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Spanish Pages 48 [46] Year 2014
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Angelo Scola
JUAN PABLO II
CUADERNOS DE FRONTERA
Un testigo para el Tercer Milenio
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El presente volumen recoge la conferencia del mis mo título pronunciada por el autor el día 2 de abril de 2014, en las Jornadas Culturales con motivo de la canonización de S.S. Juan Pablo II organizadas por la Delegación de Pastoral Universitaria de la Archidiócesis de Madrid.
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En la frontera los hombres pueden separarse, pero también encontrarse… La colección Cuadernos de frontera reúne textos breves, extraídos por lo general de intervenciones en conferencias o debates públicos y después transcritos. Estos textos nacen en el contexto de un pueblo que vive su fe como culminación gratuita e inesperada de su camino humano, y que, por tanto, entra en diálogo sin miedo ni presunción con todos, desafiando a verificar continuamente la conveniencia humana del cristianismo. Cuadernos de frontera se propone, pues, dar divulgación a una vida en acto, como expresión e instrumento cultural al servicio de esa misma vida. …y toda experiencia humana, seriamente vivida, está en la frontera de Algo más allá de ella misma.
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Angelo Scola
Juan Pablo II
Un testigo para el Tercer Milenio
Invitación a la lectura y traducción de Gabriel Richi Alberti
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© 2014 Angelo Scola y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid
Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com
ISBN DIGITAL 978-84-9055-260-5 Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, co municación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www. cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en progra ma y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17, 10ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689 www.ediciones-encuentro.es
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INVITACIÓN A LA LECTURA Gabriel Richi Alberti Universidad Eclesiástica San Dámaso Madrid
El próximo día 27 de abril seremos testigos de un acontecimiento de gran excepcionalidad: la ca nonización de los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II, ambos sucesores de Pedro en el siglo XX, ambos protagonistas indiscutibles del camino de renova ción y apertura misionera de la Iglesia en estos últi mos cincuenta años. Con profunda agudeza educativa, el Papa Fran cisco ha querido celebrar conjuntamente la cano nización de ambos pontífices, ayudando, de este modo, al pueblo cristiano a reconocer el profun do hilo conductor que une ambas figuras. A este propósito vale la pena recordar las palabras de Juan Pablo II en la homilía de la beatificación de Juan XXIII. Son palabras que describen la personalidad cristiana y sacerdotal de su predecesor, así como el horizonte que su ministerio abrió para toda la Igle sia. Y, a la vez, son palabras que pueden ser leídas como un verdadero retrato de Papa Wojtyła: Ha quedado en el recuerdo de todos la imagen del ros tro sonriente del Papa Juan y de sus brazos abiertos para
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abrazar al mundo entero (...) Con ese espíritu convocó el concilio ecuménico Vaticano II, con el que inició una nueva página en la historia de la Iglesia: los cristianos se sintieron llamados a anunciar el Evangelio con renovada valentía y con mayor atención a los “signos” de los tiem pos. Realmente, el Concilio fue una intuición profética de este anciano Pontífice, que inauguró, entre muchas difi cultades, un tiempo de esperanza para los cristianos y para la humanidad. En los últimos momentos de su existencia terrena, confió a la Iglesia su testamento: «Lo que más vale en la vida es Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio, la verdad y la bondad». También nosotros queremos recoger hoy este testamento, a la vez que damos gracias a Dios por habérnoslo dado como Pastor.
Catorce años después, con la canonización con junta de ambos papas, vemos cómo Juan Pablo II había verdaderamente recogido el testamento de su predecesor: los brazos abiertos para acoger al mun do entero —su «¡no tengáis miedo!» sigue impreso en nuestra memoria— son la expresión concreta del encuentro entre Cristo redentor y todos los hombres de todos los tiempos. Con ocasión de la canonización de Karol Wojtyła – Juan Pablo II, Ediciones Encuentro ofrece a los lectores de lengua española dos textos del cardenal Angelo Scola, actualmente arzobispo de Milán, y gran conocedor de la figura y del pensamiento del papa polaco. Vale la pena recordar su volumen La experiencia humana elemental. La veta profunda del magisterio de Juan Pablo II, publicado en es pañol también por Ediciones Encuentro en el año 2005.
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Los dos breves ensayos constituyen una feliz síntesis de la figura y de la comprensión del cris tianismo de Juan Pablo II. Y ello porque muestran eficazmente la consideración unitaria del misterio de Dios y del misterio del hombre propia de su pensamiento. En el primer ensayo —Juan Pablo II, un testigo para el Tercer Milenio— a través de la lectura de algunos fragmentos de la producción poética de Wojtyła, somos acompañados a reconocer el con tenido real de la experiencia que todo hombre vive, independientemente de su raza y cultura. Una ex periencia de asombro agradecido ante el don de la vida, que pone en movimiento la razón y la libertad del hombre en búsqueda de Aquel que pueda des cifrar el enigma de su existencia. La imagen de la lucha de Jacob con el Ángel ilumina el contenido de la vida cotidiana de cada hombre: todos desea mos conocer el nombre y ver el rostro de Aquel que da consistencia a la vida. Pero ese rostro no se conquista: se recibe como un don gratuito. Un don que florece en una humanidad nueva. Dice Scola: «en esta cercanía el Rostro de Cristo comenzará a ser nuestro rostro, empezaremos a ver en nosotros un corazón a imagen suya». El segundo ensayo —Redemptor hominis. El pro gama de un pontificado— ofrece al lector una sín tesis, densa y perspicaz, del ministerio petrino y del magisterio de Juan Pablo II. A partir de la lectura de algunos pasajes de la primera encíclica del nuevo san to, el cardenal Scola ilumina la centralidad objetiva y 9
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radical del misterio de Cristo. En efecto, para po der decir simultáneamente y en profunda unidad el misterio de Dios y el misterio del hombre es ne cesario reconocer que la «revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo» (Redemptor hominis 9). La lectura de los dos textos del cardenal Scola —y su difusión porque se trata, ciertamente, de un óptimo regalo para los amigos— es una ocasión privilegiada para volver a comprobar, de la mano de Karol Wojtyła – Juan Pablo II, que «ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo» (Redemptor hominis 10).
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I Juan Pablo II
Un testigo para el Tercer Milenio
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¿Cómo contemplar el testimonio de Karol Wojtyła, el beato Juan Pablo II, como hombre, como cristiano, sacerdote y Papa, en cuanto deci sivo para el camino de la Iglesia en este paso del segundo al tercer milenio? Existen numerosas bio grafías y análisis que han afrontado esta cuestión. Para responder a esta pregunta les invito a re correr juntos parte de la producción poética de Wojtyła. Esta propuesta nace de la convicción de que el beato Juan Pablo II es un verdadero testigo porque ha reconocido y vivido en primera persona el encuentro con Cristo Resucitado como camino para esa búsqueda del rostro del Misterio que es característica de todo hombre. Por eso, les propongo adentrarnos juntos en su poesía de manera que ella pueda suscitar en noso tros una mejor comprensión del misterio de Dios y, de este modo, un seguimiento a Cristo más decidi do y consciente. He preferido proponer un recorrido a través de la poesía de Wojtyła, porque a través de la expresión 13
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poética es posible asomarse al alma de quien escri be: en sus versos el poeta Wojtyła nos dice qué es lo que ama, cuál es el núcleo de su experiencia, de esa experiencia de un hombre abrazado y trasformado por la gracia de la Pascua. La poesía nos introduce en la verdad de las cosas, siempre indica un camino hacia la verdad: a través de la belleza —también a través de la belleza literaria— se nos ofrece un acce so privilegiado a la verdad. Por ello, la fascinación que produce la belleza provoca en nosotros el de seo y la voluntad de seguirla. Juan Pablo II fue protagonista del diálogo con la cultura de su tiempo y agudo crítico de las ideo logías, precisamente, gracias a la profundidad de su experiencia humana. 1. El agradecimiento: el inicio de un camino humano Durante los meses de primavera y verano de 1939, siendo todavía jovencísimo, Karol Wojtyła escribió en Cracovia un himno titulado Magnificat. Leamos un fragmento: Glorifica, alma mía, la Majestad de Dios, Padre de la bondad y de la gran poesía. (…) En mi alma resuena la gloria del Señor, (…) 14
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Gracias te rinde, Padre, mi juventud bendita; tus manos la formaron del corazón de un tilo. Gloria a Ti, omnipotente, Escultor prodigioso —mi camino está lleno de abedules, de encinas—; heme aquí: trigal tierno, soy era bajo el sol; heme aquí: joven roca sobre el Tatra inclinada. Bendigo tus trigales —por este y por oeste—, esparce a manos llenas la semilla en tu tierra, que se colmen de trigo los campos y ciudades, y sean nuestros días abierta sementera. Glorifico tu luz —misterio impenetrable—, a ti que mi alma encantas con canto primigenio, que a mis cuerdas envías melodías eternas y dejas que hunda el rostro en el azul del cielo1. Apenas ha cumplido 19 años y, sin embargo, la conciencia de la paternidad de Dios y, por tanto, de su dependencia constitutiva respecto a este Padre de la bondad, es evidente en estos versos. Dios es el Padre de la bondad y de la gran poesía, esa poesía que se percibe en la creación y en el alma del hom bre. Es el Escultor prodigioso, aquel que esparce a manos llenas la felicidad del poeta, aquel que a mis cuerdas envía melodías eternas. Y el joven poeta, su juventud, es un trigal tierno, una era bajo el sol, consciente de que la vida puede ser fecunda gracias a la semilla del Padre. Por todo ello, su alma ben dice a Dios y está llena de agradecimiento: en mi 1
K. Wojtyła, Poesías, BAC, Madrid 2005, 3-4.
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alma resuena la gloria del Señor... glorifico tu luz, misterio impenetrable. El jovencísimo poeta nos ofrece en este canto el antídoto contra toda ideología: la conciencia de nuestra dependencia de un Padre. Quien depende del Padre que está en el cielo es libre respecto a todo y respecto a todos: la experiencia de esta dependen cia filial es, por tanto, un bien, no una esclavitud. De ello es prueba el horizonte que esta depen dencia abre de par en par a su vida: dejas que hunda el rostro en el azul del cielo. El azul del cielo, de todo el universo, de lo infinito, en el que el hombre se hunde, se sumerge, a través del riesgo fascinante y personal de su libertad. 2. La búsqueda del hombre: la «lucha» por ver el rostro de Dios La poesía de Juan Pablo II recorre el camino del hombre dejándose acompañar por las grandes figu ras bíblicas y de la tradición: Jacob, la Virgen Ma ría, Juan, el Cireneo, la Samaritana, la Verónica... A través de estos personajes se presenta ante no sotros el misterio del hombre y de su relación con Dios: el misterio del camino que Dios mismo re corre para salir al encuentro del hombre y también del camino que el hombre es llamado a recorrer tras haber sido encontrado por el Señor. En efecto, sólo tras el encuentro con el Padre, comienza verdade ramente la aventura del cumplimiento de la exis tencia del hombre. 16
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Encontramos una primera referencia a este tema en una poesía de 1952. Wojtyła tiene treinta y dos años y publica el texto con un seudónimo, titu lándolo Pensamiento, extraño espacio2. La poesía parte del relato de Génesis 32,24-31: «Y Jacob se quedó solo. Entonces alguien luchó con él hasta el amanecer. Éste, viendo que no lo podía vencer, tocó a Jacob en la ingle, y se dislocó la cadera de Jacob mientras luchaba con él. El otro le dijo: “Déjame ir, pues ya está amaneciendo”. Y él le contestó: “No te dejaré marchar hasta que no me des tu bendición”. El otro, pues, le preguntó: “¿Cómo te llamas?”. El respondió: “Jacob”. Y el otro le dijo: “En adelante ya no te llamarás Jacob, sino Israel, o sea Fuerza de Dios, porque has luchado con Dios y con los hombres y has salido vencedor”. Entonces Jacob le hizo la pregunta: “Dame a conocer tu nombre”. Él le contestó: “¿Mi nombre? ¿Para qué esta pregunta?”. Y allí mismo lo bendijo. Jacob llamó a aquel lugar Panuel, o sea Cara de Dios, pues dijo: “He visto a Dios cara a cara y aún estoy vivo”». Para el joven poeta y sacerdote —fue ordena do el 1 de noviembre de 1946— Jacob y su lucha encarnan la necesidad del hombre contemporáneo de descubrir y conocer la verdad de sí mismo, su conciencia, su corazón (este es el núcleo original de toda “cultura”). Wojtyła sabe a qué se refiere: en aquellos años vive bajo un régimen ideológico y violento que oprime el corazón de los hombres. Por eso es necesario mantener despiertos a los hombres, 2
Cf. ibid., 41-46.
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para que no olviden o pierdan su corazón, su con ciencia. También nuestro tiempo está, al menos en cierta medida, caracterizado por un clima cultural que, aun no siendo fruto de utopías ideológicas, sino más bien de cierto adormecimiento o, mejor aún, de cierta resignación superficial, no favore ce la comprensión de la grandeza del corazón del hombre. Jacob ha sido el único que ha luchado con Dios, que le ha visto cara a cara y ha sido bendecido por Él. Por eso puede ser considerado un emblema del hombre contemporáneo. Dice la poesía: (…) Topamos con la verdad, y, sin embargo nos faltan las palabras, no vemos el gesto, la señal. Ninguna palabra, gesto, señal abarca la imagen entera, en la que tenemos que entrar solos para luchar, como hizo Jacob. (…) ¿Es que todo esto no es para ti, testigo ocular de que por su paso cansado pasan las calles tan de prisa? Avanza el hombre por las calles con su propio ritmo y ese ritmo suyo le rodea y le seduce y le aparta de su trabajo más interior; y medio lo revela 18
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y medio lo esconde. Pero no digas que ese ritmo le aparta, como la línea del horizonte, de su grandeza propia. Ese ritmo lo abarca todo en él, como si fuera su contorno más ancho, y no puedes arrancarlo de él, porque en él está hondamente arraigado. (…) y, sin embargo, yo creo que el mayor sufrimiento le viene al hombre de su falta de visión. Si sufre por falta de visión, porque no ve claro lo que ver quiere, debe abrirse paso a través de las señales hasta encontrar lo que pesa en el fondo como el fruto que madura en las palabras. ¿Es el peso que sintió Jacob cuando las estrellas caían sobre él cansadas como los ojos de sus ovejas?3. El hombre vive, pero no ha sido él quien ha deci dido nacer: no se ha dado la vida y nadie le ha pedi do permiso antes de llamarlo a la existencia. De este modo, el hombre se encuentra aquí y ahora donado a sí mismo, ante la inmensidad de todo lo que le circunda y que le supera por todas partes. Por esto, 3
Ibid., 41-43.
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como dice Wojtyła, se topa con la verdad, pero le faltan las palabras. En cuanto nos detenemos por un instante percibimos que la realidad está preña da de misterio, pero no sabemos darle un nombre: ninguna palabra, gesto, señal abarca la imagen entera. Wojtyła nos ayuda a recuperar el estupor ante el misterio de nuestra vida, el estupor ante el he cho de ser credos como co-agonistas (porque el protagonista es el Padre que nos ha creado) de una existencia que nos supera completamente. Pense mos, por ejemplo, en un hecho muy común y, al mismo tiempo, extraordinario: el nacimiento de un niño. ¿Acaso no podemos describirlo con las pala bras que acabamos de citar: ninguna palabra, gesto, señal abarca la imagen entera? Es, sin duda, un acontecimiento que nos supera completamente. Y dicha grandeza nos llama a una relación per sonal con ella, nos pide entrar solos, para luchar como hizo Jacob. Nadie puede entrar por nosotros en esa relación con la grandeza: la aventura del des cubrimiento de la verdad profunda de lo que tene mos delante es una aventura que estamos llamados a vivir en primera persona, como la lucha de Jacob con Dios. Podemos sostenernos y acompañarnos en esta aventura, en esta lucha, pero no podemos sustituirnos: cada uno de nosotros ha sido llamado por su nombre, la vida se nos ha dado a cada uno de nosotros personalmente. Y, sin embargo, nadie es capaz de mantener la tensión que implica esta aventura, esta lucha. 20
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Wojtyła describe, con gran agudeza, esta dificultad: en nuestra vida somos testigos oculares del pasar de prisa de las calles. Y, por ello, intentamos do minar nuestra existencia, encadenarla, imponiendo un ritmo decidido por nosotros mismos, ese ritmo que nos rodea, nos seduce y nos aparta de nuestro trabajo interior. ¿Quién de nosotros no se reconoce en estas palabras? Incluso los momentos de mayor asombro y conciencia, de mayor conmoción ante la densidad del misterio de nuestra existencia, de jan inevitablemente paso al tran-tran cotidiano, a la monotonía de la vida, al no esperar nada nuevo, al pensar que lo sabemos ya todo… El ritmo de los días que pasan acaba por seducirnos, nos rodea y nos aparta de nuestro trabajo interior, el trabajo de ser hombres, de vivir según la grandeza de nuestro co razón, en el horizonte de la sed que nos constituye. Pero esta seducción y las distracciones no son capaces de sofocar completamente la percepción que tenemos del misterio de la vida. La realidad siempre vuelve a hacer acto de presencia, novedosa, sorprendente, porque el ritmo de la vida tiene su grandeza propia, y no es posible arrancarla de nosotros, porque en nosotros está hondamente arraigada. Arrancar la intuición del misterio del cora zón del hombre sería como extirparnos el mismo corazón, como acabar con lo Humanum del hom bre. Vemos de nuevo comparecer aquí la raíz de la crítica de Wojtyła a las ideologías: estas pretenden extirpar del corazón del hombre el misterio o, al menos, suplantarlo. 21
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La vida, en cambio, reclama constantemente el misterio: y aunque la vida medio revela, medio esconde el misterio de su verdad, siempre lo reclama. Por esta razón, con palabras de nuestro poeta testigo, se sufre por falta de visión, porque no ve claro lo que ver quiere. A los hombres, a cada uno de nosotros, ¡nos hace falta “ver”, no nos basta in tuir! Queremos abrirnos paso a través de las señales de la vida, para poder encontrar lo que pesa en el fondo como el fruto que madura, es decir, la verdad de la existencia. Por eso estamos en permanente lucha, como Ja cob. Pero ¡atención!: esta lucha es un bien, es la lu cha de nuestro ser hombres. Es necesario que supliquemos al Señor que nos mantenga en la brecha, que nos ayude a recuperar nuestro corazón de carne, ese corazón que desea conocer el misterio de la realidad. Y, así, no sucum bamos ante la pesadez de la vida cotidiana, sino que vivamos siempre sedientos de la verdad de las cosas. También nosotros, como Jacob, estamos lla mados a suplicar al Señor: ¡muéstrame tu rostro y dime tu nombre! Woytyła nos invita a no desertar de esta lucha con estos versos bellísimos: ¡Permanece así, en tu estupor, no te apartes del resplandor de las cosas! ¡Vanas palabras! ¿No me oyes? Inmerso en la claridad de las cosas, debes por eso mismo encontrar 22
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dentro de ti un espacio más hondo4. La invitación que nos hace Karol Wojtyła, como testigo de lo humano y, por ello, baluarte contra las ideologías es precisamente esta: no apartarse del resplandor de las cosas, permanecer inmerso en la claridad de las cosas, para poder encontrar, de este modo, un espacio más hondo, ese espacio que nos permite reconocer todo como signo del Misterio que crea todas las cosas y a través de todas las cosas nos llama. Ese espacio más hondo es el espacio del Rostro, escondido, pero real, del Misterio. Todos estamos llamados a recorrer este camino. Por ello, la poesía que estamos comentando acaba con estas palabras: Si buscas el lugar donde Jacob luchaba, no vayas a las tierras de Arabia, ni busques el arroyo en el mapa: el rastro está más cerca. Deja tan sólo que en el horizonte aparezcan las luces de las cosas5. 3. La humanidad de Cristo: presencia del rostro de Dios Para Wojtyła la sed infinita del hombre se en cuentra con la presencia de Jesucristo: Jesús, el agua 4 5
Ibid., 44. Ibid., 46.
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viva. A este respecto el Papa describe poéticamente el encuentro de Jesús con dos mujeres: la Samarita na y la Verónica. A través de sus diálogos, podemos continuar nuestro itinerario de conocimiento del Señor. Nuestro corazón que, como el de Jacob, no quiere abandonar la lucha y desea conocer la verdad de las cosas, encuentra esa respuesta tan esperada no en el intento casi desesperado de alcanzar la visión con sus propias fuerzas, sino en un sencillo y hu manísimo encuentro que le permite ver al Hijo del hombre. Escuchemos como Wojtyła describe el encuen tro de Jesús con la Samaritana en la poesía Cántico al esplendor del agua, escrita en 1950, cuando tenía treinta años6: Su rostro era como la luz del agua en el pozo: un espejo…, como el pozo, luminosidad profunda… No necesitó salir de Sí mismo ni levantar los ojos, para adivinar. Me vio, me entrañó en Él, se adueñó de mí sin dificultad alguna: hizo brotar de mí la vergüenza y los pensamientos más arcanos. Parecía como si me tocara las pulsaciones de las sienes. 6
Cf. ibid., 25-32.
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De repente, me alivió de mi cansancio enorme, ¡y con qué delicadeza! 7. La verdad se manifiesta en el rostro de Jesús y dicho rostro es como un espejo..., como el pozo, luminosidad profunda. Reflejada en el rostro del Señor, la Samaritana recibe la verdad de sí misma, comienza —¡al fin!— a conocerse a sí misma, a sa ber quién es. También nosotros podemos dar testimonio de esto: encontrándonos con Jesús, compartiendo la vida con Él, hemos descubierto la verdad de no sotros mismos, todas las cosas han sido iluminadas por la luz de su rostro. Y cuando decimos todas las cosas, no censuramos u olvidamos nada. El texto poético usa expresiones muy radicales: me vio, me entrañó en Él, se adueñó de mí sin dificultad alguna. Estamos exactamente ante lo que acontece en el bautismo y en la Eucaristía. A través del bautismo Jesús nos posee, nos “entraña en Sí” porque nos hace miembros de su cuerpo, nos in corpora. Y en la Eucaristía esta incorporación llega a su plenitud: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56). El don sorprendente de llegar a ser una sola cosa con Jesús requiere con urgencia la purificación del pecado: hizo brotar en mí la vergüenza y los pensamientos más arcanos. Cuando encontramos y conocemos la verdad, ésta no nos tranquiliza, al contrario: ¡la verdad quema! Hace presente nuestra 7
Ibid., 27-28.
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necesidad de cambiar, de convertirnos. El encuentro con Jesús saca a la luz todo nuestro pecado, nuestra fragilidad y nuestra necesidad: parecía como si me tocara las pulsaciones de las sienes. Como cuando uno padece un agudo dolor de cabeza: tocando las sienes se sienten las pulsaciones del corazón. Es el dolor de la vida, los sufrimientos del parto, porque para nacer de nuevo hay que pasar a través de la purificación de la misericordia. Es el dolor de los pecados, que se expresa de manera concreta y sen cilla a través de la acusación personal de las culpas en el sacramento de la penitencia: la misericordia abraza el dolor cuando éste se hace confesión. ¡Es la gran delicadeza de Jesús y de la Iglesia! 4. El Rostro de Cristo y el rostro del cristiano Cuando se encuentra con el Rostro del Señor y se deja abrazar por Él, entonces, en aquel Rostro, el hombre empieza a conocer el propio rostro. Wojtyła describe todo esto en una célebre poe sía dedicada a la Verónica8, la mujer que, según la tradición popular, enjugó el rostro del Salvador en su camino hacia el Calvario. El título completo de la obra, escrita durantes los años del ministerio episcopal en Cracovia, dice: La redención busca tu forma para entrar en la inquietud de todo hombre9. En la IV Parte, titulada El nombre, escribe: 8 9
159.
Cf. ibid., 65-70. Cf. Id., Tutte le opere letterarie, Bompiani, Milano 2001, 148-
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(…) ¿Ibas con todos al lugar llamado Gólgota y quisiste correr de pronto, abrir camino, o buscabas desde antes el rostro del Condenado? Di, Verónica: ¿desde cuándo? Ha nacido tu nombre en el instante mismo en que tu corazón se hizo imagen, semblanza de la verdad. Nació tu nombre de lo que mirabas10. 2. En tus ojos, hermana mía, arde el ansia de ver, y el deseo lanza como flecha tu mirada delante de tus pasos. Quieres un corazón a imagen suya para que no puedan robarte su presencia. Espacio del amor es la visión. 3. Y dices: mi alma hambrea cercanía. Que ningún vacío de ti me aparte, que no regrese a mí la noche de tu ausencia (…)11. ¿Ibas con todos al lugar llamado Gólgota y quisiste correr de pronto, abrir camino, o buscabas desde antes el rostro del Condenado? Di, Verónica: ¿desde cuándo? Con estos versos Wojtyła nos ayuda a comprender que el cora zón de la Verónica es el mismo corazón de la 10
La traducción española dice: al invadirte la Belleza. Hemos preferido traducir literalmente la versión italiana utilizada por el au tor, cf. ibid., 155: «Nacque il tuo nome da ciò che fissavi». 11 Wojtyła, Poesías, 68-69.
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Samaritana y de Jacob: un corazón que busca, que desea ser saciado. Y ¿qué sucede en el encuentro entre este corazón que busca desde antes, desde siempre, y Jesús cami no del Calvario? El corazón que corre al encuentro del Condenado, es decir, del Redentor, para soco rrerlo, recibe de Él su propia identidad, su propio rostro: ha nacido tu nombre en el instante mismo en que tu corazón se hizo imagen… Nació tu nombre de lo que mirabas: esta bellísi ma imagen nos dice cuál es la fuente de la persona lidad cristiana. El nombre propio es lo que define a una persona, lo que la distingue de los otros y la hace única e irrepetible. Pues bien, este nombre brota de Cristo, del Rostro que podemos contem plar presente. Por ello, toda la vida consiste en la convivencia con Él, en estar en su presencia. Toda nuestra vida hambrea cercanía. Que ningún vacío de ti me aparte, que no regrese a mí la noche de tu ausencia. Y en esta cercanía el Rostro de Cristo comenza rá a ser nuestro rostro, empezaremos a ver en noso tros un corazón a imagen suya. 5. Una existencia «cristiana» Como conclusión quiero proponer brevemente algunos rasgos esenciales de la existencia cristiana, es decir de ese «vivo, pero no soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20), que caracteriza la iden tidad del cristiano. Son rasgos que describen la vida 28
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de Jesús en su forma eucarística propia, constituida de memoria y ofrecimiento, tal y como Wojtyła la identifica en sus poesías. En un texto dedicado a la Virgen, y titulado La Madre12, escrito también en 1950, cuando tenía treinta años, describe el corazón de María como un corazón colmado de memoria: (…) De siempre retorno a los recuerdos, que ensanchan la vida y se alzan desde el fondo enriquecidos con un sentido inefable, ajustando ideas y sentimientos a la sangre, sin romper el silencio acordado al aliento, y asoman al pensamiento y a la canción13. El corazón de la Virgen, que es el corazón cris tiano por antonomasia, encuentra su espacio pre cisamente en esa memoria que ensancha la vida, porque brota desde la profundidad de nosotros mismos —se alzan desde el fondo—, desde la pro fundidad de nuestra sed de hombres, y encuentra en el Rostro amado su descanso. Esta memoria hace crecer y florecer la vida por que consiste en el reconocimiento de Cristo pre sente: no es un puro recuerdo del pasado. Es la memoria de nuestra salvación, de la obra de Cristo en nuestras vidas: esa obra que acompaña y orde na nuestra jornada y que vence nuestros pecados y nuestro olvido. 12 13
Cf. ibid., 33-39. Ibid., 33.
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La existencia cristiana, precisamente porque brota continuamente de la memoria Christi, es una existencia agradecida, nace del agradecimiento. En la poesía Canción sobre el Dios oculto14, Wojtyła expresa este agradecimiento que es más fuerte que nuestro desamor: Señor, perdona a mi pensamiento, por no amarte lo bastante (...) Pero acepta, Señor, este asombro, que en el corazón estalla, como el arroyo en su manantial —signo de que allí vendrá el ardor— y no rechaces, Señor, este asombro, que desde mi frialdad brota, al que un día vas a satisfacer con la piedra ardiente de tus labios15. El asombro, la admiración agradecida por la obra del Señor en nuestra vida es el contenido de la memoria cristiana. El segundo rasgo fundamental del corazón cris tiano es el ofrecimiento. En la poesía titulada Perfiles del Cireneo16, escrita en 1957, Wojtyła expresa de manera muy clara la tentación de negar el ofre cimiento como modalidad de vida a través del re chazo de las circunstancias que la Providencia nos llama a vivir. En cambio, estas circunstancias, junto a las relaciones, son el modo a través del cual Jesús 14
Cf. ibid., 7-24. Ibid., 23. 16 Cf. ibid., 53-64. 15
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nos llama a estar con Él y a seguirle, entregándole toda nuestra existencia. El Cireneo no tenía nada que ver con el Conde nado y, sin embargo, es llamado a cargar la Cruz con Él. Y así se le pone ante una alternativa: seguir por su camino o abrazar la circunstancia que le sale al paso. Es la misma alternativa que se presenta ante nosotros cada día: entregar agradecidos nuestra vida a Aquel que nos ha amado primero, o intentar inútilmente reservárnosla: Tengo prisa por volver a la ciudad. No dejaré que se pisoteen mis derechos. ¿Por qué debo llevar esta carga? ¿Por qué debo cumplir vuestra orden? Quiero que se me haga justicia17. Esta es la gran ocasión que la libertad de Dios dona cotidianamente a la libertad del hombre: ser testigo del mundo nuevo a través del ofrecimiento de la vida. Como concluye el mismo Cireneo: Desde el umbral donde estoy, se percibe un mundo nuevo18. Este es el testimonio de una vida cumplida que nos ha ofrecido, de manera extraordinaria y coti diana, Juan Pablo II. 17 18
Ibid., 63. Ibid., 64.
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II Redemptor hominis El programa de un pontificado
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1. «Hacia Cristo, Redentor del hombre» Con ocasión de la canonización de Juan Pablo II, ¿cómo releer su encíclica programática? Tal vez precisamente acogiendo la invitación del Papa, que define esta encíclica al final de la misma como una meditación (cf. RH 22). Abordando este precioso texto con ritmo meditativo, se descubre la belleza de la figura de Cristo, el camino que a partir de esa inolvidable noche de octubre de 1978 ha re corrido el pueblo de Dios en forma especialmente fascinante junto a Juan Pablo II. En la clausura del Gran Jubileo del Año 2000, Juan Pablo II quiso recordar con vigor que, para responder a su vocación y misión, la Iglesia no está llamada a «inventar un “nuevo programa”. El programa ya existe: es el de siempre, recogido del Evangelio y la Tradición viva, y está centrado en definitiva en Cristo mismo» (Novo Millennio Ineunte 29). Estas palabras constituyen la eficaz repetición de lo escrito por el jovencísimo Papa 35
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en el n. 7 de la Redemptor hominis: «la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación». Por consiguiente, en esta breve reflexión nos li mitaremos a identificar algún elemento fundamen tal propuesto por Redemptor hominis, que resul ta más nítido en su espesor a partir de la peculiar sinfonía de vida, testimonio, gobierno y enseñanza propias de la santidad de Juan Pablo II. 2. El nuevo Adán Animada por una justa instancia respecto al carácter incoercible de la libertad del sujeto indi vidual, la modernidad ha impulsado un replantea miento de la relación verdad-libertad, en áspera dialéctica con la Iglesia y cayendo a menudo en las arenas movedizas del agnosticismo y del ateísmo. Si se da por sentado el deber de la libertad de hacer espacio a la verdad en su totalidad, afirmándose por consiguiente que la libertad está al servicio de la verdad, no sólo no se niega la verdad de la libertad, sino que también se exalta todo su alcan ce. El concilio Vaticano II asumió valerosamen te esta preocupación de la modernidad mediante la enérgica formulación de una ponderada doc trina sobre la libertad de conciencia, articulada de 36
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distintas maneras a nivel de la persona, la comuni dad eclesial y religiosa y la sociedad civil19. En este contexto, Redemptor hominis, en la es tela del concilio Vaticano II y con especial referen cia a la encíclica de Pablo VI Ecclesiam suam (n. 4), muestra que el peculiar carácter absoluto de Jesucristo, entendido como Aquel que revela defi nitivamente el rostro de cada hombre, no anula la tensión dramática de la libertad del individuo ni lo despoja de su papel co-agonista en el escenario del gran teatro del mundo. En cierto sentido, se pue de decir que Redemptor hominis recoge en toda su profundidad la violenta provocación de Nietzsche: «esa fe que se parece de un modo espantoso a un lento suicidio de la razón (...) La fe cristiana, en su principio, es sacrificio del espíritu, de toda su libertad, de todo su orgullo, de toda su confianza en sí mismo; y, por añadidura, es servilismo, burla y mutilación de sí mismo»20. Ante la desesperada denun cia del trágico profeta de nuestro tiempo, el cris tiano puede responder con la luminosa afirmación del filósofo Mario Victorino: «cuando encontré a Cristo, me descubrí hombre»21. Con decisión, Redemptor hominis enfrenta des de su comienzo el enigma constitutivo del hombre. 19 Cf. Gaudium et spes 16-17, 31, 41, 43 y especialmente las declaraciones Nostra aetate y Dignitatis humanae. Sobre el pensa miento de Karol Wojtyla al respecto en el ámbito del Concilio, cf. A. Scola, La experiencia humana elemental. La veta profunda del magisterio de Juan Pablo II, Encuentro, Madrid 2005, 114-120. 20 F. Nietzsche, Más allá del bien y el mal III, 46, RBA Colec cionables, Barcelona 2002, 83. 21 Mario Victorino, In Ephesios 4, 14.
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Con la encarnación, «Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único» (RH 1). Juan Pablo II ha propuesto el carácter central objetivo y absoluto de Jesucristo. Corresponde en todo caso precisar el dato cristo lógico tal vez más relevante de Redemptor hominis. En la encíclica, Jesucristo no es presentado única mente como Aquel que redime al hombre pecador. «La encíclica sugiere la idea de una centralidad de Cristo radical y originaria, no parcial y derivada, como era la de un Cristo pensado en dependencia del pecado de Adán»22. Él no es simplemente el Re dentor, sino también Cabeza de la creación (cf. RH 7). En calidad de Cabeza de la humanidad, Jesucris to es realmente el alfa. En Jesucristo, el hombre es pensado, deseado (predestinado), creado, y no sólo redimido (cf. RH 8-9). El vínculo entre Cristo y cada hombre no con duce a la absorción del individuo y su insuperable libertad en una teoría abstracta e indiferenciada en la cual todo está predeterminado. Por el contrario, Jesucristo es figura (forma) de lo humano en cuanto persona viva que se entrega de manera perenne a la libertad individual para ponerla en movimiento. En Él, como el niño en brazos de la madre, cada hombre encuentra la audacia para poder decir “yo” sin medi da alguna y emprender responsablemente la acción. 22
A. Scola, Cuestiones de antropología teológica, BAC, Madrid 2000, 24-25.
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De este modo Redemptor hominis recoge el le gado de Dei Verbum, constitución conciliar en la que la Revelación es considerada en su valor his tórico, como hecho concreto, sin perder en abso luto el riguroso carácter noético que le confiriera Dei Filius. La verdad de la persona y la historia de Jesús de Nazaret se presentan como forma plena (universale concretum) de la autocomunicación del Deus Trinitas a cada uno de los hombres (cf. DV 2-6). A partir de la Trinidad, la verdad es propues ta por el cristianismo como evento personal y co munitario que llega hasta la formulación necesaria y articulada del dogma. Para Redemptor hominis, el evento redentor se apoya en un cristocentrismo trinitario. Esto mismo será retomado luego en las otras dos encíclicas del tríptico (Dives in misericordia y Dominum et vivificantem). Esta decisiva op ción teológica acompaña toda la enseñanza magis terial de Juan Pablo II. Como confirmación, basta citar dos auténticas perlas preciosas: la afirmación de Jesucristo como ley viva y personal ofrecida por Veritatis splendor 15, a la cual hace eco Fides et ratio 12 cuando sostiene que «la encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre» (FR 12). La celebración del Gran Jubileo del Año 2000, gesto tras gesto, encuentro tras encuentro, dio testimonio de toda la fecundidad de este cristocentrismo trinitario. 39
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3. «Adán renovado» El cristocentrismo trinitario de la primera encí clica de Juan Pablo II, apoyado en el sólido y con creto anclaje histórico de Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero, se califica como trinitario por cuanto revela el nombre propio del designio del Pa dre sobre el individuo, la humanidad y el cosmos mismo. Redemptor hominis llega de hecho a afir mar que la «revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo» (RH 9). La osadía del acto de fe jamás puede desvane cerse en un a priori de sabor gnóstico, así como la elocuencia razonable de los gestos y palabras de Jesús no puede ser envilecida por fideísmos inca paces de hacerse cargo de la totalidad del drama humano. Los números 9 y 10, que enfocan res pectivamente la dimensión divina y la humana del misterio de la redención como «creación renovada» (cf. RH 8), se hacen cargo de mostrar cómo puede mantenerse, en el transcurso del tiempo y en la articulación del espacio, el «vínculo dinámico del misterio de la Redención con todo hombre» (RH 22). El ansia y a veces la angustia moderna, reacia a todo intento de capturar la libertad del hombre, siempre singular e inaferrable, son asu midas desde el interior, de manera sumamente adecuada, por «Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su “corazón”» (RH 8). 40
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Tanto la reflexión trinitaria como cristológica y antropológica dan vida a una poderosa y debi damente articulada visión unitaria, que ofrece a la libertad del hombre una propuesta razonable y con-veniente: «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo» (RH 10). Juan Pablo II presenta así al cristianismo como «estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre (…) estupor y al mismo tiempo persuasión y certeza que en su raíz profunda es la certeza de la fe, pero que de modo escondido y misterioso vivifica todo aspecto del humanismo auténtico» (RH 10). La consideración del hombre en el orden de Je sucristo, que exalta la libertad del mismo, propone nuevamente la enseñanza autorizada de la Cons titución pastoral Gaudium et spes, ampliamente retomada por Redemptor hominis en primer lu gar y luego por todo el magisterio de Juan Pablo II: Jesucristo como forma realizada de lo humano. «En realidad, solamente en el misterio del Verbo 41
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encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre» (GS 22). Se trata, como se sabe, de uno de los pasos conciliares repetidos con más frecuencia por el magisterio de Juan Pablo II. Redemptor hominis no sólo ofrece una peculiar concentración de la enseñanza conciliar respecto a la cuestión antropológica, sino también, partiendo de la situación del hombre redimido, se atreve a enunciar juicios precisos de orden histórico-cultu ral sobre el paso de la civilización, a un tiempo fas cinante y dramático, al cual estamos asistiendo. La atención sobre el hombre precisamente en cuanto un ser referido a Jesús, verdad histórica en persona, ciertamente no puede eximirse de tener en cuenta los procesos históricos en que se halla implicado el hombre contemporáneo en el ámbito de los diver sos sistemas, regímenes y concepciones ideológicas del mundo. En efecto, «no se trata aquí solamente de dar una respuesta abstracta a la pregunta: quién es el hombre; sino que se trata de todo el dinamismo de la vida y de la civilización. Se trata del sentido de las diversas iniciativas de la vida cotidiana y al mismo tiempo de las premisas para numerosos programas de civilización, programas políticos, económicos, sociales, estatales y otros muchos» (RH 16). El hecho de citar a propósito el magisterio de Juan Pablo sobre el matrimonio y la familia, así como su enseñanza social, es de tal manera obvio que parece superfluo. Conviene más bien recordar alguna iniciativa concreta, como la fundación del Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios so42
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bre el Matrimonio y la Familia, junto con la creación del Pontificio Consejo para la Familia, o la incan sable acción a favor de los derechos humanos y la paz, dirigida por Juan Pablo II en primera persona. Son únicamente dos imponentes documentaciones de la vigorosa determinación de su pontificado a la hora de recorrer ese «primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia» (RH 14) que es el hombre. 4. En el regazo de la nueva Eva Jesucristo, el hombre, la familia humana y su historia ocupan el escenario del gran proyecto tra zado en los comienzos del pontificado del nuevo santo. En primer plano, no podía no imponerse la cuestión de método decisiva: ¿dónde puede el hombre reconocer concretamente la posibilidad de realización que le ofrece Jesucristo, nuevo Adán? La respuesta a esta pregunta debe ante todo hacerse cargo de una grave dificultad. Me refiero a la convicción que afecta a Occidente a partir de la época moderna y que en la actualidad desgracia damente se ha convertido en opinión común de la cultura de los medios de comunicación, en el sen tido que el hombre es tanto más libre cuanto más se sustrae a todo vínculo, incluyendo aquellos de carácter constitutivo, como la relación con Dios, con la familia, con los cuerpos intermedios y con la comunidad civil. Esta actitud tenaz y acrítica 43
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no sólo desconoce el dato según el cual la verdad es, en sí misma, un Acontecimiento de amor (Trini dad), sino también contradice la misma experiencia humana elemental al alcance de cada uno de noso tros desde la infancia. Una vez resuelta esta perniciosa contradicción, la respuesta dada por Redemptor hominis a la pre gunta crucial de método hace surgir un elemento ulterior, tal vez reconocible hoy con mayor clari dad que en el pasado. Se trata de un dato que califi ca la enseñanza del concilio Vaticano II. Me refiero a la consideración de la Iglesia como «como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Es significativo el hecho de que el Papa haya querido retomar esta cita de Lumen gentium en tres pasajes de Redemptor hominis (cf. RH 3, 7 y 18). Llamada a continuar el diálogo de Dios con los hombres —vuelve la referencia de Redemptor hominis a la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI (cf. RH 4)— la Iglesia es un argumento personal y social, es «la comunidad de los discípulos; cada uno de ellos, de forma diversa, a veces muy consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia, sigue a Cristo» (RH 21). Semejante visión sobre quién —y no simplemente sobre qué— es la Iglesia, apunta a hacer evidente, en la estela del concilio Vaticano II, «de qué modo esta comunidad “ontológica” de los discípulos y de los confesores debe llegar a ser cada vez más, incluso “humanamente”, 44
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una comunidad consciente de la propia vida y actividad» (RH 21). La santa Iglesia de Dios se revela así como auténtica “forma mundi”. La celebración de las Asambleas Ordinarias y Extraordinarias del Sínodo de los Obispos, expresión de la dimensión colegial del episcopado, recordada por Redemptor hominis (cf. RH 5), ha contribuido considerable mente a fortalecer la comunidad cristiana. A este examen detenido, también “humano”, de la iden tidad del fiel y de la comunidad cristiana, han con tribuido de forma especial los viajes apostólicos de Juan Pablo II. En este marco, un puesto ente ramente particular hay que reservar a las Jornadas Mundiales de la Juventud, cuya potencia misionera y regeneradora de la vida de la Iglesia no ha pasado desapercibida para nadie. La consideración de la vida de la Iglesia que nos ha ofrecido el pontificado de Juan Pablo II es abso lutamente concreta e histórica, al igual que la de Redemptor hominis sobre el hombre. En este marco es posible, por una parte, comprender la atención que siempre ha prestado el Papa a las tradiciones y a los ritos católicos no latinos (pensemos, por ejem plo, en la encíclica Slavorum apostoli). Por otra, el hecho de asumir, en forma integral y sin reservas, la historia de la cristiandad, marcada también por el pecado de los fieles, condujo a Juan Pablo II a emprender con decisión el paciente y tenaz trabajo por la unidad de los cristianos (cf. RH 6). Además de la significativa encíclica Ut unum sint, es opor tuno recordar los encuentros ecuménicos en los 45
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cuales el Papa deseó participar personalmente, así como las celebraciones comunes con ocasión del Gran Jubileo. Por último, corresponde plenamente a esta vo cación misionera de la Iglesia la tarea del diálogo interreligioso (cf. RH 6). Las imágenes de Juan Pa blo II en la sinagoga de Roma, o su presencia en Asís y en el atrio de la Gran Mezquita Omeya de Damasco, han dado la vuelta al mundo y permane cerán en las páginas de la historia contemporánea. ¿De dónde proviene esta fuerza misionera de la Iglesia? La respuesta sintética, pero inequívoca, que nos ofrece Redemptor hominis nos conduce con natura lidad a la que fue su última encíclica Ecclesia de Eucharistia: «La Iglesia vive de la Eucaristía, vive de la plenitud de este Sacramento» (RH 20), que estable ce «una misteriosa “contemporaneidad” entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos» (EdE, 5). En el sacramento eucarístico, el fiel (sujeto ecle sial personal y comunitario) es incorporado, por obra del Espíritu, a Jesús Redentor, Hijo del Padre eterno, que invita a todos los hombres de toda la historia a decidir, en el acto de fe, como co-ago nistas de la verdad. Como escribe el mismo Karol Wojtyla en uno de sus poemas, nosotros «recibimos el sacramento en que perdura Aquel, el que pasó... Caminantes así hacia la muerte, permanecemos dentro del misterio»23. 23
K. Wojtyła, Meditación sobre la muerte II, en Id., Poesías, BAC, Madrid 2005, 133.
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ÍNDICE
INVITACIÓN A LA LECTURA Gabriel Richi Alberti..............................................
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I. JUAN PABLO II UN TESTIGO PARA EL TERCER MILENIO 1. El agradecimiento: el inicio de un camino humano............................................................... 2. La búsqueda del hombre: la «lucha» por ver el rostro de Dios................................................. 3. La humanidad de Cristo: presencia del rostro de Dios................................................................. 4. El Rostro de Cristo y el rostro del cristiano..... 5. Una existencia «cristiana»...................................
14 16 23 26 28
II. REDEMPTOR HOMINIS EL PROGRAMA DE UN PONTIFICADO 1. «Hacia Cristo, Redentor del hombre».............. 2. El nuevo Adán..................................................... 3. «Adán renovado»............................................. 4. En el regazo de la nueva Eva..............................
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Fotocomposición
Encuentro-Madrid
Impresión y encuadernación
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En sus versos, el poeta Wojtyla nos dice qué es lo que ama, cuál es el núcleo de su experiencia, de esa experiencia de un hombre abrazado y trasformado por la gracia de la Pascua. Juan Pablo II fue protagonista del diálogo con la cultura de su tiempo y agudo crítico de las ideologías, precisamente, gracias a la profundidad de su experiencia humana. Angelo Scola nació en Malgrate, Italia, en 1941. Obtuvo su doctorado en filosofía con una tesis sobre filosofía cristiana (1967) en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán. Posteriormente estudió teología en los seminarios de Saronno y de Venegono, doctorándose por la universidad suiza de Friburgo. Fue ordenado sacerdote en 1970 y en 1991 fue ordenado Obispo, siendo desde 1995 rector de la Universidad Lateranense. En 2002 fue nombrado Patriarca de Venecia por Juan Pablo II, quien le creó Cardenal en 2003. Desde 2011 es Arzobispo de Milán. Entre sus obras más importantes publicadas en castellano destacan Identidad y diferencia; Hans Urs von Balthasar: un estilo teológico; La cuestión decisiva del amor: hombre-mujer; Eucaristía, encuentro de libertades; Luigi Giussani: un pensamiento original; y Una nueva laicidad, todos ellos publicados en Ediciones Encuentro.
ISBN DIGITAL 978-84-9055-260-5