Imagines hibridae : una aproximación postcolonialista al estudio de las necrópolis de la Bética y al debate sobre "romanización": Una aproximación ... al estudio de las necrópolis de la Bética 8400086171, 9788400086176

El objeto de estudio de esta publicación es analizar el cambio social que se produjo como consecuencia del asentamiento

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Table of contents :
SUMARIO
«PALABRA EN EL TIEMPO»:
LA INFLUENCIA DE LA MENTALIDAD GRECOLATINA
EN LA ARTICULACIÓN CONTEMPORÁNEA
DEL CONCEPTO DE ‘ROMANIZACIÓN’
EL DEBATE CONTEMPORÁNEO SOBRE
LA ‘ROMANIZACIÓN’: UNA APROXIMACIÓN
POSTCOLONIALISTA
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Imagines hibridae : una aproximación postcolonialista al estudio de las necrópolis de la Bética y al debate sobre "romanización": Una aproximación ... al estudio de las necrópolis de la Bética
 8400086171, 9788400086176

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ANEJOS AESPA

ANEJOS

Alicia Jiménez Díez

DE

APROXIMACIÓN POSTCOLONIALISTA AL ESTUDIO DE LAS NECRÓPOLIS DE LA BÉTICA

UNA

IMAGINES HIBRIDAE

XLIII 2008

AESPA XLIII

IMAGINES

HIBRIDAE

UNA

APROXIMACIÓN POSTCOLONIALISTA AL ESTUDIO DE LAS NECRÓPOLIS DE LA BÉTICA

ISBN 978 - 84 - 00 - 08617 - 6

ARCHIVO ESPAÑOL CSIC

CSIC

Departamento de Historia Antigua y Arqueología INSTITUTO DE HISTORIA Consejo Superior de Investigaciones Científicas Madrid. España

DE

ARQVEOLOGÍA

Anejos de AEspA XLIII

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ANEJOS DE ARCHIVO ESPAÑOL DE ARQUEOLOGÍA

Anejos de AEspA XLIII

XLIII

IMAGINES HIBRIDAE UNA

APROXIMACIÓN POSTCOLONIALISTA AL ESTUDIO DE LAS NECRÓPOLIS DE LA

BÉTICA

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4

Alicia Jiménez Díez, Imagines hibridae

Anejos de AEspA XLIII

ANEJOS SERIE

DE

AESPA

PUBLICADA POR EL INSTITUTO DE

HISTORIA

Directora: Dra. M.a Paz García-Bellido, Instituto de Historia, CSIC. Madrid Consejo de redacción: Prof. D. Javier Arce, Instituto de Historia, CSIC, Madrid; Prof. Dr. Manuel Bendala, Universidad Autónoma de Madrid; Dra. Guadalupe López Monteagudo, Instituto de Historia, CSIC, Madrid; Dr. Pedro Mateos, Insituto de Arqueología de Mérida, J. Ext., CCMM y CSIC; Prof. Dr. Manuel Molinos, Universidad de Jaén; Prof. Dr. Ángel Morillo, Universidad de León; Dra. Almudena Orejas, Instituto de Historia, CSIC, Madrid; Prof. Dr. Francisco Pina Polo, Universidad de Zaragoza; Prof. Dr. Joaquón Ruiz de Arbulo, Universidad de Tarragona. Consejo asesor: Dr. Michel Amandry, Bibliothèque Nationale de France, Paris; Dr. Xavier Aquilué, Conjunto Monumental de Ampurias, Girona; Prof. Dr. Gian Pietro Brogiolo, Università di Padova; Prof. Dr. Francisco Burillo, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de Teruel; Prof. Dr. Monique Clavel-Lévêque, Université Franche-Comté, Besançon; Prof.a Dra. Teresa Chapa, Universidad Complutense de Madrid; Prof. Dr. Adolfo Domínguez Monedero, Universidad Autónoma de Madrid; Prof. Dr. Carlos Fabião, Universidade de Lisboa; Prof.a Dra. Carmen Fernández Ochoa, Universidad Autónoma de Madrid; Dr. Pierre Moret, Casa de Velázquez, Madrid; Prof. Dr. Domingo Plácido, Universidad Complutense de Madrid; Prof. Dr. Sebastián Ramallo, Universidad de Murcia; Prof.a Dra. Isabel Roda, Universitat Autònoma de Barcelona; Dr. Th G. Schattner, Instituto Arqueológico Alemán, Madrid; Dr. Armin Stylow, Kommission für Alte Geschichte und Epigraphik des DAI, München. Secretario: Dr. Luis Caballero, Instituto de Historia, CSIC, Madrid.

Anejos de AEspA XLIII

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ALICIA JIMÉNEZ DÍEZ

IMAGINES HIBRIDAE UNA

APROXIMACIÓN POSTCOLONIALISTA AL ESTUDIO DE LAS NECRÓPOLIS DE LA

BÉTICA

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Instituto de Historia Departamento de Historia Antigua y Arqueología MADRID, 2008

6 Reservados Alicia todos Jiménez Imagines hibridae losDíez, derechos por la legislación en

Anejos de AEspA XLIII

materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Portada: Fotocomposición a partir de A. Canto y J. J. Urruela (1979: fig. 148 y lám. 35) de la máscara de terracota hallada junto a la tumba de cámara del Cerrillo de los Gordos (Castulo, Linares, Jaén). Contraportada: La misma máscara en dibujo tomado de A. Canto y J. J. Urruela (1979: fig. 148).

Catálogo general de publicaciones oficiales http://www.060.es

MINISTERIO DE EDUCACIÓN Y CIENCIA

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

© CSIC © Alicia Jiménez Díez NIPO: 653-07-101-6 ISBN: 978-84-00-08617-6 Depósito Legal: M. 3.991-2008 Impreso en España, Printed in Spain Imprenta TARAVILLA. Mesón de Paños, 6. 28013 MADRID

Imago Imagen, representación, retrato, busto de un antepasado, estatua, mascarilla de cera que representa al difunto.

Hibrida / hybrida Híbrido, persona o animal de raza mixta [hijo de padre libre y de madre esclava o de padre romano y de madre extranjera]

A mis padres

SUMARIO ABREVIATURAS ...............................................................................................................

13

PRÓLOGO de Manuel Bendala Galán ...........................................................................

15

INTRODUCCIÓN ................................................................................................................

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I. «PALABRA EN

EL TIEMPO»:

LA INFLUENCIA

DE LA MENTALIDAD GRECOLATINA EN LA

‘ROMANIZACIÓN’ ..................... Voces originales: civilización y barbarie. La ‘romanización’ según las fuentes antiguas .......................................................................................... 2. El eco historiográfico: la adaptación de la mirada de los autores antiguos a un nuevo contexto (1850-1975) .................................................... ARTICULACIÓN CONTEMPORÁNEA DEL CONCEPTO DE

21

1.

II. EL DEBATE CONTEMPORÁNEO SOBRE LA ‘ROMANIZACIÓN’: UNA APROXIMACIÓN POSTCOLONIALISTA ....................................................................................................... 1. ‘Romanización’ e historia .......................................................................... 2. La ‘romanización’ como aculturación ....................................................... 3. Imperialismo y teoría postcolonialista de la ‘romanización’ ................... 4. ‘Romanización’ como cambio social ........................................................ 5. Conclusión ................................................................................................... III. EL

29 37 37 40 42 49 52

MITO DE LOS ORÍGENES: PROCESOS DE INTERACCIÓN CULTURAL E IDENTIDAD

ÉTNICA ..................................................................................................................

1. 2.

21

La percepción subjetiva de la identidad étnica ........................................ Turdetanos, bastetanos y oretanos: el mundo funerario como emblema.

IV. CASTULO (Cazlona, Linares, Jaén) ..................................................................... 1. Historiografía .............................................................................................. 2. Las necrópolis romanas de Castulo .......................................................... 3. El origen de la ciudad y el problema de la ‘romanización’ de las necrópolis de Castulo ..................................................................................... 4. Conclusión ...................................................................................................

59 59 70 81 83 85 124 159

V. BAELO CLAUDIA (Bolonia, Cádiz) ....................................................................... 1. Historiografía .............................................................................................. 2. Las necrópolis de Bolonia ......................................................................... 3. El origen de la ciudad y la ‘romanización’ de las necrópolis de Baelo Claudia ........................................................................................................ 4. Conclusión ...................................................................................................

163 163 166

VI. CORDVBA / COLONIA PATRICIA (Córdoba) ............................................................. 1. Historiografía .............................................................................................. 2. Las necrópolis romanas de Córdoba ......................................................... 3. El origen de la ciudad de Córdoba y la ‘romanización’ a partir del estudio de sus necrópolis ............................................................................... 4. Conclusión ...................................................................................................

253 253 255

CONCLUSIONES ...............................................................................................................

353

BIBLIOGRAFÍA .................................................................................................................

363

193 248

301 348

ÍNDICE

DE FIGURAS

.........................................................................................................

401

ÍNDICE

DE AUTORES MODERNOS .......................................................................................

405

ÍNDICE

DE NOMBRES Y MATERIAS .....................................................................................

407

ABREVIATURAS

AAA AAC AAH AArch AEspA AEspAA AHDE AION AJA AJAH AJP ALUB AmAnthr AmAntiq AnMurcia ANRW APL ArHisp BAAlg BAEAA BAM BAR IS BEFAR BICS BIEG BPH BRAC BRAH BSAA BullHisp CB CEEN CNA CPAC CRAIBL CritAnthrop CTEER CuadEmeritenses

Anuario de Arqueología Andaluza, Sevilla. Anales de Arqueología Cordobesa, Córdoba. Acta Arqueológica Hispánica, Madrid. Acta Archaeologica, København. Archivo Español de Arqueología, Madrid. Archivo Español de Arte y Arqueología, Madrid. Anuario de historia del derecho español, Madrid. Annali dell’Istituto universitario orientale di Napoli, Napoli. American Journal of Archaeology, Norwood, MA. American Journal of Ancient History, Cambridge, Mass. American Journal of Philology, Baltimore. Annales littéraires de l’université de Besançon, Limoges The American Anthropologist, Lancaster, Penns. American Antiquity, Menasha, Wisconsin. Anales de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Murcia, Murcia. Aufstieg und Niedergang der römischen Welt, Berlin. Archivo de Prehistoria Levantina, Valencia. Archivo Hispalense, Sevilla. Bulletin d’archéologie algérienne, Paris. Boletín de la Asociación Española de Amigos de la Arqueología, Madrid. Bulletin d’archéologie marocaine, Rabat. British Archaeological Reports, International Series, Oxford. Bibliothèque des Écoles françaises d’Athènes et de Rome, Rome, Paris. Bulletin of the Institute of Classical Studies, London. Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, Jaén. Biblioteca Praehistorica Hispana, Madrid. Boletín de la Real Academia de Córdoba, Córdoba. Boletín de la Real Academia de la Historia, Madrid. Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, Valladolid. Bulletin Hispanique, Bordeaux. Classical Bulletin St Louis, MO. Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra, Pamplona. Congreso Nacional de Arqueología. Cuadernos de Prehistoria y Arqueología Castellonenses, Castellón de la Plana. Comptes rendus de l’Académie des inscriptions et belles-lettres, Paris. Critique of Anthropology, London. Italica: Cuadernos de trabajos de la Escuela española de historia y arqueología en Roma, Madrid. Cuadernos emeritenses, Mérida.

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Alicia Jiménez Díez, Imagines hibridae

CuPAUAM DArch EAE EstAnt ETF EUC ExtremArq Fl.Ilib. HispAnt HuelvaArq. JAnthropArchaeol JHS JMA JRA JRS LIMC MAAR MAGW MCV MDAI(M) MDAI(R) MEFRA MHA MJSEA MMAP NAC NAH NAM NSA OJA PCPS RACF RE REIb RHR RIN SHHA SiciliaArch TAE TP TRAC WorldArch ZPE

Anejos de AEspA XLIII

Cuadernos de Prehistoria y Arqueología, Universidad Autónoma de Madrid, Madrid. Dialoghi di archeologia, Roma, Milan. Excavaciones Arqueológicas en España, Madrid. Estudios de la Antigüedad, Barcelona. Espacio, tiempo y forma, Madrid. Estudis Universitaris Catalans, Barcelona. Extremadura Arqueológica, Badajoz. Florentia Iliberritana, Granada. Hispania Antiqua, Valladolid. Huelva Arqueológica, Huelva. Journal of Anthropological Archaeology, New York. Journal of Hellenic Studies, London. Journal of Mediterranean Archaeology, Sheffield. Journal of Roman Archaeology, Ann Arbor, Mich. Journal of Roman Studies, London. Lexicon Iconographicum Mythologiae Classicae, Zürich- München. Memoirs of the American Academy in Rome, Roma. Mitteilungen der anthropologischen Gesellschaft, Wien. Mélanges de la Casa de Velázquez, Madrid. Mitteilungen des Deutschen Archäologischen Instituts (Abt. Madrid), Mainz. Mitteilungen des deutschen archäologischen Instituts (Abt. Röm.), Mainz. Mélanges d’archéologie et d’histoire de l’École française de Rome. Antiquité, Paris. Memorias de Historia Antigua, Oviedo. Memorias de la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, Madrid. Memorias de los Museos Arqueológicos Provinciales, Madrid. Numismatica e antichità classiche, Lugano. Noticiario Arqueológico Hispánico, Madrid. Nouvelles Archives des missions scientifiques et littéraires, Paris. Notizie degli Scavi di Antichità. Atti della Accademia Nazionale dei Lincei, Roma. Oxford Journal of Archaeology, Oxford. Proceedings of the Cambridge Philological Society, Cambridge. Revue archéologique du Centre de la France, Vichy. Real-Encyclopädie der classischen Altertumswissenschaft, Stuttgart. Revista de Estudios Ibéricos, Madrid. Revue de l’histoire des religions, Paris. Rivista italiana di Numismatica e Scienze affini, Pavia. Studia Historica. Historia Antigua, Salamanca. Sicilia archeologica, Trapani. Trabalhos de Antropologia e Etnologia, Porto. Trabajos de Prehistoria, Madrid. Theoretical Roman Archaeology Conference. World Archaeology, London. Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik, Bonn.

PRÓLOGO

A la hora de presentar la investigación que aquí se da a conocer, el primer asidero al que acogerme, que enlaza mis propias percepciones con su contenido, lo proporciona una primera bandera terminológica, «palabra en el tiempo», enarbolada por la autora en su comienzo. Permítaseme aventarla a mi manera, para, a su sugestión, subrayar la dimensión del tiempo, en este caso personal –no el histórico, al que la expresión aludida remite–, en el tratamiento de una cuestión conectada con la tratada en este libro. Más de treinta años enredado en la empresa científica de obtener réditos históricos de la valoración de las necrópolis antiguas supone sensaciones diversas y, acaso, contradictorias, solidarias sin embargo todas de la convicción de que el empeño tiene pleno sentido y aporta, volviendo a nuestro lema, «palabras para nuestro tiempo»; palabras y logros conceptuales capaces de incorporarse con valor propio a la oleada última de renovación y maduración en el estudio de la sociedad romana y de las diferentes sociedades y culturas provinciales que acabaron por incorporarse a la más vigorosa koiné cultural del viejo mundo al amparo del Imperio. Palabras en su sentido más cabal de expresión de ideas, válidas al caso como apoyo de un discurso capaz de enriquecer la contemplación y la valoración de alguna cuestión de interés por sí misma y, a través de ella, de todo lo que con su solidez y su brillo renovados robustece e ilumina el cuerpo general de nuestro conocimiento. Porque la primera cualidad sustantiva del estudio que el lector tiene en las manos es que se trata de un libro discursivo, atento a los conceptos, las ideas y la capacidad iluminatoria de la palabra. Es Arqueología hecha a golpe de términos, lógos entrañado en la tierra y en los objetos, en la mejor línea de importantes escuelas europeas y americanas que han tratado de hacer más eficaz las agudas herramientas del arqueólogo lubricándolas con discursos que las hacen más penetrantes y capaces de atravesar la materialidad de los datos –según una idea francamente orteguiana– para arrancarles todo su valor testimonial, todo su sentido. Si lo principal de la ciencia es hacerse las preguntas adecuadas, quizá sea el mérito principal del tra-

bajo de Alicia Jiménez la oferta a la comunidad científica de una apuesta por la búsqueda de esas preguntas adecuadas, los interrogantes más certeros, con capacidad de reconducir lo que se conoce y se piensa hacia las conclusiones más veraces y enriquecedoras. Los resortes conceptuales, desarrollados en los primeros capítulos, que constituyen por sí mismos una aportación de gran interés, se aplican a una cuestión, la de las necrópolis, que, enlazando con lo primeramente dicho aquí, se revigoriza en su interés mostrativo. Porque son, en efecto, las necrópolis laboratorios privilegiados en los que ensayar experimentos que traten de descubrir algunos de los aspectos más íntimos o más profundos, antropológicamente hablando, de las sociedades y las culturas del pasado que tratamos de recuperar y conocer. En el complejo, diferenciado y articulado paisaje de las ciudades, cada lugar y cada ambiente tienen significación y valores propios, y uno de los caminos más eficaces emprendidos por la investigación moderna está relacionado con la conciencia de esa realidad y su explotación científica. Las necrópolis escogidas para su análisis, correspondientes a ciudades hispanas de gran personalidad cultural –Castulo, Baelo Claudia, Corduba– son el pretexto y el apoyo para una rica deliberación alimentada con los presupuestos –el flujo discursivo de que hablaba– desarrollados en la primera parte del libro. Cabe decir, además, que la teoría se aplica a realidades materiales analizadas con altura equivalente en su dimensión analítica, en la aguda explotación de los datos gracias a la observación directa de lo que ha sido posible y a un riguroso aprovechamiento de la bibliografía correspondiente a cada conjunto monumental. Es la necesaria combinación de atenta mirada atrás y de exigente puesta al día en la literatura y la creación más actuales lo que proporciona a la investigación desarrollada aquí algunos de los cimentos más firmes de su rara solidez. Todo se enfoca, a la postre, al propósito de alcanzar una nueva percepción de las sociedades hispanorromanas, que se enriquecen a nuestra mirada cuando quedan iluminadas las facetas de su hibridismo,

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Alicia Jiménez Díez, Imagines hibridae

los resultados de su multiculturalidad, la existencia de muchos planos en los que se desenvuelven los individuos y los colectivos que las integran. Son categorías antropológicas y conceptuales que nutren los tejidos de la anatomía cultural que este libro contribuye a rescatar y definir con sus indicaciones y sus conclusiones, en este caso concretable, en sentido lato, al cuerpo cultural de la Baetica romana, con una riqueza que, según la investigación avanza, va mucho más allá de la percepción de una extraordinaria monumentalización nacida de su riqueza y de su alto grado de incorporación a las convenciones y tradiciones romanas. La antigua y obsoleta percepción de un mundo cultural señalado por la perturbadora etiqueta de la «romanización» (por la tradición científica que la condiciona y no por su estricta significación) va dando paso con trabajos en la línea del que sigue a la recuperación de culturas llenas de matices, de color, de confluencias y apartamientos, de similitudes y de singularidades, de todo lo que les otorga

Anejos de AEspA XLIII

una nueva y más auténtica realidad y el brillo de una nueva y deslumbrante belleza intelectual en tanto que discurso de presente. Algunos trabajos anteriores de Alicia Jiménez anunciaban ya su voz científica, bien timbrada, en la propuesta de concepciones e ideas en la línea desarrollada en este libro. Aquí quedan expuestas con más sosiego y abundancia de argumentaciones y de datos, corroborando una madurez que, para quienes hemos tenido alguna intervención en su formación, constituye una firme y entrañable nota de satisfacción y alegría. Pero es lo más importante que se cumpla el principal y más íntimo propósito de la autora: contribuir al debate científico con una oferta que se desea enriquecedora, animadora de la ebullición científica actual, nacida, como sé, de la más sencilla y honesta de las actitudes. El lector tiene la última palabra. MANUEL BENDALA GALÁN Catedrático de Arqueología, UAM

INTRODUCCIÓN

Los latinos empleaban el término imago para referirse a un conjunto de realidades complejas. Podía significar un reflejo en el espejo, o el eco –entendido como el reflejo de un sonido–, una ilusión o un fantasma, pero también un duplicado, una figura o representación artística de una persona o un objeto. La misma palabra se utilizaba para aludir a los retratos de los ancestros que se sacaban en procesión durante el traslado del cadáver en los funerales aristocráticos, pero, por extensión, era también una forma genérica de nombrar a los ancestros. El significado de la palabra hibrida o hybrida equivale aproximadamente al campo semántico del término castellano «híbrido» –persona o animal de raza mixta–, si bien en época romana podía aludir también al hijo de un padre romano y una madre extranjera. Ambas palabras se han elegido para formar parte del título de este estudio porque, en parte, avanzan una de sus conclusiones fundamentales: la ‘romanización’ debe concebirse como la creación de una sociedad híbrida a partir del asentamiento de colonos itálicos en el sur peninsular, que a su vez eran portadores de una manera de entender la realidad que distaba mucho de ser homogénea. En ese sentido, todas las sociedades y todas las culturas tienen antepasados mestizos, y son productos criollos, son el resultado de infinitas interacciones, múltiples pasados y diversas influencias. Las imagines de los ancestros fueron utilizadas en la Antigüedad –como en los tiempos en los que vivimos– para explicar el presente, para escenificar quiénes somos, o quiénes pretendemos ser. Se podría decir que somos lo que fuimos. Plauto (Men. 1013) escribió: Tuast imago. Tam consimilest quam potest. «Aquí está tu misma imagen. Es tan parecida a ti como es posible serlo». Las imagines, como los antepasados recreados en los lugares de enterramiento, son una especie de doble, una copia casi exacta, pero que jamás podrá ser completamente idéntica al original, nunca podrá ser otra cosa que una sombra o un reflejo. Y este aspecto, en mi opinión, es esencial para entender diversos problemas asociados al controvertido concepto de la ‘romanización’, porque, especialmente en el contexto de la necrópolis, nos encontra-

mos siempre ante distintas fórmulas de escenificación del pasado o de los orígenes, que nunca pueden ser una réplica exacta del pasado romano o del pasado nativo, sino una re-elaboración, una copia, o un doble, una ilusión de aquellos elementos que se perciben como tradicionales y que permiten seguir con fidelidad los rituales preceptivos según las mores maiorum. Las imágenes no eran sólo máscaras, sino que tenían el poder de evocar las hazañas y los valores de los ancestros, algo que está muy relacionado con la idea de que la cultura, en el fondo, es un conjunto de valores compartidos, una forma de interpretar la realidad o una serie de disposiciones aprendidas sobre lo que está bien y lo que está mal. Por todo ello, la ‘verdad’, en el problema de la ‘romanización’, como en otros, debe considerarse un concepto fluido. Diferentes individuos esgrimieron distintas ‘galerías de ancestros’, ofreciéndonos razones para considerar la veracidad simultánea de distintos significados o modos de realidad. El objeto de este estudio es analizar el cambio social que se produjo como consecuencia del asentamiento de colonos romanos en el sur de la Península Ibérica entre los siglos III a. C.-I d. C., y que normalmente se denomina ‘romanización’, en el contexto de las necrópolis. Este problema lleva a plantear distintas cuestiones, como qué es la ‘romanización’, qué tipo de procesos tienen lugar en situaciones de contacto colonial, cómo estudiar el significado simbólico de la cultura material, o qué tipo de diálogo se estableció entre la manera de entender lo que significaba ‘ser romano’ en diferentes contextos como la ciudad y las necrópolis, o el ámbito privado y público. Mi investigación toma como punto de partida los presupuestos teóricos de la arqueología post-procesualista, especialmente los de aquellas corrientes que entienden la Arqueología como historia cultural (I. Hodder, 1986; I. Hodder, 1992; I. Morris, 2000: 3-33), en las que el contexto histórico se dota de gran importancia (I. Hodder, 1986: 24-26). Creo que en problemas como el de la ‘romanización’ es, además, necesario prestar especial atención a las aportaciones de la teoría postcolonialista como una

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Alicia Jiménez Díez, Imagines hibridae

manera de dejar atrás visiones ‘esencialistas’ de la cultura. Hemos de tener en cuenta que el hecho de ‘hacer arqueología’ no es, ni puede ser nunca, un acto inocente e intentar analizar el sesgo ideológico de las interpretaciones sobre el pasado que se hicieron en el pasado y de las que estamos construyendo en nuestros días (M. Rowlands, 1994a: 129; V. Fernández Martínez 2006). En este marco se insertan una serie de cuestiones que se encuentran contenidas, de manera más o menos explícita, en las páginas que siguen sobre la ambivalencia del significado de la cultura material y cómo afecta a nuestra interpretación de la ‘romanización’, o sobre la manipulación activa de los objetos por parte de los individuos para construir identidades de grupo e individuales, así como sobre la relación que existe entre las formas de emplear la cultura material por grupos e individuos y los cambios a escala social. Uno de los conceptos más interesantes, que he podido sólo empezar a desarrollar parcialmente en este trabajo, es que los ritos de enterramiento y las necrópolis únicamente pueden comprenderse a través de las relaciones contextuales que existieron entre ellos y rituales no funerarios o el hábitat contemporáneo. Ese contraste entre diferentes contextos de actividad ha demostrado ser una herramienta significativa para comprender mejor por qué se usaron unos objetos y no otros y las diferentes fórmulas de expresión de identidad dominantes en diferentes escenarios incluso en el caso de los mismos grupos de individuos. Además, las necrópolis nos permiten estudiar la ‘romanización’ desde el punto de vista del ámbito ‘privado’ e individual y contrarrestarlo con representaciones sobre la identidad colectiva relacionadas, a menudo, con la propaganda imperial, la reestructuración urbanística de las ciudades o la construcción de monumentos en espacios públicos como el foro. Las manifestaciones individuales que podemos estudiar en las necrópolis sólo tienen sentido dentro de este escenario más amplio, en el que se inscriben y en el que cobran sentido, como manera de expresar lo que se es y lo que no se es por oposición o agregación a lo que nos rodea. Es importante hacer también aquí mención a dos cuestiones. En primer lugar, uno de los argumentos que se desarrollan a lo largo de las líneas que siguen es la inexistencia de categorías binarias en el mundo antiguo del tipo dominado-dominador, colonizador-colonizado, o romano-íbero, aunque en numerosas ocasiones me haya visto obligada a emplearlas por razones discursivas y prácticas. Algo similar sucede con la palabra ‘romanización’ utilizada para aludir a un modelo de análisis que, en mi opinión, debería revisarse en profundidad, como se defenderá más

Anejos de AEspA XLIII

adelante. Sin embargo, he decidido recurrir a ella para referirme al conjunto de posiciones teóricas mantenidas por un grupo heterogéneo de investigadores en el análisis del proceso por el cual distintos grupos nativos ‘llegarían a ser romanos’ y también, a veces, incluso, para referirme a dicho fenómeno, aunque siempre incluyendo el término entre comillas. Si este estudio tiene alguna virtud, es la de pretender ser un trabajo de síntesis de nuestros conocimientos sobre distintas necrópolis y su relación con el cambio social producido como consecuencia de la imposición de una situación colonial en el sur de la Península tras la conquista romana. En algunos casos concretos, como el de Córdoba, la documentación disponible aumenta casi cada día, gracias a las intervenciones arqueológicas que se desarrollan en la ciudad de acuerdo con lo establecido en la Ley de Patrimonio Histórico Española de 1985 y la Ley del Patrimonio Histórico de Andalucía de 1991. No he pretendido, por lo tanto, estudiar todos los materiales disponibles o revisar las piezas depositadas en los museos, labor, por otro lado humanamente imposible y que, además, ya está siendo llevada a cabo por un grupo de investigadores dirigidos por el catedrático Desiderio Vaquerizo Gil de la Universidad de Córdoba. He intentado, sobre todo, proponer nuevas interpretaciones de materiales ya publicados y analizados por diferentes estudiosos, basándome en aproximaciones teóricas novedosas o en la comparación de datos ahora conocidos sobre distintas cuestiones relacionadas entre sí. Creo, también, que el valor de algunas conclusiones sobre la ‘etnicidad’, especialmente aquellas que se refieren al carácter ‘auto-adscriptivo’ de este tipo de sentimientos y la dificultad de definirlos a través de la cultura material o las fuentes grecolatinas, radica precisamente en la correcta definición del problema. No es que la ‘etnicidad’ no existiese en el mundo antiguo, ni que no se expresase a través de la cultura material, sino que los criterios de adscripción al grupo difícilmente se pueden deducir con las herramientas que hemos estado utilizando tradicionalmente, y que por lo tanto, nuestras conclusiones sobre la ‘romanización’ y la ‘transformación’ de los pueblos ibéricos en romanos podrían estar equivocadas o no haber sido correctamente formuladas. El volumen se ha organizado en dos grandes bloques estrechamente relacionados entre sí. El primero está dedicado al análisis del concepto de la ‘romanización’ y a la importancia de los ancestros en la recreación de la identidad individual y colectiva. El segundo apartado es el más extenso y se centra en el estudio de tres necrópolis diferentes en relación al problema que nos ocupa.

Anejos de AEspA XLIII

Cada una de estas tres grandes secciones se subdivide a su vez en varios capítulos. El capítulo uno se inicia con una discusión sobre la visión de las fuentes grecolatinas del proceso de conquista de la Península Ibérica, que se articula fundamentalmente en torno al concepto de humanitas, alrededor de la oposición entre ‘civilización’ y ‘barbarie’, en un discurso de corte colonial a través del cual se generan distintas imágenes de la realidad ibérica. En el segundo apartado del capítulo uno se plantea la cuestión de la integración de ciertos tópicos presentes en los textos antiguos en nuestros modelos explicativos sobre la ‘romanización’ y la relación entre estos últimos y nuestra propia percepción del mundo ibérico y romano como episodios constitutivos de nuestra historia nacional. Esta amplia sección concluye con una revisión de las teorías más recientes sobre el proceso denominado ‘romanización’ destacando la interpretación del fenómeno como un cambio social producido en un contexto colonial. La ‘romanización’ ha sido interpretada en algunas ocasiones como un proceso de transformación en los sentimientos de identidad étnica a través del cual los habitantes de la Península y otras provincias conquistadas llegarían a ser, o mejor, llegarían a sentirse, romanos. Por eso, la segunda parte ofrece una revisión de las investigaciones más importantes sobre la ‘etnicidad’, un aspecto de la identidad relacionado en numerosas sociedades con mitos sobre los orígenes del grupo étnico. Los ancestros, ya sean héroes fundadores, ancestros sin rostro ni nombre (manes, lemures) a los que se rinde culto en diversas festividades a lo largo del año o antepasados directos a los que se visita en la tumba desempeñan un papel fundamental en esta clase de narraciones. A continuación se procede a estudiar tres yacimientos concretos, Castulo (Linares, Jaén), Baelo Claudia (Bolonia, Cádiz) y Colonia Patricia (Córdoba capital) (Fig. 1), siguiendo un esquema regular en la presentación de la información. En la elección de las tres ciudades han confluido distintos criterios1. Todas estuvieron enclavadas en la Ulterior, si bien cada una de ellas en una región geográfica diferente. Con las reformas augusteas Castulo quedará integrada en la provincia Tarraconensis y en el conventus Carthaginiensis, aunque los lazos que unen a la ciudad –por tradición e historia– con el mediodía peninsular son más intensos que los que la ligan a otras regiones de su provincia. Corduba pasará a ser capital de la Baetica y del conventus Cordubensis, mientras que Baelo Claudia quedó situada en la zona costera del conventus Gaditanus. 1

Ver también p. 81 y nota 1 del cap. IV.

INTRODUCCIÓN

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Fig. 1: Mapa de la Península Ibérica con la localización de las tres necrópolis objeto de estudio. 1: Baelo Claudia (Bolonia, Cádiz), 2: Castulo (Cazlona, Linares, Jaén), 3: Colonia Patricia (Córdoba capital, Córdoba).

Por otro lado, en los tres yacimientos se conocía un número importante de enterramientos (a veces enmarcados en un arco cronológico muy dilatado como en el caso de Castulo), procedentes de distintos cementerios pertenecientes al mismo asentamiento. En los tres núcleos, además, se podían establecer comparaciones entre la ciudad y sus necrópolis y, aunque ciertamente Castulo es la ciudad peor conocida de todas, los estudios sobre la iconografía numismática de las acuñaciones del núcleo urbano o las numerosas referencias de las fuentes antiguas sobre el asentamiento suplían de alguna manera ciertas carencias. Me interesaba, asimismo, a priori, el contraste que podía presentarse entre las áreas sepulcrales de la capital de la Bética, donde sabemos positivamente que se produjo el asentamiento de un número importante de colonos, y núcleos habitados de menor tamaño pero también importantes, por su riqueza minera, en el caso de Castulo, o por su situación geoestratégica, como Baelo, descrito como un puerto de embarque principal hacia el norte de África por Estrabón. Paralelamente, se podría argumentar que cada una de ellas posee un sustrato étnico diferente, según los datos aportados por los textos clásicos. En Baelo las tradiciones púnicas tienen especial presencia en el contexto de un conjunto de asentamientos interiores y costeros localizados en la zona de influencia de Gades. En Castulo la importancia de la ciudad prerromana podría hacer suponer que la cultura material demostraría la perduración de elementos oretanos, mientras que en Corduba debería poder observarse con claridad la presencia de colonos itálicos desde momentos muy antiguos. Y, sin embargo, el

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estudio de los tres asentamientos, que a lo largo del texto se comparan con otros núcleos béticos o hispanos importantes, refuerza, como veremos, la idea del carácter especialmente híbrido de las sociedades producto de un encuentro colonial, donde se producen simultáneamente y se superponen distintas clases de discursos, a veces, incluso, contrapuestos. En un libro sobre la época dorada de la cultura holandesa, se preguntaba S. Schama2 si existía algún elemento que distinguiese de manera especial el mundo holandés del s. XVI. Para responder a esa cuestión utilizaba la metáfora de la pintura: si bien los pigmentos empleados en los cuadros de la escuela italiana y de la escuela holandesa del siglo XVI eran iguales, las pinturas en sí mismas distaban mucho de serlo. Algo similar sucede con las necrópolis hispanas. Por mucho que los elementos empleados en los enterramientos de la Baetica sean a veces similares entre ellos, o por mucho que algunos objetos sean idénticos a los que podríamos encontrar en tumbas de la Península Itálica, el resultado y, sobre todo, el significado de los ritos funerarios no puede ser exactamente el mismo, por la manera peculiar y programática de emplear materiales y rituales con los que, no lo olvidemos, los individuos debían asegurarse su paso al más allá. AGRADECIMIENTOS Estoy muy agradecida a un conjunto de personas e instituciones que han colaborado, de una manera u otra, en este proyecto. En primer lugar, a toda mi familia en general y a Ángela en particular, por su cariño y apoyo durante todos estos años. Estoy en deuda también con Manuel Bendala Galán, director de mi tesis doctoral y maestro, al que admiro no sólo en lo profesional, sino también por sus cualidades humanas. En la elaboración de los materiales que ahora presento se puede observar también la influencia de cuatro profesores que me acogieron en distintas universidades extranjeras durante algunos meses entre 1999 y 2004 y tuvieron la enorme generosidad 2 S. Schama, The Embarrassment of Riches: An interpretation of Dutch Culture in the Golden Age, Berkeley, 1988. Citado en A. W. Saxonhouse (1992: ix).

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de compartir conmigo su tiempo y sus conocimientos: Michael Rowlands (University College, London), Ian Morris (Stanford University), Robert C. Knapp (University of California, Berkeley) y Diana E. E. Kleiner (Yale University). También me he beneficiado en gran medida de los comentarios y sugerencias que sobre versiones anteriores de este trabajo realizaron Peter van Dommelen (University of Glasgow), Simon Keay (University of Southampton), Desiderio Vaquerizo Gil (Universidad de Córdoba), Carmen Fernández Ochoa (Universidad Autónoma de Madrid), Lorenzo Abad (Universidad de Alicante), Ángel Fuentes (Universidad Autónoma de Madrid), dos informantes anónimos del Archivo Español de Arqueología y María Paz García-Bellido (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), a la que también agradezco sus consejos sobre la edición de esta obra como directora de la colección. Dos instituciones han destinado fondos a la investigación cuyos resultados se publican ahora: la Comunidad de Madrid, a través de una Beca de Formación de Personal Investigador y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, con un contrato postdoctoral I3P (cofinanciado por el Fondo Social Europeo), por lo que quiero expresar desde aquí todo mi agradecimiento. No puedo tampoco dejar de mencionar aquí a todos los amigos y compañeros que me han ayudado a lo largo de todos estos años –de muy diferentes maneras– a llevar adelante este proyecto, especialmente a José Luis Martín Mompeán, Laura Díaz, Irene Seco, Jennifer Paredes, Alfredo González-Ruibal, Carlos Cañete, Juan Ramón Borge, José Ramón Carrillo, Arturo Míguez, Fernando Prados, Noemí López, Ignacio D’Olhaberriague, Gerardo Centenera, José Luis Pumarega, Juan Espadas, Nicholas Cofod, Tristan Carter, Ignacio Grau, Enrique Díes Cusí, Michael Rowlands-Hill, Juan José Domingo Frax, Rachel Giraudo, Jochen Menges, Christian Wagner, Aída Capa, Leticia L. Riveiro, Dominik Meyer, Judy Caletti, Katrina Phillips, Victoria MacDermid, José Antonio Garriguet, Guadalupe López Monteagudo, Jesús Bermejo, Inés Monteira, Fátima Peláez, Francisco José Moreno, Nacho Murillo, José Manuel Lucena, Fernando Alonso, Brais Currás, Oliva Rodríguez, Francisco José García Fernández, Sebastián Vargas y María Isabel Vila.

I. «PALABRA EN EL TIEMPO»: LA INFLUENCIA DE LA MENTALIDAD GRECOLATINA EN LA ARTICULACIÓN CONTEMPORÁNEA DEL CONCEPTO DE ‘ROMANIZACIÓN’ «Ni mármol duro y eterno ni música ni pintura, sino palabra en el tiempo» A. MACHADO, De mi cartera, I.

1.

VOCES ORIGINALES: CIVILIZACIÓN Y BARBARIE. LA ‘ROMANIZACIÓN’ SEGÚN LAS FUENTES ANTIGUAS.

A veces la palabra sobrevive al tiempo mejor que cualquier otro elemento de carácter material. En el caso de la historia antigua de la Península Ibérica las palabras de Livio, Apiano y Estrabón han influido –e influyen– en los análisis de historiadores y arqueólogos hasta un grado del que, en ocasiones, no somos muy conscientes. El hecho de que muchos investigadores actuales se sientan herederos de la cultura romana (K. Hopkins, 1996: 19) ha permitido que tomaran como suya la voz de los autores que describen la conquista de la Península, reelaborando estos conceptos. Al mismo tiempo, y superando cualquier aparente contradicción, como veremos en el segundo apartado de este capítulo, en época franquista algunos autores utilizaron sin pudor determinadas nociones ‘etnográficas’ sobre los pueblos prerromanos, tomadas de las fuentes grecolatinas, para reivindicar supuestas realidades inherentes a la cultura de nuestro país: características preconcebidas sobre el ‘carácter español’ ya ‘perceptibles’ antes de la llegada del ‘Imperio romano’. El análisis de las fuentes latinas del proceso de transformación de la Península tiene como uno de sus ejes fundamentales la oposición conceptual entre civilización y barbarie, en suma, la definición del ‘otro’ a partir de los parámetros culturales propios. En los relatos que describen los lugares recién conquistados el narrador se enfrenta al problema de presentar de una manera convincente las regiones lejanas que pretende reconstruir en la mente de su interlocutor; se trata fundamentalmente, por lo tanto, de un problema de traducción, de convertir el ‘otro’, lo ‘distinto’, en ‘lo equivalente’ o ‘lo igual’ (tradere). La tra-

ducción lleva a ‘renombrar’, pero sobre todo a ‘clasificar’ de acuerdo con las categorías mentales que existen en la cultura grecolatina, se superpone una cuadrícula de coordenadas reconocibles sobre la realidad desconocida de los pueblos objeto de descripción de tal forma que dicha realidad ajena pueda ser decodificada y reconstruida de una manera comprensible. El ‘otro’ se convierte en un sujeto inteligible para la mente griega o latina a través de una serie de recursos retóricos bien estudiados, como la inversión (el bárbaro es lo contrario del griego), la comparación y la analogía (F. Hartog, 1988: 209-248, P. Thollard, 1987: 6-12) Para cualquier investigación sobre la percepción grecolatina de la geografía y etnografía de Hispania una de las referencias ineludibles en nuestros días es, sin duda, Estrabón, a pesar de que sus escritos no fuesen especialmente bien conocidos por los autores antiguos1 (D. Dueck, 2000: 151). La obra de este autor, que nunca estuvo en la Península y que intentó que sus textos fuesen de utilidad para el hombre culto en general y para el gobernante en particular (I, 1, 22; I, 1, 23), en un momento en el que la geografía se había convertido en un instrumento imprescindible para dominar y administrar las vastas regiones conquistadas (C. Nicolet, 1988), tiene el máximo interés a la hora de estudiar los tópicos literarios que se formaron sobre nuestro país ya desde época griega arcaica y que no sólo están en la base de nuestro concepto de ‘romanización’, sino que se utilizan con 1 Su trabajo no aparece citado en la obra de autores latinos, ni siquiera en la de escritores como Plinio o Pomponio Mela, que podrían haber estado interesados en la información transmitida por Estrabón. La recuperación de los textos del geógrafo de Amasia para la cultura occidental se debe a compilaciones y traducciones realizadas en el contexto humanista del s. XV italiano (D. Dueck, 2000: 151-153).

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frecuencia para describir la realidad de los pueblos prerromanos. En su Geografía escrita probablemente a principios del s. I d. C.2 y concebida como un proyecto de carácter universalista –en la que se daría cuenta fundamentalmente de los pueblos dominados por Roma3–, Estrabón entremezcla la tradición del relato arcaico, en el que, entretejiendo realidad y mito, se narraban historias sobre colonias y lugares lejanos; la distinción de raíz polibiana ente el mito y la historia; y las corrientes helenísticas centradas en la investigación de otros pueblos mediante ‘métodos científicos’ (D. Plácido, 1987-1988: 243; R. F. Thomas, 1982; K. Clarke, 1999: 312). A la vez, su descripción de lugares y gentes, que tanto ha influido en nuestro análisis de la ‘romanización’, es heredera de las especulaciones que relacionaban el medio geográfico con el grado de desarrollo cultural (E. Van der Vliet, 1984: 35, 44-47). Según el esquema platónico de evolución cuyo reflejo se puede encontrar en los textos de distintos autores latinos4, las sociedades pasaban por tres estadios: salvaje (agroíkos), semisalvaje (mesagroíkos) y civilizado (politikós). Mientras que en el primero los hombres habitaban en cumbres y bosques de climas rigurosos, en el segundo ocupaban laderas y tierras no del todo estériles, para, finalmente, morar en fértiles llanuras, riberas y costas, junto al agua, donde un clima suave y benigno permitía emerger a la ciudad (L. A. Thompson, 1979: 213-229; J. M. Abascal, U. Espinosa 1989: 11). En la visión estraboniana de la Península Ibérica, a la fértil franja costera meridional poblada de ciudades se opone la zona atlántica y septentrional, donde se extiende un paisaje sin civilizar, montañoso, boscoso y de llanuras estériles, al que hay que añadir un clima extremadamente frío5. El espacio comprendido entre ambas se halla ocupado por un país moderadamente próspero6. El territorio queda así ‘dividido’ en tres regiones en las que la rudeza del clima va unida a un menor grado de sofisticación cultural (Fig. 2). Sin embargo, en su análisis, el geógrafo de Amasia rechaza el ‘determinismo geográfico’ en el que habían caído autores como Posidonio (J. C. Bermejo 1986: 21, K. Clarke, 1999: 2 Sobre los problemas que existen en la datación de la obra puede consultarse D. Dueck (2000: 146-151), donde se recoge la bibliografía anterior más relevante sobre este asunto. 3 Objetivos similares tendrían el mapa de Agrippa o la Res gestae divi Augusti en un momento aproximadamente contemporáneo (K. Clarke, 1999: 312). 4 Sobre la relación entre el clima, el grado de evolución cultural y la complexión física escribieron también, por ejemplo, Vitruvio (6,1), Séneca (ir. 2, 15, 4-5) o Plinio (n. h. 2, 189-190) (Y. A. Dauge, 1981: 468-470) 5 Str., III, 1,2. 6 Str., III, 1, 6.

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Fig. 2a: Estadios de civilización de Iberia según Estrabón, tomado de J. M. Abascal y U. Espinosa (1989: 12).

Fig. 2b: Llama la atención observar como la división tripartita de la Península se mantiene en algunos estudios actuales. Aquí, por ejemplo, «Complejidad social» en la Península en el momento previo a la llegada de los romanos, según A. Alonso y E. Cerrillo (1998: 38, fig. 2).

298), pues «no por naturaleza, en efecto, son los atenienses estudiosos de la lengua y no los lacedemonios ni los tebanos, que están todavía más cerca, sino por causa de la costumbre; como tampoco por naturaleza son filósofos los babilonios y los egipcios sino por entrenamiento y costumbre...»7. Con un gobierno adecuado es posible explotar incluso los territorios pobres en recursos. Ejemplos paradigmáticos serían el del pueblo griego, que supo extraer las riquezas de un país pedregoso y poblado de montañas, y el de los romanos, que haciéndose cargo de pueblos de ‘naturaleza inculta’ a causa de un entor7 Str., II, 3, 7. Traducción de J. L. García Ramón y J. García Blanco, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1991.

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no desfavorable, consiguieron enseñarles a vivir ‘civilizadamente’8 (P. Thollard, 1987: 16). El género del relato etnográfico para describir la geografía, el clima, la riqueza material de una región y las características sociales y políticas de distintos pueblos, confluía, en los textos de filósofos como Platón o Teopompo, con narraciones sobre lugares míticos. En estos ejemplos, distintos detalles podrían haberse encontrado en descripciones sobre paisajes de un espacio utópico, pero el formato del discurso se ajustaba a los elementos presentes en los relatos etnográficos, aumentando su credibilidad precisamente por su relación con otras descripciones del mundo real. Dentro de esta tradición, se tendía, además, a enfatizar, cuando el autor se detenía en las características de los habitantes de una región determinada, tanto los orígenes míticos del grupo, como los movimientos de migración que habían tenido lugar a lo largo de su historia (R. F. Thomas, 1982: 2-4). En el mundo griego, la idea de la proverbial riqueza de la posterior Bética romana –un territorio no sólo afortunado por sus recursos naturales sino por su alto grado de civilización según los analistas antiguos y contemporáneos- tiene su más remoto origen en las descripciones míticas del extremo occidente, donde las fuentes antiguas situaban el reino de Tartesos y el final de la oikoumene (D. Plácido, 1994: 403-404). En su descripción de la región, Estrabón se vale de una serie de estereotipos que la tradición helena asignaba comúnmente a los países utópicos, donde los hombres viven, sin sufrimiento ni enfermedad y rodeados de la abundancia de todas las cosas, una larga vida9 (F. J. Gómez Espelosín, 1994; F. J. Gómez Espelosín, et alii, 1995: 57; M. Vallejo Girvés, 1994). Es el propio Estrabón10, el que vincula los versos homéricos que sitúan los Campos Elíseos en los confines de la tierra11 y las regiones meridionales de Iberia. Y Homero es, en el pensamiento del autor de Amasia, una de las fuentes principales de información sobre lugares lejanos. De hecho, según se nos explica en la Geografía, el primero en describir el océano, los continentes y sus moradores fue Ho-

«PALABRA EN EL TIEMPO»...

mero, por lo que debe ser considerado como el primer geógrafo de la Historia12. En el pensamiento estraboniano, el recurso a la literatura en verso de Homero, no es sino un refuerzo de la legitimidad de la fuente, pues «los más juiciosos dicen que la poesía es una especie de primera manifestación de la filosofía»13 (A. M. Biraschi, 1984; A. M. Biraschi, 2005). La poesía, siguiendo esta visión, nos permite llegar a la verdad si somos capaces de deslindar la ‘información’, de los elementos literarios (que la dotan de expresividad), y del mito14. En este sentido, Estrabón se inscribe en la corriente que desde época helenística llevaba a filólogos, filósofos y geógrafos a interpretar los versos homéricos en clave alegórica (J. C. Bermejo, 1986:19; O. A. W. Dilke, 1985: 63). No hay que olvidar que incluso los libros de viajes, en boga tras la muerte de Alejandro, habían incluido en sus narraciones tanto detalles de historia natural y etnográficos, como descripciones de las Islas Afortunadas, de alguna manera íntimamente relacionadas con las representaciones del país de los dioses o de los muertos15. El conocido intento de Sertorio de llegar a los Campos Elíseos, conservado en la obra de Plutarco16, podría ser una prueba de que este tipo de imágenes no estaban ausentes de las mentes de los romanos de época republicana. Es muy posible que la influencia de Homero en el relato estraboniano sobre el extremo occidente, que tanta importancia ha tenido en el análisis contemporáneo del proceso de ‘romanización’, se deba al menos parcialmente a la información sobre la Turdetania que el autor de Amasia toma prestada de Asclepíades de Mirlea, maestro de ‘gramática’ en la región durante la época de Pompeyo Magno. En el período helenístico, una de las corrientes historiográficas más populares había sido la denominada retórico dramatizante, ejemplificada en las obras de Duris de Samos o Nicolás de Damasco. Se suele inscribir a Asclepíades en la línea de una de las tendencias más extremas dentro de este grupo, la de la Escuela retórica de Pérgamo (L. A. García Moreno, 1994). I, 1, 2; I, 1, 3. I, 1, 10. Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1991. Traducción de J. L. García Ramón y J. García Blanco. 14 I, 2, 17. 15 Tanto a los lugares donde habitan los bienaventurados como a los ocupados por los muertos se llega tras milagrosas aventuras. Entre otros rasgos, comparten el de la ubicación geográfica, en el extremo de la tierra «donde según el mito decimos que se sitúa el Hades» (Str., III, 2, 13. Traducción de Mª José Meana y F. Piñero, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1998). Por otro lado, no es imposible relacionar los tres últimos trabajos de Heracles, precisamente situados en el extremo occidente (ver M. Bendala, 2000: 51-57), con un viaje al país del más allá. 16 Plu., Sertorio, 8, 9. 12

Str., II, 5, 26. 9 Entre las recreaciones de este tipo, destacaría la novela de Iámbulos, que conocemos gracias a Diodoro (II, 55-60). En el país de los heliopolitanos descrito por Iámbulos, la tierra produce varias cosechas al año, en algunos casos de frutos maravillosos, similares a los del Jardín de las Hespérides, y los hombres, que no conocen la enfermedad, viven ciento cincuenta años. Otro rasgo recurrente en las descripciones helenísticas de estos mundos ideales es la primacía de la justicia entre sus habitantes, lo que permitía la transposición al mito de la idea utópica de una humanidad igualitaria de raíces estoicas (L. Gernet, 1981). 10 I, 1, 4; III, 2, 13. 11 Od. IV, 563-568 8

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A mediados del siglo II a. C., Crates de Malos, el director de la Escuela, había defendido la teoría del exokeanismós, que propugnaba el traslado al Atlántico de los viajes de Odiseo. En este contexto se deben incluir las alusiones de Estrabón a la llegada a tierras peninsulares de distintos personajes del ciclo troyano17. Asclepíades de Mirlea también habría asumido otros presupuestos de la escuela, como la exégesis del mito para la reconstrucción de las etapas más remotas de la antigüedad (método heredero del sistema filosófico de Evémero), o el recurso a lo paradoxográfico a la hora de describir las costumbres o el carácter de los habitantes de la región. Las referencias a las maravillas o curiosidades (thomasia) que se podían encontrar en una región eran, de hecho, uno de los elementos consustanciales de los relatos de carácter etnográfico desde época mucho más antigua –junto a un pasaje introductorio sobre la naturaleza del país en cuestión, una relación de sus nomoi, y, finalmente, un informe sobre su historia política– como se puede apreciar, por ejemplo, ya en los textos de Heródoto18 (F. Hartog, 1988: 230-231; F. Prontera, 2003: 94-97; L. A. García Moreno, 1994: 79; F. J. Gómez Espelosín, 1996, F. J. Gómez Espelosín, 2000: 274-275). La obra de Polibio, de la que también bebe Estrabón, pudo ser uno de los cauces de la creciente influencia de la historiografía helenística también en la escuela romana de analistas, en el contexto de un aumento de interés por parte de la sociedad romana en la historia y la geografía de pueblos extraitálicos, las gentes externae de las fuentes latinas, que incluían tanto a ‘bárbaros’ como a grupos civilizados englobados bajo los términos de populi o civitas (L. A. García Moreno, 1994: 75, F. Salcedo, 1996: 35). Los primeros intentos de trazar el contorno de Iberia dentro del mapa de la ecúmene se remontan a la obra de Eratóstenes, en época helenística (F. Prontera, 2006), pero incluso tras la conquista romana de Hispania, que propició el contacto directo con las sociedades objeto de estudio, en general, las alusiones al sur peninsular de las fuentes griegas de finales de la república y época imperial, tienen su origen en informaciones de autores de períodos anteriores. Así, Diodoro, depende generalmente en sus afirmaciones sobre la Península de III, 2, 13 y III 4, 3-5. Que estos aspectos etnográficos y paradoxográficos de la historiografía helenística no influyeron sólo en la obra de Estrabón, queda claro en determinadas críticas de Cicerón (Epist. ad Fam., 5, 12 y De Orat., 51-64) a la analística romana por su falta de ornamenta, o en la exposición de Varrón (De gen. po. rom., 3) sobre la división en géneros del discurso histórico que le llevaba a aceptar como historias veraces diversos mitos fundacionales interpretados de manera evemerista (L. A. García Moreno, 1994). 17

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Polibio o Posidonio. También Pausanias, Dión Casio, Plutarco, Filóstrato, Josefo, Arriano o Elio Arístides, parecen acusar la misma falta de actualidad en sus menciones de las provincias hispanas. El mismo Apiano, que podría considerarse una excepción en este sentido, parece beber en algunas de sus informaciones de datos suministrados por Posidonio (F. J. Gómez Espelosín et alii, 1995: 59). Por el contrario, el ‘descubrimiento’ del interior peninsular tuvo como consecuencia que los datos aportados por autores como Estrabón sobre estas regiones fuesen más recientes (A. Domínguez Monedero, 1984: 213). Pero además, si el país regado por el Betis «no permite hipérbole si se lo compara con todo el mundo habitado, gracias a su fertilidad y los bienes de la tierra y el mar»19, a la riqueza de su territorio la Turdetania ha añadido sus civilizadas costumbres y su desarrollada organización política20, que favoreció, según nos transmiten las fuentes, la pronta asimilación de la cultura romana en la región21. De hecho, la ‘superior civilización’ y prosperidad de esta región ha permitido, tanto a escritores de época clásica como contemporánea, explicar la ‘escasa beligerancia’ de sus habitantes durante la conquista romana, aunque los mismos textos antiguos reconocen, al menos para las primeras fases, la existencia de una serie de alianzas entre distintos régulos contra Roma22. En este tipo de discursos, la civilización se opone a la barbarie, como la paz (que permite extraer de la tierra todas sus riquezas) se opone a la guerra en la que, inevitablemente, se ven envueltas las sociedades ‘menos evolucionadas’ que viven en el norte de la Península (C. Fernández Ochoa; A. Morillo, 2002). Y, precisamente, la ‘barbarie’ de la sociedad sometida ha sido uno de los argumentos recurrentes empleados como legitimación de las conquistas en las narraciones históricas hasta época contemporánea. 19 Str., III, 1, 6. Madrid, Biblioteca clásica Gredos, 1998. Trad. M. J. Meana, F. Piñero. 20 Str., III, 2, 15. 21 El tópico de que los pueblos en un estadio ‘moderado’ de barbarie fueron rápidamente ‘civilizados’ tras la conquista se encuentra también, por ejemplo, en algunas descripciones etnográficas de César, que compara la rápida asimilación de los celtas, gracias a su superioridad cultural, frente a otros grupos como los germanos (F. J. Guzmán, 2002: 581). 22 Se puede encontrar una narración de estilo similar respecto a otras provincias conquistadas tempranamente como Cerdeña, donde fueron los habitantes del norte de la isla, que nunca habían caído bajo el dominio cartaginés y que vestían aún con pieles de animales (sardi pelliti), los que, según las fuentes, resistieron fieramente la conquista romana, mientras que el sur ‘púnico’, de los ‘hijos de África’, como lo llamaba Cicerón (Pro Scauro 19, 45) habría sido mucho más pacífico, a pesar de que la rebelión de mayor duración e importancia tuvo lugar precisamente en el sur en el 217 a. C. (P. Van Dommelen, 2001b: 138-139).

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Originariamente, el término ‘bárbaro’ fue utilizado en el mundo oriental para denominar el sonido de un discurso incomprensible. De palabras como el ‘barbaru’ babilonio-sumerio, parecen derivar toda una serie de términos indoeuropeos, como el ‘balbutio’ romano. Pero la articulación más sofisticada, desde un punto de vista político, se debe a los griegos de principios del s. V a. C. Con anterioridad a esta fecha el uso de esta expresión en ámbito griego también aparece asociado al lenguaje, pero a partir de este momento comenzará a usarse para denominar por entero al mundo no griego. Los estudios realizados por E. Hall (1989) sobre la tragedia griega del s. V a. C. y la evolución en el ámbito griego de las connotaciones de este término, le han llevado a concluir que su origen debe buscarse en el contexto político de las guerras contra los persas. Ésta fue la primera ocasión en la que un gran número de estados grecoparlantes lucharon unidos contra un enemigo común. En este marco concreto se utilizó el vocablo como una manera de reforzar la definición de lo helénico a través de la delimitación de lo contrario al ideal griego, personificada por el mundo persa. En los años inmediatamente posteriores a las guerras, círculos cercanos a la liga de Delos liderada por Atenas utilizaron la imagen del ‘bárbaro’ (una especie de genos colectivo que incluía a todos los que ‘no eran griegos’), como una manera de reforzar el sentido de comunidad entre los estados aliados. Ésta es la razón por la que, según la autora, todo un conjunto de mitos griegos referidos a la civilización y a la oposición entre orden y caos se encuentran en el origen del significado que terminó por asumir el concepto de ‘bárbaro’ en la tragedia ateniense del s. V a. C. Dos rasgos principales confirmaban la superioridad del griego frente al bárbaro. Por un lado, el mundo heleno era superior desde un punto de vista político, pero, por otro, y quizás sobre todo, en lo referente al desarrollo de la mente. Debido a la íntima asociación que se establecía en el mundo griego entre el lenguaje articulado y la capacidad de razonar (lógos significa tanto «razón» como «palabra»), la falta de habilidad para hablar griego dejaba de ser una mera ausencia de cierta habilidad lingüística para convertirse en un signo de inferioridad intelectual. La facultad de articular un lenguaje inteligible y la de formar sociedades civiles (poleis) son los elementos que distinguen en el pensamiento grecolatino a los hombres de las bestias (A. Padgen, 1982: 36). Según Cicerón, sólo es posible alcanzar la verdadera naturaleza humana a través de la convivencia en una ciudad gobernada por leyes. Y, precisamente, el origen de la ciudad está en la palabra: la fundación de la primera ciudad, que apartó a los hombres de su an-

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tigua manera de vivir dispersos por los campos y bosques, se produjo gracias a la elocuencia de un sabio que fue capaz de congregarlos, convirtiendo lo fiero e inhumano en manso y civilizado23. La ciudad, en el discurso romano sobre la Península, se caracteriza por la paz y el sosiego, frente a la belicosidad y la búsqueda del botín de los pueblos bárbaros. La paz, a su vez, «favorece el desarrollo de la justicia y la lealtad»24, tan importante para el gobierno de los pueblos conquistados. El hombre civilizado vive bajo sistemas políticos desarrollados, como el que impone Roma en Hispania, mientras que el bárbaro soporta tiranías intolerables. Frente a la libertad de los hombres racionales, los esclavos -que comparten varias características con los animales en la mente de sus amos, como recogían ya los textos de Aristótelessolían ser extranjeros (K. Bradley, 2000; A. Grilli, 1979: 11; B. Isaac, 2004: 170). La noción romana de barbarie se inspira, pues, en un marco conceptual heredado del mundo griego, aunque evidentemente se transforma dependiendo del contexto y el interlocutor. Estrabón estructura su descripción geográfica a través de un espacio esencialmente «lineal», de costas y ríos, heredado de los periploi, y su relato etnográfico en torno a una línea imaginaria que va desde la barbarie a la civilización, describiendo primero a los pueblos de naturaleza más culta, para terminar con los más próximos a la barbarie (P. Thollard, 1987). Sin embargo, en la visión estraboniana de las culturas peninsulares no hay sólo cabida para una simple oposición etnocéntrica entre el bárbaro y el hombre civilizado. En su Geografía se recogen las críticas que, al final de su tratado, hacía Eratóstenes a los que dividían la humanidad en griegos y bárbaros (entre los que también se incluye a los romanos como «no-griegos»), pues es más acertado «hacer esta división según la hombría de bien o la maldad, pues muchos de los griegos son malos y muchos bárbaros son educados, como los indios y los de Ariane, y, también, los romanos y los carquedonios, que se administran políticamente de manera tan admirable25» (A. Grilli, 1979: 12; E. Van der Vliet, 1984: 48-49; D. Dueck, 2000: 75-84). La humanitas, un término un tanto ambiguo que en primera instancia se utilizó como un sinónimo del término griego paideia, permite distinguir al hombre de elevada educación de la gente más grosera de la comunidad. La humanitas supone tanto la modificación del hombre en sí mismo, como el control humano sobre el Cic., De inventione, I, 1, 2. Cic., De re publica, II, 14, 26. Madrid, Biblioteca clásica Gredos, 1997. 25 I, 4, 9. Madrid, Biblioteca clásica Gredos, 1991. Trad. J. L. García Ramón, J. García Blanco. 23 24

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mundo que le rodea (ciudades, casas de piedra, edificios públicos, agricultura, estudio de la elocuencia)26, y en este sentido puede considerarse un concepto muy similar a lo que en nuestro mundo se denomina ‘civilización’, que explica por qué, igual que en el caso de las plantas, algunos hombres viven en estado salvaje, mientras que otros ‘han evolucionado’ gracias a la cultura27 (P. Veyne, 1991: 398; P. Gros, 1998: 144-145; G. Woolf, 1994; G. Woolf, 1995: 15; G. Woolf, 1996b: 370-371; G. Woolf, 1998: 54-60). Éste es un concepto fundamental para comprender qué entendían por ‘integración’ en el mundo romano los propios autores latinos como veremos detenidamente más adelante, cuando hagamos referencia la relación que se suele establecer en la actualidad entre un cambio en los sentimientos étnicos de los pueblos del sur de la Península Ibérica y la ‘romanización’. En efecto, en la obra de Estrabón es posible percibir un concepto bastante sofisticado de ‘lo incivilizado’: el verdadero bárbaro es aquel que actúa como tal y, por ello, en su obra destaca especialmente los rasgos culturales o sociales que caracterizan a estos pueblos carentes de civilización (D. Plácido, 19871988: 252). Se señala lo que se aparta de la norma, se omite, en muchas ocasiones, lo que se mimetiza con las concepciones socioculturales grecolatinas. Nos hallamos, por lo tanto, no ante una falsificación de la realidad, sino ante una selección de rasgos basada, como entre otros estudiosos destacó C. Alonso del Real, en «un criterio implícito de rasgos más diferenciados o de ‘marcado’ y ‘no marcado’» (C. Alonso del Real, 1977-1978: 68; E. Van der Vliet, 1984: 38). Es en este contexto donde posiblemente debamos analizar toda una serie de ‘extrañas’ y ‘sorprendentes’ costumbres de los pueblos peninsulares que han llegado hasta nosotros a través de Estrabón, como podrían ser la covada o supuestas ginecocracias (J. C. Bermejo, 1977-1978). Con el paso del tiempo se crea también una ‘imagen’ esteriotipada del bárbaro (a partir de rasgos en su aspecto físico o en su vestimenta que permiten identificarlo como tal)28, que se repite una y otra vez en la iconografía de monumentos oficiales, sobre todo de la propia ciudad de Roma (I. M. Ferris, 2000: 2; F. Salcedo, 1996: 36-38)29, elaTac., Agr., XXI, 1-2. Caes., B. Gall., I, 1, 3. Por ejemplo los pantalones largos, o braccae; el gorro frigio en el caso de gentes orientales, o la túnica larga y el manto, a veces con capucha de los pueblos de occidente, o bien con armas muy características, como el escudo hexagonal de los germanos. Pero también estos individuos podían aparecer semidesnudos, con barba y el cabello desordenado, especialmente cuando se recurría al tipo del ‘bárbaro vencido’ (F. Salcedo, 1996: 37). 29 La bibliografía sobre el particular es muy extensa. Se puede consultar ahora el trabajo monográfico de I. M. Ferris 26 27

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borando un discurso paralelo al que podemos leer muchas veces en las fuentes escritas. Así pues, los bárbaros se caracterizan en los textos antiguos por habitar en regiones inhóspitas (aunque en ocasiones es su naturaleza la que les impide explotar los recursos que les ofrecen sus propias tierras30), mal comunicadas, carentes de ciudades y de sistemas políticos desarrollados, gobernándose mediante reyes, «como todavía hoy los bárbaros31». Precisamente, el primitivismo de sus sistemas políticos fue, como se han encargado de repetir distintos autores hasta nuestros días, la causa tanto de la derrota de los pueblos peninsulares, como de las dificultades a la hora de someterlos. La división de los pueblos peninsulares en pequeños reinos o tribus les incapacitaba para unirse en confederaciones o ejércitos lo suficientemente grandes como para resistir los ataques externos (F. Prontera, 2003: 97). Pero a la vez, esta división obligó a los romanos a luchar «parte por parte y pueblo por pueblo32», empleando en la conquista más de doscientos años. Todo ello se explica por una de las características más acusadas del hombre bárbaro: el predominio de los instintos sobre la razón. De ahí la ‘falta de lealtad’ e ‘inestabilidad’ que convertía a sus líderes en personas dispuestas a cambiar de bando o a traicionar a cualquiera de sus aliados sin razón aparente, o actitudes inexplicables frente a determinados ‘caudillos’ a los que seguían de manera irracional hasta la muerte33; pero también, su amor por la guerra y la violencia (belli furor, feritas, ferocia), su tendencia a la división (discordia), a caer en actos de ‘primitiva brutalidad’ como los casos documentados en las fuentes de canibalismo34, suicidios colectivos o individuales35, o la incapacidad para soportar la cautividad o la derrota. A la vez, su propia simplicitas les lleva a ser ingenuas víctimas de astutos pueblos civilizados como griegos y romanos36 (F. J. Gómez Espelosín et alii, 1995; Y. A. Dauge, 1981: 424-432). Pero quizá uno de los tópicos que ha sido retomado con más insistencia por la investigación posterior es la belicosidad de algunos pueblos, cuyo carácter guerrero les impelía necesariamente hacia el bandidaje como medio de subsistencia. En los textos de Platón y Aristóteles ya se considera a los iberos caucásicos (2000), que recoge los estudios más importantes dedicados a este tema hasta el momento. Ver también las publicaciones citadas en P. Gros (1998: 143, nota 1). 30 Str. III, 3, 5. 31 Arist., Política, I, 2, 6. Madrid, Biblioteca clásica Gredos, 1988. 32 Str. III, 4, 5. Madrid, Biblioteca clásica Gredos, 1998. 33 Str. III, 4, 18. 34 Val. Max., VII, 6, ext. 3. 35 Floro, II, 33, 46. 36 Liv., XL, 47, 7.

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un pueblo guerrero que debía inscribirse dentro del grupo de los considerados tradicionalmente como bárbaros por los griegos (tracios, escitas, celtas, persas...). La misma imagen vuelve a aparecer en autores posteriores como Polibio, Livio o Diodoro, o incluso en otros más tardíos como Plutarco, Apiano, Josefo, Eliano, Ateneo, Tolomeo o Clemente de Alejandría, en pasajes referidos a los iberos occidentales. Cuando conviene desde un punto de vista retórico, se destacan las valerosas acciones de carácter heroico de los indígenas. Sin embargo, estas alusiones a la valentía ibérica adoptan en las fuentes un carácter ambivalente: por un lado se mencionan para destacar el mérito de la conquista, pero por otro se consideran como actos que demuestran una falta de cordura similar a los animales37 (D. Plácido, 1987-1988: 252). Precisamente, debido a que el valor de estas gentes no estaba encauzado por la razón, eran incapaces de lograr una organización táctica adecuada. Y, si bien el tipo de armamento y la organización en ‘guerrillas’ les permitían sobresalir en acciones de emboscada, nada tenían que hacer frente al ejército romano en una batalla en toda regla38. En el caso de algunos pueblos peninsulares, el amor a las armas, acentuado por la vida en lugares difíciles que inducen a la lucha y el valor39, se traduce en los textos clásicos en el uso de éstas como medio de vida40. En general, los autores griegos oponían su modo de vida basado en la agricultura y de carácter sedentario a cualquier otro como el nómada y pastoril. Desde esta perspectiva no es extraño que se soliese calificar a algunas tribus indígenas como simples bandoleros (F. J. Gómez Espelosín et alii, 1995). Por ello es especialmente interesante la evolución semántica que se produce al respecto en las fuentes dedicadas a la Península Ibérica. Los pueblos que en los textos de Polibio son calificados como ‘belicosos’, aparecen como ‘bandidos’ en los de Estrabón, Livio o Diodoro41. Es posi-

ble que el peso de determinados presupuestos ideológicos como la paz que los romanos habían, supuestamente, otorgado al Imperio, llevase a no pocos autores a presentar las distintas campañas militares contra los pueblos nativos como ‘acciones de policía’ para reprimir a grupos marginales más que como verdaderos enfrentamientos armados (M. V. García Quintela, 1999: 137). Sin embargo, la constatación de que en el origen del bandidaje podían encontrarse causas de carácter social que es posible entresacar de algunos pasajes de la obra de Estrabón o Apiano, y que, en consecuencia, tanta fortuna han tenido en los trabajos de investigadores actuales, se inspira con bastante probabilidad en los textos de un autor nacido en Apamea (Siria) que se convirtió en el representante más conocido de una de las escuelas estoicas de Rodas: Posidonio. Como otros filósofos estoicos, Posidonio difundió en época helenística retazos de una doctrina antropológica que se remonta al mito de las tres edades de la humanidad recogido por Hesíodo. De acuerdo con este pensamiento, no se puede asimilar siempre la civilización a la felicidad de los hombres. La idealización del estado de naturaleza, del ‘buen salvaje’, se convirtió en uno de los topoi de la historiografía helenística que permitía explicar el embrutecimiento paulatino de los pueblos sometidos como consecuencia de la degeneración que provocaba el poder absoluto en los dominadores42. Así, la avaricia y la arbitrariedad de muchos gobernadores romanos, cercana a la ilegalidad, era una de las causas directas del comportamiento cada vez más irracional de los pueblos nativos. La humanitas exigía también abstenerse de ser excesivamente duro con los esclavos o con los pueblos conquistados43: ésta es, esencialmente, la que le permite al romano no mostrarse altanero ni cruel (P. Veyne, 1991: 408; L. A. García Moreno, 1989a: 20; D. Dueck, 2000: 119-120).

Str. III, 4, 17. Incluso en casos extremos en los que pueblos bárbaros como los Veneti poseen un mejor conocimiento del terreno en el que luchan y una tecnología aceptable, la victoria romana se produce gracias a la superioridad en virtus que poseen las tropas que luchaban, en este caso, bajo el mando de César (B. Erickson, 2002) 39 Str. II, 5, 26. 40 A la persistencia de esta interpretación en la historiografía posterior debieron contribuir trabajos arqueológicos ya clásicos que subrayaban la abundancia de las armas en la cultura material de los pueblos del interior. Sin embargo, hoy sabemos que algunas de las armas que se habían considerado tradicionalmente como ‘meseteñas’ (es el caso de algunas clases de espadas, cascos o las corazas de disco), pertenecen más bien al círculo ibérico (M. Bendala, 2000: 239). 41 De hecho la necesidad de suprimir el bandolerismo y la piratería fue un argumento utilizado de manera recurrente para justificar la expansión militar romana a finales de la

Republica por diversos autores de la época (P. de Souza, 1996). 42 Determinados filtros de este tipo, que ensalzan la dureza de la vida en la naturaleza como medio de forjar el carácter, son los que pueden estar actuando hasta nuestros días cuando intentamos acercarnos, tanto a través de los textos clásicos como de escritores contemporáneos, a figuras tan controvertidas como el caudillo lusitano Viriato. A lo que se debe añadir, en algunos casos, la desviación propagandística de la literatura ‘proescipiónica’ de la época, que tendió a resaltar la crueldad de determinados generales que, por otra parte, debieron actuar de una manera relativamente común en su época (M. Bendala, 2000: 235-236; L. A. García Moreno, 1989a: 26). 43 Augusto llegará a decir «he preferido dejar vivir a los pueblos extranjeros, a los que se podía perdonar con total seguridad, en lugar de aniquilarlos» (Res Gestae, III, 2), recordando que había renunciado a su derecho por humanidad, pero que volvería a hacer uso de él siempre que fuese necesario (P. Veyne, 1991: 408).

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De estas situaciones debía aprenderse, como ya había recomendado Aristóteles44, la importancia de un trato adecuado a los sometidos para evitar rebeliones. Se decía que tiempo atrás, durante la Edad de Oro se había dado un gobierno de carácter natural: de la misma manera que en la naturaleza las bestias de mayor tamaño y fortaleza gobiernan a las más débiles, los hombres más sabios y mejores gobernaban en beneficio de toda la comunidad, protegiendo al débil del fuerte. Sin embargo, como había predicho Scipio Nasica Corculum, si Cartago caía, los romanos olvidarían el hábito de tratar de una manera adecuada a los sometidos y, con el miedo a la ciudad enemiga, perderían la paz interna, que había permitido evitar la guerra civil. De ahí la codicia de los mercatores y la perfidia y brutalidad de los gobernadores romanos con grupos amistosos con los extranjeros como los celtíberos. Sólo algunos gobernantes, que concedieron tierras a los pueblos dedicados al bandidaje a causa de su pobreza, o que trataron de paliar las causas sociales de la piratería asentando a estos grupos en ciudades, como Pompeyo, habrían sofocado las causas económicas y sociales que estaban en el origen de estos modos de vida. El recurso a los problemas sociales para explicar los acontecimientos históricos, que había introducido en la historiografía griega un contemporáneo de Polibio, Agatárquides de Cnido, fue desarrollado en la obra de Posidonio hasta convertir los problemas geográficos, económicos y políticos en el eje central que permitía explicar todos los movimientos históricos, incluido la supremacía romana (H. Strasburger, 1965). Así pues, la idea que podemos encontrar en la obra de Dioniso de Halicarnaso45, en la carta nonagésima de Séneca46 o en algunas líneas de Cicerón47 de que el gobierno de los mejores sobre los inferiores es una relación de carácter natural que conlleva un bien para el dominado (B. Isaac, 2004: 170-194) parece poder asimilarse, en último término, más a determinados pasajes de Platón y Aristóteles que al pensamiento estoico. Aunque posiblemente ésta fue la idea más común en época romana, tampoco se puede descartar que determinados grupos de las élites comparPolítica, 5. 1.5.2. 46 «…es norma de la naturaleza someter lo más débil a lo más vigoroso. […] …en aquella Edad que se denotan de Oro, la realeza estuvo en manos de los sabios. Éstos reprimían la violencia y al más débil lo protegían de los más fuertes…» (Epístolas morales a Lucilio, libro XIV, Epíst. 90, 4-5. Madrid, Ed. Gredos, 2001, Traducción de I. Roca Meliá). 47 De re publica, 3, 36. De officiis, 2, 26. La misma idea parece subyacer en Str., II, 5, 26: «Estos pueblos también se prestan mutuos beneficios: unos ayudan con sus armas, otros con sus cosechas, artes y la formación de sus costumbres». Madrid, Biblioteca clásica Gredos, 1991.

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tiesen en algunos momentos conceptos más cercanos a Posidonio. Estos argumentos, que impedían presentar al ‘indígena’ como víctima, sirvieron de base a la idea de la legalidad de las guerras de conquista (bellum iustum) en las que Roma se vio envuelta en el s. II a. C., ya que, con ellas, se lograba un bien para el conquistado: la inclusión en la civilización (J. F. Lomas, 1996: 46; D. Dueck, 2000: 115-122). De hecho, la imagen de la colonización romana como un acontecimiento positivo mediante el cual se introdujo en la Península Ibérica la civilización, está presente tanto en los textos de Livio (XXIX, 1, 24), como en los de historiadores del siglo XX. La acción de los romanos en este sentido es, aparentemente, muy clara. Las fuentes nos relatan cómo se consiguió erradicar la pobreza, la anarquía y el bandidaje, se impuso la ley, se fundaron ciudades, se establecieron comunicaciones entre ellas y Roma, se desarrolló la actividad comercial y el arte, se expandió el uso de la escritura y (P. Thollard, 1987: 40-46; D. Dueck, 2000: 116), con el paso del tiempo, se consiguió que los habitantes de la Península ‘olvidaran’ sus antiguas costumbres e incluso su lengua, especialmente en algunas zonas como la Turdetania48. La barbarie de algunos pueblos peninsulares no se debía, por lo tanto, únicamente a lo inhóspito de las regiones en las que habitaban, sino a la falta de comunicaciones que les impedía entrar en contacto con otros más civilizados y, en concreto, con Roma49. La capacidad de relacionarse con otros pueblos es una característica de los grupos más civilizados de la Península, como los que habitaban en la Turdetania, donde, además, los ríos navegables ponían en contacto las ciudades y las fértiles tierras del interior (D. Plácido, 1987-1988). El mismo Cicerón consideraba el lugar de emplazamiento de la ciudad como una variable fundamental en el desarrollo de la civilización (F. J. Lomas, 1996:48). En su obra, este autor señaló la ubicación estratégica de Roma como uno de los elementos que permitían presagiar el posterior éxito de la Urbs, hasta llegar a afirmar que «no hubiera podido la ciudad tener tan gran afluencia de todo si se hubiera colocado en cualquier otra parte de Italia»50, una idea que parece compartir con otros autores, como Vitruvio51 (K. Clarke, 1999:

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48 Str., III, 2, 15. Se pueden encontrar comentarios similares en otros puntos de la obra de Estrabón. Por ejemplo al hablar de los troyanos asegura que la mayoría han olvidado tanto sus dialectos como sus nombres (Str. XII, 4, 6) (K. Clarke, 1999: 295). 49 Str. III, 3, 8. 50 Cic., De re publica, II, 5, 10. Madrid, Biblioteca clásica Gredos, 1984. Para ideas similares sobre la importancia de la ubicación geográfica de la ciudad de Roma en los textos de Plinio o Vitruvio ver A. Grilli (1979). 51 De architectura 6. I. 10-11.

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295). Unas comunicaciones adecuadas permiten los contactos con pueblos ‘menos evolucionados’ que de esta manera pueden recibir los influjos homogeneizadores de la ‘civilización’52. Según los textos clásicos, la expansión de la cultura romana impuso la unificación de la Península53 lo que impide que, en época de Estrabón, se pueda seguir hablando de aspectos como la extrema fragmentación en tribus y pequeños reinos de los íberos54 o de diferencias entre túrdulos o turdetanos55 (D. Plácido, 1987-1988: 255). La referencia a la unidad de la Península bajo el dominio romano será uno de los elementos que se reiterarán con mayor frecuencia en ciertos ensayos de época muy posterior, gracias a la coincidencia, en este punto, entre el tópico presente en algunas fuentes grecolatinas con el concepto de España que tenían determinados estudiosos que publicaron su obra durante época franquista. 2.

EL ECO HISTORIOGRÁFICO: LA ADAPTACIÓN DE LA MIRADA DE LOS AUTORES ANTIGUOS A UN NUEVO CONTEXTO (1850-1975)

El constante recurso a los textos clásicos como fuente de información sobre un pasado que permitiese comprender el presente, ha conducido a los estudiosos a perpetuar prejuicios culturales y topoi de época grecolatina que se adecuaban a diferentes maneras de comprender España. A lo largo de la Edad Moderna estarán presentes en la obra de distintos autores dos ideas sólo aparentemente contradictorias: por un lado la heroica resistencia hispana frente al invasor y la bondad de la conquista romana, que habría permitido superar el endémico particularismo de los españoles (causa, que, por otra parte permitía explicar su sometimiento), para restablecer la unidad perdida en la Península56. A mediados del siglo XVI, Ocampo, el historiador oficial de Carlos V, describe en su Crónica general 52 Este método de ‘transmisión cultural’ se ajusta sin muchos problemas a los presupuestos de las corrientes difusionistas que impregnaron la antropología y la arqueología de los primeros años del siglo XX. 53 Se puede encontrar una referencia similar a la unificación del mundo bajo la égida romana que permitió suavizar las costumbres y difundir una sola manera de expresarse para que las gentes que antes utilizaban lenguajes salvajes se pudiesen entender entre ellas en Plinio, nh 3. 39. 54 Str., III, 4, 5. 55 Str., III, 1, 6. 56 Para un fenómeno paralelo en Italia -aparente oposición antagónica entre la alta sofisticación de los pueblos prerromanos barridos brutalmente por la dominación de Roma y el mito sobre la unidad original de la patria italiana bajo el dominio romano- ver M. Torelli (1999).

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de España (1543) la Bética como la tierra más fértil del mundo, patria de un pueblo cultivado en artes, la música o la geometría, apoyando sus argumentos en textos del libro tercero de la Geografía de Estrabón. No deja de aludir al valor militar de los españoles y presenta la idea de que es posible entender la historia de España en términos de unidad-desunión frente a las conquistas exteriores. Un uso parecido de la obra del geógrafo griego se puede rastrear en el último cuarto del s. XVI, en el seguidor de Ocampo, Ambrosio de Morales. En sus textos, están de nuevo presentes las alusiones a la heroica resistencia hispana y la pérdida de la unidad como recurso para explicar las victorias romanas. Estas ideas se perpetúan, con ligeras variantes fruto del contexto histórico, en obras de siglos posteriores. Así, en la Historia literaria de España (1766-1791) de los hermanos Mohedano o en la Historia crítica de España y de la Cultura Española (1783-1805) de Masdeu. Curiosamente, al describir la ‘inexplicable’ falta de resistencia de un pueblo tan culto como el turdetano frente a la invasión, algunos de estos autores recurren a argumentos herederos del concepto de barbarie/civilización grecolatino: si no hubo tal resistencia fue porque los españoles del sur, debido a su alto grado de civilización, no eran un pueblo guerrero. Unos años más tarde, Modesto Lafuente recupera en su Historia General de España desde los tiempos primitivos hasta nuestros días (1850-1867) determinados conceptos de larga tradición historiográfica como la importancia histórica de la unidad de España (que le permite comparar Sagunto con Zaragoza, Aníbal con Napoleón o la resistencia frente al avance romano con la Guerra de la Independencia) o la visión del Mediodía y el Levante como reductos de civilización en nuestro país (F. Wulff, 1992; F. Wulff, 2003: 13-124; M. Díaz-Andreu, 2002: 123-124). Ya en la segunda mitad del siglo XIX, es inevitable aludir a la obra de Theodor Mommsen. En sus trabajos identifica el concepto de progreso con la conquista romana, recuperando la idea, como hemos visto en absoluto novedosa, de la incapacidad de determinados grupos indígenas para explotar sus recursos naturales o para desarrollar sus sistemas políticos y militares. Es muy posible que la política de corte imperialista de la época le llevase a recuperar el argumento de que la dominación romana tenía como objetivo contribuir a civilizar la Península Ibérica, aunque asimila también los enfrentamientos entre el ejército romano y las tropas de Viriato como un movimiento de liberación nacional, cuando dice «la valiente nación [española] creyó haber encontrado por fin en él al hombre que estaba des-

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tinado a romper las cadenas de su dominación extranjera»57. Joaquín Costa fue uno de los primeros autores en manifestar en nuestro país su desacuerdo con algunos argumentos de T. Mommsen. Trabajos de este jurista como Estudios Ibéricos (1891-1895) o Colectivismo agrario (1915), podrían incluirse en la fecunda corriente hispánica de estudios sobre cómo hacer próspero el país. Para Costa, el origen del atrasado modo de vida de algunos pueblos hispanos dedicados al bandolerismo debía achacarse, a la manera posidoniana, a causas sociales, más que a un retraso en su evolución. La política de determinados generales romanos, como Tiberio Graco, habría estado destinada, por tanto, a neutralizar estas causas de origen social mas que a civilizar a los pueblos prerromanos (M. V. García Quintela, 1999). En gran parte, entre finales del siglo XIX y principios del s. XX, se mantiene sin dificultad el discurso de exaltación de los valores inherentes a la patria desde época ibérica y la idea de que España pertenece a la Civilización como resultado de la conquista romana, gracias a la asociación, en argumentaciones nacionalistas de distinto signo, del pasado prerromano con los orígenes remotos de determinados pueblos como el catalán o el castellano. Frente al ‘paniberismo’ de Vilanova y Piera, Rada y Delgado o Mélida, que defendía una temprana unificación de lo que sería después España en época ibérica, Sabino Arana rechazaba la existencia de cualquier contacto entre el los ancestros del pueblo vasco y grupos ibéricos y celtas que habrían liderado distintos intentos de invasión desde otras zonas de la Península. En Cataluña, Prat de la Riba, por su parte, identificaba el mundo ibérico como el referente más temprano de la cultura catalana, en el contexto de la reinaxença, un movimiento que buscaba, fundamentalmente, establecer lazos de unión con el pasado medieval catalán (A. Ruiz et al., 2002; F. Wulff, 2003: 151-185; M. DíazAndreu, 2002: 125-126). En cualquier caso, la visión de la historia de España de los siglos previos al cambio de era de la escuela alemana se fue también abriendo paso en nuestro país a través de uno de las estudios más influyentes de la época, las Fontes Hispaniae Antiquae de A. Schulten. Con este trabajo, se introducían por primera vez técnicas modernas para el estudio de la Antigüedad, que combinaban las aportaciones de la Geografía y la Arqueología de su tiempo. Sin embargo, este discípulo de T. Mommsen y de U. von Wilamowitz, carecía, como ha señalado M. V. García Quintela, de una formación fi-

lológica lo suficientemente sólida para llevar a cabo con éxito lo que podría haber sido una de las herencias metodológicas más importantes de la historiografía alemana: la crítica de fuentes. En publicaciones como Tartessos (1924 en castellano), Numantia (Munich, 1914-1929), Viriato (1927) o Sertorio (1949) es posible constatar una lectura romántico nacionalista, un tanto trasnochada ya en su propia época, de los textos grecolatinos58. A lo largo de un relato de los hechos de signo positivista, aparecen reelaborados nuevamente mensajes fácilmente asimilables para la España posterior a la Guerra Civil, como la valerosa resistencia indígena frente al invasor; la sobriedad del soldado hispánico, especialmente dotado para la lucha de guerrillas; el poder carismático de algunos líderes; o el particularismo innato de los españoles, que fue superado gracias al dominio romano que consiguió integrar a la Península en la primera ‘gran unificación europea’ (L. A. García Moreno, 1989a: 29). La continua utilización de las F.H.A. como una obra de referencia condicionó en gran medida los análisis de las fuentes de los investigadores posteriores. La presentación de los hechos en un orden rigurosamente temporal (lo que en último extremo no es sino la perduración metodológica de la analística romana), ha impedido captar en muchas ocasiones los condicionantes ideológicos de los autores antiguos, o la propia evolución de las estructuras de los pueblos peninsulares (M. V. García Quintela, 1999: 59). De todas formas, la generación de arqueólogos formados durante la primera mitad del siglo XX será fundamentalmente filogermana, como consecuencia de la política de becas de la Junta Superior de Estudios que permitía a jóvenes investigadores ampliar su formación en Alemania y, en parte, porque ya en el contexto del régimen franquista se asentó el predominio de un positivismo cercano a los presupuestos de O. Spengler, defensor de la instauración de un método científico para el estudio de la cultura que, como en el caso de las ciencias físicas, fuese capaz de analizar los hechos del pasado como fenómenos biológicos y desvelar el desarrollo cíclico —nacimiento, expansión, decadencia y muerte— de las civilizaciones (J. Bermejo Barrera, 1987: 189). La influencia del pensamiento germano será importante en investigadores del prestigio de P. Bosch Gimpera o, en época posterior, de A. García y Bellido (G. Bravo, 1994: 85; M. Díaz-Andreu, 2002: 41; A. Ruiz et al., 2003). Algunos de los presupuestos de la obra de A. Schulten se encuentran reflejados en el capítulo titulado «Comienzos de la resistencia de España al yugo romano» de la Historia de España dirigida por R. Menén-

57 T. Mommsen, Historia de Roma, V, 2, Madrid, 1983, pág. 20 (Citado por L. A. García Moreno, 1988: 83).

58 Un análisis de relaciones similares entre el nacionalismo francés y la identidad celta en M. Dietler (1994a).

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dez Pidal59, firmado, precisamente, por P. Aguado Bleye y P. Bosch Gimpera. Pero, a la vez, se recupera el legado de J. Costa en aspectos como las bases sociales de las guerras lusitanas. Por otro lado, se empiezan a cuestionar aspectos como la supuesta unidad de los pueblos peninsulares tras la conquista romana, que se venía entendiendo como origen esencial de España, introduciendo en el análisis un estudio de las fuentes y los datos arqueológicos siguiendo un patrón geográfico. La consecuencia sería el establecimiento de una correlación entre los conjuntos regionales así definidos y los reinos medievales, que en último término son ahora entendidos como los precursores de la distribución regional de la España contemporánea. Los intentos ‘supraestructurales’ de imponer la idea de la unidad de los distintos conjuntos regionales de la Península fueron denunciados por P. Bosch Gimpera en la lección inaugural que, bajo el título España, fue leída en la Universidad de Valencia en el curso 1937, o en El poblamiento antiguo y la formación de los pueblos de España, publicado en México en el año 1944. En el pensamiento de P. Bosch Gimpera el intento de unificación romano era ajeno a la naturaleza peninsular, y, por lo tanto, difícilmente podía influir de una manera intensa en la masa de la población (M. V. García Quintela, 1999; M. Díaz-Andreu, 2002: 130). Tras la guerra civil, las culturas ‘hispánicas’ que sucumbieron bajo los conquistadores romanos continuaron legitimando discursos sobre los orígenes para ‘las dos Españas’, la de exiliados como P. Bosch Gimpera y la de aquellos investigadores que siguieron escribiendo bajo los auspicios del régimen franquista, aunque con numerosos matices debido a la propia evolución del Régimen desde una ideología predominantemente falangista hacia presupuestos más cercanos al nacional-catolicismo en los años posteriores (A. Ruiz et al., 2002; G. Ruiz Zapatero, 1996; F. Wulff, 2003: 225-253). En un homenaje ‘a los mártires de la guerra civil’ publicado en 1941, J. Martínez Santaolalla, que sería a la postre el encargado de organizar la administración de la arqueología española a través de la Comisaría General de Excavaciones Arqueológicas dependiente del Ministerio de Educación Nacional, sentó las bases de una de las teorías más influyentes durante la primera época de la dictadura: la que pretendía un origen común de todos los pueblos peninsulares anteriores a la formación del Imperio Romano, una sola raza española de carácter celta que demostraría las profundas raíces de la unidad de España. Los ‘íberos’, según esta visión que privilegiaba los contactos cen59 España Romana, 218 a. C.-414 d. C., vol. II, Madrid, 1935.

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troeuropeos de nuestros antepasados más remotos, no serían sino uno más de los pueblos celtas que se vieron influidos de manera especial por las culturas mediterráneas antes de la llegada de Roma a la Península, que supondría la culminación de un largo proceso de adaptación de influencias procedentes del mundo grecolatino. Las teorías sobre el origen celta de la nación española, inspiradas lejanamente en las investigaciones de M. Gómez Moreno, serían sustentadas, con distintos matices, por investigadores como J. Cabré, F. Rodríguez Adrados, o M. Almagro Basch, que poco después del final de la contienda situaba las raíces del futuro Imperio español en época romana, pues «tras la conquista romana España dejó de ser tierra de tribus y pasó a ser tierra imperial»60 (A. Ruiz et al., 2002; A. Ruiz et al., 2003; M. Díaz - Andreu, 2002: 94). Poco tiempo después, las investigaciones de A. García y Bellido, que se había atrevido a criticar los excesos ‘celtistas’ de algunos de sus compañeros de profesión y a señalar que la cerámica de tradición ibérica perduraba hasta época altoimperial, se vieron influidas en su aproximación a la ‘romanización’, al igual que las de J. Caro Baroja, por los estudios socioeconómicos de Rostovtzeff y por algunos presupuestos de la antropología cultural europea de los años treinta, como los denominados Ciclos culturales de F. Graebner. Sin embargo, metodológicamente, estudios esenciales para la arqueología española, como los de A. García y Bellido que por primera vez habían introducido la arqueología hispana dentro del marco científico internacional (J. Arce, 1991: 209; M. Almagro-Gorbea, 2006), estaban aún inmersos en la línea de pensamiento del positivismo nacionalista y romántico de la generación anterior, en la que se reconocía explícitamente el papel de las fuentes textuales como punto de partida en la interpretación de la ‘romanización’ de ‘nuestro país’. Fruto de esta aproximación al pasado clásico —heredera en parte de las Fontes Hispaniae Antiquae de A. Schulten— son sus traducciones y comentarios de textos antiguos referidos a la Península Ibérica, como España y los españoles hace dos mil años según Estrabón (1945)61 y La España del s. I de nuestra Era, según P. Mela y C. Plinio (1947). En un artículo que vio la luz también a mediados de la década de los cincuenta, «Bandas y guerrillas en las luchas con Roma», A. García y Bellido subrayaba al analizar este ‘modo de vida’ que «costumbres como estas nacieron de formas eco60 M. Almagro Basch (1939): «Editorial», Ampurias I, p. 3. (Citado en M. Díaz - Andreu, 2002: 97). 61 La obra fue dedicada a Argantonio, rey de Tartessos, «el primer español de nombre conocido que supo admirar a Grecia».

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nómicas muy elementales y no en poca parte de la división y subdivisión de los pueblos en multitud de tribus o clanes, lo que originaba por lo común una perpetua enemistad entre ellas […] …hasta que un nivel superior de cultura y una autoridad suprema basada en leyes generales hizo imposible tanto la lucha parcial de tribu contra tribu como el ejercicio del libre saqueo…» (A. García y Bellido, 1945b: 549). Si bien, como ya habían señalado los autores de época clásica cuando hicieron una división de los pueblos civilizados y no civilizados de Iberia, ese «“bandolerismo” no era corriente en toda la Península por igual. De existir en la Bética y en el Levante había de ser en pequeña escala. Los textos no hablan propiamente de esta costumbre sino refiriéndose sobre todo a los pueblos del Occidente y Norte de España, es decir, de lusitanos, galaicos y cántabros, y en menor cuantía a los celtíberos y tribus del N. E. peninsular (ilergetes, lacetanos bergistanos). Ello encuentra su explicación en la mayor riqueza de Andalucía y Levante y, sin duda, en su mayor cultura» (A. García y Bellido, 1945b: 552). No deja de ser interesante que en este punto A. García y Bellido señalase explícitamente las coincidencias de las conclusiones de su estudio con el pensamiento de J. Costa, que obligaba a considerar el marco social, económico y consuetudinario de los pueblos ‘bandoleros’62, para concluir estableciendo un nexo entre aquellos valerosos guerreros y el carácter español, que habría permitido, a lo largo de la historia, hacer frente a numerosas invasiones: «así nació el grandioso movimiento de resistencia español que entonces, como durante las guerras napoleónicas, asombró a todo el mundo, incluso a los propios enemigos, sirviendo de espejo y ejemplo para otros pueblos menos decididos o más sumisos. Fue entonces cuando las luchas y depredaciones de estas bandas adquirieron un carácter muy distinto del pasado, tomando modalidades mucho más violentas; se alzaban los hombres tanto contra los enemigos invasores como contra aquellas tribus indígenas que, por grado o por fuerza, se habían convertido en aliadas o colaboradas del intruso, ya porque sus ciudades eran bases militares del romano, ya porque les daban hombres o proporcionaban sustento a sus ejércitos63. […] 62 «El desarrollo de este tema —mero esbozo aún— ha surgido directamente del estudio y análisis de los textos antiguos. Al tenerlo casi ultimado, hallamos en el libro de Costa Tutela de Pueblos (Conferencia en el Ateneo de Madrid, en 18…) algunas coincidencias que fueron motivo de íntima satisfacción…» (A. García y Bellido, 1945b: 552). 63 Es interesante observar como, frente al carácter positivo que se otorga a veces a las tropas romanas como factor de ‘romanización’, se repite el tópico de que junto a ellas llegaban a Hispania un conjunto de gentes ‘indeseables’ en el

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Fue una imponente rebelión, que si no era nacional por faltarle cohesión y unidad y por carecer de miras superiores, sí era patriótica…» (A. García y Bellido, 1945b: 553-554). Unos años más tarde retomaría A. García y Bellido la idea de la lucha por la Patria de las tribus prerromanas cuando éstas descubren que Roma está intentando someterlas, como ya antes quiso hacer Cartago, y el escaso número de tropas auxiliares que colaboraron con los ejércitos ‘de ocupación’, en un texto publicado en la revista Emerita. A lo largo de aquellas líneas el autor sustituye de manera ocasional términos aparentemente ‘neutros’ como ‘iberos’ o ‘hispanos’, por la palabra ‘españoles’, que permite una identificación directa de la sociedad del presente con estos grupos del pasado64 (A. García y Bellido, 1963a). J. Caro Baroja, por su parte, en tres trabajos publicados en los años cuarenta sobre el tema65 añadió, a la aplicación al caso hispano de la teoría de los ciclos culturales (que suponía encuadrar espacial y temporalmente los distintos elementos socioeconómicos que confluían en una región en concreto), la visión ‘regionalista’ de la Antigüedad hispana que ya había propuesto P. Bosch Gimpera. En los años que siguieron ciertos investigadores mantuvieron viva la llama del regionalismo. Para Menéndez Pidal66 y otros autores, como M. Almagro Basch, L. Pericot67 o M. Dolç68, el centro de la Península, como después el área castellana, sería el núcleo cohesivo de nuestro país. Mientras que para otros, como el propio P. Bosch, proceso de ‘civilización’ peninsular. Ver, por ejemplo, A. Balil (1956: 132): «Junto a estas relaciones oficiales de la vida militar figuran, en segundo lugar, otros elementos de romanización de los componentes de las unidades: la muchedumbre de proveedores, aposentadores, transportistas, mercaderes, compradores de botín, esclavos, magos, prostitutas, invertidos, alcahuetes, gentes de toda laya y procedencia pero de moralidad más que dudosa, que forman el séquito de los ejércitos, constituyendo una auténtica impedimenta». 64 Por ejemplo: «ahora veremos a los españoles tomar parte en estas contiendas civiles, no como enemigos de este Estado Romano, sino como partidarios de soluciones políticas integradas en una organización estatal suprema que nadie discute, aunque se discutan los medios de ejercerla» (A. García y Bellido, 1963a: 219), o «Roma, pues, no es ahora una potencia enemiga, sino un Estado en el que el español se siente inmerso y en el que se ve obligado a coadyuvar, tomando parte activa a favor de una solución mejor de problemas que le importan e interesan directamente» (A. García y Bellido, 1963a: 220). 65 «Regímenes sociales y económicos de la España Prerromana», Revista Internacional de Sociología, I, 1943, pp. 149-190, y II, 1943, pp. 285-317. Los pueblos del norte de la Península Ibérica (análisis histórico-cultural), Madrid, 1943. 66 Los españoles en la Historia, Buenos Aires, 1959, pp. 117 y ss. 67 Las raíces de España, Madrid, 1952, p. 59. 68 Hispania y Marcial, Barcelona, 1953, p. 26.

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Vicens Vives o Soldevila, era posible percibir el retraso de la zona denominada posteriormente Castilla ya desde época romana (A. Prieto, 1998). Otros ensayos dedicados a la ‘romanización’ que vieron la luz durante la época franquista, incidieron en la teoría de que la colonización romana había supuesto la unificación necesaria para construir la base sobre la que había de nacer el cristianismo. En los años cincuenta y sesenta, uno de los autores con más prestigio entre los estudiosos de la época, C. Sánchez Albornoz, definía la ‘romanización’ como una más de las etapas en la aparición de la nación española69. L. Pericot llegó a afirmar que «por encima de todo, la conquista romana acabó de dar conciencia definitiva a los habitantes de la Península, de que eran hispanos, y la conciencia de la vieja unidad no se perdió nunca»70. Mientras que, por su parte, el Marqués de Lozoya insistía en la idea de que «los pueblos hispánicos de trascendente incapacidad política no supieron agruparse formando un estado, ni siquiera una confederación»71, por lo que podría considerarse que «el acto de presencia de Roma en España con motivo de la segunda guerra púnica es uno de los sucesos más trascendentales y dichosos» de la historia de nuestro país72. Hay que tener presente que para ideólogos como Primo de Rivera una nación no era «una realidad geográfica, ni étnica, ni lingüística», sino «esencialmente, una unidad histórica (…) [que] cumple un destino propio en la historia»73. España estaba, según este modo de entender el pasado, ligada a su destino, como las manifestaciones culturales de los más antiguos españoles tenían su origen en el ‘carácter español’, lo que le permitía al Marqués de Lozoya, percibir, por ejemplo, en la escultura ibérica «algo muy español, el sentimiento de religiosidad que lo inspira siempre, su carácter incorrecto y expresivo, cierto gesto de altivez, un poco melancólico, que se presta al modelo y la afición a copiar la suntuosidad de ropajes y joyas»74, o a J. Calvo y J. Cabré75 hablar de 69 «Panorama general de la romanización de Hispania», Revista de la Universidad de Buenos Aires, I, I, 1956. 70 Reflexiones sobre la Prehistoria Hispánica, Madrid, 1972, p. 29 (citado en A. Ruiz et al., 2003). 71 Historia de España, T. I, Barcelona, 1967, p. 69 (citado en A. Ruiz et al., 2003). 72 Historia de España, T. I, Barcelona, 1967, p. 81 (citado en A. Ruiz et al., 2003). 73 (Citado en M. Díaz - Andreu, 2002: 91). Autores como A. Barbero y M. Vigil (1978: 20) fueron pioneros en rechazar algunas ideas muy queridas por el Régimen, negando la existencia de España o de cualquiera de sus regiones como unidades de destino en lo universal. 74 Historia de España, T. I, Barcelona, 1967, p. 61 (citado en A. Ruiz et al., 2003). 75 J. Calvo, J. Cabré (1919): Excavaciones en la Cueva y Collado de los Jardines de Santa Elena, Jaén, p. 14 (Citado en G. Ruiz Zapatero, 1996: 182).

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dos grandes ideales presentes en los pueblos ibéricos (a saber: entusiasmo por su independencia y una ferviente fe religiosa) que nunca se extinguirían en la ‘raza’ española (G. Ruiz Zapatero, 1996: 182). Según M. V. García Quintela (1999: 66), la falta de crítica de las fuentes que se encontraba en vía muerta tras la publicación de las Fontes Hispaniae Antiquae de A. Schulten y los problemas metodológicos del tipo de antropología que intentaba aplicar en sus ensayos J. Caro, desembocaron en la repetición insistente de los análisis elaborados en los años cuarenta, tanto por parte de sus propios autores, como por discípulos suyos tan prolíficos como J. M. Blázquez (J. M. Blázquez, 1964; J. M. Blázquez, 1989). Éste, a su vez, formaría su propia escuela en lo referente a la ‘romanización’, como se puede observar, por ejemplo, en afirmaciones como la que sigue de J. M. Roldán Hervás, que cita como referencias principales distintos artículos de su maestro: «Pero el contacto inevitable con los indígenas secundariamente llevaría consigo la aspiración de éstos a imitar las formas de vida y de cultura de un pueblo que comprendían superior, cuando no fueron los propios romanos los que obligaron al elemento indígena a adaptarse en los territorios ocupados establemente.» (J. M. Roldán Hervás, 1989: 152). Sin embargo, a finales de los años sesenta y setenta se comienzan a plantear en nuevas publicaciones una serie de problemas que no eran sino un reflejo de los inconvenientes que acarreaba el uso del término ‘romanización’. Se discuten así tópicos heredados de las fuentes grecolatinas que los avances en materia de arqueología y crítica textual permitían empezar a desechar, como la inherente falta de unidad de los pueblos prerromanos, la rápida y profunda aculturación de regiones como la Bética, que conllevaba la pérdida de la antigua identidad de sus habitantes, frente a la superficial ‘romanización’ de la cornisa cantábrica76 (C. Fernández Ochoa, A. Morillo, 2002; A. Fuentes, 1989: 107), la idealización de la figura de Viriato como la encarnación del ‘buen salvaje’77 o que las reformas sociales romanas tuviesen fundamentalmente como objeto paliar las causas sociales del bandolerismo peninsular. Si bien los textos de Polibio, Diodoro o Estrabón, nos transmiten la idea, de carácter claramente etnocéntrico, de que 76 Para la articulación paralela, basada en los datos aportados por textos grecolatinos, del tópico historiográfico de la escasa ‘romanización’ de la cornisa cantábrica ver últimamente (C. Fernández Ochoa, A. Morillo, 2002). 77 También se ha revisado en los últimos años la ubicación de sus campañas principales, que ahora se sitúan no tanto en la Sierra de la Estrella, como en su día defendiera A. Schulten, sino en el sur de la Lusitania (L. A. García Moreno, 1989a; M. Bendala, 2000: 254-255; G. Chic, 1980).

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el bandidaje es una actividad provocada por la pobreza del suelo, existen pruebas de que en el interior de Iberia distintas comunidades sedentarias hacían depender su economía además de la caza y la recolección, de explotaciones agrícolas y ganaderas. Las supuestas medidas de carácter social de los gobernadores romanos, como la fundación de ciudades o la concesión de tierras, dejan de aparecer como tales cuando se pone de manifiesto que, en algunas situaciones, la pacificación romana supuso la bajada al llano y la conversión de ciudades (poleis) en aldeas (kómas)78. En otros casos el objetivo inmediato de determinadas fundaciones no era ‘fomentar la unidad de la Península y la civilización de sus pueblos’, sino desalentar tendencias centrífugas entre las poblaciones nativas o, a veces, por el contrario, cercenar las que podían desembocar en movimientos centrípetos hacia un núcleo de mayor entidad que pudiese hacer frente con mayor fuerza a los ejércitos romanos79, a lo que hay que añadir, el trato de favor a poblaciones indígenas ‘prorromanas’. Frente a la hipótesis de una ‘política social’ por parte de los gobernadores romanos, parece más verosímil que la fundación de ciudades respondiese a criterios de dominio militar del territorio y, sobre todo, a un intento de generar estructuras políticas y económicas más fáciles de controlar, y por lo tanto, integrables en el sistema romano. Por otro lado, el sistema de trasladar la población de una ciudad preexistente a una nueva ubicación tampoco puede considerarse original de la cultura romana. En la Península, el precedente inmediato podría buscarse en época púnica, documentándose la reubicación de antiguos asentamientos en lugares cercanos en casos como los de Carteia, Malaka, Toscanos o Tejada la Nueva (M. Bendala, 1987b: 131). La aceptación del análisis de los autores grecolatinos sin mayores problemas por parte de la escuela positivista, la consonancia de ésta con la visión romántico-nacionalista predominante en determinados momentos, así como la búsqueda de algunos investigadores inscritos en la corriente marxista de las bases económicas de todos los procesos sociales en los años inmediatamente posteriores a la muerte del dictador F. Franco, puede estar en la base de la aceptación por parte de la historiografía moderna de algunos de los tópicos recurrentes en las fuentes clásicas (M. V. García Quintela, 1999: 68 y ss.).

Str., III, 3, 5. Las mismas fuentes documentan sistemas de confederaciones de tribus, tanto en el norte peninsular, como durante determinados episodios de la conquista del mediodía hispano. 78 79

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Las fuentes nunca serán un elemento estéril para el estudio de la antigüedad en la Península a pesar de que, tradicionalmente, se haya tendido a presentar como verdades incuestionables determinados topoi de la literatura grecolatina que quizás fuese interesante matizar. Aunque ciertamente la falta de una tradición consolidada de estudios clásicos y la articulación preferente del relato de la historia de España durante largos períodos en torno a momentos tan ‘gloriosos’ como la época de los Reyes Católicos o el imperio de los Austrias hizo que el pasado romano no tuviese el eco propagandístico que tuvo en países como Italia, Alemania o Inglaterra, el mundo ibérico y la posterior conquista romana se situaron en una especie de prólogo al ‘brillante’ destino que la Historia le tenía reservado a nuestro país. No en vano utilizamos una lengua heredada de Roma para articular un doble discurso de definición del ‘otro’: por un lado el de los autores antiguos de los que hemos adaptado el concepto de civilización y barbarie, y por otro una narración que nos permita entender quiénes somos en relación a un pasado que se identifica, a la vez, como un ‘nosotros’ y como un ‘otro’ lejano. Una vez más se pone de manifiesto cómo la ‘memoria’, y en concreto el ‘recuerdo’ del mito sobre los ancestros que forja cada grupo humano es una poderosa herramienta para crear narraciones sobre el presente (E. J. Hobsbawm, 1983; M. Dietler, 1994a). Hasta hace no mucho tiempo, hemos sido directamente herederos de la noción de ‘romanización’ elaborada en época romana, hemos superpuesto un discurso colonial a distintas formas de legitimar nuestro pasado nacional, allí donde los materiales arqueológicos o eran prácticamente desconocidos, o se presentaban como elementos de interpretación mucho más ambigua que las fuentes escritas. Los autores del mundo clásico utilizaban para definir este concepto términos equiparables a nuestra palabra ‘civilización’, siguiendo la idea de que prácticamente la única existente era la grecolatina. De hecho, la contraposición entre la cultura que consideraban como propia y la del ‘otro’, personificado en los pueblos conquistados, formaba parte de su propia identidad. Hemos sido nosotros, los que hemos establecido la equivalencia conceptual entre ‘romanización’ y ‘civilización’, quizás debido a la imposibilidad de caracterizar en nuestros días al mundo grecolatino como la única civilización de la Historia, o, posiblemente, porque no somos ya capaces de diferenciar entre lo que nosotros entendemos por ‘civilización’ y lo que entendían los autores antiguos. Por lo tanto, para indicar supuestamente el mismo concepto (la pretendida mimesis de la cultura nativa con la romana) hemos acuñado un término con grandes problemas conceptuales: ‘romanización’. El

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uso de este vocablo ha llevado al planteamiento de distintas interrogantes como la verdadera existencia de una evolución hacia una cultura idéntica a la romana (que dio lugar al uso del inadecuado término ‘pervivencia’), la resistencia indígena a cambiar de cultura (relacionada peligrosamente con asociaciones de carácter contemporáneo entre lengua, etnia, cultura y nación), el problema de la identidad cultural o incluso de la mayor intensidad de la ‘romanización’ de las clases dirigentes que de los grupos populares. Única-

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mente si dejamos de ignorar el hecho de que, hasta cierto punto, no estamos sino traduciendo a un término ‘aceptable’ en nuestros días el concepto grecolatino de humanitas, seremos conscientes de que estamos dando por buena la visión de la evolución cultural que compartían la mayoría de los autores griegos y romanos. Sólo de esta manera, será posible superar la idea de que el cambio social en la Península sólo se dio en un sentido: desde la ‘bárbara’ cultura ibérica a la ‘superior civilización’ grecolatina.

II. EL DEBATE CONTEMPORÁNEO SOBRE LA ‘ROMANIZACIÓN’: UNA APROXIMACIÓN POSTCOLONIALISTA1 As the importance of the city of Rome declined, as the world became Romeless, a large part of the world became Roman. F. Haverfield (1905): «The Romanization of Roman Britain», Proceedings of the British Academy, 2, 1862.

A medida que la importancia de la ciudad de Roma decaía, a medida que el mundo quedaba ‘desprovisto’ de Roma, una gran parte de este mismo mundo llegaba a ser Romano. Fue entonces cuando el Imperio dejó de ser una compleja realidad, que los historiadores acostumbran a convertir en un ‘ente abstracto’ (J. C. Barrett, 1997: 59), capaz de actuar como un personaje con deseos, intereses, que nace y muere en el escenario histórico, para convertirse en un mito. Y no en un mito cualquiera, sino en un mito sobre los orígenes. Un mito sobre los ancestros de gran importancia para la construcción de la identidad de muchos países europeos, que, al menos desde un punto de vista simbólico, se consideran herederos directos del pasado clásico. De ahí la importancia de la reconstrucción de ese episodio en el mito fundacional de tantas sociedades, de ese paso de la ‘noche pre-histórica’ de los tiempos que había sumido a los pueblos primitivos en la barbarie, a la ‘luz’ de la civilización occidental, insistentemente relacionada, en tantos lugares, con la introducción de la Cultura grecolatina. 1.

‘ROMANIZACIÓN’ E HISTORIA

El Islam, Bizancio y Europa occidental se consideraron a sí mismas, aunque por distintas razones, herederas del legado romano (G. Woolf, 1998: 5, nota 14). Determinados dirigentes y reyes de la Europa medieval hicieron uso del Imperio romano como símbolo de poder, unidad y paz, lo que explica, en cierta manera, el recurso a la imaginería clásica por parte 1 Las traducciones de las citas literales de libros publicados en inglés que aparecen en este capítulo y en el siguiente son de la autora. 2 Citado en R. Hingley (1996: 45).

de personajes como Carlomagno, Isabel I de Inglaterra o B. Mussolini, ya en época moderna (J. S. Richardson, 1991: 1). A finales del siglo XIX, el modelo romano continuaba siendo un punto de referencia fundamental para la política europea de la época. En el contexto de la evolución de la confederación germánica hacia la unidad bajo la hegemonía prusiana, T. Mommsen contemplaba la unidad de la Península Itálica bajo dominio romano como un modelo a seguir para la unificación de su país. Era, en parte, esa ‘unidad’, la que el dominio romano trasladó a las provincias. En el quinto volumen de su obra Römische Geschichte (1854-1885) por la que obtuvo el premio Nobel de literatura en 1902, destacó los rasgos de similitud presentes en distintas regiones del Imperio que permitían cuantificar el éxito en la penetración de la cultura romana, como la colonización, la expansión de la ciudadanía, la lengua latina, la epigrafía y una economía basada en la acuñación de moneda (P. W. M. Freeman, 1997: 30-31). Las ideas de Mommsen llegaron a Oxford de la mano de discípulos y colabores suyos, como Henry Pelham (1846-1907), mentor, a su vez, de una de las figuras más influyentes en la literatura anglosajona sobre el mundo romano, Francis Haverfield; si bien el mismo F. Haverfield llegó a colaborar directamente con T. Mommsen en los últimos años del siglo XIX. A lo largo de este último siglo, el modelo clásico llegó a convertirse en parte integrante del pensamiento victoriano inglés. De tal forma que, ya a principios del siglo XX, se identificaba con ‘naturalidad’ el nacimiento, auge y decadencia del Imperio romano con la posible evolución del imperio británico, que compartía con su antecesor el deber moral de transmitir la forma más evolucionada de cultura europea a los territorios dominados. El paralelo romano fue empleado para establecer una línea de continuidad en el

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desarrollo cultural europeo que enlazaba en el tiempo el pasado clásico con el presente, dejando en segundo plano (a nadie se le escapa que en el contexto de un aumento del poder político alemán en el continente), los mitos que desde el s. XVI había relacionado el origen de Gran Bretaña con la llegada de grupos de población teutones o anglo-sajones. F. Haverfield, que no estaba al margen de todas estas consideraciones que aportaban un valor ‘moral’ a los estudios sobre el pasado romano publicó, en 1912, lo que sería la obra de referencia sobre la ‘romanización’ en la literatura anglosajona hasta los años setenta: The Romanization of Roman Britain (R. Hingley, 1996: 35-38). La visión de F. Haverfield del proceso de ‘romanización’, que traía aparejado «la mejora y la felicidad del mundo»3, tenía mucho en común con el concepto decimonónico de progreso y desarrollo. La ‘romanización’ que él describe en su obra, aparece como un fenómeno unidireccional y paulatino, en el que la transformación de la cultura material nativa se explica por el deseo de los indígenas de convertirse en ‘romanos’ (R. Hingley, 1996: 39). El mismo argumento había sido utilizado ya en época de Nerva por Tácito (Agr. 21), que había descrito cómo los habitantes de Britania se habían desviado hacia «los vicios, los paseos, los baños y las exquisiteces de los banquetes» romanos, aunque concluía sarcásticamente diciendo que «ellos, ingenuos, llamaban civilización a lo que constituía un factor de su esclavitud»4. Apenas dos décadas antes, Fustel de Coulanges había descrito la ‘romanización’ de la Galia de una manera un tanto similar. Casi como en la famosa frase de la II epístola de Horacio5, aseguraba Coulanges que «fue menos Roma que la civilización en sí misma lo que conquistó a los galos... Ser romano, para ellos, no era una cuestión de obedecer a un amo extranjero sino compartir las costumbres más cultivadas y nobles, las artes, estudios, trabajos y placeres conocidos por la humanidad»6. Para el estudioso francés la imposición del gobierno romano sobre la Galia había evitado que ésta cayera bajo el dominio ‘germano’, que la hubiese condenado a siglos de barbarie, impidiendo a sus habitantes, que provenían de la misma raza que griegos y romanos, desarrollar el potencial latente de civilización que existía en su cultura (G. Woolf, 1998: 4). De manera paralela, la propia burguesía Italiana 3 F. Haverfield (1915): The Romanization of Roman Britain, Oxford, 3ª ed., pág. 10 (citado en R. Hingley, 1996: 39). 4 Madrid, Ed. Gredos, 2001, Traducción de J. M. Requejo. 5 «Graecia capta ferum victorem cepit et artes intulit agresti Latio», Horacio, Epístola II, 1, 156-157. 6 N. D. F. de Coulanges (1891): Histoire des institutions politiques de l’ancienne France, París, 134-139 (citado en G. Woolf, 1998: 4).

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hizo uso, inmediatamente después de la unificación de la Península en el s. XIX, de argumentos que ensalzaban la ‘unificación pacífica’ de Italia bajo la guía de Roma (M. Torelli, 1999: 2; N. Terrenato, 2001). La línea de investigación iniciada por T. Mommsen y discípulos suyos como F. Haverfield, que combinaba los datos obtenidos por las fuentes clásicas con la arqueología, la epigrafía y la numismática para obtener conclusiones sobre el fenómeno de la ‘romanización’ europea, se mantuvo como marco teórico e interpretativo en muchas escuelas hasta los años treinta, e incluso algunas de sus derivaciones se mantienen en ciertas publicaciones hasta nuestros días (P. W. M. Freeman, 1997: 46). Frente a las descripciones indulgentes y poco críticas de los historiadores europeos, no debe olvidarse, por ejemplo, los virulentos ataques de la historiografía magrebí a la visión más favorable del proceso de ‘romanización’. Igual que sus ‘conquistadores’, los investigadores de las colonias europeas establecieron una conexión entre una ‘ocupación’ y otra, asimilando el movimiento de liberación nacional en el que se encontraban inmersos con el de sus ‘antepasados’ (D. J. Mattingly, 1996: 49, 57). Desde esta perspectiva, tras un examen minucioso de las fuentes, a la manera de T. Mommsen, F. Haverfield o A. Schulten, lo lógico era proceder al estudio de la paulatina implantación de una serie de elementos jurídicos, económicos y religiosos del mundo romano en las poblaciones indígenas. Así, se ha estudiado la sucesión de acontecimientos que ‘provocaron’ la llegada de los romanos a suelo ibérico, el establecimiento de las primeros asentamientos romanos en nuestro país (A. García y Bellido, 1959; Mª J. Pena, 1984), los aspectos jurídicos de dichas fundaciones (J. F. Rodríguez Neila, 1976a; 1976b; 1977a; 1977b), los incentivos económicos que atrajeron a los inmigrantes itálicos a la Península (A. García y Bellido, 1966), la importancia de la llegada de tropas latinas a suelo peninsular y de la inclusión de indígenas en el ejército romano (A. García y Bellido, 1963a; A. Balil, 1956; J. M. Roldán 1971; idem 1976; 1989; 1993, 1996, 1997)7, el proceso de latinización de las poblaciones nativas (A. García y Bellido, 1967; R. Menéndez Pidal, 1960; Mª J. Pena, 1990-1991; J. Siles, 1981; A. Tovar, 1968) y el fenómeno de sincretismo entre las religiones ibérica y romana (J. M. Blázquez, 1981a). 7 No se suele tener en cuenta la posible participación de indígenas en los ejércitos púnicos, debido en gran parte a que las fuentes antiguas ofrecen escasos detalles sobre este asunto, aunque algunos autores consideran que pudo ser importante (A. Balil, 1956: 112-113, 119; J. Mangas, 1970: 492-493).

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EL DEBATE CONTEMPORÁNEO SOBRE LA ‘ROMANIZACIÓN’...

Una de las críticas más evidentes que se pueden hacer al modelo tradicional de ‘romanización’ aportado por historiadores y arqueólogos es que tiende a presentar el contacto entre el mundo romano y el ‘indígena’ como una transferencia cultural de carácter unidireccional y homogénea, donde más bien debió producirse un intercambio bidireccional experimentado por ambas partes de un gran número de maneras diferentes (D. J. Mattingly, 1997b: 9; M. Bendala, 2003: 17). Generalmente, los estudios sobre la ‘romanización’ han contrastado una cultura romana ‘pura’, ‘estándar’, con las distintas culturas preexistentes en cada nuevo lugar ocupado. Sin embargo, nadie parece dudar de que la propia cultura romana careciera siempre de un carácter unitario. La cultura imperial estuvo siempre determinada por la asimilación de rasgos de muy distintas procedencias (de la propia Península Itálica, Grecia u Oriente) y por un conjunto de diferencias entre Oriente y Occidente, la capital y las provincias, el campo y la ciudad, los ricos y los pobres. Es imposible describir una sola ‘clase’ o ‘tipo’ de romano o un prototipo de ‘ciudad romana’ para todo el Imperio (G. Woolf, 1998: 7; M. Millett, 1990a: 1; S. Keay, 2001a: 113). Sin ir más lejos, la atención prestada generalmente al estudio de elementos decorativos arquitectónicos de los edificios públicos, ha contribuido al afianzamiento de tópicos sobre la rápida ‘romanización’ de las ciudades de la Baetica, y sólo recientemente se han empezado a realizar análisis sobre las ciudades de esta provincia entendidas como unidades urbanas o centros de población dentro del paisaje provincial, lo que está permitiendo introducir una serie de matices sobre las características de diferentes tipos de asentamientos en la visión más tradicional del fenómeno (S. Keay, 1998c: 55). Distintos indicios señalan, a la vez, que los primeros colonos asentados en la Península Ibérica eran itálicos y no ‘romanos de Roma’ (cives Romani), como por otro lado era de esperar en momentos previos a las guerras sociales (M. J. Pena, 1990-1991: 390; J. Siles, 1981: 111). Lo más probable es que, además, la oposición entre lo ‘romano’ y lo ‘no romano’ estuviese bastante menos acentuada transcurrido un tiempo tras la conquista (G. Woolf, 1995: 17; S. Keay, 2001b: 121; S. Keay, 2003: 163). Posiblemente, tan desafortunado resulta considerar la cultura romana como un modelo de carácter unitario, como valorar la cultura provincial en relación a su ‘éxito’ o ‘fracaso’ a la hora de emular el mundo romano (D. J. Mattingly, 1997b: 11; P. Van Dommelen 2001a: 71). En este tipo de modelos, los elementos ‘romanos’ de la cultura provincial son puestos en valor en contraste con los indígenas que

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son desechados como pervivencias residuales. El propio concepto de ‘pervivencias’ no está exento de conflictos. Autores como M. Bendala han llamado la atención sobre las dificultades conceptuales que presenta esta expresión. Por ‘pervivencia’ se suele entender aquello que sobrevive a pesar del paso del tiempo. Por lo tanto, mediante el uso de este término se aludiría a «lo que está fuera de su tiempo, esto es, lo no romano en la etapa romana»; las pervivencias se nos presentan como una «excepción que confirma una regla, la del triunfo de la romanización» (M. Bendala, 1987c: 570; M. Bendala, 2002b: 140). Frente argumentos similares de falta de ‘integración’ en el mundo romano de comunidades con sólidas raíces púnicas en Cerdeña, P. Van Dommelen (2001b: 137) ha señalado que los asentamientos púnicos de la isla fueron capaces de retener y expresar un sentido distintivo de identidad recurriendo a determinados elementos de cultura material de tradición púnica, lo que demostraría que el proceso de transformación de la isla no fue el resultado de una imposición unilateral de normas coloniales. Esta forma de acercarse al problema permite plantear una interpretación alternativa sobre todas aquellas manifestaciones que no se ajustan al ‘modelo’ de mundo romano que hemos establecido, especialmente si tenemos en cuenta que lo que se suele denominar ‘pervivencias’ son elementos que a menudo no presentan una línea de estricta continuidad con el pasado prerromano, sino que en muchas ocasiones tanto objetos como instituciones de carácter ‘tradicional’ se reformulan para adaptarse a un nuevo contexto. En el fondo de este conjunto de argumentaciones sobre la incapacidad de algunos grupos para alcanzar elevadas cotas de sofisticación cultural subyace, en mayor o menor medida, un concepto de ‘complejidad’ heredero del pensamiento darwinista del s. XIX. Las sociedades ‘más evolucionadas’ son, en este tipo de razonamientos, más complejas por naturaleza y el fracaso de algunos grupos en alcanzar ese grado de ‘complejidad’ que se refleja en el urbanismo, las ciudades, la estratificación social, el arte, el derecho, etc., es una prueba de su ‘inferioridad’. Hay que subrayar, además, la coincidencia de algunos de estos parámetros de complejidad social decimonónicos con ciertos argumentos presentes en los textos clásicos. Pero, en cierta manera, lo más interesante es que, en contextos coloniales, la inferioridad queda definida por un conjunto de valores que terminan por ser compartidos por los grupos dominados y los grupos dominantes. Según S. Weber, aquel sector de la sociedad que está en posición de definir una escala de valores es capaz de generar grupos de status privilegiado (M. Rowlands, 1989: 29-30), de tal manera que

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dicha posición resulta un objetivo ‘deseable’ para otros miembros del grupo. La transmisión de ese conjunto de valores sobre lo que es positivo y lo que no lo es, puede estar en la base de determinados intentos de ‘integración’ en la cultura colonial de los grupos nativos. La importancia de las circunstancias concretas en las que cada territorio fue conquistado y del denominado ‘sustrato cultural’ (entendido como contexto) en los procesos de interacción entre dos sociedades, queda subrayado por las diferencias en la forma de ‘romanizarse’ percibidas en distintos tipos de asentamientos, regiones o incluso provincias del Imperio. M. Millett (1990b: 39) ha destacado la aparente ‘lentitud’ en el surgimiento de instituciones romanas en las provincias anexionadas en época republicana frente a las que se incorporaron en época imperial, en las que la centralización de la administración se habría producido más rápidamente (G. Woolf, 1995: 10). La evolución de la propia Roma, influida por la interacción con los pueblos que fue conquistando, se convirtió en un elemento determinante en el proceso de ‘romanización’, que culminó en el sistema administrativo generado en época de Augusto. 2.

LA ‘ROMANIZACIÓN’ COMO ACULTURACIÓN

Precisamente intentando dejar a un lado las teorías historicistas de corte más tradicional, algunos autores, especialmente a partir de los años setenta, recurrieron al análisis antropológico de los procesos de aculturación como medio de estudiar determinados fenómenos del mundo antiguo, como la ‘helenización’ o la ‘romanización’. Dentro de la propia Antropología, los estudios sobre aculturación se remontan a los años treinta, en un momento de acusado ‘interés científico’ por toda una serie de cambios producidos en las sociedades no europeas como resultado del dominio colonial (J. Slofstra, 1983: 71). Los dos primeros trabajos sobre el tema aparecieron en el número 34 de la revista American Anthropologist, de 1932. R. L. Beals firmó un artículo titulado «Aboriginal survivals in Mayo culture» y R. Thurnwald otro centrado en el estudio de la psicología de la aculturación8. Cuatro años después se publicó el famoso «Memorandum on the study of acculturation» en el que R. Redfield, R. Linton y M. J. Herkovits trataban de establecer una serie de definicio8 R. L. Beals (1932): «Aboriginal survivals in Mayo culture», American Anthropologist, 34, 28-39. R. Thurnwald (1932): «The psychology of acculturation», American Anthropologist, 34, 557-569.

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nes que ayudasen a distinguir varios fenómenos asociados a los procesos de aculturación y sus posibles resultados: aceptación, adaptación o reacción (R. Redfield et al. 1936: 152). Pero los fundamentos teóricos sobre este concepto no terminaron de contar con excesivo peso hasta la publicación de las conclusiones de un seminario de verano sobre el tema celebrado en la universidad de Stanford, en el que E. Z. Vogt y otros definieron la aculturación como un cambio social iniciado por la unión o conjunción de dos sistemas culturales autónomos, entendiendo como tal aquel sistema cultural que se sustenta por sí mismo, y que, generalmente, se denomina ‘cultura’ (E. Z. Vogt et al., 1954: 974). Curiosamente, muchos de los estudios dedicados a los procesos de aculturación coinciden con otros de ‘carácter histórico’ en el énfasis puesto en el estudio de la transmisión de rasgos culturales, posiblemente debido a la interconexión entre la teoría de la aculturación y el particularismo histórico de la antropología de la década de los veinte y los treinta en América. Se presta especial atención a la transferencia de características, costumbres e ideas y su efecto (aceptación o rechazo) en cada situación planteada (J. Slofstra, 1983: 71-72). La corriente de estudios sobre la aculturación empezó a decaer en los círculos dedicados a la Antropología alrededor de los años sesenta, cuando ya se habían producido las aportaciones teóricas de más peso y comenzaban a plantearse serios problemas metodológicos en este tipo de aproximaciones a los fenómenos de cambio social. J. Slofstra (1983: 72) señala dos causas principales: por un lado, la progresiva descolonización tras la II Guerra Mundial y, por otro, los escasos avances que desde un punto de vista conceptual se habían producido en el ámbito teórico sobre la aculturación. La mayoría de los estudios sobre el tema publicados entre los años 30 y la década de los 60 se centraban en enumeraciones descriptivas de rasgos que habían sido transmitidos de una cultura a otra. La crítica a determinados aspectos de la teoría canónica sobre la aculturación comenzó ya a principios de los años cincuenta. En esta época, J. Steward cuestionó el concepto de ‘cultura’ en el que estaba basada la propia teoría de la aculturación. El principal problema del modelo es que tiende a presentar la aculturación como la adaptación mutua entre dos sistemas culturales conceptualmente homogéneos, cuya esencia fundamental sería compartida por el grupo de personas que lo integra9. La pretendida homogeneidad de la sociedad aparece como 9 J. H. Stewart, 1951, «Levels of sociocultural integration: an operational concept», Southwestern Journal of Anthropology, 58, 249-263 (citado en J. Slofstra, 1983: 72).

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algo ficticio si tenemos en cuenta las diferencias de edad, sexo, ocupación y otras clases de roles, y la separación entre cultura de élite y cultura popular, por ejemplo (J. Slofstra, 1983: 72). La teoría desarrollada en el campo de la Antropología sobre la aculturación comenzó a influir en la Arqueología prehistórica y protohistórica en los años cincuenta, precisamente cuando aquélla estaba empezando ya a entrar en decadencia. En este momento, los estudios arqueológicos estaban aún fuertemente apegados a la corriente histórico-cultural que había liderado Franz Boas en Antropología y a una metodología anclada en el empirismo. La difusión, la migración o el comercio, eran los recursos explicativos para el cambio cultural que se reflejaría en las modificaciones percibidas en la cultura material de los pueblos. La aculturación era otro de los argumentos válidos para explicar el cambio social, especialmente cuando se había podido constatar el contacto entre dos culturas diferenciadas (J. Slofstra, 1983: 73). Habrá que esperar a los años sesenta y setenta para observar el mismo interés por los procesos de aculturación dentro de la arqueología clásica, en conexión con una serie de estudios dedicados a la ‘helenización’ y la ‘romanización’ (H. Van Heffenterre, 1965, S. Gruzinski, A. Rouveret, 1976, C. Gallini, 1973). J. Slofstra (1983: 74) achaca este retraso a la naturaleza intensamente ‘histórica’ de esta disciplina10. Dejando un lado la idea, hoy ampliamente superada, de que la aculturación consiste en la transmisión de rasgos aislados, no se puede dudar de la aportación de algunos argumentos interesantes por parte de los estudiosos de esta teoría a los que se sigue haciendo referencia en los trabajos más recientes. Quizás en primer lugar habría que citar la toma de conciencia de que la ‘romanización’ no fue un proceso unidireccional y unívoco, sino que el ‘intercambio cultural’ se produjo en ambas direcciones: entre Roma y las poblaciones ‘nativas’ y entre las poblaciones ‘nativas’ y Roma; así como la importancia de la cultura nativa en el ‘resultado’ del ‘proceso de aculturación’, por lo que debe tenerse en cuenta el contexto previo a la conquista en cada región (M. Millett, 1990b: 37; S. Keay, 1990: 120-124; S. Keay, 1998c: 59). En el período previo a la segunda guerra púnica, los Barca habían contribuido en el sur peninsular a la aceleración del proceso de consolidación urbana 10 Aún en estudios recientes es posible percibir la importancia de las teorías sobre la aculturación en modelos explicativos sobre la ‘romanización’ o el contacto colonial en la Península. Este es el caso, por ejemplo, de D. Cherry (1998: 78, donde se defiende explícitamente esta postura). Se pueden citar también, por ejemplo, J. Alvar (1990), J. Alcina Franch (1989: 180-198); L. Berrocal (1989-1990: 110) o C. González Wagner (1986).

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a través de la fundación de ciudades en unos casos, y de la revitalización de otras más antiguas o del traslado de poblaciones, en otras. (M. Bendala, 1982: 198). Pero, a su vez, este programa de ordenación territorial, inacabado por el curso de los acontecimientos de la segunda guerra púnica, debió poder llevarse a cabo gracias a la presencia de población púnica desde momentos anteriores que habría establecido relaciones de carácter colonial antes de la llegada de los primeros inmigrantes romanos a la Península (M. Bendala, 1994: 65). Es posible que por esta razón, en aspectos como la trama urbana, que debía ser la base para la articulación del territorio, Roma tendiese a potenciar más las ciudades preexistentes que a crear otras nuevas (M. Bendala, 1981: 37, M. Bendala et al., 1987: 128; C. Fernández Ochoa, A. Morillo, 2002: 271). De forma paralela, son los mismos procesos de interacción cultural11 que se dieron en el Mediterráneo en época helenística los que permiten explicar determinadas convergencias entre el mundo púnico y el romano republicano. Ambas zonas se vieron inmersas en esta época en una especie de koiné helenística mediterránea, que incidió en la propia configuración de la cultura romana republicana (M. Bendala, 1981: 36; E. Gruen, 1992; J. P. Morel, 1998; E. Rawson, 1998). Es en este momento de reajuste estructural, en el que la potencia italiana debía asimilar cambios tan importantes como la evolución desde el modelo republicano al imperial, el desarrollo de un sistema económico basado en la esclavitud, la inclusión de los pueblos de la Península Itálica dentro de los grupos ciudadanos, la evolución de conceptos tan fundamentales como los de colonia y municipio o las conquistas de nuevos territorios en el Mediterráneo oriental y occidental, en el que debe inscribe el proceso de conquista y asimilación de la Península Ibérica. La idea podría resumirse diciendo que «Hispania se romaniza a la vez que se romaniza Roma» (M. Bendala, 1981: 45). No hay que perder de vista que algunas regiones de la propia Península Itálica no estuvieron plenamente ‘romanizadas’ hasta época de Augusto, aunque el proceso se puede inscribir a grandes rasgos entre los siglos IV y II a. C.12 (F. Coarelli, 1996: 63; S. Keay, 11 A. Alonso y E. Cerrillo (1998: 36), hablan de procesos de ‘convergencia cultural’, que supusieron un «creciente acercamiento cultural, a veces sin necesidad de una comunicación intensa» en aquellas zonas costeras de la Península que compartieron contactos a lo largo del I milenio con el Mediterráneo oriental. 12 Ver una reciente puesta al día sobre este problema en las colecciones de artículos recogida en S. Keay, N. Terrenato (2001a) y J. L. Jiménez Salvador, A. Ribera i Lacomba (2002).

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N. Terrenato, 2001b: ix; S. Keay, 2001b: 129). La expansión romana por el Mediterráneo no estuvo acompañada por la difusión de elementos de la cultura material romana, como se observa en algunas de las provincias más antiguas, como Cerdeña o la propia Hispania, lo cual no quiere decir que el contacto con Roma no provocara cambios, sino que dichos cambios tuvieron distinta naturaleza en diferentes escenarios. En el caso de Cerdeña, la cultura material local se transformó en determinados asentamientos, pero sin que se pueda definir el resultado como cultura material ‘romana’, ‘indígena’ o ‘cartaginesa’, sino simplemente ‘local’ o ‘sarda’ en un contexto en el que la distinción entre ‘conquistador’ y ‘conquistado’ resulta prácticamente imposible únicamente a través de la lectura de los restos arqueológicos conservados (P. Van Dommelen, 2001a: 81; P. Van Dommelen, 2001b: 141). Pero al mismo tiempo dicha cultura material no representa únicamente un desarrollo local, pues se inscribe dentro de los límites de las relaciones coloniales en la que se forjó, y a la que, a la vez, debe la ambivalencia de su significado. Es probable que, por ejemplo, asentamientos como Neapolis, situado en el Oeste de Cerdeña, fuesen percibidos como ‘colonias’ púnicas, si bien desde el punto de vista cartaginés, podrían haber sido considerados sobre todo una ciudad sarda. Por lo tanto, incluso en aquellos casos en los que prácticamente no existen diferencias entre algunos objetos usados en ciudades coloniales o en la metrópoli, hay que tener en cuenta un posible cambio de significado derivado del contexto (P. van Dommelen, 2001b: 142). Por otra parte, si tomamos como único índice la cultura material, la adopción de estilos romanos en arquitectura, cerámica o escultura no se constata de manera amplia en las distintas provincias hasta época imperial (G. Woolf, 1995: 9; G. Woolf, 1998: 238), lo que nos lleva a plantear una serie de cuestiones sobre la naturaleza del imperialismo romano y la interpretación de la expansión de su cultura desde el punto de vista de las teorías postcolonialistas. 3.

IMPERIALISMO Y TEORÍA POSTCOLONIALISTA DE LA ‘ROMANIZACIÓN’

El interés de muchos estudiosos anglosajones por el problema del imperialismo romano está en relación con una larga tradición historiográfica que conecta el imperio romano con el propio imperio británico (R. Hingley, 1996; R. Hingley, 2001)13. La 13 Para una visión similar aunque matizada sobre este asunto, ver P. Freeman, 1996.

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inclusión del mundo romano en el conjunto de pueblos de época más o menos antigua que poseyeron un imperio ha provocado una polémica tan acalorada como estéril. Para determinados autores el imperialismo es un fenómeno moderno que tiene sus orígenes a principios del s. XV con la expansión mercantil portuguesa por el norte de África. Para los historiadores marxistas, por el contrario, es un fenómeno en relación con la globalización del modo capitalista de producción, y cuyo inicio puede situarse, como muy pronto, hace ciento cincuenta años. (J. Webster, 1996: 2). Se han propuesto diversas hipótesis para explicar el fenómeno de la expansión romana por el Mediterráneo que incluyen desde el modelo polibiano (I. 63. 9.), que destaca la intencionalidad de los romanos de alcanzar la hegemonía del universo, a la adquisición del Imperio como resultado del encadenamiento de una serie de sucesos completamente fuera del control de Roma, el deseo de ganancias de miembros individuales de la élite, o las propuestas que defienden el carácter ‘defensivo’ del imperialismo romano que tuvo entre sus primeros promotores al propio T. Mommsen (M. Millett, 1990b: 35, P. W. M. Freeman, 1997: 29). Algunos han llegado a afirmar que es posible asimilar el imperio romano al controvertido modelo de ‘sistema imperial mundial’ basado en un entramado de relaciones del tipo centro-periferia que Immanuel Wallerstein describió para la Europa de época moderna, hasta el punto de que últimamente se está empezando a discutir en qué medida la propia teoría de la ‘romanización’ no es un entramado ideológico para justificar, a través de los ejemplos del pasado, la creciente integración en un sistema mundial globalizado de nuestro mundo contemporáneo (R. Hingley, 2003: 113; R. Hingley, 2005). Otros, por su parte, han intentado demostrar que ni la explotación fue tan sistemática, ni el flujo de riqueza se produjo mayoritariamente desde la ‘periferia’ a la ‘metrópoli’, como señalaría el movimiento de numerario desde Roma hacia las regiones donde estaba acantonado el ejército. Además, el sistema carecía del tipo de ‘centralización’ e integración metódica que a veces se le supone, sustentándose, más bien, en cierta autonomía restringida para algunos núcleos, donde la ciudad constituyó en todo momento una unidad fundamental. El resultado, a medio plazo, fue la creación de una federación de pueblos bajo el control romano (M. Millett, 1990a: 7-8; G.; Woolf, 1990; G. Woolf, 1998: 28; M. Rowlands, 1987). En cualquier caso, el termino latino imperium debería ser traducido más por el concepto de ‘poder’ o ‘hegemonía’ que por el de ‘imperio’, y parece probable que en latín la palabra sólo adquiriera conno-

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taciones claras de carácter territorial a partir de la segunda mitad del siglo II d. C.14. La imagen del poder hegemónico que emanaba de Roma, se transmitió, sin embargo, desde época augustea por todo el Imperio a través de distintos medios: desde el sofisticado concepto creado a través de la literatura latina empleada en la educación de las élites letradas, hasta la imaginería reflejada en toda clase de monumentos, edificios y monedas (J. S. Richardson, 1991: 1; G. Woolf, 1998: 26; G. Woolf, 2001a: 313; C. Nicolet, 1988: 27; P. Zanker, 1987). Contrastando con el gran número de estudios dedicados a la cuestión del imperialismo romano, el problema del colonialismo de Roma ha recibido atención desde un punto de vista teórico sólo muy recientemente. El miedo a utilizar un concepto con connotaciones muy concretas en el mundo contemporáneo ha derivado la discusión hacia una descripción más o menos neutra –basada en eventos históricos y de tipo legal– empleando términos aparentemente asépticos como el de ‘colonización’ (M. Rowlands 1998: 327; P. Van Dommelen, 1998: 15). Indudablemente, las diferencias entre el colonialismo romano y el colonialismo de los siglos XVIII y XIX son importantes, lo cual no implica que no hayan existido procesos de este tipo en el mundo antiguo. Es lícito hablar de situaciones de colonialismo cuando nos encontramos ante la presencia de uno o más grupos de gentes extranjeras en una región situada a cierta distancia de su lugar de origen, envueltos en una relación socioeconómica de carácter asimétrico con los habitantes de dicho lugar que implique cierta explotación política o económica. Un rasgo recurrente, aunque no se produce en todos los ejemplos de colonialismo, es la concentración de la mayoría de los recién llegados en núcleos de población separados del resto, a veces preexistentes, que se transforman para darles cobijo. El imperialismo puede ser definido, por lo tanto, según algunos autores, como una forma de colonialismo, aunque a veces no existan números significativos de colonos asentados permanentemente en la región colonizada, ya que el elemento más característico del imperialismo sería el control, por parte de un solo pueblo, de la soberanía política efectiva de otra sociedad (P. van Dommelen, 1998: 16; P. van Dommelen 2005a). Las investigaciones centradas en el ‘discurso colonial’ alcanzaron el rango de un campo de estudio propio a finales de los años setenta, con la publicación de la obra de Edward W. Said, Orientalism. Uno 14 De cualquier forma el significado original, el poder de mando de magistrados y promagistrados dentro del estado romano, nunca se perdió (J. S. Richardson, 1991: 2).

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de los principales objetivos planteados por esta corriente es «la crítica del proceso por el cual el ‘conocimiento’ sobre el ‘otro’ colonial es producido» (J. Webster, 1996: 4-6). El ‘Oriente’, tal y como se entendía en ‘Occidente’ a finales del s. XIX, era una representación europea, de la misma manera que la imagen que las fuentes antiguas nos ofrecen de la ‘romanización’ es fundamentalmente romana, pero, desde el momento en el que el discurso sobre el Oriente –o sobre la ‘romanización’– impregna una dimensión considerable de la cultura política e intelectual de la sociedad, el Oriente se convierte en algo mucho más que una representación, para pasar a ser un campo discursivo que nos permite comprender mejor la manera que tenía el Occidente decimonónico –o tenían las élites romanas– de entenderse a sí mismos (E. W. Said, 1978: 32). A través de la elaboración de una geografía ‘imaginaria’, de relatos de viajeros y obras sobre geografía se va ‘orientalizando’ lo oriental, se va generando un estereotipo, como hemos visto, sobre las características que definen al bárbaro, al ‘otro’, como tal (E. W. Said, 1978: 74). En su análisis, Edward W. Said entrelaza conceptos tomados de Antonio Gramsci y Michel Foucault, que pueden contribuir a clarificar determinados aspectos tanto de la manera en la que se fue generando cierta idea de ‘romanidad’, como el tipo de relaciones que se establecen entre aquellos que tienen el monopolio de la creación de ‘la verdad’ y el poder asociado al conocimiento dentro de las sociedades. A. Gramsci distingue entre hegemonía e ideología. La hegemonía se corresponde con cierta concepción del mundo que se manifiesta de manera implícita en el arte, la ley, la actividad económica y en todas las manifestaciones de la vida individual o colectiva. La hegemonía –al contrario que el dominio, que se obtiene por la fuerza– requiere cierto consentimiento por parte de los grupos de población subordinados, pero se diferencia de la ideología porque es mucho menos explícita. Se corresponde con toda una forma de ver el mundo que es dominante en el grupo, que ha sido ‘naturalizada’, convertida en ‘ortodoxia’ y que en ningún caso aparece como ideología (J. Comaroff, J. Comaroff, 1991: 23 - 27)15. Por lo tanto, como señala P. Van Dommelen (1998: 28), la diferencia reside sobre todo en el grado de conciencia. Mientras que la hegemonía se trasluce en la manera de actuar de la gente y se concibe como hechos que no necesitan explicación, la ideología es percibida por los protagonistas de la historia como un marco consciente para la acción deliberada. La idea de que el ‘conocimiento’ está constituido por opinio15

Citado en P. Van Dommelen, 1998: 28.

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nes no relacionadas con la política, por un conjunto de «creencias eruditas, académicas, imparciales y suprapartidistas», ese «consenso general y liberal que sostiene que el conocimiento ‘verdadero’ es fundamentalmente no político» (E. W. Said, 1978: 29) se encuentra en la base, como ha demostrado E. W. Said de la re-creación del Oriente por parte de los europeos del siglo XIX, pero está también muy relacionada con disciplinas como la Arqueología Clásica, que ha elaborado su manera de narrar la realidad del pasado a través de textos coloniales ‘aparentemente neutros’ –obra de escritores clásicos concebidos como espectadores directos de la realidad que queremos conocer– y de la verdad ‘incuestionable’ –la confirmación de lo que ya ‘conocíamos’ a través de las fuentes– de los restos arqueológicos, cuya interpretación parece exenta de prejuicios ideológicos gracias a su condición material, físicamente contrastable. Para entender cómo se había producido la elaboración occidental de la idea del orientalismo, E. W. Said empleó la noción de discurso descrita por M. Foucault en La arqueología del saber y en Vigilar y castigar. La ‘verdad’ como un ente objetivo no existe, ni se puede aprehender a través de la observación objetiva, por lo tanto el discurso cultural que circula por la sociedad no es ‘la verdad’, sino sus representaciones (E. W. Said, 1978: 42). Así, cuando el 13 de junio de 1910, el político británico Arthur James Balfour pronuncia un discurso ante la Cámara de los Comunes sobre «los problemas a los que tenemos que enfrentarnos en Egipto» y dice «nosotros conocemos la civilización egipcia muchísimo mejor que ningún otro país» (lo que por supuesto incluía a los propios egipcios) (E. W. Said, 1978: 53-54), o Estrabón describe el modo de vida de los turdetanos con sus leyes de seis mil años (III, 1, 6) están codificando un tipo de verdad de una forma socialmente admitida. Ambos pertenecen a uno de los grupos de poder (que en nuestro mundo pueden identificarse con la iglesia, la ciencia o los académicos, por ejemplo) que de alguna manera detentan el monopolio sobre la creación de ‘la verdad’. Como afirma E. W. Said «conocer así un objeto es dominarlo, tener autoridad sobre él, y autoridad aquí significa para ‘nosotros’ negarle autonomía –al país oriental–, porque nosotros lo conocemos, y, en cierto sentido, existe tal y como nosotros lo conocemos» (E. W. Said, 1978: 55). Lo que significa que la capacidad de conocer, la posibilidad de llegar a la ‘verdad’, está intrínsecamente relacionada con el poder. Igual que en el caso del conjunto de discursos creados en torno al sexo en época victoriana estudiados por M. Foucault, o sobre el Oriente, o sobre lo que significa la civilización romana, la humanitas, nos

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encontramos, más que ante un discurso monolítico y estático, ante un conjunto de segmentos discontinuos cuya función táctica no es uniforme ni estable (M. Foucault, 1976: 100), ante una multiplicidad de discursos producidos por un conjunto de mecanismos que operan en diferentes instituciones (M. Foucault, 1976: 33), en el que la esencia seguía siendo la superioridad de ‘nosotros’ frente a ‘ellos’, un proceso en el que el ‘otro’ inferior siempre se encuentra en el proceso de llegar a ser ‘yo’, pudiendo identificarse la primera persona del singular, dependiendo del contexto, con ‘occidental’ o ‘romano’. La idea que se difundió en Francia o Inglaterra sobre el mundo oriental en el siglo XIX (o sobre la oposición de la civilización romana y la barbarie de los pueblos sometidos), no se debe analizar como una simple doctrina positiva, sino que uno de los aspectos esenciales de este tipo ideas es que funcionaron como «un conjunto de represiones y limitaciones mentales» que influyeron simultáneamente en la idea que tenían de sí mismos, tanto los denominados orientales, como los europeos u occidentales (E. W. Said, 1978: 65). Éste es un punto esencial de la teoría de E. W. Said –influido también aquí, sin duda, por M. Foucault– porque una de las críticas más comunes que se suelen presentar a su interpretación del orientalismo es que no proporciona una alternativa al fenómeno que critica. ¿Cómo va cualquier forma de conocimiento –incluida el orientalismo– a escapar a la crítica del orientalismo? (R. Young, 1990: 132). Cualquier explicación alternativa sobre el orientalismo sería construir un discurso similar al que el propio orientalismo habría construido respecto a un oriente real. Si la idea de ‘civilización’ o ‘romanización’ son categorías generadas a través de un discurso colonial, ¿cómo se puede encontrar una explicación diferente sin recurrir a las categorías que se están cuestionando? (R. Young, 1990: 128). En el fondo nos enfrentamos al conocido problema filosófico de la relación de ‘la verdad’ con su representación. Si todo discurso es una representación sin relación con un ‘objeto verdadero’, cualquier discurso crítico sobre la ‘romanización’ no será más que otro discurso sin relación con una verdad que no se puede llegar a conocer. Sin embargo, el texto de E. W. Said no cae en un relativismo extremo, porque ni el orientalismo, ni la idea de ‘romanidad’ y ‘civilización’ que nos transmiten las fuentes fueron nunca entelequias sin contacto con el mundo real, sino que tuvieron diversas consecuencias en el ‘mundo material’. El hecho de que el discurso sea capaz de ‘orientalizar’ lo oriental, de influir en la percepción del mundo de los individuos situados en una posición de

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inferioridad y que influya en la manera de actuar de aquellos que producen el discurso, de alguna manera hace irrelevante la cuestión de la existencia de una ‘verdad objetiva’ que un supuesto investigador externo no afectado por la ideología pueda desvelar con un contra-discurso. El discurso influye en el mundo real, no es un mero ente ‘supraestructural’, sino que condiciona la realidad, porque precisamente es parte de ella y no una superestructura impuesta a una realidad material objetiva y ‘verdadera’. El discurso generado sobre el orientalismo o sobre los pueblos ‘bárbaros’, se convirtió en una manera no sólo de ‘conocer’, sino también de dominar al Oriente y a los pueblos conquistados por los romanos en el occidente mediterráneo (C. Gosden, 2001: 244). De hecho, algunos autores consideran que, precisamente, uno de los hallazgos fundamentales de los análisis literarios desde la óptica postcolonialista es la constatación de que el colonialismo no puede ser entendido únicamente como una empresa militar a la que se superponen objetivos económicos, sino que el componente cultural forma parte de su esencia más profunda, incluso en los períodos de máxima violencia y explotación económica (P. Van Dommelen, 1998: 26). Además, ese ‘discurso colonial’ –que es a la vez expresión y parte constituyente del tipo de relaciones sociales que se generan en el marco del colonialismo– se puede transmitir y percibir también a través de otras formas de expresión simbólica no verbales –en determinados usos de la cultura material, por ejemplo–, especialmente en entornos de auto-representación de carácter público, donde la iconografía o la configuración pautada según ciertas tipologías del espacio, contribuye a reforzar el mismo tipo de mensajes. En un intento de descentralizar las categorías occidentales de conocimiento, de superar los esquemas binarios con los que Occidente ha tendido a definir su propia identidad a través de la contraposición con el ‘otro’ –oriental o bárbaro–, Homi K. Bhabha ha intentado explicar la articulación social de la diferencia desde el punto de vista de la ‘minoría’ o de los pueblos conquistados, como una compleja negociación continua a través de la cual se intenta ‘autorizar’ toda una serie de hibridismos culturales que emergen especialmente en momentos de intensa transformación histórica (H. K. Bhabha, 1994: 2). H. K. Bhabha toma prestados determinados conceptos procedentes del psicoanálisis (J. Lacan, S. Freud) para estudiar cómo se modifican los significados, la ambivalencia de los signos en espacios de diferencia cultural (H. K. Bhabha, 1994:34). En ese ‘tercer espacio’ donde se reformula, se traduce y se lee de nuevo los signos culturales se articula el hibridismo que permite superar las presentaciones de carácter

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binario de la realidad y «surgir como los ‘otros’ de nosotros mismos» (H. K. Bhabha, 1994: 39), abandonando, por fin, la noción de un conjunto de culturas ‘puras’ en oposición (C. Gosden, 2001: 247). Dentro de la cultura híbrida de la sociedad colonial, la ambivalencia de los signos puede ser empleada como una forma de ‘resistencia silenciosa’ frente al conjunto de ‘rituales cotidianos’ que refuerzan el papel de los sujetos oprimidos a través de distintas disposiciones que establecen, por ejemplo, dónde te puedes sentar o no, cómo puedes vivir o no, qué puedes aprender o no, o a quién puedes amar o no (H. K. Bhabha, 1994: 15) y que son características de cada caso de colonialismo concreto. H. K. Bhabha explora la implicaciones del concepto de imitación o mimetismo (mimicry), partiendo de la formulación de J. Lacan, para el estudio de las relaciones entre un sujeto colonial que ‘tiende’ a parecerse a los colonizadores y los propios colonos. Es un reflejo de la tensión existente entre el deseo de dominación, de la aparición de un ‘otro’ reformado y reconocible, «como un sujeto de una diferencia que es casi igual a ‘nosotros’, pero no completamente» (H. K. Bhabha, 1994: 86). El efecto de este proceso de mímesis es profundamente perturbador para la autoridad colonial, porque el colonizador percibe una grotesca imagen de sí mismo. La ‘imitación’ subvierte la identidad de lo que está siendo ‘imitado’, y si bien la relación de poder no se invierte por completo, ciertamente, puede inducir a la vacilación (R. Young, 1990: 147) porque si el ‘otro’/inferior no se ajusta exactamente al estereotipo, se convierte en un ser híbrido difícil de controlar y capaz de moverse con cierta soltura en los dos mundos supuestamente opuestos del dominador y los dominados. El empleo de signos de ‘romanitas’ por parte de las elites nativas o la afirmación de Estrabón de que los turdetanos se han convertido en romanos (III, 2, 15), cobran entonces un nuevo sentido, porque, aunque según la lectura de H. K. Bhabha no pueden ser interpretados en sentido estricto como signos de resistencia, sí contribuyen a la descripción de un proceso de re-construcción de poder: la autoridad colonial empieza a socavarse porque ‘se repite’ de manera diferente generando un entorno propicio para la aparición de formas de subversión, transformando las condiciones discursivas de dominación en un terreno donde la intervención es posible (R. Young, 1990: 149). Quizá las hipótesis de H. K. Bhabha llevan a plantearse hasta qué punto el hibridismo y la ambivalencia de la conducta y los símbolos pueden ser defendidos como un elemento exclusivo de las situaciones coloniales –todas las ‘culturas’ son esencialmente híbridas, todos los símbolos son por naturaleza ambi-

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valentes–, pero sí es posible que el ‘hibridismo’ y la ‘ambivalencia’ se construyan de una manera específica o particular en el marco del colonialismo, entre otras causas por la reestructuración de las relaciones de poder a gran escala que se produce tras la conquista y el asentamiento de grupos de colonos en un nuevo territorio (P. van Dommelen, 2006: 118-119). H. K. Bhabha ha dedicado parte de sus escritos, al igual que E. W. Said, a estudiar el discurso colonial. El conjunto de contra-discursos que tienen su origen en los grupos sujetos al nuevo tipo de dominación impuesta por la colonización, requiere métodos de análisis propios y diferentes, porque, en general, está asociado a la ‘gente sin historia’, según la terminología de E. R. Wolf, o a los grupos ‘subalternos’ sin ‘conciencia de clase’ como los denominó A. Gramsci en un contexto capitalista, que en el caso de la ‘romanización’ podrían asimilarse a las poblaciones nativas de las tierras conquistadas por los romanos, especialmente a los grupos menos favorecidos que no se pueden identificar con las élites indígenas. G. Spivak, apoyándose en la noción de ‘texto’ de J. Derrida referida, no sólo a los textos escritos, sino a todas las estructuras de significación a través de las cuales se generan significados (C. Gosden, 2001: 245; R. Young, 1990: 159), hace referencia a un conjunto de ‘transcripciones ocultas’ (hidden transcripts) generadas por los grupos ‘subalternos’ fuera de contextos formales o públicos donde predominan las normas de los grupos dominantes. La manera en la que los habitantes de Hispania llegaron a ‘ser romanos’, según la terminología tradicional, puede presentar asombrosas diferencias si comparamos determinadas manifestaciones de la ‘cultura popular’ (viviendas, enterramientos, santuarios), con la grandilocuencia de los foros, los templos o los teatros. En esta línea, algunos investigadores, como aquellos integrados en el Subaltern Studies Group nacido en la India postcolonial durante los años ochenta del siglo XX, intentaron contrarrestar las representaciones del Otro que aparecen en los textos coloniales, tratando de recuperar la voz de los grupos subalternos, aquellos excluidos de las maneras de ‘contar el mundo’ de los conquistadores, invirtiendo así el punto de vista hegemónico para escribir una historia alternativa del imperialismo. Sin embargo, como defiende G. Spivak, no es posible hablar de una forma de conciencia subalterna de forma genérica. Tan inapropiado es, concebir el poder colonizador como un ente monolítico, como imaginar un tipo de individuo ‘subalterno’ de carácter indiferenciado (R. Young, 1990: 161). Hay que hablar de una gran variedad de experiencias o historias coloniales –o de la ‘romanización’– dependiendo de parámetros como el

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género (las mujeres suelen ser un colectivo con sus propias limitaciones aun dentro de los grupos ‘subalternos’), la filiación cultural, el estatus social, la ubicación geográfica y espacial, sin olvidar otras variables (B. Moore-Gilbert, 1997: 76; C. Gosden, 2001: 246). Para esta autora, es importante reconocer la heterogeneidad de las distintas ‘culturas’ emergentes tras una ocupación de tipo colonial y las variaciones debidas a la experiencia histórica de los pueblos sometidos (B. Moore-Gilbert, 1997: 75), aunque rechaza de forma clara la existencia de cualquier noción de una forma ‘pura’ u original de ‘conciencia’ post-colonial, porque esto implicaría que el colonialismo no ha jugado ningún papel en la construcción de la identidad de sus sujetos, o, en el caso que nos ocupa, que la conquista romana no incidió en la imagen que tenían de sí mismos los habitantes de la Península. Los textos de los que disponemos para estudiar el colonialismo antiguo o moderno han sido escritos, clasificados y conservados por las élites coloniales. No existen espacios alternativos en la literatura donde estos grupos puedan representarse a sí mismos, no existe un lugar de enunciación donde puedan narrar su historia y por lo tanto, el investigador no puede llegar a recuperar contradiscursos que den voz a los subalternos sino que tiene que contentarse con analizar las omisiones, los silencios, en definitiva la supresión de la conciencia de estos grupos que se lleva a cabo sistemáticamente a través de los textos de carácter colonial (M. J. Vega, 2003: 281-301). ¿Es posible, sin embargo, encontrar espacios alternativos de enunciación no recogidos en los textos escritos? ¿Se pueden documentar, a través de los restos conservados de la cultura material ‘experiencias discrepantes’ de grupos de individuos inmersos en contextos coloniales que generan en el ámbito más o menos reducido del mundo privado ‘transcripciones ocultas’ –como las había denominado Spivak– de las formas dominantes de discurso público confirmándolo, contradiciéndolo o modulándolo en cualquier sentido? (D. J. Mattingly, 1997b: 13). De alguna manera, el marco de limitaciones generado por la sociedad colonial crea sus propias desviaciones (M. Foucault, 1976: 49). La presentación de cierta imagen de ‘romanidad’ produce una desviación que es resultado de dicho modelo, o que se ajusta a lo que el modelo rechaza, lo que implica que, hasta cierto punto, cualquier ‘resistencia’ a la ‘romanización’ también supondría cierta ‘internalización’ de las normas de conducta romanas. El problema está en establecer hasta qué punto todo un conjunto de humildes actos de ‘resistencia cotidiana’ pueden ser considerados formas de ‘resistencia organizada’ frente al colonizador y si los grupos desfavorecidos pueden

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presentar una conducta de ‘resistencia’ en la vida diaria sin que ésta sea percibida en estos términos por ellos mismos, cuando incluso para realizar esta clase de modestas ‘reclamaciones’ dichos grupos se apoyan en el ‘vocabulario cultural’ del grupo dominante (P. Van Dommelen, 1998: 27-28; A. Jiménez Díez e.p.). Sólo intentando comprender cómo actúa el poder en las sociedades, cómo se consigue imponer la necesidad de hacer las cosas de una manera concreta sin recurrir a la fuerza permanentemente, se puede esclarecer el tipo de resistencia que los individuos presentan ante dicha imposición. Según M. Foucault, el poder no es una institución, ni una estructura, ni la fuerza que poseen algunos individuos, sino que por ‘poder’ debemos entender cierta «situación estratégica» que se produce en una sociedad en particular, que consiste en «las múltiples relaciones de fuerza que toman forma y entran en juego en la maquinaria de la producción, de las familias, grupos limitados e instituciones» (M. Foucault, 1976: 94). Por eso las relaciones de poder «no se encuentran en una posición externa respecto a otras relaciones (procesos económicos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales), sino que son inmanentes a estas últimas, son el efecto inmediato de las divisiones, desigualdades y desequilibrios que ocurren en estas últimas, y recíprocamente, son las condiciones internas de dichas diferencias» (M. Foucault, 1976: 94). Eso explica por qué en la teoría de M. Foucault el poder no va descendiendo desde las élites a las clases bajas, sino que está en todas partes, de tal forma que lo abarca todo, sin que se establezcan relaciones binarias entre ‘dominador’ y ‘dominado’. M. Foucault defendía que el poder sólo podía ser tolerable si quedaba enmascarado en parte, siendo su éxito proporcional a su habilidad para ocultar sus mecanismos (M. Foucault, 1976: 86). En lo que se refiere al proceso por el cual los habitantes del Imperio ‘llegaron a ser romanos’ es difícil no pensar en todos aquellos discursos (antiguos y modernos) ya mencionados que presentaban la ‘romanización’ como algo ‘deseable en sí mismo’, como la causa de una atracción irrefrenable que llevaría a los bárbaros conquistados (rendidos ante la promesa de paz y civilización del Imperio) a desear formar parte de la cultura romana, en un acto quasi consciente de ‘auto-romanización’. Como consecuencia, de acuerdo con la visión del poder de M. Foucault, «allí donde hay poder hay resistencia» y por lo tanto «esa resistencia nunca se encuentra en una posición de exterioridad en relación al poder», sino que pueden hallarse núcleos de resistencia a lo largo de toda la red de poder. Se podría decir que existe una pluralidad de resistencias en torno

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a cada caso de poder imponiéndose en una relación concreta. De tal forma que, a menudo, más que grandes revoluciones, levantamientos o rupturas radicales, encontramos en la sociedad «puntos de resistencia móviles y transitorios que introducen en una sociedad grandes líneas divisorias que se desplazan rompiendo unidades y suscitando reagrupamientos, abriendo surcos en el interior de los propios individuos». Según la hipótesis de M. Foucault, la red de relaciones de poder que se extiende por instituciones y grupos sociales sin residir en ninguno en concreto, tiene un espejo, un reflejo invertido o su sombra en una red equivalente de puntos de resistencia a lo largo y ancho de los estratos sociales. Como el poder y el conocimiento se articulan para M. Foucault, precisamente, en el discurso, de acuerdo con este razonamiento nunca puede entenderse éste como dos bloques opuestos –el discurso aceptado o dominante y el discurso rechazado o dominado– sino como una serie de segmentos discontinuos cuya función táctica no puede ser uniforme ni estable, como «una multiplicidad de elementos discursivos que pueden actuar en estrategias diferentes» (M. Foucault, 1976: 95-96). El problema es que el discurso sobre el significado de la resistencia se ha convertido en una especie de ‘espejo’ invertido del concepto de romanización e, inevitablemente, se ha visto envuelto en la literatura arqueológica por el mismo lenguaje de corte colonial que ha servido de base para la interpretación de la dominación romana16. A principios del siglo XX, T. Mommsen defendió la hipótesis de que la inexistencia de una política agresiva por parte de Roma (‘imperialismo defensivo’) había estado unida a la aceptación de la ‘pax romana’ en las provincias y que, por lo tanto, la ‘romanización’ había sido, al fin y al cabo, una consecuencia de la falta de resistencia o de la aprobación de este proceso por parte de las sociedades sometidas (P. W. M. Freeman, 1997: 32). Incluso las teorías sobre la aculturación recogieron la posibilidad de que un ‘fracaso’ en el proceso produjese ejemplos de ‘resistencia’ o ‘contra-aculturación’ (S. Gruzinski, A. Rouveret, 1976: 199-204). Uno de los resultados posibles del contacto entre dos grupos, era, por lo tanto, la aparición de movimien16 El mismo concepto de ‘dominación’ empleado, en general, durante décadas en las ciencias sociales derivaba, directamente, de presupuestos teóricos elaborados por pensadores del s. XIX, como K. Marx, S. Freud, A. Comte y F. Nietzsche y producidos en un escenario histórico muy concreto. Es necesario, por lo tanto, situar en su marco dichas ideas y adoptar solamente aquellos elementos que puedan aplicarse a momentos concretos del mundo antiguo, donde las relaciones sociales se estructuraban de maneras muy distintas (D. Miller et al., 1989: 3).

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tos que tratarían de compensar la inferioridad impuesta o asumida recurriendo a elementos de prestigio asociados a momentos previos al proceso de aculturación (R. Redfield et al., 1936: 152), o una especie de ‘adaptación a la inversa’ («reactive adaptation») que suponía la reafirmación de formas nativas, la restauración de antiguos cultos, el surgimiento de movimientos nacionalistas o de programas aislacionistas (E. Z. Vogt et al., 1954: 987). En el ‘tercer mundo’, las naciones que fueron alcanzando la independencia como consecuencia de la descolonización, se vieron inmersas en un proceso de re-creación de una narrativa que afirmase la conciencia histórica de un ‘auténtico pasado’ pre-colonial. En muchos casos, se presentaba el período colonial como una fase de ruptura con la esencia del país que se habría recuperado como resultado de la lucha por la libertad contra los conquistadores europeos. Debemos ser conscientes, sin embargo, de que en muchas ocasiones la manera de presentar la Historia -por oposición a la Historia impuesta por los conquistadoresha adoptado ya el tipo de narrativa del colonizador, lo que irónicamente implica que cierta ‘colonización’ de la idea del pasado ha tenido también lugar (M. Rowlands, 1994a: 135)17. La idea de que el rechazo o la adopción de la cultura romana debe interpretarse como una prueba de resistencia a la asimilación política, ha sido relacionada con opiniones expresadas por autores tan influyentes como P. A. Brunt, para quien la cultura romana era un elemento ideológico destinado a fortalecer la solidaridad de las clases dirigentes del Imperio (G. Woolf, 1998: 20 nota 64). G. Woolf ha estudiado este fenómeno en la Galia y ha concluido que, al menos en esta provincia, la relación entre adopción de la cultura romana y aceptación de su gobierno no parece responder a la dicotomía un tanto simplista de ‘romanización’ y ‘resistencia’. No sólo es difícil dividir a los campamentos, tras las guerras galas de César, en pro-romanos y anti-romanos y relacionar estos parámetros con sus preferencias culturales, sino que las rebeliones contra el gobierno romano que se produjeron en el s. I d. C. –en una época en la que supuestamente el Imperio disfrutaba ya de la ‘paz augustea’– estuvieron dirigidas por ciudadanos romanos, que en muchos casos habían ocupado cargos de responsabilidad en la administración imperial. 17 En el caso concreto del análisis arqueológico se generaron ejemplos como el importante estudio de M. Bénabou sobre la resistencia a la ‘romanización’ en el norte de África durante época altoimperial, si bien este artículo tuvo el mérito de reclamar un papel activo para los habitantes del norte de África en sus relaciones con Roma y criticar el concepto de la ‘romanización espontánea’ por ósmosis o imitación (M. Bénabou, 1976: 369).

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Son precisamente aquellos individuos ‘bilingües’, que son capaces de desenvolverse con cierta soltura en dos ‘ambientes culturales’, los que están especialmente dotados para llevar a cabo diferentes tipos de actos de resistencia, como se ha podido estudiar en distintos ejemplos de ocupación colonial. De ahí, por ejemplo, el temor de los colonos germanos de Camerún a la creación de una clase de africanos educados en valores europeos (M. Rowlands, 1998b: 380-381), con cierto fundamento, pues algunas de las revueltas más importantes anticoloniales del país fueron lideradas por grupos de nativos que habían recibido una educación ‘europea’ y que se adaptaban a un nuevo concepto de líder basado no únicamente en aspectos ‘tradicionales’, sino también en determinados valores europeos de educación y contactos personales, aunque, irónicamente, la oposición o resistencia creada mediante la apropiación de los códigos del discurso del colonizador a veces también implica implícitamente su afirmación (M. Rowlands, 1995: 41). En cualquier caso, sólo si entendemos el término ‘resistencia’ dentro de los parámetros del concepto de Estado-Nación decimonónico, puede plantearse si tiene sentido hablar de una política activa de resistencia por parte de los ‘indígenas’, cuando cada vez parece más dudoso que existiesen directrices políticas que tratasen conscientemente de ‘romanizar’ a las sociedades provinciales desde la metrópoli del Imperio (por ej. G. Woolf, 1998: 20-22), porque ni la ‘romanización’ puede entenderse como un movimiento ‘civilizador’, ni la resistencia como un movimiento de ‘liberación nacional’ frente al invasor (P. van Dommelen, 2007)18. Las dificultades que encontramos, por ejemplo, para encuadrar dentro de la categoría ‘indígena’ o ‘romano’ a poblaciones asentadas desde época orientalizante en la Península Ibérica, que de alguna manera podrían ser ya consideradas ‘nativas’ a principios del s. II a. C. desaparecerían si abandonásemos la necesidad de traducir la realidad del mundo antiguo a oposiciones binarias de carácter colonial, que en el fondo son una transposición de la oposición entre los conceptos de yo/el otro. (M. Rowlands, 1998a: 328, P. Van Dommelen 2001a: 72; P. Van Dommelen, 2001b: 124). Para la desesperación de algunos autores inmersos en un intento de ‘cuantificar’ el grado de ‘romanización’, en algunos contextos es prácticamente imposible distinguir en el registro arqueológico a un inmigrante itálico de un ‘indíge18 Algunos autores han emprendido la tarea de enumerar aquellos elementos en los que supuestamente se puede percibir la resistencia –armada o cultural– por parte de los ‘indígenas’ a ser ‘romanizados’. Ver, por ejemplo, L. A. Curchin, (1991: 178-192).

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na aculturado’ (por ej. R. MacMullen, 1984: 60-61). El resultado del encuentro colonial es una cultura especialmente híbrida, en la que, tan difícil es hallar formas de consumir objetos inequívocamente romanas, como estrictamente indígenas. En ambos casos nos encontramos más bien ante la génesis de elementos ‘criollos’ o la reformulación de objetos e instituciones que podrían aparecer como ‘tradicionales’ en un momento dado. Sólo en este marco de reformulación de significados cobra sentido la elección consciente de alternativas a las casas de planta ‘itálica’, suelos de mosaico, nombres romanos, vajilla importada de Italia en favor de objetos inscritos con el sello de ‘lo tradicional’ como una sutil forma de afirmación más o menos consciente de ‘modos de hacer’ locales frente al ‘otro’ cultural que significa Roma (M. Bendala, 1991b; M. Bendala, 2002a: 83; S. Keay, 1996: 57; S. Keay, 2001b: 131; M. Rowlands, 1999: 331, 336; P. Van Dommelen 2001a: 71). 4.

‘ROMANIZACIÓN’ COMO CAMBIO SOCIAL

Una alternativa al análisis de la ‘romanización’ desde el particularismo histórico o la teoría de la aculturación es su estudio como un proceso de ‘cambio social’. Después de la segunda Guerra Mundial, los estudios comparativos sobre el cambio social tomaron un nuevo empuje, tras una etapa en la que la interpretación predominante había estado anclada en la línea del darwinismo social y en el estudio de la lucha competitiva en el terreno económico (R. Bendix, 1967: 67). Los defensores de la corriente evolucionista, basándose en una aproximación de carácter ‘clasificatorio’ y en la idea de progreso, entendían que las sociedades menos evolucionadas atravesarían, tras cada crisis provocada por el cambio social, una serie de estadios por los que ya habían pasado los más avanzados. La sucesión de esta serie de etapas también era descrita por medio del uso de sinónimos como ‘desarrollo’ o ‘modernización’, en los modelos propuestos por autores como H. Spencer, E. Durkheim o M. Weber. Relacionados con este tipo de análisis se encuentran aquellos pensadores que comparan las sociedades con sistemas naturales. El peligro de este tipo de aproximaciones, es, según R. Bendix, su tendencia a convertir en actores históricos a una serie de entes abstractos de carácter analítico (como se observa, por ejemplo, en la teoría de sistemas), que se mantienen inmutables o cambian para sobrevivir como tales. Otro de los problemas más evidentes de esta clase de modelos es que,

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aparentemente, a lo largo de la historia el cambio social no siempre ha desembocado en unidades sociales simples transformadas en otras más complejas (P. Burke, 1987: 106). A veces, incluso, como en el caso de la expansión romana por el Mediterráneo, la cultura ‘responsable del cambio’, sufrió también como consecuencia un aumento de su propia complejidad (G. Woolf, 1997: 345). Pero, en cualquier caso, el cambio social no es unilineal sino que existen varias opciones como resultado, aunque su número es limitado. Los parámetros culturales y estructurales combinados con el resultado de múltiples acciones e interacciones a nivel individual definen los límites de aquello que es posible en cada momento histórico (K. Kristiansen, 1998: 264). El otro gran modelo de cambio social es el marxista, al que han contribuido a lo largo del tiempo autores como F. Engels, V. I. Lenin, G. Lukács o A. Gramsci. En este caso son las contradicciones internas derivadas de los distintos modos de producción las que provocan la revolución y el cambio. Según este esquema, la evolución no siempre se produce en un sentido ascendente de complejidad o desarrollo y el cambio puede seguir una trayectoria de carácter multilineal, sin embargo, es ciertamente difícil aplicar el modelo marxista al mundo antiguo, donde aún no se ha producido el desarrollo de la conciencia de clases de los regímenes industriales, que es uno de los motores que permiten explicar el cambio (P. Burke, 1987: 117). Se han formulado otras críticas sobre los presupuestos del marxismo estructuralista y las aproximaciones materialistas al cambio social, como su carácter abstracto, que impide comprender las diferencias inherentes al contexto histórico. Algunos antropólogos marxistas como E. R. Wolf han contribuido a la reformulación del modelo, añadiendo que en los estudios de tipo estructuralista se está eludiendo el análisis de los acontecimientos históricos desde el punto de vista del sujeto individual que fue protagonista de ellos (E. R. Wolf, 1982: 3-23; M. Rowlands, K. Kristiansen, 1998: 9). En cualquier caso, las condiciones socio-políticas no pueden ‘separarse’ artificialmente de las condiciones materiales de la existencia, porque ambas son igualmente ‘materiales’ y los procesos ideológicos, políticos y económicos están relacionados unos con otros de manera dialéctica (M. Rowlands, J. Gledhill, 1998: 42). Desde el punto de vista de la investigación sobre la ‘romanización’, lo importante sería, no tanto la adopción de la cultura material romana, sino el grado en que dicha adopción va acompañada de cambio social y de una alteración en los significados asociados a los símbolos culturales (S. Clarke, 1996, A. Fuentes, 1992: 589-591). Pero a la hora de estudiar

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los cambios en distintas estructuras sociales y en sus componentes, en la administración, en la legislación, en los patrones de asentamiento, o en la religión, se presenta de nuevo el problema de cuantificar el cambio, de averiguar cuánto permanece del momento precedente, si se ha producido algún fenómeno de sincretismo o si el cambio social responde en un momento dado a movimientos sociales a ‘gran escala’ como los que se produjeron en la koiné helenística del mundo mediterráneo en la que las distintas sociedades interaccionaron en los momentos previos a la conquista romana y que provocaron que al menos parte de la cultura material romana sea difícilmente distinguible de la que se producía en otras regiones de ese gran circuito cultural del que Iberia formó parte (M. Bendala, 1981: 34-36; M. Bendala, 1987c: 576-577; S. Keay, 2001b: 129; R. Reece, 1990: 32). Además, en el caso de la Ulterior, como en el de otras provincias romanas conquistadas en un momento temprano de la tardía república, como Cerdeña, se produce la paradoja de que los cambios ‘más importantes’ (reestructuración administrativa, del sistema viario, fundación de colonias, ‘monumentalización’ urbana, implantación del hábito epigráfico) tuvieron lugar en torno al cambio de era, es decir, más de doscientos años después del inicio de la segunda Guerra Púnica, lo que permite sugerir que, hasta cierto punto, el impacto de la cultura romana en los primeros momentos sirvió para reforzar, fundamentalmente, la economía de bienes de prestigio de época ibérica, en un contexto en el que las élites indígenas decidieron adoptar determinados elementos, como por ejemplo la acuñación de monedas –con notables diferencias entre la Ulterior y la Citerior–, pero rechazar otros (S. Keay, 1992; S. Keay, 1997: 31, 36; P. van Dommelen, 2001b: 138; M. P. García-Bellido, 1998). Una de las propuestas más aceptadas para explicar la ‘romanización’ a través del cambio social –que cuenta también con algunos precedentes en las fuentes de época clásica– es aquella que hace hincapié en el cambio de las élites nativas para adaptarse a la nueva situación generada tras la conquista y la imitación del comportamiento de estas últimas por las clases populares19. El poder de las élites locales, en las que se apoyaría la nueva administración romana, vendría reforzado por su identificación con la autoridad de la propia Roma, lo que a su vez aumentaría el deseo de estas élites de utilizar símbolos de romanitas a tra19 Según Tácito (Agr. 21.1), por ejemplo, los Britones adoptaron la toga por honoris aemulatio, por la ambición de promocionarse. También Plutarco (Sert. 14.2f) nos habla sobre el deseo de las aristocracias locales de que sus hijos fueran educados ‘a la manera romana’ porque así se convertirían en hombres con los que los conquistadores podrían compartir la administración y la autoridad.

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vés de la emulación de la cultura material romana. (M. Millett, 1990a: 1-8; M. Millett, 1990b: 37). De esta manera, a la asimilación política de las élites correspondió lo que se podría denominar una asimilación cultural (A. Brunt, 1976: 169). En el modelo interpretativo de M. Millett los grupos indígenas no son meros receptores pasivos de la cultura romana, sino que emplean determinados aspectos de la misma con el objetivo de afirmar su estatus social y obtener o retener poder dentro de la sociedad nativa (M. Millett, 1990a: 212). Sin embargo, de alguna manera, en la aproximación al problema de este autor, el papel que tradicionalmente se otorgaba a Roma ha sido concedido a las élites indígenas. Se ha sustituido la idea de que los pueblos prerromanos llegaron a ser romanos por el deseo de imitar los rasgos de una civilización superior, por otro en el que la ‘romanidad’ es un mero símbolo de estatus, y en el que las ‘clases bajas’ imitan a sus elites. Algunos autores, como P. W. M. Freeman (1993: 441, 444) y especialmente D. J. Mattingly (1997b, 2004: 6) han cuestionado este esquema de aculturación ‘descendente’ desde las élites a las clases populares. El estudio detallado del uso de la cultura material en varias provincias, y por diferentes sectores de la sociedad, sugeriría la existencia de distintos sistemas de valores, más que un simple modelo de comportamiento imitativo. Los diferentes grupos sociales del mundo romano no siempre utilizaron la cultura material siguiendo este patrón de emulación de los poderosos sino que en determinados casos lo que se observa es más bien la reformulación del significado de algunos objetos e instituciones siguiendo patrones culturales propios (N. J. Cooper, 1996: 95; S. Keay, 1998c: 82), aunque de una manera más o menos sutil esa ‘apropiación’ de los símbolos del discurso dominante del colonizador, contribuya, en parte, a su afirmación (M. Rowlands, 1995: 41). J. Webster ha propuesto un contra-modelo, al sugerir que la ‘romanización’ fue producida de ‘abajo a arriba’ en la escala social, y no porque los ‘signos de romanidad’ se fuesen ‘filtrando’ dentro del grupo desde las clases altas a los grupos populares, adaptando la noción de ‘criollización’ empleada en lingüística para describir el dialecto construido a partir de la confluencia de dos lenguas en un proceso de adaptación multicultural. Este concepto ha sido utilizado hasta el momento sobre todo en estudios sobre arqueología histórica en América y el Caribe, en los que se ha intentado demostrar la existencia en los grupos desfavorecidos de una tendencia a mantener ciertas creencias, tradiciones y lenguas, mientras que, de manera simultánea y frecuentemente estratégica, se adaptan determinados aspectos de la cultura material

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dominante (J. Webster, 2001: 211-212). El resultado es una cultura especialmente ambigua, imbuida de diferentes significados en distintos contextos y generada por actores sociales que exhiben un alto grado de control de dos tradiciones culturales que pueden ser utilizadas en mayor o menor medida dependiendo de la situación (J. Webster, 2001: 18). De alguna forma, sin embargo, el recurso a la teoría de la ‘criollización’ supone recuperar ciertos problemas que tienen que ver con la visión ‘esencialista’ de la cultura desechada junto con las teorías sobre la ‘aculturación’, pues son dos sistemas culturales ‘puros’ los que parecen generar una cultura ‘criolla’ (P. Van Dommelen, 1998: 31). En cualquier caso, las élites no fueron los únicos ‘mediadores’ entre la ‘cultura romana’ y las ‘culturas provinciales’, sino que a lo largo de los siglos de conquista se produjeron contactos continuados con grupos de población como los mercatores o soldados y a través de la convivencia en los mismos núcleos de población. Es decir, la población prerromana (tanto los grupos privilegiados como aquellos desprovistos de poder) estuvo expuesta simultáneamente a parámetros culturales de cultura de élite y cultura popular, dentro de sociedades ‘receptoras’ donde los símbolos de status podían o no coincidir en todos los casos con aquellos empleados por las élites romanas. En general, los arqueólogos prestamos demasiada atención a los objetos de lujo romano, cuando parece innegable que determinados grupos nativos de distintas regiones del Imperio encontraron diferentes maneras de expresar estatus y poder sin recurrir siempre a dichos objetos (M. Bendala, 2006; S. Clarke, 1996: 83). La ‘cultura material del éxito’ depende de elementos subjetivos muy relacionados con el contexto, en el que además, se entrelaza con representaciones del mismo no-materiales, como palabras o acciones: por ejemplo la manera en la que se ‘desenvuelve’ la gente que triunfa, las palabras que emplea o el tipo de acciones que emprende. A todo ello se une, además, que suelen existir ciertas diferencias entre los ideales que la gente reclama tener y la manera de ‘objetivarlos’ o representarlos en la vida real a través de sus palabras, sus actos o los objetos que utiliza (M. Rowlands, 1994b: 148), lo que matiza sin duda la manera de interpretar los restos de objetos ‘de lujo’ romano que se pueden encontrar en diferentes contextos ‘indígenas’. Hay que tener en cuenta que en distintas esferas de la sociedad hay diferentes símbolos del éxito, dependiendo del estatus social o el género (el éxito de un esclavo no es el mismo que el del dueño de una villa, o el de un ciudadano que el de una matrona romana), sino que distintos individuos tendrán diver-

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sas expectativas que serán representadas simbólicamente de diferente forma. Esto explica por qué en casos como el romano, o en el de la utilización de objetos occidentales en Camerún, «objetos que pueden ser vendidos o interpretados como afirmaciones de emulación de un estatus especial en un contexto sean considerados como emblemas de categorías locales de éxito en otras»20 (M. Rowlands, 1994b: 149). En determinados momentos y sociedades, la posesión de ‘ciertos conocimientos’ sobre el estilo de la cultura material de otros grupos puede ser considerado un elemento de estatus, sin que de ello se derive un deseo de ‘asimilación’ en dicha cultura. El recurso a determinados elementos de la cultura griega fue una manera de simbolizar el éxito también en Roma, aunque su utilización siempre fue reformulada según una lógica más romana que griega (E. Rawson, 1998; A. Jiménez Díez, 2000). Las ‘políticas del éxito’, en fin, tienen mucho que ver en un contexto colonial con las ‘políticas de exclusión’ de los nativos, de los extranjeros, de los no-ciudadanos, de los esclavos o de las mujeres. Cuando hablamos de la ‘imitación’ por parte de las élites indígenas de la cultura romana, ¿a qué se les permite parecerse y a qué no? ¿A quién están intentando no parecerse? ¿Qué se les prohíbe tener y qué no desean tener (ciudadanía, escritura, religión)? ¿Qué les hace diferentes del resto y cuáles son las bases de su inferioridad?21, son preguntas que aún esperan ser respondidas por un estudio de síntesis sobre el mundo romano-provincial. Sería posible argumentar, por tanto, que las importaciones o las imitaciones de objetos de aspecto romano podrían explicarse mejor en algunos casos como símbolo de status dentro de las sociedades nativas que como emblema de ‘romanización’. Pero incluso aunque admitiésemos que las élites adoptaron la cultura material romana en su deseo de imitar a los colonizadores, habría que preguntarse por qué la imitación de las élites romanas cobró sentido en un momento tan específico como el cambio de era y no en momentos inmediatamente posteriores a la conquista (G. Woolf, 1995: 10-11), o hasta qué punto, incluso en esta época, estos individuos fueron considerados o se consideraron a sí mismos romanos. A lo que siguen cuestiones como a qué podemos llamar ‘romano’ en el mundo provincial o qué fue ‘ser ibérico’ en el mismo contexto. Parece claro, llegado 20 Para la relación entre las estrategias culturales de ‘construcción del yo’ a través del consumo de cultura material ver, por ejemplo, las distintas contribuciones de antropólogos, sociólogos e historiadores recogidas en J. Friedman (ed.) (1994): Consumption and identity, Chur, Switzerland. 21 Prof. M. Rowlands (Department of Anthropology, University College London), com. personal, Londres, 3 de noviembre de 2003.

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a este punto, que la ‘romanización’ no puede explicarse recurriendo únicamente a aspectos administrativos o de estatus legal y económico (J. C. Barrett, 1997: 60). La ‘romanización’ supuso también la concatenación de un complejo conjunto de fenómenos producidos de manera coetánea en distintas regiones del Mediterráneo, concretados en «el proceso por el cual sus habitantes llegaron a ser», o quizás sería mejor decir llegaron «a entenderse a sí mismos como romanos»22 (G. Woolf, 1998: 7). Ésta es la perspectiva que han empleado una serie de estudios recientes que han abierto una nueva vía para entender los procesos de renegociación de la identidad que se produjeron como consecuencia de la expansión romana por el Mediterráneo (M. Bendala, 2002b: 142; G. Woolf, 1998; S. Jones, 1997: 129 - 135; D. Mattingly, 2004; J. C. Barrett, 1994; A. González - Ruibal, 2003; A. González-Ruibal, 20062007; P. S. Wells, 2001; F. J. García Fernández, e. p.23; A. Jiménez Díez, 2002). El problema de la identidad étnica y su expresión a través de la cultura material será tratado con detalle en el siguiente capítulo, y sus implicaciones respecto al problema de la ‘romanización’ son múltiples e importantes, pero baste por ahora decir que, como reconocen varios de los autores citados, la superposición de identidades que tuvo lugar tras la conquista romana, o la búsqueda de nuevas seguridades ontológicas, como dirían J. C. Barrett o A. González-Ruibal, no pueden por sí mismas explicar todo el proceso, sino que deben inscribirse en un marco más amplio, en mi opinión, el del cambio social producido en el contexto de relaciones de tipo colonial. Es posible que, incluso, el título de uno de los libros más relevantes publicados hasta el momento sobre la ‘romanización’, Becoming Roman de G. Woolf, presente una cierta contradicción intrínseca, porque ese ‘llegar a ser’ o ‘convertirse en romano’ no es un proceso que se inicie con la conquista y que culmine con éxito en época Imperial, tras una etapa formativa. El proceso de ‘llegar a ser’ es continuo, porque está relacionado con la construcción en permanente renegociación de la propia identidad y la de los grupos humanos a los que pertenecemos. 5.

CONCLUSIÓN

Las narraciones grecolatinas sobre los pueblos conquistados, los relatos geográficos y etnográficos sobre las regiones incorporadas al Imperio, pueden 22 La cursiva es mía. W. V. Harris (1971): Rome in Etruria and Umbria, Oxford, p. 147 (citado en G. Woolf, 1998: 7). 23 Agradezco al autor haberme permitido consultar este trabajo en prensa.

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inscribirse en el marco de todo un conjunto de textos construidos en contextos coloniales –con las diferencias y particularidades propias debidas al contexto histórico–, que utilizan la figura retórica del ‘otro’ en la elaboración del concepto que el grupo tiene de sí mismo como paradigma de la civilización, de humanitas en el caso latino. Una vez justificada la conquista, por el bien que supone para los pueblos conquistados pasar a formar parte de una ‘cultura superior’, se atiende a la necesidad de integrar a ese ‘otro’ en la lógica cultural propia: convertir al ‘otro’ en ‘yo’ a través de los elementos que me definen como ‘yo mismo’. Roma ‘funda’ ciudades ‘a su propia imagen’, construye vías, acueductos, teatros, expande el derecho y difunde la ‘paz’ hasta que algunos de sus sometidos ‘olvidan’ por completo su lengua, deciden vestir con togas y ‘llegan a ser romanos’, como decía Estrabón refiriéndose a los habitantes de la Turdetania. El supuesto deseo de llegar a ser romano tiene mucho que ver con la definición de la ‘inferioridad’ dentro de una escala de valores que acaba siendo compartida tanto por los ‘dominadores’ como por los ‘dominados’ y experimentada a través de los ‘rituales’ de la vida cotidiana que contribuyen a estructurar y reproducir la sociedad, como han explicado A. Giddens (1984) o P. Bourdieu (1972): los espacios de la casa que puedes frecuentar, el asiento que puedes ocupar en el teatro, la ropa que se te permite vestir, las acciones legales que puedes emprender, la comida que consumes, o con quién puedes contraer matrimonio, por ejemplo, en el caso concreto del mundo romano, contribuyen a generar la misma episteme, las mismas aspiraciones o el mismo sentido de futuros factibles (M. Rowlands, 1995: 38). Según S. Weber, aquellos que están en posición de definir una escala de valores forman grupos de estatus privilegiados, pero la cuestión de por qué y cómo obedece la gente y por qué parecen actuar en connivencia o aceptar su propia posición de inferioridad, opresión o explotación ‘inconscientemente’ o de manera más o menos instrumental, ha preocupado a numerosos autores –L. Althusser, P. Bourdieu, M. Foucault o J. Lacan– y dista de ser sencilla (M. Rowlands, 1989: 30). Parece bastante posible que se deba a cierta comunión entre valores percibidos de manera positiva tanto en el mundo latino como en la sociedad contemporánea, los que nos han permitido situar con tanta naturalidad al imperio romano dentro del grupo de sociedades ‘complejas’ que tendría al mundo occidental en su cúspide. Nos es fácil entender el razonamiento de los autores clásicos sobre la ‘romanización’, porque Roma forma parte de nuestras propias narraciones sobre los orígenes, sobre nuestra

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propia manera de explicarnos quiénes somos y de dónde venimos. El tipo de sociedad romana que hemos adoptado como modelo, coincide con una imagen muy concreta, que puede encontrarse en las fuentes textuales difundida fundamentalmente en época augustea. Sin embargo, la cultura material es un elemento tan poderoso para construir y transmitir identidades como otros medios retóricos –el discurso hablado o escrito, por ejemplo–, como han demostrado distintos estudios sobre la difusión a través de la iconografía de los valores imperiales. Sin embargo, la no utilización de distintos signos es también, sin duda, parte de un mensaje y esos discursos coetáneos, paralelos y más o menos ocultos, no presentes en los espacios de representación pública construidos ‘a espejo’ de Roma –según nos cuentan los propios autores antiguos–, son los que, posiblemente, no hemos logrado comprender, al intentar interpretar los restos arqueológicos a partir de un discurso sobre la civilización y la barbarie heredado de las fuentes grecolatinas. A todo ello se une el hecho de que las guerras de conquista –la ‘guerra ancestral’ que dio origen al Imperio– se convirtieron en una especie de mito fundacional para los propios vencedores (G. Woolf 1996b: 377). Las fuentes escritas recurren a una fórmula característicamente grecolatina de contar el pasado, en una narración de carácter lineal que permite enlazar determinados episodios presentes en la Ilíada con la Eneida, en la que, por supuesto, se da cuenta del pasado romano, no del de los pueblos nativos. La conquista de los ‘bárbaros’ supuso también, en ciertos ámbitos, la derrota de su pasado. Como ha señalado G. Woolf (1996b, 2001b: 179), es significativo que la ‘Historia’ de algunas provincias como la Galia comience con la conquista. Los autores galo-romanos describen su pasado ya en términos puramente romanos, y, a menudo, basándose en sus propias lecturas de los autores clásicos latinos. Quizá no tan irónicamente como podría pensarse, las tradiciones pre-romanas parecen haber sido tan deliberadamente olvidadas en el oeste como son recordadas en los textos escritos del este del Imperio. En la Galia, no se creó una literatura vernácula, ni las monedas conservaron imágenes de fundadores, festivales o monumentos previos a la llegada de Roma (G. Woolf, 1996b: 361). Las gentes conquistadas son integradas en la cosmogonía latina, en la que se entrelazan topoi como la pax augustea y la unidad que ha otorgado Roma a la miríada de pueblos que habitan en el Imperio. Si bien todo ello es cierto, quizá ni en Hispania ni en la Galia se conservaron narraciones escritas del pasado pre-romano porque ésta no era la manera de transmitirlo antes de la llegada de Roma, al contra-

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rio de lo que sucedía en Grecia24. No sabemos hasta qué punto monumentos como los hallados en Pozo Moro, El Pajarillo de Huelma o Porcuna pudieron servir para transmitir acontecimientos importantes para la comunidad o elaboraciones simbólicas sobre el pasado a las generaciones venideras (M. Bendala, 2006), lo que sí es indudable, y especialmente palpable en contextos relacionados con los ancestros como pueden ser las necrópolis, es que en ningún caso los ‘descendientes’ de los pueblos pre-romanos olvidaron ciertos aspectos que debían percibirse como tradicionales, ni renunciaron a su propia re-elaboración de lo que ellos debían entender como su pasado, evidentemente sin recurrir a fórmulas romanas (M. Bendala, 1976; M. Bendala, 2002a)25. La idea de que los conquistadores tienen ‘Historia’ mientras que los pueblos conquistados sólo poseen ‘tradiciones’, ‘costumbres’ o ‘folklore’ fue especialmente recurrente en narrativas coloniales del siglo XIX y posteriores (M. Rowlands, 1994a: 137), que de alguna manera, mediatizadas por la idea de que las fuentes son capaces de generar ‘verdad’ histórica, de transmitir los hechos en primera persona, han condicionado nuestra manera de interpretar la ‘disolución’ del pasado prerromano para los propios nativos por la aparición de una manera romana de registrar hechos pretéritos. Lo cierto es que la mayoría de los componentes de la ‘cultura imperial’ romana (incluyendo narrativas sobre los orígenes y el destino de Roma, como la Eneida y un conjunto de iconografías, instituciones y tipos arquitectónicos) se desarrollaron, de hecho, en un período formativo relativamente breve que precedió al colapso de la República, precisamente cuando la expansión militar era más rápida, la confrontación con el helenismo era más intensa y se estaba produciendo una transformación de gran magnitud en el orden político (G. Woolf, 1996b; S. Keay, 1998c: 81). No es asombroso, por lo tanto, como afirma G. Woolf, que las percepciones romanas de su presente y su posición futura en el mundo fuesen transformadas en esta etapa, resultando en nuevas nociones sobre la conquista del mundo, nuevas maneras de percibir la geografía y una nueva concepción (territorial) del imperium Romanum (G. Woolf, 1996b: 370). 24 En el caso de algunos pueblos, como los turdetanos, «los tenidos por más cultos de entre los iberos», Estrabón nos dice que «de sus antiguos recuerdos tienen también crónicas históricas, poemas y leyes versificadas de seis mil años» (Estrabón, III, 1, 6), muy probablemente transmitidas de forma mayoritaria por tradición oral, si tenemos en cuenta lo conocido hasta el momento sobre epigrafía ibérica, o quizá registrados en algún tipo de soporte que no ha llegado hasta nosotros. 25 Sobre la importancia de estudiar el olvido para entender procesos de recreación de la memoria, ver una puesta al día del estado de la cuestión en P. Connerton (2006: 319-322).

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Lo que sí es sorprendente, de acuerdo con la visión tradicional del proceso de ‘romanización’, es que algunas provincias, como la Ulterior, tardasen doscientos años o más en ser definitivamente ‘romanizadas’. En mi opinión, se produjeron cambios importantes en momentos inmediatamente posteriores a las guerras de conquista, aunque, como han señalado numerosos autores, no en la dirección que ‘habría cabido esperar’: la mímesis con la cultura del colonizador. Así entendida, la ‘romanización’ podría definirse fundamentalmente como un cambio social, producido, entre otras causas, como consecuencia de un encuentro de tipo colonial. El fenómeno de la colonización, sustentado en un primer momento en un traslado limitado de población desde la Península Itálica, tuvo consecuencias localizadas, especialmente a escala de la ciudad, con notables variantes. El cambio de identidad que se produjo en los primeros momentos debió de ser mucho más complejo de lo que se suele aceptar y suponer, implicando, no únicamente una modificación de la manera que tenían los habitantes de la Península de percibirse a sí mismos, sino también una reelaboración de lo que suponía la ‘romanidad’ para los propios colonizadores. En el ‘diálogo’ establecido a través de la convivencia con los grupos nativos, es posible que se acentuasen ciertos rasgos que enfatizasen el origen romano de algunos de los inmigrantes, mientras que en la Península Itálica otros serían los ‘marcadores’ étnicos más representativos por oposición a la ciudad de Roma. Sin embargo, a veces, se ha podido constatar la ‘importación’ de características ‘regionales’ como por ejemplo determinados giros dialectales del latín y quizá algunos rituales funerarios, que en necrópolis como las de Baelo Claudia, con el paso del tiempo, llegaron a configurar un caso muy notable de hibridismo con tradiciones culturales de la ciudad receptora. Se dice, también, que Sertorio empleó como recurso político su origen sabino y no sólo una simple ‘identidad romana’ (M. J. Pena, 1990-1991: 400). Mientras, en determinados asentamientos ocupados durante siglos antes de la llegada de las tropas romanas, se produce no sólo una reelaboración de lo que significa ‘ser romano’ dentro de la ciudad, sino que se re-crea el pasado ibérico, aquellos elementos ‘tradicionales’ asociados a la cultura material utilizada en la región durante siglos. No se trata de una copia del pasado, sino más bien del recurso a determinados ‘objetos’ –y muy posiblemente también instituciones y rituales– de ‘corte arcaizante’, como tendremos ocasión de recordar en el estudio que sigue sobre las necrópolis de Colonia Patricia, Castulo y Baelo Claudia. Es interesante recordar que en el

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África contemporánea, algunas ‘instituciones’ de carácter intemporal, como el parentesco con la divinidad, el tribalismo o el fetichismo fueron creados o sufrieron una transformación en su significado a través del dominio colonial en el siglo XIX. Por lo tanto, irónicamente, fue la colonización de potencias extranjeras como Gran Bretaña, las que provocaron la aparición de ciertos componentes de la tradición africana, que fueron continuamente citados por parte de los colonizadores como los principales impedimentos para que los pueblos africanos pudieran ‘modernizar’ por completo sus sociedades (M. Rowlands, 1994a: 137). Pasadas una o dos generaciones tras la conquista del sur de la Península Ibérica, sería difícil establecer distinciones nítidas entre los recién llegados de Italia, aquellos descendientes de inmigrantes itálicos, o los hijos de matrimonios mixtos, los hibridae de los que nos hablan las fuentes. Y lo más probable es que en cada núcleo urbano se produjera una mezcla de población característica del lugar y la recreación de distintas identidades por parte de los diferentes grupos asentados en cada ciudad (M. Bendala, 2002b: 142). Todo ello daría lugar a la aparición de diferentes clases de hibridismos, como se ha puesto de manifiesto en variados casos de colonialismo y, sobre todo, a la superposición de distintos tipos de lealtades –al grupo familiar, a los ancestros, a la ciudad, a Roma, a la provincia– en cada individuo, que serían percibidas con diferente intensidad a lo largo de la vida, dependiendo del contexto y, sobre todo, del ‘interlocutor’, del ‘otro’ frente al cual determinados aspectos de la identidad se hacen más presentes. Es ciertamente difícil estudiar los sentimientos de ‘etnicidad’ –como veremos en las páginas que siguen– a través los objetos presentes en los yacimientos arqueológicos, porque la identidad depende de un sentimiento de auto-adscripción a un grupo, aunque dicha conciencia no sólo existió en el mundo antiguo, sino que fue simbolizada y expresada también a través de la cultura material. El problema es conocer qué tipos de elementos sirvieron como marcador étnico en cada momento y lugar, aunque no podamos dudar de su existencia. Gracias a las fuentes textuales, es posible entrever determinados aspectos que confluyeron en época tardorrepublicana y altoimperial en la creación de una identidad romana por oposición ‘al bárbaro’ y, en parte, al ‘helenismo’. Sin embargo, desconocemos prácticamente todo del equivalente ‘nativo’ previo al afianzamiento, en época augustea, de la retórica romana al respecto, lo cual no implica, evidentemente, la supresión del resto de discursos, ni la anulación del conjunto de identidades que convivían en cada

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ciudad. Debemos tener en cuenta, además, que –como se verá con mayor extensión posteriormente–, la identidad étnica es solamente una más de las formas de identidad social que se superponen en cada individuo, y que ciertos símbolos pueden estar mediatizados por otro tipo de identidades, como el género, el grupo de edad o el estatus económico. En cualquier caso la cultura material juega un papel fundamental a la hora de simbolizar la pertenencia a un colectivo y este tipo de manifestaciones son especialmente importantes cuando se relacionan con el mundo de los ancestros –por ejemplo en las necrópolis– por la importancia que tienen los mitos sobre los orígenes para la conformación de la identidad de un grupo (M. Bendala, 2002b: 142). Si el cambio como consecuencia de un encuentro de tipo colonial y de la modificación de las relaciones de poder dentro de la sociedad se produjo desde los primeros momentos, ¿cómo debemos interpretar la aparente invisibilidad de la cultura romana durante los doscientos años de convivencia inicial entre los colonos y los nativos del sur de la Península Ibérica? Que las diferencias entre la cultura material romana y otros conjuntos pertenecientes a una amplia koiné cultural, en la que se puede incluir a la Ulterior, no sean especialmente llamativas, no significa que no se produjesen cambios previos, o que no hubiese una reformulación de las identidades como consecuencia del contacto colonial en momentos precedentes, sino que, lo que nosotros hemos entendido como ‘romanización’ –que curiosamente, responde, en parte, a ciertos parámetros que aparecen a veces definidos en los propios textos grecolatinos: leyes, ciudades, escritura, calzadas, latín, epigrafía, etc.–, no se produce a escala ‘imperial’ hasta aproximadamente el cambio de era, cuando se genera un sistema de control de los territorios conquistados diferente del que había existido hasta ese momento. No es sólo que no existiese un ‘set’ de ‘símbolos culturales romanos estandarizados’ que los ‘indígenas’ pudiesen adoptar fácilmente26 (S. Keay, 2001b: 131; S. Keay, 1997), o que nosotros podamos reconocer de forma clara a través de los restos arqueológicos, sino que, aceptando que sin duda la cultura material fue empleada para simbolizar identidad como en cualquier otro período, simplemente estamos buscando ‘señales’ que no podemos encontrar. Como en otros contextos coloniales, nos encontramos con un complejo panorama que no se ajusta 26 Hay que tener en cuenta por ejemplo que, precisamente en época helenística, el consumo de determinados objetos griegos (especialmente aquellos relacionados con las ‘artes’) fue un símbolo de estatus ‘característicamente romano’ (E. Gruen, 1992: 131-182).

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bien ni a un modelo de sociedad multiétnica donde se ha producido un fenómeno de asimilación y fusión completa de las dos culturas en contacto, ni a un patrón de estricta diferenciación de los grupos étnicos a través de la cultura material. Nos enfrentamos más bien a la superposición de discursos y distintas formas de expresar ‘quién se es’ mediante el consumo de objetos en los que la relación con el estatus, el género o la ciudad de origen se entrecruza con las supuestas distinciones entre ‘colonizador’ y ‘nativo’ (M. Rowlands, 1999: 340). Uno de los aspectos más interesantes del denominado fenómeno de la ‘romanización’ en Hispania es que demuestra la gran variedad de reflejos que puede producir en la cultura material el cambio social, el contraste entre el primer momento, en el que somos testigos de una guerra de conquista y un cambio en la relación de fuerzas, y un segundo período de cambio a escala ‘imperial’ que coincide, de alguna manera, con otra modificación en las relaciones de poder, ahora de carácter centralizado en manos del emperador. Creo, como ha defendido G. Woolf (1997: 341, 1998: 242), que la ‘romanización’ puede entenderse como la creación de un nuevo ‘sistema estructurado de diferencias’, diferencias que a la vez se sustentaban y eran producto de la expansión del poder romano como consecuencia de la colonización, un sistema necesariamente híbrido, con innumerables matices dependiendo, entre otras variables, de la región, la posición social, la edad o el género, pero que no tuvo como resultado la subyugación de una cultura por otra sino que, como hemos visto, dio lugar a un fenómeno mucho más complejo. Quizá estoy menos de acuerdo con la idea de que los ejemplos más destacados de ‘romanización’ deban buscarse en las nuevas aristocracias provinciales, cuyos contactos con los romanos serían «los más intensos y los más frecuentes» (G. Woolf, 1998: 104-105), sino que, en mi opinión, debemos tener en mente un fenómeno de distribución del poder o de estructuración de las diferencias similar a una malla que recorre todo el tejido social, de la forma expresada por M. Foucault en sus textos, que permite entender mejor el diálogo que se establece entre la ciudad y sus necrópolis o entre los distintos enterramientos de un mismo núcleo habitado. Este nuevo ‘sistema estructurado de diferencias’ se concretaría en la paulatina integración de los habitantes del sur de Península –recién llegados o no– en un variado conjunto de roles y posiciones del orden social modificado por las guerras de conquista (G. Woolf, 1998: 105). Frente a la ‘romanización’ como unificación de las culturas nativas, G. Woolf (1998: 344) defiende que no se reemplazó la diversidad con

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la uniformidad, sino una diversidad generada a partir de elecciones locales por otra que acabaría siendo ordenada por el poder imperial. Si puede decirse que varias provincias cambiaron a la vez y de manera similar en torno al cambio de era, independientemente del momento en el que hubieran sido conquistadas, el cambio cultural que asociamos al nacimiento del Imperio y que se suele asimilar al ‘triunfo’ de la ‘romanización’, no puede ser explicado como una respuesta automática a la conquista o a la confrontación entre dos culturas. Posiblemente sea más acertado relacionar dicho cambio con una redefinición en conjunto de la cultura romana en época de Augusto (G. Woolf, 1998: 54), en el que las provincias reaccionan ya dentro de una lógica al menos parcialmente romana, de integración en el sistema que hace que la respuesta sea coetánea. El período formativo que se observa en diferentes elementos culturales en torno al cambio de era (epigrafía, arquitectura, organización cívica, cerámica, cultos) que coincide en el tiempo en diferentes regiones del Imperio, tendría más que ver, por tanto, con el nacimiento de la cultura imperial o con una «revolución cultural romana», como la han definido A. Wallace-Hadrill y G. Woolf, que con la ‘romanización’ en sí misma (Wallace-Hadrill, 2000; G. Woolf, 1998: 7), aunque no debe olvidarse que el proceso de la creación de una identidad imperial fue, en parte, el resultado de los procesos desencadenados tras doscientos años de expansión territorial. Se construye entonces una nueva identidad imperial que está basada, precisamente, en la creación de una imagen de Roma como cosmópolis, en una alegoría de la Urbs como compendio de todos los elementos comprendidos y sometidos en el imperio que fluyen hacia su centro (C. Edwards, G. Woolf, 2003). Es, simultáneamente, un período que coincide con un debate especialmente vivo sobre qué significa ser romano, en el que se reformulan los mitos colectivos sobre los orígenes del grupo (Eneas-Rómulo), en el que las referencias a las mores maiorum se articulan como elementos de justificación en los discursos políticos y en el que se modifica la manera de entender la ‘monumentalización’ tanto de los espacios colectivos como privados en el ‘mundo romano’ en general (G. Woolf, 1996a: 39; G. Woolf, 2001b; E. Gruen, 1992: 6 - 51, P. Zanker, 1987). No es que la expansión del dominio romano hubiese provocado simplemente la reproducción de la dinámica social de Roma en el resto del Imperio, sino que la propia integración de nuevos territorios y nuevas gentes desembocó en la creación de un ‘nuevo modelo’, una nueva manera de entender lo que significaba ser romano, inmersa en la fluidez de una miríada de intereses individuales y de

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grupo que se organizaban en torno a discursos más o menos oficiales y a las voces discordantes o ‘subalternas’ al sistema. Creo que no se debe deducir de todo esto que el concepto de ‘identidad romana’ se ha ampliado en el análisis arqueológico hasta un punto en el que deja de tener sentido emplear este término, sino que tenemos que conceder a la identidad romana al menos el mismo grado de complejidad que hoy suponemos a las distintas clases de identidad que conviven en el mundo contemporáneo, siendo, además, conscientes de que a partir de la conquista se produjo un cambio fundamental de interlocutor en la creación de identidades de los pueblos nativos, que dotó a la idea de ‘romanidad’, a través de este proceso, de nuevos sentidos. El conjunto de identidades que van tomando forma en época imperial en los distintos territorios conquistados sólo cobran sentido a escala ‘global’ por contraposición a otras identidades que conviven en el seno del Imperio. Son fórmulas distintas de identidad colectiva e individual que en períodos precedentes –tanto en Roma como en las provincias– porque incluyen un diálogo inédito con actores a una escala muy diferente a la de etapas anteriores. La difusión, en época augustea, de la idea de que Roma había llevado la ‘civilización’ a los distintos pueblos conquistados convivía con la sensación de que las guerras civiles eran un signo inequívoco de la decadencia de la cultura romana (R. F. Thomas, 1982: 133). Como hemos visto, ‘gracias a la paz augustea’, aquellos pueblos que antes hubiesen sido considerados bárbaros guerreros, pasan a ser denominados ‘grupos de bandidos o piratas’. El otro gran ‘mito’ forjado en época de Augusto, la unificación bajo la égida romana de los pueblos conquistados, enmascara el carácter marcadamente regional de la cultura del Imperio. Y así, paradójicamente según la visión más tradicional del proceso de ‘romanización’, podría decirse que una de las consecuencias de la implantación del sistema Imperial, fue el aumento de las diferencias regionales a lo largo de los siglos I y II d. C. Según S. Alcock, el nuevo orden político y social generado por el Imperio creó nuevas tensiones entre distintos tipos de lealtades (imperiales, regionales, locales) que condujeron a un aumento de la movilidad de las actitudes e identidades individuales (S. Alcock, 2001: 229). Para G. Woolf (1998: 247), la ‘relajación’ del modelo de cultura romana en los dos primeros siglos del Imperio se debe al hecho de que en este período la conformidad cultural era menos importante, precisamente porque las ansiedades sobre la pertenencia al mundo romano en la esfera provincial eran menos agudas. A mediados del s. I d. C., los discursos centrados en la civilización estaban anulando aquellos basados en la identidad romana o

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EL DEBATE CONTEMPORÁNEO SOBRE LA ‘ROMANIZACIÓN’...

italiana, sin que por ello pueda decirse que la identidad romana había dejado de construirse, o que la adopción de la identidad romana supusiera la supresión de otro tipo de identidades de carácter regional, local o familiar, que por otra parte, se reflejan en los textos, en la epigrafía y en la cultura material. Son un conjunto de identidades (romano de Hispania, romano hispano de la Baetica, romano hispano de la Bética nacido, por ejemplo, en Colonia Patricia, descendiente de la familia ‘X’, con todo lo que ello supone respecto a tradiciones y maneras de entender el pasado colectivo de la ciudad) que no son contradictorias sino que se superponen y que se siguen expresando a través de la cultura material, asociadas, como antes, a otro tipo de elementos como el estatus, el grupo de edad o el género27. Llegados a este punto, cabría preguntarse si tiene sentido seguir empleando el término ‘romanización’, cuya idoneidad para referirse a fenómenos culturales ha sido puesta en duda en numerosas ocasiones (M. Bendala, 2002b: 138; M. Bendala, 1981: 35; S. Keay, 2001b: 137; P. van Dommlen, 2000: 297). En mi opinión, el término ‘romanización’ ha quedado obsoleto y siempre que aparezca debería hacerlo entrecomillado, pues ni puede utilizarse para hablar de la imposición paulatina de la cultura romana en el momento posterior a la conquista, ni puede emplearse con propiedad para referirse a época imperial, porque el proceso de cambio como resultado del encuentro colonial habría empezado mucho antes y lo que se produce durante el principado de Augusto es la expansión de una cultura imperial que sólo es posible como consecuencia de los acontecimientos que habían tenido lugar en los siglos precedentes. Quizá sería más correcto hablar de un fenómeno colonial, en un primer momento, y de la creación de un imperio, asociado a un fenómeno de ‘expansión cultural’ paralelo en torno al cambio de era, con las particularidades obvias debidas al marco histórico a lo largo de todo el proceso. Restringir el término ‘romanización’ a época imperial o afirmar que los habitantes del Imperio llegaron a ser romanos en ese momento, en parte equivale a insinuar que la ‘verdadera’ identidad romana se forja en época augustea y negar la existencia de una 27 G. Woolf (1998: 240) considera, por el contrario, que en un momento indeterminado, aquello que había sido considerado un signo de ‘romanidad’ se convirtió en un signo de estatus social (rico/pobre) y de educación.

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identidad romana previa al Imperio, cuando esta última, simplemente, correspondía a otro tipo de componentes. El problema es que en una situación colonial se entremezclan cuestiones relacionadas con una rearticulación del poder en la sociedad con otras asociadas al estatus social, las prácticas sociales, la identidad étnica y la representación de todo ello a través de la cultura material de manera diferente en distintos contextos (hábitat-necrópolis / espacios públicosprivados). Todas ellas deben ser tenidas en cuenta a la hora de estudiar el posible significado de la cultura material en cada escenario concreto. Si bien es cierto que los textos adscritos a la corriente postcolonialista no han formulado una teoría que permita entender los mecanismos del cambio en los grupos humanos, sí pueden ayudarnos a entender cómo cambian en un contexto colonial, a percibir el complejo abanico de ‘lecturas’ y significados que pueden poseer los objetos para distintos grupos sociales (M. Bendala, 2002a: 81; S. Keay, 2001b: 123). Deja de tener sentido preguntarse, como ha argumentado S. Keay, hasta qué punto estaba romanizada Iberia tras la conquista, mientras que permanecen aún poco exploradas interrogantes relacionadas con la manera en la que interaccionaron las diferentes formas de entender y utilizar la ‘cultura romana’ en el mundo provincial (S. Keay, 2001b: 137). Si aceptamos que la sociedad se encuentra sometida a cambios continuos y que la identidad se forja a través de la continua reformulación de los sentimientos de auto-adscripción a un grupo, no sería tan necesario tratar de explicar el cambio –la ‘romanización’– sino lo que ‘aparentemente’ permanece (M. Rowlands, 1982: 172; G. Woolf, 2002:8), la continua recreación del pasado en el presente que tanta relación tiene en las necrópolis con el mundo de los ancestros. En conclusión, el proceso de cambio como resultado de la interacción y de la imposición por la fuerza de la presencia romana a través de la conquista se empieza a producir inmediatamente después de la guerra, aunque su resultado no fuese generar en Hispania una cultura material que se corresponda con nuestra idea de lo que es ser ‘romano’, sino la reformulación por parte de las poblaciones locales de patrones culturales propios que integraban determinados aspectos de la cultura romana generando ‘hibridismos’ (entendidos a la manera de H. K. Bhabha) característicos de situaciones de control colonial.

III. EL MITO DE LOS ORÍGENES: PROCESOS DE INTERACCIÓN CULTURAL E IDENTIDAD ÉTNICA 1.

LA PERCEPCIÓN SUBJETIVA DE LA IDENTIDAD ÉTNICA

La historiografía tradicional ha venido defendiendo la hipótesis de que la ‘romanización’ supuso la llegada de la ‘civilización’ a la Península Ibérica, un cambio cultural que permitió imponer la cultura del conquistador sobre la cultura del conquistado, que quedó reducida a determinados rasgos residuales que podían englobarse bajo el equívoco concepto de ‘pervivencias’. Estas ideas, como hemos visto, han sido rebatidas desde distintos presupuestos y, en general, el registro arqueológico refleja un mayor nivel de continuidad que de ruptura en numerosos aspectos hasta época imperial (M. Bendala, 1987c). Sin embargo, parece mantenerse implícitamente la idea de que el proceso que se denomina ‘romanización’ conllevó un cambio brusco en el sentimiento étnico de las poblaciones peninsulares. Se explique como se explique el proceso de cambio social producido en la Península tras más de doscientos años de guerras de conquista, se puede plantear la misma pregunta frente al supuesto resultado: ¿en qué grado se sintieron los habitantes de la Península Ibérica ‘romanos’? ¿Hasta qué punto podemos entender la ‘romanización’ como un ‘cambio de identidad étnica’? Aunque el término ‘etnicidad’ es un neologismo1, dicho concepto no es ajeno ni al mundo clásico, como veremos, ni al resurgir del interés sobre el tema en nuestra sociedad desde el romanticismo. Los orígenes de la preocupación moderna por la identidad étnica se pueden situar aproximadamente en el tercer cuarto del s. XVIII. Las teorías evolucionistas y la 1 El término ‘ethnicity’ se emplea por primera vez en lengua inglesa en 1941. El vocablo griego ethnos del que derivan el resto de palabras similares de los idiomas modernos, se utilizaba para designar una clase de seres vivos (humana o animal) que compartían la misma fórmula de identificación (J. M. Hall, 2002: 15-16). En castellano, la palabra ‘etnicidad’ no aparece aún recogida en la vigésimo segunda edición del Diccionario de la lengua española de la RAE. Teóricamente debería siempre recurrirse a circunloquios del tipo ‘origen étnico’ o ‘identidad étnica’, aunque en estas páginas he optado, en la mayoría de los casos, por emplear el término ‘etnicidad’ entrecomillado.

emergente ‘conciencia histórica’ de los intelectuales del romanticismo pueden considerarse las bases de los nacionalismos posteriores, que pondrían en relación el sentimiento de identidad étnica y el estado territorial (A. D. Smith, 1981: 87-8). La especificidad étnica, atribuida a factores medioambientales y raciales de carácter inmutable, permitía sostener la ‘pervivencia’ de los pueblos a lo largo de los siglos. Durante el s. XIX, los intelectuales de distintas naciones emergentes emprendieron la recuperación del pasado de sus respectivas comunidades étnicas desde perspectivas historicistas. La regeneración de la comunidad pasaba para estos autores por un autodescubrimiento que conduciría al grupo étnico a realizarse como tal. La ‘etnicidad’ se convirtió en un problema central para la Antropología especialmente a partir de la publicación a mediados de los años 50 del siglo XX de una investigación de Edmund Leach sobre los Kachins del norte de Birmania (E. Leach, 1954). E. Leach (1954: 38-39) puso en duda la equivalencia conceptual de las nociones de ‘sociedad’ y ‘cultura’ al constatar que los miembros de una sociedad no tenían por qué compartir una serie de rasgos culturales distintivos. Uno de sus descubrimientos más importantes fue que los grupos sociales se generaban a partir de procesos de adscripción subjetiva a distintas unidades, que no necesariamente coincidían con las discontinuidades culturales percibidas por el observador externo al grupo (E. Leach, 1954: 308-309). Durante los años sesenta el debate estuvo, por tanto, centrado en la dicotomía entre la conveniencia de aplicar al estudio de los grupos humanos las unidades analíticas obtenidas a partir de los criterios del observador o siguiendo las distinciones sociales ‘indígenas’. A finales de la década, quedó más o menos aceptado en ámbitos antropológicos que, al menos, era científicamente cuestionable que fuera posible inferir a partir de la observación de la distribución de rasgos culturales unidades analíticamente útiles, tras la publicación de una serie de estudios de carácter etnográfico en los que se demostraba que la diferencia cultural entre dos grupos no es un elemento definitorio de la identidad (T. H.

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Eriksen, 1993: 11). Por lo tanto, a lo largo de los años setenta y ochenta, el debate derivó hacia la búsqueda de los orígenes de los sentimientos subjetivos de adscripción a un grupo étnico. Los investigadores terminaron por alinearse, en la mayoría de los casos, en dos grupos principales: aquellos que defendían que los sentimientos de pertenencia a un grupo étnico derivaban en último término de la fuerza afectiva de lazos primordiales (‘primordialistas’) y los que, por el contrario, consideraban que no eran sino el resultado de la manipulación instrumental de la cultura para ponerla al servicio de intereses políticos o económicos de carácter colectivo (‘instrumentalistas’) (G. C. Bentley, 1987: 24-5; J. M. Hall, 1997: 17; S. Jones, 1997: 65-79). Quizá el rechazo de muchos intelectuales después de la II Guerra Mundial a aceptar presupuestos asociados al nacionalsocialismo que permitían establecer una relación de equivalencia entre los conceptos de ‘etnicidad’ y ‘raza’, llevó a plantear a muchos antropólogos que la ‘identidad étnica’ no era sino un argumento utilizado por grupos de poder para legitimar otro tipo de intereses. Los autores incluidos en la corriente ‘instrumentalista’ reclamaron, por tanto, la imposibilidad de defender desde un punto histórico la ‘supervivencia’ a lo largo de los siglos de los grupos étnicos. Desde este punto de vista, los ‘movimientos étnicos’ surgen asociados a las fluctuantes pretensiones de poder de determinados grupos de interés. De hecho, los instrumentalistas consideran que el ‘fenómeno étnico’ es bastante reciente, remontándose según los autores al surgimiento del ‘Estado’ en el III milenio a. C. (S. Shennan, 1989b: 14, 17; A. D. Smith, 1981: 63; A. D. Smith, 1986: 32) o incluso a momentos muy posteriores, como el nacimiento de la industrialización (E. Gellner, 1983: 8-14). Los estudiosos incluidos en la corriente ‘primordialista’ opusieron a estas ideas distintos argumentos que llevaban a la conclusión de que la ‘etnicidad’, lejos de poder considerarse un elemento instrumental de las clases dirigentes, debe interpretarse como uno de los lazos de carácter primordial (como la lengua, la religión, la raza o el territorio) que permiten amalgamar a las comunidades. El conjunto de investigadores que suele agruparse bajo esta etiqueta, entiende la ‘etnicidad’ como una extensión del parentesco que permite a los grupos humanos alcanzar objetivos comunes (A. D. Smith, 1986: 12). Distintos autores han puesto de manifiesto que la oposición de ambas argumentaciones oscurece el problema en vez de aclararlo y, en general, la tendencia parece ser hoy la aceptación de una postura de compromiso entre las dos corrientes. C. G. Bentley, en concreto, ha criticado el hecho

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de que, tanto primordialistas como instrumentalistas, presenten las consecuencias del sistema de actuación colectiva como las intenciones últimas de los individuos. Es decir, que si al estudiar los grupos étnicos se considera que éstos actúan de una manera que parece ventajosa, las ventajas de este tipo de comportamiento se presentan como su causa; o si la ‘etnicidad’ es perceptible de una manera más nítida en momentos de crisis, la razón debe ser que la ‘etnicidad’ supone para estos grupos un refugio emocional frente al cambio. De esta manera, los elementos regulares descritos en el comportamiento se convierten en las reglas por las que estos comportamientos se producen. Es este tipo de razonamiento circular el que permite transformar los modelos mentales del analista en los principios causales de la mente de los grupos estudiados (C. G Bentley, 1987: 48). La identidad étnica no parece ser un fenómeno objetivo, como podrían defender los instrumentalistas, sino basado aparentemente en la auto-adscripción del individuo; pero tampoco completamente subjetivo, como sugieren los instrumentalistas, pues es posible definir ciertos criterios que permiten incluir o excluir a alguien en un momento dado en el grupo. Tradicionalmente, los elementos más utilizados a la hora de definir ‘objetivamente’ un grupo étnico han sido la genética, la lengua y la religión. Determinados experimentos llevados a cabo en Sudamérica y Nueva Guinea han demostrado que pueden existir casi tantas diferencias genéticas entre villas pertenecientes a una misma ‘tribu’, como entre ‘tribus’ con diferencias culturales o lingüísticas (J. M. Hall, 1997: 20). Entre los que defienden que la lengua es uno de los elementos fundamentales de la identidad individual se encuentran arqueólogos tan prestigiosos como C. Renfrew (1987: 12). Pero se conocen ejemplos, especialmente en contextos bilingües, en los que la lengua no puede considerarse un elemento distintivo de ‘etnicidad’ (P. J. Geary, 1983: 19-20). Allí donde se producen situaciones de diglosia, en las que dos o más lenguas son culturalmente aceptadas como legítimas en sus respectivas funciones aunque una goza de ciertos privilegios sociales o políticos (J. A. Fishman, 1983: 130), o en situaciones en las que un idioma sobrepasa ampliamente su región originaria (como en los casos del inglés, el francés y el español en el mundo moderno y el latín en el mundo antiguo), no puede defenderse invariablemente una ‘extensión’ paralela de la ‘etnicidad’. La identidad del grupo, en estos casos, puede mantenerse a través de diferencias lingüísticas de carácter menor (G. De Vos, 1995:16), como quizá fue el caso de las ‘variantes’ dialectales del latín en el mundo romano. Se conocen incluso ejemplos, en los que minorías de carác-

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ter lingüístico son percibidas como una parte integrante más del grupo étnico2. La religión tampoco es un elemento necesariamente equivalente a la identidad étnica y hay situaciones, incluso, en las que la afiliación religiosa mayoritaria en un grupo ha sido sustituida por otra, como en el caso de la conversión de los afro-americanos al Islam durante la segunda mitad del siglo XX. La idea de que la identidad étnica puede estudiarse objetivamente atendiendo a un conjunto de ‘rasgos culturales’ también ha sido criticada. I. Hodder (1978: 24; 1982: 11; 1986: 17-19; M. Dietler, 1994b) ha llamado la atención sobre el hecho de que la cultura material, tanto en el presente como en el pasado, siempre ha sido constituida de forma significativa –dotada de cierto simbolismo–, si bien los significados que son otorgados a los distintos objetos cambian dependiendo del contexto, por lo que no se pueden establecer ecuaciones directas entre los conceptos de ‘cultura’ y ‘etnia’. Los objetos que es posible recuperar como muestra de los rasgos culturales de sociedades pasadas no tienen un significado intrínseco, sino distintos significados que son generadas a través de la práctica social, de los ‘rituales cotidianos’ que dotan a los artefactos de significado contextual (L. Revell, 1999: 1). Por lo tanto, los rasgos genéticos, la lengua, la religión e incluso la cultura material deben ser considerados ‘indicios’ (que pueden variar con el paso del tiempo), más que criterios que permiten definir a un grupo étnico (T. H. Eriksen, 1993: 11). Estos indicios están sujetos a la utilización emblemática, simbólica o subjetiva por parte de los grupos como medio de diferenciarse de otros conjuntos de población, pero no deben ser entendidos como elementos constitutivos exclusivos de la identidad étnica. La ‘etnicidad’, en último término, está condicionada por una percepción subjetiva de pertenencia a un grupo (F. Barth, 1969:10), que, según G. De Vos (1995: 17), está relacionada en su sentido psicológico más profundo con un sentimiento de continuidad con el pasado, de supervivencia individual a través de la supervivencia del grupo. Una vez desechados elementos supuestamente objetivos asociados a la ‘etnicidad’, como la lengua, la raza o la religión, el conjunto de conferencias recogidas bajo el título Los grupos étnicos y sus fronteras por F. Barth a finales de los sesenta adquiere un nuevo interés. A la hora de estudiar los grupos étni2 Un ejemplo de ello, sería la inclusión de catalanes, vascos y gallegos dentro del grupo de los ‘españoles’ por un sector mayoritario de la población, o la de los ‘valencianos’ dentro de ‘Cataluña’ por parte de los catalanes. En estos casos, los criterios de inclusión en el grupo incluyen la variedad de lenguas.

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cos, no debemos tratar de describir los atributos aparentemente perceptibles de forma objetiva por el investigador, sino tratar de establecer qué criterios se emplean para identificar étnicamente a individuos y grupos, y bajo qué circunstancias la ‘etnicidad’ es percibida por la sociedad (F. Barth, 1969: 17, P. J. Geary, 1983: 18). Esos criterios son las verdaderas fronteras de los grupos étnicos, y no los llamados límites territoriales. Sólo siendo conscientes de esta distinción se podrá separar el estudio de los grupos étnicos del estudio de la cultura (F. Barth 1969: 48). Se puede dar incluso el caso de que un grupo modifique su modo de vida y determinados aspectos de su cultura material sin que se produzca de manera paralela un cambio en el sentimiento de identidad étnica. En palabras del propio F. Barth: «Cuando se les define como grupos adscriptivos y exclusivos, la naturaleza de la continuidad de las unidades étnicas es evidente: depende de la conservación de un límite. Los aspectos culturales que señalan ese límite pueden cambiar, del mismo modo que se pueden transformar las características culturales de los miembros; más aún, la misma forma de organización del grupo puede cambiar; no obstante, el hecho de que subsista la dicotomía entre miembros y extraños nos permite investigar también la forma y el contenido culturales que se modifican» (F. Barth, 1969: 16). D. Horowitz ha definido una distinción entre criteria (que permiten establecer juicios sobre la igualdad y desigualdad colectiva) e indicia (señales de identidad étnica que permiten adscribir a un individuo a un grupo étnico) que resulta muy útil a la hora de intentar definir las fronteras étnicas. Los ‘indicios’ no definen la identidad, pero pueden considerarse un símbolo o una abreviatura de la misma que se desarrolla una vez establecidos los ‘criterios’. La confusión entre ambos tiene su origen en que la utilización continuada de un ‘indicio’ puede provocar que éste sea identificado cada vez en mayor medida como un ‘criterio’. El grado de confianza con el que se puede establecer la adscripción a un grupo étnico a partir de los ‘indicios’ depende, al parecer, de la importancia que tenga para el individuo la pertenencia al grupo. Por lo tanto, cuanto menor sea la importancia de los límites entre conjuntos étnicos, menos fiables pueden llegar a ser los ‘indicios’ y más fácilmente podrá falsificarse o confundirse la pertenencia al grupo. Indudablemente, si los criterios e indicios de inclusión-exclusión son diferentes en cada grupo étnico, no es difícil admitir que un símbolo de identidad de gran importancia en determinada sociedad pueda ser interpretado de una manera diferente o simplemente ignorado por otro grupo, en función de sus propios criterios de identidad subyacentes (D. Ho-

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rowitz, 1975: 119-120). Las dos variables que D. Horowitz considera más influyentes en la formación y modificación de las fronteras intergrupales se encuentran presentes en el sur de la Península Ibérica de época republicana. La primera es la presencia de ‘extraños’ al grupo étnico, a los que se percibe como poseedores de distintos grados de similitud y diferencia, y la segunda es el tamaño y la importancia de la unidad política en la que se encuentran incluidos los grupos étnicos3. Aparentemente, estos procesos de percepción social funcionan minimizando las diferencias con los elementos similares y exagerando las discrepancias con los elementos que presentan un mayor contraste. El juicio de valor, en último término, está fuertemente influido por escalas de referencia que son interiorizadas en momentos tempranos de la vida a través del aprendizaje (D. Horowitz, 1975: 121-123). Pero, ¿cómo se establecen los criterios que permiten inferir quién es como nosotros y quién no lo es? El recurso de autores como G. C. Bentley (1987) o S. Jones (1997: 88-100, 128-129) para explicar la formación de los grupos étnicos a la ‘Teoría de la Práctica’ que P. Bourdieu desarrolló en su libro Esquisse d’une théorie de la pratique, publicado en 1972, podría muy bien contribuir a una mejor comprensión del proceso a través del cual se forman los ‘criterios’ de igualdad y diferencia en los grupos humanos. Según P. Bourdieu, la disposición a actuar de una determinada manera por parte de las personas se debe a lo que él denomina el habitus, sistemas de actitudes, tendencias o ‘modos de ser’ duraderos pero permutables que generan prácticas y representaciones regulares, sin que sean el producto directo de la obediencia consciente a las reglas que les dan forma u objetivamente adaptados a determinados fines u objetivos por parte del individuo. A la vez el habitus es organizado de manera colectiva, sin que sea el producto de la acción orquestada de un ‘director’ (G. C. Bentley, 1987: 28; P. Bourdieu, 1972: 72, 85). Así, comportamientos que podrían ser interpretados como una búsqueda interesada de un objetivo, son más bien acciones de carácter rutinario codificadas en la asunción inconsciente de lo que es razonable y lo que no 3 La contraposición con el ‘otro’ es un elemento fundamental en los procesos formativos de la identidad étnica. La importancia de la amplitud de la unidad que contiene a los grupos étnicos se pone de manifiesto en la utilización de distintos indicios como símbolos de ‘etnicidad’ en diferentes contextos. Por ejemplo, un inmigrante puede ser africano en Francia, senegalés en África y de una determinada etnia en Senegal. Todo ello está muy relacionado con el problema de la lealtad simultánea a varias identidades y tiene implicaciones interesantes tanto para la percepción de la identidad étnica de los colonos itálicos llegados a nuestra Península como para la de los propios ‘indígenas’.

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lo es, en un «corpus de sabiduría, refranes, lugares comunes, preceptos éticos (eso no es para la gente como nosotros) y, en un nivel más profundo, principios inconscientes de los valores y modos de ser que, siendo el producto de un proceso de aprendizaje dominado por un tipo determinado de regularidades objetivas, determina la conducta ‘razonable’ y ‘no razonable’ de cada agente sujeto a esas regularidades» en palabras de P. Bourdieu (1972: 77). El proceso de aprendizaje de este conjunto de reglas sociales comienza en los primeros años de vida, mediante las relaciones familiares que están de acuerdo con ellas. Como el lenguaje, este tipo de habilidades se adquieren de manera inconsciente, sin percibir la estructura que se está aprendiendo. Y aunque, evidentemente, como bien señala S. Shennan (1989b: 20), el habitus no es en sí mismo la ‘identidad étnica’ (las costumbres y los valores no son en sí mismas, al igual que el lenguaje, la raza, la religión y el territorio, equivalentes a la ‘identidad étnica’), sí permite explicar cómo se generan los criterios cambiantes y de alguna forma subjetivos de pertenencia al grupo étnico. Finalmente, son las condiciones objetivas de la existencia, las distintas relaciones de poder establecidas (mediadas por sistemas simbólicos de representación), las que generan en diferentes personas la disposición a actuar de diferentes maneras. Por lo tanto, es importante conocer cómo evolucionan las respuestas habituales a las limitaciones objetivas del contexto y cómo son inculcadas a los miembros del grupo y, a la vez, cómo se simboliza la experiencia del hábito o costumbres comunes. (G. C. Bentley, 1987: 40; S. Jones, 1997: 88-90, 95, 128). En todo caso, uno de los aspectos más interesantes de la aplicación de la teoría de P. Bourdieu por parte de G. C. Bentley es que no excluye en absoluto la utilización instrumental de la identidad étnica en algunas ocasiones, ni la existencia de un sentimiento de colectividad con objetivos comunes: simplemente proporciona una hipótesis sobre los procesos generativos de los criterios de inclusión-exclusión en el grupo. Por otra parte, el carácter contingente del habitus, es decir, la interdependencia entre éste y las condiciones sociales imperantes en cada momento, explican, como recuerda S. Jones (1997: 128), por qué las prácticas culturales y las representaciones simbólicas de la ‘similitud’ o la ‘diferencia’ de la identidad pueden variar, tanto cualitativamente como cuantitativamente, en distintos contextos mediatizados por diferentes condiciones sociales. Si el cambio social que se produjo en la Península a partir de la llegada de poblaciones de origen itálico se entiende como un cambio en la identidad étnica sería importante conocer qué tipo de me-

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canismos están implicados en esta clase de procesos. Según la escuela instrumentalista, era el cambio de contexto económico y político el que provocaba el surgimiento de un conjunto nuevo de intereses de grupo, que a su vez conllevaba la manipulación de la identidad étnica para adaptarla a esta nueva situación; mientras que los primordialistas recurrían a la idea de que una posible ruptura en la manera que posee el grupo de percibir el mundo debido a un cambio en el contexto social provocaba la necesidad de buscar refugio en aquellos aspectos que definen la identidad (G. C. Bentley, 1987: 26). Para G. C. Bentley (1987: 43), el factor desencadenante es la continua evolución de las estructuras de posibilidades que son inherentes al ‘habitus’. La conciencia de opciones hasta entonces impensables lleva a enfrentarse de manera diferente a un mundo cambiante. A medida que el grupo se habitúa a las nuevas oportunidades de actuación y que lo que antes parecía inconcebible se convierte en algo común, las antiguas verdades comienzan a perder rigidez y el sentimiento de comunidad en un conjunto de rasgos puede empezar a resultar problemático. Es posible que en este momento los medios para simbolizar la ‘etnicidad’ adquieran significados diferentes para los segmentos de la población adaptados de manera distinta y que, debido a que el ‘habitus’ se gesta en los primeros momentos de la vida, el conflicto sobre el significado de la identidad parezca enfrentar a distintas generaciones. Por lo tanto, por ‘etnicidad’ debemos entender tanto ciertos sentimientos de auto-adscripción a un grupo étnico relacionados con la identidad, como el proceso dinámico que estructura (y a la vez es estructurado por) distintos grupos étnicos en interrelación, a través del cual se genera ‘la diferencia’ (J. M. Hall, 2002: 8; T. H. Eriksen, 1993: 4, 11-12; S. Jones4, 1997: 84). Según J. M. Hall (2002: 8), el grupo étnico podría ser definido como «una colectividad so4 S. Jones (1997: 4) en su definición de ‘etnicidad’ hace también mención a la existencia de una cultura ‘real’ o ‘supuestamente’ compartida, en parte como una manera de enfatizar el carácter ‘material’ de la ‘etnicidad’ frente a las teorías expuestas por J. M. Hall, que privilegian la importancia del discurso escrito conservado a través de las fuentes (Ver contra-argumentación de J. M. Hall, en su libro Hellenicity, 2002, pp. 20 y ss.). En mi opinión, como se ha defendido a lo largo de estas páginas, la ‘cultura’ no es siempre el elemento definitorio de la ‘etnicidad’, aunque, en contra de J. M. Hall, considero que la cultura material sí pudo utilizarse como símbolo de ‘etnicidad’, aunque nosotros seamos ‘incapaces’ de asegurar que así fue en determinados contextos antiguos. Creo que los objetos forman parte del lenguaje simbólico que empleamos a diario para transmitir distintos elementos de nuestra identidad social y que, por lo tanto, deben ser considerados dentro del análisis de la ‘retórica’ sobre la identidad individual y colectiva.

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cial ‘auto-adscriptiva’, con un nombre ‘auto-impuesto’ que se constituye a sí misma en oposición a otros grupos de tipo similar», en la que, a menudo, la referencia a un antepasado ficticio o a un mito sobre el origen común es un elemento fundamental. Quizás, en este punto, habría que establecer cierta distinción entre un cambio en el sentimiento de identidad étnica individual y la modificación de las ‘fronteras’ étnicas del grupo, aunque ambos elementos estén sin duda relacionados. En un contexto en el que un grupo étnico ocupa un lugar subordinado en la sociedad, alguno de sus miembros puede intentar cambiar de posición por medio de la imitación consciente del comportamiento característico del grupo de estatus más elevado (G. De Vos, 1995: 24). Sin embargo, en este nivel individual es difícil que el cambio de identidad étnica pueda ser llevado a cabo con total éxito. La movilidad social no implica necesariamente un cambio de identidad, sino un cambio en la percepción del estilo de vida aceptable5 (G. De Vos, 1995: 30). De alguna manera, los valores culturales aprehendidos durante la infancia relacionados con los criterios de inclusión en el grupo, pueden compararse con el desarrollo del lenguaje en el individuo. De la misma manera que es difícil adquirir la riqueza emocional y de vocabulario que uno posee en su lengua materna en cualquier otro idioma aprendido tras la infancia, los cambios en la identidad étnica pueden tener la apariencia de elementos artificiales y externos si dichas modificaciones se asumen después de que la estructura de la personalidad haya adquirido la rigidez del adulto. Desde este punto de vista, la ‘etnicidad’ es para el individuo ‘un elemento constitutivo de la autodefinición gradual y continua que se produce como parte de su desarrollo psico-cultural’ (G. De Vos, L. Romanucci-Ross, 1995: 374-375). Aparentemente, otro de los factores influyentes en el cambio de la identidad étnica de un conjunto de individuos es la interacción entre la auto-definición del grupo y la percepción del mismo por parte de otros grupos (D. Horowitz, 1975: 113-114). Aquello que es percibido de una manera muy positiva en una sociedad, puede ver alterado su valor si individuos externos a ésta lo perciben de una manera devaluada. Cuando un grupo considera su propia identidad social de una manera negativa, la evolución hacia la 5 El establecimiento de una distinción entre las tentativas de inclusión en un nuevo grupo étnico por parte de individuos de una minoría y cambios producidos en los valores compartidos de la sociedad es especialmente interesante si se tienen en cuenta al enfrentarse a problemas como el de la ‘romanización’ de las élites ‘indígenas’ durante los siglos previos al cambio de era en la Península Ibérica.

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percepción de una identidad positiva parece seguir tres caminos. O bien el grupo se asimila cultural y psicológicamente al grupo dominante, o redefine de manera positiva las características cargadas de connotaciones negativas, o bien se generan nuevos ámbitos de comparación que evitan aquellos en las que el grupo había sido puesto en desventaja. En todo caso, parece innegable la importancia en la construcción de la identidad étnica de la oposición con otras identidades: la definición a través del otro, de lo que no se es6 (J. M. Hall, 1997: 31). La guerra interétnica, es otro ejemplo de crisis en la percepción de la ‘etnicidad’ colectiva. Está bien estudiado cómo las situaciones de conflicto bélico suelen contribuir a acentuar el sentimiento étnico. La alusión a símbolos y creencias compartidas ha sido un recurso utilizado tradicionalmente por parte de las élites a la hora de aglutinar a las poblaciones7 (A. D. Smith, 1981: 74). La identidad étnica no es la base necesaria sobre la que se construye la oposición o la unidad política. Más bien se suele manipular simbólicamente el conjunto de similitudes que posee el grupo para modelar una identidad contraria a la del enemigo con la que expresar la oposición política (P. J. Geary, 1983: 25). Por otro lado, en las comunidades socialmente excluidas o dominadas políticamente por otros grupos, la prominencia de elementos relativos a la pertenencia a dicha minoría es frecuentemente más acusada. De manera paralela, la supuesta amenaza a la identidad étnica tiende a generar en los grupos humanos un comportamiento más uniforme que permite diluir, mediante la incorporación, las diferencias internas. En todo caso, en lo referente al cambio de identidad étnica, hay que tener en cuenta que cada individuo suele poseer múltiples identidades sociales como la edad, el género o el grupo de parentesco. No es imposible suponer que una misma persona pueda sentir lealtad hacia distintos grupos, ni que una de6 J. M. Hall (1997: 29) señala un caso interesante cuando alude a la migración italiana a lo largo del siglo XX hacia los Estados Unidos. Cuando estos emigrantes dejaron su lugar de origen, no lo hicieron como ‘italianos’, sino como ‘napolitanos’, ‘sicilianos’ o ‘calabreses’. Sin embargo, la identidad ‘italo-americana’ se forjó a través de la fusión de algunas características de la ‘cultura popular’ de clase obrera con una vaga identidad suritálica que fue asociada a los recién llegados por aquellos que ya vivían en América. Éste es un buen ejemplo para observar cómo, a veces, la creación de una nueva identidad de carácter ‘indiferenciado’ –en nuestro caso ‘romanos’– puede generarse en el grupo a través de la interacción con la ‘percepción’ étnica de ‘el otro’ de la sociedad que le ‘acoge’. 7 No hay que olvidar, como señala A. D. Smith (1981: 74) el papel preeminente de las guerras en un gran número de mitos asociados a la fundación y la liberación de las comunidades étnicas.

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terminada identidad étnica se convierta en predominante en situaciones concretas a lo largo de su vida (D. Horowitz, 1975: 118). Es en este sentido en el que la ‘mirada del otro’ es tan importante para la autodefinición del grupo étnico, cuando la conciencia étnica por ‘oposición’ cobra mayor importancia. Según G. De Vos (1995), en una sociedad compleja un individuo puede expresar su pertenencia de manera más acusada a un grupo orientado hacia el futuro (como en el caso de movimientos religiosos de carácter ‘salvífico’), hacia el presente (por ejemplo, el conjunto de ciudadanos) o hacia el pasado. Dentro de esta última categoría destaca el grupo étnico, entendido como un sentimiento de lealtad a la tradición basada en los ancestros y la costumbre. A este hecho no es ajena la importancia de la manipulación simbólica del pasado como medio de reforzar el sentimiento de comunidad étnica. El mito fundacional, el origen ancestral de la comunidad posee tanta importancia para la autodefinición del grupo étnico, que algunos autores como J. M. Hall (1997: 25), llegan a defender incluso la idea de que la identidad étnica se construye esencialmente por medio del discurso hablado y escrito sobre el mito de un ancestro común. Y, sin embargo, antropólogos como Arjun Appadurai han puesto de manifiesto que el ‘pasado’, del que se nutren las sociedades para construir sus mitos, puede considerarse en cierta medida un ‘recurso escaso’, en el sentido de que la sociedad impone ciertos límites a su manipulación simbólica que regulan la posibilidad de debatir en torno a él (A. Appadurai, 1981: 203). El resultado de las críticas posestructuralistas sobre los estudios dedicados a conocer la manera en la que las sociedades recuerdan ha sido la toma de conciencia de que la memoria o la historia pueden considerarse, en el fondo, como tipos de narrativas. La memoria no es ya un atributo, sino un proceso y en ese proceso de rememoración se superpone un conjunto de memorias colectivas e individuales, que no son ni inmutables, ni unitarias8. 8 Los estudios modernos sobre el tema de la memoria social se inauguran con dos obras de Maurice Halbwachs: Les cadres sociaux de la mémoire (1925) y La mémoire collective (1950). M. Halbwachs, rechazando las ideas de Henri Bergson que presentaban el recuerdo como una experiencia exclusivamente personal y subjetiva, defendió que la memoria se construía en el marco de la sociedad y que estaba fundamentalmente orientada hacia el presente, siendo una herramienta de ‘reconfiguración’ de la realidad, más que un ‘espacio’ de donde se recuperan una serie de datos. Según su visión, la memoria se ‘localizaba’ en objetos y lugares, si bien estos ‘contenedores’ de recuerdos del pasado iban modificando su significado simbólico a medida que transcurría el tiempo, de tal forma que la conmemoración se iba adaptando a la forma en que dichos materiales eran percibidos en el presente (S.

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Aunque no se puede establecer una relación directa entre memoria colectiva y grupo étnico o nación –las ‘comunidades imaginadas’, como las denominaría B. Anderson (1991)–, los recuerdos compartidos son sin duda un elemento importante en su formación. Individuos y colectivos se nutren a la vez de varios tipos de ‘memorias’, como la memoria individual, familiar, de la ciudad, o de asociaciones de carácter regional. Por lo tanto, debemos pensar más bien en la creación simultánea de varias ‘historias’ de la memoria o de distintos ‘colectivos de memoria’ en competencia en cada lugar y en cada momento. Evidentemente, suelen existir versiones dominantes sobre el pasado que, sin embargo, conviven con todo un conjunto de ‘contra-memorias’ o narraciones alternativas pertenecientes a grupos más o menos desprovistos de poder que a menudo desafían de alguna manera la ‘memoria oficial’ (N. Zemon Davis, R. Starn, 1989: 2; S. Alcock, 2002: 15-16). Es muy posible que sean distintas formas de recordar el pasado y re-crearlo lo que podremos contemplar en el estudio que sigue sobre las necrópolis de la Bética del s. I d. C., en tumbas que siguen tradiciones locales, por ejemplo en el caso de Castulo, o en enterramientos que recurren a rituales que podrían ser considerados ‘antiguos’ en otros lugares (como el norte de África y la Península Itálica) en Baelo Claudia, o en sepulcros que introducen objetos de corte arcaizante o simplemente arcaicos, en Colonia Patricia. La contraposición de distintas maneras de conmemorar a los ancestros en el sepulcro es una manifestación de la existencia de una serie de grupos que comparten ‘la misma memoria’ dentro de cada ciudad, de distintas narraciones sobre el pasado, que parece ser menos lineal, estar menos ordenado y de forma menos clara de lo que habíamos supuesto. Los restos arqueológicos de actos rituales como la conmemoración de los difuntos a través del monumentum que es la tumba, son fragmentos de memoria, retazos de cultura material dotada de significado en el pasado. Las imágenes del pasado que parecen describir narraciones paralelas a la ‘memoria oficial’, se distinguen, ya en el mundo antiguo de la ‘Historia’, que se presenta como un discurso ‘fiel a la realidad’ frente a Alcock, 2002: 24; N. Zemon Davis, R. Starn, 1989: 4; M. Rowlands, C. Tilley, 2006). Entre otras publicaciones fundamentales dentro de este campo debe citarse la monumental obra dirigida por Pierre Nora sobre la memoria colectiva francesa, Les lieux de mémoire (1984) o los estudios sobre la contra-memoria de M. Foucault (Language, CounterMemory, Practice, D. F. Bouchard, ed., Ithaca, New York, 1977). Numerosísimos estudios psicológicos y fenomenológicos se han encargado también, en los últimos años, de profundizar en la conexión entre objetos y lugares y recuerdos.

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la ‘memoria popular’, de la que suele enfatizarse su carácter ‘subjetivo’. La Historia se convierte así en un segmento del caudal del conocimiento del mundo romano, en parte de su ideología, en un conjunto de episodios que fueron seleccionados y registrados en imágenes y textos por aquellos que tenían dicha función en la sociedad de la época (E. Hobsbawm, 1983: 13; N. Zemon Davis, R. Starn, 1989: 4). Todo ello está muy relacionado con la forma en la que se produce el recuerdo en las sociedades, un proceso en el que lo que se ‘rescata’ para el presente a través de la memoria es tan importante como lo que se mantiene en el olvido, especialmente en el contexto de la colonización posterior a una guerra de conquista, como hemos comentado al hablar de la supuesta desaparición de formas de expresar el pasado ‘ibérico’ a causa de la ‘romanización’ en el capítulo anterior9. ¿Cómo se organiza entonces el debate sobre el pasado? ¿Cómo pudieron interaccionar los ‘pasados locales’ con los pasados que traían de Italia los colonos? ¿Cómo se administraron sus significados? No es posible para todo el mundo manipular las imágenes de la memoria colectiva, porque las creencias sobre el presente están fuertemente determinadas por formas de ‘ordenación cultural’ preconstruidas en el pasado (M. Rowlands, 1988: 43). La memoria de las distintas narrativas sobre los orígenes del grupo se estructura frecuentemente mediante una repetición de tipo ‘platónico’ o idealizada, a través de la cual la identidad se va construyendo en torno a similitudes con el pasado. En este tipo de escenarios, la propia identidad, la ‘verdad’ y la ‘autenticidad’ implican una vuelta continua a una pretendida forma ‘original’ de ser (M. Rowlands, 1988: 44-45). Sin embargo, como veremos a través del estudio de las necrópolis, especialmente en el empleo de elementos ‘tradicionales’ en los enterramientos, ese mundo de simulacra nunca reproduce una copia exacta del pasado, sino más bien una reformulación del ‘eco’ de sus imágenes. La ‘invención’ de tradiciones supuestamente centenarias, normalmente de carácter ritual o simbólico, que tratan de inculcar ciertos valores y normas de comportamiento mediante la repetición (lo que automáticamente les confiere una conexión con el pasado), es un fenómeno histórico bien estudiado. Según E. Hobsbawm este tipo de tradiciones surgen con mayor frecuencia en momentos de cambio social más 9 Para una argumentación paralela sobre los orígenes de la Historia de la Galia a partir de las guerras de conquista y el testimonio de autores galo-romanos que definen ya su pasado a través de fórmulas literarias característicamente romanas que les permitía encuadrarse dentro de la cosmogonía de los mitos latinos ver G. Woolf (1996b).

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intenso, es decir, en épocas como los tres siglos previos al cambio de era en la Ulterior, en los que una rápida transformación de la sociedad debilita los patrones a los que se ajustaban las tradiciones antiguas, quizá porque precisamente hay nuevas maneras de entender lo que es ‘tradicional’ y lo que no lo es en el contexto del asentamiento de nuevas poblaciones, tal vez porque no se pueden seguir practicando en el nuevo contexto histórico, o posiblemente porque el sustento ‘institucional’ de algunas tradiciones ibéricas se fue disolviendo ante la imposición de la hegemonía romana. En dichos períodos, de acuerdo con E. Hobsbawm, es relativamente frecuente la aparición de distintas formas de ‘revival’ o de nuevas tradiciones revestidas de un ‘halo’ de antigüedad legitimador que se ajustan a la nueva situación creada y permiten reforzar la cohesión social por medio de símbolos de pertenencia a la comunidad, legitimar instituciones o relaciones de poder, o bien potenciar el aprendizaje de sistemas de valores y convenciones de comportamiento (E. Hobsbawm, 1983: 4-5, 9). Las prácticas rituales permiten ‘recordar’ a las sociedades tanto como las narraciones orales y escritas, registradas en textos literarios y plasmadas a través de la iconografía en monumentos y objetos de uso privado. Los recuerdos relacionados con la identidad del grupo a menudo se articulan en torno a eventos paradigmáticos o a una figura carismática considerada como el ‘héroe’ fundador en el caso del mundo clásico. De ahí la importancia que se ha conferido a la elaboración de un mito sobre los antepasados comunes en los recientes estudios sobre la identidad étnica en el mundo grecolatino de J. M. Hall (1997, 2002) o S. Jones (1997: 84), en los que Odiseo, Eneas o Rómulo pueden considerarse los ‘primeros ancestros’ del grupo. Hay que recordar que el pasado romano fue tan fluido y tuvo tantos tipos de narraciones paralelas como el de otras sociedades, a pesar de que el predominio de la variante consagrada en la Eneida de Virgilio y en la Historia de Roma de Livio en época augustea haya contribuido a crear el espejismo de una versión unitaria de los mitos de los orígenes de Roma a principios del Imperio10. Ante la cuestión de por qué los romanos se sentían descendientes de los troyanos y no de los griegos, E. S. Gruen ha argumentado que la distinción entre Troya y Grecia es esencialmente griega, no romana. Los latinos y determinados griegos, como Dioniso de Halicarnaso, no percibían ya una contradicción intrínseca entre ser troyano y ser griego, si 10 Por ejemplo, en la misma época, Estrabón (13.1.53.), que seguía en ese punto los textos homéricos defendía que Eneas nunca había dejado Troya.

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bien la conexión con el pueblo troyano permitía, a la vez, establecer sutiles distinciones. Si por un lado ponía de manifiesto la asociación de Roma con la gloriosa tradición helénica, por otro hacía posible la afirmación de las particularidades y la personalidad de la Urbs frente a ese mundo, gracias a un pasado troyano lo suficientemente alejado en el tiempo –de la ciudad de Troya apenas quedaba en pie el cascarón– como para que no se pudiesen establecer conexiones directas con la población que allí habitaba. Roma se apropió del símbolo de Troya pero creó su propia identidad en torno a él (E. S. Gruen, 1992: 30-31; J. Martínez-Pinna, 1997; A. Jiménez Díez, 2000: 216-217). En el caso de la reelaboración de la memoria romana sobre los orígenes del grupo, no se produjo un patrón de destrucción de los recuerdos en favor de la exaltación de los mitos griegos, sino que se establecieron nexos de unión y ‘lazos de parentesco’ en función de lo que significaba en cada contexto ser ‘romano’, lo cual debe tenerse también en cuenta a la hora de estudiar la articulación de la ‘memoria’ y el ‘olvido’ del pueblo romano con el conjunto de pasados míticos que debían convivir en cada una de las regiones del Imperio que fueron siendo conquistadas. Para entender qué tipo de antepasados se localizaban en las tumbas hay que ser conscientes de las distintas maneras de rendir culto a los ancestros que existían en el mundo romano, de la interrelación que existía entre cultos de carácter doméstico y colectivo –la memoria del primer ancestro: el héroe fundador– que formaban parte un mismo sistema ritual complejo. A partir de época augustea, se empieza a compatibilizar un discurso de autorrepresentación en el que el emperador se presenta como descendiente directo de Eneas, iniciándose un culto al padre de la patria encarnado en su persona. El emperador, investido como pontífice máximo, se convierte simbólicamente en un equivalente a ‘escala estatal’ del pater familias que era el sacerdote encargado de llevar a cabo los rituales adscritos a los cultos familiares. Eneas, por otra parte, era el ‘heroe fundador’ que había cumplido la misión de trasladar a Roma los sacra tras la caída de Troya. En la representación iconográfica de este episodio mítico (Fig. 3) que se populariza, precisamente, en época augustea, se enfatizan los lazos de unión ‘verticales’ –a lo largo del tiempo– entre generaciones de una manera que no debía ser inusual en la época. Sobre los hombros del héroe (primero, en una posición más elevada) se encuentra el padre de Eneas, Anquises, que sujeta en sus manos un elemento que simboliza la unión con los antepasados, los Penates. Pero a la vez, Eneas lleva de la mano (después, situado en un espacio inferior)

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Fig. 3: Pintura mural con representación de Eneas, Ascanio y Anquises de una casa Pompeyana (tomado de P. Zanker, 1987: fig. 156a).

a su pequeño hijo Ascanio. Hay una representación casi lineal de la genealogía mítica de los ancestros colectivos que une, a través de lazos de sangre, a los Penates con los descendientes de Eneas, de la misma forma que en las casas de los nobles se hacía descender los stemmata (las representaciones del árbol genealógico familiar) desde Numa, o que en desfiles de los funerales de algunos emperadores se hacía desfilar –otra manera de representar linealmente la sucesión de generaciones– a todos sus antepasados empezando por Eneas (P. Zanker, 1987: 230-255; M. Bettini, 1988: 167-183). Los Penates son una de las divinidades principales asociadas a los cultos domésticos, junto a Vesta y a los Lares. El templo de Vesta, que no por casualidad tenía forma circular, estaba situado en el foro romano. Allí, las vestales se encargaban de mantener viva la llama del fuego sagrado de esa especie de ‘hogar simbólico’ que constituía el santuario para el pueblo romano. Según la tradición, dentro del templo se hallaba, además, el penus Vestae, al que nadie podía acceder excepto las vestales. En él que se custodiaban los objetos sagrados que había traído Eneas a Roma tras la caída de Troya, entre los que se encontraba el Palladium, una imagen arcaica de

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Minerva. Junto al templo, se ubicaba un tabernáculo sostenido originalmente sobre dos columnas jónicas que se ha interpretado como un compitum, un altar consagrado a los Lares que se solía situar en las encrucijadas (F. Coarelli, 1974: 89-90). La memoria del primer ancestro –el héroe fundador– está fuertemente entrelazada, pues, en el mundo romano con una serie de rituales domésticos que permiten rendir culto a los ancestros entendidos como entes de carácter indiferenciado –Lares, Penates– (D. P. Harmon, 1978; D. G. Orr, 1978). Estos antepasados compartían el espacio doméstico con las imagines de ancestros con rostro y nombre que se situaban en los armarios ubicados en el atrio o en representaciones pintadas de las distintas ramas familiares. Esos mismos antepasados acompañaban en procesión a los difuntos, cuando un grupo de actores vestía las máscaras ancestrales que se exhibían en el atrio durante los funerales de hombres importantes (H. Flower, 1996; M. Bettini, 1992b; J. Arce, 2000, F. Dupont, 1987). También a miembros concretos de la familia se rendía culto en la tumba, pero eran también los muertos –entendidos como un colectivo de carácter indiferenciado– los que recibían las libaciones en la tumba bajo el nombre de los manes, o los que entraban en la casa bajo la forma de Larvae y Lemures en determinadas festividades consagradas a ellos. Los lazos sanguíneos unían al ciudadano romano a sus antepasados, a su familia y simbólicamente al emperador y a los ancestros colectivos que formaban parte fundamental de la identidad romana; eran vínculos, que, como decía Cicerón11, unían con fuerza a unos hombres con otros, porque significa mucho compartir las mismas tradiciones familiares, las mismas formas de culto doméstico y las mismas tumbas ancestrales. A la vista de lo expuesto, el problema de la percepción de la identidad étnica en el mundo antiguo puede llegar a ser bastante complejo y, de hecho, sólo recientemente ha empezado a verse reflejado con mayor profundidad en la bibliografía específica sobre época grecolatina, aunque las publicaciones y congresos se han multiplicado en los últimos años. En Italia cabe destacar, por ejemplo, un conjunto de libros editados por M. Sordi y M. Bettini sobre la identidad y la percepción del ‘otro’ en el mundo antiguo (M. Sordi, 1979; M. Sordi, 1992; M. Bettini, 1992a). También D. Roman e Y. Roman (1994) han dedicado recientemente un volumen monográfico a la cuestión de la construcción de la identidad romana en contraposición con la identidad helenística. 11

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Las publicaciones dedicadas a este tema son especialmente abundantes en la literatura científica anglosajona de la última década y se diferencian del resto de volúmenes, publicados con anterioridad, por el enfoque teórico empleado en su aproximación al problema de la identidad étnica. Uno de los trabajos de investigación fundamentales es aquel desarrollado por J. M. Hall, que ha sido repetidamente citado a lo largo de este capítulo. Su obra, Ethnic Identity in Greek Antiquity, publicada en 1997, supone un verdadero punto de partida para la discusión sobre el sentido de la ‘etnicidad’ en el mundo griego desde una perspectiva moderna, como quedó reflejado en un debate monográfico publicado por el Cambridge Archaeological Journal12, en el que participaron I. Morris, S. Jones, S. Morris, C. Renfrew y R. Just. Ese mismo año S. Jones publicó The Archaeology of Ethnicity: Constructing Identities in the Past and Present, donde se replanteaban conceptos como el de la ‘romanización’ o la ‘cultura-arqueológica’ (S. Jones, 1997). En 1996, dicha investigadora había co-editado un volumen con P. Graves-Brown y C. S. Gamble donde distintos autores debatían la interrelación entre la identidad europea y el estudio de la cultura de distintos pueblos de la antigüedad (P. Graves-Brown, S. Jones, C. S. Gamble, 1996; S. Jones, P. GravesBrown, 1996; M. Díaz Andreu, 1996; K. Kristiansen, 1996), un problema similar al tratado por M. Dietler (1998) y por otro conjunto de autores en el libro titulado Nationalism and Archaeology in Europe (M. Díaz-Andreu, T. C. Champion, 1996). Casi simultáneamente, se publicaba Gender and Ethnicity in Ancient Italy, en el que la exploración sobre el concepto de la identidad étnica se combinaba con la de otras identidades sociales como el género (T. Cornell, K. Lomas, 1997). Sin duda, debe buscarse el precedente de los estudios de J. M. Hall y S. Jones en publicaciones dedicadas a aspectos teóricos de la Arqueología, no específicamente aplicados a la Antigüedad clásica, como los estudios pioneros de finales de los setenta y principios de los ochenta de I. Hodder (1978, 1982) o la obra monográfica editada por S. Shennan13 –casi una década antes del auge de esta clase de estudios en la historiografía grecolatina–, titulada Archaeological Approaches to Cultural Identity (S. Shennan, 1989a; S. Shennan, 1989b). A partir de finales de los años noventa se publican un gran número de libros sobre el tema, entre los Vol. 8.2, 1998, pp. 265-283 S. Shennan, precisamente, había dedicado un artículo a la relación entre cultura arqueológica y etnia en el caso de la ‘cultura campaniforme’ europea en The Spatial Organization of Culture, editado por I. Hodder (S. Shennan, 1978). 12 13

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que debe citarse Cultural Identity in the Roman Empire (R. Laurence y J. Berry, 1998), The Emergence of State Identities in Italy in the First Millennium B. C. (E. Herring, K. Lomas, 2000), Culture, Identity and Power in the Roman Empire (J. Huskinson, 2000), Beyond Celts, Germans and Scythians. Archaeology and Identity in Iron Age Europe (P. S. Wells, 2001), Ancient Perceptions of Greek Ethnicity (I. Malkin, 2001) y el segundo libro de J. M. Hall, titulado Hellenicity, between Ethnicity and Culture (J. M. Hall, 2002). El interés por la identidad, así como su relación con los ancestros y el mundo funerario, también ha cobrado mayor importancia en los últimos años, aunque no siempre relacionado directamente –o explícitamente– con los estudios sobre ‘etnicidad’. Así, puede verse en Bestattungssitte und kulturelle Identität, Grabanlagen und Grabbeigaben der frühen römischen Kaiserzeit in Italien und den Nordwest-Provinzen (P. Fasold et al., 1998), Burial, Society and Context in the Roman world (Pearce et al. 2000), Autour des morts Mémoire et Identité (O. Dumoulin; F. Thelamon, 2001) o Constructing Identity: the Roman Funerary Monuments of Aquileia, Mainz and Nîmes (V. Hope, 2001). En nuestro país, las investigaciones sobre los grupos étnicos prerromanos tienen sus orígenes en la asentada tradición de los estudios dedicados a analizar los datos aportados por los autores grecolatinos al respecto, entre los que pueden citarse, como ejemplo, las obras clásicas de A. Schulten (1920), P. Bosch Gimpera (1932), A. García y Bellido (1945a) y A. Tovar (1974). Estos asuntos fueron retomados a principios de los años noventa en un encuentro celebrado en Madrid bajo el título Paleoetnología de la Península Ibérica14 (M. Almagro-Gorbea, G. Ruiz Zapatero, 1992a), y en el que participaron un grupo de autores con perspectivas metodológicas distintas y, a veces, incluso divergentes. Directamente heredero de algunos modelos propuestos por M. Almagro-Gorbea (1982a) en los años ochenta para trazar 14 La perspectiva de los editores puede incluirse dentro del grupo de las perspectivas ‘tradicionales’: «En él [el período histórico analizado] aparecen las primeras referencias a los pueblos históricos conocidos de la Península Ibérica que, además de la mejor pauta para un análisis paleoetnográfico, aún pueden considerarse, con fundamento como la raíz o el componente étnico esencial de la población actual, lo que le añade un mayor interés». (…) «En consecuencia, el estudio se ha limitado al período que generalmente es conocido en los estudios prehistóricos como Bronce Final y Edad del Hierro hasta alcanzar la romanización, que supuso, desde tantos puntos de vista, la disolución de las etnias preexistentes absorbidas por las transformaciones que trajo consigo la superior cultura romana» (M. Almagro-Gorbea, G. Ruiz Zapatero, 1992b: 476, la cursiva es mía).

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las fronteras étnicas prerromanas a partir de la distribución en el territorio de ciertos objetos arqueológicos, es un nuevo estudio de R. Lacalle (1999), en el que se asimilan determinados tipos de escultura con distintas etnias prerromanas. Ya a finales de los años noventa, pueden encontrarse otro tipo de estudios que integran una clase diferente de preguntas y problemas sobre la identidad étnica, como por ejemplo Los celtíberos. Etnias y estados (F. Burillo, 1998). Hay que mencionar también aquí el trabajo de A. Hernando, autora de una serie de artículos publicados a finales de los años noventa (A. Hernando, 1997; A. Hernando, 1999a; A. Hernando, 1999b; A. Hernando, 2000) que fueron reelaborados en un libro titulado Arqueología de la Identidad (A. Hernando, 2002), donde se defiende una perspectiva estructuralista para el estudio de este problema. A. González-Ruibal, por su parte, ha propuesto en los últimos años que la ‘romanización’ debe ser entendida como un ‘cambio de ser’. Sus estudios parten de una aplicación original de las teorías de M. Heidegger –cuya filosofía había sido ya empleada en análisis arqueológicos de corte fenomenológico– a un problema que el autor considera fundamentalmente desde un punto de vista cultural y ontológico, necesariamente relacionado con la identidad (A. González-Ruibal, 2002; A. González-Ruibal, 2003; A. González-Ruibal 2006-2007: 597-630). También J. Vives-Ferrándiz ha analizado distintos problemas relacionados con la identidad desde una perspectiva postcolonial en su libro Negociando encuentros: situaciones coloniales e intercambios en la costa oriental de la Península Ibérica (ss. VIII-VI a. C.) (J. Vives-Ferrándiz, 2006). Asimismo, están empezando a publicarse estudios que relacionan el problema de la identidad y los restos materiales asociados a registros procedentes de necrópolis (M. Bendala, 2002b, A. Jiménez Díez, 2002). Recientemente, además, han visto la luz tres nuevas publicaciones monográficas: Fronteras e identidad en el mundo griego antiguo (P. López Barja, S. Rebordea Morillo, 2001), Identidades étnicas-Identidades políticas en el mundo prerromano hispano (G. Cruz Andreotti, B. Mora Serrano, 2004) e Identidades y culturas en el Imperio Romano, en el número 22 de la revista Studia Historica (2004). A pesar de los estudios recién citados, aspectos centrales para la comprensión del fenómeno de la identidad étnica, como la idea de ‘cultura arqueológica’ (la asimilación directa entre la distribución de un conjunto de materiales y una sociedad), están presentes en los estudios sobre arqueología europea desde la segunda década del siglo que acaba de terminar, hasta la actualidad (M. Grahame, 1998: 158; S. Jo-

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nes, 1997: 15-39; M. Shanks, 2001). Según S. Shennan (1989b: 7), la identificación de los conceptos de ‘cultura arqueológica’ y ‘etnia’ tiene su origen en el contexto del nacionalismo romántico europeo del siglo XIX y en la búsqueda por parte de los intelectuales de la época de los más remotos orígenes de determinados pueblos y naciones. A principios del siglo veinte, Gustaf Kossinna desarrolló un método de investigación arqueológica que ‘permitía documentar’ la antigüedad del pueblo germano en el territorio de la nueva nación alemana. Los principios interpretativos desarrollados en su obra El origen de los alemanes, publicada en 1911, sirvieron de base a los estudios posteriores sobre arqueología prehistórica. Con ellos se ‘podía’ delimitar distintas ‘provincias culturales’ en asociación a determinados territorios. Las variaciones en los patrones culturales eran explicadas a través de las capacidades ‘innatas de los pueblos’, que, de esta manera, quedaban situados en una escala evolutiva que tenía en su cúspide grupos como los alemanes. Gordon Childe recogió algunas de estas ideas en algunos de sus primeros trabajos, como Los Arios (1925) (S. Jones, 1997: 15-26; J. M. Hall, 2002: 17). S. Shennan ha criticado este tipo de asociaciones entre ‘cultura arqueológica’ y grupo étnico y su utilización, tanto en el pasado como en el presente, con fines políticos para legitimar las pretensiones territoriales o de influencia de determinadas poblaciones contemporáneas. Las ‘culturas arqueológicas’ son «resúmenes descriptivos de patrones de variación espacial» de materiales arqueológicos (J. Shennan, 1989b: 11), y, consiguientemente, pueden resultar engañosas a la hora de definir ‘grupos étnicos’. Las distribuciones de materiales pueden estar sujetas a diferentes factores, como el entorno, el acceso a los recursos, las rutas comerciales, la estructura social, o el propio azar de la conservación de determinados objetos, y por lo tanto, la identidad étnica no puede defenderse como la causa exclusiva de los patrones de dispersión15 (J. Shennan, 1989b: 13, M. E. Downs, 1998: 43). De acuerdo con S. Shennan (1989b: 17), otros factores influyentes son los medios de adaptación al entorno, el reparto del poder en la sociedad, el tipo de organización económica o la religión. El debate sobre las ‘culturas arqueológicas’, las variaciones en la distribución y la apariencia de los materiales y su relación con la identidad étnica ha derivado en las últimas décadas por todas estas ra15 Un ejemplo de la aplicación de este tipo de críticas al caso concreto de la percepción de la ‘etnicidad’ ibérica por parte de los arqueólogos españoles durante las últimas décadas del siglo XX puede encontrarse en M. Díaz Andreu (2004).

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zones, hacia una investigación acerca del concepto de ‘estilo’. En concreto, durante los años ochenta, J. R. Sackett (1982, 1985, 1990) y P. Wiessner (1983, 1984, 1985, 1989, 1990) se enzarzaron en una discusión en torno al significado de este término. P. Wiessner defendía la existencia de dos aspectos diferenciados dentro del ‘estilo’, el ‘emblemático’ (‘emblemic’) y el ‘asertivo’ o ‘reafirmativo’ (‘assertive’). Se considera ‘estilo emblemático’ a aquella variación formal de la cultura material que tiene como objetivo una población concreta a la que se quiere transmitir un mensaje sobre una identidad o afiliación percibida de una manera consciente16. Mientras que el ‘estilo asertivo’ es una variación en la cultura material relacionada con el individuo, y, por lo tanto, transmite información sobre la identidad individual. Puede ser utilizado consciente o inconscientemente y tiene el potencial de difundirse mediante fenómenos de aculturación y enculturación17. Sackett denomina ‘isochrestic variation’18 a los cambios estilísticos de los objetos que se producen, en su opinión, mayoritariamente de manera pasiva. P. Wiessner, en un trabajo de 198919, propuso un nuevo marco interpretativo que incluía tanto los dos componentes del estilo que ella misma había definido con anterioridad, como la ‘isochrestic variation’ de Sackett. Esta última se produciría cuando la variación estilística fuera fruto de una decisión subconsciente o automática, es decir en aquellos casos en los que el objeto o su uso no son de gran trascendencia y por lo tanto la opción estilística elegida tiene su origen dentro de los patrones locales de enculturación, más que en un proceso de identificación por comparación (J. Shennan, 1989b:19). El problema es que, aunque el estilo de la cultura material estructura y es estructurado por la negociación y expresión de la ‘etnicidad’ –y no es, por lo tanto, el reflejo pasivo de la interacción o el aislamiento del grupo– es construido activamente por distintos actores sociales en diferentes contextos; es decir, que difícilmente puede entenderse como una característica fija o estática de los objetos arqueológicos (S. Jones, 1997: 110-116). 16

18).

17

18).

P. Wiessner (1983: 257). Citado en S. Shennan (1989b: P. Wiessner (1983: 258). Citado en S. Shennan (1989b:

Con este neologismo griego, que podría ser traducido como «equivalente en costumbre o uso», se alude a la elección inconsciente dentro de las distintas maneras que hay de hacer una misma cosa dentro de un grupo (M. Grahame, 1998: 160). 19 ‘Style and changing relations between the individual and society, The Meaning of the Things, I. Hodder (ed.), London, 1989. 18

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2.

TURDETANOS, BASTETANOS Y ORETANOS: EL MUNDO FUNERARIO COMO EMBLEMA

Los problemas asociados a la definición del concepto de ‘etnicidad’ que han sido puestos de manifiesto desde ámbitos antropológicos tienen gran importancia para el estudio arqueológico del fenómeno de la ‘romanización’. Como hemos visto, es necesario desechar la raza como elemento constitutivo de la ‘etnicidad’. El mundo ibérico es un buen ejemplo de cómo es posible mantener un sentimiento de diferencia étnica compartiendo un mismo tipo racial mediterráneo (M. Pastor, J. Carrasco y J. A. Pachón, 1992: 130). Tampoco el idioma resulta un criterio adecuado. Las lenguas prerromanas del sur peninsular, atravesaron un proceso formativo entre los siglos VII-VI a. C., es decir, en momentos previos a la propia constitución de lo que tradicionalmente se entiende como ‘cultura ibérica’ (A. Ruiz, M. Molinos, 1993: 252). Por lo tanto, puede cuestionarse la equivalencia entre ‘etnicidad’ y lengua, máxime cuando en los tres siglos previos al cambio de era, determinadas comunidades convivieron en contextos bilingües, donde el idioma pudo trascender los límites étnicos. Raza, lengua, creencias y cultura material, pudieron, sin duda, ser empleados como elementos emblemáticos para expresar la identidad étnica, pero no deben ser utilizados de manera individual a la hora de definir, desde el presente, la identidad de un grupo basada en criterios subjetivos de inclusión y exclusión en el mismo. El problema de la ineficacia de la aplicación de los criterios de un observador externo para la definición de los grupos étnicos, que ya señaló E. Leach en los años cincuenta, tiene diversas vertientes. Por un lado, los grupos identificados por las fuentes grecolatinas, ethnai y gentes, responden a los criterios del mundo clásico sobre identidad étnica y, por consiguiente, pueden resultar de gran utilidad a la hora de estudiar el concepto de ‘etnicidad’ de griegos y romanos. Si tenemos presente que lo que las fuentes nos transmiten es su propio concepto de ‘etnia’, podemos comprender mejor afirmaciones recurrentes que sería conveniente matizar, como la de la rápida ‘romanización’ de la Turdetania (M. Bendala, 1981: 35; Estrabón, Geografía III, 2, 15). Los procesos de comparación étnica funcionan minimizando las diferencias con lo semejante y magnificando las diferencias con los elementos divergentes. (D. Horowitz, 1975: 121-123). En este sentido, la Bética, que a través de sus contactos con el Mediterráneo oriental, Sicilia, la Magna Grecia y con una potencia helenís-

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tica como Cartago había ido convergiendo en lo que podría considerarse la koiné helenística, contaba con una serie de características comunes al mundo romano (M. Bendala, 1981: 36). Estrabón señala las ciudades (III, 2, 1-3, también Plinio H. N. 3.1.7-15) (fundadas por héroes legendarios griegos -como la propia Roma- en algunos casos), las leyes milenarias (III, 1, 6) y el latín como prueba de que estos pueblos podían considerarse ‘romanos’ (III, 2, 15)20. No existe contradicción entre la idea de que la Turdetania era una región ‘romanizada’ desde el punto de vista romano, pero muy posiblemente dividida en diferentes etnias, si atendemos al sentimiento subjetivo de inclusión en el grupo de las distintas poblaciones hispanas. En cierto modo, el tópico de la Bética como una provincia intensamente ‘romanizada’, como hemos visto, es una imagen colonial que los historiadores modernos se han encargado de perpetuar (M. E. Downs, 2000: 20). Generalmente se tiende a situar culturas como la turdetana en el período comprendido entre el fin de Tartessos (s. VI a. C.) y el principio del período romano (fines del s. III a. C.). Sin embargo, ninguno de estos dos termini pueden ser justificados desde la óptica indígena. Desde el punto de vista de la cultura material, el supuesto fin de Tartessos coincide con la decadencia de algunos asentamientos fenicios, pero a partir de los resultados de las investigaciones arqueológicas de los últimos años cada vez se cuestiona más la existencia de una crisis indígena en el s. VI a. C. (M. Bendala, 1994: 67); y, el inicio del período romano coincide con el asentamiento de algunos enclaves latinos (como Italica y Corduba), pero en las distintas poblaciones del mediodía peninsular la tónica dominante es la continuidad con la fase anterior y la reformulación de ciertos elementos indígenas (M. Bendala, 1981: 37-45; M. Bendala, 1982: 194-200, M. E. Downs, 1998: 52; M. E. Downs, 2000: 208; S. Keay, 1992; S. Keay, 1997: 31, 36). Como veremos enseguida, la aparente falta de elementos distintivos para Estrabón de grupos como los turdetanos y los túrdulos, por un lado, y los bastetanos y los bástulos, por otro, puede estar en relación con la traducción de conceptos de ‘etnicidad’ locales a una manera de percibir la realidad característicamente ‘romana’. Conocer mejor las implicaciones de la ‘romanidad’ para el mundo latino puede 20 Curiosamente, según Diodoro (5.6.5), también tras la llegada de los griegos a Sicilia, los nativos de la isla aprendieron a hablar griego y tras educarse según los valores helenos terminaron perdiendo, no sólo su lengua, sino incluso su nombre, denominándose a sí mismos Sikeliotai (J. M. Hall, 2002: 91).

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permitirnos rastrear el momento en el que los grupos indígenas empiezan a manipular, rediseñar y adaptar valores que serían percibidos como ‘romanos’ por el mundo latino. La segunda implicación de importancia es que, si debemos evitar la delimitación de los grupos étnicos basándonos en la percepción de la ‘etnicidad’ del mundo latino, no es posible defender que la aplicación de nuestra idea de ‘etnicidad’ sea más conveniente. Y por eso, deja de tener sentido la enumeración de elementos distintivos de una ‘cultura arqueológica’ para definir una etnia, si no se entiende esta búsqueda de rasgos como aquella que tiene como objetivo la delimitación de los emblemas utilizados por el grupo para expresar su pertenencia al mismo. Y por último, si aceptamos que el concepto grecolatino y contemporáneo de ‘etnicidad’ no tiene por qué corresponder con el del mundo indígena, debemos cuestionar que los datos aportados por las fuentes puedan ser la base para establecer una relación de equivalencia entre los restos materiales de la segunda mitad del primer milenio conservados y los pueblos que conocemos a través de los textos antiguos, como turdetanos, bastetanos y oretanos. En España la asociación entre los materiales arqueológicos y las ‘etnias’ citadas por las fuentes fue firmemente establecida durante la primera mitad del siglo veinte a través de obras consideradas de referencia como las A. Schulten21 (M. E. Downs, 1998: 40-42). La propia relación entre ‘cultura arqueológica’ y ‘etnia’ ha sido puesta en entredicho en los últimos años. Como ha puesto de manifiesto S. Shenann, la ‘etnicidad’, según hemos visto en las páginas precedentes, es sólo uno de los factores que pueden influir en la dispersión de materiales, y por ello no debe ser considerado como el único posible para explicar la distribución geográfica de los objetos que hemos conservado del mundo antiguo (J. Shennan, 1989b: 11-13). Que el concepto local de lo que significaba ‘ser romano’ para la población del sur de Iberia no hizo desparecer completamente la conciencia de la existencia de distintos grupos étnicos, lo demuestra no sólo el hecho de que en el s. II d. C. los mapas oficiales romanos utilizasen ‘antiguos’ calificativos étnicos a la hora de referirse a estos grupos22 (M. Ben21 Fontes Hispaniae Antiquae, fasc. 1-6, Madrid y Barcelona, 1922-1952, y Geografía y etnología de la Península Ibérica (2 vols.), Madrid, 1959-1963. 22 Sobre los etnónimos de la Hispania antigua ver J. Untermann (1992). Algo similar sucede con las distintas identidades étnicas que convivían en la propia Península Itálica. Procopius, en el s. V d. C., empleaba los mismos etnónimos para referirse a las distintas regiones itálicas que había utilizado

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dala; R. Corzo, 1992: 99), sino el posible uso emblemático de un conjunto de elementos de la cultura material. Estos objetos, como ya señaló en su día M. Bendala, no pueden ser, por lo tanto, entendidos como ‘pervivencias’ de una cultura indígena absorbida por la cultura del conquistador (M. Bendala, 1987c: 570-571), sino como símbolos (posiblemente utilizados de manera consciente en determinadas ocasiones) de la perduración y evolución en el tiempo de la identidad étnica de los grupos peninsulares. La llegada de poblaciones romanas a la Península no significaría, por tanto, «un giro brusco en su propia trayectoria histórica, sino todo lo contrario: la entrada en el Imperio condujo a la consolidación y culminación de un camino trazado de antemano, en alguna medida paralelo al que seguía la propia Roma...» (M. Bendala, 1981: 46). El desarrollo de este proceso estuvo condicionado, sin duda, por el sustrato étnico preexistente en el sur de nuestro país. Una gran parte de la población debió ser, entre los siglos II y I a. C., el resultado de una mezcla de ancestros de distintas procedencias: fenicios, púnicos, griegos, latinos y, quizás, en menor medida, romanos. La mayoría de las fundaciones de esta época no lo fueron de ‘nueva planta’, sino que partieron de asentamientos indígenas, y es muy posible que en muchos casos la población ‘ibérica’ superase a la de origen latino. Si en el año 171 a. C., apenas una generación después de la conquista, 4000 hibridae reclamaron la fundación de una colonia donde asentarse, deberíamos preguntarnos cuántos pudo haber en la zona de Italica, Corduba o Gades, o en otros asentamientos un siglo después (M. E. Downs, 2000: 204). La ‘romanización’, por lo tanto, no dio como resultado «una realidad homogénea, sino una Hispania romana también heterogénea, como lo era antes de la conquista» (M. Bendala, 1987c: 588), donde fenómenos como la continúa renegociación de la identidad de los distintos grupos de población (púnicos, indígenas, etc.) no empiezan con hitos históricos, como el fin del dominio cartaginés o la llegada de Roma (M. Bendala, 1982: 193), aunque se construyan de manera diferente por contraposición a un ‘otro’ situado en una posición dominante tras las guerras de conquista. Uno de los elementos que ha sido especialmente utilizado para dirimir la extensión de los grupos étnicos ibéricos en los momentos previos a la llegada de los romanos es la distribución de ciertos objetos asociados al mundo funerario. Almagro-Gorbea proEstrabón en época augustea (R. Laurence, 1998: 108), aunque, no es difícil imaginar que aquellas denominaciones de carácter étnico habrían cambiado de significado a lo largo del tiempo.

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puso en 198223 que las tumbas de cámara (asociadas a cajas de piedra o larkanes utilizadas como contenedores para las cenizas) permitían delimitar el territorio bastetano. La dispersión de estos elementos coincidiría, según la apreciación de este autor, con un área carente de escultura zoomorfa de piedra, asociada a los pilares estela24 y monumentos turriformes (M. Almagro-Gorbea, 1982a: 255)25. Olmos añadió en el mismo volumen que las imitaciones en cerámica ibérica de cráteras griegas (que cumplirían una función análoga a las cajas de piedra), podrían haber sido otro elemento asociado a las cámaras funerarias y característico de la Bastetania (R. Olmos, 1982). T. Chapa, J. Pereira y A. Madrigal han añadido una serie de elementos a la lista que nos permitirían trazar las fronteras de la Bastetania, como las grandes fosas delimitadas por adobes, sillares o la propia roca, a veces dotadas de un techo de madera, enterramientos múltiples, la presencia del ciervo en la iconografía, 23 M. Almagro-Gorbea plantea también en este artículo la posibilidad de delimitar áreas culturales a partir de la dispersión geográfica de elementos de la cultura material: «labor sencilla que sólo exige a) definir un elemento cultural; b) realizar la recopilación completa de los hallazgos de dicho elemento; c) localizar sobre un mapa de dispersión espacial los hallazgos recopilados y d) proceder a la interpretación cultural» (M. Almagro-Gorbea, 1982a: 250). Aunque no hay que descartar la posibilidad de que alguno de los elementos que M. Almagro-Gorbea individualizó como elementos ‘bastetanos’ pudiesen haber sido utilizados para simbolizar la pertenencia a dicho grupo étnico, la hipótesis que defiende es directamente heredera de las teorías que establecían una relación unívoca entre cultura arqueológica y grupo étnico. 24 Sin embargo, en la misma Baza (Granada) se encontró un elemento arquitectónico (sillar de gola) que pudo haber pertenecido a un gran pilar estela o a un monumento turriforme (I. Izquierdo, 2000: 93; F. Presedo, 1982: 359, lám. XXXV; M. Almagro-Gorbea, 1983: 257). En la región tradicionalmente considerada ‘bastetana’ existen otros ejemplos de restos de esculturas zoomorfas que pudieron estar asociadas a pilares estelas aunque la falta de contexto y su estado fragmentario impide afirmarlo con toda seguridad (T. Chapa, 1985: 254, fig. 16; I. Izquierdo, 2000: 84, fig. 25). Por otro lado, en Jódar (Jaén) se encontró un sillar zoomorfo con esfinge y en Albánchez de Úbeda un friso decorado con la figura de una cierva, de los tipos que M. Almagro-Gorbea incluye en los monumentos turriformes (M. Almagro-Gorbea, 1983a: 233, 237). 25 Según M. Almagro-Gorbea, «Establecida esta correlación, los Bastetanos quedarían bien delimitados correspondiendo a las tierras altas de la Bética surcada por las hoyas de Granada, Guadix y Baza entre Sierra Nevada al Sur y la depresión del Guadalquivir al Norte y al Oeste y por el Este, al norte el Guadalimar y al Sur el límite de la divisoria de aguas con el Segura o, tal vez, este mismo río hasta aproximadamente su unión con el Sangonera. De este modo quedan también precisados dos límites y las relaciones con otras áreas culturales de pueblos vecinos: fenicios o bástulo-fenicios al Sur, en la costa mediterránea; turdetanos en el Guadalquivir Medio; oretanos en el Alto Guadalquivir y el Guadalimar y mastienos en la cuenca del Segura, o al menos en la parte baja de la misma» (M. Almagro-Gorbea, 1982a: 255).

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las cráteras de figuras rojas, las imitaciones ibéricas de cráteras áticas y la individualización a lo largo del período ibérico de dos grandes bloques en la tipología cerámica: el sector oriental y el sector occidental de Andalucía (T. Chapa, J. Pereira, 1992: 445; T. Chapa, J. Pereira, 1994; J. Pereira, 1989a; J. Pereira, 1989b; J. Pereira, A. Madrigal, T. Chapa, 1998). Según, A. Ruiz Rodríguez et al. (1992: 401) es posible trazar una frontera a derecha e izquierda de una línea teórica que uniría Andújar, Porcuna y Baena, ya en el período tartésico y que se mantendría durante la segunda Edad del Hierro. Este supuesto límite separaría los territorios de tartesios y mastienos primero, y de turdetanos, por un lado, y bastetanos y oretanos, por otro, después (T. Chapa, J. Pereira, 1992: 444-445; T. Chapa, J. Pereira, A. Madrigal, 1993: 417). ¿Se verifica realmente esta separación en el ámbito funerario? El mismo M. Almagro-Gorbea matizó en un artículo publicado a principios de los años noventa sus ideas al respecto y sobre todo la distribución propuesta en un primer momento para las cámaras ‘bastetanas’26 (M. Almagro-Gorbea 19931994: 114). De cualquier forma, es difícil aceptar, como hemos visto, una relación unidireccional entre la distribución de la cultura material y el sentimiento de identidad étnica. Cabe la posibilidad, sin embargo, de que en este caso los larnakes y las cámaras funerarias pudiesen ser considerados como indicia de ‘etnicidad’. En todo caso, la distribución de los elementos elegidos para delimitar los límites de la cultura bastetana, demuestran, cuando menos, una fluidez que encaja mal con una rígida argumentación en este sentido. El propio M. Almagro-Gorbea (1982a) descartó incluir en este grupo la interesante caja de piedra encontrada en Lobón (Badajoz) con representaciones de carro, desfile de jinetes, ánforas vinarias y una escena de carácter erótico, que E. Kukahn (1966) fecha entre el s. IV y el s. III a. C., por considerar que sus características la apartaban del resto. Las cajas de Urci, Dalía y Villaricos (Almería) no se corresponden tampoco con lo que la mayoría de los autores entienden por Bastetania (E. Sanmartí-Grego, 1982: 117), aunque se ha intentado solventar 26 «Entre los monumentos funerarios ibéricos también se deben incluir las tumbas de cámara, que parecen características de la zona bastetana, aunque su dispersión rebasa estos límites étnicos, pues parecen haber alcanzado la región del Sureste, como Archena y La Alcudia» (…) «Su origen debe buscarse en las tumbas de cámara orientalizantes tartésicas, como las de Huelva, Setefilla o la región de Carmona, aunque exista algún precedente del Bronce Final…» (…) «A su vez todas estas cámaras deben considerarse derivadas de las fenicias que se documentan por los asentamientos coloniales de la costa mediterránea» (M. Almagro-Gorbea 1993-1994: 114).

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este problema recurriendo a los intensos contactos entre la zona del Guadiana menor y la costa Almeriense, que explicarían determinadas similitudes (cajas de piedra, cámaras funerarias, ajuar) entre las necrópolis ‘bastetanas’ y yacimientos como Villaricos (T. Chapa y J. Pereira, 1992: 445). Por otro lado, este tipo de contenedores funerarios se mantuvieron en uso en época tardorrepublicana e imperial en necrópolis que no pueden considerarse directamente herederas del ‘mundo bastetano’, pero sí en determinadas ocasiones con zonas donde la influencia ‘púnica’ tuvo cierta importancia como Carmona (Sevilla), donde se hallaron más de dos mil piezas (M. Bendala, 1976a: 107-108), Los Collados (Almedinilla, Córdoba) (D. Vaquerizo, 1994: 280; D. Vaquerizo, F. Quesada, J. F. Murillo, J. R. Carrillo, S. Carmona 1994; D. Vaquerizo 1999: 215-2), Cerro de las Vírgenes (Baena, Córdoba, en el ‘sepulcro de los Pompeyos’), Italica (Sevilla), Munigua (Mulva, Sevilla), Carissa Aurelia (Bornos, Cádiz), Gades, Baelo Claudia (Bolonia, Cádiz), Teba (Málaga), Acinipo (Ronda la Vieja, Málaga) o Emerita Augusta, aunque los hallazgos también se extienden por las provincias de Jaén y Granada (P. Rodríguez Oliva, 1999: XIV-XXXI). M. Almagro-Gorbea (1982a: 252-253) señala el mundo oriental como el origen más probable tanto de las cajas funerarias, como del tipo de tumba de cámara ‘bastetano’, lo cual no anularía, por otra parte, la posibilidad de que hubiese sido utilizado como un símbolo de identidad étnica en un momento dado. Como un símbolo de identidad de las necrópolis fenopúnicas peninsulares se las ha considerado tradicionalmente, si bien debería también tenerse en cuenta la importancia del componente indígena en necrópolis tan paradigmáticas como Villaricos. Al menos en época tardorrepublicana la asociación exclusiva entre tumba de cámara-larnake y ‘territorio bastetano’ no tendría lugar. Como reconoce M. Almagro-Gorbea, «cabe plantearse si la tradición de tumbas excavadas que aparece extendida por la Bética en época romana (Bendala, 1976) no refleja una tradición de dichos elementos culturales indígenas, tradición que ciertamente parece evidente en el caso de las cajas cinerarias de piedra romanas tan características de esas áreas de la Bética (Fernández Fúster, 1951)» (M. Almagro-Gorbea, 1982a: 252). Aún más compleja se presenta la sistematización de los lugares de enterramiento de Andalucía occidental, donde aún se discute la filiación étnica de los grupos documentados en las necrópolis de la segunda Edad del Hierro. A finales de los ochenta y principios de los noventa J. L. Escacena (1987, 1989, 1992: 332-334) propuso que la aparente escasez de necrópolis en el occidente de Andalucía entre los

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siglos XI y III a. C. se debía a la fidelidad de los indígenas de estas zonas a un ritual funerario, de origen indoeuropeo, vinculado al Bronce Atlántico, que no dejaría huella arqueológica. Según este autor, y otros que han apoyado su argumentación en los últimos años (M. Belén; J. L. Escacena, 1992b: 78-83; M. Belén; J. L. Escacena, 1992a; J. L. Escacena, M. Belén, 1994; J. L. Escacena, M. Belén, 1998: 34), no es posible encontrar ejemplos de enterramientos turdetanos a finales de la Edad del Bronce y los que se documentan desde época orientalizante hasta la llegada de los romanos deben atribuirse a gentes de otras filiaciones étnicas (púnicos, bastetanos, turdetanos aculturados, o incluso romanos). Para J. L. Escacena, tras el ‘paréntesis orientalizante’, los turdetanos recuperarían su ‘identidad perdida’, sus ritos funerarios ancestrales, que les llevarían a enterrar a sus muertos de una manera que desconocemos. Si, como pretenden estos investigadores, la mayoría de las cremaciones en urna documentadas en la Baja Andalucía deben datarse en los tres siglos previos al cambio de era, ¿cómo debe explicarse este cambio en el ritual?, ¿por qué en esta época se adoptó la costumbre ‘ibérica’ de la que los turdetanos se habían mantenido al margen tanto tiempo?27 (M. Bendala, 1992b: 21). Hoy nadie discute que, como ya avanzara en su día A. García y Bellido (1952b: 42), las urnas de ‘tradición ibérica’ se mantienen en uso hasta época altoimperial, y es bastante posible también que determinados ejemplos aducidos por J. L. Escacena y M. Belén (1994) para demostrar la datación tardía de las urnas funerarias del occidente de Andalucía pertenezcan a fechas recientes, pero quizá esta constatación no debería llevar a datar toda la ‘cerámica turdetana’ hallada en contextos funerarios en la fecha más temprana del arco cronológico posible, dejándonos llevar por una especie de ‘síndrome de Matusalén’ —descrito recientemente por el mismo J. L. Escacena (2000: 28-29)— a la inversa. En contra de esta hipótesis se han posicionado otros autores que consideran precisamente que el rito incinerador característico de la cultura ibérica meridional debe considerarse una más de las novedades del Bronce Final tartésico (M. Bendala, 1992a: 29), reforzada en su etapa orientalizante por el influjo de la tradición incineradora mayoritaria entre los fenicios peninsulares (M. Bendala, 1992b, M. Bendala, 1995: 281; M. Almagro-Gorbea, 1992: 38). Los hallazgos de los últimos años en distintos yacimientos 27 D. Vaquerizo, por ejemplo, duda de que los casos conocidos de cremaciones en urna en la Andalucía occidental deban atribuirse únicamente grupos de población púnicos o romanos (D. Vaquerizo, 1994: 279; D. Vaquerizo, 2001a: 143).

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sustentarían esta hipótesis: cremaciones de etapa precolonial de la necrópolis de las Cumbres (Cádiz), incineraciones en urnas a mano de Cerro Alcalá (Torres, Jaén), necrópolis de cremación del Cerro de Les Moreres (Alicante), necrópolis de incineración de El Llano de Ceperos (Ramonete, Lorca), Parazuelos (Murcia), Almizaraque (Almería), Cabezo Colorado (Almería), Caldero de Mojácar (Murcia), Barranco Hondo (Murcia), necrópolis de El Acebuchal (Sevilla) y necrópolis de la Cruz del Negro (Sevilla), en Setefilla (Lora del Río, Sevilla) (M. Bendala, 1992a: 29-32). Las necrópolis tartésicas de época orientalizante serían receptoras de esta ritualidad funeraria (aunque también se documenten inhumaciones), apreciándose, al mismo tiempo, el enriquecimiento de sus ajuares (M. Bendala, 1992a: 33; M. Bendala, 1987a). Por lo tanto, parece que nos encontramos ante un falso ‘hiatus’ histórico en el estudio de las necrópolis ibéricas de la Andalucía Occidental. Por otro lado, desde un punto de vista antropológico parece cuando menos discutible la defensa de la ‘pervivencia’ de los pueblos a lo largo de los siglos a la manera de los nacionalismos de época del romanticismo, y la recuperación, tras trescientos años de letargo, de costumbres ancestrales que permitirían recuperar las raíces más puras (no mezcladas con costumbres foráneas)28 de la etnia turdetana (M. Bendala, 1992b: 21; A. Jiménez Díez, 2006). Uno de los principales obstáculos que ha tenido que superar la arqueología tradicional a la hora de intentar definir los grupos étnicos que habitaron la Península en época romana republicana, ha sido tanto la imposibilidad de hacer coincidir los datos arqueológicos con los aportados por los autores clásicos, como la propia contradicción de las informaciones proporcionadas por las fuentes textuales que han llegado hasta nosotros29. Para empezar, el propio concepto de ‘cultura ibérica’ no está exento de problemas. En general, en la actualidad, se utiliza este término para referirse a las poblaciones que habitaron durante la Edad del Hierro en la franja costera situada entre el Rosellón francés y la desembocadura del Guadalquivir. Sin embargo, 28 La interacción entre la cultura ‘nativa’ y el mundo oriental se puede apreciar en aspectos tan diversos como el armamento (puntas de flecha de arpón púnicas), la numismática, los gustos cerámicos, la religión y distintos elementos de ciudades como Carmona o necrópolis como Baelo Claudia (M. Bendala, 1992b: 21). 29 Para la adscripción contradictoria de distintas ciudades de la Andalucía oriental a bastetanos o túrdulos en textos de Plinio y Ptolomeo ver A. Ruiz Rodríguez (1992: fig.9). Una descripción de la evolución de la forma de describir y percibir las etnias peninsulares por parte de las fuentes antiguas desde época helenística a época imperial en P. Moret (2004: 39-52).

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el término ‘ibero’ no fue utilizado por los pueblos nativos de la Península Ibérica, sino que responde a una denominación de carácter colonial y significado fundamentalmente geográfico, con la que los autores griegos se referían a un conjunto de pueblos mal conocidos que habitaban en Iberia30. De manera paralela, en el mundo griego, se había empleado durante siglos la palabra Iberia para referirse a regiones míticas, situadas en el extremo conocido del mundo y extremadamente ricas, relacionadas con el país de los muertos y con determinados ciclos de héroes como Hércules. Parece probable que, en su vertiente geográfica, este vocablo aludiese en un primer momento a la zona del estrecho de Gibraltar, donde se situaba el río Iberus. Teniendo en cuenta la importancia de la auto-adscripción a un grupo en las cuestiones de identidad étnica, es significativo que en las fuentes epigráficas no aparezca ningún individuo o grupo que se denomine a sí mismo íbero, o que en las detalladas recopilaciones de Plinio sobre los distintos grupos que habitaban en la Península tampoco se mencione a ningún pueblo con este nombre. Los romanos emplearán un término de origen semítico, Hispania, que aparece recogido por primera vez en los textos de Ennio hacia el 200 a. C., aunque al menos hasta el cambio de era los autores griegos seguirán utilizando la palabra Iberia. En época Imperial los autores latinos escribirán ‘Hiberia’ para referirse de manera poética a Hispania, mientras que casi todos los autores griegos optarán por la trascripción a su lengua del nombre oficial de la Península, Hispania (A. Domínguez Monedero, 1983; G. Cruz Andreotti, 2002; P. Moret, 2006; M. Bendala, 2000: 145-150). Si dejamos a un lado los conceptos de Iberia/iberos, se podría intentar configurar un ‘mapa étnico’ coherente mediante la simplificación del conjunto de datos contradictorios recogidos en las fuentes sobre los principales grupos étnicos del sur peninsular. Situaríamos entonces a los turdetanos en la región del Guadalquivir, a los bastetanos en la costa mediterránea andaluza y en los territorios situados al este de la Turdetania y a los oretanos al norte de la Bastetania; pero de esta manera obviaríamos la mención de determinadas ‘minorías étnicas’ o de grupos aparentemente desplazados de sus emplazamientos ‘originales. 30 Este tipo de nombres son característicos de situaciones coloniales. Baste recordar por ejemplo el término ‘indios’ empleado para los distintos pueblos que encontró Cristóbal Colón al alcanzar las costas americanas. Para una construcción similar de una identidad ‘celta’ a través de las fuentes antiguas y la dicotomía entre los términos keltoi y galli, ver M. Dietler (1994a). Todo ello puede complementarse con observaciones sobre los vocablos phoenices/punici-poeni en J. L. López Castro (2004: 159).

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Trabajos ya clásicos de autores como P. Bosch Gimpera31, A. Schulten32, A. García y Bellido33 o A. Tovar34 han puesto de manifiesto la complejidad de la lectura de los textos clásicos sobre el mediodía peninsular35 (Fig. 4). La Turdetania aparece habitada por turdetanos y túrdulos. No queda claro si es posible establecer una distinción étnica entre ellos, al menos según Estrabón (III, 1, 6), ni la relación de ambos con el antiguo reino de Tartessos, auque generalmente se considera a los turdetanos como los principales herederos de la cultura de los primeros (L. Abad, M. Bendala, 1998: 217; A. Ruiz, M. Molinos, 1993: 247, L. A. García Moreno, 1989b; D. Ruiz Mata, 1998: 155, entre otros)36. Para algunos, los túrdulos tienen un origen celta y se deben situar al norte de los turdetanos, aunque otros los localizan más allá del Anas (Plinio, HN 3. 1. 8.), o incluso en la zona de Gades o en la región donde nace el Betis. Estrabón destaca también la presencia de poblaciones ‘fenicias’ entre los turdetanos y las regiones vecinas (III, 2, 13). En la zona de la Turdetania supuestamente ocupada por los túrdulos se superpone otra denominación geográfica: la Beturia (Estrabón, Geog., III, 2, 3; Plinio N. H., 3, 13-14), que, a su vez, se divide en un espacio ocupado por grupos celtas al oeste y otro por poblaciones túrdulas al este. Aunque supuestamente la Beturia quedaba limitada por el Anas y el Betis, determinadas ciudades de la Beturia celta (Salpesa, Acinipo, Arunda y Saepone) aparecen situadas más allá de este último río (L. Berrocal-Rangel, 1995; L. Berrocal-Rangel, 1998; M. P. García-Bellido, 1995b; L. García Iglesias, 1971: 86; A. Rodríguez Díaz, 1993; A. Rodríguez Díaz, 1995; D. Plácido, 2004: 36-41). En la misma Turdetania se encontraban otros grupos, como los bastetanos de la zona costera entre el Anas y el Betis o los de la región cercana a Gades. 31 P. Bosch Gimpera, Etnología de la Península Ibérica, Barcelona, 1932. 32 Fontes Hispaniae Antiquae, fasc. 1- 6 Madrid y Barcelona, 1922-1952, y Geografía y etnología de la Península Ibérica (2 vols.), Madrid, 1959-1963. 33 España y los españoles hace dos mil años según la Geografía de Estrabón, Madrid, 1945. 34 A. Tovar, Iberische Landeskunde. Vol. 1: Baetica, Baden-Baden, 1974. 35 Un resumen de los avatares de la investigación sobre las etnias prerromanas de Andalucía oriental en A. Ruiz Rodríguez (1992: 101-103). 36 En contra J. L. Escacena (1989). Sus hipótesis plantean el problema de que desde el punto de vista de los estudios sobre identidad étnica resulta muy difícil mantener la supervivencia de la identidad a lo largo de tres siglos sobre una ‘base real’, lo cual no excluye una manipulación simbólica del pasado que permita establecer lazos con grupos de población desaparecidos hace tiempo.

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Fig. 4a: Pueblos de la España primitiva, según P. Bosch Gimpera (1944: mapa VIII).

Fig. 4b: Distribución de las etnias prerromanas según J. Untermann (1992).

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También permanece oscura la conexión entre mastienos y bastetanos, cuyo etnónimo coincide con la región de la Bastetania y los bástulos y bástulo-fenicios (L. A. García Moreno, 1990; E. Ferrer Albelda, E. Prados Pérez, 2001 - 2002). Mención aparte merecería la compleja relación entre los túrdulos (posiblemente, indígenas ‘semitizados’) y los grupos denominados ‘libiofenices’, que se han asimilado tanto con las poblaciones locales que habitaban en el norte de África bajo el dominio de Cartago, como con los descendientes de matrimonios mixtos entre población de origen semita y grupos libios. Los ‘libiofenicios hispanos’ serían por lo tanto los hijos de los libios semitizados que lucharon en los ejércitos de Aníbal durante la II Guerra Púnica, según unos autores, o turdetanos semitizados que podrían identificarse con el grupo que las fuentes denominan ‘túrdulos’, según otros (A. Domínguez Monedero, 1995a; A. Domínguez Monedero, 1995b; M. P. García-Bellido, 1993: 131; M. P. García-Bellido, 1995a: 133; J. de Hoz, 1995; J. L. López Castro, 1992: 50; M. Bendala, 1994: 62). No menos complicada es la definición de la Oretania, que para el mismo Estrabón se extiende tanto por ambas márgenes del nacimiento del Betis (Geog. III, 4, 12), como por la costa mediterránea andaluza (III, 4, 14; III, 3, 2). Plinio divide a los oretanos en dos grupos: los oretanos germanos y los oretanos iberos (III, 25), pero al mismo tiempo nombra a otros mentesanos oretanos (Fig. 5). Quizá una de las conclusiones más interesantes que es posible extraer de este complejo panorama es que no se puede establecer una equivalencia de carácter unívoco entre los conceptos de etnia y territorio. Aunque desde el punto de vista del nacionalismo romántico del siglo XIX sea imposible concebir una nación sin tierra, el sentimiento de ‘etnicidad’ y el regionalismo son dos categorías diferentes (A. D. Smith 1981: 63). La dificultad estriba en que las propias fuentes clásicas asimilan la idea de etnia y región cuando utilizan algunos etnónimos para referirse a zonas geográficas supuestamente ocupadas por determinados grupos étnicos. La utilización, en el mundo antiguo, de mapas de manera paralela a listados étnicos como fuentes para la descripción de la Península hace especialmente complicada la interpretación de textos sobre etnias peninsulares como los debidos a Plinio, que a veces, por otro lado, no coinciden con las informaciones recogidas por otros autores (R. Corzo, A. Jiménez, 1980; M. Bendala, R. Corzo, 1992: 99). En cualquier caso, parece que las fronteras étnicas son más permeables e inestables de lo que normalmente se quiere asumir (M. Bendala, R. Corzo, 1992) y que los turdetanos, bastetanos y

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oretanos no ocuparon territorios idénticos a las regiones conocidas como Turdetania, Bastetania y Oretania (M. E. Downs, 1996: 41; F. J. García Fernández, 2002). Un territorio original puede ser considerado -o nocomo uno de los criterios de inclusión en el grupo, pero la percepción de cuales son sus fronteras como tal puede evolucionar a lo largo del tiempo. Por eso no es imposible pensar en una modificación a lo largo de los siglos de lo que se entendía por Turdetania o Bastetania sin la necesidad de recurrir necesariamente a movimientos de poblaciones, aunque tampoco se puede excluir esta posibilidad. También, desde esta perspectiva, es más fácil comprender que la ubicación de grupos heterogéneos en una región determinada no tiene por qué afectar a los sentimientos de identidad étnica: grupos de ‘bastetanos’, ‘púnicos’ o ‘celtas’ podían residir en la región entendida tradicionalmente como la Turdetania sin que esto afectase al concepto de identidad étnica de los grupos implicados. Además debemos tener en cuenta la posible superposición de identidades. En determinados casos, la coincidencia en el espacio y en el tiempo de entidades como la Beturia, Turdetania o la provincia Ulterior romana, puede estar indicando la superposición de sentimientos de lealtad a distintos grupos que no necesariamente tuvieron que ser mutuamente excluyentes. Ni todos los territorios ocupados por una etnia lo fueron siempre por el mismo grupo, ni el grupo estaba formado solamente por aquellos que ocupaban ese determinado lugar –por ejemplo los grupos ‘celtas’ de la Beturia–, ni los mismos elementos de la cultura material fueron usados en todo momento como ‘indicios étnicos’ de un determinado colectivo. El territorio puede ser uno de los elementos fundamentales para definir la ‘etnicidad’ en algunas sociedades y carecer de todo valor en otros grupos, como los nómadas (G. De Vos, 1995: 12). Si a todo esto añadimos los problemas que surgen al intentar situar en un mapa actual las informaciones de los autores antiguos, se comprenden aún mejor las dificultades existentes para entender la relación entre las etnias del sur de la Península y su ubicación geográfica. Primero debe tenerse en cuenta que los autores clásicos manejaron tanto mapas como listas étnicas de ciudades (M. Bendala; R. Corzo, 1992). La confusión entre los conceptos de etnia y territorio explica los problemas inherentes a la mezcla de informaciones de ambas fuentes. Además debe tenerse en cuenta que la apreciación del espacio geográfico en el mundo antiguo era distinta de la actual. Los mapas estaban basados en datos astronómicos y matemáticos que permitían trazar una red de meridianos y paralelos, pero su insuficien-

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Fig. 5a: Localización de «pueblos» prerromanos del sureste peninsular según A. Iniesta. 1. Contestanos, 2. Bastetanos, 3. Oretanos, 4. Turdetanos, 5. Mentesanos, 6. Libiofenicios o Bástulos, tomado de T. Chapa y J. Pereira (1994: 102).

Fig. 5b: Localización de los turdetanos y pueblos limítrofes en la Turdetania prerromana, según J. L. Escacena y M. Belén (1998: 29). Las diferencias en la ubicación de los distintos grupos étnicos en los mapas de las figuras 4 y 5, muestran las dificultades para esclarecer los límites de los pueblos «ibéricos» a partir de las fuentes textuales y arqueológicas.

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cia hacía necesario incluir también datos de ‘geografía empírica’ procedentes de múltiples fuentes que a veces no coincidían entre sí. Se tendía a una percepción lineal del espacio debido al uso predominante de itinerarios y a la carencia de instrumentos que dotasen a los mapas de perspectiva aérea. Esta tendencia se observa en la repetida referencia a elementos lineales como costas, ríos o vías, sobre las que se sitúan las distintas poblaciones. Cuando estas ‘líneas guía’ faltan, al describir elementos sin demarcaciones precisas, como cadenas montañosas o regiones geográficas ocupadas por grupos étnicos, los problemas de imprecisión aumentan (C. Nicolet, 1988: 89; O. A. W. Dilke, 1985; F. Prontera, 2003: 29-45). El carácter propagandístico de este tipo de relaciones de pueblos sometidos al dominio romano, dedicados fundamentalmente a destacar su diversidad, hacía, por otro lado, cobrar mayor importancia a la ubicación relativa de dichos pueblos que a su situación exacta en el plano. Por otro lado, el tipo de escala adecuada a la representación de grupos étnicos sobre el territorio parece haber estado ausente en el mundo antiguo. Han llegado hasta nosotros ejemplos de dos tipos de escalas, la apropiada para grandes espacios como continentes (geographia) y aquella destinada a superficies reducidas como mapas de ciudades (topographia), pero carecemos hasta el momento de ejemplos de mapas regionales (chorographia). Las dificultades que se presentan a la hora de seguir las descripciones latinas de la Península sobre un mapa moderno, deberían llevarnos a la conclusión de que la cartografía de nuestra época no es una buena ayuda para reconstruir la percepción de la geografía en mundo antiguo (M. E. Downs, 1996: 43-45). Parece claro, por lo tanto, que la subdivisión del espacio por parte de los antiguos geógrafos no representa directamente ‘la realidad’ de los territorios étnicos, sino que debe considerarse, sobre todo, una fuente de información sobre su visión del mundo, sobre el empleo de la ‘etnicidad’ para definir las divisiones territoriales del espacio, fijando y generando, de alguna manera, una noción ‘estática’ de los sentimientos étnicos de los habitantes de las regiones descritas (R. Laurence, 1998: 102). Todos los argumentos expuestos a lo largo de estas últimas páginas explican, en parte, por qué he defendido en el capítulo anterior que el proceso de modificación en los sentimientos de identidad étnica debió de producirse con especial intensidad en los

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momentos inmediatamente posteriores –y durante– las guerras de conquista de finales del s. III y principios del S. II a. C. en la Ulterior, aunque ello no signifique, desde luego, que la continua renegociación de la identidad colectiva se detuviese tras este período. Sin embargo, fue en esa primera fase de contacto entre las poblaciones locales y los colonos romanos de distintas procedencias, en la que necesariamente se forjaron nuevas maneras de percibir la identidad étnica a través de la oposición con el ‘otro’ y del reflejo de su mirada. Es decir, creo que esa primera etapa tuvieron que generarse, tanto una nueva identidad romana, un nuevo concepto de lo que significaba la ‘romanidad’ –en parte modelado por la visión que las poblaciones peninsulares tenían del mundo romano–, como, paralelamente, una ‘re-construcción’ de los elementos ‘tradicionales’, de la ‘manera de ser’ que permitía a los pueblos ibéricos ‘reconocerse’ a sí mismos. En resumen, si aceptamos que la percepción de la ‘etnicidad’ depende en último término de un sentimiento subjetivo de pertenencia al grupo, debemos basar nuestras investigaciones sobre la ‘etnicidad’ de los pueblos peninsulares en la definición, no tanto de los rasgos que caracterizan a las distintas ‘culturas’, como de los criterios que generan las fronteras entre ellas (en el sentido definido por F. Barth) y en el posible uso de carácter emblemático de elementos culturales. Entre estos últimos, la manipulación simbólica del pasado y los ancestros (aspecto muy relacionado con el mundo funerario), tiene un papel destacado. El análisis de las necrópolis hispanas de los últimos siglos de la República y de principios del Imperio parecen poner de manifiesto, una vez más, como se verá a continuación, que la ilusión o el espejismo de cierta ‘pureza cultural’ asociada al grupo étnico sólo se da en los mitos (tanto antiguos como contemporáneos) sobre los orígenes de un determinado colectivo. La realidad nos muestra siempre que los procesos de interacción cultural tienen como resultado la creación de una cultura ‘híbrida’ o ‘mixta’ (M. Bendala, 1982: 201), distinta de las supuestas ‘entidades aisladas’ que le dieron forma, en la que los elementos ‘emblemáticos’ cambian de significado dependiendo del contexto, y en la que no es posible desligar los rasgos de una u otra ‘cultura’ sin manipular, desde el presente, los sentimientos de identidad étnica de las sociedades objeto de estudio (A. Jiménez Díez, 2002: 228).

IV. CASTULO (CAZLONA, LINARES, JAÉN)

En esta tercera parte se inicia el examen de la información disponible sobre tres necrópolis hispanorromanas partiendo de los presupuestos teóricos expuestos con anterioridad. He decidido, a pesar de las limitaciones que ello pudiese suponer, estudiar únicamente tres ejemplos para poder llevar a cabo un análisis del contexto de cada ciudad con cierta profundidad, y no realizar una catalogación de todas las necrópolis conocidas de este período situadas en el mediodía peninsular. Aunque soy consciente de que se podrían haber realizado estudios similares comparando los espacios funerarios de otros asentamientos1, en las tres ciudades elegidas confluían una serie de características que las hacían especialmente interesantes a priori. Castulo, Baelo Claudia y Corduba fueron tres ciudades de la Ulterior situadas, sin embar1 Se podría haber realizado un estudio comparativo de la capital provincial (Colonia Patricia) y las capitales conventuales (Astigi, Hispalis y Gades), pero me interesaba sobre todo, precisamente, el contraste con otro tipo de núcleos. La complejidad de analizar los restos funerarios del caso gaditano son además enormes, debido a que muchos de ellos fueron recuperados a principios de siglo por Álvarez Quintero y a la ausencia de análisis sistemáticos de época reciente sobre las excavaciones modernas en el núcleo urbano. Otros claros candidatos podrían haber sido los yacimientos de Mulva (si bien a primera vista los tipos de tumba y ajuares parecían ofrecer elementos menos interesantes para la comparación que se pretendía realizar), o Carmona (donde a pesar de los estudios ya clásicos sobre las necrópolis romanas a cargo de M. Belén (1982, 1983, et al. 1986) y M. Bendala (1976a) no existe suficiente información sobre los ajuares asociados a las tumbas excavadas por G. Bonsor a principios de siglo). Las necrópolis romanas de Huelva apenas se conocen y sólo recientemente han comenzado a ver la luz una serie de trabajos firmados por J. M. Campos y N. Vidal donde se ponen en valor los hallazgos funerarios de este período (ver N. Vidal, J. M. Campos, 2006; N. Vidal, J. Bermejo, 2006, con bibliografía anterior). Tampoco los datos publicados sobre las excavaciones antiguas de las necrópolis de Itálica parecían permitir un estudio en profundidad de los restos conservados, si bien en el volumen 121 de la serie EAE se recoge la intervención llevada a cabo en los años setenta en la necrópolis del Pradillo (A. Canto, 1982; P. León, 1985: 223; A. Caballos, 1994). Hubiese sido también interesante contrastar los materiales procedentes de alguna de estas ciudades con necrópolis rurales, aunque son prácticamente desconocidas y generalmente se limitan a tumbas aisladas más que conjuntos funerarios. No he renunciado, sin embargo, a realizar distintas referencias a otras necrópolis de la Bética, o incluso de Hispania, cuando el análisis de problemas concretos así lo requería.

go, en regiones diferentes. La modificación de los limites provinciales como consecuencia de las reformas augusteas supuso la integración de Castulo en la Tarraconensis y en el conventus Carthaginiensis, si bien los vínculos que unían a la ciudad con la Baetica siguieron siendo, evidentemente, muy intensos. Corduba será, a partir de ese momento, no sólo la capital de la provincia, sino también del conventus Cordubensis, mientras que Baelo Claudia quedará enclavada en la zona costera del conventus Gaditanus (Fig. 1). Estas tres ciudades permiten un estudio simultáneo del asentamiento y los espacios funerarios, se conocen varias necrópolis contemporáneas asociadas un mismo hábitat y, además, presentan la ventaja de contar con un número importante de sepulturas. Según las fuentes antiguas, cada una de ellas poseía un sustrato étnico diferente. Sabemos que en Corduba se asentó un número importante de inmigrantes itálicos, Baelo Claudia se encuentra en el ámbito de influencia de Cádiz y otros asentamientos de carácter púnico, mientras que en Castulo se ha documentado una importante fase prerromana que se ha querido asociar con el pueblo oretano. El resultado de comparar las necrópolis de un mismo asentamiento entre sí y con otros espacios funerarios del entorno o de otras provincias parece poner de relieve, sin embargo, el carácter esencialmente híbrido de las ciudades hispanas de principios del Imperio y la convivencia dentro de cada núcleo urbano de distintas formas de expresión de la identidad colectiva e individual. El contraste de las necrópolis de la capital de la Bética con localidades de menor relevancia administrativa, pero importantes desde un punto de vista económico como Castulo, o geoestratégico, en el caso de Baelo Claudia, parecía además a priori interesante. El resultado enfatiza, en cualquier caso, la acusada idiosincrasia de la ciudad en el mundo antiguo. En las necrópolis de Castulo, en concreto, es posible estudiar el proceso de cambio y continuidad derivado de la ‘romanización’ a lo largo de varias centurias. El yacimiento presenta la ventaja de permitirnos comparar, no sólo distintas necrópolis prerromanas coetáneas, sino también diferentes ce-

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menterios de época altoimperial que ofrecen la posibilidad de contrastar el empleo de una serie de elementos que pudieron ser considerados «tradicionales» en la época y confrontarlos con los objetos y rituales que realmente se empleaban en el asentamiento antes de la conquista romana del sur de la Península. En primer lugar, haremos un breve recorrido por los distintos trabajos dedicados al yacimiento, desde las primeras publicaciones de M. Góngora y H. Sandars, relacionadas fundamentalmente con el impresionante conjunto de relieves reutilizados en La Puente Quebrada, hasta las memorias y artículos sobre las excavaciones arqueológicas dirigidas por el Profesor J. M. Blázquez a partir de los años setenta del siglo XX. A continuación, analizaremos la documentación disponible sobre las tres necrópolis de época tardorrepublicana y altoimperial excavadas en el yacimiento –El Estacar de Luciano, La Puerta Norte y El Cerrillo de los Gordos-, que nos servirá de base para la posterior discusión sobre la evolución de las necrópolis ibéricas a partir del contacto con los colonos romanos. En el primer ejemplo llama la atención la presencia de patrones rituales que parecen desarrollarse plenamente en los lugares de enterramiento inmediatamente posteriores, como la necrópolis de La Puerta Norte. Allí precisamente se encontraron una serie de muros de escaso alzado que proponemos identificar como acotados funerarios y que fueron fuente de polémica en el momento en el que se llevó a cabo la excavación de la necrópolis. Junto a esta manera de entender la articulación del espacio funerario, que podríamos considerar «romana», nos encontramos con un tipo de enterramiento (incineración en urna de tradición ibérica cubierta por un cuenco tapadera) anclado en rituales y ofrendas con claros precedentes ibéricos. Lo interesante en este caso, como veremos, es que, aunque se han empleado objetos con un evidente ‘halo’ tradicional, el tipo de ajuar presente en ambas necrópolis es una reelaboración de un tipo de ritual de corte arcaizante, no una copia exacta del pasado, como intentaremos demostrar mediante la comparación con los enterramientos de las necrópolis de época ibérica del yacimiento, como El Estacar de Robarinas, Los Patos o Baños de la Muela. En la otra necrópolis fechada en torno al cambio de era, el Cerrillo de los Gordos, se encontró una cámara funeraria que había sido saqueada con anterioridad al inicio de la excavación. Aun así, el tipo de monumento –cámara hipogéica con una escalinata a la entrada y la puerta muy probablemente sellada con una losa de piedra– remite a construcciones similares halladas en yacimientos donde la ‘romanización’ se produjo en grupos con fuerte sustrato pú-

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nico. La clausura de manera permanente –entre enterramiento y enterramiento– de la tumba comunal, a la que se vierten libaciones a través de un conducto sin necesidad de penetrar en el interior del mausoleo, implica una relación entre los vivos y los muertos distinta a la que era común en las cámaras funerarias de la Península Itálica, que eran objeto de frecuentes visitas a lo largo de fechas establecidas en el calendario. El único elemento del ajuar de esta tumba que ha sobrevivido al expolio -una máscara de terracota de tamaño inferior al natural- es analizado en el contexto de un breve estudio sobre los objetos de esta clase encontrados en tumbas y santuarios, especialmente a partir de época helenística, por todo el Mediterráneo. La relación de estos materiales con cultos dionisíacos, concuerda especialmente bien con la simbología de los relieves de La Puente Quebrada, donde las representaciones de máscaras que penden de guirnaldas entre pilastras, pueden ser representaciones, como se propone más adelante, de máscaras reales que pendían de los intercolumnios en el atrio durante la exposición del cadáver. Las piedras talladas reutilizadas en La Puente Quebrada, en cualquier caso, suponen un contrapunto muy interesante respecto a las necrópolis altoimperiales recién mencionadas, porque permiten suponer la existencia de lugares de enterramiento con un aspecto externo similar al de las necrópolis italianas de manera paralela a espacios, como La Puerta Norte o El Cerrillo de los Gordos, donde podemos suponer que estos monumentos estarían ausentes, con lo que ello implica para el discurso de autorrepresentación implícito en la manera de presentarse ante la comunidad tras la muerte. Posteriormente, se analizan los datos aportados por las fuentes clásicas sobre Castulo, que sugieren la presencia en el yacimiento de una población de carácter híbrido, que tiene su reflejo, tanto en los tipos de enterramiento, como en la onomástica o la iconografía monetal del asentamiento y se emprende la discusión de los datos presentados en el inicio de la exposición. Tras el análisis de las características de la tipología de las tumbas y los materiales presentes en los ajuares en el marco de las necrópolis tardoibéricas y altorrepublicas, se lleva a cabo el debate sobre la influencia de la conquista romana en los ritos de enterramiento de los pueblos del sur de la Península Ibérica. Se plantea, inicialmente, la inexistencia de un verdadero hiatus entre las necrópolis del s. III a. C. y las del s. I d. C., mediante un breve repaso a algunos yacimientos donde se tiene constancia de la aparición de materiales tardorrepublicanos asociados a zonas de enterramiento. Esto nos permitirá defender la continuidad de los espacios sacros durante el Ibé-

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rico Tardío y proponer algunas de las posibles causas que han contribuido a la ‘invisivilidad’ de las necrópolis de este período, lo que, sin duda, ha sido uno de los condicionantes principales a la hora de forjar una determinada imagen de la ‘romanización’ de las necrópolis ibéricas como una fase de decadencia y destrucción de los modos de entender los espacios funerarios del mundo prerromano. Para finalizar, se repasa el ritual funerario y los tipos de monumentos más característicos del Ibérico Final (empedrados tumulares, tumbas turriformes, tumbas de cámara, etc.), que muestran la existencia de un lenguaje simbólico «bilingüe» de tipo helenístico, especialmente evidente en el caso algunas esculturas o de la introducción de determinados objetos en los ajuares funerarios, como los conocidos ungüentarios cerámicos que aparecen distribuidos en tumbas de esta época por todo el Mediterráneo. Sin embargo, hay otros objetos de carácter tradicional que no desaparecen completamente de las tumbas hasta finales del s. I a. C. como las armas, que habían acompañado durante siglos a los restos de los difuntos en las necrópolis ibéricas. Del análisis de los datos disponibles se puede deducir, además, que determinadas manifestaciones de la cultura material de este momento (‘monumentalización’ de lugares de culto ibéricos, cerámica con decoración figurada, relieves de monumentos turriformes, ausencia de sigillata en los ajuares) deberían ser interpretadas, no sólo como el resultado de la adopción por parte de las élites indígenas de algunos objetos llegados de la Península Itálica, sino también como una reelaboración de dichos elementos en un contexto muy concreto de reafirmación de la propia identidad, como manera de expresar la diferencia con los primeros colonizadores, recurriendo a rasgos que podrían haber sido interpretados en aquel marco como costumbres enraizadas en el pasado prerromano. En conclusión, las necrópolis del final del mundo ibérico nos remiten a un paisaje funerario donde se entrelazan elementos de continuidad y cambio, pero donde el momento de transformación que se suele asimilar a la ‘romanización’, al menos en la Ulterior, no se produce tanto a la llegada de las tropas romanas o en los decenios inmediatamente posteriores al final de la conquista, sino con doscientos años «de retraso», a finales del siglo I a. C. o incluso ya a principios del s. I d. C., justo cuando la propia Roma se había visto envuelta en un proceso de transformación que tendrá como consecuencia la creación de un sistema imperial con nuevos mecanismos de control y propaganda. Y aun en este escenario, necrópolis como La Puerta Norte o El Cerrillo de los Gordos, nos recuerdan que coexistieron voces discordantes respecto

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a este discurso de carácter oficial, donde los elementos de aspecto arcaizante fueron seleccionados de manera consciente frente a otros de carácter innovador, con los que no sólo convivían, sino gracias a los cuales, en parte, existían, por el contraste que la mirada podía establecer entre ellos, por el diálogo que se creaba entre dos formas de construir el espacio funerario. 1.

HISTORIOGRAFÍA

La ciudad de Castulo, uno de los enclaves de la Hispania antigua más citados por las fuentes clásicas junto a Tarraco, fue también objeto de numerosos comentarios entre los eruditos de época moderna y merecedora de diversas visitas por un importante grupo de viajeros que recorrieron nuestro país desde el Renacimiento. Conservamos algunas noticias que se remontan al s. XVI, en los escritos de Ambrosio de Morales2. Un siglo más tarde, Gregorio López Pinto dedicaría un estudio monográfico al yacimiento titulado Historia apologética de la muy antiquísima ciudad de Castulo, en el que ya se describe la construcción de La Puente Quebrada sobre el río Guadalimar en la que se emplearon «todo tipo de piedras mayores, labradas a gran costa, traídas de Castulo»3. En el siglo XVIII, José Martínez de Mazas, deán de la catedral de Jaén, dejará constancia de su paso por la ciudad en un manuscrito4 en el que relata tanto pormenores del asentamiento, como de las minas que dieron fama y riqueza a sus habitantes. Ya en el siglo XIX, Manuel de Góngora describe los restos que el yacimiento ofrecía al caminante en su Viaje literario por las provincias de Jaén y Granada5, traza un mapa de las murallas y extrae una serie de sillares de La Puente Quebrada que fueron a parar a los fondos del Museo Arqueológico Nacional de Madrid (J. M. Blázquez y F. Molina, 1979b; J. M. Blázquez, M. P. García-Gelabert, 1994b: 548). A Horacio Sandars debemos un trabajo en el que se estudiaban los relieves monumentales de época romana procedentes de Castulo, que aún en parte permanecen empotrados en La Puente Quebrada sobre el río Guadalimar6. 2 A. Morales, Las antigüedades de las ciudades de España, Alcalá de Henares, 1575. 3 Manuscrito de la Biblioteca Nacional, núm. 1251, Madrid, citado por J. M. Blázquez y M. P. García-Gelabert (1994b: 548). 4 Manuscrito E 144 (Colección Salazar), Real Academia de la Historia, Madrid 1788. 5 Manuscrito 11, 3, 7, 18, Madrid, 1860, con fotografías y planos. 6 Sandars, H. (1912): Notas sobre La Puente Quebrada del río Guadalimar, Memorias presentadas a la Real Academia de la Historia, Madrid, 69.

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Sin embargo, las excavaciones propiamente dichas en Castulo no comenzaron hasta finales de la década de los sesenta del siglo XX. Atrás quedaba el expolio de yacimientos como el Cerrillo de los Gordos en los años cuarenta, o los daños causados en los restos conservados por las labores agrícolas durante décadas. Pocos años antes, en 1957, había sido fundado el Museo Arqueológico de Linares, que daría cobijo a las piezas descubiertas por los arados. R. Contreras, director del Museo, impulsó, además, la creación de la revista Oretania, en la que irían publicándose, desde 1959, algunos de los materiales procedentes del yacimiento. Precisamente en esta serie vería la luz un artículo dedicado a las primeras excavaciones en una de las necrópolis castulonenses, situada en El Molino de Caldona, a cargo de A. Arribas y F. Molina (1968-1969). Ambos investigadores dirigieron también, en 1969, las investigaciones llevadas a cabo en la necrópolis de Los Patos. A partir de los años setenta las campañas de excavación fueron financiadas por la Dirección General de Bellas Artes y supervisadas por el profesor J. M. Blázquez (Universidad Complutense de Madrid), con la colaboración, sobre todo en los primeros momentos, de F. Molina (Universidad de Granada). En 1970 se trabajó simultáneamente en distintos puntos situados en el exterior de las murallas del yacimiento, en concreto en las necrópolis de Los Patos, Baños de la Muela, Casablanca y Puerta Norte. Los resultados fueron publicados en el primer número de una serie de volúmenes monográficos (J. M. Blázquez, 1975) que darían cuenta de los trabajos arqueológicos realizados en el yacimiento a lo largo de más de una década. J. M. Blázquez fue el encargado de dirigir las campañas que tuvieron lugar entre 1972 y 1976. En aquellos años se excavaron la necrópolis ibérica del Estacar de Robarinas, en la necrópolis ‘ibero-romana’ del Estacar de Luciano, así como en las necrópolis romanas de la Puerta Norte y el Cerrillo de los Gordos. Asimismo, se limpiaron las murallas y las termas de una villa urbana. Aunque la difusión definitiva de los resultados hubo de esperar a la publicación del volumen Castulo II (J. M. Blázquez, 1979), se presentaron una serie de avances en los Congresos Nacionales de Arqueología celebrados en 1973 y 1975, en el Symposium Internacional de Prehistoria Peninsular que tuvo lugar en Córdoba en 1976 y en otras revistas especializadas (J. M. Blázquez, J. Remesal, 1975; J. M. Blázquez; P. Fernández Uriel, 1974; J. M. Blázquez, J. J. Urruela, 1977; J. M. Blázquez, J. Remesal, J. L. Ramírez, J. Valiente, 1979; J. J. Urruela, 1973). Castulo III (J. M. Blázquez, J. Valiente, 1981), recoge las excavaciones llevadas a

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cabo en 1978 y 1979, fundamentalmente en el denominado «Santuario de La Muela». La serie se completó con la publicación de Castulo IV (J. M. Blázquez, R. Contreras, J. J. Urruela 1984), donde se da cuenta de algunos sondeos practicados en el noreste del yacimiento entre 1974 y 1979, que pusieron al descubierto un conjunto de casas de época republicana (s. I a. C.) construidas con técnicas indígenas y otras estructuras; y Castulo V (J. M. Blázquez, M. P. García-Gelabert, F. López Pardo, 1985), que recoge las campañas de excavación llevadas a cabo en 1981 y 1982 en la zona de La Muela. Las campañas realizadas en 1985 y 1986 en la Villa del Olivar vieron finalmente la luz en la Serie Internacional de los British Archaeological Reports (J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1999), a lo que hay que añadir una Tesis Doctoral sobre los materiales cerámicos del conjunto firmada por S. Prado Toledano (2002), recientemente editada en CD-ROM. Precisamente al final del volumen dedicado a la Villa del Olivar se incluye un conjunto de «varia» donde se pueden encontrar unas páginas dedicadas a las excavaciones desarrolladas en 1975 y 1977 en la necrópolis del Estacar de Luciano (J. Valiente, 1999). Cabe destacar la publicación, a principios de la década de los ochenta del siglo XX, del estudio sobre las acuñaciones castulonenses y las raíces púnicas de su iconografía debido a M. P. García-Bellido (1982). La estrecha colaboración entre M. P. García Gelabert y J. M. Blázquez inicia su andadura por los mismos años. Fruto de este trabajo conjunto serán numerosas publicaciones dedicadas al estudio de distintos aspectos del yacimiento, en parte recopiladas en un libro de síntesis publicado en 19947. A M. P. García Gelabert debemos también una serie de estudios centrados fundamentalmente en la necrópolis de El Estacar de Robarinas y en el análisis de las necrópolis ibéricas del yacimiento (M. P. García Gelabert, 1988a, M. P. García Gelabert, 1988b; M. P. García Gelabert, 1990a, M. P. García Gelabert, 1991a). A principios de los años noventa se lleva a cabo una primera prospección en la zona del valle del Guadalimar con el objetivo de analizar las relaciones de carácter macroespacial que existieron entre distintos asentamientos y su entorno desde el Bronce Fi7 J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1984; J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1985; J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1987a; J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1987b; J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1987c; M. P. García Gelabert, J. M. Blázquez, 1992a; M. P. García Gelabert, J. M. Blázquez, 1992b; J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1993; J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1994a.

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nal hasta época ibérica (J. López et al. 1993)8. Un segundo proyecto de prospección superficial pretendía aumentar nuestros conocimientos sobre el patrón de asentamiento ibérico en la zona de los territorios dependientes de Castulo y Giribaile, así como analizar los procesos de transición entre el sistema de ocupación del suelo de época ibérica y la implantación de una nueva manera de explotar el territorio en época romana (L. M. Gutiérrez et al., 1995). En 1999, R. Contreras añadió al repertorio de textos dedicados al yacimiento un volumen monográfico sobre la prosopografía de la ciudad romana (R. Contreras, 1999). Finalmente, M. C. Ortega (2005) ha presentado un trabajo en el que analiza estadísticamente la composición de los ajuares de las necrópolis Castulonenses. Sin embargo, hay que subrayar que, a pesar de las numerosas investigaciones llevadas a cabo en el yacimiento, existe aún cierta descompensación entre los datos conocidos sobre el hábitat y las necrópolis de la ciudad. Poseemos bastante información sobre las segundas, que además se mantienen en uso durante largos períodos de tiempo y de manera coetánea, presentando distintas cuestiones de gran interés sobre la evolución del ritual y las distintas clases de enterramientos presentes en cada período histórico, pero, desgraciadamente, desconocemos prácticamente todo sobre la vida de la ciudad desde la Edad del Bronce hasta el s. X d. C. El equipo dirigido por J. M. Blázquez localizó el poblado de la Edad del Bronce junto al río Guadalimar y en la ladera este de la ciudad romana. En esta zona, conocida como la Muela, se excavaron una serie de estructuras interpretadas como un santuario rural fechado en la segunda mitad del s. VII a. C., un sepulcro cercano y un taller de fundición construido en una fase posterior. También extramuros, en el denominado “Cerro del Teatro”, se sitúan una serie de edificios de época romana de difícil interpretación, dotados de pavimentos de guijarros y un silo. En el interior de estos recintos se recogieron escorias de hierro, restos de plomo, una moneda con signos latinos e ibéricos (que indica una fecha post quem del año 49 a. C. como mínimo), así como fragmentos de recipientes cerámicos como dolia, cerámica pintada de tradición ibérica y vajilla de mesa (sigillata) (P. Fernández Uriel, J. J. Urruela, 1979: 303-319). Las catas que se efectuaron a lo largo de varias campañas en búsqueda del poblado prerromano no dieron resultados positivos. De época romana apenas se conocen unas termas y las murallas, cuyo períme8 Dicho trabajo se inscribía en el marco de un Proyecto General de Investigación sobre el Mundo Ibérico de las Campiñas de Jaén dirigido por los doctores A. Ruiz y M. Molinos.

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tro había sido ya trasladado a plano por M. Góngora en el s. XIX, aunque en el s. XX fue objeto de limpieza y restauración por parte de los arqueólogos responsables de las excavaciones en el yacimiento. Se conservan lienzos del recinto fabricados con hormigón y torreones cuadrangulares con restos de muros ciclópeos en la base de la construcción que se han querido relacionar con las murallas prerromanas de Ampurias, Carmona o Ibros (J. M. Blázquez, 1985b: 140). A través de la epigrafía conocemos la existencia de un anfiteatro y un teatro (CILA 6, 84 y 91) que aún no han sido localizados en el yacimiento. La «Villa urbana» del Olivar contaba con distintas dependencias que no fueron excavadas en su totalidad y con una instalación termal que fue fechada por J. M. Blázquez en época bajoimperial. Algunos de los sillares empleados en la construcción presentaban un ligero almohadillado. Este detalle, así como restos de epigrafía y fragmentos de relieves encontrados en el mismo lugar, parece sugerir que la vivienda fue construida con materiales procedentes de otros edificios de la ciudad (J. M. Blázquez, F. Molina, 1979a). Al realizar dos catas en la ‘acrópolis’ de la ciudad se pusieron al descubierto un conjunto de casas de época republicana, una cisterna bajoimperial y un cementerio visigodo, datado en el segundo cuarto del s. VII d. C. La mayoría de los yacimientos objeto de intervención fueron cubiertos tras el final de las excavaciones una vez trasladados los materiales al Museo de Linares, ante la imposibilidad de restaurar las estructuras o acondicionar el lugar para permitir las visitas del público. 2.

LAS NECRÓPOLIS ROMANAS DE CASTULO

Con el paso de los siglos distintas necrópolis se fueron disponiendo en los alrededores del asentamiento de Castulo (Figs. 6 y 7). Al oeste, se situó el área sepulcral de Los Patos y El Estacar de Robarinas; al sur, El Molino de Caldona; al este, Los Baños de la Muela, Casablanca, El Estacar de Luciano, El Cerrillo de los Gordos y tres túmulos en la zona de Los Higuerones. Entre las necrópolis más antiguas, según las cronologías proporcionadas por los responsables de las excavaciones, se encuentran las de Los Patos (ss. IX-VIII a III a. C.), Molino de Caldona (finales del s. V a. C.-principios del s. IV a. C.), Baños de la Muela (ss. V-IV a. C.) y Casa Blanca (ss. V-IV a. C.). En Los Patos se encontraron los restos de una construcción cuadrangular, tres inhumaciones y nueve urnas ibéricas que contenían los restos de los difuntos y habían sido protegidas con losas de piedra o piedras formando un círculo alrededor. Junto a la urna se pudo

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Fig. 6: Plano topográfico del yacimiento de Castulo (según J. M. Blázquez, 1979: plano 1).

Fig. 7: Ubicación topográfica de las necrópolis de Castulo en relación con el asentamiento (modificado a partir de J. M. Blázquez 1985, Fig. 1. Se ha añadido la localización de la necrópolis del Estacar de Luciano y de “La Puente Quebrada” sobre el río Guadalimar).

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apreciar en ocasiones restos de la pira funeraria y fragmentos calcinados del ajuar (J. Mª Blázquez, 1975: 41-121; A. Arribas, F. Molina, 1968-1969: 180). Existen, al menos, dos necrópolis en Castulo de época ibérica que continúan hasta momentos que enlazan con el mundo romano. La necrópolis del Estacar de Luciano tiene sus orígenes en el s. V a. C., pero se mantiene en uso hasta el s. III a. C., superponiéndose a continuación una necrópolis romanorepublicana que perdura, según los encargados de la excavación, hasta el s. II d. C. De la misma manera, necrópolis en las que se han estudiado y publicado los restos conservados del período ibérico (fases ss. VII-IV a. C.), como El Estacar de Robarinas, tuvieron una fase tardía en época romana, que se conoce debido al expolio de un conjunto de «tumbas importantes de este período, de piedra...» y sarcófagos (Mª P. García-Gelabert, 1990a: 265; Mª P. García-Gelabert, J. Mª Blázquez, 1992b: 459). Este fenómeno, como destaca M. P. García Gelabert, no es exclusivo del yacimiento de Castulo. Ejemplos tan paradigmáticos como Pozo Moro demuestran la continuidad de los enterramientos en el lugar donde se erigió una tumba singular desde época ibérica hasta el s. I d. C. (M. Almagro Gorbea, 1983; L. Alcalá-Zamora, 2002; L. Alcalá-Zamora, 2003)9, evidenciando «la perduración de la memoria de aquél como lugar sacro». Según esta autora, «en las necrópolis de Baños de la Muela y los Patos, también de Castulo, se documenta, asimismo, este fenómeno» (M. P. García-Gelabert, 1990a: 266 y nota 56). a)

La Puerta Norte (Figs. 8, 9, 10)

En este mismo momento (época altoimperial), estuvieron también en uso otras necrópolis, que en este caso se situaron en una ubicación diferente a las de época más antigua y, sin embargo, determinados aspectos descritos en las necrópolis ibéricas de Cas9 Debemos tener en cuenta, sin embargo, que parte de los sillares del monumento turriforme aparecieron reutilizados en tumbas posteriores de época ibérica. Recientemente se ha publicado un avance de los resultados obtenidos tras el estudio de los ajuares de las tumbas conservadas en el MAN, así como de los diarios de excavación y las planimetrías realizadas durante las campañas de 1971, 1973, 1978 y 2000, que forman parte de la tesis doctoral de L. Alcalá-Zamora. Se han podido establecer seis fases, que van desde el s. V a. C. hasta el s. V d. C. Aunque la mayoría de las tumbas se concentran en el período 1 (500-250 a. C.), también se ha constatado la existencia de algunos enterramientos fechados entre el 250 a. C. y el 75 a. C., muy afectados por las labores agrícolas realizadas en la zona (L. Alcalá-Zamora, 2002: 200-201).

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tulo se repiten en las áreas sepulcrales de la Puerta Norte y el Cerrillo de los Gordos. La necrópolis de la Puerta Norte fue puesta al descubierto por el laboreo de los tractores en la primavera de 1970. La primera campaña de excavación se llevó a cabo ese mismo verano, bajo la dirección de J. Mª Blázquez, siendo publicadas las campañas de los dos veranos siguientes por A. Mª Canto. El conjunto funerario estaba situado a la izquierda de la calzada romana que unía Castulo con Toledo, que según J. M. Blázquez coincidió en un tramo con la vía Córdoba-Sagunto. A esta zona de enterramiento se accedía tras recorrer unos 125 metros desde la salida principal del recinto amurallado de la ciudad ibero-romana: la puerta norte (J. Mª Blázquez, F. Molina, 1975: 237). Los enterramientos aparecieron rodeados por un conjunto de muros de escasa altura (unos 40 cm.) fabricados con dos o tres hiladas de guijarros e interpretación controvertida. Un muro principal de 27 metros de longitud y 70 cm. de anchura atravesaba la superficie excavada de sureste a noreste. A ambos lados de este muro medianero se trazaron un conjunto de tabiques perpendiculares que generaban una serie de estancias de tendencia cuadrangular. Observando el plano de la excavación (J. M. Blázquez, 1979: plano nº 2), da la sensación de que durante la intervención arqueológica se pusieron al descubierto muros que pudieron pertenecer a distintas fases del yacimiento (por ejemplo, en el caso de los dos muros que corren paralelamente en la cuadrícula B-IV, dejando entre sí un espacio rectangular de reducidas dimensiones y prácticamente inutilizable10), aunque no se ofrece información al respecto en la memoria publicada en la serie EAE. Este detalle reviste especial importancia para la interpretación de estas construcciones y el establecimiento de la cronología del yacimiento, como veremos unas líneas más adelante. J. M. Blázquez y A. Canto consideraron que la datación de estos muros debía retrasarse a época tardía, pero mientras que para el primero esta fecha permitía establecer la contemporaneidad de los recintos con la necrópolis, para la segunda investigadora los muros fueron construidos en un momento posterior al abandono del cementerio, que habría de situarse en los primeros decenios del Imperio, «pues hay 10 Podría parecer, atendiendo a la representación en planta, que el gran muro de 27 metros de longitud es posterior al pequeño muro que corre paralelo a él, aunque por supuesto es imposible establecer que tipo de relación existió entre ambas construcciones únicamente a partir de la documentación gráfica disponible. A. Canto reconocía a finales de los años setenta que el espacio interior generado por algunos de los muros parecía «incoherente» al ser reflejado en planta (A. Canto, 1979: 44).

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Fig. 8: Castulo. Plano de las excavaciones en la necrópolis de La Puerta Norte (Campaña de 1970) (modificado a partir de J. M. Blázquez, 1975: fig. 136. Se ha corregido una errata en los números de tumba: dos tumbas recibían el número X –una de ellas es la tumba XI– y el número XXII aparecía dos veces en el plano ocultando la posición de la tumba XXVI).

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al menos una urna tapada por aquellos» (A. Canto, 1979: 10), aunque no se especifica cuál ni por qué muro exactamente. Según J. M. Blázquez y F. Molina (1975: 238), este recinto «pertenece a una etapa intermedia de la necrópolis, dada su profundidad y el que se den enterramientos por encima y debajo de él». En mi opinión, estos muros podrían haber formado parte de acotados funerarios de época altoimperial, como se argumentará más adelante. Las urnas aparecieron, en cualquier caso, especialmente concentradas a ambos lados de este muro central (cuadrículas B-II11, B-III y C-IV), aunque se recuperaron sepulturas más o menos dispersas por distintos sectores del área excavada. Tanto el tipo de enterramiento, como los materiales de los ajuares remiten a elementos de tradición ibérica. De los 99 enterramientos documentados en las campañas de 1970, 1971 y 1972, casi un 90% corresponden a tumbas de incineración en urna, mientras que únicamente un 2% eran inhumaciones (T. XXXVIII y T. XXXIX). Los esqueletos de ambos individuos habían sido depositados, con la cabeza orientada hacia el este, bajo una cubierta a doble vertiente realizada exclusivamente con ímbrices. La fosa de la tumba XXXIX había sido delimitada, además, por un conjunto de piedras de forma irregular y no contenía ajuar, mientras que junto al cráneo del esqueleto de la tumba XXXVIII se encontró un vasito de cerámica fabricado a mano de forma troncocónica y pasta amarillenta pintada de color rojo vinoso. La relación estratigráfica con las numerosas tumbas de cremación situadas alrededor de ambos sepelios no queda clara12, aunque es de destacar su posición en lo que parece ser un estrato «intermedio» dentro de la necrópolis. La tumba XXXVIII, estaba situada sobre la sepultura XXIV, pero había sido dañada por las oquedades en las que se habían depositado las urnas de las tumbas IV y V (J. M. Blázquez, F. Molina, 1975: 288, lám. LII,1) (Figs. 8, 11). Durante la limpieza que se llevó a cabo en un tramo de la zona norte de la muralla en 1971 se pusieron también al descubierto un conjunto de recipientes cerámicos –cinco urnas de tendencia globular, una 11 Para la ubicación de las urnas de esta cuadrícula debe consultarse la planta general publicada por J. M. Blázquez (1975: fig. 136) (Fig. 8), ya que no aparecen recogidos en la planta general de la memoria firmada por A. Canto (1979: plano nº 2). 12 «El estado de conservación de ambas tumbas era muy precario. No sólo los tractores habían destruido parte de la cubierta, sino que diversas tumbas de incineración habían sido colocadas junto a ellas, formando un verdadero hacinamiento. (…) También hay que tener en cuenta los efectos destructivos de las fosas que se abrirían para colocar los vasos funerarios que aparecen juntos a los enterramientos de rito de inhumación.» (J. M. Blázquez, 1975: 238-239).

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urna bitroncocónica, un plato y una jarra– que habían sido depositados junto a la base del muro defensivo (Fig. 12). Tanto la ubicación extramuros, como la misma tipología de las piezas, podrían hacer pensar que nos encontramos ante una zona de enterramientos o ante los restos de un ritual relacionado con la fundación de la muralla13. Aunque no se han localizado paralelos exactos en la propia ciudad de Castulo, urnas similares fueron utilizadas como contenedores cinerarios, por ejemplo, en la necrópolis del Camino Viejo de Almodóvar (Córdoba)14, y las jarras de cerámica común aparecen con frecuencia en los ajuares de los cementerios de Bolonia, como veremos. Sin embargo, la ausencia de cualquier tipo de restos calcinados llevó a J. M. Blázquez y F. Molina (1979b: 272) a rechazar dicha posibilidad15. En 1969, durante una excavación de «salvamento» de una serie de restos puestos al descubierto por los arados, se recuperaron dos inhumaciones de época tardía en la finca «Puerta de la Muela», muy cercana a la necrópolis de la Puerta Norte. La primera consistía en una fosa orientada hacia el oeste y delimitada por piedras y ladrillos en la que se habían depositado los restos de dos individuos. Uno de ellos descansaba en posición de decúbito supino, mientras que los restos del segundo parecían haber sido apartados hacia los extremos del sepulcro para dejar espacio suficiente para la inhumación más tardía. La fosa había sido cubierta por cuatro losas situadas bajo un montículo de piedras. Los fragmentos de cerámica encontrados en el interior de la tumba, así como algunos objetos metálicos y una moneda de Diocleciano, parecen 13 La colocación de pequeñas agrupaciones de cerámicas empleadas en banquetes u otros rituales junto a los muros de nuevos edificios es una costumbre que se ha podido documentar, por ejemplo, en la ciudad de Valentia y que estaría especialmente asociada a la fundación de las ciudades, la bendición de los muros que las rodeaban y la distribución de las puertas en las murallas (C. Marín, A. Ribera, 2002: 292). 14 Tipo IV de B. García Matamala (2002: 283): derivación de formas ibéricas que se adaptan en época augustea para la fabricación de recipientes de cerámica común romana (M. Vegas, 1973: 115, Fig. 41, forma 48). Estos contenedores fueron también empleados como urnas cinerarias en Carmona (M. Bendala, 1976: 109, lám. XLVI/21) o Villaricos (M. J. Almagro Gorbea, 1996: 66, Fig. 3, Tipo 4b). 15 Éstos no fueron, sin embargo, los únicos materiales de este tipo hallados junto a la muralla. Durante la restauración de la misma se encontró también otra urna de forma ovoide y labio vuelto decorada con pintura de color rojo achocolatado, similar a otras encontradas en la necrópolis de la Puerta Norte (Tipo III, A. Canto, 1979: 74, Lám. IV, 3). Junto a ella se recogieron cinco fragmentos de vasitos a la barbotina (con decoración a festones, pedúnculos mamelones y hojas de agua) datados en la segunda mitad del s. I d. C. Aunque J. M. Blázquez y P. Fernández Uriel (1974: 343) califican la pieza como «urna funeraria oretana», no mencionan la aparición de restos de cenizas en su interior.

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Fig. 9: Castulo. Necrópolis de la Puerta Norte. Excavaciones de los años 1971 y 1972 (según, A. Canto, 1979: plano 2).

confirmar la datación en época bajoimperial del sepulcro16. Junto a este enterramiento se encontró un segundo cuerpo, esta vez orientado con la cabecera hacia el norte y cubierto por tegulae a doble vertiente. 16 Sobre la tumba se encontraron distintos fragmentos de borde de varias clases de recipientes (cerámica común, dos fragmentos de t. s. hispánica, cerámica pintada), un disco de arcilla y dos fragmentos de agujas de hueso. En el interior de la tumba se recogieron fragmentos de las formas 27, 15/ 17, 38, 37, 24/25, 29-37 de t. s. h., t. s. clara D y clara C, así como cerámica común y distintos objetos metálicos (anilla de bronce, fragmento de plaquita decorativa de bronce, fragmento de plaquita de bronce con dos taladros, fragmento amorfo de bronce, disco de bronce con apéndice doblado, disco de bronce con dos apéndices (¿sello?), fragmentos de hierro muy erosionados (¿herramientas?), además de la moneda de Diocleciano ya mencionada.

Junto al cuerpo aún se conservaban fragmentos de t. s. h., t. s. clara, cerámica gris y cerámica común romana. Otro indicio de la utilización de parte de este sector como lugar de enterramiento en época más o menos tardía es la noticia del hallazgo «al otro lado de la carretera y a pocos metros de distancia de la necrópolis de la Puerta Norte», de enterramientos en sarcófagos de plomo, y de dos tumbas de época visigoda que contenían objetos de plata y oro (J. M. Blázquez, 1975: 307; J. M. Blázquez, 1979: 88). Las diferencias que permitieron a J. Mª Blázquez y F. Molina establecer un conjunto de tipos de tumbas se observan en la manera en la que se resguardó la urna dentro del hoyo donde quedó introducida: mediante un ánfora a la que se había cortado

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Fig. 10: Castulo. Necrópolis de la Puerta Norte. Plano de la cuadrícula Ext.-I. La tumba I está situada en el ángulo inferior derecho (según A. Canto, 1979: plano 3).

previamente la zona del cuello y la base17, bajo vasijas o fragmentos de ánfora, en el centro de un 17 L. M. Gutiérrez Soler et al. (2001:33) han llamado la atención sobre la constatación de un ritual similar en la necrópolis del Castillo de Giribaile donde fueron hallados «fragmentos de ánforas de gran tamaño» que habían sido utilizadas «como contenedores para proteger la urna cineraria». Sin embargo, debemos ser cautos con esta observación pues los materiales que se describen fueron hallados durante una prospección superficial en la que también se documentó una tumba saqueada con un ajuar del s. IV a. C. Según los au-

tores citados, los cementerios de Giribaile se trasladarían en el s. I a. C. a la zona de la Monaira, un área independiente de las necrópolis ‘ibéricas’ del asentamiento (necrópolis de la plataforma inferior, necrópolis de Las Casas Altas y necrópolis de El Castillo) (L. M. Gutiérrez Soler, I. Izquierdo, 2001; L. M. Gutiérrez Soler et al., 2001, L. M. Gutiérrez Soler, 2002). Debemos recordar que también en las necrópolis romanas de Córdoba se utilizaron ánforas fragmentadas de una manera similar. En concreto en la tumba 20 de la necrópolis de La Constancia la urna cineraria de plomo había sido protegida con el cuerpo de un ánfora a la que faltaba la boca y la base, aunque esta clase de enterramientos no fueron los más habituales en esta zona de enterramiento.

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Fig. 12: Castulo. Urnas enterradas junto a la base de un tramo de la zona norte de la muralla de la ciudad (según J. M. Blázquez, F. Molina 1979b: XXVI.4).

Fig. 11: Castulo. Necrópolis de la Puerta Norte. Detalle de la tumba XXXVIII (inhumación situada a la derecha, bajo las tégulas), dañada durante la excavación de las fosas que contenía las tumbas IV y V (tomado de J. M. Blázquez, 1975: lám. LII.1).

círculo de piedras, sobre una tégula o sin ningún tipo de protección especial (Fig. 13) (J. Mª Blázquez, F. Molina, 1975: 240). Uno de los argumentos más consistentes en apoyo de la datación ‘antigua’ de esta necrópolis procede, precisamente, del estudio de materiales y del ritual funerario. Del estudio pormenorizado de las 100 tumbas excavadas durante las campañas de 1970, 1971 y 1972 se pueden extraer conclusiones interesantes, empezando por la constatación de que dentro de la misma necrópolis se presentan ligeras variaciones espaciales en la composición de los ajuares. Si realmente nos encontrásemos ante verdaderos recintos funerarios, sería cuando menos tentador intentar relacionar estas diferencias con la concentración de las tumbas en distintos espacios cuadrangulares. Por esta razón, he preferido presentar un primer análisis individualizando las urnas por sectores (que en el fondo coinciden grosso modo con las distintas zonas excavadas en los tres años sucesivos)18, aunque a modo de conclusión 18 Durante la primera campaña (1970) se excavaron 39 tumbas localizadas en las cuadrículas B-II y B-III. En 1971 se excavó en las cuadrículas B-I, B-III (este), B IV, C-I, II y

se realice una valoración final de los materiales incluidos en los sepulcros (Fig. 14). Podríamos hablar entonces de tres grandes grupos: el primero situado al oeste del muro medianero de casi 30 m. de longitud que atraviesa el área excavada de SE a NO (tumbas 1 a 42, cuadrículas B-II y B-III/oeste), el segundo concentrado al este del mismo muro (tumbas 43 a 79, cuadrículas B-III/este C-III y C-II) y el tercero, en el que las cremaciones se encuentran dispersas por un amplio espacio (tumbas 80 a 100, cuadrículas A-I, A-II, A-V, Amp. - II, Amp.III, Amp. IV). Primer grupo (al oeste del muro, 41 tumbas) Si exceptuamos los casos dudosos y las dos inhumaciones registradas en el conjunto, los restos del difunto se depositaron de manera abrumadoramente mayoritaria en urnas de tradición ibérica siempre decoradas con pintura19. Un plato o cuenco tapadera, u objetos con función equivalente (piedra plana, tapaderas), se incluyeron en la tumba en 30 ocasiones, lo que supone un 73,2% de los enterramientos. Estos platos recibieron decoración pintada sólo de manera excepcional (3 ejemplos). Algunas tumbas, además, proporIII, exhumando las tumbas nº XL a LXXIX. Finalmente, durante la última excavación que se llevó a cabo en el conjunto (1972) se abrieron las cuadrículas A-I a A-V, B-V, C-IV y V y D-II a D-V, que contenían las tumbas LXXX-C., la cuadrícula Exterior I y una serie de cuadrículas de Ampliación (I-V). 19 Se siguió el ritual de incineración en urna en un 85,4% de los casos, pero si eliminásemos del total las dos inhumaciones del conjunto, que por razones evidentes no requerían urna cineraria, y dos sepulcros cuyo estado de conservación impidió precisar ningún detalle sobre el tipo de contenedor funerario –si es que lo hubo- el porcentaje de tumbas con una urna cineraria con decoración pintada se elevaría a un 94,6%.

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A: vasos funerarios protegidos por «una especie de cilindros ovoides de arcilla», posiblemente ánforas a las que se les ha cortado las zonas del cuello y fondo. B: vasos colocados «sobre una tégula, que los aísla de la tierra haciendo de suelo, recubiertos por unas vasijas de gran tamaño de tondo plano, asemejándose a grandes maceteros». C: similar al anterior pero con una vasija grande globular como cubierta. D: urna y vaso de ofrenda rodeados de un círculo de piedras. E: vasos funerarios resguardados por fragmentos de ánfora. F: urnas colocadas directamente en la tierra, sin ningún material de protección. G: tipología dudosa. H: inhumaciones.

Fig. 13: Clases de enterramientos de la necrópolis de la Puerta Norte, según los tipos propuestos por J. M. Blázquez (1975: 240). Recuento realizado a partir de los datos publicados por este autor en 1975 y por A. Canto en 1979.

1972

Recuento de las tres campañas

95,2%

87,9%

0%

0%

2%

73,2%

48, 6%

23,8%

53,5%

4. Tumbas sin ajuar

34,1%

43,2%

38%

38,4%

5. Tumbas con vasija ofrenda vasito

61%

54,0%

52,4%

56,6%

6. Tumbas con ungüentarios o lucernas

14,6%

2,7%

14,3%

10,1%

7. Tumbas con objetos metálicos

9,7%

0%

0%

4%

Tipos de ajuares: leyenda

1970

1. Tumbas con urna de tradición ibérica

85,4%

2. Inhumaciones

4,9%

3. Plato, cuenco, tapadera u objeto de función equivalente

1971

86,5%

Fig. 14: Análisis de los ajuares de la necrópolis de la Puerta Norte (cómputo general de todas las campañas de excavación).

cionaron dos platos. Parece que en ocasiones un plato cubría la urna cineraria y el otro sirvió de tapadera de la vasija ofrenda de forma más o menos globular incluida como parte del ajuar, aunque no se puede descartar que en algunos casos, que no contaban con una segunda vasija, ambos platos pudieran haber sido colocados juntos para sellar la urna20, costumbre Desgraciadamente, este tipo de detalles de interés ritual no aparecen recogidos de manera sistemática en la memoria. 20

documentada en necrópolis como la del Camino Viejo de Almodóvar (B. García Matamala, 2002: 277, subtipo Ib). Al parecer las lucernas-platillo de tradición ibérica se emplearon también como tapadera, pero no de la urna cineraria, sino de las vasijas globulares que le servían de ofrenda, que generalmenLo mismo sucede con la posición exacta de otros objetos del ajuar (ungüentarios, lucernas) que sólo se hace explícita de manera puntual.

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te presentan una boca de diámetro más reducido que las primeras21. Dejando a un lado la urna cineraria y el plato que le servía de tapadera, 14 enterramientos de 41 (un 34,1%) no recibieron ningún objeto como ajuar y de este último conjunto más de un 40% (5 tumbas) pertenecían al grupo F, es decir, aquellas que habían sido introducidas sin más en una oquedad abierta en el terreno. 25 enterramientos (un 61%) contaban con algún tipo de vajilla cerámica depositada junto a la urna cineraria. En general, se trata de una vasija de tendencia más o menos globular sin decoración que puede contener –se menciona algún ejemplo en el texto– un vasito en su interior, siguiendo un modelo (urna + vasija ofrenda, con vaso en su interior) ya documentado en Baelo Claudia, por ejemplo. Pero también son frecuentes los vasitos con perfil en «S» y de paredes finas, a veces decorados a la barbotina, destinados a beber vino, que excepcionalmente se introducen en lo que los autores de la memoria interpretan como la urna cineraria (T. 23, 24 y 25). Los ungüentarios, las lucernas y los objetos de metal son muy escasos. Sólo un ungüentario estaba fabricado en vidrio (T. 2), mientras que el resto (4 ejemplares) corresponden a piezas de cerámica de cuello largo, cuerpo ovoide y base plana decorados con bandas de pintura castaño-rojiza. En la memoria se menciona que al menos dos de ellos fueron colocados junto a las cenizas en el interior de la urna cineraria. Sólo se encontró una lucerna, fechada en época helenística, como parte del ajuar de la tumba 10, aunque debe recordarse que en algunas tumbas el acostumbrado cuenco/tapadera fue sustituido por una lucerna de platillo de tipo ibérico, aunque quizá en estos casos con una función distinta a la originaria que las diferencia de la lucerna de época republicana de la que nos ocupamos. Finalmente, sólo tres tumbas22 contaban con un algún tipo de objeto fabricado en metal. Se trata del enterramiento 15, que contenía un fragmento de una plaquita de bronce rectangular con restos de un roblón; de la tumba 18, que guardaba dos pequeños clavos y un fragmento de hierro informe con huellas de haber sufrido la acción del fuego; y de la tumba 40, que conservaba una anilla de hierro de 5,1 cm. de diámetro. 21 Tumbas 6 y 18. En la tumba 60, situada al este del muro, se recogió asimismo una lucerna ‘ibérica’ asociada a una vasija globular, aunque en esta ocasión no se encontró la urna pintada de tradición ibérica, ni se indica si la lucerna apareció tapando la boca de la vasija (A. Canto, 1979: 28). 22 En mi opinión, la moneda de Graciano que J. M. Blázquez asoció a la T. 1 y que sirvió, en parte, como apoyo a su propuesta de datación en época tardía de la necrópolis de la Puerta Norte, debe considerarse una intrusión de época posterior a este enterramiento cuya estratigrafía debió ser alterada por alguna razón que es difícil de precisar en la actualidad.

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Segundo y tercer grupo Los porcentajes de las concentraciones de tumbas situadas en la parte oriental del muro y en sus inmediaciones son similares. Destaca fundamentalmente la fidelidad al ritual de incineración en urna ibérica –aunque dichos contenedores se hallaron en un estado mucho más fragmentario que los recogidos al oeste del muro–, la ausencia de inhumaciones y, de manera general, la tendencia de los ajuares a presentar una ‘pobreza’ más acusada. Únicamente un 23% de los ajuares del tercer grupo contenían un cuenco tapadera, en contraste con el 73,2% de las tumbas del primer grupo y el 48,6% del segundo. Las tumbas sin ajuar eran más numerosas en el segundo y el tercer grupo (43,2 y 38 % respectivamente) que en el primero (34,1%). Aunque la diferencia porcentual no es muy dilatada, se refuerza con el descenso en el número de objetos metálicos y de ungüentarios o lucernas presentes en el ajuar, especialmente en el segundo grupo. Por lo tanto, se puede concluir que si efectivamente nos encontramos ante acotados de carácter funerario, aunque se aprecian ligeras diferencias en las combinaciones de objetos presentes en las tumbas de los tres grupos, éstas no son lo suficientemente importantes como para permitir un estudio de tipo microespacial de los enterramientos. Sí se puede afirmar, sin embargo, que existe una gran uniformidad entre los individuos enterrados en la Puerta Norte, sin que de ello pueda necesariamente deducirse que la similitud de las tumbas implique que el grupo representado en la muestra pertenecía al mismo estrato social. Comparación de porcentajes de las tres campañas Se puede concluir, por tanto, que los enterramientos de la Puerta Norte consistían de manera mayoritaria en incineraciones depositadas en una urna cineraria cerrada con un cuenco troncocónico en posición invertida. Las ofrendas más comunes eran una vasija más o menos globular y un vasito de perfil en «s». Curiosamente, ambas piezas no aparecen reunidas en un mismo ajuar en el segundo y tercer grupo, sino que cuando se colocaron uno o dos vasitos junto a la urna no se dejó una vasija globular como ofrenda y viceversa; pero esta circunstancia también podría deberse al azar por el escaso número de tumbas que componen cada muestra. De manera más excepcional, en los tres grupos, se incluía un ungüentario cerámico en el interior de la urna cineraria, o una lucerna, y, en contadísimas ocasiones, algún objeto de metal como clavos, una anilla de hierro o una plaquita de bronce. Uno de los elementos más destacables, que per-

Anejos de AEspA XLIII

mite hermanar las necrópolis romanas de Castulo con yacimientos como Carmo o Baelo Claudia, es la ausencia en los ajuares de la cerámica de importación más común en los primeros decenios del Imperio: la terra sigillata (M. Bendala, 1991b: 184-186; M. Bendala, 1999). Tampoco están presentes elementos tan característicos en otras necrópolis altoimperiales como los ungüentarios de vidrio, de los que únicamente se recogió un ejemplar en la Puerta Norte (T. II), y aparecen solamente de manera testimonial las lucernas y algún clavo. Creo que puede defenderse también la falta de monedas como elemento integrante de los ajuares, a pesar del gran número de acuñaciones bajoimperiales que en su momento se asociaron a estas sepulturas. Es sin duda interesante que las tumbas de la Puerta Norte presenten un modelo ritual similar al ya documentado en Bolonia o algunos sepulcros de Carmona, en el que se incluye la urna cineraria, una vasija de ofrenda de una tipología muy específica (aunque característica de cada yacimiento) que podía contener un vasito para beber en su interior. Hubiese sido interesante comprobar si en el nivel correspondiente al suelo de uso de la necrópolis se conservaban fragmentos de cerámica campaniense o sigillata como resultado de la celebración de banquetes funerarios en los que sí pudo emplearse cerámica importada, pero desgraciadamente los niveles más superficiales del yacimiento parecían encontrarse bastante alterados, como demostraría la mezcla de materiales de distintas épocas (cerámica ática, ibérica, t. s. hispánica y clara) en los primeros 30 cm. excavados en profundidad. Si, como hemos visto, el tipo de enterramiento remite en gran parte a precedentes de carácter prerromano (incineración en urna dentro de una oquedad practicada en el suelo), los materiales de los ajuares de la necrópolis de la Puerta Norte también pueden ser interpretados dentro de la tradición local. La cronología que puede ser deducida a través de ellos ha sido, sin embargo, uno de los elementos más polémicos de este yacimiento, fechado por J. Mª Blázquez en época tardoimperial y por A. Mª Canto en época altoimperial (primera mitad del s. I d. C.). Los propios autores de la primera memoria sobre la necrópolis (J. M. Blázquez, F. Molina, 1975: 292) han reconocido que tanto los vasos de paredes finas a la barbotina, como una lucerna de época helenística recuperada en el yacimiento y el propio método de enterramiento, indican que nos encontramos ante un área sepulcral de fines de la República o principios del Imperio. Sin embargo, estos investigadores se han decantado por una datación más tardía debido a la aparición de una moneda datada a mediados del s. IV

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d. C. «entre las piedras» de uno de los muros que parecían delimitar las distintas áreas de enterramiento. La cronología de la necrópolis quedaría además establecida, de acuerdo con J. M. Blázquez, por una moneda de Graciano hallada en el interior de la urna de la Tumba I y por un conjunto de 137 monedas recuperadas en la misma zona de época de Constantino y sus sucesores más inmediatos23. A. Canto defendió, por su parte, en la memoria de las campañas de 1971 y 1972 que estos muros debían ser posteriores a la necrópolis. Por otro lado, aunque las monedas tardías fueron encontradas a mayor profundidad que los enterramientos (estos últimos se hallaron a una profundidad media de 20-45 cm. frente a los 60-73 cm. de algunas acuñaciones), es importante destacar que las monedas se concentraban en zonas 23 J. M. Blázquez añadió un resumen de los argumentos que ya habían sido en parte publicados en 1975 (J. M. Blázquez, 1975: 306-308) como colofón a la memoria firmada por A. Canto que, en mi opinión, no resulta convincente (J. M. Blázquez, 1979: 88-89). No podemos dejar de lado ni el ritual (cremación) ni los materiales aparecidos en los enterramientos, que indican una datación en torno al cambio de era. Las tumbas de Castulo no responden al ritual empleado en Ostia en el siglo II d. C., como sugiere J. M. Blázquez, pues allí los cuellos de ánfora fueron utilizados a modo de conducto de libación y elemento señalizador de las tumbas. Tampoco se asemejan a los enterramientos realizados en el interior de ánforas de algunas necrópolis tardías. Estas diferencias habían sido ya, por otro lado, reconocidas por el propio J. M. Blázquez (1975: 306) en la primera publicación sobre la necrópolis. En el caso que nos ocupa, los cuerpos de ánforas pueden considerarse más bien sustitutos de otros tipos de estructuras (cistas, círculos de piedras) que tenían como objetivo proteger a la urna y su ajuar funerario. Adjudicar estas ánforas a alguna tipología concreta, es, como reconoce A. Canto, una tarea prácticamente imposible, al haberse eliminado los elementos fundamentalmente susceptibles de adscripción tipológica, la base y la boca, por lo que poco puede argumentarse sobre su semejanza con ánforas fechables en el Bajo Imperio, a pesar de alguna sugerencia de J. M. Blázquez en este sentido. Ni la «pavorosa» pobreza (J. M. Blázquez, 1979: 88) de los ajuares, ni el hecho de que hubiesen sido halladas tumbas tardías en las proximidades permite deducir que nos encontramos ante enterramientos bajoimperiales, y sí sorprendería, en el caso de que las tumbas pudiesen datarse en época tardía, la ausencia de elementos característicos de otras necrópolis tardoimperiales (objetos de adorno personal, hebillas, armas, ‘osculatorios’, etc.) como recuerda asimismo J. M. Blázquez (1975: 307). Tampoco es una prueba concluyente la exclusión en los ajuares de cerámica importada (campaniense, sigillata) de finales de la República o principios del Imperio, sino, como hemos visto, un aspecto característico de un buen grupo de necrópolis tardorrepublicanas y altoimperiales del sur de la Península Ibérica. Por lo tanto, me parece acertada la datación propuesta por A. Canto, a pesar de la moneda tardía hallada en la T. I (quizá una intrusión), o de los ejemplos de incineración de época tardoantigua constatados en algunas regiones de la Galia, Inglaterra y algunas zonas orientales del Imperio (J. Arce, 1979b). Además, debemos tener en cuenta que los muros que rodeaban los enterramientos pudieron tener, efectivamente, la función de delimitar distintas áreas funerarias de la necrópolis aunque en una fecha bastante anterior a la que propone J. M. Blázquez (1979: 89).

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donde no había cremaciones en urna (A. Mª Canto, 1979: 10). Así pues, según A. Mª Canto, estos muros corresponderían a casas tardías, ya que, en el caso de que hubiesen tenido la función de delimitar distintas áreas de enterramiento, habría que explicar por qué razón la mayor parte del terreno excavado en esta zona carecía de enterramientos. Por el contrario, de acuerdo con esta misma autora, la necrópolis debió estar en uso en torno al cambio de era o en la primera mitad del s. I d. C. (A. Mª Canto, 1979: 83-84). En mi opinión, sin embargo, podría plantearse la hipótesis de que los muros fueran efectivamente contemporáneos a ciertos enterramientos de la necrópolis, situándose quizá en una fase intermedia, como argumentó en su día J. M. Blázquez, a partir de la aparición de urnas tanto en niveles inferiores como superiores a ellos. Este autor posiblemente estaba en lo cierto cuando señalaba que los muros de la débil construcción de guijarros trabados con barro eran demasiado estrechos para haber sostenido paredes y que posiblemente sirvieron más bien para delimitar áreas de enterramiento (1979: 88), aunque, evidentemente, la fecha que debe otorgarse tanto a los muros como a los enterramientos realizados en el interior de los recintos los sitúa en torno al cambio de era y no en época bajoimperial. Este tipo de acotados, en los que se utilizaban técnicas constructivas como las descritas en el caso castulonense, debieron ser más frecuentes en las necrópolis hispanorromanas altoimperiales de lo que se creía hasta ahora, como queda recogido en distintas publicaciones recientes (A. M. Bejarano, 2000; M. Bendala, 2004; J. A. Estévez 2000a; J. A. Estévez 2000b; E. Gijón, 2000a; D. Vaquerizo 2002c). Contamos además, como evidencia directa de la existencia de esta clase de acotados en Castulo, con dos inscripciones procedentes de la necrópolis del Cerrillo de los Gordos donde se señalaba la extensión de terreno acotada para realizar enterramientos: In f(ronte) p(edes) XXXV / In a(gro) p(edes) XXXV e In fronte l(ocus) pedes XX in a/gro p(edes) XXVIII 24 (R. Contreras, A. D’Ors, 1977: 16). 24 Las medidas registradas en los epígrafes del Cerrillo de los Gordos son sorprendentemente elevadas, si tenemos en cuenta que nos hallamos en una necrópolis suburbana –en las que, generalmente, la escasez de espacio disponible condicionaba las dimensiones de esta clase de construcciones– y que en otras ciudades hispanas, como Corduba o Emerita abundan sobre todo los encintados de 12 x 12 pies. La extensión de los recintos a los que aluden las inscripciones del Cerrillo de los Gordos se encuentra más cercana a las medidas de los acotados de necrópolis situadas en zonas rurales. Los epígrafes de este tipo hallados en la Bética hasta el momento se concentran, precisamente, en las cercanías de Castulo, en el conventus Astigitanus y Cordubensis, así como en sectores del Hispalensis. La implantación de los

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El argumento de que la «utilización de muros de materiales pobres como estos es frecuente en fechas tardías», no excluye, por supuesto, su empleo en épocas anteriores en estructuras no relacionadas con fines de carácter doméstico. Lo mismo sucede con la constatación del hallazgo de cantidades considerables de «piedras, trozos de ladrillos, tégulas e ímbrices» que «podrían pertenecer al alzado de estos muros» (A. Canto, 1979: 83), porque podrían igualmente explicarse recurriendo a tipos muy frecuentes en las superestructuras colocadas directamente sobre las tumbas (montículos de piedras y tegulae) que pudieron haber sido desplazadas por las labores agrícolas que habían alterado, al parecer, profundamente, las capas superficiales del yacimiento. No obstante, todo ello no permite descartar la posibilidad de que algunas zonas de estos recintos hubiesen sido techadas por alguna razón25. Tampoco sería excepcional la concentración de los enterramientos en algunos espacios y la escasa densidad de éstos en otros, como argumenta A. Canto (1979: 84), ya que ésta parece ser, precisamente, una característica de algunos acotados funerarios estudiados en fechas recientes, como los de La Constancia (Córdoba) (D. Vaquerizo, 2002c). Quizá los enterramientos se limitaban a unos espacios determinados de los recintos, mientras que otros quedaban reservados para otras actividades como almacenaje o la realización de banquetes funerarios. Aparentemente, la presencia de al menos dos pavimentos (uno fabricado con fragmentos de ánforas y otro compuesto al parecer por pequeños guijarros), podría plantear mayores problemas. Cabría preguntarse si sólo algunas superficies del espacio acotado –con funciones muy determinadas– estuvieron enlosadas y otras no, o si determinados pavimentos se fabricaban en el momento de realizar un nuevo enterramiento. De cualquier forma, ambas superficies se localizaron en la cuadrícula A-IV, en la que no vio la luz ningún enterramiento (A. Canto, 1979: 83). Sin embargo, en la cuadrícula Exterior I se hallaron restos de una solería de opus signinum rematado con un «cordón» o cuarto de círculo en la zona de unión con el muro. Como hemos visto, este tipo de acabados no fueron extraños acotados funerarios en el paisaje funerario del sur hispano y su relación con el problema de la ‘romanización’ se tratarán con mayor detalle en el capítulo 6, dedicado a Colonia Patricia. 25 Este tipo de materiales han sido recogidos también en distintas excavaciones realizadas en la ciudad de Mérida en los últimos años, también en un contexto de necrópolis y asociados a muretes de escasa altura realizados con mampostería. Así son interpretados, por ejemplo, materiales similares hallados en el interior de un gran recinto de la barriada de María Auxiliadora (J. A. Estévez Morales, 2000b: 391).

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en cámaras sepulcrales de época romana26, o en determinados espacios de los mausoleos27, y no necesariamente se deben identificar con estructuras de uso termal como sugiere A. Canto (1979: 63). Los muros y solerías se localizaron a una profundidad de 35-40 cm., «en el mismo nivel que dos pequeños bronces bajoimperiales, ilegibles», mientras que «al sur de la cuadrícula», en un lugar no señalado en la planta de la excavación (Plano, nº 3) se encontró «una banda de tierra quemada, con restos de cerámica y huesos humanos calcinados». En el norte de la cuadrícula, a unos 75 cm. de uno de los muros y a 80-85 cm. de profundidad (como indica A. Canto, con toda seguridad bajo el nivel del pavimento28) apareció una urna que contenía los restos de una cremación tapada por un gran ánfora (A. Canto, 1979: 62-63). Recordemos que el ‘monumento A’ de Baelo Claudia (en el fondo, una especie de ‘recinto bipartito’) presentaba las paredes enfoscadas y un suelo de opus signinum que quedó posiblemente reservado para los enterramientos que habían sido saqueados en un momento previo a la excavación dirigida por J. Remesal (1979). También algunos espacios acotados con fines funerarios localizados en los últimos años en la ciudad de Mérida, donde aún se conservaban restos de los pavimentos de opus signinum, podrían contribuir a despejar nuestras dudas. Otro ejemplo muy ilustrativo procede de Edeta, donde fue excavado un recinto en el que la unión del suelo con las paredes se había reforzado, al igual que en Castulo, con la característica media caña (C. Aranegui, 1995: 197; A. M. Bejarano, 2000: 312; E. Gijón, 2000a: 142, 145). La alteración de las capas superficiales del yacimiento por el arado durante décadas podría, en parte, ayudar a esclarecer el problema de las monedas tardías. Debe recordarse que, al menos en aquellos casos en los que tenemos constancia del lugar exacto del hallazgo (es decir, en los 59 ejemplares recuperados durante la campaña de 1972), estas acuñaciones fueron recuperadas en zonas sin enterramientos y en ningún caso en el interior de las urnas, como 26 Recordemos, por ejemplo, casos como el del hipogeo de la C/ de la Bodega en Córdoba, o la Tumba de Postumio en Carmona. 27 En el mausoleo nº 496 de la necrópolis de Baelo Claudia se construyó una estructura formada por dos bancos laterales cubiertos de estuco. El suelo había sido recubierto de hormigón hidráulico. Esta edificación fue interpretada por G. Bonsor como un receptáculo para realizar libaciones (P. Paris et al., 1926: 63), aunque no se puede descartar que este espacio hubiese sido utilizado a modo de triclinium para llevar a cabo banquetes funerarios. 28 La diferencia de unos cuarenta centímetros entre el suelo de uso y el nivel donde se depositan los enterramientos es razonable, y se puede constatar en diversas necrópolis de época romana.

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ocurrió, según afirma J. M. Blázquez, al desenterrar la T. I de la primera campaña de excavación en la necrópolis. El resto de las monedas aparecieron, según este último autor, «en el recebado de las urnas, es decir, entre los 35 cm. y el suelo virgen» (J. Arce, 1979a: 91). La gran uniformidad cronológica del conjunto de monedas recogidas en 1972, datadas en la primera mitad del s. IV d. C., llevó en un primer momento a J. Arce a sospechar la existencia de un tesorillo, especialmente frecuentes entre los siglos III-IV d. C., que quizá los arados se habrían encargado de dispersar por toda la excavación –hipótesis compartida por A. Canto (1979: 87)–, si bien finalmente «la diversidad de los lugares del hallazgo y las profundidades diversas» a la que aparecían las monedas le llevó a desechar tal suposición (J. Arce, 1979a: 92, nota 66). Ya que los enterramientos deben fecharse indefectiblemente en época altoimperial, si dejamos a un lado la hipótesis avanzada en un primer momento por J. Arce, sería difícil explicar por qué –aun admitiendo la posibilidad de que algunos muros fuesen tardíos– las monedas aparecieron literalmente «sembradas» por toda la superficie del yacimiento. Este problema debería, en cualquier caso, ponerse en relación con el de los fragmentos de cerámica ática (ss. V-IV a. C.), ibérica, t. s. hispánica y clara recogidos en los niveles más superficiales de toda el área excavada, aunque de manera especial en algunas cuadrículas (D-III, Amp. IV y V) aunque siempre en los primeros 30 cm. de profundidad (A. Canto, 1979: 10-11). El conjunto de materiales, estudiado por A. Canto (1979: 72-87), no deja lugar a dudas sobre una datación en época altoimperial de los sepulcros de la necrópolis (M. Bendala, 1991a: 84) (Fig. 15). Las ánforas, que podrían haber aportado una cronología bastante precisa, fueron lamentablemente empleadas como elemento protector –similar a los círculos de piedras de otras necrópolis altoimperiales– de las urnas y sus ajuares. Para cumplir este objetivo se eliminó tanto la base como la boca, privándonos de los elementos más fiables para asignar una cronología a estas piezas. Se pudieron recoger, sin embargo, cinco ejemplos de bocas de ánforas en los estratos ocupados por las urnas cinerarias, aunque no en directa relación con ellas. Estas piezas corresponderían a los tipos Dressel 7-14 (s. I a. C.-mediados s. I d. C.), tipo 53, nº 7 de M. Vegas, Dressel-Lamboglia 6 (s. I d. C.) y la forma imperial I y II A-1 de M. Beltrán. Por lo tanto, siguiendo a A. Canto, se podría situar este conjunto de piezas entre el cambio de era y el s. I d. C. Las urnas cinerarias presentan rasgos que permiten relacionarlas, como defiende A. Canto, con materiales fechados entre los siglos IV-II a. C. en las

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a

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b

Fig. 15: Castulo. Necrópolis de la Puerta Norte. a. Ajuar de la tumba X (J. M. Blázquez, 1975: fig. 146) y b. Ajuar de la tumba LXXVI (A. Canto, 1979: fig. 31). Algunos materiales, especialmente la lucerna de época helenística o el ungüentario cerámico de base plana, refuerzan la propuesta de datación del yacimiento en época altoimperial. Las urnas de tradición ibérica conviven a principios del Imperio con ungüentarios cerámicos a los que se aplica un tipo de decoración a bandas habitual en la región.

necrópolis de Tugia, Baza, Guadix, La Guardia, Castellones de Ceal, Vélez Blanco y Lorca, pero también en necrópolis del ibérico tardío de la Meseta como Las Madrigueras (Cuenca) o Riba de Saelices (Guadalajara). Asimismo, esta autora señala otros paralelos procedentes de los estratos del ibérico pleno e íbero-romano de Galera (Estratos III y II) y de la III fase de ocupación del Pajar de Artillo (Itálica). Ejemplos similares no están ausentes en el propio yacimiento de Castulo, por ejemplo en las tumbas nº 5, 6, 7, 8, 14 y 17 de la necrópolis de Baños de la Muela, o en la urna encontrada junto a la muralla fechada ya en siglo I d. C. por la cerámica a la barbotina que la acompañaba (J. M. Blázquez y P. Fernández Uriel, 1974). En general, las urnas de la necrópolis de la Puerta Norte presentan pastas de color claro, bañadas a veces con una aguada de color naranja sobre la que se pintan bandas, semicírculos concéntricos y meandros verticales a peine y, de manera más ocasional, escaleriformes y cuartos de círculo, de acuerdo con las decoraciones de corte más tradicional dentro de la cerámica ibérica producida entre el s. IV a. C y el

s. I a. C. A. Canto (1979: 73-74) propone una división en VIII tipos con implicaciones cronológicas en algunos casos29. 29 I) Urnas de perfil ovoide casi cilíndrico, cuello pequeño, borde vuelto y generalmente base rehundida (27 ejemplos), II) Variante del anterior con la tendencia ovoide del cuerpo más acusada (2 ejemplos), III) Cuerpo ovoide, con base ligeramente marcada, cuello algo abocinado a veces con asa pegada (como en T. X y T. XCVI) (11 ejemplos), IV) Urnas de forma globular, cuello poco marcado, borde exvasado y base rehundida (3 ejemplos), V) urnas de forma piriforme, cuello más largo que el resto y borde exvasado (4 ejemplos), VI) Urnas derivadas de los vasos «de tulipa» o «a chardon» frecuentes en las necrópolis ibéricas desde el período orientalizante. Podría considerarse la tipología más antigua de la necrópolis (2 ejemplos, uno de ellos recipiente con rosetas estampilladas que según A. Canto no llegaría hasta época imperial romana), VII) Urnas tipo kalathos (11 ejemplos). De acuerdo con dicha investigadora quizá el tipo kalathos de apariencia más antigua, evolucionaría hacia formas cada vez menos cilíndricas, que irían adquiriendo progresivamente carácter ovoideo hasta desembocar en el tipo I, con paralelos formales en la zona contestana, VIII) Urnas tipo «cantimplora» (1 ejemplo muy fragmentado), con hombro oblicuo. Aunque se desconocen las características específicas de la forma de la boca y la base, podríamos encontrarnos, según esta autora, ante piezas similares a otra recogida en una tumba de Priego de Córdoba y fechada en el siglo II a. C.

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Los cuencos de perfil troncocónico son una de las piezas más abundantes en la necrópolis, si exceptuamos las urnas funerarias. Muy posiblemente fueron formas derivadas de los cuencos utilizados ya en el s. III a. C. en otras necrópolis del asentamiento, como Baños de la Muela (J. M. Blázquez, F. Molina, 1975)30, constatados también en otras secuencias tardorrepublicanas como la del Pajar de Artillo en Itálica (A. Canto, 1979: 77). Al parecer cumplieron la función de tapar la boca tanto de la urna cineraria, como de las vasijas globulares que se depositaban en la tumba, al igual que las tapaderas, que tampoco pueden utilizarse como un buen indicador cronológico, debido a la larga perduración de las formas más comunes. El mismo problema presentan las lucernas de plato que se encuentran de manera abundante en yacimientos ibéricos desde el s. V a. C. y hasta la primera mitad del s. I d. C. en yacimientos romanos. Los vasitos de perfil en «s» ofrecen aproximadamente la misma cronología y dimensiones muy similares dentro de la necrópolis. Sus prototipos deben buscarse en la cerámica ibérica y en la vajilla metálica de época helenística. Una vez más, se pueden aducir ejemplares similares encontrados en la necrópolis de Baños de la Muela (J. M. Blázquez, 1975: 215, Fig. 124 / 25), donde aparecen decorados con pintura, como algún ejemplar de la Puerta Norte. Este tipo de recipientes, que aparecen con frecuencia en los yacimientos ibéricos entre el s. III a. C. y el s. I a. C., desaparecerán en el primer siglo de nuestra era (A. Canto, 1979: 77). En algunas sepulturas son sustituidos por vasitos de paredes finas con decoración a la barbotina. Tacitas y vasitos de este tipo fueron recogidos también en las necrópolis de Baelo Claudia, Carmo y Villaricos (P. Paris et al., 1926: 132-134; Lám. XXXI; M. Bendala, 1976a: 108 - 109, láms. XLIV-XLV31; C. Fernández Chicarro, 1978: 147-149, Lám. VIII; M. J. Almagro Gorbea, 1996: Fig. 1, tipo 2). A. Canto fecha las vasijas globulares, que podrían considerarse junto a los vasitos de perfil en «s» parte del «ajuar-tipo» de la necrópolis, entre el s. I a. C. y el s. I d. C., aunque según la autora en este caso debemos buscar los mejo30 Por ejemplo T. 17, Fig. 116/32 y corte 10 Fig. 123/ 2223, Fig. 124/24-25. 31 Por ejemplo, en concreto, dos de los vasitos de paredes finas de forma ovoide, cuello troncocónico a la barbotina y decorados con espinas hallados en la Puerta Norte (T. LXXIX, A. Canto, J. J. Urruela, 1979: 42-44, Fig. 34/7934/80) encuentran paralelos casi exactos en un vaso encontrado en la T.VI de El Cerrillo de los Gordos (J. J. Urruela, 1973: 180, Fig. 3.71/108; A. Canto, J. J. Urruela 1979: 329, Fig. 153/108), o en otro procedente de la necrópolis de Carmona (M. Bendala, 1976: 110). Este tipo de decoración con espinas aparece en la segunda mitad del s. I a. C. y alcanza su máxima difusión durante el reinado de Augusto (M. Vegas 1973: 65-66).

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res paralelos fuera de Castulo, en yacimientos como El Pajar de Artillo (Forma 3, J. M. Luzón, 1973: 39), Numancia o Pollentia, aunque también están presentes en la necrópolis del Cerrillo de los Gordos, que estuvo en uso de manera contemporánea a la de la Puerta Norte32. Finalmente, los ungüentarios de cerámica pueden considerarse un elemento bastante fiable para la datación de la necrópolis en torno al cambio de era. Las formas de cuello largo, cuerpo ovoide y base plana aparecen a mediados del siglo I a. C., siendo especialmente populares en época augustea (M. Beltrán, 1990: 287), si bien continúan produciéndose hasta la segunda mitad del s. I d. C. (A. Camilli, 1997: 126). Al menos dos de los siete ejemplares recogidos en la necrópolis (T. 18, 33) habían sido decorados con una banda de pintura castaña oscura en el cuello y parte del cuerpo, mientras que otros dos presentaban pintura rojiza en el cuello y bandas horizontales del mismo color en la panza (T. 76), o un óvalo pintado en rojo oscuro en el cuerpo (T. 87). Este tipo de ungüentarios producidos a escala regional (A. Camilli, 1997: 127) proporcionan un nuevo ejemplo de hibridismo entre formas de cerámica difundidas por todo el Mediterráneo reinterpretadas por los artesanos locales (Fig. 15b). El único ungüentario de vidrio del conjunto, hallado en la tumba II, podría corresponder a la forma Isings 6, de perfil bulboso y cuello corto. Los ejemplares más antiguos se fechan en el s. I a. C., aunque la mayoría se fabricaron a lo largo de todo el s. I d. C. (C. Isings, 1957: 22). En cualquier caso, cabe destacar la homogeneidad de los ajuares que acompañaban a los sepulcros de la Puerta Norte, la aparición casi constante de algunos objetos con determinada función ritual, en comparación con lo que se puede observar en las necrópolis prerromanas del asentamiento, o incluso, aunque de manera menos acusada, en necrópolis contemporáneas, como la del Cerrillo de los Gordos. b)

El Cerrillo de los Gordos (Figs. 16, 17)

La necrópolis del Cerrillo de los Gordos, situada a un kilómetro al este de la necrópolis de la Puerta Norte, y a 800 metros al nordeste de la muralla, presenta un fenómeno parecido, aunque sus excavadores han intentado destacar la riqueza material del yacimiento en comparación con la otra necrópolis 32 Entre los materiales similares que aparecen ya en pequeñísimas proporciones dentro de los ajuares de la necrópolis pueden citarse tacitas de asa bilobulada (T. IX y XII), una taza con dos asas (T. LXXV), y vasitos de paredes finas tipo cubilete (T. III y XIII).

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Fig. 16: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Planta general de la excavación (A partir de A. M. Canto, J. J. Urruela, 1979: plano 10).

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Fig. 17: Castulo. Secciones de la tumba de cámara hallada en la Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos (según A. M. Canto, J. J. Urruela, 1979: plano 11).

romana de la ciudad. Las excavaciones se iniciaron en el verano de 1971 en el lugar donde, según diversas noticias, había sido hallada, a finales de los años cuarenta, una cámara sepulcral que había proporcionado unos doscientos vasos enteros entre los que la mayoría presentaba decoración pintada de tradición ibérica. A la cámara construida en sillares de arenisca local se accedía a través de una escalera con cinco peldaños, siendo el segundo de ellos un fuste de columna reutilizado para esta función. Entre los dos sillares que hacían de dintel en la puerta de acceso al interior se realizó un agujero rectangular, probablemente con el fin de realizar libaciones a través de él. Esta superficie estuvo cubierta con una pequeña bóveda de hormigón, que debió derrumbarse ya en

época antigua. (A. Ma Canto, J. J. Urruela, 1979: 321). En el ángulo noroeste de esta cámara, «entre la escalera y el sillar largo» se encontró una máscara de terracota de carácter funerario de corte helenístico (un Apolo o Dionisos, según sus excavadores) que podría fecharse en el primer tercio del siglo I d. C. o posiblemente en momentos algo anteriores (Fig. 22)33. No fue posible recoger ningún otro objeto relacionado con las tumbas o los ajuares que debieron estar depositados en su día en la cámara funeraria (A. Ma Canto, J. J. Urruela, 1979: 322). De acuerdo con la memoria de excavación, compar33 Dimensiones: 138 mm. de altura, 119 mm. de anchura máxima, 64 mm. de grosor máximo.

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Fig. 18: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. (a) En primer plano la entrada a la tumba de cámara. Al fondo, la fosa de la Tumba I. (b) Detalle de la Tumba I, sellada con tres estelas reutilizadas en las que se había practicado un orificio, posiblemente para verter libaciones (según A. M. Canto, J. J. Urruela, 1979: láms. XXXIII.1 y XXXIII. 2).

tiendo en parte la bóveda de la cámara subterránea –lo que implicaría que ambas construcciones fueron coetáneas– se encontró otro enterramiento denominado Tumba I (Fig. 18). Se trata en este caso dos fosas separadas longitudinalmente por un tabique de ladrillo idéntico a los que cerraban los laterales de cada uno de los nichos, que pudieron albergar dos inhumaciones. A. Canto y J. J. Urruela no mencionan el hallazgo de restos humanos, pero sí señalan de manera explícita la ausencia de ajuar y que la fosa apareció sellada por tres estelas (dos de ellas con inscripción y remate semicircular, mientras que la tercera era rectangular) colocadas horizontalmente y boca abajo. En la zona de unión entre las dos estelas inscritas que servían de losa de cubierta a la fosa, se había abierto un orificio cuadrado, con gran probabilidad destinado a la profusio. Las lápidas contenían los siguientes textos: L(ucii) ANNI / CAPELLAE / SEGOBRIGENS(is), IN F(ronte) P(edes) XXXV / IN A(gro) P(edes) XXXV y IN FRONTE / L(ocus) PEDES XX IN A/GRO P(edes) XXVIII (CILA 6, nº 110, 170 y 171; R. Contreras, A. D’Ors, 1977: 16 y láms. 46; A. Mª Canto, J. J. Urruela, 1979: 324). C. González y J. Mangas (1991: 164, 212 - 213) han propuesto fechar la primera inscripción en época julio-claudia,

mientras que las dos segundas deberían situarse en la segunda mitad del s. I d. C. (Fig. 19). El resto de las sepulturas de la necrópolis (tumbas II a VII) siguen el rito de incineración. La número III, adosada a la cámara funeraria por el sur, consistía en un estructura cuadrangular de sillares –que incluían dos quicialeras reutilizadas– y piedras de menor tamaño que circundaba un gran cofre de piedra. Este último estaba cubierto por una losa de granito, de 75 cm. de largo por 43 cm. de ancho con la parte superior rematada a dos aguas y dotada de dos argollas de hierro, según la descripción de sus descubridores, de los cuales una tenía forma de roseta (Fig. 20). Este contendor de piedra de grandes dimensiones guardaba en su interior una urna cineraria de forma cilíndrica decorada con pintura, un cuenco troncocónico que hacía las funciones de tapadera y un vasito globular. Es decir, nos encontramos ante un ajuar característico del yacimiento, del tipo individualizado en numerosas ocasiones en la necrópolis de la Puerta Norte, pero en esta ocasión el vasito de perfil en «s» ha sido sustituido por un recipiente equivalente que tiene mayor presencia en el Cerrillo de los Gordos como veremos enseguida.

Fig. 19: Castulo. Necrópolis del Cerrillo de los Gordos. Detalle de dos de las tres estelas reutilizadas en la cubierta de la T. I. (según A. M. Canto, J. J. Urruela, 1979: láms. XXXIII.3 y XXXIII.4).

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Fig. 20: Castulo. Necrópolis del Cerrillo de los Gordos. Parte superior (a) e inferior (b) de la losa que tapaba la tumba III. (c) Detalle del interior de la tumba III, con una de las grandes artesas de barro halladas en el yacimiento en segundo término (según A. M. Canto, J. J. Urruela, 1979: lám. XXXIV.1, XXXIV.2 y XXXIV.3).

Las tumbas número II, IV, V, VI y VII fueron situadas a ambos lados de la entrada escalonada de la tumba de cámara y, en general, en posiciones muy próximas a este monumento. Todo el conjunto responde a una estructura similar: la urna cineraria se introducía junto con su ajuar en una pequeña fosa abierta en el terreno. Una tegula en posición horizontal servía en ocasiones para regularizar la base de la oquedad, mientras que en otras la urna quedaba apoyada sobre dos tejas hincadas. Finalmente, el conjunto se sellaba con otra tegula colocada horizontalmente, o con una losa de piedra rectangular. Éste es el caso de la piedra tallada que cubría la tumba VI, interpre-

tada por A. Canto y J. J. Urruela como un quicio reaprovechado, aunque quizá las huellas de grapas de plomo con forma de cola de milano puedan estar indicando una función constructiva original de otro tipo. Algunas de estas sepulturas (T. II, T. III, T. VI) ofrecieron un ajuar de similar composición a otros encontrados en la necrópolis de la Puerta Norte, integrados por una urna de tradición ibérica tapada con un cuenco troncocónico y acompañada por uno o dos vasitos. Sólo de manera más excepcional se añade un ungüentario de vidrio (T. IV). La tumba VII, en cambio, se separa claramente de este modelo al sustituir la tradicional urna ibérica por una urna globular de vidrio, y la vasija globular con sus vasitos por dos jarritas y un ungüentario de vidrio verdoso. Como hemos visto, la tipología de las tumbas no se asemeja, en cambio, a la previamente descrita en la necrópolis de la Puerta Norte. También fue posible constatar la presencia de tres grandes artesas de barro34 carentes de ajuar, sin protección de ningún tipo de estructura o cubierta y de función desconocida (Fig. 21). En un primer momento se les adjudicó un número de tumba como hipótesis de trabajo (VIII, IX y X), si bien más tarde se presentó su posible identificación como verdaderos sepulcros con grandes reservas. Todas ellas aparecieron rodeando los límites de la tumba de cámara y frente a una tumba, o una teja, o ladrillo de los que a veces sellan un sepulcro 34 El diámetro de las bocas variaba entre los 40 cm. y los 74 cm. de anchura máxima (A. Canto, J. J. Urruela, 1979: 342).

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de cremación en la necrópolis, aunque aparentemente los responsables de la investigación no encontraron nada bajo ellas, pues lo hubiesen señalado tanto en la planimetría como en la memoria de excavación. Así, la ‘T. VIII’ estaba situada frente a la T. III, la ‘T. X’ frente a una gran tegula en posición horizontal y la ‘T. IX’ frente a un conjunto de tres ladrillos –dos de ellos colocados a doble vertiente– según se aprecia en el plano publicado por J. J. Urruela (1973: fig. 1), aunque dos de ellos fueron eliminados de la planta general de la excavación publicada en 1979. A. Canto y J. J. Urruela (1979: 333) plantean como hipótesis la posibilidad de que estos recipientes hubiesen servido como urnas cinerarias –quizá infantiles35– o receptáculos para ofrendas depositadas junto a las tumbas. Recipientes similares –de formas parecidas, aunque no tipos idénticos– hallados en ambientes domésticos se suelen relacionar más bien con la preparación o manipulación de alimentos. El parecido morfológico podría permitir sugerir una función parecida para esta clase de recipientes fabricados con barro amarillento o gris blanquecino con poro muy fino y de gran resistencia, especialmente si tenemos en cuenta que no aparecieron asociados a restos humanos. Platos de borde engrosado o Patinae, se empleaban en el mundo romano para elaboración de comida en caliente, sobre todo guisos o tortillas de leche, o bien para enfriar alimentos cocidos (F. Sala, 2003: 295; C. Aguarod, 1991: 21; M. Beltrán Lloris, 1990: 201, 13.4.5; M. Vegas, 1973: 43-45, tipos 14-15). Recipientes de este tipo aparecen ya en los campamentos numantinos o en las fases más tempranas de época republicana de asentamientos como Valentia. Para citar un caso localizado en la Ulterior podemos recordar que J. M. Luzón, en su estudio sobre la cerámica del Pajar de Artillo, interpretó un recipiente similar como un mortero o lebrillo, empleado para diferentes tareas domésticas y culinarias (J. M. Luzón, 1973: 45, forma 10, Lám. XV D5-6). Desgraciadamente, los autores de la memoria dedicada al Cerrillo de los Gordos no hacen ningún comentario sobre posibles huellas de la acción del fuego en estos recipientes, que podrían haber contribuido a aclarar su cometido. Hay que mencionar, finalmente, el hallazgo en el conjunto arquitectónico del Olivar, también en Castulo, de una «vasija de almacenaje» de cerámica común, situada frente a una gran piedra plana y semienterrada en un pavimento de opus sig35 Según G. Bonsor, unos recipientes cerámicos de gran tamaño en forma de lebrillo fueron utilizados para contener inhumaciones infantiles, al igual que ánforas (M. Bendala, 1976: 108, lám. LXXVIII, 6). En el caso del Cerrillo de los Gordos las tres artesas aparecieron aparentemente vacías.

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Fig. 21: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Artesas de barro de función desconocida (según A. M. Canto, J. J. Urruela, 1979: fig. 155).

ninum, aunque debe fecharse, según J. Blázquez y su equipo en época medieval (J. Blázquez, M. P. García-Gelabert, 1999:84, Fig. 14, Lám. XXXIX). En cualquier caso, no se puede descartar su relación con la comida que se manipularía con ocasión de los banquetes funerarios asociados con el culto a los muertos a lo largo del año, atendiendo al empleo de este tipo de lebrillos en ambientes domésticos para contener o preparar alimentos. De hecho, este patrón ritual se ha documentado en otra necrópolis del asentamiento, la del Estacar de Robarinas, donde algunas de las tumbas más monumentales (Tipo I) de estructura tumular rodeadas de cenefa, tenían adosada en uno de los extremos un pequeño receptáculo, de forma circular o rectangular, rodeado de la clase de guijarros empleados en la construcción de cenefas o por cantos de mediano tamaño, en los que se hallaron depósitos de cenizas entremezclados con huesos de animales y fragmentos de jarros y cuencos de cerámica. Sin embargo, este tipo de monumento sólo se da en la fase arcaica de la necrópolis, según J. M. Blázquez y M. P. García Gelabert (1987c: 184), lo que introduce un lapso de tiempo muy dilatado entre los rituales documentados en ambas necrópolis (J. M. Blázquez, J. Remesal, 1979: Lám. XLIII.2). Finalmente, durante los últimos días de la excavación se localizó una gran mancha de cenizas que resultó ser una pira funeraria a la que se habían arrojado numerosos objetos. Este ustrinum tiene el interés añadido de documentar el uso de algunos de los recipientes depositados en los ajuares funerarios durante los rituales que tenían lugar mientras ardía el cadáver en la pira y tras finalizar la cremación36. La tierra, con huellas de haber sido someti36 En la planimetría general de la necrópolis (J. M. Blázquez, 1979: Plano 10) se recogen otras tres manchas de cenizas sobre las que no se realiza ningún comentario en el texto de la memoria.

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da a la acción del fuego, no parecía haber estado rodeada de ninguna estructura y tenía unas dimensiones de 2,7 por 2 metros. Entre las cenizas se encontraron un asa de vidrio, seis vasitos de forma esférica y un vasito con perfil en «S», calcinados pero prácticamente intactos, que fueron arrojados por los asistentes a la pira tras vaciar su contenido. Podemos preguntarnos si en otros cementerios y en épocas anteriores pudieron llevarse a cabo rituales similares. Por ejemplo, en la necrópolis de incineración de Villaricos, junto a las urnas enteras aparecieron en muchas ocasiones numerosos fragmentos de cuencostapadera rotos (Mª J. Almagro Gorbea, 1986: 632). De alguna forma nos encontramos ante un mismo modelo ritual en el que se incluye en la tumba un ajuar similar al que utilizaron los vivos junto a la pira, aunque en el caso de este ustrinum del Cerrillo de los Gordos los «habituales» cuencos-tapadera habían sido sustituidos por vasitos de perfil en «s» que en el fondo debieron tener la misma función: «copa» donde se bebía algún tipo de líquido durante el sepelio. J. J. Urruela y A. Mª Canto fechan esta necrópolis, con materiales tan similares a los hallados en la necrópolis de la Puerta Norte, en el siglo I d. C., aunque no descartan la posibilidad de que estuviese ya en uso en momentos algo anteriores. Las inscripciones reutilizadas en la cubierta de la cámara funeraria de la necrópolis plantean sin embargo un problema cronológico, puesto que dos de ellas han sido fechadas en la segunda mitad del s. I d. C. por C. González Román y J. Mangas (1991: 212 - 213). Por lo tanto, o bien debemos desestimar la apreciación de que tanto la tumba hipogéica como el sepulcro con espacio para realizar dos inhumaciones (T. I) se encontraban cubiertas por la misma «bovedilla» (A. Canto, J. J. Urruela, 1979: 322) y que por ello podrían ser consideradas contemporáneas a grandes rasgos, o bien debemos situar la cámara funeraria en la segunda mitad del s. I d. C. atendiendo a la fecha post quem aportada por las lápidas funerarias. Lo mas lógico parece situar las dos inhumaciones en momentos posteriores a la construcción de la tumba de cámara, teniendo en cuenta el empleo de materiales reutilizados como ladrillos o las lápidas inscritas en la construcción de la doble fosa (M. Bendala, 1991a: 85; M. Bendala, 1995: 285). El expolio al que había sido sometido el monumento funerario no facilita, evidentemente, la búsqueda de una respuesta, ya que el único material que apareció directamente asociado a la cámara durante la excavación es la máscara de terracota descrita unas líneas más arriba (Fig. 22). La costumbre de situar máscaras como ajuares en las tumbas es bien conocida en el Mediterráneo. En

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Fig. 22: Castulo. Necrópolis del Cerrillo de los Gordos. Máscara de terracota encontrada en la tumba de cámara del yacimiento (según A. M. Canto, J. J. Urruela, 1979: fig. 148, láms. XXXV.1 y XXX.2)

el mundo etrusco las primeras aparecen ya en algunos yacimientos, como Tarquinia o Vulci, en la segunda mitad del siglo IV a. C. y se han querido relacionar con los espectáculos dramáticos que se celebraban durante las ceremonias fúnebres de los notables (M. Torelli, 1996: 247). Las máscaras debieron jugar también un papel importante en contextos funerarios fenicio-púnicos, donde están presentes desde finales de la Edad del Bronce. Algunas tienen aberturas en los ojos y la boca, y pudieron ser empleadas por los vivos durante determinadas ceremo-

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nias antes de ser depositadas en los sepulcros, mientras que en otras los ojos habían sido pintados sobre la terracota (C. Picard, 1967: 9-55; M. J. Almagro, 1980: 237-247). Otros ejemplares no son de ‘tamaño natural’ sino de menores dimensiones. Para estos últimos se ha sugerido la posibilidad de que se situasen sobre el ‘rostro’ de estatuas o simulacros (A. Ciasca, 1988: 354). Una dicotomía similar presentan las máscaras que pueden hallarse en el mundo romano donde este tipo de representaciones se encuentran especialmente relacionadas en distintos ámbitos sacros con el ciclo dionisíaco. Por un lado, encontramos un conjunto de terracotas arquitectónicas (antefijas en forma de máscara de sátiro o ménade) en distintos santuarios tardorrepublicanos (S. F. Ramallo, 1993: 91-92, fig. 17), dentro de la misma Roma –Templos C y D de Lago Argentina–, o de la región circundante –Templo de Júpiter de Cosa, Santuario de Iuno en Gabii, Santuario de Iuno Lacina en Norba, etc.–. Por otro, se puede mencionar la costumbre de depositar máscaras como ofrenda votiva en algunos santuarios. Dentro de los espacios domésticos las máscaras se colocaban en los espacios libres que quedaban entre las columnas de los peristilos, como se ha podido documentar, por ejemplo, en Pompeya, donde convivían en el mismo ambiente con fuentes y hermae. Las máscaras penden a veces directamente de los arquitrabes, pero también son frecuentes las representaciones en mármol o terracota de máscaras trágicas, de sátiros y ménades sobre otros tipos de oscilla37 con forma de pelta, rectangular (pinakes) o circular que se situaban en los mismos lugares. De hecho, la imagen de la máscara aparece prácticamente en la mitad de los oscilla conocidos (E. Dwyer, 1981; J. M. Pailler, 1982: 745). Tradicionalmente se ha establecido la relación de estos objetos con cultos báquicos haciendo referencia a un pasaje de las Geórgicas de Virgilio38, en el que se alude a los amuletos oscilantes que se colgaban de lo alto de los pinos (oscilla) por los adoradores de Baco durante determinados rituales, a lo que hay que añadir que las máscaras suspendidas entre guirnaldas aparecen, entre otros atributos de Dionisos, en las representaciones arquitectónicas del 37 Aunque el término oscillum nunca aparece explícitamente en las fuentes antiguas para designar al tipo de objetos aquí mencionados, su empleo de manera convencional se acepta hoy en día en la literatura arqueológica y se emplea para referirse a materiales de muy distinto tipo, desde las máscaras y muñecas que se suspendían de los árboles en rituales itálicos arcaicos, a los pequeños medallones de terracota del s. IV a. C. hallados en tumbas griegas o sicilianas, o los objetos que se situaban entre las columnas de los peristilos (J. M. Pailler, 1982: 744, nota 5). 38 II, 385-389.

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cuarto estilo de pintura pompeyana. También en las representaciones que podemos observar en los propios oscilla, no es extraño que las máscaras aparezcan junto a otros objetos de la paraphernalia del culto báquico (J. M: Pailler, 1982: 751) (Figs. 23 y 31). En este contexto de la relación de la máscara con cultos dionisíacos, con el ámbito de la arquitectura sacra, con las ofrendas depositadas en los santuarios o con el carácter protector de los oscilla situados en los peristilos, deben situarse también las máscaras que se depositaban como ajuar junto a los restos de los difuntos. Se puede citar como ejemplo máscaras que reproducen, no los tipos de la tragedia y la comedia, tan comunes en la pintura parietal, los mosaicos o los relieves funerarios, sino figuras tocadas con el gorro frigio (quizá Attis) o rostros de sátiro, hallados en las necrópolis de Puteoli o Porta Ercolano de Pompeya en la Tumba del vidrio azul (C. Gialanella, V. Di Giovanni, 2001: 162-163). Algunas de estas máscaras muestran rostros casi a ‘tamaño natural’, aunque los ojos y la boca están sellados, mientras que en otras, como en el caso de Castulo, las dimensiones son bastante reducidas39. En Hispania las máscaras de terracota aparecen tanto como elemento arquitectónico de alguno de los santuarios republicanos más importantes, como entre las ofrendas de los santuarios ibéricos (S. F. Ramallo et al. 1998) o en el interior de algunas tumbas. De hecho, al menos en la Tarraconensis, las máscaras de terracota con el rostro de la Gorgona, ménades, sátiros o máscaras trágicas masculinas decoran ya distintos tipos de edificios públicos (templos, termas, teatros, circos, pórticos de foros) y privados (en villae, domus o sepulcros) entre los siglos I a. C. y I d. C. (M. L. Ramos, 1999: 230). Existe un conjunto importante procedente del templo situado en la acrópolis de Ullastret que se puede datar en torno al siglo III a. C. por los materiales de importación que las acompañaban40. Estas máscaras, que rondaban los 12 cm. de altura y los 10 cm. de ancho, respondían a distintos tipos (rostros idealizados de corte ‘clásico’, máscaras con rasgos muy marcados de carácter negroide, y representaciones de seres mitológicos como la Gorgona y posiblemente Aqueloo), conservando en alguna ocasión restos de pintura blanca o policromía así como agujeros para ser suspendidas. M. T. Miró relaciona estos objetos con otros materiales de carácter púnico presentes en los estratos de los siglos IV y III a. C. de Ullastret, como monedas 39 138 mm. de altura, 119 mm. de anchura máxima, 64 mm. de grosor máximo, como se ha señalado. 40 Otra concentración importante de estas máscaras votivas fue localizada en el interior de una cisterna helenística del poblado.

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de la ceca de Ebusus, figuras de Bes, o pebeteros con forma de cabeza femenina, en gran parte porque se puede establecer cierto paralelismo con otras máscaras procedentes de yacimientos púnicos de Cerdeña (como Olbia, Monte Sirai, Stagno di Santa Gilla, y Pani-Loriga) e Ibiza fabricadas entre los siglos III y II a. C. (M. T. Miró 1990). No muy lejos de Ullastret, en un silo amortizado por la construcción del foro de Ampurias fueron halladas dos antefijas con cabeza de Gorgona fechadas en el s. II a. C. (S. Ramallo, 1999: 167-171; M. Bendala, coord. 1993: 281, nº24). También encontramos máscaras de sátiros y silenos entre las antefijas del santuario de La Encarnación (Murcia) (S. Ramallo, 1993: 85-93) y en la Baetica, por ejemplo, conocemos una antefija con el rostro de la Gorgona procedente de Italica, aunque de época posterior (S. Ramallo, 1999: 169-170). En la Península Ibérica no se ha podido recuperar, en cambio, un gran número de ellas asociadas a necrópolis. Ninguna, en todo caso, recuerda a los retratos realizados con cera sobre los rostros de los difuntos, como los encontrados en

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b Fig. 23: a. Oscillum pompeyano. b. Recreación de la posición de los oscilla en los intercolumnios del peristilo de una casa pompeyana (E. J. Dwyer, 1981: Taf. 93 - 94).

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Cumas, sino que responden a tres tipos bien definidos. En Mérida y Cádiz se han recogido posibles representaciones de Attis; en Cádiz y Córdoba fueron halladas dos máscaras muy similares, con rasgos negroides; mientras que de Castulo, Alcacer-do-Sal y Córdoba (Fig. 24), proceden máscaras o fragmentos de ellas con representaciones de rostros juveniles de proporciones «clásicas» (M. L. Costa Arthur, 1956; E. Ferrer et al., 2000: 596; P. Quintero Atauri, 1932: 22, Lám. IX; D. Vaquerizo, 2004a: 46, 48-49, 70, 140, 251). Las máscaras de Alcacer-do-Sal y Cádiz habían sido taladradas en la parte superior para poder ser suspendidas o sujetadas a algún objeto o estructura, lo que refuerza en parte la suposición de que al menos algunas de estas máscaras se colgaban en distintos espacios, posiblemente para que cumpliesen una función apotropaica. Dos de estas máscaras –la máscara negroide de Cádiz y la de Castulo–, fueron encontradas en el interior de una cámara funeraria que podía incluirse en un grupo de monumentos distribuidos por el sur de la Península Ibérica influidos por tradiciones del ámbito púnico. A. Canto y J. J. Urruela propusieron como mejor paralelo para la cámara del Cerrillo de los Gordos las tumbas hipogeas de la necrópolis romana de Carmona, que a su vez presentan concomitancias con mausoleos subterráneos hallados en necrópolis púnicas del norte de África, Malta o Cerdeña (M. Bendala, 1976a: 40-42; Láms. VI-IX). Sus precedentes inmediatos en territorio meridional podrían encontrarse en cámaras funerarias como las de Puente de Noy o Villaricos, que presentan además, como algunos mausoleos carmonenses, corredores de acceso similares al que encontramos en el Cerrillo de los Gordos. El agujero rectangular existente en el dintel de la entrada de la cámara es también un rasgo en común con las cámaras de Carmona, donde solía existir un conducto que ponía en comunicación el exterior y el interior de las edificaciones funerarias. La cubierta abovedada, en el caso del Cerrillo de los Gordos mediante una bovedilla de hormigón y no con sillares, es una solución adoptada, como veremos, en determinadas tumbas hipogeas de Córdoba y también en algunos sepulcros de Carmona, como por ejemplo, los mausoleos circulares del «Campo de los Olivos» y del «Campo de las Canteras» (M. Bendala, 1976a: 35-36; M. Bendala, 1995: 280). Hubiese sido muy interesante contar con algún dato sobre el sistema de cerramiento del acceso a la cámara propiamente dicha. El cegamiento de los pozos o de la puerta de entrada con sillares es un elemento característico de necrópolis púnicas que está empezando a constatarse también en algunas tumbas hipogeas del sur peninsular (M. Bendala, 1976a: 36, 40; M. Bendala,

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Fig. 24: Máscara funeraria procedente de Córdoba (según D. Vaquerizo, 2004a: lám. CXXXVII). Véase también la Fig. 114.

1994: 61, M. Bendala, 1995: 280; M. Bendala, 2002b: 143). Sólo contamos con la sospecha de A. Canto y J. J. Urruela (1979:321) de que los expoliadores de la tumba emplearon el agujero creado por el derrumbe de la bóveda de hormigón que cubría la pequeña estancia para acceder al interior del enterramiento, y no la verdadera puerta. Sin embargo, en uno de los alzados que se publican en Castulo II (plano 11, alzado sección C-D) aparece (a pesar del silencio al respecto en el texto publicado sobre la excavación del conjunto), un gran sillar dotado de una argolla (Fig. 17, derecha, arriba), situado en la pared del fondo de la supuesta ‘cámara’. Si la representación del alzado es correcta, podría deducirse entonces que al extraer aquel sillar tirando de la argolla se podría acceder quizá a la verdadera cámara funeraria que estaría, por lo tanto, situada bajo las dos inhumaciones cubiertas con estelas funerarias. Lo que A. Canto y J. J. Urruela consideraron el receptáculo principal de la tumba, sería, en ese caso, un simple vestíbulo de acceso que regularía el tránsito entre las escaleras y el interior del monumento donde se dispondrían diferentes nichos, siguiendo un esquema arquitectónico que no es desconocido en el mundo púnico41. De confirmarse este dato, podríamos suponer la existencia de una ritualidad funeraria cercana a la que se observa en ámbitos orientales, donde las tumbas hipogeas quedaban selladas tras cada sepelio, en contraste con la costum41

Agradezco a M. Bendala sus comentarios a este respecto.

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bre romana de realizar frecuentes visitas a las tumbas de cámara a lo largo del año en festividades señaladas del calendario (M. Bendala, 1976: 40, lám. VI). Con el paso del tiempo se produce además en el mundo romano una tendencia hacia el recogimiento en el interior de recintos y construcciones funerarias, a medida que avanza el imperio, asociados a una nueva valoración de la intimidad de la esfera familiar y a un aumento de la importancia de los espacios privados, incluido el interior de los mausoleos funerarios (H. von Hesberg, 1994: 50-59, H. von Hesberg, 2002). Dejando esto a un lado, un aspecto especialmente sugerente de esta última cámara es la reutilización de diversos elementos en la edificación, delatando la existencia de construcciones monumentales arruinadas en el mismo lugar en época anterior al inicio de la construcción del monumento. Un fuste de columna fue empleado para completar la escalera de acceso, y dos de los sillares alargados que se situaban en las paredes junto a ella presentan dos perforaciones circulares, quizá para permitir la entrada de un gozne en la edificación para la que fueron tallados originalmente (Figs. 16, 18a). Si la interpretación que proponen A. Canto y J. J. Urruela (1979: 322) fuese la adecuada, la misma ‘bovedilla’ debería haber servido de protección, además, tanto a la cámara funeraria, como a la Tumba I, en la que dos inhumaciones se hallaban protegidas por un conjunto de tres estelas funerarias reutilizadas. También la losa que cubría la tumba VI presentaba huellas de dos grapas de plomo en forma de cola de milano delatando un uso anterior en una posición distinta en otra clase de edificio. Según A. Canto y J. J. Urruela (1979: 325) se trataba de un quicio, si bien no debemos olvidar que esta técnica ha sido ampliamente documentada en relación con la arquitectura funeraria ibérica (R. Castelo, 1995) y romana. En el caso de la cercana necrópolis de Giribaile, por ejemplo, no sólo se han encontrado las huellas de este sistema de ensamblaje, sino las mismas grapas de plomo que habían sido empleadas en los monumentos (L. M. Gutiérrez Soler, 2002: 64), aunque del mismo yacimiento de Castulo procede, al parecer, un sillar decorado con moldura de gola en la que se observa la huella de una de estas piezas (M. Almagro Gorbea, 1983a: fig. 17). De acuerdo con los autores de la memoria, «tanto dicha costosa tumba como los ajuares de vidrios romanos nos indican que las gentes enterradas en esta necrópolis pertenecían a una clase acomodada, y la presencia amplia de urnas y vasijas de tradición ibérica nos llevan a pensar en miembros de la alta sociedad indígena romanizada. Nos parece que es opor-

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tuno contraponer esta rica necrópolis a la más humilde de la Puerta Norte […] coetáneas pero separadas, lo que introduciría un dato de comportamiento sociológico interesante; es de tener en cuenta la similitud total de casi todos los materiales, tales como las urnas pintadas, las ollas globulares, los cuencos troncocónicos, los ungüentarios cerámicos, la barbotina, etc., entre ambas necrópolis.» (A. Mª Canto, J. J. Urruela, 1979: 346)42. Como en parte reconocen A. Canto y J. J. Urruela, los objetos recuperados en ambos yacimientos presentan muchas semejanzas. Quizá la diferencia más notable pueda encontrarse sobre todo en los tipos de tumba, que presentan un mayor número de variaciones en la necrópolis del Cerrillo de los Gordos. Si exceptuamos el gran número de vasos que al parecer fueron extraídos de la tumba de cámara, el resto de los enterramientos del Cerrillo de los Gordos contaron con un ajuar similar a los que se pudieron encontrar en la necrópolis de la Puerta Norte, supuestamente ‘más pobre’: una tapadera o cuenco tapadera, una vasija globular y un vasito ovoide. Únicamente la tumba 7 incluía un ajuar donde abundaba el cristal (dos jarras, un ungüentario y la misma urna cineraria, que había sido fabricada en este material), mientras que en la tumba 4 se encontró también un ungüentario de vidrio, que, por otra parte, puede ser considerado una pieza equivalente a los ungüentarios cerámicos que contenían algunos sepulcros de la Puerta Norte. Más lejos nos llevaría discutir la relación entre estas tumbas fechadas en el s. I d. C. y los «miembros de la alta sociedad indígena romanizada» del asentamiento. Baste destacar, por el momento, características que hermanan las necrópolis romanas excavadas en Castulo con otros yacimientos que estudiaremos, como la ausencia de sigillata, el empleo de urnas de tradición ibérica como contenedores funerarios, la presencia de una tumba hipogéica en el Cerrillo de los Gordos o la ausencia de superestructuras monumentales de ‘tipo romano’. Únicamente en 42 Una reflexión similar había sido ya avanzada por J. J. Urruela en un artículo que precedió a la publicación de la memoria sobre la excavación: «La tumba de piedra en cámara subterránea, de costo elevado, sin duda, así como los ajuares de vidrios romanos nos hablan de una ‘romanización’ de los niveles altos de la sociedad indígena. La persistencia de cerámicas de herencia local nos hablan de pervivencia, posiblemente en los estratos más bajos, de ciertas tradiciones indígenas, pues como es sabido los elementos de la cultura material, más difíciles de borrar, permanecen como testimonio de un pasado, que en este caso, hunde sus raíces en la plena Edad del Bronce» (J. J. Urruela, 1973: 183). En 1979, A. Canto y J. J. Urruela señalaban que las urnas cilíndricas ibéricas de la necrópolis podrían considerarse como el resultado de la evolución de una forma púnica, «cuyo primer eslabón podría hallarse en Galera y Villaricos» (A. Canto, J. J. Urruela, 1979: 346).

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el caso de la necrópolis de la Puerta Norte se ha podido asociar, además, el espacio funerario con una de las vías de salida de la ciudad. Tampoco parece completamente probado que los enterramientos giren en torno a la tumba más importante en el Cerrillo de los Gordos, como afirma J. J. Urruela (1973: 178), pues, teniendo en cuenta el pequeño espacio excavado y que desconocemos la extensión completa de la necrópolis, no se puede asegurar que no existiesen otros sepulcros de carácter monumental en las cercanías. c)

El Estacar de Luciano (Fig. 25)

Si seguimos recorriendo la periferia urbana de Castulo desde el Norte hacia el sector oriental encontraremos la necrópolis del Estacar del Luciano. La excavación de este espacio funerario tuvo lugar en dos campañas, durante los años 1975 y 1977 y fue llevada a cabo por M. A. Elvira y J. Valiente. El yacimiento está ubicado al este de la ciudad al pie de una de las pendientes que rodean el asentamiento y junto a un tramo de muralla de aparejo poligonal que, según J. Valiente (1999), formaba parte de una defensa avanzada de la ciudad y debe distinguirse de la que se situaba en la parte más elevada del cerro. Al parecer sucesivas labores agrícolas habían puesto al descubierto grupos de manchas de cenizas en una zona donde supuestamente se habría encontrado un fuste prismático rematado con un capitel con decoración de ovas y varios sillares de proporciones alargadas (J. Valiente, 1999: 248). Atendiendo a la datación propuesta por los excavadores (entre los siglos V a. C. y II d. C.) la necrópolis del Estacar de Luciano es un yacimiento clave para el estudio del impacto de la colonización romana en los usos funerarios de Castulo. Sin embargo, una serie de carencias en los datos que proporciona el registro arqueológico y el limitado número de enterramientos recuperados dificultan en gran manera la interpretación de la información aportada por la excavación. Diminutos fragmentos de cerámica griega –en general pertenecientes a cílicas– fueron recogidos en torno a tumbas de distinta cronología en todos los niveles, lo que en parte podría explicarse porque las urnas fueron enterradas en estratos que contenían estos materiales. Sin embargo algunos de estos fragmentos aparecen asociados en la memoria a determinados enterramientos junto a otros objetos del ajuar. Llama también la atención la diferencia de cotas entre enterramientos de la misma época o el hecho de que tumbas ‘antiguas’ como el Conjunto E –hallado a -1,12 m. y fechado por J. Valiente en los siglos IV-III a. C.– se encontrasen a menor profundi-

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c Fig. 25: Castulo. Necrópolis del Estacar de Luciano. Sondeo II. Plano de la excavación. a. Conjuntos A, B y C. b. Conjuntos D, E, F y G. c. Conjuntos H, I, J, K, L, M, N, O, P y Q. (según J. Valiente, 1999: figs. 35-37).

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Fig. 26: Castulo. Necrópolis del Estacar de Luciano. Sondeo II. Algunos de los conjuntos cerámicos encontrados durante la excavación. Tabla cronológica (según J. Valiente, 1999: fig. 48).

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dad que otras más recientes como el conjunto L (cota -1,83m), datado en el s. II d. C., si bien es evidente que la profundidad de las oquedades en las que se depositaban los restos de los difuntos pudo variar en gran manera dentro de un mismo momento histórico. Por otra parte, a juzgar por los materiales publicados, es posible que el período de uso de este espacio sepulcral fuese algo menos dilatado de lo que se defiende. En cualquier caso, J. Valiente sugiere que dichas anomalías podrían haber sido ocasionadas por una reutilización tan intensa del espacio funerario que se habría producido una «destrucción sistemática de los [enterramientos] más antiguos, al practicarse los más recientes». Los resultados obtenidos son tan confusos que J. Valiente decidió presentar los materiales siguiendo «un criterio tipológico en vez de estratigráfico, a fin de poner un cierto orden en los hallazgos con vistas a su estudio» (J. Valiente, 1999: 240). Se realizaron en este yacimiento dos sondeos. En el Sondeo I aparecieron materiales muy heterogéneos (desde cerámica a mano y cerámica griega hasta un fragmento de ánfora romana), una zanja excavada – al parecer de antiguo- en el terreno y piedras que cubrían manchas cenicientas, si bien fue imposible individualizar ningún enterramiento. El segundo sondeo puso al descubierto, sin embargo, 17 ‘conjuntos’ de materiales (bautizados con letras de la ‘A’ a la ‘Q’) que al menos en 8 casos pueden ser identificados con enterramientos43. Ciertos amontonamientos de piedra arenisca que fueron hallados sobre los sepulcros hicieron pensar a los encargados de la excavación que su presencia podría ser el resultado del desplome de algún edificio situado fuera de la cuadrícula, pues este tipo de bloques se utilizan habitualmente en el yacimiento como material de construcción. Siguiendo la cronología propuesta por J. Valiente (Fig. 26), entre los siglos V y IV a. C. se fechan los primeros grupos de materiales como el Conjunto G (compuesto por tres platos de barniz rojo, un vaso globular y un cuchillo afalcatado), el Conjunto M (dotado únicamente de una «urna ibérica de muy buena factura») (J. Valiente, 1999: 245), y el Conjunto C (en el que sólo se incluye una urna con decoración pintada en forma de sombrero de copa que apareció reventada por la presión del terreno) aunque no fue posible asociar restos humanos a ninguno de los tres. Durante los siglos IV o III a. C. se deposita el Conjunto E, formado como mínimo por 17 vasos de ofrenda, que aparecieron fragmentados, un chatón de una sortija azul de vidrio y una pieza de bronce 43 Sólo en los conjuntos A, F, H, I, L, O, Q se recuperaron cenizas. También se encontraron algunos fragmentos de hueso bajo un conjunto de tres tegulae colocadas en posición horizontal que no recibió ninguna letra.

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que posiblemente perteneció al puente de una fíbula. Es posible que un pequeño cuenco decorado con pintura pudiese haber estado también incluido en este conjunto. A los siglos II y I a. C. pertenecerían los conjuntos O, D, N, y Q. El Conjunto O corresponde a un enterramiento de cremación en urna depositado sobre unas piedras que sirvieron para regularizar el fondo de la oquedad. J. Valiente (1999: 246) añade que los restos cerámicos aparecieron «fragmentados y dislocados por la presión de una piedra que seguramente forma la cubierta de la tumba». Junto a la urna decorada con bandas y su tapadera aparecieron dos cuencos y un recipiente de mediano tamaño y cuerpo globular que recuerda a la pieza hallada en el Conjunto D, que a su vez estaba sólo acompañada por una fusayola. El Conjunto N tampoco se pudo asociar a restos de un enterramiento. Contaba con varios recipientes cerámicos muy fragmentados pero completos, concretamente un plato hondo con abundante decoración pintada, un cuenco y un vasito de perfil en «s» similar a otros encontrados en la Puerta Norte y en el Cerrillo de los Gordos. Por último, podemos afirmar que el Conjunto Q –una urna con decoración a bandas y semicírculos concéntricos y un plato tapadera también profusamente decorado– puede ser interpretado como un enterramiento de cremación a juzgar por la tierra cenicienta y las esquirlas de huesos calcinados que aparecieron junto a los materiales cerámicos. En una fecha muy posterior, el s. II d. C., sitúa J. Valiente los conjuntos B, L y P. Sin embargo, si identificamos el ánfora que cubría un recipiente con forma de sombrero de copa y sin decoración con un ánfora grecoitálica deberíamos retrasar la datación de este grupo posiblemente hasta el s. II a. C., momento de máximo apogeo de este tipo de producciones. Los conjuntos L y P apenas proporcionaron una jarra de cerámica común romana en cada caso, que si pudiesen identificarse con la forma 44 de Vegas habría que se datar de forma tremendamente laxa entre el s. III a. C. y el s. III d. C. En el Conjunto L también aparecieron cenizas, un anillo de bronce y una moneda de Antonino Pío, que posiblemente deba considerarse una intrusión dentro de la tumba y que quizá haya llevado a J. Valiente a proponer una datación tardía para estos tres conjuntos. Para el resto de conjuntos localizados (A, F, H, I, J y K) no se propone ninguna datación en concreto y en algunos casos las letras se refieren en realidad a un solo objeto o incluso a una serie de hallazgos más o menos dispersos por la cuadrícula. La inhumación depositada bajo tres tegulae en posición horizontal en el ángulo Sudeste de la cuadrícula no

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recibió ninguna letra. Sólo se nos dice que bajo la cubierta se encontró una fosa rectangular revestida con argamasa y «recogidos en el centro, unos huesecillos (un tarso y pequeños fragmentos de cráneo), junto con algunos fragmentos atípicos de cerámica)» de los que no se ofrece ninguna imagen en el apartado de ilustraciones (J. Valiente, 1999: 244). Según J. Valiente, el inicio de la necrópolis quedaría definido por objetos como los platos de barniz rojo incluidos en el Conjunto M, que tienen sus precedentes más cercanos dentro de Castulo en las piezas encontradas en las necrópolis de los Baños de la Muela (T. IX)44 y Los Patos (T. I, IV y VIII)45 y que pueden fecharse entre los siglos V-IV a. C., aunque no aparecen asociados a ningún sepulcro. El Conjunto E permite entrever un tipo de enterramiento presente en un momento inmediatamente posterior (s. IV-III a. C.) que incluiría un conjunto de vasitos depositados como ofrendas que recuerdan tanto a recipientes presentes en las necrópolis prerromanas del asentamiento como a aquellos que aparecen en los cementerios de época romana, en algunos casos también en gran número (ustrinum del Cerrillo de los Gordos), o siendo sustituidos por objetos que podían desempeñar la misma función ritual, como los vasitos de paredes finas que suelen acompañar muy a menudo a las urnas cinerarias. El conjunto más numeroso de tumbas pertenece a los siglos II y I a. C. y pueden considerarse precedentes rituales directos de las tumbas que se encuentran en las necrópolis altoimperiales del asentamiento. De hecho se pueden encontrar urnas muy similares y platos con decoraciones idénticas a las que luego se utilizarían en la necrópolis de la Puerta Norte y el Cerrillo de los Gordos46. En las tumbas del Estacar de Luciano se incluyen también imitaciones de productos campanienses, como la tapa de cerámica gris que cubría la urna cineraria del Conjunto O47. Es muy posible que a este grupo cronológico pertenezca tamJ. M. Blázquez (1975, Fig. 86, nº 17 y 18). J. M. Blázquez (1975, Fig. 8, nº 9 y 10; Fig. 21, nº 2 y 3; Fig. 34, nº 2 y 4). 46 Por ejemplo, la urna del Conjunto O es muy similar a la de la T. 27 de la Puerta Norte (J. M. Blázquez, 1975, Fig. 165) y los dos cuencos que la acompañan recuerdan de cerca a los de la Tumba 23 de la Puerta Norte (J. M. Blázquez, 1975, Fig. 159, nº 2 y 4). Las urnas globulares que también en las necrópolis altoimperiales de Castulo no suelen contener cenizas y que por lo tanto se interpretan como vasijas que guardaban ofrendas aparecen, como recuerda J. Valiente (1999: 250), en las necrópolis de Castellones de Ceal o Galera y las reencontramos también en enterramientos de las necrópolis del s. I d. C. en Castulo. El cuenco del Conjunto Q del Estacar de Luciano está decorado con un patrón casi idéntico a otro hallado en la Tumba X de la Puerta Norte (J. M. Blázquez, 1975, Fig. 15), que además estaba acompañado por una lucerna helenística que podría ser fechada entre los siglos II y I a. C. (J. M. Blázquez, 1975, Fig. 15). 44 45

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bién el Conjunto B (fechado por J. Valiente en el s. II d. C.), si atendemos a la presencia de un ánfora grecoitálica que parece situar el conjunto en el s. II a. C. o incluso un poco antes48. El grupo más tardío dentro de la necrópolis que nos ocupa es el formado por los Conjuntos L y P. En ambos casos las jarras, que pudieron pertenecer a los ajuares, debieron cumplir la función de recipiente-ofrenda. Este tipo de contenedores de cerámica común romana desgraciadamente aparecen, como hemos visto, en contextos de una dilatadísima cronología (s. III a. C.-s. III d. C.), aunque están especialmente presentes en el sur de la Península en necrópolis de asentamientos de carácter púnico como Baelo Claudia, Villaricos o Puente de Noy. Así pues, a pesar de los problemas de interpretación que presenta, la necrópolis del Estacar de Luciano parece ser el ‘eslabón’ que nos permite entrever la evolución de los patrones rituales dentro de los espacios funerarios de Castulo. En el Estacar de Luciano están presentes cerámicas que aparecen en necrópolis como Los Patos o Baños de la Muela y que pueden considerarse una evolución de la cerámica de barniz rojo, pero también formas que imitan tipos de la cerámica campaniense. A la vez destaca la ausencia de ungüentarios que son muy comunes en los cementerios inmediatamente posteriores49. Se observa ya la presencia de una cantidad menor de objetos ‘personales’ acompañando al ajuar (armas, fíbulas, anillos) aunque todavía se encuentran algunos de ellos en ciertos sepulcros y es posible intuir la creación de un ‘conjunto ritual’ de piezas que se convierte en un patrón casi ‘normativo’ –prácticamente un ‘ajuar tipo’– en las necrópolis altoimperiales del asentamiento, que suelen incluir una urna con decoración pintada tapada con un cuenco a la que acompaña como ofrenda otro cuenco, un vasito de perfil en «s» o una cerámica de cuerpo globular. La ubicación del espacio sepulcral junto a las murallas –¿quizá al borde del camino que abandonaba el núcleo urbano desde la puerta oriental del recinto?– preludia también un concepto del espacio funerario que se consolida definitivamente en las necrópolis de la Puerta Norte y el Cerrillo de los Gordos. 47 Según J. Valiente, también la pátera del Conjunto I es una imitación ibérica de piezas campanienses fechadas siempre antes del s. II a. C. (1999: 250, Fig. 43 nº 1). 48 En general los tres fragmentos de ánfora encontrados en el Estacar de Luciano (J. Valiente, 1999: 249, Fig. 39 nº 16 a 18) parecen remitir a fechas antiguas. Son tipos –grecoitálicas, Dressel 1A– que comienzan a utilizarse durante la república, aunque a veces alcancen época altoimperial. 49 J. Valiente (1999) reproduce lo que parece ser la base de un ungüentario cerámico, posiblemente de época tardorrepublicana, en su figura 40 (nº 9), aunque la pieza no aparece comentada en el texto.

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Los relieves de La Puente Quebrada

Los yacimientos del Estacar de Luciano, la Puerta Norte y el Cerrillo de los Gordos no proporcionaron ningún elemento arquitectónico que permitiera especular sobre la existencia de monumentos funerarios de tipo ‘claramente romano’ en Castulo (si exceptuamos el fuste de columna reutilizado en la tumba de cámara de la segunda de estas necrópolis) aun cuando gracias a la cronología que apuntan los ajuares sabemos que fueron contemporáneas de necrópolis hispanas donde éstos sí estuvieron presentes50 (A. Canto, J. J. Urruela, 1979: 321). Sin embargo, de Castulo procede uno de los conjuntos de escultura y fragmentos de monumentos funerarios más importantes de la Alta Andalucía. Muchos de ellos fueron reempleados en la construcción de La Puente Quebrada sobre el Guadalimar donde se situaron, según nos describe López Pinto en el siglo XVII «piedras mayores, labradas a gran costa, traídas de Castulo. Aquí hay inscripciones de cifra romana en forma latina, con grandes follajes, cornisas, molduras, figuras superiores, si ya a lo corintho no menos en jónico. Aquí halló Ambrosio de Morales aquella piedra acabada de Uncinus Severus, con título Calcedonensis Fari, que tuvo plaza mayor en medio de Castulo»51. Aunque se desconoce el lugar de procedencia exacto de estas piezas, me inclino a pensar que los relieves de Puente Quebrada no fueron extraídos de ninguno de los dos sectores de necrópolis de plena época altoimperial excavados hasta el momento (Cerrillo de los Gordos y Puerta Norte), entre otras razones porque no se conservan ninguna de las bases cuadrangulares de menor o mayor tamaño que suelen asociarse a esta clase de monumentos. No es imposible que algunos de ellos pudiesen adscribirse a la ‘fase romana’ del Estacar de Robarinas, donde 50 Un fenómeno similar podría haberse producido en el caso de las inscripciones funerarias. Si exceptuamos los epígrafes reutilizados en la cámara sepulcral de la necrópolis del Cerrillo de los Gordos y en los cimientos de un edificio de cuatro por tres metros y medio en la zona de la necrópolis de Los Patos (R. Contreras, A. D’Ors, 1956), este tipo de materiales no han sido recogidos en las áreas cementeriales excavadas hasta el momento en Castulo (J. M. Blázquez, 1984). 51 López Pinto, Historia Apologética de la muy antiquísima ciudad de Castulo, Manuscrito de la Biblioteca Nacional, núm. 1251, Madrid, citado por J. M. Blázquez y M. P. García-Gelabert (1994b: 548). En el s. XIX describen las ruinas otros viajeros y estudiosos, como Manuel de Góngora en su Viaje literario por la Provincia de Jaén, Horacio Sandars, que titula su obra La Puente Quebrada sobre el Río Guadalimar, o, ya a principios del s. XX, Enrique Romero de Torres, que recoge las ruinas de Castulo en su Catálogo de monumentos, que permanece inédito (L. Baena, J. Beltrán, 2002: 28-30).

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supuestamente todavía a finales de los años ochenta del s. XX se estaba produciendo el expolio sistemático de una serie de «tumbas importantes de este período, de piedra...» (Mª P. García-Gelabert, 1990a: 265), del Cortijo de Casablanca, donde se halló un león esculpido, o incluso de la necrópolis de Los Patos, de cuyas inmediaciones procede otro león sobre pedestal de época tardorrepublicana (II-I a. C.) (J. M. Blázquez, R. Contreras, 1984: 271, Lám. 14.1; L. Baena, J. Beltrán, 2002: 86, Lám. 18.2; I. Pérez López, 1999: nº 47 y 48), aunque, evidentemente, también pudieron haber sido recogidas en zonas de enterramiento donde todavía no se han realizado intervenciones arqueológicas. No debemos olvidar que en Castulo la tradición de tallar esculturas destinadas a los lugares de enterramiento se remonta a época ibérica. Cabe destacar los materiales fragmentarios que aparecieron reutilizados en los monumentos de la necrópolis del Estacar de Robarinas, indicio de la existencia de tallas que representarían distintos animales –quizá uno de ellos un ciervo, cabezas de felinos, un cuello de équido, las pezuñas, cabeza y cuello de un toro–, pero también de relieves posiblemente arquitectónicos con la representación de una flor de loto (J. M. Blázquez, J. Remesal, 1979: 373, Lám. LIII; J. M. Blázquez, M. P. García-Gelabert, 1984; M. P. García Gelabert, J. M. Blázquez, 1988: 231, Figs. 60, 75, Láms. XXIIXXV, XXVIII- XXX)52. Especialmente representativo resultaría un capitel conservado en la actualidad en el Museo de Linares, cubierto por motivos vegetales que formaban espirales, que puede considerarse el producto de una reinterpretación de las formas y decoración de un capitel de pilar corintio (M. Bendala, 1992c: VI, nº 10). Es difícil asignar un contexto definido a estos materiales arquitectónicos, aunque parece más que probable su pertenencia al ámbito sacro. M. Almagro Gorbea (1983a: 257, fig. 17) atribuye también a Castulo dos cornisas con moldura de gola que podrían haber formado parte de pilaresestela, a pesar de las dudas que se plantean debido a nuestro desconocimiento sobre el contexto arqueológico en el que se hallaron ambas piezas (I. Izquierdo, 2000: 85-88). Un problema similar conlleva la interpretación de dos fragmentos arquitectónicos decorados con cenefas fitomorfas procedentes de Castulo y estudiados por R. Lucas y E. Ruano a principios de los años noventa. Estas investigadoras presentaron como hipótesis, en aquel momento, que las losas talladas podrían haber 52 También en la tumba 5 de Baños de la Muela se encontró una losa reutilizada en la que se habían tallado pequeñas esferas, en las que quizá pueda verse la imagen de un fruto (J. Blázquez, 1975: 143. Lám. XIX, 2).

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Fig. 27: Castulo. Propuesta de alzado del monumento en el que irían insertos dos fragmentos arquitectónicos decorados con cenefas fitomorfas según R. Lucas y E. Ruano (1990: fig. 5).

recubierto las paredes de un monumento de tipo naiskos, dotado de una ventana ritual y doble capitel similar a los documentados en ambientes fenicio-púnicos (Fig. 27). La datación propuesta para ambas piezas –entre los siglos IV y III a. C.– se basaba precisamente en paralelos formales y estilísticos con representaciones de pintura mural funeraria del mundo púnico (R. Lucas, E. Ruano, 1990). Aunque el pequeño edificio pudo tener tanto una función religiosa como funeraria las autoras del artículo señalan que «es sugestivo asociar la ventana al rito de pasaje y a la ruptura simbólica entre el espacio de los vivos y el lugar destinado a la ‘nueva’ condición del individuo/s incinerados en el monumento/s» (R. Lucas, E. Ruano, 1990: 58). Quizá no sea una contradicción contemplar una superposición de ambas características, la religiosa y la funeraria si, como sugirieron R. Lucas y E. Ruano, dichos relieves pudiesen ponerse en relación con pequeños edificios de culto presentes en las necrópolis. Las dimensiones propuestas en la reconstrucción ideal del edificio coinciden con bastante exactitud con las proporciones de algunas estructuras de forma cuadrangular presentes en las necrópolis ibéricas de Castulo, para las que además se propuso un carácter cenotáfico. Así, se podría suponer que «estos enigmáticos edificios fueran en su día pequeñas capillas para el culto a los muertos o para honrar las manifestaciones hierofánicas» a la manera de los pequeños santuarios tipo

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naiskos o sacellum dedicados en honor a Tanit en contextos fenicio-púnicos, cuya influencia en distintas manifestaciones del yacimiento ha sido puesta de manifiesto por distintos autores (R. Lucas, E. Ruano, 1990: 60). Uno de los ‘nexos de unión’ entre estas primeras manifestaciones escultóricas, la arquitectura monumental del asentamiento y las necrópolis de época republicana son un conjunto de siete leones tallados en piedras locales de un tipo que debe fecharse entre los siglos II-I a. C. y la primera mitad del s. I d. C. según los estudios más recientes53 (I. Pérez López, 1999, nº 45 - 49; J. Beltrán, 2002a: 238; J. Beltrán, 2005: 166; L. Baena, J. Beltrán 2002: 85-87; P. Rodríguez Oliva, 2001-2002: 309; S. Keay et al., 2000: 9, fig. 1.9). La mayoría habían sido reutilizados en La Puente Quebrada (Fig. 28a), pero dos de ellos, sin embargo, habían sido hallados en la zona de la necrópolis del Olivar de Los Patos y en el Cortijo de Casablaca, mientras que un tercero fue conservado en la colección de los Sres. Garzón antes de su traslado al Museo de Linares. Un par de ejemplares correspondían al conocido tipo iconográfico en el que el león mantiene apresada, bajo una de sus garras, a una víctima. En la Península Itálica se trata, sobre todo, de carneros, terneros o cervatillos, y, sólo de manera excepcional, cabezas humanas. Sin embargo, estas últimas son mucho más frecuentes en los leones de la Baetica y del sur de la Gallia (I. Pérez López, 1999: 11; B. Bouloumié, 1995; C. Aranegui, 2004). Las piezas castulonenses, descritas en su día por A. de Morales, corresponden a un león que sujetaba la cabeza de un cordero bajo una de las extremidades anteriores y a otra escultura de un felino en la que la cabeza de un toro fue situada en el frente de la figura (J. M. Blázquez, R. Contreras, 1984: 272; L. Baena, J. Beltrán, 2002: Nº 34, 35)54 (Fig. 29). 53 Aparecen también recogidos en otros catálogos o estudios sobre el tema como J. M. Blázquez, R. Contreras (1984: 271-276) o T. Chapa (1985: 77-80). 54 Los paralelos son muy numerosos. Baste mencionar algunas esculturas especialmente interesantes como el denominado «oso» de Porcuna –pieza «bilingüe» donde se funden aspectos iconográficos ibéricos y romanos–, o leones como los de Bornos (Cádiz, con carnero), Hasta Regia (Mesas de Hasta, Cádiz), Cerro de las Torres (Badajoz), león de Arva (Córdoba, con cabeza humana), león de Nabrissa (Sevilla, con cabeza de carnero), león del Museo de Úbeda (con cabeza humana) y un león muy particular procedente de Emerita Augusta, que quizá no tenga bajo la garra una ‘víctima al uso’ –ni un animal para el sacrificio, ni una cabeza humana–, sino una máscara trágica (L. Baena, 1984a: 52, Fig. 5; A. García y Bellido, 1949: 312-313, Lám. 251; I. López Pérez, 1999: 17, Fig. 10; P. Rodríguez Oliva, 1996: 16; P. Rodríguez Oliva, 1993: 65, Láms. XIVXV).

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Fig. 28: Castulo. Esculturas reutilizadas en la construcción de La Puente Quebrada. a. León, b. Fragmento de frontón con representación de Gorgona (según L. Baena, J. Beltrán, 2004: Láms. XVII.2 y XXIV.1).

Este grupo de leones de corte helenístico puede inscribirse en un triple marco. Por un lado, son deudores de la corriente helenística común al mundo mediterráneo donde surge el tipo iconográfico pero, a la vez, son el producto de la evolución de tipos anteriores introducidos en la época de la colonización fenicia. En tercer lugar, el contacto entre estos últimos y aquellos que traerían consigo determinadas poblaciones de la Península Itálica debe ser también tenido en cuenta a la hora de explicar algunos rasgos estilísticos de estas producciones. En concreto, T. Chapa ha relacionado estas piezas con tropas del ejército romano, que podrían haber contribuido a su difusión a lo largo del Guadalquivir (T. Chapa, 1985: 143, 148, 269). I. Pérez López (1999, 15), en su estudio sobre las esculturas de leones de época romana en Hispania insiste en la idea de que «los leones de tipología romana que aparecen en la Bética se introducen en las costumbres funerarias de unos pueblos a los que les es familiar este animal en monumentos que pueden tener una procedencia común.

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Habría que explicar si realmente estamos ante sepulturas de los colonos romanos de las primeras generaciones o bien asistimos al proceso de ‘romanización’ de las costumbres funerarias turdetanas. En este último caso estaríamos ante la evolución tipológica de los leones» a partir de los prototipos conocidos en la Alta Andalucía y la región cordobesa. Esta autora, sin embargo, se decanta unas páginas después por la primera opción (I. Pérez López, 1999: 32; A. Jiménez Díez, 2002: 223). De acuerdo con otros autores, esta clase de esculturas –especialmente aquellas que apoyan una de sus garras sobre la cabeza de una víctima– pudieron haber sido introducidas en Hispania únicamente por los colonos itálicos (C. Aranegui, 2004), que las habrían utilizado para decorar monumentos ‘a dado’ o en las esquinas de mausoleos de tipo edicular. Sin embargo, y teniendo en cuenta la larga tradición de escultura zoomorfa dentro de las necrópolis prerromanas del sur peninsular, no se puede descartar su ubicación sobre pedestales en torno a un mausoleo, lo que representaría quizá una nueva fusión de fórmulas documentadas en la Península Itálica, con elementos tan característicos de los lugares de enterramiento ibéricos como los pilares-estela55, o incluso decorando monu55 En realidad, hasta el momento no se ha encontrado ninguno de estos leones fechados en época reciente asociados a una edificación funeraria en el contexto de una excavación arqueológica de carácter científico, si exceptuamos el ejemplar asociado a un monumento de sillares destruido hallado en una de las necrópolis de Cádiz (Punta de Vaca-Astilleros) durante las excavaciones llevadas a cabo por P. Quintero a principios del s. XX, que permite situar esta pieza en el s. II a. C. (I. Pérez López, 1999: 16, 28). Por lo tanto, cualquier sugerencia sobre la relación de estas esculturas con un tipo concreto de monumento no pasa de ser una hipótesis de trabajo basada en el establecimiento de ‘paralelos’ extrapeninsulares. De todos modos, lo más probable, como indica J. Beltrán, es que esta clase de leones fueran empleados en más de un tipo de monumento, como los denominados en la bibliografía italiana ‘monumentos a dado’ (sobre todo a partir del s. I a. C., momento en el que este tipo de construcciones se difunden por la propia Península Itálica), mausoleos de carácter edicular o incluso en soluciones de otro tipo, como, por ejemplo, formando parte del coronamiento de pilares-estela al igual que se hacía en época ibérica. Recordemos, además, que la costumbre de situar un león de piedra sobre un pilar tampoco sería extraña en Italia (I. Pérez López 1999: 12). Sin embargo, J. Beltrán es más reacio a considerar esta posibilidad ya que los pilares-estela desaparecieron al menos en el sureste ibérico aparentemente a finales del s. IV a. C. (I. Izquierdo, 2000: 401). A lo que hay que añadir, según este mismo autor que «en el territorio del bajo Guadalquivir no se documenta entre los turdetanos la presencia de leones funerarios (Chapa, 1985: 138ss.; cfr. Asimismo Lacalle, 1999: 165 y ss.)» (J. Beltrán, 2002a: 238), «por lo que la estatuaria funeraria de leones en esta zona se vincularía exclusivamente a la presencia romana» (J. Beltrán, 2004: 104, nota 5; J. Beltrán, 2000b: 435 y ss). En mi opinión, el fenómeno de las esculturas de leones asociados a necrópolis tardorrepublicanas debe inscribirse, sin duda, en el contexto de la llegada de los primeros colonos itálicos al mediodía peninsular, pero

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Fig. 29: Plano de distribución de leones con víctima bajo las garras según I. López Pérez (1999: 17, Fig. 10). asociándose a la creación de una producción escultórica de carácter criollo o mestizo, que integraría la tradición ibérica, adaptada del mundo mediterráneo, de situar leones sobre las tumbas. En este mismo sentido se ha expresado P. Rodríguez Oliva, para quien estas «formas de manifestación escultórica son, empero, el resultado de la pervivencia de los talleres escultóricos ibéricos de los que, en los dos siglos antes del cambio de era, se abastecerá el consumo artístico tanto de los indígenas como de los nuevos colonos romanos» (P. Rodríguez Oliva, 2001-2002: 308). La existencia de esta clase de esculturas entre los ‘turdetanos’ es una cuestión difícil de resolver y que está ligada a los problemas derivados del establecimiento de una seriación fiable para este conjunto de tallas únicamente a través de patrones estilísticos y técnicos. T. Chapa dejó constancia de la inexistencia de leones en la ‘Turdetania’ o Bajo Guadalquivir durante el Ibérico Pleno, pero no dentro del ‘grupo reciente’, donde los encontramos a lo largo del río, desde la provincia de Jaén hasta Cádiz. Lo cual

nos devuelve al problema de la cronología que se debe otorgar a los leones más modernos del conjunto y de si el momento de aparición de estos ejemplares debe situarse antes o después de la llegada de las tropas romanas a la Ulterior. Los argumentos de R. Lacalle (1999) sobre la asociación de determinados tipos de escultura con distintas etnias prerromanas me parecen sumamente discutibles, como he señalado en páginas anteriores, pero, en cualquier caso, esta autora relaciona precisamente el grupo de leones recientes (s. III-I a. C.) del Bajo Guadalquivir con los turdetanos y no con los pobladores romanos. Para dicha investigadora, serían los Túrdulos los que carecerían de estatuaria monumental zoomorfa, mientras que las esculturas de leones antiguos y toros serían propios de los «Mentesanos/oretanos ibéricos» (R. Lacalle, 1999: 178). Por otro lado, al centrar la discusión en la zona del Bajo Guadalquivir estamos obviando la continuidad de las esculturas funerarias de leones en la Alta Andalucía desde época ibérica hasta el cambio de era. Respecto a los leo-

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mentos con edícula o turriformes. Para los ejemplares de menores dimensiones de Castulo se ha propuesto también que cumpliesen la función de tapar algunas cistas funerarias (I. López Pérez, 1999: 12, 27, nº 46 y 47; L. Baena, J. Beltrán, 2002: 64; J. Beltrán, 2002a: 238; T. Chapa, 1985: 149). En este proceso de ‘monumentalización’ de los cementerios iniciado en el s. II a. C.56 con la talla de leones de corte helenístico que podrían imbricarse con manifestaciones de épocas anteriores, Castulo fue, junto con otro núcleo localizado en torno a IliturgiSalaria, uno de los centros principales de producción escultórica57, como demuestra, no sólo el volumen de piezas recuperadas en el yacimiento, sino el hecho de que hayan podido encontrarse ejemplos de la mayoría de tipos monumentales presentes en la Alta Andalucía en época altoimperial: desde esculturas ornamentales (Príapo, Sileno, cabeza de Bárbaro), a retratos (quizá algunos funerarios) y otras clases de tallas destinadas a las necrópolis (L. Baena, J. Beltrán, 2002; J. Beltrán 2002b: 467-475). A partir de finales del s. I a. C. pudieron introducirse tipos itálicos en la arquitectura sepulcral como los mausoleos turriformes, los monumentos en forma de altar coronados a menudo con un frontón que portaba la imagen de la Gorgona y probablemente monumentos rematados por edículas y grandes estelas. El mérito de haber recopilado por primera vez la información existente sobre las piezas encontradas en Castulo a principios de siglo en La Puente Quebrada y otras similares pertenecientes a monumentos funerarios de época romana de la región dispersas por distintas colecciones, se debe a L. Baena, que, a principios de la década de los ochenta del s. XX, publicó una serie de artículos sobre materiales escultóricos prác-

ticamente inéditos (L. Baena, 1982; L. Baena, 1983; L. Baena, 1984a; L. Baena, 1984b, L. Baena, 1993). En un primer momento, los frontones con relieves de Gorgonas de este conjunto se asociaron al ámbito de las necrópolis, y, en concreto, a determinados monumentos funerarios en forma de altar, poniéndose en relación con toda otra serie de ejemplares similares encontrados tanto en la Baetica –donde la mayoría de los frontones portan la imagen de Medusa– como en el resto de Hispania58. En la Península Ibérica los hallazgos de fragmentos de altares funerarios se concentran fundamentalmente en el noreste (Barcino y Tarraco) y en algunas zonas del sur (concretamente en el Alto Guadalquivir), si bien es posible encontrar ejemplos dispersos en Valencia, Segóbriga, Zaragoza, Teruel, Mérida e Idanha-a-Velha (Portugal), aunque el número de piezas conocidas no deja de incrementarse (J. Beltrán 2004: 103-127; Fig. 3). Los prototipos italianos de estos monumentos en forma de altar se remontan al desarrollo del ‘monumento a dado’ que, desde finales del siglo II a. C.principios del siglo I a. C., había comenzado a adquirir nuevos componentes, como pilastras, que se situarán en las esquinas, o un friso dórico, que en época helenística había sido uno de los elementos decorativos frecuentes en los altares mayores59. Dos fueron los métodos para coronar este tipo de construcciones. O bien se añadían dos pulvini monumentales (a la manera de un altar) acompañados a veces de un frontón, o bien se situaba en la parte superior un naiskos o edícula. Este modelo comenzará a difundirse en las provincias occidentales (principalmente, la Narbonense, Hispania, Galia y Germania) ya desde fines del siglo I a. C. asociado al proceso de colonización romana y a determinados grupos sociales como la ‘bur-

nes con víctima bajo la garra, I. Pérez López (1999: 18) asegura que son característicamente romanos, estando ya presentes en la Península Itálica en época etrusca. Sin embargo, como ella misma señala, podemos encontrar algunos animales con víctima sacrificial bajo la pata, como el jabalí de Cártama (Málaga), la loba del Cerro de los Molinillos (Baena, Córdoba) o las esfinges de Ontur (Albacete) e Higueruela (Albacete) fechadas en los siglos III-II a. C. De acuerdo con esta autora: «estos modelos, que preparan el terreno para la introducción de monumentos funerarios romanos, no parecen tener continuidad en la iconografía posterior» (I. Pérez López, 1999: 23), aunque debemos tener presentes ejemplos tan significativos como el denominado ‘oso’ de Porcuna. 56 De acuerdo con la fecha en la que se pueden situar los ajuares funerarios del contexto en el que se halló el león de Punta de Vaca (I. Pérez López, 1999: 16, 28), sin perjuicio de la perduración de este tipo de esculturas hasta la primera mitad del s. I d. C (J. M. Noguera et al. 2005: 110). 57 En el catálogo de escultura romana de la provincia de Jaén recientemente publicado por L. Baena y J. Beltrán (2002), prácticamente un 40% piezas (72 de 181) proceden de Castulo.

58 En el año 1990 el número de frontones hallados en Andalucía ascendía a 11, de los cuales al menos 9 estuvieron decorados con la cabeza de la Gorgona Medusa: tres de ellos fueron encontrados en Iliturgi (Mengíbar, Jaén) (J. Beltrán, 1990, números 9, 10 y 17). Otros tres pertenecen a Castulo (Linares, Jaén) (J. Beltrán, 1990, números 12, 13 y 14). Uno de ellos es de procedencia desconocida, aunque puede suponerse su hallazgo en la provincia de Jaén (J. Beltrán, 1990, número 16). El resto se encontraron en Osqua (Villanueva de la Concepción, Málaga) (L. Baena, 1987: nº 5) y Arua (Alcolea del río, Sevilla) (J. Beltrán, 1990: número 15). Ver ahora la actualización del catálogo de piezas –de toda la Península Ibérica– en J. Beltrán (2004): actualmente se conocen restos de monumentos funerarios en forma de altar con pulvinos procedentes de localidades andaluzas como Velez-Rubio (Almería), Úbeda la Vieja (Jaén), Cerro Alcalá (Jimena de la Frontera, Jaén), Cazlona (Linares, Jaén), Martos (Jaén), Pinos-Puente (Granada), Cerro del León (Villanueva del Rosario, Málaga), Córdoba capital, Santiponce (Sevilla) y Las Cabezas de San Juan (Sevilla). 59 De Castulo proviene, precisamente, el único friso dórico encontrado hasta el momento en la provincia de Jaén (L. Baena, J. Beltrán, 2002: nº 79).

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Fig. 30: Castulo. Remate de monumento funerario en forma de altar (MAN 3850). Detalles de la decoración (fotografías A. Jiménez Díez).

guesía mercantil’ o las aristocracias locales, alcanzando su máximo desarrollo durante la primera mitad del s. I d. C. (J. Beltrán, 1990: 185; J. Beltrán, 2004: 128; G. Gamer, 1989; P. Gros, 1996: 392-399; H. von Hesberg, 1994: 197-209; M. Torelli, 1968). Dentro de este grupo de monumentos en forma de altar bien representado en Castulo (J. Beltrán, 1990: Nº 6, 12-14, 19; L. Baena, J. Beltrán, 2002: Fig. 3, Nº 46-49), se puede incluir, sin embargo, una de las piezas más interesantes del yacimiento que presenta algunas particularidades iconográficas que la alejan de su supuesto modelo romano (Fig. 30). Este remate monumental, conservado en la actualidad en los fondos del Museo Arqueológico Nacional (MAN 3850), fue descrito por A. García y Bellido (1949: 308) con las siguientes palabras: «Dos cabezas de frente, en sendos círculos compuestos de hojas a modo de coro-

nas. Uno representa, probablemente, a la luna y el otro, al sol. En el centro, una cabeza barbada, con dos apéndices, como cuernos, y encima un árula. Trabajo muy basto. Tal vez del siglo III». Quizá el personaje situado en el frontón, una ubicación frecuentemente reservada para la representación de la Gorgona en la región, es el que presenta mayores dificultades de interpretación. L. Baena y J. Beltrán han propuesto recientemente su asimilación con Pan, dentro del contexto de la aparición de personajes del círculo báquico tan frecuente en los monumentos funerarios del Alto Guadalquivir (L. Baena, J. Beltrán, 2002: 95; J. Beltrán 2004: 123). Pero sería también posible, atendiendo sobre todo a la representación conjunta de la divinidad barbada con dos elementos astrales a los laterales, leer la iconografía de la pieza en clave púnica. La divinidad masculina normalmente asociada al

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ámbito funerario púnico es Baal Hammon, dios entre cuyos atributos se cuentan la barba y los cuernos. Aunque estos cuernos no son de cabra sino de toro, el detalle en sí no reviste gran importancia, puesto que en la propia Antigüedad clásica se asimilaron en ocasiones deidades cornigeres diferentes; por ejemplo, Zeus Ammon (carnero) se confundió en algunas zonas del norte de África con Baal Hammon (toro), y más tarde también con Silvano (cabra) (M. Leglay, 1971; M. Leglay, 1975; E. Lipiñski 1995). En estudios llevados a cabo a lo largo de los últimos cincuenta años, M. Leglay (M. Leglay 1953; M. Leglay 19611966; M. Leglay 1966; M. Leglay 1971; M. Leglay 1975; M. Leglay 1992) ha subrayado los fenómenos de sincretismo que se produjeron a partir de mediados del s. II a. C. entre Baal-Hammon y el Saturno romano en el norte de África, y su reflejo en la iconografía de estelas tanto votivas como funerarias. En las estelas neopúnicas de Tiddis, por ejemplo, se encuentran representaciones del denominado «signo de Tanit» (que al parecer fue empleado también para aludir a su paredro, Baal - Hammon) en el frontón, flanqueado por un creciente y un signo astral en forma de disco radiado o rosa, que fueron remplazados progresivamente por representaciones de carácter antropomorfo del Sol y la Luna (M. Leglay, 1966: 222; A. Berthier, M. Leglay, 1958). Generalmente, en los monumentos de la región de época romana Baal ha sido ya sustituido por el Saturno africano, señor de los hemisferios y de la ultratumba, que adopta la forma de un hombre barbado sentado en su trono o recostado, en una actitud similar a la de los dioses fluviales, pero también se conocen numerosas representaciones en estelas norafricanas de los siglos II-III d. C., aún más cercanas al ejemplar de Castulo, con el busto del dios en el frontón (F. Baratte 1997: 1086-1087). De hecho, sólo en contadas ocasiones podemos encontrar al Saturno africano de las estelas que comentamos aislado, ya que, de manera general, aparece flanqueado por el Sol y la Luna, los Dióscuros (también interpretados como símbolo de los dos hemisferios celestes), o una pareja de genios (I. Seco Serra, A. Jiménez Díez, 2005). Como bien vio A. García y Bellido, las cabezas laterales del remate con pulvinos de Castulo podrían representar al Sol y la Luna60, bajo la forma de un hombre y una mujer rodeados de un haz de rayos. El motivo iconográfico es conocido tanto en las estelas norafricanas, como hemos visto, como en el mundo romano, donde se suele aludir de manera simbólica a la asimilación de estos personajes con elementos 60 En contra J. M. Blázquez (1984: 282), que propone como alternativa la interpretación del personaje central con cuernos como símbolo de la luna.

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astrales mediante la representación de una corona radiada y un creciente lunar que se colocan sobre la cabeza masculina y femenina, respectivamente. Sin embargo, en el frontón que nos ocupa se ha reinterpretado la manera de simbolizar los elementos celestes, recurriendo a la talla de elementos lanceolados con nervio central idénticos a los que se utilizan en otras piezas castulonenses para dar forma a las rosetas de los monumentos sepulcrales61. Una manera muy similar de representar este motivo se puede también encontrar en un grupo de cabezas radiadas halladas durante las excavaciones realizadas a principios del s. XX en la necrópolis de Osuna, de interpretación controvertida y para las que T. Chapa (P. Rouillard et al. 1997: 41-42) ha propuesto una datación entre los siglos III-I a. C. (A. García y Bellido, 1943: nº 21, Lám. XXXVII, abajo; J. Beltrán, J. Salas, 2002: 249, nota 45). No se nos debe escapar, en cualquier caso, que este tipo de elementos vegetales son el motivo esculpido con más frecuencia en los frentes de los pulvini de los altares funerarios del mediodía peninsular62, ni que generalmente se han interpretado también como símbolos astrales. En cualquier caso, a pesar de las dificultades para establecer una lectura segura de los símbolos presentes en el coronamiento del ara procedente de Castulo, puede concluirse que, en gran parte, el interés de la pieza radica, precisamente, en la fusión de tipologías y elementos iconográficos de tradición «indígena», púnica y romana. Esta clase de remates monumentales remiten a un tipo de altar funerario específico de las necrópolis romanas que se ha querido relacionar, además, con la expansión de colonos de este origen por las distintas provincias del Imperio; pero, por otra parte, el escultor castulonense decidió emplear una iconografía frecuente en contextos norteafricanos donde se había producido ya un fenómeno de sincretismo entre la religión púnica y el panteón grecolatino. Al mismo tiempo, la pieza muestra la imagen de una divinidad de carácter funerario y astral que no se ajusta por completo a modelos foráneos, sino que sigue, al menos parcialmente, una lógica local en la representación de elementos simbólicos muy posiblemente anclada en cultos de origen peninsular. 61 Es el caso, por ejemplo, del fragmento de friso que llevan los números de catálogo 52, 75 y 79 en la obra dedicada a la escultura giennense por L. Baena y J. Beltrán (2002), aunque la roseta, con un número variable de pétalos, es un motivo recurrente en los relieves del yacimiento. 62 En el propio yacimiento de Castulo tenemos un ejemplo en un ara encontrada durante las excavaciones llevadas a cabo en la villa del Olivar, aunque su carácter anepígrafo hace imposible conocer si estaba destinada a cumplir su función en un contexto sacro o funerario (J. M. Blázquez, F. Molina, 1979a: lám. XXIV.1).

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El otro personaje –ya mencionado– que aparece en Castulo y en otras necrópolis romanas rodeado de motivos vegetales lanceolados con nervio central, tanto a modo de corona, como bajo el cuello o como una especie de prolongación de la égida que cubre las superficies de los pulivini, es la Gorgona (L. Baena, J. Beltrán, 2002: nº 47, 48 y 49) (Fig. 28b). El Gorgoneion aparece representado en dos espacios muy concretos en los monumentos funerarios hispanos en forma de altar. En las piezas de la Tarraconensis se sitúan sobre la cara frontal de los pulvini, como las cabezas radiadas del remate castulonense que acabamos de comentar, mientras que en los ejemplos hallados en la Baetica suele encontrarse en frontones. Como otros seres mitológicos (Amon, Arimaspos, Grifos), la Gorgona montaba guardia en la frontera del reino de los muertos. Órficos y pitagóricos situaron a las puertas del paraíso a Gorgonas y Hespérides. El paraíso que, precisamente, comenzaba en la luna, donde moraban las almas de aquellos que tras varias encarnaciones en la tierra, gracias a los ritos asociados a la ingestión de vino que les permitían asimilarse a Diónisos (M. Bendala, 1999: 61), liberaban al espíritu de su cárcel corpórea. Para estos fieles, sólo los ritos báquicos y una vida regida por la ‘moral órfica’ eran capaces de redimir al alma (E. Rohde, 1894: 178). Por otro lado, como han recordado algunos autores, en determinados textos sacros del mundo órfico se establecía un nexo de unión entre el gorgoneion y la luna (J. Carcopino, 1943: 306; F. Cumont, 1942: 155, nota 4; M. Bendala, 1976a: 92), aunque es difícil saber hasta qué punto los relieves de la Alta Andalucía estuvieron influidos en su composición por corrientes mistéricas de este tipo. De cualquier manera, la yuxtaposición del Gorgoneion con seres marinos (L. Baena, 1983: 115, Lám. 1) permite también sugerir una lectura en clave órfico-dionisíaca. El Océano63, para los iniciados en estos cultos, era un gran río circular que separaba el hemisferio terrestre del hemisferio supralunar. El Océano era, además, el camino por el que las almas descendían sobre la tierra y por donde ascendían al cielo (J. Carcopino, 1943: 320). Las almas eran ayudadas a cruzar este gran río por distintos seres mitológicos, como tritones, delfines y otros monstruos marinos. Así, en una pareja de frontones decorados procedente de Iliturgi (Mengíbar, Jaén), podemos ver 63 En la serie de Neumagen que J. Beltrán propone como paralelo para los altares funerarios de la Alta Andalucía, la máscara de Océano, que se situaba en el frontón, acompañaba a las Gorgonas de los pulvini y a otros motivos como delfines (J. Beltrán, 1990: 194). También J. Carcopino (1943: 319) estudió la representación de Medusa, una máscara de Océano, tritones y escudos (un posible símbolo solar) en un mismo espacio de la Basílica de Porta Maggiore.

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a las Gorgonas de los frontones superpuestas a un friso con representaciones de monstruos marinos –tritones o hipocampos– en un ejemplo, además, cabalgado por una nereida (L. Baena, J. Beltrán, 2002: nº 92 y 93); mientras que en el caso de algunos altares funerarios valencianos, es, en concreto, una pareja de delfines con una corona funeraria, el motivo elegido. Posiblemente estos animales marinos deban ser interpretados de la misma manera que las Gorgonas situadas en los frontones: como una alusión a la inmortalidad y al tránsito de las almas hacia las islas de los bienaventurados. La roseta de seis pétalos que acompaña a los ejemplos de Benifairó y Liria –presente, como hemos visto también en los relieves de Castulo–, reforzaría asimismo el simbolismo astral de estas construcciones funerarias (J. L. Jiménez Salvador, 1995: 216-218). El carácter fundamental de la Gorgona, sería, por tanto, el de un ser liminal que los difuntos encuentran en su camino al más allá, después de franquear el espacio que les separa de la nueva morada del alma. El carácter híbrido de la Gorgona, que la convierte en un ser monstruoso donde se funden categorías opuestas (femenino-masculino, hombre-animal, vida-muerte) se ajusta a la perfección a su situación entre dos mundos. La Gorgona, en fin, es un personaje más de los que están presentes en los momentos más delicados de los ritos de tránsito, en el que el alma, tras separarse de su condición anterior y superar un período liminal, queda agregada al nuevo grupo al que pertenece: el de los muertos (A. Jiménez Díez, 2001). Los frontones castulonenses pudieron haber formado parte no sólo de altares funerarios (J. Beltrán, 1990: 202)64, sino que también es posible que hubiesen coronado edículas o grandes estelas pseudoarquitectónicas, sobre todo en el caso de frontones con la base más ancha (A. Martínez Valle, 1995: 280; L. Baena, J. Beltrán, 2002: 55). De edificaciones rematadas por edículas pudieron formar parte, precisamente, otros fragmentos escultóricos asociados al yacimiento de Castulo, como algún retrato de bulto redondo (L. Baena, J. Beltrán 2002: nº 21, 23-31), y una serie de relieves decorados con esvásticas, rosetas, guirnaldas cargadas de frutos, erotes, silenos, centauros marinos, sátiros, ménades y máscaras (L. Baena, J. Beltrán, 2002: nº 39-40, 43, 45, 50-81, 174 - 175) (Fig. 31). La máscara, como la imagen de la Gorgona, pudo tener una función protectora en contextos funerarios. 64 Esta era la hipótesis defendida por J. Beltrán en su artículo sobre el tema que nos ocupa publicado en 1990, aduciendo paralelos bien documentados en Neumagen y el tamaño de algunas piezas, algo reducido, según el autor, para integrarse en edículas.

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Fig. 31: Castulo. Relieves funerarios con máscaras (tomado de L. Baena, J. Beltrán 2004: láms. XXX.1 y XXXIV.1).

Por su carácter dionisíaco, como saturica signa65, las máscaras eran colgadas de los intercolumnios de los peristilos, para ahuyentar con el movimiento, como veíamos antes, a los malos espíritus. Esta relación con Dionisos favoreció la introducción en la iconografía funeraria de máscaras escénicas y otros símbolos teatrales acompañando a la pompé de Baco y, posiblemente, su empleo en la liturgia funeraria. Se tallaron máscaras de esta clase sobre estelas, aras funerarias, urnas, sarcófagos con representaciones de escenas del ciclo dionisíaco (F. Matz, 1968-1975) y otras clases de monumentos funerarios, acompañadas a veces por máscaras tocadas con gorro frigio, la mayoría de las veces asimiladas a Attis, aunque algunos autores han señalado una posible relación de estas representaciones con los Arimaspos (heroi), los habitantes del País de los Hiperbóreos, relacionados con Apolo y el viaje del alma del difunto hasta el Océano Boreal, especialmente cuando este motivo se rodea del thiasos marino (P. Rodríguez Oliva, 1993: 56-57, nota 52). 65

Plinio N. H., XIX, 50.

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En Hispania podemos ver en muchas ocasiones relieves de máscaras teatrales en regiones donde también está presente la imagen de la Gorgona. Hay máscaras teatrales en monumentos funerarios de Barcelona, La Lentejuela (Sevilla), Mengíbar, Toya, o Úbeda (Jaén, L. Baena, J. Beltrán, 2002: nº 102106, 143, 149-150, 160), pero también pueden relacionarse con contextos funerarios los relieves hallados en lugares como Ampurias (Gerona), Sofuentes (Zaragoza), Clunia (Burgos), El Tolmo de Minateda (Albacete), Puente Genil (Córdoba)66 y quizá Mérida67 (Badajoz) (Fig. 32). (L. Abad et al., 2002: 271, nº 2; C. Márquez, 2002: 241-242; P. Rodríguez Oliva, 1993: 61-66; J. A. Abásolo, 2002: 156, Lám. IV; J. Sánchez Jiménez, 1947: 56, 59, Láms. XXIVXXV). Como en Castulo, las encontramos asociadas a guirnaldas, por ejemplo, en los relieves de Sofuentes, Clunia o Barcelona. Relieves que debieron formar parte, muy probablemente, de monumentos «a dado» o coronados por edículas. Las guirnaldas, que a veces se representan en este tipo de construcciones funerarias colgadas entre pilastras, fueron quizá una alusión simbólica o una representación de las guirnaldas reales que decoraban los monumentos con ocasión de determinadas festividades, pero podrían también interpretarse como un reflejo de uno de los escenarios en los que tenía lugar el ritual funerario. Quizá debamos ver en estas escenas una imagen en piedra –perenne, inmutable, no perecedera– de las verdaderas guirnaldas que adornaban el atrio o el peristilo durante la exposición del cadáver68. Si esto fuera así, las máscaras que penden entre ellas en los relieves castulonenses69 deberían considerarse también como un reflejo de objetos reales70 presentes durante los rituales funerarios –os66 En otro fragmento conservado en el Museo de Puente Genil, pero procedente de la Camorra de Puerto Rubio, se recurre además, como en Castulo, a situar el motivo de la esvástica entre una roseta y otro motivo decorativo que no se ha conservado. Según C. Márquez, los relieves depositados en el Museo de Puente Genil deben relacionarse con los talleres de Salaria, Castulo y otras localidades de la provincia de Jaén (C. Márquez, 2002: 241-242, Lám. 33). 67 Estas máscaras aparecen también en otras regiones del Imperio en época augustea. Valga como ejemplo un relieve procedente de la Campania que pudo pertenecer al monumento funerario de un personaje del ordo equester de Abellinum (Avellino) (A. Simonelli, 2002: 40), y otro hallado en la Gallia, en la necrópolis de Fourches-Vieilles (Orange) en este caso asociado al podium de un monumento de planta circular (Ch. Landes, ed. 2002: 160, nº 21). 68 Como se puede ver, por ejemplo, en el famoso relieve de la tumba de los Haterii. 69 Por ejemplo números 57 y 58 del catálogo de escultura jienense publicado por L. Baena y J. Beltrán (2002). 70 Máscaras de este tipo se han encontrado, por ejemplo, en la Villa de la Estación (Antequera, Málaga) o en las Bañuelas (Ávila) (P. Rodríguez Oliva, 2004: 54).

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a

b Fig. 32: Máscaras con el característico onkos de un monumento funerario del Tolmo de Minateda (Albacete) (a) y de un monumento de Castulo (Linares, Jaén) (b) (Según J. Sánchez Jiménez, 1947: lám. XXIV y L. Baena, J. Beltrán, 2004: lám. XXVII.3).

cilla báquicos–, que tenían una función mágica o protectora. La relación entre las máscaras teatrales y el ciclo dionisíaco queda reflejada de manera explícita en el caso de Castulo, por ejemplo en relieves donde podemos encontrar una máscara trágica con el característico onkos separada por esvásticas de una máscara dionisiaca de sátiro (L. Baena, J. Beltrán, 2002: nº 59), pero también a través de la ubicación de unas y otras entre roleos, flores y esvásticas de manera indistinta. Dionisos es, en cualquier caso, «el dios de la máscara» por antonomasia, como protector de la comedia, la tragedia y las obras satíricas. Uno de los aspectos más destacables de este conjunto de relieves es que todos ellos parecen compar-

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tir cierto lenguaje iconográfico. La inclusión de seres liminales (Gorgonas y thiasos marino), personajes inmersos en el ciclo dionisíaco71 y todo un conjunto de referencias asociables al mundo astral remiten, en último término, al viaje que emprende el alma tras abandonar el cuerpo en su camino hacia el éter en la escatología grecolatina72 (A. Jiménez Díez, 2001: 190). El otro elemento que permite agrupar a un gran número de estos relieves es la cronología. El proceso de ‘monumentalización’ en el que se inscribe el inicio de la fabricación de estas piezas nos lleva nuevamente al período augusteo, en el que pueden situarse los frisos con roleos acantiformes (que se han querido relacionar con artesanos itálicos inspirados directamente en modelos de la ciudad de Roma), o las representaciones de algunas máscaras teatrales con alto onkos. Los esquemas decorativos que embellecen los nuevos tipos de edificaciones funerarias –frisos, guirnaldas de las que penden objetos, pilastras–, son similares a otros que podemos encontrar en la Galia Cisalpina, la Narbonense o la Tarraconense en Hispania y tienen como modelo el ámbito sacro y mágico del peristilo y los jardines en la domus romana. Pero incluso en este contexto debemos hablar, en el caso de varias piezas, de una reformulación de los modelos iconográficos, que permiten modelar una imagen de la Gorgona «característica» del Alto Guadalquivir, que no se limita a reproducir modelos clásicos, aunque comparta determinados atributos con las Gorgonas romanas, o la creación de representaciones ‘bilingües’ como las que se pueden observar en uno de los frontones conservados en el museo del MAN (nº inv. 3850) que acabamos de comentar. Para concluir, podemos señalar por el momento que, como en otros ámbitos de la cultura material, la verdadera ‘explosión’ de tipos monumentales romanos no se produjo en Castulo hasta principios del Imperio. Y ni siquiera en este momento, a pesar del «alto grado de asimilación de las oligarquías provinciales de las formas que de forma estereotipada representaban el lujo romano en ambiente particulares» (L. Baena, J. Beltrán, 2002: 50), se puede pasar por alto que coexisten en las distintas necrópolis de una misma ciudad maneras muy distintas de entender lo 71 Los hallazgos de piezas que se pueden vincular a la iconografía báquica, que en un primer momento se concentraban sobre todo en el Alto Guadalquivir, se han empezado a documentar también en el último tramo de este río (J. Beltrán Fortes, 2006: 255). 72 Se ha querido poner en conexión incluso las esculturas de leones con víctima bajo la garra –que en algún caso pudieron asociarse a monumentos «a dado» o ediculares como los que portaban los relieves que estamos describiendo– con cultos dionisíacos (I. Pérez López, 1999: 11).

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que es apropiado y lo que no lo es a la hora de construir un sepulcro que no pueden explicarse recurriendo, únicamente, al argumento de la presencia de individuos de desigual riqueza dentro de los lugares de enterramiento. 3.

EL ORIGEN DE LA CIUDAD Y EL PROBLEMA DE LA ‘ROMANIZACIÓN’ DE LAS NECRÓPOLIS DE CASTULO

a)

El origen de la ciudad

Los estratos más antiguos excavados hasta el momento en el yacimiento de Castulo se remontan a la Edad del Bronce. A esta fase pertenece un taller de fundición instalado al aire libre fechado en el s. VIII a. C. sobre el que se superponen una serie de estructuras que pertenecen ya al santuario encontrado en la zona de La Muela. Precisamente al pie del cerro del mismo nombre se encuentra situado el asentamiento prerromano más importante de Castulo. Algo después, en el s. VII a. C. comienza a apreciarse con claridad la influencia oriental en la cultura material del poblado. De esta época se conserva una de las tumbas más ricas que ha proporcionado el yacimiento. Los datos principales relativos a este hallazgo fueron publicados, a modo de avance, en 1975 por J. M. Blázquez73. La tumba incluía un thymiaterion de bronce decorado con figuras de animales, restos de dos calderos de bronce, una esfinge fabricada con el mismo material y varios broches de cinturón. En este conjunto se ha querido ver un indicio de la riqueza y la importancia de la ciudad ya en este momento, favorecida por sus recursos mineros y quizá por el control de los pasos del mineral que se trasladaría a alguna zona portuaria del río, a través del cual viajaría a Cádiz para ser exportado hacia el oriente del Mediterráneo. Estos y otros elementos son los que han llevado a algunos de los autores que se han dedicado a estudiar el yacimiento a sugerir la presencia en los primeros momentos de la vida del asentamiento de población de origen oriental, que quizá se agrupaba en distintas ciudades de la cuenca del Guadalquivir con fórmulas similares a las que posteriormente emplearían los romanos en los conventus civium Romanorum (M. Bendala, 1994: 66; J. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1994b: 499; M. P. GarcíaBellido, 1982: 27). Hasta Castulo siguen llegando objetos de lujo de tipo oriental en el s. V a. C., como demostraría el ajuar 73 J. M. Blázquez, (1975): Tartessos y los orígenes de la colonización fenicia de Occidente, Salamanca, 263-269.

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que acompañaba a una tumba hallada por casualidad en la finca Torrubia (A. Blanco, 1963), que incluía un lebes de bronce con representaciones de caballitos y una deidad femenina con orejas de vaca (quizá la diosa egipcia Hathor74); aunque, de manera paralela, comience a constatarse la presencia de productos griegos, sobre todo cerámicas, hacia el 450 a. C. Fragmentos de estos contenedores se encuentran ya profusamente dispersos en las necrópolis activas durante este período, como el Molino de Caldona, Los Patos, Baños de la Muela, Casablanca y El Estacar de Robarinas. Lo más probable, sin embargo, es que dichos objetos no alcanzasen el Alto Guadalquivir directamente a través de comerciantes griegos, sino de asentamientos púnicos situados en la costa, como La Fonteta o Villaricos, que servirían de intermediarios con los núcleos indígenas del interior. Castulo se encuentra, además, en este momento, en las cercanías de dos de los santuarios ibéricos más importantes de la zona, El Collado de los Jardines y Castellar de Santiesteban. Ya en época republicana, los peregrinos que se dirigían hacia estos centros de culto atravesando el territorio de la ciudad minera, depositaron en ellos monedas de la ceca de Castulo (M. P. García-Bellido, 1982: 107, 115). A partir del s. III a. C. diminuye el volumen de información arqueológica, si bien es posible que una revisión de los materiales conservados procedentes de determinadas necrópolis del asentamiento permitiese matizar un tanto esta afirmación. Estas carencias quedan en parte paliadas por un aumento en los datos transmitidos a través de las fuentes textuales sobre la segunda guerra púnica. Castulo se convierte en ese período en un asentamiento de carácter estratégico para los dos bandos en contienda. Las minas de la región (Linares, El Centenillo, Vilches) –junto a las de Cartagena– fueron una de las principales fuentes de financiación del ejército cartaginés (J. L. López Castro, 1995: 75; C. Domergue, 1990). La riqueza en plata de la zona de Castulo aparece mencionada en textos de Estrabón75 y Polibio76. Existen además referencias a dos lugares de extracción de mineral que podrían estar relacionados con Castulo pero para los que no todos los investiga74 En conjunto, el enterramiento se componía de distintos recipientes cerámicos y de plata (una urna cineraria tapada por un cuenco, otra urna con cenizas cubierta por un cuenco de plata de «tipo fenicio», un vaso ofrenda que contenía en su interior un vaso de forma globular), un anillo de oro, armas (lanzas, espada con empuñadura de antenas y botón central, cuchillo), una sítula y el mencionado lebes de bronce del que se conservaban tres estatuillas femeninas con peinado de Hathor con sus correspondientes trípodes. Véase R. Contreras (1975: 21), para otras piezas que pudieron llegar a Castulo como fruto del comercio con oriente o a través de su influencia en el artesanado local.

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dores aceptan la misma localización. Es probable que el famoso pozo Baebelo que reportaba a Aníbal 300 libras de plata diaria, y que, todavía en época romana conservaba el nombre de aquellos que lo descubrieron según Plinio77, se encontrase en las inmediaciones de Castulo y no en Cartagena, como sugieren algunos autores (R. Contreras, 1975: 30). Tampoco existe unanimidad respecto a la identificación del denominado Mons Argentarius78 que a veces también se ha situado en las inmediaciones de Castulo. De cualquier manera, la riqueza de la región es innegable (como se aprecia en momentos concretos por el elevado número de tesoros de vajilla de plata y monetales ocultados en las inmediaciones del yacimiento a finales del s. II a. C. y principios del s. I a. C.) (M. P. García-Bellido, 1982: 46) y el protagonismo de la minería en la región es tal que esta actividad incluso quedó reflejada en la iconografía funeraria79. La importancia geoestratégica de Castulo radicaba también en su ubicación en el centro de un importante nudo de comunicaciones, tanto en época republicana como más tarde durante el período altoimperial. La ciudad controlaba los accesos al Guadalquivir desde Levante (primitiva vía Heraklea), poniendo en comunicación ciudades como Cartagena, Córdoba y Cádiz. Otras vías como el ‘Camino de Aníbal’, mencionado por Estrabón80 o los Vasos de Vicarello81, llevaban desde Castulo a la costa murciana, a través de Libisosa, o hacia la Meseta y la costa malagueña (M. P. García-Bellido, 1982: 39). Posteriormente, tras las reformas augusteas que situaron a Castulo en la provincia Tarraconensis, la Via Augusta mantuvo activo el eje que comunicaba Carthago Nova con el sur de la Península, pasando por Castulo y por las cuatro capitales conventuales: Corduba, Astigi, Hispalis y Gades (L. Baena, J. Beltrán, 2002: 33). Un epígrafe (CILA 6, 91) nos ha permitido constatar también la existencia de una vía que conducía a Sisapo por el Saltus Castulonensis. Por todo ello Castulo se situó en el centro de la política de ocupación militar de cartagineses y romanos. En pocos casos contamos con tantas referencias literarias sobre el acantonamiento de tropas de ambos bandos en una sola ciudad. Tras la derrota de III, 2, 10. 10, 38, 7. H. N. 33, 96-97. 78 Strab. III, 2, 11. 79 Recordemos, por ejemplo, el relieve con una representación de un grupo de mineros procedente de las minas de Palazuelos (Linares, Jaén), fechado a principios del s. I d. C. que muy probablemente formó parte de un monumento funerario (P. Rodríguez Oliva, 2001). 80 III, 4, 9. 81 I. 75 76 77

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Amílcar, que había hallado la muerte en una batalla con Orissio, el rey de doce ciudades oretanas situadas en las cercanías de Ilici, Asdrúbal, el yerno del caudillo cartaginés, consiguió reconquistar una serie de ciudades oretanas entre las que se incluía Castulo. Precisamente este enclave será el elegido tanto por él como por Aníbal para establecer sus campamentos de invierno. Castulo fue también un núcleo esencial para el desarrollo de la política de pactos familiares derivados de matrimonios puesta en práctica por los cartagineses en la Península Ibérica. Asdrúbal decidió unirse a la hija de un régulo ibérico, mientras que Aníbal tomó por esposa en Castulo a Imilce82. Nombre bajo el que quizá se oculta no un antropónimo, sino un título de origen semita del tipo de «princesa» (M. P. García-Bellido, 1982: 35). De acuerdo con Livio83, en el 217 a. C. Cneo Escipión había avanzado hacia el Saltus Castulonensis, aunque otros autores como Polibio retrasan unos años las conquistas romanas, presentando el valle del Ebro como el principal escenario del conflicto hasta la llegada a Hispania de Publio Escipión, el hermano de Cneo. En los años siguientes, Castulo aparece mencionado en distintos textos antiguos, en relación con las batallas de Baecula e Ilipa (208-207 a. C.)84. Carthago Nova había caído en el 209 a. C. y las batallas fundamentales se trasladan al entorno de Castulo, donde quedarán acantonadas tropas púnicas o romanas, según el bando que controla en cada momento la ciudad85. En el año 206 a. C., tras infligir un castigo ejemplar a los hombres, mujeres y niños que resistían en Iliturgi, las tropas romanas se dirigieron a Castulo, donde se habían reagrupado los supervivientes del ejército cartaginés al mando de Himilcón. Cerdubelo, el jefe hispano, entregó la ciudad y a los hombres que luchaban en la tropa cartaginesa a Escipión. Apiano añade que Escipión impuso una guarnición a la ciudad y dejó el gobierno de ésta en manos de un notable del asentamiento, que a partir de entonces quedaba uniLivio, 24, 41, 7. Diodoro, 25, 12. 22, 20, 34. Los acontecimientos bélicos en torno a la batalla de Baecula se encuentran en la actualidad en revisión, gracias a los primeros avances de un proyecto de investigación titulado «Baecula. Batallas, Acciones y Escenarios. La Segunda Guerra Púnica en el Alto Guadalquivir», dirigido por A. Ruiz, en el que se defiende la identificación de la actual localidad de Santo Tomé (Jaén), como el escenario más probable de este choque armado, frente la hipótesis clásica (sólo cuestionada hasta ahora por R. Corzo, 1975) que situaba la batalla en Bailén. 85 Publio Escipión invernó en Castulo tras la campaña contra el ejército dotado de 30 elefantes al mando de Asdrúbal, según Apiano (Iber. 15, 6). De acuerdo con Livio (29, 18, 2), y Apiano (Iber. 32), en Castulo estuvo situada una guarnición cartaginesa durante algunos episodios de la contienda. 82 83

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Fig. 33: Distribución de los hallazgos de moneda cartaginesa en el sur peninsular (F. Chaves Tristán 1990: 619).

do a Roma por medio de un pacto informal. Según Tito Livio86, Cerdubelo hizo en aquel momento un juramento de fidelidad (fide accepta) que supuso de facto el inicio de la explotación directa o indirecta de la riqueza minera de Castulo por parte de los romanos. Con la entrega de Gades, último reducto púnico en Hispania ese mismo año, concluye la lucha en territorio peninsular entre Roma y Cartago, que aún continuaría en otros escenarios hasta la victoria definitiva de Escipión en Zama, en 202 a. C. La presencia de tropas cartaginesas en la ciudad de Castulo que nos trasmiten las fuentes ha dejado también algunas huellas en el registro arqueológico que a veces no son fáciles de rastrear. En determinados lugares situados, sobre todo, en la margen izquierda del Guadalquivir, se ha constatado la concentración de ejemplares de moneda cartaginesa y sobre todo hispano-cartaginesa, acuñada durante un período muy breve en el contexto de la segunda guerra púnica con la función primordial de permitir el pago a las tropas. En dichos asentamientos, que F. Chaves Tristán (1990) propone identificar con establecimientos militares cartagineses, estas amonedaciones son las más abundantes, con diferencia, respecto al resto del numera86

XXVIII, 20, 11.

rio y además las piezas no forman conjuntos homogéneos, sino que se entremezclan monedas con metales y denominaciones diversas, pertenecientes a cronologías y emisiones diferentes (Fig. 33). Castulo no sólo se encuentra dentro de este grupo de yacimientos, sino que las amonedaciones posteriores de la ceca de la ciudad siguen relacionadas con las acuñaciones del mundo púnico a través de la metrología –se sigue el patrón púnico de 8/9 grs. en las primeras emisiones– o de la iconografía de algunas acuñaciones, donde se puede ver un toro o una esfinge (M. P. García-Bellido, 1982: 47-64; A. Arévalo, 1998: 198). La ciudad conservó en época republicana su nombre ibérico (Kas´tilo), que aparece registrado, tanto en las fuentes literarias como epigráficas, con el término latino Castulo87 (C. González Román, J. Mangas, 87 Se conocen distintas variantes de este topónimo que aparece como Kas´tilo en las leyendas monetales o como Castlo en un epígrafe donde un individuo dejó constancia de un origo ibérico con caracteres latinos en una de las inscripciones funerarias latinas más antiguas de la Ulterior (A. U. Stylow, 2005: 254; C. González Román, J. Mangas, 1991: 179-180, nº 128). Artemidoro lo transcribió al griego como Kastalon, según Esteban de Bizancio, y lo encontramos escrito como Kastoulon y Kastolon en los textos de Estrabón (III, 3, 2) y Apiano (Iber. 16), respectivamente. Tanto Ptolomeo (VI, 2), como Plutarco (Sert. 3) emplearán el vocablo Kastlon para referirse al asentamiento (C. González Román, J. Mangas, 1991: 122).

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1991: 122), y muy posiblemente mantuvo también su carácter de plaza fuerte para el acantonamiento de tropas, ahora ya únicamente romanas. R. C. Knapp (1977: 15-29, 147) propuso a finales de los años setenta la existencia de una posible línea defensiva a lo largo del Betis que se apoyaría en distintos acantonamientos militares, situándose la ciudad de Castulo en el extremo nororiental de dicho limes. También Plutarco88 comenta, en el contexto de una anécdota sobre Sertorio, que en 98 y 94 a. C. el ejército romano que operaba en la Meseta contra los celtíberos invernó en Castulo. Si realmente hubo una guarnición en época republicana, debemos suponer la presencia en la ciudad de un praefectus que controlaría de facto la ciudad y quizá las explotaciones mineras. Éste actuaría bajo la supervisión del pretor de la Ulterior, en la que quedó incluida Castulo tras la primera división provincial. En la segunda mitad del s. I a. C. Castulo debió entrar en competencia con nuevas ciudades como Salaria (Úbeda la Vieja) que obtuvo, por aquel entonces, el rango de colonia. Probablemente Castulo adquirió, por su parte, el estatuto jurídico de municipio de derecho latino bajo César o Augusto89, inscribiéndose sus ciudadanos de manera mayoritaria en la tribu Galeria. Las reformas emprendidas por Augusto supusieron, además, la inclusión de Castulo en la provincia Tarraconensis y en el conventus Carthaginiensis, desligando administrativamente la ciudad de los territorios meridionales de la Península. La mezcla de poblaciones que debió producirse en la ciudad a causa del acantonamiento de tropas de distintas procedencias, la explotación de los recursos mineros por nativos y extranjeros, y el comercio con numerosas ciudades, queda reflejada también en algunos de los nombres que han llegado hasta nosotros. En ciertos epígrafes encontramos cognomina indígenas o griegos, además de romanos. Aun en momentos avanzados del s. I d. C. se puede entrever rasgos ‘indígenas’ en la onomástica de algunos magistrados monetales, que, junto a otros personajes que presentan nombres romanos, debieron formar parte de la aristocracia local, que posiblemente fue adquirienSertorio III. El nuevo estatus del asentamiento aparece recogido en Plinio (Nat. 3, 3, 18) y en fuentes epigráficas (CIL, II, 3278: municipi Castulonensis; CIL, II, 3270: municipes Castulonenses, =CILA 6, 99 y 91), recibiendo la población la titulatura de Castulo-nenses Caesarii Iuvenales constatada asimismo en Plinio (III, 25: ... Castulonenses qui Caesarii Iuvenales appellantur) y desde el punto de vista epigráfico (CILA 6, 100). Véase A. D’Ors, R. Contreras, «Nuevas inscripciones romanas de Cástulo», AEspA., XXIX, 1956, pp. 121-122; A. D’Ors, «El conjunto epigráfico del Museo de Linares (VI). El título de la población de Castulo», Oretania, 10, 1962, pp. 162-164. 88

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do la ciudadanía a través de relaciones de clientela con algunas familias romanas, como la de los Cornelii o la de los Valerii. De cualquier manera, hay casos en los que se ha producido la adopción de praenomina romanos, pero éstos son registrados, siguiendo la costumbre ibérica, sin nomen, cuya función sería suplida por la filiación. Existen ejemplos, incluso, en los que encontramos el nombre de un individuo «romano», un tal M. Folvi(os) Garos90, en la primera línea de una inscripción escrita con caracteres latinos pero que emplea una lengua prerromana que no parece ser ibérica, o nombres ibéricos que han sido anotados con caracteres latinos (M. P. García-Bellido, 1982: 43-44; R. Contreras, 1999: 337- 338). b)

Las necrópolis prerromanas de Castulo

Uno de los aspectos interesantes del yacimiento de Castulo es que no sólo ofrece la constatación, a través de las fuentes textuales, del asentamiento –al menos temporal– de gentes de distinta procedencia y la posibilidad de estudiar tres cementerios prácticamente coetáneos de época romana, sino que, además, permite contrastar la información obtenida con necrópolis ibéricas que pueden considerarse el antecedente directo de las primeras: los lugares elegidos por los antepasados de los individuos que descansaban en el Estacar de Luciano, el Cerrillo de los Gordos o la Puerta Norte para ser enterrados. Este enclave tiene el valor, por tanto, de permitir un análisis del ritual y la tipología de las tumbas en un amplio marco temporal, para comprobar si realmente existió, o no, un contraste marcado entre los lugares de enterramiento prerromanos y romanos en un núcleo estratégico, como Castulo, para la minería y el comercio desde finales de la Edad del Bronce hasta época romana. Tipología de las tumbas A pesar de la gran variedad de tipos de enterramientos documentados en las distintas necrópolis prerromanas del asentamiento, se pueden señalar unos patrones rituales básicos que se repiten con distintas variantes. Para empezar, hay que destacar que, aunque en todos los casos nos encontramos ante necrópolis donde predomina la cremación, en El Estacar de Robarinas y Los Patos se encontraron ejemplos aislados de inhumaciones91, como sucedería más tarde CIL II 3302 = I2 2268. En el Estacar de Robarinas se pudo excavar el enterramiento de un individuo inhumado en posición fetal. En la 90 91

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en la necrópolis del Estacar de Luciano, la Puerta Norte y probablemente en el Cerrillo de los Gordos. Una de las clases de enterramientos más interesantes de Castulo es la denominada «Tipo I» en el Estacar de Robarinas y «Tipo C» en los Baños de la Muela92 que consiste en un espacio, delimitado por muros de escasa altura93, que podía contener más de un enterramiento y, a veces, incluso de distinto tipo. Ninguno de estos monumentos se ha encontrado completo, aunque se ha defendido la hipótesis de una cubierta tumular, por aproximación de hiladas, basándose, sobre todo, en el paralelo del sepulcro de Los Higuerones, si bien no se puede descartar la existencia de distintos tipos de soluciones, como parecen sugerir determinados enterramientos. Por ejemplo, en el caso de los tres enterramientos localizados en la cuadrícula D-2 del Estacar de Robarinas, la cerca rodeaba dos ‘empedrados tumulares’ de pequeñas dimensiones que compartían la misma orientación. Ocasionalmente, construcciones ‘Tipo I’ o ‘Tipo C’ estaban asociadas a una estructura de menor tamaño, cuadrangular o circular y formada por piedras, en la que se habían depositado cenizas, restos no quemados de animales sacrificados (buey, caballo, oveja, cabra, cerdo, conejo o perro) y fragmentos de cerámicas de un posible banquete funerario (Fig. 34). En el Estacar de Robarinas estos conjuntos –con o sin depósito asociado– aparecían además rodeados por mosaicos de guijarros, que J. M. Blázquez relaciona con otros encontrados en Motya e interpreta como un ejemplo del influjo cartaginés en Castulo94 (J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1987c: 183; M. P. García Gelabert, J. M. Blázquez, 1988: 41-43, 76-79; G. Molero, 1988). necrópolis de Los Patos se encontraron al menos cuatro inhumaciones. En una de ellas el cuerpo del difunto había sido introducido en una cista (J. M. Blázquez, 1975: 82, 94; J. M. Blázquez, 1985: 123, 129; J. M. Blázquez, J. Remesal, 1979: 363). 92 M. P. García Gelabert y J. M. Blázquez (1988: 76-79, 260, ver también J. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1987c: 183-185) sitúan este tipo de enterramientos tanto en el ‘Momento I’ como en el ‘Momento II’ de la necrópolis del Estacar de Robarinas, asignándole, así pues, la cronología general de la necrópolis, desde finales del s. V hasta la primera mitad del s. IV a. C. Lo mismo sucede con el tipo C de Los Baños de la Muela, al que no se adscribe ningún tipo de cronología específica, a no ser la general otorgada a la necrópolis (ss. V-IV a. C.) (J. M. Blázquez, 1975: 125). 93 En la necrópolis de los Baños de la Muela alcanzan como máximo 60 cm. de altura, mientras que en el Estacar de Robarinas rondan los 50 cm. El ancho de los muros suele aproximarse a los 50 cm. 94 Mosaicos de este tipo han sido encontrados también en una de las necrópolis de la Plataforma inferior del vecino asentamiento de Giribaile, rodeando a un monumento rematado por una gola lisa fechado entre finales del siglo V y mediados del s. IV a. C. (L. M. Gutiérrez Soler et al., 2001: 30; L. M. Gutiérrez Soler, I. Izquierdo, 2001: 43).

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Fig. 34: Castulo. Tumbas “Tipo I” de la necrópolis de El Estacar de Robarinas (J. M. Blázquez, García Gelabert, 1987c: lám. I).

En todo caso, proporciones similares a los muros que estamos describiendo (unos cuarenta cm. de altura por setenta cm. de ancho) y parecida técnica constructiva presentaban los polémicos muros que rodeaban las agrupaciones de tumbas encontradas en la necrópolis de la Puerta Norte, si bien en este caso no se puede hablar de un recinto rectangular cerrado, sino más bien de muros medianeros que parecen articular distintos espacios diferenciados de una misma edificación. En todo caso, las dos ‘unidades cerradas’ que M. P. García Gelabert (1988a, 59-65, 84; 1990b: 350; M. P. García Gelabert, J. M. Blázquez, 1988: 22-30, 48-52)95 quiso identificar en El Estacar 95 En Robarinas M. P. García Gelabert observó dos unidades cerradas (Cuadrículas A-1 y D-2): una compuesta por cuatro enterramientos y un gran depósito de ofendas, y otra formada por tres sepulcros, pero ambas delimitadas por una cerca construida con piedra irregular. A veces se ha señalado la existencia de muros en el interior de necrópolis ibéricas, pero habría que ser muy cuidadosos a la hora de diferenciar construcciones que delimitaban el espacio de enterramiento en general, paramentos en torno a una tumba monumental, edificaciones para reforzar y aterrazar el terreno, y pequeños acotados que separaban un grupo de tumbas del cementerio del resto. Estos últimos parecen corresponder

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de Robarinas documentarían la existencia de monumentos funerarios colectivos en las necrópolis prerromanas de Castulo, en los que varios individuos dispusieron de un espacio específico para ser enterrados que quedaba segregado del resto del espacio cementerial, donde aparentemente predominan enterramientos individuales protegidos por distintas clases de cubiertas. Si pudiera confirmarse, además, que los grandes platos de borde engrosado colocados al lado de determinadas tumbas del Cerrillo de los Gordos fueron empleados para la preparación de alimentos, podríamos encontrar un antecedente en los receptáculos relacionados con comidas rituales de las tumbas del tipo I del Estacar de Robarinas o Tipo C de Los Baños de la Muela. También son comunes en las necrópolis ibéricas de Castulo pequeñas estructuras de forma cuadrangular o circular, realizadas con piedras que protegían la urna o a las cenizas del difunto y su ajuar, sobre todo en necrópolis como el Estacar de Robarinas96. En los Baños de la Muela, concretamente, los modestos círculos de piedras que rodean los contenedores cinerarios se encuentran aún más cercanos a los que protegían algunos enterramientos de la Puerta Norte97, lo cual cobra especial sentido si recordamos que es muy posible que aquella necrópolis pueda ser un eslabón en el tiempo entre los lugares de enterramiento ibéricos de Castulo y aquellos fechados en torno al cambio de era, como demostraría la inclusión en determinados enterramientos de cerámica de barniz negro ático («precampanienses») que llegan al sur de la Península en momentos inmediatamente anteriores a las primeras importaciones de cerámica campaniense98. a enterramientos fechados ya en época ibérica tardía o republicana. Véanse algunos ejemplos recogidos en R. Sanz Gamo (1997: 279). 96 Tipos III y IV (J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1987c: 187-188). 97 Tipos A (tumbas 3, 7, 8, 9, 13, 14, 15, 18) y B (tumba 5) de los Baños de la Muela. J. M. Blázquez (1975: 186) identifica las tumbas tipo A con los sepulcros denominados «empedrados tumulares» por E. Cuadrado. 98 Por ejemplo, en la tumba VII las cenizas aparecieron acompañadas de una copa de barniz negro con decoración incisa que podría corresponder a una variante de la forma 8 de Lamboglia (1952: 148), equivalente al tipo 2650 de P. Morel. Dicha forma aparece representada en la cerámica campaniense A tardía, Campaniense B de Etruria y en la aretina de barniz negro de las colecciones procedentes de Andalucía occidental estudiadas por J. J. Ventura (2000), así como en la Campaniense B de Andalucía oriental, fechada en el primer cuarto del s. I a. C. según A. M. Adroher y A. López Marcos (2000). En la tumba VIII se recogió un «Fragmento de pie de un kylix de fábrica campana. Interior: dos palmetas entrelazadas. Exterior: barniz negro, excepto el canto del pie que está exento» (J. M. Blázquez, 1975: 153, Fig. 83/1). En la tumba XI se hallaron fragmentos de cerámica de barniz

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Si exceptuamos estos elementos comunes, las necrópolis prerromanas de Castulo ofrecen, como sus sucesoras fechadas alrededor del cambio de era, particularidades que demuestran cierta ‘personalidad’ de cada lugar de enterramiento frente al resto de cementerios contemporáneos del mismo núcleo habitado. En el Estacar de Robarinas hay enterramientos en cista, en urnas depositadas en una oquedad practicada en el terreno y fosas donde se arrojaron directamente los restos funerarios, a veces protegidas por una losa de piedra, que encuentran paralelos en otras necrópolis oretanas del asentamiento, como Los Patos o Casablanca (J. M. Blázquez, 1975: 41-121; 219). En Robarinas, sin embargo, se encontraron además dos grandes plataformas construidas con piedras talladas99, para las que los autores de la memoria no encuentran una explicación convincente, aunque quizá puedan asimilarse a algunos empedrados «tumulares principescos» como los encontrados en El Cigarralejo (T. 200 y 277, E. Cuadrado, 1987: 355), si bien en el caso de la necrópolis de Castulo no pudo confirmarse la existencia de «escalones» sobre la base del monumento. J. Blázquez y J. Remesal sugieren la posibilidad de que al menos uno de los enlosados hubiese sido una pira funeraria, a juzgar por los restos de un ustrinum encontrado en la parte central del negro estampillado (nº 7 y 8), igual que en la tumba XII (nº 8, 9, 10, 11) y en la XVIII (J. M. Blázquez, 1975: 170, 179, 205). Sólo el estudio directo de las piezas implicadas y un análisis detallado de los materiales asociados en cada enterramiento permitiría establecer con precisión la cronología de cada una de estas tumbas, en las que también se describe cerámica que parece fecharse en momentos anteriores a época republicana, junto a objetos de larga perduración en los yacimientos, como las fíbulas anulares hispánicas, o la cerámica pintada de tradición ibérica. En algunas tumbas, la datación sugerida por ciertas piezas de cerámica griega presentes en el ajuar debe ser tomada con precaución, porque estos materiales –especialmente cuando aparecen combinados con otros de cronología posiblemente posterior– pudieron haberse mantenido en circulación durante décadas antes de ser introducidos en el enterramiento. Este fenómeno ha sido constatado, por ejemplo, en el caso de la necrópolis del Estacar de Robarinas donde M. P. García Gelabert y J. M. Blázquez (1988: 226), refiriéndose a las copas griegas presentes en los ajuares, han señalado que «la cronología de la mayoría de los vasos oscila desde principios del s. IV a. C. hasta mediados del mismo siglo, aunque coexisten con escasas muestras fechadas a finales del s. V a. C., ello tanto en el momento I como en el II. Esto permite pensar como probable que los propietarios los conservaron largo tiempo en su poder antes de llegar a constituir ofrenda mortuoria, hecho que se explica por el valor que a estos productos de importación se atribuía». J. M. Blázquez (1985: 214) ha asignado a la necrópolis de Baños de la Muela, a pesar de todo ello, una cronología restringida a la primera mitad del s. IV a. C., interpretando los restos de muros que rodean a los enterramientos como la huella de «casas de un poblado de la Edad del Bronce» fechadas en el s. VI a. C. 99 Uno de los enlosados cuadrangulares alcanzaba los 6,70 m. de lado (J. M. Blázquez, J. Remesal, 1979: 349, Plano XIV, Lám. XLI, 1).

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mismo, o quizá un lugar de culto funerario, mientras que el otro debería interpretarse como un túmulo escalonado dotado de una cámara funeraria excavada en la roca con las paredes revestidas de lajas de calcárea, similar a la encontrada en la necrópolis de La Guardia (J. M. Blázquez, J. Remesal, 1979: 360, 363). Existen también otras alternativas. Por ejemplo, en la necrópolis de la plataforma inferior del vecino oppidum de Giribaile se ha señalado la existencia de un monumento elevado sobre una base cuadrangular de sillares tallados y rematado por una cornisa con moldura de gola. Esta construcción ha sido fechada en un momento muy antiguo del mundo ibérico, entre finales del siglo V y mediados del s. IV a. C., aunque aún no se ha realizado una excavación que permita corroborar la fecha propuesta a partir del estudio arquitectónico de los restos. Pero incluso dentro del yacimiento de Castulo, en la necrópolis de Los Patos, podemos encontrar un monumento de planta cuadrangular con basamento delimitado por sillares tallados únicamente en la cara externa (Blázquez, 1975: 112-117, Fig. 59, Lám. XIV). En el interior de la cámara del monumento del Estacar de Robarinas sólo pudieron encontrarse fragmentos de «cerámica ibérica» y de terra sigillata hispánica, por lo que se dedujo que la tumba había sido saqueada ya en la antigüedad. Asociada a esta estructura aparecieron también distintos fragmentos de esculturas, en concreto, parte de los cuartos traseros de animales indeterminados y el hocico de un toro. Lo cierto es que resulta difícil proponer un tipo de alzado concreto para los dos monumentos de esta necrópolis, pero, independientemente de la cronología que se deba otorgarles, no debemos olvidar que esta clase de estructuras estuvieron también presentes en áreas de enterramiento de época republicana en la Península Ibérica. Podemos citar doce basamentos de la necrópolis de Las Corts, en Ampurias, en algún caso dotados también un pequeño nicho central (M. Almagro Basch, 1953: 256, Figs. 217-220), «empedrados tumulares» de la fase tardía de la necrópolis del Corral del Saus, donde se aprecia una estructura de sillería rellena de cascajo –como en el Estacar de Robarinas– (I. Izquierdo, 2000: 331-343, Fig. 179), o algunos sepulcros monumentales del Tolmo de Minateda y La Hoya de Santa Ana (sepultura 0) que se sitúan también en momentos avanzados de la cultura ibérica (R. Sanz Gamo, 1997: 281-286; L. Abad, 2003b: 81-88). En contraste con El Estacar de Robarinas y el resto de cementerios de época ibérica de Castulo, en la necrópolis de Los Baños de la Muela prácticamente el 40% de las tumbas correspondían a busta. Ésta es, en concreto, una peculiaridad ritual del yacimiento

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que tampoco encuentra continuidad en las necrópolis de época posterior del asentamiento. Comparación con necrópolis romanas Algunas de las tipologías que acabamos de ver, como los enterramientos en fosas simples o protegidas por un círculo de piedras, siguen en uso, especialmente en la necrópolis de La Puerta Norte. Se podría decir, sin embargo, que el resto de tumbas introducen ‘tipos originales’ en Castulo, o, sobre todo, maneras novedosas de satisfacer las mismas necesidades con distintos elementos. Ahora se prefiere para proteger la urna cuerpos de ánfora, fragmentos del mismo tipo de recipiente o ‘maceteros’ y vasijas globulares. Esta tendencia aparece de una manera aún más acusada en la necrópolis del Cerrillo de los Gordos, donde las piedras ya no aparecen rodeando a las tumbas y sus ajuares, a no ser por la losa que cubre la T. VI. Como mucho se han colocado dos tegulae hincadas en posición vertical para sostener en pie el recipiente, en los casos más humildes, mientras que en los enterramientos más elaborados nos encontramos ante un cofre de grandes dimensiones tallado en piedra o una tumba de cámara que al parecer contenía un gran número de recipientes en su interior. Sin embargo, como en épocas anteriores, se mantiene la coexistencia del ritual de cremación con inhumaciones puntuales. En el caso del Estacar de Luciano y la Puerta Norte se recurre a una tipología común en el mundo romano (inhumación en fosa cubierta por tejas en posición horizontal o a doble vertiente), pero curiosamente en uno de los sepulcros de esta segunda necrópolis se opta por cubrir los restos funerarios con ímbrices, cuando lo normal es recurrir a tegulae para este cometido. Si efectivamente se puede relacionar la fosa doble de inhumación excavada en el Cerrillo de los Gordos con la tumba de cámara hallada en este yacimiento –recordemos que según los excavadores ambas estructuras estaban cubiertas por la misma ‘bóveda’ aunque situadas a distintos niveles sobre el terreno– nos encontraríamos ante un tipo de enterramiento ‘mixto’100 que ha podido documentarse en yacimientos como Carmona o Córdoba, donde enterramientos monumentales como el de Postumio o el Mausoleo de la c/ de la Bodega consistían en tumbas de cámara donde se depositaron, en época altoimperial, tanto cremaciones como inhumaciones. 100 Aunque la tumba había sido saqueada en el momento que se llevó a cabo la excavación, podríamos sospechar que alguno de los 200 vasos hallados en su interior pudo contener los restos de una cremación.

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Análisis de los ajuares Distintos elementos depositados en los ajuares muestran un patrón de ruptura y continuidad en el ritual de las necrópolis castulonenses (Fig. 35). Por ejemplo, las urnas cinerarias de tradición ibérica (tanto por la forma como por la decoración) son uno de los nexos de unión más claros entre las necrópolis de época romana y prerromana de la ciudad, si bien, evidentemente, hay que hablar de una evolución de las tipologías cerámicas desde los prototipos del s. IV a. C. hasta sus derivados en el s. I d. C. Aunque es difícil aventurar hipótesis en este sentido, se podría pensar que nos encontramos ante cerámicas que pudieron ser consideradas ‘tradicionales’ por oposición a la nueva vajilla de importación que llegaba, en un primer momento, asociada sobre todo a los nuevos colonos establecidos en la Península. Aun así, debe tenerse en cuenta que, frente a la unidad en este sentido que presentan los enterramientos de necrópolis como la de la Puerta Norte, donde casi un 90% de los enterramientos corresponden a cremaciones en urna de tradición ibérica, ni mucho menos todas las sepulturas de las necrópolis prerromanas utilizaron este tipo de contenedores cinerarios. En el Estacar de Robarinas hay un conjunto de enterramientos (Tipo VI) que consistían en simples fosas excavadas en el terreno, en los que, además, los huesos recibían un tratamiento ritual distinto a aquellos introducidos en urnas. Según M. P. García Gelabert (1990b: 352), en Robarinas los enterramientos en fosas contenían huesos menudos mezclados con carbón, ceniza, huesos de animales, fragmentos de cerámica y otros restos del ajuar, mientras que en el interior de las urnas se conservaban huesos largos, limpios de ceniza y carbón. En los Baños de la Muela los busta suponen el segundo tipo más abundante de enterramientos, con casi un 40% del total de la necrópolis. En Los Patos, por el contrario, parecen predominar las incineraciones en urna101. Junto a la urna se depositan a lo largo del tiempo vasos de distintas clases: en un primer momento las cílicas griegas de figuras rojas o cuencos de cerámica gris, y más adelante las copas de barniz negro estampilladas. Estos recipientes destinados a la bebida conviven con los vasitos de perfil en «s» de barniz rojo que serán más tarde sustituidos por vasitos de perfil en «s» –a veces con decoración a bandas–, que darán paso, a su vez, a vasitos de paredes finas y vasitos a la barbotina, que según M. Beltrán Lloris 101 A este tipo corresponden once de los diecinueve enterramientos excavados en la necrópolis (T. I, II, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, J. M. Blázquez, 1975: 40-121).

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et al. (1999: 154-159) fueron empleados también, sobre todo, para el consumo de vino. También se puede argumentar, como ya hizo A. Canto en su estudio de materiales de la Puerta Norte, que los cuencos-tapadera que suelen sellar tanto la urna como la vasija de ofrenda tienen sus orígenes en formas ibéricas, y –lo que es más importante– que además cumplían la misma función ritual. Desaparecen en cambio en las necrópolis de época romana de Castulo las formas más abiertas –los abundantes platos de cerámica gris o barniz rojo tan frecuentes en el Estacar de Robarinas o los Baños de la Muela–, lo que quizá esté indicando la importancia de los rituales asociados con la bebida y las libaciones en el momento inmediatamente anterior a la clausura de la tumba en época romana, frente a la selección de platos que habrían sido utilizados en las comidas rituales previas y que se introducían junto a los restos del difunto en las necrópolis de época ibérica del yacimiento102. Asimismo dejan de incluirse en los ajuares de las tumbas del Estacar de Luciano, la Puerta Norte y el Cerrillo de los Gordos recipientes de cerámica importada: ni campanienses, ni sigillatas, sustituyeron a las cerámicas griegas, ni fueron consideradas apropiadas para acompañar al difunto a pesar de que estas cerámicas sí se conocían y se utilizaban en el asentamiento, como demuestran los hallazgos de la Villa del Olivar (J. M. Blázquez, J. Molina, 1979a). En necrópolis prerromanas de Castulo como Los Patos o Baños de la Muela se recogieron también fragmentos de ánforas que aparecieron mezclados con otros objetos del ajuar, como posibles tejuelos, fabricados a veces con un simple trozo de cerámica recortado en forma circular, así como tapaderas de forma cónica para estos recipientes. En estos casos las ánforas parecen haber sido incluidas en las tumbas como parte de la vajilla empleada en los rituales del banquete fúnebre, lo que permite establecer una diferencia con los recipientes hallados en las necrópolis romanas de Castulo empleadas de manera muy distinta: no como parte del ajuar, sino como un elemento más de la estructura de la tumba. Las án102 No se puede descartar, sin embargo, que la vasija que acompaña a la urna cineraria en tantas ocasiones en las necrópolis romanas del mediodía peninsular o incluso los platos-tapadera, que en el fondo pueden considerarse escudillas, contuviesen algún tipo de ofrenda alimenticia, aunque desde luego en esta época deja de considerarse apropiada la inclusión en la tumba de la vajilla empleada en los banquetes comunales que tenían lugar a lo largo del funeral. Una excepción a esta regla podría encontrarse en determinados busta de época altoimperial en los que se conservan restos de los platos (en este caso ya cerámica sigillata) empleados en este tipo de ágapes.

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Fig. 35: Perduración de tipos cerámicos tradicionales en las necrópolis de Castulo. (a) Vasito de perfil en «s» de la necrópolis de época ibérica de Los Baños de la Muela (J. M. Blázquez, 1975: lám. XLIII.3), (b) Vasito de perfil en «s» de la necrópolis de época romana de la Puerta Norte (J. M. Blázquez, 1975, fig. 146.3). (c) Urna cineraria de la tumba I de la Puerta Norte (J. M. Blázquez, 1975: fig. 137), (d) Urna cineraria de la tumba XV de la necrópolis de época ibérica de Los Patos (J. M. Blázquez 1975: fig. 43.1).

foras protegen la urna o bien fragmentadas o bien –una vez eliminada la boca y la base– sustituyendo a los círculos de piedra que a veces rodean a los contenedores cinerarios. Los ungüentarios de vidrio, uno de los objetos más característicos de los ajuares de época altoimperial, están prácticamente ausentes en las necrópolis romanas de Castulo, como también lo están en las necrópolis precedentes, donde sólo puede señalarse el hallazgo de algunos aryballoi de pasta vítrea en Los Baños de la Muela, Los Patos o El Estacar de Robarinas (M. P. García Gelabert, J. M. Blázquez, 1988: 233).

En las necrópolis romanas de Castulo diminuye también la presencia de ‘objetos personales’ con los que posiblemente se incineraba el cadáver, como anillos, hebillas de cinturón, posibles amuletos (campanillas) y fíbulas. Tampoco se recogieron restos de armas en las necrópolis de El Cerrillo de los Gordos y La Puerta Norte –el cuchillo afalcatado del Conjunto G del Estacar de Luciano se encontró asociado a un enterramiento fechado entre los siglos V y IV a. C.–, destacando su presencia sobre todo en Casablanca y El Estacar de Robarinas. De acuerdo con un estudio estadístico de los ajuares funerarios de Castulo, en las necrópolis del Estacar de Luciano, la

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Puerta Norte y el Cerrillo de los Gordos, la mayoría de las tumbas contaban sólo con dos objetos de ajuar, aunque algunas poseían entre 3 y 6, mientras que en las necrópolis fechadas entre finales del s. V y mediados del s. IV a. C. un nutrido grupo de sepulcros conservaban entre 1 y 20 piezas y, en casos excepcionales, algunos individuos se enterraron con un ajuar que incluía entre 20 y 40 elementos (M. C. Ortega, 2005: 67). En general, puede decirse que cambian los objetos que se seleccionan de la pira y se modifica el grupo de materiales que se amortizan junto a la tumba, independientemente de su paso o no por el fuego. Otro elemento interesante, que merecería la pena investigar con más detalle, es la constatación de que en la mayoría de los sepulcros de época prerromana de Castulo las cerámicas del ajuar aparecieron mucho más fragmentadas que en el caso de los enterramientos fechados en torno al cambio de era, donde se recogieron vasos prácticamente intactos que respondían a un esquema ritual bastante repetitivo. Se debería intentar aclarar si en época imperial existe alguna relación entre la aparente fragmentación del ajuar de algunas tumbas y enterramientos tipo bustum que suelen incluir objetos arrojados a la pira. Si esto fuera así, quizá se podría argumentar que, por alguna razón, en una época más antigua se amortizan intencionadamente en la tumba los vasos fragmentados que habían sido empleados durante los rituales funerarios, mientras que en época romana, el ajuar cerámico se deposita intacto junto a la urna funeraria en el momento del sepelio. E. Cuadrado realizó una observación similar al estudiar la necrópolis ibérica del Cigarralejo, constatando la existencia de un ritual que él denominó «destructivo» hasta principios del s. III a. C., momento en el que se generaliza un rito «conservador», que consistía en colocar alrededor de la urna cineraria vajilla no fracturada incluyendo cerámica campaniense, ungüentarios fusiformes, cerámica de paredes finas o común de cocina (E. Cuadrado, 1987: 28-29). Conclusión En Castulo encontramos un magnífico ejemplo del carácter polisémico del concepto de ‘romanización’. Las necrópolis ‘romanas’ del asentamiento pueden considerarse, en cierta manera, una prolongación en el hilo temporal de los cementerios de época prerromana, como demuestra la continuidad en los ritos de enterramiento, en la tipología de las tumbas y en algunas características de los ajuares. A pesar de ello, estos elementos han sido reelaborados siguiendo un

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patrón presente en otros asentamientos altoimperiales, lo que confiere cierta unidad al conjunto de necrópolis de esta época, dentro de su falta de ‘ortodoxia’ respecto a lo que podríamos esperar encontrar en una necrópolis ‘romana’, supuestamente sembrada de monumentos y donde no se escatimaría en el uso, durante los banquetes funerarios y como ofrenda en el ajuar, de determinadas cerámicas de importación. Sin embargo, aunque no se halló ningún tipo de señalador funerario externo103 en las necrópolis del Cerrillo de los Gordos o la Puerta Norte, sabemos, gracias a las piedras talladas reutilizadas en La Puente Quebrada del Guadalimar, que éstos debieron existir en otros lugares de enterramiento asociados a la ciudad. En mi opinión, se puede interpretar la decisión consciente de no utilizar ciertas clases de semata de una manera similar a la no inclusión de determinada vajilla importada (sigillata) como parte del ajuar de la tumba. La sigillata estuvo presente en el asentamiento y las estelas con epígrafe ‘eran conocidas’ en el momento de la construcción de la tumba de cámara del Cerrillo de los Gordos, como demuestra la reutilización de tres de ellas como meros sillares para cubrir una inhumación doble asociada al conjunto, así que, en este caso, es difícil emplear un argumento ex silentio para justificar la escasez de unas y otros en el registro de las necrópolis altoimperiales excavadas en Castulo. Es sin duda reseñable la similitud dentro de la diferencia entre las dos necrópolis romanas de la ciudad: la similitud en los materiales presentes en los ajuares, y la diferencia entre la regularidad de los tipos de enterramientos de la necrópolis de la Puerta Norte, y la variabilidad de los distintas clases de tumbas en el Cerrillo de los Gordos. A lo que hay que añadir el supuesto contraste entre dichos cementerios y el lugar de procedencia de los relieves de La Puente Quebrada. Las propias características de las tallas funerarias de Castulo deben entenderse dentro del contexto de la apropiación de distintas tipologías y temas dentro de un grupo muy concreto de talleres regionales, que de alguna manera reelaboran distintas imágenes relacionadas con los cultos dionisíacos, los seres situados en espacios intermedios entre los vivos y los muertos y representaciones de carácter simbólico del mundo vegetal. 103 En el caso del Cerrillo de los Gordos, las lápidas funerarias reutilizadas en el monumento funerario no conservaban su función original. Desconocemos, sin embargo, si existió algún tipo de elemento constructivo superpuesto a la cámara funeraria hallada en dicha necrópolis, aunque no se ha encontrado ningún indicio que permita fundamentar las sospechas en este sentido.

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Fig. 36: Mapa de distribución de necrópolis con materiales de época iberorromana (ss. Proyecto Hesperia y proyecto PB97/0057)104.

c)

El problema de la ‘romanización’ de las necrópolis ibéricas

La primera dificultad que se presenta a la hora de sistematizar las necrópolis del mediodía peninsular donde ha sido posible documentar una fase republicana (fines siglo III a. C. a siglo I a. C.) es la división en áreas del conocimiento histórico. Los investigadores centrados en la etapa prerromana se han dedicado, de manera mayoritaria, a las fases ‘antigua’ y ‘plena’ de la cultura ibérica, relegando los tres siglos previos al cambio de era a una especie de ‘epílogo’ de su objeto de estudio, en el que el mundo ibérico perdía su ‘pureza original’ para actuar según los impulsos, más o menos intensos, del conquistador romano. Aunque quizás sea más fácil encontrar autores pertenecientes a la ‘órbita’ del mundo clásico que se hayan dedicado a esta época (especialmente desde un punto de vista histórico), hay que reconocer que, generalmente, se ha prestado más atención a las manifestaciones ‘plenamente romanas’, o a la instauración de éstas en suelo peninsular (legislación, sistema municipal, arquitectura y urbanismo, escultura, cerámica, etc.) que a aquellos elementos de la cultura material que parecían reflejar algún tipo de conexión con el ‘pasado ibérico’. Las reuniones dedicadas a la eliminación de este «falso hiatus» histórico, han sido bastante excepcionales en nuestro país hasta finales de la década de los 104 Agradezco a los Profs. J de Hoz y F. Quesada su permiso para utilizar como base en esta figura el mapa mudo de sus proyectos de investigación.

III

a. C. - I a. C.) (Sobre mapa mudo.

noventa. Hay recordar como encuentros pioneros la mesa redonda celebrada en Madrid en 1979 para conmemorar el décimo aniversario de la Asociación Española de Amigos de la Arqueología, publicado bajo el título La baja época de la Cultura Ibérica (VV. AA., 1981), o las jornadas que tuvieron lugar en Madrid en el año 1986 y que quedaron recogidas en el volumen titulado Los asentamientos ibéricos ante la ‘romanización’ (VV. AA., 1987). The Archaeology of Early Roman Baetica, editada en 1998, supuso un replanteamiento de los parámetros del problema en la región que nos ocupa desde presupuestos metodológicos modernos (S. Keay, 1998a). Recientemente han visto también la luz volúmenes que analizan los datos conocidos hasta el momento sobre los primeros asentamientos romanos, en el contexto de los propios modelos itálicos del período republicano y de los precedentes urbanos de Hispania prerromana (J. L. Jiménez Salvador, A. Ribera i Lacomba, coords., 2002). Por fin, en 2003 fue publicado un libro cuya edición corrió a cargo de L. Abad (2003a) en el que se abordan las transformaciones que tuvieron lugar en la Península Ibérica en ámbitos como la reorganización del territorio, el espacio urbano, los rituales funerarios o la adopción de la epigrafía latina, que dieron como resultado la ‘creación’ de la provincia romana de Hispania. Algo más numerosas resultan las monografías históricas dedicadas a la Hispania Republicana, especialmente en volúmenes de conjunto sobre la historia de nuestro país (M. Bendala, 1987c). A mediados de los años noventa, arqueólogos e historiadores colabora-

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ron en un libro sobre la ‘romanización’ en el occidente del Imperio, en el que la Península Ibérica gozó de un especial protagonismo (J. M. Blázquez, J. Alvar, 1996). Para terminar, baste destacar aquí, para no alargar excesivamente la lista, congresos dedicados específicamente al estudio de este período (J. Mangas, ed., 1998), o manuales publicados últimamente que dedican algunos capítulos a los aspectos ‘socio-culturales’ de la ‘romanización’ (J. M. Roldán, F. Wulff, 2001). Uno de los aspectos que llama más la atención a la hora de estudiar los espacios funerarios del sur peninsular en los que se ha constatado una fase republicana, es que un número importante de necrópolis ibéricas de época ‘plena’, que estuvieron en uso durante los siglos V a. C. o IV a. C., continuaron utilizándose durante los tres siglos anteriores al cambio de era, o incluso a principios del s. I d. C., a pesar de las repetidas referencias que pueden encontrarse en distintos trabajos de investigación sobre el descenso brusco, o incluso la práctica desaparición de áreas de enterramiento en este período. Un breve repaso a algunas necrópolis bien conocidas permite demostrar que en absoluto es cierta la pretendida escasez de lugares de enterramiento que puedan situarse en el ibérico final, si bien, en algunos casos, apenas contamos con otro dato que la enumeración de los materiales de distintos ajuares, que pueden ser utilizados como un indicio de la amplitud del marco cronológico de ciertos yacimientos (Fig. 36). De ahí el especial interés de necrópolis que presentan un número ‘amplio’ de enterramientos, o que han sido excavadas recientemente con moderna metodología arqueológica. Este es el caso, en la Alta Andalucía, de Castellones de Ceal105 (Jaén), fechada entre el siglo VI y principios del siglo I a. C. 105 A. Blanco (1959a): «Excavaciones arqueológicas en la provincia de Jaén», Boletín del Instituto de Estudios Jienenses, (6), 22, págs. 89-127. A. Blanco (1959b): «Cerámica griega de los Castellones de Ceal», AEspA, XXXII, 106-112. A. Blanco, (1960a): Orientalia, II, AEspA, vol. XXXIII, 3- 43. Chapa, T.; Fernández, M.; Pereira, J.; Ruiz, A. (1984): «Análisis económico y territorial de los Castellones del Ceal (Jaén), Arqueología Espacial, 4. Coloquio sobre distribuciones y relaciones entre asentamientos, (Teruel), 223-240. Chapa, T.; Ruiz, A.; Pereira, J. (1985): «Excavaciones en el yacimiento ibérico de Los Castellones de Ceal (Hinojares, Jaén). Campaña de 1985», Anuario Arqueológico de Andalucía, Sevilla, 353-356. Chapa, T.; Madrigal, A.; Pereira, J. (1991): «La cámara funeraria de Castellones de Ceal (Hinojares, Jaén)», Homenaje a D. Emeterio Cuadrado Díaz, Verdolay, 2, 61-81. Chapa, T. et al. (1991), «La sepultura 11/145 de la necrópolis ibérica de Los Castellones de Ceal (Hinojares, Jaén)». Trabajos de Prehistoria, 48, pp. 333-348. Chapa, T.; Pereira, J. (1992): «La necrópolis de Castellones de Ceal (Hinojares, Jaén)», J. Blánquez; V. Antona (eds.), Congreso de Arqueología Ibérica. Las Necrópolis, Serie Varia, 1, Madrid, pp. 431-454. Chapa, T.; Pereira, J.; Madrigal, A. (1993): «Tipos de construcciones funerarias en el yacimien-

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Los primeros trabajos en esta necrópolis consistieron en unas ‘excavaciones de urgencia’ (provocadas por la construcción de una carretera), dirigidas por C. Fernández-Chicarro en 1955. La intervención se prologó en distintas campañas en 1956, 1959 y 1960, colaborando en las dos últimas A. Blanco Freijeiro. De esta etapa no se conserva ninguna memoria de carácter global, aunque sí varios artículos (C. Fernández Chicarro, 1955a, 1955b, 1956; A. Blanco, 1959a, 1959b, 1960a) que avanzaban algunos de los resultados obtenidos. A principios de los ochenta un equipo formado por A. Ruiz, T. Chapa y J. Pereira retomaron las excavaciones del yacimiento en el marco de un proyecto de investigación sobre necrópolis ibéricas de la Alta Andalucía (campañas entre 1985 y 1991). Estos investigadores han señalado distintos ‘momentos’ en la utilización de la necrópolis. El primero se desarrollaría entre el s. IV y principios del s. III a. C.; el segundo entre mediados del siglo III y finales del mismo siglo, el tercero debería situarse a lo largo del s. II a. C., mientras que el cuarto y último, en el s. I a. C., no ha podido documentarse en la necrópolis (quizá debido a procesos erosivos), aunque sí se tiene constancia de él en el poblado asociado al área de enterramiento (T. Chapa, J. Pereira, 1992: 439). La necrópolis, situada en la ladera norte, en el límite con el barranco que se abre a la vega del Ceal, cuenta con distintos tipos de enterramientos: sepulturas de cámara, estructuras de mampostería, empedrados con alzados de adobe y hoyos y cistas. Sólo una de las cámaras documentadas en las excavaciones antiguas (la número 11/145106) tenía cierta entidad. Consistía en una estructura rectangular (1,72 metros de longitud, 1,30 de ancho y 1,73 de alto) formada por piedra sin escuadrar, adobes y un túmulo. La entrada, adintelada y abierta al oeste, daba acceso al interior de la cámara, que contaba con un escalón sobre el que se había depositado el ajuar, que en este caso carecía de ceráto ibérico de Los Castellones de Ceal (Hinojares, Jaén)», J. Padró, M. Prevosti, M. Roca, J. Sanmartí (eds.), Studis Universitaris Catalans. Volum XXIX. Homenatge a Miguel Tarradell, Barcelona, 410-419. Chapa, T.; Pereira, J.; Madrigal, A.; Mayoral, V. (1998): La necrópolis ibérica de los Castellones de Ceal (Hinojares, Jaén), Sevilla. C. Fernández Chicarro (1955a): «Prospección arqueológica en los términos de Hinojares y la Guardia (Jaén), I», Boletín del Instituto de Estudios Jienenses, II (6), 89-99. C. Fernández Chicarro (1955b): «Noticiario arqueológico de Andalucía», AEspA, XXVIII, 322-341. C. Fernández Chicarro (1956): «Prospección arqueológica en los términos de Hinojares y La Guardia (Jaén)», Boletín del Instituto de Estudios Jienenses, III (7), 101-117. 106 Se ha fechado en la primera mitad del s. IV a. C. En el interior se guardaba una urna cineraria y el ajuar: tres vasos ibéricos pintados con decoración geométrica a bandas, una copa ática, un cuenco liso y restos de huevos de gallina. (R. Olmos, Izquierdo, I. 1999, 31.1.5).

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mica importada. El interior estaba encalado y decorado con semicírculos y motivos en forma de rama. La fachada estaba bloqueada con piedras y adobes. T. Chapa, J. Pereira y A. Madrigal (1993: 413) consideran las estructuras de mampostería un tipo mixto entre las tumbas de cámara y los empedrados con alzados de adobe. Las estructuras de mampostería están formadas por varias hiladas de bloques escuadrados de piedra a los que se superpusieron distintas filas de adobes. Sin embargo, los empedrados con alzado de adobe son la forma más habitual. Estaban compuestos por un basamento de piedras y adobes sobre el que se levantaba una estructura cuadrangular de adobes revestidos de yeso. El centro de la misma se dividía en dos mitades a distinta altura. En el peldaño más alto, siempre situado al oriente, se colocaba en general la urna funeraria, mientras que el ajuar se depositaba en el lado más bajo. Aparentemente el exterior se revestía de yeso pintado de rojo y, en conjunto, la construcción presentaba un aspecto cúbico, con la cubierta plana de adobes mezclados con piedras. Esta clase de sepulturas se levantaron unas junto a otras, respetando un pasillo entre ellas y los laterales se orientaron hacia los puntos cardinales. Sirvieron para contener los restos de una o varias personas, aunque en la mayoría de los casos los enterramientos no se realizaron de manera simultánea. Las cremaciones en urnas colocadas en el interior de un hoyo son también muy numerosos en la necrópolis y, en algunos casos, presentan ajuares abundantes con varias vasijas, armas y restos de cerámica griega. Es posible que en determinadas sepulturas la oquedad donde se depositó la urna estuviese revestida de adobes (T. Chapa, J. Pereira, A. Madrigal, 1993; T. Chapa et al., 1998: 177-179). También en la provincia de Jaén107, se encuentra la necrópolis de La Guardia, fechada entre el s. IV a. C. y época flavia y especialmente conocida por un conjunto de esculturas que aparecieron asociadas a sepulturas. Precisamente, las excavaciones en el yacimiento fueron iniciadas por A. Blanco y R. del Nido en 1959, con el objetivo de encontrar el origen de un conjunto de fragmentos de estatuas de leones que el propietario del terreno había donado al Instituto de Estudios Jienenses (A. Blanco, 1959a: 106). Durante los trabajos arqueológicos se constató la existencia de varios fragmentos de esculturas similares, algunas de tamaño natural y otras «poco más que estatuillas», según A. Blanco (1960a: 31). En deter107 A. Blanco (1959a): «Excavaciones arqueológicas en la provincia de Jaén», Boletín del Instituto de Estudios Giennenses VI, nº 22, págs. 89-127. A. Blanco (1960a): Orientalia, II, AEspA, vol. XXXIII, Madrid. M. Molinos (1987): Poblamiento ibérico en la campiña oriental de Jaén, Tesis doctoral, Universidad de Granada, 2 vols.

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minados casos se encontraron fragmentados por toda la superficie de la necrópolis, pero en otros, era posible inferir su ubicación sobre un enterramiento. Durante la intervención se encontraron dos tumbas de inhumación en decúbito lateral flexionado sin ajuar (T. 11 y T. 14) (A. Blanco, 1959a: 114-115), que posiblemente puedan añadirse al conjunto de tumbas de época republicana que responden a estas características. Una de las tumbas más importantes de la necrópolis es la número 19: una cámara tumular cuadrangular de 1,30 por 1,16 metros de lado. La tumba se elevó sobre un pozo cuadrado de paredes de piedras sin labrar, que se rellenó de piedras y se cubrió con unas losas y un túmulo de tierra. En el recinto del ángulo NE de la cámara se reservó un espacio (78 x 76 cm.) para las urnas funerarias y el ajuar, que se encontró casi intacto. Estaba formado por dos urnas cinerarias (una de ellas contenía además de los restos calcinados del difunto, cinco tabas y un escarabeo púnico), dos jarros (uno de ellos repleto de tabas descompuestas), tres vasos y dos cuencos. La cerámica, decorada con las tradicionales bandas de tonos castaños, fue fechada por A. Blanco a comienzos del siglo III a. C. Otro elemento que viene en parte a confirmar esta datación tardía es el hallazgo de un fragmento de las patas delanteras de un león de piedra empleado como relleno en la estructura de la cámara (A. Blanco, 1960a: 33-34; A. Blanco, 1959a: 105 - 123). Esta tumba tiene además el interés de constatar que en época tardía ibérica continuaron en uso tumbas de cámara tumulares. No lejos de Castulo y de la necrópolis de época republicana e imperial del Estacar de Luciano, cuyos materiales se han descrito con anterioridad, se encuentra el yacimiento de Giribaile (Jaén). Alrededor del oppidum se sitúan tres espacios funerarios (necrópolis de la plataforma inferior, del Castillo y Casas Altas), que se han fechado a partir de los materiales hallados en superficie entre finales del s. V a. C. y el s. III a. C. y entre el s. I a. C. y principios del s. I d. C., a la espera de excavaciones sistemáticas. Se han recogido también noticias sobre el hallazgo en la necrópolis del Cortijo de las Casas Altas de «ciertas cabezas de carnero» que pudieron haber pertenecido a algún monumento funerario (L. M. Gutiérrez, 2002; L. M. Gutiérrez, I. Izquierdo, 2001). Un nuevo ejemplo de necrópolis tradicionalmente estudiada por sus materiales pertenecientes al período ‘ibérico pleno’ es Toya108, en Peal de Becerro (Jaén). 108 J. Cabré (1925): «Arquitectura hispánica. El sepulcro de Toya», Archivo Español de Arte y Arqueología, núm. 1, Madrid. C. Mergelina (1944): «Tugia. Reseña de unos trabajos», Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, X, 13-32.

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C. de Mergelina excavó en esta necrópolis (además de la famosa cámara) un conjunto de 14 tumbas en el Cerro de la Horca y 12 en el Cerro de los Arrendadores que pueden datarse entre los siglos V-II a. C. Los ajuares de estas tumbas modestas de cremación más recientes contenían ungüentarios del siglo II a. C. y cerámica de barniz rojo (J. Cabré, 1925; C. Mergelina, 1944; E. Cuadrado, 1981: 56). Finalmente, del cerro de la Cabeza del Obispo, cercano a la localidad de Alcaudete, se extrajo un enterramiento de cremación en urna –probablemente infantil– acompañado de un ajuar singular: una vasija globular, una copa, ocho platillos (algunos decorados con pintura, pero imitaciones de formas de campaniense), una lucerna, un recipiente-vertedor de plomo, una plancha de plomo con forma de cabeza de perro, una lámina de plomo (quizá una tabella defixionis), 13 tabas, 23 conchas de moluscos y una concha de caracol terrestre, que según M. A. Jiménez Higueras (2005: 18) podrían interpretarse como un «conjunto de instrumental mágico». Los materiales pueden situarse en la etapa final del mundo ibérico, posiblemente entre los s. II-I a. C. En la provincia de Granada, necrópolis tan conocidas como las de Baza y Galera, han proporcionado hallazgos de tumbas que demuestran la continuidad en el uso del espacio funerario a lo largo de varios siglos. En la extensa necrópolis de Baza109 (Granada) se encontraron sepulturas que contenían, al parecer, ajuares con materiales de época tardoibérica (E. Cuadrado, 1981: 55-56). Aunque F. Presedo ha destacado en sus publicaciones los materiales que remiten a plena época ibérica, es muy posible, como señala J. L. Escacena (2000: 223), que algunas urnas cinerarias puedan fecharse entre los siglos III-II a. C. o, incluso, en el s. I d. C, como ha confirmado una reciente revisión de los materiales conservados en el Museo Arqueológico Nacional (J. Pereira et al., eds. 2004). Las 148 sepulturas estudiadas en Tutugi, Galera110 (Granada), se repartían por tres áreas distintas del yacimiento, pudiendo situarse entre los siglos V-I a. C. Algunas de las urnas globulares que ha proporcionado el yacimiento se han podido fechar en los ss. II-I a. C., por los ungüentarios fusiformes que formaban parte de sus ajuares. En el caso de El Mira109 F. Presedo (1973): «La Dama de Baza», Trabajos de Prehistoria, vol. 30, Madrid. F. Presedo (1982), La necrópolis de Baza. Excavaciones Arqueológicas en España, 119. Madrid. 110 J. Cabré (1919-1920): Excavaciones en la necrópolis ibérica de Galera, ‘Junta Superior del Tesoro Artístico», núm. 25, Madrid. J. Cabré; F. Motos (1920): La necrópolis ibérica de Tútugi, Galera, Provincia de Granada, Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, Memoria, 21 (1918), Madrid. J. Pereira et al. (eds.) (2004): La Necrópolis ibérica de Galera (Granada). La colección del Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

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dor de Rolando111 (Granada), los materiales de los ajuares se encontraron completamente revueltos, pero por la cerámica ática del siglo IV a. C., las armas y la cerámica campaniense, que fue posible recoger, es lícito pensar en una necrópolis ibérica que continuó en uso durante época republicana. Las provincias de Granada y Almería cuentan con dos ejemplos fundamentales para el estudio de los fenómenos de interacción cultural entre el mundo ibérico y púnico, durante la segunda Edad del Hierro y época romano-republicana: Puente de Noy y Villaricos. La necrópolis de Puente de Noy112, considerada la ‘heredera’ de la necrópolis fenicia de Almuñécar (‘Laurita’), se mantuvo en uso entre el s. V y el s. I a. C. Las tumbas púnicas de Almuñécar, utilizadas exclusivamente para contener inhumaciones, responden al tipo de fosa simple cavada en la roca y provista de bancos laterales, que ha sido documentado también en Jardín, Gadir e Ibiza. En ocasiones contienen un sarcófago de madera, en cuyo interior se depositaban como ofrenda piezas de cerámica de tipo púnico-cartaginés, amuletos de pasta vítrea, cáscaras de huevo de avestruz y terracotas votivas. Al igual que en Villaricos, en Puente de Noy se constata la presencia de cerámicas ibéricas en la etapa más tardía de la necrópolis y la reaparición general del rito de la incineración en el siglo III a. C., aunque en la fase tardorrepublicana del yacimiento predominan aún las inhumaciones sobre las incineraciones (F. Molina et al., 1982: 23-24; Mª E. Aubet, 1986: 619). La necrópolis de Villaricos113, en Almería, mues111 A. Arribas (1967): «La necrópolis bastitana del Mirador de Rolando», Pyrenae, 3, Barcelona. M. Pastor, J. A. Pachón (1991): «El Mirador de Rolando (Granada), una prospección con sondeos estratigráficos», Fl.Ilib. 2, 377-399, donde se defiende el uso de este espacio como necrópolis desde el s. VII a. C. 112 Almagro Gorbea, M. (1983b): «Los leones de Puente de Noy. Un monumento torriforme funerario en la Península Ibérica», F. Molina Fajardo (ed.), Almuñécar. Arqueología e Historia, Granada, p. 89 y ss. M. E. Aubet (1986): «La necrópolis de Villaricos en el ámbito del mundo púnico peninsular», Homenaje a Luis Siret (1934-1984), Sevilla, 612-624. Molina Fajardo, F.; Bañón Ruiz, J. (1983): «Los ungüentarios helenísticos de la necrópolis de Puente de Noy», Almuñécar. Arqueología e Historia, 159-167. Molina, F.; Ruiz, A.; Huertas, C. (1982): Almuñécar en la Antigüedad. La Necrópolis fenicio-púnica de Puente de Noy, Granada. Molina Fajardo, F.; Huertas Jiménez, C. (1985): Almuñécar en la antigüedad. La necrópolis fenicio-púnica de Puente de Noy II, Granada. Molina Fajardo, F.; Huertas Jiménez, C. (1986): «Vasos cerámicos de la necrópolis fenicio-púnica del Cerro de Velilla», F. Molina Fajardo (ed.), Almuñécar. Arqueología e Historia III, Granada, pp. 33 y ss. 113 Astruc, M. (1951), La Necrópolis de Villaricos, ‘Informes y Memorias», núm. 25, Madrid. M. E. Aubet (1986): «La necrópolis de Villaricos en el ámbito del mundo púnico peninsular», Homenaje a Luis Siret (1934-1984), Sevilla, 612-624. Mª J. Almagro Gorbea (1983): «Un depósito votivo

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tra un fenómeno similar. Este asentamiento, situado en un altozano en la orilla izquierda de la desembocadura del río Almanzora, se encuentra a tres kilómetros hacia el sur de la zona minera de Herrerías, de donde se pudo extraer cobre, plomo, plata, oro y cinabrio. En la misma llanura de Herrerías, se ha documentado una necrópolis ibérica de incineración que es posible situar, a grandes rasgos, entre los siglos VI y V a. C. (M. E. Aubet, 1986: 619). También en las sierras cercanas de Almagrera, Montroy y Belladona existieron yacimientos de cobre, plomo, hierro, oro y, fundamentalmente, plata (Mª J. Almagro Gorbea, 1986: 625). Las excavaciones en la antigua Baria comenzaron en enero de 1890114, bajo la supervisión de un ingeniero belga asentado en Almería, Luis Siret. Si dejamos a un lado algunas menciones de carácter marginal en algunas publicaciones extranjeras, la primera publicación del resultado de estas investigaciones no se dio a conocer hasta 1907, en la obra titulada Villaricos y Herrerías. Antigüedades púnicas, romanas, visigóticas y árabes, que vio la luz en Madrid. En este trabajo, L. Siret daba cuenta de cien sepulturas de las doscientas o trescientas que habían sido excavadas por aquellos años, por él mismo y su capataz Pedro Flores. Cuando la arqueóloga francesa Miriam Astruc llegó a España en 1931, para estudiar la influencia oriental en la Península, fue recibida por L. Siret, que había ido acumulando en su pequeño museo de Herrerías los materiales procedentes de la excavación de cerca de dos mil tumbas. (M. Astruc, 1951: 7-10). M. Astruc trabajó con L. Siret hasta la muerte de este último en 1934, publicando en 1951 un estudio de conjunto con los resultados de su investigación sobre Villaricos y los huevos de avestruz encontrados en sus cámaras hipogeas115. En esta obra, M. Astruc de terracotas de Villaricos», Homenaje a M. Almagro, II, 291-307. Mª J. Almagro Gorbea (1984): La necrópolis de Baria, Excavaciones Arqueológicas de España, 129, Madrid. Mª J. Almagro Gorbea (1986): «Excavaciones en la necrópolis púnica de Villaricos», Homenaje a Luis Siret (1934-1984), Actas del congreso. Cuevas de Almanzora, junio 1984, Madrid, 625-637. Mª J. Almagro Gorbea (1996): «Materiales ibéricos de Villaricos (Almería)», Homenaje a Purificación Atrián, Teruel., 59-91. Belén, M. (1994): «Aspectos religiosos de la colonización fenicio-púnica en la Península Ibérica. Las estelas de Villaricos (Almería)», SPAL, 3, 257-279. Rodero, A.; Perea, A.; Chapa, T.; Pereira, J.; Madrigal, A.; Pérez Díez, Mª C. (1996): «La necrópolis de Villaricos (Almería)», Mª A. Querol, T. Chapa (eds.), Homenaje al Profesor Manuel Fernández Miranda, Complutum Extra, 6, 373-383. Siret, L. (1907): Villaricos y Herrerías. Antigüedades púnicas, romanas, visigóticas y árabes, Madrid. 114 La última fecha que da P. Flores en sus diarios es 12 de junio de 1914. 115 Estos elementos supuestamente de carácter netamente púnico, han sido encontrados tanto en las cámaras hipogeas como en las inhumaciones en fosa rectangular como junto a cremaciones en urna (A. Rodero et al., 1996: 376-377).

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estableció una tipología de diez clases de sepulturas (que diferenció con letras de la A a la J), atendiendo tanto al rito empleado como a los elementos arquitectónicos y formales (M. Astruc, 1951: 14). Los grupos A y B, situados en la zona Q de Siret, serían los más antiguos (s. VI a. C.) y consistirían en incineraciones en pozo rectangular e inhumaciones en fosas de carácter hipogéico, con entrada en forma de pozo y las paredes encaladas. El grupo C estaría formado por un conjunto de enterramientos de inhumación en fosas cuadrangulares de diversa tipología, que tanto por cuestiones estratigráficas como por el contenido de sus ajuares deben considerarse posteriores a los tipos A y B, extendiéndose su datación entre los siglos V y II a. C. El tipo D presenta una cronología y una tipología similar a la del grupo C, pero en este caso se trata de lo que L. Siret creyó interpretar como enterramientos mixtos de inhumación e incineración en fosa cuadrangular116. Las inhumaciones se realizaron dentro de sarcófagos de madera, mientras que los restos de las incineraciones se depositaron directamente sobre las inhumaciones o separadas de ellas dentro de una pequeña urna. El tipo E engloba a un conjunto de incineraciones muy superficiales (nunca a más de 60 cm. de profundidad) depositadas directamente en pequeños agujeros practicados en la tierra y en menos ocasiones contenidas en una urna. Aparecieron diseminados por las laderas Q y R de L. Siret, y sus ajuares los sitúan en momentos tardíos del mundo púnico hasta entroncar con época altoimperial. El tipo F, que se extiende por los sectores N y Q de L. Siret, lo forman una serie de inhumaciones en fosas rectangulares o agujeros redondos que a veces cobijan varios enterramientos y que en ocasiones proporcionan dataciones que remiten a época romana. Los tipos G y H corresponden a enterramientos infantiles en pequeñas fosas cubiertas por fragmentos de cerámica o en el interior de ánforas, que también enlazan con el período romano. El tipo I era muy abundante y consistía en un conjunto de incineraciones en urna depositadas en la tierra y a veces protegidas por lajas o piedras encaladas. Esporádicamente, estos enterramientos estaban marcados en superficie con cipos pétreos de forma piramidal. Se sitúan en los sectores Q, N y R de Siret y los materiales que contenían, desde cráteras utilizadas como contenedores funerarios, a cerámica 116 La revisión de los materiales conservados en el Museo Arqueológico Nacional ha puesto en duda que la mayor parte de las 77 tumbas que L. Siret y P. Flores interpretaron como de ‘ritual mixto’ contuviesen en realidad inhumaciones y cremaciones. La revisión de las estratigrafías ha permitido diferenciar en estos casos, en general, enterramientos independientes de inhumación y cremación (A. Rodero et al., 1996: 377).

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de figuras rojas, o ánforas de importación suditálica, cerámica pintada de tradición ibérica, fusayolas, urnas de cristal, lucernas, campaniense y sigillata, recomiendan fechar estos enterramientos entre el s. IV a. C. y época altoimperial. Finalmente, M. Astruc, situó en el tipo J, el conjunto de cámaras hipogeas monumentales documentadas en los sectores Q y R de L. Siret, a los que se otorga también una dilatada cronología, entre el s. VI y época romana (M. Astruc, 1951: 17-85). A mediados de los años setenta María José Almagro Gorbea decidió retomar los estudios sobre la necrópolis, analizando los materiales de la colección Siret que habían sido donados al Museo Arqueológico Nacional, y realizando dos campañas de excavación (1975 y 1978) que fueron publicadas en la serie titulada Excavaciones Arqueológicas en España en 1984. Esta investigadora pudo excavar un numeroso conjunto de sepulturas del tipo I de M. Astruc, limpiar cuatro hipogeos ya descubiertos por L. Siret en el sector R, cuadrícula Q de su plano y descubrir una quinta sepultura (campaña de 1978) de este tipo que, aunque saqueada, no había sido aún objeto de ninguna intervención arqueológica. En los últimos años algunos autores se han dedicado al estudio de aspectos específicos de la necrópolis, como las estelas (M. Belén, 1994) o las terracotas. Estas últimas fueron halladas por L. Siret en un lugar sin especificar cercano a la necrópolis, todas revueltas y enterradas en un simple agujero. Posiblemente formaron parte de un depósito votivo de un santuario cercano al cementerio dedicado a Tanit, como parecen indicar las cabezas-pebetero halladas en dicha ocasión, aunque también se pudieron recoger fragmentos de otras figuritas de terracota que representaban al dios Bes, a un toro, a una figura femenina (posiblemente Demeter-Kore) y a Melkart. Todo el conjunto parece poder situarse entre finales del s. IV a. C. y el s. II a. C. Asimismo, entre los años 1990 y 1993, un equipo de investigación, dirigido por Manuel Fernández Miranda y subvencionado por la Comunidad de Madrid, realizó un estudio sobre los materiales arqueológicos y gráficos que se conservan en el Museo Arqueológico Nacional de este yacimiento (A. Rodero et al., 1996). Villaricos, considerado tradicionalmente como un centro púnico dedicado a la extracción y comercialización de la plata y el plomo, así como a la explotación de industrias productoras de salazones o púrpura, debió de estar formado por una población de tipo mixto117. Desde los momentos más antiguos documenta117 M. E. Aubet defiende (1986: 620) que el sector púnico mantuvo su identidad social a lo largo de los siglos de la

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dos en la necrópolis (s. VI a. C., sector Q de L. Siret, colina U de M. Astruc) es posible observar, como hemos visto, la coexistencia de hipogeos y fosas de inhumación con un conjunto de incineraciones en urna. Determinados hipogeos han sido comparados, por sus características arquitectónicas (cámaras construidas en sillares, con corredor de acceso inclinado, puerta tapiada con una losa de piedra, nichos en las paredes del interior o revestimientos de madera o estuco) con monumentos funerarios como los de Trayamar, Puente de Noy o Gadir. Estas cámaras funerarias, que no presentan ninguna orientación unitaria respecto a los puntos cardinales, estuvieron en uso entre el s. VI a. C. y el s. I d. C. (A. Rodero et al., 1996: 382). En el primer momento se situaron en su interior inhumaciones, contenidas quizá en ataúdes de madera (si a ellos pertenecieron los clavos de bronce o hierro encontrados), y acompañadas por ajuares funerarios muy similares a los de la necrópolis de Ibiza, que incluían ánforas, lucernas púnicas y áticas (ss. V-III a. C.), ungüentarios, terracotas y cáscaras de huevo de avestruz. También se encontraron estrígilas de hierro118, armas de hierro y bronce (espadas, falcatas, lanzas, soliferros, cascos y escudos) y pequeños cuenquecillos, de los que algunos eran campanienses119. En este sentido es interesante señalar que el mantenimiento en uso de estos hipogeos entre el s. III a. C. y época romana, es un fenómeno ya constatado en necrópolis como Gadir, Jardín e Ibiza. Durante esta fase final, los individuos que se entierran en las cámaras funerarias de Villaricos lo hacen en urnas cinerarias ibéricas (M. E. Aubet, 1986: 619). Las excavaciones realizadas por M. J. Almagro en 1975 y 1978 junto a los hipogeos excavados por L. Siret (sector Q) permitieron conocer con más detalle una cámara funeraria no excavada por el ingeniero belga (nº 5) y la necrópolis superficial de incineración (tipos I y E de M. Astruc). Las urnas habían sido depositadas en el suelo, a la manera de otras necrópolis ibéricas, o bien directamente, o bien protegiénocupación del yacimiento. Prueba de ello sería el hallazgo de altares de piedra, efigies de Tanit, una estela con inscripción púnica fechada en el s. IV a. C. y de una favissa que sugiere la existencia de un santuario dedicado a Tanit en los aledaños de la necrópolis. 118 Las estrígilas se han documentado en enterramientos tanto de inhumación como de incineración de época helenística por todo el Mediterráneo. En la Península se han encontrado, por ejemplo, en las ‘necrópolis griegas’ de Ampurias, en Toya o en los cementerios de época republicana de la ciudad de Valencia (Mª J. Almagro Gorbea, 1986: 629; E. García Prósper; P. Guérin, 2002: 207). 119 Ciertos objetos eran muy abundantes en los enterramientos, lo que ha llevado a sugerir a Mª J. Almagro Gorbea (1986: 630) la posibilidad de que existiese prácticamente uno por sepelio. Este sería el caso de los huevos de avestruz, las estrígilas y posiblemente las ánforas, cuyas tipologías nos indican que, al menos originalmente, fueron concebidas para contener líquidos como agua o vino.

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dolas con fragmentos cerámicos de gran tamaño o rodeadas de piedras formando un pequeño túmulo que luego se cubría con una laja de pizarra (Mª J. Almagro, 1986: 626). La mayoría de estas urnas fueron tapadas con un cuenco tapadera o piedra y cubiertas por un piso de estuco o encalado de color marrón anaranjado. Los ajuares que las acompañaban consistían en ungüentarios cerámicos fusiformes u ovoidales, a veces una moneda de bronce (s. III a. C.-primeros años del Imperio) y raramente cerámica campaniense o de paredes finas. Junto a las urnas enteras se ha podido constatar en gran número de casos la presencia de muchos cuencos tapadera fracturados, que probablemente deban interpretarse como los restos de un banquete ritual de carácter funerario (Mª J. Almagro, 1986: 632). Todos estos materiales sugieren una fecha para estos enterramientos comprendida entre el s. IV120-III a. C. y época de Tiberio - Claudio. Otro ejemplo interesante es el de la recientemente descubierta necrópolis de los Campos Elíseos (Gibralfaro, Málaga) en uso durante época ‘tardo-púnica’ en la ciudad de Malaca. Durante las excavaciones se pudieron recuperar tanto inhumaciones en decúbito lateral como incineraciones que se pueden fechar por sus ajuares entre los siglos II-I a. C. (J. A. Martín, A. Pérez-Malumbres, 1999; A. Pérez-Malumbres et al., 2000). La Baja Andalucía cuenta también con un conjunto de necrópolis que demuestran la continuidad del espacio funerario durante el período ibérico tardío y la compleja red de interacciones e influencias desarrollada en este período entre el mundo ‘púnico’, ‘indígena’ y ‘colonial’. Sólo en la provincia de Sevilla, hay indicios de este fenómeno en Alcalá del Río, Carmona, Écija, Estepa, Olivar Alto de Utrera, Osuna, Setefilla y Sevilla capital. En Carmona121, donde la necrópolis neopúnica de 120 Los materiales del s. IV son raros en este sector de la necrópolis, pero que ésta se encontraba ya en uso en este momento se ha podido constatar a través de una serie de fragmentos de cerámica ibérica pintada y ungüentarios de pasta vítrea polícromos (Mª J. Almagro, 1986: 634). 121 L. Abad, M. Bendala (1975): «La tumba de Servilia de la necrópolis romana de Carmona: su decoración pictórica», Habis, 6, 295-325; G. Bonsor, (1899): Les colonies agricoles pré-romaines de la vallée du Bétis, Ext. Revue Archéologique, II, Paris. M. Belén (1982): «Tumbas prerromanas de incineración en la necrópolis de Carmona (Sevilla)», Homenaje a Conchita Fernández-Chicarro, Madrid, 269-285. M. Belén (1983): «Aportaciones al conocimiento de los rituales funerarios en la necrópolis romana de Carmona», Homenaje al Prof. Martín Almagro Basch, III, Madrid, p. 209 y ss. M. Belén. (1985): «Excavaciones en la necrópolis de Carmona (Sevilla)», Anuario Arqueológico de Andalucía, 2, 417-423. Belén, M.; Gil de los Reyes, S.; Hernández, G.; Lineros, R.; Puya, M. (1986): «Rituals funeraris a la necrópolis romana de Carmona (Sevilla)», Cota Zero 2, 53-61; Belén, M.; Anglada, R.; Escacena, J. L.; Jiménez, A.; Lineros, R.; Rodrí-

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principios del Imperio es bien conocida (M. Bendala, 1976a), ha sido posible delimitar hasta el momento dos zonas con restos de lo que pudo ser un área de enterramiento de época prerromana. La primera, junto al Alcázar, fue excavada por G. Bonsor (1899: 125-126, fig. 164, 174 en el texto) que halló una urna cineraria en una cámara hipogea con pozo y un vaso globular que contenía cenizas (pieza 178), acompañado por otros dos de similar factura que debieron servir de ofrenda (nº 179 y 180). G. Bonsor situó cronológicamente estos materiales a finales de la dominación cartaginesa, mientras que J. L. Escacena y Mª Belén se inclinan por una datación en el s. I a. C., basándose en los paralelos tipológicos de la pieza nº 178 (J. L. Escacena, Mª Belén, 1994). En 1976, durante el desescombro del área del anfiteatro, se descubrieron cuatro urnas introducidas en agujeros practicados en el alcor que contenían los huesos lavados de los difuntos. Estos recipientes estaban acompañados por un cuenco o plato que hacía las veces de tapadera y, en ocasiones, algún objeto personal, como anillos, fusayolas, bullae, cuentas de collar de pasta vítrea y astrágalos. Estas sepulturas no son las primeras encontradas en esta zona. G. Bonsor comunicó a J. D. Rada y Delgado la existencia de restos de este tipo en las cercanías del anfiteatro a finales del siglo XIX122. Asimismo, el equipo de C. Fernández Chicarro pudo constatar en distintas excavaciones realizadas desde 1970 varios tipos de tumbas (C. Fernández Chicarro, 1978; Mª Belén, 1982: 270). El principal interés de las cuatro urnas de incineración descubiertas a mediados de los setenta es la de ser las primeras de esta clase que se publicaban como procedentes de este sector. Sin embargo, guez, I. (2000): «Presencia e influencia fenicia en Carmona (Sevilla)», Mª E. Aubet, M. Barthélemy (eds.), Actas del IV Congreso internacional de Estudios Fenicios y Púnicos, (Cádiz, 2-6 de octubre de 1995), vol. IV, Cádiz, 1747-1761; Bendala Galán, M. (1976): La necrópolis romana de Carmona (Sevilla), Sevilla.; Bendala Galán, M. (1990): «Comentario al artículo de A. T. Fear ‘Cybele and Carmona: a reassessment»», AEspA, 63, 95-108; Caballos Rufino, A. (ed.) (2001): Carmona romana, Actas del II Congreso de Historia de Carmona, (Carmona 29 sept- 2 oct. 1999), Carmona; J. L. Escacena, M. Belén, (1994): «Sobre las necrópolis turdetanas», Homenaje al Profesor Presedo, P. Sáez y S. Ordóñez (eds.), Universidad de Sevilla, 237-265, figs. 3, 4, 5 y 6. C. Fernández Chicarro (1975): «Informe sobre las excavaciones del Anfiteatro Romano de Carmona (Sevilla)», XIII C.N.A. (Huelva, 1973), Zaragoza, 860 y ss. C. Fernández Chicarro (1978): «Reciente descubrimiento de una tumba romana del siglo I de la Era en la zona del Anfiteatro de Carmona», separata del Bol. Bellas Artes, de la Real Academia de Santa Isabel de Hungría, 2ª época, nº VI, 139 y ss. J. D. de la Rada y Delgado (1885): Necrópolis de Carmona, Madrid. 122 J. D. de la Rada y Delgado (1885): Necrópolis de Carmona, Madrid, 177.

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el Museo de Carmona conserva vasos similares, aunque se desconoce su procedencia exacta, y la propia Mª Belén señala en su trabajo de 1982 que, en las excavaciones realizadas por ella misma y la Dra. Fernández-Chicarro en el mismo lugar en 1979, se encontraron varias tumbas de cremación en urna depositadas en un hoyo (Mª Belén, 1982: 271). En conjunto, los paralelos propuestos de necrópolis como La Guardia, Castellones de Ceal, Los Patos, Almedinilla, Fuente Tójar, y el Raso de Santa Ana, así como la comparación con piezas similares procedentes del corte estratigráfico abierto por J. M. Carriazo y K. Raddatz123 en la propia Carmona donde se pudo documentar una zona del hábitat de la ciudad, proporcionan una datación entre finales del siglo V y el siglo III a. C. para las urnas de estas cuatro sepulturas (nº 11 a 14), que presentaban perfil bitroncocónico, cuello alto, boca ancha con reborde exterior y decoración a bandas de color rojo vinoso (Mª Belén, 1982: 275; J. L. Escacena, Mª Belén, 1994: 253). Parece pues probable que al sureste del anfiteatro, en la parte baja de la ladera sobre la que se sitúa el área de enterramiento con tumbas hipogeas de época altoimperial, se ubicase una necrópolis ibérica que pudo seguir en uso durante época romana. En una zona cercana, entre el camino del Quemadero (hoy Jorge Bonsor) y el anfiteatro, se encontraron un conjunto de incineraciones en hoyo contenidas en urnas de piedra o barro de forma rectangular y acompañadas por ungüentarios de época romana124 que parecen confirmar esta hipótesis. Esta necrópolis prerromana permitiría llenar el ‘vacío cronológico’ existente entre las tumbas de Cruz del Negro y la necrópolis de época imperial, un hiatus que no se había constatado, en cambio, en las excavaciones realizadas en la zona del poblado (Mª Belén, 1982: 278-279). En Osuna125 (Sevilla) probablemente se pueda 123 J. M. Carriazo, K. Raddatz (1960): «Primicias de un corte estratigráfico en Carmona», Archivo Hispalense, 103-104, p. 356, fig. 10. 2. 124 Si bien Escacena y Belén (1994: 253) mantienen la datación de las cuatro urnas publicadas por uno de ellos en 1982 entre los siglos V-III a. C., recientemente, en el marco de la exposición de su hipótesis sobre la inexistencia de tumbas ‘turdetanas’ de la segunda edad del Hierro, han propuesto rebajar la cronología de una de ellas (nº 14) por el motivo iconográfico (una mosca) que aparecía en el entalle de un anillo de su ajuar. Según estos autores, las representaciones de este insecto (que C. Fernández Chicarro interpretó en su día como una abeja), son excepcionales antes de época romana (J. L. Escacena, Mª Belén, 1994: 235). 125 Atencia Páez, R.; Beltrán Fortes, J. (1989): «Nuevos fragmentos escultóricos tardorrepublicanos de Urso», J. González (ed.), Estudios sobre Urso. Colonia Iulia Genitiva, Sevilla, 155-167. M. E. Aubet (1971): «Los hallazgos púnicos de Osuna», Pyrenae, 7, 111-129. Beltrán Fortes, J.; Salas, J. (2002): «Los relieves de Osuna», F. Chaves (ed.) (2002): Urso. A la búsqueda de su pasado, Osuna, 235-272. R. Cor-

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también confirmar la continuidad de los enterramientos desde época fenicia hasta época tardorromana. En 1903 A. Engel y P. Paris descubrieron dos tumbas excavadas en la roca y restos de la muralla de época republicana de la ciudad. Las dos fosas, próximas entre sí, se encontraron en niveles inferiores al de las murallas126. Estaban orientadas en dirección OesteEste y, al parecer, contuvieron inhumaciones (J. Salas, 2002: 87). Los materiales encontrados en aquella ocasión, un peine de marfil, un alabastrón, un conjunto de cuentas de collar, y un vaso de cerámica, parecen indicar la conexión de estos enterramientos con el ámbito fenicio-púnico. M. E. Aubet, que pudo estudiarlos personalmente en el Museo del Louvre, señaló a principios de los años setenta del siglo XX su conexión con los materiales encontrados por G. Bonsor en los túmulos de los Alcores de la vecina Carmona, proponiendo su datación en el s. VII a. C. (Mª E. Aubet, 1971). En la misma ocasión se encontraron un conjunto de relieves encastrados en la muralla, que pudieron pertenecer a enterramientos de carácter monumental fechados entre finales del s. III a. C. y mediados del s. I a. C.127 (M. Almagro, 1983: 238-245; J. Beltrán, J. Salas, 2002: 246-248; R. Corzo, 1977: 59; T. Chapa Brunet, 1998; P. León, 1981: 184-192; P. León, 1998: 97-106; P. Rodríguez Oliva, 1996: 21; J. Salas, 2002: 107-116; P. Rouillard zo, (1977): Osuna de Pompeyo a César. Excavaciones en la muralla republicana, Sevilla. R. Corzo (1979): «Arqueología de Osuna», Archivo Hispalense, LXII, nº 189, 117-137. J. M. Campos (1989): «Análisis de la evolución espacial y urbana de Urso», A. Engel, P. Paris (1906): «Une forteresse iberique a Osuna (fouilles de 1903)», Nouvelles Archives des Missions Scientifiques, XIII, 4, 357 y ss. J. González (ed.), Estudios sobre Urso. Colonia Iulia Genitiva, 99-111. Sevilla. J. L. Escacena y M. Belén, (1994): «Sobre las necrópolis turdetanas», Homenaje al Profesor Presedo, P. Sáez y S. Ordóñez (eds.), 247-248. A. García y Bellido (1943): La Dama de Elche y el conjunto de piezas arqueológicas reintegradas en España en 1941, Madrid (para los relieves funerarios). P. León (1981): «Plásticas ibérica e iberorromana», La Baja Época de la Cultura Ibérica, Madrid, 183-202. Loza, M. L.; Sedeño, D. (1989): «Referencias antiguas sobre la necrópolis de Osuna», J. González (ed.), Estudios sobre Urso. Colonia Iulia Genitiva, Sevilla, 177-185. Paris, P. (1910): «Antigua necrópolis y fortaleza de Osuna», Boletín de la Real Academia de la Historia, 156, 201-219. J. A. Sierra, J. J. Ventura (1988): «Excavación arqueológica de urgencia en el camino de la Farfana (Osuna, Sevilla), A.A.A., 1985, vol. III, Actividades de urgencia, Sevilla, 304 - 308. Sierra Fernández, J. A.; (1985): «Excavación arqueológica de urgencia en la necrópolis romana del Camino de Granada en Osuna, (Sevilla)», Anuario Arqueológico de Andalucía, 3, 291-292. 126 A. Engels, P. Paris (1906): Une forteresse ibérique à Osuna (Fouilles de 1903), Paris, p. 479. Ver ahora también la edición facsímil con estudio a modo de introducción a cargo de J. A. Pachón et al. (eds.) (1999). 127 Sobre la posible datación en época imperial de algunos de los relieves de Osuna que tradicionalmente se habían asociado al conjunto de materiales recuperados en la muralla republicana ver I. López García (2006).

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et al. 1997: 29). En cualquier caso, la construcción de ese sector del recinto defensivo en el contexto de los enfrentamientos entre los hijos de Pompeyo y César en el año 46 a. C., proporciona una fecha ante quem para este grupo de relieves. Probablemente, entre el verano y el otoño de ese mismo año se allanó el terreno en el que se situaba una necrópolis de época republicana para construir la muralla y las habitaciones de las tropas que defenderían la ciudad aliada de los hijos de Cn. Pompeyo (R. Corzo, 1977: 58). En 1973, R. Corzo retomó las excavaciones en una zona contigua a la de los trabajos de P. Paris y A. Engel de principios de siglo. Este autor pudo estudiar un nuevo tramo de la muralla (que confirmó la datación propuesta por las investigaciones publicadas en 1906), una habitación y un silo (posiblemente asociadas a las tropas encargadas de la defensa de la muralla y al almacenamiento de provisiones previo al asedio), así como un hipogeo128. Este último conjunto estaba formado por una cámara excavada en la roca a algo más de tres metros de profundidad y una estructura semicircular en el nivel de la superficie situada en su lado occidental (R. Corzo, 1977: 18). En la zona norte de la construcción se hallaron vestigios de un sistema de cubierta de falsa bóveda, pero, probablemente, el resto de espacio estuvo cubierto con vigas de madera dispuestas sobre muros laterales. En el interior de este recinto, en una zona rellena de cal y arena endurecida, se encontró un pequeño cuenco ibérico (R. Corzo, 1977: Fig. 25. 1). La superposición de escombros pertenecientes al terraplén de la muralla sobre los materiales relleno de esta cámara permiten sugerir una datación anterior a mediados del siglo I a. C. para este monumento. Los materiales conservados en el museo arqueológico de la localidad, procedentes en su mayoría del continuo expolio de la zona de la necrópolis y los fragmentos que ha sido posible recoger en superficie de urnas funerarias ibéricas, confirman la continuidad de los enterramientos en la área de las excavaciones de 1903 al menos entre época orientalizante y los siglos V y II a. C (J. M. Campos, 1989: 100, 107). Según J. M. Campos, es muy posible que las tropas romanas se asentaran en un primer momento en

la zona baja que se encuentra al oeste del asentamiento indígena, como demostrarían las excavaciones de urgencia realizadas en este sector en 1985 (J. A. Sierra, J. J. Ventura, 1987), según un modelo de dípolis bien conocido en el proceso de creación de un nuevo marco urbanístico tras la conquista romana apoyado en la red de ciudades preexistentes (M. Bendala, 1990: 34-36). La necesidad de proteger el flanco oriental del asentamiento con motivo de las guerras cesarianas habría provocado el allanamiento y destrucción de la necrópolis de época ibérica, situada en una elevación cercana al área de hábitat prerromano (J. M. Campos, 1989: 108). Inmediatamente al sur de esta misma zona, la necrópolis romana de Las Cuevas (vereda de Granada), con cámaras funerarias similares a las documentadas en Carmona, dotadas de distintas estancias excavadas en la roca, nichos en las paredes para contener las urnas y bancos corridos, podría datarse entre el s. I d. C. y época tardorromana, a juzgar por las noticias de los autores antiguos y los restos que es posible observar aún en la actualidad (M. L. Loza, D. Sedeño, 1989: 183; I. López García, 2006). Existen también noticias de la aparición de tumbas romanas junto a la supuesta línea de muralla situada al sur y al oeste del yacimiento (J. M. Campos, 1989: 104), que se adaptan bien al modelo romano de ubicación de las necrópolis junto a las distintas vías que daban acceso a la ciudad. Otro caso de dilatada perduración en el tiempo del espacio funerario lo encontramos en Setefilla129. J. L. Escacena y Mª Belén, han propuesto, basándose en paralelos del Pajar de Artillo (Luzón, 1973, láms. I, A, D y E) la datación de un conjunto de tumbas (Ib. I, Ib. II y Ib. III), que Mª Eugenia Aubet situó en el s. V a. C., en los siglos II-I a. C. (como fecha más temprana) (J. L. Escacena, M. Belén, 1994: 255). Estas sepulturas, que se encontraron situadas junto a las conocidas construcciones tumulares del yacimiento o superpuestas a ellas contenían cerámicas pintadas con motivos geométricos. En otros ejemplos es la necrópolis de época plenamente romana la que cuenta con determinadas sepulturas que enlazan con momentos anteriores. Así, en El Cerro de las Balas, en las cercanías de Astigi130

«Una habitación excavada en la roca, como la descubierta por nosotros, fue hallada en la excavación de 1903, sin que A. Engel y P. Paris, lograran determinar su función» (…) «La cámara que hemos excavado estaba ocupada en su totalidad por tierra y escombros, cuya disposición indica claramente que fueron arrojados desde los lados hasta llenar por completo toda la cavidad; a estos escombros se superponen las capas de piedra y arena caliza que integran el terraplén posterior de la muralla. Hay que pensar, por tanto, que la fecha de la cámara funeraria es anterior a la fortificación» (R. Corzo, 1977: 21-22).

129 M. E. Aubet (1978): La necrópolis de Setefilla en Lora del Río, Sevilla. (El túmulo B), Barcelona. 130 V. Durán; A. Padilla (1990): Evolución del poblamiento antiguo en el término municipal de Écija, Écija. pp. 53 y 104; E. Núñez; J. Muñoz (1990): «Excavación en la necrópolis del Cerro de las Balas, Écija, Sevilla», Anuario Arqueológico de Andalucía, 1988, III, p. 429-433. Sevilla, pp. 431 y 433. J. L. Escacena, M. Belén, 1994: 255-257. S. Ordóñez (1988): Colonia Augusta Firma Astigi, Écija. J. Hernández; A. Sancho; F. Collantes (1951): Catálogo arqueológico y artístico de la provincia de Sevilla, Vol. III, Sevilla, pp. 99-111.

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(Écija), se excavó, a finales de la década de los ochenta del s. XX, una necrópolis de época republicana (ss. III-I a. C.) en la que se encontró cerámica pintada a bandas que tiene paralelos en materiales fechables desde finales del mundo ibérico al siglo I d. C. Los enterramientos estaban distribuidos en las faldas de una pequeña colina situada enfrente del asentamiento, siguiendo la tradición ibérica. Entre los objetos recuperados cabe destacar, además de la cerámica de tradición ibérica ya mencionada, la aparición de armas y una escultura de un toro de unos cuarenta centímetros de largo que quizá pudo rematar un pilar-estela (E. Núñez, J. Muñoz, 1990; E. Núñez, F. Quesada, 2000; J. L. Escacena, M. Belén, 1994: 255-257). De la misma manera, en el yacimiento conocido como El Olivar Alto de Utrera131, la mayor parte del centenar de tumbas recuperadas contenían urnas cinerarias (a veces entibadas con piedras) y vasos de ofrendas decorados con motivos pintados de tradición turdetana, algunos similares a la forma I de Pajar de Artillo que se fabricaron entre el siglo II a. C. y el s. I a. C. Otros elementos que componen los ajuares, como urnas y ungüentarios de vidrio, espejos de bronce, agujas de hueso o tazas de paredes finas, remiten, sin embargo a épocas más avanzadas (J. L. Escacena y M. Belén, 1994: 246-247, fig. 7 nº 4). Desgraciadamente, en otras localidades sólo se conserva la noticia de algunos hallazgos relacionados con espacios funerarios y materiales fuera de contexto que remiten a los siglos inmediatamente anteriores al cambio de era. De la población de Alcalá del Río132 (Sevilla) proceden tres urnas, carentes de contexto arqueológico, pero que posiblemente se puedan atribuir a una necrópolis tardorrepublicana. Se ha hecho público también el hallazgo en Estepa133 (Sevilla) de una urna de tradición prerromana, que quizá se pueda situar entre finales del s. IIIprincipios del s. II a. C., aunque no se conocen datos exactos sobre el contexto donde fue encontrada. Gilena (Sevilla) ha proporcionado un ejemplo de cremación en urna (depositada sobre los niveles de un yacimiento calcolítico) con cuenco tapadera y otro cuenco sin decorar como único ajuar. En el interior 131 M. Puya; J. M. Campos (1983): «Sevilla en el I Milenio. La Protohistoria», Sevilla y su provincia, M. A. Vázquez Medel (dir.), vol II, p. 67-113, Sevilla. 132 J. Pereira (1988): La cerámica pintada a torno en Andalucía entre los siglos VI y III a. d. C. Cuenca del Guadalquivir, Madrid, pp. 789-791. 133 L. A. López Palomo (1979a): La cultura ibérica del Valle Medio del Genil, Córdoba, p. 85. L. A. López Palomo (1979b): «De la Edad del Bronce al Mundo Ibérico en la campiña del Genil», I Congreso de Historia de Andalucía. Prehistoria y Arqueología, 67-134, Córdoba

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se hallaron cenizas y un alambre, que pudo cumplir la función de alfiler para el cabello. El paralelo más exacto para esta urna se encuentra en uno de los enterramientos del anfiteatro de Carmona datado en el s. III a. C. El contendor funerario fue hallado en una oquedad junto a materiales romanos (fragmentos de ladrillos, trozos de ungüentarios de cerámica, fragmentos de sigillata clara) y carboncillos, sin que haya sido posible establecer una relación clara entre ambos. Finalmente, en la vitrina 25 de la Sala X del Museo Arqueológico de Sevilla134 se conserva un soliferrum encontrado en la ciudad junto a una tumba descubierta en 1905. Conchita Fernández Chicarro propuso fecharlo hacia el 300 a. C., pero J. L. Escacena y M. Belén defienden que, aunque este tipo puede ser más antiguo, en algunos casos la cronología puede rebajarse hasta el s. II a. C. (J. L. Escacena y M. Belén, 1994: 245 - 248). La provincia de Córdoba cuenta también con varias necrópolis con una fase ‘tardoibérica’. Este es el caso de las necrópolis de Almedinilla135 (Los Collados, Cerro de la Cruz), asociadas al asentamiento del Cerro de la Cruz y excavadas a principios del siglo XX por L. Maraver, P. Paris y A. Engel. Los Collados está situado a 500 metros al sur del poblado y proporcionó 253 enterramientos, todos de incineración salvo tres, encerrados en sepulcros de grandes losas, que correspondían a inhumaciones. Se documentaron sepulturas individuales y múltiples, así como tumbas vacías y un sepulcro con cinco cámaras y tres larnakes, de los cuales al menos uno debería situarse en época romana, por paralelos formales con ejemplares de Carmona, fechados en los siglos I-II d. C. Tampoco estaban ausentes las tumbas en cistas de lajas de piedra o adobes, ni las monedas romanas136, de las que se pudieron recuperar veintiséis ejemplares de bronce y dos de plata. La necrópolis del Cerro de la Cruz se conoce bastante peor, aunque se sabe que de este yacimiento procede un 134 C. Fernández-Chicarro, 1968: Catálogo del Museo Arqueológico de Sevilla, Madrid. 135 Vaquerizo, D.; Murillo, J. F.; Quesada, F. (1991): «Excavación arqueológica con sondeos estratigráficos en Cerro de las cabezas (Fuente Tójar, Córdoba), Campaña de 1991. Avance a su estudio», Anales de Arqueología Cordobesa, 3, pp. 171-197. D. Vaquerizo (1993): «Las necrópolis ibéricas de Almedinilla (Córdoba): su interpretación en el marco sociocultural de la antigua Bastetania», Actas del I Coloquio de Historia Antigua de Andalucía, Córdoba, vol. 1, pp. 249-264. Vaquerizo, D; Quesada, F.; Murillo, J. F.; Carrillo, J. R.; Carmona, S. (1994): Arqueología cordobesa. Almedinilla, Seminario de Arqueología, Universidad de Córdoba, Córdoba. Vaquerizo, D.; Murillo, J. F.; Quesada, F. (1994): Fuente Tójar, Arqueología Cordobesa, 2. Córdoba, 115-149. 136 aunque su relación con los enterramientos de época anterior no ha podido ser bien establecida (D. Vaquerizo et al., 1994: 27).

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conjunto de incineraciones en urna, que, por los objetos del ajuar, la cerámica y las armas que los acompañaban, se pueden situar en los siglos IV-II a. C. Los datos procedentes de Fuente Tójar (Córdoba) tampoco son excesivamente numerosos, si bien aspectos como la existencia de restos de banquetes funerarios (sacrificios de animales), cerámica romana, urnas cinerarias y armas, incide de nuevo en la idea de que determinados elementos considerados característicos de la cultura ibérica, continuaron siendo parte constituyente de las poblaciones ‘nativas’ en momentos tardíos (D. Vaquerizo et al. 1994; D. Vaquerizo, 1999: 217). En Santaella137 (Córdoba), se puede observar de nuevo el modelo de varias necrópolis coetáneas situadas alrededor de un mismo asentamiento. En la zona conocida como el Olivar del Pósito se recuperó una urna pintada de baja época ibérica cubierta con un plato que contenía restos óseos en su interior, aunque poco más se sabe sobre este área de enterramiento. Aparte de otros hallazgos similares (urnas tardías del Sector Sureste, estructuras circulares de Los Castillejos, necrópolis ibérica del Cerro de la Mantilla) quizá el área funeraria de mayor interés sea la de Camorra de Cabezuelas, de donde proceden toda una serie de restos escultóricos zoomorfos y figurados, algunos de los cuales pudieron formar parte de monumentos como los erigidos en Osuna y Estepa. En el mismo lugar se halló una sepultura formada por una urna globular, armas de hierro, un pequeño estuche cilíndrico de bronce y tres tapaderas, una de las cuales, de procedencia suritálica, remitiría a los últimos momentos de ocupación cartaginesa de la zona. Precisamente, en el mismo sector, se constató la ubicación de una necrópolis romana, destruida en la actualidad por la intervención de furtivos (D. Vaquerizo, 1999: 218-220, J. L. Escacena, M. Belén, 1994: 259). Las necrópolis ‘turdetanas’ de la propia ciudad de Córdoba continúan siendo prácticamente desconocidas, aunque hace poco tiempo ha sido publicado un avance del estudio de un conjunto de materiales procedentes de excavaciones ilegales, que demostraría la existencia de una necrópolis de incineración activa durante los siglos VII a. C. a II a. C. asociada al núcleo de la Colina de los Quemados (J. F. Murillo, J. L. Jiménez Salvador, 2002: 186, F. Salas, 2003: 293). En la ciudad de Cádiz138, se sucedieron y, en oca137 L. A. López Palomo, (1987): Santaella. Raíces históricas de la Campiña de Córdoba, Córdoba (Estudios cordobeses, 42), pp. 148 y 178, 183-184, 212-213. 138 Aubet, M. E. (1986): «La necrópolis de Villaricos en el ámbito del mundo púnico peninsular», Homenaje a Luis Siret (1934-1984), Sevilla, 612-624. Corzo, R. (1992): «Topografía y ritual en la necrópolis de Cádiz», Spal 1, 263-292. García y Bellido, A. (1975): «El mundo de las colonizacio-

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siones, se superpusieron distintas áreas de enterramiento entre los siglos VII a. C. y II d. C. En la necrópolis de Punta de Vaca, situada en un extremo de la isla Kotinoussa y separada por un antiguo cauce del río Guadalete del centro urbano, hay enterramientos con fechas comprendidas entre el 500 y el 200 a. C., mientras que en la Playa de los Corrales, las fosas simples de inhumación de tipo cartaginés, se encuentran en las proximidades de un grupo de incineraciones que no deben ser anteriores al siglo III a. C. En las excavaciones de las primeros decenios del siglo XX se pudieron documentar más ejemplos de sepulturas de época republicana o altoimperial superpuestas a enterramientos ‘púnicos’ y pozos rituales donde se amortizaron los restos de posibles banquetes funerarios que en algunos casos se fechan ya en época republicana, lo que lleva a pensar que las necrópolis de la zona de Extramuros continuaron en uso en esta época (Mª E. Aubet, 1986: 615, A. García y Bellido 1952a: 395-417; J. R. Ramírez Delgado 1982: 104; A. M. Niveau de Villedary y Mariñas, 2006). Más ejemplos de este tipo se pueden encontrar en el yacimiento conocido como El Hinojal139 (Arcos de la Frontera, Cádiz), donde nuevamente encontramos tres incineraciones en urna cubiertas con un cuenco fechables –por la tipología de las urnas– según J. L. Escacena y M. Belén (1994: 244) entre los siglos I a. C. y I d. C. Junto a una de ellas se recogieron dos hojas de espada, una punta de lanza y un umbo de escudo. En Mesas de Asta (Cádiz), a través de un sistema de prospección microespacial de las estructuras funerarias observables en superficie140 ha sido posible delimitar un conjunto de necrópolis situadas al oeste del núcleo principal del hábitat en las que se han identificado un total de 2260 posibles estructuras funerarias, fechadas entre los inicios del II milenio y época romana. La gran mayoría (570) corresponde a simples fosas en las que se habían depositado cremaciones datadas en la primera mitad del I milenio, mientras que otras 200 deberían situarse, según los responsables de la intervención, entre momentos nes», en Historia de España, I, 2, de R. Menéndez Pidal, 3ª ed., 281-680. Ramírez Delgado, J. R. (1982): Los primitivos núcleos de asentamiento en la ciudad de Cádiz, Cádiz; «Las necrópolis», p. 100-5. P. Quintero (1932): «Excavaciones en Cádiz. Memoria de las excavaciones practicadas en 1929-1931», Memorias de la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, nº 117. Madrid, I, 8. 139 R. Corzo (1983): Museo de Cádiz. Catálogo de la Exposición de Bellas Artes-83, Cádiz. 140 La zona fue arada con reja profunda por primera vez tras cambiar de titularidad, lo que puso al descubierto los restos de las estructuras funerarias más superficiales de las necrópolis, permitiendo identificar las distintas áreas de enterramiento.

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avanzados del s. VI y finales del s. III a. C. (R. González Rodríguez, et al., 1995: 75; R. González Rodríguez et al., 1994). También los restos encontrados durante una prospección sistemática del yacimiento de la Atalayuela (Huelva), donde se recogieron de forma abrumadoramente mayoritaria fragmentos de urnas y cuencos, ha permitido deducir la existencia de una necrópolis fechada entre final del s. VI y el s. III a. C. (O. Guerrero, F. Gómez, 1999), cuya cronología sólo podrá aquilatarse definitivamente mediante una excavación arqueológica. Desde luego, la tarea que resta por hacer de recopilación de datos publicados, comprobación de ideas preconcebidas de acuerdo con nuestros conocimientos actuales y revisión de las dataciones de los materiales de muchas necrópolis es inmensa y no puede ser abordada en el marco de este trabajo. Pero, de todas formas, en el ámbito de las necrópolis, el registro arqueológico parece excluir un patrón de ‘ruptura’ brusca con la tradición ‘indígena’ precedente, presentando más bien cierto esquema de imbricación entre las necrópolis de época ibérica plena y las de época romano-republicana e incluso altoimperial, fenómeno ya constatado en el ámbito de los poblados y ciudades (M. Bendala et al. 1987, M. Bendala, 1990). De hecho, el momento de ‘transformación más intensa’ de la cultura prerromana parece producirse en la Bética, no tanto a la llegada de las tropas itálicas o en los siglos subsiguientes de asentamiento y ocupación del territorio, sino precisamente a finales del s. I a. C. o incluso en el s. I d. C., en un momento en el que el cambio se aprecia también en otros aspectos de la cultura material como el urbanismo, la numismática o la epigrafía (S. J. Keay, 1992, A. U. Stylow, 1998: 109). En todo caso son excepcionales las necrópolis que comienzan entre finales del siglo III y el siglo II a. C. en Andalucía, coincidiendo con los primeros momentos de la conquista del territorio. La escasa «visibilidad» de las necrópolis de la ‘baja época’ de la cultura ibérica puede deberse a distintos factores. Quizá uno de los principales –dejando a un lado las dificultades para etiquetar las necrópolis de los siglos III-I a. C. como «romanas», «ibéricas» o «púnicas», y la división de los estudiosos en dos grupos bien diferenciados de clasicistas y protohistoriadores– es la escasez de ‘fósiles guía’ que permitan diferenciar de manera clara los cementerios de este período. En general las dataciones más precisas de las tumbas ibéricas de las fases más antiguas han sido consecuencia casi siempre de la inclusión en el ajuar de objetos importados, como por ejemplo

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cerámica ática. En el caso de las tumbas tardorrepublicanas, cuando falta la cerámica campaniense y únicamente se cuenta con la urna cineraria y otras piezas de ‘tradición ibérica’, la adscripción temporal se hace a veces prácticamente imposible si no existen datos complementarios ofrecidos por las relaciones estratigráficas dentro del yacimiento. La cerámica campaniense, cuando aparece, plantea además otras cuestiones. En primer lugar, la datación en época excesivamente antigua de algunos ejemplares en publicaciones antiguas, previas a los primeros estudios de N. Lamboglia (1952) sobre esta clase de materiales, provocó que determinadas necrópolis fueran consideradas menos recientes de lo que realmente eran, incluyendo a veces dentro de un mismo conjunto tumbas con cerámicas de barniz negro ático del s. IV a. C. y campaniense del s. II a. C. Pero no es hasta los años ochenta del siglo XX, sobre todo a partir de la divulgación de los trabajos sobre este tipo de cerámica de P. Morel (1980, 1981), cuando se produce un replanteamiento de las dataciones de algunos yacimientos, rebajando la cronología de ciertas producciones de campaniense A hasta 50 años, en un período crítico para la interpretación de la ‘romanización’ del mundo funerario ibérico como es el inicio del s. II a. C. Todo ello ha provocando una alteración de la cronología y el contexto cultural en el que se situaban determinados cementerios, como ha señalado F. Quesada en relación con la necrópolis ibérica del Cabecico del Tesoro (Murcia) (F.Quesada, 1989: 49-50). Aún hoy en día, el momento de la desaparición de ciertas clases de campaniense en la Península Ibérica, la definición exacta de cada uno de sus grupos y la adscripción de algunas piezas a ciertos talleres (especialmente en el caso de la Campaniense B) es objeto de debate, como quedó demostrado durante la celebración de una mesa redonda en Ampurias en la que se trataron de aclarar algunas de estas cuestiones (X. Aquiliué et al., coords. 2000)141. 141 Tras la reunión de Ampurias parece haberse impuesto la reformulación propuesta por L. Predoni en sus trabajos sobre la cerámica de Cales. Ello ha supuesto, fundamentalmente, un cambio de nomenclatura, puesto que a grandes rasgos la cronología que se venía empleando desde la publicación en los años ochenta de las investigaciones de P. Morel se mantiene. Las formas de la campaniense A corresponden al siglo II a. C., aunque algunas de ellas podrían tener una aparición algo más temprana, en el último cuarto del s. III a. C. La campaniense B etrusca aparece en la Península a mediados del s. II a. C. En las últimas décadas de este mismo siglo se empiezan a encontrar las calenas medias. A finales del siglo II a. C. se introducen las calenas tardías que serán características, sobre todo, del s. I a. C., junto a la campaniense C. A partir de la segunda mitad del s. I a. C. entrarán también en escena las primeras producciones aretinas de barniz negro (F. Sala, 2003: 292-293).

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A todo ello hay que añadir que los hallazgos de campaniense en el sur de la Península Ibérica son de por sí muy escasos y que hasta hace no mucho tiempo se creía que el uso de esta cerámica había quedado restringido a zonas costeras en algunas regiones andaluzas. Aunque hoy sabemos que estos ejemplares penetraron por el valle del Guadalquivir hasta llegar a asentamientos como Corduba o Hispalis, las diferencias entre las cerámicas de las zonas cercanas al mar y del interior siguen siendo intensas (J. J. Ventura, 1996: 51-52; A. M. Adroher, A. López Marcos, 2000: 149). La cerámica campaniense, poco abundante en los asentamientos andaluces, tiene además una presencia marginal en los ajuares funerarios de las necrópolis. Estas importaciones aparecen acompañando a los restos de los difuntos sobre todo en ciudades muy concretas de la Península Ibérica, como Ampurias, Córdoba o Valencia. Sin embargo, no todas las áreas de enterramiento donde se ha recuperado campaniense se asocian a lugares que recibieron asentamientos de colonos romanos. Un caso paradigmático de necrópolis ibérica, ‘curiosamente’ fechada sin ningún género de dudas en época tardía y donde estas producciones fueron empleadas con fines funerarios, es el Cabecico del Tesoro (Verdolay, Murcia), donde casi un 70% de las tumbas se fechan entre los siglos III y II a. C., aunque la necrópolis alcanza su apogeo, precisamente, en el s. II a. C. El análisis de la relación de objetos incluidos en los ajuares ha revelado que un 81% de tumbas que contaban con algún objeto de ofrenda no incluían barniz negro; un 15% tenían una pieza de barniz negro; un 4% tenían 2 o 3 y sólo una tumba contaba con seis piezas de esta cerámica importada. Las cifras de tumbas que contenían en su ajuar vajilla de barniz negro en El Cigarralejo son aún más elevadas (J. L. Sánchez Meseguer, F. Quesada, 1992: 363). Los ungüentarios helenísticos son un elemento de producción local en la mayoría de los casos, que es relativamente abundante y puede ser datado con bastante precisión. Gracias a ellos se ha podido fechar un gran número de tumbas que de otra forma se habrían asignado a otro período, pero es evidente nos encontramos de nuevo con el problema de que ni mucho menos es un objeto omnipresente en los enterramientos de los tres siglos previos al cambio de era y que, además, por alguna razón que se nos escapa, también en algunos asentamientos se prescinde de estos contenedores, al igual que en época altoimperial no en todos los cementerios fechados en torno al cambio de era incluyen ungüentarios vítreos, como se puede ver de manera especialmente nítida en la necrópolis de la Puerta Norte de Castulo, donde

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sólo una tumba de las más de cien que se excavaron en el yacimiento había sido acompañada por uno de estos objetos. Las ánforas o fragmentos de ellas podrían contribuir a las dataciones, pero son aún más escasas. La presencia de vasos de paredes finas, que comienzan a alcanzar la Península durante la segunda mitad del s. II a. C., no empieza a ser significativa, desgraciadamente, hasta finales del s. I a. C. Así pues, en muchos de los sepulcros más modestos sólo nos queda la urna o algún fragmento de cerámica ‘ibérica’ que se depositó como ofrenda a la hora de saber en qué momento tuvo lugar el ritual funerario. Desde los años setenta se han realizado numerosas tipologías de la cerámica ibérica, pero en el caso específico de los contenedores cinerarios a veces nos enfrentamos a tipos con un marco de perduración tan amplio que muchas veces resultan inservibles como herramientas de datación142, o al menos no permiten distinguir en casos concretos de manera nítida recipientes pertenecientes al ibérico pleno y al ibérico final. En Castulo, sin ir más lejos, algunas de las cerámicas presentes en las necrópolis altoimperiales perpetúan formas que comienzan a ser empleadas en la región en los siglos IV-III a. C. Hay que señalar además que, de manera minoritaria, algunas tumbas han podido ser fechadas en momentos muy antiguos debido al atesoramiento de determinados objetos durante generaciones143. Sólo la asociación de piezas de cerámica griega con campaniense fabricada en el s. II a. C. ha permitido, puntualmente, situar en un contexto cronológico adecuado algunas tumbas del Cabecico del Tesoro o Coimbra del Barranco Ancho, a pesar de diferencias de hasta doscientos años en la fecha de fabricación de distintas piezas de un mismo ajuar (J. L. Meseguer, F. Quesada, 1992: 363-364; J. M. García Cano, 1999). Queda la duda, sin embargo, de si en otras tumbas donde el único objeto importado con el que contamos para proponer una datación es una pieza de cerámica ática, no se puede haber producido la misma situación. Este fenómeno, constatado también en algún estrato del s. II a. C. en contextos de poblado (J. M. García Cano, 1999: 176), no es en absoluto exclusivo del mundo ibérico, y, por ejemplo, en época altoimperial a veces se encuentra junto a la urna una moneda de época republicana con la efigie de Jano. Dentro de este conjunto de tumbas de los siglos II-I a. C. que podrían haber sido incluidas 142 Sobre los problemas que plantea en la actualidad la seriación de la cerámica ibérica ver A. Ruiz y M. Molinos (1993: 23-52). 143 J. M. García Cano (1999) ha cuantificado el número de tumbas que pueden estar afectadas por esta problemática en las necrópolis ibéricas de Murcia en un 0.13%.

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junto a los enterramientos de otros períodos, se encuentra un grupo de inhumaciones sin ajuar fechadas sistemáticamente en época tardoimperial cuando se carece de un estudio estratigráfico riguroso. Desde luego, la extendida creencia de que la inhumación se introdujo en Hispania y otras partes del Imperio únicamente en época tardía ha contribuido a lo largo de todos estos años enmascarar esta confusión. No se puede descartar que todos estos factores, que tienen que ver únicamente con la arqueología y la manera en la que esta disciplina se aproxima al registro material, hayan sido subrayados por patrones de poblamiento relacionados, sobre todo, con el proceso histórico que se desencadena tras la conquista romana. Algunos autores, al menos, han señalado como posible explicación añadida el abandono en época republicana de asentamientos y muchas de las necrópolis asociadas a ellos en el área ibérica. El lapso de tiempo requerido para el completo desarrollo de los poblados que les sucederían quedaría reflejado en una disminución de los enterramientos de esta fase. Mientras, en las ciudades que continuaron habitadas en ese momento de reordenación territorial –puesto que no puede hablarse, ni mucho menos de un fenómeno de abandono generalizado–, seguirían creciendo a costa del terreno donde se ubicaban las áreas de enterramiento de época ibérica (L. Abad, 2003b: 78). Si es posible individualizar una fase tardía –hasta el momento mal conocida– en las necrópolis ibéricas, ¿se puede apreciar en los enterramientos de este período cambios en el ritual, los monumentos funerarios, los tipos de enterramientos o los materiales depositados como ajuar junto a los restos del difunto que pudieran ser consecuencia de la colonización romana? Uno de los problemas fundamentales al que nos enfrentamos a la hora de intentar contestar a esta pregunta es la similitud que presenta el registro arqueológico funerario de muchas necrópolis mediterráneas de esta época. En concreto, los lugares de enterramiento del mundo romano y el ibérico presentan en general, como ha señalado A. Fuentes, «idéntica tradición incineradora, ritual de enterramiento muy similar, ajuares fundados en la urna cineraria, unos depósitos votivos seguramente de comida, la gran importancia de los ungüentos en el juego ritual y en la ceremonia de enterramiento, la existencia de una espiritualidad de ultratumba con divinidades infernales, etc.», a lo que se podría añadir la «existencia en ambos ámbitos culturales de variantes excepcionales del enterramiento como los infantiles en los poblados (subgrundaria)...» (A. Fuentes, 1992: 600).

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Ritual Para intentar reconstruir el ritual funerario ‘ibérico’ podemos recurrir a algunos estudios recientes sobre el tema basados en necrópolis del propio yacimiento de Castulo, como El Estacar de Robarinas, u otros cercanos, como Castellones del Ceal. El cadáver, ataviado aún con algunos de sus objetos personales y con otros destinados específicamente al momento del sepelio, sería trasladado desde el recinto funerario hasta el lugar de cremación o ustrinum, que en el caso de El Estacar de Robarinas podían ser individuales o colectivos (M. P. García Gelabert, 1990a: 260). Las piras funerarias fueron especialmente bien documentadas en las excavaciones más modernas de Los Castellones de Ceal, donde consistían en fosas alargadas, revestidas por adobes y piedras, en las que se disponían longitudinalmente los troncos de madera. Los cuerpos se incineraban con sus vestidos, y no envueltos en sudarios, como demostrarían los cinturones y otros adornos de la indumentaria que a veces se encuentran en los ustrina. Durante la cremación, o finalizada ésta, los participantes en el ritual arrojarían determinados objetos a la pira, como fusayolas, vasos cerámicos o restos de animales. Finalizada la combustión, se amontonaban los huesos calcinados del difunto en un extremo del ustrinum para introducir los de tamaño mediano y grande y, con frecuencia, algún objeto personal (pendientes, anillos, botones, pinzas de depilar) en el interior de la urna, que se tapaba entonces con una piedra o un cuenco invertido, procediendo a un primer ‘sellado’ ritual de los restos funerarios. Se ha sugerido que los huesos debían ser seleccionados con pinzas u otros elementos que permitieran separarlos de las cenizas cuando aún estaban calientes, pues de vez en cuando las paredes interiores de los recipientes cinerarios parecen haber sido afectadas por el calor. En algunas ocasiones, se procedió a envolver la urna con algún tipo de tejido, antes de ser depositada, junto al ajuar y los recipientes con ofrendas, en la sepultura, aunque en otros casos la misma pira funeraria se convirtió en el lugar de enterramiento (bustum) sobre el que se situó algún tipo de elemento para delimitar el espacio, como en el caso de las tumbas tumulares. La oquedad donde se depositaba la urna se encontraba a veces recubierta de arcilla muy pura o cal, que había sido endurecida por la acción del fuego, previamente a la introducción de la urna. En determinadas sepulturas se depositan junto a la urna algunos de los restos de la cremación que también habían sido seleccionados de la pira, como tierra mezclada con huesos, cenizas, carbones, fíbulas, bron-

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ces de cinturón, collares, colgantes metálicos o de pasta vítrea, anillos, amuletos, y ungüentarios, con los que probablemente se ungían los cuerpos antes de la cremación. El ajuar se completaba con otros objetos como fusayolas, armas (que habían sido inutilizadas antes de ser depositadas en la sepultura), arreos de caballo, y distintos vasos de ofrenda. Esta tierra de color ceniza, que también había sufrido la acción del fuego purificador, formaba parte del ‘segundo cierre’ ritual de la tumba, que quedaría clausurada, de manera definitiva, tras la colocación de un gran adobe que se cubría de tierra, o la construcción, en ciertos casos, de algún tipo de cubierta tumular. Los fragmentos de platos y vasos rotos intencionadamente y diseminados por toda el área sepulcral podrían ser un indicio de banquetes relacionados con el culto a los difuntos que se realizarían junto a las tumbas. Estas comidas rituales explicarían la presencia en Robarinas de restos de distintos animales, como cerdos y perros, pero sobre todo caballos y bueyes. Las visitas regulares al sepulcro podrían deducirse de la constatación de ciertas actividades destinadas a la conservación de las estructuras funerarias (J. Blánquez, 2001: 104-108; T. Chapa, J. Pereira, 1992: 440-441; T. Chapa et al., 1998: 140-146; Mª P. García Gelabert, 1990a). El funeral romano-republicano se conoce, gracias a las fuentes, con mayor detalle que el ibérico, pero no es en absoluto ajeno al conjunto de actos rituales recién descritos. También en Roma, a partir aproximadamente del 400 a. C., la cremación, tanto en bustum como en ustrinum, se convirtió en el rito más habitual hasta el s. I d. C. (J. M. C. Toynbee, 1971: 39). El ritual funerario debió de ser similar, situándose el cadáver junto a las ofrendas, objetos personales y los restos de sacrificios de animales en la pira. Sabemos a través de las fuentes textuales que los huesos cremados y las cenizas eran recogidos en este caso por parientes o personas allegadas y situadas en receptáculos de distintos tipos que serían depositados en las sepulturas (J. M. C. Toynbee, 1971: 50). En Roma, en este momento, los enterramientos más sencillos presentan una estructura semejante a lo que podemos encontrar en la Península Ibérica: son cremaciones en hoyo, protegidas en ocasiones por cistas de tégulas o piedras con algún tipo de marcador externo (piedras hincadas, ánforas, estelas) (J. M. C. Toynbee: 101-127). También desde el siglo III a. C. la incineración vuelve a ser el rito predominante en muchas necrópolis del mundo púnico (M. Bendala, 1995: 281, Mª E. Aubet, 1986: 613, S. Lancel, 1994: 207). Sin pretender establecer paralelos directos entre los rituales desarrollados en las necrópolis en el ámbito funerario romano e ibérico, es posible hablar de similitudes estructurales originadas, muy posible-

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mente, por la pertenencia a un marco geográfico e histórico común, la koiné helenística mediterránea de los siglos previos al cambio de era (M. Bendala Galán, 1987c: 576, M. Almagro-Gorbea, 1992: 49), que imposibilita cualquier interpretación de carácter simplista en este sentido. Monumentos En conjunto, en las necrópolis de época republicana del sur de la Península se sigue manteniendo de manera mayoritaria el tradicional rito de enterramiento ibérico: la cremación en urna introducida en una oquedad practicada en el suelo, aunque, como en épocas anteriores, la manera de proteger el recipiente funerario o la superestructura que se situaba sobre él puede tomar distintas formas (R. Castelo et al., 1991: 153). En general, el ‘paisaje’ de las necrópolis andaluzas con fase tardía (ss. III-I a. C.) se compone de alguna tumba de cámara o cista y de un conjunto mayoritario de cremaciones en urna que se sitúan en un hoyo excavado en el suelo a veces en torno al sepulcro ‘más importante’, como se ha podido comprobar, por ejemplo en la necrópolis de Baza (A. Ruiz Rodríguez et al., 1992). En contraste con el Levante y el Sureste (A. Fuentes, 1992: 587, 595; M. Almagro, 1983a: 265, 267-268), en el Mediodía peninsular no parece posible observar de una manera tan nítida el descenso a lo largo de este período de la monumentalidad de los tipos de enterramiento. Es probable que durante los siglos III y II a. C. (sólo una recopilación exhaustiva de los datos disponibles podrá constatar hasta qué punto), fuera aún posible encontrar ejemplos de los tres grandes grupos de estructuras monumentales presentes en las necrópolis ibéricas propuestos por M. Almagro Gorbea (1983a: 275-276; 1983b), que aún se consideraba en gran medida válida a principios de los años noventa (J. Blánquez, 1990: 345): «tumbas de cubrición tumular», «tumbas de cámara» (con o sin corredores, individuales o colectivas) y «tumbas con sobreestructura arquitectónica» (‘turriformes’ y quizá pilaresestela)144 (J. Blánquez, 1992: 250). Y lo que puede resultar igual de interesante: se seguiría mantenien144 Esta tarea ha sido emprendida ya en algunos yacimientos. Por ejemplo, en el caso de la necrópolis ibérica de Coimbra del Barranco Ancho J. M. García Cano (1999: 173) ha señalado que el número de tumbas con encachado tumular ascendía a un 56,5% en el s. IV a. C., mientras que a comienzos del s. II a. C. aún contaban con este tipo de cubierta un 26% de los enterramientos. Muchos de ellos tenían ahora un tamaño reducido (en torno a un metro de lado), aunque todavía podían encontrarse ejemplos monumentales, como la tumba 55, con ajuares especialmente ricos.

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do en gran medida el reparto proporcional de tipos, predominando, como en épocas más antiguas, los enterramientos de cremación en hoyo (con o sin urna), mientras que las tumbas de cubrición tumular, de cámara o con superestructura arquitectónica serían más escasas en el cómputo total de la necrópolis (R. Castelo et al., 1991: 154; R. Sanz Gamo, 1997: 285). M. Almagro, basándose en sus investigaciones sobre la necrópolis de Pozo Moro, hablaba a principios de los años ochenta del siglo XX de «una proporción de 1 monumento por cada 3 a 5 sepulturas ‘tumulares principescas’ y por cada 250 a 300 sepulturas tumulares normales» (M. Almagro, 1983b: 732-733). Sin duda, sería importante establecer –grosso modo– el número de enterramientos monumentales existentes en las necrópolis del ibérico pleno para poder cuantificar la intensidad en el descenso del número de monumentos que se suele adscribir a la fase más tardía de la cultura ibérica. Las sepulturas cubiertas por túmulos escalonados cuadrangulares se distribuyen desde la costa mediterránea hasta el interior de Andalucía145 y su cronología abarca desde el s. V a. C. hasta prácticamente el cambio de era. Pueden estar construidas mediante encachados de piedras unidas con mortero de barro o utilizando adobes y, a menudo, se sitúan sobre un bustum en el que se había depositado una urna cineraria con su tapadera. En algunos casos ha podido constatarse la existencia de algún tipo de revestimiento de yeso pintado de rojo (M. Almagro, 1983a: 276; M. Almagro 1993-1994: 112; J. Blánquez, 1990: 339345; E. Cuadrado, 1987: 29-40; T. Chapa et al., 1993: 416; T. Chapa et al., 1998: 179; L. Roldán, 1998: 92; R. Sanz Gamo, 1997: 281). Nos enfrentamos, sin embargo, al problema de cuantificar el descenso de este tipo de estructuras a lo largo de los siglos II y I a. C. en un conjunto significativo de necrópolis y de interpretar correctamente todo un conjunto de cimientos cuadrangulares, tanto en el caso de sepulturas ibéricas fechadas en los siglos V-IV a. C., como en otras construidas en épocas posteriores. Es difícil saber cuántas de estas estructuras en el mundo ibérico respondieron al tipo de túmulo escalonado o estuvieron coronadas por un pilar-estela (I. Izquierdo, 2000: 69), por una escultura de bulto redondo o incluso, durante el s. IV a. C., por una sencilla piedra colocada de punta, a modo de estela, como se ha sugerido en el caso de algunas 145 Evidentemente con ligeras variantes dependiendo de la región, por ejemplo, mientras que en el Sureste predominan los empedrados donde la urna cineraria se ha colocado en una fosa excavada bajo el suelo, en necrópolis como Castellones de Ceal, en la Alta Andalucía, encontramos que el espacio funerario se sitúa en el interior del mismo empedrado (T. Chapa et al., 1998: 155).

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tumbas de la necrópolis del Cigarralejo146 (E. Cuadrado, 1983: 719; E. Cuadrado, 1987: 32). En el caso de las construcciones más monumentales, que pueden alcanzar 10 metros de lado y en las que, a menudo, al menos la cara externa de las piedras empleadas aparece tallada –como vemos en Castulo en los citados monumentos de Los Patos y el Estacar de Robarinas–, se ha supuesto frecuentemente que nos encontramos ante edificaciones de tipo turriforme. La base de un monumento tan paradigmático como Pozo Moro respondía a estas características, pero también el sepulcro monumental de la plataforma inferior de Giribaile, arrasado hasta la base en el momento de su hallazgo y para el que se ha propuesto una reconstrucción hipotética con un cuerpo rematado por la cornisa con moldura de gola que se encontró en las cercanías. La construcción de una estructura cuadrangular de sillería rellena a veces de cascajo, fue también la fórmula empleada en la construcción de los basamentos de monumentos de época republicana como los encontrados en Las Corts (Ampurias) (M. Almagro Basch, 1953: 256, figs. 217-220), El Corral del Saus (I. Izquierdo, 2000: 331-343, fig. 179), así como algunas sepulturas del Tolmo de Minateda y La Hoya de Santa Ana (sepultura 0, Albacete; R. Sanz Gamo, 1997: 281-286; L. Abad, 2003b: 81-88). Pequeñas bases escalonadas eran empleadas también, por ejemplo, como elementos sustentantes de altares funerarios de modestas dimensiones en numerosas necrópolis, aproximadamente desde el cambio de era, por todo el Imperio romano. Lo cierto es que, excepto en los casos en los que se ha podido recoger restos de esculturas o elementos arquitectónicos junto a las bases de las sepulturas (que desgraciadamente son los primeros en ser reutilizados en distintas construcciones, como murallas o incluso puentes, como La Puente Quebrada de Castulo), resulta difícil establecer líneas de demarcación claras entre las distintas soluciones posibles del alzado de tales edificaciones funerarias. Las tumbas de cámara han sido consideradas uno de los elementos característicos del mundo funerario bastetano (M. Almagro Gorbea, 1982a; R. Olmos, 1982). Aunque es difícil establecer qué papel jugaron este tipo de estructuras en época tardía ibérica, podemos citar al menos un ejemplo en La Guardia (Jaén) fechado en el s. III a. C. (A. Blanco, 1959a; A. Blanco, 1960a) o la construcción de una cámara en Castellones de Ceal147, para la que se han aducido 146 No obstante, E. Cuadrado (1987: 44) señala que los empedrados tumulares construidos en la necrópolis del Cigarralejo entre los siglos III y I a. C. suelen ser más sencillos que los de épocas anteriores. 147 Tumba 11 de la campaña de septiembre de 1955.

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paralelos en Toya o Galera (T. Chapa et al., 1998: 43-48, 179), así como otros casos en los que estas estructuras se mantuvieron en uso hasta época romana, como en Villaricos. El caso de Castellones de Ceal es especialmente significativo. Durante las excavaciones dirigidas en mayo de 1955 por C. FernándezChicarro se encontró un conjunto de fosas con las paredes revestidas con adobes o mampostería y cubiertas con losas que a veces alcanzan el tamaño de una pequeña cámara funeraria, aunque carecen de un corredor de entrada o puerta lateral. Las más antiguas halladas en aquel momento se fechan en el s. IV a. C. por la inclusión de cerámica griega en los ajuares, pero otras en las que los difuntos fueron acompañados por cerámica de paredes finas o un casco de tipo Montefortino pueden situarse entre los siglos III y I a. C.148 (T. Chapa et al. 1998: 17-26). También se da el caso de necrópolis en las que estos monumentos aparecen en los primeros momentos romanos, aunque manteniendo tipologías ancladas en el inmediato pasado prerromano, como en el Cerrillo de los Gordos que acabamos de comentar, Osuna (R. Corzo, 1977) o Carmona (M. Belén, 1983; M. Bendala, 1976a). La continuidad más allá del s. IV a. C. de los pilares-estela es una cuestión difícil de resolver. El área de distribución de estos monumentos es amplia (desde el Levante a la Baja Andalucía) y generalmente se ha deducido a partir de los hallazgos de escultura zoomorfa ibérica. Hoy sabemos que no toda escultura zoomorfa de bulto redondo tuvo necesariamente que estar colocada sobre un pilar-estela (se han propuesto ejemplos que situarían estas esculturas sobre plataformas decoradas o directamente sobre estructuras tumulares) (D. Vaquerizo, 1994: 269; J. Blánquez, 1992: 257; J. Blánquez, 1993: 117-118; J. Blánquez, 1995b), que alguno de estos monumentos pudieron estar asociados a otra clase de construcciones funerarias, como cámaras (Toya, Castellones de Ceal, Baza)149 (T. Chapa, 1985: 256) y que incluso pudieron no estar relacionadas directamente con el mundo funerario, como demostraría el reciente hallazgo de El Pajarillo de Huelma (M. Molinos, 1998). I. Izquierdo (2000: 98) se muestra, de hecho, extremadamente prudente a la hora de contabilizar el número de ejemplares de pilares-estela hallados en Andalucía que podrían ser fechados en plena época ibérica, debido a la descompensación que existe entre el número de esculturas de bulto redondo y los elementos de carácter arquitectónico conservados, mucho menos numerosos que las primeras. Es inteTumba A, Tumba E y Tumba G. En los dos primeros casos las cámaras principales estuvieron asociadas a figuras de cérvidos (T. Chapa, 1985: 269). 148 149

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resante destacar que en la zona del sureste y levantina esta clase de monumentos tienen una cronología mucho menos dilatada, circunscribiéndose al período comprendido entre principios del siglo V a mediados del siglo IV a. C., mientras que en la zona andaluza se puede aducir algún caso tardío –si bien dudoso– procedente de Osuna (I. Izquierdo, 2000: 419, cuadro 43). Aun dejando esto a un lado, nos enfrentamos a un interrogante todavía no resuelto completamente ya que la existencia de pilares-estela en los momentos finales del mundo ibérico «no es descartable absolutamente a priori», como reconoce I. Izquierdo (2000: 401, 420), que sigue en este punto las opiniones de M. Almagro (1983b: 726-727; 1983c: 18), aunque las piezas que han podido ser estudiadas y datadas con mayor precisión correspondan a los siglos centrales de la cultura ibérica, según dicha investigadora. Se ha llegado a proponer, por ejemplo, que los restos conservados del monumento de Malla (Osona, Barcelona) pudiesen haber correspondido a un pilarestela. I. Izquierdo (2002: 42) descarta las dataciones más antiguas propuestas para el monumento entre los siglos IV y III a. C., coincidiendo con la datación sugerida por I. Roda en torno al s. II a. C. De acuerdo con esta investigadora los bloques de piedra de Malla podrían interpretarse como una variante del pilar funerario romano, en concreto, como un monumento de tipo intermedio entre el pilar y la estela funeraria, que encontramos también en enterramientos fechados desde el siglo II a. C. hasta época imperial en algunas provincias romanas como la Gallia (I. Rodà, 1993: 213, nota 6; I. Rodà, 1998). La posible perduración en el tiempo de los pilares-estela en la zona andaluza está muy relacionada, en cualquier caso, con el problema de la interpretación de toda una serie de esculturas de animales de bulto redondo fechadas en época tardía150, en la que destaca un conjunto de leones de estilo helenístico (ausentes, aparentemente de la zona levantina151), que aparecen junto a tipos iconográficos que se documentan por primera vez en algunas regiones, como el lobo o el carnero (D. Vaquerizo, 1994: 281, P. Rodríguez 150 Se ha apuntado la posibilidad, por ejemplo, de que la escultura de un toro hallada en Osuna pudiese haber coronado un pilar-estela (J. M. Noguera, 2003: 161). P. Rodríguez Oliva ha sugerido, por su parte, que el carnero de piedra hallado en Teba pudiese haber rematado «un monumento funerario en forma de pilar-estela como se ve en un relieve de Torreparedones» (P. Rodríguez Oliva, 2001-2002: 312). 151 Ver T. Chapa (1985: 138, 142): mapas de dispersión de los leones ibéricos, Grupo Antiguo –dos núcleos principales concentrados en el sureste y en la margen izquierda del río Guadalquivir– y Grupo Reciente –donde las piezas se distribuyen a lo largo del curso del Guadalquivir fundamentalmente–.

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Oliva, 2001-2002: 311-312). Algunas características separan este «grupo reciente» de leones de su precedente inmediato, el «grupo antiguo» definido por T. Chapa. Por ejemplo, la cabeza ladeada, los indicios de representación del pelo o la musculatura, o, en ciertos casos, la introducción bajo las patas delanteras de una víctima animal –generalmente un herbívoro– o humana (T. Chapa, 1985: 140-141). Esta misma autora ha señalado el desarrollo paralelo de este tipo de ‘leones con víctima’ desde época helenística en el mundo etrusco y la posibilidad de que se difundiera a través de los asentamientos de las tropas romanas por todos los nuevos territorios ocupados en época republicana y altoimperial, en la que no se perdió la costumbre de decorar los monumentos funerarios con esta clase de esculturas (T. Chapa, 1985: 143)152. Los ejemplos de esculturas de leones de época republicana documentados en el sur de la Península deberían por lo tanto inscribirse en el marco de la corriente helenística común al mundo mediterráneo donde surge el tipo iconográfico, la influencia de tipos anteriores presentes en el mismo territorio introducidos en la época de la colonización fenicia y el contacto con determinadas poblaciones de la Península Itálica (T. Chapa, 1985: 148). El grupo de leones de este tipo que terminan enlazando con esculturas fechadas ya en torno al cambio de era –distribuidos en general por el curso alto y medio del Guadalquivir– es hoy bastante numeroso y ha sido recientemente recopilado en un catálogo por I. Pérez López (1999), al que ahora se añaden nuevas piezas procedentes de las antiguas ciudades de Arua y Canama (ambas situadas en las inmediaciones de Alcolea del Río, Sevilla) que se encuentran en fase de estudio (J. Beltrán 2006: 251). La existencia de monumentos turriformes de época tardía en la zona andaluza se ha deducido a partir del hallazgo en contextos funerarios de sillares con decoración en esquina, fragmentos de frisos decorados, cornisas en forma de gola y sillares con mortajas para grapas metálicas, aunque su datación es por el momento objeto de controversia. Hay ejemplos de sillares en esquina en Cortijo del Álamo (Jódar, Jaén), con una representación de época helenístico-romana de 152 Con posterioridad C. Aranegui ha vuelto sobre este asunto, defendiendo la datación de este conjunto de piezas entre el 75 a. C. y el cambio de era, en un trabajo en el que sugiere que debemos «relativizar el peso de la escultura ibérica sobre la primera escultura hispanorromana…» (…) «Yo dudo de que la escultura de gran formato siguiera vigente entre los iberos en el momento de la romanización salvo, quizá en el caso del Cerro de los Santos (Chinchilla, Albacete), último reducto de la escultura ibérica de gran formato y exponente artístico de su romanización…» (C. Aranegui, 2004: 214). A favor de esta datación tardía se ha pronunciado también J. Beltrán Fortes (2005, 2006).

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una esfinge de la que apenas se conserva la parte superior del cuerpo y el arranque de un ala; en Osuna (Sevilla), en la que se tallaron dos prótomos de carnero sobresaliendo de una sillar que podría datarse entre fines del s. IV y el s. III a. C.; y en la antigua Lacipo (Casares, Málaga), de donde procede un jinete con escudo redondo fechable en los siglos IV-III a. C., según M. Almagro (1983a)153, aunque P. Rodríguez Oliva prefiere adelantar a época tardorrepublicana la datación de este último monumento (P. Rodríguez Oliva, 2001-2002: 315). Los casos de frisos decorados que pudieron formar parte de este tipo de monumentos son aun más numerosos y proceden de Almodóvar del Río (Córdoba, sillar de caliza con representación de un carro y cazadores persiguiendo un cérvido, ss. IV-III a. C.); Alhonoz (Herrera, en la provincia de Sevilla, relieve con grupo de cinco guerreros alineados provistos de caetra y falcata en uno de los casos y vestidos con túnicas cortas, s. III a. C.); Estepa (Sevilla, sillar con escena de sacrificio en la que un personaje con túnica y otro desnudo conducen a un carnero y posible representación de hierogamia similar a la de Pozo Moro, en otro ejemplar se puede observar la imagen de dos soldados con casco, loriga y escudo largo, fechándose ambos relieves en el s. II a. C.); Osuna (Sevilla, donde se distinguen varias series, la más antigua, fechada a finales del s. III a. C o principios del s. II a. C., que incluiría los relieves con escenas procesionales y de guerreros, y otras más tardías, de mediados del s. II a. C. a mediados del s. I a. C., con imágenes de desfile militar y lucha entre otros motivos) (J. Beltrán, J. Salas, 2002: 246-248; T. Chapa Brunet, 1998; P. León, 1981: 184-192; P. León, 1998: 97-106; P. Rodríguez Oliva, 1996: 21; 153 En la periferia del área andaluza, pero en relación con el problema que estamos tratando de los primeros monumentos funerarios de época republicana, puede citarse un sillar de arenisca local en el que se labró lo que podría ser una máscara trágica –mejor que Gorgona, en mi opinión, atendiendo al tipo de mechones de pelo ensortijado que caen a ambos lados de la cara y al gesto de la boca– procedente de la necrópolis de El Salobral (Albacete). Aunque en un primer momento fue interpretada como parte de la cubierta de un templo in antis de época tardorrepublicana del santuario del Cerro de los Santos, también se admite hoy la posibilidad de que nos encontremos ante el remate de una de las esquinas del primer piso de un monumento funerario de tipo turriforme (J. M. Noguera, 2003: 157). En el fondo, parece una reinterpretación local de ciertas antefijas de terracota romanas decoradas con palmeta de siete lóbulos con espirales enrolladas hacia el interior y cabeza de Gorgona o Ménade central (S. F. Ramallo, 1999: 166), cuya iconografía, como estamos viendo, tiene bastante que ver con determinados relieves funerarios hispanos de época tardorrepublicana y augustea. Para la interpretación de la pieza como antefija y en relación con las dudas sobre su autenticidad ver S. F. Ramallo et al. 1998.

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J. Salas, 2002: 107-116; P. Rouillard et al. 1997: 29); El Rubio (Sevilla, representación de guerrero caído con túnica corta ceñida por un cinturón, s. II-I a. C.) y Lacipo (Casares, Málaga, conjunto de sillares en los que se grabó en relieve una figura de plañidera con velo, y dos carneros) (M. Almagro Gorbea, 1983a: 230-242). Quizá habría que incluir en este último grupo el relieve encontrado en Torreparedones en las inmediaciones de las murallas de la ciudad. La pieza fue hallada, no junto al famoso santuario del yacimiento, sino exactamente en el extremo opuesto del recinto amurallado. Este sillar, donde se esculpieron dos damas en actitud oferente –similar a las de las damas oferentes de los relieves de Osuna– frente a un monumento dotado de una columna con basa ática sin plinto y fuste estriado, coronada por un león de estilo helenístico154, debe datarse probablemente en la pri154 Sería tentador interpretar esta imagen como una escena de libación ante un pilar-estela rematado por un león helenístico similar a los que aparecen representados en esculturas de bulto redondo de época tardorrepublicana, como ya sugirieron J. Serrano y J. A. Morena (1989: 37). En el relieve de Torreparedones la manera de representar el pelaje y la posición del animal recuerda, sin duda, determinados rasgos del denominado «grupo reciente» por T. Chapa. La exacta ubicación de estas piezas sobre los monumentos funerarios es aún un asunto en discusión. No se puede descartar que algunos estuviesen situados sobre monumentos «a dado», en relación con mausoleos de tipo edícula o simplemente sobre pedestales cerca de un monumento funerario de carácter familiar. Sin embargo, algunas esculturas de leones, como por ejemplo el león procedente de la necrópolis de la Fuentecilla del Tío Carrulo (Coy-Lorca, Murcia, ss. IV-III a. C.) o quizá de un yacimiento cercano –Dña. Inés– donde se halló cerámica ática y campaniense, han sido relacionadas por algunos investigadores con coronamientos monumentales que respondían al tipo de pilares-estela (I. Izquierdo, 2000: 78, 110). De ser correcta esta hipótesis, habría que considerar que el friso de elementos vegetales que recorre la parte superior de la escena tendría una finalidad ‘meramente decorativa’: la de enmarcar el relieve (como sucede a veces con las cenefas vegetales que recorren algunas cornisas de gola ibéricas), sin ser la representación del posible arquitrabe de un santuario o un edificio de culto. Recordemos, por ejemplo, que el famoso Cornicen de los relieves funerarios de Osuna ‘camina’ sobre una fila de ovas. De Pozo Moro procede un fragmento de moldura con elementos vegetales con nervio central fuertemente marcado (A. Gorbea, 1983a: 207, Taf. 30.a) que podría también recordar lejanamente al posible friso decorativo del relieve de Torreparedones. Debe señalarse que, como se aprecia en el dibujo del lateral del relieve publicado por J. Serrano y J. A. Morena (1988: 248, fig. 3, izquierda), en la esquina se conservan restos del la talla de la columna, pero no de los cuartos traseros del león o del friso. Por otro lado, la representación de un capitel ‘de tipo zoomorfo’ sería extraña al menos en el caso de un templo grecolatino, aunque es cierto que apenas sabemos nada de la arquitectura monumental ibérica (Para ejemplos de representaciones de templos de época ibérica ver J. M. Noguera, 2003: 169, nota 66). Un argumento en contra de la asimilación del relieve de Torreparedones con una escena de libación frente a un pilar-estela coronado por un león es precisamente la tipología del hipotético pilar, puesto que en los ejemplares ibéricos mejor conocidos, la figura zoomorfa

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mera mitad del s. II a. C. (J. Serrano; J. A. Morena, 1988, M. Bendala, 1993: 274; P. León, 1998: 99; J. M. Noguera, 2003: 168-169; D. Vaquerizo, 1994: 281, D. Vaquerizo, 1999: 209-210). Los ejemplares conservados de cornisas con moldura de gola se sitúan en momentos anteriores a la fase tardía de la cultura ibérica (ss. V-IV a. C.) y se concentran por el momento en Andalucía oriental y en el sureste peninsular, aunque la aparición de nuevos ejemplares en zonas cada vez más occidentales como El Cerro de Minguillar (Baena, Córdoba) (P. Moret, 1996) suponen una ampliación de su área de distribución155. A monumentos de tipología un tanto indeterminada podrían corresponder frisos decorados con motivos vegetales y ‘arquitectónicos’ como capiteles en relieve. Algunos de los ejemplos más significativos de Castulo fueron estudiados con detalle, como hemos visto, por R. Lucas y E. Ruano (1990) que propusieron una posible reconstrucción en forma naiskos, con ventana ritual en el frontal del monumento y doble capitel similar a los documentados en ambientes fenicio-púnicos. La datación propuesta para las piezas fluctuaba entre los siglos IV y III a. C. Otras necrópolis en las que nos consta la existencia de fases pertenecientes al ibérico tardío han proporcionado también ejemplos de cenefas fitomorfas muy similares a las encontradas en Castulo. Es el caso de Osuna, donde aparecieron durante las excavaciones de principios del siglo XX dos bloques arquitectónicos decorados con cenefas y capiteles en relieve, que posiblemente atestiguan la perduración de esta clase de construcciones, ya que han sido fechados en el s. II a. C. (P. Rouillard et al., 1997: 48-49); El Cigarralejo, donde se encontraron reutilizados en distintas tumbas restos de una voluta de capitel de estilo ibérico y una jamba o arista de canunca sustituye al capitel del pilar, sino que se apoya sobre él, a lo que hay que añadir que, en este caso, no nos encontraríamos ante un verdadero ‘pilar’ sino frente una columna. Existen algunos ejemplos de ‘capiteles figurados’ asociados a la arquitectura funeraria, que provienen del poblado de Coimbra (Jumilla, Murcia), de El Corral del Saus (Mogente, Valencia) y de Malla (Barcelona), si bien en estos casos se trata de ‘capiteles antropomorfos’ en los que la figura humana se contorsiona para asemejarse al volumen de un capitel y no de representaciones de animales. ¿Podría tratarse de una ‘interpretación romana’ de un tipo de monumento netamente ibérico? ¿Es una representación ‘idealizada’ de lo que un artesano local entendía por un templo? El estado fragmentario del relieve y la ausencia de datos sobre su contexto arqueológico impiden cualquier tentativa de ir más allá en la interpretación de esta imagen. 155 Recordemos que hay dos piezas procedentes de Castulo (s. IV a. C.) (M. Almagro, 1983a: 257). Recientemente ha sido posible incluir en este conjunto un nuevo ejemplo, de principios del s. IV a. C., hallado en una de las necrópolis de Giribaile, Jaén, (L. M. Gutiérrez et al., 2001).

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pitel decorada con motivos espiraliformes entre otros materiales arquitectónicos con fechas más cercanas a la que se supone en el caso de los restos de Castulo (E. Cuadrado, 1987: 583-584, lám. XIX- 4 y XIX-8); El Cabecico del Tesoro, que proporcionó algunos sillares con decoración vegetal (I. Izquierdo, 2000: 116, lám. 19) o La Montilla que es el lugar de origen de algunos fragmentos arquitectónicos decorados que se conservaban en el Museo de Córdoba (A. García y Bellido, 1952a: 429, fig. 310), por citar sólo algunos ejemplos representativos. Un ‘estilo iconográfico’ similar ofrecen algunos capiteles como los hallados en el propio yacimiento de Castulo156, en el Cerro de las Vírgenes o Bolonia, que el padre Furgús asoció a un pretendido ‘templo de Baal’, aunque en estos últimos casos resulta más difícil establecer la relación de estos restos monumentales con un contexto de necrópolis (J. M. Blázquez, R. Contreras, 1984: 276-277, lám. XVI-1; P. León, 1979; P. Paris, 1917: 235, fig. 8; P. Paris, G. Bonsor, 1918: 88-92, fig. 1) (Figs. 37 y 38). Los monumentos decorados con relieves, probablemente turriformes, se encuentran, por lo tanto, bien representados en época tardía del mundo ibérico andaluz157, aunque, que sepamos, no cuentan con precedentes en las necrópolis de Roma, donde no se extenderán hasta el siglo I a. C, siendo, sobre todo, frecuentes en época altoimperial (L. Abad, M. Bendala, 1985: 174-176). Volviendo a los monumentos ‘tardoibéricos’, se puede afirmar incluso, si seguimos las dataciones (un tanto elevadas en algunos casos) propuestas por M. Almagro (1983a), que el número de ejemplos conocido se concentra entre los siglos IV-I a. C., si bien no están ausentes las piezas talladas en sillares que, según este autor, sería posible encuadrar en momentos anteriores, como los leones de Puente de Noy (s. VII a. C.) o los de La Puente Quebrada de Castulo (s. VI a. C.)158 (Fig. 28a). M. Al156 Aunque ocasionalmente se ha llegado a insinuar que el capitel de Castulo podría corresponder a una fecha tardía (época visigoda), el hallazgo de varios conjuntos esculpidos con motivos similares hace más plausible su datación en época ibérica, opción aceptada por la mayoría de los investigadores. 157 También autores como J. Beltrán y J. Salas (2002: 246) están de acuerdo en que este conjunto de relieves pudieron emplearse en monumentos turriformes, como afirman en un estudio dedicado a los monumentos de Osuna: «Sí parece claro que los fragmentos arquitectónicos decorados con relieves estaban destinados a decorar las paredes exteriores de los monumenta, por lo que es plausible la hipótesis de grandes tumbas turriformes, adecuadas para la exposición externa de los relieves y la colocación de animales en las esquinas, como debió ocurrir en el caso del toro y del carnero documentados, que se realizaron en bloques de esquina». 158 En un reciente estudio L. Baena y J. Beltrán (2002: 85) fechan los leones en relieve de La Puente Quebrada de Castulo en momentos muy posteriores, encuadrándolos a finales

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Fig. 37: Fragmentos de arquitectura monumental de época ibérica con decoración fitomorfa. (a) El Cigarralejo (E. Cuadrado, 1987: lám. XIX.8), (b) Osuna (P. Rouillard et al. 1997: fig. 25) y (c) Castulo (J. M. Blázquez, M. P. García Gelabert, 1987a: fig. 6).

magro (1983a: 268) destaca, en todo caso, frente al brusco descenso en la cantidad de este tipo de monumentos funerarios que se aprecia en el sureste en el s. III a. C., la continuidad que se observa en el ámbito ibérico del sur peninsular y la posibilidad de que deban ser considerados modelos precursores de las torres funerarias que aparecen distribuidas por toda Hispania en época romana. Sin embargo, como ha subrayado M. Bendala, los testimonios de monumentos de esta clase erigidos antes del desembarco del período republicano, o incluso a principios del s. I d. C. Este es un ejemplo de la disparidad de dataciones basadas en criterios estilísticos ofrecidas por prehistoriadores y arqueólogos dedicados al mundo clásico, en lo que respecta a la escultura de «baja época» de la cultura ibérica o de época republicana.

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c Fig. 38: Capiteles hallados en (a) Baelo Claudia (según P. Paris et al., 1923: fig. 8), (b) Cerro de las Vírgenes (según P. León, 1979: fig. 2) y (c) Castulo (según J. M. Blázquez, R. Contreras, 1984: lám. XVI.1).

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romano en Iberia «no son tanto un precedente de los difundidos en época romana, cuanto una manifestación más de los precedentes en las culturas mediterráneas a los modelos que, cristalizados en época helenística –desde el Mausoleo de Halicarnaso a la ‘tumba de Terón’ en Agrigento–, determinaron lo esencial de los tipos monumentales romanos…» (M. Bendala, 1995: 287), aunque, por supuesto, el hecho de que existiesen monumentos de tradición ibérica de este tipo en el sur de la Península debió ser un factor determinante para la difusión de los mausoleos turriformes en época altoimperial (L. Abad, M. Bendala, 1985: 176). De cualquier manera, para M. Almagro, el resurgir de los monumentos turriformes en la baja época de la cultura ibérica se puede poner en relación con la decadencia del dominio de la élites aristocráticas guerreras características del s. IV a. C. A partir de finales de este siglo, y sobre todo a lo largo del s. III a. C., el renacimiento de monumentos suntuarios relacionados con tradiciones helenísticas de culto funerario al antepasado divinizado podrían ser indicios de procesos de ‘heroización regia’ en el marco del afianzamiento de pequeñas monarquías como las que aparecen reflejadas en las fuentes textuales, que no desaparecerían hasta el desarrollo de un nuevo sistema político como consecuencia de la ‘romanización’ (M. Almagro, 1993-1994: 128). Esta manera tan peculiar de honrar al caudillo o régulo fallecido podría quedar reflejada precisamente en relieves de tema ‘militar’ en los que se expresa la virtus guerrera del princeps ibérico. Los relieves de la serie más antigua de Osuna han sido interpretados como representaciones de certámenes funerarios similares a los que recogen en sus textos autores como Tito Livio (28, 21), cuando nos habla de los funerales organizados en el año 206 a. C. en Carthago Nova para honrar a los Escipiones caídos. Uno de los aspectos más interesantes del texto, como señala M. Bendala, es que «en realidad, lo que describe Livio es algo bien distinto de la tradición gladiatoria romana, y lo dice explícitamente: no eran juegos gladiatorios organizados por lanistas con lucha de siervos –‘non es eo genere hominum, ex quo lanistas comparare mos est, servorum de catasta ac liberorum qui venalem sanguinem habent’–, sino personas de rango que se ofrecían libremente para luchar como muestra del propio valor, o eran enviados por régulos en prueba de adhesión y de virtus» (M. Bendala, 2002a: 71; R. Olmos, 1998: 438). Este tipo de luchas asociadas a los funerales de personajes importantes reaparecen en los textos cuando los autores antiguos (Diodoro, 33, 21) nos hablan de los funerales de otros caudillos locales de importancia, como Viriato. Otros

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relieves ursonenses en los que se representa a un «acróbata»159, el guerrero que toca el cornu para dar inicio a los combates según la costumbre romana, o un personaje vestido con toga que presidiría sedentem in tribunale los juegos (P. Rodríguez Oliva, 1996: 21; P. Rodríguez Oliva, 1998: 324), contribuirían a la escenificación de los juegos funerarios160. Las escenas procesionales podrían ser también entendidas como una representación de rituales funerarios, en los que estaría presente la música –la doble flauta era un instrumento empleado durante los ritos de este tipo, al menos en el mundo grecolatino– y las libaciones en honor a los muertos. Es muy significativo que en los relieves de Osuna se represente, no a soldados romanos, sino a individuos que pertenecían, a juzgar por las armas que muestran, a tropas auxiliares indígenas organizadas de acuerdo con las necesidades de Roma en scutati y caetrati. Incluso la forma de sujetar la falcata –un arma defensiva, por cierto, estrechamente relacionada con el mundo funerario ibérico, quizá por su carácter sacrificial y simbólico– de uno de los contendientes (por debajo de la cintura y empuñando la espada en posición horizontal para asestar un golpe de punta), indica un entrenamiento ‘a la romana’, según F. Quesada (1997: 541). Y, sin embargo, elementos iconográficos de origen «romano» han sido empleados en el caso de estos relieves para reflejar una manera de expresarse «ibérica» –sobre todo en la serie antigua de Osuna– que no tiene relación directa con los monumentos funerarios itálicos del mismo momento. Las imágenes de procesiones de mujeres oferen159 J. Beltrán y J. Salas (2002: 247) prefieren interpretar este personaje como un prisionero atado de manos y pies. P. Rodríguez Oliva (1996: 22) por su parte, considera que el «saltimbanqui» sería un personaje caído en las luchas representadas en los relieves de los monumentos de Osuna. 160 Hay que añadir ahora al conjunto de relieves procedentes de Osuna una veintena de fragmentos que vieron la luz con motivo de un hallazgo casual ocurrido en las proximidades del lugar donde se desarrollaron las excavaciones de 1903 y que acabaron ingresando en 1980 en el Museo Provincial de Málaga. Allí fueron estudiados por R. Atencia y J. Beltrán (1989), que en un primer momento sugirieron la posibilidad de que nos encontrásemos ante la representación de «luchas circenses, venatorias, en las que se reconocen gladiadores y leones» (R. Anuencia, J. Beltrán 1989: 162). Sin embargo, recientemente, uno de estos autores ha descartado esta hipótesis de partida, argumentando que «realmente no existe constancia de la lucha de venatores y leones, y dado que éstos podían situarse en otros lugares del monumento (o monumentos) como simples figuras apotropaicas, también podrían interpretarse como representación de juegos gladiatorios, en los que aparecen figuras vestidas con túnicas y otras con corazas, o incluso escenas militares, dada la relación en ocasiones entre el equipamiento de gladiadores y soldados en el mundo romano» (J. Beltrán, J. Sala, 2002: 247). 161 Para el significado simbólico del gesto de oferentes portando un vaso en el mundo ibérico ver ahora también I. Izquierdo (2003: 122).

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tes precedidas por un aulós161, los desfiles de jinetes o soldados portando escudos rectangulares, están mucho más cercanos al universo narrativo de las cerámicas figuradas de finales de época ibérica, como podemos ver en producciones de Edeta-Lliria162, que a las representaciones que podemos encontrar en los monumentos funerarios romanos de principios del Imperio. En época tardorrepublicana no son característicos en Roma los sillares en esquina decorados en relieves que pudieron dar forma, con bastante seguridad, a monumentos turriformes, si tomamos como válido el modelo de Pozo Moro, ni tampoco representaciones de rituales –más que probablemente– asociados al funeral, como las procesiones de mujeres preparadas para realizar las preceptivas libaciones acompañadas por músicos. Las escenas con representaciones de episodios del ritual funerario no son muy numerosas en los relieves funerarios romanos y los ejemplos que se pueden citar, como el famoso relieve de Amiternum o el de la tumba de los Haterii, son posteriores en el tiempo a los relieves más antiguos de Osuna. Tampoco suelen aparecer en las tumbas de la Roma tardorrepublicana imágenes de luchas de carácter gladiatorio asociadas a los sepulcros de los propios gladiadores. A veces, en algún monumento sepulcral romano altoimperial encontramos a un gladiador luchando con un enemigo, pero lo más frecuente en estos casos son representaciones frontales en las estelas del gladiador de pie –como en algunas lápidas de soldados– o de las armas defensivas y ofensivas de los gladiadores empleadas como elementos decorativos en algunos frisos (V. Hope, 1998: 191, EAOR I, EAOR II, EAOR III). Aunque sí son más frecuentes, sobre todo en la zona de Campania en el s. I d. C., los ejemplos en los que, ocasionalmente, un personaje que ha financiado juegos gladiatorios o venationes hace representar en su tumba escenas relacionados con ellos. En este tipo de imágenes se muestran las procesiones festivas previas a los juegos, cacerías circenses, a los gladiadores, ataviados en ocasiones con las armas características de distintas disciplinas gladiatorias, que combaten entre ellos o parecen desfilar, o donaciones de dinero a la población con motivo del espectáculo. Pongamos por ejemplo una tumba pompeyana datada a mediados del siglo I d. C., de la que se conservan dos paneles figurados con la representación de ocho pares de gladiadores y dos hombres armados luchando con animales salvajes. En paneles de menor tamaño se muestra a dos hombres desnudos 162 Ver, por ejemplo, C. Aranegui, 1998: figuras de las páginas 179 y 182.

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luchando también contra animales. Por fin, el resultado de los combates aparece en otro relieve, en el que vemos como se vierte sangre sobre las heridas de los vencidos163 (K. Hopkins, 1983: 12, nota 19). Sin embargo, la datación de los mismos a partir de las armas de los hombres que desfilan en los primeros decenios del s. I d. C. plantea un paradójico problema cronológico si se quieren presentar como el modelo de los monumentos de Osuna y Estepa, supuestamente realizados en una época anterior. Los relieves de Osuna o Estepa no se ajustan exactamente a los modos de representación romanos de luchas gladiatorias –aunque los personajes que aparecen muestren elementos que denuncien su participación en los ejércitos romanos– porque probablemente lo que se está describiendo no sean luchas gladiatorias al uso en Roma, como especifica Tito Livio, y porque las piezas itálicas con representaciones de luchas fueron esculpidas bastante tiempo después de que los relieves de Osuna hubiesen sido amortizados en la muralla republicana de la ciudad. La forma de combinar elementos en los que se entremezclan aspectos que denuncian el contacto con el mundo romano es, por lo tanto, profundamente heredera de la manera de entender el ámbito funerario del mundo ibérico. Las creaciones de este momento –me atrevería a decir, incluso, que no sólo las fórmulas de expresión artística, sino también el ritual– responden, como ha señalado P. Rodríguez Oliva, a un ‘lenguaje bilingüe’. Es decir, las imágenes «fueron planteadas a la manera indígena para el uso de los romanos o a la manera romana con destino a las poblaciones autóctonas» (P. Rodríguez Oliva, 1996: 14; P. Rodríguez Oliva, 2001-2002: 308). Otros ejemplos significativos del fenómeno de hibridismo que se produjo a finales de época republicana o principios de época imperial pueden encontrarse en el denominado «oso» de Porcuna (Jaén) o en el toro de Acinipo (Ronda la Vieja, Málaga). La pieza jienense se ajusta al tipo de formas tradicionales de la escultura zoomorfa ibérica (el hecho de que no se haya querido representar al característico león de raíz helenística con la cabeza de su víctima es ya de por sí revelador), aunque 163 P. Gros (1996: 442, Fig. 539) y H. von Hesberg (1994: 79-80, 241-242, Fig. 19 y 139) recogen tres ejemplos más de relieves situados en tumbas de muy distinta clase (un sepulcro templiforme, un monumento en forma de altar dentro de un recinto funerario y una exedra) localizados en las necrópolis pompeyanas de Porta Nocera y Porta Herculanum en los que quedaron reflejadas escenas del munus gladiatorio. Se podrían citar también unos relieves hallados en la antigua ciudad de Abellinum de la Campania que presentaban cierta curvatura para ser situados sobre un monumento circular y en los que se tallaron escenas de gladiadores (A. Simonelli, 2002: 35-36, Fig. 6).

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el herma que sujeta bajo su garra sea una traslación de un tipo de escultura característico del mundo clásico164. El toro recuperado en las cercanías de la antigua Acinipo ha sido representado de un modo estático y remarcando intensamente los ojos y los pliegues del cuello de una forma que permite enlazar la figura con el estilo de talleres como Osuna. Sin embargo, es un toro preparado para el sacrificio a la manera romana, con el dorsuale –la banda con flecos característica del culto–, sobre el lomo (P. Rodríguez Oliva, 1996: 16, 18; P. Rodríguez Oliva, 2001-2002: 313). Parece una opinión hoy aceptada la continuidad, durante los últimos siglos de la Republica en la Hispania Ulterior, de la actividad de los talleres escultóricos ibéricos que habían estado activos en siglos anteriores apegados a «cánones atávicos en un período marcado por intensos cambios», como ha destacado J. M. Noguera (2003: 155). Este investigador, siguiendo otras opiniones autorizadas, analiza cómo la ausencia prácticamente generalizada de artesanos itálicos permitió la creación de un personalísimo lenguaje formal que conviviría hasta finales del s. I a. C. –y quizá sobre todo en ese período final de la Republica– con manifestaciones más próximas al «arte oficial» romano (P. León, 1979: 184). Además de la continuidad en los modelos iconográficos y las tipologías monumentales, se siguen empleando las mismas técnicas escultóricas, tallando piedras de escasa dureza que luego se recubrirían de estuco. De hecho, en algunas zonas de Andalucía el uso de piedras locales para esculturas fue especialmente abundante incluso en época imperial, sobre todo a lo largo del s. I d. C. Hasta aquí hemos repasado algunos de los elementos monumentales asociados a la esfera funeraria de ‘finales de la cultura ibérica’, pero la ‘recreación’ del iberismo como consecuencia de la entrada en contacto con grupos de población procedentes de la Península Itálica no se reduce, ni mucho menos, al mundo de los muertos, aunque, ciertamente, se expresa con especial intensidad en la esfera religiosa. Los talleres escultóricos tardoibéricos no se limi164 En un reciente estudio J. Beltrán (2005) ha propuesto datar el denominado «oso» de Porcuna, que hasta ahora se situaba en época tardorrepublicana, en el período julio-claudio. En mi opinión, a pesar de la interesante argumentación del autor, esta nueva hipótesis no invalida la interpretación comúnmente aceptada de esta pieza como una escultura de carácter ‘bilingüe’, donde se aprecia la continuidad de los talleres indígenas en épocas posteriores a la conquista romana y la introducción de nuevos temas iconográficos como consecuencia del contacto de distintos grupos de población. Hay que tener en cuenta, además, como señala J. Beltrán, que la sustitución de la cabeza humana por un herma-retrato convierte esta representación en un unicum dentro de la propia escultura romana (J. Beltrán 2005: 167).

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taron a tallar esculturas de bulto redondo de leones y otros animales, o relieves para encastrar en monumentos. De manera simultánea asistimos durante los tres siglos previos al cambio de era a la fabricación de un numeroso grupo de exvotos en piedra destinados a ser depositados en santuarios. Entre los siglos IV y III a. C. el taller del Cerro de los Santos se especializa en la fabricación de estatuas de oferentes (damas estantes y sedentes, oferentes masculinos y parejas de dedicantes) cuyos tipos principales, especialmente en el caso de la iconografía femenina, se mantendrán a lo largo de los siglos II-I a. C. a pesar del influjo de la escultura itálica. Esta última es especialmente perceptible en determinadas representaciones de individuos vestidos a la manera de ciudadanos romanos, con togas, calcei, o incluso una bula, símbolos todos ellos de la ciudadanía romana en contextos itálicos, pero presentados de una manera poco «ortodoxa» en grandes exvotos de piedra, según la costumbre ibérica, y no en exvotos de terracota o bronce de pequeñas dimensiones, como se hacía en los santuarios del centro de Italia (J. M. Noguera, 1998: 451). Otros exvotos del mismo período presentes en algunos casos en los mismos santuarios (Cerro de los Santos, La Encarnación, El Cigarralejo, La Bobadilla, Torre o Cortijo de Benzalá en Torredonjimeno, Torreparedones) ofrecen un aspecto muy distinto y particular, quizá como consecuencia del contacto con tradiciones cultuales originarias del mundo púnico. Se trata de figuras talladas toscamente sobre el frontal de bloques pétreos de tendencia prismática o cilíndrica, que a veces sujetan un vaso ritual con ambas manos (J. M. Noguera, 2003: 159-160). Esta transformación paralela a un patrón de continuidad se aprecia también en los lugares de culto, porque son precisamente santuarios indígenas como el de El Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete), La Encarnación (Caravaca de la Cruz, Murcia) o La Luz (Verdolay, Murcia) los que, en los siglos en los que se estaba produciendo la expansión de las tropas romanas y la implantación de colonias en el territorio, experimentan un proceso de marcada ‘monumentalización’ arquitectónica, sobre todo en fechas avanzadas del s. II a. C., quizá por su toma de partido a favor del bando ganador de la II Guerra Púnica (S. F. Ramallo, 1993: 93). Se introducen nuevos órdenes importados, como el jónico y el toscano, y se trae de Italia la costumbre de decorar estos edificios con placas y antefijas de terracota que reproducen el rostro –en forma de máscara– de la Gorgona, sátiros y ménades. Aunque edificios como el de la Encarnación están decorados ‘a la romana’ y responden a determinadas plantas comunes en el cen-

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tro de Italia o el Mediterráneo oriental, no se sitúan en el centro de composiciones simétricas encuadradas en un temenos como en el caso de los santuarios helenísticos, sino que ocupan un espacio excéntrico en el santuario, de acuerdo con una lógica ritual de tipo prerromano. Los santuarios del Cerro de los Santos o La Encarnación tampoco cuentan con el preceptivo podium que vemos en los templos medio-itálicos. Ello es así porque, como en el caso de las ciudades, no se están levantando templos ‘de nueva planta’, sino que se asiste a un fenómeno de resurgimiento de rituales y lugares cultuales en los que probablemente ya se había producido un proceso de sincretismo entre divinidades indígenas y otras de carácter mediterráneo, como las púnicas o romanas antes del inicio de la conquista. También se reestructuran en esta época otros antiguos lugares de culto ibérico que superan la supuesta barrera del s. III a. C., como Despeñaperros o Torreparedones, aunque con modelos arquitectónicos distintos, muy probablemente de ascendencia púnica (M. Bendala, L. Roldán, 1999: 105; S. F. Ramallo, 1993; S. F. Ramallo, 2003: 126-129; S. F. Ramallo et al., 1998; I. Seco, 2003: 490-515, B. Cunliffe, M. C. Fernández Castro, 1999). La cerámica de Oliva-Llíria y de Elche-Archena, son otras de las producciones ‘característicamente ibéricas’ que alcanzan su apogeo durante los primeros siglos de ocupación romana, destacándose por un tipo de iconografía sin paralelos en la Península Itálica que plasmaba en distintos recipientes escenas de cazadores, guerreros y damas ataviadas según el ‘típico’ atuendo ‘prerromano’ (C. Aranegui, 1979; C. Aranegui, 1998; J. M. Noguera, 2003: 156; R. Olmos, 1994; R. Olmos, ed., 1996; L. Roldán, 1998: 74-76). La presencia de restos monumentales en las necrópolis de la baja época de la cultura ibérica, el número de piezas escultóricas asociadas a monumentos funerarios que pueden ser adscritas al período republicano, el resurgir de los santuarios y de otras manifestaciones asociadas al ritual como la cerámica de Llíria-Oliva impiden hablar, por lo tanto, de un fenómeno de decadencia en los tres siglos previos al cambio de era. Es evidentemente un período de cambios, pero muchas veces no para ‘confluir’ con supuestos modelos itálicos sino aparentemente a veces para reafirmar, de alguna manera, la propia identidad cultural frente a la llegada y asentamiento de nuevas poblaciones que, inevitablemente, sin embargo, dejan su huella al ser asimiladas y asimilar la cultura de sus lugares de acogida. Quizá pueda hablarse incluso de un período de ‘monumentalización’ en época republicana en un sentido completamente diferente al proceso de ‘monumentalización’ constatado en Hispania durante la fase augustea.

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A decir de J. Beltrán y J. Sala (2002: 250): «aparte de las representaciones de animales, y más en concreto de leones, que se han fechado desde fines del s. III a. C. en adelante, no existe otro lugar en el sur hispano [exceptuando Osuna] en que el estado actual de la investigación arqueológica constate ese proceso de ‘monumentalización’ sepulcral con anterioridad a mediados del s. I a. C., ya que, en general, se vinculan a procesos que se datan en época de César o, especialmente Augusto». Quizá se podría matizar algo esta afirmación diciendo que no se han encontrado hasta el momento en el sur hispano elementos monumentales de carácter ‘netamente romano’ o que sigan tipos ‘característicamente romanos’ –exceptuando el mencionado grupo de ‘leones helenísticos’– hasta época cesaraugustea, recordando, además, que la eclosión de monumentos funerarios en la propia Roma se produce a finales de época republicana. Si dejamos a un lado las esculturas de bulto redondo zoomorfas, y fragmentos arquitectónicos decorados del tipo de los hallados en Castulo y en Urso, otro de los núcleos del debate en la actualidad reside en la disparidad de fechas que otorgan por un lado los expertos en prehistoria y por otro los especialistas en mundo clásico al conjunto de relieves similares a los encontrados en Osuna y recopilados por M. Almagro a principios de los ochenta (M. Almagro, 1983a). Una revisión minuciosa, que algunos autores están empezando a llevar a cabo, de los frisos decorados procedentes de Almodóvar del Río (Córdoba), Alonso (Herrera, Sevilla), Estepa (Sevilla), El Rubio (Sevilla), Lacipo (Málaga), y Torreparedones (Córdoba), podría contribuir a dilucidar la cuestión. Aun así, tanto los precedentes monumentales constatados durante el Ibérico Pleno en Andalucía, como la existencia de monumentos funerarios fechados entre los siglos IIII a. C. en otros lugares de la Península Ibérica (recordemos, por ejemplo, las piezas de Mallá y San Martí Sarroca en Cataluña y Pino Hermoso en el Levante), permiten plantear, cuando menos, ciertas dudas sobre la desaparición total de la escultura funeraria en el mediodía hasta la notable eclosión de monumentos inspirados en tipos romanos que se produce a partir de finales del s. I a. C. Incluso si se aceptan únicamente las fechas más recientes para la datación de los leones encontrados en el sur de la Península Ibérica (C. Aranegui, 2004), como defiende P. Rodríguez Oliva (2001-2002: 315), «[p]ara comprender el funcionamiento de estos tardíos centros de producción escultórica es necesario estudiarlos […] como herederos directos de aquellos otros de los que salieron piezas como la de los carneros de la Casa del Rey Moro de Ronda y del Cerro de los Castillejos de Teba, o lo que tiempo después produjeron piezas como el

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león, el grupo del oso y el cordero de Cartima, el toro de la Serranía de Ronada y, en fin, estos relieves de Lacipo». Ajuares A la aparente continuidad tipológica de los principales monumentos funerarios ibéricos, se podría añadir una cierta evolución homogénea de la inclusión de productos importados en los ajuares. Las cerámicas áticas darán paso en algunas necrópolis al barniz negro en un primer momento, y más tarde a materiales originarios del mundo púnico, que serán sustituidos a su vez por piezas itálicas, como las campanienses a partir del siglo II a. C. Da la impresión de que la sucesión de distintas clases de cerámica importada no indica otra cosa que la recepción de materiales de distintas procedencias, dependiendo fundamentalmente de su presencia en el mercado, y que, por tanto, su aparición en ajuares ‘tardoibéricos’ puede ayudar a conocer aspectos cronológicos y relacionados con rutas comerciales165 (A. Fuentes, 1992: 599), pero no a aclarar cuestiones relacionadas con el pretendido cambio de identidad étnica fruto de la ‘romanización’. Todo ello aconseja distinguir entre lo que A. Fuentes ha denominado «romanización material», «romanización ritual y/o tipológica» y «normalización ritual» de las necrópolis ibéricas. En el primer período se produciría la introducción de materiales romanos en contextos rituales indígenas, en el segundo se apreciaría la inclusión de materiales romanos ajenos a la tradición ideológica indígena junto a materiales ibéricos que se inscriben en el marco ritual latino, mientras que en el tercero sería posible apreciar una fase de generalización de rituales y ajuares plenamente romanos. Dicho autor retrasa esta última etapa a la introducción de la inhumación en la Península a lo largo del siglo II d. C., que podría considerarse la ‘verdadera normalización funeraria’ de los distintos hábitos funerarios provinciales del Imperio (A. Fuentes, 1992: 590-591; A. Fuentes, 1991: 103). Quizá uno de los aspectos más interesantes de esta hipótesis es que propone una distinción entre el estudio de la cultura material, en la que se puede observar la inclusión de materiales de ‘importación’ romanos en momentos tempranos del asentamiento itálico en la Península, y cambios operados en niveles más profundos, en conexión con el ritual y, posiblemente, el concepto del «más allá». Los ejemplos 165 Muy distinto es el caso de aquellas necrópolis de época imperial donde hubo una exclusión consciente de la vajilla importada, como se ha podido demostrar cuando se ha constatado su aparición en el poblado coetáneo.

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más claros de esta evolución, como por ejemplo la utilización de un plato de cerámica ática de barniz negro o de campaniense sustituyendo al tradicional ‘plato-tapadera’ ibérico166 (quizá «romanización material», según la terminología sugerida por A. Fuentes), son en general minoritarios y en la mayoría de los casos debemos enfrentarnos a datos un tanto ambiguos, de difícil interpretación. La mayor dificultad reside en establecer una línea de distinción clara entre ajuares indígenas con materiales romanos en contextos rituales indígenas y ajuares romanos con materiales indígenas en contextos rituales romanos. ¿Cómo interpretar, por ejemplo, determinados tipos de ungüentarios cerámicos ‘helenísticos’ hallados en necrópolis de personalidades tan distintas como Villaricos y Córdoba, cuando sabemos que están presentes en infinidad de tumbas por todo el Mediterráneo antes y después de la ‘expansión’ de Roma? Existen otros objetos, que aparecen también por primera vez en los ajuares funerarios de necrópolis del ibérico tardío, que plantean cuestiones semejantes, como las monedas o las tabellae defixionis. En el caso de la inclusión de una moneda en el interior de la urna funeraria o junto a ella en necrópolis como El Cigarralejo, Villaricos, Camino Viejo de Almodóvar o Los Collados debemos tener en cuenta que la aparición de esta clase de materiales en momentos anteriores al inicio de las acuñaciones en la Península Ibérica hubiese sido, evidentemente, algo totalmente excepcional. En la propia Grecia se conocen ejemplos fechados a finales del s. V a. C., pero el número de monedas recuperadas en tumbas no es realmente significativo hasta época helenística. Sin embargo, este ritual se encuentra representado en amplísimas regiones del Mediterráneo durante los últimos siglos de la Republica romana. Así lo encontramos no sólo en Grecia, sino también en la Península Itálica, Sicilia, Mesopotamia o el norte de África, donde a menudo se encuentran perforadas, quizá porque se suspendían y se colgaban como amuleto antes de ser introducidas en las tumbas. Algunas monedas hispano-cartaginesas de finales del s. III a. C. posiblemente tuvieron un fin similar, porque muchas de ellas presentaban perforaciones de este tipo, aunque sólo han sido halladas en tumbas de manera muy puntual, siendo más frecuentes en santuarios de la época. Es difícil afirmar con toda seguridad que las monedas que se situaron en tumbas tardorrepublicanas en necrópolis como El Cigarralejo o Villaricos puedan ser interpretadas, indefectiblemente, como las 166 Por ejemplo en la T. 55 de la necrópolis de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla, Murcia) (J. M. García Cano, 1999: 170).

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primeras trazas de la penetración de rituales funerarios romanos en la Península Ibérica. La colocación de tabellae defixionis escritas en lengua latina junto a tumbas que a veces se ha citado como un elemento característico de las necrópolis de la baja época de la cultura ibérica (E. Cuadrado, 1981: 65)167 podría retrasarse en el caso del mediodía peninsular hasta el s. I a. C. según los últimos estudios (A. Ventura Villanueva, 1996; A. Stylow, 1998), y, por lo tanto, debe ya relacionarse con los cambios que se producen en Hispania en época cesaraugustea, que afectaron a los espacios sepulcrales de una manera completamente distinta a los fenómenos de interacción entre el mundo ibérico y mediterráneo que pueden observarse en siglos anteriores. También el brusco descenso en el número de armas que en un primer momento pareció poder apreciarse a partir de la llegada de las tropas romanas a la Península (E. Cuadrado, 1981: 52) ha sido matizado por investigaciones desarrolladas durante los últimos años. En algunas necrópolis del sureste (El Cabecico del Tesoro o El Cigarralejo), Cataluña (Can Miralles, Las Corts, Cabrera del Mar), la Meseta (Uxama, Las Ruedas) y la Baja Andalucía (El Hinojal, Cerro de las Balas), las armas siguieron siendo empleadas como objetos de ajuar en las sepulturas durante el s. II a. C. e incluso en algunos ejemplos la proporción de enterramientos con armas se mantiene durante los siglos III y II a. C. al mismo nivel que durante el s. V a. C. Aunque no desaparecen del todo, es cierto que el porcentaje de tumbas con armas comienza a descender a mediados del s. II a. C. en algunos yacimientos, hasta llegar a cifras insignificantes antes del cambio de era (F. Quesada, 1989: 115-116; F. Quesada, 1995: 166; F. Quesada, 1997: 651-652; F. Quesada, 1998: 131). 4.

CONCLUSIÓN

Las necrópolis de Castulo nos presentan la ‘romanización’ como un fenómeno en el que se entrelazan procesos de continuidad y ruptura. En un mismo asentamiento, en un mismo momento histórico, conviven necrópolis con personalidades tan distintas como el Estacar de Luciano, el Cerrillo de los Gordos, la Puerta Norte o la zona de enterramientos donde estuvieron situados los relieves encastrados en La Puen167 E. Cuadrado interpretó como una tablilla de maldición por ejemplo el plomo escrito en alfabeto ibérico encontrado en la tumba 21 de la necrópolis de El Cigarralejo fechada en el segundo cuarto del s. IV a. C. (E. Cuadrado, 1987: 591-592, lám. XX-6).

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te Quebrada. Los fragmentos de leones helenísticos, los relieves con imágenes de esvásticas y máscaras de sátiros y silenos, así como los frontones decorados con la cabeza de la Gorgona, han sido fechados por L. Baena y J. Beltrán (2002) en torno al cambio de era, e interpretados como un ejemplo del proceso de ‘monumentalización’ que se produjo en las necrópolis hispanas en el contexto de la profunda reestructuración administrativa y territorial desarrollada en época de Augusto. Es significativo que, a pesar de lo que podría parecer a primera vista, no siempre se pueda establecer claramente una relación directa entre el estatus jurídico (que al menos en el caso de las colonias implica asentamiento de ciudadanos romanos) y el aumento de la monumentalidad en el ámbito de las edificaciones privadas que encontramos en las necrópolis. La concentración de fragmentos de esculturas y relieves en un grupo de ciudades del Alto Guadalquivir, como Castulo o Iliturgi, es equivalente a la de grandes urbes romanas como Colonia Patricia, capital de convento y de la provincia, donde en época augustea se lleva a cabo además un ambicioso programa de ‘monumentalización’ en el ámbito urbano. Tampoco ciudades que obtienen un estatuto jurídico privilegiado en época de Cesar o Augusto, como Obulco (Porcuna) o Isturgi (Andújar), presentan un renacimiento monumental en las necrópolis equivalente al de Castulo en el mismo período (L. Baena, J. Beltrán, 2002: 66). Aun así, los primeros monumentos funerarios de tipo claramente romano aparecen tanto en Corduba como en Castulo en el mismo momento, en torno al cambio de era, aunque en cada uno de estos asentamientos con interesantes particularidades. Mientras que en monumentos funerarios cordobeses como los hallados junto a la Puerta de Gallegos se aprecia la fidelidad a ciertos tipos característicos de la Roma del momento, en Castulo encontramos piezas en las que la iconografía ha sido reinterpretada y transfigurada para adaptarse a la manera local de entender los símbolos representados que no puede explicarse únicamente recurriendo al argumento de una supuesta «impericia» o falta de calidad técnica a la hora de acometer la fabricación de las obras. El conjunto de arquitectura funeraria procedente de Castulo que conocemos hoy ha sido vinculado, en cualquier caso, a un grupo de oligarquías ciudadanas especialmente activo durante el proceso de municipalización que tuvo lugar a finales de la Republica y principios del Imperio. Las «circunstancias socio-económicas e ideológicas exactas» que provocaron el «desarrollo de este proceso de autorrepresentación» son aún desconocidas, como reconocen L. Baena y J. Beltrán (2002: 67), si bien, como estos mismos autores se-

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ñalan, la serie de nombres indígenas y de los primeros colonos romanos que aparecen asociados demuestran que dicho impulso no se debió sólo a los recién llegados de la Península Itálica, sino también a los estratos más poderosos de la comunidad local entre los que perdurarían tradiciones y elementos culturales prerromanos. Incluso en época augustea, cuando el cambio material es más acusado, la población se entierra en necrópolis como el Cerrillo de los Gordos o la Puerta norte, donde, tanto el tipo de tumba, como la gran mayoría de los objetos que acompañaban a la urna cineraria como ajuar, encuentran precedentes en los cementerios de época ibérica (M. Bendala, 1991a: 84). Las mismas cremaciones en urnas pintadas tapadas con un cuenco, parecidos recipientes de ofrenda, como los vasitos de perfil en «s», la ausencia de cerámica sigillata o la extrema escasez de los ungüentarios de vidrio característicos de las necrópolis altoimperiales debieron conferir, sin duda, un aspecto ‘tradicional’ a unas necrópolis en las que además, hasta donde sabemos, no se erigieron semata de ‘apariencia romana’ como los que se encontraron encastrados en La Puente Quebrada. Las urnas cinerarias empleadas presentan una morfología que puede considerarse el resultado de la evolución de formas que inician su andadura en el s. IV a. C., los cuencos de cerámica común son herederos de una de las funciones rituales (sellado de la urna cineraria) de los antiguos cuencos de cerámica gris o de barniz rojo, los vasos de perfil en «s» aparecen en los ajuares del ibérico pleno y acaban dando paso, tímidamente en Castulo, a principios del Imperio, a vasitos de paredes finas o a la barbotina que pudieron cumplir una función similar, relacionada con el consumo de vino, que tanta importancia tuvo también en los rituales funerarios romanos, tanto durante los ritos relacionados directamente con el funeral, como en los banquetes celebrados en honor de los difuntos a lo largo del año (M. Bendala, 1999; M. Beltrán Lloris et al., 1999: 154-159). Es cierto que las tumbas ya no se cubren con una losa de piedra, pero se utilizan otros materiales baratos y muy accesibles, fragmentos de ánforas o tegulae, para que cumplan la misma función. Las tegulae sirven igual que antes las simples piedras para entibar las urnas y que no se vierta su contenido en el agujero en el que se depositan; algunos fragmentos de tejas pueden emplearse para sellar la oquedad, como se hacía antes con las piedras, o incluso un ánfora –de la que se ha desprendido previamente la base y la boca– puede proporcionar un receptáculo ideal para proteger el depósito funerario, sin tener que revestir las paredes de la fosa con arcilla pura o piedras, como se hacía ‘antiguamente’.

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Pero las necrópolis altoimperiales de Castulo no son una copia del pasado, sino un escenario donde distintos símbolos que ligan a la comunidad con sus ancestros se reelaboran y combinan de una manera original. La misma selección de elementos ‘arcaizantes’ elegidos por cada grupo es significativa. Por ejemplo, a principios del s. I d. C. aunque la urna y gran parte de los objetos del ajuar estén inspirados en materiales antiguos, o al menos conserven la misma función ritual que parte de la vajilla que les precedió, los distintos elementos que acompañan al contendor cinerario como ofrenda no fueron fracturados, amortizados de manera ritual, como se hacía en época ibérica. Además, los ajuares de El Cerrillo de los Gordos y sobre todo de La Puerta Norte son tremendamente homogéneos (urna/cuenco tapadera/vasija globular de ofrenda/vasito) si se comparan con las distintas variantes, tanto cualitativas como cuantitativas, de las tumbas excavadas en las necrópolis de siglos anteriores. La ausencia de materiales importados en los cementerios –en un momento en que las importaciones provenían mayoritariamente del lugar de origen de los colonizadores–, es un elemento significativo en comparación con la abundancia de cerámica ática de los siglos centrales de la cultura ibérica, aunque la desaparición de esta última fue, al parecer, compensada recurriendo a vajilla de fabricación local que podía cumplir la misma función. Respecto a la estructura de las tumbas, destaca la construcción de una cámara funeraria con elementos en común con sepulcros de ciudades donde la influencia púnica fue importante, como Carmona o Cádiz (M. Bendala, 1991a: 85), que no desentona junto a otras manifestaciones como la iconografía monetal de la ciudad y que demuestra la importancia del período cartaginés en la construcción de la identidad del asentamiento. Sin embargo, al menos hasta la fecha, no han sido encontrados monumentos funerarios dotados de cámara subterránea en las necrópolis castulonenses anteriores al cambio de era que pudiesen ser esgrimidos como precedentes directos dentro de la ciudad. Por otro lado, si se confirma la pertenencia a recintos funerarios de época altoimperial de las estructuras halladas en la necrópolis de la Puerta Norte, podría sugerirse que nos encontramos ante otro ejemplo de hibridismo entre la manera de racionalizar el espacio cementerial de tipo romano y fórmulas de enterramiento de tradición ibérica. De cualquier forma, el hallazgo en el Cerrillo de los Gordos de epígrafes con la especificación de las medidas de esta clase de acotados confirma su presencia en las necrópolis del lugar. La ubicación de la necrópolis de la Puerta Norte –y probablemente también la del Estacar de Lucia-

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no– delata también un nuevo tipo de relación entre la ciudad y sus cementerios, ahora situados junto a las puertas de las salidas de las ciudades, a ambos lados de las vías que daban acceso a ellas. Sin embargo, si las distintas alusiones sobre enterramientos de época romana en necrópolis como El Estacar de Robarinas, Los Patos o La Muela pudiesen ser confirmadas –debemos tener en cuenta que no se han publicado materiales de este período–, sería muy interesante intentar constatar si entre los siglos II a. C.– I d. C. se mantienen activos lugares de enterramiento que no responden a la ubicación ‘canónica’ de las necrópolis en ese momento, sino que se encuentran situadas en lomas cercanas a la ciudad, ‘a la manera ibérica’. La escasez de información sobre la ubicación de las vías principales que salían de la ciudad e incluso las dudas que se plantean sobre el lugar donde se abrían las puertas en el recinto defensivo, convierte cualquier elucubración al respecto en una mera hipótesis, aunque ninguna de las necrópolis castulonenses se aleja más de un kilómetro del núcleo de habitación, una distancia razonable aun en época romana. Las necrópolis que conocemos en Castulo de principios del Imperio tienen, por lo tanto, un sugerente ‘halo’ de tradicionalismo, aunque, evidentemente, no son una reproducción exacta de los espacios funerarios en uso entre los siglos III-II a. C. Precisamente en este último período se produce un fenómeno de cambio en el mundo ibérico asociado a la etapa más temprana del contacto colonial con los pobladores romanos que, generalmente, se ha interpretado como una primera oleada de ‘romanización’ –el deseo de asimilación de las élites nativas al mundo romano es un argumento especialmente afín a las fuentes escritas de los conquistadores, como vimos con anterioridad– pero que, posiblemente, tenga connotaciones algo más complejas, incluso de reafirmación en determinados ambientes de las ‘tradiciones propias’ frente a la llegada de ‘extranjeros’. A esta etapa corresponde la ‘monumentalización’ de antiguos santuarios ibéricos –no lo olvidemos– con antefijas importadas de Italia, o los primeros togati de El Cerro de los Santos, que conviven con esculturas femeninas con peinados y tocados complejos de raigambre ibérica cuya iconografía apenas se modifica desde el s. III a. C., pero también exvotos que hunden sus raíces en tradiciones locales, tallados de manera sumaria, o la cerámica con decoración figurada de Liria. En el siglo II a. C. en diversas necrópolis se mantienen elementos característicos de épocas precedentes, como los empedrados tumulares o las armas que se introducen junto a los restos del difunto guardados en urnas de tradición ibérica. Son elementos que no encuentran paralelos directos en el mun-

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do itálico y que, además, conviven con determinadas manifestaciones de carácter monumental, como piezas arquitectónicas con decoración fitomorfa, capiteles que reformulan de manera muy personal distintos órdenes clásicos y relieves que pudieron decorar monumentos turriformes como los de OsunaOlos. M. Almagro (1992: 49) relaciona el aumento de relieves asociados a monumentos funerarios como los de Urso, Pinohermoso o Mallá con un renacimiento de tradiciones dinásticas y rituales de ‘heroización’ regia, confirmados paralelamente, en el contexto del dominio bárquida del sur de la Península y la II Guerra Púnica, a través de las fuentes escritas. Posiblemente nunca sabremos si los basamentos de las tumbas monumentales encontradas en Los Patos y en el Estacar de Robarinas pudieron formar parte de sepulcros similares, aunque, como hemos visto, Castulo se convierte durante dicho período en un centro de vital importancia geoestratégica por su riqueza minera y su localización en un nudo de comunicaciones fundamental, que, según los relatos de los autores antiguos, fue convertido primero en objetivo de la política de expansión territorial de los Barca mediante enlaces matrimoniales y después en lugar de acantonamiento de soldados púnicos. El asentamiento de estas tropas en Castulo se puede rastrear también a través de los hallazgos numismáticos de moneda cartaginesa, si bien la influencia del mundo púnico es aún patente en las propias acuñaciones de la ciudad en momentos algo posteriores, como delata la iconografía de los cuños y la metrología de determinadas emisiones. La posterior derrota del bando cartaginés, el asentamiento de tropas romanas en la ciudad y, posiblemente, la llegada de individuos procedentes de la Península Itálica para hacerse cargo de las societates publicanorum que explotarían las minas más importantes de los pueblos derrotados, como las de los alrededores de Castulo, debió de provocar una superposición de distintos estratos de población de procedencias diversas en el asentamiento a lo largo de los dos siglos anteriores al cambio de era, que se refleja en la variedad de los orígenes que presentan algunos nombres personales documentados en el asentamiento o en el hibridismo característico de ciertas manifestaciones de la cultura material, como el frontón del altar funerario conservado en el Museo Arqueológico Nacional (MAN 3850), o la cámara funeraria con pasillo de acceso construida ya en época imperial en la necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Una vez descartada la desaparición de las necrópolis ibéricas durante los últimos siglos de la República y la brusca crisis que habría supuesto un rápido descenso en el empleo de elementos característicos del mundo funerario ibérico durante los siglos previos al

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nacimiento de las monumentales necrópolis romanas en los primeros años del Imperio, nuestros problemas sobre el estudio de este período distan de estar resueltos, aunque quizá hayamos encontrado un punto de partida más sólido para seguir avanzando en nuestra investigación. La enorme variabilidad constatada en las distintas necrópolis de Castulo es una llamada de atención sobre la necesidad de analizar los resultados obtenidos dentro del contexto de los distintos cementerios de cada ciudad y en el marco de la relación entre los lugares de habitación y los espacios dedicados al enterramiento. Aún está por hacer un análisis detallado de los materiales de las necrópolis de la Ulterior, basado en nuestros conocimientos actuales sobre la cerámica de época republicana, que permita establecer comparaciones con los objetos que podemos encontrar en los asentamientos. Un estudio de las asociaciones de piezas características de los ajuares domésticos y funerarios de cada época podría ayudarnos, además, a comprender la evolución del ritual y contribuir al establecimiento de una cronología que, de forma laxa, se superponga a la dilatada datación que proporcionan algunas formas cerámicas enraizadas en la tradición alfarera indígena. De cualquier forma, sólo puede hablarse de ‘tendencias’ y no de normas rígidas en este aspecto. La composición de los ajuares dependió tanto de decisiones de carácter individual, como de distintas coyunturas sociales y económicas, de los objetos disponibles o de la superposición de diversas identidades en cada persona y de la manera de explicitarlas a través de la cultura material dentro de cada núcleo urbano. No hay una cerámica estrictamente «ibérica», «romana» o «púnica», sino una manera regional –a veces propia de una sola ciudad– de combinar los objetos disponibles en cada momento de acuerdo con unas necesidades rituales y simbólicas específicas, en las que suelen confluir tanto tradiciones anteriores, como la capacidad de reelaboración de dichas tradiciones para indicar estatus/identidad. En dicha comunicación el receptor es tanto o más importante que la necesidad de expresión del emisor: quién es la audiencia, a quién se pretende dirigir el mensaje, el contexto, al fin y al cabo, es el que determina el significado de los símbolos empleados. De ahí que el mismo ajuar –urna de cerámica pintada de tradición ibérica tapada con un cuenco, no acompañada por recipientes de sigillata– pudiese tener unas connotaciones distintas en Córdoba, Castulo o Villaricos, por contraste con el resto de las tumbas presentes en la necrópolis, lo que quizá contribuya en parte a explicar las características tan particulares que se generan a escala de la ciudad o incluso en distintos sectores de las necrópolis de un mismo asentamiento (A. Jiménez Díez 2006).

V. BAELO CLAUDIA (BOLONIA, CÁDIZ)

Belo Claudia, situada junto al estrecho de Gibraltar, frente a las costas de Tánger que se vislumbran en los días claros, es un ejemplo especialmente interesante para el estudio de los fenómenos de hibridismo que se pueden asociar al contacto colonial entre población indígena y romana en el sur de la Península Ibérica. Fundada a finales del siglo II a. C., sobre un solar aparentemente virgen, permite observar aún en la actualidad los elementos más ‘característicos’ de una ciudad romana, como la urbanística ortogonal, el foro, diversos templos, el macellum, la basílica, las termas, el teatro, los acueductos, etc. (Fig. 39). Sin embargo, no debe olvidarse que la gran mayoría de estos elementos deben situarse en un momento avanzado de la historia del asentamiento, ya en época Claudia; y que, posiblemente, la ciudad no recibe el estatuto de municipio latino hasta este momento. Las necrópolis asociadas pueden considerarse, grosso modo, contemporáneas del resurgir edilicio de Belo y, sin embargo, presentan ciertos elementos que pueden relacionarse con determinados aspectos de tradición púnica, como las famosas ‘estelas betiliformes’. Lo mismo sucede con las amonedaciones bilingües con alfabeto latino y neopúnico encontradas en el yacimiento o el mismo nombre de la ciudad. El objetivo de este capítulo es analizar el lenguaje sólo aparentemente ‘contradictorio’ del asentamiento y la necrópolis e intentar inscribir este fenómeno en un debate más amplio sobre las necrópolis de tradición púnica del sur peninsular y el proceso de ‘romanización’ de estos asentamientos. 1.

HISTORIOGRAFÍA

Las primeras excavaciones en Baelo Claudia, que pusieron al descubierto algunas cubetas de salazones, fueron llevadas a cabo por un capitán de aduanas llamado Félix González, allá por el año 1870. Casi cuatro décadas después, en 1907, el padre Julio Furgús, jesuita de origen francés, ‘excavó’ en sólo cuatro días unas cuarenta tumbas (J. Furgús, 1907, J. Furgús, 1908). En 1914, Pierre Paris se detiene en Bolonia y deja constancia de su visita al yacimiento en un

artículo que verá la luz en plena primera guerra mundial (P. Paris, 1917). Precisamente en este momento comenzarán las intervenciones arqueológicas de su equipo que se prolongarán hasta 1921. Habrá que esperar más de cuarenta años para que las intervenciones arqueológicas se reanuden a cargo de la Casa de Velázquez de Madrid, que llevará a cabo veinticuatro campañas de excavación entre 1966 y 1990. Poco antes, durante el verano de 1989, el yacimiento pasa a ser considerado «Conjunto Arqueológico» por la Junta de Andalucía, iniciándose toda una serie de intervenciones encaminadas a la protección de los restos arqueológicos (expropiación de terrenos, restauración, creación de caminos con sistemas de drenaje, etc.) y a la divulgación (A. Álvarez Rojas, 2002). Los trabajos más recientes que se han realizado en el yacimiento se deben a la Universidad de Cádiz, que ha llevado a cabo diversas excavaciones en Bolonia, centrados, fundamentalmente en el estudio de la industria de salazones (A. Arévalo, D. Bernal, 2007). Sin embargo, las necrópolis sólo han sido objeto de determinadas intervenciones, más o menos puntuales, a lo largo de todos esos años y el conocimiento que de ellas tenemos se ha visto resentido por el hecho de que las excavaciones más amplias tuvieron lugar en las primeras décadas del siglo XX. El padre Furgús, en 1907 excavó, como hemos comentado, unas cuarenta tumbas en total, tanto en la necrópolis oriental, la que mejor conocemos hasta el momento, como en la occidental (J. Furgús, 1907; J. Furgús, 1908; P. Paris et al., 1926: 8). El equipo de Pierre Paris, se concentró en la necrópolis oriental, sacando a la luz más de un millar de tumbas entre 1917 y 1921 (P. Paris et al., 1926, C. de Mergelina, 1927). A principios de los años cincuenta, J. García del Soto documentó dos inhumaciones cubiertas por tegulae en la zona occidental de la ciudad (J. García Soto, 1953). En el verano de 1969, Ariane Bourgeois y Mariano del Amo realizan dos sondeos en la necrópolis oriental, que dieron como resultado el hallazgo de 47 urnas y dos tumbas de planta cuadrangular (A. Bourgeois, M. del Amo, 1970). Finalmente, en 1973 J. Remesal excavó 22 tumbas y dos monu-

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Fig. 39: Baelo Claudia. Plano general del yacimiento (a partir de C. Ney, J.-L. Paillet, 2006: fig. 1) en el que se ha superpuesto la ubicación de las necrópolis oriental y occidental.

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mentos1 (P. Le Roux, N. Dupré, 1975; J. Remesal, 1979). En 1974, el mismo investigador reanudó los trabajos en el mismo sector, ampliando las cuadrículas abiertas con anterioridad, aunque esta excavación no quedó recogida en la memoria dedicada al yacimiento en la serie Excavaciones Arqueológicas en España, sino en un breve artículo (P. Rouillard, J. Remesal, P. Sillières, 1975), que fue traducido al castellano para ser publicado en el Noticiario Arqueológico Hispánico (P. Rouillard, J. Remesal, P. Sillières, 1979). En 1977 vio la luz un resumen de carácter esquemático y muy selectivo de ambas intervenciones, que incluía además un pequeño avance del estudio de los perfiles de la cerámica común hallada en la necrópolis SE (J. Remesal, P. Rouillard, P. Sillières, 1977). Aunque Baelo puede considerarse uno de los núcleos ‘romanos’ más antiguos de la Península, apenas se conocen datos sobre los primeros 100 años de vida del asentamiento. Lo que sí parece claro es la fundación de la ciudad sobre un solar ‘virgen’ hacia finales del s. II a. C., ya que hasta el momento no se han encontrado en el yacimiento fragmentos de cerámica, tartésica, fenicia o griega. Hace años se sugirió la posible relación de Belo con un asentamiento prerromano situado en la cumbre más elevada de la vecina Sierra de la Plata, conocida como «La Silla del Papa», en la que ya P. Paris había señalado la existencia de restos arqueológicos (C. Domergue, 1973: 102-103). En dicho lugar se ha podido documentar un oppidum de «aspecto típicamente ibérico» (P. Sillières, 1997: 70), que contaba con una serie de viviendas semitalladas en la roca así como con una muralla2 y que ocupaba una superficie aproximada de 1 J. Remesal excavó en un lugar situado al este del Hornillo de Santa Catalina, en una zona contigua a la excavada en 1969, en las cuadrículas EE-FF-42-43 del plano topográfico del yacimiento. E: 1/200 (J. Remesal, 1979: 11). Antes de iniciar las excavaciones en este punto se realizaron dos catas: la primera junto a los cimientos de la muralla Este, que resultó estéril y la segunda en un lugar un poco más oriental, donde se hallaron «tres tumbas tardías de inhumación, semejantes a las descritas por P. Paris. (…) …la tierra era tan compacta que la excavación carecía de interés dado que, además, las tumbas encontradas no comportaban material alguno» (P. Le Roux, N. Dupré, 1975: 213). 2 P. Sillières (1997: 70) se hace eco de la identificación por parte de Schulten (F.H.A. IV: 170) de La Silla del Papa con el Mons Belleia citado por Salustio (Historias, 1, 105). Sabemos que en dicho lugar se instalaron los lusitanos de Sertorio en el 80 a. C. P. Sillières sugiere, por tanto, una posible relación entre el abandono del asentamiento prerromano a lo largo del siglo I a. C. con algún tipo de represalia por su apoyo al bando sertoriano. De ser así, la decadencia de los últimos años de la ciudad podría explicarse quizá por la imposición por parte de Roma de un reasentamiento de la población en el llano, junto a la costa, en lo que sería más tarde la ciudad romana. Sin embargo, esta hipótesis deja sin explicación la fundación de la ciudad romana de Belo a finales del siglo II, es decir, en un momento anterior a las

BAELO CLAUDIA (BOLONIA, CÁDIZ)

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3 hectáreas. Sin embargo, las prospecciones realizadas hasta la fecha sobre el terreno sólo han proporcionado fragmentos de cerámica común, ánforas Dressel I, cerámica pintada ibérica y campaniense A y B que parecen situar la vida de este poblado en un momento tardío del mundo ibérico, en torno a los siglos II-I a. C. Aunque resulta difícil pronunciarse sobre la relación de este asentamiento que domina, desde lo alto, el territorio de Belo, antes de que se realice algún tipo de excavación arqueológica, resulta al menos interesante constatar, que, al igual que en otros casos paradigmáticos como el de Córdoba, el núcleo ‘indígena’ convive, posiblemente durante al menos un siglo, con su supuesto sucesor romano. Parece pues que el asentamiento situado junto a la costa que mantendría, por cierto, como tantos otros ejemplos, un nombre prerromano, Baelo, puede remontarse a un momento indeterminado de finales del s. II a. C. como ha podido constatarse en diversos sondeos3. Desde el principio, Belo acuñará moneda, y es precisamente en estas primeras amonedaciones bilingües, en las que se utiliza iconografía característica del ámbito púnico, donde se recoge el nombre que la ciudad mantendrá a lo largo de los siglos y que según Solá-Solè (1980: 43-45) se relaciona con Ba’al Hammon. El letrero que aparece en las monedas escrito de derecha a izquierda, BYL’NN, debería leerse como *bailonen o quizá *bailonin. Así el topónimo estaría compuesto por la palabra «B’L» (Ba’al>Bael>Bail) al que se le añade la raíz semítica ‘NN, «revelarse». El número de monedas recuperadas que pueden ser datadas en un momento anterior al 27 a. C. es ciertamente escaso (31 dentro de un conjunto de 2000 ejemplares recuperados en las excavaciones recientes4) (J. P. Bost et al. 1987: 15), guerras sertorianas y la relación de ésta con el núcleo prerromano durante la primera etapa. 3 En la parte suroeste del yacimiento, no lejos del decumano máximo (sondeos 26, 29 y 40 de 1966), bajo el macellum (sondeo 11, 12, 15 y 17) y bajo la factoría de salazones vecina a este último (C. Domergue 1973: 66-76, 39-49, 59-66; Didierjean, F. et al., 1986: 80-84, 89; S. Dardaine, J.-N. Bonneville, 1980: 403-408; P. Sillières, 1997:52). En el sondeo S7 realizado en la factoría de salazones se encontró una moneda de Ebussus de la primera época (300-214 a. C.) aunque otros materiales del mismo sondeo –no sabemos si del mismo estrato– se fechan en el s. I a. C. Éste y otros indicios, según S. Dardaine y J.-N. Bonneville (1980: 406) «confirme donc la présence d’un habitat dense à partir du milieu du Ier siècle avant J. C. Mais les témoins antérieurs son suffisamment nombreux pour attester l’existence de relations commerciales, suivies et lointaines, pendant le IIe siècle avant J. C.». 4 En la memoria dedicada a las monedas halladas en el yacimiento se menciona un bronce gaditano datado a finales del s. III a. C., mientras que el resto de ejemplares se reparten entre los siglos II y I a. C. Se recuperaron monedas de distintos talleres púnicos o «libiofenicios» (Gades, la propia Bailo, Lascuta y Asido) y también con leyendas en alfabeto ibérico del sur (Castulo) o latino (Carmo). Asimismo se en-

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si bien no es menos cierto que los niveles de época republicana nos son aún prácticamente desconocidos (C. Domergue, 1973: 101-103). Desgraciadamente sólo sabemos de la existencia de cinco estructuras que puedan remontarse a este período –dos cubetas de salazones (fines s. II a. C.-principios s. I a. C.), dos muros y una canalización en terracota–, pero se puede afirmar que desde el comienzo la ciudad contó con una fábrica de salazones, y poco después, ya en el siglo I a. C., con dos talleres de cerámica (oficinas de M. Lucretius, L. Caes(...) y de C. Avienus, que producían ánforas (Dressel 1C y 21/22), tejas y ladrillos5. Los restos de época augustea son mucho más abundantes y se han recuperado en prácticamente todos los cortes arqueológicos que se han realizado en el yacimiento. En este momento se produce un verdadero cambio en la ciudad. Se arrasan diversas estructuras de época anterior y se construyen y planifican la mayoría de elementos que dotarán a Belo de su futuro carácter urbano, como la muralla, el trazado ortogonal de las calles y muy posiblemente el contraron dos monedas procedentes de Marsella y tres denarios republicanos. El equipo de P. Paris encontró también diversas monedas republicanas en la ciudad, pero sobre todo en la necrópolis; concretamente: dos ejemplares de Bailo, dos de Carteia y dos de Gades (P. Paris et al. 1923: 34, Fig. 10.1; P. Paris et al., 1926: 191). 5 En concreto C. Domergue (1973) encontró los siguientes materiales: Sondeo 26, 3 Frags. de campaniense A, una pátera de campaniense B, una canalización de terracota y monedas «prerromanas» (una de Belo y otra de Gades). Sondeo 29: Cubeta de salazones que descansa sobre un estrato con 1 fragmento de campaniense A y tres fragmentos de ánforas Dressel 1A. Sondeo 40: Fragmentos abundantes de DresselLamboglia 1A, característica del s. II a. C., y 1B, 3 fragmentos de Lamboglia 2 del s. I a. C. y Dressel-Beltrán 18 I (fines s. II-principios s. I a. C.); cerámica de barniz rojo tardía, lucerna campaniense, una lucerna «à grènetis», y fragmentos de pareces finas republicanas. C. Domergue fecha todos estos estratos a finales del siglo II-principios del s. I a. C. Este mismo autor señala la coincidencia entre la datación propuesta por él mismo para las primeras estructuras del asentamiento y el marco cronológico en el que A. M. Guadán (1969: 128-131) situaba las acuñaciones más antiguas de la ceca de Bailo: entre 133 y 105 a. C. Sin embargo, no debe pasarse por alto que las divisiones utilizadas por A. M. Guadán en su estudio sobre numismática peninsular son un tanto convencionales, pues se basan en una división en períodos limitados por las «fechas clave» de la conquista de Hispania por parte de las tropas romanas. Así el Período I comprende desde el inicio de la amonedación al 237 a. C., el Período II entre 237 y 206 a. C., el Período III entre 206 y 133 a. C., el Período IV (en el que se incluyen las amonedaciones de Belo) entre 133 a. C.-105 a. C., el Período V entre 105-82 a. C., etc... L. Villaronga (1979: 165 y 1994: 124) fecha las emisiones más antiguas por su peso, de manera laxa, en el s. II a. C. mientras que el resto quedarían situadas en el s. I a. C. Según J. M. Solá-Solè (1980: 11) estas monedas fueron acuñadas en un período aún mal definido entre fines del s. II a. C. y fines del I a. C. M. P. García-Bellido y C. Blázquez (2001: 51-52) las sitúan en la primera mitad del s. I a. C. con interrogantes.

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foro donde quizá se ubicó ya un santuario. Se ha querido hacer coincidir todos estos cambios, y la bonanza económica de la ciudad, que se podría deducir a partir del aumento del hallazgo de monedas y cerámicas importadas en los estratos de esta época, con la concesión del estatuto de oppidum latinum por parte del emperador (P. Sillières 1997: 29, 56). Como argumento en apoyo de esta hipótesis podría aducirse la adscripción a la tribu Galeria de los ciudadanos de Baelo Claudia. Pero el verdadero apogeo de Belo no tuvo lugar hasta época claudia. La mayoría de las grandes construcciones que aún se conservan en el yacimiento datan de este período. Es el caso de los tres templos del foro, el templo de Isis, la basílica, la posible curia, el posible tabularium, el macellum, el teatro, acueductos, termas, casas y factorías de salazón más recientes. El colapso de la muralla en algunos puntos durante esta época podría ser un indicio de que la causa directa del arrasamiento de algunas estructuras augusteas y la reconstrucción del centro monumental pudo deberse, al menos parcialmente, a algún tipo de movimiento sísmico, aunque, fundamentalmente, se tiende a relacionar todas estas edificaciones con una nueva promoción jurídica de la ciudad. La concesión del estatuto de municipio de ciudadanos romanos, podría explicar, en ese caso, el término «Claudia» que se añade al primitivo nombre de la ciudad (P. Sillières 1997: 29). A finales del siglo II d. C. comienzan a abandonarse algunas tiendas del macellum y la basílica, pero la decadencia parece instalarse definitivamente en la ciudad a lo largo del s. III d. C., aunque el núcleo continúa siendo habitado. En la segunda mitad del s. IV d. C. el registro arqueológico señala de nuevo cierta aglomeración de habitantes en Belo. Puede decirse que la ciudad no se convertirá en un despoblado hasta el siglo VII d. C. (P. Sillières 1997: 62-63). 2.

LAS NECRÓPOLIS DE BOLONIA

Desde prácticamente el primer momento, se pudo definir la existencia de dos necrópolis principales en la ciudad de Belo: la necrópolis occidental, situada junto a la vía de Gades, y la necrópolis oriental, que se extendía a ambos lados de la vía que se dirigía hacia Carteia. En la necrópolis oriental, diversas tumbas se alineaban a lo largo de la vía durante algunos metros, presentando edículas e inscripciones en el frente que quedaba a la vista del caminante. Sin embargo, otras muchas –tanto las más sencillas como mausoleos de cierta entidad– se disponían en aparente desorden sobre un área reducida (C. de Mergelina,

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1927: 5). Es posible que la superposición de enterramientos de diversas épocas presentase un ‘paisaje confuso’ al observador actual en el lugar donde en algún momento pudo existir, como en otras necrópolis romanas, una red de vías secundarias o diverticula, pero tampoco puede descartarse por completo que la necrópolis oriental de Baelo estuviese regida por un concepto del espacio funerario más cercano al que se puede encontrar en el mundo púnico. La necrópolis occidental es mucho peor conocida, pero según C. de Mergelina (1927: 5), presentaba una distribución de los enterramientos muy similar. Algunas tumbas han aparecido dispersas en otros puntos del yacimiento, aunque generalmente pueden adscribirse a momentos tardíos. Por ejemplo, en el interior de la ciudad se encontraron tres sarcófagos que no contenían ningún ajuar en las termas de la puerta oeste. También se exhumaron dos esqueletos y una estela funeraria al parecer fechada en el s. V d. C. en los niveles del relleno del teatro y al norte de la ciudad dos sondeos realizados en 1966 pusieron al descubierto algunos sarcófagos fragmentados. Finalmente, se tiene constancia del hallazgo de 18 sepulturas de inhumación con orientación Este-Oeste y un pequeño cofre de piedra a unos ciento cincuenta metros al norte de la necrópolis oriental junto al acueducto procedente de Punta Paloma y la puerta este del asentamiento. Al parecer, sólo se conservaban en el momento de la excavación tres esqueletos en decúbito supino que carecían de ajuar. Las tumbas consistían en sarcófagos monolíticos o fosas delimitadas por materiales de construcción reutilizados o piedras talladas que, en todos los casos, habían perdido ya la cubierta (A. García y Bellido, D. Nony, 1969: 472)6. a)

Necrópolis occidental (Vía de Gades)

La necrópolis occidental es la menos explorada hasta el momento, aunque aún es posible ver algunas tumbas a unos trescientos metros al oeste de la Puerta de Gades. Aparentemente, las sepulturas halladas en la zona por el padre Furgús a principios del siglo XX, se ajustan con más exactitud al tipo de incineraciones bajo cupae halladas con posterioridad en la necrópolis oriental por G. Bonsor que a simples tumbas cubiertas por tegulae a doble vertiente, como se ha venido afirmando7 (P. Paris et al., 1926: 9; 6 Los sondeos se situaron en la cuadrícula 33.BB.V del plano general del yacimiento. 7 «La disposición del pequeño monumento fúnebre (...) era la siguiente: un diedro, casi en ángulo recto, formado por dos grandes tejas romanas, daba á la tumba el aspecto de una di-

BAELO CLAUDIA (BOLONIA, CÁDIZ)

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P. Sillières, 1997: 189). En uno de los ímbrices que coronaba el conjunto se había practicado un orificio, muy probablemente utilizado como conducto para libaciones (J. Furgús 1907: 156). Junto a uno de los extremos cortos de la estructura de tegulae se situaba, como en otros casos documentados en la necrópolis oriental, una vasija o jarro, cuya boca aparecía cubierta por un plato de barro amarillento. En el interior del receptáculo funerario se encontraron objetos de cristal (ungüentarios, tazas, cuencos...)8, cerámica (urnas, platos, tazones, ‘lámparas’, una pesa, una «rodajita de barro encarnado y muy fino con un orificio en el centro y un fragmento de teja con la marca del fabricante»9) (J. Furgús, 1908: 212), objetos de metal (clavos de hierro y cobre, dos espejos, objetos de adorno como un anillo de plata, cinco dobles brazaletes, una bula, y cinco o seis monedas, todas de bronce, excepto una de plata del emperador Antonino, entre ellas había un ejemplar de Diva Augusta Faustina10) y objetos de piedra, entre los que se encontraban una lápida fragmentada de mármol blanco con algunos caracteres inscritos, un mortero con almirez en forma de brazo doblado11, así como un ‘busto’ y una ‘cabeza’, con los rasgos apenas perceptibles, que P. Paris identificaría más tarde como los minuta tienda funeraria. La arista del diedro, paralela á los bordes apoyados en el suelo, estaba cubierta por una ó dos tejas ordinarias, que servían para amparar el fúnebre depósito contra las filtraciones del agua. La cámara, así dispuesta, se hallaba encerrada en una bóveda, compuesta de pedruscos ligeramente trabados entre sí con argamasa» (J. Furgús, 1908: 210, la cursiva es mía). Este dato sólo aparece mencionado en el artículo publicado en castellano en 1908, y no en el que vio la luz el año anterior en francés, y posiblemente por esa razón no fue recogido por P. Paris (P. Paris et al. 1926:8), que al parecer sólo había consultado el artículo impreso en primer lugar. 8 El padre J. Furgús, publicó en 1907 una imagen (p. 157, Fig.2) con una selección de los objetos de vidrio y cerámica hallados. Con toda la prudencia que requiere cualquier apreciación realizada a partir de una fotografía de mala calidad, me permito sugerir la identificación de algunos de estos ungüentarios con formas comunes desde mediados del s. I d. C. (Isings 8), pero sobre todo con ungüentarios característicos de finales del s. I y el s. II d. C. (Isings 82 A1; Isings 82 A2; Isings 82 B1; Isings 82 B2). 9 «La pasta de que de ordinario estos objetos están compuestos», según el padre Furgús, «es de color encarnado y muy fina», presentando «algún parecido con el «barro saguntino»; son sin embargo, algo inferiores, y uno de los platos tiene la marca de fábrica en caracteres latinos.» (J. Furgús, 1908: 212). 10 Según P. Sillières (1997), el hallazgo de estas monedas permite fechar estas tumbas a mediados del siglo II d. C., aunque quizá debiéramos ser prudentes a la hora de extrapolar esta datación a todos los enterramientos discutidos aquí, ya que los materiales hallados y las asociaciones entre ellos nos son prácticamente desconocidos. 11 Una pieza muy similar se halló durante las excavaciones de la necrópolis de Carmona en época de G. Bonsor (1931: 142).

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dos primeros ‘muñecos’ hallados en la necrópolis12 (P. Paris et al., 1926: 9-10). El padre Furgús recoge también de manera confusa, la existencia de un muro y una construcción de piedra asociada a estos enterramientos13 y sugiere la posibilidad de que las dos esculturas funerarias halladas hasta el momento pudiesen tener también algún tipo de conexión con «el macizo edificio» cercano a la «muralla», sin que sea posible afirmar, en este momento, si existió o no algún tipo de relación espacial entre estos hallazgos que apoyase tal hipótesis14. Se menciona además escuetamente la aparición de dos inhumaciones en este sector, aunque «aparecieron a bastante distancia de las restantes» depositadas en fosas, en una ocasión cubierta con una gran losa y en la otra con grandes piedras. Sólo esta última proporcionó «un platito con pie, de pasta amarilla» como ajuar (J. Furgús, 1908: 210). Años más tarde, en las campañas de 1919 y 1921, P. Paris excavó también en la zona occidental, a unos cien metros de la muralla, en un punto muy cercano a la playa, un monumento que identificó como un posible anfiteatro, ninfeo o aljibe. El mismo autor reconocía fundadas dudas sobre esta interpretación y presentaba diversas objeciones a sus propias hipótesis (P. Paris et al., 1923: 106-110)15. En una reciente publicación, P. Sillières (1997: 189), ha sugerido que nos encontramos, probablemente, ante un gran mausoleo dotado de cámara subterránea como los que son frecuentes en Carmona. Numerosas dificultades técnicas impidieron a P. Paris llevar a término la excavación del conjunto, por lo que fue imposible es12 «Déjà le R. P. Furgus avait recueilli deux muñecos, sans en reconnaître l’intérêt. Il y a vu seulement ‘un buste et une tète ayant fait parie de quelque édifice’» (P. Paris et al, 1926: 106). «Para el malogrado e insigne jesuita P. Furgús (primer visitante de Bolonia y primer arqueólogo que recoge preciosas noticias), los extraños bustos no son sino ‘restos de escultura que formarían parte de un edificio y que a causa de la naturaleza de la piedra y a la humedad del terreno aparecían reducidas a una masa casi informe’» (C. de Mergelina, 1927: 32). 13 «Las excavaciones practicadas repetidas veces en aquel sitio han dado á conocer que una extensa muralla separaba la Necrópolis de la vecina playa, y cimientos puestos al descubierto, junto á la misma muralla, revelan la existencia en aquel lugar de un pequeño pero macizo edificio.» (J. Furgús, 1908: 210). 14 «Es verosímil que estas dos esculturas hayan adornado algún edificio ó monumento público, tal vez aquel mismo cuyos cimientos indiqué anteriormente haberse descubierto en el recinto de la Necrópolis. La mala calidad de la piedra arenisca y la intemperie han reducido estos artefactos á una masa casi informe, siendo por ende imposible conjeturar los personajes á que aludieron.» (J. Furgús, 1908: 214). 15 Desgraciadamente, sus afirmaciones no han podido ser confirmadas o descartadas pues ha sido imposible hallar los restos de la construcción en la actualidad (S. Dardaine et al., 1983: 20 nota 60).

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tablecer una planta general de la edificación, o incluso constatar la altura de lo conservado. Sí conocemos, sin embargo, alguna de sus características fundamentales. Al parecer, consistía en una cámara excavada en la arena16, cubierta por bóveda de cañón y dotada de un acceso adintelado. En superficie se observaba un gran cubo de mampostería en el que sobrevivía un ángulo levantado a base de grandes piedras talladas. Al retirar las arenas de la parte posterior del macizo, en el lateral opuesto a la playa, se pudo constatar que éste conservaba un revestimiento de estuco de color rojo oscuro. Sobre la hilada superior de piedras (redondeadas en la parte alta), que formaba una especie de parapeto con el frente elíptico sobre la construcción, se había pintado una guirnalda de hojas verdes con flores blancas. El dintel de la puerta de acceso a la cámara, presentaba, por su parte, tres palmetas de color blanco. Al oeste, el muro estucado del monumento se prolongaba siguiendo una línea cóncava y quedaba rematado por pequeñas almenas redondeadas o merlones. También en este sector se hallaron delgadas líneas de color sobre el estuco que imitaban la apariencia del mármol. La descripción del monumento se vuelve en este punto ciertamente confusa. El autor menciona una ranura en el pilar situado en uno de los ángulos de la construcción como indicio de la existencia de una puerta, una rampa de 3,08 metros de ancho y 15,38 de longitud desde la cual se podía acceder a la cámara del monumento17 y un estrecho canal de función desconocida18. La estructura de la edificación (dotada de una cámara subterránea abovedada), la curvatura del muro descubierto por Paris (Fig. 40) y la ubicación del monumento en un área de necrópolis, permite sospechar cierta conexión con monumentos funerarios como los mausoleos circulares documentados en la necrópolis de Carmona. Aunque se desconoce el tipo de estructura que remataba las tumbas carmonenses, se puede suponer un esquema similar al documentado en Belo, con un muro bajo y quizá un túmulo de tierra, que recordaría a todo un conjunto de mausoleos circulares dispersos por el Imperio romano, como el del 16 En el momento del hallazgo aún se podía ver el interior de la cámara, colmatada de arena en tres cuartas partes, a través de un agujero de la bóveda. 17 Al parecer esta rampa ponía en comunicación el supuesto vano recién mencionado, con un muro de piedras irregulares que sostenían una duna. Las palabras exactas de P. Paris son las siguientes: «Une porte est ouverte sur cette rampe, donnant accès á l’intérieur de l’aljibe» (P. Paris et al. 1923: 103). 18 La cámara de un mausoleo circular ubicado en el «Campo de los Olivos» de Carmona conservaba un canal asociado a la bóveda, utilizado en este caso para realizar libaciones (M. Bendala, 1976a: 87).

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Fig. 40: Baelo Claudia. Necrópolis occidental. Posible mausoleo circular (P. Paris et al., 1923, pl. XVIII).

propio Augusto en Roma, pero especialmente a aquellos dotados de una cripta donde se situaban los contenedores funerarios de los que hay ejemplos destacables en necrópolis del norte de África como Tipasa (M. Bendala, 1976a: 87-89, Láms. XXXIII-XXXVII). Tanto en la Urbs como en las provincias del Imperio, los pretiles almenados fueron, además, la solución comúnmente adoptada para rematar los mausoleos de planta circular19. Desgraciadamente apenas tenemos detalles sobre el trazado del canal mencionado en el texto, aunque este tipo de estructuras hidráulicas no es infrecuente en las necrópolis romanas. También al oeste de la ciudad, en un enclave denominado Cerro Gordo, aparecieron durante las campañas dirigidas por P. Paris dos de los escasos enterramientos infantiles descritos en la memoria de 1926 (P. Paris et al., 1926: 87). Uno de ellos consistía en una inhumación en fosa cubierta con numerosos fragmentos de lajas de piedra que descansaban bajo una capa de tierra arcillosa. Junto a la cabeza del difunto se habían depositado dos clavos de bronce que acompañaban a otro ejemplar de hierro situado cerca de los pies. El segundo caso correspondía al en19 Un tipo de coronamiento similar tenía el monumento de los Voconios en Mérida.

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terramiento de una niña que contaba como ajuar con unos pendientes de oro, numerosas cuentas de pasta vítrea y ámbar, un ágata, clavos de hierro, dos lucernas y una pátera de color rojo anaranjado datada en el s. III d. C. Ya a principios de los años cincuenta del siglo XX, J. García Soto (1953: 229) pudo descubrir en Cerro Gordo dos nuevas inhumaciones bajo tegulae que habían quedado al descubierto después de unas intensas lluvias. En el primer caso, se había depositado el cadáver y una lucerna con asa, sin perforar, que presentaba señales de la acción del fuego, bajo tres tegulae que descansaban, a su vez, sobre las paredes del sepulcro construidas con piedras en seco. La segunda sepultura, situada a unos diez metros de distancia de la primera, contenía también un adulto en decúbito supino y había sido construida asimismo empedrando las paredes de la fosa y cubriendo el nicho con tegulae. Como único ajuar asociado se recuperó un pequeño bronce de época de Claudio, y aunque no debemos descartar la posibilidad de la inclusión de elementos «arcaicos» en las tumbas, como ha podido constatarse en otras ocasiones, parece posible situar este enterramiento en el grupo de inhumaciones de época temprana que han sido halladas en Baelo Claudia. b)

Necrópolis oriental (Camino de Carteia)

El primero en explorar la necrópolis que se extendía junto a la vía que comunicaba a Belo con Carteia, en un lugar que prácticamente tocaba la costa, fue, asimismo, el padre Furgús. Al contrario que en sus exploraciones en el área occidental de la ciudad, los enterramientos encontrados en la necrópolis del camino de Carteia se correspondían con inhumaciones depositadas en lo que J. Furgús definió como «un verdadero conglomerado de nichos funerarios» incluidos en un bloque de mampostería prácticamente petrificada (J. Furgús, 1908: 209). Los nichos sólo contenían los esqueletos, dos o tres clavos de cobre o hierro situados en desorden entre los pies del cadáver, algunos anillos de cobre, fabricados con delgadas láminas, y restos de cerámica romana, a decir del autor. En las cercanías se encontraron además varios sarcófagos de piedra cubiertos con pequeñas losas. Uno de ellos, contenía un brazalete de cobre y en otro se encontraron juntos dos esqueletos de adultos (J. Furgús, 1907: 155, J. Furgús, 1908: 209). Aunque a menudo se ha tendido a identificar cualquier inhumación con momentos más o menos avanzados del Imperio romano, no debemos datar sistemáticamente en el s. II d. C. estas inhumaciones encontradas a prin-

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Fig. 41: Baelo Claudia. Plano parcial de la necrópolis oriental. Excavaciones de principios de siglo a cargo de G. Bonsor y C. de Mergelina (Según P. Paris et al., 1926: Pl. I).

cipios de siglo por el padre Furgús. Bonsor señaló el hallazgo de las tumbas más tempranas de inhumación en Belo a cierta profundidad bajo un estrato con incineraciones y en concreto cita el ejemplo de la sepultura 923, cubierta por seis tegulae en posición horizontal, en la que se encontró junto al esqueleto una moneda de Claudio (P. Paris et al. 1926: 16). Como acabamos de ver, García Soto (1953: 229) documentó una inhumación asociada a una moneda de Claudio y, muy posiblemente, la única inhumación de un adulto de la que deja constancia J. Remesal en su memoria de finales de los setenta (1979, T. XXII) tampoco puede datarse en época tardía. P. Sillières (1997: 201) ha avanzado la hipótesis de que, quizás, la impronta púnica de la ciudad haya sido un elemento influyente en el recurso al ritual de la inhumación en momentos tempranos del Imperio romano. A todo ello hay que añadir los casos de inhumaciones altoimperiales e incluso de época republicana que se están empezando a documentar en ciudades como Tarragona, Valencia, Córdoba o Carmona,

demostrando algo que ya sabíamos por las fuentes clásicas: que la inhumación y la incineración convivieron a lo largo de las épocas republicana e imperial, con predominio de uno u otro ritual a lo largo de los siglos (L. Alapont, 2002; E. García Prósper, P. Guérin, 2002; E. Ruiz Nieto, 1999: 136; S. Vargas, 2002: 298, nota 3; J. A. Morena, 1994; M. Belén et al., 1986: 53-54; M. Belén et al., 1987: 420; J. M. C. Toynbee, 1971: 39). Las excavaciones de principios de siglo: G. Bonsor20 y C. de Mergelina En su primer acercamiento a la necrópolis, a finales de mayo de 1917, el equipo de P. Paris sólo puso al descubierto dos acotados rectangulares que contenían un ustrinum y una cripta para proteger las ur20 Los números que acompañan en el texto a determinadas tumbas se corresponden con la numeración otorgada a las mismas por G. Bonsor en la memoria publicada en 1926.

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nas cinerarias (P. Paris; G. Bonsor, 1918: 119-123)21. Sin embargo, al año siguiente, sólo durante la primavera se recuperaron más de 400 tumbas. Entre 1919 y 1921, la lista de sepulturas excavadas sobrepasó el millar, constituyendo la intervención más amplia realizada hasta nuestros días en las necrópolis de Baelo Claudia (P. Paris et al. 1926: 12) (Fig. 41). El resultado de estas investigaciones fue la publicación de un volumen consagrado íntegramente a la necrópolis en 192622 redactado en su mayor parte por G. Bonsor, aunque la colaboración de P. Paris fue especialmente importante en la redacción del capítulo final de la obra. Este último fue también el encargado de realizar los catálogos, si bien el que se dedica a las monedas fue compuesto por A. Engels. En la memoria aparecen ya ejemplos de todos los tipos de enterramiento que hoy podemos asociar a las necrópolis de Belo: las incineraciones en urna o arqueta depositadas directamente en una oquedad practicada en el suelo, los pequeños monumentos cuadrangulares de piedra, las cupae, los acotados de dos compartimentos, los grandes recintos con monumento en forma de torre, los mausoleos en forma de torre o circulares y las tumbas de inhumación bajo tegulae o en sarcófago de piedra. Los enterramientos más numerosos eran aquellos que se habían depositado en urnas de piedra. En concreto, según G. Bonsor, en Belo se excavaron 300 incineraciones depositadas en cajas de dicho material. Estas arquetas estaban aparentemente recubiertas de una capa de estuco y en general presentaban unas medidas enormemente regulares, en torno a 30 cm de altura, 35 de longitud y 25 de largo. Algunos de los ejemplares más antiguos podrían remontarse a los momentos iniciales del uso de la necrópolis, pues aparecieron a unos dos metros de profundidad, en algunos casos bajo los muros de algunos recintos funerarios o basamentos de mausoleos y asociados a monedas de finales de la república23. También había 21 P. Paris y G. Bonsor (1918: 125) dejaron constancia en las misma páginas de los materiales obtenidos por los pescadores de Bolonia en rebuscas ilegales previas al inicio de sus excavaciones «Quand l’état de la mer ne leur permettait pas de s’embarquer, ces braves gens se liraient à cette pêche assez lucrative dans les sables de l’antique nécropole qu’ils dévastèrent», entre los que cabría destacar numerosas urnas cinerarias de época romana, extraídas de la zona occidental de la necrópolis, junto al arroyo Alpariate y una espada (ibérica o quizá romana), que posiblemente procedía también de la zona de enterramientos del yacimiento. 22 Fouilles de Belo (Bolonia, Province de Cadix) (19171921). Tome II. La Nécropole, Bordeaux-Paris. 23 El dato es especialmente interesante, porque según el estudio de materiales del área excavada por J. Remesal de Martín Almagro Gorbea (1982b: 426) en época de Tiberio se habrían utilizado únicamente urnas de cerámica que convivirían con cofres de piedra en época de Claudio –en la

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Fig. 42: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Cofres cinerarios amontonados frente a los restos del «Hornillo de Santa Catalina» (A partir de P. Paris et al. 1926: pl. II).

ejemplares cilíndricos o con la tapadera a dos aguas (Fig. 42). En el interior de estos recipientes se depositaban los huesos calcinados y sobre ellos distintos objetos, como monedas, espejos metálicos, ungüentarios de cristal, anillos, punzones de hueso, bronce o plata, estuches de bronce que contenían agujas, pinzas de depilar, estiletes, espátulas y otros pequeños instrumentos. Ocasionalmente se encontraban una bula de plata, cuentas de cristal de vidrio, pendientes o arandelas de ámbar. Uno de estos pequeños arcones de piedra contenía una concha que recogía en su interior una docena de anzuelos de bronce. Uno de ellos «avait une fine lamelle de plomb enroulée à la partie de l’attache, tel qu’on devait le préparer pour la pèche» (P. Paris et al., 1926: 19-20)24. En general, los contenedores cinerarios aparecieron directamente enterrados en la tierra, aunque a veces se protegían con una caja formada por cinco lajas de piedra. En menor número, asimismo, estas cajas de piedra fueron utilizadas para proteger contenedores más frágiles, como urnas de plomo que contenían ollas de cristal en su interior. que predominarían estos últimos. Los cofres habrían sido sustituidos por urnas de cristal en el período de Nerón-los Flavios. En las páginas siguientes analizaremos las conclusiones del citado artículo, que, en mi opinión, deben aceptarse con muchas precauciones, entre otros motivos por la reducida muestra (21 enterramientos) en las que se basan sus hipótesis. 24 Este hallazgo permite insinuar cierta equivalencia ritual entre los anzuelos introducidos en las tumbas de Belo y los clavos –de hierro o bronce– que también son frecuentes en ésta y otras necrópolis romanas, como se detallará más adelante. Los clavos, precisamente, se utilizaban para perforar laminillas de plomo en las que se escribían encantamientos (tabellae defixionum), que más tarde eran depositadas en una sepultura, de manera análoga al ejemplo que acabamos de comentar.

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Fig. 43: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tipos de vasos funerarios (Según C. Mergelina, 1927: fig. 11).

Otro de los contenedores destinados a recibir las cenizas del difunto más comunes en el área excavada por G. Bonsor, eran las urnas de cerámica, en muchos casos más semejantes a «jarras» con un asa lateral que a las tradicionales «urnas ibéricas» de incineración –sin asas– o romanas –en ocasiones con dos asas–, aspecto que luego se comentará con más detalle (Fig. 43). Según consta en la memoria, se recobraron más de 500 enteras, aunque sólo aproximadamente la mitad contenían cenizas. El resto debieron acompañar tanto a urnas como a cajas de piedra como parte del ajuar funerario. La mayoría, sin embargo, aparecieron quebradas y con las asas desprendidas, quizás a causa de la necesidad ritual de destruir o «matar» simbólicamente los objetos que han sido utilizados para realizar una ofrenda funeraria. Otras tenían defectos de forma o de cocción, aspecto que se pudo constatar asimismo en diferentes objetos utilizados en los enterramientos, como las tegulae que cubrían algunas tumbas. Las «jarras» que no contenían cenizas se encontraron repletas de tierra y, a menudo, con un pequeño cuenco en su interior. Según G. Bonsor (P. Paris et al. 1926: 23) estos recipientes contuvieron en su momento la ofrenda líquida para las libaciones, mientras que una escudilla o plato tapadera que se situaba en la boca de estas jarras, era el lugar donde se depositaba la ofrenda «sólida», que como se pudo apreciar en algunos ejem-

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plos consistía sobre todo en aves de corral, a juzgar por los restos óseos conservados. En este grupo se pueden incluir igualmente alimentos que también han sido constatados en otras necrópolis, como los huevos de gallina, las nueces (que aparecían como en otros yacimientos calcinadas) o piñones y algunos objetos como una concha repleta de anzuelos de bronce. En ciertos ejemplares la boca de la urna apareció tapada con una simple piedra plana. Estas urnas se introducían directamente en un agujero practicado en el suelo, aunque ocasionalmente se construyeron pequeñas «cajas» formadas con lajas de piedra (Fig. 44). El tercer tipo de recipiente utilizado en Baelo Claudia para contener las cenizas de los difuntos son las urnas de vidrio, también encontradas en gran número, aunque en la mayoría de las ocasiones fragmentadas. Otras veces aparecieron intactas en el interior de cajas de plomo que habían sido introducidas, a su vez, en cajas cuadrangulares o cilíndri-cas de piedra. Algunas revelaron aspectos sorprendentes, como la costumbre atestiguada en las fuentes de recoger las cenizas del difunto en un fragmento de lino para depositarlas en el recipiente cinerario (Tib., III, ii, 18) del que aún quedaban trazas en el interior de una urna; o el hallazgo de una urna de vidrio llena de agua clara. Esta última apareció en el interior de una caja de piedra de mayores dimensiones de lo normal, 45 cm de lado, pero que recuerda de cerca a ejemplares como el documentado en uno de los mausoleos del Paseo de la

Fig. 44: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Enterramiento protegido por lajas de piedra (Según C. Mergelina, 1927: fig. 12).

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Victoria de Córdoba25. Ya G. Bonsor señaló que el de Belo no era el único caso en el que se había recuperado una urna de vidrio de época romana repleta de agua. A los ejemplos que él alude –otro ejemplar encontrado por furtivos en la misma Bolonia y el ataúd de plomo hallado en la necrópolis cristiana de La Vegeta en Italica26– habría que añadir la narración de un hecho muy similar sobre una de las urnas del sepulcro de los Pompeyos (J. Beltrán Fortes, 2000a) y el hallazgo, en época mucho más reciente, de varias urnas de vidrio contenidas en urnas de plomo con los huesos cubiertos por el agua en una tumba de cámara de Carmona (M. Belén et al. 1986: 56). Dejando a un lado el aspecto aparentemente mágico y milagroso de estos hallazgos y la explicación de carácter ‘científico’ ofrecida por G. Bonsor (se trataría de agua de lluvia filtrada a lo largo de los siglos), aún quedaría por esclarecer por qué algunas de ellas aparecen llenas de agua y otras no en las mismas condiciones de conservación. Estos tres tipos de contenedores –cajas de piedra, urnas cerámicas y recipientes de vidrio protegidos por urnas de plomo–, aparecieron mayoritariamente en Belo depositados en pequeñas fosas excavadas en el suelo27, en torno al lugar donde se realizaron las incineraciones (ustrina), que Bonsor quiso reconocer en montículos de arena negruzca mezclada con restos de carbón y piedras quemadas. En ciertas ocasiones, los enterramientos en urna, los busta o tumbas de carácter colectivo quedaban señalizadas al exterior por algún tipo de estela o cipo funerario (Fig. 45). G. Bonsor las describe como pilares cuadrangulares de piedra caliza o arenisca, que remiten a formas norafricanas, como se comentará más adelante, de entre 1,20 y 2 metros de altura, con una 25 El hallazgo dio lugar a una pintoresca escena de ‘comunión’ entre los arqueólogos franceses y los antiguos habitantes de Belo: «La jeune fille de notre directeur, Isabelle Paris, ayant à plusieurs reprises rempli un gobelet de cette eau filtrée par le sable, la pierre et les ossements calcinés, les archéologues présents en burent en toute confiance, célébrant ainsi leur communion avec les cendres de cette Espagnole inconnue, au milieu du dégoût de nos ouvriers, des douaniers et de quelques femmes de Bolonia que assistèrent à la scène!» (P. Paris et al., 1926 : 26). 26 Manuel Fernández López (1904): Excavaciones en Itálica (año 1903), Sevilla. 27 Excepcionalmente aparecieron cubiertas por tegulae, a juzgar por los datos recogidos en la memoria, donde se menciona un único caso de una incineración protegida por tegulae con defectos de cocción. El resto corresponde a ejemplos bajo cupae y a dos inhumaciones infantiles (P. Paris et al., 1926: 22, 73-74, 87-88; C. de Mergelina, 1927: 8). J. Furgús (1908: 210) también halló en la necrópolis occidental incineraciones bajo tegulae a doble vertiente protegidas por cupae. Las incineraciones e inhumaciones bajo tegulae a doble vertiente fueron en cambio bastante frecuentes en otras ciudades como Córdoba o Carissa Aurelia, diferencias que no se pueden achacar únicamente a factores cronológicos.

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Fig. 45: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Estelas funerarias (según P. Paris et al. 1926, fig. 14).

base que va estilizándose en altura hasta alcanzar un remate redondeado en la parte más elevada del monumento. Otras, de aspecto muy sencillo y también con remate redondeado, recuerdan a otras estelas de principios del s. I d. C. halladas en otros lugares, como Mérida, por ejemplo (T. Nogales, J. Márquez, 2002: 127-130, J. L. Ramírez Sádaba, 1994-1995). En diversos ejemplares pudo constatarse que la parte que quedaba bajo tierra aún conservaba una capa de estuco, lo que induce a pensar que originariamente este material recubría toda su superficie (P. Paris et al., 1926: 27, 52). En las ilustraciones y fotografías de la memoria podemos reconocer también otros tipos interesantes, como la pieza que G. Bonsor denomina «Autel funéraire» (Fig. 46), hallada todavía in situ y quizá de similares características a otros tres cipos funerarios mencionados en el texto (P. Paris et al. 1926: 51, 52, 77, 115, Figs. 5, 33/F, 34/M y 52/1)28.

Fig. 46: Baelo Claudia. «Autel funéraire» (P. Paris et al., 1926: 5). 28 En la p. 13 de la misma memoria se publicó una ilustración con otro posible altar funerario -abajo a la izquierda-. En la expedición previa al inicio de las excavaciones se encontraron también alguna de estas piezas dispersas junto al Hornillo de Santa Catalina: «...cippes plus ou moins hauts en forme d’autels, dont plusieurs gisent sur le sable aux environs de la chapelle de Santa Catalina» (P. Paris, 1917: 240).

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Fig. 47: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Posición de los ‘muñecos’ respecto a las urnas (P. Paris et al., 1926: fig. 8).

Fig. 48: Baelo Claudia. Tipos de ‘muñecos’ (P. Paris et al., 1926, fig. 65).

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Por su ubicación ocasional sobre las incineraciones en hoyo (Fig. 47), dentro de esta categoría se suelen incluir también un conjunto de piedras talladas según una morfología diversa, que va desde la forma ovoidal, a la troncopiramidal, cilíndrica o antropomorfa (Fig. 48), que los obreros del equipo de G. Bonsor denominaron «muñecos». En la bibliografía arqueológica han sido denominados «Muñecos» (P. Paris et al. 1926: 28; C. Mergelina 1927: 30), «bustos funerarios» (P. Paris et al., 1926: 28; C. Mergelina 1927: 30; P. Sillières 1997: 198), «galets» (P. Paris et al., 1926: 114), o «betilos» (P. Paris et al., 1926: Fig. 65; C. Mergelina 1927: 32, J. Remesal, 1979: 12), aunque por su función ritual no deben ser consideradas simples estelas, como se argumentará más adelante. De hecho los ‘muñecos’ han aparecido asociados a los restantes tipos de tumbas presentes en la necrópolis de Belo, como por ejemplo los monumentos de base cuadrangular de pequeño tamaño. La «Tumba del muñeco», que recibió dicha denominación por ser la primera en la que el equipo de G. Bonsor encontró una de estas representaciones a finales del mes de marzo de 1918, pertenece a esta última categoría (Fig. 49). El monumento consistía en una base escalonada con molduras sobre la que se situaba un bloque cuadrangular, en el que, una cavidad de 30 cm de lado por 25 cm de profundidad, debió estar reservada para introducir la urna cineraria. Todo el conjunto se sostenía sobre una cimentación construida a base de pequeños bloques de mampostería. Desconocemos el desarrollo en altura del monumento, aunque G. Bonsor pudo constatar que junto a su base, en el lado afrontado con el mar, se encontraba aún en su posición original un ‘muñeco’, «dont la tête seule devait apparaître au-dessus de la ligne du sol, à en juger par

Fig. 49: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tumba del ‘muñeco’ (P. Paris et al., 1926: fig. 17).

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la limite du stuc sur la base à degrés» (P. Paris et al., 1926: 30). Al parecer, el estuco había sido decorado con líneas amarillas y negras tratando de imitar paneles de mármol rosáceo. Esta ubicación tan particular del ‘muñeco’, junto al muro que mira al mar y semienterrado en el suelo, se repite en otros ejemplos como la «Tumba de Felícula» (XIV, nº 557) (P. Paris et al. 1926: 30). En este monumento, de algo más de un metro de lado, se reservó también un espacio en la base (al que se accedía a través de una abertura situada en la cara más alejada de la orilla del mar), para depositar una caja de piedra con las cenizas, una urna de vidrio tapada con un cuenco y tres botellas de vidrio. Justo en el umbral del nicho, se encontró un segundo recipiente con cenizas, en este caso una urna cerámica que contenía en su interior un vaso quizá destinado a la profusio29. Apoyados en la base del muro que miraba hacia el mar, aparecieron cinco ‘muñecos’ de diferentes tamaños. Una inscripción con la leyenda FELICVLA / AN·LX / H·S·E·S·T·T·L, es la que ha dado nombre al enterramiento. Otro monumento de este tipo donde el ‘muñeco’ jugaba un papel importante es la que G. Bonsor bautizó como «La Tumba de la Gran Estela». Según este autor (P. Paris et al. 1926: 34), el monumento se elevó sobre una fosa de un metro de profundidad donde se había cremado previamente el cuerpo. Las cenizas fueron recogidas en un cofre de piedra que quedó situado, junto a una jarra para libaciones, en el centro de un pequeño nicho que se construiría a continuación. Sobre este último se colocó una gran piedra tallada que hacía la función de base para una estela de dos metros de altura, rematada con un elemento de forma ovoide ligeramente apuntado. Diversos indicios parecían indicar, asimismo, que el monumento estuvo estucado y posiblemente decorado con algún tipo de pintura. En el lateral que miraba al mar se situó un pequeño epígrafe con las palabras DIIS MANIBVS. A los pies de todo el conjunto se encontró un ‘muñeco’ encima de una mesa para libaciones, lo suficientemente separada de la base de la estela como para permitir el paso de líquidos a través de un pequeño conducto que quedaba detrás del ‘busto’. Este monumento muestra claramente la importancia de estas piedras talladas en los rituales de profusio y su posible relación con las ofrendas dedicadas periódicamente en la tumba a los Manes. 29 No es frecuente la aparición de un vaso en el interior de las urnas cineraria. Normalmente estas últimas están tapadas con un cuenco, mientras que las urnas para libaciones aparecen vacías, aunque con un vaso en su interior. Es posible en este caso las cenizas no correspondiesen a restos humanos.

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C. de Mergelina (1927: 12, figs. 5 y 6), por su parte, pudo excavar una construcción de estructura muy similar, de poco más de un metro de lado, que contenía dos cofres de piedra con su ajuar y unos pequeños cuencos, enterrados bajo una bolsada de cenizas, con los que quizá se realizaron libaciones. Sin embargo, en dicho monumento no fue posible encontrar ningún tipo de remate monumental y los ‘muñecos’, en este caso cuatro ejemplares, aparecieron pegados al lateral que miraba al mar y semienterrados en el suelo. En la base de la construcción, inmediatamente detrás de la hilada de ‘muñecos’ se hallaba una jarra de libaciones, «correspondiente a sepultura más antigua», según C. de Mergelina, pero que posiblemente fue situado en ese punto para recoger algún tipo de ofrenda líquida30. Otro de los tipos monumentales bien representados en la necrópolis de Belo son los recintos funerarios, posiblemente de carácter familiar31, que enmarcan un espacio reservado como ustrinum y dedicado al depósito de enterramientos. G. Bonsor describió en su memoria con cierto detalle aquellos más cercanos a la entrada oriental de la ciudad, según este autor, de mayor antigüedad (P. Paris et al. 1926: 45-55). Cabría destacar varios ustrina englobados bajo el nº 358, que según G. Bonsor estaban incluidos en un recinto de 5 por 5,75 m dividido en cuatro compartimentos para realizar las cremaciones, aunque sólo dos llegaron a utilizarse. Asociada a esta estructura se encontró un epígrafe con la palabra PYRA sobre las palabras ANN.XXX. Bajo el estrato generado por la hoguera de unos sesenta centímetros se encontró otro de tierra negruzca en el que habían sido enterrados cinco cofres de piedra en el lado derecho, lamentablemente saqueados de antiguo. En el lado izquierdo, sin embargo se encontró un cofre de piedra intacto (que contenía un ungüentario de vidrio) y una jarra con lo que parece ser un vaso de paredes finas en su interior. El recinto XXIV (nº 371), medía en su interior 1,55 por 1,88 m y proporcionó materiales interesantes en el nivel del suelo donde se realizó la hoguera, como una cerradura, anillos y cadenitas de bronce de 30 Este parece ser también el caso de un monumento tipo cupa, del que el propio C. de Mergelina nos ofrece una ilustración en su figura 1. 31 Un indicio de la tendencia a agrupar los enterramientos de una familia en el mismo espacio podría observarse en el «ustrinum de Cornelius y Cornelia» (nº 962), donde aparecieron los fragmentos de tres epitafios (P. Paris et al., 1926: 46, 139; J.-N. Bonneville et al. 1988: 47). A menos de un metro de este recinto se encontró la tumba de otro miembro de la familia y su epígrafe (CORNE/LIA·PHOE/BAS·MATER/ AEMILIAE / OPTATE·S·T·T·L) en una plaquita de mármol de apenas 20 centímetros de lado, que quizás estuvo situada en el pequeño nicho de una estela.

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Fig. 50: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Recintos funerarios nº 963 y 958 (P. Paris et al., 1926: fig. 28).

una caja de madera, hierros pertenecientes a un posible lecho funerario, tres platos (dos de cerámica roja y otro de sigillata con la marca LOCERN), y una urna de plomo con un vaso de vidrio azul fragmentado en su interior. En la parte externa del monumento, en la cara que miraba al mar, se encontraron dos ‘muñecos’ en la parte baja del muro rodeados de numerosos fragmentos de «poterie jaune jaspée» que posiblemente pueda identificarse con cerámica marmorata (P. Paris et al. 1926: 46). Este hecho parece confirmar el importante papel de los ‘muñecos’ en las libaciones funerarias y su vinculación con los banquetes realizados en honor a los muertos a los que se consagran los objetos utilizados en el ritual, fragmentándolos, «sacrificándolos» y abandonándolos junto al ‘muñeco’ en la tumba. Los acotados nº 963 y 958, aportaron otras pruebas de la importancia de los rituales de profusio que debieron realizarse junto a los muros de recintos y monumentos en fechas señaladas (Fig. 50). En ambos casos nos encontramos ante construcciones cuadrangulares de algo más de cinco metros de lado, con una plataforma de mampostería (de 2,32 por 2,65 metros, en el caso del nº 958) para colocar algún tipo de monumento, como una edícula o cipo donde podría estar situado el epígrafe funerario. Al menos en el caso del acotado 958, se pavimentó con guijarros la parte sur del recinto que quedaría reservada, según G. Bonsor, para la combustión de los cadáveres (P. Paris et al. 1926: 46). Alrededor de los muros de estos dos recintos se había depositado una veintena de jarras, todas vacías excepto tres32. Los ‘muñecos’, apa32 Entre las cenizas de una de estas urnas cinerarias se encontró un espejo, un ungüentario de vidrio y una fíbula (P. Paris et al., 1926: 64). Las urnas nº 16, 17, 18, 19, 20, 25, 26, 27 y 28 estaban vacías. Todas las urnas entre los números 29 y 40 estaban vacías menos tres. Resulta significativo

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recieron sin embargo, en un lugar algo peculiar respecto a la mayoría de los casos de la necrópolis. En el recinto 963, se encontró una de estas piedras talladas en el muro que miraba al mar, en el exterior del recinto, pero también se hallaron tres ejemplares en el interior del mismo, junto a la base de mampostería sobre la que debía elevarse algún tipo de estela o cipo, si bien orientados asimismo hacia la costa. Sin embargo, en el acotado nº 958, los dos ‘muñecos’ reflejados en la fig. 28 de la memoria de G. Bonsor, se ubican en un lugar desacostumbrado, dando la espalda al mar (P. Paris et al. 1926: 46-48, 63-64). Otro grupo de acotados funerarios respondía a un esquema similar, quedando la mitad del recinto reservado para el ustrinum como indicaría la arena de color negruzco y la otra mitad para la ubicación de una pequeña cámara funeraria, cubierta con losas en posición horizontal, en la que se introducían los cofres de piedra. Al menos en los casos presentados por G. Bonsor en 1926, en estas pequeñas cavidades, que en ocasiones debieron estar estucadas y pintadas33, únicamente se introdujeron los contenedores funerarios (mayoritariamente cajas de piedra) y no las jarras para realizar libaciones, excepto en contadísimas ocasiones, lo que supone una variación sobre la asociación de ambos elementos corriente en la necrópolis. La abertura por la que se introducían las urnas resultaba con frecuencia ciertamente reducida (en el caso del acotado nº 576 medía sólo 28 por 37 cm, en el del nº 585, 30 ancho por 48 cm de alto y en nº 505, 39 por 57 cm ) (P. Paris, G. Bonsor, 1918: 122), aunque según G. Bonsor resultaba lo suficientemente amplia como para que uno de los esclavos de la familia se introdujese en su interior34. Esos recintos bipartitos, según la escala presentada en las ilustraciones de la memoria de 1926, tienen un tamaño medio de aproximadamente 3,5 m de que el acotado 958 sólo contuviese una urna vacía en su interior y que el resto estuviesen depositadas alrededor de sus muros. Es posible que este recinto hubiese sido saqueado de antiguo, pero tampoco se puede descartar la posibilidad de que nos encontremos ante algún tipo de ustrinum familiar o colectivo. El interior del acotado nº 963 sí contenía enterramientos. En concreto, una inhumación con un ánfora a los pies que contenía la osamenta de un niño y una serie de incineraciones en urna acompañadas de su correspondiente jarra para libaciones. 33 Como se puede comprobar en la «Tumba de las Guirnaldas» (nº 590), donde se conservaba parte de la decoración pintada con representación de un conjunto de columnas de las que pendían guirnaldas de follaje verde y rosa, o una de las tumbas descubiertas en 1917 (nº 585), decorada con grandes hojas verdes delimitadas con líneas rojas sobre fondo amarillo (P. Paris, G. Bonsor 1918: 121). Las paredes de la «cripta» de la tumba nº 631 estaban también recubiertas de estuco (P. Paris et al., 1926: 51, 55). 34 «…nous en avons fait la preuve avec un de nos ouvriers», asegura el autor (P. Paris et al., 1926: 48).

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lado35 y, al menos en un caso, se pudo comprobar que el interior de la pequeña cripta donde se cobijaban las urnas había sido estucado y pintado con una decoración de guirnaldas. El número de urnas encontrado en cada uno de los acotados quizá no sea muy significativo, debido a que la mayoría de ellos aparecieron violados ya en el momento de la excavación del equipo de P. Paris, pero aun así se puede señalar que dentro de la cavidad de los recintos bipartitos se conservaron entre uno y seis contenedores cinerarios. Es posible que algunas de estas estructuras contasen con un cipo o estela en la que podría situarse un epígrafe con el nombre de la familia propietaria del monumento. Las tumbas nº 498, nº 963 y nº 958 tenía una base de mampostería preparada para recibir una estela o edícula y cipos de esta clase fueron encontrados, aunque fuera de su ubicación original en las tumbas nº 590 y nº 581. En la necrópolis de Belo podían encontrarse también acotados funerarios de gran tamaño que posiblemente pertenecieron a familias adineradas o a colegia funeraticia. Algunos de ellos se encontraban junto a mausoleos, mientras que otros aparecieron alineados al lado de la playa. G. Bonsor anota que los muros no se elevaban más de 60 cm sobre la superficie del suelo y que seguramente tras cada incineración se procedía a rellenar el acotado hasta la parte alta de los muros, ya que en esta superficie se llegó a encontrar una capa de mortero de piedrecillas que proporcionaba al conjunto la apariencia de una gran superficie blanca (P. Paris et al. 1926: 62-63). El acotado nº 505 (Fig. 51) medía interiormente 4,40 por 5,20 metros, pero como los recintos bipartitos que hemos comentado anteriormente, estaba dotado de una pequeña cámara para colocar las urnas cinerarias a la que se accedía por una estrecha abertura cerrada con una losa. Esta pequeña «cripta» debía quedar oculta tras cada ritual de enterramiento por una capa de arena. Junto a las paredes interiores del recinto se encontró un ‘muñeco’ –que en esta ocasión se había colocado mirando aproximadamente hacia el este, y no hacia el mar36–, una urna cineraria tapada con un 35 Las medidas de la construcción en el interior rondan en general los 2-2,5 metros, aunque hay construcciones de mayor tamaño, como la nº 358 con unas medidas interiores de 5,75 x 5 m. Los muros debieron alcanzar una anchura media de unos 50 cm. A principios de los años setenta del siglo XX J. Remesal excavó un monumento de tipo similar (monumento A) que medía exactamente 3 metros (eje N-S) x 3, 25 metros (eje E-O) (J. Remesal, 1979). 36 Según C. de Mergelina (1927: 16) en este acotado se encontró un ‘muñeco’ «colocado, como siempre, en el lado que enfrenta al mar». Sin embargo, en la ilustración que acompaña al texto, no hay ninguna indicación de la situación del norte geográfico, mientras que G. Bonsor (P. Paris et al., 1926: 65), por su parte, no hace mención en su descripción a

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Fig. 51: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Acotado nº 505 (Tomado de P. Paris et al., 1926: fig. 45).

cuenco y otra en cuyo interior se había depositado un vaso de paredes finas. G. Bonsor menciona otros dos recintos (uno sin numerar y el nº 686) de un tamaño similar (superior a los cinco metros de lado) en los que se incluyó una pequeña cámara para guardar las urnas de piedra. En el primer caso, se hallaron dos cofres con cenizas, pero en el segundo, aparentemente, la cámara para las urnas estaba vacía, mientras que junto a los muros interiores se enterraron cinco urnas de piedra y barro que contenían los restos de sendas cremaciones (P. Paris et al. 1926: 65-66). El detalle tiene el interés de confirmar que en estos recintos de carácter familiar los enterramientos no quedaban limitados a aquellos que fuese posible acomodar en la pequeña cripta del acotado, sino que podían igualmente llevarse a cabo en el interior del recinto. Cabría entonces preguntarse qué tipo de relación existió entre las personas con derecho a ser enterradas en el interior de las cámaras funerarias y aquela orientación del ‘muñeco’, aunque sí sitúa el monumento respecto a un eje norte-sur en la fig. 45, donde se puede observar que el ‘busto funerario’ estaba colocado en ángulo occidental del monumento y no frente a la costa. Para la orientación de la costa respecto al eje geográfico Norte Sur en el yacimiento ver las figs. 28 y 47 de P. Paris et al., 1926.

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Fig. 52: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Mausoleo 514 (izquierda) y Mausoleo 532 (derecha) (P. Paris et al. 1926: figs. 40 y 41).

llas que recibían sepultura junto a los muros del acotado funerario. En la descripción del recinto nº 507/XIX (que parece ser una combinación del tipo de acotados que estamos comentando con un mausoleo central de mayor altura), G. Bonsor sugiere que los restos del dueño del acotado funerario y los de su familia, debían de situarse en el monumento central, mientras que las urnas depositadas junto a los muros que estaban acompañadas en esta ocasión por dos ‘muñecos’ corresponderían a los libertos de la misma casa. Conviene señalar que también en este recinto, que alcanzaba los 7 metros de lado en el interior, los ‘muñecos’ se situaron en el interior del recinto, pero esta vez junto a la pared oriental, y no mirando hacia el mar, como parece prescribir el ritual que se respetaba en la necrópolis. Llama la atención que dos de estos casos que divergen de la costumbre seguida en el resto de los enterramientos de la necrópolis correspondan a ‘muñecos’ situados en el interior de acotados funerarios37. El recinto nº 507 contaba además con lo que G. Bonsor denomina una «pierre conique, sorte de bétyle» que además estaba situada junto a una inhumación38. Entre las piedras que se recuperaron como resultado de la excavación del recinto se individualizaron varios fragmentos de una 37 También en el caso del recinto nº 948, dos ‘muñecos’ aparecieron situados en el frente opuesto al que miraba directamente a la costa, aunque esta vez junto a la pared exterior del monumento (P. Paris et al., 1926: 64, fig. 28). 38 Aunque G. Bonsor insinúa que este enterramiento debió realizarse en época tardía, como hemos visto no deben asignarse sistemáticamente las inhumaciones a los últimos siglos del imperio, especialmente en casos como el que nos ocupa, en el que no hay datos sobre materiales asociados que permitan pronunciarse taxativamente en uno u otro sentido.

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escultura de difícil interpretación, quizá un león o un elefante (?), que pudo pertenecer a la decoración del mausoleo central (P. Paris et al, 1926: 68, 115). Desconocemos con exactitud las características de la construcción que debía elevarse sobre la base maciza de cuatro metros de lado situada en el centro del recinto nº 507, pero no es imposible que se tratase de un monumento en forma de torre, como los que se elevaban exentos en otros lugares de la necrópolis. El mejor conservado de todos, el denominado «Hornillo de Santa Catalina», tenía menores dimensiones, pues sólo alcanza los 2,20 m de lado (P. Paris, G. Bonsor, 1918: 117). El conjunto reposaba sobre una base de 2, 75 m de lado por 48 cm de altura. G. Bonsor calculó que la construcción coronada por un pyramidion enlucido se elevaría unos seis metros sobre el nivel del suelo. Aproximadamente a la mitad de la fachada norte, la cara opuesta a la que miraba hacia el mar, se abrió un nicho para depositar las urnas cinerarias. G. Bonsor apunta la posibilidad de que una losa con la inscripción funeraria pudiera haber tenido la doble función de sellar la oquedad y anunciar al caminante el nombre del propietario del sepulcro. Seguramente la denominación popular del monumento, se debe precisamente, como sugiere el mismo autor, a la ubicación de alguna imagen de culto en el vano en época posterior (P. Paris, G. Bonsor, 1918: 119, P. Paris et al., 1926: 57). En las inmediaciones del Hornillo de Santa Catalina las excavaciones de los años veinte pusieron a la luz la base de un conjunto de monumentos de este tipo (Figs. 52, 53). En general consistían en un cimiento de mampostería sobre el que se superponía un núcleo de hormigón y piedras que se cubría con una base escalonada de forma cuadrangular. Normalmente estas pequeñas construcciones no superaban los dos o tres metros de longitud39 y al menos en los restos conservados se pudo observar que eran macizos en el interior, debiendo situarse el nicho para los contenedores cinerarios a cierta altura, como en el caso del Hornillo de Santa Catalina. Algunos de ellos presentaban elementos rituales comunes con otros tipos de monumentos hallados en Baelo Claudia. Por ejemplo, enterradas junto a la base del mausoleo 1022, situado a menos de seis metros del Hornillo de Santa Catalina, se encontraron siete jarras cerámicas, de las cuales sólo tres contenían cenizas –según Bonsor de los libertos de la 39 G. Bonsor incluye en este grupo las tumbas 761 y 514 que presentan una pequeña cámara bajo la superestructura del monumento para contener las urnas funerarias. Sin embargo, quizá debería asociarse estos ejemplos, con otros tipos de alzados –quizá servían de base a estelas, cipos o pequeños altares funerarios– no sólo por su menor tamaño (en torno a un metro), sino también por carecer de un cimiento tan sólido como en otros casos.

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Fig. 53: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Mausoleo nº 496 (P. Paris et al., 1926: fig. 43).

familia–, mientras que el resto debieron ser utilizadas para realizar libaciones de líquidos. En el mausoleo nº 814, la «Tumba de Siscinius y Siscinia», se recuperó un ‘muñeco’ junto a dos epígrafes, lo que podría hacer suponer que los tres elementos eran visibles desde la vía, aunque no puede asegurarse que estuviesen afrontados hacia el mar, como es corriente en la necrópolis. Sólo en un caso, el mausoleo nº 496, sugiere G. Bonsor que nos encontramos ante un monumento de alzado similar al Hornillo de Santa Catalina y remate piramidal, aunque no se mencionan los materiales que dieron lugar a esta reconstrucción hipotética de la tumba. En este caso, el mausoleo, de unos tres metros de longitud, contaba además con una estructura situada en el lado opuesto a la línea del mar formada por dos bancos laterales cubiertos de estuco y un suelo recubierto de hormigón hidráulico, que fue interpretado por el autor de la memoria como un receptáculo para realizar libaciones (P. Paris et al., 1926: 63). Es bastante probable que esta estructura funcionase en su momento como un triclinium para llevar a cabo banquetes funerarios. Los bancos laterales tienen una amplitud de un metro de ancho, frente a los cincuenta centímetros usuales en el resto de recintos funerarios. Además esta clase de estructuras fabricadas en mampostería o madera no eran inusuales en jardines y otros espacios abiertos, donde tenían lugar este tipo de celebraciones (P. Foss, 1997: 206, nota 30; H. v. Hesberg 1994: 89). Además, en la propia Baetica contamos con el ejemplo de «El columbario-triclinio», un mausoleo carmonense donde se construyó una estructura similar, acompañada de dos pozos

Fig. 54: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tumba de M. Sempronius Saturninus (P. Paris et al. 1926: fig. 49).

cuadrangulares que muy probablemente tuvieron la función de recibir las libaciones vertidas con ocasión de los banquetes funerarios (M. Bendala, 1976a: 81; M. Bendala, 1991a: 80). Varias tumbas encontradas en la necrópolis de Baelo Claudia pueden incluirse dentro del tipo de enterramiento de cubierta abovedada denominado «cupa» que cuenta con numerosos paralelos en el norte de África aunque también han sido localizados en otros yacimientos de la Península Ibérica (Figs. 54 y 55). Según G. Bonsor (P. Paris et al. 1926: 69), las monedas asociadas a esta clase de enterramientos, muy numeroso en la necrópolis, permiten sugerir una datación comprendida entre los reinados de Domiciano y Marco Aurelio (81-180 d. C.), lo que supondría el mantenimiento del ritual de incineración en un momento avanzado asociado a esta clase de monumentos40. 40 J. -N. Bonneville et al. (1988: 46), proponen datar algunas de las inscripciones encontradas en conexión con estos monumentos en fechas aún más tardías, de finales del s. II d. C. y principios del s. III d. C.

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Fig. 55: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tumba nº 372 (P. Paris et al. 1926: fig. 51).

Estas construcciones se elevaban sobre un suelo de guijarros y arcilla donde se había preparado previamente la hoguera para incinerar el cadáver (bustum)41. En primer lugar se amontonaban las cenizas, que podían llegar a formar un estrato de hasta 50 cm de espesor y entre las que quedaban diseminados algunos objetos del ajuar y en ocasiones una, dos o incluso tres jarras para libaciones. A continuación, se colocaba una serie de tegulae (en posición horizontal o a doble vertiente) protegiendo los restos de la cremación. A veces se situaban también junto a ellas otras jarras de libación. Seguidamente se cubría con arena el enterramiento y se construía una base cuadrangular sobre la que se situaba una pequeña bóveda de medio cañón fabricada con mampostería –y no con ladrillo, como en otros ejemplos del sur peninsular–, para a continuación encalar todo el conjunto. En algunos ejemplares se pudo constatar, asimismo, la existencia de ornamentación pintada sobre el estuco42, o de una plaquita de unos veinte centímetros de largo, encastrada en uno de los frentes con un epígrafe funerario. Una vez más, los materiales asociados a las cupae de Belo demuestran la importancia de las libaciones en los rituales funerarios llevados a cabo por los habitantes de la ciudad, la conexión de las ofrendas líquidas con los denominados ‘muñecos’, y la posibilidad de ‘intercambiar’ estos últi41 Al menos en tres ocasiones, las cenizas se recogieron en algún contenedor cinerario. En la tumba nº 813, los restos del difunto se introdujeron en un ánfora, en la nº 898 en una urna de piedra y en la nº 903 en una urna. Podría decirse, sin embargo, que nos encontramos ante «cremaciones primarias» en el sentido de que la urna se deposita allí donde se ha realizado la cremación y por lo tanto no era trasladada a un segundo emplazamiento para ser enterrada. 42 C. de Mergelina (1927: 6, 8, figs. 1a, 1b) encontró decoración pintada (en los costados, dos líneas paralelas amarillas unidas mediante otras perpendiculares a las mismas del mismo color y con los bordes pintados de rojo, y ramas con hojas verdes en el frente) alrededor del ‘muñeco’ que quedaba además enmarcado entre dos prismas. En otro caso se trazó a compás un círculo de color rojo en el lado opuesto al que ocupaba el ‘muñeco’.

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mos con piedras talladas de carácter más o menos anicónico. En las cupae de M. Sempronivs Satvurnivs (nº 351) y L. Annivs Plavtinvs (nº 523)43, por ejemplo, se colocó un ‘muñeco’ en el lado situado frente al mar44. Precisamente, uno de los lados cortos de estos monumentos apareció reservado en otras ocasiones (cupa nº 812 y nº 372) para la ubicación de mesas de libaciones semicirculares, que como ya señaló C. de Mergelina (1927: 9) en su día, cuentan con paralelos claros (decorados además con páteras, vasos y símbolos alimenticios) en el norte de África. La cupa nº 372 resulta especialmente significativa en este sentido. Una vez finalizada la edificación del monumento abovedado se procedió a la construcción de una mesa de libaciones semicircular mediante la yuxtaposición piedras irregulares. Entre dicha mesa y la cupa propiamente dicha se situó un guijarro alargado, que quedaba semienterrado bajo el nivel del suelo, ocupando la posición ‘canónica’ del ‘muñeco’. Justo en el extremo opuesto, esta vez completamente cubierta por la tierra, se colocó una urna, que debía recoger las libaciones que se realizaran sobre este lado de la tumba. Un dispositivo igualmente sofisticado para recoger las libaciones funerarias se pudo documentar en la cupa nº 898. En el lado que miraba al mar se encontró un epígrafe con una dedicatoria a los Manes (Diis manibvs Maniliorvm)45, y un guijarro de gran tamaño situado junto a una urna semiembutida en el mortero. La base de esta última había sido perforada para permitir el paso de las sustancias vertidas sobre el ‘muñeco’ hacia un ungüentario colocado bajo el orificio de la urna. Una moneda de Faustina, esposa de Antonino Pío, falle43 Para ambos casos se ha propuesto un origen extrapeninsular del difunto, a partir, sobre todo, del estudio de los cognomina. Aunque el cognomen Satvrninvs es común, podría revelar un origen norafricano (J.-N. Bonneville et al., 1988: 45, 51). 44 En la página 74 de la memoria publicada en 1926, G. Bonsor cita también el hallazgo de una serie de cupae, situadas al noroeste de los «Ustrina de Pyra», que conservaban aún su ‘muñeco’ (P. Paris et al., 1926: 74). 45 Este epígrafe fue hallado a los pies del monumento, en la cara situada frente al mar, por lo que se supuso que podría haber estado encastrado en la mampostería del mismo. De acuerdo con J.-N. Bonneville et al. (1988: 50), nos encontramos ante la inscripción que señalaba la tumba familiar de los Manilii, aunque reconocen que generalmente las cupae se construían sobre enterramientos individuales. G. Bonsor sólo recoge de manera vaga la aparición de «un coffre de pierre et des cruches» depositadas sobre el emplazamiento de la hoguera. Aunque en ocasiones las jarras fueron utilizadas en la necrópolis como contenedores cinerarios, lo normal es que en este caso los ejemplares citados por G. Bonsor acompañasen como ofrenda al cofre de piedra, como en tantas otras ocasiones. Por lo tanto, según J.-N. Bonneville et al. (1988: 50) deberíamos «admettre que c’est dans l’enclos entourant ce monument que les Manilii ont été enterrés».

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Fig. 56: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Base de monumento altoimperial de planta cuadrangular decorado con pilastras acanaladas y capiteles corintios que fue reutilizado en época tardía para practicar inhumaciones (P. Paris et al., 1926: fig. 62).

cida en el 141, fechaba el conjunto en el segundo cuarto del s. II d. C. (P. Paris et al., 1926: 75)46. Para finalizar este apartado sobre los tipos monumentales presentes en la necrópolis de Baelo Claudia hay que aludir al hallazgo del basamento de un gran mausoleo romano de planta rectangular, situado a unos cincuenta metros de las puertas de la ciudad. G. Bonsor propuso en su momento una datación en época de Claudio o Trajano, por la ornamentación del edificio con pilastras acanaladas y capiteles corintios (P. Paris et al., 1926: 99) (Fig. 56). Lamentablemente no se ofrece ni documentación gráfica de la construcción (si exceptuamos el pequeño croquis par46 Bonsor señala que los ‘muñecos’ desaparecen de la necrópolis en torno a los tiempos de Antonino Pío y Faustina (138-141) porque en las cupae más tardías son sustituidos por grandes guijarros, aunque habría que tomar dicha apreciación cronológica con precaución.

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cial de los cimientos que aquí se reproduce), ni información adicional sobre sus proporciones y el hecho de que el descubrimiento quedase anotado en conexión a la reutilización en época musulmana de la base del mausoleo para depositar inhumaciones ha provocado que el monumento cayese en el olvido en la bibliografía especializada. En la memoria del equipo de P. Paris se recogen también un conjunto de inhumaciones para las que en ocasiones resulta difícil proponer una datación exacta a partir de los datos publicados (Fig. 57). En cualquier caso, este ritual resulta minoritario en la necrópolis47 y en general puede inscribirse en momentos tardíos del Imperio romano o en época altomedieval, aunque algunas probablemente deban remontarse a mediados del s. I d. C como hemos venido recordando en distintas ocasiones a lo largo de estas páginas. Cabe incluso destacar la preferencia en Baelo Claudia por el ritual de incineración en época avanzada del Imperio romano, como parece demostrarse en algunos ejemplares de cupae asociados a monedas que empiezan a acuñarse a mediados del s. II d. C. Algunas de las inhumaciones más antiguas parecen corresponder a enterramientos infantiles, que están documentados en Belo al menos desde época neroniana o aun antes a juzgar por algunos ajuares (P. Paris et al., 1926: 88). Resulta difícil asegurar si todos los ejemplos publicados por G. Bonsor en 1926 fueron hallados en la necrópolis occidental (zona de Cerro Gordo) o si, por el contrario alguno de ellos apareció también en el área de enterramientos situada al este de Baelo48. Estas inhumaciones responden a los tipos habituales de esta clase de enterramientos en el mundo romano –inhumaciones bajo tegulae en posición horizontal, en el interior de ánforas, o en nicho de mampostería con estela–, si bien cabe destacar el escaso número mencionado por Bonsor, siete en total49, so47 De acuerdo con C. de Mergelina (1927: 23): «La proporción de estos enterramientos junto a la de incinerados es mucho menor». Los planos parciales de la necrópolis (P. Paris et al., 1926, Pl. I y Pl. Ibis) realizados en los años veinte, así como las excavaciones llevadas a cabo con posterioridad (J. Remesal, 1979), parecen corroborar esta afirmación. 48 G. Bonsor describe en primer lugar dos tumbas halladas en la Necrópolis Oeste (Cerro Gordo), una de las cuales debe fecharse en época tardía. A continuación enumera otros descubrimientos, pero respecto a la ubicación del resto de los hallazgos sólo menciona lacónicamente que fueron encontrados «ailleurs» (P. Paris et al. 1926: 87). Al menos una inhumación infantil en ánfora y sin ajuar fue encontrada a los pies de un adulto en el recinto nº 963, que se encontraba en la necrópolis situada al este del asentamiento (P. Paris et al., 1926: 64, Fig. 28). 49 Unas páginas más adelante (P. Paris et al. 1926: 91) se recoge, sin embargo, la excavación de 16 inhumaciones «des enfants probablement», que G. Bonsor fecha entre Galieno y Quintiliano (253-270) que fueron recuperadas en los trabajos dirigidos por C. de Mergelina, aunque no aparecen citados en

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Fig. 57: Baelo Claudia. Tipos de sepulturas de inhumación (C. de Mergelina, 1927: fig. 16).

bre todo si se tiene en cuenta que las excavaciones de la necrópolis de Belo recuperaron más de mil enterramientos. Con los datos de que disponemos resulta imposible aclarar si esta ausencia se debe al azar – los enterramientos infantiles estarían quizá concentrados en otra zona de la necrópolis–, a la mayor dificultad para diferenciar esta clase de individuos en el caso de las incineraciones (lo que explicaría que apenas queden registradas en el texto de G. Bonsor), al interés del autor de la memoria por destacar únicamente unos cuantos ejemplos de cada tipo de enterramiento, o a un tratamiento diferencial de los cuerpos de los niños quizá en mayor consonancia con los rituales seguidos en algunas necrópolis púnicas. A pesar de todo ello, no debe pasarse por alto otros indicios indirectos del hallazgo de sepulcros infantiles de cremación, que incluían en el ajuar determinados amuletos en forma de falo, campanitas, bullae (al menos se recogieron 19), tabas, o joyas de pequeño tamaño, como algunos anillos, brazaletes o collares recogidos en los catálogos de materiales de la memoria (P. Paris et al., 1926: 89, 140-144, 146, 188). Es interesante señalar que los enterramientos infantiles aparecen dotados, como en otras necrópolis romanas, de elementos de cierto lujo en el ajuar, como pendientes de oro, cuentas de collar de cristal o ámbar, piedras preciosas (ágata), brazaletes de cobre y objetos que tienen el objeto de ‘facilitar’ y ‘asegurar’ el tránsito al más allá de este tipo de difuntos, como las lucernas, las monedas o los clavos de cobre o hierro. En concreto, G. Bonsor describe la tumba de un niño en la que se encontraron siete clavos de gran tamaño (8-10 cm): tres se situaron junto a la la memoria firmada por este último y publicada en 1927. Al parecer, los cuerpos de estos niños habían sido depositados bajo tegulae o en el interior de ánforas.

cabeza, otros tres junto al costado derecho y el último a los pies del cadáver (P. Paris et al., 1926: 88). Algunas inhumaciones se encontraron asociadas a acotados funerarios y a recintos bipartitos, tipos de monumentos funerarios presentes desde la primera fase de la necrópolis. En concreto, dentro del recinto nº 963 se encontró una inhumación sin ajuar de un adulto que tenía a los pies una inhumación infantil en ánfora (P. Paris et al. 1926: 64, fig. 28). Asimismo, en un recinto de grandes dimensiones (nº 507) se inhumó un cadáver que quedó coronado por una piedra cónica, «sorte de bétyle», nos dice G. Bonsor (P. Paris et al., 1926: 68), que muy posiblemente pueda identificarse con algún tipo similar a algunas de las estelas encontradas en las necrópolis de Cádiz o Villaricos. Resulta difícil averiguar si nos encontramos ante una inhumación aproximadamente contemporánea al resto de enterramientos de dichos recintos –no sería el primer caso en el que inhumaciones e incineraciones conviven dentro de un mismo monumento en el mundo romano– o si fueron realizadas en una etapa avanzada de la vida del asentamiento. Este último aspecto parece estar más claro en los otros tres casos presentados por G. Bonsor (P. Paris et al., 1926: 77-81) en el apartado dedicado a inhumaciones tardías. Destaca, como en otras necrópolis de estas fechas la reutilización de ‘materiales antiguos’ en la construcción de nuevas tumbas. Por ejemplo en el recinto nº XXVIII se situaron dos inhumaciones en nichos recubiertos de lajas50. Un cofre funerario se utilizó en uno de los costados de la inhumación más oriental, como si se tratase de una piedra tallada más. También en una de las dos inhumaciones realizadas en el acotado XIII se aprovecha50 Junto a uno de los cráneos apareció una lucerna tardía (P. Paris et al., 1926: 78).

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ron dos estelas de otros sepulcros para reforzar los laterales de la fosa51. En este último caso, sin embargo, el recinto fue construido en un momento posterior al enterramiento en el mismo lugar de varias urnas. De hecho, los muros de cierre se superponen a cuatro cofres funerarios, una urna y la base de una estela52, lo que sugiere que la edificación de esta clase de recintos se prologó en el tiempo más de lo que parecía suponerse. Cierta continuidad ritual con épocas anteriores puede también observarse en uno de los recintos bipartitos (ustrinum y pequeña cripta para urnas)53 tan característicos de la necrópolis de Belo. En un momento difícil de determinar, se procedió a levantar las losas que cubrían el pequeño nicho donde se habían situado previamente las urnas para ir depositando hasta cinco inhumaciones. Pero en general, parece que este grupo de inhumaciones, que G. Bonsor fechó aproximadamente en la segunda mitad del s. III d. C., se encontraron aisladas y no asociadas a ningún tipo de monumento. El cadáver se disponía en una fosa oblonga, que presentaba las paredes reforzadas con mortero o piedras. Como ajuar solía depositarse un plato hondo de cerámica rojo mate, un vaso y una lucerna de época tardía54. Todo el conjunto se recubría con tegulae (en posición horizontal o a doble vertiente) o con una serie de losas que quedaban protegidas a su vez por una capa de mortero hidráulico, a veces encalada, que se elevaba unos 20 o 30 centímetros por encima del suelo según G. Bonsor (P. Paris et al., 1926: 81). Finalmente, en la memoria publicada en 1926, se mencionan un grupo de inhumaciones de época altomedieval, depositadas en oquedades talladas en los restos de los muros de un mausoleo romano, directamente en el suelo o depositadas en fosas recubiertas de losas (P. Paris et al., 1926: 95-101). Dentro del grupo de las inhumaciones hay que 51 Por los comentarios de carácter general de G. Bonsor, da la impresión de que este fenómeno se pudo constatar en otros ejemplos de la necrópolis: «…ces matériaux, qui se trouvaient épars sur le sol, stèles, corniches, chambranles, seuils de porte, etc., furent employés à la construction de tombeaux qui devaient contenir des sépultures d’un autre rite, l’inhumation» (P. Paris et al., 1926: 77). 52 Los materiales encontrados bajo este monumento pueden utilizarse como fecha post quem para datar el recinto: «Cette base couvrait un foyer où, parmi les cendres, on trouva un plat de poterie jaspée, des vases de verre brisés et plusieurs noix carbonisées…». Además, junto a uno de los cofres solapados por el acotado se encontró «perdue dans la terre» una moneda de Faustina II, mujer de Marco Aurelio (fallecida en 175 d. C.) (P. Paris et al., 1926: 80). 53 El número de registro no aparece citado en el texto (P. Paris et al. 1926: 81). 54 De hecho, en su estudio sobre las lucernas del yacimiento que se conservan en el Museo Arqueológico Nacional, J. Remesal (1974) pudo constatar que la gran mayoría de ellas debían situarse en época bajoimperial.

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incluir una serie de 15 enterramientos que presentaban características peculiares. Los cuerpos parecían haber sido arrojados a la fosa sin ningún cuidado, apareciendo en posiciones forzadas o singulares, con las manos sobre la boca o sobre el vientre, con las piernas muy separadas o acuclillados, con la cabeza reposando sobre una gran piedra, o entre cantos rodados y con el cráneo cubierto por fragmentos de ánfora o por un ánfora prácticamente completa. Al menos uno de los cráneos presentaba una profunda hendidura en la frente (C. de Mergelina, 1927: 23). Uno de estos cuerpos apareció en una posición tan inusual para este tipo de enterramientos que los obreros del equipo de Pierre Paris lo bautizaron con el sobrenombre de «el guitarrista». C. de Mergelina (1927: 26) describió el hallazgo de un individuo totalmente encogido que descansaba sobre una capa de pequeños guijarros y una gran piedra que hacía las veces de ‘almohada’ para la cabeza. Otros cantos de gran tamaño limitaban el espacio ocupado por el cuerpo, que había sido depositado junto al muro de un monumento que C. Mergelina describe como un «gran cepotaphium»55 (o tumba con jardín) y fecha en una época anterior a la inhumación, que descansaba sobre un nivel ligeramente superior al del umbral de dicha construcción. En otro enterramiento, se colocó el cadáver boca abajo, con la cabeza en un agujero, la mano derecha, que presentaba una herida se situaba sobre el pecho, y los pies prácticamente fuera de la fosa, debiendo haber quedado a pocos centímetros de la altura del suelo de uso de la necrópolis. Otro de estos individuos había sido introducido sin más en un hoyo, conservando un grueso aro de hierro sujeto al pie. Finalmente se puede incluir dentro de este grupo el enterramiento de dos cráneos bajo el cobijo de un círculo de piedras (C. de Mergelina, 1927: 29). Ya G. Bonsor sugirió que nos encontrábamos ante sujetos que habían sufrido una muerte violenta o que incluso podían haber sido enterrados en vida, aunque rechazó la posibilidad de que estos individuos pudiesen asimilarse a prisioneros, ajusticiados o gladiadores vencidos en los juegos funerarios (bustuarii). En su opinión podrían identificarse con esclavos criminales, inhumados en momentos posteriores al s. III d. C., aunque fue imposible encontrar ningún elemento de ajuar que permitiese aclarar la fecha en la que se realizaron los enterramientos (P. Paris et al., 1926: 91-94). 55 Este término, utilizado para referirse a jardines sepulcrales o tumbas situadas en medio de un jardín, es empleado por C. de Mergelina para referirse a casos como el del gran acotado nº 686, que, por sus grandes dimensiones, de acuerdo con el autor, debió de albergar no sólo un ustrinum y una pequeña cripta para las urnas, sino también «otras dependencias como apparitorium, triclinia, etc.» (C. de Mergelina, 1927: 17).

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Las excavaciones de M. Ponsich (1968), A. Bourgeois y M. del Amo (1969) Tras las excavaciones de G. Bonsor, las investigaciones sobre la necrópolis oriental de Belo no se retomaron hasta finales de los años sesenta del s. XX. En 1968, M. Ponsich puso al descubierto la base de un importante monumento funerario –quizá un acotado– construido a base de grandes sillares, del que sólo apareció publicada una fotografía parcial (A. García y Bellido; D. Nony 1969: 472, pl. V.b)56. Poco después, entre el 23 de junio y el 18 de julio de 1969, la Casa de Velázquez, financió la realización de dos nuevos sondeos entre la vía de acceso a la ciudad y el mar dirigidos por Ariane Bourgeois y Mariano del Amo. El primero, resultó prácticamente estéril57 (sólo se hallaron tres urnas de incineración sin ajuar), pero el segundo58 puso al descubierto 44 tumbas. Dos de ellas respondían al tipo de los pequeños mausoleos cuadrangulares, construidos con piedra tallada y nicho central para acoger una urna. Uno de ellos (A. Bourgeois; M. del Amo 1970, planche I, abajo) mostraba además una oquedad en uno de sus frentes que quizá fue utilizada para introducir las urnas cinerarias, como en el caso de otras estructuras documentadas por G. Bonsor59, aunque tampoco se puede descartar que fuese un lugar reservado para embutir un ‘galet funeraire’ en el muro (P. Paris et al., 1926: Fig. 66). Lamentablemente, ambos sepulcros habían sido violados. Se encontraron varios ejemplos de cajas de piedra que contenían las cenizas y algunos pequeños objetos -ungüentarios, fíbulas- como ajuar. En ocasiones estaban acompañadas de una urna de cerámica o protegidas por una caja rectangular realizada a base de losas de pizarra. Al menos en una ocasión uno de estos cofres se encontró directamente debajo de una ‘estela’ de fuste cilíndrico y base redondeada. Este tipo de marcadores funerarios, estaba acompañado a veces, según comentan A. Bougeois y M. del Amo (1970: 440), por un ‘muñeco’, aunque desgraciadamente sólo ofrecen una fotografía parcial de los ejemplares hallados y no se recoge la planimetría de la excavación con la ubicación de cada uno de los enterramientos y tallas funerarias. Finalmente, la mayoría de las incineraciones se encontraban en urnas 56 El sondeo estaba situado en la cuadrícula Y36 del yacimiento. 57 Este sondeo se realizó sobre un montículo del que se sospechaba que podía esconder los restos de un monumento funerario, aunque, finalmente, resultó ser una de las terreras del equipo de Pierre Paris. 58 Sondeo de 10 x 10 metros. Plan topográfico general, sector F-G / 41-42. 59 Ver por ejemplo la pequeña cripta del acotado reproducido en P. Paris et al., 1926, pl. X, arriba.

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de mediano tamaño tapadas con un pequeño plato de fabricación local. Estos recipientes aparecieron rodeados y cubiertos de piedras y, ocasionalmente, fue posible constatar junto a ellos restos de cenizas. Quizá uno de los aspectos más valiosos de la comunicación de A. Bourgeois y M. del Amo es que por primera vez se propone una datación de los ajuares de la necrópolis basándose en criterios de clasificación cerámica ‘modernos’, aunque no se publican inventarios de materiales o dibujos de los mismos. Los autores señalan también la existencia de cerámica de paredes finas, sigillata, ungüentarios y tazas de cristal, espejos de bronce, perlas de collares, fragmentos de brazaletes y alfileres de hueso, que indicarían que la necrópolis estuvo en uso desde el cambio de era, aunque los objetos de cristal se situaban mayoritariamente en época flavia. La campaña dirigida por J. Remesal Rodríguez En 1973, José Remesal Rodríguez realizó una nueva campaña en la necrópolis situada al sur de la vía que abandonaba la ciudad por el este, junto al sector ya excavado a finales de los años sesenta por el padre Mariano del Amo. Esta intervención no proporcionó datos que modificaran sustancialmente las conclusiones alcanzadas por otros autores anteriormente, si bien la publicación de la excavación en 1979 supuso una aportación fundamental en otras cuestiones. Por ejemplo, por primera vez se presenta un plano con la situación espacial de los enterramientos detallando la asociación de éstos con sus ajuares y publicando un conjunto de dibujos de los materiales recuperados60 (Fig. 58). 60 Es de lamentar que una serie de erratas, posiblemente no atribuibles al autor de la obra, dificulten la lectura de la memoria en algunos casos. Quizá el error tipográfico más importante sea la confusión de los números romanos de un conjunto de tumbas tanto en el texto como en la documentación gráfica. Por ejemplo, en la página 14, dos enterramientos diferentes de incineración reciben el número XII. En la página 15 dice «Tumba XII» una vez más, donde debería decir «Tumba XIII». En la Fig. 3 («emplazamiento de las tumbas»), el número XII se sitúa, sin embargo, junto a una inhumación, que en realidad debería tener el número XXII. En concreto la sepultura que aparece marcada como número VIII en la figura 3 es la número XII, mientras que la número VIII sólo aparece en la figura 4, por quedar situada en un nivel algo más bajo que las tumbas representadas en la figura 3. Asimismo, en la Fig. 3, dos tumbas aparecen señaladas con el número XVIII, cuando la que se encuentra más próxima al Monumento B debería ir acompañada del número XVII. También en la página 25, el encabezado «Tumba XVI» debería decir «Tumba XIV». Los números de tumba sobreimpresos a las fotografías de las láminas, son, sin embargo, correctos. Ver la Fig 58 del presente trabajo con los números de tumba corregidos.

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Fig. 58: Baelo Claudia. Planta de la excavación de la Necrópolis SE. Campaña 1973 (modificado a partir de J. Remesal, 1979: figs. 3 y 4). Las erratas en la numeración de las tumbas de la publicación original han sido corregidas. a. Tumbas 1-22 (excepto T. 8-11), b. Tumbas 8-11, situadas en un estrato inferior.

La excavación se concentró en una superficie de algo más de 50 metros cuadrados en la que se descubrieron 22 sepulturas, dos monumentos que habían sido saqueados y al menos 5 tumbas cuadrangulares construidas a base de sillares que por alguna razón no quedaron recogidos en la memoria publicada en 197961. De las 22 tumbas consignadas en el 61 Aunque no se mencionan explícitamente en el texto publicado en la serie Excavaciones Arqueológicas en España, en una de las escasas fotografías de conjunto del corte abierto por J. Remesal (1979: Lám. III) se pueden observar dos pequeños monumentos cuadrangulares más, aparentemente de pequeñas dimensiones. Unos años antes, se había publica-

do un artículo –en su versión francesa y castellana– donde se recogía la campaña de 1974 en la que se encontraron otros monumentos, entre los que cabría destacar aquel situado al sur del monumento A (P. Rouillard et al., 1975; P. Rouillard et al., 1979). Finalmente, en un artículo que había vio la luz en las actas del XIV Congreso Nacional de Arqueología (J. Remesal et al., 1977, Lám. III), se publicó una imagen con otra «Vista general de la necrópolis», en la que se puede apreciar lo que parecen ser dos nuevas construcciones cuadrangulares de sillería más, situadas al norte del monumento A. Por lo tanto en la superficie excavada se hallaban los restos de –al menos– siete monumentos, como veremos enseguida. Es posible que algunas de estas tumbas monumentales pudieran estar relacionadas con las estructuras que vieron la luz durante las excavaciones realizadas por Ariane Bourgeois y Mariano del Amo en los años sesenta del s. XX.

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texto62, 17 eran incineraciones en urna o cofre y 1 consistía en una inhumación en fosa. En cuatro casos (T. VI, VII, XIII y IX)63, sólo pudo encontrarse una urna depositada como ofrenda, pero no un contenedor cinerario, por lo que J. Remesal (1979: 40) sugirió que quizá en estos ejemplos debamos hablar de cenotafios, más que de enterramientos. Los ajuares proporcionaron objetos situados en un arco cronológico comprendido entre la época de Tiberio y época Flavia, aunque la mayoría parecen datarse en época Claudia (J. Remesal 1979: 45). Aunque el autor no se hace eco de ello en el estudio estratigráfico64, no es imposible que la necrópolis tuviese al menos dos fases, como podría deducirse de la superposición de al menos dos tumbas (T. VIII bajo la T. III) y quizá de la diferencia de cota que se observa entre otras (T. XII = -83 cm; T. XIII = -155 cm). El monumento A parece corresponder al tipo de los recintos bipartitos documentados por Bonsor. Las medidas perimetrales (3,25 x 3,00 m) y la anchura media de los muros (unos 50 cm) se ajustan con bastante exactitud a las que se señalan para esta clase de construcciones en la memoria de 1926. La mitad sur, que presentaba las paredes enfoscadas y un suelo de opus signinum quedó posiblemente reservada para los enterramientos que habían sido saqueados65, pues sólo se encontró un cofre fragmentado y desplazado desde su posición original y un ara de arenisca, al parecer bastante deteriorada, de la que no se ofrece documentación gráfica66. En la mitad situada al norte, que carecía de estucado, se hallaron cenizas como es habitual en la necrópolis. Sin embargo, J. Remesal, cuestionó la posibilidad de que se hubiese podido realizar la cremación de los cadáveres en esta parte del monumento, porque las paredes carecían de huellas de combustión y por los daños que una hoguera de esa magnitud hubiese ocasionado en esta clase de estructuras, y sugiere interpretar este espacio de manera alternativa como un depósito para las cenizas de los individuos enterrados en el monumento A. Como tercera 62 Las apreciaciones que se realizan a partir de este punto están basadas en los datos publicados en J. Remesal (1979). 63 La urna IX apareció tan fragmentada que fue imposible aclarar si se trataba de un contenedor cinerario o de una urna de ofrendas. La urna XIII se encontró junto a la inhumación XXII, lo que quizá indique cierta relación entre ambas, como sugeriremos más adelante. 64 Se describen tres niveles: 1) Estrato superficial, 2) Nivel de utilización de la necrópolis en el que podría distinguirse el «suelo antiguo y el nivel de utilización y abandono» y 3) Nivel geológico (J. Remesal 1979: 12). 65 En este sector del muro se encontró una escotadura que debió de tener la función de sustentar las cobijas que cubrían los contenedores funerarios. 66 Recordemos que G. Bonsor también había encontrado algún ara asociada a este tipo de monumentos (P. Paris et al., 1926: 51-53).

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Fig. 59: Necrópolis SE de Baelo Claudia. ‘Muñecos’ alineados en la base del Monumento A (según J. Remesal, 1979: lám. VI, arriba).

hipótesis podríamos tener en cuenta la posibilidad de que las cenizas correspondiesen a las hogueras realizadas con motivo de ofrendas funerarias de carácter periódico junto a la tumba. La abertura central en el muro divisorio que se observa en planta, podría corresponder, a pesar de su reducido tamaño (unos 25 cm) a la pequeña oquedad reservada para introducir las urnas en la cámara funeraria destinada a tal efecto. Como en otros casos, en la parte orientada hacia la costa se situaron un conjunto de ‘muñecos’, hasta un total de siete, el mayor número registrado en la necrópolis en un solo monumento (Fig. 59). Como ya destacó J. Remesal, entre ellos había ejemplares tanto de carácter antropomorfo como anicónico, demostrando que ambos tipos convivieron en el tiempo y que no es posible establecer una evolución desde formas más abstractas hacia otras figurativas o viceversa. Bajo ellos se habían colocado dos incineraciones en cofre que Remesal fecha en época de Claudio, mientras que a partir de los escasos fragmentos cerámicos asociados al monumento A propone una datación algo más temprana para esta edificación, en torno a Tiberio o Claudio (J. Remesal 1979: 17). Respecto al nivel de uso de la necrópolis cabe destacar una bolsada de cenizas situada en el lateral NO del monumento reflejada en el plano de conjunto de la Fig. 2. Aunque no se menciona en el texto, ni se ofrece una relación de los materiales asociados, cabe especular sobre el origen de este depósito como el resultado de posibles ofrendas realizadas junto al monumento o incluso como el resto de las cenizas de alguna incineración67. Como 67 De ser cierta esta última hipótesis, las cenizas deberían haber quedado por debajo de la cota del suelo de uso. El autor de la memoria señala en distintas ocasiones que junto al contenedor cinerario se depositaron también bolsadas de cenizas (Tumbas XII, XVI, XIX y XXI). ¿Deberíamos pensar en una selección de las cenizas y huesos que se introducen en

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veremos más adelante, la delimitación del nivel del suelo de uso parece ser un elemento importante de cara a la interpretación de los ‘muñecos’ de Belo. Aunque Remesal asegura en la página 12 que tanto los ‘betilos’, como algunos montones de piedras, ‘afloraban’ sobre el suelo antiguo indicando la presencia de un enterramiento, también señala, refiriéndose a los ‘muñecos’ del monumento A que «en un momento indeterminado se hizo una pequeña plataforma en el lado sur del monumento A. Esta plataforma formada por cantos rodados de considerable tamaño en su línea exterior y por piedras pequeñas en su interior, está por encima de la cota más alta de los betilos de la cara sur del monumento A, de forma que cubría a varios de ellos...»68 (J. Remesal, 1979: 13). Queda por explicar cómo es posible que el supuesto empedrado que ocupaba el sur del monumento A apareciera «a nivel de base de los betilos (-91 cm)» (J. Remesal, 1979: 13) cuando en la figura 3 se recogen una serie de tumbas aparecidas a menor profundidad (tumba XII = -83, tumba III = -84, tumba XIX = -85) que evidentemente debieron quedar cubiertas, a su vez, por al menos algunos centímetros de tierra. A pesar de la escasez de datos estratigráficos cabría plantearse dos posibilidades. O bien el monumento A, con el empedrado o suelo de uso fue bastante anterior a las tumbas que aparecieron en cotas superiores y por lo tanto anterior a época de Claudio, o bien dicho empedrado, por el que, por otra parte, hubiese sido algo difícil transitar teniendo en cuenta que no todas las piedras presentaban en superficie una cara plana según se aprecia en la lám. V, debiese interpretarse de alguna otra manera y que el suelo de uso se encontrase incluso a un nivel superior, cubriendo las distintas tumbas y dejando ‘semi-enterrados’ a los ‘betilos’ que se repartían por la superficie de la necrópolis. El monumento B, ubicado al este del monumento A, tenía unas dimensiones de 2 x 2 metros y debió quedar reservado para un enterramiento individual que se situaría en una pequeña oquedad ubicada en el centro de la construcción, como en otros casos documentados por G. Bonsor69. El cimiento consistía en un núcleo compacto de guijarros amalgamados con cal «cuya cara superior indica el nivel de utilización de la necrópolis (-91 cm)» (J. Remesal, 1979: 17). Sobre él apoyaba una hilera de sillares almohadillados, casi con seguridad reutilizados, que recuerla urna y en una «muestra» de las cenizas de la pira que se colocarían junto a esta última? ¿O quizá nos encontremos ante los restos de pequeñas hogueras realizadas junto al contenedor funerario justo antes de sellar el enterramiento? 68 La cursiva es mía. 69 Por ejemplo, la Tumba del Muñeco (P. Paris et al., 1926: 30).

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Fig. 60: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Sillares almohadillados –con gran probabilidad reutilizados– empleados en la construcción del monumento B (J. Remesal, 1979, lám. XV, abajo).

dan de cerca el tipo de talla empleada en paramentos monumentales de época púnica, como la Puerta de Sevilla de Carmona o las murallas de la vecina Carteia (Fig. 60). En algunas imágenes de la construcción (J. Remesal 1979: lám. XV, abajo) se puede apreciar que el módulo del almohadillado del sillar de la derecha es menor que el del sillar de la izquierda y, en cualquier caso, el gran tamaño de estos bloques, que podrían rondar los 50 cm de acuerdo con la escala presente en la fotografía, podría estar indicando su fabricación para un monumento de gran escala que no parece corresponder a un sepulcro de 4 m2. J. Remesal (1979: 18) observó además una serie de oquedades en la cara oculta de estos sillares que no presentan ninguna utilidad práctica dentro del pequeño monumento funerario en el que fueron encontrados. Aunque la parquedad de materiales recuperados hacía difícil establecer una fecha, J. Remesal se pronunció a favor de una datación anterior a Claudio, basándose en la posición estratigráfica del posible túmulo de piedras que tapaba a la urna XIV (fechada a su vez en época de Claudio), levantado en una fase en la que el monumento B había sido ya destruido. Además, según se detalla en la memoria, la boca de la jarra para ofrendas de la T. XV se encontraba a una altura algo superior a la línea de base del monumento B, aunque no se ofrece la datación de este enterramiento donde también apareció una taza de paredes finas con asas y tres fragmentos de t. s. de las formas Drag. 18 y Drag. 30. En una de las láminas que se presentan en la memoria se pueden apreciar dos pequeños monumentos cuadrangulares más de los que no se hace mención en el volumen dedicado a la necrópolis que podrían corresponder a los descubiertos por A. Bourgeois y

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Fig. 61: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Pequeños monumentos de planta cuadrangular situados junto al Monumento A. (modificado a partir de N. Dupré, 1974: lám. III. Se han añadido los nombres de los monumentos sobre la foto original).

M. del Amo. Como se aprecia en la lám. III (Fig. 61), en la que la costa aparece como telón de fondo, estas dos construcciones no recogidas en la planimetría general, que podríamos denominar ‘monumento C’ y ‘monumento D’, se situaban al oeste del monumento A. Únicamente el monumento C aparece representado mediante un dibujo esquemático en la plata publicada a modo de ‘avance’ de la memoria de excavación en un artículo de la revista Mélanges de la Casa de Velázquez (N. Dupré, 1974: Fig. 3)70 (Ver montaje con todas las plantas publicadas en la Fig. 68). La mayoría de los enterramientos, sin embargo, no contaron con monumentos de este tipo, sino que hicieron uso de urnas o cofres, como ya había podido constatar el equipo dirigido por G. Bonsor a mediados de los años veinte. Todos ellos menos uno respondían con bastante fidelidad a un mismo esquema: urna o cofre cinerario acompañado de una ‘jarra’71 o ‘enocoe’, que contenía un vaso de paredes finas en su interior y tenía la boca tapada por un cuenco de cerámica común. La tumba XVI destacaba especialmente por su abultado ajuar, que consistía en cuatro 70 Traducción castellana en P. Le Roux, N. Dupré (1975: fig. 5). 71 Considero que la expresión «urna» que utiliza J. Remesal en su memoria para referirse a ellas puede llevar a equívoco a la hora de analizar el ritual funerario de la necrópolis de Belo. Este tipo de recipientes fueron hallados en 18 enterramientos (de un total de 21), y sólo en 5 casos pueden denominarse «urnas» con propiedad. El resto contaban con un asa y más raramente dos, lo que les confiere unas cualidades como recipientes «vertedores» de las que carecen las urnas. Por otro lado la asociación entre cofre y ‘jarra’ ha sido observado en otras necrópolis del norte de África, como Tiddis (P. A. Février, 1970: 48, 83) o sicilianas, como Lilibeo o Erice (A. M. Bisi, 1970). Por ello me parece importante señalar la diferencia mediante una denominación distinta a la de «urna», para que este detalle ritual no quede difuminado en la descripción de los materiales.

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ungüentarios piriformes de vidrio, un anillo de oro con entalle de coralina, un espejo, varias perlas hemiesféricas de vidrio y seis clavos; pero en general el resto de los individuos se contentaron con un ungüentario, algún clavo u otros objetos metálicos72. Junto a algunas de estas urnas cinerarias se habían depositado cenizas además del ajuar colocado fuera y dentro del recipiente destinado a los restos del difunto. El conjunto se rodeó en ocasiones de piedras, sobre las que se superponía un «betilo». J. Remesal menciona al menos un caso en el que el enterramiento había sido señalado con una plataforma rectangular fabricada con cascotes unidos con cal. «Sobre ella» –se nos dice– «destacaba un betilo. Al costado Sur de la plataforma sobresalía una estela piramidal de base rectangular» (J. Remesal et al., 1977: 1168). En total, en la memoria de 1979 se menciona la aparición de una docena de piezas de carácter betílico. Siete de ellas («betilos» nº I a VII) se hallaron apoyadas contra el cimiento suroccidental del Monumento A, compartiendo ubicación «betilos» de carácter anicónico (nº I, IV y, posiblemente nº V y VI73) con otros en los que se podía apreciar la somera talla de un rostro (nº II, III) o un ejemplar de carácter fálico (nº VII), según la interpretación de J. Remesal. El resto de los «betilos» (nº VIII-XII) estaban dispersos por la superficie de la cuadrícula, al parecer asociados a acumulaciones de piedras (excepto el nº IX74), pero no siempre, frente a lo que cabría suponer, señalando la situación de un enterramiento, según se aprecia en la planimetría de la excavación (J. Remesal, 1979: figs. 3 y 4). Los «betilos» VIII, X, XI y XII sí se superponían a las tumbas XII, XVII, XVI y XX respectivamente, pero J. Remesal no pudo asociar piezas similares a otras acumulaciones de urnas, mientras que el «betilo» IX no apareció relacionado con ningún enterramiento, aunque no se puede descartar que en este último caso el enterramiento correspondiente quedase oculto en el perfil de la cuadrícula excavada (Figs. 62 y 63). La tumba XVIII pudo haber contado también con un tipo de estela particular75, si, como parece en las 72 Un análisis más detallado de los ajuares encontrados tanto en las excavaciones de principios del s. XX, como las de los años setenta se realizará unas páginas más adelante. 73 Las únicas imágenes presentadas en la memoria (J. Remesal 1979: láms. V.B, VI.A) son de carácter general y no permiten apreciaciones de detalle sobre la tipología de estas tallas. 74 Del que, por cierto, tampoco conservamos ninguna imagen o dibujo. 75 Como hemos comentado anteriormente la asociación de la Tumba XVIII al Betilo XI en el texto de J. Remesal (1979: XX) se debe a una errata. En la lám. XII A se aprecia con claridad la distancia que mediaba entre dicho enterramiento y el «Betilo» XI.

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Fig. 62: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Relación entre la disposición de las tumbas y la ubicación de los betilos hallados durante la excavación (modificado a partir de J. Remesal, 1979: fig. 2. Se han superpuesto los números de tumba y betilos sobre la planimetría original). Compárese con la Fig. 58.

fotografías, se encontró asociada a una piedra tallada de forma piramidal en posición vertical, quizá similar a las documentadas en Belo (P. Paris et al., 1926: pl. IX, fila superior, en el centro) o en otras necrópolis como Villaricos y Cádiz, aunque desgraciadamente, J. Remesal (1979) no realiza ningún comentario adicional sobre las circunstancias del hallazgo (Fig. 64). Durante la excavación se encontró únicamente una inhumación (T. XXII), que J. Remesal propuso situar en un momento tardío. Según el autor, el cadáver se depositó en una profunda zanja situada en el costado este del monumento A, «con la cabeza mirando al Este, el brazo derecho flexionado con la mano sobre el pecho, el izquierdo extendido con la mano sobre la pelvis y las piernas ligeramente flexionadas. En superficie se había indicado la sepultura haciendo una especie de murete paralelo al muro Este del edificio A, con piedras reutilizadas de otras construcciones funerarias» (J. Remesal 1979: 32). Me gustaría recordar en este punto una de las ‘urnas-ofrenda’ no asociadas a ningún contenedor funerario que ha sido mencionada unas líneas más arriba. Esta urna, que J. Remesal denominó tumba XIII apareció sin embargo junto a la única inhumación del conjunto (Fig. 65). Si esta última no fuese un enterramiento tardío, como considera J. Remesal, sino una tumba más o menos contemporánea al resto, podría interpretarse la urna situada junto a las piernas del difunto como

la ofrenda ‘canónica’ que aparece en el resto de sepulturas de la necrópolis, en la que se repite la asociación «restos funerarios/ofrenda de una jarra». La inhumación no aportó ningún tipo de material asociado, si obviamos la vasija monoansada recién mencionada, fechada por su ajuar en época flavia. Por otro lado, J. Remesal asegura que los materiales «revueltos» como consecuencia enterramiento del cadáver deben fecharse en época Claudia76. Por otro lado, en la lám XVIII, se observa una delgada línea que marca el límite del «elemento interfacial vertical» (E. C. Harris, 1991: 93) que se generó al excavar la fosa para depositar al difunto (Fig. 66). Si asumimos que dicha unidad estratigráfica se prolongaba en línea más o menos recta hasta el otro extremo de la fosa, tendremos que concluir que la urna depositada a escasos centímetros de las piernas del cadáver pudo constituir la ofrenda funeraria de la inhumación nº XXII77. 76 Se trataba de «restos de urnas de cerámica común, un ungüentario Issing (sic.) 8 y un vaso de paredes finas arenosas» (J. Remesal 1979: 15). J. Remesal explica la aparición de estos materiales argumentando que el «enterramiento tardío» había sido el «causante de la destrucción de una o más tumbas de incineración» (J. Remesal, 1979: 32). 77 Se podría proponer como explicación alternativa que la urna correspondió a un enterramiento cenotáfico realizado con posterioridad a la inhumación y que habría perforando el estrato generado previamente al realizar la fosa cuadrangular, alcanzando, por azar, la cota de los pies del cadáver. Si todo ello fuera cierto, la datación de la inhumación debería ser aún más antigua de lo propuesto anteriormente.

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Fig. 63: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Fotografías de los betilos publicados por J. Remesal y recogidos en la Tesis Doctoral de I. Seco (modificado a partir de J. Remesal, 1979: lám. 28 –Betilos II, III, VII, X y XI, sin escalas en el original– e I. Seco, 2003 –Betilos I, IV, VIII y XII). Agradezco a I. Seco estas imágenes inéditas.

A la hora de considerar esta hipótesis se debe tener en cuenta que, además, la posición de los restos óseos en el lateral del monumento encuentra también un equivalente exacto en las incineraciones situadas junto a los muros de los monumentos A y B (T. I, II, XIV, XV, XIX). Por otro lado, tampoco debemos pasar por alto que la base de la urna XIII parece quedar situada aproximadamente al mismo nivel que los

huesos conservados del individuo inhumado78. Sabemos que en el mundo romano el ritual de la inhuma78 Aunque esta observación no excluya la posibilidad de que en un momento tardío se excavase una fosa hasta alcanzar el nivel de las urnas, cuando menos permite plantear una duda sobre la cronología propuesta para la inhumación XXII, sobre todo si se tiene en cuenta la extensión de la tierra de color más oscuro que parece rodear al cuerpo y a la urna cerámica.

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Fig. 64: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Piedra tallada de forma triangular asociada a la tumba XVIII (J. Remesal, 1979: lám. XVI, abajo).

ción convivió con el de la incineración, aunque los porcentajes de ambos variasen a lo largo de los siglos y que en la misma Baelo se encontraron inhumaciones asociadas a monedas de época de Claudio –por no hablar de otros ejemplos peninsulares y extrapeninsulares–. Por eso, parece razonable abrigar, al menos, cierta duda sobre la fecha tardía otorgada a la inhumación número XXII. Otro aspecto que merece la pena destacar es la misma posición del cadáver. Aunque sea difícil de establecer con seguridad únicamente a partir de la fotografía publicada podría parecer que el cuerpo se colocó en decúbito lateral, una postura (como hemos visto anteriormente, ya documentada en alguna ocasión por G. Bonsor en sus excavaciones), que no es la más usual dentro del mundo romano, en el que predomina el decúbito supino. Enfrentado a la dificultad de proponer un contexto cultural para enterramientos sin ajuar asociado, G. Bonsor optó por relacionar los enterramientos de Belo con algunas sepulturas –por cierto también sin ajuar– que él mismo había encontrado en Campo Real (Carmona) y con otras, esta vez sí claramente fechables en época tardía, halladas en Villaricos y en la colonia Rusaddir (Melilla) (P. Paris et al., 1926: 99-10179). Lo que sin duda tienen en común todos estos enterramientos es la posición del cadáver y el haber sido encontrados en contextos funerarios bajo la influencia de tradiciones culturales ‘norafricanas’. Por sí misma, la posición del cuerpo, al igual que el ritual de inhumación no puede ser considerada un indicio suficiente para pronunciarse a favor o en contra de una cronología tardía, pues, si 79 Según J. Remesal (1979: 32) el cadáver se depositó «en posición de decúbito supino», aunque la posición ligeramente ladeada del cráneo y de las piernas, podría inducir a pensar que el cadáver se colocó de otra manera.

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Fig. 65: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Urna ofrenda (‘tumba’ XIII) posiblemente asociada a la inhumación de la tumba XXII (J. Remesal, 1979: lám. IX, abajo).

Fig. 66: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Tumba nº XXII. Obsérvense las huellas de la fosa de inhumación en el estrato de tierra de coloración algo más oscura que el resto que rodeaba al cadáver y muy probablemente a la ‘tumba’ XIII, cuya urna ha sido retirada antes de tomar la foto (J. Remesal, 1979: lám. XVIII, abajo).

bien esta manera de colocar el cadáver se mantuvo ciertamente hasta época medieval, los cuerpos en decúbito lateral flexionado han sido también encontrados entre otros lugares en algunas necrópolis ‘libio-fenicias’ como la de Bou Hadjar (finales del s. IV-principios del s. II a. C.), donde, precisamente se considera esta posición como un aspecto ritual característico de contextos funerarios libios (S. Lancel, 1994: 274; M. H. Fantar, 1993: 321). En octubre de 1974 se reanudaron los trabajos en la necrópolis SE, aunque los datos obtenidos durante esta campaña sólo aparecieron publicados en forma de avance en un artículo. Según los firmantes de la comunicación se abrieron entonces tres cuadrículas de 5 x 5 m al S. de las excavadas el año anterior, aunque según se aprecia en la planta también se extendió la superficie de la cata hacia el norte y el no-

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Fig. 67: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Imagen donde se puede apreciar la posición de dos monumentos (G y H) situados al norte de los Monumentos A, E y F (modificada a partir de J. Remesal et al. 1977: lám. III).

Fig. 68: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Superposición de plantas publicadas de las campañas de 1973 y 1974 con la nomenclatura propuesta en el texto para los distintos monumentos. La planta del monumento D y de los monumentos situados al norte del monumento A permanecen inéditas, aunque conocemos su existencia gracias a dos fotografías (ver figs. 61 y 67, elaboración propia).

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roeste (P. Rouillard, J. Remesal, P. Sillières, 1975: 526, fig. 9)80 (Ver montaje de todas las plantas publicadas en la Fig. 68). El estudio de la estratigrafía volvió a confirmar la presencia de abundantes restos cerámicos, generalmente muy fragmentados, en el nivel superficial de la necrópolis, en el que también se pudo apreciar restos en diversas áreas que delataban la acción del fuego. Curiosamente, bajo el nivel de las urnas, en el estrato en el que se asentaban los cimientos de los monumentos funerarios, se encontraron los restos de tres inhumaciones infantiles. Aunque no se describe en detalle, se menciona que dos de ellas estaban acompañadas de algunas piezas de ajuar y, en concreto, la tumba de uno de estos individuos proporcionó un vasito de paredes finas decorado con espinas de época augustea. La excavación al sur del monumento A puso al descubierto dos nuevos monumentos cuadrangulares que denominaremos ‘monumento E’ y ‘monumento F’81, aunque es muy difícil llegar a una conclusión –basándose únicamente en la información publicada– sobre la relación de estas dos construcciones. Podría argumentarse, como defiende J. Remesal, que nos encontramos ante dos monumentos independientes y en este caso, deberíamos pensar que el monumento E fue construido con anterioridad al monumento F, adosado al primero, pero situado claramente en un estrato inferior (Figs. 67 y 68). No es posible establecer un juicio válido sin poder analizar las relaciones estratigráficas entre los muros de ambas construcciones, pero si pudiese confirmarse que el monumento F estaba adosado al monumento E y que no fueron el resultado de dos etapas distintas de la necrópolis sino del mismo proceso constructivo, podríamos plantearnos la posibilidad de que en este caso nos encontremos con un monumento (E) al que se añadió una pequeña cámara subterránea (F), con la superficie exterior revocada de cal, para contener las incineraciones, siguiendo un esquema habitual en la necrópolis. Al parecer el monumento E apareció ‘saqueado’, es decir, vacío, mientras que el monumento F estaba ‘intacto’ y contenía cuatro enterramientos depositados en urnas cerámicas y en una caja de piedra. La mayoría de las tumbas, sin embargo, correspondían, como se había podido constatar en la campaña del año 1973, a sepulturas de cremación, con80 Traducción castellana: P. Rouillard, J. Remesal, P. Sillières, 1979. 81 J. Remesal bautizó a estos monumentos con las letras B y C. La letra B no es adecuada, porque ya se utilizó para referirse a un monumento funerario situado al este del monumento A que fue descubierto durante la campaña de 1973. En las ilustraciones que presento en este trabajo he optado por modificar los nombres que J. Remesal otorgó a estos dos monumentos para evitar la confusión (vid Fig. 68).

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tenidas en urnas o larnakes sobre los que a veces se acumulaba un pequeño túmulo de piedras coronado por un ‘betilo’, a veces de carácter antropomorfo y otras un simple guijarro hincado. En una fotografía de la tumba 1 se puede observar además una piedra troncopiramidal que estuvo embutida en la mampostería de un monumento cuadrangular de pequeño tamaño (P. Rouillard et al., 1979: lám. XXIV). Asimismo, se encontraron un bustum cubierto por tegulae, una sepultura tapada también por tegulae a doble vertiente (según J. Remesal de tipo cenotáfico) y una pequeña estructura rectangular fabricada con fragmentos de cerámica y piedras con un ‘betilo’ o gran piedra trapezoidal en la cabecera. Los ajuares recogidos en esta intervención apenas difieren de los estudiados en 1973, ofreciendo una datación en torno a los dos últimos tercios del s. I d. C. Cabe destacar, sin embargo, el aumento de los hallazgos de terra sigillata en las tumbas ahora analizadas, aunque como carecemos de descripciones pormenorizadas de los ajuares es difícil decir si se trataba de vasos fragmentados o completos y cuántos de ellos fueron recuperados. Sí sabemos que uno de los ajuares más ricos, el de la tumba nº 14 de la campaña de 1974, consistía en tres urnas de cerámica común, tres vasos de terra sigillata sudgálica (dos de forma Drag. 24/25 y otro de tipo Drag. 18), un vaso y dos jarritas de vidrio, así como una lucerna de pico redondo (P. Rouillard et al. 1975). Este esquema en el que se repite un «juego de mesa» formado por tres elementos (urna, plato, y vasito/jarrita) en terra sigillata por triplicado es una de las características que se están empezando a documentar en algunas necrópolis hispanorromanas como la de La Constancia en Córdoba. Finalmente, J. Remesal, P. Rouillard y P. Sillières presentaron una comunicación en el XIV Congreso Nacional de Arqueología, en la que resumieron los hallazgos principales de las últimas excavaciones llevadas a cabo por la Casa de Velázquez en Baelo Claudia. En la lám. III de la publicación resultante se pueden observar dos nuevos monumentos cuadrangulares situados al norte del monumento A (que podríamos denominar monumentos G y H), de los que no poseemos más información que la propia constatación de su existencia a través de la imagen (J. Remesal et al., 1977) (Figs. 67 y 68). 3.

EL ORIGEN DE LA CIUDAD Y LA ‘ROMANIZACIÓN’ DE LAS NECRÓPOLIS DE BAELO CLAUDIA

Belo presenta, pues, un panorama mucho más complejo que el de una ciudad provincial que se ha

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ajustado, con mayor o menor fortuna, a los patrones romanos y en más de un aspecto se intuye una personalidad marcada por su carácter de ciudad portuaria y pesquera, de nexo de unión entre las dos orillas del estrecho de Gibraltar. Baelo Claudia no era sólo un enclave idóneo para la pesca, por la conjunción de corrientes marinas frías y cálidas y por el paso estacional de peces migratorios como el atún, sino también uno de los lugares de embarque principales de la Península para aquellos viajeros que querían alcanzar el norte de África (Estrabón III, 1, 8 y Plinio N. H., libro V. III, 7), a la vista de los habitantes de la ciudad. Estrabón utiliza además el término emporion para referirse a la actual Bolonia, un adjetivo que sólo se asocia en sus páginas a ciudades con una importante actividad comercial, como las antiguas Málaga, Cartagena, Ampurias, Sevilla o Córdoba, y situadas en un puerto de mar o fluvial. El autor de Amasia también alude a la floreciente industria de salazones de la que se han conservado notables restos en el yacimiento (P. Sillières 1997: 28; Arévalo, Bernal, 2007). Aunque, como hemos visto, sea difícil intentar aclarar la relación entre el primitivo asentamiento de la Silla del Papa y el nuevo enclave situado junto a la costa que tomó prestado el nombre indígena de su antecesor, el carácter híbrido de Baelo Claudia queda reflejado desde un primer momento en los restos arqueológicos. Las emisiones monetales de la ciudad de época republicana son especialmente significativas en este sentido. Fueron incluidas por Zobel de Zangróniz a finales del s. XIX en un grupo de monedas que él denominó «libiofenicies» por el uso de un neopúnico aberrante en las leyendas de estas cecas. En concreto, el término ‘libio-fenicio’ fue tomado prestado de las fuentes clásicas82. La referencia más antigua se debe a Heródoro, que a finales del s. V a. C. menciona a los libiofenicios como colonos de Cartago que habitaban junto a tartesios e íberos. También Éforo, a mediados del s. IV a. C., identifica a este grupo como colonos de Cartago localizados en el sur de la Península Ibérica (J. Siles, 1976: 406; J. L. López Castro, 1992: 57). Pero incluso la propia etimología de la palabra remite al carácter ‘mixto’ de esta población, pudiendo ser incluida en toda una serie de términos compuestos utilizados por las fuentes griegas para describir grupos de gentes cuyas características étnicas contrastaban con la de la mayoría de los individuos del territorio en el que se encontraban (F. Burillo, 1998: 13). Este 82 Las fuentes fundamentales para el problema de estos grupos de población norafricana asentados en el sur de la Península son Avieno: Ora Marítima, vv. 420-424; Scymnos de Chios: Periegesis, V, 196-198; Plinio: III, 8; Apiano: Hisp., 56; Ptolomeo: II, 4, 6 y Maciano de Heraclea entre otros.

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sería el caso no sólo de los libyfoinikes (fenicios occidentales, asentados en Libia), sino también de otros grupos como los syrofoinikes (fenicios orientales asentados en Siria), los keltiberes (celtas situados en territorio ibérico) o los blastofenicios (los fenicios que viven en territorio bástulo). Sin embargo, el problema de a qué grupo se refieren las fuentes exactamente cuando hablan de los libiofenicios, dista de estar resuelto. Quizá en un primer momento el término ‘libiofenicio’ tuvo connotaciones de carácter esencialmente geográficas –aquellos fenicios que habitaban en Libia, o en el norte de África en general–, pero adquiriría con el tiempo rasgos administrativos –comunidades norafricanas con lazos de dependencia o servidumbre respecto a Cartago– y étnicos –descendientes de los matrimonios entre cartagineses y poblaciones libias autóctonas (A. Domínguez Monedero 1995b: 228; J. L. López Castro, 1992: 50). Tito Livio (XXI, 22, 3) da testimonio de ello cuando alude a los 450 jinetes libio-fenicios que describe como «una raza púnica mezclada con africanos» que formaron parte de las tropas mercenarias (en la que también estaban alistados númidas y mauri) y que quedaron bajo el mando de Asdrúbal para guarnecer Hispania durante la segunda guerra púnica (A. Domínguez Monedero, 1995a: 111). Otros autores como Diodoro coinciden en utilizar el término «libiofenicio» cuando se refieren al grupo étnico surgido como fruto de matrimonios mixtos entre la población de raíces semitas y la población originaria Libia (J. L. López Castro, 1992: 50). Aún mayores dificultades surgen cuando se trata de identificar a los libiofenicios citados por las fuentes con otros grupos étnicos de carácter mixto (púnico-hispano) en tierras peninsulares y la distribución de las monedas denominadas de manera convencional «libiofenicias», pero que, por otra parte, comparten una serie de rasgos definitorios que permiten individualizarlas dentro del panorama más amplio de las acuñaciones republicanas. En opinión de J. L. López Castro los libiofenicios podrían asimilarse a los libios de la zona que circundaba Cartago, que tras un proceso de aculturación fueron empleados como fuerza de trabajo por el estado norteafricano en su ambicioso proyecto de colonización agrícola en el litoral del norte de África, Sicilia, Cerdeña, Ibiza y la Península Ibérica entre los siglos V y IV a. C. En este proceso de asentamiento se reproduciría el régimen de dependencia que establecía lazos de servidumbre entre estas comunidades y la metrópoli (J. L. López Castro, 1992: 50, 62). A. Domínguez Monedero sugiere que las monedas que se han denominado tradicionalmente «libiofenicias» habrían sido acuñadas por comunidades políticas compuestas por los descendientes de los libios «semitizados» y los

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númidas que llegaron a Iberia durante la segunda guerra púnica. Estos grupos habrían recibido tierras poco pobladas o marginales respecto a los grandes núcleos de población semita en las regiones de Cádiz y Extremadura donde se han documentado este tipo de acuñaciones. Según este autor, las diferencias formales que se aprecian en este grupo de monedas se deberían, precisamente, a un deseo consciente por parte de dichas comunidades de mantener su identidad y conservar tradiciones en las que el elemento númida debió tener un gran peso. Finalmente, propone asignar a estas acuñaciones el calificativo de «blastofenicias», puesto que el asentamiento de estas tropas de origen libio se habría producido en territorio de los bástulos (A. Domínguez Monedero 1995b: 238). M. P. García-Bellido, defiende, por el contrario, que estas cecas deben integrarse en los territorios adscritos por las fuentes a los túrdulos o cercanos a ellos (M. P. García-Bellido, 1995a: 133). Aunque los enclaves exactos han sido objeto de discusión, se podrían individualizar dos núcleos en el territorio: uno alrededor de Gades (Asido, Oba, Bailo, Lascuta, Iptuci y posiblemente Vesci) y otro en la Beturia Túrdula (Turirecina y Arsa). Según esta autora, es muy probable que el asentamiento de comunidades de libiofenicios (mercenarios y no mercenarios) en la Turdetania tras la segunda guerra púnica generase un horizonte de comunidades híbridas, en la que el componente púnico fuese aún lo suficientemente importante para que, dos o tres siglos más tarde, los geógrafos greco-latinos insistiesen aún en «denominarlos como túrdulos, ni turdetanos ni libiofenicios» (M. P. García-Bellido, 1993: 131). De hecho es el mismo Estrabón, hablando de la Turdetania, el que nos recuerda que «la sujeción de estos parajes a los fenicios fue tan completa que hoy en día la mayoría de las ciudades de Turdetania y de las regiones vecinas están habitadas por aquellos» (Estrabón, 3, 2, 13) (M. P. García-Bellido, 1990: 372). Independientemente de lo acertado o no del término, sí es posible enumerar una serie de características comunes de estas piezas. El conjunto de estas acuñaciones está compuesto por ases, semises y cuadrantes fabricados únicamente en bronce. M. P. García-Bellido ha propuesto recientemente una datación para ellas entre la segunda mitad del s. II a. C. y la primera mitad del s. I a. C. Las más antiguas, si tenemos en cuenta sus pesos unciales y los grandes cospeles, podrían corresponder a las monedas de Lascuta, Asido y Turirecina, que podrían situarse en la segunda mitad del s. II a. C. (M. P. García-Bellido, 1985-1986: 499). Los letreros que contienen están escritos en latín y en un neopúnico aberrante, en el que se incluían numerosos extranjerismos, se había iniciado un proceso de vocalización y se había sustituido la escritura

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retrógrada común en las lenguas semíticas por otra de tipo dextrógiro. Otra de las peculiaridades de estas inscripciones es que generalmente presentan más signos que su transliteración latina, a pesar de que nos encontramos ante una escritura defectiva. Se ha propuesto como explicación la unión al topónimo de una fórmula administrativa bien documentada en el mundo púnico, b’l, o FALT (p’tl), que podría traducirse por «de los ciudadanos de», u «obra de». Esta fórmula se estampó al menos en las monedas de Bailo, Asido y Oba, pero ha sido atestiguada también en las acuñaciones de otros centros como Gades, Sexi, Tingis o Panormo, lo que parece indicar que nos encontramos ante un sistema administrativo de carácter púnico. J. Solà Solé demostró a principios de los años ochenta del siglo XX que, a pesar de las irregularidades mencionadas, nos encontramos ante un sistema lingüístico semita, con tres sibilantes y signos faríngeos y guturales, de carácter defectivo en el que se observa una incipiente tendencia a la vocalización como en otras escrituras neopúnicas. Algunas cecas habrían conservado en sus inscripciones detalles etimológicos que permiten relacionarlas con el mundo fenopúnico, como en el caso del antropónimo Bodo, recogido en las monedas de Lascuta, o el mismo nombre de ciudades como Bailo, Asido y Turirecina. En el caso de los topónimos de algunas de estas cecas (Asido, Turirecina), se podría incluso entrever la presencia de algunos elementos gramaticales feno-púnicos (M. P. García-Bellido, 1985-1986: 500; M. P. García-Bellido, 1993: 99; J. Solá-Solè, 1980: 85-87). Otra de las características que permite establecer lazos de conexión entre este grupo de ciudades y el mundo púnico de los últimos siglos de la República, es la iconografía monetal. En el caso concreto de Belo se conocen dos series. Por un lado, las acuñaciones bilingües con un toro con o sin estrella y creciente en el anverso, y con una espiga y el nombre de la ciudad en neopúnico y latín en el reverso, y, por otro las acuñaciones con leyenda latina, que pueden incluirse en tres grupos principales. En los anversos se reproduce el mismo motivo que en las acuñaciones neopúnicas con toro, con o sin creciente y espiga (tipo 1), cabeza de Melqart con espiga (tipo 2) o caballo a la derecha (tipo 3). Mientras que en los reversos se encuentra la espiga con la inscripción Bailo; el toro a la derecha con el nombre de la ceca (Bailo) y el del magistrado monetal; o un atún con el nombre de la ceca, creciente y estrella, respectivamente. El gusto por las representaciones simbólicas, con crecientes, astros, animales y frutos es característico del norte de África, donde encontramos algunas representaciones en estelas y monedas de época repu-

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blicana que por estilo y contenido se encuentran muy cercanas a las de las monedas «libiofenicias». En las acuñaciones de monedas de ciudades como Bailo, Lascuta o Asido, se observa además una evolución hacia formas antropomorfas que podría estar relacionada con procesos de ‘helenización’ de las representaciones que se estaban produciendo de manera paralela en las monedas hispano-cartaginesas y púnicas. En estas ciudades se opta por representar a Melqart bajo la iconografía de Hércules, pero respetando atributos semitas de esta divinidad, como la espiga (M. P. García-Bellido, 1985-1986: 506). La representación de Hércules sin leonté pero asociado de alguna manera a la espiga es común en el mundo africano donde, tras un proceso de sincretismo con Melqart, fue considerado un dios de carácter agrario, que protagonizaba anualmente un ciclo de pasión, muerte y resurrección que le devolvía a la vida (agricultura), tras pasar por el fuego (verano). Como dios de la fertilidad y protector de la agricultura su espada aparece rematada por una espiga o rama vegetal en numerosas representaciones realizadas en gemas (M. P. García-Bellido, 1985-1986: 512). Respecto al culto a esta divinidad oriental en el sur de la Península Ibérica, no hay que olvidar que, además de todas las representaciones iconográficas de Hércules-Melqart de las monedas cartaginesas e hispano-cartaginesas de los últimos siglos de la República, en la vecina Cádiz existía un santuario donde, según la leyenda transmitida por autores como Mela o Justino, se rendía culto y conservaban las reliquias del dios (M. E. Aubet, 1994: 238, A. García y Bellido, 1963b; J. M. Blázquez, 2001). Otra de las facetas del dios que no penetraron en el Hércules clásico fue su carácter marino, como dios protector de la navegación, patrón de los comerciantes, colonos y navegantes que partían de Tiro. De hecho la asociación de esta divinidad con animales marinos no está presente únicamente en Belo, sino también en Gades, donde se le puede ver en las monedas junto a delfines y atunes, o en las acuñaciones de Tiro, donde cabalga sobre un corcel marino. La asociación de Melqart y atunes de las emisiones de Bailo parecen especialmente adecuadas en el contexto de una ciudad como Bolonia, de carácter portuario, punto de embarque fundamental hacia el otro lado del estrecho, y donde la abundancia de pescado de la que se nutría la industria de salazones debían tener gran importancia. La espiga, sin embargo, no fue un atributo únicamente asociado a Melqart en el mundo púnico. Este era uno de los símbolos más frecuentes de otras divinidades frugíferas como Tánit o Ba’al-Hammon. La corona de Tánit estaba realizada con espigas, especialmente en su representación «a la griega» en mo-

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nedas siciliotas, cartaginesas o hispánicas. Su relación con Melqart era tan estrecha que algunos autores han llegado a sugerir una posible hierogamia y la representación de Melqart con su paredro simbolizada en al espiga en el caso de las emisiones de Belo (M. P. García-Bellido 1985-1986: 510). La asociación espiga/Ba’al-Hammon, es asimismo frecuente en las estelas y monedas africanas donde se destaca el carácter agrícola de esta divinidad. Se podría entonces proponer una identificación entre Hércules y Ba’al-Hammon en los anversos de las monedas de Bailo, que al parecer no se produjo sólo en la Península, sino también en otros centros del mundo púnico. Esta interpretación cobra aún más sentido si tenemos en cuenta la asociación de estas efigies con representaciones de toros –que sería otra manera de aludir a Ba’al-Hammon– y la posible relación etimológica del nombre de la ciudad con el de la divinidad oriental (J. M. Solá-Solè, 1980: 44)83. En cualquier caso, la iconografía de la ceca de Bailo, en la que encontramos también el emblema del caballo en el reverso, como en las monedas que los Bárquidas habían acuñado en Iberia, nos induce a pensar que nos encontramos ante una ciudad habitada, al menos en época republicana, por gentes de religión semita, que hablaba un dialecto neopúnico de rasgos particulares, y que compartía con otras ciudades de la órbita cartaginesa un tipo de acuñaciones de carácter claramente oriental (M. P. García-Bellido, 1990: 373). Es posible que otros elementos de este substrato cultural estén en la base de la configuración de algunas edificaciones de carácter religioso de la ciudad de Bolonia, insinuando, una vez más, que nos encontramos ante un asentamiento de carácter híbrido, aunque se tienda sólo a destacar la adecuación de determinados elementos urbanísticos a modelos vitruvianos. Dejando a un lado la presencia de técnicas constructivas como el opus Africanum, o el almohadillado de corte helenístico de las puertas de la ciudad, se puede mencionar también la «peculiar» estructura –tres templos independientes– del denominado «capitolio» de la ciudad. Ya M. Bendala rechazó en su estudio sobre capitolios hispanos la asimilación de los templos de Belo a este tipo de construcciones (M. Bendala, 19891990: 14-17). M. P. García-Bellido coincide con el autor en sus conclusiones y sugiere la posibilidad de que los templos de Belo respondan a una interpretatio Romana de cultos de carácter púnico (M. P. García-Bellido, 2001: 326). En la reciente monografía publicada por la Casa de Velázquez sobre los tres tem83 Por el contrario, otros autores, como F. Chaves Tristán y E. García Vargas, han insistido, aunque sin negar en su conjunto las tesis anteriores, en el carácter económico de símbolos como atunes o espigas (B. Mora Serrano, 1993: 71).

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plos del foro, se defiende sin embargo, la hipótesis del capitolio, aunque se hace breve mención a las similitudes observables entre el caso de Baelo y «sanctuaires tripartites de type africain» construidos en ciudades como Sufetula (Sbeitla, Túnez), o Cirta (Argelia) (J. -N. Bonneville et al. 2000: 183). a)

El estatus jurídico de la ciudad

Las monedas republicanas proporcionan también algo de información sobre el estatus jurídico de la ciudad en época romana. Como en otros muchos casos, no se conoce con toda seguridad el momento concreto en el que la ciudad obtuvo el estatuto municipal, ni se puede establecer una relación clara entre el momento de su fundación, un sistema administrativo basado en el derecho romano y la ‘romanización’ de la cultura material del asentamiento y sus necrópolis. En cualquier caso, los epígrafes monetales nos permiten constatar la existencia de algunos ediles que estuvieron al cargo de las amonedaciones, como por ejemplo Publio Cornelio, edil y responsable de las acuñaciones en el s. II a. C. Conservamos también menciones más tardías a magistrados que cumplían la función de dumviros, al consejo municipal (ordo baelonensium) formado por decuriones y o al populus con ocasión de la concesión de honores fúnebres a un individuo destacado (P. Sillières, 1997: 30, 34). Pero, en general, sabemos muy poco del estatuto jurídico del asentamiento hasta momentos avanzados. El nombre oficial de la ciudad y su carácter municipal (aunque desconocemos si se trataba de un municipio de derecho latino o de ciudadanos romanos) están atestiguados por el altar, fechado en la primera mitad del s. II d. C, concedido por decreto al dumviro Q. Pupius Urbicus, que ha sido desarrollado como sigue: Q(uinto) Pupio Vrbico / Gal(eria tribu), (duo) vir(o) M(unicipii) C(laudii) B(aelonensis) / ex dec(reto) ordinis / Q(uintus) Pupius Geneti(v)us / pater et / Iunia Eleuthera / mater / piisimo filio / posuerunt (P. Le Roux et al. 1975: 131). También en el Itinerario Antonino, datado en el s. III d. C., se recoge el sobrenombre de «Claudia» asociado al nombre indígena del yacimiento. Éste ha sido el principal argumento, si exceptuamos la adscripción a la tribu Galeria de algunos ciudadanos de Bolonia que podría estar indicando una concesión temprana, incluso augustea, del estatuto municipal, para justificar la promoción de la ciudad en época de Claudio (Tiberius Claudius) o Nerón (Nero Claudius). Algunos autores han querido relacionar la concesión del estatuto municipal por parte de Claudio a ciudades como Volúbilis o Baelo con la anexión y pacificación

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de la Mauritania Tingitana. Baelo Claudia debió jugar un papel importante en la logística de la campaña militar que tuvo lugar entre 40 y 44, fundamentalmente como lugar de concentración y partida de las tropas que llegaban desde el interior de la provincia de Gades con orden de cruzar el estrecho en dirección a Tingis (P. Jacob, 1987: 147; P. Le Roux et al. 1975: 140). Sin embargo, Plinio, en el 77 d. C. aún la denomina Oppidum Baelo (N. H. III, 1, 7), por lo que algunos autores sugieren como hipótesis que el asentamiento pudo alcanzar el estatuto de ciudad de derecho latino en un primer momento para ser promocionada más tarde a Muninicipium Civium Romanorum (P. Sillières, 1997: 29). En todo caso, no deja de llamar la atención el hecho de que todos los individuos de los que tenemos constancia a través de la epigrafía del yacimiento sean ciudadanos romanos, excepto en el caso de un peregrino (P. Sillières, 1997: 29; J. -N. Bonneville et al. 1988: 145). b)

La ‘romanización’ y los tipos de las tumbas presentes en las necrópolis de Baelo Claudia

Algunos de los tipos de enterramiento presentes en las necrópolis de Baelo Claudia pueden aportar datos especialmente interesantes para el análisis de la ‘romanización’. Determinados monumentos, como las tumbas turriformes, han sido destacados como ejemplos de la influencia que en este tipo de arquitectura ejercieron los modelos norafricanos, mientras que otras clases de construcciones, como el posible monumento circular interpretado en un primer momento como un ninfeo, podrían responder a modelos característicos de la Península Itálica. En cualquier caso, sin entrar en un análisis detallado de cada de uno de los tipos de tumbas presentes en el yacimiento que excedería con creces los límites de este capítulo, merece la pena detenerse en algunos monumentos concretos, que permiten individualizar la necrópolis de Baelo Claudia dentro del conjunto de cementerios romanos del sur peninsular, que ofrecen aspectos singulares o de difícil interpretación. Incineraciones en urna / cofre Posiblemente, el tipo de enterramiento más frecuente en la necrópolis de Belo fue la simple incineración, contenida en una urna o cofre de piedra depositado en una oquedad excavada en el suelo. Este tipo de sepultura estuvo ampliamente difundido por todo el Mediterráneo en época helenística y altoimperial. Fue frecuente, por ejemplo, entre las clases

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populares de la Península Itálica (J. M. C. Toynbee, 1971: 101), pero también en Cartago, donde, a partir del s. IV a. C., la sepultura predominante es una pequeña cista de piedra caliza con tapa a dos aguas que contiene los restos incinerados (S. Lancel, 1994: 207). En el entorno inmediato de Bolonia, dejando a un lado el precedente de la recurrente inclusión en urnas y larnakes de los restos funerarios en algunas necrópolis ibéricas (P. Rodríguez Oliva, 2002), distintas necrópolis romanas de tradición púnica han proporcionado un gran número de ejemplares. En Carmona se hallaron más de 2000 piezas, alguna con el nombre inciso en la tapadera (M. Bendala 1976: 107, M. Belén 1983), y de Cádiz proceden distintos ejemplares sin patas y con cubierta plana o a doble vertiente, o con patas talladas a bisel (A. M. Gordillo Acosta, 1987: 467). Este tipo de recipientes aparecen tanto de manera aislada como señalados por algún tipo de estela, o incluidos dentro de distintas clases de monumentos, como los recintos con cripta de Belo o las cámaras hipogéicas de Carmona. En cualquier caso, la sencillez de los ejemplares hispanos, abundantes en necrópolis como Carmona o Belo, contrasta con los ejemplares tallados en piedras duras y con decoración en relieve que se suelen encontrar en otras necrópolis del mundo romano. Inhumaciones Otro de los enterramientos de carácter más sencillo de las necrópolis de Bolonia son las inhumaciones en fosa. Las inhumaciones halladas en el yacimiento responden como hemos visto, sin embargo, a distintos tipos y es muy posible que deban fecharse en momentos más o menos distantes entre sí. Aunque se ha tendido a atribuir a casi todas ellas una fecha tardía (lo que sin duda es correcto en numerosos casos), sabemos que las más antiguas pueden remontarse a mediados del s. I d. C., y que Bonsor encontró algunas a cierta profundidad bajo un estrato de incineraciones (P. Paris et al. 1926: 16). Hace ya algunos años, M. Bendala recordaba en un artículo dedicado al estudio de los rituales de incineración e inhumación en el sur de la Península, que algunas de estas inhumaciones debieron de haberse realizado en los primeros tiempos del uso de las necrópolis, porque, según quedó reflejado en los datos publicados sobre las excavaciones realizadas a principios de siglo, estos enterramientos proporcionaron «les mêmes objets, le même mobilier que dans les urnes cinéraires» (M. Bendala, 1991a: 78). Además sabemos que algunas de estas tumbas estaban situadas en el tramo inicial de la vía que dejaba el asentamiento por el este, en una zona

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más próxima a la puerta de la muralla que muchas de las incineraciones altoimperiales excavadas hasta el momento, es decir, en un sector donde, por lógica, deberían haberse encontrado algunos de los enterramientos más antiguos de la ciudad romana, mientras que las inhumaciones tardías se desplazaban hacia el norte de la necrópolis oriental. A pesar de ello, la datación precisa de estos enterramientos se ha visto dificultada, en general, por la completa ausencia de bienes acompañando a los restos del difunto, lo que en varios casos obedece no tanto a características del ritual, como a que las tumbas habían sido saqueadas antes de su descubrimiento. En otras ocasiones, son las mismas características del tipo de enterramiento las que, más que servir de guía, conducen a la indefinición por la simplicidad de la estructura, excepto en casos como los de las escasas inhumaciones bajo tegulae a doble vertiente encontradas en distintas necrópolis del asentamiento, propias de época imperial romana. Mayores dificultades presenta la adscripción cultural de un conjunto de inhumaciones practicadas en sarcófagos monolíticos lisos o compuestos de varias piezas, o colocadas en fosas forradas de piedras y cubiertas por pequeñas losas del mismo material. En época tardía se reviste a veces el interior de la fosa con mortero u opus signinum o se construye una estructura paralepípeda mediante la adición de tegulae, mampuesto, ladrillo o losas de piedra, mientras que otras veces se introduce en la fosa sarcófagos de plomo o de piedra decorada, presentando en muchas ocasiones una orientación Oeste-Este. Tampoco es infrecuente la presencia de más de una inhumación en el mismo enterramiento, caso documentado al menos en una ocasión en Bolonia, o la ausencia de ajuar, aunque en otras ocasiones se incluyó algún objeto de cerámica o vidrio (A. Fuentes, 1989: 241-260; J. Furgús, 1907: 155, J. Furgús, 1908: 209)84. Pero las tumbas de inhumación en una cista rectangular construida a base de sillares o sarcófagos monolíticos o formados por dos bloques de piedra, están presentes también en distintos lugares de enterramiento fenicio-púnicos de nuestro país y el norte de África, como en la necrópolis de Jardín, Puente de Noy, Cádiz, Villaricos o Byrsa, por citar sólo algunos ejemplos. Las fosas o sarcófagos cubiertos por losas de piedra un tanto irregulares son también características de este ámbito cultural (M. L. Ramos, 1986: 44-45, A. Tejera, 1979: 57-78, H. BenichouSafar, 1982: 97-100, M. E. Aubet, 1986: 615-616, 621, M. Gras et al., 1991: 135). Y, por lo tanto, ca84 Excepcionalmente también han aparecido varias inhumaciones en una sola tumba de fosa en las necrópolis de Cartago (H. Benichou-Safar, 1982: 97).

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bría preguntarse, si, al menos en algún caso, el recurso a este tipo de enterramientos debe inscribirse en el sur de la Península en un proceso de largo desarrollo, que tiene su origen remoto en el mundo púnico. Así, en emplazamientos donde la influencia cultural púnica fue intensa, como en las necrópolis de Villaricos, algunas inhumaciones de época antigua presentan ‘características comunes’ con enterramientos tardíos de los que se diferencian fundamentalmente por los objetos incluidos como ajuar, pues también se realizaron en fosas forradas de lajas de piedra o con piedras de otros monumentos reutilizadas, se orientaron en ocasiones en dirección E-O, se les dio forma antropoide o contenían más de un enterramiento dentro de una sola fosa (M. Astruc, 1951: 25-28). A momentos posteriores, precisamente, corresponde el Grupo F de Astruc que consiste en un conjunto de sepulturas de inhumación en fosas cavadas a poca profundidad, de forma rectangular, redondeada o irregular, a veces recubiertas de losas de piedra o pizarra, ocasionalmente de forma antropoide, donde se depositaba el cadáver sin ataúd. El ajuar, aunque escaso, permite fechar alguna de estas tumbas en época tardorrepublicana y altoimperial (M. Astruc, 1951: 48-52). En la fase tardorrepublicana de Puente de Noy predomina el ritual de inhumación sobre las incineraciones. Los cadáveres se situaban en fosas de varios tipos, con uno, dos o cuatro escalones laterales que a veces están recubiertos de sillares. También están documentadas las fosas de carácter antropomorfo con uno de los lados menores de mayor longitud que el otro selladas con losas planas o a doble vertiente (F. Molina et al., 1982: 23-24). En fin, en Cádiz, donde se ha llegado a afirmar –quizá de una manera un tanto exagerada–, que todas las tumbas de época republicana son inhumaciones (R. Corzo, 1992: 271), las tumbas de cista de sillares son bien conocidas. Estos enterramientos han sido vinculados en ocasiones a tipos de tumbas frecuentes en el Marruecos atlántico y se ha destacado la pobreza de sus ajuares –a veces inexistentes–, reducidos a alguna pieza de la indumentaria del difunto y más raramente a algún objeto cerámico (platillos, ungüentarios), lo que dificulta enormemente la datación precisa de cada sepelio, hasta el punto de que R. Corzo reconoce que algunas «deben ser contemporáneas de las incineraciones de tipo romano, pero los ajuares son tan escasos y monótonos, que no han permitido, por el momento, diferenciar una evolución cronológica en el rito o la forma de la tumba» (R. Corzo, 1992: 271-274; A. Muñoz, L. Perdigones: 2000: 883). En Lilibeo (Sicilia) las fosas revestidas con sillares, cubiertas o no, presentan una cronología entre el s. IV a. C. y los siglos I-II d. C. En Olbia (Cerdeña),

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se han fechado entre la mitad del siglo III a la mitad del siglo II a. C. enmarcándose en el contexto de una necrópolis púnico-romana (A. Tejera, 1979: 72-73). También en época imperial romana encontramos otros ejemplos de inhumaciones en el interior de fosas revestidas de sillares y sin ajuar procedentes de la necrópolis oriental de Tiddis (por ejemplo la tumba 12, P.-A. Février, 1970: 72), cuya estructura es muy similar, si exceptuamos diferencias debidas al ritual funerario, a la mayoría de las tumbas de incineración en hoyo rodeadas de grandes piedras del yacimiento. También la necrópolis romana de la Puerta Cesarea en Tipasa conservaba en el momento de la excavación un conjunto de inhumaciones intercaladas «descuidadamente» con los monumentos de plata cuadrangular y las cupae de la necrópolis. Estos enterramientos consistían en inhumaciones in nuda terra siempre desprovistas de ajuar, para las que S. Lancel proponía una fecha tardía, por encontrarse, según este autor, en un estrato superior al del resto de monumentos del yacimiento (S. Lancel, 1970: 157, 211). Ninguno de estos descubrimientos resulta una novedad en el marco de la arqueología funeraria norafricana. Ya a principios del siglo XX, en su descripción de los monumentos funerarios de época romana en la zona argelina, S. Gsell (1901: 40-42) señalaba la existencia de sepulturas de inhumación de planta cuadrangular, que presentaban a veces una forma redondeada en la parte más próxima a la cabeza, tapadas con losas de piedra. También los sarcófagos monolíticos, en forma de artesa de estas regiones tenían forma rectangular o ligeramente redondeada en el extremo donde quedaría ubicada la cabeza del difunto. El padre Furgús, encontró en las cercanías de Belo, en la zona de Záhara de los Atunes, otra necrópolis de incineración romana situada en el mismo cerro que proporcionó «un buen número de sepulturas abiertas en roca viva» con formas antropomorfas o con la cabecera redondeada (Fig. 69). Según el autor este tipo de sepulturas era muy común en la región, como demostraba el hallazgo de centenares de ellas junto al entonces denominado Cortijo del Moro, situado a los pies de la Sierra de Retín y junto al Cortijo de la Java, que se encontraba en las inmediaciones de Záhara. Precisamente en este último lugar descubrió el religioso seis tumbas de este tipo que no habían sido saqueadas, aunque, de nuevo, no proporcionaron ningún ajuar funerario: «en una de ellas solamente apareció una especie de herramienta de hierro, pero tan oxidado ya, que se deshizo luego en menudos pedazos» (J. Furgús, 1908: 216). Él mismo había encontrado en Bolonia, en la Necrópolis Este, un conjunto de nichos funerarios en un bloque de mampostería, acompañados únicamente por un par de clavos, algu-

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Fig. 69: Tipos de sepulturas excavadas en la roca de la zona de Záhara de los Atunes (según J. Furgús, 1908: 216).

nas delgadas láminas de bronce utilizadas como anillos y fragmentos de cerámica romana. Junto a ellas había también sarcófagos de piedra cubiertos con pequeñas losas del mismo material, aunque desgraciadamente sólo uno de ellos contenía como ajuar un brazalete de cobre (J. Furgús, 1907: 155, J. Furgús, 1908: 209). Algunos años después, durante la exploración previa al inicio de las excavaciones dirigidas por P. Paris, el equipo del investigador francés encontró «plusieurs rangées de sépultures à inhumation» muy cercanas a la puerta este, «entre la muraille et les premiers tombeaux romains», que fueron interpretadas como los restos de un cementerio cristiano visigótico. Una vez más se pudo constatar la ausencia de ofrendas junto a los cuerpos inhumados y la orientación de éstos con la cabeza hacia el Oeste. Las sepulturas tenían la forma de «abrevaderos» o «artesas» de piedra en algunos casos, mientras que en otros no eran más que fosas recubiertas de mampostería o simples oquedades excavadas en al tierra y recubiertas de losas de piedra (P. Paris, G. Bonsor, 1918: 126). Si bien en determinados casos es difícil establecer una cronología segura, también es cierto que algunas sepulturas de inhumación situadas en fosas recubiertas de losas pueden fecharse con seguridad en época bajoimperial a partir de los ajuares recuperados por G. Bonsor a principios del s. XX como monedas, platos de t. s. y lucernas tardías (P. Paris et al. 1926: 78, 82). A lo largo de las excavaciones realizadas en los años 60, en la misma zona donde habían sido detectados con anterioridad por G. Bonsor, vieron la luz sarcófagos de características más o menos similares, considerados «tardíos» sin distinción en el momento de su descubrimiento. A. García y Bellido, G. Nicolini, D. Nony y C. Domergue dieron breve noticia, en

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un artículo publicado en 1968, de un sondeo realizado a menos de 30 metros de la puerta este: «Plusieurs sarcophages de pierre, violés et cassés, sont apparus dans le niveau du IIIe siècle, à quelque 50 cm audessus d’un sol stuqué. Au-dessus de ce sol, une couche au matériel désordonné (T. S. gallo-romaine, hispanique A, lampes des Ier et IIe siècles, T. S. claire A) reposait sur le sol stérile à 1 m 50 de profondeur» (A. García y Bellido et al. 1968: 397). Un año más tarde, M. Ponsich excavó en un sector ubicado al norte de la puerta este, poniendo al descubierto un conjunto de 18 tumbas de inhumación (aunque sólo fue posible recuperar los restos de tres individuos), orientadas en sentido E-O. Todas ellas, excepto un cofre de piedra como los hallados frecuentemente en la necrópolis, se podían incluir en dos grupos principales: tumbas cuadrangulares con las paredes forradas de materiales reutilizados (piedras talladas, ladrillos) o sarcófagos monolíticos tallados a veces en 3 ó 4 bloques de piedra. No fue posible encontrar ni el ajuar funerario ni la cubierta de ninguno de estos enterramientos (A. García y Bellido, D. Nony 1969: 472). Finalmente, en el año1973, se realizó una intervención en la misma zona con resultados muy similares, según nos describe N. Dupre: «J. Remesal comenzó la excavación en el “Huerto de Ríos”, que se encuentra al sur de la carretera moderna. Los cimientos de la muralla Este de la ciudad, descubiertos a 15 centímetros bajo el nivel actual del suelo, sirvieron de punto de referencia, esto permitía esperar que las sepulturas más antiguas estarían situadas en sus cercanías. Los resultados fueron otros: la zona en cuestión está ocupada por el lienzo de la muralla caído (…) Un sondeo llevado a cabo más al este en el mismo “Huerto de los Ríos” permitió descubrir tres tumbas tardías de inhumación, semejantes a las descritas por P. Paris. Las cuatro grandes piedras que constituían la cobertura estaban recubiertas a su vez por tres capas de piedras voluminosas. Aun aquí, la tierra era tan compacta que la excavación carecía de interés dado que, además, las tumbas encontradas no comportan material alguno. Hacía falta pues, buscar la necrópolis más antigua en otro sector. Se comenzó de nuevo la excavación en la necrópolis sudeste, cerca del llamado “Hornillo de Santa Catalina”…» (P. Le Roux, N. Dupre, 1975: 213). Cabría preguntarse, para intentar aclarar la cuestión de la cronología de algunas de estas inhumaciones, qué sabemos del asentamiento en el período correspondiente a la Tardía Antigüedad. Sin embargo, la etapa final de la ciudad de Baelo Claudia es aún mal conocida. Sólo se puede afirmar con seguridad que la ciudad se extendió a partir de mediados del s. IV entre la basílica y la puerta oeste (recorde-

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mos que la mayoría de las inhumaciones de las que tratamos se encontraron en la necrópolis este), así como junto a los templos. Aún no ha sido posible encontrar edificaciones dedicadas al culto cristiano, como una basílica o un baptisterio, en torno a las cuales podrían haberse arremolinado las tumbas de este período. Se tiene constancia de enterramientos tardíos en el interior de la ciudad y en la denominada «necrópolis tardía» del norte del asentamiento, bastante alejada tanto de las puertas como de las vías principales de entrada a la ciudad, ubicaciones características de las necrópolis altoimperiales. Si escasos son los datos conservados sobre el período tardoantiguo en el asentamiento, aún lo es más la información que poseemos sobre Bolonia a principios de la Alta Edad Media. Las noticias se reducen al hallazgo de algunos fragmentos de cerámica de finales del s. VI o principios del s. VII que han sido utilizados como argumento fundamental para situar el abandono definitivo de la ciudad en este momento. Posiblemente, sólo un detenido estudio tipológico de estos enterramientos y de los escasos objetos que aparecieron asociados, de los que desgraciadamente sólo conservamos vagas descripciones, podrán establecer una datación segura para cada una de estas tumbas. Aunque sin duda los tipos de inhumación mencionados se mantuvieron en uso y fueron especialmente populares a finales del Imperio, no se puede descartar que algunos de estos enterramientos puedan ser fechados en épocas algo anteriores, o que en cierta manera pudieran responder al continuado recurso, a lo largo de los siglos, de costumbres funerarias de amplia tradición en el sur de la Península y el norte de África. Las fosas, cistas y sarcófagos de piedra por sí mismos definen con dificultad la cultura y la época en la que se realizó el enterramiento, si no van acompañados de un ajuar que permita realizar un juicio más preciso al respecto. Otros de los enterramientos más enigmáticos de Baelo Claudia corresponden a un conjunto de inhumaciones de individuos depositados en la tierra sin ningún cuidado, en posiciones extrañas y forzadas (encogidos, acuclillados, en decúbito prono, etc.) en fosas sin ajuar y que en ocasiones presentaban indicios de haber sufrido algún tipo de herida (P. Paris et al., 1926: 91-94; C. Mergelina, 1927: 23-29). G. Bonsor propuso su identificación con esclavos criminales, que habrían sido enterrados en momentos posteriores al s. III d. C. El caso era muy excepcional en la Península Ibérica hasta el reciente descubrimiento de una necrópolis de época republicana en la calle Quart de la ciudad de Valencia, en la que sorprendentemente predomina el ritual de la inhumación en las primeras fases de utilización del lugar del ente-

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rramiento, fechado en el último tercio del s. II a. C.85 Los cadáveres se situaron en fosas simples, fosas cubiertas con adobes y tumbas de cámara o hipogeos. En el primero de los casos se excavaba una fosa rectangular de grandes dimensiones (1,80 x 0,70 m.) en la que se introducía el cuerpo de difunto. Las posiciones en las que aparecieron algunos individuos –sentados, en posición fetal, o en decúbito prono– y el hecho de que no se introdujese ningún tipo de ajuar en su sepultura, recuerda a alguna de las peculiares tumbas halladas en Baelo Claudia (E. García Prósper, P. Guérin, 2002: 205; L. Alapont, 2002). Uno de los sepulcros de inhumación de la calle Quart perteneciente a una fase posterior (s. I-III d. C.), contenía la parte inferior de un esqueleto con una argolla de hierro en la tibia izquierda, que sin duda presenta similitudes con el enterramiento de un individuo en hoyo, con un grueso aro de hierro en torno al tobillo, que fue exhumado durante las excavaciones de principios de siglo en Baelo Claudia. Interesa señalar que diversas inhumaciones pertenecientes a distintas fases (s. II a. C.-III d. C.) de la necrópolis Valenciana de la calle Quart, en las que el individuo yacía en posición de decúbito supino y orientadas mayoritariamente de E-O, no contenían ajuar alguno, lo que supone, una vez más, una llamada de atención a la hora de fechar indiscriminadamente cualquier enterramiento que responda a estas características en época tardoimperial o altomedieval. Fuera de nuestro país se pueden señalar otros ejemplos de necrópolis dentro de la órbita púnica, donde las excavaciones arqueológicas han puesto al descubierto enterramientos de individuos en posiciones un tanto extrañas. Quizá uno de los lugares donde estas inhumaciones presentan mayores similitudes con algunas de las tumbas descritas en Bolonia es la necrópolis de Sétif, donde se pueden encontrar tanto incineraciones como inhumaciones. Generalmente los individuos inhumados se colocaban en una fosa simple con la cabeza orientada hacia el oeste –11 casos–, aunque también hay ejemplos donde la cabecera estaba situada en otra dirección: en 3 ejemplos hacia el norte, en dos al sur y en otros dos al este. Los ajuares que acompañan estos enterramientos son escasos (por ejemplo una jarra), o están incluso completamente ausentes. Al parecer las tumbas carecían de elementos que señalasen su ubicación, como estelas u otra clase de monumentos, si bien, en algunas ocasiones, la fosa había sido delimitada con unas simples lajas de piedra, o cubierta con algunas tegulae. Aparente85 Al parecer, recientemente ha visto la luz una fosa común de época romana durante una «excavación de urgencia» en la ciudad de Mérida, que permanece aún inédita.

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mente, aproximadamente en el mismo nivel que estas inhumaciones en decúbito supino se arrojaron algunos cuerpos que quedaron enterrados en posiciones poco usuales, como se puede apreciar en el caso de las tumbas A429, A379 y A303, esta última con curiosas similitudes con el individuo bautizado por los obreros de G. Bonsor como «el guitarrista» de la necrópolis de Belo (P.-A. Février, A. Gaspary, 1966-1967: figs. 8, 9 y 10). ¿Podrían estos cuerpos corresponder, como quería G. Bonsor, a esclavos criminales o grupos marginales de población (noxii)? En el mundo romano, los cadáveres de los más pobres o aquellos que no eran reclamados por ningún familiar se arrojaban sin mayor cuidado y se dejaban pudrir, o se cremaban o enterraban de manera descuidada. Aunque el enterramiento de los cuerpos era un precepto de carácter religioso y entre las funciones de los encargados de las pompas fúnebres (libitinarii) se encontraba la de recoger y hacerse cargo, a costa del erario público, del sepelio de los cadáveres abandonados de criminales ejecutados, suicidas ahorcados y esclavos, se conservan inscripciones en la ciudad de Roma prohibiendo arrojar todo tipo de basura (cadáveres incluidos), en ciertas áreas más allá de las murallas, lo que indica que esta práctica debía ser más frecuente de lo que cabría suponer (V. Hope, 2000a: 110-111). Los cuerpos de los más pobres eran tratados como cadavera, «carne abandonada», más que como corpora con derecho a un funeral de acuerdo con los preceptos religiosos romanos. Se calcula que alrededor de 1.500 cuerpos eran abandonados anualmente en la ciudad de Roma. Muchos de ellos acababan siendo arrojados a fosas comunes (puticuli), que quedaban incluso expuestas a la luz del día en algunos casos. Los suburbios destinados al enterramiento de los más pobres eran considerados, sin embargo, loca publica y estaban segregados espacialmente de la mayoría de las tumbas que ostentaban el estatus jurídico de loca religiosa (J. Bodel, 2000: 129, 134). Si los cuerpos arrojados a una fosa sin ningún cuidado de Bolonia, pudiesen ser, finalmente, relacionados con enterramientos de noxii, sería uno de los pocos ejemplos documentados en las necrópolis de la Península Ibérica. En cualquier caso, este tipo de enterramientos corresponden sin duda a un grupo de población al que, por alguna razón que se nos escapa, se le negó los rituales preceptivos debidos a los muertos. Inhumaciones infantiles Otro de los grupos de población que aparecen inhumados en la necrópolis de Bolonia son los niños.

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Apenas se conservan datos sobre esta clase de enterramientos, más allá de los comentarios de tipo genérico de G. Bonsor sobre el asunto. La mayoría parecen corresponder a inhumaciones en fosa cubiertas por lajas de piedra, tegulae en posición horizontal, en el interior de ánforas o en nicho de mampostería con estela, es decir, a tipos de enterramiento que responden grosso modo a lo habitual en el resto del Imperio para esta clase de individuos. Desde luego no se puede descartar que muchos otros inmaturi fueran cremados en Baelo, como parecen indicar algunos objetos hallados entre los ajuares de las tumbas de incineración, como bullae u objetos de adorno personal de pequeño tamaño. El método de enterramiento de los infantes y la necesidad de realizar rituales específicos para los individuos incluidos dentro de este grupo de edad, podría considerarse un elemento a tener muy en cuenta a la hora de estudiar los procesos de ‘romanización’86. Sin embargo, al aproximarnos al tratamiento diferencial de este grupo de personas en el mundo fenicio púnico se plantea el problema del polémico significado del término tofet. Este tipo de lugares, dedicados específicamente al enterramiento de niños de corta edad, que posiblemente sólo de manera excepcional fueron sacrificados –como demostraría el alto porcentaje de fetos, prematuros y recién nacidos– (M. E. Aubet, 1994: 221-222, S. Lancel, 1994: 234-235), no han sido hallados hasta el momento ni en el sur de la Península Ibérica, ni en las costas norafricanas situadas al oeste de Cartago. En el tofet los cuerpos cremados de los niños se depositaban en urnas sobre las que se situaba una estela, pero se han documentado también en el mundo oriental otro tipo de prácticas, como la inhumación de inmaturi en ánforas o jarras de las que previamente se habían desprendido las asas. Este ritual está documentado desde el II milenio a. C. en yacimientos como Ras Shamra, Byblos, Amrit o Azor y en épocas posteriores en otros lugares del occidente fenicio púnico como Motya (entre el 750 y 650 a. C.) o Nora (ss. VI-V a. C.), aunque se plantea en estos últimos ejemplos la cuestión de si nos encontramos ante una tradición de corte fenicio o ante un proceso de sincretismo con ritos funerarios de origen griego. En Cartago, por el contrario, este tipo de enterramientos infantiles son muy excepcionales (M. Gras et al. 1991: 133). En el caso de la Península Ibérica, aunque sería necesario un estudio en profundidad para poder responder adecuadamente a estas cuestiones, parece que predomina la incineración en época antigua y que las inhumaciones son más frecuentes desde finales de la 86

Vid infra un análisis más detallado al respecto.

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Republica, aunque conviven con las incineraciones. Por ejemplo, hay noticias del hallazgo de una incineración infantil contenida en un alabastron en la necrópolis de Laurita, de dos incineraciones infantiles en fosa encontradas en la C/ Tolosa Latour de Cádiz y fechadas en el s. VI a. C., de una posible tumba infantil de incineración en cista en la necrópolis de Jardín y de cinco incineraciones de niños procedentes de Puig des Molins (M. L. Ramos, 1990: 75). En Villaricos hay constancia de al menos dos incineraciones de este grupo de población. Según L. Siret (1909: 13), una de ellas consistía en un enterramiento en fosa que tenía como ajuar un collar y algunos amuletos. El segundo caso, una incineración en hoyo cubierta por una laja de pizarra sin ajuar, vio la luz durante las excavaciones dirigidas por M. J. Almagro Gorbea (1984: 198) a mediados de los años ochenta y fue fechada entre el s. III a. C. y el s. I d. C. En Villaricos, como en Belo, estas incineraciones pudieron coexistir con un conjunto más abultado de inhumaciones en ánforas (a veces seccionadas) de individuos de corta edad, concentrados en las pendientes sur y norte de la colina U (M. Astruc, 1951: 52-55, tipos G y H). Según A. Rodero et al. (1996: 376), alguna de estas ánforas podrían corresponderse con el tipo A de Mañá, aunque ha sido imposible establecer con qué variante en concreto a partir de los bocetos realizados por L. Siret. Asimismo, en la necrópolis de Carmona, donde predomina la incineración, se constató la existencia de simples fosas o pequeñas «bañeras» –a veces situadas en el interior de cámaras funerarias– donde se habían depositado los restos de difuntos de corta edad, de ánforas de distintos tipos que contenían inhumaciones y de una especie de «lebrillos» para introducir los restos infantiles (M. Bendala, 1976:108, M. Bendala, 1991a: 82), que de alguna manera podrían recordar a la parte inferior de las ánforas que a veces se seccionaban con este fin. Finalmente, las excavaciones realizadas en los últimos años en las necrópolis de Cádiz han permitido confirmar la existencia en la ciudad de inhumaciones infantiles de época altoimperial. Los cuerpos de los pequeños fueron colocados en el interior de «bañeras» de piedra cubiertas por losas, o en fosas construidas a base de sillares reutilizados (R. Corzo, 1989: 241, R. Corzo, 1992: 278-280). Todos estos ejemplos de inhumaciones (antiguas y tardías, de individuos arrojados sin ningún cuidado a sus tumbas, o de niños de corta edad), constituyen, sin embargo, un grupo minoritario dentro del conjunto general de las necrópolis de Bolonia, en las que predominaron los enterramientos de incineración. La mayoría de ellos debió corresponder, como hemos visto, a incineraciones en urna, pero también algu-

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nos individuos o grupos se dotaron de sepulcros de carácter más monumental. Dentro de este conjunto podría incluirse los pequeños monumentos de planta cuadrangular aparecidos tanto en las excavaciones antiguas (P. Paris et al 1926: 57-62) como durante las que tuvieron lugar en los años sesenta y setenta del siglo XX (A. Bourgeois, M. del Amo, M., 1970: 439-440; J. Remesal, 1979: 17-18). Algunas de ellas pudieron contener un nicho en su interior de dimensiones más o menos reducidas para depositar la urna, como en el caso de la denominada «Tumba del muñeco», o del monumento B, mientras que en otros parece que la edificación contaba con una estructura maciza. Desgraciadamente, desconocemos por completo el alzado de este grupo de monumentos, aunque debe destacarse la asombrosa similitud de la planta y las dimensiones de algunos de ellos con otros procedentes de la necrópolis de la Puerta Cesarea de Tipasa (Fig. 70). Ciertos monumentos argelinos contaban con una pequeña cámara subterránea donde depositar los restos funerarios, como la «Tumba de la gran estela» o el Mausoleo 514 de Bolonia, pero otros, al parecer, fueron macizos, como la mayoría de los ejemplares de Baelo. S. Lancel considera improbable que estos monumentos estuviesen dotados de varios pisos, entre otras razones, porque, como los de Belo, no aparecieron asociados a ningún resto de pilastras u otros elementos decorativos que son característicos de los monumentos del África romana de este tipo y por la escasa separación que presentan entre ellos. En su lugar, este autor presenta como hipótesis un alzado con base cuadrangular sobre podio coronada por una pirámide, como parecería indicar el hallazgo junto a los monumentos D, E y G de la necrópolis occidental de Tipasa de una serie de piedras talladas que presentan ángulos agudos en los puntos de unión de alguna de sus caras (S. Lancel, 1970: 183-203). Esta propuesta concuerda, precisamente, con las características tipológicas de dos mausoleos procedentes de Belo. Al menos en el caso del «Hornillo de Santa Catalina» (Fig. 71) se puede confirmar a partir de las fotografías realizadas a principios de siglo –lo que es sumamente excepcional dentro del conjunto de monumentos turriformes hispanos– que el mausoleo de planta cuadrangular sobre zócalo, construido en opus vittatum estucado estuvo coronado, efectivamente, por un pyramidium87. No es éste, sin duda, el lugar para realizar un análisis pormenorizado de la evolución de 87 Según G. Bonsor, el mausoleo nº 496 de tres metros de lado, tuvo una estructura similar al Hornillo de Santa Catalina y estuvo rematado por una pirámide aunque no indica qué elementos constructivos asociados al monumento le llevaron a proponer esta reconstrucción del alzado.

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Fig. 70: Basamentos de monumentos cuadrangulares de la necrópolis de la Puerta Cesarea de Tipasa, Argeria (según S. Lancel, 1970: fig. 50).

los monumentos en forma de torre y los ejemplos documentados en la Península Ibérica88, pero merece la pena resaltar, al menos, la concomitancia entre monumentos como el Hornillo de Santa Catalina y determinados mausoleos norafricanos de época bastante antigua –helenística– dotados precisamente de un cuerpo cerrado con cámara accesible colocado sobre podio escalonado y coronado por en pirámide89. El Hornillo de Santa Catalina se puede relacionar también con algunos mausoleos de la necrópolis occidental de Tipasa y algunos monumentos hispanos dotados de un piso principal y, muy probablemente, un remate en pirámide como el sepulcro de Villajoyosa, La Torre de los Escipiones, la del Breny, la Torre Ciega de Cartagena y quizá el mausoleo de Santa Eulalia de Almonaster en Huel88 Para este problema ver, entre otros, L. Abad (1989); L. Abad, M. Bendala (1985); C. Cid Priego (1949), C. Cid Priego (1954); M. Corrales Aguilar (1991); G. Gamer (1981); C. García Merino (1977); M. A. Gutiérrez Behemerid, (1993); H. von Hesberg (1993: fig. 78); A. Jiménez (1975) y J. M. Rodríguez Hidalgo (1979-1980). 89 En época más avanzada se tiende al desarrollo vertical de esta clase de monumentos con la multiplicación de pisos que en algunos casos se abren con edículas. También en Italia se difunden a partir de época helenística los monumentos de carácter turriforme, alcanzando su apogeo especialmente en época Imperial, aunque suelen estar compuestos por varios pisos, una edícula abierta o cerrada en la zona alta del edificio y decorados con relieves, columnas y pilastras de una manera que los aleja de los ejemplos que estamos estudiando en Baelo Claudia.

va (L. Abad, M. Bendala, 1985: 180). En cualquier caso, las semejanzas entre las necrópolis de Bolonia y la de la Puerta Cesarea de Tipasa hace que resulte tentador suponer para el yacimiento gaditano un «paisaje funerario» bastante similar, compuesto por pequeños monumentos cuadrangulares alineados junto a la vía, cupae con «betilos» encastrados en el frente, mesas para libaciones e incineraciones en urnas depositadas en el suelo. También en Roma fueron frecuentes los monumentos funerarios en forma de altar o naïskos, ya desde época tardorrepublicana (P. Gros, 1996: 389, 392; H. von Hesberg, 1994: 197), aunque en el caso de Belo sería interesante destacar que hasta el momento no ha sido recuperado ningún fragmento decorativo, como pulvinos, frontones o frisos, que permita inducir con seguridad la existencia en la ciudad de esta clase de altares funerarios. En cualquier caso, fueran cual fuesen las variantes tipológicas de este grupo de monumentos, es muy posible que estuviesen presentes, no sólo como construcción aislada, sino cumpliendo además la función de soporte epigráfico en determinados recintos funerarios como los acotados nº 963, 958 ó 686 (P. Paris et al. 1926: 46, 66), que presentan en uno de los laterales un basamento sobre el que levantar algún tipo de pequeña edificación de planta cuadrangular. Como paralelos itálicos, podemos citar, por ejemplo, el recinto funerario de los Concordi (s. I d. C., Regio Emilia), donde el espacio central del muro destinado a fachada princi-

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Fig. 71: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. «Hornillo de Santa Catalina». Estado de conservación a principios del s. XX (P. Paris et al., 1926: pl. IV) y propuesta de reconstrucción (tomada de C. de Mergelina, 1927: fig. 9, sin escala en el original). Ver también la fig. 42.

pal se ensancha para acoger la base de una estela (H. von Hesberg, 1994: 75). Podrían considerarse como una variante original presente, hasta donde sabemos, casi de manera exclusiva en la ciudad de Baelo Claudia, los recintos bipartitos mencionados repetidamente a lo largo de estas páginas. G. Bonsor defendía la idea de que la división interna de estos recintos tenía un carácter funcional, quedando reservada una de las mitades como ustrinum familiar, mientras que la otra acogía una pequeña cripta donde se depositaban las urnas cinerarias. J. Remesal rechazó tras excavar el monumento B esta hipótesis, señalando que no sólo había sido imposible encontrar huellas de combustión sino que los frágiles muros de estas construcciones habrían sido dañados por el fuego en caso de haber sido usados como lugar de cremación. Sin poder determinar a ciencia cierta si al menos en determinados casos estos acotados fueron utilizados como ustrina si se puede asegurar que en algunos casos se colocaron urnas cinerarias en pequeñas criptas subterráneas incluidos en ellos. No es sólo una particularidad del yacimiento la presencia de esta clase de monumen-

tos, sino también el hecho de que no haya sido posible encontrar cámaras funerarias, que parecen ser un elemento característico y esencial en tantas otras necrópolis de substrato púnico, como Carmona, Puente de Noy o Villaricos. Cabría preguntarse si en Bolonia, donde quizá uno de los principales impedimentos para la construcción de criptas subterráneas fuera la propia naturaleza del terreno, muy cercano a las arenas de la playa90, podría explicarse como una interpretación «original» de un tipo de origen romano, el recinto funerario en el que poder realizar los preceptivos rituales de culto a los muertos, pero en el que, a la vez, se respeta la necesidad de colocar las urnas en una pequeña cripta bajo el nivel del suelo, cuyas paredes se cubren de estuco, y se decoran con pinturas como si se tratase de una cámara funeraria reducida a su mínima expresión. 90 De hecho la única cámara de este tipo que pudo hallar G. Bonsor, que en un primer momento se interpretó como un ninfeo, se encontraba en unas condiciones (medio derrumbada, rellena de arena y en contacto con el nivel freático) que hicieron imposible su excavación, a pesar de los repetidos intentos del equipo franco-español.

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Cupae Otro de los tipos monumentales presentes en Baelo que pueden interpretarse como un indicio de los contactos entre el norte de África y las gentes que habitaban en Baelo Claudia, son las denominadas cupae. El debate sobre el origen y la difusión de esta clase de enterramiento tan característico se ha mantenido abierto durante varias décadas, aunque en los últimos años no han dejado de encontrarse nuevos ejemplares (Isola Sacra, Sarsina, Puzzuoli, Sevilla, Jerusalem) (Tagietti, 2001: 155 ss.; J. Ortallli, 1998: 51; C. Gialanella, V. di Giovanni, 2001: 167; O. Rodríguez Gutiérrez, A. Rodríguez Azogue, 2003; I. Berciu, W. Wolski, 1970: 964-965) que vienen a completar los mapas de distribución que se realizaron en los primeros estudios sobre el tema. Hace ya bastantes años D. Julià (1965: 50-51) puso de manifiesto la estrecha relación entre los ejemplares encontrados en Baelo Claudia y un grupo de los localizados en las costas norafricanas, con los que comparten no sólo la técnica constructiva (mampostería recubierta con mortero decorado con pintura) sino aspectos rituales tales como la mesa de ofrendas, un bloque pétreo normalmente encastrado en uno de los frentes de carácter posiblemente betílico o los conductos para libaciones que presentan algunos ejemplares. Según la autora, la hipótesis de la influencia africana en las cupae halladas en la Península se apoya también en la distribución de esta clase de monumentos en asentamientos costeros o donde la presencia de elementos culturales con este origen se ha documentado en distintos aspectos, como en Tarragona, Barcelona, Mérida, Itálica o Carmona. En el caso concreto de Tarragona, según documenta la epigrafía, esta clase de enterramiento fue elegido además por un grupo muy concreto de población (pequeños comerciantes, libertos, descendientes de libertos y esclavos...), en la que se entremezclan los lazos con el oriente helenístico y el norte de África. Estos individuos eligieron como tumba un tipo de monumento característico de su lugar de origen, pero admitiendo e integrando variaciones que quedaron reflejadas, por ejemplo, en algunos elementos estilísticos de los talleres locales que les dieron forma. Pocos años después, I. Berciu y W. Wolski (1970), partiendo del análisis de un nuevo enterramiento de este tipo hallado en la antigua Apulum (Dacia), destacaron la gran difusión de esta clase de tumbas y las distintas variantes producidas como consecuencia de la fusión con variadas tradiciones locales en ciudades distribuidas por todo el Mediterráneo. En el caso de las cupulae africanas, Berciu-Wolski (1970: 945) sugieren la posibilidad de que estos monumentos

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representen una forma simplificada de las tumbas abovedadas del Egipto helenístico, que a su vez reproducían una construcción doméstica del mismo tipo. El recurso a la morfología abovedada de algunas unidades de habitación y monumentos sepulcrales del África romana deberían relacionarse, por tanto, con la frecuente asociación de carácter metafórico entre la casa y la tumba que se dio en el mundo antiguo. Según estos autores habría que buscar el origen de las cupae africanas y romanas en el oriente helenístico, aunque en el caso de al Península Ibérica destacan los lazos existentes con la otra orilla del estrecho de Gibraltar, aceptando las teorías de D. Julià sobre la penetración de este tipo de monumento desde el norte de África (I. Berciu, W. Wolski, 1970: 937). El hallazgo de nuevos materiales en suelo hispano y el estudio de otros conocidos de antiguo, han permitido añadir una serie de reflexiones a un conjunto de autores. M. Bendala, en dos artículos dedicados a la arqueología emeritense, ha destacado la concentración de monumentos de esta clase en asentamientos de carácter cosmopolita como Mérida, donde los contactos con oriente, y sobre todo, con África, han sido confirmados por distintos medios (M. Bendala, 1976b: 149-153; M. Bendala, 2004). Para J.-N. Bonneville (1981: 37), las cupae deben considerarse una variante de sarcófago introducida en ciudades como Barcino a principios del s. I d. C. desde centros greco-orientales, siendo este asentamiento permeable poco después a otras corrientes culturales, según el autor, de menor intensidad, procedentes del norte de África. Otros investigadores como M. P. Caldera (1978: 461), han recogido la hipótesis de la llegada de este tipo monumental a la Baetica a través de las costas del norte de África. L. Bacchielli (1986: 306), por su parte, ha criticado la hipótesis ‘orientalista’ de C. Berciu y W. Wolski, objetando que el principal obstáculo para establecer una relación entre los sarcófagos licios que imitaban determinados lugares de habitación de cubierta abovedada, se halla en el hecho de que las cupae nunca fueron en general en sí mismas ‘contenedores’ de los restos del difunto. Estos monumentos presentan, por lo tanto, una divergencia fundamental respecto a los sarcófagos del Asia Menor en cuanto a su función, ya que estaban destinados a proteger la inhumación o incineración, señalar su ubicación y servir como lugar de referencia para toda una serie de libaciones y rituales funerarios. Recientemente D. Vaquerizo ha recopilado la información existente en la actualidad sobre este tipo de monumento. Este autor coincide con C. Tupman (2005) en quitar importancia al origen concreto de las distintas variantes de cupae halladas en cada una de las regiones del Imperio y señala que

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«nos hallamos, en definitiva, ante manifestaciones del mundo funerario romano (no sólo hispano-romano; y mucho menos hispano-bético) en las que confluyen distintas corrientes de influencia, según las áreas geográficas en que se documentan, y según el momento. Fueron usadas por gentes que quizá hicieron de ellas un signo de autodeterminación social, cultural o incluso de identificación étnica, por lo que de alguna manera pueden ser entendidas como peculiaridades provinciales o regionales de un fenómeno mucho más amplio, entroncado en último extremo con la “globalización” cultural que implica lo que en términos genéricos podemos seguir llamando “romanización”» (D. Vaquerizo, 2006: 349). Precisamente, Hispania es, junto al sur de la Península Itálica y el norte de África, una de las regiones del Imperio que ha proporcionado un mayor número de ejemplares. En los mapas de distribución publicados por D. Julià (1965), I. Berciu y W. Wolksi (1970) y J. -N. Bonneville (1981), se recogen hallazgos en Tarragona, Barcelona, León, Palencia, Alcalá de Henares, Carmona, Gandul, Belo, Cádiz, Mérida, Beja, Lisboa y diversas localidades del sur de Portugal, como Alcocer do Sal, Mertola u Olhão, a los que hay que añadir otras piezas procedentes de Córdoba, La Barquera, Carissa Aurelia, Astigi, Munigua, Riotinto, Cáceres, Alcuéscar (D. Vaquerizo, 2006: 348, fig. 15), Coria, Trujillo o Astorga (T. Nogales; J. Márquez, 2002: 133), Italica (A. Caballos Rufino, 1994) y un reciente descubrimiento en Sevilla capital (O. Rodríguez Gutiérrez, A. Rodríguez Azogue, 2003) (Fig. 72). Sin embargo, únicamente unos cuantos yacimientos en nuestro país, entre los que cabría destacar Barcelona, Mérida y Bolonia91, han proporcionado un número importante de cupae, aunque no todas poseen exactamente las mismas características. Las cupae de la Tarraconense son en su mayoría bloques monolíticos sobre plinto que presentan generalmente un cartucho con epígrafe inciso en uno de los laterales92 (D. Julià, 1965; J.-N. Bonneville, 1981), 91 Es difícil cuantificar el número de enterramientos con cubierta de bóveda de medio cañón encontrados por G. Bonsor en Bolonia. En la memoria publicada a mediados de los años veinte se describen con detalle 9 ejemplares, lo que no excluye el hallazgo de otros sepulcros similares durante estas campañas en las que se excavaron más de un millar de tumbas. Unos años antes, el padre Furgús había encontrado, por su parte, algunas más en la necrópolis occidental. Si bien este conjunto no podría compararse con el número de monumentos de esta clase recogidos en los estudios sobre las cupae de Mérida o Barcelona, puede considerarse una concentración relativamente importante, pues en muchos yacimientos el número de cupae recuperadas se limita en muchos casos a uno o dos ejemplares. 92 Si bien las cupae procedentes de la Tarraconense se corresponden en su gran mayoría con cupae solidae, en ne-

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1 2 3 4 5 6 7 8 9

Tarraco Barcino Legio VII Pallantia Complutum Emerita Augusta Olissipo Mexilhoeira Grande Olao

10 11 12 13 14 15 16 17 18

Gades Corduba Baelo Claudia Italica La Barquera Carissa Aurelia Hispalis Carmo El Gandul

19 20 21 22 23 24 25 26

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Astigi Munigua Riotinto Astorga Coria Trujillo Cáceres Alcuéscar

Fig. 72: Mapa de distribución en la Península Ibérica de monumentos bajo bóveda y tipo cupae (según D. Vaquerizo, 2006: 348, fig. 15).

mientras que, como hemos visto, en Bolonia los ejemplares excavados consistían en busta cubiertos por mampuesto encalado y pintado en forma de bóveda de medio cañón. De Cádiz procede también un ejemplar similar a los de Bolonia. Un arco peraltado realizado con mampostería y mortero recubierto por una capa de cal protegía en esta ocasión una inhumación carente de ajuar y presentaba en su frente una estela en la que se encastraba un pequeño epígrafe, en disposición similar a la que presentan algunas cupae norafricanas (P. Quintero Atauri, 1932: 25-26). En Mérida la inmensa mayoría de las cupae (más de 300) corresponden al primer grupo y fueron halladas embutidas en la muralla de la Alcazaba, donde habían sido reutilizadas como material de construcción. No hace mucho se ha sugerido, sin embargo, la posibilidad de que una tumba bastante arrasada procedente de la necrópolis oriental pudiecrópolis como la de la Plaza de la Villa de Madrid en Barcelona u otras de datación tardía, como la de San Fructuoso en Tarragona, han aparecido también cupae structilis o de mampostería, decoradas con estuco o pintura roja (J. Serra Vilaró, 1944: 192, lám. XVI), que pueden presentarse como ejemplo de la larga perduración de este tipo de construcciones en la Península Ibérica demostrando, a la vez, que no siempre los monumentos de este último tipo deben ser considerados anteriores en el tiempo a los fabricados a partir de bloques monolíticos de piedra.

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se haber pertenecido al grupo de las fabricadas en mampostería (A. M. Bejarano, 1996, sepultura nº 5). Hasta el momento, ha visto la luz –de manera mayoritaria en la mitad meridional de Hispania– un tercer tipo, con paralelos en la Península Itálica93, el Mediterráneo oriental y el norte África, aunque en todas estas regiones aparece también siempre de manera bastante esporádica (J. Ortalli, 1998: 51; I. Berciu, W. Wolski, 1970: 938). Se trata de cupae sobre busta con bóveda de medio punto fabricada en ladrillos que luego se revestían también de estuco y de las que, sin embargo, sólo han aparecido, que sepamos, ejemplares de forma puntual en algunos yacimientos94 como Carmona (5 tumbas), Sevilla (3 tumbas), Cañada Honda («plusieurs tombes en demicylindre construites en briques» de acuerdo con P. 93 Cabe destacar la fecha temprana de un ejemplar procedente de Sarsina, fechado en el segundo cuarto del s. I a. C. y que contenía como ajuar un as republicano con la imagen de Jano, 3 estrígiles, un olpe, una ollita, un ungüentario fusiforme y dos ungüentarios ovoidales. Esta tumba, posiblemente una de las más antiguas del yacimiento, resulta excepcional tanto por el tipo elegido, como por el recurso al ritual de inhumación en el contexto de una necrópolis donde la abrumadora mayoría de los individuos optaban por la cremación (J. Ortalli, 1998: 51-54). 94 A. Caballos Rufino (1994: 230, nota 18) recuerda el hallazgo de cupae fabricadas en ladrillo en Barcelona y la existencia de ejemplares de este tipo, aún inéditos, en el Museo Arqueológico de Málaga. 95 Se plantea entonces la cuestión de la posible relación entre los busta bajo bóveda de medio cañón (como los carmonenses y el ejemplar recientemente encontrado en Sevilla) y las inhumaciones en fosas cubiertas mediante aproximación hiladas de ladrillo, como las procedentes de distintas necrópolis de Mérida (A. M. Bejarano, F. Palma, 1996, A. M. Bejarano, 1998). Si bien ambos grupos comparten una cubierta «abovedada», en el segundo las cúpulas no pueden considerarse bóvedas de medio cañón, sino que presentan una silueta mucho más apaisada. Los sepulcros con cubierta piramidal parecen poder inscribirse con mayor facilidad en tipos frecuentes a partir del s. II d. C., pero sobre todo en siglos posteriores (III-V d. C.) en necrópolis tardorromanas o paleocristianas. Las «cajas de ladrillo» emeritenses, contenían sarcófagos de plomo y mármol. En el caso documentado más recientemente, que procede del interior de la Basílica de Santa Eulalia, la «cúpula» estaba decorada además con un mosaico sepulcral. Sin embargo, en la necrópolis de la Puerta de Sedía (necrópolis norte) de Carmona también se encontraron algunos busta cubiertos por tegulae a doble vertiente rematados con ladrillos que daban forma a una cúpula escalonada por medio de aproximación de hiladas. En ocasiones contaban, asimismo, con dispositivos de libación. Los autores señalan de forma general que entre los ajuares de este sector se encontraron monedas de Adriano y Antonino Pío. Sin mencionar de manera explícita los materiales asociados a las tumbas de este tipo concreto, los responsables de la excavación sugieren una datación dentro del s. II d. C. para las tumbas localizadas en dicha zona (M. Belén et al. 1986: 57-58). Por su parte, G. Bonsor, fechó en época visigoda una serie de tumbas donde la fosa se había revestido de piedras y cubierto con una cúpula realizada a base de aproximación de pequeños sillares recubiertos por una capa de mortero (P. Paris et al., 1926: pl. XV).

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Paris et al., 1926: 69)95 o Itálica (1 tumba)96. Las fechas que han proporcionado este pequeño grupo de incineraciones son bastante convergentes. M. Belén sitúa de manera un tanto genérica los 4 enterramientos excavados por su equipo entre finales del s. I d. C. y el siglo II d. C.97. Del conjunto hallado en Cañada Honda conservamos una ilustración publicada en la memoria dedicada a las necrópolis de Baelo, donde se puede observar dos ungüentarios de pasta vítrea, un espejo sin mango, un estuche para agujas y un taza con decoración incisa prácticamente idéntica a otra publicada por M. Vegas (1973: 85, fig. 27/ 10) procedente de Riotinto y fechada en el tercer cuarto del s. I d. C. La cupa de ladrillos sevillana descubierta no hace mucho contaba como ajuar con 3 ungüentarios de vidrio fechados con precisión a fines del s. I-principios del s. II d. C., quedando amortizados los enterramientos que compartían este espacio funerario en la primera mitad del s. II d. C.98 (O. Rodríguez Gutiérrez, A. Rodríguez Azogue, 2003: 175-177). En Munigua aparecieron varias inhumaciones bajo bóveda de ladrillo en la necrópolis Este (nº 29, 30, 31, 34, 35, 49) así como en el interior de un mausoleo cercano. En este último se pudieron excavar dos inhumaciones y tres cremaciones cubiertas por cúpulas de ladrillo (T. G. Schattner, 2003: 101-115.), que al menos en algunos casos, a juzgar por los ajuares, pudieron corresponder a individuos de corta edad y que probablemente deban datarse a mediados del s. II d. C (D. Vaquerizo, 2006: 344). Finalmente, de los tres ejemplares encontrados en Italica, únicamente se procedió a la excavación de uno, que aún conservaba un epígrafe y fue datado únicamente a partir de criterios paleográficos a finales del s. II d. C. o principios del s. III d. C. (A. Caballos Rufino, 1994). Por otro lado, no hay que olvidar que, aunque la diferencias de tipo constructivo con las tumbas cupulares de mampostería (con las que por otra parte comparten el ámbito de dispersión y el encuadre cronológico) fuera importante, una vez 96 A. Caballos Rufino (1994:226) considera sin reparos que dos alineaciones de ladrillo aparecidas en la misma intervención correspondieron «verosímilmente a dos sepulturas en forma de cupa», si bien también podría tratarse de enterramientos en fosa revestida de ladrillo. 97 Las cuatro tumbas, que fueron encontradas asociadas de dos en dos en la zona del anfiteatro, tenían como ajuar vasos de ofrenda de un tipo particular de la necrópolis –del que luego hablaremos de manera más extensa– y distintos objetos personales: «espejos, anillos, objetos de tocador y algunas lucernas» (M. Belén et al. 1986: 57), de los que, desgraciadamente no se ofrece más información. Con anterioridad J. de D. Rada y Delgado (1885: 96, nota 5) había encontrado una cupa de similares características en la ciudad. 98 Otras dos cupae de este tipo halladas en Sevilla capital aparecen referenciadas en S. Ordóñez, S. García-Dils (2004: 166).

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terminado el monumento el aspecto externo no presentaría grandes diferencias. El único origen común que quizá pueda encontrarse para todo este conjunto de manifestaciones denominadas cupae en la bibliografía especializada, que no puede considerarse privativo de ninguna región ni época en particular, es el túmulo de tierra que se produce tras cavar una sepultura, tanto para disponer una inhumación, como para situar una pira sobre la que luego se incinerará un cadáver que quedará depositado en ese mismo lugar (bustum). Estos sencillos indicadores del lugar de enterramiento habrían sufrido, con el paso del tiempo, un proceso de ‘monumentalización’ en el que se pueden apreciar variantes regionales producto de distintas culturas locales, pero entre las que, como afirma L. Bacchielli (1986: 319), nos se puede excluir la existencia de relaciones de interdependencia y contactos puntuales. De la Península Itálica proceden algunos ejemplares de fecha temprana, como una cupa con epígrafe lateral, conservada en el Museo Civico de Troia, que podría ser fechada en la primera mitad del s. I d. C.; determinados ejemplos de Luzzi (Cosenza), donde algunas tumbas ‘a cappuccina’ fueron recubiertas de un núcleo de ripios trabados con cal (ss. I d. C.-II d. C.); y los ejemplares más antiguos de la necrópolis ostiense construidos a finales del s. I o principios del s. II d. C. No obstante, el apogeo de este tipo de monumentos se produce en el sur de Italia entre la segunda mitad del s. II d. C. y los primeros decenios del s. III d. C. (L. Banchielli, 1986: 310-319). En el caso concreto del norte de África, donde este tipo de sepulcros abundan por toda la Mauritania Caesariensis, Numidia y la Proconsular, el origen de estas tumbas abovedadas puede encontrarse en la ‘monumentalización’ de prototipos indígenas, consistentes en pequeños amontonamientos de piedras y tierra colocados sobre el enterramiento (J.-N. Bonneville, 1981: 14). Se han documentado pequeños túmulos funerarios alargados de época republicana por ejemplo en Cirta. Además, en las provincias africanas parece estar relativamente clara la mayor antigüedad de las cupae de mampostería, de las que también se conocen ejemplos fechados en el s. I d. C. en yacimientos como Cherchell, Tipasa, Timgad o Sétif, frente a las realizadas con bloques de piedra (S. Lancel, 1970: 179). Quizá esto ayude, en parte, a explicar el incremento en el siglo I d. C. de la presencia de distintas clases de sepulcros de cubierta abovedada, especialmente populares entre finales del siglo II y la primera mitad del s. IIII d. C. Esta hipótesis deja sin respuesta, sin embargo, otras cuestiones. Por ejemplo, ¿por qué hasta ahora sólo se han hallado dos

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cupae monolíticas en la Bética99, donde ya se conocía la cupa de mampostería? ¿Podría este hecho estar relacionado con una tendencia a un «arcaísmo» más o menos consciente, al recurso a elementos «africanos» que a veces estaban incluso en franca decadencia en el entorno de la antigua ciudad de Cartago, como sucedió por ejemplo en el caso del alfabeto neopúnico aberrante que aún se utilizaba en las monedas de época republicana de Bailo/Baelo Claudia? El mismo apego al rito de incineración en momentos avanzados del s. II d. C. por la mayoría de la población de Bolonia y, específicamente, por el grupo de individuos que escogieron este tipo de monumentos, puede interpretarse como un rasgo particular de apego a tradiciones anteriores, si tenemos en cuenta que en otras ciudades hispanas, como Córdoba o Mérida, la inhumación cobraba cada vez más importancia. Este fenómeno, y su asociación en el sur peninsular a yacimientos de tradición púnica, como Carmona o Gades, ha sido ya destacado en varias ocasiones por autores dedicados al estudio del mundo funerario del sur peninsular como M. Bendala (1991a: 88; 1991b: 183; 1995). En el caso del vínculo entre las cupae de nuestro yacimiento y las del norte de África deben tenerse en cuenta distintos aspectos. Por un lado, debe destacarse la alta cronología de las tumbas con «cúpula» de Baelo Claudia, que G. Bonsor situó a partir de hallazgos monetarios entre el reinado de Domiciano100 (81-96 d. C.) y la primera mitad del s. II d. C., lo que concuerda bien con las dataciones de los ejemplares más antiguos del conjunto africano y algunas procedentes del sur de Italia y permite establecer otro punto de contraste con las fechas algo más tardías del grupo emeritense y de Barcino, compuestos mayoritariamente por cupae monolíticas, que, según J.-N. Bonneville (1981), alcanzan su apogeo en la segunda mitad del siglo II d. C. y sobre todo el en primer cuarto del s. III d. C., aunque algunos ejemplares puedan situarse en época trajanea. Pero, principalmente, no deben pasarse por alto similitudes más significativas de carácter formal y ritual con las cupae de yacimientos como Tipasa (estuco, pinturas, «betilos», conductos para la profusio, mesas de ofrenda), donde por ejemplo, encontramos una cupa de este tipo vecina a la Maison des fresques (J. Baradez, 1961: 8-17), fechada a finales del s. I d. C. por una mone99 Para los dos ejemplares encontrados en Córdoba capital –uno de ellos, permanece aún inédito– se puede consultar D. Vaquerizo (2006: 336 y nota 61). 100 C. de Mergelina rebaja aún algo más esta datación: «Fueron abundantes, y a juzgar por el hallazgo de monedas, pueden fecharse a partir de la segunda mitad del siglo I» (C. de Mergelina, 1927: 6).

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Fig. 73: Cupa de Tipasa (Según Baradez, 1961: fig. 4). Compárese con la Fig. 55.

da de Vespasiano, estucada y pintada con motivos vegetales, que poseía además una mesa de ofrendas y una estela con la cabecera redondeada en uno de sus frentes. El ajuar (que incluía una jarra como sucede en tantos enterramientos de Bolonia) y los restos de la incineración habían sido cubiertos por grandes fragmentos de ánfora que podrían ser un equivalente de las estructuras a doble vertiente realizadas con tegulae que encontramos en Baelo Claudia. C. de Mergelina (1927: 8) describió con bastante precisión el proceso de construcción de estos monumentos en nuestro yacimiento, permitiendo la comparación con cupae de otras regiones. En primer lugar se cavaba una zanja y se revestía la base con cantos rodados. A continuación se colocaba la madera que debía quemarse en la pira y el cadáver con algunos objetos del ajuar. Tras la cremación, se amontonaban las cenizas y se protegían con tegulae a cappuccina, cubriendo todo el conjunto con un túmulo encalado que podía recibir decoración pintada (Figs. 73 y 74). En otras necrópolis, como Hadrumeto (Camp Sabattier) y Henchir Zouira (Susa) en Túnez, las mensae aparecen situadas a cierta distancia de las cupae propiamente dichas y, sin embargo, se mantiene, en el mismo lugar que en Bolonia, una columna o una ‘simple’ piedra hincada en uno de los frentes del monumento, especialmente en el caso de Susa. Algunos autores, han señalado que en el contexto africano, es precisamente esta piedra de carácter betílico lo que puede considerarse un elemento de origen local. Según Carton «sur les caissons d’importation phénicienne et d’une forme qui, à l’époque romaine couvrit tout le pays, on a placé le menhir des monuments mégalithiques berbères»101. También J. Baradez, por su parte, considera estas piedras de talla somera «une survivance indiscutable des anciens cultes sémitiques ou indigènes de l’Afrique» (J. Baradez, 1961: 11). Qué tipo de relación existió entre los ejemplares de piedra y los de mampostería y si ambos compartieron el mismo significado de tipo simbólico, es algo Dr. Carton, «La nécropole d’Henchir Zouira», B.A.C., 1905, 406-417, citado por J. Baradez (1961: 10, nota 9). 101

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que se nos escapa. En algunas regiones convivieron, como en el norte de África, mientras que en otras uno de los tipos predomina claramente sobre los otros, como en el caso de Barcelona. En cualquier caso es interesante señalar la concentración de tumbas con cubierta abovedada en lugares de carácter «cosmopolita», abiertos al mar, en emporios comerciales o donde por otras razones se daban cita gentes procedentes de distintos lugares, como en Barcelona, Mérida, Belo o Puteoli y Ostia, fuera de nuestro país (I. Berciu, W. Wolski, 1970: 935). En su estudio sobre las cupae de la Tarraconense, D. Julià (1965) intentó demostrar que este tipo de monumento funerario fue fundamentalmente elegido por libertos, descendientes de libertos o esclavos de origen oriental. Algo que parece confirmarse también en el caso de Barcelona a partir del estudio epigráfico realizado por C. Tupman (2005: 131), pues la mayoría de las personas que eligieron este tipo de monumento eran esclavos, y en menor medida, libertos. También en el caso concreto de las cupae de Barcino, J.-N. Bonneville (1981: 7-8) ha defendido precisamente la implantación de este tipo monumental como el resultado de la superposición de dos corrientes de influencia, la oriental y la africana, en el contexto de una clientela helenizada (un 60% poseían al menos un nombre greco-oriental) a la que se agregó un poco más tarde la de individuos de origen africano y peregrino. Lo mismo pudo suceder en Tarragona –donde al parecer, según los datos aportados por la epigrafía, existió una colonia de gentes procedentes de Oriente y del norte de África–, Mérida –donde se ha señalado la influencia oriental y africana en diversos aspectos del mundo funerario (M. Bendala, 1976b: 151-152)– o en la misma Bolonia, que presenta distintos rasgos, como hemos visto, que permiten sugerir la existencia de raíces púnicas en la ciudad. El análisis de las tumbas con cubierta abovedada, cupae, o cupulae como se las denomina en las inscripciones del norte de África, puede tomarse como ejemplo de las dificultades que plantea el concepto de ‘romanización’ desde una perspectiva tradicional102. Como en otras ocasiones, hemos unificado dentro de la órbita romana monumentos construidos en regiones muy distantes y con cronología diversa. Desde las cupae lusitanas o sardas con forma de tonel, a las monolíticas con cartucho lateral de Tarragona-Mérida, pasando por las de mampostería enlucida de Belo similares a las norteafricanas, las de cúpula de medio cañón fabricadas en 102 Cuestiones similares se plantean al estudiar otros grupos como las tumbas turriformes, que hemos tratado brevemente en páginas anteriores.

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ladrillo de Carmona, o los últimos hallazgos de tumbas de ladrillo con cubierta en forma de pirámide escalonada de esta última localidad o de Mérida. Todo este conjunto se ha intentado relacionar con grupos dispersos por un amplísimo marco geográfico (norte de África, Italia, Dacia, Moesia, etc.), y cronológico (desde las cupulae republicanas del norte de África a las datadas en el s. V d. C. del cementerio de San Fructuoso en Tarragona) sin tener en cuenta, a menudo, el número de ejemplares aparecidos en cada yacimiento, que puede ir de uno, como en Sevilla, a más de cuatrocientos ejemplares en el caso de Mérida. El gran número recuperado en el norte de África, por ejemplo, parece demostrar que la expansión de Roma y el movimiento de gentes dentro del Imperio supuso no sólo la llegada de rasgos «romanizadores» a la Península, sino que sirvió de vehículo para la expansión de fenómenos originados con bastante probabilidad muy lejos de Roma, y en el caso concreto que nos ocupa (las relaciones entre Bolonia y el mundo púnico) potenciados quizá por las especiales relaciones administrativas entre el sur de la Península Ibérica y el norte de África, que venían a sumarse a la particular síntesis cultural entre el mundo fenico-púnico e indígena que había ido gestándose en el área gaditana desde hacía casi un milenio. De hecho, como en el caso de otros fenómenos vinculados a la influencia del mundo oriental en la Península –por ejemplo los cultos a Cibeles y Attis– podría sugerirse, sin caer en la contradicción, que las cupae hispanas pueden interpretarse como «una prueba de ‘romanización’, pero también de latencia de tradiciones culturales ancladas en las tradiciones locales» (M. Bendala, 1995: 281). El fenómeno de las cupae alcanzó una gran dispersión en el Imperio romano, pero no debe olvidarse que, sin embargo, no tuvo una gran difusión ni fue popular en la mayoría de las necrópolis, sino que aparece concentrado en puntos muy concretos, recordándonos la importancia que la configuración de la ciudad, sus gentes y sus características históricas y geopolíticas tenía en la generación en cada asentamiento concreto de un mundo funerario «particular» o «específico» en muchos de sus rasgos. Pocos son los yacimientos que cuentan con gran número de estos monumentos en el Mediterráneo y la mayoría se encuentran en el norte de África o España. En las necrópolis de Roma, Pozzuoli103, Dacia o Panonia se han hallado ejemplares aislados que no resisten la comparación con los grupos des103 En la Península Itálica puede considerarse como una excepción el caso de Isola Sacra, donde ha visto la luz recientemente un conjunto de 43 tumbas a cassone (Taglietti, 2001: 155).

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cubiertos en necrópolis como las de Tipasa, Barcelona o Mérida por citar sólo tres ejemplos bien conocidos. En el caso de las cupae, la ‘romanización’ supuso, por lo tanto, la llegada a Roma de elementos foráneos, como el caso de este tipo monumental, muy posiblemente asociados a cierta identidad de grupo, en la que pudieron entremezclarse elementos relacionados con el origen geográfico de este conjunto de población, con otros afines al estatus social, como parece entreverse en la serie onomástica recogida en los epígrafes de estos monumentos, que en último término, remite a esclavos, libertos o hijos de libertos y pequeños comerciantes. Paralelamente se debió producir la adaptación de un mismo concepto –el de la tumba de cubierta semicircular– a distintas variantes rituales (incineraciones o inhumaciones) y a tradiciones culturales heterogéneas que podrían estar en la base de las diferencias más marcadas de los distintos tipos que nos permiten distinguir entre las cupae portuguesas en forma de tonel, para algunos autores asociadas a Endovellicus/Sucellus (D. Julià, 1965: 47), y las cupae de Bolonia, estucadas, pintadas, y dotadas de mesas para libaciones y ‘muñecos’. Aun así es imposible negar algunos elementos comunes, que no se modifican –quizá por su significado simbólico–, como la misma forma semicircular o la importancia de garantizar la correcta realización del ritual de la profusio para los individuos enterrados bajo este tipo de construcciones que ‘sellaban’ los restos funerarios, como nos recuerdan los tubos para introducir líquidos en el interior que aparecen frecuentemente en esta clase de sepulturas. Sin duda, en cualquier caso, en cada región del Imperio y muy probablemente incluso dentro de cada ciudad, se produjeron síntesis particulares con elementos pertenecientes a tradiciones anteriores, en los que la configuración cambiante de los grupos de población que habitaban en la ciudad debió jugar un papel importante. Una investigación a fondo de esta cuestión permitiría, sin duda, estudiar las primeras manifestaciones de este fenómeno a finales de época republicana y principios del Imperio en puntos independientes del Mediterráneo, como el norte de África, el sur de la Península Ibérica o Italia, y la relación de los conjuntos documentados en cada uno de estos ámbitos con el resurgimiento y el auge de esta clase de monumentos durante la segunda mitad del siglo II y la primera mitad del siglo III d. C., enlazando en estos últimos momentos con toda una serie de sepulturas (sarcófagos de terracota, de plomo, fosas forradas de ladrillo y cubiertas con pirámides escalonadas, o sepulturas tipo mensae) que son fundamentales para contextualizar correctamente la utilización consciente por parte de algunos

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individuos de los ‘cipos funerarios’ abovedados que son, al fin y al cabo, las cupae. Para finalizar esta sección dedicada al comentario de ciertos tipos sepulcrales presentes en los cementerios romanos de Belo, debemos mencionar brevemente otras clases de monumentos documentadas de manera excepcional en la necrópolis y de los que desgraciadamente poseemos una información tan escasa que sólo nos permite dejar constancia de su existencia, como el monumento de planta rectangular con pilastras acanaladas y capiteles corintios mencionado por G. Bonsor (¿monumento en forma de templo?, ¿tumba de edícula sobre podio?), un gran monumento –posiblemente un recinto funerario– del que conservamos una fotografía publicada a finales de los años 60, algunos pequeños altares recogidos en los dibujos y fotografías de la memoria dirigida por P. Paris, que quizá se situaron directamente sobre las incineraciones o como parte de los monumentos bipartitos y el «misterioso» monumento de probable planta circular confundido en primera instancia con un ninfeo (P. Paris et al. 1926: 99; A. García y Bellido; D. Nony 1969: 472; P. Paris et al. 1926: 5, 13, 51, 53). Los cipos funerarios de Baelo Claudia Por su singularidad y por las dificultades de interpretación que presenta, uno de los elementos más destacados de la necrópolis de Belo Claudia es el conjunto de piedras talladas que los obreros de G. Bonsor bautizaron con el nombre de ‘muñecos’, y que como tal se conocen aún hoy en día en la mayoría de la bibliografía especializada sobre el tema. En un artículo reciente dedicado a esta serie de piezas he propuesto emplear para referirnos a ellas el término «cipo», una palabra de origen latino (cippus), que, en mi opinión, además, tiene la virtud de aludir a ciertas características esenciales para comprender la función de las piezas de Bolonia. Los cipos eran pilares de piedra, a veces sustituidos por pilares de madera (pali sacrificales), que se empleaban para marcar un límite, una frontera, un terreno consagrado o una sepultura (Saglio, 1887a; Glare, 1968; A. Jiménez Díez, 2007). Son por lo tanto, esencialmente, objetos liminales, que señalan el punto de contacto entre dos espacios diferenciados desde un punto de vista ritual como el de los vivos y los difuntos, en el caso de la tumba. Estas esculturas presentan en Belo una morfología diversa (Fig. 48) que puede ir desde formas ovoideas, a tipos estiliformes –con basa o si ella–, pasando por representaciones de carácter antropomorfo asimi-

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lables, en menor o mayor medida, a las características de los bustos grecolatinos104. Hay ejemplares que apenas alcanzan los 15 cm de altura, mientras que otros rebasan los 40 cm 105. Se han fechado con precisión únicamente los ejemplares estudiados por J. Remesal en los años setenta (gracias a la asociación de los «betilos» con los ajuares de las tumbas a los que se superponían), entre época de Claudio y de los emperadores Flavios106; mientras que al centenar de piezas halladas por el equipo de P. Paris, sólo podemos atribuirles de forma laxa las fechas otorgadas a la necrópolis en su conjunto, aunque los monumentos más tardíos a los que aparecen asociados responden a los tipos de cupulae o cupae que no parecen prolongarse en el yacimiento más allá del s. II d. C. Los ‘muñecos’ aparecieron asociados tanto a los sepelios más sencillos (incineraciones en fosa) como a los monumentos más elaborados (pequeños mausoleos, recintos funerarios, cupae), incluida una inhumación (P. Paris et al. 1926: 68). Se hallaron ‘muñecos’ sobre tumbas individuales o asociados en grupos de dos, tres, cinco o siete ejemplares que se colocaban, generalmente, en uno de los frentes del monumento funerario. Durante las excavaciones de G. Bonsor, siempre se encontraron en relación con un enterramiento (junto a un contenedor cinerario o sobre él, apoyados en uno de los frentes de los monumentos o encajadas en la propia mampostería que formaba estructura de la tumba), pero no siempre hay una correspondencia numérica entre número de individuos enterrados y los ‘muñecos’ que se colocan en el frente de un monumento funerario (P. Paris et al. 1926: 109). Por ejemplo, en la tumba de Felícula se descubrieron dos contenedores cinerarios, pero el monumento contaba con cinco ‘muñecos’, mientras que en el acotado 963 el número de sepelios superaba con creces al número de esculturas (P. Paris et al. 1926: 30, 63). Pero quizá el elemento que los define con mayor claridad es su ubicación en una especie de limbo o espacio liminal entre la superficie y el subsuelo, semienterrados y apoyados contra la base de los monumentos, o apenas aflorando de la tierra cuando se colocan sobre una urna. G. Bonsor nos dice: 104 Un reciente intento de sistematización de estas piezas puede encontrarse en la Tesis Doctoral inédita de I. Seco Serra (2003), donde propone su clasificación dentro de los siguientes grupos: Anicónico (tipo 1 y tipo 2), Intermedio (tipo 1 y tipo 2) y Antropomorfo (cabeza, busto, cuerpo y cuerpo entero). 105 En el MAN se conserva incluso una pieza (MAN 33183 26/15/990) que supera los 60 cm de altura. 106 En concreto los «betilos» I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII y XII, se situarían en época de Claudio, mientras que los «betilos» X y XI, podrían fecharse en época de Nerón / dinastía Flavia. El «betilo» IX no apareció asociado a ningún enterramiento.

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Fig. 74: Cupae de Bolonia. Necrópolis oriental (tomado de P. Paris et al. 1926: pl. VII y XI).

«Ensuite, ils n’étaient pas apparents, ou tout au plus ne laissaient voir su-dessus du sol que leur tête ou même la partie supérieure de leur tête…» (P. Paris et al., 1926: 108), e incluso sugiere que la «fealdad» de estos «idoles» podría explicarse, al menos parcialmente, por el hecho de que estaban «destinées à rester cachées» (P. Paris et al., 1926: 109). C. de Mergelina (1927: 12) en la descripción de uno de los monumentos excavados por él mismo asegura que los cuatro ‘muñecos’ «colocados, como siempre, en el lado que mira al mar», se encontraban «a un nivel inferior a la línea del basamento». Como se ha señalado en páginas anteriores, J. Remesal (1979: 13), también destacó en su día la existencia de una plataforma que cubría algunos de los ‘muñecos’ situados en la cara sur del monumento A. La misma observación de determinadas fotografías e ilustraciones publicadas hasta el momento parece conducir a la misma conclusión (puede verse una selección de ellas en las Figs. 49, 75, 76 y 77). Un aspecto más, que incide en las diferencias de ubicación entre las estelas o cipos que indicaban la posición de la tumba y los denominados ‘muñecos’, debe tenerse en consideración. G. Bonsor, refiriéndose a las estelas halladas en el yacimiento señala: «Entre les soubassements des grands mausolées, on voyait quelques pierres isolées plantées en terre, qu’on reconnut être des stèles ou des cippes funéraires. La plupart de ces pierres étaient encore en place et sous celles-ci, à la profondeur moyenne de 1 mètre, on trouva le plus souvent une sépulture à incinération intacte» (P. Paris et al., 1926: 27). Las estelas se situaban por lo tanto, aproximadamente a un metro del enterramiento que señalizan, mientras

que los ‘muñecos’ se encontraban a menor distancia de la urna cineraria, según se aprecia en distintas fotografías y dibujos, o incluso a veces quedaban apoyados directamente sobre el mismo plano que esta última. También en el caso de la posible «estela troncopiramidal», encontrada sobre la tumba XVIII durante los años setenta, llama la atención la escasa separación entre el contenedor cinerario y lo que parece ser una piedra tallada (Figs. 64, 75, 77 y 78). Algunos ejemplares relacionados con incineraciones cubiertas por cupae, se encontraban embutidos asi-

Fig. 75: Baelo Claudia. Necrópolis SE. Muñeco semienterrado en un túmulo de piedras sobre la urna. Excavaciones dirigidas por J. Remesal. Campaña de 1974. (Tomado de P.Silliers, 1997: fig. 110).

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Fig. 76: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tumba de base cuadrangular con varios ‘muñecos’ en el frente y coronada por dos estelas ‘betiliformes’ (tomada de P. Paris et al., 1926).

mismo en uno de los frentes del monumento. Otros, en fin, denominados ‘galets’ por G. Bonsor, de carácter anicónico acusado, habían sido «insertados» o «incrustados»107, en un pequeño cubículo de la construcción destinado a tal efecto, situado, precisamente, bajo la mesa de libaciones (Figs. 79 y 80). De hecho, otro aspecto esencial de estas piedras talladas es su conexión directa con las libaciones relacionadas con los cultos funerarios. Frecuentemente aparecieron junto a conductos de libaciones que permitían el paso de las ofrendas hasta las cenizas del difunto, o rodeadas de fragmentos de cerámica (P. Paris et al., 1926: 38)108, hasta el punto de que G. Bonsor llega a sugerir la posibilidad de que dichos contenedores hubiesen sido «brisés sur la tête même du mystérieux buste de pierre» (P. Paris et al., 1926: 46). En los casos excepcionales en los que aparecen completamente expuestos sobre la superficie de la necrópolis, suele ser posible, asimismo, relacionar estas esculturas con libaciones. Así, por ejemplo, en la «Tumba de la Gran 107 «Ce n’est pas tout, et nombre de sépultures parmi les plus récentes, nous ont montré la régression portée plus loin encore, puisque le muñeco est remplacé par un simple galet, que l’on n’a presque jamais choisi pour sa forme rappelant vaguement la silhouette d’un buste, galet que l’on a complètement noyé dans la maçonnerie de la face du tombeau, audessus de la table à libations» (P. Paris et al. 1926: 113-114). 108 «Un muñeco, qui se trouvait contre le mur à l’extérieur de l’enclos XXIV, était pour ainsi dire couvert de tessons de patères de cette céramique à glaçure rouge et de l’autre, plus rare, dite jaspée, qui proviennent des fabriques gallo-romaines» (P. Paris et al., 1926: 38).

Estela» (P. Paris et al. 1926: 34), que tenía un ‘muñeco’ colocado encima de una mesa de libaciones, o en algunas cupae como la nº 372, donde el busto se situó entre la bóveda de medio cañón y su mesa de libaciones (Fig. 74a). Probablemente, esta vinculación ritual con las libaciones a los muertos es lo que confiere unidad a este conjunto, de otra forma bastante heterogéneo. Otro elemento común es la orientación hacia el sur, mirando hacia el mar, de la mayoría de estas piedras talladas aunque hay algunas excepciones (P. Paris et al., 1926: 108)109. La interpretación de este conjunto de esculturas ha estado relacionada desde un primer momento con el concepto que sobre la ‘romanización’ tenían los distintos autores que han emprendido la difícil empresa de proponer una explicación. «Sont-ce des images des morts auxquels on voulait assurer une sorte de survie matérielle?», se preguntaba G. Bonsor. «Cette hypothèse semble impossible à accepter. Nos planches et la fig. 65 nous dispensent d’insister sur la barbarie de ces bustes, plus affreux les uns que les autres, exécutés par des carriers qui, bien entendu, n’ont jamais eu le moindre sentiment d’art, mais qui semblent même n’avoir jamais regardé une face humaine. Comment admettre que les parents des défunts, vivant à une époque de civilisation raffinée, dans une ville où ne manquèrent pas les sculptures passables 109 G. Bonsor recoge al menos cuatro casos en que esta premisa no se cumple (recintos 958, 631, 505, 507) (P. Paris et al., 1926: 47, 55, 64, 66).

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Fig. 77: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. La ubicación de los ‘muñecos’ en la base de urnas y monumentos –que debían quedar cubiertos de tierra– demuestra que muchos serían sólo parcialmente visibles o que incluso quedarían ocultos en algunas ocasiones (imágenes tomadas de P. Paris et al., 1926: pl. VIII y VII).

(voyez au volume précédent les statues du Capitole), et même belles (voyez les têtes de lions), dont les maisons étaient pleines de produits d’une industrie artistique: bijouterie, verrerie, céramique, aient pu se contenter pour leurs morts de pareils portraits?» (P. Paris et al., 1926: 107-108)110. Tras rechazar la hipótesis que relacionaría a los ‘muñecos’ de Belo con retratos funerarios, G. Bonsor se inclina por reconocer en ellos genios protectores de los difuntos y de la tumba. Según este autor, los genios más antiguos, tendrían un aspecto ‘primitivo’ que se habría mantenido a lo largo de los siglos debido a «la force de la tradition, surtout en matière de religion et de rite» (P. Paris et al., 1926: 109). Ya que nos encontramos ante un «ritual desconocido» en el mundo romano, añade G. Bonsor, el origen de las esculturas funerarias de Belo quizá estuvo en parte relacionado con una tradición prerromana de carácter local, cuyos antecedentes más remotos quizá se hallarían en los ‘beti110 C. de Mergelina expresa la misma idea con estas palabras: «Lo insólito de nuestra necrópoli, lo que le comunica aspectos de rareza y novedad, de interés y extrañeza particulares, es la presencia, en buen número de sepulturas, de curiosas representaciones que, por sus características de tosquedad, si se desplazaran del medio propio en que aparecen, podrían tomarse como manifestaciones correspondientes a aquellos lejanos períodos del desenvolvimiento humano en que todo son balbuceos, intentos o simples conatos por llegar a conquistar la forma» (C. de Mergelina, 1927: 30). Una opinión inserta en la misma línea de pensamiento se puede encontrar en la publicación dedicada al yacimiento de finales de los noventa de P. Sillières: «¿Qué significado podían tener estos «muñecos»? No es probable que sean representaciones de los difuntos, porque cuesta trabajo admitir que las familias se conformasen con semejantes retratos de sus muertos. Aunque, en último extremo, esto pueda concebirse en el caso de las tumbas más pobres, evidentemente es inadmisible en el de los mausoleos ricos. Para aceptar tal explicación sería preciso haber encontrado algunas esculturas hermosas; pero no es así, y todas estas piedras rivalizan en fealdad» (P. Sillières, 1997: 200).

los’ neolíticos encontrados por L. Siret en la necrópolis de Los Millares. Los ‘muñecos’ de Belo podrían considerarse, por tanto, una «transformación» o «perfeccionamiento» de aquellos antiguos betilos del sur peninsular, lo que explicaría el retorno de los ejemplares más recientes a morfologías de carácter anicónico111, en las que el ‘muñeco’ es remplazado por un guijarro embutido en la mampostería de la fachada de los monumentos, encima de la mesa de libaciones. Para explicar este retorno a la tradición «anicónica» de los primitivos pueblos hispanos, G. Bonsor recurre al componente oriental de la cultura bástulofenicia y al estrecho contacto de los habitantes de Bolonia con el norte de África, presentando como ejemplo ilustrativo los ‘betilos’ embutidos en las cupae de la necrópolis romana del Camp de Sabattier en Susa, Túnez (antigua Hadrumetum). Todo ello le lleva a concluir que tanto para las ‘piedras sagradas’ de Susa, como los ‘muñecos’ de Bolonia puede defenderse un origen púnico (P. Paris et al., 1926: 113-114). Por su parte, C. de Mergelina, en una memoria publicada un año después de la aparición de los dos volúmenes colectivos sobre el yacimiento, insiste en la inexistencia de paralelos en el sustrato indígena o romano (C. de Mergelina, 1927: 30-42). Considera, sin embargo, difícil establecer una relación entre los ‘betilos’ de Los Millares y las piedras talladas de Belo. Tampoco comparte la teoría de G. Bonsor de que dichas manifestaciones puedan considerarse genios o una divinidad funeraria, protectora de los di111 J. Remesal (1979: 42), rechaza la idea de que los betilos de formas «más puras» puedan ser considerados posteriores en el tiempo a los de carácter antropomorfo, pues entre los ejemplares hallados en un frente del monumento A se encontraban piezas que podían ser incluidas en ambas categorías.

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Fig. 78: Baelo Claudia. Necrópolis SE. Betilo X situado sobre la urna de la Tumba XVII (según J. Remesal, 1979: lám. XV).

funtos, porque en ese caso sería difícil explicar la aparición de distintas esculturas en una misma sepultura y, sobre todo, la gran variedad tipológica que presentan los ‘muñecos’ que fueron depositados, incluso, a veces en un solo monumento, cabe suponer, sin que mediasen intervalos dilatados de tiempo. Según C. de Mergelina, los ‘muñecos’ de Belo son una representación de los individuos enterrados, que estaría en relación con la necesidad –constatada en varias culturas mediterráneas– de realizar una réplica del difunto. El autor rechaza a continuación la identificación de estas esculturas con el genius romano y recuerda que las profusiones realizadas junto a la tumba en el mundo romano no están dedicadas a ninguna divinidad protectora, sino a los propios difuntos. También señala –y más tarde volveremos sobre ello–, que los mismos Lares, Manes y Penates estuvieron conectados de alguna manera con la figura de los antepasados y que a ellos se realizaban una serie de sacrificios similares a los que se pudieron constatar en las tumbas de Baelo Claudia. Aunque A. García y Bellido menciona las tallas

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funerarias de Belo en el contexto de un análisis sobre las imagines maiorum en el mundo romano, afirma que dichos «retratos» son sólo «simples símbolos del muerto, símbolos que eran colocados sobre sus propias tumbas. Todos ellos pertenecieron a familias modestas, provincianas a las que no podía caberles el privilegio del ius imaginis» (A. García y Bellido, 1955: 92). J. Remesal, por su parte, rechaza la asimilación de los ‘muñecos’ de Belo con retratos funerarios, porque, en su opinión, de ser así, todos ellos habrían tenido un carácter antropomorfo del que muchos ejemplares carecen. Por ello recupera la teoría de G. Bonsor que vinculaba estas piezas –de tradición prerromana influida por costumbres púnicas–, a genios protectores relacionados con divinidades de ultratumba y señala paralelos, por ejemplo, en lugares como la necrópolis de Puerta Cesarea en Tipasa, Tiddis, Volúbilis, Sétif, Camp Sabattier y Cádiz. Aunque encuentra dificultades a la hora de proponer una en concreto, sugiere una posible relación con cultos a Saturno, Baco, una divinidad marina, infernal o quizá a alguna deidad del panteón púnico y recuerda que, según su opinión, uno de los ejemplares encontrados en la intervención de 1973 pudo tener un carácter fálico, asociable «con símbolos de la vida futura» (J. Remesal, 1979: 42-44). También B. G. Tore, en una recensión publicada en el Archivo Español de Arqueología sobre la memoria de J. Remesal, se pronunció sobre el significado de las esculturas funerarias encontradas en Baelo Claudia, que considera asociables a alguna divinidad púnica de carácter marino, aunque reconoce que la pluralidad de ‘muñecos’ encontrados en algunas tumbas no permite excluir la posibilidad de que nos encontremos ante genios protectores de los difuntos (B. G. Tore, 1981). Recientemente, en un artículo dedicado a analizar el peso de la tradición púnica en los enterramientos romanos del sur peninsular, D. Vaquerizo ha defendido la hipótesis de que estas piezas «…pretenden evocar la imagen del fallecido, quizá con un alto componente norteafricano en cuanto a su estilo y ejecución material, pero similares en concepto a las estelas y retratos documentados en algunas necrópolis del golfo de Nápoles…» sin descartar por ello que, en ocasiones, estas tallas «sean realmente betilos, con un simbolismo religioso que pretendía encomendar al difunto a una determinada divinidad» (Vaquerizo, 2006: 351-352 y nota 97). En el caso de los ‘muñecos’ de Belo el problema interpretativo comienza incluso con la expresión que se emplea para definirlos, ya que por diversas razones, los términos «estela», «bustos» o «betilo» no son ade-

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Fig. 79. Baelo Claudia. Necrópolis oriental. ‘Galets’ funerarios embutidos en la mampostería de distintos monumentos (P. Paris et al., 1926: fig. 66, pl. X).

cuados en este caso. Es difícil referirse a estas piezas en su conjunto como «bustos», porque, si bien algunos ejemplares podrían responder de forma laxa a este tipo, esta expresión no se puede utilizar con rigor para referirse a todos aquellos de carácter aníconico. Las excavaciones llevadas a cabo a principios de los años setenta del siglo XX tuvieron la virtud de demostrar, a través de técnicas estratigráficas modernas, que ejemplares pertenecientes a ambos grupos convivían en el tiempo y eran utilizados para la misma función, lo que impide utilizar de forma genérica el concepto de ‘busto’ para referirse a estas piezas. Por las mismas razones, y no por el mayor o menor acierto estético de los ejemplares antropomorfos de acuerdo con supuestos paradigmas grecolatinos, parece difícil defender una asimilación completa de estas piezas con los retratos funerarios o representaciones del difunto que se encuentran en algunos monumentos romanos. Como ya indicó G. Bonsor, no parece posible hablar, en el caso de Baelo, de limitaciones técnicas a la hora de tallar la piedra (sobre todo si tenemos en mente algunos de los hallazgos escultóricos que ha proporcionado la ciudad), sino más bien de una elección consciente, con mucha probabilidad relacionada con cuestiones rituales y con utilización de modelos formales de ‘corte arcaico’ ya en su tiempo. Los ‘muñecos’ no son estelas, en primer lugar porque no responden a la forma paralepípeda propia de este tipo de monumentos; pero además, y esto quizá es más importante, porque, salvando contadas excepciones, no cumplen la función de sema, de ‘indicador’ del lugar de enterramiento. Como hemos intentado recalcar, una de las características rituales fundamentales de estas esculturas funerarias es su ubicación en un espacio liminal, semienterradas en el suelo, poniendo en comunicación el mundo terreno

con el infraterreno. La convivencia de varias de estas piezas en enterramientos individuales o la imposibilidad de establecer una correlación entre el número de cremaciones y el número de esculturas cuando nos encontramos ante monumentos colectivos, refuerza el mismo argumento. Pero, por si todo ello fuese poco, conocemos al menos un caso, el de la tumba de la gran estela –precisamente uno de los pocos donde el ‘muñeco’ no se encontró semienterrado o embutido en la mampostería de la construcción– en el que uno de estos ejemplares se situó precisamente frente a una estela. Esta posición carecería de toda lógica si el ‘muñeco’ hubiese cumplido la función ritual de este tipo de monumentos funerarios. Aunque no aparece explícitamente citado en el texto de G. Bonsor, no podemos tampoco dejar de mencionar que en una de las láminas de la memoria se puede apreciar dos estelas cuadrangulares situadas sobre una tumba que contaba con cinco ‘muñecos’ en uno de sus frentes (P. Paris et al., 1926: Pl. VII, arriba, derecha) (Fig. 76). Según un estudio reciente sobre el fenómeno betílico en la Península Ibérica, a cargo de I. Seco112, los ‘muñecos’ de Belo tampoco pueden ser identificados como betilos en sentido estricto. Con este término se alude a aquellas piedras no alteradas por la mano del hombre o talladas en forma cónica, cuadrangular, ovoidea, troncocónica o estiliforme que se creían habitadas por la divinidad y a las que se rendía culto mediante una serie de rituales específicos (I. Seco, 2003: 204). No obstante, especialmente en el mundo púnico, se produjo cierta convergencia «formal» entre determinados señaladores funerarios y 112 Quiero agradecer desde aquí la generosidad de la autora que me ha permitido consultar su Tesis Doctoral, aún inédita.

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a

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b

Fig. 80: Baelo Claudia. Necrópolis SE. ‘Piedra’ troncopiramidal hallada en la base de un monumento funerario excavado durante la campaña de 1974 (a), similar a otros ejemplares encontrados por el equipo de G. Bonsor a principios del siglo XX en la Necrópolis oriental (b) (según P. Rouillard et al., 1979: lám. XXIV y P. Paris et al., 1926: pl. IX).

algunas clases de betilos, lo que ha propiciado el uso de términos como «estelas-betiliformes». Sin embargo, y esto es fundamental, dichas estelas, no pueden ser consideradas imágenes cultuales, aunque se aluda de forma directa a la manera canónica de representación anicónica de la divinidad. Se ha señalado que detrás de la equivalencia formal de estos señalizadores de carácter religioso pudieran encontrarse distintos conceptos de heroización del difunto. Lo que parece al menos probable en determinados casos es que estas piezas puedan compartir un elemento esencial con los betilos: la idea de que la piedra puede convertirse en una ‘casa del alma’, que determinados rituales pueden llevar a los espíritus a hacer del betilo una ‘piedra habitada’ (I. Seco, 2003: 234, 651, 652). Incluso si quisiera argumentarse que en el caso de Belo nos encontramos ante la utilización no de verdaderos betilos, sino de estelas betiliformes, nos encontraríamos con la dificultad de explicar por qué estas ‘estelas’ se encontraban semienterradas y por qué cuando aparecen agrupadas no parecen responder en todos los casos a las asociaciones más frecuentes en el mundo púnico: díadas, tríadas o parejas de tríadas (I. Seco, 2003). A pesar de todo ello, contamos con un ejemplo que sí parece poder relacionarse directamente con las representaciones de díadas betílicas que aparecen en numerosas estelas púnicas. Lo más interesante, es que, en este caso, las dos estelas betiliformes se encuentran en superficie, señalando la ubicación de la tumba, y no por ello se ha prescindido de colocar una serie de ‘muñecos’ en la base del monumento cuadrangular que contendría las cenizas (P. Paris et al., 1926: pl. VII, foto superior derecha) (Fig. 76). Todo ello parece subrayar,

una vez más, la relación de carácter complementario (que no equivalente) existente entre la estela o estela betiliforme y el ‘muñeco’. La diferencia fundamental entre ambos reside en su función ritual: mientras que las estelas betiliformes pueden considerarse un elemento que señala la posición del enterramiento y que se ha ‘apropiado’ de la morfología de un objeto presente en contextos sacros (el betilo), los ‘muñecos’ deben considerarse un objeto ‘cultual’ en sí mismos. A la dificultad para encontrar un término aceptable113 para estas representaciones se une el carácter de unicum que presenta este conjunto de esculturas en el contexto de la arqueología peninsular. Aunque se han propuesto distintos paralelos en distintas regiones mediterráneas, que a continuación pasaremos a comentar, Baelo Claudia continúa siendo un caso totalmente excepcional dentro de la arqueología hispana por el número de tallas de este tipo que se han recuperado en la necrópolis. En los años veinte, G. Bonsor almacenó más de cien y J. Remesal encontró, medio siglo después, una docena de piezas. Se han individualizado, sin embargo, varios casos dentro del mundo púnico que podrían tener relación con el ritual funerario observado en Bolonia. Uno de los ejemplos más citados, que J. Remesal reproduce incluso en su memoria de 1979, es el de la estela de la tumba 27 de Lilibeo (Sicilia) (Fig. 81). Sin embargo, hay varios aspectos que dificultan una identificación directa. La pieza de Lilybaeum es en sí mis113 En mi opinión, como se sugiere en éste y otro trabajo (A. Jiménez Díez, 2007), estas piezas podrían denominarse «cipos funerarios».

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Fig. 81: ‘Estela’ hallada en el interior de la tumba 27 de la necrópolis de Lilibeo (Sicilia) (Según A. M. Bisi, 1971: fig. 83).

Fig. 82: Estelas sardas de época ‘púnico-romana’, según G. Tore (1975: tav. XI).

ma un caso único dentro de la necrópolis114, y tanto la cronología –mediados o finales del s. III a. C.– como sus dimensiones –53 cm de alto, 20 cm de ancho y 13 cm de grosor– la alejan un tanto de los numerosos ejemplares de Baelo Claudia, en general de tamaño más reducido, bulto redondo y cronología altoimperial. La escultura funeraria de Lilibeo apareció asociada a una de las tumbas en lóculo excavadas en la tufa, pero, curiosamente, había sido introducida por completo dentro del nicho, junto a cinco urnas cinerarias acompañadas de distintos objetos de ajuar. La pieza presentaba además, lo que parecía ser un brazo alzado, en un gesto documentado en otros ejemplares de escultura funeraria fenicio púnica (H. Benichou-Safar, 1982: 74, fig. 40), y un orificio para encastrar un falo. Según A. M. Bisi, esta característica sugiere cierta relación con modelos tomados de la coroplastia fenicio-chipriota, como las estatuillas de la técnica snow-man, con órganos sexuales aplicados de la Isla Plana (Ibiza), Bithia y Monte Sirai

(A. M. Bisi, 1970, A. M. Bisi, 1971). Quizá sea aventurado proponer una explicación para la extraña ubicación de la pieza, pero es tentador pensar en algún tipo de ritual de «sustitución», quizá en un caso en el que fue imposible recobrar el cuerpo del difunto. Mayor cercanía cronológica y en la longitud de las piezas, presentan un grupo de estelas estudiadas por G. Tore (1975) (Fig. 82) de época ‘púnico-romana’ (ss. III-II a. C.) y altoimperial procedentes de Cerdeña y de carácter bastante excepcional. Todas ellas pertenecen a colecciones particulares y, desgraciadamente, carecen de contexto arqueológico –sólo se ha confirmado su carácter funerario115–, por lo que poco más se puede hacer que constatar cierta similitud formal en algunos casos. Dentro del grupo, hay varios ejemplares en los que se han trazado de manera somera los rasgos de un rostro mediante incisiones (5 casos), mientras que en otros –los más cercanos morfológicamente al grupo de Belo–, aparece un busto de carácter esquemático en bajo relieve (4 casos), o los límites de la propia estela se tratan como si fueran los contornos de la figura humana (3 casos). Respecto a la interpretación

114 El yacimiento siciliano no ha proporcionado más estelas de época helenística, ni de este tipo, ni de ningún otro, a excepción de un pequeño grupo de estelas votivas procedentes, con bastante probabilidad según A. M. Bisi (1971: 742), del tophet cercano al Timpone di S. Antonio.

115 La mayoría proceden de necrópolis donde predomina el ritual de incineración (G. Tore, 1975: 295, nota 5).

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de dichas estelas, G. Tore (1975: 304), relaciona dos piezas de su catálogo (fig. T. XII.3 y T. XIII. 1) con una representación simplificada de máscaras de carácter demoníaco, mientras que duda entre identificar el resto con retratos de difuntos o algún tipo de demonio-divinidad protectora de los muertos (G. Tore 1975: 313). La falta de paralelos formales para estas piezas en el mundo púnico –si exceptuamos, según el autor, el cipo de Lilibeo y los ejemplares votivos del santuario de Démeter Malophoros en Selinunte116–, le lleva a concluir que nos encontramos ante el producto de talleres independientes, responsables de manifestaciones sustancialmente autónomas inspiradas en tradiciones púnicas. La conexión establecida por G. Tore entre algunas estelas funerarias sardas y las ‘estelas votivas’ del santuario ‘della Malophoros’ en Selinunte merece, al menos, un breve comentario sobre este controvertido grupo de piedras esculpidas. Estas piezas fueron talladas en el contexto de la expansión púnica por el área occidental de Sicilia a partir de 409 a. C. y la creación de asentamientos en lugares como Panormo, Solunto, Erice, Motzia o la propia Selinunte, que convivieron con colonias griegas y núcleos indígenas, al menos hasta la conquista de la isla por parte de Roma a mediados del s. III a. C. En primer lugar, hay que señalar que este conjunto de estelas fueron halladas en un recinto aparte, situado en el exterior del temenos de la diosa, y dedicado a otra divinidad de carácter infernal, Zeus Meilichios, cuyo culto estuvo muy difundido en las colonias griegas de occidente, según algunos autores, en conexión con la propagación de cultos eleusinos. El santuario se fundó al parecer en época griega, aunque el culto prosperó también durante el período de dominación púnica, remontándose a esta época la mayoría de los ‘exvotos’ a los que se suele aludir como paralelo de los ‘muñecos’ de Belo. E. Grabrici encontró, a principios del s. XX, al pie de cada estela «un gruppetto di frammenti di piccoli vasi bruciati e rotti insieme con ossa di animali anche bruciati»117. Las ‘estelas’ sicilianas responden a tres tipos principales: piedras donde se tallaron –con «rudesse maladroite», si tenemos en cuenta la ‘calidad’ de las obras de arte que ha proporcionado el yacimiento de Selinunte (Ch. Picard, 116 El Museo del Bardo conserva una pieza (G. Picard, 1967: 43, Ca-23 / C-1-D-603, pl. IX), desgraciadamente, de procedencia desconocida, fechada en el s. V a. C. a partir del estudio de los caracteres púnicos grabados en el reverso, que se encuentra muy cercana, tanto por el estilo de la ejecución como por el tamaño, a varios de los ejemplares sardos estudiados por G. Tore. 117 E. Grabrici (1927): Il santuario della Malophoros a Selinunte, MonAL, XXXII, p. 156. Citado en M. L. Famà, V. Tusa (2000: 17).

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1943: 110)– dos rostros, uno femenino y otro masculino; figuras simples con representación de un solo individuo y, finalmente, ejemplares totalmente anicónicos. Al parecer algunas piezas conservaban además restos que inducían a pensar en una decoración con vivos colores, mientras que otras portaban inscripciones. En un reciente estudio, M. L. Famà y V. Tusa han propuesto datar las piezas anicónicas más antiguas en la transción entre los siglos VII y VI a. C., aunque no descartan que alguna de las piezas de este tipo más recientes deban situarse en el s. III a. C. (M. L. Famà, V. Tusa, 2000: 19). Estas estelas han sido a menudo interpretadas como cipos votivos, en los que se representaría al titular del santuario que conocemos gracias a la epigrafía, Zeus Meilichios, y su paredro, supuestamente Deméter Malophoros, siguiendo las propuestas de M. M. P. Nilsson y E. Gabrici. Sin embargo, Ch. Picard (1943) ha puesto en duda la posibilidad de identificar la figura femenina de estos cipos con Démeter, fundamentalmente porque los recintos de ambas divinidades estaban separados y no se ha podido encontrar ningún epígrafe votivo dedicado a Démeter Malophoros en el santuario de Zeus Meilichios. Este autor, de hecho, defiende la idea de que los individuos representados en el ‘campo de estelas’ no pretenderían evocar directamente a la divinidad, que normalmente se asocia a un tipo iconográfico bastante concreto –el dios barbado suele aparecer sentado en su trono portando un cetro y sujetando una pátera o el cuerno de la abundancia en su mano– sino que se encontrarían más cercanos a la idea del colossos o ‘estatua-menhir’, que se erigía a veces sobre los cenotafios para sustituir al cadáver del difunto que no había podido ser recuperado. Mediante determinados rituales se podía transformar estos ‘recipientes pétreos’ en ‘piedras animadas’ por el alma del ser querido y ausente. Ch. Picard pone incluso en entredicho el carácter votivo de estas tallas, destacando la naturaleza ctónica e infernal de Zeus en su advocación como Meilichios y la ubicación de las piezas junto a la vía de la necrópolis118. En las inmediaciones de su santuario en Selinunte, aparecieron, como es habitual en cementerios u otros puntos de comunicación con el ‘inframundo’, gran cantidad de cerámica destruida ritualmente tras las libaciones y un buen número de tabellae defixionum. Curiosamente, Meilichios, dios y daimôn simultáneamente, comparte algunos atributos y funciones con otras divinidades a la vez ‘domésticas’ y ctónicas del mundo antiguo, como podrían ser los Lares 118 Ch. Picard (1943: 117) cita otros ejemplos, tanto en Atenas como en el Pireo, en los que el santuario de Meilichios fue ubicado junto a la necrópolis del asentamiento.

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romanos. Meilichios, que a veces es representado bajo la forma de una serpiente, era el genio relacionado con el fuego del hogar y con la protección de los miembros de la familia. A esta divinidad se dirigían posiblemente algunas de las suplicas contenidas en las tabellae defixionum depositadas en las necrópolis. En los lugares de enterramiento el dios recibía un culto particular. Ya hemos mencionado la ubicación de sus santuarios en las vías funerarias, pero además sabemos que en algunas regiones de Grecia los sacrificios ofrendados al dios tenían lugar en festividades asociadas al duelo o el luto. El signo dual, de divinidad de carácter agrario y ctónico, de dios que porta el cuerno de la abundancia y es a la vez considerado ‘señor’ de los manes, no es en absoluto contradictorio, como nos recuerda Ch. Picard (1943: 105, 118), y como demuestra la asimilación de ambos conceptos también en el caso de los Lares latinos. Si bien en el ejemplo del santuario de Zeus Meilichios selinuntino parece posible entrever la superposición de ‘maneras de representar’ de tipo púnico y cultos helenísticos, no está de más mencionar de pasada en este punto –porque la idea volverá a resurgir unas líneas más adelante–, que los santuarios dedicados a esta divinidad llegaron desde el mundo siciliota a otras regiones del sur de Italia, como Pompeya, donde encontramos también un templo dedicado al dios junto a la puerta de Stabias y algunas representaciones de bustos en las necrópolis que determinados investigadores han querido relacionar con los misteriosos ‘muñecos’ de Belo. J. Remesal (1979: 44) presentó, además, en su estudio de los materiales de la necrópolis sureste de Belo otros paralelos norteafricanos, hallados en yacimientos como Volúbilis, Tiddis, Tipasa o Sétif. De Volúbilis procede, en efecto, un cipo de época republicana aparecido en un contexto poco claro, aunque identificado por M. Ponsich con un área de necrópolis. No se menciona, sin embargo, la asociación de este «autel-colonne» con restos humanos que pudiesen confirmar definitivamente su carácter funerario. La morfología de la pieza (una columna sobre basa cuadrangular), recuerda sin duda a algunos ejemplares de Belo, aunque el cipo de Volúbilis posee una serie de molduras que no están presentes en aquellos. (M. Ponsich, 1966) (Fig. 83). Existen aún mayores dificultades para asimilar los ‘muñecos’ de Belo a la estela de la necrópolis oriental de Tiddis (P. -A. Février, 1970: 51) que presenta remate triangular, un conjunto de signos vegetales y de carácter simbólico y una inscripción, aunque sin duda resulta interesante la ubicación de la estela entre un circulo de piedras –con la frontal a menor altura, quizá para ser utilizada como mesa de libacio-

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nes– que le confiere la particular posición entre el cielo y la tierra que venimos comentando y que sí recuerda a los amontonamientos de bloques pétreos encontrados en torno a algunos de los ‘muñecos’ hallados por el propio J. Remesal. Puede argumentarse, sin embargo, mayor similitud entre aquellas piezas que aparecieron encastradas en los monumentos tipo cupae del sector excavado por el equipo de P. Paris y las piedras embutidas en las tumbas del mismo tipo de la necrópolis de la puerta de Cesarea de Tipasa (Fig. 84). En este yacimiento, al parecer no conviven, como en Belo, piedras talladas anicónicas con otras de carácter antropomorfo, sino que en conjunto presentan forma troncopiramidal y están encajadas en la cabecera de la construcción119, que se orienta siempre hacia el oeste. Según S. Lancel (1970: 161), este hecho responde a un motivo ritual: «le mort est ici non plus inhumé, mais posé sur le bûcher funèbre la face tournée dans la direction du soleil levant, et la cupule construite à l’emplacement des cendres du bûcher en reproduit l’orientation, avec une légère déclinaison vers le nord-est ou le sud-est où l’on est en droit de reconnaître une indication sur la saison de l’année où s’est produit le décès». En Baelo Claudia, la gran mayoría de los ‘muñecos’ están orientados hacia la costa, que en ese punto del litoral gaditano se sitúa hacia el suroeste y como en el norte de África quedaban semi-integrados o apoyados contra la mampostería del monumento120. Los betilos de las cupae de Tipasa también recibieron libaciones y muy probablemente ofrendas depositadas en el reborde occidental en forma de mesa –similares a los documentados en Bolonia– de algunas de las cupae. C. de Mergelina (1927: 6-9) se refiere a los ‘muñecos’ asociados a cupae hallados en el yacimiento hispano como «piedras informes» y G. Bonsor los denomina «galets», por su similitud con «simples guijarros». Aunque algunos ejemplares pudieron corresponder, con mayor o menor fidelidad, al modelo de ‘busto’ (por ejemplo en el caso de la tumba de M. Sempronius Saturninus), el aspecto de ‘piedra sin trabajar’ que presentaban dichas piezas y la datación de los materiales encontrados en estas tumbas entre Domiciano y Marco 119 Excepcionalmente esta «estela» se «apoyaba» sobre uno de los lados cortos del monumento, en vez de quedar embutida en el frente de la construcción (S. Lancel, 1970: 171, nota 4). 120 Conocemos, al menos una excepción, la tumba nº 372 (P. Paris et al., 1926: 73) en la que el «galet» funerario se colocó entre el plinto y la mesa de libaciones, y no en contacto con la fachada de la cupa propiamente dicha, aunque si la hipótesis de G. Bonsor sobre el proceso de construcción del monumento fuese correcta (la mensa se situó con posterioridad a la finalización de éste), podría explicarse por esta razón la peculiar posición del ‘muñeco’.

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Fig. 84: Cupae con piedras talladas encastradas en el frente de la necrópolis de la puerta Cesarea de Tipasa (según S. Lancel, 1970: fig. 11).

Fig. 83: Cipo procedente de Volúbilis (a partir de M. Ponsich, 1966: pl. I).

Aurelio, le llevó a concluir que, en los últimos momentos de la necrópolis, los ‘muñecos’ habían evolucionado hacia formas ‘anicónicas’, justo antes de desaparecer como elementos integrantes del ritual funerario (P. Paris et al., 1926: 75). En la necrópolis de Sétif, donde están presentes los tipos de estelas más frecuentes en el mundo púnico, con símbolos habituales como crecientes o los familiares remates triangulares, se encontró también «quelque fois une petite stèle, pierre plate dressée» de carácter más o menos irregular que señalaba el emplazamiento de la sepultura. En algunas ocasiones, como hemos visto ya en Tiddis, se conservaba, delante de la piedra apenas desbastada que cumplía la función de sema, una losa en posición horizontal, que podría haber sido empleada, según P.-A. Février y A. Gaspary (1966-1967: 21, fig. 12), como una pequeña mesa de ofrendas. Otro de los paralelos formales más sugestivos que se pueden aludir al estudiar los ‘muñecos’ de Belo, son el conjunto de estelas y cipos de carácter anicónico muy difundidas en necrópolis y tofets del mundo fenicio púnico colonial. Aunque en general tuvieron de alguna manera la función de sema y presentan una cronología elevada en comparación con las piezas de Belo, algunos ejemplares podrían datarse en

el s. II a. C. (A. M. Bisi, 1967). Se pueden citar, como mero ejemplo ilustrativo de este gran conjunto de materiales, determinadas estelas sobre base cuadrangular de Sulcis (P. Bartoloni, 1986: Tav. I-IX), Tarros (S. Moscati, M. L. Uberti, 1985: Tav. VII.), o Mozia (S. Moscati, M. L. Alberti, 1981: Tav. XVIII, nº 119, 120, 124, 126,), que recuerdan fundamentalmente a los ejemplares sin rostro (‘columna’ sobre basa cuadrangular o redondeada) procedentes de Belo. En cualquier caso, un indicio de que las piezas de Baelo tenían una función ritual que iba más allá de la de ‘simples estelas’, y de que cierto carácter sacro puede estar en la base de su singularidad, se encuentra en el hecho de que uno de los paralelos hispanos más cercanos a las piezas anicónicas de las necrópolis excavadas por G. Bonsor se encuentre en un betilo estiliforme (75 cm de altura y 18 cm de diámetro)121 hallado recientemente en Carmona en un pozo donde se habían amortizado distintos elementos y que puede situarse cronológicamente en torno al cambio de era (M. Belén, R. Lineros, 2001: 130). También tuvieron un carácter esencialmente votivo y presentan algunos puntos de conexión con las piezas de Baelo (por ello debemos mencionarlas aquí, aunque sea brevemente), algunas de las tallas de bulto redondo, de tipo estiliforme o directamente paralelizable con algunos cipos betílicos púnicos, hallados en Torreparedones (I. Seco Serra, 1999: 139; B. Cunliffe, M. C. Fernández Castro, 1999: 321-397). Así pues, si bien existen similitudes entre las estelas de carácter anicónico del mundo púnico y las halladas en Belo, existen mayores dificultades a la 121 Sobrepasa ligeramente en altura a uno de los ejemplares de mayor tamaño de Baelo (MAN 33 183 26/15/990), que alcanzaba algo más de 60 cm. de altura. Entre los materiales recuperados en el mismo pozo se encontraba una piedra de alcor tallada en forma triangular, de 22 x 15 x 5 cm, que sería tentador relacionar con materiales similares procedentes de las necrópolis de Cádiz o Villaricos.

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hora de encontrar piezas semejantes a los ‘muñecos’ que presentan rasgos antropomorfos, si exceptuamos los ejemplos que se suelen citar normalmente y que han sido mencionados en líneas anteriores. En Cartago, los retratos fúnebres eran erigidos fundamentalmente sobre la tumba, en relieves con representaciones de cuerpo entero del difunto tallados sobre estelas o en esculturas de bulto redondo, mientras que el espacio interior del sepulcro, junto a los restos mortales, quedaba reservado para representaciones de la divinidad de carácter apotropaico, máscaras, terracotas o amuletos (G. Picard, 1962: 183-184; H. Benichou-Safar, 1982: 75). A pesar de ello, se pueden señalar un conjunto reducido de estelas con la representación de un pequeño rostro humano con largo cuello, que resultan excepcionales incluso dentro del conjunto de manifestaciones funerarias de las necrópolis a las que se encuentran asociadas. Un buen ejemplo de ello sería la pieza, ya presentada por G. Tore (1975, tav. XI.3) (Fig. 82, nº 3), pero también una estela procedente de Monte Sirai (S. F. Bondi, 1972: pl. LVII.1), y otra conservada en el Museo del Bardo de origen desconocido y fechada en el s. II d. C. (G. Picard, 1967: 303, Cb-1090, pl. CXXVII) (Fig. 85). Estas piezas parecen demostrar, que también en determinados enclaves del mundo púnico, la representación del difunto podía quedar reducida o ser representada de manera sintética a través de la metáfora de la «cabeza». No debe tampoco pasarse por alto la tendencia a añadir rasgos humanos a ciertos símbolos del imaginario fenicio-púnico como el ídolo botella, o algunos intentos de dotar a los betilos con ojos y boca (E. Lipinski, 1992: 71, 227; G. Tore, 1975: 298). Al volver la vista al contexto inmediato de los ‘muñecos’ de Baelo Claudia, llama la atención, sin embargo, la escasez de estelas funerarias púnicas halladas en nuestro país en comparación con otros enclaves del norte de África, Sicilia o Cerdeña, por no entrar en el controvertido asunto de la ausencia de tofets en los asentamientos feno-púnicos del occidente Mediterráneo. Así, no contamos con ninguna estela de este tipo procedente de la extensa necrópolis de Puente de Noy, y cuando éstas aparecen en otros yacimientos, lo hacen en pequeña cuantía en comparación con el número de enterramientos conservados en cada necrópolis. En Cartagena, por ejemplo, se halló una estela con una figura y de Ibiza proceden algunas otras que se ajustan al conocido tipo de frontón con acróteras o nicho con un personaje central (S. Moscati, 1988: 326). De este último asentamiento provienen también tres piezas paralepípedas que señalaban enterramientos de incineración fechados en el s. VI a. C. (M. Belén, 1992-1993: 357; C.

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Gómez Bellard 1990: 147, 95, 97, 114 y láms. 29, 39 y 60). La denominada «estela de Río Tinto» (M. Belén 1992-1993: 366, fig. 5), que desgraciadamente carece de contexto, quizá deba relacionarse con pequeños cipos anicónicos que han sido identificados por G. Tore con pequeños altares funerarios hallados en distintos puntos del Mediterráneo (G. Tore, 1971-1972: 192-193, H. Benichou-Safar 1982: 125) y en alguna necrópolis hispana, como Villaricos (M. Belén, 1994: 264). De Cádiz proviene un pequeño grupo de estelas del que sólo se conserva en la actualidad un ejemplar. Se encontraron generalmente asociadas a enterramientos de inhumación fechados entre el s. V y el s. III a. C., aunque las fotografías de principios del s. XX, tomadas durante los trabajos de P. Quintero Atauri, parecen indicar que su uso no fue tan infrecuente como podría suponerse (M. Belén 1992-1993: 353). Fueron talladas en piedra ostionera y recubiertas de yeso, como las de Baelo Claudia, con las que comparten además, algunas características formales. En Cádiz había, por ejemplo, tumbas señaladas por una simple piedra o estelas de carácter muy sencillo, de base rectangular y extremo superior redondeado122. El rectángulo rebajado presente en la mayor parte de las estelas gaditanas y que debió utilizarse para encastrar algún tipo de epígrafe, también está presente en las estelas de Belo y en las propias estelas de época romana de la ciudad de Cádiz. Asimismo hay constancia de la existencia de dos ejemplares con frontón triangular y acróteras laterales. Al menos una de ellas contaba con un pequeño nicho rectangular para encastrar una inscripción (M. Belén 1992-1993: 357). A principios de los años ochenta del siglo XX, las excavaciones en la plaza de Asdrúbal permitieron recuperar una estela troncopiramidal sobre la cabecera de dos de las tumbas de sillares típicas de la ciudad. Las características de los enterramientos de inhumación han llevado a fechar esta pieza en el s. V a. C. También tienen origen gaditano dos piezas más especialmente interesantes para comprender el fenómeno de los ‘muñecos’ de Belo. La primera se asemeja a los ‘galets funeraires’ de forma ovoidea, apuntados en la parte superior, que G. Bonsor encontró empotrados en nichos especiales de la mampostería de algunos monumentos y quizá a la pieza asociada a la tumba XVIII excavada por J. Remesal. En la pieza procedente de Gades además, fueron trazadas, en la parte apuntada, unas hendiduras que parecen representar toscamente un rostro humano. Como en tantas otras ocasiones cuando se trata de las necrópolis 122 Una de ellas fue encontrada in situ sobre una inhumación posiblemente púnica (M. Belén, 1992-1993: 353).

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Fig. 85: Estela con representación de una cabeza humana (Museo del Bardo) (a partir de G. Picard, 1967: pl. 127).

Fig. 86: Estela procedente de Cádiz, con posible representación del signo de Tanit (Según M. Belén 1992-1993: lám. V).

de Cádiz, es difícil establecer la cronología de la pieza con exactitud, ya que su descubridor, P. Quintero Atauri (1934: 4, lám. VB) sólo nos indica que estaba situada sobre la cabecera –orientada a poniente– de una sepultura de sillares «de las más primitivas» de la ciudad y que tenía como ajuar un ungüentario de barro, de los que el autor creía «más antiguos entre los anterromanos». En cualquier caso, no deja de ser revelador que en Cádiz, en un momento con bastante probabilidad anterior a la conquista romana, se hubiese producido ya el paso de asociar un rostro humano a una de estas tallas funerarias, que sin duda tenían una función más amplia que la de simple marcador funerario123. Finalmente, en Cádiz se ha encontrado otra pieza –la única conservada en la actualidad– de crono-

logía e iconografía controvertida, que puede ponerse en relación con el tema que nos ocupa (Fig. 86). Se trata de una estela hallada en una zona de tierras removidas cercana a una serie de tumbas de inhumación adosadas y a un monumento construido con grandes sillares. Fue tallada en un bloque de piedra arenisca y responde a un tipo de estela con remate a doble vertiente y bajorelieve en un campo cuadrangular situado en el frente, conocido en necrópolis como Cartago y en otros lugares de enterramiento del mundo púnico (H. Benichou-Safar 1982: 73). Conservaba restos de estuco y también, como otras estelas que hemos mencionado, un pequeño rebaje donde encastrar una inscripción funeraria. En el interior del rectángulo frontal se esculpió lo que ha sido interpretado como un busto, rodeado de una corona de puntos (P. Quintero Atauri, 1932: 7, G. Tore, 1975: 317), aunque otros investigadores prefieren ver en la figura el signo de Tanit (R. Corzo, 1991: 13). M.

123 Ya J. Remesal (1979: 44) sugirió cierta relación entre esta piedra que P. Quintero Atauri consideró un betilo y los ‘muñecos’ de Belo.

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Belén ha señalado que si bien la pieza no se ajusta a ninguna de las variantes conocidas de este símbolo, ya que carece de la barra central que le es consustancial, quizá esta separación pudo quedar indicada de forma simbólica, mediante un rebaje más profundo de la zona inferior del motivo, lo que implícitamente parece dividirlo en dos mitades (M. Belén, 19921993). La misma autora sugiere una datación en consonancia con los enterramientos cercanos al lugar del hallazgo de la pieza (unas tumbas de sillares características de los siglos V-IV a. C. y una cista de lajas que se puede situar en torno a los inicios del s. III a. C.), en un momento avanzado del s. IV a. C. Sin embargo, en Bolonia se encontraron sepelios en cistas de lajas que parecen indicar que dicho tipo de enterramiento se mantuvo en el sur peninsular hasta bien entrada la época romana (C. de Mergelina 1927: 20-22; P. Paris et al., 1926, pl. V; A. Bourgeois, M. del Amo, 1970: pl. I, arriba), por lo que habría que tomar con cierta cautela esta datación basada únicamente en informaciones fragmentarias. En cualquier caso, es interesante constatar la existencia de representaciones de carácter más o menos anicónico de lo que podría interpretarse como «cabezas», en un contexto de necrópolis púnica relativamente cercano en el espacio –aunque menos en el tiempo– a la necrópolis de Baelo Claudia. Uno de los yacimientos que ha proporcionado un mayor número de estelas dentro del mundo púnico peninsular es Villaricos, la antigua Baria donde fueron practicados enterramientos sin solución de continuidad hasta época imperial. Un gran número de ellos contaba con una piedra alargada de base cuadrangular y remate apuntado con un tamaño que podía variar entre los 30 cm y los 130 cm Estas estelas, que habían sido talladas someramente, mostraban con frecuencia restos de un encalado de yeso (M. J. Almagro, 1984: 85, 117, láms. III y V). El segundo tipo más común en la necrópolis era aquel formado por piezas de forma troncopiramidal, con medidas comprendidas entre los 20 y los 50 cm, que aparecieron generalmente asociadas a inhumaciones y que se mantuvieron en uso en la necrópolis durante largo tiempo, perdurando hasta época imperial. Resulta especialmente interesante el hecho de que estos bloques de piedra de forma piramidal hubiesen sido situados, en ocasiones, en el interior de cámaras hipogeas (M. Astruc, 1951: 69), indicando que, quizá como en el caso de los ‘muñecos’, cumplían una función más compleja que la de simple indicador de la ubicación de un enterramiento. También estas piezas, para las que se han señalado numerosos paralelos en santuarios y necrópolis del mundo púnico (M. Belén, 1994: 263), estuvieron en su momento cubiertas de un re-

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vestimiento de estuco. No es posible constatar la existencia de esta clase de estelas en Belo, pero contamos con la ilustración de una piedra de morfología similar asociada al enterramiento nº XVIII de la necrópolis sureste (J. Remesal, 1979: figs. 38, 41, 42) y una breve mención a la exhumación de una roca de forma cónica «sorte de bétyle» (P. Paris et al., 1926: 68)124, que quizá pudiera estar de alguna manera relacionada con los materiales recuperados en Villaricos y Cádiz. Otros ejemplares presentes en Villaricos, como los que presentan la parte superior redondeada, ofrecen asimismo similitudes con las estelas gaditanas que acabamos de comentar y con las presentadas por G. Bonsor en su figura 14 como ‘estelas’ propiamente dichas, en un apartado distinto al que se dedica en su memoria a los ‘muñecos’ (P. Paris et al., 1926: 27) (Fig. 45). En determinadas tumbas se situaron pequeños altares, a menudo enlucidos con yeso, que recuerdan a la ‘estela de Río Tinto’ a la que aludíamos en líneas anteriores y que se han fechado entre los siglos V-IV a. C. (M. Belén, 1994: 263). Como en el caso de las piedras talladas de Belo, a veces se recuperó más de un altar por enterramiento, posiblemente porque estas piezas no eran consideradas meras estelas, sino que cumplían además una función ritual determinada en el contexto funerario. En la propia Bolonia, si dejamos a un lado los controvertidos ‘muñecos’, se puede mencionar el hallazgo de un conjunto de estelas durante las excavaciones realizadas en el asentamiento a principios del s. XX. En el cuadro tipológico presentado por G. Bonsor se puede observar que en general nos encontramos ante piezas cuadrangulares con remates semicirculares o a doble vertiente que recuerdan en algunos rasgos a ejemplares norafricanos y gaditanos. En varias ocasiones pudo documentarse la existencia de algún tipo de revoco, característica que hemos visto repetida en distintos ejemplos a lo largo de las últimas páginas. También puede considerarse como un elemento particular, que permite establecer un contraste con las estelas funerarias más corrientes en el mundo romano, el pequeño espacio cuadrangular reservado en algunas de ellas para recibir una plaquita de unos 20-15 cm de lado donde se habría grabado el epígrafe. De hecho muchos de los epígrafes de carácter funerario recogidos en el volumen dedicado a las inscripciones romanas del asentamiento fueron realizados en este tipo de soporte (J.-N. Bonneville et al., 1988: 45). En concreto, existen además tres estelas para las que se han señalado paralelos en el mun124 Imagen de una pieza posiblemente similar en la misma obra, pl. IX fila superior, en el centro.

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Fig. 87. Monumentos de la necrópolis de Cádiz (izquierda) y Tipasa (Puerta Cesarea, derecha). M. Belén (1992-1993: figs. 3 y 4).

do púnico: por un lado aquella que coronaba la Tumba de la Gran estela rematada por un elemento ovoideo que recuerda a monumentos similares, de tipo pilarestela hallados en Cádiz o Tipasa (P. Quitero Atauri, 1932: 24, 26; S. Lancel, 1970; M. Belén, 19921993: 355) (Fig. 87); y por otro dos estelas de fuste alargado cuadrangular situadas sobre una misma tumba, que recuerdan vivamente las frecuentes representaciones, en este caso en relieve, de díadas betilicas de las estelas púnicas (I. Seco, 2003: 637, P. Paris et al., 1926: pl. VII) (Figs. 76, 88). Como hemos visto, por lo tanto, las piezas de Belo en conjunto no se ajustan exactamente a ningún modelo descrito en otras necrópolis del mundo feniciopúnico, y, sin embargo, aquellas que se pueden inscribir en el grupo de las tallas anicónicas sin duda beben de modelos orientales y de la asociación en las necrópolis norafricanas y centromediterráneas entre las ‘estelas betiliformes’ y la tumba, entre la piedra que puede ser habitada por el alma y el lugar donde reposan los restos de un individuo. El problema, entonces, parece ser explicar el papel que jugaron los ‘muñecos’ de carácter más antropomorfo y por qué aparecieron asociados, cumpliendo aparentemente la misma función ritual, a piedras talladas con forma geométrica. A primera vista, la solución más evidente parece ser relacionar las esculturas de Belo con los retratos funerarios comunes en las necrópolis romanas. Cómo «símbolos del muerto» los interpretó en su día A. García y Bellido, hipótesis, por otra parte, como hemos visto, desechada desde un primer momento por G. Bonsor o P. Paris. A los argumentos entonces esgrimidos, po-

dríamos añadir ahora el carácter casi genérico de muchos ejemplares, que les alejan de una representación fiel de los rasgos del difunto, o la propia ubicación en un lugar poco apropiado para la exhibición de un retrato. También resulta problemática la asociación de los ‘muñecos’ de Belo con las máscaras funerarias que han sido encontradas en algunas tumbas romanas, sobre todo, porque, evidentemente, no se trata de máscaras, pero además ni reproducen fielmente los rasgos del fallecido, ni se colocaron como parte del ajuar en el interior de la tumba. Recientemente, D. Vaquerizo (2002c: 181, 2006: 352) ha sugerido una posible conexión entre las tallas funerarias de Baelo Claudia y un conjunto de estelas procedentes de Pompeya, citando como referencia bibliográfica dos artículos publicados en las actas del congreso titulado Römische Gräberstrassen, que vieron la luz a finales de los años ochenta (V. Kockel, 1987; A. d’Ambrosio, S. de Caro, 1987). La mayoría de estas piezas se pueden incluir en un grupo de estelas muy particular denominadas columelle en la bibliografía italiana (Fig. 89). Se trata de un conjunto de estelas talladas en piedras calcáreas, volcánicas o en mármol, con la parte superior redondeada y fuste estrecho de tendencia alargada, que parecen ser una abstracción de un busto humano. Son escasísimos los ejemplos en los que se representan los rasgos fisonómicos del difunto en la zona del campo epigráfico que correspondería al rostro125. Lo más 125 Se han contabilizado algunos casos en Pompeya y otro recientemente en la antigua Nuceria, por ejemplo (M. De’Spagnolis, 2001: 176).

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Fig. 88. Representaciones de díadas betílicas en las estelas del tofet de Cartago (S. Moscati, 1988: 309).

Fig. 89. Columelle. Necrópolis de Porta Nocera, Pompeya (según A. D’Ambrosio; S. de Caro, L. Vlad Borelli, 1983: 5OS y A. D’Ambrosio, S. de Caro, 1987: Taf. 33a).

común es que la parte frontal esté vacía o recoja una inscripción con el nombre de la persona conmemorada –aunque algunas son anepígrafas–, mientras que la posterior puede presentar también una superficie lisa, en el caso de lápidas dedicadas a varones, o estar tallada imitando el cabello o el pelo trenzado de una mujer. Teniendo en cuenta especialmente aquellos ejemplares dotados de rostro humano se ha sugerido cierta contaminación del concepto de la lápida con el de la herma-busto. En las lápidas más recientes fabricadas en mármol, sin embargo, se acentúa la tendencia contraria: la inscripción se sitúa sobre el busto, que ha alcanzado gran esbeltez y se tiende a formas menos redondas y de menos espesor, acercándose más al concepto de estela «bidimensional» que al de busto de bulto redondo. El ámbito geográfico donde han sido halladas estas piezas es también muy reducido. Se concentran fundamentalmente en la Campania, en el territorio de la antigua confederación nocerina, en yacimientos como Pompeya, Stabia, Sorrento, Herculano o Sarno, donde están fechadas entre finales del s. II a. C. y la segunda mitad del s. I d. C. (M. De’Spagnolis, 2001: 177; A. D’Ambrosio, S. De Caro, L. Vlad Borelli, 1983). A la hora de identificar los ‘muñecos’ de Belo con las columelle de la Campania se plantean las mismas dificultades que ya observamos al buscar una relación con las estelas del mundo púnico: los ‘muñecos’ no responden al modelo de estela epigráfica de forma paralepípeda destinada señalar un enterramiento individual, y por lo tanto difícilmente pueden asimilarse ritualmente a las columelle de la Campania. Sin embargo, en algunas de las necrópolis en las que están presentes las columelle, como en Tarento o la necrópolis de Porta Nocera en Pompeya, se ha hallado también otra serie de representaciones que podrían ponerse en relación con nuestro problema, sobre todo porque en esta ocasión nos encontramos,

no ante estelas epigráficas de silueta más o menos antropomorfa pero sin rostro, sino ante verdaderos bustos funerarios que presentan en ocasiones sorprendentes similitudes tipológicas con algunos ejemplares de Belo126. Dos de ellas fueron halladas en los nichos de un monumento a Fornix de Porta Nocera (A. D’Ambrosio, S. De Caro, L. Vlad Borelli, 1983: 7-OS), pero quizá el grupo más numeroso de ellos procede de Tarento, aunque, lamentablemente, la mayoría carecen de contexto arqueológico. Fechados entre el s. I a. C. y época altoimperial, difieren claramente de las costumbres funerarias y de los cipos empleados en las necrópolis «griegas» del asentamiento de los siglos anteriores, por lo que se ha querido relacionar su aparición con la influencia de nuevos colonos presentes en la ciudad. Las tumbas de época romana solían estar indicadas en superficie con una estela, por lo general muy sobria, con el nombre del difunto, la edad en la que le sorprendió la muerte y la fórmula H.S.E., aunque a veces estas lápidas habían sido sustituidas por un pilastrino, que sostenía un «busto»127. P. Pensabene (1975: 276) recoge los detalles del hallazgo de una de estas piezas recuperada el 30 de mayo de 1936 en Vía Dante, uno de los poquísimos casos recuperados en excavaciones antiguas de los que se conserva algo de información sobre las circunstancias del hallazgo y los materiales asociados. Curiosamente, como en Baelo, al menos 126 Que no pasaron desapercibida en los años cincuenta a A. García y Bellido (A. García y Bellido, 1955: 92) y que ha vuelto a señalar recientemente P. Rodríguez Oliva (2002: 279). 127 En palabras de R. Bartoccini, que excavó algunas de estas tumbas «Ma che coraggio ci vuole a chiamarli busti! Sentendo questa parola si pensa subito a ritratti, e ci si imagina che in qualche modo dovessero rassomigliare al difunto o alla defunta. Quale disinganno! Non ho mai visto una più desastrosa raccolta di brutte facce.» (R. Bartoccini, Taranto, Rassegna del Comune 12, 1934, p.3, citado por P. Pensabene 1975: 276).

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Fig. 90: Cipos funerarios de Tarento (P. Pensabene, 1975: Taf. 89, 88 y 87).

en este caso, no existió una relación directa entre la cantidad de individuos enterrados y el número de «cipos-retrato» colocados sobre la tumba, pues la pieza hallada en Vía Dante se superponía a tres urnas cinerarias: una urna cuadrangular de piedra con los huesos calcinados y un espejo de bronce; una urna cerámica con restos óseos y un ungüentario de vidrio (boccettina di vetro); y una tercera similar a la anterior con una pequeña píxide en hueso, un ungüentario de vidrio y lo que el autor denomina «due fiaschette ad alto collo d’arilla rossastra» situados en el exterior de la urna y que quizá correspondan a ungüentarios cerámicos de época augustea (P. Pensabene, 1975: 276, nota 79). En concreto, en el Museo de Tarento se conservan dos ejemplares de este grupo de «cipos», que recuerdan de cerca a los tipos Baelonenses, con basa circular, fuste y «retrato» o basa cuadrangular y «retrato». Muchos otros se prolongan por debajo del cuello y se asemejan a todo un conjunto de representaciones de bustos de los difuntos, abundantes especialmente en relieves funerarios, y que están relacionados con un complejo debate sobre los modos de representación de los ancestros en el mundo romano (Figs. 90 y 91). Debemos, recordar aquí, al menos brevemente, un conjunto de imagines estrechamente relacionadas con el culto a los antepasados en ambientes domésticos y que pueden contribuir a responder a la cuestión de si los ‘muñecos’ de Belo habrían sido considerados una ‘representación aceptable’ de los ancestros en una ciudad romana. Me refiero a un grupo de pequeñas esculturas, del que apenas han sobrevivido ejemplares, por haber sido realizadas en materiales perece-

deros (posiblemente cera o madera) que se situaban en uno de los altares familiares de la domus romana: el larario128. Uno de los mejores ejemplos fue hallado en la Casa de Menandro, en Pompeya129. Si exceptuamos la ‘estatuilla’ identificada con el Lar doméstico, de corte helenístico, las cuatro tallas restantes, que poseen ciertos rasgos que recuerdan a los ‘muñecos’ de carácter más antropomorfo de Belo (Fig. 92, 93), consistían en cuatro bustos de tamaño algo menor que el natural. En el mismo nicho se encontraron dos largos clavos, como los que son frecuentes en los ajuares de las tumbas romanas, que quizá deban interpretarse más como una ofrenda, que como la evidencia de una puerta de madera para clausurar la pequeña exedra, como sugiere H. Flower (1996: 42), de la que, por otra parte, no quedó ninguna impronta, al contrario que en el caso de los bustos. Diversos autores han destacado el aspecto «rudimentario» de estas esculturas, que contrasta especialmente con la sofisticación en la elección, inspirada en corrientes helenísticas, de determinados motivos del diseño de la casa y las pinturas parietales que contenía. Precisamente, la gran mayoría de los frescos de la Casa de Menandro habían sido renovados en un momento inmediatamente anterior a la erupción del Vesuvio y, sin embargo, en el pequeño altar, que contenía las figurillas de tipo arcaizante, se decidió mantener las pinturas que habían sido realizadas en 128 Tibulo, por ejemplo, aseguraba que sus lares habían sido tallados en madera (D. G. Orr 1978: 1566). 129 Piezas similares se hallaron en la casa de Balbo, también en Pompeya, y al parecer existen ejemplos procedentes de Herculano que permanecen inéditos (H. I. Flower, 1996: 43; A. Maiuri, 1933: 106).

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Fig. 91: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. ‘Muñecos’ de carácter antropomorfo (tomado de P. Paris et al. 1926: pl. XVI y XVIII).

una época anterior, como si lo adecuado para la decoración de esa zona fueran una serie de motivos y diseños que remarcasen un aspecto de corte ‘tradicional’. En un pasaje frecuentemente mencionado para arrojar luz sobre el aspecto físico de la imagines130, 130 Debemos tener en cuenta, sin embargo, que no es completamente seguro que las imagines citadas en este fragmento por Plinio puedan relacionarse directamente con antepasados representados de manera genérica. El término imago tuvo un gran número de acepciones en época romana.

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Plinio (H. N. 35.6), en el s. I d. C., se lamenta de que las recias imágenes de los antepasados de antaño hubiesen sido sustituidas en su época por «decadentes» representaciones de corte helenístico, lo que quizá nos permita intuir que el carácter arcaico era uno de los ‘valores añadidos’ o características importantes de esta clase de objetos asociados con el culto. La pregunta de si los bustos encontrados en la Casa del Menandro pueden considerarse imágenes de ancestros y cuál es la relación de estos últimos con el culto a los Lares es compleja, pero existe una serie de indicios que merece la pena considerar. Dentro del ámbito doméstico se dan cita una serie de cultos –a Vesta, los Penates y los Lares– relacionados con el bienestar familiar, con el almacenamiento y la manipulación de los alimentos y con los ancestros que en algunas ocasiones resulta difícil distinguir. El culto a Vesta estaba fundamentalmente asociado al fuego del hogar, el fuego ‘sagrado’ en el que se cocinaba la comida para toda la familia. El fuego en sí mismo podría ser una metáfora de la continuidad de la vida a lo largo de varias generaciones, porque un hogar apagado era símbolo de la ausencia o fallecimiento de los miembros de la familia. La conexión de la llama con el mundo de los vivos se constata también en el precepto de que los hogares debían estar apagados durante la fiesta consagrada a los muertos, la Feralia. Es posible que Vesta fuese considerada uno de los penates, porque en distintas ocasiones aparece estrechamente relacionada con ellos. De hecho, en el templo de Vesta en Roma, moraban también los di penates, y en él se conservaban antiguos objetos relacionados con su culto. El templo circular, una especie de ‘hogar simbólico’ del Estado, carecía de imágenes de culto, pero contenía supuestamente el fuego sagrado, el Palladium y las divinidades (frecuentemente relacionadas con los Penates) traídas desde Troya por Eneas (D. G. Orr 1978: 1560-1561). En el contexto del culto doméstico el cometido fundamental de los Penates era proteger el penus, la despensa situada detrás del hogar, en la parte trasera del atrium. Aunque al parecer, se creía que habitaban también los más recónditos lugares de la casa –el corazón mismo de la domus romana– y compartían altar con los Lares, especialmente en los hogares más humildes que sólo contaban con un ara para rendir culto a estas divinidades. Cicerón los asimila de hecho con el culto al Lar familiaris y no es infrecuente encontrar alusiones a los Penates que se refieren de manera genérica a todas las deidades del hogar, incluyendo a los Lares y a Vesta (P. Foss, 1997: 217; D. G. Orr, 1978: 1562-1563; D. P. Harmon, 1978: 1593).

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Fig. 92: Larario de «La casa del Menandro», Pompeya (A. Maiuri, 1933; fig. 48).

Los Lares, por su parte, se encargaban en un sentido amplio de vigilar (colere) el bienestar de la casa y de la fuerza vital de su miembros, su nutrición, es decir, una vez más, de la comida. De hecho, las imágenes de los Lares normalmente no se situaban a la vista de todo el mundo en el atrio, como las másca-

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ras de los antepasados notables, sino en la cocina junto al hogar, o en directa relación visual con esta estancia (P. D. Foss, 1997: 199). De alguna manera, los Lares, como los Penantes, están relacionados con el culto a los ancestros, y en un gran número de textos griegos el término Lar aparece utilizado como un equivalente de heros (D. G. Orr, 1978: 1564). Recordemos además el pasaje de Plinio (H. N. 28, 27-28) que permitía entrever una relación entre el concepto que tenían los romanos de los Lares y un conjunto de vagas ideas sobre los ancestros deificados a los que se rendía culto en el hogar bajo esta forma. Según el autor latino, si un pedazo de comida cae al suelo durante el banquete debe ser quemado frente al altar de los Lares, porque el suelo es el hogar de los fantasmas y los alimentos que en él caen deben consagrarse a los dioses del inframundo. Pero los vigilantes Lares están además implicados en toda una serie de procedimientos litúrgicos que tienen que tienen que ver con estadios liminales, con las fronteras entre dos espacios y con ritos de ‘substitución’ en los que participan distintos tipos de ‘dobles’ o imagines. Los Lares de los que conservamos menciones más antiguas habitaban en un lugar altamente peligroso, e inestable, cargado de numina: el compitum o punto en el que se producía la intersección de los lindes de cuatro caminos o cuatro propiedades. A ellos se consagra las compitalia, un festival celebrado en el solsticio de invierno precisamente en los compita. En esa fecha, se colgaba el yugo, como símbolo de interrupción en el ciclo del trabajo, se celebraba un banquete en el que cada familia ofrendaba un pastel de miel a los dioses y, finalmente,

Fig. 93: Detalle de las imagines del larario de «La Casa del Menandro» (A. Maiuri, 1933; fig. 49).

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tenían lugar un ritual en el que se utilizaban una especie de figurillas de lana. Cada una de estas pequeñas «efigies» representaba a un miembro libre de la familia, mientras que los esclavos eran «sustituidos» por una pelota131. Todas estas imágenes se colgaban del altar de los Lares compitales, en los cruces de los caminos. Este ritual se ha interpretado de diversas formas, pero no deja de ser sugerente la idea de la conexión de los Lares con pequeñas imágenes que sustituyen a los miembros de la familia y que en momentos determinados pueden ser habitadas por un numen, ni la conexión de éstos con divinidades como el dios Terminus (vigilante de los cruces de los caminos), que siempre se representa bajo forma betílica (I. Seco 2003: 334). Otro dios de carácter betílico, que se puede poner también en relación con elementos liminales como el mundus, Apolo Agyeo, se encargaba, igualmente, de la protección de las vías y las puertas de las casas. Los Lares, no sólo estaban presentes en el lugar físico donde se encontraban los límites, sino que, además, adquirían un carácter protagonista en «rituales de paso», como la llegada a la edad adulta o el matrimonio. Los niños entregaban la bulla, el amuleto que les había protegido durante toda la niñez, a los Lares el día que tomaban la toga virilis, mientras que las niñas depositaban en el larario otros objetos relacionados con la infancia y la llegada de la pubertad (pupae, maniae, mollis pillas, reticula o strophia)132 (D. P. Harmon, 1978), o una moneda, el día de su boda (R. Pera, 1993: 350). Merece la pena destacar la corriente aparición de algunos de estos materiales, especialmente monedas, muñecas o bullae, en tumbas infantiles de época romana. Quizá estos objetos que no habían sido consagrados a los Lares en el hogar por culpa del destino, se dedicaban de alguna manera a ‘sus equivalentes’, a los dioses del inframundo. Hasta ahora hemos hecho hincapié en representaciones de carácter más o menos antropomorfo presentes en las necrópolis romanas y que pudieran contri131 «Pilae et effigies viriles et mulibres ex lana conpitalibus suspendebantur in conpitis, quod hunc diem festum esse deorum inferorum, quos vocat Lares, putarent, quibus tot pilae, quot capita servorum; tot effigies, quot essent liberi, ponebantur, ut vivis parcerent et essent his pilis et simulacris contenti». Paulus ex Fest.. 273L2; cf. Paulus ex Fest 108L2 and Macr. Sat. 1.7.35) (citado en D. P. Harmon, 1978). 132 La mayoría de estos elementos son mencionados por M. T. Varrón (Menippeae, 463): «suspendit Laribus manias, mollis pilas, reticula ac strophia». De acuerdo con el Oxford Latin Dictionary (Oxford, 1968-1973), además de las muñecas (pupa-ae), el resto de los términos latinos se refieren a pequeñas imágenes de caras desagradables colgadas como ofrendas o encantamientos (mania-ae), pelotas o bolas blandas (pila -ae), ropa interior o redecillas para sujetar el cabello (reticulum-i) y sujetadores (strophium -ii).

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buir a la explicación del significado de las tallas funerarias encontradas en Baelo Claudia. Pero, ¿existió en el mundo romano algún equivalente a los ‘muñecos’ que carecen de rostro? No podemos dejar de mencionar una serie de cipos funerarios hallados en distintas necrópolis etruscas, aunque, muy posiblemente, también en este caso debamos buscar el origen último de estas piezas en tradiciones surgidas, en mayor o menor medida, a través del contacto de la Península Itálica con el mundo oriental. Un conjunto destacado de ellas procede de la necrópolis de época tardorrepublicana de Cerveteri (la antigua Caere, ss. IV-I a. C.) (R. Mengarelli, 1915; M. Blumhofer, 1993). En concreto, en el sepolcreto della Banditaccia, se encontraron, a principios de siglo XX, en un área que había sido arrasada en el siglo IV a. C. para construir de nueva planta un conjunto de cámaras funerarias de acuerdo con un plano ortogonal, un grupo de «cipos» que respondían a tres tipos básicos. Por un lado estaban aquellos en forma de columna con basa circular o cuadrangular; por otro, el grupo formado por cipos de carácter oikomorfo o semejantes a pequeños sarcófagos, y, finalmente un tercer conjunto compuesto por piedras lisas redondeadas. Estas piezas se colocaban mayoritariamente a la entrada de las cámaras funerarias, sobre grandes lastras de piedra que presentaban una serie de oquedades destinadas precisamente a instalar cada uno de los cipos. Muchos de ellos, al igual que los ejemplos procedentes de la Campania comentados con anterioridad, presentaban una inscripción con el nombre del difunto en lengua etrusca o latina (Fig. 94). La mayoría de las leyendas habían sido grabadas en la piedra, aunque al menos en un caso se documentó un epígrafe realizado con ocre de color rojo. El estudio onomástico de estas inscripciones permitió llegar a la conclusión de que los cipos de Caere con forma de columna conmemoraban a individuos del sexo masculino, mientras que aquellos con forma de casa correspondían a mujeres y que pertenecieron tanto a ciudadanos ingenuos como a libertos. Algunos cipos presentaban un engrosamiento redondeado en la parte superior, que ocasionalmente estaba decorado con motivos vegetales o lo que R. Mengarelli (1915: 359) interpreta como una representación del cabello de una cabeza humana. Según este autor, los cipos funerarios de Caere, que ocasionalmente aparecieron situados también en el interior de las cámaras funerarias (aunque aislados y sin soporte), tenían la función de señalar el número de personas enterradas en una determinada cámara. R. Mengarelli llega incluso a establecer una relación entre los enterramientos de inmaturi, situados normalmente en una fosa frente a la cámara sepulcral, que haría las veces de subgrund-

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Fig. 94. Cerveteri. Cipos funerarios (según R. Mengarelli, 1915: figs. 11, 12 y 15).

arium, con los cipos de menor tamaño recuperados en la necrópolis. Las excavaciones de principios del siglo XX en Cerveteri ofrecen algunos aspectos especialmente interesantes para su comparación con las necrópolis de Baelo Claudia, como la colocación de varios cipos en el frente de un mismo monumento, disposición que fue señalada igualmente en el yacimiento gaditano. Sería importante poder constatar si también en el caso de la necrópolis de Cerveteri, las ‘lastre porta-cippi’ aparecieron semi-enterradas o sobre el nivel del suelo. R. Mengarelli (1915: 351) describe con cierto detalle el sistema de oclusión de las cámaras funerarias, cuya entrada quedaba sellada mediante una serie de lastras de piedra que, a su vez, eran enterradas bajo una profunda capa de tierra: «Il sistema di chiusura era però completato colla terra che si addossava alle lastre stesse, e che formava al disopra del piano delle vie sepolcrali uno strato continuo di due, tre o più metri di altezza. In tal modo, non soltanto le porte delle tombe (alle quali si scendeva, come si è detto, con brevi gradinate incavate al disotto del piano stradale) rimanevano totalmente rinterrate; ma l’architrave di esse si trovava pure coperto da terra per un’altezza di un metro e mezzo, e più». La entrada a la sepultura quedaba oculta hasta tal punto que era necesario trazar una serie de signos (cruces o letras) para indicar la posición exacta de la entrada en superficie. Según las indicaciones de R. Mengarelli (1915: 355) «i cippi, raggruppati sopra uno o più lastroni, dovevano esser collocati sullo strato di terra che ricolmava per notevole altezza le vie

sepulcrali, al lati dei luoghi sotto cui erano le porte delle tombe». En la fig. 4 del citado artículo, sin embargo, es posible observar cipos funerarios situados a niveles muy diferentes, y, aunque no debemos perder de vista que algunas cámaras sepulcrales estuvieron en uso durante períodos muy dilatados y que algunos cipos presentaban inscripciones en la base, a falta de registro estratigráfico, parece difícil establecer con certeza la posición de estos monumentos funerarios respecto al suelo de uso de la necrópolis. Son especialmente interesantes los ‘porta cippi’ en los que reposan las estatuillas, por las similitudes que presentan con las oquedades que muestran algunos lararios, un aspecto que merecería la pena investigar con más detalle133 (Figs. 95, 96). 133 La pieza de la mina de San Ramón (Fig. 96) debió de estar relacionada con el culto a los Lares, si atendemos al epígrafe grabado en uno de los frentes. La parte superior de la losa presenta cuatro rebajes de forma circular (dos de 22 cm. y dos de 8 cm. de diámetro) que posiblemente sirvieron para acoger las figurillas a las que se ofrecía culto. El soporte mide 115 x 21 x 34 cm. por lo que «no existe», según J. M. Abascal y S. F. Ramallo (1997: 470, n. 1140), «razón alguna para denominar el soporte como «tablero de altar», tal y como aparece en algunas ediciones». De hecho, el epígrafe se encontró asociado, según F. Fita, a «clavos y una fíbula (rota) de bronce; una pesa de plomo piramidal, con orificio en la cúspide, que pesa unos 45 gramos, anillos de plomo, …una lucerna de barro basto fracturada; un pedestal de estatua toscamente labrado; restos de urna cineraria… Cuando se hizo la excavación se mostró un pozo lleno de huesos humanos y cubierto por una plancha de cobre epigráfica, que ha desaparecido, muchas ánforas fracturadas… y muchísimas monedas de bronce, caracterizadas por el busto de Jano y la trirreme y ninguna de familia patricia o consular», así como a una «columnilla» cuya base presentaba un

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En la necrópolis «etrusco-romana» de Tarquinia, en uso al menos hasta el s. I a. C., también se han descrito piezas similares, nuevamente situadas tanto en el interior como en el exterior de las cámaras sepulcrales que, a decir de M. Pallottino (1937: 394) eran «il segno della deposizione individuale» (Fig. 97). El tipo más común es el de la columna troncocónica sobre basa, que suele ser el lugar ocupado por el epígrafe funerario en contraste con los cipos de Caere, donde tanto el fuste de la columna como la basa podían aparecer inscritos. En Tarquinia los cipos oikomorfos –que no han sido encontrados en Bolonia– están prácticamente ausentes134, pero, en cambio, se encontraron algunos ejemplares en los que sobre la parte superior del remate troncocónico se había grabado someramente los rasgos de una cara. Los cipos estiliformes (con basas cuadrangulares o circulares) y de forma troncopiramidal sobre basa cuadrada están presentes también en otros yacimientos etruscos, como Marzabotto, Chiusi, Saturnia, Tuscania, Norchia o Castel d’Asso (M. Blumhofer, 1993) (Fig. 98). Existen algunas diferencias entre el conjunto procedente de Baelo Claudia y los materiales hallados en Etruria (Fig. 99). Por ejemplo, no se han encontrado aún en Baelo Claudia cipos oikomorfos. Por otro lado, los ‘muñecos’ de Belo son anepígrafos, a no ser que pensemos en inscripciones realizadas con ocre u otros pigmentos similares y perdidas por el paso del tiempo. Además, teniendo en cuenta su posición respecto al suelo de uso, resulta difícil pensar en la existencia de inscripciones pintadas sobre la basa o el fuste de estas piezas. Otro elemento a destacar es la cronología republicana, al menos en el caso de los cipos de Tarquinia y Caere, que contrasta con la datación en el s. I d. C. del conjunto de Bolonia, aunque allí donde ha sido posible aquilatar la cronología con mayor precisión se ha señalado el inicio del uso del espacio sepulcral al menos desde época de Tiberio (J. Remesal, 1979), aunque durante las excavaciones en la necrópolis oriental de principios de siglo se encontraron monedas de época tardorrepublicana. Si finalmente pudiese establecerse una codiámetro similar a los dos orificios de mayor tamaño (Beltrán, 1950: 257-259; Abascal, Ramallo, 1997: 469-472, nº 222, Lám. 193; González Ballesteros, 2003: 21). Sólo una investigación en profundidad podrá establecer con claridad la relación entre estas oquedades y las que se observan en las lastras ‘porta-cippi’ encontradas tanto en necrópolis etruscas como en la base de algunos lararios pompeyanos (Boyce, 1937: 22, 32, 61-62, nº 9, 72, 73, 75, 249, pl. 7.2, 23.1). 134 Al menos en este yacimiento, algunos de los raros ejemplares con forma de casa pertenecieron a varones, por lo que la oposición cipo columna/masculino, cipo oikomorfo/ femenino parece que no puede considerarse una norma en todas las necrópolis.

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Fig. 95: Cerveteri. Losas de piedra con oquedades que servían de soporte a los cipos funerarios de la necrópolis (según R. Mengarelli, 1915: fig. 9).

nexión entre los ‘muñecos’ de Bolonia y los cipo/ retrato o estiliformes de la Península Itálica tendríamos que hablar, por tanto, del uso de cierto lenguaje «arcaizante» en el recurso a este tipo de tallas, aspecto especialmente patente en tipos como el de la columna truncada sobre basa circular, que tiene sus orígenes en las necrópolis etruscas en la segunda mitad del s. IV, aunque se mantuvo en uso hasta el s. I a. C. (M. Blumhofer, 1993: anexo 1a). En mi opinión, los ‘muñecos’ de Baelo Claudia, son el producto de una síntesis muy particular de tradiciones romanas y púnicas en la que muy posiblemente confluyeron el culto a los ancestros entendidos como entes más o menos indiferenciados y la idea de la piedra como casa del alma, a la que se ofrecen libaciones y a través de la cual se puede convocar a espíritus incorpóreos. Muy probablemente nos encontramos aquí ante una adaptación de una serie de rituales que refleja el heterogéneo grupo de población que habitó un lugar abierto a muy distintas influencias. Las piedras talladas de Bolonia recuerdan a los cipos funerarios etruscos que se mantuvieron en uso en su región de origen hasta época republicana, y a determinados bustos funerarios característicos de la Campania, pero beben a la vez de tipos y modelos frecuentes en las necrópolis y tophets del mundo oriental, con los que comparten su carácter anepígrafo, en conexión con tradiciones muy vivas en la región, como demuestra el uso de una lengua neopúnica en la ciudad hasta momentos avanzados. A través de la epigrafía del yacimiento puede entreverse la mezcla de población de distintas procedencias a lo largo de la historia en nuestro yacimiento, el paso por la ciudad de individuos con nombres de origen itálico, como el caso de los Pupii, nombre característico de la Italia etrusca y del que

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Fig. 96. Supuesta base de larario hallada en la mina de San Ramón (Sierra de Portmán, Murcia, Museo Arqueológico Municipal de Cartagena, nº inv. 671). Los agujeros circulares (similares a los que presentan las lastras ‘portacipos’ de algunas necrópolis etruscas) han sido también documentados en lararios de Pompeya y se cree que en ellos se depositarían las figurillas a las que se ofrecía culto (tomado de J. A. González Ballesteros, 2003: fig. 5).

Fig. 97. Cipos funerarios hallados en el interior de «la tumba de la Hornacina» de la necrópolis de Tarquinia. Estas tallas se depositaban tanto en el interior como en el exterior de las tumbas (según M. Pallotino, 1937: fig. 98).

apenas se conoce otro ejemplo en Cartagena, pero también africanos (Honoratus, Novata, Optata, Rogata, Novellus, Saturninus), púnicos (nombre acabado en «rbal») y orientales (Eleuthera, Eurmenes, Phiale, Phoebas, Progne, Pyra, Suriacus) (P. Sillières, 1997: 35). Los ‘muñecos’ de Belo pueden ser, por lo tanto, entendidos únicamente como una adaptación de un ritual elaborado a partir de distintas influencias llegadas al sur de la Península tanto a través de inmigrantes itálicos como de gentes de raigambre púnica, que entrarían en contacto con grupos de población asentados en las cercanías de la bahía de Cádiz y que tenían una manera propia de ‘entender’ los cipos anicónicos que debían colocarse junto a la tumba. En la Península Itálica encontramos representaciones tanto icónicas como anicónicas, que debieron estar relacionadas con el complejo proceso de creación de un ‘doble’ del difunto que permitía llevar a cabo todo

un conjunto de rituales junto a la tumba. Pero la idea de que la piedra puede ser ‘habitada’ por el alma –o incluso por una divinidad– no es extraña a los cultos betílicos del mundo oriental. En regiones bajo la órbita púnica se puede rastrear, en distintos momentos, la tendencia a superponer elementos de carácter antropomorfo a determinados betilos, o a grabar someros trazos que evocan el rostro humano en cipos que debían estar situados sobre el sepulcro, como demuestra el pequeño «catálogo» de piezas procedentes de distintos yacimientos sardos recopiladas por G. Tore a mediados de los años setenta. Las similitudes entre los ‘muñecos’ asociados a las cupae de Bolonia en momentos avanzados del Imperio y las piedras talladas presentes en tumbas del mismo tipo de la necrópolis de Tipasa, demuestran que este fenómeno de interacción y reelaboración de distintas tradiciones funerarias se mantuvo vivo a lo largo de la existencia del asentamiento. El de Belo, es, por otra parte, un fenómeno excepcional en la Península Ibérica hasta el momento, si exceptuamos piezas aisladas encontradas en contextos rituales no siempre específicamente funerarios como el «betilo» con rostro procedente de Cádiz, o un cilindro sobre base procedente de Bencarrón en las cercanías de Gandul (en los Alcores de Carmona) del que sólo se conserva una mención en la obra dirigida por P. Paris (P. Paris et al. 1926: 32, nota 1), o un cipo estiliforme y una piedra tallada de forma triangular –similar a muchas de las estelas de las necrópolis de Villaricos y quizá incluso de Baelo– hallados recientemente en Carmona en un pozo donde se habían amortizado distintos elementos cultuales, que puede situarse cronológicamente en torno al cambio de era (Belén, Lineros, 2001: 130). También debe

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Fig. 98: Cerveteri. Cipos funerarios etruscos de distintos tipos (según M. Blumhofer, 1993: Taf. 16).

Fig. 99. ‘Muñecos’ anicónicos de Bolonia (según C. de Mergelina, 1927: fig. 26 y P. Paris et al., 1926: pl. XIX).

mencionarse el caso de algunas de las tallas halladas en Torreparedones, de bulto redondo, de tipo estiliforme o directamente asimilable a la forma de algunos cipos betílicos púnicos, ya que también tuvieron un carácter esencialmente votivo y presentan algunos puntos de conexión con los materiales de Baelo (Seco Serra, 1999: 139; Cunliffe, Fernández Castro, 1999). Asimismo, entre los restos de una casa de tipo pompeyano de Córdoba fue recuperada una columnilla en cuya basa se había tallado la palabra GENIVS (Rodríguez Oliva, 1994: 10), lo que permite comprobar la existencia de cierta asociación de esta clase de divinidades con representaciones anicónicas en época romana. A ello se añade ahora una pareja de este tipo de piezas en piedra encontradas hace unos años en las cercanías de Montemolín (Marchena, Sevilla), que estaban acompañadas de dos terracotas estiliformes (de morfología similar a los cipos funerarios de Bolonia), tres urnas, un plato tapadera y siete cuencos

de pequeño tamaño, que permiten fechar los materiales en el s. II a. C. Aunque se desconoce el contexto del hallazgo cabe suponer que pudieron haber sido depositadas en una favissa o un bothros, si bien en este caso no se puede descartar por completo que procedan de un contexto funerario (Bandera et al., 2004) (Fig. 100). Finalmente, debe recordarse la existencia una pieza excepcional135 (Fig. 101), hallada en Córdoba capital, que responde a la tipología de tronco de cono sobre basa, aunque en esta ocasión la parte superior apareció perforada y su superficie había sido parcialmente decorada con distintos motivos. Según S. Santos Gener (1956b: 31-33) fue encontrada en las termas de la c/ Cruz Conde, si bien como recuerda D. Vaquerizo (2003: 54), el único argumento para identificar dicho complejo como una instalación ter135 S. Gener proporciona las siguientes medidas: 17,5 cm. de alto, 14 cm. de diámetro en la base y 9,5 cm. de diámetro en la sección superior (S. Santos Gener, 1956b: 33).

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Fig. 100: Cipos y terracotas votivas halladas en las cercanías de Montemolín (Marchena, Sevilla, según Bandera et al., 2004: fig. 5).

Fig. 101: Pieza procedente de la c/ Cruz Conde (Córdoba), interpretada como un betilo por S. Santos Gener (tomada de S. Santos Gener, 1956b: fig. 15).

mal es hasta el momento la presencia de una rica decoración arquitectónica y musivaria. En Baelo Claudia, sin embargo, se hallaron más de un centenar de estas tallas realizadas en época imperial. De la misma manera, los cipos anicónicos pueden considerarse relativamente numerosos en las necrópolis y tofets púnicos y los cipo-retrato fueron bastante abundantes en necrópolis como Tarento. Estos últimos, junto a los bustos encontrados en el larario de la casa de Menandro en Pompeya, ponen de manifiesto que, a pesar de las apreciaciones de G. Bonsor y otros autores, este tipo de piezas eran consideradas no sólo una forma aceptable de representación de los antepasados, sino deseable dentro del mundo romano, cuando se hacía referencia a los miembros de generaciones pasadas como un colectivo que protegía tanto a la familia como a los nuevos miembros que se unían a ellos en el más allá. En el caso pompeyano no caben argumentaciones sobre la impericia de los artesanos de la ciudad, el «gusto popular» o «el arte provincial» que consumían los habitantes de la casa, sino que la elección de este tipo de esculturas debe inscribirse en un deseo consciente de perpetuar elementos de corte arcaizante, tanto en los ‘bustos’ como en las pinturas que decoraban el sacellum donde se hallaron. En las necrópolis de Baelo Claudia este recurso a elementos tradicionales, tan representativo de ámbitos relacionados con el culto a los antepasados y la tumba, estaría también presente, tanto si consideramos la influencia de modelos norafricanos, como si tenemos en mente la conexión con piezas del área etrusca que fueron desapareciendo paulatinamente de las necrópolis itálicas a finales de la república. Los ‘muñecos’ de Belo documentan, a la vez, la llegada

y reinterpretación de prácticas rituales asociadas a clases más o menos populares en sus lugares de origen, que complementa la percepción –mucho mejor estudiada, hasta el momento, en las monografías arqueológicas–, de la adaptación en la Península Ibérica de distintos tipos monumentales con paralelos en la arquitectura funeraria dominada por las elites romanas del Imperio. Los ‘muñecos’ se sitúan frente a los monumentos o sobre las tumbas, mirando al mar, hacia las costas africanas, semienterrados, conectando de alguna manera al individuo o los individuos que descansan bajo tierra y a los familiares que realizan un conjunto de rituales funerarios a lo largo del año. En este sentido, los ‘muñecos’ pudieron cumplir metafóricamente la función de los conductos de libación, tan frecuentes en las necrópolis norafricanas durante época imperial. Junto a –o sobre– ellos, si hacemos caso a G. Bonsor, se lleva a cabo el ritual de profusio, se rompen los vasos utilizados en el banquete, se invocan, quizás, las almas de los ausentes, cuando son requeridas para el culto a los ancestros. Los ‘muñecos’ pudieron ser utilizados durante festividades dedicadas a los difuntos como receptores de los sacrificios realizados a los muertos, entendidos como una comunidad de carácter genérico o indiferenciado, o como mensajero para un familiar concreto que hubiese fallecido. Los ‘muñecos’ serían por tanto, un ente concreto frente al que invocar almas concretas, pero a la vez un representante de los muertos o antepasados como colectivo, igual que los Manes o los Lares, vigilando el bienestar de la familia en este caso desde el más allá. No son retratos, porque no es necesario que lo sean. Por eso, en mi opinión, son tan sugestivos los paralelos de las estatuillas ofrendadas al Zeus Mei-

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lichios, dios ctónico y agragario, que ocupa parcelas en parte similares a los Lares romanos y al que se dedican ‘groseras’ estatuillas, que tienen la función –siguiendo a Ch. Picard– de constituir un doble, un colossos, donde atrapar el alma del ausente. Por eso, son también tan interesantes los ejemplos encontrados en la casa de Menandro en Pompeya, que demuestran que los ancestros podían estar presentes en la domus romana mediante tallas que los reducían al símbolo de una cabeza; o la constatación de que el mismo lenguaje se utilizaba en la necrópolis o en los altares del hogar, ámbitos pertenecientes, no debemos olvidarlo, al universo religioso de una misma sociedad. Lo religioso y lo funerario están indisolublemente unidos en necrópolis como Carmona, que comparten con Belo el marco cronológico y el substrato cultural, donde encontramos ejemplos tan representativos como la denominada ‘tumba del elefante’, o el reciente hallazgo de un pozo votivo que escondía un betilo estiliforme similar a algunos de los ‘cipos’ anicónicos de Bolonia. Los ‘muñecos’, en fin, pudieron cumplir la función de recibir al difunto, como los propios Manes, dioses inferorum al igual que los Lares, los padres de los padres que nos precedieron como garantes de la continuidad y el bienestar de la familia, de la fertilidad, en fin, en su faceta de dioses del inframundo. Ajuares El estudio de los ajuares de las necrópolis de Bolonia podría proporcionar datos de gran interés sobre los rituales funerarios, la relación entre los distintos tipos de monumentos y los objetos depositados en la tumba, las convergencias o divergencias entre los materiales presentes en contextos urbanos y funerarios y otros aspectos de carácter cronológico, económico o social. Para realizar este tipo de análisis contamos casi exclusivamente con el inventario de piezas publicado a finales los años setenta por J. Remesal (1979). Lamentablemente, carecemos de una planimetría de conjunto del millar de tumbas excavadas por G. Bonsor136, o de una relación de los materiales encontrados en cada enterramiento. Los distintos objetos que vieron la luz durante las excavaciones de principios de siglo se recogen al final de la memoria en forma de catálogos que nos los presentan de manera descontextualizada –asociados por tipos de materiales (inscripciones, joyas, objetos de tocador, cerámica, objetos de cristal, objetos diver136 Si excluimos dos pequeños planos parciales (P. Paris et al., 1926: pl. I, I-bis). Uno de ellos se reproduce en la fig. 41 de este estudio.

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sos y monedas)– y, por tanto, únicamente permiten realizar comentarios de carácter general sobre algunas de las categorías presentes en la necrópolis. Los ajuares publicados por J. Remesal, presentan por su parte el inconveniente de constituir una muestra muy reducida (únicamente 22 enterramientos), y homogénea (la mayoría, aproximadamente un 60%, deben fecharse en época Claudia), lo que impide llevar a cabo un análisis fiable de la evolución de los ajuares funerarios a lo largo del tiempo. A pesar de estas limitaciones, ambas publicaciones recogen aspectos de enorme interés sobre los rituales funerarios y los ajuares de Baelo Claudia. En primer lugar habría que destacar la asociación, tan característica de los cementerios de Belo, del contenedor cinerario y una jarra utilizada para contener ofrendas, que está presente en 15 de las 21 tumbas de incineración excavadas en la necrópolis SE137. El contenedor funerario pudo documentarse en 18 enterramientos y consistía generalmente en un cofre de piedra (8 casos)138 o una urna cerámica (6 casos) y en menor medida en otro tipo de recipientes (2 jarras, 2 urnas de plomo). En 18 tumbas se pudo encontrar algún tipo de recipiente destinado a realizar libaciones o contener ofrendas líquidas o sólidas. G. Bonsor los encontró generalmente vacíos o rellenos de arena y con la boca tapada por una piedra o un cuenco. En la muestra estudiada por J. Remesal (1979) la inmensa mayoría consistía en un tipo muy específico de recipiente139: no eran urnas (excepto en 4 casos), sino contenedores monoansados (12 casos) o biansados (1 caso), lo que les confiere unas características como recipientes para «verter» de las que carecen otras cerámicas. Doce de estas piezas estaban tapadas con un cuenco y cuatro con una piedra, mientras que en sólo dos ejemplos (ambos enterramientos destruidos en la antigüedad) carecían de al137 Los datos presentados a continuación se han calculado sobre un total de 21 enterramientos de incineración. La tumba número XXII de J. Remesal consistía en una inhumación. Puede pensarse en una asociación de estos dos elementos en un porcentaje aún mayor que el indicado si tenemos en cuenta que el número de tumbas donde no se produce (6) se podría rebajar significativamente. La T. IX apareció destruida en el momento del hallazgo, conservándose únicamente algunos fragmentos de la urna funeraria, por lo que no es de extrañar la ausencia del contenedor para las ofrendas. Las tumbas VI, VII, XIII, fueron individualizadas a partir de la presencia, precisamente, de una jarra destinada a contener ofrendas, pero no se pudo hallar el contenedor funerario, ni ningún indicio de restos humanos, aunque es de suponer su existencia. Quedarían fuera de este grupo, por tanto, únicamente dos tumbas, la nº IV y la nº VIII. 138 Ocasionalmente estos cofres contenían a su vez recipientes de plomo con urnas de vidrio en su interior 139 Existe un caso (T.X) en el que no es posible precisar el tipo de recipiente, ya que el enterramiento había sido saqueado de antiguo.

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gún tipo de cubierta. En su interior, como ya había podido comprobar G. Bonsor con anterioridad, solía colocarse un vaso de paredes finas (12 ejemplos) o, más raramente un ungüentario (1 ejemplo, 73/42). Precisar qué clase de ofrendas pudieron depositarse en estas jarras resulta complicado, aunque por el tipo de función del recipiente y por la aparición de vasos en su interior puede especularse que en algún momento contuvieron algún género de sustancia líquida, aunque, sorprendentemente, J. Remesal menciona la aparición, al menos en un caso (73/90 de la T. XVIII), de restos de pescado en el interior de una de estas jarras. En el mundo romano este tipo de vasijas se denominaban urceus o urceolous y estaban destinadas a contener líquidos como vino o agua, o algún tipo de preparado más o menos fluido como papillas. Aquellas provistas de dos asas se utilizaban también como contenedores de leche, vino, miel y otras sustancias (M. Beltrán, 1990: 193). Dejando a un lado el ajuar «tipo» que acabamos de describir –contenedor funerario acompañado de cerámica para realizar libaciones, tapado y con vaso en el interior–, los objetos depositados con más frecuencia en las tumbas de la necrópolis sureste son los ungüentarios, muy comunes en las necrópolis hispanorromanas contemporáneas, que remiten nuevamente a la idea de ofrendar al difunto substancias más o menos líquidas, esta vez de carácter oloroso. J. Remesal encontró un total de trece140 depositados en ocho tumbas diferentes, todos ellos de pasta vítrea, excepto uno de cerámica (73/42, época augustea), que aún conservaba restos de engobe rojo, y que, curiosamente, se había introducido dentro de una jarra de ofrendas, lo que supone una ubicación excepcional dentro del conjunto estudiado en la necrópolis SE. Estas piezas aparecieron casi siempre en el interior del recipiente cinerario (9 ocasiones) y más raramente junto o bajo él. Por lo tanto, podemos hablar de un esquema bastante regular respecto al conjunto de objetos que se depositaban en la tumba, si tenemos en cuenta las características rituales de las piezas y pasamos por alto las diferencias tipológicas que de tanta utilidad resultan a la hora de fechar los ajuares, pero que debieron ser poco significativas desde el punto de vista de los objetos que debían ser incluidos en una tumba de acuerdo a su significado simbólico y su función. Así, se constata en Belo la ubicación de los restos cremados del individuo en un contenedor (cofre de piedra/urna) en el interior del cual se deposita uno o 140 La ubicación de una de estas piezas no aparece reseñada en la memoria de J. Remesal, lo que impide incluirla en los grupos que se mencionan a continuación.

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varios ungüentarios, acompañado de una jarra para verter líquidos, tapada y que contenía un pequeño vaso en su interior. En menor medida se incluyen objetos metálicos de diverso tipo, sobre todo clavos (se recogieron 13 junto a los recipientes de 5 tumbas) y agujas (generalmente depositadas junto a las cenizas) pero también en algún caso excepcional como el de la T. XVI un anillo, una lámina de bronce, cuentas de pasta vítrea o un espejo. Únicamente tres tumbas contaban con objetos realizados en hueso, en concreto una aguja, cenizas con huesos humanos, dientes de cerdo y conchas (pectus). De la misma manera la cutícula de piedra (10 x 4 cm ) encontrada en la T. IV es un unicum dentro de la necrópolis SE, aunque se conocen ejemplos muy similares procedentes de necrópolis como Carmona (6,2 x 5,2 cm ) (M. Belén, 1983: 214), Carissa Aurelia (M. L. Lavado; L. Perdigones, 1990: 118, nº 140), o Mérida (J. L. de la Barrera, 1989: 232)141. El porcentaje de tumbas que contenían monedas es asimismo muy reducido, quedando limitado a dos casos: un semis de Carteia y un denario de Tiberio, vinculadas a las tumbas II y XX, respectivamente. En ambas ocasiones se constata la asociación, frecuente en otras necrópolis romanas, del clavo y la moneda en el ajuar de un mismo enterramiento. La moneda de Carteia, atribuible a la serie con Tiché en el anverso y pescador en el reverso firmada por el magistrado D. D. apareció entre el cofre y la pared sur del monumento A. Esta serie fue fechada por F. Chaves Tristán (1979: cuadro 1) en su estudio sobre las monedas de Carteia a finales del siglo I a. C.-principios del s. I d. C, y por lo tanto sería como mínimo unas décadas anterior a la T. III, que J. Remesal sitúa en época de Claudio. Por el contrario el denario de Tiberio apareció en el interior del cofre de la tumba XX, fechada en época Claudia por J. Remesal. Sin duda llama la atención la ausencia de la cerámica de importación del momento (terra sigillata) en los ajuares descritos por J. Remesal pertenecientes a la campaña de 1973, fenómeno ya constatado en otras necrópolis de fuerte substrato púnico del sur peninsular. Sólo se mencionan dos recipientes completos142, encontrados en la T. IV (pátera tipo Goud. 141 Estas plaquitas de piedra eran utilizadas con frecuencia para batir pomadas o preparar colirios (J. L. de la Barrera, 1989: 235). 142 Materiales fragmentarios fueron recuperados también en cuatro tumbas. En concreto, un pequeño fragmento de base de plato de t. s. sudgálica Drag. 15/17 hallado entre las dos jarras que contenía la T. III y tres fragmentos, de los que no se hace explícito el lugar de aparición, de las formas Drag. 18 y Drag. 30 asociados a la T. XV, una base de t. s. aretina depositada en el interior de la jarra de ofrendas de la T. XVI y dos fragmentos asociados a la T. XIX, que consis-

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39 de cerámica aretina) y la T. XIII (plato de t. s. Drag. 35/36). El dato tiene además el interés de documentar la introducción en una de estas tumbas de una forma abierta en el ajuar, el plato, ausente en el resto de los enterramientos en los que se depositó, por el contrario, todo tipo de cuencos y vasos. La sigillata está bien representada, en cambio, entre los materiales fragmentados que aparecieron en gran cantidad rodeando las tumbas y que, como afirma J. Remesal, pueden interpretarse como prueba de los banquetes funerarios y las libaciones que se realizaban en honor a los difuntos. Según este autor, este tipo de rituales debió de llevarse a cabo únicamente durante el lapso de un generación, pues la cronología de los fragmentos recogidos no supera los últimos años del s. I d. C. (J. Remesal 1979: 42). Quizá debamos pensar, que el ritual que implicaba la destrucción o amortización ritual de la vajilla empleada estaba asociada al ritual de enterramiento y no a los banquetes fúnebres que debían realizarse en honor a los difuntos en distintas fechas del año. En cualquier caso, a primera vista, el contraste entre el tipo de cerámicas introducidas en las tumbas y aquellas utilizadas por los vivos durante los banquetes celebrados junto a la tumba permite establecer una distinción interesante, entre los objetos de carácter «más tradicional» que acompañan al difunto y el uso de cerámicas empleadas en los silicernia más acordes con los «gustos o modas» del momento. Permite a la vez cuestionar en parte distintas hipótesis que destacaban la pobreza de las cerámicas utilizadas en los sepelios de estas necrópolis. Las cerámicas de lujo estaban presentes en los rituales funerarios y eran no sólo utilizadas durante los rituales, sino entregadas mediante su «sacrificio» o rotura a los difuntos, pero, por alguna razón, no se consideraban adecuadas para formar parte de los ajuares. En cualquier caso, el recurso consciente a elementos de corte «arcaizante» en distintos ámbitos del mundo funerario es un fenómeno bien constatado en distintas necrópolis hispanorromanas, y del que, como estamos viendo, Baelo Claudia proporciona distintos ejemplos. No es posible extraer, sin embargo, grandes conclusiones de la distribución espacial de las tumbas a partir de la cronología propuesta por J. Remesal para los distintos enterramientos, entre otros factores por la gran homogeneidad cronológica de los enterramientos de este sector de la necrópolis. Al parecer, los enterramientos más antiguos, fechados en época de Tiberio, se sitúan al oeste del monumento A (T. VI, IX y posiblemente T. XI que contenía un ungüentatían en la base de un cuenco de t. s. sudgálica forma Ritt. 5 y un fragmento de pie y base de un vaso de t. s. aretina encontrado en el interior de la olla cineraria.

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rio de cerámica143), mientras que en el resto de la cuadrícula se entremezclan enterramientos fechados en época Claudia (9 tumbas) y de Nerón / los Flavios (4 tumbas). A principios de los años ochenta, M. Almagro publicó un interesante artículo en el que proponía una seriación alternativa para los materiales publicados con anterioridad por J. Remesal, a partir de la creación de un cuadro en el que aparecían correlacionados los bordes y galbos de las urnas y jarras de ofrendas de la necrópolis SE. Se avanzaba también una propuesta cronológica para las tumbas que habían quedado sin fechar en el estudio de J. Remesal y una serie de conclusiones sobre la evolución del uso de estos recipientes y la doble utilización de algunos de ellos como urnas y jarras de libaciones (Fig. 102). Las nuevas dataciones propuestas corroboraban básicamente las publicadas con anterioridad, aunque modificaban un tanto los porcentajes que se podían adscribir a cada momento (época Tiberio, 4 tumbas; Claudio, 9; Nerón-Flavios, 4)144, aunque quizá merezca la pena destacar especialmente las observaciones recogidas en la página final. Según M. Almagro (1982b: 426): «1. Existen modas evidentes en las costumbres funerarias según se deduce de las tumbas excavadas: a) Uso exclusivo de urnas de cerámica con Tiberio, pervivencia de éstas y predominio de cofres con Claudio y pervivencia de los cofres con tendencia a su sustitución por urnas de vidrio durante el período de Nerón-Flavios. b) Ausencia o rara aparición de ajuar con Tiberio y progresiva frecuencia y riqueza a partir de Claudio. Estas variaciones pueden deberse tanto a factores económicos como a modas en los ritos funerarios detalle que sólo se podrá precisar con un análisis comparativo con otras necrópolis». Las tumbas que aparecen datadas en época de Tiberio en el citado artículo son las número VI, VII, VIII y IX. Sin embargo en el caso de las dos primeras no se pudo hallar el contenedor cinerario, es decir, sólo se recupero la jarra de las ofrendas, por lo que resulta imposible asegurar si en dichos enterramientos las cenizas estuvieron contenidas en un cofre, en otro tipo de recipiente o fueron depositadas directamente en el suelo. El caso de la tumba IX tam143 Oberaden 29, forma especialmente abundante en época augustea, aunque se encuentra en uso entre la segunda mitad del s. I a. C. y la primera mitad del s. I d. C. (M. Beltrán, 1990: 287, M. Vegas, 1973: 153, 63. b). 144 Es decir, un 19%, un 61,9% y un 19%. Hay una pequeña errata en el cuadro nº6 que refleja estos porcentajes. Se omite la tumba VI, que eleva el número de tumbas fechadas por el propio M. Almagro en época de Tiberio a 4, mientras que en el listado de las tumbas fechadas en época de Claudio aparece repetida la T. XI, por lo que el número de enterramientos que pertenecen a este período según la interpretación de dicho autor debe reducirse a 13.

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ba VIII, mientras que sí parece confirmarse la convivencia de urnas y cofres durante época de Claudio y la aparición de urnas de vidrio como contenedores cinerarios con posterioridad, en época de Nerón/Flavios, aunque se mantiene el uso de urnas y cofres. M. Almagro también intentó establecer una diferenciación de estos contenedores dependiendo de su uso como urna cineraria o jarra de ofrendas: «Hay formas que aparecen usadas sólo como urnas (H145, E). Otras se usan sólo como ofrendas (B, G). Pero lo más general es un uso indistinto (A, D, C, F) y, en estos casos, es interesante señalar la tendencia a que la aparición más antigua de la forma en la necrópolis sea como urna y, sólo en un período posterior, se documenta como vaso de ofrendas, hecho que se puede interpretar como una tendencia a utilizar como urna cineraria un vaso nuevo, seguramente comprado al efecto, mientras que para las ofrendas se emplearían vasos normalmente ya usados». El problema que se presenta a la hora de intentar comprobar esta afirmación mediante el análisis del cuadro nº 5 de M. Almagro (1982b), es que parece estar sustentada nuevamente en el caso de una sola tumba, la nº IX, fechada en época de Tiberio y destruida ya en la antigüedad como hemos señalado en distintas ocasiones. Esta urna, que responde al tipo A, vuelve a aparecer en época Claudia con la función de tanto de urna cineraria (T. XXI) como de vasija de ofrendas (T. I, T. XVIII), siguiendo el modelo del autor, según el cual las formas utilizadas primero como urnas se convierten más tarde en objetos polivalentes usados como urnas o jarra para ofrendas. El uso indiferenciado del tipo D se produce en época de Claudio (T. XXI, T. XIX, T. XII), aunque se recoge un caso de vasija de ofrenda fechado en época de Nerón / Flavios (T. III). Por el contrario, el tipo C aparece utilizado antes como vasija de ofrenda (T. XII, época Claudia) que como urna cineraria (T.III, Nerón / Flavios). Mientras que el tipo F, del que se conservan una vez más sólo dos casos, aparece primero como urna cineraria en una tumba de época Claudia (T. V) y luego como ofrenda en otra de fecha más tardía (T. XVII, Nerón / Flavios). Fig. 102: Tipología de las urnas cinerarias de la necrópolis sureste de Baelo Claudia, elaboración propia a partir de J. Remesal (1979) y M. Almagro (1983).

bién es problemático, porque apareció completamente reventada, aunque sí parece que en este caso el contenedor funerario pudo ser una urna. Por lo tanto la primera conclusión, que no tiene por qué ser errónea, se basa fundamentalmente en el ejemplo de la tum-

145 La forma H debe incluirse en el grupo de contenedores utilizados sólo como urnas de ofrenda pues, aunque J. Remesal la incluye (seguramente por error) en el grupo de urnas cinerarias en su cuadro comparativo de la p. 45 que es reproducido por M. Almagro, en la descripción pormenorizada de los materiales que se hallaron en cada tumba se especifica que no contenía restos humanos (J. Remesal 1979: 22). Así la clasificación –que es la que aparece reflejada en la Fig. 102 de este estudio– quedaría como sigue: Formas utilizadas sólo como urnas cinerarias: E. Formas utilizadas sólo jarras para ofrendas: B, G, H. Formas utilizadas indistintamente para ambas funciones: A, C, D, F.

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Paralelamente, debemos tener en cuenta –de manera especial por lo reducido de la muestra estudiada por J. Remesal y M. Almagro–, que G. Bonsor señaló, a mediados de los años veinte, que los ejemplares más antiguos recuperados por su equipo podrían situarse en los primeros años del uso de la necrópolis, ya que aparecieron a gran profundidad (2 metros) e incluso en ocasiones asociados a monedas de finales de la República, o bajo los muros o basamentos de determinados monumentos funerarios. Tendría gran interés intentar contrastar las conclusiones obtenidas por el estudio publicado por M. Almagro en nuevas excavaciones que aportasen un mayor número de tumbas, para poder avanzar en este tipo de interpretaciones sobre la variación de los objetos incluidos en los ajuares a lo largo del tiempo y sus posibles consecuencias simbólicas y rituales. Los catálogos publicados por P. Paris de los objetos recuperados en la necrópolis no hacen sino confirmar y completar alguna de las apreciaciones realizadas anteriormente. Se constata la asociación de las jarras de ofrenda con las urnas cinerarias o cofres (circulares, cuadrangulares con tapadera plana o a dos aguas, a veces con patas viseladas) y el hallazgo de «vases précieux» (sigillata) fragmentados junto a la tumba. Las jarras para ofrendas aparecieron vacías o con una pequeña taza en su interior. Las ilustradas en las figuras 23, 24 y 25 de la memoria parecen corresponder a tacitas o boles frecuentes a lo largo del s. I d. C. (M. Vegas 1973: 80-85), mientras que las que se recogen en la Lám. XXXI podrían identificarse como vasitos de paredes finas con decoración de hojas de agua fechados generalmente en la segunda mitad del s. I d. C. (M. Vegas, 1973: 85). Es interesante señalar que, aunque sólo de manera muy excepcional, se encontró vajilla de sigillata asociada como ajuar a los enterramientos, cuando éste fue el caso las formas depositadas junto a la tumba consistieron en grupos de tres platos, destinados a las ofrendas sólidas, según G. Bonsor, y vasos del mismo material (P. Paris et al., 1926: 40). A juzgar por la imagen de la Lám. XXX, algunos de estos ejemplares parecen corresponder a producciones de t. s. sudgálica, con el borde decorado por hojas en relieve146, aunque las apreciaciones realizadas a partir de la observación de imágenes de este tipo deben, por supuesto, tomarse siempre con prudencia. Contamos además con el estudio realizado por J. Remesal de dos de las categorías de los objetos más frecuentes por aquellos años en la necrópolis: los va146 Para un análisis más detallado, ver comentarios sobre el mismo modelo de ajuar constatado en la necrópolis de La Constancia (Córdoba) unas páginas más adelante.

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sitos de paredes finas y las lucernas. Los distintos tipos de copitas de paredes finas, muy abundantes también en necrópolis como Carmona, fueron fabricados en un breve lapso temporal, entre Augusto y Nerón, mientras que algunos de los boles, que sin duda cumplieron la misma función ritual, pueden situarse en la segunda mitad del s. I d. C. (J. Remesal, 1975). Las lucernas, que son un objeto relativamente frecuente en los ajuares romanos de época altoimperial147, no aparecen en las tumbas de Belo de manera significativa, en cambio, hasta un momento mucho más tardío, encuadrándose, según J. Remesal (1974) en el III d. C. en su gran mayoría. Las marcas que presentan estas piezas parecen proceder del norte de África, documentando la continuidad de las relaciones del sur de Hispania con la otra orilla del estrecho también en este momento. Deben añadirse a la lista de objetos incluidos como ajuar junto al difunto otros materiales habituales en las tumbas romanas como fíbulas, espejos circulares o cuadrangulares, algunos juguetes («huesecillos» –muy probablemente tabas–, dados), amuletos, campanitas, apliques de bronce, conchas fósiles, piñones o nueces carbonizadas (P. Paris et al., 1926: 117-136, 155). Necrópolis como Carmona, Villaricos, Puente de Noy o Cádiz comparten algunas características con los enterramientos de Bolonia, aunque también hay elementos de contraste, al menos en algún caso atribuibles en parte a factores cronológicos. Quizá uno de los ejemplos más expresivos es el de las necrópolis de Carmona, contemporánea a grandes rasgos con la mayoría de las tumbas de Bolonia y donde encontramos también la asociación contenedor cinerario-vaso para libaciones-vasito en los sepulcros. De este área de enterramiento proceden, precisamente más de 2.000 cofres de piedra que fueron empleados como contenedores funerarios, de dimensiones también bastante regulares, si bien algo más reducidas que las de los ejemplares de Bolonia. Algunas de las urnas de piedra encontradas en Carmona presentaban un epígrafe con el nombre del difunto, en lo que debe haber influido no sólo la progresiva adopción del hábito epigráfico –las inscripciones funerarias no abundan en Carmo– sino quizá también la ubicación de algunos de estos cofres funerarios en nichos practicados al efecto en cámaras funerarias hipogéicas y 147 Contamos, por ejemplo, con un estudio sobre los porcentajes de los distintos objetos que forman parte con más frecuencia de los ajuares funerarios de la Emilia Romagna (Valle del Po), según el cual las lucernas comenzaron a ser un elemento ampliamente difundido a partir de finales de época Julio-Claudia y en época de los Flavios (J. Ortalli, 1998: 76).

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no directamente en un hoyo excavado en el suelo. También son frecuentes las urnas cinerarias de cerámica. Como en Baelo Claudia, nos encontramos con distintos tipos de «contenedores» o cerámica de cocina empleada para cumplir con esta función, como por ejemplo las ollas o un tipo de recipiente característico del yacimiento denominado «tarro de miel» (C. Fernández Chicarro, 1978: 145). En otras ocasiones se utilizaron las mismas jarras, que generalmente aparecen como ofrenda en Baelo, para contener los restos del difunto (M. Bendala 1976a: 107, tipo D; C. Fernández-Chicarro, 1970: 49). Sin embargo, hay un tipo de recipiente que debió cumplir la misma función ritual que las «urnas de ofrenda» de Bolonia y que fue recuperado en gran número ya durante las excavaciones de G. Bonsor. Se trata de una especie de «botella» (lagoena, lacuna, laguncula) sin asas o «jarrón», a veces decorado con bandas blancas o de tonalidad rojo vinoso, de cuerpo más o menos globular y largo cuello (M. Bendala, 1976a: 107-118; C. Fernández Chicarro, 1978: 146; G. Bonsor, 1931: 126 y ss.). Las botellas se usaban en época romana para conservar o servir vino u otros líquidos (M. Beltrán 1990: 194). En su análisis de una de las tumbas de cámara excavadas a principios de los ochenta en el yacimiento, M. Belén destacó como dato de interés «la existencia de un único tipo de vaso de ofrendas que adopta diferentes tamaños, tiene decoración pintada o carece de ella, pero siempre responde a la misma forma. Bonsor habla de la existencia de más de mil ejemplares como los documentados en esta tumba y les da el nombre genérico de vasos para libaciones. Sus relaciones con la cultura ibero-turdetana de la zona se acepta sin discusión, y en cualquier caso, es indudable que se trata de una producción local (...) las encontramos con bastante frecuencia y en tumbas de tipología muy diferente y cronología diversa. (...) Sospechamos que pudiera ser un vaso de utilización fundamentalmente funeraria, pero hasta el momento tenemos pocos elementos de juicio para afirmarlo» (M. Belén, 1983: 222). Estas «vasijasofrenda» se encontraron, por ejemplo, en uno de los extremos del bustum de un enterramiento de tipo cupae, cubiertas por ímbrices y la boca tapada por un platillo de cerámica común, es decir, con una disposición similar a la de las «urnas-ofrenda» encontradas en los enterramientos de este tipo en Baelo Claudia (M. Belén et al. 1987: 420). Como en Belo, en Carmona abundan los vasitos de paredes finas y con decoración a la barbotina, aunque desconocemos su posición exacta en los ajuares de la necrópolis excavada a finales del s. XIX por J. Fernández López y G. Bonsor, pero una vez más, se optó por no incluir recipientes de t. sigillata en los ajuares. Los vasos de

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vidrio más frecuentes de la necrópolis son también los ungüentarios, si bien la cronología de las lucernas difiere un tanto de las de Bolonia, pues las de época altoimperial están bien representadas (M. Bendala 1976a: 111-114). En Villaricos volvemos a encontrar alguna de las características mencionadas hasta el momento. Como es bien conocido, los ajuares de las necrópolis de Baria abarcan un marco cronológico mucho más amplio, pero en el caso de los enterramientos más recientes, fechados en época tardorrepublicana y altoimperial se ha destacado la escasez de cerámica de importación –primero campaniense y sigillata después– sobre todo en los ajuares de las incineraciones en urna (M. J. Almagro Gorbea 1984: 213-214; M. J. Almagro Gorbea 1986: 636). Al parecer, apenas se encontraron urnas de piedra148, pero entre las urnas cinerarias de época altoimperial se encuentran ejemplares de las extendidas urnas ovoidales, urnas globulares con asas verticales en la panza –con paralelos en Carmona o el Camino Viejo de Almodóvar en Córdoba– y, finalmente, tres recipientes «en forma de jarra con un asa y borde algo prominente» (M. J. Almagro Gorbea 1984: 204). Una de ellas, en concreto la tumba 14, estaba asociada a un ungüentario de barro de época Augusto-Tiberio (M. J. Almagro Gorbea, 1984: 142). De hecho, aunque la presentación de los ajuares es menos sistemática en las memorias antiguas, se puede sospechar que la costumbre de introducir recipientes con la función de verter líquidos en los ajuares contaba con cierta tradición en la necrópolis, pues aparecen ya representados en las tumbas de inhumación (tipo C) de M. Astruc149 asociadas a cáscaras de huevo de avestruz pintadas y, al menos en un caso (T. 949), junto a objetos de ajuar que pueden fecharse en época helenística, como una copa con pie de cerámica campaniense (M. Astruc, 1951: 31, lám. XIV). Costumbre que luego se mantuvo en las tumbas de incineración en urna (tipo E) que perduran hasta época altoimperial (M. Astruc, 1951: 44, 47, lám. XIX.6, XIX.11), en una inhumación infantil en ánfora de época romana (M. Astruc, 1951: 54, lám. XXVI.5) o en tumbas de cámara construidas con sillares y con puerta abovedada y sella148 En la memoria firmada por M. Astruc, en una de las fotos del almacén del Museo de Herrerías, se puede ver lo que podría ser una caja de piedra con tapa a dos aguas y patas talladas (M. Astruc, 1951, lám. LIV.2). Dos de estas urnas aparecen mencionadas, por ejemplo, en la descripción de los enterramientos contenidos en tumbas de cámara (tipo J) de la colina U del yacimiento (M. Astruc, 1951: 69). 149 Tumbas 406, 444, 471, 688, 720, 842, 949, 1055. En ninguna se hallaron las lámparas púnicas de doble pico o de tipo rodio que aparecen en otras sepulturas del grupo C de M. Astruc.

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das por una losa o directamente excavadas en la roca (tipo J) (M. Astruc, 1951: 72-73, láms. XXXVIII.19XXXIX.7) De Puente de Noy proceden varios ajuares en los que están presentes una o varias jarras, acompañadas o no de platos, ungüentarios, lucernas o copitas150. F. Molina Fajardo et al. proponen una tipología que las agrupa en tres conjuntos principales –jarras de grandes dimensiones (50-35 cm ), jarritas (de entre 15 y 20 cm de altura) y jarritos (unos 8 cm de altura)–, subdivididos a su vez en distintos tipos fechados entre el s. IV y la segunda mitad del s. II a. C. (F. Molina Fajardo et al., 1982). En Cádiz este tipo de recipientes parecen haber sido, por alguna razón, menos abundantes, aunque también contamos con varios ejemplos de época romano-republicana e imperial recuperados en excavaciones de urgencia, como la que se llevó a cabo en el «Chalet Varela» (L. Perdigones et al., 1987: 53). Fuera de la Península Ibérica la asociación entre urnas cinerarias y recipientes para verter líquidos fabricados en cerámica común, que en muchas ocasiones resultan ser una evolución de producciones locales con raíces prerromanas, está presente en diversas necrópolis de tradición púnica y distinta cronología, como las de Lilibeo (Sicilia), Tiddis (Argelia), o Tipasa (Argelia). En Lilibeo, la famosa tumba 27, que contenía la estela antropomorfa comentada en páginas anteriores en relación con los ‘muñecos’ de Baelo, contaba con urna cuadrangular de piedra, dos ánforas utilizadas como urnas cinerarias, dos ollas con restos funerarios y tres jarras, pero las tumbas de incineración en loculi, las más tardías de la necrópolis y más cercanas cronológicamente a los enterramientos de Bolonia, suelen incluir ajuares reducidos, con ungüentarios piriformes y fusiformes, algún vaso biberón, lagynoi y vasos de paredes finas. A. M. Bisi (1970: 219, tav. LII-LIII). En tierra de la actual Argelia se pueden mencionar dos ejemplos de necrópolis de época romana en las que encontramos asociaciones similares. En Tiddis, se pueden poner como ejemplo las tumbas nº 2 (que contenía un cofre de piedra con un vaso de cristal, un espejo de bronce, unas tijeras y un clavo, además de una jarra colocada en su exterior) o nº 3, donde la jarra se había convertido en contenedor funerario, como en algunos de los sepulcros de Bolonia (P.-A. Février, 1970: 51, figs. 17 y 19). En la necrópolis occidental de la puerta Cesarea de Tipasa, las jarras de cerámica común, datadas entre mediados del s. I d. C. y el s. II d. C., son 150 Ver, por ejemplo, las figuras 9-11, 14, 23, 31, 108, etc. Además de jarras y jarritos se ha encontrado también algún ejemplo de oinochoe que se remontan a fechas anteriores (s. V a. C.) (F. Molina Fajardo et al. 1982: 201).

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un objeto muy frecuente en los ajuares funerarios, aunque también se encontraron piezas utilizadas como contenedores cinerarios (S. Lancel, 1970: 243-251). Sin embargo, en Tipasa, sí es relativamente fácil encontrar distintos tipos de vajilla romana, incluyendo formas abiertas (todo tipo de platos y cuencos), que acompañan a las habituales tacitas con decoración a la barbotina o vasitos de paredes finas. La presencia de jarras de distintos tipos es también importante en la necrópolis occidental situada bajo la Casa de los Frescos (J. Baradez, 1961). En el estudio clásico sobre cerámica púnica firmado por P. Cintas, en fin, podemos encontrar una tabla donde se comparan los ajuares de distintas necrópolis con cronologías comprendidas entre el s. VIII a. C. y época helenística (Junon, Arb El-Khéraïb, Jbel-Mlezza, Thapsus, Susa), en la que oenochoes y jarras están presentes desde el primer momento hasta el final de este amplio período (Fig. 103). Cabría preguntarse si la asociación entre jarra y cuenco constatada en la necrópolis SE de Baelo Claudia podría tener algún tipo de relación con las representaciones de pátera y urceus frecuentes en los laterales de altares romanos –tanto votivos como funerarios–, como símbolo de las libaciones realizadas, o si, como ha querido algún autor, la inclusión de este tipo de servicios en la tumba debe ponerse en relación con las abluciones previas y posteriores al banquete. En la región francesa del Languedoc se ha encontrado un pequeño número de tumbas dispersas por distintas necrópolis en las que se recuperó un servicio en bronce de este tipo, en tumbas que han sido fechadas generalmente entre la segunda mitad del s. I d. C. y el s. II d. C. (M. Feugère, 1993: 132). Recipientes vertedores de esta clase están especialmente presentes en tumbas bajo tegulae a doble vertiente, donde suelen situarse en uno de los lados cortos o en sepulturas de otros tipos en Mérida (A. M. Bejarano, 1996; J. Molano, M. de Alvarado, 1991-1992: 166) y también asociados a cupae en diversos lugares del imperio (I. Berciu, W. Wolski, 1970: figs. 9-12). Está claro que no se puede argumentar que los recipientes para libaciones estaban ausentes en las necrópolis del Imperio romano, ni que no fueron utilizados en distintos rituales de carácter funerario. Lo que sí se puede afirmar es que la asociación entre jarra y urna cineraria ni es tan frecuente, ni se da de una manera tan sistemática en las necrópolis romanas como en el yacimiento de Baelo Claudia, por lo que en mi opinión, debe interpretarse como una característica local, compartida con otros asentamientos con raíces púnicas del sur peninsular y con ciudades del norte de África ocupadas durante el Alto Imperio,

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Fig. 103. Ajuares de distintas necrópolis púnicas según P. Cintas (1950: tableau III).

donde la importancia de estos recipientes para contener sustancias líquidas se había mantenido a lo largo de siglos. Monedas y clavos La inclusión de una moneda en la tumba es un fenómeno constatado en Grecia desde el s. V a. C. y que se suele identificar de manera un tanto indiscriminada con el peaje que las almas debían pagar al

barquero Caronte para cruzar a la otra orilla de la laguna Estigia. Sin embargo, esta costumbre se extendió por amplísimas regiones del Mundo Antiguo (Grecia, la Península Itálica, la Península Ibérica y el norte de África) y a través del Imperio romano, fue transmitida al mundo tardoantiguo y medieval, conservándose aún en nuestros días en algunos lugares de Francia e Italia (R. Cantilena, 1995: 177). La primera referencia de peso en las fuentes clásicas al ser psicopompo que ayuda a las almas a llegar al otro lado de la laguna infernal no aparece hasta

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el segundo cuarto del siglo V a. C., en el que Esquilo151 hace referencia al barquero sin dejar constancia de su nombre, en el contexto de una serie de cambios ideológicos que influyeron en la escatología griega. A finales del siglo V a. C. los guardianes de la entrada al mundo de los muertos, Cerbero y Caronte, comienzan a estar más presentes en los epigramas funerarios griegos. Al parecer, Caronte aparecía también representado en la pintura de los infiernos de Delfos de Polignoto y, a partir de este momento, será un personaje relativamente familiar en la tragedia, la comedia o las representaciones de lecitos funerarios de fondo blanco. El óbolo de Caronte, sin embargo, no aparece mencionado en los textos hasta las guerras del Peloponeso, en las obras de Aristófanes152. Los textos del s. II d. C., aún mencionan la misma costumbre y continúan asociándola al paso de la laguna Estigia de los difuntos (S. T. Stevens, 1991: 215). Tenemos constancia arqueológica del ritual consistente en depositar una moneda en la boca del fallecido en Grecia de manera muy puntual en momentos avanzados del siglo V a. C. y durante el s. IV a. C., pero esta tradición no parece haber alcanzado cierto grado de popularidad hasta época helenística, en la que se encuentran en las tumbas de lugares tan distantes como Grecia, la Magna Grecia, Sicilia, Mesopotamia, Etruria o la Península Ibérica. Con la expansión del Imperio romano, el fenómeno alcanza aún mayor extensión, extendiéndose a regiones hasta entonces periféricas del mundo clásico, como Gran Bretaña (C. Sourvinou-Inwood, 1994; J. M. C. Toynbee, 1971: 44, 119, 124; A. Jiménez Díez, 2000: 225; R. Cantilena 1995: 166). Algunos autores han llegado a defender que la costumbre de introducir monedas en las tumbas antecede a las primeras evidencias conservadas sobre la articulación del mito de Caronte y señalan incluso algunos objetos de carácter premonetal (obeloi) introducidos en sepulcros de época geométrica en Argos o Chipre como posibles precedentes de la costumbre documentada en época clásica (S. T. Stevens 1991: 227). Las monedas no siempre se sitúan en la boca, ni se encuentran en todas –ni siquiera la mayoría– de las tumbas de una misma necrópolis153, ni respetan siempre la proporción Siete 852 s. Ranas 140, 270, véase también Aves 503. Para época romana ver Luciano, Viaje a los infiernos, 18-21, Diálogo de los muertos I 3, XI 4, XXII 1-2, De luctu X; Propercio IV 11, 7; Juvenal III 264-267; Apuleio, Met. 6, 18; Estrabón VIII 6, 12. 153 Los porcentajes varían dependiendo de la región y el período. Por ejemplo en necrópolis como las de Poseidonia, Ampurias, Siracusa, Argos y Myrina, las tumbas con monedas están entre el 4 y el 10 por ciento. Un mayor número de sepulcros cuentan con monedas en época imperial en yaci151

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de una moneda por difunto. Normalmente son de bronce, pero también hay ejemplos de plata, oro o incluso «ghost money», como las láminas de oro halladas en las tumbas de época helenística del Kerameikos (Atenas), que portaban la impronta de una moneda real (S. T. Stevens, 1991: 225). Nos encontramos por tanto, ante un conjunto de rituales, de significación mucho más rica y compleja de lo que una lectura lineal de los restos arqueológicos a partir de los datos proporcionados por las fuentes podría hacer suponer. Algunos autores han insistido en la necesidad de separar el estudio del mito recogido por los autores clásicos y la costumbre ritual documentada por la arqueología, proponiendo que se abandone el uso de términos como ‘moneda de Caronte’ para referirse a un conjunto de manifestaciones que con bastante probabilidad tuvieron un carácter heterogéneo, en favor de otras denominaciones más neutras como ‘moneda del difunto’ (S. T. Stevens, 1991: 215-216). Pero el problema, más allá de la dificultad para hallar un término adecuado, se encuentra en la interpretación ritual de la inclusión de monedas en la tumba en cada contexto concreto. Desde el siglo XIX se han propuesto distintas interpretaciones, más allá de las directamente inspiradas en las fuentes griegas que entendían la moneda como el medio de pago para cruzar junto a Caronte al otro lado de la laguna Estigia. E. Rohde sugirió que la moneda podía entenderse como una metáfora pars pro toto, en la que el metal acuñado simbolizaría las posesiones materiales del difunto que podían viajar de este modo con él al más allá. Pero tampoco se ha pasado de alto el posible valor de la moneda como amuleto, por dos atributos esencialmente mágicos, como son su carácter metálico y su forma redonda (R. Pera, 1993: 349). La utilización de la moneda como amuletum, como elemento propiciatorio de buena suerte y riquezas (bonum omen), estuvo muy extendida en el mundo antiguo. Un gran número de monedas hispanas (sobre todo de la ceca de Gadir) presentan orificios que servirían para suspender la moneda como colgante o engarzarla en joyas o vestidos. Otras veces, se han conservado restos de tela del saquito que portaría la moneda. Estos amuletos pudieron estar especialmente relacionados con aquellos momentos puntuales en los que se cerraba un ciclo y se iniciaba uno nuevo. Una vez al año se arrojaba una moneda al Lacus Curtius (considerado como una entrada al inframundo), para mientos como Tipasa (casi un 50%) o la necrópolis céltica de S. Bernardo di Ornavasso (42,2 %), aunque, por ejemplo en los sepulcros del mismo período en Ampurias solo un 9% de las cremaciones contenían monedas (S. T. Stevens, 1991: 223-224).

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propiciar la obtención de riquezas y una etapa de prosperidad; también, a menudo, se colocaba una moneda bajo el mástil de los barcos para traer ventura en el viaje por mar, o se dejaba una moneda en el larario de la novia el día de la boda o durante la celebración de las compitalia. La representación de determinadas divinidades en algunas amonedaciones pudo ser un elemento añadido al valor simbólico que la moneda tenía per se. El fenómeno de las perforaciones es especialmente abundante en toda una serie de monedas hispano-cartaginesas de finales del s. III a. C. con representaciones de cabezas masculinas que se han querido relacionar con la veneración de Alejandro como Hércules-Melqart (C. Alfaro, 1993). Aunque estas monedas aparecen raramente en contextos funerarios, son mucho más frecuentes como ofrendas en santuarios154. Precisamente, a partir del s. IV, los amuletos egiptizantes comienzan a desaparecer de las urnas votivas del santuario de Tanit y de las tumbas más recientes de la necrópolis de Cartago para ser sustituidos por monedas cartaginesas, quizá en relación con la introducción del culto a Démeter y la helenización de distintos aspectos del mundo púnico por la misma época. También en el ámbito romano algunas monedas republicanas fueron seleccionadas a lo largo de los siglos por su iconografía específica. Por ejemplo, en época romana imperial, existía la costumbre de regalar una moneda (strêna) con la efigie del dios Jano en el inicio de las calendas de enero, el mes dedicado al dios bifronte. Se recurre a Jano no sólo como dios protector de todos los inicios, sino también de los cambio de estado, entre los que podría incluirse el paso del mundo de los vivos al mundo del más allá (R. Pera, 1993: 350-351; R. Cantilena, 1995: 172, F. Ceci 2001: 91). El valor específico de estas representaciones y la utilización de algunas piezas, no por su valor monetal, sino por sus propiedades simbólicas y mágicas, puede entreverse en ejemplos como la tumba 7 de la necrópolis de Vía Nomentana (Roma), en la que se encontró una moneda con cabeza de Jano (fechada en el s. III a. C.) en el interior de una ollita de paredes finas de época augustea acompañada de dos clavos y una lucerna de finales del s. I d. C. (F. Ceci, 2001: 89). No sólo llama la atención la inclusión de objetos «arcaicos» en el mismo depósito155, 154 Por ejemplo están prácticamente ausentes de la necrópolis neopúnica de Carmona, de fecha algo posterior (M. Bendala, 1991b: 184; M. Bendala, 1995: 283). 155 Las fuentes literarias también se hacen eco de este fenómeno: ver por ejemplo Pomponio (Dig. VII, 1, 28), que señala que el uso de monedas fuera de circulación como amuletos en joyas era frecuente en el siglo II d. C. El depósito de monedas no de uso corriente como numerario en época romana también ha sido constado en sepulcros de la Península

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entre los que la moneda con Jano fue muy posiblemente seleccionada por su iconografía, sino también la asociación de la moneda y el clavo, que no es en absoluto infrecuente en el mundo romano, y como hemos visto está especialmente presente en Baelo Claudia156. Aunque a menudo se ha recurrido a supuestos ataúdes de madera o parihuelas quemados en la pira para explicar la presencia de clavos en los enterramientos, sin duda esta hipótesis es difícil de aplicar de manera generalizada a todos los casos, especialmente cuando los clavos de hierro o bronce157 aparecen sin huellas de uso, como en Belo (P. Paris et al., 1926: 119), en gran cantidad, doblados y retorcidos –como si hubiesen sido inutilizados ritualmente–, o en posiciones muy concretas dentro de la tumba, como por ejemplo junto a la cabeza o los pies del difunto, o siguiendo un complicado patrón de carácter ritual158 (J. Baradez, 1957). A los clavos se han asociado, como en el caso de las monedas, cualidades profilácticas y mágicas. El clavo se utilizaba también para simbolizar los hechos que habían sido completados y eran de carácter inmutable. El clavo era el atributo de las divinidades relacionadas con el destino de los hombres, como la Necesidad y la Fortuna. Clavar un clavo era símbolo de un hecho inmutable, como el destino o la muerte. Así se ve por ejemplo en un espejo etrusco, en el que se representó a Ibérica y de otros puntos del Mediterráneo como Lilibeo (Marsala). En la tumba 13 de Via Cattaneo, por ejemplo se incluyeron 13 piezas púnicas de Mozia, todas ellas de fecha anterior al resto de los objetos que formaban parte del ajuar. Mozia fue la directa predecesora de Lilibeo, que fue fundada tras la destrucción de aquella en el año 396 a. C., por lo que se ha querido interpretar la presencia de estas monedas en esta ocasión como un símbolo de la identidad púnica y de la conexión con las generaciones pasadas por parte de su propietario. Por otra parte, en concreto, la presencia de 12 o 13 monedas ha sido documentada en numerosos sepulcros cartagineses, por lo que quizá la repetición de la misma cantidad no deba achacarse totalmente al azar (S. Frey-Kupper, 1999: 33-35). 156 De hecho, el hallazgo de clavos formando parte de los ajuares de época romana es tan corriente que presentan un problema interpretativo similar al de las monedas. 157 El bronce aparece mencionado en los textos antiguos como un metal asociado a cualidades mágicas y por ello era utilizado para la fabricación de otros objetos destinados a rechazar las influencias perniciosas (fascinum), como los tintinnabula. 158 La cabeza y los pies fueron lugares apropiados para llevar amuletos en distintos lugares del mundo antiguo, como se puede deducir, por ejemplo, de la homilía (II, 5) de San Juan Crisóstomo en la que se critica la costumbre de llevar como amuletos monedas de Alejandro Magno en la cabeza y en los pies (R. Pera, 1993: 355). También, por ejemplo, en la fase púnica de la necrópolis de Lilibeo –ss. IV y primera mitad del s. III a. C.–, las monedas se hallaron generalmente junto a los pies o las manos del difunto (S. Frey-Kupper, 1999: 33).

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la Parca (Athrpa) con un martillo en la mano y un clavo para marcar la hora en la que Menelagro debía morir, o en distintas representaciones de la Victoria frente a un trofeo, a punto de clavar un clavo. Uno de ellos se clavaba cada año, precisamente, en el Templo de Fortuna en Preneste y también en el templo del Capitolio de Roma (clavus annalis) para marcar el final de un ciclo y el comienzo de otro. Plinio recomienda su uso contra el mal de ojo y algunos males como la epilepsia, ya que hundiendo un clavo en el lugar donde la cabeza del enfermo había tocado por primera vez el suelo, se podía anclar la enfermedad a ese punto (E. Saglio, 1887b). Quizá la misma idea de ‘fijar’ el muerto a su tumba, de clausurar de alguna manera el pasado, pueda esconderse detrás de la inclusión de clavos en los enterramientos159, especialmente en el caso de aquellos individuos que habían muerto antes de la hora que tenían destinada, como en el caso de los niños fallecidos en un accidente, asesinados o por una enfermedad (aorosaori), que eran considerados especialmente peligrosos. En Belo, por ejemplo, se halló una tumba infantil bajo tegulae que contenía 7 clavos: 3 habían sido situados junto a la cabeza, tres en el costado derecho del cuerpo y uno junto a los pies del pequeño. Los clavos sirven, asimismo, para perforar o fijar las tabellae defixionum que se colocan también en las tumbas, o en menor medida en una corriente de agua o en un pozo. El término defixio, hace referencia, precisamente, a la idea de que la persona objeto de la maldición quedara ‘fijada’ o ‘ligada’ a su destino fatal, que de esta manera había de cumplirse, no se podía deshacer (R. Merrifield, 1987: 38, J. G. Gager, 1992: 18). La inclusión en las tumbas de monedas, clavos y tabellae defixionum, pone así de manifiesto la consideración del lugar de enterramiento como un umbral entre la esfera de los vivos y la esfera de los muertos, un mundus, un punto de conexión entre dos ámbitos normalmente separados. Tanto las monedas como las maldiciones se arrojaban también a otras «entradas» al más allá, como pozos o lagos. En la necrópolis de Baelo Claudia no sólo se encontraron tabellae defixionum, monedas y clavos, sino también anzuelos. Algunos de los autores que se han dedicado al estudio de los materiales de la necrópolis los han interpretado como un símbolo de la ocupación en vida del difunto (P. Paris et al., 1926: De alguna manera, como nos dice Propercio (4.11.7-8), la moneda incluida en la tumba era entendida de una manera similar, pues tenía la función de asegurar que el alma no regrese al mundo de los vivos: una vez pagado el barquero y cruzada la Estigia, se cerraban las puertas del Hades impidiendo el retorno (S. T. Stevens, 1991: 211). 159

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68, 118, 190, pl. XXXII-XXXIII; J. Remesal, 1979: 49, 73/134; P. Sillières, 1997: 198), pero muy posiblemente debamos conferirles características rituales similares a las de las clavos colocados en las tumbas. La aparición de anzuelos en los ajuares no es un elemento exclusivo de la necrópolis de Baelo. Por ejemplo, se han encontrado también asociados a clavos en un enterramiento de inhumación bajo tegulae de Pitecusa (G. Buchner, D. Ridgway, 1993: 44)160, en la necrópolis de Cádiz (A. Quintero Atauri, 1926) o en la de Villaricos (M. Astruc, 1951: 53, Lám. XVII), donde su asociación a una tumba infantil permite descartar la interpretación de corte más utilitarista que relaciona estos objetos con la profesión del individuo enterrado. Especialmente expresivo, en el caso de Belo, es el ejemplo descrito en la memoria de 1926 de un ajuar compuesto, entre otras cosas, por una concha que contenía una docena de anzuelos de bronce con una lámina muy fina de plomo –más que probablemente una lamella inscrita– enrollada en la parte de enganchar, «tel qu’on devait le préparer pour la pèche» en palabras de G. Bonsor (P. Paris et al., 1926: 19), y que recuerda de alguna manera al procedimiento de atravesar las tabellae defixionum con clavos. El mismo G. Bonsor señala el hallazgo de al menos una «tablilla mágica» de plomo, con un «agujero de suspensión» en la necrópolis oriental (P. Paris, et al., 1926: 89). Los clavos, de hierro y de bronce, de diferentes medidas y tamaños, se encontraron, por otra parte, en numerosos enterramientos de la necrópolis oriental y occidental. Al parecer, muchos de ellos no fueron nunca utilizados, mientras que otros aparecieron doblados ritualmente, «réunis deux à deux par leurs pointes recourbées en anneaux» (P. Paris et al., 1926: 119-120, C. de Mergelina, 1927: 47). A veces se encontraron agrupados en torno al cadáver, y especialmente junto al cráneo o los pies del difunto, mientras que, en otras ocasiones, aparecieron entremezclados con las piedras que cubrían la tumba, con las puntas hacia arriba (G. Tore 1981: 280; P. Sillières, 1997: 198), lo que parece reforzar, una vez más, el carácter ritual de este tipo de depósitos, que en diversas ocasiones han sido interpretados como restos de supuestos ataúdes o parihuelas. Lamentablemente, no mucho se puede decir de los hallazgos monetarios en las tumbas de Baelo Clau160 La aparición de anzuelos en las tumbas es un hecho excepcional en la necrópolis de Pitecusa. En el caso de la Tumba 14, fechada en época romana, se constata la asociación de tres anzuelos, con un clavo de bronce y una moneda fabricada en el mismo material que se habían depositado junto a los pies del difunto (G. Buchner, D. Ridgway, 1993: Tav. LXXXI).

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dia161. Desconocemos el porcentaje de enterramientos que contenían monedas, a qué elementos de ajuar aparecían asociadas o si eran más frecuentes en algunos tipos de monumentos funerarios que en otros. El padre Furgús encontró a principios del siglo XX cinco o seis monedas de época imperial, entre las que había un antoniniano de plata y una moneda de Faustina (J. Furgús, 1907: 159; J. Furgús, 1908: 213162) En el volumen II dedicado a las excavaciones dirigidas por P. Paris se recoge un catálogo de monedas, en el que sólo se incluyen aquellas de identificación cierta, pero entremezcladas con las procedentes del núcleo urbano. Se especifica, sin embargo que la gran mayoría fueron recuperadas en el interior o en los alrededores de alguna sepultura. En concreto, aparecen frecuentemente citadas como parte de los ajuares de les tombes en demi-cylindre, contribuyendo a su datación entre los reinados de Domiciano y Marco Aurelio (81-140 d. C) y de manera puntual en enterramientos infantiles o de época tardía. Las monedas más antiguas, de época republicana, se corresponden con dos ejemplares de la propia ceca de Belo, dos de la de Carteia y dos más de Gades. El resto de monedas (denarios y numerario de bronce) corresponden a época imperial, expandiéndose desde tiempos augusteos a los de Magencio a mediados del s. IV d. C. Al menos dos monedas (un ejemplar de Belo y otro de Colonia Iulia Romula) presentaban una perforación que indica su uso como posible amuleto. Las monedas aparecieron tanto en tumbas de incineración –indicando que este ritual se mantuvo desde época tardorrepublicana hasta fechas muy tardías, a principios del s. III d. C.– como en tumbas de inhumación, que hay que situar en algunos casos en fechas tan recientes como época de Claudio. Además, tres de ellas, de época claudio-neroniana, se hallaron en un ustrinum, demostrando que no en todas ocasiones la moneda acompañaba a los restos del difunto en su traslado a la tumba (P. Paris et al., 1926: 16, 20, 89, 191-193). 4.

CONCLUSIÓN

Una de las claves para entender tanto la ciudad como las necrópolis de Baelo Claudia es tener presente su condición de «lugar de paso», de punto es161 El volumen dedicado al estudio de los materiales numismáticos del yacimiento, Belo IV, Les monnaies, analiza las monedas desde el punto de vista cronológico y de la circulación monetaria. 162 En la publicación de 1908, el número de monedas procedentes de los enterramientos asciende a «una docena», aunque quizá se deba a una errata u omisión, queriendo referirse el autor a «media docena» de monedas.

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tratégico para el comercio y la pesca, de emporion, al fin y al cabo, como lo denomina el propio Estrabón. Belo no es únicamente el lugar recomendado por las fuentes para cruzar el estrecho, o el punto de partida de tropas hacia el norte de África en determinadas campañas, sino también un enclave romano en el centro de la zona de influencia de Cádiz. Su ubicación en la región donde se habían asentado distintas factorías fenicias desde el s. VII a. C. y en el territorio bajo dominio bárquida desde el 237 a. C. permite, incluir a la ciudad en un área donde a lo largo de los siglos se había ido forjando un substrato cultural original, síntesis de tradiciones púnico-fenicias e indígenas (M. Bendala, 1987b: 166). Ello se refleja no sólo en la perpetuación de un dialecto neopúnico en época romana en un grupo de asentamientos entre los que se incluye Belo, como demuestra la epigrafía de las acuñaciones de la ciudad, sino también en el mantenimiento de determinadas instituciones administrativas (magistraturas monetales de tipo púnico), o de cierto tipo de iconografías en las monedas que remiten al norte de África. Por desgracia, las primeras tumbas del asentamiento nos son desconocidas, pero elementos como los «misteriosos muñecos» parecen transmitir contactos antiguos, de época republicana, con la Península Itálica y el norte de África, que curiosamente en el caso concreto de Bolonia se mantienen en uso en época imperial, cuando este tipo de manifestaciones han caído en desuso o han sufrido transformaciones importantes en sus lugares de origen. Sin duda este recurso a objetos y rituales de corte arcaizante tuvo un significado simbólico importante, tanto en la percepción que tenían de sí mismos los habitantes de Baelo Claudia, como en la percepción que de ellos tuvieron los visitantes de la ciudad. Pero un dato no menos interesante para el estudio del proceso denominado ‘romanización’ es la constatación de determinadas semejanzas en la manera de «adaptar» y modificar «lo romano» con yacimientos de cronología imperial del África romana. La concentración de pequeños monumentos cuadrangulares y turriformes, de cupae con mensae y piedras de carácter ritual sobre las que verter libaciones, debió conferir al «paisaje funerario» de Baelo Claudia ciertas similitudes con el de necrópolis como Tipasa o Sétif. Las relaciones culturales y políticas entre ambas regiones fueron especialmente intensas a finales de época republicana y también en tiempos del Imperio. Algunos autores sostienen que determinadas colonias augusteas africanas dependieron administrativamente de Hispania desde su fundación hasta la transformación de la Mauritania en una provincia romana (I. Berciu, W. Wolski, 1970: 936). El hecho de que en algunos momentos ambas orillas fueron

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percibidas como un elemento perteneciente a la misma unidad geográfica se haría explícito a finales del siglo II d. C., cuando la Betica quedó bajo la autoridad del gobernador de la Tingitana afincado en Tánger y, a partir de Diocleaciano, la Mauritania Tingitana fue integrada en la diócesis de las Españas (P. Sillières, 1997: 27). Lamentablemente no podemos establecer ningún tipo de comparación entre el núcleo «indígena» y el asentamiento creado ex novo en época romana. Ni siquiera se puede realizar con seguridad un análisis de la evolución de la ciudad situada junto al mar, porque sólo se conoce un conjunto de datos fragmentarios sobre al fase republicana, que permanece aún prácticamente sin excavar. Sólo muy recientemente ha sido publicado un conjunto de datos de gran interés sobre este período de las caetaria en A. Arévalo y D. Bernal (2007). Lo que sí merece la pena destacar es el «diálogo» que se establece entre la ciudad de Baelo Claudia y sus necrópolis, las diferencias entre los escenarios de «autorrepresentación» colectiva e individual. A veces se ha presentado la ciudad de Bolonia como un ejemplo de la aplicación de las normas vitruvianas (A. Álvarez Rojas, 2002: 12) y de los elementos urbanísticos que formaban parte de una ciudad romana, como el foro, el supuesto capitolium, la curia, el tabularium, el macellum, el teatro o las tabernae. Mientras, en las necrópolis, los ciudadanos de Baelo eligieron dejar memoria de sí mismos de acuerdo con tradiciones que no se ajustan exactamente a nuestra visión más tradicional del modelo canónico de «necrópolis romana». Las principales áreas de enterramiento presentan una configuración con fuerte personalidad dentro del grupo de necrópolis del sur peninsular, con un tipo de recintos bipartitos característicos del asentamiento, pequeños monumentos cuadrangulares, abundantes monumentos abovedados (cupae) de mampostería revocada y pintada con mensae, piedras talladas sobre las que se realizaban libaciones, rechazo de la cerámica de importación (sigillata) como elemento de ajuar, aunque sí se utilice en el banquete celebrado por los vivos junto al monumento, y una particular asociación entre cofre cinerario y recipiente para ofrendas con la boca tapada por un cuenco, que se respeta de manera reiterada, especialmente en los sepulcros más sencillos. La epigrafía funeraria es ciertamente escasa si tenemos en cuenta el número de enterramientos excavados a lo largo del pasado siglo en las necrópolis y tardía respecto a lo que es común en otros cementerios romanos del sur peninsular. Llama la atención, además, la morfología del soporte epigráfico –pequeñas plaquitas para encastrar–, que difieren de la común utili-

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zación de estelas para este propósito en otros asentamientos. Este «contraste» aparente entre la imagen de la ciudad y el de las necrópolis nos permite entrever la complejidad del proceso comúnmente conocido como ‘romanización’. La adaptación de determinados parámetros romanos en el ámbito de la ciudad no supuso, aparentemente, ninguna contradicción con el mantenimiento de todo un conjunto de identidades que se manifiestan de manera especialmente intensa cuando el individuo o su familia se enfrentan al desafío de perpetuar la memoria de sí mismos a través de un monumento funerario. Los enterramientos de las necrópolis de Belo nos dicen tanto sobre el concepto que los habitantes de Bolonia tenían de su propia identidad como los templos o el foro que construyeron en su ciudad. Por tanto, el mensaje transmitido a través de los restos arqueológicos conservados del asentamiento y sus cementerios no puede ser entendido si no se «lee» de manera conjunta, como dos locuciones de una misma frase compleja que de otra manera queda incompleta. El carácter polisémico de la información vuelve a ponerse de manifiesto cuando se observa con detenimiento algunos aspectos de la ciudad romana. Debe tenerse en cuenta no sólo las amonedaciones bilingües de época republicana, el hallazgo de cerámicas procedentes del norte de África o el empleo del opus Africanum en la construcción de algunos edificios, sino la configuración de carácter particular de elementos supuestamente definitorios de la «romanidad» como el «capitolio», normalmente comparado con el de Sufetula (Sbeitla, Túnez). Con mucha probabilidad, este santuario no debe asimilarse, como ya argumentó en su día M. Bendala (1989-1990: 14-17), con un capitolio romano, sino más bien con un santuario de tipo púnico, quizá consagrado a una tríada divina. En este caso, no debería entenderse el ejemplo de Sbeitla como una prueba de la existencia de capitolios romanos con estas características, sino quizá más bien como un indicio más de la comunión de los habitantes de Belo con las maneras de entender y asimilar «lo romano» –en este caso concreto, la ubicación de templos de rasgos particulares en el foro– de algunas comunidades del norte de África. ¿Por qué se da en Belo esta dicotomía entre ciertos aspectos ‘romanos’ del núcleo urbano y la cultura material de las necrópolis? Como hemos visto a lo largo de páginas anteriores el contraste debería en parte matizarse tanto en un caso como en otro, pero puede proponerse como hipótesis que las diferencias quizá estuvieron motivadas por las distintas ‘audiencias’ dominantes en cada uno de estos ámbitos. En el caso de la ciudad, los espacios públicos, los mo-

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numentos, las calles y la configuración urbanística generan un ‘escenario’ adecuado para la expresión de la identidad colectiva, estableciendo en muchas ocasiones un diálogo (de rechazo y asimilación) con otras ciudades del entorno inmediato y lejano (Roma, otras ciudades del círculo del Estrecho, el norte de África…). En la necrópolis estos sentimientos de identidad colectiva no desaparecen, sino que se superponen a otros tipos de identidad de carácter individual (familia, grupo de edad, género, estatus social) que adquieren mayor protagonismo porque el contexto exige otro tipo de ‘retórica’. La tumba es, al fin y al cabo, un monumento ligado a la religión privada (de ahí el interés de la comparación con otros tipos de cultos domésticos asociados a los ancestros) y a toda clase de símbolos que pretenden expresar las virtudes no sólo del fallecido sino de la familia que sigue un ritual y respeta unos valores colectivos ‘heredados’ de sus antepasados163. Esta interacción con otras ciudades y la distinta configuración de los grupos de población que habitaban cada asentamiento podría explicar la fuerte personalidad y las concomitancias que presentan necrópolis como Bolonia, Cádiz, Carmona, Villaricos o Puente de Noy, que aún en época romana muestran rasgos que recuerdan su raigambre púnica. Por ejemplo en Bolonia están ausentes las cámaras hipogéicas que son tan características en Carmona o Villaricos, pero encontramos, por el contrario, varios ejemplos de monumentos turriformes que al menos en una ocasión estuvieron coronados con un pyramidium. En Puente de Noy y Cádiz predominan las inhumaciones hasta un momento avanzado, mientras que en Carmona o Belo este ritual tuvo un carácter minoritario. Ningún yacimiento hispano ha proporcionado hasta el momento una manifestación equiparable desde un punto cuantitativo a la de los ‘muñecos’ de Belo, aunque en Carmona se haya encontrado no hace mucho un betilo de tipo similar dentro de una favissa o aunque conozcamos de la existencia de una piedra sobre la que se trazaron someramente rasgos humanos procedente de Cádiz. Y sin embargo hay una serie de elementos que permiten entrever cierta ‘afinidad’ entre este grupo de necrópolis. En primer lugar puede citarse el décalage a la hora de adoptar el rito mayoritario en cada momento en la mayoría de las ciudades ‘romanas’. Aunque cada vez hay mayores evidencias de que algunas de las tumbas más antiguas de distintos asentamientos como Valencia, Córdoba o Tarragona fueron inhumaciones, se puede afirmar que, a finales de 163 Para un desarrollo del tema de la expresión de valores como la virtus y pietas en los monumentos funerarios hispanos ver M. Bendala, 2002a.

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época republicana, se produjo una convergencia hacia la incineración en contextos romanos y púnicos que se superpuso a la tradicional cremación practicada en el mundo ibérico. Sin embargo, el ritual de la inhumación fue respetado hasta momentos tardorrepublicanos en necrópolis como Cádiz y Puente de Noy, y de manera excepcional en Carmona, mientras que tanto en este último yacimiento como en Belo sabemos de la convivencia de ambos rituales a principios de época imperial. Más tarde los asentamientos de raíz púnica fueron los últimos en abandonar definitivamente la cremación, ya en el s. III d. C., cuando en otros lugares la inhumación se constata como ritual mayoritario ya desde la segunda mitad del siglo II d. C. (M. Bendala, 1987b: 156; M. Bendala, 1991a: 88; M. Bendala, 1995: 284). Por otro lado se constatan coincidencias parciales en los tipos monumentales presentes en este grupo de yacimientos, como por ejemplo los monumentos circulares y las cupae de Carmona y Belo, pero también rituales, como el tipo de «sellado» ritual mediante losas pétreas de las tumbas de cámaras de algunos de estos yacimientos. Otro de los elementos comunes más interesantes se encuentra en la configuración del ajuar. M. Bendala señaló, ya a mediados de los años setenta, la importancia de la escasez de terra sigillata en los fondos del museo de la necrópolis de Carmona (M. Bendala, 1976a: 126). Esta apreciación se ha podido confirmar en otros yacimientos como Cañada Honda (Alcalá de Guadaira, Sevilla) donde G. Bonsor excavó 180 tumbas fechadas grosso modo en el s. I d. C. y en las que, sin embargo, la terra sigillata estaba prácticamente excluida (M. Bendala, 1991b: 185) o Villaricos donde escasea la cerámica de importación. En mi opinión la necrópolis de Belo podría ser otro ejemplo del mismo fenómeno. Al menos en el sector excavado por J. Remesal en época moderna se constata la práctica exclusión de la sigillata en los ajuares, mientras que, en los banquetes en los que participaban los familiares junto a la tumba sí se emplearon recipientes de este material, que aparecieron fragmentados ritualmente en el suelo de uso de la necrópolis. Por alguna razón este tipo de cerámica no fue considerada ‘adecuada’ para ofrecer a los muertos y se optó por utilizar urnas cinerarias y urnas de ofrenda enraizadas en la tradición alfarera local. Se podría establecer un segundo contraste entre los objetos que están físicamente en contacto con los restos del difunto –ungüentarios, objetos personales como agujas– y aquellos que acompañan a la urna, relacionados probablemente con ofrendas líquidas o de alimentos. La frecuente asociación de la urna cineraria con un recipiente vertedor en Carmona y Belo, constata-

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da de manera más puntual en Villaricos o Puente de Noy, puede ser considerada, en mi opinión, otro elemento distintivo de este grupo de cementerios, que posiblemente tuvo su origen en la tradicional inclusión en los ajuares cartagineses de este tipo de objetos. Las libaciones, que están tan presentes en Carmona a través de conductos que llegaban al interior de los hipogeos o los monumentos funerarios parece haber sido también un elemento muy destacado en la necrópolis de Baelo Claudia. Quizá no hemos valorado suficientemente el papel de los muros de los acotados funerarios y los monumentos como punto de ‘intersección’ entre el espacio de la tumba y el espacio de los vivos. Los ‘muñecos’, algunas urnas y jarras de libaciones se situaron frecuentemente en contacto con ellos. Algunas jarras se colocaron incluso bajo sus piedras, como si estuvieran destinados a recoger los líquidos vertidos junto al sepulcro. O quizá algunas de ellas se enterraron allí después de finalizar el acto litúrgico (Fig. 50). Sabemos que llegaron a embutirse ‘betilos’ o piedras ovoides protegidas por un tejadillo en los paramentos de estas construcciones, lo que les confiere sin duda un carácter importante dentro del ritual funerario. En toda la necrópolis se dio gran relevancia a este conjunto de objetos semiocultos o completamente vedados a la vista de los participantes en el ritual. No sólo hay que añadir al ejemplo recién citado la posición ‘híbrida’ de los ‘muñecos’, que apenas debían sobresalir en la mayoría de los casos del nivel del suelo, sino también las pinturas realizadas en el interior de las pequeñas criptas asociadas a los acotados, verdaderas ‘cámaras funerarias’ en miniatura en una necrópolis donde posiblemente la naturaleza arenosa del terreno impedía la excavación de tumbas hipogéicas frecuentes en Carmona o Villaricos. Por supuesto las libaciones debieron jugar un importante papel en los rituales asociados a los ‘muñecos’, hasta el punto de que, según G. Bonsor, los vasos empleados en los banquetes funerarios podrían haber sido fracturados directamente «sobre sus cabezas», pues aparecían rodeados de fragmentos de cerámica. Los ‘muñecos’ son sin duda uno de los mejores ejemplos que podemos encontrar en las necrópolis hispanorromanas de los intensos procesos de sincretismo entre tradiciones de distintas procedencias que dieron lugar a un elemento particular y característico de una ciudad concreta tras la conquista romana. En cualquier caso, y en mi opinión, este es un aspecto fundamental, estas ‘esculturas’ deben ser percibidas como un recurso a un objeto de corte ar-

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caizante, tanto si se consideran desde el punto de vista de la Península Itálica –donde este tipo de manifestaciones había ido desapareciendo en la zona etrusca y evolucionando hacia la fórmula del busto funerario en la Campania–; como si ‘se contemplan’ teniendo en mente las manifestaciones religiosas del norte de África, donde los ‘cipos’ fueron cayendo en desuso en los siglos previos al cambio de era, para dar paso a un conjunto de estelas con rica iconografía sembrada de elementos híbridos o púnico-romanos. En el caso de las piedras talladas de Bailo nos enfrentamos al mismo problema que presentan tantas otras manifestaciones de la cultura material o de la lengua, que pueden haber surgido de manera autóctona en un asentamiento, o ser una reelaboración de influencias procedentes de distintos lugares. ¿Qué podemos decir, por ejemplo, de la inscripción que da noticia de la existencia de Pupius, fechada en la primera mitad del siglo II d. C. y encontrada en nuestro yacimiento? Se trata de un nombre extraño (como los propios ‘muñecos’) en la Península Ibérica, que al parecer procede de Etruria, aunque también es frecuente en África (P. Le Roux at al. 1975). Quizá, una vez más, lo importante no sea rastrear el lugar de origen del fenómeno sino tratar de acercarnos al significado que pudo tener para los propios habitantes de la ciudad la inclusión de un conjunto de piedras ligadas al culto a los ancestros en sus lugares de enterramiento (P. van Dommelen, 2005b). Igual que en las necrópolis de Carmona, con las que se han podido señalar tantos elementos en común, en Baelo Claudia se encuentran tanto rasgos que demuestran el apego a tradiciones anteriores –especialmente en el mundo funerario– como testimonios de lo que generalmente sería interpretado como ‘romanización’ (M. Bendala 1991a: 87; M. Bendala, 1995: 279). Los cultos funerarios estaban ligados, al igual que la religión doméstica, a las creencias y tradiciones de la familia y los individuos que la componían. Aunque los símbolos empleados en dicho contexto fuesen reconocidos de manera universal dentro del grupo, la creación de la ‘topografía ritual’ de la necrópolis y de cada monumento fueron siempre altamente idiosincrásicas (P. Foss, 1997: 217) como demuestra el caso de Baelo Claudia. Es precisamente esa tensión entre los símbolos colectivos e individuales de identidad y la renegociación de lo que es y no es admisible o adecuado dentro del contexto de la necrópolis lo que puede enriquecer de forma más fructífera nuestra visión del proceso conocido como ‘romanización’.

VI. CORDVBA / COLONIA PATRICIA (CÓRDOBA)

Colonia Patricia, la ciudad directamente heredera de la Corduba prerromana, fue primero la capital de la Ulterior y más tarde la capital de la Baetica. Sabemos que en ella se asentaron colonos romanos y que en ella residía el gobernador de la provincia. Las fuentes nos transmiten imágenes de lujo y refinamiento en la arquitectura doméstica; de poetas y filósofos originarios de la ciudad, como Séneca o Lucano. Aún se conservan restos de gran entidad que reflejan el florecimiento de todo tipo de monumentos públicos en época imperial: templos, el teatro, el circo, acueductos, el puente sobre el Guadalquivir o los foros colonial y provincial. Córdoba podría ser, por lo tanto, un buen ejemplo para estudiar el proceso de creación de una ciudad romana, las consecuencias del asentamiento –documentado por las fuentes– de gentes llegadas de la Península Itálica y para intentar encontrar respuesta a cuestiones sobre la naturaleza de los nuevos centros de poder y representación política creados en el sur de Hispania. Córdoba, debería ser, según la visión más tradicional, el mejor ejemplo de la ‘rápida romanización de la Bética’, de la creación junto al viejo asentamiento turdetano con más de dos mil años de historia de una ciudad romana en el más amplio sentido de la palabra. El estudio de sus necrópolis, sin embargo, plantea distintos desafíos que dificultan una interpretación lineal de los datos. En primer lugar, existen diferencias importantes entre distintas áreas de enterramiento aparentemente contemporáneas, especialmente entre finales de época republicana y el primer siglo del Imperio. En este momento contrastan las tumbas de ‘tradición indígena’ de incineración en urna pintada con algunos monumentos de tipologías inspiradas en modelos de la urbe, como los mauseolos circulares de Puerta de Gallegos. Con el paso del tiempo, el mundo funerario parece avanzar hacia una mayor uniformidad en las tipologías. Comienzan a ser comunes las inhumaciones bajo tegulae o en cajas de ladrillos a las que acompaña un escasísimo ajuar. El mismo contraste que se observa entre distintas necrópolis de un mismo asentamiento, vuelve a producirse cuando comparamos Córdoba con otros asentamientos romanos de similar entidad, como Mérida o

Tarragona, poniendo de manifiesto, una vez más, la fuerte idiosincrasia de cada ciudad en lo que respecta a las manifestaciones del mundo funerario. A lo largo de estas líneas nos centraremos, sin embargo, en los enterramientos fechados entre los siglos I a. C. y I d. C. que tienen más relevancia para el problema que nos ocupa. Este capítulo está basado en una reducida selección de los distintos hallazgos producidos en la ciudad de Córdoba a lo largo de los años y en los numerosos trabajos publicados por los integrantes del proyecto de investigación sobre mundo funerario cordobés dirigido por el catedrático de la Universidad de Córdoba Desiderio Vaquerizo Gil. No es, por tanto, nuestro objetivo llevar a cabo una recopilación exhaustiva de los datos, estudio que por otra parte ya están realizando con gran rigor los investigadores adscritos al Seminario de Arqueología de Córdoba, sino proponer a través de una serie de ejemplos un diálogo sobre el significado de estos materiales para la comprensión del proceso de ‘romanización’ de una ciudad de la importancia de Colonia Patricia. 1.

HISTORIOGRAFÍA

Las informaciones sobre el pasado de la capital de la Bética son numerosas desde época antigua. Las primeras referencias de eruditos se remontan a mediados del siglo XVI. De esta época se conservan los comentarios del Ambrosio de Morales (1513-1591), cronista de Felipe II. Su obra Las Antiguedades de las ciudades de España que van nombradas en la Coronica que apareció como apéndice de la Coronica General de España, está considerada como el primer ejemplo de un estudio con intereses netamente «arqueológicos» en nuestro país, en el que además, se recoge, como novedad, dibujos, más o menos idealizados, de algunas inscripciones funerarias. Aproximadamente un siglo más tarde, en 1762, Francisco Ruano recopila una Historia General de Córdoba y Bartolomé Sánchez de Feria publica su Palestra Sagrada o Memorial de Santos de Córdoba (1772). El siglo XIX vio nacer en Córdoba el Museo Provincial (1867) en

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el contexto de una serie de instituciones como la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes o la Comisión Provincial de Monumentos HistóricoArtísticos de Córdoba que patrocinaron distintos estudios eruditos sobre los restos arqueológicos de la ciudad. Se publica, por ejemplo, en esta época, La Historia de Córdoba desde los más remotos tiempos hasta nuestros días (1863) firmada por L. Maraver y Alfaro (S. Sánchez Madrid, 2002). Durante la primera mitad del siglo XX se produjeron, además, toda una serie de descubrimientos relacionados con las necrópolis de Colonia Patricia. En 1909, el hermano del pintor Julio Romero de Torres, Enrique, publica los resultados de sus excavaciones en la zona del cementerio de Nuestra Señora de la Salud, donde fueron hallados una serie de sepulcros de inhumación, en el Boletín de la Real Academia de la Historia (E. Romero de Torres, 1909). También presta atención a un conjunto de inscripciones funerarias (E. Romero de Torres, 1910; E. Romero de Torres, 1913; E. Romero de Torres, 1914) y a los hallazgos de las campañas de excavación dirigidas por él en los «Llanos de Vista Alegre» (1931 y 1935) y en el Camino Viejo de Almodóvar que puso al descubierto la denominada «Gran Tumba» que se encuentra en la actualidad junto a la Puerta de Sevilla. El Museo Arqueológico de Córdoba, que había sido también, una institución vinculada prácticamente desde el comienzo al hallazgo de nuevos materiales arqueológicos, desempeñó asimismo un papel importante a lo largo del s. XX. Tras ostentar el puesto de director Luis Maraver y Alfaro y Luis Mª de Navascués accede al cargo Samuel de los Santos Gener que desempeñó esta función entre 1925 y 1959. Entre sus intervenciones cabría destacar las excavaciones llevadas en la quedó bautizada como «necrópolis del Camino Viejo de Almodóvar», descubierta por E. Romero de Torres a principios de los años treinta (E. Romero de Torres, 1941 y S. Santos Gener, 1955). Los materiales recogidos durante ésta y otras excavaciones en la ciudad fueron dados a conocer anualmente a través de las relaciones de actividades realizadas y materiales adquiridos por el Museo publicadas en las Memorias de los Museos Arqueológicos Provinciales entre 1940 y 1960, así como en un volumen monográfico sobre los trabajos llevados a cabo entre los años 1948 y 1950 (S. Santos Gener, 1955). En 1960 se inicia una nueva etapa marcada por el intenso desarrollo urbanístico de la década y el nombramiento como directora del Museo Provincial de Córdoba de A. M Vicent, que deberá hacer frente a la destrucción de numerosos restos arqueológicos debido, entre otras razones, a la carestía de medios y personal dedicado a la protección del patrimonio his-

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tórico de la ciudad. A partir de 1971, A. M. Vicent publicará, junto a A. Marcos Pous una serie de artículos en los que se recogían tanto hallazgos recientes como otros efectuados durante los trabajos supervisados por S. Santos Gener. De manera paralela se puso en marcha la revista Corduba Archaeologica, que desde el año 1976 constituyó un nuevo medio de difusión de los estudios sobre arqueología Cordubense. Sin embargo, gran número de las intervenciones realizadas por ambos investigaciones –en algunos casos verdaderas ‘operaciones de salvamento’– entre los años sesenta y mediados de la década de los ochenta permanecen prácticamente inéditas. Contamos únicamente con un somero listado publicado en 1985 del centenar de excavaciones realizadas entre 1962 y 19831, muchas de ellas localizadas en áreas ocupadas por las necrópolis de época romana (A. Marcos, 1976a, 1976b, 1976-1978, 1977, 1978, 1984-1985; A. Marcos, A. M Vicent, 1985; A. Marcos, A. M. Vicent, J. Costa, 1977; A. M. Vicent, 1972-1974, 1973, 1984-1985; A. M. Vicent, A. Marcos, 1984-1985; A. M. Vicent, M. Sotomayor, 1965; D. Vaquerizo, coord. 2001a: 26-31). En 1983, vio la luz la primera síntesis –no de excesiva calidad– sobre la arqueología cordobesa de los años precedentes (A. Ibáñez Castro, 1983), que incluía, por supuesto, un capítulo dedicado a los cementerios de época romana y la importante contribución de R. C. Knapp (1983), cuyas conclusiones históricas influyen sin duda en la manera en que deben interpretarse los restos funerarios aparecidos en la capital de la Bética. Sin embargo, sólo dos años después la información disponible sobre las necrópolis de Córdoba aumentó espectacularmente debido a la aprobación de la nueva Ley de Patrimonio de 1985 que prescribía la contratación de un técnico arqueólogo para la supervisión de cualquier remoción de tierras realizadas en las zonas protegidas de la ciudad. La transferencia de competencias en materia de arqueología desde la Administración Central a la Junta de Andalucía supuso un hito importante con la reestructuración de todo el sistema de gestión del patrimonio arqueológico y la puesta en marcha de la serie Anuarios de Arqueología Andaluza, donde, a partir de ese momento, fueron publicados los informes resultantes de las ‘excavaciones de urgencia’ llevadas a cabo en el solar cordobés. Durante la década de los noventa y los primeros años del siglo XXI, hemos sido testigos del nacimiento 1 A. Marcos, A. M. Vicent (1985): «Investigación, técnicas y problemas de las excavaciones en solares de la ciudad de Córdoba y algunos resultados topográficos generales», Arqueología de las ciudades modernas superpuestas a las antiguas, Zaragoza, 231-252.

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CORDVBA / COLONIA PATRICIA (CÓRDOBA)

de los proyectos de investigación más relevantes llevados a cabo hasta la fecha sobre las necrópolis de Colonia Patricia, así como de la celebración de un conjunto de congresos internacionales y encuentros científicos que han situado a la ciudad en el lugar que le corresponde dentro de la Arqueología Romana. En 1993 se firmó un convenio de colaboración entre la Gerencia Municipal de urbanismo y el Seminario de Arqueología de la Universidad de Córdoba que permitió poner en marcha una serie de proyectos dirigidos por P. León Alonso y subvencionados por la Dirección General de Bienes Culturales de la Junta de Andalucía. Ese mismo año tuvo lugar en la ciudad el Congreso Internacional Colonia Patricia Corduba (P. León, 1996a). Poco después la exposición con motivo de la celebración del Bimilenario de Lucio Anneo Séneca supuso una nueva oportunidad para el estudio del mundo funerario de la ciudad romana (D. Vaquerizo, 1996). Paralelamente fueron publicados diversos trabajos directamente relacionados con contextos funerarios cordobeses, el hallazgo de nuevos monumentos funerarios en Colonia Patricia, o conjuntos muy concretos de materiales, como las tabellae defixionum, la epigrafía o los sarcófagos con iconografía pagana (J. F. Rodríguez Neila 1991, J. F. Rodríguez Neila, 1992a; G. Galeano, 1997; C. Márquez, 1998; J. F. Murillo, J. R. Carrillo, 1999; P. Rodríguez Oliva, 1999; A. U. Stylow –CIL II2/7–; A. Ventura, 1996c, J. Beltrán, 1999, D. Vaquerizo, coord. 2001a: 32). Pero en los últimos años hay que destacar especialmente en lo que respecta al estudio del mundo funerario cordobés el enorme esfuerzo realizado por un equipo multidisciplinar dirigido por D. Vaquerizo desde la Universidad de Córdoba. Al amparo del proyecto de investigación FUNUS, financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología (DiGICyT) y la Unión Europea (Fondos Feder), se ha llevado a cabo una intensa recopilación de datos (bibliográficos, fondos de museos, nuevos hallazgos, fichero fotográfico) que han quedado integrado dentro un Sistema de Información Geográfico (SIG). Los resultados principales de este reestudio y puesta al día de nuestros conocimientos sobre el mundo funerario han quedado reflejados en un volumen coordinado por D. Vaquerizo titulado Funus Cordubensium. Costumbres funerarias en la Córdoba romana, así como en numerosos artículos de síntesis y sobre aspectos concretos como los distintos tipos de tumbas de carácter monumental, los acotados funerarios o las terracotas incluidas en los sepulcros (D. Vaquerizo, 2001a; 2001b; 2002b; 2002c; 2004a). De manera ordenada, están apareciendo en la serie Arqueología Cordobesa las memorias de licenciatura de distintos

integrantes del proyecto, dedicadas al estudio de los datos aportados sobre el mundo funerario por eruditos como Ambrosio de Morales, a los sarcófagos de plomo, a un sector tardorromano de la necrópolis septentrional de Córdoba, o al vidrio romano tan frecuente en los ajuares funerarios de la ciudad (S. Sánchez Madrid, 2002b; I. Martín Urdíroz, 2002b; I. Sánchez Ramos, 2003; M E. Salinas Pleguezuelo, 2003). Asimismo se encuentran en preparación una serie de Tesis Doctorales sobre distintos ámbitos sepulcrales de la Corduba romana, la epigrafía funeraria, o la ‘cristianización’ de la topografía cementerial de la ciudad. Finalmente, en el año 2001 se celebró el Congreso Internacional Espacios y usos funerarios en el Occidente Romano en la Universidad de Córdoba, en el que estuvieron presentes tanto investigadores nacionales como extranjeros. Este encuentro permitió situar los últimos avances e interpretaciones sobre el mundo funerario cordubense dentro del contexto de las necrópolis de otros asentamientos de la Península Ibérica o el Imperio Romano (D. Vaquerizo, 2002a). Recientemente han visto la luz dos nuevas publicaciones de carácter monográfico sobre la ciudad: una guía arqueológica de Córdoba (D. Vaquerizo, 2003) y un volumen monográfico sobre Colonia Patricia dentro de una serie dedicada a las capitales provinciales de Hispania (X. Dupré, 2004), en las que se dedican sendos capítulos al análisis del mundo funerario del asentamiento romano. D. Vaquerizo Gil ha publicado además en el año 2004 un nuevo libro en el que se recogen todas las terracotas de carácter funerario recuperadas hasta el momento en Córdoba capital así como un estudio del significado y los aspectos iconográficos fundamentales de este tipo de materiales (D. Vaquerizo, 2004a). Por último, los resultados de algunas de las excavaciones urbanas recientes más interesantes relacionadas con el mundo funerario cordobés han aparecido en 2006 en el volumen 17 de los Anales de Arqueología Cordobesa, dedicado monográficamente al estudio de los espacios y usos funerarios en la ciudad histórica. 2.

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LAS NECRÓPOLIS ROMANAS DE CÓRDOBA (Figs. 104, 105 y 106)

En esta sección seguiré la propuesta de D. Vaquerizo (2001a: 122) de agrupar las distintas áreas cementeriales del asentamiento en cuatro regiones principales: áreas septentrional, occidental, meridional y oriental. Pero dentro de cada una de estas grandes

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Fig. 104: Colonia Patricia. Gráfico con la denominación convencional de las distintas áreas de enterramiento de la ciudad, según la propuesta de D. Vaquerizo (2001a: 122).

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información disponible por fases cronológicas o por tipos de monumentos funerarios, porque me parecía importante, como en el caso de las necrópolis de Baelo Claudia y Castulo, realizar un análisis de tipo contextual de cada uno de los espacios funerarios, donde normalmente aparecen estratos pertenecientes a distintos períodos. Sin embargo, como ha venido defendiendo reiteradamente D. Vaquerizo, Colonia Patricia debe entenderse como un único yacimiento y esto permite realizar en el análisis posterior sobre las necrópolis de Córdoba, comparaciones útiles entre distintos tipos de monumentos y estudiar la evolución cronológica de los espacios funerarios. En cualquier caso, debe tenerse siempre en cuenta, que parte del mapa de distribución de enterramientos trazado en los últimos años está artificialmente limitado, en muchos casos, no sólo por el azar, sino también por las zonas de la ciudad donde la peritación arqueológica es obligatoria. Ha sido necesario reducir al mínimo el número de excavaciones examinadas en las páginas que siguen. En primer lugar porque el enorme conjunto de datos –que continúa creciendo casi a diario gracias al desarrollo de la arqueología urbana en la ciudad– está siendo ya recogido de forma sistemática y exhaustiva por el grupo de investigación dirigido por D. Vaquerizo Gil, que ha publicado recientemente distintas obras dedicadas a este tema2 y, en segundo lugar, por cuestiones de espacio. Por lo tanto me limitaré a sentar las bases de la discusión de páginas posteriores sobre el impacto de la colonización romana en las costumbres funerarias de la capital de la Bética. A.

Fig. 105: Vías de acceso a la ciudad de Colonia Patricia (según D. Vaquerizo, 2001a: 136).

zonas se analizan los enterramientos que han podido asociarse, a grandes rasgos, a las vías principales que salían de la ciudad por distintas puertas de la muralla, tratando de respetar, un orden que se acerca, tanto como es posible, a la percepción del paisaje funerario en época romana. Las vías aparecen enumeradas de oriente a occidente y dentro de cada una de ellas, se describen únicamente los restos funerarios de cronología altoimperial más relevantes para la discusión posterior encontrados hasta el momento, empezando por los que se encuentran situados más cerca de las puertas de salida de la ciudad, y continuando por los que se habría encontrado un hipotético caminante al emprender viaje desde Colonia Patricia. He preferido no realizar una división de la

ÁREA

SEPTENTRIONAL

Se ha sugerido la existencia de distintas vías funerarias en la zona septentrional de la ciudad antigua especialmente relacionadas con las áreas de obtención de mineral situadas al norte de Córdoba. Una de las más importantes debió ser la que unía Corduba con Emerita (vía de Corduba a Emerita Augusta) y con 2 Para un análisis detallado me remito a las últimas publicaciones de D. Vaquerizo Gil y su equipo, especialmente D. Vaquerizo Gil, 2001a; D. Vaquerizo Gil 2001b; D. Vaquerizo Gil, 2002a; D. Vaquerizo Gil, 2002b; D. Vaquerizo 2002c y D. Vaquerizo Gil, 2004a. Asimismo pueden consultarse distintos trabajos dedicados a este tema en las actas de las VI Jornadas Cordobesas de Arqueología Andaluza, recogidas en el volumen 17 de los Anales de Arqueología Cordobesa, publicado en 2006. En mi Tesis Doctoral, dirigida por el Prof. Manuel Bendala y leída en el Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid en noviembre de 2005, se recogía también una revisión pormenorizada de los materiales publicados con anterioridad a esa fecha.

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Fig. 106: Necrópolis de Colonia Patricia. Ubicación de los hallazgos funerarios mencionados en el texto: (1) (2) (3) (4) (5) (6) (7) (8)

C/ Adarve C/ Ollerías, 14 Puerta del Colodro C/ Marrubial Palacio de la Merced Raf – Tav 91 C/ Avellano 12 C/ Santa Rosa (antiguo cine de verano) (9) Ronda de Tejares, 6 (10) Avenida de América s/n

(11) C/ de la Bodega (12) C/ Abderramán III (13) Antigua fábrica de La Constancia (14) Paseo de la Victoria (15) Cercadilla (16) Calles Diego Serrano y Palma Carpio, antigua “Huerta Cebollera” (17) Barriada de Olivos Borrachos

(18) Paseo de la Victoria (19) Camino Viejo de Almodóvar (20) Polígono de Poniente (21) Puerta de Almodóvar (22) Avenida del Aeropuerto, 12 (Antigua Avenida Teniente General Barroso Castillo) (23) Avenida del Corregidor

(24) Cementerio de Nuestra Señora de la Salud (25) Parque Cruz Conde (26) Campo de la Verdad (27) Calle Diario de Córdoba (28) C/ San Pablo, 17 (29) Plaza de Santa Isabel (30) C/ Realejo 1 (31) San Lorenzo

Nota: En los casos en los que no había suficiente información disponible en las publicaciones, la localización en el mapa del punto del hallazgo ha sido forzosamente aproximada. Modificado a partir de la lám. XVIII de D. Vaquerizo (2004a), que se ha tomado como base.

las explotaciones mineras de Sierra Morena de societates como la Aerariorum o la Sisaponensis (E. Melchor, 1993). Precisamente, en esta zona se ha podido constatar la convivencia, característica, por otro lado, del mundo romano (A. Scobie, 1986), de instalaciones de carácter nocivo, como las metalúrgicas,

con enterramientos (D. Vaquerizo, 2001a: 124), como los hallados en la calle Avellano. Junto a este camino se localizó, asimismo, un hipogeo en el Palacio de la Merced, los restos de un conjunto de recintos asociados a restos funerarios (Raf-Tav’1991, Fig. 106/ 6) (D. Vaquerizo, 2002c: 182) y un conjunto de busta

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Fig. 107: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Propuesta de alzado del altar funerario de la c/ Adarve (D. Vaquerizo, 2001b: figs. 11b y 11c).

en el solar del antiguo cine de verano de la c/ Santa Rosa. De la vía que comunicaba Corduba y Emerita saldría un ramal que se dirigiría hacia Castulo (Alio itinere a Corduba Castulone). En sus inmediaciones se han documentado tumbas como las de la calle Ollerías. En concreto en el cruce de esta vía con la C/ Adarve (Figs. 106/1 y 107) se encontró durante una intervención arqueológica en un solar en construcción una tumba de incineración en urna de tradición indígena, la cimentación de una estructura, una alineación de sillares de caliza y un fragmento de frontal de pulvino de lo que puede ser uno de los altares funerarios de mayor tamaño documentados hasta ahora en Hispania (S. Carmona et al. 2001; D. Vaquerizo 2001b: 147), datado a partir de criterios estilísticos por C. Márquez (2002: 224) en el último cuarto del siglo I a. C. (D. Vaquerizo, 2001b: 149, nota 40; D. Vaquerizo, 2002b: 188 y ss.; Márquez, 2002: 224; J. Beltrán, 2004: 128; G. Gamer, 1989; P. Gros, 1996: 392-399; H. von Hesberg, 1994: 197209; M Torelli, 1968). Del número 14 de la C/ Ollerías procede un conjunto de inhumaciones e incineraciones de dilatada cronología. En 1867, junto a la desaparecida calle Arrancacepas, vecina a la calle Ollerías (Puerta del Colodro) (Fig. 106/3), fueron hallados un conjunto de terracotas funerarias posiblemente asociadas a la tumba de Sentia Mapalia, muerta a la edad de 30 años. Cuatro correspondían a representaciones de divinidades orientales, ocho eran bustos femeninos y la última pieza era la figura de un gladiador, a las que se puede atribuir una datación en torno a la segunda mitad del s. II d. C. (A. Blanco, 1970: 115; D. Vaquerizo, 2004a: 57). En la prolongación hacia el este de esta misma vía funeraria (Ronda del Marrubial, Fig. 106/4) se sitúa también el hallazgo de otros dos lotes de terracotas asociadas a

tumbas de jóvenes, que fueron enterradas junto a figurillas de bustos femeninos y otros ‘juguetes’ de barro y vidrio (D. Vaquerizo, 2002-2003; D. Vaquerizo, 2004a: 59). Al occidente de la vía que unía las dos capitales provinciales quedaba situado el Camino del Pretorio que partía de la puerta homónima de la muralla norte de la ciudad. Esta vía comunicaba la ciudad con importantes yacimientos de cobre y plomo localizados en los actuales términos municipales de Villaviciosa de Córdoba y Villanueva del Rey. Según E. Melchor (1993: 77), nos encontramos en este caso

Fig. 108: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Posible representación de Attis hallada en la Avda de América (a partir de D. Vaquerizo, 2001b: fig. 13).

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ante lo que se denomina un ‘camino minero’, es decir, un camino construido primordialmente para facilitar el transporte de minerales entre los centros de producción y las ciudades de las que dependían administrativamente. En 1947 se localizó en las cercanías de este camino, en un sótano de la Avda. de América (Fig. 106/10) un recinto de sillarejo de forma rectangular que contenía un gran número de sepulturas cubiertas por tejas y junto a ellos, el basamento de una estructura construida con sillares de grandes dimensiones y una cabeza de barro (Fig. 108), interpretada por S. Santos Gener (1948: 91) como una figura de Attis, si bien, D. Vaquerizo (1991b: 150, nota 48) ha sugerido que podemos también encontrarnos ante uno de «... los típicos siervos o guardianes de la tumba que aparecen de pie con las piernas cruzadas a ambos lados de muchos sepulcros helenísticos de tradición oriental, o incluso con los bárbaros dolientes que, representados en origen junto a los trofeos militares, se difunden enormemente en época de Augusto...», que quizá pueda identificarse como una antefija situada en el monumento de planta cuadrada o «torreón» aparecido en el mismo lugar (D. Vaquerizo 2004a: 50). Recientemente ha podido constatarse también la existencia de una vía que salía de la ciudad por el cruce de las Avenidas de Gran Capitán y Ronda de Tejares (D. Vaquerizo, coord. 2001a: 137). A ella estaría asociada probablemente el conjunto de tumbas de La Constancia, el hipogeo situado en la C/ de la Bodega y el del Palacio de la Merced. El cinabrio, el cobre y el plomo argentífero que accedía a Colonia Patricia a través de estas calzadas, debía ser manufacturado en la ciudad y preparado para ser embarcado en los puertos fluviales del Baetis, por lo que este sector del extrarradio de la ciudad debió jugar un papel importante en la administración y la explotación de la riqueza procedente de la zona septentrional del conventus Cordubensis. El área septentrional de Córdoba es la que ha proporcionado, junto a la zona occidental, un mayor número de materiales relacionados con el mundo funerario. Están presentes en este sector la mayoría de los tipos de enterramientos encontrados hasta el momento en Colonia Patricia: desde los hipogeos de la C/ de la Bodega o el Palacio de la Merced, a fragmentos de tumbas monumentales (pulvinus del altar funerario de la C/ Adarve, relieve con guirnalda de la c/ Abderramán III) o recintos funerarios, sin olvidar distintos tipos de inhumaciones y cremaciones concentradas principalmente en las calles Ollerías, Santa Rosa, Avellano (que presenta además una alta concentración de immaturi) y en el solar de la antigua fábrica de gaseosas de La Constancia.

a. Alio itinere a Corduba Castulone (Área Septentrional) a.I.

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C/ Ollerías, 14 (Fig. 106/2)

En la c/ Ollerías número 14 (Fig. 109), a unos 400 metros del ángulo noreste del recinto amurallado de época romana se excavaron desde finales de los ochenta un conjunto de tumbas (M. Baena Alcántara, 1991; F. M Penco et al. 1993; P. Marfil, 1997) que han sido fechadas entre el año 25 d. C. y época altomedieval. En una primera publicación, M Baena (1991) describió diez tumbas, todas ellas de inhumación y sin ajuar, la base de un posible monumento funerario del que sólo habían sobrevivido «dos hiladas con un hueco circular central» destinado a contener la urna cineraria y «muros muy arrasados que delimitarían espacios en la necrópolis» (M. D. Baena, 1991: 140). La excavación fue reanudada unos meses después bajo la dirección de P. Marfil Ruiz, que exhumó los restos humanos que habían permanecido in situ y

Fig. 109: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Tumba 11 de c/ Ollerías 14. Incineración de neonato en urna de tradición ibérica cubierta por tegulae a doble vertiente (tomada de F. M. Penco et al., 1993: 47).

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estudió nuevos enterramientos, aportando en el artículo dedicado a la intervención algunos datos sobre la excavación de 1989 que no había sido mencionados en el informe publicado en el Anuario de Arqueología Andaluza por M D. Baena3 (P. Marfil, 1997). De los diecisiete enterramientos descritos por F. M. Penco et al. (1993) y P. Marfil, siete pueden adscribirse, según los autores, a los siglos I-II de nuestra era, de los cuales cinco corresponden a incineraciones y dos a inhumaciones. El resto, que en su mayoría se corresponde con los encontrados en la primera intervención, se fecha en momentos más tardíos. El grupo de las incineraciones datables en época altoimperial podría verse reducido, sin embargo, si tenemos en cuenta que la número 17 es dudosa, debido a que los estratos que la componían fueron alterados al excavar la fosa del enterramiento número 9, y que en la 10 no se pudieron encontrar restos humanos. La número 17 podría resultar, irónicamente, uno de los enterramientos más antiguos documentados en este sector de la necrópolis norte de Córdoba. Junto a los abundantes restos óseos quemados y carbones encontrados, A. Ventura pudo individualizar fragmentos de t.s.g (forma 24 /25), t. s. h. de Andújar, t. s. h. (forma 15/17), cerámica de paredes finas, y barniz rojo pompeyano, así como fragmentos de un ungüentario de cerámica, de recipientes de cerámica común y un elemento peculiar: un fragmento de red de hilos de plomo (F. M Penco et al., 1993: 48). La «tumba» número 10 pudo ser muy probablemente un ustrinum ya que fue imposible individualizar restos humanos en el conjunto excavado. Los autores de los trabajos antes mencionados describen una estructura circular de grandes dimensiones construida a base de 3 De hecho los tres artículos dedicados a la intervención (M. D. Baena 1991, P. Marfil, 1997 y F. M. Penco et al. 1993) presentan determinadas informaciones de manera contradictoria. M. Baena, por ejemplo, no menciona en su informe la tumba de incineración que fue hallada durante la primera campaña, la denominada «tumba 17» en el artículo de P. Marfil, que a su vez no señala determinados materiales que aparecieron asociados a este enterramiento y que sí son recogidos en el artículo conjunto que vio la luz en 1993. El mismo número de enterramientos hallados resulta confuso, especialmente en el artículo de P. Marfil, donde primero se habla de 4 incineraciones y 12 inhumaciones, incluyendo las excavadas durante la primera campaña (p. 154) y luego de 5 incineraciones y 11 inhumaciones (p. 157). F. M. Penco et alii, por su parte, hablan de 17 enterramientos, es decir, contabilizan el doble enterramiento 5/6 de inhumación como dos tumbas diferentes. Quizá parte del equívoco podría explicarse por la indeterminación en las denominaciones de algunos elementos documentados en la intervención. Es el caso de la «tumba 10», que en un principio se interpreta como «bustum» (P. Marfil, 1997: 151), aunque unas líneas más adelante se asegura que fue imposible encontrar «ninguna evidencia de enterramiento individual en relación a ella», por lo tanto «es posible que nos encontremos ante un ustrinum y no ante un bustum privado» (P. Marfil, 1997: 154).

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«sillares de caliza de forma adovelada» con signos de exposición al fuego, en cuyo interior se encontró un estrato formado por dos metros cúbicos de cenizas y carbones, así los restos de lo que pudo haber sido un lecho de hueso tallado (F. M Penco et al. 1993: 46). La forma circular no es extraña en los ustrina construidos en materiales duraderos en el mundo romano, que, además, muestran frecuentemente una estructura ‘doble’ formada por dos círculos concéntricos (M. Polfer, 2000: 31), presente quizá también en el ejemplo de la calle Ollerías4. La tumba número 11, un bustum con enterramiento infantil de incineración en urna, resulta especialmente interesante porque en cierto modo podría considerarse una síntesis de elementos de tradición romana –incineración cubierta con tegulae a doble vertiente– e ibéricos –incineración en hoyo en urna de tradición ibérica, señalada al exterior con un amontonamiento de piedras– en pleno s. II d. C. La misma incineración de un nonato o un neonato podría interpretarse como un elemento de sincretismo, pues a menudo los niños se inhumaban en las necrópolis romanas, aunque conocemos también numerosas excepciones, incluso en la propia Córdoba. En este caso, se excavó un hoyo junto a una estructura de sillares –de una edificación anterior quizá un acotado funerario–5 en el que fue cremado el difunto junto a distintos elementos del ajuar, como ungüentarios de vidrio y una aguja de hueso. F. M Penco et al. (1993: 47) sugieren la posibilidad de que los cuatro clavos de hierro y un conjunto de objetos semiesféricos de hierro pudiesen haber pertenecido al lecho donde yació el difunto durante la cremación. A continuación se introdujeron las cenizas del individuo en una urna cerámica de tradición ibérica que se tapó con un cuenco y se situó en posición invertida en un agujero practicado en la fosa, siguiendo un ritual documentado en necrópolis prerromanas, pero también en otras áreas de enterramiento cordobesas, como la de la 4 F. M. Penco et al. (1993: 46) señalan que «el receptáculo circular central presentaba un estrato de relleno compuesto por cenizas y carbones…», aunque no queda completamente claro si pudo existir algún tipo de «doble anillo» o no en este caso concreto. 5 La tumba apareció adosada a los restos de una estructura formada por sillares alineados a soga. Los autores sugieren la posibilidad de que fuese algún tipo de espacio funerario o los restos de una calle. Sin embargo, según se aprecia en los dibujos publicados de la intervención (F. M. Penco et al., 1993: 47), las tegulae a doble vertiente que cubrían el enterramiento se apoyan sobre los sillares de caliza. Por lo tanto, en caso de que hubiesen formado parte algún tipo de construcción, ésta debía encontrarse ya fuera de uso cuando se realizó el enterramiento. Conocemos otros ejemplos en los que la incineración se realizó ‘apoyándose’ en un muro, por ejemplo en la c/ Avellano, 12 (F. Penco, 1998: 63) y en la necrópolis de La Constancia (tumba 15, E. Ruiz, 1999: 134).

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c/ Avellano, o el Camino Viejo de Almodóvar. Todo el conjunto se cubrió con un montón de cenizas y con una estructura de tegulae a doble vertiente, sobre las que se dispusieron varias piedras, quizá con la función de señalar la ubicación de la sepultura. F. M Penco et al. (1993: 47) sitúan este enterramiento en la primera mitad del s. II d. C., quizá en un momento próximo al cambio de centuria. La tumba 14 parece pertenecer aproximadamente al mismo horizonte cronológico. En este caso se encontró una incineración cubierta con tegulae colocadas horizontalmente asociada a una lucerna de venera de Andújar y T.S.A.-A (forma III A de Hayes). En esta reducida muestra de sepulturas concentradas en el número 14 de la calle Ollerías es un buen ejemplo que demuestra que la forma más usual de cubierta en las inhumaciones cordobesas (tegulae a doble vertiente o colocadas de manera horizontal) fue también utilizada en las cremaciones. Finalmente, la Tumba 16 consistía en una incineración en caja de terracota con tapadera de sección triangular, que, desgraciadamente, fue sustraída durante el proceso de excavación. De los once enterramientos de inhumación –uno de ellos doble– constatados por los arqueólogos encargados de la intervención, sólo dos pueden fecharse con seguridad en el s. II d. C. según los autores de la memoria6: el número 2 y el número 4. Este último, una inhumación cubierta por tegulae en posición horizontal, es a grandes rasgos contemporánea, si aceptamos la datación propuesta por P. F. Marfil et al. (100-150 d. C.), de las cremaciones que acabamos de describir7. La tumba número 2 se corresponde con una inhumación de un individuo joven en posición fetal que llevaba dos anillos de bronce en la mano derecha y estaba cubierta con tegulae a doble vertiente. Esta sepultura fue datada de manera amplia en el s. II d. C, aunque los materiales asociados podrían indicar una construcción en una fecha anterior8. Es decir, que aunque las inhumaciones se diferencien en

el método empleado en el tratamiento del cadáver, comparten el mismo tipo de cubiertas que las contemporáneas tumbas de incineración, con tegulae a doble vertiente o en posición horizontal.

6 Ambos fueron excavados durante la primera campaña. El resto, según los autores, ofrecen dificultades en su datación y podrían situarse de manera amplia en los s. II-III d. C. o incluso época tardorromana/altomedieval. 7 El cadáver fue depositado en decúbito supino y apareció acompañado de 16 fragmentos de cerámica común, t. s. hispánica de Andújar, 1 fragmento de lucerna y 5 fragmentos de ánfora, así como de un ungüentario de vidrio –al que no se asigna ninguna tipología concreta– colocado junto al cráneo del difunto. 8 Los materiales recogidos en la sepultura fueron los siguientes: 1 frag. de T.S.G. forma Drag 24/25, 3 frags. de T.S.H. de Andújar, 1 frag. e cerámica de barniz rojo pompeyano tipo Peñaflor, 1 frag. de olla de cerámica común (F. M. Penco et al. 1993: 51). M. Beltrán (1990) sitúa la forma Drag. 24/25 de T.S.G. en época de Claudio, momento también de máximo esplendor de las sigillatas de imitación de tipo Peñaflor.

b. b.I.

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Iter a Corduba Emeritam (Área Septentrional) Hipogeo del Palacio de la Merced (Figs. 106/5 y 110):

Este mausoleo se puso al descubierto entre 1970 y 1971 durante las obras de remodelación del antiguo Convento de la Merced que pasaba a albergar la sede de la Diputación Provincial de Córdoba. De la excavación llevada a cabo en aquel momento por A. Marcos Pous y A. M Vicent Zaragoza sólo conservamos una escueta mención publicada quince años después, en el coloquio titulado Arqueología de las ciudades modernas superpuestas a las Antiguas: «Plaza Colón (edificio para Diputación Provincial, ex convento de la Merced). Destrucción parcial por la diputación. Inspección. Necrópolis siglo I con inscripciones. Excavación extensa. Cripta funeraria de comienzos del siglo I d. de J. C., grandes muros de edificio posterior, piscinilla con conducción agua, aljibe, pozos musulmanes, cerámicas desde final República en adelante» (A. Marcos, A. M Vicent, 1985: 241).

Fig. 110: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Hipogeo del Palacio de la Merced (según D. Vaquerizo, 2001b: fig. 5).

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El monumento debe situarse, según D. Vaquerizo, en la primera mitad del s. I d. C. y fue amortizado poco después, entre finales del mismo siglo o principios del s. II d. C. De medidas algo superiores a las del mausoleo de la c/ de la Bodega (3,30 metros de fachada por 4,80 metros de lado), comparte con este último monumento tanto el carácter hipogéico como la técnica constructiva (opus quadratum). Al recinto se accedía tras bajar unas escaleras y cruzar una estancia rectangular (de 4 metros por 4, 90 metros), que recuerda, en parte, a los patios que precedían las cámaras funerarias de las tumbas de Postumio y Prepusa en la necrópolis de Carmona (M. Bendala, 1976a: 82-84, láms. XXIII-XXIV; M Bendala 2002b: 150). A continuación se penetraba en la tumba propiamente dicha, a través de un pasillo cubierto por bóveda de medio cañón que conducía al centro de la cámara de planta de cruz latina, cuyas paredes estuvieron estucadas y con bastante probabilidad pintadas. Al final de los brazos este y oeste se habían situado nichos cubiertos por arcos de medio punto adovelados, mientras que en el brazo norte la cubierta del nicho era adintelada, con forma de pirámide escalonada a la manera helenística. Existen indicios, nuevamente, que permiten suponer una clausura ritual de la entrada a la cámara, compuesta seguramente en esta ocasión por una estructura superior fija, sujeta mediante pernos y otra inferior móvil consistente quizá en una gran pieza de piedra. Desconocemos si el edificio tenía algún tipo de proyección sobre la superficie, aunque un gran sillar conservado sobre la cubierta del hipogeo se ha interpretado como un indicio en este sentido. A partir de los datos obtenidos por A. Ventura tras una serie de trabajos en un solar situado al norte del Palacio de la Merced, se ha podido proponer la existencia de una zona industrial que, como en tantas otras necrópolis romanas, compartía espacio con los enterramientos. El mismo investigador ha sugerido que un epígrafe (CILII2/7, nº 334) asignable a la misma cronología y destinado a ser encastrado en algún tipo de monumento pudiese haber formado parte del hipogeo del Palacio de la Merced. De ser esto cierto, nos encontraríamos ante el monumento funerario de Marcus Aerarius Telemachus, un liberto que llegó a ser médico de la societas Aerariorum. De acuerdo con D. Vaquerizo, gracias a esta inscripción podemos sospechar la existencia de una oficina de la citada sociedad en la vía que uniría Córdoba con Mérida por el norte de la ciudad, que vendría a añadirse al hallazgo de otras dos inscripciones atestiguando la ubicación en la zona de una oficina de la societas Sisaponensis. La primera consiste en una inscripción perteneciente al monumento de tres libertos de

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esta sociedad hallada en el Tablero Bajo (CILII2/7, nº 415a), mientras que en el segundo epígrafe se establecía una servidumbre de paso en beneficio de dicha sociedad (D. Vaquerizo, 1996: 194-199, D. Vaquerizo 2001b: 140-141, D. Vaquerizo, coord., 2001a:210; D. Vaquerizo, 2002b: 185-188). b.II.

C/ Avellano 12 (Fig. 106/7):

En una intervención de urgencia realizada en las cercanías de la vía de salida que unía Corduba con Emerita Augusta, a unos 700 metros al norte de la muralla romana, fue posible atestiguar, entre los años 1996 y 1997, la existencia de un nuevo conjunto de 9 enterramientos y al menos un posible acotado funerario. En concreto, la excavación tuvo lugar en el número 12 de la calle Avellano y fue dirigida por F. Penco (1998). Durante los trabajos arqueológicos se documentó la existencia de un primer nivel de ocupación datado en el siglo I d. C. que reposaba directamente sobre sedimentos de naturaleza geológica. A este estrato se superponía una fase de la segunda mitad del siglo II d. C.-inicios del siglo III d. C. La mayoría de los enterramientos realizados en esta zona de la necrópolis norte durante la primera fase (para ser exactos 4 de 6) se corresponden con inhumaciones de individuos de corta edad en distintas clases de recipientes. La tumba IX, una inhumación infantil en ánfora tipo Beltrán II B sin ajuar, fechada en época de Tiberio-Claudio, es la más antigua del conjunto. Un poco más tarde, en tiempos de Claudio o Nerón, se excavó una fosa rectangular junto al muro de un posible recinto funerario para llevar a cabo una cremación (bustum, tumba I). El estrato de cenizas que fue hallado en el interior del sepulcro contenía fragmentos de ungüentario de vidrio derretido (Isings 28a) y cerámica que había sufrido el contacto con las brasas (imitación de tipo Peñaflor, bordes tipos I y II). También en el siglo I d. C. se inhumó a otros tres niños (tumbas V, VII y VIII) dentro de urnas cerámicas de tradición indígena decoradas con engobe blanco. Ninguno de estos enterramientos contenía ajuar, aunque sí elementos que recuerdan a otras incineraciones en urna de este tipo documentadas en la ciudad, como por ejemplo, el cuenco que cubría a modo de tapadera el recipiente cinerario de la tumba V o la posición invertida en la que se halló la urna de la tumba VIII. La tumba IV, igualmente fechada en el siglo I d. C. consistía en una incineración en urna de vidrio acompañada de un ungüentario de vidrio (Isings 28a) tapado con una pequeña concha de caracol. A este enterramiento estaba asociado un recinto rectangular, cuyos lados coincidían aproximadamente

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Fig. 111: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Tumba VI (incineración de neonato) de la C/ Avellano, 12 (según F. Penco, 1998: fig. 4).

con los puntos cardinales que delimitaba una superficie de al menos 15 m2 (D. Vaquerizo, 2002c: 191). A la fase comprendida entre mediados del s. II y finales del s. III d. C. corresponden dos inhumaciones con cubierta de tegulae (tumbas II y III)9 que se encontraron ya muy arrasadas en el momento de la excavación y un bustum (tumba VI, una vez más de un individuo joven) que proporcionó un ajuar con una serie de objetos significativos (Fig. 111). Aparentemente, se amontonaron las cenizas resultantes de la cremación en el centro de la estructura situando en uno de los extremos cuatro cuencos, un plato de vidrio, un ungüentario, una lucerna10, una moneda, dos nueces11 y dos clavos de hierro y en el otro dos figuras de terracota: un protome de Minerva y una figurilla de caminante, con tirso y equipaje (Fig. 112). A continuación se procedió a sellar el enterramiento con el resto de las cenizas y rescoldos sobrantes, que dejaron huellas de rubefacción en los paramentos y muestras de calcinación en las terracotas y las nueces. Finalmente, se colocaron tres hiladas de piedras de cuarcita que se cubrieron con tierra. Sin duda llama la atención la gran proporción (5 de 9) de enterramientos infantiles documentados en 9 Ambas con orientación NW-SE. Al menos la número III a doble vertiente (F. Penco 1998: 66). 10 Según F. Penco, los materiales cerámicos incluidos en la tumba se correspondían con las formas siguientes: 1 T.S.H. Drag 27; 1 T.S.H. Drag. 27; 1 T.S.H. Drag 15/17; lucerna de aletas laterales, tipo D-3 de Andújar; T.S.C.A. Lamboglia 2b=Hayes 9b, posterior al 165 d. C.; plato de vidrio Isings 97a con paralelos en la segunda mitad del s. II-principios s. III d. C.; ungüentario de vidrio Isings 82b de finales del siglo IIprincipios del s. III d. C. 11 Las nueces eran empleadas en distintas clases de juegos infantiles en el mundo romano (E. Salza Prina Riccoti, 1995: 43; F. Penco, 1998:70).

la C/ Avellano 12. F. Penco argumenta (1998: 70) que no es posible hablar de un espacio especialmente reservado para immaturi, puesto que el conjunto de 13 lápidas encontradas en el nivel de abandono de la necrópolis pertenece a individuos que alcanzaron la edad adulta. Sin embargo, debe señalarse que estas estelas fueron fechadas en una etapa bastante posterior de la vida de la necrópolis. La mayoría de los enterramientos infantiles (a excepción de la particular tumba número VI, que es más tardía) pueden datarse en el s. I d. C. mientras que las inscripciones funerarias se sitúan entre mediados del s. II-principios del siglo III d. C.12 Por lo tanto, no es imposible pensar un usos distintos del espacio (aunque ambos funerarios) en momentos lo suficientemente distantes en el tiempo. Los epígrafes funerarios estudiados por A. Ventura, por otra parte, vuelven a incidir en la idea de la concentración en una zona de individuos con características sociales comunes; en este caso libertos13, integrantes quizá de algún tipo de asociación funeraria (F. Penco, 1998: 71). D. Vaquerizo (2002c:192) ha apuntado la posibilidad de que un 12 A. Ventura, en el apéndice del artículo firmado por F. Penco (1998) dedicado al estudio del material epigráfico hallado durante la excavación fecha, sin embargo, el epígrafe 3 en la primera mitad del s. II d. C. y el 13 a finales del s. Iprincipios del s. II d. C. 13 Durante la intervención arqueológica se recuperaron 14 inscripciones (una de ellas consistía en un grafito sobre cerámica), aunque ninguna de ellas in situ. Al menos cuatro antropónimos tienen origen griego y una de las inscripciones (la número 14) está escrita en esta lengua. En el epígrafe 1, el cognomen dorssuaria, traducido por A. Ventura como «porteadora», puede ser otra indicación de la condición servil de esta mujer, si bien también se encontraron estelas que pertenecían a ciudadanos romanos. Algunas de las lapidas se hicieron para ser encajadas en algún tipo de monumento funerario.

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Fig. 112: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Terracotas funerarias de la Tumba VI de la C/ Avellano, 12 (tomado de D. Vaquerizo, 2004a: lám. XXX).

muro de sillares sobre cimentación de ripios que vio la luz en el mismo solar pudiera ser un indicio de la existencia de un acotado de mayor tamaño que el descrito con anterioridad, quizá reservado para los miembros de dicho collegium funeraticium. Igualmente destacable es la presencia en un depósito cerrado (tumba VI) de dos elementos de cronología diversa: una lucerna con aletas laterales tipo D-3 de Andújar fechada normalmente en época Julio-Claudia y de manera más excepcional a finales del s. I d. C. junto a un cuenco de t.s.c.A Lamboglia 2b=Hayes 9b. Otros materiales del ajuar, como un grupo de terracotas funerarias fechadas en la segunda mitad del s. II d. C., confirmarían la datación tardía de la cremación. En su análisis del enterramiento, F. Penco (1998: 69) sugiere que la tipología de esta cerámica perdura en el tiempo más de lo que se suponía, pero una explicación alternativa podría ser la inclusión en el ajuar de un elemento arcaizante.

b.III. C/ Santa Rosa (antiguo cine de verano) (Figs. 106/8 y 113): La personalidad o diferentes idiosincrasias de cada uno de los cementerios de la Córdoba romana se vuelve a poner de manifiesto en los 27 enterramientos documentados en el solar del antiguo cine de verano (C/ Santa Rosa). Según la descripción de E. Ruiz (2001), nos encontramos ante un nutrido grupo de busta, aunque en determinadas ocasiones una vez finalizada la cremación se introdujeron las cenizas en algún tipo de contenedor funerario como vasijas de cerámica común (T.1, 3), o ánforas (T. 5, 6, 10, 17)14. En contraste con la vecina necrópolis de La Constancia 14 Hay ciertas contradicciones en lo referente a este punto en el texto de E. Ruiz, pues aunque en las descripciones individuales de cada sepulcro señala en diversas ocasiones que al menos parte de las cenizas se encontraron en el interior de distintas clases de recipientes (así por ejemplo en el caso del

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Fig. 113: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. C/ Santa Rosa, Planta general de la excavación (según E. Ruiz Nieto, 2001: fig. 1).

donde los busta constituyen el conjunto de sepulturas con algunos de los ajuares más abundantes, en la C/ Santa Rosa la mayoría de los enterramientos (17 de 27) no proporcionaron ningún tipo de ajuar. Los objetos depositados como ofrenda en las diez tumbas restantes consistían en muchos casos en una lucerna de aletas laterales o volutas y algún otro elemento, como una moneda, una aguja de hueso o un amuleto fálico. Las tumbas 1, y G que podrían ser unas de las más antiguas de esta zona de necrópolis contenían una vasija de paredes finas y un ungüentario (Oberaden 28) y una vasija de paredes finas, respectivamente. Llama la atención el uso de bloques de calcarenita situados en posición horizontal sobre los restos de la cremación (T. 15, 16, A, B, E), que en ocasiones tuvieron encastrada en su superficie una lápida, como la que aún mantenía in situ la tumba número 15. Este tipo de cartelas funerarias también pudieron situarse en bloques de calcarenita colocados a doble vertiente para cubrir la incineración (T. 7), un tipo de supraestructura generalmente realizada con tégulas. En la misma intervención se pudo documentar el muro de contención de un arroyo, realizado en época romana y un recinto funerario de plata cuadrangular (Fig. 113, extremo izquierdo), construido con ripios y mampuestos trabados con mortero. En su interior sólo pudo hallarse un enterramiento, un bustum delimitado por sillares de calcarenita, que E. Ruiz (2001: 219) fecha en época julio claudia por el hallazgo en su interior de fragmentos de terra sigillata de imitación de tipo Peñaflor. enterramiento 1: «Urna cineraria de cerámica común. Contiene las cenizas de la cremación», E. Ruiz, 2001: 219), en las conclusiones niega este hecho con rotundidad: «en ninguna de las sepulturas documentadas se ha utilizado la urna, cualquiera que sea su tipología, como elemento contenedor de las cenizas del difunto después de la cremación». Es difícil, pues, hablar con propiedad de las tipologías de tumbas presentes en esta área de enterramiento.

c. Camino del Pretorio (Área Septentrional) c.I.

Ronda de Tejares, 6 (Fig. 106/9)

Uno de los enterramientos situados en un punto más cercano a la muralla norte de Colonia Patricia que se ha podido encontrar hasta el momento es el que A. Ibáñez excavó a principios de noviembre de 1985 en la Ronda de Tejares 6. Desafortunadamente, los datos consignados en la memoria de excavación sobre lo que podrían ser algunos de los enterramientos más antiguos de Colonia Patricia / Corduba son muy escasos. En la cata XI se localizó una urna cineraria, cubierta con dos «tapaderas», una de ellas «un plato tardoibérico», según A. Ibáñez, junto a materiales de época republicana. «Bajo la urna» se hallaron abundantes fragmentos de cerámica de paredes finas, un punzón de hueso, piezas completas de cerámica común y fragmentos de campaniense B (A. Ibáñez 1990: 179). En una zona próxima se encontró un ustrinum que proporcionó más materiales de la misma época: una taza campaniense C completa, numerosos fragmentos de ungüentarios calcinados, huesos, tapaderas y cerámica de paredes finas. La excavación proporcionó otros materiales significativos a los que desgraciadamente sólo se dedica una lacónica frase en las conclusiones del informe: «Respecto a los materiales recuperados son abundantes y variados, como hemos expuesto. Algunos de ellos están ya en estudio, otros analizándose y determinadas piezas singulares como figuras de bronce, monedas y terracotas en proceso de restauración» (A. Ibáñez, 1990: 181). Recientemente, D. Vaquerizo (2004a: 48-49) ha publicado una fotografía de una de estas terracotas halladas junto al enterramiento en urna de tradición ibérica, que parece consistir en una máscara funeraria con rasgos ‘negroides’ y 17, 5 cm de

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a

a

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altura, similar a otra encontrada «entre los escombros» de una cámara hipogéica saqueada en la antigüedad de la «Necrópolis Ursitana» (Cádiz) a principios del s. XX15 (P. Quintero Atauri, 1932: 22, Lám. IX) (Fig. 114). En la misma intervención aparecieron una serie de estructuras afrontadas a una calle de época romana16, un fragmento de epígrafe –quizá funerario–, una tumba de inhumación en una fosa recubierta de ladrillos y tapada con una losa de mármol y tegulae, así como una inhumación infantil de las que no se ofrecen más detalles. d. d.I.

bb

Fig. 114: (a) Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Fragmento de máscara de terracota encontrada en la Ronda de Tejares, 6. (b) Máscara de terracota hallada en un hipogeo de la denominada Necrópolis Ursiniana de Cádiz a principios del s. XX. (a partir de P. Quintero Atauri, 1932: lám. IX y D. Vaquerizo, 2004a: lám. XXV).

Puerta Gran Capitán (Área Septentrional) Hipogeo de la C/ de la Bodega (Figs. 106/11 y 115)

Este hipogeo de planta rectangular (2,10 por 1,90 metros) realizado en opus quadratum con los sillares colocados a hueso, estaba situado a unos 50 metros de la muralla norte. Había sido coronado con una bóveda de medio cañón. El arco de acceso fue fabricado a base de sillares adovelados y sellado ritualmente con dos grandes losas de piedra. La fachada se alzaba por encima de la cubierta abovedada, como en otros monumentos de este tipo encontrados en la ciudad, pero tampoco en este caso fue posible obtener más información debido a que este muro quedó prácticamente embutido en la pared de cimentación de una construcción moderna. La superficie interior de los muros debió de estar revestida de revoco y pintada a juzgar por algunos restos conservados de pintura blanca y roja, prácticamente desaparecidos en la actualidad. Tras cruzar el umbral a la de15 Estas máscaras han sido relacionadas con una serie ejemplares hallados en distintos contextos púnicos del mundo mediterráneo por A. Ciasca (1988: 361) y E. Ferrer et al. (2000: 596). En mi opinión, sin embargo, la cronología otorgada a esta pieza por estos investigadores (s. V a. C. en el primer caso y ss. IV-III a. C. en el segundo) podría ser demasiado elevada. De la misma ciudad de Cádiz (zona de Puerta de Tierra) procede una máscara de «Attis funerario», similar a otras encontradas en Pompeya o Mérida (D. Vaquerizo, 2004a: 65 y ss.), que según E. Ferrer et al. debería situarse en el s. IV-III a. C. D. Vaquerizo (2004a: 49) denomina al ejemplar de Ronda de Tejares «máscara grotesca», aunque no la recoge en el catálogo de su reciente volumen dedicado al análisis de las terracotas funerarias cordobesas por encontrarse en la actualidad en paradero desconocido. 16 A. Ibáñez interpreta los restos de estas construcciones como una zona porticada de carácter comercial sin relación con el mundo funerario. Se trataba de «tres estructuras de sillares calizos dispuestos dos a dos y dos hiladas alternas transversales pertenecientes a pilares...». En una de estas estancias se detectó «la abundante presencia de restos anforarios, fundamentalmente en uno de los habitáculos».

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Fig. 115: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Hipogeo de la C/ de la Bodega (según D. Vaquerizo 2002b: fig. 17).

recha, se encontraba un banco sobre el que se depositaron una urna cerámica y su ajuar (un espejo de bronce muy fragmentado, un ungüentario de barro Oberaden 28, dos vasos de paredes finas lisos Mayet XIV y Mayet VIII de los cuales uno aún conservaba una tapadera, dos piezas de cerámica campaniense B, una lucerna Ricci H, un botón, una asita de bronce y cuatro clavos de hierro), mientras que al fondo de la cámara se reservó un espacio mediante un murete de sillares de 57 cm de ancho para contener una inhumación, que posiblemente aún se encuentre depositada en el lugar. Aunque carecemos prácticamente de información sobre este hipogeo, excavado a principios de los años noventa por L. Aparicio, el estudio de las piezas que componían el ajuar, datadas por B. García Matamala entre el s. II a. C. y época augustea, permite suponer una utilización de esta cámara funeraria en estas fechas (D. Vaquerizo 2001b: 141, D. Vaquerizo 2002b: 182; B. García Matamala, 2002: 289). Desiderio Vaquerizo (2001b: 141) ha llamado la atención sobre la convivencia del rito de inhumación e incineración en un mismo mausoleo de época temprana, circunstancia que fue también constatada en otra cámara hipogéica de Carmona, la llamada «Tumba de Postumio», que poseía, por cierto, dimensiones casi idénticas (2,05 x 2,10 m) al ejemplo que nos ocupa. La entrada de la cámara funeraria quedó sellada por una serie de bloques pétreos, a la manera tradicional de las tumbas púnicas y neopúnicas (M. Bendala, 1976a: 82-83; M Bendala 2002b: 150-152). El enterramiento de la C/ de la Bodega viene a unirse al conjunto de inhumaciones de época republicana y altoimperial que

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han sido documentados en yacimientos como Tarraco (J. Vianney, M Arbeloa, 1995), Valentia (E. García Prosper, P. Guérin, 2002) o la propia Baelo Claudia (J. García Soto, 1953). Otros paralelos cercanos para el monumento cordobense se encuentran en la propia ciudad («Gran tumba» del camino de Almodóvar, Hipogeo del Palacio de la Merced), pero parece poder constatarse la utilización de esta clase de tumbas de cámara en distintos yacimientos del mediodía peninsular entre finales de la República y el s. I d. C. Prueba de ello serían no sólo sepulcros como el Mausoleo Circular del Campo de los Olivos de Carmona (M. Bendala, 1976a: 87, lám. 34) que por cierto comparte además con el de La Bodega la característica entrada adovelada y la cubierta de bóveda de medio cañón del espacio interior17; sino también mausoleos como el de los Pompeyos, el hipogeo de la Bobadilla en Málaga o la «tumba de un sacrificador» encontrada en Tipasa (J. Beltrán, 2000: 124, J. Baradez, 1957). d.II.

C/ Abderramán III (Fig. 106/12)

En las cercanías de la necrópolis hallada en La Constancia, en la zona del Brillante, y más concretamente en la calle Abderramán III, se encontraron los restos de lo que debió ser un sepulcro monumental con interesantes connotaciones para el estudio de la ‘romanización’ en la Colonia Patricia. Se trata de una tumba tardorromana de inhumación construida con los restos reaprovechados de un monumento del siglo I d. C. que quizá sea posible situar en época augustea (Fig. 116). Para la construcción de la caja que contendría los restos del difunto se emplearon nueve lastras de mármol, situando en los laterales los restos de una cornisa y como cubierta un relieve de guirnaldas similares a las que decoraban el Ara Pacis de Augusto. El contexto arqueológico de la inhumación aportó escasa información. Según A. M. Vicent (1972-1974: 113) «...las exploraciones que en el contorno del terreno hicimos recogimos algunos fragmentos de cerámica sigillata y campaniense, que por proceder de un pozo, como material de relleno, no ayudan en nada...». En todo caso el relieve se puede interpretar como una prueba de la utilización en época temprana de símbolos iconográficos directamente importados de la metrópoli por algunos habitantes de Corduba. 17 La entrada al pozo de la cámara había sido también en este caso clausurada con dos grandes piedras (M. Bendala, 1976: 88).

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Fig. 116: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Placa con guirnalda reutilizada en una tumba tardía de la C/ Abderramán III (D. Vaquerizo, 2001a: 124).

Resulta especialmente interesante que el modelo remita directamente a un monumento dedicado por el emperador y que el mismo tipo de retórica haya sido utilizada en otros sepulcros como los monumentos circulares de Puerta de Gallegos, en este caso tomando como referencia última el propio mausoleo de Augusto. El símbolo de la guirnalda está también presente en otros monumentos cordubenses, como en el fragmento de losa con guirnalda depositado en el Museo Arqueológico de Córdoba (A. M Vicent 1972-1974: 124, fig. 13) o en el monumento del Campo de la Verdad. Como ejemplos hispanos pueden también citarse la tumba de los Atilii en Sádaba, el monumento de Sofuentes, el monumento de Lucius Valerius Nepos (D. Vaquerizo, 2001b: 154) o las pinturas parietales de Carmona (tumba del banquete funerario y tumba de las guirnaldas) y Baelo Claudia (tumba de las guirnaldas), en las que representan de manera perenne los adornos florales que se situaban en las tumbas en determinados días del año. De hecho este tipo de representaciones, aunque especialmente frecuentes en el arte funerario, no son privativas de este grupo de monumentos, como demuestra, precisamente, el ejemplo del Ara Pacis. En el caso que nos ocupa, algunos detalles estilísticos y otros de tipo constructivo como los restos de mortajas de grapas de plomo, los orificios de encaje que presenta la pieza y el mismo lugar del hallazgo en el contexto de una de las vías de salida de la ciudad, ha inclinado a varios autores a pronunciarse a favor de la hipótesis de su adscripción a un monumento funerario (D. Vaquerizo, 2001b: 153; W. Trillmich, 1999:

172). Algunos autores, como C. Márquez o W. Trillmich, consideran que este relieve pudo haber formado parte de la decoración de la sección superior del tambor cilíndrico de un monumento funerario de carácter tumular, del tipo difundido en ambientes itálicos, o quizá de algún otro tipo de edificación funeraria no necesariamente de planta circular, lo cual parece más probable, teniendo en cuenta que la placa no presenta convexidad ninguna. C. Márquez, en concreto, sitúa la pieza en los años centrales del principado de Augusto, basándose en la falta de movimiento de las ínfulas que caen verticalmente, la dirección única de las hojas que forman la guirnalda –en contraste con las dos direcciones que suelen converger en el centro en épocas posteriores–, la cinta que envuelve el motivo vegetal y en características de la técnica de talla de los acantos que remiten más a modelos centroitálicos de época tardorrepublicana o de los primeros años del reinado de Augusto, que a los relieves del Ara Pacis. Es interesante destacar que no existen un gran número de elementos de carácter arquitectónico –y mucho menos de pareja calidad técnica– fechados a principios del período augusteo, lo que convierte al relieve hallado en la c/ Abderramán III en una pieza aún más singular (en D. Vaquerizo, 1996: 212; C. Márquez, 1998: 101, 141-143, 197; C. Márquez, 2002: 236-237). Cabría preguntarse si el carácter ‘anticuarista’ de la pieza se debe a la confección de la misma por parte de un artista itálico de «segunda fila» llegado a la capital de la Bética como sugiere W. Trillmich (1999: 172) o si podríamos encontrarnos ante un nuevo ejem-

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Fig. 117: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. División en acotados funerarios de la necrópolis de La Constancia a partir de D. Vaquerizo (2002c: fig. 3).

plo de ‘referencia’ implícita al pasado o a símbolos de prestigio asociados a antepasados centroitálicos que ya hemos constatado a través de la presencia de otros objetos «antiguos», por ejemplo, en el ajuar de algunas tumbas hispanorromanas. La manera en que fue reutilizado el relieve como cubierta de sarcófago en un momento posterior es, asimismo, significativa. Se procedió entonces a «recortar» el borde inferior de la lastra, en una época en la que este tipo iconográfico era comúnmente utilizado en los relieves laterales de esta clase de contenedores funerarios y no en monumentos de tendencia vertical. Todo ello constituye un buen ejemplo de adaptación de elementos iconográficos de carácter arcaizante en un momento avanzado, pero dentro de una lógica simbólica contemporánea a la reutilización de la pieza. d.III. Antigua fábrica de La Constancia (Fig. 106/13) Al oeste de la vía que se dirigía desde Corduba hacia Emerita Augusta debió de existir otro camino que, saliendo también por la denominada «Puerta del Osario» se dirigía hacia el norte, coincidiendo en

varios puntos de su trazado con la actual Avenida del Brillante (Camino del Pretorio). En 1995, se pudo excavar durante una intervención de urgencia en esta zona una de las concentraciones de tumbas más importantes de las descubiertas hasta el momento en la ciudad. El encargado de dirigir los trabajos en el solar de la antigua fábrica de gaseosas «La Constancia» (Avda. del Brillante s/n, esquina a C/ Beatriz Enríquez y C/ Goya) fue Eduardo Ruiz. Sólo en la primera fase de la excavación se documentaron 40 enterramientos18, los cimientos de un grupo de acotados funerarios y la vía de servicio de unos dos metros de ancho que atravesaba la necrópolis en dirección SE-NW (Fig. 117). La posterior ocupación del mismo terreno en tiempos del Califato, afectó en gran medida a los restos romanos, destruyéndose con mucha probabilidad los monumentos o hitos marcadores de los enterramientos. 18 Durante la segunda fase se exhumaron 5 sepulcros más. En tres de ellos no fue posible encontrar el recipiente que contenía las cenizas. La tumba número dos consistía en una urna de tradición indígena con un plato haciendo las veces de tapadera y los restos quemados de distintos ungüentarios y la número 4 en un enterramiento de incineración sin ajuar en un ánfora Dressel 20 que carecía de cuello y de parte del fondo.

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Fig. 118: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Tipología de los enterramientos documentados en La Constancia (Según D. Vaquerizo, 2001a: 221).

Aunque la mayoría de las tumbas deben datarse en el s. I d. C., la necrópolis estuvo en uso, según E. Ruiz, entre los siglos I a. C. y IV d. C.19. La gran mayoría de los enterramientos pertenecen al grupo de las incineraciones (en concreto 37, lo que equivale a un 92,5%)20, de las cuales 31 corresponden a incineraciones depositadas en distintas clases de contenedores funerarios (77,5%) y 6 a busta (15%). Únicamente se encontraron tres inhumaciones (7,5% del total). De las 31 incineraciones contenidas en diferentes tipos de recipientes, dos aparecieron en vasijas de vidrio, 5 en urnas cuadrangulares (de piedra o terracota), 6 en urnas de plomo, 10 en ánforas (que nunca se recuperaron completas) y ocho en urnas de cerámica, generalmente, de tradición in19 Lamentablemente E. Ruiz (1999) no propone ninguna datación en concreto para las distintas tumbas basándose en los ajuares encontrados. El detallado estudio sobre la necrópolis de S. Vargas (2002) se centra en el análisis de los ajuares, sin establecer una relación entre tipo de tumba-cronología y ajuar. Ver ahora, sin embargo, D. Vaquerizo et al. (2005). 20 Los porcentajes recogidos a continuación tienen un carácter meramente orientativo, debido a las numerosas omisiones de los informes publicados por E. Ruiz, que incluso presentan a veces datos contradictorios.

dígena (Fig. 118). Cualquier generalización realizada a partir de los datos publicados sobre la intervención debe sin embargo realizarse con suma cautela, especialmente en lo tocante a los ajuares, pues los datos que se proporcionan en el Anuario de Arqueología Andaluza no son exhaustivos ni están completos. Al parecer, incluso algunos de los materiales descritos en los primeros informes entregados a la Delegación Provincial de Cultura se han perdido para siempre21. Las inhumaciones plantean, a pesar de su escasez, cuestiones interesantes. Las tres que fue posible documentar durante la intervención aparecieron más o menos alineadas en el sector meridional del solar excavado, en el exterior de los recintos funerarios, aunque la orientación de las tumbas no parece coincidir. La tumba número 4 contenía un individuo joven, que falleció en torno a los 10 ó 12 años. Fue depositado en posición de decúbito supino y cubierto 21 Este sería el caso de las terracotas funerarias –bustos femeninos sobre peana– y una moneda de época de Adriano asociadas a la tumba 31, identificable posiblemente con un bustum infantil, que según señala D. Vaquerizo (2002c: 185, nota 82) se encuentran en la actualidad en paradero desconocido.

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por fragmentos de ánfora, siguiendo un ritual que en cierta manera recuerda al que se pudo documentar en la C/ Avellano, 12 de la misma Córdoba. La tumba 16 contenía a un individuo adulto enterrado sin ajuar bajo una cubierta de tégulas colocadas en posición horizontal, tipología igualmente documentada en otras necrópolis de la ciudad, tanto en inhumaciones como en incineraciones. Finalmente la tumba 37, que se corresponde con una inhumación en fosa simple, sin ningún tipo de cubierta, parece pertenecer al conjunto de enterramientos más antiguos de la necrópolis, a juzgar por el ajuar asociado al que alude E. Ruiz: piezas de tradición indígena y algunos fragmentos de campaniense (E. Ruiz, 1999: 136). Sonia Vargas (2002), sin embargo, en un interesante artículo publicado recientemente sobre los ajuares de La Constancia sitúa estas inhumaciones en época tardorromana y hablando del arco temporal que abarca la necrópolis señala: «... se podría enlazar con el siglo III o incluso IV d. C. ante la presencia de un par de inhumaciones sin ajuar asociado» (S. Vargas 2002: 298). El caso de la tumba 37 de La Constancia es, en cualquier caso, complejo, pues los datos sobre el ajuar asociado publicados hasta el momento no coinciden entre sí. Mientras E. Ruiz (1999: 136) habla de «piezas de cerámica de tradición indígena y algunos fragmentos de campaniense» que explicarían su afirmación de que el inicio de la necrópolis debe situarse en el s. I a. C. (E. Ruiz 1999: 136), S. Vargas (2002: 298, nota 3) asocia a este enterramiento materiales completamente diferentes («Paredes Finas Mayet XXXVII, lucerna derivada de la Dressel 3, Terra Sigillata Hispánica Precoz y cerámica común») que obligarían a datar la tumba 37 en época de Claudio. En cualquier caso, lo único que parece posible afirmar con algo de seguridad es que dicha tumba no puede adscribirse a época tardorromana, sino que nos encontramos ante una de las inhumaciones más antiguas encontradas hasta el momento en la ciudad de Córdoba. La relación estratigráfica de la tumba 37 con el conjunto de la necrópolis, que hubiera podido arrojar algo de luz a la cuestión, tampoco ha sido reflejada en los trabajos publicados hasta el momento. La necrópolis de La Constancia aporta, sin duda, otros aspectos a tener en cuenta desde el punto de vista ritual. Existen varios casos, por ejemplo, en que diversas incineraciones aparecieron agrupadas, aunque, curiosamente, aparecieron tanto en el exterior como en el interior de los acotados funerarios, considerados, tradicionalmente tumbas de carácter colectivo o familiar. En la tumba 18 se encontraron cuatro incineraciones. Dos de ellas –una urna de vidrio con funda de plomo y otra de cerámica de tradición indígena– habían sido depositadas en una misma estructura fune-

raria dividida en dos compartimentos por un caballete de opus testaceum y cubiertas por un bloque de caliza. La tercera correspondía a un bustum y la cuarta a una incineración en urna de piedra bajo cubierta de tegulae en posición horizontal. Aunque sea difícil establecer hipótesis a partir de los datos de los que disponemos, cuando menos llama la atención la convivencia dentro de una misma agrupación de diversos tipos de enterramiento. En la tumba 24 se hallaron tres sepulturas de incineración muy juntas22, en la tumba 6 dos incineraciones en recipientes cerámicos, en la tumba 9 dos urnas de piedra, en el enterramiento 11-12 se encontró un conjunto de dos sepulturas de incineración, mientras que en la tumba 29 aparecieron los restos de dos vasos de vidrio protegidos por fundas de plomo (E. Ruiz, 1999: 132-135). Las urnas cerámicas, de plomo o de vidrio (tumbas 5, 6, 8, 1, 2), se calzaron con restos de estuco rojo23, fragmentos de tegulae, opus caementicium o piedras. A dos de las urnas cinerarias que fueron enterradas en la necrópolis (tumbas 5 y 6) les faltaba la boca, hecho que ha sido documentado de manera más frecuente en el caso de enterramientos en ánforas. Por otro lado, los enterramientos que incluían urnas de tradición ibérica de La Constancia (T. 5, 6a, 19, 26) carecen de ajuar o presentan un ajuar muy escaso que generalmente se reduce a un ungüentario o algún otro objeto, como una lucerna o un vasito de paredes finas (T. 6, 18, 24-1 y 24-3), si bien es verdad, que, aparentemente, E. Ruiz no analizó el contenido de las urnas, por lo que no puede descartarse la presencia de otros elementos de ajuar su interior. Dentro de este mismo grupo de enterramientos en urna podrían incluirse las tumbas donde los restos de la cremación habían sido introducidos en cofres cuadrangulares de piedra o terracota, o en recipientes de vidrio. También en estos casos el ajuar hallado fue nulo (T. 9, 20, 2) o compuesto por un ungüentario (Isings 27 o 28, T. 18-1, 2724, 18-2/3, 1) y alguna moneda 22 Contenidas en un recipiente de cerámica de tradición indígena, un ánfora cortada longitudinalmente para cubrir los restos de la cremación y una jarra de cerámica de tradición indígena. 23 En este caso el estuco se utiliza como elemento «de desecho» con una función distinta a la original, aunque parece estar relacionado de alguna manera con los rituales funerarios. El color rojo es muy frecuente ya en época ibérica en contextos rituales y también se encuentra en necrópolis hispanorromanas en los encalados de distintas tipologías de monumentos o en pinturas funerarias en general. En La Constancia se encontraron también abundantes restos de este material en la tumba 15. La urna de la tumba 32 estaba sellada con yeso. 24 Sin embargo, D. Vaquerizo (2004a: 51) que ha podido consultar los informes entregados a la Delegación Provincial de Cultura por el director de la excavaciones, sostiene que esta tumba estaba asociada a una terracota del tipo «Rucksackträger».

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Fig. 119: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Ajuar del enterramiento 23 de La Constancia (tomado de S. Vargas, 2002: fig. 1).

en el caso de dos enterramientos en urna de vidrio protegida por urna de plomo (T.29, 32)25. Pero en La Constancia también aparecieron dos urnas de vidrio que curiosamente se depositaron en la tierra sin ningún tipo de protección adicional, simplemente calzadas, como las urnas de cerámica por fragmentos de estuco rojo y piedras. El caso de la T. 1, cubierta con un plato de cerámica que hacía las veces de tapadera, al igual que en tantos otros ejemplos de urnas de tradición ibérica, es una muestra especialmente expresiva de la síntesis del ‘lenguaje ritual’ ibérico y romano que se produjo en Córdoba en los primeros decenios del Imperio. Otro de los tipos mejor representados en La Constancia son los enterramientos en ánfora. La única inhumación (T. 4) se corresponde, una vez más, con un enterramiento de individuo infantil bajo los fragmentos de uno de estos contenedores, mientras que el resto (hasta 10 casos) se incluye en el grupo de las incineraciones. Los sepulcros en ánforas completas parecen ser más excepcionales que los realizados bajo ánforas cortadas longitudinalmente (T. 22, 24, 28, 35), horizontalmente (conservando sólo la mitad 25 Como excepciones podría mencionarse la tumba 11-12, de la que sólo se nos dice que en el ajuar predomina la terra sigillata de imitación. En la tumba 1 aparecieron dos ungüentarios –en vez de uno– y un plato de T.S.A. Lam. 1A. En la tumba 29 se encontró una laminilla de oro que quizá perteneció a un collar.

superior en la T. 33, o la inferior en la 34) o de las que se ha eliminado las asas y el cuello (T.39)26. Algunos de estos enterramientos (T. 34, 39) estaban además protegidos por una serie de tegulae colocadas a doble vertiente o en posición horizontal. También el ajuar está ausente en bastantes de los enterramientos bajo ánfora (T. 7, 22, 28, 33, 35), aunque otros (T.13, 23, 24, 34 y 39) aparecieron asociados a ungüentarios, lucernas y distintos tipos de recipientes cerámicos. La tumba 23, una incineración bajo fragmentos de ánfora, apareció acompañada de tres platos, dos cuencos y tres tacitas en terra sigillata de imitación, un esquema que se ha constatado fundamentalmente en los busta (T. 25, 36, 42) en el del área cementerial que nos ocupa. Es, precisamente, en los busta donde se han encontrado además los ajuares con un mayor número de objetos, lo que podría estar indicando que este tipo de «servicio de mesa» descrito por S. Vargas (2002) pudo estar relacionado con algún ritual de libación o banquete realizado por los familiares –quizá de ahí la repetición por duplicado o triplicado de un mismo tipo de cerámica– junto a la pira. Pero quizá tanto o más revelador que las variacio26 En la tumba 20 el ánfora no se utilizó para contener las cenizas del difunto, sino que la urna cineraria de plomo había sido protegida con el cuerpo de un ánfora a la que faltaba la boca y la base.

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nes tipológicas de los enterramientos es el estudio de la evolución diacrónica de los ajuares27 de La Constancia, realizado por S. Vargas (2002)28. El análisis de los conjuntos de materiales incluidos en cada tumba ha permitido constatar la existencia de un ‘ajuar tipo’ compuesto, generalmente, por un vaso y un vasito o un plato y un vaso de terra sigillata formando asociaciones de piezas que pueden repetirse varias veces dentro de un mismo conjunto (Fig. 119). Este sería el ajuar incluido en varias tumbas a lo largo del siglo I d. C., cayendo en desuso al final de esta centuria o principios del siglo II d. C. (S. Vargas 2002: 297-298). En el fondo, este ‘ajuar tipo’, no es sino la repetición de un servicio de mesa para la participación en alguna clase de banquete por parte de varios comensales, sin que podamos precisar, con los datos de que disponemos, si estos grupos de ‘vajilla’ estuvieron asociados a algún tipo concreto de enterramiento (busta) o fueron un elemento común al ritual funerario de esta área de la necrópolis norte cordobesa. Los ajuares de las tumbas de época julio claudia –14 en total– están compuestos por piezas de terra sigillata Hispánica Precoz, paredes finas y lucernas acompañadas de ungüentarios de cerámica o vidrio y, ocasionalmente, de objetos de hueso trabajado o metal (S. Vargas 2002: 298). Según S. Vargas (2002: 298) no se ha encontrado restos de T.S. Hispánica Precoz en otras necrópolis Béticas. Las excepciones serían, de acuerdo con la autora, los casos documentados en El Camino Viejo de Almodóvar, donde, además, el lote compuesto por más de una docena de piezas apareció bajo un conjunto de tegulae ‘en alabardilla’, asociado a una urna de tradición ibérica y a dos piezas de campaniense (S. Santos Gener, 1955: 14-15, fig. 3, 4); y los materiales revueltos hallados en el exterior de algunas tumbas de Belo, que fueron interpretados como posibles indicios de la celebración de banquetes funerarios. Sin embargo, en el artículo dedicado monográficamente a este tipo de producciones por F. Martínez Rodríguez (1989: 62), se mencionan de pasada otras necrópolis que han proporcionado algunos de estos ejemplares, como Ategua (Córdoba), Castro del Río (Córdoba), Mesas de Luque (Córdoba) y Giribaile (Jaén). Tampoco sería de extrañar, dada la reciente ‘individualización’ de esta clase de cerámica, que una revisión de los materiales encontrados en excavaciones antiguas aumentase el catálogo de necrópolis donde están presentes este tipo de materiales. En cualquier caso, el hecho de que S. Vargas haya podido identificar un tipo de ajuar característico que sigue el modelo vaso/vasito/plato, posiblemente tenga aún mayor importancia que la relación que se haya

podido establecer en el caso concreto de La Constancia entre un tipo cerámico –T.S.H. Precoz– y un conjunto de objetos presentes en el ajuar. Sin duda este último hallazgo tiene importantes implicaciones cronológicas, pero el descubrimiento cobra aún más entidad al estudiar otras asociaciones de materiales en necrópolis prerromanas que permiten intuir la posibilidad –que deberá comprobarse y estudiarse por extenso– de que el mismo patrón funcional pudiera haber estado presente ya en necrópolis ibéricas (D. Vaquerizo, 1986: 356-358, fig. 3) o en otras necrópolis del mundo romano. Si este fuese el caso, desde el punto de vista ritual no tendría tanta importancia la adscripción a una especie cerámica concreta, sino la repetición de un esquema de ‘objetos necesarios’ durante el sepelio entre los que se incluiría un juego más o menos abierto a variaciones de pátera / taza-vasito / plato. Un ejemplo paralelo de la sustitución de la ‘materia prima’ con la que se fabricaba un objeto con una función característica dentro del ajuar, podría señalarse en el caso de la sucesión en el tiempo, e incluso la convivencia durante algunos años, de los ungüentarios cerámicos y los ungüentarios de vidrio en la propia necrópolis de La Constancia. S. Vargas señala también la presencia «si bien escasa» de cerámica de tradición ibérica (ollas y platos tapadera) en los ajuares: un 4%, según sus estadísticas, en época julio-claudia29 (S. Vargas 2002: 298, fig. 8). Sin embargo estos «bajos porcentajes» quedan en parte matizados por la presencia en Córdoba de este tipo de cerámica cumpliendo esencialmente la función de contener los restos del difunto y no tanto como acompañamiento de la urna cineraria. Este tipo de recipientes se incluyeron como mínimo en cuatro enterramientos de La Constancia30, y por lo tanto, en 27 Un análisis de la relación que puede existir entre ambos factores ha sido recientemente publicado en D. Vaquerizo et al. (2005: 177). 28 Es especialmente valioso el estudio realizado de los materiales que no fueron publicados íntegramente en la memoria del Anuario de Arqueología Andaluza por E. Ruiz. La autora propone fechar el inicio de la necrópolis en época de Tiberio-Claudio y no en el s. I a. C como sugería E. Ruiz. Desgraciadamente en su publicación de 2002 no menciona los fragmentos de campaniense a los que aludía E. Ruiz en su artículo de 1999. Ver ahora D. Vaquerizo et al. (2005: 153-155). 29 Entre los elementos del ajuar que presentan igualmente porcentajes poco elevados en época julio-claudia se puede citar la cerámica de paredes finas (8%), y las lucernas (6%), por ejemplo. Los porcentajes más elevados corresponden, evidentemente, a tipos presentes en casi todos los ajuares o de los que se incluyen varios ejemplares en una misma tumba, como los ungüentarios de vidrio (29%) y los vasos o vasitos de terra sigillata Hispánica Precoz (39%). 30 De un total de ocho enterramientos que contaban con la presencia de urnas cinerarias de cerámica. E. Ruiz (1999)

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mi opinión, podemos hablar de al menos una presencia significativa de este tipo de cerámicas en la necrópolis, independientemente de la interpretación de su significado, si tenemos en cuenta que otros tipos de contenedores, como los cofres de piedra, alcanzan cifras similares31. Aunque la tipología de la cerámica de tradición ibérica va evolucionando a lo largo de la primera centuria de la era para aproximarse a ejemplares característicamente «romanos», S. Vargas aprecia que «todavía estas formas se encuentran bien arraigadas en el tercer cuarto del siglo I d. C.», pudiendo observarse en la etapa posterior «su asociación a ungüentarios de cronología avanzada (Isings 27: enterramiento 18’’)» (S. Vargas 2002: 299). En su estudio, S. Vargas señala también la no inclusión de urnas cinerarias de tradición ibérica en aquellas tumbas que contenían el «ajuar tipo» descrito por ella misma, mientras que sí se incorporan platostapaderas que dejan de presentar la característica decoración a bandas en un momento avanzado de finales de época julio-claudia y inicios de época flavia (S. Vargas, 2002: 299). Aunque es extremadamente difícil establecer patrones o tendencias de conducta con cierta seguridad a partir de los datos publicados, podríamos preguntarnos si el hecho de que alguna de las tumbas en las que se pudo detectar el citado ‘ajuar tipo’32, correspondan a busta donde las cenizas no fueron introducidas en ningún recipiente, podría tener algo que ver en la ausencia de urnas cinerarias de tradición ibérica en los enterramientos mencionados. Otros elementos presentes en los primeros ajuares de La Constancia vuelven a incidir en la idea de una selección consciente de unos tipos muy específicos para el enterramiento. Así, en el caso de las cerámicas de paredes finas, habituales en los ajuares del sur de Hispania de época altoimperial, predominan los tipos Mayet XXXVII, XXXVIII y XLII. Dentro del conjunto de las lucernas de los ajuares altoimperiales se incluyen dos tipos, el Dressel 3 y el Dressel 11. También se ha individualizado un reducido número de formas de ungüentarios vítreos de este período, Isings 6, 8 ó De Tommaso 70 (S. Varseñala que en dos casos la urna apareció muy dañada ya en el momento de la excavación (T. 6a, T. 19), mientras que en las sepulturas restantes (T. 5; T. 6) sólo se indica que las cenizas estaban contenidas en un «recipiente de cerámica» al que le faltaba la boca, sin especificar si podían ser incluidos o no dentro del grupo de urnas de cerámica de ‘tradición indígena’. 31 Es decir, cuatro casos. La mayoría de las sepulturas, sin embargo, proporcionaron ánforas –a veces recortadas horizontal o longitudinalmente– (10 ejemplos) o urnas de plomo (6 tumbas). Sólo en dos ocasiones se hallaron urnas de vidrio depositadas directamente en la fosa sin protección. 32 Como los enterramientos 25 y 36, por ejemplo.

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gas, 2002: 300-303). No sólo se pueden establecer contrastes entre los tipos preponderantes en otras necrópolis, lo que podría intentar explicarse a partir de zonas de distribución de las distintas clases de cerámicas y centros de producción, sino que en el caso de un mismo asentamiento, como la Colonia Patricia, distintas áreas de enterramiento activas en el mismo momento histórico, como La Constancia y Camino Viejo de Almodóvar, por poner un ejemplo, presentan distintos elementos característicos, aunque debemos esperar a la publicación íntegra de los materiales recogidos en ambos yacimientos para poder establecer conclusiones de carácter menos provisional. En los 15 enterramientos que se sitúan entre finales de época julio-claudia y flavia, se adopta un modelo de ajuar algo menos rígido, se reduce el número de piezas y se incluyen las producciones cerámicas más características del momento, como la terra sigillata Gálica. Son especialmente significativos ejemplos como los de la tumba 25, donde se mantiene el esquema de ajuar señalado para la T.S.H.P., pero utilizando ahora la T.S.G., lo que puede interpretarse como un indicio del valor otorgado a un conjunto de objetos o formas significativos para el ritual a desempeñar, independientemente de la clase de cerámica empleada en su fabricación. La proporción de ungüentarios de vidrio dentro del conjunto de piezas fabricadas con este material es muy elevada (15 de 18)33 y al parecer pueden adscribirse mayoritariamente a la segunda mitad del primer siglo del Imperio (M. E. Salinas, 2003: 31; M E. Salinas, 2004; A. Fuentes et al., 2002; A. Fuentes, 2004). Finalmente, entre los últimos años del siglo I d. C. y el s. II d. C. es posible observar nuevos cambios en los elementos constitutivos de los ajuares de las cinco tumbas que pertenecen a este período. Desaparece el «ajuar tipo», se incorporan tímidamente nuevas producciones como la sigillata africana A, aunque curiosamente no se registran ejemplares de terra sigillata hispánica, que alcanza gran difusión en el asentamiento en este período34, se comienza a incluir una ollita en cerámica común de posible carácter votivo, así como terracotas y lucernas, decoradas con elementos iconográficos relacionados con el mundo funerario, como gladiadores, sátiros, la medusa o erotes (S. Vargas 2002: 305). En un artículo publicado en el año 2002 titulado «Recintos y acotados funerarios en Colonia Patricia 33 Las tres piezas restantes se corresponden con urnas de vidrio que pueden situarse en un amplio período temporal que va del s. I d. C. –a partir de época Claudia– al s. II d. C. (M. E. Salinas, 2003: 31). 34 Sí está presente en otras necrópolis de la ciudad, como la de la calle Ollerías, según S. Vargas.

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Corduba», D. Vaquerizo ha intentado analizar la relación entre los enterramientos encontrados en La Constancia y el conjunto de recintos funerarios presentes en el yacimiento. Como hipótesis de trabajo ha propuesto individualizar siete de estas construcciones, que deberían relacionarse con una o más vías funerarias y de las que sólo se conservan las cimentaciones de opus incertum y opus quadratum. Una de las conclusiones aportadas de mayor interés es la constatación de la homogeneidad cronológica de los recintos (todos ellos, excepto el número 1 fueron construidos en la primera mitad del siglo I d. C.) y, paralelamente, la acusada heterogeneidad de la tipología de los enterramientos que contienen. Como el mismo D. Vaquerizo (2002c: 190) reconoce «resulta, como vemos, imposible detectar siquiera un hilo conductor, una mínima norma, que permita establecer agrupaciones, o cuando menos cierto ‘aire de familia’ entre los enterramientos practicados en cada uno de los recintos». De hecho, las sepulturas se situaron tanto en el interior como en el exterior de los acotados funerarios y es posible señalar al menos tres sectores donde las tumbas parecen concentrarse a pesar de que no fue posible encontrar los cimientos de ningún muro de cierre rodeando los enterramientos35 (Fig. 117). Aunque en la mayoría de los casos no se pudo excavar el recinto completo, lo que impide llegar a conclusiones firmes sobre el número de enterramientos que podía contener cada uno de ellos, sorprende comprobar que en algunos recintos se encontrara un gran número de tumbas, caso del número 7, con 6 enterramientos; mientras que otros estaban «vacíos», como el número 5. Es muy posible que en este último caso deba contemplarse la posibilidad de la existencia de un solo recinto con varias dependencias, sobre todo si se tiene en cuenta que parece compartir un ‘muro trasero’ con los recintos 3, 4 y 6 y que, aparentemente, no presenta acceso directo a la vía funeraria, lo que quizá esté indicando que la entrada a este recinto debía realizarse por alguno de los recintos contiguos, posiblemente el número 6 ó el número 4. Para concluir, cabe mencionar el hallazgo de una cisterna de posible uso funerario al noroeste de los acotados denominados por D. Vaquerizo (2002c) 3, 4, 5 y 6, que posiblemente contribuyó al abastecimiento de agua de las distintas instalaciones de la necrópolis.

B.

35 En el plano general de la necrópolis publicado por E. Ruiz (1999: 133, fig. 1), se aprecian sin embargo restos de edificaciones que por alguna razón han sido desestimados por D. Vaquerizo (2002c: 184, fig. 3), y que quizá pudieron haber englobado algunos enterramientos, como los número 11, 12 y 14.

ÁREA

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OCCIDENTAL

Tres vías principales abandonaban la ciudad de Córdoba desde distintos puntos del tramo occidental de la muralla. Una de las más importantes, la vía Corduba-Hispalis, la Via Augusta, partía desde la que se conoce desde época medieval como Puerta de Gallegos, para bifurcarse unos metros más adelante en dos calzadas principales. La más septentrional se encuentra cercana a la actual Avenida de Medina Azahara, mientras que la que se sitúa algo más al sur coincide, a grandes rasgos, con el antiguo Camino Viejo de Almodóvar (calles Antonio Maura y Manolete). Las dos calzadas restantes tenían su origen en puertas situadas en el tramo correspondiente a la ampliación augustea del recinto de la ciudad. La primera atravesaría la zona de la actual Avenida del Aeropuerto, partiendo de la Puerta de Almodóvar. Finalmente, se supone la existencia de un camino de época romana al que se accedía desde la Puerta de Sevilla (Abejorreras). La via Augusta, considerada la principal calzada romana de la Bética, unía las capitales de los cuatro conventos jurídicos de la provincia, para comunicar esta última con Roma, pasando por la Tarraconense y la Narbonense (E. Melchor, 1995: 79). En este sector de la necrópolis, conviven, como en la zona norte de la ciudad, enterramientos de carácter monumental, como los Mausoleos del Paseo de la Victoria, o el fragmento de pulvinus perteneciente a un altar funerario encontrado en la misma zona36 (Figs. 106/18 y 120), que remiten claramente a modelos arquitectónicos romanos, con cámaras hipogéicas (Gran Tumba) o enterramientos de incineración en urnas de tradición indígena en un entorno, por cierto, como el del Camino Viejo de Almodóvar, donde se produjo además el hallazgo de diversos fragmentos de cerámica campaniense. No obstante, las tumbas de este tipo no se situaron únicamente en el sector excavado en los años cincuenta por S. Santos Gener, como ha quedado demostrado por el hallazgo de incineraciones similares en los niveles más antiguos de Cercadilla o en el Polígono de Poniente. Una figurilla de terracota hallada en las inmediaciones (Barriada de los Olivos Borrachos, Fig. 106/17) documenta igualmente la presencia de este tipo de piezas en la necrópolis occidental. Los mismos mausoleos circulares de Puerta de Gallegos son un valioso ejemplo de la superposición de distintos tipos de enterramiento –acotados fune36 Las características del astrágalo (compuesto a base de perlas alargadas y cuentas bicónicas) son típicas, según C. Márquez, de principios del Imperio. (D. Vaquerizo, 2001b: 144; C. Márquez, 2002: 224)

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ciones agropecuarias (villa altoimperial de Cercadilla, Polígono de Poniente) e industriales (estructuras de decantación, prensado y canalizaciones), si se confirman los datos obtenidos en las excavaciones llevadas a cabo en mayo de 2004 en la C/ Antonio Maura39. a. Mausoleos Paseo de la Victoria (Fig. 106/14) (Área occidental) Fig. 120: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Fragmento del pulvino de un monumento funerario en forma de altar encontrado en el Paseo de la Victoria (según D. Vaquerizo, 2001b: fig. 9).

rarios, ustrinum circular, mausoleos circulares– en el terreno perteneciente, con gran probabilidad, a distintas generaciones de una misma familia. La existencia de espacios reservados para los miembros de un mismo grupo o sociedad, podría quedar también evidenciada por la gran concentración –la mayor de la Península Ibérica– de estelas de gladiadores en torno al Camino Viejo de Almodóvar, en cuyas cercanías (Facultad de Veterinaria), además, se ha localizado recientemente, un anfiteatro de grandes dimensiones, al que se accedía a través de amplias calles porticadas37. También los enterramientos de inhumación comienzan a producirse en una fecha relativamente temprana –al menos desde principios del s. II d. C.– en la necrópolis occidental de Córdoba, manteniéndose dicha práctica sin solución de continuidad hasta época tardía, quizá en relación con algún edificio martirial o basílica, como parecen indicar los hallazgos realizados por S. Santos Gener en los años cincuenta en la antigua «Huerta Cebollera» (Calles Diego Serrano y Palma Carpio, Fig. 106/16. S. Santos Gener, 1950a; S. Santos Gener, 1955). Los enterramientos de época romana convivieron con lo que pudo ser una zona de tabernae en las inmediaciones de la Puerta de Gallegos38, con instala37 Bajo la Facultad de Veterinaria creyó S. Santos Gener (1955: 10) que podía situarse un gran edificio, «quizá el Stadium», por el hallazgo a mediados de los años treinta del s. XX de cimientos y muros de tamaño colosal construidos con sillares almohadillados, aunque, según su opinión, el anfiteatro podía haber estado ubicado junto al templo de culto imperial, en el lugar ocupado en la actualidad por el convento de San Pablo (S. Santos Gener, 1955: 122). 38 Según el análisis realizado por J. F. Murillo et al. (2002). Se debe recordar también las estructuras porticadas interpretadas como un espacio comercial localizadas en la Ronda de Tejares, 6 (necrópolis norte), a la que se accedería nada más atravesar la puerta de la muralla.

En 1993 comenzaron una serie de excavaciones en el Paseo de la Victoria a la altura de la Avenida de Medina Azahara, junto a una de las salidas del recinto amurallado denominada «Puerta de Gallegos» desde época medieval. Esta intervención y las que se realizaron en 1996, 1997 y 1998 permitieron sacar a la luz dos mausoleos circulares de unos doce metros de diámetro cada uno situados a ambos lados de la vía romana que se dirigía hacia Hispalis (J. F. Murillo; J. R. Carrillo; M Moreno; D. Ruiz; S. Vargas, 2002; J. F. Murillo; J. R. Carrillo, 1999). En este tramo, el trazado de la muralla estaba condicionado por el curso del arroyo del Moro, que corría más o menos paralelo a su lienzo, y es probable que la sucesión de construcciones en un corto espacio –vía, monumentos circulares, posible puente sobre el arroyo y puerta monumental de acceso en la muralla–, generase un «paisaje» de entrada a la ciudad de intenso valor simbólico (Figs. 121 y 122). Los hallazgos de tumbas con forma cilíndrica se encuentran distribuidos por distintas necrópolis del mundo romano, pero lo especialmente destacable en el caso cordobés es la sucesión y superposición de estructuras funerarias que tendría como corolario la ‘monumentalización’ de un sepulcro de época republicana, siguiendo el prototipo de la propia tumba de Augusto en Roma. De hecho, algunos de los muros de la primera fase, realizados con una técnica edilicia que recuerda a la utilizada en distintos yacimientos de época ibérica (cimentación de cantos rodados y alzado de tapial), siguen una orientación Norte-Sur / Este-Oeste que no sufrirá alteraciones hasta la reurbanización del sector, convertido en vicus en época Flavia. Ya desde este primer momento, estos muros señalan el linde de lo que pudo ser un recinto monumental de carácter familiar, en el que se acumularon los restos de distintos banquetes funerarios. La gran mayoría de la cerámica recuperada en un estrato asociado a uno de estos muros correspondía a ánforas de producción itálica (Dressel 1), aunque también eran numerosos los 39 Noticia aparecida en el periódico El día de Córdoba, sección de Cultura, p. 46, del 27 de mayo de 2004.

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Fig. 121: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Reconstrucción virtual de los mausoleos del Paseo de la Victoria (Puerta de Gallegos) (según J. F. Murillo et al., 2002: fig. 20).

fragmentos de campaniense A y B. Entremezclados en el mismo estrato con carbón vegetal y cenizas, se encontraban fragmentos de cerámica de paredes finas, cerámica itálica de cocina (tapaderas y cazuelas), platostapadera de tradición ibérica, lucernas republicanas de tipo «yunque», ungüentarios, y huesos quemados de ovicápridos y suidos. J. F. Murillo et al. (2002: 252-253) sitúan este contexto cerámico en la primera mitad del siglo I a. C. A continuación (Fase II) se construyó una estructura circular de 2,5 metros de diámetro dividida en dos mitades por un murete con orientación Norte-Sur (Fig. 123). Al menos uno de los compartimentos – el oriental– parece haber sido utilizado como ustrinum40, mientras que en el otro fue posible registrar una secuencia estratigráfica diferente, carente de restos de materia orgánica. Entre el segundo tercio del s. I a. C. y principios de época augustea se realizaron en este ustrinum cuatro cremaciones. Desconocemos, sin embargo, en que lugar se depositaron los restos humanos procedentes de las distintas piras 40 Contaba con una longitud máxima de 2,5 metros, por 1,25 metros de anchura.

funerarias. J. F. Murillo et al. sugieren la posibilidad de que las urnas cinerarias de la estructura bipartita del Paseo de la Victoria hubiesen sido trasladadas a otro lugar en un momento previo a la colmatación del estrato donde se hallaba el ustrinum41. De hecho en el centro del espacio ocupado por el recinto circular apareció una acumulación de tegulae rotas que quizá estuvieron situadas, antes de ser retiradas y amontonadas, sobre el lugar de enterramiento. Los sepulcros romanos aparecen a menudo cubiertos por este tipo de material, tanto en posición horizontal como a doble vertiente. De ser así, quizá debiera defenderse que la última cremación realizada en el lugar ‘selló’ de alguna manera el ustrinum familiar. Nos encontraríamos entonces ante un bustum, con la habitual cubierta de tegulae. Además, este es, aparentemente, un ejemplo muy temprano de este tipo de cubiertas, pues las primeras tegulae no comien41 Los autores responsables de la investigación recuerdan, en este sentido, la existencia de monumentos bipartitos en las necrópolis de Baelo Claudia, aunque debemos tener en cuenta que en el caso del yacimiento gaditano uno de los dos espacios solía quedar reservado, precisamente, para contener las urnas que contenían las cenizas de los difuntos.

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Fig. 122: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Restos del mausoleo norte (a la derecha) y sur (a la izquierda) del Paseo de la Victoria (Puerta de Gallegos) durante el proceso de excavación (según J. F. Murillo et al., 2002: fig. 15).

Fig. 123: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Estructura circular de la Fase II hallada durante la intervención arqueológica en el mausoleo norte del Paseo de la Victoria (Puerta de Gallegos) según J. F. Murillo et al. (2002: fig. 6).

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zan a documentarse en contextos domésticos hasta finales del s. II a. C. y principios del s. I a. C. (J. R. Carrillo et al., 1999: 44). Aunque los ustrina circulares no son desconocidos en el mundo romano (M. Polfer, 2000: 31), dentro de la misma ciudad de Córdoba contamos con tres ejemplos de lo que podrían ser estructuras similares, en el Camino Viejo de Almodóvar, en la recientemente excavada necrópolis de la Avda. del Corregidor y en la de la calle Ollerías, aunque, lamentablemente, en este último caso los datos publicados son muy escasos. La gran estructura circular denominada «Tumba 10» de la calle Ollerías 14 estaba construida con sillares de forma adovelada y contenía un estrato de dos metros cúbicos de cenizas y carbones, así como fragmentos de hueso tallado que podrían haber pertenecido al lecho en el que se colocó al difunto durante la cremación (F. M. Penco et al., 1993: 46). Enrique Romero de Torres puso al descubierto en el interior de un recinto funerario del Camino Viejo de Almodóvar una estructura circular de 2.65 m de diámetro y 80 cm de profundidad que había sido expuesta a altas temperaturas a juzgar por la rubefacción del terreno (A. Ruiz Osuna, 2005: 87). Aún más interesante resulta la comparación con el ustrinum –en este caso de planta cuadrangular– de la Avda. del Corregidor pues, al igual que el caso del Paseo de la Victoria, nos encontramos con una pira ‘inutilizada’ tras varias cremaciones mediante la deposición de una urna cineraria o con el hallado en la parcela de EMACSA, donde se realizaron cinco cremaciones sucesivas (A. Cánovas et al., 2006). En todo caso, el carácter sacro y funerario de la estructura circular hallada en el Paseo de la Victoria se mantuvo vigente incluso después de la creación de un nuevo estrato sobre el amontonamiento de tegulae¸ pues en él fue excavada una nueva fosa para realizar una incineración en un momento que J. F. Murillo et al. sitúan ya dentro de la tercera fase de la necrópolis, fechada a principios del s. I d. C.42. Sobre los restos de esta cremación se acumulaban fragmentos de cerámica y huesos del banquete funerario que debió acompañar al ritual. En esta etapa se construyen también una serie de acotados funerarios que siguen, como se ha podido constatar en algunos sondeos, los lindes marcados por los primitivos muros republicanos de la primera fase. Precisamente, en

el centro del recinto de mayor tamaño, se encontraba la incineración recién mencionada que se superponía, recordémoslo, al ustrinum de planta circular de la etapa anterior. Por lo tanto, entre el segundo tercio del siglo I a. C. y los primeros años del s. I d. C. se realizaron exactamente sobre el mismo punto cinco incineraciones: cuatro en el recinto circular y una directamente sobre él, en una fase posterior. Estos muros de la fase III, que en parte suponen una reconstrucción y ‘monumentalización’ de los de las fases anteriores, sirvieron a su vez de base para la construcción del mausoleo norte, que es diseñado no sólo para adaptarse a los límites del recinto de la fase anterior, sino para proteger, con una cámara funeraria, el ustrinum circular de la fase II y la posterior cremación de la fase III. De hecho es posible presuponer algún tipo de delimitación externa del espacio dedicado a la cremación en el recinto funerario, pues el mausoleo circular supone la creación de un «encofrado» para las estructuras creadas en fases anteriores, que en dicho momento ya no debían estar a la luz, y que, sin embargo quedan inalteradas en el centro de la nueva construcción. En el interior de la cámara del mausoleo circular se realizó entonces una nueva incineración. Los restos del individuo cremado en dicha pira debieron ser introducidos en una cista de calcarenita de un metro de lado, aproximadamente, situada junto a ella. Según J. F. Murillo et al. (2002: 261) cubriendo el ustrinum «se dispuso una losa paralepipédica, también de calcarenita, con una perforación central, posiblemente utilizada para libaciones rituales». Cabría preguntarse, a la vista de la Fig. 124 (abajo, izquierda), si dicha losa no podría ser interpretada como la losa de cierre que le falta a la cista de calcarenita, que sólo conservó in situ una de sus mitades. Si este fuese el caso, el conducto de libación habría permitido verter líquidos directamente sobre las cenizas del difunto contenidas en el interior de la cista. Nuevamente la urna cineraria estaba ausente, en este caso como sugieren los arqueólogos responsables de la excavación, quizá debido a su expolio ya en la antigüedad, lo que explicaría, además, el desplazamiento de la cubierta hacia un lateral para acceder al contenido de la cista43 (Fig. 125).

42 Los materiales cerámicos asociados al estrato que cubría la cremación eran recipientes de paredes finas, terra sigillata itálica, barniz rojo pompeyano, abundantes restos anfóricos y de cerámica común. Asimismo, los autores destacan la presencia de «un lote de fragmentos de campaniense C, cuyas características apuntan a considerarlos una producción local con una pasta muy próxima a la denominada imitación tipo Peñaflor, pero en cocción reductora» (J. F. Murillo et al., 2002: 258, nota 23).

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43 El principal problema de esta propuesta es que complica aún más, si cabe, la interpretación de los estratos posteriores en el tiempo (U.E. 153, 152, 151 y 149). Según F. Murillo et al. la cámara del mausoleo carecía de conexión alguna con el exterior. Debería admitirse, entonces, la existencia de cierto lapso temporal, según los directores de la intervención no superior a diez años, entre el inicio de su construcción, el momento en el que se depositaron los restos del difunto y el sellado de la cámara (J. F. Murillo et al. 2002: 260). El lapso temporal ha sido calculado a partir de la constatación de leves diferencias cronológicas entre la U.E. 179 y la U.E. 161

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Fig. 124: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Detalle excavación de la Fase III del mausoleo norte. Cista de calcarenita situada junto a una losa con conducto para libaciones del mismo material (tomado de J. F. Murillo et al., 2002: fig. 14).

Cabría también preguntarse si realmente mediaron una serie de años entre la construcción del mausoleo circular, la cremación del individuo contenido en la cista y la clausura del monumento, o si, como hipótesis alternativa, podríamos pensar que el mausoleo circular fue erigido en un momento posterior al sepelio de la tumba en cofre de calcarenita, como manera de monumentalizar la tumba de un antepasado famoso y el lugar empleado durante generaciones para llevar a cabo los rituales funerarios de un grupo de individuos. A favor de esta interpretación, que en cualquier caso, plantea problemas de orden cronológico que no son en absoluto fáciles de resolver, se y teniendo en cuenta que la losa con un conducto para libación sellaba el supuesto ustrinum donde se realizó la cremación del individuo cuyos restos habrían sido después depositados en la cista de calcarenita. Si admitimos la posibilidad de que la losa con conducto de libación debe interpretarse como parte de la cubierta de la cista, las U. E. superpuestas a la losa con conducto de libación (U. E. 171) y a la propia cista funeraria (U. E. 161) indicarían una fecha post quem a al saqueo de la tumba sorprendentemente temprana –segundo cuarto del s. I d. C., pero anterior a Claudio–, si tenemos en cuenta que el mausoleo fue construido entre el 10 y el 20 d. C.

puede aducir la existencia de un conducto de libaciones en la cista de calcarenita, un dispositivo ritual de escasa utilidad si el cofre se hubiese fabricado ex profeso para ser introducido dentro de un monumento sin comunicación con el exterior. Gracias al módulo constatado se han podido calcular las dimensiones totales del mausoleo norte. El cilindro tenía 40 pies (11,80 metros) de diámetro por 20 pies de altura, sin contar con el pretil almenado, y estaba formado por un núcleo de opus caementicium revestido de opus quadratum, que, a su vez, quedaba embellecido por losas de caliza micrítica. En su interior se encontraba la cámara funeraria cuyos estratos han sido descritos con detalle con anterioridad. Este espacio interior de 12,5 pies (3,70 metros) de diámetro carecía de comunicación con el exterior y el paramento interno no era otra cosa que la cara vista del opus caementicium del núcleo del monumento. C. Márquez, por su parte, ha propuesto un modelo de restitución alternativo de la fachada del monumento, a partir del hallazgo de un fragmento de sofito de mármol que presentaba un módulo similar al resto de las piezas del conjunto. Según esta hipótesis, que debe

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a

b Fig. 125: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. (a) Propuesta de alzado del mausoleo norte del Paseo de la Victoria y relación estratigráfica del monumento con la estructura circular y la cista de calcarenita halladas en su interior. (b) Detalle de las unidades estratigráficas descritas en el mausoleo norte. El número de las unidades estratigráficas mencionadas en el texto de la n. 43 de este capítulo se presenta aquí dentro de un cuadrado (modificado a partir de J. F. Murillo et al., 2002: figs. 11 y 7).

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ser contrastada con los datos arqueológicos, como reconoce dicho investigador, la fachada de la tumba pudo contar con un pórtico monumental rematado por un frontón (C. Márquez, 2002: 234), si bien hay que tener en cuenta que este tipo de portadas no son usuales en los monumentos funerarios de planta circular a principios del Imperio (H. von Hesberg, 1994: 113-134; P. Gros, 1996: 422-435). En 1997 se pudo extender la excavación hacia el sur del mausoleo, con motivo de las obras para su puesta en valor. Fue entonces cuando se pudo descubrir un monumento de idénticas características al otro lado de la vía. Es ciertamente sugerente la hipótesis de J. F. Murillo et al. de que este mausoleo sur, ligeramente menor en diámetro, pero con una cámara interior de mayores dimensiones (7,40 metros de diámetro, exactamente el doble que el del mausoleo norte), pudiese haber sido utilizado como tumba colectiva. Parece demostrado que ambos monumentos fueron construidos de manera coetánea, y por lo tanto, puede argumentarse una relación directa entre ambos. Desgraciadamente, el mausoleo sur se encontró arrasado hasta los cimientos, y la tumba del mausoleo norte fue expoliada de antiguo, por lo que es difícil establecer con certeza el número de enterramientos que albergó cada una de ellas. En todo caso, hay que destacar el hecho de que el monumento se empezase a construir en la primera mitad del reinado de Tiberio, poco después de la muerte de Augusto en el año 14 d. C. cuya tumba en Roma pudo servir de referencia a toda una serie de mausoleos de similares características construidos en distintas regiones de Imperio, especialmente en época julio – claudia. Según J. F. Murillo y J. R. Carrillo podría pensarse incluso en la intervención de un arquitecto itálico, tanto por el modelo utilizado como por el empleo inusual en la ciudad del opus caementicium, que es protagonista en la construcción del monumento frente al uso más habitual del opus quadratum en la ciudad44. Ambos mausoleos circulares se construyeron apenas una generación después del inicio del proceso de ‘monumentalización’ constatado a finales del s. I a. C. en el ámbito urbano de la colonia (P. León 1999, J. F. Murillo et al., 2002: 264). Precisamente, J. F. Murillo et al. proponen situar la construcción de ambos sepulcros monumentales en el contexto de la remodelación y embellecimiento de los accesos a la ciudad en época augustea, con la apertura de nuevos pasos en la ampliación que por las mismas fechas se llevó a cabo en el recinto de la ciudad. Por otro 44 Ver la contribución de los mencionados autores en D. Vaquerizo, 1996: 188.

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lado la vida de los dos mausoleos no debió dilatarse mucho en el tiempo. En la segunda mitad del siglo II d. C. se produjo el desmantelamiento del mausoleo meridional hasta el nivel de cimentación que quedaría integrado en una edificación de funcionalidad desconocida –quizá una domus– y la remodelación de varias estructuras del septentrional, de manera paralela a la elevación de la vía. La sucesión de reformas que se producen a partir de este momento en el mausoleo norte es difícil de interpretar. Por un lado J. F. Murillo et al. (2002: 265) describen una «estructura hidráulica» situada en eje con el mausoleo que podría identificarse con «un estanque de un ninfeo abierto a la calle ‘trasera’» del monumento. A la edificación terminan adosándose una serie de espacios rectangulares que quedan también a espaldas de la vía principal, donde se recogieron numerosas ánforas, alguna rellena todavía de huesos de aceituna. Estos nuevos edificios, supondrían, según J. F. Murillo et al. un indicio de la transformación de la antigua vía funeraria en una calle urbana flanqueada de tabernae a finales del s. II d. C. a expensas de la expansión del vicus occidental. D. Vaquerizo, propone, por su parte, una explicación alternativa, sugiriendo la posibilidad de que las estancias adosadas al sector norte del monumento circular deban relacionarse con toda una serie de edificaciones necesarias para el culto funerario y los banquetes realizados periódicamente junto a las tumbas. Dichas instalaciones serían especialmente necesarias, según este investigador, en el caso de monumentos como el que nos ocupa, herméticamente cerrados al exterior una vez terminada su construcción y que se convertirían en una especie de «fachada» monumental de los recintos donde tendrían lugar los rituales funerarios (D. Vaquerizo 2001b: 133-134, H. von Hesberg, 1994: 86-87). En la ciudad de Roma este tipo de monumentos fueron erigidos con frecuencia en época tardorrepublicana y altoimperial para conmemorar a miembros del orden senatorial o ecuestre, mientras que en el resto de Italia abundan los que pueden relacionarse con integrantes del ordo decurionum. No obstante, este tipo de monumentos asociados a la aristocracia eran imitados en las provincias de manera mucho más excepcional (D. Vaquerizo 2001b: 136; H. von Hesberg, 1994: 269-270; J.-C. Balty, 2006). Desgraciadamente, carecemos de cualquier tipo de documentación epigráfica sobre el personaje que tuvo el honor de situar su tumba junto a una de las vías principales de salida y entrada de la ciudad. Lo que sí puede asegurarse es que nos encontramos ante un caso excepcional de superposición de distintos tipos monumentales a lo largo de varias décadas, que culmina-

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rá con la edificación de dos mausoleos circulares que siguen de cerca modelos muy difundidos en la metrópolis. La construcción del mausoleo ubicado al norte de la vía supuso no sólo la ‘monumentalización’ del ustrinum familiar utilizado durante generaciones, sino también, de alguna manera, la clausura del lugar de enterramiento. Casi a la manera de una fórmula frecuentemente utilizada en los epígrafes funerarios –heredes non sequitor– la creación de un monumento que sella herméticamente tanto los sepulcros anteriores del linaje como los últimos restos depositados en el mismo lugar supone una clausura premeditada del lugar de enterramiento, la privación de los herederos del ‘derecho’ a ser cremado o enterrado en el mismo espacio. A todo ello se superpone el carácter programático y simbólico –quizá incluso para la propia ciudad de Córdoba– de la tipología del monumento y de su ubicación junto al río, las murallas y una de las puertas de la ciudad.

dilla, se propone una datación comprendida entre ese período y época julio-claudia, por la escasez de materiales recuperados durante la intervención (R. Hidalgo, P. Marfil, 1992; R. Hidalgo, 1996: 23-24; C. Márquez, 2002: 226).

b. b.I.

Vía en torno a Avda. Medina Azahara (Área occidental) Cercadilla (Fig. 106/15)

En una posición ligeramente meridional respecto a las tumbas documentadas por Santos Gener en los barrios occidentales, a unos 700 metros al noroeste de las murallas de la ciudad romana y a unos 750 metros de la puerta más próxima se encuentra el famoso yacimiento de Cercadilla, bien conocido por los impresionantes restos conservados del palatium imperial construido entre finales del s. III y principios del s. IV d. C. (R. Hidalgo et al. 1996; R. Hidalgo, 1996). Los restos más antiguos conservados en el yacimiento corresponden, sin embargo, a un conjunto de materiales arquitectónicos que pudieron pertenecer a monumentos funerarios de tipo edícola (tambores de fuste de columna estriados y parte de una cornisa de tipología tardorrepublicana) y a una incineración en urna de tradición indígena «con decoración a bandas», depositada en una pequeña fosa abierta en las margas a la que no acompañaba ningún ajuar y que, según R. Hidalgo y P. Marfil, debió de pertenecer «a la necrópolis altoimperial localizada en las inmediaciones del yacimiento» (R. Hidalgo; P. Marfil 1992: 279). Se ha señalado la similitud de la urna con contenedores funerarios hallados en la necrópolis del Camino Viejo o en las inmediaciones de tramos de la Red Arterial Ferroviaria construidos a principios de los noventa y fechados en época tardorrepublicana, aunque, en el caso del enterramiento de Cerca-

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c. Vía Corduba-Hispalis (Vía Augusta) (Área occidental) c.I.

Camino Viejo de Almodóvar (Actuales c/ Antonio Maura – Manolete) (Fig. 106/19)

– La ‘Gran Tumba’ y las sepulturas circundantes: Algunas de las tumbas más antiguas de la ciudad de Córdoba aparecieron asociadas al antiguo Camino Viejo de Almodóvar (actuales calles de Antonio Maura y Manolete) que fosiliza en parte la vía romana que unía Corduba con Hispalis. E. Romero de Torres descubrió en 1931 lo que parecía ser un conjunto de recintos funerarios alineados en relación a una vía45, posibles basas de monumentos, suelos de hormigón, piezas arquitectónicas de mármol –alguna decorada con bajorrelieves–, numerosos fragmentos de estuco pintado, enterramientos en cistas de piedra y la denominada «Gran Tumba», una cámara hipogéica muy posiblemente protegida por un acotado funerario (Fig. 126) (A. Ruiz Osuna, 2005). En abril de 1938, en plena Guerra Civil española, la Dirección General de Bellas Artes dio orden de trasladar la tumba romana al Museo Municipal, pero el mandato no fue ejecutado hasta 194946. En ese momento, la Comisaría Local de Excavaciones de Córdoba concedió fondos para proceder al traslado y excavar en las inmediaciones del lugar donde había sido descubierto el monumento, poniéndose al descubierto tumbas situadas cronológicamente entre época tardorrepublicana y época visigoda. El encargado de estos trabajos fue Samuel de los Santos Gener, que daría cuenta de sus investigaciones en distintos números de las Memorias de los Museos Arqueológicos Provinciales (S. Santos Gener, 1950b: 211-213, 218-219; 1953a: 24-27; 1956a: 38) y en un volumen monográfico de la serie Informes y Memorias de la Dirección General de Bellas Artes (S. Santos Gener, 1955). 45 Al menos en un caso fue posible documentar según E. Romero de Torres un «escalón de mármol negro» con «las quicialeras en los extremos» que demostraba que el recinto contaba con una puerta de acceso a la vía romana (A. Ruiz Osuna, 2005: 89). 46 Tras permanecer en depósito durante algunos años en el Museo Arqueológico de la ciudad, fue trasladada a las inmediaciones de la Puerta de Sevilla en 1960, donde aún se encuentra.

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Fig. 126: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Perspectiva idealizada de la ‘Gran Tumba’ (según D. Vaquerizo, 2001b: fig. 4).

Es muy probable, como ya sospechaba S. Santos Gener, que el núcleo principal de sepulcros pudiera estar situado en las inmediaciones de la Puerta de Almodóvar. Sin embargo este sector quedó inexplorado porque los terrenos del antiguo arroyo del Moro habían sido rellenados con escombros en 1929, durante la construcción de la actual Avenida de la Victoria. La ‘Gran Tumba’ o ‘Tumba de Torre’ como aparece denominada en algunos planos publicados fue hallada, en una zona del Camino de Almodóvar algo más alejada del núcleo urbano, prácticamente en el cruce de las actuales calles Infanta Doña María y Antonio Maura. S. de los Santos Gener menciona el hallazgo de otra tumba monumental –no sabemos si dotada también de cámara hipogéica–, «en los terrenos aún sin explorar, que por su mayor profundidad y, por lo tanto, mayor costo, se deja para cuando le llegue a esta parte su momento de excavación» (Santos Gener, 1955: 10-11), de la que desgraciadamente no se ha publicado más información. La cámara subterránea de la ‘Gran Tumba’ está construida mediante la técnica de opus quadratum y presentaba una planta casi cuadrangular (3,70 m por 4 m.) y de forma muy similar al monumento externo. Una puerta con arco de medio punto daba acceso a la pequeña cámara cubierta por una bóveda de medio cañón. En la parte superior de los muros del interior del hipogeo se talló una cornisa que simulaba una pilastra coronada por un capitel de gola recta. Precisamente, la cima recta es característica de época augustea, como se ha encargado de recordar D. Vaquerizo. Este es, lamentablemente, uno de los

a

b Fig. 127: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Excavaciones de los años treinta del s. XX en el Camino Viejo de Almodóvar. (a) Entrada a la ‘Gran Tumba’ (dentro del círculo, cofre funerario de piedra con cubierta a doble vertiente), (b) interior de la cámara funeraria (modificado a partir de E. Romero de Torres, 1941: Lámina XLII).

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Fig. 128: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Sector occidental del Camino Viejo de Almodóvar. Plano de dispersión de los enterramientos y localización de la ‘Gran Tumba’ (letra «A»). (Según A. Ruiz Osuna, 2005: fig. 4).

pocos elementos significativos cronológicamente con los que contamos para situar este monumento entre finales del s. I a. C. y la primera mitad del siglo I d. C. (D. Vaquerizo, 2001b: 139-140), pues en la tierra que rellenaba la cámara funeraria en el momento de su descubrimiento sólo pudieron encontrarse fragmentos de sigillata y cerámica «mudéjar», de acuerdo con E. Romero de Torres, lo que parece indicar que el sepulcro fue saqueado ya en la antigüedad. D. Vaquerizo (2001b: 139) ha llamado la atención, sin embargo, sobre un cofre de piedra, con la tapa semicilíndrica, situado junto a la base del monumento externo según se puede observar en una de las fotografías publicadas en 1941 (Fig. 127a) y que posiblemente no se encuentra en la imagen muy desplazado de su ubicación original. E. Romeo de Torres (1941: 325) menciona también la aparición de dos urnas cinerarias pintadas y sus respectivas tapas junto a uno de los muros septentrionales del complejo funerario. Esta disposición, podría recordar en parte a algunos monumentos funerarios encontrados en Baelo Claudia a principios del s. XX, dotados de un monumento cuadrangular en uno de los frentes del recinto funerario. Alrededor de estos monumentos o junto a los muros del acotado solían enterrarse los restos de los difuntos que habían sido introducidos previamente en urnas cerámicas o de piedra. La revisión de las notas manuscritas de E. Romero de Torres ha permitido conocer también que probablemente bajo las losas de pavimentación del recinto de la Gran Tumba, precisamente junto al muro del recinto –si las dimensiones propuestas por D. Vaquerizo y A. Ruiz Osuna son correctas– (Fig. 128) se situaban según el erudito «12 nichos o sepulturas formadas de sillares de piedra caliza puestos de canto revestidos de mezcla y cubiertos por otros doce sillares…» (citado en A. Ruiz Osuna, 2005: 86, nota 15). En total, E. Romero de Torres encontró durante cuatro campañas de

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excavación 61 enterramientos –un 77% eran cremaciones, sobre todo contenidas en cistas de piedra, y un 21% inhumaciones, que corresponden en general a tumbas infantiles47–, aunque la mayoría no estaban asociados a los acotados funerarios (A. Ruiz Osuna, 2005: 92). E. Romero de Torres sugirió en su estudio sobre la tumba que las oquedades para insertar mortajas que aún se observan en dos dovelas de la entrada podrían estar relacionadas con un sistema de cierre mediante rejas. Sin embargo el rebaje que presentan las jambas de puerta permite deducir, con mayor seguridad, que la cámara estuvo sellada ritualmente por medio de sillares, de la misma manera que se ha podido documentar en el monumento de características similares excavado no hace mucho en la c/ de La Bodega (D. Vaquerizo, 2001b: 137; M Bendala, 2002b: 152). En una de las fotografías publicadas a principios de los años cuarenta, se observa otro detalle que podría estar relacionado con la ritualidad funeraria del mundo púnico (Fig. 127b). Dos sillares de la parte superior de la bóveda fueron intencionalmente recortados para permitir, probablemente, el paso de libaciones desde el exterior sin tener que acceder a la estancia donde reposaban las urnas que habría sido sellada ritualmente siguiendo la costumbre. Estas oquedades destinadas a la profusio son otro de los rasgos habituales de las tumbas hipogeas de Carmona, donde, en ocasiones, llegaban a convertirse en verdaderas ‘claraboyas’ en la cubierta de la cámara funeraria (M. Bendala, 1976a: 36). Existen dificultades para interpretar las estructuras que se superponían a la cámara funeraria, aunque E. Romero de Torres ofrece algunos datos valiosos y tres imágenes que aportan información al respecto (Fig. 129). La plataforma exterior que se superponía a la tumba subterránea había sido construida con grandes sillares, en algunos casos moldurados. En el centro de esta plataforma se encontraba una gruesa capa de hormigón de 20 cm de grosor que parece poder apreciarse en una de las fotografías. Este basamento rectangular medía alrededor de 3,50 m de largo por 2,35 m de ancho y 1,75 m «de alto desde el nivel del camino» a decir de E. Romero de Torres (1941: 323). A medio metro por debajo del nivel de la calle de época moderna se encontró un pavimento «formado por varias losas rectangulares de piedra 47 Varios enterramientos –casi la mitad de las inhumaciones documentadas– parecen haber correspondido a inhumaciones de individuos de corta edad, que fueron enterrados bajo sillares, en cistas realizadas con sillares de piedra caliza o en fosas recubiertas de opus signinum (Tumbas nº 16, 37, 40, 41 y 57). La tumba nº57 apareció junto a una cabecita de caballo de terracota (A. Ruiz Osuna, 2005: 97, 100).

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Fig. 129: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Excavaciones de los años treinta del s. XX en el Camino Viejo de Almodóvar. (a) Base moldurada de la parte superior de la denominada ‘Gran Tumba’ del Camino de Almodóvar y (b) pavimento contiguo al monumento (según E. Romero de Torres, 1941: Lámina XLI).

caliza de gran tamaño y de 0,15 cm de espesor, que se unían a la plataforma o basamento que existe encima de la bóveda de la tumba, sobre el que se elevaría algún importante monumento, cuyas losas pertenecieron, sin duda, a la primitiva pavimentación que lo rodeaba» (E. Romero de Torres, 1941: 324). Algunas de estas losas aparecieron atravesando diagonalmente el camino que construían los obreros. Precisamente en la cuneta opuesta a la que había proporcionado el hallazgo de la gran tumba, se encontraron cuatro grandes sillares alineados, que según E. Romero de Torres pudieron pertenecer a un recinto funerario, pues junto a ellos aparecieron dos urnas cinerarias con pintura de color ocre con tapadera, un punzón de hueso y numerosos fragmentos de cerámica entre los que predominaba la terra sigillata48. En el reciente catálogo de las terracotas halladas en contextos funerarios en Colonia Patricia debido a D. Vaquerizo (2004a: 46) aparecen incluidas tres piezas recogidas durante las excavaciones llevadas a cabo en los años treinta del siglo XX: la mitad inferior de una máscara, una pierna de muñeca y varios fragmentos de un bóvido recostado. Las excavaciones supervisadas por S. Santos Gener tuvieron lugar, como hemos mencionado, junto a la tumba encontrada por E. Romero de Torres a principios de los años treinta. Con anterioridad al 48 D. Vaquerizo (2002c: 182, nota 76), considera posible relacionar las losas de pavimentación con los sillares encontrados en el extremo opuesto del Camino Viejo que enmarcarían un supuesto recinto funerario, y por lo tanto defiende la existencia de un acotado funerario alrededor de la ‘Gran Tumba’.

inicio de los trabajos, algunos particulares habían recogido una serie de objetos al comenzar las obras de construcción de sus parcelas en los terrenos que se estaban empezando a urbanizar en la zona de ‘Ciudad Jardín’ (S. Santos Gener, 1955: 12). Únicamente contamos con un escueto registro de algunos de los materiales procedentes de dicha remoción de tierras que tras ser comprados pasaron a formar parte de los fondos del Museo Arqueológico de la ciudad. Se trata de los solares de Juan Serrano (colindante con el lugar de hallazgo de la ‘Gran Tumba’, donde ya E. Romero de Torres había encontrado campaniense y urnas con círculos concéntricos de color ocre) Fernando Molina y Eduardo Ruiz, situados en la vertiente meridional del Camino de Almodóvar, frente a las calles Siete de Julio e Infanta María. Entre los objetos recogidos en estos terrenos cabría destacar varios fragmentos de epígrafes funerarios, cerámica de tradición ibérica (urnas cinerarias con círculos concéntricos de color ocre y tapaderas) cerámica campaniense (ollitas, vasos y tazas), cerámica aretina (tazas, tazones y páteras), cerámica de paredes finas identificada por S. Santos Gener como producciones de Aco, cerámica de paredes finas (vasos y tazones), ánforas (al menos en dos casos asociados a sepulcros infantiles), una jarra de barro rojo con la boca trilobulada, un gran lebrillo cónico, ungüentarios fusiformes de cerámica, ungüentarios de vidrio, urnas de vidrio, lucernas, monedas (bronces de Augusto, Tiberio, Magno Máximo, Constantino y Gordiano, denarios republicanos, de Augusto, de Graciano y otros ejemplares inidentificables), dos bullae de plata, un fragmento de terracota (dama ofe-

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rente), una fusayola, un pondus de forma piramidal con dos agujeros, objetos de metal (un botón, una chapita, una cajita cilíndrica de plomo, una llave, espejos, anillos, un hacha de bronce, clavos), alfileres de hueso, un hueso con decoración grabada y torneado, cuentas de collar, posible ‘marco’ de espejo y algunos restos de época visigoda. (S. Santos Gener, 1950b: 211-213; 1953a: 24-27; 1955: 36) (Fig. 130). Sorprendentemente se menciona también el hallazgo de «dos lucernas de tipo púnico, sin asa, con marca de ancla» (S. Santos Gener, 1953a: 26). A la espera del estudio completo sobre los materiales procedentes de la necrópolis que prepara B. García Matamala (Universidad de Córdoba) del que ya se ha publicado una breve síntesis (B. García Matamala, 2002-2003), contamos con un avance sobre los materiales vítreos conservados en el Museo Arqueológico de Córdoba a cargo de M E. Salinas Pleguezuelo. Los materiales analizados se pueden inscribir en los primeros dos siglos del Imperio y entre ellos predominan los ungüentarios (sobre todo de la segunda mitad del s. I d. C.), aunque la mitad de los objetos estaban relacionados con el adorno personal (cuentas de collar y pulseras). Las urnas cinerarias de vidrio aportan también una cronología dilatada (siglos I-II d. C.), aunque es más probable que deban situarse en el primero de estos siglos, a juzgar por los fragmentos de vidrio decorado que se encontraron en el interior de uno de estos ejemplares (M. E. Salinas, 2003: 31). S. Santos Gener realizó distintos sondeos y fue señalando los lugares donde se produjeron los hallazgos más importantes con las letras del alfabeto (Fig. 131). En el punto CH se excavó «un muro de nueve metros de longitud por 0,65 m de ancho y tres metros de profundidad o altura en dirección Noroeste al Sudeste». En el extremo norte de este muro, aparecieron dos muros perpendiculares al primero. Uno de ellos tenía poco grosor pero el otro era, según S. Santos Gener «una especie de arco rebajado o dintel curvo, rara combinación de sillarejo y mampuesto, mal trabado y de tan frágil estructura que por milagro se sostuvo ante el ataque de los niños de la barriada que a diario presenciaban las excavaciones». Siguiendo la interpretación de este autor, este segundo muro correspondería al dintel de la puerta que habría dado acceso al recinto funerario. No fue posible encontrar ninguna cerámica clasificable en las inmediaciones de la construcción que estaba situada junto a la ‘Gran Tumba’, pero S. Santos Gener no duda en situarla en época romana y en sugerir que la presencia de grandes ‘ceniceros’ podría hacer suponer que nos encontramos ante un ustrinum (S. Santos Gener, 1955: 13-14). Sin duda los datos de que disponemos

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Fig. 130: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Ejemplo de algunos de los materiales hallados por S. Santos Gener en las excavaciones del Camino Viejo de Almodóvar (tomado de S. Santos Gener, 1955: láms. IV y VI).

son muy escasos, pero es probable, como ha defendido D. Vaquerizo (2002c: 181), que este recinto pueda interpretarse como un acotado funerario.

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Fig. 131: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Planos de las excavaciones de S. Santos Gener en el Camino Viejo de Almodóvar con la ubicación de la ‘Gran Tumba’ y otras áreas que proporcionaron numerosos restos arqueológicos (señaladas con las letras del alfabeto) (según E. Santos Gener, 1955: fig. 12, plano 3).

Junto a la casa del Sr. Pinilla se encontró una cremación cubierta con tegulae a doble vertiente que protegía una urna cineraria de tradición ibérica y 16 vasos y copas de terra sigillata aretina o sudgálica, a decir de S. Santos Gener. Teniendo en cuenta la datación de estas piezas que pudieron ser utilizadas en el banquete funerario entre los años 40 y 80 d. C., llama la atención la inclusión en este mismo ajuar de un objeto «arcaico» como una ollita de cerámica campaniense (S. Santos Gener, 1955: 14). Otro de los elementos a destacar de la descripción que S. Santos Gener realiza de las excavaciones llevadas a cabo a finales de los años cuarenta es la aparición de lo que este autor denomina ‘grandes ceniceros’ asociados a alineaciones de sillares. Por ejemplo, en la C/ Infanta Dña Mª se recuperó un «sepulcro de sillares» situado en torno a una gran bolsada de cenizas de medio metro de profundidad y diez metros cuadrados de extensión. Algunos objetos encontrados en este lugar –un anillo de pequeño diámetro, un epígrafe que S. Santos Gener transcribió como ..E.S.T.T. MA(TER) POS(VIT)…– podrían hacer pensar que el sepulcro contenía los restos de un individuo infantil. Las cenizas resultantes de la cremación se habían incluido en una urna de vidrio junto a dos ungüentarios. El ajuar se completaba con una

tapa de urna de plomo, restos de vidrio de distintas clases y una lucerna con venera y marca alfarero. A escasa distancia se encontró un ánfora, fechada por S. Santos Gener en el s. II d. C. y que pudo haber contenido asimismo un enterramiento de un individuo de corta edad, aunque carecemos de noticias concretas sobre su contenido. En los puntos marcados en el plano como «A» y «C» también vieron la luz nuevos ‘ceniceros’ situados junto a muros de sillares. Uno de ellos, formado por tres hiladas superpuestas, aún conservaba 1,50 m de alzado. Entre las cenizas de esta zona se encontró un fragmento de una figura de barro rojo, de 0,12 cm de alto por 0,14 cm de ancho, en el que todavía se podía apreciar la representación de la mano de una figura en actitud de realizar una libación con jarro vertedor, aunque quizá contó con dos y no con una sola asa (Fig. 132). De acuerdo con S. Santos Gener, el interés de la pieza radicaba fundamentalmente en consistir en el único ejemplo de escultura ibérica de barro conocido hasta el momento, pudiendo relacionarse por motivos iconográficos con la estatuaria del Cerro de los Santos (S. Santos Gener, 1955: 18). D. Vaquerizo (2001b: 153) ha señalado que la tipología de este vaso, bien conocida en el mundo ibérico tardío, podría oscilar entre el siglo II a. C. y época im-

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Fig. 132: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Fragmento de figura de terracota encontrado en el Camino Viejo de Almodóvar (según D. Vaquerizo, 2001b: fig. 14).

perial romana. La pieza, a pesar de los problemas de interpretación que presenta –no siendo el menor el lugar del hallazgo (un ustrinum y no una tumba), o el propio tamaño (pudo alcanzar los 90 cm según Santos Gener, lo que la aleja de las proporciones comunes en las terracotas funerarias)49, supone la fosilización de un tipo iconográfico ‘arcaizante’, si bien en el último período del mundo ibérico la representación de damas oferentes suele corresponder a tallas sobre piedra, como puede observarse, por ejemplo, en los relieves de los monumentos funerarios de Osuna (D. Vaquerizo 2001b: 153, D. Vaquerizo, 2004a: 44). De las cenizas del punto C. procedían otros indicios de cremaciones infantiles; en concreto dos bullae de plata –una de ellas conservaba aún en su interior un pedacito de tela blanca–, así como cuentas de collar, una aguja o el pestillo de una pequeña arqueta. Los terrenos de E. Ruiz albergaban un nuevo ustrinum rodeado en esta ocasión de cuatro inhumaciones acompañadas de gruesos clavos. Alrededor de estas tumbas se encontraron dos espejos de bronce, 49 Desiderio Vaquerizo (2004a: 44, nota 73) sugiere la posibilidad de que la pieza pudiera corresponder a un busto y no a una representación de una figura completa, aunque reconoce que esto complicaría aún más la interpretación de la pieza.

Fig. 133: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Urnas de tradición ibérica del Camino Viejo de Almodóvar según los tipos definidos por B. García Matamala (modificado a partir de B. García Matamala, 2002: figs. 2, 4, 6, 7 y 9. Sin escala en el original).

cuentas de collar de pasta vítrea y un lebrillo. En el mismo sector apareció también una tumba de cremación en urna de tradición ibérica con cuenco-tapadera con un conjunto de ungüentarios fusiformes en su interior. Una vez más este tipo de enterramiento estaba asociado a un servicio completo de vajilla: un conjunto de vasos de paredes finas y barro rojizo una anforilla con apliques de máscaras cómicas en la base de las asas, una taza con asas con volutas, lucernas que S. Santos Gener sitúa en el s. I d. C. Junto a esta urna ibérica se encontraba un ánfora que protegía los restos de un immaturus acompañado de un ajuar compuesto por varios vasitos y un oinochoe de «barro rojo coralino, [...] quizá de industria local» según su

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Fig. 134: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Ajuar funerario de una de las tumbas del Camino Viejo de Almodóvar (Según B. García Matamala, 2002: fig. 12. Sin escala en el original).

descubridor (S. Santos Gener, 1955: 23). Poco más se puede añadir sobre el resto de sectores, que o bien resultaron «estériles» o apenas proporcionaron restos de muros y fragmentos de huesos humanos (sectores I y K). Finalmente, S. Santos Gener da cuenta del hallazgo de tres monedas, un as semiuncial del s. I a. C., un as de Augusto y un semis de Germánico Druso, aunque excepto en este último caso (asociado al bustum marcado con la letra F) no especifica el lugar exacto o la tumba donde fueron encontradas. Contamos con dos recientes estudio a cargo de B. García Matamala sobre algunos de los materiales encontrados en la necrópolis del Camino Viejo de

Almodóvar. Gracias a ellos conocemos más datos sobre los distintos tipos de enterramientos presentes en el yacimiento (cremaciones en urna introducida en fosa simple, en urna con cubierta con tegulae a cappuccina o bajo urna invertida) y sobre la tipología de los contenedores funerarios de tradición ibérica. B. García Matamala (2002: 279-288) ha descrito siete tipos principales a partir de la tendencia más o menos globular de las urnas o la presencia o ausencia de asas, que presentan precedentes en el mundo ibérico aunque su producción se mantiene hasta época altoimperial (Fig. 133). Del análisis de la composición de uno de los ajuares se desprende que el modelo de ‘servicio de mesa’ con repetición de un juego

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compuesto por varios vasitos hallado en La Constancia, no fue exclusivo de esta necrópolis (Fig. 134). En el año 1983, las excavaciones llevadas a cabo en la Avda. de Manolete 3 que pusieron al descubierto una «necrópolis republicana, muros, calzada, inhumaciones paleocristianas y restos musulmanes» (A. Marcos, A. M Vicent, 1985: 245), confirmaron la extensión de la necrópolis documentada en los años treinta por su ‘prolongación natural’ a lo largo de la C/ Antonio Maura, aunque debemos lamentar que esta sea la única información publicada al respecto de esta intervención. – Lápidas de gladiadores (Cortijo de Chinales, antigua Huerta Cardosa): De Córdoba proceden la gran mayoría (más de un 80%) de las inscripciones gladiatorias recuperadas en la Península Ibérica. Dentro de este último grupo casi todas ellas vieron la luz en el Camino Viejo de Almodóvar (M. Marcos Pous, 1976: 43; P. J. Lacort et al., 1986: 96)50 (Fig. 135). Entre 1948 y 1954 se hallaron en la necrópolis occidental hasta 11 de las 16 inscripciones dedicadas a gladiadores que proceden de Córdoba y que conocemos en la actualidad. Aunque sólo cuatro aparecen ubicadas en sendas manzanas situadas a los lados de la calle Infanta Doña María en la Fig. 2-Plano II que S. Santos Gener publicó en 1955, sabemos que todas ellas aparecieron en dos núcleos principales situados al norte del Camino Viejo de Almodóvar (entre las calles Infanta Doña María y Magistral Seco Herrera –9 piezas-) y en la zona que se denominaba «Cortijo de Chinales» al sur de la misma vía (2 piezas) (S. Santos Gener, 1955: 36). En los años setenta P. Piernavieja (1971) y A. Marcos Pous (1976) añadieron 5 nuevas piezas al catálogo de epígrafes gladiatorios de Córdoba. Dos de ellas se pueden incluir en el primer grupo y un tercero en el segundo, mientras que se desconoce la procedencia exacta del resto. En conjunto, estas inscripciones documentan la existencia en Córdoba de tres variedades de luchadores, mirmillones (CIL II2 / 7, 353, 356, 357, 359, 361, 363 y 365), thraces (CIL II2 / 7, 355 y 364) y essedarii (CIL II2 / 7, 362), así como la presencia de un posible doctor retiariorum (CIL II2 / 7, 360), encargado del entrenamiento de los retiarii (P. J. Lacort et al. 1986: 96-99; D. Vaquerizo, coord. 2001a: 189191). La presencia de un doctor en Córdoba es im50 Una de las inscripciones publicadas más recientemente apareció al realizar unas obras en un solar de la Avenida Gran Vía Parque, perpendicular a la Avda. Manolete (P. J. Lacort, R. Portillo, A. U. Stylow, 1986: 96).

Fig. 135: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Algunos de los epígrafes de estelas de gladiadores encontrados en el Cortijo de Chinales (Camino Viejo de Almodóvar) (a partir de A. García y Bellido, 1960: núms. 1-3 y 5-7).

portante, porque refuerza la suposición expresada por A. Marcos Pous, de la existencia de un ludus Hispanus51. El adiestramiento de los gladiadores de un enclave en las distintas técnicas de combate quedaba a cargo de estos instructores (P. J. Lacort et al., 51 A mediados de los años setenta, A. Marcos sugirió la posible existencia de un ludus Hispanus a partir de su estudio del epitafio del gladiador Aristobulus, desgraciadamente muy fragmentado. Según la restitución propuesta por el autor el epígrafe debería leerse de la siguiente manera: Aris[tob]ulus, Hispani, XXII, natione Graecus, ann(orum) XXXI, [H(ic) s(itus) e(st) s(it) t(ibi)] t(erra) l(evis). La aparición del término Hispanus en genitivo a continuación de un nombre personal en nominativo y seguido de un numeral, sólo tendría sentido en la lápida de un gladiador en la que se hiciese referencia a un ludus Hispanus. A lo que el autor añade: «la inscripción de Aris(tob)ulus renueva, con más datos, el problema de la existencia de un ludus Hispanus planteado por la perdida inscripción barcelonesa CIL II 4519 donde por vez primera y única hasta ahora se mencionaba un juego hispánico, que admitió García y Bellido sin esfuerzo y cuestionó sabia y eruditamente A. Balil; nuestra inscripción cordobesa aporta un valioso dato, afirmativo, acerca de la discutida existencia de un ludus Hispanus» (A. Marcos 1976: 37). Se conserva el nombre de otros ludi, como el Ludus gladiatorius Iulianus (creado por César), el Ludus gladiatorius Neronianus (instituido por Nerón) o Ludus gladiatorius Gallicianus.

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1986: 98). Se discute, en cambio, la lectura realizada por A. García y Bellido (1960: 136) de un epígrafe donde se menciona un ostiarius52, el portero de un anfiteatro, que M Marcos Pous (1976: 42) prefiere interpretar como «el portero de Petronio»53. Muchos de estos hombres procedían además de lugares distantes. Las inscripciones mencionan distintas nationes (griega, germana, gala o siria) y ciudades de origen (Alejandría, Placentia en la Galia Cisalpina, etc.), aunque según A. Marcos (1976: 22) debemos tener en cuenta la naturaleza itinerante de los grupos de gladiadores y pensar que muy posiblemente ninguno de ellos había residido permanentemente en Córdoba, sino que simplemente tuvieron la desdicha de fallecer en la ciudad. Además de haber sido halladas en una zona reducida de la necrópolis occidental de Córdoba este conjunto epigráfico resulta bastante homogéneo por otros motivos. Ya García y Bellido destacó la tendencia al uso de scriptura libraria, del mismo tipo de piedra (mármol cárdeno brechoso de la Sierra) o la abundancia de estelas de forma prismática y esbelta con la parte superior redondeada, aunque otras, quizá de época anterior según A. Marcos (1976: 50), fueron grabadas en pequeñas placas para ser insertadas en algún tipo de monumento. En cuanto a la datación de estos epígrafes, A. García y Bellido (1960: 135) situó el número 8 de su catálogo en la segunda mitad del s. I d. C., P. Piernavieja (1971: 160), propone una fecha en torno a finales del s. I d. C. y A. Marcos (1976: 51) considera que fueron talladas entre la segunda mitad del s. I d. C. y el siglo II d. C. La concentración de epígrafes gladiatorios en las inmediaciones del Camino Viejo de Almodóvar y los elementos comunes que presentan este grupo de estelas resultan aún más significativas si tenemos en cuenta el escaso número de gladiadores nacidos en la Península Ibérica o reclutados en la provincias hispanas que conocemos (A. García y Bellido 1960: 44). Ya en 1976 A. Marcos Pous (1976: 49) relacionó este hecho con la posible presencia de un anfiteatro en las cercanías, hipótesis que se ha visto confirmada con los recientes hallazgos en la Facultad de Veterinaria. En cualquier caso, como ha señalado D. Vaquerizo (coord. 2001a: 172), es posible que nos encontremos ante la delimitación de un área funeraria para un uso diferencial (un aspecto relacionado con 52 El epígrafe ha sido trascrito como sigue: Stelenus ostia/ rius Petroni/ uxor d.s.d./ s.t.t.l. 53 A. García y Bellido consideró asimismo esta posibilidad: «…también pudiera pensarse en un genitivo, en cuyo caso habría que suponer un Petronius como lanista o empresario y leer: ‘Stelenus, portero de Petronius’» (A. García y Bellido, 1960: 136).

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‘romanización’ del espacio funerario y al que volveremos más adelante), quizá reservada para el enterramiento de los miembros de un collegium funeraticium gladiatorio. Una de las inscripciones funerarias cordobesas asociada a una zona de inhumaciones fue dedicada a un essedarius por la familia universa (CIL II2/7, 362), lo que podría ser interpretado como otro indicio en este sentido, aunque la dispersión de las lápidas por un sector bastante amplio de la necrópolis occidental de Colonia Patricia requiere cierta prudencia al respecto. Los restos funerarios de época romana no fueron, al parecer, tan abundantes en esta zona del Cortijo de Chinales (antigua Huerta Cardosa) como en otros sectores del Camino de Almodóvar. Cabe destacar dos inhumaciones sin ajuar orientadas hacia poniente en cistas construidas con ocho losas cuadrangulares en posición vertical y tapadas por otras cuatro de las mismas características y una ollita campaniense (S. Santos Gener, 1955: 31, 36). c.II.

Polígono de Poniente (Fig. 106/20)

Algunos de los restos funerarios situados en una posición más occidental respecto a la ciudad romana han sido hallados en el Polígono de Poniente. En este caso se trata de una cremación y veintiuna inhumaciones de tipología bien conocida en la ciudad. Por un lado vieron la luz una serie de esqueletos depositados en fosas excavadas en las margas y cubiertas con tegulae en posición horizontal o a doble vertiente, y por otro un grupo de tres inhumaciones contenidas en fosas rectangulares revestidas con muretes de opus testaceum cubiertas por bipedales. Sólo en una de ellas contaba con ajuar, en concreto un acus crinalis de hueso (T. 9). En la misma época debió de levantarse en el lugar un edificio de grandes dimensiones, del que únicamente se conservaba una hilada de una de las esquinas, construida con grandes sillares de caliza (1,50 m x 0, 57 m.). El único enterramiento de cremación del conjunto –un bustum muy posiblemente correspondiente a un immaturus– se encontraba en un nivel inferior a las tumbas de inhumación y aunque fue imposible excavarlo en su totalidad, pues quedaba en parte embutido en uno de los perfiles de la excavación, proporcionó un ajuar con abundantes objetos: una lucerna de volutas del grupo D-1 de Andújar (datada en época Tiberio-Claudio), fragmentos de un vaso de terra sigillata de La Graufesenque (Drag. 15/17), un anforisco de tipo ritual, una pieza de hueso circular (muy probablemente relacionada con la indumentaria del difunto) (Véase Fig. 150), diversos frag-

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d.

Fig. 136: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Ungüentarios helenísticos asociados a inhumaciones hallados en el Polígono de Poniente (Según J. A. Morena, 1994: fig. 5).

mentos de vidrio de distintos vasos y de un ungüentario derretido, una figurita humana acéfala de pasta vítrea, un fragmento de cerámica común con arranque de asa, una concha perforada, tres bulas de bronce, distintos elementos de bronce que quizá pertenecieron a una cajita, apliques, una cadena trenzada, una anilla con enganches finales, varios clavos y engarces de hierro. J. A. Morena sitúa este enterramiento en la primera mitad del s. I d. C. En el mismo artículo dedicado a la intervención en el Polígono de Poniente, este mismo investigador menciona brevemente una serie de datos sobre una excavación realizada por E. Ruiz Nieto en un solar cercano (Polígono de Poniente, manzana 1, parcela C, Polígono II) donde se pudieron recuperar, desgraciadamente en muy mal estado de conservación, tres inhumaciones de individuos de edad adulta y algunas de las piezas que formaban parte de sus ajuares. Los enterramientos se realizaron directamente sobre las margas y no conservaba ningún tipo de cubierta. Al parecer fue imposible establecer, en concreto, qué materiales de los encontrados (nueve ungüentarios de cerámica que carecían de borde y fragmentos de otras cuatro piezas similares, fragmentos de cerámica común y ánforas y un brazalete de bronce) formaban parte del ajuar de cada tumba (Fig. 136). Aun así resulta de gran interés la asociación de ungüentarios tipo Oberaden 28, con una cronología comprendida entre el s. II a. C. y época augustea (M. Beltrán, 1990: 287), con el ritual de inhumación, pues implicaría la introducción de este tipo de enterramientos en un momento muy temprano en la Colonia Patricia. Como hipótesis de trabajo también podría plantearse la posibilidad de que la ruptura de las «bocas» de los ungüentarios tuviese algún significado simbólico, ya que el mismo ritual fue documentado en una de las necrópolis de Carmona (M. Belén et al., 1986: 53-55; J. A. Morena, 1994).

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Vía que parte de la Puerta de Almodóvar, Avenida del Aeropuerto (Área occidental)

El área situada en las cercanías de la vía que partía de la Puerta de Almodóvar ha proporcionado hasta el momento numerosos restos funerarios, fundamentalmente de época tardía, entre los que destacan un ara funeraria, un sarcófago de plomo, numerosas inhumaciones (zona de Vistalegre, Vallellano y Cementerio de la Salud), así como un nutrido conjunto epigráfico. Entre las inscripciones funerarias cabría destacar aquella realizada por un liberto que ocupó el cargo de dissignator en Córdoba54, fechada a finales del s. II d. C. o principios del s. III d. C. (Fig. 106/ 21) (A. M Vicent; A. Marcos, 19841985; A. Ventura Villanueva, 1985: 187). El dissignator era el encargado de organizar la procesión funeraria y parece que también intervenía en la contratación de otras personas implicadas en el ritual (H. I. Flower, 1996: 99, 116), aunque estos individuos se ocupaban también de asignar los asientos a los asistentes de los espectáculos teatrales y de mantener el orden en el recinto, de acuerdo con la lex theatralis (A. Ceballos, 2004: 618). Puede considerarse como una bifurcación de la vía Corduba-Hispalis trazada tras la ampliación augustea de la ciudad hacia el sur, y la apertura de una puerta en el nuevo tramo de muralla que recibiría el nombre en épocas posteriores de «Puerta de Almodóvar» (J. F. Murillo et al., 2002: 250). d.I.

Avenida del Aeropuerto, 12 (Antigua Avenida Teniente General Barroso Castillo) (Fig. 106/22)

Otros hallazgos parecen confirmar la extensión de la zona de necrópolis en torno a la avenida Teniente General Barroso Castillo (actual avda. del Aeropuerto) coincidiendo con la vía que salía de la ciudad por la Puerta de Almodóvar. En el Anuario Arqueológico de Andalucía de 1985, A. Ibáñez dejó constancia de la destrucción de distintos restos arqueológicos en el número 12 de la Avda. Teniente General Barroso Castillo durante las obras de construcción de un edificio, entre los que destacaban fragmentos de cornisas y fustes de mármol, fragmentos de dos epígrafes con escasísimo texto conservado, dos tumbas de inhumación en cista de piedra caliza, un sarcófago de plomo muy deteriorado con restos de decoración en 54 A. M. Vicent y A. Marcos (1984-1985: 65) y A. Ventura Villanueva (1985) la desarrollan de la siguiente manera: T(itus) Servivs, T(itii) l(ibertus),/ Clarus, dissi/gnator, h(ic) s(itus) e(st),/ s(it) t(ibi) t(erra) l(evis).

294

Alicia Jiménez Díez, Imagines hibridae

relieve y un ara55 (A. Ibáñez, 1987: 125, I. Martín Urdíroz, 2002b: 70), cuya inscripción fue analizada por A. Marcos (1984-1985) en un artículo publicado por aquellos años. Tanto el texto56 como la tipología del ara presentan aspectos interesantes. La pieza se ajusta a la tipología de monumentos en forma de altar que han sido documentados en distintos contextos funerarios, con frontón y extremos de los pulvini decorados con rosetas. Sin embargo, en este caso, y a pesar de su aparición junto a materiales procedentes de necrópolis como un sarcófago de plomo, la inscripción no permite afirmar con completa seguridad que nos encontremos ante un monumento funerario asociado a una sepultura. Según A. Marcos el altar fue dedicado a C. Docquirius, una vez fallecido éste, por uno de sus clientes y un liberto. Tanto el encabezamiento de la inscripción, D.M. (frecuente en la Tarraconense, pero no en la Bética donde suele preferirse D.M.S.) como el nomen del fallecido son extraños en Córdoba. Se han documentado diversos epígrafes con el nomen Docquirius en Igaeditania o Egitania (Idanha a Velha, Portugal), donde curiosamente se sitúa también el núcleo de una serie de hallazgos de monumentos funerarios en forma de altar de este tipo (J. Beltrán Fortes, 1990: 198; J. Beltrán Fortes, L. Baena, 1996: 108). Según la inscripción, C. Docquirius era natural de Aquae Flaviae (Actual localidad de Chaves, N. de Portugal), pertenecía al orden ecuestre y era «patrono» de la Provincia Hispana Citerior, un cargo escasamente documentado. A. Marcos fecha la inscripción entre la segunda mitad del siglo II y la primera mitad del siglo III d. C. En cualquier caso resulta interesante la mención a la ciudad natal del 55 En opinión de A. Marcos (1984-1985: 72) tanto los fragmentos de lápida como algunos materiales de tipo arquitectónico podían datarse en época visigoda: «El lugar del hallazgo, un solar entre la calle Teniente General Barroso y calle Previsión, a unos 500 m. al S.O. del punto más próximo de la muralla romana de Córdoba, pertenece sin duda a una zona funeraria romana, alterada ya seguramente en época visigoda pues de ese solar proceden epígrafes funerarios de tiempos visigodos (...) y alguna pieza arquitectónica, como una columnita decorada, de la misma época, tal vez indicando la existencia aquí de una basílica funeraria de los siglos VI y VII a extramuros de la ciudad, posteriormente a su vez destruida». No obstante, I. Martín Urdíroz (2002b: 70), tras consultar el informe y la documentación gráfica entregada a mediados de los años ochenta por A. Ibáñez a la Delegación Provincial de Cultura, considera que los fragmentos de cornisas, fustes y mármoles de distintas clases encontrados en el mencionado solar «con mucha probabilidad pertenecieron a monumentos funerarios romanos». 56 La inscripción debe ser desarrollada como sigue, según A. Marcos (1984-1985: 69): «D(is) M(anibus)/ C(aii) Docqviri/ Flacci/ Aqu(is) Fl(avis), e(gregi) v(iri)./ Patrono prov(inciae) H(ispaniae) c(iteriori), Annae/us Vernacu/lus, cliens/ et Iulius P(h)os/phorus, liber/tus».

Anejos de AEspA XLIII

fallecido y la utilización de una variante «regional» de una clase de monumento acorde con dicho origen, aunque desde luego tampoco era desconocido en Corduba, como demuestran los fragmentos tallados del Paseo de la Victoria o la calle Adarve, o en otras ciudades romanas de Hispania. A. U. Stylow recopiló a mediados de los años noventa el conjunto de inscripciones aparecidas en este solar (CIL II2/7, 249, 321, 401, 437, 440, 464, 480, 495, 577, 589, 621, 649, 661, 669, 679, 682, 683, 684, 687, 689, 690, 691, 692), que en la mayoría de los casos pasaron a manos de coleccionistas privados. Dichos epígrafes se sitúan dentro de un amplísimo marco cronológico, que va desde el s. I d. C. hasta el s. VII d. C., aunque las piezas de los siglos VI-VII d. C. forman el conjunto más importante. La producción de sarcófagos de plomo también tuvo lugar durante un dilatado período de tiempo, y, generalmente en el caso de Córdoba –donde muy posiblemente existió un taller local–, pueden situarse entre finales del s. II d. C. y finales del s. IV d. C. (I. Martín Urdíroz, 2002a: 321; 200b: 165-174), aunque recientes descubrimientos han puesto de manifiesto que este tipo de contenedores comenzaron a ser producidos al menos desde la segunda mitad del s. I d. C. (M. E. Salinas 2003: 34; C. Gialanella, V. Di Giovanni 2001: 166-167). e. Vía que parte de la Puerta de Sevilla (Abejorreras) (Área occidental) e.I.

Avenida del Corregidor (Fig. 106/23)

Recientemente, unas obras públicas realizadas en la Avenida del Corregidor pusieron en peligro diversos restos arqueológicos de la necrópolis oriental. La excavación realizada con este motivo permitió documentar 75 enterramientos de cremación e inhumación. El hallazgo de estos últimos en el contexto de una intervención arqueológica adquiere especial importancia, pues, aunque aún permanecen inéditos, en un artículo en el que se describen distintos aspectos rituales de algunos de los sepulcros de la necrópolis, se menciona que un conjunto de estas inhumaciones depositadas en simples fosas pueden ser datadas en época augustea (S. Vargas, M I. Gutiérrez Deza, 2004: nota 18). Las autoras de este estudio muestran algunas reservas respecto al encuadre cronológico de otras cinco inhumaciones encontradas también durante las labores de supervisión de las obras, para las que sugieren una posible datación en época tardoantigua porque no ofrecieron materiales asociados a ellas (S. Vargas, M I. Gutiérrez Deza, 2004: nota 3).

Anejos de AEspA XLIII

CORDVBA / COLONIA PATRICIA (CÓRDOBA)

Hasta el momento, se ha dado a conocer un grupo de cremaciones halladas durante la intervención (Tumbas nº 1, 9, 10, 12 y 16) que se pueden situar entre mediados del s. I d. C. y la segunda mitad del s. II d. C. Cabe destacar el hallazgo de una estructura cuadrangular de sillares en la que se fue alternando, según las autoras, el sepelio de urnas cinerarias (tumbas 12 y 16) con el uso de la pequeña construcción como ustrinum. Como alternativa, podría proponerse la posibilidad de que el recinto cuadrangular de sillares hubiese funcionado como ustrinum excepto en el caso del último ‘depósito’ de restos de carácter funerario que se realiza en el lugar, correspondiente a la tumba 16. La morfología y el tamaño de la estructura, 2,60 m por 2,37 m., parecen reafirmar este hecho, así como la constatación de que la primera urna enterrada junto a los muros de la edificación (T. 12) no contenía restos funerarios. S. Vargas y M I. Gutiérrez Deza destacan, además, la particularidad de que este recipiente no pueda asociarse a ningún tipo de cerámica común (como suele suceder en el caso de los contenedores cinerarios), sino que responde a la morfología de un vaso de paredes finas Mayet XXI, aunque presenta un tamaño superior al del tipo original. Si bien ambas autoras interpretan la tumba como un cenotafio o quizá como la urna cineraria de un individuo infantil del que no habrían quedados restos, no se puede descartar que el enterramiento del mencionado recipiente estuviese relacionado con algún tipo de ceremonia de fundación o purificación del espacio donde se iban a quemar los cuerpos de los difuntos. A continuación, se constata la utilización de la estructura que contenía la tumba 12 como ustrinum durante los primeros cincuenta años del s. II d. C., a través de inicios como potentes estratos de cenizas, en los que se hallaron restos de los ungüentarios que se habían arrojado a la pira, 128 clavos que debieron de formar parte de lechos funerarios y cuatro monedas, así como restos de la acción del fuego en los propios sillares de la estructura cuadrangular57. Finalmente la estructura queda sellada con una cremación en urna (T. 16) fechada, de manera amplia, en el s. II d. C. Respecto al ustrinum, parece lógico pensar que, si se hubiese procedido a depositar un enterramiento (T. 12), la estructura debería haber quedado ‘inutilizada’ ritualmente para realizar más cremaciones, como de hecho sucedería unas generaciones más tarde tras producirse el sepelio de la urna correspondiente a la tumba 16.

Esta estructura repleta de cenizas podría ponerse en relación, en cualquier caso, con los ustrina circulares58, fabricados también con sillares, encontrados en el Camino Viejo de Almodóvar, la calle Ollerías 14 (Fig. 106/2) y el Paseo de la Victoria (Fig. 106/ 14). Recordemos que la estructura circular hallada en este último emplazamiento (‘monumentalizada’ con la construcción de un imponente mausoleo circular), medía 2,5 m de diámetro y contaba, además, con una cimentación de mampostería y guijarros similar a la que se puede observar en las fotos publicadas de la estructura de la Avenida del Corregidor (S. Vargas, M I. Gutiérrez Deza, 2004: lámina I, nivel inferior del área excavada, situado en la parte baja de la imagen, a la derecha). Durante esta intervención fueron halladas también otras dos tumbas pertenecientes a una fase posterior de la necrópolis, fechada ya en la segunda mitad del s. II d. C.: un bustum en fosa revestida de mampuesto acompañado de ocho terracotas funerarias (varios bustos femeninos sobre peana y un representación de una Venus ‘púdica’), quizá el sepulcro de un immaturus (T. 1); y el bustum de un individuo de corta edad que descansaba en el interior de una fosa rectangular revestida de ladrillos que habían sido estucados en la parte superior (T. 9) (S. Vargas, M I. Gutiérrez Deza, 2004; S. Vargas, M I. Gutiérrez Deza, 2006).

57 Se me escapa la relación estratigráfica de las tumbas 12, 10 y 16, aunque supongo, por las fotografías publicadas que la tumba 10 (un bustum cubierto por tegulae a doble vertiente con conducto para la profusio y fechado en el último cuarto del s. I d. C.) no se superponía a la tumba 12.

e.II.

295

Tumbas de inhumación de la zona del Cementerio de Nuestra Señora de la Salud (Fig. 106/24)

Tenemos noticia de la aparición de un conjunto de tumbas de difícil datación a principios del siglo XX en el Cementerio de Nuestra Señora de la Salud. E. Romero de Torres, que nos da cuenta del hallazgo, describe «una extensa línea de enterramientos, los cuales la mayor parte habían sido ya destrozados» (E. Romero de Torres, 1909: 489) (Fig. 137). Estos sepulcros consistían en sarcófagos formados por dos grandes losas de piedra en posición vertical cubiertas por una tercera en posición horizontal que sellaba el conjunto, protegiendo una inhumación normalmente desprovista de ajuar. La separación entre unas y otras rondaba los dos metros, aunque la distancia era mayor en algunos casos, mientras que en otros aparecían unidas de dos en dos. Todas se encontraban orientadas hacia oriente y, al parecer, bajo una «solería hecha de gruesos adobes á la altura de 2 m por cima de las sepulturas» (E. Romero de Torres, 1909: 490). Las juntas de los sillares 58 Sobre las variaciones tipológicas de los ustrina en el mundo romano puede consultarse M. Polfer, (2000).

296

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solamente se han hallado los esqueletos y alguna que otra ampolla de vidrio» (E. Romero de Torres, 1909: 494). Aunque indudablemente no se puede descartar que estos enterramientos pertenezcan a época tardorromana una datación a priori en esta etapa queda dificultada por la carencia de datos sobre su contexto arqueológico y los materiales asociados, el hallazgo de inhumaciones de época cada vez más temprana en diversos yacimientos hispanos, la presencia de ungüentarios de vidrio acompañado a algunos individuos y la amplia perduración de distintos tipos de tumbas de sillares. Fig. 137: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Inhumaciones en sarcófagos de piedra del Cementerio de Nuestra Señora de la Salud (según E. Romero de Torres, 1909: 490).

habían sido selladas con argamasa y trozos de ladrillo, mientras que los cadáveres descansaban sobre una lechada de hormigón. En algunos casos la losa vertical de la cabecera había sido sustituida por una «ancha teja de barro cocido». Excepcionalmente se había depositado junto algún individuo «un anforilla de vidrio ó ampolla que mide 25 cm de altura y 0,05 de ancho en su parte esférica, por bajo de la cual va disminuyendo en largo y ancho apéndice» (E. Romero de Torres, 1909: 491). E. Romero de Torres recoge, asimismo, el hallazgo de otros sepulcros de inhumación (dos sarcófagos antropomorfos y tumbas cubiertas por mármoles reutilizados) en la zona del cementerio que parecen poder situarse en época tardía. Si bien el autor se cuestiona la fecha que se debe otorgar a las tumbas fabricadas con sillares, finalmente se decanta por una datación en época visigoda: «Tienen sus sepulcros, á simple vista, mucha semejanza con las tumbas fenicias de Cádiz, halladas en Punta de la Vaca. Su sistema de construcción parece el mismo y están orientados en la misma dirección; pero los lúpulos gaditanos son mayores y más arcaicos. Se componen de doce grandes sillares ligeramente desbastados y superpuestos sólidamente, pero sin mezcla ni argamasa entre sus juntas, y el fondo no es de hormigón, sino de piedra. Tampoco en ellos se empleó el ladrillo ni las tejas de barro cocido, como en los descubiertos últimamente. Y aunque había otros en aquella necrópolis fenicia de sillares más delgados y no tan sólidos como los primeros, estaban labrados para formar en el pavimento del nicho una figura determinada y sus paredes interiores aparecían revestidas de estuco, circunstancias que tampoco concurren en los de Córdoba. Además, no estaban rellenos de tierra cernida, habiéndose encontrado al lado de los cadáveres, gran número de objetos, como idolillos, armas, utensilios y joyas, mientras que en los de ahora

e.III.

Tumbas prerromanas a poniente del Parque Cruz Conde (Fig. 106/25)

Recientemente J. F. Murillo ha puesto en conocimiento público la existencia de una serie de materiales asociables a una necrópolis de incineración en uso entre los siglos VII-II a. C. y situada a poniente del Parque Cruz Conde. Un grupo de sepulturas de esta necrópolis fueron expoliadas a comienzos de la década de los noventa del s. XX, siendo repartidos los materiales que fueron extraídos entre distintas colecciones privadas, que están siendo objeto de un estudio en fase de preparación por dicho investigador. Como avance se han publicado, sin embargo, los materiales de una tumba de incineración en hoyo (Fig. 138) que contenía una urna cineraria globular con decoración a bandas, un plato-tapadera y un recipiente vertedor (lagynos) clasificable dentro de la serie M5422/Lamb. 59 de cronología tardorrepublicana (210-190 a. C.) y bastante frecuente dentro del la vajilla de campaniense A que suele aparecer en Hispania (J. F. Murillo, J. L. Jiménez Salvador, 2002: 186, F. Salas, 2003: 293).

Fig. 138: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Ajuar de una tumba republicana procedente del Parque Cruz Conde (J. F. Murillo, J. L. Jiménez Salvador, 2002: 186)

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CORDVBA / COLONIA PATRICIA (CÓRDOBA)

El interés de esta sepultura y de la necrópolis de la que procede es enorme. Por un lado, se inscribe en un momento mal conocido pero de vital importancia para el análisis del proceso de ‘romanización’, documentando, precisamente, los primeros años del asentamiento romano en convivencia con la ciudad indígena. Por otro lado, enterramientos como éste son un ejemplo de los precedentes cronológicos inmediatos de los que se han podido recuperar otras áreas funerarias situadas en la zona occidental del núcleo romano, como el Camino Viejo de Almodóvar. A la vez, permite situar, aunque sólo de manera muy aproximada a la espera de la publicación definitiva del análisis de los materiales, al menos una de las necrópolis prerromanas de Corduba, que permanecen inexploradas hasta el momento, a pesar de los grandes avances en nuestros conocimientos sobre el mundo funerario de la ciudad. No se puede descartar, sin embargo, que otros núcleos de enterramiento pertenecientes al mismo período se encuentren aún ‘atrapados’ bajo la construcción de nuevas edificaciones al sur de la vieja ciudad republicana durante época augustea (D. Vaquerizo, coord. 2001a: 128) o que otras sepulturas de la época más antigua de la ciudad se puedan ubicar al otro lado del río, en la zona del Campo de la Verdad (J. F. Murillo, D. Vaquerizo, 1996: 39). Este descubrimiento contribuye además a esclarecer el debate sobre la supuesta inexistencia de necrópolis turdetanas, demostrando, de confirmarse, que asentamientos de la importancia de la Colina de los Quemados contaron con cementerios que estuvieron en uso durante dilatados períodos de tiempo, y que, al menos a finales del s. III a. C. o principios del siglo II a. C. practicaban un rito de enterramiento con paralelos en el mundo ibérico59.

Conocemos muy pocos datos sobre la necrópolis situada al sur del asentamiento romano. Es posible, como señala D. Vaquerizo (coord., 2001a: 128), que algunos de los enterramientos más antiguos de la ciudad correspondientes a época republicana que aún no han sido hallados pudiesen encontrarse precisamente en este sector, aunque soterrados por la ampliación de la ciudad hasta el río en época augustea. Los escasos trabajos arqueológicos realizados en la

zona –declarada Patrimonio de la Humanidad– y el hecho de que en la gran mayoría de las ocasiones las excavaciones no hayan alcanzado la cota del terreno natural, sino que se han atenido a los límites impuestos a las «intervenciones de urgencia», podría explicar, asimismo, la escasez de información al respecto. En la zona situada entre los altos de Santa Ana y el Guadalquivir han sido halladas una serie de inscripciones reutilizadas a menudo en construcciones posteriores, como la Mezquita, y por lo tanto descontextualizadas. La mayoría de los descubrimientos proceden de la margen izquierda del Guadalquivir, de la zona conocida como Campo de la Verdad. Algunos eruditos de finales del s. XVIII como B. Sánchez de Feria, situaban en el Campo de la Verdad y la dehesa del Arenal las fosas comunes de los mendigos y convictos de época romana: «las soberbias crecientes han descubierto en aquel sitio los innumerables huesos de los Putículos, ó Carneros de los difuntos, según la costumbre de enterrar los romanos; yo los he visto y reconocido, he manejado varias canillas y cráneos muy desechos unos encima de otros; prueba clarisima de ser aquel el osario comun, pues no hay sepulcros labrados; y del mismo modo se extiende aquel sitio desde la subida del camino de Montilla, y hasta el de Cadiz, pues por el sitio del Arroyo de la Miel el mismo canino robado por las aguas he visto descubiertos muchisimos huesos del modo referido» (B. Sánchez de Feria, 1772: 120)60. S. Santos Gener menciona el hallazgo de «sepulcros lujosos» de plomo, en la misma zona, y cercanos al cementerio musulmán descubierto en el lugar conocido como «Venta de Cuevas» aunque destaca también con cierta sorpresa que los resultados de sus pesquisas en la zona fueron abrumadoramente negativos (S. Santos Gener, 1955: 9). A. Ibáñez añade a este conjunto de referencias a descubrimientos un tanto inconexos dos epígrafes funerarios procedentes del Campo de la Verdad y del Arrabal de Tercios, en la carretera de Sevilla (A. Ibáñez, 1983: 381). Asimismo, en su reciente estudio sobre las terracotas funerarias de las necrópolis de Córdoba, D. Vaquerizo incluye un busto femenino procedente del Campo de la Verdad que se podría situar por el estilo del peinado de la figura a mediados del siglo II d. C. Hasta el momento ésta es la única pieza de este tipo encontrada en la necrópolis meridional (S. Santos Gener, 1960: 146, D. Vaquerizo, 2004a: 64).

Para una exposición más detallada de este problema con la bibliografía relevante, ver páginas 73-74 y 140-145.

60 Citado en A. Ibáñez (1983: 381), que pone en duda que los abundantes restos humanos puestos al descubierto por el río deban ser necesariamente de época romana.

C.

ÁREA

a.

Item ab Hispali Cordubam (Área meridional)

59

MERIDIONAL

297

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Fig. 139: Colonia Patricia. Necrópolis meridional. Propuesta de restitución del monumento decorado con erotes girnaldóforos (tomado de D. Vaquerizo, 2002b: fig. 24).

a.I. Monumento con erotes guirnaldóforos (Campo de la Verdad) (Fig. 106/26) A finales de los años cuarenta, S. Santos Gener (1948: 90-91, lám. XXVIII, 1 y 2) excavó un recinto funerario que contenía un sarcófago de plomo y una pareja de lastras de piedra esculpida, en el cruce de la carretera de Espejo con la de Sevilla, en el

Campo de la Verdad. Ambas piezas mostraban el mismo motivo, parte del cuerpo de un erote que sostenía una guirnalda con la mano izquierda y lo que podría ser la cista mystica61 en la derecha. Sin em61 Una cista de características similares parece portar una escultura funeraria procedente de las inmediaciones de Alcolea del Río (Sevilla) que podría representar a una bacante (J. Beltrán Fortes, 2006: 254-255).

Anejos de AEspA XLIII

bargo, el grosor de ambas placas difiere en unos centímetros (13 cm frente a 17 cm), lo que permite sospechar que nos encontramos ante dos relieves distintos de un monumento y no ante dos fragmentos del mismo friso (D. Vaquerizo, 2001b: 149). D. Vaquerizo propone una restitución ideal del enterramiento como un monumento de varios pisos construido con opus quadratum y argumenta que cuando el cuerpo inferior de esta clase de tumbas aparece decorado con guirnaldas estuvieron frecuentemente rematados por un segundo elemento de tipo turriforme (D. Vaquerizo 2001b: 149) (Fig. 139). Según el mismo investigador el sepulcro, de características similares a otros monumentos del Alto Guadalquivir, pero de mayores dimensiones, pudo haber alcanzado los 3,40 m de lado y los 4 ó 5 m de altura con el primer cuerpo. Es difícil establecer qué tipo de relación existió entre el ataúd de plomo depositado en cista de ladrillo encontrado en un recinto de tipología sin identificar, para el que S. de los Santos Gener propuso una datación en el siglo IV (I. Martín Urdíroz, 2002b: 73) y los relieves que ahora nos ocupan. Basándose en aspectos de carácter estilístico, C. Márquez (1998: 98; 2002: 225) sugiere situar las piezas en época flavia y D. Vaquerizo señala como mejores paralelos piezas talladas en el último cuarto del s. I d. C. Si ello fuese así, nos encontraríamos ante un nuevo ejemplo de reutilización de un relieve altoimperial en una tumba de época tardía, similar al de la lastra con guirnalda hallada en la c/ Abderramán III (D. Vaquerizo, 2001a: 128; D. Vaquerizo, 2001b: 150).

CORDVBA / COLONIA PATRICIA (CÓRDOBA)

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Fig. 140: Colonia Patricia. Necrópolis oriental. Relieve con dos hombres recolectando frutos (según D. Vaquerizo, 2001a: 215).

a. Alio itinere a Corduba Castulone

bién en el tramo oriental de la muralla, aunque en su extremo más meridional, se ubicaba una vía que tenían su origen en la denominada Puerta Piscatoria. Distintas intervenciones urbanas realizadas hasta la fecha han puesto de manifiesto la temprana utilización de esta zona con fines no sólo funerarios, como documentarían los restos de un acotado funerario de época altoimperial hallado en la C/ San Pablo 17 (Fig. 106/28) (E. Ruiz, 2000, D. Vaquerizo, 2002c: 195-196), el torso de bronce de un personaje togado de la C/ Diario de Córdoba62 (Fig. 106/27) y el relieve con una escena de recolección de frutos de la Plza. de Santa Isabel63 (Figs. 106/29 y 140), sino tam-

Al este de la ciudad se situaba la denominada Via Augusta (Alio Itinere a Corduba Castulone) que, partiendo de la Puerta de Hierro, comunicaba Córdoba con las ciudades más importantes de la costa mediterránea y con la misma Roma. El carácter monumental de la entrada a la ciudad por esta vía, flanqueada por el templo de la C/ Claudio Marcelo y por el circo de la C/ San Pablo, debió de propiciar la ubicación a lo largo del camino de diversos monumentos y recintos funerarios, que pueden encontrarse hoy parcialmente enmascarados por construcciones de época hispanomusulmana o incluso romana, como sucede en el caso de la cupa solida reutilizada junto con otros materiales de carácter funerario en los muros de refuerzo que soportaban la plaza del foro provincial en época tardía (D. Vaquerizo, 2006: 336). Tam-

62 El fragmento escultura se recuperó en las inmediaciones de una zona donde en los años cincuenta del siglo XX se desenterraron una serie de inhumaciones (S. Santos Gener, 1950a: 57; I. Martín Urdíroz, 2002b: 77). Aunque no puede afirmarse que esta pieza fuese utilizada en contexto funerario debido a la falta de información sobre el hallazgo, tampoco puede descartarse por completo, si se considera que la concesión de una estatua era uno de los honores funerarios que podían recibir los ciudadanos y la nueva valoración de numerosos pedestales de estatuas (que antes se asignaban a espacios públicos), desde un óptica funeraria en los últimos años (D. Vaquerizo, 1996: 208; A. U. Stylow, 2002: 358). 63 La pieza puede ponerse en conexión con todo un conjunto de representaciones de escenas del ambiente de trabajo distintos monumentos funerarios que alcanzan gran popularidad en las provincias entre los siglos II y III, dentro de la tendencia a simbolizar la virtud personal a través del trabajo y la vida privada en contraste con el énfasis en el prestigio público y militar de los monumentos de la República (D. Vaquerizo, 1996: 204; H. von Hesberg, 1994: 244). El relieve debería incluirse también en el grupo de lastras talladas

D.

ÁREA

ORIENTAL

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bién domésticos e industriales (alfares, vertederos de tierras y cerámicas), si bien en los años finales del imperio estos terrenos recuperarán un carácter fundamentalmente funerario como demuestra la presencia de sarcófagos de mármol, plomo y otros enterramientos realizados en época tardía (D. Vaquerizo, 2001a: 126). a.I.

C/ Realejo 1 (Fig. 106/30)

Al parecer nos encontramos en este caso ante un recinto de forma cuadrangular que al menos alcanzó unas medidas de 3 x 6 metros y del que se conservaban los cimientos realizados a base de ripios y cantos rodados y una hilada del alzado formada por sillares de calcarenita trabados a hueso (Fig. 141). En el relleno de la fosa de cimentación de esta estructura fechada a finales de época julio-claudia se recogieron fragmentos de cerámica de tradición indígena (E. Ruiz, 2000: 33). Los lados norte y este del recinto no presentaban una hilada continua de sillares como es habitual en este tipo de estructuras, sino bloques de piedra que alternaban con espacios vacíos. De acuerdo con D. Vaquerizo, quizá puedan interpretarse estas piedras talladas como bases destinadas a la colocación de altares, cipos o estelas, o mejor aún, como «mojones» unidos mediante elementos perecederos como

Fig. 141: Colonia Patricia. Necrópolis oriental. Recinto funerario de la c/ Realejo situado junto a una cloaca que corría casi paralela a él (según D. Vaquerizo, 2002c: fig. 9).

con este tipo de temática que han sido adscritas a monumentos funerarios de la Bética, como el caso del relieve de los mineros de Linares (Jaén) (P. Rodríguez Oliva, 2001).

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traviesas de madera64. Este tipo de cercados aparecen en Roma en el siglo II a. C., alcanzando su momento de mayor popularidad durante el s. I a. C., para comenzar a ser construidos en obra –como muretes de baja altura sin decoración– ya en época de Augusto (D. Vaquerizo, 2002c: 170). En el interior del acotado de la c/ Realejo se encontraron huellas de una cremación, quizá un bustum, dentro de un espacio delimitado por cantos rodados, si bien por el momento los únicos restos óseos identificados pertenecen a un animal (D. Vaquerizo 2002c: 196, nota 123). Junto a estos materiales se recuperó un abundante ajuar que incluía algunas piezas cerámicas fechadas en el tercer cuarto del s. I d. C.65 Según D. Vaquerizo (2002c: 197) este recinto orientaba una de sus fachada a una calle secundaria, perpendicular a la via Augusta. a.II.

San Lorenzo (Fig. 106/31)

Un poco más allá de la C/ Realejo en la zona de San Lorenzo se encontraron los restos de un sema funerario de tipología típicamente romana. Se trataba de una proa de nave que debió pertenecer a un monumento funerario rostrado, aunque estas representaciones, que servían en ocasiones para recordar determinadas victorias navales, no son exclusivas de dicha clase de edificaciones: la tribuna del foro fue adornada en época republicana con los espolones de las naves arrebatadas a los anziatos tras su derrota y también fueron utilizadas como símbolo en algunas acuñaciones (J. Arce, 2000: 60). A. Blanco (1970: 111) señala que este tipo de sepulcro fue característico de época tardorrepublicana y altoimperial, como demuestran proas similares conservadas en Aquileya, Cirene u Ostia Antigua, así como los aspectos que permiten relacionar la cabeza del animal que remata el proembolium con los leones guardianes de tumbas de la estatuaria ibérica. Si aceptamos, efectivamente, esta interpretación ico64 Si los mencionados bloques pétreos no presentasen ningún tipo de oquedad para insertar las traviesas, podría pensarse también en la posibilidad de una estructura construida siguiendo la técnica del opus Africanum que quizás habría perdido el ‘material de relleno’ que se solía situar entre los bloques tallados (com. per. M. Bendala 1/03/05). 65 Podemos conocer la clasificación propuesta de estos materiales por el responsable de la intervención gracias a la cita literal que proporciona D. Vaquerizo del informe entregado a la Delegación Provincial sobre la misma: «dos formas de pátera ‘Tipo II’ y tres copas ‘Tipo I’, estas últimas completas de cerámica ‘Bética de Imitación Tipo Peñaflor’, además de formas en ‘t.s.g.’ (Drag 18 / 19)’ que parecen delimitar un marco cronológico nítido, en torno al 40 / 70 d. C.», (D. Vaquerizo 2002c: 196 nota 125).

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nográfica, podríamos encontrarnos ante un nuevo ejemplo de sincretismo dentro del mundo funerario de Colonia Patricia. Aunque el tipo monumental puede considerarse típicamente ‘romano’, no se ha renunciado a la inclusión de símbolos que entroncan con el mundo funerario ibérico. Otros investigadores, como D. Vaquerizo, prefieren ver en esta escultura la representación de un jabalí, con honda significación funeraria tanto en contextos indígenas como en el ámbito latino. De acuerdo con este autor, la cabeza de jabalí podría haber sido incluso un emblema heráldico o gentilicio de la familia del comitente, quizá un individuo relacionado de alguna manera con el ejército o la mar, fallecido en Córdoba durante la primera mitad del s. I d. C. (D. Vaquerizo en D. Vaquerizo, 1996: 211).

dación de la ciudad romana. También A. Marcos Pous realizó diversas intervenciones a escasa distancia del sondeo estratigráfico de 1966. Los resultados publicados en 1978 por este investigador no aportan, sin embargo, elementos de interés para el problema de la interrelación entre el asentamiento indígena y la ciudad romana. El «seguimiento» de distintas obras en el radio de un kilómetro en torno al sondeo estratigráfico de mediados de los sesenta del siglo XX, sí le permitió confirmar la gran extensión –«insospechada», según el autor, hasta el momento– del oppidum prerromano, el hallazgo de muros, bolsas de cenizas así como de «la mayoría de las variedades cerámicas halladas en la estratigrafía de Luzón y Ruiz Mata» (A. Marcos, 1978: 420). En 1992 J. F. Murillo llevó a cabo nuevas excavaciones en la zona meridional del Parque Cruz Conde (Teatro de la Axerquía) gracias a las cuales se pudieron conocer datos que modificaron algunas de las interpretaciones obtenidas a partir de los materiales recuperados con anterioridad. En primer lugar, se pudo constatar la existencia de una fase de ocupación calcolítica, de la que se tenían únicamente ciertos indicios, a partir de materiales recogidos en prospecciones superficiales. Pero también, por primera vez, se encontraron niveles arqueológicos (Fase VIII, Sector W, Corte I) que señalaban una ocupación del asentamiento hasta finales del siglo II a. C. y posiblemente principios del s. I a. C. (J. F. Murillo, 1995: 196). Con ello quedaba demostrado que la ciudad «turdetana» no fue abandonada tras la creación del núcleo romano junto al Guadalquivir, como la estratigrafía publicada por J. M Luzón y D. Ruiz Mata parecía indicar. De hecho, una de las características más destacables del yacimiento situado en el Parque Cruz Conde, podría ser la ausencia de hiatus significativos en los estratos antrópicos documentados en el lugar a lo largo de casi tres mil años, si bien no se puede defender con seguridad (a partir, únicamente, de la presencia de cerámicas) la existencia de un núcleo habitado sin interrupción durante todo este período. Según las últimas investigaciones, los restos más antiguos encontrados en la zona del Parque Cruz Conde (Colina de los Quemados) y también al otro lado del río, en la Parroquia de Jesús Divino Obrero, parecen remontarse a un momento impreciso del Calcolítico, en el III milenio a. C. A partir de entonces, según J. F. Murillo, se ha podido comprobar la continuidad en la ocupación del yacimiento a lo largo del II milenio, aunque quizá no se han valorado suficientemente los datos que los hallazgos arqueológicos aportan sobre la cesura o renovación cultural, incluso en asentamientos ocupados de antiguo, que su-

3.

EL ORIGEN DE LA CIUDAD DE CÓRDOBA Y LA ‘ROMANIZACIÓN’ A PARTIR DEL ESTUDIO DE SUS NECRÓPOLIS

A. EL

PROBLEMA DE LA FUNDACIÓN

El análisis de las necrópolis romanas de Córdoba y de su evolución diacrónica está indisolublemente unido al estudio de los propios orígenes de la ciudad. La ubicación exacta del poblado prerromano no se conocía con exactitud hasta las excavaciones de principios de los años sesenta del s. XX de Bernier y Fortea en la Colina de los Quemados (Parque Cruz Conde), aunque las especulaciones sobre el tema habían sido numerosas hasta la fecha (Fig. 142). Ya en el s. XVI Ambrosio de Morales defendió la idea de la existencia de un poblado prerromano situado al sureste de los Altos de Santa Ana, teoría en parte retomada a mediados de los años cincuenta del siglo XX por S. Santos Gener (1955: fig. 17), apoyada en lo que parecían ser evidencias de carácter arqueológico, como un supuesto muro en dirección Este-Oeste encontrado en la c/ Maese Luis y una ‘terracota ibérica’ localizada en el cruce de la calle del Potro con el Paseo de la Ribera66. Unos años más tarde, en 1966, Luzón y Ruiz Mata realizaron un nuevo sondeo estratigráfico en la Colina de los Quemados (J. M Luzón, D. Ruiz Mata, 1973). Los niveles más tardíos documentados en aquella ocasión parecían remontarse al s. III o principios del s. II a. C., lo que dio pie a toda una serie de hipótesis sobre un posible abandono del núcleo indígena de manera coetánea a la fun66 Para una revisión historiográfica de las distintas teorías sobre la ubicación del núcleo prerromano de Córdoba desde el siglo XVI hasta nuestros días, ver J. M. Murillo, D. Vaquerizo (1996: 37-38) y A. Marcos (1978: 416).

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Fig. 142: Mapa de la Corduba republicana. Abajo, a la izquierda, el asentamiento ‘turdetano’ de la Colina de los Quemados (Parque Cruz Conde); arriba, a la derecha, el núcleo ‘romano’ fundado por Claudio Marcelo. Siglos III-II a. C. (según J. Carrillo et al., 1999: fig. 1).

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puso el Bronce Final en la Baja Andalucía y su relación con la génesis de la estructura urbana en la Península (M. Bendala, 1986: 531, M Bendala, 1989; M Bendala, 2003: 19). En el siglo VIII a. C. el asentamiento puede considerarse ya un núcleo urbano con una extensión de unas 50 hectáreas67, que enlaza, sin cortes bruscos, con el poblado del ibérico pleno e ibérico tardío (J. F. Murillo, 1995; J. F. Murillo, D. Vaquerizo, 1996: 39-40; J. R. Carrillo et al., 1999: 38-39). El análisis de los niveles pertenecientes a los siglos III, y II a. C. podría ser crucial para esclarecer el proceso de interacción entre la población ibérica y los primeros colonos romanos. Se ha podido constatar la continuidad entre el poblado del ibérico pleno y el de los siglos IV-III a. C., ya que algunas estructuras de momentos precedentes se reconstruyen en esta segunda etapa y no se aprecian modificaciones importantes en el patrón de los materiales cerámicos (J. F. Murillo, D. Vaquerizo, 1996: 39). Sin embargo, se mantiene cierta indefinición sobre la primera mitad del siglo II a. C., precisamente el momento de fundación de la ciudad romana según las noticias transmitidas por las fuentes. A esta etapa podrían pertenecer los dos fragmentos de campaniense A encontrados en la U. E. 32 de estas excavaciones y la forma Lamb. 27C, hallada en la U. E. 24, que fue característica de mediados del s. II a. C. manteniéndose en los circuitos de comercialización de cerámica al menos hasta el 120 a. C. Precisamente, la asociación entre campaniense A y B en esta última unidad estratigráfica, permitiría hablar de la continuidad del hábitat prerromano durante la segunda mitad del s. II a. C. También se recuperaron fragmentos de campaniense B y B-oide, desgraciadamente en el interior de pozos negros y en unidades estratigráficas alteradas por construcciones de época califal, que pueden datarse en las primeras décadas del s. I a. C. No es menos significativo que directamente sobre estas últimas unidades estratigráficas se superpongan niveles identificables con los arrabales occidentales de la Córdoba de época califal (J. F. Murillo, 1995: 196; J. F. Murillo, D. Vaquerizo, 1996: 41-42). Aunque como hemos visto, si tenemos en cuenta las enormes dimensiones de la ciudad turdetana, no es impo-

sible que futuras excavaciones proporcionen nuevos datos que modifiquen las últimas fechas propuestas para el abandono del asentamiento. A la escasez de datos en lo que respecta a la ciudad de Córdoba, hay que añadir los problemas consustanciales al estudio de la cerámica campaniense en Andalucía. Hasta hace no mucho tiempo se consideraba que el interior del valle del Guadalquivir había quedado al margen de la distribución de cerámica campaniense A, lo que queda desmentido tras las últimas excavaciones en Córdoba, pero, aun así, apenas se pueden citar unos cuantos fragmentos más encontrados en la costa malagueña y en el poblado ibérico situado junto a Benahadux (Almería) (J. J. Ventura, 1996: 51-52). Para J. J. Ventura, estos recipientes y otros asociados a las producciones de campaniense B y B-oide68, habrían llegado con mucha probabilidad como parte de bagajes personales o a través de un comercio de carácter minoritario destinado a satisfacer a grupos de población ya familiarizados con el producto en su lugar de origen y, al menos en el caso de la campaniense A vinculada al entorno de las tropas romanas (J. J. Ventura, 2000: 186). En cualquier caso, estos datos parecen invalidar tanto aquellas hipótesis (en numerosas ocasiones basadas en las fechas de abandono del asentamiento ibérico proporcionadas por J. Bernier y J. Fortea) que situaban el poblado indígena junto al núcleo romano, al sureste de los Altos de Santa Ana y del Colegio de Santa Victoria, (S. Santos Gener, 1955: 69, fig. 17; A. Ibáñez 1983: 46-48, J. F. Rodríguez Neila, 1992b: 179), como las que defendían el abandono del núcleo ibérico de manera más o menos coetánea a la creación de la ciudad romana (A. Marcos, 1978: 416; J. R. Carrillo et al., 1995a: 32; J. R. Carrillo et al., 1999). De hecho, aunque la idea de que el origen de Córdoba estuvo en las canabae de un campamento legionario no es nueva69, en la actualidad parece exis-

67 La extensión que estos autores defienden para del núcleo urbano de época orientalizante es ciertamente importante, y quizá un tanto excesiva, sobre todo si tenemos en cuenta que la ciudad republicana –quizá el mayor asentamiento romano de la época– tenía una superficie de 42 hectáreas (D. Vaquerizo, 1996: 26). Lo más probable es que el espacio asignado al asentamiento de La Colina de los Quemados no estuviese ‘ocupado’ en toda su extensión. Este modelo de organización del hábitat protohistórico ha podido ser documentado en otras ciudades de la época como, por ejemplo, en Carmona (M. Bendala, 2002c: 588).

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68 Este autor nos recuerda que según los datos disponibles en la actualidad, no puede descartarse la llegada en un momento temprano, incluso algo anterior a mediados del s. II a. C., de Campaniense B y que las producciones de B-oide, no fueron tan tardías como se había asegurado en un principio, ya que algunos ejemplares pudieron empezar a ser importados desde mediados del s. II a. C. o incluso con anterioridad (J. J. Ventura, 1996: 54, J. J. Ventura, 2000: 186). 69 En el año 1900 E. Ruggiero la recogía ya en el Dizionario Epigrafico di Antichità Romana (p. 1280). R. C. Knapp descarta sin embargo la identificación de este campamento con el supuesto campamento romano establecido por L. Marcius en 206 a. C., del que no se conserva ninguna referencia en las fuentes escritas, y recuerda que en las primeras fases de la conquista los asentamientos legionarios estables fueron muy escasos. Aun así no descarta la posibilidad de la existencia de una base militar romana previa a la fundación de la ciudad (R. C. Knapp, 1983: 9).

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tir cierto consenso sobre su existencia en un momento previo al acto de fundación recogido en las fuentes clásicas70 (J. R. Carrillo et al., 1995a: 33; J. R. Carrillo, et al., 1999: 41; J. F. Murillo, D. Vaquerizo, 1996: 42; M Bendala, 1990: 33; J. F. Rodríguez Neila, 1992b: 186). Como distintos autores se han encargado de recordar, una característica común de los primeros asentamientos romanos en la Península es su origen como un establecimiento militar, o derivado de la presencia militar romana, situado junto a un núcleo indígena. Este sería el caso de ciudades como Emporiae, Tarraco, o Italica, y, muy posiblemente, de la propia ciudad de Corduba (J. F. Rodríguez Neila, 1992b: 178, J. F. Murillo y D. Vaquerizo 1996: 42, J. J. Ventura 1996: 56). En apoyo de la hipótesis de la existencia de este castellum o praesidium situado frente a la ciudad ibérica en un momento inmediatamente posterior al desembarco romano en la Península se pueden señalar las distintas alusiones a Córdoba como lugar de asentamiento temporal de las tropas en momentos tempranos de la conquista71, aspectos de carácter geoestratégico (lugar idóneo para controlar el paso del Guadalquivir, situación central dentro de la red de comunicaciones72 –antigua Via Heraclea–, control y puerto de embarque de los minerales de la sierra), la desproporcionada extensión de la ciudad en época republicana (que puede ser un indicio de su función como punto de acantonamiento de tropas) y el hallazgo en la ciudad de fragmentos cerámicos que se pueden situar en la segunda mitad del s. III a. C. y el primer tercio del s. II a. C. (J. F. Rodríguez Neila, 70 En contra A. U. Stylow (1996: 78-79). R. C. Knapp, en su estudio redactado a principios de los años ochenta del s. XX, cuando aún se desconocían muchos datos recientes sobre la arqueología de la ciudad, se mostraba asimismo reticente al respecto, aunque reconocía que la posibilidad no podía ser descartada por completo: «… permanent legionary bases were not normal at this period; arrangements varied from year to year according to the theaters and fortunes of war. Troops were billeted in various towns, not in a single camp, for the winter months. At best, the prefoundation Roman presence at Córdoba was limited to some resident Roman businessmen and, perhaps, a garrison such as that attested at Ilipa, a little downstream from the town» (R. C. Knapp, 1983: 9). 71 Polib. XXXV, 22; Sal., Hist., II, 20, 28; App., Ib., 6566; Cic., Pro Arch., 26; Bell. Hisp., IV, VI, XII. 72 Durante época republicana, Córdoba se encontraba situada exactamente en la intersección de las dos vías principales que cruzaban la Península, el «Camino de Aníbal» que unía Tarragona, Valencia y Córdoba y la vía que se dirigía desde Carteia hacia Castra Caecilia pasando por Munda y Corduba. Gracias a ello la ciudad se convirtió en un núcleo estratégico, tanto para controlar los territorios situados al sur del Guadalquivir, como para servir de base a los ejércitos que debían continuar las guerras de penetración hacia el interior de la Meseta, siendo elegida por esta razón como lugar para acantonar las tropas durante el invierno con cierta frecuencia, especialmente durante el s. I a. C. (P. Sillières, 2003).

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1976: 113, 1981: 115; M Bendala, 2003: 20; J. F. Murillo, J. L. Jiménez Salvador, 2002: 189; Hita et al., 1993, J. R. Carrillo et al., 1999: 42, nota 8, P. Sillières, 2003: 33). Desgraciadamente dichos ejemplares proceden de dos escombreras de Córdoba, en las que se habían depositado tierras de dos solares distintos de la ciudad: uno cuya ubicación se desconoce y otro para el que al menos es posible asegurar una posición en el interior del recinto romano. Tras el estudio de este conjunto de cerámica de barniz negro se establecieron los siguientes porcentajes: un 5% eran anteriores al s. II a. C., un 17% podían situarse en la primera mitad del siglo II a. C., un 39,5% en la segunda mitad del s. II a. C., un 13% en el s. II a. C.; un 7,5% en el s. II o I a. C., un 12% en la primera mitad del s. I a. C. y un 6% en el s. I a. C. Evidentemente, todos estos datos deben ser tomados con suma cautela y apenas se puede ir más allá de la sugerencia de que en el contexto del que fueron extraídos dichos materiales (por otro lado desconocidos) los niveles de la segunda mitad del siglo II a. C. eran los que estaban mejor representados. Posiblemente ni siquiera se puede sostener con propiedad que los fragmentos encontrados del s. III a. C. sean poco representativos, si tenemos en cuenta los escasísimos fragmentos de cerámica de barniz negro de este período que han sido hallados hasta la fecha en Andalucía Occidental. El bajo porcentaje de cerámica de barniz negro anterior al siglo II a. C. de esta muestra, puede ser una consecuencia, al menos en parte, del propio patrón de distribución comercial de este tipo de producciones en unas fechas y regiones determinadas (J. J. Ventura, 1996: 51). Posiblemente el elemento más interesente de los datos aportados en el artículo de J. M Hita et al. (1993) es la constatación de al menos 5 fragmentos de cerámica que los autores del trabajo aseguran deben fecharse en momentos anteriores al s. II a. C.73 y de 14 que pueden encuadrarse en la primera mitad del s. II a. C. No hay que olvidar que, curiosamente, al menos en el área excavada de la Corduba prerromana en 1992, las cerámicas de barniz negro parecen estar ausentes durante todo el s. III a. C. (J. F. Murillo 1995: 196, J. F. Murillo; J. L. Jiménez Salvador 2002: 184) y que, por otro lado, no se puede descartar totalmente, como sugieren J. R. Carrillo et al. (1999: 43, nota 8), que alguna de estas cerámicas no proceda de las necrópolis del asentamiento prerromano que aún no han sido ‘oficialmente’ halladas74. 73 Formas Morel 2234a 1, 2764a 1, 1324c 1, P321b 2, 7712. 74 Recordemos el avance publicado por J. F. Murillo y J. L. Rodríguez Salvador de un trabajo en preparación a cargo del primero de estos autores en el que se darán cuenta de

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También J. J. Ventura ha estudiado, por su parte, la cerámica de barniz negro procedente de las intervenciones arqueológicas de urgencia realizadas en dos solares de la zona central de la antigua ciudad republicana75, de las excavaciones del templo de la C/ Claudio Marcelo y aquellos conservados de antiguas excavaciones en el Museo Arqueológico Provincial de Córdoba, procedentes a su vez de la C/ Cruz Conde y del Camino Viejo de Almodóvar. Desafortunadamente, estos materiales no aportan una respuesta concluyente al problema de la fundación, más allá de la constatación de la inexistencia de fragmentos que se puedan adscribir a un horizonte «prerromano» (J. J. Ventura, 1992: 139), lo que permite descartar una vez más la existencia de niveles de ocupación de época «turdetana» en el solar de la ciudad romana, o al menos en aquellos lugares concretos de los que fueron extraídos dichos ejemplares. En este punto las dataciones obtenidas a través del estudio de la cerámica se corresponden con bastante exactitud con las fechas propuestas para la fundación romana a partir de los datos conservados en las fuentes antiguas. Según Estrabón (III, 2, 1), la ciudad fue ‘obra de Marcelo’, personaje que debe identificarse con Claudio Marcelo, el triple cónsul republicano que ostentó el cargo de pretor de ambas ‘Hispanias’ en los años 169-168 a. C. (Livio XLV, 4) y de legado proconsular de la Citerior en 152-151 a. C. (App., Iber. 48-49). Ninguno de los fragmentos de campaniense A estudiados por J. J. Ventura permiten una datación segura en un momento anterior al 169 a. C. sino que en conjunto se pueden inscribir de manera laxa en la primera mitad del siglo II a. C.76 En su artículo, este investigador recoge, sin embargo, un conjunto de ti-

pos cerámicos que podrían haber sido producidos antes de este momento, aunque la supervivencia de dichas formas a lo largo de varios decenios impide afirmar que nos encontremos ante recipientes que demuestren fehacientemente una ocupación del solar de la ciudad romana anterior a la fecha fundacional tradicional deducida del texto estraboniano. Por otro lado, algunos autores sugieren adelantar algo esta fecha a partir de los datos obtenidos en las últimas excavaciones urbanas, llevándolas hasta el primer cuarto del s. II a. C. o incluso finales del s. III a. C.77 (J. R. Carrillo et al., 1999: 42, nota 8, J. F. Murillo, J. L. Jiménez Salvador, 2002: 184). Algo similar sucede con los materiales que se pueden adscribir a la categoría de campaniense B. La fecha exacta de las primeras producciones de este tipo de cerámica se desconoce. Es posible que los primeros ejemplos se puedan situar en el primer cuarto avanzado del siglo II a. C. y, aunque raramente se encuentran fuera de la Península Itálica antes de esa misma centuria, J. J. Ventura sugiere la posibilidad de que llegasen a nuestro país un poco antes, lo que, en su opinión podría considerarse un «índice potencialmente relacionable con una teórica consolidación de un perfil netamente romano en Corduba desde un primer momento» (J. J. Ventura 1992: 147). El horizonte más antiguo encontrado en el contexto de excavaciones arqueológicas en el norte de la ciudad romana se remota al segundo cuarto del s. II a. C., y está asociado a construcciones de tipo doméstico de raigambre turdetana, cerámica de tradición indígena, importaciones de campaniense y de ánforas Dressel 1. (J. L. Serrano, J. L. Castillo, 1992; N. López Rey, 1995; J. A. Morena, 1991; I. López, J. A. Morena, 1996; J. F. Murillo, D. Vaquerizo, 1996: 45; J. R. Carrillo et al. 1995a: 32; J. Murillo y J. L. Jiménez Salvador, 2002: 184, 189-192). El hecho de que, hasta el momento, los niveles fechables en la primera mitad del s. II a. C. se hayan mostrado esquivos no es especialmente sorprendente según J. F. Murillo y D. Vaquerizo, que han llamado la atención sobre otros ejemplos como el de

toda una serie de materiales procedentes del comercio clandestino de antigüedades que demostrarían la existencia de una necrópolis en uso entre el s. VII a. C. y el s. II a. C. en Córdoba (J. F. Murillo, J. L. Jiménez Salvador, 2002: 186). 75 Solares de las calles San Álvaro y Alfonso XIII. 76 Entre las formas con posible datación anterior al 169 a. C. cabe citar la Lamboglia 33a que J. J. Ventura sitúa entre c. 220-150 a. C., corrigiendo la datación de Morel entre los años 220-190 a. C., la Serie F3421 de Morel (primera mitad no avanzada del s. II a. C.), Lamboglia 31 (anterior al 150 a. C.), Lamboglia 28 a-b (anterior al último cuarto del s. II a. C.), Lamboglia 33b (Fines s. III-200 a. C.), Lamboglia 25 o 27 a-b (s. II a. C.), Lamboglia 27B (200-50 a. C.), Lamboglia 36 (200-50 a. C.), posible Morel 68 b-c (fines s. III200 a. C.), Lamboglia 23 (se deja de producir a fines del primer cuarto del s. II a. C.) (J. J. Ventura 1992: 141-145; J. J. Ventura 1996: 53). Por otro lado, no han sido encontrados tipos que desaparecieron a principios del s. II a. C. (como las formas Lamboglia 45 y 59), ni otros que aparecen normalmente vinculados a los primeros horizontes con campaniense A (Lamboglia 42B y 49), aunque, como señala J. J. Ventura (1996: 52): «su frecuencia de hallazgo suele ser muy baja, por lo que la falta de ejemplares no resulta extraña ni mucho menos determinante...».

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77 En concreto, en la c/ Alfonso XIII 14-16, situada en las inmediaciones del templo de la c/ Claudio Marcelo, el foro colonial y el decumanus maximus, se recogieron fragmentos de las siguientes formas: Morel 2173 (fines del s. IV a fines del s. III a. C., característica de la segunda mitad de este último siglo), Morel 2212 (s. III a. C.) y un fragmento de cerámica calena (quizá segunda mitad del s. III a. C.) junto a fragmentos de cerámica de tradición ibérica (decorada a bandas, platos) y ánforas de tipología inidentificable. En la c/ San Álvaro 8, situada en las inmediaciones del foro colonial se encontró un ejemplar de la forma Lamb. 23 (anterior al fin del primer cuarto del s. II a. C.) asociado a otras piezas de cerámica campaniense A, ánforas itálicas y cerámica de tradición indígena.

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Tarraco, cuyas fortificaciones se suelen datar a finales del siglo III y principios del siglo II a. C., sin que haya sido posible documentar los niveles contemporáneos de habitación en el interior de recinto, aunque sí han podido localizarse los niveles pertenecientes a esta época en la parte baja de la ciudad, correspondiente a la ciuitas de los cesetanos junto a la que se asentaron los primeros castra hiberna de C. Escipión en el 218 a. C. (J. R. de Arbulo, 2002: 146; J. F. Murillo y D. Vaquerizo, 1996: 46; A. Ventura, P. León, C. Márquez, 1998: 91). Todo ello tendría cierto sentido, si tenemos en cuenta el origen campamental de Tarraco –y quizá el de la propia Córdoba–, pues las murallas eran la primera edificación de los campamentos romanos, una vez elegido el lugar y establecido el trazado interno de los mismos (A. Morillo, 1991: 138). Valencia es otra ciudad con bastantes concomitancias con la Corduba romana. Fundada también en época republicana a partir del asentamiento de un grupo de colonos licenciados del ejército en un solar no ocupado con anterioridad, tuvo en sus primeros momentos un aspecto de carácter campamental, como demuestran los restos de estructuras perecederas de tipo tienda o cabaña documentadas en las últimas excavaciones en el núcleo urbano. Posiblemente unos meses después, estas construcciones fueron sustituidas por otras, características de los campamentos más estables, a base de zócalos de piedras trabadas con tierra y quizá alzados de ladrillo o adobe (C. Marín, A. Ribera, 2002: 289, 297). En el caso de Córdoba, la muralla78, dotada de un muro exterior de 2 m de anchura construido a base de sillares almohadillados, un agger de 6 m y un lienzo interno de 1 m de ancho a lo que se añadía un foso de 15 m y un conjunto de torres semicirculares y cuadradas, estuvo en pie al menos desde el tercer cuarto del s. II a. C., aunque algunos autores elevan esta fecha hasta el momento de la fundación de la ciudad (J. Murillo, J. L. Jiménez Salvador 2002: 187). En el interior de este recinto, las viviendas privadas siguieron una orientación prácticamente idéntica a la constatada para época imperial. Y, aunque entre las cerámicas halladas destacan los altos porcentajes de importaciones itálicas (campaniense, ánforas y lucernas) frente a los escasos fragmentos de cerámicas de tradición turdetanas constatadas, las técnicas constructivas recuerdan de cerca a las empleadas en la Colina de los Quemados: zócalos construidos a base de mampuestos calizos sobre los que se elevan muros 78 Se ha constatado su trazado en varios puntos de los lienzos Norte, Este y Oeste, pero no hay vestigios de ella en la zona Sur, lo que podría haber aportado interesantes matizaciones sobre los límites de la ciudad en época republicana y las diferencias con el recinto de época altoimperial.

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de tapial y adobe, paredes estucadas y pintadas de rojo y negro y pavimentos de tierra batida y cal. Tampoco se conocen edificaciones o espacios públicos que puedan ser datados en estos primeros momentos, si exceptuamos la muralla y el foro, cuya existencia, al menos desde el año 112 a. C., nos transmiten las fuentes textuales (J. R. Carrillo, 1995a: 33). En cualquier caso, el hallazgo de estos contextos del segundo cuarto del s. II a. C. nos introduce en el problema de la interpretación del controvertido texto de Estrabón dedicado a la fundación de Córdoba. Según Estrabón (III, 2, 1), Córdoba fue fundación de Marcelo, y junto a Cádiz fue una de las ciudades más pujantes de la Turdetania «por la fertilidad y amplitud de su campiña, a lo que contribuye en gran medida el río Betis; desde un principio la habitaron gentes escogidas de los romanos y los indígenas, y además fue ésta la primera colonia que enviaron a estos lugares los romanos»79. Generalmente se relaciona al fundador mencionado por Estrabón con el triple cónsul republicano Claudio Marcelo, que ostentó el cargo de pretor de ambas Hispanias en los años 169-168 a. C. (Livio XLV, 4) y de legado proconsular de la Citerior en 152-151 a. C. (App., Iber. 48-49). En torno a estas dos posibles fechas para la fundación de la ciudad se ha ido tejiendo una elaborada discusión un tanto estéril para el problema que nos ocupa80. Sin embargo, en 1991, A. Canto, propuso su identificación con un joven fallecido tempranamente que podría haber sido candidato a heredar del Imperio: Marcelo, el sobrino de Augusto. Uno de los argumentos fundamentales para mantener dicha solución es la excesiva «familiaridad» 79 Traducción M. J. Meana y F. Piñero, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1998. 80 Aunque en la actualidad la mayoría de los autores que se han dedicado a esclarecer el problema parecen decantarse por la primera de estas fechas (R. C. Knapp, 1983: 10; A. U. Stylow, 1990: 262; A. U. Stylow, 1996: 77-78; A. Canto, 1991: 847), debido fundamentalmente a la indicación de Polibio de que Marcelo se retiró a Córdoba para invernar tras las campañas contra los celtíberos (lo que implicaría que la ciudad debía haber sido fundada con anterioridad) y porque es más difícil admitir que el legado de la provincia Citerior tuviese autoridad en 152/151 a. C. para crear una ciudad fuera de la provincia bajo su jurisdicción, J. F. Rodríguez Neila es partidario de fijar la fundación de la ciudad en 152 /151 a. C.: «Aunque entonces Marcelo fue procónsul de la Citerior, no de la Ulterior, no es el único caso de un magistrado romano fundando una ciudad fuera de su provincia o jurisdicción. Otro ejemplo sería Bruto, gobernador de la Ulterior en el 138, con relación a Valentia. A ello podría añadirse que los otros casos de fundaciones romanas en Hispania fueron responsabilidad de magistrados con imperium consular (Le Roux 1982, 37, n. 33), mientras que en el 169 Marcelo sólo era pretor» (J. F. Rodríguez Neila, 1992: 177). Las referencias bibliográficas más relevantes sobre el asunto pueden consultarse en A. U. Stylow 1996: nota 1 y R. C. Knapp, 1983: nota 61.

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con la que se refiere a dicho personaje el propio Estrabón. Según A. Canto, una alusión de este tipo, en la que se hace referencia únicamente al cognomen del protagonista, sería un tanto extraña en época altoimperial para hacer referencia al triple cónsul republicano81. Por otro lado la tribu de la ciudad no coincide con la de Claudio Marcelo (Arnensis), sino con la Sergia, ostentada por otras ciudades fundadas poco después de la llegada de las tropas romanas a la Península como Italica o Carthago Nova. Paralelamente, basándose en un trabajo de investigación sobre el vocablo ktísma de M Casevitz82, llama la atención sobre la evolución del significado de este término a lo largo de los siglos y su utilización por parte de autores griegos de época romana como Estrabón con un sentido distinto al utilizado siglos atrás para referirse al héroe fundador de las colonias griegas. Según su lectura, cuando Estrabón alude a Córdoba como ktísma Markéllou, no se está refiriendo tanto a una fundación ex novo como al papel de Marcelo como ‘nuevo fundador’, ‘constructor’ o ‘evergeta’ de la ciudad. En este sentido, se podría situar la frase estraboniana en el contexto de una «transformación profunda y significativa» de una ciudad que habría sido fundada en una época anterior (A. Canto 1991: 847) y comparar el papel desempeñado por Marcelo en Córdoba con el de Agripa en Mérida. Esta última apreciación, quizá la de mayor peso de toda la argumentación, no puede considerarse completamente original de A. Canto. Ya en el año 1974, C. Castillo había señalado que la expresión «ktísma Markéllou» podía asimilarse a la que usa Plinio cuando se refiere a Tarraco como Scipionum opus (C. Castillo, 1974, 191; J. F. Rodríguez Neila, 1981: 112) y por otro lado, numerosos investigadores se decantan en la actualidad, como hemos visto, por la existencia de una etapa ‘prefundacional’ aún mal constatada arqueológicamente, que predeciría a la fundación de carácter formal por parte de Marcelo. A. U. Stylow, en un artículo dedicado al problema de la fundación de la colonia publicado unos años más tarde, expresó su opinión en contra de la hipó-

tesis defendida por A. Canto. Según este autor, Estrabón depende en este pasaje de Polibio (que a su vez nos transmite informaciones de Posidonio), que escribe en una época en la que la memoria del triple cónsul republicano estaba presente. A lo que habría que añadir las dificultades para vincular al sobrino de Augusto –muerto prematuramente en 23 a. C. y del sólo contamos con noticias de su estancia en Hispania referidas a las guerras cántabras–, con la ciudad de Córdoba (A. U. Stylow, 1996: 78). En un artículo posterior A. Canto señaló que, en su opinión, Estrabón se refiere en la frase relacionada con la fundación de Córdoba y, hasta el final de ese capítulo, a hechos contemporáneos y que, probablemente, el autor de Amasia obtuvo estos datos, no de Polibio, sino de Cayo Asinio Polión, historiador, legado de Hispania y promagistrado de la Ulterior entre los años 46 y 43 a. C. Recuerda además, que en un fragmento posterior, donde se cita sin duda al triple cónsul republicano (III, 4, 13), Estrabón se refiere a él como Márkos Markéllos y cita como fuentes a Polibio y Posidonio. (A. Canto, 1997: 257-258). El término ktísma no es el único que plantea problemas de interpretación en el breve pasaje estraboniano sobre la ciudad de Córdoba. Distintos autores han tratado también de desentrañar las implicaciones de la utilización de la palabra apoikía en este mismo contexto. En primer lugar se plantean dificultades de orden cronológico. Estrabón habla de la primera expedición colonial enviada por los romanos a dicho territorio, obviando los casos de Italica, Carteia o Gracchurris que fueron colonias latinas antes del 169 a. C. Por otro lado, la primera colonia de ciudadanos romanos enviada fuera de Italia fue asentada en Cartago en 122 a. C. Sin embargo, en el mencionado pasaje Estrabón se refiere a la Turdetania, y ni Carteia, ni Grachurris se sitúan dentro de esta región (A. U. Stylow 1996: 80), aunque la interrogante permanece abierta en el caso de Italica. Algunos autores han intentado superar la contradicción argumentando que Italica debería considerarse un asentamiento de soldados licenciados, y no tanto una expedición enviada desde Roma con el objetivo de fundar una colonia (A. Canto, 1991: 848). En general se considera que en este momento Córdoba pudo inscribirse dentro del estatus de colonia latina, que a su vez podía haber albergado un conventus civium Romanorum (A. U. Stylow, 1996: 80; R. C. Knapp, 1983: 11). Según J. F. Rodríguez Neila (1992b: 181) Estrabón utiliza el vocablo apoikía «no en el sentido administrativo de las fundaciones coloniales de César y Augusto, algo impensable a mediados del s. II a. C., sino el de ‘contingente de emigrados’, otra acepción del término», que por otro

81 Existieron otros personajes con el mismo nombre que podrían estar vinculados a la ciudad de Córdoba, aunque fueron descartados desde un principio por quedar encuadrados en cronologías excesivamente tardías para la fundación de la ciudad romana. R. C. Knapp, por ejemplo, es partidario, como la mayoría de los autores, de fijar la fundación de la Córdoba romana en el segundo cuarto del siglo II a. C., porque «No other Marcellus served in Iberia until late in the Republic». Se refiere en concreto M. Claudius Marcellus Aeseminus, questor en la Ulterior en el 48 a. C. (R. C. Knapp, 1983: nota 54). 82 M. Casevitz (1985): Le vocabulaire de la colonisation en grec ancien. Étude lexicologique: les familles de ktizô et de oikeô-oikizô, París.

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lado se ajusta al contexto de corrientes migratorias desde la Península Itálica de la época. Según Estrabón, en todo caso, Córdoba fue habitada desde el principio por «gentes escogidas de los romanos y los indígenas»83. Otros indicios del carácter mixto de los primeros habitantes de la ciudad romana, además de la explícita mención de Estrabón, podrían ser los altos porcentajes de campaniense, especialmente en comparación con los hallados para la misma etapa en el núcleo indígena, a los que se une la presencia de cerámica de tradición turdetana; la técnica edilicia de las primeras construcciones, muy similares a las documentadas en las últimas fases de la Colina de los Quemados; la constatación de cultos de origen etrusco como Volturnus (M. Bendala, 1981: 45), el mantenimiento del nombre indígena de la ciudad en el asentamiento romano84, o determinados rasgos arcaizantes del latín del nuevo núcleo urbano85. Este fenómeno, por otro lado, debió de ser más frecuente en la Bética de lo que se da a entender generalmente, incluso en colonias creadas ex nihilo86 (C. González Román, 2002a: 61). Los ‘indígenas selectos’ de los que nos habla 83 Los intentos aislar al grupo de individuos de origen indígena que debieron habitar en la ciudad desde el primer momento a través de la prosopografía han encontrado grandes dificultades hasta el momento (R. C. Knapp, 1983: nota 76), quizá debido a la latinización de algunos nombres o, sobre todo, a la asociación, al menos en los primeros momentos, del hábito epigráfico con las familias de origen romano. 84 La referencia de Silio Italico (III, 402) al envío de tropas desde la Corduba prerromana bajo el mando de los caudillos Forcis y Auraricus para auxiliar a Aníbal en su expedición italiana, ha sido considerada un indicio de que éste fue, efectivamente, el nombre antiguo del asentamiento turdetano (J. F. Rodríguez Neila, 1981: 108), aunque no se debe pasar por alto que este autor escribe ya en el s. I d. C., varios siglos después de los acontecimientos que narra. 85 Marco Terencio Varrón, legado de Pompeyo en la Bética, señala que en la ciudad se conservaban términos tan arcaicos como los de algunas ciudades laciales y faliscas. A. Blanco recoge la cita de Varrón: «Llamaban cenáculo –nos dice– al sitio donde cenaban, como aún se dice ahora en Lanuvio, donde está el santuario de Juno, y en el resto del Lacio y en Faleries y Córdoba; pero desde que se empezó a cenar en el piso de arriba, se ha llamado cenacula a todas las estancias de la parte alta de la casa» (Varrón, De lingua Latina V, 162) (A. Blanco, 1970: 109). 86 Este fenómeno se puede observar también, por ejemplo, en Emerita Augusta, donde, a pesar de que no abundan los elementos autóctonos que se pueden singularizar con facilidad, las inscripciones conservadas muestran algunos nombres prerromanos (J. C. Saquete, 1996: 57-59). Se pueden relacionar con este problema la cuestión de las estelas de granito de época augustea asociadas a los primeros habitantes de la ciudad. Se puede ver, en particular, T. Nogales (1993), T. Nogales, J. L. Ramírez Sádaba (1995), J. L. Ramírez Sádaba, (1994-1995) y T. Nogales, J. Márquez (2002: 127-130). Para las estelas emeritenses en general y su significado histórico y sociológico se puede consultar J. Edmondson (1993) y Edmondson et al. (2001).

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Estrabón debieron de proceder en gran parte del asentamiento de la Colina de los Quemados, produciéndose un fenómeno de «cambio de domicilio» (contributio o sinecismo), por adición de gentes del núcleo indígena (M. Bendala, 1990: 32; 2003: 28), mientras que en el caso de los Romanoi, teniendo en cuenta el uso del vocablo en autores de finales de época helenística, debe pensarse más bien en un grupo un tanto heterogéneo que incluiría, no sólo a ciudadanos romanos, sino fundamentalmente a itálicos y quizá también a los descendientes de soldados y mujeres indígenas (hybridae) (R. C. Knapp, 1977:138; A. U. Stylow, 1996: 78). De hecho, al parecer en época republicana en la Ulterior está constatado el predominio de nomina itálicos frente a los romanos, lo que se ha querido relacionar con el asentamiento en núcleos urbanos de importancia (como Tarraco, Emporiae, Carteia, Castulo o la propia Corduba) de los socii itálicos incluidos como auxilia dentro del ejército romano (J. F. Rodríguez Neila, 1992b: 180). Algunos autores llegaron a proponer la existencia de una dípolis en el caso de Córdoba, apoyándose en el famoso pasaje de Estrabón, en la existencia de un supuesto muro de factura ‘indígena’ de dirección EO que habría separado ambos núcleos de población, y en dos epígrafes que transmitían la existencia de un vicus forensis y un vicus Hispanus en época romana. Aunque en general desde el siglo XVI al siglo XIX predominó la idea entre los eruditos cordobeses de que la ciudad prerromana debía situarse en la zona de las Huertas y Eras de la Salud (Parque Cruz Conde), a principios del siglo XX investigadores como J. de la Torre y del Cerro, S. Santos Gener (1955: 69), M A. Orti, A. Blanco (1960b: 21-22) o R. Corzo, retomaron la idea de que el asentamiento romano podía haberse ubicado junto a un núcleo ibérico preexistente localizado en el zona de los Altos de Santa Ana y el colegio de La Victoria, al sur de la ciudad romana (A. Marcos, 1978: 416; J. M Murillo; D. Vaquerizo 1996: 37-38). Entre los argumentos utilizados a favor de esta posibilidad se encontraba el hallazgo de los restos de un muro supuestamente ibérico encontrado en la C/ Maese Luis, que Santos Gener recoge en la figura 17 de su trabajo de 1955 y una figurilla de terracota. Sin embargo, como señala J. J. Ventura (1992: 139) no ha sido posible constatar fragmentos de cerámica de barniz negro que se puedan fechar en un horizonte prerromano en el interior de la ciudad republicana. A lo que hay que añadir que intervenciones de urgencia realizadas en el núcleo del supuesto poblado turdetano de los Altos de Santa Ana, como la de un solar de la C/ Ángel Saavedra, han proporcionado cerámica campaniense A en el estrato que se

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superponía directamente al terreno natural (J. J. Ventura 1992: 138). Si se acepta la idea de que dicho muro E-O no constituyó un elemento divisorio entre un poblado indígena preexistente y el primer asentamiento romano, cabría preguntarse si es posible que sea identificado con el lienzo sur de la muralla de época republicana, sobre todo si tenemos en cuenta que las cerámicas de esta época encontradas parecen distribuirse en la mitad norte del asentamiento (P. León, 1996a: 293). A. U. Stylow (1990: 266, 278) ha rechazado esta posibilidad debido a que su escasa anchura (40 cm) le impediría cumplir esta función y a que a su ubicación espacial al borde de un gran desnivel, podría estar indicando una función como muro de contención, quizá las substrucciones necesarias para dar estabilidad a la fachada meridional del foro provincial localizado en esa zona Si embargo, la teoría de la dípolis no ha sido completamente abandonada, aunque sí reformulada para adecuarla a la constatación de la inexistencia de un poblado prerromano ubicado en el solar de la posterior ciudad romana en un momento previo a su fundación. J. F. Murillo y D. Vaquerizo, junto a otros autores, hablan de dípolis por la coexistencia del núcleo prerromano de la Colina de los Quemados y la fundación de Claudio Marcelo al menos hasta finales del s. II a. C. o principios del s. I a. C. A partir de ese momento, la ciudad indígena entraría en una fase de decadencia hasta su total abandono de manera paralela a la consolidación de la ciudad romana (J. F. Murillo, D. Vaquerizo, 1996: 44; J. R. Carrillo et al., 1995a: 33, J. R. Carrillo et al. 1999: 42; A. Ventura, P. León, C. Márquez, 1998: 88). Dos epígrafes pertenecientes a la base de sendas estatuas encontradas precisamente en la calle Ángel de Saavedra (junto al foro provincial), y en las cercanías del antiguo foro, dedicados por el vicus forensis y el vicus Hispanus a L. Axius Naso, se suelen relacionar con este problema87. Generalmente se ha aso-

ciado la existencia de estos vici con una posible división de la ciudad en dos zonas, una ocupada por los Romaioi y otra por los ‘indígenas selectos’. En primer lugar, como ha argumentado A. U. Stylow, el hallazgo de estos epígrafes no excluye en absoluto la existencia de otros vici en la Córdoba romana88 y, por otro, como se señala en los textos de S. Isidoro (Etym. XV, 2, 11), el mismo termino vicus tiene distintos significados. Efectivamente, esta palabra se utilizó para designar los distintos barrios o distritos de una ciudad, generalmente situados en el extrarradio urbano, que disfrutaban de la suficiente autonomía como para contar con sus propios ediles, elegir una parte del senado municipal o ponerse bajo la protección de determinados patroni (J. F. Rodríguez Neila, 1976b: 106). Otras veces los vici eran agrupaciones rurales dependientes de un centro superior (lo cual no parece muy probable en el caso cordobés, porque es difícil argumentar la sumisión de la colonia a ningún núcleo circundante), o calles; o lugares de mercado, similares a fora. En los textos de César se recoge el término vicus como sinónimo de un tipo de hábitat de mediana importancia en comparación con el oppidum (C. González Román, 2002b: 187). Finalmente, dentro de dicha categoría podían incluirse dos tipos de agrupaciones que presentan un gran interés para el caso concreto de Corduba: algunos de estos vici tenían como origen un conjunto de edificaciones nacidas en torno a un campamento militar romano, mientras que, en otras ocasiones, los vici eran simplemente los distritos electorales en los que se dividía una colonia o municipio. El primer caso es característico de zonas fronterizas, donde los barracones arremolinados alrededor de un recinto fortificado (castellum) podían dar lugar con el paso del tiempo a un vicus. Sin embargo, no todos los ejemplos de ciudades que surgieron de esta manera se sitúan en el limes; en la Península Ibérica podrían citarse como ejemplos Castra Servilia y Castra Caecilia. Tal vez el vicus Hispanus atestiguado en Córdoba pudo formarse a partir del asentamiento de población local en torno al campamento militar que con bastante probabilidad precedió a la fundación romana89. Quizá en

87 Inscripción 1: L(ucio) Axio L(uci) f(ilio) Pol(lia tribu) Naso(i) / q(uaestori), trib(uno) milit(um) / proleg(ato), decemvir(o) stlit(ibus) iud(icandis) / vicani vici Hispani. Inscripción 2: L(ucio) Axio L(uci) f(ilio) Pol(lia tribu) N[ason](i) / q(uaestori), tri(buno) / militum prol(egato) / decemvir(o) stlitibus iu(dicandis) / vican(i) vici forensis. (R. C. Knapp, 1983: 102, nota 80). La datación de estos epígrafes resulta en sí misma un tanto problemática. A. M. Vicent y A. Marcos (1984-1985) los sitúan en el s. II d. C., mientras que C. Castillo propone identificar a Lucio Axio Nasón, con un monetal del segundo tercio del siglo I a. C. (71/54 a. C.), o con el procónsul de Chipre de 29 d. C. En opinión de esta investigadora, «En caso de que Axius fuera el procónsul de Chipre, el término ante quem para las inscripciones cordobesas habría que fijarlo hacia el año 20 d. C. […] El texto de estas inscripciones, en el que no se especifica ni la finalidad de la legación cuyas funciones asumió Axio ni la legión en que prestó sus servicios como tribuno, hace pensar en una

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redacción en época antigua: Axio pudo ser el monetal del segundo tercio del siglo I a. C. o quizá uno de sus inmediatos descendientes. Pero, por otra parte, no hay ningún rasgo arcaico de lengua, ni siquiera de grafía, que apoye esta datación antigua». (C. Castillo, 1974: 195-196). 88 De hecho, se tiene noticia de la posible existencia, de otros vici, el vicus capite canteri (CIL II, 3, 243a), y el vicus turris, aunque no todos los autores están de acuerdo en este aspecto (R. C. Knapp, 1983: 54, J. F. Rodríguez Neila, 1976: 115). 89 Un caso interesante a tener en cuenta sería el de Lambaesis, en África, donde posiblemente el asentamiento de veteranos de la legión III Augusta supuso la creación de un

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época imperial estos vici se correspondían con los distritos electorales de la colonia, como era, por ejemplo el vicus de los forenses de Pompeya (J. F. Rodríguez Neila, 1976b: 116, C. González Román, 2002b: 205-207). De cualquier modo, la referencia al origen étnico de la población asentada en un vicus no es extraña en absoluto. En la misma Roma se pueden citar ejemplos interesantes como el vicus Tuscus y en la Península Ibérica el vicus Auinigainum (Ongayo, Santander) o el vicus Ausetanorum (Vich, Barcelona). En otras ocasiones se adoptaron directamente nombres de vici de la Urbs en los nuevos asentamientos. Un caso especialmente interesante es el del vicus Patricius de la colonia psidia de Antioquía, que podría considerarse un eco del vicus Patricius de la ciudad de Roma90. Un dato que ya en 1976 relacionó J. F. Rodríguez Neila con el problema Cordobés91, señalando que quizá la denominación de Colonia Patricia pudo tener su origen en un vicus patricius similar al romano92 (J. F. Rodríguez Neila, 1976b: 106). De ser cierta esta hipótesis, Córdoba no sería la única ciudad de origen republicano cuyo origen debiese buscarse en un vicus. También se ajustaría a este modelo Italica, que aparece citada como vicus antes de ser municipio y luego colonia93 (J. F. Rodríguez Neila, 1976b: 114). En Italica, además, nuevamente, el origen de los primeros habitantes aparece recalcado de manera especial en el nombre de la ciudad, igual que en Colonia Romula (Hispalis), o Urbanorum (Colonia Genitiva Urso). Todos estos ejemplos ponen de manifiesto la importancia del recuerdo a ‘los primeros fundadores’, a los antepasados que dieron lugar a la ciudad envueltos prácticamente en el velo de los mitos sobre los orígenes de la comunidad, aunque difícilmente pueda aceptarse un grupo compuesto únicamente por ‘itálicos’ o individuos procedentes de la Urbs94. vicus que habría sido habitado previamente por indígenas atraídos por la cercanía del campamento legionario. El vicus fue transformado en municipio por Marco Aurelio (J. F. Rodríguez Neila 1976: 114). 90 La colonia de Antioquía, situada sobre siete colinas y dividida en distritos electorales que recordaban a los presentes en la ciudad de Roma, es un buen ejemplo de aquellas ciudades en las que pueden rastrearse un intento de reproducir la «topografía» y «toponimia» de la Urbs J. F. Rodríguez Neila (1976: 116, nota 72). 91 Siguiendo en este punto a F. Vittinghoff (1952): Römische Kolonisation und Bürgerrechtspolitik unter Caesar und Augustus, Mainz-Wiesbaden, p. 73, n.1. 92 También en Córdoba existió probablemente un vicus Capitis Canteri (CIL II, 3243a), homónimo de otro de la ciudad de Roma. En contra de esta identificación R. C. Knapp (1983: 54). 93 CIL II, 1119. 94 Otros ejemplos de este fenómeno en J. F. Rodríguez Neila (1976: 116, nota 72).

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En realidad, el estatus jurídico de Corduba previo al ascenso de la ciudad al rango de Colonia no se ha podido establecer con total seguridad. En general, se suele afirmar que la ciudad fue considerada colonia Latina hasta un momento indeterminado entre las guerras civiles y el reinado de Augusto, en el que se transformaría en colonia civium Romanorum, y adoptaría un nuevo nombre (Colonia Patricia) muy posiblemente por intercesión de César, de origen patricio, o de Augusto, que pudo haber llevado a cabo en esta ocasión un proyecto iniciado por su antecesor95. La refundación de la ciudad devastada tras las guerras civiles fue acompañada por el asentamiento de nueva población que quedó inscrita en la tribus Galeria –frecuente en las colonias augusteas– que se añadía a la Sergia, tribus que comparten otras colonias latinas de fundación temprana. Quizá en torno a los años 15/14 a. C., sin coincidir necesariamente con el cambio de nombre, la ciudad habría recibido una deductio de veteranos legionarios. (A. U. Stylow, 1986: 80-81; A. U. Stylow, 1990: 263, R. C. Knapp, 1983: 28). La única evidencia directa de la presencia de veteranos en Córdoba la constituyen un conjunto de amonedaciones fechadas entre los años 18 y 2 a. C. con la efigie de un águila legionaria entre dos estandartes –motivo, por otra parte, no inusual en las acuñaciones de las colonias (C. Alfaro et al., 1998: 346)– que proporcionan, además, de manera novedosa, el nuevo nombre de la ciudad, Colonia Patricia, sin que aparezca asociado al antiguo topónimo indígena, casi a la manera de una damnatio memoriae (M. P. García-Bellido, 2006: 256). ¿Hasta qué punto queda reflejado en el urbanismo de la ciudad la evolución de su estatus jurídico o el asentamiento de distintos grupos de población indígenas o itálicos? ¿Se puede trazar un proceso de crecimiento paralelo al aumento de la importancia de la ciudad dentro del entramado de asentamientos romanos en la Península, o la construcción de nuevos espacios y monumentos públicos responde más bien a procesos de amplia extensión que influyeron en otras 95 La ausencia de los cognomina Iulia o Augusta en el nuevo topónimo, hizo suponer a A. Canto (1991: 855-856) que la ciudad había sido deducida en época de Augusto, pero como homenaje al Senado (los -patres) en torno al año 25 a. C. y coincidiendo aproximadamente con el traspaso del poder sobre la Bética a este órgano. Sin embargo, como ya argumentaba R. C. Knapp en 1983: «…the presupposition that all Julio-Augustan towns bear Julio-Augustan cognomens is false; the Iberian-Latin communities of Obulco Pontificense and Ugia Martia are cases in point, and many other examples could be adduced» (R. C. Knapp, 1983: 28). A. U. Stylow, por su parte, ha señalado, que Augusto devolvió las provincias erróneamente denominadas «senatoriales» al populus Romanus y no al Senado, añadiendo que no se puede identificar a los patres con los patricii (A. U. Stylow, 1996: 81).

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ciudades del Imperio? ¿Qué ‘diálogo’ se establece entre la expresión de la identidad colectiva simbolizada en los espacios públicos y la autorrepresentación individual que tiene lugar en las necrópolis? Aunque, como se ha señalado con anterioridad, los orígenes del núcleo urbano se conocen aún sólo de manera superficial, hay que destacar que, aun cuando el proceso de integración jurídica de la ciudad en el sistema administrativo romano y el desarrollo urbanístico de la misma se puso en marcha en los dos siglos previos al reinado de Augusto, las reformas de la trama urbana de mayor calado y la construcción de los grandes edificios públicos que caracterizarán a la capital de la Baetica tuvieron lugar fundamentalmente entre los siglos I y II d. C., lo que de alguna manera puede considerase un reflejo de la evolución de las principales necrópolis del asentamiento y permite incluir a Corduba dentro de un proceso general de ‘continuidad’ y ‘transformación’ en el Mediterráneo que desembocó en la creación del sistema imperial romano. Sin embargo no se puede tratar de establecer una relación de carácter unívoco entre el estatus jurídico y la integración en el asentamiento de la cultura material y la manera romana de concebir la ciudad, como está siendo puesto de manifiesto de manera cada vez más clara en un mayor número de yacimientos arqueológicos. La primeras edificaciones de carácter monumental deben situarse en el tránsito entre los siglos II y I a. C., si dejamos a un lado tanto la muralla, que parece remontarse al tercer cuarto del s. II a. C., como las primeras viviendas, y el antiguo foro republicano, que estuvo en uso, según algunos autores, desde la fundación de la ciudad o al menos desde el 112 a. C. como nos transmiten las fuentes. P. León (1999: 40) ha sugerido la existencia de cierta relación entre este primer impulso edificador y la consolidación de la ciudad como capital de la Ulterior, si bien la división del nuevo territorio conquistado en dos provincias (Ulterior y Citerior) se había producido en el año 197 a. C. En ese momento de transición entre la segunda y la primera centuria antes de Cristo, en el que se ha podido constatar un proceso de reestructuración edilicia en distintas ciudades hispanas (M. Bendala, L. Roldán, 1999), se construye también en Corduba, en la zona sur (Corte 1 de la Casa Carbonell), un edificio público asociado a un espacio abierto, probablemente identificable con un templo dotado de capiteles dórico-tuscánicos similares a los del foro republicano Ampuritano. A través de las fuentes conocemos la existencia aproximadamente por la misma época (80-70 a. C) de un foro donde se ubicaban una basílica y un templo consagrado a la tríada capitolina. Paralelamente

se emprenden un conjunto de mejoras como la pavimentación de algunas vías y el trazado de una serie de cloacas adinteladas construidas con sillería. Asimismo en torno a la época de Sila comienzan a emitirse las primeras monedas con la leyenda CORDVBA. Conviene recordar en este punto, que las manifestaciones funerarias más antiguas de Corduba –si pasamos por alto la única tumba publicada hasta el momento de lo que pudieron ser las necrópolis de la Colina de los Quemados– se sitúan precisamente entre finales del s. II a. C. y principios del s. I a. C., quizá en el marco de un proceso más amplio de ‘monumentalización’ experimentado también en las propias necrópolis de Roma a finales del s. II a. C. Se inicia también lentamente un cambio en las técnicas arquitectónicas empleadas en la construcción de las viviendas, que responderán en las décadas siguientes de manera mayoritaria al modelo de casas con peristilo –aunque también hubo casas de atrio– edificadas con los materiales habituales en la Península Itálica: estructuras de piedra, techumbres de tegulae, paredes estucadas y pintadas así como suelos revestidos de signinum. Paralelamente a las transformaciones que se estaban produciendo en el núcleo urbano romano se observa el paulatino abandono del asentamiento indígena de Colina de los Quemados, donde los materiales más recientes recuperados hasta el momento se fechan en los primeros decenios del s. I a. C. Corduba sufrió un intenso asedio durante las guerras civiles debido a su participación a favor del bando pompeyano, que tuvo como consecuencia la destrucción de la ciudad por parte de las tropas de César tras la batalla de Munda en 45 a. C. (Bell. Hisp. 34). Estos acontecimientos han podido ser documentados en el registro arqueológico a través de potentes estratos de cenizas y la amortización de algunas estructuras constructivas, si bien el pomerium, la red viaria y la articulación de los espacios públicos y privados de la ciudad perpetuaron la disposición originaria del espacio urbano. Durante segunda mitad del s. I a. C., en un momento que no ha podido establecerse con precisión entre el final de las guerras civiles y época augustea, tiene lugar el cambio de estatus jurídico de la ciudad (que pasa a denominarse Colonia Patricia), el asentamiento de veteranos en el núcleo urbano y el inicio de las amonedaciones con el nuevo nombre oficial de la ciudad. Las fuentes nos transmiten por primera vez la existencia de asentamientos rurales en el año 48 a. C. en el que varias de estas posesiones situadas en la orilla del Guadalquivir opuesta a la de la ciudad fueron arrasadas por las tropas de Casio Longino, si bien los primeros testimonios arqueoló-

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gicos de villas extraurbanas no son anteriores al s. I d. C. Se ha sugerido además la posible presencia de un santuario suburbano, a partir del hallazgo de tres tambores de fuste en un solar situado entre las murallas republicanas y el puerto fluvial de la ciudad, aún no localizado, con el que podría haber estado relacionado96. También a lo largo de la segunda mitad del s. I a. C. pueden encuadrarse los restos más antiguos de tumbas de carácter monumental como el Mausoleo de la c/ de la Bodega o determinados relieves arquitectónicos de probable carácter funerario fechados prácticamente ya a finales de esta centuria. En época augustea, coincidiendo aproximadamente con las transformaciones administrativas por las que Colonia Patricia pasaba a ser capital de la Baetica y del conventus Cordubensis y con el inicio de las emisiones con el epígrafe Colonia Patricia, se produce una intensa remodelación del espacio urbano. Se amplía el recinto amurallado hasta el río, con lo que ello pudo suponer para las necrópolis situadas al sur del antiguo núcleo republicano97 (Fig. 143). La ciudad se expande de una manera menos planificada más allá de las murallas en la zona oriental, dando lugar a la creación de un vicus. A la vez se emprenden numerosas obras de infraestructura que comprenden la edificación del puente de piedra sobre el Betis y un acueducto –el aqua Augusta– para hacer frente a las necesidades hídricas de la ciudad, la construcción de cloacas, la pavimentación de calles con losas de piedra, en las que en algunos casos se edifican pórticos y fuentes, que pudieron llegar a ser un centenar a juzgar por el volumen de agua trasportado por el acueducto. Se introduce entonces el mármol en las construcciones públicas, que a veces se importa desde las canteras de Carrara-Luna y se adoptan determinados 96 Hay que tener en cuenta que aún no hay constancia arqueológica de la existencia de un puerto fluvial en la ciudad, aunque no puede dudarse de ella por las características del asentamiento (D. Vaquerizo, 2003: 76-77). Se han propuesto distintas alternativas sobre su posible ubicación. Algunos autores lo sitúan bajo el actual Alcázar, lo que permitiría poner esta estructura en conexión con un santuario vinculado a las actividades que tendrían lugar en el puerto del río. Sin embargo, los tambores de fuste aparecieron fuera de su contexto original, reutilizados en un lienzo de la muralla augustea, por lo que no se puede descartar, como señala C. Márquez, que hubiesen pertenecido a un gran edificio situado en el interior de la ciudad –muy probablemente en el foro de la colonia– y que hubiesen sido trasladados hasta la muralla para ser utilizados como material de construcción (C. Márquez, 1998: 181). 97 Tenemos ejemplos de necrópolis subsumidas por la ampliación del pomerium del asentamiento en casos como el de Mérida y Carmona, donde se han encontrado enterramientos de época temprana bajo los edificios de espectáculos (J. Márquez Pérez, 2000, M. Belén, 1982; A. Marcos Pous, 1961).

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modelos romanos en los motivos decorativos de edificios y monumentos. Hasta este momento se retrasa también la construcción de algunos de los monumentos de más envergadura de la ciudad. Se levanta el teatro de mayores dimensiones de Hispania, edificado probablemente antes del 5 d. C. siguiendo el modelo del teatro Marcelo de Roma; y se emprende la reestructuración del viejo foro republicano, que se amplia hasta alcanzar la relación entre el tamaño de la longitud y la anchura que recomendaba Vitruvio. Esta zona se embellece mediante la adición de un templo de notables dimensiones, aunque aún de piedra caliza, y muy probablemente un nuevo arco que daría acceso a la gran plaza recién reformada. No mucho tiempo después pudo anexionarse a este foro uno de nueva planta (forum novum o adiectum) que habría de culminarse ya en época julio-claudia. El diseño de este nuevo espacio público estaba basado en el modelo del forum Augusti de Roma, incluyendo un templo con columnas de 1,40 m de diámetro inspirado en el de Mars Ultor de la capital del Imperio así como un grupo escultórico en el que se integraba una representación colosal de Eneas y otras construcciones embellecidas con paramentos de mármol, que contrastaban con las decoraciones en estuco o de terracota de las edificaciones tardorrepublicanas. P. León ha subrayado la importante coincidencia de los mismos temas escultóricos en los fora de dos de las capitales provinciales hispanas, Colonia Patricia y Emerita Augusta, lo que demostraría cierta cohesión respecto al programa iconográfico y el modelo a seguir. La trasmisión del mensaje ideológico imperial se completaba con el ya mencionado teatro, quizá dotado de sacellum dedicado al emperador y con un gran espacio sacro situado a escasa distancia (Altos de Santa Ana), para el culto imperial (como parece indicar el hallazgo de esculturas de Tiberio, Livia, estatuas honoríficas y posibles indicios del culto a Diana y Apolo), cuya construcción se retrasó probablemente a época claudia. Precisamente a partir de época imperial se extiende el hábito epigráfico en Colonia Patricia, y se multiplican los pedestales inscritos de estatuas coincidiendo con una tendencia similar constatada en otros núcleos urbanos del sur Hispania. Curiosamente, no habían podido encontrarse hasta el momento uno de los edificios más característicos de la ciudad romana: las termas. Si bien Santos Gener había interpretado como tales un recinto decorado con ricos mosaicos de la c/ Cruz Conde, hasta hace no mucho tiempo sólo se contaba realmente con referencias escritas sobre la existencia de una piscina natatoria, quizá termal, en la plaza del Escudo y una escultura de tamaño mayor que el natural de una Afrodita

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Fig. 143: Mapa de Colonia Patricia. Ampliación de época augustea. Nótese que recientes hallazgos han modificado la ubicación del anfiteatro, que estuvo situado en el flanco occidental de la ciudad, bajo la actual Facultad de Veterinaria (J. Carrillo et al., 1999: fig. 4).

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agachada procedente de la c/ Amparo. Sin embargo, recientemente, han visto la luz unas termas durante una intervención de urgencia en la c/ Concepción, que permanecen aún inéditas y han sido fechadas de manera preliminar en la primera mitad del s. I d. C. (D. Vaquerizo, 2003: 55). En época de Augusto-Tiberio conviven en las necrópolis algunos de los sepulcros romanos de carácter más monumental encontrados hasta el momento en Córdoba, como los mausoleos circulares de Puerta de Gallegos, u objetos propios de de monumentos imperiales o de carácter público como litterae aureae (CIL II2/7, 323, 720) colocadas sobre mausoleos privados, con tumbas hipogéicas que remiten a tradiciones de corte púnico. Y aunque aumenta el número de enterramientos coronados por monumentos de tipo romano (altares monumentales, relieves de tumbas turriformes o de tipo edícula), en otros sectores de la ciudad (Camino Viejo de Almodóvar) se mantiene el predominio de las tradicionales cremaciones en urna con decoración pintada de tipo ‘ibérico’. En época julio-claudia y especialmente a mediados del s. I d. C. se emprenden algunos de los proyectos monumentales más ambiciosos de la ciudad. En primer lugar, se construye a unos doscientos metros de la posteriormente denominada Puerta de Gallegos el mayor anfiteatro hallado hasta la fecha en Hispania, con capacidad según las primeras estimaciones para unos 30.000 espectadores98, en una zona en la que se había encontrado la serie más numerosa de lápidas dedicadas a gladiadores de la Península Ibérica. Se procedió también a la ‘monumentalización’ del acceso a la ciudad por el sur, con la erección de una puerta monumental de triple vano en el puente y una plaza porticada a la que se accedía nada más atravesar la muralla, quizá todo ello en relación con el auge de las actividades comerciales que tendrían lugar en el puerto fluvial. Pero la intervención de mayor magnitud se puso en marcha en el flanco oriental de Colonia Patricia donde se diseñó una estructura dividida en tres terrazas para dar cabida a una plaza porticada presidida por un templo y un ara, creando una ‘fachada monumental’ de la ciudad para todo aquel que accedía a la colonia desde la vía procedente de Castulo. En el nivel intermedio se situó otra gran plaza, mientras que en la explanada inferior se edificó un circo. Aunque las cimentaciones del templo y las plazas superior e intermedia se han fechado en época de Claudio, la rectificación del tra98 Recientemente han visto la luz los restos de una calle porticada de 15 metros de ancho que comunicaba el edificio de espectáculos con el cercano acceso a la ciudad (El Día de Córdoba, sección de Cultura, pág. 46 del 27 de mayo de 2004).

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zado de la vía Augusta necesaria para acometer el proyecto y las cimentaciones del graderío norte del circo ofrecen ya una datación en el reinado de Nerón. Algunos autores, basándose en los trabajos de P. Gros, identifican este espacio con un posible foro provincial donde tendría lugar el culto a la dinastía imperial a escala de toda la prouincia Baetica. El modelo no fue desconocido en otras capitales provinciales hispanas, como Tarraco, donde se fecha ya en época flavia, aunque como modelo de inspiración se ha señalado la superposición en la propia capital del Imperio de la residencia imperial en el Palatino, el templo de Apolo del Palatino y el Circo máximo. El plan urbanístico quedaría culminado tras varias generaciones con la construcción de un nuevo acueducto (Aqua Nova Domitiana Augusta) que abastecería a todo el sector. Un tercer acueducto haría llegar el agua hasta el área occidental de la ciudad, cubriendo las necesidades de suministro de infraestructuras como el anfiteatro recientemente descubierto. Además de estas grandes intervenciones en el tejido urbano hay que contar con el hecho de que la mayoría de las esculturas talladas como homenaje a los evergetas de la ciudad (figuras togadas masculinas y femeninas con vestidos) pertenecen al período julio-claudio y especialmente al reinado de Claudio, situando a Córdoba dentro de una tendencia general en el resto del Imperio que modificó en parte el paisaje interior de las ciudades. Mientras, en el exterior de las murallas continúa la expansión de los barrios residenciales (vici) que se entremezclan al oeste y al norte de la ciudad con edificios dedicados a actividades industriales y con áreas de enterramiento. En época de Tiberio-Claudio comienzan a registrarse algunas de las primeras inhumaciones en los cementerios de la ciudad, que conviven con busta, cremaciones contenidas en urnas de tradición indígena y otros tipos de recipientes delimitados por recintos funerarios en áreas de enterramiento como la hallada en La Constancia. Un estudio dedicado al conjunto de capiteles de época romana reutilizados en la Mezquita de Córdoba ha puesto de manifiesto la posibilidad de que algunos de ellos perteneciesen a un edificio monumental de tipología indeterminada –quizá un templo, un pórtico o el peristilo de una domus– fechado en época adrianea. A lo largo del s. II d. C. distintos epígrafes indican también la posible existencia en el cuadrante NO del pomerium de un templo dedicado a Tutela, mientras que en el último cuarto del siglo II d. C., por motivos que aún no han podido esclarecerse en su totalidad, se desmantela el circo hasta los cimientos y se emprende la reestructuración del espacio monu-

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mental aterrazado situado en la zona oriental de Colonia Patricia. Aún en el s. III d. C. se constata la presencia de edificaciones de carácter monumental como un templo consagrado a la Magna Máter en la zona del cruce de las calles Sevilla y Gondomar (CIL II2/ 7, 233, 235, 236), o en el propio foro provincial, que se reforma precisamente en este momento dando cabida a un recinto porticado y a un lugar de culto quizá dedicado a la diosa Diana. Recientemente se ha publicado un epígrafe tallado en el pedestal de una estatua ecuestre y fechado a mediados del s. III d. C. que podría ser un indicio de la existencia de un edificio administrativo cercano al forum novum y situado junto al kardo maximo por aquella época. A finales de esta misma centuria se inicia la construcción del complejo palatino de Cercadilla, produciéndose de manera definitiva la ruptura con el concepto de ciudad romana y la imagen que se había ido forjando en la misma a lo largo de cinco centurias (J. R. Carrillo et al., 1995a; J. R. Carrillo et al., 1995b; J. R. Carrillo et al., 1995c; J. R. Carrillo et al., 1999; F. Chaves, 1977: 87, 119; P. León, 1996b; P. León, 1999; I. López, 1998; C. Márquez, 1998: 171-198; C. Márquez, 2002; C. Márquez, 2004; J. A. Morena, 1994; J. F. Murillo, 2004; J. F. Murillo et al., 2003; A. Peña, 2003; A. U. Stylow, 1982-1983; A. U. Stylow, 1990; A. U. Stylow, 1996; D. Vaquerizo, 2001a: 181-183; D. Vaquerizo, 2003; D. Vaquerizo, 2004b; D. Vaquerizo, 2005; A. Ventura Villanueva, 1993; A. Ventura Villanueva, 2003; A. Ventura, P. León, C. Márquez, 1998). Por lo tanto, si quisiéramos intentar interrelacionar distintos aspectos que confluyen en la evolución del aspecto interno y las características de la ciudad de Córdoba en época romana, como su estatus jurídico y la construcción de una serie de espacios monumentales en el casco urbano y en las necrópolis, podríamos decir que los cambios más significativos se produjeron en época augustea. Si duda en momentos anteriores se sentarán las bases principales de lo que habría de ser más tarde Colonia Patricia. En los primeros ciento cincuenta años de la vida de la ciudad se producirá una primera división administrativa del territorio en dos grandes provincias –siendo Córdoba la capital de una de ellas– y el pequeño oppidum surgido con gran probabilidad a partir de un asentamiento militar se convertirá en una colonia de derecho latino que integraba un conventus civium Romanorum, dotada de los elementos más importantes que constituían una ciudad romana: las murallas y el foro. Aunque no se puedan extrapolar de ninguna manera las escuetas noticias publicadas por J. F. Murillo y J. L. Jiménez Salvador sobre las aún desconocidas necrópolis de época republicana, no sería

del todo descabellado pensar que muchas de sus tumbas pudieron ser bastante similares a la que se describe en el artículo de avance publicado en 2002, sobre todo porque este tipo de sepulcros eran muy comunes en otras necrópolis del área ibérica de la misma cronología, porque enterramientos muy similares –con las variaciones lógicas que debían esperarse en los materiales incluidos en los ajuares– se siguieron practicando en la ciudad en el s. I d. C. y sobre todo porque los enterramientos de carácter monumental son bastante excepcionales en la propia Roma y en las provincias hasta ese momento de inflexión que parece definirse en torno al paso de la segunda a la primera centuria antes de Cristo. La gran reestructuración jurídica y urbanística paralela a un nuevo impulso que se plasmó en la creación de espacios monumentales en zonas públicas y de enterramiento es producto, sin embargo, de una época más tardía, entre la segunda mitad del s. I a. C. y los años en torno al cambio de era, coincidiendo, por otra parte, con los cambios territoriales y administrativos de carácter más intenso que tuvieron lugar en Hispania como consecuencia de las reformas cesarianas y augusteas. Corduba pasa a denominarse Colonia Patricia, se amplia el recinto amurallado, se diseña un nuevo puente sobre el río, se edifica un acueducto, se remodela el antiguo foro republicano para crear una gran plaza de acuerdo con los modelos de la misma Urbs, se construye un teatro, se pavimentan calles y plazas, se introduce el mármol en las construcciones públicas, la ciudad queda sembrada de estatuas con pedestales inscritos y se levantan los grandes mausoleos circulares de Puerta de Gallegos. Todos estos cambios no eliminan un conjunto de elementos de carácter tradicional en la ciudad que conviven con el nuevo escenario urbano, pero sí suponen la creación de un contexto diferente en el que se establece un nuevo tipo de diálogo entre los espacios monumentales de la ciudad y la manera de enterrarse de los ciudadanos en las necrópolis, doscientos años después –no debemos olvidarlo– del inicio de la conquista de la Península Ibérica por parte de las tropas romanas. B.

LA ‘ROMANIZACIÓN’

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El proceso de evolución de las necrópolis de la Corduba romana es, por lo tanto, bastante complejo y se produjo de manera paralela a la creación de un discurso que pretendía potenciar determinada imagen de la ciudad a través de la creación de espacios monumentales y de la exaltación de la familia im-

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perial a la que se rendía culto. En las necrópolis, sin embargo, conviven toda una serie de voces ‘discordantes’, que en ciertos casos parecen querer asimilarse a las corrientes procedentes de Roma pero que, en general, presentan más que un ‘reflejo’ del mundo romano, un carácter más ambiguo y mestizo de lo que cabría suponer a primera vista. Hay elementos que parecen señalar un cambio en el concepto espacial de las necrópolis que se produjo de manera general en todo el Imperio Romano, como la ubicación de los cementerios junto a las vías de acceso a las ciudades. Otros, como el recurso a la parcelación del espacio mediante recintos funerarios (que respetan las unidades de medida, los preceptos religiosos y la legislación romana), o la delimitación de determinadas áreas para usos diferenciales (enterramientos infantiles, de libertos, etc.), se pueden observar dentro de necrópolis donde también están presentes otros tipos de tumbas que entroncan con tradiciones anteriores, como los hipogeos o las incineraciones en urnas de tradición ibérica. El ‘paisaje’ de la necrópolis también se transforma con la colocación de estatuas de algunos difuntos y por la aparición primero, y la generalización después, de los epígrafes grabados sobre monumentos o lápidas sepulcrales. Más allá de la expansión del hábito epigráfico, la entrada en escena de las inscripciones implica la asunción de la necesidad de identificar nominalmente la tumba y podrían ser un indicio de la creciente importancia del nombre como manera de perpetuar la memoria individual y la posición del individuo dentro del grupo, gracias al gran número de elementos relativos al estatus que pueden ser deducidos únicamente a través de aspectos explícitos en la estructura nominal de las tumbas romanas, o a partir de un breve epitafio: sexo, filiación, condición libre o servil, gens, origo, edad, cargos desempeñados u ocupación principal, etc. El estudio del ritual y de los distintos tipos de enterramientos presenta problemas similares. Es innegable la penetración de monumentos de tipos comunes a los que se encuentran en otros puntos del Imperio y de la Península Itálica en las necrópolis cordobesas, pero quizá el aspecto más interesante es la reformulación de algunos elementos foráneos, la combinación de éstos con otros presentes desde época ibérica en el sur peninsular (por ejemplo, acotados funerarios que protegen enterramientos en urnas de tradición ibérica), el rechazo a incluir en determinados casos como parte del ajuar la cerámica de importación más común en el asentamiento o la tendencia a colocar junto a los muertos objetos ‘arcaizantes’ o directamente arcaicos en el momento del sepelio.

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Cambio en el concepto espacial – Vías: En este contexto se debe incluir la ubicación de las necrópolis del asentamiento romano a lo largo de las vías de salida de la ciudad (Gräberstrassen). Éste puede ser considerado un cambio significativo respecto a los asentamientos de época ibérica pues implica una manera de entender el núcleo urbano y el vínculo entre los lugares consagrados a los muertos y el espacio habitado por los vivos relacionado intrínsicamente con la cultura romana de finales de la República y época Imperial. En las necrópolis de época anterior se observa una tendencia a separar los poblados de los cementerios, con los que, sin embargo se establece siempre una relación visual. Sin embargo, los lugares de enterramiento suelen encontrarse más allá de una pequeña vaguada, en las colinas circundantes y, en el caso de asentamientos de tradición púnica, incluso al otro lado de una corriente de agua o de un brazo de mar. Hay un espacio intermedio entre las casas y las tumbas, quizá de carácter profiláctico, que se respeta en los asentamientos prerromanos, un ‘terreno’ que ya no es ‘ciudad’ pues se encuentra en el exterior de la muralla, pero que todavía no puede considerarse como necrópolis ni utilizarse como lugar de enterramiento. En época romana existe una relación de proximidad ‘física’ entre muertos y vivos que no tenía precedentes en la Península Ibérica99. Las primeras tumbas se colocan, como se puede observar en Córdoba, directamente junto a las puertas de las ciudades, extendiéndose a lo largo de las vías en distancias que suelen superar un kilómetro desde el núcleo amurallado. Aunque las murallas y los arcos de sus puertas tenían un sentido simbólico y ritual muy preciso que permitía separar claramente ambos ámbitos (C. Fernández Ochoa, 1997: 249; L. A. Holland, 1961; 99 Por supuesto debemos dejar de lado aquí los enterramientos de no natos o neonatos encontrados en el interior de lo poblados ibéricos por tratarse de un grupo de población muy específico que requería un tratamiento ritual especial. Para el problema de los enterramientos infantiles en el mundo romano véase las páginas 335 y ss. Sin embargo L. Abad (2003b: 85) ha llamado la atención sobre la ubicación de algunas necrópolis ibéricas del País Valenciano junto a las puertas de las murallas, «... en claro paralelismo con las vías funerarias tan normales en las ciudades romanas...». En un artículo publicado con unos años de antelación se señalaban como ejemplos de necrópolis ubicadas junto a la puerta del poblado Cabezo Lucero y La Serreta (L. Abad, F. Sala, 1991: 147). Sería interesante comprobar si las tumbas situadas en los lugares más próximos al recinto urbano pertenecen a época ‘plenamente ibérica’ o podrían situarse en la fase de ‘romanización’ de la necrópolis de época tardorrepublicana o incluso inmediatamente posterior.

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G. Mansuelli, 1954; VV. AA., 1979), y existían ciertos límites legales y rituales100 (J. R. Patterson 2000: 88-90), el caminante debía percibir cierta continuidad ‘lineal’ entre las calles de su ciudad y el primer tramo de las vías que la abandonaban101, en las que era ‘acompañado’ por los muertos más o menos ilustres del asentamiento, que trataban de llamar su atención desde los epitafios de sus tumbas, que le ‘invitaban’ a reposar unos instantes en monumentos tipo schola situados en algunas ciudades, como Pompeya, directamente junto a las puertas de la ciudad (P. Zanker, 1988: 133-136; H. von Hesberg, 1994: 42, 193), entremezclándose las construcciones de carácter funerario con todo tipo de instalaciones industriales o comerciales. Se crea entonces en Corduba, constatado con especial nitidez en las vías funerarias de La Constancia o el Camino Viejo de Almodóvar, un paisaje suburbano típicamente romano y helenístico que cumple la función de preparar al visitante mediante un recorrido que actúa como una introducción o prólogo de lo que puede encontrar en el núcleo urbano, escenificado a través de una serie de símbolos visuales muy perceptibles y característicos de su identidad, como los antepasados, las murallas y los edificios ‘colgados’ de colinas naturales o artificiales. Las ciudades como Córdoba ofrecían una imagen poliédrica. La

visión panorámica que se podía contemplar dependía del punto cardinal ocupado por cada una de las vías, que ofrecían al espectador distintos escenarios, dominados por la estructura tripartita de plazas y templos asociada a un circo y el teatro en el flanco oriental, o por el gran anfiteatro y los monumentos de Puerta de Gallegos en el acceso occidental. Este tipo de relación entre las necrópolis y las vías que abandonaban las ciudades por distintas puertas está atestiguada en Roma a partir del s. II a. C. (J. F. Rodríguez Neila, 1992a: 437). La tumba de los Escipiones es uno de los primeros monumentos que no se construye –como era costumbre– a más de una milla de la Porta Capena, sino que se sitúa ya a principios del s. III a. C. junto a la Via Appia, con el claro objetivo de impresionar al viandante que dejaba la ciudad por la nueva calzada. La construcción de esta vía por Appius Claudius en torno al 312-311 a. C. había hecho posible la creación de un suburbium a la manera helenística (proastion) en el que iría tomando forma la primera ‘calle de tumbas’ de la ciudad de Roma. Los límites entre la ciudad (urbs) y su territorio (ager) eran bastante precisos. El suburbium constituía una entidad en sí misma, una comunidad separada del núcleo urbano con su propia identidad religiosa (N. Purcell, 1987: 26-29). El terreno situado inmediatamente a la salida de las ciudades tenía distintos usos, si bien todos ellos de alguna manera nos transmiten ciertos conceptos sobre aquellos elementos de alguna manera ‘impuros’ o que por alguna razón –a veces de carácter práctico– no debían traspasar los límites sagrados del recinto urbano. Se suele aludir con frecuencia a la prohibición recogida en las XII Tablas sobre la obligación de cremar y enterrar a los difuntos en el exterior del pomerium. Los encargados de los servicios funerarios, los libitinarii, también tenían sus oficinas a las afueras del recinto sagrado y, según se ha podido constatar en el caso de ciudades como Puteoli, sólo les estaba permitido entrar en el núcleo urbano para recoger cadáveres o ejecutar condenas, pero siempre vistiendo un gorro oscuro que permitía su identificación visual de forma clara (J. R. Patterson, 2000: 92). Fuera de los límites de la ciudad tenían también su lugar las actividades o las personas relacionadas con la muerte. Los ejércitos debían acampar fuera de las murallas y tenían prohibido entrar en la ciudad a menos que el senado lo autorizase de manera excepcional con motivo de una procesión triunfal. Aun así, el general que había obtenido el triunfo debía ofrecer un sacrificio a Júpiter Capitolino y a las divinidades protectoras de la ciudad antes de pasar bajo el arco de triunfo y completar un rito de ‘agregación’ que le permitía ser readmitido dentro de los límites del

100 Además de límites de carácter «físico» como la muralla, la ciudad romana estaba delimitada por el contorno del pomerium, que no coincidía necesariamente con el trazado del encintado urbano. Las puertas de la ciudad, por otro lado, podrían considerarse una frontera económica pues marcaban el fin del espacio en el que se aplicaban los impuestos sobre los bienes que se vendían en la ciudad. Un límite de carácter más ambiguo pero también importante era la continencia aedificia o área construida, en la que se aplicaba la jurisdicción de la ciudad y que incluía áreas que se encontraban fuera de las murallas o del pomerium pero que estaban densamente habitadas. En concreto, en época republicana incluía el territorio construido en el espacio que no se alejaba más allá de una milla de la ciudad (J. R. Patterson, 2000: 88-90). 101 Dionisio de Halicarnaso, en época augustea describía de esta manera la forma en la que se entretejía la ciudad de Roma con el terreno situado extramuros: «La edificación de la ciudad ya no llegó más lejos, pues, según dice, no lo permitió la divinidad; y todas las tierras habitadas en torno a ella, que son muchas y vastas, están desprotegidas y sin murallas y son muy fáciles de someter para cualquier enemigo que venga. Y si alguno quiere calcular la extensión de Roma mirando a estas tierras, será inevitable que se equivoque, al no tener una referencia segura por la que distinguir hasta dónde se extiende la urbe y desde dónde deja de serlo, de tal modo está entrelazada la ciudad con el campo y tal es la impresión de ciudad extendida hasta el infinito que ofrece a los que la contemplan. Si, en cambio, quisiera medirla por la muralla, que es difícil de encontrar por causa de las viviendas que por muchas partes la rodean, pero que conserva en numerosos lugares trazas de su antigua disposición, y quisiera comparar su perímetro con el de Antenas, el de Roma no resultaría mucho mayor.» (Historia Antigua de Roma, IV, 13. Traducción A. Alonso y C. Seco, Madrid, Gredos, 2002).

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territorio urbano (J. Arce, 1987: 76). Cerca de la puerta Capena en Roma, de acuerdo con los datos reflejados en la forma urbis, se encontraba el lugar donde el emperador debía cambiar su atuendo militar por ropas civiles. Los gladiadores vivían en el exterior del casco urbano y fuera de la ciudad quedaban también los templos o lugares de culto dedicados a divinidades extranjeras y toda una serie de actividades consideradas ‘peligrosas’ o ‘nocivas’, incluyendo las piras funerarias, los hornos de los talleres cerámicos o los establecimientos de los curtidores, por los malos olores que desprendían. En las afueras de las ciudades se arrojaban además todo tipo de vertidos, incluyendo los cuerpos no reclamados o de convictos que eran arrojados a fosas comunes, que eran considerados cadavera, o carne abandonada, más que corpora, o cuerpos a los que se debía un enterramiento. Es muy conocida la anécdota recogida por Suetonio102 del perro que depositó la mano de un cadáver junto a Vespasiano cuando éste se encontraba comiendo, poniendo de manifiesto que habitualmente este tipo de animales callejeros podían dar cuenta de los cuerpos no enterrados, como se refleja también en un pasaje de Marcial103. Las puertas de la ciudad eran también atravesadas por carros cargados de stercus que quizá fueron utilizados principalmente como abono para las explotaciones agrícolas que rodeaban los asentamientos. En cualquier caso, las fuentes recogen numerosas prohibiciones sobre vertidos ilegales, sugiriendo que esta práctica estaba más extendida de lo que podría parecer. Los monumentos funerarios proporcionaban, en cualquier caso, un espacio de gran visibilidad por el trasiego de ciudadanos, bienes y mercancías que no se podía desaprovechar y a veces sus fachadas eran utilizadas como soporte para escribir los nombres de los candidatos a las magistraturas locales (J. F. Rodríguez Neila, 1992a: 441, nota 10; A. Scobie, 1986: 414, 418-419). En las inmediaciones de las vías de salida se daban cita por tanto no sólo monumentos funerarios de carácter más o menos propagandístico, sino instalaciones militares e industriales, además de explotaciones agrícolas que dependían de su proximidad a la ciudad para sobrevivir. Las granjas de animales y los cultivos debían situarse junto a la ciudad para minimizar el tiempo de transporte a los mercados y para asegurar la afluencia de mano de obra. A veces junto a las puertas se situaban precisamente mercados de verduras o el lugar donde se cobraban los aranceles sobre los productos alimenticios que iban a vender en la ciudad. También hay testimonios que demues102 103

Vesp. 5. 4. 10.5.11f.

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tran que éste era un lugar apropiado para el establecimiento de baños públicos, utilizados por los viajeros sudorosos que culminaban así su viaje, o establecimientos de otro tipo, como los prostíbulos. Los mendigos frecuentaban las vías de entrada, esperando recibir limosna de los transeúntes o rebuscando comida entre las basuras. Los más desfavorecidos ocupaban a veces algún mausoleo funerario como vivienda que en ocasiones se convertían también en prostíbulos o letrinas improvisadas. Si hacemos caso a los textos, también las brujas104 y los hombres lobos merodeaban por los cementerios, cubiertos por el espeso humo de las piras funerarias, los baños y otras instalaciones industriales. (J. R. Patterson 2000; J. Bodel, 2000; A. Scobie, 1986: 402-403). El aprovechamiento de las zonas suburbanas según criterios espaciales de corte romano se ha podido constatar en Córdoba en distintos contextos. Se ha señalado la existencia de zonas industriales, especialmente en el norte y en el oeste de la ciudad, junto al hipogeo del palacio de la Merced o en la C/ Antonio Maura, en la que vieron la luz durante una ‘intervención arqueológica de urgencia’ estructuras de decantación y prensado, así como varias canalizaciones. También hay indicios de la ubicación de zonas comerciales junto a las murallas, en concreto una serie de espacios porticados localizados junto a la muralla en Ronda de Tejares 6, o lo que pudo ser una zona de tabernae junto a la Puerta de Gallegos. Las instalaciones agropecuarias estarían representadas por ejemplo en la zona del Polígono de Poniente o en Cercadilla, donde se encontró una villa fechada en época altoimperial. También determinados sectores de la necrópolis oriental fueron utilizados desde momentos muy tempranos con fines domésticos o industriales (alfares, vertederos de tierra y cerámica), aunque la actividad predominante a partir del Bajo Imperio volvió a ser el enterramiento (D. Vaquerizo, 2001a: 126). Patrones similares de aprovechamiento del suelo que era empleado como lugar para sepultar cuerpos se pueden observar en otras capitales Hispania como Tarraco o Emerita Augusta. En Mérida junto a las zonas funerarias y una serie de domus suburbanas, se situaban distintas áreas industriales con hornos destinados a la fabricación de ladrillos y tejas (especialmente en el sector sur junto al río y las fuentes de materia prima: agua y arcilla) y algunas construcciones de carácter agrícola (J. C. Saque104 Sólo hay que recordar las tablillas de maldición que se depositan en las tumbas o determinados episodios de ‘suscitación de cadáveres’ como los que se recogen en la Farsalia de Lucano (VI, 420-830) (D. Pérez Fernández, M. Seguido Aliaga, 1994; A. Jiménez Díez, 2000: 223).

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te, 2002: 218; J. Márquez Pérez, 1998). En el suburbio oriental de Tarragona convivieron también tanto en el espacio como en el tiempo los enterramientos con lugares de habitación (J. Vianney, M Arbeloa, 1995: 137).

ba105 cuya violación atentaba contra el ius sepulchri y por lo tanto podía comportar el pago de fuertes multas. Esta clase de documentos son muy frecuentes en Roma y e Italia, pero se conservan escasos ejemplares de otros lugares del Imperio. Recientemente han sido publicadas dos inscripciones de este tipo procedentes de la Península Ibérica. Una de ellas conserva una referencia a una pena sepulcral de la res publica Aiungitanorum, mientras que la otra hallada en Emerita Augusta recoge una sanción que el potencial infractor debía abonar al fisco imperial106 (A. U. Stylow, A. López Melero, 1995; C. González Román, 1995: 210, lám. V; C. Saquete, 2002; F. de Visscher, 1963). En Hispania se han encontrado tanto restos de las estructuras que delimitarían los lotes de terrenos como epígrafes donde se especifican las medidas de éstos, aunque desgraciadamente no en el mismo contexto arqueológico. Los epígrafes se concentran curiosamente en el conventus Astigitanus y Cordubensis, pero también en sectores del Hispalensis y en las cercanías de Castulo. Otro grupo importante proviene de Emerita y del sudeste de Lusitania, mientras que en otras ciudades como Saguntum, Carthago Nova, Ebusus y Segrobriga han sido hallados epígrafes asilados de este tipo. Esta práctica no sólo estuvo limitada a una zona muy concreta sino que además desaparece en la Bética en el tránsito entre los siglos I y II d. C., justo en el momento en el que comienza a documentarse la dedicación de los sepulcros a los di Manes, quizá una manera más explícita de establecer la consagración del terreno y su inviolabilidad debido a su carácter de locus religiosus (A. U. Stylow, 2002: 361). Posiblemente nos encontramos ante uno de los primeros tipos de monumentos que podían ‘exportarse’ desde Roma. La costumbre de delimitar el locus sepulchri con cipos lígneos o pétreos unidos por traviesas de madera107 se conocía en la Urbs al menos desde finales del s. II a. C., aunque la prime-

– Acotados: Los recintos funerarios que aparecen en un momento temprano en las necrópolis romanas de Corduba –de hecho son uno de los primeros tipos de construcciones funerarias ‘claramente’ traídos de Roma que se encuentran en la ciudad– son un ejemplo especialmente significativo de la implantación de una nueva manera de concebir el lugar de enterramiento y de ‘parcelar’ visualmente el espacio que se combina en determinados casos con costumbres que hunden sus raíces en el mundo prerromano. Estos espacios sepulcrales, delimitados en ocasiones por muretes de escaso alzado, balaustradas, vallas, fosas, vías, corrientes de agua o cipos estaban estrechamente relacionados con criterios religiosos y jurídicos romanos que entroncan con la percepción del área de enterramiento como heroon adoptada en Roma de manera especial desde época helenística (G. Mansuelli, 1963a: 32-33; 36-37). La distribución de las parcelas, habida cuenta la regularidad que presenta en algunos asentamientos, pudo ser el resultado de ordenanzas municipales que regularían la ubicación y las medidas de los lotes de terreno dedicados a uso funerario. La organización del espacio de la necrópolis, por lo tanto, sería competencia de los magistrados locales y las distintas actividades de carácter legal asociadas a estas propiedades (compra, venta y especificación de las medidas de cada parcela) quedarían registrados en el tabularium de cada ciudad donde se guardaba la forma o mapa de su territorium. En caso de disputa sobre los contornos del recinto, también en las ciudades romanas de Hispania se recurría a un agrimensor, como nos enseña un epígrafe procedente de las inmediaciones de Nueva Carteya (Córdoba, CIL II, 1598) (J. F. Rodríguez Neila, 1992a: 445). De hecho, como ha sugerido A. Mansuelli (1963b: 183), el gran número de cipos terminales y referencias epigráficas a las dimensiones de las tumbas conservadas en Roma parece indicar que en la práctica siempre existió una definición precisa de los límites del área sepulcral, independientemente de que éstos se hiciesen constar de manera explícita mediante una inscripción. Los acotados no sólo delimitaban los lindes de una propiedad privada, sino que también establecían los límites de un espacio en el que se ubicaba el locus religiosus que era la tum-

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105 El corpus jurídico con función de salvaguardar el sepulcro en virtud de su calidad de lucus religiosus es especialmente dilatado a partir del s. I a. C. Algunos autores han sugerido que esta condición sólo afectaba al suelo romano o itálico, mientras que las sepulturas ubicadas en las provincias pudieron considerarse pro religiosae en el mejor de los casos. Sin embargo, otros estudiosos como A. D’Ors consideran probable que el régimen jurídico aplicado en las provincias se acercase bastante al vigente en la propia Italia (J. F. Rodríguez Neila, 1993: 438). 106 También hay una referencia en la lex ursonensis a la imposición de una multa para aquellos que no respetasen la prohibición de dar sepultura en el interior del pomerium (R. López Melero, 1997). 107 Conocemos también ejemplos hispanos que presentan rebajes destinados a recibir las vigas que señalaban los límites del locus (CIL II2/5, 403, 705-706) (A. U. Stylow, 2002: 361, nota 57).

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ra mención conservada en las fuentes es más moderna, retrasándose hasta un discurso de Cicerón (Phil., IX, 7, 17) y un pasaje de Horacio (Sat., I, 8, 12-13) de la segunda mitad de la siguiente centuria coincidiendo con su momento de mayor desarrollo. Desde el s. I a. C. comienzan a situarse pilastras decoradas en los ángulos de los recintos y a adornarse los muros con altares, vasos funerarios, elementos piramidales y representaciones de Attis tristis o escenas mitológicas. Durante época augustea comienzan a construirse completamente de obra, aunque aún sin decoración y elevándose escasos centímetros sobre el terreno. Con el paso del tiempo estas construcciones irán aumentando su protagonismo hasta convertirse en torno a la segunda mitad del s. I d. C., al menos en la Península Itálica, como demuestran algunos ejemplos de Isola Sacra, Pompeya, Verona, Boretto, Sarsina o Aquileia, en estructuras monumentales por derecho propio (P. Gros, 1996: 440-443; H. von Hesberg, 1994: 73-89; G. Mansuelli, 1963a: 32-43; G. Mansuelli, 1963b: 183-184; J. M C. Toynbee, 1971: 91-94). Los epígrafes hispanos que evidencian la existencia de acotados funerarios datan fundamentalmente de los siglos I-II d. C. y como en el resto del Imperio delatan la especial relación de este tipo de estructuras con la ubicación junto a vías y caminos de servicio de las tumbas monumentales en el mundo romano. Haciendo uso de una unidad de medida romana (el pie) se especifican las medidas del límite frontal ubicado a lo largo del camino (frons) y la profundidad del acotado hacia el interior del campo (ager) con fórmulas del tipo «locus in fronte pedes…, in agro pedes...». Las medidas que se constatan con mayor frecuencia varían, especialmente si comparamos los acotados situados en necrópolis suburbanas con aquellos localizados en fundi de zonas rurales. Los recintos hispanos suelen presentar frecuentemente una medida en torno a los 12 x 12 pies, aunque se ha llegado a constatar un ejemplo en Castro del Río (Córdoba, CIL II2/5, 403) que alcanzaba los 33750 pies cuadrados, unos 75 x 50 m En los casos de recintos de grandes dimensiones debemos pensar que el monumento o monumentos sepulcrales situados en su interior compartirían el espacio con horti, balnea y otras construcciones anejas. También es posible en algunas ocasiones que nos encontremos ante las medidas de conjunto de un cementerio público que estaría subdividido en distintas secciones de menor tamaño o de propiedades de familias especialmente adineradas. La presencia de horti en algunos recintos tenía la función fundamental de producir los beneficios necesarios para sufragar los gastos de

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mantenimiento de las tumbas, como vemos en el caso de Publio Rufo Flavo (CIL II, 4332), que dispuso una serie de terrenos vecinos a su sepultura para que sus herederos pudiesen mantenerla en condiciones óptimas con las rentas obtenidas (J. F. Rodríguez Neila, 1992a: 438). Los jardines de los recintos funerarios pudieron no tener siempre una función estrictamente económica. Distintos textos confirman que algunos de ellos estaban equipados con canales, pozos, estanques, cisternas o piscinas (canales, putei, cisternae, piscinae, lacus), para refrescar a los visitantes y regar la variada selección de árboles y flores que compartían el espacio con salones, zonas destinadas al almacenamiento de comida, cenadores y comedores (diaetae, horrea, cenacula, tricliae, tabernae) donde los familiares podían celebrar banquetes periódicos en honor a los muertos, alejados del mundo en el locus amoenus en el que se convertían estos recintos funerarios: una especie de representación simbólica del Elíseo en la tierra108. J. C. Saquete ha estudiado recientemente un epígrafe emeritense fechado en una época bastante tardía, en la segunda mitad del s. II d. C. o incluso a principios del s. III d. C., que estuvo situado en una tumba con jardín o cepotaphium109 –como eran denominadas especialmente en la parte oriental del Imperio–, dotado de cenador y un pozo (J. M C. Toynbee, 1971: 95; J. C. Saquete, 2002). En Roma, en cualquier caso, se conservan una gran cantidad de epígrafes que señalan unas medidas entre 10 y 14 pies in fronte abundando especialmente los 12 pedes. Sin embargo, la dimensión media de estos recintos en otras necrópolis suburbanas italianas varía, alcanzándose los 20-30 pies en las necrópolis de Ostia o medidas más modestas (16 x 16 pies) en Colombara-Fondo Urbanetti –Aquileia–. En Hispania, como acabamos de señalar, son asimismo frecuentes los recintos de 12 pies, con ligeras desviaciones dependiendo del asentamiento. Así predominan los 12-15 in fronte, 10-15 in agro en Astigi, los 1015 in fronte en Tucci o los 10-12 in fronte, 8-10 in agro en Emerita. En Colonia Patricia se conocen hasta el momento sólo cinco inscripciones110. Dos de ellas pertenecían a la necrópolis occidental y fueron 108 Se conservan incluso dos mapas en placas de mármol de esta clase de tumbas, una proviene con bastante probabilidad de Perugia, mientras que la otra fue hallada en el cementerio situado junto a la Via Labicana en las cercanías de Roma (J. M. C. Toynbee, 1971: 98-100). 109 El equivalente latino, hortus-i, u hortulus (por ej. en Hipania Tarraconensis CIL II, 39, 60) es, sin embargo, mucho más común. 110 Compárese, por ejemplo, con los 23 epígrafes documentados hasta la fecha en Mérida (J. C. Saquete, 2002: 215, tabla I). Por supuesto, es más que probable que no todos los

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encontradas en la c/ J. José María Herrero, 5, (12 x 12 pies, principios s. I d. C.) y Camino Viejo de Almodóvar, esquina c/ Magistral Seco de Herrera (12 x 12 pies, época augustea). Una tercera fue hallada en la necrópolis septentrional en la zona del Brillante (12 x 12, mediados del s. I d. C.). Finalmente, otra que recogía medidas superiores –20 x 20 pies– procede de los alrededores de la ciudad (Caserío de San Pablo, situado a unos 4 km. al norte de Córdoba) y puede ser fechada aproximadamente en la mitad del s. I d. C., mientras que el lugar de hallazgo de la última inscripción (San Benito) resulta incierto, aunque puede ser fechada también en el s. I d. C. y correspondía a un acotado de 15 x 15 pies (D. Vaquerizo, 2002c: 175-179). Las medidas de los recintos cordobeses, por lo tanto, se ajustan con bastante exactitud a las dimensiones más comunes en la propia ciudad de Roma, pero también en otras ciudades hispanas. El principal elemento de contraste parece deberse a la ubicación de esta clase de recintos en necrópolis de carácter suburbano o rural, donde el espacio estaría menos limitado por la escasez de terreno, como puede observarse analizando el catálogo de epígrafes de la provincia de Córdoba con indicación de las medidas del lugar de enterramiento (D. Vaquerizo, 2002c: 174, tabla 1)111. Se ha sugerido como hipótesis que dicha regularidad fuese consecuencia de ordenanzas municipales sobre la distribución y dimensiones de los espacios de uso funerario situado extramuros. Astigi, Emerita, Tucci y la propia Corduba fueron colonias «a las que se adjudicaron territoria que experimentaron replanteamientos sustanciales en la disposición del suelo, que se atribuyó en razón del número de colonos acogidos. Es factible que en las colonias el ordenamiento catastral abarcara incluso los espacios reservados para usos funerarios, acordándose oficialmente ciertos módulos para los acotados sepulcrales acordes con la superficie destinada a servir de necrópolis públicas» (Rodríguez Neila, 1991: 81). Sin embargo, J. C. Saquete (2002: 216) ha discutido la existencia probada de un módulo estándar en Emerecintos funerarios contasen con inscripciones que señalasen explícitamente su extensión y que muchos de los cipos delimitadores de estos lotes de terreno no contasen con ningún epígrafe, como sucede en el caso del cipo encontrado junto a una inhumación en una excavación de urgencia que tuvo lugar en la C/ Maese Luis, 20, o de un cipo reutilizado en la Puerta de Almodóvar, después de haber sido aprovechado para grabar la inscripción funeraria de T. Servius Clarus, dissignator (D. Vaquerizo, 2002: 178). 111 De un total de 11 epígrafes un 36,4 % (4) se ajustan a las medidas de otros asentamientos (entre 8 y 15 pies), pero un 63,6 % (7) presentan dimensiones muy superiores entre los 18 x 36 y los 225 x 150 pies de la inscripción de Castro del Río.

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Fig. 144: Relación topográfica de los acotados funerarios y las vías de salida de Colonia Patricia: 1. Camino Viejo de Almodóvar, 2. Avda. de la Victoria s/n (Puerta de Gallegos), 3. Vial Norte, 4. La Constancia, 5. Raf-Tav 91, 6. Santa Rosa s/n, 7. Avellano 12 – 13, 8. Ollerías, 14, 9. San Pablo, 17, 10. Realejo, 1. (según D. Vaquerizo, 2002c: fig. 1).

rita Augusta (donde, por cierto, en los epígrafes de las primeras generaciones de colonos aparecen ya fórmulas referidas a la peditura) (J. L. Ramírez Sádaba, 1994-1995), porque la profundidad in agro parece oscilar entre los 7 y 12 pies, aunque es cierto que la medida de 12 pedes in fronte es bastante común. Además, no deben olvidarse los recientes hallazgos de recintos de gran tamaño en ciudades como Mérida (J. A. Estévez 2000b) o el hecho de que los epígrafes de esta misma ciudad presenten distintas medidas a pesar de haber estado ubicados en la misma zona (J. M Abascal, 2003: 274-275; J. Remesal, 2002; J. F. Rodríguez Neila, 1991; J. F. Rodríguez Neila, 1992a; J. C. Saquete, 2002; A. U. Stylow, 1998: 114, 120; A. U. Stylow, 2002: 361; D. Vaquerizo, 2002c). En las necrópolis cordobesas se han localizado en los últimos años un número bastante abundante de recintos funerarios generalmente en el contexto de excavaciones de urgencia (Fig. 144). Algunos de ellos son de fechas sorprendentemente tempranas, como los que precedieron a la construcción de los mausoleos circulares del Paseo de la Victoria, datados en la primera mitad del s. I a. C. o el de la Plaza de la Magdalena, de finales del mismo siglo. Debemos tener en cuenta que, por ejemplo en las necrópolis de Ostia, los primeros recintos se remontan a la segunda mitad del mismo siglo. La mayoría de los

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acotados cordobeses (Raf-Tav’91, La Constancia, Santa Rosa, Ollerías 14, San Pablo 17, Vial Norte, Avellano 12-13, Realejo 1 y quizá también el punto CH de la necrópolis del Camino Viejo de Almodóvar), sin embargo, fueron construidos en el siglo I d. C., especialmente en su primera mitad, coincidiendo con el máximo apogeo de este tipo de monumentos en el resto del Imperio. En el yacimiento de la C/ San Pablo 17, algunas de las estancias del acotado funerario fueron pavimentadas con losas de pudinga. Construido a base de sillares sobre mampostería, este recinto, que superaba los 17 metros de frente construido, se orientaba según un eje paralelo al de la Vía Augusta. El complejo contaba además con una cisterna a su servicio y a él se accedía por un portón situado en una de las fachadas. Igual que sucede en el caso de los estudios epigráficos sobre estos acotados, no ha sido posible relacionar los enterramientos contenidos en sus muros con un grupo específico de población o estatus social. Es más, los acotados contienen variadísimos tipos de enterramientos, desde las inhumaciones infantiles en urnas de tradición ibérica de la calle Avellano 12-13, al bustum del recinto de la necrópolis de Santa Rosa, pasando por el amplio abanico de sistemas de enterramiento documentados en La Constancia, donde, además, las tumbas encontradas en el exterior de los recintos no difieren en sus características generales de las encontradas en su interior. Tampoco los acotados más espaciosos contenían un grupo de enterramientos más numeroso. Precisamente en este último yacimiento, donde se ha documentado el mayor número de acotados dentro de una misma necrópolis de la ciudad sorprende el hecho de que las medidas de los mismos no parezcan ajustarse con exactitud a un módulo romano. Si consideramos que el pie romano era equivalente a unos 30 cm, únicamente algunos de los lados de los recintos 2 y 5 correspondían exactamente a unas medias acordes con dicha escala112, si bien es cierto que varias fachadas se conservaban sólo de manera incompleta en el momento de la excavación por lo que no es posible establecer sus medidas originales. Sería interesante, en cualquier caso, intentar realizar un estudio que permitiese establecer el grado de relación entre los tamaños de los recintos documentados a través de la epigrafía y el equivalente de los restos arqueológicos, comprobando hasta qué punto esta falta de adecuación se debe a que en muchas ocasiones no se han 112 El muro occidental del recinto 2 medía 6 m, el equivalente a 20 pies, la fachada del recinto 5 correspondía a 25 pies (7,5 m.). Las medidas aproximadas de los recintos se pueden consultar en D. Vaquerizo (2002: 183-190) y D. Vaquerizo et al. (2005: 52-70).

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podido excavar los límites completos de los recintos o a otro tipo de posibles condicionantes. Como ha señalado G. Mansuelli (1963a: 33), los acotados funerarios no pueden considerarse un ‘tipo arquitectónico’ en sí mismo, sino que aparecen combinados en Italia y en Roma con otras construcciones monumentales. Uno de los aspectos más interesantes, por tanto, en el caso hispano, es comprobar en qué medida en ciudades como Córdoba la idea de que el parcelario de las necrópolis podía ‘delimitarse’ arquitectónicamente convivía con rituales o tipos de tumba que entroncan directamente con tradiciones de épocas anteriores al asentamiento Romano en el solar de la ciudad. No sería de extrañar que nos encontrásemos ante un sistema de reelaboración de la ‘costumbre importada’ de dividir el terreno sepulcral en lotes situados a lo largo de una vía, como por otra parte parecen indicar otros elementos. Da la sensación de que en Hispania, por ejemplo, en un gran número de acotados no se incluyeron tumbas monumentales, (altares, edículas, etc.)113 que en la Península Itálica terminaron ‘compitiendo’ por captar la mirada del paseante con los propios muros del recinto y sobreelevándose sobre el nivel del suelo para poder ser contemplados desde la vía. En muchos acotados de la Península Ibérica se siguen utilizando técnicas constructivas tradicionales, construyendo pequeños muros a base de guijarros trabados con argamasa, a los que en ocasiones se superponen hiladas de sillares escuadrados, que en cualquier caso no parecen haber podido generar la misma experiencia visual que algunos de los recintos más monumentales del mundo romano, adornados con balaustradas, pilastras decoradas, merlones o relieves114. Los recintos cordobeses cobijaban además, tanto enterramientos con ajuares de cerámica importada de la metrópolis, como otros que en cierto modo pueden considerarse herederos de los rituales anteriores a la conquista, como cremaciones en urna de tradición ibérica cubiertos por un cuenco 113 Una excepción notable a esta afirmación se puede encontrar en la necrópolis de Baelo Claudia, donde algunos monumentos de planta cuadrangular presidían el centro de un recinto funerario (P. Paris et al. 1926: 66-68). 114 En la Península Ibérica se pueden citar, sin embargo, el ejemplo del mausoleo de los Atilii en Sádaba (Zaragoza), que ha sido interpretado como los restos de un acotado monumental decorado con relieves, los restos de un recinto de época romana embutidos en un paramento de la ermita de la Consolación de Chiprana (Zaragoza) o las tumba de los Voconios y los Julios coronada por merlones (J. Menéndez Pidal, 1970; M. L. Cancela, 1994: 84; M. L. Cancela, 2001: 111; M. L. Cancela, 2002: 178-179; M. Martín Bueno, 1993: 406; M. Bendala, 1972; M. Bendala, 1976b: 144; J. Molano, M. Alvarado, 1994: 327-329; T. Nogales, J. Márquez, 2002: 123).

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tapadera y rodeados ocasionalmente por un conjunto de piedras. Así, es posible observar incluso en aspectos que permiten intuir modelos de articulación de las áreas funerarias de la ciudad de acuerdo con conceptos formales y espaciales del mundo romano, una reelaboración de los mismos que permite incluir elementos herederos de aquellos de época prerromana que confieren a las necrópolis de la capital de la Bética un carácter híbrido característico de situaciones coloniales. En Baelo Claudia hemos visto una necrópolis profundamente idiosincrásica con recintos dotados de una pequeña cámara funeraria pintada donde se depositaban las urnas, o con monumentos situados en el centro del espacio sepulcral rodeados de enterramientos depositados directamente en oquedades practicadas en el terreno (P. Paris et al. 1926; J. Remesal, 1979). En Emerita encontramos tanto espacios cuadrangulares construidos en mampostería trabada con mortero de cal o con tierra compacta pero con cimentaciones de opus caementicium, como muros de buena factura realizados en este último material con cimentaciones de cantos rodados y excepcionalmente muretes de grandes sillares trabados con una delgada capa de cal. En su interior suelen ser frecuentes los enterramientos de inhumación en fosa recubierta de ladrillos o cubiertos con tegulae y busta y ocasionalmente se han encontrado restos de árulas, pulvini, cornisas y otros elementos monumentales. En algunos de estos acotados localizados en Mérida aún se conservaban restos de los pavimentos de opus signinum, como sucedía asimismo en uno de los recintos encontrados en Edeta, donde la unión del suelo con las paredes se había reforzado con la característica media caña. También deben mencionarse algunos ejemplos de carácter excepcional, donde el recinto se convierte en un elemento monumental por derecho propio como los sepulcros de los Voconios y los Julios en Mérida, el Mausoleo de los Atilios en Sádaba (Zaragoza) o el acotado inserto en el paramento de la ermita de la Consolación de Chiprana. Quizá nos encontremos ante recintos similares en el caso de la necrópolis de la Puerta Norte de Cástulo o en un sector de los cementerios de Carmona conocido como «El Cortinal Alto» (C. Aranegui, 1995: 197; A. M. Bejarano, 2000; M. Belén et al., 1986: 57; M. Bendala, 1972; M. Bendala, 1976b: 144; M. Bendala, 2002a: 67-70; J. M. Blázquez, 1971: 237-310; J. M. Blázquez, 1979; M. L. Cancela, 1994: 84; M. L. Cancela, 2001: 111; M. L. Cancela, 2002: 178179; M. Martín Bueno, 1993: 406; J. A. Estévez Morales, 2000a; A. García y Bellido, 1962; E. Gijón, 2000a; H. von Hesberg, 1994: 85-86; H. von Hesberg, P. Zanker, 1987; J. Menéndez Pidal, 1970; J. Mola-

no, M. Alvarado, 1994: 327-329; T. Nogales, J. Márquez, 2002: 123; D. Vaquerizo, 2001, 198-202)115. Aunque no siempre se pueda relacionar esta clase de estructuras con el asentamiento de ciudadanos procedentes de Italia parece existir una relación entre ellas y cierto concepto de circulación y del uso del espacio asociado específicamente a necrópolis de época romana, que tiene como resultado nuevas manera de ‘tipificar’ el espacio funerario. Sin duda distintos colonos en contacto con diferentes contextos históricos y poblacionales –como acabamos de ver– produjeron variadas maneras de ‘recrear’ el espacio acotado de las necrópolis altoimperiales en Hispania. Lo interesante del caso es que tanto en la trama ortogonal de la ciudad, como en la nueva articulación del espacio funerario a través de lotes de terreno, las formas de morir y vivir son muy variadas, y responden en muchas ocasiones a costumbres que entroncan con las que practicaban los habitantes de la Península antes de la conquista romana. – La identificación nominal de las tumbas: Aunque en muchas ocasiones la peditura del locus sepulturae aparezca de manera autónoma en la inscripción, sin asociarse a un epígrafe sepulcral, este tipo de documentos epigráficos se inscriben en el contexto de la adopción de un nuevo hábito en las necrópolis hispanas: la asociación del nombre del difunto a su tumba en un soporte no perecedero. Evidentemente, es imposible asegurar con total certeza que en época prerromana no existiese ya algún método para identificar al individuo enterrado en cada tumba que no ha dejado rastro arqueológico; sin embargo, las características de los tipos de inscripciones ibéricas anteriores a la presencia romana en Hispania (grafitos sobre objetos de valor para indicar la identidad de su propietario, inscripciones pintadas en la cerámica de Liria, epigrafía rupestre e inscripciones sobre plomos) parecen descartar esta hipótesis. En general, se considera que la epigrafía sepulcral conservada en lengua ibérica es producto del contacto con textos romanos del mismo tipo, que habrían servido de fuente de inspiración principal (J. de Hoz, 1998: 195). Sin embargo, la necesidad de identificar nominalmente la tumba es un fenómeno relativamente tardío. Las primeras inscripciones latinas de la Bética se remontan a finales del s. III a. C., pero no son de carácter 115 No se puede descartar completamente que algunas de las estructuras descritas en los artículos dedicados a los últimos hallazgos emeritenses hubiesen estado techadas, pues en ocasiones pudieron recogerse tégulas e ímbrices en su interior.

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funerario. Entre esta fecha y época de César los grafitos sobre cerámica campaniense, inscripciones sobre glandes, documentos administrativos de magistrados romanos o textos que dejan constancia de sucesos bélicos, convivieron con el registro escrito de otras lenguas prerromanas, de las que se conserva en Hispania incluso algún caso excepcional a finales del s. I d. C. Quizá uno de los pocos ejemplos de documentos de época precesariana relacionados fundamentalmente con rituales mágicos, pero también, de manera más o menos indirecta, con el mundo funerario, son las tabellae defixionis, de las que Corduba ha proporcionado algunos ejemplares, si bien A. U. Stylow no descarta la datación de algunas de estas piezas en un momento posterior al 50 a. C. Quizá también algunas de las inscripciones funerarias más antiguas de Italica, talladas sobre losas rudamente desbastadas, podrían fecharse en la primera mitad del s. I a. C. (A. U. Stylow, 1998: 109-110). Los documentos más antiguos transmiten en cualquier caso un nombre –y a veces nada más que un nombre de ascendencia indígena–, grabado ocasionalmente no sobre una estela, sino sobre un cofre de piedra, un soporte que puede considerarse en cierto modo heredero de los larnakes presentes en las necrópolis ibéricas aunque también puedan encontrarse piezas similares en cementerios romanos de época republicana o augustea (P. Rodríguez Oliva, 2002: 261; A. U. Stylow 2002: 356-357). Sin embargo, ni los talleres epigráficos hispanos ni los béticos florecieron hasta época augustea, con una producción fundamentalmente centrada en la talla de epitafios sobre piedras locales, a pesar de que el mármol era ya un elemento de uso común en esculturas y distintos tipos de elementos arquitectónicos. De hecho, aunque se ha señalado que las estelas funerarias deben estar relacionadas con la llegada de los individuos que hicieron uso de ellas –los colonos asentados en las provincias hispanas en época cesariana / augustea–, se debe tener en cuenta que, al menos en la Baetica, la producción de epigrafía funeraria no es un fenómeno especialmente asociable a las clases dirigentes de los principales núcleos urbanos. Las estelas funerarias son relativamente escasas en ciudades como Corduba, Italica, Hispalis o Gades en comparación con comunidades de menor entidad o enclavadas en el mundo rural, donde constituyen el grupo mayoritario de monumentos conmemorativos (A. U. Stylow, 1998: 120)116. Curiosamente, en Córdoba se conserva un grupo de estelas de gran calidad asociadas fundamentalmente a los gladiadores –en su mayoría extranjeros– que lucharon en el anfiteatro de 116 Este fenómeno –como recuerda el Dr. A. U. Stylow– no fue al parecer exclusivo de la Bética (A. U. Stylow, 1998: 120, nota 78).

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la ciudad, lo que confirma la relación de este tipo de conmemoraciones con colectivos no especialmente privilegiados de la sociedad. Las élites romanas habían adoptado el hábito epigráfico popularizado por el propio Augusto como un medio efectivo de autorrepresentación, pero este grupo de individuos nos son conocidos en la Bética no a través del grupo de estelas fechadas entre los siglos I y II d. C., sino sobre todo mediante inscripciones talladas en las bases de las estatuas dedicados por ellos a dioses y emperadores o de las obras que financiaron. Los miembros de las clases dirigentes dejaron constancia de su nombre fundamente en el marco del evergetismo que tiene como escenario la ciudad y, sólo en menor medida, en epígrafes dedicados a los muertos. Dentro del ámbito de las necrópolis, estos individuos aparecen representados sobre todo en los epígrafes situados en la base de estatuas dedicadas a ellos. Se solía interpretar estas piezas de manera recurrente como esculturas honoríficas, aunque recientemente A. U. Stylow (2002: 358) ha llamado la atención sobre el hecho de que dichas estatuas, frecuentes en el ámbito ciudadano y doméstico, debieron estar también muy presentes en el mundo funerario. La cantidad de pedestales de estatuas dedicadas por familiares o particulares es muy abundante y la mayoría, a pesar de que no pueda constatarse de manera explícita a través del epígrafe conservado, deben considerarse sepulcrales. Sabemos, además, que entre los honores funerarios principales que una corporación podía conceder a sus ciudadanos (locus sepulturae, funeris impensa, laudatio, clipeus virtutis, concesión de incienso para el funeral o de ornamenta decurionalia, aedilicia o duumviralia) se encontraba también la dedicación de estatuas, que, al menos en algunos casos, estuvieron colocadas en el propio sepulcro, como demostraría el hallazgo en la c/ Muñices de una estatua sobre un monumento, quizá de tipo edícola, fechado a finales del s. I a. C. (J. A. Garriguet, 2006; E. Melchor, 2006; J. L. Liébana, A. Ruiz Osuna, 2006). Este modo específico de conmemorar a los ‘miembros destacados’ de la comunidad puede considerarse también como un ejemplo de la implantación de una ‘manera romana’ de concebir el ámbito funerario. No se introduce tanto la idea de homenaje colectivo como quizá el modo de entender y llevar a cabo estos rituales, que está especialmente presente en asentamientos que alcanzaron el estatus colonial o municipal. La concesión de honores públicos implicaba un proceso que culminaba con la promulgación de un decreto por parte de los decuriones. Los homenajes que podían ser concedidos tenían un carácter muy específico –extendiéndose a veces incluso a mujeres o jóvenes relacionados con familias locales

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importantes– y debían regirse además por una serie de normativas municipales sobre el uso del suelo y el derecho funerario. En Pompeya, por ejemplo, estaba prohibido específicamente construir en la faja de terreno situada directamente junto a las murallas. Quizá la privilegiada ubicación de los mausoleos circulares situados casi a modo de una segunda puerta monumental de la muralla occidental de Colonia Patricia fueron objeto de una concesión honorífica municipal que habría dado carta legal a la preeminencia de los monumentos funerarios sobre el recinto amurallado de la ciudad117. En cualquier caso, en Córdoba se han contabilizado varios ejemplos de honores funerarios que consisten sobre todo en la concesión de un locus sepulturae, a lo que se suma a veces también impensa funeris, una statua o incluso una laudatio fúnebre118 (D. Vaquerizo, 2001: 184-185; D. Vaquerizo, 2002c: 175 nota 39, 177 nota 46; J. F. Rodríguez Neila, 1991: 86-91; J. F. Rodríguez Neila, 1992a: 443-444; E. Melchor Gil, 1997: 229-233). La epigrafía cordobesa se ajusta con bastante exactitud al modelo descrito para la Bética. La inmensa mayoría de los epígrafes se fechan entre los siglos I y III d. C. Únicamente tres o cuatro ejemplares podrían haber sido producidos en época republicana. No se han documentado ejemplos de nombres indígenas o estructuras sociales prerromanas como en otros lugares de Hispania, aunque sí están representados nombres de carácter griego u oriental o de otras regiones del Imperio. El número de epitafios es, no obstante, muy reducido. Se han contabilizado 278 inscripciones que corresponden a un período de trescientos años de producción y a una ciudad cuya población media pudo alcanzar los 20.000 habitantes. Como se ha señalado antes, las inscripciones acompañaron las tumbas de individuos de condición modesta, como libertos y esclavos, al menos en 201 casos. Sólo se han encontrado hasta el momento un epitafio de un senador y dos inscripciones dedicadas a caballeros (D. Vaquerizo, 2001a: 179). ¿Se puede considerar entonces el recurso a la epigrafía en el mundo funerario como factor de ‘romanización’? Hay que tener muy en cuenta que nos encontramos ante un fenómeno relativamente tardío tanto en la propia Península Itálica, donde la mayoría de las inscripciones se concentran entre los siglos I y II d. C. como en la propia provincia Bética. Son muy interesantes en este sentido las observaciones

realizadas por A. U. Stylow sobre las altas concentraciones de este tipo de inscripciones preferentemente en núcleos rurales o pequeños núcleos urbanos y no en ciudades como Colonia Patricia, la capital de la provincia y del convento, como podría haber sido de esperar. A ello se añade la constatación de que este método de autorrepresentación fue sobre todo empleado por libertos y esclavos o personajes de baja extracción social, como artesanos. Investigadoras como E. A. Meyer (1990) han intentado demostrar que los epitafios dispersos por todo el Imperio reflejan fundamentalmente una relación moral y legal característicamente romana entre el individuo fallecido y su heredero, que normalmente erige el monumento ex testamento dejando constancia escrita de ello y de su identidad. La capacidad de heredar y de redactar un testamento eran prerrogativas del ciudadano romano que las fuentes textuales nos presentan como uno de los derechos más deseados por los grupos de población desfavorecidos. Redactar este tipo de inscripciones en latín, por lo tanto, era una manera de hacer explícita la obtención de la ciudadanía romana y de demostrar el cumplimiento de la obligación de llevar a cabo los sacra119, incluyendo la erección de un monumento, que recaía sobre aquellos que estaban ligados con el fallecido por lazos legales, familiares o afectivos. Aunque según E. A. Meyer no todos los epitafios fueron encargados por los herederos, esta costumbre se difundió precisamente porque éste era uno de los principales motivos para erigir un epitafio. Sin embargo, las inscripciones hispanas presentan uno de los porcentajes más bajos a este respecto de todo el Imperio, aun cuando regiones como la Bética se suelen mencionar como una de las ‘más romanizadas’ del mundo romano. A pesar de los argumentos de E. A. Meyer, como afirma G. Woolf (1996a: 34; 1998: 78), si bien el florecimiento del hábito epigráfico en las provincias puede interpretarse como un indicio de la adopción de un conjunto de costumbres romanas, no es posible deducir de manera automática que las inscripciones pretendieron siempre reafirmar la identidad ‘romana’ del individuo que se conmemoraba en el texto. En primer lugar, la difusión de la prácticas asociadas a la epigrafía latina se difundieron en la Bética –pero también en regiones como la Galia– sobre todo a partir de época augustea, doscientos años después de la conquista del territorio, en un momento en el que se había generado una cultura y un contexto social nuevo, en el que la línea divisoria entre la identidad romana y la identidad nativa era mucho más borrosa que durante las décadas inmediatamente

117 Hay indicios que sugieren que determinados monumentos funerarios a seviri Augustales situados junto a las murallas de Pompeya, es decir, en el pomerium del núcleo urbano, fueron el resultado de una donación de terrenos por parte de la ciudad a dichos individuos (V. Hope, 1998: 189). 118 CIL II2/7 290, 302, 303, 306, 307, 720.

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Cicerón, De legibus, 2, 48.

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posteriores a los primeros asentamientos de colonos romanos en suelo ibérico. La difusión de estas prácticas no puede considerarse, por tanto, como una consecuencia directa e inmediata de la conquista romana y de la exposición a la lengua y las costumbres romanas que se venía produciendo desde hacía dos centurias, sino que debe inscribirse en un patrón de redefinición de la cultura romana que se produjo tanto en Italia como en distintas provincias del Imperio durante época augustea. Evidentemente el aumento generalizado de los epitafios en territorios tan distantes presenta numerosas variaciones y particularidades derivadas de diferentes contextos regionales y de cada una de las ciudades implicadas. En nuestro caso, habría que intentar explicar, por ejemplo, por qué algunos grupos eligieron como manera de expresar su identidad dejar constancia escrita de su nombre mediante un epitafio inscrito en una lápida, mientras que otros optaron por estatuas, donde quedaba expuesto no sólo los elementos implícitos en la configuración del nombre del ciudadano romano (género, estatus libre, gens, etc.) sino sus rasgos fisonómicos. De acuerdo con G. Mansueli, esta nueva conciencia de la individualidad habría llegado a Roma a través de la influencia de la mentalidad helenística, penetrando en la religión funeraria y exponiendo el culto a los ancestros ‘individualizados’ al conocimiento general de aquellos que atravesasen la necrópolis. La costumbre se generaliza entonces como deber (pietas) pero también como derecho a afirmar a través del monumentum la propia personalidad o el carácter de la familia a la que se pertenece (G. A. Mansuelli, 1963b: 182, M Bendala, 2002a: 68-70). – Espacios de uso diferencial dentro de las necrópolis: En último término, los acotados funerarios pueden entenderse también como una forma de delimitación del espacio para un uso diferencial. Permiten segregar el enterramiento de un individuo o de un grupo del resto de la necrópolis o incluso de espacios no dedicados –y consagrados– a los muertos. A veces la epigrafía funeraria nos ha permitido distinguir a ciertos grupos identificables como una familia o collegium funeraticium que no siempre estaban rodeados por los cimientos de algún tipo de construcción. En Córdoba se pueden estudiar tres casos especialmente significativos de concentración de tumbas de una misma clase de individuos, a veces unidos por su estatus dentro de la sociedad (libertos), por su profesión (gladiadores), o por el grupo de edad al que pertenecían (niños). Los dos primeros ejemplos responden a modelos de identidad

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social característicamente romanos, mientras que el último, sin embargo, requiere una explicación más allá la asimilación de costumbres habituales en los cementerios del Imperio, donde las tumbas de los niños no solían requerir un espacio específico dentro de la necrópolis. Dos de estos grupos de tumbas fueron hallados durante una intervención en la C/ Avellano 12-13. Parece probable que el lugar fuera utilizado en un primer momento, a lo largo del s. I d. C, para enterrar mayoritariamente individuos de corta edad, para ser ocupado unas generaciones después (en la segunda mitad del s. II d. C. o principios del s. III d. C.) por los enterramientos de un grupo de esclavos y libertos con nombres de origen griego. Los restos de inscripciones fueron hallados en el nivel de abandono de la necrópolis y, aunque en la memoria no se ponen en relación ninguno de estos fragmentos epigráficos con un enterramiento concreto, sí se describen dos inhumaciones contemporáneas con cubierta de tegulae (fin s. II o principios del s. III d. C.) y un bustum, posiblemente infantil, fechado en la segunda mitad del s. II d. C. (F. Penco, 1998; D. Vaquerizo, 2001a: 172). Hay que tener en cuenta, además, que los epígrafes fueron tallados no en estelas funerarias sino en pequeñas plaquitas, de entre 15 y 30 cm de lado y 3 cm o menos de espesor, como se aprecia en los ejemplares mejor conservados, que debieron de estar empotrados en algún tipo de estructura, posiblemente en los nichos de un columbarium. Quizá un muro de sillares sobre cimentación de ripios aparecido en el solar pudo haber formado parte de la estructura que protegería los restos de los integrantes de un collegium funeraticium (D. Vaquerizo 2002c:192). Un epígrafe hallado en las inmediaciones del templo de la C/ Claudio Marcelo (C/ María Cristina), proporciona otro indicio de la existencia de una de estas asociaciones funerarias que en este caso agruparía a los esclavos públicos de la ciudad. Se trata de un epígrafe dedicado por un c(olonorum) c(oloniae) P(atriciae) ser(vus) de nombre griego (Trophimus), a un sacerdos y magister perpetuus familiae publicae también de la Colonia Patricia, que ha sido fechado a finales del s. I d. C. o principios del s. II d. C. (D. Vaquerizo, 2001a: 173; D. Vaquerizo, 2002c: 179, nota 59). La concentración de tumbas infantiles en Córdoba localizada en la c/ Avellano 12, donde al menos 5 –si no 6– de los 9 sepulcros encontrados contenían individuos de corta edad, resulta especialmente significativa, porque no es muy usual en las necrópolis romanas. Los cinco enterramientos identificados como tumbas de immaturi quedan encuadrados en la primera fase de la necrópolis fechada en el s. I d. C. y se co-

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rrespondían con inhumaciones en ánfora (Beltrán II B) o en recipientes de tradición indígena120. Ninguno de estos individuos recibió objetos como ajuar, si exceptuamos alguno de los cuencos-tapadera que protegían la boca de la urna cineraria. Por el contrario los dos únicos busta del conjunto121 fueron acompañados en el primer caso por dos copas y una pátera (t.s. imitación de tipo Peñaflor) y un ungüentario (Isings 28a) y en el segundo por un nutrido grupo de objetos que quizá podrían relacionarse con la cremación de un immaturus122. En ningún otro lugar de Colonia Patricia ha podido encontrarse un número semejante de enterramientos infantiles en un espacio tan reducido, aunque el resto de los que han sido localizados en la ciudad responden a las tipologías que fueron descritas en el solar de la c/ Avellano. Una de las concentraciones más importantes de enterramientos pertenecientes a individuos integrados en un mismo grupo en Colonia Patricia se encuentra en las inmediaciones del anfiteatro recientemente descubierto en la ciudad, donde se ha localizado el mayor número de inscripciones gladiatorias de la Península Ibérica hasta la fecha. Catorce epígrafes de un total de 16 se distribuyen en dos núcleos principales: uno situado al norte del Camino Viejo de Almodóvar, entre las calles Infanta Doña María y Magistral Seco Herrera, y otro al sur de la misma vía, en los terrenos conocidos antiguamente como «Cortijo de Chinales». Los anfiteatros, junto a otros edificios destinados a la celebración de distintas clases de espectáculos, como teatros y circos, suponen la recepción de modelos arquitectónicos, rituales colectivos y maneras de disfrutar del tiempo de ocio de carácter romano. Son construcciones destinadas a un uso muy específico, muy adecuadas para la transmisión de mensajes de propaganda imperial, que requerían, además, una complicada logística (para abastecimiento y mantenimiento de animales, por ejemplo) y toda una serie de servicios e instalaciones auxiliares para su buen funcionamiento, como un hospital y un spoliarium en el caso de los anfiteatros.

Es destacable la temprana introducción de los anfiteatros estables en Hispania, en lugares como Colonia Patricia (época julio-claudia avanzada), Emerita Augusta (dedicado en el 8-7 a. C.), Emporiae (época julio-claudia), o Carthago Nova (mediados del s. I d. C.), sobre todo si tenemos en cuenta que el primer edificio monumental para albergar los juegos gladiatorios en Roma no se construyó hasta el principado de Augusto (Anfiteatro Estatilio Tauro en el Campo de Marte), aunque existían ejemplos de época de Sila en otros lugares de la Península Itálica como Pompeya o Pozzuoli123. Las obras del gran anfiteatrum Flavium o Coliseo de Roma, en el que la longitud del diámetro mayor de la elipse alcanzaba los 188 m., no se iniciaron hasta el reinado de Vespasiano. El anfiteatro Cordobés responde a un tipo difundido previamente al establecimiento de modelo del Coliseo –construido mediante una planta maciza sobre la que se superponía el graderío–, pero aun así el diámetro mayor del edificio superaba los 178 m En Córdoba, como en Mérida124, los edificios de espectáculos responden a un programa constructivo prácticamente contemporáneo, fechándose el teatro en torno al cambio de era, el anfiteatro como hemos señalado en la primera mitad del s. I d. C. y el circo a mediados del s. I d. C. Se ha puesto en relación la construcción de estos edificios con la elevación del estatus del asentamiento a colonia en un momento algo anterior. Es posible que, por aquellos años, la lex coloniae impusiese el establecimiento de un calendario festivo similar al de la Urbs que incluyese una serie de ludi o munera reglamentarios, dedicados en fechas fijas a determinadas divinidades (P. Ciancio, G. Pisani, 1997, F. Coarelli, 1974: 166-176, D. Vaquerizo, 2003: 56-66; S. F. Ramallo, 2003; A. Ceballos, 2004; P. Gros, 1995). No todas las ciudades hispanas donde se ha conservado un anfiteatro han proporcionado epígrafes gladiatorios y viceversa. De hecho, como ya señalara A. García y Bellido (1960: 139-144), el número recuperado en Córdoba (16) es totalmente excepcio-

Tumbas IX, V, VII y VIII (F. Penco 1998). Para el reciente hallazgo de cuatro inhumaciones infantiles en urnas de tradición indígena en la Plaza de la Magdalena ver B. García Matamala y J. L. Liébana (2006). 121 Tumbas I y VI (F. Penco: 1998). 122 Especialmente en el caso de dos terracotas funerarias (representaciones de un hombre con saco a la espalda un prótomo de Minerva). El conjunto estaba compuesto además por tres cuencos de t. s. hispánica (dos piezas Drag. 27 y una forma Drag. 15/17), una lucerna, un cuenco de t.s. Africana (Lamb. 2b = Hayes 9b), un plato de vidrio (Isings 97a) un ungüentario (Isings 82b), dos nueces calcinadas, una moneda de cobre y dos clavos de hierro. La tumba debe fecharse, según el responsable de la excavación del conjunto en la segunda mitad del s. II d. C. (F. Penco, 1998). 120

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123 Los combates gladiatorios se habían celebrado durante siglos, sin embargo, en espacios abiertos como el Foro. Los propios romanos consideraban que estos juegos tenían un origen remoto y que habían sido importados probablemente de Etruria o Campania. No obstante, el primer combate gladiatorio constatado en Roma fue el celebrado en el forum boarium por D. Iunus Brutus Pera y su hermano en 264 a. C. en honor de su difunto padre, lo que nos recuerda la estrecha relación entre este tipo de luchas ritualizadas y los funerales, especialmente en un primer momento (K. Hopkins, 1983: 4). 124 En Mérida los tres edificios estuvieron presentes prácticamente desde los orígenes de la ciudad. En época augustea se construyeron el teatro y el anfiteatro, mientras que el circo data de época julio-claudia. Sobre el teatro y el anfiteatro de la capital de la Lusitania ver últimamente R. M. Durán Cabello (2004).

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nal, ya que los ejemplos procedentes de otras ciudades, como Mérida, Cádiz, Barcelona o Tarragona, apenas suman uno o dos inscripciones por asentamiento. El grupo Cordobés destaca incluso si lo comparamos con las lápidas halladas en otros lugares del Imperio. Si dejamos a un lado la propia ciudad de Roma –donde se conserva el conjunto de mayor cuantía de epígrafes de esta clase– se pueden señalar contados ejemplos como el de Nîmes, con 14 inscripciones, Brixia con 5 o Verona con 4, lo que puede estar indicando quizá no tanto la ausencia de gladiadores en otros lugares, sino que ni mucho menos todos ellos tuvieron acceso o quisieron ser conmemorados de esta manera. Es probable que los cuerpos de gladiadores de origen servil acabasen –como otros individuos de parecida condición– siendo arrojados a las montañas de basura. En cualquier caso, la acumulación de estos monumentos en los aledaños de los anfiteatros parece que no fue un fenómeno inusual, habida cuenta de la ubicación de muchos anfiteatros en el exterior de las murallas, junto a las vías de acceso a las ciudades, compartiendo el espacio con necrópolis y otras instalaciones de diverso tipo. En Nemausus (Nîmes), por ejemplo, cuatro lápidas gladiatorias aparecieron situadas al sur del anfiteatro, y agrupaciones similares han sido encontradas en Salona (Split). Los gladiadores, como otras víctimas de muertes violentas, o sujetos en estrecho contacto con la muerte, requerían a veces un espacio específico y segregado del resto de ciudadanos para su enterramiento. La negación de un enterramiento de acuerdo con el ritual establecido era una extensión simbólica de la condena impuesta a algunos individuos de morir en la arena del anfiteatro (V. Hope, 1998; V. Hope, 2000; K. Hopkins, 1983: 23; D. G. Kyle, 1998: 133; A. Scobie: 419). Queda por contestar la cuestión de la hipotética existencia de un área de enterramiento diferenciada, dedicada a gladiadores en la necrópolis occidental de Córdoba. Desde luego, los epígrafes presentan cierta unidad en el estilo paleográfico (scriptura libraria) y la forma de las estelas es similar. La piedra utilizada (mármol cárdeno brechoso de la sierra) es común a varios ejemplares. S. Santos Gener (1955, Plano II) situó en uno de sus planos la ubicación exacta de cinco de estas lápidas y la posición de una sexta hallada «junto a la tumba grande» puede ser deducida aproximadamente. Aunque es imposible llegar a conclusiones definitivas a partir de la información publicada, parece factible afirmar que los epígrafes –en su inmensa mayoría estelas funerarias y no plaquitas para encastrar en posibles monumentos comunales como columbarios– se distribuyeron en una zona amplia, de algo más de 125 metros li-

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neales en los dos frentes de la vía que discurría al sur del anfiteatro. Es evidente que todas las inscripciones de gladiadores cordobesas se concentran en este sector de la necrópolis y que algunos de los terrenos pudieron haber pertenecido a un collegium que agrupase a algunos de estos individuos –muchas de estas asociaciones agrupaban a personajes que compartían un mismo oficio-, pero algunos casos en los que aparece información sobre la persona responsable de la erección de una tumba (la compañera del gladiador, un compañero de profesión) parece traslucir la colocación de forma más o menos espontánea de estelas a lo largo de la vía de la necrópolis más cercana al lugar donde se desarrollaban los ludi. Parece que nos encontramos en general ante la dedicatoria de las personas más próximas a los fallecidos y no tanto de los miembros de un collegium. Hay sin embargo algunos ejemplos excepcionales en los que el monumento fue costeado de forma colectiva por la tropa de una familia gladiatoria125, o por otros esclavos (conservi)126, aunque ni siquiera en estas ocasiones podemos asegurar que todos ellos estuviesen integrados en una sociedad funeraria. Como hemos visto, además, Córdoba no es la única ciudad donde se han encontrado tumbas de gladiadores concentradas en las inmediaciones del anfiteatro local. Los gladiadores debieron alojarse en lugares especiales de la ciudad, sufrir las consecuencias de su dedicación a una profesión infamante e incluso quizá, tras la muerte, la caracterización de su cuerpos como cadáveres especialmente contaminantes y peligrosos debido a una muerte violenta y ‘prematura’ en la arena, pero, al menos en Colonia Patricia aquellos que pudieron acceder a un monumento conmemorativo parecen situarse en la necrópolis más cercana al lugar donde se desarrollaba su actividad, y no en un espacio reservado para noxii. La alta concentración de estas tumbas en la ciudad parece transmitir la adopción de un complejo entramado de elementos relativos a la identidad de un grupo muy concreto de individuos que responden a una necesidad –los juegos gladiatorios– de corte romano, que estaba inmersa además en un entramado de actividades que posibilitaban la propaganda imperial y los actos de evergetismo de las élites ciudadanas. Una vez estudiadas las particularidades de los monumentos funerarios de 16 individuos enterrados en la vía Corduba–Hispalis entre mediados del s. I d. C. y el s. II d. C. debe tenerse en cuenta el contexto donde fueron hallados. En la zona más cercana a la muralla se elevaban desde la primera mi125 126

A. García y Bellido, 1960, nº 5, nº 10. A. García y Bellido, 1960, nº 7.

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tad del reinado de Tiberio los mausoleos circulares del Paseo de la Victoria y otras tumbas de tipología romana como demuestra el hallazgo de un pulvino monumental en el mismo sector. Sin embargo, las tumbas más numerosas desde finales de la república, unos metros más adelante, en el sector donde S. Santos Gener recogió la mayoría de los epígrafes que nos ocupan, eran cremaciones en urnas, en bastantes ocasiones con decoración pintada de tradición ibérica, que se cubren como en épocas anteriores con un cuenco-tapadera y se depositan directamente en una pequeña fosa excavada en el terreno, aunque no están del todo ausentes otros tipos de contenedores funerarios como urnas de vidrio o incluso las inhumaciones. Junto a ellas se encontraba la denominada «Gran Tumba», que presenta similitudes con las cámaras funerarias de las necrópolis de Carmona y posibles acotados funerarios. Y también en esta zona apareció la conocida «Dama oferente» de terracota, una pieza de difícil interpretación que fosiliza un tipo iconográfico presente ya en los relieves funerarios de finales del mundo ibérico. Por lo tanto debemos pensar en un paisaje funerario donde se entremezclan y conviven sepulcros que recogen tradiciones herederas de rituales ibéricos con tumbas de extranjeros que a partir de mediados del siglo I d. C. se encuentran inmersos en modos de autorrepresentación que responden a una lógica romana. Como conclusión a este apartado dedicado a la segregación de espacios funerarios para uso diferencial en las necrópolis de Colonia Patricia, podríamos señalar que si dejamos de lado los casos excepcionales que acabamos de mencionar de tumbas de libertos, tumbas infantiles y gladiatorias (dos de ellos procedentes por cierto del mismo solar cordobés situado en la C/ Avellano 12-13), la concentración de tumbas de un grupo específico de personas no es fácil de rastrear en el registro arqueológico de la ciudad.

manera se mimetizan dentro de las necrópolis de finales de época republicana en la Ulterior. El mismo autor defendió en su día, por estas mismas razones, que la introducción de la inhumación en Hispania en el s. II d. C. puede considerarse como un hito que marcaría la «verdadera normalización funeraria» de los distintos hábitos funerarios provinciales del Imperio (A. Fuentes, 1992: 590-591). Aunque a grandes rasgos estas afirmaciones continúan siendo válidas, debe tenerse en cuenta que los hallazgos de inhumaciones de época muy temprana producidos en distintas ciudades de origen romano en nuestro país han variado de alguna manera el panorama ritual que conocíamos y que, además, hay que añadir la constatación de que en otros asentamientos de la Ulterior, donde la tradición púnica perduró durante varias generaciones, como Gadir, las inhumaciones continuaron siendo muy frecuentes durante época republicana. El fenómeno de la transición entre uno y otro rito en la propia Italia no está exento de complejidades y variantes regionales. Es necesario, por tanto, al menos replantearse el significado de la aparición de inhumaciones desde época de Tiberio-Claudio en Colonia Patricia o de cremaciones que pueden situarse en el s. III d. C. y su relación con el denominado proceso de ‘romanización’. Las fuentes textuales nos informan de la convivencia de ambos ritos en Roma a lo largo de su historia, aunque sabemos que en general uno de ellos tendió a predominar en determinados momentos. En el ‘sepolcreto’ del foro se han encontrado inhumaciones y cremaciones fechadas entre el s. VIII y el s. VI d. C. La ley de las XII Tablas sugiere que en el s. V d. C. se practicaba tanto la inhumación como la cremación y aunque Cicerón (De leg. II, 22, 56) y Plinio (Nat. Hist. VII, 187) afirman que la práctica más antigua en la Urbs era la inhumación, también contamos con el testimonio de Lucrecio sobre la coexistencia de tres tipos de rituales durante los últimos siglos de la república: la inhumación, la cremación y el embalsamamiento. Sin duda la tradición familiar influyó en la elección de un ritual u otro, como demuestra la tumba de los Cornelii Scipiones en Roma, donde se depositaron las inhumaciones de los miembros de la familia fallecidos entre principios del siglo III y mediados del s. II a. C., o los testimonios de Cicerón y Plinio127, que destacaban la fidelidad de algunas familias, como la Gens Cornelia, al ritual de la inhumación, siendo Sila el primero de sus miembros en ser cremado (F. Cumont, 1949: 387-390; J. M C. Toynbee, 1971: 39-40; J. Prieur, 1986: 24-25).

Cambio en el ritual y las tipologías – El problema de las inhumaciones y las cremaciones: A. Fuentes (1992: 600) ha llamado la atención sobre las dificultades que presenta la delimitación en el registro arqueológico de las costumbres rituales de los primeros colonos romanos asentados en la Península Ibérica. Una centenaria tradición incineradora y el depósito de los restos de la cremación en urnas cerámicas acompañadas de una ofrenda votiva son elementos comunes a ambas sociedades que de alguna

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Nat. Hist. VII, 187.

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Se puede hablar, sin embargo, del predominio de la cremación en Roma entre el 400 a. C. y el 100 d. C. Un asunto muy distinto y difícil de analizar es cómo era percibida la elección personal de un ritual u otro por la comunidad o las razones que llevaban a un individuo concreto a desear ser inhumado o cremado tras su muerte128. Tácito, en su descripción de los funerales de Poppaea, la esposa de Nerón, en 65 d. C., asegura que la cremación es Romanus mos, aunque como hemos visto, Cicerón y Plinio consideraban que el método tradicional, el utilizado desde tiempos remotos por los antepasados del pueblo romano, era la inhumación. Aunque para Luciano de Samosata129 la cremación era una costumbre típicamente griega, Petronio130, por su parte, describe la inhumación en hipogeo como Graeco more. Por lo tanto, el contexto juega en este problema un papel fundamental. La inhumación que pudo ser entendida a principios del s. II d. C. por determinados individuos de las clases altas romanas como un signo de ‘helenización’, quizá fue interpretada ya como una costumbre netamente romana cuanto alcanzó algunos lugares remotos de la parte occidental del Imperio como Inglaterra (I. Morris, 1992: 67). Si tenemos en cuenta las variaciones constatadas dentro de la propia Península Itálica de carácter geográfico131 (por ejemplo substrato ‘inhumador’ prerromano en la zona de Umbría o de la Campania) o cronológicas (alternancia del predominio de la cremación o la inhumación en distintos lugares, si bien ya desde época etrusca conviven en algunas cámaras ambos ritos) (R. González Villaescusa, 2001: 78) se hace aún más difícil establecer ecuaciones rígidas entre la elección de uno de los dos ritos y la ‘romanización’ de un territorio. La interpretación del aumento de inhumaciones en el tránsito entre los siglos I y II d. C. en la propia Roma ha ocupado a los estudiosos durante casi un siglo132. Se solía asociar el cambio en el ritual al triun128 En ocasiones se elegía la cremación no por razones rituales sino por temor a que el cuerpo fuese ultrajado tras la muerte (Plinio, VII, 187; F. Cumont, 1949: 388). Este fue, por ejemplo, el caso de Nerón (Suetonio, Vidas de los doce Césares, VI, 49.4). 129 De Luctu, 21. 130 Satyr. 111.2. 131 El propio F. Cumont (1949: 389) llegó a sugerir que la convivencia en el Sepulcretum del Foro romano se debía a la presencia de dos grupos de población, de los latinos que incineraban a sus muertos y de los Sabinos asentados en el Quirinal y que preferían la inhumación. 132 Una aproximación desde una perspectiva moderna al problema, con la bibliografía clásica más importante sobre estas cuestiones, se puede consultar en I. Morris (1992: 31-69). Para un comentario sobre las dificultades que se presentan a la hora de constatar si las causas que tradicionalmente se asocian al cambio de rito pudieron influir también en Hispania, ver A. Fuentes (1991: 103).

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fo del cristianismo. En un artículo clásico sobre el tema, A. Nock (1932) argumentó que los primeros cristianos adoptaron la inhumación no porque la cremación impidiese la resurrección de la carne, sino porque de esta manera seguían una costumbre de la cultura judía en la que encontraban inmersos. Según A. Nock, la expansión de la inhumación estuvo condicionada en mayor medida por una cuestión de modas que por la imposición de nuevas creencias, al contrario de lo que habían defendido autores como F. Cumont. La inhumación en sarcófagos habría sido especialmente atractiva como medio de ostentación para determinados sectores de las clases dirigentes romanas que ya a finales del s. I d. C. habrían adoptado este tipo de enterramientos como un símbolo más de su estatus. Como ha señalado J. M. C. Toynbee (1971: 40), es difícil aceptar que únicamente la moda o un gusto ostentoso hayan podido modificar una costumbre tan arraigada como la cremación en Roma. Los altares y otras clases de monumentos podrían haber cumplido la misma función sin necesidad de recurrir a la inhumación, aunque es cierto que se ha conservado algún ejemplo excepcional de cremaciones depositadas en el interior de sarcófagos. El cambio en el ritual fue, según esta investigadora, demasiado general para poder achacarse al judaísmo y demasiado temprano para deberse a la difusión de la doctrina cristiana. Inhumaciones y cremaciones compartieron además el mismo tipo de ajuares funerarios y determinados aspectos rituales, como los conductos para libaciones, lo que parece indicar que de alguna manera la elección de uno u otro rito no suponía grandes diferencias respecto a las creencias relativas al mundo de ultratumba. Hoy sabemos que las inhumaciones se introducen en un momento aún más temprano de lo que se había imaginado (Heinzelmann et al. 2001: 26). Durante la primera mitad del s. I d. C. algunos individuos comienzan a enterrarse en simples fosas depositadas en el suelo en tumbas individuales, no asociadas a tumbas familiares de cámara. La introducción de la inhumación en esta última clase de tumbas no se produce hasta época más tardía, aunque existan ejemplos ilustres de carácter excepcional de época republicana como la tumba de los Escipiones. Durante los reinados de Trajano y Adriano se colocan a veces los cuerpos de los individuos de las clases más bajas en simples formae, mientras que los restos del fundador de la tumba familiar se situaban en un nicho destinado a cremaciones. Esta constatación subvierte la interpretación tradicional que presentaba la inhumación como una costumbre de las clases altas que fue difundida sólo posteriormente entre los estratos inferiores de la sociedad. El registro arqueológico pa-

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rece indicar que la inhumación fue adoptada en primer lugar por las gentes más humildes, siendo preferida por los grupos que detentaban el poder más adelante, ya avanzado el s. II d. C. En esta nueva etapa, la práctica de la inhumación se encuentra ya indisolublemente unida al aumento de la producción de sarcófagos, generalmente destinados a ser depositados en cámaras funerarias de carácter familiar. A la hora de analizar el problema se señala generalmente la llegada de sarcófagos a Roma a través de libertos y otros habitantes de procedencia oriental, lo que no ayuda a explicar, sin embargo, el incremento contemporáneo en la fabricación de sarcófagos con decoración figurada de las provincias del este. Tampoco tiene en cuenta el empleo por parte de algunas familias de este tipo de contenedores funerarios en época republicana e imperial. Si el uso de sarcófagos sin decoración estuvo más extendido en Roma de lo que se venía diciendo hasta el momento, el ‘resurgir’ de estas piezas en el s. II d. C. quizá debiera también ponerse en relación con un renacimiento anterior de este tipo de prácticas que se podría remontarse a época augustea. Aun así no se puede negar que el número de sarcófagos italianos fechados en el s. I d. C. representan una cantidad insignificante en comparación con las urnas de la época y que, además, su apariencia externa no puede relacionarse directamente con las tapaderas de sarcófagos del s. II d. C. En esta época se solían importar de Grecia las cajas ya talladas, pero las cubiertas se fabricaban en Roma, con mármol de Carrara, reproduciendo a veces motivos que estaban presentes ya en las urnas cinerarias del siglo anterior. Pero, en general, puede hablarse de un profundo eclecticismo en los sarcófagos romanos del s. II d. C., característico, como señala S. Walker (1988: 31), de gentes no griegas tratando de demostrar a sus iguales su familiaridad con la cultura griega. Determinadas variedades de sarcófagos (lenoi) no responden, por ejemplo, a modelos áticos contemporáneos, sino que se inspiran en diseños neoáticos que estaban siendo empleados en la fabricación de una gran variedad de objetos. Por lo tanto, aunque el aumento de inhumaciones supuso de alguna manera la unificación de los hábitos funerarios de todo el Imperio, no es menos cierto que no podemos asumir un único significado ritual para todos ellos. Como ha señalado I. Morris (1992: 41), con la expansión de la inhumación un gran número de sistemas de enterramiento tremendamente regionalizados quedaron subsumidos por el nuevo rito. Por lo tanto, estamos aún lejos de comprender el proceso en toda su complejidad debido a la falta de estudios sobre territorios concretos que no se concentren únicamente en el período de transición entre

el predominio de uno y otro rito, sino que tengan en cuenta las tradiciones locales y la procedencia de los colonos itálicos, en los ejemplos concretos en los que esté constatada su presencia. En el caso del sur de la Península Ibérica debemos además tener en cuenta el substrato púnico de algunas poblaciones o la intensa hibridación entre el mundo norafricano e ibérico en otras, en un momento previo al desembarco de las tropas romanas en Iberia. Al igual que en el caso de los cementerios itálicos, los rituales de las necrópolis púnicas distan de ser uniformes. Ya entre los fenicios de oriente y occidente en necrópolis fechadas entre los siglos VIII-VI a. C. se pueden encontrar tanto cementerios de inhumación como de cremación, mientras que en otros casos ambas prácticas conviven en un mismo yacimiento. Esta dualidad, según un estudio realizado sobre 24 necrópolis133 por P. Gasull (1993), no responde ni a razones geográficas ni cronológicas. En las cámaras de Trayamar, por ejemplo, conviven dentro de un mismo monumento cremaciones e inhumaciones, si bien en la necrópolis Laurita y en Cerro del Mar todos los enterramientos recuperados eran cremaciones. Si analizamos el panorama general de los yacimientos recogidos en el citado trabajo de investigación se observa que dentro del grupo de las necrópolis fenicias occidentales, en cinco yacimientos se practicaba únicamente la incineración, en uno sólo el ritual de la inhumación, mientras que en siete convivían ambas prácticas, aunque con el predominio de una de ellas. P. Gasull (1993: 82) concluye que «el empleo de uno u otro rito no necesariamente implica la existencia de creencias distintas (…) La elección de uno u otro tratamiento del cadáver sólo refleja tradiciones distintas, y la razón de la existencia –o coexistencia– de diversas tradiciones no puede ser otra que la amalgama poblacional y cultural de la población fenicia». En las necrópolis fenopúnicas peninsulares fechadas entre los siglos VI y IV a. C., suele predominar la inhumación, pero a partir del s. III a. C. aproximadamente, en yacimientos como Puente de Noy, Jardín, Villaricos o Cádiz, se pueden encontrar tanto inhumaciones como cremaciones (M. L. Ramos, 1990: 60, 79). En los últimos años, además, han comenzado a salir a la luz un conjunto de inhumaciones fechadas en época temprana en distintas ciudades romanas de 133 Se incluyen necrópolis del territorio fenicio (Arqa, Khaldé, Dakerman, Qrayé, Qasmieh, Joya, Rachidié, Khirbet Silm), áreas periféricas de éste (Akhziv, Abu Hawam, Altit), de la costa africana (Byrsa, Rachgoun, Utica), Mediterráneo central (Mozia, Nora, Bithia, Pani Loriga, Monte Sirai, Tharros, Othoca) y el sureste de la Península Ibérica (Laurita, Trayamar, Cerro del Mar).

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Hispania, que deben tenerse en cuenta a la hora de analizar el aumento de enterramientos que siguen este ritual, en conexión con la evolución general de las provincias del Imperio ya en el s. II d. C. En Ampurias, A. Vollmer y A. López Borgoñoz han sugerido –siguiendo en este punto la clasificación establecida por de M Almagro a mediados de los años cincuenta– que las inhumaciones de época tardorrepublicana de las necrópolis de Bonjoan, Mateu y Granada podrían pertenecer a grupos de origen griego que se diferenciarían en este aspecto del ritual empleado en los enterramientos que estos autores consideran ‘indígenas’ y romanos. Dentro de este último conjunto predominaría de manera abrumadora la cremación en necrópolis que comienzan a ser utilizadas, precisamente, tras la conquista romana, como Las Corts (A. Vollmer; A. López Borgoñoz, 1995; M Almagro, 1955). En la necrópolis de Bonjoan se pueden encontrar dos inhumaciones incluso en época augustea. Pero debe destacarse que prácticamente en todo momento ambos ritos conviven en los distintos lugares de enterramiento, aunque las tumbas de uno de los dos grupos sean más numerosas. Así, en las necrópolis ‘greco-indígenas’ (580-250 a. C.) predominan las inhumaciones aunque conviven con cremaciones. En época tardorrepublicana (21850 a. C.) conviven ambos ritos en las necrópolis de Bonjoan, Mateu y Granada donde predomina la inhumación, mientras que en Les Corts la mayoría son cremaciones. En época augustea hay un predominio casi absoluto de las cremaciones, aunque en Bonjoan se encontraron dos inhumaciones, como acabamos de mencionar134. Entre Tiberio y Nerón únicamente se practicaron cremaciones en todas las necrópolis de Ampurias135. 134 Se trata de la ‘inhumación Bonjoan nº1’ (esqueleto colocado sobre el terreno natural y limitado por varias piedras bien alineadas. La sepultura estaba cubierta por otras piedras y presentaba un ajuar compuesto por un olpes, un vasito de paredes finas y un ungüentario de barro de cuerpo piriforme con decoración pintada en el cuello de color vinoso) y de ‘inhumación Bonjoan nº7’ (acompañada por dos cuentas de collar, un vasito en forma de cubilete y un ungüentario fechable probablemente en época de Tiberio-Claudio y muy similar a otro recogido en la ‘inc. Torres, nº3’). (M. Almagro, 1955: 280, 282). 135 Los porcentajes son los siguientes según A. Vollmer; A. López Borgoñoz (1995:381): Necrópolis ‘greco-indígenas’: 75,71% inhumaciones / 24,29% incineraciones; Necrópolis Tardorrepublicanas: 21,26% inhumaciones / 78,74% incineraciones; Necrópolis julio-claudias: 1,01% inhumaciones / 98,99% incineraciones. En estos porcentajes no se han tenido en cuenta, al parecer, las inhumaciones infantiles, que en algún caso podrían fecharse en época altoimperial, ni otras inhumaciones de datación imprecisa a causa de la inexistencia de ajuar, por lo que quizá deberían matizarse un tanto los bajísimos porcentajes de inhumaciones señalados por los mencionados autores dentro de las necrópolis ‘romanas’ e ‘indígenas’ de Ampurias.

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En Tarraco, una de las tres capitales provinciales de Hispania, junto a Colonia Patricia y Emerita Augusta, inhumaciones y cremaciones ocuparon espacios comunes a lo largo del s. I d. C. En la C/ Robert d’Aguiló se situaron en este siglo cuatro inhumaciones y tres cremaciones que además, contaban con una olla de cerámica de cocina africana (s. I-II d. C.) como urna funeraria o estaban acompañadas por cerámica (un plato, lucernas) importada de la misma región. Uno de los cuerpos había sido depositado en un sarcófago monolítico protegido por tegulae en el que se había introducido un dupondio de bronce de Tiberio acuñado en Tarraco, un cofrecillo de hueso, ungüentarios de vidrio de época de Tiberio y un espejo cuadrado entre otros elementos, mientras que las otras inhumaciones ofrecieron una lucerna (Dressel 9, Dressel 11, s. I d. C.) como ajuar. Como en Córdoba y en Mérida, también en Tarragona se siguió incinerando hasta época muy tardía, ya avanzado el s. II d. C. o incluso en el s. III d. C. (J. Vianney, M Arbeloa, 1995: 126-136; J. A. Remolà, 2004). Recientemente hemos empezado a conocer las necrópolis republicanas de Valentia, una de las fundaciones romanas más antiguas de la Península. En el tercer cuarto del s. II a. C., en la zona occidental situada extramuros del asentamiento (Calles Quart y Cañete), algunos individuos se incineran, pero otros son colocados directamente sobre la tierra, a veces en posiciones peculiares –decúbito prono– o forzadas, o bien en una fosa cubierta con adobes a doble vertiente y en hipogeos que al menos en un caso había sido dotado de un pasillo de acceso (dromos). Los ajuares parecen poder incluirse en un ambiente ‘helenizado’ donde el consumo de vino tendría un papel importante en los rituales de enterramiento, como demostraría la inclusión en los ajuares de strigilis y ánforas grecoitálicas. En una tumba se depositó, además, junto al cuerpo del difunto, una cabeza de cerdo, que se ha interpretado como un elemento asociado al culto a Ceres. Es interesante destacar que tanto esta clase de objetos, como otros tipos de materiales depositados en las tumbas de este momento (ungüentarios, paredes finas, jarritas de cerámica gris, campaniense, lucernas)136 pudieron recogerse por igual en tumbas de inhumación o incineración. El análisis de estos ajuares ha llevado a sugerir que ambos grupos de individuos pertenecían a comunidades exógenas, que se han identificado con poblaciones procedentes de la Magna Grecia o Etruria. Sin descartar que grupos importantes de la población asentada en Valentia procediese de Italia, debemos recordar que el 136 Las armas son escasas, pero pudo encontrarse un ejemplo de gladius y un casco de tipo Montefortino.

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mundo ibérico y púnico del mediodía peninsular había asimilado y reelaborado también distintos elementos de la cultura helenística (M. Bendala, 1981: 45; M. Bendala, 1987b: 142; M. Bendala, 1987c: 576-577; M. Bendala, 2003: 18). Un buen ejemplo de ello puede encontrarse, por ejemplo, en la necrópolis de Villaricos, donde junto a las inhumaciones de época republicana realizadas en cámaras hipogéicas a las que se accedía a través de dromos, no era raro encontrarse estrígilas y otros materiales también presentes en la necrópolis de la C/ Quart de Valencia137. Por lo tanto, este tipo de manifestaciones dentro del mundo funerario podrían no ser exclusivas de gentes procedentes de la Península Itálica, ni deben emplearse por sí solas para justificar el origen itálico de estos individuos. Durante el último siglo previo al cambio de era aumentan en la c/ Quart el número de incineraciones que recuerdan además de cerca a las necrópolis ‘característicamente ibéricas’ según E. García Prósper y P. Guérin (2002: 211; E. García Prósper, 2001: 76), si bien se sigue inhumando en fosas simples a individuos colocados en decúbito supino y acompañados de un escueto ajuar. Finalmente, tampoco en época altoimperial se abandonó en este sector de las necrópolis valencianas el ritual de inhumación y, de hecho, este tipo de prácticas adquieren nuevo protagonismo si comparamos con la fase anterior, aunque ambos ritos alcanzan porcentajes muy similares. Durante la intervención arqueológica vieron la luz inhumaciones en fosas simples muy estrechas, que obligaban a colocar el cuerpo en posiciones forzadas (decúbito prono y lateral) aunque la mayoría de los individuos fueron enterrados en decúbito supino. Algunas de estas tumbas estaban cubiertas por tegulae en posición horizontal, aunque otras no presentaban ningún tipo de protección y prácticamente no contenían ningún ajuar. La inhumación no se convertirá en el rito predominante hasta el s. III d. C., momento en el que sólo se recurre a la incineración de manera sumamente puntual (E. García Prósper, P. Guérin, 2002; E. García Prósper, 2001; R. González Villaescusa, 2001; L. Abad, 2003b: 90; J. L. Jiménez Salvador, 2002: 186 – 189). La necrópolis de la C/ Quart debe ponerse en relación con otras necrópolis contemporáneas de Valencia, como la documentada en la zona septentrional del asentamiento, en la C/ Sagunto, junto a la via Augusta, donde se puso al descubierto un sector de incineraciones también de época republicana (J. L. Jiménez Salvador, 2002:

183). Esta clase de contrastes entre distintas necrópolis coetáneas de un asentamiento se ha podido documentar en otros núcleos como Córdoba o Carmona y demuestra la riqueza y variedad de rituales funerarios en uso en un mismo momento por las distintas comunidades que habitaban las ciudades romanas. También se han hallado ejemplos de inhumaciones tempranas en la necrópolis ibero-romana de la Hoya de Santa Ana. J. Sánchez Jiménez excavó entre 1941 y 1946 varios de estos enterramientos que en algún caso parecen poder datarse en época augustea, si bien determinados materiales presentes en los ajuares ofrecen una datación en amplios períodos cronológicos (J. Blánquez, 1990: 270; J. Sánchez Jiménez, 1947: 70-73; R. Sanz Gamo, 1997: 57). En Cartago Nova, otra de las ciudades donde el sustrato púnico podría haber influido en los rituales funerarios, tenemos noticias antiguas sobre el hallazgo de inhumaciones de época antigua. Jiménez de Cisneros nos transmite el hallazgo de una sepultura en 1893 con restos de los huesos de una mujer acompañados por un fragmento de ampolla y una lucerna que podría situarse en época claudia. Un siglo antes se había encontrado en la misma zona de necrópolis situada al este de la ciudad (necrópolis de Santa Lucía) una cámara hipogéica similar a algunas de las halladas en Carmona, que quizá deba remontarse a época republicana. Según el Conde de Lumiares «en los poyos… estaban los huesos de dos cadáveres; como que también se hallaron dos pequeñas redomas a modo de calabacitas una de vidrio y otra de barro, y de esta materia una lámpara en cuyo fondo en relieve parece tiene una zorra lactando dos cachorros»138 (S. F. Ramallo, 1989: 116; L. Abad, 2003b: 91). En el caso de Mérida quizá el aspecto más destacable no sean las inhumaciones realizadas en momentos tempranos de la ocupación romana de Hispania sino la persistencia del ritual de incineración hasta momentos muy avanzados. La cremación será una de las maneras más frecuentes de disponer del cadáver en la capital de la Lusitania entre los siglos I y III d. C. (E. Gijón, 2000a: 144; E. Gijón, 2000b; J. Molano, M Alvarado, 1994: 346; J. Márquez, 2000: 529, 538), aunque en la vía de la Plata, que unía Emerita con Norba Caesarina, se ocupó el espacio en una época muy antigua dentro de la historia de la ciudad, conviviendo los enterramientos de incineración depositados directamente en fosas, con edificios funerarios de pequeñas dimensiones donde se conservaban, como en el caso de determinadas tumbas de cámara de Carmona, tanto inhumaciones como cre-

137 En Villaricos pudo, asimismo, documentarse la presencia de algunas armas (en concreto cascos, espadas y manillas de escudos) y objetos de tocador (como espejos metálicos) tanto en sepulturas de incineración como de inhumación (M. Astruc, 1951, láms. XLVIII-XLIX).

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Citado en S. F. Ramallo (1989: 116).

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maciones (J. Márquez, 1998: 294). Además también en Emerita Augusta se han señalado casos de inhumaciones en decúbito prono, en concreto en El Sitio del Disco, que recuerdan de cerca los casos ya comentados de Baelo Claudia o Valentia (J. Márquez, 2000: 539; J. Molano, M Alvarado, 1994: 340). En el sur de la Península Ibérica, como hemos recordado cuando analizamos las inhumaciones conservadas en las necrópolis de Bolonia (Cádiz), que, en algunos casos podrían retrotraerse a época del emperador Claudio, las inhumaciones de época tardorrepublicana o altoimperial son aún más numerosas, sobre todo en cementerios de raigambre púnica, como Puente de Noy (F. Molina et al., 1982: 23-24) o Cádiz (R. Corzo, 1992: 271). En Carmona, M Belén y su equipo dieron a conocer a mediados de los años ochenta el hallazgo de 4 inhumaciones acompañadas de ungüentarios helenísticos que permiten fechar estas tumbas de la necrópolis situada junto al anfiteatro en el s. II a. C. (M. Belén et al., 1986: 53-55). No debemos olvidar tampoco la inhumación conservada en la tumba de Postumio (M. Bendala, 1976a: 83), que presenta distintos elementos en común con otras documentadas en Córdoba, como la del Mausoleo de la calle de la Bodega, las inhumaciones de época republicana de la necrópolis de Los Campos Elíseos (Gibralfaro, Málaga, siglos II-I a. C.; J. A. Martín Ruiz, A. Pérez-Malumbres Landa, 1999), o los enterramientos del mismo tipo de la necrópolis de la Puerta Norte de Cástulo (J. M Blázquez, F. Molina, 1975: 288, lám. LII,1; M Bendala, 1991a). ¿Podemos interpretar entonces los ejemplos de inhumación cordobeses como un ‘síntoma’ de ‘romanización’? Desde luego en el caso del sur peninsular debemos tener en cuenta el substrato púnico inhumador de época tardorrepublicana documentado en yacimientos como Cádiz, Carmona, Puente de Noy, o Villaricos y que este tipo de rituales de alguna manera permanecen ajenos al mundo incinerador de las necrópolis ibéricas. La incineración fue el ritual seleccionado de manera invariable dentro de las necrópolis ibéricas desde la fase final de la Edad del Bronce hasta el cambio de era. Podría citarse entre las contadísimas excepciones a esta costumbre una inhumación de un adulto en una caja de seis grandes piedras en El Molar (San Fulgencio, Alicante) (L. Abad, F. Sala, 1992: 149) o algunas inhumaciones dispersas halladas en áreas de enterramiento fechadas en época ibérica de Castulo, como la necrópolis de Los Patos (J. M. Blázquez, 1975: 41-121; J. M Blázquez, J. Remesal, 1979). El panorama, por lo tanto, es bastante más complejo de lo que se creía en los últimos años, porque

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también en determinadas regiones de la Península Itálica el ritual de inhumación fue empleado durante los últimos siglos previos al cambio de era. Se han publicado algunos datos –muy superficiales, ciertamente– sobre del hallazgo de inhumaciones en fosas simples acompañadas de ungüentarios fusiformes y otros objetos en Córdoba, en el Polígono de Poniente, similares a las encontradas en Carmona y en Valencia. También sabemos que, posiblemente, entre el s. II a. C. y época de Augusto se practicó una inhumación en una cámara funeraria hipogea, como se hacía por la misma época en Villaricos o quizá en la Tumba de Postumio en Carmona. Quizá estas inhumaciones tempranas deban entenderse dentro de un contexto helenístico mediterráneo que afectó por igual a poblaciones de raíz púnica o ibérica que adoptaron elementos rituales similares reelaborándolos. A lo largo del s. I d. C. no se interrumpe la convivencia de ambas costumbres funerarias en la capital de la Bética, al igual que en Italia o en el norte de África. Recientemente han visto la luz una serie de inhumaciones de época de augustea en la Avenida del Corregidor139 (S. Vargas, M I. Gutiérrez Deza, 2004: nota 18), que se suman a una inhumación practicada en fosa simple sin cubierta hallada en la necrópolis de La Constancia y fechada por S. Vargas (2002: 298, nota 3) en época de Claudio a partir del estudio del ajuar que la acompañaba. Existen otros ejemplos en los que podemos suponer una fecha temprana, en torno a mediados del s. I d. C, aunque no se ha podido establecer con precisión una cronología a partir de los datos publicados hasta el momento140. Al estudiar la transición entre el predominio de la incineración y el de las inhumaciones a finales del s. 139 La información relativa a estos enterramientos permanece aún inédita, aunque gracias a un breve avance publicado en un artículo dedicado a la necrópolis de la Avda. del Corregidor (S. Vargas, M. I. Gutiérrez Deza, 2004: nota 18) sabemos que se trataba de inhumaciones en fosa simple de época augustea y que fueron halladas durante una ‘excavación arqueológica de urgencia’. Durante los mismos trabajos de supervisión arqueológica se hallaron cinco tumbas más de inhumación «posiblemente de cronología tardoantigua, aunque sin material asociado» (S. Vargas, M. I. Gutiérrez Deza, 2004: nota 3). 140 Por ejemplo, es posible que dos de las inhumaciones encontradas en la C/ Ollerías 14 (tumbas 2 y 4) deban fecharse en torno a época de Claudio, a juzgar por algunos de los materiales encontrados junto a la sepulturas, sigillatas de imitación de tipo Peñaflor y un fragmento de T. S. G. forma Drag 24/25, a pesar de que el autor encargado de la publicación de los resultados de la intervención de urgencia en dicho solar prefiere situarlas en el s. II d. C. (F. M. Penco et al., 1993). S. Santos Gener recogió en el Camino Viejo de Almodóvar cuatro inhumaciones acompañadas de gruesos clavos y materiales alrededor que podrían indicar una fecha relativamente temprana como dos espejos de bronce, cuentas de collar de pasta vítrea y un lebrillo (S. F. Pozo, 2002: 96-97; S. Santos Gener, 1955).

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d. C. o principios del s. II d. C. se constata el mantenimiento de las mismas tipologías de enterramiento que se venían utilizando desde hacía generaciones en tumbas de cremación. Así en las inhumaciones fechadas entre principios del s. II d. C. y principios del s. III d. C. están presentes tanto lo enterramientos en fosa simple, como cubiertos por tegulae en posición horizontal o a doble vertiente, técnicas utilizadas previamente para proteger las urnas cinerarias. Por lo tanto, aunque queramos hablar de una ‘unificación del ritual’, durante este periodo el registro funerario ofrece un riquísimo conjunto de tipologías funerarias, como se puede observar en los espacios funerarios de la c/ Ollerías 14, Raf-Tav’1991, c/ Avellano 12141, La Constancia142, la antigua Huerta Cebollera143, Polígono de Poniente144, c/ Diario de Córdoba145, que de alguna manera perpetúan tipos de enterramientos presentes en siglos anteriores. Además, tampoco se puede afirmar que las incineraciones desaparezcan completamente al iniciarse la segunda centuria después de Cristo. Este fenómeno –constatado también en otras capitales provinciales como hemos visto ya– está presente en Córdoba por ejemplo en el conjunto funerario de la C/ Avellano 12146. En toda esta discusión sobre las implicaciones que tiene la adopción del ritual de inhumación de manera mayoritaria entre finales del siglo I d. C. y principios del s. II d. C., no se ha mencionado hasta ahora un grupo de inhumaciones que estuvieron presentes en las necrópolis peninsulares desde los primeros momentos de la conquista romana: las inhumaciones infantiles. Cabría preguntarse hasta qué punto el asentamiento de colonos en ciudades como Corduba influyó en el tipo de tratamiento ritual que se reservaba para los bebes y niños preadolescentes. Si volvemos la mirada a las referencias conservadas en las fuentes clásicas sobre la mors immatura o la de aquellos que murieron ante suum diem, como los niños, podemos ver que estos individuos solían ser considerados como un grupo aparte dentro de la sociedad. Según Plinio147, no se debía cremar –respetando una antigua costumbre– a los niños que aún no tuviesen dientes. El naturalista señalaba que sólo los dientes resisten al fuego tras la cremación y que estos no suelen aparecer hasta el séptimo mes de vida. Una referencia similar se puede encontrar en un texto de Juvenal, que señala que el cuerpo de algunos infantes es demasia-

do tierno para ser arrojado a la hoguera148. Una vez superada esta etapa los niños podían ser cremados o inhumados, igual que los adultos. Uno de los métodos más antiguos de sepultar a los niños era depositarlos directamente bajo el suelo de las cabañas, de tal forma que sus cuerpos no eran ni siquiera transportados fuera de la casa, sobre todo en el caso de los neonatos. De acuerdo con la Ley de las XII Tablas (c. 450 a. C.), estos últimos y aquellos niños fallecidos antes de cumplir cuarenta días de vida debían enterrarse en oquedades situadas en los aleros de los tejados (subgrundae) o en las puertas exteriores de la casa149 (R. López Melero, 1997: 113). Los restos infantiles de época arcaica situados junto a cabañas o en jarras bajo los pavimentos en Roma y el Lacio, son pruebas de que la descripción de esta costumbre de las fuentes escritas estuvo basada, de alguna forma, en ciertas prácticas de la sociedad de la época. Asimismo, en el caso de los niños, no se llevaba a cabo el ritual de la exposición del cadáver en la casa familiar y, según Plutarco150, existía además desde tiempos de Numa una regulación especial sobre el luto en estos casos, que era más restringido y no debía respetarse cuando el infante no hubiese alcanzado los tres años de vida. Otros elementos del funeral de los niños presentaban características peculiares y no era necesario ofrecer determinadas libaciones ni llevar a cabo otros ritos necesarios para los adultos. Según algunas fuentes, el funus acerbum (acerbus significa literalmente, «cruel», «doloroso» o «prematuro») tenía lugar por la noche, a la luz de las antorchas, como en el caso del traslado del cadáver de los más pobres hacia los cementerios y también por la noche podían incinerarse sus cadáveres. Los niños, como otros grupos al margen de la sociedad, requieren ciertas modificaciones en los rituales ‘normales’, porque ellos mismos forman un grupo distinto a los ciudadanos de pleno derecho y además, especialmente ‘contaminante’ por tratarse de una muerte ‘contra natura’ (L. Montanini, 1997: 100-101; J. Scheid, 1984: 123; J. –P. Néraudau, 1987). La ley romana distinguía entre niños menores de siete años (infantes) incapaces, como los locos, de responder de sus actos, y niños preadolescentes (hasta 12 años en el caso de las chicas y hasta 14 en el caso de los varones) que no estaban aún preparados para hacerse cargo de las responsabilidades del matrimonio o ser acusados de cometer adulterio. Únicamente cuando los jóvenes vestían por primera vez la toga

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Tumbas II y III (F. Penco, 1998). Tumba XVI (E. Ruiz, 1999). 143 S. Santos Gener, 1955: 109-112. 144 A. Morena, 1994: 158. 145 S. Santos Gener, 1950a: 57; I. Martín Urdíroz, 2002b: 77. 146 Tumba VI (F. Penco, 1998). 147 Historia Natural, VII, 15, 72. 141 142

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Sátiras, 15, 138-139. R. López Melero (1997: 113, nota 49) sugiere que quizá se pretendía con ello evitar que los niños difuntos entrasen en contacto directo con la tierra. 150 Numa 12. 148 149

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virilis o pura a los 17 años, alcanzaban la plena ciudadanía. La toga praetexta que formaba parte de la indumentaria infantil masculina, con su característico borde de color rojo, marcaba el estatus especial de aquellos que la vestían, entre los que se incluía también a magistrados y ciertos sacerdotes. La toga virilis, completamente blanca, simbolizaba el derecho del ciudadano a aparecer en público porque éste era el atuendo de los hombres que frecuentaban el foro. La toga praetexta, por tanto, marcaba un estatus al margen de los ciudadanos normales, y en el ejemplo concreto de los jóvenes, un individuo que potencialmente tenía el derecho a convertirse en ciudadano, pero que todavía no lo era. En términos legales un niño no estaba vestido (investis) frente al adulto que detentaba la facultad de llevar toga y por lo tanto vestirse (vesticeps). Previamente a producirse la toma de la toga virilis el joven debía haber inscrito su nombre en el census de ciudadanos del tabularium. Este acto confería a los menores una identidad propia, ya que al parecer era costumbre que los niños no utilizasen su nombre de pila (praenomen) hasta que se empezaban a poner la toga virilis. Algo similar sucedía con las niñas cuando se casaban. Por lo tanto, el matrimonio o la toga, dependiendo del sexo, permitía alcanzar al ciudadano romano su verdadero potencial, le otorgaba una nueva identidad individual, que influía además en las fórmulas de autorrepresentación que encontramos en la tumba (T. Wiedemann, 1989: 114-116; L. Montanini, 1997: 90). Se conservan algunas inscripciones funerarias dedicadas en Roma a niños entre 0 y 14 años151, erigidas generalmente por libertos –que de esta manera publicitaban la recientemente obtenida legitimidad de sus familias a través de los tria nomina de sus hijos– y sobre todo por esclavos que deben fecharse, sin embargo, en un momento bastante avanzado del Imperio, a partir de la segunda mitad del s. II d. C. Y aunque, evidentemente, teniendo en cuenta la alta mortalidad infantil de la época, este grupo de individuos está francamente infrarrepresentado tanto en los cementerios como en la epigrafía funeraria, es interesante constatar que algunos estudios han puesto de manifiesto que en la ciudad de Roma aquéllos que fallecían antes de cumplir los diez años tenían más probabilidades de ser conmemorados a través de un epígrafe funerario que ningún otro grupo de edad. Sin embargo, la mayoría de los niños serían conmemorados a través de monumentos mucho menos costosos, quizá construidos en materiales perecederos como

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madera o estuco, o incluso por elementos que señalasen la tumba de manera anónima (M. King, 2000: 122-126). De la misma manera, existieron determinados elementos asociados a la infancia que son importantes a la hora de analizar los enterramientos infantiles, porque son incluidos en el ajuar funerario como símbolos de la identidad social del fallecido. Uno de los ejemplos más significativos son determinados amuletos como la bulla, que además indicaba el estatus de individuo libre en el caso de los niños varones. La bulla como otro tipo de objetos en el caso de las niñas, por ejemplo, las muñecas, jugaban un papel simbólico fundamental en los ritos que señalaban el paso a la edad adulta. Estas y otras cosas se depositaban en el altar de los lares cuando las mujeres contraían matrimonio o cuando los varones por fin obtenían la toga virilis. Sin embargo aquéllos que habían muerto como immaturi et innupti152 antes de alcanzar uno de los objetivos fundamentales del individuo en el mundo romano –el matrimonio para las mujeres, la ciudadanía de pleno derecho para los hombres– consagraban este tipo de ofrendas a los dioses del más allá, o al menos les acompañaban en su viaje de ultratumba como símbolo de su estatus. Existen otros objetos que aunque no estén únicamente relacionados con los niños sí se suelen encontrar de manera más frecuentes en tumbas infantiles. Además de las bullae se pueden incluir en este grupo otros tipos de amuletos como campanillas, monedas perforadas, conchas o miniaturas –crepundia– fabricadas a veces en materiales con propiedades mágicas como el cristal de roca, el estaño o el plomo153 que se podían colgar de cadenas o anillos, aunque a veces se guardaban en pequeñas cajitas –cistellae– que no deben confundirse con los joyeros depositados en algunas tumbas femeninas. Funciones equivalentes a las muñecas depositadas en la tumba cumplían por ejemplo las tabas, o las nueces que eran el elemento central de varios juegos infantiles154 (S. Martin-Kilcher, 2000; E. Salza Prina Ricotti, 1995). En Córdoba contamos con ejemplos de nueces que aparecieron carbonizadas junto a otros objetos depositados en la pira funeraria de un niño enterrado en la C/ Avellano, 12 (F. Penco, 1998) y aunque no se ha podido encontrar ninguna muñeca completa, D. Vaquerizo ha sugerido la posibilidad de que una pequeña pierna de terracota pudiese haber formado parte de una de ellas, si bien no se puede descartar que nos encontramos ante un exvoto155 Tertuliano, De anima, 56. Cf. Vaquerizo (2004a). Plinio, N. H. XXXVII, 9; XXXIV, 48. 154 Ver E. Salza Prina Riccoti, 1995: 43. 155 Más ejemplos de esta clase de objetos incluidos en tumbas infantiles de época romana en Hispania: necrópolis de 152 153

151 Aunque al parecer el volumen VI del CIL únicamente recoge una inscripción dedicada a un neonato (M. King, 2000: 125).

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(D. Vaquerizo, 2004a: 141). Una interpretación algo más compleja presenta un conjunto de terracotas halladas también en distintos enterramientos de las necrópolis cordobesas de variada iconografía incluyendo bustos, figuras togadas, gladiadores, posibles divinidades orientales, bóvidos y grupos de personajes. Estos objetos han sido encontrados tanto en espacios domésticos como asociados a lararios familiares, a santuarios o en tumbas, lo cual no se contradice, como hemos visto, con los lugares donde se podían depositar otros objetos que pudieron tener un significado simbólico similar, como bullae o muñecas. En concreto, en el caso de los bustos con peana, parece razonable pensar en un uso paralelo al de las muñecas, asociados al universo femenino de las vírgenes o las niñas que aún no habían contraído matrimonio (D. Vaquerizo, 2004a: 193-199; S. Vargas, M I. Gutiérrez Deza, 2004: 324). Faltan estudios antropológicos que demuestren si las afirmaciones de Plinio y Juvenal sobre la conveniencia de inhumar a los niños más pequeños se cumplió en la mayoría de los casos, aunque la impresión que parece obtenerse de los datos aportados por las excavaciones arqueológicas es que si bien, efectivamente, se han conservado numerosos ejemplos de individuos de corta edad inhumados directamente en fosas excavadas en el suelo o en el interior de ánforas, también hubo casos en que se procedió a la cremación del cadáver sin que podamos establecer con precisión a partir de que momento en el desarrollo del niño. Tampoco son totalmente desconocidas en las necrópolis romanas la agrupación de algunos individuos de corta edad en un espacio reducido, aunque la tónica general parece ser la inclusión de estas tumbas dentro de las áreas destinadas de manera genérica a los adultos. Muy posiblemente los lazos familiares preponderaron sobre otro tipo de consideraciones a la hora de disponer los monumentos de los bebés y niños de corta edad. Uno de los principales obstáculos al que debemos enfrentarnos a la hora de interpretar la influencia de las poblaciones romanas en la manera de entender los rituales funerarios destinados a los niños en la Península, es que los precedentes del mundo ibérico y púnico han sido en general muy poco estudiados hasta el momento, por lo que es difícil establecer hasta qué punto la inhumación de los más pequeños se puede

considerar como una costumbre introducida en época romana. En el caso de algunos yacimientos del Noreste peninsular se ha llegado a sugerir la existencia de «lugares comunitarios cultuales» por la alta concentración de inhumaciones infantiles en ciertos espacios del poblado. Además, la inhumación de bebés bajo el suelo de las casas es un ritual bien documentado en el mundo ibérico, especialmente en la zona del levante catalán y valenciano, incluyendo la región de Murcia. En general se trata de niños recién nacidos o de menos de medio año de vida inhumados en urnas o directamente en el suelo, que a veces aparecen acompañados de ajuar o de algún tipo de ofrendas de animales. Existen ejemplos en los que se enterró a más de un niño en el mismo lugar y casos en los que la presencia de estos individuos bajo el pavimento se señaló en el exterior mediante algún tipo de indicador. Esta clase de enterramientos se practicaron desde el Bronce Final hasta época romana y han sido varias las hipótesis propuestas para tratar de explicar sus causas. Podría tratarse de sacrificios rituales, pero también de una manera de disponer de los cuerpos de individuos fallecidos de muerte natural antes de haber superado el ritual iniciático que les permitiría integrarse dentro del grupo como un miembro de pleno derecho. Otros autores hablan de ritos fundacionales o relacionados con la amortización de determinados recintos, especialmente por la sustitución en algunas zonas de los cuerpos de los niños –enterrados sin ajuar– por ovicápridos que ocupan exactamente los mismos contextos. En cualquier caso, el gran número de regiones implicadas y la amplia perduración en el tiempo de este fenómeno requiere cierta prudencia a la hora de establecer interpretaciones de tipo general (O. Barrial i Jove, 1989; T. Moneo, 2003: 338, 409-411). Se puede señalar, como ejemplo, un conjunto de ocho inhumaciones infantiles en ánforas (Dressel 2-4) asociadas a un deposito ritual contenido en un ánfora Dressel 20 que podría estar relacionado con ceremonias fundacionales que enlazarían ya en época romana con rituales documentados en el mundo ibérico (L. Abad, 2003b: 91); o el enterramiento de un feto en Celti en la segunda mitad del s. I d. C. (S. Keay et al. 2000: 121, 200; M Bendala 2002c). En las necrópolis de época ibérica, igual que en las necrópolis que les sucederían en época romana, los niños más pequeños no se incineran, sino que se inhuman, aunque no ha podido establecerse con precisión a partir de qué edad se produce el cambio de ritual. Algunos yacimientos especialmente bien estudiados, o significativos en cuanto a número de tumbas excavadas, como El Cigarralejo (Mula, Murcia),

Ampurias (muñeca acompañada de vaso biberón, M. Almagro, 1953: 88, lám. II, fig. 9; tumba con campanita y bulla M. Almagro, 1953: 192; posibles fichas de juego, M. Almagro, 1953: 307; nuez carbonizada, M. Almagro, 1953: 370), necrópolis de Las Eras (Ontur, Albacete, cuatro muñecas articuladas una de ellas de ámbar, junto a huesos de individuos de corta edad y los restos de un lecho funerario de hueso, J. Sánchez Jiménez, 1947: 113-114, láms. 64-67).

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permiten una aproximación al problema más detallada. Las tumbas de los niños se encontraban rodeadas de sepulturas de adultos. Los más pequeños se inhumaban directamente en el suelo o en el interior de urnas decoradas. En general se puede señalar una ‘simplificación’ de las formas en este tipo de sepulcros si los comparamos con los de sus mayores. Ninguno de ellos fue hallado bajo un empedrado tumular de los que son frecuentes en la necrópolis y en general contenían ajuares reducidos que podían incluir cerámica ‘en miniatura’, anillos, brazaletes, pendientes, botones, cuentas de vidrio, amuletos, fíbulas, agujas de hueso, fusayolas, conchas marinas, piedrecitas de colores llamativos, juguetes (como tabas, fichas y muy excepcionalmente muñecas156) o incluso objetos utilizados por los adultos, aunque en ninguna se pudieron encontrar piezas de armamento (T. Chapa, 2001-2002; E. Cuadrado, 1987: 28)157. Distintas clases de adornos, amuletos y objetos en miniatura son habituales, en cualquier caso en las provincias occidentales del Imperio en las tumbas infantiles de época prerromana. En las necrópolis púnicas de finales de época republicana se reproducen patrones similares. Dejando a un lado el espinoso asunto de la falta de tofets en las necrópolis fenicio-púnicas de la Península, puede señalarse el hallazgo de inhumaciones infantiles entremezcladas con sepulcros de adultos en distintas necrópolis, aunque también se han encontrado ejemplos de cremaciones infantiles con las que convivieron tanto en el espacio como en el tiempo. Los habitantes de Ibiza inhumaban y cremaban a sus pequeños. En época arcaica los niños inhumados se colocaban ya en el interior de urnas tipo «Cruz del Negro», en el interior de oquedades en la roca o en fosas cerradas con losas. En época clásica y tardopúnica se documentan sobre todo inhumaciones en oquedades de la roca, en fosas o en el interior de ánforas, como en las necrópolis romanas (C. Gómez Bellard, F. Gómez Bellard, 1989). En Villaricos se encontraron tanto cremaciones como inhumaciones en ánfora (M. Astruc, 1951: 52-55, tipos G y H; A. Rodero et al., 1996: 376). En las necrópolis de Carmona, los niños se colocaban en fosas, pequeñas ‘ba156 Uno de los pocos ejemplos conocidos proviene del Tossal de Sant Miquel de Lliria (T. Chapa, 2001-2002: 167). 157 Según L. Abad y F. Sala (1992: 149) las necrópolis ibéricas del área valenciana presentan un modelo similar, si bien en este caso las inhumaciones de los niños más pequeños se suelen encontrar en los poblados. En Cabezo Lucero –uno de los pocos yacimientos donde se han realizado análisis antropológicos– todos los niños fueron cremados, aunque su edad era siempre superior a dos años, excepto en el caso de una tumba donde se encontró un feto junto al cuerpo de una mujer.

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ñeras’ y en el interior de ánforas o de unos recipientes cerámicos en forma de ‘lebrillo’ (M. Bendala, 1976a:108, M Bendala, 1991a: 82). Por fin, en Cádiz, en época altoimperial, los cuerpos de de los pequeños fueron colocados en el interior de ‘bañeras’ de piedra cubiertas por losas, o en fosas construidas a base de sillares reutilizados (R. Corzo, 1989: 241, R. Corzo, 1992: 278-280), mientras que por la misma época, en Baelo Claudia, como vimos, los niños se inhuman en fosas cubiertas de varios fragmentos de lajas de piedra o por tegulae en posición horizontal, en nichos recubiertos de mampostería y en el interior de ánforas. Tanto los enterramientos en bustum como las inhumaciones en el interior de ánforas de individuos de corta edad parecen estar presentes en la ciudad de Corduba desde momentos tempranos. En la Ronda de Tejares 6, se encontró, por ejemplo, una inhumación infantil que no ha sido datada por los responsables de la excavación junto a tumbas de época tardorrepublicana, aunque en la misma intervención se encontró una inhumación cuya fecha no se puede situar con seguridad pero que podría ser más tardía158. En la calle Avellano se recuperó el grupo de inhumaciones infantiles en ánforas y en el interior de urnas de tradición ibérica mencionado repetidamente a lo largo de estas páginas. De La Constancia procede otro ejemplo (T. 4) de inhumación de un individuo joven, de entre 10 y 14 años, en decúbito supino con los brazos cruzados sobre el regazo, que quedaba protegido por una cubierta de fragmento de ánfora y no contaba con ningún tipo de ajuar. Ésta parece ser una característica común de aquellos enterramientos de immaturi realizados en distintas clases de recipientes, mientras que los niños del Polígono de Poniente, La Constancia o Camino Viejo de Almodóvar cuya sepultura responde al tipo bustum suelen recibir un cuantioso ajuar159 compuesto por lucernas, ungüen158 Se trata de una inhumación bajo tegulae en caja de ladrillo cubierta por una losa de mármol sin ajuar (A. Ibáñez, 1990: 180), aunque desconocemos que tipo de relación espacial y por supuesto estratigráfica existió entre este enterramiento infantil y el resto de tumbas de la necrópolis. 159 Ejemplos de ello se han encontrado en el Polígono de Poniente o La Constancia. El bustum del Polígono de Poniente contenía abundantes objetos: una lucerna de volutas del grupo D-1 de Andújar (datada en época Tiberio-Claudio), fragmentos de un vaso de terra sigillata de la Graufesenque (Drag. 15/17), un anforisco de tipo ritual, una pieza de hueso circular, diversos fragmentos de vidrio de distintos vasos y de un ungüentario derretido, una figurita humana acéfala de pasta vítrea, un fragmento de cerámica común con arranque de asa, una concha perforada, tres bulas de bronce, distintos elementos de bronce que quizá pertenecieron a una cajita, apliques, una cadena trenzada, una anilla con enganches finales, varios clavos y engarces de hierro (J. A. Morena, 1994: 160). En la Tumba 31 de La Constancia sólo pudo

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tarios, bullae, conchas perforadas, clavos o terracotas femeninas con peana, incluyendo además a veces algún elemento de cierto lujo, como un lecho funerario. Es posible que un conjunto de objetos semiesféricos recogidos en el bustum infantil160 de la C/ Ollerías pudiesen corresponder al lecho funerario o kline donde se cremaron los restos del difunto (F. M. Penco et al., 1993: 47). A ello debemos añadir una posible incineración infantil excavada en el área de Cercadilla y la cremación infantil encontrada en el interior de una urna con decoración de tradición ibérica en la c/ San Pablo. Hasta aquí los enterramientos que han sido señalados como inequívocamente infantiles por parte de los autores de distintas memorias. En otros casos, es posible deducir la presencia de un individuo infantil –sobre todo en el caso de incineraciones– a través de objetos del ajuar característicos de este grupo de edad, especialmente en el caso de las bullae161, joyas de pequeño tamaño y en el caso de Córdoba determinadas terracotas funerarias, aunque en ocasiones pueden ser un símbolo de soltería o virginidad y no pueden ser asociados a individuos de escasa edad.

pueden encontrar en cada enterramiento), parecen entreverse ciertas ‘simetrías’ o paralelismos en algunos casos en la manera de disponer las inhumaciones e incineraciones, coincidiendo a veces, incluso, los objetos que se introducían en las tumbas de uno y otro ritual (Fig. 145). Sólo una investigación sistemática, como la que está llevando a cabo el equipo dirigido por el profesor D. Vaquerizo de la Universidad de Córdoba, permitirá establecer cuántos de estos tipos de sepulcros fueron realmente coetáneos y cuales se sucedieron en el tiempo. En cualquier caso, debe subrayarse además la coexistencia –a veces dentro de una misma necrópolis y en todo caso en un mismo asentamiento– de enterramientos asociados a tumbas monumentales de carácter itálico con otras que recuerdan de cerca a las ‘tradicionales’ urnas de cremación ibéricas con decoración pintada en tonos vinosos. Lamentablemente no conocemos las tumbas más antiguas del primer núcleo romano, aquellas que corresponderían a las primeras generaciones de colonos e indígenas asentados en la ciudad durante su primer siglo de vida, que podrían aportar matices de gran valor sobre la interacción de las distintas maneras de ritualizar la muerte en las dos comunidades. Los datos sobre el hábitat contemporáneo son, como hemos visto, por otra parte, igualmente muy escasos, y se reducen a espacios domésticos cuyas técnicas constructivas y aspecto general son muy similares a los de la ciudad prerromana situada bajo el Parque Cruz Conde. Se ha sugerido que las tumbas tardorrepublicanas de Corduba podrían haber quedado enterradas bajo la expansión urbanística –especialmente de época augustea– de la colonia. Este fenómeno no es exclusivo de la capital de la Bética. En la propia Roma las tumbas de los siglos IV-III a. C., generalmente de carácter gentilicio, son también muy escasas, ya que fueron pronto absorbidas por el crecimiento de la ciudad durante los últimos siglos de la república debido a su ubicación en los terrenos más próximos a la salida del asentamiento. Se han conservado algunas tumbas hipogéicas distribuidas de manera irregular en la necrópolis del Esquilino, rodeadas de enterramientos mucho más modestos depositados directamente bajo el suelo. Por otro lado, no se conocen, fuera de la Urbs, tumbas comparables a la gran tumba gentilicia de los Escipiones, que pudo estar ya en uso desde finales del s. IV a. C. Las primeras tumbas de carácter monumental que se pueden estudiar en Roma, si dejamos a un lado algunos restos conservados en la vía Salaria y la vía Nomentana que no permiten extraer conclusiones sólidas sobre la tipología de los sepulcros más antiguos, deben situarse a finales del s. II a. C., aunque desde el final de la II guerra púnica se percibe cierto aumento

– La evolución de los tipos de sepulcro: Toda esta discusión sobre la convivencia de la inhumación y la cremación en los cementerios de la Corduba romana tiene consecuencias directas en la interpretación de la evolución tipológica de los sepulcros a lo largo de los siglos. Y esto es así, sobre todo, porque, aunque la evidencia material parece resistirse a cualquier tipo de sistematización (podríamos establecer prácticamente una tipología infinita atendiendo a las sutiles variaciones que se recuperarse un ajuar formado por una lucerna Dressel 5C, una moneda de Adriano y gran número de fragmentos de figuritas de terracota femeninas con peana en paradero desconocido en la actualidad, sin que sea posible conocer más datos sobre la tipología de la tumba, aunque es probable que se tratase de un bustum infantil (E. Ruiz Nieto, 1999: 135; D. Vaquerizo, 2004a: 51, nota 88). 160 Se trataba de un «bustum» con cremación infantil en urna cubierta por tegulae a doble vertiente señalado por un amontonamiento de piedras fechado en el s. II d. C. 161 En la Tumba 5 de la segunda fase de la intervención en la antigua fábrica de La Constancia se encontró una bulla, aunque de nuevo carecemos de datos sobre las características de la tumba (E. Ruiz Nieto, 1999: 137; S. Vargas, 2002: 306). S. Santos Gener excavó en el Camino Viejo de Almodóvar, en el mismo lugar en que fue encontrada, precisamente, a la «gran dama oferente» una tumba de sillares con ustrinum y una urna de vidrio que contenía los restos de la incineración de un niño así como «anillito infantil, de cobre». Junto a ella se hallaron además, entre otras cosas, dos bullae de plata (S. Santos Gener, 1955: 18-19; D. Vaquerizo, 2004a: 43-44).

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Fig. 145: Algunos de los tipos de enterramiento documentados en Colonia Patricia que pueden fecharse entre época augustea y el siglo II d. C. según D. Vaquerizo (2002: figs. 6 y 7b).

en la riqueza de los enterramientos y un primer acercamiento de los monumentos a los entornos de las vías. Entre estos primeros sepulcros monumentales se encuentran tumbas de tipo edícula o altar, como el de Ser. Sulpicius Galba, o la tumba de la gens Rusticelia. Un poco antes, durante la segunda mitad del siglo II a. C., habían comenzado a construirse en ciu-

dades como Paestum tumbas en forma de templo. A lo largo del s. I a. C. se pueden encontrar las primeras tumbas de libertos con fachadas decoradas con retratos que miran al frente de las calzadas y todo tipo de altares, edículas y en menor medida tumbas de planta circular, pirámides, exedras y scholae (P. Gros, 1996, H. von Hesberg, 1994: 29-50).

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En este contexto –inicio de la verdadera ‘monumentalización’ en el ámbito funerario romano en el tránsito entre el siglo II a. C. y el s. I a. C.– deben considerarse las primeras manifestaciones de restos procedentes de necrópolis conservados en Córdoba. Dejando a un lado algunas tumbas relacionadas con el asentamiento indígena que aún permanecen inéditas, contamos con algunos datos sobre enterramientos que se pueden remontar a la primera mitad del s. I a. C. Uno de los contextos más antiguos corresponde, precisamente, a los recintos que se sitúan en la primera fase del yacimiento donde se encontraron los monumentos circulares de Puerta de Gallegos, a los que precedieron. Al menos a partir de este momento, Córdoba contó con monumentos basados en una tipología y un concepto del espacio funerario característicamente romano. Aunque desconocemos cuál fue el ritual escogido, qué clase de contenedores protegían los restos funerarios y los ajuares que los acompañaron, se han conservado fragmentos de lo que pudieron ser los objetos empleados en los banquetes asociados al sepelio y al culto a los muertos que remiten al comercio itálico (ánforas Dress. 1, campaniense A y B, ungüentarios, lucernas de tipo ‘yunque’, vajilla de cocina itálica, paredes finas), si bien la cerámica de tradición indígena también está presente, en forma de platos-tapadera. Entre mediados del s. I a. C. y finales de esta centuria se constata la aparición puntual de algunos de los primeros monumentos funerarios de Colonia Patricia a través de hallazgos como la basa encontrada en la zona de Cercadilla o el pulvino monumental de la calle Adarve y los monumentos de la Plaza de la Magdalena. Sin embargo, lo más común durante el s. I a. C. parecen ser las cremaciones en urna cubiertas frecuentemente con uno o dos platos, acompañadas de ungüentarios de cerámica (tipo Oberaden 28, fechados entre el s. II a. C. y época augustea) y ocasionalmente de algún vasito de paredes finas o cerámica campaniense (Camino Viejo de Almodóvar, Tumba 1 de Santa Rosa, Tejares, 6), aunque no faltan ejemplos de inhumaciones acompañadas del mismo tipo de ajuar que las cremaciones (ungüentarios Oberaden 28 en Polígono de Poniente). Podríamos hablar de cierta heterogeneidad dentro de una relativa fidelidad al tipo característico de cremación en urna que hunde sus raíces en el mundo ibérico en estas primeras fases. Posiblemente a finales de época republicana o en época augustea deban situarse las cámaras funerarias hipogéicas encontradas en el Camino Viejo de Almodóvar («Gran Tumba») y en la c/ de la Bodega. Es significativo que el ajuar encontrado junto a uno de los enterramientos depositados en esta última pueda asimilarse, grosso modo, a los objetos que se depo-

sitaron en otras tumbas contemporáneas, como los ungüentarios Oberaden 28, los cuencos de cerámica campaniense o los vasitos de paredes finas162. Si se confirmase además la presencia de una inhumación en la cámara, como defiende D. Vaquerizo, encontraríamos en el interior de este monumento una síntesis de los tipos de enterramientos más frecuentes en las necrópolis contemporáneas de Corduba. El hipogeo del Palacio de la Merced, debe situarse, según D. Vaquerizo, en la primera mitad del s. I d. C., lo que nos indica que este tipo de construcciones se mantuvieron en uso en la ciudad al menos a principios de época altoimperial. La primera mitad del s. I d. C. estará marcada por cierta continuidad con el período precedente, la introducción de nuevos objetos en el ajuar funerario y por el empleo de tipos monumentales originarios de la Península Itálica. Aunque aumenta de manera significativa el número de busta (especialmente en espacios como La Constancia o Santa Rosa), se mantiene el tipo básico de enterramiento de cremación en urna de tradición ibérica o recipiente equivalente de cerámica común romana, tapado con un cuenco y acompañado ahora –como en el resto del Mediterráneo– por ungüentarios de vidrio. Comienzan a ser más frecuentes las lucernas, a menudo de venera (derivadas de la Dress. 3), los vasitos de paredes finas (especialmente en época augustea) y en determinados enterramientos se incluye, además, un juego de plato, vaso y vasito por triplicado que pudieron ser quizá utilizados por los familiares del difunto durante los rituales de libación asociados a la cremación o la clausura de la tumba. La fosa, tanto en el caso de las cremaciones como en el de las inhumaciones, puede estar recubierta por pequeñas piedras, o tegulae o losas formando una pequeña cista. La oquedad donde descansaban las cenizas o el esqueleto del difunto se sellaba asimismo con losas de piedra (en posición horizontal o a dos aguas) o bien con tejas (colocadas también en horizontal o a cappuccina). Conviene destacar que el tipo de estructura de la tumba no parece estar en relación directa con el ritual seleccionado. Las tegulae en horizontal o a doble vertiente sellan con mucha frecuencia inhumaciones a partir del paso del s. I d. C. al siglo II d. C., pero también sirvieron de cubierta para busta y cremaciones introducidas en distintas clases de recipientes, como urnas de tradición indígena, cofres de piedra o ánforas seccionadas. Incluso estructuras funerarias que serán especialmente características de enterramientos de 162 En este caso se incluyeron además un espejo de bronce, una lucerna Ricci H, un botón, una asita de bronce y cuatro clavos de hierro.

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época más tardía, como las cistas de ladrillo cubiertas con tegulae en posición horizontal contuvieron, en algunos casos, cofres cinerarios de piedra o incluso un bustum en vez de inhumaciones (D. Vaquerizo, 1996: 182-183; D. Vaquerizo, 2002b: 155, nº 57). De manera paralela se ha podido constatar la existencia de algunas inhumaciones fechables en el primer siglo después de cristo, como la de la necrópolis de La Constancia que puede retrotraerse como mínimo a época de Claudio. A lo largo del s. I d. C. se erigen la mayoría de los monumentos funerarios de Colonia Patricia. Entre los de mayor envergadura se encuentran los impresionantes mausoleos circulares del Paseo de la Victoria (época de Tiberio) que muy probablemente deban ser interpretados como monumentos de carácter gentilicio. Sabemos de la existencia de otras tipologías monumentales a través del hallazgo de fragmentos de frisos con decoración figurada (guirnalda de la c/ Abderramán III) así como cornisas y basas de columnas que pudieron pertenecer a edícolas, pulvinos de altares funerarios (Avda. de la Victoria – C/ Adarve) y relieves que pudieron formar parte de monumentos con dos cuerpos superpuestos (erotes del Campo de la Verdad), sin olvidar monumentos de bulto redondo, como el espolón de proa de la zona de S. Lorenzo (1ª mitad del s. I d. C.), o distintas esculturas presuntamente funerarias. Estos monumentos conviven con tumbas de carácter ‘tradicional’ en urnas de cremación de tradición ibérica, como las encontradas en la necrópolis del Camino Viejo de Almodóvar, La Constancia, Cercadilla, seguimiento de los terrenos del Plan RENFE o Ronda de Tejares 6. A mediados del s. II d. C. desparece prácticamente la arquitectura funeraria monumental, y si bien hasta finales del s. II d. C. la cremación continúa siendo el rito predominante, a partir de este momento se empiezan a realizar inhumaciones dentro de fosas simples o revestidas de tegulae, ladrillos o sillarejo, con cubiertas planas de los mismos materiales o con tegulae a cappuccina. (B. García Matamala, 2002; C. Márquez, 2002; S. Santos Gener, 1955; D. Vaquerizo, 1996: 174-217; D. Vaquerizo, 2001a; D. Vaquerizo, 2001b; D. Vaquerizo, 2002b; D. Vaquerizo, 2002c; D. Vaquerizo, 2003: 90-99; D. Vaquerizo, 2004b). – Evolución de los ajuares: Es prácticamente imposible llevar a cabo hoy en día un estudio completo de la evolución de los ajuares funerarios en Colonia Patricia a partir de los datos publicados, en muchas ocasiones muy parciales o

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incluso confusos y contradictorios. Por otro lado esa ingente tarea de investigación y clasificación de materiales nuevos y antiguos está siendo llevada a cabo por los integrantes del proyecto de investigación sobre el mundo funerario de la capital de la Bética mencionado repetidamente a lo largo de estas páginas y dirigido por el profesor Desiderio Vaquerizo Gil (Universidad de Córdoba). Sin embargo, sí es factible realizar una serie de comentarios sobre algunas de las tendencias de carácter general que es posible observar a partir del estudio de los materiales arqueológicos, o plantear una serie de preguntas sobre aspectos que de alguna manera permiten entrever determinados usos simbólicos de la cultura material a partir de la fundación de la ciudad romana. Cabe destacar, en concreto, el rechazo a determinadas cerámicas importadas (terra sigillata) como elementos adecuados para ser incluidos en los ajuares que acompañaban a los difuntos al más allá, el depósito en las tumbas de objetos arcaizantes o directamente arcaicos en el momento de realizar el enterramiento, el recurso a palabras mágicas que viajan junto a los difuntos para llegar hasta las divinidades infernales y la cremación de los muertos en lechos de hueso tallado de los que a veces quedan huellas en el lugar donde se realizó el sepelio. En otros aspectos los ajuares de Colonia Patricia son en muchas ocasiones una síntesis de la tradición ibérica preexistente y patrones de carácter general que se manifiestan por todo el Imperio. En el caso de las cremaciones, que son mayoría desde finales de la República hasta finales de época altoimperial, la urna cineraria, cuya morfología, con gran frecuencia, deriva, en último término, de la de tipos de recipientes similares presentes en el sur de la Península Ibérica desde época prerromana, suele estar acompañada de vajilla relacionada con la bebida o con algún tipo de ofrenda. Aparecen también ungüentarios, lucernas, elementos utilizados como parte del atuendo personal (agujas para el pelo, collares o pulseras) y, de manera puntual, espejos, monedas y terracotas. Las jarras de libación que son tan comunes en las necrópolis de Belo o Carmona, aparecen de manera más excepcional en Córdoba, donde podemos señalar una pieza incluida en la tumba 31 de La Constancia (S. Vargas, 2002: 305) o Cerro Muriano donde aparecen, además, en un entorno de tumbas de época de Augusto-Tiberio –o incluso más antiguas– de carácter hipogéico (M. J. Moreno; F. Penco, 2001). La escasez de terra sigillata en los ajuares de las tumbas fechadas en los primeros siglos del Imperio no es un hecho excepcional, como hemos visto al estudiar las necrópolis de Baelo Claudia y Castulo, sobre todo en aquellos asentamientos donde el substrato

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cultural prerromano perduró con mayor intensidad. En Córdoba este fenómeno parece reproducirse con matices, porque este tipo de vajilla importada está muy presente en algunos sectores como La Constancia, mientras que en otros, como el Camino Viejo de Almodóvar, está prácticamente ausente o ausente del todo. Es más, en su estudio sobre los ajuares de La Constancia, S. Vargas ha llamado la atención sobre el hecho de que los enterramientos en urnas de tradición ibérica no aparecen asociados al ‘ajuar tipo’ de la necrópolis que incluía dos o tres juegos formados por una pátera o plato, un vaso y un vasito de terra sigillata163. Sería interesante intentar delimitar hasta qué punto este tipo de ‘vajilla’ para varios ‘comensales’ que se incluyen en la tumba responden a un patrón ‘típicamente romano’ que podría relacionarse con una ritualidad diferente a la que tenía lugar en época ibérica. La introducción de vajilla asociada al banquete funerario en las tumbas ibéricas nos es conocida a través de ejemplos tan paradigmáticos como el silicernium de la necrópolis de La Quéjola, que contaba precisamente con distintas piezas de la misma tipología de cerámica importada utilizadas por los distintos participantes de una comida ritual (J. Blánquez, 1991; J. Blánquez, 1995a: 101). No muy lejos de Córdoba capital, en una tumba ibérica de la necrópolis de los Torviscales o Villalones (Fuente Tójar), se produjo una selección de objetos para ser incluidos en la tumba que quizá puedan relacionarse de una manera mucho más directa con los ajuares que encontramos en La Constancia (Figs. 146 y 147). Aunque no contamos con datos precisos sobre la cronología (D. Vaquerizo propone una fecha entre la segunda mitad del s. IV a. C. y principios del s. III a. C.) y parece probable, como sugiere el mismo autor, que nos encontremos ante un enterramiento múltiple164, sorprende, de hecho, la repetición por duplicado de distintas piezas cerámicas del ajuar, en concreto dos urnas, dos platos con ónfalo en la base, dos platos con decoración pintada, dos cuencos pequeños y dos cuencos medianos (D. Vaquerizo, 1986). El mismo tipo de vajilla –tres juegos de vaso, vasito y pátera– se encuentra en algunas tumbas de una de las necrópolis donde el tipo de material recuerda más a las necrópolis de época ibérica, en el 163 Se conoce al menos un caso en la necrópolis del Camino Viejo de Almodóvar en el que apreció asociada terra sigillata Hispánica precoz y urnas de tradición ibérica (S. Santos Gener, 1955: 14-15, figs. 3 y 4). 164 Según D. Vaquerizo (1986: 354) «todas las piezas mayores aparecieron con más o menos cantidad de huesos, según parece perfectamente lavados antes de su deposición en las tumbas…». En el mismo enterramiento se encontraron siete urnas, pero no se especifica cuántas de ellas contenían efectivamente restos humanos, ya que el conjunto fue recuperado en rebuscas clandestinas.

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Fig. 146: Ajuar de una tumba indígena de la necrópolis de los Villalones (Fuente Tójar, Córdoba) (según D. Vaquerizo, 1986: Fig. 3). Aunque se desconoce el número de personas que fueron enterradas en la misma tumba, llama la atención la presencia de dos platos, dos ‘cuencos’ medianos y dos ‘cuencos’ pequeños.

Fig. 147: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Ajuar del enterramiento 36 de La Constancia a partir de S. Vargas (2002: Fig. 3).

Camino Viejo de Almodóvar (B. García Matamala, 2002: 290, fig. 12) (Fig. 134).

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Fig. 148: Evolución de uno de los tipos de urna cineraria hallados en Córdoba (A partir de B. García Matamala, 2002: Fig. 8).

Curiosamente la tipología conocida hasta el momento de la producción de terra sigillata de imitación que tanta importancia tuvo en los ajuares de época julio-claudia de La Constancia se caracteriza precisamente por tres grupos de formas básicas –copas de pie bajo y páteras, fuentes y boles o tazas– que coinciden exactamente con las tres tipos de recipientes que aparecen asociados en este cementerio165 (F. Martínez Rodríguez, 1989; E. Serrano, 1999; F. Amores, S. J. Keay, 1999). En cualquier caso el fenómeno de la importancia de las urnas cinerarias de tradición ibérica no es en absoluto exclusivo de la capital de la Baetica sino que se puede rastrear también en otras ciudades que po165 Como señalan F. Amores y S. J. Keay (1999: 239) lo más probable es que la tipología de este tipo cerámico se vea ampliada con nuevos hallazgos, que permitirán incluso revisar su estructura interna, si bien hasta el momento los ejemplares localizados –si dejamos a un lado un forma nueva encontrada precisamente en Colonia Patricia– se pueden adscribir a los tres grandes grupos descritos en su día por F. Martínez.

drían mostrar la influencia del mundo romano desde época temprana como Tarraco (J. A. Remolà, 2004), Valentia (E. García Prósper, P. Guérin, 2002), Carthago Nova (S. F. Ramallo, 1989: 122) o Lucentum (J. L. Jiménez Salvador, 2002: 195), y quizá con esta necesidad de perpetuar en uno de los recipientes más importantes del ajuar funerario –aquel que contendría los restos del difunto– la herencia del mundo ibérico, se esté reflejando precisamente eso, el contraste buscado y consciente que debió producirse allí donde la presencia de la cultura romana se hizo más intensa a través del asentamiento de nuevos colonos, aunque por supuesto este tipo de urnas están asimismo presentes en cementerios donde la afluencia de población itálica debió ser menos intensa y en contextos domésticos. No debemos olvidar que esta clase de materiales que derivan directamente de tipos cerámicos producidos en época ibérica –a pesar de su sencilla decoración y algunas modificaciones como la inclusión de asas verticales en el centro del cuerpo de algunos ejemplares–, aparecen todavía asociados a las

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primeras hornadas de sigillata hispana en el alfar de Andújar. Realmente las formas plenamente romanas no se introducen hasta principios del s. I d. C. teniendo lugar en ese momento las modificaciones más importantes de la tipología de estas cerámicas (S. Vargas, 2002: 300; B. García Matamala, 2002: 291; J. M Abascal, 1986). La única urna hallada en contexto funerario y fechada con claridad en los primeros momentos de la ocupación romana del asentamiento (principios del s. II a. C.) (J. F. Murillo, J. L. Jiménez Salvador, 2002: 186) se asemeja al tipo II de la tipología propuesta por García Matamala en su estudio sobre los contenedores cinerarios de la necrópolis del Camino Viejo de Almodóvar (2002: 280), demostrando algo que ya se podía intuir a través de los estudios de cerámica de otros yacimientos ibéricos: que este tipo de recipientes debían ser asimilados por los habitantes de la región con formas tradicionales presentes durante generaciones en el territorio (Fig. 148). Las urnas de tradición ibérica no son el único elemento arcaizante que ha sido posible encontrar en los sepulcros de las necrópolis romanas de época altoimperial, pero quizá sí puede decirse que es uno de los más significativos, por su amplia distribución y su carácter simbólico. Para la tumba no son sólo apropiados elementos arcaizantes que permiten establecer un vínculo con las generaciones pasadas, sino objetos directamente arcaicos. Por ejemplo, en la calle Avellano 12 se añadió a un ajuar que contaba con un recipiente de t.s.c.A (Lamboglia 2b=Hayes 9b) posterior al año 165 d. C. una lucerna de aletas laterales tipo D-3 de Andújar que podría situarse como máximo a finales del s. I d. C. (F. Penco, 1998: 69). S. Santos Gener encontró junto a la casa del Sr. Pinilla una tumba con cubierta con tegulae a doble vertiente que protegían una cremación introducida en una urna de tradición ibérica, 16 vasos y copas de terra sigillata aretina o sudgálica que deberían fecharse según el autor entre 40 y 80 d. C. y una ollita campaniense que claramente ofrecía una fecha más antigua que el resto del conjunto (S. Santos Gener, 1955: 14). En esta misma necrópolis, el estudio reciente de los materiales conservados en un depósito cerrado por B. García Matamala (2002: 290) ha permitido constatar la presencia de una pieza de cerámica campaniense A fechable en torno al año 110 a. C. junto a materiales que arrojan una datación en torno a la época de Tiberio o Claudio. La inclusión de objetos de época antigua en las tumbas no puede ser considerada un fenómeno característicamente romano. Un patrón similar ha sido señalado en el caso de determinadas necrópolis ibéricas por F. Quesada (1989), donde se pudo constatar la presencia de cerámica de importación griega junto a campaniense. El problema del

establecimiento de una cronología precisa se agudiza en aquellos casos en los que sólo aparece cerámica ibérica –cuyas tipologías ofrecen a menudo horquillas de datación demasiado amplias– junto a cerámica griega, sin que se pueda confiar de manera generalizada en la datación que ofrece la vajilla importada. – Otros objetos presentes en la tumba: La cerámica utilizada en el banquete asociado al funeral no es el único elemento que ha sobrevivido de los pormenores del ritual que tenía lugar durante el enterramiento. En algunas ocasiones se han conservado restos del lectus funebris donde se colocaba al difunto a la hora de la cremación. Este tipo de testimonios materiales suelen aparecer asociados lógicamente al bustum o el ustrinum donde se había cremado el cadáver. Los restos que sobrevivían al fuego de estos muebles no se encontraban entre los materiales que se trasladaban desde la pira al lugar definitivo donde se iba a producir el sepelio, ni tampoco se enterraban junto al difunto en el caso de las inhumaciones aunque, por supuesto, en ninguno de los dos casos se puede descartar que el cadáver estuviese tendido sobre una kline en algún momento del proceso, especialmente durante la exposición (collocatio) o el traslado del cadáver previa al enterramiento, como podemos observar, por ejemplo en el famoso relieve de Amiternum. En Córdoba, los ejemplos de hueso trabajado que con más probabilidad se pueden asociar a un lecho funerario fueron hallados en la calle Ollerías, en las tumbas 10 y 11. El primer caso ha sido interpretado como un ustrinum circular, ya que no fue posible encontrar restos humanos en el interior de la estructura que contenía un estrato de 2m3 de tierra cenicienta. Entre los objetos mezclados con los restos de combustión de la pira se encontraron fragmentos de hueso tallado que pudieron pertenecer a una cama funeraria situada sobre la pira. En el enterramiento número 11 de la misma necrópolis –un enterramiento infantil de incineración en urna colocado sobre el lugar de cremación– aparecieron un conjunto de objetos semiesféricos de hierro que debieron formar parte de las patas de un lecho funerario fabricado en este material (F. Penco et al., 1993). En La Constancia también se recuperaron restos de hueso trabajado y algunos clavos que podrían ser un indicio de la utilización de lechos funerarios durante la cremación, aunque desafortunadamente no sabemos si estas piezas presentaban signos de haber estado expuestas a la acción del fuego, pues no se han publicado muchos detalles al respecto (E. Ruiz, 1999: 134).

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Fig. 149: Fragmentos circulares de hueso recuperados junto a otras piezas talladas del mismo material en la necrópolis de La Cona en Teramo (Abruzzo) y propuesta de reconstrucción del lecho funerario al que pertenecieron por M. G. D’Agata e Silva Barbetta (1997: figs. 22, 23, 4, 8, 5, 9).

La presencia de lechos funerarios en representaciones de todo tipo y especialmente en tumbas de cámara se remonta en Italia a época etrusca –por no hablar de rituales muy similares de exposición y traslado del difunto que tenían lugar en Grecia y que se encuentran reflejados ya en los textos Homéricos (A. Jiménez Díez, 2000: 225). En algunas cámaras funerarias etruscas los cuerpos se depositaban directamente sobre lechos funerarios de madera o metal donde

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se corrompían, y no en ataúdes. Entre los siglos VI y IV a. C. aquellos muebles utilizados probablemente también durante la exposición del cadáver fueron sustituidos por imitaciones talladas en la roca de las cámaras o por representaciones en las urnas funerarias o en los frescos de los difuntos recostados sobre sus lechos en una especie de ‘banquete eterno’ (J. M C. Toynbee, 1971: 15-16, 49). Los muebles de esta clase derivados de modelos helenísticos y tallados en marfil y otros materiales preciosos, se introducen en Italia en la segunda mitad del s. III a. C. aunque alcanzan su máxima difusión entre los siglos I a. C. y I d. C. En Italia están especialmente presentes en el área central de la Península. Por el contrario, el número de ejemplares localizados hasta el momento en las distintas provincias romanas no alcanza la treintena, aunque es posible que un estudio minucioso de los materiales publicados de distintas necrópolis pudiese aumentar algo esta cifra. La mayoría se deben datar sin embargo en el s. I d. C., coincidiendo con el momento en el que los descubrimientos en la propia Roma son más numerosos (Fig. 149) (M. G. D’Agata; S. Barbetta, 1997). El hallazgo de los restos de posibles camas funerarias en Córdoba atestigua la introducción de una costumbre helenística en las necrópolis de la capital de la Bética que se populariza en Italia en torno a finales de la República y principios del Imperio. También se ha señalado la presencia de objetos de hueso decorado en tumbas fechadas entre los reinados de Augusto y Claudio del entorno de Alicante (R. González Villaescusa, 1993: 412; R. González Villaescusa, 2001: 376), en la necrópolis de Las Eras (Ontur, Albacete, J. Sánchez Jiménez: lám. 58) y en la necrópolis de Carmona (C. Fernández Chicarro, 1978: 154). Hasta qué punto debemos considerar los indicios de estos usos como un signo de cambio en el ritual funerario depende de nuestra percepción de un tema aún escasamente estudiado: la posible introducción de esta costumbre en una época anterior a la llegada de los primeros colonos romanos como consecuencia de los contactos con el mundo mediterráneo. Parece claro que no todos los objetos circulares de hueso decorado encontrados en una tumba deben identificarse como los restos de una kline, pero es lo más probable sobre todo en el caso de aquellos conjuntos formados por varias piezas y acompañados de otros fragmentos de hueso tallado que han sido recuperados en busta o ustrina acompañados de clavos. Por otro lado, debe tenerse en cuenta que en época romana los medallones de hueso eran un elemento característico de la indumentaria infantil, que se empleaba para ceñir una serie de cintas que sujeta-

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Fig. 150: a. Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Ajuar de la tumba de un niño (bustum) procedente del Polígono de Poniente (la aguja de hueso pertenece a otra tumba) (según J. A. Morena, 1994: fig. 4).

ban el vestido (G. Coulon, 1994: 140) (Fig. 150) y que en muchas ocasiones objetos circulares de hueso se utilizaban como piezas de juego. Así que en aquellos casos donde sólo haya sido posible recuperar una o dos de estas piezas –lo que sucede frecuentemente en tumbas de niños– puede plantearse la posibilidad de que estos círculos de hueso tallado deban interpretarse como un objeto más dentro del ajuar característico de los enterramientos infantiles. Otro elemento que aparece asociado a las necrópolis peninsulares a partir del s. I a. C. son las maldiciones escritas sobre láminas o tablillas de plomo, que deben relacionarse con la concepción del sepulcro como mundus, como un lugar de comunicación entre los vivos y las divinidades del inframundo. Aunque el soporte de este tipo de inscripciones no fue en absoluto desconocido en el Mediterráneo en fechas anteriores, parece que un gran número de plomos inscritos de otras regiones pueden desligarse de las tabellae defixionum romanas atendiendo a su función. En el mundo griego las tablillas de plomo recogían sobre todo documentos de tipo privado, como contratos, cartas de negocios, registros de operaciones comerciales o listados de antropónimos. También se han conservado ejemplos aislados de este tipo con epígrafes etruscos o galogriegos. En la Península Ibérica, sin embargo, son bastante comunes durante la segunda Edad del Hierro y se han llegado a contabilizar setenta ejemplares, con los tres tipos de escrituras paleohispánicas presentes en nuestro país en época prerromana. Se sospecha que al menos en algunos casos se trata de documentos de carácter económico o de cartas entre particulares, aunque el contenido exacto de estos epígrafes aún se desconoce (J. de Hoz, 1998). La costumbre de grabar inscripciones mágicas a punzón sobre láminas de plomo y en menor medida estaño u otros metales parece ser origi-

Fig. 150: b. Discos de hueso tallado utilizados en la indumentaria infantil en época romana (tomado de G. Coulon, 1994: 140-141).

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naria de Grecia, donde los ejemplares más antiguos se remontan al siglo V a. C. extendiéndose su uso por las regiones incluidas en el Imperio romano en los primeros siglos de nuestra era. Y, aunque como acabamos de señalar no toda inscripción sobre plomo debe asociarse a un encantamiento, a este metal se atribuían toda una serie de propiedades mágicas que lo hacían especialmente adecuado para comunicarse con divinidades ctónicas. El número de tabellae defixionum encontradas en Hispania es relativamente escaso, aunque si tenemos en cuenta que el hábito epigráfico no se extiende en la Península hasta época augustea (J. M Abascal, 2003: 265), la fecha que arrojan algunas inscripciones (s. I a. C.) es ciertamente temprana. En Córdoba se concentran hasta el momento el mayor número: 5 ejemplares. De Ampurias proceden otras cuatro piezas, y dos más de Sagunto, a lo que hay que añadir ejemplos aislados recuperados en Bolonia166, Carmona167, Fuente de la Mota (Cuenca), Itálica y Mérida (A. Audollent, 1904: 122= CIL II, 462; CIL II2/7 250, 251, 252; M Almagro, 1948; M Gómez Moreno, 1949; J. Gil, J. M Luzón, 1975; J. M Navascués, 1934, A. Ventura Villanueva, 1996, J. Curbera, I. Velázquez, 2003, D. Vaquerizo 2001a: 192-195). Enrique Romero de Torres encontró las tres primeras inscripciones cordobesas en 1932 (CIL II2/7, 250168, 251, 252), cuando realizaba excavaciones en el lugar conocido como Cortijo de Chinales, situado junto al antiguo Camino de Almodóvar, en una zona donde aparecieron concentradas además un gran número de inscripciones gladiatorias. La primera tenía forma irregular y con ella, según la interpretación de J. M. Navascués (1934: 53), se pretendía entregar a una persona a las divinidades infernales. La segunda y la tercera presentaban forma cuadrangular y circular respectivamente, contenían listas de nombres personales. En el último caso, la laminilla que sirvió para maldecir a varios miembros de la familia Numisia, había sido perforada por un clavo que aún se encontraba in situ en el momento del hallazgo, siguiendo un ritual bien conocido en el mundo romano, con el que se pretendía precisamente reforzar el encantamiento,

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‘fijando’ a la persona que debía sufrir el daño a un destino irrevocable, imposible de deshacer (R. Merrifield, 1987: 38; J. G. Gager, 1992: 18). Este grupo de inscripciones han sido fechadas siguiendo criterios paleográficos entre el s. I a. C. y el s. I d. C. Otras dos inscripciones de este tipo fueron encontradas en una escombrera de las afueras de Córdoba con tierras procedentes de la necrópolis oriental (CIL II2/7, 251a)169. Ambas fueron plegadas según la costumbre y luego enrolladas juntas, para ser introducidas en el interior de una urna de tradición ibérica que contenía los restos de un individuo muerto antes de tiempo (áoros) –un niño–, que sería considerado como un portador especialmente adecuado para trasladar plegarias a los dioses del inframundo, como lo eran también aquellos que habían sufrido una muerte violenta (biaiothanatoi). En las inscripciones, tanto el texto como cada uno de los caracteres aparecen escritos de derecha a izquierda, es decir, en sentido inverso, haciendo uso de un recurso frecuentemente empleado en las fórmulas mágicas. El objetivo de las defixiones en este caso era enmudecer a un grupo de personas para evitar que declarasen en un litigio en curso sobre una herencia. El tipo de letra cursiva empleada, arroja una vez más una datación temprana, en torno al s. I a. C. El uso de objetos mágicos que entroncan directamente con rituales grecolatinos puede entreverse también en el hallazgo, desafortunadamente procedente de una escombrera donde se habían arrojado tierras traídas desde Córdoba capital, de dos figuritas humanas de plomo170 entrelazadas en una especie de abrazo, que pudieron ser objeto de algún hechizo de carácter amoroso (A. Ventura Villanueva, 1996; A. Ventura en D. Vaquerizo 2001a: 192-195). En cualquier caso, las inscripciones cordobesas documentan una práctica asociada a rituales funerarios grecolatinos curiosamente en un momento relativamente temprano de la ocupación romana –desde finales de la República–, si la difícil datación de la escritura cursiva empleada en este tipo de inscripciones resultara ser correcta. 4.

P. Paris et al. (1926: 89) recogen al menos un ejemplar, aunque sin ofrecer la trascripción del texto. Es muy probable que una fina lámina de plomo enrollada en la ‘parte de enganchar’ de un anzuelo, «tel qu’on devait le préparer pour la pèche», pueda incluirse en este grupo (P. Paris et al., 1926: 19-20). 167 A. U. Stylow (1995: 110 nota 19) considera que la tabella de Carmona podría ser incluso anterior a la segunda mitad del s. I a. C., fecha propuesta por J. Corell (1993) en un estudio sobre la pieza publicado a principios de los años noventa. 168 A. U. Stylow (1998), fecha esta inscripción en la segunda mitad del s. I a. C.

CONCLUSIÓN

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«Es muy conocida la frase de Aulo Gelio (16, 13, 9), quien dice que las coloniae instaladas por Roma 169 En concreto en la C/ Abéjar, prolongación de la c/ San Pablo donde se han encontrado otros restos funerarios y que se suele identificar con la fosilización de un tramo de la Via Augusta. 170 Otra «figurilla de vudú» similar, aunque en esta ocasión se trata de la representación de un solo individuo ‘mutilado’ ritualmente, fue hallada en un lugar no muy lejano de Córdoba, en el cerro de Masatrigo (antigua Mellaria).

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en todo el mundo fueron prácticamente reflejos, o copias a tamaño reducido de la misma metrópoli. Lo dice en sentido administrativo y jurídico171, refiriéndose a la constitución de las coloniae. La arqueología puede demostrar que lo mismo vale para la apariencia urbanística y edilicia de las coloniae y parcialmente para muchas ciudades más pequeñas también». Con esta frase inicia su estudio sobre distintos aspectos ideológicos y simbólicos del urbanismo y la arquitectura de las ciudades hispanas W. Trillmich (1998: 163). Las ciudades provinciales eran quasi efigies parvae simulacraque, señala Aulo Gelio. Córdoba fue, según las fuentes, en provincias una imagen o ‘un reflejo’ –algo que parece, pero no es– de la grandiosidad de Roma. Arqueólogos e historiadores interesados en el estudio del fenómeno de la ‘romanización’ se han dedicado a rastrear los indicios de ese ‘deseo’ de llegar a ser como Roma de colonias y otras ciudades de menor entidad. No deja de ser interesante que algunos de los ejemplos más paradigmáticos de este fenómeno de emulación se produjesen en uno de los centros neurálgicos de la propaganda imperial como era el foro. En Emerita Augusta, el Foro de Mármol reproducía la decoración con cariátides y clípeos de Júpiter Amón y Medusa del ático del foro de Augusto en Roma, y sobre todo el programa escultórico cargado de un intenso carácter simbólico sobre los orígenes de la dinastía imperial que incluía imágenes de los reyes de Alba Longa o el grupo de Eneas y Ascanio. Clípeos similares han sido hallados en la plaza más alta de Tarraco, otra de las capitales provinciales hispanas, y en la propia Colonia Patricia, aunque es posible que este caso formasen parte de la decoración del teatro. También en Córdoba fue encontrada una escultura loricata de grandes proporciones (hoy en la colección de E. Tienda), que pudo ser una copia de la figura de Eneas del foro romano o más bien una figura identificable como Rómulo, así como un capitel corintio colosal que imitaba los capiteles del templo de Mars Ultor en el foro de Augusto de Roma (C. Márquez, 1998; C. Márquez, 2004; W. Trillmich, 1996; W. Trillmich, 1997; W. Trillmich, 1998). Este intento de mímesis estudiado en espacios muy concretos del urbanismo de la ciudad, o en edificios de carácter monumental en muchos casos relacionados también con el culto al emperador, como el teatro de ciudades hispanas, se suele poner como ejemplo a la hora de destacar la intensa ‘romanización’ de la capital de la Bética. C. Márquez, por ejemplo, en un reciente estudio sobre la ornamentación arquitectónica de los monumentos funerarios de Colonia Pa-

tricia, señala al referirse a los talleres urbanos implicados en las grandes construcciones públicas de época tardoaugustea: «Su llegada fue, creo, providencial porque precipitó el trasvase técnico a los artesanos locales, es decir, comenzaron a proliferar los talleres locales de marmolistas que transformaron la ciudad en pocas décadas en un verdadero simulacrum urbis…» (C. Márquez, 2002: 239). P. León, en un artículo dedicado al proceso de ‘monumentalización’ de la Córdoba imperial, realizaba la siguiente afirmación apenas unos años antes: «La monumentalización de una ciudad romana provincial es un proceso itinerante, en el que las sucesivas estructuras históricas representan ciclos. La secuencia de imágenes que la ciudad ofrece en cada uno de éstos es indicativa de su capacidad de adaptación al hecho inexorable del paso del tiempo y de su capacidad de reacción ante el poder fáctico de los acontecimientos. La variedad es mínima, salvo en circunstancias excepcionales, a causa del común denominador impuesto por Roma y a causa del comportamiento similar de la élites locales» (P. León, 1999: 39). Con posterioridad a ambos trabajos, D. Vaquerizo, se ha detenido en un análisis sobre la arquitectura doméstica y funeraria de Colonia Patricia sobre este mismo aspecto. Según este autor, en Córdoba se alcanza un estadio de ‘plena romanización’ a partir de la segunda mitad del s. I a. C.: «momento en que, de acuerdo a la información de que disponemos hasta la fecha, la ciudad se incorpora en plenitud a las estructuras socio-culturales romanas, iniciando una andadura histórica caracterizada, sin paliativos ni más concesiones que algunos matices locales sin mayor trascendencia, por su pertenencia y adscripción a la más pura esencia de dicha cultura» (D. Vaquerizo, 2004b: 93). Este es un modelo que, como nos recuerda W. Trillmich, se impone únicamente a partir de época augustea y tiene un valor programático directamente relacionado con el contexto de su exposición en espacios privilegiados del escenario urbano. Es cierto que los motivos decorativos asociados al programa de ‘renovación cultural’ de Augusto en el ámbito de la arquitectura pública fueron adoptados y reelaborados en la esfera privada, donde, si bien en determinados casos pudieron ser empleados como símbolo de adhesión política, adquieren en general un significado distinto asociado al nuevo terreno en el que se inscriben y relacionado especialmente en los monumentos funerarios con símbolos de pietas, familiares, de fertilidad y prosperidad o de dignidad. Eneas podía ser un símbolo de los orígenes míticos de la dinastía de los julios, pero su imagen en el mundo funerario privado (recordemos por ejemplo el grupo de Eneas y Ascanio de terracota encontrado en Cerro

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Muriano, Córdoba) (D. Vaquerizo, 2001a: 164-165) podía ser empleada también por su carácter moralizante, como ejemplo de lealtad y piedad individual (P. Zanker, 1987: 321-325). No es sólo que los símbolos ‘imperiales’ tuviesen distintas lecturas dependiendo de la audiencia y su ubicación. Además debemos tener en cuenta que el empleo de este lenguaje se encuentra representado en el caso del mundo funerario cordobés especialmente en la cultura material de ciertos grupos de individuos y que tuvo –a veces en el mismo espacio y desde luego dentro de la misma ciudad– como contrapunto toda una serie de ‘voces’ que continuaron empleando para difundir su mensaje elementos que debieron ser percibidos como objetos de ‘carácter tradicional’. Incluso los motivos que se ‘copian’ son seleccionados y reproducidos de una manera característica que pertenece intrínsecamente en muchas ocasiones a un determinado núcleo urbano. Podemos pensar, por ejemplo, en la inclusión de retratos funerarios en Mérida a partir de un momento avanzado (s. II d. C.), que hasta el momento parece limitarse a la capital de la Lusitania (J. Edmondson et al. 2001). Esta reinterpretación desde la óptica local y para satisfacer una miríada de intereses individuales produce ‘imitaciones’ que son producto de la reinterpretación de lo que significa ser romano: «... bajo este estrato unitario de cultura y arte romano-imperial, existe otro, específico y típico de las diversas provincias del imperio. Ese llamado «provincialismo» [...] produce resultados variados, a veces sorprendentes, y de ellos nacen nuevas corrientes y tradiciones artísticas» (W. Trillmich, 1997: 136). De ahí la importancia de llevar a cabo en este momento estudios que integren distintos tipos de manifestaciones como los que se están realizando, por ejemplo, en la Universidad de Córdoba, una vez iniciado el camino de conocer las manifestaciones más monumentales de la arquitectura (funeraria o pública) que si son analizadas de forma aislada pueden de alguna manera ‘desenfocar’ irremediablemente nuestra perspectiva sobre el denominado proceso de ‘romanización’. El origen ‘híbrido’ de la capital de la Ulterior recogido en las fuentes antiguas y constatado arqueológicamente a través de la convivencia de la Colina de los Quemados con el asentamiento romano junto al Guadalquivir es un elemento común a otras de las primeras fundaciones tras la conquista, como Tarraco, Pollentia, Italica o Carteia. Los nuevos asentamientos se configuraron a través de la mezcla de población que de alguna manera debió afectar al estatus jurídico personal de los habitantes de la ciudad y quizá incluso plantear problemas legales para la concesión del conubium a las parejas de carácter

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mixto. El resultado de estas uniones pudo identificarse de una manera más o menos clara en un primer momento, pero con el paso del tiempo se establecen categorías difícilmente delimitables. Entre los Hispani se incluía hasta época imperial a aquellos individuos originarios de las tres provincias ibéricas, en contraposición a los Hispanienses, un heterogéneo grupo de población en el que se inscribía en época republicana a personas nacidas fuera de la Península Ibérica, aunque asentadas en ella. Este sería el caso de cives Romani y Latini o incluso de individuos clasificables como peregrini a pesar de contar con ancestros italianos que de alguna manera podían ser asimilados como cives o Latini. En realidad, como subraya J. F. Rodríguez Neila, «muchos de esos Hispanienses, a lo largo de los siglos II y I a. C. debieron enlazar familiarmente con gentes autóctonas, teniendo antepasados hispanos, del mismo modo que muchos Hispani tendrían inmigrantes italianos entre sus ascendientes. Igualmente se darían matrimonios entre colonos romanos e italianos asentados en Hispania. La conclusión que se deriva de ello es que no parece adecuado hacer tajantes distinciones culturales o legales entre esos grupos de población, que convivían en ciertos lugares, entre los que existían familias que tras tres o cuatro generaciones podían incluir miembros de diversas procedencias172» (J. F. Rodríguez Neila, 1992b: 178-179, nota 3). Sobre este complejo sustrato poblacional se produce una completa ‘reformulación’ de los espacios urbanos en gran parte motivada por el resultado de las guerras civiles. En esta ‘refundación de la ciudad’ que cambia de nombre para pasar a denominarse Colonia Patricia y recibe una deductio de veteranos, Córdoba, actúa, como ha señalado D. Vaquerizo, «casi con el fanatismo del converso», pues «sólo una generación atrás había provocado su destrucción por vincularse al bando pompeyano: pues bien, en el plazo más breve que pueda pensarse, no sólo cambia de filas –ideológicamente hablando-, sino que consigue incluso atraerse el favor de Augusto. Y esto es algo que la ciudad debió decidir pagarle de la mejor manera que convenía a la propia y nueva ideología del poder imperial: glorificando al princeps mediante la transformación de la vieja ciudad republicana, hasta convertirla, por emulación de la propia Urbs, en un verdadero canto al emperador…» (D. Vaquerizo, 2001b: 132, nota 4). Se crea un nuevo paisaje urbano en el que escenificar y satisfacer las necesidades del culto imperial. Los templos, el foro, el teatro o el anfiteatro han permitido relacionar un fenómeno de propaganda imperial asociado a un fenómeno muy 172

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complejo de divinización de los miembros de la casa imperial al proceso conocido como ‘romanización’. Quizá no sea casualidad que algunos de los anfiteatros estables más antiguos de Hispania fueran construidos precisamente en Emerita Augusta y en Colonia Patricia. Dos capitales provinciales, fundadas o ‘refundadas’ aproximadamente en época de Augusto. Aunque los juegos gladiatorios eran financiados fundamentalmente por magistrados locales, como recoge la lex ursonensis (44 a. C.), los más importantes estaban relacionados con el culto al emperador (K. Hopkins, 1983: 12). Si intentamos analizar el fenómeno de la ‘romanización’ a través únicamente del carácter monumental de la arquitectura pública obtendremos una lectura curiosamente similar a aquella que nos ofrecen las fuentes escritas de época augustea sobre la creación del Imperio y la pacificación de los territorios pertenecientes a él (M. Bendala, 1998). En cierta medida podrían considerarse dos discursos paralelos en distintos sentidos del lenguaje ‘oficial’ o de la elite del mundo romano producidos en un momento de cambio que estaba afectando de manera contemporánea tanto a las provincias conquistadas en época republicana, como a la propia Roma. Y quizá éste es uno de los elementos cruciales en el análisis del problema que nos ocupa. El cambio que se produce en el concepto del espacio suburbano en el que se ubican las necrópolis, la disposición de las tumbas junto a las vías de salida de las ciudades y las distintas estructuras que se entremezclan con ellas, se produce, de manera prácticamente contemporánea en las necrópolis de Córdoba y las necrópolis de la Urbs. Lo mismo sucede con la introducción de la costumbre de acotar los recintos funerarios en los que son enterrados los miembros de una misma colectividad. La eclosión de la epigrafía funeraria tiene lugar en distintas provincias del Imperio –incluso en zonas rurales– aproximadamente en el mismo momento, en torno al principado de Augusto. Los cambios en los rituales funerarios quizá presentan una imagen menos nítida en este sentido. Aunque es cierto que tanto en Italia como en sur de Hispania se empiezan a practicar inhumaciones en época altoimperial, sin duda la tradición inhumadora de algunos asentamientos de la Ulterior debió estar presente en el imaginario colectivo, que quizá recordaba el empleo de este ritual como un aspecto tradicional o de carácter ‘arcaizante’. La convivencia monumentos funerarios de tipologías ‘carácterísticamente romanas’ (acotados, altares funerarios, edícolas, monumentos circulares) con otros que hubiesen sido perfectamente aceptables dentro de una necrópolis de época ibérica, o en una necrópolis de

fuerte raigambre púnica como Carmona, implica que coexistieron en Colonia Patricia distintas percepciones sobre lo que era adecuado y lo que no lo era a la hora de honrar a los difuntos. En este sentido, en mi opinión, debemos interpretar la exclusión de algunos objetos de importación como la sigillata en los ajuares o la introducción en las tumbas de los muertos de regalos ‘arcaizantes’ o ‘antiguos’. Son objetos más o menos valiosos, y quizá ‘honorables’ pero sobre todo que permiten enlazar de una manera simbólica unas generaciones con otras. No se puede dudar de la monumentalidad del urbanismo o la arquitectura de Colonia Patricia en comparación con cualquier asentamiento del entorno. La ciudad era directamente heredera de uno de los núcleos turdetanos más importantes del Bajo Guadalquivir y como tal supo ser receptora de algunas de las funciones más importantes de la antigua ciudad situada en el Parque Cruz Conde. Sin embargo es precisamente a través del diálogo entre la ciudad y sus necrópolis, entre la arquitectura pública y privada, entre la autorrepresentación colectiva y la individual como podemos percibir de una manera más nítida las distintas voces que confluyeron en la construcción de la ciudad. Los grandes monumentos funerarios no fueron mayoritarios en las necrópolis de la ciudad sino que convivieron con enterramientos en urnas cinerarias de tradición ibérica, o en cámaras, con el acceso sellado ritualmente y canales para libación, directamente relacionadas con las que podemos encontrar en la necrópolis de Carmona. El caso es que en este, como en otros aspectos, parece dibujarse un panorama en el que no puede establecerse una relación directa entre estatus jurídico y ‘monumentalidad’ de los espacios de enterramiento. Posiblemente Córdoba es, hasta el momento, la capital provincial que ha proporcionado un mayor número de ejemplos de monumentos funerarios de tipología ‘inequívocamente romana’. El caso de Tarragona es quizá el peor conocido, pero sin duda las construcciones que recuerdan más de cerca a los monumentos que podemos encontrar en Roma se encuentran dispersos por el territorio de la provincia y no en la capital de la Tarraconensis (M. L. Cancela, 2002). En Mérida, hay que recordar, por supuesto, los acotados funerarios o el interesantísimo conjunto de estelas con retratos de difuntos, pero debe reconocerse que, en este caso, nos encontramos con una variante ‘más sofisticada’ de las lápidas epigráficas que podemos encontrar en otros lugares, que no pueden compararse con edificios funerarios de mayor entidad conservados en otras localidades hispanas. En la misma Bética, si dejamos a un lado el caso de Colonia Patricia, una de las mayores concentraciones de

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monumentos funerarios se puede encontrar en algunas ciudades en la zona del Alto Guadalquivir que no contaban con un estatuto especialmente privilegiado (L. Baena, J. Beltrán, 2002). En el caso de la epigrafía nos encontramos con un fenómeno similar. Entre época augustea y julio-claudia, el hábito epigráfico no se difunde sólo en las grandes ciudades y sus territorios, sino también en áreas rurales e incluso en zonas del interior de la Península o el Noroeste (G. Alföldy, 1998). Además, en el caso de la epigrafía funeraria de ciudades como Córdoba, nos encontramos con que el grupo de población que recurre a la escritura no puede relacionarse únicamente con la élites urbanas, sino que en muchas ocasiones son sobre todo libertos o gentes de ‘baja extracción social’ como gladiadores los que deciden dejar constancia de sus nombres en las lápidas. El proceso de ‘monumentalización’ urbana que se observa en Córdoba a partir de época altoimperial y que ha sido minuciosamente estudiado por distintos autores dedicados al tema como P. León, D. Vaquerizo y C. Márquez se produce, de una manera coetánea al propio proceso de transformación que vivió la ciudad de Roma y que debe relacionarse estrechamente con la reconfiguración del sistema de poder que tuvo como resultado la creación y expansión del

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Imperio, y el establecimiento de un sofisticado sistema de propaganda imperial que encuentra entre sus mejores exponentes el desarrollo del culto a los emperadores, que requería de espacios específicos dentro de las ciudades para poder ser llevado a cabo. En este sentido podríamos preguntarnos hasta qué punto podemos estar identificando inconscientemente este fenómeno con la ‘romanización’, o en qué medida estamos aceptando la versión ofrecida por las fuentes (textuales o en este caso ‘monumentales’) como el único valor aceptable a la hora de estudiar el fenómeno de interacción cultural entre el mundo romano y las provincias conquistadas. La metáfora de las ciudades provinciales como un espejo múltiple de la grandiosidad de Roma puede matizarse a través del estudio de las necrópolis. El pretendido ‘reflejo’, la imagen que se nos presenta entonces es mucho más rica y compleja. En este nuevo escenario encontramos capitales como Córdoba, receptoras de toda una serie de símbolos del poder imperial, como núcleos cosmopolitas y cambiantes, donde tuvieron cabida versiones ‘paralelas’ o ‘alternativas’ de lo que significaba ser un habitante de la ciudad a la que nos presenta la historia oficial romana sobre la expansión de su propia cultura a lo largo del Mediterráneo.

CONCLUSIONES

Las imágenes ‘esencialistas’ de la cultura son reflejos engañosos. Los materiales recuperados en las necrópolis de la Ulterior nos hablan más bien de procesos de intenso hibridismo, de imagines de ancestros que no son ni ‘romanas’ ni ‘nativas’, sino hibridae, fruto de la unión durante generaciones de la población local con los inmigrantes itálicos. Los antepasados son un elemento empleado activamente para construir el presente y para proyectar deseos de futuro. La manera de rendir culto a los muertos, permite recrear ciertas identidades, escenificar quién se ha sido y quién se es. El problema es que, en vez de estudiar los restos de la cultura material de época romana como uno más de los elementos que permiten expresar diferentes identidades sociales, hemos aceptado el concepto que sobre la ‘romanización’ tenían los propios romanos. Y no los ‘romanos’ de forma genérica, sino las élites literarias que, de alguna forma, estaban difundiendo distintos discursos de carácter colonial sobre la realidad de los territorios conquistados; narraciones en las que se entremezclaban noticias de corte arcaizante asociadas al mito de héroes civilizadores como Heracles-Hércules y las tierras maravillosas del extremo occidente, con nociones sobre la civilización y la barbarie que permitían re-construir la identidad del mundo grecolatino a través de la oposición al ‘otro’, a lo que ‘no se es’. A través de recursos literarios característicos del género del relato etnográfico, como la ‘traducción’ de realidades ajenas a aspectos conocidos dentro de la sociedad del narrador, o el recurso a lo paradoxográfico, se asientan un conjunto de topoi sobre la barbarie de las regiones más inhóspitas del territorio ibérico, donde habitan los pueblos guerreros menos civilizados, por contraposición a la fértil franja del mediodía peninsular, donde abundan las ciudades y se encuentran asentadas gentes poco beligerantes, que poseen leyes de más de dos mil años de antigüedad. La barbarie de los pueblos conquistados, que viven bajo la opresión de sistemas políticos primitivos, divididos en multitud de pequeñas tribus, siempre sometidos al predominio de los instintos sobre la razón, se transforma en uno de los argumentos fundamentales para legitimar las guerras de conquista

(bellum iustum) que se convierten en un ‘bien para el conquistado’, en una crisis que permite a los distintos grupos ibéricos entrar a formar parte de la ‘Civilización’, ser educados conjuntamente en los valores de la humanitas. Según los textos clásicos, ‘Roma’ consiguió así unificar la Península Ibérica, dividirla en regiones administrativas, surcar el territorio con vías que ponían en comunicación las ciudades con la Urbs, hacer que sus gentes hablasen una misma lengua y viviesen en paz bajo la hegemonía romana. El eco de las palabras de Livio, Apiano o Estrabón resuena con más fuerza que otro tipo de testimonios como los transmitidos por la cultura material. Hemos reelaborado los signos de ‘romanidad’ que nos transmiten los textos latinos (el derecho, las vías, las ciudades, el latín) cuando describimos la ‘romanización’ como el principio de la Historia. La desaparición de los pueblos ‘pre-‘ o ‘proto-históricos’, donde ya se podría encontrar el ‘germen’, según algunos, del futuro carácter español, fue un acontecimiento ‘positivo’, desde este punto de vista, que permitió la imposición de la cultura grecolatina y la unificación, por vez primera, de lo que luego sería España. Según esta visión, la fuente de información fundamental para las narraciones contemporáneas sobre la ‘romanización’ son los textos grecolatinos, que se utilizan para ‘dar voz’ a los materiales arqueológicos que por sí mismos aparecen ‘mudos’, por la dificultad de interpretación, o la ambivalencia de su valor simbólico. De esta manera, se superponen varios discursos sobre el significado de la conquista romana: la narración de carácter colonial de los distintos autores grecolatinos y todo un conjunto de reinterpretaciones modernas sobre la definición de nuestro pasado. El mundo prerromano vuelve a ser asociado al bandolerismo o a una miríada de tribus que sucumben al proverbial ‘particularismo hispano’ que suele señalarse como causa principal de la derrota de los valientes guerreros que se enfrentaron a Roma hasta la muerte. Sin embargo, la figura del íbero es integrada dentro de nuestra particular galería de imágenes de los antepasados. De ahí la complejidad y la riqueza de las distintas lecturas sobre la ‘romanización’ de los

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autores que escriben en los primeros tres tercios del siglo veinte. No hay que olvidar que el propio ‘descubrimiento’ arqueológico de la ‘cultura ibérica’ se produce a principios de dicha centuria, en parte a través de las investigaciones de autores extranjeros, que, como P. Paris, se interesan por el pasado clásico de antiguas regiones coloniales en el norte de África o de países como España. El pasado prerromano, que es a la vez un ‘nosotros’ y un ‘otro’ lejano, se reinterpreta y se reconstruye una y otra vez, antes y después de la Guerra Civil, por uno y otro bando de la contienda, es reclamado como el origen del pueblo catalán, o rechazado como componente del pueblo vasco o esgrimido como el gran pueblo homogeneizador de carácter celta que daría lugar a la ‘raza’ española. El establecimiento del régimen dictatorial del general Franco favoreció la re-valoración de un conjunto de tópicos presentes en las fuentes grecolatinas que permitían legitimar cierta visión de ‘la España de la posguerra’ de Hispania como un territorio unificado y pacificado por una fuerza superior que sentaría las bases que permitieron, tras la caída de Roma, la expansión del cristianismo por suelo español, forjando un destino que tendría su cumbre más gloriosa en la época de los Reyes Católicos o en el Imperio de Carlos V. En Inglaterra o Francia el análisis del fenómeno de la ‘romanización’ se entrelaza además, entre la segunda mitad del s. XIX y la primera mitad del s. XX, con una asimilación directa del presente colonial de dichas naciones y el valor didáctico y moral del ejemplo del Imperio Romano. F. Haverfield, en la línea de los estudios llevados a cabo por T. Mommsen unas décadas antes, desarrolla la idea de que el Imperio Británico tenía el deber moral, igual que su antecesor, de transmitir formas de cultura superior y felicidad a través de la integración de nuevos países en su seno, mientras que Foustel de Coulanges consideraba que en el caso de la Galia habían sido los propios habitantes de la pretérita Francia los que habían adoptado de buena gana las comodidades del modo de vida y la cultura romana. Mientras, la burguesía italiana, no mucho tiempo después de la unificación del país, se valía de toda una serie de argumentos que glorificaban la pacífica unidad de Italia bajo el mandato de Augusto. De todos es conocido el ‘renacimiento’, décadas más tarde, de símbolos de poder ‘romanos’ en época de B. Mussolini. La narración del nacimiento del Imperio a través de las guerras de conquista no fue únicamente un ‘mito’ sobre los orígenes para los propios autores latinos, sino que se ha convertido en un discurso en el que articular nuestra propia visión sobre el nacimiento de la ‘civilización’ en aquellos países europeos que, de una manera

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u otra, pueden integrar a los romanos dentro del grupo de sus ‘ancestros históricos’. Si la idea de la ‘romanización’ como donación a los pueblos sometidos de los valores de la humanitas, de la civilización, no es aceptable hoy en día, ¿qué es entonces la ‘romanización’? Se ha señalado que la ‘romanización’ no puede entenderse como una transferencia ‘unidireccional’ entre culturas de carácter ‘homogéneo’ que pueda cuantificarse en una escala, según el mayor o menor índice de similitud de la cultura conquistada con la de su conquistador. Por eso, un grupo de investigadores ha empezado a aplicar teorías de corte postcolonialista a la hora de analizar el proceso de implantación de población romana en distintas regiones del Mediterráneo. En los textos de teóricos de otras disciplinas, como E. W. Said, H. K. Bhabha y G. Spivak, pueden encontrarse sugerencias –no siempre exentas de problemas– sobre cómo aproximarse a fenómenos de carácter colonial que pueden contribuir a generar lecturas más sofisticadas del proceso de ‘romanización’ que no estén ancladas en oposiciones binarias (conquistado/conquistador, romano/indígena), ni en el concepto de ‘culturas arqueológicas’ difundido por G. Kossinna en los años veinte del pasado siglo. Antes de aproximarnos a los textos antiguos sobre la creación del Imperio Romano debemos ser capaces de analizar el proceso que permite generar conocimiento sobre el ‘otro’ colonial y ser conscientes de que dichos discursos son expresión y parte constituyente del tipo de relaciones sociales que se generan en el marco del colonialismo. Este conjunto de ideas difundidas a través de distintos medios funcionan como un conjunto de limitaciones mentales, que influyen simultáneamente tanto en los colonos como en la población local de los territorios donde éstos se asientan. Por lo tanto, el discurso generado por los autores latinos se convirtió, no sólo en una manera de ‘conocer’ a los pueblos conquistados, sino también, de alguna forma, en un instrumento que reforzaba otros medios de dominación. En el contexto colonial de la creación de una nueva ‘ortodoxia’, de una nueva manera de entender el mundo, se produce una continua renegociación que autoriza la existencia de toda una serie de hibridismos culturales, en los que la ‘ambivalencia’ de los signos, de las distintas maneras en las que pueden entender diferentes interlocutores los mismos objetos o símbolos culturales, genera un escenario fundamentalmente mestizo. La apropiación por parte de la población local de determinados signos culturales de los colonos contribuyó tanto a socavar como a reforzar el poder del colonizador, al crear un reflejo de la ‘sociedad romana’ que, si bien era ‘similar’, no lo era del todo, y por lo

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tanto subvertía la imagen que de sí mismos tenían los propios romanos a través del nacimiento de un grupo de individuos ‘bilingües’ o ‘híbridos’ que eran capaces de desenvolverse en los mundos supuestamente opuestos de los dominadores y los dominados. A los discursos dominantes antes mencionados, que nos transmiten fundamentalmente información sobre la manera ‘romana’ de percibir la realidad, se contraponen, de forma paralela en los territorios conquistados, una serie de ‘discursos ocultos’ que son capaces de dotar de nuevos significados a la cultura material. Se corresponden con todo un conjunto de diferentes ‘subculturas’ generadas por los grupos dotados de menos poder a partir de su integración en la experiencia colonial, sobre todo en todos aquellos contextos que se encuentran al margen de escenarios formales o públicos donde predominan las normas de los grupos dominantes. El marco de limitaciones, genera sus propias desviaciones, y por lo tanto, determinados actos que podrían ser entendidos como formas más o menos conscientes de ‘resistencia’ terminan por contribuir al afianzamiento del modelo impuesto. Allí donde hay ‘resistencia’ hay poder, y viceversa, según la teoría de M. Foucault, que nos permite comprender que el ‘poder’, entendido como la capacidad de imponer una manera de hacer las cosas sin tener que recurrir de forma constante a la violencia, está en todas partes, porque es inmanente a las relaciones humanas, al conjunto de divisiones y desigualdades que se dan en ellas, aunque a la vez son las condiciones internas de dichas diferencias. La ‘romanización’ podría entenderse entonces como una modificación a gran escala de las relaciones de poder en la sociedad debido a las guerras de conquista y a la imposición de un modelo colonial, pero, como hemos visto, la diseminación de la mayoría de los rasgos que tanto las fuentes antiguas como la historiografía contemporánea suele interpretar como constitutivos de la ‘romanidad’ –leyes, ciudades, escritura, calzadas, latín, epigrafía, etc. – no se produjo en la mayoría de las regiones hasta la segunda mitad del s. I a. C. o incluso época augustea, independientemente del momento en que hubiesen sido conquistadas. El ‘cambio’ debió empezar a producirse, sin embargo, inmediatamente después de las guerras de conquista, aunque no tuviese como consecuencia la esperada mímesis de la cultura del colonizador sino la adopción de una serie de elementos que sirvieron sobre todo para reforzar la economía de bienes de prestigio de época ibérica. La modificación del equilibrio de fuerzas de la sociedad por la imposición del dominio militar romano tuvo que suponer un cambio en los sentimientos de identidad étnica, en la mane-

CONCLUSIONES

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ra que tenían de percibirse a sí mismos los distintos pueblos ibéricos que convivieron con los colonos romanos en situación de inferioridad. En cada ciudad tuvieron que producirse cambios de distinto signo dependiendo de la sociedad local y del número de inmigrantes asentados, provocando tanto una renegociación de lo que significaba ser ‘romano’ como de lo que significaba no serlo. La ‘romanización’ podría entenderse entonces como un proceso de creación de un nuevo ‘sistema estructurado de diferencias’, a través del cual los habitantes de los nuevos territorios dominados por la Urbs no perdieron su antigua identidad, sino que ésta fue recreada de distintas maneras y adaptada a distintas lealtades preexistentes y no contradictorias con un sentimiento de pertenencia a una parte del mundo romano. He defendido que todos estos argumentos nos deberían llevar a replantearnos la validez del término ‘romanización’ en su acepción más tradicional, porque ni el cambio social que se produjo como reacción inmediata a la conquista tuvo como consecuencia la imitación de la cultura del colonizador, ni la ‘revolución cultural’ romana de época augustea puede entenderse como el momento de cristalización de la ‘verdadera identidad romana’, sino como una más de sus muchas formulaciones dentro de un continuum, que en este caso concreto debe relacionarse con la integración de las provincias y la creación del Imperio. Es razonable pensar, por tanto, que el fenómeno de la ‘romanización’ no puede reducirse a una serie de cambios económicos, administrativos y políticos, pero ¿se puede interpretar entonces como un cambio en la manera que tenían los habitantes de las provincias de percibir su identidad?, ¿hasta qué punto llegaron a considerarse a sí mismos ‘romanos’? El problema fundamental es que la interpretación tradicional de la ‘romanización’ como cambio cultural o como mímesis imperfecta de las culturas locales con la cultura romana no se puede asimilar a la idea de un cambio de ‘etnicidad’, porque, como hemos visto, las diferencias culturales no tienen que ser, necesariamente, un elemento que permita definir la identidad étnica. La ‘etnicidad’ depende en último término de ciertos sentimientos subjetivos de pertenencia a un grupo, mediados por un conjunto de criterios ‘objetivos’ sobre quién pertenece y quién no pertenece al colectivo, que se van renegociando a lo largo del tiempo, especialmente a través de la interacción entre dos o más grupos étnicos. Los elementos que con más frecuencia son utilizados para definir ‘objetivamente’ los rasgos de identidad de un grupo étnico, como las características genéticas, la lengua o la religión, no son elementos constitutivos de la ‘etnicidad’, sino ‘indicios’ (más

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que criterios) de pertenencia o no pertenencia, porque pueden variar a lo largo del tiempo y de un grupo étnico a otro. Se ha sugerido, junto con otros autores, que los criterios de inclusión o exclusión – las verdaderas ‘fronteras’ de los grupos étnicos–, se construyen a partir de un habitus compartido, tal y como lo definió P. Bourdieu, un conjunto de principios, valores y modos de ser aprendidos paulatinamente de modo inconsciente, que determina cuál es la conducta adecuada de cada individuo en distintas situaciones. La ‘etnicidad’ es, en cualquier caso, simplemente una más de las múltiples identidades sociales que conviven en cada persona, teniendo en cuenta que incluso en un mismo individuo pueden superponerse distintos tipos de lealtades a diferentes grupos étnicos sin que tengan por qué ser percibidos como rasgos contradictorios en sí mismos. Los estudios realizados por antropólogos y sociólogos sobre la ‘etnicidad’ obligan a realizar una crítica al concepto de ‘culturas arqueológicas’ que hemos empleado desde los años veinte del pasado siglo. No es posible establecer una relación directa entre la distribución geográfica de determinados restos arqueológicos y la expansión de los grupos étnicos, ya sean estos ‘romanos’ o ‘ibéricos’. Por extensión, no es posible intentar conocer y situar en un mapa los grupos étnicos prerromanos de la Península a través de las descripciones de las fuentes grecolatinas, aunque sí podemos aprender mucho sobre el concepto de ‘etnicidad’ romano o sobre los elementos que eran sintomáticos de ‘romanidad’ para algunos autores de las élites literarias del mundo clásico. El grupo étnico puede ser definido, así pues, como una colectividad de tipo ‘auto-vinculante’ que se dota a sí misma de un nombre y se va constituyendo esencialmente a través de la oposición con otros grupos similares a ella y que, frecuentemente –aunque desde luego, no siempre– se articula en torno a un discurso sobre un origen común o unos ancestros compartidos. De ahí la importancia de las distintas manifestaciones de culto a los ancestros en la construcción de un pasado colectivo más o menos ficticio y de ahí el papel fundamental desempeñado por los antepasados en la forma en la que las sociedades recuerdan su historia, quiénes son y quiénes pueden llegar a ser en el futuro. En el ámbito romano, además de los héroes que jugaban un papel fundamental en los mitos de autodefinición colectiva, hay que contar entre los ancestros a un conjunto de numina (seres de tipo indiferenciado que tratan de proteger o perjudicar a las familias), así como a los difuntos cuyo nombre y rostro aún se conservan en la memoria. Aunque se suele decir que los romanos establecían estrictas diferen-

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cias entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, por la prohibición recogida en la ley de las XII Tablas de realizar enterramientos en el interior del pomerium, los ancestros eran ‘atendidos’ en la casa, y en la tumba y en determinadas fechas del calendario y durante algunos rituales se les permitía cruzar el recinto que simbólicamente separaba a los vivos de los muertos. La comunicación entre la esfera de lo invisible y lo visible se llevaba a cabo, en muchas ocasiones a través de la creación de un doble, de una imago. Las máscaras de cera modeladas sobre el rostro de individuos que habían desempeñado al menos el cargo de edil, por ejemplo, les permitía, después de muertos, ‘desfilar’ junto a sus descendientes en las procesiones funerarias de las familias aristocráticas cuando eran portadas por grupos de actores. Otras imágenes mantenían intacta la memoria del nombre y el rostro de aquellos antepasados que merecían obtener la ‘inmortalidad’ a través de retratos pintados sobre las paredes o los escudos. Lares y Penates eran representados a veces mediante estatuillas de corte arcaizante colocadas en pequeños altares domésticos con las que rendir tributo a aquellos antepasados que se percibían como una colectividad de carácter indiferenciado. En el larario familiar las niñas depositaban un ‘doble’ de sí mismas, una imagen de lo que iban a dejar de ser, una pupa, una ‘muñeca’, pero también una adolescente virgen, en el rito de paso previo al matrimonio. Cuando los Lares se encontraban en un cruce de caminos, estos dioses del inframundo debían ser saciados en su festividad principal (compitalia) con pequeñas efigies de lana que personificaban a los miembros libres de la familia y con una pelota del mismo material por cada esclavo que formara parte de la casa. Según algunos autores antiguos, las habas que el pater familias escupía durante el ritual que ponía fin al período de las lemuria eran sustitutas de las almas, legumbres que por la misma razón eran un alimento consumido durante otra fiesta dedicada a los ancestros, la parentalia. Sabemos que los emperadores hicieron dobles de sí mismos en cera que eran abanicados y les permitían participar, como si estuvieran vivos, en sus propias procesiones funerarias, desfilando recostados en un lecho. Y que las gentes corrientes esculpieron, grabaron o pintaron imágenes de sí mismos sobre las paredes de sus tumbas o sobre sus lápidas funerarias, en las que se conjuraba la acción benéfica de los ‘difuntos buenos’, los Manes, mediante la dedicatoria del epígrafe. Y a la hora de fabricar una imagen de los muertos no todas representaban ‘fielmente’ los rasgos del difunto, sino que algunas de ellas debían ser someramente talladas (como en el caso de las

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estatuillas con las que se podía convocar a los Lares), tal y como se aprecia en algunos bustos de las necrópolis tarentinas. Normalmente, las descripciones de los funerales romanos se basan en una reconstrucción del proceso ritual a través de una colección de breves fragmentos literarios escritos por autores de diferentes épocas y originarios de distintos lugares, que a veces difuminan un tanto las variantes regionales o cronológicas. El estudio arqueológico pormenorizado de las distintas necrópolis de un mismo asentamiento permite conocer otro tipo de datos y plantear otra clase de preguntas sobre el significado de los rituales funerarios en el mediodía peninsular tras la conquista romana. En Baelo Claudia encontramos un caso especialmente significativo de imbricación entre ‘tradición’ y ‘modernidad’ subrayado por la acusada idiosincrasia del asentamiento: una ciudad ‘romana’ enclavada en la zona de influencia de Cádiz y punto de partida para los viajeros que deseaban alcanzar las costas africanas. Diversos elementos delatan el arraigo de determinadas tradiciones norafricanas, como el alfabeto neopúnico y la iconografía empleada en las acuñaciones de la ciudad o la constatación de la existencia de ciertas magistraturas monetales. En otros aspectos, se pueden observar similitudes con asentamientos del norte de África en la manera de ‘reelaborar’ elementos presentes en Italia. Entre los más destacados podrían citarse algunas características del denominado capitolio, el rechazo a la inclusión de cerámica sigillata en los ajuares, la presencia de estelas betiliformes (que deben distinguirse de los llamados ‘muñecos’), o la inclusión de una jarra o contenedor dedicado a libaciones como ofrendas en las tumbas. Otros rasgos contribuyeron a asemejar el ‘paisaje funerario’ de las necrópolis de Bolonia a los que se podían contemplar en ciudades del norte de África, como la construcción de monumentos funerarios turriformes coronados con remates piramidales o las cupae acompañadas de mensae. Aunque, como ya se ha señalado, la distinción dista de ser rígida, parece observarse desde nuestra perspectiva, cierta dicotomía entre la ciudad de los vivos, trazada de acuerdo con la normas vitruvianas y dotada de foro, tabularium, macellum, tabernae y teatro, y la ciudad de los muertos, donde se desplegaban toda una serie de símbolos de carácter arcaizante entre los que destacan los controvertidos ‘muñecos’ que acompañaban a las tumbas. Es posible que, al menos en parte, el contraste se deba a las diferentes audiencias que debían recibir el mensaje en cada contexto concreto. En ambos casos se estaban escenificando ciertas características de la identidad colectiva, pero mientras que en el espacio de la ciudad se expresan rasgos que permitían establecer un diálogo

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con otras ciudades del entorno o con la misma imagen que se tenía de Roma en las provincias, en las necrópolis se desplegaba un lenguaje simbólico que estaba especialmente relacionado con la percepción del ‘pasado’, de los ancestros, y con formas locales de entender el culto a los muertos por parte del grupo. El ejemplo de Baelo Claudia nos demuestra que ambos tipos de identidades colectivas convivieron y que quizá no fuesen percibidas como contradictorias por los habitantes de la ciudad. El análisis de algunos tipos de monumentos funerarios presentes en Baelo Claudia, como los sepulcros turriformes o las cupae, ha permitido plantear cuestiones interesantes sobre la ‘romanización’ de las necrópolis. En numerosas ocasiones hemos querido unificar manifestaciones de la cultura material de las provincias bajo el atributo de ‘romano’, cuando en realidad se trata de elementos distribuidos por amplias regiones geográficas durante dilatados períodos de tiempo. En el caso concreto de las cupae podría plantearse incluso hasta qué punto la creación de un ‘Imperio’ como el romano sirvió de cauce no sólo para difundir la ‘cultura latina’, sino también como vehículo de expansión de fenómenos que se habían originado en lugares muy alejados de Roma. Algo similar se ha argumentado en el caso de la introducción de una moneda como ajuar junto a los cuerpos de los difuntos, generalmente interpretada –siempre siguiendo los textos grecolatinos– como el importe que debía ofrecerse al barquero Caronte. Sin embargo, fue una costumbre muy extendida por todo el Mediterráneo que se ha mantenido vigente en algunas regiones hasta nuestros días y por consiguiente es difícil asegurar en qué medida fue percibida en la antigüedad como un ritual característicamente romano o saber si su presencia tuvo exactamente el mismo fin en todas las regiones implicadas. De cualquier manera, las principales áreas de enterramiento de Baelo Claudia presentan rasgos de una personalidad muy acusada. No puede pasarse por alto la similitud de algunos enterramientos y rituales con los de las necrópolis de Carmona, Cádiz, Villaricos o Puente de Noy (los cofres cinerarios y sus jarras para libaciones, la ausencia de sigillata, inhumaciones, cupae, escasa epigrafía funeraria, etc.), pero podría decirse que el modo de enterrar y conmemorar a los muertos presenta algunas características que son casi ‘endémicas’ de la ciudad, como la presencia de pequeñas tallas asociadas a los enterramientos que fueron denominadas, tras su descubrimiento a principios del s. XX, ‘muñecos’. El rasgo más destacable de dichas piezas es su posición de ‘mediadores’ entre los familiares que rinden culto a los muertos y los difuntos. Estuvieron colocados siempre en una posición ‘inter-

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media’, medio embutidos en un muro o semi-enterrados junto a las urnas cinerarias, y en este sentido podría decirse que cumplían una función simbólica similar a la de los tubos de libaciones. Los ‘muñecos’ pueden incluirse, muy probablemente, dentro del grupo de ‘colossos’ o ‘dobles’ destinados a convocar y asir, momentáneamente al menos, a aquellos entes incorpóreos –quizá algún tipo de ancestros percibidos de manera indiferenciada– que habitan en un plano distinto a los miembros vivos de la familia. La interpretación de estas ‘misteriosas’ esculturas rituales ha estado siempre muy relacionada con el concepto que sobre la ‘romanización’ tenían los estudiosos que se han dedicado a ellas. Generalmente han sido vinculadas a cultos betílicos de origen oriental, aunque los paralelos propuestos tradicionalmente con necrópolis norteafricanas, sicilianas o sardas no puedan considerarse completamente equiparables en varios casos a los ejemplos de Baelo. He defendido como hipótesis que los ‘muñecos’ de Belo podrían considerarse objetos rituales empleados en un culto local que habría recibido influencias tanto del mundo itálico (como demostraría la similitud de algunas características de un grupo de bustos funerarios tarentinos y cipos anicónicos etruscos), como del ámbito norafricano con los que acertadamente se los ha venido relacionando hasta ahora. En cualquier caso debe tenerse siempre presente el carácter arcaizante que debía percibirse de manera explicita en las piedras talladas de carácter ritual de Baelo, tanto por individuos procedentes de Italia (donde los cipos funerarios cayeron en desuso a finales de la República) como por los visitantes del norte de África, donde las ‘estelas betiliformes’ habían ido pasando a segundo plano al popularizarse las estelas funerarias con elaborada iconografía púnico-romana a principios del Imperio. Lo importante, en cualquier caso, más que rastrear el origen concreto de la costumbre, es que los ‘muñecos’ de Bolonia nos permiten estudiar un tipo de culto funerario y una manera de concebir a los ancestros específica de la ciudad de Baelo Claudia, que ya no puede considerarse sólo ‘romana’ o ‘púnica’, sino local. Castulo es un asentamiento importante para el estudio de la interacción entre la población local y los colonos asentados tras la conquista de Iberia, por las abundantes referencias sobre la ciudad transmitidas por las fuentes, por las numerosas investigaciones arqueológicas que se han dedicado al yacimiento desde finales de los años sesenta del siglo XX, y por la existencia de varias necrópolis conocidas con cronologías que abarcan un amplísimo arco temporal, desde el s. IX a. C. hasta época tardoantigua. La ‘romanización’ de las necrópolis de Castulo debe insertarse en el debate más amplio sobre las

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modificaciones producidas en las necrópolis ibéricas entre finales del s. III a. C. y el s. I a. C. He defendido la hipótesis de la inexistencia de un verdadero hiatus entre las últimas necrópolis ‘ibéricas’ y las necrópolis ‘romanas’ de mayor antigüedad, basándome en una primera recopilación de datos sobre yacimientos representativos de este período así como en una breve revisión de los problemas de la investigación que han podido contribuir a reforzar la visión más tradicional sobre este fenómeno, como las dificultades para datar los enterramientos cuando carecemos de piezas de vajilla importada (cuyas fechas se encuentran también hoy en revisión), la división de los arqueólogos en ‘protohistoriadores’ y ‘clasicistas’, o la tendencia a presentar modelos cíclicos de la historia en los que las culturas tienen una fase de nacimiento, un período álgido y una etapa de decadencia previa a la disolución. La diversidad de ritos y tipos de enterramiento que se han podido documentar en las áreas de enterramiento de Castulo son una llamada de atención sobre la necesidad de interpretar los resultados obtenidos siempre en su contexto y por comparación con otros cementerios del mismo asentamiento y también en relación con los materiales constatados en el hábitat. Aunque sea pronto para decirlo, quizá deberíamos plantearnos si la presencia de varias necrópolis por poblado en época ibérica no fue una realidad más común de lo que habíamos pensado, lo que explicaría, al menos parcialmente, el escaso número de sepelios que se practicaban en cada una de ellas, sin tener que recurrir a la idea de que el enterramiento era un ritual reservado a una reducida minoría del cuerpo social. En Castulo se produjo una interesente integración de elementos de carácter tradicional en los ajuares (vasitos de perfil en ‘S’, ‘cuencos tapadera’, urnas de tradición ibérica) en necrópolis altoimperiales como La Puerta Norte, donde se había producido ya una articulación del espacio funerario ‘característicamente’ romano, con la ubicación de las tumbas en torno a una de las vías de salida de la ciudad y en el interior de recintos funerarios, documentados a través de la epigrafía y con gran probabilidad también durante las excavaciones llevadas a cabo en el yacimiento en los años setenta. Se puede observar cómo, si bien se emplean materiales similares a los que se utilizaban en época prerromana o con funciones rituales parecidas, los ritos funerarios no fueron una ‘copia exacta’ de los que se llevaban a cabo en las necrópolis de El Estacar de Robarinas, Los Patos o Baños de la Muela en época ibérica –puede considerarse en este sentido la necrópolis del Estacar de Luciano como el punto de inflexión entre las distintas formas de conmemorar a los difuntos en el asentamiento–, sino más bien una reela-

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boración local de ‘modos de hacer’ que debían percibirse como tradicionales en la ciudad. De forma paralela se construye una cámara funeraria con acceso escalonado de un tipo similar a las que se han encontrado en Carmona o Cádiz. Aunque es difícil de asegurar a partir del estudio de la documentación publicada, parece plausible que la cámara estuviese sellada con una gran losa de piedra, un sistema ritual que se ha constatado en diversos yacimientos del norte de África y en necrópolis hispanas de tradición púnica. Al mismo tiempo, en una necrópolis (o en unas necrópolis) aún por determinar se levantaron una serie de construcciones funerarias que ajustaban tipos monumentales romanos a técnicas de talla locales. La dificultad que presenta la interpretación de la elaborada iconografía de monumentos paradigmáticos como el frontón del altar funerario procedente de Castulo (MAN 3850) a partir de nuestros conocimientos sobre la mitología grecolatina, refuerza la idea de que las imágenes que aparecen en ciertas piezas fueron producto del sincretismo entre tradiciones romanas, púnicas y locales. En otros fragmentos escultóricos que se encontraron encastrados en La Puente Quebrada puede observarse el rostro de la Gorgona, máscaras colgantes (como las que debían pender del atrio durante la exposición del cadáver), erotes, silenos, centauros marinos, sátiros, ménades y cestos cargados de frutas. La mayoría de estos personajes remiten a símbolos asociados al ciclo dionisíaco en su vertiente funeraria. Quizá la máscara encontrada en la cámara sepulcral de El Cerrillo de los Gordos deba relacionarse también con la abundancia de escenas asociables a Dionisos recuperadas, no sólo en Castulo, sino en otros muchos yacimientos del Alto Guadalquivir. De hecho, ‘curiosamente’ no parece existir una relación directa entre estatus jurídico y monumentalidad de las necrópolis en época augustea, porque ciudades como Castulo e Iliturgi han proporcionado conjuntos de escultura funeraria altoimperiales más importantes que grandes urbes como Colonia Patricia, donde, en cambio la magnitud de las obras emprendidas en ámbitos públicos es mucho mayor. Sin embargo es cierto que todas estas ciudades se vieron afectadas, de una manera u otra, por la denominada ‘revolución cultural’ romana en torno al cambio de era, que en las necrópolis del sur quedará reflejada en su ubicación a lo largo de las calzadas que salían de la ciudad, por primera vez flanqueadas por edificaciones que responden a tipos de monumentos funerarios ‘romanos’, construidos, a juzgar por los epígrafes, tanto por nuevos colonos romanos como por individuos enriquecidos de la población local. Pero incluso en el momento en el que el cambio parece acusarse con mayor intensidad, existen

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miembros en la ciudad de Castulo que recurren en las necrópolis de La Puerta Norte y El Cerrillo de los Gordos a otro tipo de sepulcros de corte más tradicional, en los que no se suele incluir sigillata como ajuar, y en los que se sigue un esquema similar al ya comentado de las necrópolis de Baelo Claudia: una urna cineraria, un cuenco tapadera, una urna ofrenda, y, a veces, un ungüentario. Muy a menudo, a pesar de todo ello, nos referimos a las colonias romanas como Córdoba como un simulacrum de la Urbs y nos centramos en el análisis de los elementos monumentales de tipo romano que pueden describirse en espacios a menudo asociados al culto imperial como el foro o los teatros. Sin embargo, si estudiamos la ‘romanización’ únicamente a través del compendio de los datos conocidos sobre arquitectura monumental pública estamos abordando el problema desde un solo ángulo, que irónicamente coincide, al menos en parte, con el tipo de ‘discurso oficial’ transmitido por las fuentes literarias. Hay que recordar, una vez más, que la intensa remodelación urbanística que sufrieron algunos núcleos como la capital de la Baetica debe inscribirse en el marco de transformaciones de carácter paralelo –aunque de diferente escala– que se estaban produciendo en la propia Península Itálica. Los grandes monumentos funerarios no fueron mayoritarios en Colonia Patricia (aunque pueden encontrarse ejemplos de la gran mayoría de tipos presentes en otras provincias), y compartieron el espacio sepulcral con todo un conjunto de enterramientos que hubiesen sido aceptables dentro de las necrópolis de poblados ‘ibéricos’ o de asentamientos de raigambre púnica de época republicana. Los elementos foráneos se reformulan y se combinan con otros de carácter tradicional, se introducen en las tumbas objetos de corte arcaizante, como las urnas cinerarias de tradición ibérica, u otros directamente arcaicos que se habían conservado durante generaciones. A veces se incluye vajilla importada (sigillata) en los ajuares, como puede observarse en La Constancia, mientras que en otras –y por eso es tan significativo que en Corduba haya ejemplos de lo contrario– se rechaza conscientemente. En la misma ciudad, se superponen, por lo tanto, distintas maneras de ‘ser romano’, variados tipos de identidades que se explicitan de una manera diferente en la tumba que en el foro. Los cambios más importantes en la configuración del espacio funerario de la ciudad (aunque es cierto que lo que sabemos hoy sobre los enterramientos realizados en los primeros ciento cincuenta años de vida de la Corduba romana es realmente poco) se producen, una vez más, a lo largo de la segunda mitad del s. I a. C. y sobre todo en torno al cambio de era, coincidien-

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do con las profundas modificaciones que se llevaron a cabo en el núcleo urbano en aquellas mismas fechas. Se observa, sobre todo, una transformación del concepto del espacio sepulcral. Las sepulturas comienzan a alinearse a lo largo de las vías, obviando la zona, de carácter muy posiblemente profiláctico, que existía entre los poblados ‘ibéricos’ o ‘púnicos’ de épocas anteriores y las áreas dedicadas a los muertos. Simultáneamente, se empieza a constatar la parcelación del terreno de las ‘calles funerarias’ según modelos romanos, a través de acotados funerarios, que implican el uso de unidades de medida latinas y el acatamiento de ciertos preceptos legales y religiosos. Los mismos terrenos se comparten con instalaciones de carácter industrial, comercial y agropecuario o con espacios dedicados al vertido de desechos de todo tipo, al igual que en la ciudad de Roma. Sin embargo, a veces las medidas de los acotados cordobeses constatados arqueológicamente no terminan de ajustarse al ‘pie’ romano, –aunque esta sea la unidad de medida que reflejan los epígrafes de recintos funerarios recuperados– y los métodos empleados en su construcción remiten a técnicas tradicionales. Tampoco es común encontrar en Córdoba restos de sepulcros monumentales en el interior de algunos de estos recintos, como hubiese sido de esperar y ha podido confirmarse en excavaciones desarrolladas en otras capitales de provincia como Emerita Augusta. Si buscamos espacios de enterramiento diferenciales o asociados a grupos sociales ‘característicamente’ romanos podemos hablar en Córdoba del hallazgo, a partir del s. I d. C., de zonas donde se produjo una alta concentración de sepulturas de libertos o niños, aunque son totalmente excepcionales dentro del conjunto de las necrópolis de la ciudad. También es especialmente llamativo el gran número de epígrafes funerarios de gladiadores encontrados junto a una de las vías que dejaban la ciudad por oriente, muy próximos al anfiteatro de grandes dimensiones descubierto recientemente. Aunque la extensión del área donde fueron encontradas (aproximadamente 125 metros lineales) y los dedicantes de los epígrafes parecen descartar la existencia de un lote de terreno perteneciente a un colegio funerario gladiatorio, la costumbre de situar las tumbas de los gladiadores en las inmediaciones del lugar donde habían trabajado y a veces también fallecido, ha podido documentarse asimismo en otras ciudades romanas. El estudio específico de los enterramientos de un colectivo que puede encuadrarse dentro de la nueva ‘estructuración de diferencias sociales’ generadas por la expansión de la sociedad romana, no debe hacernos olvidar que las tumbas de los gladiadores compartieron el espacio funerario situado al oeste de Colonia Patricia con numerosas

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cremaciones depositadas en urnas de tradición ibérica o con hipogeos como la ‘gran tumba’. Pero no sólo la aparición de epígrafes sepulcrales de gladiadores sino el florecimiento de la misma costumbre de conmemorar a los difuntos de esta forma supone una modificación de la manera de entender la supervivencia de la identidad individual tras la muerte y la creación de una nueva necesidad: identificar nominalmente la tumba. En los epígrafes sepulcrales se deja, por supuesto, constancia del nombre, pero también según las fórmula romana, del género, la filiación, la condición libre o servil, la gens, el origo, la edad en el momento de la muerte, la ocupación principal o los cargos desempeñados. Es especialmente significativo que las lápidas sepulcrales fueran esculpidas sobre piedras locales (en un momento en el que el uso del mármol era frecuente en las esculturas o en algunos elementos arquitectónicos), que fuesen el medio de conmemoración elegido por las clases menos pudientes de la sociedad cordobesa –las élites prefirieron adquirir una estatua que se colocaría sobre un pedestal, muy probablemente, en su tumba– y que, además, el numero de piezas encontradas en la capital de la Bética sea especialmente bajo en comparación con otras ciudades de menor entidad o núcleos rurales donde la concentración de población era ciertamente menor. Este fenómeno debe relacionarse, como tantos otros que estamos comentando, con la gran reestructuración que se produjo en la sociedad romana durante época augustea, cuando los habitantes de Córdoba llevaban ya doscientos años expuestos a la lengua y las costumbres de los inmigrantes itálicos. Se ha sugerido también que el aumento de inhumaciones que se produjo en todo el Imperio, en el tránsito entre los siglos I y II d. C., podría considerarse como la verdadera ‘romanización’ de las provincias conquistadas, la primera ‘gran unificación’ de las costumbres funerarias del mundo romano. En este controvertido asunto, cuyas causas y consecuencias han ocupado a numerosos investigadores a lo largo de la última centuria, la recopilación de nuevos datos arqueológicos producto de recientes excavaciones ha venido a modificar un tanto la interpretación tradicional, rebajando las fechas de los primeros grupos significativos de inhumaciones a la primera mitad del s. I d. C. ¿Se podría interpretar entonces como un rasgo de ‘romanización’ la aparición de inhumaciones tempranas en el contexto de la tradición ‘cremadora’ de los pueblos ibéricos? El problema dista de estar resuelto, porque, como hemos visto, tampoco se puede hablar de uniformidad en este sentido dentro del mundo funerario de época republicana de la Península Ibérica y cualquier interpretación al respecto debe tener en cuenta el hallazgo de inhumaciones

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fechadas entre los siglos I-II a. C., tanto en necrópolis de tradición púnica, como en cementerios que se han querido asociar con el asentamiento de los primeros colonos romanos de la ciudad de Valentia. En Córdoba deben citarse inhumaciones, que podrían remontarse a esta época, en el Polígono de Poniente, si se confirmase su asociación a una serie de ungüentarios helenísticos, y quizá en el Mausoleo de la calle de la Bodega, mientras que otros casos donde se ha realizado una revisión científica de la datación del ajuar en fechas recientes se sitúan al menos en época de Claudio. El otro grupo de inhumaciones más frecuentes en el mundo romano, el de los niños de corta edad, tampoco permite avanzar grandes conclusiones sobre un posible modelo ritual latino distintivo relacionado con la forma de disponer los enterramientos infantiles, pues es una tradición que existía en el período prerromano, aunque sí puede hablarse de un ajuar funerario específico destinado a este grupo de edad a partir del siglo I d. C., que incluía, como puede verse en los ejemplos cordobeses, nueces, bullae, terracotas y otros juguetes infantiles. El estudio de las necrópolis de Colonia Patricia, Castulo y Baelo Claudia nos ha permitido observar la multiplicidad de discursos simultáneos sobre lo que era ‘ser romano’, la interacción entre distintas tradiciones y la re-creación del pasado a través de un uso simbólico de la cultura material. La relación con los orígenes, con los antepasados, es un elemento fundamental para definir diferentes aspectos de la identidad y, en este sentido, el viajero que se aproximaba a la ciudad de Roma a través de una de las vías de acceso al núcleo urbano, contemplaba, cuando aún el foro y el teatro estaban lejos, un ‘desfile’ de ancestros, en los que se sucedían no sólo los grandes templos extraurbanos dedicados por antiguos generales republicanos tras una victoria militar en lejanos territorios, sino también tumbas monumentales o sencillos enterramientos señalados con una estela. No se puede defender que en las ciudades de la Baetica existiese, en el s. I d. C., una articulación menos compleja entre cientos de voces que hablaban de una multiplicidad de recuerdos y realidades pasadas con las que se entretejían conceptos de identidad individual y colectiva. A pesar de las particularidades que muestran cada una de las necrópolis que nos han ocupado en este estudio, todas ellas presentan un proceso de ‘monumentalización’ en torno al cambio de era: los primeros monumentos cordobeses se fechan en la segunda mitad del s. I a. C. y los fragmentos de piedras talladas encastrados en La Puente Quebrada cercana a Castulo se sitúan entre finales del s. I a. C. y principios del s. I d. C., pero en ambos casos conviven con tumbas en las que determinados elementos ‘arcaizan-

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tes’ de sabor tradicional no han desaparecido. Los monumentos documentados en Belo remiten a fechas ligeramente más tardías, entre los reinados de Tiberio y Claudio, si bien aún desconocemos la ubicación de las necrópolis del s. I a. C. En mi opinión, no debería interpretarse esta clase de monumentos como un mero símbolo de estatus económico. Aunque se ha sugerido que durante los primeros años del Imperio las diferencias entre modos de hacer ‘romanos’ y modos de hacer ‘locales’ se habían ido difuminando para pasar a ser distinciones entre la pudiente élite y las empobrecidas ‘clases populares’, cuesta creer que los ‘ricos’ se enterraran en tumbas de ‘tipo romano’ mientras que los ‘pobres’ seguían anclados en tradiciones ibéricas. Debemos tener en cuenta que en cada sociedad existen formas distintas de hacer explícito el éxito y que, por lo que sabemos hasta ahora, en el ámbito ibérico de los siglos III-I a. C. se dieron distintas maneras de simbolizar estatus en la tumba que seguramente no desparecieron bruscamente tras la victoria romana en la segunda guerra púnica y que entroncan con las cámaras funerarias, las esculturas de animales o los monumentos turriformes decorados con escenas de variado tipo que se construyen en aquel momento en las necrópolis. Hay que destacar que los ajuares de los siglos II-I a. C. tienden a incluir menos piezas de vajilla importada (en comparación con el servicio de mesa griego que aparece en las tumbas de los ss. IV-III a. C.) en parte, también, porque ya no se amortizan junto a la tumba los restos del silicernium, salvo en casos excepcionales, como por ejemplo en los busta. Es difícil asegurar en qué medida puede considerarse una manera ‘ibérica’ de entender el funeral enterrarse con escasos enseres, mientras que quizá el poder y el prestigio de las familias más importantes se desplegaba a través de los rituales previos al enterramiento, como el traslado del cadáver, los banquetes funerarios, o los juegos de carácter agónico realizados en honor a los muertos, que pudieron ser similares a las escenas representadas en los relieves de Osuna. Si en el s. I d. C. los monumentos de tipo romano fuesen expresión simplemente de las diferencias económicas deberíamos encontrar al menos alguno de ellos en cada ciudad de la época y sin embargo la concentración de restos arqueológicos de este tipo en la provincia Tarraconensis, pero no en su capital, o su especial abundancia en el Alto Guadalquivir, en comparación con el número de ellos encontrado en algunas colonias de la Bética, permite sospechar que el significado simbólico de las tumbas de tipo romano y las tumbas de tipo ‘tradicional’ fue algo más complejo y que distintos factores contribuyeron a matizar y modificar su significado.

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Cualquier interpretación sobre la ‘romanización’ del mundo funerario de las tres ciudades mencionadas debe tener en cuenta las diferencias que se han podido constatar entre las necrópolis de cada asentamiento que no se pueden achacar invariablemente a discrepancias cronológicas. Colonia Patricia es un buen ejemplo del contraste que puede existir entre áreas de enterramiento en las que se respeta casi siempre el mismo ritual (por ejemplo en Santa Rosa) o se coloca junto al difunto un ajuar similar (como vimos también en La Puerta Norte o las necrópolis orientales de Baelo Claudia) mientras que en otras, como La Constancia, las variaciones en la estructura de la tumba o de los objetos que se introdujeron en ella es muy acusada. ¿Se podría pensar, en los ejemplos cordobeses de particularidades rituales que se repiten como una constante en algunos yacimientos de la ciudad, en la existencia de algún tipo de colectivo (familiar, profesional, o de otro tipo) con fórmulas de enterramiento específicas? Cuáles fueron las razones que llevaron a estos grupos a enterrarse casi siempre en cofres de piedra, en el caso de Baelo Claudia, o en urnas de tradición ibérica, en la Puerta Norte, y a respetar la asociación de la urna cineraria con una urna-ofrenda, un cuenco tapadera y, ocasionalmente, algún ungüentario, es algo que aún no ha sido analizado en profundidad, pero sin duda debió estar dotado de algún significado para los habitantes de cada una de esas ciudades. Muchas de estas poblaciones, en cualquier caso, dieron cobijo a personas de orígenes diversos, cuyas tradiciones produjeron diferentes tipos de re-creaciones de los antepasados ‘híbridos’ de cada núcleo urbano, lo que impide concebir de una manera unitaria la ‘romanización’ e invita a considerar la idiosincrasia de la historia de cada ciudad. Sus habitantes emplearon activamente la cultura material para simbolizar quiénes eran y establecieron cierto diálogo en las necrópolis como un lugar apropiado para la renegociación de la identidad a través de los ancestros y el pasado común. En los dos yacimientos de nuestra investigación en los que la ciudad es mejor conocida (Baelo Claudia y Colonia Patricia) se comprueba la existencia de distintos tipos de lenguaje en los ámbitos oficiales de la ciudad y en las necrópolis coetáneas, que no necesariamente siempre debían entrar en contradicción en la mente de sus habitantes, lo que contribuye a iniciar un camino en el que la formulación de nuestras teorías sobre la ‘romanización’ alcance un mayor nivel de sofisticación. En este marco, cobra sentido que el reflejo del estatus jurídico de Colonia Patricia se aprecie no sólo en monumentos funerarios de la envergadura de los hallados en Puerta de Gallegos, sino

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en la compleja variedad de formas de enterramiento y rituales que conviven en las distintas áreas funerarias de la capital de la Baetica, en la coexistencia de altares funerarios, monumentos de tipo edícola y estelas de gladiadores con inhumaciones tempranas, busta sin ajuares y enterramientos de corte ‘tradicional’, como las cámaras sepulcrales de raigambre púnica o las urnas ‘ibéricas’ del Camino Viejo de Almodóvar. Aunque Corduba comparte con otras capitales de provincia como Tarraco o Emerita la presencia de varios foros, un teatro y un anfiteatro en su tejido urbano, las necrópolis que las circundaban nos permiten recrear elementos de continuidad y de ruptura, similitudes y diferencias que se explican por la variedad del contexto regional y urbano en las que se inscribían. Aunque haya maneras similares de llevar a cabo los rituales funerarios en Baelo Claudia, Castulo y Corduba, cada ciudad tiene una fuerte personalidad dependiendo de su historia y de los grupos de población que entraron en contacto en su seno. Aún falta por hacer un estudio, partiendo de nuestros conocimientos actuales, sobre la cultura material presente en las necrópolis de los siglos III-I a. C. que nos permita entender mejor el cambio que se produjo tras el asentamiento de los colonos y la creación de una nueva red articulada de diferencias, de la estructuración de la sociedad según patrones romanos en medio de un contexto colonial, que no tuvo como consecuencia en las necrópolis ibéricas la sustitución radical de los ‘modos de hacer’ locales, sino su reformulación. Si la ‘exposición’ de las sociedades nativas a la ‘cultura romana’ no tuvo como consecuencia la mímesis con la cultura del conquistador a lo largo de los primeros doscientos años, no puede defenderse el uso de la palabra ‘romanización’ en el sentido en el que ha solido emplearse. Si los cambios producidos en época augustea no pueden asimilarse al origen de una identidad romana en las provincias, sino a la re-creación de una más de las muchas identidades romanas que se habían producido a lo largo de la historia, tampoco parece adecuado concluir que la verdadera esencia de la ‘romanidad’ se produjese en aquel momento en concreto. La ‘romanización’ o «revolución cultural romana» de época augustea (como se la ha denominado), tal y como la hemos entendido hasta ahora, guiados por las palabras de los autores antiguos que hicieron del nacimiento del Imperio su propio ‘mito’ sobre sus orígenes, fue más bien la reformulación de la cultura romana como consecuencia de la incorporación bajo su hegemonía de una federación de ciudades que obligó a reconstruir una vez más (y no sería la última) lo que significaba ‘ser romano’ casi en cada región del Imperio.

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ÍNDICE DE FIGURAS

INTRODUCCIÓN Fig. 1: Mapa de la Península Ibérica con la localización de las tres necrópolis objeto de estudio; p. 19. I. «PALABRA EN EL TIEMPO»: LA INFLUENCIA DE LA MENTALIDAD GRECOLATINA EN LA ARTICULACIÓN CONTEMPORÁNEA DEL CONCEPTO DE ‘ROMANIZA CIÓN’

Fig. 2: Estadios de civilización de Iberia; p. 22. II. EL DEBATE CONTEMPORÁNEO SOBRE LA ‘ROMANIZACIÓN’: UNA APROXIMACIÓN POSTCOLONIALISTA III. EL MITO DE LOS ORÍGENES: PROCESOS DE INTERACCIÓN CULTURAL E IDENTIDAD ÉTNICA. Fig. 3: Pintura mural con representación de Eneas, Ascanio y Anquises; p. 67. Fig. 4: Distribución de las etnias prerromanas según P. Bosch Gimpera y J. Untermann; p. 76. Fig. 5: Localización de «Pueblos» prerromanos del sureste peninsular según A. Iniesta. Localización de los turdetanos y pueblos limítrofes en la Turdetania prerromana, según J. L. Escacena y M. Belén; p. 78. IV. CASTULO (CAZLONA, LINARES, JAÉN) Fig. 6: Plano topográfico del yacimiento de Castulo; p. 86. Fig. 7: Ubicación topográfica de las necrópolis de Castulo en relación con el asentamiento; p. 86. Fig. 8: Castulo. Plano de las excavaciones en la necrópolis de La Puerta Norte (Campaña de 1970); p. 88. Fig. 9: Castulo. Necrópolis de la Puerta Norte. Excavaciones de los años 1971 y 1972.; p. 90. Fig. 10: Castulo. Necrópolis de la Puerta Norte. Plano de la cuadrícula Ext.-I; p. 91.

Fig. 11: Castulo. Necrópolis de la Puerta Norte. Detalle de la tumba XXXVIII; p. 92. Fig. 12: Castulo. Urnas enterradas junto a la base de la muralla de la ciudad; p. 92. Fig. 13: Clases de enterramientos de la necrópolis de la Puerta Norte; p. 93. Fig. 14: Análisis de los ajuares de la necrópolis de la Puerta Norte (cómputo general de todas las campañas de excavación); p. 93. Fig. 15: Castulo. Necrópolis de la Puerta Norte. Ajuares de las tumba X y LXXVI; p. 98. Fig. 16: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Planta general de la excavación; p, 100. Fig. 17: Castulo. Secciones de la tumba de cámara hallada en la Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos; p. 101. Fig. 18: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Tumba de cámara y Tumba I; p. 102. Fig. 19: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Detalle de dos de las tres estelas reutilizadas en la cubierta de la T. I; p. 102. Fig. 20: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Tumba III; p. 103. Fig. 21: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Artesas de barro de función desconocida; p. 104. Fig. 22: Castulo. Necrópolis de El Cerrillo de los Gordos. Máscara de terracota encontrada en la tumba de cámara del yacimiento; p. 105. Fig. 23: a. Oscillum pompeyano y recreación de la posición de los oscilla en los intercolumnios del peristilo de una casa pompeyana; p. 107. Fig. 24: Máscara funeraria procedente de Córdoba; p. 108. Fig. 25: Castulo. Necrópolis del Estacar de Luciano. Sondeo II. Plano de la excavación.; p. 110. Fig. 26: Castulo. Necrópolis del Estacar de Luciano. Sondeo II. Tabla cronológica; p. 111. Fig. 27: Castulo. Propuesta de alzado de un monumento con decoración fitomorfa según R. Lucas y E. Ruano; p. 115. Fig. 28: Castulo. Esculturas reutilizadas en la construcción de La Puente Quebrada; p. 116.

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Fig. 29: Plano de distribución de leones con víctima bajo las garras según I. López Pérez; p. 117. Fig. 30: Castulo. Remate de monumento funerario en forma de altar; p. 119. Fig. 31: Castulo. Relieves funerarios con máscaras; p. 122. Fig. 32: Máscaras de un monumento funerario del Tolmo de Minateda (Albacete) y de un monumento de Castulo (Linares, Jaén); p. 123. Fig. 33: Distribución de los hallazgos de moneda cartaginesa en el sur peninsular; p. 126. Fig. 34: Castulo. Tumbas «Tipo I» de la necrópolis de El Estacar de Robarinas; p. 128. Fig. 35: Perduración de tipos cerámicos tradicionales en las necrópolis de Castulo; p. 132. Fig. 36: Mapa de distribución de necrópolis con materiales de época iberorromana (ss. III a. C.I a. C.); p. 134. Fig. 37: Fragmentos de arquitectura monumental de época ibérica con decoración fitomorfa procedentes del Cigarralero, Osuna y Castulo; p. 153. Fig. 38: Capiteles hallados en Baelo Claudia, Cerro de las Vírgenes y Castulo; p. 154. V. BAELO CLAUDIA (BOLONIA, CÁDIZ) Fig. 39: Baelo Claudia. Plano general del yacimiento; p. 164. Fig. 40: Baelo Claudia. Necrópolis occidental. Posible mausoleo circular; p. 169. Fig. 41: Baelo Claudia. Plano parcial de la necrópolis oriental. Excavaciones de principios de siglo a cargo de G. Bonsor y C. de Mergelina; p. 170. Fig. 42: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Cofres cinerarios amontonados frente a los restos del «Hornillo de Santa Catalina»; p. 171. Fig. 43: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tipos de vasos funerarios; p. 172. Fig. 44: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Enterramiento protegido por lajas de piedra; p. 172. Fig. 45: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Estelas funerarias; p. 173. Fig. 46: Baelo Claudia. «Autel funéraire»; p. 173. Fig. 47: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Posición de los muñecos respecto a las urnas; p. 174. Fig. 48: Baelo Claudia. Tipos de ‘muñecos’; p. 174. Fig. 49: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tumba del ‘muñeco’; p. 174. Fig. 50: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Recintos funerarios nº 963 y 958; p. 176. Fig. 51: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Acotado nº 505; p. 177.

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Fig. 52: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Mausoleos 514 y 532; p. 178. Fig. 53: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Mausoleo nº 496; p. 179. Fig. 54: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tumba de M. Sempronius Saturninus; p. 179. Fig. 55: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tumba nº 372; p. 180. Fig. 56: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Base de monumento altoimperial; p. 181. Fig. 57: Baelo Claudia. Tipos de sepulturas de inhumación; p. 182. Fig. 58: Baelo Claudia. Planta de la excavación de la Necrópolis SE; p. 185. Fig. 59: Necrópolis SE de Baelo Claudia. ‘Muñecos’ alineados en la base del Monumento A; p. 186. Fig. 60: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Sillares almohadillados empleados en la construcción del Monumento B; p. 187. Fig. 61: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Pequeños monumentos de planta cuadrangular situados junto al Monumento A; p. 188. Fig. 62: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Relación entre la disposición de las tumbas y la ubicación de los betilos hallados durante la excavación; p. 189. Fig. 63: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Fotografías de los betilos publicados; p. 190. Fig. 64: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Piedra tallada de forma triangular asociada a la tumba XVIII; p. 191. Fig. 65: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Urna ofrenda posiblemente asociada a la inhumación de la tumba XXII; p. 191. Fig. 66: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Tumba nº XXII; p. 191. Fig. 67: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Posición de los monumentos G, H, A, E y F; p. 192. Fig. 68: Necrópolis SE de Baelo Claudia. Superposición de plantas publicadas de las campañas de 1973 y 1974 con la nomenclatura propuesta en el texto para los distintos monumentos; p. 192. Fig. 69: Tipos de sepulturas excavadas en la roca de la zona de Záhara de los Atunes; p. 200. Fig. 70: Basamentos de monumentos cuadrangulares de la necrópolis de la Puerta Cesarea de Tipasa, Argeria; p. 204. Fig. 71: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. «Hornillo de Santa Catalina»; p. 205. Fig. 72: Mapa de distribución en la península ibérica de monumentos bajo bóveda y tipo cupae; p. 207. Fig. 73: Cupa hallada en Tipasa; p. 210.

Anejos de AEspA XLIII

Fig. 74: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Cupae; p. 213. Fig. 75: Baelo Claudia. Necrópolis SE. Muñeco semienterrado en un túmulo de piedras; p. 213. Fig. 76: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Tumba de base cuadrangular con varios muñecos en el frente y coronada por dos estelas ‘betiliformes’; p. 214. Fig. 77: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Ubicación de los ‘Muñecos’; p. 215. Fig. 78: Baelo Claudia. Necrópolis SE. Betilo X situado sobre la urna de una tumba; p. 216. Fig. 79. Baelo Claudia. Necrópolis oriental. ‘Galets’ funerarios embutidos en la mampostería de distintos monumentos; p. 217. Fig. 80. Baelo Claudia. Necrópolis SE. ‘Piedra’ troncocónica hallada en la base de un monumento funerario similar a otros ejemplares encontrados a principios del siglo XX; p. 218. Fig. 81: ‘Estela’ hallada en el interior de la tumba 27 de la necrópolis de Lilibeo (Sicilia); p. 219. Fig. 82: Estelas sardas de época ‘punico-romana’; p. 219. Fig. 83: Cipo procedente de Volúbilis; p. 222. Fig. 84: Cupae con piedras talladas encastradas en el frente de la necrópolis de la puerta Cesarea de Tipasa; p. 222. Fig. 85: Estela con representación de una cabeza humana (Museo del Bardo); p. 224. Fig. 86: Estela procedente de Cádiz, con posible representación del signo de Tanit; p. 224. Fig. 87. Monumentos de la necrópolis de Cádiz y Tipasa; p. 226. Fig. 88. Representaciones de díadas betílicas en las estelas del tofet de Cartago; p. 227. Fig. 89. Columelle. Necrópolis de Porta Nocera, Pompeya; p. 227. Fig. 90: Cipos funerarios de Tarento; p. 228. Fig. 91: Baelo Claudia. Necrópolis oriental. Muñecos de carácter antropomorfo; p. 229. Fig. 92: Larario de «La casa del Menandro», Pompeya; p. 230. Fig. 93: Detalle de las imagines del larario de «La Casa del Menandro»; p. 230. Fig. 94. Cerveteri. Cipos funerarios; p. 232. Fig. 95: Cerveteri. Losas de piedra con oquedades que servían de soporte a los cipos funerarios de la necrópolis; p. 233. Fig. 96. Supuesta base de larario hallada en la mina de San Ramón; p. 234. Fig. 97. Cipos funerarios hallados en el interior de «la tumba de la Hornacina» de la necrópolis de Tarquinia; p. 234. Fig. 98: Cipos funerarios etruscos de distintos tipos; p. 235.

ÍNDICE DE FIGURAS BIBLIOGRAFÍA

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Fig. 99. Muñecos anicónicos de Bolonia; p. 235. Fig. 100: Cipos y terracotas votivas halladas en las cercanías de Montemolín; p. 236. Fig. 101: Pieza procedente de la c/ Cruz Conde (Córdoba), interpretada como un betilo; p. 236. Fig. 102: Tipología de las urnas cinerarias de la necrópolis sureste de Baelo Claudia; p. 240. Fig. 103. Ajuares de distintas necrópolis púnicas según P. Cintas; p. 244. VI. CORDUBA/COLONIA PATRICIA (CÓRDOBA) Fig. 104: Colonia Patricia. Grafico con la denominación convencional de las distintas áreas de enterramiento de la ciudad; p. 256. Fig. 105: Vías de acceso a la ciudad de Colonia Patricia; p. 256. Fig. 106: Necrópolis de Colonia Patricia. Ubicación de los hallazgos funerarios mencionados en el texto; p. 257. Fig. 107: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Propuesta de alzado del altar funerario de la c/ Adarve; p. 258. Fig. 108: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Posible representación de Attis hallada en la Avda. de América; p. 258. Fig. 109: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Tumba 11 de c/ Ollerías 14. Incineración de neonato en urna de tradición ibérica cubierta por tegulae a doble vertiente; p. 259. Fig. 110: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Hipogeo del Palacio de la Merced; p. 261. Fig. 111: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Tumba VI de la c/ Avellano, 12; p. 263. Fig. 112: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Terracotas funerarias de la Tumba VI de la c/ Avellano, 12; p. 264. Fig. 113: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. C/ Santa Rosa, planta general de la excavación; p. 265. Fig. 114: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Máscaras de terracota encontradas en Córdoba y Cádiz; p. 266. Fig. 115: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Hipogeo de la c/ de la Bodega; p. 267. Fig. 116: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Placa con Guirnalda; p. 268. Fig. 117: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. División en acotados funerarios de la necrópolis de la Constancia; p. 269. Fig. 118: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Tipología de los enterramientos documentados en La Constancia; p. 270. Fig. 119: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional.

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Alicia Jiménez Díez, Imagines hibridae

Ajuar del enterramiento 23 de La Constancia; p. 272. Fig. 120: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Fragmento del pulvino de un monumento funerario en forma de altar (Paseo de la Victoria); p. 276. Fig. 121: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Reconstrucción virtual de los mausoleos del Paseo de la Victoria; p. 277. Fig. 122: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Restos del mausoleo norte y sur (Paseo de la Victoria); p. 278. Fig. 123: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Estructura circular de la Fase II hallada durante la intervención arqueológica en el mausoleo norte (Paseo de la Victoria); p. 278. Fig. 124: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Detalle excavación de la Fase III del mausoleo norte (Paseo de la Victoria); p. 280. Fig. 125: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Propuesta de alzado del mausoleo norte y detalle de sus unidades estratigráficas (Paseo de la Victoria) descritas en el mausoleo norte; p. 281. Fig. 126: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Perspectiva idealizada de la ‘Gran Tumba’; p. 284. Fig. 127: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Camino Viejo de Almodóvar. Entrada a la ‘Gran Tumba’ e interior de la cámara funeraria; p. 284. Fig. 128: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Sector occidental del Camino Viejo de Almodóvar. Plano de dispersión de los enterramientos y localización de la ‘Gran Tumba’; p. 285. Fig. 129: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Camino Viejo de Almodóvar. Base moldurada de la parte superior de la ‘Gran Tumba’ y pavimento contiguo al monumento; p. 286. Fig. 130: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Materiales procedentes del Camino Viejo de Almodóvar; p. 287. Fig. 131: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Planos de las excavaciones de S. Santos Gener en el Camino Viejo de Almodóvar; p. 288. Fig. 132: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Fragmento de figura de terracota encontrado en el Camino Viejo de Almodóvar; p. 289. Fig. 133: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Tipos de urnas de tradición ibérica del Camino Viejo de Almodóvar; p. 289. Fig. 134: Colonia Patricia. Necrópolis occidental.

Anejos de AEspA XLIII

Ajuar funerario de una de las tumbas del Camino Viejo de Almodóvar; p. 290. Fig. 135: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Estelas de gladiadores encontradas en el Cortijo de Chinales (Camino Viejo de Almodóvar); p. 291. Fig. 136: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Ungüentarios helenísticos asociados a inhumaciones hallados en el Polígono de Poniente; p. 293. Fig. 137: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Inhumaciones en sarcófagos de piedra del cementerio de nuestra Señora de la Salud; p. 296. Fig. 138: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Ajuar de una tumba de época republicana procedente del Parque Cruz Conde; p. 296. Fig. 139: Colonia Patricia. Necrópolis meridional. Propuesta de restitución del monumento decorado con erotes girnaldóforos; p. 298. Fig. 140: Colonia Patricia. Necrópolis oriental. Relieve con dos hombres recolectando frutos; p. 299. Fig. 141: Colonia Patricia. Necrópolis oriental. Recinto funerario de la c/ Realejo; p. 300. Fig. 142: Mapa de la Corduba republicana; p. 302. Fig. 143: Mapa de Colonia Patricia. Ampliación de época augustea; p. 313. Fig. 144: Relación topográfica de los acotados funerarios y las vías de salida de Colonia Patricia; p. 321. Fig. 145: Algunos de los tipos de enterramiento documentados en Colonia Patricia (época augusteasiglo II d. C.); p. 340. Fig. 146: Ajuar de una tumba indígena de la necrópolis de los Villalones (Fuente Tójar, Córdoba); p. 343. Fig. 147: Colonia Patricia. Necrópolis septentrional. Ajuar del enterramiento 36 de «La Constancia»; p. 343. Fig. 148: Evolución de uno de los tipos de urna cineraria hallados en Córdoba; p. 344. Fig. 149: Fragmentos de hueso pertenecientes a un lecho funerario (necrópolis de La Cona en Teramo, Abruzzo); p. 346. Fig. 150: Colonia Patricia. Necrópolis occidental. Ajuar de la tumba de un niño procedente del Polígono de Poniente y discos de hueso tallado utilizados en la indumentaria infantil en época romana; p. 347.

ÍNDICE DE AUTORES MODERNOS

Almagro Basch, Martín: 31 Arana, Sabino : 30 Barth, Fredrik : 61 Bhabha, Homi K.: 45-46 Bosch Gimpera, Pere: 31 Bourdieu, Pierre: 62 Caro Baroja, Julio: 32 Costa, Joaquín: 30 Coulanges, Fustel de: 38 Foucault, Michel: 44, 47 García y Bellido, Antonio: 31-32 Gramsci, Antonio: 43 Haverfield, Francis: 37-38 Kossinna, Gustaf: 69 Lafuente, Modesto: 29

Leach, Edmund: 59 Lozoya, Marqués de (Juan de Contreras y López de Ayala): 33 Masdeu, Juan Francisco de: 29 Menéndez Pidal, Ramón: 32 Mommsen, Theodor: 30, 37 Morales, Ambrosio de: 29 Ocampo, Florián de: 29 Pericot, Luis: 33 Riba, Prat de la: 30 Rodríguez Mohedano, Pedro y Rafael: 29 Said, Edward W.: 43-45 Schulten, Adolf: 30 Spivak, Gayatri Chakravorty: 46

ÍNDICE DE NOMBRES Y MATERIAS

Acotados funerarios: 96-97, 175-178, 205, 259, 262265, 274-276, 283, 285-287, 300, 319-323 Aculturación: 40-41 Ajuares anzuelos: 247 ausencia de armas: 132, 159 ausencia de cerámica de importación: 131, 238239, 242, 342-343 clavos: 246-247 fragmentación ritual de los objetos: 172 «juego de mesa» compuesto por tres objetos: 193, 273-274, 290-291, 343-344 monedas: 238, 244-248 recipiente para ofrendas: 172, 237-238, 242-244 rituales «destructivo» y «conservador»: 132 Ambivalencia: 45-46, Aníbal: 77, 125, 308 Apoikía: 307 Arcaísmos (Cf. elementos arcaizantes) Bandidaje: 27, 33-34 Barbarie (Cf. también humanitas): 25 Bastetania: 72-73, 75, 77 Bellum iustum: 28, 353 Cámaras funerarias: 101-102, 108-109, 149-150, 168, 242-243, 261-262, 266-267, 283-286 Campamento militar (Córdoba): 303-306 Cartografía antigua: 77, 79 Cecas «libiofenicias»: 194-196 Cipos funerarios: 167-168, 174-175, 212-237 Cofres funerarios (Cf. urnas de piedra) Colegios funerarios: 326 Colonialismo: 43 Columelle: 226-227 Contra-discurso: 46 Creolization (Cf. criollización) Criollización: 50-51 Cultos domésticos: 228-231 Cultura arqueológica: 69 Cultura de élite y cultura popular: 51 Cultura ibérica: 74-75 Cultura local: 42 Cupae: 179-181, 206-212, 221

Dípolis: 142, 308-309 Discurso colonial: 43-48, 50, 53, 65, 353-354 Elementos arcaizantes o arcaicos: 54, 82, 161, 228, 233, 251, 264, 268-269, 288, 308, 345 Empedrados tumulares: 129-130, 149 Enterramientos infantiles: 169, 181-182, 193, 202203, 262-263, 292-293, 295, 326-327, 335-339, 345-346 Epigrafía funeraria: 323-326 Espacio (concepto en la Antigüedad del): 79 Estadio de civilización: 22, 25 Estatuas de carácter funerario: 324 Estelas: 173, 222-226 Estilo (emblemic/assertive): 70 Etnografía antigua: 23-24, 353 Experiencias discrepantes: 46, 55-56, 350-351 Gladiadores: 291-292, 327-328 Globalización: 42 Graco, Tiberio: 30 Grupos subalternos: 46 Habitus: 62-63 Hibridación: 45 Hidden transcripts: 46, 355 Hipogeos (Cf. cámaras funerarias) Honores funerarios: 324-325 Humanitas: 25-26 Ibérico Tardío o Final (necrópolis): 134-147 Identidad romana: 54-57, 67 Imago: 17, 67, 228-231, 356-357 Imitación (Cf. Mimesis) Imperialismo: 42-43 Inhumación introducción del ritual: 127-128, 169-170, 189191, 198-201, 267, 271, 293-294, 329-335 posiciones inusuales: 183, 201-202 Instrumentalismo (etnicidad): 60, 63 Kline (Cf. lechos funerarios) Koiné helenística mediterránea: 41, 50 Ktísma: 307

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Alicia Jiménez Díez, Imagines hibridae

Lares: 67, 229-231 Lechos funerarios: 176, 260, 295, 339, 345-346 Leones (escultura funeraria): 115-118, 150 Marcelo, Claudio: 306-307 Máscaras: 101, 105-108, 121-123, 265-266 Memoria (Cf. también olvido): 53, 64-65 Mimesis (Cf. también mimicry): 34, 50-51, 348-350 Mimicry: 45 Mito sobre los orígenes: 66 Monumentos funerarios en forma de altar: 118-121, 173, 203, 258, 275-276, 294 Monumentos ‘turriformes’: 151-155, 178-179, 203204 «Muñecos», Baelo Claudia (Cf. cipos funerarios) Necrópolis Alcalá del Río: 143 Almedinilla: 143-144 Atalayuela: 145 Baelo Claudia: Necrópolis occidental: 167-169 Necrópolis oriental: 169-193 Baza: 137 Cabeza del Obispo: 137 Cádiz: 144 Campos Elíseos: 140 Carmona: 140-141 Castellones de Ceal: 135-136: Castulo Cerrillo de los Gordos: 99-110 Estacar de Luciano: 110-113 Puente Quebrada: 83, 114-124 Puerta Norte: 87-99 Cerro de las Balas: 142-143 Cerro de los Santos: 157 Corduba/Colonia Patricia Necrópolis meridional: 297-299 Campo de la Verdad: 298-299 Necrópolis occidental: 275-297 Aeropuerto, Avda.: 293-294 Camino Viejo de Almodóvar: 283-292 «Gran Tumba»: 283-286 Cercadilla: 283 Colina de los Quemados (Cf. Cruz Conde): Corregidor, Avda.: 294-295 Cruz Conde, parque: 144, 296-297, 301303 Nuestra Sra. de la Salud: 295-296 Paseo de la Victoria: 276-283 Polígono de Poniente: 292-293 Teniente General Barroso Castillo, Avda. (Cf. Aeropuerto, Avda.) Necrópolis oriental: 299-301

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Realejo (Córdoba): 300 San Lorenzo (Córdoba): 300-301 Necrópolis septentrional: 256-275 Abderammán III, calle de: 267-269 Avellano, 12: 262-263 Bodega, calle de la: 266-267 Constancia, la: 269-275 Ollerías, 14: 259-261 Palacio de la Merced: 261-262 Santa Rosa: 264-265 Tejares, ronda de: 265-266 Estepa: 143 Fuente Tójar: 144 Galera: 137 Gilena: 143 Giribaile: 136 Guardia, La: 136 Hinojal: 144-145 Mirador de Rolando: 137 Olivar Alto de Utrera: 143 Osuna: 141-142 Puente de Noy: 137 Santaella: 144 Setefilla: 142 Toya: 136-137 Villaricos: 137-140 Necrópolis turdetanas: 73-74, 140-145, 296-297 Olvido: 28, 53 Oposiciones binarias: 21, 24-25, 34, 45, 47-48 Oretania: 77 Orientalismo: 43-45 Paz augustea: 27, 47-48, 53 Penates: 67, 229 Pervivencia, concepto de: 39, 72 Pilares estela: 150 Postcolonialismo: 42-49 Primordialismo (etnicidad): 60, 63 Recintos funerarios (Cf. acotados funerarios) Relaciones de poder: 47 Resistencia: 29, 45-48 Reutilización de materiales en tumbas: 101-102, 109, 182-183, 187, 189, 267-269, 299 Revolución cultural de época augustea: 56, 355, 359, 362 Ritual funerario prerromano: 147-148 ‘Romanización’: 17-19, 57, 37-57, 354-355 Sustrato cultural: 40, 72 Tabellae defixionis: 137, 159, 220-221, 247, 255, 324, 347-348

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Terracotas: 101, 105-108, 137, 139, 157, 235, 258, 263, 265-266, 270, 274-275, 286, 288-289, 295, 297, 336-337, 349 Thomasia: 24 Tradiciones ‘inventadas’: 65-66 Transcripciones ocultas (Cf. hidden transcripts) Tumbas de cámara (Cf. cámaras funerarias) Túmulos escalonados (Cf. empedrados tumulares) Turdetania: 75 Urnas cinerarias de piedra 171, 197-198, 241 de tradición indígena 131, 344-345 en posición invertida 260-262, 290 Ustrina: 104-105, 260, 277-279, 295 Vesta: 229 Vestales: 67

BIBLIOGRAFÍA ÍNDICE DE NOMBRES Y MATERIAS

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Vías funerarias: Ciudades romanas: 316-318 Colonia Patricia: 256-259, 316-319 Alio itinere a Corduba Castulone (Área septentrional): 259-261 Alio itinere a Corduba Castulone (Área oriental): 299-301 Camino del Pretorio: 265-266 Item ab Hispali Cordubam: 297-299 Iter a Corduba Emeritam: 261-265 Vía de Corduba a Hispalis (Via Augusta): 283-293 Vía de la Avda. del Aeropuerto: 293-294 Vía en torno a Avda. Medina Azahara: 283 Vía junto a puerta de Gallegos: 276-283 Vía junto a puerta Gran Capitán: 266-275 Vía que parte de la puerta de Sevilla: 294-297 Vici: 309-310 Viriato: 29 Zeus Meilichios: 220-221

ARCHIVO ESPAÑOL DE ARQUEOLOGÍA (AEspA) NORMAS PARA LA PRESENTACIÓN DE MANUSCRITOS

Normas de redacción Dirección.—Redacción de la revista: calle Albasanz 26-28 E-28037 Madrid. Teléfono +34 91 602 23 00; Fax +34 91 304 57 10. Emails: [email protected] ó [email protected] Contenido.—AEspA es una revista científica destinada a un público especializado en Arqueología, Epigrafía, Numismática e Historia Antigua y de la alta Edad Media. Los artículos aportarán novedades de carácter documental, fomentarán el debate entre nuevas y viejas teorías y aportarán revisiones generales. Su ámbito cultural abarca el Mediterráneo y Europa. Se divide en tres secciones: Artículos, Noticiario y Recensiones. Además edita la serie “Anejos de AEspA” que publica de forma monográfica libros concernientes a las materias mencionadas. Los trabajos serán originales e inéditos y no estarán aprobados para su edición en otra publicación o revista. Los textos no tienen que ajustarse, salvo excepciones como los números monográficos, a un tamaño determinado, aunque se valorará especialmente la capacidad de síntesis en la exposición y argumentación. Aceptación.—Todos los textos son seleccionados por el Consejo de Redacción y posteriormente informados, según las normas de publicaciones del CSIC, por dos evaluadores externos al CSIC y a la institución o entidad a la que pertenezca el autor y, tras ello, aceptados definitivamente por el CR. De todos estos trámites se informará a los autores. En el caso de ser aceptado, el tiempo máximo transcurrido entre la llegada del artículo y su publicación será de un año, aunque este periodo puede dilatarse en función de la programación de la revista.. Texto previo 1. 2. 3.

4.

Se presentará en papel, precedido de una hoja con el nombre del trabajo y los datos del autor o autores (nombre, institución o empresa a que pertenece y del modo que quiere que se le cite, dirección postal, teléfonos, e-mail, situación académica) y fecha de entrega. El texto previo se entregará en soporte informático, preferentemente en MS Word para Windows o Mac; acompañado de dos copias impresas en papel, completas, incluyendo toda la parte gráfica. Las páginas deben de venir numeradas correlativamente. Al inicio del texto se incluirá un Resumen y una lista de Palabras Clave, ambos en español y traducidos al inglés como Key Words y Summary. De no estar escrito el texto en español, los resúmenes y palabras clave vendrán en el idioma original y traducidos al español. Las palabras clave no deben de contener los términos incluidos en el título, pues ambos se publican siempre conjuntamente. Las listas bibliográficas (por orden alfabético de autores) y los pies de figuras se incluirán al final del mismo texto, no en archivos separados.

Correcciones y texto definitivo 1. 2.

3.

El Consejo de Redacción podrá sugerir correcciones del original previo (incluso su reducción significativa) y de la parte gráfica, de acuerdo con estas normas y las correspondientes evaluaciones. Por ello, el compromiso de comunicar la aceptación o no del original se efectuará en el plazo máximo de seis meses. El texto definitivo se deberá entregar cuidadosamente corregido para evitar cambios en las primeras pruebas. El texto, incluyendo palabras clave, resúmenes, índices bibliográficos y pies de figuras, en disquete o en CD regrabable; y la parte gráfica en originales o en CD. Acompañado de una copia impresa que incluya la parte gráfica completa si no se entregan las figuras originales. Los autores podrán corregir primeras pruebas, aunque no se admitirá ningún cambio en el texto.

Citas bibliográficas 1. 2. 3. 4.

Podrán presentarse de acuerdo al sistema tradicional de notas a pie de página, numeradas correlativamente, o por el sistema “americano” de citas incluidas en el texto, indistinta o simultáneamente. Los nombres de los autores constarán siempre en minúsculas, tanto en texto como en nota o lista bibliográfica. Los detalles de las citas y referencias bibliográficas pueden variar siempre que su contenido sea completo y uniforme en todo el texto. Siempre que en el sistema de citas a pie de página se vuelva a mencionar un trabajo, se ha de indicar el número de la primera nota en que se ofrece la referencia completa. En las citas bibliográficas, los lugares de edición deben citarse tal como aparecen citados en la edición original.

Documentación gráfica 1. 2. 3. 4.

Toda la documentación gráfica se considera FIGURA (ya sea a línea, fotografía, mapa, plano, tabla o cuadro), llevando una numeración correlativa simple. Se debe indicar el lugar ideal donde se desea que se incluya, siempre dentro del texto, nunca al final de él. Debe de ser de calidad, de modo que su reducción no impida identificar correctamente las leyendas o empaste el dibujo. Toda la documentación gráfica se publica en blanco y negro. El formato de caja de la Revista es de 15 × 21cm; el de columna, de 7,1 × 21 cm.

5.

6.

Los dibujos, planos y cualquier tipo de registro (como las monedas o las cerámicas) irán acompañados de escala gráfica y las fotografías potestativamente; todo ello debe de prepararse para su publicación ajustada a la caja y de modo que se reduzcan a una escala entera (1/2, 1/3, 1/10, ... 1/2.000, 1/20.000, 1/50.000, etc.). En cualquier caso, se debe sugerir el tamaño de publicación de cada figura (a caja, a columna, a 10 centímetros de ancho, etc.). Se puede enviar en original o en soporte digital, preferentemente en fichero de imagen TIF o JPEG con más de 300 DPI y con resolución para un tamaño de 16 × 10 cm. No se aceptan dibujos en formato *.DWG o similar y se debe procurar no enviarlos en CAD a no ser que presenten formatos adecuados para su publicación en imprenta.

Varia 1. 2. 3. 4.

Derechos: la publicación de artículos en las revistas del CSIC no da derecho a remuneración alguna; los derechos de edición son del CSIC. Los originales de la revista Archivo Español de Arqueología, publicados en papel y en versión electrónica, son propiedad del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, siendo necesario citar la procedencia en cualquier reproducción parcial o total. Es necesario su permiso para efectuar cualquier reproducción. Entrega de separatas y volúmenes: los evaluadores recibirán gratuitamente un ejemplar del volumen en el que hayan intervenido; los autores, gratuitamente 25 separatas y el PDF de su artículo y el volumen correspondiente. Devolución de originales: los originales no se devolverán salvo expresa petición previa del autor.

ANEJOS DE «ARCHIVO ESPAÑOL DE ARQVEOLOGÍA» I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII XIV XV XVI XVII XVIII XIX XX XXI XXII XXIII XXIV XXV XXVI XXVII XXVIII XXIX XXX XXXI XXXII XXXIII XXXIV XXXV

F. LÓPEZ CUEVILLAS: Las joyas castreñas. Madrid, 1951, 124 págs., 66 figs.—ISBN 84-00-01391-3 (agotado). A. BALIL: Las murallas romanas de Barcelona. Madrid, 1961, 140 págs., 75 figs.— ISBN 84-00-01489-8 (agotado). A. GARCÍA Y BELLIDO y J. MENÉNDEZ PIDAL: El distylo sepulcral romano de Iulipa (Zalamea). Madrid, 1963, 88 págs., 42 figs.—ISBN 84-00-01392-1. A. GARCÍA Y BELLIDO: Excavaciones y exploraciones arqueológicas en Cantabria. Madrid, 1970, 72 págs., 88 figs.— ISBN 84-00-01950-4. A. GARCÍA Y BELLIDO: Los hallazgos cerámicos del área del templo romano de Córdoba. Madrid, 1970, 84 págs., 92 figs.—ISBN 84-00-01947-4. G. ALFÖLDY: Flamines Provinciae Hispaniae Citerioris. Madrid, 1973, 114 págs., más 2 encartes.—ISBN 84-00-03876-2. Homenaje a D. Pío Beltrán Villagrasa. Madrid, 1974, 160 págs., 32 figs.—ISBN 84-7078-377-7 (agotado). J. ARCE: Estudios sobre el Emperador FL. CL. Juliano (Fuentes Literarias. Epigrafía. Numismática). Madrid, 1984, 258 págs.—ISBN 84-00-05667-1. Estudios sobre la Tabula Siarensis (eds. J. GONZÁLEZ y J. ARCE). Madrid, 1988, 332 págs.—ISBN 84-00-06876-9. G. LÓPEZ MONTEAGUDO: Esculturas zoomorfas celtas de la Península Ibérica. Madrid, 1989, 203 págs., 6 mapas y 88 láminas.—ISBN 84-00-06994-3. R. JÁRREGA DOMÍNGUEZ: Cerámicas finas tardorromanas africanas y del Mediterráneo oriental en España. Estado de la cuestión. Madrid, 1991.—ISBN 84-00-07152-2. Teseo y la copa de Aison (coord. R. OLMOS ROMERA), Actas del Coloquio celebrado en Madrid en octubre de 1990. Madrid, 1992, 226 págs.—ISBN 84-00-07254-5. A. GARCÍA Y BELLIDO (edit.): Álbum de dibujos de la colección de bronces antiguos de Antonio Vives Escudero (M. P. GARCÍA-BELLIDO, texto). Madrid, 1993, 300 págs., 190 láminas.—ISBN 84-00-07364-9. M. P. GARCÍA-BELLIDO y R. M. SOBRAL CENTENO (eds.): La moneda hispánica. Ciudad y territorio. Actas del I Encuentro Peninsular de Numismática Antigua. Madrid, 1995, XVI + 428 págs., 210 ilustr.—ISBN 84-00-07538-2. A. OREJAS SACO DEL VALLE: Estructura social y territorio. El impacto romano en la cuenca Noroccidental del Duero. Madrid, 1996, 255 págs., 75 figs., 11 láms.—ISBN 84-00-07606-0. A. NÜNNERICH-ASMUS: El arco cuadrifronte de Cáparra (Cáceres). Madrid, 1997 (en coedición con el Instituto Arqueológico Alemán de Madrid), 116 págs., 73 figs.—ISBN 84-00-07625-7. A. CEPAS PALANCA: Crisis y continuidad en la Hispania del s. III. Madrid, 1997, 328 págs.—ISBN 84-00-07703-2. G. MORA: Historias de mármol. La arqueología clásica española en el siglo XVIII. Madrid, 1998 (en coedición con Ed. Polifemo), 176 págs., 16 figs.—ISBN 84-00-07762-8. P. MATEOS CRUZ: La basílica de Santa Eulalia de Mérida: Arqueología y Urbanismo. Madrid, 1999 (en coedición con el Consorcio Monumental de la Ciudad de Mérida), 253 págs., 75 figs., 22 láms. y 1 plano.—ISBN 84-00-07807-1. R. M. S. CENTENO, M.a P. GARCÍA-BELLIDO y G. MORA (eds.): Rutas, ciudades y moneda en Hispania. Actas del II EPNA (Oporto, 1998). Madrid, 1999 (en coedición con la Universidade do Porto), 476 págs., figs.—ISBN 84-00-07838-1. J. C. SAQUETE: Las vírgenes vestales. Un sacerdocio femenino en la religión pública romana. Madrid, 2000 (en coedición con la Fundación de Estudios Romanos), 165 págs.—ISBN 84-00-07986-8. M.a P. GARCÍA BELLIDO y L. CALLEGARIN (coords.): Los cartagineses y la monetización del Mediterráneo occidental. Madrid, 2000 (en coedición con la Casa de Velázquez). 192 pp. y figs. ISBN: 84-00-07888-8. L. CABALLERO ZOREDA y P. MATEOS CRUZ (coords.): Visigodos y Omeyas. Un debate entre la Antigüedad tardía y la alta Edad Media. Madrid, 2000 (en coedición con el Consorcio de la Ciudad Monumental de Mérida). 480 pp. y figs. ISBN: 84-00-07915-9. M.a MARINÉ ISIDRO: Fíbulas romanas en Hispania: la Meseta. Madrid, 2001. 508 págs. + 37 figs. + 187 láms.—ISBN 84-00-07941-8. I. SASTRE PRATS: Onomástica y relaciones políticas en la epigrafía del Conventus Asturum durante el Alto Imperio. Madrid, 2002.- ISBN84-00-08030-0. C. FERNÁNDEZ, M. ZARZALEJOS, C. BURKHALTER, P. HEVIA y G. ESTEBAN: Arqueominería del sector central de Sierra Morena. Introducción al estudio del Área Sisaponense. Madrid, 2002. 125 págs. + figs. en texto y fuera de texto.—ISBN 84-00-08109-9. P. PAVÓN TORREJÓN: La cárcel y el encarcelamiento en la antigua Roma. Madrid, 2003. 299 págs. + 18 figs. En texto, apéndices e índices. -ISBN: 84-00-08186-2. L. CABALLERO, P. MATEOS y M. RETUERCE (eds.): Cerámicas Tardorromanas y Altomedievales en la Península Ibérica. Instituto de Historia e Instituto de Arqueología de Mérida. Madrid, 2003. 553 págs. + 277 figs.- ISBN 84-00-08202-8. P. MATEOS, L. CABALLERO (eds.): Repertorio de arquitectura cristiana: época tardoantigua y altomedieval. Mérida, 2003. 348 págs. + figs en texto. ISBN 84-00-08179-X. T. TORTOSA ROCAMORA (coord.): El yacimiento de la Alcudia: pasado y presente de un enclave ibérico. Instituto de Historia. Madrid, 2004., 264 págs. + figs. en texto.— ISBN 84-00-08265-6. V. MAYORAL HERRERA: Paisajes agrarios y cambio social en Andalucía Oriental entre los períodos ibérico y romano. Instituto de Arqueología de Mérida, 2004, 340 págs. + figs. en texto.—ISBN 84-00-08289-3. A. PEREA, I. MONTERO Y O. GARCÍA-VUELTA (eds.): Tecnología del oro antiguo: Europa y América. Ancient Gold Technology: America and Europe. Instituto de Historia. Madrid, 2004. 440 págs. + figs. en texto.—ISBN: 84-00-08293-1. F. CHAVES Y F. J. GARCÍA (eds.): Moneta Qua Scripta. La Moneda como Soporte de Escritura. Instituto de Historia. Sevilla, 2004. 431 págs. + figs., láms. y mapas en texto.—ISBN: 84-00-08296-6. M. BENDALA, C. FERNÁNDEZ OCHOA, R. DURÁN CABELLO y A. MORILLO (eds.): La arqueología clásica peninsular ante el tercer milenio. En el centenario de A. García y Bellido (1903-1972). Instituto de Historia. Madrid, 2005. 217 págs. + figs. en texto.—ISBN 84-00-08386-5 S. CELESTINO PÉREZ, J. JIMÉNEZ ÄVILA (edits.): El Periodo Orientalizante. Actas del III Simposio Internacional de Mérida: Protohistoria del Mediterráneo Occidental. Mérida 2005, dos volúmenes, 1440 págs.+ figs., láms., gráficos y mapas en texto. ISBN 84-00-08345-8.

ANEJOS DE «ARCHIVO ESPAÑOL DE ARQVEOLOGÍA» (Continuación) XXXVI

M.ª RUIZ DEL ÁRBOL MORO: La Arqueología de los espacios cultivados. Terrazas y explotación agraria romana en un área de montaña: la Sierra de Francia. Instituto de Historia. Madrid, 2005. 123 págs. + 30 figs. en texto.—ISBN 84-00-08413-6. XXXVII V. GARCÍA-ENTERO: Los balnea domésticos –ámbito rural y urbano– en la Hispania romana. Instituto de Historia. Madrid, 2005. 931 págs. + 236 figs. en texto.—ISBN 84-00-08431-4. XXXVIII T. TORTOSA ROCAMORA: Los estilos y grupos pictóricos de la cerámica ibérica figurada de la Contestania. Instituto de Arqueología de Mérida. Mérida. 2006. 280 págs.—ISBN 84-00-08435-1. XXXIX A. CHAVARRÍA, J. ARCE y G. BROGIOLO (eds.): Villas Tardoantiguas e el Mediterráneo Occidental. Instituto de Historia. Madrid. 2006. 273 págs. + figs. en texto.—ISBN 84-00-08466-7. XL M.a ÁNGELES UTRERO AGUDO: Iglesias tardoantiguas y altomedievales en la Península Ibérica. Análisis arqueológico y sistemas de abovedamiento. Instituto de Historia. Madrid. 2006. 646 págs. + figs. en texto + 290 láms.—ISBN 978-94-00-8510-0. XLI L. CABALLERO y P. MATEOS (eds.): Escultura decorativa tardoromana y alto medieval en la Península Ibérica. Actas de la Reunión Científica “Visigodos y Omeyas” III, 2004, Instituto de Arqueología de Mérida. Mérida. 2007. 422 págs. + figs. en texto.—ISBN 978-84-00-08543-8. XLII P. MATEOS CRUZ: El “Foro Provincial” de Augusta Emerita: un conjunto monumental de culto imperial. Instituto de Arqueología de Mérida. Mérida. 2006. 439 págs. + figs. en texto.—ISBN 978-84-00-08525-4. XLIII A. JIMÉNEZ DÍEZ: Imagines hibridae. Instituto de Historia. Madrid. 2008. 420 págs. + figs. en texto.—ISBN 97884-00-08617-6.

HISPANIA ANTIQVA EPIGRAPHICA (HispAntEpigr.) Fascículos 1-3 (1950-1952), 4-5 (1953-1954), 6-7 (1955-1956), 8-11 (1957-1960) y 12-16 (1961-1965).

ITALICA Cuadernos de Trabajos de la Escuela Española de Historia y Arqueología de Roma (18 vols.). Monografías de la Escuela (22 vols.).

CORPVS VASORVM HISPANORVM J. CABRÉ AGUILÓ: Cerámica de Azaila. Madrid, 1944.—Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C. XI + 101 págs. con 83 figs. + 63 láms., 32 × 26 cm. (agotado). I. BALLESTER, D. FLETCHER, E. PLA, F. JORDÁ y J. ALCACER. Prólogo de L. PERICOT: Cerámica del Cerro de San Miguel, Liria. Madrid, 1954.—Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C. y Dipu-tación Provincial de Valencia.—XXXV + 148 págs., 704 figs., LXXV láms., 32 × 26 cm.—ISBN 84-00-01394-8 (agotado).

ANEJOS DE GLADIUS CSIC y Ediciones Polifemo M.ª P. GARCÍA-BELLIDO: Las legiones hispánicas en Germania. Moneda y ejército. Instituto de Historia. 2004. 354 págs. + 120 figs. ISBN 84-00-08230-3. M.ª P. GARCÍA-BELLIDO (coord.): Los campamentos romanos en Hispania (27 a.C.-192 d.C.). El abastecimiento de moneda. Instituto Histórico Hoffmeyer. Instituto de Historia. Ediciones Polifemo. 2006. 2 vols. + CD Rom. ISBN (10) 84-00-084403; (13) 978-84-00-08440-0.

TABVLA IMPERII ROMANI (TIR) Unión Académica Internacional Editada por el C.S.I.C., Instituto Geográfico Nacional y Ministerio de Cultura. Hoja K-29: Porto. CONIMBRIGA, BRACCARA, LVCVS, ASTVRICA, edits. A. BALIL ILLANA, G. PEREIRA MENAUT y F. J. SÁNCHEZ-PALENCIA. Madrid, 1991. ISBN 84-7819-034-1. Hoja K-30: Madrid. CAESARAVGVSTA, CLVNIA, edits. G. FATÁS CABEZA, L. CABALLERO ZOREDA, C. GARCÍA MERINO y A. CEPAS. Madrid, 1993. ISBN 84-7819-047-3. Hoja J-29: Lisboa. EMERITA, SCALLABIS, PAX IVLIA, GADES, edits. J. DE ALARCÃO, J. M. ÁLVAREZ, A. CEPAS, R. CORZO. Madrid, 1995. ISBN 84-7819-065-1. Hoja K-J31: Pyrénées Orientales-Baleares. TARRACO, BALEARES, edits. A. CEPAS PALANCA, J. GUITART I DURÁN. G. FATÁS CABEZA. Madrid, 1997. ISBN 84-7819-080-5. Fall K-J31: Pyrénées Orientales-Baleares (edición en catalán). ISBN 89-7819-081-3.

VARIA A. GARCÍA Y BELLIDO: Esculturas romanas de España y Portugal. Madrid, 1949, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2 volúmenes de 28 × 20 cm.: I, Texto, XXVII + 494 págs.—II, Láminas, 352 láms. (agotado). _____________________ C. PEMÁN: El pasaje tartéssico de Avieno. Madrid, 1941, 115 págs., 26 × 18 cm. (agotado). _____________________ A. SCHULTEN: Geografía y Etnografía de la Península Ibérica. Vol. I. Madrid, 1959. Instituto Español de Arqueología (C.S.I.C.), 412 págs., 22 × 16 cm.—Contenido: Las fuentes antiguas. Bibliografía moderna y mapas. Orografía de la meseta y tierras bajas. Las costas (agotado). Vol. II. Madrid, 1963, 546 págs., 22 × 16 cm.—Contenido: Hidrografía. Mares limítrofes. El estrecho de Gibraltar. El clima. Minerología. Metales. Plantas. Animales (agotado). _____________________ M. PONSICH: Implantation rurale antique sur le Bas-Guadalquivir (II) (Publications de la Casa de Velázquez, série «Archéologie»: fasc. III).—Publié avec le concours de l’Instituto Español de Arqueología (C.S.I.C.) et du Conseil Oléicole International.— París, 1979 (27,5 × 21,5 cm.), 247 págs. con 85 figs. + LXXXI láms.—ISBN 84-600-1300-6. _____________________ HOMENAJE A Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV

A. GARCÍA Y BELLIDO Madrid, 1976. Revista Madrid, 1976. Revista Madrid, 1977. Revista Madrid, 1979. Revista

de de de de

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Universidad Universidad Universidad Universidad

Complutense Complutense Complutense Complutense

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Madrid, Madrid, Madrid, Madrid,

XXV, 101. XXV, 104. XXVI, 109. XXVIII, 118.

_____________________ VV.AA.: Producción y Comercio del Aceite en la Antigüedad. Primer Congreso Internacional.—Universidad Complutense.— Madrid, 1980 (24 × 17 cm.), 322 págs.—ISBN 84-7491-025-0. VV.AA.: La Religión Romana en Hispania. Simposio organizado por el Instituto de Arqueología «Rodrigo Caro» del C.S.I.C. (17-19 diciembre 1979).—Subdirección General de Arqueología del Ministerio de Cultura.—Madrid, 1981 (28,5 × 21 cm.), 446 págs.—ISBN 84-7483-238-1. VV.AA.: Homenaje a Sáenz de Buruaga.—Diputación Provincial de Badajoz: Institución Cultural «Pedro de Valencia».—Madrid, 1982 (28 × 19,5 cm.), 438 págs.—ISBN 84-500-7836-9. VV.AA.: Producción y Comercio del Aceite en la Antigüedad. Segundo Congreso Internacional.—Universidad Complutense.— Madrid, 1983 (24 × 17 cm.), 616 págs.—ISBN 84-7491-107-9. VV.AA.: Actas del Congreso Internacional de Historiografía de la Arqueología y de la Historia Antigua en España (siglos XVIII-XX), 13-16 de diciembre de 1988, C.S.I.C., Ministerio de Cultura, 1991.—ISBN 84-7483-758-8. VV.AA.: Ciudad y comunidad cívica en Hispania (siglos II y III d.C.). Cité et communauté civique en Hispania. Actes du Colloque organisé par la Casa de Velázquez et par le Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid, 25-27 janvier 1990. Collection de la Casa de Velázquez, 38. Serie Rencontres. Madrid, 1992, 220 pp.—ISBN 84-86839-46-7.

BIBLIOTHECA ARCHAEOLOGICA ISSN 0519-9603 I II III IV V VI VII

A. BLANCO FREIJEIRO: Arte griego. Madrid, 1982, 396 págs., 238 figs., 19 × 13 cm. (8.a edición, corregida y aumentada).— ISBN 84-00-04227-1. Cf. en Textos Universitarios. A. GARCÍA Y BELLIDO: Colonia Aelia Augusta Italica. Madrid, 1960, 168 págs., 64 figuras en el texto y 48 láms., y un plano, 19 × 13 cm.—ISBN 84-00-01393-X (agotado). A. BALIL: Pintura helenística y romana. Madrid, 1962, 334 págs:, 104 figs. y 2 lám. 19 × 13 cm.—ISBN 84-00-005732 (agotado). A. BALIL: Colonia Julia Augusta Paterna Faventia Barcino. Madrid, 1964, 180 págs., 69 figs. y un plano, 19 × 13 cm.—ISBN 84-00-01454-5. 2.a ed. 84-00-01431-6 (agotado). A. GARCÍA Y BELLIDO: Urbanística de las grandes ciudades del mundo antiguo. Madrid, 1985, XXVIII + 384 págs., 194 figs. en el texto, XXII láms. y 2 cartas, 19 × 13 cm. (2.a ed. acrecida).—ISBN 84-00-05908-5. A. M. DE GUADÁN: Numismática ibérica e iberorromana. Madrid, 1969, XX + 288 págs., 24 figs. y varios mapas en el texto y 56 láms., 19 × 13 cm.—ISBN 84-00-01981-4 (agotado). M. VIGIL: El vidrio en el mundo antiguo. Madrid, 1969, XII + 182 págs., 160 figs., 19 × 13 cm.—ISBN 84-00-019822. 2.a ed. 84-00-01432-4 (agotado).

TEXTOS UNIVERSITARIOS 1. 2. 35. 36.

A. GARCÍA Y BELLIDO: Arte romano.—C.S.I.C. (8.a ed.).—Madrid, 1990 (28 × 20 cm.), XX + 836 págs. con 1.409 figs.— ISBN 84-00-070777-1. A. BLANCO FREIJEIRO: Arte griego.—C.S.I.C. (8.a ed.).—Madrid, 1990 (21 × 15 cm.), IX + 396 págs. con 238 figs.— ISBN 84-00-07055-0. M.P. GARCÍA-BELLIDO y C. BLÁZQUEZ: Diccionario de cecas y pueblos hispánicos. Vol. I: Introducción. Madrid, 2001, 234 pp. y figs. ISBN: 84-00-08016-5. M.P. GARCÍA-BELLIDO y C. BLÁZQUEZ: Diccionario de cecas y pueblos hispánicos. Vol. II: Catálogo de cecas y pueblos. Madrid, 2001, 404 pp. y figs. ISBN: 84-00-08017-3.

CORPVS DE MOSAICOS DE ESPAÑA I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII

A. BLANCO FREIJEIRO: Mosaicos romanos de Mérida.—Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C.—Madrid, 1978 (28 × 21 cm.), 66 págs. con 12 figs. + 108 láms.—ISBN 84-00-04303-0 (agotado). A. BLANCO FREIJEIRO: Mosaicos romanos de Itálica (I).—Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C.—Madrid, 1978 (28 × 21 cm.), 66 págs. con 11 figs. + 77 láms.—ISBN 84-00-04361-8. J. M. BLÁZQUEZ MARTÍNEZ: Mosaicos romanos de Córdoba, Jaén y Málaga.—Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C.—Madrid, 1981 (28 × 21 cm.), 236 págs. con 32 figs. + 95 láms.—ISBN 84-00-04937-3. J. M. BLÁZQUEZ MARTÍNEZ: Mosaicos romanos de Sevilla, Granada, Cádiz y Murcia.—Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C.—Madrid, 1982 (28 × 21 cm.), 106 págs. con 25 figs. + 47 láms.—ISBN 84-00-05243-9. J. M. BLÁZQUEZ MARTÍNEZ: Mosaicos romanos de la Real Academia de la Historia, Ciudad Real, Toledo, Madrid y Cuenca.—Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C.—Madrid, 1982 (28 × 21 cm.), 108 págs. con 42 figs. + 50 láms.— ISBN 84-00-05232-40. J. M. BLÁZQUEZ MARTÍNEZ y T. ORTEGO: Mosaicos romanos de Soria.—Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C.— Madrid, 1983 (28 × 21 cm.), 150 págs., con 22 figs. + 38 láms.—ISBN 84-00-05448-2. J. M. BLÁZQUEZ y M. A. MEZQUÍRIZ (con la colaboración de M. L. NEIRA y M. NIETO): Mosaicos romanos de Navarra.— Instituto Español de Arqueología del C.S.I.C. Madrid, 1985 (28 × 21 cm.), 198 págs. con 31 figs. + 62 láms.—ISBN 84-00-06114-4. J. M. BLÁZQUEZ, G. LÓPEZ MONTEAGUDO, M. L. NEIRA y M. P. SAN NICOLÁS: Mosaicos romanos de Lérida y Albacete. Madrid, 1989. Departamento de Historia Antigua y Arqueología del C.S.I.C. (28 × 21 cm.), 60 págs., 19 figs. y 44 láms.—ISBN 84-00-06983-8. J. M. BLÁZQUEZ, G. LÓPEZ MONTEAGUDO, M. L. NEIRA y M. P. SAN NICOLÁS: Mosaicos romanos del Museo Arqueológico Nacional. Madrid, 1989. Departamento de Historia Antigua y Arqueología del C.S.I.C. (28 × 21 cm.), 70 págs., 18 figs. y 48 láms.—ISBN 84-00-06991-9. J. M. BLÁZQUEZ, G. LÓPEZ MONTEAGUDO, T. MAÑANES y C. FERNÁNDEZ OCHOA: Mosaicos romanos de León y Asturias. Madrid, 1993. Departamento de Historia Antigua y Arqueología del C.S.I.C. (28 × 21 cm), 116 págs., 19 figs. y 35 láms.—ISBN 84-00-05219-6. M. L. NEIRA y T. MAÑANES: Mosaicos romanos de Valladolid. Madrid, 1998. Departamento de Historia Antigua y Arqueología del C.S.I.C. (28 × 21 cm), 128 págs., 10 figs. y 40 láms.—ISBN 84-00-07716-4. G. LÓPEZ MONTEAGUDO, R. NAVARRO SÁEZ y P. DE PALOL SALELLAS: Mosaicos romanos de Burgos. Madrid, 1998. Departamento de Historia Antigua y Arqueología del C.S.I.C. (28 × 21 cm), 170 págs., 26 figs. y 168 láms.—ISBN 84-00-07721-0.

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