La época de la Ilustración. Las Indias y la política exterior 8423949796


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La época de la Ilustración. Las Indias y la política exterior
 8423949796

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LA ÉPOCA DE LA ILUSTRACION Ay

VOLUMEN II

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^ LAS INDIAS Y LA POLÍTICA ·, EXTERIOR

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MARIO HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, CARLOS DANIEL MALAMUD RIKLES, MARÍA DEL PILAR RUIGÓMEZ GARCÍA y CARLOS SECO SERRANO

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PRÓLOGO POR

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MARIO HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA

ESPASA-CALPE, S. A. MADRID

1988 yyQ

ES

PROPIEDAD

© Espasa-Calpe, S. A., Madrid, 1988 Impreso en España Printed in Spain

Depósito legal: M. 153 —1958 ISBN 8 4 - 2 3 9 - 4 8 0 0 - 5 (Obra completa) ISBN 8 4 - 2 3 9 - 4 9 7 9 - 6 (Tomo 31, volumen 2)

Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S. A. Carretera de Irún, km. 12,200. 28049 Madrid

HISTORIA DE ESPAÑA TOMO XXXI

B AN CO D E LA n e P U » U C * BIBLIOTECA LUIS ANGEL ARANGO P R O C E S O S T E C N IC O S no

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HISTORIA DE ESPAÑA FUNDADA POR

RAMÓN MENÉNDEZ PID AL

DIRIGIDA POR

JOSÉ MARIA JOVER ZAMORA

TOMO XXXI

COLABORADORES DEL PRESENTE VOLUMEN

M a rio H e r n á n d e z S á n c h e z -B a r b a , Catedrático de la Universidad Complutense de

Madrid. Director del Departamento de Historia de América. Carlos D aniel M alam ud R ikles , Profesor de Historia de América en la Universidad Com­

plutense de Madrid. M aría

del

P ilar R uigómez G arcía , Doctora en Filosofía y Letras (Historia de América).

C arlos S eco Serrano , Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complu­

tense de Madrid. De la Real Academia de la Historia.

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PRÓLOGO POR

MARIO HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA

Sumario: El siglo xviii indiano: estructura y límites.— Poder, instituciones sociales y opinión pública: mentalidades so­ ciales y tensiones políticas.— Los nuevos factores de integración: regionalización, seguridad atlántica y reacción emancipadora.— Sociedad y cultura. El conflicto político y su expresión romántica.

El siglo XVIII indiano: estructura y límites. Quizás el hecho más decisivo ocurrido en lo últimos años en eí campo de las ciencias huma­ nas y sociales haya sido su ensanchamiento como consecuencia de las nuevas especialidades sur­ gidas en torno al hombre y sus contenidos sociales y políticos. Ello ha producido dos caracterís­ ticos fenómenos: uno, juvenil y de anarquía mental, que consiste en el rechazo de la historia por anacrónica, caduca y falta de sentido, acusándola de ser incapaz de constituirse en la ciencia humana y social por antonomasia, al ser la única de ellas que se encuentra situada en el tiempo. Esta postura, a su vez, ofrece dos vertientes: la de aquellos que exigen que la historia acepte sin reservas los logros de las «ciencias humanas»; y la de otros, que no se refieren^ una recipro­ cidad, en el sentido de exigir a los que practican esas ciencias que se doten de un mínimo de formación histórica de la que carecen por completo. El segundo fenómeno consiste en la coloca­ ción —en ese campo alargado y densificado— de un eje fundamental, consistente en la historia en cuanto ciencia de la temporalidad, aunque no en cuanto a la «sucesión», sino en cuanto al «cambio», de conocer, comprender y comunicar al hombre en sus múltiples coordenadas y di­ mensiones creadoras desde la más elemental cuantificación numérica hasta el más complejo aná­ lisis de mentalidades. En este sentido, la historia es la única de las ciencias humanas que puede proporcionar un conocimiento del níundo, sus procesos, contenidos y situaciones, en cuanto em­ presa racional de análisis que intenta aproximarse y comprender el significado de los actos hu­ manos ocurridos en el tiempo. El primer problema con el que se enfrenta la historia es el del conocimiento. Lógicamente, la información es el primer paso, pero no es él fin de la investigación histórica; Es fundamental la consideración del conocimientó como necesidad ineludible a través de la cual aproximarse a la conciencia histórica, pero no del pasado en cuanto tal, que no es propiamente histórico, sino en cuanto pervive, afecta y condiciona al hombre en el tiempo real. Puede afirmarse que el pasa­ do no interesa al historiador sino en la medida en que persiste en cada situación, con absoluta independencia de su colocación en el tiempo. Ese conocimiento imprescindible, pero que no es un fin, sino un medio, se nutre de noticias, tanto como de «mitomorfemas», documentos, expe­ riencias y vivencias integrantes del riquísimo contenido histórico. Es evidente que el historiador no debe limitarse a registrar todo ese contenido, a archivarlo en su memoria o exponerlo en li­ bros repletos de erudición y datos. El historiador tiene que construir con todo ello, mediante un ordenamiento sistemático, la situación global que inscribe personas, bienes culturales, he­ chos, tendencias, sin olvidar nunca que la situación es el modo como el hombre está instalado en el tiempo en relación con su experiencia, tal como la definió Zubiri. El único modo posible

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— Incremento de la burocratización y profundización del control, como resultado del reformismo promovido desde el poder monárquico. En simultaneidad, refuerzo de la tenden­ cia liberal, que tuvo un importante reflejo en la opinión pública, generando una doctrina peculiar en la expresión intelectual, literaria y periodística. — Formulación de una sensibilidad de conciencia criolla, que trata de desasirse de la tutela y el control burocrático, para conseguir la autodeterminación y el autogobierno, y así promocionar sus intereses comerciales, políticos e intelectuales. En ella se inscribe el proceso revolucionario, que ofrece una doble fase de acción: la de 1755-1780, durante la cual exis­ te un objetivo autonómico que se pretende alcanzar por medio de las ideas, especialmente las jurídicas, y que tuvo su oportunidad entre 1780-1805, de índole radical, que se mani­ festó por la vía de la violencia y la guerra en la formalización generacional de 1805-1830. En la perspectiva histórica «sectorial» se aprecia la existencia de algunas variables de extre­ mada importancia. En primer lugar, la población hispanoamericana se encuentra en una fase de «aceleración negativa», en la cual persistió hasta finales del siglo xix, destacando tres carac­ terísticas en sus tendencias: la afirmación antropológica de las etnias blanca y mestiza, con má­ xima incidencia en fertilidad y fecundidad; intensificación del bloque del crecimiento vegetativo, peculiarizándose cada vez más sobre el inmigrativo; en la distribución poblacional predomina el criterio de concentración urbana, acompañado de una incidencia importante en comunica­ ción, especialización de los centros de producción, predominio de factores estratégicos y crecien­ te intensidad del comercio. Naturalmente existen muchas variables, pero es indudable la priori­ dad que, en la discontinuidad de las mismas, se aprecia en las que se han señalado. En lo referente a la «producción», se aprecia un amplio abanico de variables: se alcanza un nivel de auge en la agricultura de plantación, basado en la competencia, por una parte, y el acuerdo, por otra, con la minería, revitalizada a partir de 1740; el incremento constante de la gran propie­ dad, con el consiguiente reforzamiento del papel social y político de la aristocracia de la tierra; la recuperación e incremento de la producción ganadera, tanto en el incesante aumento del nú­ mero de cabezas de ganado cuanto en la industrialización de sus productos, con la consiguiente aparición de incipientes industrias, en las que se aprecia una coincidencia entre las técnicas arte­ sanales indígenas y el creciente flujo de contingentes de catalanes, vizcaínos, navarros, montañe­ ses, etc., lo cual responde al interesante fenómeno peninsular de crecimiento ininterrumpido du­ rante todo el siglo xvm, relativo a que los emigrantes españoles pertenecen a regiones norteñas, con una dinámica de desplazamiento constante desde el Este hacia el Oeste. Estas variables, cada una de ellas importante en sí misma, adquieren todo su valor e impor­ tancia cuando se produce su confluencia en el importantísimo fenómeno de la regionalización de la América hispana, caracterizado esencialmente por la formación de campos económicos dé consumo, promotores del decisivo fenómeno del capitalismo indiano que, a su vez, estuvo in­ centivado en su base por tendencias que suelen pasar desapercibidas: la lentísima oscilación de precios durante todo el siglo y las ligeras tendencias al descenso del valor oro, en la segunda mitad del mismo, hasta que recuperó su ritmo en el primer cuarto del siglo xix. El capitalismo indiano no fue homogéneo, sino que se apoyó sobre una escasa diversificación social y enormes desigualdades de poder adquisitivo. En cualquier caso, en estos focos financieros —geográficamente ubicados en las ciudades y muy especialmente en los puertos— coinciden in­ versiones de capital público y privado, lo cual explica las fuertes tensiones entre los funcionarios de la administración pública y los comerciantes y hacendados criollos. En los campos económi­ cos, qpe generan estos movimientos financieros, está perfectamente clara la conexión con las Intendencias, muy escalonadamente, en razón a su tardía generalización en el conjunto conti­ nental, siendo su más relevante efecto la formación de mercados exteriores de competencia y compra-venta, así como la fundación y afianzamiento de zonas comerciales intermedias. De ahí la importancia —y el considerable acierto del director de esta H istoria , profesor José María Jover Zamora— de estudiar en este mismo volumen, especialmente consagrado al estudio

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de «las Indias» y la «política exterior» en los reinados de Carlos III y Carlos IV, es decir, respec­ tivamente, la respuesta política de España a la revolución de independencia norteamericana, esen­ cialmente antieuropeísta y de impulso de intereses comerciales; y la respuesta política española a la Revolución francesa, nacionalista e imperialista, que concluyó en 1815. ¿No hubiese sido más exacto el empleo del término «relaciones internacionales»? Sin duda hubiese estado más acorde con la realidad histórica del continente americano en la época estudiada, pero su empleo hubiese desdibujado el nervio básico de esta H istoria , que es de España. El acierto de Jo ver ha sido realmente insuperable, pues la política española, la política exterior española, tuvo que afrontar en el siglo xvm, en esos dos reinados, la solución de un tremendo dilema que ignoro hasta qué punto la política exterior española ha acabado o no de configurar todavía hoy y que, en todo caso, ha sido permanente desde el momento mismo de su planteamiento y enunciado: o el predominio de objetivos y estrategias americanas en la configuración de las líneas maestras de esa política exterior que, como demuestra con sagacidad y penetrante espíritu crítico la docto­ ra María Pilar Ruigómez, ocurrió en el reinado de Carlos III, mediante la inteligente creación de intereses comunes, que no pudieron llegar a rendir sus mejores frutos por la radicalizacion impuesta por las revoluciones liberales americanas. O, en el otro extremo de la posibilidad^ él intento de dibujar y afirmar una política europeísta sobre la inexperiencia y la difícil interpreta­ ción, desde los intereses nacionales españoles, de la Revolución francesa, movida por secuencias de excesivo compromiso con posiciones personalistas y el ansia de reivindicación social de sus protagonistas. Este otro aspecto del dilema de la política exterior española en la época de la Ilus­ tración ha sido estudiado, con el rigor que corresponde a su acreditado dominio de la época de Carlos IV, por el académico Carlos Seco Serrano en un amplio y bien documentado capítulo. Así pues, según vemos, existen razones de peso histórico e historiológico justificantes del acer­ tado empleo del término «política exterior» y, por supuesto, de su inclusión en este volumen. Pero, por lo apuntado más arriba, respecto al decisivo peso de la regionalización, y en la medida en que podemos considerar las «relaciones internacionales» como un factor muy incisivo de aná­ lisis y explicación de comunidades organizadas en el ámbito de un territorio, parece oportuno aproximarnos, desde esa perspectiva, al sentido profundo de la regionalización hispanoamerica­ na en el siglo xviíi, sin duda, la estructura histórica más radical e importante en las Indias du­ rante esa época. Entendemos, efectivamente, que en las Indias, durante el siglo xvm, se ofre­ cen todos los componentes cualitativos capaces de definir el concepto de «relaciones internacio­ nales»: relaciones entre comunidades políticas territoriales identificadas, en simultaneidad con una diversidad extraterritorial, aunque formando un tronco de unidad con la Corona, más fuer­ te, incluso, que otros componentes culturales e ideológicos. En este sentido, podemos compren­ der cuáles fueron los fundamentos de conceptos manejados en el ámbito indiano que conduje­ ron a la cristalización de un importánte «interés nacional»; podemos explicar cómo se produjo, en el seno de esa sociedad del primer nacionalismo americano, una caracterización efectiva del carácter y el temperamento, que pueden considerarse como propiamente hispanoamericanos; po­ demos aproximarnos a las «fuerzas profundas» que, a partir del desarrollo de las grandes trans­ formaciones económicas y la vigórosa afirmación de las diversas formas del «sentimiento» na­ cional, pueden construirse en cimientos de ese carácter peculiar; podemos, en fin, aproximarnos a la comprensión de cómo y por qué se manifiesta la opinión pública, pues no cabe duda que sus manifestaciones influyen tanto en los comportamientos de los hombres públicos cuanto en el de los que pertenecen a la iniciativa privada. De ahí se infiere la importancia efectiva que, para ln comprensión de la historia contemporá­ nea iberoamericana, tiene el siglo xvm. Social y políticamente se plantean en esa época en las Indias cuestiones fundamentales, que todavía no han sido debidamente estudiadas y, en muchos casos, ni siquiera tomadas en consideración. Son muchas las preguntas que, sobre el tema, están por contestar, a las que en este volumen sé intenta, honestamente, responder y, sobre todo, com­ prender con la máxima objetividad. Del mismo modo que la historia contemporánea demuestra

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que la superioridad armamentista puede implicar, o mayor seguridad en el mantenimiento de decisiones políticas o el impulso incontrolable de imponerlas por la fuerza, el historiador sabe que su tarea consiste en conseguir el equilibrio más perfecto posible entre el «cómo ocurrió», «por qué ocurrió así» y cuáles fueron los múltiples factores en que, racionalmente, «fuese así». Estas son las tres nervaduras capaces de darle forma a los componentes complejos e importantes del siglo xvm indiano, que, una vez establecidos en sus límites y estructura, procede conocer en sus funciones. Poder, instituciones sociales y opinión pública: mentalidades sociales y tensiones políticas. En la ciencia de sociología política, magistralmente delineada por Maurice Duverger, ha que­ dado establecido un triple nivel constituido por el poder (entendido como toma de decisiones y mantenimiento de las mismas por la autoridad), las instituciones (que representan los intereses comunitarios o individuales) y la opinión pública (que encarna el refrendo social, la participa­ ción y la oposición). Este esquema es válido para cualquier época histórica, a condición de tener en cuenta una cuádruple tendencia dinámica de fuerte incidencia en los procesos de cada época y situación históricas: el proceso éstratigráfico de cada nivel independiente en su relación con los otros y que marca la tendencia a la peculiarización, en exclusiva, de sus funciones propias; el proceso de relación vertical, y de co-participación en empresas comunes entre todos ellos; la coordinación de los tres niveles, exista o no preeminencia de cada uno sobre los demás; la diso­ nancia, falta de encaje o sistematización de bloqueos. Las dos primeras formulaciones son es­ pontáneas y consecuencia del proceso histórico propiamente tal que las inscribe; las dos últimas resultan del acorde respecto a los tiempos y el predominio de la conciencia comunitaria, ofre­ ciendo las dos variables típicas de la sociología política: la lucha y el disentimiento, que produce la revolución; la integración, el diálogo, la búsqueda de nuevas orientaciones, que produce el acuerdo, el pacto. La toma de decisiones desde la Corona no se produce en la España del siglo xvm hasta el reinado de Carlos III, cuya esencia fue de alta racionalidad política, y en cuya primera parte, hasta 1775, se ejerció el poder de decisión, con objeto de producir la afirmación del Estado, al menos en seis importantísimas cuestiones: nivelación social, reorganización y potenciación del Consejo de Castilla, reforma universitaria, reforma militar, reconstrucción del sistema de la fun­ ción pública y eliminación de la competencia del poder de la Corona. Estas decisiones delinean en el campo de la política social unos estímulos condicionantes de las respuestas. Las que se pro­ dujeron en los reinos americanos constituyen una estructura histórica, que denominamos pro­ vincialismo criollo, manifestado en una temporalidad larga (desdé 1780 hasta 1855, cubriendo el ámbito de tres generaciones), y que debemos entender como una adaptación al cambio, ya sea por transformación, adaptación o rechazo de condiciones mantenidas secularmente, ya co­ mo consecuencia de los caracteres económicos, sociales, políticos, religiosos de cada región. Esta amplísima gama de variables es lo que explica el alto grado de diferenciación que se produjo en la independencia. No cabe la menor duda de que en ese amplísimo cuadro de respuestas del provincialismo criollo existe el deseo, sucesivamente «latente», «manifiesto» y «organizado», de acceso al poder, lo cual produce la ineludible necesidad de una justificación jurídica y no meramente ideológica. Este objetivo —el acceso al poder— quedó condicionado por los efectos inducidos produci­ dos en la sociedad, por los distintos intereses de grupos, las reformas y los conflictos entre las mentalidades. Ahí surge la valoración de las instituciones, en cuanto escalón intermedio entre la opinión pública y el poder, y en cuanto marco específico de los intereses sociales. Se aprecia la manifestación de tres importantes ondas de efectos sociales inducidos: — El refuerzo de las estructuras de relación local, sobre todo los cabildos, en parte como medio defensivo ante la creación de instituciones regionalizadoras, como las Intenden-

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cías, pero sobre todo por el incremento del nivel de problemas locales a los que resulta necesario encontrar solución. — Movimientos de defensa comunales, inspirados en tradiciones democráticas castellanas y que son claras manifestaciones de resistencias institucionales a la fiscalidad o, en algu­ nos casos, movimientos críticos antirreformistas. — Conflictos originados en choques de mentalidades sociales, que se ofrecen específicamen­ te en tres niveles: antagonismos entre el poder político y el poder administrativo (choques entre la mentalidad criolla y la mentalidad colonial hispánica); conflictos en el campo de la diferenciación profesional, sobre todo en razón al «prestigio» social, manifestado es­ pecialmente entre la mentalidad eclesiástica y la militar; antagonismos en razón de la épo­ ca misma: desafío entre la mentalidad burguesa y la mentalidad aristocrática. Estas tres ondas de manifestación no se encuentran incomunicadas entre sí, sino que la es­ pontaneidad de la comunicación vertical origina cuatro vías de realidad social: la representada por los efectos del reformismo; la que se refiere al comercio, los comerciantes e instituciones comerciales; la relativa a la propiedad y producción de la tierra, los hacendados y los restos de la aristocracia tradicional, y, por último, la de los intereses económicos regionales, donde cpáfiguran peculiares áreas sociales, como, por ejemplo, oligarquías y grupos de presión. El reformismo produjo, sin duda, efectos spéiales importantes, pero de ahí a afirmar que puede ser considerada como reponsable fundamental de la independencia media un abismo. Nunca en la historia una causa, por importante que sea, es promotora de nada. El primer objetivo del reformismo fue coordinar los territorios peninsulares con los americanos, para lo cual se trató de conseguir una identificación en el ejercicio de la función burocrática; inmediatamente, el in­ tento de crear en América grandes unidades regionales, que tuviesen un contenido de campo eco­ nómico, pero al pervivir los distritos locales, con preeminencia del cabildo y de los grandes caci­ ques, produjo un profundo choque de intereses que ofrece un amplio casuismo y que condujo, a la postre, a un antagonismo institucional y social, que debemos considerar variables de la tra­ dición comunera y, en algunos casos, reacciones tardías contra Estados militaristas indígenas. Existe una variable insoslayable, que es la supuesta por la contraposición de mentalidades, a partir de una premisa fundamental: la iniciativa radica en la preeminencia absoluta de la pobla­ ción blanca, que supone aproximadamente el 20 por 100 de la población total, lo cual significa claramente que es minoritaria, y que, a su vez, se encuentra dividida entre el sector peninsular (2 por 100) y el criollo (98 por 100). En esa población, preeminente y minoritaria, existían coinci­ dencias en núcleos de interés básico, tales como poder político, comercio, propiedad, orden y seguridad, y se aprecian, en efecto, sobre todo en el campo de la economía comercial, fuertes conexiones, donde se fundían esos intereses, como las investigaciones de Susan Socolow o Car­ los Malamud han puesto muy recientemente de manifiesto. Pero en la relación social se produje­ ron fuertes antagonismos que el reformismo aumentó, al cambiar un sistema que había perma­ necido secularmente inmóvil desde el siglo xyi. Existe una tercera realidad social: la extremada confusión administrativa que pfodujo considerables interferencias de órbitas de poder. La segunda vía de la realidad social es la referente al bloque comercial. Hasta ahora, lo único que ha sido estudiado en relación con él ha sido el tráfico, quedando en cambio en ía sombra el papel social del comercio, la actividad y la intervención pública de los comerciantes, su inte­ gración en las instituciones promotoras de sus intereses, concretamente, los Consulados, que pro­ dujeron, como es bien sabido, importantísimas transformaciones en la sociedad americana del siglo xviii . Para juzgar el fundamental papel jugado por el comercio en el decisivo fenómeno del despegue regional del xviii basta citar como ejemplo la magistral monografía de Pierre Vilar sobre Cataluña. En ese despegue se registra la tendencia a la eliminación al máximo de la competencia extranjera, consecuencia de la presión ejercida por un grupo poderoso —los comerciantes— sobre el Gobierno, así como la responsabilidad del desarrollo del primer nacio­ nalismo hispanoamericano a partir del regionalismo criollo. Se trata, en definitiva, de una res-

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puesta importantísima al largo siglo de contienda comercial atlántica anglo-francesa que se ma­ nifestó desde 1702 hasta 1815. Al tratar de fundir intereses comerciales peninsulares y america­ nos, el Gobierno español tuvo también que delinear una estrategia atlántica española e hispa­ noamericana que definiese la posición comunitaria ante el conflicto anglo-francés, para lo cual tuvo que contar, lógicamente, con los comerciantes, lo cual incrementó su importancia, definió su papel, pero también originó fuertes tensiones familiares internas. Como ha demostrado Gar­ cía Baquero, la «libertad» de comercio supuso, más bien, una ampliación de la participación en el monopolio, pero en los términos de la relación comercial produjo una importante inver­ sión: la expansión e imposición de productos americanos en los mercados europeos. Esto otorgó mucha más fuerza a los propietarios productores y una consiguiente tendencia a la unión de inte­ reses en los Consulados. De ahí, la importancia de los hacendados, o grandes propietarios, en la realidad social del siglo xvm. En efecto, los hacendados habían basado su preeminencia en tres criterios básicos: el prestigio de la propiedad, el exceso de tierra y la escasez de mano de obra; a esos tres criterios deben añadirse dos variables: la relativa al régimen jurídico de su propiedad (nivel técnico, mer­ cados, estratificación social, sistemas de trabajo) y la referente a las rentas de la tierra (produc­ ción y relación con los precios y el valor de renta, reparto de rentas en relación con salarios, beneficios etc.). Pues bien, a todo ello debe añadirse, desde mediados del siglo xvm, la fuerte integración familiar social, económico-comercial y financiera de los hacendados con los comer­ ciantes, que configuró una considerable estructura de poder económico y de influencia política que habría de traslucirse en el protagonismo alcanzado por sus componentes en la independencia. Ello constituye, sin duda, el cimiento para la constitución y afirmación de los sectores regio­ nales donde cristalizan los intereses de estos poderosos grupos económicos, cuyos ejes funda­ mentales fueron Nueva España, con sus tres satélites: Antillas, Centroamérica y Circuncaribe continental y la región andina, en pugna con la sociedad porteña de Buenos Aires, que alcanzó desde 1776, con la creación del Virreinato, una dimensión política de primera magnitud, que pronto tuvo oportunidad de manifestarse, en la pugna con la sociedad brasileira de Río de Janei­ ro, por la constitución del imperio rioplatense, la gran empresa brasileira del siglo xix. Sin duda, Nueva España fue la región económicamente más significativa, con mayor complejidad de creci­ miento y más profundos inconvenientes para conseguir un desarrollo equilibrado. En realidad, se trata de un poderoso escudo económico instalado sobre cuatro grandes unidades geográficas: México, Centroamérica y las Antillas y la fachada suramericana del Caribe. Se trata de un deco­ rado natural de extrema variedad, cuyo fondo está representado por una serie ininterrumpida de catástrofes climatológicas y vulcanológicas. A ello debe añadirse el extenso y profundo frac­ cionamiento político, que hace a sus múltiples centros extraordinariamente sensibles a las in­ fluencias del exterior. México integra tres sectores perfectamente diferenciados: el reborde sep­ tentrional de la meseta del Anáhuac, caracterizado por una sociedad de marcado carácter em­ presarial, centrado en minorías blancas consagradas a la minería y a las grandes haciendas agroindustriales-ganaderas; es la región de los «ricos y poderosos señores del Norte», como suele leerse en los documentos mexicanos de la época, que por los caracteres de la región, abierta a los ataques de los indios nómadas, se encuentra en permanente estado de guerra, lo cual hace todavía más poderosas a las minorías dominantes por la producción y muy estrechamente uni­ dos a la red de presidios defensivos que guarnecen toda la frontera norte. El México central es una zona de alto consumo, fuerte desarrollo urbano y marcado carácter social aristocrático, cen­ trado en tres poderosas instituciones: el Cabildo, el Cuerpo de Minería, donde se integran los «señores de la Plata», y el Consulado de Comercio, cuyos más importantes componentes son los «señores del ganado». Junto a eso, el complejo sistema político-administrativo virreinal y el poderoso arzobispado, que con sus mitras sufragáneas constituye una verdadera potencia eco­ nómica y espiritual. Por último, la costa cálida, donde Veracruz es, significativamente, puerto y sede del poderoso Consulado de los comerciantes, un verdadero triunfo del reformismo, que

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consiguió aglutinar, con fuerza e intensidad, la región de la producción y establecer sólidos vínculos de relación con los otros grandes puertos del Caribe. Las otras unidades geográficas componentes del escudo económico al que nos referimos se distinguen por su característica condición satelizada. Quizá por ello apreciamos una condición sumamente típica: la de que en cada una de ellas se produce la preeminencia de un eje de relación respecto a la poderosa economía mexicana. Así, en las Antillas destaca sobre todo la economía de plantación cubana, especialmente de azúcar y tabaco, totalmente en la órbita de México, ex­ cepto durante la guerra de independencia de los colonos de América del Norte (1772-1783), en que España abrió este mercado a los insurgentes como una parte más del amplio programa de ayuda que la Corona española prestó a los nacientes Estados Unidos. En Centroamérica, el eje es Guatemala, sobre todo, sede de comerciantes y también activo foco universitario y centro de iniciativas políticas. Por último, en el continente circuncaribe se aprecia en general una tenden­ cia expansiva muy fuerte, apoyada en el oro neogranadino y en él comercio caraqueño. La región andina constituye un caso singular y sumamente significativo, en el conjunto del continente hispanoamericano, caracterizado por la gigantesca cadena montañosa que le da nom­ bre, extendida de Norte a Sur sobre la vertiente del Pacífico desarrollando amplios valles lop¿itudinales flanqueados por las elevadas vertientes de la Cordillera Central y por el más bajo ali­ neamiento de la cadena costera. Toda el área tiene una baja densidad de población, en ella se han ubicado importantes altas culturas e importantes núcleos hispáhicos que alcanzan en el siglo xviii su máxima entidad social, política y económica, con altas tasas de desarrollo cultural y corrientes de opinión intelectual, específicamente instalados en tres núcleos fundamentales: la Presidencia de Quito, en cuya zona montañosa del interior se instala la zona de máxima hispanización del mundo americano, en el eje fronterizo Loja-Cuenca-Quito, mientras en la zona coste­ ra, Guayaquil es el puerto de mayor tradición comercial, abierto al Pacífico, significa la tenden­ cia a la permanencia y la tradición de vinculación con el comercio del istmo; en cambio, Lima, asiento de una poderosa aristocracia tradicional, en estrecha vinculación con una burguesía crio­ lla consagrada al comercio hacia el interior, hacia los mercados del Alto Perú, padece la contra­ dicción de sufrir las consecuencias del lento, pero constante, movimiento histórico dinámico del mundo americano hacia el Atlántico, lo cual es posible apreciarlo en la larga rivalidad comercial mantenida con la burguesía de Buenos Aires, que se hizo impetuosa y arrolladora, sobre todo a partir de la fundación del Virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires, a partir de 1776. La pérdida de los mercados del Alto Perjú supuso, para Lima, la necesidad imperiosa de reorientar sus recursos y posibilidades, lo cual supuso su larga decadencia del siglo xix, que contrasta con el auge creciente de los territorios del Río de la Plata. Por último, Chile ha consti­ tuido a lo largo del siglo xviii una sociedad dominante, constituida por doscientas familias, casi totalmente criollas, con un importante sector vasco español, que forma la estructura de los «ha­ cendados productores», donde se produce el fenómeno de un estrecho provincialismo, férrea­ mente unido por vía de fidelismo a la Corona española. t

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Los nuevos factores de integración: regionalización, seguridad atlántica y reacción emancipadora. ¿Qué es la integración? El proceso de interdependencia y unificación de una sociedad, capaz de producir unas relaciones más efectivas y de mayor eficacia entre las «partes» configuradoras del «todo». Integración política hace referencia a la parte que, en tal proceso, ocupa el poder organizado, mientras que el acomodamiento, o el conflicto, respecto a tales instancias se en­ cuentra en razón a las variables sociales y la presión de la opinión pública. En este sentido, la sociedad hispanoamericana del siglo xviii experimentó tres fuertes impulsos de integración: la regionalización, la seguridad,atlántica y la reacción emancipadora, que deben ser comprendidos desde el punto de vista del espacio, entendido como soporte inmediato del «arraigo» de la socie-

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HISTORIA DE ESPAÑA

dad humana, en un amplio cuadro que abarca desde la ocupación de la tierra hasta los intercam­ bios, la comunicación y la circulación de sus productos. En la peculiaridad americana existen notas muy características que, de ningún modo, pueden olvidarse. Ante todo, la inmensidad con­ tinental, que impuso un alto grado de incomunicación, incrementada con la característica es­ tructura geográfica. Este bloqueo en la comunicación explica el aislamiento de las sociedades, las economías y las civilizaciones entre sí. Y produjo un predominio tipológico, que se ha deno­ minado, con acierto, la América de la frontera, basado en una larga serie de inconvenientes, tales como la dispersión del asentamiento humano, extendido, en tiempo verdaderamente corto, sobre inmensas extensiones, alejados, unos de otros, miles de kilómetros, dejando entre sí gran­ des espacios vacíos. Por otra parte, el asentamiento español giró en exceso sobre la extracción de metales preciosos, factor de fuerte desestabilización social y económica, como ha demostrado muy agudamente Pierre Vilar, y acaso con mucha mayor responsabilidad de lo que se ha pensa­ do hasta el momento, promotor de una alta tasa de antagonismo mundial, que obligó a insistir doctrinalmente, más de lo prudente, en la idea de la «defensa». Pues bien, esta América de la frontera destaca por su amplitud y por su poderío, pero tam­ bién, indudablemente, por la fragilidad de sus propios contenidos y la desproporción social de sus componentes humanos. La crisis coyuntural de 1630-1650, magistralmente estudiada por Pierre Chaunu, inició un cambio muy importante, aunque su manifestación es de una enorme lentitud, cuyo long run alcanzó una primera meseta entre 1770-1820, en la cuál pueden comprobarse los primeros resultados de la lenta transformación: — Oscilación del eje histórico de la América tradicional del Pacífico (la de las altas culturas indígenas y los dos grandes virreinatos españoles) hacia la América nueva, del Atlántico. — Orientación hacia una economía de producción basada en cultivos tropicales, originando la nueva riqueza indiana de las «plantaciones», sin que ello suponga el abandono de la minería, que experimenta un nuevo auge a partir de 1740. — La economía se orienta hacia un comercio de exportación, en primer lugar, en razón a la escasez de poblaciones del interior continental; en segundo lugar, por la mayor facili­ dad de comunicación y enlace con Europa que en el eje Norte-Sur, debido al inmenso elemento de incomunicación significado por la América tropical. El comercio de exporta­ ción hacia Europa se manifiesta en ésta en una lenta modificación de sus gustos, necesi­ dades y demandas de productos «coloniales». — Las sociedades atlánticas americanas comenzaron a adquirir un tono muy específico como consecuencia de su vinculación a su agro-exportación. Las modalidades en el campo de la política se aprecian perfectamente en los procesos independentistas de las sociedades atlánticas, que se distinguen nítidamente de aquellos otros surgidos del seno de socieda­ des de la América tradicional del Pacífico virreinal. Estamos en presencia de la respuesta americana al fenómeno global, descrito por Fernand Braudel, como un «incremento de la respiración histórica en el Atlántico» que afectó, en distinta medida e intensidad, las sociedades y economías de su amplio espacio geográfico. El incremento de la vida histórica atlántica se aprecia nítidamente en el campo de las relacio­ nes internacionales y, específicamente, en los cuatro modelos siguientes: — La permanente rivalidad mantenida durante todo el siglo xviri entre Francia e Inglate­ rra, las dos más importantes potencias navales europeas, por los mercados coloniales de larga distancia. — La inscripción de las potencias secundarias en las respectivas órbitas del conflicto. — Potenciación e incremento de la importancia de los ámbitos americanos donde se centra­ ron la producción y el tráfico comercial. — La preeminencia de objetivos comerciales en las series diplomáticas del siglo, en las que se advierte la frustración de los intereses particulares y la búsqueda del aumento de los rendimientos financieros. *

PRÓLOGO

XXI

España, lógicamente, se vio fuertemente afectada por estos movimientos y hubo de plantear una posición capaz de delinear una nueva estrategia atlántica, centrada en la nuclearización de focos para la coordinación del espacio atlántico, desde los intereses peculiarmente españoles y que tuviese en cuenta: el long run de basculación de América hacia el Atlántico; la reorganiza­ ción de un sistema político nuevo, puesto que el de la época de los Habsburgo otorgaba una clara preeminencia a la América tradicional del Pacífico; prever los conflictos sociales que tal reorganización pudiese producir. La única solución posible de lucha contra el espacio, en relación con la nueva estrategia atlán­ tica, radicó en la regionalización, que debemos entender como un proceso de modernización te­ rritorial, para modificar las unidades geográficas y políticas, surgidas por el azar del descubri­ miento y centradas en la ideología del «patrimonialismo», por un sistema demarcado de «co­ marcas» y «provincias», centradas en la institucionalidad de las Intendencias, para estar en dis­ posición de fijar fronteras de abastecimiento, delimitar los confines de la actuación comercial y de la influencia política, y atender al crecimiento económico. Esto produjo tres efectos sociales de notable importancia: la reorientación de la convivencia, la aproximación de objetivos econó­ micos, sobre todo en el campo comercial, y la provincialización de la reforma. Estos tres efectos se ponen de manifiesto de modo peculiar —y teniendo siempre en cuenta las variables locales, a las que ya nos hemos referido—, ante todo, en el reforzamiento y crecimiento del poder buro­ crático que, inmediatamente, producía el incremento del espíritu de resistencia local, a través de sus estructuras tradicionales. En esta tensión existen dos supuestos: el nacionalismo español originó el importante movimiento provinciano, cuyos agentes fueron esencialmente criollos, pro­ movidos por la fuerza del sentimiento telúrico de arraigo; el incremento y el rigor de la presión fiscal produjeron el desenvolvimiento de un popularismo religioso de igualación social, en el cual se delineó el antagonismo entre los eclesiásticos y los militares, mayoritariamente instalados es­ tos últimos en los altos puestos de la administración intendencia!. La aproximación de objetivos sociales se aprecia, sobre todo, en el comercio. Las tesis historiográficas francesa (Chaunu) e inglesa (Lynch) que se refieren al «intento de récuperación del comercio indiano por parte de España» son, cuando menos, discutibles, y para mí, absoluta­ mente inaceptables. Resulta preciso investigar en los estratos más profundos de la historia social para establecer los nodulos de intercomunicación, positivos y negativos, en instituciones en las que pueda apreciarse la importante y robusta identificación de intereses comerciales entre penin­ sulares y criollos, así como la formación de una mentalidad burguesa propiamente hispanoame­ ricana. También ocupa un lugar impórtante la situación eclesiástica, sobre todo en su reacción frente al propósito de reducir situaciones y privilegios especiales, tales como fuero y riquezas, así como el fenómeno correlativo, y paralelo, de la expansión del espíritu militar, en parte por la permanente situación internacional, y la preeminencia social del fuero, que permitió estable­ cer coherencias e identidades importantes. En cuanto a la seguridad atlántica, recientes investigaciones españolas han clarificado, mediante la confluencia analíticá del «tiempo corto» de las decisiones políticas (Madrid, París, Filadelfia) con el «tiempo largo» de las estructuras, la enorme novedad del sistema de seguridad atlántica que, con motivo de la independencia de las colonias inglesas de Amé­ rica del Norte, instrumentó el Gobierno español. Este sistema supuso el abandono de la idea tradicionalmente prevaleciente de la «defensa», por la de «seguridad» de los intereses de la so­ ciedad nacional que los promovía. Ello incidió muy fuertemente sobre el comercio y constituyó una razón explicativa que añadir a la importancia y auge que éste tuvo en la sociedad criolla y peninsular del último cuarto del siglo xvm, en especial en los dos grandes núcleos urbanos atlánticos que fueron el sistema Caracas-La Guaira-Los Valles, y el sistema Buenos AiresMontevideo-«Litoral». Todo esto confluyó sobre el tercer movimiento histórico mencionado, bajo la caracteriza­ ción de «reacción emancipadora» de la sociedad indiana. Durante mucho tiempo —y aun hoy—

X X II

HISTORIA DE ESPAÑA

se ha utilizado indistintamente los términos «emancipación» e «independencia» al hacer referen­ cia al fenómeno de separación política de los reinos americanos del reino de España. Ambos quedan perfectamente diferenciados aquí, al entenderse la «emancipación» como una tendencia provincialista y regionalista que se caracteriza por la identificación de objetivos económicos y sociales entre criollos y peninsulares, así como la igualación de derechos y, en cierto modo, la autodeterminación, o autonomía administrativa. Así fue hasta que profundos factores cultura­ les produjeron la desidentificación social conduciendo una decisión radical, que puede denomi­ narse más bien «patriota», característica de una nueva generación, como quedó anteriormente dicho, que abrió la línea de la «independencia», con un claro predominio de la mentalidad mili­ tar al modo como había ocurrido en la revolución inglesa del siglo x v n , aunque desde perspec­ tivas, problemas y objetivos radicalmente distintos. No es que exista influencia ni directa ni indi­ recta, sino que, de un modo perfectamente coherente con el peso mismo de las circunstancias históricas, se produjo el cambio en la orientación del proceso social. De la vieja rivalidad mani­ festada en el nivel social y administrativo, se pasó a la vía de la fuerza e inexorabilidad, es decir, a poner la totalidad de energías, afanes, voluntades, recursos e instancias de todo orden, para conseguir el objetivo propuesto. Sociedad y cultura. El conflicto político y su expresión romántica. El marxismo y algunas posiciones afines sostienen que «economía» y «cultura» forman parte de una totalidad, definida por el proceso de producción de mercancías y su intercambio. Los funcionalistas, desde Durkheim hasta Parsons, argumentan que la sociedad se integra por medio de un sistema de valores que legitima la totalidad de las conductas sociales. Ambas escuelas par­ ten de una premisa común: la de que la sociedad es un sistema entrelazado estructuralmente y sólo puede comprenderse una acción social en relación con él. Actualmente, los análisis de Merton, Bell, Duverger y otros más sostienen que la sociedad se encuentra constituida por tres ámbi­ tos: estructura tecnoeconómica, orden político y cultura; que estos tres ámbitos no son congruentes entre sí, sino que ofrecen ritmos distintos, siguen normas diferentes y originan tipos de conducta impares y, con frecuencia, opuestos; la confluencia entre los tres origina una realidad específica y característica, cuya esencia es la contradicción. Cada uno de esos tres ámbitos ofrece un objeti­ vo peculiar: la estructura tecnoeconómica, la «eficacia»; el orden político, la dialéctica, entre «legitimidad» y la adaptación permanente a la «innovación». La cultura, para una sociedad, un grupo, una persona, es el proceso continuo de sustenta­ ción de una identidad, mediante la coherencia entre un punto de vista estético, una concepción moral del yo y un estilo de vida; habida cuenta de que la estructura social se aprecia en los niveles de la emoción, la sensibilidad y la inteligencia. Puede, en consecuencia, advertirse las contradic­ ciones posibles entre estos tres ámbitos, cuyos ritmos de manifestación no son nunca necesaria­ mente coincidentes. Tal contradicción se expresa como fenómeno característico de la sociedad criolla indiana del siglo xv m , en el proceso concatenado de emancipación e independencia. La sociedad hispanoamericana del siglo x v m pertenece a un ámbito cultural en el cual se encuen­ tran los factores germinativos y creadores de una peculiar actitud de novedad-madurez. Hoy re­ sulta insostenible la tesis de los viajes a Europa de algunos criollos, la de la entrada de libros a través del contrabando, la de los barcos de la Ilustración, etc., como vías gracias a las cuales entró la luz en la sociedad hispanoamericana, produciéndose la culturización del continente. Es­ tá perfectamente claro que la elaboración de las estructuras culturales y mentales del siglo x v m hispanoamericano constituye un fenómeno interno de su cultura y peculiar de su sociedad. Para su comprensión, resulta fundamental el mundo de ideas sucesivamente configurado en la fronte­ ra polémica, la línea de identificación creadora del siglo x v i y la sensibilidad ¿riolla del siglo x v n , en lá cual deben diferenciarse dos vertientes: la elaboración del humanismo jesuítico, que alcanzó su máxima manifestación a mediados del siglo xvm ; la polémica defensiva, frente a las

PRÓLOGO

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interpretaciones de los naturalistas europeos, que originó una poderosa corriente de sentido crí­ tico en el pensamiento hispanoamericano. El mundo hispanoamericano del siglo xvm está constituido por dos sectores creadores, de cada uno de los cuales emanan efectos sociales muy distintos, según hemos visto anteriormente, que deben diferenciarse con máxima precisión: por una parte, la nueva estructura tecnoeconó­ mica y los intentos de transformación de la política por razones internacionales de mucho peso. Por otra parte, la manifestación efectiva de una posición peculiar e independiente, centrada en el criollismo y que conduce a una dimensión política de nuevo cuño, se manifiesta como un con­ flicto, de honda tensión, entre independencia y dependencia en el mayoritario sector criollo de la población blanca, que es la que tiene la iniciativa en el desenvolvimiento de los objetivos polí­ ticos, mediante la asimilación, por vía educativa, de las grandes corrientes intelectuales peculia­ res de la América ibérica: el humanismo jesuítico, la Ilustración y el neoclasicismo. Lo específi­ camente hispanoamericano de estas corrientes radicó en la existencia de una base antropológica del saber, basado en el conocimiento del ser humano, una realidad mundana y una situación. En torno a esa base, se produjo una larga serie de experiencias intelectuales, sobre las cuales se elaboró una doctrina específica del saber relativo al hombre americano, cuyo objetivo básico era establecer su identidad. Se trata, en consecuencia, pese a sus ribetes e iniciativas políticas (en el sentido de la convivencia) de un ámbito cultural, en cuyo seno se formó el pensamiento revolucionario propiamente hispanoamericano, mediante la puesta en vigor de una perspectiva histórica, de índole polémico, que fue la tradición española. La inserción de la mentalidad jesuítica en la sociedad criolla se produjo en una doble fase histórica, que se encuentra separada, justamente, por la expulsión y extrañamiento de los reinos españoles y americanos. La primera, que se produjo a partir de su instalación en tierras america­ nas, se efectuó a través de los sistemas educativos y, de modo especial, de la intensa labor de enseñanza universitaria del siglo xvm; de ahí proviene el fundamento didáctico que se aprecia en toda la literatura hispanoamericana. La segunda se encuentra constituida por la enormemen­ te interesante literatura de emigración jesuítica, en la cual es preciso distinguir los supuestos ideo­ lógicos peculiares, de la espontánea e importantísima defensa de la americanidad, de donde sur­ gió, con fuerza, úna cuestión de gran sentido filosófico, que ha llegado hasta nuestros días como una idea fundamental en la literatura actual hispanoamericana: el tema del paraíso perdido. Porque no cabe duda que una nota fundamental y característica de la cultura española en América fue —y es— la polémica, sobre todo intelectual, como muy bien ha demostrado, con finura y precisión impar, el gran pensador colombiano Germán Arciniegas, constituyendo el ci­ miento de su enorme producción intelectual, como, a su vez, lo es de toda la cultura hispano­ americana. La intervención en esa polémica, consustancial con el ser de la realidad histórica, fue muy compleja y extraordinariamente densa, demostrando así el mayor sentido de cpmunidad cultural que tuvieron los criollos hispanoamericanos. Por el contrario, en los Estados Unidos fue sumam ente breve, limitándose a las «Notes on Virginia» redactadas por Thomas Jefferson para contestar un cuestionario que le presentó el secretario de la legación francesa Barbé-Marbois. Pues bien, ese ambiente criollo, crítico y polémico, promovió en el último cuarto del si­ glo xvm un provincialismo ilustrado, de alta fuerza innovadora y tendencia revolucionaria, aun­ que disimétrico, porque el ambiente de emociones, ideales y sentimientos políticos fue absorbido por los escritores, junto con las tendencias estético-culturales. Así, en la poesía se aprecia, con nitidez, el impacto de la presión y la emoción políticas, sobre todo en el empeño de exaltar lo más peculiar: la naturaleza, y lo más emotivo: los héroes. Pero las aceleradas transformaciones de la época se aprecian mucho más claramente en la prosa, sobre todo en el típico género de las memorias, como, por ejemplo, las de Servando Teresa de Mier, o en las obras que pueden considerarse de sociología narrativa, como ocurre con el Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, un verdadero manifiesto de moral pública.

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LA ADMINISTRACIÓN DE LOS REINOS AMERICANOS POR

MARIO HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA

S umario : I. Introducción: administración y territorialidad extrapeninsular. — La territorialidad transpeninsular.\— II. Administración y relaciones internacionales. — La aceptación de la legitimidad: las Indias ante la guerra de Suce­ sión. — Las ventajas de la ley monetaria. — El long run de la rivalidad anglo-francesa por los mercados colonia­ les. — El desarrollo del conflicto. — La nueva estrategia y sus efectos psicológicos.— La actitud española ante la rivalidad colonial anglo-francesa. — III. Estado nacional y administración indiana. — La consolidación del Es­ tado. — El Consejo de Indias y el Consejo de Castilla. — IV. La estrategia de la seguridad atlántica. — El significado de los núcleos estratégicos. — N otas.

I.

INTRODUCCIÓN: ADMINISTRACIÓN Y TERRITORIALIDAD EXTRAPENINSULAR

La historia institucional ha roto los estrechos límites en que la habían dejado la «historia in­ terna» y la «historia del derecho», al superar, en sus horizontes de quehacer y preocupación, los límites impuestos por textos legislativos y reglamentos. Esto lo ha conseguido interesándose por la vida de los hombres y su capacidad para modificar, e incluso cambiar, la más rígida y solemne de las leyes a través de la «acción decisiva». En este sentido, la historia institucional tiende cada vez más a transformarse en una historia social de la Administración, en la medida en que resulta perfectamente claro cómo ésta, constituida e integrada por instituciones, perfila el Estado como instrumento de la sociedad y sustentador del orden político, basado en la legiti­ midad en cuanto al principio axial. La legitimidad monárquica fue indiscutible en América —como lo prueba, según veremos, su continuidad, pese al cambio dinástico e incluso ostentan­ do puestos de la Administración personas vinculadas al otro pretendiente— y, en consecuencia, el orden político pudo desenvolver su actividad específica, que es el campo de la igualdad ante la ley de los derechos civiles y el poder social, teniendo en cuenta la posibilidad de la regulación del uso de la fuerza y la moderación de los conflictos para conseguir una igualdad de oportu­ nidades y de resultados. Añadamos que la primera, sin los segundos, resulta algo vacía de con­ tenido. Está claro que el orden político tiene unos aspectos administrativos reguladores en la aplica­ ción de los principios de la legitimidad. Actualmente se entiende que los aspectos deben ser tec­ nomáticos, pero en la época a la que nos referimos constituía una estructura de ejecución y man­ tenimiento de las decisiones, fuesen éstas personales, acordadas, pactadas o de ley. La acción política debe tratar, fundamentalmente, de conciliar intereses en conflicto. Y éste es, cabalmen­ te, el sentido de servicio que tiene un sistema administrativo. En el caso de la Administración monárquica en la América borbónica, continúa teniendo el significado de administración del «bien común», con una mayor profundización social que la alcanzada durante el siglo xvn, en

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HISTORIA DE ESPAÑA

los reinados de los tres últimos monarcas de la dinastía de Habsburgo, pero adquiere uno nuevo y de mayor entidad, que consiste en la dialéctica entre libertad y restricción. Por ello, el «ideal existencial» prevaleciente en la sociedad hispanoamericana es el de la Monarchia Hispánica, fe­ cundo elemento integrador de profunda coherencia, sobre todo a través de las instituciones que componen el sistema de administración, tanto en sus órganos centrales de gobierno cuanto, so­ bre todo, en los territoriales. Pero en la dialéctica entre libertad y restricción se produjo una considerable alteración con­ flictiva que, desde el punto de vista social, hemos de estudiar en su lugar correspondiente, y que, desde el punto de vista institucional, es decir, desde el punto de vista de la historia social de la Administración, produjo un importante fenómeno que rompió la coherencia de la Adminis­ tración, promoviendo efectos muy apreciables en el campo de los movimientos políticos y de las ideologías. La quiebra se puso de manifiesto en la difusión institucional de los Consulados —esencialmente constituidos para la defensa de los derechos de los comerciantes— y de las In­ tendencias, establecidas y desarrolladas para conseguir crear campos económicos regionales, tra­ tando, sobre todo, de luchar contra el espacio y la incomunicación, los dos grandes problemas que la experiencia de los dos siglos había revelado como los más serios inconvenientes para lle­ var a cabo, coherentemente, una labor de construcción unitaria de la sociedad. Quede claro que no se trata aquí de repetir las descripciones formales de las instituciones, sino de establecer cuá­ les son las corrientes administrativas y las distorsiones funcionales en la relación «poder»«instituciones», que se producen en el ámbito americano como consecuencia de las reformas bor­ bónicas. La descripción de las instituciones está reiteradamente hecha. Vamos a fijarnos, más atentamente, en su comportamiento histórico, en el sentido en que manifiestan intereses públi­ cos o privados en la medida en que éstos se encuentran en conflicto. La territorialidad transpeninsular. La idea del «reino» que se mantiene en América desde el comienzo de la Fundación 1 has­ ta, con cierta variabilidad, los primeros años del siglo xix, consiste en el reconocimiento de que el gobierno pertenece, en exclusiva, al rey. La designación de la función gubernativa como «real servicio» indica tal exclusividad, concibiendo el origen de la autoridad real como social. Como demostró Manzano 2 con argumentos documentales incontrovertibles, la incorporación de las Indias a la Corona de Castilla —ratificada por la solemne declaración de Carlos I en Barcelona el año 1519, con carácter inalienable por sí y por todos sus sucesores— hizo que el concepto de Corona configurase la administración real, de modo que los funcionarios que lo representa­ ban no procediesen al abuso que un exceso de poder pudiese hacerles creer. A tales efectos, el rey distribuyó sus funciones entre todos ellos, de modo que la división del poder impidiese un ejercicio desmesurado del mismo, al tiempo que se establecía el principio básico fundamental de la justificación permanente del ejercicio del poder. En relación con este supuesto, se produ­ cen, al menos, tres importantes cambios, que otorgan un carácter muy particular al proceso ins­ titucional del siglo xvm en América. En primer lugar, la convicción de que la sociedad o, para hablar en términos de la máxima precisión dentro de la tradición castellana, la comunidad políti­ ca era fin del poder se vigorizó de modo considerable desde finales del siglo xvn, cuando las relaciones del «reino» con el poder se. plantearon en términos «jusnaturalistas». Segundo, el que se operó en el nivel institucional, como consecuencia de la profunda decadencia del Consejo de Indias y la absorción de los asuntos indianos por el de Castilla. Finalmente, la aparición, en el seno de la sociedad criolla, del «patriotismo» como sentimiento romántico, lo que ocurre du-

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F ig. 1.—El primer visitador general Damián de Vandera. Lámina 408 de Nueva crónica y buen gobierno, por Felipe Guamán Poma de Ayala

rante la segunda mitad del siglo xvhi , originando una creciente sensación de provincialismo, desde el cual se alcanzó el primar nacionalisirio 3.

Por otra parte —ahora descae un punto de vista conceptual historiológico— las precisiones que la actual sociología política 4 ha llevado a cabo entre «poder» y «autoridad» 5 han hecho posible la distinción entre «poder institucionalizado» y «relaciones de autoridad» y, en conse­ cuencia, han permitido precisar la noción de institución, distinguiendo en ella dos elementos distintos: uno estructural, de índole relacional, a través del cual las instituciones adquieren esta­ bilidad, duración y cohesión, que se refieren esencialmente a la interacción de «poder» e «insti­ tuciones», hasta cristalizar en la Administración; un segundo elemento ofrece en creencias, siste­ mas de valores, ideas para conformar un conjunto de actitudes que actualmente se estudia en la formalización de los mitos históricos 6. Existe, pues, una diferencia esencial entre administración pública y privada, como puede apre­ ciarse en el mundo indiano del siglo xvm, entre Intendencias y Consulados, por ejemplo. La

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F ig. 2.—El corregidor de provincias de este reino y su escribano. Lámi­ na 488 de Nueva crónica y buen go­ bierno, por Felipe Guarnan Poma de Ayala

Administración pública genera una ¿ctitud política burocrática de carácter ideológico, pues, al referirse al poder, su organización, su ejercicio, su legitimidad, producen una doctrina jurídica que, desde luego, no agota, en absoluto, todas las posibilidades de caracterización estructural. Lo jurídico sólo expresa un sector fronterizo de la cuestión. Resulta mucho más importante el sector de relación con la historia política, que se encuentra, actualmente, muy renovado y que apenas tiene nada que ver con lo que, todavía hoy, algunos historiadores entienden como tal. La historia institucional hoy se encuentra profundamente humanizada. Ya no se trata —como antaño hacían los juristas— de reproducir textos legislativos y glosar los grandes reglamentos, sino conocer la vida de los hombres y su capacidad de modificar, cambiar, enriquecer y modifi­ car la más solemne de las legislaciones. Los historiadores tienden a transformar esa vieja historia institucional en una historia social de la Administración, que intenta superar los facts on file, para ir al timing o f interacting change, es decir, una historia de la Administración no disociada del movimiento de las ideas, ni de las estructuras sociales, ni de la vida literaria, filosófica, reli­ giosa. Desde el emplazamiento de la Administración pública existe un importante punto de vista. En razón a lo que llamamos territorialidad transpeninsular, las Indias tienen un papel propio

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en la estructura política española. Están incorporadas a la Corona de Castilla, rige en ellas el derecho castellano, pero ello no quiere decir que sean, pura y simplemente, una prolongación de este territorio. Sus especiales circunstancias políticas, sociales y económicas hicieron nacer un complejo de normas jurídicas, en cuanto regulación propia especial, aplicado al derecho ge­ neral castellano. Las Indias fueron un conjunto de territorios con plena personalidad, aunque tal personalidad no rompe su incorporación a la Corona de Castilla 7, tal como se expresa de modo inequívoco en la titularidad de Felipe II: Hispaniarum et Indiarum Rex. Sin embargo, desde el punto de vista de la Administración pública, debe señalarse la existencia —durante el siglo xviii— de una profunda transformación de la idea de Estado, que oscila entre peculiaridadcentralización, entre modernización y el peso de una tradición que quiere preservar las estructu­ ras heredadas. Esta doble pugna exigiría, para ser comprendida, una severa puntualización de las etapas del siglo xvm en que la monarquía indiana 8 se encuentra fuertemente sacudida por los avatares de su adaptación administrativa y política a los sucesos bélicos impuestos por la lucha anglo-francesa por los mercados coloniales de larga distancia 9. Está claro que no es este el momento de plantearlo, pero debe quedar registrado como perfil del proceso histórico". Sí, en cambio, parece oportuno hacer referencia aquí —aunque más adelante se haga con mayor extensión e intensidad— al significado contradictorio que cumplen dos instituciones fun­ damentales del siglo xvm español en América, que están respondiendo a una misma motiva­ ción administrativa, pero que terminarán chocándo porque, sobre una de ellas —las Intendencias—, predomina mucho más la función pública, mientras que en la otra —los Consulados— quedan más abiertos a la iniciativa privada o semipública. En efecto, ambas res­ ponden, a mi entender, al propósito típico de la época de la modernización y se orientan a la configuración de una regionalización de producción y fomento y subsiguiente circulación co­ mercial de los productos. Es muy discutible la caracterización que viene haciéndose tradicional­ mente sobre el significado de las Intendencias españolas en América y sus características funda­ mentales. En gran parte hemos de decir que la aplicación de sus principios depende, como en tantos y tantos otros casos, de los hombres que deben hacerlo. Se trata, en primer lugar, de un cuerpo administrativo nuevo, cuyos componentes son, en su inmensa mayoría, miembros de los Reales Ejércitos, que habían sido reformados por las Ordenanzas Militares, como un cuerpo cu­ yos componentes gozaban de «fuero» y, en consecuencia, de muy difícil asimilación, al no gozar de una autoridad absoluta y quedar subordinadps a distintas autoridades y expuestos a perma­ nentes confrontaciones jurídicas y ataques, por medio de luchas sordas, pérfidas opiniones y tremendos ataques frontales, en uña amplia gama que iba desde las argumentaciones de «vicios jurídicos de origen» hasta el antagonismo de intereses, que se consideraban lesionados y menos­ cabados, y poderosos particulares, como ocurrió en Caracas con la sólida institución de la Com­ pañía Guipuzcoana. El balance de las Intendencias sin duda resultó muy positivo. Por su parte, los Consuladós de la segunda mitad del siglo xvm no pueden desvincularse del comercio libre, del mismo modo que los tradicionalmente existentes de México y Lima están inexorablemente unidos a los intereses del monopolio. Se trata de instituciones de fundamental raigambre europeo-occidental, vinculados al comercio atlántico, que es, sin duda, el gran regu­ lador de la economía de toda la Europa occidental. En la segunda mitad del siglo xvm estas instituciones experimentaron una considerable y profúnda evolución, que debe vincularse al gran tema de la libertad comercial y, subsidiariamente, a los proyectos de la recuperación por España del comercio indiano, pero mediante interconexiones de intereses peninsulares y criollos, al in­ tento de aprovechamiento del aumento de los precios del tráfico, a las grandes inversiones de capital productivo realizadas en periferias como el Caribe, la Pampa y la costa del Pacífico. Sin

F igs. 3-4.—L os miembros del cuerpo administrativo nuevo para

la América hispana fueron, en su inmensa mayoría, miembros de los Reales Ejércitos. Militares españoles del libro Trujillo del Perú, por B. J. Martínez Compañón. Palacio Real. Madrid. (Fotos Oronoz)

duda, la aparición de estas importantes instituciones va ligada al proyecto de la libertad comer­ cial, así como al intento de transición entre la doctrina mercantilista y la librecambista, en su fase fisiocrática. De hecho, el Real Reglamento de Comercio Libre (1778) prometió, formalmen­ te, la creación de un Consulado en cada uno de los puertos indianos. La disociación entre ambas instituciones —que ahora nos interesan desde un exclusivo punto de vista administrativo— se produjo como consecuencia de tensiones sociales y choques políticos10.

II.

A d m i n is t r a c i ó n y r e l a c i o n e s i n t e r n a c i o n a l e s



La aceptación de la legitimidad: las Indias ante la guerra de Sucesión.

Desde 1685, Luis XIV, en el apogeo de su fortuna política y militar, desenvolvió, arrogante­ mente, una política mediterránea que se ha calificado acatadamente como «terrorismo» políti­ co y religioso. Simultáneamente, se produjo el declive hispánico. Durante treinta años fue tema

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predilecto de atención en las cancillerías europeas para tratar de poner en el trono español un miembro de una monarquía que fuese clave en el orden internacional, entre la hegemonía fran­ cesa y el postulado «balance o f powers», del que ya se hablaba en la Inglaterra triunfante de la revolución n, disponiéndose a intervenir en la Europa continental, para iniciar su salida del primer splendid isolement. El hecho internacional concreto oscilaba entre la alianza de las dos grandes potencias navales (Inglaterra y Holanda) y los planes antagónicos de Luis XIV y Leo­ poldo I. En torno a la persona de Carlos I I 12 se tejió una negociación siniestra, que pasó por sucesivos planes de quiebra de la monarquía hispánica (1668, 1698, 1699). En la opinión pública española prevalecieron los ideales de independencia e integridad de lá monarquía, y el Consejo de Estado, conducido por el cardenal Portocarrero, se inclinó por una solución nacional, propo­ niendo que la Corona pasase al segundo hijo del gran delfín, Felipe de Anjou. El rey Car­ los II no dudó en adoptar este criterio y redactó su testamento el 3 de octubre de 1700, pocos días antes de morir, el 1 de noviembre de 1700. En esta oportunidad, la actitud de los reinos americanos constituyó un ejemplo de fidelidad, por una parte, y de integridad leal, por otra, que solamente puede valorarse en razón a su condi­ ción de integrante de la Corona. Al dar cumplimiento de la última voluntad del monarca falleci­ do y ser proclamado y jurado inmediatamente Felipe V como rey legítimo, quedaba preservada la unidad de los dominios de la monarquía. Desde 1701, Austria eúvió agentes a América, e In­ glaterra, siguiendo una pauta que ha sido constante en su política exterior sobre Iberoamérica, comenzó el fomento sistemático de conflictos civiles. De todo este esfuerzo, el único resultado

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—aunque efímero— se produjo en Caracas, donde el archiduque Carlos fue proclamado rey en noviembre de 1702, gracias al fuerte apoyo inglés y holandés desde Curasao; muy pronto, sin embargo, una reacción social interna hizo fracasar el intento. Del grado de fidelidad de los fun­ cionarios puede dar idea el hecho de que al frente del Virreinato de la Nueva España se encontra­ ba José Sarmiento Valladares, conde de Moctezuma, personalmente partidario de los austría­ cos, pero que no dejó de cumplir estrictamente los deberes de su cargo, de modo que cuando llegó a México la noticia de la muerte de Carlos II, el 6 de marzo de 1701, el virrey comunicó a los alcaldes mayores y a las ciudades la noticia, el 16 de marzo pregonó los lutos, celebrándose los funerales el 26 y 27 de abril. El 4 de abril proclamó y juró a Felipe V y el pueblo lo acató. Inmediatamente, a finales de 1701 presentó la dimisión, ocupando provisionalmente el Virreina­ to el arzobispo Juan Ortega y Montañés. Posteriormente, durante la etapa de gobierno del vi­ rrey Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, un grupo de simpatizantes del archiduque Carlos, al calor de la presencia en las costas mexicanas de buques holandeses e ingle­ ses, intentaron sublevarse, siendo fácilmente reducidos y neutralizados. La misma pauta se aprecia en los otros reinos. En Cuba se reconoció a Felipe V durante el gobierno de Diego de Córdoba Laso de la Vega; en Ecuador, donde gobernaba Mateo Mata Ponce de León, la noticia de la muerte de Carlos II llegó a mediados del año 1701, proclamándo­ se a Felipe V el 9 de octubre, tras haber sido jurado previamente en las ciudades de Cartagena, Bogotá y Lima. En Perú, el virrey Melchor Portocarrero, conde de la Monclova, que desemper

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fiaba el cargo desde 1689, fue confirmado por Felipe V. Cuando murió en 1705, fue designado —previo fallecimiento de quien lo había sido en primer lugar, el conde de Canillas— uno de los pocos nobles catalanes partidarios de Felipe V, Manuel Oms de Santa Pau Olim Santmenat y de Lanuza, marqués de Castell dos Rius, quien envió, a poco de llegar al Virreinato, importan­ tes sumas para cooperar a los gastos de la guerra de Sucesión. En Buenos Aires, el gobernador Manuel del Prado y Maldonado (1698-1703) firmó el tratado de Alfonza (18 de junio de 1701), en cuya virtud se le devolvía a los portugueses la colonia de Sacramento, pero su sucesor, Alonso de Valdés Inclán (1703-1708), anuló el tratado y combatió a los portugueses, poniendo sitio a la colonia de Sacramento, hasta que su gobernador, Veiga Cabral, embarcó rumbo al Brasil, abandonando la población en marzo de 1705. Algunos indios guaraníes y padres jesuítas de las reducciones se distinguieron en los ataques, lo cual motivó una profunda animadversión portu­ guesa hacia ellos que, en el transcurso de pocos años, tuvo ocasión de manifestarse, coincidien­ do con la sublevación de los «comuneros», que entiendo de máxima importancia histórica, que no se ha visto compensada con ningún estudio que pueda considerarse definitivo. En consecuencia, tal como ha podido apreciarse en la rápida visión efectuada, los territorios transpeninsulares americanos de la Corona de España no sufrieron ningún traumatismo serio como consecuencia del cambio dinástico, pese a la distancia y la indudable oportunidad que hu­ biese podido significar el interregno y la guerra. Esto es señal de que, en aquellos momentos, no existía el menor atisbo de separatismo social ni político. Las minorías sociales y la adminis­ tración monárquica permanecieron unidas, consolidando con firmeza y sin fisuras una éstructu-

F ig. 7.—Juan Francisco Fernández de la Cueva y Henríquez, 32.° virrey de Méjico. (Foto Archivo Espasa-Calpe)

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ra importantísima. En el transcurso del siglo XVIII, alcanzó una fuerte intensificación acumula­ tiva a través del reformismo, que hubo de conducir, inexorablemente, a la independencia. No se trata, por consiguiente, como han afirmado algunos historiadores norteamericanos, de una «oportunidad perdida». Los acontecimientos mencionados demuestran, sin lugar a dudas, que no existía la menor intención separatista, prevaleciendo en el ánimo de la opinión pública, ex­ presado a través de las instituciones públicas y privadas, los supuestos fundamentales de identi­ dad. Ante todo, con absoluta evidencia, en el plano de la Administración pública. Las ventajas de la ley monetaria. La continuidad administrativa resultó altamente beneficiosa, desde un concreto punto de vista económico —al que nos vamos a referir inmediatamente—, pero gravemente destructiva desde el punto de vista político. El valor positivo resultó de la estabilización y unidad monetaria im­ puesta por Felipe V, sabiamente aconsejado por Rodrigo Caballero y Patiño, especialmente. Se estabilizó el sistema de doble circulación: plata de nuevo cuño con el 20 por 100 menos de la plata que la vieja, acuñada en los reinos americanos. La continuidad administrativa del cambio dinástico aseguró esta importante afirmación. Permitió confirmar el sistema en 1716, con el nom­ bre de «plata nacional» para las monedas de origen americano y «plata provincial» para las de circulación interior. Esto supuso un enorme beneficio para la sociedad hispanoamericana. A partir de la supresión de los privilegios provinciales instaurados durante la guerra de Sucesión, la mo­ neda circulante es la misma para toda España, y ello supuso un importante florecimiento de la riqueza de producción y de circulación americana, que originó una considerable prosperidad y, sobre todo, un estrechamiento de la confianza entre las instituciones económicas y la burocracia administrativa. Por eso, como ha afirmado Hamilton, el siglo xvm es un tiempo de estabilidad y de recuperación, casi podríamos decir de prosperidad. Desde 1739, la política española se ciñó excesivamente al tema reformista, y se exacerbó la defensa del sistema americano —quizá más que del «sistema», del comercio americano— entrando plenamente en la expansión económica del siglo xviií. En esa expansión, sin duda, jugó un papel fundamental la fidelidad americana a la Corona española en su nueva dinastía y, por supuesto, la fuerte corriente de conexión entre los criollos y el sistema administrativo español. Así podemos explicarnos la eficaz acción de los corsarios cubanos en el Caribe y en aguas jurisdiccionales españolas de Hispanoamérica —antecedente importante y brillante de los autorizados corsarios norteamericanos durante la guerra de independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra, que resultó la más importante fuente de financiamiento propio para los colonos en esa Crisis bélica—; la importante resistencia española en la Florida y la decidida postura antagónica contra la colonia de Sacramento, entre otras acciones situadas en la misma dimensión de comprensión histórica. Todo ello gira, induda­ blemente, en torno al alto valor intrínseco de la plata americana, el nuevo considerable impulso de su producción y la aparición del comercio competitivo. En este sentido parece prudente comprender el significado de algunos importantes cambios, tales como la creación, en 1714, de la Secretaría del Despacho de Marina e Indias; la transforma­ ción —verdaderamente fundamental, desde el punto de vista de la historia social— del cambio de origen social para la previsión de cargos burocráticos y de alto nivel representativo de la no­ bleza a la burguesía y a los militares profesionales —especialmente, en este último caso, a partir de las reformas militares de Carlos III— con un propósito claro de aproximación de la acción económica y social a la Corona, es decir, al Estado; el traslado, en 1717, de la Casa de Contrata­ ción de Sevilla a Cádiz, que supuso la formación y la formalización de una importante burgue-

F ig. 8.—Felipe V, por Rigaud. Museo del Louvre. París.

(Foto Oronoz)

sí a. También, en la vacilante política para la creación del Virreinato de la Mueva Granada, que sólo puede explicarse por el aumento incontenible de las fuerzas sociales y económicas regionales. Pero existe, decíamos, una importante serie histórica que produjo profundos inconvenientes que repercutieron fuertemente en la línea o actitud política española en América: me refiero al long run de la rivalidad anglo-francesa por los mercados coloniales de larga distancia, que tuvo efectos considerablemente distorsionantes, tanto para la relación interna de opinión pública so­ cial criolla y sistema administrativo burocrático español, cuanto por lo que se refiere a la con­ junción entre nivel administrativo y niveles de decisión política. Esta última cuestión produjo la aparición, afirmación y desarrollo de una política «nacional; que, a su vez, promovió la des­ vinculación de los territorios americanos de una consideración básica de reinos a una entidad previa de «provincias». Desde el punto de vista español, esto supuso un importante inconvenien­ te porque desenvolvió, con fuerza, uná mentalidad provincialista, que fue el germen del primer nacionalismo hispanoamericano13. La historiografía tradicional entiende que tal política se en­ cuentra expresamente concretada en la burocracia estatal organizada en tiempos de Felipe V, cuando resulta mucho más claro hallarla de modo decisivo en los procesos de reforma interior del reinado de Carlos III. / .y-

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El «long run» de la rivalidad anglo-francesa por los mercados coloniales. Un detenido análisis de las crisis bélicas del xvin permite apreciar un claro antagonismo en­ tre las dos grandes potencias europeas del siglo: Francia e Inglaterra. ¿Cuál fue la motivación profunda del conflicto? Como ha sido recientemente puesto de manifiesto en la clave de la cuestión14, se trata de una profunda rivalidad económica promovida, sobre todo, por el cho­ que de intereses entre ambas potencias en los espacios coloniales de larga distancia. Sobre las cuestiones dinásticas, políticas, diplomáticas, prevaleció, en efecto, las de índole comercial y de predominio sobre los mercados coloniales en la efectividad de un long run de choque que se pro­ yectaba en una serie larga de tres niveles: —Conflictos bélicos: A) B) C) D) E)

1702-1713: 1739-1748: 1757-1763: 1778-1783: 1793-1815:

Guerra de Sucesión de España. Guerra de Sucesión de Austria. Guerra de los Siete Años. Guerra de la Independencia de las colonias. Guerras napoleónicas.

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—Acuerdos diplomáticos: 1713: 1748: 1763: 1783:

Sistema de los Tratados de Utrecht. Paz de Aquisgrán. Tratado de París. Tratado de Viena. Restauración.

—Desarrollo del comercio colonial: 171471740: 175Ó-1757: 1764-1777: 1784-1793:

Fachada atlántica americana. Zona de grandes ríos norteamericanos. Pacífico. Islas y espacios oceánicos. /

No existe ningún estudio histórico que aborde, en conjunto, la problemática que se deriva de la realidad que la alternancia de los tres niveles produce y que otorga un significado muy peculiar al largo proceso histórico15. Los caracteres de tal proceso serían los siguientes: profun­ do antagonismo comercial de las dos principalés potencias marítimas europeas como consecuen­ cia del choque de sus circuitos de intereses comerciales; el enfrentamiento de ambas potencias supuso, en virtud del sistema del «equilibrio europeo», que las potencias de segundo rango que­ dasen inscritas en las órbitas de antagonismo; los ámbitos coloniales, sobre los cuales se dirimió la competencia y rivalidad, quedaron potenciados en los niveles de producción como consecuen­ cia del estímulo de la serie bélica y, por supuesto, de la serie comercial; las potencias enfrentadas obtienen considerables ventajas económicas de los tratados firmados; por último, la larga con­ tienda introdujo cambios considerables en la política y la estrategia internacionales16, como tam­ bién en los continentales17. Lo cual supuso, inevitablemente, una nueva concepción de la regionalidad económica atlántica, que experimentó a lo largo del siglo xvn un evidente crecimiento e intensificación de sus estructuras sociales18 con las correspondientes secuelas de búsqueda de

F ig. 10.—Los acuerdos de Utrecht forman parte de los niveles en los que se manifestó la pugna anglofrancesa por los mercados coloniales, en los que España tuvo que hacer, a su vez, importantes conce­ siones. Página de la copia de los Tratados de Utrecht, con la firma de Manuel de Vadillo y Velasco. Archivo Histórico Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)

la seguridad «nacional» y exaltación, en los territorios diplomáticos, del problema de límites19. La importancia, pues, del long run conflictivo anglo-francés resulta decisiva. De él arranca la serie de cambios en la situación histórica atlántica. La prolongada lucha colonial anglo-francesa no tuvo, ciertamente, consecuencias importan­ tes sobre la geografía política europea, pero ejerció una influencia considerable sobre sus proce­ sos históricos, como algunos contemporáneos supieron comprender perfectamente. Por ejem­ plo, Daniel Defoe, en su A Plan o f the English Commerce (1737), dice «ser dueños del poder marítimo, representa serlo de todo el poder y de todo el comercio de Europa». Y un panfletista de mediados de siglo argumentaba: «La potencia que sea más fuerte en el mar debe ser necesa­ riamente también la más fuerte comercialmente y, de ese modo, la más formidable..., el domi­ nio del mar daría a una nación una monarquía universal»20; en definitiva, los problemas de la navegación, así como los relativos a los territorios coloniales, se convertían, cada vez más, en sectores activos del sistema político europeo, influyendo crecientemente en la política comercial de alguna de sus más relevantes naciones. Aunque los principales actores de la contienda fueron Francia e Inglaterra, los otros países no quedaron marginados de semejante problemática. Lá mayoría de las naciones europeas mantuvieron un sentimiento antibritánico, como consecuencia de la tenaz propaganda francesa que destacaba incesantemente los peligros que suponía para y

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Europa el desarrollo de la potencia marítima y colonial británica y, sobre todo, los peligros de una dominación inglesa de los mares. La alternativa que se ofrecía era la necesidad de combinar todas las fuerzas para impedirlo. Ello produjo un estado de opinión que cristalizó, en efecto, durante los años de la guerra de los Siete Años en la idea de un balance du commerce, como medio de defenderse contra la excesiva fuerza británica, del mismo modo que en el continente se había constituido la balance o f power, para impedir la constitución de una nueva hegemonía. Todo ello proporciona la tónica específica del enfrentamiento anglo-francés, que si tiene en su desarrollo crestas bélicas culminantes, debe considerarse, en su nivel diplomático y de crecimien­ to comercial, como una constante histórica, una continuidad que hubo de infundir efectos pro­ fundos en los mecanismos de la política europea y, desde luego, en los ámbitos coloniales. Es evidente la vinculación de las coyunturas revolucionarias coloniales (colonias inglesas y reinos y provincias españolas), con este long run de rivalidad comercial. Los plazos de manifestación de tales coyunturas son los siguientes: colonias inglesas (1764/1774-1775-1776/1783-1787); rei­ nos españoles (1762-1776/1790-1808-1810-1814/1814-1824). Porque, en efecto, los efectos políticos y sociales de este largo proceso de rivalización comer­ cial se manifiestan en el amplio espectro revolucionario del área atlántica que, entre 1770 y 1815, hace que la mitad del mundo se encuentre inmersa en situaciones revolucionarias o, en todo ca­ so, en un gigantesco proceso de transformación y cambio que afectó, con mayor o menor pro­ fundidad, las estructuras políticas y sociales. En plena fase ascensional de la coyuntura21 y co­ mo un indicador genuino del cambio que se producía en la época, las revoluciones impusieron una considerable tensión política, que en algunos casos afectó muy profundamente la vida de los Estados y condicionó en fuerte medida y extensa profundidad las decisiones que se adopta­ ron en el campo gubernamental. Los principales caracteres de la situación se basan en los su­ puestos que se indican: — La evolución de la coyuntura económica, caracterizada por el aflujo de metales precio­ sos, el alza de precios, un timing de revolución industrial y agraria; estabilización de sala­ rios y manifestación de crisis de productos básicos. — Aparición de un alto porcentaje de hombres jóvenes y sin empleo que impuso nuevos pro­ blemas sobre el tejido político de la época. — Desenvolvimiento de nuevas ideas de cuño social y político. Resulta de enorme significa­ ción la aparición de «patriotas» que opusieron a los intereses de grupos dominantes los suyos propios, caracterizados por ellos mismos como «oprimidos». El desarrollo del conflicto. La muerte de Luis XIV produjo —como si la desaparición del Rey Sol hubiese sido un respi­ ro en la tensión europea precedente— una aproximación anglo-francesa que, en ambos países, estuvo basada tanto ep intereses dinásticos como nacionales. Por parte del regente, duque de Orleans, buscando un apoyo para salvaguardar su propia posición en caso de que el joven rey muriese sin sucesión, excluyendo de la misma al otro pretendiente, el rey de España Felipe V; la coincidencia en el deseo de mantener los supuestos del tratado de Utrecht e impedir la apari­ ción de un poder nacional fuerte que condujese a una nueva hegemonía fue, pues, lo que produ­ jo tal acercamiento diplomático signado por el convenio anglo-francés de 1716, preparatorio pa­ ra la Triple Alianza de enero de 1717 entre Gran Bretaña, Francia y las Provincias Unidas, cuyo compromiso se refería: — Mantenimiento de los acuerdos de Utrecht.

— La afirmación de la dinastía hannoveriana en Inglaterra y, con ello, el fundamento de un nuevo derecho sucesorio que, en su caso, podría convenir al duque de Orleans. — Guarnición por parte de Holanda de un cierto número de «fortalezas fronterizas» en los Países Bajos austríacos. Con la muerte del duque de Orleans y el definitivo acceso al trono de Luis XV desapareció buena parte de la sustentación de la alianza. El gobierno del cardenal Fleury, en la década de 1730, supuso para la política francesa la recuperación de su característico sentido antibritánico. Los que afirmaban que la cooperación de la época de la regencia era completamente artificial e incluso sin sentido tenían plena razón, pues en la misma época los intereses de ambas potencias chocaban con violencia en las colonias ultramarinas. El tratado de Utrecht había proporciona­ do a Inglaterra una fuerte posición en América, basada en tres adquisiciones de alto valor estra­ tégico: — Acadia (Nueva Escocia), como protección de Nueva Inglaterra de posibles ataques fran­ ceses desde Canadá. — Terranova, que consolidó su pósición en las pesquerías de bacalao del golfo de San Lo' renzo. — Bahía de Hudson, que permitía su intervención en el comercio de pieles canadienses. Pese a ello, no puede decirse que Inglaterra ejerciese un dominio completo en el subcontinen­ te americano del Norte; dos grandes regiones lo impedían: Canadá y el Caribe. Desde el punto z2.

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F ig. 12.—Luis XV, por Rigaud. Museo de Versalles. (Foto AISA)

de vista de la coherencia interna social y política, el Canadá francés se encontraba en disposición superior á las colonias británicas de América del Norte para una guerra; su población, aunque de pocas proporciones (unos 56.000 habitantes en 1740), se encontraba muy preparada, militar­ mente hablando, y sus excelentes relaciones con los indios fronterizos le permitían una seguridad de movimientos tácticos que, en casó necesario, podía incluso contar con grandes contingentes de auxiliares, perfectos conocedores del territorio. En la isla de Cap Bretón se alzaba (construida a partir de 1720) la más poderosa de las fortalezas de América del Norte. La colonia de Luisiana, separada administrativamente del Canadá en 1717, detentaba una excelente posición estratégica en la cuenca del río Misisipí, que ya se había comenzado a explorar, amenazando con dejar ence­ rradas a las colonias inglesas. En el área del Caribe el antagonismo anglo-francés fue constante y en ocasiones muy tenso durante el primer tercio del siglo XVIII, en especial por la posesión de las cuatro islas que ha­ bían quedado «neutralizadas» en 1713: San Vicente, Santa Lucía, Dominica y Tobago. Sin em­ bargo, el área conoció un primer conflicto británico con España, iniciándose lo que ha sido lla­ mado con agudeza, la «guerra del Caribe»22. Los beneficios comerciales obtenidos por Ingla­ terra en la América española en el tratado de Utrecht (asiento y navio de permiso) y el constante contrabando efectuado principalmente desde Jamaica, imposible de reprimir por los guardacos­ tas españoles, por la enorme extensión de costas a vigilar y la extrema despoblación, con exten­ sos espacios vacíos, en que se encontraba la misma, condujo a una situación de gran tirantez

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en la década de 1730, alentada por la creciente agresividad contra España de la opinión pública británica y enconada por las disputas de límites entre la Florida y la nueva colonia inglesa de Georgia, así como por la cuestión del derecho de los súbditos británicos al corte de palo campe­ che en la costa de Yucatán y Honduras23. En octubre de 1739 la explosiva y múltiple cuestión condujo a la guerra anglo-española, complicada en 1744 con la declaración de guerra por parte de Francia y la entrada en el conflicto de los Países Bajos, hasta convertirse en la mayor contien­ da colonial conocida por Europa hasta ese momento, aunque de resultados indecisos tanto en las áreas coloniales americanas como en la de la India en el Oriente. El tratado de paz de Aix-laChapelle (octubre de 1748) fue en realidad un paréntesis. Pronto ambos países derivaron hacia situaciones bélicas no declaradas oficialmente, que se pusieron de manifiesto en las tensiones producidas en el valle del Ohio como consecuencia del levantamiento por parte de Francia de una serie de fuertes (Fort Presquile, Fort-le Boeuf y Fort Duquesne) que amenazaban seriamente la posibilidad de expansión interior de las colonias inglesas y que produjeron incluso expedicio­ nes militares para impedirlo, aunque sin éxito. El año 1755 fue en el que la tensión alcanzó su punto culminante; el almirante Boscawen, sin que mediara declaración de guerra, atácó un convoy naval francés que llevaba refuerzos a Amé­ rica del Norte, apresó dos buques de guerra y, en los meses siguientes, un alto número de navios mercantes franceses. En mayo de 1756, Francia declaraba la guerra a Inglaterra, apoderándose de Menorca, lo cual enardeció el Parlamento inglés, por medio de los violentos y agresivos argu­ mentos de una estrella parlamentaria que, desde el año 1730, ocupaba una posición cada vez

F ig. 14.—Rué des Recolets, ae Quebec. Grabado del siglo xviii. (Foto Oronoz)

más fuerte: William Pitt, sénior, que habrá de revelarse como el más importante ministro de la Guerra de toda la historia inglesa. Pitt consiguió enardecer el Parlamento en sus ideas francófobas, hasta constituir nuevo gobierno con Newcastle (1757) en momentos sumamente críticos para Inglaterra. Con una energía y determinación impresionantes, Pitt, aprovechando la involucración de Francia, como consecuencia de sus compromisos con Austria, en complejas campa­ ñas en Alemania occidental, dirigió todos los esfuerzos de la campaña hacia el continente americano24, con lo cual daba satisfacción a los grupos radicales del Parlamento, cuyos intere­ ses comerciales, bajo el objetivo de conseguir eliminar la competencia francesa en aquellos mer­ cados, estaban claramente proclives a sustanciar la competencia en aquellos territorios antes que en Europa. Las victorias de los almirantes Boscawen, en Lagos, y Hawke, en la bahía de Quiberon, fortalecieron la supremacía naval británica (1759); en América, las caídas de los fuertes Frontenac y Duquesne cortó el peligro de unión de la Luisiana con el Canadá. Las tropas inglesas capturaron la fortaleza de Louisbourg y Fort Niágara y, en una brillante operación anfibia, Que­ bec. Posteriormente, la conquista de Montreal completaba lo que puede considerarse como la desaparición del imperio colonial francés en América del Norte. También en la India el triunfo británico fue contundente. Frente a todo ello, Francia sólo podía ofrecer la conquista de Menor­ ca como resultado del conflicto. Quedaba, sin embargo, una última oportunidad; en 1759 acce­ dió al trono de España el rey Carlos III, quien inmediatamente después de ello había ofrecido su mediación en el conflicto y que, sobre todo, se encontraba altamente preocupado por el futu­ ro de los territorios españoles en América como consecuencia de la suerte adversa de las armas francesas en la guerra. Choiseul, que había reemplazado a Bernis como ministro de Asuntos Ex-

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teriores de Francia, puso todos sus esfuerzos en tratar de extraer el mejor partido de los temores del nuevo rey de España respecto al futuro de la integridad territorial de España en América ante la triunfante Inglaterra y arrastrarlo a la guerra contra ésta, lo cual, a todas luces, limitaría las pérdidas que Francia habría de sufrir en la paz. El Pacto de Familia (agosto de 1761), que produjo la entrada de España en la guerra, ya perdida, fue inspirado, más que por antagonismos europeos, por rivalidades coloniales y, en todo caso, por una prevención ante el futuro que, con al pánico de Carlos III, le daría la oportunidad de entrar como interlocutor en las conversacio­ nes de paz, sobre las cuales se asentaba todo su interés, en función del importante Imperio espa­ ñol en América. Pitt, que había solicitado la inmediata invasión de España, sin encontrar el me­ nor apoyo en el gabinete, dimitió, aunque su falta no supuso ningún inconveniente en la marcha

F ig. 15.—Duque de Choiseul. Medalla reali­ zada por Peuvrier en 1828. Museo Lázaro Galdiano. Madrid. (Foto Archivo Espasa-Calpe)

de la campaña, que continuó siendo absolutamente favorable a Inglaterra, que en los primeros días de enero de 1762 declaraba la guerra a España, iniciándose inmediatamente una campaña que produjo la conquista de La Habana y de la riquísima isla azucarera de la Martinica. Está claro cómo los objetivos estratégicos de Inglaterra, durante esta segunda fase de la llamada gue­ rra de los Siete Años, se centran en el Caribe; en rigor, los objetivos comerciales ya se habían cubierto con creces en la primera fase, al desalojar de América la competencia francesa. La paz de 1763 tuvo un gran triunfador diplomático, que fue el duque de Choiseul, quien se irroga en las conversaciones un paternal papel de mediador entre Inglaterra y España, con el propósito de disminuir al máximo las pérdidas de Francia, repartiéndolas con España. Los diplomáticos ingleses, deseosos de no colocar a Francia en situaciones extremas, se conformaron con unos resultados mediocres, por muy severas que fuesen las pérdidas francesas. Totales en América; en la India quedó en situación de imposibilidad de competir comercialmente con In­ glaterra. España cedió a Inglaterra la provincia de Florida, recuperando a cambio La Habana, recibiendo de Francia la Louisiana y los derechos sobre los vastos y desconocidos territorios del oeste del río Misisipí. La.guerra, en rigor, había cambiado la faz económica y política de una gran parte del mundo. El imperio francés quedó reducido a unas cuantas islas: Guadalupe, Martinica, la mitad occi­ dental de Santo Domingo, Mauricio y las Seychelles, muchas de ellas de valor como productoras de azúcar, pero sin ninguna posibilidad de expansión territorial. En la política europea de Fran-

cia quedó patente una dirección, qué fue la alianza con España, prefiriéndola respecto a la de Austria; Francia había comprendido que su prestigio cultural e ideológico podía ser utilizado estimulando el creciente desasosiego e inquietud política que aumentaba ininterrumpidamente en las colonias inglesas de América del Norte. De modo que ya al día siguiente de la paz se están produciendo las circunstancias qqe habrían de alimentar, hasta hacerlas estallar, las condiciones de un nuevo conflicto cuyas motivaciones, una vez más, están profundamente arraigadas en cues­ tiones de índole económica, aunque ya en esta ocasión se pone de manifiesto una de las más graves consecuencias del cambio: la revolución de independencia de los colonos ingleses de América del Norte. En tales dependencias se había venido formando, desde 1760, con motivo del desen­ volvimiento en aquellos años de la guerra de los Siete Años, un profundo sentimiento, en buena parte inconsciente, según el cual las colonias no eran simples ramas de árbol de la «vieja madre Inglaterra», que se diferenciaban profundamente de ésta y que empezaban a constituir una na­ ción separada. Tal sentimiento separatista fue el que impulsó a muchos colonos a enfrentarse con la legalidad establecida y, por medio del «sentido común», iniciar los caminos de la búsque­ da de la libertad, lo que no supone la existencia de una opinión pública coherente y entusiasta

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por conseguir la independencia, radicalismo último que fue inexorable cuando se proclamó so­ lemnemente en Filadelfia el 4 de julio de 1776. La guerra se internacionalizó con la alineación de Francia (1778) y España (1779), con motivaciones respectivas completamente diferentes; en 1780, Gran Bretaña declaró la guerra a las Provincias Unidas, cuyos barcos suministraban, des­ de mucho tiempo antes, toda clase de pertrechos a los colonos rebeldes, complicó todavía más su situación, de la cual, sin embargo, consiguió salir con muchísima más fortuna de la que hacía esperar su enorme aislamiento europeo en aquel trance de revolución colonial. El tratado de Versalles (septiembre de 1783) reconocía la independencia de las Trece Colonias; Francia recupera­ ba algunas de las islas perdidas en 1763, y España, Menorca y la Florida oriental. En el hemisfe­ rio occidental había nacido una nación independiente, lo cual significaba, a todas luces, una re­ versión de la estrategia atlántica y un importante competidor en los procesos de los intercambios comerciales. La nueva estrategia y sus efectos psicológicos. Las luchas coloniales situaron a Inglaterra, Francia y España ante problemas estratégicos de una magnitud que, hasta el momento, habían sido perfectamente desconocidos. Era necesa­ rio, e inevitable, por parte de cada una de dichas potencias, elaborar una estrategia mundial, en la cual el elemento básico debía radicar, con intensidad de distinto tono, en las consecuencias de sus respectivas interacciones en Europa y en América o, en su caso, en el Oriente. En cada uno de los tres citados países la hostilidad por el otro constituyó una emoción política dominan­ te, aunque con distintas magnitudes, a lo largo de todo el siglo xvm; tales antagonismos pro­ fundos han sido perdurables hasta nuestros días y han sido objeto de un brillantísimo estudio de psicología social por parte de un profundo conocedor de los tres países que mantienen en el occidente de Europa su extrema rivalidad en cota culminante durante el siglo xvin. Por su mayor coherencia interna y nacional, el sentimiento antifracés y antiespañol de Ingla­ terra alcanzó los más considerables niveles. La fortaleza de los dos Estados borbónicos era, in­ trínsecamente, muy superior a la de su rival. Solamente la población francesa triplicaba a la in­ glesa; en consecuencia, su sistema tributario era de mayor posible rendimiento y su ejército mu­ cho más numeroso y mejor equipado y entrenado que el británico. La amenaza francesa sobre Inglaterra co n sistían dos cuestiones: — Establecimiento de una hegerñonía en Europa que hiciese desaparecer del continente la influencia británica, incluso mediante la organización de un Sistema Continental. — Dominio francés del canal de la Mancha, como camino para una eventual invasión de Inglaterra. Con respecto a España, la amenaza para Inglaterra radicaba en el establecimiento de posi­ bles represalias contra su comercio en América y, desde el punto de vista militar, como se había mostrado en la campaña del golfo de México, durante la güera de Independencia norteamerica­ na, la expansión, en aquel importantísimo espacio estratégico, española hasta ocupar todos los enclaves insulares británicos. Para hacer frente a ambos frentes y peligros, toda la esperanza británica se centraba en el dominio de los mares, lo cual equivalía al mantenimiento permanente de una superioridad naval sobre Francia y España. En ninguna guerra del siglo xvm puede de­ cirse que la armada inglesa fuese inferior a las combinadas francesa y española; tal superioridad tendió a aumentar en el curso de la guerra, en la medida de lo posible, ejerciendo un bloqueo de lo más eficaz posible para que ambas naciones no consiguiesen obtener pertrechos del Báltico para el incremento de sus respectivas flotas; otro objetivo inglés, encaminado a conseguir idénti­ co efecto, consistió en conseguir reducir lo más posible las actividades de las marinas mercantes

F ig. 17,—Fragata del marino español Blas de Lezo, en un combate con el navio inglés Stanhope. Cuadro por Cortellini. Museo Naval. Madrid. (Foto Oronoz)

de ambos países enemigos, con lo cual se agotaría la fuente de provisión de marinos expertos para sus flotas de combate; ahí radica, precisamente, el obsesivo y constante empeño de restrin­ gir, por ejemplo, las pesquerías en Terranova con base fija de marinos españoles y franceses. De ese modo se agotaba la escuela práctica de formación de profesionales del mar. Sobre la armada británica, en consecuencia, cayeron pesadas responsabilidades que giraron de modo permanente sobre el objetivo de la seguridad nacional, lo que implicaba el manteni­ miento de su economía y, sobre todo, de su sistema financiero. Cualquier interrupción de su comercio hubiese podido significar la ruina de sus finanzas públicas. Frente a ello, la escuadra francesa estuvo siempre claramente imposibilitada de salir a mar abierto para obtener allí una victoria decisiva. De tal manera quedó compensada la superioridad continental europea de Francia por la mayor capacidad de dominio de los océanos por parte de la flota británica. Todo ello explica la actitud de la opinión pública británica apoyando masivamente la guerra «americana» o «colonial», antes que la guerra «continental»; opinión que expresaba muy claramente el duque de Newcastle durante la guerra de los Siete Años: «Guerra marítima, nada de continente, nada de subsidio, he ahí un lenguaje casi universal. Sería traicionar al rey decir otra cosa, u ocultár la verdad»25. Ello implica una clara connotación a la mayor economía que suponía el man­ tenimiento de una guerra naval, que no buscar aliados europeos a los que la experiencia enseña­ ba habría que subvencionar con ayudas económicas que gravaban considerablemente el tesoro inglés; la guerra naval, en cambio, podía incluso sufragarse ella misma, por medio de las presas

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hechas al enemigo e incluso la adquisición de colonias muy lucrativas por su alta producción. Todo ello inclinó abiertamente la estrategia hacia el mar y en concreto hacia el Atlántico, como lo demostró de un modo contundente las revolución de independencia de los nacientes Estados Unidos, que, con su aparición, sin embargo, llevaban consigo una nueva regionalización, con sus supuestos ineludibles de seguridad y de límites, tanto políticos como, sobre todo, comer­ ciales. La actitud española ante la rivalidad colonial anglo-francesa. ¿Pudo España permanecer indiferente ante las dimensiones del conflicto atlántico producido como consecuencia de la rivalidad colonial anglo-francesa? Resulta evidente que como potencia atlántica-americana de primer orden no podía quedar al margen del conflicto. Sin embargo, su posición quedaba revestida de una extraordinaria dificultad, pues sus intereses europeos la vinculaban estrechamente con Francia, mientras que sus intereses americanos le obligaban, al tiempo que a exacerbar una política defensiva frente a Inglaterra, a tratar de crear una identifi­ cación de intereses con esta potencia, en razón precisamente al mundo americano en que ambas se integraban. Su conversión en potencia de segundo rango y, además, rodeada de precauciones tácticas como consecuencia de su anterior hegemonía limitaba considerablemente su capacidad de decisión y de intervención efectiva en los asuntos europeos, obligando a sus políticos a jugar la baza de la alianza con aquella órbita de poder más acorde con sus propias peculiaridades; por otra parte, las condiciones de sus estructuras demográficas, de producción económica y de identificación social adquieren en la época una característica inestabilidad, como consecuencia, sobre todo, del dualismo tradición-ilustración, que impuso una considerable falta de continui­ dad y de identificación entre los distintos estratos de la sociedad política y la Corona. Estos supuestos configuran la situación política española cuando accedió al trono (1759) el rey Car­ los III, quien acometió, ante todo, un movimiento de afirmación del Estado para, en una segun­ da fase, instrumentar una política nacional de «modernización» mediante la aplicación sistemá­ tica de reformas, interiores y exteriores, que permitiesen una política independiente a partir de los intereses específicamente hispanos. Resulta muy importante tener en cuenta esta doble ver­ tiente que caracteriza cada una de las dos fases en que se diferencia el reinado de Carlos III y cuyo eje se sitúa, precisamente, en el año 1776, pues la doble fase presta sentido profundo a los hechos y acontecimientos que forman el contenido. Las reformas producidas durante la pri­ mera fase (1759-1775) responden a la idea de consolidación de los mecanismos operativos del Estado, en virtud de una adecuación sistemática de las instituciones sociales a los propósitos de la Corona, convertida en motor del cambio. Desde tal emplazamiento debemos comprender la reorganización del Consejo de Cástilla, la reforma universitaria, la eliminación de la oposición aristocrática, la expulsión de los jesuítas. La segunda fase (1776-1788) es aquella en que se confi­ gura una política «nacional» por medio del que, en verdad, debe considerarse el primer gobierno del rey Carlos III, que actúa con la plenitud de confianza del monarca y que instrumenta una coherencia política que tiende a conseguir una política exterior de iniciativa peculiar española, un crecimiento económico equilibradq, una nueva estrategia de seguridad atlántica para el co­ mercio y una nueva territorialidad americana én función de una poderosa y vital regionaliza­ ción. En coincidencia con esta segunda fase se produjo la aceleración del proceso de rebelión de las colonias inglesas de América del Norte (1774-1775-1776), que condujo a la guerra de lá Independencia, fase D del long run de la rivalidad anglo-francesa por los mercados coloniales atlánticos, como vimos anteriormente. /

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La actitud española ante el nuevo conflicto de la serie secular no puede ser en esta ocasión de protagonista prácticamente pasivo, como lo había sido en las anteriores, sino en vinculación con los propósitos fundamentales que alientan la nueva política nacional instrumentada a partir de 1776. Es decir, en base a la estrategia de seguridad atlántica que se instruménta y que en el mismo año 1776 ha dado tres importantísimos frutos: creación del Virreinato del Río de la Pla­ ta, creación de la Real Intendencia de Hacienda y Ejército de Caracas, creación de la Coman­ dancia General de Provincias Internas del Norte de la Nueva España. España no tiene más reme­ dio que contrarrestar el exceso de potencialidad británica en América, significado no sólo por las Trece Colonias, sino también por los enclaves de Florida, Jamaica, Belice, Guayana, además del Brasil —por la incondicionjalidad de Portugal respecto a Inglaterra, lo que lleva a la conclu­ sión de la paz con la corte de Portugal, como objetivo preferente de la diplomacia española— y los grandes viajes de exploración en el Pacífico, llevados a efecto por los marinos ingleses Byron, Wallis y Cook, después de la paz de 1763. Por ello, la intervención de España en la guerra contra Inglaterra, con motivo de la independencia de los colonos británicos, hubo de ser muy matizada, y promovida no por los intereses franceses de «revanchismo», sino desde los muy serios princi-

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píos españoles de garantizar la seguridad de los territorios y del comercio americano, seriamente amenazados por el exceso de potencialidad británica en aquellos territorios y mares. Se trata, por consiguiente, de una acción histórica de conjunto, en la cual deben distinguirse dos variables: la primera se refiere a un proceso de renovación de la plena capacidad dialéctica Estado-nación; para conseguirla se aplican los principios ideológicos del «despotismo ilustra­ do». La segunda trata de adaptar la política española a una realidad histórica preexistente, que consiste en la potenciación del área estratégica atlántica como consecuencia de la larga rivalidad anglo-francesa por el dominio de los mercados coloniales integrados en dicha área. Esta doble variable proporciona sentido a la función de la política española en su objetivo de nuevo cuño, en el que juega un papel principalísimo el comercio y los territorios americanos. Se hace impres­ cindible, aunque sea brevemente, exponer cuáles fueron los medios instrumentados para conse­ guir el doble objetivo de las variables señaladas.

III.

E s t a d o n a c io n a l y a d m in is t r a c ió n in d ia n a

La consolidación del Estado. Las reformas de Carlos III mantuvieron una específica coherencia con la filosofía de fray Benito Jerónimo Feijoo26, en orden a producir una renovación y transformación que permitie­ se una política social de bienestar, una expansión de la cultura popular, una intelectualidad di­ rectiva, reformas económicas, transformación de la política exterior, defensa del comercio y un importante cambio en la base ideológica que permitiese el abandono de la idea matriz de «defen­ sa» para alcanzar un horizonte de «potenciación». En este sentido, resulta imprescindible un Estado indiscutido e indiscutible, libre de la impregnación de intereses de casta. Todos los es­ fuerzos de Carlos III están dirigidos a su consecución. Algunos autores han entendido27 tales esfuerzos como expresión de una «revolución burguesa». Pese a la filiación social de los princi­ pales colaboradores de Carlos III en tan gigantesco esfuerzo, no creo pueda incluirse en seme­ jante caracterización, cuyos límites se encuentran muy alejados de los horizontes ilustrados que hemos señalado. Se trata más bien, a mi entender, de un proceso reformista producido por un grupo de intelectuales «rescatados», por la visión aguda del monarca, del seno de la «España real», e incorporados, por su decisión personal, en las tareas de gobierno. Se trata del primer movimiento reformista intelectual y universal que se registra en el ámbito de predominio revolu­ cionario del Occidente, con el propósito de alcanzar una estructura nacional, abandono de los tópicos imperiales y deseo de integrarse en la competencia atlántica a través de nuevas inquietu­ des de lo peculiar, integridad e independencia de decisión. La moderna sociología norteamericana ha señalado la importancia del desarrollo intelectual, científico y universitario como elemento básico de modernización y cambio. De modo especial, el profesor Seymour M. Lipset28 ha destacado el interés de la sociología norteamericana ante el fenómeno de la creciente importancia de un sector intelectual que comienza a expresarse en política y se encuentra ligado a las universidades. Lipset, que ha estudiado el fenómeno socioló­ gicamente en su obra Rebelión en la Universidad, observa cómo las políticas antisistema han atraído desmesuradamente el interés de estudiantes pertenecientes a sectores medios y altos; y el analista de la opinión pública Louis Harris, en su libro The Anguish o f Change, observa lá influencia de la intelectualidad sobre la burocracia administrativa, hasta el punto de quebrantar sus líneas de vinculación y sutura con su propio eje institucional. Otros muchos tratadistas29

han estudiado cómo el desarrollo intelectual y científico universitario constituye el más acusado elemento de modernización. Pues bien, éste fue el punto de partida del reformismo de Gar­ los III, con vistas a conseguir una afirmación indiscutible de la capacidad transformadora del Estado. Por esa razón afirmamos anteriormente que tal acción constituye la primera manifesta­ ción del fenómeno en el occidente europeo; el grupo rescatado por Carlos III de la posición críti­ ca no manifestó oposición alguna ni a las estructuras monárquicas ni al régimen borbónico, sino que fueron entusiastas partidarios de los propósitos reformistas del monarca. Debemos, pues, partir de los proyectos sistemáticos de reforma universitaria llevados a cabo a partir del profun­ do antagonismo existente entre los privilegiados «colegiales», pertenecientes a los grupos socia­ les aristocráticos, que se habían repartido el gobierno, las cátedras y las becas universitarias, haciendo entrar a la institución en una acusada decadencia, hecho lamentable desde el si­ glo x v ii30, y los «manteistas», estudiantes pertenecientes a grupos sociales medios, educados en los centros universitarios decadentes, que pugnaban insistente e inútilmente por conseguir unos procesos de reforma que rehabilitasen en el seno universitario una posibilidad de formación y de madurez intelectual que, si alcánzaban, era únicamente por medio de instituciones extrauni­ versitarias. Los colegios mayores, creados para amparar talentos excepcionales, se habían con­ vertido en reductos de privilegiados, en casta inmóvil e ineficaz, de escasos horizontes intelectuales, pero con enormes ansias de medro en lo político y lo financiero, repartiéndose entre ellos digni­ dades y prebendas, pero sin aportar ninguna idea ni acción renovador as. a la comunidad nacio­ nal, ya que su propio interés exclusivo consistía en potenciar la preeminencia de «casta»31. . Dada la tendencia del rey Carlos III a consolidar el poder del Estado, reduciendo o destru­ yendo cualquier otro sector que menoscabe la soberanía temporal del orden civil, actitud que, por otra parte, suponía una continuación de la tradición regalista española practicada por los Habsburgos, que, a su vez, la habían heredado de los Reyes Católicos32, y observada la pode-

rosa tensión que dividía a los intelectuales universitarios en dos sectores irreductibles de «cole­ giales» y «manteistas», era necesario arbitrar un sistema de gobierno que permitiese acometer las ineludibles reformas dando entrada en organismos estatales a los «manteistas» más capacita­ dos para impulsar las necesarias medidas de renovación y transformación. Cuando accedió al trono el rey Carlos III, el gabinete estaba integrado por cuatro Secretarías de Estado: Estado y Guerra (Ricardo Wall), Gracia y Justicia (marqués del Campo del Villar), Marina e Indias (Ju­ lián Arriaga) y Hacienda (príncipe de Esquiladle)33; los tres primeros eran de mentalidad con­ servadora y de avanzada edad, poco propicios, por consiguiente, a las reformas; Carlos III man­ tuvo a los tres primeros, que había nombrado su hermano y antecesor el rey Fernando VI. El Consejo de Indias y el Consejo de Castilla. La reforma de 1691 había producido una poderosa reconstrucción interna del Consejo de Indias, convirtiéndolo en un instrumento burocrático de gran consistencia y capacidad de conse­ jo, gestión y ejecución. Pero, desde el primer momento de su ascenso al trono, estuvo claro el propósito de Felipe V de limitar sus funciones y capacidades, culminando tal actitud en el Decre­ to de 6 de marzo de 1701, que ordenaba una reforma, cuyo propósito consistía en reducir perso­ nal, gastos y evitar reduplicaciones. Las urgencias de la guerra de Sucesión impidieron la conti­ nuidad de las acciones reales contra el Consejo de Indias, pero una serie de rasgos nos permite pensar que el rey no olvidó su propósito inicial. Por su parte, el Consejo consintió reunirse, bajo la autoridad del archiduque Carlos, cuando éste entró triunfante en Madrid el 25 de junio de 1706, incumpliendo la orden de Felipe V de refugiarse en Burgos. Esto supuso, sin duda, la defi­ nitiva decisión del rey que habría de acarrear la decadencia del Consejo de Indias. La preocupa­ ción del rey por el Consejo radicaba, sin duda, en su ferviente deseo de mantener los territorios

la

A d m i n is t r a c ió n

d e l o s r e in o s a m e r ic a n o s

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F ig. 21.—Madrid. Palacio de los Consejos. Grabado del siglo xix. Museo Municipal. Madrid. (Foto Archivo Espasa-Calpe)

indianos bajo su obediencia, lo cual, como hemos podido apreciar, no era el caso, puesto que todos ellos, desde su diversidad, mantuvieron una completa fidelidad monárquica sin hacer cues­ tión ni del cambio de dinastía ni de la guerra civil de sucesión peninsular y europea. Con ello, América ofrecía una clara muestra de su sentido de americanidad, bien distinta del esfuerzo centralizador y europeísta que tal guerra suponía. Cuando volvió a entrar en Madrid el 23 de sep­ tiembre de 1706, confirmó inmediatamente la reforma de 1701. A los que habían colaborado con el archiduque los confinó en diversos lugares dé la ciudad a disposición de los jueces y desig­ nó un tribunal para juzgar todos los casos. Estas medidas inician la depuración del Consejo e imprimen un tono de severidad por parte del monarca respecto a la institución. Resultó fatal para el futuro del Consejo de Indias su mo­ mentáneo colaboracionismo con el archiduque. Como bien dice Bernard34: «La oposición su­ puso su pérdida. El rey no volvió-á tener confianza en el Consejo. Esta será la historia del Con­ sejo de Indias en el siglo x v i i i » , tal como dicho autor estudia minuciosa y brillantemente. No se trata, claro está, de centrar la razón de la decadencia en esta sola cuestión, pero sin duda el ánimo y la voluntad del rey, discutido por su antagonista, pesó muy fuertemente en ello. Lógicamente, existe otra razón no menos importante y acaso mucho más eficaz: el propósito de replantear la organización del Estado y del papel que, en él, debía jugar la Corona. Se trata, en primer lugar, de un nuevo concepto de administración pública, que se especifica, con toda claridad, a partir del momento de la plena seguridad dé asentamiento de la Corona, en las refor­ mas del 20 de enero y del 11 de septiembre de 1717. En la primera de ellas decidió el retiro del presidente del Consejo, conde de Frigiliana, y la designación de un «gobernador», que fue An­ drés de Pez; también redujo el número de miembros y ordena que el Consejo se reúna, con todos los demás, en el mismo edificio y nombra un archivero responsable de la documentación. Cuan­

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HISTORIA DE ESPAÑA

do el Consejo solicitó precisiones, el rey contestó con el decreto del 11 de septiembre del mismo año, en el cual decidía que lo concerniente a finanzas, guerra, comercio y navegación, provisio­ nes de empleos y confirmaciones de encomiendas lo perdía el Consejo, puesto que el propio rey lo concedía a quien le pareciese de más mérito. Por el contrario, otorgaba al Consejo de Indias todo lo relativo al gobierno municipal, concesiones de licencias para pasar a la Indias, previa consulta al rey. Pe manera, pues, que en 1717 perdió el Consejo todos los poderes que había conservado desde su fundación35. El cambio resulta fundamental, ya que, contrariamente a cuanto había venido ocurriendo hasta entonces, ninguna decisión del Consejo sería válida sin la aprobación del rey. Los decretos de 1717 serán, en adelante, la base para la organización interna institucio­ nal hasta el año 1808, con las ligeras modificaciones promovidas en el reinado de Fernando VI, por los decretos de 1747 y 1754. Se abrió una enorme brecha en las atribuciones del Consejo de Indias, con la apertura de la «Vía Reservada» (1751), en virtud de la cual todas las cédulas, cualesquiera que fuesen, debían ser remitidas por el Consejo o por la Cámara a la «Vía Reserva­ da», que las transmitía al secretario de Cámara del rey para la firma de éste; una vez signados, los documentos volvían a la «Vía Reservada», que los remitía al Consejo. Todo ello significaba una pérdida continuada de poderes, lo que supone, correlativamente, una pérdida de prestigio. Sin duda, ello supuso en los lejanos países americanos un paralelo e incesante incremento del prestigio del trono y, por supuesto, una mayor rapidez y eficacia en el despacho de los asuntos, así como una desvinculación de éstos de los intereses particulares inherentes a los sectores socia­ les tradicionalmente representados en los Consejos. Se produjo, en consecuencia, una afirmación considerable del sistema administrativo funcionarial, que en la monarquía española tuvo su antecedente en los secretarios, existentes desde los Reyes Católicos, posteriormente convertidos en secretarios de Estado para asegurar la vincula­ ción entre la real persona y el Consejo de Estado. En 1705, Felipe V inició un nuevo perfil de estos personajes administrativos de inevitable función política, dividiendo el cargo entre dos per­ sonas, y, posteriormente, entre cuatro, que llevaron la titulación de «secretario del Despacho Universal» —Hacienda, Guerra, Estado, etc.—, equivalente al despacho directo con el rey. Si éste delega sus poderes en los secretarios de Estado o, en su caso, en los Consejos, lo hace de pleno grado. Lo cual equivale a afirmar que si el monarca no desea delegar esos poderes puede no hacerlo —cual es el caso de la primera parte del reinado de Carlos III—, surgiendo de ese modo la «Vía Reservada», centrada en el rey, sin pasar por el nivel administrativo o político. Es necesario, pues, destacar la existencia de dos dimensiones perfectamente distinguibles entre un posible «despotismo» y un evidente «nacionalismo» de orden modernizador, lo cual tiene su inmediato reflejo en el mundo americano. En cuanto el funcionariado ejecutivo, Felipe V recibió como secretario de Estado al que ha­ bía sido nombrado como tal en 1698, Antonio Cristóbal de Ubilla y Medina, el cual había signa­ do como notario mayor el testamento de Carlos II. Era uno de los personajes más relevantes del reino y acompañó a Felipe V en Cataluña y en Italia, obteniendo importantes funciones ad­ ministrativas, así como el título de marqués de Rivas concedido por el rey. En 1705 cayó en des­ gracia. El 30 de noviembre de 1714, el rey decidió la creación de cuatro secretarios de Estado (Estado, Justicia, Indias y Marina de'Guerra) y una Intendencia de Finanzas. A partir de este momento se suceden las más diversas vicisitudes respecto a la Secretaría de Indias, unas veces (1714-1715 y 1721-1754) con un solo secretario de Estado, resaltaron las serias dificultades pro­ ducidas en las relaciones con otros ministerios. Para suavizar tales dificultades, el rey decidió reunir varios ministerios bajo una misma dirección: Patiño, Campillo, Somodevilla, quienes,

F ig. 22.—La caída del marqués de la Ensenada significó un cambio de rumbo en la asignación aglutinante de diversos ministerios a una mis­ ma persona. Litografía representando el hecho concreto de la prisión de Ensenada. Biblioteca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)

durante diecinueve años, acumularon los «ministerios» de Marina, Indias, Guerra y Hacienda. Las críticas que formuló el marqués de la Ensenada a tal sistema hizo que, al producirse su caída (1754), se adoptase otra solución: diferentes ministros fueron designados para Marina, Indias, Guerra, Justicia, Hacienda y Estado; ello perduró hasta 1787, en cuyo año se inició otra etapa de transformaciones, que tendía a identificar los asuntos de las Indias con los de España, tal como ha sido definitivámente estudiado ■/ #por Bernard. La lamentable confusión que la historiografía francesa, inglesa y norteamericana han hecho persistir respecto a la clara diferencia entre «Reino» e «Imperio» al referirse a la teoría política monárquica española ha tenido, una vez más, ocasión de manifestarse en un libro reciente36. Se confunde, una vez más, la administración social con la política y no se aprecia la importante diferencia entre «ejecutivo» y «legislativo», en versión monárquica, del Patronato Real. Tanto más cuanto que tal confusión implica, ineludiblemente, carecer de significados peculiares para enjuiciar correctamente el sentido de las «reformas» borbónicas del siglo xvin. En un impor­ tante estudio social relativo a los miembros del Consejo de Castilla37 puede apreciarse la lenta existencia de un cambio —acelerado de un modo considerable durante el reinado de Carlos III— que se acompasa a un más rápido cambio de signo político, más intenso en el reinado de Feli­ pe V, como hemos visto manifestado en la decadencia del Consejo de Indias y en la exaltación

del sistema de administración política de los secretarios de Estado. Curiosamente, los monarcas Borbones se contentaron con reglamentar más estrictamente las funciones del Consejo de Casti­ lla, especialmente su funcionamiento y competencia, pero también acrecentaron sus efectivos (veinticinco miembros en 1717, a treinta en 1766). Fernando VI se preocupó, por ejemplo, que en el Consejo no se interfiriese sobre la competencia de Audiencias y Cancillerías, de repartir más minuciosamente las competencias entre las diferentes salas del Consejo. Carlos III se ocupó de la distribución del trabajo entre los fiscales y la preeminencia que el prestigio intelectual de éstos —Campomanes, Floridablanca— llegó a alcanzar, que se encuentra, precisamente, en la calidad de sus informes, la penetración de sus juicios y los altos objetivos de sus precisiones. El Consejo de Castilla se caracteriza, específicamente, como tribunal soberano en materia de justicia y alto tribunal administrativo, guardián de las leyes. La importancia de tales funciones explica la formalización de una estructura nueva, acorde con la dimensión de las reformas en América y con la nueva caracterización del fenómeno de las relaciones internacionales que son características de la segunda mitad del siglo xvin y que, en el caso de España, quedan detenidas prácticamente con la muerte de Carlos III (1788) y la caída en desgracia del conde de Floridablanca. ■/

LA ADMINISTRACIÓN DE LOS REINOS AMERICANOS

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Para instrumentar su proyecto de reforma, prefirió reactivar un organismo de gran tradi­ ción, que fue el Consejo de Castilla, reorganizado profundamente en 1762, fecha en que adquie­ re una triple dimensión: consejo al rey en virtud de las consultas de éste, ejecución y decisión de asuntos políticos y administrativos y órgano supremo de orientación política del Estado. Car­ los III tituló, en 1770, al Consejo de Castilla «prefección de la soberanía real». Los funcionariosbase de esta importante institución fueron los fiscales, fuentes originarias de las ideas que ha­ brían de convertirse en rectoras de la vida política; desde el mismo año 1762, un hombre clave ocupó el puesto de fiscal: Pedro Rodríguez de Campomanes, quien había vivido intensamente la vida universitaria formando parte del sector «manteista» con otros como Macanaz, Roda, Gálvez, Moñino, etc. Formó, pues, Campomanes parte del grupo universitario que, en su en­ frentamiento con los privilegiados «colegiales», criticó la docencia universitaria* mínima en sus aportaciones, máxima en su ampulosidad y endiosamiento; desde tal posición crítica, tomó con­ ciencia de los problemas que aquejaban profundamente a la comunidad nacional y, desde ellos, buscó acuciosamente soluciones racionales para los mismos. Si la autonomía universitaria había dado como consecuencia el monopolio por los «colegiales» de los puntos claves de la Adminis­ tración, la distribución de cátedras, becas y cargos rectores, produciendo, en definitiva, la más acusada decadencia intelectual, la más baja cota de cultura popular, el agostamiento de ideas peculiarmente hispánicas, para los «manteistas» en el poder, para la clarividente mente de Cam­ pomanes, estuvo perfectamente claro que la solución radicaba en la estatificación de la Universi­ dad; y para promover una igualdad de oportunidades, cambiar la distribución de cátedras, becas y puestos rectores. La reforma efectuada por el Consejo de Castilla produjo sensación en todo el ámbito nacional. Quedó ratificada por las inmediatas medidas de extrañamiento de los jesuí­ tas y la serie de acciones jurídicas y administrativas que limitaron muy seriamente la fuerza so­ cial de la aristocracia. Son todas ellas medidas muy fuertemente involucradas entré sí; pero qui-

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F ig. 24.—Francisco Pérez Bayer, antiguo estu­ diante «manteista» de Salamanca y autor del Memorial por la libertad de la literatura española. Grabado de la época. (Foto Archivo Espasa-Calpe)

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HISTORIA DE ESPAÑA

zá la matriz de todas radique en la persistente queja que las Universidades venían haciendo sobre la competencia y el ahogo que les imponían los colegios de jesuítas, en especial el Seminario de Nobles, así como el desmesurado apoyo que dicha orden otorgaba a los estudiantes aristócra­ tas de los Colegios Mayores. La formidable estructura de prestigio y de poder fue inexorable­ mente desmontada como consecuencia de la reforma38, que si no ofreció, ciertamente, ningu­ na solución eficaz al problema del futuro universitario, sí, al menos, produjo una apertura que hizo posible la incorporación de nuevos talentos a las más altas iniciativas nacionales. En tal sentido, resulta muy ésclarecedor un tratado escrito por Francisco Pérez Bayer, antiguo estu­ diante «manteista» de Salamanca, catedrático de lengua hebrea de aquella Universidad y pre­ ceptor de los hijos del rey Carlos III: Memorial por la libertad de la literatura española. Tanto por su enunciado —poniendo de relieve una determinada actitud crítica— como por su conteni­ do e ideología —que sirvió de base para la reforma de los Colegios Mayores—, el escrito de Pé­ rez Bayer marca un determinado y específico nivel de situación, que esclarece la grave realidad intelectual en la que se debatía el país. Los acontecimientos ocurridos simultáneamente con la reforma universitaria y como medio de hacer frente a la privilegiada posición de los altos intere­ ses sociales pueden explicar de manera luminosa la verdadera importancia de la reforma. Pero, desmontando el sistema de privilegios, era necesario incorporar nuevos talentos capa­ ces de potenciar al máximo las posibilidades que se abrían, para proceder a una efectiva supera­ ción de viejos prejuicios y abrir una nueva vía, un nuevo espíritu español acorde con los tiem­ pos. Esta fue la labor de los reformadores, según ha estudiado Jean Sarrailh39, demostrando cómo el nuevo espíritu busca soluciones y crea nuevas exigencias. Éstas se encontraban en pleni­ tud de tensión precisamente en 1776, cuando el rey Carlos III constituyó un nuevo gabinete, cuyos miembros se encuentran plenamente identificados entre sí y, a su vez, con el promotor de los procesos reformistas, Rodríguez de Campomanes, desde 1773 presidente del Consejo de Castilla. La constitución de este nuevo gabinete —podría afirmarse que es el primero verdadera­ mente designado por el rey Carlos III— ofrece dos importantes novedades. Para el puesto de primer secretario de Estado es designado el conde de Floridablanca, José Moñino y Redondo; después de veintidós años en que la política exterior estuvo dirigida por extranjeros (Ricardo Wall y el marqués de Grimaldi), ese decisivo puesto es ocupado por un español. La segunda novedad radica en la constitución independiente como Secretaría de Estado de la Secretaría de Indias, puesto que recae en José de Gálvez40. El Consejo de Castilla fue el instrumento de la reforma y el promotor de la consolidación del Estado. Desde él se procedió a la expulsión de los jesuítas; se limitó el poder de la Inquisición 41 y los límites de su acción: «El rey, como pa­ trono fundador y dotador de la Inquisición, tiene sobre ella los derechos inherentes a todo patronato regio; como padre y protector de sus vasallos puede y debe impedir que en sus perso­ nas, bienes y su fama se cometan violencias y extorsiones, indicando a los jueces eclesiásticos, aun cuando procedan como tales, el camino señalado por los cánones, para que no se desvíen de sus reglas.» A partir de esta orientación, Carlos III procedió a imponer su autoridad sobre el todopoderoso tribunal; en 1768, estableció el sistema de censura de libros; en 1770 restringió el campo de actuación del tribunal a los crímenes de herejía y apostasia e impuso prácticamente el habeas corpus, prohibiendo el encarcelamiento de ninguna persona hasta que su culpa hubiese sido convenientemente probada. A partir del Concordato de 1753, que había dejado sin solución la subordinación de la Iglesia al Estado en asuntos temporales, el rey procedió sistemáticamente a limitar los poderes' de la Iglesia y a reformarla en sus dominios. Si el Consejo de Castilla fue la clave del nuevo movimiento reformista, el fiscal Pedro Rodrí­ guez de Campomanes fue el eje humano y cerebral de la institución. Desde su puesto consolidó

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su prestigio y autoridad, llevó al Consejo como segundo fiscal a José Moñino; en 1773 fue nom­ brado presidente del alto organismo y, sin duda, su recomendación pesó fuertemente en el áni­ mo del rey para el nombramiento de Moñino como primer secretario de Estado, prácticamente primer ministro, en el gabinete de 1776. A su vez, la constitución de dicho gabinete promovió la nueva dimensión de la políticá española, que estudiaremos en el siguiente capítulo. El límite de lo posible ha quedado establecido con la afirmación de la autoridad de la Corona y la asisten­ cia a los proyectos del monarca de la minoría intelectual de los «manteistas», a los que supusiera abandono de la alta dirección de la línea política, a partir de 1776. ¿Cuál fue el proyecto de este Gobierno nacional? En síntesis, la recuperación de las peculiaridades españolas, adaptándo­ las, en un admirable proceso de modernización, a la época. Para ello, trató de conseguir una homogeneización social de la nación; reajustó sus posiciones frente al proceso acelerado que ca­ racteriza la época revolucionaria a un movimiento reformista de base intelectual y racional; evi­ tó cuidadosamente la discusión del régimen político y estableció un firme refrendo de la sobera­ nía real como indiscutible encarnación del conjunto político nacional.

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HISTORIA DE ESPAÑA

IV .

L a e s t r a t e g ia d e l a s e g u r id a d a t l á n t ic a

La creación en 1776 de la Secretaría de Despacho de Indias, separada de la de Marina, a la que tradicionalmente había estado unida, sugiere ya la aparición de una nueva filosofía políti­ ca española en América, que se separa de la que había prevalecido en función del monopolio andaluz, explotación-distancia-tiempo42, para adquirir dimensión una nueva estrategia espacioseguridad. La simultánea creación en América de tres grandes y nuevas regiones de alta impor­ tancia estratégica, que ya hemos mencionado43, hace indispensable —dada la lentitud adminis­ trativa del funcionamiento burocrático— que dichas medidas provengan directamente de la de­ cisión del recién nombrado secretario del Despacho de Indias, José de Gálvez44, persona muy vinculada a José Moñino, conde de Floridablanca, como éste, a su vez, lo estuvo respecto a Campomanes, y probablemente el propio Gálvez con el presidente del Consejo de Castilla. Tampoco puede pensarse en una iniciativa vinculada al Consejo de Indias, pues el importantísimo estudio de Bernard, como hemos visto, demuestra la imposibilidad. A los pocos meses de ser nombrado secretario de Indias (el anuncio de su nombramiento lo hizo Gálvez el 2 de febrero de 1776), se llevan a cabo las tres importantes y decisivas innovaciones territoriales que se han menciona­ do, que no pueden provenir del Consejo de Indias, en situación lamentable, sino de un sólido proyecto elaborado en el Consejo de Castilla por Pedro Rodríguez Campomanes, quien ha colo­ cado como «primer ministro» a Floridablanca. La apremiante necesidad de un sólido estudio e investigación acerca de la iniciativa política de Gálvez o su subordinación a unos principios que emanan directamente de los dos antiguos fiscales del Consejo de Castilla, en 1776, converti­ dos ya en presidente del alto organismo (Campomanes) y primer secretario del Despacho de Es­ tado (Floridablanca), se hace perfectamente visible si reflexionamos sobre la contingencia de la acción creadora de los nuevos territorios administrativos y políticos, con el reciente nombramiento de Gálvez como secretario de Indias. Del análisis de todas las decisiones tomadas desde el Des­ pacho de Indias habrá de deducirse, sin duda, la estrecha vinculación y subordinación de su iniciativa respecto a la que emanaba de la más alta caracterización del gabinete, que fue Floridablanca. El tema de América, sin duda, se ha configurado, a partir de 1776, como un emplaza­ miento de importancia extraordinaria en la política exterior española, que trata de integrarse, desde otros criterios y posiciones nuevas, a la tensión y contienda secular producida durante todo el siglo xvm entre Inglaterra y Francia por los mercados coloniales de larga distancia. Es preciso investigar a fondo la vinculación personal e institucional Campomanes-FloridablancaGálvez; es ya conocida la despotenciación que en la época alcanza el Consejo de Indias; debe trabajarse con intensidad en el análisis de los escritos de Campomanes, en donde trata, con acu­ ciosidad y preferencia, una larga serie de cuestiones relativas a América. Entre los varios cientos de españoles ilustrados que escribieron durante el reinado de Car­ los III45, hubo muchos que reflexionaron sobre el comercio exterior y los medios para incre­ mentar el comercio con Indias, como fueron Romá y Rosell, Antonio Muñoz, Juan Antonio Heros, Valentín de Foronda, Antonio Arteta, entre otros. Pero ninguno, tanto por su significa­ do como por su elevado rango político, tuvo la importancia de las reflexiones, escritas por Pedro Rodríguez de Campomanes46. Formado en una indudable vigencia fisiocrática, consideraba que el comercio exterior debía contribuir, sobre todo, al desarrollo de la producción agrícola penin­ sular y era partidario que en los años de cosecha abundante se permitiese la exportación de los productos excedentes; abogaba también por la supresión de los obstáculos de todo tipo que fre­ nasen tanto la circulación interna como la exportación de los productos nacionales. Para noso-

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F ig. 26.—Primera página del bando con la pro­ clamación de la guerra a Gran Bretaña, firmado por el gobernador y capitán general de Cuba, Diego José Navarro García de Valladares. La Habana, 28 de julio de 1779. Archivo de Indias. Sevilla'. (Foto Oronoz)

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F ig. 50.—Primera página de una Relación de cómo se ha de cultivar el nopal para be­ neficiar la cochinilla. Archivo de Indias. Sevilla. (Foto Oronoz)

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i e implacablemente, por años de malas cosechas. Continuamente se repetía el adagio bíblico, y las vacas gordas eran reemplazadas^ ante la mirada espantada y atónita de los campesinos, que se resistían a creer en tanto castigp divino, por las vacas flacas9. Esta situación tendió a afectaf mayoritariamente a la agricultura de subsistencia, basada en el cultivo de una sola o de muy pocas especies vegetales (papas, calabazas, frijoles y, sobre todo* maíz, según cuál fuera la región considerada), involucrando a la mayor parte de la población, especialmente la indígena. También afectaba, aunque en menor medida, en caso de poder esta­ blecerse gradaciones en situaciones catastróficas, a la pequeña y mediana producción destinada a satisfacer las necesidades del mercado local. Esta situación se veía agravada por la extrema pobreza, que dificultaba la canalización de medios para la obtención de recursos alternativos, y por la desigual distribución de la propiedad de la tierra. Los hacendados estaban inmersos dentro de la misma dinámica que los campesinos peque­ ños y medianos. Si a éstos últimos dos o más años de malas cosechas podían conducirlos a la ruina, aquéllos comenzaban a temblar tras un mismo período, pero de buenas cosechas y carac­

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HISTORIA DE ESPAÑA

terizado por una baja general de los precios agrícolas. Más allá de las circunstancias económi­ cas, de grave trascendencia para la integridad de la explotación, los hacendados debían mante­ ner su status, lo que los llevaba a endeudarse, hipotecando sus propiedades, o bien vendiéndolas si este último extremo no era posible. Es en base a tal situación que Enrique Florescano e Isabel Gil Sánchez sostienen para el caso mexicano la enorme movilidad existente entre los grandes pro­ pietarios: eran escasas las familias que lograban conservar sus tierras más allá de la tercera generación10. Cuando se conocía la existencia de una mala cosecha, los acaparadores y ciertos comercian­ tes de las ciudades se echaban al campo con la intención de hacerse con la mayor cantidad posi­ ble de grano, que luego venderían a precios enormemente sobrevalorados en las ciudades. De este modo presionaban sobre los campesinos indígenas, mestizos y criollos para que les vendie­ ran las escasas reservas que aún mantenían del año anterior, seguramente guardadas para si­ miente, o lo poco que habían logrado cosechar en ese año. En la misma dirección que los acapa­ radores presionaban las autoridades municipales y los administradores y funcionarios de pósitos y alhóndigas, que trataban de asegurar el abastecimiento urbano, con la intención de evitar ten­ siones y conflictos sociales en las principales ciudades y zonas de sus respectivas jurisdicciones. De esta forma el campo se quedaba sin reservas. Lo poco que se había salvado del desastre era consumido por los campesinos para subsistir, y si la crisis se prolongaba más allá de lo humana­ mente soportable, mayores desastres y calamidades se abatían sobre la tierra y sus hombres: ham­ bre, peste, enfermedades y su correspondiente secuela de muerte y emigración. Los sectores urbanos de escasos recursos también se veían afectados por esta situación. Al tenerse conocimiento en las ciudades de que se estaba en presencia de una mala cosecha, inme­ diatamente se ponían en marcha, por parte de aquellos que medraban con la desgracia ajena, mecanismos destinados a obtener enormes tájadas de la coyuntura. Acaparadores y algunos gran­ des propietarios ocultaban los granos que habían logrado acumular, incrementando las dificul­ tades causadas por la escasez, y provocando, de forma artificial, un mayor incremento de los precios, por encima de lo que serían los niveles lógicos y razonables. Tal estructura agraria, a merced de las inclemencias del tiempo y enormemente débil a causa del mismo motivo, no favorecía en absoluto la existencia de una capa extendida de pequeños y medianos propietarios. Las crisis periódicas provocaban su constante descapitalización, cuan­ do no los obligaba a la Venta de sus propiedades. La falta de numerario y la ausencia de una adecuada política crediticia por parte de las autoridades les impedía contar con los recursos financieros necesarios, de manera de poder romper el círculo de hierro que los atenazaba. Todo redundaba, con las lógicas excepciones regionales, en la formación de los grandes latifundios. La facilidad para la formación de enormes latifundios, de varios miles de hectáreas, era ma­ yor en las tierras marginales, donde la presión por nuevas tierras había sido menor en el momen­ to de la conquista y el control de las autoridades coloniales mucho más laxo11. Muchas veces también se trataba de tierras menos fértiles, o bien ubicadas en zonas con débil densidad de po­ blación (lo que equivalía a decir escasa fuerza de trabajo disponible), o bien por carecer de siste­ mas de irrigación apropiados o fuqntes de agua cercanas. Surge entonces el interrogante de los motivos que llevaron a la formación de los grandes lati­ fundios. En general, la producción se aumentaba por agregación de nuevas unidades producti­ vas (en este caso, por la incorporación de nuevas tierras a la explotación) y no por una intensifi­ cación en el uso délos recursos productivos. Cuando se necesitaba producir más, cuando se ne­ cesitaba más dinero, la solución adecuada era el aumento de la superficie explotada. De este

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

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F ig . 5 1 .—G rabado de principios del siglo x ix , con representación d e las labores ganaderas en la Pampa. (Foto Archivo Espasa-C alpe)

modo se podía criar más cabezas de ganado o producir mayores cosechas. Sin embargo, el deseo de incrementar la explotación no es el único que puede explicarnos el proceso de formación de los latifundios. También intervenían diversos factores, como la incorporación de aguadas y sali­ nas a los marcos de la gran propiedad, o el deseo de una protección más eficiente de las tierras ya obtenidas (evitando al mismo tiempo que las adquieran posibles rivales o competidores). Otro factor de importancia era la unificación de los dominios en una sola unidad continua (dando lugar a veces a la formación de mayorazgos)12. En lo referente a este último puñto hay que tener en cuenta que si las propiedades no estaban unidas o no tenían acceso a los caminos reales (vía fundamental para la comercialización de la producción de la hacienda) había que depender del favor de los vecinos para atravesar sus tie­ rras, lo cual no era siempre posible. Las haciendas. Un problema aún no resuelto por la historiografía americanista es el origen de las haciendas y latifundios. Según Borah y Chevalier, su surgimiento y desarrollo coincidió, al menos en Nue­ va España, con un momento de marcada depresión demográfica y económica, a lo largo del si­ glo xvn 13. Pero, como bien se interroga Magnus Mórner, ¿hasta dónde es posible generalizar en función de los datos obtenidos para México, proyectando sus resultados a la totalidad de la América colonial? 14. Es más, hay evidencias bastante importantes que señalan que en muchos países actuales la «típica hacienda colonial» se desarrolló a lo largo del período repu­ blicano.

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HISTORIA DE ESPAÑA

Son eséasos los datos que poseemos en lo referente al proceso de concentración o fragmenta­ ción de la propiedad de la tierra a lo largo de la centuria que nos ocupa. En el valle de Puange, Chile, Góngora revela una gran estabilidad en la posesión de tierras, y señala que a partir de 1880 comenzaría un proceso de fragmentación de la propiedad15. En^l valle de Chancay, Pe­ rú, la estructura actual de la propiedad quedó delimitada a finales del siglo xviii 16. En Colom­ bia fueron muchos los latifundios que también se formaron a finales del siglo xviii, pero según los trabajos de William P. McGreevey, éstos sólo se consolidaron y ampliaron después de la independencia17. En Nueva España, siguiendo las investigaciones pioneras de François Cheva­ lier, se ha fijado en el siglo xvn el inicio del proceso de concentración de la propiedad de la tierra, aunque hay que tener en cuenta que ese proceso recién alcanzó su clímax bajo la dictadu­ ra de Porfirio D íaz18. La expansión de los latifundios en el siglo xix respondió, entre otros fac­ tores, a la apropiación de tierras de las comunidades indígenas, privadas de sus derechos, a la expansión de la frontera con el indio, a los repartos de tierras públicas a los ejércitos que partici­ paron en las guerras de independencia, etc. De todos modos, los datos aportados por las monografías locales, fragmentarias y muchas veces contradictorias entre sí, impiden por el momento establecer una tipología correcta sobre la estructura y formación de las haciendas. Si para una región como Oaxaca, por ejemplo, se dice que las haciendas representaban sólo la tercera parte de las propiedades 19, para otras, por el contrario, se realza su papel hegemónico dentro de la economía colonial. Es más, dos autores peruanos, Javier Tord Nicolini y Carlos Lasso, han afirmado en una publicación reciente que las haciendas constituían las unidades básicas de explotación en la economía colonial peruana20. Era muy común que las haciendas estuvieran cargadas de gravámenes y profundamente en­ deudadas a consecuencia de las dificultades financieras, la falta de moneda en la economía colo­ nial y los constantes apuros económicos que atravesaban. Pero no todo eran deudas a pagar por préstamos solicitados; era frecuente que las propiedades se cargaran de cargas u obligacio­ nes para hacer frente a capellanías, aniversarios, memorias y otros mecanismos similares, lo que suponía el pago de una anualidad, generalmente a la Iglesia. El monto de estos intereses (a la Iglesia, por regla general, se le pagaba el 5 por 100) explica el porqué del frecuente cambio de los propietarios de las explotaciones. Inclusive, tras la consolidación de vales reales, un gran nú­ mero de terratenientes mexicanos perdió sus propiedades, al no poder hacer frente a la devolu­ ción de los capitales anteriormente prestados21. El hecho de que un gran número, por no decir la mayoría, de haciendas estuviera hipotecado facilitaba su traspaso mediante operaciones de compraventa, ya que el comprador sólo debía pagar la diferencia entre el valor real de la finca y el capital de la hipoteca, al tiempo que hacerse cargo del pago de los intereses cqrrespondientes a la carga que tenía la propiedad. Es decir, que cuanto mayor fuera el capital hipotecado, el desembolso inicial a realizar por el comprador sería menor. Si con respecto a las estructuras de propiedad nuestros datos son todavía escasos y bastante fragmentarios, nuestro desconocimiento sobre otras materias es aún mayor: contratos de arren­ damientos, parcelas de subsistencia para los campesinos que trabajaban en las haciendas y plan­ taciones, régimen de trabajo, etc. ' Cuando se habla de haciendas se piensa inmediatamente en la función que el peonaje por deudas cumplía como pieza importante para ligar a los indios a los fundos, en qalidad de gaña­ nes o conciertos, tal como se los denominaba de acuerdo a diferencias regionales. Esta estrategia de aprovisionamiento de mano de obra estaría dada fundamentalmente por su gran escasez. La teoría se basa en los trabajos de Zavala, Borah y Chevalier22, aunque recientemente se ha visto

F ig . 5 2 .—Estancia en los alrededores del río San Pedro (A rgen tin a). G rabado d e Picturesque ilustrations of Buenos Ayres and Montevideo, por E. E. Vidal, 1820. (Foto Archivo Espasa-Calpe)

cómo en la zona central de México, donde no existían los problemas para el aprovisionamiento de mano de obra que podían existir en el Norte, el peonaje por deudas resultaba prácticamente inexistente23. Estas características no eran propias de todo el continente americano, ya que las diversidades regionales eran enormes. En el norte de la Nueva España o en las haciendas jesuítas del Perú las deudas cumplían una función efectiva e importante a la hora de fijar a la fuerza de trabajo en las unidades de explotación, y como bien señala Magnus Mórner, se debe rechazar de forma clara la tradicional conexión entre hacienda y peonaje por deudas24. Las deudas existentes no eran sólo las de los peones con los hacendados o sus tiendas de raya, ya que muchas veces los trabajadores no eran retenidos por ser deudores sino por ser acreedores. Los hacendados solían pasar sin pagarles largas temporadas, y el deseo de cobrar el dinero adeu­ dado retenía a los trabajadores en las haciendas durante un período complementario, ya que si abandonaban la hacienda perdían toda posibilidad del cobro25. El crecimiento demográfico operado a lo largo del siglo xviii, unido al crecimiento econó­ mico general, permitió en numerosos sitios que los hacendados ejercieran una mayor presión sobre los sectores trabajadores, tal como sucedió en el Bajío mexicano. En períodos anteriores se solía atraer a los indios a las haciendas ofreciéndoles una parte de la producción a cambio de su trabajo, o sujetándolos mediante deudas creadas por adelanto de mercancías. La nueva coyuntura posibilitó una subida en las rentas, reemplazando los antiguos privilegios y obligacio­ nes de ciertos sectores rurales por pagos en metálico. Algo similar había sucedido en la industria minera, donde se llegó a ofrecer a los trabajadores una parte del metal en pago por su trabajo. En Guanajuato, a partir de 1790, el sistema cambió radicalmente, y el pago estaba constituido únicamente por el salario. Como bien dice Brading, la guerra de independencia interrumpió este proceso, y probablemente lo invirtió durante décadas26. Poco se sabe de la organización misma del trabajo rural. La dificultad en este caso concreto aumenta si tenemos en cuenta que la mayor parte de los contratos entre los hacendados y los trabajadores rurales se concretaban oralmente, y que los salarios (generalmente bajos) eran pa­ gados en especies, razón por la cual, y salvo para el caso de las haciendas jesuítas (de las que nos ocuparemos luego), que pasaron a ser administradas por las Juntas de Temporalidades, es muy difícil encontrar las cuentas de las haciendas. Sin embargo, algo se puede ir conociendo a partir de monografías que cubren aspectos par­ ciales y específicos del problema. Dentro de las haciendas, el trabajo asalariado y el trabajo es-

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HISTORIA DE ESPAÑA

clavo eran predominantes, especialmente en aquellas zonas donde escaseaba una abundante po­ blación indígena. Dentro de los primeros sobresalían sirvientes y gañanes. Junto a ellos había artesanos diversos, como carpinteros, zapateros, obrajeros, etc. En un nivel superior de ingresos encontramos a mayordomos y administradores. La mano de obra esclava era negra, y se utiliza­ ba en aquellas haciendas que lo requerían, bien por su ubicación geográfica o bien por su tipo de producción (como, por ejemplo, la caña de azúcar)27. En algunas regiones mexicanas los trabajadores indígenas se dividían en dos categorías: sir­ vientes y gañanes o jornaleros. Mientras que a los sirvientes se les pagaba por mes y se les asigna­ ba una ración de maíz, a los gañanes se les pagaba semanalmente y no tenían ningún derecho a recibir alimento. La precariedad en el estado de los gañanes era superior a la de los sirvientes, e incluso el nombre mismo asignado a los trabajadores realza en su caso una mayor situación de dependencia con respecto a la hacienda. En la sierra peruana la mita y el yanaconaje eran las formas típicas del trabajo de las hacien­ das. Si bien en ambos casos los nombres provienen de los antiguos incas, las estructuras colonia­ les eran radicalmente distintas a las existentes durante el período prehispánico, y el resultado de su adaptación a la sociedad colonial. Mientras la mita suponía un trabajo por turnos rotati­ vos entre los indios de una o varias comunidades, y remunerado28, el yanaconaje representaba una forma de servidumbre, cuyo papel fue relevante como mano de obra en las haciendas recién el siglo xix, cuando ya había cambiado algunas de las características que había tenido en el período colonial. Para el siglo xvn, Roel señala la existencia de dos tipos de yanaconas: los que trabajaban las tierras de la hacienda a cambio de una parte de la cosecha y los que ob­ tenían un pequeño lote de tierra dentro de los límites de la explotación agraria, que laboraban en su propio beneficio, como contrapartida de lo cual estaban obligados a trabajar en la «reserva señorial»29. Generalizando a partir de los ejemplos anteriores se puede afirmar que en las haciendas tra­ bajaban diferentes, y muy variadas, categorías de colonos. En el Bajío, en algunas haciendas, los arrendatarios tenían que ayudar a sembrar y cosechar las tierras del patrón. En la hacienda «Los Morales» la renta normal era de diez pesos por fanega de sembradura, pero los arrendata­ rios no pagaban con dinero sino proveyendo una yunta de bueyes y un peón dos días a la semana (lo que equivalía a dos reales diarios) cuando era necesario. La pastura para los bueyes y el gana­ do era gratuita y a cambio del derecho a cortar leña debían dar seis días de trabajo. Los arrima­ dos, que vivían con los arrendatarios, tenían que trabajar doce días al año para el patrón y los gañanes30. Un estudio modélico sobre el tema es el realizado por Mario Góngora sobre el inquilinato chileno. Según la noción tradicional, los inquilinos procedían de un grupo de trabajadores in­ dios, que se había desarrollado a partir de la abolición de la encomienda. La visión de Góngora es muy distinta31. Según él, el inquilinato se desarrolló a partir de una forma de arrendamiento de blancos y mestizos pobres. El precio de los arriendos aumentó notablemente en el siglo xviii a causa del incremento de las exportaciones del trigo chileno al Perú, con lo cual, al final del siglo, muchos inquilinos se vieron forzados a pagar sus arriendos con trabajo personal. Con todo, la transformación efectiva de los inquilinos en proletarios rurales recién se produjo en el siglo XIX. En el Perú, algunos autores, basándose en una no probada contracción económica en el siglo xviii , hablan de que muchos indios se vieron obligados a venderse a lqs hacendados, transformándose en yanaconas32. En el valle de Oaxaca, México, los hacendados alquilaban parcela? de tierra a indios o mestizos, quienes entregaban, como contrapartida, la mitad de las cosechas33. r y

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVm

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F ig . 5 3 .—G rabado del siglo x ix , con representación del tipo de ganade­ ría ex ten siv a típica de la Pampa argentina. Géographie Universelle, por E. R eclus. (Foto A relavo E spasa-C alpe)

Otro punto vinculado al tema y en el que se insiste bastante es el de la escasa productividad de las haciendas, basada en el hecho de que sólo se aprovechaba una pequeña parte del área cultivable. Si a la escasa explotación de las posesiones de la hacienda le sumamos el bajo nivel tecnológicq éxistente, y las escasas inversiones de capital, se deduce rápidamente que la fuerza de trabajó empleada era la que definía el volumen de lo producido, pese a no estar en presencia de explotaciones intensivas. Con todo, las rentas de los latifundios eran altas, y muchas veces se gastaban en productos de lujo en vez de reinvertirse en la explotación. Una inversión importante, tendiente a realzar la posición del propietario, era él casco de la hacienda. Muchas veces el casco servía para distinguir una hacienda grande de otra pequeña, y el lujo y la suntuosidad de la casa principal realzaban el papel del hacendado. En la corístrucción del casco el propietario dejaba establecida su presencia en la hacienda, viviera o no en ella de forma permanente. Generalménte los grandes propietarios eran absentistas, y residían en las ciudades, aunque se establecían en las haciendas en las épocas de las grandes labores agrícolas: la siembra y la cosecha. Durante el resto del año la explotación quedaba en manos de un admi­ nistrador o mayordomo. Por el contrario, los pequeños y medianos propietarios solían estable­ cerse en sus haciendas de forma permanente. Buena prueba del bajo nivel tecnológico al que aludíamos más arriba la podemos encontrar en los inventarios de varias haciendas. Las haciendas grandes tenían mayor cantidad, y tipos, de herramientas que las pequeñas y medianas, pero aun así el utillaje sólo representaba una pe­ queña parte del capital total invertido. La hacienda «Guadalupe», en el valle de Oaxaca, valía, en 1797, 24.385 pesos, pero sólo se habían invertido en equipo agrícola, animales de trabajo y materiales de construcción 1.435 pesos, que básicamente incluían:

HISTORIA DE ESPAÑA

106 36 azadones

49 herrajes de arados

31 hoces 1 candado grande

6 monturas

37 arados

2 barrenos

varias pinzas de hierro 1 m olde de hierro para ladrillos 12 cubetas de cuero 2 sierras de m ano 1 hacha de hoja curva 7 rejas de arado

1 hierro de marcar

31 hachas 2 cinceles 1 m artillo 1 m edida de cuartilla 1 m edida de 1-alm ud 11 grillos

2 carretas

1 yunque

5 lazos

2 barretas

11 horquillas

11 ejes de carreta

il testimonio de William Taylor, se pueden encontrar, en otras h iguientes efectos: prensa y m oldes para queso

m etates para m oler sal

reglas de albañil

carruajes

m esas de carpintero

arreos

zapapicos

norias

canastas de mimbre

jagüeyes

cencerros

ladrilleras

cuerdas de plom ada carretillas

barriles

cucharas y cacerolas de cobre

cepillos

m achetes

cinchos de cuero

postes

puntas de hierro

chozas para sirvientes 3

jarros de greda

gallineros

cobijas para caballos

m onturas 34

Los mercado« a los cuales abastecían las haciendas solían ser pequeños, lo cual tendía a de­ primir los rendimientos obtenidos por el capital invertido, que generalmente no excedía del 6 por 100. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el interés normal de la época, aplicado a la mayoría de las transacciones comerciales y a los préstamos efectuados por la Iglesia, era el 5 por 100, k) cual significaba que el rendimiento del capital invertido en la agricultura distaba mucho de ser escaso. En algunas haciendas, especialmente en aquellas especializadas en la pro­ ducción de artículos fácilmente comerriaüzables en función de su demanda (como el vino y el azúcar), los rendimientos obtenidos solían ser mayores que en las haciendas de pan llevar (pro­ ductoras de cereales panificables) o las que combinaban la agricultura con la ganadería. La esca­ sa integración del territorio en función de las elevadas distancias y el mal estado de los caminos, unido al alto coste de los fletes terrestres, hacía imposible (o muy difícil) pensar en una amplia­ ción de los mercados, y más cuando se carecía de redes de comercialización eficaces, situación de la cual hay que excluir necesariamente a los jesuítas. Por otro lado, también resulta bastante común pensar en las haciendas cómo unidades autárquicas o autosuficientes. Sin embargo, era frecuente que en su interior se cultivara una cantidad de especies mucho menor que en las tierras indígenas cercanas. El problema de los gastos en metálico estaba por detrás de los cálculos efectuados por los hacendados a la hora de definir la producción de sus explotaciones, y su estrategia era trazada teniendo en cuenta aquellos ar­ tículos que podían obtenerse dentro de los propios límites. Es así que productos como la sal y la cal, muy útiles en las actividades ganaderas, eran particularmente buscados en aquellos luga­ res en donde era posible encontrarlos.

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

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Cuando las circunstancias lo hacían posible, los hacendados aumentaban sus ingresos me­ diante la construcción, dentro de sus posesiones, de molinos, lo que les permitía apropiarse de una parte del excedente producido por los campesinos de la región, que se veían obligados a utilizar las instalaciones del hacendado para la molienda35. Las haciendas de los jesuítas. Las actividades de los jesuítas en América, y las económicas, en particular, han provocado una cantidad de opiniones a favor y en contra. De la polémica participaron incluso los contem­ poráneos, cuyas posturas se encontraron aún más en 1767, con motivo de la expulsión de la Com­ pañía de Jesús de los dominios americanos. Una de las opiniones típicas sobre los jesuítas la sintetiza el historiador Tovar Pinzón, quien dice: «No hubo responso, oración, salve, rosario, misa o rito que no hubiera representado para ellos una jugosa retribución en tierras, habitacio­ nes, semovientes, réditos y deudas a corto y largo plazo. Ninguno como ellos administró tan bien el cielo, el infierno y el purgatorio. A base de vender cada hora santa, una virgen o un már­ tir, las “ llagas de Jesucristo’’ o la memoria de los Santos, los bienes terrenales más fabulosos pudieron configurarse y estar bajo su dominio... en toda la América española»36. Estas pala­ bras se pueden entender a partir de la fabulosa riqueza acumulada por los jesuítas37. En 1767, tras su expulsión, la Corona dispuso que la totalidad de sus posesiones fueran ad­ ministradas por la Junta de Temporalidades. Este hecho permitió que se conservara una valiosa documentación sobre los bienes de la orden. La Junta fue encargada de inventariar todas las propiedades de los jesuítas, y administrarlas hasta su entrega, previa subasta, a aquellos parti­ culares que se harían cargo de las explotaciones.

F ig . 5 4 ,—Indios ayudando a los m ision eros a cruzar un río, con cabezas de ganado. A cuarela de Paucke. M u seo de A m érica. M adrid. (Foto Oronoz)

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HISTORIA DE ESPAÑA

A lo largo de su prolongada estancia en América, los jesuítas habían fundado colegios y mi­ siones, estas últimas preferentemente ubicadas en áreas marginales o fronterizas. La inmensidad de su tarea educativa y evangelizadora requería de ingentes fondos, los que comenzaron a ex­ traerse de una amplia gama de actividades económicas implementadas por la orden en su propio beneficio. Es decir, que los colegios no fueron sólo centros educativos, sino que tendieron a con­ formarse en pilares de un gran complejo económico. Allí convergía el dinero y desde allí se cana­ lizaba con el fin de cubrir las diferentes inversiones realizadas. Según los avalúos confecciona­ dos en 1767, se observa la gran importancia que tuvieron las posesiones agrícolás, pero tampoco hay que dejar de considerar las propiedades urbanas, que una vez alquiladas proporcionaban una saneada renta y permitían aumentar los ingresos líquidos de la orden. Otro sector importante dentro de la contabilidad de los colegios eran los censos, generalmen­ te impuestos al interés corriente del 5 por 100. En este punto, los jesuítas, al igual que otras organizaciones eclesiásticas, no solían diferenciar entre préstamos y obligaciones. De todas for­ mas, esta actividad les permitía no sólo obtener buenas ganancias, sino también la posibilidad de hacerse con tierras y otros bienes en el caso de mora en el pago de los intereses. Al igual que otras órdenes religiosas, y la Iglesia en general, los jesuítas cumplieron una fun­ ción que podría definirse como la de «banqueros», prestando dinero a particulares, generalmen­ te propietarios rurales. El capital entregado debía ser garantizado hipotecariamente. De este modo se va apreciando cómo los colegios no sólo fueron centros culturales, sino que también se transformaron en empresas productivas. En general, las posesiones jesuítas se carac­ terizaban por su alta concentración de tierras. De 45 haciendas de Nueva España, estudiadas por Tovar Pinzón, más del 60 por 100 tenían entre 1.000 y 20.000 hectáreas, y las de más de 50.000 suponían un porcentaje similar a las que tenían menos de 1.000: un 13,3 por 10038. De todas formas, para el caso jesuíta son válidas las consideraciones generales que hemos hecho sobre la extensión de haciendas y latifundios. Estas grandes haciendas jesuítas, al igual que las otras, pudieron consolidarse gracias a la demanda de los mercados urbanos y mineros. En función de la estructura de dicha demanda, las haciendas de la Compañía se especializaron en la producción de artículos alimenticios (maíz, cereales, azúcar, vinos, pulque y aguardiente) y ganado mayor y menor, del cual se extraía carne y cueros. En otras explotaciones, como las reducciones paraguayas, se producía la yerba mate39. Todo ello con el objeto de abastecer a las minas y ciudades de su entorno y mercados aledaños, aunque a veces los productos realizaban viajes de más de 1.000 kilómetros (y aún más) para ser comercializados, tal como sucedía con la yerba mate, que había encontrado en el mercado potosino un importante centro consumidor. Asistimos, entonces, a una alta especialización. En este sentido son importantes las haciendas dedicadas a la cría de ganado ovino y bovino. En 34 haciendas de México había algo más de 40.000 cabezas de ganado vacuno, frente a las casi 60.000 que había en 38 de Nueva Granada. En las mismas haciendas encontramos algo más de 600.000 cabezas ovinas en Nueva España y cerca de 23.000 en Nueva Granada. El alto núme­ ro de cabezas de ganado lanar que se encuentran en las haciendas mexicanas hay que ponerlo en correlación con el gran desarrollo de los obrajes y de la manufactura textil. Junto con su principal función agrícola-ganadera, en el interior de las haciendas se procedía a la elaboración artesanal de diversos productos, con la doble finalidad de aumentar los ingresos líquidos y de disminuir el consumo de manufacturas en los mercados, lo que hubiera supuesto un drenaje de numerario, y una pérdida de la capacidad de maniobra financiera de la Compa­ ñía. Entre las diversas actividades realizadas se pueden mencionar la fabricación de jabón, la molienda de trigo en los molinos de la hacienda para su transformación en harina, el curtido

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

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F ig . 5 5 :—R e sto s de la R edu cción jesuítica d e San Ignacio, en la provin­ cia d e M ision es, actual A rgentina. (Foto Oronoz)

de cueros, eí hilado y tejido de la lana en sus propios obrajes40, el procesamiento y destilación del maguey y de la vid para la obtención de pulque, vino, aguardiente y azúcar41. Un hecho que diferenciaba claramente a las haciendas jesuítas de las restantes haciendas ame­ ricanas era su gestión y administración. Antes de analizar estos aspectos es necesario recordar que el principal móvil de las empresas económicas de los jesuítas era la ganancia (que bien podía aplicarse luego a otros fines) y no el prestigio social de sus propietarios. Este hecho es funda­ mental para comprender las diferencias. De este modo, las haciendas de la Compañía tenían un estricto método de contabilidad, qué debía ser empleado por los administradores de las hacien­ das, sujetos frecuentemente a auditorías e inspecciones. De acuerdo con el Manual de Instrucciones que ) \ los jesuítas confeccionaron para guía de los administradores, éstos debían llevar nueve libros, donde se consignarían: entradas y salidas, ren­ dimiento de las cosechas, inventários, deudas, registros de trabajo y los documentos legales de la hacienda. El rector de cada colegio debía revisar las cuentas una vez al año. Había también otros medios de seguimiento de la gestión. Si un administrador dejaba una hacienda, o cambia­ ba de trabajo, sus libros se sometían a una profunda revisión contable. En lo referente al trabajo, la actitud de los jesuítas era paternalista. Siguiendo siempre al Manual de Instrucciones, los trabajadores indígenas debían ver en la figura de los administrado­ res al padre,protector. Los enfermos, las viudas y los ancianos recibían alimentos (una ración de maíz) y una pequeña pensión. De todas formas, la organización laboral se planificaba pen­ sando en la obtención de un mayor rendimiento y productividad de la fuerza de trabajo. Sin embargo, en lo que atañe a la administración general del trabajo se establecía claramente que

AM ERICA CENTRAL GRAFICO.—3: RED DE COMERCIALIZACIÓN DE LOS JESUITAS EN AMÉRICA DEL SUR

QUITO

CÓRDOBA

u o

F ig . 5 6 .—El com ercio de los jesu ítas en A m érica del Sur, según N . P. C ushner, en L ords o f the land sugar, wine and jesu its estates..., 1600-1767, A lbany, N . Y., 1980, pág. 159

los administradores no debían apartarse de las prácticas comunes del área donde estaba radica­ do el colegio. Donde se observa claramente la eficiencia de la organización de la Compañía en compara­ ción con las restantes haciendas es en su sistema de comercialización (véase gráfico 3). Mientras las haciendas normales dependían en gran medida del mercado local, al cual estaban vinculadas e integradas, las haciendas jesuítas funcionaban como un conglomerado, que participaba de la actividad económica de vastos espacios, con agentes de venta laicos y la apoyatura de toda la estructura de la orden. Esto les permitía obtener mejores precios por la venta de sus productos en los lugares más insospechados y remotos de la hacienda productora. Los funcionarios de las

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haciendas jesuítas se esforzaban siempre por obtener los mejores precios y trataban de no depen­ der nunca de un solo mercado. Precisamente fueron las redes de comercialización y la integración que tenían con los cole­ gios urbanos de las principales ciudades americanas lo que permitió aumentar las ganancias de las haciendas jesuítas. Éstas se vieron incrementadas por el hecho de que sus productos no paga­ ban alcabalas y sólo la tercera parte del diezmo. Tras la venta de las propiedades de la orden por las Juntas de Temporalidades, los nuevos propietarios carecieron de los incentivos y de las ventajas que teman los jesuítas, por lo cual la situación de las haciendas se vio totalmente modificada. Las ventas de las tierras de los jesuítas le permitieron a la Real Hacienda aumentar sus ingre­ sos mediante importantes recaudaciones. Así, por ejemplo, en Arequipa sobrepasaron los 1.100.000 pesos, y las cajas de La Plata, Lima y Potosí recaudaron más de 500.000 pesos por el mismo concepto. Las economías tropicales de plantación. A lo largo del siglo xvm la producción minera siguió dominando el sector exportador. Sin embargo, tal cual hemos visto, otros productos también eran canalizados hacia el mercado irfundial, aunque coniuna incidencia menor sobre el total del volumen comercializado. Un análisis sectorial de las exportaciones permitiría afirmar que, excluidos los metales preciosos, los princi­ pales rubros estarían conformados por los productos tintóreos, el azúcar, los cueros, el tabaco y el cacao. Según Céspedes del Castillo, entre 1717 y 1738 las exportaciones de tabaco supusie­ ron el 40 por 100 de ese grupo, seguido del cacao (casi el 30 por 100) 42. El azúcar, exportado en pequeña escala por algunas plantaciones antillanas y mexicanas cercanas a Veracruz, comen­ zaría su período expansivo en el Caribe, años más tarde. Él cacao venezolano conoció un verdadero boom exportador bajo el signo de la Real Com­ pañía Guipuzcoana de Caracas, de signo monopolista y creada en 1728. Esto no quiere decir, sin embargo, que mejorara la situación de los cosecheros, sino todo lo contrario. Entre 1740 y 1749, la Compañía exportó 171.202 fanegas de cacao. En el mismo período los comerciantes locales exportaron a México, al archipiélago canario y las Antillas otras 258.324 fanegas, cifra superior a la de la Compañía43. Al promediar el siglo, la acción exportadora de la compañía monopólica aumentó, al estar ya consolidada en la región, y pudo superar a los comerciantes independientes. Las cifras del período 1750-1764 son: 500.313 fanegas para la Compañía y 375.226 para los comerciantes. De este modo, la Compañía logró imponerse sobre los productores, a costa, inclusive, de provocar una baja en los precios del cacao, que resultaron inferiores a los costes de producción. La mayor demanda del cacao favoreció un aumento de su producción, con repercusiones directas sobre lá agricultura venezolana. El mismo papel jugado por el cacao en Venezuela lo tuvo el añil en Guatemala. \ El primer producto tropical que originó un tráfico transatlántico importante no fue de ori­ gen americano, sino asiático: el azúcar. Su cultivo había sido exitoso en Madeira y Ganarías, coincidiendo con el inicio de la expansión europea en el Atlántico. Pero el alto costo de los rega­ díos que exigía y el rápido agotamiento de las tierras llevaron los cultivos al Caribe. La difusión de la caña continuó por las tierras bajas de México y se afianzó en Morelos, Veracruz y Michoacán. Luego continuó por la costa norte peruana, dopde dio lugar a vastos cultivos de regadío. En esta última región las haciendas jesuítas destacaron enormemente en la producción de azú­ car. Tanto en México como en el Perú, y lo mismo sucedía con otras áreas continentales, la pro­ ducción se dirigía mayoritariamente ál abastecimiento de los mercados locales y regionales, des­ tinándose sólo una pequeña parte a la exportación.

s

GRÁFICO.—4: POSICIÓN CUBANA DENTRO DEL MERCADO PRODUCTOR AZUCARERO EN 1760 Y 1792 1760 Miles de toneladas métricas 20 25 35 40

15

55

45

HAITÍ

10

. 1792 Miles de toneladas métricas 30 35 40 20

15

45

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50.

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55

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BRASIL CUBA I MARTINICA GRANADA BARBADOS |GUADALUPE

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| Obsérvese la desaparición de Haití como productora azucarera en 1792

F ig . 5 7 .—La producción cubana en el m ercado azucarero en 1760 y 1792, segú n M . M oren o Fraginals, en E l Ingenio, La H abana, 1977, pág. 40

Las principales haciendas continentales de azúcar estaban especializadas en su producción y requerían fuertes inversiones de capital y una gran cantidad de mano de obra experimentada, generalmente esclava. Al plantel fijo se agregaba una gran cantidad de temporeros durante el período de zafra (recolección). Las mayores inversiones de capital se dirigían a los ingenios, que requerían de diversa maquinaria para las operaciones de molienda y refinado del azúcar. Duran­ te los siglos, xvi y xvn el proceso de refinado se llevaba a cabo de forma fragmentada, en va­ rios edificios. A finales del siglo xvm se logró la unificación de todo el proceso en un solo edir

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ficio. Los trapiches solían estar impulsados por energía hidráulica, y cuando esto no era posible, por no contarse con ríos cerca, se echaba mano de muías y bueyes. Paraguay fue una región marginal productora de azúcar, que adquiere interés al apartarse de los cánones normales de producción. La importancia de su producción en Paraguay se rela­ ciona básicamente con sus derivados, el aguardiente y la miel de caña, y con la lucha por con­ quistar los mercados de Sante Fe y Buenos Aires, aunque aquí tenía que competir en desigualdad de condiciones con el azúcar peruana y brasileña, de mejor calidad. Su cultivo tenía lugar en las llamadas «chacras azucareras» y en el marco de la unidad campesina. Las chacras eran pe­ queños establecimientos que contaban con calderos de cobre y alambiques rudimentarios, clara muestra de su bajo nivel tecnológico. Los trapiches que se distribuían con bastante frecuencia en la región de Asunción eran impulsados fundamentalmente por mujeres, y a su alrededor las familias campesinas se afanaban por moler las pocas arrobas, resultado de la cosecha de sus liños de caña44. A mediados del siglo x v i i i la colonia francesa de Santo Domingo era el mayor exportador mundial de azúcar y café. Las islas de Jamaica, Saint Kitts, Antigua, Granada y Barbados, tocias colonias inglesas, satisfacían las demandas del mercado británico y parte de la del europeo. No en vano los ingleses conocían a sus colonias antillanas con el nombre de Sugar Islands. De hecho, Inglaterra y Francia controlaban más del 80 por 100 del totál de las importaciones euro­ peas de azúcar. Hasta 1760 las principales posesiones españolas de la región, Cuba y Puerto Rico, apenas contribuían a las exportaciones hacia Europa y se habían mantenido prácticamente al margen de la economía esclavista de plantación. Sin embargo, resulta indudable que las colo­ nias europeas no ibéricas ya les estaban mostrando el camino a seguirá las oligarquías terrate­ nientes de las islas españolas, si querían continuar por la misma senda de modernización 45. De este modo, Cuba se transformó en 1790 en uno de los mayores exportadores mundiales de azúcar, y Puerto Rico atravesó un camino similar, aunque su importancia fue bastante menor (ver cuadro 3 y gráfico 4). El café y el tabaco acompañaron al azúcar en su desarrollo. La estabilidad de los mercados de azúcar y café, y el constante aumento de su consumo en Europa y América del Norte, crearon condiciones favorables para el crecimiento de la economía antillana, siguiendo el modelo de las colonias inglesas y francesas. Entre 1760 y 1790 se produjo un creci­ miento lento, pero constante, del sector exportador, y a finales del siglo x v i i i se produjo la gran expansión de sus economías. Esta situación se vio favorecida por la revolución de Haití, que era hasta entonces el mayor productor de azúcar y café. Cuadro 3 Producción colonial azucarera (1760-1792)

1760

1792

1791

Colonias Toneladas

Porcentaje

Toneladas

Porcentaje

Toneladas

Porcentaje

In g le sa s............................................. F r a n c e s a s ............................................. P o r tu g u e s a s ......................................... H o la n d e sa s................................. ......... D a n e s a s ................................................ Españolas (C u b a )...............................

70.593 80.646 34.000 10.700 4.535 5.550

34,38 39,27 16,56 4,91

106.193 97.421

103.634 21.234.

13.550 9.429 16.731

40,17 36,85 7,94 5,13 3,58 6,33

13.200 10.824 14.455

56,21 11,51 11,39 7,18 5,87 7,84

T otal ....................................

205.394

264.324

100,00

184.347*

100,00

2,20 2,68 100,00

FUENTE: M anuel Moreno Fraginals, El Ingenio, tomo I, La Habana, 1977, pág. 42.

21.000

21.000

114

HISTORIA DE ESPAÑA

En Puerto Rico, pese al gran auge del sector exportador, la transformación de la agricultura de subsistencia, complementada por la ganadería, en un sistema de plantación, afectó mayoritariamente al litoral de la isla. El interior continuó siendo un territorio de frontera y marginal: montañoso, pobre e inaccesible. En Cuba, el azúcar había sido en un principio sólo un cultivo secundario, que debía competir en inferioridad de condiciones con el tabaco (destinado tanto al consumo interno como a la exportación) y con una importante actividad ganadera. La producción cubana se benefició, en su momento, de la independencia de las «13 colo­ nias», lo que le abrió las puertas al mercado norteamericano. Posteriormente, las guerras napo­ leónicas y la mencionada independencia haitiana influyeron en el mismo sentido. Un hecho im­ portante, digno de ser tenido en cuenta, fue que el crecimiento de la agricultura cubana desti­ nada a la exportación se produjo, en gran medida, al margen del sistema comercial español. Esta situación tuvo lugar tras constatarse rápidamente que la Real Compañía de La Habana, estable­ cida en 1739 con carácter monopolista, se constituyó en una traba para la expansión comercial. La compañía se había mostrado muy dinámica en los primeros años, pero luego la misma estruc­ tura monopólica la transformó en ineficaz. Las exportaciones cubanas crecieron a ritmos insospechados. Se pasó de un promedio anual de 480.000 arrobasen 1764-1769 a 1.100.000 en 1786-1790, hasta que en 1805 se alcanzaron las 2.500.000 arrobas. Al contrario que la mayor parte del azúcar antillana que se exportaba cruda a sus respectivas metrópolis, donde era refinada y luego reexportada a los restantes mercados eu­ ropeos, el azúcar cubano se exportaba refinada. El crecimiento inicial del sector azucarero fue el fruto de la labor de una serie de pequeñas explotaciones (sólo en los aledaños de La Habana había algunos ingenios que podían ser des­ critos como grandes y que empleaban a más de 100 esclavos negros cada uno), cuyos dueños es­ taban generalmente a merced de algunos comerciantes, que les adelantaban el dinero necesario para llevar adelante sus exportaciones. Años más tarde, la producción cubana caería en manos de la «sacarocracia». En Puerto Rico, como consecuencia de la expansión del sector exportador, la población, que era de 44.383 personas en 1765, de las cuales sólo 5.037 esclavos, se triplicó en 1800, pasando a 155.426. La organización y desarrollo de la agricultura de plantación dio lugar, en esos años, al surgimiento de una elite empresarial local46. En alguna medida, la lenta expansión de las plantaciones azucareras durante gran parte del siglo xvm se debió a la escasez de esclavos negros. En esa época el desarrollo azucarero dependía de la mano de obra disponible, vate decir, del comercio negrero. Un informe inglés de 1714 decía que «estos dos comercios [el azúcar y la trata] son como causa y efecto, y uno no puede subsistir sin el otro. Si las colonias carecen de suministro de negros, no pueden producir azúcar; y a medida que más negros reciban y más baratos, más azúcar producirán y a más bajo precio. Y de acuerdo a esta regla, las colonias decaen o florecen» 47. De este modo, en Cuba se trató de in­ crementar las importaciones de negros, y según Moreno Fraginals, entre 1765 y 1790 se intro­ dujeron en la isla un promedio anual de 2.000 negros. A finales del siglo la Corona liberó y favo­ reció la trata, a tal punto que entre 1789 y 1798 se dictaron once reales cédulas, órdenes y de­ cretos en este sentido. Así, favorecidos por la coyuntura internacional, los plantadores cubanos que vieron incrementada su producción y la importación de esclavos intensificaron la explota­ ción de los negros, que dejó de tener el carácter patriarcal que la había caracterizado en las pri­ meras décadas del siglo. La rentabilidad de las plantaciones azucareras dependía de la mano de obra y de otros cuatro elementos con los que Cuba contaba en apreciables cantidades: bosques (energía para los tra­ piches), ganado (animales de tiro y alimento para los esclavos), tierras y puertos o embarca-

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deros cercanos a los ingenios para la exportación del azúcar. El cultivo extensivo, y sin ningún tipo de cuidados de las tierras disponibles, le daba a las tierras explotadas una duración promedio de 40 años, antes de su agotamiento, y le otorgaba a las haciendas un típico carácter trashu­ mante. Por el contrario, los ingenios estuvieron siempre cercanos a los principales puertos de embarque. Es indudable que la estructura alargada de la isla favoreció la producción orientada al mercado mundial. Se ha visto cómo a lo largo del siglo X V lll la agricultura se vio impulsada por el crecimiento minero, mercantil, manufacturero y sobre todo demográfico. Tan variados motores de creci­ miento provocaron, de acuerdo a las regiones consideradas, evoluciones dispares. Sin embargo, hay que destacar también la incidencia negativa de varios factores, que condicionaron su poste­ rior desarrollo: una utilización de la tierra altamente desestructurada, complementada con una desigual distribución de la propiedad; la ausencia de claros objetivos agrícolas que exigieran ren­ dimientos competitivos y un marcado estancamiento del bagaje tecnológico disponible. De todas formas, el crecimiento del sector primario dependió también del comportamiento de la ga­ nadería, el que veremos en las próximas líneas. ^

No tas 1 C itado en D avid Brading, M in eros y com erciantes en e l M éxico borbón ico (1763-1810), M adrid, 1975, pág. 38. Las cifras están redondeadas, razón por la cual el total no coincide. 2 Sobre el tem a, consultar las ponencias presentadas al Sim posio de R om a organizado por CLA CSO (C om isión Latinoam ericana de Ciencias Sociales) en 1972, y publicadas bajo el título de H aciendas, latifu n dios y p la n tacion es en A m érica L atina, M éxico, 1975, coordinados por Enrique F lorescano. / 3 Ver de E ric W olf y Sydney M intz, H acien das y plan tacion es en M esoam érica y las A n tilla s, en H aciendas, la­ tifundios y plantaciones... (ver nota 2), esp ecialm en te págs. 493-497. Ver tam bién d e R obert K eith le d .j, H aciendas an d Plantations in Latin Am erican History, N u ev a Y ork, 1977. 4 U n sitio de ganado m ayor equivalía a 41 caballerías o a 1.763 hectáreas; un sitio de ganado m enor equivalía a 18,25 caballerías o a 784,75 hectáreas; por últim o, una caballería equivalía a 43 hectáreas. Sobre la gran propiedad en M é x ic o , v er la obra clásica d e F rançois C hevalier, L a form ación de los latifundios en M éxico, M éx ico , 1976; sob re Q u erétaro e h esp ecia l, J ohn C. S uper , L a vida en Q uerétaro durante la colonia, 1531-1810, M éx ico , 1983, caps. III y IV; ver tam b ién d e I sabel G onzález S ánchez, H aciendas y ranchos de Tlaxcala en 1712, M éx ico , 1969, en lo que atañe a esa región concreta. 5 Santa Lucía: desarrollo y adm in istración de una hacienda je s u íta en el siglo X V I I I , en H aciendas, latifu n dios y p la n ta cio n es... (ver nota 2 ). / 6 Para un tratam iento del problem a eñ M éxico, véase de M ichael P . C osteloe, Church W ealth in M exico. A S tu d y o f the «Ju zgado d e C apellanías» ín the A rch bish opric o f M exico, 1800-1856, Cam bridge, 1967. 7 Para la yerba m ate, ver de J uan C. Garavaglia M ercado interno y econ om ía colon ial, M éxico, 1983; j>ara el m aguey, J osé J. H ernández P alomo, L a renta d e l p u lq u e en N u eva España, 1663-1810, Sevilla, 1979, y de A lvaro J ara, P la ta y p u lq u e en el siglo X V I I I m exicano, W orking Papérs N .° 9 del Centre o f Latin Am ericans Studies de la Universidad de Cam bridge, Cam bridge, 1973. Sobre la cocq se ha escrito m ucho, entre lo cuál merece destacarse el ar­ tículo de Ruggiero R om ano A lre d e d o r d e d o s fa lsa s ecuaciones: coca buena = cocaína buena; cocaína m ala = coca m ala, en «A llpan ch is», vol. X V I, núm . 19 (1982), donde se realiza una apretada, pero exhaustiva, reseña de todas las discusiones en torno a la coca desde el siglo x v i hasta nuestros días. 8 Véase de E nrique F lorescano, L a s sequ ías en las econ om ías preindustriales: e l caso d e N u eva E spañ a (1521-1821), en «A nálisis H istóricos de las sequías en M éxico», D ocum entación de la C om isión del Plan N acional H i­ dráulico, nú m . 22 (M éxico, 1980). 9 Sobre los m ovim ientos cíclicos en la agricultura, véase E nrique F lorescano, P recios de m aíz y crisis agrícolas en M éxico (1708-1810), M éxico, 1969. 10 E nrique F lorescano e I sabel G il Sánchez, L a época d e las reform as borbón icas y el crecim iento econ óm ico, 1750-1808, en H istoria G eneral de M éxico, El C olegio de M éxico, M éxico, 1977, tom o II, págs. 284-285. 11 Para el Río de la P lata, véase de T ulio H alperín D onghi, Una estancia en la cam pañ a d e B uenos A ires, Fontezuela, 1753-1809, en H aciendas, latifu n dios y p la n ta cio n es... (ver nota 2). 12 U n estado de la cuestión en torno a los m ayorazgos en Indias en Bartolomé C lavero, M ayorazgo. P ro p ied a d fe u d a l en C astilla (1369-1836), M adrid, 1974, cap. II, «El m ayorazgo indiano», págs. 181-207. Véanse tam bién de G ui­ llermo F ernández de R eca, M a yo ra zg o s de la N u eva E spañ a, M éxico, 1964, y D omingo A munátegui Solar, L a s o ­ cied a d chilena en el siglo X V III. M a yo ra zg o s y títu los d e C astilla, Santiago de Chile, 1901-1903.

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HISTORIA DE ESPAÑA

13 F rançois C hevalier, L a fo rm ación d e los latifundios... (ver nota 4;, pág. 374, y Woodrow Borah, N e w Spain's C en tu ry o f D epression , Berkeley y L os A ngeles, 1951, pág. 44. 14 M agnus Môrner, L a hacienda hispanoam ericana: exam en d e las investigaciones y debates recientes, en H acien­ das, latifu n dios y p la n ta cio n es... (ver nota 2), págs. 15-16. 15 J ean Borde y M ario G óngora , E volu ción d e la p r o p ie d a d rural en el valle d e l P u en gu e, Santiago de Chile, 1956, pág. 29. 16 J osé Matos M ar , L a s haciendas en e l valle d e C h an cay, en L e s p ro b lè m e s agraires d es A m ériq u es L a tin e s, P a ­ ris, 1967. 17 W illiam P . M cG reevey, A n E con om ie H isto ry o f C o lo m b ia (1845-1930), Cam bridge, 1971, pág. 130. 18 F rançois C hevalier, L a gran p r o p ie d a d en M éxico desde el siglo X V I hasta co m ien zo s d e l siglo X I X , en L a fo rm a c ió n d e los la tifu n d io s... (ver nota 4), pág. 508. 19 W illiam T aylor, H acien das colon iales en el valle d e O axaca, en H aciendas, latifu n dios y p la n ta cio n es... (ver n ota 2), y L a n d lo rd a n d P easan t in C olon ial O axaca, Stanford, 1972. 20 J avier T ord y Carlos L asso, H acienda, com ercio, fisc a lid a d y luchas sociales (P erú colon ial), Lim a, 1981, pág. 11. 21 Ver de A rnold Bauer, The Church in the E con om y o f Spanish A m erica: «C ensos» a n d «D ep ó sito s» in the Eigh­ teenth a n d N in eteen th Centuries, en «H ispanic Am erican H istorical R eview », vol. 63, núm . 4 (1983); M ichael C osteloe , Church W ealth in M e x ico ... (ver nota 6); R omeo F lores C aballero, L a consolidación d e vales reales en la eco­ nom ía, la so cied a d y la p o lític a novoh ispan a, en «H istoria M exicana», núm . 18 (1969); Brian H amnet, T h e A p p ro p ia tion o f M exican Church W ealth b y the Spanish B ourbon G overnem ent: « The C onsolidación de Vales R eales» 1805-1809, en «Journal o f Latin Am erican Studies», vol. 1, núm . 2 (1969), y A sunción Lavrin, The E xecution o f the L a w o f «C o n ­ so lid a ción » in N e w Spain: E con om ic A im s a n d R esu lts, en «H ispanic A m erican H istorical R eview », v o l. 53, núm . 1 (1973). i 22 A los ya citados trabajos de Borah y Chevalier, agregar de Silvio Zabala, Origen h istórico d e l p e o n a je en M é ­ x ico , en «Trimestre E con óm ico», vol. X (1944). 23 C harles G ibson, L os aztecas b a jo el d om in io español, 1519-1810, M éxico, 1967, págs. 253 y 257-262. 24 M agnus M ôrner, L a hacienda h ispan oam erican a... (ver nota 13), pág. 33. 25 Véase de J ohn T utino, L ife a n d L a b o r on N orth M exican H aciendas: the Q uerétaro-San L u is P o to s í R egion : 1775-1810, y de J an Bazant, E l tra b a jo y los trabajadores en la hacienda d e A tla co m u lco , am bos en E lsa Frost, M i­ chael M eyer y Josefina Zoraida Vázquez (com p s.), E l tra b a jo y los trabajadores en la historia d e M éxico, M éxico, 1979. 26 D avid Brading, M in eros y com ercia n tes... (ver nota 1), pág. 204. 27 A driano N . C hávez, T rabajadores esclavos en las haciendas azucareras d e C órdoba, Veracruz, 1714-1763, en E l tra b ajo y los tra b a ja d o res... (ver n ota 24). 28 E nrique T andeter, T rabajo fo r z a d o y trabajo libre en e l P o to s í colon ial tardío, «E studios C E D E S», vol. 3, núm . 6 (Buenos A ires, 1980). 29 Virgilio R oel , H isto ria so cial y econ óm ica d e la colon ia, Lima, 1970. 30 D avid Brading, E structura d e la produ cción agrícola en el B ajío, 1700 a 1850, en H aciendas, latifu n dios y p la n ­ tacion es... (ver nota 2), págs. 128-129. 31 M ario G óngora, Origen d e los « inqu ilinos» d e Chile central, Santiago de Chile, 1960. 32 Karen Spalding , T ratos m ercan tiles d e l corregidor d e In d io s y la fo rm a c ió n d e la hacienda serrana en e l P erú, en «A m érica Indígena», vol. X X X , núm . 3 (1970). 33 W illiam T aylor, H acien das colon iales... (ver nota 18), pág. 85. 34 A m b os inventarios están tom ados de W . Taylor, op. cit., pág. 83. 35 Ver lo que dice para Brasil Ruggiero R omano en P ro b lèm es et M éth o d es d'H isto ire E con om iqu e d e T A m éri­ q u e L a tin e, en «R evue E uropéene des Sciences Sociales et Cahiers Vilfredo P areto», tom o X V , núm . 4 (1977), pág. 71. 36 H ermes T ovar P inzón, E lem entos constitu tivos de la em presa agraria jesu íta en la segunda m ita d d el siglo X V III en M éx ico, en H aciendas, latifu n dios y pla n ta cio n es... (ver nota 2), págs. 138-139. 37 Ver de M agnus M ôrner , A ctiv id a d e s p o lítica s y econ óm icas d e los jesu íta s en e l R ío d e la P lata, Buenos Aires, 1968; P ablo M acera , Instrucciones para el manejo de las haciendas jesu ítas del Perú (siglos X V II-X V III), e n « N u ev a C rónica», v ol. I, n ú m . 2 (L im á, 1966); G ermán C olmenares, H aciendas de los jesu ítas en el Nuevo R eino de Granada, siglo X V III, B ogotá, 1969. 38 H . T ovar P inzón, E lem en tos c o n stitu tiv o s... (ver nota 35), págs. 134-142. 39 J uan Carlos G aravaglia, I gesu iti d e l P aragu ay: u topia e realitá, en «R ivista Storica Italiana», tom o X C III, núm . 2 (1981). 40 H erman Konrad, A Jesuit H acienda in C olonial M exico, Santa Lucia, 1567-1767, Stanford, 1980, págs. 208-210 y N icholas C ushner, F arm a n d F actory. The Jesuits a n d the D evelo p m en t o f A grarian C apitalism in C o lon ial Q u ito, 1600-1767, A lbany (New York), 1982. 41 N icholas C ushner, L o rd s o f the L an d. Sugar, W ine a n d Jesuit E sta tes o f C o astal P erú, 1600-1767, A lbany (N ueva York), 1980. 42 G. C éspedes del C astillo, A m érica H ispánica, tom o VI de la H isto ria d e E spañ a, dirigida por M añuel Tuñón de Lara, M adrid, 1983, pág. 136. 43 Ver E duardo A rcila F arias, C om ercio entre Venezuela y M éxico en los siglos X V I I y X V III, M éxico, 1975. 44 J uan C. G aravaglia, M ercado interno y econ om ía colon ial (ver nota 7). 45 Para la producción azucarera cubana, ver el ya clásico trabajo de M anuel M oreno F raginals, E l ingenio, 3 v o ls., La H abana, 1977-1978. 46 P a r a d desarrollo de la econom ía de Puerto Rico en el siglo x ix véase de Laird Bergad, C o ffee a n d the G row th o f A grarian C apitalism in N in eteen th C entury P u erto R ico , Princeton (N ueva Jersey), 1983. El primer capítulo tráe im portantes referencias sobre el siglo x v m . 47 Citado por M anuel M oreno F raginals, E l ingenio (ver nota 43), tom o I, pág. 18.

CAPÍTULO V

LA GANADERÍA

Como bien señala Slícher van Bath en su obra dedicada al desarrollo de la agricultura euro­ pea, existe una notable diferencia entre la función que cumple el ganado en las empresas típica­ mente pecuarias y en las puramente agrícolas*. En el primer caso, el ganado no sólo tiene una importancia primordial; es la razón de ser de la empresa. En el segundo, el ganado es visto por los campesinos como un mal necesario y a veces como un complemento de sus escasos ingresos. Si lo mantienen es por las siguientes razones (que observan un orden inverso en el caso de los ganaderos): producción de estiércol para su utilización como abono; empleo de la fuerza de tiro del ganado mayor (caballos, bueyes y vacas); producción de carne, leche, queso, mantequilla, cueros y lana para el consumo familiar, y, por último, la producción de los mismos artículos para su venta en el mercado. Para los campesinos el ganado es un medio, no un fin. Su principal función es, cqnío se ha señalado más arriba, la producción de estiércol para abonar sus tierras y el tiro de los arados, mientras que para los ganaderos lo fundamental es la comercialización de sus animales y de lo por ellos producido, es decir, la producción para el mercado. Creo que resulta posible aplicar estos presupuestos metodológicos al Nuevo Mundo, y ex­ traer de la actividad ganadera las consecuencias lógicas. El desarrollo urbano y minero en Amé­ rica aumentó el consumo de carne entre la población y, por tanto, tendió a realzar el papel de la ganadería. Si bien no nos ocuparemos en las páginas siguientes del amplio contingente de ga­ nado en poder de los campesinos y dé las comunidades indígenas, sí quisiéramos llamar la aten­ ción sobre la importancia del tema, que aparece bastante relegado en los trabajos de historia económica colonial. , __ Con la única excepción de los Andes, el mundo indígena no aportó animales autóctonos para el desarrollo ganadero. Bovinos, ovinos, equinos, caprinos, porcinos y otros animales domésti­ cos fueron traídos desde Europa. Sólo los auquénidos, o camélidos andinos (llamas, vicuñas y alpacas), fueron objeto de una importante actividad ganadera por parte de los naturales. Esa actividad tenía lugar en los fríos altiplanos andinos (a m is de 4.200 metros de altura), en condi­ ciones extremadamente severas. El pastoreo permitió la cría de una importante cabaña, que tras la conquista europea tuvo que compartir la puna con cabras y, sobre todo, ovejas2. Sin embargo, pese a la inexistencia de una experiencia previa, en amplias regiones america­ nas la ganadería pudo desarrollarse en poco tiempo en condiciones óptimas. Era corriente que

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HISTORIA DE ESPAÑA

F ig . 5 8 .—La zona andina fue la única que proporcionó anim ales autóc­ ton os a la ganadería de A m érica del Sur. A u q u én id os andinos^con el C otop axi al fond o. (Foto Archivo E spasa-C alpe)

algunos años después de producida la incorporación de un nuevo territorio al mundo colonial, importantes rebaños pastaran en sus tierras. De este modo, los elevados precios que caracteriza­ ron la venta de ganado al comienzo de la conquista (el caballo fue el caso más relevante) comen­ zaron rápidamente a bajar como consecuencia del crecimiento de la oferta ganadera. Ya en el siglo xvin la ganadería, en sus diferentes facetas, era una actividad desarrollada a lo largo de todo el continente americano, aunque destacan algunas regiones especializadas. Éstas eran, fundamentalmente, el Río de la Plata, los «llanos» venezolanos y el norte mexicano. Gauchos, llaneros y charros fueron acompañados en su actividad por los huasos chilenos y los sabaneros antillanos. Para tener una idea más o menos clara de su importancia, podemos seña­ lar que la Intendencia de Guadalajara, en México, producía anualmente entre 300.000 y 500.000 cabezas de ganado vacuno, y que la cabaña regional contaba entre dos y cinco millones de cabe­ zas al final del siglo xviii, de acuerdo con las distintas fuentes3. A medida que los ganados se expandían y la actividad ganadera aumentaba su ritmo produc­ tivo, era frecuente que se produjeran quejas y reclamaciones constantes por la destrucción de cultivos indígenas por parte de los ganados europeos. Se reeditaban así, de un modo particular, los conflictos que en otras latitudes enfrentaron (o enfrentarían) a ganaderos con agricultores. Muchas veces la situación se solucionaba ordenando a los dueños de las haciendas ganaderas que cercaran parte de sus tierras, con el objeto de impedir mayores depredaciones. Con la inten­ ción de poner límites a los campos, y retener los ganados no cimarrones dentro de los mismos, /

r

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

119

se aprovechaba, en primer lugar, las barreras naturales, como podían ser ríos y arroyos. Pero cuando era necesario cercar artificialmente los campos, el método más sencillo resultaba cavar una zanja que rodeara todo su contorno. Más duraderos que las zanjas, aunque más complica­ dos y costosos de construir, eran los cercos vivos, levantados a base de plantas espinosas y enma­ rañadas y que constituían obstáculos más firmes. El alambrado recién aparecerá a mediados del siglo xix. De cualquier forma, el cercado de tierras permitió a sus ocupantes redimir los dere­ chos de propiedad sobre las mismas, en la medida en que pudieran mantener en ellas un número suficiente de animales4. El ganado, a lo largo del tiempo en que el imperio español estuvo vigente en América, fue un arma importante de penetración fronteriza y de consolidación de la sociedad colonial en los nuevos territorios que se iban incorporando al dominio ibérico. Un claro ejemplo de expansión fronteriza y de apropiación de nuevas tierras lo constituyó el Paraguay, donde desde mediados de siglo xvm aumentaron considerablemente las estancias y el tamaño de los ganados en la me­ dida en que el territorio se ampliaba. El norte de México también puede considerarse como otro caso típico. Es importante tener en cuenta la menor cantidad de fuerza de trabajo que requiere la ganade­ ría en comparación con la agricultura. Sin embargo, en las zonas de^ baja densidad de población

F ig. 5 9 .— In d íg e n a s b o le a n d o c a b a llo s e n la Pam pa. A c u a r ela d e P a u ck e, e n 1 752. M u s e o d e A m é r ica . M a d rid . (F o to O r o n o z )

120

HISTORIA DE ESPAÑA

F ig . 6 0 . — L a b o r e s g a n a d er a s lle v a d a s a c a b o por g a u c h o s e n la Pam pa arg en tin a . G r a ­ b a d o d e l sig lo x ix . G é o g r a p h ie U n iv e rse lle , por E. R e c lu s. (F o to A r c h iv o E s p a s a - C a lp e )

y de escasa población activa era frecuente recurrir a medidas coactivas para obligar a los «vaga­ mundos y mal entretenidos» a incorporarse al mundo del trabajo5. En algunas de esas zonas fronterizas el predominio correspondía al ganado cimarrón, que era explotado mediante vaquerías6. Muchas veces éstas adquirían el carácter de verdaderas ex­ pediciones armadas, especialmente si los ganados se encontraban en zonas de contacto con los indígenas. Pese a su importancia, el ganado cimarrón no podía garantizar la demanda urbana de carne, ya que por lo general se trataba de animales muy ariscos que no podían arrearse hasta las ciudades, ni pensar en trasladar la carne a los mercados urbanos en virtud de las distancias existentes entre los pastizales donde se cazaban los animales y las ciudades y las malas técnicas de conservación de la carne. El objetivo básico de las vaquerías era el aprovechamiento de los cueros y del sebo. Las ciudades debían recurrir, por tanto, al abastecimiento de haciendas y es­ tancias cercanas. De acuerdo con las interpretaciones más clásicas sobre el desarrollo económico mexicano, observamos que allí la catástrofe demográfica, que alcanzó su punto de inflexión en el siglo xvn, supuso importantes transformaciones en el mundo rural. Grandes extensiones de tierra se vacia­ ron de gente, y los terrenos antaño dedicados al cultivo fueron invadidos por vacas y ovejas, que dieron lugar al desarrollo de las haciendas ganaderas. De todas formas, las haciendas y estancias comenzaron a cobrar importancia a medida que la frontera con el indio se iba estabilizando y el ganado cimarrón tendía a desaparecer. Así fue como a finales del siglo xvn, en el Río de la Plata, prácticamente ya no quedaban cimarrones, mientras que en los territorios situados algo más al Norte apenas había medio millón de cabezas. Si bien para Buenos Aires, según Coni7, se puede tomar el año de 1718 como el de la última

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

121

vaquería, en la Banda Oriental éstas comenzaron a practicarse a partir de 1710. Sin embargo, en función de su menor volumen, fue en la década de los cuarenta cuando ya se hablaba de su extinción. En las «Misiones» jesuíticas, después de la expulsión de la Compañía, comenzó a de­ sarrollarse un nuevo tipo de vaquerías, conocidas como faenas. Estas últimas batidas de caza de ganado se originaron a partir de la dispersión de los animales pertenecientes al pueblo de Yapeyú8. Con el tiempo, los estancieros y hacendados se fueron apropiando del ganado y lo transfor­ maron en su propiedad particular. Este proceso también suponía la ocupación de tierras nuevas, necesarias para la expansión de la actividad ganadera. Una preocupación constante de los gana­ deros, en la medida que el asentamiento avanzaba, era el agua. Muchos de ellos construían en sus propiedades presas y canales con el objeto de almacenar tan vital elemento y no tener que depender así de la climatología o de los pozos y manantiales, que podían secarse en cualquier momento. De esa manera trataban de ponerse a cubierto de los perniciosos efectos de la sequía. En una geografía como la americana, con tan largas distancias y una mínima estructura vial que permitiera sortear los obstáculos geográficos, los animales de tiro y transporte eran una pie­ za clave, si no vital, en el sistema de comunicaciones. Eran numerosas las ciudades que, junto con los centros mineros, dependían notablemente de los caballos y sobre todo de las muías para que los mantenimientos les llegaran con puntualidad y para extraer la plata en dirección a los circuitos mercantiles. La demanda de muías estaba garantizada en Nueva España por la producción de las comar­ cas de «Tierra Adentro», ubicadas en el amplio marco de la norteña Comandancia General de

F ig . 6 1 .—M o v im ien to ganadero en N u ev a España, en la segunda mitad del siglo xviii, segú n R am ón Serrera, en Guadalajara ganadera. Estudio regional novohispano, 1760-1805, Sevilla, 1977, pág. 96

HISTORIA DE ESPAÑA

122

las Provincias Internas (ver el gráfico 5, donde se observan las principales líneas del tráfico mercantil ganadero en Nueva España) e inclusive por la de las tierras de las lejanas Californias. En el Perú, la producción rioplatense cumplía tal función. Encontramos aquí una nueva prueba de la complementariedad de los espacios coloniales. La existencia de abundante ganado y la necesidad de cazarlo o manejarlo dio lugar al surgi­ miento del hombre de a caballo, personaje especializado en dichos menesteres y figura casi míti­ ca que en las pampas rioplatenses o en los llanos venezolanos acompaña de modo permanente la actividad ganadera. Estos hombres realizaban todo tipo de faenas con los animales, tal como lo pone de manifiesto José Hernández en su Martín Fierro: «¡A h tiem pos!... ¡Si era un orgullo ver jinetear un paisano! C uando era gaucho baquiano, aunque el potro se boliase, n o había un o que no parase

1

con el cabestro en la m ano. Y m ientras dom aban unos, otros al cam po salían y la hacienda recogían, las m anadas repuntaban, y ansí sin sentir pasaban entretenidos el d ía.»

Desde fechas muy tempranas, numerosos pueblos indígenas incorporaron el caballo a su mo­ do de vida, lo que entre otras cosas les otorgó un mayor dominio del territorio. En efecto, con el caballo no sólo podían ampliar el área controlada, sino también alcanzaban una mayor movi­ lidad dentro de la misma. En numerosos casos la incorporación del caballo supuso un recrudeci­ miento de los enfrentamientos con los colonos, tal como sucedió en el sur del Río de la Plata y de Chile, en el Chaco y en la frontera norte mexicana. Por otra parte, la incorporación del caballo supuso la modificación de un gran número de hábitos económicos y sociales de los "indígenas9. El desarrollo de las acémilas fue sumamente importante en todo el continente americano. Nos parecé, sin embargo, algo desproporcionada la afirmación de Ramón Serrera en el sentido de que durante más de cuatro siglos «la industria de la cría de muías estuvo en realidad fuera de la ley en España y sus dominios ultramarinos»10. En principio, el título XXIX del libro VII de la Novísima Recopilación está dedicado a la cría de muías y caballos, .y la ley VI, del mismo título, tomada de una Real Cédula de Fernando VI de 1750, lleva por título «Reglas que deben observar los dueños de paradas y puestos para la generación de muías y caballos». Igualmente, la ley III, del libro VI, título XIII de la Recopilación de las Leyes de Indias «permite los reparti­ mientos para tambos, recuas y carreterías». Ambos preceptos son pruebas inequívocas de su legalidad11. El comercio de muías suponía un intenso movimiento del ganado, desde lugares de cría hasta los centros de consumo. Es posible establecer una comparación en el tráfico que se hacía desde Guadalajara hasta el centro de México, con la ruta que unía a Buenos Aires con Potosí y Lima. En esta última ruta,4aciudad de Salta, con sus fastuosas ferias, jugaba un papel importantísimo como centro de invernada y engorde, previo al asalto de la cordillera de los Andes por parte de los animales. Concolorcorvo, en El lazarillo de ciegos caminantes, hace una espléndida des-

123

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

cripción de las ferias salteñas, que reproducimos en virtud de su gran valor: «El principal comer­ cio de esta ciudad [de Salta] y su jurisdicción consiste en las utilidades que reportan en la inver­ nada de muías, por lo que toca a los dueños de los potreros, y respecto de los comerciantes, en las compras particulares que cada uno hace y habilitación de sus salidas para el Perú en la gran feria que se abre por el mes de febrero y dura hasta todo marzo, y ésta es la asamblea ma­ yor de muías que hay en todo el mundo, porque en el valle de Lerma, pegado a la ciudad, se juntan en número de sesenta mil y más de cuatro mil caballos... En la gran feria de Salta hay muchos interesados. La mayor parte se compone de cordobeses, europeos y americanos, y el resto de toda la provincia, con algunos particulares, que hacen sus compras en la campaña de Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes y parte de la provincia de Cuyo; de modo que se puede decir que las muías nacen y se crían en las campañas de Buenos Aires hasta la edad de dos años, poco más, que comúnmente se llama sacarlas de pie de las madres; se nutren y fortalecen en los potre­ ros del Tucumán y trabajan y mueren en el Perú. No por esto quiero decir que no haya crías en el Tucumán o muías criollas, pero son muy pocas, respecto del crecido número que sale de las pampas de Buenos Aires».12 ^ El tráfico de muías estaba gravado en México con el impuesto de «extracción» (que también afectaba la saca de vacunos y equinos) y en Salta con el de la «sisa». Pese a gravar el comercio del mismo animal, ambos tributos tenían distintos regímenes recaudatorios. Tal cual se ha visto en la extensa cita precedente, las recuas que se dirigían a Potosí se criaban en las regiones de Buenos Aires, el litoral santafesino y Córdoba. Era corriente que de Salta salieran anualmente entre 30.000 y 40.000 muías, cifra que se mantuvo hasta la rebelión de Túpac Amaru. Pero la abolición de los repartimientos por parte de los corregidores provocó un descenso en la saca de muías, como se puede ver en el cuadro 4. Un mismo fenómeno ocurrirá en México, ya que desde Guadalajara se exportaban anualmente unas 3.000 cabezas, cifra que cayó tras la ábolición de los repartimientos. Otro importante centro ganadero era Venezuela, que a principios del siglo xix tenía, según el testimonio de un agente del gobierno francés, 1.200.000 cabezas de ganado bovino, 180.000 equinos y 90.000 muías. La ganadería venezolana, al igual que la cubana, cubría las necesidades ganaderas de las plantaciones antillanas especializadas en cultivos tropicales. Entre las colonias europeas no españolas y los puertos venezolanos se estableció un importante comercio ilegal que tenía en el ganado en pie y en los cueros uno de sus principales rubros (excluyendo el cacao). Cuadro 4 M u las exportadas desde Salta a l Alto Perú (1778-1809)

Años

Muías

Años

1778 1779 1780 1781 1782 1783 1784 1785

39.114 37.946 22.971

1786 1787 1788 1789 1790 1791 1792 1793

200 15.981 28.760 27.372 22.972

/

Muías

Años

Muías

Años

Muías

29.028 15.571

1794 1795 1796 1797 1798 1799 1800 1801

11.203 17.800 18.625 21.922 25.368 33.125 26.128 34.516

1802 1803 1804 1805 1806 1807 1808 1809

39.650 33.111 33.983 41.683 40.355 45.011 34.746 1.092

21.866 23.407 19.444 15.025 17.502 13.284

TOTAI rARFZAS FUENTE: Nicolás Sánchez-Albornoz, L a s sa c a s (Rosario, 1965), pág. 293. "

808.761 de m u ías d e S a lta a l Perú, 1 7 7 8 -1 8 0 8 ,

en «Anuario del Instituto de Investigaciones Históricas», núm. 8 · __________________________________

124

HISTORIA DE ESPAÑA

El ganado ovino también alcanzó un enorme desarrollo, especialmente vinculado al creci­ miento del sector manufacturero textil (obrajes). En España, hablar de ovejas significa necesa­ riamente hablar de la Mesta13. En América, las autoridades coloniales intentaron implantar al Honrado Concejo de la Mesta, pero el único lugar donde esto resultó posible fue en México, aunque la Mesta mexicana no se limitara al control de los ganados ovinos, sino al conjunto de la actividad ganadera novohispana14. Como se puede observar, la actividad ganadera estaba totalmente integrada en la economía colonial, y era una de las piezas claves que aseguraba la producción dentro de los espacios colo­ niales y garantizaba la reproducción de los mismos. Veremos a continuación el funcionamiento del sector clave, y hegemónieo, del sistema: la minería.

N otas B. H . Slicher van Batch , H isto ria agraria d e E u ropa occiden tal (500-1850), Barcelona, 1974, págs. 414-416. Véase J orge A . F lores O choa (com p .), P a sto res d e P u n a. U yw am ichiq pu n aru n aku n a, Lim a, 1977. 3 R amón M . S errera , G u adalajara ganadera. E studio regional novohispano, 176 0 -1 8 0 5 , S e v illa , 1977, pági­ nas 100-101, y E ric , V an Y oung, H acienda an d M arket in Eighteenth-Century M éxico. The R u ral Econom y o f the Guadalaiara Región, 1675-1820, B erkeley y L os Á n g ele s, 1981. * N oel H . Sbarra, H isto ria d e l alam brado en A rg en tin a , Buenos A ires, 1973, págs. 13-28. 5 C arlos M ayo, E stan cia y p e o n a je en la región p a m p ea n a en la segun da m ita d d e l siglo X V III, en «D esarrollo E con óm ico», núm . 92 (1984). 6 E milio A . C oni, H isto ria d e las vaquerías d e R ío d e la P la ta , M adrid, 1930; H oracio C. G iberti, H isto ria eco­ n óm ica d e la ganadería argentina, Buenos A ires, 1961. 7 E . Coni, op. cit., pág. 38. 8 J. C. G arávaglia, M ercado interno y econ om ía colon ial, M éxico, 1983. 9 R obertM. D enhard, The H orse in N e w Spain a n d the Borderlands, en «Agricultural H istory», vol. X X V (1951). 10 Ramón Serrera, G u adalajara g an adera... (ver n ota 3), pág. 281. 11 Ver tam bién de J ean P aul L e F lem , L a ganadería en el Siglo d e O ro X V I-X V III. B alance y p ro b le m á tica con especial atención a la M esta, en G onzalo A nes e t al., L a econ om ía agraria en la historia d e E spañ a, M adrid, 1978. 12 C on colorcorvo, E l lazarillo de ciegos cam inan tes, M adrid, 1980, págs. 148 y 152. Ver tam bién en N icolás Sánchez-A lbornoz, L a saca de m uías d e Salta a l P erú, 1778-1808, en «A nuario del Instituto de Investigaciones H istó­ ricas», 8 (R osario, 1965). 13 J ulius Klein , The M esta, a S tu d y in Spanish E con om ic H isto ry, 1273-1836, Cam bridge, 1920. 14 W illiam D usenberry, The M exican M esta. The A dm in istration o f Ranching in C olonial M éxico, Urbana, 1963; J osé M iranda, N o ta s so b re la introdu cción d e la M esta en N u eva E spañ a, en «R evista de H istoria de A m érica», nú­ m ero 17 (1944). 1 2

CAPÍTULO VI LA MINERÍA

S umario: L os intentos de modernizar la minería. — El azogué. — N otas

Como ya se ha expuesto más arriba, pese a la importancia relativa en su contribución a la riqueza de los espacios americanos, e inclusive pese a la cantidad de mano de obra ocupada, la minería tenía una gran capacidad de arrastre sobre la totalidad de la economía colonial. Un par de cifras nos serán de enorme utilidad para volver a situar el problema dentro de sus verda­ deras coordenadas. En el México de principios del siglo x ix , de acuerdo con las estimaciones realizadas por José María Quirós, la minería sólo representaba el 15 por 100 de la producción total, y en ella trabajaban 50.000 personas, cifra minúscula si se la compara con la población activa empleada en la agricultura, o inclusive en la manufactural. Pese a ello, la importancia de la minería argentífera en la economía colonial es un hecho del que han dado constancia reite­ rada testigos de la época y numerosos estudiosos contemporáneos. Sin embargo, el estudio de la minería colonial ha estado condicionado durante mucho tiem­ po por las relaciones mantenidas cqh la metrópoli. Como bien ha señalado Ruggiero Romano2, el gráfico trazado por Hamilton sobre la llegada de metales preciosos americanos, oro y plata, a Sevilla, ha servido durante largos años para limitar el estudio de la minería colonial a sus rela­ ciones comerciales internacionales, prestando a la producción propiamente dicha y á los proble­ mas por ella planteados al mundo colonial una atención meramente secundaria. En fechas re­ cientes la tendencia ha cambiado y se ha avanzado mucho sobre el particular. Al respecto resul­ tan enormemente valiosos los trabajos de Bakewell3 y Brading4 sobre la minería novohispana o el trabajo de Fisher5 y la investigación colectiva que están relizando Assadourian, Bonilla, Platt y Mitre6 para el área andina, así como la reciente tesis de E. Tandeter7 sobre la minería potosina. Es en base a estos trabajos, y al enfoque ya sostenido en otras partes de las presentes páginas, que pretendo analizar el funcionamiento y la producción de la minería colonial. Un hecho importante a tener en cuenta fue el cambio operado en la minería americana del siglo XVIII. A lo largo de los siglos x v i y x v n hablar de minería suponía referirse de un modo prácticamente irreversible a Potosí y a su casi fabulosa producción. Por el contrario, la minería dieciochesca se desarrolló bajo el signo de la producción novohispana. En efecto, entre 1700

F ig . 6 2 .—Catedral d e Zacatecas (M éx i­ c o ), u n o d e los lugares d o n d e se co n ­ centró gran parte d e la producción de plata d e N u e v a España. (Foto J. M . R uiz)

y 1770 la plata acuñada en México se cuadruplicó. Cabe señalar que pese al declive sufrido du­ rante el siglo xvn p o f la minería peruana, ésta pudo recuperarse a lo largo de la centuria que nos ocupa, pero con una pérdida de presencia cada vez más notable de la producción peruana (aquélla pasó de representar del 80 al 85 por 100 del total en el siglo xvi al 40,6 en la década de 1770). La mayor importancia de la plata potosina durante largos años supuso que en el Alto Perú se pagara el quinto real (el 20 por 100 de la producción) hasta 1736, en lugar del diezmo (el 10 por 100), que ya se abonaba en México desde 1660. A partir de esa fecha, y atendiendo a las reclamaciones continuas de los mineros peruanos y a la baja de la producción potosina, la Real Hacienda comenzó a cobrar el diezmo. Pero aún hay más, ya que en el siglo x v i i i el rendimien­ to medio de los yacimientos potosinos apenas alcanzaba del 25 al 40 por 100 del de los rendi­ mientos novohispanos para la misma época. La única razón que nos explica la pervivencia de la minería potosina, y la rentabilidad de su explotación, fue el mantenimiento de la mita, que alcanzó en la época máximos niveles de explotación, y que según Tandeter permitió el manteni­ miento de la actividad minera8. , Durante el período colonial la producción de plata suponía un largó y complejo proceso que se podía sintetizar en dos operaciones básicas: la extracción del mineral y su posterior refina­ miento para la obtención del metal plata9. En estas operaciones generalmente participaban dos 1

y

r

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empresarios diferentes: el minero (propietario de la mina) y el azoguero (o dueño del ingenio que molía el mineral). Sólo en pocos casos ambas figuras coincidían en una misma persona. Una vez obtenida la plata, la operación concluía, al menos teóricamente, con el amonedamiento del metal, que previamente había sido refinado y reducido a barras o lingotes. Una de las claves de la rentabilidad de la minería americana estaba en la explotación de la fuerza de trabajo indígena. Su principal tarea consistía en extraer el mineral de las galerías, para llevarlo luego a la bocamina. Una vez allí, se comenzaba por la clasificación del mismo, para luego proceder a su beneficio, generalmente realizado mediante la amalgamación por mercurio, método también conocido como de patio. Esta técnica introducida en la segunda mitad del si­ glo xvi supuso un notable incremento de la producción minera. Los mineros de mayor importancia eran sumamente respetados en sus localidades de origen, donde tenían una cierta influencia. Pero eran muy pocos los que pesaban en las capitales (Lima o México), ya que allí la sociedad estaba dominada por las oligarquías mercantiles y burocráti­ cas, que controlaban incluso la corte virreinal. Otro elemento a tener en cuenta para evalúa! el peso social de los mineros es su acceso a las dignidades nobiliarias. En 1790, en el Perú, sólo

F ig . 6 3 .—El cerro de P otosí, según A llain M an esson . G rabado del si­ glo xviíi. B iblioteca N acional. París. (F o to A r ch ivo E s p a s a - C a lp e )

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HISTORIA DE ESPAÑA

dos mineros tenían algún título. Siguiendo con una larga tradición colonial era frecuente que los mineros se quejaran de lo malo de su situación. Veamos cómo un minero peruano describía la suya: «No sé si debo anunciarme con decir: tengo el honor de ser un Minero, ó pronunciar con humildad: soy un Minero con perdón de Vms. Por los distintos grados de estimación, en que el mundo tiene á los de mi exercicio, me parece que las dos frases son igualmente oportunas. No hay Mercader rico, que no hable de nosotros con el último desprecio: todo pobre embidia nuestras proporciones y esperanzas: el hombre de letras nos trata de groseros: el cortesano, y las mugeres nos lisongean: en Europa nos creen los árbitros de las riquezas de la tierra: en Amé­ rica pasamos por una especia homogénea á la de los negros de la casa de moneda, que sudan y se envejecen acuñando para otros el oro y la plata».10 Hablar de minería supone hablar de minas, y en este sentido es necesario tratar de definir previamente qué era una mina, lo que en realidad no resulta demasiado fácil. En la segunda mitad del siglo xvi se había estipulado que una mina ocupaba el subsuelo de una superficie que no podía exceder las 120 varas por 60. Sin embargo, como el terreno se medía en la superficie, pero lo que interesaba era el subsuelo, había numerosos conflictos relacionados con el trazado de la mina y su titularidad. Con el ánimo de poner coto a tales disputas, doscientos años más tarde se promulgó una nueva legislación, que estipulaba que las minas deberían medirse bajo tierra, a lo largo de la veta real, teniendo en cuenta que el terreno en la superficie no debía exce­ der las 100 varas por 200. Con el fin de evitar las grandes explotaciones, se había establecido que los particulares no debían poseer minas contiguas, aunque sí se permitía este supuesto a las compañías mineras, que podían llegar a explotar hasta cuatro seguidas; o aquellos individuos que hubieran descu­ bierto alguna veta, a los que se autorizaba a poseer tres minas contiguas. La propiedad de las minas era de la Corona, quien cedía a los mineros sólo los derechos de explotación. Estos dere-^ chos debían hacerse efectivos mediante la explotación continua de los yacimientos (y el pago del quinto real), so pena de pérdida de los derechos adquiridos. De este modo los mineros debían tener al menos cuatro trabajadores en sus explotaciones, durante más de cuatro meses consecuti­ vos; caso contrario, el minero perdía la explotación y la mina podía ser reclamada por un nuevo empresario. En la Nueva España, desde fechas muy tempranas, el descubrimiento de nuevas minas de plata condujo a los españoles a las vacías tierras del Norte, mucho más allá de la frontera chichimeca, recorrida por cazadores nómadas. Si bien es cierto que se encontraron algunos yacimien­ tos en tierras más próximas a la Ciudad de México (como los de Pachuca, Sultepec, Tlalpujahua o Taxco), que junto a su cercanía a la capital sumaban la mayor disponibilidad de mano de obra, lo cierto fue que los reales de minas del Norte eran los que producían más mineral. A tal punto, que una parte importante de las utilidades obtenidas en la minería sirvió para financiar la con­ quista de los territorios norteños, como fue el caso, por ejemplo, de Francisco de Ibarra, quien costeó la colonización de Nueva Vizcaya (hoy Durango) gracias a la fortuna que su tío había amasado en Zacatecas. Pese a las enormes distancias que separaban a los centros mineros mexi­ canos de la capital, su emplazamiento resultaba mucho más favorable que los yacimientos pe­ ruanos. Hay que tener en cuenta que estos últimos se encontraban ubicados en zonas general­ mente superiores a los 4.000 metros sobre el nivel del mar (Potosí estaba a 4.066 metros, y el Cerro de Pasco, a 4.330 metros de altura). , Debido" a estos condicionamientos, y a otros de índole diversa, los métodos de explotación en las minas variaban de una a otra región. En México, donde a fines del siglo x v i i i había casi 3.000 minas, la explotación se realizaba mediante un tiro perpendicular, excavado directamente

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F io . 6 4 . — C e rr o d e T ü m a la sta , e n lo s a lr e d e d o r e s d e C ó r d o b a , V ir re i­ n a to d e B u e n o s A ir es. A r c h iv o d e In d ias. S e v illa . (F o to O r o n o z )

desde la superficie hasta la veta. Por el.contrario, en Perú, las minas se caracterizaban por seguir la veta en todo su recorrido, en lugar de establecer primero su dirección y atravesarla luego en diversos puntos. De este modo, las minas peruanas se convertían en una serie de túneles sinuo­ sos, con tendencia a descender en ángulos de hasta 45 grados, pero siempre siguiendo la direc­ ción de la veta. En Nueva España la profundidad de las minas llegó a ser enorme. A principios del siglo xvm había en Parral minas que llegaron á alcanzar las 130 varas de profundidad, en Zacatecas se había excavado un tiro de 360 varas, y en Real del Monte un pozo que entre 1720 y 1730 había alcanzado las 143 varas, pasó a tener en 1790 una profundidad de 375 varas. Sin embargo, la máxima profundidad alcanzada en aquel entonces lo había sido por la mina «La Valenciana», cuyo tiro principal medía, en 1810, 635 varas, con un diámetro de 32 varas. Al constituirse el tiro vertical en lo más importante de la explotación, y no utilizarse de forma sistemática galerías horizontales, el usó de ululas y vagones en el interior de la minas, para facilitar las tareas del transporte de mineral, era muy limitado. Desde el tiro sí partían, siguiendo la dirección de la veta, una serie de pequeños túneles que permitían la extracción del mineral. De acuerdo con la opinión de Brading11, podemos afirmar que en México el período de explotación útil de una mina era bastante limitado. Efan muy pocos los yacimientos que te­ nían un período de auge ininterrumpido superior a 30 años. Lo más corriente era que las minas atravesaran por breves períodos de florecimiento, de esplendor en algunas ocasiones (unos cuantos años), alternados con otros de inundaciones en las galerías y posteriores abandonos de las minas.

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HISTORIA DE ESPAÑA

La extracción del mineral requería una gran cantidad de fuerza de trabajo y fuertes inversio­ nes de capital, que se destinaban a la construcción de galerías y a su entibamiento, a la perfora­ ción de canales de desagüe y a la compra de maderas, pólvora, elementos de iluminación, reci­ pientes de varias clases e insumos de todo tipo. La extracción del mineral era el momento que necesitaba del mayor porcentaje de trabajo minero (junto con la molienda). Aquí se pueden distinguir dos categorías principales de trabaja­ dores: los barreteros y los cargadores (o tenateros o aipiris). La proporción entre uno y otro tipo de trabajadores dependía fundamentalmente de la profundidad de las minas. A lo largo del siglo xvm, y al ir ganado los tiros en profundidad, los mineros mexicanos comenzaron a utilizar malacates (simples mecanismos basados en la utilización de poleas y que generalmente empleaban tracción animal), que con el tiempo adquirieron una mayor complejidad y eficacia. Este hecho tendió a aliviar la tarea de los cargadores A medida que aumentaba la profundidad de los pozos, y con ello los problemas de desagüe de las galerías, se fue haciendo más necesario el recurrir a malacates de mayor capacidad y tama­ ño. La presencia de agua en las minas se había convertido en un problema importantísimo para i minería americana, a tal punto que en numerosas ocasiones fueron abundantes las minas que debieron abandonarse por esta razón. Para luchar contra la inundación de túneles y galerías ha­ bía sólo dos métodos posibles. Uno, el más sencillo, consistía en perforar un tiro o conectar el ya existente con el lugar de donde surgía el agua y enviarla fuera de la zona de trabajo, para desde allí proceder a achicar diariamente el pozo con la ayuda del malacate. En caso que la afluen­ cia de agua fuera constante, la utilización del método anterior resultaba prohibitiva, y si las cir­ cunstancias lo hacían posible se apelaba al segundo método, consistente en excavar un túnel bajo la veta, que corriera hacia el pie de la montaña. El propósito buscado era que el agua flu­ yera hacia abajo, dejando las galerías de explotación relativamente secas. La contrapartida de este método era el alto coste de la construcción del túnel de desagüe, es decir, la fuerte inver­ sión a realizar, sin la esperanza de obtener ganancias inmediatas que compensaran tamaño desembolso. El atraso tecnológico comenzó a hacerse cada vez más palpable, y recién iniciada la segunda década del siglo xix se introdujeron en el Cerro de Pasco algunas bombas de vapor inglesas des­ tinadas al drenaje de las minas. Esas bombas no dieron los resultados satisfactorios que se espe­ raban. r Los altos costes que implicaban las obras de desagüe condujeron a un progresivo aumento en la dimensión de las explotaciones mineras, lo que evidentemente repercutió en un incremento en la demanda de la mano de obra para trabajar en la minería. A principios del siglo xix la mina «La Valenciana» contaba con más de 3.000 trabajadores. Es posible observar cómo a fina­ les del siglo xvm la minería mexicana, en algunos casos destacados, había alcanzado un alto grado de concentración. Las mayores minas requerían fuertes inversiones de capital, superiores al millón de pesos, y necesitaban para su puesta en marcha el concurso de más de 1.000 trabaja­ dores. Con todo, las grandes empresas de este tipo nunca fueron demasiado numerosas (general­ mente no excedían de diez), siendo mayoría las explotaciones pequeñas y medianas. En el Perú la minería se organizaba en base a operaciones realizadas a pequeña escala y en numerosas minas, separadas entre sí. Eran muy pocos los mineros que explotaban más de dos pozos. En 1790 sobre una matrícula de 706 mineros registrados, 28 mineros explotaban tres po­ zos y sólo 26 teman cuatro. Según Fisher12, Miguel Villavisenzio, de Lucanas, erá el mayor pro­ pietario, lo cual no quiere decir necesariamente el más productivo, quien aseguraba tener 14 po­ zos. Le seguía Pedro José Dávila, de Huarochirí, que operaba en 10. Se puede observar, por

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F ig . 6 5 .—L abores de fundición y m in e­ ría en el Perú. Ilustración del libro Tru­ jillo del Peru, por B. J. M artínez C om p a­ ñón. Palacio Real. M adrid. (Foto Oronoz)

tanto, el hecho de que el minero peruano medio no era un gran capitalista y distaba mucho de serlo. Por lo general, se trataba de un pequeño empresario que buscaba ganarse la vida, obte­ niendo con sus labores lo necesario para cubrir sus gastos. La menor dimensión de la minería peruana en comparación con la nóvohispana también se puede constatar en el número de traba­ jadores empleados. El promedió por mina productiva era a finales del siglo de 13,3 hombres, o de 12,2 por minero registrado. Eran pocos los mineros que empleaban más de 100 personas en sus explotaciones, y sólo uno, Matías de Urijo Zárate, del Cerro de Pasco, superaba los 250. Sin embargo, también en el Perú se realizaban fuertes inversiones productivas, como la que se hizo en el socavón de Yanacancha, o San Judas, en el Cerro de Pasco, que alcanzó las 1.800 varas, a un costo superior a los 100.000 pesos. Tal como se planteó anteriormente, la mano de obra requerida para trabajar en las tareas de extracción tenía distintos niveles de cualificación. En Potosí los trabajadores más cualifi­ cados se contrataban en el mercado de trabajo libre (minga), mientras que aquellos sin cua­ lificación provenían de la mita. Al necesitar los barreteros un grado de especialización mayor

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HISTORIA DE ESPAÑA

que los cargadores, sus salarios eran lógicamente más elevados. La introducción de la pólvora en la minería supuso la aparición de un nuevo especialista, encargado de su manipulación y detonación. La pólvora se comenzó a utilizar en la minería americana a partir del siglo x v i i i . La tradi­ ción mexicana dice que José de Sardaneta, propietario de la mina de «Rayas», fue el primer minero que utilizó la pólvora en la Nueva España. Su uso está perfectamente documentado a pártir de 1730, aunque no llegó a alcanzar una dimensión realmente importante sino a finales de siglo. Semejante innovación técnica, al permitir la rápida perforación de grandes tiros y gale­ rías, supuso una notable reducción de costes y de tiempos requeridos en la construcción de obras de infraestructura, así como un aumento en la eficacia de las operaciones mineras. El paso siguiente, la molienda y preparación del mineral, necesitaba de menos fuerza de tra­ bajo, aunque, por el contrario, requería mayores inversiones de capital, tanto en instalaciones (represas, ingenios de molienda, casas de beneficio) como en los insumos necesarios para el pro­ ceso que supone la separación del meted del mineral (mercurio, sales minerales, combustible, etc.). Uno de los principales problemas que debía resolver la minería colonial era el de la ley de los minerales, ya que había yacimientos «pobres», o de baja ley, que coexistían con otros yaci­ mientos «ricos», o de ley alta. Sin embargo, la opción para explotar un yacimiento de uno u otro tipo no dependía sólo de la calidad del mineral, sino también de otros factores, como el tamaño del yacimiento y la inversión de capital que el mismo requería. Hay que tener en cuenta

F ig . 6 6 . —El cerro de P otosí, según Pedro C ieza de L eón , en su Crónica del Perú, hacia 1553. (Foto Archivo E spasa-C alpe)

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en este punto que, el precio de los metales preciosos se fija a nivel mundial de acuerdo con los costes de los yacimientos más ricos y más productivos, tal como señaló Adam Smith. En general sucedía que la ley de los yacimientos americanos era inferior a la de los europeos. Humboldt, en su clásico Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, comparaba la mina de Himmelsfurst, en Sajonia, con «La Valenciana», de México. En 1803, esta última produjo 360.000 marcos de plata, contra sólo 10.000 marcos de la mina alemana. Para ello fue necesario el laboreo de 14.000 quintales de mineral alemán contra 720.000 quintales de mineral novohispano. Es decir, que mientras en «La Valenciana» había que extraer dos quintales de mineral para obtener un marco de plata, en la mina alemana bastaba con 1,4 quintales de mineral. Debido a la mejor calidad del metal novohispano sobre el peruano podemos hacernos una idea de que la proporción sería mayor en este último caso. Vemos entonces que si las minas americanas se­ guían en explotación era a causa de los bajos costes de producción que tenían, lo que les permitía seguir compitiendo en el mercado y mantener su rentabilidad. Había dos métodos para el beneficio de la plata, y su utilización dependía de la ley del mine­ ral. Si se trataba de minerales de alta ley se procedía a su beneficio por fundición; caso contra­ rio, se utilizaba el método de patio, o de amalgamación con mercurio. La fundición del mineral presentaba dos inconvenientes: no extraía toda la plata del mineral y era muy caro debido a la gran cantidad de energía de origen vegetal que consumía. Este hecho otorgó al paisaje que ro­ deaba a las minas un tono muy peculiar, causado por la deforestación de dichos terrenos. A medida que se extinguía en los alrededores de la bocamina, la madera, junto con el carbón con­ sumido, debía importarse desde distancias cada vez más grandes, con la consiguiente repercu­ sión sobre los costes de explotación. Este método requería de algunos compuestos químicos, como plomo, litargirio y algunas sales minerales. Resulta evidente que con tales limitaciones só­ lo se destinaban al beneficio por fundición los minerales de alta ley. Sin embargo^ éste método tenía un aspecto positivo para los mineros: al no depender del mercurio (cuyo abastecimiento estaba controlado por la Real Hacienda), las posibilidades de evitar los controles fiscales eran mayores pudiendo evadir de este modo el pago del quinto real. La amalgamación era un proceso lento, que podía durar hasta dos meses. El mineral era re­ ducido a polvo y luego de ser secado en un patio (de allí el nombre del procedimiento), se forma­ ban pequeños montículos a los que se agregaba el mercurio y algunos productos químicos que actuaban como catalizadores. La cantidad del mercurio utilizado no dependía directamente de la calidad del mineral sino de la cantidad de plata que se quería obtener. Para separar un marco de plata se requerían de tres a cuatro libras de azogue. Una vez completado el proceso, la mezcla obtenida se lavaba en un río cercano y luego, mediante fundición, se separaba la plata del mer­ curio. La fundición de la amalgama obtenida requería una cantidad de energía calorífica mucho menor que la consumida por el procedimiento anterior. A lo largo del proceso se perdía la cuarta parte del azogue utilizado, el resto podía recuperarse y se volvía a emplear en nuevos ciclos de amalgamación. La gran ventaja del método de patio era su gran simplicidad en lo referente al equipo y la tecnología empleados, así como su bajo consumo energético. Sus principales inconvenientes eran la lentitud y la dependencia del azogue, que podía llegar a colapsar la explotación en años de carestía. Lós azogueros (los propietarios o arrendatarios de los ingenios o haciendas donde se molía y beneficiaba el mineral) generalmente compraban el mineral extraído a los mineros, o inclusive algunas veces ellos mismos se desempeñaban como tales y molían el mineral producido por sus propias minas. También podía suceder que compraran el mineral a los «pallaqueros» (en Perú),

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HISTORIA DE ESPAÑA

pequeños empresarios que dirigían grupos reducidos de trabajadores dedicados a seleccionar en­ tre el mineral descartado aquellos trozos que pudieran ser procesados. Hasta 1770-1780 una tercera parte del total de la plata obtenida se beneficiaba por fundición y el resto por amalgamación. Sin embargo, como consecuencia del progresivo descenso del pre­ cio del mercurio, a lo largo del siglo x v i i i , debido a los deseos de la Real Hacienda de aumentar la amonedación de la plata producida, la cantidad obtenida por fundición se redujo a la mitad a principios de la centuria siguiente. Los comerciantes de plata compraban el metal a lqs sogueros o a los propietarios de trapi­ ches, a un precio más barato que el que pagaba la Real Hacienda. La ganancia de los comercian­ tes residía en el hecho de que ellos mismos se encargaban de que esa plata ingresara en circuitos donde no se prestaba atención al hecho de si estaba quintada o no. Por ejemplo, en Potosí, du­ rante la presencia de los franceses en las costas del Pacífico en el primer cuarto del siglo x v i i i , se pagaba seis y medio pesos por cada marco de plata, y los comerciantes los vendían en la costa a los franceses a razón de ocho u ocho y medio pesos por marco. Este hecho nos pone en presencia del «avío», o crédito a la producción, al que se llega por la falta de capital de los mineros. Los mercaderes adelantaban el dinero y los productos necesa­ rios para poner en marcha la producción, y luego cobraban en piñas (plata sin quintar). Teórica­ mente los «aviadores» (los que adelantaban el avío) se encargaban de pagar a la Real Hacienda los impuestos de la producción (por lo cual ya lo habían descontado del precio pagado). Pero si las piñas en vez de ser conducidas a la Tesorería para ser fundidas en barras y quintadas, se dirigían directamente el circuito ilícito, las ganancias del aviador aumentaban notablemente. En ciertas (y repetidas) ocasiones los aviadores no eran comerciantes sino funcionarios de la admi­ nistración colonial que utilizaban los dineros públicos para sus propios negocios. Dentro del enfoque que le hemos dado a nuestro trabajo dejaremos de lado, en este aparta­ do, la problemática planteada por las exportaciones de plata a Europa para pasar a ocuparnos íntegramente de su producción dentro de los marcos de la economía colonial. Y es precisamente allí donde se observa que la casi totalidad del proceso productivo (incluida la producción de in­ sumos) tiene lugar dentro mismo de los espacios coloniales. El hierro, y en menor medida el mercurio, eran prácticamente los únicos elementos de origen externo con un alto grado de parti­ cipación en el proceso productivo. En este punto surge un interrogante acerca de la incidencia de esos dos productos en el coste total del metal obtenido. En general se afirma que no llegaron a incidir de manera decisiva en él. En México esto se puede comprobar cuando, como conse­ cuencia de las reformas borbónicas, descendió el precio del mercurio, y si bien aumentó la rela­ ción entre plata producida y plata amonedada, no hubo movimientos relevantes en lo que a pre­ cios se refiere. Sin embargo, Humboldt calculaba que en el Perú, el proceso de amalgamación, incluida la sal, pirita, cal y mano de obra, suponía entre el 30 y el 38 por 100 del valor total de la plata producida. Teniendo en cuenta que las inversiones de capital fijo se utilizaban durante un largo tiempo, lo que permitía una fácil amortización, su participación en el coste final del producto era menor, y el elemento que más intervenía en su determinación era la cantidad que había que desembolsar en concepto de salarios. El factor salarios aumentaba por el hecho de que la mayor parte del proceso era manual. En Zacatecas sefcalculaba que los salarios suponían cerca del 75 por 100 del valor de la plata. En Perú el porcentaje debía ser menor por el mayor coste del azogue y de otros productos esenciales para la minería, pero sobre todo por la incidencia de la mita* No en vano Humboldt había afirmado que las minas americanas se distinguían de las europeas por «la facilidad de su explotación». ¿En qué podía consistir esa facilidad si los ricos yacimientos

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M ÍM ER O S

F ig . 6 7 . — L a r e n o v a c ió n d e lo s in d io s m i­ n e r o s. G r a b a d o d e la N u e v a c ró n ic a y b u e n g o ­ b ie rn o , por F e lip e G u a r n a n P o m a d e A y a la . (F o to A r c h iv o E s p a s a - C a lp e )

mexicanos estaban a cientos o a miles de kilómetros de la capital o si de Potosí se afirmaba que «era la boca del infierno», o Huancayelica «un matadero público»? Evidentemente que en la disponibilidad de mano de obra y en su bajo coste de explotación. Ahora bien, esta afirmación debe ser necesariamente matizada, señalando las diferencias exis­ tentes entre México, caracterizado por la predominancia del trabajo asalariado, y el Alto y Bajo Perú, en los cuales la mita había proporcionado una parte importante de la fuerza de trabajo requerida por la minería. Luego .dp la separación de los territorios altoperuanos que pasaron a formar parte del virreinato del Río de la Platá ^n 1776, el único yacimiento peruano beneficia­ do por la mita fue el de Huancayelica. Esto llevó a un minero peruano a escribir: «la primera, principal y más vitanda causa de la debilidad de la Minería peruana, es la falta de trabajadores, y el sistema precario dé trabajo, a que se halla precisada»13. Cuando se habla del bajo costo de explotación de la mano dé obra, es necesario aclarar cuál es el punto de comparación. Los salarios resultaban bajos, evidentemente, si los relacionamos con los que por aquella época se pagaban en Europa; pero, en general, en términos americanos, los salarios de la minería eran altos. Hacia 1632 la población activa ocupada en la minería del norte de México estaba compuesta por cerca de 11.000 personas. A finales del siglo xvm la mi­ nería ocupaba entre 35.000 y 45.000 trabajadores, lo que suponía cerca del 0,5 por 100 de la población to tal14. En el Bajo Perú la fuerza de trabajo empleada en el sector era de 8.875 per­ sonas, es decir, el 0,79 por 100 de la población total, porcentaje algo mayor que el mexicano.

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A fin de escapar a las presiones de la merma demográfica había que atraer a los trabajadores (a zonas de muy baja densidad de población) con salarios altos (el salario mensual de un barratero oscilaba entre los cinco y los ocho pesos). A quienes se empleaban en las minas se les otorgaba una parte del mineral extraído. La práctica de hacer participar a los indígenas con una cantidad del mineral extraído se aplicaba únicamente cuando las minas eran de una gran riqueza. En Po­ tosí este sistema se reemplazaba con la posibilidad del «kajcheo» (permiso para extraer el mine­ ral durante los fines de semana) y en México mediante las «partidas», que cumplían una función similar. Las minas muchas veces fueron una vía de escape bastante atractiva para aquellos indí­ genas que querían huir de sus comunidades de origen. El crecimiento operado en la minería argentífera americana a lo largo del siglo xviii fue fi­ nanciado totalmente con capital proveniente de las mismas colonias, y no se mostró en ningún momento dependiente de los avances tecnológicos metropolitanos, aunque sí sensible a los mis­ mos. Sin embargo, este crecimiento tuvo que soportar un grave problema: el agotamiento de los yacimientos al producirse su envejecimiento. Por regla general se tendía, en primer lugar, a explotar los minerales más ricos, para pos­ teriormente ir descendiendo en su calidad; por otra parte, al hacerse las galerías más pro­ fundas, los costes de producción aumentaban y los problemas planteados por la extracción de los minerales se multiplicaban, hasta que finalmente llegaba un momento en que la actividad minera dejaba de ser productiva. En esos momentos la mina se abandonaba, y la duración del abandono dependía del descubrimiento de alguna nueva técnica capaz de reducir los cos­ tes de explotación; caso contrario, el abandono podía ser definitivo. Había, sin embargo, otra variable que podía llevar a la reapertura de yacimientos abandonados: si el aumento del precio del metal en el mercado era considerable, la explotación de algunos yacimientos podía volver a ser rentable. En base a los registros de los quintos y diezmos pagados por la minería es posible reconstruir el volumen de la producción minera, y de acuerdo con ella plantear la existencia de grandes ci­ clos productivos. Eso lo han hecho, entre otros destacados autores, Bakewell15 y Brading y Gross16. Pese a ello, la principal limitación de dicha fuente es que no registra las importantes partidas de plata que se incorporaban de forma ilícita a los circuitos mercantiles. Podría pensarse que la evasión del metal fue constante, y que por tanto la evolución de la producción mantendría los ritmos señalados por las fuentes legales. Esto, sin embargo, no era así, ya que las circunstancias coyunturales intervenían permanentemente de forma positiva o ne­ gativa al respecto. Todo ello provocaba variaciones en la mayor o menor afluencia de la plata hacia los circuitos oficiales o los ilegales, que alteran la proporcionalidad. De este modo será necesario contrastar los datos provenientes de las series estadísticas oficiales con otras fuentes de tipo cualitativo. En este sentido es ilustrativo el caso potosino. Según los datos oficiales, la recuperación de la producción tuvo lugar en 1736 (ver gráfico 6). Por el contrario, Tandeter plantea que la recu­ peración se produjo en fechas anteriores, y que la mayor parte de la plata no quintada se desvió por circuitos ilegales, retirando los franceses que frecuentaban las costas del Pacífico americano una gran cantidad de ese metal17. Tal hipótesis resulta sumamente sugestiva, y debe ser profun­ dizada. Siguiendo el mismo hilo argumental, y de acuerdo con algunos datos parciales que de­ ben ser reconfirmados, hay que tener en cuenta que los metales no amonedados que llegaron a Francia en las primeras décadas del siglo xvm no superaban el 44 por 100 del total del metal arribado, lo que es evidentemente una cifra bastante significativa, que también realza la impor­ tancia que tenía la exportación de circulante18.

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

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GRÁFICO.—6: PRODUCCIÓN TOTAL DE PLATA PERUANA (ESTIMADA) Y DE

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1600

1650

1700

1750

180Q

F ig . 6 8 . —La producción d e plata peruana, por D . A . Brading y H. C ross, Colonial silver mining: M exico and Peru, en «Hispanic Am erican Historycal R eview », vol. 52 (1974), pág. 563

En 1776, Potosí ya no era ni la mínima expresión de lo que había sido. Su población se había contraído en casi un 80 por 100 y la plata comenzó a extraerse de los vertederos y no de las gale­ rías excavadas en las entrañas del Cerro Rico19. Pese a ello, cuando los territorios altoperuanos (Potosí incluido) se integraron en el recién creado virreinato del Río de la Plata, la produc­ ción de la plata peruana descendió en un 60 por 100, al descontarse los yacimientos segregados de la contabilidad oficial. . Si en vez de atender a la producción potosina por separado, ponemos nuestra atención en el conjunto de la minería andina, podemos observar a lo largo del siglo xvm dos períodos bien diferenciados. Una primera etapa (de 1701 a 1750), que señala el momento más bajo de la pro­ ducción peruana de plata en todo el período colonial, y una segunda (de 1751 a 1800), caracteri­ zada por una clara tendencia al al?a. Tal cual afirmábamos más arriba, se nota el predominio de la minería del Alto Perú (Potosí y en menor medida Oruro), frente a los centros mineros del Bajo Perú. Esta situación comepzó a variar hacia 1780, coincidiendo con el auge del Cerro de Pasco20 (ver gráfico 1, pág. 66). De acuerdo con el testimonio de Assadourian, en el perído de 1701-1750 convergieron en la minería andina tres hechos importantes: 1) la curva de la producción minera muestra los puntos mínimos del perídodo colonial; 2) lo mismo sucedió con los precios de las mercaderías regiona­ les, que se estancaron en sus niveles más bajos, y 3) se asistió a un contracción importante de la circulación de mercancías en el mercado21. Aparentemente la recuperación de la producción argentífera mexicana se produjo antes que en el Perú. Según Fausto de Elhuyar, la acuñación de la Casa de la Moneda de México de 1632, alrededor de 5.109.000 pesos, se volvió a alcanzar en 1706. Como se ve en el gráfico 7, las cifras de acuñación de oro y plata muestran una tendencia claramente alcista22.

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F ig . 69 —La acuñación de m on ed a en M éx ico , por D . A . Brading, en M ine/os y comerciantes en el M éxico borbónico (1763-1810), M adrid, 1975, pág. 181

De acuerdo con los gráficos 6 y 7 se puede observar cómo el incremento de la producción de plata en el Perú fue sumamente inferior al de México. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el crecimiento del Perú es relevante si tenemos en cuenta las dificultades en que estaba in­ mersa la explotación de sus recursos agrícolas. A partir de 1776 la producción de plata peruana prácticamente se duplicó en un lapso de quince años, alcanzando en 1792 el medio millón de mar­ cos. La cantidad de plata registrada se mantuvo en niveles altos hasta 1812, año en que la produc­ ción del Cerro de Pasco se resintió notablemente. De todas formas, en este punto sería importante recordar el fuerte incremento operado en el contrabando, sobre todo inglés, registrado a lo largo de las costas del Pacífico en las primeras décadas del siglo xix. Nos enfrentamos aquí con una situación análoga a la descrita por Tandeter para explicar la antelación de la recuperación potosina. En lo referente a México, hay que aclarar que su producción, y por tanto la acuñación, se vio resentida a finales del siglo xvm, como consecuencia de la falta de mercurio. El descenso en la producción de Huancavelica y la guerra marítima que dificultaba la navegación en el Atlántico tuvieron efectos funestos sobre la minería novohispana. Los intentos de modernizar la minería. Uno de los principales objetivos de las reformas borbónicas en el campo de la minería fue tratar de incrementar los ingresos de la Real Hacienda a través de la recaudación fiscal y el incre­ mento de la proporción de metal amonedado en función de la producción total. Para ello había

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que mejorar las condiciones de los mineros y, en lo posible, evitar su gran dependencia frente al capital comercial. En Potosí las reformas comenzaron a plantearse a mediados del siglo x v i i i , destinadas sobre todo a mejorar las técnicas de amalgamación y con ello aumentar la productivi­ dad en el refinado del metal. Sin embargo, como ya se dijo, una pieza clave de la operación reformista era la financiación de la actividad minera, y es precisamente aquí donde debemos incluir a los bancos de avío y de rescate. A finales de 1746 se creó en Potosí la Compañía de Azogueros, que permitió a los mineros recibir un incremento del 7 por 100 por cada marco de plata producido, lo cual estaba en consonancia con la rebaja del quinto al diezmo. Sin embargo, el inicio del proceso y la volun­ tad reformadora no significaban necesariamente, sino todo lo contrario, la desaparición de los intereses mercantiles en la minería. Con el idéntico fin de aumentar la productividad en Potosí también se intentó a mediados del siglo x v i i i incrementar el número de mitayos que trabajaban en el Cerro Rico, ya que éstos habían ido disminuyendo de forma continuada a lo largo de la primera mitad del siglo. Según datos aportados por una reciente investigación, el número total anual de tributarios en la mita potosina pasó de 4.145 en 1692, a 3.199 en 1736; 2.817 en 1740 y 2.919 en 175423. La baja de mitayos no se debió sólo al descenso demográfico (la población ya había comenzado a estabili­ zarse), sino que respondía más a los intereses de los hacendados, corregidores, caciques, curas

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HISTORIA DE ESPAÑA

doctrineros e incluso de los mismos indios, en su afán de utilizar la mano de obra destinada a la minería. En Nueva España los bancos de rescate se crearon en la década de 1790, y debían comprar las piñas a los mineros a precios mayores que aquellos que abonaban los comerciantes. En efec­ to, mientras que un marco valía 7 pesos y 1 real, una vez pagados los impuestos correspondien­ tes y los gastos de amonedación, los comerciantes pagaban sólo 6 pesos y 2 reales. Otra función inicialmente atribuida a los bancos de rescate era la venta de azogue, en pequeñas cantidades, a los mineros, ya que la mayoría de ellos no disponían del capital suficiente como para comprar­ lo directamente a las delegaciones de la Real Hacienda. Con esto se trataba de romper la depen­ dencia con los aviadores, ya que los mineros debían comprarles el azogue a mayor precio que el oficial. En el Perú, por ejemplo, se llegaron a pagar 100 pesos por quintal, en lugar de los 73 establecidos. Uno de los impulsores de las reformas realizadas en la minería fue José de Gálvez, que du­ rante muchos años se había desempeñado como visitador general de la Nueva España y más tarde como ministro de Indias. Quizá el principal logro innovador fue la creación de un gremio minero24. Ya en 1774 algunos mineros de los distritos de Bolaños y Sultepec sugirieron la creación de un gremio, que estaría encabezado por un tribunal minero con sede en México y delegaciones o diputaciones en los principales centros mineros. Entre las funciones del tri­ bunal estaría la de facilitar préstamos a los mineros o financiar los bancos de rescate de ám­ bito local con el fin de liberar a los mineros de los préstamos provenientes del sector mercan­ til. Junto a ella habría que agregar la difusión de la industria y la creación de un colegio técnico25. En 1785 se decidió aplicar al Perú las ordenanzas sobre minería26 vigentes en Nueva Espa­ ña desde años atrás. Ese mismo año la Corona ordenó que la misma reglamentación rigiera en el Río de la Plata, y a tal efecto dispuso la creación de un tribunal de minería en Potosí. Sin embargo, el proyecto no pudo aplicarse debido a que las modificaciones propuestas por Juan del Pino Manrique, en 1787, y por Pedro Vicente Cañete, en 1794, con la intención de adaptar­ las a la realidad altoperuana, no llegaron a aprobarse. De acuerdo con las ordenanzas, todos los mineros, sin exclusiones, deberían incorporarse al gremio de su virreinato. Vale decir que no se tomarían en consideración posibles excepciones basadas en el tamaño de la empresa o en su localización en sitios remotos e inaccesibles. Con el objetivo de financiar el funcionamiento de los tribunales, colegios técnicos y bancos de rescate, se dispuso cobrar a los mineros un real por cada marco de plata registrado. Sin em­ bargo, en el virreinato del Perú, dado el bajo nivel de la producción, lo recaudado por este con­ cepto alcanzaba sólo para cubrir los salarios de los miembros del tribunal y los gastos del pro­ yecto del colegio minero, pero resultaba a todas luces insuficiente para costear proyectos de ma­ yor envergadura, como podía ser un banco general de avíos en Lima o una red de bancos de rescate en los centros mineros. Otro hecho importante que nos habla de las diferencias existentes entre la minería mexicana y la peruana es la importancia que el Tribunal de Minería tenía en uno y otro virreinato. En Perú, el tribunal no aportó beneficio jalguno en el campo de la educación y formación técnica de los mineros (la primera escuela de minería peruana se creó en 1876), ni les permitió a éstos aumentar sus privilegios. En este sentido fue materialmente imposible persuadir a la Corona pa­ ra que en el Perú rigiera el mismo precio del azogue que el que se pagaba en México, 43 pesos por quintal, o la posibilidad de utilizar una parte de lo recaudado en concepto de cobos para financiar sus propias actividades27.

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Un elemento más de juicio que nos habla de la escasa actividad del tribunal limeño es el he­ cho de que entre 1787 y 1821 sólo prestó a los mineros 160.593 pesos. Los préstamos solían ha­ cerse al interés corriente del 5 por 100, aunque en algunas ocasiones se cobraba el 4 por 100. Si bien numerosos mineros seguían estando en manos de los comerciantes y debían venderles su plata, es indudable que el establecimiento de esos bancos resultó beneficioso para el sector. Entre otras razones se observó que por la competencia de los bancos los comerciantes debieron aumentar el precio que pagaban a los mineros por su plata, al tiempo que mejoraban las condi­ ciones de los préstamos que otorgaban, todo con el fin de evitar que la totalidad del negocio pasara al sector bancario. Debido a las fuertes presiones ejercidas por los comerciantes nos explicamos la efímera dura­ ción de los bancos de rescate en el Perú. Según el Tribunal de Minería, el virrey Gil ordenó su cierre atendiendo las presiones ejercidas por el Consulado de Comerciantes de Lima, que veía cómo su nivel de ganancias se reducía considerablemente28. Sobre el tema llegó a decir el Tri­ bunal de Minería: «desde el momento que se vio atacado el monopolio, los autores, o interesa­ dos en él, con más recursos y medios, declararon la hostilidad, y la han sostenido hasta que han conseguido con el vencimiento, que el infeliz minero vuelva a ser la víctima de su ambición y usurarios comercios» 29. La preocupación de la burocracia borbónica por mejorar las técnicas de extracción y benefi­ cio de la plata fue grande. Con tal motivo, cuando llegaron a la corte madrileña noticias de que en el Imperio Austro-Húngaro se había desarrollado un nuevo método de amalgamación, más rápido y con un menor consumo de mercurio, se decidió enviar una misión de cinco metalúrgi­ cos españoles, al frente de los cuales estaba Fausto de Elhuyar30. Como resultado de dicha mi­ sión, se acordó que una serie de expertos se dirigieran a Nueva Granada, Chile, Nueva España y Perú. Al frente de las dos últimas misiones figuraban Friedrich Sommerschmidt y Thadheus von Nordenflicht31, respectivamente. Si bien el objetivo principal de los expertos era mejorar los métodos de beneficio, se esperaba igualmente introducir tecnología europea en el campo de la extracción del metal. De todos modos, y pese a los esfuerzos realizados por Nordenflicht y Sommerschmidt, fue imposible aplicar a la realidad americana el nuevo método de amalgación. Pese a que su apli­ cación requería menos tiempo y mano de obra que el método de patio, los técnicos no consi­ guieron reducir el consumo de azogqe. Al respecto resultan bastante clarificadoras las opiniones de Sommerschmidt: «No tengo embarazo en declarar que con diez años de trabajo, no he podido lograr introducir, ni el beneficio de M. de Born, ni otro método preferible al de patio»32. ¡ Precisamente en el aporte realizado por los técnicos extranjeros podemos observar nuevas diferencias entre México y Perú: Sommerschmidt supo adaptarse a las peculiaridades locales y después de reconocer su fracaso e invertir sus energías y conocimientos en mejorar el método de patio, trató de transmitir su saber a los mineros mexicanos. Esto último inclusive desde el Colegio de Minería de México, fundado en 1792 por Fausto de Elhuyar, donde también colabo­ raron sus restantes colegas europeos. Por el contrario, en el Perú hubo un desencuentro total entre Nordenflicht y sus colaboradores con los mineros locales. Recordemos, entre otras consi­ deraciones, que en Lima no se creó el Colegio de Minería. De todas formas, las medidas modernizadoras introducidas en la minería permitieron no só­ lo incrementar la producción, sino también la acuñación33. En Nueva España esta última aumentó entre 1772 y 1804 a razón del 1,09 por 100 anual. Ambos aumentos repercutieron en un incremento de las exportaciones de circulante con destino a la Península, tal como se des­

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prende del gráfico 8. En el mismo gráfico se observa cómo las exportaciones privadas crecieron en proporciones mayores que las públicas. Mientras en el norte de México la producción de plata estaba asegurada gracias al trabajo asalariado, la mita fue la relación de producción dominante en Potosí a lo largo del siglo x v i i i . En realidad, la explotación no se efectuaba sobre los indígenas a título individual, sino sobre el conjunto de la comunidad indígena. Según la costumbre, los indígenas obligados a desplazar­ se al centro minero debían llevar consigo los víveres y las vestimentas que necesitarían durante todo el tiempo que faltaran de sus comunidades. Por lo general, el tiempo oscilaba entre 12 y 14 meses, de acuerdo con la distancia existente entre Potosí y sus lugares de origen. Aquellos que eran miembros de comunidades ganaderas se llevaban algunas llamas, y su explotación du­ rante el tiempo de permanencia en la mina (las utilizaban para transportar mineral) les permitía garantizar su supervivencia. Un hecho importante a tener en cuenta es que los mitayos no eran esclavos, y que por tanto su superexplotación no ponía en peligro ninguna inversión previa del empresario, ya que se le asigna­ ban de forma obligatoria. Tampoco se los puede asimilar a los siervos feudales, al depender su super­ vivencia de una economía totalmente distinta de la minera, y ajena por completo a los intereses del empresario: la comunidad indígena. Por tanto, podemos observar cómo la obtención de una renta­ bilidad inmediata era la única preocupación del empresario minero que se beneficiaba con la mita. GRÁFICO.—8: ACUÑACIÓN Y EXPORTACIÓN DE

1772

1777

1782

1787

1792

1797

1802

1807

F ig . 7 1 .—A cu ñ ación y exportación d e circulante (1 7 72-1804), segú n Richard G arner en E x­ portaciones de circulante en el siglo X V III (1750-1810), en «H istoria M exican a», n ú m . 124, v ol. X X X I-4 (1 9 8 2 ), pág. 557

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^ lo largo del siglo xvm se produjo una intensificación dé las condiciones de trabajo de los indígenas, que no sólo afectaba a los mitayos, sino también a aquellos familiares que los habían acompañado desde la comunidad a la mina. En determinadas situaciones los mitayos tenían que pagar los salarios de los yanapacus (ayudantes), que colaboraban con ellos en algunas tareas, lo que les significaba una pérdida de sus ingresos monetarios (estimada en un 16 por 100 de la masa salarial percibida a lo largo del año). Con todo, la mayor parte de los ingresos percibidos por los indígenas vía salarios se gastaba en pagar los productos previamente adquiridos en pul­ perías y chicherías de los ingenios donde trabajaban. Allí se les suministraba coca, chicha y aguar­ diente a precios mayores que los del mercado (muchas veces más del doble de los precios vigentes en la ciudad, que ya eran elevados con respecto al resto del espacio peruano). Los bajos salarios y la permanente necesidad de apelar al crédito para la compra de productos de primera necesidad trans­ formaba a los mitayos en personas completamente dependientes de las pulperías de los ingenios. El trabajo de la mita se había organizado de acuerdo con las Ordenanzas del virrey Toledo, que establecían para los mitayos una semana de trabajo por dos de descanso. Los mitayós eran conducidos a Potosí por los «capitanes enteradores», previamente designados por los caciques de las comunidades. Sus responsabilidades, con respecto a los indígenas, eran subvenir a deter­ minadas necesidades del viaje. Con respecto a los azogueros, los capitanes eran responsables no sólo de las ausencias y fugas que se pudieran producir sino también del cumplimiento de las ta­ reas fijadas. Las fugas mermaban considerablemente el número de los mitayos disponibles. Su mayor in­ cidencia se producía en los dos o tres meses siguientes a mayo, coincidiendo con la época de la recolección. Sin embargo, eran las durísimas condiciones de trabajo y los castigos corporales lo que más incidía sobre los indígenas al adoptar la decisión de la fuga. / Cabía la posibilidad de que los indígenas redimieran las prestaciones de trabajo a las que estaban obligados mediante el pago de una suma de dinero, posibilitando a los propietarios de las minas y molinos obtener una renta monetaria ajena a los riesgos de la explotación minera. Este hecho nos permite diferenciar entre los «indios en plata» e «indios de faldriquera». A prin­ cipios dél siglo xix la suma que cada indígena pagaba en concepto de rezago oscilaba entre 52 y 60 pesos. Tal realidad permitía al empresario minero y a los dueños de ingenios decidir cada año, den­ tro de ciertos límites, lo que queríañ hacer con los trabajadores que les habían sido encomendados. Una pregunta clave de la historia colonial es si los indios podían venderse o alquilarse. En el caso de Potosí la respuesta es afirmativa. La conmutación monetaria (rezago) suponía aproxi­ madamente diez veces el valor del tributo anual, razón por la cual muchos mitayos no estaban en condiciones de pagar ese dinero. En esas circunstancias era corriente que un empresario que tenía indios, pero no deseara utilizarlos, alquilara sus mitayos a otro productor minero por una suma inferior al salario pagado a los trabajadores libres asalariados (mingas). Por otra parte, cuando se habla de la decadencia de la mita potosina en el siglo xvm hay que referirla al reclutamiento de los indios y no a la pérdida de importancia efectiva en el proce­ so de explotación minera. En los primeros años del siglo xix la mita atravesó una serie de peri­ pecias, hasta que fue finalmente abolida por los dos bandos enfrentados en la guerra de la inde­ pendencia. El ejército de Buenos Aires, que entró triunfante en Potosí en mayo de 1813, y las Cortes dé Cádiz, en agosto de 1812, promulgaron órdenes de similar contenido. Pese a las dispo­ siciones de Cádiz, tras la reconquista de Potosí por las tropas españolas la mita siguió aplicándo­ se «sin misericordia», según el juicio de Gabriel René-Moreno, hasta 1819. Por último, en 1825, Bolívar dispuso la abolición total de la mita.

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Mas allá de la importancia de la mita en la minería potosina, no toda la fuerza de trabajo existente en Potosí era mitaya. En el mercado de trabajo libre (minga) se reclutaba algo más del 50 por 100 de la fuerza de trabajo. Una diferencia que jugaba a favor de la mita era que ésta valorizaba los ingenios potosinos, a tal punto que si uno de ellos tenía mita su precio de venta subía considerablemente; en realidad se trataba de su componente esencial. Y esto sucedía pese a que, según la legislación indiana, los indígenas eran «libres», y por tanto no podían ser incluidos en contratos de compraventa34. El azogue. Como ya se ha puesto de manifiesto, el azogue era una pieza clave en la producción de plata35, y de su disponibilidad por los mineros dependían los rendimientos obtenidos por el sec­ tor. La baja en la producción de azogue de Huancavelica a lo largo del siglo xvm hizo necesa­ rio aumentar sus importaciones de Almadén e Idria. En efecto, tal como se puede observar en el gráfico 9, la tendencia a la baja fue la nota dominante de la producción de mercurio de Huan­ cavelica en la segunda mitad del siglo x v m 36. Es más, la situación llegó a tal punto que fue ne­ cesario importar 22.000! quintales de azogue en el Perú entre 1771 y 1777. Tal como se puede observar en el gráfico, en 1778 la producción de Huancavelica alcanzó uno de sus mínimos, pro­ duciendo tan sólo 2.800 quintales. A finales de esa década hubo una momentánea recuperación en la producción local, pero sólo a base de utilizar el mineral existente en los andamios y contra­ fuertes de la mina, lo que se tradujo en un aumento considerable de los riesgos de derrumbe. Al proseguirse con dichas tácticas, el temido desenlace finalmente se produjo en 1786. Otro problema que había surgido en Huancavelica fue el aumento de los costes de produc­ ción, que resultaron ser muy superiores a los precios oficiales establecidos por la Corona. De este modo, a partir de 1793 la mina fue prácticamente abandonada y se autorizó a los mineros a explotar otros yacimientos, cercanos a la antigua mina de Santa Bárbara. A partir de ese m o­ mento la Corona se comprometió a adquirir todo el azogue producido a razón de 73 pesos el

;/

F ig . 7 2 .—G ráfico de la producción de azogu e en H uancavelica (1 7 60-1812), segú n John F isher en M inas y mineros en el Perú colonial, 1776-1824, Lim a, 1977, pág. 161

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quintal, y si bien lo revendía a los mineros al mismo precio, perdiendo lo que invertía en el trans­ porte y distribución, al menos no tenía que financiar con fondos propios los crecientes costes de la mina Santa Bárbara, que habían llegado a ubicar el precio real del quintal de azogue en 104 pesos. La situación existente en la última etapa del dominio español en el Perú agudizó aún más la caída sufrida por la producción de azogue. A lo largo de la misma influyeron el alza continua de los precios, las inundaciones en las minas y la pérdida de mano de obra provocada por la abolición de la mita por las Cortes de Cádiz. Finalmente, la ocupación de la provincia de Huancavelica por los ejércitos revolucionarios, en 1814-1815, provocó el definitivo estancamiento de la minería de azogue. Como ya se planteó, la menor producción peruana se compensó con importaciones de mer­ curio de Almadén e Idria, en la actual Yugoslavia. Sin embargo, débido a los constantes enfren­ tamientos bélicos que caracterizaron la segunda mitad del siglo XVIII, las importaciones descen­ dían a sus niveles mínimos en los momentos de mayor tensión en los mares, con lo que aumenta­ ba la carestía de tan vital producto. r" Durante las guerras de independencia americana, fue la Comisión de Reemplazos37 la que intentó realizar importantes ventas de azogue al Perú y a la Nueva España. Sin embargo, estas operaciones planificadas para proveer fondos a los ejércitos peninsulares que intentarían la re­ conquista de las colonias no fueron demasiado exitosas. En efecto, dados los apuros económicos por los que pasaba la Comisión, se decidió en 1813 entregarle 19.000 quintales de Almadén para venderlos en Indias. De acuerdo con lo establecido, la Comisión vendería el quintal a 38 pesos. El azogue se entregaría a los tribunales de minería de Lima y Veracruz, quienes se encargarían de remitir luego el dinero, en un plazo de tres meses, a la Comisión de Reemplazos38. En Cádiz esperaban hacer excelentes negocios cón el azogue, en virtud de las gran carestía que afectaba a la minería argentífera americana. La conducción de los azogues al Perú se hizo tanto por la ruta del cabo de Hornos como por la tradicional de Portobelo-Panamá. En caso de que los tribunales de minería decidieran no hacerse cargo de los azogues, éstos se subastarían directamente entre los mineros39. Pese a las esperanzas, el negocio del azogue no fue todo lo rentable que se pensó. En primer lugar, por las constantes dificultades para abastecer de materia prima y de frascos de hierro donde envasar el azogue para su transporte, y en segun­ do lugar, por la difícil situación inoperante en las colonias, lo que dificultaba su cobro. Hasta finales de 1814 no había ingresado en la tesorería de la Comisión de Reemplazos ni un solo peso por este concepto. Aún era más grave el hecho de que los 9.000 quintales destinados a la Nueva España todavía seguían 0n la Península, en las mismas fechas, porque ño se habían entregado, causando graves perjuicios a la minería mexicana y a la Comisión de Reemplazos. La Comisión creía que sería importante ordenar al Tribunal de Minería de Nueva España que llevase a Veracruz los caudales necesarios para pagar los azogues que se remitirían40. De los 5.800 quintales enviados al Perú a finales de 1813, tampoco se había recibido ni un solo peso, dado el estado de las arcas del Tribunal de Minería de Lima41. Meses más tarde, el Tribunal comunicaba a la Comisión que de los 14.0Ó0 pesos adeudados por la compra de azo­ gues sólo podía remitir 6.000, y eso tras numerosos esfuerzos, ya que para ello fue necesario levantar un préstamo de 10.000 pesos al 6 por 100 de interés42. Para las mismas fechas la Comisión de Reemplazos solicitó al rey 10.000 quintales más para enviar a México y al Perú. Ante las noticias de que por falta de medios el mercurio de Almadén no llegaba a Cádiz, la Comisión ofreció los fondos necesarios para su transporte. Asimismo ofreció

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trasladar a su costa una «porción considerable» de frascos de hierro para el transporte del mer­ curio, que por aquel entonces se encontraban en Cantabria. Hasta mediados del 1816 la Comi­ sión había enviado azogue a América por un valor superior a los 16.000.000 de reales de vellón43. Igualmente, y con el fin de contribuir a la Gran Expedición, se decidió, por una Real Orden del 16 de noviembre de 1819, ceder a la Comisión de Reemplazos una nueva partida de 15.000 quintales de azogue44. Las circunstancias de la guerra y las necesidades de dinero convirtieron a la Comisión de Reem­ plazos en el principal proveedor de azogue a la minería americana en esos momentos de crisis. Un estudio detallado de la documentación de los tribunales de minería peruano y mexicano per­ mitiría establecer los nexos que se crearon a través de esta relación. Otra traba para el feliz éxito de este negocio fue la dificultad para encontrar embarcaciones que transportaran el azogue. De todos modos, entre 1814 y 1820 se ingresaron en las arcas de la Comisión, por la venta de mercu­ rio, 38.046.112 reales y 10 1/2 maravedises de vellón, una vez descontados los gastos, tal como puede apreciarse en el cuadro 5. i

Cuadro 5

Venta de azogues por la Com isión de R eem plazos (en reales de vellón)

Gastos

Líquido

En América

Total

1814 1815 1816 1817 1818 1819

124.740 124.740 2.003.000 2.746.435-26 8.108.149-33 1/2 6.417.513-4

18.553 24.717-17 775.224-17 420.458-3 1.229.047-8 686.311-22

106.187 100.022-17 1.227.775-17 2.325.977-23 6.879.102-25 1/2 5.731.201-16

Total

19.524.578-29 1 /2

3.154.311-33

16.370.266-30 1/2 *

En España 1818 1819 1820

14.768.890 4.780.316-13 2.789.200

Total

^ 2 2 .3 3 8 .4 0 6 -1 3

Total General

41.862.985-8

1/2

513.231-22 1/3 144.339-10 1 /2 4.990

14.255.658-11 1/2 4.635.977-2 1/2 2.784.210

662.560-33

21.675.845-14

3.816.872-32

38.046.112-10 1/2

FUENTE: «Estados comprobantes de la memoria sobre las operaciones de la Comisión de Reemplazos de América, formada de orden del Rey N. S. por la Corte», 1831, Estado núm. 30, en Archivó Histórico Nacional, Madrid, Hacienda 733.

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LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

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9 Sobre el proceso de producción y am algam ación de plata, véanse las obras de M odesto Bargalló, L a am alga­ m ación d é lo s m inerales d e p la ta en H ispan oam érica colon ial, M éxico, 1969, y L a m inería y la m etalurgia en la A m érica . española du ran te la ép oca colon ial, M éxico, 1955. 10 M ercu rio P eruano, núm 9 (30-1-1791), pág 6 8 . 11 D . Brading, M in eros y com ercian tes... (ver nota 4), pág. 187. 12 J. F isher, M in as y m in eros... (ver nota 5), pág. 77. 13 M ercu rio P eru a n o , núm . 9 (30-1-1791), pág. 69. 14 Sobre los trabajadores en la m inería, veáse de R oberto M oreno, R égim en d e trabajo en la m inería d el si­ glo X V III, en E . C. F rost, M . MEYERy J. Z. Vázquez (com p s.), E l trabajo y los trabajadores en la historia d e M éxi­ c o , M éxico, 1979; L uis C hávez O rozco, L a situación d el m inero asalariado en la N u eva Españ a a fin e s d el siglo X V III, M éxico, 1935. 15 P eter J. Bakewell, R egistered silver p ro d u ctio n in the P o to s í district, 1550-1735, en «Jahrbuch für G eschichte von Staat, W irtschaft und G esellsschaft Lateinam erikas» núm . 12 (1975). 16 D . A . Brading y H arry Cross, C olon ial Silver M ining: M éxico a n d Perú, en «H ispanic A m erican H istorical R e v iew » , v o l. 52, n ú m . 4 (1972). 17 E. T andeter , L a rente... (ver n ota 7 ), págs. 2-8. 18 Carlos D . M alamud, E spaña, Francia y e l «com ercio d irecto» con el espacio p eru an o (1695-1730): C ádiz y S ain t M alo, en L a eco n o m ía española a l fin a l d e l A n tig u o R égim en , tom o III, C om ercio y colonias, Josep Fontana (ed), M adrid, 1982, pág. 49. 19 Para la pob lación potosin a, ver M aría del P ilar C hao, L a p o b la ció n d e P o to s í en 1779, en «A nuario del Ins­ tituto de Investigaciones H istóricas», vol. 8 (R osario, 1965). 20 J. F isher, M in as y m in eros... (ver nota 5), págs. 213-216. 21 C. S. A ssadourian y otros, M inería y espacio eco n ó m ico ... (ver nota 6 ), pág. 31. 22 D . Brading, M in eros y com ercian tes... (ver nota 4), pág. 181. 23 E. T andeter, T rabajo fo r z a d o ... (ver nota 8 ), pág. 8 . 24 W alter H owe, The M inin g G u ild o f N e w Spain a n d its Tribunal G en eral 1770-1821, Cam bridge, 1949. 25 J osé J oaquín I zquierdo, L a p rim era casa de las ciencias en M éxico. E l R eal Sem inario de M inería (1792-1811), M éxico, 1958. 26 F rancisco X avier de G amboa, C om en tarios a las ordenan zas d e m inas, ded ica d o s a l C ath olico R ey, N u estro Señor, D o n C arlos I I I (que D io s guarde), M adrid, 1761. 27 Ver de T ibor W ittman , E l ocaso d e la m inería d e la Villa Im p eria l en E stu d io s econ óm icos d e H ispan oam éri­ ca co lo n ia l, Budapest, 1979. 28 Ver de J ohn F isher, G obiern o y so cied a d en el P erú colonial: e l régim en d e las Intendencias, 1784-1814, Lim a, 1981. 29 A rchivo General de Indias, Lim a, 1360; cit. por J. F isher, M in as y m in eros... (ver nota 5), pág. 105. 30 A rthur W hitaker, The E lhu yar M ining M ission a n d the E nlightenm ent, en «H ispanic Am erican H istorical Re­ view », vol. 31 (1951). 31 Entre la num erosa bibliografía dedicada al barón de N ordenflicht merece citarse, M . A ndré, L e barón d e N o rdenflicht, C onseiller intim e d e S. M . le R o i de P ologn e e t les m ineurs allem ands au P erú, en «R evue de FAm érique L atine», núm . 34, VIII (1924); Marie H elmer, M in eu rs allem ands á P o to sí: T expedition N o rd en flich t (1788-1798), en L a m inería hispana e iberoam ericana, tom o I, L eón, 1970; y R. M . Buechler, T ec h n ic a lA id to U p p e rP erú : th e N o r­ d en flich t E xped ition , en «Journal o f Latín Am erican Studies», vol. 5 (1973). D e esta últim a autora ver el capítu­ lo II de The M in n in f S ociety o f P o to sí, 1776-1810, Syracusse, 1981. 32 Sommerschmidt, T ratado de am algam ación d e N u evá E spañ a, París, 1825, cit. por J. F isher, M in as y m ine­ ro s ... (ver nota 5), pág. 141. 33 R ichard G arner , E xportaciones de circulante en el siglo X V III (1 7 5 0 -1 8 1 0 ), e n «H istoria M exican a», n ú ­ m ero 124, v o l. X X X -4 (1982). ·/ 34 E. T andeter, T rabajo fo r z a d o ... (ver. nota 8 ), hace una buena descripción de la situación existente en P otosí. 35 Veánse, especialm ente para los siglós x v i y xvn , F . F. L ang, E l m o n o p o lio esta ta l d e l m ercurio en e l M éxico colonial, M éxico, 1977; G. L ohman Villena, L a s m inas d e H uan cavelica en lo s siglos X V I y X V II, Sevilla, 1949, y Carlos C ontreras, L a ciu d a d d e l m ercurio. H uancavelica, 1570-1700, Lim a, 1982. 36 J. F isher, M in as y m in ero s...(ver nota 5), págs. 158r 163. 37 M ichael P . Costeloe, Spain a n d the Spanish A m erican W ars o f In dependence: The « C om isión d e R eem pla­ z o s », 1811-1820, en «Journal o f Latín A m erican Studies», vol. 13, núm . 2 (1981), y Carlos M alamud, L a C om isión d e R eem p la zo s d e C á d iz y la fin an ciación d e la reconquista am ericana, en A n dalu cía y A m érica en e l siglo X I X , Sevilla, 1986, tom o I. 38 M em o ria so b re las operacion es d e la C om isión de R eem p la zo s d e A m érica, fo rm a d a de orden d e l R e y N . S., p o r la C o rte, 1831, en Archivo H istórico N acional, M adrid, H acienda 733, fol. 84. Los azogues se concedieron por Reales Órdenes del 19-1 y 17-XII-1813, 6-VII-1814 y 24-III-1815. 39 B iblioteca del M useo Naval (en adelante B M N ), m s. 436, fols. 94v y 95. 40 B M N , m s. 436, fol. 73. 41 B M N , m s. 436, fol. 67. 42 M em o ria ... d e la C om isión d e R e em p la zo s (ver nota 38), fol. 85. 43 B M N ^ m s. 436, fols. 71-71v y 90-90v. 44 C olección legislativa d e la D eu d a P ú blica española, parte 1 .a, tom o III, M adrid, 1860, pág’ 592.

CAPÍTULO VII L A S MANUFACTURAS

Hablar de la manufactura americana en el período colonial supone necesariamente hablar de forma mayoritaria de úna producción de base doméstica y artesanal, de una producción ex­ tremadamente fragmentada y basada en la transformación de los productos de la tierra. Resulta obvio que la mayor parte de los productos transformados eran producidos in situ y que una pro­ ducción de tal naturaleza no implicaba grandes trasiegos de los insumos. Y si bien su origen debe buscarse en la primitiva economía doméstica de los indígenas y en las técnicas aportadas por los colonos tras la conquista, parece claro que el crecimiento económico operado a lo largo del siglo x v i i i creó nuevas condiciones para el consumo a la vez que expandía los mercados. Sin embargo, el estudio de las manufacturas plantea múltiples problemas, y sobre todo debe atenerse al hecho principal de que la producción siguió desarrollándose dentro de los lincamien­ tos tradicionales, pese a las modificaciones sufridas. Por otra parte, habrá que tener en cuenta la competencia establecida entre las manufacturas coloniales y las metropolitanas, junto con el modo en que esa concurrencia afectaba el pacto colonial, y el abastecimiento de los distintos circuitos comerciales. En lo referente a la concurrencia, hay que reseñar que en el siglo xvm, a diferencia de lo ocurrido en centurias anteriores, las manufacturas locales americanas tuvieron que comenzar a competir con una industria europea en pleno desarrollo y en muy desiguales condiciones tecnológicas. \ Gracias al proceso de expansión capitalista, la industria europea había logrado ir disminu­ yendo sus costes productivos, lo cual repercutía en los precios de los productos manufacturados en los mercados coloniáles, que se movían a la baja. Este proceso se vio potenciado por el des­ censo de los fletes marítimos. Sin embargo, en virtud de las enormes distancias y del mal estado del sistema vial el diferencial introducido por los fletes terrestres jugaba como una barrera pro­ teccionista que defendía las manufacturas del interior frente a la penetración de la producción europea. De todas formas resulta imposible generalizar sobre los efectos de la competencia europea, y hacer extensivos sus resultados al conjunto del sector manufacturero. Es necesario hacer una serie de precisiones que aludan a los tipos de manufacturas, al circuito comercial en el que se realizan (el de los indígenas o el de los europeos), a su ubicación geográfica en relación a los

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principales puertos abastecidos desde Europa, etc. Cada una de estas consideraciones supone respuestas distintas para problemas distintos. Decir, como hace una gran parte de la historiogra­ fía al uso, que la Corona estaba en contra del desarrollo manufacturero colonial y que la compe­ tencia de la industria europea arruinó a las manufacturas americanas, no pasa de ser una excesi­ va simplificación y una vuelta constante a tópicos que impiden el planteamiento de verdaderos problemas. Otra de las cuestiones que plantea el estudio de la manufactura es la dispersión del sector. Este hecho se vio agravado porque su actividad quedaba prácticamente fuera de las estadísticas oficiales en virtud de la inmunidad que solían gozar. Hasta el momento en que las alcabalas comenzaron a ser cobradas directamente por la Real Hacienda (el momento varió según los lu­ gares, pero fue en la segunda mitad del siglo xvm), los telares no indígenas solían estar exentos del pago de impuestos. Un elemento clave a tener en cuenta es el proceso reformador iniciado por los Borbones. Una de sus propuestas principales era la transformación de las colonias en mercados capaces de absorber los excedentes de la producción manufacturera españolal. Si bien tal premisa se ins­ cribía dentro de los planteamientos económicos más modernos de la época, no tenían en cuenta dos puntos centrales: 1) el bajo nivel productivo y la falta de competitividad de la industria espa­ ñola, incapaz de abastecer la totalidad de la demanda colonial (o al menos una parte considera­ ble de la misma), y 2) la existencia de ciertos sectores manufactureros coloniales que podían no entrar en competencia con la producción europea, en virtud de su misma naturaleza, como la fabricación de carretas y otros medios de transporte, la construcción privada y las obras públi­ cas, y sobre todo la transformación de productos alimenticios. Fue precisamente la debilidad de la industria peninsular, y el escaso desarrollo de la industria europea en numerosos aspectos, lo que permitió a la manufactura americana un desarrollo mucho mayor del que hubiera sido posible en otras circunstancias. ^ Fueron numerosos los tratadistas peninsulares que abordaron el problema de la reforma del pacto colonial, y especialmente de la utilización de las colonias como mercados. Entre ellos po­ demos citar a Ward, Blanco White, Campillo, Jovellanos y Campomanes, sin pretender ser ex­ haustivos al respecto. De acuerdo con el planteamiento de los mismos, recogido en el esquema reformista borbónico, se descartaba totalmente el desarrollo de la manufactura americana, ya que podía incidir en el comportamiento de la demanda colonial. Así, por ejemplo, podemos leer en el Nuevo Sistema de Gobierno, de Campillo, la siguiente e ilustrativa frase: «Debemos mirar la América bajo... dos conceptos... El primero en cuanto puede dar consumo a nuestros frutos y mercancías... El segundo en cuanto es una porción consi­ derable de monarquía en él que cabe hacer las mismas reformas que en España»2. De acuerdo con su planteamiento, las fábricas y las industrias eran el «único asunto que de ningún modo se debía permitir en la América». Había, sin embargo, algunos tratadistas, como Ulloa o Ward, que tenían puntos de vista diferentes, pero que no pudieron imponerse sobré el pensamiento mayoritario. Dicho pensamiento se vio reflejado en algunas órdenes de la Corona, como, por ejem­ plo, una Real Cédula del 4 de noviembre de 1771, que ordenaba al virrey del Perú la destrucción de todos los obrajes, batanes, chorrillos y trapiches que no contaran con licencia real, a la vez que prohibía en los mismos el trabajo indígena. Órdenes de semejantes características se repitie­ ron a lo largo y ancho del imperio. De todas formas, aún carecemos de los datos necesarios co­ mo para evaluar los resultados concretos de las disposiciones regias, que no parecen haber sido demasiado estudiados, sobre todo si se tienen en cuenta las resistencias de amplios sectores loca­ les. Este hecho nos enfrenta con la imposibilidad de estudiar el estado y la evolución de las may

F ig . 7 3 .—La m anufactura textil arte­ sanal peruana perdura e n el telar h o ­ rizontal d e la fotografía. M ujer pe­ ruana co n feccion an d o una m anta. (Foto C astedo)

nufacturas valiéndonos de fuentes legislativas, ya que el desfase entre la teoría y la realidad solía ser bastante profundo. En algunqs casos, el reformismo borbónico admitía el desarrollo de manufacturas reales en aquellas áreas que por alguna razón (motivos fiscales, planteamientos estratégicos, etc.) intere­ saban al aparato del Estado: reales fábricas de tabaco, pólvora y corambres o la construcción de navios. Estos establecimientos requerían una gran inversión de capitales, que los sectores pri­ vados no estaban dispuestos a aportar, y eran cubiertos generalmente por la Real Hacienda, así como una concentración importante de mano de obra. Si los estudios sobre manufacturas son todavía escasos, aún más lo son las investigaciones dedicadas a los empresarios. En la segunda mitad del siglo x v i i i era bastante común que los miembros de las oligarquías locales se dedicaran a una suma de actividades de muy diversa índo­ le (comercio, minería, agricultura e inclusive la manufactura), complementadas en ciertas oca­ siones con cargos burocráticos, ejercidos en beneficio personal. Sin embargo, parece ser que en la primera mitad del siglo todavía había en algunas regiones americanas fuertes obstáculos que se oponían a la diversificación de actividades y al ascenso social de los españoles dedicados a la manufactura. El crecimiento de los mercados, y por tanto del sector, provocó un redimensionamiento de la actividad industrial y, también, una revalorización de la función empresarial. En el mundo colonial, al igual que en otras regiones del orbe, una de las necesidades básicas de la población era el vestido, lo que provocó un importante desarrollo de la manufactura textil. Esta situación la ha convertido en una de las más conocidas, aunque las limitaciones actuales que nuestro conocimiento tiene sobre dicho sector son todavía bastante numerosas3. Sin em­ bargo, en el caso de que hubiera sido posible medir la actividad del sector, se podría ver que tanto

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en lo que se refiere a la población afectada (esencialmente femenina), como por los recursos mo­ vilizados, las formas domésticas eran mayoritarias. Éstas eran básicamente rurales, ejercidas de un modo amplio por los indígenas y solían destinarse a cubrir las necesidades del autoconsumo del núcleo familiar o comunitario, propietarios de los husos, telares y demás medios de produc­ ción. Pese a la marcada tendencia al autoconsumo, no es posible descartar la existencia del siste­ ma de trabajo a domicilio (putting out system) controlado por los comerciantes, quienes adelan­ taban el capital y las materias primas. Este hecho les permitía controlar el proceso productivo sin necesidad de inmovilizar su capital en instalaciones ni en instrumental. Las necesidades básicas de la población, cubiertas por la producción doméstica o familiar, no se terminaban en el vestido, razón por la cual es posible observar un gran número de produc­ tos elaborados con dichos criterios. Aquí podemos incluir una parte importante de la pro­ ducción cerámica, de zapatos, sombreros, tejas, ladrillos, jabón, productos de cuero, velas y un largo etcétera. Como hemos visto en su momento, también eran numerosas las haciendas que producían dentro de sus límites aquellos productos que necesitaban. El mantenimiento de esta tendencia durante largos años tendía a limitar aún más los estrechos límites del mer­ cado colonial. Sin entrar en contradicción con el sector anteriormente descrito, la producción artesanal era la dominante en los centros urbanos y en los medios hispanos en general. Su desarrollo dependía del tamaño del mercado. En las ciudades, la producción estaba dominada fundamentalmente por formas corporativas o gremiales, que contaban con una fuerte jerarquización interna, que suponía la ¡existencia de maestros, oficiales y aprendices y un complicado sistema de ascensos4. La organización gremial requería para su supervivencia de un sistema de ordenanzas muy rígido, que determinara las características del producto acabado, su precio de venta y que recogiera la práctica totalidad de las circunstancias bajo las cuales se desarrollaba el proceso productivo. Esas normas, que eran estrictamente observadas, suponían la eliminación de toda forma de posible competencia y del desarrollo del espíritu empresarial. Los maestros solían ser los dueños de los medios de producción, y sus talleres solían hacer de tiendas, en las cuales se vendía lo producido en los mismos. No todos los gremios eran iguales, y es posible encontrar algunos muy ricos e importantes, como el de los plateros, y otros más pobres, como el de los zapateros. Precisamente el grado de desarrollo que el gremio de plateros tenía en cada región es una muestra importante del nivel de riqueza de la misma. Una zona rica estaba en condiciones de atesorar plata, y por tanto de entregar trabajo a los plateros para su transformación en joyas y vajilla, situación que no po­ dían permitirse las regiones más empobrecidas. La mayor parte de los gremios dieron lugar al desarrollo de cofradías, que unían a los fines religiosos destacadas formas de ayuda m utua5. Más tarde, a finales del siglo xvm, se comenzaron a formar milicias urbanas a partir de los gre­ mios más importantes6. Una parte considerable de la demanda urbana y de los centros mineros no era cubierta con la producción artesanal. Con la intención de satisfacerla comenzaron a desarrollarse desde el siglo xvi unos centros de producción de manufacturas, sumamente especializados, y que se de­ nominaban obrajes. La mayor parte de ellos se dedicaba a la producción textil. Este tipo de ex­ plotación tenía lugar en zonas densamente pobladas, ya que su funcionamiento requería abun­ dante mano de obra. De este modo los vemos desarrollarse en Nueva España, Perú, Ecuador y el Río de la Plata. Siguiendo la comparación con el sector artesanal, observamos que otra de las características de los obrajes era la mayor inversión de capital que necesitaban. Este hecho se veía compensado por contar con mercados más amplios donde colocar su producción.

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Puede intentarse una cierta clasificación de los obrajes textiles en base al número de telares utilizado y a la cantidad de mano de obra empleada. Los obrajes enteros eran aquellos que te­ nían más de doce telares en funcionamiento y su correspondiente dotación de indígenas; los me­ dios eran también conocidos como chorrillos, y disponían entre seis y doce telares. Junto con los obrajes también se desarrollaron los trapiches, versiones en pequeño de los anteriores, que requerían una menor inversión de capital. Por otra parte, podemos encontrar a algunos obrajes, denominados abiertos, que solían utilizar mano de obra libre. Otra posible clasificación de los obrajes puede hacerse según quien fuera su propietario. Siguiendo este último criterio, los obra­ jes podían ser de la Corona, de particulares y de las comunidades indígenas. A partir de la segunda mitad del siglo xvm se puede ver cómo el capital comercial acrecentó su participación en la industria textil, aumentando la subordinación de los obrajes a los comer­ ciantes (propietarios del capital) y la importancia del trabajo a domicilio. Se desarrolló así una cierta complementariedad entre la actividad de los obrajes y la de los pueblos cercanos. Por ejem­ plo, en la zona de Querétaro, el hilado de la lana se encargaba a los indios que vivían en los poblados próximos a los obrajes. Una vez completada la tarea, la materia prima transfor­ mada se devolvía para su posterior tejido y para finalizar en el obraje la totalidad del proceso productivo. Precisamente, la gran concentración de obrajes y trapiches que tuvo lugar en Querétaro a lo largo del siglo xvm, transformó a su hinterland en la mayor zona productora de lanas de la Nueva España, y probablemente de toda la América hispana. En 1795, Querétaro había supe­ rado ampliamente a otros centros competidores, como la Ciudad de México, Puebla y Cholula7. Evidentemente que su situación geográfica, mucho más cercana a los reales de minas del Norte, favoreció la expansión de su producción, al tiempo que postraba a los obrajes poblanos y a los de las regiones cercanas. Junto con ellos, había centros de segundo orden, como Tlaxcala, San Miguel el Grande, Salvatierra y Valladolid. Si calculamos que por cada telar en funcionamiento eran necesarios, aproximadamente, seis obreros (para cardar, hilar y tejer, entre otras funcio­ nes), podemos concluir que en el México de finales del siglo xvm había algo más de 7.800 tela­ res y que la población empleada en la manufactura textil superaba las 46.800 personas. El altiplano andino, nucleado económicamente en torno a la producción potosina, se había convertido en otra importante zona manufacturera textil8. Podemos ubicar centros importan­ tes de producción en Otavalo, Ambito y Latacunga, cerca de Quito. Precisamente, los «paños de Quito» eran sumamente apreciados en el mercado de Potosí. Por lo general, en la región an­ dina solía emplearse un mayor núrhero de trabajadores que en Nueva España, lo que le daba al sector una impronta muy peculiar. Otras zonas también integradas al espacio peruano y que contaban con centros manufactureros importantes eran Chillán (en Chile) y Córdoba, Salta y Tucumán, en tierras posteriormente integradas en el virreinato del Río de la Plata9. La producción textil americana y la de los obrajes en particular, por lo general, se limitaba a telas burdas y de bajá y mediana calidad. Así nos encontramos con sayales, sargas, paños, pañetes, frazadas, mantas y ponchos. Precisamente era el nivel de calidad de la producción ame­ ricana lo que le garantizó durante mucho tiempo su supervivencia. Por otra parte, es posible observar una cierta especialización de la producción en cuanto a la materia prima española (lana o algodón). Generalmente, tal fenómeno respondía, por encima de cualquier otra explicación, a la proximidad de los centros productores. En los siglos xvi y xvil los obrajes se habían constituido en las empresas más costosas (con excepción de la minería), a tal punto que su precio de venta superaba a las explotaciones agríco­ las y ganaderas. Su elevado precio se debía al coste del equipo y de los insumos necesarios, así

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como de la mano de obra, que muchas veces se transmitía junto con la titularidad de la propie­ dad. Esta situación llegó hasta el siglo x v i i i , y el valor de los obrajes superaba al de muchas fincas rústicas. La producción de los obrajes dependía de recursos externos, no limitados a la lana o al algo­ dón, ya que también eran necesarios otros insumos, como los tintes y algunas sustancias minera­ les imprescindibles para el teñido y lavado de las telas, así como el equipo necesario para com­ plementar el proceso productivo y el alimento que requerían los operarios. La gran dependencia del sector obrajero con respecto al abastecimiento de insumos lo hacía enormemente sensible frente a los avatares coyunturales. Así, en la producción mexicana vemos cómo entre 1775 y 1816 la producción llegó a interrumpirse tres veces. En 1785 una grave crisis afectó a México. Esa crisis se caracterizó por las epidemias, las malas cosechas y la redacción del ganado mayor. Este último hecho afectó a la cría de ovejas y, por tanto, la producción de lana se redujo notablemente. La cabaña ovina se contrajo, entre 1779 y 1788, de cinco a cuatro millones cabezas. La situación provocó carestía, precios altos e irregularidades en el movimiento salarial, lo que condujo a una contracción clara en el número de obrajes y trapiches en funciona­ miento. Los otros momentos difíciles se produjeron entre 1805 y 1806 y a partir de 1810. Mien­ tras que el primero respondió a los efectos provocados por la aplicación del decreto de consoli­ dación de vales reales, el segundo se debió a los desajustes causados por las contiendas independentistas. Un problema importante que debieron solucionar los dueños de los obrajes era la provisión de mano de obra para los mismos. A partir del siglo x v i i el número de esclavos negros emplea­ dos en ellos comenzó a aumentar, aunque los trabajadores indígenas seguían siendo mayoritarios. Era normal que muchos mestizos, negros y mulatos comenzaran a trabajar en los obrajes a través de un sistema de aprendizaje. Los padres solían colocar a sus hijos jóvenes en los obra­ jes, como aprendices, con el objeto de que se capacitaran en el ejercicio de un oficio, general­ mente el de tejedor. El período de aprendizaje solía durar tres años, y la mayor parte de los jóvenes solía comenzarlo entre los 15 y 20 años de edad. Algunos españoles también seguían este camino, pero en general lo hacían si pertenecían a los sectores más pobres de la sociedad. En el caso de los indígenas, era frecuente que se los retuviera trabajando en los obrajes a través del endeudamiento. ^ Como ya se ha puesto de manifiesto en las líneas precedentes, no por principal el sector textil era el único existente en el marco de la manufactura colonial. Se ha mencionado la importancia de los astilleros. La construcción, mantenimiento y reparación de buques, aptos para el trans­ porte marítimo y fluvial, supusieron la concentración de recursos en Guayaquil, La Habana y Asunción del Paraguay. En los tres puertos la actividad constructora fue notabilísima, y ella se vio favorecida por la presencia en las regiones cercanas de maderas, brea y textiles aptos para la producción de lonas, maromas y otros insumos necesarios para la actividad de los astilleros. Sobre la actividad de aquellos situados en las cercanías de Asunción reproducimos un testimonio de la época: «Todas las embarcaciones menores y mayores, hasta Fragatas de tráfico de aquel Río, y que pasan de setenta, se han construido en nuestro territorio oriental, y aunque en cual­ quier parte de las Riveras de sus Ríos navegables pueden establecerse Astilleros, por ahora sólo hay dos, uno en el mencionado Puerto de San Josef en el Paraná hacia el Paralelo del Lago Iberá y otro, en el parag;e llamado la Villeta sobre la Rivera del Paraguay, a seis leguas aguas abaxo de la Asumpción y trescientos distante del Mar; desde donde baxan boyantes las Fragatas que allí se construyen; pueden las mismas Aguas en tiempo de creciente llevar Navios hasta Montevideo»10.

F ig. 74.—Cardando la lana. Ilustración del libro Trujillo del Perü, por B. J. Martínez Compañón. Palácio Real. Madrid. (Foto Oronoz) / \

F ig. 75.—El hilado con las ruecas tradicionales. Ilustración del libro Trujillo del Perú, por É. J. Martínez Compañón. Palacio Real. Madrid. (Foto Oronoz)

Junto con los astilleros se desarrolló la industria de la pólvora, que dio lugar a una importan­ te actividad en los centros salitreros, que debía abastecer las necesidades de la minería y de los ejércitos coloniales, ejércitos que requerían cada vez más armas. Precisamente en épocas de gue­ rra y de dificultades en la navegación intercontinental, la producción tendió a aumentar en las regiones americanas. También hay que tener en cuenta la importancia que tenía la transforma­ ción de materias primas. Pero un estudio detallado del sector escaparía en demasía a los objeti­ vos del presente trabajo, que sólo pretende señalar las grandes líneas ordenadoras de la econo­ mía colonial. Economía que, como ya habíamos visto, tenía en la Real Hacienda uno de sus elementos claves. Y precisamente será de ella de quien nos ocuparemos en las páginas siguientes.

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N otas 1 Véanse de M arcelo Bitar L etayf, E co n o m ista s españ oles d e l siglo X V I I I , M adrid, 1968, y de M iguel A rtola, C am pillo y las refo rm a s d e C arlos III, en «R evista de In d ias», n ú m . 12 (1952). 2 J osé Campillo y C ossío, N u evo sistem a d e gob iern o econ óm ico p a ra la A m érica, con los m ales y dañ os qu e le

causa e l q u e h o y tiene, d e lo s qu e p a rtic ip a co p io sa m en te E spañ a, y rem ed io s universales p a ra qu e la p rim era tenga ven ta ja s considerables y la segun da m a yo res in tereses, M adrid, 1789. 3 V éanse los trabajos de J ohn C. Super, L a vid a en Q u erétaro du ran te la C olonia, 1531-1810, M éxico, 1983, cap. V , y Q uerétaro obrajes: In d u stry a n d S o ciety in P ro vin cia l M éxico, 1600-1810, en «H ispanic Am erican H istórica! R eview », vol. 56, nú m . 2 (1976); F ernando Silva Santisteban, L os o b rajes en e l virrein ato d e l P erú, Lim a, 1964; R i­ chard E . G reenleaf, The O b raje in th e L a te M exican C o lo n y , en «T he A m ericas» vol. 23, núm . 3 (1967), y J a n Bazant, E volu tion o f th e T extile In d u stry in P u ebla, 1544-1845, en «C om parative Studies in Society and H istory», v o l. 7, núm . 1 (1964). 4 Véanse R icardo L evene, In vestigacion es acerca d e la H isto ria econ óm ica d e l Virreinato d e l P la ta , en O bras d e R ica rd o L even e, tom o II, B uenos A ires, 1962, cap. XV III; R ichard Konetzke, L a s ordenan zas d e g rem ios co m o do cu ­ m en to p a ra la H isto ria S ocial d e H isp a n o -A m érica du ran te la ép o ca colon ial, en «R evista Internacional de S ociología» año V, núm 18 (1947); J osé T orre R evello, E l grem io d e p la te ro s en las In dias occiden tales, B uenos A ires, 1932, y M anuel Carrera E stampa, L os g rem ios m exicanos, 1521-1861, M éxico, 1954. 5 O linda C elestino y A lbert M eyers, L a s cofradías en e l P erú: región cen tral, Reihe, 1981, y G ary W endell G raff, C ofradías in the N e w K in gdom o f Granada: L a y F reternities in a Spanish-Am erican F rontier Society, 1600-1755, tesis doctoral, University o f W isconsin, M adison, 1973. 6 C hriston I. A rcher, E l ejército en e l M éxico b orbón ico, 1760-1810, M éxico, 1983, cap. VII. 7 Ver J. Super, L a vida en Q u eréta ro ... (ver n ota 3), pág. 90. 8 F . Silva Santisteban, L os o b ra je s... (ver n ota 3). 9 T ulio H alperin D onghi, R evolu ción y guerra. F orm ación d e una elite dirigen te en la A rg en tin a criolla, Bue­ nos Aires, 1972, págs. 16-27. 10 Citado en J uan C arlos N icolau, A n te ce d en tes p a ra la historia d e la indu stria argentina, Buenos A ires, 1968, pág. 23.

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"V

CAPÍTULO VIII LA REAL HACIENDA

Si bien en materia económica las reformas borbónicas no se limitaron a la Real Hacienda, sí podemos observar en gran parte de ellas motivaciones fiscales. De ahí la gran trascendencia que a la materia fiscal se le otorgó desde la cúpula gubernamental. La Real Hacienda había sido una de las piezas claves en el esquema colonial trazado por la monarquía española para implan­ tar su poder en América. A partir de ella se trataba de concretar una estructura fiscal perfecta­ mente definida, y que fuera capaz de recaudar los impuestos reales, distribuir los fondos necesa­ rios para afrontar las necesidades de las empresas coloniales y, una vez cubiertos todos los gas­ tos propios de la administración colonial, enviar a la metrópoli los superávit obtenidos. Se trata­ ba, en definitiva, de velar por los intereses de la Corona en el mundo colonial. La actividad de la Real Hacienda se inició prácticamente con la conquista, y los oficiales reales asociados a su actividad (contadores, tesoreros, factores, proveedores, pagadores y veedores) pasaron a con­ trolar la administración fiscal de las regiones en las que se establecieron. En el siglo xvm México proporcionaba las dos terceras partes de las rentas extraídas de In­ dias, lo que la había convertido en la colonia más importante. De hecho, entre mediados y fina­ les del mismo siglo la recaudación de la Real Hacienda prácticamente se triplicó, pasando de casi seis millones de pesos a dieciocho. Este crecimiento de las recaudaciones fue similar en toda América, y como ya vimos no fue seguido en la misma proporción por el crecimiento de la po­ blación o de la producción. Vale decir que la niejora en la gestión fue prácticamente la causa principal del crecimiento. Y si bien el siglo xvm supuso un aumento importante del monopolio fiscal ejercido por la Real Hacienda, al pasar a su administración directa impuestos anteriormente arrendados como las alcabalas y los almojarifazgos, hay que tener encuenta que desde un principio los oficiales reales recaudaban un alto porcentaje de los impuestos vigentes. Como bien señalan Herbert Klein y John Te Paske *, la hacienda indiana funcionaba de ún modo mucho más racional, e inclusi­ ve más unificado, que la peninsular. Éste hecho es lógico si se tiene en cuenta que fue posible trasladar a América la estructura hacendística española sin los lastres de la metrópoli, consecuen­ cia de las estructuras heredadas de los distintos reinos integrados en la Corona española. De este modo se puede observar cómo en las colonias había una superposición mucho menor entre los

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diferentes organismos y cuerpos semiautónomos o particulares dedicados á la recaudación de los impuestos y tributos. Contrariamente a lo que sucedía en España, donde las diferencias locales y regionales tenían mucho peso, en América todas las cajas reales funcionaban del mismo modo. Hasta principios del siglo xvm la máxima institución en materia fiscal con competencia en América era el Consejo de Indias, pero tras la creación de las secretarías de despacho todo lo concerniente a la gestión hacendística colonial se encomendó a la Secretaría del Despacho Uni­ versal de Asuntos de Indias, en 17172. Ya en el continente americano, y dentro de cada virrei­ nato, eran los virreyes los responsables de tal cometido. Sin embargo, en este terreno también se introdujeron importantes modificaciones. En un primer momento éstas supusieron una am­ pliación de las funciones virreinales, a tal punto que entre 1747 y 1751 su jurisdicción podía equi­ pararse con la que en España detentaban los superintendentes generales. Pese a las amplias atribuciones que los virreyes tenían en materia fiscal, debían ser asistidos en sus funciones por una Junta de Hacienda. Ésta debía estar integrada por los miembros de la Audiencia, el fiscal, los oficiales reales de la Caja Real asentada en la capital del virreinato y un escribano de la Real Hacienda. A lo largo del siglo x v i i i los virreyes hicieron un amplio uso de las Juntas de Hacienda, ya que era un modo eficaz de corresponsabilizar a ese cuerpo colegiado de las decisiones adoptadas, al tiempo que se atenuaban sus responsabilidades a los ojos del poder central frente a un posible fracaso. A mediados del siglo se delimitaron de una forma específica las competencias del cuerpo, que desde entonces pasó a llamarse Junta Supe­ rior de la Real Hacienda. Ella tendría a su cargo la administración de justicia en aquellos asun­ tos referentes a cuestiones fiscales. A lo anterior había que sumar el control de los gastos milita­ res y el manejo del erario público. Una de las piezas claves del sistema eran las cajas reales. Solían establecerse en las capitales de los virreinatos y en las sedes de las gobernaciones más importantes. A lo largo del siglo x v i i i se crearon nuevas cajas, en consonancia con los esfuerzos borbónicos por aumentar el control fiscal, si bien es cierto que también se cerraron aquellas que no podían mantener una mínima actividad y autofinanciarse. Mientras que en Nueva España el número de cajas creció constante­ mente, e inclusive llegó a intensificarse a finales del siglo3, la red peruana se contrajo, respon­ diendo, por un lado, a la caída operada en la producción de plata y, por otro, a la segregación de vastos territorios que de 1776 en adelante conformaron el virreinato del Río de la Plata. De las once cajas que había en el Perú en 1760, se pasó a siete a finales del período colonial. En las grandes cajas, como podían ser las de México o Lima, los contadores eran los respon­ sables de llevar los libros, asentar en ellos las entradas y salidas producidas, certificar todas las transacciones y guardar en su poder una de las tres llaves de la caja fuerte. Por su parte, el teso­ rero tenía la responsabilidad de guardar el dinero, distribuir los fondos asignados a instituciones o particulares de acuerdo con los presupuestos previamente elaborados y las órdenes emanadas de la superioridad, al tiempo que debía tener otra de las tres llaves. El poseedor de la tercera llave era el factor, que hacía las veces de agente fiscal o director mercantil de la tesorería, y man­ tenía las relaciones con las restantes cajas del virreinato; también debía proteger las armas, pól­ vora, municiones y cuanto producto se hubiera almacenado en la caja de su distrito. Era norma que todo movimiento de dinero se hiciera ante la presencia de los funcionarios que tenían las tres llaves, vale decir del tesorero, el contador y el factor. Los veedores eran los encargados de supervisarla fundición de oro y plata; en los siglos xvn y x v i i i s u figura dio lugar al ensayador y al fundidor. Las tesorerías principales contaban, además de los funcionarios ya mencionados, con proveedores y pagadores.

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F ig. 76.—Balcón del Ayuntamiento de Panamá. Archivo de Indias. Sevilla. (Foto Oronoz)

Una vez que en las colonias se comenzó a aplicar el sistema de intendencias4, los oficiales reales con categoría de ministros se redujeron a dos en cada caja: contador y tesorero. Sin em­ bargo, tanto los sueldos como las plantillas fueron aumentados, en un claro intento de mejorar los rendimientos, la eficacia administrativa y la claridad en la gestión. El contador debía llevar dos libros, el manual o diario y el mayor, donde las cuentas se distri­ buían por ramos. El control y las auditorías los llevaban los pesquisidores y el Tribunal de Cuen­ tas. Los contadores mayores del tribunal hacían visitas anuales a las cajas ubicadas dentro de su jurisdicción. A lo largo del siglo xvm se fue incrementando el número de contadores y fun­ cionarios auxiliares del tribunal, lo cual no repercutió necesariamente en una mejora de la efica­ cia administrativa y en la gestión de los organismos fiscales. El movimiento reformista implementado por los Borbones fue profundo. El grueso de las medidas se tomó entre 1773 y 1785, aunque se puede afirmar que los años anteriores correspon­ dieron a un largo período de adecuación de las estructuras hacendísticas con el fin de hacerlas proclives a admitir el cambio, así como que los últimos años del siglo fueron de consolidación

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de las reformas efectuadas. Es necesario aclarar, sin embargo, que no todo lo planificado por la camarilla ilustrada pudo plasmarse en la realidad, que algunas medidas sólo se cumplieron a medias y que inclusive hubo otras en las que fue necesario volver atrás, tal como sucedió con los intentos de poner en marcha el sistema de contabilidad por partida doble5. El puntapié inicial para las reformas estuvo simbolizado por la visitas de Areche y Gálvez6. Entre los primeros objetivos de las visitas se encontraba la reforma profunda de la Real Hacien­ da. La puesta en práctica de algunos de los presupuestos reformistas dio lugar a los primeros conflictos, iniciados normalmente por la acción obstruccionista de los virreyes, que trataban de entorpecer y boicotear el accionar de los visitadores. El conflicto se solucionó momentá­ neamente con la derrota de los virreyes, lo que significó la pérdida de algunas prerrogativas que tenían en materia fiscal. Luego se confiaría la Superintendencia de la Real Hacienda a un funcionario especial, distinto del virrey. Sin embargo, el gran poder que durante largas dé­ cadas habían acumulado estos últimos dentro del esquema de poder colonial fue suficiente co­ mo para que lograran recuperar sus perrogativas y que la figura del superintendente se uniera con la suya. De acuerdo con los criterios que mantenía Gálvez, en tanto secretario de Indias, se quería limitar las atribuciones de los virreyes a las esferas gubernativa y militar, dejando todo lo refe­ rente a la hacienda, la economía y la gestión administrativa en manos de técnicos especializados. Sus reformas comenzaron teniendo un éxito parcial bajo la forma del sistema de intendencias. Sin embargo, su implementación fue muy desigual; mientras en Nueva Granada el sistema no fue posible, sí tuvo bastante éxito en Venezuela. Uno de los objetivos básicos sobre los que giraba el planteamiento reformista era la elimina­ ción de los atrasos en la rendición de cuentas, tratándose de introducir la puntualidad en las mismas. Para ello se quería implantar el método de partida doble, en lugar del ya antiguo, pero todavía en uso, de cargo y data. De acuerdo con el nuevo método, deberían llevarse tres libros: manual, mayor y de caja. A partir de 1785 se comenzó a aplicar el «Nuevo Método de Cuenta y Razón para la Real Hacienda de las Indias», aprobado por el rey el 9 de mayo del año anterior, que suponía, al menos teóricamente, la institucionalización definitiva y generalizada del sistema de partida doble. Un hecho importante que nos ayudará a evaluar la evolución futura del sistema es que su aplicación creó un enorme caos entre los funcionarios de la Hacienda encargados de llevar los libros, que se demostraron poco prácticos en la nueva técnica contable. Observando las anota­ ciones registradas en lo$ libros de aquellos años es posible atestiguar la presencia de múltiples tachaduras, correcciones y enmiendas, que confirman las dificultades de los atribulados funcio­ narios para amoldarse al nuevo sistema. A las dificultades ante lo nuevo hay que sumar las resis­ tencias de numerosos funcionarios por el aumento que en su control suponía la innovación técnicocontable. Pese a estar situados en los más remotos confines del imperio« español, los funciona­ rios supieron hacerse oír y fue necesario dar marcha atrás. Así, por ejemplo, en el virreinato del Río de la Plata, en 1788, se retornó al viejo sistema de cargo y data. Junto con el nuevo método contable, otra de las innovaciones introducidas fue la creación del ramo de «Real Hacienda en Común». En muchas tesorerías era corriente que los caudales de ese ramo se utilizaran como «extraordinario». En general, la data solía representar el total de pagos para los cuales no había definido ningún ramo en el cargo o para aquellos pagos que hubieran excedido los ingresos de su ramo correspondiente. Otra modificación que se introdujo en est^ época, y muy vinculada a los intentos de implan­ tar el sistema de partida doble, fue la división de los ramos en tres grupos: ramos de la Real

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Hacienda, ramos particuláres y ramos ajenos. Si bien esta división se aplicó durante graiLparte del siglo x v i i i , fue a finales de siglo cuando los oficiales reales comenzaron a utilizar esa clasifi­ cación de un modo mucho más claro y estricto. Los ramos de la Real Hacienda solían representar la mayor parte de los ingresos fiscales, y englobaban, entre otros, los impuestos sobre la minería, los tributos, los impuestos a las ventas (alcabalas) y al comercio exterior (almojarifazgos), algunos monopolios reales, ciertas multas y otras exacciones debidas a la Corona. Con esos ingresos solía pagarse a la burocracia colonial y los gastos de la administración y se afrontaba el mantenimiento de todo el sistema defensivo, tanto en su aspecto naval como puramente militar. Los ramos particulares, o de segunda clase, comprendían aquellos impuestos asignados por la Corona para cubrir algún gasto específico o afrontar algún fin concreto, y por tanto los oficiales de la hacienda no podían disponer libre­ mente de ellos. Allí se incluían, entre otros, la media annata y la mesada eclesiástica, las vacan­ tes mayores y menores, etc. Los ramos ajenos también se componían de ingresos dispuestos para fines específicos, tanto en España como en América. Aquí podemos incluir el tomín para los hospitales, el señoreaje (real cobrado por marco amonedado) usado para la formación y fomen­ to de la minería, etc. Desde un punto de vista teórico, los ingresos causados por los ramos de particulares y ajenos no podían utilizarse con fines generales, aunque de hecho se producía un gran número de transferencias, de unas cuentas a otras, con la intención de cubrir los déficit que se iban encontrando. Estos movimientos comenzaron a hacerse más comunes a principios del siglo xix, cuando los gastos de la Administración se hicieron mayores y los ingresos comen­ zaron a mermar. La presión fiscal aumentó a partir del momento en que el Estado se hizo cargo de la gestión directa de las alcabalas. Para hacer más efectivo su cobro, se amplió considerablemente la red aduanera. Con la creación de las aduanas las recaudaciones aumentaron de forma manifiesta y el sistema fue extendiéndose a las provincias del interior. En Potosí, con el fin de aumentar la recaudación, el visitador Areche especulaba con levantar la exención que para pagar la alca­ bala gozaban algunos productos, como el carbón, la leña y la sal. Una particularidad de ese trá­ fico era que estaba monopolizado por los indios, pero lo más importante del caso es que se trata­ ba de insumos mineros consumidos en cantidad, y si se hubiera aprobado el proyecto las recau­ daciones de la aduana potosina hubieran aumentando en cerca de un 40 por 100. El aumento de la presión fiscal también supuso ún incremento de la conflictividad social, que en algunos lugares, como Arequipa, tomó la forma de asonadas y motines urbanos. En un informe presentado por la Secretaría de Hacienda al rey, en 1814, se sintetizaba el estado en que se encontraban las colonias españolas a finales del siglo x v i i i y principios del si­ glo xix. De él tomaremos los datos básicos a fin de tener una idea más acabada del estado del erario colonial en la época. En Nueva España, los ingresos de la Hacienda entre 1795 y 1799 fueron de 20.462.307 pesos, siendo los gastos de administración de 5.733.500 pesos. Como se pagaron gastos de guerra, ad­ ministración de justicia y otros asuntos relacionados con la acción gubernamental por un valor de 16.757.361 pesos, el déficit en el período mencionado fue de 2.280.555 pesos. Pese al mal estado que atravesaban las cajas novohispanas, fue posible enviar a la metrópoli, entre 1808 y 1811, 31.569.674 pesos (22.432.000 para el Gobierno y el resto para particulares). Desde 1812 llegaron algunos caudales para particulares, pero muy pocos para el Gobierno. En junio de 1813 el virrey Calleja informaba que el déficit de la Tesorería era de 51.404.846 pesos, y mensualmente quedaban sin cubir gastos por 200.000 pesos. Para hacer frente a los gas­ tos más inmediatos, el virrey abrió un préstamo voluntario entre las «personas pudientes», obte-

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niéndose por esta vía 1.078.900 pesos, pero para ello fue necesario hipotecar la mitad de los ren­ dimientos de la aduana de México. ' Una de las causas de los apuros de la Hacienda fue la supresión del tributo indígena por parte del Gobierno constitucional, que desde la fecha de su implantación (Decreto de las Cortes del 13 de marzo de 1811) hasta finales del 1813 había mermado las rentas en 1.159.951 pesos. En Guatemala, los ingresos de las cajas de la Real Hacienda supusieron 1.627.525 pesos 5 reales, en 1792. Los gastos fueron de 1.405.661 pesos 2 reales. De 1805 a 1809 se produjeron 619.628 pesos 2 reales 3 maravedíes, y las erogaciones fueron de 1.004.335 pesos 17 maravedíes, con un déficit de 384.706 pesos 6 reales 14 maravedíes. Desde el 1 de enero de 1799 al 31 de agosto de 1810 las deudas pasivas ascendieron a 4.911.289 pesos 2 reales y las activas eran de 543.321 pesos 1 1/2 reales. Si bien por la paz de Basilea se había cedido la isla de Santo Domingo a los franceses, ésta fue reconquistada por tropas inglesas y españolas en 1809. De todas formas, sus ingresos eran escasos y se mantenía gracias al situado de 150.000 pesos anuales enviado desde México. La isla de Cuba también recibía 1.890.000 pesos, que se remitían anualmente desde México/ y se destinaban a los más diversos ramos. A partir de 1810, debido al estado insurreccional exis­ tente en México, los situados mexicanos dejaron de llegar a Cuba, que tuvo que subsistir en fun­

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ción de sus propios ingresos. Esto fue posible gracias al desarrollo del comercio libre y al incre­ mento conexo de la recaudación impositiva. En 1805 y 1806, las Cajas Reales de Cuba habían producido 6.846.914 pesos 5 reales; deducidos todos los gastos, quedó un superávit de 224.849 pesos 3 1/2 reales. En 1812, los ingresos fueron de 3.513.476 pesos 7 reales. Aquí es importante tener en cuenta que la isla de Cuba no fue afectada por el estallido revolucionario. Los gastos fueron de 3.513.476 pesos 3 3/4 reales, y las existencias al final del período ascendieron a 345.163 pesos 3 1/4 reales. Los funcionarios de la Hacienda atribuyeron a la paz reinante en la isla y al incremento del comercio extranjero el aumento logrado en las recaudaciones. Los ingresos de Puerto Rico en 1792 fueron de 264.019 pesos 6 maravedíes, a los que hay que agregar 376.896 pesos remitidos desde México. Los gastos de la colonia eran de 358.640 pe­ sos. Desde 1809 no se recibía el situado mexicano y los ingresos anuales habían descendido a 96.000 pesos, sobre todo por lá situación bélica que sacudía a los Estados Unidos. De esta forma había un déficit anual de 98.485 pesos, que no era mayor por pagarse la mitad del salario a los empleados y desarrollarse una política de ahorro absoluto. De no ser por ello, el déficit hubiera sido superior a 500.000 pesos anuales. Debido a los apuros de la Hacienda, las autoridades loca­ les emitieron 500.000 pesos en papel moneda, que circulaba con una pérdida del 50 por 100 de su valor nominal (hubo momentos en los cuales perdió casi el 100 por 100). Pensacola y San Agustín de la Florida también dependían para su supervivencia de los 201.000 pesos que anualmente enviaba como situado la Tesorería de México. Sin embargo, éste empezó a faltar a partir de 1811. Pese a que algunos auxilios comenzaron a mandarse desde La Habana, muy escasos, la situación llegó a tal punto que a los empleados se les adeudaba más de 40 men­ sualidades. El virreinato del Perú debía rendir en un año común de tranquilidad una suma cercana a los 11.000.000 de pesos y sus gastos rondarían los 7.700.000 pesos. Pero las últimas guerras euro­ peas habían interrumpido el comercio y reducido los ingresos de la Hacienda, razón por la cual fue necesario negociar un préstamo de 2.000.000 de pesos, con la garantía de las rentas de la Hacienda. La situación de insurgencia en Quito, Alto Perú y el Río de la Plata y la necesaria movilización de ejércitos y recursos con el fin de sofocar a los rebeldes provocó un aumento considerable en los gastos extraordinarios. Sin embargo, la gestión del virrey Abascal permitió mantener las finanzas más o menos saneadas; pero, al igual que en México, la abolición del tri­ buto provocó dificultades, en este caso concreto, un quebranto de 1.200.000 pesos, que era la suma ingresada por ese concepto. Para reparar tal estado de cosas, el virrey convocó una junta que propuso las siguientes soluciones: 1) aumento proporcional al tabaco de consumo; 2) iguala­ ción de derechos y aumento provisional de otros en los géneros extranjeros que se introduzcan, y 3) continuación en el cobro del tributo, a lo cual, teóricamente y según el testimonio del virrey, se habían prestado voluntariamente los mismos indios. El Ministerio de Hacienda aún no se ha­ bía expedido sobre el particulai*. El virreinato del Río de la Plata ya se había perdido en 1814 para el dominio español. En un año común sus cajas habrían producido 9.000.000 de pesos y sus gastos apenas superarían los 6.000.000. La situación en Montevideo, leal a la Corona, era bastante desesperada; sin em­ bargo, sus habitantes habían decidido establecer un Consulado de comercio, de manera de soco­ rrer los gastos más urgentes. En Chile, en 1792, los ingresos fueron de 2.155.459 pesos y los gastos fueron de 1.177.980 pesos. En general, el sobrante se enviaba a la Península por la vía de Buenos Aires. Dado el estado insurreccional que se vivía en está última ciudad, no se tenían noticias del estado de su Hacienda.

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El virreinato de Santa Fe produjo en 1808 unos ingresos de 8.159.047 pesos y tuvo unos gas­ tos de 7.386.266 pesos. En 1814, parte del territorio virreinal estaba en poder de los independentistas, por lo cual las rentas producidas apenas alcanzaban a sufragar los gastos más inmediatos, y no podían contar con ningún dinero para auxiliar a las fuerzas armadas enviadas desde la me­ trópoli. Por último, en Venezuela, en 1792 los ingresos eran de 4.937.278 pesos y los gastos de 2.918.747 pesos. Tras el intento de Miranda de invadir Caracas, las rentas sufrieron un trastorno conside­ rable, del cual no se pudieron recuperar7. Como se ha visto, en una apretada revista por los territorios coloniales, el estado de los mis­ mos al comenzar el siglo xix era francamente deplorable, y su capacidad de acudir en auxilio de la metrópoli totalmente nula. Este hecho dejará a España librada a su propia suerte en sus intentos de reconquistar América tras el inicio del proceso emancipador. Pero las fuerzas de la metrópoli, devastadas por su propia guerra de independencia, no eran muchas. La conclusión fue obvia: el desmembramiento del vasto imperio secular.

N otas 1 J ohn T e P aske y H erbert Klein, The R o y a l Treasuries o f the Spanish E m pire in A m eric a , 3 v o ls., vol. 1 , Perú; v ol. 2, A lto P erú y, v ol. 3, C hile y R ío d e la Plata, D u rh am , 1982. 2 G uillermo C éspedes del Castillo, R eorganización d e la H acien da virreinal p eru an a en el siglo X V I I I, en «A n u a rio d e H istoria d el D erech o esp añ ol», to m o XX III, nú m . 48 (1 9 5 3 ), págs. 331 y sigs. 3 J ohn T e P aske, L a R ea l H acien da d e N u eva E spaña: la R ea l C aja d e M éxico (1576-1816), M éxico, 1976. 4 Véase J ohn R. F isher, G obiern o y so c ied a d en e l P erú colonial: el régim en d e las intendencias, 1784-1814, Lim a, 1981, cap. V. 5 P edro S. M artínez, R efo rm a d e la co n ta b ilid a d colon ial en el siglo X V III. E l m éto d o d e p a rtid a d o b le , en «A n u a rio d e E stu d ios A m erica n o s» , to m o 2CVII (1960). 6 Véase H erbert I. P riestley, J o sé d e G álvez, V isitor G eneral o f N e w S pain, Berkeley, 1916, y Vicente P ala­ cio A tard, A rech e y Guirior. O bservacion es so b re el fra c a so d e una visita a l P erú , Sevilla, 1946. 7 In fo rm e d e los oficiales d e la Secretaría d e H acienda, D ep a rta m en to d e In dias, 1814, A rchivo del P alacio Real, M adrid, Sección H istórica, Caja 298.

CAPÍTULO IX EL COMERCIO COLONIAL INTERCONTINENTAL

Sumario: El com ercio legal. — El com ercio directo europ eo. — L os franceses. — H o la n d eses e in gleses. — N otas

Al comenzar la última parte de este trabajo dedicado a la economía colonial del siglo xvm podríamos preguntarnos acerca de la validez que tiene el estudio del comercio colonial, ya que a través suyo resulta materialmente imposible determinar el volumen real de la producción ame­ ricana, en virtud de los productos que participaban de esos intercambios. Son otras las razones que nos mueven a su estudio, y entre ellas podemos encontrar algunas respuestas para nuestro interrogante inicial. Creo que una de las más importantes se vincula con la posibilidad que brin­ da su conocimiento de aproximarse al funcionamiento de un sector importante de la economía y la sociedad colonial: el mercado. Por otra parte, en tanto el comercio era una fuente de apro­ piación de los excedentes manejada por varios sectores sociales, resulta obvio que su mejor co­ nocimiento redundará en una mayor precisión sobre los problemas de la formación, acumula­ ción y funcionamiento del capital comercial y de los comerciantes. Y en una sociedad como la americana, donde el papel jugado por el capital comercial a la hora de vertebrar los espacios y la economía colonial resulta algo fundamental, cuanto más podamos saber acerca de los meca­ nismos que hacen posible su existencia y realización más podremos calar en las razones de su funcionamiento. Una vez aclarada la validez del estudio del comercio colonial resulta conveniente plantearse la necesidad de enfocarlo en estrecha relación con la coyuntura económica de la España «ilustra­ da», vinculada al dinamismo del siglo xvm. En este sentido debería verse al comercio colonial como un todo, donde los recursos se asignarían según el grado de desarrollo de cada uno de los sectores participantes. De ahí la intensa participación que tuvo Cataluña en el mismo. Como bien afirma García-Baquero \ en Cataluña el comercio colonial creó una demanda que pudo absorber la producción agraria y manufacturera de la región, al tiempo que proporcionaba á esta última materias primas a bajos precios y posibilitaba una importante acumulación de capi­ tales que permitían el desarrollo regional. Sin embargo, el resto de la Península no supo aprove­ char de la misma manera el estímulo que representaban el comercio y los mercados coloniales 2.

F ig . 78.—Navios del siglo xviii, por Cortellini. Museo Naval. Madrid. (Foto Oronoz)

El comercio legal Tal como se ha planteado en páginas anteriores, en los primeros siglos de existencia del siste­ ma colonial, el comercio transatlántico había estado garantizado por el sistema de flotas y galeo­ nes. La razón de ser del mismo era otorgar protección a los caudales transportados a la metrópo­ li y mantener abiertas las vías de comunicación interoceánicas. Gomo contrapartida por los me­ tales preciosos y algunas materias primas que se exportaban, las colonias podían beneficiarse del retorno de manufacturas europeas (fundamentalmente, textiles de calidad), hierro, mercu­ rio, especies y algunos productos alimenticios de origen peninsular. Otro de los objetivos que mantenía vigente al sistema de flotas y galeones era el manteni­ miento del sistema de monopolio, bajo cuyo signo se desarrolló el comercio colonial prácticmante desde sus inicios. Es más, la mayor parte de las reformas introducidas por los Borbones en la materia se mantuvieron más o menos fieles a la vieja noción, a la cual no se pretendió renunciar durante la mayor parte del siglo xvm. El monopolio3 fue la base de todo el sistema mercantil que regía los intercambios entre las colonias americanas y su metrópoli española, y su sola existencia suponía una doble restricción. Por un lado, se limitaba a los súbditos españo­ les el derecho a comerciar con las colonias, y a residir en ellas, a la vez que se prohibía a los extranjeros el usufructo de tales derechos. Esta prohibición quedó recogida en la Recopilación de las Leyes de Indias (ley 1, título 27, libro IX), donde se expresaba «que ningún extrajero, ni otro cualquiera, prohibido por estas leyes, pueda tratar, ni contratar en Indias, ni de ellas ni a estos reynos, ni otras partes, ni pasar a ellas si no estuviese habilitado con naturaleza y licen­ cia nuestra».

LA ECONOMÍA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

167

Como veremos más adelante, estas disposiciones fueron repetidas en numerosas oportunidas, y en muchas más contravenidas. De ahí, la abundante legislación anticontrabando produci­ da por la Administración española, y de ahí también la presencia de comerciantes ingleses, fran­ ceses y holandeses en las costas americanas en diversos momentos del siglo xvin. El otro aspecto del monopolio requería que todo el comercio y el tráfico colonial se centrali­ zaran en el puerto de Sevilla, de manera de poder controlar mejor los intercambios y aplicar la fiscalidad con cierta comodidad y contundencia. El monopolio sevillano supuso la exclusión de los restantes puertos peninsulares del comercio colonial, situación que se mantuvo hasta la aprobación del Reglamento de Comercio Libre, en 1778. Debido a que el comercio colonial americano se indentificó durante mucho tiempo con las exportaciones de metales preciosos a Europa, el mercantilismo 4, como práctica económica y co­ mo teoría, aparece muchas veces unido a él. Ahora bien, en este punto deberíamos interrogarnos acerca de la entidad del mercantilismo, y de su posible definición. Y si es cierto que no hay una definición que resulte completamente satisfactoria, también es verdad que nos encontramos ante una doctrina marcada profundamente por el intervencionismo estatal. De este modo, el desarfo11o económico y el del aparato del Estado están indisolublemente unidos. Para el logro del desa­ rrollo económico la obtención de riqueza era básica, y norma fundamental de la vida social, razón por la cual uno de los objetivos prioritarios de los mercantilistás era la obtención de dine­ ro en abundancia. Pero más allá de una creencia bastante generalizada, los mercantilistas no identificaban la riqueza ni con el dinero ni con los metales preciosos. El dinero sólo era un factor esencial para desarrollar la riqueza y promover el bienestar nacional. La mayor parte de los mercantilistas sostenía que el dinero era más un medio de circulación que de acumulación, cuya utilidad era el estímulo de la economía. En estos términos el dinero no suponía algo a atesorar y acaparar sino un instrumento apto para el desarrollo de las fuerzas productivas. Si el dinero abundaba, es decir, si era barato, se podía facilitar el préstamo, la inversión y el financiamiento de las empresas, al tiempo que se estimulaba el comercio. La forma más idónea de obtenerse dinero era mediante una balanza comercial positiva, para lo cual era necesario que el valor de las exportaciones superara al de las importaciones. El saldo favorable se percibiría en me­ tal precioso. De acuerdo con las teorías de la época, no podía obtenerse esa balanza comercial favo­ rable sino a través del intervencionismo estatal. En efecto, mediante una política comercial adecua­ da, el Estado debería encargarse de restringir las importaciones y de expandir las exportaciones. Siguiendo las mismas teorías se/ puede observar que para los mercantilistas las colonias te­ nían un importante papel que cumplir5. En primer lugar, su explotación debía realizarse en ex­ clusivo beneficio de la metrópoli (esto está muy vinculado al concepto de monopolio ya plantea­ do), por lo cual su razón de ser era transformarse en un mercado consumidor de manufacturas nacionales y en un abastecedor de aquellas materias primas que la misma metrópoli no podía producir. Si dentro de efcte esquema resultaba que las colonias también eran productoras de me­ tales preciosos, la situación resultaba mucho más favorable. De todas formas, no entraremos en la polémica acerca de si en los siglos xvi y xvn ya exis­ tían algunos elementos mercantilistas en la economía española, o si por el contrario esta noción se desarrolló en el siglo xvm. Desde mi punto de vista>lo importante es que en España calaron hondo las doctrinas económicas de la época, y con las particularidades del caso, el oro y la plata se constituyeron en la base y los pilares del sistema colonial español. En los primeros años del siglo x v i i i el sistema de flotas y galeones seguía siendo el eje sobre el que giraba la mayor parte del comercio colonial que se realizaba desde Andalucía6. Sin em-

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HISTORIA DE ESPAÑA

F ig . 7 9 .—N a v egación decenal con A m érica (160 0 -1 7 4 9 ), segú n Lutgardo García F u en tes, en E l comercio español con América, 1650-1700, Sevilla, 1980, págs. 219-221

bargo, los períodos en los cuales no se despachaba ni una sola flota se hacían cada vez más espa­ ciados (ver cuadros 6 y 7), a la vez que disminuían el número de navios y el tonelaje enviados a las colonias (ver gráfico 10). Pese á ello, la incidencia del fenómeno no era la misma para Tie­ rra Firme que para Nueva España. A lo largo de la segunda mitad del siglo xvn se despacharon 25 flotas a Nueva España y sólo 16 a Tierra Firme7. Esto quiere decir una flota despachada cada dos años para tierras mexicanas, mientras que a Tierra Firme se enviaba una cada tres años. A lo largo de los primeros cuarenta años del xvm los períodos que mediaron entre flota y flota aumentaron. Para Nueva España se despacharon 13 flotas (una cada tres años), y para Tierra Firme, siete (una cada casi seis años). Esta situación, que ponía cada vez más en peligro la continuidad misma del comercio colo­ nial, instó a los medios gobernantes a comenzar a pensar seriamente en la modificación del siste­ ma. Si bien en los primeros años del nuevo siglo hubo algunas reformas introducidas por los franceses en el terreno de la marina de guerra, desde un punto de vista estrictamente comercial se puede considerar que la primera reforma planteada fue el proyecto para la flota de 1711, que según G. Walker8 constituyó un intento inicial de reorganizar y legislar sobre el comercio co­ lonial, atendiendo a las nuevas circunstancias existentes. Pese a todo, las reforínas fueron de escasa profundidad. Muchas de las propuestas de estos años tenían que ver con el sistema impo­ sitivo vigente.

LA ECONOMIA COLONIAL AMERICANA EN EL SIGLO XVIII

169

Cuadro 6 Flotas a Cartagena-Portobelo (galeones)

Años

Comandante

1650 1651 1652 1653 1658 1660 1662 1664 1669 1672 1675 1678 1681 1684 1690 1695 1706 1713 1715 1721 1723 1730 1737

Juan d e Echevarri Pedro U rsú a M artín C arlos d e M en eos M arqués d e Villarrubia M arqués de Villarrubia Pablo de C ontreras M arqués d e Villarrubia M an u el d e B olaños M an u el B añ u elos D ie g o d e Ibarra N icolás F ernán dez d e C órdoba Enrique E nríquez d e G u zm án M arqués d e B ren es G on zalo C h acón M arqués d el Vado D ieg o F ernán dez d e Zaldívar C on d e de Casa A legre A n to n io d e Echaberz y Subiza C on d e d e Vegaflorida Baltasar d e G uevara Carlos G rillo M an u el L ópez Pintado Blas d e L ezo

NG

NM

Tot.

Ton. 3.000 3.000 2.900 2 .1 0 0

s /d 3.500 4.000 s/d s/d 6 .0 0 0 2 .0 0 0

5

10



6

3 3 9 14 15

2

6

1

4 4

X 15 3 4 13 18 21 8

4.500 4.500 4.000 4.000 4.000 3.542,42 1.290 556,60 2.047,03 3.127,79 3.962,06 1.891,37

NG: navios de guerrá NM: navios mercantes Tot.: total Ton.: tonelaje El tonelaje total de 1706 a 1737 es de 16.417,27 toneladas, con 22 navios de guerra y 60 mercantes, lo que hace un total de 82 embarcaciones. FUENTE: Lutgardo García, E l com ercio españ ol con A m erica (1 6 5 0 -1 7 0 0 ), pág. 166, y G. Walker, Política españ ola y com ercio colon ial (1 7 0 0 -1 7 8 9 ), pági­ nas 281-282.

Cuadro 7 Flotas a N ueva España

Años

Comandante

NG

NM

1706 1708 1711 1712 1715 1717 1720 1723 1725 1729 1732 1735 1739

D ie g o F ern án d ez d e Santillán A n d rés d e Pez A n d rés de Arribóla Juan d e U billa M an u el L óp ez Pintado A n to n io Serrano F ernan do C h acón A n to n io Serrano A n to n io Serrano M arqués de M ari R odrigo de Torres M anuel L ópez Pintado C on d e d e Clavijo

4 4 4 5 3 3 3 3

7 17 4 3

Tot.

Ton.

11

2.674,85 2.297,88 1.596,85 1.439,66 1.975,91 2.840,08 4.377,68 4.309,98 3.744,50 4.882,23 4.659,06 3.339,27 —

21 8

2

12

i lf 14 19 18 14

4 4 4

16 16

20

2

13

8 11

16 15

11

20

15 15

NG: navios de guerra NM: navios mercantes Tot.: total Ton.: tonelaje El tonelaje total de 1706 a 1735 es de 38.137,95 toneladas, con 43 navios de guerra y 136 mercantes, lo que hace pn total de 179 embarcaciones. La flota de 1739 no pudo despacharse por laguerra. ¿ FUENTE: G. Walker, Política españ ola y'com ercio colon ial ( l 7 0 0 -1 7 8 9 ), Barcelona, 1979, págs. 281-282.______ · _______________________

Por aquellos tiempos las reformas más importantes estuvieron vinculadas a la Casa de Con­ tratación y a las figuras de José Patiño (intendente general de Marina, al tiempo que presidente del Tribunal de la Contratación, en la Casa de Contratación de Indias, y superintendente del Reino de Sevilla) y del almirante Andrés de Pez (durante el reinado de Felipe V fue presidente del Consejo de Indias, secretario del Despacho Universal de Marina e Indias, y en 1721, ministro de Marina). A pesar de la oposición existente, el 12 de mayo de 1717 se dio a conocer un Real Decreto por el cual se ordenaba que la Casa de Contratación y todas sus dependencias se trasla­ daran de Sevilla a Cádiz. Esta medida consagraba en la teoría algo que ya sucedía en la práctica: el cambio de emplazamiento de una de las cabeceras de la Carrera de Indias, debido a la innavegabilidad creciente del río Guadalquivir. Así fue cómo Cádiz se convirtió en el centro adminis­ trativo de la Carrera y en su puerto principal. Las reformas que afectaron a la Casa de Contratación no se limitaron a su cambio de empla­ zamiento. Se pretendió racionalizar su estructura y su gestión administrativa. Entre las medidas adoptadas se puede mencionar la eliminación de los cargos de visitador y juez oficial, entre otros. Se trataba de reducir el número de empleados y funcionarios que allí trabajaban con el ánimo de aumentar la eficacia. Sin embargo, lo más importante de la reforma consistió en la organiza­ ción y establecimiento de un servicio regular de avisos o buques correo que permitieran mante­ ner de un modo regular las comunicaciones entre metrópoli y colonias.

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