La comprensión del pasado. Escritos sobre filosofía de la historia
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LA COMPRENSIÓN DEL PASADO Escritos sobre filosofía de la historia

Compilación a cargo de Manuel C ruz y D aniel Brauer

H erder

ÍNDICE

Nota p revia ....................................................................................

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D aniel B rauer

Introducción Rememoración y verdad en la narración historiográfica. . . .

13

I. EL PASADO C O M O OBJETO DE CO N O CIM IEN TO Diseño de la cubierta: Morivati

© 2005, Manuel Cruz y Daniel Brauer ©

2005, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN: 84-254-2425-9 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Imprenta: Romanyá Valls Depósito legal: B- 35.363 - 2005 Printed in Spain —Impreso en España

H ayden W hite

Construcción histórica................... * H erbert Sc h n Adelbach

¿Narrar historia o hacer historia?............................................

www.herdereditorlal.com

59 V '

C arla C ordua

Tratando con el pasado............................................................

77

Rosa Belvedresi

El sentido de la historia: ¿un viejo tem a?............................... C ecilia M acón

Herder

43

y V erónica

T o zzi

91

\ í

El acontecimiento extremo: experiencia traumática y disrupción de la representación h istó rica...........................

111

11elmut G alle

M aría Inés M udrovcic

Memoria y narración.....................................................

133

145

La globalización y la noción filosófica de «historia mundial» (Weltgeschichte) ...................................

407

M anuel C ruz

II. EL PASADO EN LA HISTORIA

A modo de conclusión La senda errática de las utopías..............................................

M irko W ischke

¿Es necesario comprender el pasado?............................

383

F rancisco N aishtat

F ina Birulés

Memoria, inmortalidad e historia en Hannah Arendt

Testimonio ficcional, factual y falsificado.............................

431

163

C oncha Roldán

¿Qué queda de la filosofía de la historia de la Ilustración? .........................................................

187

M artín Sisto

La relación entre lo teórico y lo empírico en la concepción hegeliana de la historia....................

217

R olf -P eter H orstmann

Razón e historia. La teoría de la historia de la filosofía de Hegel y su recepción en el neokantism o...............

247

E lías J osé Palti

El «retorno del sujeto». Subjetividad, historia y contingencia en el pensamiento moderno...............

265

C irilo F lórez M iguel

J. F. Lyotard: crítica de la narratividad moderna . . . .

305

III. EL PASADO EN EL PRESENTE C hris Lorenz

Encrucijadas. Reflexiones acerca del papel de los historiadores alemanes en los debates públicos recientes sobre historia nazi........................................

335 9

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Nota previa

Mala cosa, desde luego, que un trabajo requiera para ser entendi­ do de una elaborada contextualización: debiera ser el destino de los tex­ tos defenderse por sí mismos, ser capaces de ofrecer al lector que, curio­ so, se acerca a ellos la suficiente consistencia, en la materialidad de su letra, como para no requerir ayudas interpretativas externas. Pero seme­ jante planteamiento de máximos, pudiendo llegar a constituir un desi­ derátum razonable, choca con la evidencia de los hechos o, mejor dicho, con la evidencia de los textos. Ya Marx nos tenía advertidos de la nece­ sidad de distinguir entre modo de exposición y modo de investigación, observando la relativa autonomía que ambos deben mantener — has­ ta el extremo de que un modo de exposición perfecto sería aquel que aparece como si hubiera salido así de la cabeza del autor, esto es, como si resultara indistinguible del modo de investigación. En efecto, una exigencia de tal naturaleza, siendo aceptable — e incluso recomendable, a modo de estímulo u horizonte crítico para los textos— desde un punto de vista epistemológico, resulta difícil de sos­ tener desde una perspectiva propiamente historiográfica. Así conside­ rados, estaría lejos de ser un mérito el hecho de que los textos m os­ traran una coherencia, un equilibrio y un rigor internos que no sólo no requirieran vínculos con nada fuera de ellos mismos para resultar inteligibles, sino que incluso obstaculizaran la visión de la realidad de la que surgieron, esto es, que de alguna manera los hizo posibles. De ahí nuestro convencimiento, de alguna manera complementario del inicial: sería bueno que dichos textos transparentaran sus condiciones 11

Nota previa

de posibilidad, entre otras razones porque esto permitiría entenderlas mejor. Al menos una de esas condiciones parece obligado explicitar. El volumen que ahora se presenta al lector tiene un doble origen. Por un lado, es el fruto del trabajo que vienen manteniendo los compila­ dores en el marco de los equipos de investigación de sus respectivas cátedras de filosofía de la historia, en las universidades de Barcelona (Manuel Cruz) y de Buenos Aires (Daniel Brauer), pero también de años de colaboración entre ambas cátedras. Por el otro, la experiencia que significó el primer Congreso Internacional de Filosofía de la His­ toria, que tuvo lugar en Buenos Aires del 25 al 27 de octubre de 2000, algunos de cuyas ponencias fueron seleccionadas y reelaboradas para esta publicación, con la idea de ofrecer de esta manera, además de una buena muestra de las líneas de investigación y de los asuntos más rele­ vantes que se vienen planteando en los respectivos grupos de trabajo mencionados, una visión más amplia de los temas y problemas de la discusión contemporánea en torno al conocimiento histórico y sus supuestos, planteados por algunos de los más notables filósofos de la historia actuales. La valoración global de un texto filosófico no puede ser, por defi­ nición, otra cosa que opinable, pero se nos permitirá que añadamos a todo lo ya dicho nuestro convencimiento, esperanzado, de que un tra­ bajo como el presente pueda resultar de utilidad para un espectro amplio de lectores. Nos gustaría pensar que, además de su utilidad académi­ ca, los textos seleccionados pueden aportar elementos para la compren­ sión y la crítica del pasado y, por tanto, del presente. O, si se prefiere decir esto mismo con palabras más enfáticas, para la comprensión y crítica de nuestra condición histórica. Manuel Cruz y Daniel Brauer Barcelona/Buenos Aires julio de 2005

Introducción

R E M E M O R A C IÓ N Y V ER D A D EN LA N A R R A C IÓ N H IS T O R IO G R Á F IC A Daniel Brauer (Universidad de Buenos Aires, C O N IC É T)

El siguiente diálogo está tomado del capítulo IX de la novela Yo, Claudio, de Robert Graves. El contexto es un encuentro del joven Claudio con su preceptor en Historia, Sulpicio, y los historiadores Tito Livio yAsinio Polión;1el tema del debate, cuál es la manera correcta de escribir historia. A modo de con­ clusión y dirigiéndose a Polión, Claudio sostiene: «[...] Ahora veo [...] que hay dos formas diferentes de escribir la historia: una consiste en llevar a los hombres a la virtud y la otra obligarles a ver la verdad. La pri­ mera es la de Livio y la otra la tuya. Y quizá no sean irreconciliables [...]. Sulpicio [...] de pronto dijo para resumir: — Sí, Livio nunca carece de lectores. A la gente le gusta que la "lleven a la virtud” de la mano de un escritor encantador, en especial cuando se le dice al mismo tiempo que la civilización moderna ha hecho que esa virtud sea imposible de alcanzar. Pero los simples expo­ sitores de la verdad [...], los que no hacen más que registrar lo que en 1. Personaje ficticio.

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realidad ocurrió... esos hombres sólo pueden contar con un público mientras tengan un buen cocinero y una bodega llena del vino de Chipre.»2

I

Ya desde la primera caracterización del campo propio de la histo­ ria que conocemos, tal como aparece consignada en la Poética de Aris­ tóteles, se cuestiona la rigurosidad del tipo de saber que nos ofrece un historiador. El historiar, como es sabido, no sólo es colocado en la cer­ canía de la actividad poética y alejado de la ciencia, sino que incluso se lo considera por su aporte epistémico como una forma inferior al arte. Desde entonces la polémica acerca del carácter científico o poéti­ co de la disciplina ha adquirido distintas formas. Pero ha sido la consagración de la historia como disciplina académica en el siglo XIX y el ideal de una ciencia objetiva e imparcial, un modelo de ciencia que compartían a su manera los paradigmas positivistas e historicistas, los factores que desviaron la mirada de la forma narrativa, y de la larga tra­ dición retórica hasta entonces vigente para el aprendizaje del arte del historiador. Es esta visión dominante de la historia como ciencia, al mismo tiempo que la pérdida de su función social explícita como legi­ timadora del poder vigente en cada caso, lo que llevó a considerar al relato como una manera de exponer los resultados de la investigación que no afectaba al contenido de la presentación de los «hechos». La distinción que pone Graves en boca de Claudio, entre dos modos de hacer historia, una moralizante y la otra «expositora de la verdad» una oposición que caracteriza más el ideal canonizado a partir del siglo XIX de la disciplina, que la visión romana de la misma— , parece no poder sostenerse hoy, no tanto porque ambas pueden combinarse, sino porque sabemos que la verdad misma no se presenta en persona fuera del relato. La tesis narrativista en la versión de autores como White y Ankersmit podría formularse del modo siguiente: esprecisamente la historia que pretende exponer los hechos tal como fueron la que asume una no confesada función moralizante. 2. Roben Graves, Yo, Claudio (1934), trad. cast. de Floreal Mazia, Barcelona 1996, cap. IX, pp. 137-138.

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Rememoración y verdad en la narración historiogrdfica

Sin duda uno de los méritos del narrativismo en sus diversas ver­ siones consiste en haber vuelto a llamar la atención sobre la forma del relato y sus estructuras, que era considerado sólo una técnica expositiva que no afectaba a la información de que pretendía dar cuenta un texto de historia. Es cierto que la narrativa histórica que en nombre de la «objetivi­ dad» y «la verdad» científicas pretende mostrarnos los hechos tal como fueron, dejando de lado toda dimensión normativa, resulta más peli­ grosa que aquella que toma partido, juzga y se juega, simplemente por­ que acerca de los valores implícitos o explícitos es posible discutir, mien­ tras que a los hechos debemos atenernos. No es casual que tanto teorías racistas como diversas escatologías históricas hayan querido justifi­ carse en nombre de la «ciencia» y sus «datos». Pero ¿significa esto, entonces, que es necesario abandonar la noción misma de verdad y por lo tanto también la distinción entre veracidad y ficción, que se basa en ella? ¿Serían los relatos históricos algo así como un baile de máscaras detrás de las cuales, sin embargo, no hay ningún rostro que se oculta? En lo que sigue me propongo explorar la relación entre la narra­ tiva histórica y aquel elusivo tipo de «realidad» a que refiere, toman­ do como hilo conductor un doble par de oposiciones: en primer lugar la relación recuerdo y la reminiscencia, en segundo lugar la diferencia en el modo de acercamiento al pasado entre memoria y narración. Esta ponencia está articulada alrededor de dos citas. La primera, de un tex­ to poco conocido de Aristóteles, la segunda, de un texto muy transita­ do de Hegel. Me he inspirado en ambos, aunque me queda claro que lo que voy a decir no puede atribuirse a ninguno de ellos.

La concepción aristotélica de la memoria como anamnesis La amplia discusión en torno a la pretensión de verdad del relato histórico nos hace a menudo pasar por alto el hecho de que la histo­ ria no es, por supuesto, nuestro modo primario de acercamiento al 15

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pasado. Ella es más bien el resultado tardío de un complejo desarro­ llo histórico mismo en el que intervienen múltiples factores y supues­ tos que hacen que cuando cae en nuestras manos un libro de historia sepamos de qué se trata. El pasado se nos presenta no sólo como el referente de una narra­ ción escrita por un historiador. Se nos muestra prim ariam ente ya en toda percepción de un cambio, en nuestros recuerdos, en las rui­ nas y huellas, en los monumentos y documentos, en el volverse vie­ jo, pero también como formando parte del sentido de nuestras accio­ nes, que tienen una continuidad y que presuponen, cuando ya han comenzado a llevarse a cabo, un curso de realización de nuestras inten­ ciones que en parte ha tenido lugar. Una acción tan simple como encontrarse con alguien conocido presupone algún conocimiento anterior, alguna cita previa, el haberme transportado anteriormente hasta el lugar en donde estoy ahora. A esto debe agregarse el hecho de que mucho de lo que se pre­ senta ante mi percepción posee entre otros rasgos el de ser resultado de acciones pasadas, como el edificio que nos cobija, etcétera... Disponemos ademas desde hace muy pocas generaciones de una serie de dispositivos, como la fotografía, el disco, el film, el vídeo, etcé­ tera, que nos ponen en contacto con el pasado de un modo antes nun­ ca imaginado, posibilidades recientes que despiertan nuevas expe­ riencias de acceso a lo que ha quedado registrado y que nos obligan a veces a corregir nuestros propios recuerdos. En la tradición filosófica y literaria ha sido siempre el recuerdo, precisamente, el que ha estado en el centro de las reflexiones y análi­ sis como la experiencia de un acceso privilegiado al pasado. Hacia el final de sus Investigaciones Lógicas escribe Wittgenstein: «El concepto de pasado el hombre lo aprende al recordar». ’ Aparente­ mente, según el autor entendemos el juego lingüístico de las oraciones que contienen verbos en pasado porque hemos hecho la experiencia 3. Ludwig Wittgenstein, Logische Untersuchungen, en Schriften 1, Francfort del Meno 1980, XIII, p. 543.

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Rememoración y verdad en ¡a narración historiográfica

ilcl recuerdo.34 El recuerdo remite al pasado pero paradójicamente es a l.t vez una experiencia actual.5En su breve tratado Acerca de la memo­ ria y de la reminiscencia, Aristóteles establece una distinción que con­ sidero un punto de partida fructífero para repensar el campo históri­ co. Quizás más relevante que su canonizado precepto de la Poética en el que la historia es colocada en un rango inferior al arte.6 En efecto, no sólo recordamos sino que además sabemos que recor­ damos, es decir, estamos en condiciones de establecer que el conteni­ do de lo recordado no pertenece al presente ni tampoco es algo mera­ mente imaginado. Esto hace que el recordar sea ante todo un tipo muy peculiar de experiencia y no menos experiencia que la percepción que presupone, en un doble sentido. Primero en tanto lo recordado fue anteriormente percibido y en segundo lugar porque recordar implica ilc alguna manera percibir que estamos recordando. El recordar actual tiene que ver con el pasado, pero no sólo con algo que ocurrió sino con algo que sucedió en determinado momen­ to, es decir que ubicamos en un cierto orden, puesto que no sólo nos interesa recordar sino además establecer cuándo y dónde tuvo lugar aquello que pretendemos evocar. El recuerdo remite a lo que podría­ mos considerar como un espacio interior, el espacio de la memoria en el que los recuerdos se van no tanto «acumulando» sino más bien archivando, es decir, de acuerdo a ciertos principios clasificatorios, uno de ellos sin duda es el orden cronológico pero éste no es el único. Hacia el final del texto mencionado Aristóteles establece una intere­ sante distinción entre la memoria y la reminiscencia. Aquí viene la cita: Se diferencia la rem iniscencia de la m em oria n o sólo en relación con el tiem p o , sino p o rq u e m u ch o s de los d em ás anim ales p a rtic ip a n de la

4. Véase sobre esto G. E. M. Anscombe, The reality ofthepast, en la antología editada por Max Black, PhilosophicalAnalysis. A Collection ofEssays, Nueva York 1963. 5. G. E. M. Anscombe, op. cit., p. 43ss. 6. Poética, cap. IX, 1451 a21, trad. de Eilhard Schlesinger, Buenos Aires 1947, p. 60.

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D aniel Brauer Rememoración y verdad en la narración historiográfica

facultad de recordar, pero, por así decirlo, de la de practicar la remiscencia, ninguno de los animales conocidos, fuera del hombre.7 El uso que hace aquí Aristóteles de la palabra «anamnesis» es muy diferente del platónico. Mientras que el recuerdo se presenta como una imagen puntual o como una serie sucesiva de imágenes evocadas, que mantienen una relación, de alguna manera mimética o icónica con aquello de que son imagen, en el caso de la rememoración intervienen otras facultades. Aristóteles habla aquí ante todo de «una especie de inferencia».8En efecto, rememorar implica también establecer conexiones entre los ele­ mentos de la secuencia en que se presentan las imágenes. Ya no se trata simplemente de volver a ver, o de reiterar una percepción en forma debilitada, sino de establecer los nexos causales que articulan una sucesión, de ahí que Aristóteles caracterice la rememoración inclu­ so como una «especie de indagación»9— recordemos que ese también es el sentido originario de la palabra historia— , puesto que al reme­ morar «razonamos» acerca de lo visto u oído. La rememoración se pre­ senta para Aristóteles como una forma de reflexión sobre la base del re­ cuerdo. La anamnesis es una reelaboración del recuerdo, pero esta transformación, en la medida que establece el contexto y los vínculos de los recuerdos aislados, lejos de tergiversar lo que puede considerar­ se la impresión originaria, es una operación que nos permite acceder a la comprensión de su sentido. Esta indagación acerca del pasado no se lleva a cabo sólo por una mera curiosidad acerca de lo que realmente aconteció. Se trata del ejer­

• 7‘ A n st° teles’ Acerca de la memoria y la reminiscencia, en Tratados Breves de His­ toria Natural, trad. de Alberto Bernabé Pajares, Planeta-DeAgostini, M adrid 1998, 53*5, p. 134. Véase el comentario de Paul Ricoeur a este texto en su libro La mémoire Ihistoire, loubhe, Seuil, París 2000, pp. 18-25. El énfasis del autor esta puesto en el aspecto cognmvo del análisis aristotélico de la memoria, mientras que la dim en­ sión practica, de la que hablo más adelante, es pasada completam ente por alto 8. Op. cit.,p . 135. 9. Ibídem.

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cicio de una reflexión que resulta fundamental para orientar nuestra acción en el presente y en el futuro. En efecto, Aristóteles pone en rela­ ción la rememoración con el saber práctico. La anamnesis se presenta «por naturaleza» sólo en aquellos seres que también pueden deliberar.10Ahora bien, como es sabido, la deli­ beración es un tipo de reflexión con vistas a la acción: «[...] todos los hombres deliberan acerca de lo que ellos mismos pueden hacer».11 [.a indagación que caracteriza a la rememoración no tiene que ver tan­ to con una mera constatación, el objetivo es encontrar al desentra­ ñar el sentido de lo acontecido una orientación para acciones futuras, en la medida que se nos muestran en la relación de medios a fines las consecuencias ya sea buscadas o no queridas de nuestras acciones voluntarias. Deliberamos en los casos «cuyo desenlace no es claro, y en aquellos en que es indeterminado».12Tratamos de reconstruir el pasado con vistas a un fin: entender nuestras acciones pasadas y sus consecuencias en función de posibilidades futuras. En la rememora­ ción, tal como la entiende Aristóteles, están desde el principio presen­ tes al menos tres rasgos. En primer lugar, la comprensión del pasado está estrechamente vinculada a la del presente, en segundo lugar esta búsqueda de sentido viene unida a una dimensión práctica. En tercer lugar se trata de un proceso cognitivo en el que se adquiere un cono­ cimiento de que antes no se disponía. Mientras que el recuerdo contiene una referencia inmediata al pasa­ do, la rememoración contextualiza nuestros recuerdos y nos permite ver desde la distancia retrospectiva su articulación interna. Es des­ pués de todo en el ámbito de la reflexión rememorativa en el que pue­ den tener lugar el arrepentimiento y el perdón. 10. Ibídem. Véase la traducción al inglés del texto de Aristóteles y el valioso comen­ tario de Richard Sorabji, Aristotle, On Memory, Worcester y Londres 1972, que, sin embargo, no se detiene en analizar o establecer en general la conexión interna entre rememoración y deliberación. 11. Aristóteles, Ética Nicomdquea, 1112b, trad. de Julio Fallí Bonet, M adrid 1995, p. 68. 12. Ibídem.

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La rememoración otorga y revisa una y otra vez el sentido de nues­ tros recuerdos. Sin embargo y precisamente por eso el recuerdo desborda o trasciende en su inmediatez toda interpretación posible. 3 Pero ¿es la historia para retomar una metáfora una y otra vez uti­ lizada para la sociedad lo que la memoria para el individuo? No, en la medida en que la historia tiene que ver con acciones humanas colectivas y procesos anónimos que son de tal naturaleza que no pueden ser obje­ to del recuerdo de sus protagonistas y testigos. Las huellas mnémicas que estos procesos dejan en los individuos que participan y asisten a ellos, son solo un aspecto de una estructura intrincada cuya comprensión requie­ re esquemas cognitivos más complejos. Al igual que en la rememoración, los recuerdos deben ser puestos en contexto y resignificados, sólo que los instrumentos conceptuales para llevar a cabo esa exégesis van más allá de las nociones con que entendemos nuestra vida cotidiana. Pero, por otro lado, si se pone el acento en el aspecto rememorati­ vo de la memoria como una reflexión en la que tratamos de estable­ cer qué es lo que realmente aconteció «pasando revista a los hechos», como suele decirse, para poder entender recién de qué se trata — una tarea que llevamos a cabo cuando queremos saber cómo se llegó a un determinado desenlace, un trabajo de «reconstrucción» del pasa­ do que realiza tanto el juez como el detective cuando intentan esta­ blecer qué ocurrió y cómo sucedieron los hechos— , la historia se pre­ senta como la continuación en forma metódica, sistemática e intersubjetiva de la reflexión rememorativa.

Memoria y narrativa La historia como disciplina se encuentra a la vez en auge y en cri­ sis. En auge porque como nunca antes experimentamos un interés por el conocimiento del pasado por parte de un público muy amplio, tal13 13. Véanse las interesantes observaciones de Günther Grass en su artículo «Recuer­ do de la patria perdida», aparecido en el diario La Nación (15 de octubre de 2000), p. 8.

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Rememoración y verdad en la narración historiográjica

como se manifiesta en la multiplicidad de publicaciones acerca de los más diversos temas que tienen que ver con secuencias de acontecimien­ tos humanos del pasado, encaradas a su vez desde múltiples puntos de vista. A lo que se añade la novela histórica, el film documental y, no en menor medida, el museo, una institución relativamente reciente, al menos en cuanto a la visita masiva, como lugar de encuentro y reflexión institucionalizada sobre acontecimientos significativos de la memoria colectiva. Pero esta notable expansión de la preocupación por el pasado viene acompañada por una profunda revisión de los supuestos teóri­ cos con que ella se venía llevando a cabo, y esto por dos motivos. El pri­ mero tiene que ver con cambios internos en la práctica de la disciplina que conciernen a la inclusión de nuevas perspectivas que van desde la teoría social y el psicoanálisis, hasta la etnografía, etcétera, pero también con la tematización de nuevos campos y sujetos históricos más allá del tradicional eje bélico y socio-político. El segundo concierne a consideraciones epistemológicas que, si bien forman parte del laboratorio académico de las ideas y concitan por lo tanto el interés de poca gente, conducen, al menos en sus ver­ siones extremas, a cuestionar toda pretensión de verdad por parte de la historiografía y por lo tanto a cuestionar su pretendido carácter de cien­ cia, como quiera que ésta sea concebida. Con esto me refiero, por cierto, a la teoría narrativista acerca de la actividad del historiador, que puede considerarse una consecuencia tardía del giro lingüístico en filosofía, en la que el relato histórico es, ya sea asimilado directamente al género ficción, ya sea considerado en mayor o menor medida una «construcción» o «configuración» que, lejos de registrar o describir los hechos tal como aparentemente suce­ dieron, independientemente de toda interpretación — cosa que corres­ pondería ciertamente a una concepción ingenua de la ciencia como tal y no sólo de la historiografía— , pone en juego un complejo apara­ to conceptual en el que intervienen dispositivos retóricos y literarios que difícilmente puedan considerarse pertenecientes a las cosas mismas. Sin duda constituye un mérito del narrativismo el haber mostra­ do que el relato en modo alguno es aséptico con respecto a su refe21

D aniel Brauer

rente y que nuestra visión del pasado está condicionada por las inter­ pretaciones sedimentadas en el lenguaje con que pretendemos descri­ bir los hechos en su pureza. La película no está allí para ser fdmada. Las imágenes presuponen la cámara y el metraje, o sea, selecciones y omisiones de acuerdo al argumento del film. Pero eso no significa que no tenga sentido considerar que nuestro discurso acerca del pasado pue­ da considerarse verdadero, ya que todo enunciado, incluso éste, una vez pronunciado forma parte del pasado y no se podría decir entonces ni siquiera que es falso. El contraste entre la visión narrativista extrema que niega toda pre­ tensión de cientificidad de la historia y la forma en que la mayoría de los historiadores entienden el sentido de la disciplina, se debe, a mi juicio, principalmente a dos factores. Ante todo, al fracaso de las nociones tra­ dicionales de verdad para dar cuenta del relato histórico y, en segundo lugar, a cambios importantes en la comprensión de la evolución de las ciencias naturales, que servían de modelo de cientificidad como tal. Puesto que un texto de historia pretende ser la exposición de una secuencia de acontecimientos significativos del pasado humano como resultado de una investigación empírica, la respuesta a la pregunta acer­ ca de la verdad en historia tiene que ver con el status epistemológico que se le asigna a la narración.14 El debate puede ser descrito en for­ ma algo simplista del modo siguiente.15 14. Véase sobre esto mi artículo «Significado y Verdad en la Narración Históri­ ca. Una re-vision de la objetividad historiográfica», en Revista Latinoamericana de Filo­ sofía, XXV I/1 (otoño 2000), pp. 47-66. El presente trabajo retoma y lleva más ade­ lante algunas cuestiones esbozadas allí, particularmente en lo que concierne a la noción de verdad en historia. 15. Para una posición intermedia, pero también para echar un vistazo a la con­ troversia puede consultarse, por ejemplo, el artículo de P. H. Nowell-Smith, «The Constructionist Theory o f History», en History & Theory, supl. 16, 16/4 (1977), pp. 2-28 y la respuesta de León J. Goldstein, «History and the Primacy o f Knowing», en el mis­ mo volumen, pp. 29-52. Para un examen más exhaustivo de las teorías de la verdad en conexión con el conocimiento histórico puede consultarse el cap. III, «The Sentence and the Narrado», del libro de F. R. Ankersmit, Narrative Logic. A Semantic Analysis ofthe Historiarís Language, La Haya 1983, pp. 58-78. Pero las conclusiones de Anker-

Rememoración y verdad en la narración historiográfica

Para una concepción realista lo que hace el historiador es una reconstrucción de sucesos que tuvieron lugar efectivamente y cuya existencia es independiente del hecho de haber podido ser registrados ti reproducidos. Por el contrario, para un punto de vista constructivista, la tarea del historiador es crear un modelo teórico que no «copia» o «refleja» una realidad tal cual es, sino que le da una forma y sentido que no se encuen­ tran fuera de él. En general, aunque no necesariamente, el realismo se atiene a algu­ na versión correspondentista de la verdad. En efecto, si la historia es una ciencia empírica, además de inferencial, en el sentido de que se basa en datos extramentales, que es necesario descubrir y asegurar en base a pruebas documentales, y si además los hechos del pasado tienen, o mejor dicho han tenido, una forma de existencia objetiva indiferente a su ser establecidos por un observador, es natural pensar que el his­ toriador debería ser un narrador neutral, que trata en todo caso de orientarse por los hechos mismos a la hora de configurar su relato. La posición constructivista, por el contrario, en sus diversas varian­ tes, está más cercana a una concepción coherentista de la verdad, dado que aquí lo decisivo es que no podemos salimos de la teoría y observar los hechos tal como se presentarían sin ella. El historiador se enfrenta a distintas y divergentes representaciones de los acontecimientos siem­ pre mediadas por una carga teórica. La tarea consiste, para esta posi­ ción, más bien en argumentar en forma consistente y plausible a favor de determinadas hipótesis, a fin de dar sentido a lo que se presenta como una serie de meros datos. Pero ambas concepciones resultan igualmente insatisfactorias y uni­ laterales, si bien es cierto que dan cuenta de aspectos esenciales de la narración histórica. La primera, porque presupone la realidad del pasa­ do tal como es narrado, haciendo abstracción del sofisticado aparato conceptual mediante el cual el historiador trata de «armar» el acontesmit acerca del carácter no-referencial de los relatos historíeos (p. e., p. 170) se opo­ nen diametralmente a las de este trabajo.

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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUÍa BTBUlOTKqA CENTRAL

D aniel Brauer Rememoración y verdad en la narración kistoriográfica

cimiento. Se podría decir que se trata de una versión prekantiana del conocimiento histórico, que resulta poco plausible desde la perspecti­ va de la discusión epistemológica contemporánea. En efecto, la imagen de lo que sucedió que presenta el «film» que establece la narración histórica no está simplemente ahí, sino que es el producto de una serie de inferencias, el establecimiento de conexiones causales con otros hechos anteriores, simultáneos y posteriores, un entramado motivacional y dramático, etcétera. La película presupone a la cámara y al camarógrafo detrás de ella, con su punto de vista y enfo­ que selectivo en el marco de un metraje regido por la trama. El «cuadro» que traza el historiador de los acontecimientos del pasa­ do tiene un referente que resulta problemático concebir como «corres­ pondiendo» con el, si se lo entiende como su mera duplicación o copia ontologica. La película no esta ahí para serfilmada. Más que como una re-produccion de los hechos, alh donde no se puede diferenciar entre su descripción y su realidad, esta parece más bien estar concebida como resultado de una proyección en el plano ontológico de una puesta en escena regida por la teoría y no abstraída de la realidad misma. Por otra parte, las distintas versiones del constructivismo no dan suficientemente cuenta de la base empírica que produce la necesidad, no sólo de la formación de una imagen coherente de los hechos, sino también, en algunos casos, de una reconfiguración de la construcción teórica. El configuracionismo extremo no puede explicar el cambio conceptual, o en todo caso lo considera arbitrario, a pesar de que él también representa una posición que pretende entender mejor ciertos hechos. En todo caso, la constatación de una coherencia interna de nuestras representaciones soslaya el origen y el carácter extramental del referente de las mismas en el proceso de la investigación historiográfica.

Consensualistas y deflacionistas de la verdad, que no trataré en este contexto. El debate sobre teorías de la verdad ha cobrado auge en los últimos aftos y no se agota en modo alguno, como es sabido en esta dicotomía u)iisagrada16entre correspondentismo y coherentismo, pero creo que esta contraposición resulta útil para mostrar a grandes rasgos las dificulta­ des tle las propuestas clásicas extremas para dar cuenta del relato histórico. Lo que resulta insatisfactorio en ambas es, además, la concepción de la verdad que postula una doble exclusión, en primer lugar, entre fenó­ menos concebidos como heterogéneos: enunciados, creencias o ideas y sus referentes, en segundo lugar, entre lo verdadero y lo falso. Lo pri­ mero porque las metáforas con que suele pensarse la relación, «corres­ pondencia», «coherencia», «adecuación» no la aclaran suficientemente, dado que en todo caso ellas mismas deben ser elucidadas, lo segundo porque la relación entre verdad y falsedad es pensada como una dicoto­ mía excluyente que no admite grados, aproximaciones o matices.17 16. Véase Lorenz Bruno Puntel, Wahrheitstheorien in der neueren Philosophie, Darmstadt 1978 y más recientemente Richard L. Kirkham, Theories ofTruth, Cam­ bridge (Massachusetts), Londres 1995. El conocido artículo de D onald Davidson, «Verdad y conocimiento: una teoría de la coherencia», contenido en su libro, Mente, mundo y acción, trad. cast. de Carlos Moya, Madrid 1992, pp. 73-97, es un buen ejem­ plo de un intento de hacer justicia a ambas posiciones (a pesar del título), pero tam­ bién de lo abierta en que se encuentra aún la discusión. Sobre la concepción de David­ son y los problemas centrales de la controversia véase: Richard Rorty, «Pragmatismo, Davidson y la verdad», en su libro, Objetividad, relativismo y verdad, trad. cast. de Jor­ ge Vigil Rubio, Barcelona 1996, pp. 173-205. 17. Cabe m encionar aquí la tesis del llamado «realismo interno» de Putnam — véase Hilary Putnam, Reason, Truth and History, Nueva York 1981, esp. cap. 3, «Two philosophical perspectives», pp. 49-74— de acuerdo a la cual lo que llamamos ver­ dadero se da siempre en el interior de un marco lingüístico. Esta propuesta evita la concepción ingenua de la correspondencia y al mismo tiempo intenta salvar el realis­ mo presente en toda investigación empírica y en este caso histórica. Véase el interesan­ te artículo de Chris Lorenz, «Historical Knowledge and historical reality: a plea for internal realism», en History & Theory, 33 (1994), pp. 297ss, en el que el autor inten­ ta hacer fructífera la propuesta de Putnam para dilucidar la polémica de los historiado­ res alemanes en torno al Tercer Reich, el llamado «Historikerstreit». La ventaja de esta concepción reside además en el hecho de que permite el enfoque de un mismo perío-

Sin duda, la oposición entre ambos puntos de vista, vinculados en la tradición al realismo y al idealismo respectivamente y presenta­ dos y contrastados aquí en la forma simplificada, pasa por alto ade­ mas concepciones intermedias o aquellas que combinan ambas. A éstas cabe agregar, por supuesto, entre otras, las teorías pragmatistas, 24

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Pero por más que los conceptos vigentes de verdad estén en crisis y la teoría no pueda entenderse a sí misma como alguna forma de «espe­ jo de la naturaleza»*18tampoco la historia puede renunciar a la búsque­ da de objetividad que es inmanente al proyecto de la disciplina misma. Lo que al historiador no puede dejar de interesarle, por encima de las com­ plejas teorías filosóficas sobre la naturaleza de la verdad, es el estableci­ miento claro de los criterios de verdad del discurso historiográfico. Por lo pronto, la palabra «verdad» es utilizada en nuestro lengua­ je natural del mismo modo que en la tradición filosófica, no sólo para referirnos a ideas, creencias y enunciados, sino también a unidades del discurso mas amplias, como teorías o, como en el caso que nos ocupa, la narración histórica. Aquí nos enfrentamos a una estructura intrin­ cada que resulta difícil asimilar al modelo simplista de una relación de correlación biunívoca entre los enunciados y los hechos, dado que la falsedad (y en muchos casos simplemente la inexactitud) de algunos de los datos presentados no invalidan necesariamente el todo. Si por ejem­ plo el número de bajas establecido por un historiador para una deter­ minada batalla no coincide con el que consta en los documentos encon­ trados posteriormente, si César cruzó el Rubicón por un puente hasta ahora desconocido, o pudo rodearlo y no cruzarlo, no por eso el rela­ to de los hechos debe ser considerado falso en su conjunto. Estos datos pueden ser eventualmente integrados19/ de hecho las historias no sue­ do desde múltiples puntos de vista sin que por eso se considere que los demás nece­ sariamente puedan no ser correctos (no hay algo así como «el ojo de Dios» o la pers­ pectiva privilegiada). Pero de lo que esta propuesta no da cuenta es de la posibilidad de que el esquema conceptual mismo sea falso y por eso no puede evitar caer en un relativismo del que pretende, por su veta «realista», escapar. La tesis de Putnam tam­ poco parece poder dar cuenta de la necesidad que fuerza al científico ante determi­ nadas circunstancias a modificar sus conceptos. 18. Con esto aludo al título del influyente libro de Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, trad. cast. de J. Fernández Zulaica, Madrid 1989, esp. caps. IV-VI, pp. 157ss„ en el que se encuentra una visión escéptica acerca de las pretensio­ nes de verdad de la epistemología contemporánea. 19. Esto por supuesto es una cuestión de grados: cuando la mayoría de los datos en que se basa un relato, conocidos hasta ese momento, se revelan como falsos, cae la

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len ser tanto refutadas como sucesivamente corregidas. La historiografía parece progresar por sucesivas re-visiones, complementaciones y amplia­ ciones y en raros casos por el abandono completo de versiones ante­ riores. Lo que la mayoría de las diversas y controvertidas teorías de la ver­ dad parecen tener en común es que han sido diseñadas para caracte­ rizar una propiedad o una relación que concierne a creencias, enun­ ciados o proposiciones (o, en versiones históricas anteriores, a ideas y representaciones) que son tomados en forma aislada y puestos en co­ nexión con un término distinto, ya sea externo o interno. Pero también acerca de un relato histórico tiene sentido pregun­ tarse si es verdadero y utilizar el predicado «verdad» para calificar no sólo a las oraciones particulares que lo componen sino a la narración en su totalidad, incluso cuando algunos de sus componentes puedan considerarse falsos. La verdad de la narración histórica no depende, como veremos, de la verdad de cada una de las proposiciones que la integran, pero tampoco la totalidad determina la verdad de sus partes, sino que es necesario hablar de una relativa autonomía entre ambas y de sentidos que corresponden a distintos estratos. El texto historiográfico está integrado por componentes heterogé­ neos que pertenecen a niveles diferentes. La imagen que el historiador nos ofrece del pasado no es el pasa­ do mismo, sino una forma de su conocimiento. No se trata de una cons­ trucción arbitraria: la película no está, por cierto, allí para ser filmada. El conocimiento del objeto no es el objeto del conocimiento. Lo que la narración histórica produce no son los hechos mismos sino un modo de reconocerlos. El referente del texto historiográfico no es un dupli­ cado ontológico de su representación. Los llamados hechos se estable­ cen en y por el relato en el que los datos (extramentales aunque siempre ya

narración como tal, pero éste no es el caso típico, que es el que nos concierne aquí. Podría compararse esto a la modificación de los puntos cromáticos que componen una pintura; es necesaria una alteración masiva para que lo que se vea sea otra cosa y no la misma de otra manera.

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cognitivamente precategorizados) van encajando como piezas de un todo más o menos consistente. Dado que la historia tiene como tema la exposición de una secuen­ cia de acontecimientos del pasado y éste no es, por definición, accesi­ ble en forma directa — simplemente porque los hechos ya no están ahí— , ella se enfrenta a una triple tarea. Por un lado, (1) establecer los hechos, o sea qué sucedió; en segundo lugar, (2) ofrecer una explica­ ción plausible de los mismos, y en tercer lugar, (3) proponer una inter­ pretación global de los acontecimientos de modo que su heterogenei­ dad quede integrada en un todo conceptualmente consistente. Estos objetivos están, por cierto, indisolublemente vinculados, dado que toda descripción hace uso ya de categorías generales que de algu­ na manera precondicionan el tipo de explicación causal a la que se re­ currirá. No obstante, el plano de la descripción de lo acontecido y el de su explicación pueden y deben ser analíticamente diferenciados. Así, en un proceso penal, por ejemplo, se puede llegar a la conclusión de que hay pruebas suficientes para considerar que la muerte de deter­ minado individuo tuvo lugar por un asesinato intencional y que, sin embargo, no se dispone de la evidencia para explicarla fehacientemen­ te o para encontrar al culpable. El hecho primario es el deceso súbi­ to de una persona, establecer que se trató de un crimen ya preanun­ cia el tipo de explicación a la que es necesario recurrir, en caso de que se disponga de los datos requeridos. Por último, la narración de lo acontecido provee un marco contextual más amplio, en el que los hechos son interpretados como partes del todo coherente que llama­ mos una historia. A mi juicio, la no-diferenciación de estos tres estratos de los que se compone la narración histórica es lo que conduce a una serie de malen­ tendidos en la discusión epistemológica sobre la objetividad de la his­ toriografía.20 Cuando se discute acerca de la verdad de una descripción históri­ ca lo que está en juego es la corrección de los datos invocados. Cuan­ 20. Defiendo este punto de vista en el artículo antes mencionado (véase nota 14).

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do se cuestiona una explicación histórica lo que se pone en duda es la verdad de la explicación misma y no de los hechos en cuestión. Un tercer estrato del que se constituye el tejido de la narración his­ tórica viene dado por la propuesta de interpretación global de los acon­ tecimientos. Con él nos enfrentamos a lo que representa lo específico tic la historia como disciplina científica, al mismo tiempo que su mayor dificultad teórica. Me refiero a la formación de un tipo de conceptos, que han sido diseñados para dar cuenta de un significado general en el que se enmarcaran una serie de eventos. La multiplicidad y las peri­ pecias de lo acontecido son llevadas a una unidad sintética que les con­ fiere sentido y que conforma el tema central, anunciado en cada caso generalmente ya en el título de un tratado de historia — categorías tales como Renacimiento, Revolución Francesa, Reforma, Cristianismo pri­ mitivo, Generación del 80, Guerra del Peloponeso, Democracia ate­ niense, Perestroika, etcétera. Se trata de una interpretación del sentido general de los aconteci­ mientos que suele caracterizarse desde Walsh como «coligación»21y que en la terminología de la sociología histórica de Max Weber es entendi­ da como construcciones «típico-ideales». Lo que hace que estas forma­ ciones cognitivas sean particularmente aptas para la historiografía es que su status epistemológico no es el de los conceptos generales, pero tampoco se agota en la particularidad de lo que describen. La polémica en torno a la «verdad» de categorías historiográficas de esta naturaleza — muchaj de las cuales ya han quedado consagradas y a disposición del arsenal cognitivo de que se sirve el historiador— no tie­ ne que ver directamente con los datos empíricos, ya que éstos pueden ser integrados en configuraciones conceptuales interpretativas diferentes, ni tampoco con su poder explicativo, puesto que se aplican a constelacio­ nes de acontecimientos que sepretenden explicar no tanto en su génesis sin­ gular sino en su contribución a un sentido general en el que se inscriben. 21. Véase W. H. Walsh, Introducción a la Filosofía de la Historia, op. cit., pp. 66ss. Ankersmit redefine a este tipo de conceptos como «sustancia narrativa» a fin de adap­ tarlos a su tesis no-realista sobre el referente historiográfico, véase F. R. Ankersmit, Narrative Logic. A Semantic Analysis ofthe Historian's language, op. cit., pp. lOOss.

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Cuando se cuestiona si una interpretación histórica es correcta, lo que se esta criticando es la capacidad del modelo conceptual pro­ puesto para arrojar luz, para «armar» cognitivamente el rompecabezas sobre la base de una multiplicidad de acontecimientos cuyo sentido no parece desprenderse fácilmente de los hechos mismos. Las interpretaciones globales de los avatares históricos suelen pre­ sentarse en un marco controversia! y su corrección no puede ser decidi­ da por medios puramente empíricos. Por el contrario, partiendo de la conformidad con los datos, se hace necesaria aquí una defensa argumen­ tativa que haga plausible la propuesta, en función de la capacidad del paradigma conceptual conjeturado para iluminar y «armar» una ima­ gen unitaria a partir de la pluralidad y fragmentación de lo acontecido. Es en función de estas categorías que el relato ordena prospectiva y retrospectivamente el material y el entrecruzamiento de las cadenas causales. Se trata de un foco cognitivo que integra en un nivel nuevo la multiplicidad de los avatares históricos en un significado unitario. Cuando se pone en duda la «verdad» de una «versión» de los aconte­ cimientos, lo que está en cuestión no es (sólo) la presunta correspon­ dencia o el «reflejo» de los hechos tal como están ahí, puesto que éstos pueden ser incorporados a interpretaciones diferentes, ni la no-adecuación de una explicación causal de lo sucedido, puesto que es necesa­ rio establecer primero el sentido general de los hechos mismos para intentar recien entonces la búsqueda de cadenas causales que conver­ gen en el gran acontecimiento. Lo que está en discusión en este caso es la capacidad de una teoría para establecer, a partir de datos más o menos aislados, documentos, testimonios y relatos previos, un todo cohe­ rente y plausible en el que esos mismos datos comienzan a adquirir un sentido diferente en la medida en que pasan a formar parte de una «ten­ dencia», de un proceso abarcador cuya imagen escapa necesariamente a la mirada de los contemporáneos y sólo puede ser armada o ensam­ blada retrospectivamente — «al atardecer»— 22 en el taller del historia22. El dictum de Hegel acerca de la lechuza de M inerva que levanta su vuelo con el ocaso encaja mejor para el trabajo del historiador, para el que la perspectiva de

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ilor, a partir de una singular mezcla de necesidad y contingencia, de protagonismo, circunstancias y oportunidades. Mientras que en el trabajo de la comprobación de los datos el sen­ tido de los mismos está establecido antes de su constatación, puesto que es necesario saber qué es lo que se busca constatar, mientras que en la búsqueda de explicación se trata de aplicar a los hechos probados esquemas nomológicos o pautas de acción racional, la tarea de la inter­ pretación histórica consiste ante todo en configurar el significado global de los acontecimientos, y es en todo caso a partir de éste que recién se sabe lo que debe ser explicado. Debido a la complejidad de la estructura de la narración histórica la verdad del todo no depende por completo de la de las partes ni a la inversa, dado que éstas son heterogéneas y pueden pertenecer a niveles diferentes. Un hueco en la descripción.de los acontecimientos que pue­ de llegar a ser cubierto con el descubrimiento de nueva evidencia o, más aún, determinados segmentos del relato que pueden revelarse con el tiempo como falsos, no invalidan necesariamente la perspectiva histo­ riográfica adoptada sino que pueden incluso confirmarla, integrándose a un todo que puede ser modificado en algunos aspectos pero no por eso cambiar del todo el sentido de los acontecimientos principales. Es lícito preguntarse entonces cuáles son los criterios para deter­ minar cuándo nos encontramos ante una interpretación histórica que pueda ser aceptada en líneas generales como veraz. En otras palabras: ¿de qué modo anclar la yerdad de un concepto «coligatorio» que defi­ ne el sentido de una narración histórica? Lo que está en juego es la capacidad de un concepto historiográfico de componer, en el «cuadro» de una época o período investiga­ do, una imagen emblemática, un significado común que determine el entorno y el contorno de las partes o, para pasar de esta metáfora espacial-pictórica a la dimensión temporal aquí en cuestión, un mar-

la retrospectiva resulta ineludible, que para el del filósofo. Me he ocupado de este tema en el artículo: «La fragilidad del pasado», en el volumen colectivo editado por Manuel Cruz, Hacia dónde va el pasado, Barcelona 2002.

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co conceptual que prescriba el orden de lo que es integrado y resignifi­ cado como episodio de una historia. Es en función de que los datos dis­ ponibles y los resultados de la investigación «encajen» en una secuen­ cia coherente — y aquí podría hablarse de una coherencia externa, es decir, no tanto o subsidiariamente de nuestras representaciones entre sí, sino de la que tiene lugar entre los fragmentos de la evidencia— que se impone la plausibilidad de un relato histórico. Por un lado, es por el modo en que el concepto historiográfico logra articular, una vez fehacientemente establecido, el acontecer disperso en una unidad que le otorga sentido, y por lo tanto inteligibilidad, que la versión ofrecida de los hechos nos resulta creíble, pero por el otro, esto se da siempre en un marco controversial de interpretaciones que, aún canonizadas, deben ser siempre revisadas y puestas a prueba por la dis­ cusión racional. Pero, si esto es así, ¿qué es entonces aquello que nos permite deci­ dir entre propuestas interpretativas diferentes, cuando ambas, o varias otras propuestas, logran dar cuenta a su manera de los hechos — ya que la piedra de toque no está constituida sólo por los datos mismos? La respuesta no puede ser unitaria dada la heterogeneidad de los con­ ceptos coligatorios mismos. Éstos están en general diseñados tanto para caracterizar períodos («Cristianismo primitivo», «Edad Media», etcéte­ ra) como acontecimientos decisivos o quiebres en la continuidad histó­ rica («Holocausto», «Revolución Francesa», «Crisis de los años 20», etcé­ tera), o a ambos («modernidad», «era del imperialismo», etcétera). Sin duda, un elemento de juicio fundamental a la hora de analizar hasta qué punto la narración da cuenta de lo acontecido, resulta la inclu­ sión documentada del punto de vista de los agentes históricos acerca del sentido de sus actos. Así la discutida noción de «renacimiento»23puede ser anclada en la forma en que autores como Petrarca, Boccaccio, Filarete, Alberti, Durero, etcétera, que forjaron o contribuyeron a forjar el

concepto, concebían, con una mirada dirigida al pasado, los cambios históricos de los que eran contemporáneos. El problema se complica porque la tarea no consiste solamente en revisar críticamente la reconstrucción de la perspectiva de deter­ minados agentes históricos, sino en establecer cuál es el punto de vista decisivo o, mejor dicho, de qué manera combinar las perspectivas hete­ rogéneas, y en parte incompatibles, con los datos históricos documen­ tados y el conocimiento de los acontecimientos, como para «armar» una historia objetiva. Más aún cuando para muchos de estos concep­ tos historiográficos la inclusión del punto de vista de los sujetos no resulta relevante, ya sea por su carácter francamente anacrónico («Edad Media», «Revolución Neolítica»), ya sea porque pretenden describir fenómenos en los que la conciencia de los protagonistas no desempe­ ña un papel central («Revolución Industrial»). Aquí lo decisivo pasa por la capacidad de estos conceptos para arti­ cular una multiplicidad en un todo coherente que admita a pesar de ello una irreductible heterogeneidad interna como para dar cuenta de la complejidad de los hechos. Pero aun si se admite que versiones diferentes de los aconteci­ mientos no necesariamente invalidan un relato histórico, ya sea por­ que en parte pueden complementarse, ya sea porque los datos son afrontados desde perspectivas distintas, o porque no se trata estricta­ mente de los mismos, esto no releva de la pregunta acerca de los criterios que permiten establecer24 los limites para la aceptabilidad de un texto histórico. La verdad de una narración histórica no puede juzgarse únicamen­ te por la veracidad de los datos de que parte, ni tampoco sólo por lo adecuado de las explicaciones nomológicas e intencionales que utiliza, su cuestionamiento se da en el marco de una discusión y argumentación sobre losprincipios de composición del relato y de relevancia de los concep­ tos que lo organizan.

23. Véase sobre esto el cap. 1: «Renacimiento. ¿Autodefinición 0 autoengaño?» del libro de Erwin Panofsky, Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, trad. cast. de María Luisa Balseiro, Madrid 1979, pp. 31ss.

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Aun admitiendo la posible «infradeterminación empírica» de teorías rivales,

véase sobre esto Quine, op. cit„ pp. I44ss.

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Aquí intervienen tanto criterios de verificación de las evidencias, como de pertinencia de las mismas para un esquema narrativo. Así, si se tiene en cuenta por ejemplo el relativamente reciente debate entre los historiadores alemanes acerca del significado del período nacional­ socialista, resulta claro que la polémica no giró tanto en torno a los datos aportados por los participantes sino a estrategias de recontextualización25y reevaluación de los mismos. El hecho de considerar el lla­ mado Holocausto como un fenómeno, si no único, al menos de una singularidad emblemática, o de colocarlo al mismo nivel que una serie de matanzas recurrentes en la historia europea, o de considerarlo como resultado de una reacción a una posible venganza imaginada, etcétera, le otorga un nuevo significado sin que sea necesario aparentemente por ello modificar las evidencias disponibles acerca de los acontecimientos mismos. ¿Pero significa esto, entonces, que todas estas versiones deben ser tenidas como igualmente válidas y que el historiador no puede dis­ poner de argumentos decisivos a favor o en contra de alguna de ellas, o invocar eventos que puedan conducir a su refutación? No creo que sea ésta, en principio, la situación. En primer lugar por­ que en la polémica entran en consideración diversos factores, tales como la presencia de datos incompatibles con ciertas hipótesis, basados en un conocimiento de las representaciones de los protagonistas históricos mis­ mos y sus motivaciones — algo que debe poder ser empíricamente veri­ ficado. En segundo lugar, intervienen también argumentos sobre lo ade­ cuado o no de una determinada contextualización de los acontecimientos —y esto tiene que ver, tanto con criterios de relevancia como con la posi­ ble contribución de estos contextos para la explicación de los hechos. En tercer lugar, porque la polémica historiográfica presupone la intención de obtener una imagen más adecuada de lo sucedido y no tendría senti­ do sin ella, convirtiéndose de esta manera ella misma en un instrumen­ to fundamental de la dinámica que conduce a una explicitación y depu­ ración de los criterios de evaluación de la secuencia de lo acontecido. 25. La bibliografía sobre el «Historikerstreit» es ya muy amplia y tiene su conti­ nuación en la polémica que desató el libro de Daniel Goldhagen.

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La historia progresa por «re-visión» y ésta debe entenderse en diver­ sos sentidos. Por un lado, la «revisión» permanente de los datos que tiene lugar durante el proceso de constante reescritura de las narracio­ nes. Por otro lado, mediante un proceso de extrapolación y aplicación tic esquemas nomológicos o conceptuales tomados de otras áreas que «lucen ver» los hechos desde otra perspectiva cognitiva— piénsese por ejemplo en la contribución de las ciencias sociales o del psicoanálisis para el desarrollo de la historiografía contemporánea. A esto debe aña­ dirse la resignificación retrospectiva de los hechos al modo de recon­ figuraciones gestálticas basadas en nuevos intentos de conceptualización y no en menor medida a la luz de experiencias históricas posteriores.26 El hecho de que no dispongamos aún de un concepto de verdad adecuado para caracterizar a la empresa historiográfica es un índice de lo insatisfactorias que resultan las nociones en curso y no de que la idea ile verdad deba erradicarse de la narrativa histórica — más aún, si se tie­ ne en cuenta que con ella cae también la de ficción. Incluso la discusión acerca de la teoría de la verdad más adecuada parece presuponer un concepto más amplio de la misma que no se ago­ ta en ninguna definición, puesto que siempre es posible preguntar si una determinada concepción de la verdad da cuenta realmente del fenó­ meno, es decir, si es a su vez verdadera. r-' Lo que sigue no pretende ofrecer una nueva teoría de la verdad para la historiografía sino nombrar algunos rasgos de los que en todo caso debería dar cuenta y que no creo que sean tan diferentes para las otras ciencias. Sin dejar de lado los aspectos semánticos y comunicativos que han estado en el centro de la discusión de los últimos años, quisiera poner el énfasis en la relación entre el concepto de verdad y el de experiencia, 26. El libro de Alice Gérard, La révolution fiancaise, mythes et interprétations (17891970), París 1970, ofrece una útil visión de conjunto sobre las principales interpre­ taciones de la Revolución Francesa. Resulta interesante notar que los cambios de la interpretación, algunos de ellos radicales, no se deben a modificaciones en la base de datos.

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entendiendo esta última en un sentido amplio, y teniendo en cuenta que la historia es una ciencia con base empírica. Mi impresión es que en el debate contemporáneo sobre la noción de verdad se confunden dos problemas: el de la «confirmación» de un enunciado con el de su «adecuación». En efecto, ¿de qué modo pue­ de ser verificada o confirmada una afirmación como «la Revolución comenzó en mayo de 1810»? Aun si los hechos a que se refiere pueden ser comprobados — y dejando de lado aquí el problema de cómo fijar el «comienzo» de un período— , es posible plantear a su vez la pregunta, ¿se trató «verdade­ ramente» de una «revolución»? Una cosa es confirmar los datos que presenta una descripción, otra es preguntarse acerca de la adecuación de los términos teóricos con que la descripción se lleva a cabo. Un enun­ ciado tan elemental como «hoy salió el sol» puede comprobarse fácil­ mente pero desde un punto de vista científico resulta absurdo. Cuando utilizamos conceptos tales como por ejemplo «Revolu­ ción», «Edad Media», «Renacimiento», «Holocausto», etcétera, para describir determinado fenómeno o período histórico, se ordenan una multiplicidad de datos que adquieren sentido en función de ellos, pero esos conceptos mismos no provienen de un mundo platónico suprahistórico, sino que fueron forjados para hacer comprensible segmen­ tos del pasado humano. La imagen del pasado se va re-construyendo en una doble dimen­ sión temporal. Por una parte en el orden de la sucesión y cambio de acon­ tecimientos mismos, por otra parte en la dinámica más lenta del cambio de los conceptos con los que pretendemos entender lo sucedido. Paso ahora a comentar el otro texto al que me referí al comienzo. Éste se encuentra en la Introducción a la Fenomenología del espírituF Hegel describe allí la noción de «experiencia» como un paradójico pro­ ceso cognitivo, que implica una doble transformación. Por un lado de las nociones con que pretendemos captar un objeto, por otro lado del27 27. Phanomenologie des Geistes, volumen 20 de las Werke, en la edición de Moldenhauer/Michel, Fráncfort del Meno 1972, pp. 76-77.

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objeto mismo al que se dirige. Hoy diríamos que el concepto proyecta un estado de cosas, un Sachverhalt, con el que a la vez no corresponde. Hegel desarrolla aquí una noción de verdad que con algunas modifica­ ciones podría hacerse fructífera para la epistemología contemporánea. Llama la atención entre otras cosas el hecho de que califique de «verdad», no a una teoría, concepto o texto, sino al objeto que ellas tie­ nen por referente, al «ser-en-sí» (Ansichsein). La conciencia es presen­ tada como el escenario de — para utilizar una expresión en boga des­ de Kuhn— un permanente cambio de paradigmas. La Fenomenología puede interpretarse como una teoría del cambio conceptual. Lo que con­ duce a esos cambios es una constitutiva inadecuación entre el objeto mentado y rasgos del objeto que no encajan en el esquema propues­ to, pero que sólo se hacen visibles por él. Propongo defender una concepción de la verdad como una fenomeno­ logía permanente de la conciencia, sin un saber absoluto posible. Preci­ samente en la correspondencia entre un concepto y su referente Hegel muestra una inadecuación constitutiva: el objeto desborda todo esque­ ma conceptual al mostrar rasgos que lo contradicen y obligan a su refor­ mulación. Pero esto no significa que las categorías cognitivas deformen lo real, que sería algo así como un dato inmaculado, por el contrario, lo hacen inteligible. El escepticismo sólo tiene cabida aquí en la medi­ da en que parte de un concepto de verdad como algo definitivo y no revisable, como un duplicado cognitivo de un rasgo ontológico y no como un esquema que vuelve inteligible una realidad que no es asimi­ lable al esquema mismo y lo trasciende. Del mismo modo que el hecho de que no existan los números en la naturaleza no significa que la física deba considerarse un mito, quarks, códigos genéticos, partículas elementales son sólo formas de describir fenómenos reales pero no son ellos mismos estos fenómenos. El hecho de que la física de Newton se haya mostrado como un esquema sim­ plista para dar cuenta del cosmos es sólo un aspecto de un proceso de evolución conceptual. Es que entender mejor no significa que antes no se entendía nada. Seguramente nuestros conceptos acerca del mundo físico y del mundo humano están destinados a ser reemplazados por 37

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otros mejores, esto no quiere decir que sean sólo meras ilusiones, aun­ que en algunos casos lo sean. En la Fenomenología este proceso es presentado como el del reem­ plazo de una categoría por otra «por detrás de la conciencia» y los con­ ceptos mismos aparecen articulados de acuerdo a una lógica preesta­ blecida de antemano. Pero los conceptos no sólo son reemplazados por otros en el pro­ ceso de conocimiento — también se modifican en sí mismos, y no por su lógica interna sino para dar cuenta mejor de los fenómenos— en este sentido falta también en Hegel, por paradójico que parezca, una teoría del cambio conceptual. Así, nuestra noción del Renacimiento no es la misma que la de Burckhardt sin que por eso debamos utilizar un concepto con otro nombre. Si bien no hay conocimiento sin alguna forma de — para utilizar una expresión de Hayden W hite— «figuración», y esto es válido tan­ to para una historia del imperio persa como para una teoría del cam­ po magnético — aun en el mejor de los casos permanece un hiato entre la representación y la cosa misma, y esto no porque ella resulte inacce­ sible sino porque se trata de fenómenos heterogéneos. La cosa no es su representación cognitiva y esto se muestra en el hecho de que haya siem­ pre un «resto» inexplorado que acompaña toda forma de conocimien­ to empírico. El narrativismo ficcionalista niega a la historia su carácter de dis­ ciplina científica, pero el modelo de cientificidad que subyace a esta concepción es muy estrecho y debe ser revisado. No todo en historia es o pretende por cierto ser ciencia, pero ella contiene también esque­ mas explicativos que dan cuenta de secuencias de acciones y aconte­ cimientos en el tiempo, conceptos generales e interpretaciones del sen­ tido global de los hechos de los que se sirve y a los que no puede renunciar. Por otra parte no es una de sus funciones menores el dar a conocer lo sucedido aun cuando no estemos en condiciones por aho­ ra de entenderlo o explicarlo. A diferencia del recuerdo que parece surgir en nosotros como la presencia directa del pasado, la narración histórica constituye un dis­ 38

Rememoración y verdad en la narración historiográfica

curso complejo, formado por estratos heterogéneos, en el que intervie­ nen nombres propios, términos teóricos, estadísticas, modelos nomológicos, patrones de conducta racional, cronologías, nociones del sen­ tido común, sucesos azarosos, descripciones de procesos anónimos y sujetos agentes, etcétera... Con todo, tiene sentido sostener que un texto de historia, en tan­ to rememoración metódica y colectiva, puede ofrecernos un «cuadro verdadero» de una secuencia significativa de acontecimientos huma­ nos en la medida en que nos hace posible un conocimiento de los hechos28 que, a pesar de su carácter provisorio, falible y aproximativo, constituye el único modo de acceso a un fragmento del pasado huma­ no en el que reconocemos experiencias de vida que podrían ser las nues­ tras y que más allá de sus diferencias, o por ellas, nos permiten com­ prender mejor la circunstancia humana.

28. Para el narrativismo idealista de un Ankersmit, conceptos tales como «Rena­ cimiento», «Manierismo» o «Revolución Francesa» carecen, a diferencia de los enun­ ciados singulares, de un referente real (véase op. cit., caps. IV, V y VI). A pesar de la sofisticada argumentación que ofrece el texto no veo una diferencia sustancial entre estos conceptos en lo que hace a su carácter referencial y nociones tales como «elec­ trón», «agujero negro» o «código genético», en la medida en que estos conceptos hacen inteligibles datos de la experiencia que no pueden describirse como su mera copia.

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I EL PASADO C O M O O B JE T O D E C O N O C IM IE N T O

C O N S T R U C C IÓ N H IST Ó R IC A * Hayden White (Universidad de California en Santa Cruz, EE UU)

¿Cómo se construyen los pasados históricos? Que los pasados histó­ ricos deben ser construidos parece evidente. En verdad, los historiadores hablan de su tarea como reconstrucción más bien que como construc­ ción. Para los historiadores el pasado pre-existe a cualquier representación de él, aun si sólo se puede acceder a ese pasado a través de sus restos frag­ mentarios. Los historiadores hablan de su tarea como reconstrucción, a fin de distinguir su objeto de estudio de las construcciones de los fabu­ listas, novelistas y poetas, quienes, aun cuando puedan invocar el pasa­ do histórico, se refieran a él y hagan enunciados sobre él, tienen licen­ cia para ignorar la evidencia disponible acerca del pasado real y para hacer con sus elementos lo que quiera que la imaginación y sus poderes de cre­ atividad poética deseen que haya acontecido. Los historiadores trabajan con los restos (ruinas y reliquias) de for­ mas pasadas de vida y su fin es(restaurar y exhibió^ posible las formas originales de vida, de las cuales estos restos, aun en estado de deterioro, son señales y manifestaciones. Pero, como cual­ quiera que haya estudiado la restauración de artefactos artísticos, arqui­ tectónicos o arqueológicos sabe, toda reconstrucción — de una pintu­ ra, un edificio, una pared, un documento, una herramienta o un arma— * Traducción de Margarita Costa.

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no sólo requiere una gran parte de la construcción original, sino tam­ bién un grado considerable de destrucción del original. Volver a unir lo que Dios, el tiempo, el hombre o la naturaleza ha dañado es un asun­ to técnico delicado, pero también una cuestión de ética profesional relacionada con el difícil problema de la responsabilidad de los vivos respecto de sus predecesores. Es por eso que los antiguos griegos y roma­ nos creían que cualquier actividad de construcción de puentes, en rigor cualquier construcción que fuese, era una empresa sagrada, que debía acompañarse de sacrificios y ritos propiciatorios a los dioses, por pre­ tender querer unir lo que el destino y los dioses habían separado. Si el fin de la investigación histórica es la reconstrucción del pasa­ do tal como realmente fue o ha sido, debe tenderse un puente que cubra la brecha entre un pasado cualquiera y el presente desde el cual ha de emprenderse una investigación histórica. Esta actividad de construir puentes supone una noción (ontológica) de un presente que tenga con­ tinuidad con la parte del pasado que constituye el objeto de interés y este a la vez desconectado de él. Que el objeto de interés existió algu­ na vez es atestiguado por la presencia actual de esos artefactos — docu­ mentos, monumentos, instrumentos, instituciones, prácticas, costum­ bres, etcetera, que tienen el aspecto de «lo viejo» (de lo que alguna vez fue joven), y de lo muerto (de haber alguna vez estado vivo). Así, pues, un objeto de la investigación histórica (cualesquiera otros usos que puedan hacerse de sus descubrimientos) es ciertamente reconstruc­ tivo (cualesquiera otros usos que puedan hacerse de su reconstrucción), pero sus reconstrucciones pueden lograrse sólo sobre la base de cons­ trucciones, tanto imaginativas o poéticas como racionales y científicas. Entre esas construcciones está ese «presente» que debe servir como sue­ lo seguro desde el cual pueda proyectarse un puente hacia un pasado incompletamente trazado, habitado por fantasmas y marcado por tum ­ bas. La investigación histórica, por tanto, requiere una doble construc­ ción: de un presente desde el cual emprender una indagación, y de un pasado que sirva como posible objeto de investigación. ♦ 44





La historia (o más bien los estudios históricos) continúa siendo la menos científica — tanto en sus logros como en sus aspiraciones— de las ciencias humanas y sociales. Muy a menudo hay un movimien­ to para hacer más científicos los estudios históricos, ya sea proporcio­ nándoles una base teórica, tal como el positivismo o el materialismo dialéctico, o introduciendo en ella una metodología procedente de una u otra de las «ciencias sociales». Pero estos esfuerzos rara vez tienen éxi­ to, en gran parte por la manera en que es definido el objeto principal del estudio histórico: el suceso. — Los sucesos históricos se consideran temporal y espacialmente espe­ cíficos, únicos e irrepetibles, no reproducibles en condiciones de labo­ ratorio y sólo mínimamente descriptibles mediante algoritmos y series estadísticas. Es por eso que los intentos de transformar la historia en una ciencia toman típicamente la forma.de intentos de redefinir el suce­ so, o eliminarlo absolutamente como objeto propio de estudio cientí­ fico (cf. Braudel). Sin embargo (o posiblemente por ello) la historia continúa gozando de un status fundacional en comparación con las otras ciencias humanas y sociales. Como Foucault ha señalado en Les mots et les choses, desde mediados del siglo diecinueve la historia ha ocu­ pado un lugar a la vez íntimamente relacionado, pero sólo contiguo, a las otras ciencias humanas (más bien que integrado con ellas). La his­ toria sirve a la vez como base y como anti-tipo de las otras ciencias sociales, en virtud de su continuado compromiso con un método idiográfico (analógico) para la descripción de eventos singulares y su con­ vicción de que el establecimiento de una relación de sucesividad tem­ poral entre eventos proporciona una explicación de ellos. Esta forma de construir eventos por descripción, o bien por representación (miméticamente, por ejemplo) es básica para cualquier ciencia humana o social comprometida con el empirismo como un medio de constituir suce­ sos como posibles objetos de estudio científico. Pero como Lévi-Strauss acostumbraba decir, un procedimiento empírico que tiende a estable­ cer una relación de sucesividad (o como la llama Edward Said: conse­ cución) no constituye un método ni aun una teoría. Es más bien un paso preliminar en el procesamiento de los datos, como preparación 45

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para su tratamiento con un método propiamente científico: una dis­ posición de los sucesos en su orden de acaecimiento cronológico. Tal disposición proporciona sólo una taxonomía primitiva (la del calenda­ rio) de los eventos así ordenados, pero ninguna forma de explicación científica de por qué ocurrieron del modo en que lo hicieron (excep­ to el principio de sentido común de post hoc ergo propter hoc). Por tan­ to, Lévi-Strauss llegó a la conclusión de que una explicación meramen­ te histórica de fenómenos sociales o hum anos puede cuanto más proporcionar información más o menos útil para disciplinas cientí­ ficas específicas, pero no puede por sí misma proporcionar absoluta­ mente ninguna comprensión (excepto de sentido común) de estos fenómenos. Esta crítica del status científico de los estudios históricos tenía en cuenta la creencia tradicional de los historiadores de que la historia explica eventos narrativizándolos. Por cierto, la revolución estructuralista de la historia (de la década del 50 a la del 70) buscaba reem­ plazar eventos por estructuras como objeto apropiado de estudio, y denunciaba específicamente el modo narrativo de representar los fenó­ menos históricos, como el signo principal del estado pre-científico de la historia. Roland Barthes, hablando a favor de un enfoque estructuralista del análisis histórico, insistía en que se podía reconocer, simple­ mente por su forma narrativa, sin ninguna consideración de sus con­ tenidos, que la historia tradicional era todavía «mítica» en su modo de comprensión. Y en una famosa inversión del que fuera una vez el dictum canónico de Croce acerca de la relación entre la historia y la narra­ tiva, Fernand Braudel sostenía que donde había narrativa no podía haber historia — al menos de carácter científico. En el contexto de nuestra conferencia, me parece que es importan­ te destacar que este debate entre estructuralistas y narrativistas no se fundaba en la cuestión de si «el pasado» podía servir como objeto ade­ cuado de un estudio científico (wissenschafiliche) sino más bien en la cuestión de cómo los datos (los registros documentales, monumenta­ les y geológicos) de ese pasado, estaban construidos: si como sucesos singulares o clases de sucesos; y cómo debían ser representados en un

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discurso: si como relatos {grands ou petits récits) o como estructuras. Ni era tampoco una cuestión de «constructivismo». El pasado era para los estructuralistas una colección de procesos reales que podían ser fiel­ mente representados en la forma de correlaciones estadísticas, así como para los narrativistas era un conjunto de acciones reales de individuos y grupos, trabados en luchas y conflictos que podían ser fielmente repre­ sentados en la forma de las clases de relatos que se encuentran en los mitos, la ficción y el drama. La tarea del investigador era descubrir estas estructuras o histo­ rias en los datos — documentos, monumentos o registros arqueológi­ cos— y elegir y aplicar (más bien que construir) las formas de descrip­ ción más adaptadas a su representación verdadera (o inteligible) en un discurso escrito. Por cierto, algunos estructuralistas creían que los narra­ tivistas inventaban sus historias y se las imponían a los hechos, y la mayor parte de los narrativistas creían que los estructuralistas impo­ nían a los datos esquemas o modelos conceptuales que despojaban a los eventos y procesos de su concreción («concreción» que era defini­ da como la indisociabilidad de forma y sustancia). Pero se pensaba que era posible conciliar estas diferencias por medio de procedimientos ana­ líticos que discriminaban entre distintos niveles de integración histó­ rica (naturales, sociales y políticos) entre los que podían discernirse dis­ tintas duraciones temporales (largas, medias y cortas) e intensidad de incidencia (fría, tibia y caliente). Pero esto era antes de que el giro «lingüístico», o más específica­ mente «discursivo», se impusiera en las ciencias humanas, y la atención analítica se desviara del objeto (o referente) de la investigación historiográfica a los productos de esa investigación: los textos escritos en los que los historiadores presentaban sus descubrimientos. De ahí que la cuestión pronto se convirtiera en una discusión de lo que Gyorgy Lukács solía llamar «la filosofía de la composición». El punto de vista conven­ cional era que la fase investigativa de una indagación histórica podía mantenerse en relativa distinción de la fase de composición. Efectiva­ mente, se pensaba que podía mantenerse la distinción entre el estable­ cimiento de los hechos y el análisis de su status como evidencia en una 47

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causa particular, o de la interpretación de su relevancia como elemen­ tos de una estructura de significado. Como a menudo recalcaba el gran historiador del fascismo italiano, Renzo de Felice (recientemente falle­ cido): «Primero los hechos, luego la interpretación». El punto de vista canónico era que el historiador competente siem­ pre descubriría primero los hechos y ordenaría sus pensamientos acer­ ca de ellos, y sólo entonces se sentaría a componer un discurso, en que presentaría tanto los hechos como sus pensamientos acerca de ellos de una manera «literaria» o «científica». En muchos aspectos, esta pers­ pectiva de la relación entre investigación y composición se asemejaba a la relación que los historiadores tenían que asumir que existía entre el pasado y el presente: la fase investigativa de la tarea de los historia­ dores estaba desligada de la fase de composición, pero a la vez mante­ nía una continuidad con ella. El relato histórico era un informe acer­ ca de los eventos establecidos como hechos en la fase investigativa y los pensamientos del historiador (explicaciones e interpretaciones), un informe acerca de los hechos subsecuentemente compuestos y presen­ tados en la forma de una narrativa escrita en prosa. Desde este punto de vista, la forma del discurso del historiador (su forma como «historia»: story) era concebida como contingente y sepa­ rable de sus contenidos (información y argumento) sin ninguna pérdi­ da conceptual o informativa relevante. Y esto sobre la base de dos fun­ damentos posibles: o bien la historia contada en el discurso era una imagen mimética de una concatenación de eventos tales que, una vez estableci­ dos como hechos, podía mostrarse que manifestaban efectivamente la misma forma que la historia contada acerca de ellos; o bien la historia contada acerca de los eventos era simplemente un instrumento o medio de comunicación, empleado por los historiadores para transmitir infor­ mación acerca de un tema abstruso a un auditorio lego, considerado inca­ paz de comprenderlo en su forma historiográficamente procesada. / Ahora bien, esta noción de la relación entre el contenido de los mensajes transmitidos por el historiador a sus oyentes o interlocutores reales, posibles o imaginarios, y las formas en que estos mensajes po­ dían ser transmitidos, fue socavada por los desarrollos producidos, tan-

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to en la teoría de la historia como en la teoría del discurso, en la déca­ da de 1980. El derrumbe de la revolución estructuralista liderado por Braudel y el grupo de los Armales, y el resurgimiento de la historia narraliva, obligaron a reconsiderar el estatuto ontológico de la forma narrati­ va. ¿Era la historia {story) misma la forma de una clase específicamen­ te histórica de existencia humana? ¿Existían las «historias» no sólo en el discurso sino también en la «realidad»? Si tal era el caso, entonces el objetivo de la investigación histórica debía ser concebido como una búsqueda de aquellas historias realmen­ te vividas por agentes y actores humanos en el pasado (ésta es la posi­ ción de Ricoeur). Y como sostenía el filósofo Louis O. Mink, el suce­ so específicamente histórico debía ser identificado con aquella especie ilc eventos que podían ser plausiblemente exhibidos como elementos de «historias». Las historias explicaban los sucesos a los cuales se referían, mostrando cómo dichos sucesos podían ser «configurados» como his­ torias. Conjuntos de sucesos podían ser «captados» cognitivamente por otros modos de comprensión: algorítmicos, taxonómicos, estructura­ les, estadísticos, etcétera. Pero eran propiamente comprendidos his­ tóricamente sólo en la medida en que podía mostrarse que exhibían los atributos de los elementos de las historias. Este desarrollo condujo a una compleja y extensiva revisión de las relaciones existentes entre la narrativa y otras formas de construir la realidad, tanto pasada como presente, tanto si se la concibe en de­ sarrollo como en una condición estable y tanto si se la considera sus­ tancialmente narrativa o algorítmica — de lo cual la obra de Paul Ricoeur (pero asimismo la de Arthur Danto, Krystof Pomian, Foucault, Barthes, Gadamer, Habermas y muchísimos otros) puede ser considerada ilustrativa. El resultado significativo de estas investigaciones fue con­ vertir el pensamiento acerca de los procesos en una consideración de los modos de su articulación en el tiempo — en un interés en la filoso­ fía de la modalización, del cual el amplio interés en la filosofía de Spinoza era una manifestación. Pero para los historiadores — al menos para aquellos que se intere­ saron en alguna medida en esas cuestiones teóricas— el colapso de la dis­ 49

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tinción entre la forma y el contenido de sus relatos del pasado susci­ taba la amenaza del formalismo, anatema tanto para la izquierda como para la derecha del espectro ideológico. Si un proceso histórico era iden­ tificare por su forma y si esa forma era la de la narrativa, ¿cómo se podía distinguir lo histórico de lo ficcional o aun de las narrativas «míticas»? La respuesta de los principales historiadores profesionales fue some­ ter a discusión ese asunto, apelando a la autoridad de las reglas y pro­ cedimientos reconocidos como de naturaleza propiamente historiológica por «la comunidad de historiadores profesionales». El relativismo implícito en esta investidura de autoridad en «la» comunidad, para decidir qué era y qué no era un método propiamente histórico, o un modo de representación, sería conjurado por el cultivo de una histo­ riografía «crítica» — una apertura a todas las teorías de la historia que no representaban un enfoque frívolo o nihilista, del tipo supuestamen­ te producido en las ciencias humanas por «el giro lingüístico». Esta fra­ se — «el giro lingüístico»— se refiere a una construcción de la histo­ ria como una empresa constructivista, basada en una concepción textualista de la relación entre el lenguaje y la realidad. El textualismo supone que todo lo que es tomado como real es constituido por repre­ sentaciones, y no que pre-exista a todo esfuerzo de ser captado en el pensamiento, la imaginación o la escritura. La representación de cualquier cosa que sea — tanto en imágenes visuales, auditivas, táctiles o verbales— establece un sitio en el que pue­ de discernirse la diferencia entre la realidad y sus formas de manifesta­ ción. Pero, al mismo tiempo, la representación de un estado de cosas (tal como un suceso histórico) en un medio dado (tal como una narra­ tiva histórica) dirige la atención a la diferencia entre la cosa represen­ tada y su representación. Es esta diferencia la que hace posible la com­ paración crítica entre una representación de «el pasado» o cualquier aspecto de él y cualquier otra. La creencia en la conmensurabilidad de diferentes representaciones de cualquier aspecto del pasado depende de una creencia previa en un pasado al cual todas las representaciones pueden ser referidas, y que pueden ser distintamente apreciadas en cuanto a su validez y status como contribuciones a nuestro conocimien­ 50

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to de él. Pero el pasado real no es, por supuesto, accesible, excepto por medio de sus representaciones — indexicales, ¿cónicas o simbólicas, según sea el caso. Es, naturalmente, un lugar común de los estudios históricos tradi­ cionales, que el pasado está representado en los restos — documenta­ les, monumentales y arqueológicos— que ha dejado tras de sí. De acuer­ do con este punto de vista, la tarea de un historiador es como la de un arqueólogo, que consiste en encontrar un pasado oculto entre escom­ bros y que sólo se requiere remover los detritos acumulados para que se haga presente tal como era realmente, en una condición más o menos prístina. Así enfocada, la tarea compositiva del historiador es la de un transcriptor más bien que la de un traductor entre el pasado y el pre­ sente. Los mensajes que yacen latentes en las ruinas del pasado no tienen que ser reconstruidos sino meramente decodificados para su recepción por sus receptores pasados y presentes. Los historiadores son los receptores y transmisores pasivos de esos mensajes, no co-compositores de ellos. La validez de sus transmisiones es evaluable sobre la base de lo que la «comunidad de historiadores pro­ fesionales» considera como las reglas y procedimientos para manejar la evidencia de una clase específicamente histórica. Así, pues, la represen­ tación del pasado, sus elementos y las relaciones entre ellos no constitu­ yen un problema; porque los objetos de interés histórico se han cons­ tituido a sí mismos por la acción de agentes y agencias del pasado. Es todo cuestión, ni siquiera de interpretación o explicación, sino de des­ cripción y de inscripción de la descripción en un discurso escrito que manifieste la historicidad de los objetos descriptos. Ahora bien, desde la perspectiva de una concepción textualista de la representación, la descripción es un medio de constituir estados de cosas como objetos posibles de interés histórico y como candida­ tos para su inclusión entre las clases de objetos considerados dignos de ser inscriptos en un discurso histórico. Si el discurso en cuestión ha de ser volcado en la forma de la narración, los objetos a represen­ tar deben ser descriptos simultáneamente como poseedores de los atri­ butos de la historicidad y la narratividad. 51

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La historicidad (sustancia histórica) de un objeto, se establecerá por la descripción del objeto de acuerdo con las reglas de evidencia que prevalecen en «la comunidad de historiadores» en una época y lugar particulares. Pero su narratividad es otra cuestión. No hay reglas de narración similares a las reglas de evidencia (a menos que se admita, como yo creo, que las reglas para procesar materiales históricos a fin de consti­ tuir con ellos datos relevantes a una causa dada sean tan convencio­ nales, y por tanto tan socialmente específicos, como las reglas de narra­ ción). Esto se debe a que la narración requiere que los agentes, sucesos, instituciones y procesos sean, no tanto conceptualizados como figu­ rados (mises en figure) en un doble sentido. En primer lugar, deben ser imaginados como las clases de personajes, eventos, escenas y procesos que aparecen en las historias — fábulas, mitos, rituales, romances, novelas y dramas. Y en segundo lugar, deben ser presentados como tropos (troped), es decir, como teniendo entre sí relaciones de la cla­ se de las que se encuentran en las estructuras arguméntales de tipos genéricos de historias, tales como la épica, el romance, la tragedia, la comedia y la farsa. La descripciones de entidades pasadas como figuras de historias situadas en épocas y lugares específicos produce las representaciones históricas del tipo «crónicas». La atribución a estas figuras de funcio­ nes arguméntales dota a la trayectoria de sus vidas con un significado argumental. El significado argumental es una manera de construir procesos históricos a la manera del cumplimiento de un destino o sino, considerado, no como un caso de causalidad mecánica o teleológica, sino como contingente, en la interacción del libre albedrío (elección, motivos, intenciones), por una parte, y límites históricamente especí­ ficos impuestos sobre el ejercicio del libre albedrío, por otra. El cumplimiento (Erfullung) es entendido como una actualización de todas las posibilidades de acción contenidas en la «situación» (el con­ texto figurado como una escena de acción posible). La configuración de agentes, agencias, acciones, sucesos y escenas como elementos de conflictos dramáticos y sus resoluciones (ya sea como victorias o como 52

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derrotas) es un medio por el cual se construyen las interpretaciones narrativas de procesos históricos. El tramado de la intriga (mettre en intrigue) es el medio por el cual un conjunto específico de eventos, ini­ cialmente descriptos como secuencia, es «de-secuenciado» y puesto de manifiesto como una estructura de equivalencias — en la cual se mues­ tra que sucesos anteriores de la cadena son anticipaciones, precurso­ res o prototipos de los posteriores, ejemplificaciones más plenamente «realizadas» de ellos. (En el relato de Tácito del gobierno de Nerón, se muestra que los sucesos de los primeros cinco años de su gobierno, en los que aparecía como un «buen» emperador, son «figuras» — incom­ pletas, parciales o anticipaciones enmascaradas— del «mal» emperador que subsecuentemente reveló haber sido.) Es la figura realizada la que arroja su luz hacia atrás — retrospec­ tivamente y, en el relato narrativo, retroactivamente— en las figuracio­ nes anteriores del personaje o proceso que se relata. Es el modelo de cumplimiento de la figura de la narratividad el que otorga credibilidad al lugar común de que el historiador es un profeta, pero alguien que profetiza «hacia atrás». Es lo que justifica la noción de que el historia­ dor, en contraposición con los personajes históricos que estudia, ocu­ pa una posición privilegiada de conocimiento, en virtud del hecho de que, llegando después de que un conjunto dado de sucesos han teni­ do lugar, «él sabe cómo los sucesos en realidad resultaron». ¿Pero qué puede significar aquí que «realmente han tenido lugar»? Sólo puede querer decir que el historiador ha tratado su figuración de un con­ junto dado de hechos como si «terminase en su cumplimiento», que le permite «reconocer», en hechos anteriores de la secuencia, anticipacio­ nes borrosas e imperfectas de «lo que habrá sido el caso más adelante». El efecto significativo del relato narrativo de la secuencia es producido por la técnica de relatar sucesos en el orden de su acontecer, pero inter­ pretándolos como «claves» de la estructura argumentativa, que se reve­ lará sólo al final de la narración en la configuración de los sucesos como «cumplimiento». Hay mucho más para decir acerca del modelo de cumplimiento figurativo de la narratividad y de las distintas formas que asume en la 53

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escritura e historiografía clásica, cristiana y post-renacentista. Sobre todo, debemos notar su función como modelo de toda narración his­ tórica del pasado en un modo celebratorio o redentor. Lo que Hillgruber y Nolte llamaron «el placer de la narración» fue propuesto en pro de la causa redentora de una «porción» del pasado alemán, considera­ da digna de ser narrada, y narrada como un drama de realización más que de degradación y degeneración. El drama de redención como rela­ ción de promesa y cumplimiento está ya contenido (podríamos decir «realizado») en las palabras de Jesús (en Marcos 1,15): el tiempo (kairos) está cumplido {peplerotai) en la víspera de su entrada a Jerusalén, cuando la alianza entre Dios y los judíos se «cumpliría» en su Pasión. Pero estas consideraciones requieren un tratamiento más amplio que el que podemos darles aquí. El punto importante tiene que ver con la naturaleza constructiva (o, más precisamente, constructivista) de la narrativización, y la naturaleza de esas técnicas de figuración, sin las cuales los sucesos históricos no pueden ser dotados de un sentido narrativo. La historia, la antropología y el psicoanálisis son, según creo, las únicas disciplinas de las ciencias humanas que tratan a la narrativiza­ ción como un medio legítimo de explicación, más que como un ins­ trumento de vulgarización para introducir descubrimientos a un audi­ torio lego. Que las narrativas tienen que ser compuestas (o construidas) no hace falta decirlo, aun si se considera que su construcción es una actividad de copiar la realidad que representan, más que hacer corres­ ponder un modelo pre-construido de secuencialidad con una parte del mundo, al cual se descubre entonces que se asemeja. Pero tanto una de estas nociones de verosimilitud como la otra ignoran o reprimen la con­ ciencia del hecho de que la porción de realidad-a-ser-representada como, o en, una narración, debe a su vez ser construida — por medio de téc­ nicas de descripción que convierten los hechos (contextos, personajes, sucesos, instituciones y procesos) en figuras. El personaje histórico Napoleón III debe ser «configurado» — como un héroe, o bien como un charlatán— si ha de ser aprehendido de manera creíble como un «personaje», que podría ser plausiblemente 54

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presentado como si apareciese en la clase de «dramas» cuyos guiones Proudhon y Marx, respectivamente, escribieron acerca de él. Por cier­ to hay una diferencia entre una configuración y una conceptualización de sucesos y procesos históricos. Pero, vistos como operaciones, por las cuales, por una parte, se produce una representación narrativa y, por otra, una explicación en forma de demostración, la conceptualiza­ ción es siempre una abstracción de una figura. Cuando se trata de cons­ truir el pasado histórico, la figura precede al concepto más que a la inversa. Esta es la diferencia entre la historia h la Ranke y la filosofía de la historia a la Hegel. Permítanme dar un ejemplo (aunque soy plenamente consciente del riesgo que corro de estropear mi propio argumento al hacerlo — pues un «ejemplo», como todos sabemos, es en sí mismo una figu­ ra retórica que supuestamente produce el «efecto de concreción» a cos­ ta de desviar la atención de una debilidad en el argumento conceptual, disimulándolo). En el reciente Historikerstreit en Alemania, el debate giró no sólo en torno a la «singularidad» o «comparatibilidad» del Tercer Reich con otros regímenes más o menos genocidas conocidos en la historia, sino tam­ bién sobre la posibilidad de «maquillar» los efectos de una «narración» de las acciones de cualquier grupo, relacionado de cualquier modo que fuese con la Solución Final. El lector recordará mejor que la mayoría cómo Andreas Hillgruber fue convertido en un cordero para ser sacri­ ficado en el altar dedicado tanto a la ciencia como a la justicia, por dig­ narse llamar a lo que sucedió en Alemania durante los dos últimos años de la guerra «die Zerschlagung des Deutschen Reiches» y a lo que les sucedió a los judíos «das Ende des europaischen Judentums». Recor­ darán cómo Hillgruber fue puesto en la picota por atreverse a sugerir que un grupo específico de agentes históricos — unidades de la Wehrmacht defendiendo el Frente Oriental en el último año de la Segunda Guerra Mundial— podía ser plausiblemente representado en un rela­ to narrativo que redimiría en cierto modo su status de héroes, y por tan­ to redimiría algo del honor nacional alemán de las cenizas de una igno­ minia general. En otras palabras, Hillgruber debió ser expulsado de la 55

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profesión por hacer lo que los historiadores siempre han hecho: tratar de legitimar el pasado histórico y contar historias acerca de él — o, más bien, contando historias acerca de él. En este debate se dio por sentado que todos sabían a qué se esta­ ba aludiendo con Alemania, la Unión Soviética, el Gulag, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la Solución Final, el Frente Orien­ tal, sin mencionar a los turcos, los armenios, Pol Pot, Himmler, etcé­ tera — y en efecto así era. Eran, o habían sido cosas, sucesos, personas, programas, lugares, pueblos, entre otros. No había forma de negar su realidad pasada o presente. Lo que se percibía sólo confusamente, y en caso de percibírselo no se lo enfatiza­ ba, era que lo que se estaba comparando o calificando como «incom­ parable», «único» o «inconmensurable», eran las diferentes descripcio­ nes de estas entidades que habían sido «afirmadas» y configuradas como posibles objetos de comparación, explicación o juicio moral, antes de aplicarles las metodologías específicas, herramientas conceptuales y ter­ minologías técnicas que se suponía las fijaban como «hechos» en una zona específica de «el pasado». (En este caso, el pasado «reciente» era, en sí mismo, menos un concepto que una figura temporal de un tipo particularmente ambiguo.) El debate giraba en torno a cuestiones de evidencia sobre cómo evaluar los restos del pasado disponibles en los registros documenta­ les y, en consecuencia, tomaba la forma de acusaciones de mala fe, inter­ cesión especial o prejuicio político de ambas partes. Y esto aun cuan­ do, como todos creían o decían creer, los litigantes fuesen historiadores profesionales con credenciales impecables de éxito profesional. La causa de esta paradójica situación — tal como yo la veo— era el fetichismo de la literalidad, que ha pesado sobre la profesión de his­ toriador desde que se separó de su tradición como una práctica litera­ ria o discursiva y comenzó a aspirar al status de una «ciencia» de lo «con­ creto». No entraré ahora en esta historia, excepto para decir que, con este paso, los estudios históricos se negaron sistemáticamente a ver el hecho de su propia naturaleza discursiva, el estatuto de la historiogra­ fía como una práctica de «composición» y los métodos irredimible­ 56

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mente tropológlcos de constituir objetos históricos como sujetos de narrativa. Quiero decir con esto que, en razón de la naturaleza del objeto de estudio del historiador — como un objeto situado en «el pasado» y, por definición, ya no un objeto que pueda definirse ostensivamen­ te, es decir, un objeto al que es sólo posible referirse o indicar por vía de sus restos— el historiador debe y puede sólo señalarlo como una figura, una imagen verbal, un simulacro de una cosa que podría ser vis­ ta, una cosa virtual, que admite por tanto diferentes nociones de lo que podría haber sido, o en lo que podría haber consistido en su estado real anterior. Y esto pone un límite tanto a la posibilidad de reducir interpreta­ ciones rivales de la cosa a la mejor o más plausible interpretación, como también a la posibilidad de reducir nociones rivales de «cuáles son los hechos» a la mejor o más exacta representación de los hechos. Porque los hechos son figuraciones que se postulan como predicaciones, imá­ genes postuladas o representadas como manifestaciones de los conte­ nidos conceptuales de declaraciones sometidas a una lógica de la iden­ tidad y de la no-contradicción. Pero la lógica de la representación narrativa del mundo — ya sea de su pasado como de su presente o de la relación entre ambos— es una lógica de figuras y tropos, que no es una lógica en absoluto, a menos que pueda decirse que una agrupación de imágenes es una estructura de significado de tipo lógico Creo que Walter Benjamin percibió esto cuando escribió que «la Historia no se fragmenta en historias; se fragmenta en imágenes» — en respuesta a la crítica de Adorno a su obra, como una melange de «mis­ ticismo y positivismo», porque carecía de una «teoría». Benjamin, como sabemos, trató de teorizar lo que llamó la «imagen dialéctica», que cap­ taba la naturaleza contradictoria de todo suceso específico «histórica­ mente significativo» del pasado. Para él, las imágenes que podemos encontrar «atrapadas» en los registros como una mosca en el ámbar no son aquellas que exhiben la figura de una realidad social inequívoca e internamente consistente, sino aquellas que apresan, como en una inmó57

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vil fotografía, un momento de tensión y cambio, una intermitencia entre dos momentos de presencia putativa. No estoy seguro de esto, pero creo que en sus intentos de teorizar la «imagen dialéctica», Ben­ jamín delató una intuición expresada en la observación que señalé más arriba: «La historia no se fragmenta en historias (stories); se fragmenta en imágenes». La verdad es —y hablo sólo figurativa más que literal­ mente— que todas las imágenes del pasado son «dialécticas», llenas de las aporías y paradojas de la representación. Y que sólo pueden ser «rea­ lizadas» por narrativización: como historias (stories).

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¿NARRAR H IS T O R IA O H A C E R H ISTO RIA ?* Otra vez acerca del sentido de la historia Herbert Schnádelbach (Universidad H um boldt de Berlín)

1. Ante la pregunta por la diferencia entre «historia» y «filosofía de la historia» es válida, por lo menos desde la mitad del siglo XD í, la siguien­ te afirmación: la pregunta por el sentido de la historia es una cues­ tión específicamente filosófica y cuando los historiadores quieren dar­ le una respuesta, entonces dejan la frontera de su territorio y se vuelven filosóficos. Los historiadores dan por supuesto que existe sentido en la historia, es decir que en ella existe algo que puede ser comprendido, la comprensibilidad de principio vale en general como marca de la dife­ rencia entre lo meramente natural, que sólo puede ser explicado, y lo histórico, que, según la concepción dominante, se distingue de lo natu­ ral en tanto exhibe sobre la mera explicación un excedente que puede ser aprehendido únicamente por medio de la comprensión de sentido. Esta bien conocida demarcación entre naturaleza e historia por medio de la diferenciación metodológica entre explicación y comprensión no está libre de contradicciones, lo cual se da con buenas razones, a las que he de volver. La búsqueda del sentido en la historia fue siempre aquelio que impulsó a los historiadores para ir más allá de la mera enume­ ración de hechos y acontecimientos, lo cual llevó naturalmente a un * Traducción de Esteban Speyer.

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paso siguiente, que fue preguntar por el sentido de la historia como un todo, con la esperanza de obtenerlo, no a partir de ciertos principios a priori, lo cual sería el modo de la filosofía de la historia idealista, sino desde de la propia investigación histórica, desde el momento en que ella fue llevada al nivel de historia mundial o universal; en este sentido Ranke soñaba con el «Relato de la Historia Universal». La conciencia metodológica más agudizada de los historiadores posteriores significó el rápido abandono de éste a esta meta elevada; ellos resignaron el sen­ tido de la historia y lo cedieron a la especulación de los filósofos o de aquellos que se creían tales. 2. Resulta sorprendente ver de manera retrospectiva cómo no sólo los historiadores sino también los teorizadores de la historia estuvieron casi siempre satisfechos con una mera preconcepción intuitiva de la noción de sentido, en cuyo desarrollo teórico no suele encontrarse nada más que el recurso a la diferencia entre explicar y comprender, la cual fue formulada, contraintuiva y terminológicamente en muy reciente data. Por lo general, solemos entender algo cuando eso nos es expli­ cado y todavía Kant refiere el comprender al entendimiento, cuya máxi­ ma prestación cognitiva consiste, según él, precisamente en explicar según leyes generales. Tampoco en Hegel el comprender está aún cla­ ramente separado del conocer, explicar o concebir; recién con Schleiermacher adquiere el concepto de la comprensión hermenéutica bordes más claros. Aunque el concepto de sentido brille con cambiantes colo­ res hay una distinción, por lo menos, que habría resultado útil en toda ocasión, y es aquella que nos lleva a la dualidad semántica de historia, como res gestae y como rerum gestarum memoria. La distinción, que en idioma alemán puede ser expresada con las dos palabras Geschichte (his­ toria) e Historie (historiografía), nos lleva por sí sola, al emplear tam­ bién el concepto de sentido, a la diferencia entre sentido de las accio­ nes y sentido de la transmisión de la historia, es decir, a la diferencia entre el sentido de historia e historiografía respectivamente. Compren­ demos acciones y comprendemos transmisiones en el medio formado por signos, símbolos, palabras, oraciones y textos; en ambos casos habla-

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inos de «sentido», pero cuando usamos la conocida fórmula «sentido y significado» (Sinn undBedeutung), con «significado» nos estamos refi­ riendo en estos casos a cosas bien diferentes. Entendemos el significatío (Bedeutung) de las acciones como su importancia (Bedeutsamkeit - significancé), mientras que el significado de la transmisión tiene que ver con aquello que es referido (meaning) con la transmisión. Esta distinción entre sentido de las acciones y sentido de las transmisiones no debe llevar tan fácilmente a una división taxativa en la cual el sen­ tido de las acciones pertenezca a la historia y el sentido de la transmi­ sión a la historiografía. De todos modos es verdad que los historiado­ res intentan descubrir el sentido de las acciones en el campo de las res gestae, mientras que la rerum gestarum memoria tiene su apoyo en el sentido^de las transmisiones de las fuentes. De la misma manera, aquellos que siempre tuvieron interés en la historia confiaban en poder obtener sus transmisiones del proceso his­ tórico mismo: en la historia sagrada, a partir de las intenciones divinas hacia la humanidad, en la especulación histórica del idealismo, a par­ tir de la razón en la historia y en el Historismo, a partir de la esencia del ser humano, acerca del cual Droysen dice: «En lugar de un concep­ to de la especie, lo propio de él es la historia». La propia historiogra­ fía es impensable sin el sentido de la acción, no solamente porque ella misma construye, en su propia dimensión pragmática, un contex­ to de acción dominado por intereses y atravesado por decisiones, sino también porque el sentido histórico de la acción, que ella hace su ob­ jeto, transportado en el medio del sentido de la transmisión, no per­ manece en el ámbito de la idealidad pura, sino que actúa de vuelta sobre nuestra conducta real. Esta conexión específica entre el sentido de la acción y el sentido de la transmisión en la historiografía fundamenta no sólo la tarea cultural específica del historiador, sino también su responsabilidad política. Resulta también claro en contextos filosóficos gene­ rales que no se pueda establecer una separación tajante cuando se distin­ gue entre el sentido de la acción y el sentido de la transmisión. El pragmatismo intenta, es sabido, reducir el sentido de la transmisión de signos, símbolos, palabras, oraciones, textos, al sentido práctico 61

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de las exteriorizaciones de los portadores del sentido de la transmisión, mientras que los hermenéuticos, inversamente, se inclinan a hacer desa­ parecer el sentido práctico de la acción de la transmisión y de lo comu­ nicado en el medio «sentido de la transmisión». 3. La diferenciación analítica entre el sentido de la acción o senti­ do práctico y el sentido de la transmisión puede ser importante como defensa tanto frente a la hipertrofia pragmática del sentido de la acción como frente a la hipertrofia hermenéutica del sentido de las transmi­ siones; pero resulta imprescindible en la teoría de la historia (Historik), la comprensión teórica de aquello que sucede en la historiografía (His­ torie). Aquí se hace necesario recordar otra vez que únicamente en el medio constituido por el sentido de la transmisión de la historia pode­ mos tener frente a nosotros el sentido histórico de la acción, por el cual tenemos, en primer término en cuanto historiadores, interés. Nues­ tro realismo ingenuo nos permite olvidar por un tiempo que la histo­ ria sucedió, es decir, ha pasado, y que su objetividad nopuede ser Igual a la de nuestros objetos presentes. Esto no puede ser, sin embargo, un motivo para negar, a la luz de las nuevas modas constructivistas, toda objetividad a la historia y considerarla sólo el producto de cada histo­ riador. Se puede enfrentar este mal idealismo con la diferenciación entre la producción y la constitución de la historia. Si de hecho la historia fuera un producto de los historiadores, ellos tendrían el poder de vol­ ver a hacer la Guerra de los Treinta Años, o, al menos, proveerla de otro desenlace, lo cual es absurdo. Constitución, por el contrario, significa (ya en Kant) la determinación de lo indeterminado, esto es, el orden conceptual de los materiales múltiples, aun desordenados que están dados por las informaciones transmitidas sobre lo pasado, del cual pro­ viene aquello que podemos saber, con una objetividad siempre discu­ tible, sobre lo pasado. La raíz de la cualidad objetiva de la historio­ grafía ha de ser buscada en la resistencia que el material histórico ofrece a un ordenamiento y encasillamiento arbitrarios; el historiador no pue­ de meramente forzar las informaciones recibidas por la tradición en esquemas puramente elaborados, aquéllas deben más bien caber ade-

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diadamente en ellos. (Es simplemente una tontería sostener que César nació en Buenos Aires o que podría haber estado casado con Marilyn Monroe.) Un objetividad más objetiva no existe, pero tampoco en las ciencias naturales. La filosofía analítica de la historia nos ha enseñado sobre este pun­ to que la constitución de lo histórico sucede de manera narrativa, es decir, con el medio lingüístico del relato; esto no quiere decir que los historiadores sólo puedan narrar, sino que su proprium, aquello que conforma esencialmente su hacer, es la narración. También aquí vale: no es posible pretender narrar acerca de todo o de cada cosa, cualquier historia; el narrativismo radical es un mal idealismo y una fantasía omni­ potente de historiadores ingenuos. Así como las conclusiones históri­ cas pueden fracasar respecto de las fuentes, hay que contar siempre con que las narraciones también pueden marchar hacia el vacío, no confor­ mar ningún sentido, es decir, no tener ninguna capacidad explicativa o significativa o solamente añadir a los misterios históricos otros tan­ tos misterios. No disponemos aún de ninguna teoría completa de la falsificación metódica de narraciones, pero yo pienso que aquí podría tener un papel importante un criterio de coherencia con las caracterís­ ticas aludidas: la idea, pues, de que deben ser rechazadas aquellas narra­ ciones que tornan lo narrado, que ya habíamos creído haber entendi­ do, más incomprensible y no más comprensible, a no ser que sustituyan el plexo narrativo existente por uno nuevo, que en conjunto exhiba un grado de comprensibilidad mayor. 4. La relación de constitución narrativa entre historiografía e his­ toria tiene importantes consecuencias para mi tema: la relación entre hacer-historia y narrar-historia. El hecho de que somos nosotros — y no Dios o el destino— quienes hacemos la historia, de que ella sea nues­ tra obra y de que tengamos responsabilidad por ella, es la idea funda­ mental de la filosofía de la historia de la modernidad. Para la cues­ tión del sentido, esto significa: puesto que somos nosotros, no poderes trascendentes, los autores de nuestra propia historia, ella debería resul­ tarnos completamente transparente y comprensible, de acuerdo al prin-

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cipio de Vico, por el cual puede ser completamente conocido sólo aque­ llo que uno mismo ha hecho; pero precisamente, éste no es el caso: «Como los hombres no se conducen de manera meramente instintiva como los animales en sus esfuerzos, pero tampoco como razonables ciudadanos del mundo, de acuerdo a un plan acordado previamente, no parece posible una historia de los hombres de acuerdo a un plan (como es el caso de las abejas o de los castores). Es irresistible un cier­ to enojo cuando se ve la representación de su hacer y omitir en el gran teatro del mundo; cuando, a pesar de una aparente sabiduría en cir­ cunstancias individuales, todo está entramado en la torpeza, capricho infantil, maldad e inclinación a la destrucción: por lo cual no se sabe finalmente qué concepto hacerse de una especie que cree poseer las mejores cualidades». Kant fue el primero en formular la extraordina­ ria dramatización del problema deí sentido que necesariamentesigue al abandono de la concepción mítica y religiosajde la historia; aquélla abarca, como muestra la cita, el sentido de la historia en su conjunto, como acción tanto como transmisión. Aquello que sucede en ella y aquello que nosotros podemos entresacarle sobre nosotros mismos, no coincide sencillamente con nuestra autocomprensión en tanto seres racionales, ya que el resultado general es en conjunto desconsolador, por más que los sucesos históricos muestren buenas razones en su limi­ tado espacio propio. La irracionalidad del proceso histórico, produci­ da por nosotros mismos, es desde entonces el problema fundamental de la Filosofía de la Historia, del cual intentaron dar cuenta, cada cual a su manera, el idealismo alemán, el marxismo, la tradición histórico-hermenéutica, pero también Nietzsche y los suyos. ¿Pero cómo sería posible una «dotación de sentido a lo que carece de sentido» (Theodor Lessing)? Kant se conformó, como se sabe, con reflexiones, que no incluyó en las ciencias, sobre una intención ocul­ ta por parte de la naturaleza hacia los hombres, a cuya realización debe­ rán contribuir de manera inconsciente todos los esfuerzos y activida­ des humanas. Los filósofos de la historia idealistas y también muchos historiadores de los siglos XIX y XX no se conformaron sin más con esto y aspiraron a resolver el dilema kantiano con medios científicos, y así 64

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pretendieron descubrir el sentido práctico e informativo objetivo de la historia como un todo; ellos — sobre todos los marxistas— tenían así la esperanza de encontrar orientaciones imperativas para nuestra acción en una dimensión histórica. Se ve claramente lo fútil que esto resulta con sólo recordar que la constitución de la historia en la historiogra­ fía se realiza narrativamente: el hecho de que la historia muestre el sen­ tido de la acción únicamente en contextos narrativos significa que sólo podemos relacionar el sentido con lo histórico cuando éste ya ha suce­ dido, puesto que de la lógica de la narración se sigue que una historia que aún no está cerrada no puede ser narrada. El sentido práctico, que le podemos entresacar a la historia sirviéndonos de los instrumentos narrativos, no puede entonces ser concerniente para nuestra acción pre­ sente ni futura; la historiografía no logra por sí misma «racionalizar» nuestra acción histórica. 5. No hay, pues, un «hacer la historia». La historia no es realizable, ya que realizable es solamente aquello que todavía no es el caso. His­ toria es, por el contrario, lo sucedido, que si hace patente un sentido de la acción^ esto, es-únicamente a través del medio que c o n fo rm a d sentido de la transmisión narrativa, y este sentido no puede por prin­ cipio en ningún caso concernir al sentido de la acción, que necesita­ mos para nuestras acciones presentes y futuras. La creencia de Marx y Engels de que se estaría por fin ante el tiempo en el cual los hombres tomarían definitivamente su destino en sus propias manos, en el que harían su historia de mañera consciente y de que de este modo aban­ donarían la prehistoria para entrar en la auténtica historia humana, se muestra, de esta manera, como una utopía vacía y engañosa. Ante el fin del siglo XX, esta creencia ha perdido hace tiempo su brillo ori­ ginario para nosotros porque tuvimos que experimentar su peligro mor­ tal. ¿Qué sucede entonces cuando entran en escena hombres reales en lugar de la «intención de la naturaleza» kantiana o en lugar de la razón hegeliana en la historia, que por detrás de las propias espaldas de los hom­ bres lograba todavía ensamblar el caos de incontables racionalidades parciales de las acciones de los hombres en un plan general racional? 65

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En esa situación ellos deberían desempeñarse como un sujeto actuan­ te individual que hubiera puesto bajo su control todas las condicio­ nes exteriores de la acción; únicamente de esta manera podría la acción histórica satisfacer un elemental criterio de racionalidad práctica. La consecuencia política es el totalitarismo. Aquello que Marx y Engels pretendían degradar a mera «prehistoria» es nuestra historia, es decir, la historia humana. Difamarla por irracional sólo porque no satisfaga los estándares de la racionalidad práctica individual es aplicar una for­ ma de pensamiento errónea y que resulta sin embargo tan dócil a nues­ tra comprensión habitual como llena de consecuencias terribles. Es cierto, por un lado, que en el terreno histórico no se da de manera real una coincidencia entre la intención y el resultado de la acción sino de manera excepcional, pero la" causa de esto no es la irracionalidad pro­ pia de la acción misma, sino el hecho de que somos muchos, y que por lo tanto son muchos lo que intentan actuar racionalmente en este ámbi­ to. Lo que sucede a escala histórica es permanentemente el resultado de la interacción, la cooperación y la comunicación de numerosos acto­ res, e incluso, si todos los participantes actuaran de manera racional, el sentido de la acción común podrá ser descubierto sólo después de su realización. Hannah Arendt nos ha enseñado al respecto que esta plu­ ralidad básica, de principio, es lo que distingue la acción como suce­ so intersubjetivo del hacer monológico y que produce la apariencia de la irracionalidad global; éste es, sin embargo, el precio que debemos pagar por nuestra libertad práctica. 6. Estos pensamientos parecen conducir a un resultado muy insa­ tisfactorio: si el sentido práctico de la historia, por más que sea nues­ tra creación, se nos abre siempre con posterioridad, entonces nosotros no parecemos ser responsables de aquello que sucede a escala históri­ ca. Nada podemos hacer respecto de lo que no podemos disponer prác­ ticamente; nadie puede reprocharnos por algo que no está bajo nues­ tro poder. ¿Debemos por ello realmente abandonar la historia a sí misma? En este lugar deberíamos distinguir entre la responsabilidad por la his­ toria y la responsabilidad histórica. Nadie puede hacerse cargo de la 66

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responsabilidad por la historia como un singular, ni siquiera podría hacerlo un gobierno mundial totalitario y perfectamente organizado, ya que nunca lograría controlar todas las condiciones externas de su acción. Distinta es la cosa respecto de nuestra responsabilidad histó­ rica. Debemos, en cambio, sí hacernos responsables de gran parte de lo que ha sucedido y en lo cual hemos participado, ya sea como indi­ viduos o ya sea en contextos sociales, porque podemos en este caso ser responsables también en el sentido que la responsabilidad adquiere en la racionalidad práctica parcial. También somos corresponsables de aquello que futuros historiadores habrán de contar alguna vez de no­ sotros, esto es, por las acciones presentes y futuras que nos puedan ser atribuidas, de cuyo concierto intersubjetivo resultará narrativamen­ te en algún momento el sentido de nuestra historia. Nuestra responsa­ bilidad histórica es de esta manera primariamente responsabilidad por aquello que sucede y todavía sucederá; y es además la responsabilidad por aquello que sucede y sucederá con lo sucedido, así es en verdad res­ ponsabilidad moral y responsabilidad política, de la cual la historiogra­ fía no podrá desligarnos. El historicismo, es decir, la creencia en leyes históricas determinantes de los hechos, es algo más que una trampa para el pensamiento; consiste también en la peligrosa superstición de que nosotros podríamos desplazar hacia «la» historia aquello de lo que tenemos que hacernos responsables, y así aligerarnos moral y políti­ camente. De esta manera se nos plantea la cuestión de cómo coincidir nues­ tra percepción de la constitución historiográfica, o sea, narrativa, de la historia con la idea de la responsabilidad histórica. Desde la historia debe salir a nuestro encuentro algo que nos permita una vinculación práctica, de otro modo deberíamos abandonar la historia a la contem­ plación de los historiadóres; aparece pues la demanda por una concep­ ción de la historia como un todo, que nos permita identificar de mane­ ra segura los factores prácticos relevantes de lo histórico. Esta concepción de la historia debe satisfacer dos condiciones: por un lado debe dar cuenta de la constitución narrativa de su ámbito objetual, y al mismo tiempo evitar el fácil error de concebir el proceso histórico como un 67

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campo de acción singular de algún «súper-sujeto» cualquiera, sea Dios, la providencia, el destino o la humanidad. Yo pienso que estas dos con­ diciones quedan satisfechas si concebimos a la historia como evolución. Si no abandonamos la diferencia entre naturaleza e historia, podremos valernos de aquellos elementos del modelo evolucionista que resulten aptos para nuestra teoría, sin que este préstamo de la biología impli­ que la adopción de un naturalismo histórico. Mi tesis es: esto es posi­ ble con una concepción de la historia como evolución cultural. '-Jfc

7. Como la evolución también puede ser comprobada y repre­ sentada sólo de manera narrativa, el modelo evolutivo es aplicable al ámbito de la historia. En este sentido, los numerosos antecesores del homo sapiens se encuentran sólo en la forma de numerosos yacimien­ tos óseos, por lo general incompletos y aislados, que recién después de ser explicitados morfológicamente e insertados en una historia evolu­ tiva se vuelven elocuentes sobre la evolución de la especie humana. La evolución no puede ser observada directamente; siempre faltan esla­ bones intermedios y esta circunstancia ha contribuido una y otra vez al escepticismo frente a la propia concepción evolucionista. Si se recha­ zara la vinculación narrativa de los hallazgos de fósiles con el argumen­ to de que ésta no se sostendría en los propios hallazgos, la plenitud de lo viviente quedaría rígida, atrapada en una atemporalidad ahistórica, ya que géneros y especies podrían bien haberse extinguido sin haber evolucionado unos de otros (supongo que el creationism argu­ menta de esta manera). Sin embargo, el modelo evolucionista hace su aparición también como teoría; no se agota en lo narrativo, sino que pretende también ofre­ cer condiciones generales constantes (es decir, que puedan formar par­ te de una teoría) bajo las cuales tiene el cambio evolutivo y que son tra­ dición, variación y selección. Con la palabra clave «tradición» se quiere significar en primer término sólo el momento de la inercia evolutiva, esto es, el hecho de que mientras no actúen desde fuera factores trans­ formadores o perturbadores en el proceso evolutivo habrá status quo\ la bioquímica de los genes es aquello que procura esta clase de tradi­ 68

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ción en el ámbito de lo viviente. La variación es, por el contrario, la constante fuente de lo nuevo, que describimos como mutación si no es que se trata de simples errores en la transmisión de información gené­ tica. Por último interviene el mecanismo de la selección, él mismo está supeditado a numerosos factores parciales, y decide qué seguirá y qué no seguirá existiendo en este campo de lo nuevo. La conexión entre lo teorético y lo narrativo en el modelo evolutivo se da de for­ ma tal que ambos elementos pueden mutuamente apoyarse pero tam­ bién corregirse. La conexión narrativa de dos reconstrucciones morfo­ lógicas en una historia evolutiva puede ser considerada científicamente sostenible sólo si se pueden presentar condiciones de tradición, varia­ ción y selección que abarquen ambos reconstructos de manera plau­ sible. De modo inverso, es decir, cuando sus esquemas explicativos no son aplicables a datos que por sí mismos se dejen integrar en un contexto narrativo lleno de sentido, la teoría evolucionista queda vacía; aquí deben coincidir sobre todo las relaciones temporales del «antes/después». El modelo evolutivo es atractivo para el pensamiento de la histo­ ria porque no es teleológico; hace posible, por medio de la conexión narrativa, torna comprensible el cambio en el tiempo sin recurrir en ello a una finalidad o meta de este cambio; si pensamos de esta mane­ ra la historia como evolución ya no tendremos necesidad de concebir­ la por medio de una analogía con un contexto singular de acción, de esto modo podríamos eludir tanto la metafísica de la historia como el historicismo. La duda es ahora si no es demasiado alto el precio que tendremos que pagar por aplicar las ventajas del modelo evolutivo al campo de la historiografía: ¿dónde radicaría ahora la diferencia entre naturaleza e historia? ¿No nos veríamos obligados a convertirnos en darwinistas de la filosofía de la historia, y entonces también en sociafdarwinistas en su continuación filosófico-social? Este tema se impone también porque no alcanza con distinguir entre Naturaleza e Historia para afirmar la distinción que resulta fun­ damental para evitar convertirnos en darwinistas histórico-sociales, y que se trata de la diferencia entre naturaleza y cultura. Por el hecho 69

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de que nuestro punto de partida sea la constitución narrativa de la his­ toria en la historiografía no podríamos sin más concebir como histó­ rico todo aquello que se dejara narrar o que adquiriera un sentido racio­ nal recién a través de la narración. La dimensión de lo cultural no es lo único que puede ser narrado, también lo natural puede ser objeto de una narración, más aún, hay ciertos aspectos de la naturaleza que úni­ camente de manera narrativa pueden ser entendidos — como por ejem­ plo la sucesión de modificaciones de la costa alemana del Mar del Nor­ te; en este sentido también hablamos con derecho de «la historia de la Tierra» o de la «Historia del Universo». Otras «Historias» se colocan en un ámbito intermedio entre naturaleza y cultura: así, por ejemplo, la historia de la población del continente americano, que evidentemen­ te no fue un hecho puramente natural, ya que se trataba de seres cul­ turales que lo llevaron a cabo no «de manera meramente instintiva como los animales, pero tampoco como ciudadanos del mundo razo­ nables, de acuerdo a un plan preconcebido» para utilizar las palabras de Kant. La diferencia entre naturaleza e historia coincide de esta mane­ ra con la diferencia entre naturaleza y cultura, que ha de importarnos mucho si es cierto que no queremos ser simplemente naturalistas. Pues­ to que evidentemente el modelo evolutivo abarca la diferencia entre naturaleza e historia, resulta fácil incluir la diferencia entre naturaleza y cultura en el modelo evolutivo mismo — en tanto distinción entre evolución natural y cultural. Se torna claro en qué consiste esta diferencia cuando recordamos las notas características que destacan lo «cultural» sobre lo meramen­ te natural. Los procesos culturales no son nada sobrenatural, ningún más allá de la naturaleza, y para los que viven y actúan en estos pro­ cesos, éstos resultan en general algo muy natural. Arnold Gehlen dice «el hombre es por naturaleza un ser cultural», y de hecho los hom ­ bres que encontramos en la historia de la evolución han vivido siem­ pre en culturas; el hombre natural puro no existió jamás, salvo en la fantasía de algunos románticos. La cultura comienza allí donde cesa la conducta guiada de manera puramente instintiva y se abre la posibili­ dad de desarrollar y establecer de manera durable formas de compor­ 70

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tamiento novedosas, es decir que no se habían dado antes en el ámbi­ to de la naturaleza, y hacerlo de manera durable; sabemos hoy en día que esto sucede ya entre los primates, lo cual significa que el límite entre naturaleza y cultura no se corresponde sin más con el que hay entre el hombre y el animal. Con esto damos por supuesto que el comporta­ miento ya no sigue simplemente el modelo que se ha heredado, sino que obtiene frente a éste autonomía y desarrolla sus propias reglas; Gehlen describió esto como el debilitamiento de la regulación instin­ tiva que tiene lugar específicamente en la conducta humana. Pero esto es solamente una condición negativa de la cultura; la positiva aparece cuando se tiene en claro que la consolidación de formas de compor­ tamiento que ya no son meramente naturales exige un conducirse a sí mismo frente a estas formas de comportamiento, sus agentes iniciado­ res y sus condiciones de desarrollo. Este conducirse a sí mismo frente al comportamiento es primariamente una toma de posición práctica: de esta manera es el dominio del fuego lo que recién posibilita la supe­ ración del miedo natural frente a aquél; incluso los chimpancés adqui­ rieron la idea de utilizar las piedras, no comestibles y por lo general sólo molestas, como herramientas, la agricultura sólo es posible cuan­ do en tiempos de hambre y resistiéndolo trabajosamente se está en con­ diciones de conservar cereal sobrante para una siembra posterior. Este conducirse respecto de la conducta, su reflexividad, es la condición ele­ mental de toda cultura; sólo donde ella se realiza puede comenzar a haber evolución cultural. Pero la reflexividad ele la conducta sólo es una condición necesaria y aún no suficiente para la evolución cultural; podemos esclarecer esto por medio del ejemplo de la condición evolutiva «tradición». Sabemos que muchas especies animales han conformado un repertorio de com­ portamientos que no se transmite a los descendientes por medio de los genes sino a través del aprendizaje. Los cuervos aprenden a volar de sus padres o bien nunca, lo mismo sucede con las habilidades de caza del guepardo o con la construcción de nidos dormitorios por parte de los orangutanes. Una conducta natural, que evidentemente es innata, es ampliada y moldeada. En los casos en que los animales han creado estas 71

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tradiciones se torna especialmente difícil «hacer salvajes» a los anima­ les criados en cautiverio. En la naturaleza ya existen, pues, tradiciones, 7 ellas tienen, de manifiesto, un rol importante en la evolución natu­ ral. En cambio, podremos hablar de evolución cultural recién cuando los seres puedan comportarse sobre su propio comportamiento, esto es, cuando tengan, respecto de su repertorio de conductas adquiridas por medio de la modificación de conductas, la posibilidad de transmi­ tirlas o de no transmitirlas, de continuar con su tradición conductual o de interrumpirla. Precisamente es esta reflexividad de segundo nivel de la cual no disponen los animales; cuervos, guepardos u orangutanes no pueden decidirse a no enseñar a sus crías aquello que ellos han apreni o a guna vez; cuando no lo hacen, esto obedece a causas diferentes de una toma de posición. Yo pienso que es un hecho antropológico básico que la evolución cultural, que es nuestra auténtica historia gené­ rica, haya estado constantemente en peligro por la posibilidad de que las tradiciones previas fueran interrumpidas intencionalmente; esto sig­ nifico, sin embargo, al mismo tiempo, que hubiera oportunidades para lo novedoso y más lleno de sentido. Respecto de nuestros antepasa­ os mas remotos, supondremos lo mismo, si aceptamos que ellos ya eran seres culturales y La reflexividad específica de lo cultural y de la evolución cultu­ ré involucra de esta manera no sólo la conducta primaria, que es mode­ lada por conductas secundarias de enseñanza y aprendizaje, sino tamien estas mismas conductas de enseñanza y aprendizaje; la evolución cultural es posible solamente por medio de este conducirse a sí mis­ mo respecto del repertorio conductual que ya no es meramente instivo, solo así se distinguen también las tradiciones culturales de las tradiciones naturales. Esto vale también para los otros dos elementos estructurales y dinámicos de la evolución; deberíamos hablar de varia­ ción y selección natural recién cuando existan seres que estén en con­ dición de registrar de objetivar e inclusive tal vez de originar las modiícaciones del ámbito de aquello que resulta confiable y familiar y entonces poder tomar posición de manera más o menos expresa sobre a cuestión de si se debe o no aceptarlas y transmitirlas. La diferencia 72

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rmrc evolución natural y cultural debe ser en general reconducida a la estructura reflexiva de la conducta que posibilita la cultura, cuya acción es que los factores evolutivos tradición, variación y selección aparecen en el ámbito de aquello que está a disposición intencional por medio de los propios seres culturales. En este sentido nuestra his­ toria como género no es algo que sencillamente ha sucedido, como es el caso de la evolución de los seres vivos sobre este planeta o la del mis­ ino universo; desde que existe el pensamiento humano ya estaban en juego los seres humanos, con sus representaciones, intenciones, neceimlades y fines... Esta breve excursión en la antropología de la cultura quedará aquí inacabada. Debería ser completada por lo menos por una teoría de la intencionalidad, en la cual se toma posición, ante todo en laphilosophy ofrnind más que en la antropología, en la disputa del naturalismo. Lo que me resulta molesto del naturalismo es el hecho de que sus repre­ sentantes se ponen evidentemente felices y satisfechos cada vez que en la explicación de lo humanum arriban al subhumano, del cual, sin recu­ rrir al reduccionismo, no logran reconstruir nada. El miedo de los natu­ ralistas a que la intencionalidad, en tanto differentia specifica de lo cul­ tural se deje explicar únicamente de manera supranatural, o por medio ile la conjura de un dualismo trascendental de las substancias espíritucuerpo, carece de todo fundamento; para esto alcanza con una descrip­ ción precisa de las estructuras reflexivas de la conducta específicamen­ te humana. El modelo de la «posicionalidad excéntrica» del hombre en el reino escalonado de lo>orgánico en el modelo de Helmuth Plessner nos ofrece una guía que no ha sido superada. Desearía aún agregar que una teoría satisfactoria de la intencionalidad debe proporcionar la base para una teoría de la racionalidad que pueda ocupar filosóficamente el lugar de filosofía tradicional de la razón; también aquí, al igual que en la teoría de la historia como evolución cultural, hace falta una sólida base antropológica. 8. Recapitulemos: la mirada a la constitución narrativa de la his­ toria en la historiografía nos obliga a un historismo de nuevo tipo, a 73

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tmu historismo analítico» (Lübbe), que haya hecho propios los resul­ tados de la filosofía analítica de la historia. Este historismo es analíti­ co porque distingue entre naturaleza e historia de acuerdo a sus respec­ tivas condiciones de constitución y no de manera ontológica. De ello se sigue que lo natural también puede ser histórico y lo histórico, natu­ ral, en tanto pueda ser explicado de acuerdo a leyes. Es evidente que al pensamiento histórico le interesa en primer término la distinción entre naturaleza y cultura; sólo por medio de esta distinción puede ser fija­ da la diferencia entre el naturalismo y este nuevo historismo para lo cual debemos insistir en la diferenciación entre evolución natural y cul­ tural. La evolución cultural se distingue de la evolución natural por el hecho de que nosotros, las personas, tenemos la posibilidad de tematizar y de tomar posición práctica frente a las tres condiciones de la evo­ lución, que son tradición, variación y selección. Este resultado parece llevarnos de nuevo a una tesis que ya había­ mos criticado: ¿no conduce esta antropología de la cultura a la «facti­ bilidad» en principio de la historia? ¿Qué nos impide, una vez que hemos puesto delante de nuestra mirada la disponibilidad en princi­ pio de las condiciones de la evolución cultural, sostener la utopía de su disponibilidad total? Por el hecho de que sea tenido por un espectro político maligno, no nos espantaríamos si un estalinismo planetario fuera considerado nuestra última oportunidad sobre el planeta, de todos modos aquella utopía contiene un error de pensamiento. Es verdad que los hombres, desde que existen, continuamente han determinado e incluso controlado de manera intencional sus condiciones particulares de vida y desarrollo y con frecuencia con pesadas consecuencias; sólo de esta manera pudieron arrancarle a la naturaleza, que no se ocupa precisamente de ellos, la segunda naturaleza o mundo cultural suple­ torio. Las posibilidades de una conducción planificada de la evolución cultural han crecido, sobre todo en la modernidad, de manera gigan­ tesca, y se expandirán, luego de la decodificación del genoma huma­ no, también sobre su base biológica. Conducir no es por cierto hacer o producir. La historia futura estará en nuestras manos recién cuando estemos en condiciones de manejar todos los factores de la evolución 74

¿Narrar historia o hacer historia?

i ultural de una sola vez y no cabe contar que esto sea posible en un licmpo razonable, habida cuenta de la inusitada complejidad de su con­ junto de factores entrelazados. Esto también resulta improbable por­ que no estamos en posición de anticipar el futuro de manera acaba­ da, por ejemplo no sabemos hoy todavía aquello que alguna vez sabremos acerca de nosotros mismos — un buen argumento de Popper. La «gobernabilidad intencional en principio» de la evolución cul­ tural en detalle es para nosotros, seres humanos, a un mismo tiempo una posibilidad y una carga. Por un lado significa que las cosas no tienen por qué continuar como hasta ahora, lo viejo puede cesar y lo nuevo es posible. La evolución cultural entra en el ámbito de nues­ tra responsabilidad en la medida en la que podemos influir en ella inten­ cionalmente — en tanto responsabilidad histórica y no en tanto res­ ponsabilidad por la historia. Esto es una carga, porque precisamente el cómo habrá ésta de continuar es lo que no podemos obtener de la evo­ lución cultural narrativamente constituida; esto debemos responder­ lo y de esto hacernos responsables nosotros mismos en el marco de nuestra posibilidad de conducción, ya que el sentido práctico de la his­ toria que nos es dado en el medio del sentido de la transmisión historiográfica no nos proporciona el sentido de nuestras acciones presen­ tes y futuras en la escala histórica. La cuestión es entonces, ya que el saber histórico no está a dispo­ sición para ello, por medio de qué nos hemos de orientar en la conduc­ ción de la evolución cultural. Acá nos vemos remitidos ante todo al saber científico de tipo nomológico, el cual nos ilustra dentro de cier­ tos límites empíricos acerca de lo que nos cabe esperar, cuando apare­ cen en nuestras condiciones de vida variaciones, o después; si'éstas pue­ den ser influidas por nosotros, en este caso estamos llamados a tomar decisiones. Cuando finalmente quede establecida la relación causal entre el crecimiento descontrolado de las emisiones de CO> y las alte­ raciones globales del clima, y estas modificaciones no sean deseadas, deberemos actuar. Si no lo hacemos, también habremos actuado. Este ejemplo nos remite a los otros recursos de nuestro saber orientativo: a nuestras convicciones normativas, es decir, morales y políticas; bajo su 75

H erbert Schnadelbach

luz debe decidirse si todo aquello que nos resulta posible en el ámbi­ to de nuestras condiciones de vida, nos está también permitido. Nos­ otros fracasamos en nuestra responsabilidad histórica cuando dejamos librada a sí misma la selección de las variaciones que fueron creadas o son modificables por nosotros mismos. Así, la posibilidad del diagnós­ tico prenatal plantea el problema de que no sólo posibilita la terapia sino también la eliminación de los aún no nacidos, cuando se trata de discapacitados o, como en ciertas regiones del mundo, de niñas, y frente a esto es que debemos tomar posición moral y política. La filosofía de la historia se equivocaba cuando creía ser la fuente de nuestro saber nomológico y normativo en el ámbito de los asuntos humanos, ya que la historiografía sólo nos enseña acerca de lo que nos­ otros hemos hecho, pero no acerca de aquello que nosotros podemos hacer y debemos hacer. El sentido de las acciones nos muestra esto sólo en dirección al pasado; el sentido de su transmisión en la historiogra­ fía calla respecto del sentido de nuestras acciones presentes y futuras. Éste permanece bajo nuestra propia responsabilidad, y sólo nos cabe esperar que los futuros historiadores sean alguna vez capaces de narrar con sentido algo de todo esto.

TR A TA N D O C O N EL PASADO Carla Cordua (Universidad Católica de Chile)

Alies was gewesen ist, lasst sich verbessern. Das Herz der Geschichtsschreibung, ihr selber verborgen.1 E l ia s C a n e t t i

I Sabemos del pasado con toda seguridad que es tan irrecuperable tomo incorregible: no hay quien nos lo devuelva ni es sensato que­ rerlo diferente de lo que fue. En este doble sentido de lo que se mar­ chó sin remedio y ya no puede ser modificado, el pasado representa para nosotros uno de lo§ modos auténticos de la necesidad. Tenemos la impresión de que lo único adecuado frente a tal realidad es acep­ tarla y adaptarse a ella. Pero ni la más implacable necesidad es capaz de imprimir, por sí sola y de una vez, todas las posibilidades humanas. En c,Mc caso de los tratos con el pasado resulta obvio que a menudo conncguimos evitar que el ayer se sitúe completamente fuera de nuestro alcance; pues lo abordamos con éxito desde otras perspectivas que las 1. «Todo lo acontecido se deja mejorar. El corazón de la escritura histórica, ocul­ to para ella misma». Elias Canetti, D ie Provinz des Menschen. Aujzeichnungen 1942I '¡72, Fischer, Fráncfort del Meno 1980, p. 173. 77

Carla Ciiriliiu

que, en rigor, su concepto parece permitir. Examinando nuestras acti­ tudes Ircntc al pasado hallamos, tanto en la propia experiencia como en las letras sobre la ajena, una pintoresca y desordenada variedad de convicciones, maneras de entender, sentimientos y enfoques que dis­ ponen del pasado con libertad, a pesar de su fisonomía prohibitiva y huidiza. Al punto que estas posiciones que proceden de nosotros y se refieren al pretérito, consiguen establecer relaciones con él que com­ pensan de sobra las imposibilidades señaladas por la necesidad que cie­ rra el paso a la voluntad y a la visión imaginativa. La paulatina apropiación del pasado por los grupos y los indivi­ duos, en particular cuando lo consideran como origen de lo que han llegado a ser en la actualidad, es un proceso que trasmuta el ayer y el anteayer en general en el pretérito propio de alguien que lo liga ínti­ mamente a determinado presente y al futuro anticipado por esta actua­ lidad definida y personalizada.2 El estilo legendario de las historias de familia, que, aunque en parte expresa pretensiones vanas y obvias fal­ sedades, está ligado, por otra parte, a los planes de construcción de la personalidad y a los proyectos de vida de algunos de sus miembros. Jorge Luis Borges y sus antepasados, entre ellos Juan de Garay, el fundador de Buenos Aires,3 y los valientes militares, como el general Miguel Estanislao Soler,4 que en sus obras pelean batallas de instau­ ración de la nacionalidad, pertenecen tanto a la historia como a la inven­ ción del escritor, hombre de biblioteca que admiraba las hazañas de coraje y la capacidad de jugarse la vida en el momento preciso del heroís­ mo. Este pasado de su familia le permitió a Borges encontrar y darle

2. «Del pasado sólo se transmiten los episodios que se juzgan ejemplares o edifi­ cantes para “el camino” o “la vía” de un pueblo tal como se lo vive en el presente. El resto de la “historia” — arriesguemos la imagen— va a dar a la zanja.» Y. H . Yerushalmi, «Reflexiones sobre el olvido», en Usos del olvido, Comunicaciones al Coloquio de Royaumont, Nueva Visión, Buenos Aires 1989, p. 22. 3. Ezequiel de Olaso, Jugar en serio: Aventuras de Borges, Paidós, México 1999, p. 152. 4. María Esther Vásquez, Borges, sus días y su tiempo, Javier Vergara, Buenos Aires

1984, pp. 86-88.

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de sus temas, el del coraje físico, que se difunde en varia­ ciones por los cuentos, la poesía y los ensayos. ~ Si es verdad que debemos hacernos los que seremos, la apropiación del pasado recibido forma parte de la tarea que, entretanto, somos. Rainer María Rilke nació en Praga, una ciudad checa del Imperio Austrohúngaro. Pero Rilke no quiso ser ni checo, ni austríaco, ni, por la len­ gua, alemán. Se concibió, en cambio, como «un buen europeo». Explicó su origen diciendo: «Nacemos provisionalmente, por decir así, no impor­ ta dónde; es sólo gradualmente que componemos, dentro de nosotros mismos, nuestro verdadero lugar de origen, de manera que podamos nacer ahí retrospectivamente».5 También la nostalgia y la melancolía, entendida ésta como «triste­ za por un bien perdido»,6ocupan un lugar privilegiado entre las expe­ riencias del pasado que consiguen burlar, sin destruir lo que sabemos de la cosa misma, su inaccesibilidad práctica. La nostalgia y la melan­ colía, en efecto, pueden instruir sobre el contraste que existe entre lo que sabemos con certeza del pasado y lo que, a pesar de todo, segui­ mos exigiéndole, esto es, su vigencia actual. Pues en ellas se combi­ nan de muchas maneras y en grados diferentes la aceptación de la pér­ dida y de la petrificación de lo pasado con el sufrimiento en el presente vivo a propósito de él. No seríamos ocasionalmente melancólicos si el pasado no fuese remoto e irrecuperable; pero tampoco tendríamos esta experiencia de la melancolía si, abrumados por la evidencia de lo que hemos perdido, no dispusiéramos de los órganos capaces de devolver­ le, en la memoria doliente y la fantasía, su actualidad y su presencia sensible a lo que se nos escapó para siempre. Los poetas, mejor que nadie, y también algunos filósofos, saben hablar de estas combinacio­ nes paradójicas de lo posible y lo imposible. La nostalgia y la melanco­ lía son híbridos de ambos en relación con el tiempo trascurrido. Sche-

5. Cit. por J. M. Coetzee, «Going all the Way», en The New York Review ofBooks, XLVI, 19, p. 37. 6. F. W. J. Schelling, Werke, ed. por M. Schróter, Beck u. Oldenbourg, M únich 1927, vol. 4, pp. 357-358.

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lling las considera juntas, diferenciadas sólo por el grado: la melanco­ lía sería el caso extremo de la primera.

II Varias maneras vitales de relacionarse con el pasado entrañan, como partes suyas, diversas modos de concebirlo y tratarlo. La manera pecu­ liar de la historia como disciplina científica, cuyo objeto de estudio y reflexión es, precisamente, el pasado en cuanto tal, no es más que un modo de tratarlo entre otros. Aunque generalmente privilegiado por la convicción de los últimos siglos, e incluso, según algunas opinio­ nes, la única concepción correcta y seria de su objeto, ella se caracte­ riza por una parcialidad y aridez que compara de modo desfavorable con otras manifestaciones del pretérito.7En todo caso, aquí no nos pro­ ponemos clasificar las posibilidades de variación que presentan las ini­ ciativas humanas referentes al pasado. Hay algunas, sin embargo, — por ejemplo, la noción del pasado como tradición— que habiéndose empleado por largos períodos para prestar diversos servicios, resultan reveladoras de la época que las inventó y se valió de ellas para abordar el pretérito. Tales experiencias del pasado se encuentran disponibles como ingredientes de nuestro pretérito cultural: fueron descritas y usa­ das tanto para pensar y edificar teorías como para defender y atacar posiciones. Pueden ser examinadas en su contenido y juzgadas por los resultados que la operación con ellas arrojó. Su inestabilidad demues­ tra, por último, que operamos tan selectiva e interesadamente al con7. Las limitaciones de la historiografía en relación con su objeto de estudio han sido descritas y analizadas por muchos pensadores. Véanse al efecto algunas conside­ raciones críticas contemporáneas en la compilación de ensayos Usos del olvido (ya cita­ da en la nota 2); en particular, las observaciones de Yerushalmi, en las pp. 22-26; la descripción de las historias del Tercer Reich escritas en la Alemania de la postguerra que presenta ahí mismo Hans Mommsen, «El Tercer Reich en la Memoria de los Ale­ manes», pp. 53-65 y la exposición de Jean-Claude Milner sobre «El material del olvi­ do» en las pp. 67-78. 80

ccbir los tiempos idos como cuando se trata del porvenir. La posibili­ dad de establecer esta comparación debería resultar instructiva para la reflexión histórica. La actitud moderna ha ido produciendo diversos métodos para acceder al uso y conocimiento de la naturaleza. Este proceso de explo­ ración ha ayudado tanto a definir su objeto como las vías que condu­ cen a él. Pero además, tal vez sin proponérselo, ha configurado otras formas de trato con la naturaleza que contrastan con la científica y a veces rivalizan con ella. Ejemplos de alternativas al punto de vista cien­ tífico, que prosperan al mismo tiempo que éste son: la estética de la naturaleza, el hábito de la contemplación desinteresada de la misma, la perspectiva mística que descubre en lo natural un sentido indepen­ diente de los manejos humanos, las maneras ecológica y ética que la conciben como un sistema en principio cabal pero actualmente entur­ biado por la presencia e intervención‘del hombre en ella. De manera comparable, en los últimos dos siglos y medio de historia científica dedicada a «objetivar» el pasado y a demostrar que el pretérito consta de hechos encadenados causalmente entre sí o, cuando menos, gene­ rándose unos a los otros de modos comprensibles, se ha ido haciendo* evidente por contraste que existe una variedad de posibilidades de tra­ tar con el pasado que difieren abiertamente de la científica. Algunas de estas posibilidades divergentes de comprender y ope­ rar con el pasado se abstienen de impugnar a la ciencia histórica o de entrometerse con ella. Es el caso de la reflexión moral, que saca sus ejem­ plos y modelos del pasado historiado pero haciendo caso omiso de sus contextos temporales. Otras alternativas simplemente difieren de la consideración fáctica del pretérito y se relacionan de modo bastan­ te indirecto con la historiografía y su peculiar revelación del pasado. Tal ocurre con la llamada «historia» del arte, por ejemplo, que se hace llamar «historia» sólo porque procede a ordenar sus asuntos cronoló­ gicamente aunque este orden resulta incapaz de explicar las obras sin­ gulares y las individualidades de que en ella se trata. No faltan, por otra parte, las alternativas que rivalizan abiertamente con la historia y se ofrecen para sustituirla con ventajas, como ciertas filosofías de la his­ 81

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toria, que no se ocupan de hechos sino del sentido del proceso. Final­ mente también existen las relaciones con el pasado que juegan apar­ te, a lo silvestre y atrevido, como si no tuvieran noticia de lo que la ciencia y otras formas de ordenamiento y domesticación del pasado pretenden haber logrado. Ello ocurre, en particular, con producciones más bien ideológicas, como la ley de los tres estados de Comte o las supuestas leyes de la historia de Marx.

III El pasado que tiene aún cierta autoridad sobre nosotros, aquel en el que encontramos una capacidad eficiente de regir en alguna medi­ da nuestras vidas y conductas en el presente, es lo que llamamos una tradición.8 La tradición viva ejerce un poder determinante sobre el pensamiento y la acción; a pesar de que sabemos que viene de allá lejos, no ha perdido ni su valor ni su fuerza. Tradición es, por tanto, la auto­ ridad reconocida del pasado sobre la actualidad. Cuando la tradi­ ción es verbal y escrita, sostiene Gadamer, es capaz de efectuar en la actualidad una singular coexistencia de presente y pasado por cuanto lo trasmitido es libremente accesible a todos en cualquier m omen­ to.9 Hannah Arendt, hablando de Walter Benjamin, dice : «Pues la tra­ dición ordena el pasado, y no sólo cronológicamente sino, ante todo, sistemáticamente, por cuanto separa lo positivo de lo negativo, lo orto­ doxo de lo heterodoxo, aquello que es obligatorio y relevante de la masa de lo irrelevante o de las meras opiniones y datos [...] La tra­ dición discrimina [...]».10 En efecto, los herederos de una tradición no sólo preservan sus con­ tenidos contra el olvido, contra la discontinuidad y la distracción, sino 8. H .-G . Gadamer, W ahrheit undM ethode, J. C. B. Mohr, Tubinga 1960, pp. 152ss., 279ss., 264ss., 367ss. 9. Gadamer, ibídem, p. 367. 10. H . Arendt, M en in D ark Times, H arcourt Brace & Co., San Diego, Nueva York, Londres 1968, pp. 198-99. 82

que la tienen de guía e inspiración. De ella sacan las razones para deci­ dir en cierto sentido y para conducirse con vistas a determinados fines. Don Quijote, según propia declaración, no da un paso que no esté pre­ figurado en la tradición caballeresca que desea revivir en un mundo del que ésta ha desaparecido. Los herederos se relacionan múltiplemente con su fuente de inspiración y es a través de ellos, que no la sueltan en ninguna circunstancia, que la tradición ejerce su poder sobre el pre­ sente. Las tradiciones nos hacen, en alguna medida, conservadores, esto es, nos convierten en personas que oponen resistencia a la simple desa­ parición del pasado. Pero este conservadurismo es equívoco, pues exis­ ten tradiciones de muchas clases; es probable que no haya ninguna esfe­ ra de la vida humana que carezca de ellas y son de diversa procedencia. Así es como se puede hablar, paradójicamente, de una tradición revo­ lucionaria,11 cuya autoridad nos inclina contra la conservación mien­ tras hacemos lo posible por conservar tal inclinación. La tradición cuenta por lo general como uno de los elementos cons­ titutivos de la religión. Las formulaciones religiosas, las discusiones teo­ lógicas, la filosofía de la religión: todas apelan a la tradición para expli­ car y trasmitir las representaciones y doctrinas religiosas a las que se refieren. Pues lo que se comunica a los nuevos a lo largo de los tiem­ pos tiene que ser, si se trata de religión, un contenido sagrado que ha sido conservado incólume por quienes lo recibieron, comprendieron y guardaron, respetando su sentido originario. En la historia del cristia­ nismo la importancia inapreciable de la tradición ha sido siempre reco­ nocida y celebrada. La fe en la palabra bíblica se relaciona con lugares singulares, con sucesos históricos únicos y con revelaciones irrepetibles que son, también, profecías escatológicas. En consecuencia, los textos bíblicos deben ser comprendidos tal como son narrados y de la misma manera deben ser apropiados siempre de nuevo en el presente por las nuevas generaciones. Ejercen su autoridad sobre la actualidad aparte de toda consideración temporal. En este sentido, el papel de la tradi11. York 1976.

Título del capítulo 6 de On Revolution, de H . Arendt, Viking Press, Nueva

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ción en la vida religiosa constituye un caso privilegiado del prestigio y el poder del pasado sobre el tiempo presente.

IV La modernidad occidental cuestionó desde sus comienzos que las tradiciones a la sazón vigentes tuvieran una influencia beneficiosa sobre la vida cultural, las costumbres nuevas y las tareas intelectuales pen­ dientes. Francis Bacon, preocupado por el «estado del conocimiento», que no es próspero ni, a su juicio, avanza grandemente, se propone abrirle al entendimiento humano un camino completamente diferen­ te de todos los conocidos hasta aquí «para que la mente ejerza sobre la naturaleza de las cosas la autoridad que en propiedad le pertenece».12 «Es ocioso esperar un gran progreso de la ciencia mediante el cultivo y la incorporación de cosas nuevas en las viejas. Debemos comenzar de nuevo desde los mismos fundamentos si no queremos dar vueltas en círculo para siempre con un progreso pequeño y despreciable.»13 Bacon argumenta contra sus contemporáneos como sigue: los hom­ bres no entienden debidamente ni lo que poseen ni sus fuerzas; sobre­ estiman lo que tienen y subestiman lo que pueden. Debido a una valo­ ración extravagante de las artes que conocen omiten buscar más allá de ellas; y porque aprecian mezquinamente sus propios poderes usan sus fuerzas en asuntos de poca monta y nunca las ponen a prueba en las cosas principales. Es preciso confesar, dice, que «la sabiduría que hemos derivado principalmente de los griegos no se parece más que a la niñez del conocimiento y tiene la característica del niño: puede hablar pero no puede producir pues es fructífera en controversias pero estéril en obras [...] Y toda la tradición y las sucesivas escuelas siguen siendo una 12. Francis Bacon, The New Organon and related Writings, ed. y con una intro­ ducción de F. H . Anderson, The Bobbs-Merrill Co., Indianápolis, Nueva York 1960, p. 7. ■ 13. Ibídem, p. 46. Cf. aforismos XXXVIII, p. 47; XLIV, p. 49; LXII, pp. 5960; LXXVII, pp. 74-75.

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sucesión de maestros y escolares, no de inventores y de aquellos que continúan perfeccionando las cosas ya inventadas [—] La filosofía y las ciencias intelectuales, [...] paradas como estatuas, [son] veneradas y celebradas, pero no movidas ni avanzadas».14«La tradición [es] vana, y alimentada por rumores.»15 Uno de los vicios intelectuales que detie­ nen el avance del conocimiento de la naturaleza por la nueva ciencia es el de aquellos que como consecuencia de su «fe y veneración mez­ clan su filosofía con la teología y las tradiciones».16 Entre Los ensayos17 de Bacon uno está dedicado a la superstición. En toda superstición los sabios siguen a los estúpidos. Afirma: «Con gravedad algunos de los prelados dijeron en el Concilio de Trento [...] que los escolásticos eran como los astrónomos que fingían epicentros y epiciclos y movimientos de órbitas para salvar los fenómenos, aun­ que sabían que no había tales cosas. De modo similar, los escolásticos habían formulado numerosos axiomas y teoremas sutiles e intrincados para salvar las prácticas de la iglesia. Las causas de la superstición son: los ritos y las ceremonias agradables y sensuales; el exceso de santidad externa y farisaica; la reverencia exagerada hacia las tradiciones [...]; las estratagemas de los prelados en favor de su propia ambición y lucro [...]». El ataque de Bacon contra las tradiciones, en particular contra las ligadas a la iglesia, está dirigido en primer lugar contra el poder que ellas ejercen sobre el presente. La ambición del filósofo es poner a su tiempo bajo la autoridad de la inteligencia humana disciplinada por la ciencia. Es decir, su meta es reemplazar una tradición por otra, no eliminar a la tradición como tal. Da por descontada la superioridad de la ciencia sobre la religión cristiana para ejercer una autoridad legítima sobre los tiempos entonces actuales.

14. Ibídem, pp. 7-8. 15. Ibídem, p. 24. 16. Ibídem, aforismo LXII, pp. 59-60. 17. Francis Bacon, The Essays, ed. y con una introducción de J. Pitcher, Penguin Books, Londres 1985. El ensayo sobre la superstición citado aquí, pp. 111-112.

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Según la convicción iluminista, en cambio, existe una oposición frontal e inevitable entre tradición y racionalidad y, también, entre tra­ dición y experiencia. Hay que elegir uno de los términos de estas dis­ yuntivas: si la autoridad corresponde a la razón y a la experiencia es preciso deshacerse de la influencia del pasado sobre la actualidad, esto es, liberar al presente de las tradiciones, que son no sólo fanta­ siosas y vanas sino, además, numerosas, diversas e incompatibles entre sí.18 Esta posición crítica radicaliza las convicciones de Bacon y cuenta en su hora con la adhesión tanto de racionalistas como de empiristas. La alternativa tajante entre racionalidad y tradicionalismo encuen­ tra pronto sus propios impugnadores entre los representantes del roman­ ticismo y del historicismo naciente; éstos hacen valer, con acierto, que la humanidad del hombre depende de su condición histórica y que ésta no puede ser separada del legado tradicional en el que todos y cada uno se educan y desarrollan sus facultades. Lentamente, partiendo de las discusiones iniciadas con la llamada querella entre antiguos y moder­ nos, se disuelve la postura extremista de los ilustrados en favor de una convicción más matizada que, reconociendo el valor formativo de las tradiciones, alerta, asimismo, contra el lastre excesivo que una historia larga y rica en producciones culturales puede llegar a representar para los tiempos nuevos. Si las tradiciones son indispensables pero también, cuando se acu­ mulan sin revisión, son una amenaza para la renovación de la vida, es necesario aprender a juzgar la función que cada una de ellas desem­ peña en las diversas coyunturas históricas. Es preciso discriminar entre los legados; orientarse en la historia y seleccionar lo que viene al caso. Prefiriendo y descartando mediante el juicio libre y racional, la histo­ ria se muestra como el mundo humano en el que no sólo resulta posi­ ble la libertad de pensamiento y voluntad sino inevitable su constan­

te ejercicio. El representante más notable de este punto de vista fue Hcgel. Curiosamente, sin embargo, en su obra se acentúa más la liber­ tad del hombre frente a la naturaleza que su libertad frente a la histo­ ria. Por entender que la historia humana es, ella misma, lo que solía llamar «una hazaña de la libertad», no ve que la humanidad necesita tomar distancia y desembarazarse oportunamente de ciertas partes de lo recibido del pasado. Él estuvo dispuesto a procesar selectivamente toda la historia de la filosofía para servir mejor a la verdad actual, pero en su teoría social y política no se le reconoce a los hombres comunes y corrientes el don de orientarse en la historia. Ni hace falta que lo ten­ gan para que la historia cumpla con el sentido que la anima. Hegel establece una relación de dependencia muy estrecha entre pasa­ do, presente y futuro en su historia universal de la humanidad. Es el pa­ sado el que nos ha traído hasta donde estamos y el ahora nos conduce a la meta futura en que se cumple el sentidb de toda la historia. «Hegel tra­ ta de demostrar, mediante la interpretación positiva de todo el pasado —desde el viejo Oriente, la Antigüedad y el Cristianismo, hasta el Roman­ ticismo— que el desarrollo histórico, después de haber recorrido estos estadios determinados, que sólo pueden ser entendidos de esta manera, ha alcanzado ya esencialmente en el presente [de Hegel] el término que los completa. Todas las épocas poseen, según su opinión, un contenido de verdad positivo cuya producción era la tarea epocal. Pero los tiempos anteriores confundieron, de modo conveniente para su trabajo, su con­ tenido con la verdad como tal, en circunstancias en las que aquél no era sino un momento parcial de la verdad. Sólo la actualidad abarca todos aquellos momentos y, preservándolos, los integra en la totalidad.»19 La totalización de la historia en la teoría presupone que el curso del pasado y la lectura del presente permiten ver el futuro que resulta de ellos antes de que éste llegue.20 Se ha dicho, contra la de Hegel y 19. Gerhard Krüger, «Die Geschichte im D enken der Gegenwart» en R. Stadelm ann (ed.), Grosse Geschichtsdenker, R. W underlich Verlag, Tubinga, 1949,

p. 238. 18. Ritter y Gründer (eds.), Historisches Wdrterbuch der Philosophie, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1998, vol. 10, pp. 1315-1329. 86

20. G. W. F. Hegel, Samtliche Werke, ed. por H . Glockner, Frommann, Stuttgart, 1961, vol. XI, p. 36: la racionalidad de la historia no es sólo un supuesto de la filoso-

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otras filosofías de la historia, que su pretensión de conocer el sentido total de la existencia histórica de la humanidad logra matar la discipli­ na misma de la filosofía de la historia. Pues demasiado pronto se vuel­ ve obvio no sólo que la historia sigue y sigue, sino que el futuro predi­ cho por tales teorías es muy diferente del profetizado. Estas críticas son inobjetables a pesar de que fueron formuladas desde una posición que comparte ciertos prejuicios de las filosofías de la historia impugnadas. Éstos se refieren mayormente al carácter del pasado histórico, al que sin discusión de ninguna clase se atribuye generalmente una composición rígida, un sentido unívoco y una capacidad omnímoda de determinar al presente y al futuro. El pasado constaría de los hechos que establece la investigación historiográfica. El conjunto de tales hechos poseería un sentido fijo, positivo y descriptible; tales hechos son los factores respon­ sables directos de los rasgos fácticos del presente y el porvenir. Entretanto parece obvio que tales convicciones no se dejan soste­ ner. La historiografía es altamente selectiva y lo que la inspira son esti­ maciones e intereses históricos que la investigación deja inexplícitos. Tanto las biografías como las historias epocales son continuamente rein­ vestigadas y reescritas; sacan a luz hechos no considerados antes y con­ siguen mudar el sentido de lo que narran. El significado de los hechos del pasado y de las épocas idas no queda nunca absolutamente estable­ cido y decidido de una vez para siempre. Esto lo sabía Hegel sobre la historiografía, pero creía que la filosofía de la historia podía remediar las insuficiencias de la ciencia empírica con una selección superior y una reducción de lo azaroso e impertinente a lo esencial.21 ¿Qué decir sobre los penosos esfuerzos sin resultado que se han hecho por estable­ cer una causalidad histórica, descubrir leyes de la historia, formular la operación de una supuesta necesidad en la historia?

Tratando con el pasado

La empresa de una filosofía de la historia, en el sentido tradicional de este término, fracasó tanto porque, definitivamente, desconocemos el futuro, como porque nunca hemos logrado pensar el pretérito. Tam­ bién él está siempre por descubrir y su sentido mudable está oscura­ mente ligado a la imprevisibilidad del porvenir. Cualquier cambio his­ tórico, un descubrimiento científico o tecnológico, la fundación de nuevas relaciones políticas, el reconocimiento de derechos que antes nadie hizo valer, la invención de empresas y la abolición de institu­ ciones, todo ello y muchas cosas nuevas que nos tomarán por sorpre­ sa obligan a revisar el pasado, a abordarlo de maneras inéditas para que muestre lo que hasta ahora caía fuera de nuestra perspectiva. Como los hechos sólo revelan un sentido insertados en contextos, si los marcos de referencia que permiten situarlos se modifican, ellos mudan tam­ bién. La historiografía no escapa a los cambios y la variación de las cosas vivas: esto es, también tiene una historia, aunque se crea protegida de ella por su dedicación positivista a lo fáctico y su aspiración de estable­ cer verdades invariables y unívocas.

fía de la historia de la humanidad sino la visión previa de su conjunto y el conocimien­ to de su fin. «Was ich vorlaufig gesagt habe [...] ist nicht bloss, auch in Rücksicht unserer Wissenschaft, ais Voraussetzung, sondern ais Übersicht des Ganzen zu nehmen, ais das Resultat der von uns aufeustellenden Betrachtung, ein Resultat, das mir bekannt ist, weil ich bereits das Ganze kenne.» 21. Hegel, vol. XI, pp. 30, 33ss, 101-102, 105-111. 88

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EL S E N T ID O D E LA H IS T O R IA : ¿UN V IE JO TEMA?* Rosa Belvedresi (Universidad Nacional General Sarmiento, Universidad Nacional de La Plata, C O N IC ET)

El presente trabajo se propone analizar los alcances y perspectivas de un tema que podría considerarse tradicional de la filosofía de la his­ toria: el del sentido de la historia. Este punto de partida no debe encu­ brir el hecho de que éste ha sido un nudo problemático que, de algún modo, pudo creerse superado. Así, podría decirse que la pregunta por el sentido es una pregunta anacrónica que parece tener sólo una res­ puesta negativa.' Se lo suele señalar como el eje conceptual alrededor del cual se han vertebrado las llamadas filosofías sustantivas de la his­ toria, es decir, aquellas filosofías que consideraban el pasado en tér­ minos de totalidad, y qué lo referían al presente y al futuro. Me propongo aquí realizar un balance de algunas cuestiones rela­ cionadas con el tema del sentido de la historia. Para ello voy a organi­ zar la exposición en cuatro apartados: el primero intenta reconstruir * Una versión previa de este trabajo fue leída como ponencia en el I Congreso Internacional de Filosofía de la Historia, octubre 2000, edición en C D , Buenos Aires. 1. Cf. J. Rüsen, «Was heifit: Sinn der Geschiste? (Mit einem Ausblick auf Vernunft und Widersinn)», en K. M ülleryJ. Rüsen (eds.), Historiíche Sinnbildung, Rowohlts Enzyklopádie, Hamburgo 1997, pp. 17-47. He utilizado la traducción de L. Carugatti, a la que le he realizado algunas modificaciones.

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E l sentido de la historia

parcialmente el análisis que del sentido hizo la filosofía de la historia tradicional; el segundo señala las críticas que se le han formulado; el tercero formula un análisis de en qué medida en la actualidad puede verse rehabilitado. Finalmente, un breve apartado final con mi pro­ pia evaluación de la función que el sentido de la historia podría cum­ plir en el marco de las preocupaciones de la filosofía de la historia con­ temporánea. Con respecto al primer punto, debo señalar que haré una presentación sumaria, con el sólo fin de introducir las cuestiones que me van a ser útiles para el desarrollo posterior.

I Se requiere una aclaración preliminar: el tema del sentido de la his­ toria no es tan antiguo como parece, ni tiene bordes demasiado defi­ nidos: «La expresión “sentido de la historia” es, con seguridad, tan joven como el problema, al que a comienzos del siglo X IX refería».2Se ha seña­ lado que la expresión «sentido de la historia» es un neologismo que no aparece en los autores a los que se les adjudica, sino que más bien ha sido utilizado por quienes intentan reconstruir la historia de la filosofía de la historia «sin problematizar que ese sintagma proviene sólo de su lenguaje descriptivo»; habría sido propuesto para reemplazar otras expre­ siones tradicionales de la Ilustración y el idealismo tales como «plan» y «meta».3Para comenzar, entonces, debiéramos plantearnos la pregun­ ta ¿qué se entiende por «sentido de la historia»? Las respuestas a ella muestran el amplio abanico conceptual que esconde, a los fines del aná­ lisis me detendré en dos matices que me parece importante rescatar. En una primera acepción, el sentido de la historia podría enten­ derse como la dirección en la que se desarrolla el devenir histórico. El pasado, así, importa en cuanto apunta, por ejemplo, «hacia» el progre­ 2. H . Schnadelbach, «“Sinn in der Geschichte?” Über Grenzen des Historismus», en Deutsche Zeitschrififür Philosophie, 1 (2000), pp. 51-66, esp. p. 53. 3. J. Stückrath, «“D er Sinn der Geschichte”. Eine moderne W ortbindung und Vorstellung», en K. M ü llery J. Rüsen (eds.), Historische Sinnbildung, op. cit., p. 50.

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so indefinido, o su inverso, la decadencia recurrente. Las filosofías de la historia que plantean estas cuestiones son, de este modo, «proféticas»,4por cuanto, habiendo descubierto el sentido o dirección de la his­ toria, sería posible «explicar» acontecimientos que, aunque no habrían aún ocurrido, deberían suceder. Claramente aquí el pasado, conside­ rado en su totalidad, es puesto en relación con el futuro, ya que el sen­ tido no puede agotarse en lo sucedido sino que, y aquí radica la utili­ dad de suponer su existencia, señala el curso de lo todavía por acontecer. En palabras de Rüsen: «“La” historia como totalidad temporal omniabarcadora del pasado, presente y futuro del mundo humano, aparece como una síntesis de experiencia y expectativa».5Tal como lo dice el propio Kant, la historia pensada conforme a un «hilo conductor» «nos abrirá una consoladora perspectiva para el futuro».6 Puede identificarse una segunda acepción, según la cual el sentido de la historia podría entenderse como el significado de lo acontecido en el pasado. Una acepción tal se concentraría en la «clave» en la que los hechos históricos deben ser interpretados, en este caso la historia podría exhibir cierto «plan» que la haría inteligible, de ahí el carácter inten­ cional que lo impregna. Esta segunda acepción podría describirse como «hermenéutica» ya que la historia se entiende como producto de la intención de un actor (Dios, la naturaleza, la especie, etcétera). Es carac­ terístico de esta posición el énfasis que pone en la relación entre el todo (entendido como la totalidad del pasado, la historia universal) y las par­ tes (los sucesos históricos concretos), estableciendo entre ambos una relación similar a la del círculo hermenéutico.

4. En el sentido en el que lo entiende A. Danto: «Las filosofías substantivas de la historia [...] están interesadas en lo que denominaré la profecía. Una profecía no sólo es una afirmación sobre el futuro, porque también una predicción es una aserción acer­ ca del futuro. Es una cierta clase de afirmación acerca del futuro y diré, a salvo de un análisis posterior, que se trata de un enunciado histórico acerca del futuro», en Histo­ riay narración, Paidós, Barcelona 1989, p. 42. 5. Cf. Rüsen, op. cit., p. 18. 6. I. Kant, «Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita», en Filosofía de la historia, Nova, Buenos Aires 1964, p. 56.

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En ambos casos resulta claro que el pasado tiene el carácter de un signo o de una señal, bien de la dirección, bien del significado de la historia universal. Una diferencia interesante de marcar entre las dos acepciones mencionadas es que, en el caso de entender el sentido de la historia con la connotación de significado, éste pareciera referir exclu­ sivamente al pasado, mientras que la connotación de dirección invo­ lucra necesariamente la referencia al futuro. Entre los presupuestos que parece requerir hablar del sentido de la historia aparece sin dudas el de un concepto de historia univer­ sal, pues el sentido sólo sería posible dentro de un único marco de sis­ tematización que englobe a la totalidad del decurso histórico (en el caso de la perspectiva hermenéutica) o la totalidad del tiempo (en el caso de entender el sentido como dirección). La constitución de esta totalidad no debe entenderse como la suma de todos los aconte­ cimientos efectivamente ocurridos, punto empíricamente imposi­ ble de lograr (e inútil), sino como el contexto teórico-filosófico don­ de todo cuanto ocurriera tendría un lugar que ocupar, o bien una función que cumplir. La problemática de encontrar una «dirección» o «sentido» en los sucesos humanos se hace visible en Kant, quien, al tomar como con­ tenido de la historia las acciones humanas, debe explicar cómo es posi­ ble encontrar en ellas «una marcha regular de la voluntad humana, cuando se considere en su conjunto el juego de la libertad». De lo que se trata aquí es de la distinción entre una perspectiva de los suje­ tos individuales, según la cual reina «la confusión e irregularidad», y otra desde la cual podría hablarse de «un desarrollo constantemente pro­ gresivo, aunque lento, de disposiciones originarias del género humano en su totalidad».7La «idea de la historia» sería.entonces la de «una histo­ ria, conforme con determinado plan de la naturaleza, en criaturas que, sin embargo se conducen sin propio plan»,8y así permitiría exponer «como sistema, lo que de otro modo no sería más que un agregado sin 7. Ibídem, p. 39. 8. Ibídem, p. 40.

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plan de las acciones humanas».9En Kant, podemos encontrar un con­ cepto del sentido de la historia que aúna las dos acepciones que distin­ guí: Kant parece referir tanto a la dirección de la historia como a la posibilidad de que tenga plan, pues no se agota sólo en lo que ha suce­ dido, sino que también involucra la reflexión sobre el futuro del deve­ nir histórico. De ahí que utilice el concepto de «historia profética». La dificultad de dar una respuesta positiva a la pregunta de si la historia (iene algún sentido, conduce a Kant a la necesidad de postular la «inten­ ción de la naturaleza» como principio pedagógico-político que final­ mente haga posible hablar de la historia como una totalidad: «la histo­ ria es, a primera vista, sin sentido, en el sentido de “absurdo” y eso significa irracional».10 En la filosofía idealista de la historia, el sentido de la historia no resulta del trabajo empírico del historiador, sino que es, más bien, con­ dición de su posibilidad. Más aún, el sentido de la historia es el que hace relevante el trabajo del historiador, el que podría exhibir cómo ese sentido se encarna en los hechos ocurridos, devenidos así signos de los tiempos.11 Que el curso de la historia pueda desplegarse racionalmen­ te en el plan de una historia universal es, como lo señala Hegel, un supuesto: «Damos por supuesto, como verdad, que en los acontecimien­ tos de los pueblos domina un fin último, que en la historia universal hay una razón. [...] La demostración de esta verdad es el tratado de la historia universal misma, imagen y acto de la razón».12 El supuesto de la historia universal, como único marco en el que tiene sentido pensar el sentido de la historia requiere también un actor universal, que podríamos identificar, en primera instancia, como la humanidad o la especie, organizada en totalidades sociales constitui9. Ibídem, p. 55. 10. Schnadelbach, «“Sinn” in der Geschichte?...», op. cit., p. 54. 11. Cf. Kant: «Intentaremos hallar un hilo conductor para tal historia, pues deja­ mos a la naturaleza la tarea de producir al hombre capaz de concebirla de acuerdo con dicho hilo conductor», op. cit., p.41. 12. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid 1997, 6a reimpr., «Introducción general», p. 44.

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das en Estados. El Estado resulta ser el tema que articula la historia uni­ versal, por cuanto ésta se presenta como una empresa teleológica que encuentra en él un momento central de su realización. Tanto en Kant como en Hegel la formación del estado burgués es una etapa previa en e desarrollo histórico, aunque por distintas razones. Mientras, para el primero, es la condición previa a la organización de una federación internacional que garantice el camino hacia la paz perpetua; en el seguno, es solo el momento en que el Espíritu adquiere conciencia de su esencia, de su libertad. En el Estado, los hombres alcanzan su verdade­ ro desarrollo como seres racionales libres, y, por ende, morales. Para Hegel, el Estado aparece como el resultado de las acciones inorgánicas y contradictorias de los individuos que, sin embargo, dan lugar a una totalidad que hace posible la verdadera existencia racional de los hombres. Mientras para Kant la historia, en cuanto cumple con la «inten­ ción de la naturaleza», permite acercarse al ideal de hombres cada vez mas morales capaces de actuar con un criterio cosmopolita, mante­ niendo asi a la especie humana como sujeto de la historia; para Hegel quien cobra conciencia de su libertad en la historia, en cuanto esa con­ ciencia de la libertad lo constituye esencialmente, es el Espíritu, verda­ dero sujeto de la historia universal- «Todo lo demás está subordinado y sirve de medio a esto, que es lo más general y sustancial en sí y por sí 1...J Los hombres satisfacen su interés; pero, al hacerlo, producen algo mas, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba en su con­ ciencia ni en su intención».14 A mi modo de ver, la cuestión del sentido reapareció hace ya tiem­ po a partir de la recepción de la autodenominada «filosofía narrativista» de la historia. En ese contexto, el relato vino a proporcionar la tota­ lidad que vuelve significativa a las partes que la componen. Es, también, el relato el que impone una cierta dirección, en cuanto representa

una ordenación retrospectiva que se construye desde el cierre narrati­ vo. Al decir de Ricoeur, el relato transforma la mera sucesión en una historia, invirtiendo la flecha del tiempo. El sentido referido en el con­ texto narrativista está ahora representado por el lugar que los hechos ocupan en el relato, el sentido de cada hecho en particular está ligado al modo en que «hace avanzar» al relato. Dirección y significado han perdido entonces su contenido metafísico, para decirlo de algún modo, en cuanto ya no residen en los hechos sino en la operación poética de construcción del relato. En las versiones posmodernistas del narrativismo histórico, el sentido ha perdido todo carácter objetivo y se ha vuel­ to apenas un efecto retórico de la presentación narrativa del pasado. A mi modo de ver, estas tesis (que serían las que sostienen autores co­ mo H. W hite, F. Ankersmit, o H. Kellner) pueden seguir viéndose como variantes extremas de las tesis acerca del sentido de la historia, ahora con tono escéptico, en cuanto el sentido es «impuesto» a un mate­ rial inicialmente «desordenado»: el pasado es un «caos» «potencialmen­ te aterrador en su indiferencia a las necesidades de la humanidad, o, quizás, sublime en su curso destructivo.15

II La cuestión del sentido de la historia ha sido objeto de numero­ sas críticas desde diversos puntos de vista. La mayoría de las críticas señalan que la suposición fie un sentido de la historia resultaría poten­ cialmente peligrosa en cuanto equivaldría a «igualar la historia huma­ na a una historia de Dios», tendría así su origen «en la concepción evolutivo-teleológica de que Dios o la sabia naturaleza ha creado la historia humana como desarrollo, la que aspira a su meta y en quien se realiza un valor más alto».16Otro tipo de críticas se refiere al problema de jus-

clave I n 't r o L t ** de k hÍstoria kant1^ Pueda entenderse en dave antropológica (la superación de la especie), la hegeliana sea en realidad una teo14. Hegel, op. cit., p. 85.

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15. H. Kellner, LanguageandHistoricalRepresentarían. Getríng theStory Crooked The University ofW isconsin Press, Londres 1989, p. 10. 16. Stückrath, op. cit., pp. 58-59.

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tifícar teleológicamente las desgracias y sufrimientos del pasado, «la pregunta por el “sentido de la historia” alude al problema de si es posi­ ble y cómo justificar teológica y filosóficamente los costos de la his­ toria — destrucción y aniquilación, desgracia y dolor»;17«luego de que el absurdo se transformase en acontecimiento, no debiera recibir la absolución de pretender que tiene sentido».18 Los críticos tempranos de la modernidad también cuestionaron la idea de que la historia tenga algún sentido. Podría, incluso, decirse que la conceptualización de la noción de sentido de la historia parece más fácil de rastrear en los críticos que, como Nietzsche y Schopenhauer, han negado que exista. El sentido de la historia se presentaba como objeto de crítica en cuanto representaba sin fisuras el ideal de unidad, coherencia y completitud propio de la razón ilustrada; se planteaba a la par del surgimiento de una historia en singular, con el Estado como el sujeto político, del que había una historia propiamente dicha. La filosofía de la historia o la historia filosófica, era la encargada de pro­ veer la clave con la que tal sentido se desplegaba. En una perspectiva optimista, el sentido de la historia se presentaba junto con los otros grandes temas modernos: el sujeto autocognoscente y autofundante cartesiano, y el progreso indefinido de la especie humana como una totalidad. Todos ellos, en última instancia, elementos de la Razón omniabarcadora: la razón era la que se expresaba en la historia, y la que la dotaba de sentido. El filósofo sólo debía ponerse en posición tal como para que este sentido se volviera manifiesto. Tal manifestación podía tener que ver con la expresión de un ideal filosófico-político que cen­ traba la posibilidad de su realización en su aceptación por parte de los hombres (como en Kant) o bien con la de una totalidad metafísi­ ca que excedía nuestra perspectiva mundana (como en Hegel).

Tanto en Schopenhauer como en Nietzsche esta valoración apa­ rece invertida: se niega valor a la historia por cuanto se opone a la vida. Si para Schopenhauer todo lo que ocurre no es más que la mani­ festación de una voluntad única e indiferenciada, la historia habrá de carecer de interés alguno. No puede hablarse de plan de la historia o de ella como una empresa racional, ya que en ella no ocurren sino «nuevas configuraciones de una misma realidad».19 El proceso histó­ rico como empresa racional es abandonado en aras de una voluntad tle vivir irracional que encuentra en el género humano sólo una for­ ma de manifestarse. Los criterios de utilidad o inutilidad de la histo­ ria se fijarán por relación a en qué medida se facilita esa manifesta­ ción: «[Los acontecimientos históricos] en sí mismos y por sí mismos carecen de importancia. No se imagina, como lo hace el vulgo [...] que el tiempo es un todo con un comienzo y un término, un plan y un desenvolvimiento, ni que tiene un fin últim o, que según las nociones vulgares, sería el perfeccionamiento supremo del género humano».20 También para Nietzsche necesitamos la historia «para vivir y para actuar [...] Queremos servir a la historia en la medida en que ella sir­ ve a la vida»,21 «ese poder oscuro e impulsor que con insaciable afán se desea a sí mismo».22 La filosofía de la historia había tomado como punto central el de un plan racional de la historia que permitiera edu­ car la conciencia histórica de los hombres, creyendo «que el sentido de la existencia se revelará cada vez más claramente en el curso de un pro­ ceso», pero quienes así piensan (los «hombres históricos») no se dan cuenta de que en realidad «piensan y actúan de forma ahistórica y que su misma ocupación con la Historia (Geschichte) no está al servicio del

17. Ibídem, p. 53. 18. R. Koselleck, «Vom Sinn und Unsinn der Geschichte», en K. Müller y J. Rüsen (eds.), Historische Sinnbildung, op. cit., pp. 96-97; también: «La masacre masiva de cientos de miles de personas en unos pocos kilómetros cuadrados y en pocas sema­ nas» es un «absurdo» que no puede declararse «significativo», no debe «ser cargado con el sentido de una historia que se realiza a sí misma».

1994, p. 68.

19. Citado por M. Cabada Castro, Querer o no querer vivir, Herder, Barcelona

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20. A. Schopenhauer, E l m undo como voluntad y representación, Orbis, M adrid - j^Ot 1985, vol. 2, p. 20 (§35, libro tercero). C S. ■ / 21. E Nietzsche, «De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida», ¿ v en Antología, Península, Barcelona 1988, p. 55. 22. Ibídem, p. 70.

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conocimiento sino de la vida».23 De lo que se trata para Nietzsche es de contrapesar el sentido histórico, que tiene un poder destructivo, con «lo ahistórico y lo suprahistórico [que] son los antídotos naturales con­ tra el ahogo de la vida provocada por la historia, contra la enfermedad de la historia»,24 lo ahistórico y lo suprahistórico representan un impul­ so constructivo que es la contraparte necesaria de la capacidad destruc­ tiva de lo histórico. Las críticas que Schopenhauer o Nietzsche formulan a la idea de una historia total se dirigen centralmente a limitar el poder de la razón, y más bien a mostrar sus inconsistencias. Cuanto más racional es lo his­ tórico, cuanto con más carga de sentido lo podemos pensar, más inca­ pacidad de obrar produce. El sentido histórico obliga necesariamente a la mera contemplación del pasado, y por ende al ahogo de la volun­ tad de vivir. De ahí que, para Nietzsche, la historia en sus distintas variantes (monumental, anticuarla y crítica) tenga un papel que cum­ plir, siempre que no se contente con la mera conservación y contempla­ ción del espectáculo de la belleza del pasado (tentación en la que pue­ de caer la historia en su forma monumental o anticuarla). De estas críticas surge como consecuencia que no parece haber un sentido que pueda descubrirse o suponerse en el decurso del deve­ nir humano o, más bien, que no debiera haberlo, ya que tal sentido ahoga el impulso creativo del hombre: «Es verdad que el hombre [...] llega a ser hombre sólo [...] en virtud del poder usar lo pasado para la vida y hacer nueva historia (Geschichte) sobre la base de lo aconte­ cido: pero cuando se da un exceso de historia el hombre deja de ser­ lo».25 Con Nietzsche, la objetividad y la justicia históricas dejan de ser méritos del pensar histórico, para transformarse en «el suicidio de la vida», lo histórico es relevante sólo por su utilidad para la vida, por ende es esta última la que fija los criterios de sistematización y conceptualización del pasado. 23. Ibídem, p. 61. 24. Ibídem, p. 111. 25. Ibídem, p. 59. 100

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III

En las discusiones actuales, la cuestión del sentido de la historia ha sido reconducida hacia la caracterización de qué hace histórico al hom­ bre, siendo el rasgo que ha sido destacado su carácter de ser cultural y, como tal, habitante de un mundo al que dota de sentido. En la lla­ mada filosofía de la historia crítica (la tradición de Dilthey y Rickert), la distinción entre mundo histórico/cultural y mundo natural se basó fundamentalmente en una caracterización de la diversidad meto­ dológica más que ontológica. De esa distinción proviene la vieja opo­ sición entre comprensión y explicación. Es en esa distinción (insoste­ nible hoy en día en los térm inos en los que fue originalm ente formulada) donde puede ubicarse de otra manera la cuestión del sen­ tido de la historia. Así lo entiende Schnádelbach quien en el análisis que hace del tema del sentido de la historia parte de la oposición entre historicismo y naturalismo, siendo característico del primero el enten­ der que lo histórico tiene un plus, «un exceso que puede ser apre­ hendido únicamente por medio de la comprensión de sentido».26 Se pregunta, «¿en qué consiste este sentido? Si lo histórico es la esencia de lo significativo, ¿no debería entonces la historia tener como un todo un significado».27 Schnádelbach presenta un análisis en algunos puntos muy intere­ sante sobre la cuestión del sentido de la historia, voy a retomar algu­ nas de sus consideraciones y las voy a contraponer a otra propuesta por Rüsen, con la finalidad dé ir aclarando lo que considero apropiado para esta cuestión. Schnádelbach parte de una distinción que puede resultar relevan­ te, la de considerar la diferencia entre sentido de la historia y sentido en la historia, que traduce a las expresiones «sentido de la comunica­ ción» y «sentido de las acciones», respectivamente. El sentido de la 26. Schnádelbach, «¿Narrar o hacer historia? O tra vez acerca del sentido de la his­ toria», en la p. 59 de este libro. He realizado algunas modificaciones a la traducción de E. Speyer. 27. Schnádelbach, «“Sinn” in der Geschichte?...», op. cit., p. 53. 101

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comunicación es otra manera de entender el sentido de la historia, por cuanto la historia es «ella misma un medio para la comunicación de sentido, igual que antes también la naturaleza se había entendido como un libro legible que remite simbólicamente al Creador y a su obrar».2829 Esta es la perspectiva de las posiciones hermenéuticas, para las que el mundo histórico aparece como un objeto comprensible, un cuasitexto. En cambio, entender el sentido en la historia como sentido de la acción, involucra la restricción de la historia al sentido subjetivo de la ac­ ción, relegándose a la perspectiva de la observación y «a lo pasado. Lo que vaya a acontecer está cerrado para la Historia».30Por detrás de esta distinción entre sentido de la acción y sentido de la comunicación (sen­ tido en y de la historia, respectivamente) se da otra más profunda, entre el devenir histórico propiamente dicho (lo que corresponde al térmi­ no alemán Geschichte) y la ciencia que somete a control los relatos acer­ ca de ese devenir histórico (Historie, o historiografía). La noción de sentido en la historia, en cuanto sentido de las accio­ nes, es manifiesta en las concepciones teológicas, en las que la histo­ ria se entiende «como la acción de Dios con los hombres». Sin embar­ go, aun cuando se abandone el marco teológico y se reserve a la filosofía de la historia la historia «profana», «el sentido de la historia siguió sien­ do entendido como sentido de la acción , sólo que desde ahora eran los hombres los autores de su historia».31 La concepción del sentido de la historia como sentido de la comu­ nicación tiene algunas consecuencias interesantes, en primer lugar, la transformación del mundo histórico en un objeto puramente teórico al que ningún sentido de la acción esta vinculado. Esta postura fue lie— 28. Schnádelbach, «¿“Sentido” de la historia?», en Lagos. Anales del Seminario de Filosofía, 1 (1998), pp. 273-285, esp. p. 280. 29. Las que entenderían al sentido de la historia en su connotación de significa­ do, según la caracterización que formulé en el segundo apartado de este trabajo. 30. Ibídem, p. 284. 31. Schnádelbach, «“Sinn” in der Geschichte?...», op. cit., p. 54, es obvia aquí la referencia a Lówith, por cuanto la filosofía especulativa de la historia puede entender­ se como una secularización del enfoque judeo-cristiano.

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vada a un extremo por Hegel, por cuanto la historia es el devenir del espíritu absoluto, por lo que el hombre adquiría sólo relevancia en cuan­ to medio de esa empresa mayor. Schnádelbach identifica a Droysen y Dilthey como los autores en quienes el sentido de la historia como sen­ tido de la comunicación se vuelve «total», en cuanto se aplica «a los hombres, a las expresiones y formaciones humanas» la misma compren­ sión simbólica que la hermenéutica tradicional limitaba a los signos o símbolos.32 Podríamos decir, a partir del análisis de Schnádelbach, que el sen­ tido de la historia queda atrapado entre dos tensiones, cada una de los cuales amenaza con eliminarlo: 1) en cuanto sentido de la historia (sentido de la comunicación), corre el riesgo de transformar a la histo­ ria en un objeto de contemplación que manifiesta un sentido que no se asocia a ninguna acción humana; 2) en cuanto sentido en la histo­ ria (sentido de la acción), la presión por transformarse en una orienta­ ción para la acción en el presente diluye su carácter de pasado, con el riesgo de transponer a los actores históricos una intención que no les corresponde. Es decir, o bien genera una imposibilidad de actuar (y mera contemplación, el caso 1), o bien orienta la acción presente al precio de diluir la pretensión de verdad en el análisis del pasado (el caso 2). La tensión se hace manifiesta por cuanto al primer caso le corres­ pondería aparentemente la determinación de un sentido objetivo de la historia; mientras que, en el segundo, el sentido de la historia genera­ ría rápidamente una tensión difícil de subsanar entre la objetividad científica y el compromiso político. En ambas alternativas finalmente parece resultar inútil hablar de sentido en o de la historia. El propio Schnádelbach reconoce este problema, de ahí que bus­ que una solución de síntesis que permita redefinir el sentido de la his­ toria. Para ello rescata la constitución narrativa de lo histórico en histo­ riografía, es decir, el sentido de las acciones sólo resulta accesible a 32. Schnádelbach, «“Sinn” in der Geschichte?...», op cit., pp. 57-58, se refiere aquí Schnádelbach a la «comprensión investigativa» de Droysen; podría verse en Ricoeur una continuación de esta tesis, en cuanto ha considerado a la acción hum ana como comparable a un texto.

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través del sentido de la comunicación, sin embargo: «El hecho de que la historia muestre el sentido de la acción únicamente en contextos narrativos, significa que podemos relacionar el sentido con lo históri­ co cuando éste ya ha sucedido, puesto que se sigue de la lógica de la narración, que no puede ser narrada ninguna historia que aún no esté cerrada. El sentido de la acción, que le podemos entresacar a la histo­ ria sirviéndonos de los instrumentos narrativos, no puede entonces relacionarse con nuestra acción presente, ni, incluso, con la futura; la historiografía no logra por sí misma “racionalizar” nuestra acción his­ tórica». Más enfáticamente: «La historia, por el contrario, es lo suce­ dido, y muestra el sentido práctico únicamente en el medio de la comu­ nicación de sentido narrativa, y este sentido no puede nunca afectar al sentido de la acción, necesario para nuestras acciones presentes y futuras».33 Resulta clara la oposición de Schnádelbach a toda postura que tenga apenas el aspecto de sostener la posibilidad de sacar de la his­ toria indicaciones para la acción, o algún tipo de señal de la direc­ ción o del plan de la historia. En una postura diferente, aunque con algunos puntos de contacto, me interesa rescatar las tesis de Rüsen al respecto. Rüsen parte de la vinculación entre sentido y subjetividad, por cuanto el primero es un concepto teleológico «que se vincula estrecha­ mente con la intención y con la tendencia a un fin».34Así el sentido de la historia estaría ligado a una «cualidad subjetiva de la transformación temporal del mundo humano»35 que se extiende desde el pasado al pre­ sente y el futuro. Al igual que Schnádelbach, parte de la dimensión cul­ tural del hombre para analizar el tema del sentido de la historia. Carac­ teriza a la cultura como la apropiación espiritual del m undo y de sí 33. Schnádelbach, «¿Narrar o hacer historia? Otra vez acerca del sentido de la his­ toria», op. cit., p. 65. Se ha traducido Geschichte como «historia», e Historie, como «his­ toriografía», si bien pueden ambas verterse al español con la misma palabra «historia», para dejar en claro lo que el autor quiere señalar en este párrafo. 34. Rüsen, op. cit., p.18. 35. Ibídem, p. 19. 104

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mismo, siendo el sentido la integración de las operaciones que el hom­ bre pone en juego en su relación con el mundo.31' Se ve en Rüsen un fuerte interés en vincular la cuestión del senti­ do con la experiencia humana del tiempo, resulta así fácil establecer paralelos con las propuestas de R Ricoeur; así, «sentido histórico es tiempo interpretado».37 Hay que aclarar que el análisis del tema no care­ ce de algunas oscuridades, en especial, no establece la distinción entre historia como experiencia y devenir del mundo humano e historia como ciencia (historiografía), así pasa del sentido de la historia en cuanto sen­ tido de las experiencias humanas en relación con el tiempo y el m un­ do vividos; al sentido de la historia en relación a la presentación narra­ tiva de lo pasado. Es cierto que puede argumentarse respecto de la proximidad o continuidad entre ambas,38 sin embargo, no resulta fácil trasladar el análisis de la experiencia humana del tiempo a lo que hace significativa a una representación histórica, en cuanto narración cien­ tífica de ciertos hechos del pasado. Esta cuestión resulta evidente en afirmaciones como las siguientes: «El sentido histórico consiste formalmente en el hecho de que algo es narrado comprensiblemente según cierta lógica», para que una repre­ sentación tal tenga sentido Rüsen supone que es necesario no sólo una concordancia en las distintas dimensiones que conforman el relato y su relación con el lector; sino, más aún, le suma «el acuerdo con lo que comprendo», el que la representación se considere como «verdadera».39 Así, el sentido de la historia, responde fundamentalmente al sen­ tido narrativo, por cuanto el sentido designa a la coherencia entre las tres dimensiones que identifica en él: contenido, forma y función.40 De este modo, «el sentido constituye en el narrar el hilo conductor al 36. Tales operaciones son: percepción, interpretación, orientación y motiva­ ción; mientras el sentido responde a la coherencia entre ellas, cf. ibídem, p. 28. 37. Ibídem, p. 29. 38. Tal como lo han señalado P. Ricoeur y D. Carr. 39. Rüsen, op. cit., p. 33ss. 40. A las que a su vez corresponden tres componentes: experiencia, interpreta­ ción y orientación; no resulta claro si se refieren a cada una de las dimensiones. 105

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que la historia sigue, él es creado por el modelo de interpretación his­ tórica determinante en cada caso».41 Se advierte aquí la notable cercanía con las tesis narrativistas, en dos aspectos, en primer lugar, no hay nada que evite pensar que la ver­ dad es un efecto del texto, es decir, producto del acuerdo por parte del lector con la clave de lectura propuesta por el narrador (operación que no es muy distinta a la de la lectura de una obra literaria). Pero el pun­ to más conflictivo viene dado por el énfasis en el papel que el sentido cumple en la orientación de la práctica presente, por cuanto cumple una «función mediadora entre experiencia y expectativa», «que pene­ tra en la orientación y motivación del obrar humano y se hace valer al modo y medida del padecer humano»; por lo que el sentido efecti­ vamente se extiende del pasado al presente y al futuro. Tal vez esto pue­ da querer decir que nuestra interpretación del pasado está en gran medi­ da condicionada por nuestras expectativas futuras, las que a su vez remiten a cierto «diagnóstico» del presente; éste no resulta un punto muy complejo, y en verdad la historia de la historiografía podría muy bien mostrar esto, si se tomara como una hipótesis epistemológica. Para evitar la amenaza escéptica que representan las tesis narrati­ vistas, Rüsen debe afirmar que «el “sentido” debe tener los rasgos de lo pre-dado [...] las calificaciones de significación que experimenta la expe­ riencia del pasado, cuando ésta se vuelve historia para el presente, no caen del cielo de la pura subjetividad, sino que son siempre ya dadas en la realidad social de la praxis de la vida humana».42 Pero, si bien está dado, «el sentido es siempre precario», por cuanto debe permitir for­ maciones de sentido novedosas y propias, consiste así «en la mediación concluyente de ambos, del aprehender y del formar». Rüsen comienza su análisis señalando que la pregunta por el sen­ tido surge cuando el sentido peligra o ha desaparecido. Esta afirma­ ción, más los puntos oscuros en su examen del tema, algunos de los cuales señalé, pueden comprometerlo con la tesis de que ponemos sen­ 41. Ibídem, p. 37. 42. Ibídem.

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tido donde no lo hay, a pesar de su énfasis en que el sentido está de algún modo «pre-dado». Si esto fuera así, volveríamos a quedar den­ tro del círculo narrativista: «El contexto temporal que vincula el pasa­ do, el presente y el futuro en un marco de orientación de la praxis de la vida tiene que adquirir caracteres contrafácticos, y con ello fuer­ za crítica».43 Si se acepta esto, la conformación de sentido puede res­ ponder más bien a una finalidad práctica, de exhortación a la acción, pues nada garantiza que una representación verdadera de ciertos hechos del pasado adquiera necesariamente un carácter contrafáctico, o que oriente el actuar. Este planteamiento recuerda mucho al de H. White cuando cuestiona la transformación del pasado en un objeto bello de contemplación como consecuencia de la «disciplinización» de la historiografía, frente a lo cual defiende una representación sublime, que, como en Nietzsche, oriente a la acción vital antes que a la mera adoración del pasado.44

IV Al abandonar la filosofía de la historia la especulación por la cla­ ve filosófica o por la dirección del decurso histórico, se dedicó a la refle­ xión sobre las condiciones del conocimiento histórico. La cuestión del sentido de la historia no volverá ya a plantearse como el problema de la dirección única del devenir histórico (salvo por el proyecto de inten­ tar justificar filosóficamente una coyuntura histórico-social determi­ nada)45 sino como la pregunta por cómo es posible para una sociedad 43. Ibídem, p. 41. 44. H. W hite, «La política de la interpretación histórica. Disciplina y desublima­ ción», en E l contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica, Paidós, Barcelona 1992, pp. 75-101. 45. Como fue el caso de la postulación del «fin de la historia» por F. Fukuyama; para un análisis de las implicaciones de esta postura, y una evaluación de las críticas que recibió, véase P. Anderson, Losfines de la historia, Anagrama, Barcelona21997, esp. pp. 97-141.

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determinada hacerse cargo de su pasado. La pregunta ahora es por el sentido de lo que ocurrió y no es entonces tanto la búsqueda de una respuesta única y totalizadora, sino más bien el planteamiento que inte­ rroga a cada miembro de una comunidad constituida, «¿cómo este pasa­ do ha sido posible?», es decir, ¿cómo, de qué manera, en qué clave, este pasado puede ser entendido? Lo que quiero remarcar es que el sentido de la historia hace refe­ rencia a la posibilidad de integrar en un todo coherente una porción del pasado efectivamente ocurrido, pero ese todo coherente no está dado de antemano ni es transhistórico, resulta de la incorporación de las experiencias pasadas en la conciencia de los miembros de la comu­ nidad. De este modo, éstos adquieren conciencia histórico-social acer­ ca de su pertenencia a un grupo definido cuyo pasado compartido los hace ser quienes son. A diferencia del proyecto original, este sentido de la historia es sólo una articulación, entre otras posibles, de un grupo o comunidad determinada que modifica su identidad a lo largo del tiempo y que no es equiparable a la totalidad del género humano, ni siquiera a una comunidad política particular. Así enten­ dido, el sentido de la historia en tanto sentido de lo ocurrido se cons­ tituye por oposición al peligro de su disolución, es así, como señala Rüsen, «siempre precario». Por cuanto aparece ahora como un recur­ so que puede permitir entender la diversidad cultural y la compleji­ dad de las sociedades actuales, se constituye siempre en medio de la tensión entre lo aceptado y las nuevas construcciones de sentido pro­ puestas. En este contexto, el sentido de la historia no es un proyec­ to final, en la doble acepción de ser último o teleológico, sino sólo una articulación posible de las experiencias compartidas por un gru­ po humano.46

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Desde mi punto de vista, la filosofía de la historia puede volver a hablar del sentido de la historia para referirse a la empresa de volver comprensible el pasado humano. Mientras anteriormente pretendió proveer la clave para que el sentido de la historia se explicitara, ahora debe mantenerse cerca de los modos en que la precomprensión de los legos junto con la comprensión científica de la historiografía buscan lograr aquel objetivo. Sólo así podrá evitarse el riesgo de suponer un sentido pre-existente, cerrado y ajeno a la conciencia de los hombres que hacen la historia.

46. En una dirección diferente, Schnádelbach, a pesar del tono crítico con que ana­ liza el tema del sentido de la historia, mantiene la idea de que el sujeto de la historia es la humanidad en cuanto especie, y reemplaza la tesis de que la historia es un proyecto intencional por la de que es un proceso de «evolución reflexiva», como «desarrollo sin una “intención natural” y sin meta» («Sinn in der Geschichte?...», op. cit., p. 63).

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EL A C O N T E C IM IE N T O EX TR EM O : E X PE R IE N C IA T R A U M Á T IC A Y D IS R U P C IÓ N D E LA R E PR E S E N T A C IÓ N H IST Ó R IC A * Cecilia Macón y Verónica Tozzi (Universidad de Buenos Aires, Filosofía y Letras)

La ofensa fue única, no por su crueldad, ni por su cobardía sino por su estilo, por su mezcla de lo atávico y lo moderno. Fue al mismo tiempo antediluviana y «logística». M a r tin A m is , La flecha del tiempo

A partir de la década de los años setenta y principalmente gracias al influyente trabajo de Hayden W hite, Metahistory. The Historical Imagination in the Nineteenth-Century Europe,' la reflexión teórica sobre la escritura de la h'istoria ha alcanzado un lugar privilegiado, dando lugar a un movimiento que con justicia se reconoce a sí mis* Una versión preliminar de este trabajo fue leída en las II Jornadas del Depar­ tamento de Filosofía de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata. Para la elaboración de algunas tesis resultaron fundamentales los consejos aportados por Richard Sennett y Sawas Verdis (C. M.). 1. Trad. cast., M etahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, México 1992. Hayden W hite es seguido por Frank Ankersmit, Robert Berkhofer Jr„ Keith Jenkins, Hans Kellner y Stephen Bann, entre otros. 111

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mo como Nueva Filosofía de la Historia.2 Esta reflexión resulta reno­ vadora al lograr erradicar la creencia — recurrente en filosofía de la historia— en que los diferentes modos en que los historiadores expre­ san los resultados de su investigación ocupan un lugar secundario y ornamental en la valoración de su status cognitivo. El interés en la dimensión poético-estética de la investigación historiográfica, como aun más fundamental que la epistémica e incluso que la práctico-polí­ tica, se produce en gran parte como resultado del giro lingüístico en la filosofía, en filosofía de las ciencias y en la historiografía.3 El fra­ caso de la concepción representacionalista del lenguaje, que toma a éste como un medio confiable de ofrecer descripciones verdaderas de los acontecimientos, se manifiesta en la disciplina histórica a través del desaliento al ideal de que los historiadores proporcionen relatos verdaderos acerca del pasado. El giro lingüístico en la filosofía de la historia adquiere una máxima radicalidad por no limitarse a cuestio­ nar la familiaridad metodológica entre la historia y las ciencias natu­ rales,4sino incluso su semejanza con las ciencias sociales. Como resul­ tado, los nuevos teóricos de la historia — reclutando entre sus filas a filósofos e historiadores— indagan en otros ámbitos distintos de la epistemología o la teoría del conocimiento, buscando conceptualizaciones adecuadas para expresar la relación entre el discurso históri­ co y el pasado del que pretende dar cuenta. Es en este contexto que se encumbra a la teoría literaria al lugar preeminente desde donde arrojar luz a estos problemas. El origen motivador (o el efecto osten­ sivo) de esta búsqueda se traduce en el cuestionamiento subversivo de la práctica historiográfica concreta, tanto en lo que se refiere a la legitimidad del historiador académico como la única Voz autorizada 2. Frank Ankersmit, «The Dilemma of Contemporary Anglo-Saxon Philosophy o f History», en History ér Theory, 25/25 (1986), pp. 1-27. 3. Véase Richard Rorty, E l giro lingüístico, Paidós, Barcelona 1990 (Ia ed. en inglés, 1967) y Elias Palti, Giro lingüístico e historia intelectual, Universidad Nacional de Quil­ ines, Bernal 1998. 4. Tal como la discusión discurrió desde los inicios del debate explicación versus comprensión en las ciencias sociales desde el siglo XIX. 112

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para relatar el pasado como en la propuesta de nuevas y alternativas formas tanto escritas como no escritas de tratar con él. Un aspecto notable y paradójico de esta propuesta teórica programática — que resultará central para nuestro desarrollo— reside en el hecho de que las experiencias de los actores históricos involucrados en los acon­ tecimientos históricos adquieren un rol normativo-prescriptivo en la elección de las mejores formas alternativas de representarlos. El presente trabajo consta de tres partes. En la primera reconstrui­ remos brevemente los argumentos contra el antirrepresentacionalismo esgrimidos por su principal exponente, Hayden W hite. En segundo lugar, analizaremos de manera crítica una propuesta concreta de W hi­ te acerca de un tipo especial de acontecimientos ocurridos en el siglo XX, para los cuales tanto la historia narrativa como las historiografías de corte analítico científico (proveniente de Anuales) se manifiestan, según el autor, mudas o insuficientemente elocuentes. En tercer y últi­ mo lugar, atravesando los análisis de Andrew Benjamin y Ernst van Alphen sobre la cuestión, desplegaremos una crítica hacia este tipo de normativa en que resultan clausuradas, creemos injustificadamente, coligaciones necesarias para expresar la conflictividad de las reconstruc­ ciones históricas.

I. Narrativa histórica: ¿espejo de la realidad o discurso moralizador? En sus sucesivos trabajos Hayden W hite ha expuesto diferentes argumentos en contra de lo que él consideraría una perspectiva reduc­ cionista del relato histórico como sólo una conjunción de enunciados verdaderos descriptivos de acontecimientos pasados. Mirados atenta­ mente, los textos históricos hacen algo más que registrar una suce­ sión cronológica de acontecimientos del pasado, tratan de que éstos sean apreciados por los lectores como sosteniendo una cierta cohe­ rencia y llegando a una resolución conclusiva. Este efecto de clausura y cierre narrativo es posible por dos razones. Por un lado, la selección de los acontecimientos a incluir en el relato así como la función que 113

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cumplen — causa, efecto, condición relevante pero no suficiente, etcé­ tera— es guiada por los previos compromisos de los historiadores tan­ to en lo que se refiere a los tipos de explicaciones adecuados para dar cuanta del pasado, como en cuanto a sus compromisos ideológicos y valorativos acerca de la deseabilidad y oportunidad o no de cambiar las condiciones sociales. Por el otro, en la búsqueda de una combinación plausible de todos estos elementos, el historiador cuenta con una reser­ va bastante rica de recursos discursivos proporcionados por su propia cultura.5 Queda fuera de discusión el hecho de que la disciplina histó­ rica busque configurar la evidencia acerca del pasado a través de dis­ cursos coherentes y significativos por su propósito declarado de permi­ tirnos a nosotros, los lectores, hacernos con un pasado inteligible y comprensible. Ahora bien, a lo largo de toda su obra, White ha trata­ do de mostrar el lazo indisoluble entre significatividad o comprensibi­ lidad con efecto moralizador. Justamente, la reflexión whiteana se diri­ ge a llamar la atención sobre el hecho de que ninguno de los elementos que hacen posible este efecto de inteligibilidad pertenece a los acon­ tecimientos pasados en sí mismos. Es más, esta estructura narrativa sig­ nificativa no puede ser inferida a través de la evidencia, sino que resul­ ta construida por el historiador e impuesta a los acontecimientos. No hay nada en la mera sucesión de acontecimientos del pasado, ni en los rastros dejados por dichas ocurrencias, que exija que éstos sean con­ tados en alguna forma narrativa en lugar de otra o relacionados en tér­ minos de un discurso teórico analítico.6 Estas consideraciones de W hite han sido, por un lado, objeto de ataques y errada interpretación. Sin embargo, por otro lado, dieron 5. Véase M etahistoria, op. cit., y «El texto histórico como artefacto literario», en Hayden W hite, E l texto histórico como artefacto literario, Paidós, Barcelona 2003. Todos estos recursos funcionan, según White, tanto en la historiografía eminentemente narra­ tiva, ejemplificada en los grandes relatos del siglo XIX, como en la historiografía del siglo xx, fuertemente influida por la Escuela Francesa de Annales, crítica de la narra­ ción y promotora de que la historia abreve en las ciencias sociales para alcanzar un sta­ tus científico. 6. Véase «El valor de la narrativa en la representación de la realidad», en E l con­ tenido de la form a, Paidós, Barcelona 1993.

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lugar a una investigación seria y crecientemente prolífica sobre la escri­ tura histórica. Analicemos en detalle estas dos reacciones. Tal como hemos destacado en otras oportunidades,7sería una de las peores banalizaciones de la obra de este autor interpretarla como si pregonase algu­ na de las siguientes tesis: que los historiadores con sus relatos inventan el pasado, que el pasado no existió, o que si existió es incognoscible, esto es, como si sostuviese ya un antirrealismo metafísico o un escep­ ticismo epistemológico respecto del pasado. Por el contrario, lo que efectivamente señala es que decir que las narrativas históricas son fic­ ciones verbales significa que, como cualquier discurso, son producto de una cierta práctica disciplinar en el marco de una particular comu­ nidad de investigación — en nuestro caso los historiadores— y en tan­ to tales son el resultado ostensivo de su trabajo. Literalmente, en el caso de la narrativa histórica, W hite afirma, «[...] sus contenidos son tanto inventados como encontrados y sus formas tienen más en común con sus homologas en la literatura que con las de las ciencias».8 Debemos leer, en esta sugestiva oración, que los historiadores no trabajan en el vacío, ni en completa libertad, como para inventar cualquier relato, ni en absoluta oscuridad, como para no poder ofrecer ningún relato. Los historiadores cuentan, por una parte, con un enorme y creciente corpus evidencial (creciente tanto en el volumen de la información como en las técnicas de procesamiento de dicha información), acerca de la ocurrencia de acontecimientos en el pasado, así como también cuen­ tan con muchos recursos para hacer que esa información sea significa­ tiva. El problema, no obstánte, reside en la no disponibilidad de pro­ cedimientos inferenciales que permitan, a partir del procesamiento de la información, seleccionar una u otra forma de dar una interpretación que se acerque más a la verdad. 7. Véanse, de Verónica Tozzi, «El relato histórico: ¿hipótesis o ficción? Críticas al “narrativismo imposicionalista” de Hayden White», e «Introducción», en H . W hite, E l texto histórico..., op. cit. Véase tam bién, Cecilia Macón, «Los efectos de la revi­ sión teórica. Acerca del FiguralRealism de Hayden White», en Revista Lationamericana de Filosofía, XXVII/2 (primavera 2001). 8. W hite, E l texto histórico como artefacto literario, op. cit., p. 109.

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La denominación más elocuente de la forma que adquiere el antirrepresentacionalismo en W hite es la de imposicionalismo9 (en lugar de antirrealismo o constructivismo radical), pues las estructuras narra­ tivas no representan de manera especular el pasado sino que se impo­ nen a la sucesión de acontecimientos notados en el registro con el obje­ to de hacerlos significativos. Esta idea quedará totalmente plasmada en «Teoría literaria y escrito histórico»10con su distinción entre informa­ ción histórica e interpretación histórica,11 y ha sido objeto — y lo será en el presente artículo— de una fuerte crítica. Según nuestra lectura, a través de esta distinción W hite quiere llamar la atención sobre un datum: la posesión de información, de técnicas de procesamiento y de recursos lingüísticos para comunicarla es parte del entrenamiento pro­ fesional; no obstante, e\gap lógico entre la información y las formas de hacerla inteligible es también un dato. En definitiva, White nos insta a aceptar que la elección entre interpretaciones conflictivas de los mis­ mos sucesos históricos (de los que tenemos noticia por la información histórica) no puede dirimirse a través de esa misma información his­ tórica, pues cuál relato resulte más significativo no es una cuestión fáctica informacional sino estética e ideológica. Es en el marco de esta argumentación que se entiende la principal tesis de White a lo largo de toda su obra: es la teoría literaria y no la epistemología la que nos infor­ mará sobre el estatus cognitivo de los discursos historiográficos; se tra­ 9. Andrew Norman, «Telling It Like It Was: Historical Narratives on their Own Terms», en History & Theory, 30/2 (1991). 10. En W hite, E l texto histórico como artefacto literario, op. cit. 11. Dicha información podría ser denominada propiamente archivística, ya que puede servir como objeto a cualquier disciplina, tan sólo por ser tomada como un asun­ to de las prácticas discursivas distintivas de esa disciplina: «El discurso histórico, por tanto, no produce nueva información sobre el pasado, [... sino ...] interpretaciones de cualquier información y conocimiento acerca del pasado que decida el historiador. Estas interpretaciones pueden adoptar formas variadas, desde las más simples crónicas o enumeraciones completas de hechos, hasta las abstractas filosofías de la historia, pero lo que todas ellas tienen en común es su procesamiento en un modo narrativo de repre­ sentación fundamental para la comprensión de sus referentes como fenómenos distin­ tivamente históricos», ibídem, pp. 143-144.

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ta de una tesis que, tal como señalamos, contribuyó como nunca antes a la investigación de formas alternativas de escritura histórica. Ahora bien, lo que llamará nuestra atención en este desarrollo es que aun cuan­ do los historiadores no puedan apelar a la evidencia para dirimir sus polémicas en torno a la elección de un relato en lugar de otro, no están totalmente libres de representar pasado. Hay determinadas experien­ cias históricas, sobre todo, las referidas a ciertos acontecimientos trau­ máticos, que ponen límites a su representación y desafían las formas tradicionales en que los historiadores han dado cuenta de ellas.

11. ¿Acontecimientos modernistas o acontecimientos extremos? Gran parte de la obra de W hite se inscribe en un análisis críticoelucidatorio de las historiografías existeñtes con el objeto de traer a la superficie sus aspectos figurativos y poéticos. Sin embargo, es en el mar­ co de esta búsqueda más positiva de formas alternativas de escritura que debe analizarse su reciente tratamiento de un tipo especial de acon­ tecimientos ocurridos en el siglo X X , a los que denomina «modernis­ tas» y que, de acuerdo con su análisis, no podrían haber sucedido en los siglos precedentes.12Entre ellos White enumera las dos guerras mun­ diales, el Holocausto, el hambre y la pobreza a escalas nunca vistas. La noción expresada en la denominación «acontecimiento modernista» destaca la dificultad para representarlos en virtud de su carácter trau­ mático, a pesar de contar con información acerca de ellos. Esta dificul­ tad no se plantea en torno a la ocurrencia de los hechos establecidos acerca de esos acontecimientos, sino a la imposibilidad percibida por los grupos más inmediatamente afectados u obsesionados por ellos para arribar a algún acuerdo respecto de su significado. Es decir, la ambi­ güedad acerca de su significado se suscita en el contexto de la experien­ cia, la memoria o la noción de esos acontecimientos por parte de las 12. W hite, «El acontecimiento modernista», en E l texto histórico como artefacto literario, op. cit., p. 223.

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víctimas: «En otras palabras, lo que se cuestiona aquí no son los hechos de la cuestión con respecto a tales acontecimientos sino la posibilidad de construir dichos hechos de manera que se sostengan diferentes significados posibles».13 La ocurrencia de tales acontecimientos exige, para White, un replanteamiento radical por parte del historiador acer­ ca de las formas tradicionales de tratar con el pasado reciente. Justa­ mente, al bautizar a estos sucesos de «modernistas» destaca que es la literatura modernista —y no la novela realista del siglo XIX, adecuada para los acontecimientos de ese siglo— la que le ofrece al historiador un recurso más eficaz para representarlos por su resistencia a «[...] la ten­ tación de tramar los acontecimientos y las acciones de los personajes como para producir el efecto de significado derivado de la demostra­ ción de cómo el final de algo puede estar contenido en su propio comien­ zo».14 Podemos reconstruir esta propuesta del modo siguiente: 1. En cuestiones que tienen que ver con los acontecimientos del pasa­ do debemos distinguir entre información e interpretación sobre ellos. 2. Cierto tipo de acontecimientos por su carácter traumático denun­ cian los límites de las narrativas históricas tradicionales y de los dis­ cursos científicos para dar cuenta de ellos. 3. Los problemas no se suscitan en torno a su ocurrencia sino en el contexto de la experiencia de los inmediatamente afectados. 4. La experiencia y la memoria sobre ellos delata la imposibilidad de acordar acerca de su significación, exigiendo que no sean sim­ plemente expulsados de la mente ni inequívocamente recordados en cuanto a su significado como para que los afectados puedan mirar hacia un futuro libre de efectos debilitantes.15

13. Ibídem, pp. 224-225. 14. Ibídem, p. 233. En este artículo, hace un detallado análisis de La náusea de Jean Paul Sartre, Entre actos de Virgina W oolf y Narration: Four Lectures, with an Introduction by Thornton W ilder de Gertrude Stein. 15. Cf. ibídem, p. 224.

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3. Por lo tanto, la historiografía tradicional, sea en forma narrativa o emulando a las ciencias sociales, con su intención de compren­ sión, cierre y clausura explicativa ocultaría esa imposibilidad. 6. Se sigue entonces la necesidad de formas de representarlo que no apelen al cierre ni a la claridad significativa. W hite las encuentra ampliamente ejemplificadas en el «modernismo literario». Es en este contexto que debemos ubicar los artículos «La trama his­ tórica y el problema de la verdad» y «El acontecimiento modernista»,16 cuyos méritos residen en mostrar cómo su intensa búsqueda en la lite­ ratura de una aproximación adecuada para escribir historia es reflejo del serio compromiso político que White, en tanto historiador y filó­ sofo de la historia, asume con el presente. En el primer texto — una respuesta a la convocatoria de Saúl Friedlánder a la conferencia sobre los límites de la representación— aborda la discusión en torno a la idea sostenida específicamente por el filósofo Berel Lang de que ciertos acon­ tecimientos históricos del siglo XX resultan irrepresentables en térmi­ nos figurativos.17Acontecimientos traumáticos, tales como la experien­ cia de los sobrevivientes del Holocausto, exigen ser narrados no figurativa sino literalmente, debiendo evitarse estilizaciones y estetizaciones que nos hagan sentir más soportable su ocurrencia; sólo una crónica de hechos, dice Lang, evitaría los peligros de la relativización propia de toda figuración.18Todo aquel que escriba sobre el Holocausto debe­ ría adoptar una actitud, una posición o postura que no sea ni objetiva ni subjetiva: ni aquella deh científico social con una metodología y una teoría, ni el intento poético resuelto a expresar una reacción perso­ nal.19White concedería que deberían rechazarse ciertas figuraciones para 16. En W hite, E l texto histórico como artefacto literario, op. cit. También compi­ lados, en sus versiones originales en inglés, en Figural Realism. Studies in the Mimesis Ejfect, Johns Hopkins University Press, Baltimore 1999. 17. Berel Lang, «Act and Idea», en The Future ofthe Holocaust. Between History and Memory, Cornell University Press, Nueva York 1999. 18. Ibídem, p. 160. 19. Véase White, «La trama histórica...», op. cit., p. 206.

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expresar las experiencias de las víctimas; explícitamente afirma: «[...] la elección de un estilo grotesco para la representación de algunos tipos de acontecimientos históricos constituiría, no sólo una falta de gusto, sino también una distorsión de la verdad».20 En este punto acompaña a Lang en su indagación en las nociones barthesianas de escritura intran­ sitiva y voz media como formas aceptables para la representación del Holocausto. Efectivamente, en «Escribir: ¿un verbo intransitivo?» Barthes reflexiona sobre la posibilidad de tomar a la escritura como intran­ sitiva o autorreferencial y por tanto poner entre paréntesis la cuestión de la referencia y focalizar sobre la relación entre hablante y discurso. Acto seguido, se pregunta si el verbo escribir es activo o pasivo, seña­ lando que en las voces pasiva y activa el sujeto es externo a la acción. En este punto, Barthes trae a colación la voz media del griego clásico, perdida en las lenguas indoeuropeas, en las que el sujeto es interior a ella. Berel Lang reclama esta noción de escritura intransitiva como la realización de ese estilo literal, no figurativo, para los temas surgidos de la reflexión del Holocausto, pues allí se «[...] niega la distancia entre el escritor, el texto, aquello de lo que se escribe y, finalmente, el lector».21 W hite es persuadido por Lang de la justeza de esta apropiación de la escritura intransitiva, pero no admite su asimilación a «literal» y su exclusión de las dimensiones figurativa y literaria. Justamente, señala White, el modernismo literario podremos encontrar que el verbo «escri­ bir» no connota ni una relación activa ni una pasiva sino, más bien, una de tipo medio.22 La novela modernista, ejemplificada en el monó­ logo interior y afín a la voz media del griego clásico, proporciona, en tanto forma de escritura donde se conjugan el abandono de un pun­ to de vista autoritario y la predominancia de un tono de duda y cuestionamiento, el estilo adecuado para representar ciertas experiencias modernas particulares de vida. Este recurso no responde, según W hi­ te, a la búsqueda de una forma de expresión realista ingenua, sino a 20. W hite, «Teoría literaria y escrito histórico», en W hite, E l texto histórico como artefacto literario, op. cit., p. 163. 21. «La trama histórica...», op. cit., p. 206-207. 22. Ibídem, p. 208. 120

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la adopción de una actitud en la que el sujeto es aquí también el obje­ to de la acción, logrando una trascendencia de la dicotomía, irresolu­ ble por medio de las narrativas tradicionales, entre sujeto y objeto.23 Un acontecimiento modernista, como el Holocausto, si fuera narrativizado a través de un relato centrado en el orden cronológico de los acontecimientos y sus relaciones causales, sólo sobreviviría en su dimen­ sión externa, mientras la interna resultaría perdida. La narrativa tra­ dicional, en su esfuerzo por domesticar la realidad histórica y enca­ jarla en los límites discursivos, cuando es aplicada a estos acontecimientos modernistas, se tornaría distorsionadora y encubridora de su naturale­ za límite y extrema. Desde este punto de vista comprometido con las experiencias límites, la antinarrativa modernista resulta un mejor ins­ trumento para expresarlo.

III. La política como representación Pero White no está solo en la apropiación de esta estrategia orien­ tada hacia una crítica de la naturaleza encubridora de modos tradiciona­ les de representación. Sus definiciones parecen estar en consonancia con cierta tendencia prescriptiva desplegada en el campo de la filosofía de la historia que intenta legitimar determinadas tácticas reconstructivas en detrimento de otras consideradas «distorsionadoras». Así, por ejemplo, Andrew Benjamín ha señalado que el Holocausto exige ser reconstruido haciendo a un lado nociones totalizadoras, surgidas de la invocación de cualquier tipo de unidad. La centralidad del conflicto y la alegada impo­ sibilidad de la esencia como elementos centrales de la noción de identi­ dad24 obligan a exhibir esos acontecimientos sostenidos en su especifi­ cidad y alteridad radical. Es que, de acuerdo con esa perspectiva, lo 23. Véase el artículo de Frank Ankersmit, «Hayden W hite’s Appeal to the Historians», en el número especial «Hayden W hite Twenty Five Years On», de Elistory & Theory, 37/2 (1998). 24. Andrew Benjamín, Architectural Philosophy, The Athlone Press, Londres 2000, p. 183. 121

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incompleto del pasado se resiste al cierre y resulta obligado a dejar abier­ to el trabajo de la memoria. Los mecanismos de reconstrucción impul­ sados por Benjamín deben entonces hacer a un lado una abstracción que lleva, inevitablemente, a la esencialización de la práctica y de la actividad de la memoria misma para optar por mecanismos abiertos a la comple­ ja interconexión de la conmemoración con el espacio público, donde queda en evidencia que memoria y cuerpo trabajan de la misma mane­ ra: ninguna de las dos dimensiones puede ser controlada, siendo que ambas retornan dentro de una presencia insistente.25 De acuerdo con Benjamín, «[...] el lugar ocupado por el asesinato en masa da un giro específico a la cuestión del recuerdo [...]» exhibien­ do «.. .el límite de las teorías clásicas de la memoria en su incapacidad para vincularlo al presente».26 Si «[...] la memoria es el proceso en el que el objeto perdido puede ser retenido en la continuidad del mundo, con la Shoah, en lugar de una discontinuidad del individuo con el m un­ do, el mundo se ha vuelto discontinuo consigo mismo».27 Es desde el punto de vista de este análisis inicial que Benjamín objeta que la «nor­ malización del luto» y la superación de la melancolía permiten una reso­ lución satisfactoria:28 «[...] el luto exitoso o la superación de la melan­ colía es la eliminación sostenida de la discontinuidad».29Y es «la naturaleza de la relación entre luto, conocimiento y memoria lo que puede limi­ tar la posibilidad de conocimiento en relación con la Shoah».30 El análisis de Benjamin — quien se ocupa centralmente de elabo­ rar una filosofía para la arquitectura— se despliega sobre distintas estra­ tegias para la representación de los acontecimientos traumáticos cons­ tituidas al margen de la escritura: el Museo Judío de Berlín y el memorial construido en 1988 en la ciudad de Graz forman parte de su corpus central. De acuerdo con su perspectiva crítica, así como la presencia de 25. A. Benjamín, ArchitecturalPhilosophy, op. cit., p. 185. 26. Id., Present Hope, Routledge, Londres y Nueva York 1997, p. 110. 27. Ibídem, p. 20. 28. Ibídem, p. 19. 29. Ibídem, p. 20. 30. Ibídem, p. 21. 122

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los museos está sostenida en el objetable supuesto de continuidad tem­ poral, la lógica de los memoriales resulta basada en su necesidad de incluir, asimilándola, la experiencia de los excluidos, creando así una historia unificada en nombre de algún tipo de «unidad nacional»: una reconciliación que reproduce meramente la lógica de la confesión y la absolución. Teniendo en cuenta que el Holocausto marca la impo­ sibilidad de mantener la continuidad, su representación, enfatiza Ben­ jamin, debe dejar abierta la práctica de la memoria exponiendo el hecho de que tras la irrupción de la Shoah, la memoria sólo puede ser soste­ nida dentro de la estructura de la pregunta.31 Se trata, en definitiva, de una cesura ineliminable que obliga a preguntarse «cómo continuar» teniendo a la dislocación como un punto de partida necesario.32 En palabras del propio Andrew Benjamin: «La naturaleza distintiva de la Shoah es la discontinuidad emergente del mundo en sí mismo. No es entonces cuestión simplemente de cómo seguir, sino cómo continuar aún incorporando esa discontinuidad».33Tal dislocación se presenta entonces como antitética respecto de las pretensiones de incorporación y continuidad o como la estructura armonizadora del mito,34 que obli­ ga a encarar toda reconstrucción a partir de la constante presencia de la finitud. El análisis de Benjamin — como una suerte de desarrollo de ciertos principios contenidos en la noción whiteana de acontecimien­ to modernista— permite desplegar algunos de sus efectos más inme­ diatos: la reconstrucción del pasado debería ser encarada a partir de estrategias discursivas que incorporen en su propia lógica la estructu­ ra dislocada de la experiencia histórica. Sólo así se podrán sortear, pare­ ce decir Benjamin, algunos efectos políticos claves de la continuidad histórica, tales como la reconciliación final legitimada en un consenso siempre imposible o la disolución de la conflictividad presente en toda identidad. Este tipo de recorrido se ocupa entonces de exigir recons­ trucciones históricas para las cuales «estar atentos» al sinsentido y a las 31. 32. 33. 34.

A. Benjamin, Architectural Philosophy, op. cit., p. 184 Id., Present Hope, op. cit., p. 116. Id., Architectural Philosophy, op. cit., p. 24 Ibídem, p. 154

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dislocaciones impuestas por los acontecimientos implica asegurar su reproducción. De lo contrario, parece sugerirse, la mirada sobre el pasa­ do se transformaría en una estrategia destinada al encubrimiento de conflictos que, como señalara White, son esenciales a los acontecimien­ tos traumáticos sobre los cuales las pretensiones de acuerdo deben ser reemplazadas por la pura perplejidad. Se trata de un nivel prescriptivo en el que la norma alegada sugiere una reproducción de la estructura dislocada de los acontecimientos y algunos de sus atributos fundamen­ tales. Es en este sentido que el rechazo de Benjamín al espíritu conci­ liador de los museos evoca el análisis whiteano de las pretensiones de consenso moral vinculadas al efecto de clausura de las narrativas histó­ ricas. El modernismo literario resulta en este contexto un instrumen­ to que aspira a señalar un modo adecuado de representación. Ahora bien, a primera vista el particular aprecio de W hite por el modernismo literario parece — y ésta es, creemos, la lectura superficial que encaran muchos de sus críticos— contrario a sus tempranos des­ arrollos,35 sobre todo por haber sostenido entonces que, dada la natu­ raleza esencialmente tropológica (es decir, figurativa) de la historiogra­ fía, cualquier acontecimiento histórico puede ser tramado de diferentes maneras y ningún género o forma de tramar sustentaría el privilegio con respecto a la verdad. ¿Cómo se explican entonces estas reflexio­ nes acerca del estilo más adecuado para representar la experiencia del Holocausto? W hite podría defenderse arguyendo que sólo se limitó a responder a la invitación por parte de Saúl Friedlánder a participar en la conferencia sobre «El Holocausto y los límites de la representa­ ción», aparentemente consensuada en torno a una serie de preguntas sobre esta cuestión. Pero White no necesita caer en este recurso fácil. Por el contrario, sus afirmaciones adquirirán plausibilidad una vez que constatemos que su apelación a la novela modernista no pretende ir 35. Específicamente Metahistory y «El texto histórico como artefacto literario». Como ejemplo de esta lectura crítica, véanse W ulf Kansteiner, «Hayden W hite’s Cri­ tique o f the W riting o f History», en History & Theory, 32/3 (1993) y Dominick La Capra, «Writing History, W riting Trauma», en W riting History, W riting Trauma, The Johns Hopkins University Press, Baltimore y Londres 2001.

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más allá de su negación a identificar o reducir la historiografía al tra­ bajo con la evidencia documental y con la autenticación de la infor­ mación provista por ella. Dada su defensa de que el objetivo de la historización se relaciona con la manera de comunicar nuestra expe­ riencia acerca del pasado — que es interesada y emotiva— , indagar en la teoría literaria y en su práctica, para buscar la mejor manera de expresarla, resulta un recurso totalmente pertinente. Esta búsqueda en el campo literario de formas de discurso que pres­ ten atención a ciertas experiencias traumáticas inéditas adquiere pleno sentido si tomamos nota de la presencia de una persistente preocupa­ ción que recorre toda la obra de W hite, quien insiste en recordarnos que nuestra vinculación con el pasado es, y no debe dejar de ser, emo­ tiva. Es por ello que la dimensión poético-expresiva del escrito histó­ rico no sólo se presenta como inexpugnable, sino, más fuerte aún, como determinante de todas las demás. Si el lazo emotivo es primario, enton­ ces las diferencias interpretativas irreconciliables entre relatos históri­ cos en competencia acerca de los mismos acontecimientos responde­ rán a diferencias en las valoraciones que los motivan. Los conflictos valorativos no pueden dirimirse a través de la sola apelación a la evi­ dencia. Es más, si bien podría objetarse que lo que deberíamos hacer es adoptar un discurso despojado ante los acontecimientos, en caso de que algo así fuera posible, no se seguiría que su adecuación se juzgará por su correspondencia o no con los acontecimientos. Por el contra­ rio, siempre será la conformidad o no con nuestros intereses, deseos, compromisos y temores lo que capturará nuestra adhesión a uno u otro relato en conflicto. En definitiva, un discurso desafectado, por el mis­ mo hecho de ser desafectado, no deja de ser un tipo de figuración entre otras. De ahí su enfática defensa acerca de que el lenguaje figurativo, de un modo más efectivo que cualquier discurso literal, «refiere fiel­ mente a la realidad», pues la propia distinción entre lenguaje figurati­ vo y literal es contextual. «El modernismo resuelve los problemas pre­ sentados por el realismo tradicional, es decir, cómo representar de modo realista la realidad, simplemente abandonando el fundamento sobre el cual el realismo es construido en términos de una oposición entre hecho 125

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y ficción.»36Ahora bien, el reconocimiento del carácter figurativo y tro­ pológlco del discurso histórico no conlleva un desmedro de su status cognitivo ni libera al historiador de su responsabilidad ante el lector por el relato que cuente acerca de los acontecimientos del pasado. En tren de apreciar de manera correcta esta valoración positiva del discurso figurativo para la historiografía debemos recordar la distin­ ción, sostenida por White, entre la información acerca de los aconte­ cimientos pasados — información disponible para ser utilizada por cual­ quier disciplina (científica, periodística o literaria)— y la escritura histórica (la composición por parte del historiador de un discurso y su traducción en una forma escrita), encargada de producir una interpre­ tación de tales acontecimientos dotándolos de un sentido histórico.37 La relevancia de esta distinción se hace más urgente en el caso de los acontecimientos modernistas, no sólo por su magnitud, sino también como un resultado de la revolución tecnológica de los medios de comu­ nicación y representación, em que la propia precisión y detalle de las imágenes fílmicas y auditivas de tales acontecimientos son los cau­ santes de abrirlos a una amplia variedad de interpretaciones de «lo que realmente ocurrió» en las escenas retratadas.38 Ejemplos de ello son para White: la explosión del Challenger, el vídeo de la paliza policial a Rodney King y, podríamos agregar, las terribles imágenes emitidas una y otra vez de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Es decir, el dile­ ma al que se enfrenta la historiografía del siglo XX no está relacionada con la ocurrencia de tales acontecimientos, que no es puesta en duda, como tampoco se cuestiona la posibilidad de obtener información con­ fiable sobre ellos. El problema reside en la posibilidad de producir una interpretación que responda a los intereses de nuestra experiencia de esos acontecimientos en el presente. Una experiencia de perplejidad, de vacío, de pérdida de sentido y de fragmentación. Será, sugiere Whi-

36. «El acontecimiento modernista», en W hite, E l texto histórico como artefacto literario, op. cit., p. 218. 37. «Teoría literaria y escrito histórico», op. cit. 38. «El acontecimiento modernista», op. cit.

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te, la moderna teoría literaria y específicamente la que se ocupa del «modernismo literario», la que nos ofrece un modo adecuado de com­ prender cómo la información acerca del pasado es y debe ser procesa­ da para constituirse en un conocimiento típicamente histórico. Es en esta novela, donde las distinciones típicas de la novela del siglo XIX, entre sujeto y objeto, narrador y personaje, son disueltas y puestas en cuestión.39 Sin embargo, ciertos aspectos importantes y de detalle de su plan­ teamiento nos resultan sumamente criticables. En primer lugar, no deja de ser controvertible declarar que podemos superar historizaciones auto­ ritarias a través de decisiones estéticas que, curiosamente, se nutren de formas literarias de difícil acceso a una audiencia ordinaria, para la cual resultaría extraño reconocer en ellas lo que llamamos historia. En segun­ do lugar, y estrechamente relacionado con lo anterior, esta elección consciente de escritura en la voz media como forma de representar el Holocausto, para hacer explícitas al lector las limitaciones de toda repre­ sentación, presupone una audiencia altamente informada, es decir, un lector familiarizado con esas representaciones que están siendo cuestio­ nadas. Finalmente, teniendo en cuenta que lo que está en juego es la legitimidad de la propia voz del historiador académico como punto de vista experto para dar cuenta de los acontecimientos, se abre la pre­ gunta de hasta qué punto estas formas alternativas y disruptivas de toda representación lineal no son otro ejemplo de figuración irónica que bus­ ca hacer conscientes los límites de toda representación, como la pro­ pia historiografía irónica producida en la academia en el siglo XX — crí­ tica de la historiografía del siglo XIX— y criticada por White. En suma, nuestra crítica apunta a advertir serias dificultades a la inde­ pendencia y autonomía del discurso modernista respecto de las formas tradicionales de hacer historiografía. Sobre todo si tenemos en cuenta afirmaciones de White tales como que los acontecimientos modernis­ tas son propios del «[...] siglo XX únicamente — acontecimientos que, a 39. Véase «La trama histórica y el problema de la verdad», en White, E l texto his­ tórico como artefacto literario, op. cit., pp. 204 y 206.

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diferencia de, por ejemplo, la revolución rusa de 1917, no podrían haber ocurrido antes o después de cuando de hecho ocurrieron». ¿Por qué? «Porque las “condiciones materiales e ideológicas necesarias” para la ocurrencia de la revolución rusa existían mucho antes de 1917.»40Aho­ ra bien, esta apelación a condiciones materiales e ideológicas que hacen posibles ciertos acontecimientos y no otros, son el tipo de conexiones típicamente narrativas que ordenan y dan coherencia a los acontecimien­ tos del pasado, por lo cual nos resulta evidente el carácter parasitario del discurso modernista, el discurso fragmentario y antinarrativo respecto de un previo disponer de una narrativa acerca de esos acontecimientos. Es así entonces como resulta desplegado en todas sus consecuen­ cias un problema clave del planteamiento whiteano: sólo la incorpora­ ción de algún tipo de coherencia sostenida en cierto tipo de pretensión narrativa puede volver significativos los fragmentos. Aún más, y esto contribuye a enfatizar nuestro argumento, las definiciones de White obligan a preguntarse: ¿por qué aferrarse al supuesto de que la estruc­ tura narrativa no puede dar cuenta de los acontecimientos traumáticos que expresan la experiencia de la dislocación? ¿Por qué no admitir, por el contrario, que al agregar nuevas dimensiones de sentido la narrativa puede encarar reconstrucciones más ricas que las sostenidas en la mera reproducción de las características de su objeto? Atenerse a la concep­ ción de acontecimiento modernista y obligarse a encarar un determi­ nado tipo de escritura antinarrativa (o distinta a la narrativa del siglo X ix ) implica expulsar, creemos, la posibilidad de hacer historia; redun­ da en hacer a un lado el compromiso con una reconstrucción del pasa­ do sostenida en un punto de vista político acerca de los acontecimien­ tos, donde «lo político» supone la incorporación de la conflictividad de la reconstrucción histórica misma. Sólo allí donde se sugieran rela­ tos posibles — aun los más lábiles— que articulen miradas en tensión será posible establecer un compromiso político en relación con el pasa­ do. Negar la alternativa de escribir narrativas interesadas y comprome­ tidas, que resulten capaces de reconocer su propia contingencia, impli­ 40. «El acontecimiento modernista», op. cit., p. 198, n. 8.

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ca limitar la eficacia y la expresividad de un discurso histórico encar­ gado de evocar, incluso, acontecimientos modernistas. ¿Por qué, en definitiva, en tren de captar una experiencia posmoderna es necesario desplegar un discurso posmoderno? Teniendo en cuenta que — tal como hemos señalado más arriba— el propio W hite se ocupa de resaltar la necesidad de incorporar el interés y la dimensión emotiva a la recons­ trucción histórica, resulta inevitable preguntarse por el posible rol de la estructura narrativa para dar cuenta de esa dimensión modernista. La evocación de acontecimientos en los que impera la fragmentación unida a los aspectos emotivos vinculados a la experiencia histórica que aspiran a ser incluidos en la reconstrucción no parece obligar a una reproducción de su propia estructura ni a negar la institución de algún tipo de coligación.41 La apelación al análisis de la especificidad del Holocausto tal como es desarrollada por van Alphen,42 puede ayudarnos a esbozar ciertas consecuencias de nuestro argumento. Es en su análisis de la obra del artista francés Christian Boltanski que van Alphen define su posición a favor de una reconstruccción al margen del ejercicio de toda discipli­ na, capaz de resublimar al pasado sin necesidad de legitimar una uto­ pía. De acuerdo con su análisis y siguiendo explícitamente a W hite en su caracterización de las ideologías fascistas,43 el nazismo fue el resulta­ do de un intento por resublimar la historia ante la incapacidad de la disciplina histórica para dar cuenta del caos, instalando una utopía des­ tructiva. Es necesario entonces — señala van Alphen— encarar esta tarea resublimadora al margen de toda lógica utópica, aun la que está presente en el orden mismo de la narración. Sólo así, continúa, será 41. Por «coligación» entendem os junto a Walsh: el rastreo de las relaciones intrínsecas de un acontecim iento con otros y su localización en cierto contexto histórico. Véase W. H. Walsh, Introducción a la filosofía de la historia, Siglo XXI, Méxi­ co, 1968, p. 66. 42. Ernst van Alphen, «Deadly Historians: Boltanski's Intervention in Holocaust Historiography», en Barbie Zelizer (ed.), Visual Culture and the Holocaust, Athlone, Londres 2001. 43. Ibídem, p. 70.

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posible escapar de las pretensiones utópicas del fascismo y, a la vez, res­ catar la dimensión sublime de ciertos acontecimientos. Pretensiones que, por otra parte, resultan imposibles tras un genocidio que tornó inconcebible el despliegue mismo de toda lógica utópica. Sin embar­ go, la propuesta de van Alphen parece asentarse — paradójicamente— sobre un ideal improbable, pues la dimensión artística misma — sus­ tentada en la presentación de mundos posibles44 que pueden resultar ordenados de acuerdo con el «sentido de un final»45propio de la narra­ tiva— está inevitablemente construida según la lógica de la utopía: una secuencia paralela a la efectiva y asentada sobre su propia estructura. El análisis de van Alphen se torna entonces particularmente valioso a la hora de señalar ciertas falencias de la propuesta whiteana alrededor de la literatura modernista. Toda operación de sublimación encierra algún tipo de utopía: la certeza de que las cosas podrían haber sido de otra manera; habiendo — por ejemplo— resistido a la presencia de la ruptura radical del trauma. Toda reconstrucción del pasado, atenta a la dimensión emotiva, encierra en definitiva una mirada que proyecta un mundo posible — no necesariamente el mejor— por sobre la estruc­ tura de los hechos mismos. Se ha dicho que, teniendo en cuenta que la posmodernidad supo­ ne la falta de unidad espacio-temporal,46 se trata de una perspectiva que cierra la posibilidad de la transmisibilidad del pasado. La dimensión prescriptiva del análisis de White parece atentar justamente contra esa transmisibilidad: transformar el objeto de la historia en un otro radi­ cal de la comprensión y excluir la productividad de la artificialidad del

44. Para un análisis de la relación entre imaginación artística y construcción de mundos posibles, véase, por ejemplo, Jerome Bruner, Realidad m entaly mundos posi­ bles. Los actos de la imaginación que dan sentido a la experiencia, Gedisa, Barcelona 1988. 45. Nos referimos al «sentido de un final» analizado por Kermode en términos de la estructura de espíritu apocalíptico que atraviesa tanto a la historia como a fic­ ción. Véase Frank Kermode, The Sense o f an Ending, Oxford University Press, Nueva York 1967. 46. Graham MacPhee, The Architecture o f the Visible, Continuum, Londres y Nue­ va York 2002, p. 197.

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tliscurso narrativo cierra la posibilidad de la resignificación constante del pasado. Si el caos o el abismo, en definitiva, nombran aquel espa­ cio de donde surge un orden, expresar las dislocaciones evocadas por Benjamin o las perplejidades de White no obliga a reproducirlas sino a imponer un sentido que, aun siendo narrativo, puede exhibir cierta contingencia capaz de atender al pasado sin involucrarse en operacio­ nes totalizadoras. Aceptar la caracterización de White de los aconteci­ mientos modernistas como acontecimientos no naturales y no narra­ tivos no implica entonces comprometerse con su propuesta programática a favor de una reconstrucción guiada por los atributos de la experien­ cia. Decimos: toda historia — aun la posmoderna— tiene pretensiones que involucran la legitimación de una creencia, aun la más lábil. Se tra­ ta, tal vez, de reconocer cierta contingencia de esas creencias, pero no de pretender una reconstrucción que las haga definitivamente a un lado. Nociones como «vacío» o «incompletitud» tendrían que poder ser incorporadas sin renunciar a la constitución de un relato orientado hipotética y cognitivamente hacia un final. La apelación de W hite a la eventual eficacia de una reconstrucción histórica basada en la noción de acontecimiento modernista parece hacer a un lado el rol que, inevi­ tablemente, toda reconstrucción histórica tiene en términos de la impo­ sición de un orden, sea con o sin algún tipo de pretensión universal. El intento de White no expresaría más que una instancia privilegiada capaz de superar la estrategia imposicionalista de la narración. La pregunta que se abre es entonces: ¿resulta posible llevar a cabo una reconstrucción del pasado sostenida en la «desrealización del acon­ tecimiento»? Si toda narración histórica tiene un fin político — algo que tanto White como Benjamin estarían dispuestos a admitir— , ¿por qué no aceptar la presencia de creencias presentes, aun las más contin­ gentes, como instrumentos necesarios para encarar tal reconstrucción, en lugar de proclamar la posibilidad — ¿utópica?— del surgimiento de una voz media cercana a la autenticidad radical? Las reconstrucciones históricas atentas a dislocaciones y vacíos no tienen entonces por qué renunciar a establecer lazos hermenéuticos a partir de pretensiones que supongan algún tipo de proyección más allá de lo excepcional. Cree131

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mos que los modelos inspirados en W hite o en Benjamin se encontra­ rían constreñidos por posturas que reivindicasen la autenticidad como una virtud epistemológica esencial y expulsasen la mediación genera­ da desde el presente, presuponiendo la «naturalidad» de la experiencia junto a su privilegio sobre la artificialidad discursiva. Algo que, por cierto, resultaría a White — abocado a explorar dimensiones cognitivas y emotivas del discurso— difícil de sostener. Se trataría de una suer­ te de experimento mental rendido ante el ocultamiento de la carga polí­ tica de esta reconstrucción ideal que disolvería tensiones esenciales como la exhibida en la evocación de nuestra apertura firmada por Mar­ tin Amis y gracias a la identificación de un «estilo», entre las fatalida­ des de «lo atávico y lo moderno».

M E M O R IA Y N A R R A C IÓ N María Inés Mudrovcic (Universidad Nacional del Comahue)

Es el 2 de enero de 1994 en Las Margaritas, al este de San Cristó­ bal de las Casas. Segundo día de ocupación del municipio por las fuer­ zas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Uno de sus mandos responde al periodista que le preguntó por qué se alzó: «Ahorita, en este momento, hace más de 500 años, nunca se ha resuelto ningún pro­ blema de las tierras, de producciones, de la vivienda, de educación, salud, de la independencia, de la paz, de la democracia». Hay medio milenio detrás de la decisión de tomar las armas.1El 24 de julio de este año, el presidente Chirac, durante su visita a la isla de Lifou, manifies­ ta que se encuentra allí «para cumplir un deber de la memoria de todos aquellos que han sido víctimas de los acontecimientos violentos que han golpeado cruelmente a Nueva Caledonia», refiriéndose a la tra­ gedia de Ouveá ocurrida 15 años antes.2 El deber con la memoria de las víctimas del terrorismo de estado durante la última dictadura mili­ tar argentina se filtra en la puesta en discusión del valor jurídico de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Estos casos constituyen ejemplos de actos políticos presentes legitimados por lo que se deno­ mina memorias colectivas. 1. Página 12 (16 de enero de 1994). 2. Le M onde.fr (24 de julio de 2003). 132

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La memoria constituye uno de esos fructíferos tópicos que ofrecen la oportunidad de ser tratados desde diferentes disciplinas. Es así que encontramos estudios en el nivel de la biología, la neurobiología, las ciencias cognitivas, la psicología, la sociología, la antropología y la his­ toria, entre otras. Si se mira más de cerca a estas disciplinas constata­ mos que mientras hay teorías sólidamente formuladas en el ámbito de la memoria individual, cuando se pasa a la escala de los grupos o de las sociedades, los fundamentos teóricos de la noción de «memoria colec­ tiva» aparecen como poco sólidos o se ven totalmente invalidados. Si una teoría es un enunciado que tiene cierto valor explicativo de la rea­ lidad, no se puede hablar propiamente de una teoría de la memoria colectiva. Asimismo, fuera del ámbito disciplinar, el interés creciente por la memoria colectiva impacta directamente en la vida de las socie­ dades contemporáneas. Es así que, tal como se señaló en los ejemplos mencionados anteriormente, se demanda justicia «en nombre de la memoria» o se promueve una acción por el «deber de la memoria» o se entiende un conflicto como «lucha por la memoria». Estos casos refle­ jan la indudable connotación ético-política que adquiere la noción de memoria cuando es trasvasada al ámbito de lo social. Dentro del contexto de las ciencias sociales, los desacuerdos en tor­ no al concepto de «memoria colectiva» cubren un amplio espectro y rei­ teran, en cierta medida, el debate más amplio que, a nivel metodológi­ co, se da acerca del estatuto de los sujetos sociales. En uno de sus extremos encontramos a quienes afirman que «no hay tal cosa como una memo­ ria individual [...], toda memoria es social»3y en el otro, a aquellos que consideran la noción de memoria colectiva como una retórica holística de dudosa implicación ontológica, una simple flatus voris,4 reduciéndo­ la a una simple «transmisión a una gran cantidad de individuos de los recuerdos de uno solo o de algunos hombres, repetidos muchas veces».5 En una posición intermedia, autores como Ricoeur le atribuyen una cier­

3. D. Schacter (ed.), Memory Distortion, Harvard University Press, 1995, p. 346. 4. J. Candeau, Memoria e identidad, Ediciones del Sol, Buenos Aires 2001, p. 26. 5. M. I. Finley, Mythe, mémoire, histoire, Flammarion, París 1981, p. 32.

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ta utilidad heurística siempre que se interprete el concepto de memoria colectiva como una inferencia expuesta por la vía oblicua de la metáfora. La dispersión semántica que se observa en el ámbito de las ciencias sociales y humanas se ve reflejada en el uso, muchas veces indistinto, de nociones tales como memoria social, memoria cultural, memoria colec­ tiva, memoria histórica. Sin embargo, a pesar de que dicho concepto ha despertado numerosas objeciones, particularmente, en lo que respec­ ta a asumir cierto compromiso con alguna noción de «mente colectiva»6 o con la atribución de predicados mentales a los grupos, numerosa es la literatura que apela directa o indirectamente a una noción de memo­ ria colectiva que permanece, en sus fundamentos, poco clara. Dentro de la vasta literatura dedicada al tema intento distinguir, en principio, cuatro sentidos con los que se califica de colectiva o social a la memoria. 1) En primer lugar, se asocia el término memoria colectiva con el hecho de que toda memoria individual está socialmente media­ da. Se afirma, en este sentido, que «no existen ni memoria estricta­ mente individual ni memoria estrictamente colectiva».7Esta posición, sostenida principalm ente en el ám bito de la psicología social y la sociología, se opone al presupuesto de la psicología experimental que concibe a la memoria como un proceso mental, es decir, como la capa­ cidad mental de retener y revivir impresiones o de reconocer expe­ riencias anteriores sin tomar en cuenta el ámbito histórico y cultural en el que dicho proceso se realiza. Este presupuesto se evidencia en los protocolos experimentales que enfatizan los registros sensoria­ les, la memoria de corto y largo alcance y las actividades de recupe­ ración mnémica como procesos autónomos inherentes al organis­ mo individual. En oposición a esta perspectiva, y retomando las obras seminales de M. Halbwachs y F. Bartlett,8 trabajos recientes prove6. Véase D. Carr, Time, Narrative and History, Indiana University Press, Indianápolis 1986, p. 123. 7. J. Candeau, Antropología de la memoria, Nueva Visión, Buenos Aires 2002, p. 66. 8. Al respecto, Bartlett señala que la «organización social otorga un entramado persistente dentro del que todo recuerdo debe encuadrarse, y que influye muy pode-

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nientes de la sociología del conocimiento, la etnografía y la antropo­ logía subrayan el carácter social de la memoria individual.*9 La noción de marcos sociales de la memoria de Halbwachs10 se muestra heu­ rísticamente fructífera a la hora de señalar las convenciones cultura­ les de conducta que enmarcan los procesos de fijar y recuperar los recuerdos, como así también aquellos que orientan la construcción de los nuevos. El «hacer memoria» es, fundamentalmente, una prác­ tica cultural. Estos estudios se orientan, principalmente, a mostrar cómo las narrativas autobiográficas se estructuran en torno a aconte­ cimientos socialmente relevantes (escolaridad, casamiento, hijos, pro­ fesión) o cómo los recursos dialógicos intersubjetivos generan relatos aceptables de «lo que sucedió».11 Desde esta perspectiva se acepta que la organización de los recuerdos de las personas que pertenecen a dife­ rentes culturas varía puesto que sus mapas mentales son diferentes. La codificación semántica del recuerdo se efectúa de acuerdo a las relaciones lógicas que se perciben en la visión de mundo. Este mapa mental es adquirido en la niñez y, como tal, es un código comparti­ do colectivamente.12 Lo que se acentúa, entonces, es el rol que cum­ plen las reglas, procedimientos y prácticas culturales a través de las cuales las personas organizan su propio pasado. Es en este sentido que se habla de la dimensión colectiva o social de la memoria sin perder por ello la atribución a personas singulares.

rosamente tanto en el modo como en el contenido del recuerdo», Remembering as a study in socialpsycology, Cambridge University Press, 1932, p. 296. 9. Cf. especialmente K. Gergen y K. Davis (eds.), The social construction o f the person, Springer-Verlag, Nueva York 1985; J. Nerone y E. Wartella, «Introduction to a special issue on social memory», en Communication II, (1989), pp. 86-88; D. Middleton y D. Edwards (eds.), Collective remembering, Sage, Londres 1990. 10. J. Candeau, Antropología de la memoria, op.cit., p. 65. 11. Cf., por ejemplo, D. Middleton y D. Edwards, «Conversational remembe­ ring and family relationships: How children learn to remember», en Journal o f Social and Personal Relationships, 5 (1988), pp. 3-25. 12. E Connerton, How societies remember, Cambridge University Press, Cambrid­ ge 1989, pp. 27-28.

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2) Un segundo sentido de memoria colectiva se aplica a las prácti­ cas corporales en tanto se considera que el pasado social no es repre­ sentado sino que es actuado por el cuerpo, ya que «permanece presen­ te y actuante en las disposiciones que ha producido».13 Se trata de la transmisión social de prácticas, costumbres y códigos constitutivos de un ethos que tratan «al cuerpo como un recordatorio». Es lo que Bourdieu denomina habitus,u Russell — siguiendo a Bergson— , memo­ ria-hábito15y Candeau, protomemoria. Las prácticas incorporadas cons­ tituyen la memoria sedimentada en el cuerpo a través de posturas, ges­ tos o modales que no sólo regulan las relaciones sociales en un grupo — como, por ejemplo— el saludo o las formas de comer, sino que tam­ bién señalan autoridad y jerarquías. La incorporación de posturas espe­ cíficamente culturales abarcan desde reglas de etiqueta para comer, que, el decir de Bourdieu es un modo de negar la función primaria de ali­ mentarse transformándola en una ocasión de celebración de refina­ miento y valor ético,16 hasta ceremonias más o menos formales que señalan el estatuto o rango entre los miembros del grupo. Este segun­ do sentido que hemos distinguido de memoria colectiva incorporada al cuerpo remite, como el apartado anterior, a una dimensión social de la memoria referida a sujetos individuales. 3) En tercer lugar, la expresión «memoria colectiva» se refiere no a las memorias socialmente organizadas de individuos que experimenta­ ron el pasado o a la memoria incorporada en el cuerpo a través de prác­ ticas, sino a artefactos socialmente producidos y que son considerados repositorios de memoria colectiva: museos, archivos, monumentos, nombres de plazas o calles, ceremonias, etcétera. A diferencia de los casos anteriores, este tercer sentido no se refiere a un proceso psicoló­ gico de estructuración social de recuerdos individuales ni a un proce­ so cultural que moldea prácticas corporales, sino que alude a produc-

13. 14. 15. 16.

P. Bourdieu, M éditationspascaliennes, Seuil, París 1997, p. 251. Ibfdem. H . Bergson, Mati'ere et mémoire, PUF, París 1939. P. Bourdieu, op. cit.

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tos de acciones que tienen por finalidad conservar el recuerdo de algún acontecimiento socialmente relevante para la vida de dicha comuni­ dad. Constituyen la materialización de la memoria colectiva en lo que P. Nora ha denominado «lugares de la memoria». A diferencia de los testimonios históricos, los lugares de la memoria no tienen referentes en la realidad, ellos son sus propios referentes.17 Un testamento o una asociación de excombatientes, por ejemplo, no constituyen lugares de la memoria a menos que posean una dimensión simbólica que los erija en objetos de rituales y que su supervivencia esté asegurada más allá del tiempo que los creó. Son puntos de cristalización de una heren­ cia histórica que rescatan la dimensión rememorada de los objetos den­ tro de un sistema simbólico. Los museos, los monumentos, los emble­ mas, las ceremonias constituyen el repertorio de tradiciones y se justifican como lugares donde se reproduce el sentido que encontramos de vivir juntos. Constituyen una forma de definir, clasificar y conservar los bie­ nes culturales y, a su vez, de ratificar la pertenencia del individuo al grupo a través de los rituales que reproducen su dimensión simbóli­ ca. Tal como P. Bourdieu señala, es tan importante el fin de integrar a quienes los comparten como el de separar a los que los rechazan. Sin embargo, los bienes reunidos en la historia por cada sociedad, no per­ tenecen realmente a todos, aunque formalmente parezcan ser de todos y estén disponibles para que todos los usen.18 Los tres sentidos distinguidos hasta ahora se refieren a: 1) memo­ rias individuales mediadas socialmente, 2) prácticas corporales de sig­ nificación social y 3) artefactos culturales de integración social. Q ui­ siera distinguir, ahora, un cuarto sentido, quizás el más problemático, pues es el que intenta dar cuenta de expresiones tales como, «la nación recuerda a sus soldados caídos», «los alumnos recuerdan la figura del General San Martín, Padre de la Patria» o «se rindió homenaje al recuer­ do de las víctimas muertas en la tragedia». Estas frases apelan a un gru­ po social como sujeto del recuerdo o la memoria.

Al respecto, adelantaré una definición. La memoria colectiva es una representación narrativa, es decir, un relato, que un grupo posee de un pasado que, para algunos de los miembros que lo integran, se extiende más allá del horizonte de la memoria individual. Lo que yace más allá de la memoria individual incluye no sólo acontecimientos que ocurrieron antes del nacimiento de algunos y que, por lo tanto, no pueden ser, propiamente, recordados, sino que puede abarcar, asi­ mismo, acontecimientos que fueron contemporáneos para otros, pero que estuvieron fuera de su experiencia individual. Esta representa­ ción narrativa del pasado del grupo refiere a acontecimientos social­ mente significativos y, por lo mismo, posee una dim ensión fun­ damentalmente práctica que da cuenta de su derivación ético-política. En definitiva, lo que denominamos la memoria colectiva de un gru­ po constituye un discurso narrativo que tiene como sujeto a dicho grupo y que intenta dar sentido a eventos o experiencias relevantes de su pasado. Al igual que el discurso histórico, la memoria colecti­ va en tanto narrativa está compuesta por dos clases de referentes: a) un primer orden de referentes y b) un segundo orden constituido por la tram a o argum ento que otorga sentido y coherencia al prim er orden.19 Pero a diferencia del discurso histórico, el primer orden de referentes está compuesto de acontecimientos o eventos conservados como recuerdos por aquellos que lo vivieron o experimentaron. Util a este respecto es la distinción efectuada por Margalit entre recuerdo en común y recuerdo compartido.20 El recuerdo común es un con­ cepto que remite a una suma de personas que recuerdan un episodio determinado vivido por cada una de ellas. Los espectadores del par­ tido final de la últim a copa m undial de fútbol, por ejemplo, que recuerdan, cada uno de ellos, el espectáculo, poseen un recuerdo común. Difícilmente, dichos espectadores se consideren a sí mismos como miembros de un grupo a pesar de haber tenido una experien-

17. P. Nora, Les lieux de mémoire, Gallimard, París 1984-1992, vol. 1, p. 4. 18. N . García Canclini, Culturas híbridas, Sudamericana, Buenos Aires 1992, p. 179.

19. P. Polkinghorne, Narrative knowing and the human Science, State University of New York Press, Nueva York 1988, p. 60. 20. A. Margalit, Ética del recuerdo, Herder, Barcelona 2002, p. 43.

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cia común (el partido de fútbol) de la que conservan el recuerdo.21 El recuerdo compartido, por el contrario, implica — en palabras de Margalit— «un entendimiento», un entendim iento narrativo, quisiera agregar. Para que la suma de recuerdos comunes que constituyen el primer orden de referentes al que aludíamos anteriormente, se trans­ formen en memoria colectiva o recuerdos compartidos deben poder ser integrados en un relato aceptado como relato genuino «de lo que ocurrió». Es decir, los recuerdos adquieren sentido como partes de una trama que les da coherencia y los estructura. Entendemos, enton­ ces, que la memoria colectiva es la narrativización social de recuer­ dos comunes. El sentido que otorga el segundo orden o trama es de índole prác­ tica, puesto que al ordenar y seleccionar retrospectivamente los recuer­ dos crea una narración que es coherente y que sirve de justificación para la situación presente. La historia debe ser compartida por los miem­ bros del grupo de modo tal que cada uno pueda decir «nosotros» vivi­ mos dicho acontecimiento aun cuando algunos o ninguno de ellos lo haya experimentado directamente. El acontecimiento podría no cons­ tituir propiamente un recuerdo de los miembros actuales del grupo pero debió haber sido recuerdo común de sus predecesores. La memo­ ria de las Madres de Plaza de Mayo es un caso en que el relato inte­ gra, como prim er orden de referentes, los recuerdos de las propias madres. El caso del ejército zapatista citado al comienzo del trabajo es un ejemplo de relato que integra el recuerdo de sus predecesores. La memoria colectiva en tanto representación narrativa no sólo integra los eventos pasados en una historia sino que incluye la cons­ trucción de una futura historia que continúa teniendo como sujeto al grupo. La comunidad de memoria genera una comunidad de expecta­ 21. Cf. al respecto, D. Carr, que con relación a la constitución de un grupo como sujeto enfatiza que «lo que cuenta es la actitud de los miembros hacia el grupo y hacia cada uno de ellos considerados como miembros. Colecciones de individuos pueden ser agrupadas de cualquier forma por un observador externo, formas que pueden incluir o no la conciencia del individuo de su pertenencia al grupo». D. Carr, Time, Narrative and History, op. cit., p. 132.

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tivas.22 De allí la índole práctica de la memoria colectiva. El relato retros­ pectivo necesita coincidir con la situación presente y debe permitir anti­ cipar el futuro. Esta dimensión práctica es la que otorga legitimidad a acciones políticas y jurídicas en el presente a partir del deber que los miembros del grupo sienten con el recuerdo que forma parte de su his­ toria. El recuerdo se relaciona con el interés de manera tal que genera mandatos éticos entre los miembros del grupo. La ética guía las rela­ ciones estrechas de aquellos que por estar vinculados a una comunidad de recuerdos poseen un interés mutuo.23 Cuando el relato de la memoria compartida se establece, finalmen­ te, como «lo que realmente ocurrió» y se estabiliza en su form ula­ ción, cristaliza, muy a menudo, en lo que E Nora ha denominado «luga­ res de la memoria». Los lugares de la memoria, en tanto objetos semióticos, constituyen el soporte externo del relato pero, a su vez, reci­ ben su sentido, a partir de dicho relato. La capacidad simbólica del Monumento a la Bandera en Argentina, por ejemplo, de ser un «lugar» de la memoria nacional deriva del sentido que adquiere en el relato ofi­ cial de la construcción de nuestra identidad. Y, a la inversa, su cons­ trucción en el año 1957 fue producto del hecho de formar parte de un relato estable de la memoria nacional.24Asimismo, la revisión retrospec­ tiva del relato, a la luz de acontecimientos del presente, y su eventual reformulación conducen, en ciertas ocasiones, a un cambio en el sim­ bolismo de los artefactos culturales que eran soportes del relato ante­ rior. Ejemplo de ello lo constituye el cambio de sentido que adquirió la figura de J. A. Roca en la zona del Alto Valle, en Argentina, a mediados de la década de los 90 en el contexto de las reivindicaciones mapuches.25 22. Cf. al respecto History & Memory, 10/2 (1998), p. 68. 23. Cf. Margalit, op. cit., 22 y ss. 24. Cf. el estudio sobre la creación de artefactos culturales de acuerdo a los ciclos del recuerdo generacional en J. Igartua y D. Páez, «El arte y el recuerdo de hechos trau­ máticos colectivos: el caso de la guerra civil española», en P. Valencia, J. Pennebaker, J. Rimé, B. Jodelet (eds.), Memorias colectivas de procesos culturales y políticos, Univer­ sidad del País Vasco, 1998. 25. Se intentó cambiar el nombre de la calle Roca de la ciudad de Neuquén. Este año se produjo un conflicto de iguales características en la ciudad de Bariloche.

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Entender la memoria colectiva como la representación narrativa que un grupo posee de su pasado, muestra, también, su valor heurís­ tico a la hora de analizar categorías como «memorias divididas»26 o «memorias en conflicto».27 Del mismo modo que dos personas pue­ den, al incorporar la misma clase de eventos de vida en dos relatos diferentes, cambiar el sentido de dichos eventos,28 grupos diferentes pueden sostener relatos diferentes a partir de los mismos recuerdos en común. Dos relatos distintos pueden tomar la misma clase de recuer­ do en común — primer orden de referentes— y producir un segundo orden de sentido creado por tramas distintas. Es el caso de, por ejem­ plo, lo que R. Bodei ha denominado «memoria dividida» para referir­ se a la contraposición entre la memoria oficial de la Resistencia italia­ na para la que todas las víctimas son «mártires» y la memoria de las poblaciones rurales arrasadas por las masacres alemanas, construida, frecuentemente, sobre la oposición partisanos-poblaciones. El relato oficial cuyo tema es la unidad de la Resistencia, dominante en la his­ toria política italiana a finales de los 50, contempla sólo a los parti­ sanos en los rituales públicos de los «caídos en la contienda» y no a la memoria de las víctimas de las matanzas alemanas.29Éste es un caso en que un relato ha prevalecido, por un tiempo, por sobre otro, gene­ rando en las ceremonias, rituales y monumentos sus soportes simbó­ licos externos. En el caso de las «memorias en conflicto», llamadas, asimismo, «luchas por la memoria», compiten relatos por lograr la hege­ monía de ser la historia de «lo que realmente ocurrió». Este hecho se 26. R. Bodei, Libro della memoria e della speranza, II Mulino, Bolonia 1995. 27. J. Olick, «Memoria colectiva y diferenciación cronológica: historicidad y ámbi­ to público», en J. Bustillo, M em oria e H istoria, M arcial Pons, M adrid 1998, pp. 119-146. 28. Los psicoterapeutas han utilizado esta propiedad de la narrativa en su noción de Ufe Scripts (libretos de vida). Véase R. Schafer, The Analytic A ttitude, Basic Books, Nueva York 1983. 29. P. Pezzino, Anatom ía d i un massacro. Controversia sopra una strage tedesca, II Mulino, Bolonia 1997, del mismo autor, «Juez e historiador. La “memoria dividida” de los italianos y la responsabilidad del historiador», en Páginas de Filosofía, año VII, 9 (2000), UNCo.

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ve reflejado, en ocasiones, en discusiones en torno al sentido y for­ ma que deben adquirir los que se transform arán en «lugares de la memoria», como ocurrió, por ejemplo, en Argentina en torno al inten­ to de destrucción del edificio de la Escuela de Mecánica de la Arma­ da en 1995. Asimismo, la memoria colectiva entendida como relato comparti­ do de recuerdos comunes permite dar cuenta de los «silencios» que se producen luego de la experiencia histórica de catástrofes sin tener que apelar a categorías de dudosas implicaciones, tales como la de trau­ ma colectivo. En un trabajo anterior mostré las dificultades teóricas y las derivaciones ético-políticas que conlleva la extrapolación de la cate­ goría de trauma a fenómenos sociales.30Allí argumenté que apelar a nociones como «trauma nazi» o «represión completa» para dar cuenta del silencio que se produjo en Alemania entre 1945 y 1965 sobre la «catástrofe judía», por ejemplo, era justificar un fenómeno social ape­ lando a conceptos que, como trauma (en el ámbito del psicoanálisis) o estrés post-traumáutico (en la American Psychiatric Association), pro­ ceden del ámbito de la psicología individual. Trauma es la disociación de la memoria producida cuando el suje­ to es expuesto a situaciones catastróficas. En la memoria traumática del sobreviviente, el acontecimiento experimentado no está sujeto a recuer­ do consciente, sino que lo repite compulsivamente en el presente; retor­ na en forma de pesadillas, flashbacks, ataques de ansiedad y otras for­ mas intrusivas de conductas repetitivas características de una ruptura de sentido. No puede decirse que el sobreviviente «recuerda» el even­ to traumático, dado que no puede narrarlo asociándolo con otros even­ tos de su vida. La labor del terapeuta, pues, es lograr que el paciente pueda disolver su amnesia contando la historia del acontecimiento. Desde esta perspectiva, los sobrevivientes de experiencias históricas trá­ gicas que sufren de memorias traumáticas, no poseen lo que denomi­ namos, siguiendo a Margalit, recuerdos comunes de dicha experiencia. 30. M. I. Mudrovcic, «Alcances y límites de perspectivas psicoanalíticas en histo­ ria», en Dianoia, UNAM, FCE, XLVIII/50 (mayo 2003).

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Al carecer propiamente de recuerdos, no pueden integrarlos en un rela­ to de recuerdos compartidos por otros sobrevivientes. Este relato — al que llamamos memoria colectiva o social del acontecimiento— sólo puede establecerse tiempo después, cuando los sobrevivientes logran incorporar dicha experiencia a su relato autobiográfico y pueden, enton­ ces, comunicarla y compartirla con otros sobrevivientes y construir la narrativización social del evento traumático. El proceso de la construc­ ción social del relato depende, entonces, del proceso de la integración del evento traumático en la experiencia de los individuos y no de un «trauma colectivo». De allí la amarga queja de Primo Levi al encontrar interlocutores que respondiesen sólo con silencios a su afán de contar lo vivido. No era tiempo aún de recuerdo compartido. A lo largo de este trabajo he tratado de dar una respuesta al «dile­ ma paralizante» que — según Ricoeur— plantea la pregunta: «¿es la memoria primordialmente personal o colectiva?».31 En mi opinión, lo que paraliza del dilema, es la posibilidad de atribuir una facultad indi­ vidual a un sujeto colectivo. Dar un alcance metafórico o analógico al concepto de memoria colectiva no soluciona el problema, pues, cuan­ do se desciende al nivel empírico, dicha expresión queda vacía de con­ tenido. ¿En qué dato cabe verificar, por ejemplo, que los ciudadanos recuerdan a sus compatriotas caídos en combate? Sin embargo, si se entiende por recuerdo social al relato que los miembros del grupo com­ parten sobre su propio pasado y que constituye su identidad, quizás se pueda dar cuenta de por qué, en nombre de la memoria, se erigen monumentos, se clama por justicia y los pueblos alzan las armas.

31. P. Ricoeur, La mémoire, l ’histoire, l ’oubli, Seuil, París 2000, p. 112.

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No someterse a lo pasado ni al futuro. Se trata de ser enteramente presente. K arl J a spers

En 1977 Judith N. Shklar12afirmaba la posibilidad de considerar a Arendt como una «historiadora monumental», entendiendo «historia monumental» en el sentido que Nietzsche otorgara a esta expresión al distinguir en la I I Intempestiva} entre historia monumental, anticuarla y crítica. Mi intervención parte de esta afirmación como vía para reconsi­ derar la concepción arendtiana de la historia, en especial, su crítica al mo­ derno concepto de historia. Al mismo tiempo abordaré la tesis de la nece­ sidad de repensar el pasado, no para dar rienda suelta a ilusiones acerca de un futuro distante, sino para pavimentar y comprender el presente. Arendt es una autora que, en los últimos años, me ha interesado, no sólo por su independencia de pensamiento, sino también porque 1. Judith Shklar, «Rethinking Past», en Social Research, 44 (1977), pp. 80-90 (actualmente en Judith Shklar, Political Thought &Political Thinkers, The University o f Chicago Press, Chicago 1998). 2. Friedrich Nietzsche, Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, Biblioteca Nueva, Madrid 1999.

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está dispuesta a pensar incluso en contra de sus propias lealtades. De hecho, a mi entender, lo interesante de sus textos no son sólo sus diag­ nósticos tan elogiados en los últimos tiempos, sino también la mane­ ra en que trata de fundamentarlos con una estrategia conceptual diri­ gida básicamente a criticar la articulación política que las sociedades occidentales contemporáneas se han dado. Arendt cuestiona, por así decirlo, «la gramática de fondo del discurso político contemporáneo».3 Por ello, nada tiene de sorprendente el hecho de que cuando escriba acerca de los acontecimientos históricos, de su presente o del pasado, lo haga fijando la atención en los dos polos extremos que comprenden la modernidad:4 el totalitarismo del siglo XX y el fenómeno de las revolu­ ciones modernas. En Los orígenes del totalitarismo mostraba que la esencia de los regí­ menes totalitarios era la completa anulación de lo político que caracte­ rizaba en términos de fenómeno sin precedentes. En cambio, en su libro consagrado, unos años después, a las revoluciones del siglo XVIII, pre­ sentaba la revolución como fruto de un intento de constitutio libertatis (la constitución de un espacio para la libertad pública). En Sobre la revolución se entiende la revolución justamente como apertura y momento fulgurante de lo político; como momento en que, ya en la Edad Moderna, volvió a ser posible la acción y por tanto como momento de interrupción del devenir histórico al ser posible la introducción de lo nuevo, inédito, de lo sin precedentes e inesperado en el curso del acon­ tecer humano. Es así que tanto los hechos del totalitarismo como los aconteci­ mientos revolucionarios los entiende como «situaciones, hazañas o acontecimientos singulares que interrumpen el movimiento circular de la vida cotidiana en el mismo sentido que la pío:; de los mortales in­ 3. Albrecht Wellmer, «Hannah Arendt y la revolución» en Dana R. Vila (ed.), Hannah Arendt. E l legado de una mirada, Sequitur, Madrid 2001 (se trata de la traduc­ ción del monográfico aparecido en Revue Internationale de Philosophie, 2/208 (1999), p. 87 (véase la referencia a Esposito). 4. Andró Enegrén, «Revolución y fundación», en Claudia Hilb (comp.), E l resplan­ dor de lo público. En torno a Hannah Arendt, Nueva Sociedad, 1994, p. 53.

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terrumpe el movimiento circular de la vida biológica» y añade, en un artículo de los años 50: «El tema de la historia son esas interrupciones: en otras palabras, lo extraordinario».5

I. Inmortalidad, objetividad e imparcialidad ¿Qué indica la afirmación de Judith N. Shklar, según la cual Arendt era una «historiadora monumental»? En la II Intempestiva, Nietzsche afirma que la historia monumental pertenece al ser vivo en tanto es activo y se esfuerza y, por ello, necesita modelos, maestros. Esta for­ ma de historia, al estar dirigida a los actores políticos, es comparable a la del héroe que, sumido en un gran combate, necesita ejemplos de nobleza humana. O lo que es lo mismo, quien quiera volver a crear algo grande, quien quiera precisamente «hacer historia», necesita mirar hacia atrás, pues sólo el que sabe ver la grandeza de un momento pasa­ do puede producir algo de categoría similar en el presente.6 En la his­ toria monumental el pasado se entiende como una suerte de depósito de conocimiento acumulado en beneficio del presente. De ahí que la ocupación con lo clásico e infrecuente de tiempos pretéritos, la consi­ deración monumental del pasado, más que sepultar el ahora bajo el enorme peso de lo ya sido, puede servir al presente. Con ello, parece estar sugiriéndose que, si bien no podemos evitar entrar en el futuro, alcanzamos a decidir si lo hacemos de espaldas o a grandes zancadas. Arendt admiraba estas posibilidades vivificadoras de la historia monu­ mental, pero se las arregló para evitar algunos de los errores — ya adver­ tidos por el propio Nietzsche— de los que este tipo de historia adole­ ce. Uno de ellos es el de magnificar los efectos a expensas de las causas; el peligro es que, en esta concepción, la historia quede convertida en una sucesión de efectos en sí, una sucesión de hechos dignos de imita5. «El concepto de historia: antiguo y moderno», en Entre pasado y futuro, Penín­ sula, Barcelona 1996, p. 50. 6. Antonio Gómez Ramos, Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía de la historia, Akal, Madrid 2003, p. 28.

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ción, archipiélagos aislados y adornados, de modo que las conexiones causales acaben por resultar disueltas. Y este tipo de error parece tener que ver con el hecho de que la historia monumental, al desear sim­ plemente incitar a la acción, ha desconfiado del papel de la razón en la política y del pensamiento especulativo en general. Quizás algo de esto explique la polémica que tuvo lugar, entre Eric Voegelin y Arendt, a raíz de la publicación en 1951 de Los orígenes del totalitarismo, y dé también alguna razón de la peculiar historia de las revoluciones modernas que encontramos en un libro como Sobre la revolución (1963). En opinión de autores como Eric Voegelin (1953),7 en Los oríge­ nes del totalitarismo no se llevaba a cabo un análisis científico y objeti­ vo de lo acontecido, sino que se enhebraban simplemente una serie de asociaciones metafísicas;8 de modo que recomiendan a su autora que se acerque al fenómeno sine ira etstudio. Arendt escribe al respecto: «El prim er problema era cómo escribir históricamente acerca de algo — el totalitarismo— que yo no quería conservar sino, al contrario, que me sentía comprometida a destruir. Mi forma de solucionar el proble­ ma ha dado lugar al reproche».9 Estas palabras, dirigidas a Voegelin, expresan la convicción de que toda aproximación historiográfica sig­ nifica siempre y necesariamente salvación y, a menudo, una suprema justificación de lo ocurrido. De hecho, sabemos que las ciencias histó­ ricas modernas no pueden dar cuenta de lo inédito, puesto que la narra­ ción histórica presupone siempre una continuidad de fondo, justifica­ da por la voluntad del historiador de preservar la materia de la que se 7. The Review ofPolitics, enero 1953 (trad. cast. «Hannah Arendt, Eric Voegelin. Debate sobre los orígenes del totalitarismo», en Claves de razón práctica, 124, pp. 4-11). 8. Isaiah Berlín repetía esta misma idea en las conversaciones que mantuvo con Ramin Jahanbegloo a finales de los años 80 (Conversations w ith Isaiah Berlín, Orion Books, Londres 1993, p. 82): «I think she produces no evidence of serious philosophical or historical thought. It is all a stream o f metaphysical free association. She moves from one sentence to another, w ithout logical connection, without either rational or imaginative links between them». 9. «Hannah Arendt, Eric Voegelin. Debate sobre los orígenes del totalitarismo», op. cit., p. 9.

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ocupa y de legarla a las generaciones futuras. Pero las palabras de Arendt apuntan también hacia su compromiso por comprender los aconteci­ mientos centrales de su época, acontecimientos, que, además, han des­ truido las bases mismas de nuestra capacidad de comprensión. De ahí que entienda que el terror totalitario debe analizarse desde su carác­ ter «sin precedentes» y lejos de la tendencia, demasiado fácil, de los his­ toriadores a trazar analogías.10 Describir, como le pide, por ejemplo, Voegelin, los campos de exter­ minio con objetividad significa a su entender, condonarlos, y tal con­ donación no desaparece por el mero hecho de que posteriormente, jun­ to a la descripción objetiva, añadamos una condena. Escribir sin la cólera sería eliminar del fenómeno una parte de su naturaleza, una de sus cualidades inherentes. Frente al totalitarismo, la indignación o la emoción no oscurecen nada, antes bien son una parte integrante de la cosa. Así, pues, la ausencia de emoción no se halla en el origen de la comprensión, puesto que lo que se opone a «emocional» no es en modo alguno lo «racional» — sea cual fuere el sentido que demos a este tér­ mino— , sino, en todo caso, se oponen a emocional la insensibilidad, que a menudo es un fenómeno patológico, o el sentimentalismo, que es una perversión del sentimiento. Podemos considerar, pues, que cuando Arendt escribe sobre los acontecimientos históricos lo hace «monumentalmente», esto es, no como aquellos historiadores o filósofos cuyo propósito último es esta­ blecer la continuidad de la historia, sino para, al revelar la acción, «des­ pertar a los muertos» — como pretendía Walter Benjamín. Pero para poder hacer esta afirmación, es necesario no olvidar, en primer lugar, lo ya sugerido: Arendt está convencida de que el hilo de la tradición se ha roto de modo irreversible; esto es, que aquello que, durante siglos, indicaba dónde estaban los tesoros y cuál era su valor y que había permitido que el pasado se transmitiera de una generación otra ha sal­ tado por los aires y ha quedado hecho añicos. Y, en segundo lugar, hay 10. Hannah Arendt, «Social Science Tecniques and the Study of Concentration Camps», en Jewish Social Studies, 12/1 (1950) EU, p. 243.

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que recordar también que su idea de comprensión nada tiene que ver con un mero intento de ofrecer soluciones ni con alguna suerte de exhortación a actuar en el presente. Ya en un artículo de 1953, «Comprensión y política»,11Arendt defi­ nía la comprensión como un complicado proceso que, a diferencia de la correcta información y del conocimiento científico, jamás produce «resultados inequívocos». Afirmaba: «Se trata de una actividad inter­ minable mediante la cual [...] llegamos a reconciliarnos con la realidad [...]» Así, por ejemplo, si — como hace ella— tomamos el surgimien­ to de gobiernos totalitarios como el acontecimiento central de nuestro mundo, entonces comprender el totalitarismo no es ni perdonar (en el sentido, de «comprenderlo todo es perdonarlo todo») ni luchar contra algo, sino reconciliarnos con un mundo donde cosas como éstas son posibles. Nos reconciliamos con lo que hacemos y padecemos, con nuestras perplejidades. Comprender sería, pues, la forma específicamen­ te humana que cada uno de nosotros tiene de estar vivo; de este modo, el único resultado de la comprensión sería el sentido. Es como si, consciente de que el fin de la tradición señalaba, a un tiempo, la dificultad de conservar y la de innovar, no deseara que se perdiera al mismo tiempo el pasado. Pues la pérdida de éste supone una realidad opaca: un mundo sin pasado ni futuro (un mundo natural, no humano). Por ello, en el contexto del pensamiento arendtiano, el deseo de comprender significa la voluntad expresa de añadir algo propio al mundo, de crear sentido, de reconocer el presente como algo propio. Ahora bien, insiste, sólo podemos comprender o reconciliarnos con el mundo cuando «se han silenciado la indignación y la ira, que nos obligan a la acción» y, entonces, somos capaces de recordar, de repetir mediante el relato. Y con este repetir de la narración establecemos el significado de la acción. Por utilizar sus propias palabras: «El significa­ do de un acto sólo se revela cuando la acción en sí ha concluido y se ha convertido en historia susceptible de narración». De este modo, en su obra, la historia monumental nos enseña simplemente a elogiar 11. En H annah Arendt, De la historia a la acción, Paidós, Barcelona 1995.

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y a condenar, a detectar los momentos de libertad política y los de abyec­ ción. La mirada de Arendt hacia la historia estaba dirigida, de hecho, a tratar de promover una reflexión sobre la naturaleza y las posibili­ dades intrínsecas de la acción, lo cual no es en absoluto lo mismo que inspirar políticas concretas o dirigir conductas. El primer problema que se plantea es ¿cómo hacer una apuesta por un tipo de historia que nos enseña a elogiar y a condenar (y que tiene gran afinidad con el canto de los poetas épicos)? Esto es, ¿cómo con­ cederle credibilidad ante lo que podemos denominar la historia críti­ ca, objetiva? Arendt sabe que la historia monumental de modo inquie­ tante e inevitable no puede si no convivir y al mismo tiempo pecar contra la historia crítica, contra la concepción moderna de la historia que, en la medida que se pretende científica, entiende que debe abste­ nerse de alabar o denostar y a la vez que debe adoptar una actitud de perfecto distanciamiento con respecto a lo ya sido. Pues, para esta con­ cepción, la objetividad significa no interferencia y también no discri­ minación. En un artículo de 1957, al hilo de su afirmación de que nada dis­ tingue con mayor nitidez los conceptos antiguo y moderno de histo­ ria que la moderna noción de proceso, escribía que «para nuestra moder­ na manera de pensar nada es significativo en sí mismo y por sí mismo, ni la historia ni la naturaleza tomadas como un todo ni tampoco los sucesos particulares en el orden físico o los acontecimientos histó­ ricos específicos [...] todo lo tangible, todas las entidades individuales visibles para nosotros han quedado sumergidas en los procesos invi­ sibles, y degradadas a funciones de un proceso global [...] El concep­ to de proceso implica la separación de lo concreto y lo general, de la cosa, o evento particular, y el significado universal [...]».12 El proceso que, por sí mismo, convierte en significativo cuanto abarca, habría adquirido, de este modo, un monopolio de universalidad y significa­ do. Ahí radicaría la diferencia entre el concepto moderno y el anti12. «Historia e inm ortalidad», en H annah A rendt, De la historia a la acción, Paidós, Barcelona 1995, p. 47.

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guo de historia. Tanto la historiografía griega como la romana, por mucho que difirieran entre sí, daban por sentado que el significado o que la lección de cada acontecimiento, acción o suceso se revela en sí misma y por sí misma. Todo lo hecho u ocurrido contiene y revela su cuota de significado «general» dentro de los límites de su forma indi­ vidual, y no necesita de un proceso de desarrollo o de sumergimiento para ser significativo. Lo que Arendt afirma de la historia antigua es aplicable a ella mis­ ma. Al igual que los historiadores romanos, no está interesada en el proceso per se, y, a pesar de que no ignora las «causas» y los «contex­ tos», éstos no constituyen su principal preocupación. Para ella «cau­ salidad y contexto son contemplados bajo la luz que proporciona el propio acontecimiento y que ilumina un segmento específico de los asuntos humanos».13Así, pues, no sólo el verdadero significado de todo acontecimiento trasciende siempre cualquier número de «causas» pasa­ das que le podamos asignar (basta pensar en la grotesca disparidad entre «causa» y «efecto» en un evento como la Primera Guerra Mundial), sino que el propio pasado emerge conjuntamente con el acontecimiento. Sólo cuando ha ocurrido algo irrevocable podemos intentar trazar su historia retrospectivamente. El acontecimiento ilumina su propio pasa­ do y jamás puede ser deducido de él. Así, frente a la exigencia de objetividad por parte de la historia crí­ tica, lo que conviene a Arendt es la imparcialidad, que como hemos visto no puede equivaler a indiferencia. Imparcialidad que Arendt encuentra en Homero, cuando decidió cantar la gesta de los troyanos a la vez que de los aqueos y proclamar la gloria de Héctor tanto como la grandeza de Aquiles; aquella imparcialidad homérica de la que se hizo eco Herodoto y también Tucídides. Los griegos aprendieron a comprender, no a comprenderse como individuos, sino a mirar el mismo m undo desde la posición del otro, ver lo mismo bajo aspec­ tos muy distintos y, a menudo, opuestos. Este tipo de imparciali­ dad es también lo que Arendt persigue en su lectura de la kantiana 13. Ibídem, p. 48.

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Crítica deljuicio y en los escritos en que Kant pone el énfasis en el entusiasmo de los espectadores, de quienes, sin participar en la Revo­ lución Francesa, la aplaudieron. A diferencia de lo que ocurre con el pensamiento especulativo, en el caso del juicio, el espectador no está solo, ya que a pesar de no hallarse implicado en el acto, siempre lo está con sus co-espectadores. La imparcialidad derivada del juicio (reflexionante) está vinculada al hecho de que éste debe hacerse cargo de acontecimientos siempre singulares y contingentes sin la ayuda de un universal dado. Se trata de un juzgar sin criterios preestablecidos, que tiene mucho más que ver con la capacidad para diferenciar que con la de ordenar o subsumir y, por tanto, en este contexto, los juicios no tienen nunca un carácter con­ cluyente, jamás obligan al asentimiento por medio de una conclusión lógicamente irrefutable. Al juzgar recurrimos a la imaginación con el fin de colocarnos «en el lugar del otro», se trata de pensar con mentalidad extensa,14 Por uti­ lizar los términos de Arendt, la imaginación «se entrena para ir de visi­ ta». Lo cual no presupone algún tipo de extensa empatia, mediante la cual pudiéramos ponernos en la mente de todos los demás, ni un dejar­ se hechizar pasivamente por la mente de los otros, sino el compromi­ so de pensar por sí mismo [Selbstdenkeri). Quien piensa con mentali­ dad extensa, decía el propio Kant, debe apartarse de las condiciones privadas subjetivas del juicio y reflexionar sobre su propio juicio des­ de un punto de vista universal (que no puede determinar más que poniéndose en el punto de vista de los demás). Este modo de pensar nos ofrece una cierta imparcialidad, pero — como indicaba antes— no nos dice «cómo actuar» ni siquiera cómo aplicar el saber logrado por su mediación a la vida política. Afirma Arendt: «Kant nos dice cómo tener en cuenta a los otros; pero no nos dice cómo asociarnos con ellos para actuar».15

14. Crítica deljuicio, § 40. 15. Conferencias sobre Kant, Sesión 13 y «sobre la imaginación».

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II. Memoria de la fundación A la luz de lo dicho hasta ahora cabe también pensar que la pecu­ liar reconstrucción de la historia de las revoluciones modernas que Arendt lleva a cabo en 1963 tiene algo que ver con su interés por la perspectiva que ofrece la historia monumental. De hecho, Sobre la revo­ lución'16es uno de los libros que ha generado y genera mayor incomo­ didad entre los intérpretes de Arendt. Una incomodidad que deriva de motivos de muy diverso orden, entre los que cabe mencionar, en pri­ mer lugar, el hecho de que — tal como ella misma reconocía en una carta a Jaspers— 17sus muy poco ortodoxas interpretaciones habían lle­ vado a historiadores y a científicos sociales como E. J. Hobsbawm o R. Nisbet18a criticar duramente las carencias de su reconstrucción histó­ rica de las revoluciones modernas. Además, a poco que atendamos al texto, descubrimos que en él afloran buena parte de las aporías de la concepción arendtiana de la acción, de modo que el libro de 1963 se convierte en observatorio privilegiado para ver cómo practica, por así decirlo, la historia monumental y para considerar hasta dónde es iluminadora o productiva la pretensión medular de Arendt de distin­ guir lo social de lo político. De modo que no resulta extraño que, por ejemplo, J. Habermas19en 1966 enfatizara, quizás exageradamente, que en la estructura de la obra actuaba una distinción, totalmente ideoló­ gica, entre una revolución «buena», la americana de 1776, y una «mala», la francesa de 1789, lo cual convertiría el pensamiento arendtiano en poco apto para dar cuenta de las transformaciones políticas y sociales

16. H annah Arendt, On Revolution, The Viking Press, Nueva York 1963. (Cito por la edición cast. de Alianza, Madrid 1988). 17. Carta del 14 de abril de Arendt a Karl Jaspers, en L. Kohler y H. Saner, (eds.), Hannah Arendt-KarlJaspers Briefwechsel 1926-1969, Piper, Munich 1985, carta n° 324. 18. E. J. Hobsbawm, reseña de H annah A rendt, On Revolution, en History & Theory, 4/2 (1965), pp. 252-258; R. Nisbet, «Hannah Arendt and the American Revo­ lution», en Social Research, XLIV/1 (1977), pp. 63-79. 19. Jiirgen Habermas, «La historia de las dos revoluciones» (1966), en Perfilesfilosófico-políticos, Taurus, Madrid 1975, pp. 200ss.

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necesarias, o para orientarlas. Pero, paradójicamente y a pesar de la rese­ ña de Habermas, Sobre la revolución fue muy leído por los estudian­ tes interesados en teoría política a mediados y fines de la década de 1960. Como recuerda la biógrafa de Arendt,20 en Berkeley esta obra, junto con E l hombre rebelde de Albert Camus, eran de lectura obliga­ da en un momento en que «la revolución se había convertido en uno de los fenómenos más corrientes de la vida política de casi todos los países y continentes».21 Así, escribe en 1961: «La historia de las revoluciones — desde el verano de 1776 en Filadelfia y el de 1789 en París al otoño de 1956 en Budapest— , que políticamente explica con detalle la historia secreta de la Edad Moderna, podría ser contada, en forma de parábola, como la leyenda de un viejo tesoro que, en las más diversas circunstancias, aparece súbita e inesperadamente y desaparece de nuevo, en condicio­ nes misteriosas diversas, como si se tratara de una fatamorgana».22 Arendt parece considerar que, en la medida en que en nuestros días tenemos una larga historia de la actividad revolucionaria, acaso una suerte de tradición puede ser construida a partir de ella. Sin duda es una tradición de fracasos. Incluso su único éxito, la fundación ameri­ cana, posteriormente se manifestó infiel a su espíritu original. Arendt sugiere que una memorable serie de fracasos es mejor que ningún recuer­ do. La historia monumental salva lo que puede ser elogiado y cultiva lo que todavía tenemos a mano para poder nutrirnos en tiempos de sequía; si en el pasado nuestros predecesores actuaron bien, esto pue­ de animar a la generación actual a hacerlo. Se trata, pues, de un servi­ cio a la realidad que no es condescendiente con las ilusiones acerca de un futuro lejano, pero que nos reconcilia con un pasado vivo y nos enseña a concentrarnos en el mejor presente concebible. 20. Elisabeth Young-Bruehl, H annah A rendt, Alfons El M agnánim, Valencia 1993, p. 513. 21. Hannah Arendt, op. cit., p. 223. 22. H annah Arendt, «La brecha entre el pasado y el futuro», en Entre pasado y Juturo, Península, Barcelona 1996. Cito este texto según la traducción que figura en De la historia a la acción, Paidós, Barcelona 1995, p. 77.

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Veamos, aunque sea muy someramente, el tratamiento arendtiano de las revoluciones del XVIII. La palabra «revolución», en su sentido literal, significa un movi­ miento recurrente, cíclico, un retorno;23 en sus orígenes, como térmi­ no astronómico, alcanzó una importancia creciente en el ámbito de las ciencias naturales, gracias a la obra de Copérnico Sobre las revoluciones de los orbes celestes. En este contexto designaba el movimiento rotato­ rio de los cuerpos celestes, regido por leyes ajenas a cualquier influen­ cia del poder humano, algo que concedía a las revoluciones un carác­ ter de irresistibilidad. Por decirlo con palabras de Octavio Paz: «Revolución es una palabra que contiene la idea de tiempo cíclico y, en consecuencia, la de regularidad y repetición de los cambios. Pero la acepción moderna no designa la vuelta eterna, el movimiento circu­ lar de los mundos y de los astros, sino el cambio brusco y definitivo, el tiempo cíclico se rompe y un nuevo tiempo comienza, rectilíneo [...] un haz de significaciones nuevas: preeminencia del futuro, creencia en el progreso continuo y en la perfectibilidad de la especie, racionalismo, descrédito de la tradición y la autoridad, humanismo».24 Así, pues, inicialmente en la primera modernidad a la palabra «revo­ lución» le eran extrañas dos características que, en el vocabulario here­ dado del siglo XIX, aparecen asociadas a ella: la novedad y la violen­ cia. Arendt enfatizará la característica de la novedad, en tanto vinculada a la acción y a la libertad. Desde el siglo XVIII, la idea central de revolución apuntaba a la ins­ tauración de la libertad o, lo que es lo mismo, a la fundación de un cuer­ po político que garantizase el espacio en el que la libertad pudiera mani­ festarse, aparecer. De este modo, el fenómeno de la revolución moderna no es asimilable, para Arendt, a un mero cambio de gobierno, a una in­ surrección o a la guerra civil, a pesar de la incapacidad de los revolucio­ narios para teorizar sobre sus propias acciones en términos de novedad. En su libro, Arendt parece celebrar la revolución como una manifesta­ 23. Reinhart Koselleck, Futuro pasado, Paidós, Barcelona 1993, p. 70ss. 24. Octavio Paz, Corriente alterna, Siglo XXI, México 1981, p. 151.

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ción de la capacidad casi milagrosa de los seres humanos de iniciar, de hacer aparecer lo inédito, de hacer saltar por los aires el continuum his­ tórico. El acento está, pues, en el establecimiento de un nuevo origen, en el inicio, en la fundación, en la introducción de algo nuevo en el mun­ do. Ahora bien, el surgimiento de un espacio público entre los indivi­ duos que actúan no es suficiente para caracterizar el momento revolu­ cionario. El carácter espontáneo de su surgimiento es también la razón por la cual este espacio público puede desaparecer tan rápidamente como ha aparecido. No basta con que la libertad aparezca, debe seguir hacién­ dolo en el futuro. Es necesaria una cierta institucionalización, una cier­ ta durabilidad. La revolución es fundación, cuidado de lo durable, pre­ ocupación por el futuro. El objeto del espíritu revolucionario es perpetuarse a sí mismo a través de fundar un gobierno en que la participación polí­ tica sea continua y normal. Como escribía Paul Ricoeur, Arendt nos pre­ senta «unos seres mortales capaces de pensar la eternidad, pero aunque no gozan de inmortalidad alguna, son seres que pueden procurarse en un proyecto político la única cuota de inmortalidad a su alcance».25 Sólo en una ocasión a lo largo de los más de doscientos años de esfuerzo, el espíritu revolucionario ha tenido éxito en el acto de la fun­ dación y fue en América. La Revolución Francesa se desvió de su pro­ pósito original, la búsqueda de la libertad, y lo perdió todo. La mise­ ria de las masas supuso, en la interpretación de Arendt, una desviación de la revolución política hacia la cuestión social. En Francia el sufri­ miento del pueblo irrumpió en la escena revolucionaria, con lo que el despotismo de la naturaleza, de la necesidad, apareció en escena con su fuerza para destruir y con su incapacidad para generar poder, para dar lugar a un espacio plural. Así, la violencia nació en el momento en que los «necesitados» fueron confundidos con una necesidad histórica ineluctable, a la que la virtud revolucionaria debía sacrificarlo todo. De modo que los revolucionarios franceses, por espíritu de compasión,26 25. Paul Ricoeur, «De la filosofía a lo político. Trayectoria del pensamiento de H annah Arendt», en Dehats (septiembre de 1991). 26. De gran interés son los comentarios de H annah Arendt acerca del carácter apolítico y destructor del espacio m undano de la compasión y el análisis que lleva a

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permitieron que el espacio público fuera invadido por preocupaciones privadas, domésticas y administrativas, por asuntos de administración y no de persuasión. El objetivo de la revolución dejó de ser la libertad para convertirse en la abundancia. La necesidad invadió el campo polí­ tico, único ámbito en que los seres humanos pueden ser libres. A dife­ rencia de Francia, donde la indigencia absoluta era moneda corrien­ te, en las trece colonias británicas reinaba una prosperidad relativa (a excepción de los esclavos negros) que permitió la generación de insti­ tuciones políticas duraderas. Ahora bien, la degeneración del espíritu revolucionario se manifiesto también en el hecho de que la revolución americana no tuvo herederos, cayó en el olvido; América dejó de sim­ bolizar el país de la libertad para convertirse casi exclusivamente en la tierra prometida de los pobres. En la década de 1960 Arendt afirmó que la felicidad pública había sido substituida por la felicidad privada, es decir, que la prosperidad y la sociedad de masas amenazaban en Esta­ dos Unidos todo el ámbito político; y escribió con dureza acerca de la vida política norteamericana, donde la preocupación por el bienes­ tar, habiéndose situado en el centro, habría eliminado el elemento de participación directa. En su opinión, el olvido del espíritu revolucio­ nario de los Padres Fundadores, ha posibilitado el apoyo norteameri­ cano a los regímenes más reaccionarios y la apología de la libre empre­ sa en lugar de la de la libertad. De ahí la virulencia de los escritos arendtianos sobre los Papeles del Pentágono o su discurso del bicentenario. En cambio, la Revolución Francesa sí tuvo herederos: se con­ virtió en modelo para todas las revoluciones posteriores.27 Para Arendt pensar sobre el espíritu revolucionario significa con­ siderar de nuevo la libertad. La libertad revolucionaria se ha manifiestado en las organizaciones espontáneas del pueblo, tales como las cabo de la figura de Billy Budd de Melville y de la parábola del Gran Inquisidor de Dostoievski (Sobre la revolución, p. 82ss). Para el tratamiento de esta cuestión, véanse A. Illuminati, Esercizipolitici, Manifestolibri, Roma 1994 y Anne Amiel, La non-philosophie de Hannah Arendt. Révolution etjugem ent, PUF, París 2001. 27. Para Arendt la Revolución Rusa aprendió de la Revolución Francesa la nece­ sidad de la historia y no la libertad de la acción.

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sociedades revolucionarias en 1789, los soviets en Rusia, en 1917, los Riite en Alemania y los consejos húngaros en 1956. Todos ellos fueron derrotados por los revolucionarios profesionales que jamás son funda­ dores. Pero en una ocasión hubo una fundación real, y recordarla y ala­ barla es la tarea de la historia m onum ental — tal como la entendía Arendt. Y si la idea de una fundación se asemeja a un mito político, en sí misma no es una fantasía. Ya para acabar, creo que puede resultar sorprendente esta preocu­ pación simultánea por la tradición y por la revolución, pero, de hecho, el nexo entre tradición y revolución o la apuesta por la historia monu­ mental son formas de prolongar la tarea que originalmente se planteó la filosofía: convertir lo familiar en no familiar, despertar del espíritu de letargía de los lugares comunes.28 La filosofía tiene algo que ver con nues­ tra capacidad de maravillarnos y con nuestra necesidad de pensar nues­ tro mejor presente concebible. Acaso tal sea la razón por la que Arendt gusta citar las palabras de Jaspers que encabezan estas páginas.

28. Véase Judith Shklar.

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¿ES N E C E SA R IO C O M P R E N D E R EL PASADO? Friedrich Nietzsche y Hans-Georg Gadamer acerca de la importancia de la antigüedad griega para la autocomprensión de la modernidad* Mirko Wischke (Universidad de Halle)

He sido arrojado de nuevo en el presen­ te, abandonado. En vano intento estar ligado al pasado: no me puedo escapar. J ea n Pa u l Sa r t r e

Pensamos de otro modo sobre nosotros mismos porque Kant escribió lo que escribió. R ic h a r d R o r t y

La pregunta acerca de si queremos entender el pasado tal y como realmente fue no sólo la responde la filosofía de la historia con un rotun­ do «no», sino que incluso la considera sin sentido. Sentido tendría ocu­ parse de textos legados por el pasado si se encuentra una clara selección de lo que pueda considerarse interesante y digno de saberse. La premi­ sa de la filosofía de la historia es que en los textos legados algunas * Conferencia leída en el Congreso Internacional de Filosofía de la Historia, «La comprensión del pasado», Buenos Aires, octubre de 2000. Traducción de Laura Cucchi.

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ideas y reflexiones son valiosas, otras, en cambio, no.1Esta premisa es denominada por Georg Simmel «el enigma de la valoración»,2 por­ que la filosofía de la historia no estaría en condiciones de fundamen­ tar ni de justificar su elección, de tal manera que su valoración deja una sensación de arbitrariedad. Las investigaciones histórico-filosóficas del neokantianismo tar­ dío justifican que tal valoración, es decir, la diferenciación entre aque­ llo digno de saberse y aquello que no lo es, no puede dejarse de lado. Así, por ejemplo, Paul Natorp defiende el punto de vista de que no tiene ningún sentido preguntarse cómo fue realmente el pasado sino que más bien se trata de entender tanto cuanto nos sea necesario a nosotros hoy.3 Lo que a Simmel le parece un enigma es, para Natorp, el resulta­ do del progreso científico en filosofía. No podemos ocuparnos del pro­ blema metafísico, cuya falta de cientificidad ya hace tiempo se halla suficientemente probada. El tomarse científicamente en serio tales teo­ rías especulativas, para las que en la historia de la filosofía se ha acuña­ do el nombre de metafísica, es irreconciliable con una comprensión científica de la filosofía. Por esta razón, no puede aceptarse como ade­ cuado y digno para la filosofía moderna, es decir, científica, todo lo que la historia de la filosofía nos ha legado. Lo contrario supondría un retro­ ceso en su desarrollo. La pregunta acerca de qué es digno de saberse es resuelta por el correspondiente nivel adelantado de desarrollo de la filosofía. La concepción de Natorp no es, en modo alguno, una excepción entre los neokantianos, como lo demuestra la afirmación de Heinrich Rickert de que ni en los escritos de la historia de la filosofía ni en la filosofía de la historia se trata de «dignificar el pasado neutralmente o, siquiera, íntegramente». De lo que se trata según Rickert es de lo que, 1. Georg Simmel, Probleme der Geschichtsphilosophie (1892), en Gesamtausgabe, vol. 2, Francfort del Meno 1989, p. 392. 2. Ibídem, p. 396. 3. Paul Natorp, «Bruno Bauchs “Immanuel Kant” und die Fortbildung des Systems des Kritischen Idealismus», en K antStudien, 22 (1918), pp. 426-459, p. 426.

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en el marco de un debate filosóficamente sistemático, «es utilizable para nuestros fines».4 Esta discusión no ha sido en modo alguno aje­ na a los autores de las últimas tendencias filosóficas, especialmente a los de la filosofía analítica. Así, David Lewis subraya que la tarea pro­ pia de la filosofía no consiste en destruir o justificar nuestro bagaje de opiniones prefilosóficas, sino de respetarlo y de ampliarlo en un siste­ ma ordenado.5 Pero también encontramos la opinión contraria, por ejemplo en Richard Rorty, que critica a los filósofos analíticos con el argumento de que se aferran impertérritos a su propia imagen. Debido a este pro­ ceder tan poco crítico, la filosofía analítica es incapaz de lograr lo que Rorty denomina como la meta deseable de toda obra filosófica o his­ tórica: provocar un cambio existencial.6 Al mismo tiempo, la postura de Rorty no es menos problemática que las anteriores. Si creemos en ambas posiciones no nos estamos esfor­ zando seriamente en entender los textos históricamente transmitidos. Pero ¿por qué razón?, ¿qué nos interesa realmente del pasado?, después de todo, ¿hay algo que nos interesa de la historia o se trata simplemen­ te de mera curiosidad? En lo que sigue me interesa establecer qué respuestas tienen Friedrich Nietzsche y Hans-Georg Gadamer a estas preguntas. Al interesar­ me por sus respuestas parto de la base de que, en Nietzsche y Gadamer, encontraré informaciones acerca de cuáles son los motivos por los cua­ les la filosofía debe ocuparse intensamente con su historia. Al mismo tiempo, me dejo guiar por la presunción de que, tal vez, encontraré en sus páginas alguna referencia a propósito de la solución de un proble­ ma que Rorty deja conscientemente en suspenso, cuando opina que el encuentro con algo o con alguien nuevo hace que pensemos diferente sobre nosotros mismos, sin que por ello cada estudioso de las ciencias del espíritu o filósofo no-analítico apunte a suscitar una modificación 4. Heinrich Rickert, Kant ais Philosoph der modernen Kultur, Tubinga 1924, p. 12. 5. David Lewis, Counterfactuals, Oxford 1973, p. 88. 6. Richard Rorty, «Analytische Philosophie und verandernde Philosophie», en id. (ed.), Philosophie und die Zukunfi, Fischer, Fráncfort del Meno 2000, pp. 54-78

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semejante.7Mi punto de vista consistirá en suponer que ellos encontra­ ron una solución al problema del «enigma de la valoración». En este sen­ tido, iré analizando sus respuestas a dicho problema, planteando las con­ diciones que Nietzsche y Gadamer consideran necesarias para poder relacionar el pasado y el presente. Estas condiciones, en mi opinión, le dan un sentido al estudio del pasado, que, de acuerdo con Nietzsche y Gadamer, debe ser justificado. Este sentido es lo que, en primer lugar (I), quisiera aclarar, considerando la interpretación nietzscheana de la relación entre antigüedad griega y modernidad como el pensamiento del agón griego, para así, en segundo lugar (II), dirigirme a la tesis de Gadamer, según la cual, el encuentro con la tradición permitiría una reflexión sobre sus propios límites. En tercer lugar (III) ha de aclararse hasta qué punto se separan Nietzsche y Gadamer de la premisa de la filosofía de la historia en sus respectivos intentos de poner el pasado y el presente en estrecha relación; es decir, que los valores deben ser nece­ sariamente presupuestos. Defiendo la tesis de que Nietzsche resuelve el «enigma de la valoración» que a él como filólogo se le presenta. El peli­ gro de que, sin esta valoración, la filosofía quede reducida a una pura disciplina histórica obliga a Nietzsche a aferrarse a la premisa de la filo­ sofía de la historia. Por el contrario, Gadamer puede salvar esta supo­ sición mediante una hermenéutica basada en la forma dialogística de la filosofía de Platón, sin por ello tener que cuestionarla.

I. E l agón, entre modernidady antigüedad: Friedrich Nietzsche En marzo de 1875 Nietzsche redacta, junto con Cari von Gersdorf, una portada para una reflexión crítica, que, como nos indican las cartas y borradores de la época, debió de ser escrita según el modelo de las «consideraciones intempestivas». Dicha portada lleva como título

7. Ibídem, p. 77. Se trata de una especie de encuentro que mantuvo Platón con Sócrates, Pico della Mirándola con Platón, Romeo con Julieta, H itler con Wagner, Q uine con Carnap, Harold Bloom con Blake. Ibídem, p. 66.

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«Nosotros los filósofos». El motivo aparente es el primer centenario de la filología moderna alemana, fundada por Friedrich August Wolf, en la que el concepto de la educación y del pasado clásico son de sig­ nificado normativo. Así pues, Nietzsche no reconoce en su reflexión ni los avances de la ciencia, la cual celebraba en ese m omento su centenario, ni pro­ nostica sobre las futuras tareas, ni se ocupa de diferentes métodos y principios, como normalmente sería el caso en este tipo de causas. En vez de esto, Nietzsche recrimina a la filología el no entender real­ mente la antigüedad y el no generar educadores sino eruditos. ¿Cómo llega Nietzsche a este juicio y qué conclusión saca de él? Nietzsche construye sus críticas a partir del diagnóstico de que la filología clásica se habría transformado en una ciencia investigadora enciclopédica. Como buen trágico, Nietzsche encuentra en esta trans­ formación que el nervio vital teórico de la filología clásica había sido cortado, impidiendo así el poder relacionar su saber crítico con el autoconocimiento cultural de su tiempo. Ya en su conferencia inaugural en Basilea, en 1869, observa Nietz­ sche este nervio perjudicado, puesto que la filología clásica había aban­ donado su original deseo de «poner al presente frente al espejo crítico de lo clásico y del modelo eternamente válido»,8*en beneficio de una meticulosa investigación de las fuentes. La revelación de la tarea normativo-creadora tendría como consecuencia que la antigüedad griega llegaría a ser un mero objeto de investigación, pero no sería un medio más para entendernos y orientar nuestro tiempo, para superaba éste y a nosotros mismos. Nietzsche reconoce en esta revelación un cambio de notorias con­ secuencias, que queda plasmado en los estudios histórico-filosóficos que se han convertido en un fin en sí mismos y no son un medio más, 8. Friedrich Nietzsche, Homer unddie klassische Philologie. Conferencia inagural, universidad de Basilea, 28 de mayo de 1869, en Nachgelassene Werke, sec. 2, vol. 9, Leipzig 1903, pp. 1-24, aquí p. 2 9. Id., «Notizen zu W ir Philologen» (1874/75), en Kritische Studienausgabe (=KSA), vol. 8, editado por G. Colli y M. Montinari, M unich 1988, p. 97, 6(2).

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valorativo y correctivo, para influir sobre nuestro tiempo. Nietzsche sitúa la filología clásica en una tradición influenciada por la «religión griega» del tiempo de Goethe y el programa educativo de Wilhelm von Humboldt. La filología clásica se fijó a sí misma el deber de administrar el legado cultural de esta tradición. Sin embargo, mientras que ella se había dedicado cada vez más a preguntas específicas de la produc­ ción de textos metódicos, de estudios lingüísticos y de investigacio­ nes de fuentes, Nietzsche opina que la filología clásica no se pierde exclusivamente en preguntas detallistas. Los nuevos métodos de inves­ tigación modifican también el significado originario de los documen­ tos, con lo cual queda omitida la diferencia entre algo relevante e irreevante para la investigación. Ambos fenómenos son para Nietzsche indicios suficientes de que la progresiva e ilimitada investigación filo­ lógica no puede llegar a ninguna parte. ">En vista de la falta de horizon­ te de esta investigación sobreespecializada, Nietzsche se pregunta, inquie­ to, por el sentido de la filología clásica, el cual antaño había consistido en actuar de manera intempestiva, es decir, contra el tiempo y, con ello, sobre el tiempo, y así con esperanzas en favor de un tiempo venidero.11 La ciencia filológica no puede cumplir con esta tarea, puesto que, por su manera de investigar, pierde de vista, o ni siquiera llega a ver, aquello que antiguamente había sido exigencia y propósito de la filolo­ gía clasica. Estando en marcha, el quehacer especializado del filólogo, es decir, comprender de manera nueva y profiinda las enormes e incom­ parables realizaciones de los griegos desde el contexto del pasado, reci­ be su sentido solamente del sistema de la ciencia; una terrible distor­ sión, en opinión de Nietzsche. Así pues, lo que había sido inicialmente solo un simple medio de la filología clásica, sería ahora el contenido y meta de su investigación: la antigüedad ha sido degradada a «objeto de ciencia pura».12 10. Ibídem, p. 32, 3(63). . ,

11. Id., Vom N utzen undN achteilder H istoriefur das Leben (1874), KSA 1, p 247 Gedanken undEntwürfe zu der Betracbtung «Wir Philologen» (1874/75) en

^ Se"' f V° L 9> PP- 343‘423’ acluí P- 4°9 (268). Esta tesis’ de Nietzsche se deduce a partir de la progresiva comprensión del filólogo, que defiende Ull-

Sin embargo, Nietzsche no critica solamente una evolución de la filología, cuyas consecuencias han sido fatales, sino que rechaza esta evolución. Sus reflexiones están más bien dirigidas a cómo debe con­ tinuarse con las pretensiones que tuvo la filología clásica. En suma, su objetivo es hacer nuevamente de la antigüedad algo intempestivo, de manera tal que la ciencia de la antigüedad, cada vez más encasilla­ da en preguntas especializadas, no sea ejercida como un juego erudi­ to autoreferente, sino que esté al servicio del desarrollo de un poten­ cial de crítica del presente. Nietzsche quiere conducir este potencial en contra de la absolutizacion de las normas del siglo diecinueve que estaba terminando. Una conciencia crítica de la modernidad como ésta se origina en una toma de distancia del propio presente que es condición necesaria para poder relacionarse con la antigüedad. Para conservar esta distancia se necesita, según Nietzsche, de una orientación normativa que no podemos obte­ ner de nuestro presente, y con la cual, sin embargo, debemos actuar, valorando y corrigiendo nuestro tiempo. Para obtener esta orientación normativa, habría que estudiar la «antigüedad paradigmática» como un «ser humano paradigmático»,13es decir, imitándola y desarrollándola. Lo que Nietzsche entiende por valor a imitar y por ejemplar o para­ digmático, se puede deducir de su tratamiento de los filósofos pre-platonicos: aquellos pensadores «icaricos», como él los llama, que empie­ zan con Tales y acaban con Demócrito y Sócrates.14 El tratamiento que hacf Nietzsche de aquellos pensadores modifi­ ca el punto de vista corriente sobre el desarrollo histórico de la antigua rich von Willamowitz-Moellendorf. Según éste, el objetivo de la ciencia antigua consis­ tiría en «hacer revivir la vida greco-romana, a través de la fuerza de la ciencia» («Geschichte der Philologie», en A. Gercke y E. Norden [eds.], Einleitung in die Altertumswissenschaft, vol. 1, cuaderno 1, Leipzig y Berlín 1921, pp. 1-80, aquíp. 1). Sin embargo, para él dicha tarea queda desunida para que el presente se mantenga como espejo del pasado. 13. Nietzsche, N otizen zu W ir Philologen, op. cit., p. 89, 5(171). 14. En Philosophenbuch termina la influencia del pensamiento «icárico» en Demó­ crito, en el manuscrito D ie vorplatonischen Philosophen (1872-1876), así como Wissenschaft und Wisheit im Kampf. Ergdnzungen und Neuentwürfe (1875) sitúa a Sócra­ tes al final de estos pensadores. Véase KSA 8, p. 119, 6(50).

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filosofía griega, de acuerdo con el cual los grandes sistemas antiguos de Platón y Aristóteles, partiendo de Sócrates, representan la cumbre del pensamiento griego, mientras que los pensadores pre-socráticos supo­ nen los primeros atisbos de esta época dorada. En cambio, para Nietzsche, éstos no fueron quienes allanaron el camino a Platón y Aristó­ teles, sino, precisamente, sus opuestos.15 Pero la descripción de Nietzsche es «intempestiva» también por otra razón. Las construcciones teóricas de los primeros filósofos tienen para él un aspecto que las vuelve irreversibles, de una verdad atempo­ ral: el punto en el cual se hace manifiesta la personalidad de los filóso­ fos. Sólo a través de ella pertenece la «filosofía pre-platónica» a aque­ llos «irrefutables» e «indiscutibles», que la «historia tiene que conservar».16 Y es por ello por lo que Nietzsche interpreta la historia de la filosofía griega más antigua como una secuencia de imágenes de «virtuosos de la vida»,17 que él retrata como individuos ejemplares, capaces de dar valores y de servir de medida, puesto que ellos representan una identi­ dad entre «vida y filosofía».18 La historia de estos virtuosos de la vida, y no la historia de sus filosofías, permite a Nietzsche poner al descu­ bierto lo que ni una filosofía tardía podría rebatir, ni lo que un «cono­ cimiento tardío» estaría en condiciones de agotar, esto es, «al gran ser humano»,19 que es grande porque en él el científico vence al mítico y, a su vez, el sabio vence al científico. Según Nietzsche, «el gran hombre/ser humano» contiene un modo de vida atemporal, en el sentido de que eleva al hombre «por encima del ciego y arrollador deseo de conoci­ miento».20

15. Tilman Borsche, Nietzsches Erfindung der Vorsokratiker, en Josef Simón (ed.), Nietzsche und diephilosophische Tradition I, Wurzburgo 1985, p. 62-87, aquí p. 77. 16. Nietzsche, D ie Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen, KSA 1, pp. 801-872, aquí p. 801. 17. Id., NachgelasseneFragmente (1875-1879), KSA 8, p. 119, 6(50). 18. Id., Nachgelassene Fragmente (1869-1874), KSA 7, p. 398, 16(17). 19. Id., D ie Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen, KSA 1, p. 801-872, aquí p. 802. 20. Ibídem, p. 816.

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La pregunta de por qué la antigüedad griega es para Nietzsche una fuerza ejemplar e influyente en la historia general de la humanidad occi­ dental,21 no puede responderse sólo con su representación y recono­ cimiento de los pensadores presocráticos.22 Para él, la antigüedad grie­ ga era ejemplar también por otro motivo: por transformar hábilmente «el instinto animal de destrucción»,23 con el que los griegos hacían la guerra, en una competencia poética y deportiva. Gracias al descubrimiento de esta competencia (agón) se han subli­ mado, según la representación de Nietzsche, la lucha y el impulso de des­ trucción que los griegos pusieron bajo ciertas reglas y limitaron así al terreno del deporte y de la poesía.24Este poder de la competencia descu­ bierto por los griegos lo aplica Nietzsche a la relación de la modernidad para con la antigüedad. Así como el agón ayudó en la antigüedad, con la liberación de nuevas formas de vida, a una renovación fundamental, de igual manera debe también la modernidad dejar crecer la fuerza para su propia renovación a través de su competencia con la antigüedad.25 Con la reflexión sobre la competencia parece estar solucionado lo que al joven filólogo Nietzsche se le aparece como antinomia de su espe­ cialidad, esto es, que la antigüedad es una fuente limitada y no inagota­ ble de la filología. Por el contrario, la tarea de ésta, es decir, el entender mejor la propia época a través del pasado, sería una tarea eterna.25 21. Hans-Georg Gadamer, D ie neue Platoforschung (1933), Gesammelte Werke (= GW ), vol. 5 , pp. 212-229, aquí p. 228. 22. Se ha dado en Alemania pn fuerte movimiento filosófico-literario, basado en las interpretaciones de Nietzsche sobre los primeros filósofos griegos: más concreta­ mente, el círculo creado por el poeta Stefan George. En este círculo se considera a Nietzsche (su pensar «icárico») como un tipo de persona para la cual la ciencia no está dividida en un número ilimitado de campos del saber. (Friedrich Gundolf, Paracelsius, Berlín 1927, p. 135) y para la cual «el saber de nuevo en sabiduría, el reconocer de nuevo en hacer, el filosofar de nuevo en la consecución de valores» tiene que llegar a ser alterado. Friedrich Wolters, Stefan George und die «Blatter fu r die Kunst», D euts­ che Geistesgeschichte seit 1890, Berlín 1930, p. 481. 23. Nietzsche, Nachgelassene Fragmente, (1869-1874), KSA 7, p. 399, 16(18). 24. Alexander Eichele, Philosophie ais Spiel. Platón, Kant, Nietzsche, Berlín 2000, p. 117. 25. Nietzsche, N otizen zu W ir Philologen, op. cit., p. 31, 3(62).

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Mediante esta antinomia Nietzsche se refiere a la definición de la «esencia de la filología» de August Boeckh: por una parte, reconocer lo «conocido», presentarlo de un modo claro, eliminar la «falsificación de los tiempos» y los «malentendidos»; por otra parte, mediante esta tarea provocar el final de la filología como ciencia. Según Boeckh, la «esen­ cia» de cada ciencia reside en la infinidad de materias para explorar. Si la filología reconoce sólo lo «conocido», su materia no es ilimitada, sino más bien limitada. Allí donde acaba la infinidad, prosigue Boeckh, la ciencia llega a su fin.26 Aquello que Boeckh tildó de problemático y explosivo se solucio­ na según Nietzsche a partir del restablecimiento de la «extemporaneidad» de la antigüedad y la competición contra ella. De hecho, ante­ riormente se «había entendido siempre la antigüedad únicamente a través del presente»; sin embargo, afirma Nietzsche, ahora tendría que entenderse «el presente desde el pasado».27 Para poder entender el presente de esta manera, tendría que romperse con el modelo transfi­ gurado de la antigüedad griega, aquel que quedó establecido con la adopción del Weimar clásico en el siglo XIX. Así pues, en sus conferen­ cias en Basilea advierte Nietzsche, ya desde el preludio de El nacimien­ to déla tragedia, acerca de la insostenible «quimera» del arte griego. En vez de esto, Nietzsche sostiene la tesis de que en la comprensión grie­ ga el arte se basa en lo absurdo, espantoso y brutal de la vida humana y apunta a ocultar esos aspectos para poder convivir con ellos. De este modo, Nietzsche critica la interpretación moderna según la cual los llamados pre-socráticos fueron los fundadores de la ciencia, inter­ pretación defendida por Eduard Zeller en su Historia de la filosofía grie­ ga y también por todo el neokantianismo alemán. Sostiene, por el con­ trario, que aquellos filósofos sabían cultivar sus ansias de conocimiento, a diferencia de los científicos modernos que sucumben a este impulso. Consecuentemente, Nietzsche sitúa a los presocráticos «más allá» de la

26. August Boeckh, Encyklopüdie und Methologie der Philologischen Wissenschaft, ed. por Ernst Bratuscheck, Leipzig 1877, p. 15. 27. Nietzsche, N otizen zu W ir Philologen, op. cit., p. 31, 3(62).

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interpretación que ha sido transmitida, la cual permitirá otra interpre­ tación radicalmente distinta, es decir, intempestiva, frente al arte del filosofar que él conoció a través de las corrientes filosóficas y las escue­ las de su tiempo. De cualquier modo, Nietzsche no vincula la recién descubierta posibilidad del filosofar en el pensamiento antiguo con la pregunta sobre qué podría significar esta posibilidad para la compren­ sión del filosofar «actual», puesto que él contempla la cesura del corte socrático-platónico como irreparable. Los esfuerzos de Nietzsche, por lo menos en aquellos años, estuvie­ ron dirigidos a buscar, más allá de la superficie de las interpretaciones, una manera de contemplación atemporal de los pensadores pre-platónicos de modo que podamos visualizar a estos filósofos no ya como los padres fundadores de nuestra cultura científica, sino como una reflexión extraña. No estoy seguro de si la teoría de Nietzsche acerca de la subli­ mación de la sed de conocimiento de los filósofos pre-socráticos conside­ ra sus obras de una forma tal que no pasaría de ser una tesis arriesgada.28

II. E l pasado convertido en extraño: Hans-Georg Gadamer Sin Nietzsche, habría sido impensable el renacimiento de la ya expuesta exigencia normativo-creadora. Este renacimiento se realiza después de la Primera Guerra Mundial y parte de un resurgimiento del concepto de lo clásico a través de Werner Jaeger (1888-1961).

28. La interpretación de Nietzsche sobre Sócrates ha sido siempre criticada y con­ siderada extraña. Así lo ha señalado el científico de la antigüedad W ilhelm Nestle (1890), en su propia interpretación sobre la primera filosofía griega a través de Nietzs­ che, y más concretamente, en su trabajo «Friedrich Nietzsche und die griechische Philosophie», en Griechsiche Weltbedeutung in ihrer Bedeutungfiir die Gegenwart. Vortráge undAbhandlungen, Darmstadt 1969, pp. 255-295, aquí p. 259. Es también digno de mención el filósofo perteneciente al círculo del poeta Stefan George, Kurt Hildebrandt, quien en su trabajo Nietzsches W ettkam pf m it Sokrates und Platón (1921), con el que se doctoró junto al neokantiano Paul Natorp, demostró la contradicción e insostenibilidad del juicio de Nietzsche sobre Sócrates.

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Para éste, dicho concepto está basado en la insaciable necesidad de una comparación crítica entre el presente y el pasado; la finalidad de semejante comparación supone una renovación radical para la cual lo clásico, en la medida en la que ésta aporte su contribución, llegaría a ser como un «correctivo» para la cultura moderna.29 Con esta con­ cepción del término «clásico», Jaeger va más allá de la responsabili­ dad descrita por Nietzsche: entender mejor el presente con la ayuda del pasado. Jaeger señala que lo clásico funciona como una crítica de un presente que se torna a sí mismo absoluto, como una norma total. Si nombro un motivo por el cual no nos podemos centrar en la Wirkungsgeschichte de Nietzsche30es porque éste, en el fondo, influen­ ció a Hans-Georg Gadamer mediante esta recepción. Gadamer ha seguido atentamente el debate abierto por Jaeger acer­ ca de la rehabilitación de lo clásico; y gracias a Paul Friedlánder, su pro­ fesor de filología, posiblemente habrá prestado atención también a la representación particular de Nietzsche de los primeros filósofos grie­ gos y a la interpretación de Platón. Gadamer cuestiona expresamente la importancia normativa que Jae­ ger atribuye a lo «clásico». Gadamer entiende por «clásico» un proceso que, mediante transformación, apropiación y reprobación, por elec­ ción y rejuvenecimiento, genera una regla constante que da a lo clási­ co, en distintas épocas, diferentes significaciones.31 Esto no es en ningún modo arbitrario, porque el proceso parece depender de intereses o valo­ raciones. Pero este es sólo un aspecto para Gadamer, otro es la pregun­ ta de qué efectos puede tener lo clásico bajo determinadas condiciones. Si se dan estas condiciones, llegamos a un autoconocimiento crítico sobre los límites de nuestro saber y estamos preparados para aprender de la his­ 29. W erner Jaeger, «Der Wandel des Platobildes im 19- Jahrhundert» (1928), en id., HumanistischeReden undVortráge, Berlín 1960, pp. 129-141, aquí p. 139. 30. También debería citarse a Paul Friedlánder (1882-1968), quien en una carta del 4 de julio de 1921 a su profesor Wilamowitz informaba de un modo inequívoco sobre cómo la interpretación de Platón por parte de Nietzsche influenció a los filólogos. 31. Hans-Georg Gadamer, Rhetorik, Hermeneutik und Ideologiekritik. Metakritische Erórterungen zu Wahrheit undM ethode (1967), en GS 2, pp. 232-250, aquí p. 247.

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toria. Gadamer reconoce que esto sólo es posible con una condición, a saber, que nosotros no concedamos a los conceptos un significado ni tam­ poco atribuyamos al texto un sentido que no posean realmente ni los unos ni el otro. Que esta condición no es trivial se puede deducir del contexto en que Gadamer habla de ella por primera vez. Uno de los primeros ensayos filosóficos de Gadamer vio la luz en 1924, en una publicación en homenaje a Paul Natorp, su director de tesis neokantiano.32 En este ensayo critica la concepción neokantiana de una historia orientada a los problemas, la cual tiene en Wilhelm Windelband su padre espiritual33y recibe a través de Nicolai Hartmann, segundo profesor neokantiano de Gadamer, un fundamento en rela­ ción a sus exigencias trascendentales. Con esta concepción, el neokantianismo alemán busca una respuesta a la pregunta sobre el significa­ do filosófico de la investigación histórica. Este significado se había tornado dudoso cuando los historiadores de la filosofía exigieron res­ petar los «hechos históricos».34 Gadamer considera justa la acusación de Hartmann de que la gene­ ración de historiadores de la filosofía representada por Eduard Erdmann y Eduard Zeller, con su inmenso trabajo de clasificación y ordenación del material histórico, habría olvidado cuál es la tarea real de la filosofía,35 aunque su crítica no sea demasiado sólida. Y no es demasiado sólida por­ que a Zeller y Erdmann no se les puede acusar de lo que es cuestiona32. Aquí se refiere al artícelo «Zur Systemidee in der Philosophie», en Fetschrift fu r Paul Natorp, Berlín-Leipzig 1924, pp. 55-75. 33. Wilhelm Windelband, Geschichte der Philosophie, en D ie Philosophie im Beginn des 20. Jahrhunderts. Festschriftfu r Runo Fischer (1905), ed. por Wilhelm Windelband, Heidelberg 21907, pp. 175-553, aquí p. 542. 34. Edm und Husserl habla de una «corteza» de sucesos históricos externos de la historia de la filosofía, que vale para confrontar, para así poder preguntar críticamen­ te y mostrar su sentido interno. Husserl, Die Krisis der europdischen Wissenschaften und die transzendentale Phanomenologie. Eine Einleigung in diephánomenologische Philo­ sophie (1936), en Husserliana, vol. 6, La Haya 21976, pp. 1-276, aquí p. 16. 35. Nicolai H artm ann, Derphilosophische Gedanke undseine Geschichte (1936), en Id., Kleinere Schrijien, vol. 2: Abhandlungen zu r Philosophie-Geschichte, Berlín 1957, pp. 1-48, aquí p. 11.

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ble en toda su generación, a saber: lo que pueda ser la filosofía después de Hegel. Lo dramática que era la situación filosófica tras la muerte de Hegel puede deducirse de la impresionante descripción de Wilhelm Windelband. Éste constata por un lado que la filosofía amenaza con per­ derse en el relativismo de la historia de la filosofía, mientras que por otro lado parece desintegrarse en una psicología empírica y una cosmovisión.36 Al mismo tiempo, la acusación de H artm ann es objetivamente correcta pues, tal como ya Kant reconoció, una mera representación histórica de la filosofía nos cuenta solamente cómo y en qué orden se ha filosofado hasta ahora.37 Por ello Hartmann puede afirmar con razón que la historiografía de Johann Eduard Erdmann, August Brandis, Heinrich Ritter, Karl Prant, Eduard Zeller y Kuno Fischer se rige funda­ mentalmente por la búsqueda de la doctrina y el sistema. Se pregun­ taba por el «hecho histórico», es decir, por lo que los pensadores ante­ riormente han enseñado, pensado y qué concepción global han tenido. En cambio, no se preguntaba por lo que han visto, reconocido, conce­ bido y por los «logros» que nos han legado.38 Así la filosofía parecía caer en la misma antinomia que ya la filolo­ gía según Nietzsche habría logrado eludir: no producir nada por sí mis­ ma, pues ella sólo quiere conocer lo ya conocido. Pero así como ya Boeckh, inquieto, preguntó si el filólogo debe escribir nuevos libros tal como pro­ duce «el boticario nuevas mezclas, al verter de un vaso en otro»,39asimis­ mo el neokantianismo tardío pregunta no sin razón por el sentido filo­ sófico de las investigaciones histórico-filosóficas. Ya en 1864 O tto Liebmann había hecho fuerte hincapié en que la filosofía no sólo corre el peligro de diluirse en las ciencias especializa­ 36. Wilhelm W indelband, D ie Philosophie im deutschen Geistesleben des XIX. Jahrhunderts, Tubinga 21909, p. 92. 37. Immanuel Kant, Lose Blatter zu der Preisschrift über die Fortschritte der Metaphysik, en Gesammelte Schriften (Akademieausgabe), vol. 20, 3a parte: Handschriftlicher NachlaJ?, vol. 7, Berlín 1942, pp. 333-341, aquí p. 340. 38. Nicolai H artm ann, D erphilosophische Gedanke undseine Geschichte, op. cit., p. 5. 39. August Boeckh, Encyklopádie und Methodologie der Philologischen Wissenschaften, ed. por Ernst Bratuscheck, Leipzig 1877, p. 14.

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das, sino que también amenaza en convertirse en propiedad de «la con­ cepción historiográfica».40 Su malestar estaba justificado. También Paul Natorp en 1882 se vio motivado a registrar que la filosofía amenaza con hundirse desde que se dejó seducir por el ancho caudal de la inves­ tigación histórica.41 Pero ¿cuál es el resultado de estas investigaciones histórico-filosó­ ficas? La respuesta lacónica de Hartm ann es la siguiente: por ejem­ plo, el libro de Dilthey Jugendgeschichte Hegels nos enseña mucho sobre la formación cultural de la persona y sobre la historia de su tiempo; pero sobre lo que Hegel reconoció, sobre lo que su tiempo y el venide­ ro pudieron aprender de él, nos enseña muy poco.42 Frente a ello, la concepción de una historia orientada a los proble­ mas debe capacitar a los historiadores de la filosofía a rescatar de las filosofías históricamente dadas lo que contienen de auténtico, es decir, de supratemporal. En este sentido, es preciso pues no sólo establecer la continuidad histórica, característica de la historia de la filosofía en cuanto ciencia, sino que hay que tener en cuenta además que cada nue­ va generación de filósofos debe siempre volver a aprender, y hacerlo en base a las nuevas y cada vez más sutiles diferencias entre el conocimien­ to y el error en el «ideario histórico».43 Sin embargo, también H artm ann se queda en el terreno de los hechos históricos que sólo presentan los problemas objetivos que han alcanzado el puesto de doctrinas y sistemas. Él puede ciertamente mos­ trar que los problemas aparecen en una secuencia histórica y por ello 40. O tto Liebmann, Kant und die Epigonen (1864), Berb'n 1912, p. 223. Este temor se encuentra también en Heinrich Rickert, «Geschichte und System der Philosophie», en Arcbivfü r Geschichte der Philosophie (1931), vol. 40, I a parte, pp. 7-46, 2a parte, pp. 403-448, especialmente p. 11. Cuán justificado está dicho temor, se desprende de la observación de Kuno Fischer, según la cual la filosofía no puede ser otra cosa que his­ toria de la filosofía. Geschichte der neuern Philosophie, vol. 1, Heidelberg 51912, p. 8. 41. Paul Natorp, Descartes’Erkenntnistheorie. Eine Studie zu r Vorgeschichte des Kritizismus, Marburgo 1882, S. V. 42. Nicolai H artm ann, D er philosophische Gedanke und seine Geschichte, op. cit., p. 8. 43. Ibídem, aquí p. 35.

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están ellos mismos sujetos a ese progreso histórico. Así, Hartmann refu­ ta de un modo convincente que la historia de la filosofía no es un con­ glomerado incoherente y gratuito de opiniones y críticas, tal como la presentaron las investigaciones de los historiadores de la filosofía de la generación de Zeller y Fischer. Igual que la generación de historiadores de la filosofía criticados por Hartmann, él mismo no se limita a una mera descripción de los hechos sino que quiere captar lo permanente en el pasado: aquello que independientemente de la diversidad de la historia siempre ha estado presente y por ello es comparable. En la perspectiva de Hartmann, la base de la historia de la filosofía se conserva y se afianza en los pro­ blemas, mientras que lo singular y lo excepcional se explican difícil­ mente, e incluso pueden ser totalmente inexplicables. El precio que debe pagarse por la fundamentación de una estructura unitaria en la acumulación que hace la filosofía del proceso histórico es una fuerte simplificación y esquematización de la historia de la filosofía. Gadamer reconoce que la idea de H artm ann de una investiga­ ción de «problemas» filosóficos de aquella generación de historiadores de la filosofía, pertenecientes a la escuela de Hegel, escuela que H art­ mann critica tan sagazmente, se queda estancada. Él recrimina tam­ bién al defensor de la historia orientada a los problemas, el que éste haya reducido la relación de la filosofía con su historia a una búsque­ da de seguridad por parte de los precursores de este tipo de historia. El profundo significado de las primeras filosofías para con la filo­ sofía de hoy se halla para Gadamer en la autocomprensión crítica y no en la génesis de ciertos problemas. Como ya he indicado, esto también fue reivindicado por Nietzsche, para el que «la posición del filólogo, en relación a la antigüedad no debe estar dirigida con el propósito» de que aquello que para nuestro tiempo tiene un gran valor tenga que ser comprobado en la antigüedad, sino lo contrario, es decir, debe proceder de la antigüedad.44 Pero, mientras que para Nietzsche preva­ lece la pregunta acerca de cómo nos debemos comportar ante la heren­

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cia de la antigüedad, críticamente, conservando o rechazando, para Gadamer tiene mayor valor una pregunta totalmente distinta, a saber, la pregunta acerca de la alteridad, de la anacronía de la tradición en la que la libertad del entender encuentra sus límites. El «otro» de un ensa­ yo transmitido consiste para Gadamer en los saberes que en ese tra­ bajo se han depositado, en los que también ha participado el trabajo de generaciones pasadas. Dos aspectos son importantes: primero, este conocimiento nos es extraño, porque está presente únicamente en la memoria escrita, no en una forma más inmediata; segundo, ha sido transformado por su interpretación, que subraya ciertos aspectos y deja de lado otros. Nietzsche supone esta alteridad para así poder representar la anti­ güedad como el contra-retrato que se ha revelado paso a paso y con el que el presente moderno compite. Sin embargo, él ve también el peli­ gro de que lo extraño de la tradición, en general, no se tome en favor del conocimiento y aún menos como razón para la reflexión crítica. Una causa de este peligro la observa Gadamer en el afán de la filo­ sofía del neokantianismo de transmitir el pensamiento del progreso lineal con relación a la filosofía y su historia. En ninguna otra obra aparece de un modo tan claro el interés en una representación evolutivo-histórica como en la tan discutida mono­ grafía sobre Platón de Paul Natorp, de 1903. En ningún lugar se plan­ tea de un modo tan claro la meta de presentar a Platón como un pre­ cursor en el tratamiento crítico del problema del conocimiento como en este libro. Natorp reconoce en la doctrina de las ideas de Platón las raíces histórico-filosóficas del idealismo crítico del neokantianismo. Gadamer ve lo característico del libro de Natorp sobre todo en haber proyectado el concepto de ciencia moderno tal como lo entien­ de el neokantianismo de Marburgo, en la filosofía platónica.45 Pero esto no aclara por qué el libro de Natorp fue tan controvertido incluso entre los neokantianos. Aunque entre ellos se está más o menos de acuerdo 45.

44. Nietzsche, Nachgelassene Fragmente (1875-1879), KSA 8, p. 28, 3(52). 178

Hans-Georg Gadamer, Z u r Phanomenologie von R itual undSprache, op. cit.,

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en que Platón deba ser visto como el que primero intentó ser el fundamentador de la ciencia, su interpretación de Platón no es indiscutida entre los neokantianos. Esto se debe a que su representación va mucho más allá de las ideas que se tenían sobre Platón hasta ese momento. Platón es, para él, no sólo el fundador de la ciencia europea concebida por Sócrates, como así tampoco sólo el descubridor de la teoría del conocimiento y de la ciencia, sino el primer filósofo que ha puesto en práctica y fundamen­ tado el idealismo filosófico con la ayuda de una metodología tras­ cendental.46 Paul Natorp fundamenta su punto de vista en que el idealismo de Platón todavía es primitivo. Con su idealismo autóctono, la filo­ sofía de Platón frente al sistema kantiano presenta un edificio mucho menos complejo, por lo que la presentación que hace Natorp de la doc­ trina evolutiva de las ideas de Platón se entiende como una introduc­ ción al idealismo (trascendental), tal como reza el subtítulo del libro. Sin embargo, éste no es el único argumento con el que justifica su proceder. Incluso el concepto fundamental del idealismo moderno se halla en Platón arraigado de un modo mucho más puro, en opinión de Paul Natorp, que en Kant, pues la doctrina de las ideas de Platón se halla libre de todos aquellos elementos que en Kant aparecen ligados a la doctrina de la cosa en sí. Así como su estudio de la epistemología de Descartes, cuya teoría había sido reconstruida en el espíritu de la crítica kantiana, en esta investigación de Natorp predomina igualmente el interés en la conver­ gencia sistemática, que relega las diferencias, en este caso entre Pla­ tón y Kant, a un segundo plano. Para preservar la filosofía de Platón como entidad viva, según N atorp se justifica pasar por alto la dife­ rencia y alteridad entre los filósofos actuales y pasados. Este dejar de lado las diferencias es, sin embargo, un motivo por el cual Gadamer considera que Natorp no es capaz de analizar produc­ tivamente las filosofías pasadas y sus particularidades. El ideal científi­ 46. Paul Natorp, Platos Ideenlehre, op. cit., p. 464. 180

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co de los neokantianos, aprendido de las ciencias naturales, actúa como un filtro que sólo retiene de la tradición lo que reconoce una mirada ya experta en filosofía. Esto se refleja en muchas investigaciones neokantianas de histo­ ria de la filosofía, cuando, por ejemplo, se dedican a la prehistoria de la filosofía kantiana — en su sentido más amplio— o cuando se hacen una idea general sobre el tratamiento crítico del problema del conocimiento en la historia de la filosofía hasta la fecha, que, en sus trabajos, se reduce esencialmente a una prehistoria de la filosofía del presente. Así, todo esfuerzo por una visión coherente de la historia de la filosofía se mueve, sin poder evitarlo, en círculos. Por un lado se afir­ ma que la filosofía necesita de su historia para lograr claridad y cono­ cimiento sobre su lugar histórico en su proceso de desarrollo. Y, por otro lado, hay que reconocer que la elección de lo que debe ocupar un lugar en la historia de la filosofía presupone un concepto bien deter­ minado de la filosofía. El vuelco neokantiano a la historia de la filo­ sofía no se halla sólo marcado por la elevación de la tradición a obje­ to de estudio científico, sino también por una medida crítica que es una precondición de la investigación histórico-filosófica. Esta medi­ da nos permite establecer una selección de aquellos aspectos de las filo­ sofías anteriores que puedan ser reconocidos como filosofía (en el sen­ tido de ciencia). Desde el punto de vista del neokantianismo, la transposición de la idea de progreso de las ciencias naturales es no sólo legítima, sino ade­ más justificada por el interés histórico y sistemático. En primer lugar, porque es la que mejor puede juzgar el verdadero trabajo de filósofos anteriores, desde la perspectiva de una filosofía más desarrollada y pro­ gresiva, ya que de esta forma el juicio no se halla enturbiado por espe­ culaciones metafísicas, sino que será guiado por criterios científicos. En segundo lugar, porque desde el punto de vista de los filósofos neokantianos, el análisis del pasado de la filosofía tendría que aclarar el tratamiento crítico del problema del conocimiento, es decir, de la géne­ sis de la filosofía moderna. 181

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que se adaptan a la reducida perspectiva de la comprensión propia de la filosofía, pero no aquellos que delimitan y hacen notar las dife­ rencias entre las respectivas filosofías y perspectivas. Según Gada­ mer, este enfoque revela más la propia comprensión de la filosofía actual que la comprensión de la filosofía pasada, ya que sólo recons­ truye su propia historia y no reconoce la calidad de la diferencia en la antigüedad. De este modo, el giro hacia la historia no tendría efec­ tos sobre los esfuerzos filosóficos actuales. Y se eliminaría la autorreexión crítica, que es, según Gadamer, la verdadera característica de la experiencia real.

Como es sabido, August Boeckh también defiende que las ideas de a antigüedad, mientras se pueda establecer una «relación activa con el puesto que esta tradición no sólo o b lig a t e s t a d pensamiento actual», ejercen «una influencia purificadera» sobre ésta.47 ciones que Gadamer crir.Vo A i simplificaciones y reducSin embargo, Gadamer da otro sentido a esta interpretación y difiere de kantianos, sino tamb éñ no b ' s“ ™ d" « de la filosofía neola tesis de Boeckh. Según Gadamer, la historia de la filosofía es una cien­ sófica que se h a 3 to ! T ‘ 7 V“ d« la '« d ició n H o­ cia fi ológica, es decir, histórica,48en favor del “efecto puro”, con el que que no resulta extraña ^ 7 da a rnta ment p r e t o r i a oeckh medía la escala de la relación activa entre el pensamiento antiCl presente. El sistemático Z « T en guo y el moderno. - un pasado que se mmont” m t d Í 7 7 “ ™ ^ 7 * ‘ “ ^ Las explicaciones expuestas hasta ahora no parecen excluir que ce a una consideración muy simplista d \ L ' " 0 50 0 c0” du‘ Nietzsche y Gadamer den la razón a los críticos de la filosofía de la his­ las f J

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19. Puede entenderse la «verstehende Philosophie» weberiana como un intento de respuesta a las aporías en que la tradición histoticista se veía envuelta a principias

tarse a los orígenes y al desarrollo de los acontecimientos más remotos para poder entender y explicar su historia contemporánea, en una espe­ cie de intento por devanar la madeja de un continuum que debe recons­ truirse al hilo de la razón. Con este fin, en el desarrollo historiográfico se comienzan a elaborar técnicas y métodos que permitan ese acceso, sur­ giendo a su vez la necesidad de un discurso que justifique la validez de dichas técnicas y métodos, aplicados a documentos y monumentos, y que consienten la aprehensión del pasado, como ha subrayado K. Pomian.21 En este sentido, la influencia de la crítica filológica en los estudios histó­ ricos se convirtió en el caballo de batalla de los que se denominaban «his­ toriadores» frente a los que se consideraban filósofos de la historia.22 En todo caso, se ha abandonado la creencia de que la presencia del historia­ dor (esto es, el histor o «testigo») garantice la objetividad de lo relatado; más bien al contrario, se piensa que la distancia temporal habrá de con­ tribuir a un desapasionamiento beneficioso para que los estudiosos del pasado puedan juzgar y conocer la verdad. Tal y como afirma H. I. Marrou, fue en el siglo XIX cuando el rigor de los métodos críticos puestos a punto por los grandes eruditos de las dos centurias anteriores se extendió del dominio de las ciencias auxi­ liares (numismática, paleografía, etc.) a la construcción misma de la historia.23 La tarea del historiador habrá de ser desde este momento la de relacionar acontecimientos de un pasado que se presenta necesaria­ mente de forma incompleta y fragmentaria, a través de unos restos que deberá descifrar, conocer,'comprender e investigar. Suele considerarse a Leopold von Ranke el padre de este cambio sustancial en el mirar histórico, a partir del prólogo a su Historia de los pueblos romanos y germanos (1884), donde afirmaba que, aunque la his-

Wg í3ahistórica» Í s S i c ? la 1 Tha realizado 87 e r ' entre UaCÍÓn d d mKréS ^ WeBer denorainada «*°cionosotros Santos Julia; Pani cf. suk Historia sociaUsociof í í l Í T Í r 8 V XX7 M adnd 1989’ PP- 19' 2° y 58‘63- Más desarrollo y biblograria en Entre Casandray Cito, op. cit., pp. 133-140 * ° H n n t'0 n 31 reSPen ° l0S trabaj° S de H - W h¡te>rec°gidos en Figural Realism, johns t h e p t u e r n T r ^ T " ’ " 9’ S° bre tt>d° en Saul Friedlander, tion ’ H ° m g\ \ t ■lm itS 0f Representatlon- N a zism a n d the « F in a lS o lu tion», H arv ard U m versity Press, C am b rid g e 1992 WlLKOMIRSKI, B in ja m in ( , , B ru n o D o essek er/G ro sjean ), Bruchstücke A u s 7 ' f f f S u h d ^ p , F rán cfo rt de, M e n o ,9 9 8 ( , . ', d “ ción, Ju d iscb er Verlag, 1995). '

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1. Filosofía de la historia, anti-filosofla de la historia y globalización La idea de confrontar las nociones de «globalización» y de «histo­ ria mundial» (Weltgeschichte), de registro y matriz disciplinar indepen­ dientes, y con importantes contrastes de sentido entre sí, puede pare­ cer un divertimento semántico; sin embargo, intentaremos argumentar que existe una relación entre el fenómeno de la globalización y la idea de historia mundial que excede el hecho de sus referencias nominales a formas de totalización geopolíticas e históricas transnacionales. Por una parte, deseamos destacar el hecho, poco enfatizado por los teóri­ cos de la globalización, de que esta última es un concepto orientado a capturar una individualidad que es histórica, aun cuando por su alcan­ ce y efectividad remita a la hiperactualidad, al consabido proceso de transnacionalizacion de los fenómenos económicos, culturales y polí­ ticos que atraviesa las sociedades contemporáneas. En calidad de con­ cepto individualizante, la globalización es una forma que carga con un recorte de la realidad empírico-social que es selectivo y está orientado por valores. Por un lado, es evidente que ésta nace y toma cuerpo cuan­ do la idea de historia mundial (Weltgeschichte) ve cumplido su arco 407

Francisco N aishtat

de influencia, con la caída de lo que podemos llamar la filosofía idea­ lista de la historia. Por otra parte, empero, la idea de que el globo se encuentra en una fase en que la intervención humana es percibida en cierto modo ahistóricamente, como gobernanza del riesgo y reduc­ ción de la complejidad, con un telón de fondo en que las expectativas humanas en el futuro se disipan, signa una aprehensión del mundo que no está desprovista de una inherencia metafísica y escatológica, como si la humanidad hubiera ingresado en una era de opacidad estaciona­ ria llamada «complejidad», en la que se disipa lo que Sheldom Wolin llamaba la «visión»,1y en la que el flujo temporal es sólo riesgo, incer­ tidumbre y control. Si es cierto que el énfasis en la globalización había arrancado des­ de el momento en que se aceleraban a un ritmo sin precedentes los flu­ jos transnacionales del intercambio económico y de las informaciones, en el marco de una revolución tecnocientífica marcada por la informá­ tica y las telecomunicaciones, no es menos cierto que este énfasis coin­ cidía asimismo con la caída del ultimo bloque de hormigón del muro de Berlín, cuando con éste caía también la barrera simbólica que ape­ nas resistía a la generalización mundial de la sociedad capitalista libe­ ral. Pero con el desmoronamiento del Muro, asimismo, caía el telón de la principal contienda ideológica del siglo pasado. Desde ese momen­ to perdía vigencia la idea de una historia mundial como historia gene­ ral de la humanidad signada por una teleología del progreso, la cual estaba todavía embebida en la ideología marxista, como matriz de inter­ pretación de la historia, recibida de la tradición del idealismo ale­ mán. Seguramente no existe una concepción coherente y sistemática de la historia que sea común a todas las filosofías de la historia hereda­ das de este movimiento filosófico. Sin embargo, la idea de la historia como inherente al género humano en su totalidad {Menschengeschlecht), en la que los hombres actúan en dirección de acelerar un progreso que es de todos modos inexorable y que es la realización paulatina de la 1. Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Continuidad y cambio en elpensamien­ to político occidental (1960), Amorrortu, Buenos Aires 1993. 408

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libertad, es una idea que se encuentra en todas ellas. Esta idea compor­ ta una forma de totalización histórica que, expresada en las ideas de historia general del mundo (allgemeine Wesltgeschichte) y de humani­ dad, conecta trascendentalmente en el tiempo las historias de las nacio­ nes entre sí; por otra parte, conlleva una forma de imbricación teleológica del pasado y del futuro que se vuelve una guía para la acción humana propulsora. Es una tradición llamar filosofía idealista de la his­ toria a esta forma de comprensión, de manera que mantendremos esa denominación y reservaremos el nombre, artificial, de anti-fiilosofía de la historia, para designar las formas dominantes de pensar el tiem­ po del mundo en la perspectiva de la globalización. Buscamos de esta manera, en cuanto nos lo permita esta oposición estilizada entre dos términos contrarios, clavar una cuña entre los mismos que dé cuenta de nuevas posibilidades de temporalizacion de la humanidad y del mun­ do. La idea de un cosmopolitismo de la'acción en la que trabajan algu­ nos filósofos contemporáneos,2 como horizonte de sentido contra­ puesto simultáneamente a la idea del Estado mundial propia de la allgemeine Weltgeschichte y a la noción sistemica de globalización, podría abrir en este sentido la perspectiva buscada de una re-temporalizacion histórica. Hoy ha quedado atrás la agitación intelectual que produjo, a fina­ les de los ochenta, la ocurrencia de Francis Fukuyama de un supuesto final de la historia. Su conocida tesis, inspirada en la lectura que Alexander Kojéve hizo de la Fenomenología del espíritu, identificaba como estadio final de la historiá a la triunfante sociedad liberal, cuya gene­ ralización a escala planetaria en la post-Guerra Fría no parecía dejar duda. Hoy es claro, más allá de las interrogaciones que suscita esa lec­ tura de Hegel,3 que la idea de que habríamos accedido a una aquieta­ da fase histórica final, en la que la búsqueda de la felicidad privada 2. Véase por ejemplo, E. Tassin, Un monde commun. Pour une cosmo-politique des conflits, Seuil, París 2003; R. Bodei, Libro de la memoria y de la esperanza, Losada, Bue­ nos Aires 1998. 3. Cf. D. Brauer, «La filosofía idealista de la historia», en M. Reyes Mate (ed.), Filosofía de la historia, EIAF, Trotta, Madrid 1993, p. 115. 409

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— a la Tocqueville— haría las veces de toda vida política, está des­ mentida por los acontecimientos. La concatenación bastante vertigi­ nosa de las turbulencias sociales y políticas planetarias de las últimas dos decadas, sumada a la enorme cuota de incertidumbre que la acom­ paña, desmiente todo idílico aterrizaje en una aquietada fase terminal. La agravación casi exponencial de la pobreza y la desigualdad a escala del mundo, las guerras regionales, la redefinición de bloques geopolíticos, el terrorismo, las crisis ecológica, energética, etcétera, son acon­ tecimientos que no solo plantean desafíos políticos y económicos apre­ miantes a la humanidad, sino que representan el reingreso dramático de la incertidumbre del futuro, después de las fugaces fantasías postGuerra Fría acerca del presunto estacionamiento apacible en la socie­ dad liberal global. La historia, al menos en cuanto Geschichte, en cuan­ to acontecer de lo nuevo en el mundo, se muestra irrefrenable. Sin embargo, hay otro aspecto en el que la tesis del presunto final de la historia humana parece, si no verdadera como tal, al menos pre­ sente performativamente en los espíritus: hoy las sociedades civiles pro­ penden a vivir los acontecimientos como grandes catástrofes naturales, que son a lo sumo pasibles de gestión compleja y experta, pero en las que la cuota de protagonismo histórico y de acción colectiva por par­ te de la sociedad humana, es decir, en suma, de un hacer la historia por parte de los ciudadanos, ha perdido credibilidad. Esto no significa que los ciudadanos hayan delegado en los expertos y en los gobernantes toda capacidad de actuar colectivamente, sino que sus acciones colec­ tivas, cuando se emprenden, se encuadran deliberadamente en un hori­ zonte reducido de expectativas, limitado a una función reactiva de pro­ testa o de reivindicaciones específicas frente a un estado de cosas dado. Esta percepción social de la realidad no es ajena, por otra parte, a la consabida teoría de la globalización en clave de sistemas, complejidad, riesgo y control. La vieja idea de emancipación humana, en la que la filosofía idealista de la historia percibía el sentido del desenvolvimien­ to histórico, es reemplazada por la noción sistémica de autonomía de las organizaciones en un ambiente de riesgo e incertidumbre. Desde este punto de vista, el acontecer ha pasado a formar parte de una onto410

L a globalización y la noción filosófica de «historia m undial» (W eltgeschichte)

logia de la contingencia desprovista de la confianza histórica en la capa­ cidad humana de transformación y de proyección en el futuro. Seguramente existe una afinidad electiva entre el ocaso de la filo­ sofía idealista de la historia y la actitud generalizada de una reducción dramática de expectativas humanas históricas. La inscripción del hori­ zonte de expectativas en el largo plazo resucitaría sin duda alguna las aprensiones por el tipo de idealización histórica, que el siglo XXnos ha acostumbrado a experimentar como peligroso abismo. Hoy no pare­ ce posible revivir la expectativa en la progresividad infinita inmanen­ te de la historia y en la capacidad humana para inscribirse en esa pro­ gresividad, acelerando los plazos. Desde aquel _punto de vista, las acciones no sólo remitían a sus resultados específicos, sino que se inscribían en la tendencia evolutiva total, y podían ser juzgadas desde esta perspec­ tiva totalizante. La fórmula que sintetizaba esa percepción es la cono­ cida frase de Schiller, luego retomada por Hegel: Die Weltgeschichte ist das Weltgericht («La historia mundial es el tribunal mundial»).4 Exis­ te una percepción general de que esta perspectiva teleologica y de con­ fianza en la facticidad histórica ha quedado refutada por la experien­ cia del siglo XX, y no vamos a insistir aquí en este punto. Ya desde bastante antes del fin del socialismo de estado, entre las ruinas euro­ peas de la Segunda Guerra Mundial, la idea de que la historia envuel­ ve un desarrollo racional quedaba enterrada. Y la caída del Muro de Berlín vino quizá a sellar, como símbolo del fracaso histórico del lla­ mado socialismo real, el arco hermenéutico abierto desde finales del siglo XVIII con la confianza en una historia evolutiva general de la humanidad, con la idea, en suma, de una historia de progreso m un­ dial. Existe una panoplia de variantes conceptuales para subrayar el ocaso de la filosofía idealista de la historia: fin de los grandes relatos, fin de las ideologías, etcétera. Ahora bien, si la reducción del horizonte de expectativas históri­ cas es un efecto del ocaso de la filosofía idealista de la historia, la glo4. F. Schiller, Resignation, citado por Reinhart Koselleck, historia/H istoria (1975), Trotea! Madrid 2004, p. 63; G. W. F. Hegel, Principios de la filosofía del derecho, § 340 (1970), Buenos Aires 1975. 411

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balización, por otra parte, es una repuesta no desprovista de carga meta­ física a esa situación humana. La globalización es en cierta forma el extremo opuesto a la idea de historia mundial (Weltgeschichte), en la que el globus ya no es el mundo histórico ilimitado espacio-temporalmente, sino que es una totalidad espacialmente saturada, en la que la válvula de escape temporal es la de la contingencia y, todo el desafío humano, el del equilibrio global y de la gobernanza de los sistemas. ¿Cual es la forma de temporalización del globus que corresponde a esta comprensión? Es bastante claro que la idea de un hacer la historia pier­ de aquí consistencia de manera general. El hacer es el de cada siste­ ma, de cada organización, y la historia es sólo la crónica del ajuste y el desajuste con relación al equilibrio, pero no hay una forma de pro­ gresión general propulsada por la acción humana, que quepa compa­ rar a una historia general mundial (allgemeine Weltgeschichte), en la que la interacción pueda comprenderse evolutivamente desde un pun­ to de vista universal. Con ello la historia retorna a su función didácti­ ca pre-ilustrada de fijación o memoria de los hechos particulares del pasado, aquella que Aristóteles denostaba filosóficamente en su Poé­ tica, al situarla por debajo del nivel filosófico de la poesía, como mera rapsodia de los acaecimientos particulares y sin pautas de sentido uni­ versal.5 Pero esta manera de encuadrar el todo, más allá de la contin­ gencia, está envuelta en esa suerte de naturalismo que Kant llamaba el abderitismo, para el que nada nuevo hay bajo el sol, donde las cosas acaecen en definitiva según la lapidaria sentencia de Macbeth, la de «una historia dicha por un idiota, llena de estruendo y de furia, y que no significa nada».6 Cabrá interrogarse entonces sobre una posible cuña filosófica entre una filosofía idealista de la historia, con su vector de progreso inma­ nente, y esta anti-filosofía de la historia, con su metafísica del equili­ brio, para la que nada nuevo hay bajo el sol. Pareciera que una tal anti­ 5. Aristóteles, Poética, 1451b, Leviatán, Buenos Aires 1997, p. 46. 6. «It is a tale told by an idiot, full o f sound and fury, signifying nothing», W. Shakespeare, Macbeth, Act V, Tragedies, Everyman’s Library, Nueva York 1968 p. 477. 412

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n o m i a n o s re tr o tr a e a la s itu a c ió n y a c o n s id e ra d a p o r K a n t e n u n o d e su s ú ltim o s e sc rito s (1 7 9 8 ) c u a n d o re c h a z a b a s im u ltá n e a m e n te las tre s m a n e ra s d e m ir a r la h is to ria p o r el lla m a d a p ro fé tic a : la u n p a tr ó n d e d e c a d e n c ia c o n s ta n te ) ; la d e p ro g re so c o n s ta n te ) ; la

eudemonista

abderitista (s e g ú n

terrorista (seg ú n

(s e g ú n u n p a tr ó n

u n a c a cecer e n el q u e n u n ­

c a d e s p u n t a n a d a n u e v o q u e te n g a s ig n if ic a d o p a r a la h u m a n i d a d ) . K a n t re c h a z a b a s i m u ltá n e a m e n te esta s tre s p e rs p e c tiv a s al c o n s id e r a r q u e n a d a h a y e n lo s a c o n te c im ie n to s h is tó ric o s q u e p e r m it a c o m o ta l e x tra e r u n v e c to r d e d e s a rro llo g e n e ra l, y q u e e ste ú ltim o , si ex iste , es u n a p e rs p e c tiv a m o r a l,7 u n a in h e r e n c ia p rá c tic a e n la c o m p r e n s ió n d e l a c a e c e r h u m a n o . E s ta m ir a d a n o h a p e r d id o v ig e n c ia , p o r q u e n o s p e r ­ m ite te n e r p re s e n te q u e s ie m p re h a y u n a c a rg a v a lo ra tiv a e n la p e rs p e c ­ tiv a q u e se tra z a so b re el a c o n te c e r. D e s d e e ste p u n to d e v ista , si el c o n ­ c e p t o d e h i s t o r i a m u n d i a l g e n e r a l ( allgemeine

Weltgeschichte)

que

d e s p u n t a a fin a le s d e l sig lo X V III tie n e s ú c a rg a m e ta fís ic a e n u n a filo ­ so fía ilu s tr a d a d e la c o n c ie n c ia y d e la e d if ic a c ió n ( Bildung) h u m a n a , el c o n c e p to d e g lo b a liz a c ió n , e n el q u e h o y p a re c e to ta liz a rs e la e x p e ­ rie n c ia h u m a n a , tie n e s u p re ju ic io n a tu r a lis ta e n té r m in o s d e u n a p e r ­ c e p c ió n e s ta c io n a r ia d e l h o m b r e , q u e a p e n a s d e ja lu g a r a u n a g o b e r­ n a n z a i n m a n e n t e d e l m u n d o y d e las c o sa s, a p u n ta l a d a p o r la te o r ía e c o n ó m ic a d e lo s siste m a s y d e las o rg a n iz a c io n e s . E s ta c o n c e p c ió n n o es a je n a a u n a c o m p r e n s ió n a d a p ta tiv a d e la e d u c a c ió n c o m o c a p a c i­ ta c ió n o r i e n ta d a al c o n tr o l y a u n a ju s te fu n c io n a l re s p e c to d e las c o n ­ d ic io n e s d a d a s , e n c o n tr a p o s ic ió n al id e a l filo só fico ilu s tra d o d e la Bil­ dung, c o m o edificación o fbrmación d e la h u m a n i d a d lib re e n el sab er. En el presente texto exploramos brevemente esta idea, es decir, la de la globalización no como un proceso óntico destinal, sino como una perspectiva de totalización que es alternativa a la filosofía idealista de la historia. Puede así aparecer como una forma alternativa extrema de 7. «Acaso dependa de la mala elección del punto de vista (Standpunkt) para contemplar la marcha de las cosas humanas el que nos parezcan estas tan insensatas.», I. Kant, «Si el género humano se haya en progreso constante hacia mejor» (der Streit der Fakultaten, 1798), Filosofía de la historia, Fondo de Cultura Económica, México 1997, p. 102. 413

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totalización, en un plano más espacial que temporal, más sincrónico que diacrónico, y que encierra asimismo sus preconcepciones del hom­ bre y del mundo, opuestas a la idea de una realización o edificación humana en la historia general mundial, es decir, a una forma diacrónica y temporal de autorrealización humana (Bildung). Si esto es así, si la globalización es un extremo contrario de la idea de historia mundial propia de la filosofía idealista de la historia, entonces, como ocurre en lógica, es posible que los dos contrarios cedan simultáneamente ante otra percepción de la realidad, y que podamos todavía rechazar cierta percepción de la globalización como destino inexorable humano, es decir, como un proceso destinal, semejante al de la técnica en Heidegger, que se sustrae a la claridad, que es opaco y que oculta su sentido como algo imparable e intrínseco a la modernidad. Si la globaliza­ ción es perspectiva en vez de destino, entonces podrán ensayarse otras formas de «re-historicizar» el mundo que albergan nuevas posibilida­ des de comprensión del tiempo humano. Desde hace tiempo algunos filósofos políticos emplean el término de «mundialización» para remi­ tir a una dimensión del mundo actual que restituya su dimensión diacrónica y su apertura de posibilidades históricas para el hombre. En este nuevo enjambre, la noción filosófica de cosmopolitismo desempe­ ñaría un papel central, como antídoto político a la percepción mera­ mente sistémica y estructural de la integración planetaria.

2. E l concepto de «Historia mundial» (Weltgeschichte) Es imposible desarrollar aquí las diferentes filosofías idealistas de la historia supuestas en el concepto de Historia mundial (Weltgeschich­ te)', para nuestro propósito, baste exhibir los rasgos principales de dos transformaciones intelectuales resultantes en el concepto de Historia mundial, a saber, la universalización mundial de la historia y la historicizacion racional del mundo. Estas últimas, originadas primero en la Ilustración francesa, han sido desarrolladas sistemáticamente en el Idealismo alemán, y resultan en una idea de mundialización históri­ 414

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ca propia de la segunda mitad del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX, que nos interesa contrastar con la idea de mundo de la glo­ balización. M undus e Historia universal Entre las diferentes acepciones de la palabra latina Mundus existe una, de origen evangélico, determinada por una antítesis entre «el mun­ do» o vida terrenal y la vida espiritual.8 De acuerdo a este significado M undus equivale al siglo, la vida profana, el dominio de los deseos, las pasiones carnales y las ambiciones humanas. Estas últimas son la expre­ sión misma del pecado y del mal en la historia, que explican las teo­ diceas, en contraposición a la Civitate Dei, el dominio espiritual y tras­ cendente de la justicia divina, sustraído al devenir temporal. Ahora bien, esta acepción de Mundus, en términos de los asuntos humanos en el dominio inferior del devenir profano, va a cumplir paradójica­ mente un papel como correlato ontológico de la idea primitiva de his­ toria universal, en cuanto totalización de las diferentes historias humanas orientada por un nexo providencialista: a) se distingue de la idea griega de Mundus como Kosmos, es decir, el sistema ordenado de la Tierra y los astros, en el que la temporalidad está signada por la eterna repetición de lo mismo; b) contiene la sucesión de las contingencias humanas, aquello que es propio de la Istoría como recopilación de lo particular; c) y, sin embargo, envuelto en su propia dinámica constitutiva de opo­ sición a la historia sacra, esta'noción de mundo inferior encierra la cues­ tión teológica de la totalidad humana histórica, es decir, de su nexo problemático con la providencia divina. Como tal, puede ser conside­ rada un antecedente indirecto de la historia universal, aun cuando esta

8. Por ejemplo, en M ateo 4,8 y 16, 26; en Juan 1,10; 7,7; 12,31 y 15,18-19. En este mismo sentido Pascal: «II fallait autrefois sortir du monde pour etre re^u dans l’Église; au lieu qúon entre aujourd’hui dans l’Église en méme temps que dans le mon­ de.», B. Pascal, Comparaison des chrétiens despremiers temps avec ceux d ’a ujourd’h ui, Pensées, Brunschvig, p. 201. 415

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última, en su versión ilustrada, haga patente la inmanencia del nexo racional entre los acontecimientos históricos, en contraste con la ver­ sión trascendente de la providencia divina. La primera noción de historia universal aparece así enraizada en la teología agustiniana, cuya visión del mundo es precisamente la de un devenir que tiende a aproximarse paulatinamente a la ciudad de Dios. Reinhart Koselleck atesta en este sentido la presencia en el alemán anti­ guo del término uuergelsik’ihten (historia mundial) acuñado en el siglo XI por Notker, que lo refería a la providencia divina, y la ocurrencia en 1304, de una Historia universal, también titulada Compedium historiarum, como historias de este mundo que intentan agrupar con pre­ tensiones universales una suma de historias.9 En el siglo XVII, sin embar­ go, con la apertura del mundo europeo al Atlántico y a las tierras de ultramar, y en el marco de la primera revolución científica, la idea de historia universal en su sentido teológico va a ceder terreno en pro­ vecho de una idea de historia mundial destinada a recoger la nueva con­ figuración del espacio geográfico-político y las nuevas experiencias de conquista.10 Se inicia así un proceso de secularización de la noción de historia universal que encontrará en el calificativo de «mundial» la expresión apropiada para expresar el nuevo anclaje en el mundo secu­ larizado. Sin embargo, la vieja aspiración providencialista de una siste­ matización general de los acontecimientos no se disipa, sino que invier­ te la mirada, pasando de la teología a la filosofía, y determinando en la razón humana y en la filosofía de la historia la sistematización busca­ da. El primero en hablar de filosofía de la historia fue Voltaire, quien acuño la expresión «philosophie de 1histoire» en 1765,11 apuntando a la idea de una histoire raisonnée, es decir, una historia que no se limitara a la mera sucesión de los hechos, sino que determinase el nexo racional intrínseco entre los mismos, el cual no debía confundirse con la liga­ 9. R. Koselleck, op. cit., p. 98. 10. Ibídem. 11. Voltaire, Filosofía de la historia (1765), Tecnos, Madrid 1990. 416

zón temporal aparente ni con la fe histórica en la providencia, que de acuerdo con la interpretación teológica fundaba la conexión interna de las historias. La histoire raisonnée apela tanto a la razón descubierta en la reflexión acerca de los hechos mismos como a la formación de hipó­ tesis naturales explicativas, cuando los hechos no permiten desentrañar la sistematización deseada. Este último es el caso del Discurso sobre el ori­ gen de la desigualdad entre los hombres de Rousseau de 1754, y será asi­ mismo el caso de múltiples historias universales fundadas en hipótesis racionales que aparecen durante el siglo XVIII, un estilo del que partici­ pan también los opúsculos kantianos sobre la historia universal.12 En su estudio recientemente aparecido en lengua castellana historia/Historia (Geschichte!Historie), y al que ya hemos tenido ocasión de referirnos más arriba, R. Koselleck recorre con bastante erudición esta transformación de la noción de historia'que tiene lugar en la Ilus­ tración europea entre los siglos XVIII y XIXy que no podemos restituir aquí en su progresión exhaustiva; pero que podemos sintetizar según las siguientes pautas: a) la aparición en Francia de la histoire raison­ née-, b) la primacía que adquiere en Alemania la idea de historia gene­ ral (allgemeine Geschichte), y que no indica ya el resabio trascendente de la idea providencialista, sino la idea de que la clave de la sistemati­ zación histórica reside en la misma autorreferencialidad de la histo­ ria, como curso inteligible de los acontecimientos y como reflexión racional de este último en la historia general; c) la consiguiente autonomización de la historia respecto de los sujetos que presidían las his­ torias especiales: reino, nación, etcétera. La historia por antonomasia es ahora la historia del género humano (Menschgeschlecht); d) la con­ siguiente absorción, atestada en ese período, del término alemán His­ torie (en cuanto estudio especial del pasado) en el término Geschichte, el cual recoge ahora la doble función señalada del acontecer inteligible en general y de la reflexión histórico-filosófica general acerca de ese acontecer, en cuanto racional; e) la aparición de la noción de historia 1 2 .1. Kant, «Idea de una historia universal en sentido cosmopolita» (1784), Filo­ sofía de la historia, op. cit. 417

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mundial ( Weltgeschichte) o de la historia general mundial (allgemeine Weltgeschichte),13apuntando simultáneamente al nexo racional entre las historias especiales, al desenvolvimiento general de la historia, y al mun­ do moderno como devenir inteligible e interrelacionado de la experien­ cia humana y de su horizonte de expectativas. Permítasenos ahora comentar brevemente algunos aspectos de esta matriz de cambio en el concepto de historia. En su Poética 145Ib, al discurrir sobre la comparación entre la historia y la poesía Aristóteles partía de una constatación banal: La d istin ció n en tre el h isto riad o r y el p o e ta n o consiste en que u n o escri­ ba en prosa y el otro en verso; se p o d rá trasladar al verso la o b ra d e H ero d o to , y ella se g u irá sie n d o u n a clase d e h is to ria . L a d ife re n c ia reside en que u n o relata lo que h a sucedido, y el o tro lo q u e p o d ría h a b er acon­ te c id o .1314

De acuerdo con esta distinción, uno tiene la expectativa de que el poeta quede, en cuanto relator de ficciones, en un umbral filosófico inferior al del historiador, en cuanto relator de hechos verídicos, sobre todo si se tiene presente la descalificación que Platón hace de los poe­ tas en la República. Sin embargo Aristóteles imprime un giro radical­ mente opuesto a su conclusión, sorprendiendo al lector: D e aq u í que la poesía sea m ás filosófica y de m ay o r d ig n id ad q u e la his­ to ria, puesto q u e sus afirm aciones son m ás b ien del tip o de las universa­ les, m ientras q u e las de la h isto ria son p articu lares.15 13. Por ejemplo la expresión ya aparece en Kant, en el artículo precitado de «Idea de historia universal en sentido cosmopolita», en el artículo noveno: «un ensayo filo­ sófico que trate de construir la historia universal mundial (allgemeine Weltgeschichte) con arreglo a un plan de la naturaleza [...]»; Koselleck señala que el término Weltges­ chichte ya es introducido en alemán como traducción del título de Voltaire de 1756 «Essai sur l’histoire générale», que aparece como Versuch einer allgemeinen Weltgeschich­ te (Ensayo de una historia general del mundo) en 1762; R. Koselleck, op. cit., p. 99. 14. Aristóteles, Poética, op. cit. 15. Ibídem. 418

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No es nuestro cometido aquí analizar el sentido de esta apreciación en el interior de la obra aristotélica, donde atenúa la visión convencio­ nal y falsa del estagirita como un avezado empirista. Nos basta seña­ lar que esta conclusión de Aristóteles, en cuanto a un minus de la his­ toria como relato verídico del pasado, no estará ausente de la descalificación filosófica que la Ilustración hará del uso meramente didáctico de las historias especiales, como estudio del pasado con fina­ lidades ejemplares para reyes, príncipes y ministros. Pero precisamen­ te, en vez de encomendar la función universal faltante a la poesía o a la teodicea, la Ilustración reformulará la historia, que pasará del com­ pendio particularista a la histoire raisonnée, a la allgemeine Geschichte o allgemeine Weltgeschichte que según Koselleck viene a reabsorber la historie a través de su nueva función de alcance general. De esta mane­ ra, el programa ilustrado para la historia pretende alcanzar una recon­ ciliación, en el seno mismo de la historia, y sin salir de ella, entre el universal y el particular. Ahora bien, este giro universalista de la historiografía ilustrada no es independiente de lo que podemos llamar, con Foucault, una ontología delpresente, es decir, específicamente, una ontología de la moder­ nidad.16 En efecto, la condición para hilvanar ahora toda la historia mundial como un desenvolvimiento de progreso es precisamente la del acontecimiento revolucionario, como una clave que permite descubrir retrospectivamente el sentido de los sucesos humanos como un hacer­ se de la libertad, el cual alcanza su consumación plena con la realiza­ ción revolucionaria del estado de derecho. Por otra parte, esta per­ cepción nueva revelará a los pueblos y a las revoluciones, en vez de 16. M. Foucault, «Qu’est-ce que les Lumiéres?» (1984), en Dits et Ecrits II, Gallimard, París 2001, pp. 1381-1396. Pero Foucault enfatiza aquí la relación por él lla­ mada «sagital» del presente con el presente que establece la Ilustración, cuando a su vez sería menester ver la nueva relación longitudinal con el pasado y con el futuro que se establece desde la misma perspectiva ilustrada, lo que por ejemplo atesta la idea kan­ tiana de la Revolución Francesa como signo «rememorativo, demostrativo y pronós­ tico», expresiones recogidas sin embargo por Foucault en su mismo artículo, véase M. Foucault, op. cit. 419

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los príncipes o los estadistas, como los verdaderos protagonistas de la historia mundial.17 La revolución burguesa del siglo X V III pasa de esta manera de mero acontecimiento histórico a lo que es constitutivo de una nueva historiografía universal, en la que el progreso de la libertad y el protagonismo revolucionario se vuelven la clave de inteligibili­ dad tanto del pasado como del presente y el futuro. Aunque el signi­ ficado pleno de la revolución burguesa como perspectiva de lectura his­ tórica general se encuentre en Hegel, no es difícil hallar los antecedentes de esta perspectiva en Kant, donde la Revolución Francesa ya es pen­ sada precisamente como signo a la vez retrospectivo, demostrativo y pros­ pectivo (i.e. relativo al pasado, al presente y al futuro) del progreso moral de la hum anidad.18 Lo que en verdad Kant nos libra allí ya es una percepción de la revolución como matriz constitutiva de una nueva his­ toriografía, que contiene la clave del pasaje de la historia especial (His­ torie) a la historia general mundial (allgemeine Weltgeschichte). Y conforme se ingresa en el sistema del idealismo alemán, esto no sólo querrá decir que el género humano tenga una historia general, sino que el género humano es historia. Se consuma de este modo el pasaje de la historia general como historia conjetural basada en hipótesis de la razón (Rousseau y Kant) a la historia que percibe en el desenvolvi­ miento efectivo de las cosas la exposición misma del universal. De esta manera, la historia universal puede a su vez reabsorber las historias espe­ ciales y reconciliarse con ellas, lo que atesta Hegel al separarse del esti­ lo conjetural que es característico de las historias a priori de la huma­ nidad del siglo X V III, en beneficio de una historia de las instituciones y de la realidad efectiva.19Esta percepción se acompaña de un elemento original que va a heredar la tradición historicista del siglo X IX y el estruc17. Por ejemplo J. C. Gattererer: «Las revoluciones, no la historia particular de los reyes y los regentes, ni siquiera todos los nombres de estos», en «Vom historischen Plan un der darauf sich gründenden Zusammenfassung der Erzahlungen», cita­ do por Koselleck, op. cit., p. 101. 1 8 .1. Kant, «Si el género humano [...]», op. cit. 19. Véase G. W. F. Hegel, Lecciones sobre lafilosofía de la historia universal, Alian­ za Editorial, Madrid 2001. 420

La globalización y la noción filosófica de «historia m undial» (Weltgeschichte)

turalismo del siglo X X , formados sin embargo en gran medida en opo­ sición a Hegel: la idea de que cada época histórica posee unafigura pro­ pia (Gestalt) que condiciona y a la vez permite su despliegue cognitivo característico. Esta suerte de holismo estructural, precursor de la idea kuhniana de paradigma o de la idea foucaultiana de episteme, ya se encuentra claramente formulada en Hegel, permitiéndole abrir su noción filosófica de progreso a un tratamiento escalonado de las épo­ cas y de los pueblos históricos.20Por otra parte, la muy conocida fórmu­ la hegeliana de la astucia de la razón (List der Vernunfi)21 lleva asu pun­ to máximo el honor de lo particular en el seno de la historia universa), al permitir la recuperación expost (uno de los focos de la crítica contra Hegel) de las peripecias prim a facie irracionales de la historia. Sin pretensiones de exponer aquí una crítica a la visión de mundo inherente a la filosofía idealista de la historia, lo que excede nuestro propósito, permítasenos simplemente delinear los planos principales en los que se desenvolverá la crítica a la que ha sido la más representativa de estas filosofías, es decir, la filosofía de la historia de Hegel:22 a) En el nivel epistemológico, la idea de disponer de un conocimien­ to casi profético del desenvolvimiento humano futuro quedará cuestio­ nada radicalmente, no sólo desde las conocidas objeciones filosóficas de Karl Popper al historicismo, en el que ve un resabio del viejo esenciaüsmo platónico,23sino desde la misma historiografía. Las críticas historiográficas abarcan: aa) la Escuela Histórica del siglo X IX (Ranke), centra­ da en el retorno estricto de la historia a enunciaciones verdaderas acerca de los hechos pasados; ab) la escuela francesa de Annales, al propugnar el recentramiento en las estructuras de larga duración sin ningún supues­ to de continuidad histórica universal; ac) el narrativismo (Paul Veyne, 20. Sobre las figuras (Gestalten), cf. G. W. F. Hegel, op. cit., véase asimismo e| comentario de D. Brauer, op. cit., p. 106. 21. G. W. F. Hegel, op. cit. 22. Para una diferencia entre las concepciones de Hegel y de Herder, véaSe D. Brauer, op. cit. 23. Véase K. Popper, Miseria del historicismo (1945), Alianza, Madrid 1984.

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Francisco N aishtat La globalización y la noción filosófica de «historia m undial» (W eltgeschichte)

Arthur Danto, Paul Ricoeur, Hayden White y otros), al propugnar un retorno a la historia como narración e interpretación narrativa del pasa­ do, percibiendo en la filosofía «sustantiva» de la historia (es decir, el intento de histonalizar el W o junto al pasado y al presente), una heren­ cia metafísica ajena a la tradición historiográfica.24 b) En el plano ontológico, se critica a la filosofía idealista de la his­ toria: ba) su finalismo, es decir, el hecho de encerrar un preconcepto teleologico injustificado del curso del mundo humano. La conocida formu a de l a racionalidad de lo real, que Hegel expone en su prefacio la Filosofía del Derecho» es un flanco predilecto, junto a la fórmula complementaria de la astucia de la razón-, bb) en un registro ontológi­ co diferente, se criticará asimismo el «holismo» hegeliano, a saber la idea de que existen las almas de los pueblos ( Volkgeist),» en las que ege ve como un trasfondo inconsciente y latente en cada individua­ lidad humana, lo que se expresa asimismo en la idea del Espíritu como sujeto inmanente de la historia y la cultura universales. c) Desde un plano axiológico y ético-político, la filosofía de la his­ toria hegehana da lugar a la conocida crítica de la justificación a pos­ p o n de aquello que ha sido consumado, y por ende al peligroso pri­ vilegio que Hegel estaría atribuyendo a la facticidad respecto de la corrección normativa. Hay muchos pasajes que atestan esta primacía egeliana de lo efectivamente acontecido, algunos de ellos de una terrigenerd o S X T l" “ “ de E Ve>™ a la ¡d« & una historia g neral orientada teleolog.camente, en la que el autor francés dice más o menos que o que interesa al historiador no es tanto saber dónde va el tren sino qué es lo que ocudentro de los vagones: «Découvrir qu’un train se dirige vers Orleáns ne résume ni « p iq u e tout ce que peuvent faire les voyageurs á 1 mtérieur des wagonl, en P v Z C om m ent on écrit lhistoire, Seuil, París 1 9 7 1 p 30 ^ ’26

26. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia, op. cit.

ble permisividad moral,27 que resuenan inadmisibles si se las compa­ ra con las peripecias trágicas de la historia del siglo XX. A su vez, el holismo racionalista, la trans-individualidad de lo significativo histó­ rico, y la suerte de fatalismo destinal del desenvolvimiento del espí­ ritu del mundo, privan a la responsabilidad individual de su función en la política y encierran el peligro de lo que Sartre denominó «la mala fe», es decir, el descargo en la historia de toda la responsabilidad por los hechos.28 La crítica al sistema hegeliano ya estaba consumada y generalizada en Occidente desde el primer cuarto del siglo XX. No hubo que espe­ rar el fin de la Guerra Fría para ingresar en la era del fin del hegelianis­ mo histórico y del inicio la «ingeniería social fragmentaria».29 Sin embar­ go, aquello que todavía era un saber académico, se tradujo desde la caída del Muro de Berlín en una suerte de sentido común cultural: la reducción drástica del horizonte de expectativas históricas, inheren­ te a la erradicación del progreso y de las utopías del siglo XIX como hori­ zonte del porvenir humano. El retorno de las historias especiales y el final de la era de la historia mundial universal vendrían en adelante a pautar la relación de la acción y la historia. Sin embargo, podemos pre­ guntarnos si todo horizonte de expectativas de mediano alcance cae necesariamente en una teleología de la historia; si no hay una instan­ cia de historicización que restituya una perspectiva y horizonte histó­ ricos generales sin recaer en las aporías del finalismo.

3. Mundo, utopia e historia. ¿En búsqueda de la narración perdida? Es bien cierto, como señala Max Weber, que la secularización moder­ na es como el segundo episodio de un desencantamiento (Entzauberung) del mundo, cuyo primer acto ya había sido la racionalización del más

27. Ibídem. 28. J. P. Sartre, Critique de la raison dialectique (1960), Gallimard, París 1985. 29. K. Popper, La miseria del historicismo, op. cit.

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o M v ERSIDAD DE ANTIOQULA BIBLIOTECA CENTRAL

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allá llevada a cabo por las grandes religiones monoteístas. Sin embargo, en términos de horizonte de expectativas humanas, podemos leer este movimiento secular de descenso al Adundas no como un mero desencan­ tamiento, sino como el recentraje de las esperanzas, previamente depo­ sitadas en el reino de los cielos y en la salvación eterna del alma: es en la vida terrena, en el m undo del devenir y en la historia como fruto de la actividad humana hic et nunc, que se configura el nuevo horizon­ te de expectativas y los nuevos umbrales de esperanza inherentes a la Ilus­ tración moderna. Ahora bien, es a su vez este recentraje de las expectati­ vas el que quedará trunco con el tránsito a la modernidad tardía. La idea de Lyotard del fin de los metarrelatos viene a significar que las grandes narraciones prometeicas inherentes a una idea inmanente de progreso no tendrían ya cabida en la fase actual: precisamente «posmodernidad» designa para el pensador francés este umbral, en el que los grandes rela­ tos de la modernidad pierden todo asidero. Desde este punto de vista, no habría ningún abuso en decir que estaríamos ante el desencantamien­ to del desencantamiento (die Entzauberung der Entzauberung), en el que el fin de los metarrelatos dejaría piedra libre a una miríada de microrrelatos fragmentarios y reencantadores, pero sin ningún viso de unidad general ni de reanclaje histórico en una línea de progreso. Lyotard toma en préstamo a Wittgenstein la idea de juego de lenguaje (Sprachspiet) para expresar esta multiplicación de posibilidades pragmático-hermenéuticas inherentes a la conformación del sentido colectivo. Por consiguiente, si con la Ilustración se había evaporado la esperanza en la salvación en el más allá, con este tránsito tardío a la posmodernidad vendría a desva­ necerse incluso la esperanza residual en la salvación en el más acá. Foucault, sin adherir al termino «posmodernidad» expresa sin embargo una idea semejante en términos de «la muerte del hombre», es decir, de un hombre — pura fabricación del humanismo del siglo XIX— consi­ derado tácitamente como un sucedáneo (Ersatz) del dios, sujeto de una historia hecha a su medida y centrada en su señorío.30Y nuevamente, 30. Escribe Lyotard: «El gran relato ha perdido su credibilidad, cualquiera que sea el modo de unificación que le sea asignado: relato especulativo, relato emancipa424

La globalización y la noción filosófica de «historia m undial» (Weltgeschichte)

para Foucault, este fin del hombre no es un fin de las luchas ni de la acción, entendidas en adelante como microrresistencias a las dominacio­ nes, en una fugacidad y precariedad del tiempo, es decir, en una ontología delpresente, en la que la estética mundana de Baudelaire concurre para subrayar la propia evanescencia del sujeto.31 Ahora bien, es posible que algunas premisas de Lyotard y Foucault sean incuestionables y que, no obstante, sea improcedente su conclu­ sión de una obsolescencia de la categoría de progreso y del horizonte histórico de esperanzas. Es bien cierto, en efecto, que las ideas de un fin inmanente de la historia, de una estructura teleológica de esta últi­ ma y de un progreso moral general de la humanidad a través de la his­ toria leída como escalonamiento de la razón parecen a todas luces para­ sitarias de una carga metafísica que ya no es posible disimular ni tampoco asumir. Desde este punto de vista, hoy no es procedente resucitar sin más una noción de progreso histórico ni una teleología general del acontecer humano, a fortiori cuando los acontecimientos mismos se encargan de desmentir este metarrelato. Sin embargo, cabe la siguien­ te pregunta: ¿acaso el fin de la teleología histórica general es el fin de toda intervención teleológica humana en la historia? ¿Acaso el fin de la idea de la necesidad del progreso es el fin de la idea de la posibilidad del progreso? ¿Acaso el fin de la idea de una emancipación necesaria equi­ vale al fin de la idea de una emancipación posible? Ernst Bloch cifraba las esperanzas históricas en la posibilidad del progreso, no en su necesidad.32 Desde este punto de vista, es suficien­ te mostrar que en unos temas centrales podríamos estar mejor para albergar esperanzas históricas en nuestra capacidad transformadora, e torio», J. F. Lyotard, La condición postmoderna (1987), R.E.I., Buenos Aires 1987; asi­ mismo, sobre el tema de la m uerte del hom bre, véase M. Foucault, Les mots et les choses, Gallimard, París 1966. Sugerente es en este sentido lo observado por M. Cruz en relación a la reconsideración «a la baja» del sujeto, cf. M. Cruz, Filosofía de la his­ toria (1991), Paidós, Barcelona 1995, pp. 165 y ss. 31. M. Foucault, «Qu’est-ce que les Lumiéres?», op. cit. 32. E. Bloch, El Principio Esperanza, Aguilar, M adrid 1980. Véase asimismo V. Ramos Centeno, Utopía y razón práctica en E. Bloch, Endimión, Madrid 1992. 425

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inferir consiguientemente no sólo la oportunidad, sino la urgencia de una intervención teleológica de las mujeres y hombres en la historia. En verdad, una simple mirada al fenómeno de la globalización nos mues­ tra no solamente que podríamos estar mejor, sino que en una serie de rubros estamos realmente peor, cuando se compara con estándares de épocas pasadas. Las desigualdades sociales se han incrementado en casi todos los países del planeta, al mismo tiempo que se ha incrementa­ do la desigualdad entre países ricos y países pobres y que el porcen­ taje de quienes ostentan mayor riqueza se reduce progresivamente, al mismo ritmo que se amplía sin discontinuar la clase de los que menos tienen. Por otra parte, el ritmo del trabajo se ha intensificado, y esto a pesar de la sofisticación del aparato tecnológico, que no ha aliviado la carga humana en el empleo. Otro rubro que ha empeorado sus gua­ rismos en las últimas décadas es el del desempleo y el del subempleo: lo que hace apenas un siglo era denostado como lumpenproletariat o «ejército industrial de reserva», hoy podría ser la población entera de un país mediano, y esta cifra no ha parado de aumentar en los países más pobres, a la vez que no decrece en los países ricos. Al mismo tiem­ po, estos sectores de la población se organizan y encuentran una iden­ tidad que no se cifra solamente en una clasificación social negativa, sino que se constituye en sujetos colectivos con un nivel de presencia polí­ tica y social que adquiere cada vez mayor relevancia pública. Sin embar­ go, por otra parte, la lucha contra la explotación ha desaparecido de la jerga política y ha sido reemplazada predominantemente por la deman­ da de inclusión. Ahora bien, estos complejos retrocesos históricos en las formas de la vida socioeconómica de las poblaciones son paradójica­ mente una prueba minimalista, y por contraposición, de la posibilidad de progreso: si en estos campos ahora estamos peor, quiere decir enton­ ces que podríamos estar mejor de lo que ahora estamos. En consecuencia, esto nos permite encontrar un primer nivel de re-apertura histórica del horizonte de expectativas: la desmistifica­ ción del presente, al mostrar que el presente, precisamente, no contie­ ne ninguna necesidad, y que alberga por el contrario las posibilidades de situaciones que mejoren la posición humana. Pero a diferencia de 426

La globalización y la noción filosófica de «historia m undial» (Weltgeschichte)

las concepciones finalistas de la historia, aquellas que se basan sim­ plemente en la posibilidad del progreso no quedan interpretadas en los términos de unas intervenciones que vienen a acortar los plazos de algo que de otro modo es ineluctable. Ya no se trata de un quiliasmo orien­ tado a acelerar la venida del Mesías, aun de aquel Mesías secularizado que recibe el nombre de fin de la historia. La noción consiguiente de progreso es relativa, pero la misma es suficiente para re-temporalizar la acción, es decir, para concebirla asociada a la estructura de proyectos. En un segundo nivel, cabe preguntarse si estos proyectos, orientados a producir resultados que optimicen las situaciones, están condenados a producirse fragmentadamente y en una miríada de movilizaciones paralelas e incluso concurrentes y contradictorias. Para responder a esta pregunta es necesario considerar el carácter de los sujetos colectivos que intervienen con sus proyectos. Como seña­ la David Carr,33 cada sujeto colectivo se configura narrativamente en el tiempo y traza un horizonte coherente de identidad que anuda las tres dimensiones temporales. Los sujetos no son por ende tabulas rasas que se inscriben atemporalmente en el presente, sino que emergen des­ de unas tramas narrativas coextensivas a unos segmentos temporales más o menos vastos, desde donde se autocomprenden y se dan a com­ prender. Por consiguiente, cada intervención lleva la marca de una narración constitutiva que echa sus raíces de manera más o menos leja­ na en el pasado y se proyecta de manera más o menos lejana en el futu­ ro. «Nosotros», desde este punto de vista, pertenece a una multiplici­ dad de posibles sujetos colectivos (es decir de posibles «nosotros»), según se constituyen en las narraciones más puntuales o más vastas en la línea del tiempo: «nosotros» particulares, o de pertenencia a instituciones con determinado espectro histórico, o incluso ciudadanos de una nación con una determinada historia, o pertenecientes a un cierto espacio regio­ nal, o cosmopolita, etcétera. Ahora bien, si esto es así, la fragmenta­ ción de las acciones es meramente un índice del estrechamiento fácti33. D. Carr, Time, Narrative and History, Indiana Univ. Press, Bloomington, Indianápolis 1985. 427

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co y contingente de las narraciones constitutivas pero, una vez más, no existe ninguna necesidad para este estrechamiento. Si los individuos se conforman o se subjetivan en un «nosotros» que tenga el alcance de una nación, allí las posibilidades pragmático-hermenéuticas de frag­ mentación son inherentes a las diversas maneras de interpretar qué constituye progreso para ese colectivo. Sin embargo esto define ya un horizonte de disputa agonística que permite ingresar en un campo prác­ tico-político en donde la supuesta inconmensurabilidad o fragmenta­ ción queda negada por la misma existencia del campo. En resumen, el índice de multiplicación y de fragmentación de los colectivos es sim­ plemente un índice de la manera en que estos colqctivos tejen su tra­ ma narrativa en el tiempo y en el espacio. No hay ninguna necesidad para que en toda subjetivacion narrativa la carga sea microscópica y atomística. Si, por ejemplo, los nosotros se involucran como ciuda­ danos del mundo, entonces el horizonte histórico de la Ilustración esta­ ría marcando aquí el arco hermenéutico desde donde se comprenden y auto-comprenden estos sujetos. Ello no quiere decir que todos inter­ preten entonces de la misma manera la grilla narrativa que los con­ forma, pero al menos abre un espacio agnóstico en el que estos noso­ tros pueden ingresar en un diálogo o en una disputa de sentido. Por un lado, entonces, la idea de progreso histórico subsiste en la posibilidad de progreso, y no en su necesidad (Bloch); por otra parte (iiarr), la manera en que nos inscribimos en la lucha por el progreso posible depende de la manera en que nos conformamos narrativamen­ te al abarcar un margen más o menos amplio de temporalidad históri­ ca (grupo, institución, nación, región, mundo, etcétera). Si esto es así, la idea de gran relato, e incluso de utopía, puede perfectamente seguir cumpliendo un papel determinante en la manera de temporalizarnos históricamente, aun cuando no creamos en una teleología de la histo­ ria. Si, por ejemplo, luchamos en nombre del progreso de la nación, entonces ingresamos en un campo agonístico en el que nuestros pro­ yectos concurren contra un conjunto de proyectos alternativos de alcan­ ce temporal semejante, y donde la sedimentación hermenéutica anuda­ da a la racionalidad ético-política permitirá desarrollar las disputas 428

La globalización y la noción filosófica de «historia m undial» (W eltgeschichte)

por el sentido y la justeza del proyecto. Este horizonte agonístico y poli­ fónico será ciertamente muy diferente de cualquier lectura unidirec­ cional de la historia, pero no deja de ser, sin embargo, un campo de posibles grandes relatos y de posibles grandes proyectos, contra toda idea en escala micro, o en escala fragmentaria, de la sociabilidad polí­ tica y de la inscripción histórica. Desde esta perspectiva, puede enton­ ces recobrar sentido hablar de una historia mundial, de una Weltge­ schichte, como una forma narrativa de constituirnos colectivamente en un nosotros, de conformarnos en el presente y de proyectarnos en un futuro, bregando por un progreso que creemos posible y, por ende, obligatorio en un sentido ético-político. Pero esta forma de ser del mun­ do nada tiene que ver ya con la idea de un globus meramente acae­ cido y sustraído a las posibilidades históricas de los sujetos, a sus uto­ pías y ucranias constitutivas. Es en este sentido, por últim o, que preferiríamos hablar de la modernidad como proyecto inacabado, tal como lo hace Habermas, en vez de una posmodernidad como fin de los grandes relatos.

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A modo de conclusión

LA SE N D A ER RÁ TIC A DE LAS U TO PÍA S Manuel Cruz (Universidad de Barcelona)

El verano del pasado 2004 emprendí, entusiasta, la lectura de la novela de Ricardo Piglia Respiración artificial,' convencido de que era una deuda que tenía pendiente conmigo mismo. Estaba seguro de que, tras Plata quemada y Formas breves (los dos últimos textos del escritor argentino que habían caído en mis manos) era llegado el momento de adentrarme en la que, para muchos, es su mejor obra. Lo hice, como empezaba diciendo, cargado de entusiasmo, sin querer darle importan­ cia a algunos pequeños detalles que deberían, como poco, haberme sor­ prendido (cuando no preocupado). Así, en la última página del libro, tras la preceptiva indicación administrativa acerca de la fecha y lugar de impresión del libro, aparecían garabateadas —con esa letra casi inin­ teligible que confieso tener— unas notas, como las que acostumbro a tomar sobre la marcha cuando la lectura de un libro me está estimu­ lando sobremanera. Las notas en cuestión hacían referencia al pasado, al hecho de con­ tar o, en general, a la vida humana, y venían sugeridas por alguna de

1. Ricardo Piglia, Respiración artificial, Sudamericana, Buenos Aires, 1988.

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M anuel C ruz

las afirmaciones que Piglia había puesto en boca de sus personajes. Me habían dado que pensar formulaciones como «todos nos inventamos historias diversas para imaginar que nos ha pasado algo en la vida»,2 «únicamente son mías las cosas cuya historia conozco»,3 «contar es [...] un modo de borrar de los afluentes de mi memoria aquello que quie­ ro mantener alejado para siempre de mi cuerpo»,4 y otras muchas de similar tono, en las que sobre todo se subrayaba la dimensión literaria, por no decir ficcional, de la existencia humana y, en menor medida, las dificultades para inscribir los episodios de la misma en un relato colectivo. Quizá fuera que inicié en algún lejano momento anterior una lec­ tura poco atenta del libro — sin conocer bien a su autor o sin la dispo­ sición adecuada— , o que la tuve que interrumpir por alguna contin­ gencia exterior, pero el caso es que al leer ahora Respiración artificial experimenté la vivísima sensación de que a lo largo de sus páginas a lo que de verdad se aplicaba Piglia era a dibujar, con la mayor preci­ sión posible, el detallado mapa de nuestro presente. No se trataba por tanto — como tal vez yo pude pensar en una primera lectura falli­ da— de que el novelista se limitara a destacar la condición narrativa, artificiosa, de la relación que mantenemos con nosotros mismos y, en consecuencia, con el pasado — asunto en el que sería fácil estar de acuer­ do con el autor— , sino de una ambición de mayor calado, relaciona­ da con las dificultades que le plantea al hombre contemporáneo reco­ nocer su condición histórica. El problema que parecía inquietar a Piglia podría resumirse en los términos en que ya lo hiciera Le Roy Ladurie: la capacidad de pen­ sar la realización de su vida personal en términos históricos fue para los hombres que participaron en la Revolución Francesa tan natural, como puede ser natural para nuestros contemporáneos, cuando llegan a los cuarenta años, la meditación acerca de su propia vida como frustración 2. Ibídem, pp. 34-35. 3. Ibídem, p. 55. 4. Ibídem, p. 56. 432

La senda errática de las utopías

de las ambiciones de su juventud. Es posible, podríamos añadir, que aquel viejo convencimiento resulte, visto desde hoy, tan ingenuo como poco justificado. Incluso cabría admitir que estuviera en la base de no pocas ensoñaciones y desvarios, en algún caso de nefastos resulta­ dos. Pero ello, de ser verdad, lo es tanto como su contrapunto: hemos perdido el vínculo que nos unía al devenir colectivo, y esa pérdida es el origen de un sinnúmero de insuficiencias y frustraciones, que no podemos por menos que dejar de registrar, aunque en muchas oca­ siones no alcancemos a determinar plenamente el sentido de tales expe­ riencias. En todo caso el autor no se conforma con constatar el proble­ ma, sino que proporciona también una sugestiva indicación acerca de cómo abordarlo. Piglia abre su libro con una cita de Thomas S. Eliot que tal vez contenga la clave para abordar debidamente esta cuestión: «Tuvimos la experiencia pero no su sentido, y el acceso al sentido res­ taura la experiencia». Si he calificado de sugestiva la indicación es porque, según como se interprete, nos permite empezar a tomar distancia respecto a ciertos puntos de vista, que acostumbran a presentarse con la aureola de evi­ dentes u obvios por sí mismos. Estoy pensando en la tópica afirmación de acuerdo con la cual nuestra época vive encerrada en su propio pre­ sente, pendiente únicamente de sí misma, incapaz de valorar otra cosa que no sea la pura y dura actualidad. Afirmación que, ciertamente, no constituye una radical novedad en materia de pensamiento. De hecho, podemos encontrar una formulación poética de la misma en el famo­ so fragmento borgeano,'perteneciente, si no recuerdo mal, a «El jardín de senderos que se bifurcan»: «[...] Todas las cosas le suceden a uno pre­ cisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y en el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí...». Pues bien, se desprende de lo comentado un radical cuestionamiento de semejante convicción. Tan radical que incluso podríamos llegar a plantear la tesis contraria, a saber, la de que en un sentido un poco fuerte lo que de veras no existe para nosotros (al margen de que pueda tener una existencia en sí mismo) es el presente, en la medida en que 433

M a n u el C ruz La senda errática de las utopías

sobre él no podemos proyectar sentido. El presente es puro y mero ser xpenencia en crudo, con la que apenas nada podemos hacer. Para que la afirmacton no corra el peligro de resultar excesivamente especulad! va y, en esa misma medida, imposible de verificar o balsar, podríamos te ínter" T ^ k C° tidiana (o más d^ctam ensecm^acmello^l " * ? ^ ^ d k lW ProPio de ^ e s tr a secta) aquellos elementos que parecen ratificar nuestra sospecha. En otro momento me referí, en un contexto periodístico,5al hecho

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podría encontrar el menor fallo en la reconstrucción. Todo pertenece a una época remota. No hay un sólo elemento que refiera a la actualidad mi P ^ c ia — y me sigue pareciendo- que no puede ser casual ser solo cosa de meros intereses comerciales— tanto empeño en como en ^ ** ^ en d eÍemPl0 e n d o n a d o o en muchos otros que podríamos aportar (en el mencionado artícu­ lo me refería también a los parques temáticos), parece estar informan­ do de un cambio en nuestro modo de vernos en el mundo, en nuestra manera de percibirnos y representarnos. El cambio en cuestión refiere , ' ^ P ^ ^ d Presente e>indirectamente, al futuro. Al marg de mas detalles, a los que aludiré a continuación, el resultado es que el presente queda vaciado de contenido, devaluado a la simple condictón de mimdor desde el que contemplar el pasado. Devaluadón en cierto sentido comoda: el pasado ofrece la gran ventaja de parecer un asunto de otros, en concreto de quienes lo hicieron ser como fiie. El futuro en cambio, resulta profundamente incómodo: cualquier representación de fotuto informa, con precisión de orfebre, del presente desde el que está

,ihm 5r ’ ElPah 0 5 de enero de 1999), recogido en el libro Cuando la realidad, rompe a hablar, Gedisa, Barcelona 2002. 8

realizada; no pasa de ser, a ojos vista, una proyección hacia adelante de los anhelos y temores del hoy. Y tal vez sea eso lo que se pretende evitar. Por supuesto que también en esto nos encontramos ante el episodio final de un proceso que venía de atrás. Habrá que recordar — y no como puntualización erudita, sino para caracterizar adecuadamente nuestra situación— que estábamos advertidos. De Horkheimer a Koselleck, pasando por otras mil formulaciones más ligeras, fueron muchos los que nos pusieron sobre aviso de la tendencia: que si crece en nuestro interior la nostalgia del futuro, que si se ha estrechado el horizonte de nuestras expectativas, que si el futuro ya no es lo que era... Incluso tenemos dere­ cho a sospechar, a toro pasado, en qué medida el tan publicitado dicta­ men de Fukuyama acerca del final de la historia no hacía otra cosa en realidad que expresar, en una clave ligeramente desplazada, lo que ha ter­ minado por hacerse evidente. A saber, que elfuturo ha muerto. Efectivamente, ha desaparecido de nuestro campo visual la idea de futuro. El tiempo venidero ha perdido los rasgos y las determinaciones que poseía aquella venerable idea, para pasara ser el espacio de la reitera­ ción, de la proyección exasperada del presente. Ya no es el territorio imagi­ nario en el que habitan los proyectos, intenciones o sueños de la humani­ dad, sino el lugar en que lo que hay persevera en su ser. Expresión de ese nuevo convencimiento se diría que es la forma en que se nos habla de él: en clave de designio inexorable (casi naturalista), anticipándonos las cur­ vas de población, advirtiéndonos de las dificultades de tesorería que ten­ drá la hacienda pública dentro de treinta años, o cosas por el estilo. Tal vez sea porque incluso los sectores que antaño se autodenominaban progresistas han ido asumiendo este convencimiento — esto es, han ido percibiendo el nulo margen de actuación que un futuro así entendido les dejaba— por lo que sus propuestas se han ido girando, de manera creciente, hacia el pasado. Como si no quedara más proyec­ to posible que el de mantener lo mejor de lo que hubo. Como si nada otro (que no sea terrorífico) pudiera ni tan siquiera ser pensado. Según parece, la esperanza pasó de largo ante nosotros sin que nos diéramos cuenta: ahora, algo tarde, debemos aplicarnos a salvar aquello que era, sin nosotros saberlo, nuestro único horizonte.

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Pero no sería bueno quedarnos en una constatación acríticamen­ te cómplice, lamiéndonos las heridas los unos a los otros, sin entrar en las causas y, más importante aún, en el sentido de esta percepción derro­ tista, tan generalizada hoy. Y vale la pena no abandonarse a la pasión triste de la melancolía, de la añoranza de lo que pudo haber sido y no íue, entre otras razones porque todavía hay muchos elementos peníentes de ser analizados, a la espera de encontrar su correcta ubicación en un discurso que haga inteligible el m undo de hoy y plausible la acción dentro de él. No habría que descartar que nos encontráramos con sorpresas si, haciendo caso omiso de los consensos más sombríos, nos detuviéramos a intentar analizar el contenido de los rotundos dic­ támenes acerca de la desaparición del futuro. El anterior ejemplo del cafe falsamente antiguo planteaba la idea en una forma que ahora valdría la pena recuperar: tantos medios de los que disponemos en tan­ tos ámbitos y no se nos ocurre mejor cosa que la reiteración, la recons­ trucción lo más perfecta posible de algo que ya fue. Si trasladamos la idea al ámbito, más amplio, de la sociedad actual, nos encontraríamos con la paradoja de que, mientras por un lado se nos invita a pensar en términos de agotamiento de la posibilidad, de ocaso de toda teleología mínimamente ambiciosa, etcétera, por otro no cesa de recordársenos nuestra enorme capacidad para destruir, para generar mal, y se nos exhorta — con toda razón— a ser conscientes de nuestra responsabilidad ante las generaciones futuras. Podríamos repetir, casi textualmente, la frase anterior, sólo que refiriéndonos al mundo en general (del que el café, a fin de cuentas, se pretendía eficaz metáfora): tanto poder como presuntamente tenemos y lo único que damos en pensar es en conservar lo que ya hay.6 O, sirviéndonos del concepto de responsabilidad recién introducido, podríamos decir que PleJ v L,3 T C,á: re' Uerd\ SÍn duda la parado' a que ha“ algunos años enunciara rre V,lar: la revolución estaba en el orden del día (por utilizar la expresión de la épo-

c a lc ÍL

5 afi0r SeT ’ CUand° d CaP¡talÍsmo daba P™ebas de una máxima capacidad de integración, y desaparece en cambio en el fin de siglo XX, cuando sus con­ tradicciones y tendencias destructivas se manifiestan a nivel mundial, sin que desde su interior emerjan elementos susceptibles de contrarrestarlas.

esa responsabilidad, a futuro de la que nos hablan autores como Hans Joñas es — simplificando, desde luego, sus propuestas— una respon­ sabilidad meramente negativa, por el daño causado (en su caso, por el estado en el que les dejemos a nuestros descendientes la Creación), esto es, se refiere a la responsabilidad más próxima a la culpa, pero no contempla la otra dimensión del concepto, la que alude al mérito o a la bondad, o lo que es lo mismo a la responsabilidad por aquellas accio­ nes acertadas que también tenemos derecho a reclamar como pro­ pias. ¿De qué está informando el descuido de esta segunda dimensión? Por supuesto que también ahora nos encontramos ante una varian­ te de proyección hacia delante de las limitaciones con las que interpre­ tamos el presente. Una cosa es que la persistencia de la naturaleza sea condición sine qua non para poder plantear cualquier proyecto de mejo­ ra de nuestra sociedad, y otra distinta que no haya otra tarea a la que aplicarse que la adecuada conservación de la naturaleza a fin de que la vida humana siga existiendo sobre la capa de la Tierra. Al margen de lo artificioso que resulta separar ambas cuestiones (la agresión a la natu­ raleza, lejos de ser independiente, está profundamente vinculada al desarrollo del capitalismo en la presente etapa histórica: ¿hará falta recor­ dar la actitud del gobierno norteamericano en la cumbre de Johannesburgo de septiembre de 2002 o su negativa, mantenida hasta hoy, a fir­ mar el protocolo de Kioto?), tenemos derecho a sospechar que la renuncia a la transformación de lo humano da por descontado algo que está lejos de ser evidente por sí mismo, a saber, la inmutabilidad del orden histórico que nos ha tocado vivir. Semejante tópico, expresamente (aunque quizá hubiera que decir obscenamente) defendido por Fukuyama y sus secuelas, resulta ser, en esta precisa circunstancia, antiituitivo por completo. Si por algún ras­ go se caracteriza nuestro presente es justamente por su fragilidad. Per­ severar en la idea de que el actual orden mundial va a existir para los restos tiene escaso fundamento real. Este orden que ahora existe es profundamente inestable, y no dejamos de recibir señales de su fra­ gilidad, tanto en las zonas más deprimidas del planeta como en el cora­ zón mismo de la metrópoli. Lo chocante es que de dicha fragilidad no

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solo disponemos de sobrada noticia: es que somos perfectamente cons­ cientes de ella7 (quizá valga el ejemplo extremo de la psicosis colecti­ va de inseguridad que vivió el m undo las semanas inmediatamente posteriores al atentado a las Torres Gemelas). Y, sin embargo, por algu­ na extraña razón, no incorporamos ni dicha noticia ni dicha concien­ cia a los análisis de la realidad. De hacerlo, tendríamos muy cuesta arriba continuar manteniendo tesis abandonistas, o derrotistas. Tal vez el origen de la paradoja resida en una confusión, o en un malentendido. La confusión o el malentendido de identificar el futuro en cuanto tal con la forma en que nos relacionamos con él. De acuer­ do con lo que acabamos de comentar, del primero resultaría difícil pro­ clamar su desaparición, pero no habría problema en hacerlo respecto a lo segundo. Así, lo que probablemente resultara más atinado afirmar es que lo que parece haber entrado en una profunda crisis es algo que bien pudiéramos llamar la pasión por elfuturo. Dicha crisis, sin duda, tiene que ver con el fracaso de una determinada expectativa histórica, con el hundimiento de uno de los proyectos de transformación social más vigo­ rosos que en la historia de la humanidad se han dado. Ciertamente, es muy difícil mantener un proyecto emancipador si se desvanece el atrac­ tivo espejismo de una sociedad alternativa en funcionamiento, espejis­ mo que operaba a modo de (engañoso) aval respecto a la viabilidad del mencionado proyecto. Pero el fracaso de una alternativa, por gran­ des que fueran las esperanzas que pudieran tenerse depositadas en ella, en modo alguno equivale a la derrota de toda posibilidad.8 7. A este respecto, resulta poco menos que inevitable la referencia al libro de Ulrich Beck La sociedad del nesgo (Paidós, Barcelona, 1998), en el que el autor presenta una com pleta panorám ica de las inseguridades de nuestro tiem po, al tiem po que desarrolla una específica hipótesis acerca del carácter estructural de las mismas. 8. P anteada la cuestión en términos más expresamente políticos: una cosa es que oy resulte casi impensable para las izquierdas una quiebra total de las relaciones económicas vigentes, o la alteración de la distribución de la renta en sentido revolu­ cionario, desatendiendo por completo los equilibrios del sistema, y otra cosa, bien dis­ tinta, es que el notable estrechamiento del margen de maniobra implique renunciar por completo a intervenir, para cambiar su signo, en los procesos que llevan a la desi­ gualdad en nuestras sociedades.

El problema parece ser más bien, como empezábamos a señalar apenas con otros términos, nuestras representaciones del futuro. Duran­ te mucho tiempo, el vehículo expresivo a través del cual llevábamos a cabo dichas representaciones adoptaba el formato de la utopía: un rela­ to de máximos que tendía a concentrar, con una densidad axiológica casi irrespirable, la práctica totalidad de nuestros anhelos de perfección en una estructura hiperreglamentada. Probablemente se pueda soste­ ner que semejante formato ha dejado de constituir un horizonte regu­ lador. La exactitud, la omnipotencia, el control absoluto o la comple­ ta predictibilidad han perdido su antigua condición de fantasías para adquirir la condición nueva de fantasmas, cuando no directamente de pesadillas. Es curioso: cuando éramos débiles soñábamos con la fuer­ za, y ahora que la hemos alcanzado, crece en nosotros la nostalgia de la incertidumbre, incluso adoptando la forma de reivindicación de la ignorancia.9 Pero repárese en que la razón que ha convertido a aquellas fanta­ sías utópicas en indeseables no es tanto el hecho de que habilitaran un futuro nuevo, pero poco grato, como el de que han terminado por hacer imposible cualquier tipo de futuro. Vaciados de toda fuerza magnéti­ ca, tales representaciones se han constituido en auténticos obstáculos disuasorios para cualquier voluntad de transformación, para el más mínimo anhelo de progreso. Frente a la insaciable avidez del conoci­ miento, en especial en sus configuraciones científicas más elaboradas, 9. O , más exactamente, la del derecho a no saber. La argumentación para justi­ ficarlo suele hacerse introduciendo la categoría de efectos no deseados-, puesto que en un momento dado una actuación humana puede dar lugar a consecuencias tan imprevis­ tas como dolorosas, viene a ser el planteamiento, un medio de defenderse de semejan­ te resultado consiste en no iniciar el proceso, absteniéndose de obtener la información. El contraargumento a esta forma de argumentar pasaría por recordar que también la no intervención puede considerarse como una forma de acción que, en esa misma medida, tam bién genera sus propios efectos no deseados. El único supuesto en el que la inhibición del conocimiento parece inobjetable es uno prácticamente autocontradictorio: el de que alguien nos pudiera garantizar que las aplicaciones prácticas de un determinado conocimiento única y exclusivamente puede dar lugar a efectos o resul­ tados nocivos para el género humano.

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se nos ha hecho patente hasta qué punto un prerrequisito de la liber­ tad lo constituye precisamente la ignorancia de lo que nos deparará el futuro. Así las cosas, se trataría de dar con la manera de que las posi­ bilidades — realmente existentes— contenidas en nuestra realidad se hicieran visibles, emergieran ante nuestros ojos mostrando su condi­ ción de objetivos deseables. Los modelos de perfección, con tanta frecuencia convertidos en el pasado reciente en genuinas patologías del horror, no pueden ser la vía.11 Como tampoco pueden serlo todos esos planteamientos encaminados a convencernos de que más vale que no hagamos nada por alcanzar los fines que nos importan en mayor medi­ da, ya que, cuanto más nos esforcemos por alcanzarlos, más se alejarán de nosotros (estoy pensando, a título de ilustración, en la forma en que

10. Aunque, sin duda, la afirmación según la cual ser libre es no saber lo que pasa­ ra requeriría más puntualizaciones que su contraria, a saber, la de que no ser libre es estar seguro de que sólo puede pasar una cosa. 11. A fin de evitar en lo posible malentendidos innecesarios habrá que señalar que para algunos autores este fracaso de las expectativas utópicas, lejos de cuestionar los sueños ilustrados, constituye precisamente la mejor prueba de su vigencia, cuando no de su triunfo. No es central para el propósito de la presente exposición dirimir cuán­ to (y qué) del proyecto moderno queda afectado por el ocaso de la viejas utopías. Ade­ más, entrar en ese asunto probablemente obligaría a reabrir el debate — francamente fastidioso a estas alturas— acerca de la vigencia, superación o derrota del proyecto moderno. Un buen representante de los autores mencionados al principio de esta nota lo constituye Albrecht Wellmer, quien a este respecto tiene escrito lo siguiente: «El carácter de fin-abierto del proyecto de la modernidad implica el final de la utopía, si es que utopía significa “terminación” en el sentido de una realización definitiva de un ideal o de un télos de la historia. El final de la utopía, en este sentido, no es la idea de que nunca seremos capaces de realizar plenamente el ideal, sino de que la propia idea de una definitiva realización de un Estado ideal no tiene sentido respecto a la his­ toria humana. Un final de la utopía, en este sentido, sin embargo, no equivale al final de los impulsos radicales de libertad, del universalismo moral, y de las aspiraciones democráticas que forman parte del proyecto de la modernidad [...] Este final de la uto­ pía no sería el bloqueo de las energías utópicas, sería más bien su redirección, su trans­ formación, su plurahzación, porque ninguna vida humana, ninguna pasión humana, ningún amor humano parece concebible sin un horizonte utópico». A. Wellmer, «Mode­ los de libertad en el mundo moderno», en C. Thiebaut (comp.), La herencia ética de la Ilustración, Crítica, Barcelona 1991, p. 135. 440

algunos neoliberales de nuestros días utilizan el concepto de subpro­ ducto, de Elster,12 para sostener que cosas tales como la igualdad no deben ser perseguidas: basta con defender la libertad — especialmen­ te la de empresa— y el resto, afirman, vendrá dado por añadidura).13 Tendríamos que ser capaces de relacionarnos con el futuro de otra manera, pero parecen faltarnos tanto las fuerzas como los medios. Los lenguajes de futuro que heredamos han devenido inútiles, y no parece que dispongamos de otros, alternativos. Nos falta destreza para repre­ sentarnos el futuro. Afirmación que nos permite regresar al principio, y que podría aclarar el pequeño enigma (mi sorpresa por no recordar una lectura anterior) que entonces planteé. En la cita de Eliot con la que Piglia abre su libro reside, en efecto, la clave para abordar debi­ damente esta cuestión y ahora debiera quedar más claro nuestro con­ vencimiento inicial. Recordemos las’palabras del poeta: «Tuvimos la experiencia pero no su sentido, y el acceso al sentido restaura la expe­ riencia». Obviamente del futuro en cuanto tal no cabe experiencia en 12. En una definición de urgencia podría decirse que lo característico de los sub­ productos es que surgen de la búsqueda — en vez de ser resultado— de la acción. Para un análisis de esos estados que son subproductos (como el sueño, la potencia sexual o el enamoramiento) y cuya analogía algunos autores proyectan interesadamente sobre lo social puede verse Jon Elster, Uvas amargas (Sobre la subversión de la racionalidad), Península, Barcelona 1988 y Jon Elster, «Deception and self-deception in Stendhal», en Jon Elster (comp.), The Múltiple Self, Cambridge University Press, 1987. 13. También este convencimiento, como algún otro de los señalados hasta aquí, resulta del todo antiintuitivo. De hecho, se ha transformado en un lugar común casi unánim emente aceptado la idea de que los mercados, haciendo algunas cosas bien, tales como asignar recursos escasos y asegurar selección mediante competitividad, hacen otras mal, como la igualdad social, o incluso francamente mal, como la valoración de lo que no tiene precio asignado, sea esto la conservación del planeta o el sentido de la vida. Probablemente de semejante constatación se desprenda la necesidad de que los mercados sean regulados por instituciones que canalicen su dinamismo generador de riqueza, pero no es ésta la cuestión que ahora conviene perseguir aquí. Sí valdrá la pena, en todo caso, llamar la atención sobre la advertencia de M anuel Castells según la cual nuestra extraordinaria capacidad tecnológica actual puede acelerar los efectos, tan­ to positivos como negativos, de los mercados. Para una crítica del lugar atribuido en nuestra sociedad a la esfera económica, vid. el libro de Pascal Bruckner, Miseria de la prosperidad. La religión del mercado y sus enemigos (Tusquets, Barcelona 2003). 441

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la medida en que todavía no ha sido, pero sí puede haberla de su anhe­ lo, de su esperanza. A fin de cuentas es a eso a lo que solemos denomi­ nar con el término «ilusión». Pues bien, es la experiencia de la ilusión la que parece haberse desvanecido, la que no sabemos restaurar porque hemos perdido la destreza para encontrarle sentido. Probablemente esa pérdida tenga que ver con algo que observa Piglia, a saber, con ese desplazamiento mental que en algún impreciso momen­ to tuvo lugar y que hizo que abandonáramos la mirada global, la ambi­ ción por entender las cosas en el marco histórico mayor al que pertene­ cemos, para pasar a pensarnos en clave meramente biográfica (por no decir biológica), desplazamiento que fue invirtiendo gradualmente el signo de nuestra expectativa de futuro. Tal vez hubo un momento en que se pudo pensar que ese desplazamiento era la condición de posibiidad para el mantenimiento de nuestras ilusiones: era lo que parecía creer Habermas cuando declaraba aquello, tan citado durante un tiem­ po, de que las utopías habían emigrado del mundo del trabajo al mun­ do de la vida. Si así ocurrió habrá que añadir que también en esta otra esfera las utopías parecen haber sido vencidas. Más certero que el diag­ nóstico de Habermas parece el de Michel Houellebecq cuando escribe: «El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la socie­ dad».14Nada parece quedar a salvo de la insaciable voracidad de un modo de producción que ya no se limita a ser un modo de producción eco­ nómico sino que constituye un modo de producción (y reproducción) de vida en todas sus facetas. Bastaría con recordar el cambio de función que ha sufrido la idea misma de cuerpo. De la condición de territorio de libertad que en algún momento tuvo ha pasado a la de espacio de una nueva normatividad, en la que la exhibición reiterada de cuerpos presentados explícitamente como modelos de perfección cumple la fun­ ción de nuevo superyó. Probablemente ello explique, mucho mejor que hipótesis como la del resurgimiento de presuntas olas de puritanismo o

1999 4p H 3 hel H ° udlebecq’ AmPllact6n del campo de batalla, Anagrama, Barcelona

similares, el repliegue de los cuerpos sobre sí mismos, esa nueva oculta­ ción, ese extraño pudor sin convencimiento alguno, que expresa mucho más la enésima derrota (ahora en lo más íntimo) que la presencia de cualquier idea.15Tal vez las cosas hubieran podido evolucionar de otra manera, ciertamente, pero es aquí donde estamos. La melancolía con la que el hombre adulto vive la frustración de sus ambiciones juveniles no constituye una buena figura para pensar la historia: ni siquiera nos per­ mite reconstruir verazmente la experiencia de la ilusión por el futuro colectivo que en otro tiempo tuvimos.16 Respiración artificial— como, por lo demás, les suele ocurrir a las grandes obras literarias— ilumina otras realidades, además de aquellas a las que se refiere de manera expresa. El profundo escepticismo de su autor respecto al presente, al que considera un lugar vacío, yermo de casi toda experiencia — «a lo sumo ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? Dos o tres (a veces, inclu­ so, ni eso)»,17declara un personaje de la novela— desborda con mucho

15. La bibliografía sobre el cuerpo resulta literalmente inabarcable. A los efectos de la cuestión mencionada aquí cabe citar: Michel Feher (ed.), Fragmentos para una historia del cuerpo humano, Taurus, Madrid 1990-1992; M. Featherstone, «The body in a Consumer Society», en M. Feathestone, M. Hepworth y B.Turner (comps.), The body: SocialProcess and Cultural Theory, Sage, Londres 1991; A. J. Navarro (ed.), La nueva carne: una estética perversa del cuerpo, Valdemar, Madrid 2002; C. Shilling, The Body and Social Theory, Sage, Londres 1993 o Josep Toro, E l cuerpo como delito, Ariel, Barcelona 1996. Por mi parte, he escrito sobre el cuerpo, insertándolo en el marco del debate sobre el dualismo, en el trabajo «En cuerpo y alma», Letra Internacional, 78 (primavera de 2003), pp. 80-82. 16. Me he referido a esta cuestión en sendos artículos periodísticos: «Nuevos tiem­ pos, nuevas épicas», en E l País (28 de mayo de 2002) y «Vivir, sin ir más lejos», en El País (28 de octubre de 2002). 17. Ricardo Piglia, op. cit., p. 34. Obsérvese la proximidad entre estas palabras y las utilizadas por Giorgio Agamben al inicio de su libro Infancia e historia (Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires 2001): «Cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos cier­ tos de que dispone sobre sí mismo» (p. 7).

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el radical pesimismo respecto a la naturaleza humana para entrar en el terreno del diagnóstico de nuestra época, en el ámbito de la atinada caracterización de las herramientas imaginarias con las que nos ins­ cribimos en el propio devenir. Un diagnóstico que gravita en gran medi­ da sobre esta tesis: el presente es ese pasado que tiene lugar en el esce­ nario de la actualidad. Pero esa incapacidad (por así decir) no da cuenta por com­ pleto de la pérdida de las ilusiones, del declive de la pasión por el futu­ ro. Además de no saber cómo contarnos el futuro, tampoco sabemos el contenido de esa narración fallida. Acaso hubo un momento, anta­ ño, en el que el discurso histórico nos permitía soslayar lo que ahora se ha puesto, casi dramáticamente, en primer plano. Cuando la histo­ ria parecía ofrecernos una estructura inmutable, un punto de referen­ cia sólido para conocer y para obrar, todo resultaba en cierto sentido más fácil: se trataba de acomodarse a tales supuestos designios. Ahora bien, si damos por definitivamente desestimadas las pretensiones meta­ físicas — incluso en sus variantes historicistas— lo que cabe esperar del discurso histórico es otra cosa. Si no existe nada inmutable, perma­ nente, si la historia queda básicamente determinada por su caducidad, entonces el presente sólo puede ser pensado como el lugar en el que lo imprevisible puede ocurrir. Lo que es como decir: el lugar en el que el pasado nos interpela, nos ofrece el espacio para la propia afirma­ ción. La continuidad que podamos establecer entre esa colección de caducidades que constituye el pasado, la lógica que le podamos encon­ trar, tiene una función, un sentido. Si se nos apura, una única legiti­ midad: proporcionarnos un marco de referencia para tomar decisio­ nes, para elegir.

mos proponer. No tiene caso, sobre todo a la vista de nuestra con­ trastada incapacidad para proponer nada. La cuestión, en suma, que hay que poner encima de la mesa no es la de si tiene respuesta la vieja pregunta ¿qué debemos hacer?, sino la de si somos capaces de ofrecer una respuesta a la pregunta, aún más vieja si cabe, ¿qué queremos hacer?Aun­ que, si alguien prefiere las formulaciones que remitan a problemáti­ cas más próximas, siempre resulta posible enunciar la misma cosa en estos otros términos: ¿cómo esposible la perplejidad de la voluntad?

Acaso convenga destacar mucho estos aspectos porque durante demasiado tiempo permanecimos atrapados en la maraña de unos deba­ tes de carácter normativo o fundamentador en los que, ahora podemos apreciarlo con mayor claridad, lo esencial quedaba orillado. El propio transcurrir de los acontecimientos se ha encargado de revelar el ago­ tamiento de tales debates. No tiene caso plantearnos por enésima vez el fundamento o la ausencia de fundamento de aquello que nos poda­ 444 445