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Spanish Pages [664] Year 2015
UNIVERSITAT DE VALÉNCIA Biblioteca
80001672357
KARL JOACHIM WEINTRAUB
LA FORMACION DE LA INDIVIDUALIDAD AUTOBIOGRAFIA E HISTORIA
MEGAZUL-ENDYMION
’p ií^ ñ o gráfico y dibujo de la portada: A lvaro Nebot '¡rector de la Colección: tincisco Jurdao Airones •Seleccionado!- de Textos: A ngel G. Loureiro © De la versión norteamericana: The University o f C hicago Press. Chicago 60637 The University o f Chicago Press, Ltd.. Londres © 1978 The University of Chicago Reservados todos los derechos. Publicado en 1978 E dición Phoenix, 1982
La sección sobre Franklin que aparece en el capítulo 1(1 apareció en form a ligeramente diferente en el Journal a f Religión de julio de 1976, (c) de University o f Chicago. La sección sobre Gibbon que aparece en el capítulo 11. también en form a ligeramente diferente, fue una confe rencia pronunciada ente la Stochastics Society en m ayo de 1976.
Título original: The Valué oj the Individual Traducción de: Miguel M artínez-Lage
© De la presente edición: M EGAZUL-ENDYM ION A ugusto Figueroa, 29 - 3.“ D espacho 13 Teléfs. 521 62 42 - 522 36 68 28004 M A D RID I.S.B .N .: 84-88803-00-1 D epósito Legal: M -34992-1993 Fotocom posición: O RCHE. D oña Mencía, 39 - M adrid. Im preso en: PRISMA. San Rom ualdo, 26 - Madrid.
ÍNDICE Págs. In tro d u c c ió n a la e d ició n e s p a ñ o la ...................................... A g ra d e c im ie n to s .............................................................................. In tro d u c c ió n ..............................................................................
1. El problem a de la invidualidad y la autobiografía en la antigüedad clásica................................................. 2. Las Confesiones de San Agustín: la búsqueda cris tiana de un yo propio...................................................... 3. El problem a de la autobiografía y la individuali dad en la Edad M edia..................................................... 4. Pedro Abelardo: el poder de los modelos................ 5. Petrarca: el giro hacia la introspección.................... 6. B envenuto Cellini: la individualidad ingenua......... 7. G irolam o Cardano: visión científica de la com ple jidad del yo....................................................................... 8. Los E n sa yo s de M o n taig n e o el fracaso de los m odelos............................................................................. 9. Seuse, Santa Teresa y M adam e Guyon: la búsque da interior de los m ísticos y el modelo autoritario. 10. B unyan, Baxter y F ranklin: la unificación de la personalidad en el puritanism o.................................... 11. Vico y Gibbon: la aproxim ación historicista a la com prensión del propio desarrollo de la persona.... 12. Jean Jacques Rousseau: el yo frente al m undo....... 13. Johann Wolfgang Goethe: el yo y su m undo........... Postfacio..................................................................................... Notas............................................................................................ B ib lio g ra fía ................................................................................ In d ice analítico.........................................................................
9 11 13 27 53 99 133 163 195 235 269 313 359 407 455 517 577 583 615 655 7
IN T R O D U C C IO N A LA E D IC IO N ESPA ÑOLA La idea central en la que descansa este libro es la creencia de que el hombre m oderno, además de ser otras muchas cosas, se ve a sí mismo com o individualidad, com o personalidad úni ca. Weintraub considera que esta concepción de la personalidad es parte de la conciencia histórica m oderna, y traza el desarro llo gradual de esta idea de la individualidad en obras autobio gráficas desde San Agustín hasta Goethe. M etodológicam ente, la obra se asienta en el contraste y la tensión entre modelos de la personalidad que dominan en una época y cultura determ inadas, por una parte, y la inclinación a considerar el propio yo como algo único para lo cual no hay m odelo. Los modelos de personalidad im ponen rasgos, valores, actitudes, inclinaciones, mientras que el deseo de individuali dad empuja al yo a la diferencia. Frente a la antigüedad clásica, la cual concibe la personali dad como algo estático. San Agustín introduce la noción judeocristiana de la vida com o proceso histórico, aunque todavía de una manera m oderada, pues se presenta a sí mismo fundamen talm ente com o un m odelo de vida cristiana, sin dar mayor valor a su especificidad histórica. La Edad M edia se caracteriza por la diversidad de estilos de vida y por la variedad de ideas pro cedentes de fuentes diversas (platonismo, cristianism o, etc.,), lo cual perm ite que haya una heterogeneidad de modelos de la personalidad, variedad que preparó el terreno a la diferencia9
ción de cada individualidad frente a su mundo. Una mayor pene tración en las d ific u lta d e s del au to co n o cim ien to la señala Weintraub en Petrarca, quien percibe la complejidad de su yo y la imposibilidad de concebirlo com o algo unitario, loque le lleva en última instancia a negarse a encajar en ningún modelo general, abriendo así el camino de la individualidad. Frente a Petrarca, un Cellini no reflexiona sobre su vida sino que la presenta de una manera ingenua, com o algo inevitable: él es como es y no puede ser de otra m anera: en eso consiste el gran avance que supone Cellini en la afirmación progresiva de la individualidad. En un recorrido a través de diversas figuras del renacimiento Weintraub estudia la aparición y desarrollo de un sentido histórico del individuo, y muestra cómo la idea de génesis y llegar a ser rela ciona con la idea de individualidad en diversos autores. Señala, por ejemplo, com o un Montaigne acentúa su sentido de singularidad sin una conciencia histórica, mientras que Vico o Gibbon insistie ron en la idea del desarrollo histórico del yo sin poner énfasis en la singularidad de los diversos m om entos históricos. En el siglo XVIII el balance entre desarrollo histórico y singularidad se incli na definitivam ente hacia las diferencias individuales. Rousseau manifiesta 1111 fuerte sentido del hom bre como desarrollo, por el cual el hombre se forma a partir del niño y el hombre natural se convierte en ciudadano: sólo su historia le puede ayudar a com prender cóm o él llegó a ser lo que es. Rousseau, sin embargo, año ra la perm anencia, no el cambio constante que trae la historia. Corresponde a Goethe, señala Weintraub, el encontrar un equili brio entre yo y el mundo, entre individuo y desarrollo histórico: contra los excesos de la preocupación por el autoconocimiento, Goethe postula que el individuo sólo puede crecer en coexistencia con el mundo, pues el yo sólo se puede encontrar si se pierde en el mundo, en una vida activa. Goethe encuentra así el equilibrio per fecto entre los dos polos a través de los cuales el individuo se va definiendo desde San Agustín en adelante. Creemos indispensable ofrecer al público de lengua españo la esta obra, que consideramos un clásico de los estudios auto biográficos y con ella se inicia la colección “ la autobiografía” . A ngel G. Loureiro 10
a g r a d e c im ie n t o s
A finales de la década de los sesenta estaba yo muy ocupa do en indagar sobre la figura de C onstantijn Huygens, el gran h o lan d és del s ig lo X V II, c u a n d o o b tu v e el P re m io a la E n señanza E. H a rris H arbison de la F undación D anforth. Cuando me puse a reflexionar sobre el uso que iba a dar a la generosa d o ta c ió n de este p re m io , c e rc a n a entonces a los 11.000 dólares, decidí realizar dos antiguos deseos: en prim er lugar, visitar alg u n os de los lugares históricos que tan sólo conocía a través del estudio y la enseñanza de la historia de la civilización occidental; además, me iba a tomar un tiempo libre para com enzar las lecturas destinadas a un program a lectivo sobre las autobiografías, un género cuyos especímenes rara vez son breves. La generosidad de la Fundación Danforth se halla así pues en el origen de este proyecto. Comencé a trazar el rum bo que seguiría a lo largo de la historia de la autobiografía al tiempo que im partía clases sobre esta materia, y descubrí que los alum nos de aquel curso, com o siem pre sucede con los alumnos, fueron los más espléndidos ayudantes que podía espe rar un profesor. Fie olvidado los nom bres de muchos, aunque recuerdo sus ro stro s; siento un p ro fu n d o agradecim iento a todos ello s. L a esc ritu ra y re e sc ritu ra de mi libro íu e . sin embargo, una tarea solitaria. El hecho mismo de que tuviese un libro entre las m anos no llegué a verlo claro del todo hasta que II
tres de mis colegas, ju n to con dos de los alumnos que habían trabajado conmigo, accedieron a leer la segunda redacción (que en algunas partes era ya la tercera e in clu so la cuarta) del manuscrito tal y com o estaba, aún sin terminar. Cuando pienso en los colegas y en los am igos que estuvieron dispuestos a someterse de buena gana a la muy ingrata tarea de leer y criti car tantas páginas, no logro encontrar las expresiones más ade cuadas para mi gratitud hacia ellos. C ualquier iglesia promete cuando menos una recom pensa aplazada a cambio de esa clase de esfuerzos en los que se invierte una energía muy superior a la necesaria para cum plir con el deber; com o quiera que carez co de tales recom pensas que otorgar, solam ente está en mis m anos asegurar a R obert E. Streeter, D onald Lach, C harles Wegener, Katy O 'B rie n y Lynn Rivers W illbanks que siento por todos ellos la más profunda gratitud y admiración. Por su e s p lé n d id o tra b a jo de m e c a n o g ra fía e s to y en deuda con Dorothy Kelty, Ann Johnson Silny, La Venia Moore y Meredith Spencer. Me colm a asim ism o la adm iración y la gratitud por el buen gusto y la honda tolerancia de Janet Feldstein, la editora y correctora por excelencia, que dio al texto su forma definitiva. A los presidentes, jefes de departamento y decanos de la facul tad de H um anidades de la U niversidad de Chicago debo el reconocim iento de su indulgencia al p erm itir que un titular com o yo abandonase por un tiempo sus tareas diarias para ter m inar este libro. Por último, q u isiera dejar constancia de la especialísim a gratitud que siento hacia Katy O’Brien. C on diligencia ejem plar, con inteligencia y dedicación sin igual, ha realizado el tra bajo para el que uno suele contratar a un equipo de ayudantes de investigación. M ucho más im portante es lo que añadió a tal trabajo gratiis et amare, por lealtad al tem a de estudio y por una voluntad y una disposición sin par a la hora de compartir el enfoque de ciertos problem as y de abordar las dificultades con un ánimo y un ingenio irlandés incom parables, en los momen tos en que más necesitado estuve de ese apoyo y de esa com u nidad de intereses. Sin la parte de sí m ism a que ha invertido en este libro, éste no habría quedado igual.
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INTRODUCCION
Este volum en es un ensayo, un intento, una prueba. El autor no está preparado, ni tiene siquiera la sabiduría necesaria, para llevar a cabo un proyecto más am bicioso. Y es un ensayo a pesar de su longitud y precisamente por ella. Su objeto de estu dio es dem asiado impresionante; es inabarcable para un profe sor, miembro de un claustro académ ico, que debe cum plir con muy diversas obligaciones. Ese objeto de estudio del que se ocupa este ensayo incide en uno de los principales com ponen tes de la concepción que el hom bre tiene de sí m ism o en la modernidad: la convicción de que, al m argen de todo lo que pueda ser por añadidura, es una persona dotada de una indivi dualidad única, cuya tarea vital no es otra que la de ser fiel a su propia personalidad. El ensayo se apoya en la casi total seguri dad de que esta concepción de la personalidad, esta idea de la persona individualizada, forma parte de la moderna forma que ha tomado la conciencia histórica. En el intento por recorrer paso a paso el surgim iento paulatino de algunos de los factores más decisivos que han contribuido a contigurar esta concepción de sí que tiene el hom bre moderno, no me he parado a escribir una historia del período en el que el interés por la individuali- / dad ha sido una de las preocupaciones dominantes; el ensayo termina precisamente en el umbral m ás allá del cual se ingresa . en ese período. Los materiales de esta indagación histórica son 13
algunas de las reflexiones autobiográficas tom adas al hilo de la particular búsqueda de sí mismos que algunos hom bres y muje res insertos en nuestra tradición occidental nos han dejado en herencia. A unque estas reflexiones autobiográficas no nos per miten reconstruir una historia en su totalidad, sí que nos sirven como hitos e indicadores que señalan una serie de m om entos cruciales en este com plejo desarrollo histórico. Así, en este sen tido, lo que sigue es un ensayo histórico que trata de la apari ción gradual de la individualidad tal y com o se detecta en los escritos autobiográficos, desde Agustín hasta Goethe. Los lec tores necesitados y deseosos de 110 tener m ayor inform ación acerca de la concepción de este problem a según el autor, tal vez prefieran pasar directam ente al capítulo primero. Los problem as de los que se ocupa este ensayo me fueron accesibles por m edio de un agudizado interés profesional por la historia de la historia. El estudio de las distintas form as de con cepción histórica y de los diversos m odos que adquiere la con ciencia histórica en el hombre occidental y en los diferentes momentos de la historia, me llevó hace ya cosa de unos doce o quince años a la convicción de que existía una relación intrínse ca entre la visión que tenía el hom bre del pasado y su concepto de sí mismo. Adem ás, un interés más particular por esa visión histórica m ás am plia y específicam ente m oderna que ha recibi do en ocasiones el feo nombre de historicism o, me ha llevado a considerar una serie de puntos de vista, de axiomas y actitudes que, hablando en térm inos g enerales, han transform ado los hábitos y las perspectivas del historiador desde que com ienza el siglo XIX. E sta particular form a de la conciencia histórica arraiga en una gran fascinación por la riqueza y la variedad de la existencia hum ana. En vez de considerar la variación como una lamentable desviación del m odelo perfecto del ser humano, esta visión global atribuye un inm enso valor a la bondad espev cífica de cada expresión individualm ente especificada d e la experiencia hum ana. Las variaciones de los distintos estilos de vida alcanzados y practicados por diversos pueblos o «nacio nes» se consideran como asuntos de gran virtud y de muy nota ble interés. El hom bre, por limitado que pueda ser en cada una 14
de las múltiples form ulaciones que puede adquirir su ser, se redim e en las actualizaciones sucesivas de su potencial, indefi nidamente variado. C ada estilo de vida tiene su propia justifica ción intrínseca; cada uno de ellos tiene el derecho a ser com prendido en sus propios términos; cada uno merece una afec tuosa atención, al igual que todos los dem ás seres humanos en b u sca de su re sp ectiv a hum anidad. L a historia pasa de ese m odo a ser la escena pasajera y móvil de las formas humanas posibles, y sólo la historia puede hacernos com prender nuestro potencial y nuestro presente. La visión de la realidad humana, inm ensam ente enriqueci da. que subyace a esta actitud, es algo que me ha atraído de m anera muy considerable. Proclam a a los cuatro vientos un am or por el m om ento individual y concreto, al tiempo que se abstiene de enjuiciarlo en función de norm as que no sean las que se le pueden aplicar en puridad. R ebaja e incluso disuelve la intención m oralista y didáctica dom inante en el historiador, a la par que ilumina con potencia su placer estético en cuestión de matices, de m odulaciones y de estilo. Esta/concepción con templativa de la hum anidad/se redime m ediante el cultivo de la sabiduría hum ana, lejos de la mera transm isión de tal o cual lección histórica. Tom a totalmente en serio la importante con fluencia del tiem po, el lugar y un determ inado ambiente cultu ral, en conjunción con la voluntad y los deseos de los hombres; h ac e de la h isto ria una form a de c o n o c im ie n to realm ente importante. Que relativice el conocim iento y el juicio en razón de su profundo y radical perspectivismo es algo que ha term i nado por convertirse en su talón de A quiles; los críticos invo can con toda justicia que, a manera de contrapunto, se ponga el acento en los factores aglutinantes com unes a la realidad hum a na. Pero un conocim iento de sus defectos no podrá acallar el mérito que radica en la determinación con que el historiador se tom a en serio cada una de las formas del ser, en tanto valores en sí mismos. Los pensadores de la historia que form ulan este tipo de puntos de vista en el lapso durante el cual se pasa del siglo XVIII al XIX abundan en la individualidad de las grandes uni dades colectivas, com o los pueblos, las «naciones», los estilos 15
artísticos nacionales y la poesía misma. No hizo falta que pasa ra dem asiado tiem po hasta que esta visión global comenzó a dejarse notar tam b ién en la concepción de sí esgrim ida por seres humanos individuales. Nuestra modernas formas de con cepción del yo propio son resultado de una herencia sumamente compleja. Somos herederos de los griegos y de muy prolonga dos experim entos sobre la base de la racionalidad, estamos delimitados y deseam os estar circunscritos por un logos común. Deseamos a toda costa ser hombres racionales. Estamos hechos de tal forma que hem os de someternos, y en definitiva aprende mos a som eternos voluntariamente, a las tareas comunes de la ciudadanía. D eseam os tratar de m anera responsable los proble mas comunes del hom bre, ya sea en la esfera nacional o en el ámbito universal. Cultivamos un lenguaje común y sabemos y aceptam os que de ninguna form a podría ser privado; cuando habla el alm a, no puede ser solam ente el alma la que habla. Trabajamos en disciplinas que nos ponen en común, y en nues tra vida profesional apuntamos al cum plim iento y a la satisfac ción de una serie de ideales profesionales. Y, pese a lodo, si bien tenemos a m ano compromisos muy variados con objetivos humanos universales, por modificados que puedan darse en vir tud de nuestras diferencias nacionales, tam bién hemos termina do por d ep o sitar un valor muy elevado en nuestra unicidad específica, en lo que nos individúa. Nos cautiva el espectáculo que se despliega en todas las sutiles diferencias entre el yo y el tú / D etectam os un valor genuino en la creencia de que cada persona tiene una form a humana muy especial y algo además muy propio e irrepetible que dar al mundo. Sentimos una muy honda necesidad de ser fieles al propio yo. Nos frustra pensar que nuestra sociedad perjudica la inviolabilidad del yo, o que hay otros que nos im piden cum plir plenam ente con nuestro potencial. L am entam os que una form a hum ana específica no obtenga la oportunidad de realizarse plenam ente, de ser lo que sólo ella podría haber sido, y nos entristece que semejante pér dida em pobrezca el cosmos de la hum anidad. Por más que bue na parte de n u estro s procesos de ed u cació n deban d irigirse hacia la aculturación del individuo, de m anera que pueda fun cionar dentro de los patrones culturales predominantes, añadi 16
mos a nuestros sistem as educativos la carga adicional de que sean adem ás un m edio de cultivo personal del yo. Y es que deseamos la formación de seres hum anos autónomos, de quie nes aplican las leyes a su persona, de quienes cumplen las nor mas que a sí mismos se han im puesto con un sentido de la res ponsabilidad para consigo mismos y para con la humanidad, de quienes son capaces de construir los saberes comunes, así com o el gusto, el conocim iento de sus propias personalidades, y de cumplir plenam ente con su potencial específico. Nos sentimos hondamente impresionados por una personalidad genuina, por una personalidad que ha logrado arm onizar los diversos ele mentos dados y las más variadas exigencias de la vida, am alga mándolo todo en un eslilo personal. Tal vez podamos reconocer los peligros que entraña esta fascinación por la individualidad, ya que tan fácil es de prostituir y de convertir en una adicción egocéntrica a los caprichos más arbitrarios, en una insensata glorificación de hacer «lo propio», en el «idiotismo» (en el sen tido en que los griegos hablaban de idiotes) consistente en ver en los patrones sociales que nos rodean el enemigo y no el res paldo de la búsqueda de uno mismo. Y, pese a todo, nos cautiva un extraño y casi inexplicable sentido de que cada uno de noso tros constituye una forma humana única e insustituible, y perci bimos la nobleza de una tarea vital en el cultivo de nuestra indi vidualidad, de nuestro yo inefable. Mi propósito, en el mejor de los casos, puede ser «sugerir» sencillamente que tal vez exista ciertam ente una historia discernible de la form ación gradual de esta concepción de sí mismo radicalmente moderna. Por razones esencialm ente prácticas me he circunscrito a unas cuantas reflexiones genéricas seguidas por una m irada selectiva sobre ciertos modelos antiguos de la concepción de sí mismo. Idealmente, esta tarea habría requeri do una historia de nuestra cultura occidental; se trata de un objetivo que queda fuera de consideración desde el punto de vista de este historiador, aunque el lector tal vez «perciba» en ocasiones que m is esfuerzos son en cierto modo resultado de un trabajo dedicado durante toda la vida a adquirir una visión per sonal de nuestra propia tradición. De cara a la tarea propuesta me he planteado algunas limi17
taciones muy sencillas e incluso elem entales. Los materiales lógicam ente em pleados en la historia que me propongo trazar son los escritos de algunos hombres y mujeres que emprendie ron en su día la ardua tarea de presentar sus propias ideas acer ca de sí mismos. Esto es algo que realizaron de formas muy diversas: en prefacios a sus obras, en poesías, en cartas, diarios, m em orias y autobiografías, las diferencias que se dan entre estos tipos de escritura son muy considerables. Lo que yo con sidero autobiografía genuina resulta ser en lo fundamental ante rior al año 1800, m ucho más de lo que podría esperarse. La lucha constante que he sostenido contra este género y las razo nes de la formulación gradual de la tarea autobiográfica serán sin duda discernibles a lo largo de la lectura de este volumen. He intentado realizar un tratam iento más com prim ido y más sistem ático de estos problem as en un artículo al margen.1 La elección de textos vino así, pues, dictada por su disponibilidad y por su adecuación a la hora de com probar en la práctica el / crecim iento y la naturaleza de la concepción del yo propio. No será necesario decir que una elección de un conjunto de textos d iferen te, analizada por otra m entalidad, d aría por resultado una historia asimismo distinta. Para este historiador, los textos escogidos dan la im presión de funcionar com o los hitos e indi cadores más reveladores que destacan a lo largo de un camino larguísim o, que atraviesa un complejo territorio histórico, cami no que el hombre occidental ha recorrido en su empeño por alcanzar una concepción de la individualidad. No he sido capaz de hallar soluciones satisfactorias a varios problem as estructurales de esta historia. A lgunas dificultades procedían de la naturaleza de la tesis histórica de que la indivi dualidad es una forma de concepción de sí m ism o específica m ente moderna. Algunos de los rasgos cuya presencia hemos ido ra stre a n d o aflo ran claram en te en el R en ac im ien to ; la noción alcanza su plenitud en la época de G oethe. En la anti güedad clásica, los hom bres estaban poco o nada inclinados a atribuir un valor positivo a la inefabilidad del yo. Por lo tanto, en el capítulo I intento sugerir cuando m enos algunos de los rasgos culturales de la antigüedad que plantearon insalvables lim itaciones a una concepción de la individualidad abierta y en 18
toda regla. Ya al término de la antigüedad, en su confluencia con el surgim iento del cristianism o. San Agustín sí creó en las Confesiones una forma autobiográfica y una visión del yo (bien que 110 de la individualidad) de extraordinaria potencia y no menores repercusiones en la historia subsiguiente, tal y como exam ino en el ca p ítu lo 2. M ie n tra s que ios c ris tia n o s del M edievo — m en o s im itad o res del m odelo de a u to an á lisis augústiniano de lo que cabría en principio esperar— elaboraron formas e instituciones culturales que restringieron su visión de la individualidad, al mismo tiem po se dio un proceso de dife renciación social que desbrozó el terreno en el que m ás adelan te iba a florecer dicha concepción. El capítulo 3, que está muy en deuda con la magna obra precursora de Georg M isch,2 pro cura ser un repaso comprimido de las formas autobiográficas y de las concepciones del yo que se dan en la Edad Media, aparte de sugerir algunas de las razones que explicarían una relativa ausencia de individualidad. El capítulo 4 pretende poner a prue ba estos planteam ientos centrándose en una sola figura, la de Abelardo. En lo sucesivo ya no hay m ás capítulos de tipo gene ral. pues en tien d o que el análisis detallado de los m odernos escritos autobiográficos puede arrojar luz de manera acum ulati va sobre las condiciones culturales genéricas que podrían ser 'responsables de la aparición de la individualidad en tanto que preocupación consciente de sí m is m a /L a plena convergencia de todos los factores que constituyen esta moderna visión del yo se produjo solamente a finales del siglo XVIII. El libro con cluye con un am plio com entario de Dichtung und Wahrheit, la obra de G oethe, y con una brevísim a mirada a las autobiogra fías posteriores. Lo cierto es que las ideas y los planteam ien tos arraigados en la idea de la individualidad que propugna y exhibe G oethe fueron guía de mi indagación, y es innegable que están presentes en los prim eros capítulos de la obra. El hecho de que el presente se superponga al pasado es un rasgo inevitable de la investigación histórica y de la em presa auto biográfica m ism a. El análisis propiamente dicho se ha guiado en función del contraste existente entre las concepciones «m odélicas» de per sonalidad e individualidad. Este instrum ento heurístico plantea 19
por una parte la adhesión de los hombres a los grandes ideales ie la personalidad, en los que sus culturas tienden a encarnar >us valores y objetivos, y, por otra parte, a un com prom iso con el yo para el cual no existe modelo ninguno. El ideal que con m ayor claridad expresa el punto de vista de que la tarea de la vida y de la form ación del yo reside en la im itación de un m odelo encumbrado es el ideal que contiene la bnitatio Christi. Una form a ideal del ser incita a los hombres y mujeres a que m odelen sus vidas a im agen y sem ejanza de dicha imagen. Existían, y siguen existiendo, múltiples concepciones modéli cas de la personalidad en nuestra tradición: así, el ideal del héroe homérico, el héroe germánico, el hombre de mentalidad realm ente ciudadana, el p a ter fam ilias romano, el «hombre de gran m entalidad» aristo télico , el estoico inquebrantable, el monje ideal, el caballero ideal, el «gentleman» ideal, el maestro ideal, etcétera. Todos estos ideales comparten ciertas caracterís ticas fonnales. Prescriben a cada individuo ciertos rasgos espe cíficos de la personalidad, ciertos valores, virtudes y actitudes; encarnan una serie de estilos vitales específicos en los que ha de encajar la configuración del propio yo. Ofrecen a cada hom bre un guión que seguir al pie de la letra durante toda la vida, y sólo en los espacios o intersticios no sujetos a prescripciones queda sitio para la idiosincrasia. No cabe duda de que dos caba lleros andantes nunca fueron idénticos, de que existen intere santes diferencias entre A quiles y Odiseo, de que ningún «imi tador» de Cristo llegó jam ás a reduplicar su vida. Pero la cues tió n d e m a y o r im p o rta n c ia es q u e, a p e s a r d e to d as las variaciones, los hombres que se proponen seguir tales modelos entendían que la virtud radicaba en un enfoque determ inado y un cum plim iento exacto de un modo ejemplar de ser hombre, al tiem po que se adjudicaba un valor mínim o a las diferencias idiosincráticas, caso que tuvieran algún valor. C uanto más fas cinada se siente la mente por el modelo ideal que se ofrece a sus ojos, m ás se esforzará el hombre por alcanzarlo, y menos se preguntará acerca de las posibilidades de que encaje el modelo con su realidad específica. Es probable que sufra la sensación de «haberse falsificado a sí misma» obligándose a encajar en la norm ativa que dicta ese m odelo, que se sienta «encerrada» si 20
ese ideal expresa los valores de la sociedad, o que lam ente las oportunidades echadas a perder p o r su individualidad precoz. En la juventud, la fuerza, el atractivo y las directrices de tales ideales son ciertam ente muy poderosos; incitan a ser sólo un buen ciudadano, un buen padre, un buen médico o un buen maestro. Pero el ideal de la individualidad se caracteriza por la con vicción de que, en definitiva, no existe ningún m odelo general que pueda contener la especificidad del verdadero y a Lo inefa ble no puede ser definido m ediante generalidades: individuum ineffabile est. Cuando la creencia en la individualidad alcanza su plenitud, la diferencia individual pasa a ser considerada como cuestión de enorme valor en sí misma. La gran fecundi dad de la naturaleza, y del potencial humano, especifica cada existencia por separado, en tanto q u e es la de un ser único de valor insustituible. Cuando esta concepción domina la concien cia del hom bre, la tarea de su v id a pasa a ser en cam bio la actualización del único modo de ser que puede serle válido. En esta tarea habrá tanto alegría com o horror. Puede dar por cum plida una vida gracias a un sentido de im portancia cósm ica, capaz de desencuadernar el equilibrio y la cordura. La tarea de la propia exploración y de la definición de uno mismo pueden consumir esa m ism a vida, llevándola al punto de m ayor riesgo, la morbidez de la inspección de uno m ism o y del egocentrism o, en el cual cesa por com pleto la vida activa en el m undo. Es abrumadoramente difícil llegar a conocer la propia individuali dad; ahora bien, la mente que se siente fascinada por esta visión de la vida en potencia no encontrará ninguna ayuda en ninguno de los m odelos que hay a su alcance. Por definición, es im posi ble que encajen. Las decisiones han de adaptarse a la ley inter na del propio ser: queda muy poco espacio para representar papeles determ inados, los que sean. Fallar en la propia indivi dualidad dev ien e un cierto m odo un delito contra el cosm os humano. Los m odelos desem peñan una función, sin lugar a dudas, incluso en esta forma de concepción de uno m ism o: pro porcionan esos aspectos de la personalidad en los que el yo se somete a papeles definidos desde el exterior. Pero, en defmitii va, no hay m odelo que pueda definir los términos de la manera 21
precisa y única en que una multitud de elem entos se coordina 'n función de una individualidad. Cada personalidad tiene su propio estilo. No hay nada en la vida real, ni en la escritura, si ésta se toma por espejo de aquélla, que nunca se adapte a la pureza de las conceptualizaciones. Estas no se idean para que sustituyan a la vida, sino para estar al servicio del descubrim iento de las com plejas interrelaciones de la realidad. No hay vida que pueda ser puramente una búsqueda de un m odelo o, puramente, una preocupación por la unicidad. Lo que cuenta es el peso respec tivo de la atención que se otorga a cada uno de los com ponen tes, la cuestión del tema predominante. Ese m ism o caveat con viene atenderse en relación a cualquiera de las demás construc ciones típicas o ideales que se emplean en esta indagación: la m entalidad histórica y una actitud ahistórica, el desarrollo y el desdoblam iento, la m em oria y la autobiografía.,.-fias distincio nes conceptuales entre una situación social en la que el indivi duo diríase que está firm em ente engastado dentro de la masa social (y se experim enta a sí mismo com o parte integral de dicha sociedad, o com o m era prolongación de la misma) y una situación social en la que el individuo se considera elemento constitutivo de la sociedad, es demasiado sencilla para encajar en una realidad m ínim am ente compleja, Pero puede en cambio em plearse para dar idea de que una diferenciación hasta las últim as consecuencias de la masa social, en una amplia varie dad de términos, parece acompañar la fascinación que poco a poco aparece acerca de la individualidad personal. En uno de los extrem os del espectro se puede colocar una forma tribal y prim itiva de com unidad, con diferenciaciones m ínim as y una identificación casi absoluta del individuo con el mundo social m ente dado; en el polo opuesto se halla una sociedad enorme m ente diferenciada en la que cada uno de los elem entos consti tutivos es una parte individualmente distinta del todo. En medio tal vez se encuentre la com pleja realidad social. Es muy sensato y recom endable tener en cuenta dos puntos en particular. Individualidad e individualismo, dos términos que perpetuam ente se confunden entre sí. son aquí considerados com o designación de significados por cierto que muy diferen 7?
tes. Individualismo es algo que tiene que ver con la concepción de la relación apropiada entre individuo y sociedad. El Oxford English D ictionary lo define, por contraste con colectivism o, como «teoría que aboga por la acción independiente y libre del individuo». Se trata, por lo tanto, de una teoría social que desea esa forma de sociedad en la que el grado de control social sobre el individuo se m antenga en un m ínim o, de m anera que el indi viduo pueda aspirar a seguir su propio rumbo con el m ayor gra do de autonom ía posible. El individualism o deja a los hombres tan libres com o es posible a la hora de definirse a sí m ism os. La individualidad, sin embargo, queda restringida preferiblem ente a una concepción de la personalidad, a la forma del yo que un individuo puede buscar. Es perfectam ente concebible que el individualismo no conduzca a la preocupación por la individua lidad. Si en una sociedad dedicada al individualism o, todos optan librem ente por la realización en la práctica de un modelo común — el del hombre plenam ente racional, por ejem plo (tal y como im p lic a n tal vez las o b ra s de Kant, C o m te, M arx o Freud)— , es posible perseguir la creación de una sociedad de personalidades homogéneas que deniegue todo valor a la indi vidualidad. La com plicación radica en el hecho de que una sociedad de individualidades, pese a todo, parece ex ig ir laslibertades propias de una sociedad dedicada al individualism o. 1 El otro punto que vale la pena considerar es que un estudio de la concepción de sí que denom inam os individualidad ha de ocuparse del deseo o de la voluntad de las figuras históricas, en lo tocante a la percepción de sí m ismas en tanto personalidades únicas. Lo que mayor im portancia tiene es que atribuyen un gran valor al hecho de ser una individualidad. Desde un punto de vista m oderno es posible que los percibamos com o indivi dualidades, pero esto es algo que carece de relevancia para los propósitos de este ensayo. La cuestión que sí tiene enorm e tras cendencia histórica es más bien si un Agustín, un Abelardo, un Petrarca, por ejemplo, otorgaron efectivamente un valor deter minado a la distinción de los dem ás, o si cada uno de ellos estu vo más preocupado por el cultivo de lo típico o lo m odélico. Y como éste es un estudio sobre las concepciones de sí que todos ellos profesaron, no es ni mucho m enos necesario recurrir a la 23
«psico-historia». La cuestión radica, por el contrario, en deter m inar la configuración de la concepción de sí en que discurre Agustín, hasta el punto en que él mismo la expresa, y no estu diar si tenía una concepción de sí «correcta» o precisar cuál era la relación que m antenía con su madre; la «corrección» de esta visión no ha de estar determ inada por tal o cual teoría moderna y p articu lar de la p erso n alid ad . L a cu estió n de fondo es la reconstrucción histórica de esa visión de sí m ism o que tenía Agustín, y no la reconstrucción histórica de Agustín. Puede que para algunos lectores éstas sean restricciones no deseadas, pero así es. No desmiento que la penetración que los estudios psicoanalíticos pueden aportar sobre estas m ism as personas tal vez sean de gran utilidad. La búsqueda de estas revelaciones de sí m ism o en los escri tos autobiográficos puede ser muy elusiva. Se sigue la pista de dichas revelaciones allí donde es posible detectar su presencia. He intentado registrarlas en un tipo de escrito muy específico, y algunos aspectos del «orden» que siguen cada uno de los capí tulos dependen precisam ente del carácter de esta literatura. £1 sello distintivo de la autobiografía es que haya sido escrita des de un punto de vista retrospectivo y específico, es decir, el lugar en el que se instala el autor en relación con la experiencia acumulada en su vidU, en el momento en que decide dotar de significado interpretativo a su propio pasado. Este momento, este punto de vista, requiere ser rescatado si se desea alcanzar una adecuada com prensión del esfuerzo autobiográfico; igual ocurre al tratarse de la m otivación y de la intención de un autor que escribe su autobiografía. De esta m anera, el investigador histórico puede verse en ocasiones arrastrado a análisis de con siderable complejidad. El talante del texto, la m anera misma de escribir, por lo común ha de contemplarse com o un medio de importancia, en virtud del cual el autor revela su conciencia de sí. He escogido la inclusión de una recapitulación de la historia vital tal y como cada autor se veía a sí mismo, en cada uno de los capítulos de este ensayo, a manera de prueba que puede res paldar la comprensión del propio yo y en tanto recordatorio de la estructura esencial del relato. Algunos lectores tendrán por errónea esta decisión de m antenerse tan apegado al análisis tex
tual. Por mi parte, tan sólo puedo aducir que he realizado una elección consciente de todas las maneras posibles de enfocar el problema. Esta em presa tiene por tanto significativas limitaciones. No hay por qué disculparlas, aunque tal vez sea posible entender las. Tan pronto se empieza a excavar en profundidad en el vas tísimo problem a que supone la aparición de la individuación, nos enco n tram o s con u n a obra m odélica de la erudición de todos los tiempos. El estudio de la historia de la autobiografía está en deuda con Georg M isch, el yerno de W ilhelm Dilthey, quien por m edio de sus propias reflexiones m etodológicas señaló a conciencia la im portancia de la autobiografía para el historiador. En 1904, el joven Misch presentó un ensayo al pre mio de la Academia Prusiana sobre el tema de la historia de la autobiografía. Iba a dedicar el resto de su vida a perfilar a fon do los detalles de sus prim eras ideas al respecto. Estudió escri tos árabes, noruegos, antiguos y bizantinos para registrar la lite ratura autobiográfica de la tradición occidental. Escribió ocho volúmenes y medio sobre esta materia, un total de 3.885 pági nas. Al fallecer en 1965, a los ochenta y siete años de edad, Misch tan sólo había llegado a la época de Dante, y ni siquera oudo term inar el tratamiento de esta figura capital. Los albaceas literarios de Misch redondearon la obra m ediante el sencillo p ro ced im ien to de añadir la versión de 1904 so b re la edad m oderna. C om o quiera que M isch apenas llegó a hollar el umbral de la modernidad, cuando el desarrollo de la biografía adquiere peso propio, tan sólo llegó a tratar de refilón el proble ma de la individualidad. El problem a de la individuación, que presuntam ente iba a ser el tema de toda su em presa, quedó una y otra vez enterrado bajo las detalladísim as indagaciones de Misch. La deuda que he contraído con tan m onum ental obra es inm ensa, qué duda cabe, incluso aunque al re alizar por mi cuenta la lectura de los textos autobiográficos llegue a menudo a conclusiones muy diferentes de las suyas. No cabe duda de que una obra como la de Misch obsede en cam bio la mentali dad del investigador en otro sentido distinto: me recuerda a cada paso que la vida es dem asiado breve para alcanzar un gra 25
do perfecto de erudición; la prom esa de la com pleción de la obra siempre ha de quedar ad calendas Gruecas. Ninguno de los grandes autores estudiados puede ser dom inado por una sola persona ni siquiera tras años de estudio; los que realm ente son grandiosos, como Agustín. Montaigne, R ousseau o Goethe, son a la vez inagotables. C iertam ente, nadie que haya probado a estudiarlos a todos ellos puede considerarse experto en ninguno de ellos; no es menos cierto que los expertos en cada uno de ellos se mostrarán muy críticos de lo que yo he realizado. Así pues, no hay falsa modestia en denom inar a este libro un ensayo. En el mejor de los casos, es un ensayo. Todo lo que se puede hacer cuando a uno le interesa un tem a de la magnitud de éste es procurar sugerir una zona de investigación en la que subyace una interesante cuestión hum ana. Hay que respirar m uy hondo y, con el corazón en la mano, ponerse a trabajar con todo el esmero y con toda la responsabilidad intelectual de que uno sea capaz. Aunque el interés que m anifiesten los alumnos es de gran ayuda, uno se pregunta hasta el final si no habrá escrito, en cambio, solam ente para sí mismo.
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1. EL PROBLEM A DE LA INDIVIDUALIDAD Y LA AUTOBIOGRAFIA EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA
Este ensayo tom a por punto de partida las Confesiones de San Agustín. Pero em pezar por esta obra no equivale a la afir mación de que «no existió escritura autobiográfica anterior a las Confesiones.» Hubo, en efecto, escritos autobiográficos que han recibido la d eb id a atención por parte de los eru d ito s.1 Sin embargo, no me interesan tanto todas las variadas formas de escritura autobiográfica cuanto esa forma autobiográfica propia mente dicha, en la que una persona que reflexiona sobre sí m is mo se pregunta «¿quién soy?» y «¿cómo he llegado a ser quien soy?». Lo que investigo son las condiciones de existencia de la individualidad consciente de sí. A ju z g a r desde este especial punto de vista, la gran obra de Agustín tiene cierto derecho a ser considerada de m anera muy especial; asim ism o, y siempre des de esta óptica, la naturaleza de las autobiografías de la antigüe dad clásica presenta un carácter cuando m enos problemático. La justificación en que me fundo para asignar esta especial posición a A gustín se encuentra adem ás e n una experiencia muy simple. En un registro sistem ático a través del tiempo, a través de la herencia recibida por el hom bre occidental, que tenga por objeto enum erar cabalmente los relatos en los que los hombres hayan querido expresarse con plena conciencia de sí 27
mismos acerca del sentido que tuvo para ellos su experiencia personal, su libro descuella con una estatura asombrosa. Todos los escritos autobiográficos anteriores a las Confesiones m an tienen un perfil menos nítido; ninguno de ellos tiene la am pli tud, la plenitud, la riqueza interior y la intensidad del punto de vista personal que traslucen las Confesiones. Poco importa que tracemos nuestro recorrido a través de Atenas, de Roma o de Jerusalén; a la postre, al término de la antigüedad clásica tal y como suele entenderse, se alza en solitario ese libro cuya sola presencia nos hace sentir como se siente el viajero que tras atra vesar extensas planicies llega de repente al pie de las montañas. Todo lo que anteriorm ente había parecido una elevación del terreno queda desplazado a un territorio de proporciones radi calmente distintas. No es solam ente que el encuentro de uno de los grandes genios de la hum anidad haya im puesto esa modificación de la escala. D esde los tiem pos de A gustín, han sido m uchos los (z hombres de m enor valía intelectual los que han escrito grandes autobiografías; antes que él, otros hom bres de genio equipara ble escribieron acerca de sí mismos, desde luego, pero dentro de formas autobiográficas más restringidas. Algunos hom bres de la antigüedad escribieron así acerca de las grandes hazañas realizadas (res g esta e); otros refirieron los grandes acontecim ientos de que habían sido testigos (m em o ria,); otros dieron cuenta del porqué y del cómo quisieron con vertirse en sabios (Vidas de los filósofos). Ninguno, em pero, abrió su alma a la mirada interior de la genuina autobiografía. Los rasgos culturales esenciales y las características necesida des humanas del m undo antiguo bien podrían servir para ex p li car el crecim iento de una actividad autobiográfica más atrofia da, pero que en el tiempo llegaría a ocupar una posición señera en la vida del hom bre de Occidente. Aunque el esfuerzo nece sario para sugerir cuáles fueron estas razones sólo pueda g en e rar un determ inado número de hipótesis nada más que plausi bles, es un esfuerzo que conviene realizar, aun cuando sólo sea a modo de tentativa. Todo el que transite por los cam inos de la antigüedad sabe bien con cuánta facilidad puede rebatirse e incluso invertirse una argumentación inteligente, ya que de las
arenas de Egipto puede surgir un docum ento inesperado o un nuevo descubrim iento que trastoque las lecturas textuales p re cedentes. Son tres los factores dom inantes en la historia de la anti güedad grecolatina que apuntan en particular al porqué tuvo resultados tan lim itados la empresa de la búsqueda del propio yo, a partir de la cual brota la genuina actividad autobiográfi ca, y muy en especial esa actividad en concreto de la cual su r gen los rasgos individualistas de la concepción de la personali dad. Una de las razones radica en los fuertes lazos de parentes co que definen esta fase de la civilización. Otra es el carácter intensamente público de la vida en la polis. El tercer factor es un reflejo del poder que ejerció un m odelo racional sobre las u lterio res co n c ep cio n es de la p erso n alid a d . Las m em orias autobiográficas, las res gestae y las vidas de los filósofos por igual aparecieron en este contexto cultural con m ucha m ayor prontitud que la autobiografía de orientación esencialm ente interior que es p ro p ia de las C onfesiones. Poco sitio había, pues, para que una concepción de la personalidad avanzase rum bo a la individualidad. Los docum entos disponibles sobre la vida helénica antigua, así como los reflejos latinos de las condiciones propias de la Roma antigua, indican el extenso predom inio de los lazos de parentesco. Basta con preguntar quién es a un héroe homérico, que lo más probable es que conteste com o sigue: soy Telémaco, hijo de Odiseo, hijo de Laertes, hijo de Autokylus. Pregúntese lo mismo a un rom ano, que ha de enum erar a buen seguro los nombres de los maiores, los excelsos antepasados que lo han precedido. Los individuos estaban engastados como joyas en la masa social de unas determinadas relaciones consanguíneas. En múltiples sentidos fundam entales, a m enudo tan difíciles de entender para nosotros, ya que vivim os en una sociedad alta mente diferenciada, compuesta por individualistas y por indivi dualidades, las vidas de los antiguos están amasadas a partir de unas relaciones sociales y de parentesco de las que se deriva y de las que extraen todo su significado. En el siglo VI, un tal Solón, en su Fragmento sobre la ju sticia , considera perfecta 29
mente justificado que el hijo nonato pague por la hibris de sus padres. Cuanto m ás intensam ente se conoce uno a sí m ism o en tanto prolongación de una familia, en tanto parte plenam ente integrante de un g rupo de parentesco estrecham ente ligado, menos ofensiva podrá parecer sem ejante concepción de la ju s ti cia. Hasta que lleguem os a entrever reflejos de un mundo algo distinto, al final de la O restíada de E squilo, los hijos de la familia bien saben que sobre ellos ha de recaer la tarea de ase gurar el cum plim iento de la justicia m ediante la venganza de las injusticias que se hayan cometido. Las phylae y las gentes son las auténticas bases del poder en una sociedad en la que el poder público está infradesarrollado. En estas sociedades, la estructura del parentesco im pregna todos los elem entos, y se aúna con una visión de la existencia acusadam ente aristocrática, que dejó una duradera im pronta sobre la cultura de la antigüedad. Para gozar de la «buena vida» uno depende por entero del bienestar y del caudal del oikos o patrimonium, es decir, del patrimonio de la familia. Lo que se tiene parece más im portante que lo que se pueda ser. En una sociedad con una base económica tan estrecha para facilitar el bienestar, sólo las grandes fam ilias disfrutan del poder; sólo ellas pueden perm itirse el lujo de contar con carruajes de guerra y con una caballería a su servicio. Sólo sus miembros sobresa len o llegan a ser em inentes; sólo ellos son nobiles, sólo ellos tienen un nombre propio. Los «buenos» hijos han tenido padres «buenos». La virtud es pura cuestión de buena crianza. En la litada no hay más que un nombre carente de la genealogía al uso: Térsites, el que habla con arrojo, cuyo destino no fue muy prometedor. Cuando los rom anos pensaban en los proletarios, pensaban en una vasta m asa de sujetos «innom inados» que sólo podían servir al bien com ún por medio de sus hijos (proles). E incluso después de m ediado el siglo V a.C., un escritor atenien se, el llamado Viejo Oligarca, da por hecho el axioma de que nada bueno puede esperarse de los desposeídos que carecen de un nombre de fam ilia. En Grecia, sólo la fe en Themis, la idea de que existía alguna clase de orden básico entre los hombres, podía proteger a las capas inferiores de los caprichos y las arbi trariedades de sus vecinos poderosos. El sistem a romano de la 30
clientela daba protección a los débiles por medio de una asocia ción religiosam ente form alizada con los patricios, al tiem po que daba a los patricios la base necesaria para ejercer un poder fo rm id ab le. ¿D ónde está la g ra n d e z a de Rom a, co m o dijo Walpole, si no es en la historia de un millar de grandes fami lias? A m edida que la vida de la po lis fue apareciendo y estable ciéndose g radualm ente en la sociedad tanto h elén ic a com o romana, la fuerza inquebrantable del parentesco y su dominio sobre los hom bres siguió reflejándose en la prolongada lucha por transform ar las lealtades de sangre en lealtades de polis. A lo largo de los siglos, los desarrollos constitucionales, en la medida en que nos son conocidos, hacen pensar de inmediato en la tenacidad de este conflicto. Casi cualquiera de las pugnas dirimidas entre el senado y la plebe en la Roma de los siglos V y IV tienen el sello de esta transform ación. Es posible que en esta res pu b lica en particular, el poder básico del parentesco prevaleciese por más tiempo que en ninguna otra polis\ la gran deza de la república se apoyaba de forma muy considerable en el hecho de que los muy poderosos clanes habían aprendido ya en época m uy tem prana a fusionar sus intereses en un grado extraordinario con los intereses públicos. La constitución de Licurgo, en Esparta, fue en m últiples aspectos la im posición de un hondo com prom iso con los asuntos públicos sobre una com unidad com puesta por diversos clanes. En Atenas, la cons titución de Solón se propuso interseccionar el orden tribal por m edio de la clasificación de las propiedades p rivadas; a lo sumo se quedó a mitad de cam ino. La arbitraria y grandiosa división de los distritos electorales para obtener el m ejor parti do de las elecciones, realizada por Clístenes en el año 501 ó 508 a.C., m ediante la identificación del sujeto con una deme o residencia, quiso antes que nada garantizar la lealtad a la polis por encim a de los intereses de las grandes familias. En conjun to, tuvo que producirse un largo y trabajoso desarrollo hasta que los hom bres parecieron m ás dispuestos que nunca a identi ficarse m ás con la ciudad que con la familia. El paso gradual de una econom ía agraria de subsistencia a una mayor dependencia de la econom ía monetarista, así com o las graves crisis sociales 31
que se produjeron a la par que este cam bio, contribuyeron en parte a distender el tejido social. Y la am p lia b ase social del p o d er que radicó en el paso a la su p e rio rid a d m ilitar de la infantería pesada fue quizá el factor prim ordial en el crecimien to del poder de la polis. La falange hoplita y la legión romana fueron extraordinarias m aestras de la m entalidad de la polis, / ¿Q ué clase de concepción de sí podía tener un hombre en este m undo antiguo? Respecto de la Roma antigua, no dispone mos de pruebas que nos perm itan responder. R especto del mun do griego antiguo, sí tenem os una fuente fenom enal: la poesía hom érica. La épica, cuando m enos, nos perm ite una reconstruc ción del «hombre hom érico», aunque no nos sirva de acerca m iento a la conciencia de sí que pudiese tener tal o cual ciuda dano, con la salvedad del poeta —o los poetas— a quien(es) se atribuye la obra. El hom bre homérico, com o el público del propio Homero, es el héroe aristocrático. Los lazos de sangre tienen para él una im portancia extraordinaria. El poeta presta una sorprendente atención a las genealogías: los héroes se reúnen antes del com bate, ante las murallas de Troya, y refieren por lo m enudo cuá les son sus nobles linajes, casi siem pre en estilo directo; se m uestra cuál es la nobleza de los corceles aduciendo su línea de ascen d en cia, y lo m ism o ocurre con las m ejo re s arm as. El público claramente ha de com prender que, aun siendo una cria da, el am a de llaves de Odiseo, Eurycleia, es «digna de men ción»: siendo hija de Ops, tiene el ascendente de un nombre propio. La valía de cada cual es en un grado inm enso la valía de una familia. Los hijos son la prolongación de la vida de los padres. El entorno de una determ inada masa social está impreso en la vida de quien de ella procede. La m ayoría de los hom bres «desaparece» en esa masa rela tivam ente indiferenciada; los héroes sobresalen en tanto indivi duos distinguidos. Su fuerza de voluntad, a prim era vista, pare ce delatar la dominación de la sociedad. En toda nuestra heren cia literaria, ¿hay algún egotista con mayor fuerza de voluntad que A q u iles? Los m irm id o n es, su pueblo, d ep e n d en en lo tocante a su seguridad enteram ente de él. de un hom bre cuyo carro de com bate protege a los pobres que van a pie, tal y como 32
protegen los tanques a la infantería. En aras de su estatura pare ce dom inar la sociedad toda. ¿Qué queda entonces, al menos a prim era vista, del argum ento según el cual al hombre le está vedada su propia definición en tanto individuo separado por las realidades de una sociedad que es una tram a de estrechas rela ciones de parentesco? El héroe descu ella sobre el resto, pero sólo en tanto en cuanto representante de los valores de su sociedad. No podría funcionar nunca en contradicción con su grupo. Ciertam ente, nunca habría com prendido nada referente a la ley interior de la vida mediante el cual una individualidad se propone en todo momento dirigir su propio rumbo. Diríase que el hombre hom é rico carece de un centro que organice su carácter, de algo sem e jante en cierto m odo a nuestra moderna concepción del ego. £ J héroe se rige únicam ente por el potente flujo del instinto y la pasión. Sus grandes acciones resultan solam ente de una form a particular de la energía (menos) que m uy a m enudo tiene un origen exterior a él: el Dios «insufla el m enos en la nariz y la boca del héroe.» La p sych e parece hacer alusión al aliento que abandona al cuerpo en el instante de la m uerte, y que viaja al Hades convertida en som bra; no parece funcionar como fuerza que aglutine y coordine la totalidad del ser. Es asimismo asom broso cuán «abierto» está el hombre hom érico a las fuerzas que rodean el mundo, cóm o dirigen éstas su vida. Emociones tales como el amor, la cólera, el miedo, el coraje, y otras, «le salen al paso»; los pensam ientos le sobrevienen, se le ocurren, no los genera. C uando H elen a, desde las a lm e n a s de Troya, ve a M enelao en el cam po de batalla, y se pregunta cómo han acon tecido tan terribles su cesos, no se co n sid era responsable de nada: un dios se apoderó de ella. A gam enón atribuye la fatal disputa con Aquiles al hecho de que Zeus enviase Até\ el hom bre golpeado como el rayo por una ceguera que lo pone en peli gro no funciona nunca com o un ser capaz de dirigir sus propios pasos. El héroe tiene su destino, aunque rara vez sea consecuencia de un plan que h ay a form ulado desde su yo para realizar y Cumplir con la p ersonalidad escogida. Su brújula moral esta dom inada totalm ente por las fuerzas de una sociedad típ ica 33
m ente orientada por la vergüenza. El m iedo de la vergüenza (iaidos) es el motivo principal de la acción, para los hom bres que transitan por el cam po de batalla y para una m uchacha noble como Nausicaa, que rehúsa cam inar por las calles con un desconocido como O diseo. El miedo a incurrir públicam ente en algo que pueda ser m otivo de vergüenza funciona en donde esperaríam os encontrar una conciencia dirigida desde el interior del hombre. A pesar del inm enso amor que sienten por la vida, el m iedo a la vergüenza es en Aquiles y en H éctor m ás podero so que cualquier argum ento bien razonado en favor de la pre servación de sus vidas. L a estima en que se tienen, su sentido del honor, su gloria son atributos públicam ente reconocidos. La gloria, el buen nom bre, es el objetivo principal de la pugna en que transcurre la vida. Hom bres como éstos no hallarán con suelo en lo que para ellos habría sido un extraño pensam iento, a saber, que la virtud, sin que los demás la reconozcan, podría ser m otivo de hacerle m erecedor y de recibir una recom pensa. El «nom bre» de una persona depende de la creencia que de su valía puedan tener los dem ás, es decir, del respeto y el derecho al recuerdo que los dem ás le asignen. La gloria es un don que conceden los adm iradores. La excelencia personal (arete) es la virtud públicam ente dem ostrada en la com petición, el agaa.con los pares, valiosos y dignos de dirimir esa com petencia. Poco consuelo puede dar el «haber tenido buenas intenciones» sin haber obrado igual de bien. Siempre será preciso intentar ser el m ejor y afrontar el riesgo de un resultado incierto. La excelen cia, la distinción personal, la eminencia son atribuidas al com petidor que dem uestre ser mejor que los dem ás. El héroe es el logro supremo de un estilo de vida, así com o el ideal de la per sonalidad com ún a los integrantes de esa sociedad dada. El esp íritu intensam ente agonista que durante tantísim o tiempo dom inó la vida helénica y helenística es el terreno en el que se despliega una concepción modélica de la personalidad aristo crática: el ideal del a n e r kalokagathos, el hom bre capaz de arm onizar los valores aristocráticos ideales, en última instancia producto de una buena crianza. A partir de este ideal no es tan sencillo transitar con facilidad en dirección a la individualidad. El estím ulo que genera el acto de dar cuenta de uno mismo sub34
yace en el relato de las grandes hazañas, de los logros sin par. De ello resultan, obviamente, las res gestae, quizá unas m em o rias, pero es im probable que se pueda generar una reflexión autobiográfica sobre uno m ismo, sobre todo de tipo m ás con templativo y vuelto hacia el interior. Algo que sí recuerda el individualism o, una cierta manera ue au to afirm ació n frente a la sociedad, puede en todo caso resultar de un ideal de la personalidad como el que acabo de caracterizar. Más avanzado el siglo V y también en el siglo IV, algunas de las personalidades m ás fuertes parecen actuar casi como si la calidad de la vida en la polis fuese el don de sus grandes patrones, y no ya el producto de una pugna com ún en pos de la ex c elen cia . Hay a lg o en A lcibíades, P au san ias, Lisandro y Alejandro que hace pensar en determ inados rasgos in d iv id u alistas, aunque en o tro sentido sean elem en to s que remiten de nuevo al viejo héroe hom érico y no a tipos de perso nalidad em ergente y realmente novedosa. En épocas anteriores, cuando buena parte del viejo m undo de los lazos de parentesco com enzaba a debilitarse y cuando el m undo de la p o lis sólo comenzaba con timidez a hacer prevalecer su dom inio, también salieron a la luz ciertos aspectos del individualismo, visibles en poetas com o Hesíodo, Arquíloco, A lcayo e incluso Solón. Pero este tono individualista va tornándose menos audible a medida que la polis impone una intensa mentalidad pública en el hoplita y en el ciudadano. La polis dem ostró que iba a ser la fuerza más poderosa al menos durante el siglo V. La polis era representación de ese gran esfuerzo social por el que los hom bres que vivían a orillas del M editerráneo supe raron poco a poco sus lim itaciones tribales, elevándose a un nivel más alto y a un potencial m ucho mayor respecto de una vida decente. Sobre todo en sus manifestaciones helenas, fue un logro form idable que afectó a la civilización occidental ya para siempre. Tal com o aún detectaba Aristóteles en el siglo IV, la polis tuvo existencia real para dar protección a la vida, aunque con el tiem po su existencia iba a deberse solamente a la buena vida. En este inmenso esfuerzo colectivo el hom bre tuvo que emplearse a fondo y por entero, sin reservas de ninguna espe cie. La polis se desarrolló forzando al individuo a som eterse a 35
sus ex ig en cias; im p u so , según la a c e rta d a frase de Jac o b B u rc k h a rd t, u n a s e rv id u m b re e s t a t a l al in d iv id u o {S ta a tskn ech tsch a ft des Individuum s). U na falange hoplita, com puesta por hileras e hileras de infantería dotada de arm a m ento pesado (y el escudo del v ecin o po d ía ser protección espléndida para el costado derecho del de al lado), podría avan zar en condiciones inmejorables cuando el vecino fuese digno de toda confianza, cuando todos sus integrantes tuviesen los mismos objetivos y estuviesen además dispuestos a som eter sus deseos a la voluntad del todo. La falange tuvo que haber sido un extraordinario recipiente m odelador del espíritu común. En el ideal que la p o lis espartana representó para tantos griegos, el orden vital del cosm os licurgo y el ord en del adiestram iento (agogé) que im ponía los límites eran sendas exigencias inexcu sables para la totalidad del hombre, que no dejaban espacio de ninguna clase para la vida privada. En A tenas, que tan a m enu do nos parece a los hom bres de la m odernidad, mediante un fácil desliz de interpretación, una sociedad digamos que más «liberal», prevalecía esa misma servidum bre al estado, incluso aunque, a finales del siglo V, el individuo también com ienza a procurar en m ayor m edida el disfrute de una vida privada. Al hom bre le había enseñado la p o lis a que pertenecía a percibir su propia esencia en calidad d e zoon politikon, o ani mal político, u hom bre público antes que nada. No disponía de libertad para esco g er entre dedicar su vida al bien público o dedicarla a su entorno privado. La bondad de la vida privada se derivaba de la buena vida que uno podía obtener únicamente en calidad de ciudadano. Y quienes consideraron posible vivir al margen de la polis fueron tenidos por id io tes: sólo los dioses o las bestias disponían de esta opción, com o sugiere Aristóteles incluso en un m om ento en el que el ideal de la polis ya había pasado su cénit. En un mundo en el que la polis se proponía poco menos que su autosuficiencia (a u ta rq u ía ), en el que la ciudadanía se guardaba con celo (en un momento dado, un ciu dadano ateniense era definido como el nacido de padre y madre ateniense; dicho en otros términos, la po lis configuraba ya una «corporación» cerrada), el destino del exilio a muchos tenía que parecerles m ás aterrador que la m uerte. El metic, deseoso 36
de v iv ir en terreno «extranjero» con o b jeto de explotar las oportunidades que le d iera el com ercio, difícilm ente podría haber servido como m odelo que un padre hubiese podido pro poner a su hijo adolescente. Cuán absolutam ente despectiva resulta la exclamación de un romano del siglo I a. C. a este res pecto: en una fam osa c a rta escrita a su h erm a n o Q uintus, M arco Cicerón se burla con desdén de ese tipo de ciudadano m iserable que prefiere gan ar dinero en provincias antes que participar plenamente en la vida pública de Rom a — una deca dente república que el propio Cicerón en ocasiones comparaba con un repugnante y maloliente montón de desperdicios. La vida pública activa, en la que un hom bre bueno podría poner a prueba su temple, era el modelo de la existencia mis ma; no en vano mantuvo una predominio innegable en la men talidad de los hombres, aun cuando ciertos m odelos de existen cia en privado comenzaran a desarrollarse en la época helenísti ca y ya en tiempos del im perio romano. D urante todo el tiempo en que prevaleció este modelo, se hizo especial hincapié en el papel público del individuo. Es posible que la m ás afinada expresión de este ideal fuese la Oración Fúnebre de Pericles, tal y com o la inmortalizó Tucídides. Cuando pronunció Pericles este discurso, en conm em oración de los caídos en las guerras del Peloponeso, se había propuesto en realidad exponer ante el rostro de los atenienses reunidos a escucharle el espejo del ide al de la polis, y es obvio que hubo de ponerlo en contraste con el ideal del enemigo espartano. La totalidad de la argumenta ción está trabada de tal m anera que ha de sugerir que el ciuda dano ateniense, aunque carezca del estricto orden que posee el espartano en razón de su duro adiestram iento, es por su propia naturaleza y por su herencia un individuo igual de comprometi do con la vida pública com o su enemigo. La historia de Atenas, sus leyes y costumbres, así lo dictaban. Y lo m ismo acontece con su tem or de incurrir en un motivo de vergüenza pública. Sólo por ser precisam ente un ciudadano de tan firm e mentali dad pública puede el ateniense perm itirse el lujo de ir hasta donde no puede ir el espartano, temeroso de poner en peligro el cosmos licurgo: es decir, hasta el disfrute m oderado de la vida privada, hasta el refinam iento cultural, hasta el lujo de las deli 37
beraciones y discusiones de una genuina dem ocracia. El orden de las prioridades está perfectamente claro: el sello del bienes tar personal depende por com pleto del bienestar de la polis. La excelencia en lo personal es una derivación de la excelencia de la comunidad. Los ejercicios dignos de alabanza del hombre en ^u vertiente pública cubrirán, com o una capa, todas sus defi ciencias en la vida privada. La polis, el esfuerzo concertado y los lo g ro s en com ún, se c o n s titu y e en héroe «colectivo»; Pericles habla de Atenas com o si la ciudad fuese uno de los héroes de Homero. El individuo obtiene valía y gratificación de la participación plena en algo m ayor que él mismo, en una obra de excelencia y de esplendor que ningún individuo podría igua lar por sí solo. La excelencia fluye del héroe colectivo, de la polis, al héroe individual, siem pre de menor valía. Se produce sin embargo una asom brosa reversión de esta situación cuando Alcibíades, pocas décadas más tarde, exige la concesión a su persona de una posición especial, en virtud de la gloria que fluye de sus logros a la polis, y cuando Sócrates parece dar a entender en la A pología que los buenos individuos bastan para que la polis que constituyen sea igualm ente loable. Si el ideal expresado en el discurso de Pericles im pregnó real mente el espíritu de sus oy en tes — y T ucídides sugiere con vehem encia que la capacidad de liderazgo de Pericles descan saba en su habilidad para com unicar a los hom bres lo que éstos tenían por verdadero— , es difícil de creer que en tal sociedad un padre educase a sus hijos para que buscasen la realización personal en el cultivo en privado de la individualidad. ¿Qué sen tid o p o d ía ten er la in d iv id u a lid a d para los o y e n te s de Pericles, cuando éste exige a las mujeres que no lloren al hijo perdido, sino que vuelvan a casa y lo sustituyan por otro? C ontrástese esa actitud con los sentim ientos de W ilhelm von Humboldt cuando escribe a su esposa diciéndole que a pesar de todos los m uchos y m aravillosos niños que siguen con vida, ninguno podría sustituir jam ás la individualidad perdida de uno de sus hijos, fallecido mucho tiem po atrás. M ucho m ás revela dor de esa edad griega en la que prevalece el «hom bre público» es el deseo de Esquilo de que su vida quede resum ida en su epi tafio sin hacer mención del poeta inmortal, sino consignando 38
por el contrario al valiente combatiente de Maratón. Se non é vero, e ben trovato. Las decepciones que experim entaron los hombres con la polis — de las que tan sintomática fue la guerra intestina del Peloponeso— distendieron la fuerza con que los hom bres se agarraban al ideal de la mentalidad ciudadana encamado en la polis, hombres que muy a menudo eran los mejores. El antiguo ideal del «gentlem an» capaz de arm onizar las virtudes desea bles sin reflexión previa en una personalidad unificada, el aner kalokagalhos, com enzó a ser gradualm ente desplazado por una m ayor diferenciación de las funciones sociales características de una sociedad más sofisticada, que exigía especialistas prepa rados. Quizá hubiese hombres dispuestos a encontrar una form a de auto-realización en el cum plim iento de una determ inada especialidad en la que destacasen de m anera especial. El hoplita mercenario, el m édico, el orador, el sofista, e incluso el reyfilósofo y el experto en gramática, el botánico y el m atemático, son claras expresiones de este fenómeno. Lo mismo acontece con Sócrates y con su insistencia de que tiene una misión espe cial que realizar, en la cual invierte todo su tiempo. Al menos para algunos hombres, la opción alternativa de encontrar senti do dentro de una existencia privada em pezaba a insinuarse de manera satisfactoria. Jenofonte pudo elegir entre el logro de las valerosas hazañas en la aventura — aunque ya no al servicio de su polis— y la sencilla transferencia de su habilidad en el lide razgo público a la adm inistración de su hacienda privada: las cacerolas y las sartenes, en las estanterías, están ordenadas com o las falanges que tal vez deseara com andar, al menos si la época en que le tocó vivir hubiese valorado ese talento. Varios procesos contribuyeron a esta diversificación de esti los de vida mediante la cual, en la época helenística, pudo desa rrollarse un cultivo de la personalidad individual más intenso, sin que pereciese el ideal de la vida pública: la sofisticación de las técnicas propia de los asuntos económ icos, militares y lega les; la infiltración de planteamientos y religiones «extranjeras», sobre todo en sociedades tan abiertas com o Atenas y las poleis del mar Jónico; sobre todo, y para terminar, el efecto abrasivo de los sofistas sobre el consenso no cuestionado de la polis. La 1 39
reorientación intelectual que acompaña (¿o que suhyace?) a esa evolución m uestra dos aspectos: por una parte, quiso a toda costa mantener vivo el ideal del hombre público; por otra, dio un giro (según Nietzsche, el giro nefasto) hacia la independen cia, con lo que la vida quedó a disposición del pensamiento. Pero cuando la polis real plantea a los hom bres problemas tan extraordinarios como fueron los acontecim ientos de la guerra del Peloponeso o la incapacidad de las p oleis, celosas unas de las otras, para unirse frente a un enem igo com ún, el ideal de la p o lis sí sobrevivió con toda su pujanza. Las grandes filosofías políticas del momento procuraron proporcionar las pautas inte lectuales para la construcción de la polis perfecta, mediante la cual sería posible superar la imperfección inevitable de la vida pública. La utopía política no es tanto una m irada hacia el futu ro de las nuevas institucions cuanto un intento por dotar de nue va vida a los viejos modelos de los que el hom bre no ha sido cap az de liberarse. Los planteam ientos educativos a menudo apuntaron al cultiuvo de las virtudes cívicas, desdeñando las virtudes privadas. Un sofista como Isócrates quiso a toda costa que los individuos fuesen educados intelectual y culturalmente, de modo que pudiesen funcionar al m áxim o como seres engas tados en la polis. El grandioso modelo de la personalidad que propuso Aristóteles en el ideal del «hom bre de gran mentali dad», o aner megalopsychos, conserva las calidades propias del hom bre em inentem ente público, del ho m b re de negocios, a pesar de la intrusión de una nueva fascinación por la «vida teó rica». Para los más destacados en su entorno local, en muchas de las poleis que salpicaban entonces el m undo mediterráneo, el ideal aristocrático del servicio público a la comunidad siguió siendo durante mucho tiempo la válvula de escape natural de sus talentos, el cam ino más fácil de transitar, más asequible, para la satisfacción del ansia de conquistar honores públicos. Hasta cierto punto, las tendencias intelectuales se adaptaron a una realidad cambiante. Hubo hombres que entendieron bien que la polis autárquica, la polis «exclusiva», carecía de futuro y tenía que ser superada. Las ideas del pan-helenism o temprano bien pudieran haber sido reacciones frente al padecimiento de las guerras intestinas o advertencias frente a la amenaza cada 40
vez mayor de que se crease un estado con un enorm e territorio controlado. A partir de esta situación intermedia, el pensam ien to filosófico y el gusto mismo evolucionaron hacia la racionali zación de que el cosmos en el que se movía el hom bre, sobre todo si se concebía como un orden racional en el que encajasen todas las cosas, era lo que constituía la auténtica polis. ¿Qué debería im portar al hombre genuinam ente cosm opolita que su ciudad fuese Atenas, Roma o A lejandría? Estos hom bres pudie ron así reco n ciliarse con un nuevo orden en el que los más amplios estad o s territoriales, habitualm ente gob ern ad o s por príncipes, absorbieron las poleis independientes, aunque siguie ran siendo importantes centros de la vida cultural y adm inistra tiva, si bien sí dejaron de ser la unidad crucial de la vida, de la cual dependía el destino. En algunos aspectos capitales, el esta do de grandes dimensiones y, a la postre, el imperio universal, facilitaron la promoción de la vida privada. Tal y com o inquiría Séneca en el siglo I d. C., ¿quién podría beneficiarse m ás del buen gobernador universal, aparte del amante de la sabiduría? Y es que si el gobernador era efectivam ente bueno, el sabio podría, sin m ala conciencia, dedicarse a la búsqueda perm anen te de la sabiduría. La vida de Sócrates — tanto si es verdad histórica como si es transform ación poética— apunta en dirección al giro dado hacia una concepción de la personalidad que ofrece una genuina alternativa al ideal del hom bre público. Aquí, el riesgo de la representación o la comprensión sesgada o errónea es muy ele vado. En la siguiente argumentación me preocupa m ás discernir ciertas posibilidades inherentes a la postura socrática que ads c rib ir e s te n u ev o e n fo q u e a la p e rso n a lid a d c o n c re ta de Sócrates. Lo nuevo y lo realm ente importante de cara al futuro debería su b rayarse con m ayor vehem encia que el equilibrio hallado entre lo nuevo y lo viejo. Desde diversas perspectivas de considerable importancia, Sócrates fue un ser producido por la polis, cuyo estilo de vida sería inimaginable sin el contexto de la polis, y que trabajó activam ente en beneficio de todas las poleis. Lo m ism o puede decirse de Platón, su discípulo, aunque no tanto en el caso de Antístenes, el cual hizo especial hincapié en la im p o rtan cia del crecim ien to y la evolución personal. 41
N uestra preocupación ha de tener por objeto las tensiones gene radas por el com prom iso público de Sócrates cuando otros inte reses comenzaron a colisionar con aquél. Puede que no se trata ra de ten sio n es irre c o n c ilia b le s desde el pu n to de vista de Sócrates, pero lo cierto es que de ellas hab ían de surgir las alternativas viables para una vida plenam ente privada. Cuando Pericles hablaba de la medida de vida privada que A tenas podía garantizar a sus ciudadanos — exactam ente por que su compromiso público tam bién podía considerarse garan tizado— , es sencillo im aginar a Sócrates com o prim er benefi ciario. Ciertam ente, fue él quien más conscientem ente prestó atención a la vocación del deber público y a las exigencias sup rem as de las leyes, a las que el in d iv id u o debe siempre som eterse. Pero lo cierto es que nunca se propuso hallar la auto-realización personal en el desempeño de su papel público, salvo si se tiene en cuenta que quizá logró definir un papel en el que sí encajaba su propósito. Para él, la realización de sí mismo radicaba por el contrario en la dedicación a la misión del filóso fo. Y de esa traslación em ergieron nuevas posibilidades. U na de las líneas de argum entación socrática invierte el proceso de la form ación de la personalidad que sugiere, por vaga que sea la form ulación, la Oración Fúnebre. Como diría Pericles, los niños de A tenas tienen ya la excelencia de Atenas. El m iedo a la vergüenza en público basta para que se conduz can con rectitud. El filó so fo sostiene en cam bio que todo el bien m ana de un alm a virtuosa. La norma del comportamiento no es por tanto la opinión que corra por la plaza del mercado, sino el dictado directo de la razón. El «descubrim iento» mismo del alma, en tanto form a rectora interior al hom bre plantea una tarea de auto-formación distinta de la que prevalecía en el anti guo ideal de la K alokagatheia. Y esta traslación que va desde una m oralidad orientada por la vergüenza hacia una ética racio nal interiorizada impone en el individuo que la opera (y es posi ble que fuesen muy pocos) una interminable indagación racio nal sobre las bases de sus propias acciones. El control social deja paso a la autonomía, aun cuando el legislador real no sea el yo con toda su idiosincrasia, sino una concepción universal de la razón. Trabajar de form a intensiva sobre la personalidad 42
humana, configurando un ser unificado en la expresión arm óni ca de su principio rector interno, es una tarea que da a la vida un tono muy distinto del que im ponía la costumbre de perm itir que la naturaleza heredada fuese desdoblándose. El cultivo de la personalidad pasa a ser una actividad agotadora, aun cuando sea posible ponerla en relación con otra tarea social de m ayor resonancia. Para Sócrates, el proceso es algo que se tiene en común con los demás hombres; él ve la tarea en el raciocinio, lo cual sólo puede tener lugar en el diálogo, nunca en el monó logo. Pero ya no será necesario que transcurra dem asiado tiem po hasta que comience a verse ese tipo humano para el cual la verdad im partida, y no ya la verdad que activamente se desvela, imponga una tarea vital más sim ple: hacer que el yo encaje dentro de un m odelo racional dado. Si bien este giro socrático, con su espiritualización de la vida individual, fue un paso sum am ente significativo en la indi viduación de la personalidad o ccid en tal, en trañ ó , m ás que fomentó, el crecimiento de una determ inada idea de la indivi dualidad. Se alentó en cambio seguir los dictados de la razón; el objetivo de todo esfuerzo no era otro que el convertirse en un hombre sabio. Ahora bien, «en el reino de la razón la individua lidad es una perfecta desconocida.»1 Cuanto más universal se piense que es la razón, tanto más compartirá cada vida su for ma, de acuerdo con la razón, con todas las dem ás. Voy allí a donde me conduce el logos; tú vas allí a donde el logos te con duce. con lo que si ambos seguimos fielmente los dictados del logos, tendríam os que term inar por llegar a un m ism o punto. Sólo m ucho después, con el advenim iento del intenso historicismo que da a cada vida las condiciones en que puede y debe aplicar la razón, se contrarrestó esta concepción de la razón universal; sólo entonces pareció descansar el hom bre, com pla cido, en esa proposición según la cual una razón de validez uni versal, que respaldase premisas vitales inexplicablem ente dis tintas, pero todas válidas, no tendría por qué conducir a posi ciones u n ifo rm e s . Sin e m b a rg o , en el m undo a n tig u o la confianza depositada en un logos aglutinador y unificador era demasiado fuerte para que así fuese. Cuanto más se aunaba esta confianza con una creencia en la firm eza del orden del mundo. 43
del propio cosmos com o expresión de un orden racional, tanto m ás se adherían las concepciones de la personalidad a las exi gencias de una racionalidad unlversalizada y universalizadora. ,La transición que desem bocaría en la aparición de estados hele nísticos de mayores territorios, y, en definitiva, la incorporación de la totalidad del m undo de la polis al Im perio Romano —que hasta el siglo II d. C. no pasó de ser una federación de poleis aglutinadas bajo la hegem onía de la más fuerte— fortaleció un cosm opolitism o en el que el cosm os racional había pasado a ser la auténtica polis del hom bre. Que el yo encajase en este orden racio n al del m undo pasó a ser para m uchos la tarea de sus vidas. El ideal del sabio que había aprendido a vivir en armonía con la naturaleza (esto es, la razón) fue, a pesar de ciertas varia ciones de puro detalle, el m odelo de la existencia predicado por los grandes sistemas filosóficos que heredaron a su vez el giro so crático . Este ideal pudo adem ás reco n ciliarse con el otro m odelo del hombre público, de manera palm aria en las formas que adoptó el estoicism o en Roma, y que, en su vinculación con la ley natural, tenían ya una larga trayectoria en la tradición occidental. El dilema tan frecuentemente pregonado de verse en el brete de realizarTma elección personal entre la vita activa y la vita contemplativa sugiere con toda claridad la coexistencia de m odelos alternativos de la vida personal.4 Los escritos autobiográficos exentos de la antigüedad son espejo de tal elección de concepciones personales. Las «Vidas de los filósofos», que em anan de distintas escuelas, aúnan la m em oria y las res gestae, la relación de actos realizados, como si fuese otro género autobiográfico propio de la antigüedad. Por m ucho que no pasaran de ser meros bocetos, estas «Vidas de los filósofos» apuntan de m anera suficiente el dilem a que planteaba la exposición del yo en las condiciones propias del clasicismo. Una inhibición bien simple subyace a la creencia de que el sabio en realidad no debería hablar jam ás de sí m ism o; cuando de todos m odos lo hace, lo hace exclusivamente por un propósito didáctico. Otro inconveniente es el de la desconfianza de la idio sincrasia, que todo lo impregna. La totalidad de la empresa tien de, asi pues, a verse dom inada por la necesidad de mostrar hasta qué grado la vida personal fue fiel al modelo típico que se ha 44
admirado. Esto es algo que casi podría realizarse respetando una fórmula: ¿qué ascendencia tiene el autor? ¿Q ué relaciones man tuvo prim ero con sus m aestros y después con sus discípulos? ¿Qué relaciones tuvo con las mujeres, la familia, las amistades? t,Qué grado de ejemplaridad tuvo en el dom inio de sus pasio nes? ¿Cuáles han sido sus escritos, enseñanzas, máxim as y con sejos? El interés en la individualidad es mínimo en el mejor de los casos; la comprensión genética del desarrollo de la persona palidece por comparación con el interés por el valor didáctico de la personalidad. Buena prte de este valor se extrae de la exposi ción de la lucha ejemplar con el destino, una fuerza que a menu do se considera sobre todo com o un obstáculo que se interpone en el cam ino de la vida, que ha de llevar el hom bre genuinamente sabio, cuya sabiduría es constantem ente puesta a prueba mediante este encuentro continuo con el destino. Las condiciones de una biografía con éxito son las mismas que las de la autobiografía; rara vez revela el autobiógrafo penetraciones o inferencias de las que no disponga el biógrafo. El arte del retrato literario, no obstante, sí fue altam ente desa rrollado dentro de esta visión esquemática de la personalidad. ET auténtico incentivo para la escritura de la literatura autobio gráfica puede que fuese más bien débil, si bien esto no pone en cuestión la m aestría artística de los antiguos historiadores y biógrafos. Antes bien, es al contrario: las formas y tácticas lite rarias estaban al alcance del profesional, y el poderío formal de los autores antiguos es innegable. Aunque tuvieron las herra mientas y el talento literario requeridos para escribir biografías ejem plares, dispusieron de pocos incentivos para hacerlo. Así pues, esta impresión se refuerza por el hecho de que la relativa ausencia de autobiografías configure ciertamente todo un índice de las restricciones que pesaban sobre los ideales dominantes de la personalidad y sobre las condiciones culturales de que aquéllos dependían. Durante el milenio que va del año 800 a. C. hasta el año 200 d. C., las condiciones de la vida en antigüedad no estimula ron ni fomentaron el crecim iento de la autobiografía. Los anti guos no dieron ningún valor a una vida dedicada a encontrar una respuesta a estos interrogantes vertebrales: ¿quién soy yo? 45
¿Cómo me he convertido en el que soy? ¿En qué sentido tengo una personalidad diferenciada? ¿Qué compleja interacción de fuerzas externas y de características internas da cuenta de mi configuración específica? No hubo ninguna necesidad de utili zar la autobiografía como m edio básico para iniciar y culminar la búsqueda del propio yo, ni com o herram ienta con la que aclarar ese yo propio, pero sí existió, en esta civilización aristo crática, agónica y de m entalidad esencialm ente pública, una cierta necesidad de glorificación y justificación de uno mismo. A la representación de los grandes hechos realizados, del papel público de la personalidad y de sus efectos en el mundo, se le da una exposición directa. En la «Séptima carta» de Platón, por ejemplo, se hace tal hincapié en el valor de una existencia ver daderamente racional que apenas queda espacio para preguntar se por un desarrollo de la personalidad auténticam ente indivi dualista. El térm ino desarrollo es realm ente la clave de las lim itaciones de todos estos géneros, que extraen su genuina fuerza del arte del retrato estático. La representación de las posibilidades del desarrollo parece agotada en una técnica que muestra la consecución gradual de una naturaleza dada, de un modelo de existencia. Sólo en la lucha heroica contra el destino cabe a veces discernir un débil desarrollo, una cierta evolución de la persona. Tampoco encontram os ese elem ento que poste riorm ente será tan esencial para la culm inación del potencial pleno de la autobiografía, esto es, la concepción de un desarro llo genético de la personalidad, fundada en la conciencia de la com pleja interacción que se da entre mi mundo y y o .5 En com paración con las concepciones judeo-cristianas, y ciertam ente en com paración con las posteriores concepciones historicistas, la concepción de la personalidad que prima en la antigüedad es de un ca rác te r innegablem ente m ás estático. El retrato y la ejem plificación moral están m ás acordes con el tiem po. Desde múltiples perspectivas, pues, sí hubo algunas razones para que se diese un crecimiento lim itado de la autobiografía en la anti güedad. El crecim iento que tuviese lugar, en cualquier caso, proporcionó a la ulterior evolución del género en O ccidente las formas y utensilios literarios fundam entales que pasarían a for mar parte de la tradición autobiográfica. 46
Antes del año 400 a. C., hay cierta poesía que tiene una ine quívoca calidad autobiográfica; rara vez está desprovisto este género de un im pulso autobiográfico.6 Lo más digno de m en ción son las referencias personales en las obras de H esíodo. Arquíloco y Solón. Pero todo el que desee reconstruir una vida a partir de estos detalles autobiográficos se verá desalentado por su parquedad. Otros prosistas, com o Heródoto y Tucídides, sólo nos proporcionan los más leves indicios acerca de sus pro pias personas. Sólo en la Anábasis de Jenofonte, escrita en ter cera persona, encontram os en efecto una memoria de contenido autobiográfico; tiene un fuerte talante de apología política y abunda en los hechos realizados.7 A partir del siglo IV poseemos tres documentos exentos y de un contenido m anifiestamente biográfico. Dos de ellos adop tan la form a de d iscu rso legal, y u n o es una fam osa carta. Isócrates, ya muy al final de su vida, en torno al año 354 a. C., escribió un d iscu rso de defensa p ara un ju icio dirim ido en Antídosis, que probablem ente nunca llegó a leer en público. Se imagina que se trata de una ocasión pública; la exposición de la personalidad se atiene, al pie de la letra, a un esquema de la vida propia del hom bre público, que vive éticamente a tenor de lo que de un ciudadano virtuoso se espera, sólo que, en la ver sión de Isócrates, no es tanto un héroe cuanto un burgués ate niense medio, levem ente filisteo. La educación sofista va de la mano con la virtud cívica, sin relación con las virtudes priva das; el cultivo de las calidades personales sigue siendo espe cialmente fuerte, siempre al servicio de las funciones públicas. E s to es m ás c ie r to si cab e en el c a s o d e la o ra c ió n de Demóstenes titulada «Sobre la corona» (330 a. C.), ju stific a ción autobiográfica de su oposición a Filipo II de M acedonia. Esta relación de su vida y exposición de su carácter tiene por objeto proporcionar el contexto necesario para que se entienda su actitud política. En cuanto a la fam osa «Séptima carta» de Platón, de contenido autobiográfico, los estudiosos ni siquiera se han puesto de acuerdo en si la autoría del texto corresponde efectivam ente a Platón o quizá a uno de sus discípulos.8 En cualquier caso, es de especial interés por lo que revela acerca del dilema que vive el autor: puede optar entre una vida dedica 47
da a la acción política o una vida retirada, dedicada a la filoso fía. La relación se centra en la experiencia siciliana de Platón, en la corte de Siracusa, en donde el viejo filósofo, tras abstener se de participar en la política de su Atenas natal, pensó que dis pondría de la ocasión de traducir sus enseñanzas filosóficas a la acción. Se trata de una honesta evaluación de su fracaso en el intento. De todos m odos, es también una narración que mezcla la plasm ación de los hechos con los elev ad o s pensamientos filosóficos que suscitan; no nos aporta tanto una visión a fondo de la persona que escribe cuando de un filósofo que se enfrenta a un problem a práctico relativo a lo que le queda de vida. El dilem a de la elección entre vita activa y vita contem plativa tuvo en lo sucesivo una representación m odélica. A sí com o los escritores helenísticos extendieron el alcance de la literatura biográfica, sólo disponemos hoy de referencias a obras autobiográficas no exentas en este período, todas las cua les se d iría que fueron m em orias o narracio n es de grandes hazañas. Polibio re fiere que Aníbal al p arece r escribió una m onum ental relación de sus hazañas, y que A ratus de Sición esc rib ió m em orias de sus actuciones p o lític a s y m ilitares. Hallamos referencias esparcidas a las inscripciones y memorias autobiográficas de los gobernadores del período helenístico; las co n v u lsio n es p o líticas de la etapa p o sterio r a G raco, en la R om a rep u b lican a, a le n ta ro n a m uchos ro m a n o s a escribir «apologías» políticas y relaciones de su propia actividad. Por medio de Cicerón, de T ácito y de Plutarco conocem os la activi dad de la au to b io g ra fía p o lític a que p ra c tic a ro n A em ilius Scaurus, Rutilius Rufus, Q. Lutatius C atulus y. sobre todo, la gran memoria del dictador Sila. Los com entarios de César a la guerra de las Galias y a las guerras civiles difícilm ente podrían calificarse de autobiográficos, aun cuando la relación en tercera persona de vez en cuando ofrezca una visión de la personalidad del autor. No existe una autobiografía de M arco Tulio Cicerón, que es por otra parte el hom bre que mejor conocem os de toda la antigüedad. Su notabilísim a correspondencia, sobre todo las cartas dirigidas a A tticus y a otros amigos íntim os, contienen muchos momentos de reflexión sobre sí m ismo, de revelación y valoración de su persona. M uy a menudo insertó datos persona 48
les en sus otros escritos; en el B rutus esbozó incluso una histo ria de su evolución personal com o orador, dentro de una histo ria general de la oratoria. Una vez más encontram os el hondo conflicto de la elección entre vita activa y vita contem plativa; hay en C icerón una conciencia m uy real de los diversos papeles que el hom bre puede y debe desem peñar (así, el térm ino perso na, que originalm ente significaba «m áscara», «papel», figura ahora con m ayor prominencia), y Cicerón ocasionalm ente hace gala de la habilidad, hasta entonces muy infrecuente, de salir fuera de sí m ism o para m edir el valor de su actuación real, com parándose con el modelo de la vida del estadista que se había propuesto alcanzar (rara cualidad en un hom bre que, la mayor parte del tiempo, tiende a engañarse a sí m ism o acerca de su verdadero poder en el m undo). De haber escrito Cicerón una a u to b io g ra fía, podría h ab e rn o s legado la m u estra más valiosa que un hombre de la antigüedad clásica podría habernos dejado; lo cierto es que en el m aterial del que disponem os no hay indicios que nos lleven a pensar que habría trascendido las limitaciones adscritas a todo esfuerzo autobiográfico en la anti güedad clásica. Los restos encontrados del período del principado no alte ran sustancialm ente la imagen de conjunto. Simbólicam ente, a comienzos de esta época se sitúa la relación de res gestae por antonomasia, la «reina de los docum entos», en feliz denom ina ción de M om m sen, la relación de los hechos del em perador Augusto. E ste hombre que cam bió tan fundam entalm ente el curso de la historia disponía del m aterial más im presionante que se pueda concebir para unas Res Gestae, com o se puede ver por la inscripción encontrada en el tem plo dedicado a la diosa Rom a en Ancyranum: «A los diecinueve años de edad adquirí por decisión propia, por mi cuenta y riesgo, un ejército al mando del cual iba a restaurar la libertad en el estado que había caído bajo las garras de la tiranía impuesta por una fac ción». ¿C uántas vidas podrían com enzar de este m odo su rela to? Ya la prim era frase eleva la narración a un plano en el que no tiene rival posible. Al m ismo tiempo, no hay ningún otro documento que muestre tan bien com o éste la abismal diferen cia. el m undo que media entre las res gestae de un hom bre 49
público y la autobiografía de un hombre que realm ente refle xione sobre sí mismo. Una de las personalidades más extraordi narias que se han dado en la historia de la hum an id ad deja constancia de sus hazañas y de la intención perseguida con sus actuaciones políticas, pero nada nos revela acerca de su vida interior. Sabem os que tam bién escribió una autobiografía ante rior, claro que 6revelaría su contenido, caso de haberse conser vado, alguna cosa más? En cuanto a las vitae im periales de períodos posteriores, las únias referencias dignas de confianza que ten em o s son las de A d rian o y las de S ep tim io Severo, dejando a la de Marco A urelio un lugar muy especial. Entre los escritos autobiográficos con m enos color político de los producidos durante el principado tenem os las revelado ras p o rc io n e s de poesía de H oracio. O v id io (en esp ecial, Tristia, 4.10) y Propercio. Hay igualmente reflexiones autobio g ráficas esparcidas por los escrito s de filó so fo s tales como Séneca y Epícteto. Una obra m ás extensa, la «autobiografía del e s c r ito r » (S c h r ifts te lle r a u to b io g r a p h ie ) d e N ic o lá s de D amasco, consejero del rey Herodes, es más que nada un auto rretrato apologético y, si acaso, un encomio de sí m ismo, escri to en una «modesta» tercera persona. Los fragm entos que se conservan no han causado una gran impresión entre sus escasos lectores;9 es una personalidad que se pierde en los recuerdos o en el esquem a de la alabanza de sí mismo, La Vida del historia dor judío Josephus vuelve a ser en lo esencial un relato de su com portam iento político y m ilitar durante el período de la gran rebelión. Las cartas paulinas revelan muchos datos acerca del autor, pero su propio propósito didáctico, que se afirm a especí ficam ente en muchas de ellas, socavan el valor autobiográfico que pudieran tener. En el siglo II d.C. hay referencias autobiográficas en la poesía satírica de L uciano y, más incluso, en «el producto autobiográfico de la literatura griega»,11' las oraciones sagradas del rétor Aelius Aristides, que habla de sí m ism o al anotar ios sueños y visiones que experim entó siendo adepto del culto de A sclep io . L uego hay que m en cio n ar Las m e d ita c io n e s del em perador Marco Aurelio, cuyos editores tantas veces han prom ocionado en el mercado com o una de las grandes autobiogra 50
fías que en el m undo han sido. Ahora bien: este libro tan nota ble ¿es de hecho una autobiografía? El Libro I, con su esm era da lista de «lo que debo a quienes me han form ado», podría dar la impresión de serlo. Sin embargo, los once libros siguientes tienen la inequívoca calidad de las anotaciones del momento, tomadas sobre la m archa, que lo adscriben m ás bien al género del «diario activo».11 C onstituyen los intentos de un hombre, para quien el m undo está a punto de convertirse en algo carente de sentido, por recordar al amanecer, todos los días, ese puñado de ideas que tiene en gran estima, esas escasas certezas gracias a las que podrá m antener entera su personalidad de cara al tra bajo que ha de realizar. Se trata de una colección de enseñanzas en lo esencial estoicas, repetidas casi com o una salmodia o un encantamiento, para que las frases sigan vivas y se amplifiquen por medio de las reflexiones personales sobre los sucesos coti dianos. En esto no puede decirse que exista una exploración activa del propio yo, ni una exposición del propio yo en benefi cio de los demás, ni un auténtico autorretrato. El conjunto del texto está dom inado por la necesidad que siente el autor de m antener a raya la locura. M arco Aurelio logró, mediante el uso de este ejercicio diario de recordación, preservar su vida dentro de los confines de la racionalidad estoica, por más desa brida y carente de gozo que fuese una vida así. A medida que se leen sus anotaciones, se tiene la sensación de que el refinadí simo mundo del im perio universal que rigió no podía mantener se mucho más allá de su época. En el mundo en rápida transformación de los siglos III y IV fueron escritas algunas obras autobiográficas. El rétor Libanius escribió una declam ación en la que revelaba su personalidad. Sin embargo, la m ayor parte de los apologetas cristianos guían la atención del investigador hacia los restos del género; en el siglo II, Justino el M ártir fue uno de estos apologetas, y más adelante lo mismo puede decirse de los escritos de Prisciliano y de Nestorius. A ju zg ar desde el punto de vista de la literatura, la obra más lograda de todas las que antecedieron a Agustín bien podría ser el Canto a s í mismo, escrito por un clérigo del Im perio oriental llam ado Gregorio de Nicea. Las necesidades cristianas, sentidas en toda su hondura, se m ezclan en esta épo 51
ca con las formas literarias que cuajaron durante la antigüedad clásica. El elevado tenor de las C onfesiones de Agustín por fin aparece en la palestra, y descuella de tal manera, con tal pree minencia respecto de todo antecedente, que es difícil resistirse a la afirmación de que con esta obra arranca la auténtica tradi ción autobiográfica de Occidente.
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2. LAS CONFESIONES DE SA N AGUSTIN: LA BUSQUEDA CRISTIANA DE UN YO PROPIO
El h isto riad o r de la au to b io g ra fía a m enudo en c u en tra abundantes cosechas en los grandes períodos de crisis, en los que las vidas de los hom bres de Occidente dan giros decisivos. En la época «clásica», poseedora de configuraciones culturales elaboradas con enorm e coherencia (lo cual equivale a decir tan sólo que tiene un repertorio de respuestas y técnicas apenas dis putadas, aplicables a las cuestiones de la vida que mayor per plejidad imbuyen en el hombre), los individuos han de afrontar con mucho m enor aprem io la necesidad de referir el significado de su existencia. Las épocas de crisis, en las que las más firmes su posiciones sobre el hom bre y su m undo son de continuo puestas en tela de juicio, fuerzan al individuo a asumir la tarea de duda y de indagar una y otra vez en los cimientos mismos sobre los que descansaba tradicionalm ente esta concepción de sí mismo. E incluso la escasa cosecha de escritos autobiográfi cos de la antigüedad respalda en buena parte esta impresión: existió un breve florecim iento de la poesía autobiográfica en el período de transición de la antigua sociedad tribal y aristocráti ca a los comienzos de la polis griega; existió una honda crisis de reorientación personal de la cual son clarísim os síntomas las guerras del Peloponeso; por otra parte, la crisis de la República m oribunda y de las guerras civiles de Rom a suscitaron la apari 53
ción en prim er plano de varios intentos autobiográficos. La configuración cultural de la Alta Edad media presenta uti tipo autobiográfico m ucho más estable y uniform e, m enos pro b le m ático, que el co n te x to m ás láb il del R e n a c im ie n to y la Reforma. Sin que sea nuestro deseo hacer de estas reflexiones sólo hilvanadas nada que pueda rem itir a una ley histórica — ley que nosotros, en la m odernidad, difícilm ente podríam os comprobar, ya que a duras penas llegam os a percibir la configu ración de nuestra propia cultura, y ley por otra parte en presu mible contradicción con la consideración de que cualquier cri sis personal de cierta intensidad, en una época de estabilidad, podría en efecto liberar todas las motivaciones necesarias para la escritura de una autobiografía— , sigue siendo digno de m en ción el que la gran «autobiografía» antigua que com entarem os en este capítulo pertenezca indudablem ente a una época en la que el hombre occidental experim entó profundísim as transfor maciones culturales. Agustín vivió del año 354 al año 430 d. C. El siglo com prendido entre 350 y 450 fue, a tenor de los acontecim ientos externos, no más agitado ni colvulso que cualquier otro siglo comparable en la historia de la época clásica. Con la excepción del período que va del año 50 al año 200 — el segmento históri co más largo que nada menos que Gibbon mismo tenía por una de las etapas m ás felices en la historia de la hum anidad— , el mundo antiguo había experim entado recurrentem ente notables revueltas en lo político. El m edio siglo que va del año 250 al año 300 fácilm ente podría haber sido más tum ultuoso que el medio siglo que va del año 400 al año 450; el siglo IV. en con junto, debió de resultar bastante uniform e e incluso apacible para la m ayor parte de los ciudadanos del imperio. Así pues, tenía gran trascendencia para toda sensación de bienestar subje tiva el dónde, dentro de tan inm enso imperio, y el cuándo expe rimentase cada hom bre la época que le había tocado vivir. Los libros exentos del último gran historiador romano, Ammianus M arcellinus, abarcan el cuarto de siglo durante el cual maduró Agustín hasta hacerse un hombre. De ninguna manera transm i ten la im presión de que este inteligente observador de la histo ria considerase el suyo un mundo en declive. A pesar de la sor 54
p re s a que h u b o de p r o d u c ir le la d e s a s tr o s a b a ta lla de Adrianópolis o el saqueo de Roma perpetrado por los visigo dos, así como los vándalos invasores de su propia tierra norteafricana, tampoco Agustín consideró nunca la historia de su épo ca com o un período tenebroso, al estilo del pesim ismo que sí impregna la m entalidad de Gregorio el G rande, sólo ciento cin cuenta años más tarde. Entre Jos defensores del poder imperial y sus rivales se produjeron repetidas luchas; a veces, el poder imperial llegó a unificarse (así, de 353 a 375, y de 379 a 395); en otras ocasiones no lo estuvo. Por los territorios rom anos abundaron las incursiones de los bárbaros, pero de un modo u otro el imperio siem pre había parecido capaz de absorber a toda clase de invasores. En aquella época, nadie disponía de la ven taja que supone la visión retrospectiva gracias a la cual el histo riador moderno sabe que la división del im perio fue ya definiti va en el año 395, y que en la mitad occidental, más débil y expuesta a los ataques de los bárbaros, éstos bien pronto se eri gieron en amos y señores del territorio. Es difícil percibir algún síntom a, hablando sólo de los acontecim ientos políticos, que hubiese bastado para propiciar un cam bio radical en la visión que el hombre tenía de sí mismo (tal y com o sí pudo suceder, por ejemplo, en el caso de los acontecim ientos ocunidos entre el año 400 y el año 49 a. C.). Tal vez pueda pensarse que las transform aciones sociales y económicas de este período tuvieron cruciales consecuencias. La vida en la antigüedad, centrada de m anera tan intensa en el com plejo urbano de la polis en sus diversas manifestaciones, comenzó a ser m ucho más rural. Sobre todo en la mitad occi dental del imperio, la huida de las élites urbanas al campo se había iniciado al menos un siglo antes del año 350; el desarro llo de la villa y del sistem a distributivo de la columnata en tor no a la cual se articulaba fue un primer paso muy significativo, tendente al asentam iento de una forma de organización centra da en estas m ansiones cam pestres. La econom ía urbana, de base m onetaria y de trueque, fue cediendo paso de manera ince san te ante el av a n ce de una eco n o m ía de su b sisten cia en muchos casos autónom a. Pero en épocas que, como ésta, discu rrían con mayor lentitud que la nuestra, tales transformaciones 55
rara vez surtieron un impacto dram ático en la conciencia que los hombres tenían de sí mismos. Sin embargo, se dio durante este siglo una clase de transfor mación que por fuerza había de tener un efecto fundamental en la mentalidad del hombre. En términos demográficos puramente cuantitativos, el mundo estuvo cristianizado a lo largo del siglo IV. Cuando Constantino opta públicamente por el cristianismo durante el prim er tercio del siglo IV, los cristianos eran aún una minoría, quizá el 10% o puede que el 20% del total de la pobla ción, aun cuando estuviesen más concentrados en determinadas regiones. La mentalidad cristiana estaba marcada por una idea de comunidad estrechamente comprimida, compuesta por los santos sitiados por un poder estatal pagano, por el populacho e incluso por la cultura dominante. Una vez que aceptaron el orden básico de la realidad, este escenario cambió sustancialmente. Hacia el año 450, casi cualquier persona tenía más probabilidades de ser cristiana que pagana a conciencia. También había cam biado la relación de los cristianos con el orden político. El Edicto de Milán, prom ulgado en 312 ó 313, fue una mera declaración de tolerancia para los cristianos que supuso el fin de las persecucio nes, y de que el propio emperador era «favorable» a la Iglesia; Juliano el Apóstata, en su breve paso por el poder (361-363), fra casó en su em peño por organizar una especie de iglesia pagana; en 382, el obispo Ambrosio de Milán había obligado ya al empe rador Valentiniano II a retirar el altar de la Victoria de la cámara senatorial de Roma; con el em perador Teodosio, el cristianismo se había convertido prácticam ente en la religión «oficial» del estado. Una vez ganada la batalla por la aceptación externa de la Iglesia, los grandes conflictos pasaron a ser de tipo interno: la gran polémica del arrianismo que tanto perturbó la vida de los cristianos durante el siglo IV, el cism a donatiano que tantas repercusiones tuvo aún en la com unidad cristiana de A frica a la que pertenecía Agustín, las cuestiones doctrinales que gradual mente iban a plantearse en el pelagianism o contra el que tanto batalló Agustín mismo; por último, y si es lícito decirlo de este modo, el ataque implícito del m ovimiento monacal contra una Iglesia que ya peligraba debido a las tendencias secularizadoras a las que la había expuesto su propio triunfo en el mundo. 56
Es preciso considerar la vida de Agustín sobre el telón de fondo de estas transform aciones, por m edio de las cuales el estilo de vida clásico fue convirtiéndose en un estilo de vida cristiano: en ciertos aspectos esenciales fue un proceso consis tente en am algam ar extrem os opuestos. A gustín pertenecía a una familia en la que la madre, Mónica, era una cristiana devo ta, mientras que el padre, al parecer con notable consciencia, era pagano; sólo poco antes de morir hizo Patricio las paces con la Iglesia: Agustín tenía entonces dieciocho años de edad. Los dos habían fom entado am biciosam ente en el hijo la aspiración de alcanzar el éxito en este mundo, a pesar de que les supusiera un considerable sacrificio económico; le proporcionaron la típi ca educación clásica. Esta educación a la que fue confiado no había cambiado prácticam ente nada a lo largo de varios siglos; seguía estando pensada para formar un hom bre erudito, e lo cuente, el orador que había de prestar servicio a la sociedad desde muy variados puestos de prom inencia pública. Para un joven surgido de circunstancias modestas, com o era en efecto Agustín, esta enseñanza fue su única posibilidad de «llegar a ser alguien». U tilizó a conciencia las oportunidades que se le ofrecieron, y lo g ró un éxito em inente; a los treinta años, en calidad de profesor público de retórica y oratoria en Milán, por entonces capital de la mitad occidental del imperio, pudo apro vechar para contraer m atrimonio y em parentar con una de las m ejores fam ilias, aparte de p ro se g u ir su dedicación a una encumbrada profesión pública. El patrón de la educación reci bida lo había capacitado de esta manera para desarrollar su per sonalidad de acuerdo con el modelo m ediante el cual una civili zación e x tre m a d a m e n te m adura h a b ía in ten tad o e x p re s a r durante m uchísim o tiem po uno de sus ideales dominantes res pecto del hom bre bueno. Es obvio que el tem a más dramático de su vida iba a ser que el desarrollo espiritual experimentado por el propio A gustín lo llevase a entrar en abierto conflicto con este clásico ideal. Y la significación que tiene su vida en la historia universal se deriva de la transform ación que logró introducir en este ideal por medio de su extraordinaria capaci dad espiritual. A gustín se esforzó por alcanzar la formulación de un ideal de la personalidad y de la cultura que, a la postre. 57
iba a afectar profundam ente el curso de nuestra civilización. Así, sirve de puente entre el mundo antiguo y el mundo m edie val; conviene considerarlo como un hom bre que representa una época a caballo entre estos dos inmensos bloques de la historia, una época por derecho propio, de la cual fue el hombre más representativo. ¿Qué clase de libro son las Confesiones? Agustín lo escribió entre el año 397 y el año 401, poco después de haber sucedido a Valerius en el episcopado de Hipona en el año 395. Había trans currido ya una década desde la experiencia de su conversión, que tuvo lugar en agosto del año 386, pasando por su renuncia a su «cátedra» en M ilán, su actividad filosófica en su retiro de Cassicianum. su bautism o oficiado por Am brosio en el año 387, la muerte de M ónica en Ostia en 388 y la de su hijo Adeodatus y su amigo Nebridius en 390. los intentos por crear sendos centros de retiro escolástico y monacal en Tagaste y en Hipona y su ordenación sacerdotal en 391. Era ya autor de diversos escritos y se había convertido en un destacado portavoz de la ortodoxia, especialmente en su pugna con los todavía molestos partidarios de la herejía donatiana y con los del maniqueísmo. Tal como suele ser característico de muchos intentos auto biográficos, es posible que existieran estím ulos externos para iniciar la redacción de este libro: los am igos que tal vez le pidieron una relación más amplia de lo que le había ocurrido a lo largo de la vida, la necesidad de postergar para siempre las sospechas aún recurrentes de que seguía siendo un m aniqueo o un platónico incorregible, la pérdida de contacto por parte del sacerdote con los am igos que se le habían unido tiem po atrás en sus intentos por co n struir una vida com ún de contem plación cristiana, constituyendo todos una devota agrupación de s e n ’i Dei. el hecho de su repentino ingreso en la Iglesia, que se reali zó en efecto sin previo aviso,1 o tantos otros. Así como es posi ble que algunos am igos deseasen una narración de su vida, otros tal vez estuviesen interesados en aprender de sus reflexio nes teológicas o en recibir pruebas de su extraordinario dom i nio exegético. El texto tiene marcas suficientes para poner de m anifiesto que a A gustín incidentalmente tam bién le importan las demandas de su audiencia. 58
¿Fue esta m ultiplicidad de exigencias responsable también de la disparidad tantas veces aducida que existe entre los Libros 1-9 y los Libros 10-13, com o bien han percibido los lectores que no terminan su lectura al término del Libro 9? Los prim e ros nueve libros contienen u n a relación cronológica bastante fiel de la vida de Agustín hasta su inminente regreso a Africa, justo antes de 389. El Libro 10, en marcado contraste con lo anterior, es en lo esencial u n a serie de reflex io n es sobre la memoria en tanto facultad hum ana; el Libro 11 es un conjunto de reflexiones sobre la naturaleza del tiempo y, al menos en la superficie, los Libros 12 y 13 son ejercicios exegéticos sobre las frases iniciales del Libro de Moisés. En principio, una lectu ra continuada puede ser m otivo de perplejidad. ¿Se ha forzado la coexistencia de partes incom patibles? ¿O acaso conviene recurrir a una explicación m ás sencilla, a saber, que en estos libros, al igual que en una o b ra posterior, com o De trínitate, Agustín no compuso su escrito como debiera?2 Las respuestas a estos interrogantes dependen de una cuestión m ucho más ele mental: ¿qué clase de libro es éste? ¿En qué sentido se trata efectivam ente de una autobiografía? D icho de m anera m ucho más obvia, A gustín llamó a su libro un libro de confesiones. Son tantos los autores que han hecho uso posteriormente de este término en sus escritos auto biográficos que la palabra se ha vuelto algo blanda, sobre todo en boca de quienes ya no tenían un Dios ante el cual confesar. En el em peño de Agustín, todos los m atices de sentido que pudiera tener el vocablo «confesión» eran cru ciales; sin un Dios com o recipendario crucial del libro, éste carecería de sen tido. A determ inados niveles, aquí hay un público reconoci miento de las transgresiones en que se ha incurrido, reconoci miento que se hace directam ente ante Dios, confessio percal i, perfectamente acorde con la costum bre de aquellos tiempos, en que la confesión pública en la iglesia estaba a la orden del día. i Tratábase pues de un asunto que había que ventilar entre el pecador y su Dios, aun cuando a ello asistiese la com unidad en p len o , si bien los d e ta lle s p erm a n ecía n en se c re to . Para Agustín, la confesión era asim ism o un acto de rendición total ante Dios, una entrega del propio yo, íntegra y con absoluta 59
confianza, en manos del ún ico poder que p o d ría servirle de ayuda. Era tanto el reconocim iento público del cred o capital com o el co n o cim ien to in c ip ie n te de la v e rd a d . Pero para Agustín más importante aún era la confessio la u d is, la alabanza del S eñ o r en el antiguo se n tid o bíblico del té rm in o . Había com enzado a comprender los insondables cam inos del Señor, y había percibido el poder de Su mano en su propia vida. De esta experiencia vital todos los pronunciam ientos que emanasen serían meros balbuceos, confesiones de alabanza y de maravilla interminable. Todos los restantes modos de «confesar» siguen estando presentes: la confessio peccati, ya que sólo el alma que percibe su desorientación agradece la guía; la confesión de la fe en la gratitud por todo lo que al alma se perm ite comprender con m ayor claridad; la rendición total que se deriva de ese sen timiento de maravilla absoluta que, paradójicam ente, el hombre sólo puede soportar cuando deja de estar solo. Toda confesión descansa en la gracia im partida; el corazón que se colma con este don se desborda en la confessio laudis. El com ienzo mismo del volum en da idea del tono que ha de seguir: Grande sois, Señor, y muy digno de toda alabanza [laudabilis valde]: g ran d e es vuestro poder, e infinita vuestra sabiduría. Y no obstante eso, os quiere alabar el hombre, que es una pequeña parte de vuestras criaturas: [laudare te vuli ho m o ] el hombre que lleva en sí no sola mente su mortalidad y la marca de su pecado | testimonium peccati], sino tam bién la prueba y testim onio de que Vos resistís a los soberbios. Pero Vos m ism o lo exci táis a ello de tal m odo, que hacéis que se complazca en alabaros; porque nos criasteis para Vos, y está inquieto nuestro corazón hasta que repose en Vos... se expondría a invocar otra cosa m uy diferente de Vos el que sin cono ceros os invocara y os llamara... pues los que le busquen, le hallarán, y luego que le hallen, le alabarán. Este comienzo de alabanza se repite al térm ino de la obra. En el Libro 13, Agustín se ha debatido por com prender el códi 60
go de M oisés para lograr una com prensión de la creación. Su forcejeo sólo puede llevarle a concluir tal y com o había com en zado: en una oración de alabanza y en una oración en la que solicita que le sea dada la paz. Después de estudiar la relación de la creación, igual que Dios al Séptimo Día él también llega a com prender que es bueno. «Cuando un hom bre ve alguna cosa que es buena, es Dios quien ve en él que es buena; sea por esta sencilla finalidad que El m ism o es am ado en todo lo que El ha creado» (13.31). «Vuestras obras os ensalzan, y así como os am am os, que vuestras obras os ensalcen» (13.33). «Danos, Señor, la paz, pues nos habéis dado todas las cosas. Danos la paz de la Quietud, la paz del Séptimo Día, la paz sin anoche cer» (13.35). «Pero siendo Vos el bien, sin necesitar el bien, descansáis por siem pre porque en vuestro reposo sois Vos. ¿Y qué hom bre podrá ser capaz de enseñar esto a otro? ¿Qué ángel podrá lograr que otro ángel lo com prenda? ¿Q ué ángel podrá hacérselo entender a un hom bre? Déjanos rogaros. Señor, déja nos hallar en Vos consuelo, déjanos perecer por Vos; que así sea recibido, que así sea encontrado, que así sea abierto» (13.38). El libro concluye com o term ina, com o una confesión en múltiples sentidos. Y los escasos centenares de páginas que han transcurrido entre el inicio y el fin son una escritura de la mis ma índole. Sin embargo, en su lectura es necesario percibir la actividad que cada libro expresa, y no lim itarse a los asuntos de que trata. La unidad realm ente destacable de las Confesiones parece reposar definitivam ente sobre tres aspectos estrecham ente rela cionados entre sí. En prim er lugar, el acto en que está inmerso Agustín, la actividad real que representa la escritura, es idéntica desde principio a fin. Está confesando. Al contrario que tantos autobiógrafos de épocas posteriores, no está narrando la vida que ha vivido en función de lo que ve que ha sido esa vida des de el punto de vista de la vejez. En parte, sí que traza segura m ente una visión análoga de su vida, pero sin que ello sea un fin en sí mismo. Lo que realmente le im portan son las conse cuencias del acto de la confesión. En cualquier caso, la narra ción de esa vida pasada sólo ocupa la mitad de todo el libro. El presente y el futuro — y, sobre todo, la eternidad, incomparable 61
al tiem po en todos los sen tid o s— actúan en su m ente tanto com o el pasado mismo. La vida descrita se contem pla íntegra mente desde la perspectiva del presente, tal y com o éste es y tal y com o lo afectan y modifican el pasado y el futuro y la eterni dad. Agustín sabe que se encuentra a mitad de camino de un viaje aún inconcluso; habla de sí mismo como de un peregrino en tránsito, in viam, preocupado sin duda por el adonde y por el desde dónde. Con todo, las Confesiones 110 son el diario de via je en el que se recojan las distancias recorridas. En segundo lugar, este libro extrae su unidad de su «presentificación», si así puede decirse. Al contrario que el m em oria lista genuino, Agustín no se siente compelido sencillam ente a anotar una vida en la que han sido abundantes los aconteci mientos, aun cuando tam bién tenga la sensación de que la his toria de su vida es algo que m erece la pena ser conocido por los demás. A la manera genuinam ente autobiográfica, se siente en cam bio compelido por una honda necesidad de entender el sen tido de su ser y de su vida. El acto de la escritura es por sí mis mo un acto de orientación del propio yo. Y es que no en vano tiene la misma importancia entender la vida presente, entender el m odo en que esta vida ha llegado a ser la que es, que enten der la influencia ejercida por la visión de la vida venidera. Entrelazando de esta m anera todos los segmentos del tiempo, el libro alcanza ese dominio en el que respira la auténtica autobio grafía. Desde ese punto de vista, los Libros 10-13 son tan verte brales en la «autobiografía» com o los Libros presuntam ente más autobiográficos, los Libros 1-9. Pero el peso del presente presiona sobre la valoración del total de la existencia. El pasado se ordena enteramente en los térm inos que habían dado sentido a la vida al llegar el año 397. A consecuencia de ello, la visión necesariam ente telescópica del pasado no da por resultado una serie de seg m en to s e q u ilib ra d o s y co rta d o s p o r el m ism o patrón. El Libro 1 trata los problem as de la infancia y la adoles cencia; el Libro 2, sobre la adolescencia, d ed ica más de la m itad de sus páginas al análisis del robo de un peral; los Libros 3-4 y la mitad del 5 describen la vida en C artago entre el año 371 y el año 383 (con un año de interludio de regreso a Tagaste, 375-376), abundando sobre los problem as de la am istad, el 62
amor, la muerte, la literatura, el teatro, la filosofía y, muy m en sam ente, la relación de Agustín con los m aniqueos. Cuando lle ga a M ilán, al term in ar el Libro 5, tiene ya treinta años de edad. Los cuatro Libros siguientes, 6-9, abarcan un período de cuatro años tan sólo, en los que asistimos al gradual giro hacia el catolicismo, al encuentro con Am brosio, con Simplicianus, el neoplatonism o, la conversión, la estancia en C assicianum , el bautism o, la visión de Ostia y la muerte de Mónica. Después, los años de 388 a 397 quedan en blanco — salvo si tiene en cuenta que se trata de la «vida presente» de Agustín, perfilados por tanto en el contenido de los Libros 10-13. Gran pane de todo lo que tiene interés form ativo a lo largo de esta vida no se llega a exponer, o se revela tan sólo mediante breves atisbos. Pero a lo largo de todo el libro Agustín propug na un sentido de la relevancia que m antiene con gran rigor. C om o todo buen autobiógrafo, sacrifica la progresión cronoló gica precisa, introduciendo ocasionalm ente sucesos específicos allí donde mejor encajan en razón de su sentido, sin dejarse tiranizar por su colocación accidental en el decurso del tiempo. La valoración total de su vida está dom inada por la conciencia de la experiencia de la conversión, acaecida en 386. Así, las Confesiones pertenecen a esa clase de autobiografía en la que un momento susceptible de ser fechado en el transcurso de una vida permite al ser hum ano ordenar toda su experiencia retros p e c tiv a m e n te , g r a c ia s a la ilu m in a c ió n de e se g iro copernicano.’ El libro, de todos modos, fue escrito diez años d e sp u é s de q ue a c o n te c ie s e ese in s ta n te d e c isiv o , en un m om ento en el que el sentido de la experiencia vertebral había podido madurar hasta generar la ilum inación. Habría sido sin duda una «C onfesión» radicalm ente distinta caso de haberse e s c r ito en 386, c o m o aún p u ed e p e r c ib ir s e le y e n d o lo s Soliloquios anteriores. En tercer lugar, la unidad del libro se deriva de la visión del m undo y de la vida que Agustín se ha esforzado por lograr has ta el año 397. T iene en este m om ento cuarenta y tres años; posee una personalidad claram ente definida, que com ienza a tener un gran im pacto en el mundo. Se desplaza visiblemente de acuerdo con una escala de valores jerarquizados; conoce 63
cuáles son sus prioridades, cuáles sus horizontes. Los múltiples acontecim ientos tumultuosos y las intensas relaciones manteni das en el pasado pueden ya ser asignadas a los estratos más apropiados de su ser. La personalidad ha logrado construir a partir de sus preciosas y dolorosas experiencias su esencia mis ma. Y de tan diversos estímulos intelectuales y espirituales, de tan variadas tendencias, ha brotado un orden coherente y racio nal, capaz de ordenar la vida entera. La inmensa m ayoría de los hom bres jam ás logran unificar los distintos elem entos de la existencia hum ana, mientras que Agustín, en 397, ha consegui do fundirlos espiritualm ente en ese tipo de orden interno y externo que dota a la personalidad de sus rasgos reconocibles y distintivos. Todo lo que toca lleva la huella de esa personalidad. Y el orden que prevalece en él tam bién se insufla a sus «confe siones». De esta m anera, si bien la obra sigue siendo en términos puramente técnicos una confesión, Agustín elabora la exposi ción de una vida como nadie había hecho antes que él. Con una visión unificada de su experiencia, Agustín puede confesar su vida entera al Dios que le otorgó la visión de una nueva vida dentro del orden de la creación. En el sentido más auténtico del término, A gustín devuelve sus dones a Dios. Su vida de devo ción es todo cuanto puede dar, y la preocupación que le consu me es la devolución de esos dones en las mejores condiciones que pueda. Para todo ello, necesita el acto de orientación y de valoración de sí mismo que le perm ite el acto m ism o de la con fesión. Las fuertes reglas del ju eg o no consienten aquí ninguna clase de autoengaño, ya que no es posible engañar al recipien dario de los dones. Y las exigencias no menos poderosas de la ética interiorizada del cristiano hacen de la honestidad absoluta y del atento y esm erado exam en de los motivos una norm a de cum plim iento obligado. N inguna satisfacción puede haber en una form ulación del propio yo que se fundamente sobre cual q u iera de los an tig u o s m o d elo s de la e x iste n c ia ; ninguna recom pensa cabe esperar de la negación de las realidades dadas cuando se persigue un ideal no adecuado a esa persona especí fica. Agustín debe poner al desnudo su verdadero yo, con toda su com plejidad, en vez de concentrarse en los rasgos que pue 64
dan adecuarse a tal o cual modelo. Esta es una confesión que en todos los respectos se niega al engaño y a las artimañas. En estas condiciones, el acto de la confesión de A gustín resulta considerablem ente similar a la búsqueda del yo, al cuestionamiento del yo, al descubrimiento del yo, la descripción del yo y la valoración del propio yo. El acto de la escritura es en sí un proceso por el cual se devuelve a la conciencia del propio yo la naturaleza de esa personalidad y las im plicaciones que tiene y ha tenido en el transcurso de la vida. Dentro de la com pacta estructura del libro se produce una form ulación del yo propio construida a partir de una aguda conciencia de las condiciones que lo circundan tan to interior com o exteriorm ente. A hora bien, se trata de la conciencia de sí de una personalidad no fo r m ada plenam ente, ni en una vida ya conclusa. En tanto en cuanto sigue el hom bre en la tierra, continúa buscando esa c la rificación de sí m ism o, y sigue in ten tan d o m oldear su v ida mediante la ilum inación a la que le ha sido posible acceder. Esa clarificación de sí m ism o es algo constante, gradual. La b ú s queda. el hallazgo, la alabanza: ésas son las actividades inter minables del hom bre en la tierra. El m om ento crucial de la co n versión no supuso un descanso en la ardiente búsqueda de la paz. sino un angosto umbral más allá del cual iban a producirse las verdaderas pugnas de la vida, con la única diferencia de que quien busca cuenta con una conciencia más plena de la ayuda que le presta Dios. Agustín teme y se regocija a un tiem po por lo que aún pueda descubrir en sí m ism o. La búsqueda prosigue en el presente, al igual que proseguía en el pasado y que prose guirá en el futuro, hasta que el alm a sea elevada a la eternidad y ya no tenga que afrontar los problem as del conocimiento, pro pios exclusivam ente del paso del tiem po. Siempre será m otivo de legítim os debates el que ésta sea efectivamente una autobiografía. A unque la palabra autobiogra fía no sea anterior, desde luego, al siglo XVIII, las Confesiones se construyeron a partir de una serie de elem entos que han co n tinuado dándose en la médula m ism a de la escritura autobiográ fica: el cuestionam iento del propio yo mediante el interrogato rio del contexto de la propia vida, con la intención de extraer los secretos del yo; el descubrimiento del propio yo m ediante la 65
percepción del orden que existe en m edio d e los elementos dis pares de la vida; la evaluación del propio yo m ediante el rastreo del significado en tanto patrón continuo. Las Confesiones expo nen con verdadero arte la interpretación consciente de una vida y un ser. a partir del punto de vista ven tajo so que supone la existencia de un centro pleno de sentido. Al final, el lector se da cuenta de que ha conocido a una personalidad determinada en la concreción que dotó a su vida de una textura casi palpa ble, de un patrón significativo. Ninguna v id a escrita antes de Agustín tenía este espectro, esta plenitud, esta intensidad, esta calidad tan análoga a la vida misma. No obstante, si bien la dis cusión que sigue pretenderá dirimir la concepción de la perso nalidad que tenía A gustín, a partir de la cual se deriva el alcan ce au tobiográfico de las C o n fesio n es, ta m b ién servirá para apuntar los factores que delimitan la obra en tanto en cuanto acto autobiográfico. Así pues, ¿cuál era la concepción del yo propugnada por A gustín? ¿C óm o se fue desarrollando? ¿Q u é posibilidades y qué problemas son resultante de su noción de la personalidad? Cuando Agustín com enzó a escribir las Confesiones, toda vía estaba debatiéndose con la problem ática de la vida humana. De ninguna manera había podido alcanzar ese lugar seguro des de cuyo reposo m uchos autobiógrafos posteriores sí pudieron pasar revista con calm a retrospectiva a sus pasados. No pudo haber revivido su vida con el m aravillado desapego que anhela ba Goethe, con esa «ironía en el sentido m ás elevado del térmi no». Agustín sabía que estaba inmerso en todo momento en los trabajos de la clarificación continua de sí m ism o. Seguía siendo un problema para sí. «Necesitaba» sobrem anera la actividad de la escritura de las confesiones, instrum ento óptim o de autoclarificación, muy especialm ente, tal vez, en los Libros 10-13. Sin embargo, sí había conquistado ya una posición que le perm itió hallar el cam ino. Era un viajero m ás avezado, con un sentido de la orientación mucho más firme. Conocía la latitud y la longitud de la tierra de la paz en la que se encontraba la fuen te de la sabiduría, de la cual manaban las auténticas respuestas. H abía em pezado a discernir con m ayor nitidez qué preguntas había que formular, dónde y cómo podían encontrarse las res 66
puestas. Por encim a de todo, había conquistado esa preciada clarid ad interior que se extrae de la convicción de no estar abandonado, desamparado, a una búsqueda carente de respues tas. Su búsqueda de la com prensión y del sentido estaba ya afianzada con toda seguridad en la elemental confianza de que la vida estaba dotada de un significado fundam ental, y de que el hom bre había sido creado de manera tal que pudiera coronar su búsqueda con el éxito. Se sentía tranquilo por confiar en una tradición religiosa creciente y en una autoridad eclesiástica que perm itían que la razón contase con la ventaja de un punto de partida bien asegurado, y que posteriorm ente darían constante respaldo en la búsqueda intelectual e inevitable del entendi m iento pleno. El flujo de ilum inaciones que desató una expe riencia capaz de co n su m irlo todo había requerido diez años para que su canalización desem bocase en una visión más acen drada de la problem ática hum ana. Para A gustín, esta década había estado repleta, por una parte, de contem placiones en las que las formulaciones filosóficas del neoplatonism o pudieron servir para generalizar la experiencia más allá de lo meramente personal y. por otra, de las im plicaciones del presbítero y el obispo en los asuntos de los seres hum anos que habían sido confiados a su protección. U na visión mucho m ás generalizada de la condición hu m ana po d ría entonces superponerse a la experiencia individual. Los elementos propios de una concep ción coherente del hom bre se habían coaligado; el ejercicio de las Confesiones iba a ser la prueba decisiva y el reconocimiento efectivo. El autor de las C onfesiones, por supuesto, contaba con la beneficiosa visión retrospectiva para reinterpretar sus primeros actos a la luz del conocim iento obtenido posteriorm ente. Sin em bargo, su reflexiva relación de esa visión posterior puede desgajarse con objeto de m ostrar de qué m anera pudo llegar a su esclarecedor entendim iento. Agustín nunca puso en tela de juicio la asunción de que el objeto de todas las cuitas del hombre es la felicidad, sin impor tar que fuese antes o después de la conversión. Aunque él mis mo, a medida que fue creciendo como persona, asignó a la feli cidad un valor cada vez m ás elevado, la idea m ism a de la felici 67
dad siguió siendo para él el im pulso motriz de la vida. La felici dad es el cumplimiento y la realización de los deseos, pero si de ello ha de seguirse una felicidad duradera, los deseos deben ser buenos. Cuando más v alio so sea el objeto d e nuestro amor, m ayor será nuestra felicidad. C iertam ente, la felicidad debe entrañar la ausencia de dolor, de los simples dolores del cuerpo, pero a medida que Agustín fue haciéndose el intelectual que iba a ser, em pezó a tener sobre todo la esperanza de que desapare ciese el corrosivo dolor de la duda y de la incertidum bre. un dolor capaz de convertir la mente en un infierno. La felicidad ha de ser la plena posesión del objeto del d eseo ; mientras el hom bre no lo obtenga, se verá despedazado por las garras de un intenso anhelo. Ser amado, ser aceptado, ser apreciado ya no es m ás que el com plem ento adicional de la fe lic id a d . Agustín siem pre expresó así su intenso anhelo de la felicidad, en su corrosivo deseo de paz: saciar en paz los d eseos y el anhelo, estar en paz consigo m ism o, en paz con los dem ás, en paz con el m undo, en paz de espíritu. La búsqueda de paz era la fuerza motriz de esta vida. En distintas etapas de su existencia se expresaba de formas dife rentes tam bién, pero siem pre lo impulsaba a proseguir. La des cripción que hace Agustín de la infancia m uestra ya la fuerza de este anhelo. Reconoce con toda honestidad: no me acuerdo, no puedo recordarlo, pero sí estoy seguro de lo que los otros me han relatado de mí, y de lo que después he podido observar en los n iñ o s pequeños, y así tuve que ser: fe liz cuando podía m am ar del pecho de mi m adre, sonriente cuando estaba satisfe cho, lloroso y violento cuando mis necesidades no eran satisfe chas, celoso cuando el am or se me negaba. Es posible que el hom bre viva en una irresoluble dependencia en tal estado, si bien tiene pese a todo suficiente fuerza de voluntad, y de nin gún m odo puede pensarse que sea sólo un cuerpo inocente. Los recuerdos que A gustín refiere de su adolescencia están estrecham ente relacionados con el recuerdo de la escuela. «Son m uchos los que han recorrido a duras penas ese cam ino que nos vimos forzados a em prender, multiplicando nuestros trabajos y nuestras penas» (1.9). El m uchacho no eligió ese trabajo; quería en cam bio jugar y granjearse el respeto de los dem ás triunfando 68
en sus juegos. Le gustaba asistir a las com peticiones y a los espectáculos. Pero otros habían puesto en él altas ambiciones, y lo apremiaron a em prender ese camino «que había que em pren der» para llegar a ser alguien en este m undo. Para Agustín, este sufrim iento fue hum illante. El m iedo a ser azotado le hacía comportarse como debía, y ese mismo m iedo fue la causa de sus prim eras oraciones. Las exigencias de la cultura y de la voluntad iban a colisionar por fuerza. Con todo, sus recuerdos delatan tam bién el gozo que le produjo el apropiarse de los instrumentos de la cultura. La descripción (1.8) aún m anifiesta la maravilla que sintió al descu b rir que las palabras podían servir para com unicar deseos, así com o la posterior fascinación por el poder de la poesía, en el que la palabra se aunaba a la imaginación. Aunque hubieran sido otros los que pusieron a Agustín en el cam ino, él mismo bien pronto descubrió que era posible gra tificar la ambición y ganarse el respeto de los demás destacan do en los juegos y com peticiones de la cultura verbal. Y en estos juegos en efecto llegó a destacar, m ucho mejor en latín que en griego, pero siendo cada vez más experto en todo lo que esta cultura literaria exigía de él. Cuando la sencilla escuela de Tagaste dejó de estar a la altura de sus necesidades, su padre, Patricio, pidió un préstam o y mandó al hijo prim ero a M adaura y después a la metrópoli de Cartago. A sí dejó atrás las presio nes de un hogar dom inado sobremanera por una madre posesi va y m inado por las tensiones entre los cónyuges. M ientras siguió siendo un buen estudiante, su pujante virilidad (que al padre produjo no pocos m otivos de orgullo) y su insaciable anhelo de amor y com pañía lo llevaron a trabar esa clase de relaciones que su cultura permitía, pero que su madre cristiana no veía con buenos ojos. De esta manera se encontró dentro de un grupo de adolescentes en el que la vergüenza por ser consi derado diferente era más fuerte que la aversión por travesuras tan insensatas com o el robo de un peral, realizada ni siquiera por el gusto de probar las frutas robadas. Los gozos de la vista y del tacto y la gratificación del respeto y el anhelo constante del am or parecían más importantes que cualquier otra cosa. El Agustín de la m adurez no iba a expresarlo de esta m ane ra, p ero su caracterización de los años de form ación del yo 69
plantea con vehem encia la cuestión del poder form ativo del mundo social y cultural en que se m ovió de joven. Por una par te, era un individuo de extraordinaria capacidad intelectual, con una panoplia sensorial y em ocional muy d esarrollada y una gran necesidad de amor, de am istad y de respeto, así com o con una intensa voluntad de autoafirm ación; por otra, había que tener en consideración los muy lim itados recursos de la familia, sus tensiones internas, el talante acom odaticio de la sociedad de finales de la época clásica, con su decidida inclinación esteticista y, sobre todo, la cultura literaria que ofrecía pese a todo la posibilidad de medrar. Muchas de estas condiciones externas contribuyeron a configurar de m anera permanente la personali dad de Agustín; durante mucho tiem po, su rica y creciente vida interior buscó su expresión en el m odelo de la existencia que le proporcionaba una cultura ya antigua y contrastada. En m últi ples sentidos, Agustín se hizo hom bre siendo un representante increíble de la época que mucho después iba a ser conocida por su propio nom bre.4 E sp ecialm en te significativa es la form ación que recibió Agustín ya en su enseñanza «profesional». Su propósito era hacer de él un orador, un representante de una profesión ensal zada desde tiem po atrás en todo el m undo clásico. Este ideal, que se rem ontaba al menos a la figura de Isócrates. en el siglo IV a. C., y que fue después adoptado por los rom anos de tiem pos de C icerón y adaptado a la vez a los ideales puram ente romanos, pretendía ser expresión de un tipo hum ano capaz de servir a su sociedad mediante el dom inio de una cultura total. Podía cum plir su cometido bien m ediante el servicio público ante la «m agistratura» (si hien el conocim iento de las leyes por parte del rétor era mínimo en el siglo IV d. C.), o bien en el im portante terren o de los d iscu rso s públicos, o bien com o maestro de los futuros líderes públicos. Aunque se dieran ten siones continuas entre este ideal del hom bre culto y el ideal del filósofo, el hom bre realm ente sabio — las disputas de Platón con Isócrates ya fueron índice de esos roces— , iba a ser posible combinar uno y otro. Cicerón lo había conseguido, y su ejem plo tuvo particular significación para Agustín. La enseñanza del auténtico eru d ito se había form alizado dentro de una rutina 70
varios siglos antes; en sus rasgos esenciales, no había cam biado prácticamente nada en tiempos de Agustín. En las escuelas se hacía especial hincapié en el cultivo de las artes verbales y lite ra rias, así com o en la absorción en lo esen cial pasiva del «conocimiento libresco» típico de cualquier época de la erudi ción. Casi a través de un proceso de selección natural, Agustín dio poco a poco la talla del eventual « vir eloquentissimus ac doctissimus». Su agudo intelecto, su m em oria prodigiosa, su facilidad verbal y (por más que después lo quisiera desm entir) su aparente autodisciplina, lo predispusieron a lograr un gran éx ito por el cam in o bien trillado de este ideal cultural. Ni siquiera la m ediatización cristiana de M ónica y las esperanzas que tenía para su hijo fueron óbice en este sentido; no hay nada que nos lleve a pensar en que ella considerase el camino de la erudición como algo incompatible con el hecho de ser un buen cristiano. La madre dedicó todas sus críticas a la vida no ascéti ca del hijo, para ella incluso inmoral. A gustín experimentó el adiestram iento en las disciplinas de costum bre y adquirió los h ábitos verbales y literarios que seg u iría utilizando incluso com o obispo, si bien más tarde sí intentó darles nuevas ju stifi caciones funcionales. Su éxito fue asom broso: con apenas vein te años, se había independizado com o m aestro; con apenas treinta, había sido nom brado «profesor» público en la ciudad y corte de Milán. Era un hombre de inm ensa erudición, dedicado al cultivo de la scientia. Para Agustín, sin embargo, el cultivo de sí que realiza el hom bre de cultura se engastó en un m om ento muy temprano de su trayectoria intelectual en la búsqueda de la sabiduría que lle v a a cabo el filó s o fo . U na le c tu ra re a liz a d a al az ar d e l H ortensius de C icerón recondujo toda la búsqueda intelectual. «A lteró sus afectos», con lo que halló un nuevo objeto del amor, el amor de la sabiduría o philosophia (3.4). Com enzó a entender una significativa distinción entre la sabiduría durade ra, sapientia, y el conocim iento del experto, o scientia. E ste cam ino de dedicación recién descubierto fue tanto expresión de un antiguo ideal clásico com o el papel reservado al hom bre m ás erudito y m ás elocuente del m om ento. Era adem ás una 71
promesa de felicidad, de paz interior, alcanzable por m edio del pleno entendim iento. Si bien Agustín en tanto hombre de pasio nes y am biciones no desaparece de las páginas de los Libros 3 a 7, estos libros sí tratan sobre todo del desarrollo de su vida inte lectual y espiritual. La sabiduría tenía por objeto conducir a la verdadera felici dad. Ahora bien: ¿.qué sabiduría podría servir a tal propósito? La forma que se le habría presentado con mayor inmediatez tuvo que haber sido el eclecticism o de Cicerón y de Séneca, que le había llegado por m edio de las tradiciones literarias. ¿Fue ésta una fuente de sosiego para Agustín? En tanto joven pensador, ¿se rebeló ya contra la contradicción inherente de una filosofía que prom etía la felicidad p o r medio de valores tan estoicos com o la fortitudo, la resignación a los males de la vida, que iba a pregonar mucho después en el Libro 19 de la Ciudad de Dios, en el momento de lanzarse a semejante filosofía? En la descripción que de este desarrollo se hace en las Confesiones, se ocupa largo y tendido de su experim entación con la sabiduría de la secta gnóstica de los m aniqueos. Apremiado por la intensa necesidad de alcanzar un conocim iento absolutamente libre de toda incertidum bre, sobre todo en lo referente a la espinosa cuestión del origen de los actos m alignos, Agustín se acercó mucho a este grupo de intelectuales de inclinaciones ascéticas, deseosos de reform ar el cristianism o, en parte alejándolo del Jehová del A ntiguo T estam ento.5 El m ovim iento m aniqueo com unicó a A gustín la asom brosa prom esa, característica de todas las sectas gnósticas, de que un conocim iento esotérico muy específico acerca de la auténtica naturaleza del bien y del mal podría liberar al hombre del poderoso influjo del mal. Uno de los atractivos más especiales de la doctrina radicaba en la promesa de aliviar la sensacón interior de la culpa, al aliviar al individuo de toda responsabilidad. El dualismo de esta cosmovisión, y sus respuestas intelectuales plausibles ante la cuestión del bien y del m al, preocupó intensam ente a Agustín. Durante nueve años buscó en esta secta la respuesta a los interrogantes que tanto lo turbaban: gradualm ente, las dudas intelectuales fueron en aum ento. Cuando las respuestas del gran m aestro errante de los m aniqueos, F austus de M ilevis. resultaron al 72
parecer insuficientes para satisfacer a Agustín, éste se alejó gra dualmente del movimiento contra el que posteriormente, siendo ya sacerdote y obispo, combatió por estar considerado herético. La reacción p re v isib le ante la d e silu sió n de las p ro m esa s incumplidas no tardó en producirse: se encontró sumido en una desesperación escéptica. No llegó a dudar que dos y dos son cuatro, por descontado, pero ¿era posible tener alguna certeza acerca de las respuestas a los grandes interrogantes de la vida? ¿Existía acaso alguna respuesta al problem a del origen del bien y del m al? S o b re todo, ¿ex istía alg u n a sabiduría ca p az de garantizar la paz? En esta situ ació n de suspensión escéptica, el desarro llo intelectual de A gustín atravesó la esfera de influencia de ciertos encuentros al parecer de todo punto casuales. En el año 383 decidió m archar de Cartago a Italia; m ediante un engaño, se liberó de la presión de su madre, ya viuda, y en com pañía de su esposa, con la que había contraído m atrim onio por la ley civil, partió con rum bo a Roma. Resultó que en Roma los estudiantes no pagaban su enseñanza, pero gracias a unos amigos se asegu ró un puesto m ás prom etedor, com o m aestro de re tó ric a en M ilán. A llí se reu n ió con él M ónica en 385. Uno de estos encuentros clave tuvo lugar con el gran obispo cristian o de Milán, San Am brosio, al cual había oído predicar en repetidas ocasiones. Por fin encontró a un cristiano al que el intelectual que Agustín era de pies a cabeza pudo respetar íntegramente. El arte de la exégesis practicado por Am brosio m ostraba al que dudase que la Biblia, cuando se interpretaba en el plano sim bó lico, adquiría una coherencia y una profundidad de significado inesperada, m uchísim o más reveladora de lo que había obteni do Agustín por m edio de la acostum brada interpretación literal. Uno de los grandes obstáculos que se interponían entre el inte lectual y la im portancia inigualada de las Escrituras acababa de ceder ante el poder recién descubierto de la interpretación sim bólica. La presión de este nuevo avance, con el añadido del constante aprem io de M ónica para que de una vez por todas optase por el catolicism o, tuvo que ser muy grande, pero tam bién lo eran las dudas que m antenían a Agustín en suspenso. De momento, carecía de respuestas al problema del bien y el 73
m al; sobre todo, no disponía de acceso al Dios cristiano, al menos mientras no fuese capaz de concebirlo nada más que en form a puramente m aterial. Esta crisis intelectual y espiritual dio un nuevo giro cuando Agustín entró en contacto con la revitalización más profunda de la filosofía clásica que se produjo en toda la era final de la Antigüedad: el neoplatonism o de Plotino (m uerto aproxim ada m ente en el año 270) y de su discípulo Porfirio, editor además de sus obras. A gustín accedió a esta escuela de pensam iento m ediante las traducciones latinas del rétor V ictorinus, el cual tam bién había experim entado, décadas antes, una notoria con versión. Esta filosofía intensam ente espiritualizada proporcionó a Agustín, en el m om ento en que más lo necesitaba, una serie de respuestas epistem ológicas satisfactorias y basadas en un sistem a metafísico unitario y monista. En las enseñanzas éticas que predicaba, encontró la insistencia sobre el bien en tanto potencia activa; el m aniqueísm o había perturbado a Agustín, a la larga, por su prédica del sufrimiento pasivo, el mejor medio de asegurarse del dom inio del bien. A gustín bien podría haber encontrado un punto de contacto inmediato con el platonismo en el reino de las cuestiones estéticas que poco antes se había propuesto tratar en una de sus obras hoy perdidas. De pulchro et apto. Agustín encontró en el neoplatonismo, pese a todo, posicio nes que iban a seguir form ando parte de su cosmovisión. Que llegara a considerarlo un contacto de la m áxim a im portancia, aun cuando después detectó aquellos puntos en los que sus con vicciones cristianas no eran reconciliables con esta filosofía, es una posibilidad que se sustenta en el hecho inapelable de que dedicase casi la totalidad del Libro 7 a esta pugna inicial con el pensam iento neoplatónico. Es posible que el capítulo 17 de este libro afirme de manera sucinta y sumaria lo que le resultó en su m om ento tan convincente: E staba ce rtísim o de que « v u estras perfecciones y atributos, invisibles desde el principio del mundo, se des cub ren y m a n ifie sta n al e n te n d im ie n to hum ano por medio de estas criaturas visibles que habéis hecho, por 74
las cuales hasta se descubre vuestra sem piterna virtud y om nipotencia, y vuestra divinidad» (R om anos, 1:20). Porque indagando cuál era el principio y causa de que yo aprobase la herm osura de los cuerpos, ya sean los celes tiales, ya los terrenos; y cuál era la regla por donde me guiaba cuando hacía un juicio recto y cabal de las cosas m udables, hallé q u e el principio de ju z g a r con aquel acierto era la inconm utable y verdadera eternidad de la Verdad, que estaba sobre mi mente m udable. Fui subien do de grado en grado desde la consideración de los cuer pos a la del alma, que siente mediante el cuerpo; y desde ésta a su potencia o facultad interior, a la cual los senti dos corporales avisan y participan las cosas exteriores y todas aquellas percepciones hasta donde pueden llegar los irracionales: desde aquí fui subiendo todavía a la facultad o potencia intelectiva, a la cual se presenta lo que han sum inistrado los sentidos corporales para que haga juicio de ello. Ésta, hallándose tam bién mudable en mí, se levantó algo más para entender del modo que le es propio: apartó su pensam iento del m odo con que acos tumbra entender las demás cosas, desviándose de la m ul titud de fantasm as que se le oponían y estorbaban para llegar a saber qué luz era la que la alum braba, cuando con toda certeza, y sin quedarle la m enor duda, decía y vociferaba que el bien inconmutable se debe anteponer a todo lo mudable. ¿Y de dónde le venía la idea que tenía del mismo Ser inconm utable? Pues si de algún modo no le conociera, absolutam ente sería im posible que con tan ta certidum bre le antepusiera todo lo m udable. L legó hasta lo que por sí mismo tiene ser, pero tan repentina y pasajeram ente, corno lo que se ve solo en un abrir y cerrar de ojos. Entonces, por medio de las cosas visibles que Vos habéis creado, vi con mi entendim iento vuestras perfecciones invisibles, pero no pude fijar en ellas mi atención, antes bien, deslumbrada la flaqueza de mi vis ta, y vuelto a m is acostum brados m odos de conocer y pensar, no llevaba conmigo sino la m em oria, enamorada de lo que había descubierto, y deseosa de aquel m anjar 75
delicioso cuya fragancia había percibido, pero que toda vía no podía poseerle ni gustarle. Tal com o dijo Agustín a un am igo en el año 387 (Epístola 4:2), éste tenía que ser el argumento clave en su persecución de un conocim iento libre de incertidum bres. Ese razonam iento lo liberó de m anera gradual de su m aterialism o escéptico y le des pejó el cam ino hacia una visión espiritual del mundo. Este en c u en tro con el n eo p lato n ism o tuvo lu g a r en un momento en que el giro hacia el catolicism o había pasado a ser para A gustín una posibilidad real, tam bién por otras razones distintas. El catolicisimo que se practicaba entonces en Milán estaba p ro fundam ente influido p o r el neoplatonism o, y los hombres con los que Agustín se relacionó lo consideraban una filosofía com plem entaria de sus convicciones cristianas. Así com o A gustín siempre había considerado posible y deseable esa confluencia, hasta cierto punto al menos, tuvo que haberse encontrado incluso entonces un tanto perturbado por determ ina das im plicaciones de esta filosofía, sobre todo por las m ás per ju d ic ia le s p a ra las n o c io n e s d e la E n c a rn a c ió n y de la Humanidad de Jesucristo. Cuando se aplicó entonces a una lec tura más intensiva de las epístolas de San Pablo, la atracción del cristianism o católico tuvo que haberse convertido en una fuerza muy intensa en su vida. Su relato deja bien claro que, cuando llega al térm ino del L ibro 7, estaba intelectualm ente preparado para optar definitivam ente por la iglesia católica.7 La secuencia más dramática de sus experiencias le golpeó con trem enda fuerza, con una fuerza que iba a alterar su vida. A gustín había llegado a un punto en que de alguna manera pudo entender que allí, al otro lado de ese umbral, se encontra ba la prom esa de la vida que tanto había buscado: la paz de la confianza y la fe. del amor y la aceptación, una institución en la que podría apoyarse de por vida, la genuina reconciliación con Mónica, los horizontes repentinam ente ampliados de una visión de un m undo espiritual en el que la verdad satisfactoria podría descan sar aseg u rad a con toda firm eza. A llí estaba: «Había encontrado esa perla preciada, que tendría que haber comprado a toda costa...» Sólo que acto seguido resultó ser algo inalcan 76
zable. D espojado de su le n g u a je teológico, posteriorm ente transm isor de significado, el inform e que da A gustín de esta condición antes de la conversión describe esa situación perver sam ente hum ana en la que se sabe qué es lo que se desea, en la que uno se esfuerza por obtenerlo, sólo que 110 se es capaz de conseguirlo. Hasta el lenguaje mismo de este replanteam iento posterior transm ite la extraordinaria sensación de pánico vivida en esta experiencia estrem ecedora: «el interior de m í era una casa dividida y enfrentada consigo misma,» «me salía de mis casillas por pura locura,» «m e invadió el frenesí, me pudo una ira violentísim a contra mí m ism o,» «me arranqué los cabellos y me golpeé con los puños en las sienes,» «todos mis huesos chi rriaron» (8.8). En este estado de inmenso frenesí se produjo la experiencia del huerto, el llanto incontrolado bajo la higuera, y la voz sosegante del niño: tolle, lege, es decir, «ten, lee». ¿Q ué era lo que había ocurrido, en opinión de Agustín? ¿En qué sentido era este punto en que se hallaba el decisivo y capaz de dar significado a su vida anterior y a la vida aún por venir? La exposición de sí que realiza Agustín aborda la cuestión principal: en el preciso m om ento en que un hom bre concentra toda su energía en llevar la vida que considera deseable, se ve confrontado de manera inevitable por su m anifiesta incapacidad de hacerlo. Le invade un absoluto frenesí por su desamparo y su incapacidad de lograr una tarea que ha deseado ardientem en te durante toda su vida. Exactam ente en el m om ento de máxima desesperación se produce la inversión, la experiencia del con suelo inducido por una m ano que lo guía en secreto. Entonces es cuando se desprenden las escam as de los ojos, y carece de im portancia que esto suceda d e inmediato o paulatinam ente, en lo que se refiere a la eficacia de la experiencia; m ayor relevan cia tiene el hecho de que el sujeto se dé perfecta cuenta de que ése es el momento decisivo. En el momento en que procede a escribir las Confesiones, toda una visión de la condición huma na descansaba sobre la bisagra de ese gran m om ento personal. A sí com o Agustín se había desesperado hasta dar por perdi da la posibilidad de conseguir la vida que creía mejor, incluso m ediante los ejercicios m ás agotadores, la abrum adora expe riencia del desamparo dio paso a la consoladora confianza de la 77
dependencia. La criatura com prende así su propia dependencia: no puede ser la creadora de su propia vida. Esta cuestión anida ba en otra cuestión menor, la que plantea la aparición de la con tinencia: ¿por qué aguantar por ti mismo, si en el fondo nada aguantas? Quid in te stas et non in te stas? (8.11). El momento de reconocer la inadecuación humana y el m om ento de recono cer el poder divino son en realidad un único m om ento, aunque sólo sea p o r la co n d e n sació n poética de la retrospección. Despojarse de una determ inada concepción del yo y descubrir que el auténtico yo se encuentra en otra, m ás elevada, fueron actos complementarios. El punto más bajo de la desesperación y el ascenso de la confianza se dieron estrecham ente vincula dos. Sólo la desilusión definitiva ante la v o lu n tad del yo, la confianza del yo, el amor del yo, podían conducir a la renuncia de uno mismo, lo cual a su vez daría por resultado la vida vivi da a partir de la confianza plena en una potencia absolutamente sustentadora de la vida. Esta idea de creciente confianza, por el h ech o de que su vida estu v iese efectivam ente en m anos de D io s, permitió a Agustín alcanzar una concepción unificada de su existencia. A lo largo del libro, confiesa esta confianza com o si se tratara en efecto de un don que le ha deparado Dios. La aceptación con fiada en el poder definitivo del Bien, en tanto ún ico creador del m undo y m otor prim ordial de la historia — visión totalmente transform ada, en razón de la cual el mal ya no se considera com o potencia contraria al bien, sino com o un determinado grado de privación del bien— , desemboca en la creencia igual mente confiada de que la creación es un orden bueno, de que hay significado en la vida m ucho antes de q u e el individuo acierte a verlo, de que el individuo no ha sido abandonado a una pugna insensata. Al repasar Agustín su confuso pasado, todos los detalles evocados suscitan en él la m ism a confesión reiterada: Vos, Dios mío, hicisteis esto, y esto otro... En este punto, Agustín discernió una dirección elemental y un p ro p ó sito en su vida pasada que de sobra sabía que sólo p o d ía p ro c e d e r de una fu e n te bien distinta. El ejem plo de M ónica, sus exhortaciones así como sus sueños y visiones, en los que predijo que su hijo había de convertirse finalmente a su 78
fe, destacaba por encim a de todo lo dem ás; sin embargo, idénti ca guía h a b ía p ro v e n id o de la le c tu ra del H o rte n siu s, del encuentro con Am brosio, de las enseñanzas neoplatónicas, de la relación de Sim plicianus. de la conversión de Victorinus, del informe de Ponticianus sobre los anacoretas del desierto. Por una razón muy clara, estas fuerzas directrices aparecieron con enorm e c o n c e n tra c ió n cu an to m ás se acercaba A g u stín al momento de la conversión. A hora bien, incluso en los instantes en que más se alejaba de ese m om ento, visto a posteriori com o línea vertebral de su vida, tam bién tuvieron su eficacia. Los padecimientos del adolescente en la escuela tuvieron su signifi cado, igual que la rabia del niño pequeño; todos los caprichos de las am istades, las seducciones de las malas com pañías, los erróneos desvíos de la búsqueda intelectual, todo ello tuvo que ser tal y com o había sido. Retrospectivam ente, cómo no, pare cían por fuerza lam entables pérdidas de tiempo. Sin duda, no habían sido dictados por Dios, sino errores de un yo carente de guía. Con todo, el Agustín que se halla inmerso en la confesión se sintió siem pre atemorizado al descubrir de qué manera Dios había devuelto a una criatura perversa, atrabiliaria y desorienta da, al buen cam ino. Todo se había canalizado gradualm ente hacia el gran m om ento de la rendición que acompañó la visión totalm ente d esilu sio n ad a de su a u té n tic a condición. «Vos, Señor, me obligabais a que volviese en mí y me considerase, haciendo que todo el feo sem blante de mi mala vida, que yo había echado a espaldas por no verm e, se me pusiese delante de mí, para que viese cuán feo era, cuán descom puesto y sucio, manchado y lleno de llagas Yo me veía y me miraba y no tenía adonde huir de m í mismo» (8.7). Diríase que todo en su inte rior, y todo lo que le rodeaba, había planteado forzosam ente una única cuestión: la rendición del yo, el radical reco n o ci miento de la total dependencia de Dios. Hasta para eso, el hom bre sólo podría proclamarse dispuesto: el acto de levantarse y atravesar el umbral era un acto reservado a Dios. Al otro lado de ese um bral se hallaba esa sensación indeleble de perpetua maravilla ante la verdad: sólo quien pierde el alma podrá co n quistarla.
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Una parte de las Confesiones tenía que expresar una reno vada preocupación por el pasado, aun cuando la conquista de esa visión de auténtica coherencia sólo tuviese una utilidad bien limitada. Los motivos se funden todos unos en otros. El amor agradecido por el don gratuito de una vida plena de sentido es la nota dominante^ Se am plifica sobre todo en el tem or y la reverencia que produce el descubrim iento del significado allí donde todo había p arecid o insensato; to d o el dolor, todo el sufrim iento, toda la errancia no habían sido en vano. Pero hay m ás aún: la necesidad intelectual de entender la unidad de la persona en medio de tan gran confusión aparente de la volun tad, el amor, los afectos y el pensamiento errante. El reconoci m iento agradecido por la medida de entendim iento ya otorgada se produce a la par que una serie de hum ildes pero persistentes ruegos de iluminación en las tinieblas aún extendidas sobre tan tas cosas. El placer estético que produce el recorrido por el arte de la obra divina se refuerza con el propósito didáctico de pre sentar, en beneficio de los demás, la visión de una vida tan mis teriosam ente recuperada. Sin embargo, es esta m ism a cuestión (¿qué función tendrán estas confesiones para m is congéneres?) la que sirve para susci tar en Agustín una im paciencia innegable por acabar rápidamen te con su pasado personal (10.3). La reconstrucción de ese pasa do no puede tener un propósito por sí misma. Ni siquiera tiene m ayor sentido para A gustín su esfuerzo por revivir él mismo todo su sentim iento de culpa, producido p o r los pecados de antaño. La confessio peccati tiene menor im portancia como acto por el que se desembaraza de un peso que com o punto de parti da para la conquista de una mayor ilum inación. Cuanto más a fondo consiga uno penetrar en este libro com puesto por infini dad de estratos, más claro ha de resultar que Agustín no tiene m ayor interés por el pasado que el hecho de que ese pasado esté vivo en el presente y en el futuro. Su intención no es presentar un carácter que se ha form ado en el transcurso de una vida digna de m ención, ni tampoco sugerir de ninguna m anera que, después de una secuencia de sucesos tan asombrosos, ha conseguido vol ver a casa sano y salvo. La propia relación de una vida no pasa de ser más que un ejercicio; ha de utilizarse, pero no disfrutarse 80
ni poseerse com o un fin en sí mismo. La crucial distinción que traza entre uti y fru í es parte de ese nuevo sentido del propósito que tienen las cosas y las actividades del hombre. La totalid ad del replanteam iento del pasado personal era útil sólo en tanto que era un paso más en el proceso que había de durar toda la vida, el de la autoclarificación. La experiencia de la conversión no había bastad o para llevar al vagabundo inquieto e insaciable a un punto en el que pudiera reposar en paz. a un lugar que debía ser, pese a todo, el objetivo de toda la búsqueda personal em peñada en hallar la felicidad. En cierto sentido, h abía ocurrido todo lo contrario. La amarga confronta ción con el yo tan severam ente lim itado había desem bocado en el conocim iento de que el refugio de la felicidad estaba más allá del alcance del viajero que recorre el trayecto de su vida. El ideal clásico del hombre sabio, con su esbozo de felicidad, el artifex vitae como constructor orgullosam ente independiente de su propia vida, no era más que una ilusión. La paz del entendi miento pleno, de la sapientia realm ente duradera, ejercía su lla mamiento de manera más irresistible que antes, sólo que ahora se hallaba visiblemente en el m ás allá en que residía su creador. Una vida puramente terrestre, consum ida en la persecución de la sapientia, sólo podía ser, a lo sumo, un ejercicio continuo de preparación para la verdad eterna, una preparación del ser para la p o sib ilid ad de llegar a tal p o sesión. Para A gustín fue la auténtica prom esa de la vita b ea ta , vivir para siem pre en pre sencia de la auténtica verdad. El hom bre no pasaba de ser en el mejor de los casos un peregrino, necesitado por tanto de entender su naturaleza erran te y las condiciones de su peregrinaje. La conversión supuso el preciso instante de la ilum inación, en razón del cual un vaga bundo ciego y desorientado pudo convertirse en un peregrino dispuesto a realizar un peregrinaje que iba a responder a un propósito claro, una peregrinatio de vuelta a casa. A partir de las enseñanzas cristianas elem entales y a partir de la metafísica espiritual del neoplatonism o, A gustín formuló una visión del peregrino inmerso en tal peregrinación. La experiencia de la conversión — en su desdoblam iento del significado dentro de los significados diversos, uno tras 81
otro— sin lugar a dudas contenía la lección de la inadecuación humana. El poder de conocim iento del hombre era defectuoso, su poder de amor era inadecuado, su poder de control de sus com plejidades era harto lim itado. Todo el Libro 8 es un análisis de la perversidad de la voluntad, que se apoya en sus defectos no reconocidos. La cuestión de la voluntad que se esfuerza por alcanzar el bien y por com prender el mal tenían que afectar a un hom bre que había sido m aniqueo. A hora bien, el mal de estos conflictos humanos, para Agustín, no era la inversión del bien, al contrario de lo que im plicaba el dualism o maniqueo. Antes al contrario, los defectos humanos no eran sino partes defectuosas de una creación esencialmente buena, deteriorada por el uso erróneo y falso de la libre voluntad del hombre. En su Caída, el hombre había perdido el dominio de sí mismo en tanto ser unificado, y había sido presa de la infinidad de fuerzas pervertidas que dentro de él actuaban para arrastrarlo en direc ciones tan encontradas que por fuerza tenía que perderse y per der de vista el camino. C egado por su amor por sí mismo, y por el orgullo concomitante, no podía entender cuál era su necesi dad prim ordial, volver a ser de nuevo un ser íntegro, ni percibir cuáles eran los medios que le valdrían para lograrlo. El proceso de curación debía com enzar por una ocasión para detectar el estado defectuoso del ser. Sólo entonces podría surtir efecto la confianza en el curador. No existía una cura súbita; era preciso dedicar la vida entera a esa cura. El milagro estaba en la promesa de la curación. El hombre debía aprender a confiar en la creación, ya que en ella no podía haber nada m alo ni erróneo, con la excepción de la propia desorientación del hom bre. Sabiéndose perdido, el hom bre debía buscar su propósito en el Creador, que había dejado en la creación la sig natura descifrable de Su voluntad y que también había revelado un conocim iento que el hom bnre nunca habría podido lograr por sus propios medios. E ncontrar el camino de regreso signifi caba encontrar el lugar propio en la creación, encontrar el lugar en donde era posible residir en presencia de Dios, viviendo ple nam ente gracias a la fuerza que fluía de El y de Su obra. Agustín siempre había relacionado este peregrinaje de vuel ta a casa con un movimiento ascendente. El hom bre había caído 82
en un lugar ajeno al suyo, lejos de la luz, en las tinieblas; su propio peso lo ponía a cada paso en peligro de caer más abajo incluso.15 La conversión tenía que ser así metanoia en el sentido más puro, es decir, un giro en redondo para volver a la tarea del movimiento ascendente. El hombre, desde luego, necesitaba en este empeño la ayuda de Dios. Y esa prom esa de un regreso a lo más alto no era una vaga prom esa. El hombre era una criatu ra intermedia, situada por encima de los animales y por debajo de los ángeles y de Dios; era adem ás una criatura com puesta de alma y cuerpo. E ra capaz de conocer, de am ar y de querer. Sólo que sus sentidos y su cuerpo eran capaces de forzar todos esos actos y de ponerlos a su servicio, privando así al alm a de su potencial. La prom esa de la salud se hacía teniendo en cuenta la capacidad del alm a a la hora de p o n er orden en todo el ser. mediante la dirección de todos esos actos en sentido ascenden te: asignar a las cosas y a los sentidos su utilidad controlada, en vez de permitir que funcionasen com o fines en sí m ism os. Un hombre com prom etido en la búsqueda de su salud aborrecería por tanto toda pérdida de tiempo, de talento, de curiosidad, así como el mero sentido de la gratificación, de la actividad insen sata e infructuosa. El inmenso horror con que Agustín contem plaba su «crim en» de juventud, el robo de las peras com etido con su banda de jóvenes com pañeros, se le impuso gracias a esta com prensión recién alcanzada, por la cual sim bolizaba la más absoluta depravación de los actos insensatos.9 La distrac ción debía dejar paso a la atracción (11.29); todo el poder del amor debía ser invertido en el am or del ser más digno de ser amado. «Poco os am a el que am a otras cosas junto a Vos, cosas que ama no por Vos» (10.29). La voluntad tenía que apuntar únicamente hacia la voluntad de ese ser amado. Y todo el co n o cim iento debe ten er un p ropósito ig u alm en te co n cen trad o . (,Qué es lo que deseo conocer? A D ios y a mi alm a. ¿N ada más? Nada más en absoluto. Agustín era demasiado intelectual com o para aceptar en su vida una tarea inferior al continuo esfuerzo en pos de un enten dimiento cda vez más pleno de Dios y de Su relación con el alma de Agustín. Pero el amor, la voluntad y el entendim iento funcionarían en perfecta armonía siem pre y cuando el ser recu 83
perase su integridad. Estos tres modos de actividad se reforza ban unos a otros: la concentración de la voluntad posibilitaba el entendimiento, pero sólo el poder de atracción del amor y del entendim iento perm itirían la concentración de la voluntad; el entendim iento creciente y el amor en aum ento, con una aten ción cada vez mayor, formaban parte de ese mismo proceso. El acto del entendim iento empieza para A gustín con el amor y la confianza de la fe. Las proposiciones dadas por la fe configuran el terreno y el o b jetiv o mismo del enten d im ien to . C reo, de m odo que puedo entender — credo, ut intelligam , com o diría Anselmo de Canterbury mucho después. «La fe busca, pero es el en ten d im ien to el q u e encuentra. El en ten d im ien to es la recompensa de la fe... La vida eterna no es la fe en El, sino el entendimiento de E l.» 10 El peregrino que se esfuerza en llegar a tan elevado fin invierte la vida entera en refinar, en suavizar, en aprestar y en m ejorar todo su ser, de m anera que pueda estar preparado poco a poco para ser capaz de aspirar a esa recom pensa final del entendim iento. En este sentido, el peregrinaje es prueba y ejercicio, exercitatio animi. Esto, probablem ente más que ninguna otra cosa, es lo que Agustín quiso expresar en las Confesiones. El análisis del p asa do nu n ca es m ero re c u e rd o . T odos los co m p o n en te s q u e Agustín retoma conscientem ente se convierten en ocasión apro piada para practicar esa exercitatio animi. Cada una de las par tes habrá de entretejerse a la postre con todas las demás, hasta configurar un único proceso continuo de búsqueda y de enten dimiento. El relato del nacim iento (1.6) da paso a un proceso de especulación y de cuestionam iento que sigue en marcha al final (13.24), donde la preocupación vertebral ha dejado de ser sim ple cuestión de curiosidad por la creación de una vida personal, para convertirse en una procupación m ás hondam ente m oral, que atañe a la creación de la humanidad entera. Todo el cuestio namiento iniciado en relación con el descubrim iento que hizo el m ozo del m iste rio so fu n c io n a m ie n to de las palabras (1 .8 ) desemboca, al cabo de tantos y tan recurrentes ejercicios de la mente en torno a la m aravilla de los signos y los símbolos, en el intento de entender la función o la naturaleza de la revelación en el caso de M o isés y, en d e fin itiv a , de la P alabra de la 84
Tnnidad. Los análisis de los procesos de aprendizaje se despla zan de las consideraciones sobre la escuela elem ental a las mayores alturas de la mente, en su intento por aprehender las intenciones de Dios tal y com o se han revelado en la creación y en las Escrituras. Todos los prim eros libros son un ejercicio en el que la mente intenta llegar a una comprensión m ás afinada de la tram pa que las cosas de este mundo han tendido al alma. Y la relación de la visión de O stia pasa a ser una exposición comprimida de todos los pasos en razón de los cuales el alma se libera de esa trampa con el fin de alcanzar el infinito. El libro que habrá de mostrar con detalle cuán cabal y atentamente ha realizado Agustín todos estos ejercicios aún está por escri birse.13 Los Libros 10 a 13 parecen ser cada uno de ellos una exercitatio anim i en su forma m ás pura. Constituyen la prueba más patente de que para Agustín la vida misma es un proceso inter minable de acondicionam iento del alm a y de la m ente y del propio ser de cara a la definitiva contemplación de la verdad en la vita beata. Los ejercicios que contienen estos libros están más concentrados, son m enos inconexos que los de las seccio nes anteriores (con la posible salvedad del Libro 13, en donde se m anifiesta cierta tendencia a constituirse en un catálogo de creencias). Lo más probable es que Agustín se encuentre ahora «dentro de sí» de una m anera distinta; la continuidad de los Libros 1 a 9 se quiebra porque los efectos que tuvo el m undo en las p rim eras etapas aún im pregnan de m anera muy densa la configuración de su vida personal. En estos últim os libros es capaz de seguir el logos allí a donde le conduzca. Esto no supo ne, de todos modos, que estos libros constituyan un apéndice a la historia de su vida, o m eras m uestras del pensam iento augustiniano. Siguen siendo genuinam ente autobiográficos. Y en un sentido m uy real, puede decirse que los libros anteriores se apo yan en estos últim os.12 En el L ibro 10, A gustín llega con toda natu ralid ad a la siguiente pregunta: ¿qué es lo que amo cuando amo a D ios? ¿A quién amo cuando amo a Dios? ¿D ónde se concentra mi activi dad? (10.6). Tras una consideración del limitado entendim iento que está perm itido a todas las partes exteriores de la creación, 85
Agustín nos conduce por estos interrogantes para llevam os al m isterio de la m em oria. En este « estó m ag o de la m ente» (10.14) se alm acena la vida entera. «Sin él, ni siquiera podría hablar de m í m ism o» (10.16). Y A gustín se convierte en un problema para sí mismo tan pronto reconoce cuánto es lo que puede haber escondido, form ando parte de sí m ism o, en la caverna de la memoria: cuánto puede haber olvidado, cuántos horrores puede aún descubrir en sí. Sabe, de todos m odos, que el contacto real con lo divino sólo puede realizarse en estos recónditos rincones de su interior. A quí, las Ideas y las Formas tienen vida propia, gracias a la cual conocem os y juzgam os. Desde esta interioridad se guía nuestra búsqueda. «La mujer que ha perdido una moneda la busca con la luz de 1111 farol, pero jam ás podría encontrarla si no la recordase» (10.18). El poder del recuerdo de una felicidad perdida nos impulsa en nuestro peregrinaje (10.20, sección que contiene imágenes de la caver na de Platón y de Adán en el paraíso). En esta peregrinación buscam os la posibilidad de elevarnos gracias al poder de la reflexión que la Verdad ha perm itido penetrar en nuestro ser más profundo e interior. Es en esta interioridad donde vivimos realmente nuestra vida. De esta interioridad depende la unifica ción de la personalidad: se trata de una de las partes más esen ciales del descubrim iento de la unidad interna del hom bre. La vida, a cada m om ento, es una prolongación del ser, hacia ade lante y hacia atrás. El hombre lleva en sí la forma coherente del yo. hecha gracias a la formación constante de lo que todavía no existe, hecha en su propia consciencia. El ejercicio sobre el Tiempo, en el Libro 11, 110 es menos maravilloso. Añadiendo la noción de la expectación a la m em o ria, Agustín alcanza el sentido interiorizado del tiem po, que bien puede ser crucial para la persona que vive su vida. «Son tres los tiem pos que existen, un presente de las cosas pasadas, un presente de todo lo presente, y un presente de lo futuro. Algunos de estos tiem pos tan distintos entre sí existen en la mente, y no en ninguna otra parte que yo alcance a ver. El pre sente de las cosas pasadas es la m em oria, el presente de todo lo presente es la percepción directa, y el presente de lo futuro es la expectación» (11.20). Agustín incide en su búsqueda del senti 86
do sobre un inmenso conjunto de temas, indicativos todos ellos del grado hasta el cual las distintas partes de su ser han comen zado a funcionar al unísono. En esta vida interior que acaba de descubrir, se produce una m ediación entre el hom bre puramente físico, el ser espiritual y las realidades que lo im pregnan, proce dentes del Más Allá. No hay nada que exprese todo esto mejor que su im aginería: el corazón tiene oídos, boca y ojos; la mente tiene oídos, boca y ojos tam bién. El ser así unificado se inquiere a sí mismo sobre la tarea del aprendizaje ulterior, y es inquirido directamente por Dios. A un determ inado nivel, los dos últim os libros contienen sencillas re flex io n es sobre los p rim e ro s pasajes del p rim e r libro de Moisés. En el Libro 12, A gustín se debate com o un héroe con la frase «el Cielo del C ielo». Al cabo de m uchas páginas de ejercitar la mente sobre este misterio, se descubre: «¡Oh. Señor. Dios mío! ¡Cuántas páginas he escrito sobre tan pocas pala bras!» (1 2 .3 2 ). R ealiza e n to n c e s la transición al L ibro 13: «Perm itidm e continuar y exponer ante Vos m is pensamientos sobre las Escrituras, bien que con mayor brevedad.» Después dirá: «A partir de ahora, que mi fe hable por m í» (13.12). En lo subsiguiente, el texto se hincha de citas bíblicas. Pero todas estas páginas no son co n ju n to s separados de especulaciones teológicas puras en las que esta habilidad se ejercite con indife rencia o arbitrariedad. No cabe duda de que una exercitatio augustiniana siempre suma más de lo que el tem a tratado puede augurar, dado que la m ayor parte de su valor radica en su pro pia actividad. Ahora bien, la pugna sostenida con el Génesis tiene un significado bien preciso en relación con la totalidad de las Confesiones. A un nivel m ás bien tosco, cum ple con una función apologética: aq u í A gustín puede m o strar si está en efecto curad o de sus an tig u as inclinaciones m aniqueas, así como si tiene constancia del punto en el que el am or por el pen sam iento platónico debe ceder ante los hechos bíblicos. A otro nivel, la exercitatio en tom o a estas cuestiones ofrece a Agustín una ocasión soberbia para entrem ezclar su papel sacerdotal y episcopal con su vida personal. Las reflexiones sobre la natura leza del hombre en general, y en concreto su preocupación por los fundam entos de los sacram entos, afloran la luz. Con todo. 87
la función decisiva sigue estando relacionada con la búsqueda interior de A gustín. No en vano la exercitatio conduce al reco nocimiento jubiloso de la bondad inherente a toda la creación. En conjunto, la exercitatio total que suponen las Confesiones, sobre todo en tanto confessio laudis, descansa en este sentido de que básicam ente todo es correcto en las relaciones que se dan entre creador, creación y criatura, y en el hecho de que la criatura se esfuerce por regresar a su creador: el regreso del hijo pródigo. Una arm onía afinada con notable esmero prevalace en todo el libro entre lo que presupone la form a autobiográfica y la per sonalidad sum ida en la confesión; no se trata de una armonía producida por una obra cuidadosam ente elaborada y sistem ati zada, ya que reposa más bien en una vida unificada mediante una experiencia central que la configura de m anera decisiva. Esto perm ite a Agustín equilibrar una forma rigurosam ente dis ciplinada, que consigue presentar com o algo ajeno a todo artifi cio, con una espontaneidad que se expresa en los estallidos poé ticos de la escritura. En este esfuerzo autobiográfico, la forma ha sido generada por la necesidad que tiene la personalidad de expresar el senti do de la vida, una necesidad que una y otra vez iba a dar cuenta del impulso tendente hacia la autobiografía misma. Y la asigna ción del significado está en sí m ism a dom inada por la concien cia en c o n sta n te expansión de la poderosa ex p erien cia que estremeció por com pleto esa m ism a personalidad. E sta expe riencia era en cierto modo algo condicionado históricam ente, e incluso necesario. Sin lugar a dudas, el estilo de vida antiguo y el estilo de vida cristiano que iba formándose progresivam ente — dos cantidades incompatibles— llevaban algún tiem po coe xistiendo an tes de la vida de A g u stín ; ahora bien, sólo en Agustín hallam os lu relación plena y la descripción intensa y vivida de las tensiones, la colisión y la fusión de dos estilos de vida coetáneos, tal y com o pudo producirse en un determ inado individuo. M uchos otros tuvieron que vivir algo sem ejante; algunos in clu so nos dejaron sus reflexiones al respecto. Sin embargo. A gustín expuso ese encuentro en la forma modélica de una vida dram áticam ente com prim ida en un relato sin igual.
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Quizá, la exposición en esta forma tuvo que esperar a la apari ción de un hombre capaz de experim entar los problemas con tanta intensidad, con una necesidad interior de vivir la vida en plenitud, con una inclinación mental inextricable que le impelía a entender las fuerzas actantes en su vida y a llevar una vida conscientemente configurada por ese entendim iento. Gracias al adiestramiento que recibió y a sus prim eras intenciones, su vida iba a seguir ese curso de cum plimiento de todo su potencial que el mundo antiguo había resumido en el ideal del rétor, el hom bre de la elocuencia y la cultura. Pero ese ideal del m odelador autosuficiente, del hom bre que con orgullo asigna la creación de lo mejor de la vida a su talento y a las formas que le han sido dadas por su propia cultura, se hallaba quizá ya gravísimamente socavado desde el punto de vista de un intelectual amigo de cuestionarlo todo, com o era Agustín. Sem ejante ideal difícil mente habría podido funcionar en una naturaleza tan intensa mente «religiosa» com o la de Agustín, una naturaleza destinada a convivir con una m adre com o M énica. C iertam ente, da la impresión de que es necesario un térm ino com o la religión para apuntar que Agustín pertenecía a ese tipo de personas que de ninguna manera habría podido apoyarse en la {'actualidad del m undo, que exige en cam bio las respuestas absolutas que la religión es capaz de proporcionar. Agustín necesitaba una vál vula de escape para el sentimiento de reverencia y de misterio que el mundo evocaba en él, a pesar de su tozuda intelectuali dad. Durante un tiem po, sus convicciones maniqueas configu raron posiblem ente ese terreno interm edio y apropiado. En todo caso, la crisis se produjo en form a de una reversión radical. El concepto del yo que un hom bre puede obtener de tan intensa confianza y orgullo por los logros de los hombres — y sobre este hecho descansaba en gran m edida todo el mundo de la Antigüedad— tuvo que ceder paso ante la humildad tendente a la negación del yo que más se adecúa a un abrumador sentido de la dependencia en que existe el hom bre respecto de un poder que todo lo trasciende. Todo lo que fueron en su día res gestae ya sólo podrían considerarse, en lo sucesivo, como opera dei. La am bición de llegar a ser algo en este m undo m ediante el sencillo procedim iento de ponerse a la altura de los m odelos 89
inás estimados se hizo añicos. El objetivo de la felicidad terrena quedó transferido a la esperanza de alcanzar una recom pensa en la vida del M ás Allá. Las diversas religiones mistéricas habían hecho uso de esta prom esa durante bastante tiem po, con la intención de consolar a todos aquellos que no podían dar senti do a su vida m ediante la participación en el ideal elevadamente intelectual, en la cultura pública de la Antigüedad. Pero el caso de Agustín es sintom ático del problem a cultural que se plantea cuando quienes sustentan esa cultura pierden la confianza en la eficacia de la misma. En ese momento, la evaluación de las ins tituciones y las técnicas culturales pasa a resultar en una esti mación muy distinta. El individuo pensativo y atento que expe rimenta esta revulsión, incapaz de encontrar ya las respuestas que necesita su vida dentro de las respuestas dadas por su cultu ra, de pronto se encuentra frente a una tarea inmensa en la reo rientación de sí mismo, incluyendo, tal vez. la tarea de contri buir a la transform ación de su propia cultura. Uno de los aspectos más destacables de la concepción del propio yo que vive Agustín es que no permitiese que la radical experiencia de la conversión dividiera su vida en dos mitades radicalmente separadas. Si hubiese optado por esta posibilidad, no se habría im plicado en el inmenso proceso de dotar de senti do a la porción «carente de sentido». Por el contrario, utilizó el giro experim entado en su vida para reintegrar su existencia anterior, en tanto porción reevaluada, dentro de la visión de su nuevo yo, y m ediante sus propios esfuerzos prestó un im portan te servicio a la cultura en conjunto. El instrum ento conceptual que em pleó en separar y clasifi car los acontecim ientos que constituían su propia vida, la dis tinción — altíso n am en te sig n ificativ a— entre el uti (lo que tenía valor sólo en tanto en cuanto algo que debía utilizarse) y el fru í (lo que por sí mismo tenía el derecho a ser disfrutado en tanto valor de por sí, sin depender de nada más), resultó a la postre un instrum ento muy poderoso a la hora de sondear todos los elementos de su cultura. ¿Me equivoqué al decidir aspirar al dominio de la elocuencia? Sí, en tanto en cuanto quisiera alcan zar esa finalidad en razón de un m otivo erróneo, en tanto en cuanto le asignase una utilización y un valor que nunca debería 90
haber tenido. Y no, si he utilizado esa aspiración en la búsque da de la única verdad y la única belleza que m erecen ser disfru tadas. Existe, por lo tanto, un lugar apropiado, una función per fecta para la elocuencia cristiana. Y eso m ism o puede predicar se de la erudición, de la música, de la dialéctica, de la lógica, de la ley, de todas las instituciones; todas ellas pueden tener un valor instrumental sólo si se cultivan en función de la finalidad correcta. Los elem entos básicos en esta clase de reevaluación están presentes de la m anera más apropiada en las Confesiones; más adelante, el obispo los elaboró de m anera más sistemática en De Dochtrina C hristiana, en la Ciudad de Dios y en otras obras. De alguna m anera, perpetró un enorm e acto de barbarismo sobre la riquísima herencia de una cultura m ilenaria al divi dirla y evaluarla, al decir, sí, esto vale porque me puede ser útil en tanto cristiano o no, esto no me vale porque es un desperdi cio. Pero en otro sentido y simultáneamente realizó un acto cre ador de cultura al tiem po que salvó una cultura «decadente». M antuvo todo aquello que podría sobrevivir en otro estilo vital y le dio una nueva vitalidad procedente de una fuente de la que el antiguo contexto cultural carecía p o r com pleto. A dem ás, dota a las funciones culturales de un sentido sumamente activo: allí donde antes se recom pensaba una posesión pasiva del cono cim iento, la virtud se encuentra ahora dentro de su búsqueda activa. La cultura personal que Agustín m odeló sobre todo para sí a partir de la rededicación cristiana de su antiguo adiestra m iento y de sus intereses de antaño tam bién estuvo al servicio, de manera generalizada, de la cultura de una época que no era m puramente clásica ni decididamente m edieval, una época que es m e re c e d o ra d e su p ro p ia n o m e n c la tu r a , ya sea la de A n tig ü ed ad C ris tia n a o, com o dice M a rro u , T heó p o lis, la Epoca de San Agustín. Agustín tuvo en todo m om ento una dedicación profunda para con sus congéneres. Es tentador ver en la autobiografía una ilustración prim ordial del egotismo hum ano. Ciertamente, existe un centro en las C onfesiones: la relación que Agustín fue descubriendo entre Dios y su propia alm a. El resto de los seres hum anos, incluida M ónica, reside en la periferia de la obra. Con todo, la personalidad del peregrino cristiano que creó a su 91
imagen y sem ejanza readmite la procupación más honda que se pueda imaginar por sus congéneres. No en vano el peregrinaje es algo que sólo puede hacerse en com ún y en comunión con los demás; posibilitar el peregrinaje de los dem ás es una de las leyes esenciales. A hora bien, aunque este elem ento está presente en las Confesiones, no pasa de ser un elem ento subordinado. Sin embargo, el hom bre que había encontrado el cam ino propio y personal de la peregrinación, cuando comenzó la redacción de las Confesiones ya había sacrificado el plan que m ás deseaba para aspirar a la contemplación de Dios en com pañía de unos cuantos servi Dei de mentalidad análoga a la suya, y ya se había entregado a la inacabable tarea del obispo, en la población per dida y m inúscula de Hipona.13 «Y no pongáis vuestra com odi dad por delante de las necesidades de la Iglesia, ya que si ningún hombre bueno estuviese deseoso de ponerse íntegramente al ser vicio de ella en todos sus esfuerzos, no encontraríais m edio nin guno de nacer vosotros a la vida» (Epístolas, 48:2). La exposición de sí mismo que hace en las Confesiones es la de un ser hum ano en constante movimiento. El cristiano es siempre un peregrino. Atrás quedan las tinieblas, ante él se encuentra la luz. «Que siga cam inando por miedo de que las tinieblas p u ed an invadirlo» (10.23). Esto es algo que debe hacer desem barazándose del equipaje innecesario, concentrán dose en un trabajo que ha de prolongarse durante toda su vida, consistente en ayudar a que el alm a consiga elevar y enaltecer con ella a la totalidad del ser. Podría parecer que esta despiada da sim plificación de la personalidad descarta de m anera muy tosca una porción importantísim a de la realidad humana, pero no es así. La solución gnóstica y m am quea que estriba en d es pojarse de la responsabilidad in h eren te del mal, del cu erp o material (esa cárcel del alma) y de sus necesidades, no era ya algo admisible. La diferencia entre el maniqueo y el cristiano era que, así com o uno consideraba la tarea vital como un em pe ño tendente a la separación de lo que injustamente había sido condenado a coexistir, el alma con el cuerpo, el otro contem pla ba la salvación en la reunificación de un hombre íntegro y salu dable, com puesto por ambos elem entos, que por su propia cu l pa había consentido en separar e incluso desgarrar. La tarea del 92
peregrino era permitir que el poder del alm a reconstituyese la totalidad del ser en una integridad totalm ente nueva. El punto de partida debía ser la aceptación de todo lo dado, la aceptación del ser en tanto dilem a planteado a sí m ism o y, en definitiva, la aceptación de la creación como algo verdaderam ente bueno. Implícita a todo ello existía la preocupación interminable por que todo el s e r— voluntad, razón, afecto, em ociones— tendiese hacia lo único que vale la pena amar y buscar con denuedo. Ni un solo factor hum ano, en su perverso aislam iento, debería dejar que de nuevo se extraviase la integridad del ser. Así pues, el ideal entrañaba una personalidad unificada en la conciencia total de sí misma. La arm onía interior y exterior era el objetivo decisivo, sólo que la exposición de uno m ism o únicam ente podía representar el proceso de formación de la personalidad, el crecimiento paso a paso que lleva a la obtención de una com prensión mayor, a la preparación de la voluntad, al aprendizaje del amor, al esfuerzo por la consecución de un orden interior, al intento por lograr que el alm a se apropie de todo el ser. Por eso, la naturaleza de la exercitatio y la form a de la confesión eran tan sobresalientemente adecuadas la una a la otra. Esta concepción agustiniana del propio yo, esta exposición de sí mismo, tienen una complicada incidencia sobre la noción de la individualidad. El texto de ninguna m anera sugiere que Agustín pensara en sí m ism o de m anera consciente como un individuo único, enfrentado a la tarea vital de traducir su unici dad desde la mera potencialidad en un acto concreto. Aunque era ciertam ente con sciente de una id iosincrasia personal, no veía en ello nada que tuviese el valor suficiente para ser culti vado por sí mismo. M uy al contrario, todo indica que veía en la historia de un alma cristiana, en la que m ejor podía conocer, la historia típica de todos los cristianos. En una vida quiso enten der el drama de todas las vidas. En cierto m odo, reconstruyó su propia vida con la ayuda de una «teoría del hombre» que poco a poco iba configurando. Y podría dem ostrarse seguramente que, por analogía, A gustín veía en el transcurso de su línea vital la íntegra trayectoria viva de la historia de la humanidad entera. En el acto de hacer públicas las Confesiones, los acontecimien tos únicos no se expusieron sólo en aras de su valor intrínseco, 93
no fue la oferta de u na vida típica y d o ta d a de un propósito didáctico. La relación de la conversión podría de esa m anera convertirse en un m odelo de la co n v e rsió n en cuanto tal; de hecho, así pudo funcionar durante los siglos venideros. El relato trascendental de la concepción agustiniana de la personalidad constituye otra barrera que se interpone en el libre reconocim iento de la noción de la individualidad. En el meollo de la experiencia de A gustín se encontraba la visión de que el yo no era suficiente p or sí mismo. El h o m b re no era ni sabio ni fuerte, en la medida suficiente, para im p o n er por sí mismo la ley. No era suficientem ente m erecedor de la visión vagamente percibida, pero pese a todo sentida con gran intensidad, de la perfección. Un poder m ucho mayor que él mismo lo arrastraba m ás allá de sí m ism o, c instilaba en él un anhelo de trascenden cia que él no podría satisfacer por sí m ism o. En calidad de ser autónom o, el ho m b re era algo su m am en te em pobrecido. El alm a puede funcionar com o factor curativo y unificador sólo si cuenta con la ayuda de la divinidad. El yo alcanza la fuerza en su dependencia de Dios, en una relación irrompible con el crea dor del propósito capaz de guiar al hom bre. En esa concepción, el ser que desea ser verdaderam ente el ser que es, es un ser vivo dentro y fuera de otro ser (ein Auf-G ott-Bezogensein), y con vertirse en un ser en plenitud es una creciente rendición del yo ante Dios. Ese yo esencialm ente relacionado con Dios no tiene por objeto su disolución en la divinidad; Agustín nunca deja que el anhelo que tiene el hom bre p o r Dios concluya en un deseo de fundirse con una Deidad absolutam ente distinta de sí m ismo. El hom bre co nserva en todo m om ento su naturaleza específica de ser diferenciado de todos los demás. Pero las for mulaciones de A gustín no se prestan a una concepción de un ser autónomo que afronte la tarea de actualizar un yo determ i nado por sí m ism o. Es posible que los cristianos tengan que reconocer por siem pre esta barrera que se impone frente a la individualidad. Pese a todo, dentro de esta concepción agustiniana del pro pio yo existen elem entos de gran im portancia que a la postre han de contribuir en distintos grados al surgimiento de la indi vidualidad. El D ios que se ocupa h asta de los más m ínim os 94
detalles de la vida es el Dios para el que todas las alm as tienen importancia. Toda la creación existe para que cada una de las alm as errantes que la com ponen se esfuercen por recorrer el cam ino de vuelta a casa. La atención de Dios en el funciona miento del mundo se extiende a la utilidad providencial que tie nen hasta las mayores m inucias de la personalidad; Dios es, además, el señor que todo lo sabe, dueño de todo, al cual no es posible engañar. El impulso que todo esto da al análisis de uno m ism o más atento y cuidadoso y al cultivo de uno m ismo, tuvo una inm ensa im portancia. H asta los esfuerzos m ás hum ildes podrían considerarse de un valor cósm ico notorio. La necesidad cristiana de lograr una cuidadosa prueba de sí m ism o, un solíci to entendim iento de uno m ism o, dio lugar a los hábitos de ins pección del propio yo de los que la ulterior aparición de la indi vidualidad iba a depender en definitiva. Todos los aspectos que contribuyen a la unificación de la personalidad en los términos de su coherencia y consciencia interior eran de im portancia análoga. Y a pesar de la preocupación om nívora de Agustín por la experiencia típica del cristiano, hay en el m odelo sitio de sobra para que tenga lugar la diferenciación entre las almas diversas. Existe, por descontado, todo un mundo de diferencias entre aquellos a quienes les es dada la gracia y aquellos a los que no, aunque al hombre no se le perm ite ningún ju icio sobre estos últimos (13.23). Ahora bien, los que reciben la gracia también pueden diferir de manera extrem a entre sí. El obispo lo sabía; no es menos obvio que el intelectual, el hijo de M ónica. tam bién lo sabía. Por esencial que sea esa búsqueda incansable del entendim iento racional, y personalm ente lo fue en su caso, nun ca neg ó que la cristiandad p len a de la m adre que no pudo seguirle en absoluto en su insaciable sed filosófica tam bién lo era. En esa visión de una cristiandad diferenciada, a partir de la cual los hom bres podían a v a n zar hacia una individualidad capaz de dotar de sentido al mundo, también había un peso más que suficiente. Se había encontrado de ese m odo con un paso esencial hacia una visión de la creación en tanto totalidad llena de alm as distintas, únicas, irrepetibles, cada una de las cuales servía al propósito de su creador mediante su trayectoria vital 95
única, distinta. Por más profundas que p u ed a n ser las diferen cias entre un Agustín y, pongam os por caso, un L eib n iz, existen líneas internas dentro de la cultura que co n e c ta a am bos. Com o la noción de una historicidad e s p e c ífic a es esencial en la concepción de la individualidad, aún e s tá p o r valorar aun que sea brevemente el pensam iento de A gustín sobre ese punto. En com paración con las visiones clásicas, m u c h o m ás estáticas, que restaban todo valor al desarrollo, en A g u stín se produce una transformación muy acusada, ya que es ca p az de percibir el valor que entraña la idea m ism a del proceso. En cierto modo, expresa de esa forma única una diferencia b á sic a entre las cosm ovisiones helénica y judeocristiana. A tenas dio luz a la con cep ció n filosófica y c ie n tífic a del m undo, en ta n to cosmos racionalm ente com prensible. Jerusalén dio pie a la mentalidad histórica: la esencia de su cosm ovisión rad icab a en-la creencia de que el universo era una creación d esead a por parte de un Dios ajeno a ella, situado lejos de ella, que la utilizaba por una serie de propósitos inescrutables, por m ás q u e El no hubiese escrito Su mensaje en la estructura de la n atu raleza, mensaje que pudiese ser leído desde cualquier m ente hum ana, racional, capaz de realizar esa lectura: Su voluntad s í podía leerse con notable esfuerzxo a partir de una atenta lectura de la historia. A sí pu es, el cristian o s e n tía una n ec e sid a d prim ordial por entender lo que a él le había ocurrido. No po d ía permitirse, por así decir, el lujo de caer en el anacronismo d e actuar como si la C rucifixión no hubiese tenido lugar. A pesar de algunas de las contracorrientes que operan en Agustín, esa m entalidad históri ca había alcanzado en él un grado de desarrollo tan intenso que, en la Ciudad de Dios, pudo formular el m arco elem ental desde el cual contem plar la historia, marco en aras del cual el mundo de O ccidente se orientó durante casi un m ilenio y medio. Y en las Confesiones tomó su vida com o m ateria biográfica cuya his toria convenía relatar. Si bien gran parte de todo esto constituye sin duda una historización de las realidades humanas que la mentalidad clásica no habría sido capaz d e lograr sin las influencias cruzadas y fertilizantes de la tradición judaica, sigue siendo pese a todo un paso adelante en tanto que visión historicista de la concepción 96
del propio yo de la que depende en suma la noción de la indivi dualidad. La diferencia que existe entre la creencia agustiniana en la naturaleza h um ana y la exageración histórica de que el hombre carece de naturaleza, de que sólo tiene historia, sigue siendo inmensa. C om o Agustín se propuso exponer la historia de su vida en tanto modelo típico de toda vida cristiana, tuvo que disminuir al m áxim o el valor de la especificidad histórica. Refirió con todo esm ero los detalles históricos concretos de su vida personal, aunque ¿tienen estos detalles un valor histórico, o sólo tienen un valor sintomático? H aber nacido en el seno de una familia com o la suya, por ejem plo, tuvo su importancia, si bien ¿fue realm ente im portante de cara a la concepción que tuvo de su propio yo el que su nacim iento aconteciese en la constelación h istó ric a concreta del añ o 354? ¿Es un hech o esencial en la concepción de sí mismo que manifiesta Agustín el que una vida realm ente distinta de la suya pudiese haberse debido al detalle de que hubiese nacido diez años antes o des pués del año en q u e nació? Las condiciones concretas y los sucesos sobre los cuales discurre su vida tuvieron indudable significación en tanto ocasiones propicias para la liberación o el estímulo del proceso interior en virtud del cual el alma podría llegar a constituir la identidad verdadera del yo. No fueron en cambio significantes, para Agustín, en tanto esos materiales de construcción a partir de los cuales el yo logra edificar un yo mayor mediante una integración consciente de sus partes. Para Agustín, llegar a erigir un auténtico yo propio significaba sobre todo ser capaz, en m últiples sen tid o s, de despojarse de la influencia de «los accidentes o las coincidencias externas». El paso del tiempo, el paso del individuo a través del tiempo, p ali dece en lo que respecta a la significación ante la lum inosidad del deseo de desatarse de las lim itaciones que atenazan a ese mismo yo. De esta apreciación desde luego m inim izada de la concre ción histórica, de esta percepción de que la exposición de sí que realiza Agustín exhibe una clara ausencia de todo rasgo de la conciencia del propio yo, brota todo cuanto sigue. Esta om isión no se ju stific a d e sd e luego en la in m o d estia , toda vez que Agustín podria haber expuesto sus logros en tanto que instru 97
mentó elegido por Dios mismo. La razón hay que buscarla por lo tanto en el hecho de que concediese una mínim a e incluso despreciable im portancia a la interacción que se da entre el yo y el mundo histórico del que ese yo form a parte, interacción en la cual un yo, habiéndose formado dentro de un mundo específi co. reelabora ese mismo mundo m ediante la apropiación parcial del mismo, m odificando los térm inos de lo que ese yo haya lle gado a ser tras esa interacción. No obstante, Agustín es el hom bre que de m anera más profunda afectó el mundo que le circun daba, m ediante su experiencia vertebral. Efectivam ente, él con figuró la vida de la iglesia católica, sus dogmas, su manera de entender la teología. Formuló las concepciones cristianas de la sociedad y de la historia que iban a engastarse en lo más pro fundo de su propia civilización. Fue tan capitalm ente responsa ble de la fusión en su día viable entre las dos tradiciones ope rantes en la civilización occidental, que es de todo punto apro piado dar su nom bre a la época en que vivió.
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3. EL PROBLEMA DE LA AUTOBIOGRAFIA Y LA INDIVIDUALIDAD EN LA EDAD MEDIA
En las Confesiones, San A gustín había confeccionado una exposición ejem plar de una vida vivida dentro del cristianismo. Sin embargo, llama la atención que una de las fases m ás influi das por el cristianismo de toda la historia de nuestra civiliza ción, com o es la Edad Media, no emplease en dem asía el m ode lo agustiniano de la autobiografía. Las condiciones dentro de las cuales A gustín logró la p len a com prensión de su propia experiencia fueron radicalm ente distintas de las que rodearon a los autobiógrafos medievales. Agustín se educó dentro del más estricto clasicism o, y experim entó más tarde una profunda y consciente reorientación de su vida, al aceptar íntegramente la fe católica. Los hom bres del M edievo, en cam bio, nacieron cristianos y fueron educados en el seno del cristianism o, al tiempo que se introducían cada vez más a fondo en un mundo radicalm ente cristiano. De este modo, sus esfuerzos autobiográ ficos lisa y llanamente no pudieron proseguir el uso del modelo propuesto por las Confesiones. Cuando se cae en la cuenta de que la más grande historia de la autobiografía que está a nuestra disposición, la de Georg Misch, que abarca en ocho volúm enes desde las inscripciones de los enterram ientos en Egipto hasta Theodor Fontane, escritor del siglo pasado, dedica nada m enos que 2.724 páginas de las 99
3.881 de que consta en su totalidad a la historia de la autobio grafía durante la Edad Media, parece sobradam ente justificado pensar que esta forma de exposición del propio yo floreció en abundancia durante esta época de la historia.1 Pese a todo, así como la cosecha de autobiografías m edievales es sin lugar a dudas m ucho mayor que la de la antigüedad, sigue siendo muy reducida por comparación con los miles de entradas b ib lio g rá ficas que de este campo pueden recogerse en la m odernidad. Fueron m uy poco comunes en la Edad Media las autobiografías «exentas», es decir, las que pretendieron dar una visión cohe rente de una vida en un único escrito. Durante el período que va del año 500 al año 1400 no se escribieron m ás de ocho o a lo sumo diez obras de este tipo- (dejando a un lado, por supuesto, los textos arábigos y bizantinos que Misch sí que incluye en su estudio). No obstante, no son pocos los autores m edievales que desplazan segm entos de contenido autobiográfico dentro de escritos dedicados a una tem ática mucho más am plia. Y sor varios los que repitieron esta estrategia en diversas obras, dan do de este modo lugar a un género acumulativo que podríamos denom inar «autobiografía por adición». En este capítulo me propongo cuando menos apuntar cier tos aspectos generales de la autobiografía m edieval, por medio de una serie de breves repasos de algunos ejem plos representa tivos.5También quisiera apuntar, por medio de generalizaciones globalizadoras, al menos alguna sugerencia acerca de la natura leza de las condiciones culturales que afectan al carácter de la au to biografía m edieval. El capítulo siguiente, d edicado a la Historia de mis calamidades, de Pedro Abelardo, podría servir de este m odo como banco de pruebas del argum ento según el cual la preocupación consciente de sí misma acerca de la indi vidualidad no fue uno de los rasgos definitorios del milenio interm edio de nuestra civilización. Los historiadores dedicados a la Edad M edia han venido insistiendo cada vez más en la complejidad de este período; a veces, da la sensación de que se les antoja tan intratable, por com plejo, que su aversión por las generalizaciones, de raigam bre nom inalista, termina por cam par por sus respetos en sus obras. En buena parte, esta apariencia pluri-estratificada de la 100
civilización medieval fue el factor que m ás iba a contribuir en los procesos elem entales de la diferenciación social y, por ello, en el definitivo surgim iento de la individualidad como valor conscientemente cultivado. U na razón muy sencilla de los modos de perplejidad de esta civilización fue que al menos se habían «fundido» tres ingre dientes culturales de diverso tipo: (1) la herencia de la antigüe dad. que fue reviviendo de forma progresiva con el paso del tiempo; (2) una tradición de pensamiento religioso que era ya, al term inar la época de la patrística, una com plicada amalgama de elementos judaicos, cristianos y orientales: y (3) el barbarismo germ ánico. A este últim o elem ento conviene añadir, en lugares y momentos muy distintos, las influencias de los grupos celtas y eslávicos y el im pacto de las relaciones en constante fluctuación con las civilizaciones bizantina e islámica. Com o hubo regiones de Europa hondamente rom anizadas y otras que nunca lo fueron, estás últim as recibieron la influencia de los elem entos del clasicism o de m anera cuando m enos un tanto diferenciada. El fenóm eno del «renacim iento» es de por sí testi go de la complejidad de una civilización; las sucesivas oleadas del Renacim iento carolingio, del R enacim iento otomano, del Renacimiento propio del siglo XII. hacen pensar en una com plicada estructura de influencias clásicas que alimentaron una cultura en incesante desarrollo. Desde la caída del Imperio Romano, la vida había adquiri do un carácter casi exclusivam ente rural en la mayor parte de Europa, aunque en Italia y en España sí se preservaron centros urbanos más activos. C uando ya después del año 1000 crecie ron de forma mucho m ás rápida las ciudades del norte, aunque en calidad de n ú cleos un tanto ajenos al orden circundante, básicamente rural, crearon un nuevo elem ento de tensión en la sociedad, que incidió sobre el desarrollo de distintas regiones de Europa de m aneras m uy diferentes. Se acusaron más las diferencias locales; recorrer 80 kilóm etros podía equivaler a insertarse en un «m undo» sumamente distinto del mundo de procedencia. A m enudo ni siquiera constaba de una sola etnia, pero la sociedad se diferenció de manera radical al distribuirse en estados, en grupos de diverso status y en toda clase de capas
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sociales y funcionales, dotadas de privilegios y estilos de vida únicos y privativos de cada una de estas capas. Determ inados grupos sociales podían incluso m anifestar en su fuero interno un «igualitarism o» totalmente ajeno a la sociedad en conjunto. Pese a la presencia de ciertas ficciones universalizadoras, el poder político era en realidad poco m ás que 1111 m edio de con trol limitado sobre zonas relativam ente reducidas, com unicadas mediante redes de autoridades cuyas atribuciones se hallaban en constante intersección, de m anera extrem adam ente com pli cada. E incluso el grado de unidad que gradualmente fue esta bleciéndose en determ inadas áreas dejó a Europa dividida en una com unidad de «naciones», con distintas lenguas y distintas tradiciones y estilos de vida, división que iba a ser a la postre su destino muy a la larga. Sin em bargo, atravesando de punta a cabo esta innegable diversidad y las diferentes capas de una intrincada disposición social, existían también algunos rasgos aglutinantes que aporta ban un carácter diferencial al total de la configuración. Fueron m uchos los acontecim ientos y los procesos que afectaron a Europa en su conjunto. C iertas necesidades concretas fueron siempre identificadas como necesidades del común; ciertas res puestas que se dieron a la satisfacción de dichas necesidades funcionaron com o modelos en lugares muy lejanos de sus pun tos de origen. La conquista llevada a cabo por las bandas de guerreros germ ánicos dejaron a quienes residían en la estela de su avance frente a la ulterior tarea de absorber la ley y la lengua germ ánicas. La dom esticación de una aristocracia de origen bárbaro dio en definitiva por resultado un estilo de vida caba lleresco que im pregnó a fondo la sociedad y que tuvo conse cuencias extraordinarias en la form ación de los ideales de la personalidad en Europa. Las condiciones compartidas del terre no de labranza, del clima, del trabajo en el campo, así com o las técnicas aplicadas, especialmente en el sector noroeste dedica do a la producción de cereales, que en múltiples sentidos fue el sector dom inante, explican que prevaleciese una form a de orga nización rural de la cual la «granja de libro de texto» no es, ni mucho m enos, una generalización tendente a la falsedad. Las instituciones políticas, m ilitares y legales del feudalism o, al 102
entreverarse con este orden rural, perseguían, a pesar de todas las variaciones habidas, un modelo am pliam ente vigente. No todos los europeos vivían bajo el gobierno de los reyes, pero el ideal de la realeza tenía pleno sentido para la m ayoría de ellos. El crecim iento paulatino del poder monárquico, con su propio aparato «administrativo» y legal en constante desarrollo, podría más adelante utilizar dichos rasgos unificadores: los gremios profesionales, una clase seglar pero crecientem ente alfabetiza da, una serie de necesidades religiosas recientem ente descu biertas, los problemas inherentes a la defensa, las divisiones de clase entre los patricios y los pobres, e incluso las tensiones com unes entre la vida del cam po y la vida de las ciudades. Que este mundo europeo fuese un mundo cristiano es, sin lugar a dudas, el factor aglutinante de m ayor potencia. Los europeos tenían en com ún un Libro, un dogma, un ritual, una ética: la configuración dom inante de la vida cotidiana, al des cansar con firmeza sobre una religión común, m arcó a todos los integrantes de aquel m undo, aun cuando quedase sitio para interesantes variaciones. La visión básica del m undo y de la vida, en ciertos aspectos lo suficientemente diversa para dejar m argen a muy animadas discusiones, era tan coherente a la par que tan dominante que nadie pudo poner en tela de juicio, con un m ín im o de efic acia , su s fundam entos. En «la» Iglesia, Europa tuvo un factor generador de cultura y una fuerza de uni ficación que rara vez ha tenido parangón a lo largo de la histo ria. Fue extraordinario el despliegue de energía destinado a la form ación de una Iglesia unificada a partir de una considerable variedad de prácticas religiosas y de iglesias. Fue de ese modo una institución sacram ental sumamente unificada, que asumió entonces a fondo el objetivo de santificar la vida en la medida de lo posible, con lo que em prendió la paradójica tarea de crear una civilización cristiana coherente (paradójica, al menos, en el sentido de que jam ás podría salvarse el abismo antitético exis tente entre las aspiraciones ultraterrenas del cristianism o y las tareas civilizadoras, siem pre seglares, al menos en lo que res pecta a la intención que las anim a). Que ex istió un em puje im plícito y tendente a la consecución de esta m eta desde mucho tiem po antes de que se em prendiese expresam ente después de 103
m ediado el sig lo XI, y que pudo co nsiderarse ten u em e n te «logrado» en el XIII, es algo que sigue siendo, a pesar de todas las tendencias en conflicto, el sello distintivo de la Edad Media en Europa. Es este contexto esencialm ente cristiano el rasgo dom inante y om nicom prensivo de las concepciones de la personalidad de que los europeos dejaron huella en sus empeños autobiográfi cos. Con la excepción de Jaim e I de Aragón, todos los dem ás autores autobiográficos fueron m iem bros de la clerecía. La vida de todos ellos estuvo confinada a una realidad que, en su condi ción de cristianos conscientes de sí mismos y de serlo, ni pudie ron ni quisieron atravesar. La orquestación de la cultura litera ria. de la cual dependía por entero la orientación y la expresión de la individualidad en todos estos casos, estaba en m anos de la Iglesia; la clase culta pero seglar fue abriendo de m anera gra dual nuevas posibilidades. H asta el siglo XIII, el latín siguió siendo la lengua aglutinadora en lo que a la autobiografía se refiere. La educación estaba tam bién en manos de la Iglesia, y la transm isión incluso de los m odelos clásicos estuvo en su mayor parte afectada por el cristianism o de dichos transm iso res. No cabe ninguna duda de que la propia Iglesia fue la gran com plexio oppositorum . y de que dentro de sus brazos, que todo lo abarcaban, hubo sitio para fascinantes variaciones. Pese a todo, esos brazos eran muy restrictivos. Cuanto m ás se esfor zó la Iglesia por dar carta de naturaleza y de realidad a la civili zación c ristia n a , de la cual la « síntesis m edieval» es m era expresión, m ediante la introducción del rey, del caballero, del burgués, del campesino, del m onje y del cura dentro de un mar co vital com ún, siendo éste el m arco de una vida dom inada por los sacram entos que regían todos y cada uno de los m om entos im portantes de la existencia, tanto mejor pudo m antener intac tas las barreras que se interponían en el camino de la individua lidad consciente de sí misma. Poco después de la muerte de Agustín, el mundo occidental se encontraba culturalmente tan em pobrecido que los hombres no parecían capaces de im itar el m odelo de la personalidad cristiana que él había expuesto en las Confesiones. La historia 104
de la autobiografía, y hay que reco n o cer que se trata de un barómetro de registros limitados, atestigua de manera fidedigna la existencia de una «Edad Oscura» entre el año 450 y el m un do carolingio de los siglos VIII y IX. L os hombres de esta épo ca sólo nos han dejado muy escasos docum entos acerca de su individualidad, aun cuando se recurra a géneros literarios tan diferentes com o es la poesía anglosajona o las cartas de un gran hombre, el papa G regorio I. Un hom bre tan excepcional com o Boecio (480 aprox.-520), nos permite entrever su relación vital con la filosofía; se trata, en el mejor de los casos, de un rasgo autobiográfico. M ás o menos en el año 459, Paulinus de Pella escribió un carinen, el «Eucharisticos», en el que com bina la confesión de sus pecados, en el sentido más cristiano del térm i no, con el relato de sus infortunios y sus andanzas en un m undo sumamente inseguro, debido al avance de los bárbaros, aunque tampoco nos cuente gran cosa de su persona. Ocasionalm ente aparece un autor que sí revela algo de sí mismo en esa peculiar forma de la autobiografía que es la autobibliografía; G regorio de Tours, Beda, el rey Alfredo en su traducción de B oecio, im parten una m ín im a inform ación a c e rc a de sí m ism os al comentar o. sim plem ente, listar sus actividades literarias. Ciertos aspectos de dos de los m ás tempranos escritos de esta época, procedentes de las zonas m ás periféricas de Europa, como son Irlanda y España, pueden servir para apuntar qué for ma tomó entonces la empresa de la autobiografía. Uno de ellos podría haber sido escrito por San Patricio.4 Si bien la Vita reci be por título el térm ino Confessio, suscitando sin duda expecta tivas acerca de las influencias agustinianas (aunque en realidad fuese dem asiado pronto para que pudieran haber sido efecti vas), la forma encaja mucho m ejor en el marco de la literatura legendaria y hagiográfica que em pezaba a desarrollarse. En tér minos generales, la forma en la que A tanasio había expuesto la vida de San A ntonio siguió siendo durante mucho tiem po un modelo mucho m ás persuasivo que las Confesiones de Agustín. Era una form a m ucho más sim ple, em inentem ente adecuada para enmarcar la experiencia cristiana típica, y estaba asim ism o libre de las apoyaturas metafísicas propias de la aventura agus tiniana. Uno de los motivos tem áticos más frecuentes de la épo 105
ca, el lam ento de San Patricio por su falta de educación, da cuenta de la necesidad de una forma que fuese lo suficiente mente simple para acom odarse a un inform e más bien deslava zado e inconexo de los acontecimientos vividos, de los hechos realizados, de las visiones prometidas y de la confesión de los pecados. A pesar' de la impropiedad de su latín. Patricio supo cóm o dar cumplida cuenta de esta form a por medio de los deta lles de su existencia monástica, m isionera y episcopal, que le parecieron más relevantes. La forma hagiográfica resultaba especialm ente idónea para una exposición de la vida del m onje; la Lam entatio de San Valerius, erm itaño español (630 aprox.-695) ilustra de sobra este hecho. El ideal del monje era el dom inio de tantas autobio grafías medievales com o tuviese a su alcance, y buena parte de la literatura de la época está escrita por m onjes. Estos, más que ningún otro grupo, pasaron a ser los custodios de la palabra escrita; en sus bibliotecas podrían encontrar los modelos de los retrato s an tig u o s, a u n q u e los d e riv a d o s de S uetonio y de Salustio resultaron ser las influencias de m ayor peso. A hora bien, el monje, com o biógrafo, tiene algunas serias limitacio nes: puede perm itirse hablar de sí m ism o sólo hasta cierto pun to, ya que representa la personalidad ideal, en la que la volun tad propia cede siem pre ante la voluntad divina. El m otivo repetido hasta la saciedad para ju stific ar tales escritos es un motivo que apela intensam ente a la intención didáctica, a saber, el deseo de proporcionar a los demás seres humanos ejemplos morales sobre la pugna que libran D ios y el Demonio por la conquista de cada alm a. Uno de los tem as recurrentes es el del giro de la vita activa y pecadora, m undana, a la vita contem pla tiva, giro que en esta época significa siem pre la aceptación del ideal monástico y la reclusión, tema de esencial im portancia entre los monjes de origen aristocrático, com o Valerius. La pre sencia de este tem a, el conflicto tantas veces descrito entre estas dos formas de vida opuestas, es de por sí un claro indica dor del domininio que ejercía el ideal m onástico. Misch se propuso recoger el catálogo de las formas de co n cepción de sí que expresaba la aristocracia laica en la literatura heroica y en las sagas que celebraban su estilo de vida propio; a 106
manera de paralelismo estudió también la antigua poesía heroi ca de los árabes, anterior a la aparición de M ahom a.5 Le intere saron muy en especial las sagas islandesas que, aunque escritas a finales de la Edad M edia, m antuvieron intactas gracias al apartam iento de la isla m uchas realidades sociales más anti guas. Su análisis de este im portante filón de la literatura auto biográfica evoca con claridad las impresiones del mundo de los guerreros bárbaros en el que se expresaban poderosas persona lidades, en particular cuando luchaban con denuedo por preser var sus tradiciones frente a la introducción del cristianism o. Pero tal expresión se estilizaba mediante las norm as heroicas tradicionales de una sociedad hermana e indiferenciada. El bar do, com o individuo, expresa algo «general» y algo «típico»; entiende la idea común en términos individuales. «El nosotros antecede al yo.»6 Los lím ites impuestos a la individuación dis tintiva en el interior de esa sociedad hermana, germánica, tuvie ron que haber sido análogos, en la mayor parte de los aspectos, a los ya apuntados respecto del mundo griego arcaico. Cuando por fin se hicieron presentes otras formas m ejores de individua ción ante la aristocracia que formaban estos guerreros germáni cos, fueron a su vez m oldeados por las fuerzas del cristianismo. El indóm ito e iracundo guerrero fue dom esticado con el paso de los siglos hasta quedar convertido en una réplica de Roland y finalm ente derivó en el Parsifal que em prende a toda costa la búsqueda del Santo Grial. Incluso a pesar de las m atanzas de los m oros, vikingos y m agiares que tuvieron lugar en el dominio de Carlomagno, a pesar de los crecientes desórdenes de la vida cotidiana, diríase que en los escritos autobiográficos de finales de la era carolingia e incluso en los posteriores hay algo más de luz y de sofisti cación. Hasta aproxim adam ente el año 1070, el núm ero real de relatos autobiográficos no aumenta sustancialm ente respecto a la época más oscura del M edievo, pero sí crece la complejidad y riqueza interna de los textos. Dos de los tres que hemos de com entar aquí son ejem plos de las «autobiografías por adición» que ya hemos m encionado, en las cuales el autor no escribe una vida de sí mismo a propósito, sino que se revela tal y como ha sido en diversos escritos. Esta práctica en sí m ism a no tiene por 107
qué resultar sorprendente, aunque si resultase índice expresivo de aspectos más esenciales de la mentalidad m edieval, la cues tión pasaría a tener mayor peso específico. Las reacciones de los eruditos que en la modernidad han editado estos datos auto biográficos dispersos hace pensar en una panorám ica cuando menos diferente. Así, hay quienes al leer las obras de un autor medieval, no se resisten a la tentación de entresacar esos ina preciables m ateriales autobiográficos, en m en o sca b o de las demás cuestiones contextúales entre las que los insertó el autor, para ensartar después como si fuesen las perlas de un collar las revelaciones personales del autor, y para decir así: voilá un hommeP Al desvirtuar lo que fue escrito por adición y hacer de ello la im agen de una personalidad que se presenta de modo coherente, diríase que expresan la moderna convicción de que el auténtico valor yace exclusivam ente en la personalidad uni taria y consciente de serlo. Pero al afrontar el fenóm eno de las autobiografías por adición es cuando menos p reciso dar por sentado que, para el autor del M edievo, había algo indudable mente acertado y correcto en la colocación de una exposición de su propia persona dentro de una m ateria contextual distinta, de manera tal que, a su juicio, existía una determ inada signifi cación. D icho de otro m odo, si para un autor m edieval era «natural» y apropiado contem plar su propio yo en relación con su contexto, o contemplar el yo com o una prolongación de ese contexto y dentro de su propio entorno, en tanto parte integral del mundo en derredor, es evidente que el fenómeno de la auto biografía por adición puede ciertam ente aportar datos acerca de esa forma específica de concepción del yo. Hubo otros modos de relato personal, pero vale la pena m encionar q u e tanto la autobiografía exenta como la autobiografía por adición, cada cual a su m anera, expresan el enorm e apoyo que los hombres del M edievo encontraron en las form as culturales dentro de las que más asequible les resultó la expresión de sí m ism os. L'no de estos autobiógrafos por adición, que interesó sobre manera a M isch, fue el obispo Ratherius de Verona (890 aprox.974). Descendiente de una familia aristocrática venida a menos, Ratherius inició su vida de monje en Lorena y fue afectado por las corrientes del movimiento reform ista cluniacense. La familia 108
lo sacó del m onasterio y lo enzarzó en diversas intrigas feudales por terrenos de propiedad eclesiástica, litigios característicos de la época. Más adelante fue nombrado obispo de Verona, perdió el puesto, lo recobró y lo volvió a perder. Cuando de nuevo se puso en marcha hacia el norte fue nom brado obispo de Lieja, pero una vez m ás perdió el puesto episcopal al cabo de dos años. Las pugnas que hubo de sobrellevar para recuperar su obispado, a lo largo de las décadas, lo llevaron a convertirse en autor: habla de sí m ism o y de sus problem as en cuatro tipos dis tintos de escritos. El más antiguo es un retrato moral de su épo ca, en el que satiriza la inmoralidad de la clerecía que lo expulsó del obispado. En consecuencia, hace uso de la discusión de un asunto general para insertar la historia personal que oculta par cialm ente al hablar de «cierto obispo», sin especificar más. No es que hable, por así decir, de la persona de Ratherius. ya que se concentra en cam bio en su concepción del papel de obispo; la m ayor parte de la definición de sí m ism o que es posible rastrear hay que buscarla en su identificación con el oficio de sacerdote. A su entender, existe un claro conflicto entre una clase clerical tan abiertamente inm oral como los laicos y un hombre partida rio de las reformas de la dedicación eclesiástica. Se expone con valentía a una crítica habitual, a saber, que más le valdría no haber salido nunca del monasterio. Este es un tema que repite en todos los escritos, aunque lo cierto es que no regresó al m onas terio, sino que siguió a pie firme en el m undo. El fiasco de Lieja lo impulsó a escribir y divulgar epístolas explicativas y com bati vas en todas direcciones, que posteriorm ente recopiló, antepo niéndoles un p refacio muy revelador de sí mismo. Vuelve a hablar de nuevo en tercera persona, y com plica más si cabe la presentación que hace de sí mismo al describir a un hombre que tiene enloquecidas ideas con «el derecho» del que él se sentía autorizado, satirizando de esa manera la perversión de la justicia que suscribían sus enemigos políticos y eclesiásticos. Cuando, sumido en sus penas, pasa una breve tem porada en un monaste rio en el que es acogido amistosamente, escribió una confesión en forma de diálogo, confesándose ante un sacerdote, en vez de ante Dios, y restringiendo sus confesiones a una única confesión de sus pecados. Se acusó de todos los pecados imaginables, exa 109
gerándolos de manera sum am ente grosera. Al generalizar reite radam ente los pecados de los que culpa a «él y a quienes son com o él», emplea la confesión como arma para ridiculizar las costum bres de su época. Ya más avanzada su vida, trazó un retrato literario «Sobre el carácter de cierto sujeto», presentán dose de manera oblicua m ediante la acusación que los demás lanzaron o tal vez sólo insinuaron contra él, en vez de proponer una autocrítica directa. Tras toda la jocosidad de este juego del escondite, se perci be en estos escritos un m ism o patrón. Ratherius se ocupa de sí m ism o al tiempo que despacha los rasgos m ás relevantes del co n tex to cultural por el que discurre su vida. Se defiende al enm arcar su exposición dentro del contexto m ás am plio de una sátira de la moral prevaleciente en la época. Hace incluso su d efensa legal al satirizar la legalidad de los demás; oculta la confesión personal en un texto en el que dicute la necesidad de la confesión cristiana en general. De m anera indirecta intenta defender su reputación por medio de un catálogo que abarca todo lo que los demás dicen acerca de él. Se lamenta de haber abandonado la paz y la tranquilidad del m onasterio, en donde podría sin duda haber sido fiel a sí mismo; en medio de la terri ble inconstancia del m undo encuentra una m ayor dificultad para comprenderse a sí m ism o. Siempre se muestra interesado por lo general. Los altibajos de la vida laica se convierten en otros tantos exenipla de la condición hum ana. Es posible que Dios quisiera que la condición humana resultara en efecto tan insegura; dio a Saúl todo un reino que después le arrebató, dio a Judas el apostolado y se lo quitó también, y a Satán mismo le dio el cielo y, luego, el infierno. De este modo, R atherius no expone una visión de su propio yo tal y como habría hecho un escritor consciente de que existe un centro interior que todo lo organiza en la personalidad del hom bre. Se describe, antes bien, como una persona cuyo orden interno depende del hecho de que exista un orden determinado en el m undo circundante en el que él tiene existencia.8 No tiene de sí un conocimiento ni com o persona que proyecta el orden de su experiencia en un m undo que lo rodea (tal y como lo con ciben algunos hombres en la modernidad) ni tampoco como un 110
organismo auto-regulado que coexista con el mundo circundan te, con un orden independiente de éste. Entre las m últiples con cepciones d istin tas que pueden fo rm u lar los hom bres de su relación con el m undo en el que viven, Ratherius se decanta por una en la que el yo y el mundo cultural del que form a parte están en muy estrecha armonía. Tiene a su alcance la exposi ción de sí m ismo por medio de la exposición de los aspectos de su mundo y de sus formas culturales que dan significado a sus acciones, a sus intenciones y a su experiencia. En apariencia, no percibió que existiera la necesidad de componer una visión unificada de su persona, y se sintió a sus anchas con la revela ción de un determ inado aspecto de sí m ism o dentro del contex to específico de su vida, de otro aspecto en otra situación, y así sucesivamente, dejando una absoluta impresión de su persona, en tanto en cuanto es posible leer algo acerca de ella en muchos de sus escritos diversos. De esta m anera, la «autobiografía por adición» podría resultar adecuada para una persona que no tie ne ninguna necesidad de percibirse en tanto individuum unifica do en su propia conciencia (lo que Jakob Burckhardt llam aba ein geistiges Individuum). La propensión a entender la propia vida en función de las verdades que propone la cultura prevale ciente (o de las verdades cuya validez acepta el individuo, por considerarlas válidas en su caso particular) hace pensar tam bién en el poder de los modelos de la personalidad que se dan en cada contexto cultural. Cuando las condiciones de la vida fueran menos com plica das que en el caso concreto de R atherius, a un autor le sería más fácil presentar una visión de su personalidad. Ello es cierto en el caso de O thloh de E m m eram (1010-1070 ap ro x .). un hombre sencillo, de extracción cam pesina, que pasó casi toda su vida como m onje del rico claustro benedictino de Em m eram, en las inm ediaciones de Ratisbona. Se convirtió en m aestres cuela o en diácono, pero no logró ascender más peldaños en ese establecimiento aristocrático. En sus escritos procuró ocultar su autoría, e incluso increpó a sus colegas los monjes: «Toda vez que sabes bien quién soy, te ruego que no reveles mi nom bre.»9 En ciertos sentidos, diríase que no pasó de ser un sim ple escri bano que llegó a copiar el Psalterio com pleto diecinueve veces
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y los Evangelios nada m enos que cinco, pero tam bién escribió textos de literatura devocional. y en estas obras entretejió bre ves exposiciones de sí m ism o que, en conjunto, configuran otra autobiografía por adición. Al contrario que Ratherius, Othloh sólo tuvo un papel que desempeñar, el del buen monje, y por eso pudo concentrar sus esfuerzos autobiográficos en un retrato muy directo de su concepción y su desarrollo monástico. Igual que Ratherius, su vida había quedado muy afectada por el espí ritu de reform a que tuvo su más poderosa expresión en la insis tencia en que el buen m onje debería a toda costa alejarse de la literatura laica. La escena en la que inform a cómo se salvó, aprendiendo a renunciar a su amor de juventud por autores com o Virgilio y Lucano, es característica de este modo de exposición de uno m ismo. Aduce una relación de una visión habida en sueños, en la cual fue visitado por un hom bre que le dio una paliza inniisericorde, hasta dejarlo flotando en su propia sangre. Al desper tar, se sintió perplejo por el significado que podría encerrar su sueño. Recordó entonces que en un sueño, San Jerónim o tam bién había recibido una paliza sim ilar por el gran amor que tenía p or la obra de C icerón. Sin atreverse al principio a com p a ra rs e con San J e ró n im o , O thloh titu b e a sin saber cóm o podría interpretarlo. Prosigue dando cuenta de múltiples casti gos divinos, y muy poco a poco se va m ostrando persuadido de que su propio sueño tenía que tener, sin duda, el m ism o signifi cado que el de San Jerónim o. He ahí el modelo; basta con adap tar a sus parámetros la experiencia personal. A sí curado de su am or p or Virgilio, pronto le invade sin em bargo la preocupa ción de que un monje pueda escribir libros, pero a la sazón ter mina por hallar una justificación aceptable; esto es algo que no hago p or mí, sino con objeto de que las visiones maravillosas y las experiencias personales que he tenido puedan servir como exem pla fructíferos para m is colegas los monjes. «Me pareció que sería útil familiarizar a m uchos monjes con estas vivencias, pues no en vano pensaba que incumbe a todos los hombres el que uno de ellos, sea por castigo o sea por consuelo, reciba así la visita de Dios, ya que com o él dijo en el Evangelio, “Lo que digo a uno a todos lo digo.” »20 El elemento personal tenía que
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estar al servicio de lo típico y de lo general, de lo cual extraía a su vez su pleno significado. La diferenciación potencial de la experiencia individual queda inequívocamente rebajada. Los mismos rasgos son los que puede ilustrar la Lamentatio del abad Jean de Fécam p (990-1078 aprox.), hombre que halló el objetivo total de su vida en ser un buen m onje, y que escribe com o si fuese monje desde que nació, en vez de haber vivido una conversión que lo llevase a ese status, al tiem po que se duele de que su alto cargo lo implique excesivam ente en los asuntos puram ente m undanos. La deg rad ació n extrem a que hace de sí mismo es sim ultánea en la confesión de sus pecados y en su profesión de fe. El buen monje debería vivir exclusiva m ente para la vita contem plativa. Debiera reg ir toda su vida siguiendo el consejo de San Jerónimo e im itando al pie de la letra los pasos de los padres de la iglesia. La persona ha de con ducirse en función de m odelos muy claros; en este caso, es Jerónim o el ejemplo. El ideal del gran atleta de Dios, modelado a partir de San Antonio y de los primeros padres, sigue dando significado v rumbo preciso a la vida del individuo. Para los hombres cuya propia orientación dependía sobre manera de la validez incontestable de sus norm as y sus mode los. un mundo cada vez m ás com plejo por fuerza tenía que plantear no pocas dificultades. En el siglo XI, la civilización occidental había iniciado su expansión geográfica a partir de una zona sumamente circunscrita, camino de la eventual dom i nación del mundo. La conciencia europea del mundo se expan dió de manera análoga; el radio de alcance de la civilización se am plió considerablem ente a raíz de la Reconquista en la penín sula Ibérica y en las islas del Mediterráneo occidental, a raíz de la evangelización de Escandinavia, de Bohem ia y de Hungría, y debido a la firme penetración de los cristianos romanizados en diversas zonas situadas al este del río Elba. Las bolsas noroccidentales en las que persistían elementos célticos quedaron más satisfactoriam ente engastadas en el contexto de la civilización europea. Las cruzadas realizadas al este del M editerraéo abrie ron de manera más efectiva a Occidente frente a la influencia cultural del Islam, de B izan d o e. incluso, de las remotas esferas de M ongolia y de China. Al mismo tiempo, los lazos existentes 1 13
con la herencia clásica se anudaron de manera más férrea. El revivir del estudio de la ley rom ana y de la ciencia y la medici na griega y árabe expandieron las posibilidades de dedicación a una serie de profesiones intelectuales más estrictam ente laicas. Las nuevas formas poéticas de los trovadores provenzales y de los goliardos permitieron la instauración de nuevas expresiones de la experiencia personal. Las nuevas formas de educación intelectual y el cultivo de nuevas formas de conocim iento, en las escuelas catedralicias y después en las universidades, dieron renovado vigor a las em presas racionales de los hom bres. Los procesos de orientación de uno m ism o se tomaron m ás comple jos. Las nuevas órdenes m onásticas, construidas para satisfacer necesidades distintas de las que contestaron los antiguos bene dictinos, enriquecieron la vida religiosa. Los canónigos agusti nos y, después, los dominicos y los franciscanos se adentraron con m ayor conciencia en el m undo; a la sazón, ciertos movi mientos laicos, como los B éguines y la Devotio m oderna, al no vivir ya en función de una regla com ún a todos sus integrantes, avanzaron más aún en la pérdida de respeto a las líneas que en otros tiem pos habían diferenciado a los monjes de los hombres residentes en el mundo. La distinción entre ortodoxia e idiosin crasia herética fue puesta a prueba casi siempre por la fuerza. Por último, las complicaciones generadas por el rápido ascenso de la vida en las ciudades, su actividad económica, sus innova ciones sociales y culturales, produjeron no pocas tensiones en el tejido de la cultura medieval, de las que había de resultar un mundo m ucho más diferenciado y plural. Pese a todo, esos mismos siglos de crecientes com plejida des tam bién estuvieron caracterizados por los notables esfuer zos tendentes a la unificación y a la ordenación del m undo cris tiano. La historia política del período es asom brosa en muchos detalles, aunque por debajo de la confusión reinante una serie de fuerzas recién surgidas com enzaron a construir los cimientos del futuro orden político europeo. El feudalismo pasó a ser un orden más claramente reconocible, dentro de cuyo m arco, aun que en conflicto con él. crecieron los poderes principescos y m onárquicos. En Europa occidental, los confines de las futuras naciones estado, la mayor parte de las cuales fueron creación de 114
determinadas dinastías, habían em pezado a definirse con nota ble claridad. L a lealtad de los hom bres con ciertas entidades políticas experim entó un fuerte increm ento. Una serie de for mas adm inistrativas más sistem áticas dieron paso a una m ayor coherencia, al menos en dom inios principescos de dim ensiones relativam ente reducidas, o incluso en una serie de ciudadesestado prácticam ente independientes. Si bien Europa en co n junto es posible que no estuviese m ás unificada que antes, la mayor parte de los individuos vivieron entonces dentro de un orden político cada vez más coherente. La unidad que el cristianism o im puso en Europa durante la Alta Edad M edia fortaleció la configuración cultural del con junto. El gran movimiento de reform a gregoriana no sólo gene ró una m ayor unidad eclesiástica m ediante la am pliación de los poderes del papado y m ediante la elaboración y aplicación sis temática de la ley canónica, ya que tam bién condujo al estable cimiento de una civilización más radical y totalmente cristiani zada. El control por parte de los sacerdotes de un sistem a sacra mental más plenam ente elaborado, al abarcar la vida de todos los europeos desde el nacim iento hasta la m uerte, dio a la Iglesia una herram ienta muy eficaz para garantizar una mayor coherencia cultural. Todos los factores conducentes a una vida cristiana m ucho más explícita resultaron ser mucho más fuer tes, al m enos durante un tiem po, que las tendencias centrífugas inherentes a otras complejas fuerzas culturales. Ya en el siglo XIII los papas podían actuar com o árbitros de Europa. Un futu ro santo re in a en F rancia, un c a b a lle ro c ristia n o re in a en Aragón; Alem ania ha dejado de ser una amenaza, y la «diabóli ca progenie» de los Hohenstaufen en Sicilia pronto será borrada por los «m ercenarios» del papado. La cruzada albigense supuso una seria a d v e rten cia para todos los herejes. L os p elig ro s potenciales del nuevo estilo de vida en las ciudades parecieron contenerse m ediante la cristianización de los gremios y a través de la actuación de los canónigos y los frailes. La cruda aristo cracia m ás b e lic o sa había sido parcialm etn e tran sfo rm ad a mediante los valores cristianos, cu y a imagen más eficaz fue posiblemente el ideal — patrocinado por el Papa— del cruzado, que, una vez armado por la etiqueta de la courtoisie y prepara 115
do para detectar su ideal en Percival, quedó a años luz, por así decir, de los bárbaros toscos e incontrolables con los que el pro pio obispo Gregorio de Tours tuvo que contender. El escolasti cismo había convertido las escuetas fuerzas de la razón en los arietes de la fe. Un m odelo de pensamiento simbólico capaz de im pregnar múltiples estratos se encargó de garantizar la adhe sión incuestionada a la visión cristiana del mundo; que la uni dad de la síntesis m edieval fuese ciertam ente bastante tenue es algo que sólo tiene interés posteriormente. Antes del siglo XIV, los esfuerzos autobiográficos de los hom bres se realizaron ínte gram ente dentro de los confines de este m odo de concepción de uno mismo fundamentalmente cristiano. Entre el año 1000 y el año 1300, la concepción del yo que se manifiesta en las autobiografías se atiene a los modelos bási cos, aunque haya aum entado la variación y también la riqueza interior de los textos. La individualidad consciente de si todavía no se muestra. A lgunos hábitos autobiográficos tradicionales — los historiadores que ocasionalmente hablan de sí mismos o los autores que aducen una autobibliografía— pasan a formar parte acostumbrada de este tipo de textos. Algunos de los frag m entos autobiográficos de mayor extensión — que aquí com en tam os desde un punto de vista más tem ático que cronológico— a p e n a s p re se n ta n d e s v ia c io n e s de lo s m o d elo s an tig u o s. D urante la prim era m itad del siglo X II. por ejemplo, Petrus Diaconus, «archivero» del monasterio benedictino más famoso de Europa, en M onte Cassino, glorifica la institución a la que pertenece de una m anera tan curiosa que consigue que esa glo ria le sea en buena m edida imputable a él, ya que no en vano se considera con toda seguridad «uno de los grandes hombres de M onte Cassino». En ocasiones, su lenguaje parece difícil de reco n ciliar con la p roverbial hum ildad de los benedictinos. «Este diácono» — sigue em pleándose por m odestia la tercera persona— «fue haciéndose monje cuando aún era niño, cuando aún maduraba entre los muros del m onasterio, y así adquirió tal m e n ta lid a d que lo g ró e n te n d e r to ta lm e n te las S a g ra d a s Escrituras, allí donde otros a duras penas se las pudieron com poner con ayuda de sus m aestros.»11 La form a que adquiere su informe, oculto en el semi-anonimato. resulta un tanto anticua 116
da; el grado en cam bio de encum bram iento que denota el orgu llo del escritor sí es novedoso. U na versión más anticuada si cabe de la típica conversión a la existencia monástica aparece ya m ás a v a n zad o el siglo X III en la persona de P ie tro de Murrone, el Papa Celestino V (1294), el Papa angelicus de los franciscanos, que por tan corto tiem p o estuvo al frente del papado, y al que Dante, pese a todo, consignó al infierno por haber renunciado con cobardía al papado. En una confessio laudis, Pietro celebra la providencial ayuda de Dios al perm itirle, muy al com ienzo de su vida (la autobiografía queda restringida a esta época tem prana), convertirse en un asceta riguroso, ya que lo guió m ediante sueños, visiones, señales y milagros, y le dio la fuerza necesaria para salir indem ne de los ataques del demonio, el cual se había em pecinado en denotar su dedicación al ascetismo. Otras auto b io g rafías de esta m ism a época contienen tal variedad de detalles que podría pensarse en nuevas tendencias. En una característica historia de conversión a la vita contem pla tiva de la vivencia monacal, el cisterciense Ailred de R ievaulx (1110-1167) aporta una relación del papel que ha tenido en su vida la am istad hum ana. Al L a eliu s, el diálogo ciceroniano sobre la am istad, se le da una función idéntica a la que tuvo el Hortensius, tan significativo para A gustín; la propia conversión agustiniana es tom ada, con cierta consciencia, como modelo. En un diálogo aparte, Ailred investiga el problema de la am is tad y se m uestra persuadido de que puede ser uno de los pasos en el monástico camino de perfección: la amistad con los hom bres puede enseñar cuál es la verdadera amistad con Dios, y el monasterio puede así convertirse en refugio para quienes aspi ren a la unión ideal. De esta m anera, la experiencia personal de un intenso afecto humano, un elem ento tan fácilmente perturba dor en la vida de un monje, se integra dentro del ideal m onásti co, propio de un nuevo orden que se enorgullece de practicar un compromiso ascético más severo. Cierto núm ero de textos autobiográficos del siglo XII reve la cuán significativa llegó a ser la revitalización de la antigua sabiduría y la frescura de la actividad filosófica en las vidas de los hombres. El documento m ás dram ático de todos ellos es la 117
H istoria de mis calam idades, de Abelardo, que tratam os por extenso en el capítulo siguiente. Algunos autorretratos de natu raleza más fragmentaria que el de Abelardo manifiestan cómo afectaron a diversos pensadores, bien que de diversas formas, algunas nuevas em presas intelectuales. Las M editaciones del cartujo G uigo de Chastel (1110) tienen la misma calidad heteróclita que las reflexiones de M arco Aurelio. Su libro resulta au to b io g ráfico en tanto que el autor nos relata su inmenso esfuerzo por progresar en el plano espiritual, aun cuando a los d em ás les resultase un hom bre de fe inquebrantable. Guigo com bina su visión global cristiana con «el platonism o en forma agustiniana», aunque lo haga sin reconocer la tensión potencial que ello encierra. La m editación filosófica es considerada como un instrum ento útil para liberarse de las exigencias del mundo, con el propósito de lograr una más plena dedicación a Dios. Las reflexiones estéticas y m orales se hacen siem pre al servicio de la búsqueda religiosa de Guigo. Sin poner en duda la compa tibilidad inherente a todos los elementos, entrem ezcla la refle xión racional (utilizada para persuadirse de la inutilidad de los deseos mundanos) con la plena dedicación a los ideales monás ticos y con la preocupación del prior por el bienestar moral de su institución. Una confianza análoga en la decisiva consonan cia que se da entre la verdad divina y las verdades filosóficas resuena en De eodem et diverso, de Adelardo de Bath ( 1108 aprox.). El momento de m ayor peso autobiográfico tiene lugar cuando el hombre ha de afrontar la elección entre el camino que conduce al amor del saber (phUosophia) o el que lleva al amor del mundo (philocosm ia), elección que recuerda los escri tos de Orígenes. Adelardo se muestra esencialm ente preocupa do por la defensa de ese tipo de filosofía y de ciencia que per mite al hombre penetrar en el mundo de las últim as realidades, ocultas tras las experiencias de los sentidos. A esta fe en la existencia de un mundo discernible y racional hay que sumar un interés constante por la ciencia y la m atem ática árabe y grie ga, así com o una insistencia en el razonam iento activo como m edio para superar las lim itaciones de las autoridades huma nas, aunque no los límites im puestos por la revelación. Juan de Salisbury (118-1180 aprox.), representante de la
escuela m ás literaria que filosófica de Chartres, m uestra otra faceta de la vida intelectual del Medievo en las reflexiones que sobre sí m ism o esparce a lo largo de sus dos obras principales, el Metalogicon y el Policrutus. Alum no de maestros tan dispares como Abelardo, Gilbert de la Porrée, Guillermo de Conches y Bernardo de Chartres, era un hombre altamente cualificado por su experiencia para sopesar el atractivo de las principales ten dencias intelectuales del m om ento, así como sus efectos en su propia formación. Aunque desde su punto de vista la filosofía diese respuesta a una im portante necesidad humana, reaccionó contra el énfasis excesivo que se había puesto en la lógica y en la dialéctica, pues había entrevisto la virtud que radicaba en la combinación de estas dos disciplinas con los estudios literarios. El cultivo de un estilo literario refinado y de un hum anism o racionalista y moralista le parecía perfectamente compatible con su fe cristiana. Mantuvo las distancias respecto de las controver sias en las que se enfrentaron los fídeístas y místicos, como San Bernardo de Clairvaux, con los teólogos racionalistas, como el propio Abelardo o Gilbert de la Porrée. No llegó a ser un filóso fo en el sentido técnico del térm ino, ni tam poco un teólogo. Pretirió la vita contemplativa, pero no optó por cultivarla dentro de un monasterio. Prestó sus servicios a la curia rom ana y a dos arzobispos de Canterbury, siem pre dispuesto y deseoso de defen der a su gran maestro, Thom as Becket. Al final de su vida. Juan llegó a ser obispo de Chartres. Fue testigo de muchos aconteci mientos, tuvo muchas experiencias, fue un hom bre de talante sofisticado, pero 110 sintió nunca la necesidad ni la apetencia de escnbir su vida en tanto conjunto coherente. La conciencia de la complejidad del yo no llegó a articularse en una visión unificada. En la relación de la conversión típica que aporta uno de sus contemporáneos, el abad prem onstratense Hermann de Scheda, las corrientes intelectuales de la época se reflejan aún de otra manera. Herm ann fue un judío de Colonia cuya fe en la religión de sus an tep asad o s resultó vio len tam en te sa c u d id a por un intenso contacto de juventud con los católicos; refiere su persis tente búsqueda racional de una resolución del conflicto que le planteaban las dos tradiciones religiosas que im pregnaban su vida. Estos debates y disputas internas son indicativos al menos 119
de los intentos desarrollados en la época por aspirar a una com prensión raciona] de los dogmas. Con todo, la conversión de Hermann no se logró por medio de una persuasión racional; por el contrario, atribuyó su aceptación de la fe cristiana a la con fianza en un acto suprarracional de la gracia divina, mediante el cual Dios le envió visiones y señales en sueños, que le ayuda ron a combatir las tentaciones del m aligno. Se adhirió a una nueva orden, en la que el com prom iso con el ascetism o y el fideísm o tenían m ucho más peso que una ordenación racional de la experiencia religiosa. Ninguna de estas auto-revelaciones perm iten extraer la con clusión de que una im plicación más o m enos a fondo en las intensas corrientes intelectuales de la época llegara a ocasionar ese tipo de crisis interior en la definición del propio yo que desemboca en una nueva concepción de la personalidad. Muy al contrario, estas relaciones apuntan una y otra vez a la fuerza vital de los modelos de la personaldiad, aun cuando los indivi duos tuviesen experiencias más complejas. Las preocupaciones m ás intensas por el pensamiento racional tam poco condujeron a estos hombres m ás allá de sus firmes y constreñidas conviccio nes cristianas; aun cuando hubiesen podido ser, com o en el caso de Abelardo, causa de un conflicto con ciertos sectores representativos de la sociedad, 110 llegaron a exigir del indivi duo una búsqueda de un modelo de personalidad que aún no estuviese esbozado dentro de la tradición cristian a.1- Es sor prendente con qué facilidad pudo hacerse encajar una concep ción levemente m odificada de la vita contem plativa en la vida de un monje, al igual que en la de un obispo o un simple cléri go. Los mismos hom bres que se desplazaban librem ente de Inglaterra a Francia, a Italia o a España, pudieron asumir los mismos papeles en cualquier parte del continente, hecho que sugiere cuán universales fueron las restricciones culturales en aras de las cuales esta revitalización del conocim iento y del pensamiento se m antuvo dentro de los lím ites del cristianismo. T odos esto s e s c r ito s , con la e x c e p c ió n de la vita de Abelardo, no pasaron de ser autobiografías parciales, y en su m ayor parte autobiografías por adición. Es posible que los clé rigos pudieran integrar con relativa facilidad las diversas ten 120
dencias intelectuales de manera tal que se ajustasen a los distin tos aspectos de sus vidas, dedicadas siem pre a la religión, esp e cialm en te cuan d o se contentaban con h ablar solam ente de aspectos parciales de su existencia. Incluso está por ver qué fue de las exposiciones m ás extensas e incluso de aquéllas de co n tenido más decididam ente laico. El grado de dificultad que entrañaba para muchos de estos hombres la presentación de sus vidas desde una concepción de conjunto lo ponen de manfiesto las M onodiae (canciones para una sola voz) escritas por Guibert de N ogent hacia el año 1115. Benjamín de una fam ilia aristocrática, pero de mínima prom i nencia, a la tem prana muerte de su padre quedó al cuidado de una madre viuda y de unos parientes toscos y desabridos. A muy temprana edad entró en un m onasterio, en donde estudió una breve tem porada bajo la dirección de Anselmo de Bec, el cual le ayudó a desarrollar cierta habilidad en la interpretación de textos bíblicos. G uibert escribió algunos tratados de moral y de teología, así com o una historia de la prim era cruzada, basán dose en los inform es verbales de un soldado participante. A los cincuenta años de edad fue elegido por m ayoría abad de la pequeña abadía de Nogent; con su notable cultura, desem peñó un papel crucial en la vida eclesiástica de la importante región del norte de París. Cuando decidió escribir su propia vida, al principio se propuso darle forma a im itación de las C onfesiones de Agustín. C om ienza, como Agustín, con la palabra confíteor, a la que sigue una confesión de sus pecados que obedece al típico planteamiento auto-denigratorio; acto seguido coloca una confessio laudis que no tiene ninguna resonancia agustiniana. Da gracias a Dios por su noble cuna, por su riqueza e incluso por su apostura. A signa un papel relevante en el Libro Prim ero a su madre, cuya belleza admiró abiertam ente, y a la que consi d eró p ersona d e c is iv a en su paso a la v id a re lig io sa. L os momentos capitales de su vida están todos determ inados por una persistente intervención sobrenatural que ha tomado la for ma de sueños, de terroríficas pesadillas, de voces y visiones; aunque aceptó la vida monacal de buen grado, nunca estuvo totalmente libre de remordimientos posteriores por haber sacri ficado la posibilidad de la fama y la fortuna que tal vez hubiese 121
podido alcanzar en el mundo. Los sueños de su m adre le per suadieron para que se decidiera por la vida m onacal, con la esperanza de promocionar.se en el seno de la iglesia. Recoge en su texto las acostumbradas luchas monásticas contra las tenta ciones de la literatura laica y su fracaso a la hora de tener la suficiente humildad con sus hermanos de cenobio. A la postre llegó a ser un monje muy devoto y luchó celosam ente por la reforma moral del mundo. Cuando Guibert hubo alcanzado este punto, refiriendo sus experiencias más tempranas en la vida, el m odelo agustiniano empleado al principio comenzó a desmigársele entre las manos. Su relato empieza a cargarse de ejemplos de aristócratas que, como él, se habían hecho m onjes. G uibert no m anifiesta la menor com prensión del drama de la conversión ni de la metafí sica que respalda el relato de Agustín. En la vida de Guibert no existió ningún momento decisivo. Cuando llega a referir su vida como abad de Nogent, el m odelo escogido ya es de todo punto inviable. Por el contrario, habla de sí m ism o al hablar de su abadía; la historia eclesiástica local y la autobiografía se fun den en un solo texto.13 En el Libro Segundo describe la abadía, su historia, sus aspiraciones, sus luchas contra la rapacidad de la nobleza, y refiere todas las historias locales que habían atraí do la atención de Guibert. En estas relaciones entreteje algunos extractos del sermón que pronunció con ocasión de su acceso al cargo de abad, así como fragm entos sobre la muerte de su «san ta» madre. El Libro Tercero contribuye menos aún a desvelar la imagen de Guibert como persona. Para los historiadores, es fas cinante su presentación de una de las primeras versiones de una revuelta de burgueses contra el señor de la localidad, el obispo de la ciudad de Laon. en el intento por hacerse con el control de la ciudad, pugna característica del desarrollo urbano del siglo XII.14 En cam bio, para al historiador de la autobiografía es un motivo de perplejidad: el autobiógrafo, que ni siquiera fue par ticipante activo en los hechos, se ha convertido sin m ás en cro nista y juez moral de los mismos. Las M onodiae, en conjunto, son de este m odo un com pen dio de géneros bastante diversos, pero en el fondo tradiciona les: así, el m odelo augustiniano, que ni siquiera se sigue al pie 122
de la letra; las relaciones habituales de la conversión a la vita contemplativa monacal, que se convierten bruscam ente en la historia de una institución concreta; una conclusión, para term i nar, que se convierte en memoria pura, en relato «de las cosas que he visto.» C ada uno de estos segmentos se rom pe por den tro debido a la codicia narrativa que tiene Guibert por incluir relatos hagiográficos ejemplares, m ilagros y visiones. En este caso, una au to biografía co m p u esta por segm entos diversos emplea de m anera instintiva otras tantas formas, igualm ente diversas, que expresan cada segm ento sin ninguna preocupa ción por la coherencia interna. No existe una personalidad uni ficada i|ue im ponga el orden de su propia unidad sobre el con junto.15 G uibert, siendo como fue un observador interesado de los hechos, ofrece un espejo del mundo del que form ó parte. Por fortuna, tenía dotes de narrador. Otro narrador realmente m agnífico es Giraldus C am brensis (1146-1223 aprox.), que garantiza una visión un tanto m odifi cada de esta discrepancia existente entre la experiencia vital en sí misma y la capacidad de aportar un relato coherente de la misma. Una vez más, los segm entos autobiográficos se espar cen a lo largo y ancho de varios escritos, aunque uno de ellos, su De rebus a se gestis, describe el hilo central: la frustración de los esfuerzos a los que ha dedicado casi toda la vida por con vertirse en obispo de St. David, diócesis del sur de Gales. Hubo abundante diversidad en su vida: sus vínculos fam iliares con los normandos conquistadores y con el mundo céltico de Gales y de Irlanda, sus estudios en París, donde después im partiría clases; su participación en la conquista de Irlanda, sus estrechas relaciones con la corte de Enrique II, su testimonio del trágico fin del reino de los duques de Anjou, la retirada gradual de la corte, ya en tiempos de los reyes Ricardo y Juan, y varias visi tas realizadas a Roma, en razón de sus aspiraciones episcopa les. Pero encontram os también los hilos reiterados de su perm a nente relación con St. David, su persistente lucha por el puesto de obispo, su defensa de una política eclesiástica consistente, su aparente falta de sentido del hum or y su perdurable aversión a los monjes, todo lo cual tem pló cualquier otra devoción por el más allá a través del ascetismo. Ya al final de su vida, comenzó 123
a olvidar el vigor de su im plicación en los asuntos mundanos para concentrarse más en una existencia contem plativa, pero sin llegar a ingresar en un claustro. Admiró a T hom as Becket y siem pre combatió en defensa de los derechos canónicos de la Iglesia. Su carta al A rzobispo Langton, en 1215, m anifiesta su disgusto ante la inhibición de los monjes: «Por vuestra sabia y muy pía discreción sabréis bien quiénes son más caros a Cristo, si los prelados de m ayor excelencia o los erm itaños que deam bulan a solas y los erem itas que se encierran en sus celdas, lejos del mundo. Aquellos gobiernan, éstos son gobernados; aquellos alim entan a sus rebaños, éstos son alimentados... Los prelados devuelven a Dios los talentos que les fueron encom endados doblándolos y m ultiplicándolos, y nunca dejan de ganar almas, tarea a la que aplicó Cristo m ismo su vida; en cam bio, el reclu so sólo busca su salvación, y oculta el talento que le haya sido o torgado.»1'’ Al valorar de m anera tan positiva la obra de los cristianos en el mundo, parece un contem poráneo a la altura de San Francisco, aunque por su interés en la ley canónica y en la buena adm inistración eclesiástica no deje de estar a la altura de Inocencio III. Su interés por el conocimiento no le llevó al rei no de la filo so fía, sino m ás bien a brazos de la literatura. Expone el mundo en que vivió su experiencia con gran encanto y sencillez literaria; ahora bien, se expone a sí m ism o solo en ese m undo y mediante ese m undo que albergó sus experiencias. Al igual que en el caso de otros autobiógrafos m edievales, su personalidad tiene su perfecto espejo en la exposición que hace del m undo en que vivió. Algo más tarde, pero aún en el siglo XIII, el rey Jaime I de Aragón (1208 o 1213-1276) escribió un libro titulado Sobre las h a z a ñ a s d e J a i m e . M ás aú n q u e la o b ra d e G ira ld u s C am brensis, esta autobiografía tiende hacia el género inequívo co de las res gestae y de la memoria, aunque su im pacto sea m ayor debido a la identidad de su autor. La historia fue escrita en catalán y no en latín; discurre cronológicam ente y diríase que se basa en un registro anterior. La distancia psíquica o m ental entre el actor y el autor del relato de sus actos nunca pudo ser demasiado grande; la relación tiene esa calidad «inge nua» en la que la recopilación del acto no queda dem asiado 124
transformada por medio de la reflexión que pudiera suscitar. La narración consta más que nada de las pugnas del rey con la nobleza, amén de incluir las tres grandes cam pañas a lo largo de las cu ales arrebató las B aleares, Valencia y M urcia, del dominio de los moros; se añade al final un plan para la realiza ción de una cruzada posterior. Com o Jaime I tuvo cierta fama por haber trazado y realizado planes y medidas políticas a largo plazo, es digno de mención que el recuento de sus hazañas no las exponga con todo detalle. Se habla muy poco de política; Jaime I apenas reflexiona sobre las líneas esenciales de su épo ca, concentrándose en cam bio en las hazañas y los hechos. Buena parte de todo lo que le dio la fama ni siquiera se mencio na; anota alegrem ente in cid en tes que 110 dejan u n a imagen demasiado positiva del m onarca. Su concepción del papel que debe desem p eñ ar el rey da c ie rta unidad a las revelaciones sobre su persona: debe conquistar territorios y debe estar al ser vicio de Dios; debe gobernar de manera eficaz todo aquello que le ha sido confiado, debe proteger a los que necesitan de pro tección y acabar con los que intentan acabar con el poder de su reino. Es el modelo del m onarca cruzado, del ibero que consi dera su vida una pugna constante contra el invasor moro. Es desde luego el modelo de rey cristiano, con todos los atributos de las convenciones caballerescas y una idea muy clara de su poder y su cometido. Sus esfuerzos por tom ar buena nota de las hazañas de un hombre que ha cum plido con su papel de rey no parecen de ninguna manera ocasionar en él ninguna necesidad de reflexionar sobre su individualidad personal. Por último, hay que hacer mención, no sin vacilaciones, de la autobiografía medieval que probablemente posee mayor uni dad artística, la Vita Nuova de Dante (1294?), que ha sido ya objeto de abundantes interpretaciones y polémicas. A juzgar des de algunos puntos de vista, podría no tratarse ni siquiera de una autobiografía. Quizá no pase de ser sencillamente «un tratado escrito por un poeta, escrito para los poetas, que versa sobre el arte de la poesía.»17 El libro se beneficia de la gran unidad artís tica que puede derivarse a su vez del hecho de haber colocadc una única experiencia vital, un gran amor, en el centro del que jamás ha de moverse. Los treinta y un poemas, dispuestos con 125
un exquisito gusto por la simetría, aparecen acompañados por las referencias en prosa, en las que el poeta expone la ocasión de la que ha surgido cada poema y su extenso comentario sobre sus formas y estructuras básicas. El conjunto responde a un perfil biográfico ejecutado con absoluta coherencia, pero se ha debati do infinidad de veces y por fuerza ha de seguir debatiéndose si se trata de una biografía totalmente ficticia, de una versión inten samente estilizada de la experiencia real, de una invención con vencional o de un ejemplo, sobre todo, del simbolismo metafísico y teológico de la época; cabe incluso pensar si no será más bien una apología en la que Dante quiso preparar el terreno para entrar activamente en la política de su ciudad natal, o. quizá, la compresión poética de una experiencia genuina. Cualquier dis cusión más pormenorizada sobre la cuestión de la autobiografía en Dante ten d ría que tener muy en cuenta tanto el Convivio com o la D ivina Comedia. Algún caprichoso editor moderno podría incluso com poner la autobiografía de Dante ensartando en un único hilo todas las cuentas dispersas en las que revela algo acerca de sí. En todo caso, un análisis más detenido de Dante podría poner de manifiesto pruebas de que la suya es una actitud autobiográfica más medieval que moderna; así, las con venciones del arte poética medieval, el uso intensivo del simbo lismo, la m entalidad escolástica y las realidades fundamentales de una ética m etafísica y religiosa siem pre incuestionable, es decir, las m ism as características que pueden rastrearse en las exposiciones m ás reveladoras del yo que realizan trovadores como Wolfram von Eschenbach y Ulrich von Licchtenstein. Al término de este repaso tan sólo esbozado, permítasenos una última consideración sobre una de las más características exposiciones del propio yo dentro del talante medieval, una que tal vez contribuya a trazar un resum en del argumento básico que hemos descrito. Suger (1081-1151), el más grande abad de St. Denis, fue casi contem poráneo de A belardo (1079-1142). Al contrario que el filósofo «perseguido», Suger se sintió a sus anchas en el m undo que le tocó vivir. Entroncó perfectamente con todos sus asp ecto s. C iertam en te, p artic ip ó m enos que Abelardo en la excitación y en la innovación de la vida intelec tual de su época, que tanto afectó a tantas narraciones autobio 126
gráficas, aunque sí estuvo presente en no pocos hilos capitales de la vida pública de la Francia de su tiempo. St. D enis fue un monasterio de capital im portancia para la corona de Francia; era de hecho el monasterio «nacional». Su santo patrono era, por debajo de D ios mismo, el más poderoso protector del reino. Suger y el futuro rey Luis VI (Luis el Grueso) se conocieron en St. Denis siendo los dos jóvenes alumnos de la escuela, y mantu vieron una relación de total confianza en aras de la cual Suger participó en no pocos asuntos de la corona. M ás adelante, el sucesor de Luis VI, Luis VII, mantuvo a Suger en el puesto de consejero que gobernó el reino durante la ausencia del monarca que participó en las cruzadas; el abad le devolvió el reino orgu lloso de haberlo mejorado. Este abad y estadista se granjeó así el título de p a ter patríete; había desarrollado una clara idea de lo necesaria que era en la época una monarquía fuerte, e incluso podría decirse que tuvo cierta concepción, aunque primitiva, de la «conciencia nacional». C onsagró en su altar, con auténtico fervor, la oriflama o bandera «nacional» bajo la cual el país ente ro se dispuso a guerrerar contra un amenazante em perador de la otra m argen del Rhin. Suger. com o ya dijo Ranke, tuvo «una conciencia vital del derecho y de la justicia, así com o de las conexiones de estos conceptos con el poder y con el deber del monarca».18 Siempre que dio en pensar que lo asistía el derecho, no vacilo en hacerlo valer p or la fuerza de las armas. Ahora bien, siendo un amante de la paz, obtuvo la fama por sus intermina bles trabajos de mediador y de vehículo de la paz, o mediator et pacis vinculum. Fue uno de los eclesiásticos más eminentes del reino, por lo que también tuvo gran importancia para su contem poráneo San Bernardo de Clairvaux, cuando éste estableció una estrecha relación entre el creciente poder de Francia y el poder aún m ás significativo del papado en el siglo XII. N o obstante, es muy poco lo que nos cuenta de su gran obra en la construcción de una Francia mucho más fuerte. Al escribir la vida de su real amigo, Luis el Grueso, se m antiene con toda m odestia en un discreto segundo plano, aun cuando el libro deje constancia de medidas políticas muy probablem ente idea das p or él. Es curioso que le agradase conversar de estos asun tos con sus hermanos de m onasterio incluso hasta muy entrada 127
la noche; uno de ellos, Guillermo de St. Denis, consideró opor tuno escribir la vida del abad. Suger escribió con mayor libertad acerca de sí mismo y de sus actos en otros escritos relacionados con su abadía y con la gran iglesia que construyó en ella. De nuevo nos encontramos con el caso de una autobiografía por adición, en la que el autor entremezcla su historia con la historia de su institución. Uno de esos documentos se titula así: «Lo que se hizo durante su admi nistración»; el otro ejem plo principal es el «Librito sobre la consagración de la iglesia de St. D enis». En ambos, Suger se revela como un hom bre em inentem ente práctico, cuya capaci dad administrativa, energía e iniciativa, sirvió para reconstruir un establecim iento m onástico que había quedado en pésimas condiciones desde los tiempos en que pasara allí su juventud, siendo aún un cam pesino por convertirse en monje. Restableció de ese modo el poder de la abadía sobre sus vastas posesiones territoriales, por m edios pacíficos siem pre que pudo, pero sin renunciar a la com pra de los rivales que aspirasen a controlar las tierras, aunque también recurrió a la fuerza de la ley siem pre que fue necesario. Se encargó personalm ente de que m ejo rase la suerte de los arrendatarios del m onasterio, y así aportó orden, claridad en su mando y una salida legítim a al interés propio de todos los implicados; es digno de mención que llega ra a cuadruplicar los ingresos de la abadía. La tierra y las casas que no se hubiesen utilizado con provecho los dedicó a produ cir. Inspeccionó personalmente todas las pertenencias, dio ins trucciones para la regulación de las operaciones cotidianas, dedicó su atención personal a todos los detalles. Al m ism o tiempo, reformó el estilo de vida de sus benedictinos, no a la m anera ex cesiv am en te ascética que ta n to com placía a San Bernardo (el cual se sintió autorizado a criticar con aspereza la moral de los m onjes de St. Denis durante el mandato del abad anterior), sino a la m anera más hum ana y pragmática del propio San Benedicto de Nursia. En el centro de sus actividades colocó siempre su obra en pro del cum plim iento de un deseo que había sentido durante toda su vida: reconstruir la basílica de m anera que tuviese capa cidad de albergar a la m uchedum bre de fieles que deseaban 128
contem plar las más grandes reliquias que se conservaban en Francia, a las que quiso dar un cobijo a la altura de su esplen dor y sus poderes. Esta iglesia, que en principio tendría que haber sido m ayor incluso que H agia Sophia, en Constantinopla, iba a consagrarse a St. D enis en presencia de reyes, nobles, eclesiásticos y campesinos. S uger se empleó a fondo en este proyecto, del que brotaría la prim era «catedral» gótica. Y su iniciativa personal fue responsable de todo el proyecto, ya que su planificación y sus reform as adm inistrativas procuraron el dinero necesario para que el edificio fuese posible. Seleccionó a los canteros y constructores, se implicó en la planificación de todos los detalles, desde la estructura y las vidrieras hasta el altar, pasando por las vasijas del altar y la selección de todas las piedras preciosas que iban a servir de adorno. Con energía ili mitada puso en marcha el proyecto, al que aplicó todo su talen to para la innovación. Cada parte de su religiosidad halló aco modo en esta empresa: su am or por los santos y la Virgen, su amor por los sacramentos, su am or por el m onasterio en el que se había criado desde que tenía sólo nueve años de edad, su devoción por Dios, a la cual quiso dedicar lo mejor que pudie se. Percibió la mano de la Providencia en aquella obra llevada a cabo por pecadores, ya que la Providencia les había m ostrado una cantera abandonada en el m om ento en que el m árm ol pare cía agotado, y la Providencia gu ió la búsqueda del núm ero exacto de árboles descom unales para la consturcción de las vigas — ¡ni uno menos, ni uno m ás!— en un bosque en el que todos habían dicho que no crecían árboles semejantes. Y en los escritos de Dionisio el Areopagita, al que él mismo, de acuerdo con la tradición de la abadía, identificaba con su santo patrón, encontró la filosofía neoplatónica cristianizada acerca del anagogicus mos o «método de ascenso» que le proporcionó la ju s tificación espiritual a tanto esplendor material: a través de los medios adecuados, el hombre puede aprender a ir desde la con templación de la belleza del m undo a la gran belleza del más allá. Está claro que, en este caso, constructor y edificio son una y la misma cosa; las inscripciones de su nombre y sus versos sobre m etafísica ligera que adornan los muros de la «catedral» 129
sólo son una mínima parte de la historia. Panofsky, el gran his toriador del arte, describió a Suger com o «una personalidad centrífuga»,19 que se proyectó sobre el m undo en derredor, y cuya autoafirmación no es más que una forma de borrar su pre sencia. Es ciertamente el hombre arquetípico del Medievo, que expone su propio yo en su obra y que revela su carácter en sus actos. Se manifiesta plenam ente como parte de su entorno y en las form as que su cultura le permite. En la obra que lo consu mió, todas las partes de su ser se expresan por derecho propio; era el hom bre perfecto para esa obra por ser todo cuanto era, porque su obra era todo cuanto quería, por representar todo aquello en lo que creía y todo lo que rezaba por lograr. No tuvo que esforzarse por encontrar las formas adecuadas de autojustificación, ya que tales form as estaban al alcance de su mano, aparte de poder culm inarlas mediante su simple actividad. Y las mismas virtudes, talentos, capacidades, creencias y hábitos que le llevaron al éxito en la construcción de su iglesia, también le llevaron al éxito en cuanto abad, en cuanto eclesiástico que tra bajó en el mundo laico exterior a los muros de su abadía y en tanto regente de todo un reino. Era casi com o si su mundo se adaptase a pedir de boca a todas las acciones en las que él pudiera realizarse. C om o señala Misch (aunque no exactamente en estos tér m inos20), no es necesario que una personalidad poderosa, con un gran caudal de hazañas y de palabras, tenga el centro que dote de form a a su yo dentro de sí misma, siem pre y cuando pueda extraer esta coherencia de un mundo configurado con toda firmeza, en el que la m entalidad colectiva y el espíritu de una cultura se expresan a la par. Si estas form as culturales son firmes, pueden ofrecer sostén y refugio. El m undo de la Edad M edia ten ía una co h eren cia susceptible de p erm itir que un hombre tan capaz y de tan gran talento como Suger combinase m últiples elementos diversos: el platonism o con la ortodoxia católica; un engrandecim iento de los sentidos y las emociones casi ilim itado, tendente al Infinito y a la Eternidad, con el culto tangible de las reliquias; una piedad plena de confianza, casi infantil, con el placer generado por el bienestar económico; la 130
confianza en sus propias decisiones y la conciencia de sí mismo con un ju icio por el cual rebajaba el tono de sus éxitos munda nos. por no mencionar una desm edida humildad en el hecho de acudir a sus hermanos de cenobio, que en realidad tendrían que haber rezado por él. De ese m odo, pudo com prom eterse a fon do en sus enérgicas actividades sin que le estorbase ninguna incompatibilidad intelectual ante asuntos tan heterogéneos. Su m undo m edieval le p roporcionó hábitos m entales, un ritual, formas simbólicas, tradiciones y patrones para hacer todo aque llo que le permitiría fundir tan variadas actividades en un con junto sumamente provechoso. C uando hombres com o éste, en un m undo com o aquel, en el que el contenido de la conciencia de sí mismo y la concien cia de toda una sociedad eran prácticam ente lo m ism o, escribie ron sus autobiografías, no tenían ni la menor necesidad de reali zar ningún complejo proceso de exploración o de orientación de sí m ism os. Para ellos, la noción misma de individualidad podría haber sido incluso m otivo de azoramiento.
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4. PEDRO ABELARDO: EL PODER DE LOS M ODELOS
La famosa Historia de mis infortunios fue escrita en reali dad entre 1132 y ! 136 — aunque lo m ás probable es que date del año 1134— en form a de carta a un am igo innom inado. Puede decirse que se trata de la más legible de todas las auto biografías del M edievo. Pero cuando los lectores de la m oder nidad, con sus m odernos hábitos de dar un aire más rom ántico a toda relación am orosa, leen la H istoria junto con el intercam bio de cartas que tuvo lugar entre Abelardo y Eloísa, frecuente mente también tienden a colorear erróneam ente la lectura del relato autobiográfico, debido a la lectura que hacen del dram a que tuvo lugar entre los dos amantes. En un «libro» que tiene escasamente ochenta páginas,1 Abelardo relata una historia d ra mática acerca de una vida verdaderam ente memorable. El estilo animado y vivaz permite que la personalidad del autor llegue al lector con enorm e inm ediatez. Una vida tan coherente y tar compacta en su exposición es algo muy poco común en la h is toria de la autobiografía medieval. Aunque la vida de A belardo m erece plena atención p o r derecho propio, su m anera de exponer el relato tiene tam bién especial relevancia en un ensayo com o éste, que busca ante todo p re g u n ta rse en qué m om ento a lc a n z ó el hom bre de Occidente la conciencia de sí necesaria para concebir su perso 133
nalidad com o individualidad. Los historiadores m ás antiguos, como Jacob Burckhardt y Karl Lam precht, sugirieron que los hombres m edievales no llegaron a tener esta moderna form a de concebir el propio yo. Recientem ente, Misch ha dedicado la mayor paite de su vida a descubrir los modos típicos de carac terización del yo que efectivamente em plearon los hom bres en el Medievo. El repaso que hemos realizado en el capítulo ante rior pretendía esbozar algunas de las condiciones culturales bajo las cuales expusieron los autobiógrafos m edievales una determ inada v isió n de sí mismos sin recurrir al concepto de individualidad. La Historia de mis infortunios de A belardo se adecúa en térm inos ideales a servir de banco de pruebas de las ideas que hem os expuesto. Es la única autobiografía m edieval en la que podría haberse producido casi de inmediato un consi derable avance hacia el reconocim iento consciente de la indivi dualidad. Las tensiones existentes entre Abelardo y la sociedad en que vivió muy a menudo tuvieron que resultarle insufribles. Su talante fue tal que incluso podría haber osado afirm ar su individualidad, su conciencia de sí, caso de que lo hubiese deseado Algunos autores modernos sostienen que este avance llegó en efecto a producirse. En un reciente estudio sobre su autobio grafía se plantea lo siguiente: «Pero fue en cambio Abelardo, siempre dispuesto a defender y a am pliar las fronteras existen tes entre el yo y el mundo en derredor, quien más plenam ente experim entó y m ás claram ente articuló una nueva idea de la personalidad. En la colum na vertebral de su H istoria de mis infortunios, siendo a un tiempo autor y materia de reflexión, se encuentra el individuo autónom o que lleva su propio m undo en su interior, que afronta constantem ente las decisiones y los dile mas privados, al tiempo que pugna con su entorno, con los fac tores que le obligan repetidas veces a definirse a sí m ism o de nuevo, es decir, el individuo que en la decisión y en la acción va dándose form a a sí m ismo.»2 Son cuando menos dos los eru ditos más ju stam en te respetados y apreciados en lo tocante a los estudios sobre la Edad M edia los que hacen uso de la figura de Abelardo para contrarrestar diversas exigencias hechas en nombre del R enacim iento. A belardo fue uno de los «esprits 134
prégothiques» a quienes Johan Huizinga dedicó sus conferen cias en la Sorbona en 1930. Así como H uizinga lo trata clara mente como un representante destacado del siglo XII, también diluye y oscurece este dato al considerarlo anacrónicam ente com o un claro paralelo de Erasmo. En un largo artículo anterior a e s ta s c o n f e r e n c ia s , d e d ic a d o a «E l p ro b le m a d el Renacimiento», Huizinga consigna a A belardo com o el primero en la lista de las figuras del Medievo que descalifican toda exi gencia de atribuir el individualism o de m anera exclusiva al Renacim iento, en explícita argum entación contra las tesis de Lamprecht y de B urckhardt.3 Y el decano de los historiadores de la filosofía m edieval, Etienne Gilson, utiliza tanto a Eloísa com o a Abelardo m ás vigorosam ente si cabe en su esfuerzo por desm entir e incluso descalificar el esquem a de la periodización p re v a le c ie n te en lo s e s tu d io s p o s te rio re s a B u rc k h a rd t. « A b elard o re p re se n ta un fatal o b stácu lo p a ra las tesis de Burckhardt, y Eloísa... un obstáculo más difícil de salvar aún... al tiem po que la historia de ambos... es una especie de piedra angular que sirve para poner a prueba y evaluar las diversas definiciones de Edad M edia y de Renacimiento que van apare ciendo periódicam ente.»4 Se su p erp o n en en to d o s estos e s fu e rz o s por h acer de A belardo el filo que co rta dos concepciones distintas de la periodización histórica diversas estériles argum entaciones de tipo metodológico. Una de las cuestiones es si la periodización resulta un procedim iento histórico sensato y útil o no: Gilson cree desde luego que no, mientras que H uizinga, aun cuando sintiera repulsa por la artificialidad de los conceptos de periodi zación histórica, no encontró manera de rehuirlos.5 Con todo, la periodización de la historia tiene en general una innegable utili dad; si se utiliza en el sentido que tienen los «tipos ideales» de Max Weber, estas peligrosas generalizaciones sobre «lo rena centista» y «lo m edieval» pueden ser útiles instrum entos de tipo heurístico, que contribuyen a poner cierto orden en el caos de los datos históricos. La segunda cuestión estriba en si el Renacimiento es una invención de ciertos profesores: a Gilson le agrada pensar que sí, sobre todo cuando se trata de los profe sores laicos y m odernistas que arrastran quejas y diatribas con 135
tra el Medievo; Huizinga sobre todo advierte del peligro que constituye el atribuir tanta m odernidad al Renacimiento. Estas discusiones entre m odernistas y m edievalistas no parece que tengan pronta solución. Siendo com o soy un sincero admirador de Burckhardt, aparte de trabajar sobre la cuestión específica de la individualidad, me siento inclinado a detectar una clara sig nificación en el cam bio del estilo de vida que acaece en la Italia de los siglos X IV y XV; garantiza la creencia de que, en múlti ples aspectos, esa época histórica está más cerca de la m oderni dad de lo que los m edievalistas querrían reconocer en todo caso. Y la tercera cuestión radica en si los criterios que se han utilizado y se utilizan para diferenciar ambas épocas son perti nentes o no. Tanto Gilson como Huizinga rechazan la idea de que la individualidad y/o el individualism o sean criterios de uti lidad; por mi parte, sostengo que el cam bio de las form as de concebir el yo es un indicador útil de las configuraciones cultu rales a su vez cambiantes, y que la falta de individualidad es una de las m arcas de la cultura m edieval, mientras que la apari ción de una serie de preocupaciones que apuntan a la existencia de la conciencia de sí en el individuo hace pensar en el com ien zo de la m odernidad. Conviene recordar que individualidad e individualism o no son conceptos equiparables; decir que es posible reconocer a alguien en tanto individualidad no es lo mismo que decir de dicha persona se consideraba com o indivi dualidad, o que se comportaba com o si lo fuese, o que cultivase conscientem ente la individualidad com o un valor estim able y deseable. El punto en cuestión en este capítulo estriba en precisar si Abelardo, cuando intentó justificar su vida, refleja en la exposi ción que hace de sí mismo ese m odo de la conciencia de sí, ese ideal de un yo que implica la noción de individualidad. Si se en fo ca en e s te sen tid o , el a n á lis is de la a u to b io g ra fía de Abelardo puede seguir siendo, com o quería Gilson, «una piedra angular». Cuando Abelardo redactó el relato de su vida tenía cincuen ta y tantos años de edad. Para entonces, había padecido durante al menos siete años el castigo de ser el abad de los levantiscos 136
m onjes de St. Gildas de Rhuys, en Bretaña. En este monasterio diríase que las condiciones vitales eran literalm ente imposibles, o que al menos así se lo parecieron a Abelardo, el cual deseaba tom arse la vida del asceta totalm ente en serio. Los m onjes con vivían con sus concubinas y sus hijos; algunos al parecer tení an incluso sus propiedades privadas; la «nobleza» de la región consideraba esta com unidad com o perfecto coto de caza para sus aspiraciones de rapiña. Aunque Abelardo había sido elegi do por unanimidad, algunos monjes pronto quisieron quitarse de encim a al molesto abad del monasterio, y A belardo los acu só abiertam ente de haber m ezclado veneno con el vino de su cáliz, así com o de codiciar la más mínima oportunidad de ase sinarlo impunemente. En una reunión de la clerecía francesa celebrada en Morigny en 1131 logró ayuda del papa; una lega ción papal visitó el m onasterio de St. Gildas y destinó a otros establecim ientos a los m onjes más insidiosos, pero la situación no m ejoró lo más m ínim o. La sensación de inseguridad que atenazaba a Abelardo se intensificó poco a poco al no lograr com prender la lengua celta de la región: «D iríase que... vivía viendo pender una espada sobre mi cabeza, a tal punto que ni siquiera a la hora de las colaciones podía sentirm e en paz» (p. 77). Huyó por fin con la ayuda de un noble com prensivo. T uvo que haberle acuciado la necesidad de ju stific ar su acto; no era la primera vez que abandonaba un establecim iento monástico. Hay observaciones posteriores de sus contem porá neos que aclaran este punto. A los ojos de un hom bre como San Bernardo, era totalmente indigno de confianza, «un monje sin vocación», un «abad sin oficio», y Otto de Freising lo acusó abiertam ente de haber quebrado la disciplina m onástica.6 El escándalo de Eloísa era ya agua pasada, que databa de quince años antes; ahora bien, cuando las monjas que ella gobernaba en calidad de abadesa fueron expropiadas de su monasterio de Argenteuil, Abelardo había ofrecido a la com unidad su abando nada residencia cerca de Troyes, y había em pezado a actuar com o consejero espiritual del convento. También pudo haber pensado que ese papel estaba igualmente necesitado de explica ción. En 1136 se sabe que Abelardo volvió a establecerse como profesor en París, y que algunas lumbreras de años posteriores. 137
como Alejandro III, Juan de Salisbury y Pietro Lombardo estu vieron entre sus discípulos; allí prosiguió la elaboración de su principal obra, la Theologia Scholarium , que le había valido la censura del C o n cilio de S oissons en 1121. P arece cuando menos probable que estuviese planeando regresar a la enseñan za cuando escribió su autobiografía. Existían, así pues, sobrados m otivos para escribir una apo logía pro vita sua. El documento ostenta tales marcas. La razón que profesa A belardo cuando anuncia por qué escribe, en todo caso, es la de consolar a un amigo turbado por diversas cuitas permitiéndole com parar su propia aflicción con el relato de una serie de calam idades reales. Al margen de las referencias a este amigo que hay al comienzo del relato y ya cerca del final, de él nu se nos dice nada más, y el relato se ocupa por entero de los problemas de Abelardo. También es muy posible que hubiese querido desahogarse y olvidar sus penas antes de regresar a una vida más pública que la que había llevado recientemente, y que de ese m odo él hubiese sido el principal beneficiario de la catarsis que pudiera provocar su escrito. Tal com o a menudo ocurre en la autobiografía, todos estos motivos pudieron estar presentes al m ism o tiempo, y haberse interpenetrado y com ple mentado recíprocamente. La historia que relató Abelardo, en cualquier caso, es bas tante directa, y está en su mayor parte ordenada por orden cro nológico. Era el primogénito de una familia de la baja nobleza establecida en la parte francófona de Bretaña; nació cerca de la ciudad de Nantes. Su padre era un gran aficionado al saber, y cuidó con d ilig en cia de la edu cació n de su prim ogénito. A medida que fue creciendo, A belardo tuvo que elegir carrera, y decidió no plegarse al acostum brado papel del heredero, esto es. dedicarse a la carrera militar, optando en cambio por viajara Francia para proseguir su educación. Fue discípulo por un tiem po de Guillerm o de Champeaux en París, en donde fue educado sobre todo en materias como dialéctica y lógica, gracias a un maestro apegado a la tradición «platónica», que tenía una bue na reputación que el propio Abelardo reconoce años después. Muy poco tardó en suscitar anim osidades diversas al enzarzar de continuo al m aestro en disputas filosóficas. Presum iendo de 138
un talento superior a la capacidad propia de su edad, Abelardo se asentó com o maestro en la villa de París; debía de tener veintiún o ventidós años de edad. Cosechó un gran éxito, y bien pronto tuvo fam a de consumado experto en lides dialécticas. Al parecer sufrió una crisis nerviosa por el exceso de celo que puso en su trabajo, así que volvió a su hogar a recobrarse, y allí le siguieron algunos de sus discípulos. Una vez restablecido regresó a París y entabló anim ados debates con Guillerm o de Champeux, atacando con gracia el realismo radical que prego naba G uillerm o en su discusión de los universales. Abelardo estableció de nuevo una escuela rival, y así inició la pugna por atraer a los discípulos. Cuando ya parecía tener ganado el pulso con su oponente, regresó a Bretaña por asuntos de familia: sus padres habían ingresado los dos en la vida monástica. Poco más tarde se d irigió a Laon para «aprender de la divinidad» con Anselmo. Consideró a este afam ado maestro «vacuo de razón», y aunque aún no había estudiado teología Abelardo retó a los discípulos de Anselmo a que escogieran cualquier fragm ento de las escrituras sobre el que él. Abelardo, pudiera m ostrarles de qué era capaz la auténtica inteligencia. Le asignaron una oscura profecía de Ezequiel y se presentaron ante su anunciada lección con la esperanza de ponerlo públicam ente en ridículo. «Pero quienes asistieron a mi intervención la consideraron tan buena que la alabaron sin cortapisas y m e forzaron a com entar el texto en la m ism a vena en que había perorado» (p. 23). En calidad de archidiácono de la diócesis de Laon, Anselmo puso fin a esta afrenta, y A belardo regresó a la escuela de París para ocupar la cátedra que Guillerm o de C ham peaux había dejado vacante tras ser nom brado obispo de Chálons. En París, Abelardo creó una potente escuela, ya con treinta años de edad, dedicado a culti var los intereses intelectuales que había iniciado en Laon. apli cando su trem enda destreza dialéctica a diversas cuestiones teo lógicas. Se enriqueció y se hizo famoso. En e sta esp lén d id a p o sic ió n , frisando ya los cu a ren ta, A belardo co n o ció a Eloísa, que contaba entonces dieciocho años de edad. Era sobrina del canónigo Fulbert, «una dam a de no desdeñable apariencia, al tiem po que en excelencia literaria descollaba sin igual» (p. 26). Residiendo en calidad de tutor en 139
casa de Fulbert, Abelardo llevó adelante sus secretos amorfos con E lo ís a h asta que é s ta q u e d ó en e sta d o d e g rav id ez. Furtivam ente se la llevó a Bretaña, en donde dio a luz a un varón al que pusieron por nom bre Astrolabio. Abelardo, cuan do intentó reconciliarse con el ofendido tío carnal de la joven, le ofreció desposar a Eloísa siempre y cuando la boda se cele brase en secreto, para que ello no perjudicase su reputación. Eloísa se opuso con denuedo a este tipo de m atrim onio, pero term inó por obedecer a su amante. Cuando Fulbert comenzó a propagar el secreto del m atrim onio, Abelardo recluyó a Eloísa en el convento de Argenteui!, en donde había pasado ella su in fan cia. Fulbert volvió a co n sid erarse e n g a ñ ad o . Algunas noches m ás tarde, Abelardo fue sorprendido m ientras dormía y ca strad o . P rofundam ente en co lerizad o , q u iso vengarse por m edio de los tribunales eclesiásticos, hecho que no menciona en su relato, pero que conocem os gracias a una carta de Fulco de D euil. A torm entado por la vergüenza, A b elard o decidió in g re sa r en un m o n asterio. «C olm ado co m o e sta b a por el rem ordim iento, confieso que fue la confusión que brotó de la vergüenza, y no la auténtica devoción que resulta de una con versión, el motivo que me em pujó a refugiarm e en un claustro m onacal» (p. 40). Y m uy en contra de su v o lu n tad forzó a Eloísa a que tomara tam bién los hábitos. No volvieron a verse hasta que pasó una década. En la abadía de St. Denis. durante los años precedentes a que Suger fuese elegido abad, Abelardo reanudó de nuevo su dedicación a la enseñanza, parece ser que con un alumnado com puesto por monjes y por laicos, así como por miembros del clero secular. Esta com petencia despertó la hostilidad de los maestros de otras escuelas, y no pasó mucho tiem po hasta que A belardo se vio acusado de m antener posiciones heterodoxas so b re c u e s tio n e s c r u c ia le s del cred o . En el C o n c ilio de Soissons, en 1121. confió en poder hacer una defensa de su tra tado sobre la Trinidad, pero sus adversarios lograron que el tex to fuese condenado antes de que tuviera lugar dicha defensa. Fue obligado a arrojar de su propia mano el libro a las llamas; en vez de dársele una ocasión para explicar su ortodoxia, se le castigó simplemente a recitar el credo de Atanasio com o prueba 140
de su conformidad. Fue devuelto a la custodia de St. Denis, en donde ya era im popular por hab er criticado la laxitud de los monjes. Que sus críticas no eran injustificadas lo sabemos gra cias a una carta en la que San Bernardo congratuló poco después al nuevo abad, Suger, por haber purgado el establecimiento de toda im pureza. A belardo generó nuevas ofensas debido a su m en talid ad in q u is itiv a y a te n ta : en un pasaje de B ed a el Venerable detectó pruebas contrarias a la preciada tradición de que el santo patrón de la abadía era Dionisio el Areopagita, al que Pablo había nombrado obispo de Atenas. Abelardo podría incluso haber llegado a esperar el capelo cardenalicio por haber demostrado a la curia romana que San Pedro jamás había pisado Roma. Incapaz de capear el temporal que había desatado, creyó más sabio escapar de St. Denis a escondidas, confiándose a la protección de un noble prominente, el conde de Blois. Se había convertido en un monje renegado, pero por medio de sus podero sas amistades en la corte real, y con el consentimiento condicio nado de Suger, recién nombrado abad, Abelardo quedó a la pos tre eximido de sus obligaciones con el monasterio de St. Denis. En una aislad a región próxim a a Troyes, A belardo creó entonces un retiro de eremita en torno a un oratorio al que puso el nom bre de Paráclito. Pero no m antuvo el aislam iento y el retiro durante dem asiado tiempo. «Cuando mis antiguos discí pulos descubrieron mi paradero, com enzaron a abandonar pue blos y ciudades para acudir en m asa allí a donde habitaba yo en soledad» (p. 57). Así creció una pequeña comunidad académ ica que Abelardo quiso mantener fiel a su ascetismo, pero al poco tiempo de nuevo se sintió inseguro. «Habitaba yo en este lugar, sí, retirado del mundo, aunque mi fam a iba extendiéndose por el mundo entero com o reguero de pólvora... Com o fuera que mis antiguos adversarios nada podían conseguir por sí mismos, agitaron en contra de m í a ciertos... nuevos apóstoles en quie nes el m undo sí tenía toda confianza» (p. 63). Uno de estos «nuevos apóstoles» fue sin lugar a dudas Norberto de Xanten, fundador de la orden premonstratense; no está del todo claro si el otro fue su com pañero, Hugh de Fosse, o si se trató por el contrario nada menos que del gran Bernardo en persona.7 A ojos de Abelardo, estos clérigos representaban obviam ente nue 141
vas, diferentes fuerzas con las que tendría que lidiar; eran desde luego entusiastas de la espiritualidad, capaces de intimidar a las autoridades laicas en las que Aberlardo tuvo que depositar su co n fia n za. Por ello se sintió desam parado, descorazonado. «Pongo a Dios por testigo de que siempre que tuve noticia de que iba a celebrarse un cónclave de eclesiásticos, supuse que ten d ría por objeto expresar mi condena. C om o quien espera verse en cualquier m om ento abatido por el rayo, me sentí de inm ediato abrumado por un miedo irreprimible a que. como el hereje o como el que es contrario a la religión, me arrastrasen p o r la fu e rz a a p re s e n ta rm e ante un c o n c ilio ...» (p. 64). A terrad o , huyo y pasó a ser. com o ya d ijim o s, abad de St. Gildas de Rhuys. M ientras estuvo allí, llegó a sus oídos la noti cia de que Suger había reclam ado Argenteuil. con éxito, para que pasara a propiedad de St. Denis. de m anera que Eloísa y sus m onjas se encontraban sin techo. Les ofreció el recóndito refugio del Paráclito, hecho al que el Papa Inocencio II dio su aprobación ya en 1131. Abelardo asumió determ inadas funcio nes de consejero espiritual de las monjas, pero a medida que com enzaron a circular las calum nias acerca de las actividades a las que se dedicaba, puso fin a sus visitas y siguió su pugna con los levantiscos hermanos de St. Gildas. Al llegar a este punto concluye la autobiografía. Tenemos conocim iento de que, en los ocho años que le restaban de vida después de 1136. A belardo se estableció una vez más como m aestro en París; tal com o tenía por costumbre inquebrantable, revisó sus libros anteriores y escribió otros nuevos. Con Eloísa, la cual había tenido conocim iento de todo lo que decía en la reveladora carta titulada Historia de mis calam idades, inter cam bió las pasmosas cartas que han constituido a la postre el fundam ento de la inm ortalidad para ambos. Entre 1139 y 1140, la alarm a que sintieron algunos clérigos respecto de ciertas for m ulaciones teológicas expresadas por Abelardo condujo a San Bernardo a plantarle batalla en el terreno de la dialéctica. Una vez más. Abelardo tuvo la esperanza de que en un debate for mal y en toda regla sobre esta controversia le fuese posible dem ostrar su adhesión a la ortodoxia; una vez m ás, para no ser m enos, la condena de su postura se promulgó antes de que se 142
celebrase el proceso formal en el Concilio de Sens, en 1141.s Tan pronto supo Abelardo lo que estaba ocurriendo, negó toda autoridad jurisdiccional al concilio, se retiró y apeló al papado. Pero Bernardo se había asegurado de la condena antes de que Abelardo, levem ente enfermo, tuviese tiempo siquiera de llegar a Cluny cam ino de Roma. Inocencio II «condenó... las perver sas enseñanzas de Pedro... ju n to con su autor, e... im puso el p erp etuo s ile n c io sobre su p e rso n a , dándolo por hereje.»'' Abelardo recibió la hospitalidad del gran abad de Cluny, Pedro el Venerable, quien también dispuso lo necesario para alcanzar la reconciliación definitiva con Bernardo e incluso con el papa do. En uno de los prioratos de Cluny, Abelardo murió en 1142 a los sesenta y tres años de edad. La m ayor parte de los lectores de este dramático docum ento se suelen q u ed a r con la im p resió n de haber con o cid o a un genio, sí, pero con una desm edida presunción, que se ganó a pulso m uchas de las calam idades de las que se duele en su escrito. Y nuestro incomparable arte moderno de diseccionar y clasificar la psique hum ana de inm ediato aportará térm inos tales como «masoquista» o «paranoico». El que Abelardo sea efectivam ente un caso apropiado para un inteligente estudio psiquiátrico es algo que no negarem os aquí, pero si uno se que da con un an álisis de su vida realizado con sim ple sentido común, diríase que hav razones suficientes para que un hombre que ha vivido lo que ha vivido él exclame que se siente perse guido. A belardo se encontró con que su dedicación profesional a la enseñanza fue obstruida repetidas veces por personas a las que él consideraba inferiores y que, en una competición abierta, nunca habrían podido conservar a sus alumnos. Su m aravilloso intelecto, capaz de aplicar una lógica tramada con sorprendente agudeza y astucia a cualquier cuestión que se le plantease, iba a llevarlo a entrar en conflicto no ya con mentes más ingenuas que la suya, sino también con otros intelectos más profundos y que por si fuera poco habían asum ido la defensa de un fideísm o cristiano frente a toda clase de juegos intelectuales, potencial mente irresponsables. En un concilio se le condenó a quem ar su propio libro, sin darle la oportunidad de defender su ortodoxia. Cuando escribió su autobiografía, le aguardaba por ello, en el 143
futuro, la condena de otro concilio m anipulado, lo cual ¿,no fue justificación suficiente de su tem or a que se le tuviera por here je ? En reiteradas ocasiones fue acusado de profesar todavía antiguas form ulaciones que había corregido con todo esmero, a la luz de las críticas más persuasivas; en el Concilio de Sens, San Bernardo argüyó, con una falta de conciencia y con un ale ja m ie n to de la re a lid a d poco m enos que inverosím il, que Abelardo llevaba repensando y retinando sus ideas nada menos que durante veinte años. Aunque los estudiantes buscaron el contacto con él allí por donde fue, incluso en el monasterio y en el aislamiento del ere mita. los m aestros murmuraban y echaban pestes de este seduc tor de la juventud. No cabe ninguna duda que para Abelardo fue un acto de lo m ás honroso ofrecer a Fulbert la satisfacción de desposar a su sobrina, aunque cuesta trabajo imaginar que provecho podría haber obtenido el canónigo de un matrimonio que se m antuviera en secreto. Fulbert 110 obstante accedió a que se realizase el «trato» entre ambos, con lo cual Abelardo se sin tió traicionado por la rapidez con que se difundió el secreto, aparte de. por supuesto, com prensiblem ente herido en lo más hondo y lógicam ente encolerizado por la castración. Cuando, siendo monje y abad, insiste en la disciplina monacal, pasa a ser una figura de lo más impopular entre sus subordinados, y entiende que su vida corre grave peligro. Si se repasa su vida desde un punto de vista moderno, asum ido el derecho inviola ble de todo ser hum ano a elegir la vida que considera adecuada para sí, es difícil resistirse a la tentación de afirmar que si un ser humano ha tenido alguna vez plena justificación para que jarse de que la sociedad de su tiempo 110 le ha permitido ser «él mismo», pocos tendrán más derecho que Abelardo. En uno de los pasajes de su autobiografía. Abelardo se acerca muchísimo a la expresión de ese sentimiento. «D ios sabe bien que siento tal desesperación que a punto estuve de abandonar el mundo de los cristianos y de irm e al de los sarracenos, decidido a pagar el tributo que me fuese exigido y a llevar una vida íntegramente cristiana entre los enem igos de Cristo» (p. 64). Sin em bargo, y éste es un «sin em bargo» de form idable peso, Abelardo no hizo tal cosa. Se fue en cambio a Bretaña a
desempeñar las funciones de abad: «a la postre, resultó que iba a caer en m edio de unos cristianos, m onjes para más señas, infi nitam ente más salvajes y m uchísim o peores que los sarrace nos» (p. 64). Y lo que a primera vista podría parecer la revuelta de un individuo contra toda su sociedad, en defensa de su indi vidualidad, resulta no tener ni el m enor parecido con tal d e s cripción. Es posible sostener que A belardo no llegó a revelar lo que en realidad pensaba de sí m ismo. A no pocos de sus c o n temporáneos, su personalidad les resulta sobradamente inescru table. San Bernardo lo llama am biguas, «el que se presenta en múltiples form as»; alguien escribió de él el siguiente epitafio: «Aquí yace Petrus Abelardo. Sólo él fue capaz de saber quién era [cui solí patuii quidquid eral].» No sólo se llevó a la tum ba gran parte de su personalidad sin desvelarla, sino que, adem ás, el yo que en efecto llegó a revelar no tiene ninguna traza de pertenecer a una individualidad consciente de serlo. Q uienes quisieran asum ir la tarea de dem ostrar que las necesidades apo logéticas falsificaron la representación de su propio yo. aún tendrían que reflexionar sobre el porqué sintió que era necesa rio ocultarse tras las formas culturalm ente dadas. A medida que se emprende el análisis, por tanto, del m odo en que Abelardo consideró apropiado exponer su propia vida, sé plantean tres grandes consideraciones que dejan en suspenso la atribución de una individualidad consciente de sí tanto al hombre com o a su esposa: (1) la torm a que escogió para pre sentar su historia vital; (2) su intenso carácter agonista; (3) la concepción de su papel más apropiado en su sociedad. El marco que escoge Abelardo para presentar su vida m an tiene una n o ta b ilísim a sim ilitu d con el trad icio n al g é n e ro hagiográfico. La estructura básica de la vida es la que típ ic a mente cabe esperar de un buen cristiano, ya que se adapta p er fectamente a la habitual relación de una conversión. El hom bre a quien Dios otorga un gran talento lo echa a perder en busca de la glorificación de sí mismo. El orgullo, el m ayor de los pecados del cristiano, es el pecado que él comete. Dos veces tendrá Dios que «volverlo del revés» y enseñarle la virtud de la hum ildad. La fam a m undana y las ganancias m ateriales, «el éxito que siem pre llena de aire vano a los imbéciles» (p. 25), lo
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llevaron a las trampas, a dejarse engañar por los encantos de la carne y por la lujuria, exactam ente en el momento en que se tie ne tal estim a que se considera el único filósofo capaz de reinar sobre todos los demás. «Y m ientras me afanaba yo aturdido por mi orgullo y mi lascivia, la gracia de Dios pudo dar cura a ambos m ales, aunque yo no lo quise» (p. 25). Por ultrajado que llegara a sentirse en su sentido de la dig nidad tras la castración, por intensa que fuese la cólera con la que quizá se propuso vengar semejante afrenta, al final terminó por aceptar el castigo, considerándolo a un tiem po divino y ju s to. «Así di en pensar... de qué modo, mediante un justo juicio de Dios, había sido yo afligido precisam ente en la parte del cuerpo con la que había pecado; cuán justa era. pues, la traición con la que me devolvió mi pecado aquel a quien yo primero traicioné» (p. 39). Las cartas escritas a Eloísa, posteriores a la larga carta autobiográfica, recalcan con vehem encia el senti miento de este pasaje. Abelardo no describe una súbita conver sión, inm ediatam ente efectuada. Reconoce que inicialm ente ingresó en un monasterio por parecerle el mejor refugio donde ocultar su vergüenza; el verdadero compromiso y la dedicación a la vida monacal sólo crecerían en él posteriorm ente. El pri m er intento hecho por D ios para «volverlo del revés» iba a tener continuación en un segundo golpe asestado por la divini dad, «por el orgullo que mi consagración al estudio nutrió en mi corazón, de acuerdo con el dicho de San Pablo de que "el saber e n v a n e c e ” . Este g o lp e iba a consum arse m ediante la hum illación que para m í fue el verme obligado a quem ar el libro del que tanto y tan especialm ente me vanagloriaba» (p. 25). Una vez más, es muy posible que la lección sólo la incor porase muy lentamente; el relato de Abelardo acerca del proce dim iento que se llevó a cabo en Soissons, trece años después del acontecim iento, todavía le hace hervir la sangre de indigna ción. Y reconoce que en su día disputó con el divino juez. «Oh. Dios, Tú que ju zg as a los hom bres con ecu an im id ad , ¡con cuánta am argura en el alma, con cuánta angustia en la mente, presa de mi locura, reproché y montado en cólera Te acusé,..! Buen Jesús, ¿dónde estuviste?» (p. 52). No obstante, la lección básica que extrajo Abelardo de esa doble experiencia fue que 146
no debería ser tanto un filósofo de mundo como un filósofo de Dios. M urió con la firme creen cia de que había invertido el talento que Dios le dio en poner su mente preclara al servicio de las enseñanzas de Dios. N unca habría deseado convertirse en filósofo, si esto significase contradecir a Pablo; no habría deseado ser aristotélico, si eso entrañase el separarse de Dios. El m o d o m ism o de la e x i s t e n c ia a q u e se c o n s a g ró Abelardo después de estas «conversiones» fue ese m odo que en su mundo expresaba el deseo sincero de llevar una vida verda deram ente cristian a . La fig u ra del m onje seg u ía sien d o el modelo del cristiano devoto. En aquel mundo, la conversión significaba, en su mayor parte, una conversión para dejar atrás la vida laica e ingresar en la vida monacal. Abelardo, el exube rante pro feso r de la je unes se d o rée , iba a co n v ertirse en el maestro de los pobres, en el estricto asceta em peñado en lanzar agrias invectivas contra la m oralidad laxa que se practicaba en St. Denis; iba a ser el eremita del Paráclito, el consejero espiri tual de un convento de monjas, el abad de mentaliad reformista y partidario de una reform a que desafiaría a un m onasterio sumido en la barbarie. Ciertam ente, era cuestión muy seria el haberse fu g a d o de St. D en is sin p erm iso , p e ro el propio Abelardo p resenta este episodio (en palabras que atribuye al senescal Esteban, que perseguía la liberación de la prisión en que lo tenía Suger) como consecuencia de la im posibilidad de reconciliación entre el verdadero asceta y los m onjes que se negaban a serlo.10 La posterior huida de St. G ildas se justifica m ediante los reiterados intentos que se hicieron por acabar con su vida; la reluctancia a ser víctima del m artirio no implica una reluctancia a ser un sencillo monje. Tam poco se presenta A belardo como un monje sin pecado, por m ás que intentase perseverar en la virtud. «U na vez metido a m onje, Abelardo recorrió todo el camino: fue más monje que ningún otro. Fue monje de la única manera en que podría hacer cosas; fue monje sin com prom eter se. sin m esura, con la feroz energía de una voluntad que se debatía contra la desesperación.»11 Es posible que G ilson se muestre excesivam ente laudatorio, sobre todo a la vista de las renuencias de A belardo, pero su descripción co n cu erd a sin 147
duda con el carácter del hom bre. En las cartas a Eloísa, su voz tiene el timbre de la voz de un hombre que se ha «convertido». Y la autobiografía tiene una forma que encaja con esa imagen. Un benedictino habría llegado a ese punto en que la voluntad divina sustituye totalm ente la voluntad individual. Abelardo concluye su relato con una reflexión pareja. En todas las cosas estamos en lo cierto cuando deci mos a Dios: «H ágase tu voluntad». Qué gran consuelo tienen los que am an a Dios... «S abem os que quienes aman a Dios encuentran que todas las cosas se encami nan juntas hacia el bien.» Los hombres más sabios de la hum anidad han notado con cuidado que... «Todo lo que haya de sobrevenir al hombre justo, nunca lo entristece rá.» Así pone claram ente de manifiesto que se alejan de la justicia y la corrección quienes se retuercen de cólera por alguna ap retu ra q u e hayan de so p o rtar, sabiendo com o saben a la perfección que dichas estrecheces les son deparadas por Dios mismo. Estos siguen el dictado de su propia voluntad, no la de Dios, y por medio de sus secretos deseos se oponen cerradamente a la importancia de esas palabras: «H ágase tu voluntad», anteponiendo sus voluntades a la voluntad de Dios (pp. 79-80). En el espíritu de estas palabras que escribió unos ocho años antes de su muerte, su co nducta al tener conocim iento de la condena papal, a raíz del C oncilio de Sens. fue de abyecta obe diencia; hasta su gran antagonista, San Bernardo, llegó a recon ciliarse con él. Más revelador es aún el testim onio de Pedro el Venerable en una carta a Eloísa, en la que le anuncia la muerte de A belardo.12 Alaba a A belardo, al que califica de buen monje, de actitud y porte humilde, digno de ser com parado con santos com o Germán, Martín y G regorio el Grande. No tenía la menor obligación de establecer esas com paraciones, que pueden dar a entender, al menos, que algunos de los más destacados contem poráneos de Abelardo lo aceptaron en tanto m onje devoto, y que el m arco de la vida típica del cristiano en el que él mismo se forzó a encajar era en efecto el que más se le adecuaba. 148
Una segunda línea de argum entación tendente a m ostrar que Abelado no tenía una clara concepción de la individualidad incumbe a su inapelable sentido del honor. Es posible que este argumento no sea decisivo y que no aporte una prueba conclu yente a favor de la idea de que carecía de esa concepción de la individualidad, pero al menos deja en entredicho la posibilidad de que sí la poseyera. Da lo mismo por qué página se abra el relato de la vida de Abelardo, pues salta a la vista que la hum il de aceptación con que acoge la voluntad de Dios no tiene poi qué estar necesariam ente acom pañada por una humildad equi parable ante los hom bres. Siguió siendo siempre un hom bre orgulloso, con una gran sensibilidad por las cuestiones relativas a la reputación, al miedo a caer en desgracia, que sí reconcilió mentalmente con su humildad ante Dios. Abelardo vivió en un mundo ajeno por completo a la igual dad entre los hom bres, por más que la cristiandad proclam ase un elemento igualitario ya desde su fundamento. Su sociedad estu vo gobernada por una inocultable preocupación por el rango, la clase, el status, en ocasiones incluso la casta, así com o por el corolario de todo ello, compuesto por el privilegio, la conciencia de status, la lealtad a la familia, la leal adhesión al estilo de vida que se adecuase al rango de cada hom bre. El grado hasta el cual los em blem as del status eran inseparables del hom bre, y el extremo hasta el cual eran agentes formativos de su vida perso nal, también hacen pensar en su fuerza en tanto obstáculos que se imponían en la formación de la individualidad. Las propias palabras de Abelardo delatan el poder que tuvo su propio trasfondo social en la configuración de su persona y de su personal estilo de vida. Era el primogénito de un m iem bro de la nobleza bretona, y su padre estuvo im buido por el amor a las letras antes de calzarse el cinto de soldado, con lo cual impartió a su hijo este mismo amor. Cuando Abelardo tuvo que decidirse entre la sabiduría y el cum plim iento de su status y obligación hereditaria, renunció a su legado en favor de su her mano, a quien donó los privilegios propios del prim ogénito. « R enuncié al c a m p o de M arte p a ra criarm e a los p ie s de Minerva» (p. 12). Pero se llevó no pocos rasgos propios del campo de M arte al reino de M inerva. Alrededor del año 1100 149
no existían aún las normas fijadas con toda firm eza, de acuerdo con las cuales el erudito e intelectual se dedicaría más adelante al estilo de vida académico. Antes de que se estableciesen las universidades, el trabajo del erudito se llevaba a cabo en los monasterios o en las esc u d as catedralicias. El fenómeno desa tado por buen núm ero de estudiantes deseosos de mejorar su aprendizaje, pero sin estar estrechamente ligados a un monaste rio o a una escuela catedralicia, m ovim iento a partir del cual surgirían más adelante las universidades, fue más bien resulta do de las actividades de hombres muy parecidos a Abelardo, y no tanto un factor que encorsetara su conducta. Su nueva «pro fesión», por tanto, no le proporcionó patrones de conducta pre figurados. ni una concepción de sí mismo en la que bastase con encajar de la mejor m anera posible. El paso de Marte a M inerva le supuso a A belardo un inter cam bio de armas: «el equipam iento de la dialéctica», la arm a dura de la lógica, sustituyeron sin más a la lanza y a la espada. Lina forma de com petición dio paso a la otra: «y [yo] escogí los concursos de las disputas, prefiriéndolos a los trofeos de la gue rra» (p. 12). Este caballero andante por com pleto transformado se lanza al mundo en pos de aventuras: «practicando la lógica, vagué por diversas provincias... de manera m uy parecida a la de los peripatéticos, deseoso de participar en toda clase de torneos in telectu ale s. R om pió su prim era lanza c o n G uillerm o de Cham peaux en París; cuando Abelardo ya se consideraba ven cedor. creó su propia escuela, dispuesto a com petir con todos los demás intelectuales, y se aplicó las reglas que rigen las con tien d as bélicas: m aniobró en busca de p osiciones de m ayor fuerza, y luego buscó el cuerpo a cuerpo y la derrota del adver sario, preferiblemente para terminar por expulsarlo, humillado, del campo de batalla: se cuidó de no salir derrotado, y de cose char el debido aplauso de los estudiantes. Al darse cuenta de que la primera escuela, radicada en Melun, se hallaba dem asia do lejos de la ciudad, a la primera ocasión que tuvo se trasladó al pueblo de Corbeil, más próximo a París, para gozar de m ayo res y más frecuentes ocasiones de disputa dialéctica. Abelardo describe así su segunda cam paña contra G uillerm o, que inició a su regreso de Bretaña: 150
P e ro d e b id o a q u e él ( lé a s e , G u ille rm o d e ChampeuxJ... había instaurado a un rival en mi antigua cátedra, puse cam pam ento en donde instalé mi escuela en las afueras de la ciudad, en lo alto del monte de Santa Genoveva, de modo que pudiera, por así decirlo, iniciar el asedio co n tra el que ocu p ab a mi lugar. C uando mi maestro tuvo noticia de esto, inm ediatam ente y sin nin gún sentido del decoro, regresó a la ciudad y se trajo consigo a todos los estudiantes que tenía entonces, insta lando su com unidad de nuevo en su antiguo m onasterio, como si así quisiera aliviar el cerco al que estaba som eti do este soldado al que había abandonado... Las disputas que siguieron al regreso de mi m aestro a la ciudad, entre sus alum nos y él y yo y los míos, y el resultado que la fortuna quiso otorgar a los míos, y a mí entre ellos, son hechos que hace mucho te he referido. Pero por hablar con la debida moderación, perm ítem e la osadía de que repita aquellas palabras de Ayax: «Si me preguntas por el resultado de esta contienda, te diré que no salí yo p erju dicado de ella» (pp. 19-20). A belardo b u sca , así pues, a los m aestros, pero no p ara aprender de ellos, sino más bien para librar con ellos un com ba te d ia lé c tic o . Se p re se n ta de e s te m odo en la e s c u e la de Anselmo de Laon, donde podría haber aprendido algo de lo que no tenía ningún conocim iento entonces, a saber, la explicación de las Escrituras. Abelardo contem pla el panorama y llega a la conclusión de q ue el anciano 110 es sino un charlatán; acto seguido lanza el reto consabido: asignadm e cualquier texto, que saldré airoso de la prueba. Ante la advertencia de que quizá no esté preparado para ello, responde «indignado... que no era mi costumbre progresar por medio de la práctica, sino a través de la inteligencia» (ingenium - naturaleza innata) (p. 23). Su inte ligencia era en efecto un arma desm esuradam ente afilada, y así la empleó. A belardo afrontó los dos concilios de Soissons y de S en s1' com o si se tratara de sendos torneos intelectuales; el concilio de Sens diríase que lo había preparado a conciencia com o una disputa por dirimir con Bernardo. En todas estas oca 151
siones, Abelardo abrigaba esperanzas de m ostrar en una con tien d a pública que sus adversarios estaban confundidos. En todas ellas cambiaron las reglas; los oponentes no bajaron a la arena, y el torneo fue convertido sencillam ente en una ocasión m ás para que la ortodoxia proclamase que A belardo estaba mas allá de los límites perm isibles. Abelardo tenía la mentalidad del com batiente aristocrático. A pesar de las depresiones que le produjeran la vergüenza y la impotencia, siempre plantó cara y libró sus com bates pendientes. Nunca se rindió, nunca se pudo dar por vencido, y aceptó plena mente esa pugna intelectual en busca de un entendimiento más profundo de los secretos de la fe, aun cuando sólo fuese mediante las analogías de la razón humana, la tarea para la que tan bien lo había pertrechado Dios. Durante su vida entera, Abelardo fue m uy sensible a los ataques contra su honor, y siem pre estuvo ansioso de preservar su buen nombre. No entendía que pudiese haber nada contrario al cristianismo en esa transferencia de un hábito archi-aristocrático, sino muy al contrario: la defendía con argumentos teológicos. Cuando decidió servir com o consejero esp iritu al a las m o n jas de Eloísa, una vez instaladas en el Paráclito, se sintió profundamente ofendido por las sospechas de que era el apetito sexual lo que lo había arrastrado a esa función: «y... me atormenta m ás la pérdida de mi buena reputación que la mutilación de mi cuerpo» (p. 71). Extrae entonces una justifica ción de dicha preocupación nada menos que de un texto augustiniano: «Tal como está escrito, “Vale más un buen nombre que todas las riquezas del m undo.” Y San Agustín nos recuerda en un sermón sobre la vida y la moral de los clérigos que “El hombre que. fiado a su propia conciencia, descuida su reputación, incurre en pecado de crueldad." Y poco antes dice esto: "Tomamos las ideas preconcebidas... por lo que tienen de honorable, no sólo ante Dios, sino a la vista de los hombres. Para nosotros, nuestra conciencia es suficiente; nuestra reputación no debe ser mancilla da, sino que debiera ejercer una influencia entre vosotros... Pues hay dos cosas, conciencia y reputación; la conciencia para uno mismo, la reputación para su vecino” » (p. 71). Ese argumento bien podría haberle servido durante toda su vida, permitiéndole unificar las actitudes potencialmente discordantes.
Sean cuales fueren los factores personales que podrían d ar cuenta de esta preocupación por el honor, tan profundam ente arraigada, esa preocupación era tam bién expresión de un estilo de vida construido en torno a la im portancia vertebral del agón, de la pugna con los demás, m edida definitiva de la calidad de una persona y de su obra. Resulta en cierto modo muy difícil c o n c e b ir a A b e la rd o , igual q u e a T o m ás de A q u in o o a Buenaventura posteriorm ente, sentado con toda tranquilidad en una celda, razonando su argum entación. Necesitaba com o el aire que respiraba el toma y daca de la discusión; su obra inte lectual se benefició sustancialmente de que siguiese refinando sus argumentos, a medida que hubo de hacer frente a las o b je ciones que se le plantearon sin cesar. Siem pre alionó que esta ría dispuesto a descartar cualquiera de sus opiniones, cuando no pudiera superar la prueba que le planteasen las objeciones de un oponente. Por más que en esta época la dialéctica m uy a menudo fuese tan sólo equiparable a la lógica, tuvo que tener un significado m uy profundo para Abelardo. P ara un in d iv id u o tan e m in e n te m e n te a g ó n ic o c o m o Abelardo, la individualidad habría supuesto un dilema. Para él era importante dem ostrar que era el m ejor entre los m ejores, y que sólo podía contender con sus semejantes, con los que estuvie sen a su altura. Toda jactancia de ser un hombre de una unicidad incomparable lo habría puesto fuera de combate. La constante reclamación que hace Abelardo en la autobiografía es que aventa jó a los demás en determinadas tareas: fue mejor monje, m ejor dialéctico que los demás. Atribuye de inmediato la oposición que suscitaba su persona a la envidia que generaba su superioridad, y no a un voluntario alejamiento de las norm as establecidas, ni a la innovación de ciertas prácticas que lo habrían marginado de su cultura. Una cosa es apreciar que A belardo mismo hizo que a los demás les fuese difícil tolerar su agresividad, y que los dem ás a su vez le hiciesen la vida dolorosamente imposible; pero es muy distinto convertir a Abelardo en uno de esos individuos incom pa rables que, por su ser y por su obra, de ningún modo podrían haber encajado en la sociedad en la que les ha tocado vivir. Es tentador ver los problemas de Abelardo como consecuen cia de esta aventura amorosa, que entrañó un com portam iento 153
indecoroso c inaceptable para sus coetáneos. ¡Sólo que ésa nun ca fue la experiencia a la que atribuyó Abelardo sus calam ida des! Desde su punto de vista, sus infortunios estuvieron clara mente ligados a su excelencia como pensador y profesor, lo cual desencadenó la envidia y la ensañada persecución de todos a los que había derrotado. Sus problemas con los concilios que lo condenaron, así com o con «los nuevos apóstoles», fueron a su juicio debidos a las maquinaciones de sus envidiosos rivales. En su actividad intelectual él no detectaba nada extraordinario. En ninguna parte genera la impresión, consciente de sí, de haberse dedicado a una actividad que a la fuerza habría de depararle conflictos con el orden establecido. La im agen del racionalista casi propio de la Ilustración al que no le quedó otro remedio que colisionar contra el estrecho fideísmo de San Bernardo es una acuñación de los m odernos historiadores: no puede decirse que formara parte de la imagen que él tenía de sí m ismo.14 No cabe duda de que Abelardo (sobre todo, quizá, en sus postulados éti cos) y Gilbert de la Porrée. por ejemplo, fueron en su racionalis mo mucho más allá de lo que San Bernardo consideraba saluda ble para la fe; no sería de extrañar que A belardo considerase a Bernardo como uno de los ciegos que guían a los ciegos, como un hombre reacio a tener en cuenta los beneficios que podría depararle ese m aravilloso don de la divinidad que es la razón humana. Pero aplicar la razón a cuestiones de la fe 110 fue una actividad ni única ni extraordinaria, por la cual A belardo se colocase de forma inevitable en contradicción con su cultura y con su época.15 Es posible que Abelardo fuese consciente y que estuviese orgulloso de la innovación que introdujo en la argu mentación filosófica. Pero de su actividad filosófica no extrajo la más mínima sensación de unicidad, de ser excepcional, de ser especialmente osado, ni tampoco una sensación de la colisión potencial que iba a sufrir con el mundo presidido por la fe. Nada contradice la conclusión de que, cada vez más, se considerase com o un filósofo cristiano. El término «filósofo cristiano» nos conduce al tercer argu mento, el de m ayor peso específico, en favor de lo muy impro bable que es que tanto Abelardo como E loísa tuviesen ningún concepto de la individualidad. Abelardo y Eloísa vivieron sus 154
vidas guiándose por los modelos al uso. No redactaron ningún guión en el que hubiesen de encajar su vida y su personalidad; se esforzaron con denuedo por lograr que sus vidas y sus perso nalidades respectivas encajasen en guiones previamente escri tos. Tal y como cabría esperar, éste es un rasgo que salta a la vista sobre todo en épocas de crisis, en los m om entos en que se vieron frente a la elección de alternativas vitales. Podríam os hablar incluso de los papeles que los dos desempeñaron, siem pre y cuando ello 110 im plicase ni un fingim iento consciente de sí mismo ni tam poco un deseo de ocultar una determinada rea lidad a ojos de un m undo hostil."' Una de estas crisis fue la decisión de contraer matrimonio. En esta decisión participó un complejo conjunto de razones; que el nivel humano m ás profundo de esta historia de amor llegue a ser alguna vez claram ente inteligible es algo de lo que en justi cia no queda más rem edio que dudar. A belardo tenía casi cua renta años cuando, de acuerdo con su narración, decidió seducir a Eloísa, que contaba dieciocho años de edad, y es entonces cuando se enam oró de ella. Una vez nacido el vástago de la unión. Astrolabio, y cuando pasa a ser obvio que Abelardo nece sitaba reconciliarse con su conciencia («Pasado un tiempo... me m aldije por el engaño que había forjado el amor» [p. 31]) y reconciliarse con el enfurecido tío de la joven, Abelardo hizo a Fulbert la oferta de contraer matrimonio con su sobrina, pero en secreto. Tuvo que haberse dado perfecta cuenta de que al m ante nerse en secreto, la preocupación y el recelo que sentía Fulbert por su propia reputación en tanto custodio de la joven no serían satisfechos durante dem asiado tiempo. Eloísa advirtió más ade lante a Abelardo de este mismo y espinoso asunto. Pero el obje tivo supremo de A belardo fue que su propia reputación no salie se perjudicada. C u an d o regresó a E loísa co n la decisión de casarse con ella, fue ella la que argüyó la cuestión de la reputa ción con mayor intensidad si cabe: le sería sencillamente impo sible ser a la vez un gran filósofo y un hom bre casado. El hecho de que fuese canónigo de la Iglesia daba m ayor peso a las razo nes aducidas por ella.17 Expuso la cuestión ante Abelardo con extrem ada claridad: se trataba de un asunto que dependía de la concepción que de uno mismo cada cual tuviera, sin ninguna 155
relación con la legalidad ni con la apariencia que ofreciese él a ojos del mundo. El filósofo sólo puede ser realmente grande si ninguna otra cosa en este mundo reclam a su atención. Abelardo había nacido para ser un gran filósofo, creado para la humani dad toda, y no p a ra q u e lo m o n o p o liz a se una sola m ujer. M antener en secreto el m atrimonio no le serviría de nada: el auténtico problema sería que, en tanto que hom bre casado, ella podría reclamar sus atenciones e involucrarlo en todas las dis tracciones de la casa y la familia. ¿Cóm o podría combinarse la filo so fía y el ruido de las criadas o el llan to de los niños? Abelardo ya había descuidado sus enseñanzas cuando se enamo ró de ella, como él m ism o se encarga de aclarar. Eloísa realiza unas cuantas apreciaciones en su propio len guaje, pero en seguida las respalda con una larga lista de autori dades. El apóstol, esto es, San Pablo, había declarado que la m ayor de las glorias era el no casarse, y lo m ism o habían dicho San Agustín, San Jerónim o, Elias y Josefo. Más extensa aún es la lista que da Eloísa cuando se trata de los grandes modelos. Sócrates, encandilado hasta la ofuscación por su esposa Jantipa, es la gran advertencia en este sentido para todos los filósofos venideros. Cicerón y Séneca enseñaron la virtud de la indepen dencia. Los monjes y San Jerónimo son los modelos que con virtieron el amor por la sabiduría en una vida devota. El verda dero gran filósofo ha de llevar una vida acorde con sus ense ñ an zas. La in m e n sa d ig n id a d de la fig u ra del v e rd ad ero filósofo, el único papel adecuado para Abelardo, era en opinión de Eloísa el obstáculo insalvable de su m atrim onio. Para sí m is ma. prefirió el papel de la gran arnica, antes que el de esposa. Con un conocim iento de los clásicos radicalm ente inaudito en una m ujer del siglo X II, Eloísa extrajo su m odelo del am or desinteresado de la am istad del tratado ciceroniano De amicitia. Para ella, el amor puro iba a ser el am or desinteresado de la am ica que, así, de ninguna manera podría em pequeñecer la glo ria del hombre al que amaba. Esa era la postura que mantuvo c u a n d o , d e sp u é s, re a n u d ó el in te rc a m b io de c a rta s c o n Abelardo. El hecho de que Abelardo insistiese en el secreto del m atri monio para proteger su reputación muestra que. en lo esencial, 156
com partía la opinión de Eloísa. Pero había dado su palabra de h o n o r a Fulbert y, sobre todo, quería a E loísa para sí. Tal y com o le diría a ella más adelante (Epístola 5), sin el lazo del m atrim onio ella habría tenido entera libertad para entregar su corazón a cualquiera. Por eso, deseoso de obtener lo mejor de los dos mundos, optó por confiar en la posibilidad del secreto y obligó a Eloísa a casarse con él. El secreto, cóm o no, terminó p o r conocerse, y la tragedia siguió su curso. Huyó al m undo cerrad o del m onasterio y obligó a E loísa a tom ar los votos, paso con el que ella nunca llegó a reconciliarse, como manifies tan sus cartas posteriores. Es asom broso que A belardo no dé cu e n ta de este paso — para Eloísa, un paso fatal— aduciendo las palabras de ella o, al menos, su propio razonam iento. En respuesta a alguna perso na desconocida que estuvo presente en la cerem onia de la con sagración, deseosa de disuadir a la joven de que cambiase su vida tan drásticamente, Eloísa rompió a llorar y, entre sollozos, citó el discurso de la Farsalia de Lucano en el que Cornelia, la m ujer de Pompeyo, se im pone un duro castigo por haber arrui nado la vida del gran hom bre al haberse casado con él. «” ¡Gran esposo, inmerecedor de mi lecho! ¿Qué derecho tenía yo a que tan encumbradas sienes se inclinasen ante m í en reverencia? ¿Por qué tuve yo, m ujer impía, que casarm e contigo para cau sarte tanto dolor? A cepta el castigo que libremente me im pon go...” Y mientras pronunciaba estas palabras, se apresuró a lle gar al altar y sin m ediar gesto ninguno tom ó el velo bendecido por el obispo y se entregó en presencia de todos a la vida de la religión» (p. 40). La fam iliaridad que tenía ella con otro m ode lo literario le proporcionó el guión adecuado y las palabras m is m as en el momento m ás crucial de toda su vida. Esta costumbre de identificar la experiencia personal con la de los grandes precursores aparece en m uchos pasajes de la a u to b io g rafía. D e sp u é s de la castració n c a b ía esperar que A b e la rd o se m ira s e en o c a sio n e s en el c a so p a ra le lo de Orígenes, el gran intelectual que quiso lograr la fusión de filoso fía y teología, y que en aras de ese ideal se automutiló (p. 71). Cuando Abelardo necesitó modelos de la persecución de que fue objeto, recurrió a com pararse con San A ntonio (p. 52), 157
con Atanasio («y si se m e permite com parar una m osca con un león y una horm iga con un elefante, m is rivales me persiguie ron con no m e n o r inquina que los h e re je s que ac o saro n a Atanasio» |p. 64]), con San Benedicto, em peñado en la pugna contra sus m onjes recalcitrantes («cuán a m enudo intentaron envenenarme, com o le ocurrió a San B enedicto. Las m ism as razones que llevaron a tan gran Padre a abandonar a sus hijos más perversos m e animaron abiertam ente a seguir su ejem plo y hacer lo mismo» [p. 7 6 1). e incluso llega a parangonarse con al apóstol San P ab lo y con Jesucristo m ism o (pp. 78-79). Su m odelo dom inante lo encuentra A belardo fijando la vista en San Jerónim o, el intelectual y padre de la iglesia con quien tenía en com ún m ucho más que con San A gustín. Jerónim o, respaldado en este caso por Platón, los pitagóricos y Elias, pro porcionó a A belardo el paralelismo necesario para justificar su huida a St. Gildas: «Y así fue que la envidia de los franceses me empujó al oeste y la de los rom anos empujó a Jerónim o al este» (p. 65). M uy en especial durante la crisis desatada por su deseo de ser el consejero espiritual del convento de Eloísa en el Paráclito, A belardo buscó consuelo en la pareja relación que San Jerónim o h ab ía cultivado con S an ta Paula y con otras nobles damas rom anas dedicadas a la vida ascética (p. 70 y ss.). Un detallado análisis de la correspondencia mantenida entre Eloísa y Abelardo tiende a corroborar la tremenda dependencia que tuvieron respecto de estos modelos. No parece acertado des cartar esa dependencia tachándola de simple convención litera ria; de haber sido así, su predominio todavía estaría por explicar se. Esa dependencia de los modelos no se da en las autobiografí as de autores que persiguen entenderse a sí mismos en tanto individualidades. Cuanto más posee un ser humano cierto sentido de su individualidad inefable, tanto m ás habrá de hacerse en los momentos críticos preguntas como ésta: ¿qué decisión sería en esta tesitura expresión verdadera de mi especia! naturaleza? A la vez, tanto menos consuelo podrá encontrar en los modelos. El objetivo de ser uno mismo, en sus propios y peculiares términos, exige que las decisiones críticas se tomen en función de las nece sidades internas y de las «leyes» internas. Esa conciencia de sí parece no estar presente ni en Abelardo ni en Eloísa, su discípula. 158
P ara el lector moderno, con su sentido de la individualidad m ucho más desarrollado, buena parte del gran dram a vivido por estos dos am antes radica en que ninguno de esos dos seres hum anos, en apariencia tan voluntariosos, pudo encontrar las form as que verdaderam ente expresaran sus experiencias, y en que tuvieron que dom eñar sus experiencias para que se ajusta sen a las normas prevalecientes en su época. Ni él ni ella pudie ron percibir cómo am algam ar en una sola vida la gran concep ción m odélica del filósofo cristiano y el profundo amor que se tenían. ¿Qué lugar habría de tener la experiencia erótica en sus vidas? Dos siglos más tarde, Dante tuvo a su propia esposa, pero describió el ideal del am or en Beatriz; Petrarca cantó el erotism o idealizado en Laura, a la que nunca tocó, y tuvo dos hijos con una cam pesina en la que sencillam ente volcó sus necesidades sexuales. A belardo podría haber aspirado a combi narlo todo en su relación con Eloísa, al tiem po que a permane cer de alguna manera fiel a su ideal del filósofo por devoción. Eloísa pudo haber visto el ideal que mejor se adecuaría a sus deseos en la figura de la «amica desinteresada», pero no fun cionó. Al igual que todos nosotros. Abelardo tam bién se esfor zó con denuedo por alcanzar una interpretación unitaria de su persona. Esto supuso que tuviese que reinterpretar toda la histo ria de amor, para que encajase en la im agen que tenía de sí. A unque en la época de la aventura am orosa llegó a escribir poem as amatorios que le hicieron famoso, retrospectivam ente, investido en la figura del autobiógrafo, term ina por entender que esa fase temprana de su amor fue sim ple expresión de la lujuria. En su presunción y su orgullo, se había propuesto sedu cir a Eloísa para catar así las delicias de la carne. Después se censura a sí mismo por haberla forzado a m antener relaciones sex u a le s am enazándola con darle una p aliza, incluso en el refectorio del convento en el que la había escondido. Desde el punto de vista del autobiógrafo encumbrado, entiende que reci bió un castigo adecuado por haber pecado de lujuria. Así lo res c a tó D io s, así lo re c u p e ró para su v e rd a d e ra d ed ica ció n . C u a n d o reanuda con e lla el contacto por co rresp o n d en cia, E loísa le revela que ella no ha seguido sus pasos en esta inter pretación de su amor, y A belardo queda profundam ente asom 159
brado, con lo cual pone en práctica todo su poder de persuasión para lograr la aquiescencia de ella, a la vista del orden provi dencial que su vida ha adquirido a tal altura. Ella le hace enten der con toda claridad que su papel de abadesa no ha desplazado de su corazón el viejo amor que siente por él; en vez de prose guir la discusión, ella term ina por callar sobre este respecto, y las cartas posteriores se convierten en una discusión de la histo ria m onástica. En el intento de integrar su experiencia amorosa en el curso de una vida ya vista en conjunto, A belardo asigna al am or en aq u ella fase tem prana el m arbete de la lujuria, de modo que pueda funcionar adecuadam ente com o un factor más dentro de la conversión que le im pone la divinidad; desea con templar el matrimonio como una unión espiritualm ente trans formada, en la que dos almas se prestan mutuo respaldo en sus respectivos esfuerzos por en co n trar el cam ino de Dios, ella como abadesa y él como abad. Para Abelardo, el papel del filó sofo cristiano se lleva al final la palma. C uando se contem pla así la form a de la autobiografía, el predominio de los rasgos intrínsecos del status en la figura del caballero andante y en la figura del monje, así como, al final, la necesidad de respaldarse en los m odelos, cuando se afrontan las cuestiones críticas que entraña la percepción de uno mismo, es difícil tener a Abelardo por ejem plo de la personalidad autóno ma, autodefinida, ni tam poco por individualidad propiam ente dicha, ni m enos como versión precursora del «hom bre renacen tista». En casi todas las concepciones modélicas de la vida hay siempre espacio, dentro del m arco y la matriz de base, para que se expresen una serie de elem entos de fuerte idiosincrasia. Así sucede en el caso de Abelardo. Vivió una notabilísim a historia de amor, experim entó un destino sumamente llam ativo, y des cuella en su época por ser una figura asombrosa. Fue un pensa dor extraordinario: reconstruyó una parte importante de la lógi ca aristotélica antes de que el Organon fuese recuperado del olvido, forjó una osada teoría ética acerca de la prim acía de la intención sobre las consecuencias, y de manera m uy directa señaló el cam ino que habría de seguir el escolasticism o que, al cabo de un siglo, llegaría a ser una de las glorias del catolicis mo m edieval. Pero fue un hom bre de su tiempo, m arcado por 160
él, y no pudo sustraerse a ello. A pesar de todas las tensiones de la sociedad en que vivió, en los rasgos esenciales de su concep ción de sí y en su autorretrato persisten las formas que le pudo proporcionar su cultura. A pesar de su dolorida exclam ación, en la que se declara dispuesto a huir de ese mundo, no llegó a ir más allá de sus confines. Uno de los aspectos más im presionan tes del cato licism o m edieval fue la coexistencia m ism a de A b e la rd o y B ern a rd o , de F ra n c is c o de A sís y T o m ás de A quino, de E loísa y M echtilda de M agdeburgo. P ero tanta diversidad se m antuvo aglutinada por una matriz muy fuerte, fuera de la cual el hombre del M edievo ni podría ni sabría vivir su propia vida. Si se observa la Edad M edia en términos de las concepcio nes del yo propio que ciertos hom bres ponen de m anifiesto en sus relatos autobiográficos, preciso es fijarse en algunos rasgos aglutinantes. En las Confesiones de San Agustín encontró esta época un gran modelo para la concepción de la típica experien cia cristiana. Sin embargo, es al m enos a primera vista asom broso que este libro sirviese rara vez como m odelo durante todo este período. Hubo algunos intentos por imitarlo, ninguno de los cuales tuvo especial éxito. En ninguno se alcanzó la uni dad interna de la concepción que Agustín impuso a su obra. Ciertam ente, ninguno descansaba en una experiencia de la con versión com o la que había vivido Agustín, procedente de un mundo pagano e intelectual m ente muy desarrollado, para llegar a la vida cristiana; casi la totalidad de los hombres del M edievo que escribieron sus autobiografías habían nacido dentro de un mundo cristiano firmemente establecido. Para sus experiencias de la «conversión», la form a hagiográfica, y sobre todo las vidas de los monjes, era un m odelo más adecuado. Además, habían nacido en un mundo social que difería fundam entalm en te del m undo de Agustín. La suya fue una sociedad estratificada que, en definitiva, iba a expresarse en la noción de una totali dad am alg am ad a de m anera m ás corporativista. Enm arcaba múltiples estilos de vida, apropiados todos ellos al status y a la función social de la persona, que podrían tocarse e incluirse unos a otros, pero que no se m ezclarían con facilidad. En ese 161
co n te x to , un hom bre que era m onje y que seg u ía siéndolo podría escribir una vida m ás unitaria que quien cam biaba de un grupo de status a otro o que quien pretendía com binarlos. En lo esencial, estos estilos de vida disponían de su propia concep ción del modelo; los hom bres llevaban una vida acorde con el status a] que pertenecían. Tal y como dirían los alemanes, es wurde standesgem ass gelebt.* Por una parte, parece desde luego harto p ro b ab le que la d iferen ciació n de la sociedad que se expresaba en esta estructura estratificada y corporativa, espe cialm ente si se pone en conjunción con otros factores de dife renciación, tales como el desarrollo de las lenguas y las «nacio nes», fuese un factor tendente a preparar esa diferenciación infinitam ente mayor según la cual cada existencia individual se distingue del todo. Por otra, es sorprendente qué grado de poder ejercieron estas concepciones modélicas, com o eran el monje ideal, el auténtico caballero, etc., sobre la conciencia de sí mis mos que tenían los hom bres pertenecientes a cada uno de los grupos de status. La visión básica del mundo y de la vida que predicaba la concepción cristiana del dram a hum ano parecía impenetrable. En aquel mundo, aunque existieran condiciones que más adelante pudieron nutrir cierto sentido de la individualidad, nin gún hom bre que se propusiera expresar su propio yo llevó a cabo esa tarea con plena conciencia de sí m ism o y en tanto individualidad. Solamente una óptica ahistoricista podría criti car aquel mundo achacándole este «fracaso». C ada época tiene sus propias medidas de la felicidad y de la grandeza; las lleva consigo. Y es memorable, por supuesto, que alrededor de 1800, en el instante histórico en que el ideal de individualidad se hubo afirm ado con fuerza, hubiese m uchos europeos de gran sensibilidad que volvían la vista atrás, en busca de una época en la que los hombres descansaban con mayor segundad dentro de los confines de su contexto cultural, sin tener que asumir la im ponente tarea de verse obligados a definir sus propias indivi dualidades.
* C ada cual ha de vivirlo según su condición. (T.)
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5. PETRARCA: EL GIRO HACIA LA INTROSPECCION
Llegó un m om ento en que la concepción de sí m ism o que tenía el hombre pasó a apoyarse de m anera menos segura sobre una visión dom inante del mundo y de la vida, en conjunto muy distinta de la que prevaleció durante la Edad Media. Las expe riencias que Petrarca (1304-1374) convirtió en una visión de su propia personalidad anunciaban las condiciones cam biantes del momento, la transform ación de las definiciones del propio yo. A pesar de alg u n as continuidades vitales que se tran sm iten intactas del m u n d o m edieval al m undo moderno, em p ezab a entonces a cam biar el modo de acentuación de algunos aspectos importantes de la vida; empezaban a ser visibles ciertos cam bios sutiles en las actitudes de los hom bres y en las condiciones de sus existencias. Cuando tales cam bios parecen guardar rela ción con un patrón cultural perteneciente a épocas posteriores, es intensa la tentación de ver pruebas indudables de m oderni dad en un c o n tex to en transform ación que, en co njunto, no resulta m erecedor de esa etiqueta. C ualquier discusión acerca de la «modernidad» de Petrarca por tuerza ha de parecer absur da; ahora bien, la fascinante com plejidad de su vida, su obra y su personalidad, tiene altas probabilidades de hacerle m erece dor de ese m archam o, especialmente en un ensayo que recorre históricamente la aparición de un fenóm eno moderno. 163
Italiano, escritor que dominó por igual el latín ciceroniano y la lengua vernácula toscana que Dante había elevado al status de lengua literaria distinguida, Petrarca estuvo afectado por una serie de cambios culturales peculiares de su «país». La fase del desarrollo por el que Petrarca tiene derecho a ser aquí som etido a consideración será solamente, pasado algún tiempo, parte del desarrollo genérico del continente europeo. En su origen y en sus primeros com pases, el Renacimiento es un fenómeno estric tamente italiano. Esto es algo que expresó con claridad m eri diana Jakob Burckhardt al titular su libro La civilización de! Renacimiento en Italia.' Al denominar al Renacimiento italiano con el epíteto de «nuestra madre más próxim a», quiso dar a entender que nuestro linaje de hombres de la m odernidad se configuró en otras fases de la historia. Tam bién supo que su intento era el de caracterizar un patrón cultural particular de una élite cultural; a m ayor escala, las fuerzas formativas libera das por ese desarrollo llegaron a ser «sociológicam ente produc tivas» solam ente pasado el tiempo, y con toda plenitud sólo d u ra n te la I lu s tr a c ió n .2 A p e sa r de las lim ita c io n e s que Burckhardt impuso a su argumentación, su famosa tesis tiene un especial valor de cara a esta investigación, ya que su visión del Renacimiento es predicada sobre la idea de la aparición de un tipo de personalidad específico. Esquem atizando en térm i nos muy generales, la idea subyacente es que las inseguridades y la inestabilidad propias de tantas existencias vividas en el norte y en el centro de Italia durante los siglos XIV y XV con virtieron en requisito inexcusable una m ayor y más firme con fianza en los recursos propios del individuo. De este m odo, m u chos seres h u m an o s hubieron de c o n v e rtirse en lo que Burckhardt llama «eine a u f sich selbstgestellte Persónlichkeit,» esto es, una personalidad que debía depender de sí misma y confiar en sus propios recursos, internos y externos.3 La perso nalidad recibe forzosam ente una visión «objetiva» de las reali d ad es circundantes; un sobrio inventario estadístico de los recursos controlables ayuda a que cada cual afronte todos los retos de manera más eficaz que las mejores fórmulas de lo que «debería ser» un hom bre o de cómo «tendría que ser». En este sentido, tiene lugar un «descubrimiento del mundo y del hom 164
bre» que desemboca en una serie de intuiciones y de actitudes sustancialm ente diferentes del cosm os hum ano del Medievo. Para unos, el gran rep erto rio de respuestas a los problem as hum anos que había funcionado sobre ruedas para los hombres de la cultura anterior p o d ría haber dejado de ser funcional. C uanto menos se sustente la vida en las viejas instituciones y costum bres, menos respuestas y guías m aestras contendrán la vieja moralidad y las viejas convicciones, y m enos aplicables serán los modelos anticuados; en cambio, tanto más se verán los hom bres en dependencia de sus propios recursos, de cara a la com prensión y la subsistencia de sí mismos. En tales circunstancias, el desarrollo de la personalidad pue de avanzar en varias direcciones muy diversas. El hombre puede adherirse, tanto como le sea posible y sin experim entar dificulta des, al estilo de vida tradicional; la mayor parte de los italianos, en los aspectos más esenciales, presumiblemente hicieron esto sin reparos. También puede darse el caso de que un hombre «se descubra» a sí mismo en su peculiaridad, quizá com o «experto», to d o c u y o ser «v iv e» e x c lu s iv a m e n te en la p o lític a : así, M aquiavelo. Si no, el hom bre puede llegar a definirse mediante un ideal perfectamente contrario al del experto, com o l ’uomo u n iv e rsa le , el tipo de hom bre cautivado por la plenitud del potencial humano que se com prim e en una vida entera (así, A lberti, o Leonardo da Vinci).4 Todavía puede ocurrir que otro hom bre se proponga coordinar la diversidad de las realidades hum anas y así, en contraste con la subordinación de todo ello a un orden jerárquico de prioridades, se desarrolle en tanto «per sonalidad armónica» (para Burckhardt, tal es el caso de Lorenzo de M é d ic i, de P ic o d e l l a M ira n d o la y d e E n e a s S ilv io Piccolom ini, que llegaría a ser el papa Pío II). Otros aspectos de la propia definición del yo abarcan facetas de una o varias de estas categorías. El hom bre puede entregarse a la realización de una tarea objetiva que im pone limitaciones a su propia voluntad o, por propia elección, im ponerse normas objetivas y convertirse de esc m odo en individuo «autónomo». Si no, pude sucumbir de buen grado a sus caprichos y a su voluntad (lo que Burckhardt denom inó Willkür), y «volcar» en el puro «subjetivism o», como les ocurrió a varios hum anistas y tiranos de la época. 165
El interés redivivo por la antigüedad clásica puede fomen tar y tam bién truncar tales desarrollos de la personalidad. Los m odelos alternativos que proporciona la antigüedad podrían servir de soporte a los hombres necesitados de apoyarse en algo concreto hasta que puedan sostenerse por sí m ism os; en tanto en cuanto se produzca consonancia de una u otra especie entre las genuinas necesidades del hom bre del R enacim iento y los m odelos antiguos, éstos pueden aportar beneficiosos puntos de apoyo. A llí donde la confianza ciega en los m odelos antiguos trunca el desarrollo del yo que habría de tener lugar de acuerdo con las d em an d as internas de la personalidad, los antiguos e x tra v ía n a los h o m b res. B u rc k h a rd t a s ig n a p o r e llo al «R enacim iento», concebido en estos térm inos, solam ente un papel suplem entario dentro del proceso total que lentamente fue dando pie al surgimiento de la personalidad europea carac terísticam ente «moderna». B urckhardt expresó la m arca crucial de esta personalidad m e d ia n te u n a d ifíc il n o c ió n : d e r M ensch w ir d g e istig e s Individuum und erkennt sich eds solches, es decir, el hombre se reconoce a sí mismo en tanto ser individuado cuya coherencia radica en las dimensiones de su mente o de su espíritu. Con una creciente conciencia de sí m ismo, el hombre está al tanto de que su cu alid ad distintiva, en tanto personalidad individual, descansa en la concepción unitaria que tenga de sí mismo. Su coherencia nunca será tal sólo porque el mundo en derredor se la atribuya, sino que será una unidad solam ente en tanto en cuanto él m ismo sea capaz de entender su personalidad cohe rente a p artir de sus experiencias individuales dentro de un mundo objetivo. Por ello, tiene gran importancia que el hombre entienda que esta intelección de sí mismo está condicionada por sus propias circunstancias, que él mismo genera una coherencia mental a partir de su experiencia en el mundo, y que en el pen samiento y en la acción da expresión plena a su visión unitaria de la experiencia. A resultas de ello, el hom bre puede em prender con mayor conciencia de sí un estilo de vida adecuado a la personalidad que cultiv a. U na persona con tal confianza en sí m ism a no podrá considerar el yo. el estado o la sociedad, com o elementos 166
conclusos y d ados por la naturaleza, sino que los percibirá como creaciones de los hom bres, com o obras de arte, com o artificios {esto es lo que Burckhardt quiere decir al hablar del estado com o K unstw erk, com o artefacto comparable a un reloj). La sociedad concebida com o artificio (Gesellschaft) sustituye la noción de la sociedad com o com unidad que haya crecido orgánicamente (Gemeinschaft). La idea de una sociedad com puesta por individuos voluntariosos corresponde m ucho mejor a la nueva conciencia del individuo, por com paración con la noción de una com unidad tradicional en la que el individuo encuentra, term inada y lista para su uso, su función orgánica. Uno de los p ro d u c to s re su ltan te s de ello es la fa scin ació n ampliam ente extendida por la especificidad individual de las cosas, una vez desechada su am plia generalidad. B urckhardt yuxtapone esta preocupación por la calidad de lo individual (utilizando el n eu tro das In d iv id u e lle , térm ino m ucho m ás exhaustivo que el ser humano individual) a una preocupción p o r lo g e n e ra l ( d a s A llg e m e in e , ir g e n d e in e F o r m d e s Allgemeinen). Pero la búsqueda que emprende el individuo de todas las m arcas distintivas de su existencia no ha de llevar necesariamente a una plena preocupción por el hombre en tanto individualidad. Y, con todo, el crecim iento de la noción de indi vidualidad viene dado por la consciencia de sí mismo que tiene el hombre en tanto «individuum m ental o espiritual» (geistiges Individuum). En esta noción radica la significación fundam en tal de la «teoría» de Burckhardt respecto de la historia que aquí recorremos. En la vida y en la personalidad de Petrarca emergen algunas tendencias que serán dominantes dentro del tejido esencial del Renacimiento, un siglo más tarde. Pero existen otros rasgos de su personalidad que no permiten interpretarlo tan abiertam ente como el heraldo que anuncia la época venidera. Com ienzan las mutaciones culturales, y el desplazam iento constante de las ten siones m oldea en el una figura de indudable interés en el estu dio de las transform aciones que se han operado en la concep ción del propio yo. Aunque Petrarca no nos haya legado una autobiografía genuina, un estudio más exhaustivo que el que 167
aquí podremos llevar a cabo bien podría m anifestar cómo son autobiográficos todos sus escritos si se tom an en conjunto, en un sentido mucho m ás profundo que la o b ra de Dante y de otros predecesores. Sus escritos tienden a ser «em anaciones de la personalidad.»5 Las form as literarias cultivadas por Petrarca, sobre todo la carta personal, son especialm ente indicadas para la revelación del propio yo. Con una elevada consciencia de sí reescribió, corrigió y editó sus cartas, con una notabilísim a atención por la manera en que podría representarse a sí mismo.6 Podía escoger una experiencia m omentánea, com o el ascenso al M ont Ventoux, y convertirlo gradualmente en una pieza escrita en la que mezclaba con elegancia la experiencia inmediata y la lectura de un pasaje agustiniano especialm ente significativo, sin olvidar las intepretaciones simbólicas de las diversas obser vaciones del hombre m ientras asciende, todo lo cual deviene un retrato en miniatura de la vida misma. Tales hábitos no facilitan una reconstrucción h istó rica fehaciente de su vida. En sus m anos, la forma literaria del diálogo fue de nuevo un medio m anipulado con asom brosa habilidad para lograr la clara reve lación del propio yo. Y las especiales relaciones que existen entre la experiencia de un poeta y su poesía lírica son particu larm ente evidentes en los versos italianos de Petrarca. El documento petrarquesco que más inm ediato interés tiene en este estudio de la autobiografía es el Secretum . No se trata ni de la historia de su vida ni de una interpretación explícita del curso de la vida m ism a, pero tiene un extraordinario interés al re v elar los procesos m ediante los cu ales un hom bre, en un m om ento crucial de su vida, intenta aprehender su propio yo a m edida que intenta determ inar cuál ha de ser su camino en el futuro. Petrarca lo escribió sobre todo entre octubre de 1342 y m arzo de 1343; si la m oderna erudición está en lo cierto, inser tó algunos pasajes en época posterior, al com enzar la década de 1350.7 En 1342, Petrarca aún no había cum plido los cuarenta años, pero su lírica le había convertido ya en una figura poética de gran renombre. N acido en el exilio, signo de la inseguridad ta n c a r a c te r ís tic a d e las v id as de ta n to s h o m b re s del Renacimiento afectados por la inestabilidad política de las ciu d a d e s-e sta d o , h a b ía e s tu d ia d o ley es en M o n tp e llie r y en 168
Bolonia, para pasar después a servicio del cardenal Giovanni C olonna en calidad de amanuense. Cuando no estuvo inmerso e n un o u otro de sus frecu e n te s v ia je s, P e tra rc a vivía en Avignon, por entonces sede del papado y residencia de Laura, la am ada que inm ortalizó en sus poem as tras enam orarse de ella el 6 de abril de 1327, cuando la vio por vez primera en la ig lesia de Santa C lara. D isgustado por la ajetreada vida de Avignon, adquirió a finales de la década de 1330 una modesta casa de campo en la Vaucluse, en donde esperó encontrar la paz y la libertad necesarias para dedicarse al pensam iento, al estu dio y a la escritura. Su fam ilia inm ediata la com ponía única m ente su herm ano G herardo, con el que sentía una especial proxim idad afectiva, y cuyo deseo de ingresar en un monasterio cartu jo de la estricta observancia iba a desem peñar un papel im portante en la «crisis» de la que brotó el Secretum. En torno a 1337 Petrarca tuvo un hijo ilegítimo de m adre desconocida; en 1343, esto es, poco después de escribir la mayor parte del Secretum , su am adísim a hija Francesca nació en circunstancias sim ilares. Entre los veintitantos años y casi hasta los cuarenta, P e tra rc a había co m en z ad o a cu ltiv ar a m ista d e s diversas, a m enudo marcadas por el sello de la am icitia ciceroniana, que siguieron teniendo para él enorme im portancia hasta el tinal de sus días. La más grandiosa experiencia de la vida de Petrarca tuvo lu g a r el 8 de ab ril de 1341 en el P a la c io del S enado del C apitolio, en Roma. A taviado con los espléndidos ropajes que donó su patrocinador, el rey Roberto de N ápoles, Petrarca fue coronado poeta laureado en nombre de un anacronism o invero sím il: el Senado y el Pueblo de Roma, que había otorgado tal honor por última vez al poeta Estacio en el siglo 1 de nuestra era. En una espléndida cerem onia le fue entregada la corona de laurel junto con otras siete condecoraciones que habrían llama do poderosam ente la atención de cualquiera: lúe proclam ado m agnum poetum et historicum , nombrado m aestro, acreditado com o profesor de arte poética y de historia; adquirió el derecho a coronar a otros poetas, obtuvo la ciudadanía rom ana y recibió aprobación formal de todos sus escritos, ¡presentes y futuros!8 A continuación se celebró una procesión hasta la por entonces 169
aún modesta iglesia de San Pedro, en donde Petrarca depositó la corona ante el altar. De regreso a su casa de la Vaucluse, el «más famoso ciudadano privado por entonces vivo» perm ane ció una tem p o rad a cerca de Parm a, (donde creyó que tenía posibilidades de obtener una pingüe sinecura) y redactó largas porciones de su mayor poema épico, Africa. Cuando Petrarca se encontró de nuevo en su vieja casa de Provenza, en el verano de 1342, todas estas experiencias se conjuraron para producir en él una intensa crisis personal. Enfermó espiritualm ente; sus m últiples preocupaciones habían entrado en un profundo conflicto, y de esta turbulencia brotó la inquietud y el desasosiego. Decidió intentar curarse confiando su estado em ocional a las páginas de De secreto conflictu cura rían mearum, o «Secreto conflicto de mis cuitas». «Para que este dicurso tan íntimo y tan profundo no se pierda, he decidido escribirlo en este libro; no es que desee clasificarlo junto con mis restantes obras, ni que aspire a obtener por él ninguna cre dibilidad. M is pensam ientos ap untan m ás arriba. Lo q u e sí deseo es tener la capacidad de releerlo y renovar tan a menudo como quiera el placer que he sentido con el discurso mismo. Por eso, librito. te ruego que huyas de las obsesiones de los hombres y te contentes estando conm igo, fiel al título que he querido d arte, nom brándote d ep o sitario de “Mi se c re to ’": y cuando tenga yo a bien pensar en cuestiones de m ayor hondura, todo eso habrás de recoger en recuerdo de lo que en secreto se te dijo, para relatárm elo después tam bién a m í en secreto.»1' Este extraordinario documento personal consta de tres diá logos entre «San Agustín» y Petrarca, con la presencia de la figura alegórica de la Verdad en una de las esquinas de la sala, como garante de una insobornable dedicación a la veracidad. Como «Agustín» es más bien una transform ación petrarquesca del Agustín histórico, más que las palabras de un santo sin reto car que hablara en sus propios térm inos, Petrarca creó una esce na en la cual Petrarca habla con Petrarca acerca de Petrarca, con la intención anunciada de ser tan honesto consigo mismo como le sea posible. La elección de la forma dialógica tiene en sí una significación intrínseca. Petrarca dice haber tom ado por modelo el De amicitia ciceroniano: «mi querido M aestro tam170
bien aprendió este modelo de Platón» (p. 6). Lo cierto es que Petrarca no sigue al pie de la letra el tipo de diálogo aristotélico-ciceroniano en el que la utilización de varios interlocutores a menudo sirve solamente com o recurso para exponer una serie de posturas que ya están definidas. Por el contrario, adopta el espíritu del diálogo platónico, en el que el tom a y daca de las preguntas y las respuestas siguen al logos en el proceso a lo lar go del cual va d esd o blándose un pensam iento en voz alta. Petrarca utiliza este diálogo en pos del descubrim iento de sí mismo, aparte de intentar ponerse a prueba, com probar lo que sabe de sí y. de ese modo, clarificarse. La form a se adapta con secuentem ente de manera muy ingeniosa a un proceder de tipo perspectivista pero de propósito introspectivo, por el cual un hom bre trata de salirse fuera de sus limitaciones con la esperan za de que el contraste que le ofrezcan los diversos puntos de vista que h a de poner en juego sirvan para ilum inar lo que, sin ese cam bio de posturas, seguiría sin aclararse.10 Ese perspecti vismo va m ás allá de lo que podría hacer pensar la mera pre sencia de dos interlocutores, puesto que ninguno de ellos titu bea al evocar imágenes del Petrarca que fue en el pasado, del Petrarca que podría haber sido, del Petrarca que tal vez llegue a ser. A pesar de las contradicciones que vayan surgiendo mien tras dure ese autoanálisis, la elección de ese proceder perspecti vista recuerda algo de enorm e interés: la im portancia cada vez menor, e incluso a punto de desaparecer, de los modelos y las g u ía s. El p ro b lem a de P e tra rc a e s trib a en c o m p re n d e r a Petrarca; en consecuencia, podría juzgarse a sí m ism o por com paración co n los modelos (tal y como efectivam ente hace, por e je m p lo , al c o m p a ra rs e c o n el e je m p lo d e su h e rm a n o G herardo, que entretanto se había hecho m onje); ahora bien, diríase que existe entre los interlocutores un tácito entendi m iento en el sentido de que el propósito m otor de la tarea no es tanto la valoración del P etrarca «real» por co n traste con un Petrarca «ideal». El tem a de la conciencia, y sobre todo la con ciencia cristiana «descuidada», es un tema de capital importan cia; en su sentido más profundo, la totalidad de la búsqueda parte de la conciencia problem ática e inquieta respecto de que los «Petrarcas» en conflicto parezcan ciertam ente constituir una 171
única personalidad. Lo q u e necesita es una cura de lo que es, y no un nuevo modelo que pueda desplazar a segundo plano la com plejidad del presente. El hecho de que seleccione a Agustín para que sea el otro interlocutor parece apuntar, en todo caso, que un Petrarca cul pable desea a toda costa oír la voz de su conciencia. Este indi cio sería tanto más intenso si el retrato de A gustín que traza Petrarca fuese más una auténtica reflexión sobre la persona real del obispo de Hipona, y m enos una reflexión sobre qué parte del cristianism o sigue viva dentro del autor mismo. Esta figura ción de Agustín funciona m enos (ciertamente, funciona en par te) com o un m odelo ob jetiv o de la conciencia cristiana que com o una parte sum am ente autocrítica del propio Petrarca. Si bien no cabe duda que tiene importancia el hecho de que se tra te de una figura cristiana, tam bién es importante reconocer que otros m odelos podrían haber funcionado com o m uestra de la conciencia cristiana, com o es el caso del propio hermano de Petrarca, de cualquiera de sus buenos amigos e incluso del gran santo cuyo mismo nom bre tenía Petrarca. El A gustín que se hizo acreedor al título de «D octor de la G racia» en realidad habría planteado un esp in o so dilem a a Petrarca; la posición cristiana del auténtico A gustín está tan m anifiestam ente ausente com o su papel de obispo. Los paralelismos existentes en la tra yectoria vital del Agustín histórico fueron un atractivo acicate para Petrarca; así, por ejem plo, el paralelismo del sutil autor de las C onfesiones, enzarzado asim ism o en una búsqueda de sí m ism o realizada con intensa honestidad. De particular impor tancia para este diálogo es el hom bre que persigue con denuedo el entendim iento de sí m ismo, de modo que pueda actuar como es debido. Petrarca veía en Agustín a otro hom bre que luchó por la plena posesión de su alm a, un hom bre que, como él. tenía un apremiante deseo de hacer algo de su propia vida, un hom bre que aborrecía el despilfarro de sí m ism o y de la precio sa re s e rv a de tiem po que le había sido ad ju d ica d a. En él, Petrarca captó la afinidad del alm a gemela em peñada en encon trar la paz del espíritu, el am or de los libros, el amigo de los am igos. Al igual que P etrarca, A gustín había ex p erim en tad o el 172
impulso de dos ideales bien diferenciados y pese a todo en con flicto, aun cuando llegaran a su vida desde orígenes distintos y aun cuando encontrasen soluciones tam bién diferentes. El hom bre clásico pasó al seno del cristianism o, el cristiano quedó m aravillado por las visiones de la antigüedad clásica. Y. en definitiva, el acceso a las realidades de la antigüedad fue m ás fácil para Petrarca, ya que le fue dado por medio de ese inter mediario cristiano que se había educado com o un hom bre de la antigüedad, que tam bién había am ado a Cicerón, que en sum a pudo conectar a Petrarca con ese m undo del humanismo clásico por medio de la form a más acorde de un humanismo cristiani zado. De este m o d o , aunque en cierto sentido la fig u ra de Agustín fuese un «modelo» en toda regla, su función no fue la de funcional' com o contrapeso objetivo de Petrarca. Aquí, des pués de todo, existía una figura de la que Petrarca había hecho una parte de Petrarca, y que era capaz de hablar con otras partes de Petrarca. Y, pese a todo, algo tiene este «Agustín» que se mantiene aparte de Petrarca, que puede servir com o m entor y modelo, y que recuerda al santo de antaño. La propia am bigüe dad sigue siendo parte de la vida del diálogo. Tan pronto en tra en escena A gustín, ya desde el breve y sesgado prólogo, la Verdad le anuncia que Petrarca se halla enfermo y postrado, necesitado de cuidados y sobre todo de oír la voz tan hum ana de un médico tan excelso como él. En prin cipio no se realiza ningún diagnóstico específico de la enferm e dad que afecta a Petrarca; los detalles problem áticos irán sur giendo a lo largo de las conversaciones, que se prolongan por espacio de tres días. Agustín emplea al contrario el prim er d iá logo para dejar bien sentada una lección general: si estás enfer mo, tú mismo has de curarte. Petrarca se declara incapaz de tal cosa, y plantea de modo indirecto la cuestión de si el hom bre puede o no salvarse a sí mismo. ¿Puede acaso ser dueño de su propia vida? ¿Es realmente responsable de su propio fracaso? ¿Puede alcanzar la felicidad mediante sus esfuerzos? Agustín, de todos modos, considera que su querido Petrarca com ete el sencillo error de no esforzarse al m áxim o, de no concentrarse en el problema todo lo que debiera, de disipar y despilfarrar en suma sus energías. Según opinión de este Agustín petrarquesco, 173
el hom bre puede salir por sí solo de todos los atolladeros siem pre y cuando com prenda la gravedad de su situación y acto seguido invierta todas sus energías y toda su voluntad en la tarea de desem barazarse de lo que le abrum a. Para poner a Petrarca frente al problem a que le acucia, A gustín le recuerda su m ortalidad. Su paciente, un tanto so rp re n d id o al oír ese recordatorio, ya que no en vano había escrito poem as en los que manifiesta su conciencia de la inm inencia de la muerte, asegura al médico que se halla obsesionado por la marca que la m ortalidad misma lia dejado sobre él, hasta el punto de que tiem bla y se estremece sólo de pensarlo. A gustín, por su parte, procede de forma im placable a exponer im ágenes de la muerte, una tras otra, a ojos de un atribulado P etrarca. Si al m enos Petrarca pudiera sentir en una sola ocasión el aleteo de la m or talidad, quizá podría hallar consuelo en la otra mitad de esa definición que caracteriza al hombre com o anim al mortal al tiem p o que anim al ra cio n al. La razón d a rá a P etrarca los m edios necesarios para dom eñar sus pasiones y para morigerar todos los movimientos de su espíritu. Fija la m irada en lo que realm ente importa, con la unidad de la energía y la voluntad en pos del objetivo, el hom bre asciende y sale de su miseria por el sendero de la meditación. M ediatio alta, la gradual elevación del hom bre por medio de la contemplación de las cosas más altas, iniciada y alimenta da de continuo por la reflexión sobre la m uerte, es la esencia de la cura que propone A gustín tal y como se expresa en el Libro 1. Se hace hincapié en que el hombre dom ine su cuerpo y sus pasiones, de manera que su voluntad pueda funcionar de mane ra m ás perfecta. Todo ello suena de m anera parecida a una doc trina estoica y pagana, pero lo más probable es que no sea así. C iertam ente, A gustín carga las tintas sobre todo en el libre albedrío del hombre, de manera tal que por fuerza es preciso reco rd ar a cada p aso que el hablante es, presuntam ente, el «D octor de la Gracia». Irónicamente incluso, Agustín resume a Petrarca, en términos un tanto ambiguos y subrayando la con fianza que es preciso tener en la voluntad, la experiencia perso nal que describe en las Confesiones (8.8): «De modo que, si en aquel lance me arranqué los cabellos, si me herí en la frente... 174
fueron acciones que las hice por querer yo hacerlas; y pudo haber sucedido que quisiese ejecutarlas, y no las ejecutase, por que los brazos y manos con que las había de ejecutar no me obedeciesen. Hice, pues, entonces m uchísim as acciones, no obstante que no era lo m ism o el querer, que el poder hacerlas; y no hacía lo que me agradaba mucho más que todo aquello sin com paración alguna; siendo así que luego hu b iera querido, hubiera podido también ejecutarlo, porque era im posible que no quisiese lo que efectivam ente quería; y respecto de los actos de la voluntad, lo mismo es el querer que el poder, pues aun el mismo acto de querer ya es hacer y ejecutar; con todo eso no se hacía en aquella ocasión lo mismo que quería mi voluntad.» Petrarca replica que recuerda a la perfección «la historia de la higuera salutífera, a cuya som bra tuvo lugar el milagro». Así pues, es Petrarca quien, por curioso que pueda ser, al introducir el término crucial — m iraculum — en el diálogo, apunta hacia el papel que tiene la gracia en todo el proceso. El tem a queda inmediatamente sepultado por un discurso literario que pronun cia Agustín sobre la virtud de las higueras, pero la pregunta de Petrarca respecto de que el hombre pueda o no salvarse a sí mismo hace pensar en que la cuestión sigue tratándose en tér minos cristianos, no paganos. De ese modo, hasta este Agustín tan poco agustiniano expresa una postura cristiana: la creencia tan popularizada, no teológica, propia de finales del Medievo, en que Dios ayuda si el hom bre de veras quiere, postura que, al fin y al cabo, en lo esencial puede coincidir con el estoicismo. Tal postura fácilmente podría haber sido asum ida por la mayor pane de los buenos católicos de la época; hasta Erasmo lo haría más adelante, aun cuando Lutero se rebelase contra una creen cia tan firme en la eficacia de la voluntad hum ana. A decir ver dad. incluso aunque esta parte del diálogo se siga moviendo en definitiva dentro de un m arco de referencias cristianas, sigue siendo sum am ente significativo que no exista una referencia clara a los térm inos cristianos fundam entales. Aunque en un momento dado Petrarca sugiera de pasada que su incapacidad es un castigo (p. 17). no hay otra palabra que indique por el contrario una preocupación clara por el pecado original y por la necesidad de los sacerdotes y los sacramentos. Sigue haciéndo 175
se hincapié en la voluntad hu m an a tendente a la m editatio alta. Petrarca se muestra racionalm ente convencido, y garanti za el peso de la argum entación agustiniana. Pese a todo, su alm a sigue estan d o enferm a. Al term inar el prim er diálogo, Agustín sugiere que el auténtico problem a tal vez sea su abrumación ante tan diversas im presiones, el hecho de haber plan tado tantas sem illas en una parcela m inúscula, el estar desga rrado por una d iscordancia c o n stan te de los deseos. «Pero como hoy hem os prolongado nuestras discusiones más allá de lo recom endable... descansem os y recobrem os la respiración en silencio» (p. 46). Cuando vuelven a encontrarse para observar con más deta lle ese conflicto interno (intestina discordia), Agustín vuelca sobre Petrarca un extenso catálogo de faltas, todas las cuales tienen por objeto manifestar que se halla demasiado absorto por una serie de preocupaciones estrictam ente mundanas. Petrarca se queda de una pieza: «Deteneos un poco, os lo ruego, pues de lo contrario, abrumado por el peso de tantos reproches, me veré sin fuerzas y sin ánimo de contestar» (p. 55). Durante todo el segundo d iá lo g o , el escritor, sin afirm arlo ex p lícitam en te, emplea un interesante instrum ento textual: los detallados pro blemas de Petrarca se discuten reflejándolos uno por uno en un típico espejo de conducta cristiana. Se pasa revista a cada uno de los siete pecados capitales; la co n d u cta y los d eseos de Petrarca son medidos de acuerdo con estas norm as." Petrarca no tiene la m enor dificultad en aceptar la propuesta agustiniana de que en tres de ellos — invidia, ira, gula— no existe en reali dad problem a personal de ningún tipo. Petrarca está relativa mente libre del pecado de envidia; el propio Agustín hace un breve excurso sobre la gula: «N ada direm os de la glotonería, afición a la que no sientes m ayor inclinación que la del inofen sivo placer de disfrutar de un encuentro con unos am igos bien escogidos en una posada acogedora» (p. 75). E igualm ente parece partidario de «dejar tam bién la ira a un lado, aunque a menudo m ontes en cólera más de lo razonable, bien que al mis mo tiempo, gracias a tu tem peram ento de natural dulce, por lo com ún d o m in a s los m o v im ien to s de tu e sp íritu » (p. 75). Petrarca está de acuerdo: «pero hasta este punto no he sido del 176
todo capaz de armarme com o debiera para sofocar algunas ráfa gas de irritación» (p. 76). Los pro b lem as tienen m ay o r peso específico cuando se pasa revista a los cuatro pecados siguientes: orgullo (superbici), lujuria (,luxuria o cupiditas), «pereza» (accidia o aegritudo) y avaricia (que aparece com o rerum temporalium appetitus). La lujuria y los apetitos carnales son con diferencia el escollo menos enigm ático. Petrarca reconoce sencillamente que no es de piedra y que a veces le atorm enta gravem ente la lujuria; desearía ser capaz de resistirse, «pero ¿de qué sirve cualquier socorro puram ente hum ano?» (p. 79). Agustín rem em ora sus experiencias y se muestra de acuerdo: «Nadie puede ser casto, a menos que Dios le otorgue la gracia de la castidad.» A pesar de todo, cuando se rece por obtenerla es preciso desearla realm en te, aparte de vigilar para que la pasión no se cuele en secreto por los rincones escondidos. Bl paciente responde que bien lo sabe, e intenta demostrarlo m ediante una larga cita de la Eneida (de la que nos ocuparemos más adelante). A gustín pasa al ataque al tratar el pecado de soberbia acu sando a Petrarca de preocuparse en exceso por las vanidades de este m undo. Petrarca peca de excesivo orgullo tanto por su inte lecto (ingenium ) como por sus conocim ientos literarios (librorum actio), su elocuencia y su belleza física. Pero Petrarca des carta estas acusaciones afirm ando que si bien todos ésos son defectos de su juventud, en la m adurez se tiene a sí m ism o en muy escasa consideración, al igual que tiene en baja estima a sus sem ejantes: su intención es ser humilde. A gustín no se deja convencer. «Fácil empresa sería refutar todo lo que acabas de aducir, pero prefiero que sea tu propia conciencia, y no mis palabras, la que te traspase el corazón con el venablo de la ver güenza» (p. 57). Aquí se deja caer la cuestión de m ayor peso; a pesar de todas las afirm aciones en sentido contrario, a cualquier lector de Petrarca le costará grandes esfuerzos creer que el vie jo Petrarca no se sentía orgulloso de ser quien era, de su inteli g e n c ia , su s c o n o c im ie n to s , su e lo c u e n c ia y su b e lle z a . C iertam ente, es llamativo que toda esta discusión en torno al más crucial de los pecados del cristiano transcurra a un nivel relativam ente superficial. 177
B ajo el m archam o d e « d ese o de las co sa s tem porales» Agustín plantea dos puntos distintos: avaritia y ambitio. El trata miento com pleto del segundo queda reservado para el Libro III, que se ocupa del problema de la preocupación de Petrarca por la fama. Pero aparece en cambio un largo comentario sobre la preo cupación de Petrarca por la posesión de los bienes materiales de este m undo.12 Si bien al principio se muestra inclinado a afirmar que no hay en el mundo hombre ninguno más libre de esta falta que él mismo, Agustín no tarda en forzar a Petrarca a reconocer que hace tiempo que no le satisface su humilde existencia en el medio rural, que ha vuelto a transitar por las distracciones de la vida en la ciudad, que se preocupa por toda clase de provisiones. Petrarca se duele por haber sucumbido a las exigencias de ese mundo ruidoso, aparte de m encionar la angustia que le produce la proximidad de una vejez llena de privaciones. No es que ansíe la riqueza, pero tampoco es capaz de plantar cara a una vida sumida en la pobreza. «Ni carencia ni abundancia,» dice, ni tampoco tener que depender de los demás: «he ahí mi auténtico deseo» (p. 69). ¿Qué puede haber de malo en desear la seguridad de tener m edio ducado más de lo estrictam ente necesario? «Entonces habrás de renunciar a la hum anidad y convertirte en Dios, si lo que deseas es que no te falte de nada»: así le responde Agustín. No deja de tener interés que Agustín no embista contra el deseo petrarquesco de alcanzar una especie de mediocritas horaciana, y que Agustín advierta en cam bio de lo desaconsejable que resulta el que esas actividades de horm iga distraigan a Petrarca de reali zar plenam ente la vida que la naturaleza ha prescrito para él: cuando aún prometías convertirte en un gran honmbre, tu satis facción nunca estuvo cifrada en esa clase de propósitos. La discusión que se lleva a cabo en el últim o tercio del segundo diálogo abunda en el fascinante pecado de la accidia, la fam osa melancolía petrarquesca (aunque sea éste un término que él nunca escribió). «Eres víctima de una terrible epidemia del alm a: la m elancolía, lo que los modernos llam an accidia, pero que en tiempos de la antigüedad se llam aba aegritudo.» «El nom bre misino de esta dolencia me produce escalofríos.» D u rante días y noches sin fin. sin un m om ento de respiro, Petrarca es torturado por una honda desesperación que genera 178
en él un amargo desdén por la vida m ism a. «En tales ocasiones no me da ningún placer la luz del día, no veo nada, soy com o alguien que haya sido precipitado a la negrura del infierno m is mo, y diríase que aguanto la muerte en su forma más aciaga. Pero lo que podría decirse que constituye el clímax de la m ise ria es que me n u tro de mis lá g rim a s y de mi su frim ien to , mediante una m órbida atracción, de m odo que sólo me veré rescatado de ella por una fuerza superior e incluso a pesar de mí mismo» (pp. 84-85). Agustín no acierta a saber del todo de qué trata esta enferm edad, pero insiste en cambio en una suge rencia de Petrarca, a saber, que existe alguna conexión entre fortuna y a cc id ia . C iertam en te, el d e stin o ha p ro p in ad o a Petrarca durísim os reveses — el exilio, la pérdida de una heren cia— , aunque ¿puede acaso jactarse de que era su suerte sufrir más que los dem ás? ¿No le serviría de ayuda com parar su bue na suerte con el infortunio de tantos otros? Petrarca en cam bio no encuentra en esto ningún m otivo de consuelo. Sigue anona dado por el hecho de que Fortuna lo haya convertido en un ser que depende de los demás; Fortuna, por si fuera poco, lo m an tiene alejado de la paz de espíritu y de la serenidad del alm a que le permitirían ser plenamente dueño de su propia vida. En cierto modo, la discusión trata en realidad sobre el tem p era mento m elancólico de Petrarca, sobre un escritor que tantas veces calificó la vida de «agria dulzura» y de «dulce am argu ra». Accidia, la palabra que él utiliza, concuerda con el sentido teológico del M edievo sólo en tanto en cuanto apunta a una desesperanza que incapacita a quien la sufre por com pleto. Los síntomas descritos aún tienen cierta relación con la enferm edad monástica de la negra hora, en la que nada parece tener ningún sentido, tal y com o la describía C asiano de Marsella en tom o al año 400 d. C. Todo apunte hacia la posterior teoría renacentista del temperamento, que conecta m elancolía con esfuerzo creati vo, a lo sum o puede percibirse de form a muy tenue, ya que nada se afirm a en tal sentido.1’ Petrarca es capaz de describir con acierto el hum or que se apodera de él; en realidad, no sabe cómo superarlo. A gustín intenta dar toda clase de consejos «razonables», pero, francam ente, él m ism o parece un poco desam parado en este terreno, cuando no resulta ligeram ente 179
anodino. En dos ocasiones recurre a que «piense en térm inos positivos»: ¡aprovecha la integridad y la solvencia de las m áxi mas! «Aprovecha en tus lecturas todo lo que encuentres acerca de la cólera o de otras pasiones del alm a, y en especial lo que se refiera a este mal de la melancolía... anótalo, y que te sirva com o asidero en tu memoria... Mediante este ardid podrás aguantar de firme el embate de todas las pasiones» (pp. 99, 102). De este modo, tras pasar revista a los siete pecados capita les, Petrarca revela en gran medida las tensiones que lo desga rraban por dentro. No niega que tiene buenas entendederas, que es pronto de ingenio, que es mucho el saber que atesora, que escribe bien, que es apuesto... pero se propone ser humilde res pecto de todo ello. Es una persona de buen carácter, nada envi diosa, a la que le agrada la vida sencilla. Reconoce sus debili dades en el terreno de lo sexual, pero se duele abiertamente de padecerlas. Ciertam ente, le preocupan las cosas de este mundo, le aterra la pobreza, 110 tiene la m enor inclinación a resistir las añagazas de la fama. Y a menudo está expuesto al poder devas tador del tem peram ento melancólico sin saber cómo huir de sus ganas. At tiem po que sus asentimientos ante la críticas augustinianas implican una autocrítica clara de lo que es y de lo que ha sido, parece tener al menos la misma im portancia el hecho de que las tendencias en conflicto dentro del propio Petrarca q u e den recogidas de ese modo tan gráfico. Al final, los dos hom bres convienen que ha sido un día muy largo y, cuando Petrarca insiste en que el núm ero tres le resulta particularm ente querido, posponen la discusión para el día siguiente. En su tercer y últim o encuentro, A gustín regresa al tem a de la concentración en el movimiento ascendente por medio de la meditación sobre las cosas más elevadas. Señala cuáles son los do s peores o b s tá c u lo s que se in te rp o n e n en el cam ino de Petrarca, dos vicios que el propio Petrarca considera por des gracia nobles virtudes: el amor que siente por Laura y el am or que siente por la g loria. Al p rincipio, al propio Petrarca le resulta de todo pu n to inverosím il q u e en su gran am or por Laura pueda haber algo pernicioso para él. ¡Si todo lo que él pueda tener de bueno es fruto del cultivo de ese amor! Aquélla no fue una pasión innoble, sino un am or siempre en aumento, 180
amigo del honor, la virtud, la verdad sublime, la devoción por un alma hermosa, más que por un cuerpo. «A ella le debo todo lo que yo pueda ser, y jam ás habría alcanzado ni siquiera el pequeño renombre y la m ínim a fam a que tengo, de no ser por que el poder de este amor ha hecho fructificar con rapidez la vida del débil germen de la virtud que la Naturaleza pudo haber plantado en mi corazón. Ella ha sido la única capaz de alejar mi alma juvenil de todo lo rastrero, la única que me ha arrastrado casi com o por una cadena y unos grilletes, hasta forzarm e a mirar a lo más alto» (p. 121). A gustín contrarresta esta declara ción afirm ando que hasta las cosas más nobles de este mundo pueden am arse de modo erróneo, que este amor terrenal por un mortal ha alejado la mente del que ama del am or de las cosas celestiales. «Todos los seres debieran sernos am ados por el amor que le tenem os a nuestro Creador, ya que tam bién son criaturas suyas. Pero en tu caso... cautivado por el encanto de la criatura que amas, no has am ado al Creador com o debieras. Has adm irado al Divino A rtífice com o si en todas Sus obras no hubiese hecho El nada más herm oso que el objeto de tu amor» (p. 125). A gustín obliga de m anera im placable a Petrarca a admitir que efectivamente se desvió del camino derecho en el momento en que por vez prim era vio a Laura. Con objeto de curarse de los efectos de este am or, lo mejor será recordarle que envejece, que la muerte está siem pre a la vuelta de la esquina, esperando; que se aleje de este entorno, en el que todas las cosas le recuerdan ese am or. ¿Y a dónde podrá m achar? A Italia, cóm o no. Ese desplazam iento físico nunca será la cura definitiva, pero como Petrarca no podrá dedicarse a am ar de igual m anera a otra persona, que al menos gradualm ente vaya cortando los lazos con el pasado y se prepare, esta vez sí, para recibir esa cura definitiva que es el ascenso a las cosas celestia les. Petrarca sigue creyendo firm em ente en la nobleza de su amor, pero reconoce la argum entación agustiniana, en el senti do de que un amor como el que él siente por un m ortal se ha convertido forzosamente en un obstáculo que se interpone en el camino de su devoción por las cosas más elevadas. La conversación da paso entonces a la últim a advertencia de Agustín: abandona definitivam ente la am bición de la gloria 181
lite raria . No pierdas m ás tiem p o en tu A fr ic a («A bandona Africa, déjala a sus propietarios» [p. 184]); concéntrate en ti mismo, apodérate de ti, em plea el poco tiem po que aún te que de para prepararte de cara al cielo. Petrarca reconocerá de buen grado e incluso con alegría que el tiempo triunfa siem pre sobre la fam a, y que el renombre público puede ser poco m ás que una veleidad. Tam poco desm iente que hay asuntos m ás elevados que su poesía. Ahora bien, ninguna de las argum entaciones agustinianas lo lleva a disponerse a dejar a un lado su obra. El pensam iento más amargo de todos es que el tiem po tal vez no le perm ita dar por concluida su obra épica. Siem pre tendrá las cosas celestiales en mayor estim a que todo lo dem ás; desde lue go, no piensa renunciar a ellas, pero «tal vez prefiera posponer esas riquezas» (p. 173). Siendo com o es un sim ple mortal, es natural que busque las bendiciones propias de los mortales: es ju sto y natu ral buscarlas m ien tras vivim os en este mundo. «¿Qué debo hacer, pues? ¿A bandonar mis obras aún no termi nadas? ¿N o sería mejor apresurarm e a concluirlas y, si Dios me concede la gracia, darles los últim os toques? Si alguna vez me viese libre de esas cuitas, procedería a avanzar, con una mente más libre y mejor dispuesta, cam ino de cosas m ás elevadas; difícilm ente, la verdad, podría yo soportar la sola idea de aban donar una obra a medias, m áxim e tratándose de una obra tan e sp lé n d id a y tan cargada de prom esas de lo g rar el éxito» (p. 184). A esto replica Agustín: «Aún no sé de qué pie cojeas. D iríase que te inclinas a darte a ti por perdido, antes que dar por perdidos tus libros.» Petrarca promete seguir siendo fiel a sí mismo. «Haré acopio de valor, reuniré mi talento y tendré por mi m ayor empeño apropiarm e de mi alma con paciencia. Pero es que aun mientras conversam os toda una legión de asuntos de la m ay o r im portancia, aunque sean asuntos de este mundo, aguarda a que les dedique mi atención» (p. 191). Procurará por todos los m edios seguir el cam ino de la salvación m ás de lo que hasta hoy ha hecho. «Pero carezco de la fuerza necesaria para re s is tir a mi antigua in c lin a c ió n por el e stu d io » (p. 192). A gustín entiende entonces que han recorrido un círculo com pleto. «Volvemos a cero en nuestra vieja controversia. A la fla queza de la voluntad llamas flaqueza de poder. Bien: pues asi 182
sea, si no puede ser de otro m odo.» Por espacio de tres días, las argumentaciones de Agustín han sido las de m ayor peso; ahora bien, el diálogo concluye con una auto-afirmación petrarquesca, en respuesta a un argumento que reconoce com o correcto. Y los interlocutores se despiden habiendo acordado que difieren. Hablando en términos estrictos, el Secretum no es una auto biografía. El diálogo tiene solam ente una limitada capacidad de cumplir con las exigencias autobiográficas capitales. No obs tante, este diálogo en c o n c re to se convierte, en m anos de Petrarca, en un instrumento sobresalientemente adecuado para una tarea de indagación de uno mismo, de clarificación de sí y, en suma, de orientación del propio yo. El libro entero constitu ye una búsq u ed a intensa de la realidad individu al llam ada Francesco Petrarca. ¿Qué soy yo realmente? ¿M e he convertido en lo que pensé que me iba a convertir? ¿Qué me está ocurrien do? ¿Estoy realmente en lo cierto al vivir tal y com o vivo? El perspectivism o del diálogo se adecúa a las mil m aravillas al proceso introspectivo que debe generar las respuestas a tales interrogantes. La actividad de la escritura, que en concreto coloca una postura sobre la otra, en vez de dejar que la yuxta posición devenga pensamiento «110 objetivado», da m ayor peso específico a la introspección. La autoridad que ejerce Agustín da a este interlocutor el poder de la mano que em puña el látigo; las dudas interiores de Petrarca acerca de su vida reciente nece sitan de la fuerza de esa conciencia agustiniana. A sí como el dominio de la postura agustiniana equilibra en parte el perspectivismo (aunque sólo, por supuesto, en tanto en cuanto Agustín no es identificable con lo que genuinam ente vive dentro de Petrarca), también am plía la veracidad del cuestionam iento a que se som ete el yo de Petrarca. Con cierta frecuencia, Petrarca afirma algo acerca de sí m ism o; una y otra vez, Agustín contra dice esos posicionam ientos mediante aguijonazos del estilo de: eres inm enso en la autojustificación, siempre encuentras pre texto que explique tus errores, tienes una trem enda presunción cuando hablas de ti; ya es hora de que renuncies a intentar esconderte tras tus obras. Siem pre queda en el aire un interro gante: ¿e s realm ente así? P etrarca se siente cad a vez más 183
arrinconado, tem eroso de lo que A gustín todavía pueda p lan tear. La Verdad, el interlocutor silencioso, hace que se note su presencia. La búsqueda de los motivos verdaderos que puedan subyacer a los m otivos aparentes ha de ayudar a mantenerse en guar dia contra el m ayor de los peligros: engañarse uno mismo acer ca de sí. En este au to descubrim iento hay m ovim iento, hay secuencia; parece un genuino procedim iento de clarificación. Todo el abanico de la sensibilidad de Petrarca entra en juego: su destreza en la observación, su preocupación por que su len guaje exprese adecuadam ente lo que quiere decir, su atento análisis de la experiencia directa, que entremezcla con sugerentes formulaciones de los clásicos que tan a fondo ha llegado a conocer. Y la presión se reduplica, en consonancia con lo m ejor de la tradición cristiana, m ediante el experim ento m ental: la muerte tal vez sea inminente, por lo tanto, hay que tom ar muy en serio este recuento. Hay que em plear todos los trucos y ardides que puedan forzar al yo sobre el yo mismo; sus verda des subyacen íntegram ente d en tro del propio yo. y só lo la introspección podrá desvelarlas. Se necesita p or fuerza un escrutinio extremadamente esm e rado, ya que la experiencia fundam ental es una experiencia de la complejidad. Petrarca se siente com o un campo de batalla — y como tal se va reconociendo— en el que pugnan diversos anhelos, esperanzas, valores y creencias. Su dilema podría con templarse com o el conflicto de la experiencia y de las exigen cias de dos herencias que com ponen toda la compleja am alga ma de la civ ilizació n occidental. P ero si bien no es poco el valor y la plausibiI¿dad que sigue existiendo en esa visión de la colisión que tiene lugar dentro de Petrarca entre el cristianism o tradicional y la fascinación por una antigüedad que revive poco a poco, su propia visión del cristianism o está ya sobradamente «secularizada», al tiempo que su visión de la antigüedad está aún «cristianizada». Petrarca es un cristiano: se percibe como cristiano y desea ser un auténtico cristiano. La crisis de la que brota el Secretum surge de esa inquietud que produce el hecho de que el m undo le haya acom pañado en exceso durante los últimos quince años. 184
Los recuerdos de una vida peligrosa van llegando entonces con toda su fuerza: de los buenos am igos, no son pocos los que lian muerto; otro hijo ilegítimo nacerá bien pronto; G herardo a pun to está de ingresar en el monasterio. ¿Y a dónde podría encam i narse un hom bre que, sin haber cum plido cuarenta años, ha alcanzado ya la cúspide que supuso la coronación en Roma? Durante la década de 1340, el m undo fue tornándose m ás tene broso aún: Laura muere en 1348, son más los am igos que la preceden y la siguen en su tránsito a otro mundo, la ocasión de obtener una sinecura en Parma se disipa, Italia es arrasada por la peste. Todos los escritos de Petrarca muestran que su con ciencia cristiana había em pezado a reafirmarse con vehem en cia, en una tendencia ascendente que seguiría hasta su muerte. No es que se produzca una súbita «reversión», una «conver sión» experim entada por un alma que hubiese perdido el norte de la religión. Un soneto del año 1338 manifiesta que ese esta do de ánim o, que empieza a m anifestarse en 1342-1343 y des pués, había tenido ya m om entos precursores. «Padre Nuestro que estás en los Cielos, tras los días que he echado a perder, tras las noches que he dedicado a soñar en vano, por el deseo henchido que encendió en mi corazón el amor de alguien que, muy a mi pesar, me fue más querido que nada en el mundo, así Te plazca ahora que. por obra de Tu luz, pueda yo regresar a una m ejor vida, pueda dedicarm e a tareas más justas, y que mi cruel adversario haya tendido así todas sus redes en vano. Hace ya. Señor m ío, once años desde que m e sometí al yugo inmisericorde que m ás fieramente agota a quienes son m ás sumisos. Ten piedad de mis pecam inosos sufrim ientos; devuelve mis pensamientos extraviados a una senda mejor; recuérdam e que hoy Te inm olabas en la C ruz.»14 El Secretum no tuvo su origen en ningún día celebrado por la liturgia; no se trata de que el péndulo oscile en su arco de vuelta; el estado de ánimo que trasluce es el de una reevalua ción pensativa, lenta, que no desem boca en un brusco golpe de timón, sino que conduce a un gradual reajuste de la brújula. Petrarca sintió un profundo respeto por la decisión de su her mano de entrar en la vida de un monasterio, e incluso tuvo un claro aprecio por la belleza de la vida monástica; sin embargo. 185
se conocía a s í mismo lo suficiente para reconocer de inmediato que, en su caso, un giro tan radical era inviable, aun cuando pudiera ser el mejor de los rum bos posibles. «Y pese a todo veo el buen cam ino y sigo transitando por el peor.»15 En su caso, el único giro posible iba a ser un desplazam iento que lo alejase unos cuantos grados de muy concretas dedicaciones mundanas; dicho en una palabra, la creación de más espacio, en su interior, para «su» cristianismo. Su conciencia, guiada por las normas cristianas, se encuentra más atribulada; está más dispuesto, si cabe, a considerar que lo que en otro tiempo 1c parecieron vir tudes seguram ente eran vicios; está deseoso de som eter incluso lo que m ás quiere en esta vida al escrutinio de una conciencia cristiana; sobre todo, se prepara para afrontar, en una vena de absoluta seriedad, la enseñanza agustiniana de que la vida debe ser una búsqueda más exigente de lo divino. A partir de todo esto podía surgir a la sazón el viejo Petrarca de los «salmos penitenciales», el peregrino que viaja a Roma en el Jubileo de mediado el siglo, el autor de De su propia ignorancia, el ancia no que se levanta en medio de la noche para asistir a los servi cios religiosos, el Petrarca que deseó construir una capilla para honrar a la Virgen. Un buen hijo de la Iglesia, seguidor fiel de sus hábitos, que nunca cuestionó conscientem ente sus dogmas: todo lo que siempre había sido. Pero tam bién ahí pueden detectarse todas las limitaciones. El nom bre de Cristo aparece con notable frecu en cia en un escrito tardío com o es el De su propia ignorancia', no desempe ñaba en cam bio ningún papel en el Secretum. Se produce un llamativo silencio sobre verdades tan vertebrales del cristianis mo com o son el pecado original, la encarnación, la redención, la gracia, los sacramentos o la ayuda del sacerdote. No hay una auténtica confesión, auuque sea mucho lo que se «confiesa». Petrarca m uestra una tremenda aprensión por el tem or de que la muerte pueda presentársele antes de que dé por term inadas las obras de su vida; no muestra ningún miedo por la condenación de su alm a. Tiene en cambio una preocupación corrosiva por el estado de su alma, pero 110 parecen importarle ni lo más míni mo las alm as de los demás. De manera perversa, los argumen tos en pro de una vida más cristiana son extraídos de los filóso186
tos paganos; el Petrarca que descubrió la belleza de la Biblia aún está por llegar. Y sobre las cuestiones capitales del poder del compromiso cristiano simplemente fracasa. Petrarca sigue suspenso en las tensiones de sus conflictos internos. El poder de atracción que ejercieron sobre el los maestros de la antigüedad no decreció con el tiem po, pero sí encontró un potente contrapeso en la afirmación fortalecida de las convic ciones cristianas. El texto del Secreta»¡ está repleto de citas clá sicas, sobre todo de C iceró n , V irgilio, H oracio, S éneca y Juvenal. No son ni m unición literaria ni exhibición de erudito. Funcionan a la p erfec ció n incluso en aq u ello s argum entos intensamente «cristianos». Ciertam ente, para Petrarca son las más espléndidas form ulaciones del saber hum ano, formulacio nes «clásicas». Los autores de la antigüedad tienen toda la auto ridad en los asuntos form ales; como Petrarca está hondamente preocupado por el problem a de la expresión, no es de extrañar que, en medio de una serie de cuestiones de inmensa seriedad moral, enzarce a A gustín en peregrinas discusiones de índole filológica. Los autores clásicos funcionan adem ás com o catali zad o res: sus fo rm u la c io n e s de la e x p e rie n c ia p erm ite n a Petrarca analizar y form ular la suya propia. El «mundo» que h ab ía encontrado en los escritores de la antigüedad quedó sobradam ente incorporado: la resonancia de las experiencias afines m archaba sin cesar. Pero esto no equivale a decir que Petrarca fue «un hom bre clásico» ni tam poco que tuviese «un alm a romana». A menudo consideró a los antiguos sólo bajo la refracción de la lente de su d isposición cristiana; a veces los deform ó m ediante sus hábitos «medievales». Hay un pasaje del segundo d iálo g o que d e b e ría u tilizarse en los libros de texto sobre «cóm o 110 hay que leer a los clásicos». Agustín, que acaba de aprem iar a Petrarca a que considere que el pecado de lujuria es un serio obstáculo en el camino hacia la comunión con la divi nid ad , cita finalm ente a Platón: «Nada estorba tanto al conoci m iento de lo divino como la lujuria y el deseo ardiente de la pasió n carnal.» Petrarca se manifiesta sum am ente ansioso por convencer a A gustín de que él, Petrarca, ha aprendido bien esta lección. «Para que tengas constancia de lo mucho que valoro y 187
agradezco esta enseñanza, la he atesorado con todo esm ero... también allí donde yace agazapada en el bosque de los otros autores, y he llevado buena nota en mi m em oria del lugar en el que por vez prim era la percibí con toda claridad.» C ita a ren glón seguido un largo pasaje del Libro Segundo de la Eneida en el que se describe la noche en que Eneas intenta desesperada mente plantar definitiva resistencia ante los aqueos que acaban de entrar en Troya. En el momento crucial aparece Afrodita con objeto de alejarlo de allí. Y Petrarca sigue ya con sus propias palabras: «A donde quiera que fue en lo sucesivo estuvo acom pañado por la diosa del amor, por entre las masas de los enem i gos, al atravesar el fuego, sin poder discernir si tenía los ojos abiertos o cerrados, sin percibir la ira de los dioses encoleriza dos, y m ientras Venus estuvo hablándole sólo tuvo en ten d i miento para las cosas de este mundo. En cambio, en cuanto lo abandona recordarás bien lo que ocurrió; de inmediato reparó en los rostros enfurecidos de las deidades y reconoció todos los peligros que lo sitiaban... De ahí mi conclusión, esto es, que el comercio con Venus hace desaparecer la visión de lo divino.» Y Agustín le da p or así decir una palm ada en la espalda: «has sabido discernir la luz de la verdad. De esta manera habita la verdad en las ficciones de los poetas, y así se percibe su res plandor por entre las grietas de sus pensam ientos.» Virgilio, claro está, no había escrito alegoría ninguna, sino una sim ple narración épica. Eneas ha de ser rescatad o de una m atanza insensata para cum plir más adelante con su papel histórico, y por eso se le aparece Afrodita, para alejarlo del peligro. Cuando el héroe la esquiva, la diosa le convence de que la causa de Troya está definitivam ente perdida al perm itirle ver con sus pro pios ojos la determ inación de los dem ás dioses, y así se le revela finalmente que el destino de la ciudad está sellado. Y existe una razón excelente para que sea Afrodita en concreto la que ayuda a Eneas a salir p or su propio pie de este dilema: después de todo, ¡Afrodita era la madre de E neas!16 Petrarca no se había despojado de la costum bre medieval de buscar significados sim bólicos allí donde no se había intentado transmitir ninguno; ins tintivamente, la búsqueda de dicho sentido por fuerza tenía que llevarle a una lectura extrañamente anacrónica de los clásicos. 188
Pero así com o «cristianiza» a los autores antiguos, «pagani za» tam bién a un cristiano com o Agustín mismo, convirtiéndo le, por ejem plo, en un hombre que apunta en todo m om ento a la «regla de oro» aristotélica, en un hombre, si 110, que insiste en llevar una vida acorde con la naturaleza (por ejem plo, pp. 63, 67). Los defectos filológicos o históricos de Petrarca no son la cuestión que aquí debatimos; se trata de defectos que tiene en común con la mayor parte de los humanistas del Renacimiento. Las im ágenes refractadas de los autores de la antigüedad (igual que las del cristianismo apostólico en el caso de los posteriores hum anistas cristianos) son por sí mismas un interesante indica dor de la época. Por mucho que Petrarca hubiese realizado una lectura tendenciosa de los clásicos, por mucho que los hubiese m alin terp retad o , m ediante la intensa fascinación que sentía había logrado absorber actitudes e ideas que afectaron radical mente su visión de la vida y del mundo. Había absorbido un ram alazo secularizado y un hum anism o que se superpusieron de m odo perm anente entre él y su anhelo por las cosas celestia les. El h o m b re natural, con sus capacidades hum anas y sus objetivos de este mundo, había pasado a ser el punto vertebral de la cosm ovisión petrarquesca. Podría intentar acom odar esta visión a sus sentimientos cristianos, pero sin que éstos la llega ran a desplazar de manera efectiva. El sueño de la nobleza y de la autoestim a que descansan en una concepción determ inada de la habilidad personal dejaron el poso de un orgullo inconquista ble por las hazañas humanas y una duradera preocupación por la gloria. L a confianza en los poderes del intelecto y en la elo cuencia de la palabra nunca le abandonó del todo; el ramalzo escéptico, al reforzarse con el paso de los años, todavía no tiene excesivo p e so en el Secretum . Incluso su «A gustín» parece defender su s argum entos en los mismos térm inos del artifex vitae de Séneca, del hombre de raciocinio que aprende a domi nar sus pasiones y que tom a las riendas de su vida. En varias ocasiones aprem ia a P etrarca a que viva de acuerdo con su naturaleza, decidido a realizar su potencial natural. ¿Se trata de una preocupación cristiana por la naturaleza? Lo que cuenta es menos la m aravilla de la creación que la extensión de la expe riencia hum ana en su entorno natural, los humores que la natu
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raleza instila en el hom bre. La belleza tiene im portancia en tan to que experiencia concreta primero, y sólo ulteriorm ente servi rá de recordatorio de la belleza del creador. La vida en este m undo no consiste sim plem ente en un peregrinaje hacia el más allá, puesto que tam bién tiene un valoren sí m ism a. En Petrarca, por tanto, la cuestión e strib a a m enudo en cóm o ser feliz en esta vida. En el Secretu m , Fortuna figura com o realidad mucho m ás prominente que la Providencia. Se interpone en el cam ino de las conquistas hum anas; interfiere en los esfuerzos del hom bre por vivir la vida que realmente desea vivir. El hombre debe aprender a resignarse a librar una pugna eterna con Fortuna. Una y otra vez, estas tendencias seculares y hum anistas han de capitular ante las verdades cristianas que alientan en Petrarca, pero persiste pese a todo en ellas una fuer za suficiente para im pedir una cristianización total de su perso nalidad. Y su destino especial radicó en convivir con estos con flictos de m anera más intensam ente consciente, tal vez, que cualquier otro hombre desde San Agustín. El acto mismo de escribir el Secretum es una expresión del profundo deseo que sentía Petrarca por lograr la unificación de su personalidad. En nada constituyes un todo, en nada eres ver daderam ente uno (nusquam integer, nusquam tutus), se queja Agustín al terminar la discusión del prim er d ía.17 ¿Cómo puede P etrarca form ar en sí una personalidad unificada? El hombre debiera acceder a la tranquilidad de espíritu que sea reflejo de su arm onía interior. La vida que uno lleva ha de ser una vida propia, acorde con las form as que se adapten a la propia perso nalidad. El hombre debiera ser y actuar unitariam ente. Gran parte de la discusión que sostienen los dos interlocutores evolu cio n a en torno a esto m ism o: ¿cuáles son los entornos más acordes con Petrarca? ¿Cuál es su estilo vital más apropiado? La honda preocupación que siente por dar forma y sustancia a una relación armoniosa no fue la única preocupación del escri tor, sino uno de los problem as capitales que impregnaron su vida entera. En ciertas experiencias claram ente comprimidas, Petrarca logró anudar todos los hilos; la fam osa carta sobre la ascensión al Mont Ventoux (Epístolas Familiares, 4) ofrece una am plia gama de diversidades múltiples en su forma definitiva, 190
extraordinario ejem plo del especial poder de Petrarca a la hora de aunar esa gama en un todo artístico. H acer lo mismo, pero a partir de la totalidad de su vida, iba a ser algo infinitamente más difícil. ¿De qué m odo podría dar sim ultáneam ente forma al m undo en tanto que artista y, por otra parte, superar el mundo en tanto que filósofo ético? Pese a todo, el Secretum — y los últimos años de la vida de Petrarca— son testim onio de su acu ciante deseo por lograr una personalidad unificada. Sin embargo, ¿existe alguna prueba, en toda esta actividad, de que Petrarca se considerase a sí mismo com o individualidad, tal y com o se ha d e fe n d id o ? 18 Hay m uchas conversaciones entre Agustín y Petrarca acerca de la necesidad de ser uno mis mo, de rehuir el ejem plo de las masas, de llevar una vida ade cuada a la propia naturaleza. El aislam iento de un mundo que podría «falsificarle» a él es casi el principio m etódico de la for m ación autodidacta de P etrarca.|l' In ten sam en te deseoso de saber qué es él, debe fiarse de la introspección; la respuesta sólo podrá encontrarla en su interior. Y la sospecha de que Petrarca estaba inclinado a pensar en sí m ism o en tanto hombre singular surge en no pocos momentos. Todo esto, sin lugar a dudas, tal vez sugiera la presencia de una individualidad cons ciente de sí, pero tam bién podría explicarse sin recurrir a este concepto. Realm ente, no existen pruebas de una creencia en que, entre las innum erables formas de ser hum ano, Petrarca exprese un modo de existencia único. La constante confianza e incluso la dependencia en la auto ridad, la insistencia agustiniana en que sólo hay una vida cris tiana correcta, delatan que Petrarca sigue bregando por lograr un ideal universal único de la perfección hum ana. Pero si el concepto de individualidad no se menciona, hay muchos indi cios que apuntan a la fuerza del individualismo. Petrarca sabe que debe fiarlo todo a sí mismo. Debe determ inar la forma de su propia vida, au n q u e los elem entos co n stitu tiv o s sean los moldes establecidos por los autores antiguos y por los autores cristianos. Lo que llegue a ser en la vida dependerá de lo que sepa hacer de sí m ism o, y este proceso de autoformación es en Petrarca no tanto un proceso de colaboración con el mundo, cuanto una lucha co ntra sus interferencias. Y la gloria indivi 191
dual y personal será la recom pensa de esta lucha. Es m uy esca sa la conciencia social que se adhiere a este cultivo de sí mis mo. A sí, tal vez pueda p a re c e r que P etrarca re v e la en el S e c r e tu m las h u e lla s d el « a u f sic h s e lb s tg e s te llte Personlichkeit» de Burckhardt; tiene que aguantar por su cuen ta y a pie firme. Entre las categorías del desarrollo de la perso nalidad diríase que se asem eja m ás que nada al hom bre que persigue de algún modo la unificación de las diversas realida des hum anas en una «personalidad arm ónica», objetivo que puede buscarse ciertamente sin consignarse personalm ente a la estrella de la individualidad. Incluso aunque el cultivo de la individualidad consciente de sí sea en el m ejor de los casos un objetivo m ínim o en Petrarca, él tiene plena conciencia de su propia complejidad. El Secretum hierve por la aprensión nunca calm ada que inspiran las dificul tades propias del conocim iento de uno mismo. ¿Con qué fre cuencia se engaña uno a sí m ism o? ¿Qué asuntos ocultos pon drá aún al descubierto este detectivesco Agustín? El autodescubrimiento corre parejo de la auto-aceptación. El sometimiento de Petrarca a las adm oniciones cristianas de A gustín podría parecer contradictorio. Pero esa aquiescencia respecto de la corrección de las líneas argum éntales de Agustín no impide a Petrarca reafirm ar sus más profundas inclinaciones, en el caso de Laura y en el caso de su preocupación por la gloria y de su afición al estudio. Está dispuesto a reconocer que, en términos de un criterio cristiano tal com o el de los siete pecados capita les, algunas de sus mejores cualidades podrían parecer vicios, pero no desm entirá que parte del «auténtico» Petrarca es la que se enorgullece de sus habilidades, la que se preocupa por la decencia de su vida, la que tiene hijos ilegítimos, la que ansia la fama y el reconocimiento y el que se le ame por ser quien es. Si Agustín ha de proseguir sus argum entaciones hasta el cansancio absoluto, lanzando persistentes invectivas contra la accidia, Petrarca sólo puede refutarle de este modo: soy por naturaleza m elancólico, y no sé qué hacer a ese respecto. Agustín tampoco lo sabe. La unificación de la personalidad sería una cuestión m uchísim o menos problem ática si efectivam ente pudiese seguir al pie de la letra el consejo cristiano de ex i re saeculo: desemba 192
rázate del m undo y concéntrate exclusivam ente en ascender hacia Dios. Es, muy al contrario, un difícil proceso el convertir se en un todo (totus, integer), ya que alcanzar la unificación de la personalidad mediante el descarte de los rasgos petrarquescos que peor se adecúan a una idea prefijada equivale posible mente a destruirlo. Cuando entiende que los modelos m ás sim ples no se le adecúan, declina finalm ente el dejarse clasificar en un determ inado lecho de Procusto. En tales actitudes radica la futura prom esa de la individualidad. Petrarca se encuentra de esta m anera frente a un esfuerzo que ha de durar su vida entera, un esfuerzo por contener en sí de alguna m anera las tensiones de su personalidad, com pleja y a menudo contradictoria, y la diversidad de los anhelos de su muy exigente corazón (multivolum p e d ís). Este esfuerzo antropocéntrico (y no teocéntrico) por convertirse en el hom bre que prometió ser es lo que le consume, y es lo que Agustín esgrim e com o ta re a d e c is iv a . He a h í la ra íz de la m e la n c o lía de Petrarca: disputa con Fortuna porque ésta le priva de una oca sión perfecta para ser dueño de su propia vida. El experim ento mental que gira en tomo a la inm inencia de la muerte se focali za sobre esta cuestión. Si sobreviniese ahora la muerte, ¿qué es lo que soy? ¿Podría decir acaso que he llegado al final, que soy yo m ism o? La ansiedad crece en la conciencia de que la muerte puede visitarle antes de dar por concluida la tarea de su vida, y no en el m iedo por lo que haya de venir después. Si Petrarca hubiese conocido a Marco Aurelio, podría haberse encontrado con idéntica preocupación. En cuanto a la vida en el más allá, sim p lem en te c o n fía en la m ise ric o rd ia divina, aun cu an d o Agustín le advierta de lo perniciosa que puede resultar la facili dad con que siente esa confianza. C uando Agustín le plantea el siguiente interrogante: ¿Qué es lo que harías si supieras que sólo te queda un año más de vida?, Petrarca le asegura que «tendría un cuidado extremo en em plear ese tiempo en asuntos muy serios» (p. 173). De ahí la conversación pasa al poem a Africa, todavía inconcluso y necesitado de los últimos retoques. L a plena realización de uno m ism o se obtiene m ediante la actividad creadora. El sentim iento aún resuena en una de las últim as ca rtas de P etrarca. En 1373, B occaccio e s c rib ió a 193
Petrarca para pedirle que conservara intactas sus fuerzas y para que dejase por fin descansar su pluma. A Petrarca le irritó esta carta; al final, contestó con lo que ha sido denominado después su «discurso de despedida». El constante trabajo y la aplicación son el alimento de mi espíritu. Cuando comience a desear el descanso y a trabajar con lentitud, es que pronto dejaré de estar vivo. Conozco mis propias fuerzas... No contento con las lar gas obras que he comenzado, para la conclusión de las cuales no bastarían ni mi vida entera ni el doble de los años que me h ay a tocado vivir, a diario busco nuevas tareas que iniciar... A mí, desde luego, me da la im pre sión de que no sólo no estoy acabado, sino de que sólo acabo de em pezar: poco importa qué pueda pareceros a vos o a los dem ás, pues ése es el juicio que me he forma do de mí m ism o. Si en medio de todo esto tuviese que sobrevenir el fin de mi vida — y cierto es que 110 puede rondar muy lejos— , tengo por deseo, lo confieso, que me encuentre, com o suelen decir, vita p e r acta iuvenem [esto es, al térm ino de la vida con la fuerza de la juventud |. Pero siendo las cosas com o son, eso es algo que no podría yo esperar, y espero en cam bio que la muerte ten ga a bien encontrarm e leyendo o escribiendo o, si Cristo se complace en ello, orando con ojos llorosos.20 Al final, la vida sigue siendo oración o estudio. No existe ningún pesar por haber entregado la vida a la doble tarea de cum plir con el deber cristiano y de perseguir la productividad creadora con la esperanza de alcanzar la fam a en este mundo.
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6. BENVENUTO CELLINI: LA INDIVIDUALIDAD INGENUA
L a fó rm u la b i f r o n t e de B u rc k h a rd t q u e d e s c r ib e el Renacimiento italiano com o un período de «descubrimiento del mundo y descubrim iento del hombre» podrá verificarse mucho más a fondo en los escritos biográficos que en el género auto biográfico propiam ente dicho. La abundancia del material dis ponible pone de m anifiesto esa fascinación dual por la descrip ción de la apariencia de los hombres y de la apariencia de la tie rra en la que vivían; la representación de las personalidades asombrosas y de las vidas repletas de acontecim ientos se esgri mió cada vez con m ayor maestría. Las memorias de hom bres que habían tenido experiencias de gran interés no escasearon; cabe pensar especialm ente en Eneas Silvio Piccolomini y, aun que en un sentido algo distinto, en el historiador Guicciardini. Las historias de fam ilia tuvieron cierta prominencia, al igual que en el norte de Europa y en esta m ism a época. La m ayor parte de los e s c rito s hum anistas d ejaro n un lugar p ara los comentarios de índole autobiográfica, insertados no sin cierta ansiedad por una raza hum ana en la que abundaron los persona jes agonistas. A hora bien, no se escribió con la misma frecuen cia la genuina autobiografía en estado puro. Las dos autobio grafías que com entam os aquí por extenso pertenecen a la Italia renacentista del siglo XVI, y fueron escritas cuando la tenden 195
cia contrarreform ista había empezado a afectar al Renacimiento com o tal. En conjunto, pese a todo, siguen siendo expresiones inequívocamente renacentistas. La autobiografía del artista florentino Benvenuto C ellini (1500-1571) será siem pre un docum ento humano inolvidable para sus lectores. De ella comentó Burckhardt: «Tanto si nos agrada constatarlo com o si no. en esta figura vive un prototipo perfectamente reconocible del hombre m oderno.»1 Goethe, que tradujo a C ellini m ientras trabajaba en su Wilhelm M e iste r, comentó de este m odo su significación universal: «aparece en estas páginas un hom bre al que d eb iera reconocerse com o representante de su siglo y, quizás, com o representante de la humanidad toda [samtlicher Menschheit], Naturalezas hum anas com o las suya son las que pueden tenerse com o portavoces espirituales* [geistige Flügelmatmer) que nos indican con vehe mente expresión qué es lo que ciertam etne se ha escrito dentro de cada sensibilidad humana, aunque muy a menudo, por des gracia, con trazos en exceso débiles e irreconocibles.»3 El his toriador del género autobiográfico tiene que sentirse lisa y lla namente agradecido por haber encontrado en este docum ento la tan infrecuente revelación de sí m ismo, pero que procede por añadidura de una época de incuestionable grandeza artística; el historiador de la individualidad tendrá a Cellini por un tesoro, por su consciencia de sí tan inegnua com o irreflexiva. Tanto si lo que dicen las solapas es correcto com o si no, en el sentido de que «ésta es una de las tres o cuatro m ejores» autobiografías de la historia de la hum anidad,4 no pasa de ser mera cuestión de gustos y opiniones. Si se juzga a tenor de toda la panoplia de exigencias técnicas que una autobiografía «perfecta» tendría que satisfacer, la Vida de Benvenuto C ellini adolece de num ero sos defectos. C uando se pide algo más que la mera excelencia formal, o cuando se confía en que la grandeza humana de la vida que alienta tras el libro baste para elevarnos a un plano superior de la experiencia, Cellini no puede ser más terrenal. Con eso y con todo, este libro es totalm ente merecedor de la reputación que tiene de arrebatador. Y esa reputación no deja de estar tintada de ironía: escrito, por así decir, con la m ano izquierda, circuló solamente en m anuscrito, y no se im prim ió 196
hasta 1728; desde ese m om ento le ha valido a Cellini la fama que en cambio él esperaba obtener de sus creaciones artísticas. ¿Habría osado a poner en circulación un rival tan poderoso para sus obras de arte, caso de haber previsto sus efectos? Cuando Cellini tenía cincuenta y ocho años de edad, se sen tía, según su versión de los hechos, con mejor salud, con un estado de ánimo más feliz y menos acosado por el infortunio que en cualquier momento del pasado. Había concluido la épo ca de sus grandes viajes; se había acomodado com o un ciuda dano digno de todo respeto y elogio en su Florencia natal. Era el m ejor momento para que siguiese al pie de la letra su propio consejo: «Todos los hom bres, sea cual fuere su condición, que hayan hecho cosa alguna de mérito, o cuyos actos al menos ten gan ciertam ente un aire parejo al del mérito, caso de ser por ende hombres leales, fieles a la verdad y de buena reputación, deberían escribir de su puño y letra la historia de sus vidas. Sin embargo, sería con mucho preferible que no em prendiesen tan delicada tarea hasta haber cum plido cuarenta años.»5 A juzgar por sus propios criterios, Cellini estaba sobradam ente cualifica do com o autor de su autobiografía: tenía más de cuarenta años y había realizado sin lugar a dudas obras de m uchísim o mérito; desde luego, a juzgar por los criterios de su época, un hombre, sea cual fuere su condición, tenía sobradas cualificaciones para escribir la historia de su vida, más en virtud de su talento que a tenor de su origen social. ¿«H om bre fiel a la verdad»? Puede ser, sí. No siempre perm ite el mundo al hom bre ser sencilla mente el que es. «D ebem os vivir tal com o descubrim os que viven los demás; así, no es sino elemental y muy comprensible que se cuele en un escrito de este tipo en cierta m edida la vana gloria» (1: 2). Así pues, com o es el mundo el que insiste con su tozuda estulticia, revelem os nuestro árbol genealógico: todo com enzó por Fiorino de C ellino, un hombre de inmenso valor, uno de los principales cap itan es del ejército d e Julio César. M ediante un razonam iento ciertam ente grandilocuente, la fun dación de Florencia y el nom bre de la ciudad m ism a se vincu lan a los ancestros de C ellini. «M e glorifica el ser descendiente de hom bres de valor... Pero me enorgullece m ucho más haber nacido de familia humilde, y haber puesto honorables cimientos 197
a mi casa, que el haber tenido grandes ancestros y que mis vicios hubiesen ennegrecido y desfigurado mi linaje» (1: 2). Por mi parte, no me im porta declarar que, a ju z g a r por este excurso inicial, me propongo disfrutar del «descarado» concep to de la verdad que tiene C ellini, en vez de sum arm e al corifeo de crítico s que lo acusan de m entir y que se p asan la vida em pecinados en dem ostrar que miente. El interés que pueda suscitar la concepción de sí m ism o que m anifiesta no queda en modo alguno deslucido por su destreza de fabulador. El principal motivo que tiene Cellini a la hora d e escribir es el im pulso de engrandecerse, el mismo que lo había movido durante su vida entera. Tan sólo se plantea plasm ar la historia de sus aventuras; en reiteradas ocasiones advierte que no se ha sentado a escribir la historia de su época (1:30; 1: 90; 2: 43). En abierto contraste con tantos otros autobiógrafos, no expresa la m enor preocupación por los propósitos didácticos. El primer verso del soneto que antepone a manera de prefacio, en el que o fre c e « la h is to ria de su e s f o rz a d a v id a» al D io s de la N atu raleza , con gran ag rad ec im ien to , tiene, a lo sumo, un encanto perfunctorio. «C onozco todo el desgaste y adolorido recuerdo el tiempo precioso que he echado a perder en naderí as. Pese a todo, el rem ordim iento es en vano, y estoy satisfe cho » Sabe que tiene entre m anos una buena historia que relatar y, después de haber probado suerte en casi todas las artes, bien podría poner a prueba su poder en ésta. Es obvio que la empre sa le produjo gran placer. Sin el menor conocim iento de la téc nica literaria, pero con el soporte de su sensibilidad dramática y su gran capacidad descriptiva, se limitó a relatar la historia en su dialecto florentino. Disfrutó dejando que su m em oria Huyera librem ente. «He tenido gran cuidado en no decir ni palabra de aquellas cosas que habría tenido que rebuscar en lo más recón dito de m is recu erd o s.» 6 L a destreza n arrativ a es algo tan «natural» que parece innato. El libro es, en lo esencial, pura narración. Las secciones con que comienza el m anuscrito están incluso escritas con su propia y muy bella caligrafía, aunque es evidente que al poco perdió la paciencia: «la paciencia... nada me resulta tan difícil de tener» (2: 73). Y es que, después de todo, te n ía otras m uchas c o sa s en que ocuparse. Así pues, 198
«reflexionando, me di cuenta de que estaba perdiendo dem asia do tiem po, y que e so no era sino d esm ed id a vanidad.» Se encontró con un m ozalbete de catorce años, no demasiado fuer te, pero al menos capaz de escribir. «De este modo, m ientras trabajaba en mis obras me puse a dictarle mi Vida. Y como fue actividad que me procuró no poco placer, trabajé con m ucha más diligencia y el tiem po dedicado a mi obra resultó tanto más productivo.» Tres cuartas partes de la autobiografía (hasta su regreso de Francia) fueron completadas de esta manera durante sólo cinco meses de 1558; el resto estuvo listo en 1566, ya que trabajó en la autobiografía de forma interm itente. Rara vez pue de «ver» el h isto riad o r la creación de sus docum entos. Sin em bargo, esta esc en a obstruye su penetración: im agínese a C ellini cincelando algunas piezas de m árm ol, o engastando joyas en una caja de plata, al tiempo que narra sin pausas sus aventuras, m ientras el pobre muchacho, escribiendo apresura dam ente (se dice que el manuscrito resulta en muchos m om en tos poco menos que ilegible), intenta a la desesperada m ante nerse al paso del excitado narrador. El m odo mismo en que se desarrolla el relato es una marca que señala la personalidad que aquí se desvela. Como bien sabe cualquier lector del libro, Cellini relata una historia lineal de sus variadas andanzas. La historia fam iliar al uso, al comienzo, se centra en los intentos del padre por con vertir al hijo en m úsico. Benvenuto aborrecía las lecciones de canto y el solfeo m aldito; en contra de los deseos de su padre, pasó a ser aprendiz de orfebre a los quince años. «No podría haberme forzado a salir de mis inclinaciones naturales, que en mi caso me ataban al arte del diseño» (1: 10). La grandeza de los diseños que pudo ver a su alrededor le sirvió de evidente inspiración: da cuenta de sus estudios en el Campo Santo de Pisa y de la especial atracción que sintió por los grandes dibu jos de Miguel Angel y de Leonardo en la Signoria de Florencia. A los dieciséis años abanonó Florencia y viajó a Roma, centro de sus actividades y aventuras hasta 1537. Con buenos patroci nadores y con su destreza y energía, pronto fue un artista inde pendiente y hubo gran demanda de sus obras. En Clemente VIL el Papa Médici, encontró a un mecenas particularmente genero 199
so; Cellini pasó un tiem po incluso recibiendo un estipendio de las arcas vaticanas. En una detallada relación da cuenta de sus hábitos de trabajo y habla de sus intrincados diseños de joyería, m encionando las m uchas piezas de oro y de plata en las que d em ostró su m a estría durante la p rim era m itad de su vida. Igualm ente im po rtantes en la historia, sin em bargo, son las siem pre movidas relaciones que tuvo con sus patrones y sus rivales — la intensa y a m enudo bronca com petitividad que fue en muchas ocasiones la sal de su vida. En el relato de la vida del artista se en trelazan fascinantes esbozos: las constantes cuestiones de honor que tantas veces term inaron con derram a miento de sangre y con enfrentam ientos con las fuerzas de la ley y el orden, los idilios bohemios y las «agallas» de los artis tas, las hazañas de caza y el hábil m anejo de las armas de fue go, las innum erables aventuras am orosas — una de las cuales desembocó en un lío con un nigromante, en la famosa escena nocturna que tuvo lugar en las ruinas del Coliseo— , los fre cuentes y breves viajes, las fiebres y achaques no menos fre cuentes que concluyeron siempre de m anera milagrosa, salvan do la vida. Dos de las secciones más largas del Libro I se dedi c a n a sus f a b u lo s a s h a z a ñ a s en la d e f e n s a del C a s te l S ant’Angelo, contra las tropas im periales, durante el cerco de Rom a en 1527, term inando con su encarcelam iento, tras ser acusado de hurtar alguna joya del tesoro papal que le había sido confiada; luego se com entan sus relaciones con su carcelero, un ser fantásticamente extraño, su aventurera fuga de prisión y las num erosas «visiones» místicas que tuvo en la cárcel. Es mucho, desde luego, para tratarse sólo de una vida. ¡Y era la prim era mitad! La primera m itad del Libro II trata de su viaje y estancia en Francia, en calidad de orfebre y platero (¿o habría que decir, más bien, escultor en oro y plata?), a las órdenes de Francisco I. Instalado com o un gran señor y conduciéndose desde luego com o correspondía, teniendo resuelta la provisión de generosos materiales con los que trabajar y de abundantes oportunidades para dedicarse a sus salvajes aventuras am orosas, Cellini vivió durante un tiem po com o pez en el agua, hasta que la hostilidad de la amante del rey, Madame d ’Etam pes, así como la reduc 200
ción del presupuesto real debida a la guerra y la ansiedad de la corte por proteger a los franceses, hombres y m ujeres por igual, de la codicia y la vara alta de este artista italiano, convencieron a Cellini de que regresara a Italia, ya en 1545. A quí concluye la histo ria que relató du rante cinco m eses, en 1558; la últim a cuarta parte del libro fue añadida de manera gradual. En ella se refiere su reasentamiento en Florencia, las com plicadas relacio nes de mecenazgo que m antuvo con los duques «mercaderes» de la ciu d ad , su riv a lid a d con el e s c u lto r B arto lo m m en o Bandinelli y la arriesgada aventura que vivió com o especulador de terrenos. El tono resulta mucho más calm o, las armas ya estaban envainadas; Cellini había sentado cabeza. El meollo de su estancia en Florencia se centra en su vida de escultor: el ver tido en bronce de la estatua de Perseo, las obras en el crucifijo de El Escorial, la finalm ente tronzada esperanza de topar con una pieza de mármol que resultase perfecta. El texto concluye abruptam ente al llegar a 1566; lo relatado no pasa de 1562. De la década de vida que le quedaba por delante tenem os noticias gracias a otras fuentes; sabem os que hizo votos de fraile, que se hizo la tonsura y que, en vez de irse al m onasterio, desposó a su am a de llaves en 1565 y form ó familia. Padeció de gota; aun que fue elegido com o representante de la «escultura» en los funerales de Miguel A ngel, en 1564. tuvo que permanecer por desgracia en su casa. F alleció de pleuresía en 1571 y fue ente rrado en una espléndida cerem onia pública. A ju zg ar por su relato , se presenta com o un hom bre de enorm e diversidad. Fue m aestro orfebre, platero y joyero, y con su arte y su virtuosismo dejó boquiabiertos a todos sus mece nas. Con gran facilidad pasó de la orfebrería a la escultura en bronce y en mármol. Los secretos del dibujo y los procedimien tos agotadores, por la precisión, con que trabajaba como orfe bre y com o «m ecánico fino» (en m ecanism os de relojería y sim ilares) tuvieron que exigirle una concentración muy intensa y una vida en su m ayor parte sedentaria. Con todo, su relato deja la impresión de una actividad constante y una movilidad im parable, dism inuida tan sólo, y parcialm ente, en la última parte del libro. Su fascinación por las armas, su aparente destre za en el manejo de éstas, su ingenuidad, su enorm e confianza 2(31
en sí mismo, así como su intrepidez y su valentía, en ocasiones rayana en la tem eridad, le bastaron para ser un gran soldado. Podría haber sido inventor o ingeniero, por su sentido práctico de las cosas, por su afición a los m ecanism os más com plejos y delicados, por su apremio en probar invenciones hasta entonces no probadas, por no hablar de la facilidad de su inventiva y de su ex trem ada agilidad m ental. El espectáculo que organizó (aunque es probable que sólo tuviese lugar en su im aginación) para presentar ante Francisco I y su corte algunas de las figuras de plata de tam año natural, ya term inadas, en Fontainebleau. delata un esp ecialísim o am or p o r los efectos teatrales y un talento incom ensurable para la escenografía barroca que podrí an haberlo hecho muy famoso, caso de que la fam a hubiese sido premio a sem ejantes actividades en la época en que le tocó vivir. Tuvo un maravilloso sentido del dramatismo, una habili dad sin igual en la disposición secuencial, en la caracterización fácil y rápida, así como una obvia capacidad de invención; con una m ayor educación en sus años de juventud fácilmente habría sido el prim er autor dramático. Y es, qué duda cabe, un m aravi lloso narrador. En tanto ser humano, se m ueve con esa misma facilidad de comprensión de sí mismo entre los obreros de los talleres, sus colegas los artesanos, los grandes artistas del m om ento, los papas, los cardenales, el em perador, los reyes y los duques; igual es su talante y su porte entre la sociedad más m undana de Roma o de París que entre la peor banda de malhechores. Con idéntica facilidad se desenvuelve al pasar de un estado de áni mo a otro, de una actividad a la siguiente. Se le ve carcajearse en un equívoco baile de disfraces; acto seguido tal vez lo vea mos persiguiendo implacable, por las lúgubres callejuelas, a un enemigo en cuya garganta habrá de hendir el puñal Refiere muy anim ado el grato paseo a caballo que se da por los bosques un Viernes Santo, y en pleno deleite se enredará en el asesinato de un hom bre, a cuenta de una pelea por pura insensatez; de ahí pasará con un humor envidiable, por desternillante, a referir cómo uno de los pobres individuos heridos en la refriega se ve en la necesidad de que le cosan la cara, de lo cual se ocupará un médico que ha de meterle una cuchara en la boca para calcular 202
qué a b e rtu ra d eb e dejar para que se alim ente (2 :3 -5 ). Sí. muchas gracias, viene a concluir m ás o menos: lo hem os pasa do a lo grande cabalgando por el bosque. Dejará todo atrás para correr a Nápoles, donde espera encontrar de nuevo a su amada Angélica — tal com o predijeron los espíritus dem oníacos en el Coliseo; después, la dejará a ella de manera no m enos brusca, cuando su vieja madre arme un alboroto del dem onio, y ya en el viaje de regreso lo veremos em prender una nueva aventura amorosa. Puede rezar a Dios por puro y sentido agradecim ien to, y pasar de la oración a un nuevo homicidio. Es capaz de pasar sin solución de continuidad de los más furibundos ata ques verbales contra un escultor rival a la más sincera muestra de admiración por la grandeza de Miguel Angel. Sum ido en la inactividad forzosa que le im pone la cárcel, sabrá convertirse en todo un m ístico, en un asceta que entra en com unicación directa con Dios y que recibe señales de Cristo, y con su propia sangre escribe un largo poem a acerca de sus visiones. Y ese mismo hom bre que se alboroza al recordar sus hazañas con las armas, que siem pre refiere sus exigencias de pago, es capaz de hablar em belesado del lum inoso halo que le ha sido «donado» tras el «m artirio» de un encarcelam iento «infundado». Si no llegó a ser i nomo universale del R enacim iento, sí fue un hom bre de inmensa diversidad y versatilidad. «Es un hombre que puede hacerlo todo y que se atreve a todo; lleva en sí m ism o la medida de todas las cosas.»7 Lo que asom bra es la unidad de la personalidad. C on una facilidad ajena a todo esfuerzo es capaz de aglutinar tanta diversidad en sí. En todas sus variad as m anifestaciones se detecta siem p re, por inaudito que parezca, al m ism o C ellini. El despliegue de bra vura que lleva a cabo en el relato de su vida, vertiéndola al dictado casi de un solo golpe, va de la mano con la visión de sí mismo y del mundo en que se m ovía, una visión ajena a todo in d ic io p ro b le m á tic o . C o m o no su b y ace ni un solo esquem a in te rp re ta tiv o que o b e d e z c a a un p la n te a m ie n to sopesado de antem ano, en lo que atañe a esta rápida relación, y como su vida carece de un guión determ inado, de una perso nalidad m odélica con la que deban encajar los detalles de la narración, esta peculiar unidad em ana de form a no reflexiva 203
de su propia persona, e im buye de una calidad «celliniesca» todo lo que toca el autor. «L leva en sí mismo la medida de todas las cosas.» Esta fra se clave, cómo no acuñada por Burckhardt, contiene empero un p ro b lem a digno de una indagación un ta n to más detallada. P odría entenderse la afirm ación en el sen tid o de que Cellini constituye la «personalidad autónoma», la persona que a sí mis m a se da la ley en razón de la cual vive y actúa. Una persona de tales características escoge entre una variada gam a de normas y som ete su vida a un criterio libremente aceptado. Algo de ese estilo puede entreverse en el modo socrático, en el deseo agustiniano de fundirse con lo que sea producto de la voluntad divi na, e incluso en el denodado esfuerzo petrarquesco por selecconar y ordenar las norm as válidas que hayan de regir su vida. C u an to menos sea esa elección de norm as una selección de alternativas dadas, tanto más devendrá una elección consciente de sí misma, respecto de lo que satisface las exigencias de la propia personalidad: tanto más cerca estarem os del fenómeno de la individualidad. ¿Es esto algo que se encuentra en Cellini? Puede que resulte difícil contestar afirm ativam ente, ya que el lector tendrá la sensación de que Cellini no se somete en abso luto a la «ley», y de que es por lo tanto una de esas figuras del R en acim iento que ejem plifican el «subjetivism o arbitrario». C aso de ser correcta esa perspectiva, la frase de Burckhardt acerca de la m edida resu ltaría de todo pu n to inapropiada e incluso incorrecta, ya que la regla y la m edida son todo lo con trario del Willkiir, de la voluntad arbitraria. Otra de las dificul tades que entraña la frase posiblemente deriva del hecho de que una lectura del texto de Cellini no deja la im presión de que este hom bre llegara a involucrarse alguna vez en una elección refle xionada acerca del curso que había de dar a su comportamiento. La concepción de un hom bre «que se otorga» a sí mismo la ley parece de este modo absolutam ente inaceptable en una natura leza tan eminentemente contraria a toda reflexión. Burckhardt lo sabía de sobra, y su formulación viene a decir que Cellini lle va incorporadas tales norm as, habida cuenta de lo cual deja sin explicar el modo en que han terminado esas normas por estar donde están. 204
La representación de sí mismo que realiza Cellini es sin lugar a dudas la de una personalidad libre, exenta, independien te («flw/s ic h selbst gestellte Persónlichkeit»), Tiene un yo sobe rano. No tiene dueño más allá de sí m ism o, y esto es algo que expresó de formas muy diversas. Se m archó de la casa paterna porque deseaba ser su dueño, no deber nada a nudie más, y eso es algo que logró a carta cabal (1: 14). Este intenso sentim iento de independencia se cimentaba en gran m edida en su propia idea del dominio absoluto de su arte, en la maestría del artesa no. Su ingenuidad, su destreza, su virtuosism o siempre estuvie ron a sus órdenes, y siem pre lo llevaron a estar al alza en la demanda del público. Una vez, en medio d e una discusión polí tica de juventud en la que fue acusado de «servir» a los tiranos florentinos, repuso: «Yo soy un pobre orfebre, y sirvo sólo a quien me paga por mis servicios» (1: 89). Esto pone de m ani fiesto mejor que ninguna otra cosa su planteam iento radical m ente apolítico. Es obvio que com o trabajador de m ateriales preciosos —joyas, oro, mármol— dependió de sus mecenas. El rey de Francia se lo dijo con notable torpeza: «A pesar de tus grandes habilidades, nada puedes hacer p o r ti solo. Sólo puedes manifestar toda tu grandeza gracias a las oportunidades que te ofrecemos. Te aconsejo en consecuencia que te muestres m ás dócil, menos orgulloso, menos testarudo» (2: 44). Cellini estaba más que dispuesto a reconocer que F rancisco I le había p ro puesto «una ocasión inigualable para realizar magníficas obras maestras, una ocasión com o jamás han tenido, ni por asomo, la mayor parte de mis colegas artistas» (2: 53), pero llevó adelante su contencioso y lo planteó a ojos del «duque mercader» flo rentino del cual quiso obtener una liberalidad similar. En la últi ma fase de su vida iba a sufrir una dependencia y una sujeción a las instrucciones de su mecenas com o nunca había sufrido; cuánto anhelaba poder ponerse a trab a jar sobre esa pieza de mármol perfecto, y qué am argura tuvo q u e sentir al ver que había sido confiada a un rival que — por descontado— la echó a perder. Cada vez que tuvo que negociar con este avaricioso patrón florentino, pensó que había com etido una torpeza al vo l ver de Francia. Francisco I deseaba que regresara. «El rey se dio cuenta de que era im posible de trag ar la vejación que le 205
supuso mi m archa; no me cabe duda de que habría visto con gran agrado mi reg reso , siem pre y c u a n d o hubiese sab id o revestirlo del debido respeto a su dignidad. Claro que, sintién dom e en lo cierto, no estuve dispuesto a dar mi brazo a torcer, ni a hincar la rodilla ante su persona... A guanté con mi propia dignidad intacta, y le escribí en térm inos altaneros, com o el hom bre que sabe que la razón está de su parte» (2: 59). A lo largo de su vida, ésa fue su actitud característica: «No daré mi brazo a torcer.» La necesidad de m endigar casi materiales con los que trabajar fue muy real, pero tam bién es verdad que hubo una animada com petencia por contratar sus servicios. M ientras fuese capaz de m overse, tuvo muy claro que «nunca me faltará el pan, adonde quiera que vaya» (2: 59). Cellini planteó la relación con sus m ecenas en térm inos de una despreocupada igualdad; se condujo con los grandes perso najes de su tiem po com o si fuesen sus sem ejantes en todos los sentidos. En los encuentros iniciales se m uestra obsequioso, atento, con su m ejor caballerosidad. Tan pronto siente que pisa terreno seguro, su natural confianza en sí mismo supera todas las barreras de la etiqueta o del respeto por las distinciones sociales. Los frailes, los sacerdotes y los cardenales fueron siem pre víctima de su salaz agudeza, al m enos siempre que le tocaron la vena anticlerical, máxime con sus altivas exigencias. Cuando los cardenales lo molestaban en su participación en la defensa de la fo rtaleza papal, se los quitaba de en m edio de cualquier manera («por fin pude encerrarlos y así me gané su encono en lo sucesivo»), y tras haber aplastado prácticam ente al Cardenal Farnesio con una bala de cañón («cuánto mejor me habría ido si lo hubiese matado sin contem placiones,» ya que F arn e sio iba a ser en el futuro el P ap a que e n c a rc e la se a Cellini), apostó a dos de sus hombres de confianza en la escale ra, se plantó co n una antorcha encendida entre am bos y les ordenó disparar contra cualquier poderoso y respetable señor que se acercara a fastidiarlo (1: 36). Los papas sí tuvieron un trato más acorde con su sagrada reverencia; ahora bien, en su estrecha relación con Clemente V il, relación que recuerda m ás la del gran m ecenas con el gran artista, en comparación con la del vicario de C risto en la tierra con el sim ple pecador laico. 206
llegó a afirmar una y otra vez sus intereses con tal descaro que la paciencia del Papa term inó por rebosar: «Ese endemoniado B envenuto no cederá por más que se hable con él. Estuve dis puesto a ceder ante él, pero no lo hice, pues nadie debe ser tan altivo con un Papa» (1: 45). Cuando Cellini se siente tratado de m anera injusta, dice con toda franqueza a los mensajeros del Papa que den cuenta a su señor de que esa injusticia 110 ha de ser condonada en la persona de un Papa y de que él, Cellini, no será quien se deje intim idar (1: 61). Tampoco titubeó a la hora de regañar al Santo Padre a la cara, delante de «m uchos digna tarios de alto rango»: «se puso un tanto colorado, y dio la sen sación de que lo em bargaba la vergüenza... y entonces, temero so de que pudiera soltarle otro sermón aún peor que el anterior ensalzó mis condecoraciones y me prometió una buena recom pensa por mi trabajo» (1: 71). Q uien fuese capaz de tratar a los papas de sem ejante forma no debió tener ningún tem or a la hora de negociar con un sim ple emperador. «Repuse que mi valor sería infinitam ente más grande cuando hablase con el Emperador, viendo que iría ata viado com o yo, y que me daría la impresión de estar dirigién dom e a un hombre en todo igual a mí, lo cual por cierto no era el caso al hablar con Su Santidad, en quien veía yo una divini dad m ucho más grande, parcialm ente en razón de sus vestimen tas eclesiásticas, que desprendían una especie de halo a su alre dedor» (1: 91). ¿Qué podía esperar, pues, un sim ple duque m er cader de Florencia, o la corte de un rey de Francia? Cuando el cardenal de Ferrara, haciendo las veces de agente de Francisco I, envía un mensajero a C ellini comunicándole que se disponga a v iajar de inm ediato y que se ponga en cam ino a vuelta de correo, C ellini responde lisa y llanam ente que su arte no se transporta por correo, y que ya acudirá él cuando mejor le ven ga. C uando se le inform a acto seguido que «de la forma que he descrito antes, los hijos del Duque estaban m uy dispuestos a em prender el viaje,» Cellini estalla al responder que «los hijos de mi arte están acostum brados a ir como ya he dicho; al no ser yo hijo de duque, no conozco las costum bres de tales; conste adem ás que si utilizase él tal lenguaje en mi presencia, no iría yo en absoluto» (2: 7). M adam e d’Étampes, la poderosa amante 207
de F rancisco I, se propuso m eter a Cellini en cintura. Se le ordena presentarse en audiencia, pero acto seguido se le indica que espere. «M e vestí con paciencia, virtud que tan difícil me resulta de cultivar. De todos m odos, conservé la calm a hasta que fue su hora de cenar. Entonces, com prendiendo que em pe zaba a hacerse tarde, la consigné con toda mi devoción al dia blo y m e m a rc h é de p a la c io » (2: 23). En la p e r s o n a de Francisco I había encontrado en principio un m ecenas dispues to a desvivirse por él; aparte de la liberalidad con los materiales que le dispensó la casa real, C ellini apreció el hecho de que el rey le rindiera todos los respetos que un gran artista tiene dere cho a esperar. El rey visitó su estudio y, al menos al principio, Francisco I pareció entender que un hombre excepcional mere ce un trato excepcional también. Sin d u d a n inguna, b u en a parte de la fa cilid a d con que Cellini negoció con el rey, con los poderosos en general, hay que atribuirla a sus ramalazos de descaro y a su engreim iento. El tono con que da cuenta de su conducta — salta a la vista en el pastiche de citas previas— a m enudo responde a las fanfarro nadas del golfillo que se hace dem asiado deprisa con un sitio en el mundo y que nunca llegó a tener la buena educación corres pondiente. Es seguro que sus m ecenas, ofreciéndole la mano, tuvieron que enfurecerse muy a menudo por la im pertinencia con que él tom aba el brazo entero. Aun cuando parte del relato sea a veces producto de las bravatas de un anciano sentado sano y salvo frente al fuego de la chim enea, hay algo muy genuino en esa concepción de sí m ismo que necesitaba a toda costa de esa facilidad descarada, capaz de capear todas las intim idacio nes, al hacer frente al mundo. Este genuino sentim iento de valía personal, sobre el que descan sab a el trato que deparó a los demás, hundía sus raíces en la confianza que tenía depositada en su propia habilidad y en su altísim a concepción del artista en tanto tipo hum ano muy superior a la media. Cellini pudo permitirse esa confianza en sí mismo, absoluta y m aravillosa, extrayéndola de la plena maestría con que ejecu taba su trabajo. Había aprendido a dom inar todas las facetas del arte de la orfebrería y nunca iba a dejar de crecer en este senti do. Podría haberse ganado cóm odam ente la vida m ediante su 208
pasmoso dom inio del engaste de joyas, pero siempre se sintió atraído por m ás altas miras, tentado de probar suerte en em pre sas todavía no intentadas, de jugárselo todo en ese tipo de expe rimentación a partir del cual podrían desarrollarse nuevas técni cas. Todo lo que podía aprenderse, todos los trucos del oficio, los asimiló ansiosamente, muy deprisa. Y tan pronto llegaba a sus oídos que uno de sus rivales decía que era im posible hacer tal o cual cosa, Cellini se ponía a pensar en una nueva técnica para lograr esa m eta presuntam ente inalcanzable. E ran esos retos los que lo hacían vibrar, lleno de vida hasta las yem as de los dedos. Estaba en posesión de una fascinación genuina por las cuestiones técnicas de su oficio, y encontraba obvio deleite en describir toda clase de técnicas. La ingenuidad técnica y la destreza contaban muchísimo en su opinión, quizá hasta poner incluso en peligro el virtuosismo de la ejecución, que era lo que primaba, muy por encima de los grandes valores estéticos. A la par que este continuo esfuerzo en pos de la destreza técnica suprem a desarrolló siem pre una gran voluntad y capaci dad de trabajo. Incluso en el relato de los últimos años se puede notar el frenesí de actividad en el que se encontró m etido siem pre. Muy frecuentem ente trabajaba en varios proyectos al mis mo tiempo, nunca quizá con tanto frenesí como en Francia, en donde Francisco I le propuso uno tras otro infinidad de proyec tos, muchos de los cuales quedaron inconclusos. Bastaba con rodear a C ellini de los materiales requeridos, con plantearle una tarea difícil, un desafío, con prom eterle la ap reciació n y la recompensa debidas, que em pezaba así a vivir al m áxim o de su energía y su capacidad. Se olvidaba en tales circunstancias de sus aventuras amorosas, a veces incluso de sus enferm edades; es digno de m ención con qué frecuencia llegó a pensar que él mismo se había buscado esos estados de febrilidad pasajera a fuerza de trabajar sin descanso. A borrecía las presiones que sus mecenas, anhelantes tan a m enudo de ver la obra en curso de realización, ejercían sobre él. Le apetecía trabajar a su aire, pero tam bién aborrecía que los otros echaran a perder su tiem po, y así re fiere con orgullo el com entario del card en al de Ferrara a Francisco I: «M ajestad, Benvenuto está particular mente deseoso de ponerse m anos a la obra. Ciertam ente, cabría 209
calificar de pecado el m algastar el tiem po de un artista de su talento» (2: 10). Esta actitud ante la plena explotación del tiem po sigue siendo un fenóm eno renacentista de enorm e interés; Cellini la comparte por ejem plo con Alberti, que asignaba con todo esm ero cada m inuto del día a tal o cual actividad, y con L eonardo, quien odiaba tener que perder el tiem po necesario entre el momento de acostarse y el instante de conciliar el sue ño. La muy positiva actitu d de Cellini frente al trabajo y el em pleo del tiempo está íntim am ente conectada con la urgencia de expresar sus poderes creativos. No hay en él la clásica aver sión banáusica a trabajar con las propias m anos; no hay una aceptación monacal del trabajo en tanto disciplina ascética y rem edio para la accidia y los pecados en que se incurre por el ocio. Es evidente que no estam os aún ante el trabajo disciplina do, metódico, escrupuloso, propio de la personalidad puritana, concepción arraigada en una base radicalm ente distinta. Pero en tanto m om ento propio de esa transición de im portancia capital, por la cual el trabajo, valorado en principio de form a negativa, ev o lu cio n a gradualm ente h asta ser uno de los aspectos más positivos de la vida, e incluso el elemento en el que la persona lidad tantas veces ha de buscar e incluso encontrar la plena rea lización de su potencialidad, ya en el m undo m oderno, en tanto en cuanto se trata de ese momento, el frenesí de Cellini por el trabajo sigue siendo vertebral. El trabajo tenía que ser la dedicación total del hombre. C ellini no manifiesta ninguna tendencia a evitar tal o cual paso, ni a dejar la labor manual en manos de los subalternos. Cuando F rancisco I trata de convertirlo en un em presario, de conven cerlo para que no pierda su energía en un trabajo puramente m anual, Cellini rechaza de plano la idea: «Me pondría enfermo de inm ediato si no trabajase; en semejantes circunstancias, tam poco el trabajo tendría la calidad que yo deseo» (2: 15). El tra bajo tenía que hacerlo él personalmente, y la satisfacción a la que aspiraba era la del poder absoluto de la creación. Uno de los aspectos más im portantes de esa concepción de sí mismo es, p o r lo tanto, la frecuencia con que com enta, aunque sea de pasada, que nunca copia, y que siem pre realiza sus propios diseños.8 Así pues, el trabajo es suyo, desde la concepción has 210
ta la conclusión de cada pieza. Entraña lógicam ente la creación en su sentido más prístino: un material sin desbastar pasa a ser objeto de la concepción artística y de la ejecución que se lleva a cabo mediante la habilidad de las m anos; al final se da una suerte de ingenuidad y de inequívoca belleza allí donde antes no había nada. Todavía es posible paladear en el texto el placer que experim enta C ellini al preservar en secreto sus trabajos hasta el momento en que estaban definitivam ente listos para presentarlos con todo orgullo ante el m ecenas de turno, ante cuyos ojos los desv elaba de form a m uy teatral. Había algo m ágico en su transform ación del oro, la plata, el bronce y el mármol. Estar vivo cuando se extrae de una cantera una pieza de mármol punto m enos que perfecta y perder la ocasión de crear una belleza igualm ente perfecta a partir de ella, por culpa de estúpidas intrigas políticas, ya que fue entregada a un tosco y tozudo rival, fue la suprem a frustración que padeció en su propia carne el viejo Cellini. En cambio, tiene no poco interés que lo lamente no tanto por sí mismo, cuanto por el mármol: «gran perfidia la que padeció el mármol» (2: 99). «¡Oh, m ár mol desdichado!» (2: 101). Sin perder la esperanza, contra todo pronóstico, trabajó en un diseño y sobre un m odelo concreto, pero aquella pieza se le escapó de las m anos. Así pues, pagó otra pieza de su propio peculio y se dispuso a trabajar en «una de las cosas más difíciles que puedan hacerse en este mundo»: el Cristo de tamaño natural, en mármol blanco sobre una cruz de mármol negro, para la iglesia en cu y o interior quería ser enterrado. Esta concepción del poder creador de que disponía tuvo que haber crecido con él a lo largo de su vida. C om enzó siendo joyero y platero, pasó a grabar planchas de plata y fue avanzan do sobre todo en la escultura de plata y de oro. pasando final m ente al trabajo en bronce del busto de C ósim o y al Perseo. para term inar por el com plejo crucifijo de mármol. En relación con uno de sus trab a jo s de ju ventud h izo este significativo comentario: «todas esas diversas prácticas artesanales que me p ro p u se aprender y d o m in ar con el m ay o r ahínco... no me resultaron en modo alguno fáciles, aunque obtuve tan gran pla cer en ello que cuanto m ayores eran las dificultades más des
cansado me sentía al acometerlas. Y esto procedía de un don especial que me otorgó el Dios de la Naturaleza, un tem pera mento tan saludable y bien proporcionado que pude llevar a cabo con toda confianza cu an to m e propuse realizar. Estas artes... son totalm ente distintas unas de otras, de modo y mane ra que un hom bre avezado en una de ellas rara vez alcanza parejo éxito en el cultivo de otra cualquiera, mientras que yo en cam bio m e esfo rcé con todo mi em p eñ o en cu ltiv a rla s por igual; a su debido tiempo habré de m ostrar que logré el éxito en todas ellas» (1: 26). Para su especial personalidad tenía un sig nificado inm enso experimentar con la «capacidad plástica» de su creatividad. Cellini descubrió la conciencia de su propio poder en cons tantes com peticiones con sus rivales. Siguió probando su exce lencia en la com petición hasta el final de su vida. N ecesitaba la rivalidad y la sensación de superioridad que obtenía constante mente al superar a los otros. No era uno de esos artistas capaz de dedicarse con toda calma al perfeccionam iento de sus obras, capaz de hallar la satisfacción en la idea de que a su m uerte el m undo en tero podría descubrir un estudio repleto de obras maestras que nadie habría podido esperar. Sin lugar a dudas, anhelaba la gloria, el honor, las recom pensas, y quería obtener lo todo cuanto antes. Pero más im portante era aún la oportuni dad para que la virtu personal (esa sensación de excelencia pro ducida por la plena puesta en práctica de su poder) «se proba ra» a sí m ism a a ojos del m undo entero. El reto concitaba el ejercicio más absoluto de todas sus facultades, y sólo esta plena expansión en flujo constante de sus poderes era capaz de col mar las aspiraciones de un ser tan agonista, y de darle perfecta idea de su valía personal. El que C ellini fuese un ser en efecto tan agonista, constantemente, se refleja bien en los interesantes giros que adopta su relación de su propia vida. En el periodo inicial nos encontram os con pronunciamien tos sem ejantes a éstos: «Fue un gran placer... participar en una com petición con un hombre tan capacitado» (1: 20); «también me sentí espoleado a dirim ir una honrosa rivalidad con este hombre» (1: 26); «la mejor recom pensa de mis desvelos... era igualar al m enos la obra de un hom bre tan excelso» (1: 31); 212
«repuse que para mí sería un honor m ayor aún com petir con un maestro de primerísima fila» (1: 92). Y más adelante, cuando lo vemos enzarzado en la pugna por el mármol que de m anera tan acuciante ansiaba esculpir, ofrece una perspicaz visión global de la faceta positiva que para él tenía la com petidvidad: «Pasé así a explicar [al Duque] cóm o sus padres habían nutrido a grandes talentos en la noble escuela del arte florentino m edian te el simple procedimiento de enconar honorablem ente la riva lidad de unos artistas con otros. D e ese modo se hicieron la maravillosa cúpula del Duomo, y las exquisitas puertas de San Giovanni... que hoy coronan con su genio indiscutible las sie nes de la ciudad, como nunca se había visto desde los tiempos de la antigüedad» (2: 99). A hora bien, cuando «lucha» por su mármol, suplicando una com petición abierta y en toda regla, en vez de una decisión «burocrática», ha dejado de creer en la urgencia de la competición, pues en el fondo está convencido de que ya no queda nadie con quien valga la pena competir. Y es que, tras todas sus victorias, Cellini era consciente de ser el maestro absoluto entre los vivos. Así, afirma con orgullo su excelencia sin parangón posible. La rivalidad ya sólo tiene por objeto la competición consigo m ism o, y con la grandeza del arte contra la que uno bien puede ponerse a prueba. De joven, desbordante de admiración por el divino Miguel Angel, había recibido la alabanza del m aestro cuando éste lo visitó: «fue aquella una incitación a hacer las cosas lo mejor posible, y tan intensa que no podría describirla» (1: 41). El joven estaba asi mismo repleto de admiración por las obras de los antiguos, que quiso ver siem pre que le fue posible. Con su m aestría creciente, los antiguos pasaron a ser, igual que Miguel Angel y Donatello, rivales en pie de igualdad. Tras superar a los m ejores maestros de su tiempo, concluye: «Com o he derrotado ya a M iliano, vea mos ahora si soy capaz de d erro tarm e a mí m ism o» (1: 92). Lleva entonces a cabo lo que los m aestros creían im posible, y es enorme su deleite cuando oye decir a los otros «que sin lugar a dudas era yo un demonio, pues había hecho lo que por sim ples m edios artísticos no podía lograrse» (2: 73 y 2: 77). Los comentarios acerca de la superación de los antiguos son cada vez más recurrentes (1 :7 1 ; 2: 9; 2: 41, 2: 45; 2: 65); «de buena 213
gana entraría en liza con los antiguos, con la esperanza de supe rarlos». Es particularm ente sugerente la ocasión en que el pin to r Francesco P rim aticcio intentó m a n c illa r el nom bre y la reputación de C ellini ante Francisco I, insinuando al rey que más le valdría hacerse con unas buenas copias de la estatuaria clásica, si de veras quería conocer el auténtico arte. «La mala bestia... no tuvo el v alo r elem ental de arriesgarse a intentar rivalizar conm igo con sus propias obras; me hizo en cambio una jugarreta muy lom barda, despreciando mi obra mientras ensalzaba la copia de las estatuas antiguas. Pues aunque hubie se logrado copias excelentes, el efecto que producía era preci sam ente el contrario del que deseaba producir» (2: 37). En el últim o periodo florentino, Cellini dará cuenta con orgullo de que hasta el propio M iguel Angel antepone un busto de Cellini a las obras de los antiguos. Y la com petición con ese admiradí sim o contem poráneo suyo sigue en pie (2: 79). «¿De qué forma podría evaluarse debidam ente mi obra, cóm o podría dársele su verdadero valor, si no hay en Florencia un solo hombre capaz de ello? Mi maestro, M ichele Agnolo B uonarroti, podría haber lo hecho sin duda cu an d o era joven... p ero ahora que es un anciano, no cabe duda de que esa tarea queda por encima de sus posibilidades» (2: 97). Y cuando Cellini com ienza a trabajar en el crucifijo, dirá a la duquesa: «Pero tanta es mi confianza en el resultado, gracias al firm e y devoto estudio que he consagrado a mi arte, que pienso ganar la palma incluso al gran Michele Agnolo Buonarroti, de quien he aprendido, y únicamente de él en todo el mundo, todo cuanto sé. Y no sabéis cuánto más me com placería tenerlo a él por rival, con su consum ada destreza, antes que a todos esos otros con su poquedad, pues sigo con vencido de poder cosechar grandes honores en liza con el gran m aestro; en cam bio, poco crédito es el que pueda obtenerse sobrepasando en excelencia a los dem ás» (2: 100). Tanto si acierta como si se equivoca en los juicios que emite sobre su arte, esto apenas tiene relevancia en com paración con lo nota ble del sentim iento de logro, de conquista, de valía personal, que siente Cellini por la convicción de que ha participado en la carrera, por así decir, con pleno ejercicio de sus poderes y de que al final se encuentra en una posición sin igual dentro del 214
m undo en que vivía. Aunque nunca había hecho lo más mínimo por escapar del agón, sí lo había expandido hasta lograr su ple no potencial en rivalidad con los mejores. Demostrada de ese m odo la virtü personal, nada como hacer frente al mundo con una confianza en sí m ismo que nadie podría tener. El «yo soberano» de Cellini fue la m arca de agua no sólo del Cellini artista, sino tam bién del hom bre llam ado Cellini. Fue un hombre con una extraordinaria confianza en sí mismo y con una marcada independencia desde su juventud; fue no sólo intrépido en la defensa de sus propios intereses, sino incluso tem erario. No pocas veces actuó de m anera inmoral e ilegal en beneficio de sus intereses, aunque en eso no parase mientes. El térm ino inmoral es en realidad de un considerable interés por lo problem ático que resulta. A Cellini nunca se le ocurrió echar m ano de los procedim ientos legales al uso para obtener lo que ya consideraba suyo por derecho propio; de ese tipo de cuestio nes se ocupará siem pre personalm ente, a m enudo trem enda m ente enfurecido — «soy por naturaleza un tanto [!] colérico» (1: 17)— , e incluso haciendo uso de las arm as. De ese modo se tom ará la justicia por su mano, o en defensa de sus trabajado res, o vengando el asesinato de su hermano. Las veces en que otros lo obligaron a presentarse ante un tribunal, los procedi mientos legales no sirvieron para solucionar ningún contencio so, al menos en lo tocante a su idea de la justicia. En su ju v en tud se siente ofendido por un juicio celebrado en un tribunal de Florencia; inm ediatam ente empuña una daga, se adentra a solas en casa de sus enem igos y dirime la disputa a su manera. Huye de la justicia disfrazado de fraile; en cuanto se encuentra sano y salv o , ex tram u ro s de la ciudad, «bueno, me deshice de mi atuendo y volví a ser un hombre» (1: 18): el narrador, a sus cin cuenta y tantos años, al recordar acontecim ientos sucedidos cuarenta años atrás, aún disfruta el m om ento en que recobró la libertad. Treinta años después de esta huida d e Florencia ha de p re sentarse ante un tribunal en Francia, por haber desahuciado por la fuerza a unas personas de una casa cuya propiedad codicia ba. Resultó ser un solo hombre: «en breve, desmantelé su casa p or completo y v ertí todos sus enseres fuera de mi castillo. El 215
trato fue un tanto severo, desde luego, pero no me quedó más rem edio que recurrir a la fuerza, pues me había espetado a la cara que no conocía a un solo italiano tan fuerte ni tan osado com o para quitar un solo clavo de las paredes de su domicilio» (2: 25). Cuando trata de igual modo a otro individuo ha de re s ponder ante la ley: «En Francia están dispuestos a hacer una m ontaña de un grano de arena, sobre todo si es un pleito contra un extranjero» (2: 27). La escena del tribunal le resulta un asunto absolutam ente irreal: «la casa de la justicia es sin duda un Inferno dantesco». Lo describe com o si el espectáculo nada tuviese que ver con él, rebosante de adm iración por la histriónica actuación del juez: «allí me quedé, m aravillado ante aquel individuo asom broso, con una cara com o la de Neptuno, con una actitud vigilante, que tan pronto prestaba atención a éste com o al otro, y que contestaba a todos con idéntica facilidad de palabra. S iem pre, a decir verdad, m e ha pasm ado v er y saborear la destreza en cualquiera de sus m anifestaciones; ésta en concreto m e pareció tan m aravillosa que no me la habría p erdido por n ada del m undo.» Se trata, ciertam ente, de un mundo irreal para un hombre totalm ente acostum brado a resol ver a su manera sus asuntos. Tras la descripción de este asunto, ¿cóm o prosigue? B ien, v o lv ien d o a m is p ro p io s asuntos, diré que cuando tuve conocim iento del tipo de juicio que cabía esperar de aquellos hom bres de leyes, com prendiendo que no había ninguna otra manera de ayudarme a mí mis mo y por mis propios medios, tuve que recurrir, en mi defensa, a la gran daga que p o seía, pues no en vano siempre me ha gustado tener buenas armas [!]. Al prim e ro que asalté fue al hombre que había iniciado el injusto pleito contra m í; una noche, lo herí tan gravemente que le privé del uso de las piernas y le dejé maltrechos los brazos. Pero no me preocupé por matarlo. Luego encon tré al o tro individuo responsable del pleito y le di un correctivo que me pareció suficiente para hacerle renun ciar alegrem ente a su litigio. D ando gracias a Dios por estas y otras m ercedes concedidas, con la esperanza de 216
que me dejaran un tiem po en paz... [regresé]... a fin de concluir las obras que tenía iniciadas (2:28). Los elem entos que encuentran acomodo en este sorpren dente relato — que a Cellini no sorprendió en absoluto— son sum am ente reveladores. Una mera disputa con cualquiera que se entrom eta en su camino, y que com eta la torpeza de retarlo con una mención despectiva de su «nacionalidad», da por resul tado un trato que él mismo considera severo, pero plenamente justificado. Qué tenga que decir la ley de sus quehaceres es algo que le resulta punto m enos que incom prensible; tomarse la justicia por su mano es lo que siempre había hecho. Hace uso de la bella daga que se jacta de poseer y ese gesto ya excita su sentido estético del placer que le producen las arm as, pero sin dejar constancia del m enor escrúpulo moral. La m ás que cues tionable justicia que pueda haber en el acto de m alherir cons cientem ente a una persona resulta aparentem ente ennoblecida por el gesto de m isericordia que tiene al no term inar con su vida. Lo que pudiera hacerle al otro individuo ni siquiera lo considera digno de m ención. Y después da g racias a Dios y vuelve a su trabajo. La confianza que le merece su yo soberano, com o si no existiera el m enor problema, es extraordinaria. La responsabilidad que uno tiene de su vida es íntegram ente suya. En todo este episodio trata al mundo de los hom bres como si fuese una cuestión que le resultara indiferente, asum iendo que el orden divino está ahí en su apoyo. Y esto m ism o podría ponerse de relieve en un centenar de episodios de los que relata C ellin i. C uando co n trae u n a enferm edad tien d e a hacer de m édico de sí mismo. C uando afronta una situación de peligro, dice a sus compañeros que «he sido hombre de valor suficiente para librar mis propios com bates, y no necesito m ayor paladín que yo mismo» (1: 72). La sabiduría en la que reiteradam ente resum e su actitud es bien sencilla: Dios ayuda a los que se ayu dan a sí m ismos.9 Esa extraordinaria co n fia n za en sí m ism o, desde la cual crea Cellini su producción artística y desde la cual actúa como hom bre de mundo, descansa sobre un claro conocim iento de su virtú. Pero esa confianza que tiene en sí m ism o se am plifica 217
m ás si cabe gracias a una visión del m undo en consonancia con ella. Se toma el mundo a su alrededor tal com o viene dado. Los hom bres han de aceptarlo tal cual es; a quienes no deseen vivir de acuerdo con sus costum bres les dice a las claras, con un des dén que no deja lugar a dudas respecto de la poca estima que le m erece esa posibilidad, «quienes quisieran que las cosas se hagan a su manera, m ejor harán si se construyen un mundo pro pio» (1: 79). Cellini no m uestra la menor intención de reformar el m undo de los hom bres, y parece absolutam ente despreocupa do por cualquier lucha titánica con el orden cosmológico que u n a cierta g lo rific a c ió n n ietzsch ean a p re te n d ió a trib u ir al R enacim iento. C iertam ente, no se siente responsable por el orden humano de las cosas; es únicam ente responsable de la vida de Cellini, que discurre de acuerdo con lo que pudiera ser un orden natural. No es posible encontrárselo preocupado por cuestiones sociales; no resulta tampoco particularm ente esclarecedor calificarlo de egotista supremo (y es posible que lo fue ra, aunque también fue capaz de una considerable amabilidad), ni sostener que trató al m undo como si fuera su recinto cerrado. La cuestión estriba, m ás bien, en que no se preocupa, puesto que el mundo 110 es ningún problema desde su punto de vista. D iscurre por él com o quien discurre por un escenario (pero tam bién esta palabra es confusa, ya que no hay escenario detrás del escenario) sobre el que los hombres actúan y crean. Cómo vivan, que tengan éxito o no, son desenlaces que dependen en definitiva de su fueza, de su virtú y, en segundo lugar, de una m ezcla de fuerzas diversas que escapan a su control. El mundo es el que es, pero los hom bres son lo que hacen de sí mismos. Si no se m olestan en cuidar de sí m ism os, sólo a sí mismos podrán echar la culpa. No cabe la menor duda: el universo está regido por fuerzas ajenas al control de los hombres, pero inclu so estos imponderables sirven de amplificación al apremio que Cellini siente cuando se trata de ejercer su virtú. De manera bastante consistente, C ellini distingue entre el poder de dos «agentes» distintos en su vida: la Fortuna y la Providencia. Pero esa dualidad no le supone el menor problema «teorético». Tal y com o tan característico resulta de su actitud ante la vida, no se siente perplejo ante ella, sino que se la toma 218
sim plem ente como un elem ento dado, con el cual es preciso convivir. Traza frecuentes asociaciones entre la Fortuna y las Estrellas; no es que llegue a proponer ninguna «teoría» a ese respecto, pero vale la pena notar que habla de la Fortuna y de las Estrellas de m odo harto consistente cuando requiere que uno de estos agentes expliquen la adversidad y las experiencias malignas que no pueden atribuirse a las m otivaciones inteligi bles de sus enemigos entre los hom bres.10 No parece en cambio acordarse de la Fortuna ni de las Estrellas cuando las cosas van sobre ruedas, porque sostiene que la Providencia es la respon sable de todos los m om entos felices, de todo lo que sale a pedir de boca. La única experiencia que lo m ovió a reflexionar sobre este «problem a» n o s lo m uestra bajo una in teresan te luz. Cellini se consideró inocente cuando fue encarcelado por orden papal; no en vano se había ayudado a sí m ism o lo inimaginable mediante su inverosímil fuga de Sant' A ngelo, pero fue apresa do y encarcelado de nuevo. «Inactivado» de esta form a por segunda vez, y o b v iam ente apesadum brado por el giro que habían tomado los acontecim ientos, reflexiona de esta forma: «Me pareció que me encontraba en la situación de esas perso nas infortunadas que van caminando por la calle y les cae enci ma una piedra desde una altura enorme, con lo cual las mata, h e c h o que c la ra m e n te p u ed e a trib u irs e al in flu jo de las Estrellas. No es que las estrellas tramen intrigas sobre nosotros, para bien o mal nuestro, sino que éstos son accidentes que a la sazón atraviesan sus conjunciones, a las que sí estamos sujetos. Pese a todo, reflexioné en que tenía aún mi voluntad, mi libre albedrío; mi fe seguía siendo activa y devota, con lo que no me cupo ninguna duda de que los ángeles del cielo terminarían por acudir en mi auxilio para liberarme de la prisión... Pero com o Dios me considera indigno de tal favor, es obvio que la influen cia celestial había tram ado toda su perversidad contra mí» (1: 115). En este arg u m ento, deliciosam ente confuso, queda al menos claro que C ellini tiene a Dios por potencia auténtica y capaz de contrarrestar el poder de las Estrellas (cf. asimismo 1: 71 y 2: 82). C uando D ios no acude en su auxilio, el hombre puede recurrir a la m ag ia o proseguir su com bate contra la Fortuna; ésta últim a suele ser la respuesta habitual de Cellini. 219
De m anera característicam ente renacentista, el hom bre mani fiesta su virtú en su pugna contra la adversidad, al final de la cual podrá decir con orgullo: «Mi cruel destino pugnó contra mí, pero en vano» (1: 1). La Fortuna y las Estrellas eran así abstracciones inescruta bles, pero Cellini se sintió sano y salvo, refugiado en la provi dencia personal. Es un vivaz testigo de la prolongación sin pro blemas d e un catolicismo de corte popular, que se da entre los integrantes de la sociedad italiana que o nunca fueron tocados en lo m ás hondo por el hum anism o o el laicismo renacentista, o en caso contrario no tuvieron ninguna dificultad consciente a la hora de reconciliar tales actitudes con la fe m ás simple en lo m ilagroso. Su actitud y su creencia a menudo apuntan en direc c ió n a e s e e n o rm e la s tr e d e fe p o p u la r en el que la Contrarreform a, parte tan real de su vida com o cualquier otro aspecto del Renacimiento, pudo sin duda apoyarse. Su fe en la Providencia es sumamente simple. Nunca le preocupa la provi dencia en general, ni el curso de la historia del mundo; está siem pre convencido de que existe una providencia personal, al m enos en lo tocante a su propia vida. Todos los elementos tra dicionales de una creencia en semejante providencia personal están ahí: Dios combate contra el poder de las estrellas cuando lo c o n sid era oportuno; u tiliza al m ism ísim o rey de Francia com o instrum ento para rescatar a Cellini; utiliza el encarcela miento d e Cellini para poner freno a su vanagloria; le impone enferm edades y males diversos, por lo bueno que pueda sacar de to d o ello ; D ios c ie g a a los enem igos de C ellin i en el m om ento apropiado, para que él pueda pasar sin apuros; con idéntica prontitud, tam bién im pedirá que C ellini desencadene un virulento ataque contra Bandinello y le otorga en cambio la gracia d e crear excelentes obras de arte, «para acabar de un plu m azo co n todos mis entrom etidos enemigos» a través de esa especial venganza (2: 66). Dios ayuda a Cellini en general para que sea un buen artista, pero tam bién, con su natural encanto, le garantiza pocos triunfos artísticos. Antes de que forjase el mol de y v e rtie se el bronce de la estatu a de P erse o , el Duque Cósim o estuvo firmemente convencido de que todo el material in can d escen te se asentaría en la parte inferior de la figura. 220
Cellini le asegura que, muy al contrario, el peligro está en que no llegue a la base la cantidad de bronce suficiente. Se cum ple la predicción del maestro: el dedo gordo del pie queda incom pleto. Luego se nos refiere la fantástica escena en la que se fun de y se vierte el m etal; de pronto, todo desaparece; Cellini entra enfebrecido en su casa y se lleva por delante todos los m ateria les de latón que encuentra, para arrojarlos al horno de la esta tua. «Exclamé: “ ¡Oh, Dios! ¡Tú, que con tu fuerza ilim itada resucitaste de entre los muertos; Tú, que en la gloria ascendiste a los Cielos...!” En un visto y no visto se colm ó el molde, y me arrodillé para dar gracias a Dios de todo corazón» (2: 77). En repetidas o casio n es reconocerá sin p e lo s en la lengua que «aquello tuvo bastante de milagro... toda la operación se realizó com o si hubiese sido guiada y conducida a feliz puerto por Dios Todopoderoso.» La estatua parecía ser perfecta. «Por una parte, inmenso fue m i regocijo; por otra, me sentía a m edias molesto, pero sólo porque yo mismo había asegurado al Duque que aquello no iba a salir bien. De todos m odos, cuando se des veló el misterio, descubrí que los dedos de los pies habían q u e dado... inconclusos. Aunque eso me diera un trabajo adicional, me alegré no obstante; no en vano pude m ostrar al Duque que entendía muy a fo n d o mi propio oficio.» Así ayuda Dios al artista que quiere favorecer; sin em bargo, un bandolero com o Bandinello ni siquiera tendrá la gracia necesaria para com pletar su pietá, y no en vano muere sin haberla term inado (2: 101). Entrelazada con esa confianza que tanto consuelo le p ro porciona, confianza en una providencia particularizada, experi menta una aceptación ajena a todos los problemas en torno a los diversos m edios por los que ese especial catolicismo popu lar presta apoyo a sus fieles. Cellini tenía un ramalazo tan cín i c a m e n te a n t i c l e r ic a l com o m u c h o s o tro s ita lia n o s d e l Renacim iento, p ero eso no fue óbice, p o r supuesto, para su necesidad de c o n ta r con los serv ic io s de ciertas funciones sacerdotales. Encuentra un uso especial para la confesión, y con sentido com ún ex p lo ta plenam ente la relación que m antiene con Clemente VII para recibir del prelado la absolución absolu ta. Y cuando un papa «peca» contra C ellini, habiéndolo encar celado, Cellini perdona formalmente a la Iglesia y apela direc 221
tam ente nada m enos que al superior del Pontífice, San Pedro (1: 116). Está anhelante de participar en las procesiones, pro m ete realizar una peregrinación y con bastante frecuencia da cuenta de sus oraciones, de los salmos que entona, e incluso de sus lecturas bíblicas en prisión. A la vista de la relación que hace Cellini de sus repetidos asesinatos y otros actos de violen cia — acerca de todo lo cual él m ismo se preocupa a veces (2: 29)— , tal vez parezca difícil im aginarlo viajando a caballo y dar crédito a su versión del viaje: «en ningún momento dejé de cantar los salm os y de rezar plegarias en honor y gloria de Dios, mientras duró el trayecto» (2: 94). Pero parece sensato reconocer, en prim er lugar, que en un hom bre sem ejante parece cuando m enos posible reunir tan diversas tendencias en una sola persona. En segundo lugar -—y de mayor repercusión en esta argum entación— , la función que tengan estas acitividades devotas, al igual que la instintiva con fianza en la Providencia, tiene una incidencia significativa en la unificación m ism a de una perso n alid ad com o la suya, aun cuando esas actividades no sean por fuerza señal de una devo ción «verdaderam ente» cristiana. U na vez realizado un acto por puro ímpetu, las presiones internas de la conciencia hallan una válvula de escape mediante estas prácticas religiosas. Tan pron to siente Cellini el perdón y el apoyo continuo de la providen cia personal, tiene entera libertad para dejar que su naturaleza lo lleve a donde ten g a que llevarlo, a su siguiente hazaña. Precisamente por poseer una fe tan desprovista de toda proble mática en la eficacia de dichas prácticas, las consideraciones psíquicas serán cuestión bien simple. La enormidad de la ener gía, en vez de dispersarse en preocupaciones de índole moral, puede expresarse de manera casi instintiva y natural, en la reno vación de la actividad. Durante el asedio del Castel S ant’ Angelo, el Papa es testi go «grandemente com placido y asom brado», de cómo C ellini, de un disparo, tronza a un enemigo por la mitad. «Le expliqué que lo había hecho con toda mi ingenuidad... Luego, arrodillán dome, le rogué que diese su perdón a la maldición eterna que sobre mí pesaba por aquel hom icidio y por otros que había com etido d u ra n te la defensa del c a s tillo , al servicio de la 222
Iglesia. Allí mismo, el Papa alzó sus manos e hizo la señal de la cruz ante mí. dándome sus bendiciones y su perdón por todos los hom icidios que hubiese podido cometer o que cometiera en un futuro, al servicio de la Iglesia apostólica.» Así, regresa «al infernal y cruel asunto de la guerra,» «rara vez fue en vano uno de m is disparos... maté a más de treinta de un cañonazo» (I: 37). Podría decirse que en este caso existieron dispensas espe ciales, pero también salta a la vista que siem pre hubo razones muy «especiales» para las acciones violentas en que incurrió C ellini. Cuando venga de m anera sangrienta la m uerte de su hermano, el Papa vuelve a recibirlo en audiencia, y le dice sim p le m e n te : « " A h o ra q u e ya te has r e p u e s to d el d o lo r, Benvenuto, atiende tu vocación.” Entendí a la prim era qué qui so decirm e, y repuse que lo haría. Sin tardanza, abrí un taller de orfebrería...» (1:51). Después de com eter abusos sexuales en la persona de una de sus modelos, en Francia, perm anece un tiem po sin saber qué decisión tomar: «No supe si zanjar el asunto sin decir palabra a nadie, y que Francia entera se fuese al dia blo, o luchar con aquel incidente hasta el final, por ver con qué fin me había creado Dios... Así estaba, cuando me puse en pie dispuesto a marchar, y algo invisible me tom ó por el hombro y me h izo d arm e la v u elta en redondo. E n to n ce s oí una voz tonante que decía: “B envenuto, haz lo que debas hacer, y no tem as” . En el acto, cam bié de idea... y dije a mis amigos italia nos: “Arm áos bien y seguidm e” » (2: 29-30). Un simple soplo de la Providencia y vuelve a ser el mismo de siem pre. A unque el peor de los desastres que le sobrevinieron en su vida fue sin duda el encarcelam iento, tam bién lúe ésta la oca sión de sus experiencias religiosas más valoradas. Desesperado al principio, trata incluso de suicidarse. Ahora bien, «fui toma do p or algo invisible y arrojado a cuatro pasos de donde esta ba... Sentí que me había visitado el poder divino, o mi ángel guardián» (1: 118). C ada vez va viendo m ejor la mano de Dios en toda la experiencia. D ios le habla incluso directam ente ("Ve ahora a descansar y no tem as” ). Y, en definitiva, Cellini tiene una experiencia mística: «M e sentí transportado por ese poder invisible y llevado a un lugar en el que un ser desconocido se m anifestó ante mí visiblem ente, con form a hum ana» (1: 122). 223
Ve entonces a Cristo en la Cruz y a la Virgen; despierta con una m arca en la frente y sostiene varias co n v ersacio n es con su ángel guardián. Se produce después su «m ilagrosa» liberación de la cárcel y en lo sucesivo, al amanecer, m uchas veces tendrá una som bra como un halo en la frente. Para Cellini, todo esto no podía servir más que para resaltar y exaltar su sensación de vivir anclado con seguridad en su particular providencia. Como él m ism o señala en el «capitolo» escrito en la cárcel con su pro pia sangre, «alcé mis pensam ientos hacia Dios, hacia lo más alto, y le pedí perdón por todos mis pecados... Vi descender un ángel del cielo... “Aún has de llevar el peso de tu cuerpo duran te un tiempo... pues Dios ha de acabar con todos los enemigos que te salgan al paso, enzarzándolos en am argas guerras, mien tras que tú. libre y feliz, cuentas con Su bendición» (1:128). Cellini encontró de ese modo respaldo de sus acciones en una visión del mundo en la que ningún problem a tuvo cabida, así com o en la sencilla confianza en su providencia personal. Hay otro asunto añadido que merece la debida atención, si de veras deseamos com prender esta consciencia ajena a toda com plicación y esta forma singular y asom brosa de actuar a cada paso, sin que la reflexión perturbe precisam ente las acciones. A un siendo el suyo un yo soberano. Cellini no era uno de esos hom bres capaces de invertir dem asiadas energías psíquicas y m entales en la consideración de la legislación atingente a su propio yo. No es ni un Petrarca que sopesa con todo cuidado lo s c r ite r io s que h a n de re g ir su v id a , ni un Pico d e lla M irandola que se esfuerza por alcanzar una unidad sincrética de valores, ni mucho m enos un M aquiavelo capaz de romper conscientem ente con los códigos morales al uso, en aras de una m o ralid ad política acorde con sus ideas, ni es tampoco un C astiglione que pone todo su empeño en pertrechar al cortesano ideal con las normas de conducta y etiqueta m ás apropiadas. La m oralidad convencional habría sido un im pedim ento enorme para Cellini. Pero tampoco era un ser absoluta y radicalm ente amoral que sim p le m e n te p ersig u iese la co n secu ció n de sus caprichos. N ecesitaba algún tipo de agente regulador que desde su interior fuese capaz de funcionar con inmediatez, sin que se requiriese 224
sopesar detenidamente las alternativas diversas. En muchas de sus acciones Cellini pudo confiar con toda sencillez en su instin to de conservación y de autoafirm ación, en arm onía con su visión de] mundo, según la cual los hombres tenían que cuidar de sí mismos y demostrar a cada paso su virtu. En la autoafirmación y en la necesidad de un engrandecim iento «virtuoso» de sí mismo radica un lazo con el otro poderoso m ecanismo regula dor: su sentido del honor. Su idea de su propia valía personal estaba absolutamente vinculada a su creencia de ser un hombre honorable. Insistirá reiteradam ente en que su palabra es garantía más que suficiente; se m uestra totalm ente desdeñoso, incluso ante un papa, cuando está convencido de que un hombre deter m inado no ha cumplido su palabra. Lo de m enos es que alguna vez hubiese podido ser él culpable de esa m ism a falta; carece de sentido pedir a Cellini semejante coherencia. Sólo en una oca sión admite directamente un error, y por cierto que no de forma particularmente impresionante: «Si no reconociese que en algu nos de estos incidentes obré de forma errónea, la relación que hago de los demás, en cuyo acierto tengo una te inconmovible, podría ser sospechosa. Por eso reconozco haber cometido un error en vengarme con tal violencia de Pagolo Micceri» (2: 34). Sacar las cuentas en claro y contabilizar el total de virtudes y de defectos es algo que no interesa a Cellini en absoluto; lo que cuenta para él es la conducta en su inmediatez. En la acción inm ediata Cellini se guía p o r su sentido del honor. Se pone a la defensiva en cuanto huele la más leve insi nuación de ofensa contra su persona. A m enudo, es una cues tión que hay que dirim ir en el acto, sin tardanza. En otros casos, cuando tiene su cólera controlada o bien no ve que se presente la ocasión de pasar a la acción de inm ediato, seguirá sin cejar en su empeño, como un gato panza arriba, hasta darse por satis fecho. Uno de los episodios más sintom áticos de este tipo tiene lugar a su regreso de un viaje a Venecia, en com pañía de indivi duos no tan «viriles». En Chioggia, el posadero insiste en que se le pague por adelantado. Cellini se tom a la insistencia como un desaire directo contra su honor. Ahora bien, tanto él como sus com pañeros pagan y se quedan a pasar la noche en la posa da. «Dispusimos desde luego de camas excelentes... Y pese a 225
todo no pude pegar ojo, pensando la noche entera en cóm o podría vengarm e.» C uando los viajeros suben a bordo de un barco para marcharse, a la mañana siguiente, Cellini se disculpa so pretexto de regresar a por unas zapatillas que ha olvidado. A sí vuelve a las habitaciones sin que nadie sospeche nada: «tom é una pequeña navaja afiladísim a y destrocé las cuatro cam as, haciéndolas trizas... perjuicio a la altura de unas cin cuenta coronas, quizá más.» Regresa al barco con jirones de las cam as en los bolsillos y da cuenta a sus compañeros. Uno de ellos se queda aterrado: «Envainemos las espadas, ¡por Dios! Y basta ya de fanfarronerías, que en todo el tiem po que he pasado en vuestra compañía he tenido la impresión de que la hoja del cu ch illo descansaba sobre mi gaznate.» Pero aquello no fue para Cellini fanfarronería de ninguna clase; su compañero tam poco le pareció hom bre suficiente. Así concluye el relato: «A ojos de mi camarada había parecido yo un mal compañero por haberm e resentido de los insultos, por haber defendido su inte rés y el mío contra quienes podrían habernos perjudicado. Pero a m í su conducta me pareció mucho peor... Que sea él ese juez que contempla las cosas con desapasionamiento» (1: 19). Y de ese m odo zanja la cuestión, como hizo siempre, una vez logra da la satisfacción de su honor y restaurado el equilibrio debido. C abe la posibilidad de sentir simpatía por su compañero, por su sensación constante de tener el cuchillo en la garganta. Desde luego, es como si C ellini estuviese envuelto en una especial penum bra; era muy peligroso entrar en el dom inio de una per sonalidad tan soberana con la más leve hostilidad. Pero podía tam bién quedarse desarm ado ante una sencilla negativa a entrar en su juego de honor. En una disputa con el Micceri, Cellini d e se n v a in a la esp ad a y apunta al cuello d e su adversario: «"Cobarde, indigno... ¡Encomiéndate a Dios, pues eres hombre m uerto!” Aterrado, incapaz de mover un dedo, exclam ó tres veces seguidas: “ ¡Madre mía, ayúdame!” Me había propuesto m atarlo allí mismo, sin dilación, pero al oírle pronunciar tan ridiculas palabras, la m itad de mi ira se disipó... Así, mantuve la punta de la espada cerca de su cuello, dándole a cada tanto un pinchazo... Pero cuando comprendí que nada iba a hacer por defenderse, ya no supe qué hacer» (2: 33). Y es que no se lucha 226
contra un cobarde: lo propio es m ofarse de él y engañarlo, hasta hacerlo casar con una perdida. Son muy numerosos los incidentes de este tipo que m ues tran de qué modo funcionaba autom áticam ente su sentido del honor ante hom bres igualmente soberanos, y de qué m odo le im pedía autom áticam ente pasar im petuosam ente a la acción cuando no había un asunto de honor que dirimir. Se trata de un sentido del honor que funciona de forma muy sencilla, ajeno a la reflexión. Si bien nunca presupone una reflexión moral sope sada, sí funciona en cambio com o placebo de la moral y como agente regulador del com portam iento, que le impide, según sus propios criterios, llevar a cabo caprichos absolutam ente crim i nales y arbitrarios. Cellini es un individuo im posible de enten der si no se tiene esto muy en cuenta; pero quizá tam bién lo sea el hombre m oderno. Hace más de un siglo, Jakob Burckhardt, sin perder de vista a sus contem poráneos, lo expresó de esta forma: Em pecem os por decir unas breves palabras acerca de esa fuerza moral que era por entonces el más sólido bas tión contra el mal [die dem Büsen aufs starkste entgegenwirkende sittliche Kraft]. Aquellos hombres tan dotados consideraban que podría hallarla en el sentido del honor. Se trata de esa enigm ática m ezcla de co n cien cia y de eg o tism o [Selbstsucht] que a m enudo sobrevive en el hom bre moderno después de que haya perdido, ya sea por su culpa o no, la fe, el am or y la esperanza. Este sen tido del honor es com patible con grandes dosis de egoís mo. con grandes vicios, y es capaz de generar asom bro sas y falsas ilusiones; con eso y con todo, todos los ele m entos nobles que puedan quedar en el carácter de un individuo [Persónlichkeit] posiblem ente se coaliguen en tom o a ese honor, y de esa fuente tal vez extraiga renova da fuerza. Se ha convertido, en un sentido m uchísim o más am plio de lo que habitualm ente se cree, una decisiva norm a de conducta entre los europeos cultos de nuestro tiem po die heutigen individuel entwickelten Europáer, y m uchos de los que aún profesan fielmente la religión y la 227
m oralidad [S/í/e] se dejan guiar inconscientem ente por este sentim iento cu an d o han de tom ar las m ás graves decisiones." Tam bién puede ser ten tad o r clasificar la personalidad de Cellini entre la de esos seres del Renacimiento ilimitadamente v o lu n tario so s, que no reconocieron jam ás fro n te ra ninguna, hasta que, impulsados solam ente por sus caprichos del momen to y por una voluntad arbitraria y sin cortapisas, vuelcan en las aguas del «subjetivismo absoluto». Pero Cellini era demasiado «autónom o» para eso. Existían leyes y limitaciones objetivas en las que de buena gana se d ejó enmarcar. Acepta el mundo tal cual es y se acomoda al m arco y a las posibilidades que le ofre ce. Se siente anclado con seguridad en su experiencia, sobre todo por lo que respecta al apoyo constante de su providencia especial: necesita y acepta el consuelo de su Iglesia, y cabe ciertam ente preguntarse có m o le habrían ido las cosas en el supuesto de relacionarse con la Iglesia reform ada desde dentro de las décadas posteriores. Y se guia por su sentido del honor, por su necesidad de dem ostrar su virtü, por el m arco circunscri to del agón. M ás importante que todo lo dem ás es que se somete a los cánones de su arte, y eso es algo que hace de form a concluyente y definitiva, ya que existía un punto de inflexión crítica más allá del cual se esforzó por llegar. Yendo siempre un paso más allá en su destreza y su técnica, colmado intensam ente por una confianza creciente en sus poderes creativos, afronta el momen to de la tentación para exigir a la materia lo que la materia 110 puede dar. El m om ento cru c ia l tiene lugar en Francia. Allí encuentra a Francisco I, m ecenas real con una inm ediata apre ciación de lo grandioso y con u n a voluntad term inante, al menos durante un tiempo, de respaldar generosam ente a Cellini y de proporcionarle m ateriales y proyectos. Parte de su obra plástica se desplaza entonces hacia lo gigantesco, hacia una com plejidad elaboradísima y un virtuosismo rayano en el ilusionism o teatral. Llega a prom eter la creación de una fuente «que será la más im presionante e ingeniosa que puedo conce bir» (2: 20). Com ienza una cabeza de Marte tan descomunal 228
que su ayudante, Ascanio, puede colocar un lecho donde reposa su amante, en un rincón de la cabeza ahuecada; los buenos pari sinos contemplan desde los tejados de sus casas esa m onstruo sidad y ven sólo por los ojos una figurilla que se mueve de un lado a otro, con lo que piensan que la cabeza está encantada (2: 42). A Cellini se le indica que fabrique doce candelabros de plata, seis con figuras de dioses, otros seis con figuras de dio sas, todos ellos del tam año de Francisco 1. Cuando concluye sólo uno, Júpiter, C ellini decide presentarlo en público ya avan zada la noche, en la galería más alargada de Fontainebleau. Actúa más con el espíritu de un productor teatral que con el de un escultor deseoso de que las formas de su estatua hablen por sí solas. Sobre el cuerpo del dios griego se tiende un velo finísi mo «para realzar su porte majestuoso», se coloca en su mano una antorcha encendida «y cuando vi entrar a Su Majestad, hice que mi ayudante, Ascanio, empujase con suavidad la estatua; com o mi m ontaje [!] obedecía a una habilidad notable, este movimiento dio a la de por sí asom brosa figura la apariencia adicional de estar viva» (2: 41). Es com o si Cellini temiese que la sencillez no le diese el mejor pie para hacer despliegue de su virtuosismo. Tal vez una estatua de tam año ordinario no fuese impresionante; de hecho, es posible que una estatua no sea sufi ciente como estatua sin más, y por eso hay que vestirla, mover la, darle vida, hacerle mover los ojos y, por qué no, pronunciar algún encantamiento. Cellini. incluso en sus mejores obras, corrió el riesgo de sucumbir totalm ente a su fascinación por el mero virtuosismo técnico, por una tendencia incipiente hacia el barroquismo y la teatralidad. El sutil equilibrio entre la sencillez y la belleza de las líneas, por una parte, y el ornato excesivo que requiere toda habilidad técnica para reafirmarse, está en permanente peligro de echarse a perder. El gran virtuoso se interpone con facilidad en el camino del artista potencialm ente grandioso. Por fortuna para su bienestar com o artista y com o hom bre, podemos decir que Cellini fue expulsado de su paraíso en Francia. En las c o n d icio n es m u ch o m ás lim itad a s q u e le o freció d esp u és su Florencia natal, el arte de Cellini recuperó una contención for mal mucho m ás acorde con el clasicism o. El intento por captar 229
en bronce la sangre que brota de la carne todavía puede que estropee en parte la experiencia estética que propone la estatua de Perseo con la cabeza de Medusa; se buscó un efecto decidi damente teatral, pero el conjunto sigue manteniendo un equili brio formal claro. Es com o si un sentido muy fundamental de la belleza plástica, así com o un sentido suficiente de las lim itacio nes impuestas p o r el medio artístico, forzasen en definitiva a Cellini a som eterse a los cánones de su arte, tal y como la exis tencia más apacible de su ciudad natal y la admiración libre mente expresada por sus conciudadanos permitieron a Cellini una vivencia más segura y contenida. Esta misma «potencia plástica» fundam ental del escultor tam bién le posibilitó exponer su vida en conjunto y dejar la impresión inextinguible, en su Vida, de ser una persona form a da. Cuando Cellini refiere su vida, 110 parte de ningún esquem a interpretativo calculado de antemano. No se ha propuesto ilus trar ninguna «filosofía de la vida» subyacente, ninguna «filoso fía de la personalidad». Parece asim ism o poco o nada probable que el propio acto de relatar su vida revelase al narrador mismo cuál era su realidad, o cualquier otra cosa que aún 110 conocie se. El esfuerzo autobiográfico a q u í no se em prende con la intención de aclarar o de interpretar nada que tenga relación con el autor y el objeto del mismo. Cellini no se considera a sí mismo en térm inos históricos, 110 contem pla el lento desarrollo de su propio yo; con la excepción del crecim iento constante de su habilidad artística — por importante que sea— y del «asenta miento» gradual que después tendrá lugar en Florencia, no se percibe ningún desarrollo claro. C ellini sigue siendo en todo m om ento el m ism o, de forma bien reconocible. Así pues, la necesidad de alcanzar la com prensión por medio del recorrido que ha trazado el crecimiento gradual de la persona no funciona tampoco com o clave autobiográfica. M ediante el relato de su vida, Cellini utiliza una forma alternativa de reafirmar su pro pio ser una vez más; quizá sea incluso otra forma de inm ortali zar su fama terrenal. No escribe sus memorias, los sucesos de los que ha sido testigo; 110 hay una sola escena en la que Cellini mismo no sea el actor principal que ocupa el centro del escena rio. El saqueo de R om a parece in c lu so un «m ontaje», una 230
representación de un drama histórico de resonancia universal, con el único objeto de proporcionar un medio de encum brar a Cellini, en este caso el virtuoso cañonero. T am poco escribe acerca de las res gesiae, de tas cosas hechas para el público, y ni siquiera se detiene dem asiado en el modo en que sus accio nes pudieron afectar al m undo que lo rodeaba. Su auténtico tema es éste: cómo se afirmó Cellini a sí mismo, y es cierto que su vida abundó en oportunidades para ello. La cuestión sigue siendo cóm o pudo dar unidad a sem ejante p resentación, en ausencia de un esquema interpretativo subyacente. Y la res puesta ha de encontrarse, cóm o no, en su com pleja y pese a todo unificada personalidad, así com o en su potencial artístico. Aparte del hilo discem ible de su desarrollo técnico como artista y del agón artístico en constante desarrollo, cañam azo en el que dem uestra sus crecientes capacidades artísticas, el libro consiste, por así decir, en un ciento de episodios que tratan de los temas más variopintos. Son en esencia narraciones unidas unas a otras mediante la presencia continua del m ism o persona je central. Este egocentrismo inapelable tiene la gran ventaja de proporcionar un enfoque concreto; el horizonte está siempre enm arcado por su propio saber, y todo lo que hay a la vista tie ne relación exclusivamente con él y con su objetivo presente. Cellini aprehende el m undo a su alrededor m ed ian te lo que Goethe denom ina A nschauung, esa capacidad de absorber la realidad circundante en su im pacto inmediato y de percibir de alguna manera, sin reflexión analítica, su configuración consti tutiva. Para Cellini, el rasgo esencial de las circunstancias que lo rodean es siempre el m odo en que se ofrecen com o escena rios aptos para su acción personal, escenarios sobre los que puede proyectar su personalidad. Los episodios devienen de este m odo instantes en los que toda una vida se presenta de m anera sum am ente condensada, m ostrándonos a la totalidad del hom bre que persigue un objetivo inmediato. El dramatismo de C ellini le posibilita el mantenerse en una situación privile giada; puede hacer un rápido boceto del escenario y centrarse de inm ediato en la acción principal, apoyándose sobre todo en el estilo directo. El hom bre que asume visualm ente el mundo que lo rodea presenta ese m undo con una facilidad descriptiva 231
muy pictórica. Las escenas tienen una inm ediatez visual y una calidad dramáticamente muy compacta. En una época de la que quizá pueda decirse que no tenía tanto una filosofía de la vida com o un estilo vital, se siente la tentación de ver algo acorde en esa tendencia a descansar en la Anschauung y en la capacidad de p r e s e n ta r las e x p e r ie n c ia s de m a n e ra ta n g rá fic a , o Anschaulichkeit. Es com o si la memoria de Cellini almacenase grabados de las escenas visibles; cuando procede a relatar su vida, stante pede y sin haber planeado con ninguna atención el análisis y la reflexión, a la vez que trabaja en una de sus obras escultóricas, las imágenes y las escenas van desplegándose con palabras redondas, m anteniendo intacta toda la vitalidad de la experiencia inmediata. El vertido del Perseo en bronce es una escena absolutamente inolvidable: «Alcé el molde con todo el cuidado del mundo, m ediante una serie de tornos y de recios cordajes, hasta colocarlo en posición vertical; lo dejé en suspen so una cuarta por encim a el horno, prestando sum a atención para que colgase exactam ente en el centro de la boca. Luego, con m ucha, muchísima suavidad, lo introduje hasta el fondo del horno, sin ahorrar esfuerzos para depositarlo sin peligro» (2: 74). Todavía puede sentir el «esfuerzo», el dolor en sus manos m ientras arría lentamente el peso de la estatua; todavía puede seguir el m ovimiento de sus ojos al centrar el artilugio en el horno. Ese mismo poder capaz de dar forma a las cosas es el que hace que una escena com o ésta funcione a la perfección, y tam bién funciona de un modo u otro en la unificación de todos los episodios dentro de una visión panorámica de toda una vida, en la que se mueve una figura redonda y reconocible al instante. El artista que de ese m odo pudo modelar su vida hasta darle la form a de una obra de arte presenta una personalidad que constituye un interesante problem a en la historia de la indivi dualidad. La concepción de sí mismo en la que se representa Cellini a duras penas parece algo «concebido»; es un individuo, en el auténtico sentido de la palabra, ingenuo. Hay algo absolu tam ente carente de arte y de artificio, algo en m odo alguno reflexivo, que 110 responde a ninguna intención, en la concep ción de sí mismo. Se diría que Cellini no tiene al parecer la más rem ota intención de sentarse a calibrar qué es en realidad o 232
cómo desea presentarse ante el lector. No es un hombre en bus ca de sí mismo. No habría podido com prender los problemas de Petrarca respecto de cóm o puede un hom bre convertirse en una persona total, integral. Le irritaría la m inuciosísim a indagación sobre sí m ism o que se im pone C ardano. ¿C óm o podríam os imaginamos a C ellini en el diván del psicoanalista? Es lo que es y no tiene ninguna intención de convertirse en algo diferente. No tiene a la vista ningún modelo de acción, ningún modelo de ser. Ciertamente, se com para con otros; en pos del agón artísti co, en su seguim iento inflexible de un código del honor que compartió con otros hom bres honorables de su tiempo, delata que existe una b ú sq u ed a de la individualidad más o m enos consciente. Sólo que él nada sabe de una búsqueda consciente, al margen del sentim iento instintivo de que «un hombre debe hacer lo que debe hacer» (I: 33). C ellini no puede ser nada diferente de su propia individualidad, aun cuando no sepa lo que esto significa. No podría presentarse de acuerdo con nin gún esquema distinto del que le dicta su individualidad. Pero de una manera perfectam ente ingenua sí puede presentar a Cellini mediante la capacidad descriptiva de sus palabras. Puede pre sentarse como individualidad. Que esa individualidad pudiera llegar a ser la que es por m edios ajenos a la reflexión, que pudiera afirmarse, y así plasmarse ingenuam ente en el relato do su vida, en una época en que la persona libre y exenta hace su aparición en el foro de la opinión pública, constituye un paso capital en el m ovim iento hacia el cultivo consciente de la indi vidualidad.
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7. GIROLAMO CARDANO: VISION CIENTIFICA DE LA COMPLEJIDAD DEL YO
Cellini (1500-1571) y Cardano (1501 -1576) fueron contem po rán eo s, a u n q u e n ad a s ig n ific a ra n el uno p ara el o tro . Ninguno de estos dos importantes escritores autobiográficos del Renacimiento podría haberse hecho una idea de su propia valía por com paración con el otro. Los dos estuvieron en el centro del mundo que el Renacimiento había introducido, puesto que Cellini sim plem ente se benefició de este hecho, m ientras que Cardano com enzó a sopesar su sentido histórico. Las olas de la incipiente C ontrarreíorm a bañaron la vida de uno y la del otro; Cellini, el artista, tiene a gala exhibir no sin orgullo una religio sidad propia, de cuño em ocional; C ardano, el cien tífico , al especular con osadía acerca de diversos asuntos religiosos, ya mediada su vida, fue en su vejez encarcelado, aunque por poco tiempo, debido al estricto régim en del papa Pío V, del cual obtuvo, pese a todo y ya muy al final de sus días, nada m enos que una pensión vitalicia de la que no pudo disfrutar. A unque la edad de la exploración no incide de ninguna manera en Cellini. sí conmueve hondam ente a Cardano. Cellini lisa y llanam ente se tom a el m undo tal cual es, y vive su vida com o artista y como hombre de virtü; para Cardano, siem pre crítico e interro gante, la naturaleza del mundo y el papel que dentro del m undo le ha tocado al hom bre devienen problem as que adquieren la 235
dim ensión de un reto. Tanto Cellini com o C ardano viven en sus respectivos mundos com o personalidades libres, independien tes. acuciadas por un irresistible deseo de gloria y de fama. El artista se rinde a la pujanza de este deseo con una perentoriedad en co n stan te eb u llició n ; el científico en cam b io se resigna sobriam ente a una indom eñable pasión por la fam a que su m en te p o r el c o n tra rio re n u n c ia a to m ar p le n a m e n te en serio. Am bos creen que el hom bre puede ser inm ortal por medio de la creatividad, pero así com o el artista prospera gracias a la sensa ción de que tiene el poder de crear lo que hasta entonces no existía, el científico encuentra la plena realización de sus aspi raciones en el descubrim iento de la realidad, en calidad de doc tor que se resigna a batallar arduamente con la naturaleza, en calidad de pensador que busca con denuedo las claves de la sabiduría que perm itan al hombre m antenerse de un modo u otro por encima de las fuerzas de la naturaleza. La incuestiona ble fe del artista en la unidad de la forma cerrada en sí misma le perm ite dar forma a su arte y a su vida. En cam bio, bajo la pre sió n del análisis del cien tífico , las form as coherentes de la experiencia diaria com ienzan a desintegrarse; cuando piensa acerca de infinitudes diversas y de relatividades varias, la men te se enturbia, y la certidum bre de que exista un mundo de for m as cerradas en sí m ism as cede ante una búsqueda mucho más desesperada, que tiene por objeto alguna clase de nexo causal, en el seno de un m undo más complejo e inquietante. Estos dos hom bres aportan im portantes pruebas acerca del gradual surgi m iento de la individualidad, pero si bien C ellini sobrevivió a su individualidad, exponiéndola de forma irreflexiva y en modo alguno problemática, C ardano meditó sobre su propia existen cia con lúgubre humor, interrogándose sobria y despojadamente acerca de ella, estableciendo su singularidad pieza a pieza. De su autobiografía se ha dicho que constituye el primer esfuerzo «científico» por aprehender el huidizo yo del hombre. Cardano fue un prolífico autor. Su latín es difícil de seguir, y sus ideas están estrecham ente incardinadas en el mundo de la ciencia del siglo XVI, que a los profanos en la materia resulta difícil de penetrar; incluso los expertos se han encontrado ante la dificultad de elucidarlo. 236
El libro de Cardano, De vita propria, es la autobiografía de un hom bre ya anciano, escrita en los años postreros de su vida. A sus setenta y cuatro años, cómodamente instalado en Roma, el autor pudo fiarse de diversos escritos anteriores, en el curso de los cuales había contem plado su propia vida ya fuese en for ma de horóscopos o de com entarios sobre sus propios libros. Fue un inveterado anotador; el último volum en de sus Opera omnia lo tituló Paralipomena, es decir, «lo que se ha quedado fuera» de los otros libros, producto de una lim pieza de «todas las astillas que se quedaron en el banco del carpintero». Al redactar su autobiografía presumiblem ente estuvo rodeado por cientos de anotaciones en las que había dejado constancia de las minucias, de todos los detalles innum erables con los que en efecto va cumpliendo su relato. Perfiló los principales sucesos de su vida en uno de los primeros capítulos; tal com o hemos de ver m ás adelante, eso era lo que le parecía el aspecto menos interesante de su relato. Iba a tratarse sin duda de la vida de un erudito, desde luego, pero no carente de sucedidos. C ardano fue natural del ducado de M ilán, lugar del que Cellini siempre habló con palmario desdén, sobre todo cada vez que se encontró con un m ilanés. Su padre, un jurisconsulto, ten ía gran can tid ad de parientes con los q u e más adelante G irolam o C ardano libró interm inables p leito s judiciales por diversas propiedades y terrenos. Cardano el viejo fue un buen matemático, al cual expuso varias consultas Leonardo da Vinci. Se diría que su vida tuvo su origen en muy hum ildes circuns tancias; muy posiblem ente, el padre y la m adre tuvieran con c e rta d o ese tip o de p a c to por el que p a re c e probable que G irolam o fuese hijo ilegítimo. Por este m otivo, el colegio de m édicos de M ilán más adelante rehusó reiteradam ente conce d erle la debida a c red itac ió n . Fue un m u ch ac h o nervioso y enferm izo, que tenía constantes pesadillas y visiones. A los die cin u ev e años de edad com enzó su ed u c ació n académ ica en Pavía y, aunque su padre deploró que G irolam o se inclinase por la medicina, en vez de hacer la carrera de leyes, el joven obtuvo su doctorado en Padua, en 1525. Los años sucesivos residió en pequeñas poblaciones com o Sacco, en las cercanías de Padua, o Gallarate, en las afueras de Milán, en condiciones de extremada 237
pobreza. «Dejé la p obreza, pues todo lo dejé» (p. 94 [4]). Contrajo m atrim onio estando en Sacco y tuvo tres hijos — una niña y dos varones que más adelante iban a partirle el corazón Entre 1529 y 1539 hizo diversos intentos, siem pre sin éxito, por obtener acreditación de médico en M ilán, que le fue concedida, «contra todo pronóstico», sólo en 1539. Entretanto, se dedicó a la enseñanza de las m atem áticas y se ganó m odestam ente la vida por medio de la práctica de la m edicina, aparte de dedicar se a los juegos de azar y al ajedrez y de observar con atención el mundo portentoso en que vivía. A partir de 1536 comenzaron a publicarse sus libros, y fue adquiriendo gradualm ente una considerable reputación en la m edicina, las matemáticas y la astrología. A los cuarenta y pico años de edad le llegaron la fam a y la riqueza. R echazó am ablem ente una invitación para atender como doctor en medicina al papa Farnesio, Pablo III. debido a la edad del pontífice: «El papa es un anciano provecto, un m uro ruinoso: ¿voy a dejar lo seg u ro por lo incierto?» R ech azó in clu so u n a ju g o sa o fe rta p ro c e d e n te del rey de Dinamarca por razones climatológicas y «porque [los daneses] siguen otro rito en m ateria religiosa» (pp. 96-97 [4]). En cam bio, en 1552 sí aceptó la invitación del arzobispo de Escocia, John Hamilton, para acudir a su archidiócesis a tratarle una afección asm ática (reco m en d án d o le que durm iese con lina almohada forrada de cuero); tras ello, realizó una beneficiosa y triunfante gira por el norte de Europa. En 1546, fallecida su esposa, G irolam o quedó al frente de la crianza y educación de los hijos. En 1559, el mayor de los varones, G iam batista — médico, igual que su padre— , asesinó a su esposa por serle infiel; a pesar de los desesperados intentos de G irolam o por salvarlo, fue aju sticiad o en abril de 1560. Cardano vivió los peores momentos de su vida; tras solicitar y c o n se g u ir una in v ita c ió n para im p a rtir clase s en B olonia, «huyó» a esta ciudad. Para entonces, su hijo menor, Aldo, era ya un perfecto inútil que se gastaba en juegos de azar los dine ros del padre, al cual robaba dinero de sus arquetas reforzadas con cerrojos; es in cluso probable que provocase el proceso inquisitorial que se desató contra su padre. Después que el
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joven hubiese tenido toda clase de dificultades con la ley vigen te, Cardano terminó por desheredarlo. El 6 de octubre de 1570 C ardano fue en carcelad o , juzgado cu lp ab le de im piedades diversas y de h aber proferido afirm acio n es teológicam ente erróneas en sus libros, por orden del Santo O ficio de Roma; su nombre fue borrado de las listas del profesorado de Bolonia. Se le permitió abjurar en privado; no le fue vetado el dedicarse a la enseñanza en lo sucesivo, aunque sí se le aconsejó que se abs tuviese de tales prácticas. El mismo nombró a cuatro cardenales «para que cuiden de la revisión de De rerum varietate,» que había sido declarado el más ofensivo de sus libros.- Tras setenta y siete días en prisión y otros ochenta y seis de arresto dom ici liario, Cardano fue puesto en libertad. Su am igo y discípulo Rodolfo Silvestri lo llevó a Roma, en donde el anciano vivió com o erudito particular. «En el m om ento presente, para ser exactos, han transcurrido cuatro años desde que llegué a la ciu dad y cinco desde mi encarcelamiento. He vivido desde enton ces com o un particu lar, si bien el C olegio (de Médicos] de Rom a me ha adm itido entre sus miembros el 13 de septiembre y el papa me pasa una pensión» (p. 98 (4|). El 20 de septiembre de 1576 C ardano falleció apaciblem ente, dejando 131 obras impresas y 11 inéditos (había quemado 170 m anuscritos).' De vita propia fue el últim o libro en el que estuvo trabajando antes de su muerte. Por su estructura formal, este libro no guarda ningún paren tesco con las au to b io g rafías anteriores. «N os disponem os a escribir este libro sobre nuestra vida, siguiendo el ejemplo de M arco Aurelio, que fue tenido por hombre muy sabio y exce lente»: aunque C ardano abre con estas palabras su prólogo, la co m p aració n con las M ed ita cio n es, del e m p erad o r M arco Aurelio, no encaja en la estructura y la intención de Cardano. Otros modelos que m enciona de cuando en cuando —Galeno, Flavio Josefo, Sila, C ésar y Augusto— tam poco tienen nada que ver, aunque estas breves referencias tal vez no tengan más sentido que indicar la intención de Cardano: escribir acerca de sí mismo, tal y com o hicieron ya otros antes que él. La caracte rización que da al volum en, en el sentido de que «esto es m era mente un relato», es tan inservible como su em pleo del término 239
narración. Al m argen del capítulo 4 («Breve relación de mi vida...»), los otros cincuenta y tres capítulos de la obra se con sagran a la discusión, comentario o enum eración de tem as que apenas m erecen el título que se les adjudica. Los asuntos de índole personal están dispuestos de m anera muy diferente a las entradas, casi propias de un diario, que lleva a cabo M arco Aurelio. Hay partes que reflejan el em pleo del arte biográfica de Suetonio, que se había convertido en referencia obligada en la profesión de hum anista: tierra natal y antepasados (1), mi nacimiento (2), ciertos rasgos de mis progenitores (3), estatura y aspecto corporal (5), régimen de vida (8), amigos y protecto res (15), enem igos y rivales (16), religiosidad y devoción (22), reglas principales de conducta (23), m atrim onio y prole (26), viajes realizados (29), honores y distinciones recibidas (32), mis maestros y a quienes oí (34), mis discípulos (35), los libros que he escrito (45), testimonios de hom bres ilustres sobre mí (48). dichos habituales que equivalen a reglas de conducta (50). Pero todas estas partes están salpim entadas por tem as harto insólitos, por no mencionar aún sus contenidos, a menudo tan singulares. Queda al margen un conjunto de capítulos relativa mente extenso en los que se com entan cuestiones y hábitos externos, tales com o la salud de C ardano (6), sus ejercicios físi cos y prácticas deportivas (7), su afición al ajedrez y a los ju e gos de azar (19), su vestimenta (20), su manera de cam inar y de pensar (21), los lugares en los que ha vivido (24) y la calidad de su conversación (53). El contenido de su testam ento y sus últimas voluntades aparece en uno de los capítulos del medio (36), mientras que un intento sistem ático por revisar los cam bios experim entados desde la juventud hasta la vejez figura ya cerca del final del libro (52), aunque antes de un capítulo sobre la conversación. Y aparecen repartidos hom ogéneam ente los capítulos de títulos más «extraños»: una m editación sobre la perpetuación de su apellido (9), aquellas aficiones que le procu ran placer (18). la felicidad (31). ciertas excentricidades natura les (37), cinco prerrogativas por las que ha tenido ayuda en la vida (38), sucesos absolutamente sobrenaturales (43), acerca de la propia existencia (46), los ángeles custodios (47). Por em ple ar uno de sus vocablos predilectos, la totalidad del libro tiene 240
un aire «farragoso». No obstante, existe un orden subyacente: los prim eros ocho capítulos tratan del hombre en sus condicio nes naturales; el capítulo sobre la búsqueda de la fam a (9) ini cia el comentario sobre la educación, los hábitos, el intelecto y el espíritu por los que un hom bre obtiene de su propia vida m ayor partido que lo que la naturaleza y las circunstancias por sí solas le habrían perm itido. Aun cuando este orden no se m antenga rigurosamente, sigue siendo digno de mención que sem ejante «fárrago» perm itiese a Cardano articular un «retrato» de sí m ism o como el que de hecho consigue. La forma expositiva que se elige tiene evidente relación con la intención que anima al libro; ahora bien, com o los objetivos del autor no se estatuyen de m anera muy explícita, sólo van apa reciendo de manera gradual y, en parte, es incluso necesario aventurar conjeturas acerca de cuáles puedan ser. En el prólogo, C ard an o perora sobre la falta de o rig in alid ad propia de su em presa. No ha sido testigo de acontecimientos realmente gran des, aunque sí ha tenido «m uchas experiencias que al menos son dignas de mención». Rechaza enfáticam ente la idea de que se proponga instruir a ningún lector por m edio de este libro. La insinuación más fuerte acerca de sus propósitos es su afirmación de que el reconocim iento de la verdad siem pre constituye un valioso objetivo. Se propone recopilar «experiencias»; la «rela ción», expuesta «sin afeites», tiene por objeto referir su vida, no los acontecimientos. C uando en un capítulo posterior comenta los libros que él m ismo ha escrito, afirm a sencillam ente: «El libro de M i Vida lo estoy escribiendo porque m e arrastran — eso creo— mi propio bien, la necesidad y una serie de circunstan cias, y porque además no me resultará ingrato, si es que lleva razón Epicuro, rem em orar el pasado» (p. 275 [45]). La primera frase de esta afirmación bien podría estar en relación con una de las frases introductorias que emplaza al com ienzo de su comen tario sobre sus propios libros: «Creo que sabrás por lo que ya dije,» interpela al lector haciendo referencia al capítulo [9], «cuál es la causa que me m ovió a escribir, esto es, por seguir el consejo que recibiera en sueños una vez y luego otra y tres y cuatro y muchísimas, según he contado en otra parte, aunque tam bién por deseo de perpetuar mi nombre» (p. 267 [45]). 241
Cardano se dirige al lector en general:4 el libro no es sola mente un instrum ento para descubrirse a uno mismo, o para dominarse a uno m ism o, com o es el caso de Marco A urelio. Sólo en un pasaje (p. 93 [4]), en el cual enum era todos los deta lles de su decisión de obtener la licenciatura en medicina, pare ce ser consciente de estos elem entos, y se apresura a sugerir que anota hechos quizá insignificantes sólo por su propia satis facción. «Aunque no se me escapa que estas cosas son de poca monta, las consigno en el orden en que me sucedieron para que cuando yo las lea — porque no las escribo para otros, sino para mí solo— me procuren contento...» Sin embargo, al term inar la frase, al especular de nuevo que ciertam ente contará con lecto res, esboza cuáles son las razones reales de los detalles: «y para que a su vez las otras personas — si es que alguien se digna leerlas— sepan que los casos graves tienen comienzos y d esa rrollos oscuros, y que también a ellas les suelen ocurrir cosas así aunque no se den cuenta». Las m inucias son significantes en la historia de su vida; procede después a anotar cuestiones per sonales mucho m ás «sorprendentes». Así pues, la intención de la escritura es en prim er lugar la q u e brota de su poderoso deseo por alcanzar la fama a través de sus libros. Con todo, ésta es una razón que a duras penas ayuda a explicar el porqué de la forma que ha escogido. Las otras razones estatuidas son la fuer za interior que le ha «movido» a em prender esta tarea y el pla cer y el beneficio que obtiene en ver y revelar la verdad. Que estas razones se hallan sin duda intrínsecam ente relacionadas con la forma habrá de ser dem ostrado en un análisis ulterior. Cardano no expone su vida com o un relato narrado de for ma consecutiva, com o hacía por ejem plo Abelardo al recorrer los momentos m ás críticos de su existencia. Al contrario que Agustín. C ardano no presenta al lector su pasado por m edio de los términos «conferidores de sentido» de una experiencia capi tal, integrando los sucesos concretos en una visión globalizadora de una vida que aparece com o algo unificado. El libro, escri to muy al final de su vida, tam poco despliega el proceso de recuperación y orientación del propio yo que habían definido el Secretum de Petrarca. Y el contraste con su contem poráneo
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Cellini es particularmente interesante. El artista expone la tota lidad de su vida mediante la narración, en un orden histórica mente secu en ciad o , de escen as condensadas en las que se muestra el hombre por completo; permite una visión unitaria de su propio yo al retratar la totalidad de su ser en distintas accio nes y situaciones. En este modo de proceder existe una secuen cia narrativa, a pesar de que sea m inúscula la evolución de la personalidad que puede d iscern irse. En la au to b io g ra fía de Cardano se invierte este procedim iento. El perfil de su vida se ofrece en un breve capítulo del principio; los cambios generales que definen la transición de la infancia a la senectud se plante an en un capítulo posterior e incluso más breve. Y en los capí tulos interm edios se centra en cualquier fase de su vida para ilustrar la cuestión o tópico som etida a consideración. Así pues, el énfasis ya no reside en m anifestar cómo ha llegado a ser quien es en el momento en que escribe, ni tampoco en la com prensión de lo que sea en el presente, como sí era el caso de los últimos libros de las Confesiones agustinianas. C iertam ente, la cuestión del desarrollo se m enoscaba, tal como era tan común con anterioridad al siglo XVIII. Al ofrecerse la personalidad a ojos del lector, se trata de un conglom erado de partes separadas que han sido sometidas a un laborioso procedimiento analítico. Cardano extrajo al m enos algunas de sus categorías analíti cas de e s tu d io s m o d é lic o s d e la p e rs o n a lid a d , co m o era Teofrasto, a quien en general adm ira, y de historiadores clási cos tales com o Plutarco, Suetonio y Salustio, perm aneciendo de ese m odo d elib erad am en te d en tro del m olde h u m an ístic o . Otros, en cam bio, se derivan de la peculiar estructura de su pro pia vida y de su visión del mundo. Fue un hom bre fascinado por la corrección factual, aunque poco o nada am igo de las ide alizaciones: el gnothi seauton («C onócete a ti m ism o»), sobra damente conocido, le pareció la m ejor guía [13]. No iba a ser ni un M arco A urelio, «escribiendo tal y como los otros creen que h ad e ser», ni un Flavio Josefo, entregado a las «versiones vera ces, aunque en todas ellas hubiese defectos cuidadosam ente suprimidos». Entendió que sus m últiples puntos de vista hetero doxos podrían crearle serios problem as [14]. Previo que el acto de constatar las alabanzas recibidas y los vicios a que era dado 243
p o d ría fá c ilm e n te s e r in te rp re ta d o de m a n e ra p e rv e rs a . «Quienes proyecten dudas sobre las alabanzas que hago de mí por gárrulas y desm esuradas, me están echando en cara vicios ajenos, que no son ésos m is pecados. Sólo me defiendo, no ata co a nadie. ¿Por qué, en efecto, pasarlo m al por estas cosas, cuando tantas veces he hablado en público de la vanidad de esta vida? Ellos llaman “alabanzas” a lo que no es más que una jus tificación: ¡tan extraordinario consideran el no ser malo!» (p. 128 [13]). Cardano deseaba la fama, pero se había dado cuenta de que la fama tal vez le fuese vedada a un hom bre como el que él podría revelar poniendo su ser al descubierto. La fama que confiaba alcanzar había de venirle por m edio de sus libros de erudición, de sus escritos de matemáticas y muy en especial de sus comentarios sobre el corpus hipocrático, material sobre el que había trabajado durante la mayor parte de su vida y sobre el que había impartido num erosas lecciones, pero no de su auto biografía. A pesar de todo, tal vez la relación de su vida en toda su desnudez factual, sin añadidos ni tapujos, tal vez pudiera deparar la fama a una persona que, como era su caso, contaba con su perpetua búsqueda de la verdad com o más excelsa vir tud. «Aun cuando me tallase toda la esperanza de alcanzar la fam a que yo albergo, mi ambición es digna de alabanza» [9], M uy al final del libro se preocupa pasajeram ente por el hecho de que alguien pueda pensar que ha consignado sus hazañas en el terreno de la m edicina en uno de los capítulos anteriores a m an era de p u blicidad, para granjearse a nuevos pacientes. Rápidam ente desecha tal suposición. Esto es algo que ha hecho, dice, «para que la gente, en tanto que se pueda llegar al fondo de la verdad, vea que soy lo que digo, esto es, veraz, honrado y poderoso gracias a un espíritu divino» (p. 319 [5 4 J). La intención que C ardano explícita es la de que los hechos hablen por sí mismos. El mismo parece deseoso de afrontar la realidad de su vida tal cual es, sin dejarse distraer por ninguna teoría preconcebida. Toda realidad que halla a su alcance se propone referirla a su lector; lo de menos es cuán peculiar o inverosím il pueda parecer. Los hechos son determ inados por los m ism os criterios em pleados para construir y dejar constan cia de sus visiones «científicas» del mundo. La actividad cientí 244
fica de Cardano exhibe una tensión, bien que m uy distinta de la de hoy en día, entre una curiosidad incansable que apunta a la inform eión erudita acerca del mundo y, por otra parte, una pre ocupación por ]a dem ostración crítica de las pruebas obtenidas y de las teorías deducidas de ellas. Dicho en otros términos, contienden su deseo de poseer todo el conocim iento disponible y su deseo de probar ese conocimiento; am bos deseos no siem pre son com patibles. En sus obras m atem áticas, terreno del saber en que probablem ente adquirió un renom bre más durade ro, esta tensión no desem peñó papel ninguno. En cambio, apa rece en juego rápidam ente cuando se trata de cuestiones atingentes a los hechos del m undo físico. El d ese o de saber de C ardano, profundam ente arraigado en él, y su ansiedad por hacer gala de su erudición, son tan intensos que no parece dis puesto a dejar en suspenso el juicio hasta que el saber obtenido haya sido puesto a prueba en toda profundidad. El fenomenal éxito de público que tuvieron sus obras más «enciclopédicas», com o De subtilitate rerum (con cinco ediciones entre 1550 y 1554), o De rerum varietate (tres ediciones entre 1557 y 1558), da buena m uestra de que sintonizaba a la perfección con la épo ca en que le tocó vivir. Pero si bien no estuvo dedicado a probar con esmero todos los materiales de construcción gracias a los cuales pudo erigir su edificación científica, no puede decirse que le faltara espíritu crítico en la selección de los mismos. Por lo general se muestra inclinado a recoger conocim ientos que ya ha com partido con otros, si bien con toda probabilidad cotejará unas fuentes con otras. Esto es algo que hace sin ningún prejuicio contra ningún grupo de hombres: no parece proclive a tener en mayor estima ninguna afirmación de un autor antiguo, por comparación con las de un autor m edieval, ni tampoco a o ptar sin más por un au to r cristiano frente a un autor árabe, au n q u e en térm inos generales parezca convencido de que vive en una época no sólo avanzada, sino que adem ás avanza sin cesar. Rebate argumen tos de Aristóteles, de G aleno o de Ptolomeo, am én de defender los de hombres dem asiado deseosos de fundar nuevas sectas. D esafía el prestigio inapelable de Aristóteles mediante una pro puesta de sentido com ún: si Aristóteles, siem pre en aras de la 245
verdad, tuvo entera libertad para disentir de su m aestro. Platón, no cabe duda de que nosotros gozamos del m ism o derecho a revisar los saberes heredados.5 Cuando confía en una determi nada fuente, acepta sin prejuicios sus muy cuestionables datos: Teodoro de Gaza y Jorge de Trapisonda nunca habrían mentido acerca de la existencia de las sirenas, ergo C ardano da cuenta de la existencia de estos m aravillosos seres. C ardano dispone de dos m edios principales p ara poner a prueba la información: en el prim ero caso, ¿encajan o no los datos dentro de su visión general de las cosas?; en el segundo, ¿están de acuerdo los datos con su experiencia personal y sus observaciones? Convencido de que el orden de la naturaleza no es accidental, concluye que la influencia de las estrellas por fuerza ha de ser responsable de ciertos desvíos respecto de la regularidad natural.6 C onvencido de que algo que esté dotado de una estructura interna im perfecta no podrá ser convertido en algo que tenga una estructura interna perfecta, rechaza de plano la posibilidad misma de que exista la alquimia.7 C om o se mues tra en general inclinado a pensar en función de ciertas polarida des, y com o está convencido de que toda m ateria tiene vida psí quica, utiliza sin poner en tela de juicio los datos según los cua les cabe pensar en que las vides odian las coles, que los olivos aman el m irtilo y que las calabazas se resecan cuando se les aproxim a una mujer durante el período menstrual.8 Allí donde la teoría es contraria de su experiencia ordinaria nunca se toma en serio dicha teoría. Aunque tiene conocimiento de Copérnico, rechaza sus teorías sobre la base de que, caso de ser ciertas, la tierra tendría que girar sobre sí misma a tal velocidad que él mismo tendría que haberse apercibido del hecho.9 Abundan los in form es acerca de an im ales de extraordinaria longevidad; Alberto M agno afirma que un ganso puede alcanzar los sesenta años: el propio Cardano había visto un pinzón de al menos tre ce en una jaula; por lo tanto, cabe confiar en Alberto Magno. En el aspecto más profesionalizado de la vida de Cardano, la práctica de la medicina, es donde con más fuerza expresa esta confianza absoluta en la observación personal y en la experien cia reiterada. Ello no equivale a decir que construyese su prácti ca solam ente sobre los datos que hubiese observado: sus opi 246
niones m édicas ab u n d an en las te o ría s del m om ento. S in embargo, modificaba libremente dichas teorías, sobre la base de su propia experiencia, y emprendió un ataque global contra la autoridad indiscutible de Galeno confrontando sus enseñanzas co n las id eas de H ip ó c ra te s , lis a y lla n a m e n te p o rq u e Hipócrates nos había enseñado a confiar en la experiencia y en la observación directa. C ardano co n sid erab a su co m en tario sobre el corpus hipocrático su m ejor baza de cara a la obtención de la fama futura. De la erudición de Cardano falta en general el im portantísi mo método que es preciso para corregir o corroborar cualquier saber transmitido por medio de los experim entos críticos b asa dos en hipótesis. Ocasionalm ente se n ota su presencia en su práctica de la m edicina, pero incluso en este campo diríase que la experim entación parece constar tan sólo de la observación reiterada. Da cuenta de «la iluminación. La he ido desarrollan do poco a poco, con creciente beneficio. Tuvo su arranque por el año 1529... si bien es verdad que sólo ahora, en 1574, es cuando la he llevado al remate de la perfección. Es un don que no me abandona... Está hecho a base de un empleo que ejercito ingeniosam ente de la facultad intuitiva y de una consonante lucidez de entendim iento; gozoso en dem asía... es beneficioso para mi influencia, mi adiestram iento, m is ganancias y para confirmar la validez de mis estudios... Si no es algo divino, es la obra más acabada de los mortales» (p. 223 [381). En su actitud frente a los hechos y su descubrimiento, por lo tanto, Cardano no descuella por encim a del nivel de su é p o ca. Al igual que tantos otros sabios, sigue estando cautivo de las autoridades. No da ninguna m uestra de la radical descon fianza de la tradición que ha de m ostrar m ás adelante D escartes al insistir en la construcción de un sistem a filosófico basado exclusivam ente en los conocim ientos dem ostrables. C ardano, así pues, bien puede entrem ezclar la confianza en la observa ción crítica con la fantasía de la tradición. Obtener la fam a por medio de la erudición es un deseo tan intenso como el de ser célebre gracias a un nuevo descubrim iento. Pero aun cuando a la luz de una actitud científica diferente es cierto que este fun damento factual puede resultar un tanto débil, la fascinación de 247
Cardano por los hechos es om nívora y genuina. En su opinión, todo hecho tiene una causa, y su determ inación de averiguar cuál sea es im placable, aunque su m étodo a la hora de estable cerla pueda ser y sea a menudo ajeno a la crítica. Cardano sostuvo firmemente la idea de que cualquier m ate ria de las que hay en el universo está dotada de vida, h asta el extremo de que el alma del mundo ia penetra; a la inversa, la existencia del alm a está afectada por la naturaleza de la m ateria en que penetra. C uando escribió la Vita, colocó en consonancia el material y las condiciones fisiológicas de su existencia al principio del libro. Consideraba la vida, hasta un extrem o muy considerable, com o un conjunto de elem entos dados. Un hom bre nace en un determ inado entorno geográfico que. aun siendo arbitrario, no puede considerarse carente de consecuencias a la hora de explicar parte de sus diferencias fundam entales.10 Al comentario del entorno geográfico en que tuvo lugar su naci miento, C ardano añade la acostum brada genealogía hum anísti ca. Vale la pena m encionar desde el punto de partida su preocu pación por la p recisión num érica: el lugar de origen de los Cardani se encuentra a 40 kms. de M ilán; de un pariente lejano. Milano Cardano, sabremos que en 1189 fue «prefecto de M ilán durante siete años y ocho meses, a juzgar tanto por el calenda rio eclesiástico com o por el calendario civil»; se nos da después un largo listado de las distintas edades a las que fallecieron sus parientes; anota el núm ero exacto de parientes vivos, etc. De igual modo, la precisión acerca de la hora de su nacim iento es de vital im portancia: tuvo lugar a las 6 horas y cuarenta m inu tos del 24 de septiem bre de 1501" — aunque irónicamente se haya producido ulteriorm ente un controvertido debate acerca de si dicha fecha es realm ente la correcta. El asunto crucial, no podía ser de otro modo, es la posición de las estrellas en tan señalado mom ento: «Aunque no estaban los planetas perjudiciales [se refiere a M arte y Saturno) en el ángulo, sin em bargo Marte perjudicaba a las dos luminarias... era posible. en consecuencia, que yo naciera monstruoso; ahora bien, como el punto de la conjunción precedente fue el grado vigesim onoveno de Virgo, sobre el que gobierna M ercurio, debí ser m onstruoso.» (p. 84 [2]). Cardano da cuenta de cóm o hubo 248
de ser arrancado del seno materno, m edio muerto, y reanim ado con un baño de vino caliente, «cosa que a otro recién nacido pudo haberle sido fatal». De este m odo queda marcado desde el principio por rasgos muy especiales. «Pero, volviendo al horós copo, el Sol, los dos planetas perjudiciales y Venus y M ercurio estaban en signos humanos: de ahí que yo no dejara de tener forma humana. No obstante, com o Júpiter estaba en el ascen dente junto con Venus, que dom inaba todo mi horóscopo, no pasé sin cierto daño en mis genitales, de modo que desde los veintiún años a los treinta y uno no pude realizar el coito y muy a menudo lam enté mi suerte, envidioso de la de cualquier otro que no fuera yo» (p. 85 [2]). Con eso y con todo, ya se ve que las constelaciones no eran prom etedoras de una vida digna de nota; sin em b arg o , m encionará al final del capítulo que el emperador A ugusto nació el mismo día que él. y que la fecha también coincidía con el día en que zarpó Colón en su prim er viaje (aunque ello entrañe uno de los frecuentes errores de arit mética de los que puede culparse a Cardano, bien que en este caso probablemente por mero despiste). De este modo, los ele mentos dados fueron en general desfavorables, si bien dichos elementos no son las únicas fuerzas que han de configurar la vida de un hom bre. En dos de los primeros capítulos (3 y 5), Cardano describe la apariencia física de sus padres y la suya propia. A bunda en la relación de características: su padre jam ás aparecía sin un bone te negro; sus ojos blanquecinos le permitían ver en la oscuri dad; a los cincuenta y cinco años hubo perdido toda la dentadu ra. Describiéndose a sí mismo, C ardano nos abruma a fuerza de detalles: tiene los pies anchos en la parte del talón y arqueados, «de modo que difícilmente encuentro calzado que me ajuste»; tiene la mano derecha gruesa de m ás y los dedos descorregidos, mientras que la mano izquierda es hermosa, con dedos largos, perfilados y com pactos, con uñas brillantes; tiene la barbilla partida y los ojos muy chicos y com o en perpetuo guiño; «sobre la ceja izquierda tengo una m ancha en forma de lenteja, tan pequeña que apenas se descubre»; tiene un tono de voz dem a siado elevado, áspero y potente; «no siento inclinación a hablar en voz baja o reposada, y hablo en demasía.» Pero después de 249
todos estos detalles característicos, Cardano concluye paradóji cam ente que «tan pocas cosas llamativas hay en mi fisonomía que m uchos pintores venidos de tierras lejanas para retratarme no hallaron ningún rasgo cuya presencia en mi retrato bastara p or sí sola para que me reconocieran, ni nada que distinguiera mi rostro» (p. 100 [5]). Prosigue con un capítulo dedicado a su salud, y los detalles vuelven a ser motivo de perplejidad. «Me quedan ahora catorce dientes buenos y uno cariado»; «he padecido hem orroides»; «a una hernia que padezco al principio no le hice caso, pero luego de los setenta y dos años en adelante me pesó no haberla ataja do a tiempo»; «en 1536 me vi atacado — y cuesta creerlo por un flujo de orina extraordinariam ente co p io so ... elim ino de sesenta a cien onzas diarias»; «[he tenido insom nios] de unos ocho dias de duración... que casi le quita un mes al año»; «a los cin cu e n ta y cinco años [sufrí] de fiebres co n tin u as que me duraron cuarenta días: curé tras una crisis con expulsión de ciento veinte onzas de orina, el 13 de octubre de 1555»; en su juventud, tuvo violentas alteraciones cardiacas, aunque podía aquietarlas mediante la debida presión; desde la hora de retirar se a sus aposentos y hasta medianoche C ardano nunca sintió calor de las rodillas para abajo (después sabrem os cómo apren dió a curar esta afección, mediante baños de agua tibia); «ins tintivam ente temo los lugares elevados... y recelo de aquellos sitios donde sospecho que pudo haber un perro rabioso». Y así, sin parar. Por tener tan aguda conciencia de los frecuentes ata ques de dolor, se siente paralizado por una insoportable angus tia aprensiva cuando está transitoriam ente libre de dolores. «D ebido a ello he ideado el morderme los labios, retorcerme los dedos y pellizcarm e la piel y lo blando del músculo del bra zo izquierdo hasta saltársem e las lágrimas: gracias a este recur so vivo hasta la presente sin sobresaltos» (p. 104 [6]). Aduce sim ilares detalles acerca de los deportes y ejercicios que practi ca. La larguísima lista de componentes de su idiosincrasia per sonal llega a ser casi intolerable en un capítulo sobre «Régimen de vida». Permanece diez, horas en cam a, ocho de las cuales dedica al sueño; cuando no puede dormir, cam ina alrededor de la cam a y cuenta hasta mil varias veces. A plica un ungüento 250
hecho de resina de álam o, sebo de oso y aceite de lirios en die cisiete partes de su cuerpo (pero olvida detallarlas). Para desa yunar le gusta el pan m igado en caldo y «unos granos gordos de uva de Creta que llaman zibbibo»; para alm orzar se despa cha «tan sólo una yem a de huevo con dos onzas de pan»; los viernes y sábados cambia de dieta. Para la cena toma «un plato de acelgas, a veces de arroz, o una ensalada de achicorias, si bien prefiero ante todo las cerrajas espinosas de hoja ancha o la raíz de achicoria blanca». Detalla las com idas que toma hasta el punto de dar instrucciones para la preparación de las mismas; dice preferir el pescado a la carne y ofrece una guía de sus gus tos culinarios en una porm enorizada lista de pescados de agua dulce y agua salada. «Me gustan los cangrejos de río y otros mariscos; los de agua salada los encuentro dem asiado tuertes. Las anguilas, las ranas y las setas las considero dañinas». La carpa debe pesar entre tres y siete libras. «En el caso de la car ne, las partes blancas son las mejores, las sanguinolentas más indigestas... las de color cárdeno alim entan poco»; «el ajo me sienta bien», etcétera. Para Cardano tiene evidente importancia aducir tantos deta lles. Habitualmente, las observaciones de tipo físico las plasma sin m ayores co m en ta rio s. No tiene in h ib ic ió n ninguna en com entar que padece hem orroides u otras dolencias relaciona das con la orina. M ientras escribe la Vita, C ardano recuerda uno de sus libros inconclusos: «El “Tratado sobre las enfermedades urinarias’'... testimonia los portentos de la Naturaleza, que en cosa tan ruin ha encerrado tantas enseñanzas, pues tal como el todo así es la parte. Mi m étodo, aunque sencillo, es de difícil aplicación. Su elaboración ha sido com plicada y, como es natu ral, se apoya en multitud de experiencias»