, las miserias e indigestiones. Frente a este tríptico, el
flaneur,
observador, es hecho de nuevo un voyeur. Sólo que ahora el atractivo del cuerpo desnudo femenino ha sido reemplazado por la armonía en la aplicación de los colores en tono pastel. El pintor nos hace participar de su defecación, de sus arcadas y de su vómito, nos hace espectadores de sus acciones. Ninguna indicación externa, ninguna insinuación de las causas de la congestión. Se ha suprimido toda narración posible para presentarnos los actos en el segundo de su instantánea. Hay una voluntad de dar lo más humano de lo humano, aquello lindante casi con el lado lobuno de la luna, aquello que nos acerca a las experiencias más primarias y menos pensantes. Y es esto justamente lo que permite traer a consideración — disimilarizando, pero completando, para ver finalmente la perspectiva desde la cual se producen estas imágenes — algunos poemas que se ocupan de lo humano en un sentido que a primera vista parecería ser el mismo. Este otro padre de la modernidad está muy bien parado en su estarse mal parado y nos razona sobre esta situación y nos presenta imágenes que encierran un proceso que salva al humano muy humano de su lata humanidad. Considerado como un ser triste y que tose (probablemente en la calle, como el Wozzeck de Alban Berg), visto como un ser que sólo se compone de días y que se enorgullece de su pecho colorado, este hombre, este ser humano es el lóbrego mamífero que se peina, que se ha hecho buen carpintero, que suda, mata y luego canta o almuerza y se abotona las lágrimas o se pone en el ojal la flor del fastidio; humano con sus piezas perdidas y encontradas, con sus miserias y su retrete, su desesperación, querido y odiado con afecto por nosotros que
146 nos es indiferente, lo llamamos y le damos un abrazo, emocionados, vamos, así nomás, emocionados. Este es el ser humano al que se busca hacer girar para no dejarlo en alguno de los círculos del infierno donde se nada hasta la barbilla en un defecado cieno, sino para verlo en su travesía por la vereda más empolvada o más ageraniada, una escenificación donde los atributos, muy perfectamente mencionados, pues de su parquedad se trata, lo describen: y ¿quién no tiene su traje azul (y no gris) y no almuerza o no toma el ómnibus o el metro y no enciende su cigarrillo contratado cuando está sentado frente a su café o andando por la calle mientras le duele tremendamente el bolsillo y no puede rascarlo porque los acreedores lo inflaman?, o ¿quién no tiene algo importante que contar o un trámite que seguir o un permiso que renovar y languidece de paciencia y se infierna de costumbre y llora a dos, a tres voces, a veces a muchas más y por oído, mientras no se llama sino Carlos o Juana o José o Marta y nombra al poste que alumbra sus esquinas poste y al gato que se cruza o lo acompaña en su camino, gato? Y sin embargo dice a veces que le gusta poco la vida aunque siempre le gusta vivir y se vuelve a mirar los pantalones que contienen sus palabras, dando pasos y deteniéndose, y se toca los mentones y hay a veces una mordida a medias o que no termina o un diente que cultiva una carie y el recuerdo de sus padres muertos con su peso en polvo o en piedra bajo unos castaños frondosos a los que no le fallan su tonada cuando pasa el viento. Pues dice este humano que le gustaría vivir siempre, así fuese de barriga, pues como dice y lo repite: ¡tánta vida y jamás! ¡Y tantos años, y siempre, mucho siempre, siempre siempre! Este collar que ensarta cuentecillas de muy diversas palabras y muy diversas imágenes y que vestimos por única vez ahora para juntar dos cabos anacrónicos que proceden sin embargo del mismo barrio, no conceden un ápice a las prendas de moda, no nos estetizan sino tienen la función del distinitivo, del emblema del pez sobre la palma de la mano. Y sin embargo, con el segundo cabo hay ya un afán del saltar las veredas añicadas sin caer en ingenuidades, de
147 ver el otro lado de las plumas que pueden emprender la palabra esperanzadora o la imagen gris con el marco colorido. Bacon y Vallejo y sus respectivas cuentecillas.
149 26.
Si la revisión de las variadas tradiciones pasea sus veredas por las diferentes formas de mirar los tiempo para ñngir vivir en ellos, ya sea adoptando las máscaras que éstos nos ofrecen o visitiendo los trajes que permiten convertirse repetidas veces en un pierrot, en un arlequín, en un caballero o cruzado, en momentos en que la realidad presenta más bien sus magros rocines y sus descascaradas monturas; si esta revisión, pues, instala sus raíces y de descubrimiento se hace hábito, procedimiento que quiere ofrecerse como alternativa a los sentidos controlados en la producción y elaboración del material, procedimientos que esconden un responso frente al trabajo terminado y a la función que éste podría y debería tener; entonces, dándole la cara a ella se erige otro proceder afincado en la modernidad, pero no en la que borda un n o muy crispado con todos los colores que erizan la piel y se sumergen allí en el regodeo en el cuarto de las arcadas ni en la autonomía de un sujeto escandido hasta sus últimas células por dar una sílaba prístina e intocada, sino aquella que, junto al remojón en las pulpas sangrientas de los momentos más regresivos a que obliga la "era de la total pecaminosidad", también trae un trenzar los carrizos que otorgan, una vez sumergidos y vueltos a emerger, los peces ya pescados que alimentan una y otra esperanza, una y otra afirmación de los procesos constructivos. ¿Es esto cierto? Así, frente a la opción de los arlequines, al divagar por las diversas tradiciones del pasado, se trataba de erigir un color que pudiera tener paulatinamente los contenidos del tiempo. ¿Qué tiempo? Es el momento donde las causas ajenas se asumen propias, la extensión del horizonte hasta vestir un traje verdaderamente internacionalista, acción que podría ser un travestismo sin perder, empero, los propios rasgos ni el propio rostro. Willi Sitte tiene ahora sus frases.
150 El primer travestismo lleva el título de Salvamento I I (1958) y presenta el traje verde perico de la mujer salvada que ve cómo su máquina de coser Singer, su herramienta de trabajo, debe permanecer en el embarcadero, ya que no hay sitio para ella en el bote. La mujer sostiene con las manos una batea metálica llena de enseres coronados por un banquillo. A su lado y ya en el bote uno de los miembros del cuerpo de salvamento mantiene quieta a una femenina cabra resaltada en su palidez; tras ellos, en otros botes, se prosigue la operación en muelles cercanos. Flanqueada la mujer desde el lado opuesto, se embarca a un niño que, desde ese improvisado adentro, sujeta un hombre cuyo único ojo visible lleva los colores del espanto. "IVas él una mujer empuña una especie de paraguas en esa noche de tonos azules y verdes extremados en sus matices mates y oscuros. Una dialéctica de sujeción, de formar un dominio de lo interno en torno a los botes de salvamento teje su tela; esa voluntad, que ha movilizado todas las acciones en lucha con el afuera de la intemperie, se nos enseña en las distintáis manos que sostienen firmemente todo aquello que les es posible. Librada a esa intemperie, sin embargo, se nos vuelve a dar esa máquina de coser a pedal, buena para ir hilando y uniendo los ribetes, haciendo bastas, hilvanando los escasos ingresos que sostienen a esa mujer y probablemente al niño; se nos vuelve a mostrar, sí, la Singer, en un primer plano, con los marrones de su cubierta protectora en forma de cúpula sostenida por ese sólido armazón de metal, completa, en dignidad de uso, y que sin embargo no puede gozar más de la participación humana. La mujer de verde la mira por última vez parada en el muelle y su mirada está invadida de tristeza; el carácter humano que para esa pequeña familia ha gainado no se desprende fácilmente para reducirla a un artefacto entre otros y sin importancia; sigue poseyendo los sustantivos y adjetivos del trabajo humano. La solidaridad que es ese sujetarse unos a otros, la construcción de un reino a la intemperie y la dramaticidad del ser querido que no puede ser salvado y que se reviste con los rasgos del trabajo humano contenido en la máquina de coser, cierran esta primera máscara que nos
151 transporta al vestido de una otra situación, exigiéndonos que participemos. Ni el hundimiento del Titanic ni escenas del terremoto de Messina; por el contrario: salvamento. El segundo travestismo nos coloca en un punto donde se encuentran todas las puntas de la contemporaneidad haciendo con sus tres hebras un nudo en el tríptico C a í d a del infierno e n V i e t n a m (1966-1967). Dos figuras laterales centran el panel que presenta esa precipitación del reino de la violencia dantesca. Las dos figuras, como en los altares, ofrecen las vidas ejemplares del algún padre o mártir de la iglesia: En cuclillas, con una de las rodillas muestra en toda su desnudez y la otra oculta por un tambor de cuero tensado sobre un barril de madera, el fusil en descanso entre las dos piernas; unas manos de articulaciones fornidas y firmes que empuñan dos cortos juncos de bambú: saltan y rebotan en la conjuración de todas las fuerzas, vuelven a golpear en llamamiento del momento épico en defensa de un pueblo, del erigirse al llamado que este soldado vietnamita, en su erguida posición, a pesar de las cuclillas, convoca. En la otra ala, una mujer desnuda opone sus puños juntos y también desnudos, su cuerpo todo, como resistencia a las armas; es justamente la expresión de la lucha desigual y la fibra y firmeza de un cuerpo joven y decidido lo que se resalta. En el panel central, en un movimiento de descenso y precipitación, cuerpos monstruosos, confundidos, se arrojan unos a otros, se erigen para desplomarse y, entre ellos, las banderas de los Estados Unidos, del nacional-socialismo, de la cruz roja, hechas jirones. Rostros conocidos salpican sus rasgos por todo el tablero: el dictador Ky, un religioso de casquete de obispo, Adenauer, Franz Joseph Strauß y, en una cúpula de vidrio y junto a una mujer que hace una mueca de espanto, Lindon Johnson, la boca y el bigote de Hitler. Además, máscaras contra gases, cuerpos de mujer de pechos enrojecidos, barrigas prominentes como de gorilas, ametralladoras, glúteos, medallas sostenidas por rostros feroces, condecoraciones fascistas, proyectiles, latas con productos químicos para la guerra. La pincelada es temblorosa y deshace los
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contornos, temblorosa y segura, violenta, expresiva. Los colores son arrebolados, intensos, propios de algún bajo círculo dantesco; la sangre pareciera cubrirlo todo, la sangre y la corporalidad de una violencia orgiástica como en un rito de destrucción, como en el fin de los tiempos cuando las cataratas arrojan sus últimas aguas llenas de marismas al abismo primordial. Movimiento de caída que las dos alas laterales obstan con sus tomas en contrapicada, con sus resistencias en ascenso. Son justamente esos dos movimientos los que dan cierre a este llevar al contemplador a disfrazarse y también los que dan enmarque y comprensión a todo el tríptico. Desde la periferia de los aleros se asciende; el mero centro inicia su descenso precipitado para dejar que se inagure una nueva edad. Un tercer travestismo nos mete de golpe en el centro del nuevo período (¿es una nueva edad?). Desde este nuevo disfraz se inicia una gota de sudor en su existencia y en su recorrido, ya no es una sino muchas y no son las del trabajo, vamos sintiéndolas descender por la piel, es un sentimiento que nos incomoda en un primer momento y luego nos da una ligereza, es un experimentar todo el cuerpo y toda la piel en actividad, es el goce de la vida en el descanso, en el esparcimiento, en la camaradería de la conversación y de la comida y bebida. Y sin embargo la robustez de nuestros cuerpos señalan nuestras actividades, nuestras manos también, nuestros vientres firmes pero algo abultados apuntan nuestra edad madura, pero sobre ellos no es ahora la conversación. Uno de nosotros, sentado a la mesa, las partes pudendas envueltas, se ocupa de terminar un exquisito trozo de pescado ayudándose con las manos, tiene cerrados los ojos en la intensidad del paladeo; a su lado, otro de nosotros nos da la espalda mostrándonos su torso librado de tensiones musculares; junto bebe otro, empinando mucho el vaso, una fresquísima agua también con la intensidad que los ojos cerrados expresan, es un rostro esquinado que ha destemplado sus nerviosismos. En el centro de esta escena, nuestro mismísimo yo nos sonríe cubierto un poco con una toalla blanca, los ojos semi-cerrados,
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los dientes mostrándose, las orejas empuntadas, los carrillos prominientes, la barba crecida, los pies transformados en pezuñas, el rabo supuesto; nuestro mismísimo yo coloca las manos juntas sobre la mesa donde descansa su vaso a la mitad, todo en un color rojo suavemente intenso. Nos vemos y reconocemos en el mundo de los ascensos y deseos alcanzados, luego de la precipitación de los infiernos, gozando nuestra corporalidad, nuestros sentidos, muy transfigurados en unos fatigadores de los bosques siguiendo la comitiva de Pan y celebrando la creación y existencia de la vida, la naturaleza, los sentidos, los seres vivos, los humemos, nosotros mismos. Titulado P a u s a en la s a u n a d e Wolgograd (1977) este cuadro nos presenta disfrazados en un ágape de faunos. ¡Ah, la tentación de la máscara pagana en la Arcadia! El flaneur tampoco puede con su genio tras el muro.
Marzo de 1988.
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