John Locke : ensayo sobre el entendimiento humano
 9788426553218, 8426553214

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Tomás

Tomás Melendo

John Locke ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO

C R IT IC A FILOSOFICA E. M. E. S. A.

Colección Critica Filosófica Director: Luis Clavel! Editorial Magisterio Español Quevedo, 1, 3 y 5, y Cervantes, 18. M adrid-14

Copyright © 1978 by Editorial Magisterio Español, S. A. Depósito legal: M. 37.457-1978 I.S.B.N.: 84-265-5321-4 Printed in Spain Impreso en Lipal, S. A. Avda. Pedro Diez, 3. Madrid-19

INTRODUCCION

A)

Entorno

histórico

John Locke nació en Wrington, cerca de Bristol, en 1632. Educado desde niño en el rigor de la religión pu­ ritana, ingresó pronto en Westminster School, para cursar estudios de lenguas clásicas. Era el año 1647. Cinco más tarde, se traslada al Christ Church College, en Oxford, con intención de seguir la carrera eclesiás­ tica; allí obtiene en 1658 el título de maestro en artes, y ejerce las funciones de lector de griego y retórica y censor de filosofía moral. Ya en esta época, la guerra civil, la ejecución de Carlos I y otros acontecimientos políticos que turba­ ron la paz, imprimieron en Locke un temor marcado hacia las llamadas guerras de religión, y dieron origen a aquel espíritu de tolerancia que se reflejará más tarde en sus escritos. Durante el mismo período, la reacción ante la enseñanza demasiado formalista de Oxford provocó en él una gran pasión por las ideas claras y por las demostraciones exclusivamente racio­ nales; pasión reforzada, algo después, por la lectura directa de Descartes. Hacia los treinta años inicia sus estudios de medi­ cina, aunque no por razones profesionales: como los puestos docentes del Christ Church se reservaban tan sólo a eclesiásticos anglicanos y doctores en medicina, Locke, deseando ahora evitar el estado clerical, decide

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graduarse en ciencias médicas en la Universidad de Oxford. Allí traba amistad con algunos científicos de renombre y, en especial, con el químico Boyle, que dejará su impronta en la concepción y factura del Ensayo. Otro acontecimiento decisivo: en el verano de 1666, mientras realiza sus estudios, conoce a Anthony Cooper, barón Ashley y más tarde conde Shaftesbury, a quien acompañará a Londres como médico particular y secretario. A partir de este momento, y hasta la muer­ te del conde, Locke participa de forma activa en la vida política del país, íntimamente asociado a las pe­ ripecias de la fortuna de Shaftesbury. El ajetreo de la actuación pública no sofoca, con todo, la dedicación al estudio y al quehacer intelectual; al contrario, desde ahora los intereses de Locke se repartirán entre las labores científicas, las ocupaciones políticas y los asun­ tos de moral y religión, ya intensamente cultivados du­ rante sus años jóvenes. Junto a Shaftesbury, elabora los planes de política eclesiástica y económica del gobierno, y ocupa, entre otros cargos de relieve, el Secretariado para los asun­ tos eclesiásticos. Tiempo después, el conde cae en des­ gracia y, derrotado definitivamente por Carlos II, se retira a Holanda; allí le seguirá Locke, al arreciar la persecución contra el partido liberal. En Holanda, mien­ tras defiende con sus ideas la «gloriosa revolución», que llevaría al poder a Guillermo de Orange, Locke trabaja asiduamente en la confección del Ensayo. Lo concluye, con toda probabilidad, hacia 1686. De nuevo en Londres, entre 1689 y 1691, vieron la luz sus tres obras mayores. Pero aun entonces sigue mos­ trándose muy prudente en reconocer la paternidad de su producción: An Essay concerning human Understanding es el único de los tres escritos en que figura

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el nombre de Locke, mientras la Epístola de Tolerantia y los Two Treatisses o f Government se publicaron anó­ nimos; cosa que también puede damos idea de la cau­ tela con que expone en el Ensayo las más aventuradas de sus teorías. Debido a un precario estado de salud, los últimos años de Locke transcurren en Oates. Allí corrige repe­ tidamente sus escritos, vigila las sucesivas reediciones y responde a las polémicas despertadas por la aparición del Ensayo y de la Razonabilidad del Cristianismo. En Oates muere, en 1704. *

*

*

Se ha escrito que, a veces, convendría «leer a Kant como a Montaigne o a Proust»; y que «en los libros de pensamiento puro, como la Etica o la Evolución crea­ dora, se oculta, bajo un sistema aparente, una expe­ riencia humana individual llevada a su grado de genera­ lidad más a lt o » 1. No es fácil descubrir, en Locke, esa experiencia pri­ mordial. Basta lo hasta aquí expuesto para detectar, en su vida, un continuo entrelazarse de intereses: jun­ to a los de moral y religión, que nunca le abandonaron, otros más específicamente filosóficos; y junto con los de las ciencias positivas, los de teórico de Estado y hombre de acción política. Con todo, puestos a desta­ car los elementos dominantes, nos decidiríamos por dos: la política, en la aceptación más dilatada del tér­ mino, y la religión, también en su sentido más lato. Quizá sea herencia de su época; años tempestuosos en los que las cuestiones de estado se alimentan cons­ tantemente con las luchas religiosas. Al fin, el triunfo 1 1 J. Guitton, E l trabajo intelectual, Ed. Criterio, Buenos Aires, 1955, p. 115.

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de la iglesia anglicana, que se alza también con el do­ minio político en Inglaterra. En este contexto, y ya desde su adolescencia, fue cristalizando en Locke una aspiración suprema: la de la paz y el bienestar sociales, considerados como el máximo bien colectivo. Es la inquietud que aflora tanto en sus escritos más jóvenes como en los de plena ma­ durez. ¿Con idénticos matices? No: conforme avanzan los años, el fundamento último de la vida social, sufri­ rá, en la opinión de Locke, un notable desplazamiento. Al principio descansa sobre un orden universal, que Dios garantiza, y al que han de someterse todos los miembros de la sociedad civil. Así, por ejemplo, Locke saluda con satisfacción el retomo de Carlos II, en 1660, por un único motivo: porque la monarquía era garante del restablecimiento del orden social. Para esto — sostenía nuestro autor por aquel entonces— sólo se requiere que el rey no sea un tirano, que también él se someta a la ley de la naturaleza, vigente para los mismos gobernantes. El cimiento último de la activi­ dad civil se remonta, por encima de la ley natural, has­ ta el mismo Dios; y la monarquía ejerce su función primaria —garantizar la paz y el bienestar de los súb­ ditos— cuando asegura el cumplimiento de los precep­ tos morales, entre los que se incluyen de algún modo tanto las obligaciones civiles como las religiosas. Sin embargo, en los años pasados junto a Shaftesbury, el pensamiento lockiano sufre un brusco viraje. Ahora, lo que cimenta la concordia entre los ciudada­ nos es la precaria base de un acuerdo común entre todos ellos, con el fin de proteger los derechos inalie­ nables de cada individuo sobre la propia subjetividad. La monarquía, como cualquier otro tipo de autoridad, ya no se considera de origen divino, sino sustentada en una especie de contrato de los que componen la sociedad civil. Y de la misma fuente dimana el poder

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de las iglesias: de la conjunta aceptación, por parte de sus miembros, de una serie de normas coactivas. En los escritos lockianos de este período, al paso que crece la autonomía radical de cada individuo, se insi­ núa también, cada vez más neta, una completa separa­ ción entre la sociedad civil, dirigida a preservar los derechos de los ciudadanos en este mundo y a favore­ cer el desarrollo de la nación, y las asociaciones religio­ sas, cuya jurisdicción sólo alcanza las cuestiones rela­ tivas a la salud de las almas. La Epístola de Tolerantia, por ejemplo, presenta como hilo conductor la idea de que la sociedad civil, esencialmente económica, debe tutelar la vida, la liber­ tad y los bienes particulares de los ciudadanos; mien­ tras la Iglesia sería una comunidad privada, cuyo po­ der se extiende a la esfera estrictamente espiritual, siempre y cuando no repercuta en la vida civil. Los de­ rechos de la subjetividad de cada individuo se levantan como barreras infranqueables; en consecuencia, el Es­ tado no puede intervenir allí donde no entre en juego la prosperidad material, y la Iglesia no podría trascen­ der las formas espirituales de la vida religiosa, inope­ rantes para las acciones cotidianas. Por su parte, The Reasonabteness of Christianity, pu­ blicada algo después del Ensayo, es un intento de re­ ducir al mínimo la fe cristiana, distanciando los ámbi­ tos religioso y civil, y arrinconando la vida religiosa en los dominios de la fe, que para Locke representa tan sólo el más alto grado de opinión. Es la razón la que dirige la conducta. Por eso, y como la certeza de la verdad revelada no puede parangonarse a la del nú­ cleo más noble de las adquisiciones racionales, la reli­ gión no tendrá nada que decir en el ámbito de la moral y de los comportamientos públicos: se trata de un ele­ mento extraño a la naturaleza del hombre en cuanto hombre, que sólo goza de ascendiente sobre los indi­

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viduos en la medida en que se reduce a sus elementos racionales. Hasta aquí una de las imágenes de Locke transmitida por la historia: estadista, defensor pertinaz de la tole­ rancia, teórico de economía, precursor incluso del libe­ ralismo y de la moderna democracia. A nosotros nos interesa la otra, la del Ensayo. Pero... ¿se trata en verdad de «otra»? ¿No será posible descubrir, en las obras de política o economía y en las más rigurosa­ mente filosóficas, un mismo nervio, una trabazón pro­ funda? Al menos un hecho es claro: paralela a la evolución de sus opiniones políticas, observamos en los escritos de Locke otra no menos patente: la de su teoría del conocimiento. En los comienzos, cuando todo el edificio lockiano gravita sobre las exigencias de la ley natural, ésta se manifestaba con sólo aplicar el poder de la razón a los datos que obtenemos en la experiencia. Así, partiendo del orden del universo, cada uno podía elevarse hasta un Legislador Supremo al que todos, incluido el rey, deben prestar obediencia. Tiempo adelante, la situa­ ción cambia; y, si atendemos a las palabras de Locke, en esta mudanza mucho tuvo que ver la lectura de Descartes y, en especial, la aceptación de las «ideas cartesianas». Estas, al transformarse en objeto exclu­ sivo de todo conocer, hacían imposible el contacto de nuestra inteligencia con el orden del universo y la fundamentación de la vida ética en unas normas ob­ jetivas. Encerrado desde entonces en el dominio de la sub­ jetividad, Locke consagrará lo m ejor de sus esfuerzos a descubrir ese orden que garantiza la paz entre los pueblos, pero cimentándolo exclusivamente en la indivi­ dualidad de cada sujeto. Fueron los veinte años de re­ dacción del Ensayo.

Introducción

B)

B reve

resumen del contenido

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2

En su primera edición completa, fechada en 1690, el Ensayo aparece dividido en cuatro libros, de extensión muy diversa: más bien cortos el primero y el tercero; desproporcionadamente largo el segundo, que es tam­ bién el más descriptivo. En total, unas mil páginas, en las que a veces se descubre cierta elegancia y voluntad de estilo, pero cuyo conjunto resulta monótono y pesa­ do; falta unidad en la composición, y el ritmo impuesto por el sucederse de detalles accesorios se torna fastidio­ so y lento; abundan las repeticiones; no es fácil encon­ trar un solo argumento de relieve que el autor no ex­ ponga más de una vez. En pocas palabras, se advierte que la obra ha sido escrita a lo largo de cuatro lustros, y se echa en falta un esfuerzo unificador que hiciera más lineal su desarrollo. En la Introducción, atisbando ya los derroteros por los que habrían de encaminarle las futuras investiga­ ciones, Locke se declara satisfecho si, como fruto de su trabajo, obtiene un conjunto de normas con las que dirigir la conducta humana en esta vida y lograr la felicidad. Locke considera aleatoria la elaboración de una ciencia que revele las realidades materiales en su naturaleza más íntima; se contenta con disponer de una moral «científica», exclusivamente racional. Para eso escribe el Ensayo. Parece que la moral existente hasta entonces — la moral revelada— no le satisfacía: «tenía unos fundamentos poco sólidos». 2 Seguimos la edición inglesa de A. Campbell Fraser: An Essay Concerning Human Vnderstanding, Oxford, 1894, 2 volúmenes. En las citas de acuerdo con la numeración adoptada desde las primeras ediciones del Ensayo, se indican con números roma­ nos cada uno de los cuatro libros en que Locke lo dividió, y con números árabes, el capitulo y el número que los editores atri­ buyeron a los distintos párrafos.

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1. El libro prim ero posee un carácter más bien in­ troductorio. Con él Locke desbroza el terreno, tratan­ do de eliminar los prejuicios de los que sitúan en unos presuntos «principios innatos» el origen de todo cono­ cimiento. Contra ellos, Locke afirma que no existe nin­ gún principio naturalmente impreso en nuestra inte­ ligencia: ni especulativo ni práctico. Esta es la pars destruens; el resto de la obra constituye, por así de­ cir, la parte constructiva. En ella Locke tratará de establecer «los límites que separan la opinión del cono­ cimiento, y examinar qué reglas deben observarse para determinar con exactitud el grado de nuestra persua­ sión con respecto a las cosas de las que no tenemos un conocimiento cierto» (I, Introducción, n. 3). 2. Con este fin, estudia en el libro segundo «cuál es el origen de las ideas, nociones, o como se las quiera llamar, que el hombre observa en sí mismo, y que es consciente dentro de sí mismo de tener en su propio espíritu; y con qué medios la inteligencia recibe todas estas ideas» (ibíd.). Si no existe ningún conocimiento innato, si nuestra mente es al principio como una hoja en blanco en la que nada hay escrito, a Locke sólo le resta subrayar el origen sensible de todo nuestro conocimiento. Los sentidos nos proveen de multitud de ideas — color, sa­ bor, peso— , y la inteligencia, al reflexionar sobre sus propias operaciones, nos surte de muchas otras, como el pensar, percibir o querer. Locke denomina a estos elementos ideas simples, suponiendo que cada uno de de ellos se presenta a nuestra percepción con abso­ luta independencia de todos los demás. Por ejemplo, cuando tenemos entre las manos una vela encendida, la idea de blancura se manifiesta a nuestro espíritu con total independencia de la sensación táctil que esa misma cera provoca; ésta, a su vez, es independiente

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del calor originado por la llama. Y lo mismo sucede cuando gustamos un terrón de azúcar o contemplamos un paisaje de campaña: lo que se produce en nosotros es un agregado de sensaciones sin ninguna cohesión mutua. Sólo después nuestra mente combinará estos mate­ riales simples, formando con ellos las ideas complejas. Por ejemplo, al unir la sensación de dulzura a la de blancura y a un determinado peso, obtengo la idea compleja de azúcar; y al considerar como un todo el conjunto de movimientos con los que una persona pro­ voca la muerte de otra, la noción de homicidio. Una vez en poder de ese mundo ideal, nos bastará observarlo atentamente para descubrir ese conjunto de relaciones constantes entre las ideas que constitu­ yen el auténtico conocer. •

3. Sin embargo, antes de abordar propiamente el tema del conocimiento, Locke dedica todo un libro, el tercero, a estudiar la naturaleza y usos del lenguaje y su relación con las ideas. Analizaremos más adelante el porqué de esta inclu­ sión. Baste ahora considerar que la lengua era el vehículo más apto para transmitir a los hombres la moral geométrica que Locke ambicionaba. Por eso, como complemento a la ciencia racional de las costum­ bres, el Ensayo postula la necesidad de una reforma del lenguaje que lo transforme en instrumento idóneo para la comunicación de la ética: esta reforma, al refrenar los abusos voluntarios en el uso del habla, y paliar en lo posible las imperfecciones inherentes al lenguaje, evitará muchos enfrentamientos y disturbios sociales. 4. El libro cuarto representa el desenlace de todo el Ensayo. Locke lo divide en dos partes. En la primera muestra «cuál es el conocimiento que la inteligencia

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alcanza por medio de las ideas; y cuál es la certeza, la evidencia y la extensión de ese conocimiento» (ibíd.). Y, después de un estudio bastante detallado, concluye: es imposible conocer de modo científico la naturaleza del mundo; por eso, conviene dedicar lo mejor de nues­ tros esfuerzos a la construcción de la moral demostrada de modo matemático, instrumento infalible para regu­ lar nuestra conducta. En la segunda parte, examina «la naturaleza y los fundamentos de la fe, o de la opinión», entendidas como «aquel asentimiento que damos a una proposición como verdadera, aunque no tengamos un conocimiento cierto de su verdad» (ibíd.). Para Locke, la fe consti­ tuye un saber de segundo grado, inferior al que obte­ nemos por la razón. Por eso, las facultades racionales deben juzgar el dato revelado y hacerlo partícipe de su propia racionalidad. La fe queda así subsumida en el ámbito de la razón, y ésta se convierte — con expre­ sión muy querida para el autor del Ensayo— en nuestro último juez y guía.

ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO

EL INTENTO DE UNA MORAL GEOMETRICAMENTE DEMOSTRADA En la Epístola al Lector, narra Locke el origen del Ensayo: una conversación amigable en la que progresi­ vamente se hizo imposible avanzar un solo paso. Des­ pués de meditar un poco, creyó haber descubierto la causa de esta dificultad, y advirtió a sus amigos que quizá estaban afrontando la cuestión por un camino equivocado. Entonces pensó que, antes de enzarzarse en investigaciones de otra índole, era preciso analizar la naturaleza y el alcance de nuestro propio conoci­ miento. Por tanto, según su autor, el Ensayo tiene un carácter propedéutico, instrumental: Locke lo concibió como el presupuesto que daría validez a cualquier conocimiento futuro y como el requisito imprescindible para satis­ facer al espíritu humano en las investigaciones que naturalmente se plantea1: ese instrumento nos libra­ ría de la duda universal.1 1 «...y a que llegué a la conclusión de que el primer medio posible para satisfacer al espíritu en las numerosas investigacio­ nes a las que éste por sí mismo está muy inclinado a dedicarse

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Aunque quizá sea una actitud no exenta de cierta retórica, Locke se presenta abrumado por la multitud de opiniones que reinan entre los hombres: tantas, tan diversas, y, sobre todo, sostenidas con tanto empeño, que surge la sospecha de que la verdad no existe o que los hombres no poseen los medios suficientes para alcanzarla (cfr. I, Introd., n. 2). Para conjurar este pe­ ligro, Locke sólo encuentra un remedio: examinar la aptitud de nuestra inteligencia, de manera que luego ya no podamos poner todo en duda bajo el pretexto de que existen algunas cosas que no logramos conocer (cfr. I, Introd., n. 6). Mientras este estudio no se reali­ ce, «el problema se estará afrontando al revés; y en vano buscaremos la satisfacción que podría proporcio­ narnos la posesión tranquila y segura de las verdades que nos son más necesarias» (I, Introd., n. 7); podremos planteamos indefinidamente una cuestión tras otra, sin que eso nos sirva más que para aumentar nuestra incerteza, hasta arrojarnos a un escepticismo absoluto (cfr. I, Introd., n. 7). Como Descartes, Locke comienza el Ensayo some­ tiendo todos los conocimientos a la duda universal. Y propone, como primer paso para superar esa duda voluntaria, un estudio de nuestras ideas y facultades cognoscitivas (cfr. I, Introd., n. 8): no en lo que tienen de seres reales, sino exclusivamente en cuanto conoci­ das, como objeto del pensamiento (cfr. I, Introd., n. 2). La primera evidencia que resiste a toda duda es, pues, una vez más, el cogito. Sólo después de examinar nuestras ideas claras y distintas — continúa Locke— , podremos delimitar los confines de nuestro conocimiento y afrontar con posi­ seria el de obtener una visión de conjunto de nuestra inteligen­ cia, examinando sus capacidades y viendo a qué objetos éstas pueden aplicarse» (I, Introducción, n. 7).

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bilidades de éxito otras investigaciones. En concreto, podremos distinguir el ámbito de la certeza refleja —el único donde hay un conocer auténtico— del campo donde sólo es posible alcanzar la probabilidad (cfr. I, Introd., nn. 2 y 3); y de este modo, sin perdernos en investigaciones inútiles, dirigiremos nuestros esfuerzos en aquella dirección en la que las fuerzas naturales nos permiten obtener un saber indudable (cfr. I, Introd., n. 4). ¿Cuál es este ámbito?: el de las matemáticas y las ciencias morales. En la misma Introducción, adelan­ tando conclusiones posteriores, Locke delimita el alcan­ ce de nuestra certeza, y afirma que ésta se extiende lo suficiente para asegurarnos una posesión tranquila y segura de la propia felicidad (cfr. I, Introd., n. 5). Sa­ bemos que los asuntos de moral y religión acaparaban la atención de Locke por aquellos años; lo demuestran ciertos escritos que hacía circular entre un grupo de amigos intelectuales y que permanecieron inéditos en vida del autor2. Además, uno de éstos, James Tyrrel, dejó escrito al margen de un ejemplar del Ensayo que la conversación a la que Locke se refiere en la Epístola — en la que Tyrrel participó— había versado sobre los principios de la moral y de la religión revelada. Pre­ cisamente para dar una solución definitiva a esos pro­ blemas escribió Locke el Ensayo. A)

I n f l u e n c ia E nsayo

db

D escartes

e n l a c o n c e p c ió n

del

En estos breves rasgos se ponen de relieve muchas semejanzas y algunas diferencias entre el planteamiento del Ensayo y el del Discurso del método, de Descartes. 2 Se trata de los Essays on the Law o f Nature, de dos peque­ ños tratados sobre el poder civil, y del Essay Conceming Toleration.

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En primer lugar, también el Discurso se presentaba como un valor propedéutico para cualquier otro saber. Descartes se había fijado como meta alcanzar «el per­ fecto conocimiento de todas las cosas que el hombre puede saber tanto para conducir su vida como para la conservación de la salud y el descubrimiento de muchas artes útiles»; quería «distinguir lo verdadero de lo falso para ver claro» en sus acciones «y andar con seguridad por esta vida». Pero sobre todo, sus intereses se dirigían hacia la construcción de una ciencia física que le ga­ rantizara el dominio absoluto de la naturaleza. Locke, en cambio, se orientará más bien hacia la edificación de una moral que le permita disponer de sus propias acciones y, en la medica de lo posible, de su mismo fin. Uno y otro sostienen que el inicio a partir del propio conocimiento es el único medio para zafarse de la duda universal, y que el cogito les proporcionará esa certeza de la que derivan los demás conocimientos; por eso Descartes se empeña en «descubrir en mí mismo» aque­ llo que está buscando, y Locke, en «hacer de la inteli­ gencia su propio objeto». Ambos, además, pretenden servirse de sus solas facultades naturales, y rechazando cualquier ayuda externa. Por último, los dos proponen como criterio de verdad y certeza las ideas claras y distintas. Evidentemente, tantas semejanzas no pueden ser fru­ to de la casualidad. Ya en Oxford, Locke había cono­ cido algunos escritos de Descartes y de las filosofías francesas ligadas al cartesianismo. Luego, en sus viajes a Francia, tuvo oportunidad de estudiar a fondo el pen­ samiento cartesiano, en sus propias obras y en las de sus discípulos y comentadores. Esa influencia no sólo dejó honda huella en Locke, sino que supuso un cambio de rumbo en su pensamiento: él mismo reivindicará años más tarde la novedad del Ensayo sobre otros es­

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critos anteriores, haciendo responsable de tal cambio a la fuerte influencia de Descartes y de su método. Desde los primeros esbozos del Ensayo hacen su apa­ rición las «ideas» cartesianas; e irrumpen con tal fuerza que acaban por deshacer la armonía de los anteriores escritos de Locke. En éstos, partiendo de los sentidos se podía llegar hasta el conocimiento del mundo, del orden establecido por Dios en el universo, y de la ley natural que obliga a todos los hombres3. Sin embargo, con la introducción de las ideas de Descartes, las cua­ lidades del mundo externo pasan a identificarse con nuestras ideas; y éstas, reducidas a modificaciones de la sensibilidad subjetiva, se desgajan de las cosas y del orden del universo. La sustancia se convierte en el nú­ cleo de un conjunto de cualidades sensibles que obser­ vamos siempre unidas y a las que, por esta sola razón, damos un mismo nombre. Las acciones morales se re­ ducen a un conglomerado de ideas simples indepen­ dientes, unidas sólo por su comparación a un modelo de comportamiento subjetivo. Como resultado, el mun­ do de las cosas y el de las normas morales se desvincu­ lan: el primero se funda en la uniformidad observable de las cualidades sensibles; y el segundo, en un con­ junto de normas o leyes, producto exclusivo de la sub­ jetividad humana. La experiencia parecía negativa: al introducir en su propia filosofía las ideas cartesianas, Locke ve derrum­ 3 Sirvan como ejemplo estas palabras de los Essays on the Law o f Nature, ed. by von Leyden, p. 132: «de los cuales (los datos ofrecidos por la sensibilidad) la razón y la facultad de argumentar, que es propia del hombre, llegando hasta el autor de aquellas cosas mediante argumentos que derivan con nece­ sidad de la materia del movimiento y de la estructura y economía visible de este mundo, finalmente concluye y establece en si con certeza que existe un Dios autor de todas estas cosas; puesto lo cual, se sigue necesariamente que existe' una ley de naturaleza universal que obliga al género humano».

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barse todo el edificio intelectual construido en años anteriores. A pesar de todo, decide adoptar lo más fun­ damental del método de Descartes. ¿Por qué? Porque en las ideas descubre el instrumento que permitía a la razón humana levantar un mundo exclusivamente pro­ pio y, a la vez, capaz de ser confrontado con las infor­ maciones de los sentidos. En la medida en que ese universo estaba fabricado exclusivamente por la razón, era susceptible de un conocimiento exhaustivo y de una utilización perfecta; y en la medida en que se con* formase con la realidad, podría también servirnos para aplicarlo a ella. Ciertamente, ese utensilio, construido a base de ideas claras y distintas, tenía un alcance li­ mitado; pero dentro de su propio ámbito gozaba de una eficacia absoluta. La intuición. primera de Descartes había sido preci­ samente la de concebir una matemática universal, una ciencia perfecta, capaz de proporcionamos un cono­ cimiento exhaustivo en todas las esferas de la realidad y un dominio omnipotente sobre el mundo de la ma­ teria. Cuando Descartes intentó llevar a cabo esta em­ presa, tuvo que modificar mentalmente las cosas hasta convertirlas en entidades manejables según el modelo matemático; en esencias abstractas, claras y distintas, independientes de cualquier otra esencia. Descartes pensaba que estas naturalezas abstractas constituían los elementos simples entre los que cabría establecer unas relaciones de orden, similares a las de los principios matemáticos. Primero descubrió esas uni­ dades: Dios, el pensamiento, la extensión. Después, tra­ tó de averiguar cuáles vienen antes y cuáles después, y de aplicarles las reglas que dictan las matemáticas. Pero pronto Gassendi, Hobbes y otros objetaron que las ideas cartesianas, lejos de ser claras y distintas, encerraban bastante confusión; además, no eran sus­ ceptibles de tratamiento matemático. Crítica muy lógica

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si se tiene en cuenta que el pensamiento, para Descar­ tes, era todavía espiritual; y un pensamiento espiritual no es descomponible en unidades simples. Por su misma formación filosófica y científica — Locke era médico, no matemático— , nuestro autor se sin­ tió tentado a encauzar la empresa por otros derroteros. Después de observar con detalle cómo se desarrolla el conocimiento humano, creyó haber descubierto aquellos ingredientes con cuya combinación podría llegar a pro­ ducir todas las ideas que existen en el entendimiento: las ideas simples de sensación y de reflexión. Además, se sintió capaz de establecer el orden en que nuestro espíritu forma todas las ideas complejas a partir de sus elementos originarios. Parecían resueltas las dificultades con que se había encontrado Descartes; y se disponía de unas ideas descomponibles en unidades mínimas y susceptibles de un tratamiento matemático riguroso. Cuando Locke puso a prueba la viabilidad de su em­ presa, descubrió que era factible con sólo dos condi­ ciones: a) que las ideas simples que componen todas nuestras ideas complejas fueran claras y distintas: y para ello decidió reducir la realidad a lo que se ofrece en la percepción de las ideas, de modo que éstas no se refieran a ninguna otra cosa sino a ellas mismas4; b ) en segundo lugar, las ideas complejas deberían con­ tener un número definido de ideas simples.

B)

E l paso de una MATEMÁTICA

m atem ática universal a una m o r al

Al aplicar estos criterios a los dos campos en que consideraba dividido todo el universo cognoscible — el* * Cfr. a este respecto E. Gilson, La unidad de la experiencia filosófica, Ed. Rialp, Madrid, 1960, cc. 5 a 8.

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de las sustancias y el de la moral— , Locke se encontró con que las ideas complejas de sustancia contienen por lo menos una idea simple que no es clara y distinta: la de un número subsistente en el que inhieren todas las ideas de sensación y del que se pretende que éstas deriven. Además, ésa es la idea específica de sustancia; por su misma naturaleza las ideas de sustancia se re­ fieren a algo extrínseco a la subjetividad humana; y ese algo se resiste a ser reducido a idea clara y distinta. Por eso Locke quedó convencido de que ni la filosofía de la naturaleza ni la metafísica podrían nunca ser trata­ das de modo científico5. s El problema, para L ocke, no era nuevo. Años antes, en el Essays on the Law of Nature, habla hecho hincapié en la imposi­ bilidad de reducir el fundamento último de la realidad a con­ ceptos manejables por la inteligencia, ya que se trata dé algo que ésta «ni descubre ni prueba». Incluso la matemática presen­ taba este mismo defecto cuando pretendía constituirse como ciencia de lo real: «reconozco —decía— que son maravillosas las cosas que la razón encuentra e investiga en las ciencias mate­ máticas, pero todas las cosas que derivan de las líneas se cons­ truyen en las superficies e inhieren en un cuerpo que les sirve de fundamento. La matemática postula que existen estos objetos de las propias operaciones y otros axiomas y principios comunes, pero no los descubre ni los prueba. La razón utiliza claramente el mismo método al tratar y transmitir las otras disciplinas (...). Si se recorren una por una las ciencias especulativas, no existe ninguna en la que no se presuponga siempre algo, se lo acepte como dado y se lo tome de alguna manera como préstamos de los sentidos» (pp. 149-150). En estas líneas todo apunta al repudio, junto con los «principios y axiomas comunes», de ese fondo del mundo exterior que no se quiere aceptar. El ser es lo que hace que la realidad se presente ante nuestros ojos con todas las carac­ terísticas. de «lo dado». Por eso, junto con el ser, Locke rechaza­ rá todas las ciencias especulativas y limitará su campo de estudio a aquellos objetos que de alguna manera pueden «deducirse» exclusivamente de la actuación humana: las ciencias prácticas y, más concretamente, la moral en cuanto deriva de modo exclu­ sivo de la voluntad del sujeto.

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No le importaba demasiado. Desde sus años jóvenes había dirigido los propios intereses por otros rumbos: los de las ciencias éticas o, en general, humanas. Y las ideas de la moral — decía— no tienen por qué adecuar­ se a una realidad exterior; son ellas los arquetipos a los que habrá de referirse cualquier comportamiento para juzgar acerca de su rectitud. Las nociones morales no contienen en sí nada que no sea reducible a ideas simples de reflexión claras y distintas; además, por ser factura de nuestro entendimiento, su orden de pro­ ducción resulta absolutamente conocido. En consecuen­ cia, la moral sí que admite un tratamiento matemático. Al aceptar la instancia metodológica de Descartes —haciéndola incluso más coherente—, Locke obtuvo como resultado y proyecto una curiosa ciencia matemá­ tica, capaz de fundar sólo una parte de la realidad: la moral. «Había así alcanzado la más paradójica conclu­ sión que un cartesiano pudiese imaginar: el razona­ miento matemático es todavía un instrumento precioso y perfecto, pero que puede ser aplicado también al mundo moral. Es más, se aplica más propiamente a este mundo que al físico, que era aquel en el que Des­ cartes lo había ampliamente usado»6. La moral geométricamente demostrada se convierte, en manos de Locke, en la gran tarea de la humanidad en cuanto tal; mientras las ciencias físicas y cualquier tipo de investigaciones merecen sólo la aplicación y el estudio de los hombres ¡particulares, considerados ais­ ladamente (cfr. IV , 12, nn. 11-13). Locke concibe la elaboración de esa ética como el requisito imprescindible para poner fin a los distur­ bios sociales que aquejaban a la Europa del seiscien­ tos. Sin embargo, el proyecto no carecía de dificulta-* * C. A. Viano, John Locke. Dal razionalismo all'iluminismo, G. Einaudi Ed., Torino, 1960, pp. 173-174.

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des. La más relevante: esa moral obtiene todo su valor precisamente por ser una construcción del sujeto; pero a la vez, si quiere erigirse en panacea de la paz social, debe ser aceptable por todos, intersubjetiva. En sus escritos más jóvenes, Locke había intentado resolver esta cuestión recurriendo a la Omnipotencia divina; es Dios el que daría objetividad a la moral por propuesta. Hacia el final de su vida — y en los años en que com­ pone el Ensayo— se asoma de nuevo esa solución; y al mismo tiempo, afronta de modo directo el problema de la comunicación de la moral, factible sólo en medio del lenguaje. Pero la lengua, por su carácter convencional, era también muchas veces fuente de equívocos y de dispu­ tas; y así, junto a la construcción de la moral demos­ trada, Locke se impuso como meta una reforma del lenguaje, que lo transformara en el vehículo apto para transmitirla. La idea no era nueva: años antes se la habían planteado a Descartes; y éste, aun consciente de las dificultades de la empresa, creyó que «se podría crear una lengua universal, ‘ muy fácil de comprender, de pronunciar y de escribir', excluyendo incluso de los espíritus toda posibilidad de error, con sólo que ‘al­ guien hubiese explicado bien cuáles son las ideas que hay en la imaginación de los hombres’» 7. Ese era pre­ cisamente el propósito de Locke: descubrir las unida­ des simples que componen nuestras ideas, poniendo al mismo tiempo de manifiesto el orden en que se forman. «De este modo, la razón se convertía en el instrumento que orienta al hombre en todos los campos; la razón no queda excluida de ningún problema humano, aunque es verdad que no en todos puede desempeñar el mis­ mo poder clarificador. A la razón cartesiana, que tiene 7 E. Gilson, Lingüística y filosofía, Ed. Gredos, Madrid, 1974,

p. 88.

El intento de una moral...

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sobre todo la vocación del conocimiento del mundo na­ tural y de la matemática, Locke oponía una razón, cuya misión principal consiste en orientar al hombre en todos los problemas humanos; y antes que nada en los asuntos políticos y religiosos, que Descartes había excluido de su ámbito de interés.»*

* C. A. Viano, o. c., pp. 597-598.

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bado que existen proposiciones innatas: pues es posi­ ble que el conocimiento de tales principios nos llegue por otras vías (cfr. I, 2, n. 19 y I, 1, n. 3). Así, pues, no existe ningún principio, ni especulativo ni práctico, que reciba un asentimiento universal. ¿Prue­ bas? Defender el innatismo actual — arguye Lócke— equivale a admitir en cada hombre unas verdades inna­ tas actualmente conocidas; pero ese innatismo es con­ trario a la experiencia: existen muchísimas personas —los niños y los salvajes, por ejemplo— que desco­ nocen absolutamente las más elementales de esas pro­ posiciones. Se suele atribuir el carácter de innatos a los clásicos principios de identidad y no-contradicción: todo lo que es, es; y es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo. «Sin embargo — observa Locke— , me tomaré la libertad de afirmar que, lejos de recibir un consentimiento general, existe una gran parte del género humano para el que esas proposiciones no son ni siquiera conocidas» (I, 1, n. 4). Si esto es así, con mucha menor razón podrá atribuirse el carácter de innato a ningún otro principio especulativo. Tampoco los preceptos prácticos corren mejor suer­ te, pues no existe ni siquiera una verdad ética univer­ salmente reconocida sin duda o dificultad (cfr. I, 2, nn. 1 y 2). En este campo, lo que sí es verdaderamente innato en todos los hombres es el deseo de ser felices y la aversión a la infelicidad; pero «éstas son inclina­ ciones de nuestro ánimo hacia el bien, y no impresio­ nes de una cierta verdad que haya sido estampada en nuestra inteligencia» (I, 2, n. 3). N o se puede hablar, por tanto, de innatismo actual. Tampoco cabe sostener un innatismo virtual de los principios especulativos; es decir, que la inteligencia posea sólo un conocimiento implícito de tales máximas, que se explicita en cuanto le son propuestas por vez primera. Esta postura no resuelve nada, porque equivale

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a decir que la inteligencia conoce tales proposiciones antes de asentir a ellas y, por tanto, antes de conocerlas (cfr. I, 1, n. 2). Con respecto a las leyes morales, sólo cabría hablar de innatismo virtual en un sentido impropio: afirmando que todo el mundo conoce esas leyes, aunque algunos las violen. A este argumento responde Locke que él está firmemente persuadido de que el modo de actuar de cada persona constituye el mejor intérprete de sus pensamientos (cfr. I, 2, n. 3); además —añade— , aun­ que el hecho de que una ley sea violada por algunos, no se sigue que sea desconocida, en cambio, el que «su infracción sea generalmente admitida en cualquier lu­ gar del mundo, demuestra que esa ley no es innata» (I, 2, n. 12). Locke reconoce que todos los hombres asienten de inmediato a ciertas proposiciones, como «el todo es mayor que la parte» o «nada puede ser y no ser a la vez y bajo el mismo aspecto»; pero ese rápido asenti­ miento no prueba que se trate de proposiciones inna­ tas, puesto que no difiere visiblemente del que se da a otro tipo de verdades. Demuestra sólo que dichas máximas son evidentes para el que entiende su signi­ ficado; pero también lo son otras, como «dos más dos son cuatro», o «la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos rectos». Por otra parte, si la evidencia es un privilegio innegable de los principios especulativos que se pretenden innatos, «en lo que se refiere a los principios morales será sólo con razona­ mientos, con discursos y con cierta fatiga de nuestro espíritu como podremos asegurarnos de su verdad» (I, 2, n. 1). No existe « ninguna regla moral de la que no se pueda justamente preguntar su razón (...). De donde se advierte claramente que la verdad de las nor­ mas morales depende de otras verdades anteriores, de las que debe ser 8educida; cosa que no podría ocurrir

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si estas reglas fuesen innatas, o simplemente evidentes por sí mismas» (I, 2, n. 4). Entre otros argumentos con los que Locke rechaza la existencia de principios innatos, hay uno que mani­ fiesta de manera muy clara el contexto cartesiano en que se mueve su filosofía: no se puede afirmar que existan principios innatos, pues eso nos obligaría a suponer también una enorme cantidad de ideas del mismo tipo (cfr. I, 3, n. 1). Además, si se pretende que esas ideas son el fundamento de verdades generales e indudables, universalmente conocidas y naturalmente aceptadas, es necesario sostener que son claras y dis­ tintas (cfr. I, 3, n. 4). Pero la experiencia nos demues­ tra que esto no ocurre. Locke lo ilustra con algunos ejemplos, referentes en su mayor parte a los principios prácticos de la moral: así, quien afirme que princi­ pios como «es deber de los padres cuidar de los propios hijos», «o el hombre debe dar culto a Dios» son inna­ tos, tendría que considerar también innata, en primer lugar, la idea de deber. Pero nadie puede poseer una noción clara y distinta de lo que es el deber si no co­ noce con claridad que existe Dios, y que es Legislador; si ignora que hay una ley que obliga a realizar deter­ minadas acciones y prohíbe otras, o que existe una vida futura en la que los hombres recibirán el premio o castigo de acuerdo con su actuación presente; y, por último, si desconoce las mismas ideas de pena o re­ compensa. Por tanto, si la idea de deber fuese innata, también tendrían que serlo todas aquellas que se re­ quieren para su perfecta comprensión: Dios, ley, vida futura, pena y recompensa (cfr. I, 2, n. 12). Sin embargo, ni siquiera la idea de Dios es universal­ mente reconocida. Muchos apenas saben que Dios exis­ te, o le niegan; otros tienen una noción tan pobre y arbitraria, que sería absurdo calificarla de clara y dis­ tinta; otros, por fin, poseen opiniones aberrantes acerca

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de la divinidad (I, 3, nn. 7-10). Pero si la idea de Dios no es evidente, mucho menos lo serán otras que tam­ bién forman parte de los principios morales: las de pecado y virtud, por ejemplo. Tampoco en los principios especulativos encontramos ninguna idea innata. No lo son, por ejemplo, las de identidad y diversidad, que forman parte de los más famosos axiomas del conocimiento (cfr. I, 3, n. 4). No lo es, tampoco, la noción de sustancia, imprescindible para conocer un enorme sector de la realidad. Por tan­ to, concluye Locke, la naturaleza no nos ha provisto de ningún tipo de ideas o principios de las que derivar nuestro conocimiento; cosa, por otro lado, absoluta­ mente inútil, ya que nos ha dado las facultades nece­ sarias para descubrir con nuestras fuerzas todo lo que necesitamos para el desenvolvimiento de nuestra vida.

B)

La

búsoueda de un p r in c ip io

absoluto

DEL CONOCIMIENTO

Locke multiplica, con profusión de ejemplos, las ra­ zones que le han llevado a poner en duda la existencia de principios innatos. Ante tal aglomeración de argu­ mentos, que poco o nada agregan a los que acabamos de exponer, surge, inmediata, la pregunta: ¿por qué esa insistencia machacona, ese esfuerzo por acumular prue­ bas, y tanto espacio consagrado a refutar una opinión con la que poca gente concuerda? Y es que quizá Locke, con este libro primero, esta­ ba poniendo en juego algo más que la simple existencia de los principios innatos. En efecto, la pretensión de que el carácter innato de los principios es algo gene­ ralmente admitido por todos los hombres (cfr. I, 1, n. 1) resulta a todas luces exagerada. Habría que limi­ tarla más bien al círculo restringido de los seguidores

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de Descartes, y quizá a algunos de los escolásticos con los que Locke adquirió sus primeras nociones de filo­ sofía en Oxford, o a los teólogos neoplatónicos que fre­ cuentó en Cambridge. El libro primero del Ensayo se dirige a unos y otros en el contexto de las relaciones entre Descartes y los escolásticos. Vamos a examinarlas. Como es sabido, estas relaciones no podían califi­ carse de amigables. Cuando Locke redactó el Ensayo, la filosofía escolástica, perdido el vigor de su época de oro, arrastraba varios siglos de clara decadencia, y amenazaba con descomponerse. La cultivaban todavía grupos más o menos numerosos de filósofos y teólo­ gos, pero, en muchos casos, sólo porque no encontraban otro pensamiento con el que nutrirse. Por eso puede considerarse mortal el golpe que le asestó Descartes al pretender sustituirla por la filosofía matemática apenas descubierta. Se inauguraba así una corriente de pensa­ miento, cuyos seguidores aceptarán sin vacilación los postulados contenidos germinalmente en el cogito: has­ ta tal punto, que'la nueva filosofía podría caracterizar­ se por la coherencia cada vez más acentuada en con­ ducir a sus últimas conclusiones los principios instau­ rados por Descartes'. Ese rigor creciente conducirá, en ocasiones, a iniciar el propio sistema con una critica a los autores ante­ riores; crítica que suele consistir, tantas veces, en una vuelta más fiel al fundamento. Por eso, en las obras de casi todos los que componen la «nueva filosofía» podemos descubrir dos aspectos complementarios: uno primero, pars destruens, en el que, aceptando el plan­ teamiento de fondo, se reprueba la falta de coherencia > «Al padre del idealismo moderno —Descartes—, y con él a toda la serie de sus herederos, yo reprocho el que, al hacer mu­ dar cada uno su propio sistema, hayan seguido una línea evolu­ tiva de una lógica interna irresistible» (J. M aritain , Le paysan de la Garonne, Desclée de Brouwer, París, 1966, p. 150).

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con respecto a los postulados fundamentales: el no haber sabido llevarlos hasta sus últimas conclusiones. Y otro, pars construens, que presenta el nuevo sistema, más radical y congruente. En este contexto, no puede hablarse sino de un repudio relativo, que implica una aceptación —o, mejor, una superación (la Aufhebung hegeliana)— de lo mismo que se censura: se rechaza la filosofía anterior (la cartesiana) precisamente en cuanto se la considera contenida, y de un modo más perfecto, en la propia. Distinta es la actitud con respecto a la metafísica, en la versión de la escolástica decadente. En los co­ mienzos de los «modernos sistemas», esa filosofía apa­ rece como el gran adversario que hay que destruir. Los ataques dirigidos contra ella son frecuentes y violen­ tos, aunque muchas veces velados por el dominio que aún ejerce en los círculos más influyentes y en las uni­ versidades de la ¿poca. Con el pasar de los años, y al afianzarse las nuevas tendencias, la metafísica empieza a considerarse como una pieza de museo, y se la arrin­ cona de modo definitivo; a partir de entonces, todos los esfuerzos se dirigirán a hacer más coherente consigo misma a la filosofía de la inmanencia. Situado muy en los orígenes de este movimiento, el Ensayo presenta, claros, los dos aspectos a los que acabamos de aludir: la crítica a Descartes, autor al que se debe superar, y el ataque contra la escolástica. Es­ tas dos líneas se entremezclan y confunden con fre­ cuencia, haciendo difícil determinar el verdadero al­ cance de las afirmaciones de Locke. Libro primero, pars destruens: aceptación plena de los principios fundamentales de Descartes, y superación crítica en base a esos mismos postulados2. Por eso. 2 «Solamente la aceptación integra de la inversión cartesiana, que colocaba en el hombre la garantía del conocimiento del uni-

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aunque las alusiones a la escolástica no faltan, el En~ sayo se sitúa en un contexto definidamente cartesiano: Locke pretende seguir los pasos de Descartes, corrí* giendo el rumbo allí donde considera perdido el camino maestro. Pero meterse por derroteros cartesianos suponía asu­ mir el cogito con todas sus consecuencias, cortar con el saber anterior y buscar el inicio absoluto del conocer en el mismo conocimiento. Locke se da perfecta cuenta de la magnitud de su empresa, y confiesa que para llevarla a cabo se requiere voluntad, empeño y, ade­ más, la audacia de «echar por tierra los fundamentos de todos los propios razonamientos y de todas las pro­ pias acciones pasadas» (I, 2, n. 25). A pesar de todo, está decidido a conducirla a término. Descartes, al referirse a esta tarea, había dicho que era necesario «apartar la tierra movediza y la arena, para dar con la roca viva o la arcilla »*3. Junto con la intención metodológica, Locke recogerá también el sí­ mil cartesiano: «ya que en el resto de la obra — dirá al final del libro Primero— me propongo erigir una construcción uniforme, en la que todas sus partes estén bien unidas unas con otras, en la medida en que me lo permitan mi experiencia y las observaciones que he hecho, espero erigirla sobre una base tal que no sean necesarios refuerzos o arcos de sustentación para tenerla en pie, porque se apoyaba sobre fundamentos ficticios o de segunda mano; que si después se demues­ tra que era un castillo en el aire, por lo menos haré lo posible para que sea todo de una pieza, y pueda ser demolido de una vez» (I, 3, n. 26). verso, podía justificar el empirismo lockiano» (C. A. V iano , o . c., p. 507). 3 Descartes, Discurso del Método, Oeuvres complétes, Ed. AdamTannery, tomo V I. p. 29.

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Estas líneas manifiestan con claridad el fin que Locke se ha propuesto; pero, además, contienen en germen toda su crítica a la obra de Descartes. No se trata tan sólo de establecer el verdadero fundamento de cualquier construcción filosófica, sino de hacerlo de tal modo que el futuro ediñcio se apoye exclusivamente sobre él y de él extraiga toda su fuerza. ¿Qué echaba Locke en cara a Descartes? Precisamente el haber introducido esos «refuerzos y arcos de susten­ tación» que evitaban que todo el sistema derivara ex­ clusivamente del principio primero, y rompían la armo­ nía y-la coherencia del conjunto. En su afán de hacer más sólidos los cimientos del edificio cartesiano, lo primero que Locke pretende es expulsar de él las ideas innatas: «para abrirme camino hacia el descubrimiento de estos fundamentos (los únicos, según mi parecer, sobre los que pueden apoyarse sólidamente las nocio­ nes que podemos tener de nuestros propios conocimien­ tos) me he visto obligado a rendir cuenta de las razones que tenía para poner en duda que existan principios innatos» (I, 3, n. 26). El Ensayo, en este punto como en tantos otros, no es más que un intento de «corregir» la obra de Des­ cartes, haciéndola más coherente consigo misma. En efecto, «el innatismo es un verdadero absurdo en una filosofía que pretende ponerse a radice toda ella y pone la autoconciencia como el origen de la verd ad »4. Para Locke, el punto de partida es que al entendimien­ to sólo puede estar presente el entendimiento mismo, y que no se conocen sino ideas (cfr. IV, c. 21). Pero entonces las ideas innatas, introducidas en el pensa­ miento sin la intervención generadora de la percep­ ción, constituyen el último reducto en el que puede 4 C. Cardona, René Descartes: Discurso del método, Ed. Magis­ terio Español, Madrid. 1975, p. 119.

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refugiarse, en el pensamiento, un cuerpo extraño al pensamiento mismo; y su negación, el requisito impres­ cindible para cerrar la última vía de dependencia res­ pecto al mundo externo y el único medio, de asegurar el «inicio absoluto» del conocer5. Sólo dentro de este contexto se entiende en todo su alcance el libro primero del Ensayo. Para Locke, negar las ideas innatas supone también, y necesariamente, acabar con los primeros principios auténticos: aquellos que, por expresar la estructura fundamental de cual­ quier ente, orientan todo nuestro caminar en el cono­ cimiento del universo. ¿Por qué motivo?: porque los confunde y ‘ equipara con los principios e ideas innatas entendidos al modo cartesiano. En efecto, como para Descartes no existe ninguna'posibilidad de comunica­ ción entre los sentidos y la inteligencia, los primeros principios, si se pretenden intelectuales, serán necesa­ riamente innatos. Por eso Locke, al destruir las ideas innatas de Descartes, piensa haber acabado también con los primeros principios de la metafísica. Sin duda, se trataba de una ilusión: desde Aristóte­ les, la metafísica había afirmado que no existe ninguna verdad primera naturalmente impresa en la inteligen­ cia. La argumentación lockiana, por tanto, no quita validez al principio de no contradicción; más bien de­ muestra que los principios del saber no pueden conce­ 5 Como veremos, tampoco Locke acaba de ser consecuente con su propio planteamiento, pues pretende que las. ideas de sensa­ ción, origen en nosotros de todo conocimiento, están a su vez producidas por la realidad'externa. Berkéley y Hume acabarán con la incertidumbre de Locke en este punto, resolviendo el ob­ jeto de la percepción en el puro acto de percibir; pero ya Des­ cartes había entrevisto el problema, llegando a afirmar explíci­ tamente que las ideas de sensación existían de algún modo pre­ viamente en la inteligencia (cfr. E. Gilson, Unidad..., cit., pp. 9495). Lo que es una prueba más de la fuerte potencia del cogito como principio generador de toda filosofía inmanentista.

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birse como lo hacían los cartesianos. Pero nuestro autor se hallaba firmemente decidido a caminar por los sen* deros de Descartes, buscando el inicio absoluto del co­ nocer en el seno del pensamiento: por eso, si el innatismo no le convencía, aún menos podía aceptar los primeros principios de la metafísica, a todas luces con­ trarios al cogito.

C)

La

crítica de las ideas innatas p o r

medio de la

DUDA UNIVERSAL

Para encontrar el inicio absoluto del conocimiento, había bastado a Descartes, en primer lugar, la férrea voluntad de conseguirlo; después, introdücir como pre­ supuesto metódico de todo su sistema la duda radical. La misma arma esgrime Locke para expulsar de la fi­ losofía cartesiana las ingerencias extrañas: también desde este punto de vista, la obra de Locke se presenta como una aceptación y profundización de la instancia crítica de Descartes*. En Locke el planteamiento no es tan explícito. Pero no debe sorprendernos: al continuar el camino de Des­ * «E l cartesianismo había situado como fundamento propio una exigencia de este género cuando estableció, como operación pre­ liminar a la construcción de todo sistema de saber, el repudio de cualquier opinión no sistematizaba «a nivel de la razón» (f)tssurso del Método, II). Por eso, no es casualidad que Locke mos­ trase su aprecio hacia los escritos cartesianos desde el primer contacto con ellos: la exigencia crítica, que constituye ciertamente un rasgo fundamental e inconfundible del cartesianismo, debió sin duda-sugerir a Locke et camino a.través del cual la filosofía le iba a permitir dar forma a sus intereses culturales fundamen­ tales, del modo más perfecto (...). Esta postura crítica había con­ sentido a la filosofía cartesiana diferenciarse radicalmente de los tipos tradicionales de filosofía y refutar cumplidamente las teo­ rías metafísicas clásicas sobre los objetos del conocimiento» (C. A. Viano, o. c., pp. 548-549).

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cartes precisamente en el punto en que éste lo había abandonado, Locke no necesita insistir con detalle en aquellos pasos que ya considera válidos. De todos mo­ dos, la duda metódica aparece en bastantes ocasiones a lo largo del Ensayo; por ejemplo, al enfrentarse con la filosofía cartesiana, Locke se pregunta por la razón de que, una vez aceptada la duda universal, ésta no deba extender su poder disolvente hasta las mismas ideas y principios innatos. Bien está que los doctrina­ rios y «dogmáticos» acepten los primeros principios sobre la fe de otros, y se resistan a ponerlos en duda, imaginando que «tales principios no tienen ninguna necesidad de ser a su vez demostrados» (I, 2, n. 26); allá ellos. «Pero donde se diga que se puede y se debe * examinar los principios y someterlos a la prueba, que­ rría yo de verdad saber de qué modo los primeros principios, naturalmente impresos en el alma, pueden someterse a la prueba; o, al menos, querría que se me concediese el derecho de preguntar por qué signos y por qué caracteres se pueden distinguir los principios verdaderos, los principios innatos, de aquellos que no lo son (...) Después de lo cual, estaré dispuestísimo a aceptar con alegría estas agradables y útiles proposicio­ nes; pero, hasta ese día, no seré presuntuoso si sigo teniendo dudas» (I, 3, n. 27). Se puede advertir en estas líneas la orientación que Locke imprime a toda su filosofía: al situar el inicio del conocer dentro del mismo conocimiento y negar «metódicamente» cualquier realidad trascendente a la percepción, también debe buscar en el acto de percibir, y no en las cosas, los caracteres distintivos de los pri­ meros principios. El ente como objeto primero de la inteligencia y ámbito en el que se conoce cualquier otra realidad, incluso la del mismo conocimiento, pier­ La cursiva es de Locke.

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de todo su valor desde el instante en que Locke se niega voluntariamente — porque «quiere» dudar— a reconocérselo. Entonces se ve forzado a perseguir un tipo de percepción y de certeza que le impida dudar de la verdad de ciertas proposiciones, y se convierta en la roca firme sobre la que asentar su filosofía. Sin esta percepción originante e inmune a la duda, la hipótesis de unos primeros principios «no podrá ser­ nos de gran utilidad: porque, sean o no sean innatos, si pueden ser alterados, o totalmente cancelados de nuestro espíritu con cualquier medio humano, como puede ser la voluntad de nuestros maestros o la opinión de nuestros amigos, nos encontraremos igualmente en dificultad; y toda la ostentación que se hace ante nues­ tros ojos acerca de estos primeros principios y de esta luz innata no impedirá que vengamos a encontramos rodeados de tinieblas tan densas, y de una incerteza tan grande, como si esa luz no existiese» (I, 2, n. 20). Es más, al asumir como principio metódico la duda absoluta y negarse a admitir ninguna verdad hasta ha­ berla cribado en el tamiz de la duda, pierde su utilidad incluso la misma condición de principio innato. Cuando se erige la certeza refleja como comienzo absoluto del conocimiento verdadero, palidece la distinción entre principios innatos y adquiridos; todos tienen la misma necesidad de ser reflejamente recuperados por una per­ cepción clara y distinta antes de que quepa conside­ rarlos auténticos7. Al introducir la duda universal como precepto metó­ dico primero, Locke sitúa toda su filosofía a nivel de 7 Por eso Locke puede afirmar: «si existen verdades que pue­ den ser impresas en la inteligencia sin que ésta las perciba, no veo cómo pueden diferenciarse, por lo que respecta a su origen, de cualquier otra verdad que el espíritu sea capaz de conocer: será necesario que todas sean innatas o todas adventicias. En vano se intentará distinguirlas por este aspecto» (1, 1, n. 5).

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conocimiento reflejo: conocimiento, no de la realidad, sino de su propio conocer. Sólo entonces la inteligencia adquiere la facultad de admitir o rechazar —de acuerdo con las condiciones que ella misma establece— las rea­ lidades que encuentra dentro de sí: la percepción se convierte en fundamento de toda la realidad — pensa­ da— , ya que en mi mente no puede existir nada que ella no haya percibido con unas determinadas caracterís­ ticas, generándolo al percibirlo. En este contexto de conocimiento reflejo resistente a la duda, adquiere relieve la afirmación de que no existe un consentimiento universal acerca de los pri­ meros principios, pues se convierte en la prueba más palpable de que es posible dudar acerca de ellos. Tam­ bién en esta perspectiva se advierte con claridad por qué Locke considera el innatismo virtual contradicto­ rio: «porque decir que existen verdades impresas en el alma y que el alma no las percibe o entiende de he­ cho, es, me parece, una especie de contradicción, en cuanto el acto de imprimir no puede indicar otra cosa (suponiendo que, a estos efectos, signifique algo), sino el hacer que ciertas verdades sean percibidas. (...) No se puede de ningún modo asegurar que una cierta pro­ posición esté en el espíritu, cuando el espíritu todavía no la ha percibido de algún modo, y no es consciente de ella» (I, 1, n. 5). Por tanto, si existiesen verdades innatas, el hombre debería haberlas producido desde el primer instante de su concepción (cfr. I, 1, n. 26); y, además, conscientemente. *

*

*

Es el momento de hacer algunas consideraciones so­ bre la auténtica naturaleza de los primeros principios, que nos ayuden a descubrir las deficiencias del plan­ teamiento de Locke.

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Principio de un sector de la realidad es el acto o perfección del que se derivan las demás perfecciones de ese orden: es principio del ser y, derivadamente, principio del conocer. Así, los primeros principios de una ciencia no expresan primordialmente la estructura del conocimiento, sino la de la realidad percibida. Son los principios del objeto propio de esa ciencia, los de la porción de realidad que estudia: la justicia para el derecho, la salud para la medicina, la vida para la bio­ logía, la cantidad para las matemáticas. Los de la me­ tafísica se identifican con los del conocimiento espon­ táneo: son los principios del ente. Para Locke, sin em­ bargo, los primeros principios, en sentido absoluto, son las ideas: principios en el orden del conocimiento, y no en el ser. Los principios absolutamente primeros, los principios comunes o universales, se extienden a todas las esferas del saber porque manifiestan el aspecto más íntimo de cualquier realidad, la estructura fundamental de todas las cosas precisamente en cuanto que son. El ente es lo que fecunda en primer lugar la inteligencia; y los primeros principios, el de no-contradicción ante todo, son el fruto de esa concepción primera. Los principios son aspectos radicales del objeto, as­ pectos centrales que se manifiestan o explicitan con otros conocimientos más periféricos. No quiere decir esto que cualquier otra verdad haya de «deducirse» de los primeros principios: eso supondría reducir todo el saber humano a una ciencia de tipo matemático. No todo conocer es deductivo; al contrario, el conoci­ miento de la realidad en cuanto tal, del ente en cuanto ente, se incrementa —al contacto con el mundo— por una mayor intelección de su objeto propio, por una mayor profundización en la estructura íntima de la criatura y en su dependencia absoluta con respecto al Creador. Hay que saber «m irar» para percatarse de

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que toda la perfección de una cosa es en último término participación del acto último que la constituye: el acto de ser. Los primeros principios del conocimiento surgen en la inteligencia del contacto con la realidad exterior. No son innatos, puesto que toda su verdad radica en el objeto que manifiestan, en algo que trasciende al que conoce. Pero sí son evidentes; y su evidencia deriva del conocimiento experimental de los términos que los componen. Así, conocido lo que es el todo y lo que es la parte, se advierte naturalmente, y de modo inmedia­ to, que el todo es mayor que la parte; pero percibir lo que es el todo y lo que es la parte, el hombre no puede hacerlo sino a través de los sentidos. Por eso, al decir que el conocimiento de estos principios es inme­ diato o natural, se niega la necesidad de cualquier me­ diación demostrativa, pero no la necesidad de la per­ cepción sensible. El principio de no contradicción es naturalmente el primero porque deriva del conocimiento experimental del ente, que es lo primero que cae en nuestra inteli­ gencia y aquello en lo que se resuelve cualquier otro conocimiento *. Pero no es innato; no es algo impreso en nuestra alma con independencia del mundo exte­ rior. El hábito de los primeros principios es en parte natural y en parte adquirido. Natural porque, por su misma naturaleza, el hombre lo enuncia de manera in­ falible y necesaria en cuanto conoce los términos de ese juicio; adquirido, porque las realidades que expre­ san esos términos llegan a la inteligencia a partir de los datos sensibles*9. Familiares a todos los hombres, > «L o primero que el entendimiento concibe como evidentísi­ mo, y aquello en lo que resuelve todas sus concepciones, es el ente» (S. T omAs, De Veritate, q. 1, a. 1). 9 «H ay en el hombre algunos hábitos naturales que en parte proceden de su misma naturaleza y, en parte, de un principio

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los primeros principios no son, sin embargo, algo «llo ­ vido del cielo», son el fruto natural, para cualquier in­ teligencia bien dispuesta, de la intelección del ente. Por eso nadie los podrá negar; a no ser que se empeñe obstinadamente en hacerlo: desgajando la metafísica del conocimiento espontáneo, para situarla artificial­ mente en el ámbito del pensamiento re fle jo 101 . También los primeros principios del orden moral se hallan en estrecha dependencia respecto al conocimien­ to natural del ente n. De ahí que, al desvirtuarse esta noción primera, resulte imposible un tratamiento ade­ cuado de la ética.

D)

L as

id e a s

como

« p r im u m

c o g n it u m »

Pero volvamos a Locke, empeñado todavía en ese es­ fuerzo de cimentación de su edificio filosófico. Para él, exterior (...). Pues por la misma naturaleza de alma intelectual, en cuanto el hombre conoce qué es el todo y qué es la parte, advierte también que cualquier todo es mayor que su parte; y lo mismo acaece en otros casos similares. Sin embargo, nadie es capaz de percibir la naturaleza del todo y de la parte sino a par­ tir de las especies inteligibles extraídas de los fantasmas (de las representaciones sensibles). Y por esto, al final de los Posteriores Analíticos, Aristóteles sostiene que todo nuestro conocimiento de los primeros principios procede de los sentidos» (S. T omás, Summa Theotogiae, I II, q. SI, al c). 10 Cfr. C. Cardona, Descartes..., cit., p. 56. 11 «Insistimos: lo primero que aparece al entendimiento es el ente, y su intelección se incluirá ya en todo lo demás que se vaya entendiendo, incluido el mismo prim er principio de no contradicción. Eso en absoluto. Sin embargo, a partir de ese primer conocimiento, lo primero que es aprehendido por la ra­ zón práctica, ordenada al obrar, es la noción de bien: y así, el primer principio del conocimiento moral (bonttm est faciendum et prosequendum, et malum vitandum) se funda en la intelección de la primera noción moral y constituye como su declaración imperativa» (C. Cardona, Descartes..., cit., pp. 74-75).

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como para Descartes, la roca firme son las ideas. El cogito era para Descartes aquello que «n i siquiera las más extravagantes suposiciones de los escépticos eran capaces de echar abajo»; por eso juzga que «podía sin escrúpulo recibirlo como el primer principio de la filo­ sofía que buscaba» (Discurso del método, p. 32). Las ideas, precisamente porque su existencia está fuera de duda y todos pueden concederla sin esfuerzo (cfr. I, Introd., n. 8), se convierten en la base sobre la que Locke decide erigir su aparato filosófico. Lo mismo que sucedía con el cogito cartesiano, Locke no concibe la percepción de las ideas como el primer principio en un sentido lógico formal, como sería el de no-contradicción, sino en sentido real; es decir, en el mismo sentido en que Santo Tomás afirma que el pri­ mer principio de nuestro conocimiento es-el ens: o sea, como aquella existencia de la que puede inferirse todo lo restante u. Y esta opción primordial marcará sin ape­ lación el rumbo de su pensamiento. La distinción radi­ cal entre la metafísica del ser y las filosofías de Des­ cartes y Locke está ya establecida desde el momento en que «lo primero que cae en el entendimiento huma­ no es el ente», mientras Locke hace de la percepción sensible la fuente y raíz de toda la realidad (percibida). Esa opción originaria explica el empeño de Locke por rechazar los primeros principios de la filosofía clásica. Al remover voluntariamente todo aquello que no sea fruto de mi percepción originante, los primeros principios ya no expresan la estructura básica de la realidad; antes bien, se conciben como el reflejo de las características primordiales de las ideas: su perfecta identidad consigo mismas, su claridad y distinción. El ens, primum cognitum, originada por su participación en el acto de ser, es sustituido por las ideas; y éstas

o

Cfr. C. Cahdona, Descartes.... cit., pp. 85-86.

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se convierten en el primer principio en cuanto desvelan primariamente el acto constitutivo de la nueva reali­ dad (percibida). El acto coentendido en la idea no es ya el acto de ser, sino el de percibir; y la «capacidad de percibir que una idea es la misma» se considera como el primer principio originante (cfr. IV, 7, n. 4). Lo pri­ mero que las ideas nos dan a conocer no es la existen­ cia de las cosas, sino la propia; y, con ella, nuestra esencia: todo lo que somos y llegaremos a ser está ya dado en la percepción de las ideas (cfr. IV, c. 9). El principio de identidad — entendido ahora en este sentido lógico-formal: «lo mismo es lo mismo»— usur­ pa el puesto que en la lógica basada en la metafísica corresponde al de no contradicción. La razón de este cambio puede vislumbrarse: mientras el ente no es su ser (esse), sino que participa de él, y manifiesta así su finitud y falta de total identidad, las ideas suscitadas por una percepción certera se poseen de modo pleno en la autosuficiencia de su claridad y distinción. Como en el caso de Descartes, lo que ha permitido esta profunda metamorfosis en la concepción de la rea­ lidad y del conocimiento, ha sido la decidida voluntad de llevarla a cabo; es tanto el alcance de la libertad humana, que nos permite —cuando queremos— poner entre paréntesis el mundo externo. Pero además, Locke recurre a un subterfugio epistemológico: su modo pe­ culiar de concebir las ideas. A este punto vamos a dedi­ car las páginas que siguen. En la Introducción del Ensayo, Locke se excusa por el frecuente uso del vocablo idea: con él pretende «sig­ nificar todo aquello que es objeto de nuestra inteli­ gencia cuando pensamos (...), todo lo que se entiende con las palabras fantasma, noción, especie, o cualquier cosa que ocupe nuestro espíritu cuando piensa» (n. 8). Al inicio del libro segundo agrega: «Siendo todo hom­ bre consciente de pensar, y siendo las ideas que lo

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ocupan en aquel momento lo que se encuentra en su espíritu cuando piensa, está fuera de duda que los hombres tienen muchas ideas en su espíritu, como las expresadas con los términos blancura, dureza, dulzura, pensamiento, movimiento, hombre, elefante, ejército, ebriedad y muchas otras» (II, 1, n. 1). La atenta consideración de estos dos textos — que se repiten más o menos literalmente en otros lugares del Ensayo— basta para descubrir que Locke entiende por idea, en unos casos, el objeto de nuestro entendi­ miento, lo que se conoce; en otros, sin establecer mayor distinción, todo aquello que ocupa nuestra mente cuan­ do pensamosu. ¿Resultado?: la ambigüedad. Locke equipara la función representativa de las ideas — su papel de manifestación de los objetos externos— con la realidad que les compete en cuanto actos de la inte­ ligencia. Es cierto que las ideas no son sino modifica­ ciones accidentales del entendimiento; pero también es verdad que lo que primariamente dan a conocer es algo muy distinto de la inteligencia: el jarrón, el caba­ llo, la rosa... o las mil realidades que componen el uni­ verso. Confundir las dos cuestiones equivaldría a afir­ mar que una persona es de azogue, porque de ese material está formado el espejo en que contemplo su imagen; o que, cuando admiramos «Las Meninas», de Velázquez, lo primero que advertimos es la contextura interna de la tela o la composición química de los pig­ mentos. Pues eso hace Locke, al transformar las ideas en primum cognitum, en objeto inmediato de la percep­ ción. Al contrario, Santo Tomás distingue cuidadosa­ mente entre los dos aspectos de las ideas —entre su ser intencional o manifestativo y su ser ontológico, po>3 Vid. S. V anni R ovighi, Introduzione alio studio di Kant, «La scuola editrice», Brescia, 1971, p. 22.

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dríamos decir— y, de acuerdo con la experiencia coti­ diana más palmaria, sostiene que lo primero que los conceptos nos revelan es una realidad distinta de ellos u. En el fondo, ¿cuál es el punto de tangencia de todas esas realidades — «fantasma, noción, especies— que Locke unifica bajo la acepción común de ideas?; ¿qué las liga? Su función de medio cognoscitivo ,s; el ser, no objeto de entendimiento, sino algo «por lo que» el en­ tendimiento conoce; y la necesidad que la inteligencia experimenta, para conocerlas, de reflexionar sobre su propio acto. Por eso, cuando Locke asegura que las advertimos sin ningún intermediario, da una prueba más del nivel reflejo en que sitúa toda su filosofía. La labor de reflexión que Locke persigue no es fácil. Se requiere voluntad y arte; es preciso empeñarse se­ riamente porque, aunque el alma se halle siempre pre­ sente a sí misma, no lo está como objeto de percep-*1 5 M «De dos modos puede considerarse la imagen de algo. En primer término, en cuanto ella misma es una cierta realidad; y asi, por ser algo distinto de aquello que representa, el movi­ miento por el que la inteligencia se dirige a ella es diverso de aquel por el que se encamina hacia la realidad representada. Pero también cabe considerarla en cuanto imagen; y así el entendi­ miento se dirige a la imagen y a la realidad que representa me­ diante una misma y única operación. Por ejemplo, cuando cono­ cemos un ente por la semejanza impresa en alguno de sus efec­ tos, nuestro entendimiento pasa inmediatamente desde el efecto a la causa sin necesidad de detenerse en ninguna otra cosa» (S. T omás, De Veritate, q. 8, a. 3, ad 18). 15 Es verdad que entre ellas Locke enumera algunas realidades extramentales. Pero las incluye, precisamente, en cuanto son ob­ jeto de conocimiento. Por tanto, antes que nada son conocidas como idea, como realidad mental. Sólo después, y a partir de la idea, será posible conocerlas como realmente son. Hay que reco­ nocer, por lo menos, que la postura de Locke al respecto es am­ bigua; y, como veremos, esa ambigüedad tiene un sentido: avan­ zar en el proceso de reducción de los diversos elementos del conocimiento —contenido, acto y sujeto— en la simplicidad del acto de percibir.

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ción. Para conocer su propia naturaleza debe acercarse desde lejos, desde los objetos que naturalmente co­ noce w. La inteligencia humana no siempre entiende actual­ mente; debe pasar, de la patencia al acto'1 17*. Y como 6 «todo es cognoscible en la medida en que está en acto, y no en cuanto está en potencia» tt, nuestro entendi­ miento ha de actualizar sus propias capacidades antes de convertirse en objeto de la propia percepción: ha de conocer otra cosa, a fin de conocerse a sí m ism ow. Más despacio, y con palabras de Santo Tomás: «el en­ tendimiento humano ni se identifica con su entender, ni posee como objeto primero de conocimiento su propia esencia, sino algo exterior: la naturaleza de las cosas materiales. Por eso, lo primero que percibe es una realidad externa; después, el acto por el que conoce tal objeto; por fin, a través del acto, el mismo enten­ dimiento al que el entender perfecciona»20. Y, analizan­ do su acto, descubre de algún modo todos sus ingre­ dientes: la especie inteligible, el entender mismo y el concepto; es decir, la mayor parte de las realidades que Locke aúna bajo el término idea. Pero hay más: como sólo la esencia de Dios es acto puro y perfecto, sólo El se advierte primaria e inme­ diatamente a Sí mismo y, al percibirse, conoce todo lo demás2I. De ahí que la decisión de hacer de las ideas 16 Cfr. S. T om As, ¡n I Serit., d. 3, q, 1, a. 2, ad 3. >7 Cfr. S. T om As, Summa Theologiae, I, q. 79, a. 2, c. n S. T om As, Summa Theologiae, I, q. 87, a. 1, c. » Cfr. S. T omAs, ¡n ¡ Sent., d. 35, q. 1, a. 1, ad 3. 2» S. T om As , Summa Theologiae, q. 87. a. 3, c. 21 Los ángeles, aunque se conocen a sí mismos por su misma esencia, no perciben en ella toda la realidad exterior: «... las sustancias inmateriales son inteligibles por esencia en la medida en que su misma esencia es acto. La esencia de Dios, que es acto puro y perfecto, es de por sí inteligible de modo simple y

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el objeto primero del conocer, con miras a rescatar a partir de ellas al universo externo, suponga de algún modo despojarse de la condición de criatura y reves­ tirse con los atributos del Creador. Y al contrario, re­ conocer que lo primero que capta nuestro entendimiento es el ente, implica un acto de sumisión de toda la per­ sona: el reconocimiento de la Omnipotencia divina y del acto supremo de libertad con el que ha creado todas las cosas y las mantiene en el ser. *

*

*

Una última pregunta: la inversión de polaridad a que acabamos de asistir, ¿repercutirá en la ética perseguida por Locke? Sin duda. Es más, cabría sostener que esa prioridad del conocimiento sobre el ser constituye el requisito imprescindible para elaborar la ética abso­ luta y exclusivamente «humana» que ambicionaba. Si la bondad de las cosas es algo objetivo que radica en su ser, si existe una correspondencia biunívoca entre el ente y el bien, de suerte que las realidades que go­ zan de mayor entidad — Dios, los ángeles— son también las mejores, al sustituir el acto de ser por la percep­ ción y el ente por la idea, ¿no se verá también trasla­ dado al ámbito de la experiencia subjetiva el funda­ mento último de la moralidad de nuestras acciones? perfecto; por consiguiente. Dios, al conocer su esencia, no sólo se conoce a sí mismo sino también a todas y cada una de las realidades creadas. Pero la esencia del ángel, aunque es acto, no es acto puro ni completo; de ahí que el conocimiento a través de su esencia tampoco sea completo, pues aunque por ella se entiende a sí mismo, sin embargo no conoce todo io demás; para percibir las realidades exteriores necesita poseer alguna semejan­ za accidental de ellas» (S. T om As, Summa Theologiae. q. 87, a. 1, c).

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El ente y la bondad tienen por fuerza un mismo des­ tin o22. Por eso, al abandonar definitivamente la raíz objetiva del bien y del mal —el ser— será la idea lo que otorgue la tonalidad ética a nuestros actos: y así, la sensación de placer acabará por erigirse en causa fontal de todo bien, y la de dolor, en origen exclusivo de todo mal. Más aún, el bien quedará reducido a pla­ cer, y el mal, a dolor (cfr. II, 20, n. 2; II, 21, n. 43; etc.). Afirmaciones explícitas del Ensayo cuyo verdadero al­ cance estudiaremos más adelante.

o «Cualquier realidad es buena en la medida en que es, pues el ser y el bien se corresponden mutuamente» (S. T omás, Sumnta Theologiae, I-II, q. 18. a. 1, c.).

III PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA GNOSEOLOGIA DE LOCKE (LIBRO II, 1.* PARTE) Como indicamos en el resumen inicial, el segundo libro del Ensayo puede dividirse en tres partes bien diferenciadas. La primera, corta pero densa de conte­ nido, contiene los fundamentos de toda la epistemolo­ gía de Locke; la segunda trata del origen de las ideas; y la tercera considera algunas características de las ideas en relación a sus posibilidades de representar la realidad exterior al pensamiento. El estudio dç estas tres partes constituirá los capítulos que siguen.

1.

EL SENSISMO DE LOCKE

A)

Los PUNTOS BÁSICOS DE LA NUEVA TBORlA DEL CONOCIMIENTO

Locke fundamenta toda su teoría del conocimiento en una serie de leyes o principios, que presenta como

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otros tantos «hechos de experiencia», comprobables por todos. Los podemos resumir en cuatro puntos. 1. Si se considera demostrado que no existen ni ideas ni principios innatos, hay que «suponer que al principio el espíritu sea lo que se llama una página en blanco, desprovista de cualquier signo, sin ninguna idea» (II, 1, n. 2). 2. El origen común de todas las ideas es la expe­ riencia '. Una vez establecidos estos dos puntos capitales, Locke pasa revista a las fuentes de nuestra experiencia: la sensación y la reflexión. Los sentidos, al relacionarse con los objetos exteriores, hacen entrar en el alma aquello que produce buena parte de nuestras ideas, como las de blanco, frío, dulce... Y como esta fuente «depende enteramente de los sentidos, y se comunica a la inteligencia por medio de ellos, yo la llamo sensa­ ción» (II, 1, n. 3). La reflexión del alma sobre sus pro­ pias operaciones origina otras ideas, como las de per­ cibir, pensar, dudar... «Es esta una fuente de ideas que todo hombre tiene enteramente en sí; y si bien esta facultad no sea un sentido, ya que no tiene nada que ver con los objetos externos, se le parece mucho, y no le cuadraría mal el nombre de sentido in tern o1. Pero como a la otra fuente de ideas la llamo sensación, 1 «¿De qué manera llegará a recibir las ideas? ¿De dónde y cómo adquiere aquella cantidad prodigiosa que la imaginación del hombre, siempre en acción y sin ningún límite, le ofrece con una variedad casi infinita? ¿De dónde ha conseguido todos estos materiales de la razón y el conocimiento? Respondo con una sola palabra: de la experiencia» (II, 1, n. 2). t Aunque se trata de una afirmación aislada dentro de esta obra de Locke, constituye un punto de referencia muy interesante para determinar el verdadero alcance que el autor concede a la inteligencia.

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a ésta la llamaré reflexión, ya que por medio de ella el alma recibe solamente las ideas que adquiere refle­ xionando dentro de si misma sobre sus propias ope­ raciones» (II, 1, n. 4). Según Locke, la inteligencia no es sino la capacidad de combinar diversamente y a placer las ideas; por eso, nunca puede ir más allá de lo que le permita este material originario (cfr. II, 1. n. 5). De ahí el tercer principio: 3. «En toda aquella gran extensión que el alma re­ corre con sus especulaciones, que parecen llevarla tan alto, nunca llega siquiera un paso por encima de las ideas que la sensación o la reflexión le ofrecen para que sean objeto de su contemplación» (II, 1, n. 24). 4. La cuarta ley se ha hecho famosa en su versión latina — nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu—, y representa quizá la más específica aportación de Locke a la filosofía moderna; el autor la expone al inquirir sobre el inicio de nuestras ideas: «S i se pre­ gunta cuándo el hombre empieza a tener ideas, me pa­ rece que la respuesta correcta es: desde el momento en que tiene alguna sensación. Ya que, no apareciendo ninguna idea en el alma que antes no se le haya intro­ ducido en los sentidos, pienso que en la inteligencia las ideas son contemporáneas de la sensación» (II, 1, n. 23).

B)

R educción

del c o no cim iento al

Am bito

sensible

Considerados en su conjunto, estos cuatro principios consuman la pérdida del ser que se seguía de la voluntaria posición de las ideas como primum cognitum;

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/. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

además, acabarán por reducir toda la realidad al ám­ bito de la percepción sensible. Vamos a verlo. Locke concibe como acto primero y fundamental de la inteligencia el percibir las ideas simples de sensa­ ción. La percepción es el origen de toda la vida espiri­ tual del hombre, y la linea fronteriza que separa los dos grandes sectores del universo lockiano: el de los seres que conocen y el de los no cognoscentes. Pero, al con­ trario de lo que ocurría a Descartes, la percepción no es para Locke un acto específico y exclusivamente hu­ mano: a pesar de las dudas y vacilaciones con que en­ vuelve toda esta doctrina, parece claro que, según él, los animales perciben de un modo bastante semejante al del hombre. No existe, en el Ensayo, un criterio que permita dis­ criminar al hombre de los brutos. Según Locke, las dos operaciones que los distinguen serían la abstracción y el razonamiento; pero se trata sólo de una diferencia de grado, ya que ni el razonar ni el abstraer suponen un salto cualitativo con respecto a la percepción sensi­ ble. Los animales, es verdad, no abstraen, y el hombre sí; pero tampoco la abstracción humana conduce a la aprehensión de un contenido cualitativamente superior al que ofrecen los 'sentidos: se limita a despojar al mundo corpóreo de algunas de sus cualidades sensi­ bles. En cuanto a la facultad de razonar, prosigue Locke, está muchísimo más desarrollada en el hombre que en los brutos, pero siempre se ejercita sobre los materiales que nacen de las ideas sensibles: el hombre no es sino un animal «más racional»... pero que tam­ poco trasciende el ámbito de los sentidos. ¿Consecuencias? Las acabamos de señalar: la depau­ peración a la que Locke somete las facultades cognos­ citivas, redunda también en su concepto del universo, que quedará reducido a sus elementos sensibles. Sólo la inteligencia tiene por objeto el ente en cuanto ente;

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sólo si se reconoce su originalidad es posible obtener un conocimiento auténtico de las cosas. Es cierto que todo el saber humano se origi.na en la sensibilidad, como quiere Locke; sin embargo, «en la realidad aprehendida por los sentidos, el entendimiento descubre muchos aspectos que aquéllos no pueden percib ir»3: la inteli­ gencia posee una capacidad de penetración cognoscitiva mucho mayor que las otras potencias, tanto desde el punto de vista extensivo como intensivo. Es decir, que no se trata sólo de mayor universalidad del objeto, sino también de una aptitud para captar en éste lo que hay de más profundo: «los sentidos aprehenden la realidad en cuanto a sus accidentes exte­ riores, como son el calor, el sabor, la cantidad, y otras cosas por el estilo; pero el intelecto se adentra hasta el interior de la cosa»4, llegando a descubrir «lo que ésta es». Mas para que la inteligencia actúe en toda su pujanza, son necesarias dos condiciones: 1. No trastocar la estructura interna de las cosas, manteniendo su unidad intrínseca. El conocimiento del ente en cuanto tal —como id quod habet esse— com­ porta una referencia al acto de ser (actus essendi), co­ entendido al captar cada cosa como un todo; la radical unidad de los entes deriva de su participación en el ser, acto de todos los actos y perfección de todas las perfecciones5; y también los accidentes constituyen, a través de la sustancia, una participación del acto de 3 S. T om Xs, Summa Theologiae, I, q. 78, a. 4, ad 4. 4 S. T om Xs, C. G., IV , 11. 5 «E l ser es lo más perfecto de todo, pues con todo se relacio­ na como el acto respecto a su potencia. Nada tiene actualidad sino en cuanto que es; el ser es la actualidad de todas las cosas, incluso de las mismas formas» (S. T omás, Summa Theologiae, I, q. 4, a. 1, ad 3).

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ser. Por eso, a partir del conocimiento de las perfeccio­ nes accidentales, se alcanza a conocer el ente en cuanto ta l6. 2. Pero, para eso, hay que respetar la comunica­ ción entre los sentidos y la inteligencia, de modo que lo aprehendido por la sensibilidad llegue hasta el en­ tendimiento. Lo que hace posible en el sujeto el cono­ cimiento del ente como tal, es la común unidad de todas las potencias cognoscitivas, en cuanto que todas fluyen de una misma esencia, son de un único sujeto y par­ ticipan de una facultad superior, que es el entendi­ miento 7. En resumen, para que sea posible un adecuado cono­ cimiento de la realidad se requieren tanto la unidad participada del objeto como la unidad, participada tam­ bién, del sujeto. Pero Descartes, en su afán de claridad y distinción, y tomando como base una interpretación errónea del conocimiento, había ya disuelto esas uni­ dades. Desde entonces el universo quedará dividido en dos sectores irreconciliables, incapaces de participar en un acto superior; y el cuerpo y el alma, concebidos como sustancias radicalmente distintas, harán imposi­ 6 «Aun encontrada en lo sensorialmcnte percibido, la realidad de lo sensible no es, como realidad, algo sensible, sino lo pri­ mero inteligible y, de este modo, la condición de posibilidad de toda determinación intelectiva» (A. MillAn Puhij.es, La estructura de la subjetividad, Madrid, Ed. Rialp, pp. 463-164). 7 «Es por la dependencia entre entendimiento y los sentidos por lo que tanto los sentidos como el entendimiento reciben, de manera complementaria y en dirección inversa, ej sello de la objetividad. Lo que implica sostener que la experiencia presenta la realidad, y no un puro «aparecer», sólo cuando su contenido está organizado en torno a un valor inteligible; y que el enten­ dimiento se pronuncia sobre la realidad, y no sobre la pura legalidad, cuando el propio contenido tiene una correspondencia propia y adecuada en la experiencia» (C. Fabro, Percepzione e pensiero, Morcelliana, Brescia 1962, p. 509).

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ble cualquier.interacción entre la sensibilidad y la in­ teligencia. Locke recoge el mundo cartesiano y lo continúa. Pero tomando como punto de partida la sensibilidad legada por Descartes, nunca podrá llegar más allá de lo que en ella se da en acto: las cualidades sensibles, que — si se pretenden claras y distintas— no pueden concebirse como posesión imperfecta de una realidad superior. Descartes había suplido la insuficiencia de esta sensi­ bilidad recurriendo a las ideas innatas; pero ya hemos visto que Locke las rechaza: la única posibilidad es. entonces, el empirismo*.

C)

L a sensibilidad atomizada

Al establecer un corte insanable entre la sensibilidad y la inteligencia, la misma sensibilidad queda dañada, haciéndose más agudo el fraccionamiento de la realidad en unidades irrecomponibles y la consiguiente radicalización en el rechazo del esse. Si «la parte sensitiva se hace más penetrante por su unión a la intangible»9, la separación entre el entendimiento y los sentidos degra­ da de tal manera la sensibilidad que la sitúa en una condición inferior, incluso a la de sus posibilidades na­ turales en el hombre. Desaparece así, en primer lugar, la unidad de la percepción sensible, puesto que la cogitativa pierde su capacidad de organizar los datos de * «Como filósofo, Locke es cartesiano. Conoció la obra de Des­ cartes ya en sus tiempos de Oxford, y se entusiasmó por el mé. todo cartesiano. Pero se separa de Descartes en la cuestión de las ideas innatas, lo que en el contexto del cartesianismo, es decir, en ausencia de una teoría de la abstracción, lo convierte ipso jacto en empirista» (R. V ernexux, Historia de la Filosofía Moderna, Ed. Herder, Barcelona, 1973, p. 132). 9 S. T om As, Summa Theologiae, I, q. 85, a. 1, ad 4.

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los sentidos y éstos se ven privados de su participación en la inteligencia: es lo que sucede en el Ensayo. Lo mismo que antes se había esforzado en considerar que lo primero que conoce nuestro entendimiento son las ideas, Locke se empeña ahora en afirmar que estas ideas son claras y distintas, independientes de cualquier otra realidad. Ese afán es ya patente desde los mismos inicios de su gnoseología: «aunque las cualidades que afectan nuestros sentidos — dirá en el c. 2— están tan unidas y son tan compactas con las cosas mismas que no existe separación entre ellas, sin embargo, es evi­ dente que las ideas que producen en la mente penetran por los sentidos simples y sin mezcla. Pues, aunque la vista y el tacto a menudo toman del mismo objeto, y al mismo tiempo, ideas diferentes —un hombre ve al mis­ mo tiempo el movimiento y el color, y la mano siente a la vez la suavidad y el calor en un trozo de cera— , no obstante, las ideas simples así unidas en el mismo sujeto son tan perfectamente distintas como las que penetran por diferentes sentidos...» (II, 2, n. 1). Así, pues, las ideas, por su misma naturaleza, se re­ fieren a un sujeto único, advertido como uno desde los mismos inicios de la percepción. Locke reconoce... pero decide prescindir del hecho. Y al adoptar esta postura disolutoria — tan voluntariamente opuesta a la experiencia cotidiana— llevará a cabo en el dominio de la sensibilidad una operación paralela a la que Des­ cartes había consumado en el ámbito de las esencias inteligibles: éstas habían quedado incomunicadas, al perder su participación en el esse; Locke, al descender desde el plano inteligible hasta el sensible, realiza una pulverización todavía mayor: transforma la sustancia en un conglomerado inconexo de afecciones materiales. La unidad del ente queda más y más lejos. De todos modos, los resultados que alcanza Locke y los logrados por Descartes tienen un mismo funda­

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mentó: el empeño por considerar la realidad de un modo exclusivamente lógico: y así, perdida la analogía del ser, todo se reduce a un conglomerado unívoco y uniforme de formalidades independientes. Mientras en una consideración real — que toma nota de la partici­ pación de todas las perfecciones de un sujeto en su único esse— , ninguna de éstas se puede considerar aislada del resto, desde un punto de vista meramente formal, esencia y accidentes son únicamente lo que son, y nada más. La fusión entre los accidentes, en el mundo corpóreo, resulta de la unidad más profunda entre ma­ teria y forma sustancial, ya que aquéllos no son sino manifestaciones o modos de ser derivados de la sustan­ cia. Por eso Descartes, al disociar de modo absoluto la materia y la forma dejó abierto el camino que lle­ varía a rechazar también la unión entre los accidentes. Y Locke se encargaría de recorrerlo. Locke realiza esta depauperación, primero, en el inte­ rior del conocimiento, rechazando todo aquello que en la realidad se niega a ser conceptualizado de modo sen­ sible: el ser, en primer término, y por tratarse de la percepción de los sentidos, también las mismas esencias. La entera epistemología de Locke está germinalmente establecida cuando afirma que todo nuestro conoci­ miento tiene origen en las ideas simples de sensación. Esta postura implica, también a nivel sensible, un re­ pudio total del ens como primum cognitum y de su unidad. Las ideas simples ya no son lo inmediatamente dado a nuestro conocimiento, sino el resultado de una reflexión de los sentidos internos: pues sólo por medio de la reflexión consigue Locke disgregar lo que en un principio se daba unido —el ente— , y poner así como inicio del conocer humano algo que es interno al cono­ cimiento mismo (la idea de sensación) y como un re­ sultado de él (de la reflexión sensible).

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¿Por qué esa pulverización? Por ser el requisito im­ prescindible para llevar a cabo una síntesis cognosci­ tiva de todo punto extrínseca a los datos de experien­ cia l0. Se obtiene así el fundamento necesario para la construcción de una moral que —por depender única y exclusivamente de nuestras facultades— puede ser toda ella demostrada: una moral fundada exclusiva­ mente en el sujeto, en la combinación más o menos coherente de elementos simplesu. Las ideas simples de sensación, claras y distintas: ¡he aquí los sillares sobre los que Locke pretende asen­ tar toda la edificación futura y de los que hace depender su solidez! Sin embargo, afirmar que todo nuestro conocimiento tiene origen en las ideas simples de sen­ sación es algo gratuito y opuesto a la experiencia. Locke mismo reconoce que la realidad sensible se ofrece a la percepción como un todo unitario, no como una suma o un haz de cualidades independientes u. io «E l empirismo admite la integración; es más, hace de ella un omnipotente deus ex machina que reúne desde fuera los diversos fragmentos dispersos de la experiencia para formar indi­ ferentemente cualquier sintesis: integración del todo extrínseca que suprime la unidad intrínseca del objeto» (C. F abro, Perceplione..., cit., p. 588). ti En este sentido, el recurso a las ideas sensibles es la última protesta de Locke ante los residuos de metafísica contenidos en la filosofía de Descartes: «Locke sustituía la metafísica cartesia­ na de la sustancia por una interpretación sensista de la misma. Apelando a una teoría de la sensibilidad formulada en términos de ideas cartesianas, Locke pretendía desvincular la concepción cartesiana de la razón de aquellas estructuras metafísicas a las que se encontraba conectada; con ello aspiraba a tornar dispo­ nibles para cualquier ámbito del saber los procedimientos racio­ nales institucionalizados por Descartes... La crítica a la teoría de la sustancia y la interpretación sensista de las ideas cartesianas se hallaban relacionadas con el repudio del innatismo» (C. A. V iano , op. c., p. 331). n «La critica al atomismo psíquico ha demostrado que las per­ cepciones sensoriales no nos presentan cualidades aisladas, como

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Y Santo Tomás se había preocupado de distinguir entre la consideración abstracta (lógica) y la real, de cada uno de los sentidos y de toda la sensibilidad. To­ mados aisladamente, los sentidos se definen sin reser­ vas por su objeto formal, identificándose con todas las demás potencias del mismo género y especie: la vista ve colores, el oído oye sonidos, etc. Pero, por desgracia para Locke, ni el ojo ni el oído se encuentran jamás aislados, sino formando parte de un sujeto, que es el que realmente ve y oye por medio de ellos. El ojo y el oído, aunque permanecen formalmente los mismos, se diversifican en la realidad según los sujetos que los poseen 1J. En upa consideración real no se puede prescindir del sujeto, porque su acto de ser penetra todas y cada una de sus facultades y actuaciones, las colorea y les da un tono peculiar: en los animales no racionales la sen­ sibilidad se encuentra cualificada por su unión a la estimativa; en el hombre, por su dependencia del en­ tendimiento mediante la cogitativa M. Examinadas bajo el prisma de la metafísica, la sensibilidad de los anima­ les y la del hombre deben clasificarse en distintos gé­ neros; sólo cabría equipararlas desde un punto de vista* son el color del azúcar y su dulzura, sino un «todo» perceptiva­ mente organizado y provisto en *atributos» constantes. (...) Los « atributos* fenomenales forman un todo perceptivo, no una suma o un haz, y sólo el análisis los puede considerar aparte, para extraer los contenidos propios con vistas a la investigación científica» (C. F abro, Percepzione..., cit., p. 534). u «La naturaleza común actúa en cada uno según sus peculia­ res condiciones. Por lo tanto, las operaciones del alma sensitiva serán distintas a tenor de los diferentes tipos de animales y órga­ nos sensitivos» (S. T om As, In I Sent., d. 7, q. 1, a. 2, ad 3). 14 «En su culmen, la sensibilidad participa algo de la virtud intelectiva del hombre, en el que sensibilidad y entendimiento se hallan unidos» (S. T om As, In I I De Anima, lect. 13, n. 397).

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lógico15. Por eso el intento de Locke de reconstruir la realidad y el conocimiento humano a partir exclusiva­ mente del examen de los elementos más simples en que pueden descomponerse, estaba abocado al fracaso: no era metafísica, sino una lógica revestida de psi­ cología.

2. A)

LA VERSION EM PIRISTA DEL INM ANENTISMO Dependencia

db

Descartes

Aunque cabría asimilarla al empirismo de Occam y al de otros filósofos de la Edad Media, la gnoseología lockiana se encuentra asumida en un contexto radical­ mente distinto: el del pensamiento inagurado por Des­ cartes. Y esa estrecha dependencia la marcará en todos sus pasos. En relación al tema que ahora nos ocupa, Descartes había establecido dos tipos de ideas: innatas y adven­ ticias. Cada uno de ellos rige en un sector de la realidad 15 «Si intentásemos clasificar el pima sensitiva de los animales y la de los hombres según su propio género y especie, ni siquiera coincidirían en el mismo género, a no ser desde un punto de vista meramente lógico» (S. T omAs, D e anima, a. 11, ad 4). C. Fabro resume asi esta diversificación «subjetiva» de la sensibilidad en los hombres y en los animales: «como en los animales brutos todas las facultades (sensitivas) son especificadas subjetivamente por el orden que deben guardar en su obrar con respecto a la facultad-principe, la propia estimativa; asi hay también que admi­ tir que las facultades sensibles del hombre reciben la influencia del entendimiento al que naturalmente deben servir. Gracias a esta «cohesión natural», la naturaleza sensible del hombre (y su animalidad) se encuentra como impregnada de racionalidad y no abandonada totalmente a su propio nivel» Percepzione..., cit. p. 232. En estas páginas se puede encontrar una profunda visión de conjunto sobre el papel unificador de la cogitativa en la per­ cepción humana.

Principios fundamentales...

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— inteligencia y sentidos— , que sólo podrán comuni­ carse cuando uno absorba al otro en el seno de la in­ manencia perceptiva. En Descartes, la parte del león corresponde al espíritu; en Locke, a la materia. Pero en ambos casos, la oposición radical entre materia y espíritu ha sido originada por el rechazo del ser —el único que da unidad al sujeto humano— y su sustitu­ ción por la fuerza constitutiva del pensamiento u. Así se explica la radical dependencia de Locke con respecto a Descartes. La oposición Éntre sensualismo e intelectualismo puede parecer en un primer momento como la mejor manera de calificar la relación entre las dos doctrinas; pero palidece al considerar una mayor identidad entre ellas: la de la producción de la reali­ dad por parte del sujeto. Desde este punto de vista, el sensismo materialista de Locke se encontraba ya con­ tenido en el cogito. Locke forma parte de la filosofía de la inmanencia. En su obra se descubren los rasgos fundamentales de este pensamiento: el rechazo de ser como acto consti­ tutivo del ente, el intento de recuperar la realidad a partir de los contenidos de conciencia, la aceptación de la duda universal como presupuesto metodológico y la de la certeza refleja como criterio hermenéutico supremo. Pero la certeza refleja, en cuanto implica producción de las ideas por nuestra mente, excluye cualquier con­ tenido innato y, en un contexto donde falta la verda­ dera abstracción, desemboca en empirismo. Locke era consciente de ello. Por eso, aunque al aceptar en todo su rigor la certeza reflexiva se abrían ante él dos posi­ bilidades —la del idealismo creativo de la inteligencia y la del sensualismo creativo de los sentidos— , tal como la cuestión había quedado planteada por Des-1 6 16 Cfr. C. Cardona,

o.

c ., c. 5.

70

J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

cartes, adopta la solución más coherente: el sensua­ lismo. Descartes sigue siendo la fuente principal de la que se nutre la filosofía de Locke; con todo, dentro de ella pueden descubrirse dos líneas de fuerza, integradas con perfecta coherencia: la de radicalización inmanentista del cogito, que acoge en pleno el planteamiento cartesiano; y la opción por lo sensible, herencia tal vez de la escolástica en la que Locke se había formado, y que señala la flexión sensista de la inmanencia. Además, en la filosofía cartesiana la esencia del mundo externo sólo puede conocerse a partir de la idea inteligible de extensión. De ahí que la opción por los sentidos suponga una nueva radicalización de la inmanencia: de lo exclu­ sivamente sensible, en rigor, no se puede salir siquiera al mundo externo de Descartes. Los dos aspectos, más que contraponerse, se com­ plementan: la afirmación de que todo nuestro conocer se origina en la experiencia sensible entraña la nega­ ción de las ideas innatas; la radicalización del cogito implica también la negación de esas ideas y la reduc­ ción de todo nuestro conocimiento a sensibilidad.

B)

La

resolución en el acto de sentir

Solicitado por estas dos instancias, Locke hace de las ideas simples de sensación el inicio de todo conocer; y con ello sienta las bases a ese sector de la filosofía moderna que acabará por resolver toda la realidad — sujeto y objeto— en el acto de sentir, considerado como Absoluto, En efecto, el afán de ideas claras y distintas, el rechazo de cualquier conocimiento confuso y la afirmación de que no se puede ir nunca más allá de lo que se me ofrece inmediatamente en la experien­ cia, tiene mucho que ver con el intento de Locke de acercar, hasta identificarlos, el acto y el contenido de

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conciencial7*. Así elimina el carácter participado del conocimiento humano, equiparándolo en lo posible al de Dios, y acentúa el papel originante del acto de per­ cibir, que sustituye progresivamente al acto de ser. Locke se empeña en rechazar como arranque del proceso cognoscitivo cualquier conocimiento que no sea claro y distinto. Santo Tomás, al contrario, afirma que el nacimiento de toda la vida cognoscitiva del hom­ bre está en una aprehensión necesariamente confusa de la realidad y esto, tanto en el orden intelectual como en el sensible w. ¿Por qué motivo? Por el carácter par17 Para Locke, toda la esencia del alma es conocer. O, mejor aún, buscar un conjunto de verdades que jamás podrá conside­ rar definitivas. También en este aspecto continúa la obra carte­ siana. En Descartes, «el proceso de examen e investigación goza de un carácter problemático muy peculiar: se desenvuelve entre la duda completa y la certeza definitiva, debiendo ejercitarse una sola vez en la vida, antes de alcanzar la verdad absoluta. Las coordenadas en las que Locke se sitúa son radicalmente distintas. Las verdades accesibles al hombre no deben por fuerza ser definitivas; no existen tampoco verdades-clave que regulen la admisión o exclusión de las otras. La inteligencia, por tanto, no es la facultad dé las verdades definitivas, o al menos no se la define así. La revolución lockiana consiste en asumir, en primer lugar, las operaciones posibles al hombre y, después, definir el tipo de verdades que tales operaciones permiten alcanzar. Preci­ samente porque no es posible lograr un nivel máximo y definitivo en el mundo intelectual, la investigación y el examen, que Des­ cartes situaba en el momento preparatorio de la actividad racio­ nal, se extienden a lo largo del proceso intelectual; más aún: constituyen la esencia misma de la inteligencia humana» (C. A. VlANO, o. c., p. 604). u «E l inicio del conocimiento humano lo señala una confusa aprehensión de todas las cosas» (S. T om As, De veníate, q. 18, a. 4, c.). i* «... nuestro entendimiento avanza pasando de la potencia al acto; y como entre la potencia y el acto perfecto se sitúa el acto imperfecto, todo lo que procede de esa manera alcanza primero el acto imperfecto. El acto perfecto al que llega nuestro enten­ dimiento es la ciencia completa, por la que conocemos de modo distinto y determinado; el imperfecto, la ciencia imperfecta, me-

72

J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

ticipado del hombre y el de la realidad en que se inicia el conocer humano, que es el ente sensible: ni los sen­ tidos ni la inteligencia, de por sí, están en acto de cono­ cer, sino que deben pasar de la potencia al acto para adquirir el conocimiento; por tanto, es necesario un estadio intermedio en el que se perciba confusamente lo que más tarde se advertirá con claridad. Para entender mejor este punto, conviene distinguir dos aspectos en el conocimiento: la presencia del ob­ jeto al sujeto, en la que consiste precisamente el co­ nocer; un proceso de asimilación, un movimiento de las facultades cognoscitivas por el que el objeto se hace intencionalmente presente al sujeto50. El primero de estos aspectos es común a Dios y a las criaturas. El segundo, es propio y exclusivo de los entes finitos, y señala precisamente su carácter participado: las facul­ tades cognoscitivas de las criaturas, para conocer, tie­ nen que pasar de la potencia al acto; además, en el caso del hombre — que conoce a través de los senti­ dos— , el mismo objeto de conocimiento tiene que ha­ cerse inteligible*21. diante la que conocemos vaga y confusamente: pues lo que así se conoce, lo conocemos en parte en acto y en parte en potencia. Y por esto dice el filósofo en el primer libro de la Física que en primer lugar se nos manifiestan las cosas según una cierta con­ fusión, y que sólo más tarde distinguimos con claridad sus prin­ cipios y elementos. Pues es notorio que conocer algo que con­ tiene muchas otras cosas sin percibir sus componentes, es advertirlo de modo confuso... Y como también ios sentidos pasan de la potencia al acto, se encuentra en ellos la misma secuencia cognoscitiva que en el en­ tendimiento» (S. T omás, Summa Theotogiae, I, q. 85, a. 3, c.). * Cfr. C. Fabro, Percepzione..., d t „ p. 53. 2i Y, además, paradójicamente, el conocimiento humano se hace más objetivo, más real, en la medida en que avanza el proceso cognoscitivo; sólo el conocimiento intelectual hace que «emerjan los contenidos y relaciones que se refieren a la realidad, en cuanto realidad —al ser en cuanto ser—. Por el contrario, la experiencia

Principios -fundamentales...

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Dios es el ipsum Esse subsistens. Su acto de conocer no se distingue realmente de la presencia divina, en la que percibe toda realidad creada: por tanto, no cabe hablar en El de proceso cognoscitivo. El hombre, por el contrario, conoce un objeto distinto de sí, y distinto también del acto por el que lo capta. Por eso, en sus comienzos, el conocimiento sensible y el intelectual son confusos e indistintos; sólo más tarde, actuando la pro­ pia capacidad cognoscitiva por medio de múltiples ope­ raciones, va adquiriendo una noción más profunda y detallada de la realidad que le rodea32. Hasta aquí San­ to Tomás. Locke, al contrario, al poner como base del conocer humano las ideas claras y distintas, acabará negando ese segundo aspecto de nuestro conocimiento. En el Ensayo, el proceso cognoscitivo no conduce real­ mente a un contenido de rango superior al que se ofrece en la aprehensión de las ideas simples, y, en consecuencia, toda la realidad — sujeto y objeto— se ve reducida a las distintas combinaciones de tales ideas: el acto de conocer —en el que se resolverán el hombre y la realidad exterior a él— usurpa así el puesto del esse como fundamento de una realidad que ya no es participada. C)

El

alm a

reducida

a

« p e r c ib ir »:

disolución

del

COMPUESTO HUMANO

Desde este primer capítulo puede advertirse lo que venimos diciendo: «Preguntarse cuándo el hombre em-2 sensible alcanza a la realidad materialmente, en cuanto afecta al sujeto según un contenido u otro de la vida vivida, las cualidades sensibles; o según una sintesis organizada de muchas de ellas, los sensibles 'p er accidens* de la cogitativa» (C. Fabro, Percepiione..., cit., p. 424). 22 Cfr. S. T omás, Summa Theologiae, q. 85, a. 3; In I Physic., lect. 1.

74

J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

piece a tener alguna idea — afirma Locke— significa preguntarse cuándo empieza a percibir: ya que tener ideas y percibir es una y la misma cosa» (II, 1, n. 9). A la vista de estas palabras, basta recordar la ambigüe­ dad antes señalada entre el «ser intencional» y el «ser accidental» de las ideas, para damos cuenta de la re­ solución que Locke realiza, del objeto y el sujeto, en la única existencia del acto. No nos debe extrañar; en el fondo, no es sino seguir sacando consecuencias de los principios de Descartes: la pretensión de Locke de que lo primero conocido en las ideas es el sujeto — en cuanto ejerce el acto de percibir— constituye la tras­ posición al plano sensible del cogito cartesiano. Descartes había afirmado que en el cogito se descu­ bre inmediatamente, junto con su existencia, toda la esencia del alma, que no puede ser sino pensar; movi­ do por esto, había llegado a sostener que el alma piensa siempre y de modo necesario, también en el seno ma­ terno: pues lo contrario supondría dejar de existir. Locke, sin embargo, considerará esta afirmación como un último triunfo de las formas escolásticas sobre la filosofía de Descartes. Descartes, perdido el ser y, con él, el suppositum, que es su sujeto natural, había acabado por reducir el alma al acto de su potencia cognoscitiva — pensar— , y la materia, al único accidente que ella exige: la can­ tidad23. Sin embargo, y en contra de esos mismos pre­ supuestos, sigue defendiendo una esencia del alma, que, naturalmente, piensa siempre. Locke, tomando como punto de partida el planteamiento cartesiano, dará un paso adelante en la disolución del sujeto en el acto de percibir; en su afán de defender los derechos del sentido común contra el «dogmatismo», se ha impuesto 2J Cfr. C. Cardona,

o . c„

pp. 82-83.

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como criterio no afirmar nunca sino aquello que expe­ rimentamos en la percepción; pero como no tenemos ninguna experiencia de que pensemos en el seno ma­ terno, ni tampoco cuando dormimos o en algunas otras circunstancias, no podemos sostener que entonces lo hagamos. El argumento de Locke es lineal, y podría admitirse sin reparos si en su base no latiera el equívoco de que no existe sino aquello que es generado por el pensa­ miento (reflejo). Locke conoce perfectamente el plan­ teamiento cartesiano, pero lo rechaza: el pensar, res­ pecto del alma, es «una de sus operaciones, y no lo que constituye su esencia» (II, 1, n. 10). Cosa cierta; pero ¿se sigue de ahí que de la existencia del pensamiento no pueda deducirse la de un sujeto — el alma— del que éste derive? Para Locke, la inferencia sería ilícita. Y, aunque sus palabras no se muestran al respecto todo lo explícitas que cabría desear, el sentido de sus afir­ maciones está claro, y se manifestará con más fuerza a lo largo de toda la obra. Lo evidente, para Locke como para Descartes, es el pensamiento que se piensa en acto, la percepción de la propia percepción; y, en el fondo, los dos están de acuerdo en que el pensar es lo que constituye al alma. Pero, según Locke, no se puede afirmar sino aquello que se ofrece en acto en la expe­ riencia, por eso, el hombre quedará reducido a la autopercepción: no es lícito avanzar ni un solo paso del acto que se pone a sí m ism o24. Tanto es así que ni siquiera aspira a negar la existencia del alma pensan­ te — menos pretenderá sostenerla— , sino sólo reivindi­ 24 «E l principio por el que todo lo que pertenece al universo humano debe poder describirse como una actividad derivada de la reflexión, constituye el elemento fundamental y decisivo en la transformación de la antropología cartesiana y en su reducción a dimensiones empíricas» (C. A. V iano , o. c., pp. 508-509).

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J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

car la perfecta identidad de la percepción que se per­ cibe percibiendo25. Según Locke, la unidad e identidad del sujeto radican en el acto de percibir las propias sensaciones26. Al de­ clarar las ideas como punto de partida de todo el co­ nocimiento, había disuelto la unidad del sujeto, su carácter de «todo»; y ahora pretende recuperarla a partir del acto de conciencia, que es lo que ha puesto en lugar del ser. Perdido éste, el cuerpo y el alma ya no son participación de un único esse, sino dos reali­ dades diversas, cuya única trabazón podrá constituirla la unidad fundante de una misma percepción. Para Locke, el ser sigue al obrar; la operación funda al sujeto. Todo esto se ha conseguido, desde un punto de vista gnoseológico, por medio de una reflexión total de la mente sobre sí misma, en la medida en que esto es posible en el ámbito de la sensibilidad27. Las conse­

25 «Y a que yo no digo que no exista realmente un alma en el hombre porque, durante el sueño, el hombre no tiene ningún sentimiento; sino que digo que el hombre no puede pensar, sea cuando sea, en la vigilia o en el sueño, sin ser consciente de ello» (II, 1, n. 10). 26 «Y a que si separamos del todo de nuestras acciones y de nuestras sensaciones, y sobre todo del placer y del dolor, el sen­ timiento interno que tenemos y el interés que las acompaña, será muy difícil saber en qué cosa deberemos hacer consistir la iden­ tidad personal» (II, 1, n. 11). « Y es precisamente por esta misma razón por lo que aquellos que dicen que el alma tiene en si mis­ ma pensamientos de los que el hombre no posee ningún senti­ miento, separan el alma del hombre, y dividen al hombre mismo en dos personas distintas» (II, 1, n. 12). 27 Reflexión que, por otra parte, es solidaria del hecho de poner las ideas claras y distintas como prim um cognitum. La primada del acto que se vuelve sobre sí mismo es manifiesta en el texto que sigue, rico de resonancias cartesianas: «S i sostienen que el hombre piensa siempre, pero que no es siempre consciente de

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cuencias fueron ya vislumbradas por el mismo Locke, aunque las expone con la reserva acostumbrada: Des­ cartes — dice— pretende que el alma sea «una sustancia que piensa siempre», aunque no sea consciente de ello; pero «si tal definición tiene en sí alguna autoridad, no veo que pueda servir para otra cosa sino para hacer suponer a muchos que no tienen realmente un alma, desde el momento en que advierten que una buena parte de su vida transcurre sin que tengan ningún pensa­ miento» (II, 1, n. 19). El pensamiento se pone a sí mismo sin necesidad de ninguna esencia que lo sus­ tente: se acercan tanto el acto y la existencia que ésta acaba diluyéndose en aquél2*. En resumen: Descartes y Locke parten de un mismo hecho — la existencia del pensamiento y la necesidad de deducir todo de él— y se orientan por el mismo camino: la identificación del objeto y del sujeto en el acto. Pero su término es distinto: Descartes disuelve todo en el sujeto; Locke, en el acto. Y, desde este punto de vista, la respuesta de Locke a la instancia cartesiana es más coherente. En perfecta continuidad con el filó­ sofo inglés, sus seguidores han afirmado que el hombre se hace a sí mismo en la medida que ejercita aquellas

ello, pueden con igual razón decir que su cuerpo tiene extensión, pero que no tiene partes. Y a que decir que el cuerpo es extenso sin tener partes y que algo piensa sin conocer y sin percibir que piensa, son dos cosas igualmente ininteligibles. (...) Pues el pen­ samiento consiste en ser conscientes del hecho de que se piensa» (II, 1. n. 19). 21 A este respecto es significativo que, inmediatamente a conti­ nuación —aunque siempre a modo de hipótesis—, Locke equipare el feto en el vientre materno a un vegetal, precisamente porque no piensa en acto (cfr. II, 1, n. 21).

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capacidades que resultan, a su vez, del anterior ejerci­ c io 29. Locke mismo lo había insinuado: el hombre es hombre en cuanto es racional; la razón se constituye por el uso y el ejercicioM; y, junto con la razón, cada uno elabora su propio mundo213 . 1 Además, como según Locke nunca se pueden superar los contenidos de la experiencia, y como los sentidos ofrecen sólo afecciones corporales, toda la filosofía del Ensayo se orienta al materialismo32. Y a un materia­

29 Si la expresión se hace difícil es precisamente por el intento de distinguir lo que para la filosofía moderna se encuentra dia­ lécticamente unido: esencia, potencias y acto. 30 «Los hombres hemos nacido para ser, si nos place, criaturas racionales. Pero sólo el uso y el ejercicio de la razón produce tal resultado; nunca nos tom arem os racionales con independencia de lo que consigan nuestro esfuerzo y aplicación» (J. L ocke, Of the Conduct o í the Vnderstanding, 6). 31 «V e r elaborarse el pensamiento humano y ver edificarse, al mismo tiempo, las creencias que permiten al hombre tener una vida feliz, con la conciencia de que no hay nada, ciencia, morali­ dad. arte, que no venga de sus propias operaciones: ¿hay un espectáculo que sea más capaz de procurar a los que lo contem­ plan interés, alegría, orgullo?» (Paul H azard, La crisis de la con­ ciencia europea, p. 225). 32 «Inútil se mostrará —aunque con un desarrollo peculiar— el intento de hacer proseguir el cogito por el camino del espíritu, cegando la derivación materialista del sensismo. Será éste el in­ tento de Berkeley, atribuyendo a la afirmación de la realidad ma­ terial la conclusión atea del cogito, identificado ya éste con la esencia misma del filosofar. La existencia de una materia o sus­ tancia material es lo que, para Berkeley, acaba por excluir la existencia de Dios. Por tanto, habrá que concebir la realidad como representación, devolviendo al principio de inmanencia toda su radicalidad gnoseológica, mediante la oposición a toda realidad que trascienda el ámbito de la conciencia. Y justamente de ahí partirá el escepticismo de Hume» (C. Cardona, Metafísica de la opción intelectual, 2? ed., Ed. Rialp, Madrid, 1973, p. 195.

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lismo que, por la incoada identificación entre sujeto y objeto, y por la hipótesis nominalista de la materia pensante —a la que nos referiremos— , ofrecerá mu­ chos motivos de inspiración al materialismo dialéctico3

33 Junto a Descartes, Marx reconoce a Locke un papel funda­ mental en la génesis del materialismo dialéctico: «Existen dos tendencias en el materialismo francés: una tiene su origen en Descartes; la otra, en Locke. La segunda tiende, principalmente, al desarrollo de la cultura francesa, y desemboca directamente en el socialismo; la otra, el materialismo mecanicista, se pierde en las verdaderas ciencias naturales francesas. Ambas tendencias se entrecruzan en el curso de su desarrollo» (K. M arx , La Sagró­ la Familia, p. 143; citado por M. A. T abet, K. Marx: La Sagrada Familia, Ed. Magisterio Español, Madrid, 1976, pp. 91-92). En esta misma obra se expone más concretamente la función que Marx atribuye a Locke en el nacimiento del materialismo: «Su impor­ tancia, para Marx, está en haber dado un fundamento gnoseológico al materialismo de Bacon y Hobbes, una base racional al presupuesto de que todo conocimiento debe ser una reflexión so­ bre las sensaciones presentes en la conciencia sensitiva. Locke logró dar una formulación gnoseológica con cierta coherencia de una filosofía que rechazase por principio algo distinto de la ma­ teria» (M. A. T abet, o. c „ pp. 91-92).

IV ORIGEN Y CARACTERISTICAS DE LAS IDEAS (LIBRO II, 2.a PARTE) Mediante una visión formal y abstracta que disgrega la realidad en fragmentos irrecomponibles, Locke con­ sidera como evidencia primera la percepción clara y distinta de las ideas simples; por eso, la parte cons­ tructiva de su filosofía comenzará considerando la na­ turaleza y el origen de las principales de estas imá­ genes. Nuestro autor entiende por idea simple cualquier elemento indivisible del mundo mental: toda aquella idea que, «tomada en si misma, carece de cualquier composición y, por consiguiente, no produce en el es­ píritu más que una sola imagen o concepción entera­ mente uniforme, que no puede distinguirse en ideas diferentes» (II, 2, n. 1). Las ideas simples representan todo el material del que dispone nuestra mente; a par­ tir de ellas, componiéndolas a voluntad, el espíritu for­ ma ese universo maravilloso que cada uno lleva den­ tro de sí.

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J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

1. LAS IDEAS SIMPLES DE SENSACION Y REFLEXION A)

El

origen de las ideas s im ple s : visió n general

Locke estudia el origen y la naturaleza de las ideas simples en dos etapas: en la primera ofrece un cuadro general de las mismas, examinando más despacio en la segunda algunas de ellas. Y ya desde el primer instante salta a la vista la total atomización a la que somete al universo percibido: en el despertar de nuestro conoci­ miento — que eso son las ideas simples— no encontra­ mos un conjunto armonioso de realidades, sino sólo los fragmentos aislados de un rompecabezas, sin mo­ delo objetivo. Hemos aludido a las razones de ese frac­ cionamiento: perdida la participación de todas las per­ fecciones del ente en un acto supremo y único, las ideas simples se convierten en entidades aisladas, abs­ tractas y, en cierto sentido, a se stantes, autónomas: en «cosas» que se presentan ante nosotros con las ca­ racterísticas de lo acabado e independiente *. ¿Cómo fundamenta Locke esa independencia? Ape­ lando a la diversidad de vías por las que las ideas ac­ ceden hasta nuestra percepción. Como esos caminos son distintos, aun en el caso de que fueran producidas por un todo unitario, las ideas se mostrarán ante no­ sotros aisladas y desconexas; además, consideradas en sí mismas, en cuanto ideas, cada una es lo que es con perfecta independencia del resto (cfr. II, c. 2). De nuevo la omisión de un dato claro: los sensibles propios — el color para la vista, los sonidos para el1 1 Locke atribuye a la inteligencia la función unificadora de la realidad. Por eso, la relación, que nuestra mente crea o descubre en las ideas, se convierte en un dios omnipotente capaz de repro­ ducir la trabazón que antes se había negado a las «ideas abs­ tractas».

Origen y características de las ideas

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oído, los olores para el olfato...— se ofrecen a los sentidos externos ligados siempre a un sensible común —como la extensión, la distancia o el movimiento— , capaz de ser captado a la vez por varios sentidos; ade­ más, la sensibilidad externa percibe en continuidad con el sentido común y con los otros sentidos internos. Por eso, la percepción primitiva es la de un todo unitario y sintético, aunque confuso. Sólo en un segundo mo­ mento, por una nueva intervención del sentido común (que discierne) y de la cogitativa (que compara), se hace explícita la distinción entre los sensibles propios de cada sentido externo. A su vez, esta segunda fase no constituye sino un paso intermedio, que natural­ mente culmina en una nueva aprehensión sintética del todo (compuesto), y que corresponde a la unidad real de los accidentes: unidad participada, de muchos en uno. Todo parece indicar que Locke rechaza la realidad unitaria, aunque compleja, de la percepción, y se de­ tiene en ese segundo momento disgregatorio y reflejo, con el fin de aislar los contenidos abstractos que en él se le ofrecen2. Por eso la clasificación de las ideas 2 Sólo de este modo las ideas estarán disponibles para cual­ quier elaboración racional: «Contra este presupuesto se alza la teoría lockiana del orden, sensible de las ideas simples. Con ella tiende a minar en su raíz la doctrina cartesiana del ordre naturel y a introducir la arbitrariedad en la composición de las ideas. Re­ ferencia a la sensibilidad —lo hemos visto— significa precisa­ mente referencia a datos que no determinan de antemano el modo en que habrá que disponerlos, sino que se ofrecen dispo­ nibles para un cúmulo de combinaciones distintas y contrarias. Desde este punto de vista, el mundo físico e histórico son análo­ gos; ambos transmiten combinaciones de ideas simples no ligadas por combinaciones necesarias. Y , una vez admitido que no se dan relaciones necesarias, que las ideas ni son innatas ni se sitúan por sí mismas conforme a un único ordre naturel, tanto el mundo de las realidades sensibles como el histórico se vuelven menos incómodos y embarazantes» (C. A. V iano , o . c ., p. 123).

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que propone, aun cuando guarde ciertas semejanzas con la distinción de los sensibles de la filosofía clásica, presenta, con respecto a ella una diferencia radical: mientras en la filosofía clásica la sensación nos mani­ fiesta un objeto real y realmente distinto de la sensa­ ción, las ideas sensibles de Locke no se dan a conocer sino a sí mismas. *

*

*

Según Locke, todas las ideas simples se originan en la experiencia, externa o interna. Y se pueden distin­ guir en cuatro grupos: las que provienen de un sólo sentido; las que nos llegan por medio de más de un sentido; las que nacen exclusivamente de la reflexión; y, por fin, las que penetran por todas las vías de la sensación y la reflexión (cfr. II, 3, n. 1). 1. Entre las que proceden de un sólo sentido, in­ cluye los sensibles propios de la filosofía aristotélica: colores, sonidos, olores, sabores, sensaciones táctiles. Locke concede una importancia especial a la idea de solidez. Esta idea se origina en el «tacto, y es causada por la resistencia que encontramos en un cuerpo a que cualquier otro entre en el mismo espacio, mientras el primero no haya abandonado el lugar que ocupaba» (II, 4, n. 1). Se trata, por tanto, más que de solidez, de impenetrabilidad.2 2. Las ideas del segundo grupo tienen también su correspondiente en la filosofía clásica: los sensibles comunes. Según Locke, estas ideas son «las del espacio o extensión, la de la figura, la del movimiento y la de la inmovilidad» (II, 5, n. 1). Locke les concede un puesto de honor entre todas las ideas simples, tal vez por su íntima relación con la cantidad.

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3. Las ideas de reflexión pueden distribuirse en dos clases fundamentales: «la percepción, es decir, el pen­ sar; y la voluntad, es decir, el querer» (II, 6, n. 2). Los modos o variaciones de estas ideas son «el recuerdo, el discernimiento, la distinción, el razonamiento, el jui­ cio, el conocimiento, la fe, etc.» (II, 6, n. 2). 4. Entre las ideas que provienen de la sensación y la reflexión, Locke enumera «el placer o alegría y su contrario, el dolor o malestar; el poder (o capacidad); la existencia; la unidad» (II, 7, n. 1). A estas cinco añadirá más adelante la de sucesión. Se trata de rea­ lidades muy dispares, que Locke incluye en un mismo grupo porque su percepción acompaña siempre a la percepción de otras ideas. Esto, en una filosofía en que cada idea es independiente de todas las demás y no nos da a conocer sino su propio contenido, presentaba serias dificultades. Y así, para explicar la concomitan­ cia del placer y el dolor con el resto de las ideas de nuestro espíritu, Locke tendrá que recurrir a la omni­ potencia divina, que las une o separa según su abitrio. Según Locke, de estas pocas ideas simples obtiene el espíritu todos sus conocimientos. Las únicas dos fuen­ tes de ¡deas son, por tanto, la sensación y la reflexión (cfr. II, 7, n. 10), o sensación externa y sensación in­ terna, como las llamará más adelante (II, 11, n- 17). *

*

*

La clasificación de las ideas simples pone ya de ma­ nifiesto una característica común a todo el Ensayo: las continuas salidas de Locke a una realidad que había negado al hacer de las ideas el primum cognitum, y a que con frecuencia recurre, sin embargo, para hacer más inteligibles algunos rasgos de esas ideas. Por ejem­ plo, alega Locke (cfr. II, 8, nn. 1 ss.) que cualquier idea

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J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

simple, considerada en cuanto idea, se presenta a nues­ tra percepción con las mismas condiciones de realidad y positividad que las demás. La inteligencia «las con­ sidera todas como distintas y positivas, sin pensar ni examinar las causas que las producen: este examen no tiene nada que ver con la idea tal cual es en la inteli­ gencia, sino con la naturaleza de las cosas que existen fuera de nosotros. Ahora bien, éstas son dos cosas bien diferentes, y que es necesario distinguir con cuidado...» (II, 8, n. 2). De acuerdo. Pero si se supone, con Locke, que la idea es lo primero y único conocido por nuestra mente, ¿cómo salir de esa idea para buscar la supuesta causa externa que la produce?; ¿cómo apelar a un «algo» trascendente que la introduce en nuestro espíritu y la hace distinta del resto?; y, sobre todo, ¿cómo mantener esa diversidad, negando al mismo tiempo que conozca­ mos la realidad exterior que la genera? Para sostener su clasificación de las ideas Locke re­ curre a la experiencia continua del lector. Pero pres­ cinde a la vez de la experiencia cotidiana más cons­ tante: la del mundo que nos trasciende. Lo primero, para cada uno de nosotros, es el universo que nos cir­ cunda, y no la idea. Por eso, una vez que se hace de la idea algo absoluto e independiente, un mero «aparecer» ante la percepción, se esfuma cualquier posible refe­ rencia a una realidad distinta de ella3. B)

L as ideas de sensación ; la solidez

Entre las ideas que proceden de un sólo sentido, Locke concede una importancia insólita a la de solidez. Sólo así logrará conservar un mundo material exterior 3 Esto ha sido claramente expuesto por Gilson en E l realismo m elódico como respuesta a los intentos de hacer derivar la ac­ tualidad del universo de la realidad objetiva de la idea.

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al pensamiento, en cierto modo semejante al universo cartesiano. Descartes había reducido el mundo corpóreo al acci­ dente que sigue de modo necesario a la materia, la can­ tidad, entendiéndola como extensión inteligible. En su sistema, el mundo de los cuerpos se encuentra refren­ dado por la idea innata de extensión, nacida en noso­ tros sin la intervención generadora del pensamiento y desligada de la sensibilidad; cosa lógica, ya que la ma­ teria cartesiana no puede ejercer ninguna acción posi­ tiva sobre el espíritu. Tampoco la materia de Locke goza de ningún influjo real sobre el espíritu4, limitado ahora al ámbito de la percepción sensible; además, Locke ha acabado con las ideas innatas, arrebatando al mujido material el último derecho que Descartes le concedía para existir; por eso, a fin de mantener en la existencia al universo corpó­ reo, buscará, entre las ideas sensibles una que sólo pueda aplicarse a la materia. La idea de extensión ya no le sirve, porque su origen es el mismo que el de las otras ideas de sensación; además, según Locke, y a pesar de lo que pueda sorprendernos, también Dios y los espíritus son extensos; sólo la solidez es una pro­ piedad exclusiva de la materia. Donde está Dios — dice— también puede haber cuerpos y espíritus; pero un cuer­ po excluye a otro del lugar que ocupa. La solidez es, por tanto, un atributo exclusivo de la materia. Más aún, la materia es solidez, y nada máss. 4 Verbalmente, Locke admite este influjo cuando dice que las ideas de sensación se originan en los sentidos. Pero se trata de un origen extrínseco a la idea, incapaz de explicar la aparición de ésta en el espíritu. Materia y mente siguen siendo dos mundos diversos, aunque ahora su incomunicabilidad se advierta más difícilmente por la reducción sensista del espíritu. s Al introducir este cambio en el universo material de Des­ cartes, ese mundo se convierte en algo incomprensible. Descartes admitía una ciencia exacta del mundo corpóreo porque éste había

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Locke atribuye a sí a la solidez un carácter exclusivo de objetividad, relegando las demás propiedades sen­ sibles a la categoría de lo subjetivo: el color y los sabores, los olores y el sonido son creaciones de nues­ tra sensibilidad. Pero, evidentemente, no se acaba de entender el porqué de esta discriminación. Es cierto que la solidez acompañará siempre a los entes corpó­ reos, pues se trata de un accidente que inhiere en ellos a causa de la materia; pero no es menos evidente que, junto a su materia prima, el cuerpo más pequeño posee una forma sustancial de la que dimanan un buen nú­ mero de cualidades tanto o más perceptibles que la misma solidez. ¿Por qué aceptar una parte de nuestro conocimiento natural y rechazar el resto? Las razones que Locke ofrece no convencen. Alega, por ejemplo, que no es posible imaginar una porción de materia que no sea sólida, pero que sí po­ demos imaginarla sin color, olor u otras cualidades sen­ sibles: la «materia imaginada» es, para Locke, pura solidez. Pero con eso no demuestra que sea así en la realidad. El modo de ser que las cosas tienen en nues­ tro espíritu no es necesariamente el que tienen fuera de él. Pretender proyectarlas tal cual en el mundo externo constituye una sobrevaloración de las facultades cognoscitivas y una inversión de las relaciones entre el ser y el conocimiento*4. sido reducido a extensión (pensada), perfectamente manejable por nuestro espíritu. Locke, sin embargo, reserva esa perfecta inteligibilidad al mundo de las matemáticas, entendiéndolas como pura afección de nuestra mente. Pero la materia es sólida, ade­ más de extensa: y esa solidez no puede expresarse en números. 4 «En lugar de decir que el mundo de la cualidad es la proyec­ ción en la conciencia del mundo mecánico, el único objetivo, ha­ bría que afirm ar que el mundo mecánico no es sino una pro­ yección en la matemática pura del verdadero mundo real, a la vez movimiento y forma, cantidad y cualidad...» (H. Dehove, La perception exlérieur, Lilla, 1931, p. 107).

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El mundo objetivo es anterior e independiente de lo que podamos percibir de él. El conocimiento, por el contrario, depende del ser real, aunque no se identi­ fica con él. En nuestro caso, la posibilidad de conside­ rar la cantidad con independencia de otros accidentes se basa en la constitución real de los entes, en los que la materia prima sirve de sustrato a la forma sustan­ cial. La cantidad es el primer accidente de todo ente corpóreo, pues surge de la materia, en cuanto es ac­ tuada por cualquier forma. Los accidentes que provie­ nen de la forma son también accidentes del todo, del sujeto, pero inhieren en él a través de la cantidad: por eso nuestra mente puede hacer abstracción de ellos y considerar la cantidad aisladamente. Así lo hace Locke, pretendiendo que esa representa­ ción sensible constituya la naturaleza objetiva de los cuerpos. Sin embargo, otorgar a la solidez la exclusiva como rasgo discriminatorio de la materia responde sólo a una decisión voluntaria, coherente con el sistema lockiano, pero tan arbitraria como el resto del mismo. Como Locke ha decidido que todo lo que podemos cap­ tar del universo se encuentra presente en acto en la sensibilidad, y que la inteligencia es incapaz de descu­ brir nada nuevo en esos datos primitivos, el universo entero, espíritus y cuerpos, se presentan ante él con los atributos de lo sensible. Y, dentro de esa misma sensibilidad, tendrá que señalar una característica que discierna las realidades «sensible-espirituales» de las «sensible-corpóreas». Es la solidez. Para Locke se ha esfumado la posibilidad de conce­ bir un ser auténticamente espiritual, en el sentido pro­ pio y verdadero del término: la espiritualidad vendría a ser, en el Ensayo, «extensión penetrable» (los ángeles y Dios), al paso que lo corpóreo se define por su im­ penetrabilidad.

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La filosofía de Descartes puede parangonarse a la de Locke en cuanto uno y otro, abandonado el ser y la sustancia, hacen del acto de percibir el principio sin principio de cualquier realidad (pensada). De hecho, por el contrario, ese principio es el ser: todas las cosas son, aunque sean de un modo u otro, entre los que se in­ cluyen la espiritualidad y la corporeidad. El ser es lo que funda la comunidad de todos los entes, adqui­ riendo modalidades diversas en cada uno de ellos. Pero Descartes y Locke conceden a la percepción el puesto que de suyo corresponde al ser: el mundo, por lo me­ nos lo que cada uno de ellos conocen, no está formado más que de lo que se percibe: el acto de percibir, y las ideas, se presentan como el «bastidor» de la realidad, su fundamento y explicación última, lo que le otorga consistencia. Será real aquello que puede ser percibido: la distinción entre las cosas dependerá de las propie­ dades que adquieran en nuestra percepción. Descartes, para quien el acto de percibir es todavía espiritual, concibe una materia cuyo rasgo más propio —la extensión, desprovista de cualquier otro adita­ mento sensible— le atañe sólo «en cuanto pensada» (o imaginada); en tanto que Locke, atendiendo sólo a la percepción sensible, supone a Dios y a los espíritus como realidades dotadas de caracteres, en realidad ex­ clusivos de los cuerpos: la extensión y la movilidad. *

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La distinción entre cualidades primarias y secunda­ rias responde a las mismas razones que llevaron a Locke a privilegiar la idea de solidez: la necesidad de mantener un universo corpóreo trascendente a la per­ cepción. Lo que discrimina las ideas es su causa ex­ terna: las cualidades. Insiste Locke en la necesidad de

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discernir entre cualidades e ideas, considerando a és­ tas como percepciones de nuestro espíritu y a las cua­ lidades como modificaciones de la materia que produ­ cen en nosotros esa percepción (cfr. II, 8, n. 7 )7. Después afirma que hay en los cuerpos dos especies de cualidades: a las primeras, inseparables de la ma­ teria, las denomina cualidades originales o primarias**. «Son la solidez, la extensión, la figura, el número, el movimiento y el reposo» (ídem); a ellas corresponden las ideas de cualidades primarias. «En segundo lugar, existen otras cualidades en los cuerpos que no son efectivamente sino la capacidad de producir en nosotros diversas sensaciones por medio de la grandeza, figura, estructura y movimiento de sus partes insensibles; y éstas son, por ejemplo, las sensa­ ciones de colores, sonidos, sabores, etc.» (II, 8, n. 10). Locke las llama cualidades secundarias. Como en el caso de la solidez, nuestro autor reafirma la necesidad de distinguir entre estos dos tipos de cua­ lidades. ¿Razón?: que es imposible imaginar ninguna porción de materia sin cualidades primarias, mientras que sí podemos concebirla sin las secundarias. La dis­ tinción de cualidades surge, entonces, de la diversidad de ideas; pero, a su vez, la variedad de ideas debe atri­ buirse a su relación con la causa que la produce: las cualidades. La circularidad del argumento es asombro­ sa; por eso, no extraña que esta distinción desapareciera 7 Locke entiende por idea «todo aquello que el espíritu percibe en si mismo, y que es el objeto inmediato de la percepción, del pensamiento o de la inteligencia» (II, 8, n. 8); y por cualidad de un objeto «el poder o la capacidad que tiene de producir una cierta idea en el espíritu» (Idem). * Estas cualidades «son enteramente inseparables de los cuer­ pos, en cualquier estado que éstos se hallen; de tal modo que éstos las conservan siempre, sean cuales sean las alteraciones que el cuerpo sufra o la fuerza que se ejercite sobre él» (II, 8, n. 9).

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pronto en el desarrollo de la filosofía de la inmanencia. Lo mismo que cuando clasificaba las ideas según su vía de acceso hasta el espíritu, Locke supone que existe «algo» trascendente a la idea, causa de su disparidad; pero, sin embargo, la idea no me lo da a conocer. Ade* más, esa realidad extrínseca sería una determinada disposición de partículas que, la mayoría de las veces, no guardan ninguna semejanza con la sensación que produce en nuestro espíritu9. Las cualidades secunda­ rias — dice Locke— son un conjunto de «poderes» que residen en la materia y dependen de las cualidades primarias. A su vez, los «poderes», como las faculta­ des, quedan reducidos a mera posibilidad de producir un determinado efecto (la idea); ya que lo único que me ofrece la experiencia es el acto, la percepción, y no la capacidad que lo origina. Por eso, Locke concibe los cuerpos como un conjunto de partes sólidas, pequeñí­ simas e imperceptibles que, al entrar en contacto con los sentidos, generan las cualidades primarias y secun­ darias. Esa es la visión que recogerá Hume. El mundo externo tiende así a reducirse a un con­ junto amorfo de átomos en contacto con la sensibilidad. Pero evidentemente es extraño que Locke, que ha puesto como un principio fundamental de su filosofía la impo­ sibilidad de trascender lo que nos ofrece en acto la experiencia, sostenga ahora —aunque sólo sea a modo de hipótesis— que las ideas son producidas por unas realidades cuya naturaleza nunca podremos conocer.

» En efecto, Locke afirma que es necesario distinguir entre las ideas y su causa, «porque la mayor parte de las ideas nacidas de la sensación, que se encuentran en nuestro espíritu, no se aseme­ jan a algo que existe fuera de nosotros más de lo que se asemejan a nuestras ideas los nombres que utilizamos para designarlas» (II. 8, n. 7).

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C)

A mbigüedad

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de la teoría de la percepción

Después de examinar las ideas simples de sensación, Locke pasa revista a las facultades con las que el alma actúa en torno a ellas. Entre esas facultades concede un puesto privilegiado a la percepción o capacidad de suscitar en nuestro espíritu las ideas. La percepción distingue al hombre y a los animales de los seres infe­ riores; es ella la «primera operación de nuestras facul­ tades intelectuales, y la que abre el acceso a nuestro espíritu a todos los conocimientos que éste puede ad­ quirir* (II, 9, n. 15). Según Locke, el espíritu se comporta de un modo me­ ramente pasivo en la percepción de todas sus ideas simples; es activo, sin embargo, cuando compone y elabora las ideas c o m p le ja s P e r o cabría preguntarle: si al conocer las ideas simples el espíritu es pasivo, ¿de dónde procede la actividad de la que resultan?; ¿quién o qué es lo que engendra esas ideas? Locke responde en unos casos que la materia; en otros, que Dios. Al mismo tiempo, parece afirmar que ni lo uno ni lo otro: la percepción es un producto exclusivo del espíritu; además, lo que se conoce es, exclusivamente, la idea. La percepción, y no los sentidos, dan entrada en nuestra inteligencia a cualquier conocimiento. El hom­ bre, lo mismo que el animal, no es sino un conjunto de partículas materiales dotadas de una cierta figura; y la sensación, un proceso puramente mecánico: el cho­ que de algunas de esas partículas con las de otras sus-1 4 14 «S i bien el espíritu es del todo pasivo respecto a sus ideas simples, pienso sin embargo que se puede decir que no es tal con respecto a sus ideas completas. Y a que, no siendo éstas sino combinaciones de ideas simples puestas juntas, y unidas bajo un solo nombre general, está claro que el espíritu del hombre goza de una cierta libertad al form ar ideas complejas* (II, 30, n. 3).

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tancias materiales. En la sensación todavía no hay co­ nocimiento: sólo empezamos a conocer cuando la inte­ ligencia introduce en el alma la idea (cfr. II, c. 9, un. 35; c. 10, n. 1). Por eso, unida a los hombres y a los ani­ males, hay que suponer una sustancia espiritual, que es la que propiamente percibe. El percibir no es una operación del todo, sino de esa supuesta «sustancia pensante» que habita en los seres dotados de sensibi­ lidad La teoría de la percepción de Locke es ambigua. Por una parte, las ideas, objeto único del conocimiento, proceden sólo del espíritu. Por otra, son efecto de la materia (o de Dios), que las introduce en el alma; y efecto exclusivo, puesto que nuestra alma se comporta pasivamente al percibirlas u. Esa ambigüedad refleja la coexistencia de dos aspec­ tos contradictorios en la gnoseología de Locke; el inmanentismo, que convierte a la percepción en principio sin principio de toda la realidad (pensada); y un larva­ do realismo, que intenta conservar lo más genuino del mundo externo. Además, y dentro ya de la inmanencia, señala la opo­ sición entre un sensismo materialista, de por sí aboca­ do a la resolución de toda la realidad en modificaciones1 2 11 Supuesta, porque lo único evidente para Locke es que hay percepción, y que ésta es esencialmente distinta de la materia; pero la omnipotencia divina puede hacerla coexistir tanto junto a un cuerpo como junto a un espíritu (hipótesis de la materia pensante). 12 «E l punto más débil del Ensayo es, sin duda, la teoría de la sensación. Locke cree todavia que las ideas simples provienen de las cosas y las representan. Pero este realismo se concilia mal con el principio de inmanencia. Pues si el único objeto del conocimiento es la idea, no tenemos ningún medio de saber si la idea es conforme a la cosa. Berkeley y después Hume verán mejor el alcance del principio y no retrocederán ante sus conse­ cuencias lógicas» (R. Verneaux, Historia de la Filosofía Moderna, Ed. Herder,' Barcelona, 1973, p. 139).

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de la materia, y un idealismo nacido de la reflexión de la sensibilidad sobre sí misma, que tiende a encerrar al «espíritu» en los límites de la propia subjetividad sen­ sible. Conviene considerar este antagonismo con más calma. £1 primer miembro, la disolución de la realidad en meras afecciones materiales, resulta evidente desde el instante en que Locke niega su originalidad a la inte­ ligencia: el hombre no podrá ya advertir y conocer las esencias profundas de las cosas, sino sólo sus determi­ naciones sensibles (y materiales). En esta misma línea, no resulta ilógico avanzar aún más lejos: si es absolu­ tamente inviable la posibilidad de penetrar en las esencias, ¿para qué seguir sosteniendo que de hecho existen? La segunda cuestión, la del idealismo sensible, es más complicada. No es fácil concebir una sensibilidad re­ fleja — que no da a conocer sino a sí misma— , pues la constante experiencia cotidiana nos tiene más que convencidos de lo contrario: de que los sentidos son una vía inmediata de acceso al mundo exterior. No resulta imposible llegar a imaginarse cómo la inteli­ gencia, cegadas las sendas de los sentidos, se empeñe en permanecer a solas con sus ideas, y dé a luz un nuevo mundo que poco tiene que ver con las realidades trascendentes al sujeto. Pero es más arduo vislum­ brar siquiera el modo en que esta operación podría realizarse en el dominio de las sentidos. Sería como si alguien quisiera persuadirnos de que lo primero que percibe el ojo no son los colores que le ofrece la natu­ raleza, sino la misma imagen que esos colores forman en su retina; y de que, además, por mucho que nos esforzáramos, nunca lograríamos superar esa barrera subjetiva — el interno del ojo, diversamente modificado en múltiples combinaciones— para hacer presa en la realidad exterior. En esta hipótesis un tanto quimérica, todo — sujeto y universo trascendente— quedaría redu­

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cido a sensación, a imagen o «idea sensible». De ahi su calificación de «empirismo inmanentista» o «idealismo sensible». Es ese mismo idealismo el que con el tiempo, al no querer rechazar los falsos presupuestos que lo fundan, acabará por resolverse en un materialismo idealista inmanente al sujeto: en una cosmovisión que identifica sin residuos al hombre y al mundo, asumiendo tam­ bién al espíritu como un subproducto de la m ateriaIJ. Como en el caso de Descartes, los fundamentos últi­ mos de la teoría del conocimiento de Locke son metafísicos, no gnoseológicos. Al excluir la real participación de todas las perfecciones en el ser, la analogía deja paso a una visión «esencialista», que sólo toma nota de las diferencias entre las criaturas. La causalidad se tor­ na incomprensible. El mundo se fracciona en dos sec­ tores irreconciliables, materia y espíritu, definidos de modo absoluto por la posesión de esencias contra­ rias I4. Cualquier influjo entre esos dos sectores es im­ u Marx advirtió esta tensión en la filosofía lockiana. Además, señala con placer que en ella los elementos materiales predomi­ nan sobre el idealismo, en cierto modo inconsecuente. Por eso —recalca— la conclusión natural del sistema de Locke es el ma­ terialismo dialéctico, y no el idealismo. u El c. 10 del libro IV es un ejemplo notorio de esta visión esencialista. En él, la absoluta incompatibilidad entre espíritu y materia desempeña un papel relevante para demostrar la exis­ tencia de Dios. Dice Locke: «es tan imposible que cosas absoluta­ mente carentes de conocimiento, ciegamente operantes y sin nin­ guna percepción, hayan producido un ser cognoscente, cuanto que un triángulo se dé a sí mismo tres ángulos mayores de dos rec­ tos. Ya que es tan incompatible con la idea de la materia des­ provista de sensación el hecho de que pueda poner en sí misma la sensación, la percepción y el conocimiento, cuanto repugna a la idea de un triángulo que ponga en sí mismo ángulos mayores a dos rectos» (IV , 10, n. 5). Para Locke, la distinción entre materia y espíritu es tan radical como la de la nada y el ser: «el cono­ cimiento será todavía tan superior a lo que pueden producir el poder del movimiento y de la materia, cuanto es superior al

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pensable. No hay ser ni sustancia: como todo ha quedado reducido a una oposición de accidentes «dis­ criminatorios», generar uno de esos accidentes (solidez o percepción) sería tanto como producir toda la sus­ tancia material o espiritual. Por eso, es imposible que el movimiento de las partículas materiales produzca, por sí mismo, la percepción, la idea l51 ; como es también 6 imposible que una sustancia espiritual mueva a un cuerpolé. El nacimiento de cualquiera de las ideas hará necesaria una especial intervención divina, que liga una imagen al movimiento de las partículas, igual que une a algunas de estas imágenes una sensación de placer o de d olo r17. poder de la nada, o del no ser, el producir la materia» (IV , 10, n. 10). Un detalle anecdótico puede ayudarnos a aferrar el pen­ samiento de Locke en este punto. Según el testimonio de C. Newton, Locke llegó a imaginar la creación como el cambio de esen­ cia producido en una realidad ya existente al adquirir una nueva modificación accidental. Newton le propuso esta hipótesis, y Locke la aceptó gustoso: «De algún modo sería posible hacerse una idea de la creación de la materia —había dicho Newton— suponiendo que Dios, con su potencia, hubiera impedido a cual­ quier cosa penetrar en una cierta porción del puro espacio, que por naturaleza es penetrable, eterno, necesario, infinito; y ya que el espacio puro es absolutamente uniforme, basta suponer que Dios haya comunicado esta especie de impenetrabilidad a otra porción similar de espacio, y esto nos daría, de algún modo, idea de la mobilidad de la materia: otra cualidad que le es, del mismo modo, escncialísima» (citado por Comte en una nota al n. 18 del c. 10 del libro IV ). u «Sin embargo, la materia, la materia y el pensamiento nopensantes, por más cambios que puedan producir en la figura y en la mole, nunca podrán producir el pensamiento» (IV , 10, n. 10). 16 «De qué modo un pensamiento cualquiera pueda producir un movimiento en el cuerpo es cosa tan absolutamente alejada de la naturaleza de nuestras ideas, como el modo en el que un cuerpo cualquiera pueda producir un pensamiento cualquiera en la mente» (IV , 3, n. 28). 17 «Y a que no es más difícil concebir que Dios pueda hacer de­ pender tales ideas de movimientos con los cuales no guardan

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En todo este planteamiento pesa mucho la influencia de Descartes: de él reconoce Locke la disociación ab­ soluta entre espíritu y materia, definidos ahora por su oposición mutua: la materia es lo distinto del espíritu, y el espíritu lo distinto de la materia. Abandonado el acto de ser, se pierde también la unidad del compuesto humano, constituido entonces por dos «sustancias» adyacentes que no participan de un único acto. De este modo, hasta las más intrascendentes de las accio­ nes cotidianas se tornan incomprensibles sin una espe­ cial intervención divina. Sin esa nueva acción de Dios, el conocimiento es tan absurdo como la resurrección de los muertos: «La coherencia y continuidad de las partes de la materia; la producción en nosotros de las sensaciones de colores, sonidos, etc., mediante el im­ pulso y el movimiento (...), todo esto no podemos sino atribuirlo a la voluntad arbitraria y al libre gusto del Sabio Arquitecto. Aquí, creo, no será necesario que yo recuerde la resurrección de los muertos, la condición futura de este globo de la tierra, y otras cosas seme­ jantes, que todos reconocen que dependen enteramente de la determinación de un agente libre» (IV , 3, n. 29). *

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Las cosas son de otro modo: la materia no es sin más materia, sino por su unión a la forma sustancial, y antes que nada, ente. Por eso puede actuar sobre un alma espiritual, que tampoco es simplemente espíritu, sino forma sustancial de un cuerpo. La percepción, cau­ sada en parte por la realidad externa y en parte por el ningún asemejanza, que concebir que haya unido ia idea del dolor al movimiento de un pedazo de hierro que divide nuestra carne: movimiento al que el dolor no se asemeja de ningún modo» (II, 8. n. 13).

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sujeto, no es sólo del espíritu, sino de todo el com­ puesto humano. Por otra parte, la realidad exterior y el hombre son mantenidos constantemente por Dios en el ser; y del ser dimana toda la actualidad (sustancial y accidental) de los entes: también sus potencias o facultades y la posibilidad de ponerlas en acto. Por eso, según la me­ tafísica del ser, no es necesaria una «nueva interven­ ción» divina para hacer posible el conocimiento humano. Esa intervención tampoco será necesaria en el pos­ terior desarrollo de la filosofía de la inmanencia (atea), de la que Locke forma parte. Por ejemplo, en el mar­ xismo, la materia se basta para producir la percepción en un espíritu que dialécticamente se identifica con ella. Pero se trata de algo muy distinto: en esta nueva filosofía Dios no tiene cabida. La criatura se bastaría a sí misma para darse la propia acción, que sería su mismo ser. Lo curioso es que fuera Locke — para el que el cono­ cer, sin Dios, es inconcebible— quien abriera las puer­ tas al proceso que había de conducir a estos resultados. Y más curioso todavía que lo llevara a cabo con un nuevo recurso a la omnipotencia divina: «nosotros — sostiene— tenemos las ideas de materia y de pensar, pero quizá nunca estaremos en condiciones de saber si un ser cualquiera puramente material piense o no: nos es imposible, mediante la contemplación de nues­ tras ideas, y sin revelación, descubrir si el Omnipo­ tente ha dado a ciertos sistemas de materia, debida­ mente dispuestos, el poder de percibir y pensar, o bien haya unido y fijado a una materia, así dispuesta, una sustancia inmaterial pensante; ya que no es, con respecto a nuestras nociones, cosa mucho más remota de nuestra comprensión concebir que Dios pueda, si quiere, añadir a la materia una facultad de pensar, que agregarle otra sustancia con una facuttad de pensar»

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(IV , 3, n. 6). La filosofía posterior hará caso omiso de la fundamentación «teológica» de esta hipótesis, y la asumirá como dato seguro. La consecuencia lógica será el materialismo ateo: si la materia puede pensar, ¿qué necesidad existe de Dios o de un alma distinta de esa materia? Hay que confesar que, incluso desde un prisma más estrictamente metafísico, al negar la realidad de las esencias, Locke había facilitado este proceso. Es más, en cierto modo lo puso en marcha, al introducir la materia sensible en el mundo del espíritu cartesiano, reduciendo el cogito a sentio: el espíritu, a modifica­ ciones (sentidas) de la materia. Descartes había desa­ rrollado lo más característico de su filosofía en la esfera de una razón poco atenta a los datos que le suministran los sentidos; es ése su mundo, en el que junto a Dios — presente como idea innata— desempeñan su propio papel una extensión y un pensamiento tam­ bién innatos. Locke cambia de tercio, trasladando toda la escena al ámbito de la percepción sensible. Pero ni siquiera entonces pierde su filosofía el fuerte resello cartesiano, pues a fin de cuentas la sensibilidad que Locke describe no es sino la versión sensible de la «razón» dibujada por Descartes. De ahí que, para entender lo que representan las sensaciones en el Ensayo, sea conveniente seguir paso a paso el camino iniciado por Descartes en relación al conocimiento. Como acabamos de observar, para el fi­ lósofo francés el espíritu, desligado de la materia, ad­ quiere como contenido fundamental las ideas innatas de Dios, de la autoconciencia y de extensión. Y como a la autoconciencia corresponde el carácter fundante, la extensión y Dios se encuentran asegurados desde la inmanencia por la correspondiente idea innata y la fuer­ za originante del cogito.

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Las ideas de sensación, al contrario, se tornan mo­ lestas y problemáticas. Habiendo rechazado la posibi­ lidad de las formas sustanciales, Descartes concibe la sensación como algo extrínseco al espíritu; pero al mis­ mo tiempo las considera de algún modo internas a él, ya que si no sería imposible percibirlas. A pesar de estas dificultades, las ideas sensibles serán el punto de partida de toda la filosofía de Locke. Al declarar inexistentes las ideas innatas, Locke pre­ tende dar a las sensibles ese carácter de fundamento (gnoseológico, al menos) del mundo material. Para eso las dotará de propiedades contradictorias. A fin de que sirvan de fundamento absoluto, el mundo externo, las supone incausadas, inmanentes a la percepción; por tanto, reflejas y asumidas por la certeza del cogito. Pero al mismo tiempo seguirán conservando su temple de ideas sensibles, cosa más difícil de conciliar con su condición de reflejas y subjetivas. El de Locke es un inmanentismo funcional. Por eso, las ideas sensibles sólo aseguran la existencia de algo exterior cuando se las considera pasivas: porque sólo entonces exigen «algo» que sea razón suficiente —aun­ que no causa, en el sentido propio del término— de ellas. En este sentido, aunque en contradicción con la función originante del cogito sensible, Locke reconoce que las ideas de sensación son producidas en nosotros por la materia externa, a través de los sentidos Pero como esa materia no puede actuar sobre el espíritu, hará de nuevo intervenir a Dios. Y así, al final de este enorme rodeo, se encontrará con unas imágenes del mismo tipo que las ideas innatas de Descartes (produ­ cidas ep mí sin mí), pero de contenido diverso: espi-1 8 18 Además, esta postura, por su aparente semejanza con la rea­ lidad del conocimiento, facilita muchísimo a Locke que los lec­ tores acepten su gnoseologla.

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rituales o «especializadas» en Descartes; materiales en Locke. Pero ése era precisamente el motivo por el que Locke había rechazado las ideas innatas. A sus seguidores les quedan entonces dos soluciones. Por un lado, negar cualquier origen externo a las ideas, encerrándose en su mero «aparecer»; por esa senda caminaron Berkeley y Hume w. Otra posibilidad más provechosa porque pa­ rece conservar el mundo de la materia, consistía en aceptar las sugerencias de Locke acerca de la materia pensante. Si la dificultad de Locke estriba en el dua­ lismo inherente a su concepción del espíritu y de la materia, la mejor solución será aproximar de nuevo la materia y el espíritu. Pero, habiendo abandonado el acto de ser, ese acercamiento no se producirá por la comunicación del cuerpo y el espíritu en un mismo acto (el esse) — pues supondría volver atrás, perder el carácter fundante del acto de percibir y abrirse de nue­ vo a la trascendencia— , sino que habrá que identificar los dos extremos en la inmanencia de uno de ellos; y, más adelante, disolver dialécticamente uno en otro: el espíritu en la materia. Esta evolución puede advertirse con claridad, una vez que se ha llevado a cabo. Pero, volviendo atrás en la historia, es fácil caer en la cuenta de que en Locke todo apuntaba a la resolución dialéctica de la realidad w «Se ha dicho que comporta tanta dificultad concebir la Mate­ ria como producida de la nada, que los más afamados de los antiguos filósofos, incluso aquellos que defendían la existencia de un Dios, la consideraron como increada y coeterna con El. ¡Ni que decir tiene qué gran amigo para los ateos de todos los tiempos ha sido la sustancia material! Todos sus sistemas mons­ truosos guardan una dependencia tan visible y necesaria con res­ pecto a ella, que cuando esta piedra angular sea eliminada no podrá dejar de venirse abajo todo el tejido» (Berkeley, A Treatise concerning the Principies o f Human Knowledge, I. c. 92, B. W., A. C. Fraser, Oxford, 1901, I. p. 309).

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en un conjunto de afecciones sensibles y materiales que subsisten en sí mismas. Para él, lo real era todavía el individuo; pero un individuo integrado exclusivamente por modificaciones materiales (sentidas). Además, en virtud del carácter fundante de la percepción, de la reducción de la inteligencia a sensibilidad, y del carácter reflejo de las ideas, esas modificaciones no se presenta­ ban como algo distinto del sujeto que las siente: el indi­ viduo de Locke ya era, por tanto, una realidad de algún modo reducida a materia (sentida). Aunque, por el dua­ lismo cartesiano todavía en vigor, la concibiera al mis­ mo tiempo como algo distinto de ella. Bastará aventurar la hipótesis de que la materia es capaz de pensar para que el individuo se considere un producto de ese mundo de átomos materiales que com­ prende también a los otros individuos. Es lo que harán siglos más tarde Feuerbach y Marx, vertiendo el inmanentismo funcional de Locke en el inmanentismo cons­ titutivo de Spinoza-Hegel.

2. LAS IDEAS COMPLEJAS Locke repite con frecuencia que todas las ideas hu­ manas, incluso las más abstractas y aparentemente alejadas de la experiencia, no son sino el resultado de las operaciones del espíritu sobre las ideas simples: al combinar varias de ellas, obtenemos las ideas comple­ jas; al yuxtaponerlas y compararlas según algunas de sus determinaciones, resultan las ideas de relación; y al abstraer una idea de otras que la acompañan en su existencia real, formamos las ideas generales (cfr. II, 12, n. 1). La atención de Locke recae en este libro sobre las ideas completas; mientras las generales, por su estrecha unión a los nombres, se estudian en el libro tercero.

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A)

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El

origen de las ideas complejas

Las ideas complejas están compuestas de otras varias que el espíritu, cuando quiere, considera «como un todo designado por un solo hombre» (II, 12, n. 1). Por ejemplo, la belleza, la gratitud, un hombre, un ejército, el universo, que en cuanto tales, son nociones completa­ mente fabricadas por el espíritu. En su formación de­ saparece, por tanto, cualquier residuo de pasividad. Desde este punto de vista, el inmanentismo de las «ideas complejas» de Locke es más coherente que el de las simples. Salvado ese primer momento de inde­ cisión, en el que el material originario de «nuestro mundo» parece producido por una realidad ajena a él, Locke se instala de modo definitivo en un universo generado de modo total por la fuerza-creativa de la percepción. En el mundo de las ideas complejas, el acto de perci­ bir se torna principio de actualidad, de existencia y de unidad. Basta que nuestra mente agrupe bajo un mis­ mo nombre un conjunto de ideas, aun las más dispa­ res, para dotarlas de existencia independiente (mental) y hacerlas participar en la unidad constitutiva que pro­ duce la percepción M. La belleza, un hombre y un ejér­ cito gozan para Locke del mismo grado de realidad, existen igualmente (en nuestro entendimiento), y poseen3 0 30 Hay, sin embargo, todavía un deje de realismo, nacido de la ambigüedad del origen de las ideas simples, de su incierta depen­ dencia con el mundo externo. Ese realismo se manifiesta en la incompatibilidad que algunas de las ideas simples presentan para form ar con otras una misma idea compleja. Cuando el acto de percibir alcance su «mayoría de edad inmanentista» el absurdo tendrá tanto derecho a existir como la realidad. Es más, como para dejar constancia de la originalidad absoluta de la percepción, se convertirá en motor y causa de existencia de un mundo que se genera al contradecirse.

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la misma unidad intrínseca. El espíritu empieza ya a ejercer un dominio absoluto sobre su propio mundo. Pero el inmanentismo de las ideas complejas se ra­ dicaliza también en otro sentido: el de la fundamentación del mundo externo a partir del pensamiento. En Locke, las ideas simples están todavía basadas en el universo extramental; sin embargo, en lo que se refiere a las ideas complejas, el orbe pensado tiene (para cada sujeto) la última palabra como determinante y confor­ mador de las posibles realidades exteriores. Vamos a verlo. A primera vista parece que Locke, separándose de las ideas simples, atenúa el contacto del entendimiento con la realidad trascendente al que conoce. Y en buena parte es así, pues mientras las ideas simples pueden suponerse causadas por algún objeto externo, las com­ plejas y abstractas proceden exclusivamente de nuestro arbitrio; es el entendimiento humano el que, aunando a placer distintas ideas simples, forma las combina­ ciones mentales más caprichosas, con independencia de que existan o no en la realidad. Las ideas complejas son, por tanto, de factura hu­ mana y subjetiva. Pero supongamos — dirá Locke— que algunas de esas representaciones coincidan con las realidades externas. ¿Qué sucede entonces? Pues que a cada persona le bastará con conocer de forma exhuastiva su propio mundo — ése que nace de la confluencia de las ideas simples y el poder originante de la percep­ ción— para estar seguro de que esas mismas relacio­ nes tienen vigencia en el universo externo. De esta suerte, el universo sentido, el mundo de las ideas com­ plejas, adquiere una notable primacía sobre la realidad extramental: ya que, con grandes probabilidades, la contiene como una de sus posibles realizaciones. La esfera del conocimiento se constituye, entonces, no como reflejo y producto del mundo externo, sino como

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un ámbito original e independiente, capaz de contener dentro de sí a las realidades exteriores. La percepción ha ganado nuevo terreno, a expensas del acto de ser21. Pero eso sería adelantar acontecimientos. Locke pro­ cede por pasos. Y si bien camina desde ahora en esa dirección precisa, por el momento' sólo le interesa de­ limitar los componentes de ese mundo de ideas, nacido y desarrollado al amparo de la percepción. Por eso, el criterio con el que clasifica las ideas complejas es el de su posible autonomía con respecto al ser; es decir, considera cuáles se encuentran más alejadas de ese acto primordial y gozan de cierta independencia res­ pecto a él. El resultado son tres tipos fundamentales de ideas complejas: modos, sustancias y relaciones. Modos son las ideas complejas que «no contienen en sí la suposición de subsistir por sí mismas, sino que se las considera como dependencias o afecciones de la sustancia: tales son las ideas expresadas por las pala­ bras triángulo, gratitud, homicidio, etc.» (II, 12, n. 4). «Las ideas de sustancia son aquellas combinaciones de ideas simples de las que se supone que representan cosas particulares distintas, subsistentes en sí mismas; 21 Locke entrevé con frecuencia que la capacidad «creadora» de las criaturas alcanza sólo las determinaciones accidentales de las cosas, y no su mismo ser: «Esto demuestra cuál es el poder del hombre, y cómo los modos de su operación son en gran parte los mismos en el mundo material y en el intelectual. Ya que los materiales de estos dos mundos son de tal naturaleza que el hom­ bre no puede crear ninguno nuevo ni destruir aquellos que ya existen, toda su potencia se limita únicamente o a unirlos, o a disponerlos unos junto a otros, o a separarlos totalmente. Aquí, en mi examen de las ideas complejas, comenzaré por el primero de estos tipos de actos, y procederé a considerar los otros dos en el lugar debido» (II, 12, n. 1). Se trata, por tanto, de aplicar a una materia dada, que es el último reducto concedido por Locke a la omnipotencia divina, nuestro poder cuasi-creador, y trans­ formarla de acuerdo con nuestras necesidades hasta producir un mundo específica y definitivamente humano.

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y entre las que la idea presunta o confusa de sustancia, sea lo que sea, es siempre la primera y principal* (II, 12, n. 6). Las ideas de relación son las que surgen al «considerar y confrontar una idea con otra» (II, 12, n. 7). Examinemos con más calma estos tres grupos de ideas. B)

Los MODOS SIMPLES Y MIXTOS

Locke inicia el estudio de las ideas complejas distin­ guiendo dos tipos de modos. Los modos simples son «variaciones o diversas combinaciones de la misma idea simple, sin mezcla de ninguna otra idea» (II, 12, n. 5), como una docena o una veintena resultan de la adición de unidades semejantes. Los modos mixtos «se componen de ideas simples de distintas especies, unidas para formar una idea compleja» (ibíd.), como la de belleza o la de hurto. Los modos simples No podemos recorrer, con Locke, el largo análisis de las diferentes especies de modos simples. Nos bastará tener en cuenta que algunos de ellos — como el espa­ cio— se originan en las ideas de sensación; otros —pen­ sar, imaginar— , en las de reflexión; y otros, al fin, como la capacidad de mover a los cuerpos circundantes, son fruto de una combinación de sensación y reflexión. De todos ellos merecen destacarse los modos simples del espacio y los del tiempo, tanto por ser muy signi­ ficativos del espíritu que anima estos capítulos22, como por el curioso modo como Locke los aplica a Dios. 22 Muy atinadamente se han considerado una anticipación de las teorías kantianas que hacen del espacio y del tiempo las con­ diciones a priori de una sensibilidad que «conform a» a un mundo atcmporal e inextenso. Cfr. en este sentido sobre todo: A. Riehl,

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Veamos, en primer lugar, el origen de estas ideas. La de sucesión, por ejemplo, que es la base de los res­ tantes modos simples temporales, se forja al reflexio­ nar sobre el continuo presentarse y desvanecerse de otras ideas en nuestra mente. La distancia entre el apa­ recer de dos imágenes en nuestro espíritu se llama duración, y sus modos simples son las horas, los días, los años... Los modos simples del espacio se alcanzan de forma similar; Locke enumera entre ellos las me­ didas de longitud — «el pie, la yarda, la milla, el diá­ metro de la tierra» (II, 13, n. 4)— , el lugar y la figura, obtenidos todos al coordinar de maneras diversas la idea simple de distancia. Según señalábamos, el filósofo inglés concibe a los espíritus como realidades dotadas de muchas de las características propias de la materia; y por eso cabe atribuirles, en rigor, los distintos modos simples del espacio y del tiempo. Así, para Locke, Dios sería ex­ tenso y temporal, a la par que infinito. Pero ¿cómo armonizar estos atributos, en apariencia inconciliables? No es difícil: basta equiparar la infinitud divina — in­ finitud de ser, de perfección— a la mera inmensidad espaciotemporal. Es lo que hace el Ensayo: «Pues de hecho, ¿qué son nuestras ideas de lo eterno y de lo inmenso sino repe­ tidas adiciones de ciertas ideas de partes imaginadas de la duración y la extensión, con la inmensidad del número, en la cual jamás podemos alcanzar el fin de la adición? (...) Esta infinita adición, o añabilidad, si alguno prefiere esta palabra, de los números, tan evi­ dente al espíritu, es lo que —a mi parecer— nos pro­ porciona la idea más clara y distinta de la infinitud» Der philosophische Kritizismus und seine Bedeutung fiir die positive Wissenschaft, Leipzig, 1876, 2.a ed. 1908; Drobisch, Uber Locke den Vorlaufer Kants, en «Zeitschrift fiir exacte Philosophie», Halk 1910; H. Dathe, Die Erkenntnislehre Locke's, Dresden, 1010.

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(II, 16, n. 8). Más despacio: comoquiera que nuestra imaginación goza de un imperio absoluto sobre las representaciones del espacio y del tiempo, cabe ima­ ginar la duración allá donde no hay nada que realmente dure o exista (II, 14, n. 31), y «repetir cuantas veces queramos la idea de una longitud cualquiera de tiem­ po (...) sin alcanzar jamás el término de esa longitud» (ibíd.). Producimos asi «la idea de eternidad, como la eterna duración futura de nuestras almas o la eterni­ dad de aquel Ser infinito que necesariamente debe siempre haber existido» (ibid.). De esta suerte, como resultado de la reducción sen­ sible operada por Locke, toda la maravillosa inefabili­ dad de la plenitud divina apenas si logra aventajar la simple infinitud numérica. Locke reivindica repetidas veces, y de modo explícito (cfr., por ejemplo, II, 17, n. 1), esta concepción depauperada de la Realidad Su­ prema. La infinitud que podemos predicar de Dios es precisamente la que corresponde a una idea desarro­ llándose sin fin (II, 17, n. 7), la que nace de nuestra «capacidad de añadir siempre alguna cosa a la adición» (II, 17, n. 10). Ni que decir tiene cómo esta noción de una «idea desarrollándose sin fin» —y necesariamente material, pues surge en nuestros sentidos y se aplica con todo rigor al espacio y al tiempo— ha podido in­ fluir en el concepto marxista de una humanidad elevada a la categoría de absoluto. Sometido a los cánones sen­ sibles, el Creador que nos presenta el Ensayo se ve arrebatar su dimensión de trascendencia respecto a las criaturas; se perfila, si cabe hablar así, como una criatura increada, o más bien creadora de sí misma y por eso carente de limitación: como una idea sensible que se desenvuelve sin término21. ¿Conclusión explícita2 3 23 El paso al límite a partir de las realidades creadas se con­ vierte entonces en el método más apto para conocer la esencia

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de Locke? No, evidentemente. Pero si bien es cierto que nuestro autor acusa una cierta timidez a la hora de llevar hasta las últimas consecuencias el desenlace na­ tural de sus teorías, no es menos notorio que esta visión deteriorada de Dios y del mundo estaba contenida en los principios de la gnoseología lockiana. Basta considerar que, de hecho, en la filosofía abierta a la trascendencia, lo que en las realidades materiales da acceso a un mundo que las sobrepasa es precisa­ mente su acto de ser. Pero el ser es objeto de conoci­ miento intelectual; si — como hace Locke— se rechaza la inteligencia, si todo nuestro conocer se reduce a percepción sensible, no habrá modo de superar el ám­ bito de las condiciones materiales24; cuando alguien se obstine en sostener que no hay nada en la inteligencia que antes no haya estado tal cual en los sentidos, todo el universo se le presentará mediado por los haremos de su propia sensibilidad, impregnado de afecciones sensibles25. Ni siquiera Dios podrá escaphr al ímpetu divina. En lo que se refiere al conocimiento, pongamos por caso, Locke hace radicar la superioridad de los ángeles sobre los hom­ bres en una mayor agudeza de los sentidos y en la posibilidad de considerar al mismo tiempo un mayor número de ideas. Dios se encontraría al final de ese único camino que une al hombre (y a los animales) con los ángeles: su infinitud consiste en reunir a la vez todas las percepciones que los hombres tienen, han tenido o pueden tener. 24 Como dice Santo Tomás, aun cuando «el conocimiento hu­ mano tiene su inicio en los sentidos, no todo lo que el hombre conoce es sensible o se advierte de forma inmediata por un efecto sensible: pues el entendimiento se conoce a sí mismo por su acto, que no es sensible, y de igual modo percibe el acto interior de la voluntad» (S. T omás, De Malo, q. 6, a. 1, ad 18). Para una visión de conjunto de este tema, cfr. C. F abro, Percepzione..., cit., pp. 351 y ss.). 8 Repetidas veces Locke alega que el conocimiento del mundo espiritual tiene origen en las ideas de reflexión: «Cualquier acto de la sensación, cuando sea debidamente considerado, nos provee igualmente de una visión de ambas partes de la naturaleza, la

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de esa percepción unificadora, que pretende medir todas las realidades con el mismo rasero. Los modos mixtos Muestra Locke una cierta debilidad por este género de modos. Y el sentido de esa preferencia está claro: entre ellos se encuadran las acciones humanas libres, que constituyen el objeto de la «ética demostrada» tras la que anda el Ensayo Tal como Locke los define, los modos mixtos están formados por varias ideas simples de distinta especie, acopladas a voluntad por nuestra mente, con indepen­ dencia de que aquello exista o no en la realidad. Todas las figuras geométricas — el triángulo o el cuadrado, por ejemplo— pertenecen a este tipo de ideas; y per­ tenecen también las acciones, transformaciones o esta­ dos de las cosas o de las personas: la lucha libre, la conducción de un coche o la embriaguez, pongamos por caso, que resultan de hermanar diversas propiedades o movimientos simples. Por eso la inteligencia, desan­ dando el camino que recorrió para forjarlos, puede des­ componer cualquiera de estos modos en los elementos simples que los componen. Tomemos como modelo la idea compleja de homici­ dio, que Locke estudia en todos sus pormenores. ¿Cómo* corpórea y la espiritual» (II, 23, n. 15). Afirma también, de modo explícito, que estas ideas no son sino un producto de la sensi­ bilidad que se vuelve sobre sí misma; su contenido, por tanto, no difiere gran cosa del de las afecciones materiales que conoce. * «En efecto, siendo la acción el gran asunto de la humanidad, y refiriéndose a ella toda la materia de la que tratan las leyes, no debe maravillar el que se haya puesto atención a los varios modos del pensamiento y del movimiento, que se hayan obser­ vado sus ideas, que se las haya depositado en la memoria y que se Ies haya asignado nombres: sin lo cual hubiera sido muy difícil hacer las leyes o reprimir el vicio y el desorden» (II. 22. n. 10).

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se origina esta noción? Al combinar un sinnúmero de ideas simples, constituidas en su mayor parte por mo­ vimientos y por pensamientos; es decir, ai considerar como un todo la serie de acciones con que se desea y se maquina el atentado y todas sus circunstancias, y el conjunto de movimientos con los que el crimen se lleva a cabo. Todas ideas simples, producto de una sensación o de la reflexión27. Pero, podría objetarse, ¿no existe además un sujeto, una persona, que es el autor del homicidio y debe por ello incluirse como fundamento de nuestra idea com­ pleja? No, responde Locke. Las acciones, como los de­ más modos mixtos, son realidades independientes de las sustancias en las que inhieren, y reducibles, por tanto, a ideas claras y distintas. Por eso, precisamente, podrán ser objeto de una ciencia geométrica. Le basta a Locke desvincular «teóricamente» la acción de la sustancia para obtener un amplio arco de reali­ dades sometidas de modo absoluto a la percepción — fraguados a placer por la inteligencia— , y suscepti­ bles de una comprensión y de un análisis exhuastivo. Reducidos a agregados de ideas simples, claras y distin­ tas, los modos mixtos de la moral podrán ser examina­ dos en la fría imparcialidad con que el estudioso de matemáticas examina los elementos que componen las figuras geométricas y sus relaciones mutuas. H «Es decir: antes que nada, de la reflexión sobre las opera­ ciones de nuestro espiritu obtenemos las ideas de querer, consi­ derar, proponerse con anticipación, con malicia, o incluso sólo desear, el mal de otra persona; y también las de vida, o de per­ cepción o de la facultad de moverse. En segundo lugar, de la sensación obtenemos la colección de aquellas ideas simples que se encuentran en un hombre, y de alguna acción mediante la cual ponemos fin a la percepción y al movimiento de aquel hombre; y todas estas ideas simples están comprendidas en la palabra homicidio» (II, 27, n. 14).

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Pero éste, que es un procedimiento válido y adecuado cuando se trata de matemáticas, no puede aplicarse a la moral. El matemático estudia los aspectos cuantita­ tivos de los cuerpos, dejando de lado otras muchas facetas que también constituyen las realidades mate­ riales; y no yerra, porque no niega que esos elementos se den de hecho en la naturaleza, sino que simplemente los deja fuera de su consideración. Pero al filósofo moral, que pretende conocer el fin último de los hom­ bres y la manera más apta de alcanzarlo, no le está permitido prescindir del núcleo más radical del objeto de su disciplina: la persona humana y su ordenación a Dios como fin supremo de todas sus actuaciones. Abandona positivamente, por exigencias metódicas, la necesaria y real vinculación entre el individuo humano y su comportamiento, ¿cuál será la regla para determi­ nar si ese proceder lo endereza efectivamente hacia la meta de su vida?; ¿cuál el criterio para dilucidar la adecuación de un hecho a su fin último?; ¿cuál, en suma, la pauta que rija la actuación de las personas? Interrogantes éstos que laten en todo el Ensayo y que examinaremos más adelante.

C)

La

sustancia reducida a la idea de sustrato

El segundo gran grupo de ideas estudiadas por Locke son las sustancias. Si el análisis de los modos mixtos nos ha llevado a vislumbrar los derroteros por los que Locke encaminará su ética matemática, el estudio de las sustancias nos va a proveer de los elementos im­ prescindibles para componer el universo germinalmente contenido en el Ensayo. Un universo que anticipa de forma notable el universo material de Marx. La piedra miliar sobre la que se apoya es «la idea general de sustancia»; es decir — con palabras de

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Locke— , «la del presunto, pero desconocido, soporte de aquellas cualidades que descubrimos como existen­ tes y que po imaginamos que puedan subsistir sine re substante, sin algo que las sostenga; a ese soporte lo llamamos substantia, que, según el valor efectivo de la palabra, en simple latin quiere decir estar debajo o sostener» (II, 23, n. 2). Vale la pena detenerse sobre esta afirmación. Adver­ tiremos así, en primer término, cómo Locke falsea la realidad de la sustancia, y cómo esta desnaturalización es una consecuencia inevitable de los principios bási­ cos de su gnoseología. Al sustituir el ser por el acto de percibir, la sustancia no puede ya concebirse como aquello que subsiste por sí mismo, sino como el su­ puesto sustrato incognoscible que explica la cohesión mutua de un conjúnto de cualidades existentes en mi pensamiento. Sin embargo, antes que como sustrato de los acciden­ tes, la sustancia es conocida y se define como lo que subsiste, como aquello a lo que compete en sí mismo el acto de ser: como lo que existe fuera de nuestro pen­ samiento y con independencia de él. Ese algo capaz de recibir en sí el ser no son ni las cualidades ni la can­ tidad, sino sólo la esencia. Pero la esencia no es objeto de sensación, sino sólo de conocimiento intelectual, a partir de los sentidos. Por eso, para Locke, que ha reducido todo a mera apariencia de cualidades sensi­ bles, la realidad de la sustancia se vuelve doblemente inaferrable. No puede concebirse como lo que subsiste por sí mismo; y ni siquiera, puesto que no hay comu­ nicación entre los sentidos y la inteligencia, como la posible idea abstracta de la que derivan los accidentes. La sustancia, el todo, es incomprensible sin una refe­ rencia al acto de ser; a su vez, los accidentes sólo faci­ litan el acceso a la realidad sustancial cuando se acep­

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tan como lo que son: como algo del ente (entia entis), como modos secundarios de ser. Pero Locke, al reducir los accidentes a ideas, pierde cualquier referencia a esa unidad superior de la que forman parte: la sustancia. Se trata, es cierto, no de un uno simple, sino compuesto, participado; un todo que nace de la fusión (en el ámbito de la misma esen­ cia, y supuesta la composición de ésta con el acto de ser) de dos principios complementarios: materia y forma, relacionados entre sí como la potencia y el acto. Por esa misma dualidad, la esencia de los entes mate­ riales pierde mucho de la perfección que le correspon­ de. Cada uno de los individuos no es, sino que tiene de modo participado la esencia de su especie, y la mani­ fiesta a través de los accidentes sólo de manera limi­ tada. Pero esa limitación no excluye la unidad del ser del que dimanan. Se trata, sí, de una unidad imperfec­ ta y disminuida, participada; pero unidad, al fin y al cabo: y susceptible, por tanto, de ser aferrada por la inteligencia de unos accidentes que se ofrecen, en primer lugar, como modificaciones de un sujeto que es con independencia de mi percepcióna. Locke, limitando todo el contenido de conciencia a aquello que se presenta en acto en la percepción sen­ sible, fuerza voluntariamente la naturaleza del conoci­ miento, hasta convencerse de que lo ofrecido en él no es algo distinto del sujeto cognoscente. Todas las pos& «Mientras el conocimiento sensitivo se ocupa de las cualida­ des sensibles exteriores, el conocimiento intelectual penetra hasta la esencia que esos accidentes manifiestan. Los accidentes mani­ fiestan más bien que encubren, la esencia, y por eso los sentidos nos permiten el intus legere, el apresar la inseidad, la intimidad ontológica de las cosas sensibles. El objeto del intelecto es lo que es la cosa, lo que la constituye, aquello en que consiste: la esen­ cia, entendida precisamente como aquello que es, y entendida, por tanto, en función del ser que es su acto» (C. Cardona, Meta­ física de la..., 2.* ed., Ed. Rialp, Madrid, 1973, p. 44).

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tenores conclusiones ep tom o a la sustancia estaban ya contenidas en esa primera manipulación, que la de­ jaba convertida en un agregado de cualidades despro­ vistas de cualquier afinidad. Pero sigamos adelante. Locke se ha visto forzado a admitir la sustancia, como explicación de lo que los sentidos son incapaces de percibir. Y a partir de esa noción general, añadiendo las ideas simples que la ex­ periencia presenta unidas, obtiene los distintos géneros y especies de sustancias. Estos géneros son fundamen­ talmente dos — las sustancias corporales y las espiri­ tuales— , cada uno con unas características propias que lo distinguen del otro: solidez y capacidad de ser mo­ vida, para la materia; percepción y capacidad de mo­ ver, para el espíritu29. Ya vimos que las cualidades sensibles de los cuerpos, que el Ensayo califica como «secundarias», tienen por único fundamento la solidez y las demás cualidades pri­ marias: extensión, volumen...; vimos también que, para Locke, el mundo extemo está constituido por átomos sólidos impenetrables, de diferentes tamaños y figuras; y que, al contacto con los sentidos, esas partículas pro­ ducen en el sujeto la impresión de colores, olores y sonidos, por los que distingue a unas sustancias de otras. Además, los entes con aptitud para conocer po­ seen también la facultad de mover la materia de su propio cuerpo y, a través de él, a los cuerpos adyacen­ tes. Se perfila de esta suerte el universo que hace rato s Las características « peculiares del cuerpo, como contra­ distinto del espíritu, son la cohesión de las partes sólidas, y con­ siguientemente separables, y la capacidad de comunicar el m ovi­ miento mediante el impulso» (II, 23, n. 17). «Las ideas que tene­ mos, que pertenecen al espíritu y son peculiares de él, son el pensamiento y la voluntad, o sea, la capacidad de poner en movi­ miento el cuerpo mediante el pensamiento, y, com o consecuencia de esto, la libertad (...). Las ideas de existencia, duración y mo­ vilidad son comunes a ambos» (II, 23, n. 18).

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venimos atisbando: un mundo compuesto todo él por dos accidentes contradistintos — solidez y pensamien­ to— y un poder o facultad inherente a cada uno de ellos: la capacidad de mover la materia, que es el con­ tenido fundamental de la libertad de los espíritus, y la de ser movida o comunicar el movimiento, propia de los cuerpos. A cada uno de esos accidentes fundamen­ tales se le supone un sustrato: la sustancia material o cuerpo, y el espíritu *, que representan los géneros su­ premos de la sustancia. Al compararlo con el mundo extenso de Descartes, al que Dios otorga un impulso primitivo para dejarlo luego a su arbitrio, el universo de Locke presenta una variedad fundamental: ahora esa fuerza motora ha sido concedida al espíritu humano. Por medio de ella el hombre se pone en relación con la materia y la confor­ m a3 31. Como anunciábamos, este universo ha dado un 0 paso adelante para acercarse al mundo marxista de la materia se-moviente, capaz de darse a sí misma su realidad esencial en constante cambio. Se verá aún más claro este «progreso» al tener en cuenta que, según Locke, no es posible ir ni un centímetro más allá de lo que permite la percepción de las ideas simples. No se puede, por tanto, alcanzar el sustrato de la solidez ni el de la percepción (cfr. II, 23, n. 30); no es posible determinar su naturaleza; y, por el mismo motivo, «no es más difícil concebir cómo puede existir el pensa­ 30 En uno y otro caso, dice Locke, *com o no somos capaces de concebir de qué modo pueden subsistir solas, ni una ni otras, suponemos que existe un sujeto común por el que se sostienen» (II, 23, n. 4). 31 «Pienso que nuestra idea de cuerpo sea la de una sustancia sólida extensa, capaz de comunicar el movim iento mediante el impulso; y nuestra idea del alma, com o espíritu inmaterial, es la de una sustancia que piensa, y tiene la capacidad de suscitar el movimiento en el cuerpo mediante la voluntad, o el pensamiento» (II, 23. n. 22).

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miento sin materia, que concebir una materia que pue­ da pensar» (II, 23, n. 32). De este modo, una materia que no es sino un conjunto de partes sólidas podría producir un pensamiento ca­ paz, a su vez, de generar el movimiento de esos frag­ mentos de materia. Y esas partículas, al contacto con la percepción, generarían el conjunto de cualidades se­ cundarias que distingue a unas sustancias materiales de otras. En Locke, esto no era más que una de las hipótesis posibles para explicar la estructura del mundo pre­ sente; o, por lo menos, él lo presenta como hipótesis. En cualquier caso, no se trataba de algo incoherente con su sistema. Por eso Marx, que acusa a Locke de idealista, afirma que los residuos de idealismo conte­ nidos en su filosofía le llevaron a concebir la reflexión como algo distinto e independiente de la materia; y no tendrá que apartarse mucho de la doctrina del Ensayo para considerar esa materia amorfa como la única rea­ lidad existente, generadora también del pensamiento. Con su hipótesis de la materia pensante, Locke le había ofrecido esa posibilidad y, junto con todas las piezas que compondrían el nuevo mundo, el modo adecuado de ensamblarlas. ¿Cómo? Según Locke, en el acto de percepción sen­ sible conozco que «existe un cierto ser corpóreo fuera de mí, o sea el objeto de esa sensación; y sé con certeza mayor todavía que hay un cierto ser espiritual dentro de mí que ve u oye. Debo convencerme de que ésta no puede ser la acción de una materia insensible pura y simple...» (II, 23, n. 15). La materia pura y simple no puede producir la sensación... Pero parece que Locke es capaz de concebir otra materia a la que Dios ha unido el pensamiento; y ésa sí que puede engendrar las sensaciones y darse a sí misma el movimiento. ¿Para qué, entonces — dirá Marx— , suponer otro principio

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distinto de ella? Según Locke, no hay sustancias o, por lo menos, no las podremos nunca conocer. Pero hay solidez, movimiento y pensamiento; además, la solidez puede generar el pensamiento, y éste es capaz de dar forma a las partículas materiales. ¿A qué complicarse la vida, buscando otros principios distintos de ellos? Lo que frenaba la resolución materialista del mundo de Locke era el hecho de que la hipótesis de la materia pensante sólo estaba respaldada por la omnipotencia divina, pues sólo Dios era capaz de introducir el pen­ samiento en la materia. Pero, según Marx, se trataba de un juicio teísta que los siglos sucesivos ya se habían encargado de eliminar.

D)

L as

ideas de relación y su valo r para la m o ral

Las ideas de relación se obtienen cuando el espíritu acerca dos ideas y las compara, pasando con su vista de una a otra. «Como cualquier idea, simple o comple­ ja, puede dar ocasión al espíritu para unir así dos co­ sas y, más o menos, dar una ojeada a ambas contem­ poráneamente, aun cuando las considere distintas, cual­ quiera de nuestras ideas puede ser fundamento de una relación» (II, 26, n. 2). Además, las ideas de relación pueden ser, p or lo menos, más perfectas y distintas en nuestro espíritu que tas de sustancia (II, 25, n. 8). Doctrina de capital importancia, ya que gran parte de la moral geométrica contenida en el Ensayo descan­ sará sobre las ideas de relación. Por este motivo, Locke las estudia con detenimiento. Haremos nosotros otro tanto. Pero antes, siguiendo la secuencia del Ensayo, interesa considerar una de las cuestiones que quizá resultan más sorprendentes para el lector poco versado en la filosofía de la inmanencia. Y es que nuestro autor distingue, dentro del hombre,

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tres realidades absolutamente autónomas: la persona humana, la sustancia pensante y el hombre-animal. Sólo la primera — la persona— es sujeto de moralidad, y merece por eso nuestra atención. ¿Qué significa, para Locke, la «persona humana»? Algo muy distinto, desde luego, de lo que se entiende habitual mente; no se trata del compuesto de alma y cuerpo, actualizado por un único acto de ser y autor efectivo de múltiples opera­ ciones, sino sólo del conjunto de acciones humanas, consideradas cop independencia del que las realiza. No olvidemos que Locke, al abandonar voluntariamente el acto de ser, disoció las acciones — reducidas a un tipo de «modos»— de las sustancias, y abrió entre ellas un abismo incolmable. Pero si esas acciones no se asientan en un mismo sujeto, si son independientes de cualquier sustancia12, ¿qué es lo que le confiere su trabazón? En otras pala­ bras: ¿cuál es la raiz de la unidad de cada persona? Responde Locke que la conciencia psicológica, el hecho de reconocer como propios esos hechos: la percepción, que en el Ensayo ocupa el puesto del acto de ser. Y va aún más lejos, sosteniendo explícitamente que la autoconciencia, y no la identidad sustancial, constituye el3 2 32 «Todas las otras cosas, aparte de las sustancias, no siendo más que modos o relaciones que tienen su último término en las sustancias, también su identidad o diversidad será determinada del mismo modo: sólo que, por lo que se refiere a las cosas que existen en sucesión, como los actos de los seres finitos (por ejem­ plo, el movimiento y el pensamiento, que consisten ambos en una serie o sucesión continua), no puede haber duda acerca de su diversidad: ya que, muriendo cada uno de ellos en el momento en el que comienza, no pueden existir en tiempos diversos, o en lugares distintos, en contra de lo que sucede con los seres per­ manentes, que si pueden existir en tiempos distintos o en diversos lugares. Y por eso, ningún movimiento o pensamiento, si se lo considera como existiendo en tiempos distintos, puede ser el mismo, ya que cada una de sus partes tiene un inicio distinto de su propia existencia» (II, 27, n. 3).

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núcleo más íntimo y la razón de la unidad de cualquier persona humana33, el fundamento de toda su vida mo­ r a l34. De ahí que, para él, el hombre sólo sea respon­ sable de las acciones que actualmente reconoce como suyas, y sólo por ellas merezca sanción35: lo que con­ duciría a la paradoja de que alguien no podría ser castigado si «ya olvidó» el delito cometido, ni recom­ pensado por la buena acción que no recuerda. Insisto en que la doctrina puede resultar un tanto asombrosa, pues no es fácil imaginar una conciencia, una percepción, independiente de cualquier sujeto. Pero así es la conciencia lockiana y su concepción de la persona. Podemos, pues, seguir adelante, con la condi­ ción de no olvidar lo que constituye para Locke el «sujeto» de la moral: un curioso ensamblaje de actos sin más apoyo que la ligazón ofrecida por una concien­ cia desligada de toda sustancia36. 33 « Y por eso el yo no está determinado por la identidad o di­ versidad de sustancia, de la que nunca se puede estar seguro, sino sólo de la identidad de la conciencia» (II. 27. n. 26). 34 «En esta identidad personal tiene fundamento todo el derecho y la justicia del premio y del castigo: ya que la felicidad y la in­ felicidad son las cosas de las que cada uno se preocupa por si mismo, y no importa lo que pueda suceder a cualquier sustancia que no esté unida a aquella o a la que no afecte» (II, 27, n. 20). b «P or eso cualquier acción pasada que el sujeto no pueda re­ conciliar o apropiar a aquel yo presente por medio de la concien­ cia. es tal que de ella no se preocupará más que si jamás la hu­ biese realizado; y recibir placer o pena, es decir, recompensa o castigo, por causa de tal acción es exactamente lo mismo que ser hecho feliz o infeliz desde el primer instante de la propia exis­ tencia» (II, 27, n. 28). ¡Hasta tal punto la percepción sustituye al acto de ser! 34 «La personalidad se extiende más allá de la existencia pre­ sente, a la pasada, sólo mediante la conciencia; por la conciencia se imputa a si misma las propias acciones pasadas exactamente sobre la misma base y por la misma razón que se refieren al presente. Todo esto tiene como fundamento la preocupación de la felicidad, que es el elemento concomitante e inevitable de la

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¿Cómo dilucidar, entonces, cuándo esa «persona» obra bien y cuándo mal? Aventura Locke una respuesta que, como veremos, no es la definitiva: las acciones, dice, deben juzgarse según su adecuación o disconfor­ midad con la norma emanada por el legislador. De su comparación con esa regla surgen las ideas de relación moral (II, 28, n. 4). En cualquier acto moralmente im­ putable se incluyen, pues, dos elementos: la idea posi­ tiva de esa operación — para Locke, un modo mixto— y su relación con la ley establecida37. Además, el hecho no es bueno o malo en sí mismo, sino sólo por su com­ paración con la norma, y con independencia de que ésta sea recta o equivocada: la bondad o malicia es sólo relación x.*1 8 conciencia: ya que lo que es consciente de placer o dolor desea que aquel yo que es consciente sea feliz* (II, 27, n. 28). n «Para tener un concepto justo de las acciones morales, de­ bemos considerarlas bajo estas dos relaciones: primero, por lo que son en si mismas, cada una compuesta de aquella determina­ da colección de ideas simples (asi, la borrachera o la mentira comportan tal o cual colección de ideas simples que yo Hamo modos mixtos; y en este sentido son ideas positivas absolutas no menos que las del caballo que bebe o del papagayo que habla); segundo, nuestras acciones se consideran buenas, o malas, o indi­ ferentes; y en base a esto son relativas, siendo su conformidad, o disconformidad, con respecto a una cierta norma, lo que las hace ser regulares o irregulares, buenas o malas; y asi, en la medida en que se confrontan con una norma y se denominan en base a ella, en esa misma medida se podrá decir que caen bajo el concepto de relación* (II, 28, n. 15). 18 Locke lo expone con unas palabras que pueden considerarse como la partida de nacimiento del subjetivismo moral y la «liber­ tad* de conciencia: «Si bien al medir (una acción) con base a una norma errada, soy por ello conducido a un juicio erróneo acerca de su rectitud moral, porque la habré comparado a una que no es la norma verdadera, sin embargo no me equivocaré en lo que se refiere a la relación que existe entre aquella acción y la norma con la que yo mido, que es una relación de concor­ dancia o discordancia* (II. 28, n. 20).

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Avanza todavía Locke, afirmando que, puesto que las actuaciones representadas por cualquier idea compleja no son en sí buenas o malas, tampoco podrán serlo por sí mismas las acciones incluidas en las normas morales (cfr. II, 28, n. 6). ¿De dónde, entonces, su valor normativo, su obligatoriedad?: de la voluptad del legis­ lador. Nos hallamos así ante un extrinsecismo moral, ante una ética en la que la rectitud de cualquier con­ ducta depende sólo de una decisión — irracional— 39 del que legisla. No obstante, ya anunciamos que no era ésta la última palabra de Locke. Resta por dar un nuevo paso en la búsqueda del fundamento de su ética: porque si las acciones son virtuosas o viciosas por su conformidad con el arbitrio del legislador, éste obtiene toda su fa­ cultad de dar leyes en la medida en que puede producir en nosotros un bien o un mal sensibles. Se trata de una precisión importante, que marcará el rumbo defi­ nitivo a la moral lockiana: las leyes sólo tienen valor normativo cuando el que promulga es capaz de recom­ pensarse, procurándome un placer, o de castigarme por medio de un dolor. ¿Cuál es, entonces, el origen radical de esta ética geométrica? Una sensación subjetiva — la de placer o dolor— , que es también el punto de arranque de la capacidad de dictar leyes y el fundamento último y absoluto de la personalidad40.* * Irracional, porque el legislador, cuando emana sus leyes, no tiene por qué prestar atención a la naturaleza de las cosas. En caso contrario, recaeríamos en la metafísica... «La configuración de las normas no obedece a un orden necesario de los compor­ tamientos o de las acciones humanas, ni es una variable depen­ diente de cierto orden metafisico sustancial: las normas encuen­ tran su fuente en la voluntad de un agente que puede forjarlas a placer» (C. A. V iano , o . c ., pp. 558-559). 40 «E l yo es aquella cosa pensante y consciente —sea cual sea la sustancia de que está hecha (espiritual o material, simple o

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Consecuencia lógica en un sistema en que la percep­ ción ha ido usurpando progresivamente las prerroga­ tivas del acto de ser como principio constitutivo de la realidad. El ente y el bien deben correr la misma suerte, ya que efectivamente se identifican: si el ente se ve reducido a esencias pensadas y encuentra como su principio último al acto de percibir, el bien deberá a su vez considerarse como algo relacionado con el su­ jeto que lo experimenta y lo produce al percibirlo. De este modo Locke, al erigir el placer y el dolor en criterio primero de bondad o malicia, lleva a cabo una inversión de polaridad en los dominios de la ética: el bien y el mal, en su sentido más pleno, no hacen ya referencia a Dios, sino al hombre. De hecho —en una doctrina acorde con el cristianismo— el bien moral, la orientación de toda actividad libre hacia el Fin Ultimo, es el bien en sentido riguroso; y el mal moral, el peca­ do, el único y verdadero mal. El sufrimiento, la priva­ ción, las contradicciones, con frecuencia revierten en bien del que los experimenta, en cuanto contribuyen a acercarlos a Dios. Dios, que es el Absoluto, es también el criterio definitivo de la bondad o malicia de cual­ quier suceso: lo que une al hombre con Dios, es bueno; lo que lo aparta de El, malo. Locke, al contrario, trans­ forma el bien y el mal morales en algo relativo al sujeto, constituyendo a éste en absoluto: ya que será bueno — también desde el punto de vista moral— lo que origine un gozo sensible, un placer; y malo, lo que acarree un dolor: «E l bien y el mal, como se ha demos­ trado, no son sino placer o pena, o bien aquello que nos ocasiona o produce placer o pena a nosotros mis­ mos. Por tanto, el bien y el mal morales son simple-*2 7 compuesta, no importa)— , que es sensible o consciente de placer y dolor, capaz de felicidad e infelicidad; y por eso, hasta allá donde alcanza aquella conciencia se preocupa de sí misma» (II, 27, n. 19).

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mente la conformidad o discordancia de nuestras ac­ ciones voluntarias respecto a cualquier ley, como consecuencia de la cual nos procuramos un bien o un mal — léase placer o dolor—, a causa de la voluntad y del poder del legislador» (II, 28, n. 5). No hay que olvidar, a este respecto, que Locke andaba en busca de las raíces de una moral definitivamente humana. Como toda ciencia, para ser «humana», exclu­ sivamente humana, la moral ha de tener un inicio ab­ soluto en el hombre. Por otro lado, el fundamento de la relación moral tiene razón de primer principio y fin último: todo lo demás debe concebirse como medio para ese fin. Por eso, habiendo hecho del hombre la razón última de la moralidad de sus propias acciones, no importa ya que Locke haga referencia a Dios, al magistrado civil o a normas éticas de cualquier índole: todo ello — por lo menos desde un punto de vista teó­ rico y según el rigor de los principios— tendrá que concebirse como puesto al servicio del individuo, de cada individuo. El placer, la felicidad individual es el principio absoluto, que concede incluso a Dios su entera valía como legislador supremo: Dios sólo será acatado en la medida en que puede, en la otra vida, provocar en el sujeto un placer superior al que experimenta ahora en este mundo. En definitiva, ni la norma divina ni la humana hacen buenas mis acciones; es mi propia felicidad la que hace recta a la norma divina y, por medio de ella — conce­ diendo a Dios un modesto papel de intermediario— , a toda mi conducta. Dios no es ya el dueño absoluto de las criaturas, ni puede disponer de ellas conforme a su amorosísima providencia. Convertido en esclavo del placer individual, sólo tiene ascendiente sobre las personas en la medida en que esté dispuesto a recom­ pensarlas con un servicio mayor que la obligación que impone. De esta forma, al erigirse en su propio fin, el

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hombre podrá prescindir de Dios siempre que consi­ dere que lo que Este le ofrece no es parangonable con lo que él puede darse a sí mismo con el uso indiscri­ minado de sus propias facultades. Volveremos sobre este tema.

3.

LAS IDEAS CONSTITUIDAS EN ABSOLUTO: INVERSIO N DE LAS RELACIONES ENTRE LA REALIDAD Y EL CONOCIMIENTO (libro II, parte 3.*)

Los últimos capítulos de este libro segundo analizan algunas propiedades de las ideas «en cuanto posibles signos de las cosas»: su verdad o falsedad, su adecua­ ción, su realidad. Responden, pues, a un deseo de Locke bien preciso: el de asomarse, desde el edificio ideal apenas cimentado, hasta la realidad externa. No se trata de un esfuerzo único: tras haberse volun­ tariamente desprendido de los objetos exteriores, para quedarse sólo con las representaciones sensibles, Locke experimenta una y otra vez la exigencia de volver a entrar en contacto con el mundo extramental antes abandonado. Y es lógico; de poco le serviría una cien­ cia, incluso la más perfecta, si no acabara haciendo presa en las realidades exteriores al pensamiento. Con este objeto, lo hemos visto distinguir entre las cuali­ dades primarias y secundarias de los cuerpos, a fin de conceder a la materia un estatuto propio, que la dis­ crimine del universo sentido; o afanarse por dejar claro el carácter pasivo de las ideas simples, que de esta suerte exigen «algo» exterior que dé razón de ellas. Intentos ambos de conservar la autonomía tanto de la inmanencia perceptiva como del mundo extra­ mental, tendiendo al tiempo una vía que les sirva de enlace. Con todo, el esfuerzo definitivo a este respecto

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lo realizará Locke en el libro IV, dando entrada a los nombres como a un elemento extrínseco que, al que* brar desde fuera la perfecta identidad de las ideas, conseguirá abrirles una senda hacia el exterior y ponerlas en contacto con los pensamientos de los demás hombres. Pero entendámonos: el universo que Locke persigue poco tiene que ver con el nuestro. Si no, ¿a qué tanto esfuerzo de «recuperación»? Para cualquier persona corriente, la realidad objetiva está ahí, al alcance del entendimiento; basta dirigirse a ella. Y es que Locke pretende fundar un mundo «nuevo», un orbe cuya originalidad radica, precisamente, en su exclusiva derivación de las ideas: algo generado por entero a partir de la percepción. El intento es seme­ jante al del cogito cartesiano. Como Descartes, Locke nunca renegará del acto por el que abandonó el ser extramental, de esa decisión que transformaba las ideas en primum cognitum, en una realidad absoluta e inde­ pendiente. Las ideas seguirán siendo siempre para él lo incondicionado: algo que, de por sí, no hace refe­ rencia sino al acto que las percibe y con el que en cierto modo se identifican41. Por eso el mundo que aspira a recrear no es el nuestro, sino el postulado o exigido por las ideas. Asistimos, en el Ensayo, a una total succión de las realidades exteriores al pensamiento en el seno de la percepción individual. La percepción despoja al mundo de su propia autonomía y lo obliga a subsistir en cons­ tante servidumbre respecto al entendimiento que lo percibe. Por la misma razón, la esfera de lo subjetivo 41 Sólo radicalmente, porque su postura es todavía ambigua. El de Locke es un inmanentismo funcional, que sólo fundamenta de modo explícito el propio mundo cognoscitivo; es, además, un inmanentismo de signo sensible, todavía en aparente dependencia respecto a las realidades materiales exteriores.

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se torna independiente, no fundada, frente al mundo extramental. Se invierten las relaciones entre la verdad y el ente. El ente, de suyo fundamento, causa y medida de nuestra inteligencia42, se constituye ahora por rela­ ción a la subjetividad; mientras las facultades percep­ tivas de cada individuo se alzan como algo autónomo e incondicionado y condición de existencia del mundo exterior. Y así, en el Ensayo, la percepción individual desem­ peña para el propio universo una función análoga a la de Dios respecto a sus criaturas: la de causa y medida. La verdad, en su sentido más propio, surge en el punto de tangencia entre la realidad y el entendimiento; éste puede actuar frente a las cosas de dos modos: o como su medida, y es lo propio del entendimiento divino, origen efectivo de la realidad; o como algo medido por el objeto, que es lo que sucede en aquellas inteligencias cuyo conocimiento es participado43. No cabe una posi­ 42 «La verdad se fundamenta en el ente» (S. T omás, De Vertíate, q. 10, a. 1, ad 3). «E l mismo ser de las cosas causa la verdad en el entendimiento, en cuanto es conocido» (7n / Sent., d. 19, q. 5, a. 1, sol.). 42 «L a misma razón de verdad comporta una adecuación entre la realidad y el entendimiento. Pero la inteligencia se relaciona de dos formas con las cosas: a’ veces es medida de la realidad, como sucede al entendimiento que es causa de las cosas; a veces, al contrario, es medido por ella, como ocurre al entendimiento que conoce un objeto exterior a ¿1. En el intelecto divino reside la verdad, no porque él se adecúe a las criaturas, sino al con­ trario, porque éstas se acomodan a la inteligencia divina; en nuestro entendimiento, sin embargo, la verdad se hace presente cuando percibe las cosas tal como éstas son. Y por esto la ver­ dad increada y el entendimiento divino es verdad no medida, ni hecha, sino verdad que mide y origina una doble verdad: la que está en las cosas mismas —en cuanto que las hace tal como Dios las piensa—, y la que está en nuestro entendimiento, que no es verdad causante sino sólo causada» (S. T omás, In Ev. loann., c. 18, lect. 6, n. 11).

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bilidad intermedia. Por eso Locke, habiendo hecho de las ideas un elemento autónomo, se verá ahora cons­ treñido a convertirlas en causa del mundo externo, transformando la percepción en principio fontal del nuevo orbe. Esta revolución en el ámbito cognoscitivo cristaliza en una serie de conceptos técnicos — falsedad, claridad y oscuridad, distinción y confusión de las ideas— , que tendrían su lugar más adecuado en el libro IV. Pero Locke los estudia ahora y clasifica con respecto a ellos los distintos géneros de nociones simples y compuestas. Haremos nosotros otro tanto, por una parte, para no distorsionar la secuencia expositiva del Ensayo, y, por otra, para dejar entrever la radical transformación a la que Locke somete las relaciones entre el conocimiento y el ser. Este cambio de perspectiva se manifiesta incluso en el orden en que considera Locke las propiedades de las ideas. Lo que cualquier persona corriente exigiría en primer lugar a su conocimiento es que fuese fidedigno, adecuado a la realidad: que reflejara fielmente lo que le circunda. Locke no. Para él, la verdad y la falsedad son cuestiones secundarias, en cierta manera ajenas a la naturaleza del conocer; por eso las considera en último término, después de pasar revista a otros dos caracteres prioritarios — la claridad y la distinción— que determinan la categoría de las ideas en cuanto ideas. Cuestión de matices, podrá objetarse; pero sin­ tomática.1 1. Claridad y distinción. La claridad con que se per­ ciben las ideas representa, para Locke, su nota funda­ mental y constitutiva, lo que les otorga carta de ciuda­ danía en el universo mental. Las ideas son claras, apun-

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mundo» al ámbito de los comportamientos humanos; en ese entero marco de realidades, el arquetipo resulta también intrínseco al pensamiento, y queda, por tanto, en nuestras manos dilucidar si la imagen que acaba­ mos de modelar responde o no a la «realidad» a la que debe conformarse. ¡Inútil señalar la extraña índole de una filosofía en la que se consideran reales, precisamente, aquellas ideas que no conducen a un contenido exterior al pensa­ miento! Y es que todo el peso del ser se ha visto trasladado, en el Ensayo, a los dominios de la percepción origi­ nante. Por eso Locke, para juzgar sobre la realidad de una noción compleja, atenderá en última instancia, no a su correspondencia con el mundo externo, sino a la posibilidad de concertar las ideas simples que la inte­ gran (cfr. II, 32, n. 36). Si tales ideas pueden concillarse, el resultado es una noción real; en caso contrario, no. Encajonada e.n los estrechos límites de la inteligibilidad humana, el sentido último de la realidad se determina en el Ensayo en base a la mutua compatibilidad de las ideas simples para coexistir en el pensamiento. El ente meramente posible adquiere las prerrogativas de fun­ damento respecto al ente sin más; y éste, en oposición a las evidencias más comunes46, se convierte en algo secundario y derivado: en lo que manifiesta y declara al verum, a las ideas. 3. Verdad y falsedad. Advertimos esa misma meta­ morfosis en el análisis lockiano sobre la verdad y fal­ sedad de las percepciones. Nuestros conceptos —dirá Locke— , de por sí perfectos y sin tacha, se tornan ver­ daderos o falsos según su conformidad o discrepancia* * «L a verdad manifiesta y declara el ser» (S. T omás, De Vert­ íate, q. 1, a. 1, c). «E l ser de las cosas origina la verdad en el entendimiento» (S. T omás. Summa Theologiae, I, q. 16. a. 1, ad 3).

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con aquello a lo que la inteligencia secretamente los refiere. En apariencia nos encontramos ante una postura acorde con el conocer espontáneo: las ideas manifiestan una realidad trascendente, y serán tanto más veraces cuanto más se adecúen al objeto que representan. Pero existe una divergencia: para Locke las ideas son sólo signos de sí mismas; su relación con la realidad es una propiedad sobreañadida, extraña a su naturaleza en cuanto ideas47. Por eso — continúa hablando Locke— son más bien las cosas las que deben decirse verdade­ ras por una oculta referencia a nuestras imágenes, «consideradas como criterio de aquella verdad» (cfr. II, 32, n. 2). Se consagra así la autonomía perceptiva. Las representaciones mentales, transformadas en abso­ luto, hacen del universo un mundo relativo a la per­ cepción44. Las ideas, en sí mismas, son auténticas; y, sobre todo en el ámbito de las actuaciones morales — modos y relaciones— , cualquiera de ellas podrá con­ siderarse verdadera con tal de que se ofrezca clara y distinta ante nuestra percepción. ¿Cómo se ha logrado tal efecto? Trocando el mundo en realidad subordinada, que adquiere su propia con-* 47 «Y a que, no siendo nuestras ideas sino desnudas apariencias o percepciones en nuestro espíritu, no se puede decir simplemente y de manera apropiada que sean verdaderas o falsas en sí mis­ mas» (II, 32, n. 1). * L o mismo que afirma Locke de modo explícito al hablar de las relaciones, Santo Tomás lo había previsto varios siglos an­ tes: «no puede decirse que toda apariencia es verdadera, a no ser que todo el universo se considere relativo (al que conoce). Pues si hay algo en la realidad que goza de un ser absoluto, no relativo a los sentidos o a la opinión, será imposible identificar el ser y el aparecer; pues algo se considera relativo a los sentidos o a la opinión, porque aparece a alguien. Y , en consecuencia, es ne­ cesario que no todo lo aparente sea verdadero. Quien diga que todo lo que aparece es verdadero, en el fondo está reduciendo los entes a mera relación» (S. T omAs, In IV Metaph., lect. 15, n. 271).

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sistencia en la medida en que es percibida; identifi­ cando, al interno de la percepción, el ser de las cosas y su aparecer ante el sujeto; y concediendo la primacía al aparecer, que funda el ser real49. Baste, para corroborarlo, un último detalle: el pri­ mer criterio para aquilatar la verdad de nuestras no­ ciones — dirá Locke— son las ideas encerradas en la mente de los demás, no la esencia de las cosas. Afir­ mación que de nuevo manifiesta el carácter fundante otorgado a la percepción individual, por encima incluso del mismo acto de ser; y deja vislumbrar cómo todo el Ensayo se orienta hacia la fundamentación de una ética nacida en la subjetividad de cada individuo, pero que aspira al mismo tiempo a una condición intersingular. Es precisamente ese cariz intersubjetivo lo que Locke pretende fundamentar en el libro tercero, con su aná­ lisis del lenguaje.

49 También el sujeto que siente se genera a sí mismo en la medida en que se percibe: «... algunos opinaban que, del mismo modo que los animales viven y son porque sienten o pueden sentir en acto, también las cosas gozan del ser porque son senti­ das o pueden serlo. Es decir, que actúan como si la sensación fuese la perfección de la cosa sentida y no del que siente, ase­ chando así y destruyendo la verdad de las cosas. Pues como la verdad de cualquier objeto radica en su ser, si éste residiera sólo en las sensaciones, ninguna verdad habría en las cosas, sino sólo en el que siente; cosa que, evidentemente, no es cierta, pues acaba con la verdad del universo» (S. T o m á s , In de Generat. et Corrupt., lib. 1, lect. 8).

V EL PROYECTO DE U N LENGUAJE UNIVERSAL PARA LA CONSTRUCCION DE LA MORAL DEMOSTRADA (LIBRO I I I ) 1. LOS NOMBRES, INSTRUMENTO DE COMUNICACION DE LA CIENCIA A)

¿P or

qué una teoría del lenguaje?

Hacia el final del libro segundo, explica Locke que la estrecha relación de las ideas con los nombres le ha decidido a retocar el proyecto primitivo del Ensayo, y que, antes de seguir adelante, piensa examinar la fun­ ción del lenguaje en el conocimiento científico. ¿Por qué este cambio de planes? ¿Por qué un estudio de los nombres, en apariencia extraño al proyecto ini­ cial, se antojó a Locke imprescindible al llegar a este punto del Ensayo? Andaba Locke tras una moral cien­ tífica con la que poner fin a las indecisiones personales en la búsqueda de la felicidad y a los enfrentamientos violentos entre los pueblos; una ética matemática que asegurase definitivamente la bienaventuranza de los

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individuos y la paz social. Para ello, había creído nece­ sario hacer de la idea sensible el objeto primero e in­ mediato del conocer: no aquello por lo que advertimos el mundo trascendente, sino la misma realidad conocida. Pensaba obtener así un cuerpo de nociones de algún modo emancipadas de las realidades externas; una es­ pecie de rompecabezas que cada individuo, por cono­ cerlo de forma exhaustiva, podría conformar a placer, con relativa independencia del mundo circundante. Era ésa la garantía de una moral perfecta y rigurosa, capaz de desenvolverse con la exacta minuciosidad de las matemáticas. Pero a la vez, y por la misma razón, se trataba de un saber forzosamente inestable y subjetivo. Las ideas complejas del Ensayo — los modos y relaciones que integran la moral de Locke— son forjados libremente por la inteligencia, hermanando a voluntad un conjunto de ideas simples sin un necesario refrendo externo; dependen sólo de nosotros. Por eso, basta que nuestra mente les añada una nueva idea simple para que resulte algo diverso, y basta que deje de representársela para que toda la realidad de esa idea — sin correlato exte­ rior, insisto— se esfume y desaparezca. La moral lockiana se compone, pues, de realidades efímeras, sometidas por fuerza al aquí y al ahora, su­ jetas a la sensibilidad y tan pasajeras como ella. Por eso, variable y subjetiva, y a menos que se encuentre un modo de comunicar las distintas subjetividades, la moral demostrada aparece desprovista de validez uni­ versal, se revela como algo inútil. De ahí el recurso extremo a los hombres. En el sis­ tema de Locke, el lenguaje es el instrumento que trans­ forma en permanente y universal a una ciencia muda­ ble y subjetiva. ¿Cómo? a) De una parte, los nombres mantendrán ligado para siempre el conjunto de cuali­ dades simples que por un momento unió la percepción,

E l proyecto de un lenguaje universal...

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dotando asi a las ideas de una existencia duradera y universal, independientemente del acto que las consti­ tuye. No olvidemos que las ideas complejas — las de hombre, león, santidad o justicia— las crea nuestra mente al trabar un conjunto de ideas simples, b) Des­ pués, por una libre decisión, susceptible de ser elevada a la categoría de contrato social, a ese conglomerado de ideas simples habrá que hacer corresponder un sólo término, uniforme y permanente; y de esta suerte, las ideas,'antes inconstantes, se convierten en una realidad fírme e inalterable, aglutinadas por su referencia a un mismo nombre. Pero no es éste el único servicio que el habla presta a la humanidad. Quebrando desde el exterior el natural hermetismo de las ideas, el lenguaje rompe también el círculo de la subjetividad individual y la pone en relación con otras subjetividades. Aun cuapdo las per­ sonas — afirma Locke— sólo conocen sus propias ideas, por medio de la palabra pueden conseguir que éstas resulten de algún modo asequibles a los demás: el idioma es medio de comunicación. En resumen, el lenguaje viene a resolver los dos pro­ blemas fundamentales que Locke veía plantearse con­ forme adelantaba en la redacción del Ensayo: el del subjetivismo de la moral geométrica, y el de su carácter' forzosamente individual. De ahí las dos funciones fun­ damentales que Locke le atribuye: fijar y estabilizar las ideas, y servir como vehículo para comunicarlas1. De este modo haría posible una ciencia moral, redu-1 1 «En la primera parte de este discurso hemos mencionado con frecuencia un doble uso de las palabras, cuando se nos ha pre­ sentado la ocasión. El primer uso es el que consiste en registrar nuestros pensa­ mientos. El segundo es el que consiste en comunicar a otros nuestros propios pensamientos» (I I I , 9, n. 1).

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cida casi exclusivamente a un juego entre ideas ijitersubjetivas 2. B)

L as

palabras como signos a r tific iale s de las ideas

En los primeros capítulos de este libro III, Locke desarrolla una teoría general acerca del lenguaje que bascula en tom o a una sola afirmación: las palabras designan directa y primariamente las ideas del que las articula. Y así, hará radicar la existencia de las lenguas en el hermetismo propio de la subjetividad humana. El hombre —alega— posee una enorme variedad de pensa­ mientos que podrían aprovechar a los otros; sin em­ bargo, esas ideas se encuentran dentro de su pecho, invisibles y escondidas, incapaces de mostrarse por sí mismas al exterior. Por eso fue necesario inventar «algún signo sensible extemo mediante el que aquellas ideas invisibles con las que cada uno construye sus 2 Si todo resulta como Locke prevé, cualquier persona podrá confeccionar dentro de sí su propia ética, y confrontarla y corre­ girla con las que han elaborado los otros, eludiendo casi com­ pletamente la enojosa presencia del mundo externo. En efecto, en el sistema lockiano el lenguaje no apunta propiamente al universo, sino que, en rigor, aspira sólo a dar a conocer las ideas de los restantes individuos. Nunca se insistirá lo bastante en este punto, que ayuda a desvelar el significado de la obra de Locke en el panorama de la filosofía de la inmanencia. Dentro de ella, y si cabe hablar asi, Locke representa el momento moral e individua­ lista. Para él, el auténtico substrato de la realidad, lo que cons­ tituye en último término el universo, son las individualidades concretas, absolutas e independientes, cerradas sobre sí mismas y generadoras de un mundo particular y subjetivo, susceptible de calificación moral. N o quiere Locke desprenderse de esa casi omnímoda supremacía del individuo. Por eso Dios y el universo —lo veremos— se limitarán a tender un puente entre las distintas subjetividades, otorgándoles carácter objetivo, mientras el len­ guaje se revelará como el instrumento adecuado para llevar a término tal empresa.

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pensamientos pudiesen llegar a hacerse conocidas a los otros» (III, 2, n. 1). El peligro de estas páginas es la «normalidad». No parece que Locke ande muy descaminado; pues, en efecto, una de las funciones del habla consiste en po­ nernos en comunicación con nuestros semejantes. Pero esto, que sería natural en una doctrina en la que los conceptos no son sino el reñejo fiel de realidades por todos conocidas — el universo externo— , resulta para­ dójico en un sistema donde las ideas, nacidas en el seno de la subjetividad personal y vueltas sobre sí mismas, constituyen el objeto propio e inmediato de todo cono­ cer y el significado primario y fundamental de las palabras: y así es la doctrina de Locke. Para una persona corriente, pan, elefante o justicia son términos directamente referidos a un alimento, un animal o una virtud, a los que su interlocutor tiene también fácil acceso; precisamente por eso es posible que ambos, aludiendo a esas realidades, se entiendan. Pero el Ensayo sostiene que el único término de refe­ rencia para cada hombre son las propias ideas, cerradas en sí mismas, y en buena parte heterogéneas con res­ pecto al mundo exterior; y entonces, ¿cómo notificar­ las a quien nos escucha? El problema, así planteado, es serio. Más aún, desde un punto de vista metafísico, no tiene respuesta. Por eso, con el fin de explicar la posibilidad de comunica­ ción que nos brindan los nombres, recurre Locke a un artificio psicológico. A pesar de que las palabras sólo significan las ideas, y de que éstas no se manifiestan sino a sí mismas, los hombres —dice— les atribuyen una secreta referencia a otras dos cosas: «en primer lugar, suponen que sus palabras sean el signo de ideas que se encuentran también en la mente de aquellos con quien se relacionan* (III, 2, n. 4); y, además, «con fre­ cuencia piensan que las palabras ocupan el puesto co~

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rrespondiente a la misma realidad de las cosas» (III, 2, n. 5). Es decir, eludiendo la naturaleza propia del lenguaje, logran — o imaginan— que éste desempeñe un papel para el que naturalmente no se encuentra capacitado: el de referirse a algo extraño al propio sujeto. Locke hace suya esta explicación, a pesar de que violenta en lo más íntimo el núcleo de su propia gnoseología y pone en peligro el objetivo final del Ensayo. ¿Por qué? Porque al intentar referir las palabras a algo distinto de las ideas subjetivas, se opone al punto de partida y fundamento de toda su obra: lo que daba va­ lidez a las ideas, haciéndolas el material idóneo para la ciencia exacta y rigurosa que Locke persigue, era precisa­ mente la índole subjetiva de la percepción y su perfecta independencia con respecto a cualquier realidad exter­ na3. Si las palabras significan las ideas subjetivas —y sólo eso— continúa en pie el proyecto de una ética cien­ tífica estricta, aunque necesariamente individual: esas ideas se conservan distintas y claras, autónomas y, por tanto, perfectamente cognoscibles. Pero en cuanto desig­ nen algo más que las concepciones de la mente, cuando pretendan remitir a una realidad externa —por defini­ ción inaferrable— , la «moral matemática» se volatiliza. Por eso el artificio psicológico aceptado por Locke, si bien resuelve en apariencia la necesidad más apremian­ 3 Es curioso observar, sobre todo a lo largo de la filosofía de la inmanencia, cómo el recurso indiscriminado a la psicología es el sistema más común para escapar de las redes que a muchos autores les tienden sus propios principios. De esta manera evitan algunas de las consecuencias a las que esos principios les con­ ducirían. En este caso Locke, en base al «carácter social» del hombre, se zafa del individualismo absoluto y subjetivo al que estaba abocada naturalmente su teoría de la percepción; y pone de manifiesto, una vez más, la componente afectiva de muchas de aquellas conclusiones que, en la filosofía moderna, pretenden derivarse de un racionalismo aséptico.

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te que se le plantea en este momento — dotar de obje­ tividad a la nueva ciencia de las costumbres— le acarreará alguna que otra incongruencia y contrasen­ tido. En efecto, Locke introduce el lenguaje a fin de poner en relación al conjunto de realidades que cons­ tituyen, para cada uno, un mundo cerrado e indepen­ diente: el mundo de las ideas personales. Pero, al mis­ mo tiempo, no se resigna a abandonar el carácter privilegiado que representa para el sujeto la percepción de las propias ideas — percepción «refleja» la hemos llamado—, pues eso supondría dejar aparte el funda­ mento indubitable de una ciencia que, como vimos, exige que las ideas no se representen sino a sí mismas. Locke desea mantener las dos instancias, en realidad contradictorias: subjetividad absoluta y comunicación. De ahí la condición ambigua de su teoría del lenguaje. Ambigua porque, por un lado, nuestro autor sosten­ drá siempre que las palabras, «en su significado propio e inmediato, no representan sino las ideas que están en la mente de quien las usa» (III, 12, n. 2); mientras, por otro, sólo le prestan un servicio en cuanto se con­ vierten en universales e intersubjetivas. Es decir, en la medida en que se refieran o signifiquen a un tiempo el conjunto de ideas concebidas por los distintos com­ ponentes de un mismo grupo: de otra forma, no po­ drían cimentar una ética aplicable a todos ellos. Para cualquiera de nosotros, la cuestión no presenta dificultades insuperables. Un vocablo puede referirse a la vez a los conceptos de diversos individuos, porque tales conceptos reflejan la misma y única realidad ex­ tema: la naturaleza del caballo, pongamos por caso, presente en todos los equinos y captada de modo inma­ terial por la inteligencia. Las ideas son generales, uni­ versales, porque manifiestan una naturaleza universal, realizada con matices distintos en los individuos.

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Para Locke, sin embargo, no es así. La universalidad no pertenece en modo alguno a las cosas; éstas «son todas particulares en su existencia, sin exceptuar si­ quiera aquellas palabras o ideas que son en su signifi­ cado generales» (III, 3, n. 11). En el Ensayo, cada palabra representa a una idea concreta y singular, la que en esç preciso instante acaba de concebir el que habla; y esa idea no se refiere sino a sí misma. Contan­ do con estos datos, Locke se pregunta: si todas las cosas que encontramos, incluso las ideas, son particu­ lares, ¿cómo podrán las palabras significar naturalezas generales? Y, habiendo negado sus derechos a la meta­ física, pedirá, una vez más, respuesta a la psicología: no existe en la realidad nada que permita una predica­ ción universal; somos nosotros los que, con una elabora­ ción psicológica un tanto arbitraria — pero útil— , in­ troducimos la universalidad en un mundo de singu­ lares: «cuando abandonamos los particulares, los generales que nos restan no son sino criaturas de nuestra fabricación, y su naturaleza general no es otra cosa que la capacidad que el entendimiento les con­ fiere de significar o representar muchas cosas particu­ lares. Ya que el significado que tienen no es sino una relación que la mente del hombre le agrega» (III, 3, n. 11). O sea que, según Locke, la universalidad pertenece exclusivamente al significado que el hombre «añade» a la idea, y no a la idea misma, de por sí singular, y sin nada en su naturaleza que permita predicarla uni­ versalmente. Las ideas son, para Locke, un signo, un símbolo. Su condición es semejante a la de una ban­ dera o a los colores de una asociación deportiva: algo a lo que, además de su propia realidad, el uso social añade un significado, una aptitud para representar otras cosas. Sin embargo, la naturaleza del concepto es muy distinta. La bandera sólo da noticia de otras realidades

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en cuanto ella es conocida en sí misma, y con la condi­ ción de que quien la observa sepa, además, cuál es su significado, qué simboliza; en caso contrario, la pre­ sencia del estandarte no le sugiere nada. Y así una persona que jamás haya visto una determinada insig­ nia, cuando la advierte por vez primera, sólo descubre una particular combinación de colores y figuras, no el país o la sociedad que designa. Con el concepto no sucede lo mismo: por un lado, no es advertido con anterioridad al objeto que revela; antes bien, es el conocimiento de ese objeto exterior el que nos lleva a percatarnos de la existencia del concepto. Y por otro, el concepto, sin necesidad de recurrir a simbolismo o alegoría alguna, se basta para hacernos penetrar en la realidad externa; es ése, precisamente, su modo de ser; y así, nadie puede concebir un concepto sin conocer contemporáneamente la realidad que éste desvela. Por eso, la doctrina de la «significación» a la que Locke alude es ciertamente oscura, casi contradictoria. Encierra una pugna — entre metafísica y psicología, entre la naturaleza de la idea y la función que el hom­ bre le asigna—, que revela a su vez otra lucha más personal: la desencadenada en el interior de Locke entre la fidelidad a los principios que inspiran todo el Ensayo y su tendencia natural a sostener algunas afir­ maciones que el sentido común y las exigencias de la moral demostrada le imponen. En el caso que nos ocupa, su personal inclinación y, sobre todo, el éxito de la ética le empujan a defender la condición univer­ sal de las ideas; en tanto que el fundamento de su gnoseología, el haber eliminado la distinción entre el carácter representativo de las ideas y su realidad como accidente, le impide explicar de modo satisfactorio cómo coexisten en ellas lo universal y lo singular. Al convertir los conceptos en lo primero conocido — algo que naturalmente corresponde a la realidad exterior.

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a las cosas— Locke los ha «cosificado»; violentando su natural condición de ideas, los ha hecho semejantes a las realidades externas al pensamiento, ninguna de las cuales es universal. De hecho, también la idea es singular en cuanto mo­ dificación accidental de la inteligencia del que conoce: según su ser ontológico. Desde este punto de vista, como accidental, incluso la misma idea de caballo formada por una persona en momentos distintos son realidades singulares y diversas entre sí. Y si nuestro entendi­ miento, reflexionando sobre su propio acto, las conoce, las advertirá —desde este punto de vista— como hete­ rogéneas. En cuanto realidad accidental producida por el intelecto, las ideas se encuentran también sometidas a las condiciones espacio-temporales; y así la idea que yo forjo hoy es numéricamente distinta a la que con­ cebí ayer. Pero si atendemos a lo que dan a conocer, a la naturaleza del caballo, por seguir con el ejemplo, esos conceptos son siempre el mismo: pues se refieren a una misma naturaleza universal, presente en muchos caballos. Por eso, cuando se distinguen adecuadamente estos dos aspectos de las representaciones cognoscitivas, el lenguaje no ofrece problemas insolubles: el término caballo alude a un modo de ser común, realizado en Rocinante, Babieca o cualquier otro ejemplar de la raza equina. Y, al ser esa misma naturaleza lo que los demás también conocen, mi comunicación con ellos es hacedera. Pero para Locke, que ha identificado el ser intencional y el ontológico de la idea — lo que mani­ fiesta y lo que ella misma es— , ésta ha pasado a ser lo primero conocido al mismo tiempo que, también en cuanto conocida, es necesariamente particular. Históricamente, el origen de esta teoría se remonta a la Edad Media, hasta el nacimiento del conceptus obiectivus o esse obiectivum de la idea. Pero es en

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Descartes donde toma forma el proceso que acabará absorbiendo todo — cognoscente y conocido— en la realidad objetiva del concepto. Para Descartes, el modo de ser de las realidades en el pensamiento — el llamado esse diminutum o ideatum— «es menos perfecto que la existencia real fuera del entendimiento; pero es algo; los nombres que las designan, designan, pues, las ideas que representan a las cosas»4. Sólo en un segundo momento, y forzando su naturaleza, se puede conseguir que esos vocablos signifiquen a las cosas mismas. Así lo plantea Descartes. ¿Qué hará Locke? Recoger los rasgos centrales de esta teoría y presentarlos como una evidencia psicológica. Sin embargo, el concepto no tiene ninguna realidad objetiva propia, en el sentido cartesiano de la expresión. Otológicamente, como sabemos, es un acto del enten­ dimiento, un accidente. Y su única realidad intencional (como concepto o signo) consiste en manifestarnos un más allá de él: su contenido no es otro que el del ob­ jeto o cosa que manifiesta. Por eso el conocer no es una presencia cualificada (en ideas) del sujeto a sí mismo, a partir de la que se acaba por barruntar la realidad exterior. No; el conocer es ya, de por sí, pre­ sencia del objeto al sujeto y, al mismo tiempo, actuali­ zación de la potencialidad cognoscitiva del alma, que crece al adentrarse en las realidades exteriores a ella, en el ámbito del ser. Aprehendemos cosas, objetos tras­ cendentes a nosotros, que pasan así a formar parte de nuestro mundo interior: ésta sí que es una evidencia psicológica innegable. Y por el mismo motivo —y hablando con rigor—, el concepto no es un «signo», en la acepción lockiana del término. Propiamente, el concepto ni «significa» ni 4 E. Gilson, Lingüística y filosofía, trad. por Ed. Gredos, Ma­ drid, 1974, p. 153.

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«designa» los objetos exteriores: los manifiesta. No «representa» sino que «presenta» la realidad trascen­ dente al que conoce; y la presenta, además, como en­ tes, no como ideas. En consecuencia, las palabras, que sí son signos, significan primariamente la realidad ex­ terior, que es adonde naturalmente conduce el concep­ t o 5: imponemos los nombres para designar las cosas, no las concepciones de la mente. Es cierto que para hablar de un objeto precisamos conocerlo6: la idea, el concepto, el pensamiento en ge­ neral —y más en concreto el acto de conocer, del que el concepto resulta— ejercen una función de interme­ diario entre el lenguaje y el mundo objetivo. En eso Locke parece tener razón... Pero, como es costumbre, invierten las relaciones entre la realidad y el pensa­ miento. Son los objetos los que causan la idea y, en cierto sentido, el nombre; y no, como sostiene Locke, el nombre el que origina la idea (compleja) y a través de ella modela o sistematiza la realidad. Porque exis­ ten caballos y rosas, nosotros los percibimos y forja­ mos un vocablo a fin de nombrarlos; pero no inven­ tamos ese nombre para dar vida y unidad a una serie de quimeras inexistentes o inconexas. En resumen: el concepto es mediador entre el len­ guaje y las cosas. Pero desempeña ese papel de acuerdo 5 El conocimiento termina en la cosa conocida, y sólo por me­ dio de una reflexión puede volver sobre la idea: por eso, el sig­ nificado propio y principal de los nombres son las mismas cosas, y no las ideas que las manifiestan. «H ay que afirmar, según Aristóteles, que las palabras son sig­ nos de los conceptos, y los conceptos son semejanzas de las cosas. De ahf que los vocablos se refieran a las realidades que significan a través de los conceptos. Pues en la misma medida en que algo puede ser conocido por nosotros con la ayuda del entendimiento, en esa misma medida puede ser nombrado» (S. T o­ más, Summa Theologiae, I, q. 13, a. 1, c). 6 «Imponemos los nombres de acuerdo con el conocimiento que alcanzamos de las cosas» (S. T omás, De Vertíate, q. 4, a. 1, c).

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con su propia naturaleza; es decir, en cuanto manifiesta o declara la realidad externa, y no a sí mismo. Por eso «la palabra que se profiere exteriormente significa aquello que es entendido»7 — el caballo o la rosa— , y no nuestro conocimiento de ellos. Las voces humanas designan en primer lugar, aunque de manera mediata — con una mediación que pasa inadvertida— , la reali­ dad exterior al pensamiento*.

C)

I m posibilidad

de un lenguaje s in pensamiento

De todas maneras, y si esto es así — si la objetividad del lenguaje es tan evidente—, ¿por qué nuestro autor se empeña en negarla? Sería arriesgado aventurar una respuesta sobre los motivos que le movieron a hacerlo. Pero sí cabe afir­ mar que probablemente sean los mismos que le impul­ saron a rechazar el carácter trascendente del conoci­ miento. La lingüística se encuentra siempre pilotada a distancia por una teoría del conocimiento, y, más remo­ tamente aún, por una metafísica. De ahí que los aciertos y las fallas de éstas se reflejen necesariamente como logros o yerros en la concepción del lenguaje. En el caso de Locke, metafísica y gnoseología beben de una misma fuente: la sustitución del ser por la idea, reducida al ámbito sensible. Y de esa misma fuente mana también su teoría de la lengua: es el forcejeo violento con la naturaleza del conocer, clave de su me­ tafísica, lo que le ha conducido a un subjetivismo ar­ bitrario en el que las palabras tienen como significado principal — y único, si se quiere ser coherentes— las ideas de quien las profiere. t S. T omás, De Vertíate, q. 4, a. 1 c. ' Cfr. S. T omás, In I Peri Hermeneias, lect. 2, n. 15.

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En su raíz, el subjetivismo individualista de Locke es consecuencia de su inmanentismo perceptivo: cada idea, aprisionada en su propia percepción, se constitu­ ye como mera apariencia de su propio aparecer, sin ningún correlato externo. Además, ese subjetivismo se agrava por el carácter sensible de su filosofía: la des­ figuración del auténtico conocer — su reclusión en los dominios de la sensibilidad— elimina irremisiblemente de la escena a la abstracción; y, negada ésta, desaparece el carácter universal de las ideas y la posibilidad de aplicar un mismo término a varias realidades. Llegados a este punto, sin embargo, no sería honrado silenciar que el Ensayo incluye una teoría de la abstrac­ ción. Teoría a la que Locke concede especial relieve, puesto que su fruto, las ideas generales o universales, serán los elementos básicos de cualquier ciencia. Se trata, con todo, de una doctrina insuficiente. En primer término, porque las ideas generales adquieren toda su universalidad desde fuera: somos nosotros los que, caprichosamente, hacemos que signifiquen una pluralidad de individuos. Y esto, en Locke, es lógico: como todas las demás, las representaciones universales son el objeto propio y primario del conocer, sólo se manifiestan a sí mismas... y sólo podrían representar a otros seres — sean ideas u objetos externos— * en cuanto, por un artificio psicológico, las convirtamos en un «símbolo». Bajo este prisma, Locke se muestra en perfecta coherencia con los principios de su gnoseología. Pero quiere más aún. Pretende que, en cierto modo, la misma naturaleza de las ideas universales justifique su índole universal. ¿Qué hace entonces? Las desdi­ buja; difumina sus contornos, de modo que en esa * En definitiva, el que una idea represente a otras supone tam­ bién abstraer la esencia común; y plantea los mismos problemas que descubrir la semejanza entre la idea y el conjunto de reali­ dades exteriores singulares.

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nueva imagen puedan reconocerse otras muchas seme­ jantes a ella. En efecto, para Locke abstraer es dejar juera de la idea singular el conjunto de ideas simples que la cons­ tituyan como individuo (cfr. III, 3, n. 8): las de tiempo y lugar, en primer término, y otras parecidas. Pero lo que así logra es una representación, una imagen, del mismo tipo que las que le sirvieron de inicio, aunque más pobre; si las ideas que dieron origen eran com­ plejas, compleja será también la correspondiente abs­ tracta, aunque con algunos elementos menos y, por tanto, desleída, confusa. Por eso, siendo singular y sensible el punto de par­ tida, y reduciéndose toda la abstracción a un cierto despojar la idea de algunas de sus modificaciones con­ cretas, ¿no será también sensible y singular el punto de arribo? Lo que Locke obtiene por medio de la abstracción no es sino una imagen confusa o parcial, que se pretende aplicable a todas las imágenesro. De ahí que él mismo reconozca11 que, así planteada, su doctrina de la abstracción es inconsistente: porque no es posible captar la semejanza, la naturaleza común a un conjunto de realidades, negando al mismo tiempo la originalidad de la inteligencia como facultad espiri­ tual. La afinidad radical entre los singulares no se sitúa a nivel de imagen, sipo de esencia inteligible: toda imagen, aun la más confusa, es singular y posee irnos rasgos determinados y propios, que no comparte con ninguna otra. Un triángulo, incluso el más impreciso que seamos capaces de representarnos, es necesaria­ mente equilátero, isósceles o escaleno. Si lo suponemos1 * 0 10 Como afirma Locke repetidamente, las naturalezas o nociones generales no son sino «ideas abstractas o parciales de ideas más complejas» (I I I , 3, n. 9), a las que hemos atribuido un nombre. it Cfr. próxima cita.

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isósceles —y considerándonos, con Locke, incapaces de trascender el plano de la imagen sensible— debemos excluir del género triángulo a todas las figuras geomé­ tricas con ninguno o con los tres lados iguales; y algo semejante ocurrirá si se trata de un triángulo equilá­ tero o escaleno. ¡Extraña naturaleza universal, que deja fuera de sí a dos tercios de sus componentes u. Y es que no hay auténtica abstracción, ni verdadero conocimiento universal, mientras nos detengamos en el ámbito sensible, mientras continuemos jugando con ideas más o menos complejas, pero descomponibles siempre en una suma de elementos sensibles y singu­ lares. Al contrario, la abstracción comporta un salto cualitativo de la imagen al concepto, de los sentidos a la inteligencia; no constituye primordialmente un dejar de lado, sino captar el fondo más íntimo de la cosa —la esencia, entendida precisamente como lo que espeu Como lógica consecuencia de una filosofía en la que todo lo real se constituye por la percepción sensible, la universalización (de las ideas singulares) supone una degradación onlológica de la realidad: depauperación que se manifestará más tarde como deficiencia del lenguaje. Locke lo expresa con claridad más ade­ lante. Al mismo tiempo señala la raíz de esa deficiencia: el carác­ ter fundante de la percepción y el haber encerrado la abstracción humana dentro del ámbito sensible: «En efecto, si quisiéramos reflexionar atentamente sobre la cuestión, descubriremos que las ideas generales son ficciones y expedientes de la mente, que llevan consigo dificultades, y que no se nos presentan tan fácilmente como tenderíamos a imagi­ narnos. Por ejemplo, ¿no es necesario un gran esfuerzo y habili­ dad para formarse la idea general de un triángulo (que sin em­ bargo no es realmente una de las más abstractas, comprensivas y difíciles), si se piensa que no debe ser ni oblicuo, ni rectángulo, ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno, sino todas estas cosas a la vez y ninguna de ellas? En realidad, se trata de algo imper­ fecto, que no puede existir; una idea en la que se han unido algunas partes de ideas distintas e inconsistentes entre sí» (IV , 7. n. 9).

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cifica el acto de ser— ,J, sin pronunciarse sobre otras perfecciones que de ella derivan*l4. Abstraer supone ad­ vertir, por encima de la multiplicidad de caracteres sensibles, y como fundamento de ellos, una unidad su­ perior inteligible. Unidad que a su vez comprende, si bien de un modo implícito, todas las manifestaciones accidentales. La abstracción conduce al alma hasta el núcleo ontológico del objeto. Su término es la esencia, el «modo de ser» de los entes; y como la esencia, en el mundo ma­ terial, es común a todas las criaturas que la participan, un sólo concepto puede referirse a una multitud de seres; y lo mismo el nombre, a través del concepto. En definitiva, es la inteligencia la que garantiza la objetividad del conocimiento. Negarla como facultad espiritual, equivale a suprimir tanto la presencia de la realidad exterior al entendimiento, como la «salida» de la idea, fuera de sí misma, hacia los singulares. Sin intelecto, el lenguaje, concebido como aquello que ven­ dría a ro\nper la perfecta identidad de la idea subje­ tiva, dotándola de un simulacro de objetividad, es sólo un malogrado intento. Lo que posibilita una explicación acabada de los fenómenos lingüísticos es la inteligen­ cia; y no al contrario: conocimiento e inteligencia son anteriores a la idea y a los nombres, que son producto, y no causa, del conocer. » «La primera operación del entendimiento (ia simple aprehen­ sión) mira a la naturaleza de las cosas en cuanto que por ella la realidad entendida adquiere su propio grado en la jerarquía de los entes» (S. T om As, In Boethii de Trinitate, q. V, a. 3). 14 «En la operación por la que la inteligencia percibe la natu­ raleza de las cosas, distingue unas de otras entendiendo lo que cada una es, pero sin emitir un juicio acerca de lo demás: ni afirma que esté unido ni separado de ella (...) y a ésta es a la que, con verdad, denominamos abstracción» (S. T om As, In Boethii De Trinitate, q. V, a. 3).

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2.

A)

J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

NECESIDAD DE UN NUEVO LENGUAJE PARA MODERAR RACIONALMENTE LA CONDUCTA HUMANA P osibilidad

de una

m o r al geométrica

Junto al problema de la comunicación, Locke estudia también en el libro I I I las condiciones de posibilidad intrínseca de una ciencia de corte matemático, cons­ truida en base a ideas generales u. A primera vista, la cuestión se presenta poco relacionada con el lenguaje, sobre todo en una doctrina en la que cualquier cono­ cimiento, también el estrictamente científico, versa sólo sobre ideas. Sin embargo, dentro de la lógica del Ensayo no sucede lo mismo: lenguaje y ciencia se hallan tan estrechamente emparentados que no sólo la transmi­ sión, sino incluso la construcción de la ciencia, sería imposible sin el lenguaje. Y esto por dos razones. Antes que nada, porque, si bien es verdad que para Locke el auténtico objeto de conocimiento es la idea singular, no es menos cierto que un conocimiento de especies particulares no haría avanzar la ciencia co.n la rapidez deseada; además, la ciencia es sólo de universales; y, según hemos visto, para elaborar este tipo de ideas, Locke necesita echar mano de un término genérico que las una y otorgue estabilidad. Por eso, sin lenguaje, el conocimiento cien­ tífico sería inviable. Pero existe otro motivo, si cabe, de más peso. Como Descartes, el modelo científico que Locke propone son las matemáticas. Las otras ciencias sólo tienen valor 1 5 15 Vuelve Locke sobre el mismo tema en el libro IV , concedién­ dole allí mayor extensión. Aunque el enfoque en ambos casos es un tanto diverso, y a fin de evitar repeticiones, hemos decidido considerarlo una sóla vez —al examinar el libro IV —, y centrar­ nos ahora en los aspectos más relacionados con el lenguaje.

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en la medida en que se le asemejen, es decir, en la medida en que las ideas complejas que las integran consten de un número determinado de ideas simples, claras y distintas. Cosa que basta y sobra para descar­ tar la posibilidad de una filosofía de la naturaleza, que gire en tom o a las ideas de sustancias: todas éstas in­ cluyen la idea de ese sustrato — la idea genérica de sustancia, por definición desconocida e incognoscible— capaz de arruinar cualquier conato de un conocimiento claro y distinto. No ocurre lo mismo con las matemáticas y la moral: como todas las ideas que las componen han sido forja­ das a placer por nuestro entendimiento, es fácil redu­ cirlas a un número determinado de ideas simples, co­ nocidas y relacionadas de un modo constante. Con éstas, y con algunas otras consideraciones que no son del caso, concluye Locke a favor de una ciencia moral de tipo aritmético, integrada exclusivamente por ideas simples, modos y relaciones, al paso que descarta —por inviable— cualquier conocimiento en el que interven­ gan las sustancias. B)

La

refo rm a del lenguajb, exigencia de la nubva

MORAL

Henos aquí, pues, dispuestos a acometer la construc­ ción de una moral geométrica. Pero, para llevarla a cabo, Locke considera ineludible una reorganización del lenguaje. ¿Por qué motivo? Simplemente porque las palabras no poseen naturalmente ningún significa­ do w; por eso no sirven, sin más, para dar a conocer* i* «Y a que las palabras, naturalmente, no tienen ningún signi­ ficado, la idea que cada una de ellas representa debe ser aferrada y retenida, por quien quiera intercambiar pensamientos o tener con otros discursos inteligibles, en cualquier lengua dada» (I I I , 9, n. 5).

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los propios pensamientos, sino sólo para facilitar una conversación en torno a ellos, una vez que nuestro interlocutor haya entendido a qué precisa idea referi­ mos cada una de nuestras palabras. Además, y esto es más grave, incluso para una misma persona las pala­ bras comportan cierta imprecisión en cuanto signos representativos de las ideas abstractas: pues un mismo término podría referirse en distintas ocasiones a ideas no del todo idénticas. Por este motivo, y si la lengua ha de intervenir forzosamente en la confección de nues­ tra moral, es necesario convertirla en ün instrumento certero, idóneo para la función que se le asigna. Es verdad — admite Locke— que en cualquier pais existen un conjunto de reglas y de usos que determinan las ideas que suelen conectarse a cada nombre, sirvien-, do de referencia común a los diversos conocimientos subjetivos. Pero por lo general esas leyes son muy am­ plias; además, como «ninguno tiene la autoridad para establecer el significado especial de las palabras, y de delimitar a qué idea deba ir unida cada una de ellas, el empleo común no es suficiente para adaptarlas al discurso filosófico» (III, 9, n. 8): éste requiere muchí­ sima mayor precisión y exactitud (cfr. III, 9, n. 3). Según Locke, el lenguaje es «el gran vínculo que mantiene unidas la sociedad y la conducta común» (III, 11, n. 1). Pero es defectuoso; basta dar una ojeada a nuestro alrededor para advertir el sinnúmero de de­ sórdenes sociales provocados por la imperfección y los abusos del lenguaje, sobre todo en cuestiones de moral y religión. Es, por tanto, imprescindible una revisión de la lengua, que haga más andadera la vía del conoci­ miento y de la concordia n.1 7 17 «S i las imperfecciones del lenguaje, como instrumento del conocimiento, fuesen examinadas más a fondo, muchas de aque-

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Sabemos que, conforme avanzaba en la elaboración del Ensayo, Locke se fue sintiendo investido con esa misión. No pretendía, con todo, extender su reforma a todos los ámbitos del conocimiento, y ni siquiera del saber científico. Sería inútil, por ejemplo, en el orden de las sustancias“ . E incluso en los dominios de la moral y la religión naturales creía conveniente circuns­ cribirla a aquella élite que aspirase a obtener un co­ nocimiento cierto y verdadero de la naturaleza de las cosasl9. Para ese corto número de privilegiados, ¿qué reme­ dios específicos propone Locke, a fin de obviar los defectos de la lengua? En lo tocante a la moral, se re­ sumen en cuatro normas: 1) ante todo, «no utilizar ninguna palabra que no tenga un significado, ningún nombre sin hacerle representar una idea» (I II, 11, n. 8). 2) Después, las ideas a las que se liga el nombre, «si son simples, deberán ser claras y distintas; si comple­ jas, deben ser determinadas» (III, 11, n. 9). 3) En tercer lias controversias que levantan tantos rumores en el mundo caerían por si mismas, y la via del conocimiento, y quizás tam­ bién la de la paz, se nos presentaría mucho más abierta que lo que lo está ahora» (III, 9, n. 21). w Locke restringe la utilización de estos nombres a las nece­ sidades de la vida corriente: entre «mercaderes o enamorados, cocineros o sastres»; «pero en las investigaciones y discusiones filosóficas, donde se deben establecer verdades generales y sacar consecuencia de posiciones preestablecidas, el sentido preciso de los nombres de las sustancias se revelará, no sólo no bien esta­ blecido, sino también difícilísimo de establecer» (I I I , 9, n. 15). Por eso, en lo relativo a las sustancias debemos limitamos a trans­ m itir y comunicar, no las esencias reales, sino la idea que noso­ tros formamos de ellas: y esto, en verdad, no es de un enorme interés para la ciencia. » «Aquellos que quieran buscar seriamente la verdad, o soste­ nerla, deberían considerarse obligados a estudiar el modo en el que puedan expresarse sin .oscuridad, ambigüedad o equívoco: cosas a las que las palabras humanas están naturalmente ex­ puestas si no se está en guardia» (II I , 11, n. 3).

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lugar, hay que «aplicar los vocablos, en el modo más riguroso posible, a aquellas ideas a las que los ha unido el uso común» (III, 11, n. 11). 4) Por fin, « declarar el significado de los términos para precisar el sentido en que se toman» (III, 11, n. 12). Nos encontramos, de nuevo, ante las matemáticas. Basta un poco de atención para advertir que, con su ambiciosa reestructuración de las lenguas, Locke aspira a instaurar un sistema de signos unívocos, capaz de ser maniobrado con la minuciosidad de los modelos mate­ máticos. En aritmética, a cada guarismo corresponde siempre un idéntico número de unidades, y a cada por­ ción de unidades, una sólo cifra: de ahí su exactitud envidiable. Para lograr esa misma precisión en otras esferas del saber, se impone también un requisito ine­ ludible: que la relación entre lo significado y el signo sea única, constante y totalmente rígida. N o importa que sea arbitraria; basta que permanezca inmutable, absolutamente inmutable; porque con esos signos uní­ vocos, rigurosos, podrá elaborarse una ciencia apta para ser más tarde aplicada a la realidad. Lo que buscaba Locke era un instrumento científico, un modelo de laboratorio cuya simple inspección le reportara un conocimiento cabal de los acontecimien­ tos del mundo externo: una réplica perfecta de las actuaciones morales. Y, en efecto, si la relación signosignificado es casi mecánica, estricta, Locke puede estar seguro de que todo lo que se verifique en los signos — en su ciencia— se reproduce de manera unívoca en lo significado — en el universo— . Bastará entonces que centre su atención en los significantes para penetrar de forma exhaustiva el mundo exterior. Escudriñando las ideas simples, sabrá ya todo lo que necesita acerca del universo; y escrutando las complejas, indisoluble­ mente unidas a un nombre, adquirirá un dominio ab­

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soluto sobre cualquier realidad, en la medida en que se encuentre representada por ellas. Se asemeja un tanto a un general que, examinando una maqueta en la que encuentra representados a cada uno de sus hombres y unidades de combate, se creyera en condiciones de predecir los resultados de la futura batalla. A ese estratega podría objetarse que la realidad es más compleja; que ya puede él planear en todos sus pormenores cada una de las acciones de guerra, distri­ buir las fuerzas del modo más oportuno, hacer avanzar o retroceder las tropas...: multitud de circunstancias aleatorias podrán imprimir a los acontecimientos un rumbo distinto del esperado; cabria recordarle, en suma, que hay diferencia entre sus modelos y la rea­ lidad. Pues eso, precisamente, es lo que trata Locke de elu­ dir: la indeterminación. Por eso ha eliminado de su perspectiva la filosofía de la naturaleza, en la que in­ tervienen las ideas «imprecisas» de sustancia. De ahí su reforma del lenguaje, tendente a transformarlo en un utensilio severo, casi mecánico. Lo que Locke y todos los racionalistas a partir de Descartes pretenden es un sistema mental en el que a un nombre determinado corresponda una sóla idea — fija e inmutable— , y a esa idea, un sólo nombre. Ese es el sentido de su matematicismo y el de su reforma del lenguaje: convertir toda la realidad en upa serie de entidades numerables, constituida cada una por una suma de unidades simples. Sólo así será factible su mo­ ral aritmética. Podemos ahora retomar hasta los comienzos del En­ sayo, y observar con esta nueva luz el camino recorrido por Locke. Se aclararán algunas cuestiones, antes oscu­ ras.. Por ejemplo, la opción sensible, el afán por reducir todo nuestro conocimiento a los datos que ofrece la sensibilidad. Puesto que el pensamiento es inmaterial,

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la disección exigida por la moral geométrica resultará irrealizable si el conocer conserva su auténtica natu­ raleza: el pensamiento espiritual no es troceable en unidades unívocas; él mismo es una unidad, aunque de orden superior a la de los sentidos. Por eso, obsti­ nado en llevar el análisis matemático hasta sus últimas consecuencias, Locke niega su originalidad al pensa­ miento: todo lo reduce a ideas de sensación y reflexión. De este modo, transforma el conocer en algo quasiextenso, numerable: aprovecha el análisis que la sen­ sibilidad lleva a cabo por medio de los sentidos exter­ nos, elimina la posterior síntesis sensible, y declara ine­ xistente la unidad inteligible del concepto. Para Locke, las ideas, incluso las más complejas, están siempre constituidas por una multiplicidad de átomos — las ideas simples— , dispuestos en un orden conocido.

C)

E l lenguaje, instru m ento ACTUACIONES HUMANAS

de d o m in io

sobre las

La teoría del lenguaje, al unir indisolublemente un término a una idea determinada, estable y fija, com­ puesta sólo por unidades simples, permite a Locke eli­ minar todo lo que hay en el pensamiento de inmaterial, de no mecánico o no matemático. Pero va aún más lejos: con su reforma de la lengua, aspira a modelar la conducta de los hombres, haciendo más asequible la felicidad individual. Por eso propugna una moral que pueda adaptacse sin estridencias a este modelo geométrico. Una moral en la que las acciones se reducen a un agregado de movi­ mientos simples —numerables— , sin trabazón con su sujeto; una moral en la que incluso la tonalidad ética de las acciones se añade — como una unidad más— desde fuera, desde la voluntad del legislador; una moral

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cuyo criterio supremo serán también dos «unidades» autónomas: las sensaciones de placer y de dolor. Sin embargo, la realidad, sobre todo la realidad moral —que mira directamente a Dios— , es más compleja y más rica. Nos excede. Y no basta una presunta en­ mienda del lenguaje para ponerla sin reservas a nues­ tra disposición. La reforma lockiana de la lengua tiende a suprimir la menor discrepancia que pudiera inter­ ponerse entre la realidad conocida y los signos, entre las acciones y las ideas complejas de esas acciones. El que la lleve a cabo quedará a solas con unos simbolos sensibles perfectamente manejables y, en ese sentido, adquirirá un dominio completo sobre su propia feli­ cidad20. Pero a un precio muy alto: para lograrlo, Locke se ve constreñido a desfigurar la vida ética del hombre, deteriorando también la misma naturaleza del lenguaje y del conocimiento. Es este segundo punto el que vamos a examinar a continuación. Como es notorio, en cualquier manifestación de len­ guaje se encuentran implicados tres planos fundamen­ tales: 1) las cosas externas, que es el connotado prin­ cipal; 2) el conocimiento inteligible, las ideas o juicios; y 3) las palabras, signos orales o escritos de las ideas y las cosas. Para que la relación entre estos tres ele­ mentos obtenga la inflexible homogeneidad que Locke pretende, es necesario, en primer término, que en la cosa no haya nada trascendente al contenido de la idea; después, que la relación entre la idea y la palabra sea bilateral y unívoca. O, lo que es lo mismo, se requiere: 1) eliminar cual­ quier residuo de inadecuación entre la idea y lo que3 0 30 En el fondo, se trata de un intento muy similar al de mu­ chos matemáticos y lógicos simbólicos, que se sienten inducidos a construir un sistema con la ayuda de unos simbolos que no se significan sino a si mismos y la posibilidad de ciertas opera­ ciones sobre ellos (Cfr. E. Gilson, Lingüística.... c. 7, p. 144).

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ésta nos da a conocer; y 2) suprimir la índole objetiva del pensamiento, su carácter representativo, que es lo que introduce en las palabras ese deje de vaguedad que las torna confusas y poco aptas para la moral geomé­ trica. En efecto, al admitir el conocimiento como vía de acceso a una realidad trascendente, se hace inelu­ dible aceptar también un algo en el mundo externo que nos sobrepuja: un fondo de las cosas — en definitiva, su mismo ser— que nuestras ideas no terminan de ex­ presar de forma cabal y adecuada. Nuestro pensa­ miento no agota la realidad y, en consecuencia, el lenguaje pierde su mecánica rigidez: pues aun cuando las palabras proferidas por dos personas designen de hecho a un mismo objeto, lo hacen en conformidad con el conocimiento que cada una logra de él, que nunca es exhaustivo. La expresan, por tanto, no de una mane­ ra inflexible, sino con cierto margen de imprecisión. Pero entonces la moral geométrica es imposible. ¿Qué hace Locke? Ya lo hemos señalado: suprimir la tras­ cendencia del universo, haciendo de la idea el objeto propio e inmediato —y, en rigor, infranqueable— del conocer. Aparentemente, sin emabargo, el resultado de esta operación debería ser el opuesto: si declaro la realidad incognoscible, ¿no estoy concediendo que me supera, que excede mi pensamiento? Sí y no. Y, en de­ finitiva, no: porque si todo lo que yo puedo abarcar del mundo externo lo encuentro ya dado en mi idea, si nunca podrá dilatar ese conocimiento primero, para mí la realidad se reduce necesariamente al mundo de mis imágenes. Poco importa ya lo que suceda en el exterior, pues yo tendré que conformarme siempre con lo que relatan mis propias representaciones: para mí, insisto, no hay otro mundo. Todo lo que puedo conocer, ya lo conozco. Por eso Locke empequeñece las actuaciones morales, hasta dejarlas reducidas a lo que de ellas nos

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dan a conocer las ideas complejas de los modos y relaciones. Más real —y más valiente— es la postura del que acepta los límites de su inteligencia, acogiendo al mis­ mo tiempo la trascendencia del mundo externo y nues­ tra incapacidad para penetrar en él de forma exhaus­ tiva. Más real, porque así son realmente las cosas; y más valiente, porque esta actitud entraña admitir la limitación del propio conocer y, al cabo, nuestra misma finitud. E implica, a su vez, el sometimiento a Dios. La reali­ dad, también la realidad creada, excede nuestro enten­ dimiento, incapaz de agotar la presencia divina que se manifiesta de modo inefable en la más ínfima de las criaturas; hasta el más humilde de los seres plantea al hombre un interrogante imposible de desvelar en sus manifestaciones más remotas. Y, sin embargo, nuestro entendimiento no alcanza su perfección en este mundo hasta que, dejándose invadir por la realidad de las criaturas, descubre en ellas el vestigio de su Hacedor. Con su presunta reforma del lenguaje, y con la teoría del conocimiento que la sustenta, Locke ha cerrado su inteligencia a la fecundidad de los objetos exteriores. De ahí que postule una disparidad casi completa entre las ideas subjetivas; y de ahí, sobre todo, su esfuerzo por reducir la desigualdad de esas ideas a un modelo rígidamente uno. Sin embargo, cuando se acepta la trascendencia de nuestro saber todo se vuelve más au­ téntico y más fácil: las ideas de los hombres, sin nece­ sidad ya de acuerdos ni de reformas, son semejantes; en todos, el concepto con el que conocen una misma realidad, es ya radicalmente uno: es decir, uno en la medida en que es verdadero, en la medida en que se adecúa e identifica (intencionalmente) con la realidad de la cosa.

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Inútil decir que nuestra inteligencia no consigue esa igualdad plenamente y de una vez; precisamente porque se eleva desde el conocimiento de las realidades acci­ dentales (sensibles) hasta la aprehensión unitaria de su esencia inteligible, tiene necesidad de un conjunto de asedios en tom o a las cosas, antes de penetrar cognos­ citivamente en su núcleo más íntimo. Desde el primer momento, la cosa se nos presenta como «algo que es»; y esa aprehensión primera contiene de modo implícito los conocimientos posteriores. Pero no siempre pode­ mos aprehender la realidad en su última determinación inteligible en el plano de la esencia: la diferencia es­ pecífica última, la que hace que el león sea león y no caballo, se oculta en la mayoría de los entes, teniendo que ser sustituida por diferencias accidentales carac­ terísticas. Además, una vez aferrado lo que una cosa es, nuestro conocimiento de ella no permanece inalterable; aumenta y se perfecciona con posteriores descubrimientos. El concepto, la idea, pasa así a formar parte del flujo continuo de la vida del que conoce, y crece y se desa­ rrolla con ella. El mismo conocimiento de la esencia, por ejemplo, arroja nueva luz sobre sus manifestaciones externas; y éstas conducen a una aprehensión más pro­ funda de la sustancia de la que dimanan. Además el conocimiento de cualquier ser se enriquece a cada paso con el que adquirimos de los otros componentes de la creación y, sobre todo, con el que obtenemos de la Verdad Increada. En definitiva, los conceptos son y no son uno. Siendo radicalmente los mismos, presentan algunas diferen­ cias de matiz, nacidas de la imposibilidad humana de agotar el ser de las cosas: el concepto es una seme­ janza de la realidad, pero la riqueza del ente es tan grande que una sola semejanza humana no puede ago­

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tarla21. El conocimiento de las cosas, «tal como en sí mismas son», no es matemático. El hombre conoce la creación, y la conoce de una manera adecuada. Pero nunca «acaba de conocerla»; nuestra inteligencia es finita, mientras que en cualquier criatura late un fondo que participa de la infinitud de su Creador: su ser. Por eso, la actitud de sumisión a la realidad externa, el silencio obsequioso que hace que el mundo hable y se manifieste en cada alma, es en el fondo obsequio y sumisión a la Verdad divina; y al contrario, aislarse idolátricamente en el reducto de la propia inteligencia, supone cerrar la entrada a aquellas realidades que ponen de manifiesto, sí, su parcial inca­ pacidad, pero al mismo tiempo la perfeccionan; y cons­ tituye, en el fondo, un rechazo de la Infinita Sabiduría, que modela nuestra inteligencia por medio de sus criaturas para conducirla a su cabal cumplimiento. Para un entendimiento rectamente ordenado, las pe­ queñas divergencias entre los conceptos no tienen gran relevancia. En cualquier caso, la medida de su ciencia es la naturaleza: la verdad fundamental que se encuen­ tra en las cosas y, por medio de ellas, la misma Verdad Subsistente22. Sin embargo, para el racionalista empe21 De aquí surge también la multiplicidad de nombres, ya que cualquiera de ellos es inadecuado, por su carácter sensible, para expresar exhaustivamente la realidad externa: «hay quienes dije­ ron que los nombres no significan 'naturalmente' en cuanto que su significación no procede de la misma naturaleza, como sos­ tiene Aristóteles; pero en cuanto su significación se acomoda a la naturaleza de las cosas, como dijo Platón, sí que se puede hablar de significación natural. Y no es obstáculo el que una misma cosa sea representada por muchos nombres: pues pueden encon­ trarse varias semejanzas de un solo objeto y distintas propiedades por las que imponerle nombres diversos» (S. T omAs, In I Peri Hermeneias, lect. 4, n. 47). 22 «Las realidades naturales actúan de intermediario entre la ciencia divina y la humana. Pues nosotros extraemos la ciencia a partir de las realidades creadas, que Dios causa por su ciencia.

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fiado en un malabarismo estéril con las propias capa­ cidades cognoscitivas, o ansioso por convertir al propio entendimiento en canon supremo del universo, la falta de univocidad en la idea se transforma en problema insuperable e insuficiente. Tanto, que le llevará a negar la posibilidad de cualquier conocimiento trascendente al sujeto y, al cabo, de la misma realidad externa en la medida en que no se incluya en su pensamiento.

De donde, igual que las cosas que conocemos son anteriores a nuestro conocimiento y lo miden, asi la ciencia divina es anterior a las realidades creadas, y medida de ellas: como la casa sirve de intermediario entre la ciencia del artífice que la construyó y el conocimiento que de ella adquiere quien la observe una vez termi­ nada» (S. T omAs, S. Th., I, q. 14, a. 8, ad 3).

VI LA MORAL DEMOSTRADA, AMBITO DEL VERDADERO CONOCIMIENTO 1.

LAS FRONTERAS ENTRE EL CONOCIMIENTO Y LA O PINIO N (V IS IO N DE CONJUNTO DEL LIBRO IV )

Locke había establecido la finalidad del Ensayo des­ de sus primeras páginas. Pretendía con él «descubrir hasta dónde consigue llegar la visión de nuestro enten­ dimiento; hasta dónde se puede servir de sus facultades para conocer las cosas con certeza, y qué casos no puede juzgar sino en base a simples conjeturas» (I, Introd., n. 4). Su intención era enseñar a los hombres a ser más cautos y a no mezclarse en asuntos que ex­ ceden su comprensión; a contentarse con ignorar aque­ llo que supera sus facultades, y a no dejarse dominar por un vano afán de conocerlo todo: ya que ese deseo les llevaría a enzarzarse en «discusiones en torno a argumentos del todo desproporcionados a nuestra inte­ ligencia y de los que no podemos tener en nuestro espíritu ninguna percepción clara o distinta; o incluso (cosa ocurrida con demasiada frecuencia) de los que no podemos tener ninguna noción» (ibid.).

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El libro IV se presenta como la conclusión lógica de los esfuerzos anteriores: tras muchas y arduas investi­ gaciones, Locke se siente capacitado para determinar el alcance y la naturaleza de nuestro conocer. Después, lanzará un apelo a la humanidad con el fin de dirigirla por los caminos en los que puede obtener un mayor provecho y gozar de una felicidad más duradera: los de la moral demostrada. En el libro III, al considerar las características de los elementos que constituyen la ciencia, Locke se ha­ bía pronunciado a favor de un conocimiento perfecto de la moral y en contra de una ciencia de las sustan­ cias. Ahora examinará la naturaleza y el alcance de nuestro conocer, reafirmando sus anteriores conclusio­ nes. Pero el libro IV ofrece, además, una visión de con­ junto del problema. Locke pretende determinar la ca­ pacidad y los límites de un saber verdaderamente científico; o, con expresión más técnica, la extensión de la ciencia humana. Y como todo nuestro conoci­ miento versa según él sobre ideas, su alcance será tanto como la posibilidad de establecer relaciones ciertas entre ideas claras y distintas nacidas en la sensación o en la reflexión. Podemos relacionar las ideas de dos modos: bien directamente, y tenemos entonces un conocimiento in­ tuitivo; bien a través de una cadena de nociones inter­ medias, que descubran la relación entre dos ideas im­ posibles de confrontar directamente: es el conocimiento racional. La razón determina, por tanto, el alcance de nuestro conocimiento en torno a las ideas. Pero eso no basta: de nada nos serviría poseer una información perfecta y extensísima sobre nuestras representaciones, si no estuviésemos seguros de que ese conocimiento es inmutable, de que puede aplicarse a la realidad objetiva y de que es verdadero. Por eso, antes de se­

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guir adelante, Locke se propone averiguar las condicio­ nes de verdad, realidad y universalidad del conocer humano. La verdad de una proposición depende exclusiva­ mente de la certeza con que se percibe la relación entre sus ideas. Y como la certidumbre es un estado sub­ jetivo, la verdad del conocimiento no plantea a Locke grandes problemas. Más difícil le resulta garantizar su realidad; es decir, que lo que expresan las ideas está de acuerdo con lo que sucede en el mundo exterior. Tal como Locke la presenta, nuestra percepción es siempre percepción de ideas; por eso, con su simple y exclusiva contemplación tendrá que asegurarse de que lo que le dicen esas ideas concuerda con una realidad desconoci­ da: el universo externo. En caso contrario, ¿cómo pre­ tende que sirva de modelo a los comportamientos hu­ manos? En el fondo, es éste — el de la objetividad— el pro­ blema más grave que plantea una filosofía en la que el conocimiento es concebido como relación del sujeto consigo mismo — conocemos sólo ideas— , y a la vez se pretende aplicable a la realidad exterior. La solución de Locke, recurriendo al expediente de las imágenes universales, acabará de esclarecer el rumbo decidida­ mente inmanentista de su filosofía: Una filosofía que se pretende capaz de subsumir la realidad creada en el seno del sujeto cognoscente, concibiéndola como un subproducto del pensamiento individual. ¿Exageraciones? No; afirmación explícita de Locke que argüirá en este libro IV : si yo construyo en mi mente un mundo de ideas universales y necesarias, y logro comprender sus relaciones de modo exhaustivo, podré estar seguro de que cualquier otro universo refe­ rible al que yo me he formado se encontrará también sometido a esas mismas leyes inmutables. El conoci­ miento de m i mundo es aplicable a la naturaleza «en

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la medida» en que ésta se conforma a m i subjetividad. La validez de las ciencias reside así en una propiedad que compete de modo exclusivo a las ideas en cuanto tales, en lo que tienen de «esencia pensada»: de este modo se manifiesta, una vez más, la reducción del ente a su mera posibilidad inteligible l. Cualquier disciplina es viable si obtenemos de su ob­ jeto ideas arquetípicas cognoscibles de un modo exhaus­ tivo. En el caso de las sustancias, las imágenes abstrac­ tas que nos forjamos no pueden ser penetradas en su raíz más íntima, pues —prescindiendo del ser y sin sujeto— las manifestaciones accidentales de cualquier ente se tornan incomprensibles. No ocurre lo mismo, según Locke, con las ideas de los modos y relaciones y con las ideas simples: como no se pretenden subsis­ tentes, nada hay en ellas que carezca de la claridad y distinción debidas. Además, al tratar de las matemá­ ticas, y en las nociones morales, uno no aspira a soste­ ner nada del mundo exterior sino en aquella medida en que se conforma a las ideas abstractas. La proposición «la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos» puede aplicarse a cualquier triángulo siempre y en la medida en que sea un auténtico triángulo; es decir, siempre que se adecúe a la imagen mental del triángulo «perfecto» que yo he fraguado en mi mente. ¿Cabe afirmar lo mismo de las acciones morales? Sí: un homicidio, pongamos por caso, recibe su calificación moral al confrontarla con m i idea abstracta de homi­ cidio, que estoy seguro que es —siempre, porque se trata de una idea abstracta— una cosa condenable. Las ciencias que versan sobre los modos y relaciones son* > En el caso de Locke, más que de inteligibilidad habría que hablar de su correspondiente en el ámbito de la sensación: la distinción y claridad de las ideas sensibles. Sin embargo, segui­ remos utilizando el concepto de inteligible, porque es más fa­ miliar.

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siempre reales; y sus conclusiones pueden aplicarse al mundo exterior en la medida en que éste se incluye en las ideas, entrando a formar parte de su realidad inteligible. De este modo Locke afianza el carácter científico de una moral con rigor geométrico. La clave de toda la ciencia la constituyen desde ahora las ideas abstractas: la índole universal de éstas asegura, junto con la inmu­ tabilidad del conocimiento que trata sobre ellas, su realidad o adecuación con el mundo exterior; y la cer­ teza con que se conocen, garantiza su verdad2. Por eso, cuando Locke intente establecer la extensión del conocimiento, examinará precisamente estos temas: la certeza de la intuición; la naturaleza del razona­ miento; la universalidad, intersubjetividad y realidad de las ideas; la verdad de las ciencias. Y, junto con ellos, otras dos cuestiones que nos ayudarán a completar el cuadro de conjunto del libro IV. 1. En primer término comprueba Locke que la ética construida en base a la consideración de nuestras ideas abstractas, garantiza sobradamente la felicidad perso­ nal: ya que, además de establecer relaciones inmuta­ bles entre esas ideas, podemos conocer con certeza que Iexisten los dos seres que le sirven de fundamento: nosotros mismos y Dios. La existencia propia se hace 2 «Para las ideas abstractas no hay ninguna dificultad. Son verdaderas si son intuitivas o demostradas, puesto que no están destinadas a representar otra cosa que ellas mismas, o lo que es lo mismo, no representan las cosas sino en la medida en que éstas son conformes con aquéllas. En eso se fundan las mate­ máticas y la moral, puesto que no es necesaria la existencia de un objeto para que sean verdaderas. Es verdad que la justicia es una virtud aunque nadie la practique» (R. Verneaux, Historia de la filosofía moderna, Curso de Filosofía tomista, n. 10; Ed. Herder, Barcelona, 1973, p, 137).

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patente en todas y cada una de nuestras percepciones, y en ellas se desvela, además, todo lo que somos: el sujeto —sin sujeto— 3 de esa percepción. Por otro lado, a partir exclusivamente de nosotros mismos, podemos descubrir la existencia de un Ser Supremo — Dios— , razón suficiente de nuestras percepciones, cosa que basta para dar validez a una moral en la que el hombre interviene exclusivamente como sujeto de placer y de dolqr, y Dios, como garantía absoluta del deleite su­ premo con que seremos recompensados en la otra vida. La existencia de los demás seres sólo puede cono­ cerse4 por demostración, a partir de las ideas genera­ das en los sentidos. Por eso, todo el conocimiento de las sustancias materiales se encuentra limitado al aquí y al ahora de la percepción sensible, carece de valor universal, y no puede considerarse como ciencia. De­ bemos utilizar el universo sensible en la medida en que se nos ofrece a los sentidos; es decir, para satisfacer las necesidades del momento, obteniendo todo el goce que pueda proporcionarnos (cfr. IV, 12, n. 10). Sin duda ninguna; remata Locke, ése es el fin al que Dios lo ha destinado. 2. Conclusión: la moral demostrada constituye el sector cognoscitivo específicamente humano; sólo nos resta ahora determinar los límites en que mantiene su carácter de ciencia. Locke ha repetido insistentemente que allí donde no hay certeza no cabe hablar de cono­ cimiento; y que no hay certeza donde no existen ideas 3 Como ya vimos, para Locke la sustancia tiende a resolverse en el acto de percibir, ya que es imposible trascender lo que la experiencia nos muestra en acto; y la persona se disuelve en la conciencia de sus propias percepciones. 4 El término «conocer», dice Locke, se emplea en esta ocasión en un sentido muy impropio: en realidad no puede hablarse de verdadero conocimiento.

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claras y distintas o donde no podamos averiguar la relación que existe entre ellas. Por consiguiente, todo lo que trasciende a la certeza perceptiva — la fe, por ejemplo— debe ser confinado al ámbito de lo opinable: en el sentido propio del término, no puede conocerse. Se excluyen, pues, de la ciencia del comportamiento todas las realidades sobrenaturales, de las que nadie logrará obtener un conocimiento claro y distinto, ni siquiera después de la revelación. Probablemente Locke consideraba aventurado presen­ tar esta conclusión en toda su crudezas; recurrió en­ tonces a un rodeo, muy en consonancia con su concep­ ción del lenguaje: desde el momento — dice— en que Dios quiso revelarse por medio de palabras, se sujetó voluntariamente a las deficiencias de este instrumento humano; y, además, las muchas generaciones que nos han transmitido sus enseñanzas actuaron como mul­ tiplicador de esa imperfección primera. Consecuencia: también la palabra divina debe someterse al jucio ab­ soluto de la razón. La moral que garantiza la felicidad perpetua no es, pues, la que Dios ha querido amorosamente comunicar­ nos para conducirnos, con su gracia, hasta el Cielo; sino aquella que podemos obtener con la mera contempla­ ción de nuestras ideas. En esto parece desembocar todo el Ensayo; y se trata de una conclusión que, evidente­ mente, no podía dejar de levantar sospechas, incluso 5 Podría, sin duda, afirmarse al respecto lo que Hazard dice de Locke al comentar sus producciones en el ámbito del Derecho: «Locke criticaba, comentaba, intermediario entre los juristas puros y el público; intermediario, también, entre los tiempos antiguos y los tiempos nuevos: conservando de las creencias an­ tiguas justo lo bastante para no asustar totalmente a las concien­ cias; y abundante en novedades: no más derecho divino, no más derecho de conquista» (P. Hazard, La crisis de la conciencia europea, p. 256).

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entre los que propugnaban el libre examen de las Escrituras.

2.

GRADOS DE CERTEZA Y REALIDAD DE LOS DISTINTOS TIPOS DE CIENCIA

El libro IV del Ensayo podría dividirse en dos par­ tes. En la primera, constituida por los 13 capítulos iniciales, Locke analiza las características más impor­ tantes del verdadero conocimiento, y define la moral demostrada como la tarea propia y exclusiva de la humanidad en cuanto tal. En la segunda — capítulos 14 a 20— estudia el ámbito y el valor de la opinión, y de­ termina el papel de la fe en el conjunto de la moral racional. El resto de esta sección (V I) lo dedicaremos a exa­ minar la naturaleza y los rasgos fundamentales del au­ téntico conocer, mientras que lo que se refiere a la opinión será objeto del apartado V II.

A)

La

certeza ,

fundamento

del

auténtico

conocer

Tras haber afirmado en el libro I I que las ideas constituyen el objeto primario de cualquier percepción humana, enuncia Locke al comienzo del IV que todo nuestro conocer versa sobre las ideas*. ¡Lógicamente! Así, la filosofía lockiana se abre y se cierra con la misma petición de principio que la acompaña en todos sus pasos y le confiere su peculiar sabor inmanentista; sólo * «E l conocimiento, por tanto, no me parece que sea otra cosa sino la percepción de la unión y concordancia, o de la discor­ dancia y contraste, entre nuestras ideas, sean las que sean» (IV. 1. n. 2).

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que en el libro I I se presentaba como punto de partida, y ahora, como conclusión. Supongamos, pues, con el autor del Ensayo, que todo conocimiento gira en tomo a las ideas. ¿Cómo podremos determinar sus límites? Los señala, en primer lugar, el número de nuestras percepciones claras y distintas, ya que allí donde las ideas carezcan de tal determinación, se esfuma la posibilidad de un conocimiento certero; y, en segundo término, la capacidad de establecer entre dos ideas una relación conocida con certeza: pues aun­ que poseyéramos ideas muy adecuadas, si nos mos­ tráramos incapaces de advertir sus conexiones mutuas, tampoco lograríamos un conocimiento útil. Hasta aquí los principios generales. De todas formas —apostilla Locke— no cabe una delimitación global de los confines del conocimiento; es preciso atender, en cada caso, al género de ideas que componen una disci­ plina, y al tipo de relaciones que pretendemos definir entre ellas. Y así, la filosofía natural, que versa sobre las ideas complejas de sustancia y pretende descubrir la necesaria coexistencia de un conjunto de modifica­ ciones accidentales, goza de una amplitud muy distinta que la ciencia de las costumbres, compuesta en su ma­ yor parte de modos simples y mixtos, entre los que se aspira a establecer relaciones de mera concordancia. Analicemos, antes que nada, los distintos géneros de relaciones que encadenan a las ideas. Son, según Locke, cuatro (cfr. IV , 3, nn. 3-7): 1. En prim er lugar, la identidad de una idea consigo misma, y su diversidad respecto a cualquier otra: re­ quisito imprescindible para que una imagen cualquiera sea admitida en el universo mental. 2. En segundo término, nuestro espíritu es capaz de advertir la conveniencia o disconveniencia entre dos

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ideas distintas; este tipo de relaciones constituye el fundamento de la moral y el de las matemáticas, cien­ cias de enorme amplitud. Como ya sabemos, gozan de la más completa estimación de Locke. 3. «La tercera especie de concordancia o discordan­ cia que encontramos entre las ideas, y sobre la que se ejercita la percepción del espíritu, es la coexistencia o no-coexistencia en el mismo sujeto; y ésta pertenece en particular a las sustancias» (IV, 1, n. 6). Según Locke, resulta muy difícil establecer relaciones necesarias y universales de este género, y de ahí el reducido alcance de la filosofía natural. 4. Por fin —y aun cuando a primera vista resulte paradójico— sostiene Locke que nos es dado percibir la concordancia de una idea cualquiera con una exis­ tencia real y actual1 fuera de nuestra mente. Pero —aclara de inmediato— esta percepción nada agrega al conocimiento obtenido en base a las ideas, cuando éste es universal y necesario; constituye más bien una concreción de las infinitas posibilidades que el examen de las nociones abstractas ofrece al entendimiento. No extraña por eso que, de momento, el autor del Ensayo lo excluya de su campo visual. Por ahora sólo aspira a definir la validez universal del conocimiento humano; y para eso le bastan las ideas. Como desde el punto de vista del «conocimiento» la invención de las existencias no añade nada a una ciencia elaborada a fuerza de ideas abstractas, aunque pueda dotarla de 1 Para Locke una existencia es aquello —un «algo», sin más determinación— que existe fuera de nuestro espíritu. Por eso, el conocimiento de la existencia de cualquier cosa apenas se re­ fiere a «lo que» esa cosa es, y viceversa. Esta distinción tendrá mucho interés cuando Locke demuestre la existencia de Dios y la de los seres materiales exteriores a nosotros.

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interés vital para el sujeto, Locke se muestra decidido a elaborar la ética demostrada sobre el fundamento de las ideas universales de Dios y del hombre, prescin­ diendo por completo de su existencia. Que si después «descubre» que existen... no podrán dejar de sujetarse a las normas que establece la moral científica. Manos, pues a la obra. Pero antes, una pregunta: ¿cómo discernir el conocimiento científico — el verda­ dero conocimiento— del que no lo es? Para Locke, la respuesta está clara: lo que constituye al conocimiento en cuanto tal es la certeza de la percepción. Allí donde nuestro espíritu perciba, por encima de cualquier duda, la concordancia o discordancia de dos nociones cuales­ quiera, podrá hablarse de conocimiento (Cfr. IV, 1, nn. 8 y 9): como cuando advertimos la discrepancia entre las ideas de hombre y perro, o la mutua apartenencia entre «dos rectos» y «la suma de los ángulos de un triángulo». Cuando esa convicción no sea abso­ luta, nos encontraremos ante la opinión o la fe, pero nunca ante el conocimiento (cfr. IV, 2, n. 14). Así, pues, la certeza (sensible) es el único criterio para discriminar el auténtico conocimiento del ficticio; y como tal certidumbre pertenece en grado sumo en el conocimiento intuitivo, éste representa, sin duda, al cénit del conocer humano*. Pero, en contra de lo que * «Si reflexionamos sobre los modos de nuestro pensamiento, encontraremos que a veces el espíritu percibe la concordancia o discordancia entre dos ideas, p or si mismas e inmediatamente, sin la intervención de ninguna otra: y pienso que a éste podre­ mos llamarlo conocimiento intuitivo (IV , 2, n. 1). Y añade: «De esa intuición depende toda la certeza y evidencia de todo nuestro conocim iento» (Idem). Esta expresión debe entenderse de modo absoluto y aplicarse tanto al conocimiento de las esencias como al de las existencias. Uno y otro dependen de la percepción cierta, evidente e inmediata —intuitiva— de las propias ideas o de la propia existencia. Por eso, por lo menos para el sujeto, la natu­ raleza de las realidades exteriores a su mente dependerán de

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sería de desear, nuestra mente no advierte de inmediato la relación de todas sus ideas. A veces, al contrario, «se ve obligada a descubrir aquella concordancia o discordancia mediante la intervención de otras ideas (una o más, segúp el caso); y a esto lo llamamos razo­ nar» (IV , 2, n. 2). Se obtiene así el conocimiento demos­ trativo, conocimiento auténtico, aunque menos perfecto que la intuición, de lo que extrae toda su certeza*9. Intuición y demostración. Fuera de ellos podremos encontrar la « opinión o la fe, pero nunca el conoci­ miento, al menos en lo que se refiere a todas las ver­ dades generales» (IV , 2, n. 14). ¿Qué sucede, entonces, con la experiencia sensible? En ocasiones, Locke la admite en la categoría del conocer, aunque con repa­ ros, y sólo en lo relativo a las existencias10; otras, por el contrario, la excluyen de ese orden. Cosa explicable: pues, según su gnoseología, la experiencia sensible en cierto sentido es conocimiento, y en otro no. No lo es en cuanto, por sí misma, no produce certeza: de la percepción de las ideas sensibles no puede infe­ rirse con seguridad —en el caso de Locke se trataría, efectivamente, de una «demostración»— la existencia de las realidades exteriores, y mucho menos su esen­ cia. Pero puede considerarse conocimiento en cuanto lo que establezcan sus ideas acerca de ellas, del mismo modo que la existencia del mundo material y la de Dios dependerán de modo absoluto de la percepción de la propia existencia. 9 «La certeza depende tan enteramente de la intuición que, en ese grado sucesivo del conocimiento que llamo demostrativo, esta intuición es necesaria en todas las conexiones de las ideas intermedias, y sin ella no podemos alcanzar ni conocimiento ni certeza» (IV, 2, n. 1). >o «Existe, es verdad, otra percepción de la mente que se ejer­ ce en torno a la particular existencia de los seres finitos fuera de nosotros, y que, elevándose por encima de la simple probabi­ lidad pero sin alcanzar, sin embargo, en modo perfecto ni uno ni otro de los predichos grados de certeza, puede incluirse bajo el nombre de conocimiento» (IV , 2, n. 14).

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una intervención suplementaria de la voluntad le otor­ ga la certeza negada por la percepción sensible, hacien­ do así evidente lo que de por sí sólo es probable. ¿Incoherencia? No, como veremos. Baste por ahora señalar que, según Locke, la validez de la percepción humana tiene como última raíz el estado de certeza del sujeto. Por tanto, al menos en algunos casos, basta que el imperio de la voluntad determine la mente en aquella precisa dirección, para que lo percibido se transforme en auténtico conocimiento. Y, tratándose de la percepción sensible, Locke con­ sidera ventajoso inclinar la balanza en el sentido de la certeza: ¡está en juego la felicidad humana! En efecto, nuestro autor se muestra convencido, por una parte, de que la realidad externa es apta para generar en noso­ tros placer y dolor; por otra, de que tales sensaciones constituyen el fondo de toda la vida humana, y lo que determina el grado de nuestra «felicidad o infelicidad, fuera de las cuales no tenemos ningún interés ni en conocer ni en existir» (IV, 2, n. 14). «P o r eso —con­ cluye— pienso que podemos añadir a las dos preceden­ tes especies de conocimiento también ésta, la de la exis­ tencia de particulares objetos externos» (ibíd.). Y agrega: si otros quieren jugar a escépticos en esta materia, allá ellos; por mí pueden hacerlo, hasta que el frío o el calor, el hambre o la sed consigan convencerlos de lo contrario. Yo, por mi parte, debo reconocer que poseo una certeza suficiente de que existen cosas fuera de mi espíritu; «ya que, aplicándolas de distintos mo­ dos, puedo producir en mí mismo placer o pena, cosa que es de gran importancia en mi estado presente. Por lo menos esto es cierto: que la confianza en que nues­ tras facultades no nos engañan en este tema, es la mayor razón de seguridad que podemos obtener en lo que se refiere a la existencia de los seres materiales» (IV , 11, n. 3).

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He aquí, pues, a la felicidad, al afán por procurarse placer y evitar el dolor, erigida en último fin y motor primero de la vida intelectual y m o ra l"; y al mundo y a Dios, puestos al servicio de la satisfacción suprema que el hombre aspira a conseguir, y aceptados, recrea­ dos, en cuanto capaces de producirla. Se desea felici­ dad, goce. Se busca el modo de alcanzarlo, y se instaura como deber supremo el descubrimiento y elaboración de una moral exclusivamente humana. Al mismo tiem­ po, se acepta como real aquello que puede producir ese deleite, y precisamente porque y en la medida en que es capaz de provocarlo. Es en este punto donde interviene la elevación de la certeza a criterio supremo del conocimiento, equiva­ lente a la posición del placer como principio originante del bien y del mal. En ambos casos, asistimos a una inmanentización de las realidades externas, puestas sin reservas al servicio del sujeto. ¿Motivos? Se pretende una felicidad «humana», sin Dios: una afirmación del hombre en sus propias capacidades. Es preciso, por tanto, prescindir del mundo externo — testigo impla­ cable de su divino Hacedor— hasta que no haya sido «reproducido» desde el sujeto: de ahí la prioridad de la certeza como elemento determinante del conocer. Pero no basta; es también necesario que la bondad o malicia de ese mundo apenas nacido provengan exclu­ sivamente de su relación al sujeto: y de ahí la prima­ cía del placer y del dolor como criterio ético supremo. Poco tiene que ver este panorama con la realidad. Si el bien engendra alegría —compatible, por otra parte, con el dolor— es precisamente porque es bueno, porque " El 26 de septiembre de 1676 registra Locke en su Diario una nota sobre la felicidad, inédita en vida de su autor, en la que ésta se presenta como único fin de las acciones humanas. El 1 de octubre de 1678, también en el Diario, identifica definitiva­ mente felicidad y placer. Cfr. C. A. Viano, o. c ., p. 205.

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participa del Bien por esencia, único capaz de saciar cumplidamente la sed de felicidad del hombre. Al con­ trario, y contra toda evidencia, Locke pretende que las criaturas sean buenas porque me procuran fruición, y Dios el Bien Absoluto porque es el más apto para ge­ nerármela. Del mismo modo, si las creaturas fecundan nuestro espíritu y crean en él un estado de certeza, es precisa­ mente porque son: y, al ser, pueden ser percibidas. Para Locke, al contrario, son conocidas en cuanto pro­ ducen certeza, y en cuanto son conocidas, son. La inmanentización de los dos sectores — intelectual y volitivo— no sólo es paralela, sino convergente; y convergen poniendo al placer como razón primordial de todo el conocimiento. De este modo, el bienestar sensible se transforma — como el fin, in causando— en principio supremo del universo subjetivo y, en lo que respecta a cada sujeto, de la realidad exterior. La certeza posee con frecuencia una componente de tipo volitivo. Por eso, desde el momento en que Locke la erige como generadora del auténtico conocer, somete todo el universo a la servidumbre de la propia voluntad. Esta, en la medida en que se connaturalice con un tipo de seres —buenos, porque le causan placer— generará certeza en la inteligencia, dando entrada en el orbe cognoscitivo a ese género de objetos, mientras lo niega a otros. En resumen: si el sujeto se desvincula del mundo para convertirse en principio sin principio, si como último criterio del bien y del mal se constituye a sí mismo, el primer obstáculo para su felicidad «huma­ na» será aquel Ser que más se resiste a ser concebido como un producto de la percepción: porque es Increado y Absoluto, y porque es la Causa de que el mundo aparezca también como algo dado, portador de una realidad que detenta independientemente de la percep­

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ción creadora. Elevado el placer sensible a fundamento último de moralidad, Dios será la Primera Víctima de la ética exclusivamente humana; y arrastrará en su caída al universo, en lo que éste tiene de no producido por el hombre y de no encaminado a producirse de­ leite.

B)

E xtensión

del c o n o cim iento racio nal

Ha establecido Locke que el conocimiento versa sobre ideas y consiste en percibir con certeza las relaciones existentes entre ellas; sabe también cuáles y cuántos son esos tipos de relaciones: identidad, concordancia, coexistencia y existencia real y actual fuera de nuestra mente; ha determinado, por fin, los medios por los que adquirimos la certeza: intuición, demostración y, en menor grado — en cuanto incluye un influjo comple­ mentario de la voluntad— , la experiencia sensible. Con estos datos intenta de nuevo sondear el alcance del conocimiento humano. Sabemos ya que no es posible «adquirir conocimiento más allá del punto en el que tenemos ideas» (IV , 3, n. 1), y que, además, esas ideas han de ser claras y distintas, si lo que se pretende es un saber legítimo. Pero no basta. Como el conocimiento no consiste sólo en la elaboración de ideas, sino en la búsqueda y hallaz­ go de sus relaciones mutuas, la extensión de nuestra ciencia dependerá fundamentalmente de la posibilidad de percibir con certeza esas afinidades (cfr. IV, 3, n. 2). Y como quiera que ni la intuición, ni el razonamiento, ni la experiencia sensible nos permiten descubrir cer­ teramente las que median entre muchos de nuestros conceptos (cfr. IV, 3, nn. 3-5), es evidente que «la am­ plitud de nuestro conocer no es sólo menor que la

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realidad de las cosas, sino también que la extensión de nuestras ideas» (IV , 3, n. 6 ) l21 . 3 En concreto —y según Locke— la ciencia de la natu­ raleza es inviable u, al paso que una moral demostrada, provista de rigor geométrico y deducida exclusivamente de las ideas subjetivas, no sólo se demuestra factible, sino que debe considerarse la aspiración común de toda la humanidad (cfr. IV, 3, nn. 18-207). Pero ¿se trata verdaderamente de ciencia? A primera vista parece que no: pues si bien es verdad que Locke 12 Afirmación lógica después de lo que llevamos visto, y que se encarna en estas páginas en dos conclusiones cuya cercanía no es fortuita: por un lado, propone Locke de nuevo a nuestra consideración la hipótesis de la materia pensante; por otro, fun­ damenta toda la moral humana «en la voluntad y arbitrio de nuestro autor, (...) que podrá y querrá restituirnos en otro mun­ do a un semejante estado de sensibilidad, y hacernos capaces, en él, de recibir la retribución destinada a los hombres, según sus obras en esta vida» (IV , 3, n. 6). Como era de esperar, está ausente la consideración de un orden de naturalezas establecido por Dios de un modo racional. Si las cosas no tienen esencia, todo se basará en el arbitrio de la voluntad divina; por su virtud infinita. Dios puede hacer pensar a cualquier trozo inerte de materia, y premiar cualquier acción humana con tal de que El la haya establecido como buena. No deja de ser paradójico que un apelo a la omnipotencia de la voluntad divina acabe por dar fundamento tanto al materialismo ateo como a un relativismo moral —también materialista— que prescinde de Dios. Es éste un Índice más del papel que desempeña, en la filosofía de la inma­ nencia, un Dios construido en cada caso para satisfacer las nece­ sidades del propio sistema. A este respecto es también relevante la función que Descartes asigna a Dios como fundamento de su «ciencia de la materia», y que ofrece muchas semejanzas con la que le atribuye Locke dentro de su moral. 13 Afirma Locke que ese conocimiento «casi se reduce a nada»; pues «las ideas simples que componen nuestras ideas complejas de sustancia, en su mayor parte, son tales que no llevan consigo, por su propia naturaleza, ninguna conexión o incoherencia visi­ ble y necesaria con ninguna otra idea simple, de cuya existencia querríamos ser informados» (IV , 3, n. 10).

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considera posible el descubrimiento de la existencia de los dos seres a los que la ética remite — Dios y cada uno de nosotros— M, no es menos cierto que por ahora ese hallazgo no le interesa. Para nuestro autor, el cami­ no adecuado en la elaboración del saber es el que va de nuestro conocimiento a las cosas: de las esencias (las ideas abstractas) a la existencia conforme a esas ideas. Pero con unas imágenes mentales que no se manifies­ tan sino a sí mismas, ¿cómo confeccionar una ciencia aplicable a la realidad? Porque si no puede aplicárse­ le, en vano la designaremos con el apelativo de cien­ tífica. Parece Locke en un callejón sin salida; y, sin em­ bargo, es ahora cuando ofrece una solución concluyente al problema del saber: hay casos, dice, en que el solo examen de las ideas garantiza la índole científica del conocimiento que originan; esto es, siempre que se puedan obtener ideas abstractas adecuadas a las ideas singulares de las que se extraen (cfr. IV, 3, n. 31). Y explica: una vez que hayamos establecido con cer­ teza un conocimiento verdadero en torno a ideas gene­ rales, ese conocimiento goza de valor científico: es universal, pues siempre que se confronten dos ideas correspondientes a nuestras nociones abstractas, se percibirá la misma relación antes descubierta; es inter­ subjetivo, pues cualquier mente humana que conciba ideas similares a las nuestras, advertirá las mismas conexiones que nosotros; y es real: si alguna existencia puede incluirse en nuestras categorías abstractas, se1 4 14 Tenemos un conocimiento intuitivo de nuestra propia exis­ tencia, y un conocimiento demostrativo de la existencia de un Dios; de la existencia de cualquier otra cosa no poseemos sino una experiencia sensorial, que no se extiende más allá de los objetos presentes a nuestros sentidos» (IV , 3, n. 21).

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comportará necesariamente como exige nuestro cono­ cimiento u. Un ejemplo aclarará esta solución un tanto sorpren­ dente: establecida con certeza una moral rigurosa y verdadera en base a ideas universales, podemos estar ciertos de que siempre que consideremos de nuevo esos conceptos, encontraremos idénticas proporciones entre ellos (universalidad); de que cualquier hombre que los examine tendrá que rendirse ante su evidencia, obte­ niendo el mismo conocimiento que nosotros (intersub­ jetividad); y de que todas las actuaciones humanas recibirán, en la medida en que se conformen a esas ideas, la calificación ética que nuestra ciencia postula (realidad). Por eso, la confección de la moral demos­ trada será útil a cualquiera que desee ser feliz.

C)

R ealidad de la ciencia que versa sobrb nuestras ideas : posibilidad de una ética racional

Al comentar el libro I I advertimos que la pieza clave de toda la gnoseología lockiana la constituye el concep­ to de realidad. Locke es consciente de que toda su construcción no pasará de ser un castillo en el aire, si no desemboca en un conocimiento aplicable a la rea­ lidad de las cosas. Por eso, antes de terminar, espera «poner en claro que esta vía de la certeza, que se obtiene mediante el conocimiento de nuestras ideas, llega un poco más allá de la desnuda imaginación; se verá entonces que toda la certeza de tas verdades ge-1 5 15 Habría que hacer bastantes reservas a esta afirmación. De una parte, ya hemos visto cómo ninguna de las ideas humanas agota toda la riqueza de los entes: ninguna de nuestras ideas abstractas es perfecta e inmutable, ni absolutamente idéntica a la de otro individuo. Además, el mismo entendimiento de los hombres es falible: limitado y, por tanto, susceptible de error.

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nerales que nosotros poseemos no consiste en otra cosa sino en esto» (IV , 4, n. 2). Según vimos, Locke entiende por realidad del conocer una especie de «adecuación suficiente» entre las ideas y lo que éstas significan, sea lo que sea,6. Pero como sólo las ideas pueden ser objeto de conocimiento, esa adecuación habremos de descubrirla, exclusivamente —no podemos obrar de otro modo— , con la sola ins­ pección de las ideas (cfr. IV , 4, n. 3). ¿Consecuencia?: sólo podremos estar ciertos de que nuestro saber es real cuando los dos términos de la relación «realidadideas» permanezcan de algún modo en el interior de nuestra subjetividad; es decir, cuando la auténtica rea­ lidad de las cosas está también constituida por nuestras representaciones, cuando el mundo exterior pueda con­ siderarse como una más de las muchas posibilidades que contienen nuestras ideas arquetípicas. ¡Esa es la sorprendente solución de Locke! Se trata de descubrir —con la sola consideración de unas ideas que no se representan sino a sí mismas— si entre ellas y el presunto mundo objetivo media una adecuación suficiente para garantizar la utilidad del conocer. Es decir, si ese mundo externo se amolda a nuestro conocimiento en grado suficiente para poder utilizarlo. Respuesta: 1) En el caso de las ideas simples singu­ lares, esa adecuación viene avalada por la pasividad de nuestras percepciones y la omnipotencia de la virtud que las provoca: ya que, como nosotros no podemos generar esas ideas, debemos atribuírselas a Dios. La realidad de la percepción queda entonces en sus manos, y son su infinita sabiduría y su voluntad omnipotente las que nos aseguran que tales imágenes llevan «en. sí1 6 16 «Nuestro conocimiento es real sólo en cuanto existe una conformidad entre nuestras ideas y la realidad de las cosas» (IV , 4, n. 3).

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toda la medida de la conformidad a la que han sido destinadas y que nuestro estado exige» (IV , 4, n. 4 )n. La intervención divina certifica un conocimiento de las cosas suficiente para «proveer a nuestras necesidades y aplicarlas a nuestros usos» (ibid.); podemos estar se­ guros de que las ideas simples poseen «toda la real conformidad que pueden o deben tener» (ibíd.f. Como puede observarse, la consideración del univer­ so como manifestación de la gloria divina y vía de ac­ ceso al conocimiento del Creador se ha esfumado; y, con ella, el carácter contemplativo de las ciencias de la naturaleza. Todo se reduce a la mera relación entre un «algo» exterior desconocido y las sensaciones que, por intervención divina, motiva en nosotros; las ideas de sensación, ligadas por un designio celeste a las de dolor o placer, se transforman entonces en el fin (sub­ jetivo) del universo externo; y ese mundo será real (en el sentido lockiano del término) en la medida en que, por medio de la sensación, se infiltre en la esfera de la subjetividad humana. De ahí que con el paso de los siglos, y conforme se explicite el ateísmo inherente a esta postura, toda nuestra actividad respecto a los seres materiales haya querido reducirse al modo más conveniente de transformarlos con vistas a nuestra rea­ lización meramente humana. 2. Cuando se trata de ideas complejas, a excepción de las sustancias, nuestro conocimiento es real; «ya que en todos nuestros pensamientos, razonamientos y discursos de esta especie, no pretendemos referirnos a las cosas si no en cuanto que ellas son conformes a1 7 17 Así se descubre el porqué de la insistencia de Locke en pre­ tender pasivo al entendimiento cuando recibe las ideas simples. Sólo esa pasividad —a todas luces opuesta al carácter fundante que atribuye a la percepción— garantiza la intervención divina, aval a su vez de la «objetividad» del conocimiento.

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nuestras ideas. Y por eso, en ellas, no podemos dejar de alcanzar una realidad cierta e indudable» (IV , 4, n. 5). Locke ilustra su postura con un ejemplo tomado de las matemáticas. «¿Es verdadero — dice— de la idea de triángulo, que sus tres ángulos son iguales a dos rectos? Pues entonces será también verdadero para un triángulo, allí donde exista realmente» (IV , 4, n. 6): el matemático puede estar seguro de «que lo que conoce en relación a esas figuras cuando no tienen otra exis­ tencia que la ideal en su mente, será también verdadero cuando tengan una existencia real en la materia; ya que lo que él considera se limita a aquellas formas, que son idénticas donde o como existan» (ibíd.). Lo mismo cabría afirmar de la moral (cfr. IV , 4, n. 7)... pero a condición de prescindir, en las cuestio­ nes que se refieren a la ética, de toda la realidad de la sustancia. Se prescinde de Dios como Ser Supremo, para concebirlo simplemente como Legislador y Juez; se prescinde del hombre como criatura y como ente, para convertirlo en un sujeto capaz de experimentar placer o dolor; y se prescinde de la inherencia de las acciones en la persona, para considerarlas como un conjunto de ideas simples autónomas, aptas tan sólo para ser referidas a un modelo de comportamiento que determine su moralidad. Locke lo reconoce. Es más, nos anima incluso a pasar por alto la existencia de esos objetos. Dios, el hombre, las acciones humanas no son necesarios,8; bastan sus ideas o arquetipos para hablar de un conocimiento real (cfr. IV, 4, n. 8). *

*

*1 8

18 «Del mismo modo, la verdad y certeza de los discursos mo­ rales abstrae de la vida de los hombres, y de la existencia, en el mundo, de aquellas virtudes de las que tratan» (IV , 4, n. 8).

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Si atendemos todavía a un último punto, nos halla­ remos en mejores condiciones de aquilatar la verdadera índole de la teoría del conocimiento contenida en el Ensayo. Se trata del concepto de verdad real. Según Locke, conocemos la veracidad de un enunciado al per­ cibir con certeza la relación que media entre las ideas que lo componen. No existe un criterio externo a la percepción: tal como Locke la fundamenta, toda la verdad de nuestros conocimientos presenta como raíz última la naturaleza de las ideas y, por consiguiente, nunca será capaz de dar razón de algo extrínseco a ellas *». El problema es tan conocido que no merecería la pena volver a plantearlo. Se trata de nuevo de la posi­ bilidad de empinarse, por encima de las ideas, hasta advertir la realidad externa. A fin de resolverlo, acuña Locke una nueva noción: llamamos verdad real —afir­ ma— a la percepción cierta del nexo entre dos ideas reales, es decir, entre dos ideas cuya sola contempla­ ción garantice la existencia de algo semejante — o in­ cluso idéntico— a ellas. Leemos en el Ensayo: son «ver­ dades solamente verbales aquellas en las que los términos están unidos según la concordancia o discor­ dancia de las ideas que representan, sin considerar si nuestras ideas sean tales que tengan, o puedan tener, una existencia en la naturaleza. Pero sucederá que esas proposiciones contengan verdades reales cuando estos signos estén unidos conforme al modo en que nuestras ideas concuerdan entre sí, y cuando nuestras ideas sean tales que nosotros sepamos que tienen una existencia en la naturaleza: cosa que no podemos saber cuando1 9 19 «Y a que, según esta explicación mia, ésta (la verdad) no es otra cosa sino la conformidad entre las palabras y las quimeras del cerebro humano» (TV, 5, n. 7).

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se trata de las sustancias sino porque sabemos que han existido algunas semejantes» (IV , 5, n. 8). Para que se dé una verdad real se requiere percibir la concordancia de derecho o necesaria entre dos ideas universales, o la concordancia de hecho — sin descu­ brir su necesidad— entre ideas particulares. Esto último es lo único que podemos hacer cuando se trata de las sustancias, y se limita exclusivamente al momento en que las percibimos: vemos entonces que dos o más ideas simples se presentan unidas en mi percepción, pero* sin llegar a comprender la posibilidad intrínseca de ese hecho, y menos aún su necesidad. Se trata, por. tanto, de verdades particulares, irrelevantes para la ciencia. Tanto es así que ni siquiera podemos estar seguros — con certeza cognoscitiva— de que aquellas ideas se encontrarán ligadas en otras ocasiones: todo lo que supere la percepción actual de mis ideas concre­ tas de sustancia es objeto de opinión, y no de cono­ cimiento. Incapaces de agotar la actualidad intrínseca de esas nociones, tampoco podremos definir si son o no com­ patibles, y mucho menos si se exigen mutuamente o cuál de ellas implica la presencia de las otras. La pre­ sunción de que existan fuera de nuestro espíritu, el hecho de que alguna vez se hayan presentado a mi percepción, nada dice al respecto. Sólo la realidad ex­ terna podrá venir — en cada caso— en ayuda de la mente, para anunciarle que aquello de hecho existe, sin que por eso logremos saber cómo o por qué puede existir. El ser queda entonces reducido a la categoría de una ayuda subsidiaria, de rango inferior a la inteli­ gencia humana: el peso de la realidad — tal como nos la* presenta el Ensayo— gravita todo sobre la inteligi­ bilidad de las ideas. De ahí que sólo cuando logremos conocer una por­ ción de ideas de forma absoluta, desentrañando su

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coherencia intrínseca, la ciencia que versa sobre ellas será real y, por ende, «aplicable a cualquier realidad», dondequiera que ésta se halle. ¿Por qué? Porque la sim­ ple inspección de esas nociones abstractas nos descubre que no son contradictorias y, por tanto, que pueden existir; y como nos hemos percatado de la necesidad de la proporción que se establece entre ellas, podemos estar ciertos de que siempre que exista algo semejante a esas ideas mantendrá idénticas relaciones universales e inmutables. Pues bien, esto es lo que ocurre con los modos y con las relaciones: nuestra ciencia de las cos­ tumbres, nuestra ética, es real a la par que verdadera.

D)

C onclusión : la universalidad y la certeza , REQUISITOS DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO

Como acabamos de observar, para que exista cono­ cimiento científico es preciso, según Locke, percibir con certeza la relación entre dos ideas cualesquiera claras y distintas. Además, si queremos que ese conoci­ miento sea científico — necesario y aplicable a la rea­ lidad— las ideas habrán de ser universales. El saber científico consiste, por tanto, en la percepción cierta (y, por eso, verdadera) del parentesco que reina entre una porción de ideas universales. Por consiguiente, establecer los límites de la ciencia equivale a averiguar qué tipo de ideas universales son capaces de producir certeza en el entendimiento. Y para esto se requieren dos condiciones: 1) la primera, que tales ideas sean claras, distintas y, si se trata de no­ ciones complejas, determinadas: es decir, integradas por un número constante y conocido de ideas simples *; 2 0 20 «Para 'estar ciertos de la verdad de alguna proposición ge­ neral' es necesario, en primer término, saber ‘ los precisos con-

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2) en segundo término, es menester analizar si entre esas ideas puede advertirse una relación necesaria de concordancia, coexistencia o existencia. Examinemos más despacio cada uno de estos puntos. 1. Los confines de las especies. El primer requisito del saber científico responde a la necesidad de que los elementos de que consta la ciencia sean claros y distin­ tos; y se concreta en determinar de una vez por todas los confines de tales elementos, los contornos de las ideas abstractas. En la mecánica que rige el Ensayo, esto sólo será factible cuando nos limitemos a consi­ derar ideas perfectamente conocidas por la mente que las elabora. Pero... de nuevo el mismo problema: ¿cómo estar seguros de que el conocimiento adquirido en torno a esas ideas goza de valor de realidad?; es decir, ¿cómo saber si puede aplicarse a seres que existen fuera de nuestra mente? Y de nuevo la misma res­ puesta: sólo será hacedero en los casos en que la esencia nominal — la idea abstracta que hemos forjado y a la que hemos atribuido un nombre— coincida con la esencia real, con ese presunto núcleo del que dima­ nan las propiedades de las cosas; o sea, que sólo es posible para aquellos entes cuya esencia real también esté constituida por nosotros (al percibirla): las ideas simples y los m odosJl. fines y la extensión de la especie que sus términos representan': es decir, el conjunto exacto de ideas simples que las forman. En otras palabras, ‘conocer la esencia de cada especie, que es lo que la constituye o determina'» (IV , 6, n. 4). 2) En el caso de las ideas simples y los modos es fácil deter­ minar su especie, su idea abstracta, «ya que, siendo en ellas idén­ tica la esencia real y la nominal, o bien —ya que viene a ser lo mismo—, siendo la idea abstracta, que el término general re­ presenta, la única esencia o confin que de esa especie exista o pueda suponerse, no puede haber ninguna duda acerca de hasta dónde se extiende la especie, o de qué cosas se deben comprender

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Al contrario, en el caso de las sustancias, la esencia nominal y la esencia real son distintas por eso, cual­ quier conocimiento científico acerca de ellas será im­ pensable en la medida en que pretendamos hacer inter­ venir a la esencia real, necesariamente desconocida. Podemos, eso sí, reunir algunas cualidades simples y tomarlas como criterio para clasificar las ideas con­ cretas que vayamos percibiendo o las supuestas sustan­ cias que las producen; tenemos entonces la esencia nominal, con unos límites perfectamente determinados, puesto que soy yo el que los establezco23. Pero no po­ demos aspirar a que esas ideas — fruto exclusivo de la abstracción— sean la esencia real de algo que existe con independencia de nosotros. Considerada bajo este prisma, la ciencia de las sustancias es inviable. Además, tales representaciones mentales no pueden manifestar ninguna afinidad necesaria con otra idea simple o compleja. En primer lugar, ni siquiera conoz­ co si las ideas simples que las integran son indepen­ dientes, o si, al contrario, alguna de ellas es la causa*2 3 bajo cada uno de los términos; y éstas son, como es evidente, todas aquellas que tienen una conformidad exacta con la idea que el término representa, y con ninguna otra» (IV , 6, n. 4). 22 «E n las sustancias, en las que se supone que una esencia real, distinta de la nominal, constituya, determine y limite la especie, la extensión de la palabra general es incertísima; ya que, no conociendo esa esencia real, no podemos saber qué cosas pertenecen y cuáles no pertenecen a esa especie determinada; y, por tanto, si algo se puede o no afirmar con certeza acerca de esa realidad particular» (IV , 6, n. 4). 23 «Pero cuando nos atenemos a la esencia nominal, como al confín de cada especie, y no se extiende la aplicación de ningún término general más allá de aquellas cosas particulares en las que se encuentra la idea compleja que el término representa, en esos casos no se corre el peligro de cometer un error acerca del confín de ninguna especie, ni, a este respecto, puede existir nin­ guna duda acerca de si una proposición es verdadera o no» (IV . 6. n. 4).

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de las demás que forman mi idea abstracta, o de otras que no he incluido en ella y sin las que nunca podrá encontrarse. Por ejemplo, si examinamos la serie de cualidades simples que constituyen la idea de oro, no descubriremos ninguna necesidad de que una cualquie­ ra de esas cualidades tenga que estar unida a las otras; del análisis de la idea de color dorado no se sigue un peculiar peso específico, como tampoco el peso o el color exigen un grado concreto de maleabilidad. Por otra parte — continúa Locke—, nunca alcanzaré a conocer, en el sentido propio del término, la intrín­ seca compatibilidad o incompatibilidad entre los ingre­ dientes de mi idea compleja. Sólo sé, con una «expe­ riencia» que no obtiene el rango de conocimiento, que una o más veces se presentaron unidos ante mi espí­ ritu y, por tanto, que probablemente hay algo exterior que las provoca; y sé también que, con las mismas condiciones con que aparecieron en esas ocasiones, no son contradictorias. Pero con tan pocos elementos de juicio no es posible confeccionar una ciencia. 2. Posibilidad de relacionar nuestras ideas. Queda todavía responder al segundo punto: si cabe descubrir relaciones necesarias entre las ideas así constituidas; o lo que viene a ser lo mismo, si esas ideas universales producen en nosotros un conocimiento cierto y útil a la vez. Según Locke, para esto es preciso que las ideas incluyan en su misma naturaleza una relación percep­ tible a aquella otra con la que queremos confrontarla, como la suma de los ángulos de un triángulo comporta una relación de igualdad a la idea de dos rectos. Pero esto — sostiene Locke— nunca podrá darse en el caso de las sustancias. El conocimiento científico de éstas es inviable. Se trata, en verdad, de una respuesta muy lógica; basta detenerse un momento a considerar el conjunto

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de la filosofía lockiana para descubrir su coherencia interna. En efecto, el primer acto de la gnoseología con­ tenida en el Ensayo consistió en reducir el conoci­ miento de las realidades sustanciales a un conglome­ rado de cualidades sensibles independientes, incapaces de trasladamos a un más allá de lo que cada una de ellas ofrece en acto. Y eso suponía rechazar, junto con el ser, cualquier perfección que trascienda el ámbito meramente sensible: la materia y la forma sustanciales, jo r ejemplo, a las que Locke — como Descartes— tenía verdadero horror. Pero del mismo modo que el influjo mutuo entre la materia y la forma sustanciales no acaba de entenderse hasta que se las concibe en su dependencia del ser —acto único del que ambas participan— , tampoco pue­ de advertirse la relación entre las propiedades que di­ manan de la materia y las que surgen de la forma si se prescinde de la realidad sustancial que manifiestan y sin la que nada serían. Es cierto, como afirma Locke, que el color dorado no comporta un peculiar peso espe­ cífico, y que el grado de ductibilidad propio del oro no implica su solubilidad en mercurio; pero también es verdad que la esencia del oro — que no es la mera suma de sus accidentes— incluye todas esas propie­ dades y muchas otras. Cierto que el oro no es más o menos pesado por su color, y que no reúne las res­ tantes cualidades físicas o químicas en virtud de su peso específico: que no es denso por ser dorado, ni ma­ leable por su gran densidad... Sino que, por ser oro, por poseer una determinada esencia, goza también de un color preciso, de una densidad más o menos varia­ ble, y de todo un sinfín de propiedades, derivadas precisamente de esa esencia. De ahí que, al descubrirla —y dentro de los límites establecidos por la finitud de nuestro entendimiento— , conozcamos también los ac­ cidentes que fluyen de ella.

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No se trata, como querría Locke, de una «deducción racional a partir de las ideas», sino de un quehacer laborioso, que requiere el esfuerzo conjunto de la inte­ ligencia y de los sentidos. Como ya dijimos, adentrarse en el conocimiento de las cosas supone penetrar desde las cualidades sensibles hasta la esencia que las causa, y observar de nuevo, a la luz de esa misma esencia, los accidentes. Sólo tras haber recorrido repetidas veces ese vaivén de ascenso y descenso, llegamos a establecer la radical dependencia entre un tipo de manifestaciones accidentales y la sustancia que los produce; y adver­ timos, por ejemplo, la necesidad de que todo ser inte­ ligente sea también libre, de que las realidades dotadas de conocimiento disfruten de algún tipo de automoción, o de que la tortuga — por su misma constitución— desarrolle una velocidad inferior a la de la liebre. Es entonces cuando alcanzamos un conocimiento «cientí­ fico» de la naturaleza. Podemos también dirigir nuestra atención hacia los constitutivos últimos de las cosas, con una visión más metafísica. Descubrimos entonces que la sustancia de las realidades corpóreas no es simple, sino compuesta de forma y materia; que es la materia la causa de que el cuerpo tenga cantidad y, por tanto, extensión, volu­ men, etc.; y que la forma origina a su vez una porción de accidentes — cualidades y operaciones— , como las facultades sensitivas en los animales, y muchos otros. Es patente, además, que cantidad y cualidades no cons­ tituyen dos mundos autónomos; así como la forma sustancial origina un único todo con la materia en la que se asienta, las cualidades accidentales inhieren en la sustancia a través de la cantidad y se encuentran afectadas por ésta: no hay cantidad «incualificada» — sin color o energía, por ejemplo— ni cualidades no alteradas por la cantidad en la que se apoyan. Adver­ timos, en definitiva, que entre los distintos componen­

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tes de los cuerpos —materia y forma, cantidad, cuali­ dades y resto de los accidentes— reina una mutua in­ teracción; y que cualquiera de ellos es incomprensible con independencia del resto. Por último —o más bien, como telón de fondo de todos nuestros «hallazgos»— , somos conscientes de que la cantidad y las cualidades no son factura de nuestras potencias cognoscitivas, sino afecciones de la sustancia, independientes de nuestra sensibilidad. Para Locke, no. El suyo es otro mundo. Para él, toda la realidad «objetiva» de los cuerpos se limita a un conjunto de pequeños átomos imperceptibles, forma­ dos sólo por solidez, que denomina cualidades prima­ rias no perceptibles. Todo lo demás ni es objetivo ni pertenece propiamente a la cosa: es sólo fruto de la confluencia de esas partículas materiales y de nuestra sensibilidad. En efecto, al chocar con un sujeto dotado de percepción, esos átomos invisibles — de por sí in­ cualificados— se presentan al que los percibe como un cuerpo de un tamaño preciso, con una solidez y una extensión ya advertibles, a las que Locke llama cuali­ dades primarias perceptibles; y originan también en nosotros la sensación de un color, olor y sabor pecu­ liares (cualidades secundarias). En suma: la «sustancia completa», con su cantidad y sus cualidades, resulta de la interacción de esas par­ tes materiales ínfimas — lo único objetivo— y nuestra sensibilidad24. Como sucede de hecho a la materia pri­ 24 «Estamos, por tanto, totalmente equivocados cuando pensa­ mos que las cosas contengan en si mismas las cualidades que a nosotros nos aparecen en ellas (...) Esto es cierto, que las cosas, por más que aparezcan como absolutas y enteras en si mismas, no son sino dependencias de otras partes de la natura­ leza, en relación a aquello'que nosotros observamos principal­ mente en ellas: sus cualidades, acciones y potencias observables dependen de algo que está fuera de ellas...» (IV , 6, n. 11).

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ma, los átomos materiales del Ensayo no representan algo completo y acabado, relevante para las caracterís­ ticas peculiares de cada ente, sino que necesitan ser conformados y configurados, cualificados, por la sensi­ bilidad. Dicho de otro modo, y salvando las distancias, la «materia prima» de Locke — los fragmentos sólidos objetivos— requiere la «form a sustancial» de nuestros sentidos para constituir un ente completo: sólo por la tangencia de estos dos elementos surge un todo, una sustancia, con irnos accidentes concretos y precisos25. No debe extrañar entonces que, para conocer la nece­ saria coexistencia entre dos cualidades sensibles cuales­ quiera —para que la ciencia de la naturaleza sea via­ ble— , Locke considere imprescindible averiguar el modo en que esas partículas infinitesimales actúan sobre 25 El ser, que resulta para los entes corpóreos de la unión indi­ soluble entre, su materia y su forma, lo transforma Locke en algo relativo al sujeto que conoce. Lo mismo que en toda criatura hay una relación que manifiesta su intrínseca dependencia del Creador, existe en el universo lockiano una continua referencia de todas las realidades mate­ riales a la sensibilidad creadora: cada uno de sus componentes recibe el ser al contacto con la percepción que lo conforma. Pero la Omnipotencia divina constituye a la criatura como algo dis­ tinto de Sí, subsistente en su propio ser; junto con la forma. Dios crea la materia, manteniendo a la vez su trascendencia res­ pecto de los entes. Al contrario, el mundo de Locke —fruto, al fin y al cabo, de una potencia finita— no es independiente: el hombre lo genera en cuanto lo mantiene unido a sí en la inma­ nencia de su propia percepción. Y el hombre no se «realiza» sino en cuanto entra a formar parte del dinamismo de la materia que recrea: «con el sensismo de Locke cae la última barrera que frenaba la instancia atea del principio de inmanencia: el conocer se reduce a percepción de 'ideas', resolviéndose así en una mo­ dificación del mismo çujeto. Pero, como el conocimiento bien podría ser un atributo de la materia, el sujeto pertenece entera­ mente al mundo en el que se desarrolla su experiencia, en el área de tiempo que se extiende entre el nacimiento y la muerte» C. Fabro, Introduzione all’ateismo moderno, 2.‘ ed., Editrice Studium, Roma, 1969, p. 311.

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nuestras sensaciones. Y no debe asombrar tampoco su desilusión: como entre el mundo de la materia y el de] conocimiento, Locke —y antes Descartes— había esta­ blecido un corte insanable, ahora le resultará de todo punto imposible concebir cómo la materia sea capaz de relacionarse con la sensibilidad: por eso tendrá que atribuir la producción de las cualidades sensibles por parte de la materia «a la voluntad y arbitrio de nuestro au tor»26; y por eso considerará imposible un saber científico acerca de las sustancias. *

*

*

Volvamos atrás un instante para considerar de nuevo —en sus elementos claves— esta cuestión de la posibi­ lidad de un saber científico. Acabamos de ver que, para Locke, uno es el requisito de base, ineludible, en la confección de la ciencia: que sus ingredientes, las ideas, sean a la vez claros, distintos y universales; pues sólo de esta forma adquiere uno la convicción de que las realidades externas — los seres singulares del mundo circundante— se encuentran también contenidos en la propia idea universal como una de sus presuntas con­ creciones, y de que las leyes vigentes para el mundo subjetivo son también válidas para el universo externo. Por eso, si reparamos en el hecho de que, para nues­ tro autor, una idea se torna clara y distinta en cuanto es percibida con precisión por la sensibilidad, no resul­ tará difícil advertir cómo su respuesta definitiva al problema del conocer científico bascula en torno o la posibilidad de convertir en universales a las ideas de 26 «P or lo cual, cuando admitimos que éste (el cuerpo) pueda producir placer o dolor, o la idea de un color o de un sonido, estamos obligados a abandonar nuestra razón, ir más allá de nuestras ideas y atribuir la cosa enteramente a la voluntad y arbitrio de nuestro autor» (IV , 3, n. 6).

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sensación, evitando al mismo tiempo que pierdan su claridad y distinción sensibles. Lo que Locke pretende son unas ideas «sensibles... y universales»; sensibles, porque de otra suerte no podrían — dentro de su sis­ tema— gozar de claridad y distinción, y originar un conocimiento certero; y universales, ya que sólo a partir de las ideas abstractas nos será dado recuperar «cien­ tíficamente» — con carácter de necesidad— el universo. La cuestión, en sí misma, no es fácil; y para Locke se agrava porque, empeñado en un esfuerzo continuo de negación de lo inteligible, no sabrá prescindir de su sensismo ni siquiera cuando el recurso a la universali­ dad de las ideas resulte inexcusable. Por eso, como vimos, la abstracción lockiana no alcanza a aprehender ese núcleo inteligible que constituye el fondo último de las realidades creadas, sino que desemboca en una especie de imagen sensorial disminuida, en un esquema representativo que, por su supuesto carácter abstracto, sólo es capaz de subsistir en la imaginación del que lo genera. Pongámonos en la situación de Locke, obligado a extraer, a partir de las ideas, un conocimiento cabal del universo externo. Para que las imágenes con las que cuenta garanticen la realidad del mundo circun­ dante, debe concebirlas como abstractas, como univer­ sales; y, al mismo tiempo, para ser «algo» en un mundo cognoscitivo cuyo criterio de admisión es la distinción y claridad sensibles, cada una de esas ideas debe per­ manecer sensible y singular. Cualquier imagen que su­ perara el ámbito de la sensibilidad, dejaría de ser clara y distinta, abdicando de su derecho a existir. Surge de este modo en el Ensayo una tensión entre la universalidad exigida para que algo sea científico (verdadero y real), y el carácter prioritario que Locke atribuye a lo material y sensible. Para el filósofo inglés sólo es real lo sensible, las modificaciones (sentidas)

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de la materia, pues sólo ellas pueden producir certeza en la sensibilidad. Pero esas representaciones son pa­ sajeras. Y por eso, sólo llegarán a ser realmente reales —y aptas para cimentar el universo externo— cuando adquieran carácter universal, entrando a formar parte de una ciencia. Aunque resulte un tanto paradójico, en el cosmos ideal del Ensayo, las imágenes singulares, por su claridad y distinción sensible, son origen y raíz de las ideas abstractas; y éstas, una vez adquiridas, se convierten en fundamento de cualquier otra realidad — idea o cosa— semejante a ellas: con la sola y simple supervisión de nuestras nociones abstractas podremos dilucidar el comportamiento de todas las ideas singu­ lares comprendidas en ellas y predecir incluso la con­ ducta del universo. La semilla depositada por Locke en los comienzos del Ensayo empieza ahora a dar sus frutos. Esa volun­ tad primitiva de constituir la percepción sensible en fuente inagotable del mundo circundante, trajo como consecuencia que el conocimiento sensorial, desvincu­ lado de la realidad del ente — de las cosas— , se erigiera en lo primero conocido, ámbito y origen de cualquier otro conocimiento. Y ahora, cuando intenta recuperar, a través de la ciencia, al mundo externo, Locke se ve obligado a fabricar unas ideas universales... que no renieguen de su índole sensible. Intenta Locke salvar el obstáculo, acudiendo a una especie de sensibilidad refleja. Pero en vano: la uni­ versalidad es un atributo exclusivo del entendimiento. No le compete a la sensación, ni siquiera a la sensación «refleja». Más aún, la «reflexión» sensible es siempre atención de una potencia sobre otra distinta de ella, no es propiamente reflexión. Consigue, sí, desligar la ima­ gen de su dependencia respecto al mundo externo (teó­ ricamente), pero no la despoja de su índole sensible; y cualquier representación sensible, incluso refleja, no

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manifiesta más que su propio contenido particular: no sirve de fundamento sino para sí misma. Por eso Locke, en la medida en que pretende aplicarla al mun­ do externo, obligándola a contener algo más de lo que es en sí, se fuerza a concebirla como espiritual y abstracta. Y la contribución, entonces, se reafirma. Porque si esa imagen perdiera su carácter concreto —y con él su claridad y distinción sensibles— , para el autor del Ensayo dejaría de ser. De ahí que la idea abstracta lockiana se pretenda al mismo tiempo universal y sen­ sible: que alcance algo más de lo que es en sí misma, pero sin dejar de serlo, sin superarlo. La imagen abs­ tracta no es sino todas las posibles imágenes concretas; pero ella misma no abandona su temple de imagen, de modificación materialn. Por eso Locke repudia el conocimiento científico de las sustancias y, en general, de toda la naturaleza: por­ que ninguna imagen es apta para agotar el contenido inteligente de las sustancias. En efecto, cuando la cla­ ridad y distinción sensibles se erigen en criterio de auténtica realidad, el unlversalizarse de las ideas de sustancia, por su carácter abstracto e inteligible, im­ plica una degradación ontológica. Locke lo reconoce. Afirma, sin embargo, que no sucede lo mismo en el ámbito de las realidades materiales inmanentes a la subjetividad humana: las ideas de sensación y las que se forman sólo con ellas2 28. En esa menguada esfera 7 27 Locke lo consigue atribuyendo un significado genérico a tina idea particular. Se opone asi a su previa identificación entre el ser accidental y el ser intencional de las realidades del conoci­ miento; y además, escamotea una intervención de la inteligencia —la auténtica, la espiritual— que hace posible que una misma idea se predique de muchas realidades singulares. 28 En otros casos sostiene que la idea universal es siempre in­ viable. Lo demuestra la imposibilidad de construir un modelo

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— sería la tesis de Locke— con sólo contemplar nues­ tras «ideas abstractas de sensación» (?), es fácil conocer de modo exhaustivo el cúmulo de sensaciones afines a ellas; y a eso se reduce nuestro mundo: a modificacio­ nes sensibles de la materia. El nuestro es un universo que, sin desertar de su condición meramente sensible, asume en cierto modo las prerrogativas de lo abstracto y universal. Todo esto supone, para el conocimiento espontáneo de cualquier hombre, una neta contradicción. Pero no para el filósofo inmanentista. Por eso el materialismo marxista —versión constitutiva de esta inmanencia gnoseológica— se presentará como la respuesta más cum­ plida a los requerimientos del cogito: la resolución última de la inmanencia es necesariamente materialis­ ta. Después de Hegel, que constituye el momento ideal del sistema, entró en escena Feuerbach, para el que ni el Género ni los particulares trascienden las condicio­ nes de la materia. Esta evolución se contenía potencial­ mente en el cogito cartesiano; pero sólo adquirió un fundamento cognoscitivo explícito en el «yo siento» de Locke.

3.

A)

POSIBILIDADES Y CARACTERISTICAS DE LA MORAL RACIONAL COMO CONOCIMIENTO AUTENTICAMENTE HUMANO V erdades

relevantes e irrelevantes

No ahorra Locke esfuerzos para determinar los ca­ racteres de su moral geométrica. Después de definir como único conocimiento real y verdadero el que estaabstracto de triángulo que no sea ni equilátero ni isósceles, ni escaleno, y a la vez los represente a todos.

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blece con certeza proposiciones generales acerca de las ideas simples y los modos, examina las formas en que podemos acrecentar ese saber. Este análisis acabará de poner en claro las razones que le han llevado a disociar el universo mental en dos sectores: el de las cosas que pueden conocerse, y el de las entidades in­ cognoscibles. Lo que ha originado radicalmente la im­ penetrabilidad de todo un conjunto de entes es el rechazo del ser y su sustitución por el acto de percibir. Deducida exclusivamente del sujeto, la realidad se des­ vincula de su acto primero constitutivo: no tiene que extrañar, por tanto, que el conocimiento de los prime­ ros principios, que nos la presenta en su dependencia primordial del acto de ser, no posea, para la ciencia de Locke, ninguna relevancia. En el Ensayo se denominan irrelevantes o triviales a las posiciones inútiles para el conocimiento científi­ co. Son, fundamentalmente, de dos tipos: las «pura­ mente idénticas», en las que se afirma «que el mismo término es el mismo término y la misma idea es la misma idea» (IV , 8, n. 3); y aquéllas en las que « una parte de la idea compleja se predica del nombre del todo; o sea, aquéllas en las que una parte de la defi­ nición se afirma de la palabra definida» (IV , 8, n. 4). Entre los enunciados idénticos, concede Locke un puesto de honor a las máximas o axiomas de los esco­ lásticos. En las escuelas — dice— se pretende que todo nuestro conocimiento «derive» de esas reglas generales; gozan, por tanto, de un trato de favor. ¿Lo merecen? Evidentemente, no: lo que determina la categoría de una proposición y su grado de utilidad para el conoci­ miento,' es la evidencia de la concordancia o discordan­ cia de sus ideas. Pero ¿de dónde procede esa evidencia?: de la percepción por la que advertimos que una idea es idéntica consigo misma; y respecto a tal evidencia,

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los axiomas escolásticos no poseen ninguna primacía (cfr. IV, 7, n. 4). Como es notorio, no se ha percatado Locke de la genuina naturaleza de los primeros principios metafísicos. Pero ¿por qué motivo?, ¿cuál es la raíz teórica de donde dimanan sus dificultades? La hemos ya anun­ ciado: el abandono de la consideración del ente como lo constituido por el ser, y su afán por definirlo exclu­ sivamente en base a la contemplación de las esencias (conocidas), de las ideas; en base, por tanto, a su posibilidad sensible-abstracta. Dejando a un lado el grado ontológico de las realida­ des que considera, olvidando que la esencia se define como participación de la perfección de ser, Locke dirige su mirada, desde el acto de percibir, hacia la posibilidad formal que las cosas presentan para ser exhaustivamente conocidas. Opaca su inteligencia para cualquier realidad que no se manifieste como clara y dis­ tinta, ¿podrá extrañar que se empeñe en quitar impor­ tancia a ese acto supremo, el ser, que alienta en lo íntimo de las cosas como fuente de continuos interro­ gantes? En el Ensayo, todo es «cuestión de ideas». Por eso, se consideran relevantes los enunciados que afirman «alguna cosa de otra, que es consecuencia necesaria de la idea compleja precisa de la primera, pero que no está contenida en ella: como la que dice que el ángulo externo de todos los triángulos es mayor que la suma de los dos ángulos internos opuestos» (IV , 8, n. 8 )w. 8 Agrega Locke un poco más adelante: «A llí donde no sea conocida y considerada la idea distinta que una palabra repre­ senta, y no se afirme, de ella, algo que no está contenido en la idea, en ambos casos nuestros pensamientos permanecen ente­ ramente prisioneros de los sonidos, y no pueden alcanzar nin­ guna real verdad o falsificación» (IV , 8, n. 13).

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Lo que acrecienta el conocimiento no es la contem­ plación de las cosas, sino la posibilidad de establecer relaciones necesarias entre ideas, por medio de otras ideas intermedias (cfr. IV , 8, n. 3). Las ideas, a este respecto, son de dos tipos: concretas o abstractas. En­ tre las concretas hay unas que no pierden su valor al hacerse universales: las ideas simples de sensación y reflexión y los modos. Otras — las de sustancia— que­ dan absolutamente falseadas al generalizarse. Con éstas últimas no es posible elaborar una ciencia; sólo cabe un conocimiento «experimental», sujeto al aquí y al ahora *. Por eso nunca podremos obtener un conocimiento científico de las sustancias corpóreas. Los sentidos, que constituyen el único medio de abrirnos camino hacia ellas, sólo nos dan a conocer existencias concretas, mientras que el auténtico conocimiento versa sobre las esencias universales3 3I. De ahí que, al elaborar las cien­ 0 cias de la naturaleza, haya que dejar a un lado las ideas abstractas, totalmente inútiles para ese fin, y re­ currir, por el contrario, «a la experiencia; y, hasta el punto donde ésta alcanza, se puede tener un conoci­ miento cierto, pero no más allá» (IV , 12, n. 9). Por lo tanto, Locke aconseja que abandonemos el intento de conocer las entidades materiales, y que nos limitemos 30 «Todas las afirmaciones o negaciones particulares que no serian ciertas al convertirse en generales, se refieren sólo a la existencia y declaran solamente la unión o separación accidental de las ideas existentes en las cosas; ideas que, según su natura­ leza abstracta, no tienen entre sí ninguna unión o repugnancia conocidas» (IV , 9, n. 1). 31 «¿ a experiencia, aguí, debe enseñamos aquello que no puede la razón; y sólo con el experimento podré conocer con certeza qué otras cualidades coexisten con mi ide.a compleja» (IV , 12, n. 9). Pero, según ya hemos visto, se trata de una certeza de rango inferior y limitada exclusivamente al instante en que percibimos.

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a utilizarlas en la medida en que nos reporten algún beneficio s . Al contrario, con las nociones abstractas de las ideas simples y los modos podemos formar proposiciones universalmente válidas que, aunque de por sí no se refieran a ninguna existencia fuera de mi mente, serán verdaderas para cualquier realidad que se conforme con ellas. Es lo que ocurre con la moral científica (cfr. IV, 11, n. 14). Las dos «ideas» básicas de esta dis­ ciplina son las nociones abstractas de Dios y de hom­ bre; por eso, una vez constituida una ética de este tipo, si alcanzamos a demostrar la existencia de su objeto, estaremos seguros de poder aplicarla a todas las cria­ turas racionales, siempre y en todo lugar (cfr. IV, 11, n. 13). Según Locke, todos podemos conocer intuitivamente nuestra propia existencia y lograr un conocimiento de­ mostrativo de la de Dios. La conclusión se impone: la moral demostrada es viable; cada uno puede construir­ la sin abandonar su propia subjetividad. En cuanto a los demás hombres, si existen, estamos «bastante» cier­ tos de que su moral coincidirá, a grandes rasgos, con la nuestra, puesto que también estará integrada por ideas abstractas cuya relación permanece idéntica para cualquier entendimiento humano3 33. Además, podemos 2 32 «Podemos hacer experimentos y observaciones históricas de las que podremos obtener ventajas para el bienestar y la salud, y de esa manera acrecentar el patrimonio de las comodidades de esta vida; pero me temo que más allá de esto nuestros talentos no lleguen, ni, si no me equivoco, puedan avanzar nuestras facultades* (IV , 12, n. 10). 33 Refiriéndose a estas ideas, dice Locke: «AHI donde podamos suponer que exista una criatura como el hombre, dotada de tales facultades y, en consecuencia, provista de ideas similares a las nuestras, debemos concluir que, cuando aplique sus pensamien­ tos a la consideración de sus ideas, conocerá la verdad de ciertas proposiciones que surgirán de la concordancia o discordancia per-

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contar con Dios, quien, por su capacidad de incidir sobre nuestras ideas, afianza la objetividad de la moral.

B)

La

construcción de la m oral racio nal

La moral demostrada; he ahí el gran deber de la humanidad. Pero, ¿cómo sacarla adelante? No se trata, dice Locke, de deducirla de principios generales ya conocidos. Sería absurdo; para él, está archidemostrado que jamás podremos alcanzar esos axiomas antes que las ideas particulares y las verdades que formamos con ellas. Cabría, sí, que otra persona, que ya los abstrajo, nos los comunique. Pero poseer cualquer tipo de verdades «sobre la fe de otros» es peligrosísimo; pues nunca obtendremos la certeza de la que deriva todo nuestro conocimiento mientras no lo hayamos sometido a la duda radical hasta descubrir su coherencia interna. Además, como la ciega presunción de estos preceptos es muchísimo más dañina en las cuestiones de moral y religión, en las que está en juego la propia felicidad (cfr. IV, 12, n. 4), si no queremos ser engañados en cuestiones de tanto peso, debemos esmerarnos en dis­ tinguir los verdaderos principios de los que no lo son (cfr. IV, 12, n. 5); y el único medio cierto de conse­ guirlo es aseguramos siempre, ante cualquier propocibida entre ellas (...) Porque, después que tales proposiciones hayan sido formuladas en tom o a las ideas abstractas de modo tal que sean verdaderas, cada vez que podamos imaginar que alguien las forme de nuevo, en cualquier tiempo, pasado o por venir, serán siempre actualmente verdaderas. Ya que, suponien­ do que los nombres representen de manera perpetua las mismas ideas, y teniendo las mismas ideas de modo inmutable las mis­ mas relaciones unas con otras, las proposiciones que se refieran a ideas abstractas, y que sean verdaderas una vez, deben necesa­ riamente ser verdades eternas» (IV , 11, n. 14).

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sición y provenga de quien provenga, de la evidencia intrínseca de sus ideas. Entonces, ¿con qué recursos contamos para confec­ cionar la moral geométrica? Locke propone dos: «E l primero consiste en procurarse y establecer en nuestro espíritu ideas determinadas de aquellas cosas para las que tenemos nombres generales o específicos; o, por lo menos, de todas aquellas que queramos considerar y en tomo a las cuales queramos acrecentar nuestro conocimiento» (...) El otro consiste en «encontrar ideas intermedias capaces de demostramos la concordancia o discordancia que existe entre otras ideas no suscep­ tibles de ser inmediatamente confrontadas» (IV, 12, n. 14). Es necesario obrar como los «matemáticos, que a partir de unos principios elementalísimos y fáciles, por pequeños grados, y con una cadena continuada de ra­ zonamientos, llegan a descubrir y demostrar verdades que, a primera vista, parecen superiores a la capacidad humana» (IV , 12, n. 7). «La moral es tan susceptible de demostración como las matemáticas (...) Y no dudo de que, si se asumiese un método correcto, una gran parte de la moral podría ser formulada con tal claridad que, a un hombre reflexivo, no dejaría mayor motivo de duda que la que pueda caberle sobre la verdad de las proposiciones matemáticas que le hayan sido de­ mostradas» (IV , 12, n. 8). De esta manera, Locke establece los confines de la nueva ética. Se admite aquello que puede ser perfecta­ mente demostrado, lo que podamos deducir racional­ mente a partir de la contemplación de las ideas (cfr. IV, 12, n. 6); se rechaza lo que exige un asentimiento en base a la palabra ajena. Y así, la moral sobrenatural no es aceptable, ya que incluso la revelación divina se transmite por medio de palabras y está sometida a la debilidad del lenguaje; toda su función consiste en

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suscitar unas nociones de cuya certeza también juzga la razón individual. Locke no rechaza el influjo de la fe. Mejor, no rechaza sólo ese influjo; se opone a todo aquello que no sea «reelaborado» —presupuesta la acción disolutoria de la duda— a partir exclusivamente de la percepción individual; también el ser, en lo que tiene de dado, de no generado por la percepción. Pero la fe, más. Si siempre que trascendemos la consideración de nuestras «ideas perfectas» estamos «comprometiendo nuestra mente a la consideración de otros» — y Locke se resiste por ello a abrirse a la realidad en cuanto tal— , esa resistencia se exaspera en el caso de la fe, en la medida en que se multiplica el sometimiento de la inteligencia (y de toda la persona) a una realidad inevitable34.

C)

L a m o ral dbmostrada , « gran DE LA HUMANIDAD»

tarea

Locke aventura de nuevo, y ahora de modo definitivo, la gran conclusión del Ensayo: para obtener la autén­ tica felicidad humana, hemos de entregarnos sin des­ mayo al estudio y construcción de la moral geométrica. Nuestras facultades — arguye— no son capaces de pe­ netrar en la «fábrica interna y en las esencias reales de los cuerpos»; pero sí que pueden descubrir todo lo m «La pedagogía de la fe responde al modo propio de nuestra naturaleza para llegar al conocimiento. El criticismo no es sólo una actitud contraria a la fe sobrenatural, sino también al cono­ cimiento natural: es una actitud antipedagógica, que tiene más de voluntarista que de racionalista, porque obedece fundamental­ mente a una decisión. El criticismo no se opone propiamente a la fe, sino a la verdad recibida, sea cualquiera el modo de recibirla y, en consecuencia, se opone a la fe, que es una verdad doblemente recibida.» C. Cardona, Metafísica..., cit. p. 16.

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que necesitamos para fundamentar un saber del com­ portamiento: la esencia divina y nuestra propia esencia. O más bien: en nosotros, la capacidad de experimen­ tar placer y pena; y en Dios, la garantía del placer supremo que la actuación- nos acerca. Porque en efecto, en esa ciencia de las costumbres no es necesario hacer intervenir ni a Dios ni al hombre en su auténtica rea­ lidad — como sustancias— , sino simplemente como los extremos de una relación moral fundada en el placer: Dios, como capaz de producirlo; y nosotros, de experi­ mentarlo (cfr. IV, 12, n. 11): «P o r lo que sostengo —dice— que se puede concluir que la moral es la cien­ cia apropiada y la gran tarea de la humanidad en ge­ neral (la cual demuestra un gran interés en la búsqueda de su summum bonum, y además es apta para esa búsqueda); mientras que muchas artes, que miran a distintas partes de la naturaleza, representan la suerte y responden al talento privado de hombres particulares para el uso común de la vida humana, y para los fines de su particular subsistencia en este mundo» (IV , 12, n. 11). Una moral racional, deducida exclusivamente según el ritmo de las ideas, es la garantía absoluta de la felicidad perfecta. Pero Locke no la incluye en el Ensayo; se limita a proponer un procedimiento. Un método que, por ne­ garse a la trascendencia, constituía un buen instru­ mento para construir una moral definitivamente huma­ na, antropocéntrica. Sabemos que intentó elaborarla, al menos por dos veces, a lo largo de su vida; y que, al cabo, desistió de su e m p e ñ o Q u i z á se había perca­ tado de la ineptitud de su método, pues efectivamente, un sistema como el suyo — necesariamente abocado al3 5 35 Se trata de dos manuscritos inéditos: Morality y Ethica B. Aunque no conservan ninguna fecha, seguramente fueron escritos después del Ensayo, entre 1692 y 1695.

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psicologismo— no era el más adecuado para construir una moral que, si quiere seguir siendo moral, no puede abandonar la metafísica *. ¿O tal vez le retuvo un temor lógico, nacido al vislumbrar las conclusiones en las que había de desembocar su doctrina si se empeñaba en llevar a puerto la empresa comenzada? En efecto, si recogemos los elementos dispersos aquí y allá a lo largo del Ensayo, podremos observar que la ética esbozada en él difiere bastante de la moral cristiana. Consecuencia lógica, por otra parte, ya que el mismo proyecto de instaurar una moral geométrica y subjetiva exige poner en duda cualquier referencia extrínseca del sujeto y conservar sólo elementos que cada uno descubre dentro de sí. En la filosofía moral lockiana, todo puede ser demostrado en cuanto perma­ nece dentro del sujeto y éste se constituye en su fun­ damento últim o*37. El primer requisito para alcanzar ese conocimiento «exacto», esa ciencia cabal que va a permitir a Locke el dominio de todas sus acciones, era negar el carácter m «El carácter moral del obrar humano no es una ornamen­ tación accesoria de nuestras elecciones, sino algo metafísico: está en el orden del ser; de lo contrario, no tendría seriedad al­ guna. No es que la moralidad tenga un fundamento metafísico, sino que ella misma es metafísica» (L. Clavell, E l n o m b re m e tafisleo de Dios, aún sin publicar). 37 «Concédase a Lockc su principio de la sensación inicial, y sin tardanza reconstruye una moral. Nosotros sentimos placer, dolor; y de ahí nos viene la idea de lo útil y de lo perjudicial; de ahí la idea de lo permitido y de lo prohibido; de ahí una moral que sólo se funda en realidades psicológicas, y que, por esta misma razón, posee un carácter de certeza que no tendría si dependiera de alguna obligación exterior. Pues como la certeza no es otra cosa que la percepción de la conveniencia o de la disconveniencia por medio de ideas intermedias y como nuestras ideas morales son, con el mismo título que las verdades matemá­ ticas, abstracciones elaboradas por nuestro espíritu, entre unas y otras no hay diferencia específica y son igualmente seguras» (P. Hazard, La crisis de la conciencia europea, p. 224).

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objetivo a nuestra relación con el mundo externo: la inmanencia perceptiva. Y se impone también, como una necesidad imperiosa, la inmanencia del objeto de la voluntad34*3 : de ahí la elevación del dolor y del placer 9 a principios éticos supremos, y la consiguiente degra­ dación de todo lo que no es subjetivo a la categoría de intermediario para conseguir el propio fin; Dios y el mundo se ponen sin reservas al servicio del placer individual.

D)

Dios

y el mundo al servicio de la m oral

GEOMÉTRICA

Dios, el mundo, el alma. Si queremos establecer las verdaderas dimensiones de la deontología de Locke, habrá que confrontarla con estas tres coordenadas, que «dan la medida esencial del vivir y del obrar huma­ n o s » C o n o c e m o s lo que piensa Locke sobre Dios y el mundo, y el alcance que concede a sus relaciones con el hombre. Sabemos también su opinión acerca de todo un aspecto de la personalidad humana: el del conoci­ miento. Nos queda por examinar el otro gran sector —el de la vida afectiva— , en parte más relevante, ya que constituye el fondo íntimo de la individualidad humana y la raíz de su plena realización en cuanto persona. Locke trata ampliamente sobre la libertad en el li­ bro II, en el capítulo dedicado a los poderes. La define 34 Por eso, a partir de la segunda edición del Ensayo, la vo­ luntad se refiere, exclusivamente, a la acción del que obra, y no a algo exterior a ella. Según afirma Locke, sólo al sustituir el término «cosa» por el de «acción» se encontró en condiciones de ofrecer un concepto de libertad en consonancia con el resto de su sistema. 39 C. Cardona, Metafísica..., cit. p. 78.

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como el «poder de pensar o no pensar, de moverse o no moverse, según la preferencia o directiva del espí­ ritu»; eji la misma medida en que se extiende ese poder, dice, «en esa misma medida el hombre es lib re» (II, 21, n. 8). El imperio de la voluntad no se limita sólo a las acciones sobre el cuerpo; se extiende también a la consideración de las ideas, aunque no a su natura­ leza; es más, en este señorío sobre las representaciones, sobre el hecho de prestarles o no atención, radica Locke el momento originante de la libertad. La libertad se afirma como fuerza originante, como la capacidad de dar o no dar existencia a la acción que la voluntad propone; como libertad de ejercicio, de hacer o no hacer. Por otra parte, la voluntad es la facultad o poder de ordenar, de p referir*. Su acto propio es la volición o querer (cfr. II, 21, n. 28). La voluntad tiene por objeto, en cada caso, una sola acción. El hombre es libre cuando está en sus manos hacerla-o-no-hacerla (cfr. II, 21, n. 27). A veces la acción sigue a la preferencia, está de acuerdo con ella, pero no existe la posibilidad de omitirla; como sucede, por ejemplo, cuando una persona quiere permanecer en una habitación que está cerrada con llave, y de la que no puede salir. Entonces esa operación es voluntaria, sigue el imperio de la voluntad, pero no libre: ya que no existe la posibilidad de «no-hacer» la acción que se ejecuta; el hombre no puede salir, y, por tanto, no es libre de salir-o-no-salir. Locke concibe la voluntad y la libertad como facul­ tades distintas. La libertad deja de ser una caracterís­ tica de la voluntad humana y levanta acta de indepen­ do «E l poder que tiene el espíritu de ordenar así (preferir) la consideración de cualquier idea, o de dejarla o de preferir el mo­ vimiento de una parte cualquiera del cuerpo a su reposo, y al contrario, en cada caso particular, es lo que llamamos voluntad» (II, 21, n. 5).

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dencia (cfr. II, 21, n. 16). Supone esto un cambio notable con respecto a la antropología tradicional; pero no es el único: para Locke, el querer, acto propio de la vo­ luntad, se reduce a querer hacer, a imperio sobre las potencias operativas; y palabras como elección o pre­ ferencia se reservan para expresar de modo exclusivo el dominio de la voluntad sobre esas facultades. La vo­ luntad, resuelta en actos sucesivos de mandato, no tiende a un objeto externo en cuya consecución descan­ se: no hay bien, ni bienes, con independencia de «los actos» voluntarios. La libertad, a su vez, es «posibilidad de acto», no de amor. Libertad, voluntad; dos potencias distintas, pero com­ plementarias. La libertad es «energía primordial de ac­ ción», materia prima carente de rumbo, determinada en uno u otro sentido por la voluntad: es plena dispo­ nibilidad del sujeto o libertad de indiferencia, en el sentido moderno de la expresión. La voluntad, por su parte, dirige ese impulso ciego, aplicándolo a una acción concreta u ordenando su omisión. A su vez, lo que define la dirección de la voluntad es el último juicio de la razón, que dicta lo que es bueno y lo que no lo es 4I. Libertad, voluntad y razón son los núcleos capitales de los que dimana el acto humano. Sus dos extremos son la libertad, que presta la fuerza, y la razón, que determina la trayectoria. Entre ellos sitúa Locke, junto con la voluntad, otros tres elementos: el malestar, el deseo y el bien. Locke los considera como realidades 41 Por eso, radicalmente, la libertad es una fuerza puesta al servicio de la razón, para prestarle su empuje. Pero también ella detenta un cierto influjo sobre la voluntad y, a través de ella, sobre el entendimiento; como el acto voluntario, el querer, es una acción, su energía proviene de la libertad, y el hombre puede impedir que se ejecute. Sin embargo, en lo que compete a la dirección en sí misma, la libertad tiene poco que decir:, lo que determina a la voluntad no es más que el espíritu; y, más en concreto, el último juicio de la razón.

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interiores a un mismo y único espíritu: la persona humana42*. La voluntad es determinada por el «malestar pre­ sente sentido» (cfr. n. 31), causado siempre por la presencia de un mal, o por la ausencia de un bien en cuanto dicha ausencia se manifiesta como mala: es decir, en la medida en que provoca un malestar. El malestar, por su parte, siempre viene acompañado del deseo de un bien42; y ese bien, que de alguna manera constituye el motivo último del acto voluntario, no es otra cosa sino placer o goce: algo también interior al sujeto. Locke consagra así de modo definitivo la inmanencia tendencial del hombre: el bien, objeto de la voluntad, origen del dinamismo por el que la persona busca aque­ llo que le trasciende, resulta sustituido por el placer, o 42 «En tercer lugar, ya que la voluntad no es sino el poder del espíritu de dirigir las facultades operativas del hombre en el sen­ tido del movimiento o del reposo, en la misma medida en que éstas dependen de tal dirección, a la pregunta sobre qué cosa determina la voluntad, la respuesta verdadera y apropiada es el espíritu. Si esta respuesta no satisface, entonces está claro que el significado de la pregunta sobre qué cosa determina a la voluntad, es éste: ¿qué cosa mueve al espíritu, en cada caso particular, a determinar su poder genérico de ordenar este o aquel particular movimiento o reposo? Y a esto respondo: el mo­ tivo por el que se continúa en un determinado estado o acción no es otro que la satisfacción que se encuentra en él en el pre­ sente; el motivo para cambiarlo es un cierto malestar o intran­ quilidad (uneasiness)... Es este el gran motivo que obra sobre el espíritu para ponerlo en acción, y, por brevedad, diremos que determina a la voluntad: como explicaré más ampliamente» (II, 21, n. 29). (La cursiva, en este caso, es mía.) Ese «gran motivo» permitió a Kant lanzar sobre toda la filo­ sofía anterior la acusación de eudemonismo; y en verdad, parece que la delectación, la eliminación del malestar presente, sustituye en la filosofía de Locke a la posesión del bien, como esencia misma de la felicidad. 42 «Estoy seguro de que, donde hay malestar, hay también de­ seo» (II. 21, n. 46).

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resonancia que la posesión de ese bien produce en el que lo goza: la quietatio voluntatis. Y, como conse­ cuencia, el objeto de la voluntad queda constituido por su mismo acto44: la voluntad no tiende ya a algo exte­ rior a ella, sino a su propia «acción». El círculo opera­ tivo que constituye el entendimiento y la voluntad no concluye ahora en algo extrínseco al sujeto, sino que se cierra en el interior del mismo; y esto es exclusivo de Dios45. *

*

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Para conseguir este efecto, Locke tiene que rebajar la virtualidad de las potencias apetitivas del hombre hasta reducirlas al nivel sensible. «L a aprehensión sen­ sitiva no capta la razón común de bien, sino sólo un determinado bien particular en cuanto es deleitable. Por eso, según el apetito sensitivo que hay en los ani­ males, las operaciones se buscan a causa del deleite que producen. Pero el entendimiento aprehende la razón universal de bien, a cuya consecución sigue el deleite. 44 «E l deleite consiste en cierto aquietamiento de la voluntad, causado por la bondad del objeto en el que reposa. Por lo tanto, si la voluntad se aquieta en una operación, su sosiego procede de la bondad de dicha operación. Pero la voluntad no busca el bien por el sosiego que éste comporta, pues entonces el mismo acto de la voluntad seria su fin; y esto, como hemos demostrado, es falso» (S. T omás, S. Th., I-II, q. 4, a. 2, c). 45 «Tanto en nosotros como en Dios hay una concatenación en­ tre los actos del entendimiento y de la voluntad; pues la voluntad retorna a aquello que fue principio del conocer. En nosotros, esta concatenación concluye en algo exterior, pues el bien exter­ no mueve nuestro entendimiento, motor a su vez de la voluntad, que tiende, mediante el apetito y el amor, al bien exterior. En Dios, sin embargo, este circulo se cierra en si mismo: Dios, al conocerse, engendra una semejanza de si que es el principio cognoscitivo de todo lo que conoce —pues todas las cosas las entiende al percibirse a si mismo—; y a partir de este concepto se ama a si mismo y a todas las criaturas» (S. T omás, De Potentia, q. IX ).

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De ahí que persiga con prioridad el bien a la delec­ tación» *• Desde el mismo instante en que Locke abandonó la originalidad del entendimiento y, con ella, la univer­ salidad del ente, se condenó a perder la auténtica natu­ raleza del bien, y a asimilar el dinamismo psíquico de la persona humana al de cualquier animal desprovisto de inteligencia; abocado a la percepción sensible, que provoca en él un placer o un dolor, el hombre responde a ese impulso como podría hacerlo una máquina do­ tada de dinamismo interno: ciegamente. Sin embargo, dice Locke, no es así. No es así, porque en la delimitación del bien interviene de modo positivo la razón; porque es el último dictamen de la inteli­ gencia lo que determina a la voluntad a marcar su ruta a las potencias operativas. El hombre se mueve a sí mismo por el juicio racional; y siempre que se mueva exclusivamente por él, se puede decir libre. He ahí la gran diferencia, la diferencia radical, entre el hombre y las bestias; he ahí lo que consuma y da el refrendo definitivo a esa religión «humana» que el siglo de Locke anda buscando. Sin la razón, la libertad es «un impulso ciego»; con ella, y por ella, se toma libertad auténtica, liberada: «Sin libertad, la inteli­ gencia no tendría ningún fin; y sin inteligencia, la liber­ tad (suponiendo que la cosa fuese posible) no significa­ ría nada (...) Bastante poca es la diferencia entre venir empujado de un impulso ciego desde el exterior o des­ de el interior» (II, 21, n. 69). Locke concibe la libertad como «espontaneidad ra­ zonada» o, incluso, como «necesidad razonada»; una vez que la razón emite su último juicio, aquel que cons­ tituye una acción en buena, lo que sigue es un encade­ namiento de actuaciones que se suceden de manera * S. T om As, Summa Theologiae, I-II, q. 4, a. 2, ad 2.

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automática (cfr. n. 53). Y el que se actúen de ese modo necesario no sólo no es un defecto de nuestra natu­ raleza, sino su perfección natural: es precisamente lo que nos hace libres (cfr. II, 21, n. 49). « Y por eso cada uno, por su constitución como ser inteligente, está necesariamente obligado a venir determinado por su razón o juicio a querer lo que es mejor para él: de otro modo, estaría sojeto a la determinación de otro, lo que sería falta de libertad» (II, 21, n. 49). Si en realidad todo hombre es libre cuando depende sólo de un Dios providente, en Locke lo es cuando se subordina de modo exclusivo a su propia Razón. ¿Hay que hablar, entonces, de racionalismo? Sí... y no. Sí, porque lo que constituye la perfección suma de nuestra naturaleza, lo que consagra su libertad, es la mediación racional en la determinación de la voluntad por el bien. Y no, porque lo que permite el pleno desenvol­ vimiento de la razón en su ejercicio constitutivo del bien propio, es la libertad de suspender la ejecución de cualquier acto hasta haber considerado con dete­ nimiento su conveniencia o disconveniencia. Lo que expresa esa congruencia es su conexión con la felicidad total del individuo: se vuelve de nuevo a la libertadplacer. Según Locke, lo único que arrastra de manera abso­ luta al hombre, el motor de todo su dinamismo psíqui­ co, es la felicidad: el ansia absoluta y necesaria de feli­ cidad. Todo lo demás, cualquier bien presente, mueve en cuanto se considera como parte de ese bien sumo47. El hombre es libre, por eso, en la medida en que la 47 «N o todo bien, incluso visto o profesado como tal, mueve necesariamente el deseo de cualquier hombre concreto; lo que mueve, al contrario, es aquella parte o medida de él que viene considerada y tomada como parte necesaria de su felicidad» (II. 21 n. 44).

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determinación de la propia felicidad absoluta —sum­ mum bonum— depende sólo de la razón; y en la medida en que los otros bienes, los bienes parciales, sean tam­ bién descubiertos y constituidos por un juicio racional ecuánime. La felicidad es para cada individuo un cierto infini­ to; y respecto a él obtienen su grado de libertad las acciones particulares. La libertad emerge sobre los bienes participados, no está unívocamente abocada a ellos, porque tiene por objeto el Infinito, el Bien por esencia4*: por eso el hombre puede obrar con señorío en relación a los bienes de este mundo. La infinitud de Locke, sin embargo, es una infinitud degradada, su­ cesiva: como sucesivo es el ser sensible. Es la suma acumulada de finitos (cfr. II, 21, n. 43). La felicidad de Locke es algo futuro, y de algún modo desplegado en el tiempo: y por eso, precisamente, el hombre puede elegir su propia felicidad. Según Locke, la voluntad no es libre de querer o no querer una acción cuando ésta se le presenta como algo inmediato, y está en sus manos el llevarlo a tér­ mino; necesariamente debe preferir la acción o su omi­ sión; y esa acción u omisión se seguirá sólo del acto de voluntad que impera a las potencias: es necesaria **.*4 9 «* Cfr. S. T om As, Summa Theologiae, I-II, q. 10, jt. 2, c. 49 «Siendo el querer, o volición, una acción, y consistiendo la libertad en el poder de obrar o no obrar, el hombre, respecto al querer, o sea, al acto de la volición, cuando una acción cual­ quiera que esté en su poder llevar a cabo le haya sido propuesta a sus pensamientos com o cosa que debe hacerse (subrayo yo), no puede ser libre. La razón de esto es bien clara. Ya que, siendo inevitable que la acción que depende de su voluntad exista o no exista, y siguiendo la existencia o no existencia en modo perfecto a la determinación o preferencia de su voluntad, no puede evitar querer la existencia o no existencia de aquella acción; es absolu­ tamente necesario que quiera una cosa u otra; es decir, que pre­ fiera una cosa a otra, ya que una de las dos debe seguir necesa­ riamente, y aquella que sigue, sigue por la elección o determina-

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No sucede lo mismo cuando se trata de algo futuro; por eso, el hombre es libre de considerar o no aque­ llas ideas que le van a llevar a definir lo que constituye para él su sumo bien. Existe un cierto control sobre la propia felicidad: cada uno puede descubrirla o no descubrirla, aplicando sus potencias a la consideración de lo que es su bien supremo, o no aplicándolas. Cada uno puede llegar hasta ella, a partir de las ideas de placer y dolor, y de aquellos objetos o acciones que las causen en él, guiado necesariamente por la rigidez de la demostración racional. Pero puede también no descubrirla: es libre. Por otra parte, el bien sumo no es el mismo para todos los hombres, ya que su fundamento último es el placer individual, y los «paladares» — la capacidad de sentir placer— no son idénticos. Cada uno debe, por tanto, establecer para sf su propio y sumo bien; y tendrá que deducirlo de las ideas simples de placer y dolor, único criterio cierto para juzgar de la bondad o ma­ licia de algo50. ción de su espíritu; o sea, por el hecho de que él la quiere: ya que, si no la quisiera, no serla. De modo que, en relación ,al acto de querer, un hombre (en tal caso) no es libre: ya que la libertad consiste en el poder de obrar o no obrar; poder que, por lo que respecta a la volición, un hombre, en el caso que hemos dado, no tiene» (II, 21, n. 23). so Cfr. II, 21, n. 43. A este respecto, afirma Viano: «En este sentido, el doing o f good y el doing o f harm ya no se determinan sobre la base de un comportamiento estable, único para todos y en todas las situaciones; sino como respuestas positivas o ne­ gativas ante determinados requerimientos. Bien o mal en general es aquello que satisface a una exigencia determinada, generando placer o eliminando una inquietud. De este modo, la posibilidad de hablar del fin último de las acciones humanas se viene abajo, junto con todo el orden jerárquico de los medios y de los bie­ nes menores; al paso que se toman posibles los conflictos entre bienes, ya que lo que colma algunas exigencias de un individuo puede no satisfacer otras exigencias de ese mismo sujeto» (o. c., p. 138).

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—Para Locke, el principal ejercicio que un hombre puede hacer de su libertad consiste en poner a la razón en condiciones de constituir, libremente (es decir, ra­ cionalmente), su Bien Sumo (cfr. II, 21, n. 69): «aquél que dará el tono ético a los demás bienes particulares. Y con respecto a esta acción fundamental, que se refiere a algo futuro, el hombre es libre. ¿Lo es tam­ bién respecto a los bienes parciales? A primera vista, parece que no: dado nuestro modo de ser, sensible y sucesivo, el objeto de la voluntad es siempre un solo acto. Por otra parte, la felicidad consiste, antes que nada, en librarnos del malestar presente; en consecuen­ cia, el hombre se encuentra determinado a la disolu­ ción del malestar actual y a la consecución del placer inmediato: no es libre. ¿De qué le sirve poder constituir su bien sumo, si se encuentra sometido a irnos bienes parciales, que pueden impedirle llegar hasta él? Pero no hay que preocuparse: la volición es también un acto; y el hombre, gracias a la libertad, tiene en sus manos «el poder de suspenderla o de actuarla»; es un dato de experiencia51. He ahí el verdadero fundamento si «La mayoría de las veces el espíritu tiene el poder de tener en suspenso la ejecución de, un acto, la satisfacción de uno cual­ quiera de sus deseos: asi puede tenerlos en suspenso todos, uno después del otro; es libre de considerar los objetos, de exami­ narlos en todos sus aspectos, y ponerlos en relación cón otros. La libertad del hombre está en-esto; y de no usarla justamente viene toda esa masa de equivocaciones, errores y defectos en los que caemos en la conducta de nuestra vida y en nuestros esfuer­ zos hacia la felicidad: o sea del hecho que precipitamos la de­ terminación de nuestra voluntad, y nos empeñamos demasiado pronto antes de haber examinado la cuestión debidamente. Para impedir esto, tenemos el poder de suspender el proseguimiento de esta o aquella cosa deseada, como cada uno puede experi­ mentar en si mismo cada dia. Esta me parece la fuente de toda libertad; en esto parece consistir aquello que (impropiamente a mi parecer) se denomina libre albedrío...» (II, 21, n. 48). En este caso la cursiva es mía.

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de la libertad lockiana: la capacidad de «tener en sus­ penso» la ejecución de un acto concreto hasta haber examinado con las precauciones necesarias si es o no un bien, poniéndolo en relación con la propia felicidad (cfr. n. 53). Pero si la acción capaz de producir en el sujeto un placer es recta exclusivamente por esa capacidad de producirlo (cfr. II, 21, n. 43), cualquier acción que nos libere del malestar presente será justa, y la mejor que podíamos realizar en aquel instante. En este sentido, estamos necesariamente determinados a realizar un conjunto de actos buenos: no hay posibilidad de mal. Para romper ese determinismo, Locke introduce otra coordenada: la dimensión sucesiva de nuestra felici­ dad, compuesta por la suma de placeres finitos y mo­ mentáneos. En todo bien, dice, hay que considerar dos aspectos: «En primer lugar, lo que es propiamente bueno o malo no es otra cosa que simple placer o dolor (...). En segundo lugar (...) son consideradas buenas o malas también aquellas cosas que llevan de­ trás de si placer o d olor» (n. 60). Y este nuevo aspecto del bien le permite trascender la necesidad apremiante del placer sensible®. Por otro lado, le permite dotar de objetividad a una deontología subjetiva. En efecto, si redujéramos el bien y el mal a su resonancia pre­ sente en el sujeto, cada uno será muy libre de poner por obra aquellas acciones que en cada instante le provoquen mayor goce; es más, en base a ese ansia de felicidad absoluta, que constituye como el imperativo moral del que deriva la tonalidad ética de sus acciones, estará obligado (moralmente, con razón de deber) a producirlas; ya que con eso realiza y constituye el bien.5 2 52 «Si cualquiera de nuestras acciones estuviese cerrada en si misma, y no arrastrase detrás suyo otras consecuencias, induda­ blemente no nos equivocaríamos jamás en nuestra elección del bien: siempre e infaliblemente preferiríamos lo m ejor» (n. 60).

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Considerada bajo este aspecto, la moral de Locke declina en subjetivismo. Se libera de él por la indi­ cada referencia al futuro: si existe un Dios capaz de producirnos placer o dolor en otra vida, y un placer o dolor muy superiores al que nuestras acciones pre­ sentes nos acarrean, el mismo imperativo de felicidad que hay dentro de nosotros nos obliga a considerar las consecuencias de cada uno de nuestros actos, en rela­ ción no sólo al bien actual, sino también al posible bien futuro, y como ese bien depende de una Voluntad Omnipotente, debemos someternos a la ley única e in­ mutable, nacida del arbitrio divinoM. Recurso in extremis a un Dios arbitrario y nomina­ lista; cuerpo extraño en una doctrina en la que, radi­ calmente, el bien tiene su único fundamento en el sujeto. ¿Cómo es posible que una acción buena en sí misma, simpliciter y «propiamente* buena, pueda traer como consecuencia algo, el dolor, simpliciter y «pro­ piamente» malo? En el fondo, lo que late en la doctrina de Locke es una tensión no resuelta entre el auténtico Principio de la Bondad — Dios, Ipsum Esse, Ipsum Bonum— y ese otro origen subjetivo, el ansia de felici­ dad que pugna por constituirse en principio único, sin principio. Dualidad no resuelta en cuanto a las conclusiones aceptadas por el autor, porque substan­ cialmente el conflicto está decidido; y la misma posi­ ción del problema designa como vencedor absoluto a la subjetividad individual constitutiva. De eso se en­ cargará la historia. *

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s «Las recompensas y castigos de otra vida, que el Omnipo­ tente ha establecido 'como sanción de su ley, tienen un peso suficiente para determinar la elección, de frente a cualquier pla­ cer o dolor que pueda producir esta vida presente, cuando se considere aunque sólo sea la posibilidad de un estado eterno, cosa de la que ninguno puede dudar...» (II, 21. n. 72).

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Resumamos: la libertad en Locke se articula en dos fases fundamentales; y en las dos, la posibilidad del acto libre la costituye nuestra aptitud para suspender la determinación de la voluntad hasta que los términos en que el problema se plantea aparezcan con la cla­ ridad necesaria. £1 primero y radical de estos momen­ tos es la elección del propio bien supremo, de aquello que genera la felicidad más cumplida. El segundo de­ pende en gran parte de éste, y consiste en examinar la bondad o malicia de cualquier acción, refiriéndola a la felicidad total. En uno y otro caso, el alcance de la libertad humana está en negarse a determinar a la voluntad hasta que no se haya comparado el bien presente con la felicidad futura; en negarse, por tanto, a someterse a un juicio falso; en decir que no hasta que la razón no haya dado su dictamen definitivo. La causa de la elección mala es siempre un defecto de razonamiento, provocado por la precipitación al juzgar de la verdad de aquello que se propone54; y este error (racional) es imputable. Por eso, considerada en su conjunto, la filosofía mo­ ral de Locke puede clasificarse como racionalismo-, es la razón la que da el fin a una libertad atemática. El juicio racional perfecto y acabado asegura necesaria­ mente la consecución del propio fin; la libertad, im­ pidiendo la determinación precipitada de la voluntad, asegura el uso sin prejuicios, libre de trabas (cfr. II, 21, n. 54), de una razón que a su vez encauza esa ener­ gía primordial del hombre a la consecución de la feli­ cidad a que tiende. El núcleo de toda la vida moral humana consiste en poner a la razón en condiciones de juzgar correctamente; y nuestra única obligación con­ 54 «E l juicio errado que nos lleva fuera del camino y frecuen­ temente induce a la voluntad a detenerse en el partido peor, con­ siste en representarse erróneamente el mérito respectivo de las cosas» (11, 21, n. 64).

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siste en juzgar con calma; después, la necesidad inhe­ rente a la naturaleza de las ideas nos obligará a obrar del modo más apto para conseguir la felicidad perfecta (cfr. II, 21, n. 53). De ahí la importancia excepcional que Locke con­ cede a la ética demostrada como instrumento de domi­ nio sobre el propio fin; basta que la razón actúe en toda su pujanza para lograr la seguridad plena de con­ seguir nuestro destino: «la moral, establecida sobre sus verdaderos fundamentos, no puede no determinar la elección en todo aquel que quiere tomarse la moles­ tia de examinar las propias acciones; y el que no quiera ser una creatura racional en la medida necesaria para reflexionar seriamente sobre la infinita felicidad o infe­ licidad, inevitablemente tendrá que echarse la culpa a sí mismo, por no haber hecho el uso que habría debido de la propia inteligencia» (II, 21, n. 27). *

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Locke concibe la libertad como poder, como fuerza originaria; como energía primordial no finalizada. La libertad de Locke es «poder», pujanza; y nada más: su único objetivo es una felicidad subjetiva y atemática; Y aquí surge la primera y radical divergencia con res­ pecto al auténtico concepto de libertad. En Locke es la felicidad, el ansia de felicidad, el origen del dina­ mismo de toda la vida psíquica volitiva; como era la percepción, la capacidad de percibir, el de todo el co­ nocimiento. Pero en un primer momento, ese dinamis­ mo carece de dirección; es, sin más, fuerza. Al contrario, de suyo la libertad es energía porque está finalizada; puede moverse porque tiene dirección. El ser del hombre, libre porque se le ha concedido el privilegio de su propia realización en cuanto ser, debe moverse por sí mismo hasta actualizar por completo

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su propia virtud; pero sólo la actualiza si camina en el sentido debido. El hombre libre es principio abso­ luto en su propio orden; pero tiende, por su misma naturaleza, a Dios. Y como es libre, puede rechazar el Fin al que su misma perfectio essendi está dirigidaH. La libertad primigenia del hombre radica en la capa­ cidad de adhesión voluntaria al Fin último, pudiendo al mismo tiempo no adherirse. La libertad humana fundamental, la que libera las otras libertades, debe entenderse no como elección del propio fin, sino como adhesión al Fin propuesto: como asunción voluntaria de la tensión que le dirige hacia su objeto, y como intensificación voluntaria de esa tensión5 56. El hombre puede romper su ordenación al fin último por el pe­ cado; pero ese acto por el que se escoge a sí mismo, rechazando a Dios, no sería ni su libertad, ni parte de su libertad, aunque sí una manifestación — triste ma­ nifestación— de ella57. Dejando al lado otras precisiones de detalle, es en este terreno donde debe buscarse la incompatibilidad de fondo entre la moral que Locke propone y la ética natural y cristiana. En la moral, que es la ciencia que conduce al hombre a su Sumo Bien, es necesario con­ siderar dos extremos: Dios, Bondad por Esencia, Ipsum 55 «La libertad se endereza por sí misma a una sola cosa, es decir, al bien; pero de tal modo, que puede apartarse de él o permanecer en el bien. Ya que si tendiera inevitablemente al bien, no sería lícito hablar de voluntad (lib re)» (S. T omás, In l Sertt., d. 39, q. II, a. 2, ad 3). 66 «L a originalidad de la libertad humana está en ser un principio nuevo en el mundo, que puede modificar, dentro de ciertos límites, el mismo curso de la naturaleza; pero que sobre todo lo constituye la verdadera posibilidad de trascendencia del hombre en dirección del Absoluto y como apertura hacia la fe y la gracia que lo deben salvar» (C. Fabro, ¿'anima (Introduzione al problema dell’uomo), Editrice Studium, Roma, 1955, p. 137). 57 Cfr. S. T omás, De Veritate, q. 22, a. 6, c.

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Esse; y el hombre, creatura espiritual e inmortal, des­ tinada por su misma naturaleza a conocer y amar a Dios sobre todas las cosas, con un amor absoluto e incondicionado. Dios es el Bien. £1 mundo, y el hombre, son bienes por participación. En cuanto son, son buenos; pero no absolutamente. Y el hombre, por su rango superior, está destinado a alcanzar su bien supremo moviéndose a sí mismo. El ámbito en el que despliega su libertad es el mundo, las cosas que le rodean; son ellas las que constituyen esos requerimientos divinos que le ofrecen la posibilidad de actuar la tensión que lo devuelva a su Fuente5*. El hombre es sujeto de moralidad porque puede co­ nocer y amar a Dios como Bien Sumo y al resto de los bienes como dependientes de él. El mundo es la escena donde desarrolla su vida ética; y para que su repre­ sentación tenga un final feliz, debe amarse a sí mismo y al resto de las criaturas como criaturas: es decir, por Dios, Principio Absoluto de su bondad. En la filosofía moral de Locke los términos se in­ vierten. Dios ya no es bueno sin más, sino por su relación a mí: porque puede producirse un placer; y si se le concede aún la categoría de Bien Supremo es sólo por su poder de generar un gozo sumo, aunque finito, sensible. El mundo no es bueno por haber sido creado por Dios, porque participa de su bondad, sino porque me permite alcanzar la bienaventuranza. Los dos, por tanto — Dios y el mundo—, deben ser queridos por su relación a mí (propter me), y sólo por ella. De este* 5* «De algún modo, cualquier criatura se encuentra en Dios antes que en si misma, pues de El procede, y comienza a distan­ ciarse de Dios por la creación. Y por eso, porque antes de ser estaba unida a Dios, la criatura racional debe volver a El, como también los ríos retoman a su origen» (S. T omAs, Contra impugn. Dei cultum et relig., 1).

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modo la felicidad, el ansia de felicidad, se convierte en principio y fin de la existencia de cada hombre, en motor primero de sus actuaciones596 , en razón y fin de 0 su libertad La búsqueda de la dicha se erige en lo principalmente amado y principio de cualquier otro querer616 ; sustituye a Dios como causa volendia. 2 El hombre debe amarse a sí mismo, amar al mundo y amar a Dios; lo que la moral natural y la ley cristiana imperan es que el amor al mundo y el amor propio se subordinen al de Dios. Junto a esta manera de amor propio, en Dios y por Dios, caben otras dos: el amor a sí, en razón del propio bien, pero sin hacer de este bien el fin absoluto y principio fontal de cualquier otro amor; y el amor del propio bien, que se constituye en 59 «Si se preguntase todavía qué es lo que mueve al deseo, respondería: su felicidad y sólo ella» (II, 21, n. 42). 60 «E l fin mismo de la libertad es que podamos alcanzar el bien que escogemos» (II, 21, n. 49). 61 «E l objeto principalmente querido es para el que quiere la causa de su querer. Y así cuando decimos: quiero andar para curarme, estamos señalando la causa de nuestro querer. Y si preguntáramos de nuevo: ¿por qué quieres curarte?, establece­ ríamos una cadena de causas, hasta llegar al fin último, que es lo principalmente querido y causa por sí mismo de nuestro querer» (S. T om As, C. G., I, 74, n. 635). 62 Puede descubrirse en todo este planteamiento un influjo claro del protestantismo. Para Lutero, la realidad de Dios —Uno y Trino— es, en si misma, irrelevante; y lo mismo la Persona de Cristo. Lo que importa es su acción respecto al hombre, la obra redentora: «... si Cristo es llamado Cristo no es porque tenga dos naturalezas: ¡a mí qué más me dal Si lleva ese nombre gran­ dioso es a causa de la función y de la obra que ha asumido. He aquí lo que da el nombre. Que por naturaleza sea Dios y Hom­ bre, eso le importa a él; pero por cuanto por su función se vuelve hacia mí, derrama sobre m í su amor, es mi Redentor y mi salvador: he aquí que es para mí entonces mi consolación y mi bien» (Dr. Martin Luthers Werke, Weimar, 1912-1921, X V I, p. 217). Sobre el inmanentismo religioso de Lutero y sobre su influencia en la filosofía y teología posteriores, cfr. R. García de Haro, Historia teológica del Modernismo, EUNSA, Pamplona, 1972.

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fin y causa originaría de los demás amoresu. Este último modo de querer es contrarío a la caridad, tiene razón de pecado; es más, constituye substancialmente la raíz de cualquier otro pecado6 64. Y ése es el amor 3 que encontramos en la base de la ética demostrada. Naturalmente, no se trata de juzgar el estado espiritual de Locke, y mucho menos sus intenciones, sino sim­ plemente de arrojar un poco de luz sobre los principios de su ciencia. El amor propio desordenado es imputable en cuanto que el hombre, que es una criatura, se arroga los de­ rechos del Creador. Pero ¿es esto posible?; si el hombre es un ser participado, que tiende por naturaleza a su propio fin, al Ser, ¿es posible que se constituya a sí mismo en fin propio y en fin de toda otra criatura? ¿Cabe tal grado de deficere? Cabe. Y cabe, precisamente, porque el hombre es libre, porque está llamado a un Fin más alto que el de la creación material. Por su mayor participación en el ser, el hombre puede no lograr el Fin que naturalmente alcanzan las criaturas no espirituales; es ésa la contra­ partida del amoroso designio por el que quiso Dios que nos dirigiéramos a El libremente, para hacemos más intimamente partícipes de su vida. La libertad 63 «E l amor que alguien guarda a sí mismo puede relacionarse de tres modos con la caridad. El primer modo, opuesto a la verdadera caridad, se da cuando alguien pone su fin en el amor del propio bien. El segundo modo se incluye en la caridad, y aparece cuando uno se ama a si mismo por Dios y en Dios. El tercer modo, aunque distinto de la auténtica caridad, no la niega, pues alguien puede amarse a sí mismo por las perfecciones que posee, sin constituir el propio bien en fin último; y del mismo modo puede amar a las personas que le rodean, por algún motivo diverso del puro amor de Dios, como son la consanguinidad o algún otro motivo humano referible a la caridad» (S. T omás, Summa Theologiae, II-II, q. 19, a. 6, c). 64 Cfr. In I I Sent., d. 42. a 1, sol.'

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radical, en efecto, consiste en el poder causarse de modo absoluto en el propio orden, dirigiéndose volun­ tariamente hacia el Fin que señala la propia natura­ leza; sin embargo, para que el hombre pueda dirigirse por sí mismo, es necesario que también pueda no-dirigirse, volviéndose hacia las realidades distintas de Dios tó. Y ese fin distinto de Dios, ese «otro-dios*, no puede ser, para cada persona, sino ella misma. Porque el ob­ jeto propio de su voluntad es el Bien infinito, el hom­ bre está totado de una ilimitada capacidad de amor; y esa capacidad ilimitada hace de sí mismo un cierto todo, un cierto infinito o absoluto, que le permite quererse con un querer incondicionado y condicionante de cualquier otro amor. Es a eso a lo que llamábamos inversión de la polaridad en las relaciones éticas. Inversión que en Locke es paralela y en cierto modo consectaria de la que realiza en el ámbito del conoci­ miento; a base de no mirarse sino a sí mismo y al ente en cuanto contenido dentro de sí, el hombre se des­ lumbra ante su propio todo, ante su ilimitada capaci­ dad de amar y conocer. La voluntad, como el entendi­ miento, por su naturaleza espiritual, puede volverse 45 «En las criaturas más nobles se halla, además de la natura­ leza, otro principio más alto, que es la voluntad; pues cuanto más cerca está uno de Dios, tanto más libre es de la coacción de las causas naturales, como afirma Boecio (V. de Consol, pro­ sa 2). Por eso las criaturas libres pueden conservar el recto orden exigido por su naturaleza, tendiendo a su propio fin, o abando­ narlo, apartándose de ¿I; pues si inevitablemente, por providen­ cia divina, se enderezasen a su fin quedarían privadas de la mis­ ma condición de su naturaleza libre, como dice Dionisio. Por eso, Dios las ha forjado de tal modo que puedan pecar, dejando en su poder la posibilidad de apartarse o no del propio fin; cosa que no ocurre a los entes inferiores» (S. T omás, ¡n / Sent., d. 39, q. II, a. 2 sol.).

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sobre su propio acto, querer querer “ , y querer su pro­ pio querer en cuanto éste es bueno; y puede conver­ tir el querer con el que quiere en la causa fontal de cualquier otro amor. He ahí la raíz de la posibilidad del deficere humano67. Lo curioso es que Locke niegue a la voluntad ese poder de reversión. La voluntad, dice, no es libre de querer o no; el mismo modo de plantearse la cuestión es un absurdo (cfr. II, 21, n. 23). Curioso, no porque no esté de acuerdo con la letra del resto de su filosofía: Locke disocia libertad y voluntad y hace de esta última una potencia quasi-sensible y dirigida de modo exclu­ yeme a la acción; querer es sólo querer-hacer, ordenar; y. entonces la reflexión es un absurdo. Sino curioso* «La voluntad es dueña de sus propios actos; está en su mano querer y no querer. Pero esto no sucedería si no poseyese la potestad de moverse a si misma para querer: luego la voluntad se mueve a si misma» (S. T om As, Summa Theologiaç, I-II, q. 9, a. 3, se.). *7 «La espiritualidad de la voluntad le hace posible, a la vez, querer algo y querer el bien en si, y quererse a si como bien. Y aquí aparece una dualidad «natural» que está necesariamente implicada en la libertad psicológica originaria: la radical ambi­ güedad de la decisión fundamental, la radical polaridad de la opción primigenia: el bien-en-si, como razón de todo querer; o el bien-para-mi, igualmente condicionante de todo otro querer. Eso es posible porque todo bien-en-sí es también un bien-para-mi. Nos encontramos así ante dos principios u orientaciones funda­ mentales posibles: querer todo (yo mismo incluido) en cuanto es bueno en si, o querer todo en cuanto es bueno para mi (ha­ ciendo del para-mi la condición de toda bondad). Esta opción es posible porque, si ningún bien en si es posible sin el Bien en si (del que los demás bienes son participaciones: bienes causados y, por tanto, limitados), sin mí ningún bien es posible para mí: yo soy, para mí mismo, un absoluto (relativo). Y la relatividad de este absoluto desaparece de mi horizonte espiritual cuando, en virtud de la flexibilidad esencial de mi querer, hago del que­ rer con que quiero el objeto central de mi interés» (C. Cardona, Metafísica.... cit., pp. 142-143).

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porque al mismo tiempo que niega a las potencias, con­ sideradas individualmente, la facultad de reflexión, hace que todo el hombre revierta sobre sí mismo: en su conocimiento y en su voluntad. Y eso es, de hecho, re­ versión de las potencias. La paradoja es notable. Toda la construcción del En­ sayo se apoya precisamente en esa posibilidad humana de volverse por completo sobre sí mismo, de des-ligarse del mundo y de su Creador; y, sin embargo, teórica­ mente, esa posibilidad se niega. Me parece que, a este respecto, son muy oportunas las palabras con las que C. Cardona inicia el análisis del acto supremo de liber­ tad latente en el fondo del cogito: «E l pensamiento moderno, en efecto, constituye todo él la más arries­ gada incursión en el ámbito de las posibilidades de la libertad, que jamás haya hecho la mente humana: y no tanto tratándola como tema — lo que ciertamente ha hecho en gran medida— , cuanto ejercitándola en sus más ocultos resortes»*8. Esa utilización de los resortes más íntimos de la libertad dirige todo el Ensayo. Locke pretendía cons­ truir una moral humana, para el hombre y desde el hombre. Y lo que resulta es una moral basada de modo excluyente en él; y, por tanto, sin Dios. Pero Dios, puede objetarse, tiene un papel en la filosofía y en la moral lockiana; si, pero no se trata de Dios. Como el hombre se somete a El sólo en la medida en que puede recom­ pensarle, y sólo con esa condición, lo relativiza; y lo que resulta de esa maniobra no puede ser llamado Dios: «En relación con Dios, el cómo es el qué. Quien no se pone en relación según el modo del abandono absoluto, no se pone en relación con Dios. Respecto a Dios, uno no puede ponerse en relación hasta cierto 88 C. Cardona, Metafísica..., d t., p. 127.

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punto, porque Dios es precisamente la negación de todo lo que es hasta cierto p u n to »40. El Dios de Locke se agota en ser-para-el-hombre, para su ética racional; está puesto a su servicio y suplirá todas las deficiencias del sistema hasta que lo humano alcance la mayoría de edad en la inmanencia constitu­ tiva. Para ese «dios» Locke sí que tiene un puesto: para un dios que da un criterio «complementario» del bien y del mal, una ley que dimana exclusivamente de su arbitrio y suple la indecisión de un hombre que todavía no se atreve a eliminarlo de la escena. Más tarde, lo humano se convertirá en dueño absoluto del bien y del mal, identificándolo con su mismo ser: habremos llegado a Kant. En Locke, Dios es sólo «mediante» de moralidad. El fundamento último del bien es el hombre; el impera­ tivo moral supremo, el deseo de felicidad que encuentra dentro de sí; y el fin, la felicidad misma: ese nuevo dios-humano que se manifiesta al principio y a lo largo de cada existencia como impulso hacia la posesión del goce definitivo, como ansia. A ese baremo moral incon­ dicionado, Dios da el criterio mediato de moralidad de dos formas: 1) uniendo «irracionalmente»*70 la idea de placer o dolor a una u otra de las sensaciones simples; y 2) emanando una norma objetiva, la ley, que se trans­ mite a los hombres por medio del lenguaje. De las dos maneras consigue dar dirección a una libertad radical, sin reservas, pero atemática y por sí misma inoperante. En este contexto, la norma moral objetiva está des­ tinada a desaparecer, como destinado a desaparecer se encuentra el mismo Legislador; sólo subsistirán, como 40 S. K ierkegaard, Diario, X2 A 664: Papirer (1850), publicado por P. A. Heiberg, V. Kuhr y E. Torsting, Gydendal Forlag Copenhagen, 1909-1948. Trad. italiana, C. Fabro, en 3 vols., Brescia, 1948-1951. 70 Cfr. IV, 3, n. 6, ya citado.

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criterio ético, las sensaciones de bienestar y desagrado, asumidas en el seno de la individualidad subjetiva. Porque en un universo como el de Locke, en el que se han esfumado las naturalezas universales, nadie puede garantizar la existencia de otras sensibilidades seme­ jantes a aquella con la que cada uno determina la moralidad de sus actos; nadie puede asegurar que las ideas abstractas formadas por la razón, a fuerza de ideas simples, coinciden con las ideas que forje otra sensibilidad razonante; y, a no ser que mi propia sen­ sibilidad se convierta en Absoluto, nadie podrá asegu­ rarme que las mismas ideas abstractas que en mí se presentan con unas relaciones determinadas, tengan que presentarse de la misma forma ante la sensibili­ dad de otros seres inteligentes. Nadie, sino Dios. Un Dios tan condescendiente con los fines de la moral lockiana, que está dispuesto a acopiar del modo más apropiado las sensaciones de dolor y placer al resto de las sensaciones, y a salir fiador de la inmutabilidad de las relaciones éticas. Un Dios que es y no es, puesto que sólo es para mí; y un bien y un mal que son y no son, puesto que son también sólo para mí. Es lógico: «Sin Dios o con un Dios relativizado, no hay discriminación decisiva entre la verdad y la falsedad ni entre el bien y el m a l»71. De ahí que esa moral universal tan cacareada corra un peligro inminente de convertirse en subjetivo, o de asumir en el seno de una Subjetividad Genérica (la «Sensibilidad Humana») a las personas individuales; y éstas, entonces, se verán obligadas a sacrificarse en aras de la subjetividad Abstracta. En Locke todo apunta hacia el individualismo; pero la segunda de las hipó­ tesis tampoco parece imposible. C. Cardona, Ralees del escepticismo moderno, en Palabra, nn. 132-133, agosto-septiembre 1976, p. 9.

VII EL AMBITO DE LO OPINABLE Y LA TOLERANCIA 1.

LA OPINION: ASENTIM IENTO REGULADO POR LA RAZON

S IN

CERTEZA,

Locke terminó la primera parte del libro IV creyendo ofrecer a la humanidad un método infalible para regu­ lar sus acciones en vistas a la felicidad perfecta: upa ética demostrada. Una moral, decíamos, en la que la fe no tiene cabida; arreligiosa. La fe es, en el Ensayo, un tipo más de opinión. En su ámbito vige una facultad distinta del conocimiento, que Locke denomina juicio. Mediante esta nueva po­ tencia, «la mente supone que sus ideas concuerden o discuerden, o bien, que viene a ser lo mismo, que una proposición sea verdadera o falsa, sin percibir una evidencia demostrativa en las pruebas» (IV, 14, n. 3). El juicio es lo heterogéneo del conocimiento: en el conocimiento se percibe con certeza la concordancia o discordancia de las ideas; en el juicio, esa concordan­ cia está presupuesta (cfr. IV, 14, n. 4).

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El juicio no entra en la categoría de lo intuitivo; tampoco cabe, propiamente, en la de lo demostrado; se trata de una especie de razonamiento en el que inter­ viene alguna prueba cuya trabazón con el resto «no es constante o inmutable, o, por lo menos, no es percibi­ da como tal; pero es o aparece así en la mayoría de los casos, y es suficiente para inducir al espíritu a juzgar que la proposición es verdadera o falsa, más bien que su contraria» (IV , 15, n. 1). Opinión se llama al argumento en el que el paso entre dos de las ideas que lo componen no es evidente, no se percibe de modo intuitivo. En estos casos, «lo que me hace creer es algo extraño a la cosa que creo; algo que no está evidentemente unido por ambas partes a aquellas ideas que se examinan, y que no demuestra de manera manifiesta su concordancia o discordancia» (IV, 15, n. 3). ¿Por qué, entonces, asentimos a una proposición como verdadera, si realmente no la conocemos? Según Locke, dos son los motivos que pueden determinar nuestro asentimiento: «Primero, la conformidad de una cosa cualquiera con nuestro conocimiento, observación y experiencia anteriores (...). Segundo, el testimonio de otros, que nos lo aseguran con su observación y expe­ riencia» (IV, 15, n. 4). El testimonio ajeno no consti­ tuye por sí mismo razón suficiente para otorgar nuestra adhesión a ninguna verdad; ya que entonces sometería­ mos nuestra conducta al arbitrio de otros1, dejando de obrar racionalmente; de esta manera, dice Locke, nos atraeríamos el rigor de la ira divina, ya que Dios nos ha provisto de la razón para que sea el último juez y árbitro en todas nuestras actuaciones.* < El hombre, «p or cuanto puede con frecuencia errar, no pue­ de reconocer otro guía que su razón, ni someterse ciegamente a la voluntad y al dictado de otro» (IV , 16, n. 4).

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Una actuación racional es sólo la que sopesa los pros y los contras de aquello que se le propone, poniéndolo en relación, antes que nada, con su experiencia y cono­ cimientos anteriores; y sólo en un segundo momento debe atender «al número y credibilidad de los testimo­ nios» (cfr. IV, 15, nn. 4-6). Hay verdades que perma­ necen dentro del ámbito de lo cognoscible. Locke las llama cuestiones de hecho. En estos casos, cuando lo que se propone está de acuerdo con la experiencia constante del que escucha, y los que lo certifican son personas dignas de crédito, puede aceptarse con una adhesión cercana a la seguridad; pero si los testimo­ nios contrastan entre sí, o se oponen a mi sentir coti­ diano, el grado de asentimiento será mucho más débil, llegando en algunos casos hasta el escepticismo. Además, en estas ocasiones el consentimiento depende exclusivamente de los testigos. Habrá que tener en cuenta «que cualquier testimonio, cuanto más alejado de la verdad original, menos fuerza y autoridad po­ see (...). Por eso, en las verdades que nos llegan por tradición, cada grado de distanciamiento de la fuente disminuye la fuerza de la prueba; y cuanto mayor es el número de las manos por las que sucesivamente ha pasado la tradición, tanto menor es la fuerza y la evi­ dencia que recibe» (IV , 16, n. 10). A Locke le parece necesario aclarar esta cuestión, pues ha visto que entre «cierto tipo de personas se practica exactamente lo contrario; pues afirman que las opiniones adquieren mayor fuerza en cuanto se hacen más viejas» (ibíd.); después, da los datos imprescindibles para que el lector deduzca qué valor debe atribuirse (racionalmente) a la Tradición Católica como fuente de Revelación. Además, existen otros asuntos que, «por encontrarse más allá de la esfera de lo que nuestros sentidos pue­ den descubrir, no son susceptibles de testimonio hu­ mano» (IV , 16, n. 5). Y son, fundamentalmente: «1) la

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existencia, naturaleza y operaciones de los seres inma­ teriales fuera de nosotros, como los espíritus, los án­ geles, los diablos, etc. O la existencia de seres mate­ riales que, por su propia pequeñez o por su lejanía respecto a nosotros, no pueden ser aprehendidos por nuestros sentidos (...); 2) ...e l modo de la operación de la mayor parte de las obras de la naturaleza: de las cuales, aunque vemos los objetos sensibles, descono­ cemos sus causas, y no podemos ver de qué modo y manera son producidas» (IV , 16, n. 12). Si prestamos atención a estas últimas líneas, quizá puedan aclararse un conjunto de cuestiones que Locke en los libros precedentes había mantenido en un dis­ creto quizá. En primer término, todo lo que se refiere a los seres espirituales, incluida la esencia de nuestra alma, que Locke considera incognoscible: pues aunque admite que cada uno puede sondear su propia esencia, restringe ese conocimiento al ámbito de la «persona»; y ésta, constituida exclusivamente por la percepción refleja, poco tiene que ver con la naturaleza del hombre y de su alma. Por otro lado, lo relativo a la constitu­ ción interna de la materia, hipótesis tan querida a Locke y de la que, según reconoce, no puede ofrecer ninguna prueba. Junto con éstas, su concepción de la causalidad como capacidad de modificar una idea sen­ sible o de que ésta sea modificada: ya que las ideas son los únicos «objetos sensibles» de los que podemos tener experiencia. *

*

*

En todo el planteamiento de Locke resulta extraño el divorcio absoluto entre la opinión y el conocimien­ to; asombra también que equipare fe y opinión, sobre todo si se tiene en cuenta que ese mismo concepto de fe pretende hacerlo extensivo al ámbito sobrenatural.

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Pone así de manifiesto un primer equívoco, nacido de la fusión entre los posibles estados de la mente cuando conoce —sus grados de asentimiento— , y el hecho mis­ mo de conocer. Se puede conocer algo, saber que es un modo deter­ minado de dos formas: por su misma evidencia y por la autoridad de otra persona que lo atestigua. En el primer caso sé que la cuestión es como la veo, y sé también por qué es así; en el segundo, sé cómo es, aun­ que no llegue a percibir por qué es de esa manera. Esa es la diferencia entre el conocimiento de visión, o por e-videncia, y el conocimiento por autoridad. Pero en ambos casos conozco lo que es o cómo es la cosa. Por otro lado, la adhesión de la mente a la verdad que se le presenta puede ser más fuerte o más débil; y así se habla de certeza, opinión, sospecha, duda. En lo que se refiere a este asenso, la fe — en su sentido más propio— coincide con el conocimiento por evidencia o manifestación del objeto, ya que en los dos casos estamos absolutamente ciertos de la verdad conocida. Desde este punto de vista, la fe es absolutamente dis­ tinta de la opinión, la sospecha o la duda, aunque se equipare a ellas en lo que concierne a la no-evidencia de lo conocido (para el que cree) 2. El asentimiento de la mente a una verdad puede ser absoluto, aunque esa verdad no se manifieste comple­ tamente al que la conoce. Es lo propio de la fe, divina o humana. Por ejemplo, cuando un especialista expone alguna de las conclusiones de la materia de su compe­ tencia, aunque otras personas no descubran la evidencia interna de esa proposición, pueden estar ciertos de que 2 «E l acto de creer implica una firme adhesión del que cree, y bajo este aspecto se identifica con el conocer y el entender. Pero el conocimiento de fe no "comunica una evidencia intrínseca de lo conocido, y asi considerado coincide con el dudar, el opinar o el sospechar» (S. T omás, Summa Theologiae, II-II, q. 2, a. 1, c).

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lo que dice es verdadero; y saber, por tanto, cómo es esa realidad. El asentimiento de la mente, en estos casos, puede incluso ser tan grande como el que se da a algunas verdades conocidas por su intrínseca mani­ festación al entendimiento. Esa certeza es aún mayor cuando se trata de la fe divina, ya que el conocimiento con que Dios se conoce y conoce todas las cosas es infinitamente superior al que los hombres pueden lograr acerca de las realidades más evidentes. Por eso no tiene sentido oponer la fe al conocimiento. Con todo, cuando Locke excluye la fe del ámbito de lo conocido actúa de modo coherente con su filosofía. En primer término, porque al erigir la claridad y dis­ tinción sensibles como criterio último de cognoscibili­ dad, se ha empeñado en no admitir otras convicciones que las producidas por un objeto que se manifieste de modo exhaustivo a la sensibilidad humana; para Locke no cabe otra certeza que la que nace de la manifesta­ ción sensible de las ideas, consideradas exclusivamente como ideas (sensibles). Por eso, todo lo que exceda a la evidencia racional o intuitiva en torno a ideas claras y distintas (materiales), será confinado al ámbito de lo incognoscible. En segundo término, porque Locke deriva la auten­ ticidad de nuestro conocimiento del estado subjetivo de certeza, invirtiendo las relaciones entre la manifes­ tación de la verdad objetiva y los estados de adhesión del sujeto. Para conseguirlo, violenta la naturaleza mis­ ma de la certidumbre, haciéndola radicar más en la adecuación de lo conocido a las facultades cognosciti­ vas, que en la misma evidencia de lo que se percibe. La certeza puede considerarse desde dos puntos de vista. En primer lugar, por parte de su causa; y así se dice que es más cierto aquello que tiene una causa más cierta. De otro modo, por parte del sujeto: y así se

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dice que es más cierto, para el hombre, lo que éste conoce de un modo más pleno. En el primer caso, se puede hablar de certeza sin más (sim pliciter); en el segundo, de certeza relativa (secundum quid) 3. Locke, al erigir en criterio absoluto de existencia (pensada) la claridad y distinción de las ideas sensi­ bles, elimina el primer tipo de certeza, manteniendo sólo el segundo, y haciéndolo de algún modo indepen­ diente de la realidad que se manifiesta. Esto supone una intervención positiva de la voluntad, que corrige la inclinación espontánea del entendimiento —abierto, por sí mismo, a la evidencia manifestativa del ente— 4, y lo dirige hacia una realidad que considera más ade­ cuada al sujeto. Por eso, Locke juzgará todo en función de su conformidad con nuestras facultades (sensibles); y el ente, que trasciende incluso las potencias propia­ mente intelectuales, le producirá menor certeza (secun­ dum quid) que el conocimiento de las ideas sensibles; ya que sólo éstas pueden ser comprendidas exhaus­ tivamente por un conocimiento que se ha reducido a sensibilidad, desgajándose al mismo tiempo de las rea­ lidades exteriores. Pero ese constituir como criterio único y exclusivo del conocer a la certeza que nace de la limitación del sujeto — certeza «humana sensible», secundum quid—,. implica a su vez una actitud fundamental de afirmación del hombre en lo que tiene de propio y no recibido, 3 «Podemos considerar la certeza de dos modas. Si atendemos a su causa, diremos que es más cierto lo que tiene una causa más cierta...; pero si ponemos atención al sujeto que la posee, afirmaremos que es más cierto lo que nuestro entendimiento puede abarcar más plenamente. (...) Aunque conviene señalar que para emitir un juicio absoluto sobre algo debe atenderse a su causa, mientras que al juzgar atendiendo a las disposiciones del sujeto, pronunciamos un juicio relativo...» (S. T omás, Summa Theologiae, II-II, q. 4, a. 8, c). 4 Cfr. S. T omás , Summa Theologiae, I-II, q. 62, a. 3. c.

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en su misma limitación; y conlleva un rechazo de todo lo que no es a partir del sujeto: encontrado en él y generado j>or él. Y así se negará, en primer térmi­ no, lo real como real, y el ser (esse), que es su acto constitutivo. Después, le fe; como consecuencia inevi­ table de haber renegado del conocimiento del ente y de las realidades inteligibles, la fe de Locke queda circunscrita a la horizontalidad sin relieve de una razón que discurre en tom o a modificaciones sensibles. La fe, como el conocimiento natural, declina en sensibili­ dad razonada; ya que es precisamente la analogía del ente la que abre la espiral que permite elevarse desde el conocimiento sensible hasta las realidades sobrena­ turales más altas5. Locke constituye a la sensibilidad razonable en cri­ terio único de certeza; a la certeza sensible, en único aval del conocimiento; y al conocimiento, en ponente exclusivo, al menos para el sujeto, de la realidad exte­ rior (en cuapto conocida). Y así, el ente será rechazado 5 «Cuando tenemos noticia de algo, de lo primero de lo que tenemos noticia es de que es, y cuando lo entendemos, en la medida en que lo entendemos, lo que entendemos es precisa­ mente lo que es. En este sentido, el objeto de nuestro entendi­ miento, el ente, comprende el objeto de la fe, lo contiene, es más general: ya que, para ser creído, debe ser. Y es aquí donde, de al­ guna manera, la razón natural y la fe sobrenatural coinciden, y forman como un mismo plano en virtud de la analogía: tina cognitio de rebus, un conocimiento de cosas, de entes, del ser del ente. Lo mismo que el acto de conocimiento natural, «el acto (de fe) del creyente no termina en el enunciado, sino en la cosa: pues no formamos enunciados sino para tener por ellos un cono­ cimiento de cosas, lo mismo en la ciencia que en la fe » (S. Th., II-II, q. 1, a. 2, ad 2). Y o no creo en mi creencia de Dios, sino en Dios por mi creencia. La fe me da, de modo sobrenatural, un conocimiento de realidades, que se integra con otros conocimien­ tos naturalmente alcanzados, mediante la noción misma de rea­ lidad, mediante el acto de ser. Perdida o desvirtuada esta noción, se desvanecen o deforman juntos el objeto del saber natural y el objeto de la fe » (C. Cardona, Metafísica..., cit. p. 14).

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por el mismo motivo por el que se repudia lo sobre­ natural: porque excede la comprensión del que conoce.

2. A)

EL CRISTIANISMO «RAZONABLE» DE LOCKE La

fe reducida a sus elementos racionales

En los últimos capítulos del Ensayo, Locke estudia la fe sobrenatural. Esta, dice, no es sino el asentimiento que prestamos a una proposición desconocida en base a la autoridad de Dios; y puede referirse tanto a cues­ tiones de hecho como a las que escapan al testimonio racional (cfr. IV, 16, n. 14). Por un momento parece que Locke, en base a la categoría de la Autoridad que la avala, dispensa a la Revelación del sometimiento a los cánones racionales. Pero es sólo una ilusión. Inmediatamente la reduce de nuevo a ellos, afirmando que, para adherimos a cual­ quier verdad que se nos presente como 2 Según dice Locke —y no deja de ser significativo que Comte lo omitiera en las versiones francesas—, «las ideas de un cuerpo dado en un lugar dado concuerdan de manera tan clara y la mente obtiene una percepción tan evidente de su concordancia, que no podremos nunca asentir a una proposición que afirme que el mismo cuerpo se encuentra contemporáneamente en dos lugares distantes entre si, por más que pretenda tener la auto­ ridad de una revelación divina» (IV , 18, n. 5). 13 En la Reasonableness o f Christianity, la misión de Jesu­ cristo queda reducida a garantizar desde el exterior la «moral de­ mostrada»: «E l intento de la Reasonableness no es sólo el de

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Locke propugna una fe que impera sobre las actua­ ciones humanas en la medida en que ella, a su vez, se hace racional. Por eso puede afirmar: «un sometimien­ to de este tipo, de nuestra razón a la fe, no cancela los puntos de referencia del conocimiento; tal cosa no hace tambalearse los fundamentos de la razón, sino que conserva aquel uso de nuestras facultades para el que éstas no fueron dadas» (IV , 18, n. 10). Ante semejante exaltación de las facultades raciona­ les, queda automáticamente excluido cualquier influjo sobrenatural en el acto mismo por el que se cree; influjo sin el que el conocimiento de las verdades reveladas se torna incomprensible. Al contrario, con la ayuda de la gracia, el «fiel asiente más y más firmemente a las verdades reveladas que a los mismos principios de la razón». Es cierto que «los principios de la fe están por encima de la razón» y que la inteligencia humana, aban­ donada a sus fuerzas naturales, no puede conocerlos; pero ese «conocimiento defectivo no proviene de una falta de certeza de las cosas conocidas, sino de defecto del que conoce». Por eso es necesaria una nueva inter­ vención divina: y de ese modo «la razón, llevada como de la mano de la fe, crece hasta conocer con mayor plenitud las cosas que son objeto de la Revelación, y entonces de alguna manera las entiende» M.4 1 ofrecer una particular interpretación del Evangelio; pretende también mostrar cómo el Evangelio constituye una restauración de los valores racionales del hombre» (C. A. V ia n o , c . c ., p. 379). «La innovación de Locke reside en el carácter privilegiado que atribuye al cristianismo; éste, a diferencia de las otras religiones, representa una de las vías para realizar el reino de la razón» (ibid., p. 379). 14 «Más fiel y firmemente asentimos a las cuestiones de fe que incluso a los primeros principios de la razón. Por eso, al decir que la fe está por debajo de la ciencia no se está hablando de la fe infusa (sobrenatural), sino de la fe adquirida, que no es más que una opinión fortalecida por algunas razones. Si el há-

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J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Para Locke esta elevación no es posible: cuando la razón se erige en dios absoluto de una humanidad de­ finitivamente humana — por razonable— , no puede ad­ mitirse ningún influjo que provenga de una Divinidad más alta. Es más, Dios debe someterse al influjo bené­ fico de la razón humanizante si quiere tener alguna ascendencia sobre los hombres: la fe debe hacerse «racional» El intento de «incluir la fe en las fronteras de la filo­ sofía» supone un claro abuso de las facultades racio­ nales l6. Sin embargo, Locke piensa que el peligro que bito de los artículos de fe se denomina fe, y no entendimiento (ni ciencia), es porque tales artículos se encuentran por encima de la razón, y por eso la razón humana no puede desentrañarlos de forma exhaustiva. De modo que el conocimiento defectuoso que sobre ellos se obtiene radica sólo en la limitada capacidad del cognoscente. Sin embargo, la razón, conducida por la fe, se eleva de tal modo sobre sus propias capacidades, que en cierto sentido cabe afirmar que comprende las cuestiones de fe » (S. TomAs, ¡n Sent., Prol., q. 1, a. 3, sol. 3). '5 «Para Locke, la razón debía reivindicar los propios derechos frente a la fe, convirtiéndose —como, por otra parte, ya había sostenido el cartesianismo— en el instrumento purificador de la religión. Pero no consistía su función en construir una metafí­ sica capaz de acoger todo lo que ofreciera una determinada tra­ dición religiosa, una vez eliminados o transferidos a un plano superior los prodigios y los aspectos supersticiosos. La filosofía de Malebranche aceptaba la exigencia de suprimir los elementos supersticiosos de la religión, reduciéndolos a fenómenos huma­ nos, mas se resistía a ejercitar su crítica sobre los auténticos dogmas; Locke prefiere una investigación que estableciera la historia y el origen, no sólo de los mitos y leyendas, sino incluso de los artículos de fe, para poder así controlar su autenticidad» (C. A. ViANO, o. c., p. 340). 16 «De dos modos pueden errar los que utilizan la filosofía al estudiar las Sagradas Escrituras. (...) El segundo modo con­ siste en encerrar las cuestiones de fe dentro de los límites de la filosofía, no queriendo creer sino aquello que se conoce por demostración filosófica. Cuando, en realidad, debe obrarse al con­ trario, e introducir la filosofía en el ámbito de la fe, como dice S. Pablo (I I Cor. X, 5): Reduciendo cualquier conocimiento a la

El ámbito de lo opinable y la tolerancia

253

acaba de conjurar merece el agradecimiento unánime de todos los hombres, ya que gracias a él se han visto libres de deponer (con la razón) su misma dignidad de personas, convirtiéndose en criaturas más miserables que las bestias; que es lo que sucedería cuando se asiente a una verdad de fe sin que medie para ello un juicio suficiente de la razón *l7. De hecho, la fe encumbra a la razón por encima de sus propias posibilidades, después de sanarla de la oscuridad infranatural a la que la sometió el pecado; supone, por tanto, una incursión en el ámbito de lo sobrenatural. Pero Locke se esfuerza en difuminar los límites entre el conocimiento natural y el sobrenatural; tanto por parte del objeto conocido (revelación obje­ tiva), como por parte del sujeto que conoce (elevación de las potencias). En teoría parece admitir, al menos, la posibilidad de una ampliación del ámbito del conocimiento natu­ ral: «la razón —dice— es una revelación natural»; y la « revelación una razón natural ampliada por un nuevo fondo de descubrimientos comunicados inmediatamente por Dios, cuya verdad garantiza la razón por medio de los testimonios y pruebas que nos ofrece de que aque­ llos descubrimientos provienen de Dios» (IV , 19, n. 4). obediencia de Cristo» (In B oeihii de Trinitate, Proemium, q. II, a. 3, c). 17 «Y a que los hombres, una vez que se han embebido de la opinión de que no deben, en lo referente a la religión, consultar a su razón, por más que se trate de cosas contradictorias res­ pecto al sentido común y a los mismos principios de todo su conocimiento, han dado rienda suelta a su fantasía y a su na­ tural inclinación supersticiosa... Y por eso la religión, que de­ berla distinguirnos de las bestias más que cualquier otra cosa, y que deberla tener como su rasgo más peculiar el de elevarnos, como creaturas racionales, por encima de los brutos, es justa­ mente la cosa en la que los hombres se muestran más irracionales y más insensatos que las mismas bestias» (IV , 18, n. 11).

254

J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

Sin embargo, si atendemos al contenido que estas pa­ labras adquieren en el conjunto de su sistema, es evidente que esa amplificación no se da. Los mismos términos en que Locke lo plantea — razón natural am­ pliada— son significativos de la servidumbre «racio­ nal» de la fe. Pero hay más; Locke afirma implícita­ mente que esa presunta revelación nunca supera el ámbito del conocimiento natural: el que se adquiere a partir de las ideas simples. Para él es un principio inexcusable que sin ideas claras y distintas no hay ver­ dadero conocimiento (cfr. IV, 18, n. 1); y además, «nin­ gún hombre inspirado por Dios puede, mediante una revelación, comunicar a otro nuevas ideas simples de cualquier tipo que sean, que éste no hubiera ya reci­ bido de la sensación o de la reflexión» (IV , 18, n. 3). Desde el punto de vista del objeto, una fe que se pretenda conocimiento, queda definitivamente arrinco­ nada en el ámbito de lo «racional»; el hombre que, lle­ vado por la gracia divina, intente superarlo, ya no conoce. ¿Y de parte del sujeto? Sabemos que la fe no consiste sólo en «un nuevo fondo de descubrimientos comunicados por Dios», como Locke quiere. Implica también una elevación de las potencias intelectuales, que pasan a participar más plenamente de la Luz Increada. Según la doctrina católica, Dios infunde en el alma el lumen fidei, que eleva al entendimiento, permitiéndole conocer los principios propuestos por la Revelación objetiva Además, como estas verdades no son evidentes (para nosotros), también es necesaria una intensificación de la corriente amorosa que une al hombre con Dios, para que la voluntad bien dispuesta impere el asentimiento de la inteligencia a las verda­ des divinas n. u Cfr. S. TouXs, In sent., Prol., q. 1, a. 3, sol. 2. w «La voluntad, y no la razón, empuja al entendimiento del creyente al acto de fe. Por eso, en este caso, el asentimiento es

E l ámbito de lo opinable y la tolerancia

255

Pero para Locke es impensable (en el hombre) una fuerza superior a la potencia natural de la razón hu­ mana®; como también le parece imposible una inter­ vención positiva de la voluntad en los dominios del conocimiento (cfr. IV, 3, n. 2). Por tanto, rechaza im­ plícitamente la doble elevación del entendimiento y la voluntad al plano sobrenatural de la gracia; cualquier adhesión del hombre a la Verdad divina sin que medie un juicio decisivo de la razón sólo puede ser consi­ derada como fanatismo21. C)

La

religión

« razonada »,

fundamento

de

la

paz

SOCIAL

Al delimitar los confines entre la certeza y la opinión, el conocimiento y la fe, Locke no sólo piensa que ha logrado mantenemos en nuestra condición de hombres, sino también que ha puesto las bases para suprimir de modo definitivo las luchas y enfrentamientos entre los pueblos; ya que todos estos disturbios tienen su origen más común en el fanatismo n, o asentimiento que un acto del entendimiento determinado por la voluntad (S. TomAs, S u m m a T h e o lo g ia e , II-II, q. 2, a. 1, ad 3). 20 «Todo lo que se conoce, incluso lo más sublime o espiritual, se conoce sólo con la fa c u lta d n a tu ra l de comprender de la ra­ zón sea cual sea el auxilio de que se valga» (la cursiva es mfa). Nota del J o u r n a l de 21 de febrero de 1628, en A n E a r l y D r a ft o f L o c k e 's E s s a y , a cargo de Aaron y Gibb, Oxford, At the Cíarendon Press, 1936, pp. 124-125. 21 Refiriéndose a los que creen sin demostrar sus creencias, afirma: «y esa luz por la que se sienten tan deslumbrados, no es sino un ig n is fa tu u s que les hará girar continuamente dentro de este círculo: e s u n a re v e la c ió n , p o rq u e e llo s lo c r e e n fir m e ­ m e n te ; y e llo s lo c r e e n p o rq u e e s u n a re v e la c ió n » (IV , 19, n. 10). 22 La expresión original es e n th u sia s m , pero en el uso de Locke corresponde más bien a la palabra con la que he traducido, y no a la dé «entusiasmo». También Comte traduce así en muchas ocasiones.

256

J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

se presta a un enunciado sin que medie un juicio proporcional de la razón (cfr. IV, 19, n. 3). Según Locke, la religión no es objeto de conocimien­ to, sino de fe: es opinable. Pero en todas las cuestiones que no alcancen la evidencia intuitiva o racional, el juicio de los hombres se encuentra sujeto a error (cfr. IV, s. 24); por tanto, aun después de haber sope­ sado convenientemente todos los pros y los contras, en las decisiones sobre estas materias debemos abrir la posibilidad a una revisión constante. En caso con­ trario, la adhesión que les prestamos no puede res­ ponder a un amor desinteresado a la verdad, sino a «algún fin indirecto» y menos noble; en las cuestiones de este tipo, nunca debemos tomar una decisión como definitiva. Es obligación de cada uno librarse de la tiranía del fanatismo sobre las propias creencias; y, con mayor motivo, debe evitar imponerlas a los otros. Puesto que no podemos obtener plena certeza de aquello que sos­ tenemos (cfr. IV, 16, n. 3 )a, «creo — dice Locke— que sería cosa muy conveniente a todos los hombres man­ tenerse en paz, y conservar las obligaciones comunes de la humanidad y de la amistad, incluso en la diver­ sidad de opiniones; porque no podemos esperar razo­ nablemente que nadie, con prontitud y obsequio, aban-2 1 21 «L o que hemos conocido una vez, estamos seguros de que es de aquel modo; y podemos estar seguros de que no existen pruebas ocultas no descubiertas todavía, que puedan dar la vuelta a nuestro conocimiento y convertirlo en dudoso. Pero en donde se trate de probabilidad, no en todos los casos podre­ mos estar ciertos de tener bajo los ojos todos aquellos particu­ lares que, de algún modo, se refieren al problema; y de que no haya, detrás, algún elemento de prueba no visto todavía, que pueda dirigir la probabilidad en otro sentido y ahogar todo lo que, en el momento presente, parece tener un peso prepon­ derante» (IV , 16, n. 3).

E l ámbito de lo opinable y la tolerancia

257

done la propia opinión y abrace la nuestra, resignándose ciegamente a una autoridad que el intelecto humano no reconoce» (IV , 16, n. 4). Las llamadas «guerras de religión» estaban para Locke tan poco justificadas como todas las «opiniones» que Dios quisiera imponer­ me sin contar con aquella razón que él me había dado, y a la que, por tanto, había querido someterse de modo absoluto. Para conservar la paz entre los pueblos, es necesario abolir cualquier religión «no razonada»: «E s el fana­ tismo el que, dejando a un lado la razón, pretende esta­ blecer, sin ella, a la revelación» (IV , 19, n. 3). Pero como la fe obtiene toda su fuerza de los argumentos racionales, «el que elimina la razón para hacer sitio a la revelación, apaga la luz de ambas y se comporta de modo muy semejante al que convenciera a un hom­ bre de que se arrancase los ojos para recibir mejor, por medio de un telescopio, la luz remota de una estrella invisible» (IV , 19, n. 4). «La luz, la verdadera luz del espíritu no es, ni puede ser, otra cosa que la evidencia de la verdad de una proposición cualquiera; y si no se trata de una proposición evidente por sí misma, toda la luz que tiene, o puede tener, le viene de la claridad y validez de las pruebas en base a las que es acogida. Hablar de cualquier otra luz en el en­ tendimiento significa abandonarse a las tinieblas o al poder del Príncipe de las Tinieblas, y, por consenti­ miento propio, arrojarse en los brazos de una ilusión para creer a una mentira» (IV , 19, n. 13). Según Locke, la moral que propugna el Ensayo no sólo evitará que los hombres se degraden al nivel de las bestias, destrozando por completo la sociedad en que viven; es también el remedio que liberará a la Humanidad del Príncipe de la Mentira y del rigor de la justicia divina. Al conjurár los peligros de una fe

258

J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

□o sometida a los dictámenes racionales, Locke asume el papel de nuevo mesías de una Humanidad definiti­ vamente «humana», cuyo gran lema podría ser: La razón debe ser nuestro último juez y guia en todo (IV, 19, n. 14).

CONCLUSION Antes de poner término a estas páginas, me gustaría hacer algunas consideraciones sobre lo que considero el núcleo central y originante de todo el Ensayo: el intento de construir una ética exclusivamente racional. El proyecto no era nuevo; flotaba en el ambiente en el que Locke había crecido. Como testigo basta Spinoza; y lo atestigua también toda esa generación de in­ telectuales que, aceptando la labor demoledora de Bayle, se habían quedado sin norte en su caminar a la felicidad. Se busca entonces una moral nueva, porque se pretende caduca aquella que Dios había establecido en la médula misma de la naturaleza; ésa que, después de la caída y como previendo nuestras dificultades para desentrañarla, había explicitado en la Revelación del Antiguo y Nuevo Testamento. Tras la primera negación del hombre. Dios no cejó en sus intentos de reconducirlo hacia sí. Es más, si cabe, los redobla; llega hasta hacerse Hombre por no­ sotros. Sin embargo, parece que el siglo xvn había des­ cubierto que la amorosa intervención divina en el curso de la historia era ineficaz. Y se propone corregir la plana: como el Absoluto se ha demostrado deficiente, decide convertir en absolutas las relativas fuerzas (ra­ cionales y morales) de la criatura.

260

Conclusión

Racionales y morales. Porque no se puede indepen­ dizar la exaltación del hombre a origen excluyente del propio mundo cognoscitivo, y el haber hecho de su ansia costitutiva de felicidad el principio sin principio de todo bien. Considerada desde este ángulo, la obra de Locke es un ejemplar notable. Locke pretendía — según confiesa— descubrir los fundamentos de una ética definitivamente humana; se pone en marcha, ela­ bora una teoría del conocimiento, y al cabo «descubre» que esa moral científica es posible; es más, que es la única ciencia cabal y verdadera1. Y todo eso con una sola condición: que sea subje­ tiva. Y así, después de un enorme esfuerzo especulati­ vo, el universo de Locke se reduce a lo que es posible utilizar de él; y el bien de esas realidades, como tam­ bién el de su Creador, a su posibilidad de colmar la sed de goce del sujeto. Bien para mí, por tanto, y por mí; ya que toda su bondad radica en su poder de rea­ lizarse. En la obra de Locke, inteligencia y voluntad se aúnan en la búsqueda de un mismo objetivo, que es de todo el hombre: la felicidad. Entre esos dos momentos existe un aprioridad de naturaleza, que corresponde, sin duda, al momento voluntario. El fin tiene prioridad en cuanto principio de acción, como causa motriz; lo primero que se propone el sujeto es el fin, aunque sea lo último que alcanza1 2. Por eso, la misma posición del «problema» de una ética exclusivamente racional y humana, la ale­ gría de descubrirla posible, y el afán de llevarla a tér­ mino rechazando la moral vigente, incluía en germen 1 Ciertamente, Locke admite también en el rango de las cien­ cias a las matemáticas; pero éstas, desde el punto de vista del contenido, no tienen ninguna relevancia para una fundamentación seria del fin y de la vida del hombre. 2 Cfr. S. T omAs, De Malo, q. 2, a. 4, c.

Conclusión

261

como larvada, la evolución posterior y el resultado final. Quizá es por esto por lo que la doctrina del cono­ cimiento de Locke se encuentra viciada desde su raíz. Son los mismos primeros principios los que Locke pre­ senta como inevidentes; y se siente en la obligación de sustituirlos por otros, las ideas, que consagran la inde­ pendencia tendencial del sujeto. Pero el rechazo del ente como principio supremo del conocer, sólo puede estar motivado o por una inclinación de la voluntad que aleja al sujeto de la consideración de tal principio, o por la ocupación del espíritu en tomo a otras cosas que más ama, y que le obligan a perder de vista la realidad primera1. El error en los primeros principios especulativos, supone una desviación en la elección del fin últim o*4. La voluntad tiende ya al acto final del entendimiento, y se lo propone como bueno; la inteligencia, movida por la voluntad en su impulso primero, lo advierte como verdadero; y esa verdad, en cuanto lo verdadero es también un cierto bien, mueve a la voluntad a quererlo. La voluntad busca de modo necesario la felicidad. Pero puede buscarla desordenadamente, queriendo encon­ trarla por sí misma; prescindiendo de Dios o, si es necesario, utilizándolo como instrumento. Y entonces, tampoco la inteligencia alcanza su fin propio: el error, cuando afecta al resultado final de la vida humana 1 Cfr. S. T om As, Summa Theologiae, II-II, q. 15, a. 1, ad 3. 4 «Todo acto de la voluntad es precedido por alguno del inte­ lecto, pero un determinado acto de la voluntad puede ser anterior a un determinado acto del entendimiento, porque la voluntad se encamina hacia el último acto del entendimiento, que es la felicidad. Y por eso, para la felicidad se requiere la recta incli­ nación de la voluntad, como la recta orientación de la flecha es un requisito para que alcance el blanco» (S. T omás, Summa Theo­ logiae, I-II, q. 4, a. 4, ad 2).

262

Conclusión

—y el error en los primeros principios evidentemente, lo efecta— tiene resonancias morales. La voluntad, en su afán exacerbado de independencia, puede forzar una construcción racional que la ponga en condiciones de hacerse feliz por sí misma; esa cons­ trucción, como recompensa, confiere a la libertad una potencia ilimitada, la hace dueña de su propio fin, y le asegura la posibilidad de alcanzarlo (en teoría). Así son la libertad y el conocimiento del Ensayo: absolutos e independientes. Prescindamos de la per­ sona de Locke. Para él, la intervención positiva de la voluntad en el acto de conocimiento es teóricamente imposible: la libertad, como causa total y emergente, la libertad que excede incluso al mismo entendimiento, la libertad auténtica, se encuentra ausente de su siste­ ma. La voluntad-libertad de Locke está «teóricamente» mutilada; sólo ejerce un dominio restrictivo con res­ pecto a la inteligencia: lo único que puede es «obsta­ culizar el movimiento tanto del conocimiento como del asentimiento, impidiendo nuestra investigación y no empleando nuestras facultades en la búsqueda de una verdad cualquiera. Si no fuese así, la ignorancia, el error o la infidelidad no podrían ser en ningún caso culpa» (IV , 20, n. 16). Y ése es, ciertamente, un aspecto del poder de nues­ tra voluntad; pero no es todo. Sabemos que la voluntad no sólo es dueña de sus propios actos, sino que tiene también un dominio efectivo sobre todas las otras po­ tencias que constituyen el entramado de la vida psíqui­ ca: entendemos porque queremos, y si queremos; y utilizamos las demás facultades porque queremoss. Locke parece ignorarlo; por eso afirma que nunca po-5 5 «Entiendo porque quiero, al igual que uso cualquier otra potencia y hábito también porque quiero» (S. T om As, De Malo, q. V I, a. 1).

Conclusión

263

dremos hacer que aparezca evidente'lo que no lo es, o que se muestre incognoscible lo que es una verdad primera; y ni siquiera hacer que resulte más probable lo que es menos (cfr. IV, 20, n. 16; st. IV, 13, n. 2). Sin embargo, Locke había aprendido a utilizar los recursos de la libertad humana antes que a conside­ rarlos en su auténtica naturaleza; es capaz de convertir a las ideas en primum cognittim, en evidencia primera y fundante, antes de haberse parado a considerar la posibilidad intrínseca de este hecho. Y lo que está claro es que es posible; bastaría, para convencemos, la certeza con que él presenta sus afirmaciones. Locke estaba firmemente persuadido de que no era el ente lo primero que se presentaba a su inteligencia. Por eso no puede extrañar que dirigiera sus esfuerzos a la consecución de la felicidad racional por medio de una ciencia basada en sus propias capacidades: de ahí el rechazo positivo de la realidad externa, del ente; de ahí el repudio, la racionalización de la fe sobrenatural como medio imprescindible para afirmar una ciencia exclu­ sivamente humana; y de ahí la reducción de la filo­ sofía de la naturaleza a un conjunto de técnicas, a un instrumento apto para modelar el mundo sensible hasta ponerlo al servicio del fin individual (o colectivo). Pero si llegó a estar convencido de ello, firme e irremoviblemente convencido, quizá fue porque antes quiso dudar de la metafísica natural, inscrita en el fondo más íntimo del ente; quizá fue porque antes renegó de la moral que Dios le ofrecía —a través de ese mismo mundo y por medio de la Revelación— para reconducirlo hasta El y hacerlo gozar de la Bondad Infinita. Locke quiso poner en duda la realidad exte­ rior, para deducirla después del contenido de su propia conciencia. Pero al aislarse en la suficiencia de su propio conocer, se encontró solo, irremediablemente

264

Conclusión

solo: sin Dios y, por tanto, sin m oral4*. Al desligarla de cualquier dependencia exterior, la sensibilidad lockiana quedó convertida en ab-soluta; y en el universo hay despacio para un Unico Absoluto7. ★

*

*

El intento de Locke, que no era nuevo, todavía no ha quedado anticuado; en buena parte lo estamos vi­ viendo. Después de multiplicarse a lo largo de casi tres siglos, tomando formas diversas y sumando su propia virtualidad a la de otros movimientos similares, deja ver su influencia en muchos aspectos de la cultura de hoy. Basta dar una ojeada: tecnología como anhelo supremo, prepotencia de la ciencia aplicada, olvido de la metafísica, búsqueda indiscriminada del placer sen­ sible, irreligiosidad, acción frenética, racionalismo crí­ tico o agnóstico, subjetivismo... Naturalmenté, no todo ahí es de Locke. De él here­ damos quizá, como lo más genuino, la quintaesencia * Sabemos que en varias ocasiones se propuso elaborar la mo­ ral demostrada, pero sin resultado: «Es comprensible que, llegado a este punto, Locke abandonara su proyecto y se dedicase a la ilustración del Evangelio: para un cristiano, era éste el texto en el que Dios había hablado con claridad. Pero ya era tarde; las ideas centrales de la doctrina lockiana sobre la moral demostrada obraban al margen de los vanos es­ fuerzos de Locke para sistematizarlas: actuaban en sus obras políticas, en la interpretación de la sociedad que éstas contenían, e incluso en la interpretación del cristianismo» (C. A. V iano , o. c., pp. 178-9). 7 «La pluralidad de conciencias es imposible si yo poseo una conciencia absoluta de mi mismo. Más allá del absoluto de mi pensamiento es imposible encontrar un absoluto divino; si el contacto de mi pensamiento consigo mismo es perfecto, me en­ cierra sobre mi propio yo, impidiéndome trascenderme» (M. Mer leau-Ponty, La phénoménologie de la perception, París, 1945, P. 428).

Conclusión

265

de su proyecto: el afán de dominio sobre el propio fin, prescindiendo de la ordenación de Otro: la ilusión de una moral autónoma. Pero tampoco en esto Locke hizo sino actuar una de las posibles tentaciones que acompañan a la naturaleza humana. El hombre se encuentra constantemente solicitado por la tentación de constituir su propia luz natural en criterio supremo de bondad y malicia, en principio rector de sí mismo y de las criaturas materiales. El precio de tal dominio es el pecado, la exclusión positiva de Dios; pero, por desgracia, a veces se encuentra dispuesto a pagarlo. Existe, sin embargo, otro camino. El de la moral au­ téntica, capaz de conducir al hombre hasta la felicidad que sólo se halla en Dios.

INDICE Págs. INTRODUCCION .................................................

7

a) Entorno h istó rico ............................ b) Breve resumen del contenido ........

9 15

I.

EL INTENTO DE UNA MORAL GEOME­ TRICAMENTE DEMOSTRADA .................. a) Influencia de Descartes en la con­ cepción del Ensayo ........................ b) El paso de una matemática univer­ sal a una moral matemática............

II.

LA CRITICA DE LOCKE A LA EXISTEN­ CIA DE CONOCIMIENTOS INNATOS (li­ bro I) .......................................................... a) El rechazo de las ideas y principios innatos............................................. b) La búsqueda de un principio absolu­ to del conocimiento ....................... c) La crítica a las ideas innatas por medio de la duda universal............ d) Las ideas como primum cognitum.

21 23 27

33 33 37 43 49

268

Indice

Pdgs. III. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA GNOSEOLOGIA DE LOCKE (libro II, 1.» parte) ..........................................................

57

1. El sensismo de L o c k e ...........................

57

a) Los puntos básicos de la nueva teo­ ría del conocim iento....................... b) Reducción del conocimiento al ám­ bito sensible.................................... c) La sensibilidad atomizada .............

59 63

2. La versión empirista del inmanentismo.

68

a) Dependencia de Descartes ............. b) La resolución en el acto de sentir ... c) El alma reducida a «percibir»: diso­ lución del compuesto hum ano.......

68 70

57

73

IV. ORIGEN Y CARACTERISTICAS DE LAS IDEAS (libro II, 2.» parte) .......................

81

1. Las ideas simples de sensación y refle­ xión ........................................................

82

a) El origen de las ideas simples: visión gen era l............................................. b) Las ideas de sensación: la solidez ... c) Ambigüedad de la teoría de la per­ cepción ............................................

93

2. Las ideas complejas .............................

103

a) El origen de las ideas complejas ... b) Los modos simples y mixtos ........

104 107

82 86

Indice

269

Págs. c) La sustancia reducida a la idea de sustrato............................................ d) Las ideas de relación y su valor para la moral .......................................... 3.

V.

119

Las ideas constituidas en absoluto: in­ versión de las relaciones entre la reali­ dad y el conocimiento (libro II, 3* parte). 126

EL PROYECTO DE UN LENGUAJE UNI­ VERSAL PARA LA CONSTRUCCION DE LA MORAL DEMOSTRADA (libro I I I ) ....... 135 1. Los nombres, instrumento de comuni­ cación de la cien cia............................... a) ¿Por qué una teoría del lenguaje? ... b) Las palabras como signos artificiales de las ideas ..................................... c) Imposibilidad de un lenguaje sin pen­ samiento ................. 2. Necesidad de un nuevo lenguaje para moderar racionalmente la conducta hu­ mana ...................................................... a) Posibilidad de una moral geométrica. b) La reforma del lenguaje, exigencia de la nueva m o r a l........................... c) El lenguaje, instrumento de dominio sobre las actuaciones humanas .......

VI.

113

135 135 138 147

152 152 153 158

LA MORAL DEMOSTRADA. AMBITO DEL VERDADERO CONOCIMIENTO (libro IV. 1.» parte) ..................................................... 165 1. Las fronteras entre el conocimiento y la opinión (visión de conjunto del libro IV )

165

270

Indice

Págs. 2. Grados de certeza y realidad de los dis­ tintos tipos de cien cia........................... 172 a) La certeza, fundamento del auténti­ co con ocer........................................ 172 b) Extensión del conocimiento racional. 180 c) Realidad de la ciencia que versa so­ bre nuestras ideas: posibilidad de una ética racional ........................... 183 d) La universalidad y la certeza, requi­ sitos del conocimiento científico ... 189 3. Posibilidad y características de la moral racional como conocimiento auténtica­ mente humano....................................... 201 a) Verdades relevantes e irrelevantes ... 201 b) La construcción de la moral racional 206 c) La moral demostrada, «gran tarea de la H um anidad»................................ 208 d) Dios y el mundo al servicio de la moral geom étrica............................ 211 V II.

EL AMBITO DE LO OPINABLE Y LA TO­ LERANCIA (libro IV, 2.» parte) ................. 235 1. La opinión: asentimiento sin certeza, re­ gulado por la ra zó n ............................... 235 2. El cristianismo «razonable» deLocke ... a) La fe reducida a sus elementos ra­ cionales ............................................ b) La mediación racional de la f e ........ c) La religión «razonada», fundamento de la paz s o c ia l................................

CONCLUSION .....................................................

243 243 249 255 259

COLECCION CRITICA FILOSOFICA OBRAS PUBLICADAS 1.

r em e d e s c a r te s : d is c u r s o

2.

karl

Ma r x :



del m e t o d o

e s c r it o s j u v e n il e s



C. Cardona.

J. A. Riestra y A. del Noce.

3. JEAN-PAUL SARTRE: CRITICA DE LA RAZON DIALECTICA Y CUESTION DE m e t o d o — J. J. Sanguineti. 4. GYORGY LUCKACS: HISTORIA Y CONCIENCIA DE CLASE Y ESTETICA —

L. Clavell y J. L. R. Sánchez de Alva. 5.

K. MARX-F. ENGELS: LA SAGRADA FAMILIA Y LA IDEOLOGIA ALEMANA —

M. A. Tabet y A. Maier. 6.

K. MARX-F. ENGELS: p a r t id o

7.

c o m u n is t a

karl m arx:

MISERIA DE LA FILOSOFIA Y MANIFIESTO DEL — T. Alvira y A. Rodríguez. —

e l c a p it a l

R. García de Haro.

8. F. ENGELS: DIALECTICA DE LA NATURALEZA Y DEL SOCIALISMO UTOPICO al

s o c i a l is m o

c ie n t íf ic o

— A L . González y J. M. Ibáñez

Langlois. L. ElderS. — J. J. Sanguineti. STRAUSS: LA VIDA DE JESUS — Ai. A. Tabet. FEUERBACH: LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO — G. FabrO.

9. JEAN-PAUL SARTRE: EL SER Y LA NADA — 10.

a. c o m t e : c u r s o

11. DAVID F. 12. LUDWIG

de f i l o s o f í a

p o s it iv a

13. B. FROMM: MAS ALLA DE LAS CADENAS DE LA ILUSION Y LA REVOLU­ CION DE LA e s p e r a n z a — A. Isoardi y A. Polaino.' 14.

i.

kant:

bres

la

f u n d a m e n t a c io n

de

la

m e t a f ís ic a

de

las

co stum ­

A. R. Luño.

b. s p i n o z a :

tratad o

20.

— T. Alvira. C. Morales. A. g r a m s c i : c u a d e r n o s DE LA CARCEL — F. Gapucci. m . f o u c a u l t : l a s p a l a b r a s y l a s c o s a s — J. Rassam. m . l o t e r o : s o b r e l a l ib e r t a d e s c la v a — L. F. Mateo Seco. i . k a n t : c r i t i c a de l a r a z ó n p u r a — R. Vemeaux.

21.

condorcet:

esbozo

15. 16. 17. 18. 19.

p.



b ayle :

p e n s a m ie n t o s

d el e s p í r i t u

d iv e r s o s s o b r e e l c o m e t a

t e o l o g ic o -p o l i t i c o

UN CUADRO HISTORICO — J. A. Riestra.

de

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de l o s p r o g r e s o s

OBRAS EN PREPARACION l_ ALTHUSSER: LA REVOLUCION TEORICA DE MARX Y PARA LEER EL c a p it a l — H. Winter y A. Livi. F. ENGELS: LA CONDICION DE LA CLASE OBRERA EN INGLATERRA —

P. Busca.

Apenas transcurrido medio siglo desde la aparición del Dis­ curso clel Método, un filósofo inglés, J. Locke, descubre que el empuje de la «razón geométrica» no debe quedar circunscrito a los dominios de las ciencias naturales, que no es útil tan sólo para lograr un imperio acabado sobre las realidades cor­ póreas. Al contrario, su campo de aplicación más propio lo constituyen los comportamientos humanos: política y derecho, ética y economía, todas y cada una de las actuaciones privadas y públicas pueden ser infaliblemente reguladas por la razón individual. Basta para ello traducir el racionalismo de Descar­ tes en términos sensualistas, trasladando al ámbito sensible la energía incalculable de las «ideas claras y distintas». De este modo, se otorga a la razón humana un fundamento más tan­ gible, menos abstracto; y, al mismo tiempo, se la libera de cualquier hipoteca metafísica o religiosa, dejándola en condi­ ciones de elaborar una moral autónoma, definitivamente hu­ mana, y capaz de garantizar al hombre una soberanía absoluta sobre su propio fin: la felicidad perfecta. Para fundamentar desde el punto de vista gnoseológico esa ética geométrica, re­ dactó Locke su Ensayo sobre el entendimiento humano.

EDITORIAL MAGISTERIO ESPAÑOL. S.A.