La Filosofia Y Su Doble

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LA FILO SO FÍA Y SU D O BLE NIETZSCH E Y LA MÚSICA

Gustavo Varela

ED ITO R IA L QUADRATA - Biblioteca Nacional

Varela, Gustavo Nietzsche: una introducción / Gustavo Varela; dirigido por Mariano Arzadún. - l a cd. - Buenos Aires: Quadrata, 2 0 1 0 , 1 6 0 p.; 21 x 14 cm. (Pensam ientos locales) ISBN 9 7 8 -9 8 7 - 6 3 1 -0 1 1 -6 1. Filosofía. 2. Pensamiento Filosófico. I. Título CD D 190

Colección Pensamientos locales Dirigida por: Ariel Pennisi - Adrián Cangi Diseño de cubierta: Kovalsky Ilustraciones: Micael Queiroz Diseño de interiores: Natalia Brega Corrección: Esteban Bértola Esta obra se edita en el marco de la cooperación con ediciones de la Biblioteca Nacional. © Editorial Quadrata de Incunable SRL Av. Corrientes 1471 - (C1042AAA) Buenos Aires - Argentina [email protected] www.editorialquadrata.com .ar Dirección comercial: Mariano Arzadun [email protected] Dirección Editorial: Pablo Giménez Impreso en Argentina

Printed in Argentine Queda hecho el depósito que indica ta ley 11,723

Imaginamos una colección popular de filosofía en la tradición del ensayo. Tradición que ha mantenido vivas las voces de la crítica y el compromiso irrevocable con la insistencia y resistencia vitales. Recono­ cemos tanto las impresiones indecisas como las expresiones conceptua­ les, tanto la silueta o el contorno en el que viven ritmos y figuras como la fuerza de creación de conceptos que renuevan el sentido e imponen nuevas circunscripciones a las cosas y acciones. Ambas tradiciones son parte del ensayo filosófico argentino y del cono sur, que no carece ni de ritmos locales ni de colores de época que definen una atmósfera en la que viven movimientos del pensamiento. Valoramos el ensayo de intervención que no sólo se contenta con la precisión de los saberes sino que discute experiencias existenciales y modos sensoriales frente a la apropiación y uso del conocimiento para la vida. Confiamos en el pensamiento local de autor que, ocupándose de otros pensamientos al parecer lejanos, crea de improviso un giro en la lengua, un silencio capaz de provocar tempestades o una constelación proclive a traer del afuera potencias amputadas en el interior. Creemos valiosa la composición en nuestro medio de tradiciones que avanzan hacia la construcción de conceptos o hacia impresiones personales vo­ luntariamente fragmentarias. Para el conocimiento y para la vida una mi­ rada exhaustiva nos parece tan intensa como la primera impresión. Nos interesa lo singular bajo la figura estilística del nombre propio y creemos que es posible hacer convivir miradas dispares, tanto las que captan el mundo de cerca, comprometidas con el detalle, como las que permiten entrever de lejos, tramadas por los ojos entornados. No proponemos aquí un estéril debate entre objetividad y subjetividad, sólo creemos que, por parcial que fuera una mirada, hay caminos hacia el concepto y los hay hacía la opinión. Nos interesa la posibilidad de hacer convivir en el ensáyo filosófico local los mil ojos de la diferencia sin que el prodigio del pen­ samiento se desvanezca. Por ello nos provocan a pensar tanto las miradas directas como las oblicuas, las que creen atesorar una verdad y aquellas otras que se disponen en el ángulo que entorpece menos el movimiento del objeto. Nos aventuramos en una tradición de polemistas y estilistas

en la que las “ideas propias” yacen en el magma indiferenciado de voces entremezcladas, haciendo convivir la fidelidad a las obras que interrogan y el punto de vista que recrea los vínculos con las fuentes. Tradición en !a que eí intérprete con criterio y movimiento afectivo personal inaugu­ ra pensamientos anunciadores de una época aún no avistada en todos sus términos conceptuales. Como si dijéramos que en ésta conviven el ímpetu expositivo instruido y la intuitiva y áspera incuria espontánea, la apropiación fundada en citas de autoridad y el desvío creativo, los modos cultivados en tiempos de calma y otros imprecisos amasados en tiempos de convulsión, los gestos serenos de una técnica filosófica y la intuición inaugural encarnada en ia experiencia, la evocación de una ontología definidora de un sentido y un modo de autogobierno práctico para la vida. Nos interesan los escritores a contrapelo que,"hablando idiomas singulares y estableciendo posición crítica, hacen de los problemas que plantean una dramaturgia. La filosofía es, para nosotros, una posición singular de un singular, y por lo tanto, requiere ritmos, figuras y estilos también singulares. Filosofía inseparable de un modo de escritura, de apropiación y de transformación de una tradición a la que se valora, pero no como última palabra, ya que nos interesan, en el conjunto, los puntos de inestabilidad que sirvan de enlace con un futuro distinto. Cuando imaginamos esta colección, un solo acto de conciencia y emoción acom­ pañó el entusiasmo. Sabíamos que nos dirigíamos a un público amplio. Pero la constatación abrió la pregunta: quién será el destinatario de una colección popular y local de filosofía. Un texto de filosofía vive en nuestra contemporaneidad como una bo­ tella lanzada a las aguas movedizas de un mar indiferente; sin embargo, esta colección no se reduce, para nosotros, a un conjunto de libros-bo­ tellas ajustados de antemano a un público acotado, en la medida en que alcance la forma de una intervención, de una cierta capacidad para evocar la palabra de pueblos por venir. Una intervención apela a la reserva vir­ tual frente a la actualidad de un estado de cosas dado porque enfrenta, al mismo tiempo, al nihilismo según el cual “no hay mucho en que creer” y a la política revocable que piensa de antemano todo lazo social como precario. Ante una sociedad como la nuestra, constituida por identidades efímeras —amenazada por vínculos sociales fragilizados, modelos laborales deleznables y por una única velocidad de vencimiento de las mercancíaselegimos imaginar una intervención capaz de hacer de la inestabilidad de nuestro tiempo una apertura del sentido que resiste abierto y vigilante. Adrián Cangi - Ariel Pennisi

LA FILO SO FÍA Y SU D O B L E NIETZSCHE Y LA MÚSICA

Gustavo Varcla

E D IT O R IA L QUADRATA - Biblioteca Nacional

P r e l u d io

I A partir de la obra de Nietzsche nada permanece en pie. El hombre queda no sólo huérfano de ideales sino además acusa­ do. Su marea arrasa con ia verdad, la moral, el demócrata, Dios, Platón, el cristianismo, los alemanes, el comunismo, los prin­ cipios humanistas, la revolución francesa, Hegel, la ciencia. Y también, con la filosofía misma. En definitiva, cualquier forma de producción de sentido y toda estructura valorativa conocida por la humanidad hasta fines de! siglo xix. Nadie es ingenuo y nadie puede, si lee seriamente filosofía, ignorar su doctrina. Con Nietzsche se está obligado a tomar partido: rechazar o escuchar, quedarse a resguardo en viejas playas o soportar el vendaval a pie firme. Su presencia exige una toma de posición toda vez que son las condiciones mismas del pensamiento filo­ sófico las que están en juego. No es posible suturar la tormenta y seguir. La consecuencia inmediata es que, a partir de Nietzsche, la filosofía está condenada a errar de un lugar a otro. Su identidad se vuelve polimorfa: es historia, ciencia, arte, semiótica, eco­ nomía, poesía, cine, religión. Deambula de una materialidad a otra, no para brindar aquella mirada de excepción que le pro­ veía su carácter de madre exuberante y prolífica, sino para algo aún más vital: para constituirse. Las secuelas de esta errancia se hacen visibles a lo largo del pensamiento del siglo xx: Heidegger encuentra la morada del Ser en la poesía de Hólderlin; Sartre es también novela, perió­ dico y política callejera; Foucault debe responder más de una vez que no es historiador y piensa encima de la psiquiatría, o de

Rayinond Roussel, o de Magritte; Deleuze se abraza a Artaud, a Lewis Carroll, a un cuadro de Bacon o al cine de Godard. Es decir, el filósofo deja de respirar con el mismo aire con el que lo hizo a lo largo de toda la historia de la filosofía y necesita realizar sus pensamientos en un territorio expresivo' que no es el propio. Con Nietzsche, la filosofía ha perdido la Verdad como do­ micilio fijo y, con su extravío, se pierde ella misma como una disciplina autónoma. Ésta es su dinamita para el género, que a la vez impone una obligación para los filósofos: ya no ser pas­ tores, ya no enumerar principios trascendentes, ya no escribir y pensar con pretensiones de verdad. Es decir, soltar amarras, abandonar el puerto y errar. Por ello la filosofía del siglo xx hace de Nietzsche una nece­ sidad. Su doctrina no puede ser dejada de lado sin que esto sig­ nifique el riesgo de intentar resucitar lo que ya está muerto. La crítica que realiza en su obra a los fundamentos de la filosofía es tan devastadora que ninguna pared teórica queda en pie y des­ pués de sus enunciados, pareciera que la posibilidad del pensar se reduce sólo a profundizar la demolición que él mismo inició. Sin Dios, sin verdad, sin valores trascendentes -sean éstos reli­ giosos o seculares-, ¿cómo construir un sistema filosófico sin hacer del pensamiento una expresión metafísica y moralizante? Si la creencia en la gramática es, incluso, una creencia encu­ bierta en Dios, ¿qué escribir, cómo, qué palabra filosófica no se convierte, de inmediato y con su sola enunciación, en una disciplina que anuncia, con sangre religiosa, un más allá? Con su crítica, Nietzsche se lleva no sólo los contenidos del pensamiento tal como fueron desplegados a lo largo de más de dos mil años, sino también su andamiaje verbal. La identidad de la filosofía se vuelve fragmentaria y el filósofo, un errante expresivo. Sin voluntad de Verdad, no hay ni cautiverio moral ni plegaria religiosa en busca de fieles. La escritura se modifica, se hace abierta: es una palabra estrábica, de doble dirección, desviada. En su pensamiento, una palabra conceptual y sonora a la vez, es decir, hecha de sentencias y de música.

Nietzsche ama a Wagner. Ama su grandeza, su música, su esposa, su mordacidad y su burla; pero lo que más ama es su amor por Wagner. En él se siente cómodo porque su pensa­ miento fluye sin prejuicios académicos y sin diques morales. Es un amor íntimo, irreversible, de extrañamiento de sí. La piel de Nietzsche se estira en Wagner y en su música y le da 3a po­ sibilidad de ser otro del que es: hablar de otro modo, con otro estilo, y entonces, a partir de alií, habitar otro suelo y encontrar otros problemas. Por ello su experiencia es doble: Wagner es sometimiento y plenitud, una agitación personal y amorosa en la que Nietzsche se abisma; y a la vez, su música, que le abre un horizonte de sentido capaz de desplegar la potencia de su pensamiento sin necesidad de la Verdad. Es en la relación con Wagner que Nietzsche se hace un pen­ sador estrábico. En su filosofía, escribe conceptos que exigen un acceso duplicado, comprensivo y sonoro a la vez, relativo al sentido de las palabras y a una escucha musical de los mismos. Una escritura desplazada, de objeto doble, repetido como gra­ mática y como melodía. Si con la crítica queda disuelto por completo el suelo desde el que era posible pensar, la marea nietzscheana arrasa también con su forma expresiva. Por eso, el intento de atravesar a los conceptos con exigencias sonoras, entender a un sistema de pensamiento como una construcción armónica y a las creacio­ nes teóricas como melodías, es un recurso vital que pretende liberar a la filosofía del cadalso moral al que está sentenciada. Desviarle los ojos: esa es la marca Wagner sobre Nietzsche. El pensamiento estrábico es una necesidad imprescindible. Si la filosofía se despliega en un lenguaje meramente concep­ tual, se convierte en un decálogo metafísico y se ahoga. Re­ quiere de la música para sobrevivir, exige de su forma, eso es lo que ve Nietzsche en su amor por Wagner, que debe ataviarse en otra silueta, mirarse en el espejo y ver en los conceptos, sonidos y en los filósofos, compositores.

flll

No hay dudas de que Nietzsche ama a la filosofía tanto como a Wagner. En los primeros momentos de su vida teórica logra convivir con ambos y más tarde, va a necesitar abandonar al músico para salvar a la filosofía de su asfixia. El costo de perder el espigón al que estaba amarrado su barco, de cortar el cabo de la Verdad y lanzarse al mar, es su errancia ex­ presiva. Buena parte de la filosofía del siglo xx es el signo de esta errancia que, lejos de condenarla, la mantiene viva.

H Hay un mundo oculto que las palabras no dicen. El lenguaje no es suficiente. El proyecto enciclopedista de definir cada área, de establecer una racionalidad viva para todos los segmentos de la realidad, parece naufragar. Si la naturaleza era un poliedro en el que cada una de sus caras podía ser explicada con certeza, a lo largo del siglo x íx , esa misma naturaleza hecha de conciencia y razón, se vuelve ambigua, indescifrable. Ya no es un objeto mecánico y causal frente a un sujeto ávido de verdades claras y distintas sino un misterio, algo que no está dicho, que se esconde por detrás de todo lo que acaece. Como si los hechos tuvieran una dimensión oculta que se sustrae a la expresión: por debajo de la realidad, aparece un latido íntimo que la cien­ cia desconoce, una llama secreta que se escapa al análisis gélido de la razón calculadora. Pero si las palabras no alcanzan es porque lo que se ha extra­ viado no es la claridad del lenguaje sino el mundo, partido ahora entre una mentalidad burguesa que lo afirma como racionalidad y el pensamiento romántico, que se sumerge por debajo de la ci­ vilización en busca de una unidad originaria, enigmática y febril, de una totalidad clandestina a la razón moderna. El entendimiento es miope para ver lo inefable: describe, conquista, trabaja, cifra el tiempo y el espacio con vocación administrativa y previsora y convierte al destino del hombre, y al hombre mismo, en una ecuación de resultado irrefutable.

Contra este modelo de civilización, ci artista romántico ofrece una sensibilidad diferencial que lo aparta de un mundo de sa­ tisfacciones prácticas y que lo lleva, sin descanso, por un paisaje espiritual colmá#o de sombras, de irracionalidad, de sueños, de noches profundas y silencios. En término filosóficos, es la puerta que inaugura Kant: lo otro del sujeto racional es un caos que ninguna palabra dice y del que no es posible derivar ninguna lógica. Pretender atravesar esa frontera, navegar por fuera de los límites que la razón establece, es exponerse a un sin sentido frente al cual todo enunciado con pretensiones de verdad, necesariamente fracasa. La filosofía de Kant separa lo que estaba unido: noúmeno y fenómeno, lo que es y lo que es para el hombre: la oscuridad, ciega, atávica, inefa­ ble y el esplendor de la razón, solar, luminoso, esperanzado. El artista se hace romántico porque sigue la senda de esa fisura y elige transitar por el espesor de lo irracional, es decir, opta por el fracaso de lo que no tiene palabras. Frente a la verdad pequeña y llameante que ofrece la ciencia, otra verdad sublime se levan­ ta: ya no es el misterio religioso del Dios único sino otro mar, opaco, turbulento, un murmullo que se extiende por debajo de todo y que sólo el artista está destinado a develar. La obra de arte es el oráculo que abre el fondo ilimitado sobre el que está asentada la realidad, la totalidad de lo que es, enorme, inconclusa, colosal, sólo apta para el genio crea­ dor, que deberá desbordar los límites de su obra y desatarse a otros territorios. El exceso de lo real, el universo que habita por detrás de lo racionalmente visible, es tan desmesurado que no sólo exige de un arte abarcador que lo devele sino también de una potencia creadora capaz de soportar su peso. Es lo uni­ versal lo que está enjuego, ahora inmanente, exagerado para el hombre común y demasiado extenso para un solo género. Por ello aparece la figura del genio, porque es necesaria una natura­ leza potente que transite por lo indecible y lo traduzca en arte. El genio reúne, fusiona, es unificación y plenitud expresiva; no copia ni reproduce sino que anuda la verdad de lo sublime con la condición humana a través de su obra.

Entonces, la naturaleza pierde su ingenuidad diurna y se colma nuevamente de invisibles nocturnos. Ahora ya no son ni diablos ni espíritus celestiales, ni hace falta un Dios que los justifique ni un Mesías que los contenga. El genio es tan hu­ mano como cualquiera de los que habitan la tierra. No es un milagro divino sino arte: su obra es la que lo muestra como un mediador que dice que lo real es más amplio, que está hecho de símbolos sin métrica, de fuerzas, de plenitud vital. En sus manos, lo que era plano se vuelve profundo y lo inasible, una propiedad de dimensión estética. Los límites entre las diferentes expresiones artísticas se des­ vanecen: la desmesura no se soporta en una sola modalidad. La pintura, la arquitectura, la música o la poesía buscan por fuera de su propio género, se expanden a una creación sin jurisdic­ ciones expresivas. Lo infinito de la vida exige una única explo­ sión: “la obra de arte total” es la expresión directa del lecho oculto de la naturaleza dispuesto como danza, como melodía o como poema, todo reunido en un mismo acto. Genio creador: para Nietzsche es Richard Wagner, que anuncia su obra de arte del futuro como la expresión de una naturaleza inconsciente y oculta que puede salir a la luz a tra­ vés de sus dramas musicales. En este caso, el genio no sólo se ofrece como una respuesta de carácter estético sino como una forma final de conjugación política. Es decir, Wagner no es sólo un músico que compone óperas para hacer más bello y tolera­ ble el mundo; su obra sale del territorio de la pura contempla­ ción y se involucra en lo cotidiano: el pueblo logra su unidad plena con la experiencia estética de sus dramas musicales. Así, el arte total que él propone es una forma de construcción de identidad nacional donde lo inefable, aquel absoluto románti­ co, tiene una inscripción en lo real y por lo tanto, de efectos en la vida práctica. El pueblo es la verdadera obra de arte, que se reúne con su propia naturaleza en los asientos del teatro de Bayreuth. La palabra, la danza y la música, los elementos primarios de sus dramas, permiten edificar un camino que con­ duce al verdadero porvenir de Alemania. Los dramas wagne-

ríanos no entretienen ni generan afectos ni evocan recuerdos o sentimientos de nostalgia. La música modifica el mundo: a través de ella, se despierta en el oyente su verdadera naturaleza inconsciente, su identidad germana, garantía inexorable de la unidad del Estado. Entonces, en la propuesta de Wagner, lo romántico subvier­ te, cose una nueva realidad política, más verdadera, más esencial, no sometida a los intereses de la nueva burguesía industrial, sino sostenida en las raíces originarias del espíritu alemán. La revolu­ ción empezaba en el teatro y terminaba en el mundo. Estos son los sonidos que escucha Nietzsche, los de un roman­ ticismo que horada el suelo de las nuevas clases sociales alemanas y busca lo original, lo propio, inaccesible para la razón y abierto para el arte. Si hay pueblo, no hay metafísica, hay acción, una dimensión que no está hecha de fantasmas sino de impulsos, de fuerzas ocultas que buscan afirmarse como realidad. La obra de arte total conduce a esa realidad más genuina y, por lo tanto, necesaria. Entonces el artista se formula las mismas preguntas que antes eran de la filosofía y que a mediados del siglo xix parecían propiedad de la política. Le disputa el lugar, se desplaza hasta el sentido último, cuestiona su historia y su lenguaje: ¿Qué es la realidad? ¿Cuál es la verdad de esa realidad? ¿Es enunciable? ¿Quién la dice, la ciencia, la filosofía, la política? ¿Un poema musical, un cuadro? La separación que inaugura Kant, en términos teóricos, entre noúmeno y fenómeno, atraviesa también el suelo del mundo burgués: la realidad queda escindida. Mientras se escriben tra­ tados de economía, se abren industrias y los países europeos se inundan de bancos; mientras se cuadricula la tierra con líneas férreas, cables de telégrafos y concentraciones urbanas; en medio de una cultura que se mueve sobre los rieles del capital, las fi­ nanzas y el progreso, el romanticismo levanta campamentos de minería espiritual en busca de una capa subterránea hecha de instintos, de dioses, de símbolos, de individualidad creadora y donde el arte aparece como la herramienta más eficaz para soca­ var el suelo y llegar hasta esa tierra escondida.

Por eso la pregunta por la realidad se repite en la boca de poetas, escritores, pintores, arquitectos, músicos. La nebulosa romántica deposita en el artista la obligación de vincular su obra con la verdad. Si la ciencia o la filosofía se edifican sobre una racionalidad acorde a las necesidades del mundo burgués, el arte carga con el peso ontológico de señalar qué es lo real. La filosofía se deshidrata en los ojos de Nietzsche y su estra­ bismo crece en dirección a la música, hacia donde está Wagner. El mundo académico es estéril y está lejos de brindar alguna respuesta cierta. La vida queda fuera de los Jibros, fuera de las aulas. La racionalidad sólo es una prótesis que auxilia a lo real en su camino de invalidez. En el arte, en cambio, la expresión y la vida se reúnen en un solo acto: alcanza con un princi­ pio musical hecho de un solo acorde, para que la realidad se muestre a los hombres en toda su exuberancia y diversidad. El preludio de EL oro del R in de Wagner describe el nacimien­ to del río como una fuente de realidad que está acaeciendo allí mismo, en la música. Es un acorde grave, sibilino, acuoso, un Mi bemol que se mantiene durante más de cien compases. ¿Qué pensamiento es capaz de tanta elocuencia? ¿Qué teoría fi­ losófica abrasa al espíritu con el mismo ardor que un Mi bemol? El telón está bajo y el escenario a oscuras. El oyente escucha cómo la naturaleza se va despertando lentamente. El principio de la vida es un acorde que crece, al que se agregan nuevos sonidos, otros ritmos, una inmensidad que se despliega, hasta llegar a una agitación sonora que anuncia la plenitud del Rin como ei elemento originario de todo lo real. Cuando al fin el telón se levanta, el mundo de la representación y de lo múltiple ya está terminado. Entonces el arte no imita la realidad, ni la copia, sino que la produce. ¿Qué le queda a la filosofía? Su lenguaje ya no es suficiente y repetir viejos esquemas es naufragar. En pleno romanticismo, lo real se escapa al concepto y anida en el arte. Y si es posible una obra de arte del futuro, también lo es una filosofía del fu­ turo, sin prejuicios morales. Eso piensa Nietzsche y eso quiere:

una filosofía de aire puro, de soledad y mediodía. No concep­ tual sino sonora.

III También la pintura del siglo xix se ve erosionada por esta necesidad de respuesta ontológica. Las cartas de Vincent Van Gogh son un tratado de la desesperación que genera la búsqueda de lo real; lo mismo ocurre con los escritos de Gauguin sobre la verdad de la pintura. La pura representación no alcanza: no hay arte figurativo ni arte por el arte, sino arte de lo real. “Hay en la pintura algo de infinito... Hay en los colores muchas cosas ocultas...” le escribe Van Gogh a su hermano Théo, mientras muda su caballete del atelier al medio del campo, con la ambición de descubrir en su cuadro la armonía divina que existe por debajo de la naturaleza. Pinta naturalezas vivas: labradores, tejedores, una campesina que es toda resignación, un ambien­ te oscuro, de miradas pobres y patatas en la mesa. Entonces se pregunta cómo es posible que el color de la tierra sea la misma tierra o por qué París es más París en un cuadro de Corot. El arte combate y el artista pinta para apropiarse de lo real; ya no se contenta con ser una mera figuración. “Hubiera preferido ser za­ patero”, le escribe a Théo, porque quiere estar en la naturaleza y no tener que lidiar con su representación. Entonces, la impoten­ cia de atrapar el mundo es el signo de su obra. A Van Gogh nada le alcanza: su amarillo con pretensión de realidad y sus girasoles no alcanzan; ir al campo, estar en el medio del campo creando sobre un paisaje que le resulta tan ajeno; clavar su caballete en la tierra, en medio de la siembra, y pintar contra el viento, tampoco alcanza. Por último y como un gesto propio de la desesperación romántica, la impotencia se instala en su propia vida: se intoxica, devora el óleo con el que pinta y bebe el aceite con el que mezcla los colores, pero tampoco alcanza. El abatimiento y la locura y su oreja amputada en manos de una puta, todo ello da cuenta

de cómo la pretensión ontológica de la pintura hace del artista romántico un salvaje. “Hay algo fuera de mi existencia, ¿qué es?”, escribe rei­ teradamente Van Gogh, una pregunta que corresponde a su vida, a su arte y a cualquier forma de producción de sentido estético del siglo xix. Y también a la filosofía. Porque la misma pregunta es la que se formula Schopenhauer cuando encuentra, por debajo del mundo causal, un lecho irracional como único fundamento de todo; o Sóren Kiérkegaard, que elige el silencio y la angustia de Abraham y no el zumbido verdadero de aquel tábano llamado Sócrates. O Max Stirner, que hace de la nada el fundamento de toda causa. O Nietzsche, que rastrea en la mú­ sica una forma expansiva para el pensamiento. Hay algo fuera de mi existencia, ¿qué es? En el siglo xix, el artista camina por los mismos senderos por donde transitó la filosofía: Wagner, Novalis, Berlioz, Gauguin, Schlegel, Delacroix, todos preguntan lo mismo: ¿qué es lo real? Y responden con sus obras, abriendo los límites de su arte, mez­ clándose con otras expresiones, exigiendo una nueva modalidad para la pintura, para la música, la poesía o el teatro. En este sentido, la reflexión ontológica que se instala en el arte potencia la actividad del artista y lo obliga a trabajar bajo la presión de tener que dar una respuesta que excede su placer de pintar o su talento para componer una melodía. En la tela, en la partitura o sobre un escenario, lo que está en juego es mucho más que la satisfacción de escuchar o de disfrutar de una obra: el artista debe conmover, provocar el encuentro con lo subli­ me, hacer visible una verdad que está en peligro de extinguirse debajo de la moda y de la frivolidad burguesa. Por esta razón, muchos artistas deciden abandonar el mundo civilizado de Eu­ ropa y refugiarse en Africa, en América o en Oriente. Y así como la racionalidad moderna es una perturbación para Kierkegaard, para Stirner, para Schopenhauer o para Nietzsche, también lo es para el arte: Baudelaire, Gauguin, Novalis, Rimbaud, se van fuera, fastidiados con el mundo industrial que hace de la vida un artificio.

Que el filósofo desconfie de ia razón, es su forma de partir: por ello la desgarra, la suspende, la hace de predicación moral, la aban­ dona. Abrir otro campo: en la música, en el espíritu religioso, en la historia. El filósofo contra-moderno es un fugitivo que escapa del encierro y desconfía de la palabra saludable que brinda la razón. Hegel es la última frontera de un sistema en el que la filosofía se muestra con todo su esplendor conceptual. Su pensamiento totalizador es el edificio más genuino de la modernidad filosó­ fica, puro, inalterable, que reúne lo que fue y lo que será bajo la métrica de un sistema perfecto. Por ello, pensar- en contra de Hegel es no sólo oponerse a un pensamiento sino a la mo­ dernidad toda. Schopenhauer, Kierkegaard, Stirner, Nietzsche son filósofos que salen a derribar aquel edificio conceptual con dinamitas diferentes, todas de impacto demoledor, con el fin de remover a la racionalidad moderna. Como en el arte, los efectos de estos pensamientos se harán sentir más tarde, cuando el desencanto de la civilización se haga extensivo y no quede sólo en la mirada desviada del artista o del filósofo. Es por lo que Nietzsche se llama a sí mismo postumo; lo mismo que la calificación de vanguardia que utilizan los ar­ tistas. A unos y a otros, a Van Gogh o a Nietzsche, a Wagner o a Kierkegaard, los mantiene despiertos la misma obsesión: son insomnes de lo real, de las sombras nocturnas, aquellas que la razón prefiere ocultar para que el mundo parezca ordenado. Y así como Gauguin cree que 1a pintura sobrevive a la civilización si se hace salvaje, para Nietzsche, sólo con la música es posible que la filosofía se purgue de la enfermedad moral que la con­ duce a su ruina. Son los rastros dejados por Kant: la fosa que traza alrededor de Konisberg es una falla que se extiende por debajo de los pies de la filosofía y del arte. Kant, el ordenador, el que habla de cosmopolitismo, el que busca trazar los límites de la razón de manera precisa: debajo de su paraguas teórico de prudencia y obsesión, crece el universo romántico. Cien años después de que la cosa en sí comenzara a recorrer su camino por el pensamiento de occidente, el bueno de Van Gogh y el arte del siglo xx, si­

guieron formulándose la misma pregunta que articula la filosofía crítica de Kant: “Hay algo fuera de mi existencia, ¿qué es?”

IV Abraham, Mozart, Superhombre, Beethoven, Único, Job, Wagner, Goethe, Shakespeare, Héroe trágico, Napoleón: no son nombres sino la expresión de una síntesis. La totalidad, en el siglo xix, es vista en Uno. Es la traducción