Introducciones A La Filosofia

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Introducciones a la filosofía Samuel Cabanchik

Derechos reservados para todas las ediciones © Editorial Gedisa Paseo Bortfinova, 9, l fl Ia 08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 correo electrónico: [email protected] http://w.w.wgedisa.com

ISBN: 84-7432-796-2 Depósito legal: B. 34519 - 2000 Impreso por: Romanyá Valls Verdaguer, 1 - 08786 Capellades Impreso en España Printed in Spain

A M irta, por la palabra dicha, a Matías y a Sofia, por la palabra porvenir

Una Introducción a la filosofía es el prim er libro que se debe leer, y el último que se debe escribir. José Gaos

Reconocimientos

Deseo expresar, en primer lugar, un sincero reconocimiento a mis alumnos de ayer, de hoy y de mañana. Este libro está especialmente dedicado a ellos. Su presencia y sus intervenciones constituyen un estímulo permanente para volver una y otra vez a las perplejidades básicas de las que surge la filosofía, y que el ejercicio profesional encu­ bre astutamente para evitar ser importunado. En segundo lugar, quiero agradecer a mis colegas de la cátedra de Fundamentos de filosofía, con quienes tengo el privilegio de compar­ tir el dictado de la materia de la que trata este libro. Sus valiosos apor­ tes en ia constante discusión y elaboración de los contenidos han sido un apoyo imprescindible para la realización de la obra. Hago extensi­ vo este reconocimiento a todos los colegas y amigos con quienes he compartido muchas horas de fructífero diálogo filosófico, en reunio­ nes académicas y en la informalidad de un paseo o un café. Agradezco finalmente al Departamento de Publicaciones de la Fa­ cultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y a la Editorial Gedisa, que creyeron en este proyecto y apoyaron su realiza­ ción. Destaco especialmente en este sentido la colaboración de Julia Zullo, Virginia Jaichenco y Yamila Sevilla, a quien además agradezco sus valiosas sugerencias y recomendaciones.

índice

Reconocimientos........................ .......................................... ..........

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1

Introducción.............................. ............................... .................... .

17

1. La naturaleza de ia filosofía........................................... ................ 21 La vocación filosófica..................................................................... 22 La tentación................................................ -..... .................... 22 Filosofía y desmentida............................................................. 24 La filosofía como placer........................................................... 27 Filosofía y lenguaje..........................................................................32 Naturaleza de los problemas filosóficos .................................. 32 Lenguaje y filosofía ...................................................................37 La visión sinóptica....................... ............................ .............41 La filosofía y lo común ................................................ ..................44 Concepto paradójico de lo com ún...................................... 44 Dato y construcción.................................................................47 50 Platón y Aristóteles: una interpretación........................ . El papel del lenguaje ................... ......... ................................... 52 El hombre convencional y el anarquista.......... ...................... 55 Lo común como lím ite............................................................ 57 B i b l i o g r a f í a b á s i c a p a r a e l c a p í t u l o ...................................60 2. Significado y comprensión ....... ............... ................................... 61 Opacidad del lenguaje................................................................. 62 La opacidad, la transparencia y el espejo............................... 62 Rasgos de la opacidad ................. ......... ................................... 64 Un ejemplo .......... ........................... ......... ...... ................... . 67 Teoría y práctica del lenguaje..................................................... 70 Significado y explicación del significado......................................74

Uso y m e n c ió n ............................................................. ............... 74 La fórmula de significado........................................................... 76 Tipos de significado.................................................................... 78 Significado natural y significado no n a tu ra l...........................78 Oración, modalidad y significado del hab íante.......... ....... 79 Dimensiones de la com prensión...................................................... 83 La institución del lenguaje.............................................................. 87 Bibliografía básica para el c a p ít u l o .....................................91 3. Un mundo, muchos mundos, ningún m undo......................... 93 Filosofía p rim era...................................................... ....................... 94 Lenguaje, ontología y decisión pragm ática................................... 96 Pluralismo, realismo e irrealism o........... ........................................99 Pluralism o................................................................. ...................99 Objeciones y posibles respuestas......... ................................ 103 Un ejem plo........ .................................................................. . 105 Nueitro mundo c o m ú n ......................................... .................... 10 9 Mundos borgeanos....... .............................................................. 1 14 El mundo verd ad ero...................................... ............................. 1 1 8 Ideas de P la tó n ....................................................................... 1 1 8 Otra vez el pluralism o.................................................... . 12 1 B ibliografía básica para el c a p ít u l o ............................... 12 3 4 . Los caminos del conocim iento.......................... ...................... . 125 La investigación p u ra .................................................. ............... 12 7 Investigación pragmática contra investigación p u ra ............... 131 Conocimiento, experiencia y justificación...... ......................... 14 1 Trampas del lenguaje........ ........................................................... 147 El conocimiento a priori .............................................................. 15 2 a) Experiencia y concepto ............. .................................... . 152 b) Analítico/sintético................ ............................................ 15 7 c) A priori trascendental y a priori pragm ático................. 166 B ibliografía básica pajra el c a p ít u l o ............................... 169 5. Yo, las cosas, los o tro s....... ............ ............................................... 171 Personas y cosas........................... *.............................................. 173

S o led ad ................................................. ....................................................... 176 Yo, los otros y el O tr o ........................................................................... 180 L ib ertad ........................................................................................................ 187 El m alestar y la cu ltu ra ,........................................................................ 194 B ib lio g r a fía b á s i c a p a r a e l c a p í t u l o .......................................... 202

Introducción

Una introducción a la filosofía tiene algo de imposible. La frase de Gaos que encabeza el libro alude, tal vez involuntariamente, a este imposible. Pues ¿de qué otro modo que imposible sería un libro que, siendo el último, nadie querría escribir? Ser el primero que todos en­ contrarán en su camino, ser el último que uno podría dar: un libro ideal, un libro imposible. Para suerte o desgracia del lector —¿y del autor?—este es sólo un libro real, uno más de los tantos que se ofrecen, con ganas de invitar al público en general, y al estudiante de filosofía en particular, a que se internen por los vericuetos y laberintos deí camino filosófico. Y como todo libro reai, paga caro el precio de su existencia, dejando del otro lado de sus estrechos límites casi todo, mucho de lo cual seguramente hubiera valido la pena que estuviera adentro. Aunque estos comentarios se aplican a cualquier libro, en el caso de una introducción a la filosofía tienen un sentido específico. El mis­ mo problema que al autor de un libro de esta naturaleza se le presenta al profesor que ha de organizar la materia. Las preguntas son clásicas: ¿por dónde empezar y dónde terminar? ¿tiene que ser histórico o pro­ blemático? ¿cuán elemental y cuán especializado? Huelga decir que todas estas preguntas torturaron por un buen tiempo al autor, que no tuvo otra salida que favorecer a alguna de las posibilidades. El resultado es lo que aquí se presenta. El plural del título tal vez suene extraño. Con él simplemente he intentado transmitir ía idea de que cada capítulo del libro, dedicado a un ámbito de problemas filo­ sóficos, es en sí mismo un modo de introducirse en su problemática. Todos ellos guardan entre sí, en mayor o menor grado, una relativa independencia. El libro no pretende ser un breve sistema de filoso­ fía del que cada capítulo ofrece una parte, sino más bien una colec­ ción de bosquejos para que el lector reconstruya la filosofía como su

propio paisaje. Incluso el lector puede operar con este libro análoga­ mente a como Cortázar sugería proceder con su Rayuela. Puede emr pezar por cualquier capítulo sin perder el hilo, pues no hay el hilo que perder o por el cual guiarse, sino más bien un conjunto de fibras entrelazadas, un tejido, en fin, un texto. Una lectura reuniría en un bloque los capítulos 1 y $ y en otro los restantes. Desde luego está siempre disponible la lectura obediente, del principio al final, aunque se admite perfectamente la secuencia inversa. No recomiendo ningu­ na en especial, sino que las reíecturas -com o se ve soy algo optimistapractiquen las variaciones. Debo ahora justificar mis opciones frente a las que dejé de lado. Ante todo quiero aclarar que no supongo que esta sea la mejor, sólo es la que más me agrada. Escogí una organización por tipos de proble­ mas en vez de histórica, porque esta última hubiera sido mucho más arbitraria, ya que no hubiera podido abarcar la totalidad de la historia de la filosofía. Habría tenido que limitarse a unos pocos filósofos pre­ sentados muy esquemáticamente. En el caso más favorable, tendría­ mos un esquema de historia de la filosofía más que una introducción a su problemática. Pero la organización por problemas tiene también sus dificultades. Como se afirma en el capítulo I , la filosofía no es una disciplina identificable con un corpus de saber, al estilo de la química o alguna otra ciencia, así que siempre será cuestionable por arbitrario el que se ha­ yan incluido tales problemas en detrimento de otros. Sin embargo, quiero aquí reivindicar cierta amplitud que hace justicia al menos a la discusión vigente en la filosofía contemporánea. En efecto, los pro­ blemas incluidos abarcan la mayoría de los que predominan hoy en las discusiones, sea en los departamentos universitarios, sea en los con­ gresos y reuniones académicas especializadas. Todo ei material incluido en el libro es inédito, excepto el segundo apartado del capítulo 1, que es una versión ligeramente distinta de un artículo publicado en Cadernos de historia e filosofía da ciencia, en UNICAMP, Brasil, 1996, por lo que vaya mi agradecimiento a los editores por permitirme utilizar el material. El tema del primer capítulo tiene la ambigüedad de ser a la vez un problema filosófico y el problema filosófico en el que tarde o tempra­

no deben confluir los afanes del filósofo, a saber: qué es la filosofía, cuál es su peculiaridad en relación con otras disciplinas, otras prácticas discursivas y otros campos del saber. Ei capítulo 2 está dedicado al lenguaje, especialmente en Jo concerniente al problema del significa ­ do lingüístico y a su comprensión. Después del llamado “giro lingüís­ tico”, esta es sin duda una temática dominante en la filosofía actual. El capítulo 3 es el que clásicamente se asocia a la metafísica. El sesgo por el que se abordó esta área no es el más tradicional, aunque está relacionado con muchas cuestiones tradicionales de la metafísica, como el problema de los universales y la pregunta por los constituyentes últimos de la realidad. El capítulo 4, dedicado al problema del cono­ cimiento, es quizás el más clásico de todos, y también el más ajustado a la secuencia histórica. La explicación es que la discusión contempo­ ránea en esta materia es altamente dependiente de la que surgió y se desarrolló en la filosofía moderna, por lo cual las referencias históricas resultaron insoslayables. Finalmente, el último capítulo es una aproxi­ mación a algunos de los tópicos básicos de la llamada “filosofía prác­ tica”, tales como la filosofía de la acción y la ética. En cierto sentido es el más controvertible, pues escoge una tradición en particular, la filo­ sofía de la existencia, que luego retoma con los instrumentos de la filosofía analítica, para terminar con una reflexión sobre Freud. La controversia puede surgir respecto de la elección de la orientación, de su interpretación desde la filosofía práctica, su traducción en térmi­ nos de análisis filosófico y la pertinencia del psicoanálisis en una in­ troducción a la filosofía. Pero no me dedicaré a justificar estas deci­ siones. Prefiero que el lector juzgue por sí mismo. Por último, unas palabras respecto de la orientación general del libro. Será evidente para el lector que las discusiones desarrolladas a lo largo de la obra responden a un tratamiento contemporáneo de los problemas filosóficos. Sea por gusto, temperamento o formación, hay un predominio del estilo analítico, el que remite a autores muy pre­ sentes en todo el libro, especialmente a Strawson y Wittgenstein. Pero espero que también sea evidente que esto no ha sido realizado con espíritu de escuela ni con sentido doctrinario. En este sentido, no es una obra de filosofía analítica. El libro habrá cumplido su objetivo si logra acercar a la filosofía al

lector curioso y si se convierte en un instrumento útil para el estu­ diante de filosofía y aun para el profesor que debe impartir su ense­ ñanza no especializada en los diferentes niveles educativos. Pero sobre todo, no será un intento vano si ocasiona una lectura placentera acer­ ca de algunas de las cuestiones más importantes que ocuparon y apa­ sionaron a los grandes autores dé la tradición. Con ese placer y esa pasión ha sido escrito. Tengo la esperanza de que el lector encuentre esas cualidades en su lectura.

La naturaleza de la filosofía Con frecuencia, los filósofos son como niños pequeños que em­ piezan p o r hacer rayas caprichosas con su lápiz sobre unpapel y después preguntan a los adultos “¿qué es?". Lo que sucedió fu e esto: el adulto le habla dibujado con frecuencia algo al niño y le había dicho: "esto es un hombre ", "esto es una casa", etc. Yahora el niño pinta también rayas y pregunta: "¿qué es esto?". Wittgenstein

El problema de la naturaleza de la filosofía divide aguas entre los filósofos quizá como ningún otro, pues para algunos es del todo irrelevante preguntar qué es la filosofía o cuáles son sus principales asun­ tos. Esos autores consideran que no se trata de preguntas filosóficas sino de preocupaciones extrínsecas a la filosofía misma, que en el mejor de los casos pueden interesar a la burocracia universitaria o al merca­ do editorial. Por el contrario, para otros entre los que me incluyo, hay una dimensión y un interés filosóficos en esta cuestión. Más aún, des­ de la perspectiva que sostengo, no sólo es una cuestión filosófica legí­ tima sino una que caracteriza a la filosofía de un modo esencial. En el presente capítulo abordo el tema desde distintos ángulos. En el primer apartado inquiero sobre la motivación del filósofo, no en términos de una psicología individual sino de una posición discursiva, vehículo de una vocación peculiar. Propongo interpretar esta voca­ ción a partir de un deseo y un goce que le son propios y que sitúan a la filosofía como una práctica sui géneris. Su singularidad se manifies­ ta, principalmente, en el modo como usa el lenguaje para formular y elaborar sus especulaciones. Por ello, el segundo apartado tiene como hilo fundamental la relación entre la filosofía y el lenguaje. Por esta vía se llega a una primera caracterización de la filosofía como análisis,

interpretación y crítica del lenguaje, en una huella que no oculta su inspiración en la filosofía de Wlttgenstein. Finalmente, el tercer y último apartado replantea un tema clásico cuando se aborda la naturaleza, el porqué y el para qué de la filosofía, a saber: sus complejas relaciones con el sentido y el lenguaje comunes. Que esta ha sido una preocupación desde los orígenes mismos de la filosofía lo atestigua ya el fragmento 2 de Heráclito (siglo VI a. de C,) en el que se da forma a una especie de paradoja. En efecto, dice allí Heráclito que el logos (lenguaje, razón, etc.) es común a todos los hombres y que sin embargo la mayoría vive su vida como si respon­ diera a un logos propio y exclusivo. Todo el apartado puede leerse como una reelaboración de esta paradoja y, a través de ella, como otro modo de plantear la pregunta por la naturaleza de la filosofía.

La vocación filosófica La ten tación Algo falta a Adán y a Eva mientras se pasean por el paraíso. Una doble ignorancia los sitúa: no saben lo que sólo el fruto del árbol del conocimiento les revelará, y no saben que hay algo que ignoran. Esta ignorancia iterada es quizá la única que merece el nombre de inocen­ cia, capaz de constituir por sí misma un paraíso. Y es respecto de ella que debe ser pensada la tentación a la que sucumben Adán y Eva. En efecto, io que tienta a Eva no es tan sólo el saber prometido, sino la fantasía de tener ese saber conservando el paraíso. Quiere saber sin pagar por ello, sin perder su condición, sus privilegios. Conviene te­ ner presente la doble significación de la palabra latina “ tentatio”: la del impulso irresistible y la de prueba o experimento. Lo que impulsa a Eva es experimentar lo desconocido sin que ello la transforme en otra. Cuando pruebe el fruto tendrá ese instante de goce en el que ya sabe y sin embargo sigue siendo Eva. Pero además, no se trata de cualquier saber, sino de uno verdaderamente transformador, lo que refuerza ia particularidad de ese goce: saber acerca del bien y del mal y permane­ cer más allá - o más acá- del bien y del mal. Algunas de las ricas y múltiples significaciones del relato bíblico en

ios términos en que lo hemos presentado pueden ayudarnos a com­ prender la situación del filósofo. “Filosofía” es tal vez el nombre apro­ piado para ese segundo paraíso que Adán y Eva gozaron por un ins­ tante. Es en todo caso una tentación poderosa a la que todos estamos expuestos, seamos filósofos profesionales o no. A continuación inten­ taré caracterizar esa tentación para recrear la reiterada e insistente pre­ gunta por la naturaleza de la filosofía. Según la tradición talmúdica, ante la envidia que sentía Satán por el esplendor de Adán y de su plenitud paradisíaca, Dios quiso exhibir la perfección del primer hombre y hasta su superioridad respecto de los ángeles. Entonces pidió a Satán que nombrara todas y cada una de las cosas que Dios había creado, pero aquel no pudo hacerlo. Lue­ go pidió lo mismo a Adán, quien nombró todas las cosas e incluso al mismo Dios. He ahí lo que muestra el test divino: llamar a todas las cosas por su nombre en el lenguaje de Dios es el mayor atributo de su obra cumbre. Tomemos ahora ese lenguaje originario como la primera institu­ ción a la que nuestro común antepasado hubo de someterse. Ninguna tentación lo asalta al respecto. El lenguaje de Dios es el lenguaje del mundo y es también el propio. ¡Qué no darían los filósofos por estar en posesión de ese lenguaje! El ideal de la recuperación o construcción de un lenguaje semejante ha marcado más de una vez el ejercicio de la filosofía. En cierto sentido, la idea misma de este lenguaje tiene la consistencia de un mito que en diferentes orientaciones filosóficas puede tomar aspectos aparentemente contrapuestos entre sí. La lla­ mada “filosofía del lenguaje ordinario” puede ser interpretada a partir de este mito tanto como aquellas estrategias que oponen a dicha con­ cepción el diseño de lenguajes formales ideales para el tratamiento de los problemas filosóficos. Los unos identifican él lenguaje con el len­ guaje natural; los otros, por el contrario, minimizan la importancia de este último en beneficio de un lenguaje ideal del que confían obtener los mismos servicios que aquellos esperan encontrar en el lenguaje común. Pero ambos sostienen el mito de un lenguaje fundamental destinado a ser la piedra de toque de la filosofía. Ahora bien, lo que tienta al filósofo no es la restauración de ese paraíso. Su objetivo no es hablar “la lengua de Dios”, por así decir,

sino más bien gozar de la situación ambigua en la que puede jugar a hablar ese lenguaje a partir del lenguaje común a todos. El secreto de su juego es asumir una posición especulativa al respecto, sin extraer las consecuencias prácticas de sus operaciones. Filosofía y desmentida Puede apreciarse esta peculiar situación del filósofo a partir del mecanismo de la desmentida estudiado por Freud, quien distingue este proceso psíquico que llama Verieugmtngdeh Verdmngung (repre­ sión) a partir de la cual explica las formaciones del inconsciente y las patologías neuróticas. La desmentida le sirve a Freud para explicar ciertas psicopatologías específicas, como el fetichismo, la perversión o la psicosis, pero también para dar cuenta de una instancia estructural de la organización psíquica en general. No nos interesa aquí la teoría psicoanaíírica por sí misma, sino la luz que puede aportarnos la des­ cripción de este mecanismo cuando lo trasponemos a la considera­ ción de la posición del filósofo, sobre todo cuando se interroga como nosotros aquí por la naturaleza misma de su profesión, abriendo in­ cluso la puerta a perspectivas descalificadoras que derivan en una ne­ gación de la filosofía, como la que muchos atribuyen a Wittgenstein o más recientemente a Rorty. El sentido que interesa retener aquí de esta noción freudiana es el de un proceso por el cual un sujeto rehúsa reconocer una realidad de la que sin embargo tiene constancia. Se produce una verdadera “esci­ sión del yo”, según la expresión de Freud: aunque el sujeto sabe acerca del asunto que lo traumatiza -en el caso psicoanalítico se trata de la castración-, no se conduce según las consecuencias efectivas de este saber. Si intentamos captar la estructura general de la desmentida, de modo de proyectarla a la situación del filósofo respecto de su propio discurso, consideraremos que ía desmentida es la puesta fuera de cam­ po del lugar de enunciación, lo cual, en efecto, vuelve “vertiginoso” y sorprendente el conjunto del campo de los enunciados. Se instaura una ruptura entre el decir y lo dicho, y la posibilidad para el sujeto de reconciliarse con su propio decir no comienza a asomar más que si las dos proposiciones de la escisión empiezan a contradecirse.

Esta descripción se aplica con total adecuación al discurso filosófi­ co como tal. En efecto, gran cantidad y variedad de material histórico nos provee de ejemplos paradigmáticos. Uno de los mejores nos lo señala con pericia Moore en su ensayo dedicado a la negación de la realidad del tiempo por parte de Bradley. A partir del análisis que Moore ofrece sobre algunas proposiciones de Bradley, se pone dé ma­ nifiesto que este filósofo sólo logra mantener su tesis a través de un rechazo o desmentida de los usos normales de ciertas palabras como “tiempo”, “existe” y “real”, usos que en cierto sentido el mismo autor mantiene. Pero en una operación típica de la especulación filosófica, Bradley no advierte contradicción o incompatibilidad alguna entre su enunciación, por así decir, y sus enunciados. Sólo el trabajo del análi­ sis pone de manifiesto la contradicción permitiendo superar la difi­ cultad. Se dirá que entonces la atribución del mecanismo de la desmenti­ da no es pertinente para todo filósofo, sino para el tipo de filosofías como las producidas por Bradley. ¿Acaso sería justo poner en la mis­ ma bolsa a Moore y a Bradley en este punto? Aunque sin pasar por alto matices y diferencias, si pensamos en la famosa “prueba del mun­ do exterior” de Moore, y la apreciamos a partir de las observaciones de Wittgenstein al respecto, vemos que también Moore realiza operacio­ nes teóricas y discursivas susceptibles de ser interpretadas en el senti­ do que le estamos dando a la desmentida. Así lo señala Wittgenstein respecto del uso que Moore hace de palabras como “saber”, “creencia” y “certeza”, a mi juicio muy apropiadamente. Pero entonces, ¿no ha­ bremos encontrado en Wittgenstein ese filósofo que nos libra de las especulaciones desviadas derivadas de las desmentidas filosóficas? Re­ cuérdese aquella observación suya al final de Investigacionesfilosóficas {IF) 125, en donde afirma que el problema filosófico es el estado civil de la contradicción. Precisemos ahora el uso de la expresión “desmentida filosófica”. Como se habrá notado, estoy proponiendo que el proceso de la des­ mentida o renegación se manifiesta en la filosofía en la peculiar rela­ ción que el filósofo mantiene con el lenguaje. Y esto en dos aspectos vinculados entre sí como dos caras de una misma moneda: una nos muestra una discontinuidad entre condiciones de enunciación y sig­

nificado del enunciado; la otra despliega un lenguaje que aparenta mantener los usos habituales de los signos lingüísticos, pero que, ai igual que los fulleros que marcan los naipes con signos que sólo ellos perciben, los filósofos manipulan en un sentido desviado, en función de sus propios fines. En casos extremos, el primero de estos aspectos nos hace pensar en algunas tesis filosóficas para las que ni siquiera hay contextos de enun­ ciación concebibles. Pensemos en la afirmación de Gorgias de que nada existe, la de Bradley de que lo único real es el absoluto, la de cualquier solipsísta que afirma ante su auditorio que sólo él existe o al menos su existencia es la única que le consta, el paso argumentativo de Descartes al afirmar que está soñando o que está siendo engañado por un genio maligno, ¡a tesis berkeleyana de que ser es ser percibido, la sugerencia de Russell acerca de que es posible suponer que el uni­ verso haya comenzado a existir hace tan sólo cinco minutos o aquella otra que afirma que hay datos sensoriales no percibidos por nadie, etc. No se ftata de que estas tesis no tengan un valor o un sentido, sino de que su enunciación no es admisible más que dentro del contexto de las obras que las contienen y las discusiones de los filósofos entre sí. Esta situación nos lleva al otro de los aspectos mencionados. En efecto, el significado de los términos de que se componen estos enun­ ciados no puede ser el que tienen en el lenguaje natural, y en algunos casos tales términos no tienen existencia alguna en dicho lenguaje. Nada de esto sería un problema y una peculiaridad de la filosofía si esta desarrollara verdaderas teorías explicativas sobre alguna clase de hechos como lo hacen las ciencias, o si dichos recursos se asumieran en su fuerza puramente retórica o por su eficacia artística, pero, aun­ que a veces parece ser el caso, es dudoso que alguna vez realmente haya sido o sea el caso. Ahora bien, suponiendo que se acepte esta descripción del discur­ so filosófico, resta aún lo que considero es el principal asunto: deter­ minar un diagnóstico o explicación de este estado de cosas, y el senti­ do o utilidad de la filosofía entendida según esta perspectiva. Para elaborar una respuesta, me referiré a algunas alternativas de impor­ tancia frente a estas mismas cuestiones, como por ejemplo la que se asocia normalmente con el nombre de Wittgenstein.

Aunque posee elementos m uy estimables, creo necesario superar la llamada concepción tempéutica atribuí b1e parcialmente a W ittgenstein y, por ejemplo, al Rosenzweig de El libro cleí sentido común sano y enfermo. Según esta concepción, la filosofía es una enfermedad de la cual hay que curarse haciendo filosofía. Se abre así la brecha por la que, frecuentemente, en las discusiones metafilosóficas se distingue la buena de la mala filosofía, o lo que la filosofía debe ser de lo que no debe ser. Mi intención, en cambio, apunta a comprender lo que la filosofía es y no legislar acerca de lo que debe ser. En tal sentido, pro­ pongo llamar filosofía a esa posición discursiva aludida a través de la metáfora de la tentación, cuyos mecanismos lingüísticos he descripto trasponiendo el concepto freudiano de desmentida.

La filosofía como placer Volvamos por un momento a la escena del edén. Una de las ense­ ñanzas paradójicas del relato bíblico es que este mundo que habita­ mos, en el que rige el yugo del trabajo y ei fruto de la sexualidad se paga con dolor y sufrimiento —según lo dispuso Dios a raíz del pecado original—, es consecuencia de la transgresión de la ley divina que pro­ hibía al hombre el conocimiento del bien y del mal. Vale decir que nuestro mundo, el mundo que finalmente importa, sólo surgió una vez que la ley que fijó ei primer orden falló. Esta segunda versión es también un orden instituido, pero debe su origen a una transgresión originaria sin la cual no hubiera sido posible. Dicho crudamente, una ruptura o falla de la ley es lo que permite que algún orden finalmente se instituya y perpetúe. Después de todo, en el relato, el paraíso perdi­ do parece más bien una excusa para justificar los desarreglos de la creación, con lo cual lo que prevalece es que gracias a que Eva y Adán cedieron a la tentación hay algo, en vez de nada. He ahí una respuesta a la cuestión recreada por Heidegger: “¿por qué haj|;algo y no nada?”, pregunta el filósofo. “Gracias a la tentación y a haber aceptado satisfa­ cer el goce por ella prometido”, podemos responder. Se habrá adivinado ya el juego que propongo. En lugar de pensar a la filosofía por analogía con una enfermedad, invito a concebirla por analogía con un goce o placer peculiares y, en este sentido, con algo

positivo. Lo que tienta en ese goce es la fantasía de estar más allá de todo orden, de estar fuera de íugar. Y puesto que todo orden es en última instancia un lenguaje y un sentido, la filosofía se presenta como la promesa de un orden autodeterminado, de un sentido más allá del sentido. Es natural, entonces, que apele a imperceptibles trucos semánticos para lograr ese objetivo. También es inevitable que cons­ tantemente se afane en darse a sí misma su propia esencia. Mientras las demás disciplinas y actividades se definen a partir de campos y objetos externos a ellas mismas, la filosofía lucha contra la imposibili­ dad de tener algún otro, algún afuera. Ella, que promete librarnos de todo orden dando cuenta de uno más fundamental a partir del cual surgiría cualquier orden concebible, paradójicamente es acechada por la totalidad en la que se vería encerrada si finalm ente alcanzara su meta. En consecuencia, una y otra vez a lo largo de su historia, la filosofía se esfuerza por definirse a sí misma diferenciándose de algún otro campo, discurso o disciplina con el que teme confundirse y al que debe reducir o someter. La historia de la filosofía es la historia de estas diferenciaciones: de la retórica, luego de la teología, más tarde de la ciencia natural, de la psicología y actualmente nuevamen­ te de la retórica o de la literatura. Asociar la práctica de la filosofía con un tipo de placer tal vez pa­ rezca extraño. Sin embargo, no es para nada inédito en la historia de la filosofía. En esto me encuentro en la gustosa compañía de David Hume y de José Gaos, para citar dos casos que me constan. El primero de ellos, valientemente declaró que el origen de su filosofía era el placer que sentía al practicarla con la esperanza de un saber prometedor que, en el peor de los casos, no haría mal a nadie por su modestia, su inefi­ cacia o simplemente su ridiculez. En cuanto a Gaos, hay varios pun­ tos en común entre su modo de tratar la pregunta por la naturaleza de la filosofía y el que estoy proponiendo en estas páginas. En sus Confe­ sionesprofesionales, Gaos sostiene que la filosofía de la filosofía es una psicología de la vocación filosófica, por lo cual responder a la pregun­ ta sobre la motivación que hay detrás de su ejercicio es un camino para determinar qué es la filosofía. Esta estrategia, según nos dice, es la que se sigue cuando se afirma que el asombro es el origen de la filosofía. Ahora bien, los motivos de la filosofía son, para Gaos, el

placer y el poder. Su planteo alcanza el mayor nivel de profundidad cuando se acerca a establecer, sin lograrlo plenamente, una relación interna entre estas dos motivaciones en la forma en que se encuentran en la práctica de la filosofía. Podemos resumir su idea en los siguientes términos: el motivo más profundo de la filosofía es la voluntad de dominio que expresa. Esta voluntad de dominio se cristaliza en la ambición del filósofo de ostentar un saber acerca de la totalidad, no por conocer cada cosa, sino por el conocimiento de los principios o fundamentos. Y la fuente de placer del filósofo es este saber que ad­ quiere ribetes sacrilegos o satánicos, en la medida en que la inteligen­ cia cultivada por la filosofía, al pretender el dominio de los principios, también pretende el dominio del principio de los principios, del principal, en fin, del mismo Dios. La secuencia de reflexiones seguidas por Gaos lo lleva a la escena de la caída y la posición de Satán frente a Dios. Volviendo entonces una vez más a nuestra analogía, cabe preguntarse qué es esta especie de “tentación de la tentación” que atrae al filósofo. Y bien, podríamos decir con Levinas, autor que también reflexiona sobre esta cuestión (véase la bibliografía al final del capítulo), lo que tienta al tentado por la tentación no es el placer, sino la ambigüedad en la que ebplacer aún es posible pero el Yo conserva su libertad. Lo que aquí tienta es la situación en la que el yo sigue siendo independiente, en la que está, al mismo tiempo, fuera de todo y participando en todo. Este estar fuera de todo y participando en todo, al que antes ya nos hemos referido, es la tentación del saber asociado a la filosofía, que la define esencialmente como una subordinación de todo acto al saber que cabe poseer sobre ese acto, siendo el saber, justamente, la exigencia despiadada de no pasar al lado de nada, de superar la congénita estrechez del acto puro y poner así remedio a su peligrosa generosi­ dad. La prioridad del saber es la tentación de la tentación. Tanto Gaos como Levinas conciben la filosofía como el resultado de una atracción por un saber que permite entrar en cada cosa estan­ do más allá de todas las cosas. Pero esto no puede ser sino una fanta­ sía, la de habitar en un paraíso hecho a la medida de una ambición desmedida, ia de participar del juego sin correr riesgos. Sin embar­ go, hay un riesgo mayúsculo que el filósofo corre: quedar fuera de

juego o jugando a una especie de raro solitario que se juega entre colegas. Reparar en esta cuestión nos lleva a preguntarnos de qué modo ese particular goce proporcionado por la filosofía le otorga a esta discipli­ na su fisonomía en comparación con otras prácticas y otros campos de saber. Como decíamos hace un momento, hay una relación intrín­ seca entre la típica búsqueda de la filosofía por determinar su propia norma y esencia, y por otra parte su rechazo a toda institución externa de su objeto. Este es el hilo que puede conducirnos al meollo de lo que nos tienta en la filosofía. Considerémoslo más de cerca. Se lo ha dicho hasta el cansancio: sólo la filosofía es tema de sí misma; la pregunta interesante es si tiene algún otro tema aparte de este. Desde luego, siempre podrán citarse ciertos asuntos que parecen pertenecerle por antonomasia. Sin embargo, la historia de la filosofía es generosa en controversias acerca de cuáles son esos asuntos, cuáles los métodos apropiados para tratarlos y cuál el objetivo final por lo­ grar. M i impresión es que esto no tiene arreglo o, si se prefiere, que esta situación es necesaria a la filosofía. Y es así como una consecuen­ cia de lo que ia filosofía es como posición discursiva, en relación con el saber, con cualquier institución y cualquier sentido. Se define como un rechazo de todo objeto y toda ley que no provenga de sí misma, lo que hace que siempre se desplace más allá o más acá de sí misma. Este permanente desencuentro le permite afirmarse como una disciplina entre otras. Pero mientras los otros saberes y prácticas aceptan el lími­ te de lo que no son, de lo que se les resiste y al mismo tiempo los constituye, la filosofía persiste en su ambición de reservarse para sí algún lugar más básico y fundamental, desde el cual aspira a dar cuen­ ta de sí misma y del conjunto de las prácticas y de los saberes. A raíz de ello, constantemente debe medir y verificar su propia diferencia con el resto. Es dudoso que este estado de cosas pueda cambiar sin que la filo­ sofía pierda toda peculiaridad y toda razón de ser. De cara a valorarla, lo que constituye su gloria constituye su miseria. No es capaz de brin­ darnos ningún saber positivo, ninguna teoría corroborable, como tam­ poco consuelo final o salvación. En cambio, está allí para recordarnos lo provisorio y arbitrario de cualquier institución, incluso respecto del

lenguaje, la institución más importante de todas. Abre así la experien­ cia de los límites, al punto que toda su industria parece comprometi­ da en trazar límites, los de la razón, los de ia experiencia o del sentido, pero también los de lo que es y no es filosofía, los de io que debe y no debe ser. Y como todo límite es un corte y todo corte se ejerce sobre algún cuerpo o superficie, a falta de un territorio, dado su rechazo de cualquier determinación externa, debe practicar sus operaciones so­ bre su propio cuerpo, arrancando cada vez de sí misma algún otro que le haga límite para poder funcionar. Es la función que cum plen figu ­ ras como el sentido común, el lenguaje natural, la experiencia, etc., pero también su propia historia o alguna tradición dentro de ella. He aquí el panorama al que nos ha llevado nuestra reflexión a partir de la tentación inaugural. Como se dijo, el filósofo no quiere enmendarle la plana al mismo Dios. No le interesa adueñarse de la creación ni reconstituir el paraíso perdido, lo que le horrorizaría como a cualquiera. Quiere más bien perpetuar el instante de la transgresión en el que todo orden y toda institución vacilan. Pero no lo anima vocación alguna por el caos y menos aún la aceptación lisa y llana de la subsecuente caída. Su juego es inventarse su propio paraíso como un mundo más entre otros mundos posibles. El precio que paga por ello es muy alto, pues habita en un limbo que lo mantiene “a igual distancia de ángeles y hombres”. Pero el premio por el que lucha es tan grande como ese precio, pues le permite fantasear con ser, por usar una expresión de Husserl, “funcionario de la humanidad”. Si rechaza someterse a las reglas de juego de cualquier institución en particular, es para elevar a rango.de institución al mundo y a la huma­ nidad enteros. Se da a sí mismo la tarea de fundar un juego en el que se reserva el papel de héroe, desde la alegoría de la caverna en adelan­ te. Siendo un juego para pocos, le da la ocasión de sentirse parte de una elite esclarecida. Ahora bien, si la ficción es aún efectiva, al punto que hasta los estados invierten dinero para mantener filósofos, es que el juego re­ sulta funcional de alguna forma. ¿Será acaso que el goce del filósofo es compartido por todos los demás, que encuentran en la filosofía un espejo que Ies permite desconocer ia fragilidad de sus propios juegos? Como sea, mientras haya quienes continúen la partida, y quienes acep-

ten ser cómplices del juego, no parece que el reiterado certificado de defunción de la filosofía sea un reporte fidedigno. Seguiremos enton­ ces haciendo filosofía, dejándonos tentar por el vértigo de andar por los límites de cualquier cosa, por transgredir una y otra vez los órde­ nes que con mayor o menor violencia pretenden imponérsenos. Qui­ zás, finalmente, haya cierta grandeza en esta tarea, si no la del héroe husserliano al menos la del humorista humeano, al que en todo caso no se le podrá endosar otro crimen que el de provocar una gozosa sonrisa.

Filosofía y lenguaje Naturaleza de los problemas filosóficos En el apartado anterior he presentado una reflexión sobre la voca­ ción del filósofo, lo que nos ha permitido acercarnos algo más a. la peculiar naturaleza de ía filosofía. Ahora debemos enfrentar más di­ rectamente la clásica pregunta por la naturaleza de la filosofía. Para introducirnos en esta cuestión, quizá resulte relevante referirnos bre­ vemente a una anécdota perteneciente a la tradición del budismo zen, atribuida a Basho. Alguien preguntó al viejo maestro: “¿Qué es el zen?”, a lo que Basho respondió: “He estado explicando zen toda mi vida, y sin embargo nunca he podido comprenderlo”. “Pero -d ijo su interlo­ cutor-, ¿cómo puede usted explicar algo que no entiende?”. “¡Oh! —exclamó Basho—¿también tengo que explicarle eso?”. La anécdota sugiere diversas enseñanzas que podemos retomar si reemplazamos “zen” por "filosofía”. En primer lugar, la idea de que la filosofía es una actividad más que una doctrina, y que su ejercicio y aun su enseñanza no se vuelven posibles sólo una vez que se la ha definido. Pero entonces, en segundo lugar, parece admitirse que la filosofía no tiene, en sentido estricto, una definición; quizá la imposi­ bilidad de autodefinirse es precisamente su rasgo esencial. En tercer lugar, interrogar a su vez acerca de cómo es posible enseñar y dedicar­ se a algo cuya esencia se desconoce, no puede sino llevar a un encogi­ miento de hombros, a una ironía. Pero esta ironía ingresa ahora como

parte de esa misma esencia esquiva y caracteriza la posibilidad de la filosofía de ser transmitida y compartida por “la comunidad de los filósofos”. No olvidemos que relatos de esta clase constituyen una parte del zen, no son meta-zen. De igual modo, la pregunta por la naturaleza de la filosofía es una cuestión interna de la filosofía, no meta-filosofía. En el contexto de estas reflexiones y de sus múltiples resonancias, enfrentemos ahora la pregunta por la naturaleza de la filosofía. La misma no nos introduce en un problema filosófico más, sino en la cuestión a la que tarde o temprano han arribado los filósofos a lo largo de la historia de la filosofía a partir de sus comienzos en Grecia. Por el contrario, es la reflexión sobre el puesto de la filosofía misma en la disposición general de todas las cosas lo que constituye el rasgo distin­ tivo del filósofo frente al especialista reflexivo. A tal punto pertenece a la esencia de la filosofía interrogarse por su propia esencia que el que la propia naturaleza de la filosofía sea uno de sus problemas internos no constituye tanto una solución al problema de qué es filosofía, como un dato a l que debe ajustarse cualquier solución. Tenemos así un crite­ rio de adecuación para cualquier respuesta que se ofrezca frente al problema de determinar la naturaleza o esencia de la filosefía. No alcanza para una definición, pero establece, por vía negativa, un lími­ te a las posibles respuestas. Sería imprudente pretender dar una respuesta exhaustiva y origi­ nal a una pregunta qué, después de haber ocupado la atención de los grandes filósofos de la tradición, aún sigue abierta. Sin embargo, a riesgo de repetir lo que muchos otros han dicho al respecto, no será ocioso elaborar algunas observaciones, sin pretensión de originalidad, sino con el objetivo de profundizar algunas de las ideas ya presentadas en el apartado anterior. Para comenzar, parece conveniente evitar la expresión nominal “la filosofía” -más allá de las razones estilísticas- porque bajo esta deno­ minación no se hallará ningún Corpus definido de saber, ninguna dis­ ciplina que a cada momento fije sus verdades y principios para todos aquellos que se reclaman sus cultores. Sobre el modelo de la conocida expresión deT. Kuhn, diremos que no hay “filosofía normal” gracias a ia cual luego hay filósofos, sino que, por el contrario, cada filósofo o

escuela de pensamiento define en sus obras el sentido de lo que llam a filosofía; sólo a partir de allí puede hablarse de filosofía en general. Como se ha dicho muchas veces, no ocurre lo mismo en el ámbito de las ciencias. Un científico no se pregunta, en tanto científico, por la esencia de su ciencia. En cierto sentido, la situación de la filosofía es en este punto similar a la del arte. En efecto, el uso prim ario de la expresión “arte” es adjetivo, por ejemplo en frases como “obra de arte” o “expresión artística”. De igual modo, podemos hablar en principio de “obras de filosofía” o “reflexión filosófica”. Este uso adjetivo remite, a su vez, tanto en arte como en filosofía, al acto creador de un sujeto. Es también un punto de contraste entre ciencia por un lado, y arte y filosofía por otro, pues la singularidad de lin a subjetividad gravita de modo muy directo en la realidad histórica del arte y la filosofía. El nombre propio es una marca insuprimible en los dos campos, m ien­ tras que en ciencia es más bien una referencia externa y prescindible. Las observaciones anteriores acercan ía filosofía al arte. La obser­ vación siguiente aproxima en cambio ia filosofía más bien a ia cien­ cia. Me refiero al compromiso con la verdad que ambas comparten y, en consecuencia, al presupuesto que les es común respecto de la transmisibilidad del saber que procuran construir sobre fundamen­ tos universalmente compartidos. No es que el arte no tenga también su peculiar relación con la verdad, pero ía tiene en un sentido muy diferente del de la ciencia o la filosofía. No podemos extendernos aquí en este asunto, pues nos alejaría del hilo expositivo que estamos siguiendo. A través de la comparación de la filosofía con el arte y la ciencia esbozada en las anteriores observaciones, vemos que la práctica filosó­ fica supone cierta tensión entre la singularidad de una visión personal y la universalidad de un saber común a todos. Una obra filosófica pretenderá a menudo erigirse en la filosofía correcta que todos debe­ rían adoptar, construyéndose sin embargo contra las filosofías de los otros. Así, la filosofía parece condenada a existir en los límites de cada obra filosófica, con lo que esta tenga de singular e intransferible, pero ningún filósofo puede resignar el ideal de universalidad intrínseco a la filosofía desde sus comienzos. ¿Debemos entonces concluir que hay tantas filosofías como obras

filosóficas históricamente dadas? ¿O por el contrario habrá ciertos ras­ gos presentes en todas esas obras singulares, que nos habiliten a defi­ nir para la filosofía un campo propio? Dicho de otra manera, ¿hay algo más que costumbre y respeto a cierta tradición detrás de la pala­ bra “filosofía”? Que una concepción de la filosofía nunca sea neutral respecto de la posición filosófica desde la cual tal concepto se forja, aconseja des­ cartar el objeto, y ios métodos y fines de la filosofía como candidatos que satisfagan la búsqueda de elementos comunes que unifiquen el campo filosófico, pues estos -objeto, método y fin - serán definidos en el interior de cada obra. Compárese por caso a Heidegger con Hume, o a Bergson con Wittgenstein; será difícil o quizás imposible encontrar coincidencias fundamentales en cuanto al objeto, el método o los fines de la filoso­ fía. No obstante, no dudamos en incluirlos como miembros conspi­ cuos de la familia de los filósofos. Debemos ser capaces entonces de reconocer en sus obras elementos comunes que autoricen esa inclu­ sión. Si no es en el plano de los contenidos, los procedimientos o las metas últimas, ¿a dónde dirigir nuestra atención? Tal vez los problemas que cada filósofo formula e intenta resolver varían en su especificidad, pero ¿no habrá cierto tipo de problemas con los que todo pensamiento filosófico se enfrenta? Si lográramos caracterizar dicho tipo daríamos un paso importante en nuestra tarea. Consideremos seriamente esa posibilidad. El hecho de que en el núcleo de la esencia de la filosofía encontre­ mos su propensión a interrogarse por su propia esencia se vincula con un rasgo que generalmente se le ha atribuido: el mencionado carácter universal que exhiben sus preguntas y respuestas. Universal en un doble sentido: por un lado, su tendencia a relacionar lo aislado, establecer conexiones y extenderse sin considerar los límites de las ciencias y saberes particulares; y universal también en el sentido de dar cuerpo a un saber de validez universal, una especie de “ciencia de ciencias” que, al retroceder hacia un fundamento último autojustificado por la evi­ dencia de su racionalidad intrínseca, permita a su vez fundar la po­ sibilidad misma de todo conocimiento y toda racionalidad. De tal modo, esta imagen de sí como saber fundamental obliga a la filosofía

a dar cuenta de sí misma en su interior, pues ella no podría subordi­ narse a ninguna ciencia, porque todo saber ha de estarle subordinado. Podríamos utilizar la palabra “mundo” para nombrar a esa totali­ dad que el filósofo pretende abarcar. A partir de estas consideraciones, vemos a la filosofía enfrentada a la siguiente paradoja: la de ser un suceso dentro del mundo y pretender sin embargo dar una represen­ tación racional del mundo como totalidad en el interior de ese mismo suceso. La tensión conceptual generada por la idea de una instancia en la que, por así decir, “el mundo se autoincluiría”, ubica a la filosofía en un lugar de exceso y de defecto a la vez: de exceso, pues constituye un exilio del mundo; de defecto, pues ese mismo hecho produce la destotaíización de esa totalidad que pretendía alcanzar. Si quisiera evi­ tar esta consecuencia, la filosofía debería construir un discurso abso­ lutamente cerrado sobre sí que impidiera el desplazamiento infinito del sentido. Pero en caso de ser esto concebible, ¿no sería a costa de sí misma? En resumen, la gran empresa filosófica se ha dirigido tradicionalmente hacia una visión articulada del hombre-en-el-universo o, con otras palabras, hacia el discurso-acerca-del-hombre-en-todo-discurso, pero cabe preguntarse si tal meta es alcanzable, en qué consisti­ ría y, fundamentalmente, qué la haría posible. Volvamos ahora a la pregunta por el tipo de problemas de los que se ocupa la filosofía. La caracterización realizada nos permite recono­ cer dicho tipo a partir de la fuente en la que tales problemas se origi­ nan. En efecto, si atendemos una vez más a la comparación entre la ciencia y la filosofía, mientras las teorías científicas son conjuntos de enunciados lingüísticos que pueden tomar los valores de verdad o fal­ sedad por su comparación con diferentes aspectos o regiones ¿¿/mun­ do, la filosofía se ocupa de las relaciones entre el lenguaje y el mundo én su más amplio sentido. Y sólo puede hacerlo trabajando dentro de uno de los términos de la relación: el lenguaje. Llegamos de este modo a la idea de que los problemas a los que se dedica el filósofo son aque­ llos que surgen cuando se toma al lenguaje como un término de ía relación con el mundo en el sentido metafórico con el que estamos usando la palabra “mundo”, esto es, la totalidad de lo dado. Luego, el lenguaje en este sentido filosófico se diferencia del concepto de len­ guaje que estudia la lingüística, pues este es un fenómeno más del

mundo, mientras que aquel se concibe como una instancia exterior al mundo. Según dónde se ponga el acento en la reflexión sobre el len­ guaje y sus relaciones con el mundo, surgirán diferentes tipos de pro­ blemas. Si se atiende a las condiciones que el mundo debe exhibir para hacer inteligible el funcionamiento del lenguaje, tendremos los problemas de tipo metafísico; si el interés recae sobre la naturaleza dei lenguaje mismo, nos enfrentaremos con las cuestiones de la lógica y la semántica; si io que nos preocupa son los criterios para evaluar nues­ tras pretensiones de verdad acerca del conocimiento del mundo, los problemas serán de orden gnoseológico; finalmente, si lo que nos in­ teresa es el estudio de nosotros mismos como un tipo particular de ser dentro del mundo, se abrirá el complejo abanico de los problemas antropológicos, desde la política hasta la sociología, desde la ética has­ ta la psicología.

Lenguaje y filosofía Hemos caracterizado a grandes rasgos el tipo de problemas de los que se ocupa la filosofía, más allá de las diferencias que históricamen­ te las obras de los filósofos mantienen entre sí. Siempre será posible

encontrar en toda obra filosófica algunos de los aspectos que nos han servido para tipificar los problemas filosóficos. La clave de esta certi­ dumbre está en la comprensión misma de la naturaleza de la filosofía como esa reflexión sobre el lenguaje a partir de la cual se sitúa como una instancia supuestamente fuera del mundo, desde la que luego va a interrogar sobre el conjunto de relaciones que pueden establecerse entre el lenguaje y el mundo. Como se dijo, la consideración que el filósofo hará del lenguaje no será lingüística sino, para decirlo rápido, conceptual Una filosofía se nos presentará entonces como un vasto ordenamiento y una interpretación general del lenguaje. Si queremos entonces avanzar en nuestra indagación acerca de la situación paradó­ jica de la filosofía formulada antes, debemos intentar aclarar la natu­ raleza del lenguaje, entendido en los términos en que el filósofo se ocupa de él. A fin de no extendernos ahora excesivamente en la discusión de un tópico de la filosofía tan complejo como el de la naturaleza del len­

guaje y al que le dedicaremos el próximo capítulo, tomaré como pun­ to de partida algunos de los aspectos más importantes de las concep­ ciones desarrolladas por Wittgenstein a partir de los años treinta. Lo que interesa destacar aquí es el modo en que dichas concepciones afectan nuestra comprensión de los problemas filosóficos y de ía natu­ raleza de la filosofía. En su estudio acerca deí argumento del lenguaje privado en Wittgenstein, Kripke señaló que la cuestión de fondo presente en di­ cho argumento es “¿Cómo puede mostrarse que el lenguaje es posi­ ble?”, aclarando en nota al pie que se trata de una típica cuestión kantiana. La formulación de la pregunta no es explícita en los textos de Wittgenstein, pero atraviesa numerosas observaciones sobre la naturaleza del lenguaje en general. Una razón para no haberla for­ mulado es que Wittgenstein no podía considerar positivamente una cuestión “trascendental”, en el sentido de que su tarea era más bien mostrar la raíz de esta pregunta y disolver eí problema filosófico a que da lagar. La pregunta por las condiciones de posibilidad del lenguaje permiten buscar un fundamento situado en una instancia más básica que el lenguaje mismo, lo que para Wittgenstein resultaba un mo­ vimiento argumentativo ilusorio. Un modo de comprender ia con­ cepción del lenguaje en W ittgenstein y su importancia para la comprensión de la actividad filosófica, es vería a ia luz de esa pregun­ ta. Observémoslo más de cerca. Reformulemos la cuestión en términos heideggerianos antes que kantianos. En lugar de “¿Cómo es posible el lenguaje?” tenemos “¿Por qué hay lenguaje y no nada —o alguna otra cosa más fundamental en su lugar?” Puesto que se trata, según su perspectiva, de un salto al vacío argumentativo, la respuesta de Wittgenstein es simplemen te “hay lenguaje’, que es como anular la pregunta o responder “porque sí”. Es la afirmación de una contingencia originaria respecto del lenguaje, su resistencia a cualquier reducción explicativa. Esta afirmación de con­ tingencia afecta en profundidad el concepto mismo de lenguaje, ense­ guida veremos en qué sentido. En el lenguaje natural, el esquema “háy...” se completa frecuente­ mente con los llamados términos-masa, como “agua”, “tierra” o “sal”. La característica más saliente dé estos términos es que su referencia se

presenta como discontinua, esto es, nunca estoy frente ¿z/agua o a la sal, sino a alguna muestra o trozo de esas sustancias. Ahora bien, en manos de Wittgenstein el lenguaje se comporta como una de esas sustancias y su lugar en la oración no es el del argumento sino el del término predicado. “Lenguaje” no podría ser usado legítimamente como un término singular abstracto; no es el nombre de un todo ni el de alguna esencia, Pero, se dirá, este argumento depende excesiva­ mente de particularidades lingüísticas y, por otra parte, aunque no sea el nombre de un universal, “lenguaje” sigue siendo en tanto predica­ do el nombre de un atributo que determina una clase, por lo que se supone un conjunto de rasgos reconocibles que determinan unívoca­ mente lo que es lenguaje distinguiéndolo de lo que no lo es, con lo que finalmente habría un resto de esencialismo. A lo primero puede responderse que, aun prescindiendo de accidentes lingüísticos e in­ cluso idiomáticos, lo fundamental del argumento subsiste. Sólo por comodidad y simplicidad se han utilizado algunos aspectos del len­ guaje natural. En cambio, la segunda observación no se neutraliza tan fácilmente. En rigor de verdad, hay que mostrar todavía cómo se las arregla Wittgenstein para evitar una recaída en el esencialismo, para lo cual debemos volvernos hacia su uso de la expresión “juegos de lenguaje”. En primer lugar, puede observarse el plural “juegos”, lo que indi­ rectamente pluraliza al lenguaje mismo. La respuesta de Wittgenstein es ahora “hay juegos de lenguaje’ y, como es sabido, niega que haya algo común a todos los juegos, la esencia que los haría tales. Los jue­ gos de lenguaje son, según se dice en IF, redes de semejanzas y diferen­ cias que se entrecruzan en diversos grados y maneras, como “pareci­ dos de familia”, como un manojo de fibras que dan consistencia a un tejido que no tiene ninguna fibra central que lo sostenga (volveremos sobre este concepto en el próximo capítulo). El lenguaje es pensado así como una sustancia con la cual se pueden armar diversas configu­ raciones. Al no definir una forma fija siempre idéntica a sí misma, su totalización no puede ser sino imaginaria. Contingencia y no totali­ dad son entonces notas distintivas del lenguaje en la concepción de Wittgenstein, al menos a partir de la década del treinta. No hay un origen del lenguaje, sólo comienzos siempre múltiples

y diversos. Su naturaleza no es ía del árbol sino la del rizoma, pues' al igual que estos vegetales, se extiende en una horizontalidad casi super­ ficial, y cualquier fragmento de esa extensión puede dar lugar a nue­ vas ramificaciones. Además, no se trata de una multiplicidad que tar­ de o temprano se reduzca a un único punto de origen, sino de una heterogeneidad plural que atraviesa el lenguaje de un extremo a otro, por así decir, ofreciendo una resistencia definitiva a todo intento reduccionista. Junto a la metáfora botánica podemos recuperar tam­ bién la del laberinto: “El lenguaje es un laberinto de caminos -nos dice Wittgenstein en 203—. Vienes de lado y sabes por dónde andas; vienes de otro al mismo lugar y ya no lo sabes”. Esta observación refuerza la heterogeneidad y multiplicidad antes referida, pero agrega algo más, pues sugiere que es difícil o quizás imposible aplicar ía identidad a un fragmento de lenguaje cualquiera, ya que constantemente el “lugar” identificado y determinado puede cambiar completamente extraviando una vez más al sujeto. Es preci­ samente ía idea del laberinto: lo que se presenta como una salida se descubre como una trampa que nos retiene prisioneros. En resumen, “lenguaje” no refiere a una unidad formal, sino a una pluralidad diversa de acciones, disposiciones y capacidades entreteji­ das indisolublemente con instituciones y prácticas compartidas en el seno de las comunidades humanas. Es lo que Wittgenstein destaca cuando afirma que imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida. Lo que interesa enfatizar aquí es que el universo del lenguaje se presenta como plural y en expansión permanente, irreductible a una instancia totalizadora que haga de él una A partir de estas indi­ caciones tenemos que retomar nuestra pregunta por la naturaleza de la filosofía. O mejor aún, las diferentes filosofías son otras tantas posibles de nuestro lenguaje. Como dijimos, es un error concebir al lenguaje natural sobre el modelo de una teoría. Sin embargo, para aquellos que piensen que hay teorías subyacentes en el lenguaje natu­ ral, seguiría siendo posible concebir la filosofía, o bien como un in­ tento de esclarecimiento de dichas teorías, o bien como una supera­ ción de ellas. En mi opinión, la opción más prudente es pensar que la

IF

un

teoría.

Esellenguajeelquenoshacefilósofos. interpretacionesuordenamientosconceptuales

filosofía surge precisamente de ía indeterminación semántica del len­ guaje natural. Dicho de otra manera, el lenguaje no viene con una interpretación ya dada en forma definitiva, y el uso lingüístico contie­ ne la posibilidad permanente de reinterpretar los signos. Esto no es más que una condición necesaria muy general, pues tomada en su sentido más laxo, la comparten todas las actividades humanas, cómo la ciencia y el arte, por caso. Falta definir con mayor claridad la espe­ cificidad propia de la filosofía en relación con las características del lenguaje antes enunciadas. Lo propio del trabajo del filósofo es la creación conceptual al ser­ vicio de ia comprensión más amplia posible del funcionamiento de ios conceptos que se reflejan en el uso deí lenguaje. Se trata de una tarea de creación, no en el sentido de construcción de lenguajes artifi­ ciales -aunque esto pueda a veces ser ú til- sino en el sentido de que requiere ascender en la estructura conceptual hacia las nociones más abstractas y abarcativas para proyectar desde allí un orden comprensi­ vo sobre el conjunto de hechos lingüísticos considerados. Ahora bien, tal atalaya sinóptica es una conquista del trabajo filosófico, no un dato del que parte. Este aspecto creativo es minimizado o incluso rechaza­ do en la posición de Wittgenstein, injustamente según esthno. En cuanto al énfasis puesto en los conceptos, no debe interpretarse como un expediente cómodo que apela a entidades especialmente oscuras. Después de todo, un concepto podría ser definido como una clase sinónima, y los criterios para la identificación de conceptos, o para la atribución de su adquisición pueden formularse en términos pura­ mente lingüísticos.

La visión sinóptica Quiero ahora referirme a la utilidad y necesidad de esta tarea, te­ mas siempre controvertibles cuándo se discute la existencia y el estatus de los problemas filosóficos. No parece razonable pretender que la filosofía sea necesaria, en primer lugar, porque podría desaparecer si la evolución de nuestra cultura así lo determina. Pero además, porque el funcionamiento de nuestro lenguaje no depende de la claridad que los filósofos logren respecto de sus estructuras conceptuales más pro-

fundas. En cuanto a la utilidad, depende ya de la interpretación que demos de esa visión sinóptica perseguida por el filósofo. Al respecto, cabe establecer una oposición básica entre una visión de la filosofía según la cual esta debe proporcionarnos el sistema total y definitivo de ios conceptos que sostienen el funcionamiento de nuestro lengua­ je, y otra que, respetuosa de la pluralidad de estructuras y prácticas lingüísticas, concibe la tarea del filósofo como un trabajo siempre lo­ cal y puntual sobre problemas particulares. La primera invoca implí­ citamente la posibilidad de una filosofía ideal que cumpla el sueño de la fundamentación última dé toda teoría y toda praxis; la segunda, en cambio, asume la parcialidad y provisoriedad de la filosofía real sin por ello renunciar a un ideal de la filosofía como visión sinóptica que proporcione un ordenamiento general y clarificador de nuestros con­ ceptos. Ahora bien, la filosofía ideal resulta una exigencia que una producción filosófica concreta nunca estará segura de satisfacer. Por un lado, esto alienta actitudes dogmáticas, ya que cada filósofo podrá pretender ser el artífice de la filosofía ideal, sin otra desmentida que el hecfio de que muchos otros filósofos ho están de acuerdo con él. Por otro lado, genera un abismo éntre la promesa de la filosofía y aquello que los filósofos son capaces de ofrecer efectivamente, lo que no pue­ de redundar sino en el desaliento de quienes la practican y el descrédi­ to ante el público restante. Por el contrario, la posición que propugno hace de ia filosofía una actividad entre otras, cuyo aporte específico a la evolución cultural es la clarificación de cuestiones conceptuales sur­ gidas en la práctica lingüística institucionalizada. Tal actividad no tie­ ne fin en un doble sentido: es ilimitada en su conjunto porque se alimenta del lenguaje, que carece de límites precisos y que está en constante proceso de transformación; y no tiene fin porque no apunta a un estado de cosas final al que la filosofía arribaría. Si volvemos ahora a preguntar por la utilidad de la filosofía, la encontramos en su capacidad analítica y crítica para abrir más y más ¿I flujo vivo del lenguaje y el pensamiento. La tarea del filósofo en su mayor dimensión es, por así decir, limpiar el lecho del río de ese flujo vivo para aumentar su caudal e incluso colaborar en la ingeniería ne­ cesaria para modificar cursos, construir diques y administrar recursos para el mejor aprovechamiento de la energía.

AI retornar ahora a la situación paradójica presentada antes, vemos que dependía de una mala comprensión de la visión totalizadora que busca el filósofo. En efecto, no se trata de alcanzar “el punto de vísta de la totalidad” en un supuesto ultra o inframundo, sino de una vi­ sión sinóptica en el mundo (en los términos de nuestra imagen, en el curso del río). Esta visión conserva un carácter provisorio y abierto, de modo que la filosofía misma tiene una historia y puede evolucionar. Se trata de un trabajo constructivo que el filósofo realiza con sus con­ géneres, y cuya consistencia y especificidad dependen de la formula­ ción de problemas filosóficos particulares a partir del funcionamiento del lenguaje. La sinopsis en cuestión es esencialmente incompleta , por­ que no puede incluir toda la verdad, ya que está limitada por los con­ dicionamientos de la época y por la singularidad del sujeto que la desarrolla. Pero esto no la hace menos útil para la comprensión de los problemas de que se ocupa. Por lo demás, esta incompletud nos per­ mite revisar las condiciones de la formulación paradójica en cuestión, en el sentido de denunciar como ilusoria la idea de totalidad con la que a veces aparece usada la palabra “mundo”. Dicha totalidad tiene un estatuto puramente imaginario sólo sostenido como ideal regulati­ vo por la práctica filosófica real. Es decir, no hay “el punto de vista de la totalidad” sino una pluralidad de puntos de vista. Cada punto de vista levanta un punto de vista ideal cuya función es normativa. Des­ de luego, esta función es esencial y de ella dependen algunas nociones fundamentales de las que se ocupa la filosofía, como la de verdad, para poner tan sólo un ejemplo. Dicho de otra manera, no hayfilosofía real sin ideal de la filosofía. La filosofía no puede resignar su búsqueda de visión sinóptica y generalidad, porque ello sería abandonar su ras­ go más sobresaliente y específico. Quizá pueda parecer ahora que el énfasis puesto en el lenguaje y en el análisis conceptual diluye la grandeza de la filosofía y la aleja de las cuestiones más urgentes que hacen a la condición humana. Pero no hemos reducido los problemas filosóficos a problemas lingüísticos. El lenguaje da al filósofo un punto de partida para construir la visión sinóptica de la que hemos hablado. Es oportuno evocar aquí el con­ traste establecido al comienzo entre filosofía y ciencia respecto de la singularidad del sujeto. La visión sinóptica en cuestión no es una “vi-

síón desde ningún lugar”. Si se piensa en los juegos de lenguaje que describe el filósofo como mapas conceptuales construidos para repre­ sentar la articulación del pensamiento con el mundo, no ha de olvi­ darse que tales mapas sólo funcionarán en ia medida en que un sujeto se ubique en ellos a los efectos de orientarse. Esto supone la dimen­ sión de un acto de “autoadscripción de localización” no identificable con ningún punto representable en esos mismos mapas. Dicho en forma más directa, no estamos diciendo “todo es lenguaje”. Muy por el contrario, la concepción de la filosofía esbozada en estas páginas enfatiza el rasgo de incompletud que marca inexorablemente la bús­ queda de claridad y comprensión. La fuente de la filosofía se encuen­ tra precisamente ahí, en ese punto de sutura siempre desplazado, por el cual una subjetividad se sitúa en una trama singular de vida y len­ guaje. La filosofía se representa así como esa peculiar actividad que describe círculos cada vez más amplios a través de los cuales un punto de vista singular busca su comprensión autoinclusiva, siempre provi­ soria, incompleta y fallida. La medida de grandeza de una obra filosó­ fica está dada por su capacidad para tejer amplias redes conceptuales en las que una multiplicidad anónima e indefinida de sujetos pueda reconocerse. Los problemas filosóficos son los puntos de concentra­ ción, los nudos que dan consistencia a ia trama.

La filosofía y lo común

Concepto paradójico de lo común Cuando se hacen consideraciones metodológicas, muchas veces se oponen en filosofía las estrategias analíticas a las sintéticas o construc­ tivas. Según las primeras, debemos tratar problemas filosóficos clara­ mente especificables en su particularidad, separar lo separable, estar atentos a la minucia, distinguir niveles e instancias y no pretender luego borrar las articulaciones del análisis en beneficio de sistemas más o menos especulativos e integradores. Las segundas, en cambio, a menudo muestran sensibilidad sólo para las grandes palabras, las dicotomías de trazo grueso y la visiones de conjunto, sin hacer sufi-

cíente justicia a las finas distinciones conceptuales, en favor de la inte­ gración constructiva de puntos de vista abarcadores y generales. Aun­ que esta oposición pueda ser válida en ciertos casos y para ciertos fi­ nes, considero que no es en general fructífera a la hora de decidir y evaluar estrategias filosóficas. La razón de ello es que el análisis puede ser un camino eficaz para form ular problemas muy generales, abarcadores e integradores, en una palabra, sintéticos. En consecuen­ cia, el mero hecho de que se esté ante problemas presentados en tér­ minos globales y generales no es un obstáculo para su poder analítico. En el presente apartado mi estrategia estará orientada en ese últi­ mo sentido. Me propongo desarrollar un problema muy general e integrador, que borrará sin duda importantes matices conceptuales y diferencias de nivel. A esta orientación obedece que en el título mis­ mo se utilice una expresión tan poco común como “lo común”, en lugar de otras más familiares. Mi propósito es caracterizar un concep­ to de lo común que pueda servir para cubrir diversos conceptos más específicos y de distintos ámbitos. Pero es precisamente el escalpelo del análisis el instrumento que permitirá deslindar este concepto de otros con los que está entretejido en discusiones y problemas de nota­ ble protagonismo en la filosofía contemporánea, y de una’mo menos notable insistencia a lo largo de la historia de la filosofía. Hay expresiones que muchos filósofos han usado en el desarrollo de variados debates con distintas finalidades. Sin pretensiones de ser exhaustivo pueden mencionarse las siguientes: “sentido común”, “mun­ do común”, “vida común”, “lenguaje común”, "naturaleza común”, “psicología común”. Lo que intento indagar es qué es lo común a esas diversas apariciones del adjetivo “común”, si es que hay tai elemento constante. Por otra parte, cuestiones filosóficas que no apa­ recen explícitamente relacionadas con alguna de estas expresiones, pueden ser interpretadas a partir de la pregunta por el estatus de lo común en filosofía. Así, cuando se trata de conmensurabilidad o inconmensurabilidad de lenguajes, teorías o paradigmas, se está tra­ tando también de si hay o no una medida común; cuando se desarro­ llan discusiones metafísicas, semánticas y epistemológicas en torno del relativismo, el realismo, el antirrealismo y el irrealismo, algunas de las expresiones antes mencionadas son obviamente pertinentes, como

“lenguaje común” o “mundo común”; en el ámbito de la filosofía práctica, nos preguntamos por la existencia o no de una dimensión co­ mún que caracterice la humanidad del hombre, su peculiar condición de animalpolítico. Mi ambición es más bien establecer un problema que ofrecer nue­ vas respuestas a problemas ya constituidos. Sin embargo, como es pro­ pio de la filosofía, ei desarrollo del problema impondrá ciertas solucio­ nes y permitirá evaluar otras. En este sentido, sostendré, por un lado, que es importante esclarecer los vínculos que la filosofía mantiene con lo común según algún concepto pertinente asociable a esta expresión, y por otro, que la relación que la filosofía mantiene con lo común tiene ei aspecto de la paradoja. En definitiva, abogaré por una cons­ trucción paradójica de lo común en filosofía, contra otras posiciones en las que tal dimensión no es asumida. Cuando esto último ocurre, o bien se sacrifica la dimensión constructiva y conceptual de lo común, o bien se sacrifican algunas de las notas esenciales de dicho concepto, sin ias cuales lo que lo hace un concepto de lo común se pierde. La necesidad de la filosofía de guiarse por lo común la expresó ya Heráclito en el comienzo mismo del pensar filosófico. En el fragmen­ to 2 nos dice que conviene seguir lo que es general a todos, es decir, lo común. La palabra clave de Heráclito es “logos ” Es el logos lo que afirma como general a todos, aunque, como también sostiene, la ma­ yoría vive como si tuviera una inteligencia propia particular. La palabra “logos”, con su riqueza semántica, sería quizá ía más adecuada como hilo conductor para caracterizar el concepto de lo co­ mún en su mayor amplitud y neutralidad. El diccionario consigna dos grupos de acepciones: uno según el cual significa palabra, expresión, definición, proposición, declaración, afirmación, máxima, refrán, man­ dato, resolución, promesa, condición, pretexto, oráculo, ejemplo, na­ rración, conversación, argumento, hecho, fábula; el otro incluye va­ riantes como razón, inteligencia, rectitud, criterio, buen sentido, fun­ damento, prueba, explicación, justificación, juicio, relación, corres­ pondencia y proporción. Es imposible hallar en castellano un término que reúna todos estos matices. Quisiéramos retener aquí algunos en especial: palabra, expresión, orden, relación, razón, fundamento. Ahora bien, ocurre que al mismo tiempo que atribuye generalidad

a lo común, H eráclito señala que la m ayoría no se rige por ello. He ahí ya una figura paradójica que toma lo com ún: siendo un orden general destinado a-proporcionar fundamento, es desconocido o ignorado por la mayoría. Se abre así un cometido para la filosofía: guardando fide­ lidad a lo com ún, enseñar a los hombres el camino que pueda condu­ cirlos hacia ello. Pero si la mayoría supuestamente som etida al mismo orden común parece arreglárselas m uy bien ignorándolo, ¿cómo po­ dría el filósofo enmendar lo que el logos por sí mismo no ha logrado? Es de suponer que si la generalidad de los seres hum anos no se guía por lo común, es porque no hay acuerdo en qué sea lo común. Ya lo dice el repetido adagio: “el sentido com ún es el menos común de los sentidos”. Resulta entonces que lo común adquiere ahora el aspecto de una tarea, un orden por construir y no un punto de partida dado. Claro que esto no resuelve la cuestión sino sólo la profundiza. En efecto, si el filósofo es uno más de aquellos que pretenderían hablar en nombre de lo común, sólo podrá realizar su trabajo si hay algo dado a lo que apelar para vincular a los más en la m ism a empresa en la que él se ha embarcado. Luego, ha de construir un concepto de lo común con la pretensión de fundar en él ese orden general previa­ m ente dado a todos. La paradoja se presenta aquí con toda crudeza: siendo una tarea por construir, lo común es “lo dado con lo dado”, para usar una expresión de Strawson. Es decir, lo común está tlado pero no nos está tiodo. ¿Cómo hacer frente a este extraño giro que ha adqui­ rido nuestro asunto?

Dato y construcción Mantener la estructura paradójica de esta enunciación de lo co­ mún supone no ceder a la tentación de resolver la tensión conceptual en favor de ninguno de los dos polos: el de lo dado con independencia de toda mediación conceptual y el de una construcción conceptual sin dato, una especie de creación ex nihilo. Sin embargo, la actitud más frecuente en filosofía ha sido, por así decir, reduccionista. Así por ejemplo, toda vez que se ha pensado lo común como lo dado en una experiencia originaria e inmediata, se ha perdido de vista su carácter conceptual y constructivo.

En la filosofía contemporánea, el ejemplo paradigmático de esta actitud está representado por Husserl, quien concibe lo común como lo prim ero, originario e inmediato. No es este el lugar para desplegar un análisis critico del pensamiento de Husserl al respecto, pero sí co­ rresponde señalar que para que sea posible pensar lo común como origin ario, es preciso desconocer el. impacto de todo factor que mediatice 1a relación de la subjetividad consigo misma y con lo obje­ tivo como tal, por ejemplo el lenguaje, ía temporalidad y la intersubjetividad. En efecto, ¿qué se hace de esta presencia inmediata de la conciencia a sí m ism a y ai mundo si la propia subjetividad está media­ da por el lenguaje, el tiempo y la existencia del prójimo? En el extremo opuesto encontramos a aquellos filósofos que con­ ciben io común como una construcción relativa y contingente, pensa­ da bajo el modelo de lo propio. Entre los muchos ejemplos que cabría mencionar se destacan autores como Davidson y Rorty. En verdad, sería posible señalar diferencias importantes entre ambos. Incluso al­ guien puede discutir que se una el nombre de Davidson a alguna clase de relativismo. Mostraré a continuación en qué sentido constituyen versiones similares en torno de lo común. Rorty, al delinear la figura del ironista liberal, sostiene que lo dado consiste en un léxico último, un conjunto de palabras que proporcio­ nan las justificaciones más básicas para los hablantes del lenguaje al que pertenece el léxico en cuestión. Este léxico es contingente y revisable, y la posición del filósofo transformado en ironista se define por su actitud crítica permanente frente a su léxico, por rechazar la posibi­ lidad de autofúndamentación del mismo y por no atribuir ninguna legitimidad especial a este léxico frente a otros posibles. En contraste, al ironista se opone, según Rorty, el filósofo del sentido común, quien erige su léxico en ia medida de todo léxico alternativo. Según esto, el ironista Rorty concibe lo dado como lo propio con­ tra aquellos que asumen lo propio como lo común. Si lo común final­ mente ha de aparecer, será como resultado de la conversación entre hablantes de distintos léxicos. Lo común nunca está dado, sólo lo propio lo está. A lo sumo, en el punto de partida hay pluralidad de lenguajes, pluralidad sólo hipotética, conjetural. En este momento, Rorty apela a un artículo de Davidson en el que

este desarrolla la idea de que el lenguaje no es algo común dado a sus usuarios, sino una teoría momentánea formulada para interpretar la conducta del prójimo. Desde esta perspectiva, el lenguaje común es una coincidencia entre teorías momentáneas, la propia y la ajena. Sólo que, como lo indica la concepción davidsoniana de la interpretación radical, la ajena se comprende a partir de su traducción a la propia. Para ilustrar con mayor énfasis y claridad sus ideas, Rorty imagina que el otro sobre cuya conducta uno formula su teoría interpretativa, es un nativo de una cultura exótica. Rorty describe el encuentro entre intérprete e interpretado en términos de un enfrentamiento en el que cada uno se enfrenta al otro como “a mangos o a boas constrictoras”. Aquí no sólo lenguaje y mundo hajn perdido su dimensión co­ mún, sino también cualquier cosa que cuente como humanidad. Y nada en este caso imaginario obsta para que se aplique a nuestros vecinos y familiares; por ello cabe atribuir a Davidson-Rorty una ima­ gen según la cual si algo es mi prójimo, lo es en virtud de una hipóte­ sis momentánea. Lo que, salvo por lo de "momentánea”, no deja de tener un sabor rancio y tradicional. Sea cual fuere la evaluación que merezca esta posición, es cierto que en ella lo común pende del frágil y delgado hilo de la hipótesis y la conjetura. Lo único constante y sonante es lo propio, que en tanto contingencia originaria no se sostiene de ningún fundamento. Ex­ puesta Ja situación en estos términos, no veo cómo puede escaparse del relativismo más extremo e inconsistente. Una vez que se ha sacri­ ficado enteramente lo común, nunca se llegará a ello por la vía de lo propio, menos aún si toda su sustancia se reduce a la de una conjetura provisoria. He ahí las opciones extremas a las que me refería. Con Husserl aseguramos lo común a costa de que no dependa ni de nuestros es­ fuerzos constructivos ni de los de nadie, pues es lo dado a todos como un factum apriorístico, lo puede aparecer como arbitrario a una filoso­ fía crítica. Por el contrario, Rorty y Davidson nos devuelven la capaci­ dad de una acción constructiva, pero al hacerla depender de lo dado como lo propio, tornan a mi juicio inconcebible lo común. ¿Es posi­ ble escapar a esta alternativa? Es al menos el desafío que debemos proponernos enfrentar. Lo que tenemos que hacer es lograr una res­

puesta frente a ía cuestión de cómo es posible concebir lo común como algo que hacemos y, a! mismo tiempo, como incluyendo una instancia previa constitutiva de eso que hacemos.

Platón y Aristóteles: una interpretación Comencemos por consignar algunas de las características más rele­ vantes de lo común: se trata de algo general, que se impone con nece­ sidad mientras rige y que se experimenta en la inmediatez y esponta­ neidad de la vida ordinaria. Quien nos aporta una valiosa ayuda para comprender cómo nos relacionamos con algo de estas características es Aristóteles. En los retoma un problema que ya había interesado a Platón. Se recordará que, en Sócrates considera una pregunta de Menón en estos términos: “Según (lo que dices) no es posible al hombre indagar lo que sabe ni lo que no sabe. No indagará lo que sabe porque ya lo sabe, y por lo mismo no tiene necesidad de indagación; ni indagará lo que no sabe, por la razón de que no sabe lo que ha de indagar” (1957, p. 419). La respuesta de Sócrates frente al planteo de Menón es la teoría de la reminiscencia. Supongamos ya plenamente desarrollada en la obra de Platón la teoría platónica de las ¡deas. Lo que aquí nos interesa de esta teoría es el particular vínculo que establece entre una instancia previa en la que los conceptos nos han sido dados y una instancia posterior en la cual pueden ser recuperados como consecuencia de que se los retiene en la forma del olvido. La matriz de este argumento introduce un elemento “paradójico” en nuestra relación con los conceptos. En efec­ to, tenemos los conceptos, en una palabra, lo general, y al mismo tiempo no los tenemos. El momento de una pérdida de relación con las ideas es estructural: necesariamente, la idea aparece como lo reencontrado, primero perdido y luego recuperado. Pero además, el primer momento queda en cierto sentido como o al menos su consistencia le viene del segundo momento, el del recuerdo que supo­ ne el previo olvido. Si ahora utilizamos esta matriz para nuestro pro­ blema en torno de lo común, encontramos que, en cierto sentido,

Analíticosposteriores{AP},

Menón,

mítico-,

lo común seconstruyecomopreviamentedado enun momentoposterior.

Tenemos lo común, y sin embargo debemos conquistarlo, como ya se

veía en el fragmento de Heráclito. Profundicemos la estructura de este argumento en ia versión de Aristóteles. En AP 99b 15» Aristóteles se pregunta cómo llegan a ser conoci­ dos los principios inmediatos que son básicos para el conocimiento demostrativo y qué facultad los conoce. Al respecto sostiene que ni los poseemos por nacimiento ni podemos conocerlos como algo entera­ mente nuevo respecto de lo cual no teníamos ninguna relación previa. En consecuencia, propone una facultad específica, un sentido común por acción del cual la repetición de muchas sensaciones da lugar a una diferencia, y esta a un concepto (logos). Como ilustración final de su explicación propone una sugestiva semejanza. Según nos dice, los prin­ cipios provienen de la sensación y, “al igual que en una batalla, si se produce una desbandada, al detenerse uno se detiene otro, hasta vol­ ver al orden del principio. Y el alma resulta ser de tal manera que es capaz de experimentar eso. En efecto, cuando se detiene en ei alma alguna de las cosas indiferenciadas, se da por primera vez lo universal en el alma”. En este contexto, no nos interesa el plano psicológico implícito en la argumentación aristotélica sino su esquema global. Aristóteles afir­ ma que llegamos al logos como orden común, mediante un proceso cuyo punto de parada tiene el aspecto de un caos indiferenciado que por repetición permite introducir la diferencia propia del concepto. Ahora bien, la comparación de este proceso con la detención de un ejército en fuga en medio de una batalla establece un proceso en tres etapas: la primera corresponde a un orden previo que se ha perdido —el ejército antes de la fuga—, la segunda es el caos que resulta de la pérdida de ese orden —la desbandada—; finalmente, la última etapa es la reconstitución del orden cuando los diferentes movimientos de los soldados responden al mando y decimos que el ejército detuvo su fuga. De la misma forma que en la analogía encontramos un orden previamente dado, en el acceso a los principios suponemos una ins­ tancia ya dada a todos por medio de la cual puede reconocerse a di­ chos principios como universalmente válidos. Lo que quiero retener aquí es la imagen de que lo común es una instancia a la que se llega cuando logra detenerse la corriente indiferenciada de lo dado. La pregunta por el cómo nos remite a un

plano empírico que aquí no nos ocupa. Lo importante es advertir la necesidad de suponer un elemento cuya acción se requiere para que desde ese hipotético estado originario de indiferenciación sea posible arribar al logós común. Propongo que el mejor candidato que tene­ mos para desempeñar este papel es el lenguaje. A diferencia de lo que en este sentido afirman Rorty y Davidson, necesitamos partir del len­ guaje como piedra de toque de un orden común en el cual ya nos encontramos, aunque al mismo tiempo reconozcamos que su “enti-, dad” consiste toda ella en una praxis colectiva que no recibe apoyo de ningún fundamento último, aunque sí quizás una explicación empíri­ ca dentro de alguna teoría científica. Debemos considerar esta apela­ ción al lenguaje detenidamente.

Elpapeldellenguaje En diversos artículos, Gadamer (véase bibliografía) retoma el cita­ do pasaje de Aristóteles para aplicarlo al aprendizaje del habla y a la consideración de la naturaleza misma del lenguaje. En uno de esos artículos, luego de resumir el pasaje de Aristóteles sobre el ejército en fuga, dice que lo mismo ocurre con el aprendizaje del habla. No hay una prim era palabra, y sin embargo crecemos a m edida que aprende­ mos a hablar y nos familiarizamos con el mundo. En otros términos, así como ninguno de los soldados que se detie­ ne autoriza a decir que el ejército se ha detenido, pero en algún mo­ mento a través de ese proceso resulta que el ejército se ha detenido y responde al mando -a l ápxA , diríamos en griego -, así también cada palabra se vuelve tal en medio de un lenguaje que la engloba. Ningu­ na es la prim era y, sin embargo, el lenguaje no es sino ese constante anudam iento de unas palabras con otras. Diremos que hay lenguaje cuando se dan relaciones ordenadas entre ellas, es decir, algo ha de funcionar como principio de orden, como hay alguien que ejerce el mando del ejército y lo mantiene reunido. Y al igual que en cierto sentido el comandante es un soldado más, de la misma forma el ele­ mento ordenador del lenguaje puede concebirse como inmanente al lenguaje mismo en su funcionamiento concreto. Según la perspectiva de Gadamer, es el lenguaje el que hace posi-

ble io com ún. Pero, se dirá, ¿no es una m istificación del lenguaje otor­ garle a este lo que norm alm ente les atribuiríam os asu s hablantes? ¿No somos acaso nosotros los que construimos lo com ún a partir de nues­ tras recíprocas acciones lingüísticas y no lingüísticas en el mundo? Volvamos al esquem a argum entativo que habíam os encontrado en Platón y Aristóteles. Lo com ún se nos presenta ahora como un orden que construimos colectivam ente a través de nuestras acciones lingüís­ ticas y no lingüísticas» pero asum iéndolo al mismo tiem po como pre­ vio, al punto que podríam os decir tanto que él nos hace a nosotros como que nosotros lo hacemos a él. La clave está en el modo en que articulem os la prim era persona del singular con prim era la persona del plural y en el papel que hagamos desempeñar en esto a la realidad. Desde el punto de vista del hablante, h ay un orden previo dado por el lenguaje y su articulación con el m undo. Es este orden previo el que posibilita y condiciona su posición de ser hablante. Pero, por otra parte, hay una acción colectiva expresada por el “nosotros” según la cual lo común es obra nuestra. “Nosotros y el m undo hacemos con­ juntam ente a nosotros y al m undo”, diríam os con Putnam . Ahora es posible precisar el concepto de lo común que intentam os establecer. Lo que podemos considerar como dado no es un orden com ún por sí m ism o, sino sólo su condición de posibilidad. Es decir, hay un lenguaje recibido que en muchos puntos se encuentra entrela­ zado con lo que genéricam ente denom inam os m undo o vida. Se trata dé una m ateria prim a indispensable e insuperable para el acceso a un orden com ún. Condición y lím ite es lo que tal punto de partida pro­ porciona. Luego vendrá la praxis colectiva que construye lo com ún a partir de allí. Para aclarar esta dim ensión pragm ática de lo común puede recurrirse a un sím il que introduce con buena fortuna Van Fraassen. En un artículo en el que distingue entre ciencia pura y aplicada, e iden­ tifica a esta ú ltim a como una dim ensión pragm ática autónom a e in­ dispensable para la com prensión de la labor científica, este autor compara al le n g u a je -y a las teorías científicas- con mapas que utiliza­ mos para orientarnos en un territorio. En tal sentido, podemos afir­ mar que lo dado es al m ism o tiem po m apa y territorio. Pero, observa, aun cuando se nos den todos los mapas o el m apa de todos los mapas,

para que estos sean tales o ai menos funcionen como tales, es necesa­ rio un acto de auto adscripción de localización que nos sitúe en el m apa-territorio a los efectos de poder orientarnos en ese territorio con ese mapa. La dim ensión pragm ática y subjetiva no nos viene dada ya en un m ítico m apa originario, y el territorio por sí mismo no nos orienta, sino que, por el contrario, es por su m udez al respecto que necesitamos un instrum ento ordenador y representacional para lograr esta orientación. El sím il en cuestión nos sirve para hacer justicia tanto a la dim en­ sión de lo dado como a ía constructiva y conceptual. En efecto, el lenguaje sólo hará su trabajo en la m edida que tenga la constitución ad ecu ad a y h aya un m étodo de p ro yecció n , u n a fu n ció n que correlacione los elementos del m apa con partes del territorio. Recién entonces hay orientación y un orden com ún puede conquistarse. Lo común por sí mismo no tiene especificidad alguna; su sustancia es una trama de lenguaje y vida a partir de la cual podemos hacer lo comújn en diversos órdenes. Estos órdenes son, al menos en nuestra tradición cultural (pero quizá su generalidad sea m ayor), la ciencia, el arte, la política, la religión y, algo no m uy frecuentado por ios debates filosóficos, el orden sexual y amoroso. La filosofía es esa actividad a partir de la cual se puede construir el ensamble de lo com ún en esos órdenes a través de la creación conceptual responsable. Pero, se dirá, ¿qué contará como responsable? ¿cuál es la fuente que nos perm itiría distinguir en todos esos órdenes So correcto de lo incorrecto? ¿acaso hay alguna instancia que obre de fundam ento para determ inar cuál es ía política correcta, la ciencia verdadera, el arte esencial, la religión salvadora o el buen sentido amoroso? En este pun­ to parece razonable la postura de R orty y tantos otros respecto de que no hay tal fundam ento. El estatus de lo com ún se constituirá a partir de la lucha y el trabajo colectivos y sus logros serán siempre provisorios, revisables, contingentes. Sin embargo, esto no nos compromete nece­ sariamente con posiciones relativistas o irrealistas, ya que lo propio, en la perspectiva que propongo, es derivado respecto de lo común. Contamos para ello con el lenguaje natural del que partim os, y su relación con una realidad a ía que le suponemos una existencia inde­ pendíente de nosotros, aunque siempre m ediada por nosotros.

M e gustaría ahora anticiparm e a ciertas objeciones que pueden hacerse Frente al planteo esbozado. Por un lado, cabe preguntar por qué no identificar sin más lo com ún con el lenguaje natural y el m un­ do de la vida. ¿No nos dan estas instancias ya un orden general al que todos estamos sujetos? ¿No tenemos, por ejemplo, en la perspectiva de un W ittgenstein - y a m encionada en los apartados anteriores-, ele­ mentos suficientes para afirm ar que lo dado, esto es, “los juegos de lenguaje y las formas de vida” im ponen el orden al que todos, filósofos incluidos, debemos rendir pleitesía? ¿No será el énfasis otorgado al elemento constructivo un camino peligroso de retom o hacia la m eta­ física especulativa? Por otro lado, aun cuando hubiera buenas razones para no identificar lisa y llanam ente lo común con algo dado o algo a priori, ¿no nos deja esta fidelidad a lo dado en una posición conserva ­ dora y reaccionaria?

El h om b re co n v en cio n a l y e l anarquista Para responder a estas cuestiones permítaseme recurrir a un relato de Chesterton. En su novela El hombre que fue jueves -to d a ella una extraordinaria construcción paradójica de io com ún -, Chesterton pre­ senta un combate entre el artista anarquista y el hombre de la conven­ ción, representante paradigm ático del sentido común. Desde el punto de vista del primero, el artista es por definición anarquista, porque su acción hace estallar el aplastante orden que rige todas las cosas. Por su parte, el paladín de las convenciones sostiene que el orden en cuestión es tan frágil que lo poético reside en que logre triunfar casi milagrosa­ mente frente al caos originario que todo lo envuelve. En este contexto, leamos el siguiente fragmento extraído del relato: “El artista acaba con toda convención”, dice el anarquista. “De otra suerte la cosa más poé­ tica del mundo sería nuestro m etro.” “Y así es”, responde el hombre convencional. Y agrega: “lo raro y hermoso es tocar la meta; lo fácil y vulgar es fallar. (...) El caos es im bécil, por lo mismo que el tren (en cualquier punto) podría ir hacia cualquier parte. (Así), el horario (del m etro)... conmemora las victorias del hombre” (1993, p. 23). Contra las apariencias, según esta imagen —al igual que en el pasa­ je de Aristóteles referido an tes- si ha de pensarse algo originario, to­

m ará el aspecto de un caos. El orden, en cambio, es una costosa cons­ trucción colectiva siempre amenazada. El reaccionario es aquel que, seguro del orden establecido, sólo se complace en destruirlo. Estimo que no sería del todo injusto interpretar algunos aspectos de ía obra de Rorty, o más aún del irrealism o de Goodman, bajo la figura del anarquista de Chesterton. Pero a diferencia de una orientación como la de Husserl, quien intenta unir el destino de la filosofía a la capta­ ción del orden dado en lo originario, el hombre del sentido com ún descripto por Chesterton se vuelve conservador sólo porque lo anár­ quico es lo dado. Pero, podría aun argüirse, si lo dado es pensable por analogía con una red de trenes, más allá de su posible precariedad, ¿no constituye igualm ente por sí mismo un orden común? En este punto cabe citar la siguiente reflexión del psicoanalista C alligaris: “Yo atendí durante va­ rios años a un paciente psicótico que aparentem ente se som etía sin dificultad a los imperativos de lo cotidiano (...) y pasaba cada fin de semana viajando por la red ferroviaria sin ir a ningún lugar.(...) Poseía un conocimiento extraordinario de la red y de los horarios. (Pero) esta extraordinaria com petencia 110 estaba al servicio de ningún proyecto de traslado” (1991, p. 18). De lo que carece este paciente, y que constituye una m anifestación de su patología, es de una orientación. Tener el conocim iento de la red total no le proporciona por sí mismo orientación y orden algunos. De la misma forma, señalaba Van Fraassen, tener la totalidad de los m a­ pas no funcionará hasta que no nos situemos en ellos y dispongamos a partir de allí de una orientación parcial y específica. Sólo entonces accedemos a un orden. El caso es sim ilar al planteado por Aristóteles m ediante ía im agen del ejército en fuga: la caótica desbandada de sol­ dados recupera orden y unidad cuando vuelve a responder al mando, es decir, cuando se somete al comando de un principio. Por otra parte, lo com ún entendido en los térm inos que propon­ go, no se opone a lo nuevo sino todo lo contrario. Com o ya señalaba Aristóteles, lo general surge a partir de la introducción de la diferencia en lo indiferenciado. Chesterton lo sugiere bellam ente cuando, en el pasaje citado, dice “lo raro y hermoso es tocar la meta”. En este senti­ do, la ciencia y el arte, cada una a su manera, trabajan en favor de lo

nuevo construyendo lo común. Por todo ello, la perspectiva esbozada no lleva a posiciones reaccionarias en filosofía. Y no io hace, precisam en­ te, porque no identifica lo com ún con un orden dado e inm utable, sino que lo concibe como un logro colectivo en constante transfor­ m ación.

Lo común como límite M e propuse en el comienzo desarrollar, por un lado, lo que llam é con cierta ligereza “concepto paradójico de lo com ún”. He señalado algunos aspectos de este concepto. Por otro lado, me propuse también mostrar que la filosofía debe siempre construir un concepto de lo co­ m ún, y algo se ha dicho ya al respecto. Pero quisiera agregar algo más en esa dirección. U na vez que se ha abierto la tarea creativa y cons­ tructiva en filosofía, se corre el riesgo de term inar como el psicótico de Calligaris. Después de todo, el científico tiene lím ites para sus cons­ trucciones en la confrontación con la experiencia, en algún sentido de experiencia que adm ita algún em pirism o en la ciencia. Por su parte, el arte tiene sus propios medios de legitim ación, y el juicio estético, como por caminos m uy diversos intentaron mostrar Kant y W ittgenstein, tam bién encuentra su espacio público de validez. M ás aún, en el apar­ tado cuarenta de la Crítica deljuicio Kant caracteriza el sentido co­ mún para, a partir de allí, comprender la naturaleza del gusto estético. ¿Pero qué hay de la filosofía? Si no hay un sentido común fijo al cual deba responder o en el cual deba fundam entarse, ¿cómo evitará caer en el delirio? ¿Alcanza con el lím ite fijado por el lenguaje natural cuando este mismo está necesitado de orden e interpretación? Sim ilares preguntas se hizo Kant en un texto notable, como lo es ¿Qué significa orientarse en el pensamiento? A llí señala que el mejor cam ino para orientarse en ei uso especulativo de la razón no es definir arbitrariam ente el contenido de un sentido com ún, sino partir de la determ inación de una posición según un fundam ento subjetivo de la razón, por insuficiencia de los fundam entos objetivos. A esta de­ term inación subjetiva Kant da el nombre de “fe racional”, la que en tanto fe se diferencia de todo saber. Así lo expresa con toda clari­ dad: “...toda f i e s un asentim iento subjetivam ente suficiente, pero con

conciencia de ser objetivam ente insuficiente; así, pues, se opone ai sa­ ber. (...) La fe racional pura no puede transformarse nunca en un saber' m ediante todos los datos naturales de la razón y la experiencia, por­ que, en este caso, el fundam ento del asentim iento es solamente subje­ tivo...” (1995, p. 18). El lím ite al delirio filosófico viene dado según esto por una con­ vicción subjetiva racional pero no epístém ica, pues no es ni opinión que siempre puede convertirse en saber—ni ciencia. Pero si tal fe racional no puede ser naturalizada ni fundada en razón objetiva, ¿en virtud de qué será racional? La respuesta está expresada retóricam ente en forma de pregunta en este pasaje de ia m ism a obra: “...¿hasta qué punto y con qué corrección pensaríamos si no pensáramos, por decir­ lo así, en com unidad con otros a los que com unicar nosotros nuestros pensamientos y ellos los suyos a nosotros? (i b i d p. 23). Así, la racionalidad, que es otro nombre para lo com ún, resulta de na praxis colectiva dada por la com unidad lingüística, y por el asenimietíto subjetivo que tal praxis genera en sus practicantes. Y la últia piedra de roque, si aún se empeña uno en buscarla, es una práctia, un modo de actuar. A partir del recorrido realizado hasta aquí, podemos volver al fragjjnento de H eráclito. A llí se afirm an ías siguientes tesis: * H ay algo com ún a todos los hombres. * Este algo com ún es un logos, es decir, discurso y razón. * La m ayoría de los hombres, aun com partiendo este logos corjnún, vive como si tuviera un logos particular, privado. 4 Debemos (¿los sabios, los hombres?) guiarnos por lo común. La idea de lo común que he esbozado, y su relación con la filoso­ fía, aporta una interpretación conjunta de estas tesis. En prim er lugar, está la afirm ación de que hay algo com ún a todos los hombres, algo para lo cual no se da un fundam ento sino una interpretación, la de que es discurso, esto es, “lenguaje orientado”, por así decir. En segun­ do lugar, está la situación paradójica de que este discurso es com ún y siú embargo se lo sustituye por discursos privados. M i propuesta ha sido m antener la paradoja distinguiendo aquello

que nos es dado como com ún y que describí como “trama de lenguaje y vida”, de aquello que es colectivamente construido a partir de lo dado, y que con mayor propiedad podemos llam ar discurso, ya que la idea de discurso supone una orientación y un ordenamiento no su­ puesto en la ¡dea de lenguaje. Ahora bien, ya que hay una constante subdeterm ínación entre ambas instancias, pues lo dado no fija su re­ presentación y esta nunca agota la realidad que será representada o expresada, nos vemos llevados a m edir lo construido con lo dado. Para ilustrar esta situación, piénsese en el descubrimiento de una verdad científica o en la imposición de una nueva expresión artística. En esos casos no consideramos que la verdad o la belleza surgen de ía nada sino que nos remiten a algo que ya estaba allí y que nuestro artificio cientí­ fico o artístico ha logrado recoger. Rorty, en cambio, piensa que si decimos de un enunciado que es verdadero o de una obra que es bella, sólo hacemos un cum plido. Creo que hay algo de frivolidad en esta actitud. De todos modos podríamos preguntar a Rorty: ¿por qué el elogio y no el insulto? La respuesta de Rorty es, como se dijo, que así lo dice nuestro léxico. Pero ¿acaso es arbitrario ese léxico? ¿En qué m edida ese léxico es algo que hacemos nosotros y en qué proporción algo que responde a instancias extralexicales? La propuesta aquí pre­ sentada intenta ofrecer un modo de hacer frente a estos interrogantes. Un tercer elem ento por señalar es el que distingue e! logos general del particular. Un buen instrum ento para retom ar este contraste esta­ blecido por H eráclito es el llamado “argum ento del lenguaje privado"’ de W ittgenstein, que muestra que la idea m ism a de un lenguaje priva­ do es un m ito derivado de una m ala comprensión del funcionamiento del lenguaje (volveremos sobre esto más adelante). Este mito no surge por antojo de los filósofos sino porque viene virtualm ente con el uso natural del lenguaje. Así, aunque todos hablemos el mismo lenguaje, cada uno puede pretender que además de ese lenguaje común hay otro más auténtico y originario que le es propio y que nunca será com ún. Por ello, el psicótico de Calligaris aparentemente se somete al orden común y sin embargo vive en uno propio (esto no es privativo de la psicosis, desde luego). Para que haya logos o discurso común y, en relación con ello, un m undo común, es necesaria una orientación determ inada por dos polos: el polo subjetivo de la convicción y el

polo objetivo de la com unicación, como m uestran las consideracio­ nes de Kant antes mencionadas. En cuarto lugar, sostener que nos conviene guiarnos por lo común no es reaccionario, porque como nos enseña Aristóteles, lo com ún deriva de lo diferente, que es precisamente lo que nos sustrae a lo indiferenciado, ese m ítico Tártaro de la vida. Es uno de los sentidos que tiene concebir lo com ún como una construcción. Hacemos lo común a partir de nuestra invención y creatividad, y cuando pasa a ser patrim onio de todos no cancela nunca enteram ente esa contingencia a la que debe su existencia. Creo más interesante pensar al filósofo en esta relación paradójica con lo común, antes que convertirlo en fundam entalista o en sofista. Ni “funcionario de ía hum anidad” como quiso Husserl, ni “buen conversador” como lo quiere Rorty, el filóso­ fo es aquel que, con su particular praxis teórica y conceptual, aporta su propia diferencia a la realización colectiva de lo común. B ib lio g rafía básica p ara el cap ítu lo ♦ Aristóteles. Analíticos posteriores. 19 8 8 . ♦ Calligaris, C.

Tratados de -lógica. T. 2.

M adrid, Gredos,

Introducción a una clínica diferencial de la psicosis.

Buenos Aires,

Nueva Visión, 19 9 Í . ♦ Chesterton, G. K. El hombre que fu e jueves. Buenos Aires, Losada, 19 9 3 . ♦ Gadamer, H. G. Verdady Método II. Salamanca, Ediciones Sígueme, 19 9 4 . ♦ Gaos, J. Confesiones profesionales. M éxico, F.C.E., 19 5 8 . ♦ Kant, I. ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?, excer¡>ta philosopbica 13M adrid, Facultad de Filosofía de la Universidad Com plutense, 1995♦ Levinas, E. Cuatro lecturas talmúdicas. Barcelona, Riopiedras, 19 9 6 . ♦ Platón. Diálogos escogidos. Buenos Aires, El Ateneo, 19 5 7 . ♦ Rabant, C. Inventar lo real, la desestimación entre perversión y psicosis. Buenos Aires, Nueva Visión, 19 9 3 . ♦ W ittgenstein, L. Investigaciones filosóficas. Barcelona, Altaya, 19 9 9 .

Significado y comprensión Las palabras no son meros soplos de aire; las palabras contienen algo. Pero lo que dicen no es concreto, entonces, ¿de verdad se dice algo?¿o es que nada ha sido dicho? Si son diferentes delpiar d e un polluelo, ¿significa eso que los sonidos tienen algún senti­ do, o carecen de significado?¿De qu¿ form a se oscurece el Cami­ no para que haya verdad y falsedad?, ¿qu¿ es lo que oscurece las palabras para que haya correctas y equivocadas?, ¿dónde es qt