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Spanish; Castilian Pages [140] Year 1995
la dignidad lamento de la razón repudiada
Víctor Gómez Pin
La dignidad
Paidós Biblioteca del Presente
1. VÍCTOR GÓMEZ PIN - La dignidad 2 . ENRIQUE GIL CALVO - El destino
Víctor Gómez Pin
La dignidad Lamento de la razón repudiada
ediciones PAIDOS Barcelona Buenos Aira* México
Colección dirigida por Manuel Cruz Cubierta de Martín + Gutiérrez
A
7. edición, 1995 Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de tos titulares del "Copyright", bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
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oroiz
Sumario
i
RAZÓN DE LA DIGNIDAD El decoro y la grieta Decoro y desvelamiento La maison du berger Dignidad y axioma Dignidad y razón instrumental Dignidad de la palabra Dignidad de la razón como fin Dignidad y respeto (el concepto de dignidad) Nostalgia de un m u n d o digno: la verdad que a todos concierne
13 16 17 19 20 24 27 30 33
2
DIGNIDAD AMENAZADA 1. ESTULTICIA E INDIGENCIA La razón amenazada La estulticia en sus síntomas sociales De la tragedia en imágenes ...a la agonía futbolística Del monopolio... a la Bolsa de los buenos sentimientos Avance sobre la única disposición digna ante la indigencia La responsabilidad del indigente 9
37 39 42 45 47 48 50
LA D I G N I D A D
La Ville Lumiére (Un viaje en metro) Conformidad con la indigencia y repudio de la vida Cuando la propiedad es criterio
52 56 58
2. SERES OFENDIDOS: ESTULTICIA Y DESPRECIO En el Sur los tartesos La ofensa trivializada Ofender en la lengua Democracia y desprecio El infierno de los buenos sentimientos . . . .
62 64 66 67 68
3. DIGNIDAD Y RESPUESTA: EL IMPERATIVO DE LA NO GENUFLEXIÓN Apuntar a las causas sociales Sentirse ofendido La respuesta como única sutura Respuesta frente a venganza . . . . . . .
71 76 78 82
4. LA DIGNIDAD REPUDIADA: ENTRE «HOMBRES DE HONOR» De la imposibilidad de cocinar con guantes blancos ...De las manos decididamente sucias . . . . Del honor perdido: endosar al más débil . . .
86 88 91
5. SERES OFENDIDOS: LA MUERTE INDIGNA Civilización e imagen digna de la propia muerte . Repudio generacional y tanatorio Razón de vivir y deseo moral de morir . . . . Agravios comparativos ante el deseo de morir .
93 95 99 103
6. LA DIGNIDAD REPUDIADA: HUELLAS DEL TIEMPO Y HUELLAS DE LA MENTIRA El cambio del que el tiempo es cifra 10
106
ÍNDICE
Secuelas del tiempo... en los cuerpos . . . . Secuelas de la mentira: parodia de las figuras de padre y esposo Secuelas de la mentira: la subsistencia del patriarca
no 113 118
3 DIGNIDAD DE LA RAZÓN Dignidad y tarea del pensamiento Dignidad del pensar versus inmediatez animal Bien vivir: el despliegue creativo e inventivo . ¿Qué hacer? FIGURAS DE LA MUERTE DIGNA
11
. .
121 125 128 132 136
I
Razón de la dignidad
EL DECORO Y LA GRIETA Sí, joven amigo —insistió con ademán lleno de dignidad al oír que seguían riéndose de él—: me tira de los cabellos.
El funcionario debería tener algo más de cincuenta años y era robusto, de talla mediana, calvo, con unos cuantos cabellos grises... Vestía un frac negro hecho jirones con un único botón, que el hombre se abrochaba con el mayor cuidado, impulsado por una instintiva buena educación. Catalina Ivanovna se precipitó sobre su marido con el fin de escudriñar sus bolsillos. Marmeladov no ofreció la menor resistencia e incluso levantó un poco los brazos para facilitar el registro... Dejándose llevar por un arrebato de ira, cogió a su marido por el cabello y lo arrastró hasta el interior del cuartucho. Marmeladov siguió dócilmente apoyándose en las rodillas. —No crea que me siento enojado por esto —decía mientras tanto a Raskolnikov—. Es un placer para mí, un verdadero placer, se lo aseguro —continuó mientras Catalina Ivanovna le sacudía violentamente la cabeza, hasta conseguir que una vez rozara el suelo con ella. ...Entonces se abrió la puerta interior y en su hueco aparecieron los rostros, curiosos y burlones, de varios realquilados, tocados con casquetes redondos y fumando sus pipas o cigarrillos... Todos reían divertidos. Lo que más les regocijaba era oír decir a Marmeladov que le gustaba que le tirasen de los cabellos. 1
1. Crimen y Castigo. Traducción de Enrique de Juan, Planeta, Barcelona.
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LA D I G N I D A D
Lo insoportable del cuadro que el narrador tan implacablemente describe reside ciertamente en la extrema condensación de elementos que configuran el destino ruin de los protagonistas. Rodia, espectador de la escena, marcado por el crimen que obsesivamente barrunta y que tiene pretexto (más que paliativo) en la miseria económica. Pretexto que sirve asimismo para que Catalina Ivanovna libere todo el sádico desprecio que incuba contra su marido: Marmeladov, espejo de una indigencia y debilidad irresistibles para toda alma inclinada al abuso; moldeado e n cuerpo y en espíritu tanto por la sucesión inacabable de humillaciones cotidianas como por los atentados más vejatorios (cuando hace un mes el señor Lebesiatnikin pegó a mi esposa con sus propias manos, ¿es que no sufrí yo mientras borracho e inerme contemplaba la escena Y). Mas lo que en el lector genera un malestar rayano e n lo insoportable es el extravagante discurso mediante el cual el pobre diablo, incapaz de sobreponerse a su situación y ni siquiera de rebelarse, apunta a paliar la atroz impresión que la escena n o puede dejar de producir en el testigo, apunta precisamente a ese valor de dignidad al que se alude explícitamente en otro momento de la narración, que citábamos en cabeza. En la hipótesis inverosímil de que Rodia percibiera la escena como un complaciente j u e g o —erótico, por ejemplo— Marmeladov hubiera seguido siendo ante sus ojos un respetable esposo; aunque las aficiones de la pareja fueran juzgadas c o m o un tanto extravagantes, en lo referente a lo esencial Marmeladov hubiera conseguido salvaguardar las apariencias. Mas tal n o es ciertamente el caso, y el pueril barniz de las palabras n o hace sino acentuar las grietas, exacerbar lo improcedente, lo chirriante, lo literalmente indecoroso de la escena. Encontramos aquí una primera connotación del términ o que en este trabajo nos ocupa; la dignidad como decencia, en el sentido de esa adecuación a la mirada del otro,
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que sólo asténicamente se conserva en el uso habitual del término decoro. Subyacente a la reivindicación de la dignidad, es la concepción de lo humano y de su entorno como esencialmente marcado por la exposición, por un vínculo con la mirada que valoriza o desprecia, mirada que puede ser empíricamente exterior o polo en el propio sujeto, permanentemente sometido a un juicio relativo a la dignidad. Mas precisamente por esta connotación de juicio, importa sobremanera el criterio que en el mismo opera, el referente respecto al cual uno se ex-pone. Yen la ausencia de claridad respecto a dicho criterio reside lo decididamente penoso de la postura de Marmeladov. Pues, más allá de la patética escena a la que hemos asistido, el personaje representa emblemáticamente la figura tiranizada por un universo de convenciones, tanto más arbitrarias cuanto que el mismo orden que las impone excluye las condiciones materiales y sociales que permitirían responder efectivamente a ellas. En una existencia cotidiana marcada por la indigencia, Marmeladov se halla tan aferrado a las referencias del trabajador que hoy diríamos de «cuello blanco» que su entera personalidad es fruto de ellas. N o se trata (por utilizar la distinción de Ortega) de valores que le son propios, que él tiene, sino de valores que le tienen, que le soportan hasta el extremo de que, en su imaginación, el n o responder a ellos equivale a mutilación en su entera personalidad social; el n o responder a tales valores... al menos en apariencia. Pues dada la dificultad de abrirse realmente camino en el pantano que el entorno social del pobre diablo constituye, la dignidad es efectivamente aquí tan sólo cuestión de mera apariencia. El decorado tiene como única función el disimular las grietas. En lo real de la intimidad, la rotura es tan acusada que, cabe decir, el soporte mismo se agota en la red de quiebras. Y como consecuencia de ello, explícitamente o implícitamente, los lazos entre los constituyentes de tal intimidad no 15
LA DIGNIDAD
pueden sino oscilar entre el abrazo sustentado en la impotencia (metáfora de los dos cojos) y el gesto de desprecio o de sadismo, como en la narración sobrecogedora de Dostoievski. Ausencia en cualquier caso de esa dimensión de respeto que, como veremos, es asimismo una nota inherente al concepto de dignidad y que ha de manifestarse en relación a la polaridad estructural de lo humano, es decir: tanto respeto a la persona del otro como respeto a la persona propia.
DECORO Y DESVELAMIENTO
A través de su vinculación con decencia hay en la etimología misma del concepto de dignidad una referencia al parecer como mecanismo que genera en el testigo una opinión. Cuando lo aparente carece de soporte, o cuando lo que se muestra oculta, entonces tal opinión es aquella que Platón opone a la verdad (hasta el punto de que acceder a esta última implica necesariamente el sacrificio de la primera). Mas, al igual que n o toda pintura es mero recubrimiento, n o todo recubrimiento tiene función de ocultar; n o toda porosidad es grieta y n o todo soporte es ruina. El decoro que el concepto de dignidad conlleva, puede perfectamente ser sobredeterminación que acentúa la solidez del soporte, e incluso rasgo inherente a éste: exteriorización correlativa de la propia esencia del soporte. La evocada etimología revela también este aspecto, puesto que a los verbos dekestai y dokein que remiten al parecer, se vincula el término dokós, puntal, viga que soporta el entramado o el techo. Lejos de ser barniz encubridor de una realidad en ruinas, la dignidad es en tal sentido apariencia legítima, exteriorización de un contenido. Las apariencias sólo se salvaguardan realmente si la imagen forjada responde a algún tipo de plenitud. 2
2. Deceo, dokein, doxa.
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De ahí el fracaso de esas tentativas de «adecentamiento» en conformidad a un modelo puramente imaginario y la atroz figura de los que intentan estabilizar o eternizar algo que es intrínsecamente mutable: así los que el narrador de Ala recherche du tempsperdu describe como intentando recrear a los cincuenta años una imagen que sólo sostenía el vigor de un momento perdido, alcanzando en el mejor de los casos una representación asténica (como una tierra estéril para la viña sirve aún para la reproducción de remolacha) y, en general, pura y simplemente un simulacro que en el testigo puede provocar desazón rayana con la fobia. Pues el simulacro es soportable, y hasta festivo si es contemplado como tal, si es elemento de un dispositivo lúdico. Por el contrario, su descubrimiento inesperado cuando uno cree hallarse confrontado a lo real, genera dudas sobre la consistencia de éste, dudas sobre el destino humano en relación a la verdad y, en definitiva, dudas sobre la legitimidad de referirse a ésta, de fundamentar la propia vida apuntando a la lucidez y recreación connotadas en el término griego aletheia: verdad como levantamiento de ese lethos o velo a cuya sombra remite en nuestra lengua el término letal
LA MAISON DU BERGER Plus grand que l'univers qu'iljuge et qui l'ignore le berger a lui-méme éclairé sa maison.
El objetivo de la dignidad supone en primer lugar tener bien claro cuál es el referente respecto al que fundamentalmente, y en toda circunstancia, la decencia se impone, las formas o apariencias deben ser salvaguardadas. Cabe avanzar que si ello acontece, entonces las otras modalidades de la dignidad brotan por añadidura: Con sus propias manos el pastor encala su casa, dicen los versos de Alfred de Vigny. Mas tal decoro (tal adecuación del entorno a la exigencia de la mirada propia y de la 17
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eventualmente llamada a compartirlo) sólo es plenamente fértil c o m o resultado de una exigencia y una claridad previas, fruto de la esencial confrontación del berger consigo mismo. En ausencia de tal referencia ordenadora, la salvaguarda de las formas responderá en el mejor de los casos a los objetivos de lo que hoy designamos por el término decoración: adecuación del contexto cotidiano y hasta de la propia figura física o moral a convenciones sustentadas en postulados meramente subjetivos, cuando n o decididamente tiránicos o manipuladores. El berger de Alfred de Vigny se halla en condiciones de dignificar, de otorgar literalmente dignidad al entorno de su cotidianeidad y n o meramente de responder a una exigencia de ornato convencional. El berger de A. de Vigny es en tal sentido arquitecto, constructor y ordenador en conformidad a un principio, ese principio del que carece la erección de habitaciones en los núcleos de nuestras ciudades; por n o hablar de esos arrabales en los que se hacinan poblaciones arrancadas a su espacio, sus ritos, sus costumbres, cuando n o a su lengua y a las condiciones elementales de existencia material sin las cuales (tema éste central en este trabajo) la dignidad n o supera el estatuto de lo sólo potencialmente dado, con lo que de hecho resulta absolutamente impúdico el referirse a ella. El berger de Alfred de Vigny dignifica porque proyecta sobre un entorno, susceptible de reflejarla, la interna concordancia entre las motivaciones y objetivos que pueblan su espíritu y un principio firme: concordancia por la cual tales motivaciones y objetivos se muestran como constituyendo lo fundado respecto a un fundamento... absoluto, un verdadero axioma, una evidencia inapelable, aquello e n lo que toda dignidad y todo discurso sobre la dignidad reposa.
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RAZÓN DE LA DIGNIDAD DIGNIDAD Y AXIOMA Y el principio más firme es aquel... respecto al cuales imposible engañarse. (Aristóteles)
Pues dignidad se vincula efectivamente a axioma, a través de la connotación de valor presente en ambos conceptos. Valor, ciertamente, en un sentido sui generis bien diferente del usual que (como marcado por las operaciones bursátiles) se asocia a algo intercambiable por un equivalente. El valor que el término dignidad connota remite por el contrario a algo carente de equivalente y por consiguiente no susceptible de racional intercambio. La dignidad es valiosa como lo es el llamado por Aristóteles «principio más firme», a la vez axioma primero del orden matemático y condición del funcionamiento lingüístico, a saber: ese principio de n o contradicción sobre cuya validez y universalidad es imposible engañarse, puesto que si alguien realmente no lo experimentara como propio, entonces su palabra quedaría decapitada, su decir mismo carecería de sentido hasta el punto de que, según la expresión del filósofo, argumentar ante él equivaldría a razonar ante una planta. 3
Lo que emparenta la dignidad al «principio más firme» es que también respecto a ella «es imposible engañarse», también constituye algo que se evidencia por sí mismo: pues su criterio es matriz de razones y no algo que quepa fundamentar en razones parciales, o en motivaciones contingentes. La dignidad esencial (aquella de la que derivan todas 3. N o tenemos aquí espacio para mostrar lo absolutamente inapelable de esta tesis aristotélica que —pese a las apariencias— n o queda en absoluto relativizada por la constatación de la esencial equivocidad del lenguaje humano, ni por la llamada lógica dialéctica. En términos más precisos: aceptar que sólo una pusilánime «ternura c o m ú n por las cosas» —según los términos de H e g e l — intenta ver el m u n d o c o m o liberado de la contradicción, n o es en absoluto incompatible con la aceptación del aristotélico principio de n o contradicción c o m o el más firme.
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LA DIGNIDAD
las manifestaciones particulares de la misma y que revelan de inmediato las actitudes que, respecto a tal o cual circunstancia concreta, cabe indisociablemente tachar de improcedentes o indecentes) reside en la adecuación del espíritu a un referente moral porque raáonál; racional en el sentido de matriz y condición de posibilidad del funcionamiento cabal de las facultades constitutivas de lo humano. Penetramos así de lleno en un registro que cabe tildar explícitamente de filosófico por su vinculación a un tema kantiano que n o podíamos soslayar por más tiempo. Intentaremos sintetizar la problemática recurriendo lo menos posible a tecnicismos, pues nuestro proyecto n o es aquí reflexionar sobre Kant, sino reflexionar con la ayuda de Kant sobre un tema que, por supuesto, al igual que la verdad, a todos concierne y n o puede ser reducido al ámbito convencional de las disciplinas filosóficas.
DIGNIDAD Y RAZÓN INSTRUMENTAL Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza, son de idéntico valor. (Kant: FundamerUación de la metafísica de las costumbres)
Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria, por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant, máxima como principio subjetivo de la acción. Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la 20
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abulia, el placer o la pereza, y en lugar de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma y todas las demás circunstancias análogas es algo determinado por un fin y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye para éste una violencia interior expresada por el verdadero deber (Sollen, en alemán), una ley o imperativo de la razón. Aunque desvalijar una institución bancaria sea de ordinario considerado como acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de su familia, por ejemplo). De ahí que para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad n o correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada. En uno y otro caso, imperativo de la razón es entonces buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la lógica implacable de la kantiana Metafísica de las costumbres, que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino. ¿Idéntico valor moral? N o ciertamente, mas ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos. Pues como tales, su valía, su dignidad, está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a la inclinación, n o de mediación —distancia— interpuesta por la razón, n o de acto cabalmente humano. Esta diferencia (a la que, con razón, tan atenta está la 21
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lógica jurídica) es clave respecto al problema de la dignidad, de los criterios que permiten delimitar si ha habido o n o grado de decencia en el comportamiento humano. Ahondemos un poco más en la lógica de la reflexión kantiana. Hemos considerado ejemplos de metas subjetivas cuya realización efectiva (salvo que ésta resulte de condiciones azarosas) exige subordinación de las inclinaciones del individuo a una ley, a un imperativo de comportamiento impuesto por la razón. Todos los ejemplos tenían en común un rasgo de contingencia: cabe pasar por la situación en la que la propia meta es desvalijar un banco, pero n o ocurre esto a todos los individuos y ni siquiera a un único individuo en todas las circunstancias de su vida; y lo mismo cabe decir de la meta subjetiva de proceder a una violación o a un asesinato. Hay ciertamente metas que n o sólo son menos turbias, sino más comunes: así, muchos nos proponemos (o nos hemos propuesto) alcanzar un oficio convencional, tener un hijo, o una casa propia. Y en la generalidad de los casos nos subordinamos a los imperativos (de estudios, vestimenta, mediación social, etc.) sin los cuales la razón indica que tales objetivos resultan inalcanzables. Mas tampoco cabe aquí asegurar que se trata de fines auténticamente universales. Salvo que nos refiramos a un eventual deseo inconsciente (cosa que quizás valdría la pena considerar) n o cabe decir que tener un hijo es finalidad que se propone todo individuo y, sobre todo, en cualquier tiempo. El asunto es aún más claro en lo que se refiere al oficio (un «hijo de papá» puede perfectamente estimar que su meta lógica es vivir de rentas), o a la vivienda. Pues bien, si la meta a alcanzar, la máxima de la acción subjetiva, es contingente, entonces, cualquiera que sea la connotación moral que le atribuyamos, el imperativo de adaptar el comportamiento a tal meta es n o sólo hipotético (dependiente) sino además problemático (aquello de que depende puede o n o darse). Por el contrario, si alguna meta fuera tal que ningún humano en ninguna circunstancia pudiera n o hacerla suya, entonces el imperativo (la ley que determina el 22
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adecuado comportamiento) aun siendo hipotético o dependiente sería asertórico o inevitable. Entiéndase bien que el imperativo es racional y, por consiguiente, «bueno» en ambos casos. Pero en el primero lo es en relación a algo que en sí puede o no ser racional, mientras que en el segundo caso lo es respecto a algo racional en esencia, algo que acompaña a la condición humana como tal, a saber, según Kant, la aspiración a la felicidad que exige imperativamente el merecer el respeto de los demás. El seleccionar cuidadosamente el veneno alcanzaría un suplemento de legitimidad si cupiera alguna buena razón para efectuar un crimen (¿sería tal la liberación de la tiranía?) , mas su carácter de deber n o depende de ésta, sino de su adecuación a la meta que el sujeto se ha trazado. Pero lo mismo ocurre con la exigencia de prudencia en las relaciones humanas, sin la cual el respeto —condición de la felicidad— es inalcanzable. Ambos casos responden al criterio que permite determinar el carácter hipotético del imperativo: hay en perspectiva un fin concreto (acción, estatuto, posesión, conocimiento, etc.) que motiva a la voluntad y que, dadas las circunstancias, lo exige. El imperativo mira a un fin y n o a la condición del fin, mira a un objetivo (necesario o contingente) y no a la objetividad. Nos queda por efectuar un viraje radical que hace de la ética kantiana un momento cumbre de la reflexión filosófica, en las antípodas de los samaritanos discursos sobre la igualdad (¿ante Dios?) de las personas y la conveniencia del amor al semejante, a los que se nos tiene acostumbrados bajo el término de «ética». Discursos tan trillados como perfectamente estériles, en la medida en que ignoran el problema de la abolición de las condiciones que hacen inevitable la situación que pretendidamente denuncian; pero sobre todo (pues en lo anterior también peca Kant) discursos insoportablemente vacuos, dada la repulsa a atenerse a estrictos argumentos racionales a la hora de proclamar que la alienación espiritual y la indigencia material del otro supone también alienación e indigencia propias. 23
LA DIGNIDAD DIGNIDAD DE LA PALABRA ...¿Ha pedido usted en alguna ocasión dinero prestado sin tener la menor esperanza de que se lo concedan ? (Marmeladov en Crimen y Castigo)
Debes (Sollen hipotético —problemático) dominar la disciplina llamada resistencia de materiales si quieres (condición problemática) ser ingeniero. Debes (Sollen hipotético—asertórico) velar por tu salud puesto que quieres (condición cierta, asertórica) ser feliz. Actúa únicamente en conformidad a una máxima tal que pudieras desear al mismo tiempo que fuera erigida en ley universal. Compórtate como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida por tu voluntad en ley universal de la naturaleza. El complemento de sentido que esta última fórmula procura se explica por el hecho de que Kant define la naturaleza como existencia de las cosas en tanto determinada por leyes universales. Así pues, en este texto de la Metafísica de las costumbres, la ley moral o imperativo categórico aparece ni más ni menos que como condición incondicionada de la naturaleza. Pero n o es éste el aspecto en el que aquí debemos centrarnos. Consideremos ejemplos inspirados en el propio texto (el último de ellos — c o m o más adelante veremos— absolutamente problemático): Ante una dificultad monetaria, obligado a pedir dinero, puedo hallarme tentado de prometer su devolución en un plazo, aun sabiendo que ello no va a poder ser posible. Por definición, mi palabra n o surtirá efecto más que si soy susceptible de ser creído. Supongamos que la enunciación de falsas promesas fuera una ley universal, es decir, supongamos que toda promesa tuviera entre sus rasgos esenciales el ser falsa. Naturalmente, mi interlocutor n o me creería un solo instante y yo n o obtendría el préstamo. 4
4. Concretamente, Prolegómenos de toda metafísica futura,
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Segundo ejemplo: acostumbrado por circunstancias de fortuna al non far niente, puedo estimar conveniente que tal situación se prolongue indefinidamente en lo que a mí respecta. Mas supongamos que el abandono a la pereza fuera erigido en ley de la naturaleza y así en imperativo del comportamiento humano. N o podría entonces realizarse mi voluntad de vida ociosa en medio del confort que me procura la actividad de los demás. Tercer ejemplo: acuciado por la indigencia física o el dolor afectivo, la melancolía me induce a poner fin a mis días. Mas supongamos que el hacer tal cosa fuera erigido en ley universal: todos mis antepasados habrían hecho lo mismo y la condición humana entraría en contradicción consigo misma. Aun dejando de lado el caso particular del suicidio (respecto al cual cabe argüir razones absolutamente antitéticas a las esgrimidas y sustentadas precisamente en el kantiano tema de la dignidad de la persona humana), el lector n o dejará de sorprenderse por el extremado formalismo de la argumentación. Una objeción inmediata: La contradicción entre la necesidad de credibilidad a fin de obtener un préstamo y la erección de la falsa promesa en ley universal sólo sería problemática si la efectiva mentira conllevara automáticamente la vigencia de dicha ley. Mas dado que de facto no es así, dado que cabe perfectamente prometer con intención de engaño y ser creído obteniendo el correspondiente provecho, ¿qué interés tengo en proceder sólo en conformidad a máximas que pudieran, sin contradicción para el orden como tal, ser erigidas en leyes universales? Desde luego, ningún interés, si por tal entiendo remisión a anclados hábitos de confort y ornato indisociablemente fisiológicos y mentales (gastronomía, cotidiana costumbre de leer el periódico), a inclinaciones tomadas por «naturales» (sexualidad mediatizada por la publicidad), a valores nunca contrastados (la «evidencia» de la preeminencia de mi clase, grupo, o meramente equipo de fútbol).
LA D I G N I D A D
Pero tampoco tendré interés en atenerme a la norma si me mueven objetivos más elevados: defensa de mi patria frente a las apetencias —siempre contradictorias con la de la propia— de las otras patrias; o aun, el contribuir al asentamiento social de mi familia, alentando, por ejemplo, la disposición de mis hijos a medrar en el pantano social, lo que n o se consigue sin dejar rivales en la cuneta. Y la disposición no cambiará gran cosa si lo que me mueve es la exigencia social de cultivarme, que exige disponibilidad de tiempo (frecuentación de museos y auditorios) y posesión de instrumentos materiales (libros, discos, etc.) difícilmente alcanzables sin alguna flexibilidad ante un orden social n o precisamente modelado por la exigencia kantiana. Kant n o tiene interés así entendido, aunque tenga indiscutiblemente razón. O por mejor decir: la efectiva legislación del imperativo kantiano carece de interés subjetivo y arbitrario, pero sí posee interés objetivo y racional. En efecto: La subjetividad n o es sino la resultante de ese cúmulo de opiniones heredadas, inclinaciones pseudo-inherentes a la condición humana, contingentes exigencias de horizonte intelectual, principios morales dictados por convencionalismos, etc., al que acabamos de referirnos. Cúmulo forjador de la subjetividad y en m o d o alguno de la personalidad. Pues esta última es precisamente expresión de un grado de vigencia del principio racional, de un grado de regulación del comportamiento humano en función de intereses objetivos, y ello aun en los casos en los que aparentemente el abandono a la inclinación subjetiva es absoluto. Hemos visto que incluso el proyecto más innoble (posesión contra voluntad o crimen por mera envidia de la fortuna ajena), exige para su realización subordinación de las inclinaciones inmediatas (precisamente determinadas por los hábitos, valores y hasta «deberes» a los que antes nos referíamos) a lo que se revela a través de una reflexión sobre los medios y, por consiguiente, a la razón... Todo el problema consiste en pasar de esta constatación de la inevitabilidad 26
RAZÓN DE LA DIGNIDAD
instrumental de la razón a la evidencia de su carácter legislador, a. la certeza de que en la razón está la referencia última por la que —al menos en un momento insoslayable de confrontación— hemos de ser medidos. Sigamos hurgando en el uso instrumental de la razón, esta vez en el caso ya considerado de la falsa promesa: Miento porque de avanzar la verdad n o conseguiré el préstamo que solicito. N o lo hago ciertamente ante un prestamista de oficio, pues éste nunca se conformaría con la palabra. Miento ante quien estima que la palabra tiene un valor por sí misma, que la palabra compromete y que, por consiguiente, n o tengo interés en usarla en vano. Si pensara que ningún sujeto humano se halla en tal disposición, me ahorraría tal procedimiento (¡que no dejo de experimentar como violento!). Así pues, la convicción que tiene mi interlocutor en lo que respecta al valor intrínseco, a la dignidad, de la palabra, es absolutamente imprescindible para mi objetivo; en términos kantianos: el hecho de que el otro tenga como máxima de su acción un interés racional u objetivo, es necesario en mi propia economía, tan sólo motivada por intereses subjetivos.
DIGNIDAD DE LA RAZÓN COMO FIN Toute la dignité de l'homme est dans lapensée. (Pascal)
Así pues, además de permanente comercio con una razón reducida a instrumento (ejemplo de la vigilancia del sistema de alarma) la defensa de mis intereses subjetivos supone referencia a una razón n o instrumentalizada. Una razón considerada como fin... de la cual es depositaría otra persona. Para erigir cínicamente en regla de conducta el aprovecharse de la buena fe del otro, tengo que desear que el otro no sea idéntico a mí, y mantenga su buena fe. Y e n suma: no 27
LA D I G N I D A D
puedo no desear que en el mundo haya seres motivados por un orden de razones en lugar de por meros intereses subjetivos. ¿Respuesta del «interesado» a esta argumentación? Pues la división de los comportamientos: la defensa de la razón objetiva para el otro y la defensa de los intereses subjetivos para mí. Mas, ¿cabe realmente tal economía? ¿Cabe reducción del m u n d o humano a comportamiento de listillos frente a comportamiento de ingenuos? Ciertamente no; pues ni el cínico lo es totalmente, ni el ser moral deja de codiciar el pan (material y espiritual) del otro. Lo que sí se constata es que el orden que nos rodea se halla más bien regido por los intereses subjetivos que por los intereses racionales, aunque haya momentos —inevitablemente— en los que lo cabalmente humano, la dignidad de la condición, se restaura. Pero a esto el kantiano cree tener respuesta. Situémonos partiendo de las propias palabras de Kant. La máxima es el principio subjetivo de la acción y debe ser diferenciado del principio objetivo, es decir, de la ley práctica. La máxima determina en base a las condiciones del sujeto (muy a menudo en base a su ignorancia o bien a sus inclinaciones) y constituye así el principio en conformidad al cual el sujeto procede, mientras que la ley es el principio objetivo, válido para todo ser razonable, el principio en conformidad al cual debe proceder, o sea, un imperativo. La diferencia jerárquica entre la máxima y la ley estriba en que la primera es subjetiva y contingente, mientras que la segunda es objetiva y necesaria. Todo ser humano está permanentemente atravesado por aspiraciones subjetivas, pero n o cabe decir que una aspiración determinada se dé en todo momento en todos y cada uno de nosotros; la facultad subjetiva de desear es esencialmente mutable, nunca se halla aleccionada por el mismo objeto... Por el contrario, sea cual sea su circunstancia, el ser hu28
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mano desea tener razón, cuando menos instrumental (si la perdiera, ¿cómo podría alcanzar sus fines, sórdidos o no?); y, desde luego, desea que el otro tenga razón pura y simple, es decir: desea que la voluntad ajena se halle motivada por objetivos que n o se reducen a un cúmulo de intereses, más o menos mezquinos. Todo ser humano desea como mínimo que en el otro se dé una parcela que hace de él cabalmente una persona, un ser motivado por lo universal. Y cabe decir que de ordinario está seguro de que la cosa es así, sin lo cual viviría atravesado por el terror y el imperativo de la vigilia permanente. Pues bien: La base del optimismo en ética (del cual, desde luego, Kant participa plenamente) consiste en estimar que la situación descrita lleva por sí misma a que todo sujeto humano sienta como (bien entendido) interés propio la adecuación de su comportamiento a intereses universales (a los ideales de belleza, bondad y verdad si se quiere). Esto n o le ocurrirá en todo tiempo y en todo lugar, e incluso es posible que aparentemente n o le ocurra nunca. Mas de Jacto, en alguna medida, o, mejor dicho, en algún registro, sí está procediendo así. Lo que induciría a pensar que hasta en la acción más sórdida el protagonista n o deja de ser responsable, n o deja de ser persona; salvo, claro está, en los casos de alienación absoluta, imposible de constatar mientras el actuante tenga don de la palabra. Se trata de un principio de optimismo ético n o amenazado por constataciones empíricas. N o se espera que un día el comportamiento en conformidad a exigencias racionales llegue a ser la nota general; se estima que se da un componente de eticidad, cualesquiera que sean las circunstancias empíricas que podrían hacer creer lo contrario. Las objeciones a este formalismo (que con certeza el lector compartirá) las efectuaremos más adelante. Veamos ahora cómo la afirmación de la inevitable racionalidad se relaciona con el tema del respeto en tanto expresión del vínculo que ha de caracterizar a los humanos. 29
LA DIGNIDAD DIGNIDAD Y RESPETO (EL CONCEPTO DE DIGNIDAD)
Vinculábamos antes los términos dignidad y axioma, entendiendo la connotación de decencia o decoro que el primero encierra como exteriorización de algo que por sí mismo se impone, y n o como adecuación a valores convencionales o pasajeros; menos aún como barniz ocultador de un substrato e n ruinas. La referencia al tema kantiano de la primacía de las motivaciones racionales nos da el criterio sobre la naturaleza de tal axioma: dignidad es exteriorizar en toda circunstancia la condición de ser racional; decencia es n o encubrir tal condición procediendo en conformidad a criterios que la subordinan y así la degradan. Si tal decencia me caracteriza, entonces soy ante mí mismo merecedor de un grado de respeto; si además es exteriormente apreciada (si n o se da alguna circunstancia equívoca que la oculta), entonces tal respeto será compartido por los demás. En un orden social que se hallara exhaustivamente determinado por la sujeción a fines racionales, tanto el respeto mutuo como la legítima auto-estima se hallarían garantizados. Sin embargo el único orden social que conocemos n o es tal: en ocasiones las motivaciones más universales se encuentran como enturbiadas por presencia de inclinaciones subjetivas (me siento objetivamente enriquecido por el conocimiento matemático que, además, me permitirá —vendiéndolo— una parcela de ocio); otras veces hay subordinación de las primeras a las segundas (no perdería tiempo enriqueciéndome espiritualmente de n o ser por el confort que ello va a procurarme). Cabe incluso que no se vislumbre máxima racional o moral como objetivo (me propongo holgazanear toda la tarde) y hasta que el objetivo sea explícitamente ir en contra de la moral y la razón (envenenaré a quien, por esforzarse mientras yo disfrutaba, ha alcanzado la meta que me vendría muy bien... para seguir abandonándome). ¿Qué peso acordar a la noción de respeto en la economía de este mundo? Pues bien, en la medida en que nin30
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gún comportamiento humano puede (¡por definición!) hallarse privado de algún tipo de mediación racional, en la medida en la que hasta para intentar quebrar su imperio hay que atenerse a la ley, todo ser humano (empezando por ese particular que constituyo) es merecedor de respeto, todo ser humano es, por su palabra, responsable y precisamente por ello, ante la prostitución de tal palabra, la razón me mueve a mostrarme implacable. El grado de respeto que, por mi comportamiento práctico, soy susceptible de alcanzar se sustenta en el substrato no mensurable de respetabilidad inherente a mi condición, se sustenta en un rasgo que acompaña a la dignidad propia de la condición racional o lingüística, dignidad suprema por ser (¡indiscutiblemente!) referencia a la que remiten todas las otras dignidades. Y concomitante a la reflexión misma que precede es el pensamiento (¡al menos el pensamiento!) de que el portador de tal dignidad, cualquiera que sea su estado, ha de ser considerado en consecuencia: emergerá ante mis ojos como un esencial inter-par, como otra proyección de esa aspiración a la transparencia que, al decir de Aristóteles, caracteriza a lo humano; emergencia como aquello que confiere sentido a la existencia de la naturaleza y de las cosas que en ella se despliegan y que, por consiguiente, no debe ser tratado como una cosa más, no debe ser instrumentalizado para mis propios fines. En ningún caso debes considerar al otro ser humano como un medio, pues su recreación es la tuya: tal es en síntesis el imperativo kantiano en lo que a la intersubjetividad se refiere. Y defacto, si renuncias a tal deber, n o conseguirás tu propósito, pues una parcela nuclear del otro humano es irreductible a toda manipulación.
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¿Satisfactorio el argumento? La impresión de formalismo ciertamente perdura. De entrada n o parece probable 3i
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que e n el próximo encuentro con otro ser racional vaya a cambiar sobremanera mi actitud en razón de la «lucidez» que el repaso a la reflexión kantiana ha provocado. N o parece probable que la razón vaya a imponerse sobre la inclinación por el mero hecho de haber argumentado sobre la conveniencia lógica de que así fuera. Pero la objeción de fondo es otra: ¿qué posibilidades hay de que mi razonamiento tenga consecuencias en el comportamiento de quienes, por circunstancias sociales (en ocasiones abominables condiciones de existencia), parecen condenados a una vida reducida a mera lucha por la subsistencia biológica? Estos son, ciertamente, c o m o el propio Kant y el lector de estas páginas, seres lingüísticos, y, por consiguiente, portadores de entera razón. Y sin embargo, ¿no hay cierto derecho a afirmar que en dichos humanos tal razón se halla, por así decirlo, sólo en estado potencial? N o se trata ya de que n o estén en condiciones de leer a Kant; se trata de que para mí, que sí lo estoy, puede resultar sarcástico el que se enuncie la esencial comunidad merecedora de respeto entre aquel que (heredero directo de todos los instrumentos acumulados por el esfuerzo humano) reflexiona sobre las condiciones de posibilidad de la experiencia y aquel que subsiste embrutecido e n las villas miseria, oscilando entre la expectativa de rapiñar a otro más débil que él y la consolación imaginaria de reconocerse en el equipo de fútbol triunfante. El error de Kant ha sido quizá no reflexionar (o no hacerlo de manera suficiente) sobre las dificultades para que el «reino de los fines racionales» sea algo más que el a priori optimista al que antes nos hemos referido. El error de Kant ha sido n o introducir en esta cuestión la vieja y operativa distinción entre acto y potencia; y ello como resultado de haber infravalorado el peso de las condiciones sociales y materiales en la configuración general de lo humano y e n el despliegue de su razón. En términos poco actuales cabe decir que su lucidez queda mermada por su idealismo; y 32.
RAZÓN DE LA DIGNIDAD
afirmamos esto desde un absoluto respeto por la actitud que ante estos problemas Kant representa paradigmáticamente. En efecto, hay algo, con las cautelas que sean, que lleva a defender radicalmente lo esencial de la rigurosísima actitud kantiana por lo que a decencia y comportamiento ético concierne, algo que de una forma o de otra todos experimentamos y que cabría sintetizar en la afirmación —de inspiración aristotélica— de un pensador contemporáneo según la cual, la verdad «a todos concierne». Pues en las peores condiciones imaginables, en la síntesis más atroz de indigencia material, abandono afectivo y violencia física, el humano (salvo enajenación absoluta que n o permitiría ya calificarlo de tal) mantiene el sentimiento de estar siendo vejado, sometido a una tentativa de mutilarle en su condición: mantiene, en suma, ese rescoldo de dignidad consistente en la conciencia misma del atropello a que ésta se halla sometida.
NOSTALGIA DE UN MUNDO DIGNO: LA VERDAD QUE A TODOS CONCIERNE Todos los humanos por genuino disposición aspiran al conocimiento o lucidez.
Desde el arranque de su Metafísica, Aristóteles señala de manera radical la frontera entre la finalidad que explica el comportamiento meramente animal y la finalidad específica de lo humano. Mientras que el animal, inmerso en la continuidad de lo natural, se halla determinado en exclusiva por los instintos de conservación individual y específico, el humano (todo humano y n o solamente una élite) intrínsecamente se halla marcado por esa exigencia de aprehender las razones de sí mismo y de su entorno, marcado por esa aspiración a la lucidez a la que etimológicamente remite la expresión filosofía. En cuanto seres cabalmente de razón, en cuanto aspi33
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rantes a la lucidez, nos hallamos, según otro texto del mism o Aristóteles, entregados a una actividad que es la «propia de los hombres libres». La promesa de la filosofía, podrá en síntesis ser expresada de la siguiente forma: un esfuerzo por superar la pasividad, por sacarse telarañas del espíritu, un esfuerzo por estar erguido, y entonces... el advenimiento pleno del juicio, y con ello, la asunción de lo que nos forja y nos determina. Constatamos que sigue tratándose simplemente de una promesa (y ello n o por razones accidentales), si tomamos en serio la afirmación aristotélica de que la lucidez y la verdad es asunto que a todos concierne. Tal afirmación se sostiene exclusivamente en el siguiente presupuesto: los seres lingüísticos en lo nuclear son interpares: la riqueza esencial del lenguaje n o reside en los contenidos contingentes que como resultado de la información unos poseen y otros no, sino en el meollo que nos hace por igual participantes de la razón una e indivisible. De ahí que la lucidez suponga comunidad de intereses y proyectos, así como equidad en la distribución de las condiciones de posibilidad de acceso a ella; comunidad y equidad respecto a la tarea propia de los hombres libres. 5
Que la lucidez en tanto rasgo del orden social fuera algo más que un proyecto eternamente diferido, n o equivaldría a la erección de una especie de mundo feliz, sino a la erección de algo mucho más serio, a saber, simplemente un m u n d o digno. En un m u n d o digno n o se darían seres humanos impedidos por su condición social de centrar su existencia en el problema mismo constitutivo de lo humano. En un m u n d o digno n o se darían sueños de amor quebrados por razones exteriores a lo esencialmente trágico de la condición humana, que Marcel Proust designaba como «imposibilidad de vincularse sin sufrir». N o cabría así esa 5. Retomamos con detalle este tema en el apartado III: «Dignidad y respuesta: el imperativo de la n o genuflexión». 34
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pareja que, en la obra de Puccini La Bohéme, se obsequia mutuamente con reproches originados por la rendición de la mujer a los valores del dinero y la alcahuetería cobarde del hombre cada vez que ello le permite paliar su propia miseria. En un mundo digno, en un mundo adecuado al hecho de que en tanto seres lingüísticos compartimos por igual la matriz de toda riqueza, la obra de arte n o hubiera sido arrancada a su depositario legítimo y no se daría así esa escandalosa distinción entre arte de élites y arte de masas. En un mundo digno nuestra percepción se hallaría poblada por alternancia de consonancias y contrastes, forjada por imágenes risueñas, violentas, jocosas o tiernas, pero nunca miserables. En un mundo digno habría habitaciones modestas y construcciones palaciegas, pero nunca refugios insalubres ni fachadas indecentes. En un mundo digno, en la atmósfera que configuraría un orden cabalmente humano, nadie entregado a quehaceres cotidianos y domésticos dejaría de ser receptivo a una conversación auténticamente fertilizadora de los momentos de asueto. Y así la ciencia se añadiría al arte para impregnar la vida de la colectividad. Expresión de tal dignidad sería que en todos y cada uno de los humanos presupusiéramos lo nuclear de la disposición ética, por presuponer lo nuclear de la disposición cognoscitiva y artística. Expresión de tal dignidad sería, en suma, que en todos y cada uno de 6
6. Pues Puccini, Goya o Cellini n o apuntan a satisfacer contingentes exigencias estéticas propias de tal o cual grupo social: apuntan a restaurar la universal acuidad de la percepción en la que por vez primera la inmediatez de lo natural se vio empapada por las inflexiones del espíritu; apuntan así a que sucesión, especialidad, color, sonido, figura o palabra sean de nuevo generadores del estupor concomitante al m o m e n t o en que superábamos la condición de seres meramente instintivos para fundirnos en lo humano. De ahí la auténtica rapiña que supone el que la obra de arte sea canalizada hacia el m u n d o de referencias y prestigios propio de una cultura concebida c o m o información y privilegio de una clase social o de un pueblo en particular. 35
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los humanos presupusiéramos la disposición que Aristóteles calificó de filosofía. En fin, en u n mundo digno, la asunción de la finitud se efectuaría vinculando la muerte a imágenes de reencuentro con la naturaleza elemental o con la idea de morada; sin que tales evocaciones se vieran perturbadas por la figura de un ser humano catalogado mediante corte vertical en el ciclo de las generaciones, ni por el fantasma del tanatorio como asilo de los así repudiados por la vida.
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Dignidad amenazada
1. ESTULTICIA E INDIGENCIA LA RAZÓN AMENAZADA
En la medida en que aparece como aspiración a una inteligibilidad exhaustiva, que puede parecer incompatible con lo que se consideran potencialidades reales del espíritu humano, la filosofía ha sido tildada de proyecto por esencia eternamente diferido. Mas este dardo es en cierto m o d o inofensivo. Cabe incluso darle la vuelta respondiendo «kantianamente» que la filosofía es más una disposición que un objetivo, más una actitud moral que un beneficio; pues una cosa (muy probable) es no llegar a topar con la verdad y otra cosa (muy acomodaticia) es renunciar a ella. Mas la filosofía es, por el contrario, herida de muerte cuando, por así decirlo, repudia sus orígenes populares, su carácter de «exigencia colectiva» (resultado de la función misma del lenguaje) para presentarse como exquisita disposición de un individuo, a ella inclinado por contingentes razones de educación y cultura. Corriente era hace años evocar el j u e g o de palabras forjado por Marx cuando, ante un escrito de Proudhon titulado Filosofía de la miseria, respondía con un sarcástico y hasta cruel Miseria de la filosofía. Miseria n o ciertamente de la tentativa de fertilización de la razón que la filosofía supone. Miseria más bien del que estima que un atisbo de lucidez (y su correlato de entereza moral) puede resultar compatible con su conformidad ante un mecanismo social que, junto al trabajo mutilador y el ocio esterilizante, generaliza el uso 37
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de la palabra para mero tráfico de prejuicios y propugna el recurso a la ceguera (es decir, la consolación irracional) ante los avatares de la enfermedad o la mutilación afectiva. Miseria del fariseo que considera la disposición al saber como propiedad jerarquizante (privilegio de ser racional, lúcido, hasta —¿por qué no?— solidario, demócrata y, en definitiva, fino) de la que hace almoneda e n la Bolsa de las sinrazones. De fado, el pesimismo al respecto se alimenta por el hecho de que en nuestro entorno la estulticia ambiental (no sólo tolerada sino programada y hasta loada) es perfectamente compatible con la elevación del grado de erudición de los ciudadanos, la sofisticación más elevada e n el discurso científico y, sobre todo, la retórica más sutil en el discurso «filosófico» imperante. Mientras civilizaciones enteras son reducidas a la indigencia, en nuestros países la quiebra psíquica producida por las ocho horas de tarea absurda sólo ofrece sutura imaginaria en la perspectiva de la jubilación (expresión terrible con la que se está reconociendo lo intrínsecamente triste de los años más fértiles de la existencia): alcanzada ésta, las horas de alimento espiritual bajo forma de pantufla televisiva podrán ocupar ya la jornada por entero... «júbilo» desde luego bien menguado y que, en algún registro de nuestro espíritu, no puede dejar de imitarse en radical desesperanza. El terreno se halla así abonado para que fructifique en el cuerpo social un discurso negador de nuestra capacidad de entereza; discurso según el cual, la religión constituiría tanto bálsamo eficaz ante el dolor fruto de las vicisitudes contingentes, c o m o indispensable arma para n o desfallecer frente a la dureza de una condición marcada por la escisión y la finitud. Mas a fin de prevenir las posibles acusaciones de oscurantismo, el discurso de la genuflexión se actualiza. Busca legitimidad e n pretendidos parentescos con la disposición artística y hasta con las motivaciones del científico. Se su38
DIGNIDAD AMENAZADA
giere, por ejemplo, que los instrumentos lingüísticos del trabajo poético (sinonimias, sinécdoques, metáforas, etc.) darían testimonio de una dimensión espiritual irreductible a las configuraciones de la razón. Se husmea un rescoldo de búsqueda de trascendencia en las polémicas de los físicos relativas al origen del universo, o en las de los matemáticos («cantónanos» contra «thomianos») en torno a la actualidad o mera potencialidad del infinito. Complementariamente a este proceso, se reinterpreta el substrato de aquello que ha quedado archivado bajo el nombre de filosofía: se busca en el origen de ésta una inquietud rayana con el misticismo; se hace nueva hermenéutica de las interrogaciones elementales para responder a las cuales la filosofía fue recurriendo a toda la pluralidad de saberes de que se disponía, hasta el punto de alcanzar un elevadísimo grado de complejidad. En suma: el esfuerzo humano traducido en el trabajo científico y artístico e instrumentalizado por la filosofía para fines de lucidez, es recuperado a fin de dar legitimidad a una tisana de nueva cosecha e insulso sabor en cuyos posos, no obstante, se reconoce la aspiración a encontrar paliativos a nuestra condición, paliativos incompatibles con la dignidad de ésta.
LA ESTULTICIA EN sus SÍNTOMAS SOCIALES
Entiéndase bien que estamos efectivamente negando la legitimidad del discurso «filosófico» (desgraciadamente hoy imperante) según el cual la razón sería impotente n o ya para aportar respuesta a los interrogantes de la experiencia humana, sino incluso para plantear adecuadamente la cuestión relativa al sentido. Afirmamos que, tenga o n o suerte en su apuesta, la razón es la única arma legítima de que disponemos; de tal manera que intentar sortear imaginariamente las marismas en las que, en ocasiones, la razón se embarranca (intentar salvarse contra la evidencia) gene39
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ra patológicos síntomas, e incapacita para afrontar con dignidad nuestro destino. Se ha dicho con razón que la filosofía es una guerra... guerra concretamente contra la estupidez. Guerra sustentada en la convicción de que estulticia e inquisición van forzosamente juntas, y que, por consiguiente, o se oscurecen las voces de los agitadores de falsos problemas, o el que apunta a restaurar la interrogación legítima se halla abocad o a la hoguera... salvo que elija la genuflexión.
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Así, el repudio de la razón y la valentía aparecen hoy como triviales ingredientes del entorno social. Mas en tal medida, n o habrá espacio público para la erección de una palabra verídica. Y como n o hay palabra digna de tal nombre que n o sea susceptible de hacerse colectiva, de ser tomada en público, es la potencia misma de la condición humana que queda así reducida a las catacumbas. Y aunque en la catacumba también se dé conciencia (¡e inconsciente!), aunque la exigencia de verdad n o pueda nunca ser totalmente extirpada, aunque, en cualquier circunstancia, un rescoldo de lucidez perdure, lo que n o cabe es situar la catacumba como horizonte definitivo si se trata de vigorizar tal rescoldo. ¿Cómo, por ejemplo, reducirse al mantenimiento de una ética meramente subjetiva si uno se confronta a la perspectiva de la descendencia? El proyecto de una descendencia sólo es legítimo si se lo concibe como aportación al momento de relevo indispensable en la medida en que (dada la inherencia de la naturaleza al lenguaje, dado que el verbo es intrínsecamente carne) la existencia humana n o consiste en subsistir sino en re-nacer (como la planta). Hijo propio, ciertamente, pero como expresión de que uno es vehículo de restauración de la humanidad en su dignidad; de la humanidad en sus valores intrínsecos socialmente plasmados. De ninguna manera hijo como prolongación (de fado mera40
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mente imaginaría) de la propia subsistencia en el seno de la humanidad sean cuales sean las condiciones de ésta. Pues bien: ¿cómo hacer compatible la fidelidad a esta exigencia ética (que más adelante consideraremos de nuevo) con la constatación de un orden social en el que imperan valores sustentados en la ceguera? La conciencia de tal incompatibilidad hace ya imperativa la máxima del compromiso (guerra contra la estupidez) a la que antes nos referíamos. Tal compromiso resulta del hecho mismo de que, aun en ausencia de su concretización como máxima directriz de la organización social, la exigencia de verdad opera en el sujeto razonable, o por mejor decir: constituye la marca legítima de su carácter razonable. Y ante la certeza apodíctica de la dignidad sustentada en la confrontación a la verdad, se revelan e n toda su vacuidad las dignidades a las que nos adecuamos tras esfuerzos dignos de mejor empeño y que de n o ser coronados n o dejarán de producir frustración: dolor auténtico provocado por carencia de bienes ficticios que, como es sabido, constituye el acicate fundamental en la economía de nuestras sociedades. Es asimismo por lo inerradicable de tal verdad y su erección en criterio, que el rechazo que provocan las actitudes carentes de dignidad se convierte (¡inevitablemente!) en auténtica repugnancia cuando se asiste a una tentativa de manipulación, de instrumentalización, de prostitución de aquellos valores que a la dignidad son concomitantes; valores que el manipulador presupone en el otro. Así esa sórdida explotación del sentimiento de fraternidad a la que cotidianamente proceden tanto individuos como instituciones literalmente carroñeros, pues nutridos de la miseria que pretenden aliviar y, en consecuencia, obligados a hacer lo imposible por perpetuarla e incluso (en buena lógica empresarial) acentuarla. 7
7. Véase: «La dignidad repudiada: huellas del tiempo y huellas de la mentira».
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LA DIGNIDAD
La razón se halla aquí y ahora igualmente amenazada mientras proliferen en las páginas de los periódicos esas cartas, potencialmente asesinas, de lectores que purifican delirantemente el origen de su entorno para mejor insinuar (o incluso declarar con impudicia) el carácter contaminado del otro. Tales cartas y las análogas referidas a diferentes temas, son hoy en día expresión de un sentir ciudadano meramente sustentado en prejuicios. Prejuicios a los que acompañan el racismo, el abuso del débil, la ceguera ante la propia indigencia, y hasta la instrumentalización de los sentimientos de fraternidad ante la tragedia ajena, por conversión de los mismos en alimento de los momentos de ocio.
D E LA TRAGEDIA EN IMÁGENES... Madama Verdurin, lamentándose por sus jaquecas de no tener [en plena guerra] cruasanes que mojar en su café con leche, acabó por conseguir una receta para que se los hicieran en cierto restaurante... Sin dejar de mojar el cruasán en el café con leche y de dar capirotazos a su periódico para que se mantuviera abierto sin que ella tuviera necesidad de sujetarlo con la mano de mojar el cruasán, decía: «¡Qué horror! Esto es más horrible que la más horrible de las tragedias»... Mientras, con la boca llena, hacia estas desoladas reflexiones, el aire que sobrenadaba en su cara, traído a ella probablemente por el sabor del cruasán, tan eficaz contra la jaqueca, era más bien un aire de plácida satisfacción.
El pasado mes de agosto, en Barcelona, una mujer (¿anciana?) enlutada se exponía en genuflexión en una mañana de sábado. Dado el escaso flujo de viandantes, la figura, perceptible desde muy lejos, lograba singularizar la trivialidad del paisaje: la espaciada acera que en la plaza de Cataluña vincula la Rambla de este nombre y la de Santa Mónica. Se daba en cierto m o d o un logro de puesta en escena 42
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traducido quizas en número de donativos pero también en el inesperado efecto siguiente: Un turista estándar, uno de esos cuerpos que exponen por el Mediterráneo las huellas del trabajo sin sentido, mientras consumen sus cuatro semanas de ocio n o menos estéril, un ciudadano ordinario de país «privilegiado», sintió despertar sus veleidades artísticas, aleccionado quizás por la imagen bi-carroñera (buitre expectante ante el famélico y cameraman al fin catapultado en su medrar hacia el Pulitzer) que había aderezado durante unos días su m e n ú televisivo. Y así, esperando el m o m e n t o e n que ningún peatón enturbiara la radicalidad de la imagen y eligiendo cuidadosamente el ángulo de luz más conveniente, emuló a sus héroes del Life mientras —acomodados en un banc o — su mujer y la pareja alcahuete de compatriotas esbozaba una convencional sonrisa tendente a desactivar la mirada indignada de un observador de la escena. Escena tan repugnante como paradigmática de un mecanismo en el que la marginación social lejos de ser una tara a abolir es un valor a preservar. Mecanismo televisivo-miserabilista que introduce en nuestras ciudades, en nuestras casas y sobre todo en nuestras almas, una decrepitud enteramente imaginaria (es decir, reducida a imagen) a fin de que demos respuesta meramente ideológica.
Amparados por el privilegio de su posición social los Verdurin, personajes emblemáticos de la construcción proustiana, consiguen instrumentalizar al servicio de sus frivolas existencias tanto las catástrofes vehiculadas por los periódicos como una guerra que transcurre a escasos kilómetros de sus domicilios y que conmociona la historia europea. Fácil es pues suponer qué tipo de rentabilidad cabe extraer de conflictos en los que las víctimas son exclusivamente exóticas y ocasión idónea para que los alcahuetes de la situación social generadora del conflicto mismo nos extasíen 43
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con discursos relativos a la unidad moral de los humanos, la solidaridad internacional y el triunfo del derecho o hasta del espíritu de sacrificio. Y así, frente a la imagen del pobre hombre postrado ante el cadáver de su hijo e insensible al argumento de que ha caído heroicamente, punzante resulta el constatar que el conflicto es alimento cotidiano para las frivolas conversaciones de los ciudadanos corrientes que (ante el informativo televisivo de la cena o la página del periódico en el bar anexo a la oficina) sólo diferimos de los Verdurin en que ni siquiera tememos que el objeto de nuestros intercambios de opinión ponga en peligro alguno de nuestros hábitos de alimento o de distracción. Es sin duda hoy un tópico el referirse a la tragedia vehiculada por los media como simple ocasión de evasión. Y sin embargo n o se extraen e n absoluto las consecuencias de tal hecho. Aceptamos pasivamente la invitación a sumergirse imaginariamente en conflictos, nuevos o resucitados, explotados hasta la médula y que sólo el fin de semana declinan en favor de los avatares del enfrentamiento deportivo. 8
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8. Instrumentalización n o m e n o s sórdida cuando se trata de una de esas «guerras» próximas pero acotadas en su radicalidad c o m o en sus efectos, guerras a cuya solución nadie parece apuntar por ser compatibles con una cotidianeidad confortable... excepto para las víctimas. 9. Redactado ya el capítulo que en esta reflexión dedicamos a la muerte, concretamente a la prolongación de la existencia contra la voluntad de la persona, los periódicos se hacen eco de una noticia que viene a confirmar hasta qué punto carece de todo límite la vampiresca recuperación de la tragedia humana, su reducción a frivolo pasto en la cotidianeidad de vidas carentes de sentido. Al parecer, el pasado 3 de marzo el doctor Wilfred van Oijen acude al domicilio de u n o de sus pacientes en la ciudad de Amsterdam. Este, el señor van Wendel, confinado en una silla de ruedas, afectado de esclerosis, explica a su médico, entre sollozos, que n o desea a ningún precio morir en el hospital y que sólo en la idea de la eutanasia encuentra algún consuelo. De regreso a su casa, el m é d i c o reflexiona largamente sobre la punzante petición que se le hace y decide responder favorablemente. Regresa al hogar de su paciente y tras interrogarle de nuevo sobre la fir44
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. . . A LA A G O N Í A FUTBOLÍSTICA
El poeta francés Jacques Prévert describía cruelmente el destino de la clase obrera evocando la inquietud del domingo por la tarde, dado que se aproximaba el lunes, y el martes, y el miércoles, y... el domingo por la tarde. Sin duda, desde entonces algo ha cambiado: el tiempo de vacuidad se ha duplicado y con ello asimismo esa espera temerosa del correlativo trabajo esclavizador. Ampliación del tiempo de ocio que n o depende directamente de la coyuntura políticoeconómica, como lo muestra el hecho de que el week-end (y la desoladora sombra que proyecta sobre las ciudades) tiene tanto arraigo en Brasil como en Suecia. Mas, vinculada a sábado o a domingo, una constante perdura: el fútbol, que aparece n o sólo como referencia ordenadora de las jornadas de ocio, sino asimismo como complemento de las conversaciones político-humanistas del resto de la semana. Hubo un tiempo en que el papel sórdido desempeñado por este deporte parecía que estaba claro, al menos para quienes enarbolaban ante las miserias del orden social una actitud de resistencia. Mas hubo también en esto un aggiornamento y la fracción digamos contestataria de la clase intelectual dejó de ver con pavor la genuflexión de toda actitud racional a la que se asiste en los estadios, entreviendo inclumeza de su decisión, le administra una inyección letal en presencia de la mujer del enfermo, que sostiene la m a n o de su marido. Nada que objetar a la escena desde la perspectiva ética que anima esta reflexión, de n o darse la circunstancia siguiente: los pasos del médico fueron seguidos por un cámara de televisión y el facultativo ofreció su «actuación» en exclusiva a la cadena holandesa Ikon. ¿Acto de protesta a fin de convencer a los ciudadanos holandeses de la necesidad de introducir una ley de eutanasia a la que el Vaticano, sustentado en las fuerzas reaccionarias, se o p o n e con toda energía? Es posible, pero m u c h o nos tememos que, una vez más, la jerarquía de fines y medios se ha invertido y lo que cuenta es el espectáculo y n o la dignidad de la muerte. 45
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so en tal actitud algún rescoldo de reivindicación auténtica. Se confunde así realmente al pueblo con la masa (según la denuncia de un pensador contemporáneo) y se insulta al primero en la falacia de que sólo bajo forma degenerada de identificación en un ritual artificioso puede manifestarse el odio de una existencia que se arrastra de lunes a domingo por la tarde. Sólo en ocasiones un individuo salido de tono revela la carga de resentimiento, alergia a la alteridad y auténtica xenofobia, canalizados hacia los estadios a partir de un orden social que inevitablemente los genera. Es ya imposible escindir el esfuerzo técnico del futbolista de todo lo que su patada vehicula de atentado a la razón; de canalización e instrumentalización de la energía hacia la esterilidad de una afirmación sustentada en ceguera y desprecio. Todos y cada uno de los presentes en el estadio sienten que el hincha proyecta imaginariamente una realidad a la que n o se enfrenta; en tal sentido, literalmente delira. Mas sabido es que lo real, así puesto entre paréntesis retorna... y ello en el seno del delirio mismo. Entonces la frustración por un problema en principio contingente (ganar o n o en un j u e g o formal y gratuito), tiene carga de mutilación real, y a la par que la rivalidad artificiosa se convierte en auténtico odio, el falso ciudadano se revela verdadera fiera. Los responsables del orden lo saben bien, puesto que erigen verjas para que el campo defútbol sea efectivamente lo que está llamado a ser: campo de concentración... de concentración y de canalización. N o es en m o d o alguno azar que de vez en cuando personas lleguen a ser asesinadas por llevar los colores de un club. Morir por éste es quizás un buen m o d o de empezar a morir por esas abstracciones que el irracionalismo y el irredentismo de todo cuño ofrecen como pasto a los sujetos privados de juicio y de vida. Sujetos como los Verdurin, y más trivialmente sujetos c o m o el amateur de imágenes que evocábamos al principio de este capítulo, o el pobre diablo que —considerándose privilegiado en un universo donde cabe la indigencia— da 46
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gracias a Dios por haber escapado a ella y contribuye con su óbolo al mantenimiento de la misma. Asunto éste que ocupará las reflexiones que siguen y para abordar el cual evocaremos de nuevo una anécdota televisiva.
DEL MONOPOLIO... A LA BOLSA DE LOS BUENOS SENTIMIENTOS
En el curso de un debate televisivo, un conocido político francés marcó un determinante punto de inflexión al interrumpir el lacrimógeno discurso sobre los desamparados que su rival estaba profiriendo con un sardónico: M. Mitterrand Vous n 'avez pos le monopole du coeur (Señor Mitterrand, usted no tiene el monopolio de los buenos sentimientos). Giscard d'Estaing tenía la certeza de que el electorado le reprochaba el haber sacrificado en su política económica los eficaces principios de la solidaridad republicana. Ahora bien, con su réplica estaba sugiriendo que su rival no apuntaba realmente al saludable restablecimiento y reforzamiento de los mismos, n o apuntaba a suprimir la causa de la incipiente miseria, sino tan sólo a paliar los efectos, introduciendo mecanismos compensatorios que recordaban en demasía el —entonces— insoportable discurso del amor al pobre... de ahí la eficacia de su interrupción. Ocurría esto hace ahora cuatro lustros y puntualmente (abstracción hecha de la clara manipulación) los ciudadanos franceses que celebraron el sarcasmo respondieron a una sanísima convicción. Pues la miseria n o es el correlato sombrío del aspecto luminoso de las sociedades, el equivalente de lo que el polo de la senectud es al polo de la juventud. La miseria no es integrante constitutivo, sino apéndice purulento de la condición humana, que de ninguna manera ha de ser objeto de tratos balsámicos sino de extirpación allí donde reside su matriz, a saber, el funcionamiento degenerado del cuerpo social que lo amenaza por entero. Amenaza nítidamente experimentada (a la vez en la complicidad y la impotencia) 47
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por la «privilegiada» clase media-alta de las sociedades llamadas del Tercer Mundo. Pues en razón del binomio inseguridad-miseria, fruto del orden social que defienden, hay que renunciar a compartir el espacio urbano donde transcurren los ritos cotidianos, fiestas y tradiciones en los que reside la trama de su civilización. Se dispersarán entonces en esos apéndices sin alma conocidos como barrios residenciales, en células separadas por sucesión de sistemas de seguridad que acentúan la sensación de aislamiento y, por consiguiente, de indefensión. Y en el ciclo de esta paranoia, alimentada por el incremento de medidas que tienden a aliviarla, se establece una mísera «civilización» paralela (¡la de los privilegiados!) sustentada en el intercambio de migajas o conservas de una cultura europea tan lejana como, de hecho, despectiva ante la beatería de que es objeto. Mas no es necesario remitirse al llamado Tercer Mundo para sentir el carácter de gangrena de la miseria, su amenaza para el cuerpo social por entero, lo ilusorio que es pretender escapar individualmente a ella y lo repugnante que es amamantarla (por ejemplo limpiando caritativamente el muñón). Las páginas que siguen apuntan a describir un espacio bien próximo en el que lejos de ser monopolizados, los «buenos sentimientos» se barajan como preciados valores en la más liberal de las Bolsas. Conviene en primer lugar efectuar una doble precisión.
AVANCE SOBRE LA ÚNICA DISPOSICIÓN DIGNA ANTE LA INDIGENCIA Si la pobreza no constituye un vicio, la miseria sí lo es. Es posible ser pobre y conservar la propia dignidad, pero si uno llega a la indigencia, ¡adiós dignidad! (Marmeladov en Crimen y Castigo)
N o estamos evidentemente defendiendo el brutal gesto de indiferencia o de desprecio del ciudadano dispuesto a 48
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afirmar que «esto lo arreglaba yo». Menos todavía la hipócrita política llevada a cabo por las municipalidades de ciertas urbes, consistente en relegar a guetos el universo de los marginados. Si alguien considera que la existencia de seres humanos reducidos a la indigencia y el parasitismo es consustancial a la sociedad (a ésta y a cualquiera) entonces, si n o contribuye con su óbolo a la subsistencia de dichas personas, además de pesimista es literalmente un canalla. Diríamos incluso que, en base a tal convicción, n o basta con quitarse de encima al pedigüeño —y la mala conciencia— con unas monedas, sino que (tras las eventuales averiguaciones relativas al efectivo buen destino) ha de contribuirse con su cheque a la institución de caridad. Pero la cuestión n o estriba en si se contribuye o n o a aliviarla, indigencia, sino en si se contribuye o n o a suprimirla. indigencia. Seamos más precisos: el imperativo auténticamente moral (perfectamente conforme al rigorismo kantiano) consiste en que tu existencia n o transcurra sin haber contribuido a que desaparezca del horizonte esa plaga, perfectamente contingente (es decir no inherente a todo orden y a toda sociedad), que es la figura de un humano reducido a la mendicidad. Si respondes a tal imperativo, puedes, perfectamente, en el ínterin y por añadidura, contribuir balsámicamente con tu óbolo, sin invertir nunca la diferencia jerárquica entre ambos comportamientos. Ahora bien: si la máxima de tu acción se reduce a la labor samaritana, entonces: o bien eres profundamente pesimista (haces lo único que a tu juicio cabe hacer) o eres perfectamente inmoral: piensas que cabe algo más efectivo y, por desidia o conveniencia, renuncias a ello.
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LA R E S P O N S A B I L I D A D D E L I N D I G E N T E
...Y no podemos tratar de injusta a la sociedad que procede de este modo, pues el propio individuo es el primero en degradarse a si mismo. (Marmeladov en Crimen y Castigo)
Y aquí una segunda precisión: insistir en la conveniencia de reflexionar sobre las causas sociales, señalando lo inútil que es intentar encontrar respuestas individuales en lo que tiene matriz colectiva, n o supone en absoluto soslayar el problema de la responsabilidad personal del propio sujeto reducido a la marginación y a la mendicidad. Pues si la organización productiva y el tipo de distribución de la riqueza hoy imperante generan necesariamente indigencia, tal necesidad no es, sin embargo, mecánica. Sabido es que, sometidos a idénticas condiciones de penuria económica y de mutilación en sus proyectos de futuro, unos responden miserabilizándose, mientras que otros n o lo hacen. De ello se infiere que lo crítico de la circunstancia social necesita encontrar complicidad en una disposición propia al individuo afectado. Disposición sin duda determinada asimismo por lo social, puesto que todo en los seres lingüísticos lo está, pero lo social operando según modalidades y en conformidad a leyes más arcaicas que las que actúan de inmediato. N o parece uso abusivo de la «sospecha» freudiana el barruntar que, además de expresar una dolorosa necesidad, el recurso a la actitud mendicante satisface un arraigado deseo. Tan arraigado y potente que cabe asimismo preguntarse si la objetiva penuria social n o es ocasión de que tal deseo reviva, en lugar de la hipótesis contraria que antes avanzábamos. Mas, en tal caso (dado el carácter indiscutiblemente destructivo, para el orden social y para el propio sujeto, de tal deseo) hay más razones todavía para intentar evitar que el orden social le dé alimento; más razones todavía para 5°
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sostener que el imperativo de acción en el terreno de la solidaridad social pasa por contribuir a acabar con un mecanismo que es tanto causa objetiva de penuria como ocasión subjetiva de abandono. Pues el legítimo sentimiento de fraternidad es encontrar insoportable que un portador de la dignidad del ser racional encuentre satisfacción subjetiva en el sometimiento y la dependencia de quien es objetivamente su interpar. N o es necesario siquiera aludir a que la correlativa satisfacción de imponerse y someter está sólo frustrada en el mismo sujeto, para que se haga patente hasta qué punto es arriesgado el confundir la verdadera fraternidad con el hábito de consolar a un afligido que ha de perseverar en su aflicción. En cualquier caso, ha de señalarse que la costumbre de convivir con la indigencia genera, por así decirlo, perversiones. La evocación de un fantasma hoy compartido nos brindará la oportunidad de un amplio recorrido por este escabroso mundo: Los periódicos suelen en nuestros días recoger las quejas de ciudadanos alarmados por la proliferación en las calles de sombras cuyo gesto mendicante se carga a menudo de rasgos equívocos: ¿recurso a la generosidad o al miedo?; y en el que asiente: ¿gesto expresivo de fraternidad o imperativo de prudencia, si n o de mera cobardía? En la generalidad de los casos todo a la vez. Y ahí reside precisamente lo humillante si se trata de dignidad, es decir, de lo único que soporta la existencia de palabra y restaura (por trágicas que sean las circunstancias) el sentimiento de acuerdo y conciliación sin el cual todos y cada uno habríamos renunciado a existir. Pues si la amenaza eventualmente inclina y la súplica eventualmente conmueve, el recurso bastardo a la segunda para encubrir los esperados efectos de la primera necesariamente ofende. Ofende el que se me proponga (y, por consiguiente, se me considere susceptible de aceptar) el encubrir una genuflexión real con una fraternidad ficticia. Ofende el que se estime que tal farsa pueda convenirme. Ofende que 5i
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se considere que necesito salvaguardar apariencias sin substrato y hasta interiorizarlas, diciéndome que el sentimiento de fraternidad ha determinado realmente mi gesto; ofende el que se aventure que me abrumaría más el reconocimiento de mi miedo que la entrega a la mentira. Ofende, en suma, que otro ser humano, ya sea un despojo usado por la mendicidad y presto a la rapiña, dude de mi apego a la humanidad y especule sobre mi disposición a ponerla en almoneda. Pues n o hay atentado a la condición racional e n el acto de plegarse a una evidente relación de fuerzas. N o hay rendición deshonrosa si lo que la motiva es una dinámica estrictamente militar (otra cosa es sin duda la que con independencia de esta última resultara pura y simplemente de la cobardía). Mas para el vencedor resultaría ciertamente insoportable el que el gesto de entrega de armas quisiera ser legitimado en base a consideraciones pacifistas. Reencontraremos más adelante estos aspectos relativos a la conexión de la dignidad con el valor y la capacidad de asunción, pues conviene todavía hurgar en la instrumentalización, y hasta prostitución de los sentimientos irremediables de fraternidad que tan a menudo encierra hoy la práctica de la caridad.
LA VILLE LUMIÉRE ( U N VIAJE EN METRO)
Evocábamos hace un momento el substrato (por desgracia quizá meramente ideológico) que en el ciudadano francés posibilitó el que Giscard d'Estaing se sirviera del discurso miserabilista de Mitterrand como arma contra éste. Han pasado desde entonces, como decíamos, cuatro lustros. París sigue siendo considerada una ciudad faro, heredera de las conquistas de la civilización. Pues bien, sumérjase el lector en los corredores del metro de París y observe las estampas que se ofrecen por doquier: Aquí y allá en el andén, un niño (ataviado en estricta 5*
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conformidad a la imagen estándar de desvalido del Este ofrecida cotidianamente por la televisión) le tiende un papelajo con mensaje (siempre idéntico) expresivo a la vez de su desarraigo (no conoce el francés ni siquiera para articular una súplica) y del hallarse en los límites físicos de la debilidad. En el interior del vagón, la voz de un pasajero se eleva de repente sobre el ruido ambiental proclamando (también en este caso el mensaje se repite mecánicamente) que, por haber agotado los plazos del subsidio de paro, se halla obligado a solicitar una ayuda consistente en «unos francos o bien un ticket de restaurante». En la próxima estación, un cantor ambulante ofrece una interpretación forzosamente a capella, dado que por su indumentaria y figura parece excluido que pueda disponer de un instrumento. Una anciana, arqueada bajo bolsas de plástico variopintas y andrajosas, distribuye por el vagón un inequívoco perfume, cuyo disfrute alarga eventualmente para el pasajero más reacio a ofrecer una moneda, prolongando unos instantes su compañía o compartiendo su asiento. Y si al descender del vagón el pasajero cree encontrar un respiro, éste es de poca duración, pues en la entrada del corredor de salida —y casi cerrando el paso— un joven —literalmente tirado en los brazos de un perro— sitúa junto a un recipiente el patético (o canallesco, según se mire) letrero Mon chien et moi on a faim. Ante tal bombardeo de imágenes indigentes se preguntará quizás el pasajero cómo ello es posible en el país de aquella Revolución en la que precisamente Rant vio un paso hacia la concretización social de su concepción relativa a la dignidad de la persona humana. Y constatando la proliferación de paneles relativos al asunto en las paredes de andenes y corredores, el viajero se sentirá por un momento reconfortado cuando, presa de un anacrónico desvarío motivado por su efectiva comunión con las razones que provocaron aquel estallido de dignidad, creerá entrever un bando del tipo siguiente: 53
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La República no puede seguir tolerando un funcionamiento social que a todas luces es directo generador de indigencia material y degradación espiritual. En consecuencia, dispone por la presente la puesta en marcha de mecanismos transformadores de las relaciones sociales y productivas, las cuales (cualesquiera que sean los sacrificios colectivos que supongan) extirparán el mal de raíz. En el ínterin y mientras los efectos de las nuevas disposiciones no sean perceptibles, la República (en la certeza de que la solución de problemas con raíz en el colectivo social no puede ser abandonada a la mera voluntad individual) asume desde este momento a su cargo todos los casos de probada indigencia. A partir de este momento, la práctica de la mendicidad, en cualesquiera de sus manifestaciones, no podrá responder sino a una manipulación de los sentimientos de los ciudadanos que será adecuadamente sancionada. Espejismo desde luego, pues ¿qué ofrecen realmente los muros del metro de París en relación a la ya conocida como nueva miseria? En primer lugar, n o se trata de sobrios bandos públicos sino de llamativos reclamos publicitarios, que comparten espacio y compiten con la última genialidad para colocar el siempre renovado modelo de Renault, la exótica semana de evasión, o el déshabillé de Barbara. El mensaj e n o es emitido por instancias vinculadas al gobierno de la ciudad o de la nación (que cabría imaginar en cabeza de la campaña informativa y resolutiva), sino por variopintas organizaciones con grado mayor o menor de solera, es decir, de implantación en esta prodigiosa nueva Bolsa de valores (sentimentales) que desde luego n o parece correr peligro de acaparación monopolística. Pues al Mamá, ¿dónde dormiremos esta noche? con que la institución Les sans abrí explicita la punzante imagen que el lector puede fácilmente suponer, hace frente, al otro lado de la vía, el Manifiesto^ foto del Abbé Pierre cuya Fundación, según proclamación n o desmentida por la competencia, se 54
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sitúa en cabeza de la lucha contra la sequedad de corazón de sus compatriotas. Unos metros más allá, una caritativa institución animalista recuerda que también los irracionales son víctimas de la crisis, conmoviéndonos con la humanizada mirada de un «mejor amigo» que desde luego (el eslogan corresponde a una institución de la competencia, esta vez española) jamás lo haría. Por malencontreuse coincidencia, el anuncio contrasta con el que a su lado muestra otra expresión humanizada de animal: un gato doméstico relamiéndose ante su cotidiano menú de la casa Gourmet (sic). Mas la sonrisa dura poco, pues a escasa distancia el reclamo de Les petits fréres des pauvres golpea de nuevo nuestra conciencia, con un rostro análogo al de cualesquiera de los desechos que hemos encontrado en el periplo, pero patéticamente acentuado por el primer plano. Y si por «egoísta» reacción nos precipitamos hacia la salida, nos perseguirá aún en el corredor la reiterada imagen del niño africano que ilustra (mejor que mil palabras) la urgencia de colaborar con L'Aide aux lepreux. Colaboración que ha de extenderse a la C.I.C.F. (Confederación Internacional Contre la Faim) que ofrece e n reclamo la imagen sonriente de una Leila reducida a calavera, junto a la misma sonrisa, «Leila, 100 francs aprés», en toda la lozanía de la adolescencia. Innecesario es que ese día esperen en la calle los disciplinados militantes de L'Armée du Salut, para que el triste usuario del metro parisino, marcado física y espiritualmente por una cotidianeidad sintetizada en la expresión Metro—Boulot—Metro—Telé—Dodó (Metro, tajo, metro, tele, cama), empiece a decirse que tal ciclo no es tan ignominioso y que, comparativamente hablando, su vida es un privilegio: ¡y n o sería de bien nacido que el sentimiento de privilegio no generara una pulsión samaritana hacia los que decididamente n o pueden tenerlo! Y así, el cotidiano doble trayecto será ahora ocasión de sereno meditar y casi de espiritual recogimiento. Pues si la 55
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indigencia efectiva produce el sentimiento del mal, las bienintencionadas proclamaciones relativas a cómo afrontarlo nos muestran la posibilidad de convertirlo e n relativo bien: ese bien consistente en que el mal quede paliado como efecto de la intervención subjetiva, concretamente de ese sujeto que yo constituyo. ¿La trampa en todo el asunto? En primer lugar que desde luego nuestro hombre n o es e n m o d o alguno un privilegiado; y que de fado cesaría de sentirse tal en cuanto dejara de contemplarse en espejo tan poco verídico, respecto a dónde reside lo irremediablemente dramático de la existencia humana, como el indigente de nuestro tiempo. Es del todo evidente que ya desde este punto de vista la miseria juega un —repugnante— papel integrador de los ciudadanos en un orden que tienen toda clase de razones para poner en entredicho.
CONFORMIDAD CON LA INDIGENCIA Y REPUDIO DE LA VIDA
Y aquí nos acercamos a la objeción de peso. Pasemos por alto el hecho de que las venerables instituciones evocadas (Abbé Pierre, Petits Fréres des Pauvres, Armée du Salut, Aide aux Lepreux, Confédération Internationale contre la Faim... y tantas otras cuyo nombre hemos olvidado) acompañan siempre sus reclamos con el número de cuenta bancaria, de tal forma que —de alguna manera— hacen la competencia al pobre en acto que allí mismo se expone (¿damos a éste, o mandamos nuestro óbolo a la institución central que distribuirá en conciencia?). Lo problemático es aquello en lo que confía el emisor, el substrato que presupone en cada u n o de nosotros, substrato que de n o darse haría que el mensaje fuera absolutamente inoperante. Confianza, en definitiva, en que todos compartimos el más negro de los pesimismos respecto a la condición humana; confianza en que cada uno de nosotros alimenta una tendencia al repudio de la vida, de la vida en 56
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el sentido cabal al que se refiere Miguel de Manara cuando sostiene que n o se trata (para seres de palabra, se entiende) tanto de vivir, como de vivir bien. Ante un orden social generador de las imágenes descritas, se estima que no cabe extirpación, que el único recurso son soluciones balsámicas alentadas por colectivos piadosos y sustentadas en la conciencia subjetiva de vivir reconciliado. Se juzga así que el destino de los seres lingüísticos además de marcado por la inevitable finitud, lo está también por la inevitable indecencia. Pues indecente es, en efecto, la imagen de un ser humano arrastrando una mera subsistencia, una subsistencia sin correlato de contribución a la riqueza colectiva; y odioso es el mecanismo social en el que tal indecencia tiene su matriz. Quede claro que al hablar de riqueza n o nos referimos a lo que se entiende por tal en el horizonte habitual de la economía, pues de toda evidencia, en tal sentido el «indigente» sí es contribuyente pleno. La riqueza que tal pobre diablo no fomenta es aquella de la que se halla privado asimismo el que se cree en situación de dar limosna: la riqueza consistente en contribuir a la recreación de lo humano, situándose como un momento de relevo (recepción y oferta) en la economía global en la que se entremezclan inextricablemente necesidad animal e imperativos del espíritu. Y precisamente porque en ausencia de tal fertilidad n o hay vida propiamente humana, es indecente la reducción de ciudadanos (es decir —etimológicamente— hijos de la ley y el lenguaje) a parásitos. Tan indecente como el fariseico sentimiento (gracias, Señor, por no ser como él y estar en condiciones de lavar su herida) a la vez de distancia jerárquica y de interna reconciliación en quien contribuye a tal parasitismo.
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LA DIGNIDAD CUANDO LA PROPIEDAD ES CRITERIO II n'y a pas de dignité possible, pos de vie réelle pour un homrne qui travaiUe douze heures par jour sans savoir pourquoi il travaille. (A. Malraux)
Se cuenta que, al viajar por primera vez a Estados Unidos, uno de los personajes que (apuntando a un frustrado modelo confederal) fraguaron la independencia de Latinoamérica manifestó su decepción al percatarse de que la democracia que creía sustentada en la virtud, en realidad lo estaba en la propiedad. Tal decepción (en boca de un político del todo alejado de cualquier radicalismo) haría hoy sonreír a todos los que, aun reivindicándose de ideales progresistas, consideran que la oposición misma entre propiedad y virtud refleja tan sólo un voluntarismo sustentado en un análisis ingenuo de las motivaciones que animan a los humanos, las cuales, canalizadas y unificadas, configuran el orden social. Frente a anacronismos como el del evocado político latinoamericano, se estima evidente que las reivindicaciones sociales y los objetivos de cabecillas políticos sólo son legítimos si son compatibles con la aspiración de todo sujeto humano a realizarse en el marco del principio de la propiedad privada. La evolución misma del mundo, en los últimos años, vendría a dar histórico respaldo a lo bien fundado de tal análisis. Sin hablar ya del desmoronamiento del llamado bloque soviético, los dirigentes chinos, conscientes de la inviabilidad del proyecto colectivista puro, se dispondrían con lucidez a introducir en la sociedad que aún controlan los elementos de equilibrio que eviten la explosión. Y más cerca de nosotros, los otrora radicalizados votantes de cinturones industriales en ciudades como París, Milán o Barcelona se habrían curado definitivamente de tentaciones obsoletas. Y así, de n o decantarse claramente por el voto 58
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neoliberal, ofrecen su apoyo a quien propugna más satisfactoria respuesta a las exigencias de confort y ornato; exigencias n o ya inscritas en el régimen de propiedad privada, sino generadas exclusivamente por él, hasta el punto de no ser siquiera imaginables en un marco social n o determinado por él mismo. Una premisa situada explícitamente como referencia explicativa y que n o exigiría ella misma ser explicada, un único axioma, cimienta el (desde luego prudente) discurso político imperante, a saber: la exigencia de propiedad y — e n un grado mínimo al menos— la satisfacción de la misma sería una nota constitutiva de toda organización propia de los seres de razón; una nota determinante, tanto de las estructuras y leyes que forjan la identidad individual, como de las estructuras y leyes que forjan la identidad colectiva. Se hace así de la propiedad un principio equipotente a aquel que Lévi-Strauss presentaba como estructura elemental del parentesco, ese mismo principio que Freud descubría en sus pacientes como prohibición forjadora de la identificación mediante el nombre y así del orden mediatizado por el lenguaje. Se hace, en suma, de la propiedad una ley equiparable en universalidad a la prohibición del incesto. En la medida en la que hablar de propiedad privada igualmente repartida es manifiestamente un sinsentido (nótese que nadie sensato se ha referido nunca a tal cosa: el frustrado proyecto comunista —por poner un ejemplo— se refería a «cada cual según sus necesidades») la jerarquización de los ciudadanos en base al criterio de la propiedad, lejos de contradecir algún principio de buena ordenación social, aparece más bien como exigencia a la que sería literalmente inmoral contravenir. Más o menos paliado con aditamentos relativos a la igualdad de derechos o a la equivalencia ante Dios, el principio operativo es, por supuesto, el tanto tienes, tanto vales. Nuestro propósito no es aquí discutir (al menos de momento) lo fundado de esta tesis. Por el contrario, tras tomar 59
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buena nota de sus presupuestos (grosso moda al igual que en ausencia de la prohibición del incesto n o cabe sociedad ni individuos, ello puede decirse también de la propiedad) insistiremos e n las severas consecuencias que se infieren; empezando por la siguiente: El esfuerzo desplegado en la arena (más o menos pantanosa) donde se fragua la dialéctica inherente a la exigencia de propiedad, será justo baremo por el cual medir la disposición con la que un sujeto se enfrenta al mundo, su capacidad de superar las inclinaciones y confrontarse a lo real, su resistencia ante la adversidad, y e n suma: el grado de su entereza moral, de su fidelidad a objetivos de dignidad. Es éste un tema trillado al que remiten multitud de agudas reflexiones, hoy ya clásicas, así la famosa de Max Weber relativa a la ética protestante y el espíritu del capitalismo. Por supuesto que tal espíritu va mucho más allá del protestantismo, al menos strictu sensu. El pasado 15 de agosto, e n medio de las polémicas (por lo general plagadas de prejuicios relativos a todas las comunidades excepto la propia) con las que los lectores de periódicos suelen entretener su ocio estival, un ciudadano barcelonés caracterizaba a sus compatriotas por las siguientes virtudes: comemos lo necesario, copeamos poco, no abusamos de vida nocturna y fornicamos lo justo (sic). Atributos todos ellos resultantes —se explicitaba— de la seriedad en el trabajo, la valoración de la familia y (sic) el amor al dinero. Manifestación, pues, del evocado espíritu en la orilla misma del Mediterráneo. Espíritu que ha de estar preparad o para asumir las consecuencias del fracaso... pues todos n o pueden ciertamente alzarse por igual. Y así la dignidad que supone la racional y severa asunción de los límites que configuran lo humano, se reduce en tal contexto a resignación del sujeto ante su impotencia en la lucha por la primacía social. Pues el espíritu identificador del grado de humanidad al lugar ocupado en la jerarquía social, responde sin duda a una ética e incluso a una ética estoica (perfectamente recogida en la carta a la que más arriba aludíamos), 6o
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cuya máxima central sería: «amolda tu deseo a lo que está en tu mano». Pero toda la moralina que acompaña a este entramado social implacable, no va a poder evitar que la n o consecución de los objetivos identificados al valor de lo humano genere en los fracasados inmensa carga de frustración. Frustración del perdedor, añadida a la astenia de la capacidad creativa y a la miseria de la vida afectiva que se dan de facto tanto en el ganador como en el perdedor. Pues la expresión según la cual «el dinero no hace la felicidad», pese a su carácter de burdo consuelo, n o deja de remitir a una conciencia difusa de que, en el régimen social sustentado en la propiedad, sólo cabe destruirse por objetivos cuyo alcance nada resolvería. Mas tanto el humano frustrado por el carácter mirífico de los objetivos alcanzados, como el que se halla narcisísticamente herido por su no consecución, se hallan abocados a la rebeldía... o al resentimiento. Tal es a fortiori la alternativa para el que se halla acuciado (y eventualmente sometido a la indigencia material) por problemas n o inherentes a la humanidad, sino generados por un funcionamiento patológico de ésta. Y si la rebeldía n o puede nunca hallarse totalmente descartada, indudablemente sí encontramos en nuestro entorno signos múltiples de resentimiento. Resentimiento que inevitablemente acentúa el carácter patológico del orden forjador de sujetos resentidos. Quizás la expresión más mórbida de esta circularidad, auténticamente viciosa, sea la execrable trivialización en nuestras sociedades de la actitud que cabe genéricamente designar con la expresión «abuso del débil» y que va desde el «ingenuo» comentario peyorativo relativo a lenguas y culturas ajenas, hasta el fóbico repudio de emigrantes, pasando por la restauración de la patriotería de campanario. A estas modalidades de emergencia en lo social de lo intrínsecamente incompatible con la decencia humana dedicaremos las reflexiones que siguen. 61
LA DIGNIDAD 2. S E R E S O F E N D I D O S : E S T U L T I C I A Y D E S P R E C I O
E N EL SUR LOS TARTESOS...
El título de este apartado remite a estrofas de un poema escrito por alguien identificado en la conciencia española a la causa de la libertad y que lo fue efectivamente... excepto en dichas estrofas y en la pulsión general que motivaba la escritura del poema. N o lo evocamos aquí para poner e n entredicho el valor general de su obra, ni la radicalidad de su compromiso. Se trata ni más ni menos de quien recordó a una generación que la palabra verídica, cristalizada paradigmáticamente en forma de poesía, lejos de ser contingente ornato («bello producto» de vidas marcadas por el ocio) es «lo más necesario», tiene en el pueblo su único depositario legítimo y así 10
10. Aunque atroces páginas leídas cuando ya esta reflexión se hallaba escrita nos obligan a acentuar nuestra actitud de denuncia: Nosotros levantados contra los invasores godos, árabes, romanos que escupimos afuera y contra esos mestizos de moros y latinos llamados españoles.
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Chabacano Madrid, gusanera española Yo, eusko-ibero te escupo... en nombre de la vida, libre, abierta y activa, la vida del íbero, la vida de los vascos, la vida de la verdad.
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Una es la verdad de Iberia; vario el Carnaval de España, los disfraces, los pingajos, la dignidad con piojos. ¿Por qué insoportable complejo tales versos fueron publicados en una editorial «progresista» y merecieron el silencio cómplice de los resistentes anti-franquistas?
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es intrínsecamente «un arma» contra la brutalidad, la indigencia y la mentira. Y no obstante, la misma «técnica» (me siento un ingeniero del verso y un obrero) que servía la causa del imperativo moral de resistencia (armada y no armada) ante la ofensa, es en esta ocasión instrumentalizada por el polo sombrío de la personalidad del escritor. Lejos de que los intereses de la subjetividad se sacrifiquen en la fertilización de la vida del lenguaje, ésta constituye más bien tapadera. Yasí, en lugar de obra poética surge un sintomático testimonio del cúmulo de prejuicios, inercias, abandonos y construcciones imaginarias de nuestra realidad que, desgraciadamente, configuran en cada uno de nosotros el ego que confundimos con la personalidad. Pues a fin de mostrar su compromiso con la causa de un pueblo vasco ofendido, como todos los de España, en la exigencia de libertad, pero además mutilado en el ejercicio de la lengua de la que recibe nombre, el autor procede a una jerarquización valorizante del mismo. Y ello, lógicamente, en conformidad a los únicos criterios auténticamente operativos a la hora de jerarquizar a los seres humanos, a saber: su mayor o menor grado de adecuación a los valores imperantes (hoy como hace treinta años) en la sociedad en la que valor equivale a propiedad, decoro equivale a impresión de buen balance, y virtud a. ascesis en pos de la primera, junto a astucia para producir efectivamente la segunda. Y este criterio jerarquizador de las personas se extiende de inmediato a los pueblos (y hasta, como veremos, a las lenguas) en correlación a una exacerbación de la pertenencia a Europa, símbolo ciertamente de comunes referencias culturales pero, sobre todo, símbolo de orden, disciplina, limpieza y... liberalismo económico industrializado. Liberalismo a n o confundir con la figura poco decorosa que éste adopta en países como Madagascar o Haití y más cerca de nosotros... ese Sur apto a que... los tartesos se tumben panza arriba, según estrofa literal en la que se condensan los burdos prejuicios con los que el racismo justifica su indecente exteriorización en el comportamiento cotidiano 63
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de nuestros conciudadanos: racismo trivial, transmitido de padres a hijos y educadores a discípulos y perfectamente digerido e integrado, racismo más allá de los disfraces ideológicos, pues compatible con lo que se entiende por práctica democrática y con la conciencia de izquierdas; racismo que destilan las más estereotipadas frases de nuestros políticos que (no es en m o d o alguno excusa) literalmente no saben lo que dicen.
LA OFENSA TRIVIALIZADA
Hace años un político socialista, entonces en pleno apogeo, juzgaba retrospectivamente el asunto Tejero y la ambigua actitud del que era Secretario de Estado estadounidense, diciendo que uno y otro habían confundido a un «Estado europeo» con una «República bananera» ... ¿Serían, pues, adecuados tales métodos a dichas repúblicas, en razón de alguna intrínseca impotencia de sus ciudadanos para organizarse democráticamente? Hipótesis ésta que el citado político rechazaría conscientemente, precisamente por sus resabios racistas, pero a la que indujo defado con su discurso espontáneo. Pero n o hay cuidado, la autosatisfacción en el seno de la quiebra se extiende a las repúblicas bananeras mismas. El pasado verano, tras la decisión estadounidense de concentrar a los «balseros» cubanos en la base de Guantánamo, una responsable de Florida protestaba ante un corresponsal de Le Monde: están tratando a mis compatriotas como si fuesen haitianos, en alusión a la presencia de 15.000 ciudadanos de tal nacionali dad concentrados igualmente en la base. Hay veces en que el desprecio generalizado de pueblos y culturas surge e n labios de quien, por las funciones mismas que ocupa, debería estar obligado en todo momento a la continencia verbal. Interrogado por Le Monde en junio de 1992 sobre las relaciones de su país con las ex repúblicas periféricas de la U.R.S.S., Andrei Kozyrev, ministro de Asuntos Exteriores de Rusia responde literalmente: Las re64
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públicas europeas se hallan en presencia de Estados de alta civilización y desean evidentemente pertenecer al mundo civilizado... Las repúblicas asiáticas pertenecen a otro mundo... Las repúblicas n o europeas «evidentemente» pertenecen a un mundo n o totalmente civilizado, y este fermento de connatural barbarie justificaría el pesimismo del diplomático. En ocasiones la expresión despectiva en boca del político apunta a instrumentalizar prejuicios anclados en la población; otras veces, simplemente, los traduce ingenuamente. Tales prejuicios se ponen de relieve cotidianamente en los periódicos bajo forma de correo de los lectores: Cierto diario madrileño airea cotidianamente los tópicos más estúpidos relativos a la idiosincrasia de los catalanes mediante selección, intencionada o no, de las cartas que sus lectores dirigen. En simétrica muestra de ceguera, un periódico de Barcelona (que al menos tiene la honradez de publicar cartas de indignada respuesta) daba pie a que un «carolingio» atribuyera a la intrínseca superioridad de Francia sobre España el hecho de que los españoles tuvieran natural envidia de... Cataluña. Pues a su juicio si a un catalán se le quita la piel de español aparece [en razón de su ser carolingio] un francés. Ciertamente que en tal actitud la competencia n o se queda a la zaga. Otro popular diario de la misma ciudad publicaba el mes de agosto una escandalosa carta en la que el lector babeaba su rabia impotente ante el hecho de que en las calles se enlazaran parejas de diferentes razas, cuya eventual progenitura contaminaría la ciudad. Esta carta lindaba ciertamente con el delirio, pero más allá de la expresión en sí exteriorizaba prejuicios profundamente anclados; por eso constituye un escándalo que —so pretexto de libertad de expresión— un periódico se preste a publicarla. Escándalo tanto mayor si el responsable del mismo ni siquiera tomó clara conciencia de lo que aireaba, es decir: si a la cabeza de una tribuna aceptada como democrática se sitúa un ciudadano cuya atmósfera cotidiana está tan impregnada del perfume racista... que éste ya le resulta imperceptible. 65
LA DIGNIDAD OFENDER EN LA LENGUA
Y en este punto radica en toda su acuidad el problema: más que interno fermento, el racismo es atmósfera circundante; más que aleatoria disposición subjetiva es expresión de valores imperantes y mayoritariamente compartidos; y, en suma, más que patología individual es patología social. Patología que contamina todo o casi todo, desde la percepción de la función del lenguaje hasta la significación que se da al h e c h o de vivir en democracia: La dimensión del lenguaje, que es salva veritate intercambiable sea cual sea el ser racional en presencia, queda relegada frente a aquellas otras dimensiones que (en el seno de un lenguaje común) posibilitan de inmediato la institución de una escala o jerarquía. La riqueza del lenguaje será vista n o en aquello que todos los que hablamos tenemos por definición, sino en los frutos contingentes que ciertos sujetos alcanzan y otros no: en aquello, por ejemplo, que resulta de una u otra formación. Es éste un principio clave de humillante jerarquización entre los humanos que acumulan alimento cultural y los que sólo poseen lo esencial. Tal jerarquización se extiende asimismo a las lenguas como tales, quedando desvalorizadas las que por razones históricas (en nada dependientes de la matriz esencial de todo lenguaje) n o han sido identificadas a determinados prestigios: Por un lado, lenguas asociadas a un grado de desarrollo tecnológico o a una escala de la erudición artística. En el extremo opuesto de la jerarquía, lenguas identificadas a la inmediata contigüidad del registro animal; contempladas casi como lugar de intersección entre comunicación animal y comunicación humana; lenguas aptas para aquellos cuya identidad ha perdido el tren del progreso; lenguas de campesinos y pastores; lenguas — e n definitiva— primitivas. En tal generalizada como estúpida jerarquización reside una de las manifestaciones más infames del racismo, y ello en razón de que la lengua, lejos de ser un elemento 66
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más entre los constitutivos de lo humano, es la característica esencial que escinde el marco humano del marco natural. De ahí que para las ofensas en la identidad lingüística no haya bálsamo posible y que al ofendido le queden tan sólo dos posibles salidas: o interiorizar el desprecio (e incubar para el resto de su vida un resentimiento tanto más radical cuanto que inconsciente) o responder con gesto tal que el ofensor sepa lo que es ser tocado indisociablemente en cuerpo y alma.
DEMOCRACIA Y DESPRECIO
La corrupción que la generalización de los principios racistas acarrea afecta, como hace un momento apuntábamos, al ideal mismo de lo que significa vivir en democracia. Pues si el fascismo tuvo un día raigambre en los pueblos ricos, sólo la democracia funciona ahora como valor e incluso como valor lujoso. De ahí que vivir en democracia aparezca como el signo exterior de una intrínseca jerarquía (la democracia se merece), pues la democracia n o es sentida como reflejo de la correlación entre humanidad y libertad, ni su privación como atentado a la condición humana. Es sentida más bien como expresión de una virtud de la que unos son (por grado de desarrollo económico y cultural) merecedores y otros no. Es sentida como signo externo (al igual que el Dodge del ingenuo anuncio hace unos años) de que u n o ha alcanzado su lugar en el sol; solaz verdadero del deslumbrante capitalismo, reconfort para el espíritu indigesto por las imágenes del otro sol (aún más allá del Sur de los tartesos) devoradas en las horas cotidianas de pantufla televisiva. La democracia distingue... a alemanes de kurdos y a suecos de haitianos; en márgenes menores, a españoles de argelinos y hasta... a tartesos de marroquíes. Haitianos para los norteamericanos de EUA como españoles hace 30 años para los franceses: a la vez frutos de la 67
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miseria económica y desechos del fascismo. Algunos huyen, y entonces arrastran su indigencia y su nostalgia por Estados definidos como lugar donde libertad y razón se confunden. Estados expresión del pueblo soberano; pueblo, por consiguiente, que sería necio confundir con el (además de inculto y andrajoso) calladamente sumiso. Para éste, tal libertad y tal razón se traducen sólo e n sentirse objeto de cotidiano desprecio. Desprecio que se incuba en ocasiones tras actitudes paternalistas y proclamas de solidaridad que n o apuntan a la matriz misma del asunto.
E L INFIERNO DE LOS BUENOS SENTIMIENTOS
A la luz de las últimas líneas se hará perceptible la extrema perversión de un caso de ofensa y desprecio encubiertos con barniz de solidaridad en el que (a diferencia de los que hemos considerado) la víctima n o era inmigrante económico o político. Los párrafos que siguen describen una escena de la que fuimos involuntarios espectadores directos.
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Carretera llana entre dos ciudades. Una marisma. Una caravana motorizada. La policía precede. Tras la policía un extraño cortejo: se diría a lo lejos un concurso de sidecars, o quizás una caravana de coches de época limitada a los conocidos como bi-scooter. A una distancia de unos 100 metros, los motoristas que encabezan hacen a los conductores que veníamos en el otro sentido gestos de arrimarse al arcén. U n altavoz da incesantemente instrucciones a través de la ventanilla de un coche estándar, que destaca en medio de los pequeños vehículos. Tras el último de éstos sigue una caravana de otros coches ordinarios y varios descapotables. U n o de los cochecillos se destaca recibiendo desde los márgenes de la carretera el aplauso de unos espectadores. 68
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El presumible campeón se vuelve para comprobar las distancias y pone gesto contrariado al ver que un segundo destaca del pelotón. Este último es frenéticamente incitado a mayores esfuerzos por los ocupantes de u n o de los descapotables y los gritos parecen contrariar a otros componentes del pelotón. La carrera se anima aunque algunos de los más rezagados, extenuados y recibiendo casi «palmaditas» traseras de los coches, abandonan dirigiendo hacia el arcén el cochecillo de tres ruedas que, en la mayoría de los casos... n o podrán abandonar por propio pie. El «acontecimiento deportivo» que hemos descrito era la X gymkhana motorizada para minusválidos. N o estamos muy seguros de que tal fuera el nombre, ni si estaba destinada a minusválidos en general o exclusivamente a aquellas personas afectadas por parálisis motriz de las piernas. La intención, nos dirán sin duda los organizadores, es contribuir a la integración de tales personas en la sociedad. Se trata de poner de manifiesto su aptitud, n o ya para el trabajo, sino asimismo para la participación en los juegos y ritos deportivos hoy constitutivos del ocio. Puesto que, susceptibles de ocupar un puesto de responsabilidad en una empresa y de ganar una gymkhana motorizada —se dirá—, queda probado que se trata de ciudadanos como los demás y que como tales han de ser tratados. La declaración final n o puede ser más loable. Y sería asimismo convincente si el que la formula n o estuviera por su propia práctica poniendo de relieve que no cree (salvo en el plano más superficial) una sola palabra de lo que predica; que tales personas son para él raza aparte, si no infrahumana: incapaces en todo caso de contemplar con lucidez la situación en la que se encuentran, las armas de que disponen o n o disponen para enfrentarse a la tragedia que constituye el destino de la humanidad, asumir lo contemplado y... resolver con entereza. Una persona es interpar con toda otra persona precisamente porque ambas participan de esa razón común que les hace potencialmente seres de cabal juicio. Y si una de 69
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estas personas sufre de carencia fisiológica, sin que tal sea el caso de la segunda, n o por ello pierden su equiparación c o m o seres de juicio, aunque desde luego sería absurdo equipararlas desde el punto de vista de la carencia misma. El que se halla abocado en permanencia a una silla de ruedas necesita de los demás que se le considere apto a asumir plenamente que está abocado a una silla de ruedas; no necesita en modo alguno el que se le desprecie organizándole una gymkhana mediante la cual se identifique ilusoriamente (¡y al precio de terrible resaca!) a los que marchan con su propio pie. Supongamos por un momento que este último sufre de hepatitis crónica, mientras que en el primero el hígado funciona impecablemente. ¿Organizaremos un ágape con foie-gras light y vinos aguados para que el hepatítico y sus compañeros de desgracia n o se sientan marginados de los ritos gastronómicos, tan importantes para la generalidad de los ciudadanos? El espectáculo que hemos descrito, y concretamente la actitud de los seguidores incitando desde sus vehículos a un mayor esfuerzo, nos trajo de inmediato a la memoria unas imágenes filmadas en uno de los campos nazis más siniestramente célebres: un grupo de hombres de cuyos cuerpos escuálidos pende el sórdido uniforme a rayas de los internos, con apenas fuerzas para sostener y afinar sus instrumentos de cuerda, se dispone a interpretar una obra de Mendelssohn la cual, dado el origen racial del compositor, el espectador nazi considera apta para ser recreada por tales sub-hombres. ¿Analogía exagerada? Posiblemente, si nos atenemos a las motivaciones declaradas, pues a diferencia del espectador de la carrera, cabe suponer que el nazi se complacía explícita y conscientemente en la parodia de concierto; aunque tampoco está excluido que el organizador del mismo creyera de verdad que con su acción introducía un momento de «espiritualidad», mediante el cual contribuía a humanizar parcialmente la cotidianeidad siniestra de aquel universo carcelario. 70
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En cualquier caso, que así fuera o no tiene poca importancia. El dicho según el cual «el infierno está lleno de buenas intenciones» alcanza pleno sentido si se completa añadiendo que las mismas son tan sólo el parapeto mediante el cual el sujeto se disimula a sí mismo las motivaciones más sórdidas. Los buenos sentimientos de fraternidad integradora eran, en los espectadores y artífices de la carrera motorística descrita, ese indispensable edulcorante que permitía abandonarse a la sádica instrumentalización del otro al servicio de la propia diversión y, concomitantemente, ratificarse —por contraste— en la imagen narcisista de una buena posición propia en la jerarquización de los humanos por su capacidad performativa. Pues ni el músico ario se veía limitado a la interpretación de música «degenerada» (tal era en aquel universo la de Mendelssohn), ni el ciudadano ordinario conduce un triciclo en esa implícita competencia motorística en la que, cada fin de semana, sumerge en la autopista lo insoportable de una vida marcada por la ceguera.
3. DIGNIDAD Y RESPUESTA: EL IMPERATIVO DE LA N O GENUFLEXIÓN
APUNTAR A LAS CAUSAS SOCIALES N o le faltaban m o t i v o s para abrigar a q u e l l a s i n q u i e t u d e s , p o r q u e e n la é p o c a d e q u e v e n i m o s h a b l a n d o , n o hab í a e n el m u n d o e n t e r o u n a raza tan e x p u e s t a a u n a p e r s e c u c i ó n tan g e n e r a l , tan c o n t i n u a y tan i m p l a c a b l e c o m o la q u e sufrían l o s m a l h a d a d o s hijos d e A b r a h a m . L o s m á s mín i m o s p r e t e x t o s , las a c u s a c i o n e s m á s i n f u n d a d a s y absurdas, b a s t a b a n p a r a e n t r e g a r sus b i e n e s y p e r s o n a s a t o d o s los e x c e s o s d e l furor p o p u l a r . N o r m a n d o s , s a j o n e s , b r e t o n e s y d a n e s e s , n o o b s t a n t e ser e n e m i g o s , d i s p u t a b a n e n t r e 7i
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ellos, rivalizando en aborrecer a los hebreos y en despreciarlos, saquearlos y envilecerlos. Los reyes de la dinastía normanda y los nobles independientes que seguían su ejemplo, mantenían contra los israelitas una persecución continua y fundada en los cálculos de su codicia y en las ventajas que les producía.(...) El poco dinero que en el país circulaba hallábase principalmente en manos de aquel pueblo perseguido; y los nobles, siguiendo el ejemplo que el rey les daba, empleaban medios más violentos, y hasta la tortura, para sacarle alguna suma. Los judíos lo sufrían todo con aquel valor pasivo que suele inspirarles el ansia de ganar, y se desquitaban con los inmensos provechos que solían realizar en un país que poseía riquezas naturales. No obstante estas calamidades que tanto debían desanimarlos y abatirlos, y a pesar de la contribución particular a que estaban sujetos por un ramo especial de la administración, llamado el Tribunal de Hacienda de los judíos, y cuyo único objeto era despojarlos y arruinarlos, su número era cada vez mayor, y acumulaban grandes capitales, que transferían de una mano a otra valiéndose de letras de cambio, invención que se les atribuye y que fraguaron indudablemente para enviar sus tesoros fuera de los países en que se les hacían insoportables los infortunios que los aquejaban. ¿Texto inspirado e n el tratamiento por Carlos Marx de La cuestión judía? N o , simplemente un párrafo de la novela de caballería Ivanhoe, revelador de que Walter Scott tenía una perfecta acuidad a la hora de señalar dónde reside la auténtica matriz del fenómeno racista. Pues el contexto en el que la comunidad israelita oscila entre la prepotencia y el temor al pogrom, no sólo se halla marcado por la sinrazón, el fanatismo y el prejuicio, sino asimismo por un grado de indigencia material que contamina al cuerpo social por entero y crea insolubles contradicciones en el seno mismo de la clase sustentadora de privilegios. Dejemos que el propio escritor se explique: 72
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Uníanse a estas causas de desconfianza y miedo las gavillas de salteadores, a quienes las tiranías de la nobleza feudal y la severa ejecución de la ordenanza de montes habían conducido a la desesperación. Aquellos forajidos, reunidos en gran número, apoderábanse de los bosques y despoblados y arrostraban el rigor de la justicia y la vigilancia de los magistrados del país. Los nobles, encerrados en sus castillos, que eran verdaderas fortalezas, y convertidos en soberanos en sus dominios, eran jefes y capitanes de otras cuadrillas no menos ilegales y opresivas que las de los ladrones de profesión. Para el mantenimiento de sus secuaces y para sostener el extravagante lujo y magnificencia que tenían que afectar, por su carácter soberbio, érales preciso tomar a préstamo grandes cantidades de dinero a los judíos, cantidades por las cuales los judíos cobraban un interés crecidísimo; de modo que estos últimos íbanse apoderando poco a poco de la nación entera, a guisa de bandadas de langostas, y sus deudores no se veían libres sino cuando se les ofrecía la ocasión de deshacerse de sus acreedores valiéndose de algún medio violento. La nación inglesa sufría las calamidades que semejante estado de cosas debía dar por resultado, pero mayores eran y más graves todavía las que le ofrecía el porvenir. Para colmo de desdichas propagóse en el país una epidemia cuyo carácter era sumamente peligroso y maligno. La falta de aseo, la mala calidad de los alimentos y la viciada condición de las habitaciones de los pobres, fueron circunstancias que contribuyeron a agravar aquella dolencia. Los que sobrevivían, envidiaban la suerte de los que cedían al mal, porque temían que los desastres que se preparaban fuesen más funestos aún. Poblaciones desaliñadas, amenazadas por el hambre y hacinadas en habitaciones insalubres. Reducidas a encontrar consuelo en la sublimación delirante de las propias raíces biológicas o espirituales y correlativa desvalorización de las ajenas. Poblaciones así convertidas e n masa y cuya fuerza potencialmente transformadora es (en toda época) ca73
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nalizada hacia estériles combates patrióticos y religiosos: así e n los países «musulmanes» los realizados en nombre del integrismo, que siguen teniendo en la figura del judío perfecto chivo expiatorio. Poblaciones inevitablemente intoxicadas hasta la corrupción por el racismo, un racismo fruto de la desesperación y del despecho y que tiene, e n nuestro tiempo, su correlato siniestro en el racismo que frente a ellas despliegan los ciudadanos de los países en los que (dentro de la indisociabilidad del «orden» económico mundial), la miseria popular adopta formas más asépticas. La gravedad y la generalización de este último problema preocupa ciertamente desde hace tiempo a la clase política. Hace unos años la «disciplina republicana», expresión tradicional con la que e n Francia se designaba el trasvase de votos entre comunistas y socialistas a favor del candidato mejor situado, se amplió excepcionalmente a los elegibles de la derecha democrática. ¿Razón de este hecho insólito desde la liberación? Cerrar la vía a los candidatos racistas del Frente Nacional que en alguna localidad superaba el 40 % de votos y en Marsella alcanzaba aproximadamente el 33 %. En Francia, como en otras partes, el racismo destaca entre las clases populares, sin excluir a una franja de la clase obrera urbana, es decir: los sujetos más racistas son aquellos a los que las condiciones materiales de existencia equiparan mayormente a las víctimas del racismo. De ahí la consternación que en los espíritus bien pensantes provoca el fenómeno: ¡racismo en el núcleo sociológico de la democrática y liberal Europa! Y tras la consternación, naturalmente, un repaso a los principios éticos por parte de los intelectuales y una exhortación a los ciudadanos por parte de las autoridades civiles o religiosas. Todo ello, sin embargo, perfectamente estéril; y mientras proliferan los discursos edificantes, en Hannover, Marsella o Valencia el turco, el magrebí y el sudamericano sienten que en su entorno se acentúa la sordidez de las miradas que excluyen. 74
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Y es que el discurso antirracista sólo es teóricamente fértil si n o elude la interrogación fundamental: ¿por qué el racismo? ¿En qué condiciones éste resulta inevitable? Y el discurso antirracista sólo es eficaz si, tras desvelar las causas, apunta a su efectiva liquidación. Pues bien, la constatación de que en la Europa actual los sujetos más racistas son los más próximos a los que sufren el mal, sólo admite dos explicaciones: o bien son racistas por maldad intrínseca de las clases populares (explicación indiscutiblemente racista que a más de uno quizás tiente) o bien son racistas porque las condiciones materiales en las que su vida transcurre son intrínsecamente canallescas y conducen, irremediablemente, a desplazar sobre víctima aún más desprotegida la agresividad por la rapiña de que se es objeto. El racismo no tiene origen ni en el orden biológico ni en el espíritu de un pueblo forjado en la comunidad de lenguaje. El racismo tiene ciertamente caldo de cultivo en lo que constituye expresión de una historia y de una comunidad de referencia (religión en primer lugar, como lo muestra el hecho de que en Europa va dirigido esencialmente contra los musulmanes), pero su matriz real reside en las condiciones sociales que condenan a una parte de la población a la astenia de su capacidad inventiva y creativa y a la mutilación de su capacidad afectiva. Por eso el racismo n o se curará jamás con buenos sentimientos, individuales o colectivos. El discurso antirracista ha de inscribirse en un proceso efectivo de destrucción del germen. Pero cierto es que tal discurso, a la vez explicativo y operativo, se vincula a un proyecto que hoy parece agonizante. Proyecto sustentado en la convicción de que, más allá de sus diferencias, los humanos son equiparables entre sí por su mera condición de seres racionales, pero que esta esencial igualdad sólo será efectiva cuando las bases materiales de la jerarquización irracional entre los seres de lenguaje sean abolidas. De la agonía de este proyecto se alimenta hoy n o sólo el conservadurismo sino también el oscurantismo, resucitando 75
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valores contra los que se alzó el pueblo, no ya en la Revolución de Octubre, sino incluso en la Revolución Francesa. Y así, más allá de la conciencia religiosa individual, la normativa vaticana referente a la organización de la vida civil vuelve a ser referencia respetada y, sobre todo, temida; como lo es en las sociedades «musulmanas» (nótese la coincidencia absoluta de ambos dogmatismos en lo referente, por ejemplo, al control de la natalidad). Correlativamente un pensamiento en genuflexión se vuelca sobre la crisis de la razón, n o para lamentarse e intentar poner remedio, sino para regocijarse y darle — e n caso de respiro— la puntilla. Mas no cabe regresión de la razón sin regresión social y, sustentado en ambos, retorno del espíritu a los prejuicios, ya denunciados por Descartes, prejuicios que hacen aparecer «extravagantes y ridiculas las cosas admitidas y aprobadas comúnmente por otros grandes pueblos». ¿Racismo en Hannover o en Marsella? Racismo entre nosotros, en todos y cada uno, en la medida en que interiorizamos un discurso que hace de la jerarquización entre los humanos un principio estructuralmente configurador del orden social. Y si se objeta que (como mostrará la evolución misma de los grupos o regímenes radicales) todo proyecto transformador ha de limitarse a una justa y equitativa satisfacción de exigencias de individuos cuyas necesidades se inscriben en la sociedad jerarquizada y cuyos deseos son perfecta y acabada expresión del funcionamiento de ésta, entonces, por mucho que proliferen los discursos edificantes, el racismo seguirá siendo ciénaga en la que el deseo de vincularse al otro se empantana.
SENTIRSE OFENDIDO
Todo ser animado es susceptible de ser herido, y asimism o determinado por naturaleza a responder. Mas sólo el ser animado racional es susceptible de ser herido en el sentido absolutamente irreductible que en el lenguaje usual tiene la 76
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palabra ofensa, la cual n o puede ser infringida más que por otro ser de tales características. En suma, la ofensa es durísima violencia que sólo pasa entre humanos y que puede o n o tener características explícitamente físicas. Hiere potencialmente todo animal, pero no ofende todo aquel que tenga capacidad de herir. De facto, como dice el proverbio, ni siquiera ofende todo el que quiere. Aunque el querer sea facultad exclusivamente humana, y aunque todo humano tenga capacidad de agredir a otro en lo que constituye su valor como ser de razón (dejamos de lado por obvia la pseudo-ofensa consistente en atentar a una dignidad contingente; así, al que goza de posición jerárquica en la Bolsa artística le es indiferente el reconocimiento o no del lego). Pues para que se dé ofensa es necesario que el atentado sea reconocido como tal por la víctima, es necesario que ésta se dé efectivamente por ofendida: Supongamos que una persona a la que se trata, pública o privadamente, de cobarde se dice en sus adentros que, mientras n o le abofeteen para ver si efectivamente lo es, n o ha pasado nada grave. Supongamos igualmente que alguien tildado de corrupto n o se altera internamente, n o sólo por saberse inocente, sino por la seguridad que tiene de la imposibilidad de que se forjen falsas pruebas. Sea incluso el caso de una persona que, al ser efectivamente abofeteada o violada, se dice a sí misma que peor pudiera haber sido, que n o ha pasado nada irreparable y que, en definitiva, la vida sigue. En estos casos se ha atentado ciertamente a la dignidad de esa persona, pero ¿cabe decir que se ha dado ofensa? No, ciertamente. Pues, se trate de agresión física o verbal, para que se dé ofensa, condición imprescindible es que la víctima la experimente como tal: sienta que se apunta a mutilarlo en lo inalienable de su ser, no ya en la unión de cuerpo y alma, sino en la matriz que le constituye como unión de cuerpo y alma. En los casos evocados se da unilateral intención de ofen77
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der, pero n o ofensa efectiva, pues ésta exige coincidencia intersubjetiva en la valoración de la afrenta. Cabe decir que en ausencia de ésta sólo la intervención del juez tiene sentido reparador: se castiga al que ha dicho cobarde o corrupto como se castiga al que ataca la Constitución o la institución monárquica en su generalidad; se castiga asimismo, con mayor rigor, al que ha violado como se castiga al que irrumpe con nocturnidad en un domicilio. Supongamos ahora que alguien con intención de violar es desmotivado por circunstancias contingentes antes de dar el menor paso, mas tras un instante en el que pudo captar que la víctima era consciente de su intención y que ésta le resultaba insoportable. Supongamos asimismo que el que se apresta a calumniar ante el Parlamento se refrena en el último minuto movido por la prudencia, n o sin que el calumniado pasara por el momento insoportable de percibir la intención. En ninguno de estos casos ha llegado a haber acto delictivo, y sin embargo ha habido indiscutiblemente atentado a la dignidad, aprehendido como tal por la víctima, que se ha sentido ofendida. Nada pinta ahí el juez, pero sí se hace imprescindible una respuesta.
LA RESPUESTA COMO ÚNICA SUTURA Oh, daughter, desinherited and wandering as we are, the worst evil which befaüs our race is, that when we are wronged and plundered all the world laughs around, and ive are compelled to supress oursense of injury, and to smile tamely when we would revenge bravely. (Isaac en Ivanhoe)
Quien quiere, potencialmente ofende; si n o se ofusca pretendiendo ofender a un mero animal y sí, localizado el objetivo cabalmente humano (es decir, que n o se niega a ver la herida), apunta en éste a lo esencial, apunta allí donde, conscientemente o no, irremediablemente duele. 78
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Entre dos seres humanos hay siempre ofensa posible y cabe esperar que hay siempre potencial respuesta a tal ofensa... específica respuesta a la que el israelita Isaac renuncia (en lugar de meramente posponer), al precio de suprimir el propio sentimiento de lo que es ser injuriado. Supresión por supuesto n o absoluta, como lo muestra el hecho mismo de que se lamente y ello ante su propia hija. Y para servir de espejo cristalino a la figura que, por tal dejación, Isaac representa, nadie mejor, desde luego, que su propia hija, en cuyo juicio tal figura indigente quedará conservada, más allá de los velos conscientes que introduce la creencia en el carácter «natural» del respeto filial. Pues Isaac, acreedor del inalienable respeto derivado de su condición de hombre, n o lo es del respeto sobreabundante que conlleva el hecho de responder cabalmente a tal condición, concretamentte por lo que se refiere al imperativo de intolerancia frente a quien juega con ella. Hemos dicho efectivamente imperativo de intolerancia, y cabría incluso precisar: imperativo moral de intolerancia. Pues la ausencia del mismo en las circunstancias que estamos evocando responde paradigmáticamente a la definición kantiana del comportamiento inmoral, a saber: en razón de conveniencias contingentes soportar (ser substrato posibilitador de y hasta, como veremos, inducir a) que opere como máxima subjetiva de acción algo que no podría sin contradicción ser erigido en ley universal del comportamiento humano. Es concomitante al ser ofendido el plegarse momentáneamente bajo la circunstancia que exteriormente se impone. Mas de no esbozar respuesta, el sujeto además de plegarse soporta, en el sentido literal de ser el fundamento en el que la circunstancia ofensiva reposa, y hasta cabría decir: ser el amamantador de la misma e inductor a que ésta se reanude. Pues lo único que induce a introducir la ofensa entre las máximas del comportamiento efectivo, es el deseo mortal de ver confirmado que la condición humana es tan sólo 79
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un valor relativo, valor a intercambiar en el mercado fluctuante de las cosas más o menos valorables. Se procede á la rapiña en nombre de la necesidad o la codicia; se hiere o se mata e n razón de paliar una amenaza o deseo de venganza. Pero sólo se ofende para que se restaure e n figura ajena el fantasma de insoportable genuflexión que acompaña a la propia existencia; sólo se ofende para verificar que la propia condición humana, también en los demás puede ser instrumentalizada y mutilada. Se ofende a un sujeto particular en aquel aspecto por el cual dicho sujeto es proyección concreta de la condición humana: su lengua, su raza, sus tradiciones, perfectamente susceptibles de desaparecer... siempre que otras tomen el relevo, pues n o hay universal sin una u otra encarnación, como n o hay triángulo rectángulo que n o sea equilátero, isósceles o escaleno (aunque desde luego, n o todos a la vez). Ya tal universalidad es a lo que el ofensor apunta, buscando llegar a constatar que es repudiada por aquel mismo que la encarna. De ahí que el único correctivo a la ofensa sea lograr que el otro sienta que su acto n o ha tenido los efectos deseados, que el plegarse fue tan sólo razonable reflejo a fin de paliar los efectos y que así, siendo el atentado realmente intolerable, la respuesta n o se hará esperar. Desde luego, la erección de la renuncia a la respuesta en máxima universal de comportamiento haría entrar a la naturaleza humana en contradicción (pues ésta incluiría entre sus fines el alimentar disposiciones contrarias a la misma); por eso indicábamos que tal renuncia es intrínsecamente inmoral en el sentido kantiano. Pero n o es, ni mucho menos, este aspecto formal el que aquí conviene ahora resaltar. N o es necesario evocar a Kant tratándose de un asunto respecto al cual todos sabemos perfectamente a qué atenernos. La especificidad de la respuesta dependerá de la modalidad que la ofensa haya adoptado. La vinculación esencial entre la condición de ser de razón y la dignidad misma a 8o
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restaurar exige n o abandonarse al gesto inmediato, que eventualmente sería contradictorio con el objetivo. Mas ha de evitarse que el autocontrol sea parapeto encubridor de dejación; ha de evitarse que la aparente prudencia esconda (a los ojos propios o ajenos) real genuflexión: ha de evitarse, en suma, que la pretensión de comportamiento conforme a razón agrave la efectiva subordinación de la condición de ser razonable... Pero supongamos que tal no es el caso: Lo que incita razonablemente a la prudencia es la conciencia de la amenaza: la reacción podría ser perjudicial para nuestros intereses materiales, poner en entredicho tal o cual aspecto de nuestras perspectivas sociales y hasta eventualmente poner en peligro nuestra integridad física o la de nuestros seres queridos. El esbozo de respuesta ha de incluir la reflexión sobre los medios que permitirán paliar los temidos efectos, de ahí el imperativo de diferir (¡nunca renunciar!). Mas ¿qué es lo que se difiere? Pues simplemente lo siguiente: se aplaza (nunca sine die) el momento en el que el ofensor sienta que ha triunfado la noble intolerancia, sienta que su comportamiento no se soporta y, en consecuencia: sienta que sólo podrá persistir en el mismo al precio de apostar a la supremacía física... y exponerse a perder en tal apuesta. Tocamos aquí el punto crucial del problema de la respuesta ante la ofensa, y quizás del problema general que este trabajo aborda: El que atenta a la dignidad, el que apunta a lo esencial de los seres de razón, debe saber que introduce en la rela11
11. Aun a sabiendas de su inferioridad y en la casi certeza de la muerte, Lenski va al encuentro de Eugéne Oneguin, simplemente porque ha empeñado en ello su palabra. Empeño que le dignifica ante su propio rival, Oneguin, quien lamentando la circunstancia contingente que degeneró en el desafío y careciendo de razones objetivas para temer por su vida, podría iniciar un proceso de reconciliación... de n o estar seguro de que Lenski —temeroso de la sombra sobre las razones que le moverían a ello— n o se halla en condiciones de aceptarla.
Si
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ción social un tipo de diferendo que n o está circunscrito al arbitrio del lenguaje; el que atenta a la dignidad debe saber que su gesto entreabre la posibilidad de la violencia física, y que la persistencia en el mismo hace a ésta ineludible. Y el vehículo de transmisión de tal saber n o puede ser otro que el ofendido mismo, sea éste sujeto individual o colectivo. Pues la disposición consistente en despreciar apriori la figura que en el otro adopta la común humanidad, sólo tiene cura si se revela en acto lo infundado del prejuicio, y ello pasa por algo muy duro, a saber: que, contrariamente al esclavo hegeliano, la figura del ofendido muestre que de ninguna manera estima más su vida que su libertad. Ante tal constatación la gangrena del desprecio se mutará automáticamente en ese respeto que nunca podrá ser obtenido por la intersección de un tercero (el juez, por ejemplo, que ante la insolencia del gesto racista amenaza con la legislación) y substrato único en base al cual la paz tiene auténtica legitimidad.
RESPUESTA FRENTE A VENGANZA
De ninguna manera estamos proclamando lo bien fundado del tomar la justicia por su mano y del arreglo de cuentas independientemente de instancias mediadoras. Estamos simplemente intentando poner de relieve que hay delitos y delitos, que —por ejemplo— un atentado contra la propiedad n o es en sí (otra cosa es lo que ocurre cuando la propiedad se erige en referencia sagrada) homologable con un atentado a la dignidad, y que, por consiguiente, no pueden ser «compensados» mediante idénticos procedimientos. Casi cotidianos son en nuestra sociedad los casos en los que un ciudadano es efectivamente acusado de corrupción o traición a la causa que dice defender (inicua o n o inicua), demostrándose más tarde que tales imputaciones eran infundadas. Supongamos (lo cual de facto es bien raro) que la proclamación de la «inocencia» se haga con tanta o más ri82
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queza de altavoces que la que tuvo la proclamación de la actitud indigna. Supongamos incluso que, desde el punto de vista de la valoración social, el equilibrio en las opiniones se restablece, ¿queda por ello lavado su honor? Con mayor acuidad: ¿Queda lavado el honor de un miembro de una banda de malhechores acusado injusta y conscientemente por un compañero de fechorías de ser un delator? ¿Lavado el honor de una muchacha a la que el abogado de su violador atribuye un comportamiento «ligero», que explicaría la incontinencia de su defendido? ¿Lavado el honor de un militar al que (con fundamento inversamente proporcional al despliegue de columnas) un periodista acusa de enriquecerse con la intendencia, es decir, con la alimentación de sus soldados? El segundo caso evocado es quizás particularmente significativo: el que ofende no es ya entonces el violador sino el abogado, es decir, un profesional de la palabra; palabra que usa, n o ya en vano, sino con intención canallesca, amparándose en el hecho de que tal instrumentalización n o puede en ningún caso tener consecuencias en el registro (que tal bruto supone ser lo único que cuenta) de los cuerpos. N o hay sutura para esta muchacha en el marco de un código que n o distingue entre intereses del sujeto y dignidad del sujeto, homologando así el tipo de respuesta que exige la protección de la vivienda o la cartera y el que exige simplemente la puesta en tela de juicio de la propia palabra. Cabe incluso decir que el procedimiento de sutura que se propone constituye en sí mismo un agravamiento de la injuria. Pues pretender que el duro castigo por parte de la justicia (los larguísimos años de cárcel) satisfaga, es reducir el noble imperativo de lavar el honor al resentido impulso de tomar venganza. Impulso que nunca alcanzará satisfacción, aunque la condena se eleve a perpetuidad o incluso a la silla eléctrica. De ahí esas patéticas escenas de víctimas de la tortura o la violación, que aplauden o protestan compulsivamente ante 83
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un veredicto intrínsecamente frustrante, pues inadaptado para suturar la herida de que se trata. Todo esto es bien sabido. Y los que menos lo ignoran son los que enarbolan el samaritano «imperativo» del n o recurso a la fuerza cualquiera que sea la circunstancia. Mas, precisamente, hacer abstracción de las circunstancias equivale a poner en el mismo saco la indecente violencia del que se ceba en el débil con la exigencia moral de resistencia armada al fascismo (es un ejemplo). Se mete en el mismo saco un abuso de la fuerza que es atentado a los seres de razón y un recurso a la fuerza que (dadas las precisas circunstancias) se desprende de la exigencia misma de conservación de la razón. N o hay de fado mente humana que n o perciba con claridad tal diferencia, aunque sí hay sujetos que se niegan inmoralmente a asumirla: entre ellos, sin duda alguna, quienes, resignados desde el primer día a la solución vichyssoise («preservadora de la paz de Francia») fueron alcahuetes silenciosos de las razzias entre los refugiados republicanos españoles o los resistentes comunistas. ¿Apología de una lógica militarista? En m o d o alguno. Simple recordatorio de que la fuerza es una determinación inherente a los seres animales (los de razón incluidos) que a priori carece de connotación moral. Todo depende del uso que de ella se haga. Es evidente que en múltiples ocasiones la fuerza es instrumento n o ya para la dominación y la rapiña colectivas o individuales, sino para el único crimen de lesa majestad, el atentado al honor. Pero, precisamente por eso, la fuerza es asimismo recurso último para que tal honor sea lavado. La cosa es así de brutal: si se trata de una ofensa (¡si se tiene la mala suerte de haber sido ofendido!) n o hay sutura balsámica posible: o se sume u n o en el silencio resentido o se piden explicaáones con todas las consecuenrías, expresión esta última con la que designamos una actitud que va mucho más allá de la confrontación individual. Pues de fado ¿qué hace sino pedir explicaáones el peque84
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ño-burgués que (confortablemente instalado y ajeno a veleidades ideológico-revolucionarias) se hace resistente cuando el régimen de Vichy anuncia medidas antisemitas? Pide explicaciones, desde luego, ajeno a toda legalidad e incluso directamente contra ella, pero absolutamente legitimado por el hecho de que se le ha ofendido al considerarlo susceptible de proseguir su vida cotidiana ajeno a la ignominia del entorno. En un régimen de privación de libertades la resistencia es esencialmente adecuación al imperativo de pedir explicaciones y, por las circunstancias, tal respuesta es necesariamente ilegal. Mas liberados de la tiranía socio-política, el atentado a la dignidad persiste y no se ven entonces a priori razones para que la imprescindible respuesta carezca de contemplación legal. Tal ausencia se traduce, de hecho, en que múltiples tipos de atentado a la dignidad de la persona proliferen con toda impunidad, dada la imposibilidad o la inutilidad de sopesarlos en estrictos términos de positividad jurídica; dado, en suma, que sólo pesan en relación directa a la estima que por su condición de ser de razón tiene la víctima. Bastaría quizás con que el propio código arrancara a la retórica lo que se entiende por delito contra el honor, incluyendo en éste casos de ofensa en los que es evidente que la penalización por parte de instancia neutra carece de sentido. Quizás, en nuestro entorno, empezaran mayormente a medirse las palabras si algo así como una instancia de sabios se hallara legitimada para determinar que en tal o cual caso no se dio tal continencia, dejando a la víctima la puerta abierta a una eventual (dependiente, en suma, de si se dio o no por ofendido) demanda de explicaciones. 12
12. Buscando Rene Descartes un lugar en el que entregarse sosegadamente a su trabajo, el noble francés Le Vaisseur d'Etoiles le ofreció su propia casa palaciega. Los biógrafos de Descartes nos dicen que madame Vaisseur d'Etoiles se interesó por la obra del filósofo, el cual, al parecer, la atendió no sólo como cabía esperar de un pensador sino asimismo de un caballero galante. 85
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4. LA DIGNIDAD REPUDIADA: ENTRE «HOMBRES DE HONOR» D E LA IMPOSIBILIDAD DE COCINAR CON GUANTES BLANCOS
Hace ya dos décadas, el profesor Ziegler, distinguido universitario suizo, conmocionó la buena conciencia de sus compatriotas denunciando los procedimientos comerciales de una conocida industria alimenticia que, generalizando en la India el empleo de la aséptica leche en polvo, había privado a los bebés de los anticuerpos (presentes en la leche materna) indispensables a su supervivencia. El escándalo fue tanto más sonado cuanto que se hablaba de víctimas por millares y que la India n o era el único país afectado. Hace apenas un lustro las televisiones de ciertos Estados brasileños repetían continuamente la imperiosa recomendación de que las madres amamantaran a sus crios en lugar de recurrir a los productos conservados. Ciertamente, la multinacional suiza protestó enérgicamente, acusando al profesor Ziegler de complotar contra los intereses de su país... cosa desde luego rigurosamente La continuación de la historia es fácilmente imaginable: Le Vaisseur d'Etoiles descubre el abuso y envía sus padrinos a Descartes, quien naturalmente responde con entereza y se enfrenta a Le Vaisseur d'Etoiles entendiendo que éste n o tiene otra manera de lavar su honor. Ciertamente el código de justicia daba a Le Vaisseur d'Etoiles la posibilidad de tal gesto, es decir: el código mismo contemplaba la diferencia entre simple atentado y ofensa, remitiendo la resolución de la segunda a los propios interesados. El código mismo daba a Le Vaisseur d'Etoiles la posibilidad de lavar su honor n o ya con toda legitimidad — p u e s ésta n o d e p e n d e del códig o — sino asimismo en plena legalidad. ¿Progreso en la civilización que así n o sea? ¿Mayor racionalidad en u n código según el cual sólo en instancia jurídica neutra respecto de las afecciones de los protagonistas debe reposar la determinación de la compensación a la ofensa? Cabe dudar, dado que en una situación c o m o la de Le Vaisseur d'Etoiles la impotencia del ofendido para afrontar la situación es absoluta. 86
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exacta. Pues los intereses de Suiza n o pasan por que edulcorados paisajes alpinos sigan acogiendo a turistas de la tercera edad, ni por que el cucú (tan admirado por Orson Welles) ritme en el mundo entero las cunas pequeño-burguesas de potenciales devotos de Heidi. Es bien sabido que el mercado vehiculado por tales imágenes consütuye ínfimo ingrediente para un país configurado como privilegiado lugar de confluencia: manantial del dinero que afluye (el Señor otorga... al que se muestra atento a sus designios) y cavidad del dinero que huye (el Señor retira.... a quien n o logró interpretar tales designios en la equivocidad de las parábolas). Mas la dignidad de ser a la vez principalísimo generador (a la vez que pozo negro) de la vida monetaria, conlleva intrínsecas exigencias a las cuales el sujeto político-económico Suiza n o deja de responder escrupulosamente; la primera y principal de entre ellas es relativa a los buenos sentimientos: preciosos como objeto de especulativa promoción, sólo en la medida misma en que su lógica n o interfiera con la de la especulación misma. Pues bien: El complejo bancario garante, en última instancia, de la salud de la multinacional alimenticia evocada mantiene sin lugar a dudas (y cualesquiera que sean las mediaciones que salvaguardan las formas) en permanente suspensión el destino social de un destacado ciudadano suizo: esposo amantísimo, padre respetado y (con toda certeza) espíritu cultivado que alienta la vocación de mecenazgo en una empresa que le confió las riendas tras una vida de laboriosidad y entrega. Tales responsabilidad y entereza, puestas de manifiesto en todos los órdenes de su vida, garantizan en él una conciencia de la legitimidad absoluta y exclusiva del criterio por el cual se barema su gestión: la empresa se implanta donde el otro pretende o... n o lo consigue; la empresa arrasa (quizás algo más que al competidor, según el informe Ziegler) en la conquista de nuevos mercados... o soporta resignada (y suicidamente) que sea el rival el que arrase. Tal es la ley, y ante la misma sólo vale un hecho: ser o no 87
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ser un defensor eficiente en la causas del propio bando. Si nuestro hombre se permitiera tamizar su acción introduciendo razones relativas a si es bueno o n o para la humanidad el que los objetivos se cumplan, sería n o sólo un irresponsable sino un estúpido. Ni más ni menos irresponsable y estúpido que el comandante que en plena batalla paliara la agresividad de sus hombres con consideraciones relativas a la causa de la paz, llevándolos así a la derrota y a la muerte. Cosa muy diferente, por supuesto, es que Responsable de multinacional y Comandante, cumplido su deber, dejen tras la batalla el mando en manos de alguno más convencido y entonces (en la serenidad y sin sombra de hallarse simplemente motivados por el miedo) cambien su anterior causa por la de la humanidad... no meramente por la del otro bando: pues tal cambio de chaqueta n o casaría con el honor que a nuestros personajes se les supone.
. . . D E LAS MANOS DECIDIDAMENTE SUCIAS
Pero no es esta hipótesis la que aquí consideraremos. Por el contrario, suponemos que nuestro ciudadano helvético continúa en el mando, y ello precisamente como resultado de la satisfacción que en los accionistas, consejo de administración y consejo bancario produce la agresiva política de implantación... sólo ensombrecida por el informe del entrometido universitario, informe que ha de ser neutralizado antes de que sus efectos se noten más allá de los clásicos e inofensivos círculos bien pensantes. A través de artículos periodísticos de especialistas «auténticamente» eminentes, se procede a una campaña de descalificación profesional del informante, cuyo fracaso lleva a tomar otra medida: se airea entonces el rumor de que el universitario había puesto su prestigio científico al servicio de intereses económicos, manipulando conscientemente por razones crematísticas datos que él sabía falsos o parciales. Mas ante el nuevo fiasco (personalidades del m u n d o 88
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entero proclaman su total confianza en el especialista) obligado es el adoptar medidas drásticas: se procederá a una tentativa de soborno a fin de que él mismo se retracte (una variable mal interpretada...) doblada de chantaje respecto a algún punto oscuro de su vida afectiva; y en caso de que esto falle... se amenazará directamente con la liquidación física. Hasta aquí la ficción verosímil. Pasemos ahora a la que ya lo es menos: ante la denuncia por el universitario de las presiones a que se ve sometido, la autoridad pone, agiliza mecanismos tendentes a lograr pruebas; conseguidas las mismas, el dispositivo judicial se pone en marcha con todo rigor y sin que la intervención de poderes políticos lo neutralice. El asunto estalla, la prensa mundial se hace eco... reactivando el debate sobre las víctimas, que ahora sí adquiere proporciones de escándalo: los procedimientos poco escrupulosos de la multinacional son aireados hasta por alcahuetes de gobiernos títeres, que intentan escapar a la quema; las ventas caen en picado y las acciones en Bolsa lo hacen en proporción. En suma, los medios contra el profesor Ziegler han tenido efecto de boomerang, ruinoso para la imagen y las finanzas de la multinacional, y doblemente ruinoso para su principal gestor, que al hundimiento profesional ve sumarse la perspectiva de largos años de cárcel. Pues al juez Gastón, oscuro funcionario sobre el que recae el caso, n o se le escapa la oportunidad de convertirse en popular justiciero y, en consecuencia, proclama ante la prensa su intención de proceder a una acusación de manipulación de la opinión pública, soborno de funcionarios, chantaje y amenaza de asesinato, todo ello contra... X. Este X (que, en razón de elemental prudencia sustituye en boca del juez al nombre que tiene en la mente), constituye para nuestro Responsable el signo de la esperanza; pues cabe que la incógnita siga siendo tal, que cierta intervención desde las alturas frene el celo (y la incipiente carrera mediática) del magistrado. Desgraciadamente, el «podero89
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so» en quien confía n o lo es tanto: no puede comprometer los frutos (para él y los suyos) de largos años de servicio; sabe que, al haberse amparado la prensa del asunto es indispensable la exposición de la figura del culpable, y en consecuencia, sólo está dispuesto a una intervención en el sentido de que... tal figura del culpable n o coincida con la figura del responsable. La decisión queda, en definitiva, en manos de este último: la casilla ha de llenarse, la incógnita ha de sustituirse con su nombre o... con el nombre de un subordinado. La segunda hipótesis n o le cabe en la cabeza, hay —se dice— que estar a las duras y a las maduras. ¿Cómo n o asumir el hecho de que sobre él recaía la responsabilidad última de las decisiones? Claro está que él n o seguía paso a paso los procedimientos de aplicación, pero eso les ocurre a todos los responsables y n o por ello dejan de ser tales. Aunque también es cierto que en este asunto él ni siquiera había llegado a hablar directamente de las medidas que iban a ser tomadas; al igual que en casos análogos había dejado la cosa desde el primer momento en manos de P. H. ¡Este hubiera debido tenerle más informado! Aunque no puede olvidar que, en ocasión anterior y ante asunto asimismo delicado, P. H. quiso contrastar su opinión y él le había respondido que un capitán n o sustituye a sus oficiales sino que los elige cuidadosamente antes de la travesía. Y sin embargo, esta vez P. H. había ido demasiado lejos... y desde luego, había recurrido a ineptos. ¡Al menos en esto sí era él el responsable! En esto y en otras cosas, pues bien pensado: ¿a quién se le ocurre llegar hasta la amenaza de muerte? Él, desde luego, nunca lo habría hecho... ¡y de saberlo lo habría impedido! Una cosa es que n o se pueda cocinar con guantes blancos y otra cosa es hacerlo con manos decididamente sucias. Había confiado en P. H. en razón de sus muchos años de eficaz servicio; sabía que n o dudaría en actuar con el realismo que la defensa de los intereses de la empresa exigía, pero n o hubiera sospechado que carecía de escrúpulos. 90
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Y ahora tenía que acarrear él las consecuencias de la estupidez, si n o algo peor, de P. H. Lo haría ciertamente, pero la cosa n o dejaba de ser injusta: él en la cárcel, mientras que para P. H. el asunto se limitaba a una pérdida de empleo... lo cual le daría la oportunidad de reciclarse directamente al de gánster, que era lo suyo. ¿Tenía derecho realmente a dejar pasivamente que las cosas ocurrieran así? Lo de menos era aun la cárcel, pero ¿y la ignominia para su familia? Resultaba muy dudoso que su deber no pasara ante todo por la defensa de ésta: ¿cómo iba a ser moral sacrificarla por no traicionar a un canalla como P. H.? ¿Pero qué traición? Más bien era P. H. quien le había traicionado a él, metiéndole en este asunto... ¿Quién podía estar seguro de que P. H. no jugaba un doble juego? Decididamente no iba a permitir que el propio P. H. le considerase un imbécil... que cada palo aguante su vela: él ya tenía bastante con asumir la ruina de la empresa, ¡que P. H. asumiera las consecuencias de sus propios actos!
DEL HONOR PERDIDO: ENDOSAR AL MÁS DÉBIL
Si el relato que precede hubiera alcanzado tan sólo un ápice de la acuidad a la que apuntaba, la actitud del lector ante el protagonista del mismo se habría modificado radicalmente en los últimos párrafos: Creíamos hallarnos en presencia de un ciudadano conducido por las circunstancias a asumir como propia una causa ciertamente poco universal, puesto que identificaba los intereses de un grupo social determinado (o en la mejor de las hipótesis, un país determinado) a los intereses generales de la humanidad. Mas ahora descubrimos que n o estamos en presencia de un ser limitado, sino simplemente en presencia de (según la expresión de Jean-Paul Sartre) un salaud, de un sujeto que antepone los intereses de su subjetividad a los de la misma causa parcial que creía defender. 9i
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Supongamos que nuestro hombre estimara, por racism o tan radical como ingenuo, que las víctimas de los países llamados del Tercer Mundo apenas pueden ser consideradas humanas. Estaría entonces cometiendo el monstruoso «error» de identificar la humanidad tan sólo a una parcela de la misma, pero n o estaría excluyendo del bagaje de sus máximas el respeto a la humanidad. Su respeto a los seres de palabra se circunscribiría a un grupo, pero n o carecería de respeto hacia los seres de palabra. Al traspasar a su subordinado la responsabilidad sólo cuando ésta presentaba connotación dolorosa, estaba manifestando que de ninguna manera respetaba la condición mínima de la estructuración social, a saber: la existencia de un entramado colectivo en el que se inscriben los intereses de los sujetos particulares. Una cosa es, en efecto, compartir un ideal mañoso y otra muy diferente servirse del ideal mafioso, instrumentalizar a los que lo comparten y sacrificarlos a los intereses subjetivos erigidos en referencia exclusiva. Una cosa, en suma, es que el honor se identifique a la fidelidad a una causa efectivamente parcial, canallesca o ambas cosas a la vez. ¡Otra cosa muy diferente es pura y simplemente carecer de honor! Al parecer, uno de los que con motivo de la llamada Ley Seca llenó de destilerías y burdeles la ciudad de Chicago, bebía estrictamente agua y nunca tocó a otra mujer que la propia. Hasta ahí la cosa es trivial, y en nada difiere objetivamente este personaje de nuestro Responsable helvético. Mas cabe imaginar asimismo que el primero respetó escrupulosamente el código inherente al marco en que su condición de animal social se concretizaba, y que — e n el momento de la caída— n o supuso que su existencia subjetiva era independiente de tal código y debía primar sobre él. N o consideró que su libertad era disociable de su honor; guardó, e n suma, su buen juicio y del hecho de consagrar su vida a una causa parcial n o infirió que podía subsistir sin causa alguna. De honor carece nuestro protagonista, y tal carencia po92
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ne a prueba la dignidad (¡no ya el destino social!) de aquel que resulta ser su víctima. Pues ¿cuál ha de ser la actitud de éste? Pondrá sin duda en marcha el procedimiento tendente a mostrar su inocencia, o al menos, el carácter subordinado de su actuación y, por ende, de su responsabilidad. Pero ¿debe su reacción limitarse a este plano estrictamente jurídico? Situándose en la hipótesis más optimista, su defensa tendrá éxito y las consecuencias penales del escándalo le afectarán sólo secundariamente, pero: ¿queda con ello suturada la herida fundamental? En suma: ¿puede un tercero, ya sea instancia jurídica, lavar el honor propio?
5. SERES OFENDIDOS: LA MUERTE INDIGNA
CIVILIZACIÓN E IMAGEN DIGNA DE LA PROPIA MUERTE
Evocábamos más arriba a los que juzgan que el destino humano, además de marcado por inevitable finitud, lo está asimismo por inevitable indecencia. Y señalábamos que modalidad paradigmática de la indecencia es la exposición de un ser humano reducido a mera subsistencia... Por otra parte, respecto a la eventual legitimidad del uso de la fuerza, señalábamos que no debe confundirse lo que ésta supone como atentado a los seres de razón, con el recurso a la fuerza que vendría determinado precisamente por la exigencia de no instrumentalización de la razón. Vincularemos ahora estos dos temas a fin de abordar la cuestión (central en lo que a la interrogación sobre la dignidad se refiere) de la muerte: muerte irreductible a la mera desaparición de un individuo de una especie; muerte de aquello que es testigo único y consignador exclusivo de las modalidades específicas de muerte; muerte indiscutiblemente trascendental; muerte de un ser humano. 93
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Ferdinand de Saussure señalaba el carácter contradictorio de la pregunta sobre el origen del lenguaje, dado que la respuesta equivaldría a erigir el lenguaje en testigo de un acontecer previo a su propio nacimiento. Idéntica aporía se presenta a los antropólogos que intentan explicar la aparición entre los humanos de la ley, es decir: la sustitución de relaciones de equilibrio determinadas por la naturaleza, por una convivencia sustentada en principios (prohibición del incesto, por ejemplo) a los que ninguna fuerza exterior obliga. Pues la ley, así definida, es la condición de posibilidad de que se den cabalmente esos humanos que, teóricamente, se habrían puesto de acuerdo para establecerla. La ley, como el lenguaje, constituye el presupuesto sobre el que se sustenta todo discurso explicativo y todo proyecto de organización de la existencia sustentado en explicación. Mas la ley y el lenguaje son indisociables de su concretización en una subjetividad, la cual siempre es propia: el imperativo subjetivo de n o cometer incesto es la forma en la que cristaliza la ley del incesto, que antropólogos y psicoanalistas reconocen como universal del orden social. Así la imposibilidad de hacer abstracción de la ley y el lenguaje se traduce en imposibilidad de hacer abstracción de la propia presencia, de ese pensar subjetivo que Descartes sitúa (con razón apodíctica) en el centro del universo. De ahí que haya podido sostenerse lo inconcebible de la muerte propia. La propia razón da perfectamente cuenta de la necesidad de la desaparición biológica, pero no da cuenta de la desaparición de sí misma como fundamento último de toda cuenta. Hay perfecta concepción de la necesidad de la muerte empírica; pero n o hay concepción posible de la muerte entendida como abolición de esa misma subjetividad racional que tiene certeza de la muerte empírica. Cabría, paradójicamente, decir que n o puede ser abolido el ser que se halla identificado a la lucidez sobre la inevitabilidad de la empírica muerte; paradoja a la que quizás alude Freud al indicarnos, sin pretensión alguna de aportar con94
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suelo, que en el inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.
Mas ausencia de concepto no significa ausencia de representación, ausencia de imagen respecto a eso mismo —la muerte de la razón en mi presente— que n o cabe concebir. Y al igual que por el mito de la horda primitiva y de la confabulación de los hermanos se proyectaba en el pasado la imposible aprehensión del primer acuerdo humano, también la muerte propia encuentra su proyección en imágenes, cargadas de las significaciones más opuestas: bálsamo, reposo, fusión exaltante... pero también mutilación, parálisis o abandono. Lo inevitable, lo estructural de esta dimensión proyectiva de la propia muerte hace que cualquier civilización incluya entre las variables fundamentales de la vida todo aquello que concierne al ritual de la muerte. Cabe incluso erigir este aspecto en criterio a la hora de juzgar el auténtico grado de sabiduría y respeto de los valores humanos de una u otra civilización. Pues ciertas culturas, asumiendo en el orden cotidiano la presencia de la muerte, facilitan en los que a ella se enfrentan imágenes de reencuentro con la naturaleza elemental o con la idea de morada. ¿Cómo equipararlas con aquellas otras en las que la muerte es fóbicamente repudiada de los hogares, y a los agonizantes, homologados por tal condición, se les ofrece como figura de la vida que aún prosigue, no la plenitud de una descendencia adolescente, sino el compañero de habitación de un lugar que prefigura el tanatorio?
REPUDIO GENERACIONAL Y TANATORIO
Hay una vida digna y una vida miserable; una vida cuya exposición alienta en el otro el sentimiento de pertenecer a una noble condición y una vida cuya sola percepción pro95
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voca una repulsa que puede legítimamente llegar hasta la náusea. Análogamente hay una agonía digna y una agonía miserable, las cuales eventualmente se prolongan en la muerte misma, entendida como presencia ante los otros de aquello que fue cuerpo humano. Esta distinción n o puede en m o d o alguno ser relativizada por la connotación de tragedia que acompaña irremediablemente a la agonía y a la muerte. Pues trágica es, desde luego, asimismo la vida, sin que de ello se infiera que la vida es forzosamente miserable. Defacto, cabe que la vida empiece a ser miserable justamente como resultado de que n o se da entereza para enfrentarse con decencia a la muerte. Que la vida empiece a ser miserable... o lo que es peor: que la vida se prolongue miserablemente, que la vida se convierta en agonía sin decoro. Aludiremos a esta situación cuando, más adelante, evoquemos la figura del pseudo-patriarca, execrado en su entorno por aquellos a los que vampiriza una vida auténticamente humana, en la esperanza delirante de perpetuar una existencia sellada por la esclerosis del organismo y la necrosis del espíritu. Mas son otras figuras (tanto más punzantes cuanto menos odiosas que la mencionada del pseudo-patriarca) las que como paradigma de la mala muerte quisiéramos ahora evocar. Figuras de todos los abocados a prolongar su existencia no tanto por voluntad como por pasividad, por obediencia, e incluso por impotencia, por incapacidad material de efectuar el gesto que les liberaría de lo que consideran c o m o una ignominia: Imágenes de un ser humano catalogado mediante corte vertical en el ciclo de las generaciones, arrancado al entorno en el que la vida se contrasta y la palabra se renueva, homologado con otros sometidos a idéntico proceso, y aparcado junto a éstos en uno de esos subterráneos del alma conocidos como «residencias de la tercera edad». Lugares donde n o se está empíricamente solo, pero en los que la fi96
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gura del otro no es jamás espejo de plenitud: esa plenitud a la vez dolorosa (puesto que tan propia como perdida) y exaltante (puesto que rasgo de la humanidad de la que uno protagoniza el necesario crepúsculo) que, en una casa propiamente humana, representarían las generaciones posteriores. N o hay allí más que interpares en el estatuto de residuo o desecho; estatuto determinado n o tanto por la carencia psíquica u orgánica que sirvió de pretexto como por el atentado mismo que supone el haber sido conducido a tal lugar. Pues n o es lo mismo ser el anciano de la casa que el asilado de la Administración: Sobre el primero pesa la conciencia de la progresiva e inevitable astenia y hasta quizás (en la hipótesis del exilio de los jóvenes y desaparición de los contemporáneos) el sentimiento de haberse quedado solo; pesa en definitiva aquello que de trágico conlleva la existencia humana, a lo cual se expone todo el que accede al juicio y que será tanto menos insoportable cuanto sea mayormente asumido. Mas para el segundo a todo ello se añade un ingrediente de humillación; se añade el haber sido estimado como miembro de un colectivo humano carente de toda función en el reparto de la existencia social. En tal repudio es la sociedad la que se mutila a sí misma, pues saber dar un sitio al anciano es condición sine qua non de una asunción de la existencia, y toda sociedad en la que se dificulta tal deber está (cualesquiera que sean sus atavíos de progreso) gravísimamente enferma. Y mientras en Salzsburgo la gente muera segregada de los que encarnan la vida, ¿qué importancia otorgar al hecho de que la imagen de Mozart sea enarbolada como emblema de la cultura propia? O por mejor decir: ¿qué consuelo puede significar la presencia de Mozart en el universo cotidiano de aquel que morirá con absoluta certeza en el umbral de un tanatorió? El peso y la significación de la muerte se verán asimismo radicalmente determinados por la representación que una 97
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persona pueda hacerse de lo que constituirá efectivamente su último destino empírico: Ser acompañado por los suyos al reencuentro con la tierra, e n la proximidad de un pórtico que es el símbolo mism o de la vida colectiva, en un ámbito nunca en realidad ausente de la existencia cotidiana, ámbito que marca por contraste mismo el sentido de ésta y a cuyo silencio inherente es familiar el eco de las voces que prosiguen. Representación ésta de la muerte sugerida por el recuerdo de una tarde estival e n un pueblo de Inglaterra, lindante con Escocia, pero que n o diferiría en lo esencial de la que propiciaría la imagen de uno de esos cementerios de la Alcarria, balcón sobre el paisaje de un caserío abandonado del que constituye su último registro; lugar así, en el que la muerte, lejos de segregar de la vida, se erige en memoria por la que ésta perdura. Abismal diferencia con la imagen del tanatorio en tanto asilo de los repudiados por los vivos y con el fantasma del nicho, como rectángulo definitivamente propio en el doble sombrío de una ciudad de cemento. Ante tal representación, ¿cómo sentir que además de desintegración de la forma y pérdida de la palabra, el tiemp o es reflejo de que la simiente fructifica, de que el animal prematuro alcanza autonomía o de que la palabra en potencia llega a ser palabra en acto? El tiempo sólo aparecerá c o m o esa faz estéril, pura medida de corrupción sin correlativa síntesis, a la que en una página sombría alude Aristóteles. El crepúsculo será pura salida de y n o reminiscencia de llegada a, privado así de referencia a ese factor de fertilidad y restauración que, como espejo de la destrucción misma, sí tiene el tiempo indisociablemente afirmativo y negativo de la vida. N o hay decencia compatible con la imagen de unos humanos homologados por el h e c h o de que la vida de cada uno se reduce a compartir una antesala de la muerte. Y n o hay orden social que amamante tal monstruosidad (y hasta se enorgullezca de ella) que n o sea intrínsecamente canallesco. 98
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Indecencia y canallada acentuadas aun cuando el estado físico de los huéspedes de las evocadas instituciones alcanza tal grado de postración que la artificial prolongación de tales vidas parecería resultar de una explícita voluntad perversa, de n o darse la «legitimación» ideológico-religiosa por la que la perversión sólo puede ser remitida al inconsciente de los responsables. «La eutanasia no es pecado», clamaba desesperadamente una persona allegada, cuyas convicciones conservadoras en materia social y religiosa n o le impedían ser consciente de la vejación que la inútil prolongación de su agonía constituía para ella y los suyos. A este tema escabroso dedicaremos la reflexión que sigue.
RAZÓN DE VIVIR Y DESEO MORAL DE MORIR Car c'est vraiment Seigneur le meilleur lémoignage Que nous puissions donner de notre dignité...
Cesare Pavese evocaba los versos de Baudelaire que encabezan este sub-capítulo para situar al suicidio como el único gesto portador de esa dignidad que en ellos se menciona. Albert Camus comienza uno de sus más conocidos ensayos afirmando que el suicidio es el único problema filosófico auténticamente serio, y que responder a la interrogación fundamental de la filosofía equivale a juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida. Nuestro planteamiento aquí no viene trazado por la actitud de ninguno de los dos escritores. N o nos interesa tanto determinar si la propia vida vale en sí (o en abstracto) la pena, como determinar si merece ser conservada a toda costa o en toda circunstancia. Algunas de las reflexiones que preceden son suficientemente indicativas de que no comulgamos con actitudes de pesimismo existencial. El instante del nacimiento propia99
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mente humano equivale indiscutiblemente a la irremediable pérdida de la inmediata conexión con el mundo natural. Pero tal crisis (resultante de que las cosas queden empapadas por el lenguaje y el mero percibir sea indisociable del juicio) supone precisamente que el entorno inmediato bañe para nosotros en ese esplendor de contrastes y armonías a los que el ritmo rossiniano o la pintura luminosa de Goya intentan retrotraernos, apelando precisamente a la reminiscencia de la primera mirada o escucha. Nacer es abrirse a la estupefacción, a la magnificencia de las cosas impregnadas por el verbo, y sólo la reminiscencia de tal nacer da fuerza para el «'mediante el cual la vida en cada instante se renueva en nosotros. Todo humano es de nacimiento rico y digno, y por la reivindicación de tal origen exige una vida acorde a su intrínseca virtud y no meramente una vida. El suicidio está muy lejos de ser el único problema auténticamente «filosófico», pero sí se deriva de este último, por ejemplo... dada la circunstancia de que ante el problema filosófico la ausencia de fuerza haga imposible el mantener la entereza, limar sus aristas y hurgar en sus recovecos. Estamos avanzando que cabe renunciar a seguir encarnando la condición humana n o por resentimiento contra ésta, sino precisamente por haberla asumido plenamente: cabe apuntar a la muerte propia como expresión de amor a la vida. Y n o obstante, tal posición es problemática y ello e n base a los presupuestos mismos sobre los que se sustenta e n este trabajo la reivindicación de la dignidad. El comportamiento humano puede hallarse marcado por fines contingentes, como el de adquirir mayor riqueza, violar o atender a un desvalido; y — c o m o hemos visto— la dignidad de la razón reposa entonces en que el deseo de realizar tales fines n o funcione en el vacío, es decir, asociado a un comportamiento motivado tan sólo por intereses de la subjetividad. Pero hay un fin que ningún humano puede n o tener como propio, a saber, pura y simplemente el hecho de que lo humano sea. 100
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Mas entonces: ¿no parece contrario a la dignidad de la razón el que ese testimonio del persistir de lo humano que constituye mi propia conciencia individual se imponga como máxima de su acción el dejar de persistir? ¿No se infiere que mientras quede un ápice de espíritu debe éste ser mantenido? Algo hay indiscutiblemente de ello. El rigorismo kantiano da algún tipo de fundamentación racional a los indigentes discursos sobre el carácter sagrado de la vida con los que reaccionarios de todo cuño cierran el paso a la menor veleidad de dar cobertura legal al recurso a la eutanasia. Y ello aun en los casos punzantes en los que la prolongación de la agonía ajena se acerca peligrosamente a la actitud consistente en apurar una satisfacción en la tortura. Kant, como hemos visto, sitúa al suicidio como ejemplo de máxima de acción que no puede sin contradicción interna ser erigido en ley universal y, en consecuencia, como ejemplo de comportamiento contrario a la dignidad de la razón. Nuestra reflexión, sin embargo, n o ha de obedecer a las explícitas afirmaciones de Kant sino a la lógica interna de su texto y ello, por supuesto, sólo en la medida en la que tal lógica parezca la más aguda, la menos contaminada por prejuicios, la más conforme al imperativo de atenerse a la verdad. N o nos interesa Kant, sino el pensar que Kant encarna, en ocasiones de manera más evidente que en otras. Sigámosle, pues, justo hasta allí donde tengamos la sensación de que hay que dejar de seguirle. Una matización de momento: N o supondría lo mismo erigir en ley universal la máxima: el humano pone fin a su propia vida, que hacerlo con la máxima: el humano pone fin a su propia vida en las circunstancias x, y, z. En el primer caso, ciertamente, la mera toma de conciencia de constituir un ser humano conllevaría el levantar el brazo contra uno mismo; de lo que, entre otras cosas, se seguiría que la secuencia generacional estaría truncada 101
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desde el origen y n o nos encontraríamos ahora aquí reflexionando sobre la conveniencia o n o de inspirarnos en Kant para abordar el problema de la muerte digna. En el segundo caso, todo depende de las circunstancias concretas que situamos en lugar de las incógnitas x, y, z. Si por ejemplo decimos: el humano pone fin a su vida al menor atisbo de dolorfísico, en poco nos apartamos del caso anterior; y lo mismo ocurre si en lugar de menor atisbo de dolor físico escribimos al menor sentimiento de abandono afectivo. Por el contrario, la diferencia e n las consecuencias es e n o r m e si la máxima queda determinada mediante cualesquiera de las frases: ...si al hacerlo salva la vida de los seres queridos; ...si con tal gesto evita ser torturado hasta la traición...; ...si la prolongación de tal vida se hace al precio de la humillación... La erección en ley universal de la máxima supondría entonces tan sólo imposibilidad de aferrarse a la vida aún a costa de los que la comparten, de la causa que a la vida da sentido, o de la propia libertad. Imposibilidad de desear vivir en tales condiciones... lo que n o significa, naturalmente, que el gesto auto-destructor pueda mecánicamente ser llevado a cabo... es decir, que la ley moral se traduzca en ley física. Podría, en efecto, muy bien ocurrir que aquel mismo que desencadena la reacción moral impidiera su efectuación. Que, por ejemplo, el torturador sádico vigilara escrupulosamente a la par que dosifica la dosis de violencia. Pues bien: Hay razones para afirmar que cada una de las máximas avanzadas forma efectivamente parte de nuestro bagaje moral inerradicable; de lo cual es muestra la repugnancia que experimentamos ante el espectáculo de un ser humano compulsivamente aferrado a una vida al precio de la traición o la autoestima. Hay un deseo moral de morir antes que vivir sin decoro, lo cual n o significa que este deseo se imponga al instinto animal de persistencia individual y específica. En nosotros 102
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(ahí reside la diferencia con la animalidad) tales instintos no son lo exclusivo y ni siquiera lo inmediato. Como mucho, llegan a prevalecer: inversión de jerarquía, traducida en esa indecencia, esa ausencia de decoro generadoras de la repugnancia que evocábamos. Razones hay para afirmar asimismo que de tal bagaje moral forma también parte la máxima que supedita la supervivencia a la fertilidad física y espiritual: el humano pone fin a su vida si ésta se prolonga en uno sin recreo. Hay un deseo moral de morir en ausencia de las condiciones de posibilidad de que la propia existencia sea ocasión de restauración de la condición humana y de enriquecimiento del propio juicio. Hay un deseo moral de morir en la certeza de la astenia física y de la merma intelectiva.
AGRAVIOS COMPARATIVOS ANTE EL DESEO DE MORIR
La prensa se hace periódicamente eco de la disparatada situación de un enfermo irreversible que, víctima de un accidente, subsiste desde hace cinco lustros en condiciones físicas que no le parecen compatibles con una existencia humana digna de tal nombre. El que le preserva a la fuerza en vida juzgará quizá que nuestro hombre es excesivamente pesimista. Al respecto nos limitaremos a recordar que n o somos ángeles, que nuestra palabra está intrínsecamente encarnada y que tan ilusorio es pretender hacer abstracción de lo físico como identificarse a la mera animalidad. Pero lo importante es otro aspecto: El que así clama por que se le deje morir, está diciendo que su vida actual n o es digna, y que en tal situación la vida no le interesa; el que así clama por que se le deje morir, está haciendo un acto de afirmación respecto a la nobleza de la vida humana, que se niega a subordinar a un imperativo «moral» de subsistencia absolutamente delirante, contradictorio en sus términos, pues una de dos: o se trata de animalidad y entonces se subsiste por instinto, n o habiendo 103
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imperativo que valga; o se trata de humanidad, y en tal caso sí hay imperativos, pero precisamente cómo expresión de que ha dejado de contar el mero subsistir.
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El caso que estamos evocando tiene además significación respecto a un segundo aspecto del problema, que podríamos designar como exigencia de igualdad ante la ley por lo que al recurso a la eutanasia Se refiere. Pues en la medida en la que la víctima se halla prácticamente inmovilizada en su lecho de hospital, le es imposible contravenir a la voluntad de sus guardianes (¿qué otro nombre darles?)... arrojándose por la ventana o la escalera. Brutal determinación, sin duda, la cual, sin embargo, sólo debería ser frenada por la emergencia de sentimientos tan elementales como irreductiblemente propios del sujeto concernido: la aprehensión, por ejemplo, de la diferencia entre la luz de septiembre y la estival; diferencia que se resiste a ser expresada en palabras, quizá porque reposa sobre el fundamento mismo al que, apuntando a significar, remite la palabra. Cabe suponer que la mera re-aparición de tal contraste restauraría el deseo de vida en un alma para la que la atmósfera es ceniza. Mas tal hipótesis n o puede ser ratificada «en ausencia o en esfinge». Sólo aquel que se halla en acto atravesado por el doloroso y contradictorio fin de abandonar la existencia, está legitimado para resolver en tal sentido o para entregarse durante un tiempo a la voluptuosidad de una nueva afirmación vital. Lo disparatado es que la suficiencia o insuficiencia de tal vitalidad, el grado de la propia melancolía (exceptuando los casos triviales en los que ésta es pasajera o infantil), crea poder ser determinado desde el exterior: ¿cómo pueden las estereotipadas afirmaciones sobre el carácter sagrado de la vida influir en la certeza de la desesperanza? Mas tal disparate se convierte en ofensa cuando, más 104
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allá de las triviales incitaciones, esa exterioridad ejerce violencia pasiva o activa con el fin de que la propia vida sea a toda costa conservada. Intervención exterior tanto más escandalosa cuanto que ni siquiera homologa a los presuntos suicidas respecto a la posibilidad real del paso al acto. Pues es absolutamente falso que la limitación afecte a todos por igual. Supongamos que la persona inmovilizada a que antes nos referíamos consiguiera, por la intersección de un amigo, o incluso de un médico piadoso, un tubo de barbitúricos de radical eficacia. ¿Quedaría en ese momento en igualdad de condiciones con aquel que, disponiendo de idéntico fármaco, y libre de sus movimientos pudiera elegir entre la ingestión y el precipicio? Por supuesto que no. Pues entre las razones explicativas del comportamiento humano cuentan las aprehensiones y las fobias: Así, aquel mismo que proyecta con relativa serenidad el abismarse en el tajo de la ciudad de Cuenca, puede retroceder ante la sola idea de unos minutos de conciencia plena de haber procedido —mediante ingestión de un fármac o — al gesto irreversible. Recíprocamente, al que n o duda ante la perspectiva del sueño simplemente prolongado, quizás le resulte insoportable la imagen de la mutilación y quiebra inherente a la simple certeza de que n o hay abismo físico auténticamente insondable. La igualdad en la prohibición de la eutanasia sólo se daría en la hipótesis de que el legislador contemplara todas y cada una de las formas bajo las cuales la propia muerte es susceptible de ser imaginada, archivara relativamente a cada individuo las representaciones que resultan tolerables (o hasta balsámicas) frente a las generadoras de fobia, y organizara e n función de ello el dispositivo previsor o represor. En ausencia de tal control, para aquel que (en busca del fármaco liberador) tropieza una y otra vez con la desconfianza y la intolerancia del facultativo (¡el cual sí dispone de la firma y de la vida!) a la desesperanza se añade la rabia, el sentimiento de injusticia y hasta la envidia de 105
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quien —melancólico o n o — siente atracción por el acantilado. Pues una cosa es la canallada (tan frecuente objetivamente en nuestra sociedad) consistente en empujar al débil a la muerte, y otra muy diferente es dejarle morir en paz: n o impedirle el poner fin a una situación en la que el bien sólo es ajeno y la propia razón ya n o participa en fiesta ni enriquecimiento alguno. Se ama, en efecto, la vida humana, es decir, la animalidad cuya percepción se halla fertilizada por el lenguaje, y no meramente la vida. Mas recíprocamente, se ama el lenguaje recreado, el lenguaje en el relevo que le otorga la fertilidad biológica, y no el lenguaje fosilizado en la mera conciencia de la propia identidad. Se ama la vida cuando uno se siente como tejido en el cual lo humano se refracta, escapa a la unidireccionalidad y e n tal perturbación se prolonga. Se ama, en suma, la vida cuando, y sólo cuando, en uno lo humano se modifica y se enriquece, se enriquece modificándose.
6. LA DIGNIDAD REPUDIADA: HUELLAS DEL TIEMPO Y HUELLAS DE LA MENTIRA
EL C A M B I O D E L Q U E EL T I E M P O ES CIFRA
Pues el tiempo es esencialmente un rasgo humano. (M. Proust)
El tiempo, nos dice Aristóteles, es la forma del movimiento según la anterioridad y la posterioridad. Bajo tal definición basta que se dé un movimiento de traslación para que quepa hablar de tiempo y en tal medida, sometida al tiempo se halla la tierra por el mero hecho de su movimiento en torn o al sol, y la orilla mediterránea por el movimiento de rotación terrestre. 106
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Diferente es, sin embargo, el tiempo cuando queda asociado a esa otra modalidad de movimiento que supone la alteración de una entidad substancial: tiempo como medida del proceso por el cual muda la coloración de la hoja a la llegada del otoño. En fin, el tiempo se halla asimismo asociado a un cambio que ni siquiera respeta la permanencia y que de hecho sólo es distinguible del anterior en la medida en la que se mantiene la aristotélica distinción ontológica entre entidad substancial y entidad atributiva. Tiempo como generación y corrupción que Aristóteles, en un momento sombrío, ya considerado, de su percepción de las cosas, llega a vincular tan sólo a la segunda, diciéndonos que refleja la salida de más bien que la llegada a: tiempo como medida, n o de la conversión de la simiente en nueva forma, sino de la dilución de la forma que la simiente misma constituye. Tal abstracción, tal separación de lo que es polo de una totalidad indisociable, tiene complemento en la afirmación por parte del mismo filósofo de que el único estado de bienaventuranza se perdió en el acto mismo de nacer. En la obra de Aristóteles tal pesimismo vital se encuentra mediatizado y relativizado por la afirmación que supone el hecho mismo de asignar como aspiración genuina de lo humano la lucidez, la aprehensión sin subterfugios de las determinaciones sobre las que reposa nuestro destino. De hecho la aprehensión del tiempo en su mero aspecto destructor, la reducción de la vida a sombra, es más bien lo que conviene a todos aquellos a quienes la debilidad, la cobardía o, por así decirlo, la mala suerte, condujeron a n o asumir la condición temporal y —atribuyendo a sus vidas un imaginario fundamento trascendente— a n o reconocerse en los efectos del tiempo, efectos que van más allá del proceso físico de generación y corrupción. Pues mientras nos atenemos al horizonte natural, hablar del tiempo como cifra del cambio supone remitirse al substrato material que se transforma. En la medida en la que el cambio es inherente a la materia misma, el tiempo es 107
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ciertamente inevitable, mas a la vez constituye tan sólo un atributo: en toda hipótesis lógica que n o considerara el substrato material, desaparecería el cambio en éste y, por consiguiente, el tiempo. Sin duda, la materia y el movimiento son hechos que, c o m o tales, resulta absurdo negar. Mas nada impide especular con la creación ex nihilo de la materia por parte de un sujeto que, lógicamente, n o se hallaría él mismo adscrito a movimiento material ni, por consiguiente, al tiempo como cifra de éste. Si a movimiento material se redujera el tiempo, el Dios de los cristianos sería un ente atemporal, aunque, desde luego, puramente imaginario. O en otros términos: cabe por la imaginación —y desde luego sólo por ella— escapar al tiempo aristotélico adscrito al proceso natural de generación y corrupción. Consideremos ahora esa modalidad de cambio consistente en que mi espíritu, concentrado hace un momento en el académico tema de los tipos aristotélicos del movimiento, lo estuvo después en la representación del Dios cristiano y ahora mismo intenta dar expresión verbal adecuada a la constatación de que el pensamiento n o cesa de alterarse. Se trata del proceso que me ha permitido escribir esta frase, destinada a los que, como yo, en el sueño o en la vigilia y cualquiera que sea su estado físico, están llamados (o condenados) a ser soporte del proceso mismo. Se trata de ese tipo de cambio inherente al razonar correlativo del lenguaj e humano, es decir, del lenguaje pura y simplemente, de la palabra que está ciertamente en el origen, hasta el extremo de que ni abandonándonos a la imaginación encontraremos un sujeto que escape a la misma. Si el cambio del que el tiempo es cifra tiene soporte en la palabra, entonces tan intemporal es el Dios cristiano como el sujeto que lo forja imaginariamente como refugio contra la finitud. Cabe estimar que el proceso de generación y corrupción constituye la verdad última de la alteración cualitativa 108
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de una substancia o, como Aristóteles, considerar que la sustancia permanece realmente en sus mutaciones. Cabe incluso extender tal discusión al cambio como desplazamiento meramente topológico, pues, en un determinado sentido del término espacio, la determinación de las cosas se reduciría a modificación topológica. Mas la discusión misma a este respecto es sometimiento a un movimiento previo: movimiento propio del discurso mismo y tiempo a él concomitante, ese tiempo al que se refiere con toda justicia el narrador de A la Recherche... al caracterizarlo como rasgo exclusivamente humano.
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La vinculación del tiempo al intrínseco movimiento del pensamiento n o supone en m o d o alguno que el tiempo quede, por así decir, espiritualizado. Pues el pensamiento n o se separa de la materia más que en la imaginaria hipótesis de la condición angélica: Los ángeles carecen de cuerpo, y sin embargo n o carecen de espíritu. Si tal espíritu se agotara en capacidad de representar (imaginación, aristotélica fantasía) y en capacidad de retener lo representado (memoria, aristotélica mneme) el ángel no pasaría de ser un «animal»: tan etéreo o fantasmático como de ordinario se le representa, pero animal y no hombre. Mas por el Dios te salve... llena eres de gracia revelador de su presencia ante María, el ángel muestra que es además un ser de palabra. El ángel comparte, pues, con nosotros las facultades de imaginar y memorizar, comunes a la generalidad del orden animal, más la específica capacidad de razonar. Cabe incluso atribuir al ángel la diferenciación sexual, enriqueciendo así el paraíso con la figura del hurí, espejismo de plenitud erótica en la civilización musulmana. ¿Humano pues, el ángel? ¿Femenino concretamente el hurí? Ciertamente no, pues carece de aquello en lo que fan109
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tosía, memoria, palabra y hasta determinación sexual son susceptibles de concretizarse, individualizarse o actualizarse. El ángel n o es siquiera la condición humana considerada en potencia. Pues la potencia sólo tiene sentido en relación a un acto, y la posibilidad de éste viene dada únicamente por la referencia a la corporeidad o materialidad, referencia a la cual —cuestión de definición— el ángel es intrínsecamente ajeno. El ángel es ser de palabra, intrínsecamente fantasmal o fantasioso, paradójica potencia condenada a n o superar jamás tal estatuto.
SECUELAS DEL TIEMPO... EN LOS CUERPOS
Tener la certeza de que n o somos ángeles equivale a haber asumido que nuestra singularísima condición de seres racionales es indisociable de la condición animal y, por consiguiente, que se halla inextricablemente vinculada a la corporeidad. Mas tener la certeza de que somos seres de razón equivale a haber asumido que en nosotros la animalidad ha perdido, por así decirlo, su naturalidad, y que es ya imposible establecer clara barrera entre sus exigencias inmediatas (expresadas en el instinto de conservación individual o específico) y las que provienen del lenguaje que la infiltra y la empapa enteramente. Imposible, por consiguiente, asimismo establecer clara demarcación entre lo que para la corporeidad supone el tiempo —cifra de la generación y corrupción naturales—, y lo que conlleva el tiempo —cifra de la mutación que constituye la misma palabra. La certeza de tal indisociabilidad es lo que mueve al Narrador de A la Recherche... a buscar los reflejos del tiempo en cuerpos escrupulosamente seleccionados, a saber, exclusivamente humanos. Cuerpos cuyo destino es exponerse como concretización del tiempo para que encuentre espej o de sí misma otra concretización del tiempo. no
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El tiempo como cifra de generación y corrupción naturales difiere del tiempo de la traslación meramente topológica; mas tal diferencia no tiene por sí misma traducción alguna en el registro de los valores, pues ¿en qué la conversión de la simiente en planta tiene connotaciones más trágicas que el desplazamiento de la üerra en torno al sol, la mutación de la piel en la serpiente o la tonalidad grisácea de la fachada que exhibía su blancura? La astenia de un animal nos anuncia su corrupción futura. Mas ésta constituye de fado un proceso potenciador de infinita diversificación de otras formas de vida. Si la reducción a desecho de un perro se traduce en proliferación de gusanos y microorganismos, entonces la pérdida ontológica es nula, pues, en tanto mero soporte de vida, idéntico peso ontológico tiene el individuo en el que se concretiza la especie perro como aquel en quien lo hace tal o cual especie de gusano. Sin duda, la cosa difiere cuando lo que nos interesa n o es la vida como tal (de la cual la cucaracha es representante tan digno como el toro), sino la vida integrable en la economía de la vida humana: esa vida sui generis frente a cuya abismal diferencia se esfuman en la insignificancia los rasgos por los que se distinguen todas las demás formas de vida. Y esta irreductibilidad de la subsistencia humana a mera vida o de su deseo a necesidad animal, tiene correlato en la absoluta singularidad de la muerte humana. Pues ésta sólo sería equivalente a la muerte animal si la vida que del desecho se nutre, absorbiera asimismo el pensamiento. La vida animal se restaura tanto mediante específica reproducción como'mediante individual corrupción. Tal n o es en modo alguno el caso de la palabra. Como ocurre con todo animal, la mutación biológica marca sin solución de continuidad el cuerpo humano. La corrupción que así se designa nos remite también a esa ruptura por la que una forma individualizada deja paso a otras formas individualizadas (ya sea de especie distinta). También el desecho humano es pasto de nueva vida, mas m
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quedando en tal absorción excluida la palabra, sólo la muerte humana es absoluto fin y sólo en el cuerpo humano los rasgos del tiempo son signos escatológicos. El tiempo, nos dice el narrador de A la recherche, para hacerse visible busca cuerpos y cuando los encuentra proyecta sobre ellos su linterna. Precisar — c o m o lo hacíamos— que estos cuerpos son exclusivamente humanos pone sobre la pista de que el único cambio cuya cifra cuenta es aquel que, irreductible a la mutación natural, pero hallándose íntimamente adscrito a ésta, n o se restaura (a diferencia de la mera vida) en la descomposición del individuo que le da soporte. Pues n o es verdad que todo se transforme: la muerte de cada sujeto humano es pura y simple aniquilación de una epifanía, de una proyección local, de la palabra. De ahí que la astenia más acentuada en un perro sea mero signo natural, ajeno a toda connotación de valor, mientras que la nueva coloración en las mejillas de un hombre de 30 años sea signo humano, tan lingüístico como biológico, de finitud. Tratándose de un animal, la diferencia misma entre el nacer y el perecer es a priori (es decir abstracción hecha de circunstancias contingentes) absolutamente neutra desde el punto de vista de los equilibrios de la simple vida (los dos polos contribuyendo en la misma medida al proceso que ésta constituye), mientras que por el contrario, la menor transformación en un humano es portadora de sentido. Esta carga de sentido explica que la exposición del cuerpo humano, y en concreto las huellas de la finitud, conlleve siempre para el testigo un grado de conmoción; conmoción más o menos paliada por el hábito o la mera dispersión de la atención: simpatía dolorosa o repulsión, según que se perciban tan sólo los surcos del tiempo, que se vislumbre la alquimia corruptora de estos mismos surcos en razón de la mentira. Entre los primeros esos visages ravagés de un Rembrandt o de un Beethoven a los que nos remite asimismo el narra112
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dor, rostros-espejo de la constitutiva finitud, pero no del abandono concomitante al repudio mismo de la finitud. Rostros así auténticamente humanos, como lo son los de esos campesinos ásperos, severos, enjutos, que nunca dejaron de contemplar el contraste auténtico de la vida, nunca sacrificaron la acuidad del juicio a esperanza sin razón. Rostros asimismo de esas mujeres que, en los zaguanes de los pueblos blancos, enlutado el cuerpo y el cabello, recrean en solitario los contrastes de unas vidas que (en la plenitud, el intermezzo del tiempo y la sombra) quedaron marcadas por el dolor y la soledad, pero n o mutiladas por la ruindad de la doblez y la cobardía: testimonio cabal de la serenidad con la que se recompensa el haber asumido plenamente la condición de palabra viva y, como tal, de momento adscrito al ciclo de las generaciones. Figuras conmovedoras que renuevan en nosotros la confianza en la posibilidad de un fin simplemente digno: irremediablemente trágico, pero no atroz, es decir, n o miserable, y en ello, indiscutiblemente, buena muerte.
SECUELAS DE LA MENTIRA: PARODIA DE LAS FIGURAS DE PADRE Y ESPOSO
Las secuelas de la mentira n o son correlativas de las secuelas del tiempo. Sin duda, cuando este último acentúa el aspecto sombrío de su labor encuentra en la primera un cómplice. Tiempo y mentira activan mutuamente su potencia de transformar la figura humana. Mas la mentira n o espera forzosamente al tiempo, e incluso se impone a él avanzando el momento de la función corruptora. La reconversión fisiológica de la mentira se plasma en ocasiones en un cuerpo juvenil y hasta adolescente. Cuerpo que pudiera creerse atravesado por la emoción que lleva a vincularse y a recrearse, cuerpo, por así decirlo, de un ser enamorado. Enamorado, sin embargo, en el que desgraciadamente se inculcó desde muy pronto que tal estado en113
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contraría futura distensión en esas parodias del vínculo heterosexual que son las formas imperantes de la institución matrimonial: formas en las que el deseo se identifica a una especie de necesidad animal, y el estatus de pater familia al espejismo de la propia subsistencia, ¡de la propia subsistencia a través de aquel que, precisamente, está llamado a ser el propio relevo! Cuerpo emblemáticamente apto para soportar y reflejar la tensión que conlleva el mantenerse fiel al momento del nacimiento propiamente humano, mantener el propio espíritu en aquella condición genuina en la que oscilaba entre la exigencia alborozada de reducir (por exploración o consunción) el entorno natural y la conmoción (simpatheia o antipatheia) provocada por el encuentro o reencuentro con otro ser de razón, otra presencia del ser propio. Mas rápidamente tal espíritu fue arrancado a la frescura originaria y canalizado hacia la identificación con causas de cuyo triunfo riqueza alguna cabe esperar, pero de cuyo fracaso se deriva mutilación real: desde lo aleatorio de una confrontación deportiva hasta el señuelo de una patria incompatible con el reconocimiento de una filiación común de los humanos. En consecuencia, tal cuerpo es ya un reflejo de lo que supone para un humano intentar poner entre paréntesis lo que le constituye. Y así, aunque perceptiblemente joven, muestra inequívocos síntomas de un mecanismo corruptor que lo infiltra, como el líquido infiltraría una materia casi exhaustivamente reducida a poros: Se perciben ya formas que la mera nutrición n o puede justificar y que el ejercicio convulsivo sería impotente a domar. En la epidermis la coloratura parece diluirse en nuevos tonos, fruto de una química corruptora de la función esencial de la pigmentación. El tronco, erguido en los momentos de convencionalismo, se abandona en el primer brote de soledad, anuncio de esa radical soledad que, por ausencia de lazo que auténticamente vincule, compartirá un día con la que está llamada a ser —más bien que su esposa— su cómplice. Nada en este ser ofrecerá ya alimento 114
DIGNIDAD
AMENAZADA
a la mirada que se vuelque sobre él animada por el cálculo de que (por su lejanía respecto al momento destructor del tiempo) su cuerpo estará aún cargado de promesa. Mas si la posición aún favorable en la continuidad temporal es impotente a neutralizar los signos de conversión del cuerpo en superficie de inscripción para la cobardía y la mentira, si el repudio de la función esencial de las potencialidades humanas se traduce así en cuerpo de veinte años, ciertamente el transcurso del tiempo n o vendrá a mejorar la máscara que, desde entonces, se fragua. Y así, separado de aquella imagen por sucesión de acontecimientos (paternidad, instrumentalización del hijo al servicio de las propias causas, sacrificio del ansia de saber de éste, reconversión de su inteligencia y de su deseo... mutilación, en suma, a imagen y semejanza de sí mismo) se reproduce el muchacho en la figura del padre, parodia de hombre decididamente asentado y «maduro», intolerable ya para la mirada que conserve un hábito de frescura: Figura erigida fantasmáticamente en referencia generadora de sentido para las vidas de los miembros de la ínsula familiar, convertida en refugio frente a los avatares de lo real exterior. La inteligencia ha quedado ya reducida a la función de urdir rapiñas, como la imaginación se reduce a encontrar soportes que edulcoran la objetiva indigencia del entorno y la voluntad a mantener en éste los vínculos tiránicos. En la eventualidad de un tropiezo con la palabra que de alguna forma llegue a interpelar (la interrogación de un hijo aún n o contaminado, por ejemplo), el espíritu de esta parodia de padre y esposo procederá con toda diligencia a canalizar lo que así compromete hacia la astenia y el formalismo de las opiniones convencionales y de los problemas que no hieren. Y en el rostro, tal proceso se traducirá en la mascarada de la atención expectante, el asentimiento desmovilizador de la interrogación, la sonrisa cómplice neutralizadora de toda alteridad real y la falsa erección de ésta negando acuerdo respecto a puntos intrascendentes: la expresión se agotará en tales estereotipos, sin que nunca la ra«5
LA DIGNIDAD
dicalidad del intelecto consiga traspasar la muralla que, sin embargo, caerá por sí sola en el momento inevitable de la verdad, es decir, de la lucidez, del juicio o derrumbamiento del espejismo central que sustenta al sujeto al que estamos refiriéndonos: espejismo según el cual lo que acontece en el registro del espíritu es disociable de lo que ocurre e n el registro de los cuerpos y que así, mientras la naturaleza sigue su curso hacia lo irremediable, lo moldeable de las palabras y los símbolos nos permitirían construir a voluntad un ámbito privado de aristas y de confrontación, al que habría que reducir las relaciones humanas. Mientras el espejismo dura, el sujeto cree que la vida del cuerpo es paralela. Mas de fado, la verdad consistente en ser indisociablemente instinto negado por el lenguaje y lenguaj e suspendido a un organismo n o sólo sigue revelándose en el cuerpo, sino que, en razón de ese espejismo mismo, alcanza tonalidades inesperadas: el vínculo de luz y ceniza propio de la consunción parece ya ofrecerse bajo la unilateralidad de la ceniza pura, provocando inevitablemente la repulsa en el testigo animado por el respeto al juicio. Y junto a estas imágenes cabe evocar las de las correlativas cómplices, figuras caricaturescas de prometida y esposa. En la joven, el tiempo ha trazado surcos y sombras que prefiguran su obra demiúrgica. Mas tales esbozos de ruina poco peso tienen en relación a la textura de unos pómulos insólitamente embotados y a la coloración de una piel e n la que se trasluce la interna y corrompida alquimia de un organismo que (llamado a ser soporte de la vida fértil del lenguaje, mas arrancado por la cobardía o la ceguera a tal función) muestra que correlativa a la prostitución de la palabra es la conversión del alimento en veneno. Tomando por expresión de su aspiración constitutiva las exigencias impuestas por el sistema de valores imperante, esta mujer se empantana desde muy pronto en combates de reconocimiento, siempre mediatizados por la figura del prometido o esposo, cuya pusilanimidad, ansia de medrar y espíritu de rapiña le aparecen como equivalentes de pru116
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dencia, aspiración vital y riqueza. Cuando, motivado simplemente por el miedo, el cómplice busca sus brazos, cree ser amada; cuando es instrumentalizada para satisfacer una sexualidad mecánica se estima deseada. En consecuencia, cuando el partenaire revierte canallescamente contra ella las frustraciones que el entorno social le depara, cree que está siendo herida en lo radical de su identidad de mujer. Atrapada desde tan joven por el usurpador (de las funciones de hijo, de futuro esposo, de futuro padre y, en definitiva, de hombre) adopta siempre ante éste la actitud convencional de discreta escucha e incondicional sostén. Las falacias del discurso del hombre, que al principio no dejaban de generar en ella una tímida protesta, quedan muy pronto desligadas de connotación moral, siendo asumidas como si se tratara de recursos neutros, inevitables en el combate para abrirse paso en la ciénaga social y valorables tan sólo e n función del grado de eficacia. Así, los gestos expresivos de disgusto o satisfacción, constitutivos de auténtica reacción moral, dejan paso a rictus con los que se puntualiza tan sólo el mero avance o retroceso en el negocio al que los lazos sociales del partenaire se reducen. En el intervalo de tales instantes críticos, la expresión de esta mujer sólo puede ser meramente convencional: la mirada zalamera, amenazadora o implorante, pero siempre al acecho; el dibujo de los labios sonriente u hosco, mas nunca prometedor. En m o d o alguno los detalles de vestimenta y tocado son en este cuerpo neutros, sino espejo de una sumisión corruptora: se trata sin duda de un sistema de signos, mas carente de sostén en ningún rito fundamental y destinado más bien a adecuar la femineidad a imágenes estereotipadas o a encubrir algún efecto prematuro del tiempo, efecto de hecho denunciado por el artificio mismo. En este cuerpo aún joven, la voz adquiere ya las desagradables tonalidades que conlleva el hábito de un uso meramente convencional de la palabra. Pero, más tarde, aniquilado ya todo rescoldo de emoción no motivado por frustración mezquina, consumado el pacto —literalmente letal— con el 117
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partenaire, recreada la ignominia en progenitura irremediablemente mutilada (progenitura que —paradójicamente— acentúa el sentimiento de esterilidad), en el cuerpo de la esposa decididamente embrutecida... la voz (que de haberse modelado en conformidad a la ley fisiológica se asentaría en equilibrada gravedad) sorteando la obligada transición entre extremos de la gama, despliega una atroz arquitectura de asperezas, crispaciones, sequedades y chirridos que hacen de la trivial advertencia un ladrido y de la solicitud una amenaza. Modelado año tras año por el repudio tanto de la verdad como de los efectos objetivos del tiempo, ciego al hecho de que (lejos de excluirlo) el tiempo es esencial componente del deseo, en tal cuerpo de mujer el recubrimiento de los surcos se muestra como postilla, la acentuación de un rasgo es prótesis monstruosa, la neutralización de otro ausencia deformante y hasta el debilitamiento de las funciones vitales (en sí compatible con la serenidad) configura una imagen de impotencia resentida, presta a la instrumentalización y vampirización de su entorno. Y empantanada en las redes del equivalente imaginario del deseo, sigue ridiculamente prestándose a ser soporte de prendas fetiche y de adornos extravagantes, componiendo así una figura que (excepto en su cómplice, incapaz de la menor distancia, articulados ya en unidad ruin sus cuerpos y sus almas) provoca necesariamente esa repugnancia susceptible de llegar hasta la fobia a la que nos referíamos. Mujer en suma sellada hasta la atrocidad por la sumisión a la locura del otro y al desmoronamiento de la propia razón, collage de retazos de vida marcada por la errancia. SECUELAS DE LA MENTIRA: LA SUBSISTENCIA DEL PATRIARCA
Sugeríamos antes que sólo en el amor de la vida vinculado al deseo de que el lenguaje se restaure en el relevo generacional, alcanzan legitimidad los sentimientos filiales y su erección en referente ordenador de nuestra existencia. Pues una cosa es el sentimiento filial motivado por el goce 118
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AMENAZADA
de que en los propios hijos la humanidad se prolongue, y otra muy distinta son tales sentimientos determinados por la delirante idea de que en ellos es uno el que persevera. Conformidad al imperativo de que se recree la buena humanidad, y en consecuencia de ello hijos: tal es el único principio ético en materia de procreación. Se asiste desgraciadamente muy a menudo a una radical inversión de jerarquía: los intereses de la humanidad aparecen como debiendo ser subordinados a los de los propios hijos, a su vez convertidos en espejismo de la propia eternidad. Tal inversión no es tan sólo un egoísmo sino un delirio, que conduce inevitablemente a querer vivir a cualquier precio. Imagen atroz de esos pseudopatriarcas que arrastran, exponen e imponen hasta la última consunción cuerpos tan objetivamente abandonados como desorbitados son los cuidados que tiránicamente exigen del entorno. En tales seres el contenido concreto de la vida ha sido sacrificado a la construcción de un parapeto que, ilusoriamente, vendría a paliar el contenido de la muerte. Mas el parapeto espiritual tan laboriosamente armado se traduce en una auténtica máscara orgánica, prolongación de unos ojos marcados por el repudio de toda emoción susceptible de desembocar en llanto, como de toda reminiscencia que los hubiera hecho alborozarse. Ojos únicamente arrancados a la necrosis por los imborrables rasgos de la astucia, el disimulo, la rapiña traducida en instrumentalización de la vida de los demás y, sobre todo, la ceguera, el repudio de esa certeza de que toda persistencia de sí está excluida: certeza quizás inconsciente, pero inerradicable, de que la vida humana sólo tiene sentido en la evocada secuencia que pasa por recibir de otro la palabra, devolverla enriquecida en la respuesta, retomarla de nuevo y transmitirla definitivamente a quien incumbe garantizar el relevo. Figura atroz de aquel para quien la astenia de la vida anuncia el derrumbe del edificio del consuelo y la mentira, derrumbe sobre los hombros del propio constructor, arquitecto de un mundo de simulacros que en la erección de la verdad se agrietan. 119
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Dignidad de la razón
DIGNIDAD Y TAREA DEL PENSAMIENTO La sabiduría o lucidez (sofía) ha sido nombrada asi por tratarse de una especie de clarificación (safeia) en el sentido de que ilumina toda cosa. En cuanto a la claridad (to safes) ha sido llamada así por tratarse de algo luminoso (faes ti) por derivación de las palabras que expresan la luz (para to faos kai fos). (Filoponio. Comentario a los trabajos matemáticos de Nicómaco de Gerasa)
Evocábamos en un capítulo anterior el arranque de la Metafísica aristotélica y la caracterización que allí se efectúa del humano como ser marcado por la aspiración a la lucidez. La reflexión se canalizó entonces hacia el análisis de las causas por las cuales la afirmación aristotélica contrasta tan grandemente con los objetivos que el orden social asigna a los ciudadanos. Tal contraste autoriza a pensar: o bien que Aristóteles peca de optimismo respecto a la dignidad de la condición humana; o bien que hemos sido arrancados a los fines propios de ésta por circunstancias adversas, tan contingentes como perseverantes. En cualesquiera de las dos hipótesis, n o ya la lucidez en acto, sino la aspiración a la misma sería, como máximo, un proyecto permanentemente postergado. Nos distanciamos ahora de esta perspectiva pesimista a fin de evocar la tarea fértil del pensamiento. Tarea que legitima la caracterización de la dignidad —que IZI
LA DIGNIDAD
más arriba ofrecíamos— como exteriorización en toda circunstancia de la condición de ser racional. El pensamiento apunta en ocasiones a alcanzar una maestría técnica, así el manejo o construcción de instrumentos que garantizan la subsistencia. El esfuerzo otras veces se dirige a alcanzar una percepción teórica de las leyes por las que se rige el m u n d o natural. También es objetivo del pensamiento el determinar qué puede (y qué no puede) contribuir a la belleza y al ornato de la vida. En la tarea del pensar ha de incluirse asimismo la elucidación del tipo de organización social que, a la vez, garantiza la subsistencia e incentiva el despliegue de las potencialidades humanas. En suma: incentivo del pensamiento son los objetos que constituyen la subsistencia, la justicia, la belleza y el conocimiento de los f e n ó m e n o s naturales. Imperativo del pensamiento es mantenerse firme e n la tarea marcada por dichos fines y n o abandonarse a la facilidad y a la pasividad. Y hablamos de imperativo, porque el pensamiento se halla permanentemente amenazado por una inclinación a complacerse e n la actualización memorística de imágenes y conceptos ya masticados y absolutamente digeridos (nos ocuparemos de esto un p o c o más adelante) . Pero subsistenáa, justicia, belleza y conocimiento teórico n o son las causas últimas explicativas de la tensión inherente al pensamiento. Aparecen más bien como etapas a través de las cuales una aspiración (que ninguna carencia exterior engendró y que por lo tanto ninguna determinación puede colmar) se renueva. Hay algo de cuya racional contemplación carecería aun aquel para quien se hubieran satisfecho ya todas las exigencias de ornato, equidad en la convivencia y confianza —por conocimiento— en la regularidad de los fenómenos naturales. Al decir de ese primer libro de la Metafísica aristotélica que mencionábamos, el saber que se despliega acuciado por 122
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objetivos particulares, por dignos que sean, acaba descubriendo que en realidad a nada aspiraba, o mejor dicho, que aspiraba tan sólo a sí mismo, o en los términos ya conocidos: la lucidez {eidenai) es aquello a lo que por genuina disposición (Jysei) lo humano tiende. Encontramos un eco de este proceso del saber (a través de conocimientos parciales, peldaño hacia un saber auténticamente vinculante) en el texto de inspiración aristotélica de ese Filoponio que en el arranque citábamos: Ha de saberse que la humanidad perece por las más diversas causas: peste, penuria, seísmos, guerra, mil variedades de enfermedad, mas sobre todo en razón de gigantescos diluvios... que no logran, sin embargo, la desaparición de la humanidad entera. Pues los sacerdotes y todos aquellos que viven en las cimas o aun en las vertientes de las montañas escapan al cataclismo, mientras que en la llanura queda sumergido cuanto habita. ...Careciendo los supervivientes del diluvio de alimento, la necesidad les mueve a inventar los medios de escapar a la indigencia, moler el grano mediante instrumentos, sembrar, etc. A tal grado de invención dieron el nombre de ciencia o saber (sofía), ese saber revelador de lo que es útil a las primeras necesidades de la existencia. ...Entonces, por inspiración, al decir del poeta, de Atenea, descubrieron las técnicas o artes que no se limitan ya a cubrir las necesidades de la existencia sino que contribuyen a la nobleza y al ornato de la vida: y a tal invención de nuevo dieron el nombre de ciencia o saber (sofía). ...Dirigieron entonces su mirada a la organización de la ciudad y forjaron las leyes y el conjunto de lazos que unifican a aquélla en un todo: tal invención fue asimismo calificada de ciencia o saber (sofía). ...En fin, dando un paso más reflexionaron sobre los cuerpos y la naturaleza que los forja. Tal indagar recibió el nombre específico de ciencia o teoría de la naturaleza (fysiké theoríá). 123
LA DIGNIDAD
...En quinto lugar se volcaron sobre los objetos más dignos, inmutables y sin lugar en el cosmos: a tal indagar nombraron ciencia o sabiduría arquitectónica.
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Aspiración a conocer, a determinar nuestro entorno y nuestra propia identidad como resultado del mítico retorn o a la situación de indigencia originaria. Cabe, sin embargo, conferir a esta narración un contenido n o mítico, reconociendo en el protagonista la atemporal figura de aquel que, por trascender la condición de in-fante (es decir, privado de palabra), tiene como destino el recrear el proceso que las etapas escritas emblemáticamente configuran: el recién nacido a la palabra (el «niño» que de hecho ha dejado ya de ser infante) es, en efecto, el único ser pura e intrínsecamente abierto a todas las dimensiones del saber evocadas; a cada una en particular, tanto como al vínculo que entre ellas pueda establecerse. Y si el niño es en tal tarea ayudado, recordemos que en el mito el hombre n o emerge a cero, sino que simplemente se halla en situación precaria: el superviviente es residuo de un orden sustentado en la posesión del saber al que él aspira, orden que, aun olvidado (como el adulto respecto al niño que ignora su presencia) le sostiene (en el mito análogo del Timeo platónico el superviviente se halla incluso ayudado por la pervivencia de la escritura). La diferencia fundamental n o estriba entre el niño y el superviviente del diluvio; n o estriba tampoco en la situación previa al aprendizaje de la tejnéy la situación posterior. La diferencia esencial se halla entre el niño y el superviviente del diluvio como seres ya pensantes, por un lado, y los seres que al pensamiento aún han de emerger, por otro lado. La diferencia esencial estriba en que la situación en la que no se da sino potencia de lenguaje y la situación en la que el lenguaje, omnipresente, es instrumentalizado al servicio de las necesidades que él mismo engendra. Pues del texto se 124
DIGNIDAD DE LA RAZÓN
desprende que jamás la tejnées medio de satisfacción de necesidades meramente animales: n o hay técnica animal, aunque en ocasiones se dé intersección aparente entre la instrumentalización animal y la instrumentalización humana.
DIGNIDAD DEL PENSAR VERSUS INMEDIATEZ ANIMAL
Al evocar el tema de las catástrofes cósmicas y el destino de los supervivientes tras el diluvio, apuntábamos a poner de relieve la aventura de un ser que lucha eternamente por su subsistencia, mas n o en tanto que entidad meramente biológica, sino indisociablemente biológica y lingüística. El tantas veces evocado arranque de la Metafísica de Aristóteles lo indica con toda claridad desde su segunda línea: los sentidos, además de ser útiles para la persistencia biológica son por sí mismos (es decir, «con independencia de toda utilidad») fuentes de satisfacción; hay un hedonismo de las sensaciones (aistheseon agapesis) sustentado en el hecho de que los sentidos nos ofrecen ese diferenciar en que consiste la lucidez como conocimiento de las cosas, y que la lucidez (eidenai) es aquello a lo que por nuestra disposición aspiramos. El placer de los sentidos, nos dice literalmente Aristóteles, es en nosotros un síntoma (semeion) de nuestra naturaleza como seres lúcidos. Y si tal naturaleza es mutilada, si se nos arranca a la recreación del espíritu y a la asunción de la finitud que para éste supone el hallarse inscrito en el orden animal, entonces el síntoma adquirirá ciertamente el carácter patológico que se asocia usualmente a tal vocablo. A esto nos referíamos cuando en otro momento de esta reflexión asociamos la prostitución de la palabra a la conversión del alimento en veneno. Nunca como en estos párrafos de Aristóteles (considerado, sin embargo, como el padre de todo empirismo) se ha señalado tan radicalmente la frontera que en todo momento escinde aquello que explica la acción propiamente natural de la tarea humana. Así, por ejemplo, cabe pregun125
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tarse si alguna vez nuestra actividad es reductible a un mero hábito; en tal caso coincidiríamos con los seres inanimados que al igual que quema el fuego por disposición natural hacen, sí, pero sin saber lo que hacen. Mas tal actuar mecánico nunca, tratándose de lo humano, se da en estado puro. En razón, de entrada, de que nuestra práctica más elemental se sustenta al menos en la experiencia y que ésta exige tanto la percepción sensorial (fantasía) como la memoria (Y del recuerdo nace para los hombres la experiencia, pues muchos recuerdos de la misma cosa llegan a constituir una experiencia). En razón sobre todo de que si bien la experiencia hizo el arte... cuando de muchas observaciones experimentales surge una noción universal sobre los casos semejantes, el propio Aristóteles nos indica que nuestra experiencia exige ya el razonamiento, y por ende el juicio, n o pudiendo así ser confundida con la costumbre animal. El ingerir caldo ligero de verduras, y no chocolate, tras una intoxicación etílica, sólo es un comportamiento human o si resulta al menos del razonamiento sustentado en la inducción (tal día y tal día en esa situación resultó catastrófico el chocolate mientras que ocurrió lo contrario con el caldo); pero sólo cuando el razonamiento engloba el conocimiento de la causa del efecto (balsámico en un caso, agravante en el otro) constatado, lo humano además de persistir empieza a desplegarse... Nos encontramos aquí en el umbral de un tipo de comportamiento que vendrá determinado por exigencias que trascienden n o ya la biológica inclinación a perdurar, sino asimismo la biológica inclinación a reproducirse; n o ya el instinto de conservación individual, sino también el instinto de conservación específico. Pues el razonar n o es en absoluto mero instrumento; n o se trata de una facultad más entre las que, como la memoria o la fantasía son armas para una mayor adecuación al entorno... Rápidamente se revela que el razonamiento utiliza más bien las exigencias naturales como alimento para introducir las suyas propias. Y ello, en ocasiones, de forma tan sutil que el propio sujeto atravesado por la razón (es decir, atravesado 126
DIGNIDAD DE LA RAZÓN
por el lenguaje) cree seguir siendo mera prolongación del orden natural, experimentando a lo sumo que en el seno de éste goza de un determinado privilegio. Tal confusión toma de entrada la forma de proyección antropológica sobre el orden natural de modalidades de percepción que, a la más elemental reflexión, se revelan por no tener sentido alguno fuera de la mediación en el lenguaje. Pues es imposible que un ser carente de razón tenga lazo alguno con especies (eide) ni por ende con individuos que de las especies son correlatos. Inmerso en la continuidad de lo que le afecta sin presentar contornos ni individuales ni específicos, el animal vive sin teoría, potencial o actual, es decir, vive sin ver, puesto que la vista, en el sentido cabal de la palabra, esencial e intrínsecamente piensa. Y cuando las especies y los individuos son mediación de toda percepción, cuando el ser de lenguaje emerge en esencial conformidad a aquello que Platón bajo forma mítica ha descrito, cuando sólo hay referencia a las determinaciones (ya sea bajo la forma de lo no actualizado, de aquello cuya identidad se desconoce), entonces la dialéctica propia de la idea es aquello que más profundamente marca objetivos, de tal manera que la vida misma empapada en el orden eidético viene (según el decir de Hegel) a ser mero empleo de las categorías. Perspectiva en la cual se hace inteligible una frase terrible de Aristóteles que aquí presentamos en traducción un poco forzada: pues el [hombre] que percibe, de algún modo está juzgando. Ahí está la frontera, ahí está la diferencia, que sitúa de un lado a todos los seres humanos y de otro a todo aquello (animal, vegetal o mineral) que no ha sido intrínsecamente escindido por la llaga constitutiva de lo humano. Pues el hecho de que un tiempo la percepción fuera pura y que a partir de ella se generara una experiencia, indica tan sólo que la emergencia de lo humano tiene en la naturaleza una 13
13. Tópicos, II, 4, 111 a 30.
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LA DIGNIDAD
etapa temporalmente precedente, que al lenguaje se llega tras inevitable paso por la infancia, es decir, por condición potencialmente lingüística pero en acto meramente animal. El in-fante como cualquier animal percibe y tiene experiencia sin juicio, mas —cuestión de definición— en cuanto da el salto al lenguaje tal vínculo inmediato con lo dado queda atrás... su percepción del alimento pasa a ser mediatizada por el registro de los símbolos y su pulsión (o repulsión), es entonces expresión de una carencia que ya n o responde a la necesidad sino al deseo. 14
BIEN VIVIR: EL DESPLIEGUE CREATIVO E INVENTIVO
Lo que e n definitiva tratamos de expresar es que la tarea humana n o puede responder a puras necesidades de orden natural porque, sencillamente, no se dan en lo humano 14. N o quisiéramos cerrar estas reflexiones relativas a la naturaleza propiamente humana sin esbozar respuesta a una objeción que quizás esté ya en la mente del lector: afirmar la irreductibilidad de la condición humana o lingüística al orden animal ¿no equivale a situar en nuestro origen algún tipo de entidad trascendente? ¿Cabe mantener, por así decir, los pies en la tierra, aun negándose a hacer del espíritu una superestructura del registro biológico? N o hay, desde luego, reducción, si por ésta entendemos inversión del proceso generador, c o m o por descomposición reducimos el agua a sus componentes químicos. Pero tampoco si usamos el término reducción en u n sentido laxo. Situémonos en la perspectiva más ortodoxa desde el punto de vista evolucionista; diremos así que el lenguaje es un m o m e n t o de ruptura cualitativa en el registro biológico, c o m o lo es asimismo la aparición de una especie meramente animal en el proceso de deformación anterior. Ahora bien: N o hay más remedio que reconocer que el salto es doble: del mero animal x al mero animal y, mas de éste, n o sólo al animal z sino al h e c h o (problemático desde el punto de vista de la animalidad c o m o lo prueba la reflexión misma que estamos efectuando) lingüístico. Pues n o se pasa del m o n o al lenguaje ni del m o n o al hombre y del hombre al lenguaje, se pasa del m o n o al ser que constituye el animal-hombre reflejado en el lenguaje.
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tales necesidades. Por sus motivaciones como por las facultades que hace intervenir, el trabajo humano implica siempre cuerpo y juicio, registro biológico y registro de la razón. Bien vivir y no meramente vivir. Vivir conforme a una virtud coincidente con el despliegue de la potencialidad creativa e inventiva y con la permanente recreación de vínculos, necesariamente aporéticos, con los demás seres del lenguaje: tal es la causa o motor final que a lo humano incentiva. Objetivo a no confundir en modo alguno con la aspiración a una vida de ornato. Pues el ornato, como el ocio, son más bien paliativos y así cómplices del trabajo desvirtuado de su función (y de la existencia por ello mismo intrínsecamente alienada) que primer fruto de una tarea liberadora de las potencialidades. El propio Aristóteles indicaba que la preocupación por el ornato de la vida debería estar ya resuelta (es decir, superada) para que la tarea auténticamente proporcionada a lo humano, la tarea que apunta la inteligibilidad, se abriera camino. Tanto como decir que ni la ciencia digna de tal nombre aspira a ser vehículo de una más confortable inserción en el orden marcado por los lazos naturales (otra cosa es que, como decíamos, ello resulte por añadidura) ni el arte soportará que se le asigne una función de contingente complemento ornamental, asténico, desde luego, en el momento en que lo auténticamente determinante apareciera en juego. Menos aún el arte y la ciencia toleran ser pasto para esa parodia del saber que constituye la erudi15
Diferencia suficiente para singularizar el tipo de evolución de la que nosotros resultaríamos de todas las demás. Tipo de evolución si se quiere no coincidente con el tipo (salto cualitativo en un continuo que supone la aparición de nueva especie) de evolución que la teoría considera. 15. Pues las etapas de lo h u m a n o n o constituyen un proceso en el que la trida se desplegaría bajo formas complejas en las que ella seguiría siendo referencia última y sustancial. El ser de razón es negación de la vida misma en su inmediatez, transformada en momento (en el sentido dialéctico del término) de un todo que la trasciende. La vida es para el ser humano esencialmente sacrificable, y ahí reside u n o de los criterios que diferencian humanidad y animalidad.
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ción, caracterizada por el narrador de En busca del tiempo perdido como fuga ante nuestra propia vida que no osamos contemplar de frente. De ahí lo ilegítimo de la disposición que, ante la imagen o la frase musical, se agota en el reconocimiento del complejo de influencias o los sofisticados recursos de la técnica, y que — e n la figura del profesor, archivero o vigilante— juzga del progreso de la ciencia por el monto de sus aportaciones a un espíritu considerado a m o d o de saco vacío, y que de tal manera alcanzaría por fin alimento. 16
16. Y c o m o m o d e l o (ciertamente inalcanzable) a seguir se nos presenta al erudito, personaje que en su arrastrarse de museo en biblioteca se exalta tanto más ruidosamente ante la obra ajena cuanto que es incapaz de situarse a sí mismo en la perspectiva del durísimo trabajo de exploración que la sustenta. Mas la contemplación mediatizada esencialmente (si n o exclusivamente) por el código de referencias eruditas n o conseguirá paliar la vacuidad de una mirada que, en la imagen, encontrará sólo espejo de un discurrir cotidiano marcado por el hastío. Ese hastío concomitante al sacrificio del deseo de inteligibilidad, de pulsión hacia las formas; sacrificio de la razón genérica que e n la percepción visual o acústica tiene tan sólo un reflejo, de tal m o d o que toda quiebra en tal deseo supondrá inevitablemente astenia de la mirada, o de la escucha, y evacuación del conocer que éstas procuran. D e ahí que el narrador de En busca del tiempo perdido pueda caracterizar al erudito c o m o personaje intrínsecamente ocioso y c o n d e n a d o a envejecer inútil e insatisfecho, complacido en el dolor propio de las vírgenes y los perezosos, dolor que la fecundidad y el trabajo curarían. Patético destino al que n o escapan los sacerdotes de la erudición científica. Valga el ejemplo de una célebre institución, a escasos quilómetros de París, donde matemáticos y físicos del m u n d o entero comparten entre frondosidades una existencia tan aséptica, tan protegida a la vez del entorno y de las obligaciones prácticas a las que están sujetos los ciudadanos ordinarios... que el visitante tiene la impresión de hallarse en una clínica para pacientes ilustres. Y así, sobre el eminente «analista» que a la hora del té sigue escribiendo sus signos en el encerado, se proyecta la sombra del alienado que, en la acuidad del desvarío, se equipara a Newton. C o m o segundo paradigma de la canalización hacia la esterilización de lo que responde a una problemática originaria cabe mencionar la figura del universitario: Confrontado a un texto literario, científico o filosófico, su tarea con-
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D I G N I D A D D E LA R A Z Ó N
Y si aun en los contextos más artificiosos y prostituidos, la obra de arte llega en ocasiones a producir algún tipo de conmoción, siendo entonces reconocida no ya como propia sino como la propia salud es porque la aspiración señalada por Aristóteles no puede jamás ser totalmente erradicada. N o repugna al humano el que se dé visión, por el contrario, aun sin saberlo apunta continuamente a ello; apunta a 17
siste en principio en revivificarlo, p o n i e n d o de relieve la radicalidad del problema que en él subyace y utilizarlo c o m o peldaño para eventuales soluciones. Mas lo que de facto realiza el erudito es substancializar dicho texto, convirtiendo la vida intelectual (y hasta la vida simplemente) en remisión al mismo, que pierde acuidad y frescura en directa proporción al grado de reificación y veneración de que es objeto. De ahí esos estériles esfuerzos de fijación del texto, etc., que se sustituyen al goce del mismo y a su utilización c o m o arma para enfrentarse a otros textos y a otros ámbitos de la vida y del lenguaje. Esterilización de un instrumento del espíritu que alcanza sus mayores cotas cuando los conservadores del texto hipostasiado, erigidos en celosa autoridad, excluyen a los demás hasta el derecho mismo de referirse al texto. 17. Por adaptado que u n o esté a la atmósfera viciada, el o x í g e n o que nos procura la sonda es susceptible de retrotraernos al horizonte libre —a la vez que pasado o perdido— en el que el respirar era tanto apertura a la vida c o m o apertura a la forma. La mirada de una pobre mujer (al fin ante Las Meninas) oscilaba afanosamente entre el cuadro y el texto informativo, buscando en la autoridad de éste aquello que ha de ser visto. Mas tal víctima de la manipulación culturalista fue arrancada a tan estéril esfuerzo al percatarse de que su propio hijo (ya dotado de palabra pero aún indemne frente a los esfuerzos por canalizar su espíritu hacia la insignificancia y el embrutecimiento) se abismaba directamente en las imágenes, con la misma decisión con la que se hubiera adentrado entre los arbustos tras un insecto elegido c o m o presa. Nunca se insistirá suficientemente en que la información sólo es fecunda si surge c o m o instrumento para enfrentarse a las aporías derivadas de las cuestiones que a todo h u m a n o atraviesan. La información es forzosamente estéril, y hasta embrutecedora, cuando erigiéndose en referencia ante la que nos postramos c o m o papanatas, llega incluso a determinar lo que debemos tomar c o m o problema.
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LA DIGNIDAD
que aquello que sustenta las formas inmediatas deje de estar encubierto por ellas, sea objeto de desvelamiento, el humano, por genuina disposición aspira a ser testigo de la forma, a que le atraviese la verdad. Apuntar a la verdad supone de entrada voluntad de n o transigir con lo que pone trabas al discurrir, a la razón que legitima y sustenta. Voluntad, en consecuencia, de renunciar al conjunto de prejuicios, creencias edulcorantes de nuestra condición, genuflexiones y cobardías que de ordinario configuran nuestra personalidad, empantanada en problemas superfluos y artificiosos: problemas desvinculados por principio de la cuestión central relativa al cómo y al porqué de ese entorno de formas del que el humano es expresión y testigo exclusivo, si n o artífice. Voluntad en suma de hacer propia la disposición que caracterizaría a Platón o a los llamados platónicos.