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Spanish; Castilian Pages 199 [159] Year 2012
Horacio Vázquez-Rial
Hombres Solos Ser varón en el siglo XXI
Barcelona 2012 Colección Pensamiento Independiente WWW.PENSODROMO.COM/21
Créditos
Título original: Hombres solos © Horacio Vázquez-Rial © 2012, Red ediciones S.L.
De: Entrevista: a Horacio Vázquez-Rial © Mariló Hidalgo - Revista Fusion.com
e-mail: [email protected]
Editor: Henry Odell - [email protected]
Diseño de cubierta: Pensódromo 21
ISBN rústica: 978-84-9007-156-4 ISBN ebook: 978-84-9007-159-5
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www.pensodromo.com/21
Sumario
Créditos
Prólogo
1. La revolución sexual del siglo XX: desde dónde asumirla La revolución Quién y desde dónde Vivir con mujeres
2. El apogeo del hombre duro Demasiado para un hombre corriente Los valores del hombre duro
3. Aniquilación del hombre duro Los otros La imagen periodística del varón
4. Matrimonio y patrimonio: es inútil declararse padre
5. El mito de la mujer Prostitución El varón y la prostitución
6. El mito del varón
7. Las mujeres reales: una a una y en pequeños grupos La felicidad en pareja y la falacia de la opción sexual La tentación totalitaria y la práctica política Las mujeres y el ejército industrial de reserva
8. Los varones reales: uno a uno y en pequeños grupos Los deberes del pene El género fuerte. ¿Cambio de sexualidad o cambio de roles? Igualdades y diferencias
9. La cultura del maltrato La inconveniencia de la palabra cultura El maltrato que no lleva a la muerte pero acompaña hasta el final La discriminación positiva y la victimización de la mujer: la fantasía
patriarcal Las otras mujeres ¿Dónde está el problema?
10. A modo de epílogo
Anexos
Entrevista a Horacio Vázquez-Rial
El seudofeminismo almodovariano
Sexualidades
Prólogo
por María Teresa González Cortés
«Los varones actúan como príncipes, porque es lo que suponen que se espera de ellos. Las mujeres actúan como víctimas potenciales, cosa que resulta desconcertante para cualquier príncipe.»
Horacio Vázquez-Rial
En Occidente existe una interesante saga de filósofos y pensadores que lleva durante siglos, desde Condorcet a Julián Marías, analizando el peso que ejerce la herencia cultural (ideas, costumbres, patrones de comportamiento, etc.) tanto sobre la construcción de nuestra identidad personal, como sobre los mimbres de nuestra concepción de la realidad. Inscrito en esta gran tradición de librepensadores varones destaca Horacio Vázquez-Rial, quien como espectador y en calidad de investigador estudia los sucesos históricamente más recientes del pasado siglo XX que han condicionado y, a veces, golpeado la vida de muchas generaciones de mujeres y hombres, aunque, claro está, y también desde su faceta literaria, Horacio VázquezRial nos relata en tono intimista las circunstancias que moldearon su vida. «Me criaron mi madre y mi abuela», nos dice. «Siempre he vivido entre mujeres», recalca. «Decía que siempre he vivido con mujeres. Ahora también. Pero estas dos mujeres son mis hijas», agrega.
Sabido esto, y con el fin de situar a nuestro autor, a la sazón, historiador y periodista, escritor y novelista, no debemos omitir la defensa —apasionada, sin concesiones ni trampas— de la libertad, que Horacio lleva a cabo a lo largo de las páginas de este libro titulado Hombres solos - ser varón en el siglo XXI, igual que tampoco se ha de dejar de recalcar ese claro e inequívoco rechazo suyo, sin paliativos, contra la violencia en cualquiera de sus formas:
Estamos contra el maltrato de mujeres, niños, y hombres; estamos contra la ablación del clítoris, proceda la mujer de la cultura que proceda; estamos contra el matrimonio forzoso; estamos contra el matrimonio de menores sin libre elección; estamos contra la violación y contra toda forma no consentida de relación entre sexos; fuera y dentro del matrimonio; estamos contra la esclavitud sexual, incluya o no tráfico internacional de personas; estamos contra la utilización sexual de los niños; estamos a favor de la libre decisión sobre la continuidad o la interrupción del embarazo; estamos a favor del derecho a divorciarse.
Leído este manifiesto, se podría afirmar que Horacio Vázquez-Rial, por el infinito respeto que manifiesta hacia la independencia y hacia la soberanía de los seres humanos, es un feminista, ¿o cabría decir «feministo» en esta lucha absurda de palabras que nos atenaza y ahoga desde hace unos lustros? Antes de sacar conclusiones apresuradas, conviene apuntar que este argentino «barcelonés» afincado en Madrid no se pliega con facilidad a modas y novedades. Es más, debido a su cosmopolitismo, en él palpita siempre un alma inquieta, amén de profundamente viajera. Y Horacio Vázquez-Rial (a quien le anima la luz del universalismo estoico) bien podría haber hecho suya la pregunta que en sus Disertaciones ya suscitó el filósofo Epicteto (55.135 d. C.): «¿Por qué no habría uno de llamarse ciudadano del mundo?» Y decimos esto porque, sin lugar a dudas, Vázquez-Rial es un ciudadano del mundo, y en su vida, rica en experiencias que trascienden las rutinas del bucle, sabe detectar las insuficiencias, las contradicciones de los relatos contemporáneos. Y mostrar las carencias e incongruencias de un tipo de feminismo que, desde las últimas décadas del siglo XX, sobresale en aspectos negativos: en ser tan superior como dogmático, tan radical como
propenso a caer en el culto a las ideas.
¿Y de dónde proviene esta deriva ultramontana y reaccionaria que venimos detectando sobre todo y en especial entre aquellos movimientos finiseculares que dicen que abanderan estrategias de liberación? Muy sencillo, puesto que la igualdad «se ha alcanzado a partir de unas reivindicaciones concretas», nos explica Vázquez-Rial, «el tiempo fue haciendo [estas reivindicaciones] cada vez más difusas». Lo cual revela por qué a partir de los principios justos y equitativos de la igualdad sexual se pasó a la ideología de la diferencia, a la reivindicación sexista de las diferencias. Y, yo añadiría, que a la guerra contra el sexo en sí mismo porque, ahora, no se puede ni emplear la palabra «sexo» —solo la voz «género»—, estulticia lingüística acrecentada por la fuerza propagandística de ese nuevo puritanismo que nace de la neolengua que usa buena parte de los sectores más acomodados del feminismo occidental.
«Preferiría que dijeran que no he existido a que crean que fui fanático», señalaba de sí mismo Plutarco (c. 46-120 d. C.). Pues bien, Horacio Vázquez-Rial, en sintonía con el historiador griego, desconfía de tópicos manidos al uso y rechaza cualquier discurso, por fanático, «mítico», por entusiasta, «mitificador». Indiquemos, entonces, que es por ese nunca escondido espíritu crítico por lo que Horacio Vázquez-Rial consigue poner bajo el ojo de la sospecha las teorías que manejan, a modo de biblia y de manera inmovilista, sociólogos y feministas. De ahí surgió Hombres solos, ser varón en el siglo XXI, un libro de lectura obligada si queremos salir de las trincheras sesgadas, por unilaterales, de un feminismo romántico y acéfalo que basa su primacía y su existencia teórica en instrumentalizar a tiempo completo el masoquismo de la mujer y que, cómo no, subraya incluso en escenarios artificiales e irreales los efectos del victimismo sexual alejándose de los problemas reales e individuales de las personas.
Basta recordar a este respecto las teorías de Sandra Scart, Alison Jagger… y Catharine MacKinnon. Esta última, por ejemplo, a la que he criticado en otras ocasiones con gran dureza, ha llegado a sostener que «violación» es
sinónimo de cualquier acto heterosexual o, dicho en román paladino, que cualquier clase de contacto constituye una violación. Con lo cual, y siguiendo las leyes de guerra de esta activista feminista e influyente jurista norteamericana, resulta que la mirada del varón no solo es per se una forma de acoso sexual contra la fémina, sino también y potencialmente un acto delictivo de violencia, punible por tanto.
Ante esta verborrea excéntrica, repleta de excesos y abusos, Elisabeth Badinter ha denunciado cómo, «desde hace treinta años, el feminismo radical americano ha tejido pacientemente la urdimbre de un continuum del crimen sexual que quiere demostrar el largo martirologio femenino».¹ Y no anda descaminada esta pensadora francesa por cuanto es un hecho histórico que el (re)conocimiento del sufrimiento femenino ha entrañado en la mayoría de los sectores del feminismo occidental la necesidad de mantener vivos y abiertos los vínculos del dolor como justificación ontológica del propio feminismo. Y esta actitud, este ensimismamiento, es decir, este gusto cursi y relamido destinado a mantener los mismos ídolos, los mismos tópicos viene a demostrar una enorme parálisis o, dicho con otras palabras, el gran apego que sienten muchas feministas a situaciones idénticas e incambiables. Lo cual, a todas luces, es una perversión auténtica, dado que ni se puede aceptar que lo falso sea un momento de la verdad ni tampoco creer anacrónicamente que la situación de la mujer del siglo XXI es la de la mujer en siglos anteriores.
¿Por qué una sección del feminismo está anclada en su propio imaginario y enamorada al modo platónico de sus propios principios? Fue Alain Finkielkraut quien incidió en que el mito de la raza aria y el mito del proletariado constituyeron las ficciones que dominaron la centuria pasada. A esta descripción Vázquez-Rial incorpora un dato relevante y, en consecuencia, no menor. Y escribe: a Finkielkraut «le falta un mito para acabar de definir la tragedia. El mito de la mujer». ¿Y en qué consiste este mito?, nos preguntamos. En encontrar con afán compulsivo las esencias intemporales y ahistóricas de la mujer y ello con el fin de crear relatos hegemónicos y generalistas, ficticios e imaginados, al margen, consiguientemente, de las condiciones de las personas. Pues bien, en contra
de todo esto, se levanta Horacio Vázquez-Rial y expone:
Que nadie se confunda: no estoy condenando el feminismo como tal. Creer eso sería equivalente a creer que estoy a favor de la tuberculosis si denuncio el manejo corrupto de una organización nominalmente dedicada a combatirla. O a creer que estoy en contra de la justicia social si denuncio el estalinismo. Estoy, en cambio, condenando los contenidos reaccionarios de una importante porción del feminismo militante. El que ha creado el mito de la mujer como clase social, y como víctima y, por lo tanto, enemiga del varón. Ambos términos, mujer y varón, empleados como absoluto, en olvido de las mujeres concretas y de los hombres concretos.
Ni que decir tiene que si para estudiar una enfermedad, no hay que estar enfermo; si para luchar contra la pobreza, no hay que ser pobre; por idéntica razón, no cabe duda de que para investigar los zarpazos de los paradigmas sexuales, no tenemos por qué ser necesariamente actores de los mismos. E igual que las mujeres hemos analizado y analizamos los patrones sexuales del comportamiento, con argumentos similares los hombres no solo pueden sino que deben, en aras a la riqueza de ideas, investigar los patrones sexuales del comportamiento. Solo así es posible escapar de los canchales del fanatismo y reconocer, como decía el filósofo escéptico Pirrón de Elis, que «una fuente de intranquilidad radica en querer llegar a conocimientos absolutos».
El siglo XX ha sido, pues, «el siglo de los mitos», el siglo de los conocimientos absolutos. De ahí que Vázquez-Rial trabaje por descubrir las (im)posturas despóticas y autoritarias de un feminismo que, por monopolista, se autodefine omnipotente e inmune a la crítica. Pero, de ahí, asimismo, que este escritor valiente, y enemigo de la injusticia, quiera dar testimonio personal, en el libro Hombres solos - ser varón en el siglo XXI, de los efectos que provoca sobre nuestras vidas la prepotencia ideológica, venga ésta de donde venga.
1. Elisabeth Badinter (2003). Fausse Route. París: Odile Jacob. Versión en español (2004)Por mal camino. Madrid: Alianza Editorial, citada por Horacio Vázquez-Rial en el cap. 5.
1. La revolución sexual del siglo XX: desde dónde asumirla
La revolución
El siglo XX, de manera notable en su segunda mitad, fue testigo de la mayor revolución conocida en el ámbito de la sexualidad. Desde la última década de la era victoriana, las mujeres se habían ido abriendo camino hacia la igualdad con el varón –igualdad deseada pero no necesariamente feliz— por medio de los movimientos sufragistas, primero, y feministas, después, y de su incorporación efectiva y masiva al trabajo asalariado. La guerra de 1914-1918 marcó un corte significativo, la primera línea divisoria entre un antes opresivo y represivo, y un después de relativa libertad. En 1900, las piernas de las mujeres eran uno de los secretos mejor guardados de la historia, salvo en el escandaloso caso de las bailarinas, en especial las del cancán (hasta hace muy poco, las palabras «bataclana» o «corista» eran sinónimos de puta, y aún lo siguen siendo en buen número de cabezas). En 1920, veinte años y una guerra mundial más tarde, la mayor parte de las piernas femeninas en condiciones de ser mostradas, en Europa y América, estaban al descubierto de medio muslo hacia abajo y las señoritas de la jet de la época bailaban el charlestón moviéndose sin recato. Las mujeres empezaron entonces a exhibir su sexualidad, aunque no la ejercieran aún libremente: las que lo hicieron fueron contadas y, a menudo, célebres por ello. En la Segunda Guerra Mundial, numerosísimas mujeres encontraron un sitio en o junto a los ejércitos, en el servicio activo auxiliar y de sanidad. Florence Nightingale, que había sido la excepción en la guerra de Crimea (1854-1860), ya no podía haberlo sido en la de 1914, donde la actividad de las enfermeras fue importantísima. No puedo dejar de recordar y, por lo tanto, de apuntar aquí, que así como el ingreso de las mujeres en el universo de la producción se hizo por la puerta estrecha de los empleos fabriles peor pagados, su participación en la contienda de 1939-1945 no se limitó al consuelo y los primeros auxilios, sino que se tradujo en la ocupación de puestos tan lamentables como la guardia de campos de prisioneros, de concentración y de exterminio en la organización del Tercer Reich, y de deportación, en la de la URSS. Y si los comienzos de las mujeres como
miembros fácticos del proletariado fue en la mayoría de casos obra de la necesidad, antes que del afán igualitario que impregna el discurso del feminismo —las que no eran obreras, eran prostitutas o no comían—, la entrada de señoritas y señoras en los aparatos represivos alemán y soviético fue fruto de su libre voluntad y elección políticas: el Estado las reclutaba como personas de toda confianza y, a cambio, delegaba en ellas porciones menudas pero valiosas de su poder. Ser de confianza en aquellas circunstancias requería un corazón duro, en el que no cupiese la piedad ante prisioneros y prisioneras, adultos y niños, y unas sólidas convicciones que hicieran sentir imprescindible a cada funcionario. Después de la caída de Berlín, las faldas se situaron discretamente por debajo de las rodillas: las mujeres estaban menos dispuestas a exhibir su sexualidad que en los años veinte, pero tenían más posibilidades reales de ejercerla, de lo que queda amplia constancia en la literatura. No obstante, aún se le oponían dos obstáculos mayores: el riesgo de embarazo y las enfermedades venéreas, especialmente la sífilis. Los embarazos no deseados y no legalizados eran aún una auténtica tragedia, se los mirara como se los mirara. Si el padre potencial era un hombre casado con otra mujer, sólo se abrían ante la víctima dos posibilidades: la del aborto clandestino, sumamente peligroso —hecho por profesionales no siempre calificados o por simples aficionados, capaces de perpetrar una carnicería o de infectar a la embarazada operando con las manos sucias, y causando en cualquiera de las dos formas la muerte de la paciente—, o la del hijo de soltera, oculto, entregado en falsa adopción, abandonado en el entorno de la inclusa o asumido y vivido eternamente como causa de marginalidad. Si el padre no estaba casado, el problema podía resolverse, con suerte y con la colaboración del individuo —nada corriente, puesto que aquellos sujetos solían despreciar a quien se les entregara sin pasar por la sacristía—, en un matrimonio obligado y necesariamente infeliz que se arrastraba hasta la tumba, al menos hasta la de uno de los dos cónyuges. Si el hombre casado era un militar, un juez o un alto funcionario, el que su pecado se conociera, haciéndose público que tenía un hijo extramatrimonial, podía costarle la carrera. Y eso fue así hasta pasada la
mitad del siglo en países civilizados, y aún hoy es una situación de peso en el destino de un político, si bien no en todas partes. El caso Lewinsky suscitó una discusión apasionada entre puritanos y liberales acerca de la trascendencia que podía tener la fidelidad o la infidelidad del presidente de los Estados Unidos en la década de 1990, pero mucho antes, en la primera mitad de los ochenta, el vicepresidente del gobierno español tenía una hija habida fuera de matrimonio, con quien se le veía a menudo, sin que las estructuras sociales se resquebrajaran y sin que el Rey dejara de recibirle. Probablemente estos matices diferenciales entre países tenga que ver con el predominio en cada uno de la moral protestante o de la moral católica, de manga bastante más ancha. Bill Clinton hubo de responder ante su propia iglesia por el caso Lewinsky. John F. Kennedy, de quien era sabido que coleccionaba amantes, ni siquiera se sentía obligado a responder ante la suya. Por otro lado, estaban las enfermedades venéreas, que obraban como guardianes de la moral, a pesar de que el preservativo es un invento ya antiguo, aunque no obsoleto. Prostitutas y clientes solían morir de sífilis, e incontables hombres padecían de por vida la «gota militar», como se denominaba popularmente a la secreción de pus por vía urinaria, dado que era frecuente contraer la gonorrea durante el servicio militar, en las visitas de grupo a los prostíbulos. En los primeros años de la posguerra española fueron bien conocidos y muy frecuentados los llamados Dispensarios Blancos, donde se daban tratamientos para la sífilis, la gonorrea y la tuberculosis. Las prostitutas pasaban revisión médica y se les proporcionaba una cartilla que garantizaba su salud, al menos hasta el momento de la visita, o se les denegaba. Como la picaresca es consustancial al género humano, muchas de las prostitutas a las que se les retiraba el carnet de salud hacían la calle con discreción y, si a algún cliente se le ocurría pedírselo, le decían que no lo tenían porque no eran profesionales habituales, sino señoras casadas o señoritas solteras que hacían aquello por necesidad y ocasionalmente, o hasta por única vez. Con lo que el control sanitario era burlado y las enfermedades continuaban difundiéndose. Hacia la mitad del siglo XX, la investigación médica, a la que la guerra había dado gran impulso, llevó al descubrimiento de las sulfamidas, la penicilina y la estreptomicina, que no tardarían en ser de uso corriente. El hallazgo de las sulfamidas le valió el premio Nobel de 1939 al investigador alemán Gerhard Domagk, que no pudo recogerlo hasta 1945 por
impedírselo el régimen nazi. En cuanto a la penicilina, el médico escocés Alexander Fleming la había encontrado en un moho ya en 1928, y desde entonces sabía que era capaz de destruir bacterias, pero no consiguió convertirla en un medicamento eficaz hasta 1944. Su creación, rápidamente publicitada, contribuyó enormemente a levantar la moral de los combatientes antifascistas en la última etapa de la guerra, y cabe suponer que ni esto, ni la impaciencia con que fue seguido su trabajo por el gobierno británico, fueron ajenas a la amistad que desde la infancia le unía a Sir Winston Churchill. En 1943, el equipo de Selman Waksman, que ya había aislado antes la estreptotricina, droga probadamente activa frente al bacilo de Koch, pero inútil por su toxicidad para el paciente, descubrió la estreptomicina. Con la penicilina y la estreptomicina, las enfermedades venéreas más frecuentes, la gonorrea y la sífilis, no sólo retrocedieron, sino que fueron erradicadas en los países desarrollados, junto con la terrible tuberculosis. A principios de la década de 1960 apareció el anticonceptivo. La píldora redujo la posibilidad de un embarazo no deseado al nivel del accidente, del olvido, del fallo estimado de un tratamiento por cada 100.000, o de la mala fe, cuando la planificación familiar es cosa de uno y no de dos. Para tranquilidad del lector, aclararé que no me refiero únicamente a las damas, sino también a los caballeros, no pocos de los cuales intervinieron solapadamente, mediante el cambio de unas píldoras por otras o mediante expedientes aún más retorcidos, en la supuesta decisión de su pareja. Me causa tristeza escribir sobre esto, porque por lo general, la finalidad de una preñez tramposa, haya tendido quien haya tendido la trampa, nunca son los hijos, sino el compromiso forzado e infeliz del otro. De todos modos, los que nacimos después de la caída de Berlín y fuimos adolescentes alrededor de 1960, sin miedo a los embarazos ni a las infecciones, y habiendo abolido por lo tanto el condón, fuimos la generación sexualmente más libre de la historia de la humanidad. Y si no nos internamos en la promiscuidad sin límites, fue por obra de la cultura, encarnada tanto en los prejuicios recibidos como en las instituciones ideológicas de control. Hasta que apareció el SIDA.
Quién y desde dónde
Todo lo dicho hasta aquí corresponde a una época y a una parte del mundo, no la más amplia. Es la brevísima historia de unas circunstancias casi exclusivamente vividas en Occidente, es decir, Europa, las Américas y Australia, y no en toda la escala social ni en todas las naciones a la vez. Por lo tanto, conviene aclarar quién está escribiendo, y para quién. Soy un varón blanco heterosexual. Con esto quiero decir que mi deseo de cuerpos ajenos es invariablemente de cuerpos femeninos. En la adolescencia me enmarañé emocionalmente con otro jovencito y aspiré a la experiencia física con un igual, pero después no volví a experimentar anhelos parecidos. De haberlos experimentado, los hubiese realizado sin peso alguno en el alma. Vuelvo a empezar: varón blanco heterosexual, occidental, nacido en familia católica, bautizado y con un interés de místico improvisado en el judaísmo, después de una juventud llena de marxismos de clave diversa. Un tercer comienzo, pues: varón, blanco, occidental, de tradición judeo cristiana y práctica civil liberal. Divorciado. Padre de dos hijas. Ahora, mis hijas viven conmigo. Desde hace un año. Antes, vivieron con su madre. A este punto pretendía llegar. Pero este punto sería ininteligible, de no precisar todo lo anterior. Un padre solo, con dos hijas, pero no un viudo musulmán, por poner sólo un ejemplo de posibilidades distintas. No me voy a engañar: no tengo que criar a mis hijas; ni siquiera tengo que educarlas: sólo acompañarlas hasta su completa independencia. La crianza la compartí con su madre. La educación, con su madre, con la escuela, con la sociedad y con ellas mismas. Están bien, sanas, fuertes, con los dientes parejos mediante la inversión de una fortuna que me fue oportunamente robada por la complicidad de unos odontólogos inescrupulosos, capaces de cobrar mucho más de lo ganado en buena ley, y un Estado en plena renuncia a sus funciones, que no puede rehusar su mínimo papel en la preservación de la salud, pero niega con perseverancia que el derecho a la
belleza sea por sí mismo un derecho, a la vez que elude graciosamente cualquier vínculo entre belleza y salud. Un cuarto comienzo: varón, blanco, occidental, de tradición judeo cristiana y práctica civil liberal, jefe de familia monoparental, de acuerdo con la nueva jerga socio-psicológica. También, hijo único de una pareja divorciada. Durante un tiempo, me criaron mi madre y mi abuela, en lo que las clasificaciones actuales sería considerado algo así como una familia bimaternal. No puedo decir que la separación de mis padres fuese traumática para mí: por el contrario, el día en que mi padre se fue de casa experimenté una enorme gratitud por el silencio que me rodeaba. Después, mi madre reorganizó su vida y tuve un padre sustituto, un hombre magnífico del que sólo puedo decir lo mejor: cuando algún visitante de los que reparan en las fotografías que tengo a la vista en distintos lugares de la casa, se atreve a preguntar quién es ésa, ése, aquél o la de más allá, suele asombrarse cuando digo «mi padre» y «mi otro padre». Aunque mi madre y mi otro padre tuvieron un hijo, mi hermano, yo seguí siendo hijo único porque eso sucedió a mis veinte años, yo me ganaba la vida y la hacía por mi cuenta. Mi hermano también es hijo único. Quinto comienzo, pues: varón, blanco, occidental, de tradición judeo cristiana y práctica civil liberal, jefe de familia monoparental, hijo único de una pareja divorciada. El largo proceso de mi separación no culminó realmente en el momento en que yo dejé la casa familiar, sino en aquel en que mis hijas se reunieron conmigo para componer un hogar de nuevo tipo, en otro espacio físico, distinto del de su crianza, y determinando unas relaciones también diferentes. A los cincuenta y tres años, sin dejar de ser padre, me vi en situación de oficiar también de madre. Cuando mis hijas se instalaron con armas y bagajes en mi casa, mi propia madre, fiel defensora de las esencias de una moralina reaccionaria más allá de su propia historia, puesto que fue una mujer divorciada en una época en que los que se divorciaban eran muy pocos, es decir, defensora de esencias pese a ser una persona con un modelo de conducta avanzado, dijo que
aquello no podía ser porque, textualmente, «una mujer puede ser madre y padre a la vez, pero un hombre no puede ser padre y madre». Naturalmente, no era más que una opinión y, cierta o no, había sido superada por los acontecimientos. Eso sí: verbalizó, materializó una pregunta a la que pretendo responder afirmativamente: ¿Puede un hombre ejercer como madre, además de ejercer como padre? O, en los términos de la sociología vulgar al uso, ¿puede un varón ser cabeza de una familia monoparental? La respuesta es que sí, desde luego, aunque la literatura al respecto sea, en términos comparativos, escasísima, dado que aún son muchos menos los casos en los que la familia queda a cargo del varón, que aquellos en los que queda a cargo de la mujer. Menos, pero no tan raros como se tiende a creer. En ciertas situaciones, los hijos llegan a convivir con el padre porque son jurídicamente arrebatados a la madre, aduciendo por lo común falsas razones morales, imponiendo por lo común auténtico poder económico. Pero en esas circunstancias hay que referirse a niveles de mezquindad y de odio mutuo entre los miembros de la antigua pareja que impiden pensar en mínimos de afecto, educación y convivencia. Y, las más veces, cuando los hijos quedan con la madre, lo que aparece en primer término es la dejación lisa y llana por parte del padre, que ni siquiera se hace cargo parcialmente de las necesidades materiales de su prole. Son más infrecuentes los abandonos por parte de mujeres que por parte de varones. Hay poca literatura, decía, y poco cine sobre este particular. Cuando un amigo mío, profesional de la sicología, se separó de su mujer, quedando a cargo de los hijos, dos, un niño y una niña pequeños, a los que él crió y educó exitosamente sin formar nueva pareja, es decir, sin introducir en su existencia una madre sustituta, y que hoy son universitarios independientes con una saludable vida propia, cuando eso ocurrió, decía, hace cerca de veinticinco años, se puso en los cines una película protagonizada por Dustin Hoffman y Meryl Streep, y titulada Kramer contra Kramer, en referencia a la carátula formal del proceso de un divorcio en los Estados Unidos, en la que se trataba el tema con sutileza e inteligencia. Pero fue una flor en el desierto. Todo lo que hubo después, vinculado a hombres adultos y niños en situación de convivencia, fueron comedias, burlas confirmatorias de la descontada ineptitud del varón para entenderse con los pequeños y para realizar tareas tan tediosas y estúpidamente sencillas como cambiar un pañal sin matar al bebé en el intento.
Kramer contra Kramer ponía el dedo en la llaga de un asunto que sigue siendo tabú: las madres que no quieren serlo. Y no incluyo en esa denominación a las mujeres que no quieren ser madres antes de quedar embarazadas y que eligen, con toda coherencia y responsabilidad, no procrear, sino únicamente a las mujeres que, habiendo engendrado y parido, rechazan el ejercicio cotidiano de la maternidad. Un personaje inadmisible tanto en el marco de cualquier religión monoteísta como en el de la magnificación de la mujer derivada del etnicismo de género que es una de las corrientes reales del feminismo vulgar contemporáneo. No voy a hablar de ello aquí, como tampoco voy a hablar de los numerosísimos casos en que la mujer considera más importante al marido que a los hijos, vive la separación como una herida intolerable en su narcisismo y actúa en consecuencia a todos los efectos, subordinándolo todo a su plan de venganza, en el que sus descendientes pasan a ser tratados como simples peones. No voy a hablar aquí de ninguna de esas situaciones, pero no puedo ni quiero dejar de recordar que existen. Por último: este varón blanco, occidental, de tradición judeo cristiana y práctica civil liberal, jefe de familia monoparental e hijo único de una pareja divorciada, tiene a su vez una pareja con la que no convive sino a tiempo parcial. Ella reside en otra ciudad y nos visitamos el uno al otro cada vez que nos es posible. Las experiencias que refiero en estas páginas, pues, han de ser compartidas por lectores de condiciones parecidas: mujeres o varones étnica o culturalmente blancos, es decir, criados en una sociedad occidental; de tradición judeo-cristiana, aunque su secularización y su agnosticismo sean radicales, porque lo judeo-cristiano es un way of life, no una fe ni una convicción; con vida de pareja, feliz o infeliz, primera o última, con futuro o sin él. Eso nos sitúa en determinados presupuestos, sin la asunción de los cuales sería imposible exponer y compartir una visión de la situación del varón en nuestra época: estamos contra el maltrato infantil, contra la violencia ejercida sobre las mujeres y contra la violencia ejercida sobre los hombres; estamos contra la ablación de clítoris, proceda la mujer de la cultura que proceda; estamos contra el matrimonio forzoso; estamos contra el matrimonio de menores sin libre elección; estamos contra la violación y contra toda forma no consentida de relación entre sexos, fuera y dentro del matrimonio; estamos contra la esclavitud sexual, incluya o no tráfico internacional de personas; estamos contra la utilización sexual de niños; estamos a favor de la libre decisión sobre la continuidad o la interrupción
del embarazo; estamos a favor del derecho a divorciarse. A partir de esto, lo demás es la escritura libre para mis pares, varones y mujeres.
Vivir con mujeres
Siempre he vivido entre mujeres. Mi padre no destacó nunca por la frecuencia de sus visitas. Llegamos a ser relativamente amigos cuando yo alcancé las inmediaciones de la edad adulta. Me gustaba verle. Era un gran seductor. No sé cómo se las arreglaba para serlo, porque sólo sabía hablar de dinero. Aunque tal vez ahí estuviese la clave. O no, porque también cabe que tuviese un discurso sólo para señoras, lleno de aderezos sentimentales o de rotundidades de género. A mí me fascinaba oírle hablar por teléfono. Sabía sin margen de error cuándo conversaba con un hombre y cuándo con una mujer. Le cambiaba la voz. Se le ponía espesa, pronunciaba con más precisión, casi cantaba. Con orquesta y coros. Hacía dúos perfectos consigo mismo. Le escuchaba en el despacho, y el tema, salvo distracciones corteses imprescindibles, era el dinero. Pero aun así. Ellas, desde luego, invertían. Y perdían. Pero ésa es otra historia. Siempre he vivido con mujeres. Abuela, madre, tías, primas, ah, benditas primas. Nunca intenté entenderlas como conjunto. Me parece brutal la idea de que se pueda entender un conjunto de personalidades en bloque, se trate de mujeres o de hombres, de bomberos o de farmacéuticos, de escritores o de músicos. He procurado entender a cada mujer y a cada hombre, individual, singularmente. Más allá de que sea igualmente necio negar que existan diferencias entre unas y otros. Vivimos en un mundo lleno de estúpidos lugares comunes: los hombres ensucian los baños cuando orinan, las mujeres conducen mejor, o peor, según quién lo diga, los negros llevan el ritmo en la sangre y los judíos, o los escoceses, o los catalanes, son especialmente avaros. No estoy dispuesto a hacer racismo de ninguna especie, ni de piel, ni de liturgia, ni de género, atribuyendo a priori determinadas características a cada miembro de un colectivo. Decía que siempre he vivido con mujeres. Ahora también. Pero estas mujeres son mis hijas y la comunicación es más compleja con ellas que con ninguna otra. No sólo porque el tabú del incesto está tan perfectamente instalado en mi interior que ni siquiera las percibo como representantes de un género distinto del mío, sino porque las diferencias entre generaciones
son más profundas que las diferencias entre sexos. Afectan al lenguaje, a la estética, a la percepción del mundo: tenemos pasados individuales distintos, y en ese terreno somos mutuamente extranjeros. Subrayo el concepto: pasados individuales. El pasado histórico es común, aun cuando no haya sido incorporado del mismo modo. Dentro de unos años, probablemente después de mi muerte, el pasado histórico de mis hijas incluirá y superará el mío, pero hoy todavía es menos pesado para ellas que para mí, quizás a fuerza de ser menos rico.
2. El apogeo del hombre duro
En la misma época en que las mujeres pasaban del aislamiento matrimonial o de la soltería vergonzosa a la integración en la sociedad, es decir, en el curso de la primera mitad del siglo XX, el star-system americano y europeo —porque, por mucho que hoy protesten algunos contra el cine americano, el que se producía en Europa siguió sus cánones como fórmula de éxito— promovió la aparición de un personaje a la vez múltiple y constante: el hombre duro. En América, se sucedieron tres generaciones de hombres duros en el cine: la de Clark Gable, la de John Wayne y la de Clint Eastwood. En Europa, Jean Gabin fue sustituido por Jean-Paul Belmondo, Alain Delon y Lino Ventura, tres estilos para un mismo modelo inicial. En el otro gran campo de acción del duro, la novela policíaca, Sam Spade y Philip Marlowe dieron paso a Lew Archer y a los investigadores de Chester Himes, por una parte, y los casi marginales de José Giovanni, filmados oportunamente por Jean Pierre Melville, derivaron en la nada, reemplazados por detectives calcados de los americanos y redefinidos por cierto tono local: Manuel Vázquez Montalbán, Andrea Camilleri, Henning Mankell o Petros Markaris cultivaron esa línea con éxito, pero perdiendo de vista ribetes esenciales del tipo. Después de Giovanni, aunque siguiendo el modelo americano desarrollado por los demás, la única excepción seria, en la que cabe hablar de novela realmente negra, es Giorgio Scerbanenco. A lo largo y a lo ancho de esa literatura y de ese cine, en lo que va de Dashiell Hammett a James Ellroy y de Howard Hawks a Ridley Scott (el protagonista de Blade Runner es un auténtico duro, que asume su identidad de duro sin estar convencido siquiera de no ser un replicante), se fue constituyendo un arquetipo, no siempre detectivesco; cada encarnación de Humphrey Bogart, de John Garfield, de John Wayne, de Gary Cooper, de Burt Lancaster, de Robert de Niro, de Al Pacino, de Clint Eastwood, fue distinta: fueron soldados, aventureros en África, propietarios de bares nocturnos, mafiosos, vaqueros o indios, jugadores profesionales, sheriffs improvisados, cazadores de búfalos o de leones o de vampiros, marinos, piratas, balleneros, presidiarios, aviadores, espías, resistentes… Siempre
seducidos, traicionados, solitarios y tristes. La síntesis más perfecta del estilo, aunque crítptica si no se la explica con cierta amplitud, la dio John Wayne en una frase que creo haberle oído en más de una película: «Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.» Es decir: un hombre duro está obligado a implicarse en la vida. El hombre duro no siempre sabe lo que es un hombre duro, pero sí sabe lo que le produce rechazo, sabe qué clase de individuo no quiere ser. En La mueca de marfil de Ross MacDonald, alguien le dice a Lew Archer: «Usted es un hombre duro.» Y él responde: «Espero que sí. Los blandos, los de la autoconmiseración, como usted, me dan pesadillas.» Raymond Chandler esboza su propia definición por boca de Philip Marlowe en El largo adiós:
Soy detective privado y tengo mi licencia desde hace bastante tiempo. Soy un tipo solitario, no estoy casado, estoy entrando en la edad madura y no soy rico. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de divorcios. Me gusta la bebida, las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas. No soy muy del agrado de los polizontes, pero conozco un par de ellos con los que me llevo bien. Soy hijo natural, mis padres han muerto, no tengo hermanos ni hermanas, y si alguna vez llegan a dejarme tieso en una callejuela oscura, como puede pasarle a cualquiera en mi trabajo, y en estos días que corren a mucha otra gente que se ocupa de cualquier cosa o de ninguna, nadie, ni hombre ni mujer, sentirá que ha desaparecido el motivo y fundamento de su vida.
El Matt Scuder de Lawrence Block proporciona los matices necesarios para entender qué es para un tipo duro eso de ser detective privado:
Los detectives privados tienen licencia. Intervienen teléfonos y siguen a la gente. Rellenan impresos, redactan informes, todo eso. Yo no hago esas cosas. A veces hago favores a algunas personas y me gratifican por ello.
El arquetipo, se llame Marlowe, Spade, Archer o como sea, tiene una moral propia, desligada de cualquier antecedente cultural o legal, pero definitivamente eficaz.
Tenía sus normas y vivía de conformidad con ellas, pero eran normas personales. No guardaban relación con ninguna clase de ética, de moral o de escrúpulos,
escribe Chandler en El largo adiós. El elemento saliente de esa moral es la convicción de que el mal existe y de que hay que combatirlo. Tanto el modelo como los matices de individualidad proceden en este caso de Los pecados de nuestros ancestros, de Lawrence Block:
—¿Es usted cristiano, Mr. Scudder? —No. —¿Judío? —No tengo religión. —Lo siento por usted… Pero quizá le pueda plantear la cuestión de otra forma. ¿Cree usted en el bien y en el mal, Mr. Scudder? —Sí. —¿Cree usted que existe en el mundo algo que llamamos el mal? —No es que lo crea. Lo sé.
Pero ese mismo Matt Scudder, tan taxativo, es la segunda voz del siguiente diálogo:
—Así que los periódicos estaban equivocados. Era prostituta. —Una especie de prostituta. —¿Qué quiere decir eso? ¿Acaso no es igual que el embarazo? O se está o no se está. —Creo que es más bien como la honradez. Alguna gente es más honrada que otra. —Siempre pensé que la honradez también era inequívoca. —Puede que lo sea. Yo creo que hay diferentes niveles. —¿Y que hay diferentes niveles de prostitución? —Eso diría yo.
Ese tipo duro que sostiene que hay niveles de honradez, expresando lo que todos, en el fondo, pensamos al respecto, ha llegado a esa conclusión estudiándose detenida y despiadadamente: de lo que habla es de su propia honradez, y eso es lo que le diferencia del lector o del espectador, nosotros, que somos capaces de reconocer que dice una verdad, pero no que esa verdad se refiere a nuestra propia deteriorada honradez o a nuestro propio nivel de prostitución. En El largo adiós, de Raymond Chandler, Marlowe habla de un «hombre capaz de examinarse a sí mismo hasta el fondo del alma» y afirma:
Es un don muy poco frecuente. La mayoría de la gente pasa la vida gastando la mitad de las energías de las que dispone en tratar de proteger una dignidad que nunca ha poseído.
Lo que la mayoría considera dignidad no es para el tipo duro más que una falacia, una técnica de postergación o de disimulo de los deseos más íntimos. Francisco González Ledesma, probablemente el mejor escritor español del género, apunta en Las calles de nuestros padres:
La gente civilizada es así: se dignifica poniendo barreras delante de las cosas a las que está deseando llegar.
El tipo duro reconoce sus pulsiones, por eso es capaz de controlarlas. A la vez, ese don que le permite examinarse le obliga a estar alerta y a hacerse cargo de las tragedias ajenas. Marlowe dice de sí mismo:
Soy un romántico, Bernie. Durante la noche oigo gemidos y voy a ver qué pasa. De esa forma uno no saca ni un céntimo. Si uno tiene un poco de sentido común, lo que debe hacer es cerrar la ventana y subir el volumen del televisor, o apretar el acelerador y alejarse. Permanecer fuera de las dificultades y líos de otra gente. Porque todo lo que uno puede sacar es ensuciarse.
Por esa forma de ver las cosas, por esa imposibilidad de mantenerse al margen, el tipo duro siempre está calladamente enamorado, seducido: ama a las mujeres, a casi todas las mujeres. Y son ellas las que le determinan en cada recodo del camino, no siempre la misma —a veces, sí— y no siempre por las mismas razones. Lawrence Block, por medio de Matt Scudder (Los pecados de nuestros ancestros), hace una lectura propia, bastante ortodoxa, del Génesis para explicar la relación entre las mujeres y su propia ética privada:
Quizá la culpa de todo la tuviera Eva, por andar jugando con manzanas. Había sido algo muy peligroso, eso de hacer conscientes a los hombres del bien y del mal. Y de darles la capacidad de tomar casi siempre la decisión equivocada.
Scudder no responderá cuando, más tarde, en el mismo relato, alguien le diga:
El sexo, en su aspecto más perverso y descarnado, confiere a ciertas mujeres un poder extraordinario sobre algunos hombres. El hombre es un ser débil, Mr. Scudder, incapaz de resistirse a la terrible fuerza sexual de una mujer malvada.
Todo lo que los tipos duros dicen de las mujeres es políticamente incorrecto, machista y susceptible de ser considerado pernicioso por una parte sustancial de nuestros contemporáneos. Veamos una breve antología de textos al respecto: Francisco González Ledesma, Las calles de nuestros padres:
Cuando yo era un niño, los profesores de religión me enseñaron que a los hombres les iguala la tumba; cuando fui un hombre, aprendí que a las mujeres las iguala la cama.
Raymond Chandler, en El largo adiós:
Hay rubias y rubias, y hoy es casi una palabra que se toma a broma. Todas las rubias tienen un no sé qué, excepto, tal vez, las metálicas, que son tan
rubias como un zulú por debajo del color claro y, en cuanto al carácter, tan suave y blando como el empedrado de la calzada. Existe la rubia pequeña y agradable que gorjea como los pájaros, y la rubia alta y estatuaria, que lo envuelva a uno en una mirada azul de hielo. Existe la rubia que lo mira a uno de arriba abajo y tiene un perfume encantador y resplandece tenuemente y se cuelga del brazo y está siempre muy, muy cansada cuando usted la acompaña a su casa. Ella hace ese gesto de impotencia y tiene ese maldito dolor de cabeza y a usted le gustaría aporrearla, aunque esté contento de haber descubierto lo del dolor de cabeza antes de haber invertido en ella demasiado tiempo, dinero y esperanzas. Porque el dolor de cabeza siempre estará allí, es un arma que nunca se deja de usar y resulta tan mortífera como la espada del asesino o el frasco de veneno de Lucrecia. Existe la rubia dulce, dispuesta y aficionada a la bebida, y que no le importa lo que lleva puesto —siempre y cuando sea visón— ni a dónde va —siempre que sea el Starlight Roof y haya mucho champán seco—. Existe la rubia pequeña y altiva que es una verdadera compañera y quiere pagar su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido común, que sabe judo y puede lanzar al aire, por encima del hombro, al conductor de un camión sin perderse más que una frase del editorial de la Saturday Review. Existe la rubia pálida, pálida, con anemia del tipo incurable, pero no fatal. Es muy lánguida y muy sombría y habla suavemente, cómo salida de quién sabe dónde, y usted no le puede poner un dedo encima, en primer lugar porque no tiene ganas, y en segundo lugar porque ella está leyendo La tierra perdida o Dante en el original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia la lengua provenzal. Adora la música y cuando la Filarmónica de Nueva York está tocando Hindemith, ella puede decirle a usted cuál de los seis contrabajos entró un cuarto de tiempo más tarde. He oído decir que Toscanini también es capaz de eso. Lo que quiere decir que son dos. Y, por último, existe la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con una villa de color de rosa pálido en Cap D’Antibes, un coche Alfa Romeo completo, con chofer y acompañante, y una caballeriza de aristócratas enmohecidos a los que tratará con la atención distraída y afectuosa con que un anciano duque dice buenas noches a su criado. Aquel ensueño atravesado en mi camino no pertenecía a ninguna de esas
categorías; ni siquiera era de este mundo. Era inclasificable, tan remota y clara como el agua de la montaña, tan evasiva como su color.
Y en el mismo libro:
Ya sé que la está buscando. Todos lo hacen. Le gustaría acostarse con ella. Todos lo desean. Querría compartir sus sueños y aspirar la fragancia de sus recuerdos. Quizá yo también lo querría. Pero no hay nada que compartir, amigo... nada, nada, nada. Uno está solo en la oscuridad.
Y también:
Tenía esa mirada sutil e intensa que a veces evidencia neurosis, a veces ansiedad sexual, y otras es simplemente el resultado de una dieta drástica.
Demasiado para un hombre corriente
Ahora bien: el tipo duro sabe que ama demasiado, que para una de esas mujeres de las que habla con tanta soltura, él es excesivo. Demasiado alerta, demasiado observador, demasiado difícil de engañar, pero también demasiado seducido, demasiado entregado y, por lo tanto, con demasiadas demandas. Ross MacDonald, en La mueca de marfil, pone el siguiente párrafo en boca de una mujer, que sabe que está hablando con un duro que la conoce desde antes de conocerla:
Le diré lo que sí es extraño: la gente a la que uno ama no es nunca la que lo ama a uno. La gente que lo ama a uno como Sam me amaba a mí es aquella a la que uno no puede amar. Sam era un buen hombre cuando lo conocí. Pero estaba demasiado loco por mí. No podía llegar a amarlo, y él era demasiado perspicaz para engañarse. Eso lo destruyó.
Esa declaración está ligada a otra, en el mismo libro:
Papá dice que la virtud principal de la mujer es la de ver lo que tiene delante de la nariz. Y que su remate de gloria llega cuando puede decir la verdad acerca de lo que ve.
Enamorarse no es cosa que esté al alcance de cualquiera. Hay que ser consciente de que la inmensa mayoría de la humanidad, aun en nuestra parte del mundo, y aun en esta época, en la que por fin parece posible conciliar el amor con la pareja estable, pasa por este valle de lágrimas sin enamorarse jamás. Parece una afirmación arriesgada, porque muchísima
gente protestará y dará fe de conocer el amor; pero se engañarán: tienen sentimientos, se involucran emocionalmente, y hasta se casan y tienen hijos, pero de ahí a la pasión amorosa hay mucho trecho. Y es que la vida cotidiana es enemiga de la pasión. En Pasión de los fuertes, la célebre película de John Ford, Doc Holliday, encarnado por Víctor Mature, le pregunta al hombre que atiende la barra en el saloon: «¿Has estado enamorado alguna vez, Mac?» Y Mac, sensato, le responde: «No. Toda la vida he sido camarero.» Uno puede quedarse con la idea de que ese intercambio es una perla de guionista ingenioso, si prefiere preservar su dignidad barriendo bajo la alfombra, pero en esas dos frases se resume una tragedia que nos afecta a todos. El hombre duro tiene su propia idea del amor y del sexo, la más exquisita que se pueda concebir. González Ledesma, en Las calles de nuestros padres, lo describe así:
Dile que tú no eres un follador, dile que tú eres un maestro de ceremonias. Dile que el sexo de los hombres delicados no es más que una liturgia. No es más, pero tampoco es menos. Detrás de cada liturgia hay siglos de cultura y de hombres que soñaron, y por eso crearon fórmulas en lo más alto de las estrellas y en lo más bajo de los sexos.
Raymond Chandler lo confirma en un diálogo de El largo adiós:
—El alcohol es como el amor. El primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso, lo que hacemos es desnudar a la muchacha. —¿Y eso es malo? —Es muy interesante, pero es una emoción impura... impura en el sentido estético. No desprecio el sexo. Es necesario y no tiene por qué ser desagradable. Pero siempre hay que manejarlo con prudencia. Transformarlo en algo maravilloso es empresa de millones de dólares, y vale
cada centavo de esos millones.
Eso explica la visión que Marlowe tiene del matrimonio.
—... ¿Tienes algo contra el matrimonio?
—Para el 2% de la gente es maravilloso. Los demás simplemente lo aguantan. Las muchachas americanas son fantásticas. Las esposas americanas ocupan demasiado lugar.
Los valores del hombre duro
¿Por qué es duro el hombre duro? ¿Acaso porque se juega la vida más que otros? No: casi cualquier hombre es capaz de jugarse la vida por algo que lo impulse y lo justifique a sus propios ojos. ¿Acaso porque bebe más, pelea más, tiene menos miedo? No: el mundo está lleno de borrachos blanditos y de peleadores bobos; y, en cuanto al miedo, casi no hay familia corriente y moliente en los países desarrollados de Occidente, y en buena parte de los subdesarrollados, que en las tres últimas generaciones no haya perdido, o no haya tenido al menos seriamente amenazado, algún varón en alguna guerra, sólo en una parte mínima por sus convicciones, las más veces por obra del servicio militar obligatorio. Lo que diferencia al hombre duro de los demás es el tipo de compromiso que asume en su relación con la realidad. El hombre duro asume compromisos con valores antes que con individuos. El hombre duro se arriesga, por ejemplo, en defensa de la verdad. Cuando se arriesga por un individuo, no lo hace por nada personal, sino porque el otro encarna un valor: la justicia, el respeto, la amistad. El hombre común —el uomo qualunque exaltado por el fascismo— se arriesga únicamente como animal, por sus crías en un sentido amplio, permitiéndose proteger a la madre de las crías y, aunque no siempre, a sus propios padres, pero jamás al vecino, al semejante, que nunca es vivido como tal, sino como enemigo potencial, como competidor. El hombre duro suele ser un solitario: los compromisos sentimentales, que le causan un gran dolor, están para él por debajo de las grandes causas: Ingrid Bergman es la mujer de un justo y Bogart se queda en Casablanca con Claude Rains. El hombre duro no se deja seducir, aunque esté seducido; no se deja arrastrar, no se desvía de su rumbo. Yo he conocido hombres así, con un código de honor particular, con una visión del mundo llena de tonos intermedios, inteligentes, nada autocomplacientes, capaces de enamorarse realmente tanto como de vivir en soledad, convencidos de que hacer el amor es un arte, una creación y el producto de un legado, profundamente interesados en las mujeres y decididos a hacerlo todo por ellas, salvo engañarlas. Tipos que creían en el bien y en el mal, en la necesidad de arriesgarse constantemente y de hacer
favores, en la justicia y en la decencia. Ciertamente, no hicieron carreras brillantes en la empresa ni en la política ni en casi nada. Unos pocos escribieron libros dolorosos. Ahora no conozco a ninguno. El hombre duro es una especie en extinción. Yo lloro por él. Pero, ¿necesitan las mujeres hombres así? El hombre duro tenía miedo, pero sabía manejarlo: el coraje del hombre duro consistía precisamente en hacer lo que tenía que hacer a pesar del miedo, contra el miedo. Hoy, simplemente, tenemos miedo. Los hombres y las mujeres. Y no lo podemos manejar porque no sabemos qué es lo que tenemos que hacer, por nosotros mismos o por los demás, ni qué es exactamente lo que tememos. Tenemos miedo los unos de los otros. No sabemos qué esperar de quienes nos odian ni de quienes nos aman ni de aquellos a quienes resultamos indiferentes. No sabemos qué espera de nosotros cada una de esas personas. Los hombres, que han dejado de ser tipos duros, temen lo que las mujeres puedan reclamar de ellos, porque no están nada seguros de estar en condiciones de darlo ni de entender el idioma de su pareja potencial cuando ésta exponga sus demandas. Las mujeres, porque los varones, que otrora se les acercaban porque ellas eran mujeres, ya no son capaces de precisar, de definir su deseo de ellas.
3. Aniquilación del hombre duro
¿Es posible poseer y preservar una moral particular, unas normas de conducta que no sean, al menos no necesariamente, compartidas por el conjunto de la sociedad? Sí, pero puede resultar tan caro como transformar el sexo en algo maravilloso y, lo que es peor, cabe sospechar que lo incluye. La elección moral de la mayoría ha sido siempre la más fácil: la hipocresía o la adhesión al poder y a sus normas. La ética ha dependido, desde la época de las cavernas, de unos pocos. Moisés estaba solo. Cristo tenía unos pocos seguidores, y no todos leales. La muerte de Martin Luther King significó la desaparición de su proyecto de convivencia, sustituido por la exaltación del resentimiento a la misma asombrosa velocidad con que el cristianismo fue sustituido por el islam en la sociedad negra americana. Los alemanes, con honrosas y escasas excepciones, participaron de buen grado en la construcción del Reich de mil años. Los franceses colaboraron con los ocupantes nazis masivamente. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito, y muchos se sentirían inclinados a meter en la lista a los españoles a partir de 1939, en olvido de que, antes de eso, hubo una guerra civil. La elección ética esencialista es, casi por definición, minoritaria. Por otra parte, todos los nombres que he citado, y todos los que se podrían citar, están ligados a grandes causas: la ley de Dios, la salvación del alma, los derechos del hombre. Y todas las grandes causas, si no se han impuesto, han alcanzado el mayor nivel de materialización que parece posible. La ley de Dios es perpetuamente violada, pero no se puede hacer ya por ella más que legislar detalladamente acerca del castigo que unos seres humanos imponen a otros. La salvación del alma trae sin cuidado a casi todo el mundo. Los derechos civiles han sido despreciados: el derecho a la igualdad ha sido suplantado por su opuesto, el derecho a la diferencia; el derecho a la intimidad ha sucumbido a la presión de las identidades colectivas y su consiguiente atribución abusiva de conductas. Más aún: todas las grandes reivindicaciones sociales que alimentaron las luchas de las vanguardias —no nos engañemos: sólo las vanguardias han movido la historia— han sido
logradas y olvidadas. Los obreros tienen formalmente una jornada de ocho horas y una organización sindical, pero ni a ellos les importa la conquista ni el sindicato la defiende: los dos grupos se limitan a renegociar despidos y subsidios. La libertad de expresión es un hecho: cualquiera puede decir cualquier cosa; pero nunca antes el monopolio de los medios de comunicación ha limitado tanto ese derecho, y nunca antes la gente se ha interesado menos por decir algo. Esto último lo sabían perfectamente los tipos duros. El personaje de Walter Matthau en Primera plana, de Billy Wilder, dice:
Cásese con un enterrador, con un pistolero, con un jugador tramposo, pero nunca se case con un periodista (...) Se lo advierto como amigo. Es mi regalo de bodas.
El poderoso amo de la prensa de El largo adiós, de Chandler, que no tiene ni la millonésima parte del poder que tienen sus equivalentes actuales, explica:
Poseo muchos periódicos, pero no me agradan. Los considero una amenaza constante para lo poco que nos queda de soledad, de aislamiento, de vida privada. Su constante griterío sobre la libertad de prensa significa, con unas pocas excepciones honorables, la libertad para vender el escándalo, el crimen, el sexo, el sensacionalismo, el odio, la murmuración y la utilización de la propaganda política y financiera. Un diario es un negocio para hacer dinero mediante los ingresos de la publicidad. Éstos se basan en la circulación, y ya sabe usted de qué depende la circulación.
Marlowe completa ese parlamento con una reflexión de su cosecha:
Los periódicos son propiedad de los ricos. Ellos los publican. Los ricos
pertenecen todos al mismo club. Claro que existe la competencia... una competencia dura, implacable, por la circulación, las primicias, las crónicas exclusivas. Todo lo que usted quiera, siempre que no dañe el prestigio, el privilegio y la posición de los propietarios.
Lo sabían; los tipos duros lo sabían, y hasta creían que no era imposible reducir los efectos deletéreos de esa realidad. Los hombres de hoy repiten sin convicción que el sistema se cambia desde dentro, y buscan empleo como periodistas con el sueño de llegar a propietarios o, al menos, a mandados de lujos. La extinción del hombre duro, pues, parece ligada a la desaparición de las grandes causas, aunque ellos nunca hubiesen visto su propia acción en esos términos. Cabe añadir a ello una circunstancia definitoria: en la segunda mitad del siglo XX, la de la rendición incondicional de la Unión Soviética ante un Occidente desconcertado por un triunfo que no esperaba ni comprendía, los ciudadanos llegaron a la conclusión de que todo, absolutamente todo lo que se les había contado sobre la política y el curso de la historia, sobre los políticos y los revolucionarios, sobre el partido del progreso y el de la reacción, era mentira. ¿En qué se convierte un individuo que descree de todo, cuyos valores recibidos no le sirven ni siquiera para la rebelión, entre otras cosas porque no sabe contra quién rebelarse? En nada, en menos que nada. No es que no pueda orientar su amor, su dedicación, sus esfuerzos por superar el miedo, sino que no puede orientar su odio. Los dirigentes sociales y los políticos son de día en día más oscuros, traduciendo un proceso general: el de la desaparición de la burguesía con nombres y apellidos, a manos de las grandes corporaciones, propiedad de accionistas anónimos y territorio de caza de ejecutivos tan despiadados como ineptos y desapegados. Si las riquezas no pertenecen a nadie —probablemente se pertenezcan a sí mismas, en un infinito ciclo de crecimiento sin control— y por tanto no cabe odiar a sus dueños, desvanecidos en paraísos lejanos, menos cabe odiar o amar a los políticos que, de una forma y otra, asumen la
representación de intereses que no siempre son los propios. No puede, pues, amar ni odiar en general. En el mejor de los casos, le queda ser hincha de un equipo de fútbol para experimentar emociones compartidas, para vivir algo como hombre junto a otros hombres. ¿Y en la intimidad? Ningún barroquismo, ninguna liturgia, ninguna aspiración a lo perfecto. Nunca hubo tanta gente dedicada al negocio de la prostitución. Se insiste en que el más productivo de los negocios contemporáneos, el que mueve por sí mismo sumas mayores que los presupuestos de muchos estados, es el de la droga. Pero, a su vez, el negocio de la droga se sostiene sobre el negocio de la prostitución. Las prostitutas suelen ser consumidoras dependientes, y sus explotadores, que también son ejecutivos de corporaciones, manejan simultáneamente los dos extremos de esa industria, que en el más alto nivel se confunde con el tráfico de armas. Y en la intimidad amorosa, en la que no implica pagos, al menos visibles — los intercambios entre las personas se disfrazan de maneras muy curiosas—, el dominante es el síndrome del oso panda: la negativa al sexo, a la reproducción, a la pareja. La impotencia: el suicidio, tanto en el plano individual como en el de la especie. En Occidente, claro. Donde el número de espermatozoides se ha reducido a la mitad en las últimas dos décadas, y no sólo por obra de la contaminación atmosférica, de los gases nocivos y del agujero en la capa de ozono, tres elementos que deberían, en el caso de ser los agentes fundamentales de ese cambio, afectar al conjunto de la humanidad.
Los otros
Los varones blancos, de tradición judeo-cristiana y práctica social liberal, son los que pierden espermatozoides como por una grieta insalvable en el escroto. Los musulmanes ortodoxos que participan de la idea de que su papel en la vida consiste en islamizar a la humanidad entera, hablan con frecuencia de una guerra, no declarada pero realmente existente, a la que denominan «guerra de vientres». Los varones del mundo árabe tienen todos sus espermatozoides, preñan a sus múltiples esposas y crían sin grandes requisitos un gran número de hijos, mientras los varones occidentales planifican, dudan, deciden no tener tantos hijos, si es que los tienen, y finalmente pierden el deseo; y las mujeres occidentales dan preponderancia a su vida personal sobre su papel tradicionalmente reproductor. Cosas que hay que definir en su marco general. Una cuarta parte de la humanidad es musulmana, y al menos la mitad de otra cuarta parte —lo que nos acercaría al tercio de la población del planeta: unos dos mil millones de personas— profesa religiones animistas: en todo ese conjunto humano se considera práctica normal la ablación de clítoris, es decir, la conculcación del derecho de la mujer al placer y al uso de su propio cuerpo. Si algunos musulmanes cultos han comenzado a discutir el tema es porque la inquietud al respecto está extendida en todo Occidente y, por tanto, la crítica pasa a integrar la propaganda. Parece imposible determinar el número de hinduístas, puesto que las cifras varían de forma extrema de una fuente a otra, pero es probable que no sean menos de 800 millones. Lo cual, sumado a lo anterior, nos lleva a casi la mitad de los individuos de la especie. Por mucho que los divulgadores de esa doctrina —tanto auténticos creyentes como meros aprovechados— sostengan maravillas, la represión de la mujer está a la orden del día. Entre los hinduístas ortodoxos, poco ha cambiado desde la llegada de Lord Clive a la India, a mediados del siglo XVIII, como representante de la Compañía Británica de las Indias Orientales. El día que precedió al arribo de las
tropas colonizadoras británicas a un principado, el maharajá del lugar había muerto. Lord Clive se encontró con que sus súbditos y sucesores estaban a punto de incinerar a la viuda, que gozaba de perfecta salud, junto con el cuerpo del finado. Naturalmente, se opuso. «Es lo que se acostumbra en nuestro país», dijo uno de los herederos. «Lo que se acostumbra en mí país», respondió Lord Clive, «es colgar a quien quema viva a una mujer.» Mucho más tarde, Julio Verne emplearía el episodio, con modificaciones literarias, en La vuelta al mundo en ochenta días. Se me dirá que la sociedad británica de entonces no era la más favorable al reconocimiento de los derechos de las mujeres —aunque no en vano, siglo y medio después, surgirían de allí los primeros movimientos reivindicativos exitosos—, pero se habrá de reconocer que, al menos, ya no se enviaba a nadie a la hoguera por el delito de viudez; aunque sólo los varones de más de veinte años y determinadas clases sociales se libraran de los castigos físicos correctivos: pasó un largo tiempo antes de que el derecho al voto de las mujeres del Reino Unido se tradujera en la abolición formal del castigo en las escuelas. En todo caso, en tiempos de Lord Clive, las viudas británicas de buen ver volvían a casarse. El propio Clive se casó con una mujer india, con lo que dio lugar a un sonado escándalo y a que se promulgara una ley prohibiendo el matrimonio de los oficiales de la Reina en la India con mujeres del lugar. Hoy mismo, la legislación británica respecto de los derechos de las mujeres se cuenta entre las más avanzadas del mundo, pero no son pocos los hindúes dispuestos a arrastrar a su esposa a la tumba. Sólo unos mil millones de personas, una sexta parte de la humanidad, vivimos en zonas del planeta en las que es posible hablar de una cierta igualdad. Pero esa igualdad se ha alcanzado a partir de unas reivindicaciones concretas que el tiempo ha ido haciendo cada vez más difusas, y que se han visto desplazadas en el terreno ideológico general por una vulgarización del feminismo radical que es vivida constantemente como guerra de sexos. Una guerra con desarrollos aparentemente inocuos —aunque el llamar machista a un varón por un quítame allá esas pajas que nada tiene que ver con su rol de género, llega en ocasiones a parecerse demasiado a una acusación étnica— pero con vertientes realmente enfermizas en las relaciones personales. Hace poco, me contaron la siguiente historia: una mujer y un hombre se
conocen en una reunión en casa de amigos comunes. Quedan para salir y se encuentran. Se gustan. Él está realmente entusiasmado con ella, y es un hombre efusivo y un tanto teatral. En su segundo encuentro, van a cenar a un restaurante de las afueras de Madrid, un local lujoso situado en el borde de una urbanización de gran categoría. Como suele suceder, tienen que recorrer un trecho considerable de carretera en una zona despoblada. En cierto momento, él detiene el coche, apaga el contacto y se baja. Va a buscar algo al maletero. En ese instante, paralizada en su asiento, ella piensa: «¡Dios mío! ¡Ahora me asesina!» Él, en realidad, ha ido a buscar una botella de champán que lleva en una nevera de viaje, con las dos copas correspondientes, para brindar antes de llegar al restaurante. Regresa, muestra su romántico presente, y ella le sonríe como si nada pasara. Ahora son una pareja en vías de consolidación, pero él, sin saberlo, ha tenido que dar incontables pruebas de no ser un asesino. Así funciona la guerra de sexos: los contrincantes se temen, y por eso son contrincantes. Los varones actúan como príncipes porque es lo que suponen que se espera de ellos, y las mujeres actúan como víctimas potenciales, cosa que resulta desconcertante para cualquier príncipe.
La imagen periodística del varón
Todos, varones y mujeres, atemorizadas y desconcertados, leen los periódicos. Pero los leen mal, porque están mal escritos. O perversamente escritos, como con intención de promover e intensificar los enfrentamientos. A los periódicos se le suman las ONGs dedicadas a cuestiones varias, desde el maltrato hasta la lucha contra el SIDA, que parten de considerar, y así lo hacen saber, que todo varón es un maltratador potencial —si no un criminal — y, como su lujuria carece de límites, puede, además de violar a su propia esposa, contagiarle una enfermedad mortal. La inmensa mayoría de las mujeres occidentales, como la inmensa mayoría de los hombres, muere en la cama, de enfermedad o de vejez. Pero eso no es un titular, es algo que, se da por sentado, lo sabe todo el mundo. El titular es la excepción: «Un hombre mata por asfixia a su esposa en Mallorca», titula El País el 12 de noviembre de 2003, aclarando en la entradilla que en «lo que va del año, 62 mujeres han muerto víctimas de la violencia doméstica. En todo 2002 fueron 42». Más abajo, ya en el cuerpo del artículo, se explica lo siguiente: «Dos de ellas [las mujeres asesinadas en 2003] eran las suegras de los asesinos y murieron al salir en defensa de sus hijas […] De los 62 asesinos de este año, 11 se suicidaron después de cometer el crimen.» Un cuadro que acompaña al texto revela que las denuncias por malos tratos pasaron, entre 1997 y 2003, de 17.488 a 43.313 —es decir, se multiplicaron por 2,4—, mientras las muertes pasaban de 33 a 42 —se incrementaban en un 30%—. Las denuncias, que necesariamente aumentan a medida que la sociedad va ganando en garantías, no revelan por sí mismas un aumento en el número de delitos. «Ingresa en prisión tras golpear en Utrera a su pareja, una menor embarazada», titula El Mundo en su edición para Andalucía, un día más tarde, el 13 de noviembre de 2003. La entradilla merece el honor de un marco: «La abuela del agresor dice que su nieto tendría que haberla matado.» Y a continuación: «La Guardia Civil detiene en Carmona a dos individuos por pegar a sus ex parejas y herirlas en sendos accidentes de tráfico.» Expliquemos los detalles,
reproduciendo el texto que firma Ignacio Salvador:
La joven de 17 años sufrió traumatismos en la cabeza, en la cara, el hombro y las muñecas […] La última paliza […] pudo saldarse con dos muertes, la de ella y la de su hijo, a un mes de dar a luz. A.R.R., de 25 años, puso una navaja en el pecho de la menor y la amenazó con matarla. Después la golpeó en la cabeza, dejándola inconsciente en el suelo, donde siguió propinándole patadas en todo el cuerpo y en la cara ante la familia de la joven […] la abuela del protagonista […] Concepción Núñez, aseguraba ayer que su nieto «tenia que haber pegado mucho más» a la joven embarazada. «Hasta matarla», reiteró con saña. La octogenaria, de etnia gitana, argumentó también que la víctima no atendía a su sobrino, «no le hacía de comer y desatendía a sus dos hijos por estar todo el día fuera de su casa, con su madre». Remató su intervención acusando a la víctima de «obligar a robar» a su nieto, «que estaba mal de la cabeza por su culpa».
Tal vez la muchacha se sintiera más segura junto a su madre que junto a su marido, a pesar de que ningún miembro de su familia impidió la paliza. Lo interesante de este caso es la abuela, mujer y, como tal, encargada de la transmisión cultural, en el colectivo gitano y en cualquier otro. «Se cuelga con su cinturón tras degollar a su mujer en un pueblo de Valencia», anota ABC el mismo 13 de noviembre de 2003. Subtítulo: «Otro maltratador arrojó a su compañera por la ventana desde un cuarto piso.» Entradilla: «El matrimonio valenciano no tenía antecedentes por escándalos ni denuncias por maltrato, que sí existían en el caso de Palencia, donde la víctima está muy grave.» Si del valenciano no se podía afirmar que fuese un maltratador, ¿por qué se dice respecto del que arrojó a la mujer por la ventana que es «otro» maltratador? Toda esta información corresponde a la prensa de dos días. La imagen que los lectores retienen carece de matices: no se analizan situaciones socioeconómicas ni culturales, y el dato de que uno de cada 5,5 asesinos es también un suicida (en España; en el conjunto mundial, la relación es de 1 a 4) parece irrelevante. De modo que la conclusión obvia es que los hombres
matan a las mujeres. En julio del mismo año 2003, en Madrid, se habían producido 67 muertes violentas, según el diario 20 minutos del 21 de julio de 2003. De ellas, 52 habían correspondido a varones y 15 a mujeres. Pero seguimos pensando que únicamente los hombres matan a las mujeres. Del total de víctimas, 32 eran de nacionalidad española, 32 eran inmigrantes —15 sudamericanos, 8 magrebíes, 1 chino y 8 de países del este europeo— y 3 estaban sin identificar. Pero seguimos pensando que los españoles matan a las españolas. Esta estadística incluye al «asesino de la baraja» con sus seis víctimas, a los dos perturbados que asesinaron porque sí a dos hombres de 73 y 54 años, a los cinco muertos por disparos de la policía —dos de ellos en pleno atraco--, a los dos jóvenes eslovenos que fueron baleados en la calle por dos pistoleros armados con fusiles de asalto, a los dos sudamericanos cuyos cuerpos fueron hallados en una finca de Villamanta y vinculados al narcotráfico, a los tres apuñalados por la médico con problemas mentales que mató a una compañera, una paciente y un familiar en la clínica de la Fundación Jiménez Díaz, y a Sandra Palo, violada, atropellada y quemada por un grupo salvaje: un total de 21 personas, al menos tres de ellas mujeres. Pero seguimos pensando que los españoles matan a las españolas, en especial a sus parejas. Hace un momento, en un alto en el trabajo, abrí mi correo electrónico y me encontré con el siguiente mensaje, cuya lamentable redacción debemos obviar a favor del contenido:
Debes ya haber oído sobre el mito de Sudáfrica que dice que practicando sexo con una virgen se puede curar el SIDA. Cuanto más joven es la virgen más efectivo se supone el remedio. Esta creencia ha llevado en varias zonas a producirse una epidemia de violaciones protagonizadas por varones infectados con la correspondiente infección de niños y niñas. Muchos de estos infantes han muerto en estos crueles episodios. Recientemente se ha dado el caso en Ciudad del Cabo de una bebé de 9 meses que fue violada por 6 individuos. La situación del abuso de menores está en estos momentos alcanzando cotas catastróficas y si no hacemos nada, ¿quién lo hará? Añade tu nombre al final de la lista y reenvíalo a tanta gente como conozcas. […] Por favor, no seas perezoso y haz algo por los niños de Sudáfrica. ¡TÚ
puedes establecer la diferencia! Esa pobre niña está luchando por su vida. Éste es sólo uno de los millones de casos de abuso de menores en el mundo así que, demuestra tu apoyo y ayuda a mantener UPM (Unidad de Protección del Menor). Es una parte esencial de nuestro sistema de justicia. Por favor, da tu apoyo a esta petición y asegúrate de que es recibida por el mayor número de personas posible. Por favor, no lo dejes estar.
¿Qué tiene que ver nuestro sistema de justicia con los violadores sudafricanos aterrorizados por el SIDA? No les alcanza. Todo en el texto sitúa los hechos en la puerta de nuestra casa, y la identidad colectiva de los varones de mi ciudad ve ridículamente añadida en el imaginario femenino una culpa que no les pertenece. ABC, en su página de sucesos del 5 de febrero de 2004, titula: «El asesinato de una niña por su padre, último caso de un “día negro” de violencia doméstica». El día negro implicó seis muertes. El hombre que asesinó a su hija, en Canarias, era un colombiano en trámites de separación y en disputa por la tenencia de los tres hijos de la pareja. El País, en la misma fecha, dice que la niña apuñalada no era suya, sino de la mujer, pero no menciona el dato de la inmigración. También en Canarias, un hombre de 57 años, intentó (y casi consigue) degollar a su pareja, de 50, e inmediatamente después intentó (y casi consigue) suicidarse. En Baleares, una mujer de 34 años, española, fue asesinada por su amante marroquí, de 28, al que había denunciado por malos tratos para retirar posteriormente su declaración. Efectivamente, se trata de violencia doméstica, pero también de problemas ligados a la inmigración, con su correlato de marginalidad y miseria, y a la soledad. Por otra parte, ABC, el mismo día, informa en sus páginas de sociedad que tres de cada diez españoles duermen menos de seis horas diarias, y cuarenta minutos menos en su conjunto que la media europea [«Los españoles duermen cada día 40 minutos menos que el resto de europeos», ABC, 5-2-2004]. ¿Y los no españoles que viven en España, cuántas horas duermen y dónde duermen, cuando duermen? ¿Incluye la muestra a todos los sectores sociales? ¿Tendrá que ver la falta de sueño con la violencia? El sentido común indica que la respuesta tiene que ser afirmativa. Entretanto, el varón medio español sigue bajo sospecha. En la autocrítica suicida que una parte importante de los occidentales imponen a su propia sociedad, se desconoce la singularidad de este estado de
cosas y en esta parte del mundo, donde el crimen pasional es la excepción y no la regla, y donde la información sobre el tema está al alcance de todos. En 2002, la Organización Mundial de la Salud produjo un informe sobre las muertes violentas en el planeta, firmado por Etienne Krug y elaborado a lo largo de tres años con la participación de 160 expertos de diversas nacionalidades. Dijo Krug a Reuters, con la oblicuidad característica de los funcionarios supranacionales, que lo «más impresionante es lo grande del problema, independientemente del país, la región o la religión. La violencia es inaceptablemente alta en todos los países». Las cifras contradicen casi todos los lugares comunes al respecto, y también las generalizaciones de Krug. Habiendo 25 conflictos armados activos en 2002, el número de muertes relacionadas con las guerras llega a apenas el 20% del total de muertes violentas: 320.000 sobre 1.600.000. Las muertes por violencia «doméstica, juvenil, familiar o institucional», lo que según Reuters «incluye violaciones, ataques sexuales y abusos de niños y ancianos», se elevaba a 520.000. Hay que incluir también en esa cifra las muertes de delincuentes a manos de la policía y las víctimas de la represión política. Sabemos, por ejemplo, que nadie informó oportunamente a la OMS de la existencia de 400.000 muertos políticos del régimen de Sadam Hussein (casi el 2% de la población total, de 22 millones de habitantes, aniquilado a lo largo de quince años, 73 personas por día), que fueron desenterrados por las tropas multinacionales tras el derrocamiento del dictador. «Tendemos a olvidarnos del enorme grado de violencia en las familias y fuera de ellas», dijo Krug, cosa que equivale a no decir nada sobre las familias ni sobre lo que les es externo, y agregó que «cerca de un 70% de las mujeres en algunos países ha sufrido abuso por parte de su marido» y que «más de un 30% de las mujeres en algunos países dice que su primera relación sexual fue forzada». Cabe interrogarse: ¿el estudio se hizo preguntando a las mujeres? ¿Se les preguntó, y respondieron, a las mujeres de Arabia Saudí, por poner un ejemplo, si habían sufrido abusos? ¿Se les preguntó, y respondieron, a las mujeres de Afganistán, por poner un ejemplo, cómo había sido su primera relación sexual? ¿El 70 o el 30% de qué muestra? ¿En qué países? El número de muertes es determinable, al menos en los países occidentales, que llevan cuentas; no así en países como la India, donde mucha gente jamás es apuntada en el registro civil y pasa por este mundo sin solicitar nunca un documento de identidad. Pero, ¿es
determinable el número de violaciones, de abusos sexuales, de asesinatos por celos o por odio? Lo más notable del informe, sin embargo, tiene que ver con una cifra que no depende de matizaciones subjetivas: sobre 1.600.000 muertes violentas anuales, más de la mitad corresponden a suicidios: 815.000 personas pusieron fin a su propia vida en el año 2000. El índice más alto corresponde a Europa oriental; el más bajo, a América latina y Asia. Hace años, la corresponsal de un periódico de Estocolmo en Buenos Aires le dijo a un argentino que insistía en criticar el elevado índice de suicidios de Suecia: «Nosotros tenemos estadísticas. Vosotros, no.» Hay que tener en cuenta esa observación, aunque también sea posible pensar que cuanto más baja es la esperanza de vida en una sociedad, menor va a ser el número de suicidas en ella; y que una población culta sufre más en lo psicológico las crisis económicas y la pérdida de las esperanzas históricas, lo que contribuiría a explicar el fenómeno en Europa oriental, se ponga donde se ponga el límite de esa región: en algún punto entre los Urales y Berlín. Creo que la conclusión más importante que se puede sacar de la relación entre muertes violentas infligidas y suicidios —785.000 contra 815.000— es que los seres humanos siguen tendiendo a volcar su agresividad hacia sí mismos, antes que hacia los demás. No obstante, eso parece no importar, como parece no importar el hecho de que mueran violentamente más hombres que mujeres, ni el hecho de que las mujeres vivan más tiempo que los hombres, en todos los tiempos y en todas las sociedades, aun en aquellas en que su sumisión y su explotación son flagrantes y constantes. El veredicto sobre el colectivo masculino es inapelable. El hombre duro ha muerto o se ha reconvertido: lo que queda es un montón de asesinos potenciales y probablemente impotentes.
4. Matrimonio y patrimonio: es inútil declararse padre
La institución matrimonial, con todos los matices que se quieran indicar, según época, religión y lugar, ha tenido por finalidad garantizar la continuidad legal del patrimonio. Las parejas asumen la forma contractual y se fijan unas normas de convivencia, en general relacionadas con la fidelidad, especialmente la de la mujer. Y esto es tan válido para los vínculos monogámicos como para los poligámicos. Napoleón Bonaparte estableció un término, a la vez clínico y legal, de duración de los embarazos, estimado en nueve meses. La decisión de fijar ese plazo, que esclarece el sentido real del matrimonio, se debió al gran número de soldados que, tras campañas de once o doce meses, regresaban a casa y se encontraban con un hijo recién nacido, cuya paternidad estaban obligados a aceptar. Fueran o no conscientes de ello los protagonistas masculinos, los nacimientos que tenían lugar en los ocho primeros meses tras contraer matrimonio eran, en el Antiguo Régimen, entre un 10 y un 30% del total de los primeros alumbramientos, dependiendo de las épocas y los lugares, como muestra Michael Flinn en El sistema demográfico europeo, 1500-1820 [Crítica, Barcelona, 1989]. En esto, como en tantos otros planos, Bonaparte impuso un orden necesario, elemental, para el ejercicio de la ciudadanía. Ejemplo complementario de ello, y que revela a las claras el sentido de ese orden, es el de la imposición del apellido. Esta imposición aseguraba la continuidad patrimonial de aquellos que, por primera vez, en el proceso de superación del Antiguo Régimen, accedían a la propiedad. Por otro lado, aseguraba también la identidad individual imprescindible para organizar con legitimidad las elecciones de representantes; y también la extensión de la familia, con todos los valores que antes habían sido privativos de los ricos, a la sociedad en general, con todas las consecuencias para la educación privada y la instrucción pública. En suma, aseguraba la identidad individual imprescindible para garantizar el control por el Estado de todos los ciudadanos, etcétera, etcétera. Los embarazos de nueve meses y los apellidos fueron en los dos últimos
siglos de Occidente instrumentos idóneos para asegurar la transmisión de bienes, es decir, para garantizar la paternidad. Una paternidad siempre dudosa, que le permitió a Henrik Ibsen afirmar que los hijos son únicamente de las madres. Como la naturaleza no daba pruebas de nada por sí misma, había que establecer acuerdos, presupuestos básicos y contratos. El niño nacido en una unión legítima tenía madre y padre, y así se le reconocía para siempre. El niño nacido fuera de ese marco, era un desheredado por definición, un condenado a la soledad, aunque a su vez llevara un apellido, el de la madre o uno atribuido por la instituciones. Un apellido que permitía a ese ilegítimo, caso de conseguir entrar en el ciclo de la propiedad, casarse y legar. La adopción se estableció como mecanismo legal para incluir en las herencias a los desheredados, fuesen hijos habidos fuera del matrimonio por cualquiera de los cónyuges —cosa que jamás se decía al juez pertinente—, fuesen niños abandonados —con lo que se permitía un ejercicio de caridad —. Habida cuenta del carácter del matrimonio legítimo, un contrato entre partes, en el que nadie sino los contrayentes, los contratantes, podían decidir de quién eran los hijos —incluida la declaración de adulterio y el repudio—, todo hijo poseía, en buena lógica, el carácter de adoptivo. El marido, al apuntar al recién nacido en el registro civil —institución harto conflictiva, por otra parte, motivo de largos contenciosos entre el Estado y la Iglesia—, al dar por sentada y asentar su paternidad, adoptaba al hijo parido por su mujer, aun cuando tuviese fundadas o paranoicas sospechas de no haber sido él quien lo engendrara. Pero del mismo modo en que el SIDA puso un espantoso punto final a la revolución sexual del siglo XX, la aparición del ADN y, ya casi a finales de la centuria, las pruebas genéticas de paternidad y maternidad, acabaron con el matrimonio napoleónico, con el sacramento religioso —otra forma, teóricamente más alta, del contrato— y con las trapisondas intrafamiliares que condicionaron la vida de las parejas formales durante tanto tiempo. Toda la legislación de Occidente en ese terreno —todo el derecho de familia — se ha visto cuestionada por ese hecho. Ahora, el hijo empieza a ser hijo de quien lo engendró, estén o no casadas las partes responsables, y tan pronto como demuestra su filiación, vía laboratorio, deviene heredero. Lo curioso es que esto no parece, al menos de momento, invalidar la
adopción ni el reconocimiento. Los hijos son hijos, y por tanto herederos, y los herederos siguen siendo herederos. Para explicarlo con un ejemplo: conozco una persona, hija no reconocida por su padre biológico y apuntada al nacer como propia por el marido de su madre, quien tomó la decisión a plena conciencia de no ser él quien había engendrado a la niña y como consecuencia de un pacto amoroso con su esposa. Eso sucedió en los años treinta. Tanto el padre biológico como el putativo eran ricos, y los dos murieron, ya en los años setenta. La hija heredó su parte del padre legal antes de que existieran las pruebas de ADN. Ahora da la batalla por su filiación biológica, la cual, de ser reconocida, la convertirá también en heredera del hombre que realmente la engendró, además de proporcionarle una nueva identidad. En términos legales, no hay contradicción alguna entre los dos legados. En términos racionales, habría que decir que hereda a un padre por razones naturales y al otro por voluntad: es hija biológica de uno e hija adoptiva del otro, y en ambos casos es de justicia que herede. Por una parte, esto produce un debilitamiento de los lazos contractuales del matrimonio. Las parejas de hecho ya pueden reconocer por ambas partes a sus hijos, convirtiéndolos en herederos, es decir, garantizando la continuidad patrimonial, sin necesidad de casarse. Por otra parte, y puesto que el reconocimiento se ha acercado a la adopción hasta el punto de que los límites entre una y otra cosa son, cuando menos, difusos, abre la puerta a nuevos modelos de vinculación familiar y patrimonial. El matrimonio es el enlace del patrimonio con la realidad material del legado. Al desplazarse éste al campo de la biología, los aparatos jurídicos sólo pueden asegurar la filiación por voluntad parental. Los hijos son de quien son, pero además son de quien dice que lo son. Ya no importa, pues, si la pareja que se dice parental está o no en condiciones de reproducirse: aun cuando lo esté, su declaración de hijos no será más que una adopción pura y simple. Lo mismo da que yo vaya al registro civil a decir que acaba de nacer un niño engendrado por mí en el vientre de mi mujer, o que vaya a decir que registro como hijo mío un niño nacido a miles de kilómetros de mi casa por obra de otro hombre en el vientre de otra mujer, a los que no conozco ni conoceré, y a los que probablemente el niño tampoco conozca ni conocerá: si un día, por cosas del azar o del destino, se llegara a saber de quién es hijo ese niño llegado de cualquier rincón del mundo, y ese alguien tuviese bienes, el hijo podría reclamarlos con todo derecho; y lo mismo ocurriría si se descubriera que el otro, el nacido de mi mujer, lo es en realidad de otro
padre, del que yo no tengo noticias, puesto que sería mi heredero y también el de ese otro varón. Esto da lugar a que las parejas que por razones obvias no están en condiciones de reproducirse, es decir las parejas de gays y de lesbianas, puedan declarar a un niño como hijo propio. En el segundo caso, el hijo puede ser de una de ellas, procreado con semen anónimo procedente de un banco de esperma o con semen de un donante cuya identidad podría perderse en las brumas del tiempo o reaparecer en un futuro como legatario por derecho biológico. Todos los casos que conozco están relacionados con bancos de esperma, cosa que asegura la continuidad sin intervenciones ajenas a la pareja. Al menos, eso declaran las protagonistas. La mujer que no se embaraza y que, por tanto, desempeña las funciones de padre en la formalidad de la adopción, tiene en el hijo nacido de su compañera a su heredero legal, del mismo modo en que lo tendría si lo hubiera adoptado ella sola, sin tener pareja, aunque por el momento las leyes limitan muchísimo esa posibilidad. En la práctica, la adopción en una pareja lesbiana en la que una de las mujeres pare, tiene lugar únicamente por una de las partes. La que es madre biológica es reconocida como tal desde el principio. Es por eso que grupos de mujeres reivindican el derecho a casarse: con un matrimonio de por medio, aunque las posibilidades de reproducción conjunta de la pareja sean nulas, los hijos reconocidos serían de ambos sin el menor tipo de dudas. Lo mismo cabe decir de las parejas homosexuales masculinas, en las que los hijos tienen que ser necesariamente adoptivos por ambas partes, puesto que ninguna puede procrear por sí misma. Las pruebas de ADN aún no han modificado las legislaciones occidentales de forma sustancial. Simplemente, se siguen juicios por filiación en los cuales, cuando una persona demuestra que es hija de otra, se convierte en su heredera, gana el derecho a emplear su apellido y normaliza su historia civil. Pero, en cambio, han dado lugar ya a una revolución en las costumbres sólo comparable a la revolución sexual del siglo pasado. «El baby boom de las adopciones», tituló El País, el 22 de febrero de 2004, un excelente informe sobre «Nuevos modelos de familia», que abarca tres páginas del periódico y de donde procede buena parte de las informaciones que a continuación analizaré. Una de las cosas más llamativas del informe de El País es que dedica media plana a un cuadro en el que se detallan los requisitos para la
adopción de niños por países. La otra, como es evidente, es el empleo de la expresión «baby boom» aplicada a las adopciones: en efecto, la incorporación a la ciudadanía española de niños nacidos fuera de España y de padres distintos de aquellos que les darán sus apellidos, tiene consecuencias demográficas notables. Sólo en 2002 fueron adoptados en el extranjero 3.625 niños. Apuntemos que en 2002 nacieron en España 416.518 niños, 12.619 más que en 2001 y 18.886 más que en 2000, según el Instituto Nacional de Estadística, citado por el diario El Mundo [4/1/2004]. El mismo periódico deja constancia de que «de los pequeños nacidos en 2002, 43.469 fueron de madre extranjera, es decir, el 10,4%. De éstos, el 20% fue de mujeres de Marruecos, un 19% de madres de Ecuador y un 11,1% de colombianas. Además, las cifras revelan que los nacimientos de madres extranjeras también van en aumento, pues en 2000 la cifra fue de 6,2% y en 2001 de 8,2% del total de nacidos.». En este marco, las adopciones representan un 0,9% de los niños nacidos de padres españoles, y un 8% de los hijos de padres extranjeros, y hay que tener en cuenta que los hijos adoptados en el exterior participan de ambas condiciones, al menos en ciertos planos. Está claro que si un 10% de los ciudadanos nacidos en un año en un determinado país se crían en familias procedentes de medios muy diferentes, como es el caso, estamos a las puertas de un cambio cultural de consecuencias imprevisibles, aunque la clase política, en habitual ejercicio de avestrucismo, siga postergando el análisis del problema, y hasta su asunción como tal problema, para una próxima legislatura en la que, probablemente, gobiernen los otros, sea quien sea el que ocupe el poder hoy y el que lo vaya a ocupar mañana. Si a ello le añadimos que el 11% de la nueva población tendrá características étnicas diferentes, aunque una parte se haya criado en hogares españoles y haya asistido incluso a escuelas católicas, la cosa se hace aún más compleja. Para darnos una idea de lo que representa un 11% de la población —que se convertirá, con las sucesivas sumas anuales, en un 20% de las personas con derecho a voto dentro de quince años—, digamos que la población negra en los Estados Unidos, a la que los políticamente correctos llaman afroamericana como si el Brasil, Cuba, la Repúbica Dominicana y otras naciones del continente no existieran, asciende al 13%. Rosa María Beltrán, madre adoptiva de dos niños y directora del Insituto Catalán de la Acogida y la Adopción, citada por El País, dice que el boom de las adopciones durará tres o cuatro años más y después se estabilizará, porque los países en los que hoy se adoptan niños mejorarán y se quedarán
con sus hijos. Me atrevo a decir que la señora Beltrán posee, en este punto, un envidiable optimismo, habida cuenta de que los países de los que son originarios los niños adoptados son China (un 40%), que no podrá controlar su población en el corto plazo, y Rusia, Ucrania y Colombia, cuyas desastrosas tendencias parecen difíciles de revertir en tres o cuatro años. Sólo en los orfanatos ucranianos hay 100.000 niños a la espera de un destino que, para la enorme mayoría, será espantoso. China continuará con su política de hijo único a pesar de su reforma constitucional, o precisamente a causa de ella, puesto que la incorporación al régimen de la propiedad privada instalará la noción de lo patrimonial en su sociedad: los chinos, a partir de ahora mismo, ya no sólo serán hijos, sino que también serán herederos, de modo que lo que hasta ahora es política demográfica de Estado probablemente se convierta en el porvenir en conciencia de familia. Rusia no tiene la menor posibilidad de conseguir una elemental estabilidad interior en menos de una década, salvo caso de intervención autoritaria, lo que no parece factible mientras las mafias —el tráfico de drogas, armas y mujeres como subcapítulo del caos general— sigan siendo protegidas por los sucesivos gobiernos. Pero cuando hablo de «revolución en las costumbres» no me refiero únicamente a los cambios que la incorporación de ciudadanos de origen exterior traiga aparejados, sino también a dos comentarios que reproduce El País en su informe. El primero es de la misma Rosa Beltrán y se refiere a que la adopción ha pasado de ser un tabú, hace diez años, a ser algo socialmente admitido: «Antes la gente se escondía y se lo ocultaba a sus hijos. Ahora es algo natural.» El segundo comentario es de Paco Rúa, portavoz de la Coordinadora de Asociaciones en Defensa de la Adopción y el Acogimiento: «Ha pasado [la adopción] de ser un hecho vergonzoso a un acto humanitario.» Algo que siempre se ha sabido y que ha sido comentario obligado de las gentes de talante liberal ante el natalismo furioso del catolicismo fundamentalista: que en lugar de tener tantos hijos, las familias con posibles deberían adoptar niños de países pobres. Siempre se ha sabido, pero ese saber no ha tenido efectos prácticos hasta ahora, cuando las pruebas de filiación mediante el ADN han convertido a todos los hijos en adoptivos. Citaré por extenso a la periodista que firma el artículo que vengo citando, Patricia Ortega Dolz:
Hay un aspecto sociológico nada deleznable —dice— y es que el modelo de familia tampoco es ya el que era. Las parejas tienen hijos mucho más tarde o no los tienen, tanto porque la mayoría de las mujeres trabaja como por el hecho de que la situación laboral de difícil acceso al empleo estable dilata la llegada del planteamiento de la maternidad o de la paternidad. También cada vez son más las familias monoparentales: personas solas, más mujeres que hombres, que deciden tener hijos a edades maduras. O parejas formadas por personas separadas o divorciadas tras relaciones anteriores, incluso con hijos biológicos de aquellas. O parejas gays… Pero lo más común son parejas heterosexuales con una media de 43 años, de clase media y que no pueden tener hijos.
«Personas solas significa, en mi propuesta de lectura, personas sin herederos. «Parejas gays significa personas sin posibilidades de tener herederos biológicos. Y cuando digo herederos, lo hago empleando el término en su significación más plena: herederos de bienes, pero también herederos culturales, encargados del legado de memoria, valores, convicciones, visiones del mundo de las que cada uno sea portador. Y cuantos más herederos tenga cada mujer y cada hombre, de bienes y de valores, de pasado y de proyecto, mejor. De todos los nuevos modelos de familia —cada uno de ellos con sus capacidades y sus discapacidades para la crianza, la instrucción y la educación de niños, tal como las tenía la familia tradicional— el más cuestionado ha sido y es el de la pareja homosexual, asunto del que se habla menos de lo que se debería, excepto para poner en tela de juicio sus virtudes. Hace tiempo que vengo reuniendo opiniones dispares sobre el tema, en una especie de encuesta personal. A menos que preguntase a un gay o a una lesbiana, y aun en este caso no siempre, todos los comentarios que he recogido han sido negativos o, a lo sumo, tolerantes, es decir, de aceptación a regañadientes porque quedaría muy feo en una persona progresista oponerse. La grande y perversa fantasía de la sociedad a ese respecto es que los gays y las lesbianas pretenden establecer una suerte de criadero clandestino de
niños destinados a satisfacer sus bajos instintos en cuanto tengan la edad para ello, o incluso antes, precisamente por ser la edad un asunto tabú. La sociedad, y en medio de ella un grupo de gays y un grupo de lesbianas llenos de miedos y prejuicios, tienen la pesadilla de unos niños formalmente prohijados pero empleados en realidad como esclavos sexuales de paidófilos de largos colmillos y genitales hipertróficos. Es decir, tienen la pesadilla de la familia tradicional, la familia en que tiene lugar el estupro y el incesto, la violación y el abuso sexual, sin que jamás salga a luz. Esa pesadilla es el más grande ejercicio de hipocresía jamás realizado, y en el caso de los gays y las lesbianas que la comparten forma parte de su propio pasado, de modo que no realizan la crítica de un porvenir posible sino que revelan una temible memoria. Porque, digámoslo de una vez por todas y con mayúsculas: Todos Nos Hemos Criado En Familias Con Gays Y Lesbianas Que Ocultaban Su Condición (O No), Con Padres Homosexuales Que Ejercían Fuera De Casa (O Dentro). Muchos Nos Hemos Criado En Familias Con Sádicos, Masoquistas, Paidófilos, Violadores, Incestuosos De Toda Clase, Amos y Amas Con Látigo, Gerontófilos, Zoófilos, Y Tal Vez Necrófilos Y Caníbales, Porque Existen Y En Alguna Familia Están. Que no quepa la menor duda de ello, y no creo que haya nadie que proceda de una familia tradicional amplia, de tipo clánico, no nuclear, con tíos, tías, abuelos y abuelas, primos y hermanos, que no tenga en el fondo de sus recuerdos, por experiencia directa o por comentario marginal y siempre hecho con medias palabras, algún caso oscuro. Y para mí está claro que es infinitamente más beneficiosa para un niño, como para un adulto, la convivencia con personas que reconocen sus propios deseos y actúan de acuerdo con ellos, que con personas que los ocultan con vergüenza, los reprimen o los realizan con nocturnidad y alevosía. En España, sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Ha habido avances en algunas comunidades autónomas. En Navarra, un juez ha otorgado a una pareja lesbiana la patria potestad compartida de dos niñas gemelas, hijas biológicas de una de las mujeres, amparándose en la ley de parejas de hecho. También en el País Vasco ha sucedido algo similar. Pero la normativa sigue en suspenso, a la vista de un recurso presentado por el Partido Popular ante el Tribunal Constitucional.
En los Estados Unidos, el presidente George W. Bush y el gobernador de California, Arnold Schwarzenegger, se oponen a las bodas de gays y lesbianas. En San Francisco, de donde es alcalde el demócrata Gavin Newsom, se habían casado a finales de febrero de 2004 más de 6.300 homosexuales [«El “Gobernator” intenta acabar con los matrimonios gays de San Francisco, ABC, 22/2/2004]. Para autorizar esas uniones, Newsom, que no es homosexual y que, si lo fuera, no tendría el menor reparo en decirlo, ni personal ni electoral, se funda en la Constitución de los Estados Unidos y en la Constitución de California, donde no se reconoce ninguna discriminación. Schwarzenegger, por su parte, sostiene que la legislación de California limita el matrimonio civil a parejas heterosexuales. Es decir, parejas formadas por un ciudadano de género femenino y un ciudadano de género masculino, sean cuales sean sus deseos, confesos o secretos, sea cual sea su práctica sexual real. Visto que el matrimonio es en esencia un contrato entre dos, sólo se lo podría objetar argumentando que afecta a terceros: para el caso, los hijos que la pareja implicada reconozca tener. Un argumento racionalmente difícil de sostener, puesto que la mayor parte de los contratos comerciales que se celebran entre un fabricante y un distribuidor, o un distribuidor y un publicista, por poner sólo dos ejemplos muy a mano, afectan a terceros, y para colmo a terceros indeterminados, que se verán impulsados por personas a las que no conocen a consumir productos que tal vez no necesiten. Y el fabricante de gaseosas no le paga la comida ni la escuela a ese cliente anónimo que le da beneficios. De todos modos, el sistema estadounidense es lo bastante amplio y permeable —se demostró en casos como el del senador Joseph R. McCarthy o el del Movimiento por los derechos civiles— como para creer que la realidad social se impondrá allí a la realidad jurídica antes que en otras partes del mundo. Está claro que no cabe explicarle a los gobernantes contemporáneos que el matrimonio es una instancia en vías de extinción y que ellos, en cuanto ocupantes transitorios de uno de los poderes del Estado, deberían preocuparse más por la futura legislación de herencias que por preservar una institución con graves síntomas de obsolescencia en su forma actual, o más aún: una institución que sólo se salvará si se la amplía de modo tal que contenga el porvenir de la legislación patrimonial. No cabe explicárselo, porque son tipos que, de tanto repetirlo, se creen lo que dicen. Ni siquiera son auténticos reaccionarios. Un auténtico reaccionario, como el príncipe de Salina creado por Giuseppe di Lampedusa, sabe que algo tiene que cambiar
para que nada cambie, y no son pocas las ocasiones en que individuos así pasan a la historia como grandes reformadores y hasta como revolucionarios. Harán falta grandes cambios de estilo en la clase política para que este asunto se resuelva en el sentido de la historia. Los políticos, gobiernen o no, deben aprender que su papel no consiste en hacer la historia, sino en administrarla, con lo cual los que la hacen se quedan encantados y los que no la hacen son los que, en los regímenes democráticos, eligen, y los que constantemente crean nuevos problemas. Por si alguien me ha acompañado hasta este punto, voy a hacer una breve síntesis de lo expuesto en este capítulo y esbozar una predicción que revela cuál es la situación actual del varón blanco occidental de tradición judeocristiana y práctica social secular y liberal. La síntesis: las pruebas de filiación por ADN, al alterar todos los presupuestos teóricos del matrimonio como contrato de legatarios, han dinamitado la institución en su forma tradicional. A partir de ahora, todos los hijos son biológicos y todos son adoptivos. Esto ha ocurrido cuando la familia clásica, por razones que van desde el aumento de la esperanza de vida hasta la secularización generalizada de las relaciones sociales, se estaba deteriorando a ojos vista y daba paso a nuevos modelos de familia. Esto incluye, por supuesto, a las familias monoparentales —forma políticamente correcta de referirse a los individuos solos que crían, educan y financian hijos— y a las parejas homosexuales que quieren adoptar hijos o compartir la patria potestad de los hijos habidos por alguno de sus miembros, varones o mujeres. Cosa con la que estoy plenamente de acuerdo, no sólo porque hay demasiados niños abandonados en el planeta, sino porque ninguna sexualidad ha estado jamás fuera de la familia tradicional y, para colmo de males, en ella han estado todas reprimidas. Quienes creen que van a conseguir algo más que postergar por unos segundos la marcha de la historia en ese sentido mediante la lucha jurídica, se engañan. Y quienes imaginen una vía autoritaria para la erradicación de esas tendencias, lo único que encontrarán al final del camino es un Führer gay, como el original pero fuera del armario, o del búnker. La predicción: si lo que acabo de escribir fuera firmado por una mujer, iría a misa sin el menor reparo; y si fuera firmado por un gay militante, formaría parte de un panfleto para consumo interno del colectivo; pero como lo firma un varón heterosexual blanco judeo-cristiano liberal, estará
bajo sospecha. ¿Quién es el tipo que asume así fenómenos ajenos a su colectivo? ¿Qué clase de enfermedad psicosocial padece? Pues no, no se trata de eso. Se trata de un individuo que no responde al cánon, es decir, simplemente, un individuo. Lo cual, además de estar mal considerado por su ostensible peligrosidad social, es pavorosamente desconcertante y difícil de creer. ¿Por qué? Porque acabamos de salir del siglo XX, el siglo en el que maduraron, y se desarrollaron, para desgracia de la humanidad, las identidades colectivas que se habían preparado por obra del Romanticismo reaccionario en el siglo anterior: identidades colectivas nacionales, étnicas, ideológicas, de clase y, finalmente, sexuales o de género, todas ellas con pretensiones totalitarias. El siglo de los nacionalismos, de los fascismos, del estalinismo, del feminismo radical totalitario. El siglo del equívoco, como lo definiera Jaime Naifleisch. El siglo de los mitos. El siglo de las mentiras universales, en cuya trampa nos debatimos aún, y de la que nos costará mucho liberarnos.
5. El mito de la mujer
Dice Alain Finkielkraut que dos mitos dominaron el siglo XX: el de la raza aria y el del proletariado universal. No le falta razón en eso: de la vanidad de la raza aria, es decir, del germanismo antisemita alemán, de la germanofilia de las élites de otras partes del mundo y del sentimiento de superioridad que colma las almas de los miembros de un colectivo en cuanto éste se define como tal, se derivaron los nacionalismos y los fascismos; de la fantasía de una clase social protagónica, encargada de la liberación del resto y del cierre definitivo de la historia como tal, se derivaron el estalinismo y la socialdemocracia, una versión atenuada de lo mismo, en la que la mano de hierro soviética es sustituida por un ejercicio singular de la democracia autoritaria. No le falta razón a Finkielkraut en eso: sólo le falta un mito para acabar de definir la tragedia. El mito de la mujer. Se trata de un mito derivado, y no del mismo modo en que los fascismos se derivaron de los nacionalismos. Sí del modo en que los fascismos se derivaron de los partidos socialistas y comunistas: dando a través del nacionalismo una respuesta al problema del proletariado universal, convirtiendo necesidades cuya satisfacción apuntaba al progreso en necesidades cuya satisfacción se encontraba en el orden de lo nacional. De ahí el origen socialista de Benito Mussolini y el origen comunista de Jacques Doriot. En un principio, las necesidades de las mujeres —todavía no eran la mujer en el sentido esencial, mítico— debían ser satisfechas ocasionando progreso para el conjunto social: liberalizando las costumbres, aumentando la productividad, generando riqueza y desarrollo personal, incrementando el crecimiento intelectual de las nuevas generaciones; en suma: creando igualdad. Las mujeres, como los varones, tenían que devenir ciudadanas de pleno derecho, trabajar, votar, instruirse, tener vida privada, no depender de nadie. Pero estamos en un punto, a comienzos del siglo XXI, en que la aspiración a la igualdad ha dado paso a la aspiración a la diferencia, a pesar de lo muy cara que se pagó, en dos guerras mundiales y cientos de guerras locales, la exaltación de esa diferencia.
Los negros norteamericanos pasaron del movimiento por los derechos civiles, en el que se reivindicaba su identidad como ciudadanos, al Black Power, a los Panteras Negras y, finalmente, al islam y la Nación del Islam, donde se reivindica su diferencia, su no pertenencia a la nación americana ni a ninguna otra que no haya sido tocada por Alá. Al mismo tiempo, liberadoras feministas de viejo cuño pasaron de la igualdad con el hombre al reclamo de la diferencia. El reaccionarismo manifiesto de la Nación del Islam, que por cierto excluye cualquier reivindicación feminista a pesar del apoyo que en honor a su diferencia obtienen de grupos que se declaran feministas, ofrece a los demócratas la ventaja de situarse al margen del Estado y, por tanto, de ser susceptible de oposición legítima. El reaccionarismo manifiesto de algunas feministas totalitarias, como es el caso de la histórica Catharine MacKinnon, teórica de la violación y jurista que ha conseguido incorporar a la legislación vigente en los Estados Unidos extremos tales como el del acoso visual —la mirada insistente del varón como forma de violencia sexual perseguible judicialmente— no sólo no se ha enfrentado finalmente al establishment, y mucho menos al Estado, sino que ha pasado a formar parte de él: los doctrinas de MacKinnon han sido y son aceptadas, multiplicadas y propagadas por el ala derecha del Partido Republicano —por si alguien lo recuerda: Barry Goldwater y sus pares. En un libro recientísimo, de significativo título [Por mal camino, publicado en francés por Odile Jacob en 2003 y en castellano por Alianza Editorial en 2004], una feminista histórica francesa, Elisabeth Badinter, emprende la crítica, entre otras, de esa corriente americana. Permítaseme citarla por extenso:
Desde hace treinta años, el feminismo radical americano ha tejido pacientemente la urdimbre de un continuum del crimen sexual que quiere demostrar el largo martirologio femenino. En el espacio de algunos años aparecieron tres libros nacidos de esa corriente que impusieron el tema de la opresión sexual de las mujeres. El primero trataba de la violación [S. Brownmiller, Against our Will, Women and Rape, (Contra nuestra voluntad. Mujer y violación), 1975.] La autora afirma: «La violación es sólo un medio consciente de intimidación por el que todos los hombres mantienen a todas las mujeres en un estado de temor.», el segundo del acoso sexual [C. MacKinnon, Sexual Harassment of Working Women (Acoso
sexual a las mujeres que trabajan), 1979] y el último de la pornografía [Andrea Dworkin, Pornography. Men Possessing Women (Pornografía. Hombres que poseen mujeres), 1981]. Sus autoras consiguieron una gran celebridad. Después, Dworkin y MacKinnon trabajaron juntas, pues estaban de acuerdo en lo esencial: las mujeres son una clase oprimida y la sexualidad es la raíz misma de esa opresión. La dominación masculina se basa en el poder de los hombres para tratar a las mujeres como objetos sexuales. Este poder, que se hace remontar al origen de la especie, se habría iniciado con la violación. Sobre todo, en su opinión, la violación, el acoso sexual, la pornografía y el procedimiento ejecutivo (golpes y heridas) forman un conjunto que pone de manifiesto una misma violencia contra las mujeres. Sin olvidar la prostitución, el striptease y todo lo que más o menos tiene relación con la sexualidad. El veredicto no tiene apelación: hay que obligar a los hombres a cambiar su sexualidad. Y para ello hay que modificar las leyes y recurrir a los tribunales. Las feministas liberales protestaron con vehemencia contra esta corriente que apelaba a la censura, pisoteaba la libertad sexual y sonaba como una declaración de guerra contra el género masculino. Cuando redobló sus provocaciones, Andrea Dworkin fue abandonada a sus extravagancias y sirvió de mofa a este nuevo feminismo. Pero su filosofía, a pesar de todo, se fue abriendo camino. No dudó en comparar a las mujeres con las supervivientes de un campo de concentración, y la palabra survivor (superviviente) fue utilizada luego por otras autoras. Pero fue su cómplice MacKinnon, brillante abogada y profesora de derecho en universidades prestigiosas, la que llevó la batalla jurídica con el éxito que ya conocemos. No sólo hizo que la Corte Suprema de los Estados Unidos, en 1986, reconociera el acoso como una forma de discriminación sexual, sino que, aliada con los lobbies más conservadores y con el apoyo constante de los republicanos, consiguió que se votase en dos ocasiones, en 1983 y en 1986 — en las ciudades de Minneapolis e Indianápolis—la disposición llamada «MacKinnon-Dworkin» contra la pornografía. Aunque constituía una violación de los derechos civiles, la disposición se aplicaba sin distinción a las películas, a los libros y a los periódicos. Siempre que una mujer decía sentirse «en situación de inferioridad», podía hacer prohibir el objeto de su humillación. Había pasajes enteros de la literatura clásica y del cine sobre los que pesaba la amenaza de ser condenados. En esa ocasión, las feministas de todas las clases (de Betty Friedan a Kate Millett, pasando por Adrienne Rich) se opusieron ruidosamente a ese delirio de censura. Después de un
combate encarnizado, la primera enmienda sobre la libertad de expresión se impuso, pero el prestigio y la audiencia de MacKinnon se multiplicaron. No en vano la Corte Suprema de Canadá hizo suya en 1992 una buena parte de sus teorías sobre la pornografía.
Hasta aquí, Elisabeth Badinter. El texto merece comentario, tanto por aquello de lo que informa, que no suele ser demasiado conocido ni, por supuesto, aireado a menudo por las feministas militantes españolas e hispanoamericanas, como por aquello que da por sentado. En este orden, la más inquietante de sus afirmaciones es la de que la filosofía de MacKinnon, «a pesar de todo, se fue abriendo camino». ¿De qué manera el feminismo totalitario, el belicismo genderista de MacKinnon se abrió camino y hacia dónde? En la misma forma en que, en el curso de las luchas sindicales de la segunda mitad del siglo XIX, en el de las revoluciones comunistas rusa y china, en el de sus fracasados precedentes europeos —en primer término, el alemán— y en el de la guerra fría durante el siglo XX, se abrió camino el marxismo, de modo que hoy, en la primera década del XXI, no hay nadie que no sea marxista de una u otra forma. Vencido el comunismo y con una socialdemocracia que asegura —no hace falta que dé más pruebas de las que ya ha dado— haber roto con su pasado marxista, en los medios de comunicación, en las conversaciones que los ciudadanos más corrientes sostienen en el café a propósito de la actualidad política, en los artículos de politólogos y economistas, en los libros de texto de la enseñanza primaria y secundaria, y hasta en las discusiones más banales, el lenguaje empleado se halla impregnado de términos marxistas. Hasta los más furibundos anticomunistas de toda la vida terminan por hablar de clases sociales, amparándose en una sociología académica que, lo quiera o no, tiene una enorme deuda histórica con Karl Marx, y en una economía académica que, por mucho que se remita a David Ricardo, padre real de la mayor parte de los análisis considerados marxistas, debe la difusión de su terminología propia a comunistas y socialistas. Vencido el comunismo y borrado hasta el último vestigio de marxismo del discurso socialdemócrata, todo el mundo puede permitirse, sin una gran dosis de valor, hablar como un marxista: en Occidente, ya nadie tortura ni desaparece a nadie por emplear la palabra plusvalía ni por mencionar la justicia social. Más aún: está de moda. Porque, vencido el
comunismo y borrado el marxismo del discurso oficial de los socialdemócratas, el mito del proletariado universal continúa vivo. Algunos quieren verlo encarnado en Osama bin Laden, otros se conforman con menos: el borroso encapuchado Rafael Guillén, al que prefieren llamar subcomandante Marcos, el populista dictatorial Hugo Chávez, el dictador populista Fidel Castro o el jefe terrorista Yasser Arafat, aunque cada uno de ellos represente cosas distintas y, en todo caso, inciertas. No importa que el proletariado, imaginario como es, realice su reino en este mundo de la mano del islam o del personalismo corrupto: lo que importa es que sea proletariado. También el mito de la raza está vivo, aun cuando de ella hayan quedado menos rastros en el planeta que de esa efímera clase social a la que Marx concedió vida eterna y a la que Lenin ratificó como víctima nacional al enunciar la teoría del imperialismo. No hay arios, pero hay antisemitas, y también están de moda. Los mismos que usan marxismo porque está de moda, usan antisemitismo por igual motivo. Ya se sabe que son mitos complementarios y que se aplica desde hace siglos un caprichoso carácter transitivo entre ellos: el proletariado es la víctima del capital, el capital está en manos de los judíos, por lo tanto el proletariado es la víctima de los judíos y acabar con éstos forma parte de su tarea como clase para sí. Como la izquierda reaccionaria que alimenta esos mitos lo ha mezclado todo, aceptando por un lado que José Stalin era malo pero el comunismo es bueno y, por otro, que los 14 millones de judíos que en el mundo son, y en especial los cuatro o cinco que habitan en Israel, representan una grave amenaza para 1.500 millones de musulmanes, también ha incorporado a su acervo unos cuantos elementos de los dos bandos de la guerra fría: así como Amnesty International, organización creada por los Estados Unidos para reclamar por los presos de conciencia de los países comunistas, ha devenido en instrumento de intereses muy distintos, organizaciones y centros de producción ideológica feministas, que fueron potenciados en su momento porque se entendía que la fragmentación del bloque globalmente denominado antiimperialista era beneficiosa para Occidente, contribuyen hoy generosamente a su desgaste. Que nadie se confunda: no estoy condenando el feminismo como tal. Creer
eso sería equivalente a creer que estoy a favor de la tuberculosis si denuncio el manejo corrupto de una organización nominalmente dedicada a combatirla. O a creer que estoy en contra de la justicia social si denuncio el estalinismo. Estoy, en cambio, condenando los contenidos reaccionarios de una importante porción del feminismo militante. El que ha creado el mito de la mujer como clase social, y como víctima y, por lo tanto, enemiga del varón. Ambos términos, mujer y varón, empleados como absoluto, en olvido las mujeres concretas y de los hombres concretos. El mito de la mujer —y su complementario, el mito del varón depredador —, al igual que el mito de la raza aria y el mito del proletariado universal, no resisten la aproximación casuística, el primer plano de cada individuo. En cuanto se considera a cada uno de los miembros de las SS, o de las Juventudes Hitlerianas, o del Partido Nazi, donde abundaron los perversos, los tontos de baba y los tarados de toda clase, la noción de lo ario se viene abajo. Y lo mismo sucede en cuanto se conversa con cada obrero concreto, votante de Silvio Berlusconi o de Jörg Haider o de Le Pen, en franca renuncia al papel redentor atribuido a su clase. Sin embargo, en los tres casos se trata de mitos existentes y hasta se diría que más consolidados de lo que se suele pensar. Hace años, en un programa radial dedicado a las mujeres, Rossana Rossanda, hoy conversa al benladenismo, preguntó a una trabajadora de la cadena de montaje de la Fiat de quién se sentía más cerca: si de su compañero de fábrica varón o de Susana Agnelli, a la sazón hija del propietario de la empresa. La muchacha respondió sin vacilar que de Susana Agnelli: las dos eran mujer, y a ella no se le ocurrió considerar que, por lo que tocaba a su compañero, los dos eran proletariado. Esto sucedió en los años setenta y fue recogido por la Rossanda en su libro Las otras, publicado en español, en 1982, por la editorial Gedisa de Barcelona. Era una época en la que aún la URSS parecía eterna, en la que aún el Partido Comunista Italiano seguía siendo el más grande de Occidente a pesar de los esfuerzos en contra de Enrico Berlinguer, y en la que la izquierda italiana tenía una incalculable influencia en los medios. Pero, en el trámite de la guerra fría, el mito de la mujer había empezado a desplazar de la conciencia italiana el mito del proletariado universal y se había colado ya en el patrimonio intelectual de una izquierda a cuyo derrumbe estaba destinado a colaborar. Los tres mitos del siglo XX corresponden a un imaginario colectivo marcado
por el cristianismo, en el cual no prospera ningún mito que no implique victimización y, de ser posible, martirio. La superioridad aria es la evidencia negada durante siglos por el opresor judío, del mismo modo en que la superioridad proletaria es la evidencia negada durante siglos por el opresor capitalista, muchas veces, dicho sea de paso, judío. La superioridad femenina encuentra su razón de ser en la opresión a la que la mujer ha sido sometida, durante aún más siglos, a la opresión del varón. Para dar soporte teórico a su perversión política, Adolf Hitler encargó a sus antropólogos una doctrina científica y a sus teólogos una cosmogonía de lo ario. Al frente de los antropólogos estuvo Himmler, el criador de pollos que en su día buscó en los museos españoles pruebas de pasados vínculos entre arios e íberos que justificaran la alianza del Reich con Francisco Franco. Por orden de Himmler se envió al Tibet, en procura de los orígenes perdidos, una misión formada por el naturalista Ernest Schäfer, joven miembro de las SS —tenía por entonces 29 años—, el antropólogo Bruno Beger, el botánico y entomólogo Ernest Krause y el geofísico Karl Wienert. El jefe técnico de la expedición era Edmund Geer, pero el fanático Schäfer oficiaba de comisario político. Prefirieron entre todos ignorar que los arios estaban bien a mano, en Rumania y alrededores; tal vez por eso —cuestión nunca aclarada— los gitanos hayan sido el segundo grupo étnico a exterminar, después de los judíos: eran una prueba demasiado llamativa de las diferencias entre arios y germanos. En cuanto a la teología aria, lo más notable es su idea de Eva: una mujer rubia, de ojos azules, engañada por una serpiente de claros rasgos semitas. Stalin no se preocupó demasiado por la justificación científica de su perversión, que le había venido dada —el marxismo en sí era una ciencia—, y podía prescindir de la teología perfectamente. Sus antecesores en la dirección del movimiento obrero se habían encargado ya de rastrear los orígenes del proletariado universal, y contaban con figuras señeras del pasado que encarnaban desde hacía siglos la rebelión liberadora y gozaban de la honrosa condición de víctimas: Espartaco, por supuesto, en primer lugar, pero también, en mérito a que la propaganda es la propaganda, Jesucristo. Más tarde, Bertolt Brecht extendió la genealogía hasta los constructores de las pirámides, es decir, hasta Moisés, aunque sin subrayar su fe. ¿Qué otra cosa podían hacer las mujeres que descubrieron que representar
al conjunto implicaba un montón de poder, para sostener el mito de la mujer? Pues lo mismo. Con la influyente jueza y profesora MacKinnon a la cabeza, dice Badinter, «el feminismo radical americano ha tejido pacientemente la urdimbre de un continuum del crimen sexual que quiere demostrar el largo martirologio femenino». Ignorando la historia, desde Cleopatra o Teodora hasta Margaret Thatcher, pasando por la gloriosa hija, esposa, amante y madre de reyes, y reina e intelectual ella misma, llamada Leonor de Aquitania, concluyeron que «las mujeres son una clase oprimida y la sexualidad es la raíz misma de esta opresión». Es cierto que se cometieron muchas barbaridades en nombre de Dios, y otras muchas en nombre de la patria, del honor o hasta del amor; pero, si nos detenemos a reflexionar un poco, veremos que todos ésos son nombres que se dan a lo que, en última instancia, es puro desconocimiento del pasado, a veces avieso, a veces tan sólo idiota: cada acto de barbarie es un fracaso de la historia, de la memoria, un olvido del pasado. La formación de los mitos modernos, como los tres de los que me ocupo en estas páginas, requiere mucha ignorancia acumulada a propósito. Nunca el relato de la peripecia de la humanidad, más o menos exacto, más o menos cierto, pero en cualquier caso útil como referente de experiencia, había tenido más difusión que en el siglo en que esos mitos se gestaron. Hizo falta mentir mucho, pasar por encima de mares de información, para crear falsos pasados de tal alcance. Y tuvo que haber también un esfuerzo titánico por parte de quienes vivieron esa parte de la historia para olvidar su presente. No podía ser fácil seguir creyendo en el proletariado universal y su carácter liberador en el destierro siberiano, pero millones fueron desterrados y siguieron creyendo. No podía ser fácil seguir creyendo en la superioridad de la raza aria después de Stalingrado, y mucho menos después de Auschwitz, pero hay millones —no exagero— que siguen creyendo, y no sólo en Alemania y Austria. Las mujeres, imagino, tendrán que hacer auténticas maratones de ignorancia voluntaria para seguir creyendo que su género es una clase oprimida, a la vista de los ejemplos que acabo de citar y de la brillante carrera de MacKinnon hacia los altares del puritanismo esencialista. Las mismas mujeres, que en ningún caso son la mujer abstracta y colectiva, sino seres individuales, y que repudian las declaraciones de raíz religiosa de Bush Jr. cuando éste dice actuar en nombre de Dios, habrán de recordar que las personas de talante fundamentalista, como el presidente, tienen demasiadas coincidencias con el feminismo radical de su país.
El martirologio femenino, nacido de la «dominación masculina», no es ocioso repetirlo, «se basa en el poder de los hombres para tratar a las mujeres como objetos sexuales», que se habría iniciado, según la doctrina, «con la violación». No aclara Badinter qué violación, pero puesto que «se hace remontar [ese poder] al origen de la especie», cabría pensar que la de Eva por Adán. Lo cual podría llevarnos a preguntar quién comió el fruto del árbol prohibido, si el incontenible y libidinoso Adán o la violada Eva. En cuanto a la cuestión de la tentación, correríamos el riesgo de caer en la exposición de los argumentos que ya son tópicos en los juicios por violación acerca del papel provocador de la víctima, y de pringarnos con toda la roña ideológica de la imaginaria guerra de sexos en la que se nos quiere hacer vivir por encima de nuestras inclinaciones naturales y de nuestras elementales convicciones éticas respecto de la igualdad. No. No van por ahí las cosas, aunque Jean M. Auel y, por delegación suya o de su agente, Daryl Hannah intenten convencernos de que la violación era la forma de relación sexual habitual en la vida de la humanidad primitiva: El clan de Oso Cavernario debe gran parte de su éxito al hecho de ser la expresión narrativa más simple de la ideología feminista radical infusa en las sociedades occidentales. Tuvieron que concurrir muchos factores para que fuera posible construir un pasado de ese tipo. Tuvo que aparecer en la filosofía la idea de que el hombre —la humanidad— no existe: el marxismo contribuyó a ello, pero mantuvo viva, hasta el punto de situarla en un lugar preponderante de su concepción del mundo, la noción de proceso. Tuvo que imponerse la idea de la historia como historia de la lucha de clases, porque sin ella no había de dónde colgar la historia como historia de la lucha de sexos. Tuvo que ser abolida la noción de proceso para que esa lucha de sexos fuese continua e idéntica a sí misma a lo largo de los tiempos, y de las diversas y sucesivas formas de organización de las sociedades: en esto, el feminismo radical tiene una deuda de honor con los nacionalismos de nuevo cuño, que han retorcido y retuercen la memoria de los pueblos hasta dejarla irreconocible, y con las autoridades implicadas en la instrucción pública, que imponen siempre cambiantes programas y libros de texto en los que la Revolución Francesa precede a los faraones y el colonialismo precede a Colón. Hubo, y hay, que hacer muchas triquiñuelas políticas para hacernos tragar, a los hombres y las mujeres que nos preciamos de mantener cierta independencia de criterio, que desde la aparición en el planeta del homo sapiens sapiens, éste
sólo se ha relacionado con la hembra de la especie por la vía de la violación. Violación, en ese estatuto doctrinal, el de MacKinnon y, no lo olvidemos, el de los puritanos de varias confesiones y «los lobbies más conservadores y […] el apoyo constante de los republicanos», es casi todo: la violación misma, pero también «el acoso sexual, la pornografía y el procedimiento ejecutivo», es decir, el maltrato físico, así como también el comercio con prostitutas y la contemplación de strip teases, por poco desaforada —¿por qué no indiferente?— que ésta sea. A su vez, el acoso sexual es casi todo: el abuso de poder en un empleo por parte de un superior, desde luego, pero también el ansia obscena y manifiesta de ese marido con el que la esposa se ha acostado centenares, miles de veces, pero con el que no se acostará hoy, y también la mirada libidinosa del tipo que espera el autobús y que no tiene nada mejor que hacer que mirar, y la mirada concupiscente del camarero que, para colmo, tocó el hombro de la señora a la que ayudó a ponerse el abrigo… una pura y permanente obsesión, fatalmente reñida con cualquier capacidad productiva que se pueda pretender de ese macho encendido.
Prostitución
Y después de la violación misma y del acoso, lo demás: prostitución, pornografía y maltrato. Desde siempre. En las viñetas de mi infancia y en otras posteriores, el hombre primitivo era sistemáticamente representado como un sujeto hirsuto, descalzo y parcialmente cubierto con pieles de animales, que llevaba al hombro, al modo de una escopeta, un palo con aspecto de as de bastos, y que arrastraba a su mujer por los pelos con la mano libre, sin esfuerzo aparente: ella no iba nunca en posición vertical, sino en decúbito supino, y, que yo recuerde, no parecía resistirse a aquel modo de transporte y llevaba los brazos plácidamente cruzados sobre el pecho. El varón tenía cara de enfadado, pero uno suponía que en aquella época había más de una razón para estar de mal humor, desde los animales salvajes hasta la falta de calefacción. La idea popular de lo primitivo no ha variado demasiado, y resulta más creíble como constructo el del Oso Cavernario que el de los Picapiedra, por mucho que nos hayamos habituado a su presencia en los medios. Esa idea es el fundamento del discurso sobre el maltrato, del que trataré más abajo. De la prostitución se dice que es el oficio más antiguo del mundo, y eso es algo que se ha repetido tantas veces que la definición ya hace las veces de sinónimo. Pero no es cierto: alguien, se supone que un varón, tuvo que hacer algo, tuvo que producir para alimentarse y para alimentar a su grupo familiar, a su clan, antes de poder distraer lo necesario para pagarle a una mujer por sus servicios sexuales. Ese ahorro dilapidable debe de haber requerido cientos de años de acumulación y, por lo tanto, de desempeño de otros oficios, desde el de recolector hasta el de labrador, pasando por el muy difícil de cazador. Por otra parte, a las mujeres de la horda o del clan no les hacía falta vender su cuerpo a cambio de nada, puesto que sus necesidades, bastante primarias, estaban cubiertas en la misma medida en que lo estaban, o no, las del resto del grupo. Además, ¿para qué iba a pagar el varón, si lo suyo era violar? ¿Por qué comprar lo que se podía tomar? Todo esto sin contar con que, antes del dinero, las mujeres eran en muchas ocasiones medios de pago, como los animales de labor o de carga, o como la sal.
El problema de la prostitución, con no ser tan antiguo como se suele creer, es un problema real. Pero también es una salida real de muchos otros problemas para muchas mujeres y, en una proporción cada vez mayor, para muchos hombres. En la Europa de hoy, aproximadamente un 70% de las mujeres que ejercen la prostitución son inmigrantes de países pobres, en no pocos casos drogodependientes y atrapadas en redes mafiosas de trata. Algunas han llegado engañadas, con falsos contratos de trabajo. Otras, la inmensa mayoría de las que proceden de la destrozada Yugoslavia, han sido preparadas para su trabajo en campos de tortura, violadas sistemáticamente desde la infancia y consoladas de tanto dolor con drogas: los militantes (es la prensa la que los llama así) del Ejército de Liberación de Kosovo, que contó con el apoyo de la OTAN para «liberarse» de la opresión serbia, son expertos en esa rama de la pedagogía y encuentran tiempo para realizarse en ella entre venta y venta de armas a ETA, a Al Qaeda o a las FARC. Otras vienen de la miseria que setenta años de ineptitud y corrupción soviéticas, en combinación con la corrupción y el poder mafioso de veinte años de administración postsoviética, extendieron por los países del este de Europa. Otras más proceden del África subsahariana y son portadoras del virus del SIDA. Casi todas ellas están sometidas a doble o triple explotación: la de sus macarras, personalizados o corporativos, la de los camellos —delegados de corporaciones— y la de alguna remota familia que no come con un euro diario, como aseguran algunos anuncios de corporaciones de beneficencia, la culminación de la organización capitalista del pordioserismo y su correspondiente virtud teologal, la caridad. Una exigua minoría de esas prostitutas extranjeras, con la bendición de una especial belleza y el privilegio de un espíritu de independencia invencible, ha venido al viejo continente por sus propios medios, gana bastante dinero con un esfuerzo incomparablemente menor que el que se le demandaría en una fábrica de camisetas en Ucrania o en Marruecos, y en no pocas ocasiones acaba por casarse con un cliente agradecido y enamorado. El 30% restante de las profesionales que se desempeñan en Europa son europeas. Dos tercios de esas mujeres son de clase baja o media baja, y menos de la mitad tienen algún hombre que depende en lo económico de ellas, no necesariamente un macarra, muy a menudo un hijo o una hija drogodependiente o un marido borracho. La figura del macarra no nace, todo hay que decirlo, de una vocación masculina ni de una perversión
femenina de raíz masoquista, sino de la oportunidad que proporciona al pícaro la corrupción policial: si la mujer no cuenta con la protección de un varón, está en manos de la policía y, si ésta es corrupta, se lo hace pagar. El macarra, desde luego, comparte sus ingresos con las autoridades. Cuanto menor es el nivel de corrupción policial en un país, menor es el número de macarras. En Europa, la prostituta sin protector es una figura corriente, más corriente cuanto más desarrollado es el país. En España, bastante más del 50% de las prostitutas nativas, lo que hace un 10% del total, ejercen sin protector. El 10% restante corresponde a hijas de las clases medias, en no pocos casos con estudios de nivel terciario, si no estudiantes que trabajan a tiempo parcial y se financian con unos cuantos clientes de alto nivel económico. Son las habituales de las barras americanas de cierta categoría, situadas en el centro de las ciudades y con precios y clientes muy diferentes de los del puticlub de carretera o de barrio periférico, y las que publican anuncios personales en periódicos con lectores de gran poder adquisitivo. Para siete de cada diez mujeres que ejercen la prostitución en Europa, la vida es, pues, decididamente trágica. Tan trágica como lo sería en sus países de origen y más trágica de lo que sería si el más importante negocio de esta época en el planeta no fuera el narcotráfico. Para una de cada diez, las que son esquilmadas por algún individuo o individua, es menos trágica de lo que sería si buscara salidas en el mercado de trabajo sin ninguna preparación. Para una de cada diez, las que no responden a nadie y no tienen más proyecto que vivir, es decididamente menos cruel que un empleo o un puesto de fábrica. Para una de cada diez, las que no responden a nadie y tienen un proyecto de vida a medio o largo plazo, es una actividad como cualquier otra, pero decididamente más lucrativa.
El varón y la prostitución
La otra parte de la cuestión son los clientes: el varón, del que me ocuparé por extenso en el próximo capítulo, pero del que hay que decir desde ya, en este contexto, que es un doble o triple o cuádruple o quíntuple violador, que viola cuando desea, viola cuando mira, viola cuando paga y viola cuando da curso a su genitalidad. Aunque, en lo que toca a este último extremo, se deba recordar que ni sus a menudo pobres erecciones, condicionadas por la culpa, ni sus frustrantes eyaculaciones, que rara vez traducen un verdadero orgasmo, se aproximen siquiera a una revelación eficaz de su maldad intrínseca, que yace en la violencia de su deseo. De ahí que los movimientos reivindicativos de las prostitutas más o menos independientes, que hoy demandan sindicatos y garantías de seguridad en su trabajo, equiparable a cualquier otra forma de prestación de servicios, vengan a coincidir con puritanos de toda la vida y feministas mackinnonianas en que, si hay alguna culpa en los fugaces acuerdos que son la clave de la rentabilidad del oficio, es del cliente. Por poner un ejemplo: aquel que se exceda de lo pactado y, llevado por el ardor del momento —de alguna forma hay que decirlo— pretenda incluir una penetración suplementaria en el precio de una felación, o viceversa, podrá ser considerado un violador y denunciado como tal ante la justicia. Y lo mismo se espera del mucho menos efímero y mucho más amplio contrato matrimonial: la esposa que se ha comprometido a mantenerse unida a un varón en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, etc., etc., podrá denunciarlo como acosador —y el acoso es ya una forma de la violación— o como violador tan pronto como él insista en mantener relaciones sexuales —de alguna forma hay que llamarlas— contra la voluntad de la mujer, medien o no en su insistencia la presión física o el maltrato. Una especie de paroxismo del sí pero no y de la reformulación, en términos jurídicos, de todo vínculo de pareja; lo cual, en última instancia, derivaría en un enloquecido y enloquecedor replanteo contractual de todas las relaciones entre personas de igual o distinto género, desde la amistad hasta el prohijamiento, y en una profunda deshumanización de la vida.
La idea de que todo varón es un violador lleva indefectiblemente a la idea de que todo varón es un cliente al que hay que ponerle límites legales. Y cuando los varones son considerados de acuerdo con ese criterio, resulta que todas las mujeres, víctimas o esclavas, sea que sirvan al cliente o al marido en el ejercicio de su pasión violadora, son prostitutas, mujeres sin deseo que son deseadas y que —como corolario de su lucha por la igualdad, que no es más que el ejercicio de su diferencia— han conseguido imponer sus propias condiciones de contratación, tal vez para contribuir a la preservación de la especie, aunque resulte difícil entender el sentido de la existencia de una especie de tan escasas prendas. Así, la mujer, en tanto que abstracción conceptual de un colectivo, deviene un monstruo opuesto a las mujeres, en tanto que individuas deseantes, amantes, humanas, tan necesitadas de compañía y de consuelo como esos patéticos individuos con sus patéticos penes de los que se pretende que abominen. Lo que tendría que ser reparación mutua en una era de igualdades, ha llegado, por obra de la ideología, a ser desconfianza, temor, hostilidad y, por la lógica de las mareas, soledad.
6. El mito del varón
Todo mito genera su opuesto, su contrapartida, su reverso. El mito ario generó el mito judío: no podría haberse desarrollado sin él porque nada se desarrolla si no es oposición a algo. Naturalmente, el judío tuvo al principio otro rostro: para los teóricos —aunque no la merezcan, no se me ocurre una palabra más apta— del antisemitismo, ese rostro inicial fue el del capital. El seudorrazonamiento por el cual tuvo lugar un desplazamiento de tal especie fue el siguiente: odio el capital, odio a los capitalistas, y vienen Bernhard Förster y Alfred Rosenberg y Adolf Hitler y me explican que casi todos los capitalistas son judíos —también me lo explica Henry Ford, pero él es un capitalista bueno, un hombre de progreso —, de modo que si me dedico a la eliminación sistemática de judíos, acabaré con el capitalismo. Y cuando el sujeto que se ha convencido de ello inicia el camino que lleva a Auschwitz sin escalas, no hay evidencia que lo aparte del programa: puede apañárselas, y se las apaña, para obviar la ostensible miseria de la mayoría de los judíos concretos que conoce, aduciendo ante su conciencia que la pobreza es una simple fachada, tras la cual el judío ha ocultado siempre fabulosas riquezas. El mito del proletariado universal generó el mito de la burguesía universal. La burguesía, no en tanto que conjunto de propietarios de medios de producción, no en tanto que suma de burgueses concretos, sino en tanto que abstracción inefable en la que concurren a partes iguales la maldad y la riqueza. El mito de la burguesía, tal como ha sido eficazmente propagado por los creyentes en el proletariado universal, tiene más de Proudhon que de Marx. Fue Proudhon quien decretó para las masas que la propiedad es un robo. Cualquier propiedad, fuese o no generadora de plusvalía: la teoría del valor era demasiado compleja para ser vulgarizada y los proletarios reales, los obreros concretos, hubieron de conformarse con tener por enemigos a los ricos. En el imaginario perverso de los realizadores potenciales de la historia, todos y cada uno de los que poseyeran algo más que ellos eran culpables de robo, eran quienes habían metido la mano en los bolsillos de
sus padres y de sus abuelos, determinando así el que ellos fuesen pobres. En el curso de la Guerra Civil española, uno a uno, los pequeños comerciantes e industriales de Cataluña y parte de Aragón, dueños de tiendas minoristas y de talleres con menos de media docena de obreros, eran detenidos por los milicianos bárbaros de la Federación Anarquista Ibérica, la temida y temible FAI, acusados de burgueses y, en un número escalofriante de casos, expropiados —lo que implicaba el cierre del taller, la interrupción de la producción y el desempleo de los trabajadores— y fusilados por ello. Entretanto, el capital financiero catalán se había exiliado prudentemente, postergando sine die el paso del proletariado local, fracción de vanguardia del universal, a la condición de clase para sí, probablemente porque los primitivos científicos del movimiento obrero confundieron resentimiento y conciencia, individuo y masa. El mito de la mujer generó el mito del varón. Igual que el judío y que el burgués, el varón tenía que ser distinto, cosa que en toda atribución étnica o de clase es el primer paso hacia el ser inferior. Al igual que el ario y el proletario, la mujer era la encargada de la liberación general. La forma extrema de esa convicción, tal como aquellas que culminaron en Auschwitz y en Siberia, era la aniquilación por necesidad histórica del opuesto, convertido en masa enemiga y encarnación de todos los males. La supervivencia del ario y del proletario se concreta en el exterminio de su contraparte. Tanto el ario como el proletario son hijos de la imaginación, y lo mismo sucede con el judío y con el burgués. La mujer también nace del imaginario y no tolera la confrontación con las mujeres concretas, tomadas de una en una. Pero un grupo, el que se autoinstituye como dirección ideológica, elige voluntariamente ignorar ese detalle y se conduce como el proletariado comunista creado por Lenin: como la vanguardia esclarecida y esclarecedora de la clase a la que se dispone a representar. Y actúa en consecuencia, asumiendo todas las tareas de agitación y propaganda que la revolución requiere, dando conferencias, hablando en mítines, escribiendo libros y distribuyendo panfletos. Las conferencias y los libros rara vez traspasan la frontera de la propia vanguardia, y eso en el optimista supuesto de que la vanguardia los consuma: en larguísimos años de trato con militantes comunistas de todos los niveles jerárquicos, he conocido muy pocos que hubiesen completado —
caso de haberlo intentado— la dura travesía de la lectura de El desarrollo del capitalismo en Rusia o El Estado y la revolución, por no mencionar El capital. Debo señalar que los dirigentes del partido no hacían grandes esfuerzos por difundir obras que, tarde o temprano, podían ponerlos en evidencia. ¿Cuántas mujeres militantes de género leyeron a las clásicas? Los mítines y los panfletos son cuestiones de otro orden: sirven para reiterar consignas, práctica que da excelentes frutos políticos. Nadie en su sano juicio puede pensar que los manuales de Marta Harnecker traducen con fidelidad, abreviándolo, el pensamiento de Marx. Pero las izquierdas siguen difundiéndolos porque la experiencia histórica indica que su lectura acaba por dejar en los afectados un poso ideológico, y poco importa que sea puro pensamiento basura, ruido político, si eso ayuda a movilizar gente en apoyo de Castro o de Arafat, dos ejemplos perfectos de la supervivencia —si no de la excelente salud— del mito del proletariado y del mito del judío —Arafat no puede proclamarse ario—. El feminismo radical no ha prosperado históricamente como partido, aunque muchas de sus dirigentes se hayan insertado exitosamente en los partidos políticos tradicionales, sosteniendo algunos de los aspectos más reaccionarios de sus respectivos discursos, y lo han hecho en no pocas ocasiones con el argumento —que no es tal, puesto que no pasa de la categoría de consigna— de que hay que feminizar la política, lo cual implica la inversión del postulado de las primitivas feministas revolucionarias, quienes noble y justamente aspiraban a politizar a las mujeres. Para sustentar sus brillantes carreras hacia el poder, las feministas radicales dieron mítines y distribuyeron panfletos, produciendo en grandes cantidades lo que ya habían producido en abundancia los partidos totalitarios: pensamiento basura y ruido político. Del mismo modo en que el proletariado debía ganar su lugar bajo el sol en una denodada batalla contra la burguesía, y la raza aria tenía por misión la conquista de un mayor espacio vital mediante la liquidación del judío universal, anónimo y abstracto —internacional, decretó Ford—, la mujer disputa el terreno al varón universal, anónimo y abstracto, curiosamente internacional, desde el momento en que para su definición no cuentan formas de vida ni antecedentes culturales: el varón es atemporal, desempeña su papel de violador desde el principio de los tiempos y ése es su único carácter, se trate de Mike Tyson o de Albert Einstein, de Papá Duvalier o de André Gide, por cuya maravillosa cabeza pasó la mayor parte de las experiencias humanas, pero de quien se puede afirmar sin temor a
equivocarse que jamás se propuso violar a nadie, y mucho menos a una mujer. El ruido político del feminismo radical totalitario, no obstante, está de tal modo presente en el imaginario contemporáneo que son muy raras las mujeres, y contados los varones, que no superpongan en algún instante fugaz, no siempre registrado por la conciencia, la imagen de Tysson a la de Einstein. Lo cual no impide la adoración de iconos del rock o del cine con largos historiales de violación, salvados de la cárcel por las ingentes sumas de dinero que sus oficios les proporcionan. Por una parte, el fragor de la batería es a veces más poderoso que el de las consignas; por otra, los negros que dedican su existencia a convertirse en blancos son entidades remotas sobre las cuales no pueden recaer sospechas de carnalidad, y sus rostros quirúrgicos no se solapan jamás con el rostro ostensiblemente degenerado de Marc Dutroux. El problema real no es, pues, el ídolo lejano, sino el varón inmediato que vive en la misma casa que la mujer. La misma abstracción generalizadora, colectivizante, sirve para absolver a uno y para condenar a otro sin juicio previo. El varón es culpable, aun encarnado en un varón concreto y próximo, cuya inocencia consta: el judío es capitalista, aun encarnado en un judío concreto y próximo, cuya pobreza consta. Si el judío concreto esconde su fortuna porque ésa es la naturaleza del judío abstracto, el varón concreto esconde su culpable deseo de violación porque ésa es la naturaleza del varón abstracto. Las conductas erráticas en la vida de pareja y el desbordado sentimentalismo de algunos varones, que les hacen parecer completamente ineptos y les llevan sin remedio a los brazos de mujeres maternales, protectoras y, por ende, posesivas, hunden su raíz en una mala conciencia difusa, en la idea habitualmente inefable de que han cometido un gran crimen cuyo carácter no pueden precisar, pero por el cual preferirían no ser juzgados porque se saben incapaces de demostrar su inocencia. A ellos también les ha llegado el ruido político del discurso feminista radical vulgarizado, y viven pendientes de no cometer un error —nadie podría precisar cuál— que los condene: al desprecio, a la impotencia, a la soledad. Y el miedo al desprecio, a la impotencia y a la soledad los condena a las tres cosas. Ni un solo gesto excesivo, ni un desborde en la cama, ni una decisión liberadora en ningún orden: la desnuda y constante zozobra. El resultado, desde luego, no es ese orfebre del erotismo que podía proponerse ser el hombre duro: el resultado es un individuo débil, un absoluto pusilánime que
no concitará jamás el amor de las mujeres. Y todo por una violación que no cometió ni soñó cometer. También en esta situación se hace presente la raíz cristiana del pensamiento mítico del siglo XX: el pecado original no lo comete el individuo, sino sus padres, pero es el individuo el que debe ser lavado de él, es el individuo el que carga con la culpa: su progenitor debió pecar para engendrarlo. Con su esencialmente pecaminoso pene. Sigmund Freud, hombre de grandes aciertos, que reveló el poder patógeno y el poder terapéutico de la palabra, es el responsable, sin embargo, de un error mayúsculo, tan enorme, a decir verdad, que sólo su magnitud lo pone fuera del alcance del ridículo: este médico vienés que amaba a las mujeres y se sentía profundamente culpable por ello, lamentaba a tal punto el que su destino de varón le concediera privilegios de los que ellas carecían —aunque era él quien trabajaba para sostener generosamente su hogar— que en algún instante de su prolongado desasosiego llegó a creer, y dijo, que el don de su pene era envidiado por el objeto de sus desvelos, glosando tal vez a Aristóteles, quien había sostenido que las mujeres eran hombres mutilados. Freud enunció su intuición como teoría y su prestigio no se vio perjudicado por ello. Hoy mismo hay psicoanalistas en ejercicio que todavía la dan por buena. Felizmente, Freud encontró un comentador maravilloso en Woody Allen, que fue el primero en dar un paso para poner las cosas en su sitio, al decir que «la envidia de pene es algo que les pasa a las mujeres y a mí». El varón es el pene, sostiene la mitología del feminismo vulgar, nacida de la del feminismo radical. Piensa por él, lo limita con su ansia infinita de meterse en el interior de las mujeres, de cualquier mujer, determina su lugar en el mundo. Si lo asume, es un bárbaro violador, cosa que se sabe de antemano pero que no siempre se demuestra palmariamente. Si no lo asume, está perdido: algunas mujeres se enamoran de hombres impotentes, pero son la excepción. Muchas le han dicho a ese varón —que se reconoce penedependiente aunque a la vez acepte que eso es una enfermedad— que el que tenga erecciones no es verdaderamente importante, pero él ha comprobado que, cuando las tenía, eran motivo de satisfacción. En la psicología clínica se habla de los dobles mensajes —digo esto pero actúo en contradicción con ello: la erección no importa pero a mí me sirve y a ella también, por ejemplo— como generadores o desencadenantes de
brotes esquizofrénicos. Los varones de esta época están sometidos a un auténtico bombardeo de dobles mensajes en relación con su pene, entendido éste como el elemento definitorio de su identidad. Como consecuencia de ello, su sexualidad se realiza como brote, como manifestación de una personalidad escindida. Felizmente, los varones, los individuos de género masculino, están compuestos por un pene y unas cuantas cosas más, y son bastante más que un pene, a veces para bien y a veces para mal.
7. Las mujeres reales: una a una y en pequeños grupos
Cuando Mohammed Atta y sus secuaces —todos ellos secuaces de secuaces — arrasaron las Torres Gemelas de New York, acabaron con la vida de varios miles de personas. Una de ellas era una mujer cuyo cadáver calcinado se encontró, tras el estallido y el incendio, como el de uno de esos ciudadanos de Pompeya que fueron sorprendidos y petrificados por la lava del Vesubio en los gestos de su vida cotidiana: orinando, por ejemplo. En este caso, la mujer estaba arrodillada delante de un inodoro, el que estaba fregando en el instante en que le llegó la muerte. Era negra y había pasado la mayor parte de su existencia en un ghetto suburbano. Tenía derechos civiles —si quería, votaba para elegir autoridades—, se autoabastecía — sobrevivía y hasta alimentaba hijos con su salario en la empresa de limpieza que la empleaba— y estaba al margen de la estructura patriarcal, es decir, no estaba obligada a someterse a un marido porque el marido había desaparecido hacía tiempo. En ese sentido, era exactamente igual a las ejecutivas de corporaciones que hasta el impacto del primer avión habían estado comprando y vendiendo acciones por vía electrónica, con salarios incalculablemente más altos: tenían derechos civiles, se autoabastecían y estaban al margen de la estructura patriarcal. Sólo en ese sentido. Si alguna de ellas, empleadas de la limpieza o ejecutivas de corporaciones, de cualquier color, vivía aún alguna forma de sumisión o de violencia, Atta y sus superiores la liberaron definitivamente de todo padecimiento. Así como también liberaron de sus culpas a unos cuantos varones, incluido un cierto número de musulmanes. Ninguna de las mujeres muertas en el atentado representaba a la mujer, y ni los asesinos ni sus víctimas de género masculino representaban al conjunto que suele denominarse el varón. Ninguno de los muertos representaba ni representa otro colectivo que ése: el de los muertos. Y los muertos lo son todo menos una abstracción: los muertos son llorados y recordados —y hasta inventados o recreados— uno a uno, y los entramados sociales se construyen sobre su memoria: cada uno de nosotros ocupa en la sociedad un lugar legado por sus muertos. La humanidad, el único colectivo realmente
existente, con vivos y muertos y futuros, es más que la suma de todos los individuos, del género y del sexo que sean, pero no es nada si quienes la componen no son individuos o individuas, perfectamente diferenciados, con nombre, apellido y pasado propios. La mujer y el varón son nociones creadas a partir de las ruinas de la noción de humanidad. Una ruina ficticia, porque la humanidad puede hacerlo todo — declararse parcial, aria, proletaria: puede inclusive tratar suicidarse— menos negarse a sí misma, porque hasta en la tentativa de negarse se realiza a sí misma, como el individuo se realiza en tanto que tal individuo, y de una forma extrema, al quitarse la vida. Cuando Michel Foucault [Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México] escribe que el hombre, esto es, la humanidad, «es indudablemente sólo un desgarrón en el orden de las cosas, en todo caso una configuración trazada por la nueva disposición que ha tomado recientemente el saber [...] una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento y quizás también su próximo fin», hace una afirmación de tal soberbia, y de tal intensidad suicida, que sólo puede explicarse desde el poder del individuo segregado. Segregado forzosa o voluntariamente — ambas cosas coincidían en el sobrevalorado Foucault. Como tal, sólo puede tener eco en otros individuos segregados: su pretensión de refutar desde la historia —desde el discurso mondo y lirondo que es la historia— sólo es posible en el marco de la historia: en el marco, precisamente, de la humanidad. Las acciones de los individuos, como sus deseos y sus necesidades, son siempre acciones particulares; hasta en las raras ocasiones en las que las crisis dan lugar a actos de apariencia colectiva, a movimientos sociales, desde una manifestación hasta una revolución —en el sentido vulgar de este término, que refiere esencialmente a un asalto al poder con un proyecto de cambio de régimen—, los individuos se incorporan a ellos, nadan junto a otros individuos a favor o en contra de la corriente, por motivos personales. Participar de la toma de cualquier Palacio de Invierno no implica compartir necesariamente el ideario de los teóricos de un partido: ni siquiera tener por propias sus consignas. El hecho de que Lenin llamara a los rusos en 1917 a un cambio que representara para todos «paz, pan y trabajo», es un buen indicador de hasta qué punto las convocatorias políticas tienen que ser amplias, si se quiere reunir a la gente a su alrededor: en realidad, de lo que
se trata es de enunciar en forma sintética un programa con el que no se pueda estar en desacuerdo. Si Lenin se hubiese detenido a matizar, anunciando «la paz con Alemania y la guerra en el frente interno», «pan, aunque haya que esperar unas cuantas cosechas para que alcance a todos» y «trabajo, pero con sobreexplotación y subconsumo», el número de los que le siguieron, que no fueron millones, se hubiese reducido considerablemente. Y los que le siguieron, por su parte, introducían para sí otras correcciones al hacerse cargo de la paz, el pan y el trabajo futuro: «finalmente, cuando la balanza del poder se incline de mi lado, joderé a Iván y me cobraré todos sus desprecios» o «pan para los pobres, mierda para los ricos». En una revolución de objetivos inicialmente mucho menos definidos que los de Lenin, la cubana de 1959, que no tenía más finalidad visible en aquel año que la liquidación de la dictadura de Fulgencio Batista, se llevaron a cabo unos «juicios populares» en los que se dio vía libre a los odios particulares y los resentimientos generales, convirtiendo «el paredón» —la palabra fusilamiento se elude y se elide— en un clásico del castrismo, en la refutación de las contradicciones sociales más eficaz que quepa imaginar. Cada persona participó de aquello, aun sin haber contribuido en nada al ascenso de Castro ni a la caída de Batista, según sus deseos y sus necesidades, para resolverlas. Cada uno tiene su propia noción de la paz, del pan y del trabajo, y con más razón su propia noción de la felicidad, del placer, de la compañía y de lo colectivo. La humanidad es más que la suma de los individuos que la componen, porque supone la totalidad de sus actos, el conjunto de las leyes —jurídicas, naturales, sociales— con arreglo a las cuales se relacionan, respetándolas o violándolas, el polígono de fuerzas determinado por sus pensamientos y sus sentimientos, su sentido del tiempo y del espacio, su capacidad de acumulación: es más que la suma de los individuos, pero sólo se realiza en ellos o por medio de ellos. No sólo los textos son más inteligentes que quienes los componen, sino que las herramientas cotidianas son más inteligentes que quienes las manejan. En el caso de los textos: cada uno de nosotros es portador de una herencia cultural inconsciente cuya manifestación más evidente es el lenguaje, y ésa es la más importante de las varias razones por las cuales el que habla, y aún más el que escribe —y por tanto, organiza con mayor precisión su discurso—, acaba por decir cosas que no sabe que sabe. En el caso de las herramientas: un arado, por ir al ejemplo más sencillo, es el producto de la experiencia acumulada de generaciones de labradores, contiene en su perfección —una perfección distinta, mayor, según pasan los
siglos— conocimientos, prácticas, discusiones, cálculos, que exceden en mucho las capacidades de quien lo maneja a diario. En esta afirmación nada hay de despectivo hacia el campesino, que no posee todo eso sino en su herramienta, y que, si alcanzara a hacerlo consciente, dejaría de ser un campesino corriente y moliente, y pasaría a ser un ingeniero agrícola o un teórico de la historia. El arado es humanidad en la misma medida en que lo es quien ara con él: generaciones de trabajadores están presentes en el trabajo de cada individuo, el pasado contribuye a la satisfacción de la necesidad presente y esa necesidad es vivida y resuelta en un plano aparentemente individual. Y lo mismo cabe decir de los hombres y de las mujeres. Cada gesto, cada deseo, cada proyecto, de los incontables que forman parte del individuo, tiene una historia, es hijo de millones de experiencias precedentes, de normas, hábitos y costumbres seculares que nos componen sin que seamos siquiera conscientes de su existencia, y que determinan conductas e identidades en un plano no racional. La historia se encarna en todos y cada uno de nosotros. Y también la biología: se llega a ser persona como culminación de un viaje iniciático que tiene lugar entre la fecundación y el alumbramiento, en el cual se reiteran las etapas del proceso que llevó de los seres unicelulares al sapiens sapiens. En lo social e histórico, cada individuo sale de la caverna de la infancia para devenir mujer o varón con un determinado nivel de desarrollo: no siempre ni todos llegamos al nivel más alto de la época que nos toca vivir. En el siglo XXI, hay tribus que permanecen en la prehistoria, sujetos que trabajan en energía atómica y viven matrimonios medievales, sabios incapaces de vincularse con el presente pero que lo modifican más que nadie: todos ellos se inscriben en el marco de la cultura humana, que es única, en distintos estadios de su evolución. Y casi ninguno tiene conciencia de ello.
La felicidad en pareja y la falacia de la opción sexual
Decía antes que lo judeo-cristiano es un way of life, cuyos valores se comparten sin mediación racional. Añado ahora que ese way of life forma parte de todos y cada uno de nosotros —y viceversa—, y que de diversas maneras, que no es del caso analizar aquí porque eso requiere otro libro, ha favorecido el desarrollo de Occidente, aun cuando aparentemente haya ido en su contra. Y también que, por grandes que sean nuestros esfuerzos por librarnos de la condición judeo-cristiana, por válidos y certeros que sean los argumentos de Friedrich Nietzsche en contra de esa herencia, llegados a determinada edad ya no podemos sobrevivir sin ella: la idea del bien y del mal con la que operamos cotidianamente, y que es la que modela nuestra idea de la felicidad, una felicidad que es siempre particular pero responde al deseo de muchos individuos distintos, es judeo-cristiana. La felicidad judeo-cristiana es la felicidad sentimental: mujeres y varones, gays y lesbianas, buscan pareja. Ni siquiera los que prefieren el sexo en grupo quedan al margen de esta ley: el swinging es lo menos parecido a la infidelidad que se pueda imaginar, y sólo se puede convertir en práctica habitual con una pareja sólidamente constituida. Parejas estables con grandes diferencias de edad incluyen y superan tendencias paidofílicas y gerontofílicas. Aun en los tiempos en que no se esperaba la felicidad en el matrimonio, un contrato que se celebraba por razones bien distintas de las sentimentales, la idea de la felicidad estaba ligada al amor: extramatrimonial, ilegítimo, marginal, condenado, pero amor. Hasta el siglo XVIII no se reivindicó como derecho la posibilidad de casarse por amor, y cuando se lo reivindicó fue como derecho de la mujer: el sí de las niñas moratiniano. Tras haber sido uno de los grandes combates ideológicos del siglo XIX, en el XX se normalizó la elección de pareja fundada en el enamoramiento: casarse por amor —y no por conveniencia— pasó a ser rasgo de decencia, a la vez que el «braguetazo», cometido por varones tanto como por mujeres, era motivo de crítica. No obstante, no se trataba de algo rigurosamente nuevo: en ese terreno y en Occidente, sólo había habido un prolongado apagón entre el mundo antiguo y la modernidad, puesto que las fórmulas sacramentales de boda más remotas presuponían el amor, y puesto
que ya en el Génesis consta la historia del amor de Jacob por Raquel, su unión con Lea, hermana de Raquel, y la servidumbre a la que su suegro le sometió durante catorce años para entregarle finalmente a Raquel. Como era impensable legislar o sentar jurisprudencia en relación con el amor, o con cualquier otro sentimiento, y como el matrimonio fue siempre en lo esencial un acuerdo sobre bienes y responsabilidades, el problema de la pareja sentimental y sexual, y de su institucionalización, se planteó en términos de voluntad y elección. Se habló del derecho a elegir la pareja, y se lo llevó como tal a los textos legales. Desde las primeras batallas libradas por los movimientos organizados de gays y lesbianas en pro de la normalización social de su sexualidad, se vio que, si querían forzar o reformar las leyes para que su idea judeo-cristiana de la felicidad pudiera realizarse mediante el reconocimiento de las parejas homosexuales, había que seguir trabajando sobre las mismas líneas argumentales: la voluntad y la elección. El contrato matrimonial entre personas del mismo género, o del mismo sexo, o, para ser más exacto, de sexualidades complementarias, debía fundarse, como todo contrato, en una voluntad común de compartir y en una elección mutua. Hay un solo paso, y muy breve, entre el discurso sobre el derecho a la elección de pareja homosexual u homogenérica y el discurso sobre el derecho a la elección de la propia sexualidad. El derecho a la propia opción sexual. El perverso lenguaje de lo políticamente correcto había puesto el acento al principio en la «opción sentimental», sea lo que fuere que se pretendía incluir en el plano de los sentimientos, pero sufrió un grave revés por parte de otro producto de la misma mentalidad, o del mismo proyecto de eufemización global, la «opción sexual». La opción sexual no existe. Nadie elige ser el que es sexualmente. Nadie elige su deseo, ni su objeto de deseo, ni en un sentido amplio, ni en un sentido limitado. Quiero decir con esto que nadie puede evitar que le gusten las mujeres, o los hombres, pero tampoco puede evitar la singularización de ese deseo en una mujer o un hombre en particular. Y entre esos dos momentos, el del descubrimiento del propio deseo y el de la singularización de ese deseo en un objeto particular, en otro individuo, cada uno se excluye de los improbables colectivos representados por las nociones míticas de la mujer y el varón.
No voy a intentar aquí, puesto que no tendría sentido en lo teórico lo que no lo tiene en la realidad a la que la teoría refiere, una clasificación, una casuística de la sexualidad del tipo «homosexual-varón-pasivo» o equivalentes, que daría lugar a un árbol de variantes de infinitas ramas. Pero sí señalaré que esa incontrolable cantidad de ramas, tantas como individuos sexualizados —y aun en los casos en la que la sexualidad es negada o reprimida— es una prueba más de la imposibilidad de hablar de opciones. No obstante, se sigue insistiendo en las identidades colectivas, trasladando las nociones románticas de nación y raza, y la noción marxista de clase, al plano de lo sexual. Hay, instalada en el imaginario general, una clase femenina oprimida y una clase masculina opresora, que están en lucha, por supuesto: una lucha llamada a terminar como la que enfrenta al proletario con la burguesía —más allá de la experiencia soviética—, es decir, con la toma del poder por parte de las mujeres y la consecuente superación de todas las contradicciones, un auténtico fin de la historia (aunque Marx, considerablemente sagaz, hablase de fin de la prehistoria). También hay una nación femenina imaginaria, situada entre las naciones periféricas o colonizadas, y una nación masculina, imperialista, de la que la mujer debe liberarse. No importa que la práctica de tal asociación sea contradictoria, que lo es, y mucho: no importa que un movimiento de liberación femenina así concebido lleve a las mujeres occidentales a solidarizarse con naciones realmente existentes en las cuales la situación de la mujer es infinitamente peor de lo que ha sido jamás en Occidente, burka y ablación de clítoris incluidas. Y no importa porque, una vez alcanzado el triunfo, todas las contradicciones serán superadas. El poder proletario, excluyente y ahistórico, necesita ser dictadura para consolidarse, y no puede hacerlo de ninguna otra manera. De modo que la noción de «dictadura del proletariado» adquirió una legitimidad situada por encima de la ilegitimidad pertinente al concepto mismo de dictadura, y los militantes de la causa obrera asumieron alegremente su vocación totalitaria como requisito de la historia, sin considerar que la historia no posee una moral propia, sino únicamente la que aportan los individuos a su desarrollo. Igualmente, las militantes de la causa que se atribuye al colectivo femenino, nacional y de clase, asumen una política que sólo puede llevar a la imposición totalitaria. El totalitarismo feminista se legitima analógicamente,
a partir de la falsa legitimidad del totalitarismo de los pobres, los marginados, los colonizados y los oprimidos en general. Así fue como se organizaron las «mujeres contra la guerra» que fueron a llevar su solidaridad a Sadam Hussein en vísperas de la segunda parte de la Guerra del Golfo, y como un grupo de brillantes mujeres se dejó llevar a Palestina para que Arafat se tomara una foto junto a ellas. Por alguna misteriosa razón, o contra toda razón, esas mujeres están convencidas de que Sadam Hussein y Yasser Arafat pertenecen a su propio sector de la historia. Y, sin abdicar de la pretensión de cambiar las relaciones entre hombres y mujeres en el interior de su sociedad, la occidental, no les tiembla la voz en el momento de argumentar a favor de la respetabilidad de «otras culturas» en las que el papel de la mujer es inferior al de unos cuantos animales. El muy alabado «combatiente antimperialista» Mohammed Atta, que confiaba en Alá hasta el punto de imaginar que después de estrellarse con un avión contra las Torres Gemelas de New York, su cuerpo iba a ser recuperado y enterrado ritualmente, dejó unas cuantas órdenes precisas respecto de su funeral y su eterno reposo posterior: las «mujeres no deben acudir a mi funeral ni visitar más tarde mi tumba [...] Rechazo que mujeres embarazadas o personas impuras se despidan de mí [...] Aquellos que laven mi cadáver deben ser buenos musulmanes [...] Aquel que lave la parte de mi cuerpo cercana a mis genitales debe llevar guantes para que yo no sea tocado en esa zona». Hay, sin embargo, un amplio sector del feminismo totalitario que se identifica más con Atta que con el presidente imperial Clinton, capaz de una indignidad de tal calibre, un ejercicio de paternalismo opresor y de machismo filopornografista tan desmesurado como el acto que le vinculó para siempre con la señorita Monica Lewinsky, la víctima que guardó las pruebas del crimen.
La tentación totalitaria y la práctica política
La dictadura propuesta por el feminismo totalitario, como la del proletariado o la de la nación jémer, es, antes que femenina, obrera o camboyana, simplemente dictadura. A eso lleva siempre la exaltación de la identidad colectiva. La identidad colectiva es una reivindicación pública. ¿Para qué y cómo diferenciarse, si no se lo hace ante los ojos de los demás? La identidad colectiva es el señalamiento de una diferencia, la manifestación del deseo de hacer que prevalezca la propia alteridad. Que, por definición, tiene que ser de orden positivo: la noción de alteridad supone superioridad. No hay colectivos, ni nacionales ni sectoriales, que no se organicen en torno de la reivindicación de un derecho superior. ¿Es posible enfrentar la singularidad de lo sexual en términos colectivos sin caer en la tentación totalitaria? No. Por tanto, en el ámbito de la sexualidad no hay más camino hacia la libertad que la concreción de lo individual. Como en lo tocante a la religión, la igualdad entre ciudadanos de todas las orientaciones y su convivencia ordenada dependen de que la práctica se mantenga en el espacio de lo privado, que es el espacio del sexo por excelencia. Esto abarca, por supuesto, el plano más obvio del problema: el ser varón o el ser mujer es cuestión privada. En las sociedades democráticas, claro. En éstas, el acceso al poder y su ejercicio está abierto a los ciudadanos, cualquiera sea su género y su orientación sexual. No obstante, se ha impuesto el criterio, si es que se puede tener por tal, de que tiene que haber una cuota de mujeres. En el primer gobierno socialista español de Rodríguez Zapatero, en cumplimiento de una promesa del programa electoral, aparece un número igual de varones y de mujeres al frente de ministerios. Así, el género pasa a formar parte del currículum, se convierte en un mérito equivalente a una licenciatura o una especialización determinadas, y la idea de ciudadano y la idea de democracia se ven cuestionadas. Ya las listas electorales se confeccionan con arreglo al espíritu
de cuota, de manera que quienes eligen diputados o senadores, no elige ciudadanos, sino candidatos que están allí por razones que poco tienen que ver con su trayectoria o con su representatividad real; apenas si tienen que ver con una falsa representatividad, fundada en el criterio de que sólo las mujeres pueden representar a las mujeres, idéntico al de que sólo los negros pueden representar a los negros, cuando la realidad indica lo contrario: la batalla parlamentaria por los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos fue librada por representantes blancos. Precisamente, los unos representaban a los otros: de no haber sido así, la noción misma de representación se desvanecería, puesto que está fundada en la diferencia: no se representa lo que se es, sino lo que no se es. El resultado de las dos batallas es bastante parecido. Una vez conseguida por los representantes blancos la plena vigencia de los derechos de los negros, éstos pasaron a representarse a sí mismos en contra de los blancos en su conjunto, incluidos aquellos que habían asumido la defensa de sus derechos. Lo que se logró con ello fue la constitución de lobbies negros, formados por personas que eligieron denominarse a sí mismas afroamericanas, imponiendo una precedencia del derecho de sangre —precisamente lo que se había creído superado con la efectiva vigencia de los derechos civiles— por sobre el derecho de suelo, constitutivo del Estado en que desarrollan su actividad. Estos lobbies, de más está decirlo, funcionan como poderes fácticos capaces de torcer el rumbo de cualquier proyecto legislativo, afecte o no a la comunidad negra. Así, representantes que fueron elegidos como portavoces de un colectivo pueden servir, y de hecho sirven, a intereses que nada tienen que ver con su origen étnico. Del mismo modo, la plena participación de las mujeres en la vida política fue arrancada en parte a varones renuentes a concederla, y obtenida en parte por obra de otros varones que creían firmemente en la igualdad de todos los miembros de la especie y que actuaron como representantes de las mujeres: tal el caso del filósofo John Stuart Mill, quien, como parlamentario, propuso el voto femenino en 1865, en el apogeo del reinado de Victoria. Una vez conseguida esa participación, empezaron a funcionar los lobbies femeninos, capaces de votar en cualquier cámara o congreso de representantes, y de inclinar en un sentido o en otro las decisiones a tomar en temas tan dispares como la energía nuclear o la política hidrológica, siempre en nombre de la mujer. Es de desear que hombres y mujeres,
blancos y negros, voten y decidan en pie de igualdad acerca de todos los asuntos que afectan al destino de una nación o de la humanidad, en tanto lo hagan como ciudadanos, en nombre del conjunto, y no de un colectivo en particular. El funcionamiento real del proceso al que me refiero da lugar a una falacia política y a una trampa en la representación: mujeres que se presentan a cargos de poder porque su condición de ciudadanas se lo permite, promueven en campaña electoral su carácter de futuras representantes de la mujer y, una vez elegidas, actúan como cualquier otro político, cualesquiera sean su género y su realidad sexual. La propaganda electoral se hace sobre la base de unas determinadas características, que la sociedad asume como ciertas, y que son atribuidas a la mujer: por ejemplo, hay quien al reclamar la feminización de la política da por supuesto que la mujer, es decir, todas las mujeres sin excepción, es menos belicista que el varón. ¿Dónde quedan en ese esquema Margaret Thatcher o Condoleeza Rice, quien debe en buena medida el cargo que posee a su doble condición de negra y mujer, y que no es precisamente una pacifista? La guerra de sexos es, en el terreno concreto de la política, un capítulo más de la lucha por el poder entre individuos de toda clase. Individuos de género femenino han hallado en la situación actual de Occidente que podían contar en sus carreras con una ingenua, bienintencionada discriminación positiva, hija de la ideología, del ruido político, del pensamiento basura, previa a sus propios proyectos, a sus propias ambiciones. La noción misma de guerra de sexos es puro pensamiento basura. Lo mismo que la idea de discriminación positiva: es discriminación y, si bien es positiva para un grupo, es negativa para otro. No siempre igualdad y libertad son compatibles.
Las mujeres y el ejército industrial de reserva
Desde el punto de vista práctico, a un buen número de mujeres no les haría falta el punto a favor de la discriminación positiva. En 2003, de los cincuenta mejores expedientes de bachillerato españoles, 37 correspondían a mujeres y sólo 13 a varones. Según el director general de Universidades, Pedro Chacón, esto es una muestra «de los cambios de la sociedad española, de los que debemos congratularnos» [Las fórmulas de los «jóvenes 10», El País, 2/9/2003]. No sé por qué hay que congratularse por el hecho de que las mujeres de un determinado estamento social (el de los que siguen estudios de bachillerato, con todo lo que eso implica en el orden económico y social) sean más ambiciosas y más organizadas en sus estudios que los varones de idéntica pertenencia, pero dejo constancia aquí de esa opinión por que expresa algo que la sociedad acepta, lo que no equivale a decir que la sociedad lo piensa. Esa capa social de estudiantes de bachillerato debería ser analizada en relación con la situación global. Y ésta se puede definir de acuerdo con los datos, procedentes del Eurostat, el organismo de estadísticas de la Unión Europea, publicados por El Periódico de Cataluña [16/7/2003]. De acuerdo con esa información, el 17,6% de las mujeres europeas de entre 25 y 54 años, es decir, en edad laboral, está excluido del empleo por su dedicación a labores familiares. En España, la proporción es del 16,9%. La estadística revela, sin embargo, que dos tercios de esas mujeres tienen experiencia laboral, cosa que indica que dejaron el trabajo al casarse o al tener hijos. Para dar una idea más clara de las diferencias entre países, digamos que en Italia el porcentaje se eleva a casi 40: sólo el 60,8% de las italianas de entre 25 y 54 años tiene empleo o lo busca. Un 22,3% de la población femenina española en esa franja de edad está fuera del mercado de trabajo por enfermedades, por prejubilación o porque nunca ha trabajado. En idénticas edades, están en el mercado laboral el 91,6% de los varones. Según El Periódico, en los «países de marcada tradición religiosa, como Irlanda, Italia y Grecia, las tareas familiares alejan del mercado laboral alrededor del 30% de las mujeres», mientras que «en el otro extremo, sólo el
1,8 % de las suecas y el 3,4 % de las danesas alegan ese motivo para permanecer laboralmente inactivas». «La inmensa mayoría de las mujeres españolas que no buscan empleo viven en pareja con niños», continúa la nota, «pero un porcentaje importante de esos hogares tiene además otros familiares de edad avanzada a su cargo. Este fenómeno de familias ampliadas, también está muy extendido en Italia, Grecia y Portugal.» Yo creo que esas diferencias poco tienen que ver con la tradición religiosa: si lo que se pretende es diferenciar entre países católicos y países protestantes — obviando sin explicar por qué a la iglesia ortodoxa griega, y sumándola sin más al catolicismo--, conviene recordar que es posible, como indicara Max Weber, que el protestantismo esté ligado ideológicamente al desarrollo capitalista, pero su peso social no es menor que el del catolicismo en sus respectivas áreas, y las mujeres viven en el protestantismo una situación no muy diferente de la que viven en el catolicismo: era en el mundo anglicano donde, a finales del siglo pasado, coincidiendo con el nacimiento del sufragismo, donde no estaba bien visto que las señoras leyeran periódicos, aunque supiesen leer. De hecho, en la estructura familiar católica las mujeres poseyeron, al menos en la Modernidad, una autoridad que distaban mucho de poseer en la estructura familiar protestante. Las diferencias se deben esencialmente al nivel de desarrollo de cada sociedad. Es el desarrollo capitalista, industrial, el que seculariza las sociedades e incorpora a las mujeres al mercado para mantener bajos los salarios. Ricardo, el economista británico con quien Marx tiene la mayor de las deudas, acuñó la noción de «ejército industrial de reserva» en referencia a los desempleados de los que el capitalismo se valía para regular los precios de compra de la mano de obra. Tal vez no sea más que una aplicación de la ley de la oferta y la demanda a la mercancía llamada fuerza de trabajo: cuantos más desempleados haya, más fácil será mantener bajos los salarios. Las historiadoras y los historiadores de la mujer suelen coincidir en su visión del ingreso de las mujeres en el trabajo fabril como un paso hacia la igualdad. Y ciertamente lo es, pero se trata de una igualdad en lo peor. La entrada de las mujeres en el trabajo obrero duplicó de un día para otro el ejército industrial de reserva. Se me dirá que el logro debe medirse en orden al nivel de independencia de las mujeres, que a partir de determinado momento, pueden ganarse la vida por sí mismas, liberándose del dominio económico del varón. Pero las mujeres no dejaron de vivir en pareja y, si el salario mínimo fue y es calculado en función de los mínimos de subsistencia, lo que resultó del acceso de las mujeres a las fábricas fue que ese mínimo se
repartió, a los efectos del cálculo de la tasa de beneficio de los patronos, entre dos trabajadores. Desde luego, los obreros actuales en un país desarrollado ya no viven en las condiciones en que lo hacían en el East End londinense en los tiempos de la reina Victoria, Charles Dickens y Ebenezer Scrooge, ni en las condiciones de los mineros de la cuenca asturiana por la misma época, ni en las de las hilanderas de Lyon, cuya gesta marca un antes y un después en la historia del capitalismo. Y es cierto. Pero también es cierto que un pobre de 2004 es más pobre que un pobre de 1904, porque carece de muchísimas más cosas que su antiguo par. Los obreros de 1904 no tenían nada parecido a una nevera, ni soñaban con que pudiera existir un artilugio semejante. Tampoco era propietarios de televisores, planchas de vapor, radios, automóviles, teléfonos, ordenadores o cámaras fotográficas, cosas que sí suelen adquirir, con más o menos dificultad, los obreros de hoy. Y es que el obrero de hoy, para que el sistema siga funcionando, no sólo debe subsistir, sino que además debe consumir lo que producen otros obreros como él y, en el mundo actual y en los países desarrollados, la pobreza ha dejado de estimarse en términos de subsistencia, para empezar a medirla en términos de participación en el consumo. El pobre de 2004 carece proporcionalmente de muchas más cosas que el de 1904. El acceso a la propiedad de la vivienda, que en la actualidad es considerado un derecho, ni siquiera entraba en los sueños del trabajador asalariado de hace cien años. A lo sumo, figuraba en los programas de algunos socialistas utópicos. Ahora está al alcance de grandes masas, aunque la especulación inmobiliaria haya disparado los precios del suelo y de la construcción. Y ello no ha sucedido únicamente por obra de los sindicatos y otros estamentos organizativos de los obreros, sino porque la edificación y la venta de casas es un gran negocio, precisamente a partir del momento en que fue posible vendérselas a la población de menores recursos, que la paga a lo largo de vidas enteras porque para la banca es un gran negocio conceder préstamos hipotecarios a larguísimos plazos. En 1904, los obreros pagaban alquileres exorbitantes para que sus mujeres y sus hijos tuvieran un techo miserable bajo el cual cobijarse, dormir hacinados y calentarse en invierno, sin baño, con fogones de carbón que a menudo mataban a los que descansaban con las puertas cerradas. Toda esa miseria era sostenida habitualmente por un solo individuo, al menos mientras los hijos varones no tenían la edad imprescindible —edad física, porque no había límites legales, como no los
hay hoy en los países subdesarrollados— para sumarse al ciclo de la explotación. En 2004, la adquisición de la vivienda familiar, con habitaciones minúsculas para los hijos, cocina de gas, letrina y ducha con agua caliente, supone el trabajo de al menos uno de los miembros de la pareja durante unos treinta años, en tanto que se provee a la subsistencia del grupo en el mismo lapso con la colaboración y las privaciones de todos. Por supuesto que ahora una mujer puede dejar a sus hijos en guarderías y escuelas gratuitas, es decir, pagadas con los impuestos de todos, para poder correr a un empleo, en un horario algo más reducido y mucho peor remunerado que el de su marido, y volver a hacerse cargo de las criaturas cuanto antes para, con los ingresos de los dos, poder enfrentar la hipoteca del piso en el que pasarán el resto de su vida cuando ambos se jubilen; un resto de vida bastante prolongado, habida cuenta de que se cuenta con una seguridad social gratuita, es decir, una seguridad social cuyos costes se sostienen con una cuota que, mes a mes, está formalmente obligado a ingresar en las arcas del Estado el patrono; sólo formalmente, puesto que a la hora de hacer sus cuentas de empresa, la parte de salario entregada al trabajador, o a la trabajadora, y la parte de salario entregada al Estado se suman como un solo coste y se hacen efectivas de modo que ello no reduzca los beneficios. La puesta en oferta en el mercado laboral de la fuerza de trabajo de las mujeres, pues, es exactamente eso: no se puede confundir el ingreso de más personas en la puja por ocupar un puesto en las fábricas o en los despachos, con la liberación de una parte de esas personas. Sólo un sector de las mujeres se ha liberado mediante el trabajo: las de la clase, de media-media hacia arriba, a la que pertenecen aquellas que alcanzan a ejercer una profesión liberal o a reunir el currículum universitario que hace falta para competir por altos cargos en la empresa, en el funcionariado o en la política. Las mujeres de clase baja y media baja, o hacen trabajos ruines, desde la línea de montaje hasta la limpieza, en turnos de no menos de ocho horas —en el comercio, con horario partido—, o se quedan en casa. La misma encuesta de Eurosat a la que nos venimos refiriendo [citada también en El País, 21/7/2003, «España es uno de los países con menos empleo y más temporalidad de la UE ampliada»] revela que sólo el 18,2% de los empleados europeos tienen contratos a tiempo parcial, y que en España esa proporción alcanza apenas al 7,8%: la media
jornada que podría beneficiar a muchas mujeres con hijos, permitiéndoles aumentar el ingreso familiar, no llega más que a una de cada tres de las que tienen un trabajo. Por eso me parecen optimistas las afirmaciones de Blanca de la Cierva, ex directora general de la Mujer de la Comunidad de Madrid, y directora general de la Familia en el momento en que declaró al diario ABC [La llamada de «Pachamama», 2/12/2003], en un reportaje sobre la situación de las mujeres inmigrantes, que, a su criterio, «la mejor forma de que la mujer se integre en la sociedad es a través del trabajo. ¿Cómo se saca a la mujer de la marginación social? Yo no tengo dudas: con la autoestima, la formación y el empleo. Y, además, por ese orden.» No comprendo cómo se puede gozar de autoestima cuando se carece de formación y de empleo. Pero menos aún comprendo que una mujer conserve la autoestima cuando pasa ocho o más horas trabajando, por ejemplo, para una empresa de limpieza, fregando como un Sísifo en versión peor unos suelos y unos cristales que jamás terminan de estar limpios porque se ensucian a un ritmo asombroso, enfundada en un uniforme vil que la hace invisible y, por tanto, la excluye hasta de las miradas caritativas. Creo que el orden debería ser otro, y que el primer lugar tendría que ser para la formación. El trabajo por sí mismo no libera a nadie, ni a hombres ni a mujeres, como bien sabían los cínicos que plantaron aquello de «el trabajo os hará libres» en grandes letras, en las entradas a los campos de concentración en los que, como parte de la «solución final del problema judío», el trabajo llevaba directamente a la muerte. Una muerte igualitaria, eso sí, en un trabajo en el que no se discriminaban géneros. Sólo el saber libera, a hombres y a mujeres, uno a uno, una a una. La instrucción pública, que no es educación pero contribuye a ella, es uno de los caminos hacia el saber. Todo lo que excede a la instrucción pública, escuela, bachillerato y universidad, es tarea personal o, aunque sólo parcialmente, familiar.
8. Los varones reales: uno a uno y en pequeños grupos
Los deberes del pene
Lo he escrito más arriba: un pene es la cosa menos envidiable del mundo. Y sólo una mujer muy tonta, de las que no abundan, podría envidiarlo. Lo que sí pueden envidiar, y de hecho envidian, porque si no se hubiesen quedado para siempre en el mismo sitio, es el lugar social de los varones. Yo tengo una tía, ahora muy mayor, una excelente enfermera especializada en hemoterapia, una de las primeras mujeres que encontraron en la profesión un camino de liberación y de realización, que un día, hablando de sueños y frustraciones, me dijo, tajante: «Si volviera a nacer, quisiera ser hombre.» Y no había en su respuesta la menor envidia de pene, ni ella tenía la menor inclinación a la homosexualidad: había medido lo que socialmente significaba ser varón, al menos en su época. El pene es una auténtica carga. Los hombres que pasamos del siglo XX al XXI rondando los cincuenta años —lo digo así en conciencia, porque ignoro lo que sucede con los que hoy tienen entre veinte y treinta, entre otras razones debido a que son mucho más renuentes a hablar de ello entre hombres de lo que éramos nosotros—, nos encontramos con que teníamos entre las piernas un miembro suplementario que acarreaba deberes estéticos, biológicos, éticos y sentimentales. Las dos primeras categorías estaban más o menos ligadas entre sí, lo mismo que las dos segundas. El deber estético tenía que ver fundamentalmente con el tamaño del pene. Un pene pequeño era vergonzoso, y sospecho que sigue siéndolo para los más jóvenes. Cómo determinar si el propio pene era pequeño o grande fue una cuestión crucial durante nuestra adolescencia. Podía haber la confianza suficiente con un amigo, condiscípulo o vecino, para hablar de ello; pero de ahí a enfrentarse a la prueba efectiva de la comparación, con los pantalones bajados o la bragueta abierta, había un largo trecho, tan lleno de angustia como el que había que recorrer para verbalizar el problema: ¿y si resultaba que el otro mostraba un pene enorme y nos dejaba en una situación insuperablemente incómoda hasta el final de los tiempos? Una salida intermedia consistía en comparar medidas tomadas en la intimidad, con la
misma regla llena de manchas de tinta y de melladuras con que se hacían las tareas de la escuela. Tantos centímetros uno, tantos el otro. Pero, ¿estimados a partir de qué punto? ¿Desde la raíz, desde el límite del vientre? ¿En erección? Y si no en erección, ¿en qué estado? Había quien llegaba a conclusiones alentadoras, y quien llegaba a otras menos estimulantes. Muchas de esas conclusiones determinaron durante décadas la conducta de quienes llegaron a ellas. Pero en la mayoría de los casos el problema no se detenía ahí, sino que aparecía el mejor informado que decía que lo que a las mujeres les importaba realmente —ésa era, desde luego, la clave: lo que les importaba a las mujeres, aunque el asunto sólo se trataba entre varones— no era el largo, sino el diámetro. Y vuelta a las estimaciones comparativas: a ver quién lo tiene más gordo. Para ser exacto, quién la tiene más gorda, la polla, la pija, la verga, la pinga, según donde se la nombrara: siempre el pene resultaba ser un sustantivo de género femenino, aun cuando se apelara, para rebajar la tensión del diálogo, a una referencia humorística como «la pordiosera». Más vale larga que gorda, sostenían unos; más vale gorda que larga, pretendían refutar otros: más vale larga y gorda, decían los más inseguros, que quizá la tuvieran corta y delgada. No sé, sigo sin saber qué les importa a las mujeres en ese ámbito. Pero siempre supe, y lo confirmo constantemente, que a los hombres nos importa muchísimo estar bien dotados, según el eufemismo popular. Hay quien afirma que lo único que cuenta es la solidez de la erección. Otros añaden a la solidez el factor tiempo: de poco sirve una erección férrea si la eyaculación sobreviene en un par de minutos. Estas aseveraciones parecen más comprobables que las anteriores. Digamos, en todo caso, que la fórmula ideal es tenerla larga, gorda y capaz de mantenerse en erección durante horas. Y a pesar de que si es larga y gorda, la erección requiere una óptima salud circulatoria, hay quien lo reúne todo: no tengo pruebas de ello, pero lo sé. Por convicción mística. Ahora bien: el auténtico problema no se presenta en la investigación misma, ni en las conclusiones. El auténtico problema se presenta cuando se empieza a vivir con la idea de que tenerla larga, gorda y frecuentemente erecta no es un privilegio ni una posibilidad apetecible —para uno, para las mujeres, quién sabe—, sino un deber. Y un deber que se convierte, casi por
definición, en un mínimo estético a satisfacer. Los varones blancos heterosexuales de formación judeo-cristiana, circuncidados o no, nos hemos formado, o deformado, en el ideal de un enorme y siempre rígido pene. Y en la idea de que carecemos de él, sea porque únicamente lo poseen los negros, especialmente los del Senegal, con lo cual exculpamos y disculpamos a todo el grupo de machos en el que nos contamos, sea porque nos sentimos infinitamente desgraciados como individuos, pensando que todos los demás varones poseen lo que a nosotros nos fue negado por la naturaleza o por la suerte. Hay una cierta compensación, al menos para algunos, en la fecundidad. Pero se trata de un deber asociado. El pene más célebre del siglo XX fue el de Porfirio Rubirosa, que se casó varias veces y tuvo centenares de amantes, pero no fue padre. Hubiese uno cumplido, o no, los deberes estético y biológico —poseyendo o no el tamaño y el poder, siendo o no fértil—, tenía por delante los deberes éticos y sentimentales. El pene es ocasión de placer, pero no debe serlo más para su poseedor que para su usufructuaria: el hombre duro es un orfebre, un maestro de ceremonias, el celebrante de una liturgia, no un follador, habíamos apuntado más arriba; aun cuando sospeche que no es necesario, que la dama a la que aspira pretende más lo último que lo primero. El pene nos hace hacer cosas que la razón no estaría dispuesta a respaldar, y hay que evitarlo: no puede ser una fuente de sufrimientos para las mujeres que acceden generosamente a darnos gustos perversos. El pene embaraza: cuidado, que eso no admite retrocesos ni renuncias, que hay que hacerse responsable de los propios actos. El pene es un elemento transmisor de enfermedades: cuidado, el pene mata más que el tabaco y el alcohol juntos. Y el deber por excelencia: el pene tiene que llevar a las mujeres al orgasmo. Un gran misterio, el orgasmo femenino. Con semejante manual de instrucciones a la espalda, destinado a mantener a raya a la fiera que llevamos dentro, ya se puede tener el miembro más tremendo que imaginar se quiera: la erección no va a ser cosa fácil. La erección es la respuesta a una excitación, una respuesta primitiva, animal; y lo que procuramos es que se realice en un marco determinado en todos sus lados por la cultura. La cuadratura del círculo.
«El 20,3% de los varones españoles confiesa padecer o haber padecido disfunción eréctil en algún momento de su vida, según revela un estudio realizado por Demoscopia» [«Valencia y Aragón, Comunidades con más problemas de disfunción eréctil», ABC, 16/7/2003]. La encuesta, por lo que se ve, ha sido realizada en el único terreno posible: el del eufemismo. En modo alguno se afirma que ésa sea la proporción de hombres que no alcanzan una erección cuando se lo proponen, lo desean o lo necesitan, sino apenas la de aquellos que lo confiesan. En mi estadística personal, elaborada a lo largo de décadas de conversaciones con hombres de todas las edades —todos aquellos con los que llegué a tener la confianza suficiente para hablar de «cosas de hombres», algo no muy difícil en mi generación y en clases sociales por encima de la media-media—, el cien por ciento de los varones han padecido, si no padecen, disfunción eréctil en algún momento de su vida. Según otro cálculo, publicado en una página de internet, la impotencia, definida como «incapacidad de lograr o mantener una erección suficiente para una actividad sexual satisfactoria», afecta «en mayor o menor medida a la mitad de los hombres entre los 40 y los 70 años». Puesto que la página en cuestión es de propaganda de viagra, está claro que esas edades corresponden al sector de mercado potencialmente más rico, y en especial a los hombres que entienden que su problema es de orden físico, antes que psicológico. Me remito nuevamente a mi estadística personal, que seguramente muchos lectores podrán ratificar: no hay edades de preferencia para la disfunción eréctil. El «gatillazo», como se denomina en la lengua popular la imposibilidad de lograr una erección, no conoce barreras de ningún tipo: él mismo es una frontera, y se presenta en cualquier época de la vida y en cualquier circunstancia. Cada vez que el cansancio o la cultura, sobre todo la cultura —en la que nacen la ansiedad, el miedo al compromiso, el miedo a las mujeres o a una mujer en particular, el miedo al futuro o al pasado, el miedo al sexo en general, el sentido del deber, la performance como deber, los deberes internalizados en relación con la sexualidad, el miedo al deseo de las mujeres, el miedo a no entender, a perderse, a ser egoísta, a ser pobre, el horror ante la posibilidad de que ella, quien sea, no alcance el orgasmo porque no se posee un pene de las dimensiones mínimas imprescindibles para ello—, se imponen al deseo animal, a la fantasía, a lo puramente erótico. Porque, también en este caso, la cultura no es un saber, sino una bolsa de ruidos que se agita junto al oído de la gente. No es un saber, sino una suma de condicionamientos.
En ninguna otra actividad humana pueden experimentar dos personas una proximidad comparable a la que viven en el vínculo sexual. Pero en ninguna otra, tampoco, pueden experimentar una mayor distancia, un mayor aislamiento, una mayor incomprensión, una mayor soledad. El otro, que es naturalmente fuente de deseo, de excitación, de necesidad de ilimitación, es también, de un modo perverso, fuente de horror por su lejanía, intuida, siempre probable, casi siempre comprobada. Es una combinación de deseo paroxístico y sentimiento de lejanía insuperable lo que impide en la mayoría de los casos una perfecta, apetecida y debida erección. Y en la mayoría de los casos el deber y la lejanía son una misma cosa. No es la mujer concreta con la que está el hombre quien determina su impotencia, sino la fantasía ominosa de una satisfacción femenina desconocida y remota que él tiene el deber de conseguir. Un medio tan serio como la BBC titula un artículo sobre sexo y estrés publicado en su página web el 8/8/2003: «Mucho ruido y pocas nueces. Cuando se trata de sexo, los hombres parecen ser mucho mejores en la teoría que en la práctica.» ¿Mejores? ¿Se refiere el/la redactor/a de la BBC, que no firma, a que las fantasías eróticas son muy difícilmente realizables? Claro que lo son, para unos y para las otras, pero si su realización no se vive como deseo de algo improbable, sino como exigencia, lo único que se conseguirá es un pene flácido. La impotencia es vivida por el varón como un fracaso esencial y, por tanto, como una culpa. La falta de apetito sexual en las mujeres, tan frecuente como las disfunciones eréctiles, en cambio, es vivida por algunas como un problema a relacionar con su placer o con la prosperidad de su pareja, y por otras como una liberación de toda posibilidad de compromiso, pero jamás como culpa. Ni el deseo ni el orgasmo femenino son deberes: al contrario, son conquistas felices cuando se los descubre, pero no se cosechan críticas sociales, reales o imaginarias, cuando no. Una erección, en el marco del legado represivo recibido, no sólo no es un deber, sino que cabría consignarla como un milagro. Algo tan difícil, inalcanzable y misterioso como el orgasmo femenino en la mitología de nuestro tiempo. Tal vez contribuya a serenar los ánimos de todos el saber que una cosa no depende de la otra, salvo excepciones que merecen ser celebradas. Tan absurda es la suposición de que la fricción de un lado de un pene —durante unos minutos, una fricción constante pero irregular—
contra un clítoris resulta en un orgasmo, como la idea de que eyaculación y orgasmo son lo mismo. La complejidad neurológica de los aparatos genitales de hombres y mujeres es excesiva para que el placer, y no digamos el goce, se alcance con tanta facilidad. De todos los pasos dados por las mujeres con la finalidad de liberarse individualmente, en independencia de los hombres —desde su entrada en el trabajo asalariado y en la universidad, hasta su participación en el poder político—, el más importante ha sido sin duda el descubrimiento y la desculpabilización de la masturbación. Fue en la masturbación, antes que en las relaciones heterosexuales, donde la mayor parte de las mujeres experimentaron por primera vez un orgasmo. Una mujer que se masturba es una mujer sexualmente libre, una mujer que puede elegir compañía. La cuestión del orgasmo masculino es de otro orden, porque la eyaculación implica un cierto nivel de clímax, el cumplimiento de la función reproductora y una descarga de tensión erótica que deja al varón fuera de juego hasta una nueva erección, que depende de numerosos factores y que sólo a veces se produce en el mismo encuentro sexual, pero no siempre — rara vez— una eyaculación nace de un orgasmo o es su manifestación física. El orgasmo masculino, como el femenino, abarca la totalidad del cuerpo, del sistema nervioso, del imaginario, de la persona. Cuando tiene lugar, incluye la eyaculación; pero la eyaculación no incluye el orgasmo, aunque incapacite temporalmente al varón para volver a buscarlo. La masturbación masculina, a diferencia de la femenina, tiende a la eyaculación, al alivio libidinal, no al orgasmo. Y, para colmo de males, el pobre varón blanco heterosexual judeo-cristiano, antes de encontrarse en la situación en que su pene puede ser reclamado, tiene que haber superado el filtro del ruido social por el que se ha instalado en la fantasía de las mujeres como un violador y un sádico maltratador. ¿Cómo ejercer una sexualidad masculina bajo sospecha? Es imposible. Por eso muchos hombres, un número abrumador entre los miembros de las clases sociales de media-media hacia arriba, pero en cualquier caso incontables en todos los estamentos, se han puesto, sin que nadie se lo pidiera explícita ni personalmente, a cambiar su sexualidad.
El género fuerte. ¿Cambio de sexualidad o cambio de roles?
Hasta bien entrado el último cuarto del siglo XX, hablamos de sexo fuerte y sexo débil en referencia a hombres y mujeres. El reconocimiento de la existencia de múltiples sexualidades que se operó en ese período, obliga ahora, con justicia, a hablar de géneros cuando tratamos de mujeres y de hombres. ¿Qué extraña especulación social llevó a considerar a los hombres más fuertes que las mujeres? Las unas trabajaron siempre tanto como los otros, y cabría sospechar que bastante más: ellas labraron la tierra, dieron de comer a los animales tan pronto como se los estabuló, parieron y criaron, y se encargaron de transmitir de generación en generación unos valores que, a la luz del pensamiento actual, iban en su desmedro; ellos salieron a cazar, solos o en grupo, según se tratara de presas pequeñas o de grandes bestias. Ellos tomaron sobre sí la defensa del colectivo, familia o clan, frente a enemigos exteriores: fieras, catástrofes naturales, semejantes. Es decir, ellos asumieron el riesgo de los espacios abiertos, desde los cuales no siempre estaba asegurado el regreso a la cueva, la choza, el toldo. Las primeras actividades propiamente masculinas fueron la caza y la guerra. Una de las leyes primordiales de la conservación de la especie es la que dice que la reproducción está asegurada, no importa cuántas hembras haya, cuando se cuenta con un solo varón fértil: él puede fecundarlas a todas y, una vez realizada esta misión, puede incluso desaparecer también. Las mujeres están en condiciones de garantizar el resto, procreando y criando otras mujeres y otros varones. El guerrero es, en consecuencia, el paradigma de lo viril, y el género que hace la guerra es el más fuerte. Insisto en subrayar la palabra género porque los grandes guerreros de la Antigüedad clásica eran, cuando menos, ambiguos, y porque el modelo del guerrero medieval, la realización práctica del ideal artúrico, Ricardo Corazón de León, era decididamente gay. Un gay de libro, además: el hijo preferido de una madre fuerte, dominante y culta, Leonor de Aquitania, impuesto por ella en la precedencia del poder a un padre duro, Enrique II, lo bastante convencido de la importancia de su
propio papel en el mundo como para traicionar sus primitivos sentimientos en defensa de su jerarquía, condenando a su más fiel amigo. En el personaje Ricardo, así como en sus predecesores clásicos, el comportamiento viril no es una cuestión de sexualidad, sino de rol de género. Las sexualidades individuales, que son las únicas realmente existentes, no se modifican a voluntad: se materializan en la medida de lo posible o, a lo sumo, se reprimen porque las limitaciones sociales les ganan la partida. Los roles son históricos, del orden de lo cultural, y por lo tanto, son susceptibles de cambio; y son colectivos, se desempeñan en un grupo, se los establece como norma común, al margen, a favor o en contra de las sexualidades de cada uno. El rol opera a favor de la sexualidad de quien lo desempeña cuando expresa una relación de poder positiva para el individuo. Los deberes del pene, y la carga ideológica que los movimientos de liberación de la mujer depositaron sobre él, dificultando la erección y todo lo que con ella se vincula, han establecido una ruptura entre el rol tradicional del varón — el del género fuerte— y su sexualidad. El feminismo radical de la línea MacKinnon reclama un cambio en la sexualidad del varón. Como si eso se pudiera elegir. Lo más que podemos hacer los hombres, y a ello estamos puestos, es cambiar nuestros roles. O, más exactamente, intercambiar fragmentos de roles con las mujeres. Ese intercambio se llevó a cabo al principio como simple entrega: las mujeres salieron a trabajar sin pedir nada a cambio, imaginando —y equivocándose con ello—que iban a obtener una cierta cuota de libertad y una mejora sustancial en su vida económica. No ganaron nada más que un suplemento de explotación: le echaron la culpa de esa trampa a los hombres en general, dejando a salvo el modo de producción que se beneficiaba de un ejército industrial de reserva suplementario. Reclamaron a los hombres, y consiguieron, a muy largo plazo —un siglo y medio—, que éstos empezaran a participar en la crianza y la educación de los hijos, concretando así el primero y más importante trueque de funciones entre géneros. La revolución sexual del siglo XX dio lugar a otra trascendente inversión en los roles, al menos entre las mujeres y los hombres de las capas económicas e intelectuales superiores de la sociedad: la iniciativa en el terreno sexual dejó de estar en forma prioritaria en manos de los hombres. Digo iniciativa sexual, no iniciativa sentimental ni iniciativa de pareja: hacía mucho que las
mujeres de esos estamentos elegían y conseguían a los que podían ser sus maridos, pero obraban siempre en los márgenes, reservando la sexualidad para el matrimonio consagrado, incluso como premio a la perseverancia que le habían impuesto al varón. De la iniciativa sexual a la matrimonial, hay sólo un paso, y la experiencia demostró que convenía apartarse de los cánones tradicionales para hacerse con una pareja duradera y satisfactoria, probada en todos los órdenes. Largo camino el que tuvieron que recorrer las mujeres occidentales para aprender lo que el rey de Suecia, Gustavo Vasa, sabía hace cuatrocientos años: que más vale que un hombre y una mujer estén seguros de llevarse bien, si piensan pasar seis meses aislados por la nieve del resto de la humanidad, porque si no se llevan bien, acaban matándose; ése, y no la socialdemocracia, fue el origen del llamado modelo sueco de convivencia, por el que todo Occidente suspiraba hace medio siglo como ideal redentor para su cuerpo y para su alma. Los nuevos modelos de familia, en los que una mujer puede hacer las veces de padre del hijo habido por otra mujer, su pareja sentimental y sexual, con un hombre concreto, ignorante o no de su participación, o con el semen de un desconocido conservado en un banco de esperma, son la materialización del intercambio de fragmentos de roles. En este ejemplo, la fragmentariedad es doble: por una parte, el ejercicio de la paternidad por una mujer está limitado por la herencia cultural de cada mujer en particular, por la educación que ha recibido en función de su rol como mujer, a la que ha renunciado, pero de la que no puede deshacerse por entero, incluso por razones biológicas; por otra, el hijo o la hija seleccionará porciones de esa figura parental, intentando diferenciarlas de las de su madre y componiendo un personaje, una imagen parental sólo parcialmente masculina. Cosa que no parece del todo inquietante, a la vista de que un crecido número de hombres da a sus hijos una imagen sólo parcialmente masculina, pero que resulta ser más que inquietante cuando se piensa que los hombres de escasa virilidad carecen auténticamente de ciertos atributos y es tarea del hijo o de la hija el compensar ese déficit con la ayuda de su fantasía, y en cambio la mujer que representa el papel de hombre actúa una fantasía propia, con la que el hijo a la hija habrán de enfrentarse en el intento de dotarla de realidad. Los padres y las madres heterosexuales proporcionan a sus hijos y a sus hijas el material para que ellos o ellas construyan una ficción; los padres y las madres cuyo rol no se corresponde con su género proporcionan a sus hijos y a sus hijas una ficción, a partir de la cual construir un modelo de realidad. No es oro todo lo que reluce en las
familias alternativas, y la principal de las razones por las que cabe asumir su defensa es que son familias reales, nacidas de proyectos reales a largo plazo, entre personas que se aman y que participan generosamente en la perpetuación de la especie, lo que muchas veces es bastante más de lo que hay en una familia heterosexual tradicional, en la que los hábitos sociales prescritos para la unión entre una hembra y un varón suelen contar más que la conciencia de familia y de comunidad. En todo caso, las familias alternativas del tipo de la que acabamos de tratar son una exigua minoría, y sólo existen en los países desarrollados de Occidente. Las verdaderamente frecuentes son las monoparentales con cabeza de familia femenina. Hasta las monoparentales masculinas son todavía muy escasas. El intercambio de roles no requiere para realizarse situaciones extremas. Todas las reformas en el sentido de la indiferenciación de actividades tradicionalmente reservadas a uno de los géneros, tienen lugar en el seno de las parejas heterosexuales, con y sin hijos, en las que las mujeres trabajan fuera de la casa y contribuyen a su sostén, no pocas veces con los ingresos más altos. El intercambio de roles tiene vertientes específicamente eróticas para ambos géneros. Los varones feminizados han desarrollado una muy feliz preocupación por su propio cuerpo, tal vez obligados por la necesidad de ofrecer a sus parejas lo que siempre esperaron de ellas, desde el perfume hasta la depilación. El hombre ya no es como el oso, y trata de distanciarse de esa imagen para empezar a parecer, y a parecerse, hermoso. El heterosexual aprende del gay a vivir su propia belleza y a seducir, aun cuando la necesidad de seducir sea un indicador de pérdida de poder. Como contrapartida, algunas mujeres, de distintas orientaciones sexuales, se han sentido libres del deber de la belleza. Sin embargo, las feministas radicales de los años setenta y los años ochenta, que habían dejado de depilarse y de usar desodorantes, atentas a la consigna «he de ser deseada tal como soy, sin intervenciones cosméticas falsificadoras», han perdido terreno, al menos entre las mujeres heterosexuales que quieren seducir.
Igualdades y diferencias
El intercambio de roles tiende a la igualación de hombres y mujeres en el plano social. El género fuerte fue borrado del mapa cuando las mujeres se incorporaron voluntaria y vocacionalmente a los ejércitos profesionales, o fueron llamadas, con su consentimiento y participación, al servicio militar obligatorio, como en Israel. El primer empleo formal al que tienen acceso las mujeres en el Irak de posguerra de 2004 es en la policía, como agentes armados, para el control del orden, como había ocurrido en Irán. El camino hacia la igualdad dista de ser recto, y a menudo es francamente retorcido. La despreciada Mónica Lewinsky —despreciada, sobre todo, por la mujeres— le hizo el trabajo sucio a Hillary Clinton en su carrera política, dejando a su marido como poco respetable adicto al sexo, un violador que se valía de su poder para obtener favores íntimos de una pobre becaria, y a ella como una esposa herida y magnánima, digna de todos los reconocimientos. Una felación, si se realiza en el Despacho Oval de la Casa Blanca, puede ser una forma de golpe de Estado, y ésta se tradujo en la postergación, para desgracia de Occidente, de la segunda fase de la guerra del Golfo, que hubo de iniciarse después del ataque islámico a las Torres Gemelas y al Pentágono. La joven Mónica actuó, sin saberlo, como una moderna Dalila. Todos los varones heterosexuales del mundo fueron identificados en aquel momento con el patético Bill, y todas las mujeres se identificaron con la sólida Hillary. Él mintió como un marido, que es lo que era antes de ser presidente, olvidando a la hora de mentir que ya era presidente, y ella perdonó como una esposa, pero sin olvidar que ese perdón la consolidaba políticamente para el porvenir. En un artículo reciente [«Ellos y ellas: ¡viva la diferencia!», El País, 21/7/2003], el doctor Luis Rojas Marcos informaba de lo que sigue:
Un grupo de biólogos europeos y estadounidenses, encabezados por Helen Skaletsky, investigadora del prestigioso Instituto Tecnológico de
Massachusetts, acaba de descubrir que el cromosoma sexual masculino y, responsable, entre otras cosas, del desarrollo de los testículos, contiene un número mayor de genes del que los expertos sospechaban. Una conclusión de este sensacional hallazgo es que las diferencias genéticas entre hombres y mujeres son mucho más marcadas de lo que hasta ahora se pensaba.
Más adelante Rojas Marcos señala:
La diversidad biológica, psicológica y cultural que aportan a la naturaleza humana ellos y ellas tiene grandes ventajas para la supervivencia y la continua mejora de la calidad de vida de la especie. Por ejemplo, gracias a la variedad de nuestro material genético, formado de los genes procedentes de nuestro padre y de nuestra madre, nos adaptamos mejor a ambientes variables o inestables que requieren flexibilidad, y nuestro sistema inmunológico fabrica defensas más efectivas contra peligrosos microbios mutantes. Igualmente, nuestro doble origen nos permite librarnos de ciertas enfermedades graves porque a menudo el efecto patológico de un gen dañado transmitido por uno de nuestros progenitores se neutraliza por el gen sano heredado del otro. Éste es precisamente el mecanismo por el que las mujeres se libran de padecer hemofilia, enfermedad hereditaria que altera la coagulación de la sangre.
La que acabo de reproducir es una serie de afirmaciones en la que se ratifica la validez de un concepto al que el ruido político generado por el feminismo radical vulgarizado ha sumido en el descrédito: los hombres y las mujeres somos distintos en términos biológicos. El igualitarismo totalitario, que por un lado ha estigmatizado la noción de diferencia biológica, al considerarla una forma de racismo de género, por otro ha fomentado y fomenta la guerra de sexos. Valiéndose de un silogismo de base falsa, esa escuela ideológica ha negado la realidad de esa diferencia biológica porque considera que la ciencia masculina, patriarcal o dominada por varones, la ha generado con el propósito de decretar la inferioridad de las mujeres. Ha confundido para ello genética con antropología, y ha dado lugar a una
antropología de la ciencia basada en el principio de incertidumbre, en cuyo terreno no existen conclusiones objetivas. Yo apuesto por la objetividad de la ciencia, con las limitaciones derivadas de la individualidad y la situación histórica de cada científico, y pongo en duda que las llamadas ciencias del hombre —antropología, sociología, historia, psicología— reúnan las condiciones mínimas para ser tomadas como tales. Las ciencias del hombre son, en primer lugar, constructos ideológicos, y por eso se encuentran en constante transformación, sin que esa transformación represente una superación inclusiva de los logros de etapas anteriores. Las ciencias concretas, pese a la refutación periódica de principios tenidos por verdaderos, son acumulativas: en ellas, el campo del conocimiento se expande de modo permanente, y no hay paso atrás que no implique su complementario hacia delante. Pero no basta con saberlo y apostar por ello: en este mundo dominado por el pensamiento basura, resulta tranquilizador, a la hora de dar a conocer el descubrimiento del que habla Rojas Marcos, que el estudio correspondiente haya sido dirigido por la doctora Skaletsky, una mujer. Apunta Rojas Marcos en otro párrafo:
En el cerebro se cuecen las emociones, los pensamientos, las actitudes, las conductas y, literalmente, la manera de ser de las personas. Las diferencias entre el cerebro masculino y el femenino son tangibles y obedecen a factores genéticos, hormonales, educacionales y sociales que dirigen el desarrollo de millones de neuronas y sus incontables conexiones en los primeros 16 años de vida. Estas diferencias explican el que ellos, en general, sean más agresivos que ellas, muestren mayor predilección por juegos peligrosos, suelan ser más enérgicos en tareas que requieran fuerza, velocidad o lanzamiento de objetos, y apunten más alto en actividades visuales y espaciales, como leer mapas o solucionar laberintos. Y también explican que las mujeres usualmente manifiesten preferencia por situaciones que tratan sobre temas de relaciones o de afiliación social, tengan más fluidez verbal y posean mejor destreza manual y memoria para localizar objetos. Si examinamos el cúmulo de estrategias que utilizan los seres humanos para controlar su entorno y superar los desafíos que a diario les plantea la vida, es fácil concluir que las actividades típicas —aunque no exclusivas—de los
hombres y las mujeres se complementan. Aplicadas conjuntamente, constituyen herramientas formidables.
No voy a pasar de puntillas por encima del hecho de que el doctor Rojas Marcos se expresa como un ilustrado, habla de seres humanos y control del entorno, de individuos y de herramientas, y en su texto no hay rastros de pensamiento romántico reaccionario, con sus lastres de genderismo y fobias históricas. El romanticismo reaccionario es el constructo ideológico de la irrealizable venganza de los que se consideran oprimidos y tratan el pasado como si fuera presente. El pensamiento ilustrado se lanza por la senda del liberalismo ético en procura de la igualdad, una igualdad que sólo lo es ante la ley y, por tanto, preserva el ámbito de lo individual y lo particular; y tiende a tratar el presente de acuerdo con la memoria eficaz y organizada del pasado. Ese estilo de pensamiento es el dominante en estas páginas. Los factores determinantes de las diferencias entre hombres y mujeres, leemos, son «genéticos, hormonales, educacionales y sociales», y el cerebro se conforma de acuerdo con ellos en los primeros 16 años de nuestras biografías. El intercambio de roles de género se realiza en los terrenos de la educación y de la socialización, dado lo cual no hay razón evidente para que no se lleve a cabo, en las sociedades occidentales desarrolladas, en el curso de unas pocas generaciones, como está sucediendo. Un cambio de sexualidad de los varones, suponiendo que tal cosa exista, lo cual es mucho suponer, debería llevarse a cabo en lo genético y en lo hormonal. Por supuesto que las intervenciones en esos dos terrenos, no resultarían en una especie de macho sexualmente lobotomizado, apto para las funciones biológicas de la reproducción y definitivamente privado de todos los demás rasgos de su identidad sexual individual, incluido el deseo, sino en una experiencia de transgenderismo masivo, una pesadilla —o no— almodovariana en la que todas las parejas serían del tipo de la de Todo sobre mi madre, parejas de transexuales —o travestidos— y mujeres. Claro que tanto los unos como las otras requerirían para su realización personal la existencia de hombres que trazaran su perfil: hombres de los de siempre, de los que ya no habría. No hay diferencia sostenible sin igualdad ante la ley: o se es diferente en la individualidad del ciudadano, o entramos en la carnicería generalizada. Pero tampoco hay igualdad sostenible sin diferencia: o se es individuo, o no
se es ciudadano, sino zombie. Por eso no hay utopía que no sea totalitaria. Dice Rojas Marcos, hacia el final de su artículo, que «el problema no son las diferencias, sino el uso perverso que hacemos de ellas».
9. La cultura del maltrato
La inconveniencia de la palabra cultura
Uno de los rasgos definitorios del pensamiento basura que nos invade, es el uso abusivo del término «cultura», en su sentido antropológico, es decir, ideológico. Una cultura es un constructo de límites bastante precisos, ligados a lo étnico, a lo lingüístico, a la producción tecnológica y al desarrollo artístico de una determinada comunidad, y posee límites históricos y geográficos. De ahí que podamos manejar conceptos tales como cultura griega, cultura latina o cultura renacentista con cierta posibilidad de entendernos. Igualmente, estamos en condiciones de hablar de una cultura de la piedra pulida, o de una cultura teocrática de regadío en el Antiguo Egipto. La cuestión es más espinosa cuando hablamos de cultura católica, por ejemplo. Obviamente, hay un enorme paquete de cosas que cabe incluir bajo ese rótulo, desde el arte paleocristiano hasta el misticismo científico de Teilhard de Chardin, pasando por el tomismo y el agustinismo político, todo un corpus teórico y doctrinal que para unos deriva en la Inquisición y para otros en el servicio a los pobres. No obstante, cuando no decimos de alguien que es católico, sino de cultura católica, tratamos de una persona en general secularizada, que no asiste a misa regularmente, o que sólo irá a la iglesia dos veces en su vida —para el bautismo y para la boda— y una en su muerte —para el responso—, que jamás ha leído las Confesiones, ni un fragmento de la Suma Teológica, y mucho menos un libro de Teilhard, pero que sabe que Cristo murió en la cruz, que tuvo doce discípulos, que los mandamientos son diez aunque no sea capaz de enumerarlos ordenadamente, y que además tiene una serie de hábitos cuyo valor real y cuyo sentido desconoce en conciencia: trabaja los viernes y los sábados, come cerdo, vive con culpa las infidelidades, etc. Es este aspecto de la cultura el que ha permitido a unos cuantos extender el empleo de la palabra a una serie de hábitos sociales generalizados que carecen de cualquier estructura intelectual que se proyecte en el tiempo, que haya generado en algún momento del pasado un programa de vida, un programa moral, de convivencia, relacionado con un saber o una creencia. Así es como se llega a hablar de «cultura de la pobreza», al menos desde que Oscar Lewis aventuró la idea de que las poblaciones marginales de los países
subdesarrollados podían ser visitadas y estudiadas con los mismos criterios con que se visita y se estudia una tribu aislada de la Amazonía. Eran, en efecto, poblaciones separadas de la sociedad general, pero únicamente porque el acceso a los bienes materiales y tecnológicos les era más difícil que a los demás: el habitante de una favela no es culturalmente menos brasileño que un profesional liberal de Sao Paulo, aunque posea menos cosas, entre otras razones porque las cosas de las que carece y que desea son precisamente aquellas de las que disfruta el pudiente. De la cultura de la pobreza se pasó a las demás: cultura de la violencia, cultura de masas, cultura audiovisual, cultura de la disidencia y de la diferencia, y lo que es peor: multiculturalismo, ministerios de Cultura con mayúscula. Nada de eso merece el nombre de cultura: ni las subvenciones a un arte que languidece por apoltronamiento, ni la convivencia entre individuos y grupos que practican religiones diversas, comen platos diversos —que pronto se difunden y pasan a la sociedad general, como la pizza y el kebab— y se visten durante un tiempo —una generación o menos— con prendas que al principio parecen exóticas y pronto resultan vulgares. Y tampoco lo merecen esos elementos tecnológico-ideológicos —televisión basura, publicidad, espectáculos— o políticos —enfrentamientos étnicos que en realidad son de clase o de religión, guerra de géneros— que son vendidos como tales, cuando no son más que fragmentos de un way of life más o menos estable, más o menos cambiante, que se solapan constantemente sin definir ningún marco concreto. Hace mucho que los medios de comunicación vienen tratado la cuestión del maltrato de unas mujeres por unos hombres —y, en algunos casos, a la inversa, aunque de esto no se hable, porque llevaría a su inclusión en el fenómeno general de la violencia— como cultura del maltrato. Vamos a situar la cuestión en sus términos. La media anual española de mujeres asesinadas por sus parejas es de 52, una por semana, en una población femenina de 20 millones de mujeres, 2,6 por millón. Poco más de la cuarta parte de los muertos en el atentado terrorista de Atocha de marzo de 2004. En España, en accidentes de carretera murieron 4.032 personas a lo largo de 2003, ochenta veces más, sin que nadie hable de una cultura del accidente ni haga aspavientos por esa causa, a la vista de que la industria del automóvil se anuncia en los mismos informativos en que se da cuenta de cada uno de los muertos. ¿Quién no vería grotesco que, inmediatamente después del relato de un apuñalamiento, se anunciara una fábrica de
cuchillos? Cincuenta muertes al año son muchas, demasiadas muertes, pero no conforman una cultura del asesinato. Y el asunto debe ser resuelto. Pero debe ser resuelto en el plano legislativo, jurídico, policial, educacional, económico y social. Con leyes más amplias, con jueces más preocupados por hacer justicia que por aplicar la ley sin más, con una policía especializada que no tuviera que repartir sus fuerzas entre proteger esposas y perseguir terroristas con unos presupuestos exiguos, con una educación igualitaria en la que no se incurra en la exaltación de la diferencia, con una política de pleno empleo que asegurara que la vida sentimental de los ciudadanos y ciudadanas no va a ser arrasada e infernalizada por la miseria, con una política poblacional fundada en la conciencia de que la inmigración es un problema para el inmigrante y para la sociedad de acogida, y que las religiones y sus prácticas pertenecen a lo privado, no son cuestión de Estado, pero empiezan a serlo cuando interfieren en el derecho de otras personas, como la ablación de clítoris, por un lado, o el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, por el otro. La reforma de las leyes, para abocarlas a la protección de la mujer, podría ser responsabilidad de las diputadas y las senadoras y las ministras elegidas para sus cargos tras una campaña de propaganda en la que pidieron el voto por ser mujeres, pero ahora sabemos que eso es un puro artificio político y que deberán, bien o mal, trabajar como representantes del conjunto de los ciudadanos. En España, las oposiciones a la judicatura están siendo ganadas por mujeres, que en los primeros niveles de la carrera son hoy mayoría. Pero, naturalmente, esas mujeres tendrán que atender como jueces toda clase de asuntos y, si reclamaran la exclusividad de los casos de asesinato y maltrato, estarían pidiendo discriminación, cuestionando las capacidades de sus pares varones y la imparcialidad que se supone a la administración de justicia. Cosas muy parecidas pueden decirse en relación con las mujeres en la policía. En España, al menos desde los años ochenta, y mucho antes en países con un fuerte y estable movimiento feminista, como Estados Unidos, Alemania o Suecia, la instrucción pública se ha orientado a unas formas de discriminación positiva que, en muchos casos debido al bajo nivel de los educadores y educadores, no es más que el reflejo del ruido político del feminismo vulgar, el antimachismo sin matices y el belicismo genderista que domina, por ideológicamente correcto, la filosofía de los reality shows.
O sea, que va a seguir habiendo 50 muertes al año, probablemente más, por mucho tiempo. Hasta que el nivel de vida se eleve, los inmigrantes se integren, los maridos y las mujeres lean libros, o hasta que una acentuación de la injusticia en la distribución de la riqueza, una acentuación de las diferencias de hecho y de derecho en la sociedad, y la ignorancia generalizada, lancen los índices de criminalidad familiar hacia niveles que somos incapaces de imaginar. Y los muertos en carretera pasen de 4 mil a 50 mil. Entretanto, es de imaginar, se irá hablando de la extensión de la cultura del maltrato, con resultado de muerte.
El maltrato que no lleva a la muerte pero acompaña hasta el final
Las muertes a manos de la pareja, en general artesanales —a palos, con cuchillos de cocina, por estrangulamiento, por incineración—, rara vez con armas de fuego, que felizmente no abundan entre nosotros, están precedidas por meses, años, décadas de malos tratos físicos y psicológicos. Entre la primera y la última paliza transcurre toda una vida, y la última no siempre, ni siquiera en la mayoría de los casos, es mortal. El maltrato es más frecuente de lo que se cree, y se da en todos los niveles sociales. Es una práctica de tortura y una perversión sexual sádica, aunque los maltratadores y los maltratados de los dos géneros lo ignoren. Hay parejas que se gritan. Parejas en las que grita uno de los dos. Parejas que se gritan silenciosamente. Parejas que callan su odio. Parejas en las que uno de los dos lo dice todo. Parejas en las que un hombre pega a una mujer. Fredric Brown, un escritor americano, un clásico de la novela negra, en su libro Plenilunio sangriento, dice lo siguiente:
Al cabo de un rato, tal vez un par de minutos, me levanté. Notaba un zumbido incesante en los oídos y mi costado estaba dolorido en el lugar donde él me había pateado, pero recobré el aliento. Mi estado físico era bueno, o iba camino de serlo. Respecto al mental, no tenía ni idea. Mentalmente, no era la misma persona que había sido quince minutos antes. Y no volvería a ser la misma persona; sería mejor o peor, eso no lo sabía, pero no exactamente la misma. La primera vez que te dan una paliza, sobre todo cuando es injusta y no es por tu culpa, experimentas un cambio extraño. Es como cuando mueren tus padres, es como cuando te acuestas por primera vez con una mujer. Experimentas un cambio extraño, no vuelves a ser el mismo después de eso.
Esa paliza, física o verbal, se la propinan los miembros de una pareja en el
curso del primer año de relación. Después de eso, no vuelven a ser los mismos. En la mayoría de los casos, por indefensión intelectual, por una vergüenza que impide a las mujeres contar a nadie que sus hombres las apalean, y a los hombres contar lo que han hecho, ellas tienden a convertirse en piltrafas mentales, y ellos en furiosos boxeadores domésticos exentos de toda ley. Esto no excluye la posibilidad de que las mujeres tomen venganza en formas perversas, sordas y retorcidas, pero no hay constancia de ello fuera de las novelas y el interesado relato de los hombres. Johnny cogió su fusil y su espeluznante sucedáneo, Misery, no son obras de ficción pura, pero quien sostenga que son reflejos de una realidad más frecuente de lo que se quiere reconocer se arriesga a perder el respeto de los progresistas. Atendiendo a los que confiesan a la policía, las que lo declaran ante un juez o una psicóloga, y los y las que cuentan sus vidas, o versiones de las mismas, en la prensa y en la televisión, incluidos —o en primer lugar— personajes de la farándula o del buen malvivir aledaño, el espectador se convence de que la violencia está presente en las historias de todas las parejas. Y no es cierto. Lo que sí está presente, y al igual que en la historia política puede manifestarse por la vía armada o por la parlamentaria —la guerra es la continuación de la política por otros medios, decía Von Clausewitz—, es la lucha por el poder en el interior de la microsociedad compuesta por una mujer, un hombre y los hijos de ambos. Esa lucha por el poder no tiene nada que ver con la guerra de géneros, que no existe más allá de los deseos imaginarios del feminismo radical vulgar. Y tampoco tiene que ver con la clase social en la que se inscriba cada asociación de convivencia y procreación entre seres humanos. Esa lucha por el poder es atávica, nos la han legado nuestros ancestros y ha sido vivida a lo largo de la historia con resultados desiguales, según las estructuras familiares y clánicas fueran predominantemente patriarcales o matriarcales. Pertenece a la mitología del genderismo la noción de que todas las sociedades, incluida la actual, han sido y son patriarcales. El hecho de que la dueña de los medios de reproducción se enfrente con el dueño de los medios de sustento, no es nuevo: se trata de un vínculo dialéctico cuya resolución se pretende con la salida de las mujeres al mercado laboral, a la provisión de bienes para el grupo. Es sobre la base de la procreación y el sustento, el interior y el exterior domésticos, que se da el primitivo reparto
de roles de género: y decir esto no es progresista ni reaccionario, es una simple constatación. El reparto del poder, que en el principio es funcional a la pareja y a sus crías, como a cualquier organización de la especie, degenera hacia la lucha política y hacia la guerra tan pronto como se descubre que la autoridad, indisolublemente ligada a la riqueza, es fuente de placer. El sadomasoquismo es una escenificación de la lucha por el poder en una relación entre individuos. El nazismo fue la escenificación política del vínculo sadomasoquista: de ahí que la iconografía nazi siga alimentado hasta el día de hoy la tosca estética de la imaginería pornográfica de esa tendencia sexual. Y de ahí también que en algunas parejas se desempeñen alternativamente los papeles de víctima y verdugo con todos los elementos de lo carcelario/concentracionario: el que está dentro y el que sale fuera, el resistente y el dominante, el que reclama y el que niega. La violación, o la fantasía de la violación, forma parte de ese constructo de andar por casa, pero opera en los dos sentidos de un género al otro: la paliza humilla, la humillación pura deja marcas de otra clase; hay quien muere a golpes, hay quien muere de cáncer. La asunción de roles es una expresión política del reparto de poder, y alterarlo impone el riesgo de ir a la guerra. El genderismo belicista reclama un cambio en la sexualidad y para ello fuerza cambios en los roles que no se corresponden siempre ni necesariamente con modificaciones en el reparto del poder: lo quieran o no, van hacia la guerra, es la lógica interior del genderismo extremo la que conduce al belicismo. El ruido político ha convencido a la gran mayoría de las mujeres de que pueden ejercer los derechos inherentes a su género, aun cuando carezcan de peso económico en la pareja, es decir, aun cuando sean materialmente dependientes, mientras la gran mayoría de los hombres continúan convencidos de que, en la medida en que sostienen el hogar, pueden seguir desempeñando su rol tradicional: les desconcierta que ese rol se vea constantemente cuestionado, y en todos los niveles, incluido aquel que la iglesia bárbara denomina débito conyugal: lo que sigue es una batalla.
La discriminación positiva y la victimización de la mujer: la fantasía patriarcal
En uno de sus lúcidos artículos, «La “victimización” de la mujer», publicado en libertaddigital.com [2/3/2004], hace Cristina Losada un excelente análisis del tema, tomando como referencia un texto de Shere Hite [El Mundo, 25/2/2004], cuyos estudios sobre la mujer y la sexualidad — sobrevalorados, sospecho que por falta de competencia— le otorgaron gran predicamento fuera y dentro del feminismo. Empieza Cristina Losada por recordar la afirmación de Fernando Serra en el sentido de que el análisis «políticamente correcto» de la violencia doméstica adolece de un simplismo desalentador y conduce a un proteccionismo contraproducente, en el que coinciden las feministas con los carcas. A la pregunta retórica «¿Por qué los hombres pegan a las mujeres?», Shere Hite responde que lo que ella considera la actual oleada de violencia —en realidad, no es más que la revelación de una violencia que siempre estuvo allí, y que precisamente ahora, cuando la legislación vigente le impone luz y taquígrafos, empieza a reducirse por el alcance del control— deriva del «clima actual de presión social» que insiste en que las mujeres «han de ser buenas esposas y madres y aceptar todo», junto a «esa presión para que los hombres se ocupen de todo y sean los que mandan».
La explicación —dice Losada—, es clamorosamente insatisfactoria. Es obvio que esa presión social era mucho más fuerte hace años, y eso empareja mal con el aserto de que afrontamos «hoy» la violenta oleada. Pero a esa y otras contradicciones la conduce su interés por culpar a «la sociedad» del problema, viejo recurso. Y ahí entramos en la tesis central del feminismo, que criticaba Serra, y que atribuye el problema a «la reminiscencia de la familia patriarcal» o de «la ideología machista». Cierto que hay sociedades y grupos dominados por religiones que consideran a la mujer un ser inferior, a las que puede aplicárseles el análisis. Pero en las sociedades donde la mujer goza de igualdad ante la ley y se ha incorporado
al trabajo hace tiempo, la cuestión no queda zanjada con tanta sencillez. Aunque pervivan residuos del viejo machismo. ¿Y qué propone Hite como solución? Pues naturalmente medidas de ingeniería social, que tan caras son al «progresismo», sea español o americano, que el uno bebe del otro. Propone Hite que «desaparezcan los valores de la familia tradicional», como si a ojo de buen cubero, no hubieran desaparecido ya bastantes en las sociedades desarrolladas. Y, concretando, que se popularicen «unos nuevos modelos de valores e identidad, otros modelos diferentes de héroes masculinos». Para ilustrar los modelos «malos», que debieran modificarse, Hite habla del atractivo del que «gozan en los patios de los colegios los más bravucones, ésos que martirizan a otros niños más pequeños». Para ella debe de ser esta una pauta exclusivamente masculina, del machismo que conviene erradicar. Y si le replicamos que en los patios de los colegios, las niñas hacen lo mismo que los niños, aunque tal vez de otro modo, seguramente diría que las chicas han interiorizado los valores de la sociedad patriarcal. Es decir, que su afán de dominación les viene por imitar a los hombres. Y no saldremos del laberinto. Uno de los aspectos más negativos de la reacción feminista al problema de la violencia doméstica es lo que hace Hite: santificar a la mujer, inventarse unos valores femeninos completamente angelicales, hacer de nosotras seres beatíficos, no violentos, cooperativos y no competitivos y un largo etcétera tan acaramelado, que no hay quien se lo trague, y que resulta contraproducente, tanto por su irrealidad como porque nos separa de la compleja condición del ser humano. Y de esa santificación de lo femenino, nace otro pernicioso rasgo de la campaña feminista contra los malos tratos: «victimizar» a las mujeres (y demonizar a los hombres). Lo cual lleva directamente a un proteccionismo exacerbado que no fomenta, sino que retrasa, la libertad y la independencia de la mujer.
Hasta aquí, Cristina Losada, que señala varios aspectos del problema de los que hay que tomar buena nota, y que merecen una reflexión. En primer lugar, está la cuestión de las otras mujeres, las que viven en
medios sociales distintos del occidental. De ellas me ocuparé en el siguiente apartado. En segundo lugar, está la propuesta de Hite de acelerar —no se me ocurre otro modo de decirlo, puesto que la obra ya está en marcha— la liquidación de los valores de la familia tradicional, instituyendo nuevos «modelos de valores e identidad» y fabricando «otros modelos diferentes de héroes masculinos». Los llamados valores de la familia tradicional, una vez despojados de liturgias particulares, son bastante difíciles de liquidar, a menos que se pretenda liquidar a la especie. Ni siquiera son valores en sentido estricto, no son producto de una elaboración intelectual en torno a la ética, sino que están establecidos, tal vez como parte de los derechos naturales, desde el momento mismo en que la pareja primitiva se propuso o se sintió instintivamente inclinada a proteger a sus crías, como cualquier otro mamífero. Los diez mandamientos de la Torá, que con variantes menores son asumidos por todas las grandes religiones como norma de vida atendible, son la expresión codificada —elemental— de esa realidad: para que la especie sobreviva, no hay que matar a los demás miembros de la misma —fieras, depredadores y fuentes de alimentación están excluidos de la orden—, ni desear a la hembra del semejante —desear arrancarla de su rol—, ni robar al semejante con desmedro de sus posibilidades de seguir con vida; y no hay que asesinar a los padres, ni aparearse con la madre. Los llamados valores familiares, que Hite y otras teóricas desesperadas pretenden abolir —mediante ingeniería social, un alarde totalitario—, no son otra cosa que la forma que los mandamientos cobran en la vida de las parejas con descendencia. Y es cierto que en las sociedades desarrolladas parecen bastante maltrechos. Pero algo han de tener si las parejas alternativas —gays y lesbianas, con sus demandas de derecho a casarse— no encuentran mejor forma de realizar su convivencia. ¿Cuáles son los «nuevos modelos de valores e identidad» y los «otros modelos diferentes de héroes masculinos» por los que aboga Hite? Eso queda en el misterio, porque no hay propuestas alternativas concretas. La aniquilación del hombre duro, como hemos dicho más arriba, se ha logrado más allá de toda expectativa. ¿Será el hombre nuevo, del que tanto se ha hablado sin explicar cómo sería? José Martí, cansado del asunto ya en el siglo XIX, dejó escrito que «el hombre nuevo es el hombre viejo», es decir, que la novedad no hubiese estado para él en arrasar con los valores, sino en recobrarlos. En toda España —con el aval oficial, que los financia y los
apoya— han aparecido en los últimos años, como setas tras la lluvia, centenares de «talleres de masculinidad», centros de «hombres por la igualdad», y secretarías y delegaciones de «salud y género» u otros nombres por el estilo. Como a templos californianos cutres de cualquier secta, los varones acuden a ellos en busca de señales que les revelen el camino hacia sus nuevos roles, y un Moisés funcionarial y en ocasiones psicológico, si no un ex maltratador convertido que organiza grupos a la manera de Alcohólicos Anónimos —o de su parodia: Mujeres que Aman Demasiado—, les proporciona las tablas de la nueva ley. O la ley de la nueva masculinidad, que en realidad no es nueva sino más pobre, con más cargas cotidianas y menos cargas morales generales. ¿Será el tipo que friega los platos y se niega a ir a la guerra, por justa, necesaria y hasta defensiva que ésta sea, el «modelo diferente de héroe masculino» que pretende Hite? Hite, y con ella bastantes mujeres más, que a diferencia de la sexóloga no pasan de la educación general básica, detesta el atractivo del que «gozan en los patios de los colegios los más bravucones, ésos que martirizan a otros niños más pequeños», y califica a éstos de «machistas». Quiere hacer con ellos lo mismo que los soviéticos querían hacer de André Gide —le propusieron «curarlo» de su homosexualidad— pero al revés. Pretendían algo así como reorientar su deseo, pero no desarmando esa complejísima trama genética, social, cultural, familiar e íntima que compone el deseo, sino reprimiéndola. Y Hite —quien, a pesar de lo mucho que enseñó sobre matices la literatura del siglo XX, desde Stefan Zweig hasta Juan Goytisolo, pasando por Roger Peyrefitte, no ve en los bravucones que gozan martirizando a los más pequeños otra cosa que machismo, y jamás una forma de paidofilia sadomasoquista— aspira a un tratamiento político conductista para ellos. Hite, como portavoz de un amplio sector del pensamiento basura, sugiere con vocación soviética curar a los varones de su enfermizo género, con los principios pedagógicos de Antón Makarenko. Las mujeres son distintas, requieren protección, aún están en minoría de edad, y en esos bravucones no se puede confiar. Eso ni siquiera es un pensamiento magro: no es pensamiento.
Las otras mujeres
Hay quien dice que la situación de la mujer en el mundo islámico, el hindú o el chino —confuciano-maoísta— es «medieval», pretendiendo con ello dos cosas, y logrando en cambio otras dos. Quienes así se expresan pretenden que las mujeres árabes, indias o chinas viven en un estadio de las relaciones entre géneros que la mujer occidental ya ha vivido hace entre quinientos y mil años, lo cual no es cierto, porque en el ámbito cultural judeo-cristiano las mujeres nunca ocultaron el rostro, ni fueron quemadas vivas con sus maridos muertos, ni se las forzó a sacrificar hijos «sobrantes». En el medioevo cristiano, en el medio rural feudal, se practicó en ocasiones la «exposición» de niñas, es decir, el abandono de las recién nacidas a la intemperie, porque no eran un factor de riqueza: no labraban la tierra, eran difíciles de casar y había que alimentarlas sin compensación hasta una edad muy avanzada, los doce o trece años, en el mejor de los casos, si no quedaban embarazadas y había que hacerse cargo de ellas y de su criatura. De modo que se las «exponía»: de ahí la palabra «expósito» para nombrar a los niños abandonados. Pero esto no era una práctica social aceptada, y la Iglesia no la alentaba; por el contrario, se preocupaba de recoger a esos bebés en conventos y, más tarde, en instituciones especiales para ese fin. En la China actual, hay 20 millones de personas —la mitad de la población de España— que carecen de identidad, que no nacieron para el Estado: hijos clandestinos. También, desde la perturbación de la conciencia que ha llevado a los occidentales a culpabilizarse de todos los males de la historia —un primer paso hacia el suicidio—, atribuyen al Medioevo cristiano unos niveles de represión sexual que no se corresponden con la realidad. En muchos aspectos, la Edad Media fue una época brutal y representó un atraso generalizado en relación con las cotas de progreso alcanzadas durante el imperio romano, que se prolongó en términos de costumbres y normativa hasta la primera expansión islámica en el Mediterráneo, asunto demasiado
poco estudiado, con la gloriosa excepción de la obra del medievalista belga Henri Pirenne, Mahoma y Carlomagno [Alianza, Madrid, 1970]. Este libro de Pirenne, que se publicó en forma póstuma —él murió en 1935—, es un libro de referencia y posee una enorme actualidad, pero no es citado con la debida frecuencia cuando se trata del problema del islam de hoy. Entre 650 y 750, el eje de la vida europea se desplazó hacia el norte como consecuencia de la conquista del Mediterráneo por los musulmanes, y ello impuso una retrogradación en el conjunto de la sociedad. A tal punto fue esto así, que a la época de progreso que siguió se la denomina habitualmente Renacimiento —estableciendo una continuidad con lo antiguo, suspendido durante varios siglos—, y a la clase dominante de la modernidad, burguesía, al modo romano. Lo que de represivo suele atribuirse a la Edad Media, corresponde en realidad a la reacción surgida para detener o limitar el Renacimiento: el Santo Oficio es un producto de la Baja Edad Media, cuyas fronteras con la Edad Moderna son imprecisas, y la aplicación del programa ideológico surgido del Concilio de Trento, convocado en 1542 por Paulo III, se llama Contrarreforma. Los objetivos de la Inquisición están más relacionados con la preservación de la fe católica que con la sexualidad del común, y persiguió a judíos, musulmanes y protestantes, antes que a las muy abundantes madres solteras de aquel tiempo. La preocupación de la Iglesia, y de los reyes que pidieron su auxilio y acogieron al Santo Oficio en sus territorios, como es el caso del muy católico monarca Fernando de Aragón, era la unidad ideológica de la cristiandad y de los reinos cristianos, no el control de la intimidad: para éste control, estaban las leyes y las normas de conducta relativas al patrimonio, que, como dijimos oportunamente, es el determinante de las estructuras matrimoniales. En el momento de la expulsión de judíos y musulmanes de España, las mujeres judías habían accedido a unos niveles de realización y de libertad bastante mayor que los de las cristianas, debido en parte a que, por limitaciones impuestas a los oficios, estaban muy alejadas del mundo rural. La ciudad ha dado siempre lugar a progresos en el ámbito privado, que no llegaron al campesinado sino muy tardíamente. No obstante, en el espacio cristiano, las mujeres de la ciudad y de las clases altas tenían un papel nada despreciable: de hecho, en Castilla, la Castilla de la Reconquista y de la Conquista de América, reinaba una mujer. En el ámbito islámico, en cambio, tan elogiado hoy por los defensores de la
memoria de Al Ándalus, todo era peor. No es vano que Osama bin Laden propugne el retorno a esos tiempos desde territorio talibán. La segunda cosa que pretenden comunicar los que sostienen que las mujeres no occidentales están en la Edad Media, es que confían en la evolución y el tiempo para que esas potenciales ciudadanas se liberen. Cosa rigurosamente imposible, puesto que una sociedad progresa, sea en el plano que sea, si y sólo si en su estructura hay elementos flexibles. La historia judeocristiana muestra a las claras que las mujeres y los hombres de las dos grandes religiones monoteístas occidentales fueron modificando sus costumbres y adaptando su credo a una realidad cambiante. Judíos y cristianos participaron, sin dejar de ser lo que eran, de todos los movimientos de progreso de las sociedades en las que profesaban su fe, y también, sin abdicar de su condición religiosa, de los movimientos que se opusieron al progreso. Hay registro de cristianos y de judíos en el Renacimiento y en la Contrarreforma —judíos conversos devenidos paladines de la Iglesia, incluso inquisidores—, en la Ilustración y en el Romanticismo, en el anarquismo, en el socialismo, en el comunismo y en los fascismos —hubo una Ilustración judía, hubo un socialismo y un comunismo judíos que tuvieron su expresión más alta en el Bund, la Liga de los Obreros Judíos, hubo un tardío Romanticismo judío relacionado con los mitos de la «nación» judía y la creación del Estado de Israel, y hubo un proyecto social fascista, de organización corporativa de esa nación, encarnado en Zeev Jabotinsky—. El estalinismo reclamó un abandono explícito del judaísmo y del cristianismo, y aun así, judíos y cristianos le dieron su apoyo porque encontraban en él elementos compatibles con su concepción de la vida. Sólo el nazismo encarnó una idea de la historia y una moral inaceptables para los cristianos, aunque los luteranos alemanes siguieran al Führer hasta la caída de Berlín, con contadas excepciones. Los nazis situaron a los judíos fuera de la historia, e intentaron borrarlos de ella. Algunas sectas cristianas — muchas de ellas con componentes ideológicos etnicistas, como los amish— y un sector minoritario de la judeidad —los que se llaman a sí mismos ortodoxos y lo demuestran vistiendo como polacos del siglo XVIII, con la misma corta noción de lo pasado que los amish— se excluyen de lo histórico, que a pesar de ello sigue llamando a su puerta. El islam no formó parte de ninguno de esos movimientos, salvo como aliado del nazismo, el fascismo italiano y el franquismo. Aliado, no parte. El sentido islámico de la historia y de lo histórico, como bien explica Bernard
Lewis en La crisis del islam [Ediciones B, Madrid, 2003], es muy distinto del occidental: la noción musulmana de la política no parte del manejo de un Estado con diversas religiones, sino al contrario, de una religión dividida en varios Estados. Aunque eso fuera lo que en un principio se había propuesto la Iglesia Católica, la formulación más parecida a ese proyecto fue el Sacro Imperio; pero bien pronto la realidad del Estado, heredado de Roma, se impuso al ideal eclesial. Antes de tratar de las mujeres y los varones en el islam, precisemos lo que, sin proponérselo, consiguen aquellos que han dado en sostener que las sociedades no occidentales están en la Edad Media. Consiguen algo muy alejado del que estiman que es su pensamiento, ligado al multiculturalismo: confirman que, digan lo que digan sobre las diferentes «culturas» — eufemismo para nombrar diferentes políticas—, no tienen más paradigma que el sucesivo, evolutivo y verdadero, es decir que saben, aunque lo nieguen, que la cultura humana es una, no muchas, y que las diferencias entre colectivos nacen de un distinto nivel de progreso. Un progreso no siempre lineal ni conjunto, en el que algunas estructuras desaparecen del mismo modo en que el homo sapiens desapareció para dejar lugar al sapiens sapiens, sin que éste se derivara evolutivamente de aquél, pero siendo ambos estadios de un mismo proceso en el desarrollo de las especies. También logran hacer evidente, al reconocer el atraso relativo de las demás sociedades, el nivel de la nuestra. No es algo que les alegre, porque limita su protesta a propósito de este estado de cosas, y eso les parece grave. El feminismo tiene el mismo problema fundamental que tienen las izquierdas institucionales: todos aquellos objetivos en pos de los cuales iniciaron su andadura en el capitalismo de los siglos XIX y XX, capitalismo preglobal, aunque tendiente desde siempre a la economía-mundo, se han realizado. ¿Qué hacer ahora con el viejo programa? ¿Cómo crear uno nuevo, que tenga sentido? Mientras haya enemigos, las banderas de las izquierdas, aunque maltrechas, seguirán ondeando. No importa cuáles sean esos enemigos: el imperialismo yanqui, Israel, la globalización en sí. Pero el feminismo sólo puede identificar a un único enemigo: el varón. Que no existe. Veamos lo que sucede con los varones islámicos y las mujeres islámicas, que no son pocas y están en disposición de defender los valores —producto de la
estructura—de la sociedad en la que viven. Hemos mencionado la obsesión del feminismo radical vulgar con la cuestión de la familia patriarcal, que es un modelo con varias versiones. En el occidente de los siglos XIX y XX, ya plenamente posfeudal, la familia patriarcal contra la cual había que combatir era la autoritaria y vertical, aquella en la que el padre era un auténtico jefe de familia, en las acepciones militar e industrial del término. Todos, mujeres y varones, acataban la autoridad paterna en una organización orientada predominantemente al incremento del patrimonio. Así estaban organizadas las familias que hicieron fortuna en América, por ejemplo. También las que no hicieron fortuna en ninguna parte, por miles de razones distintas, familias obreras o desclasadas, en las que el fracaso daba un cariz patético a ese jefe que no conducía a ninguna parte, pero donde la estructura se reproducía de todas maneras. Los padres industriales y financieros del capitalismo, los capitanes de industria, con negocios no siempre legales, eran jefes de familias patriarcales. Los Kennedy, los Agnelli, los Rothschild: familias patriarcales en cuyo entramado interior la mujer del jefe solía poseer una autoridad comparable a la del jefe mismo, como en el caso de Rose Fitzgerald, la mujer de Joseph Kennedy, que parió hijos, los envió a la guerra porque no podían estar en segunda fila y los preparó, a todos, para que fueran presidentes. Joseph Kennedy se sentaba a discutir con Meyer Lansky o con Lucky Luciano después de haber establecido con su mujer la política de la reunión. De esas familias, además de grandes hombres, salieron grandes mujeres, políticas, artistas, científicas, que se situaron en la vanguardia del género. Esa estructura familiar patriarcal/matriarcal, en la que los roles estaban definidos con toda precisión, demostró ser un instrumento eficacísimo para la instalación del grupo en la economía general. En las familias con menos suerte, que no pasaron del pequeño comercio o de la empresa de barrio, sirvió al menos para amasar el patrimonio que permitiera a los hijos, la segunda generación, hombres y mujeres, tener estudios universitarios y ejercer una profesión liberal; y para que los nietos y las nietas, la tercera generación, se suicidara históricamente, enfrentándose a su propio origen por muy buenas y elaboradas razones, imitando a Patty Hearst sin contar con el respaldo dinerario con el que
contaba ella. En estamentos sociales aún más modestos, de clase media baja-baja y de clase baja, la familia patriarcal sirvió al menos para elaborar de forma colectiva una política de preservación del honor —pobres pero honrados— que se orientaba hacia los matrimonios ventajosos: la ventaja podía reducirse a que el novio de la hija fuese «bueno y trabajador», es decir, no le pegara, no se emborrachara a menudo y no se fuera de putas con el riesgo de contraer una enfermedad; o a que la novia del hijo fuera «decente», es decir, no le endilgara hijos de cualquier otro, que, por magro que resultara el legado, eran los herederos. La familia patriarcal del Occidente desarrollado es, pues, un dispositivo social para la acumulación de capital, que como todo dispositivo social tiene elementos de represión, pero que no es necesariamente ni por definición un generador de enfermedad. Ha funcionado en todos los sentidos: hacia fuera y hacia dentro. Y su liquidación sin modelos alternativos precisos no le hace bien a nadie. Tal vez no sea posible defender la noción de familia, esa noción de familia, desde la casuística: los personajes de cada historia están llenos de filias y de fobias, y no podemos reprocharle a nadie que culpe de su frigidez, o de su impotencia, o de su irrefrenable tendencia a lamer zapatos, a la Iglesia Católica, al abuelo rabino o al bisabuelo banquero. Pero desde el punto de vista histórico, como factor de progreso mientras existió, sí cabe defenderla. El modelo nos enriqueció a todos, felices e infelices, triunfadores o fracasados, cualquiera sea nuestro género y nuestro deseo. ¿Qué tiene que ver esta familia patriarcal occidental, denostada y rechazada como causa de mal, con la familia patriarcal islámica que incontables feministas están dispuestas a tolerar porque pertenece a «otra cultura»? Absolutamente nada. Así como los nazis aspiraban a un mundo ario y pusieron manos a la obra para librarse de las razas inferiores, y así como los comunistas aspiraban a un Estado obrero igualitario y absoluto, e hicieron cuanto estuvo a su alcance para establecerlo, la única meta de los musulmanes es islamizar el planeta, acabar con los infieles. En el islam no hay propósito de imponerse a la naturaleza, de dominarla y humanizarse en ese dominio —ésa es la tarea del occidental—, sino exclusivamente el de propagar la fe por las buenas o por las malas. La organización social islámica no es funcional para ningún
plan de progreso: sólo se destina a la perpetuación, a la supervivencia y a la oración. No hay lugar para el cambio. Las normas son las mismas que hace mil quinientos años, y permanecerán así para siempre. Las mujeres son animales inferiores, y cuando menstrúan son inmundas, como los perros y los cerdos. Contaminan. Tienen que vivir encerradas, tapadas, veladas, como si no vivieran, como si no existieran. Su función es clara: tienen que hacer todo el trabajo doméstico de puertas adentro y parir hasta la extenuación. Parir hombres, y parir otras mujeres para que éstas a su vez paran hombres. El control de esta barbaridad está en manos del marido, pero el marido no es un marido, sino un musulmán. Él es el eje de su propio universo religioso e ideológico, y el único referente de la mujer, de esa mujer que no puede acudir al cura, al pastor ni al rabino —que en la mayoría de los casos apenas si le dirán alguna sandez con intención de consuelo—, cuando algo pasa por su alma. El imán trata con los hombres, es su director de oración y su ideólogo: los discursos del imán son bastante más atendidos que las homilías y los sermones. Fuera de la mezquita, ese varón que reza cinco veces por día, esté donde esté y sean cuales sean las condiciones, encarna la totalidad del islam. Si el patriarca occidental contaba con el apoyo político de los poderes de la comunidad, en especial del poder del sacerdote, el islámico se apoya a sí mismo: la función clerical está delegada en cada fiel. Y al decir función clerical no pensamos en el consuelo, sino en la liturgia y en el control. ¿De qué se habla, pues, cuando se alude a la familia patriarcal? Está claro que no es posible pensar en una estructura que se reitera, idéntica a sí misma en todo el planeta. Lo inquietante es que todos los varones del mundo estamos implicados en ese constructo. Y no nos parecemos los unos a los otros. El 28 de febrero de 2004, nos enteramos de que una joven turca de 22 años, llamada Guldunya Toren, había sido asesinada en Estambul por sus hermanos, de 20 y 24 años, que se proponían lavar el honor de la familia, mancillado porque ella había tenido un hijo fuera del matrimonio. El día anterior, los dos hermanos varones le habían disparado en la calle, hiriéndola en los muslos y dejándola por muerta. Alguien hizo lo necesario para que la ingresaran en un hospital, y ella había pedido protección
policial y había dicho: «Sé que no quieren que viva, tengo mucho miedo.» Los individuos, que no actuaban por su propia cuenta, sino por decisión y encargo de un consejo de familia —¿patriarcal?—, entraron en el hospital y, burlando a la policía o con la colaboración de la misma, le pegaron dos tiros, esta vez en la cabeza, para no volver a fallar. A Guldunya, que vivía en un pueblo pobre y atrasado de la provincia de Blitis, la había embarazado el marido de su prima. El padre (¿patriarca?) de la muchacha había pedido a este hombre que la tomara como segunda esposa, pero él se había negado, sabiendo que, como consecuencia de su rechazo, la familia se sentiría en la obligación de matarla. Y eso fue lo que ocurrió. Turquía va a entrar en la Unión Europea próximamente. El Estado turco es laico, pero eso no significa nada, porque la mayoría musulmana decide que ese Estado sea ocupado por partidos religiosos. En julio de 2003, forzado por la necesidad de hacer algunas concesiones formales a esa Europa que acogía a su país, el parlamento turco resolvió abolir los privilegios por lo cuales quienes mataban por honor veían reducidas sus penas. No obstante, esos privilegios siguieron vigentes gracias a una cláusula especial, según la cual las penas serían menores para aquellos que asesinaran por honor ante una «fuerte provocación». Una provocación como la de Guldunya, cuyo caso no es único. En Mardin, en el sureste de Turquía, una joven soltera embarazada fue lapidada en junio de 2003, por su propia familia, tradicional hasta en la forma de matar. Por la misma razón, poco después, en Diyarbakir, un muchacho de 16 años asesinó a su hermana de 15. En Pakistán una mujer puede verse acusada de fornicación, que no supone un pecado, sino un delito, tras haber sido violada. En Egipto, una de cada tres mujeres dice haber recibido palizas propinadas por sus maridos; y si lo dice una de cada tres en un país en el que las mujeres hablan más bien poco, es porque le ha sucedido a muchas más. No hay por qué asombrarse. Es otra cultura y se merecen un respeto, dicen los mismos que se preocupan por la forma en que las focas —a las que habría que indultar aunque se coman el bacalao del que dependen los seres humanos— encuentran la muerte en el norte del planeta: a palos. Pero los pescadores noruegos que hacen ese descalabro en defensa de su propia vida y de la de la especie a la
que pertenecemos, no entierran a sus esposas ni a sus hijas hasta el cuello, para matarlas a pedradas en la cabeza. Podría comprenderse que gente apasionadamente interesada por la política, es decir, cabe suponer, interesada por mejorar la vida humana, no se hiciera cargo de tan desgraciadas situaciones si éstas fuesen escasas y remotas. Pero, por una parte, no son escasas, y vienen en el paquete cultural que deben asumir los defensores del mundo musulmán, con un inconveniente muy grave: no se puede culpar de ellas a la colonización ni al imperialismo yanqui —como hacen con el terrorismo— porque se vienen repitiendo desde mucho antes de que los Estados Unidos existieran, y aun de que América fuese descubierta. Por otra parte, no tienen nada de remotas: en la ilustrada Francia —respetuosa con los valores de los inmigrantes hasta el punto de abdicar en su nombre de valores propios, fundacionales, como el laicismo en la instrucción pública— 70.000 muchachas menores de edad son enviadas cada año a los países de origen de sus padres: nominalmente, las mandan a pasar las vacaciones, pero lo que se encuentran al llegar es un matrimonio ya pactado, con un hombre al que jamás han visto. Muchas no regresan: han sido vendidas y pasan el resto de su vida en la casa del marido, en Turquía, Pakistán, Afganistán, India, el Magreb o el África subsahariana. Poquísimas escapan: sólo una minoría de esta minoría sobrevive a la fuga. Otras vuelven con el marido, que entre otras adquisiciones, se hace por ese medio con la nacionalidad francesa. ¿Guardan estos acontecimientos alguna relación con el modelo familiar de la tradición judeocristiana? ¿Es práctica habitual en el Occidente actual la lapidación, el asesinato de honor, la venta de las hijas, el velo, el burka, la prisión, la ablación del clítoris? ¿Lo ha sido alguna vez? En la Grecia más retrógrada y medioriental hubo lapidaciones, y el gran Nikos Kazantzakis, un hombre, y cristiano para más señas, dejó constancia crítica de ello en su novela Alexis el Griego, divulgada por el cine como Zorba el Griego. En el relato fundacional cristiano, Jesús se enfrenta a la costumbre sin oponerse políticamente a ella, apelando a la noción judía de justicia: «Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra.» Con eso, ratifica la exclusión por la ley hebraica de ese tipo de castigo, y lega esa actitud a toda una cultura. El asesinato de honor no fue nunca norma judeocristiana. En la larguísima
época en que el catolicismo ultramontano definió la moral cotidiana europea, las descarriadas rara vez encontraban la muerte por sus pecados: el camino del convento era ya bastante condena, y venía de paso a señalar que las mujeres que vivían fuera de sus muros tenían un cierto grado de libertad. Sólo se conocen en los últimos dos siglos casos aislados en la muy africana y feudal Sicilia. En la Inglaterra victoriana, los médicos pensaban que el orgasmo femenino guardaba relación con la fertilidad, pero estaban dispuestos a ponerle freno si las mujeres se interesaban demasiado por él. Algunos de esos médicos llegaron a practicar clitoridectomías por considerar que los excesos lúbricos eran perjudiciales, no está claro si para la salud o para la moral de sus pacientes. Pero esa práctica no se extendió.
¿Dónde está el problema?
Hay problemas reales y problemas imaginarios. Los problemas reales tienen soluciones reales y soluciones imaginarias. Las soluciones imaginarias de los problemas reales suelen crear más problemas reales de los que había en un principio. No hay soluciones reales para los problemas imaginarios. La desigualdad entre hombres y mujeres, en tanto que ciudadanos, a partir de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, que establecieron los derechos generales de la humanidad, era un problema real. Se le dieron soluciones políticas y jurídicas reales. Hombres y mujeres son hoy, en el Occidente democrático, iguales ante la ley. Perviven algunos problemas reales, fragmentos del gran problema inicial: hay diferencias de salario, discriminación en el empleo y prejuicios. Son problemas políticos, con solución política: desigualdades residuales que subsisten a pesar de que las leyes las refutan explícitamente, porque están relacionadas con criterios de los patronos —varones y mujeres— y con la precariedad misma del empleo en general, precariedad incrementada para todos por la incorporación misma de las mujeres al mercado del trabajo. Las desigualdades objetivas entre los individuos de un género y del otro, que vienen determinadas por la naturaleza, no son problemas reales: son diferencias que hacen a la supervivencia de la especie, y no sólo no deben ser combatidas, sino que deben ser felizmente vividas por todos. Nada hay en esas diferencias que tenga que ser superado, ni que justifique la guerra de géneros. La mezcla, en ocasiones involuntaria, en ocasiones deliberada, de un orden de problemas con el otro, da lugar a una serie de problemas imaginarios realizando la tendencia del siglo XX a convertir cualquier causa, por pequeña que fuera, en el origen de una idea general del mundo. El feminismo debía tener una teoría que, como el marxismo y las diversas doctrinas interpretativas teleológicas, incluidas las doctrinas fascistas, reflejara la continuidad de la injusticia y diera una solución final. De modo que las teóricas del feminismo procedieron en ese sentido, haciendo lo
mismo que los demás: proyectando el presente hacia el pasado para explicar lo que había y lo que no había que hacer en el futuro. Con la colaboración del psicoanálisis vulgar, el conductismo, la antropología en tanto que idea del hombre —no en tanto que ciencia, cosa que no es—, diversas escuelas sociológicas, el marxismo vulgar y otros condimentos, concluyeron que la familia era un foco de enfermedad mental, que eso se debía al papel preponderante de la figura paterna, que en esa estructura patológica la mujer estaba sometida y limitada, y que eso venía siendo así desde siempre. Por lo tanto, la solución final era la liquidación del modelo patriarcal, autoritario y perverso. La coincidencia de fondo entre esa concepción de la realidad y la que imaginaba que el proletariado debía aniquilar el modelo burgués, dio lugar a una identificación entre la causa feminista y las izquierdas. Y así como las izquierdas reales probaron en la práctica su carácter reaccionario, el feminismo fue derivando hacia el puritanismo y el belicismo genderista. La más monstruosa de las consecuencias de esa línea de pensamiento fue y es la idea de que los hombres tienen que cambiar su sexualidad, su naturaleza. La batalla de una proporción importante de las mujeres occidentales no está centrada en la liberación de las mujeres de las sociedades más retrógradas del planeta —salvo intervenciones puntuales, como las campañas contra la lapidación de una u otra mujer en países a los que hay que dar la vuelta como a un calcetín para que recuerden su pertenencia a la humanidad—, sino en la condena cotidiana de los hombres que las acompañan, conviven con ellas, tienen hijos con ellas y las aman a ellas. Con lo que las más importantes pruebas de amor que un hombre puede dar a una mujer resultan ser en su mayoría renuncias a sí mismos. La confusión que lleva a crear, y a emplear como referente vital constante, un modelo de hombre que es culpable de lo que hicieron y hacen todos los hombres de la historia y todos los hombres del presente, no encuentra aclaración alguna en el plano político. Por el contrario, los aparatos políticos organizados de las izquierdas reaccionarias contribuyen a la confusión general, alentando el genderismo como parte de sus programas, estableciendo cuotas de presencia de mujeres en su reparto de cargos y promoviendo barbaridades tales como que hay que feminizar la política —y no como sería de rigor, politizar a las mujeres— y conceptos implícitos en el discurso de la cuota como el de que sólo las mujeres pueden representar a las mujeres. Al mismo tiempo que ponen el acento sobre las desigualdades, reales e imaginarias, entre hombres y mujeres, los políticos se permiten remitir a un segundo plano las desigualdades, reales, entre ciudadanos en
general. Naturalmente, al ser el de la desigualdad —salvo las desigualdades residuales, como he dicho, que perviven al margen de la ley— un problema imaginario, carece de solución real. Tomar del césar lo que es del césar y del médico lo que es del médico. Quienes ocupan el Estado, que no se hace cargo de los trastornos psíquicos de los ciudadanos, como no sea mediante la administración de fármacos en una forma apresurada y peligrosa, prefiere que las cosas sigan así. Que se siga pensando que rémoras históricas insuperables han condenado a los varones a una condición bestial, que se sigan tomando los problemas mentales y comerciales por problemas sociales, que los varones se hagan cargo de los males de todos como cristos con sus cruces. Que se siga afirmando que el tabaco es perjudicial y no se impida su fabricación, que se siga diciendo simultáneamente que los adolescentes deben tener cuidado con las drogas y que los campesinos de determinadas partes del mundo —que son los que menos ganan con el negocio— no pueden cultivar otra cosa que coca o adormidera porque «no es rentable». Un político español que hoy desempeña un cargo de la mayor responsabilidad, se empeñó no hace mucho en resolver el problema de los malos tratos mediante la publicación en la prensa, con bombos y platillos, de los nombres y las fotografías de los maltratadores, una medida ilegal, ilegítima e injusta como la guerra —son él y su partido quienes lo dicen, no yo— de la que se le ha encargado retirar a España, para oprobio de la nación: el hombre se declara católico practicante y tal vez crea que el sambenito, la condena a la vergüenza individual, es un tratamiento eficaz para los relapsos del matrimonio violento. La forma en que los dirigentes políticos occidentales tratan la cuestión de la droga, del tabaco, del alcohol, de la contaminación industrial, de los desastres de las carreteras, del ruido, de los contenidos de la televisión, es un alarde de cinismo: no actúan en ningún caso sobre las causas, y descargan sobre los hombros de los ciudadanos que los votan tanto las consecuencias perversas de todo ese consumo —involuntario, inducido, ilimitado, enfermizo— como las culpas de la oferta. Y lo mismo sucede con los hombres y con las mujeres, con su entidad como individuos y con sus modos de relacionarse.
El problema del género no es del género: es un problema político imaginario, que por lo tanto no tiene otra solución real que su desactivación. Entre tanto, los hombres tendremos que atravesar como podamos este estado de cosas, no porque en ello nos vaya la vida personal —que también —, sino porque en ello la va la vida a la especie. Tendremos que estar muy atentos, aunque sabiendo que el mecanismo en cuyo interior estamos atrapados es considerablemente simple: consiste en tratar de hacernos creer exactamente lo contrario de lo que necesitamos saber. Las Torres Gemelas fueron arrasadas por culpa de los Estados Unidos, y no de Al Qaeda, y mucho menos del islam; el pueblo siempre tiene razón, aunque vote a Hitler; Margaret Thatcher debe ser liberada porque es miembro de un colectivo oprimido en razón de su género; Cuba es el único país realmente democrático de América, tan democrático, tan orgánicamente democrático que ni siquiera necesita partidos, debates y todas esas cosas propias del capitalismo opresor: la lista de obviedades negadas puede ser infinita. Por eso no sirve de nada sostener que hay hombres que no pegan a sus mujeres, que la mayoría se va a la tumba sin haber violado a nadie, que Marc Dutroux encarna los vicios de un sector de la clase dirigente belga pero no representa a los varones en general, que la situación de las mujeres ha mejorado menos que lo que ha empeorado la de los hombres y que seguir empeorando la nuestra no contribuirá a mejorar la de ellas. No sirve de nada, pero hay que insistir, repetirlo y repetírselo como un mantra, no para curarnos de males que ya son crónicos, sino para resistir en espera de que, antes de que la muerte nos gane la partida, aparezca un remedio. Nada se gana con la renuncia a la propia condición. De hecho, es al revés. Las mujeres han ganado bastante defendiendo su condición, y los gays, y una larga serie de grupos, con exclusión de los varones heterosexuales occidentales. Del acento puesto en los intereses de su género, muchas mujeres dedujeron el orgasmo. En la pérdida de fe en su género, en el miedo a su propia sexualidad, hombres sensibles han encontrado la senda hacia la impotencia parcial o total, o hacia la inapetencia erótica.
10. A modo de epílogo
En el momento en que finalizo la redacción de este libro, aparece en internet, en Periodista Digital, la siguiente información:
La provincia de Nangahar, en el sureste de Afganistán, prohibió la actuación de mujeres en programas musicales de televisión. Un funcionario de la provincia, situada en la frontera con Pakistán, dijo que la prohibición también se extiende a presentadoras de noticias y otras informaciones. Las autoridades de Nangahar, donde ya se había prohibido la televisión por cable, consideran que la presentación de mujeres viola los principios islámicos. A comienzos de este año, la decisión de un canal estatal de televisión de transmitir imágenes de archivo de una popular cantante de los años 70 y 80, causó grandes controversias. En ese momento, la Corte Suprema de Justicia se quejó al gobierno por la aparición de la diva. Hasta entonces, ninguna cantante afgana había salido en la televisión nacional desde 1992, cuando fue prohibido por considerarse anti-islámico. Con el ascenso al poder del movimiento talibán, en 1996, las transmisiones de televisión fueron prohibidas en su totalidad. Durante los cinco años que el movimiento radical estuvo en el poder, a las mujeres no se les permitió trabajar y miles de niñas tuvieron que abandonar las escuelas. Sin embargo, desde la caída del talibán, hace más de dos años, las mujeres han estado tratando de ganar espacio en la sociedad afgana y a partir de 2002 algunas han presentado programas informativos en la televisión. A pesar de que la nueva constitución otorga iguales derechos a hombres y mujeres, en diversas provincias los poderosos gobernantes locales han hecho poco por implementarla. La provincia occidental de Herat también ha prohibido la presentación de cantantes femeninas.
Sólo se me ocurre pensar que, al menos en parte, debo de tener la culpa. Por mi obstinada defensa de Occidente o porque esa defensa es un rasgo
retorcido de mi género.
Anexos
Entrevista a Horacio Vázquez-Rial
Por Mariló Hidalgo - Revista Fusion.com
Febrero 2005
El hombre duro es una especie en extinción. Pero, ¿necesitan las mujeres hombres así? ¿Qué imagen tienen ellas de los hombres? ¿Se ha producido un cambio en la sexualidad o en realidad sólo han cambiado los roles? Este escritor argentino, afincado en nuestro país, reflexiona no sólo sobre la caída del hombre duro sino también sobre otros tópicos que han alimentado desde siempre la guerra de sexos. En Hombres solos lanza una serie de cuestiones que sin duda no dejarán impasible al lector. «Estamos atrapados dentro de un mecanismo muy simple: consiste en tratar de hacernos creer exactamente lo contrario de lo que necesitamos saber» y Vázquez-Rial está dispuesto a demostrarlo.
— Desde la primera página del libro parece sonar su voz como una especie de grito desesperado de un hombre dispuesto a romper tópicos. ¿Cómo es Horacio Vázquez-Rial?
Es un hombre dispuesto a romper tópicos, pero sin desesperación. Por el contrario, este libro, y creo que todos los que he escrito, nace de la razón y convoca a ella. Desde luego, el discurso es apasionado, pero apasionadamente racional.
— Comenta que existe una especie de conspiración en los medios para mantener vivos viejos roles que alimentan la guerra de sexos. Dígame, ¿quién ha salido beneficiado de todo este montaje?
Los beneficiarios de la promoción de una ficticia guerra de sexos son numerosos y de oficios diversos, desde la política hasta la banca. Mientras la gente se ocupa de una cosa, no puede ocuparse de otras. En este caso, mientras se discute acerca de los roles en la pareja, no se discute acerca de los roles en la sociedad global, y acaba por tener más culpas el marido que el patrón: mientras se discute el machismo doméstico, no se discuten las diferencias de salario y hasta se acepta la idea de que las mujeres se liberaron con su incorporación al mercado laboral, cuando lo que en realidad ocurrió es que se duplicó la mano de obra y, por lo tanto, se redujo el precio de la mercancía trabajo hasta el punto de que hoy hacen falta dos personas para mantener lo que antes mantenía una sola. Hace años —lo cuento en el libro— Rossana Rossanda le preguntó a una obrera de la Fiat, con menos salario que sus pares varones, de quién se sentía más cerca, si de sus compañeros o de Susana Agnelli, la hija del propietario de la empresa, y la muchacha dijo que, naturalmente, de esta última, mujer, como ella.
— ¿Quién creó el mito del hombre y de la mujer, y cuándo empezó a derrumbarse?
El mito del varón y el mito de la mujer son complementarios y, por tanto, contemporáneos. Aparecen a mediados del siglo XIX, con las primeras batallas del sufragismo, cuando las mujeres reclaman en bloque sus derechos civiles, los que las convertirán en ciudadanas, los que están llamados a superar la discriminación, haciendo de cada una de ellas, una ciudadana. La historia demuestra que eso no fue finalmente así, y que la noción de bloque se mantuvo después de haberse ganado los derechos de ciudadanía, de modo que «el» hombre también quedó confinado en su propia zona de la sociedad y empezó a ser entendido como representación del colectivo «varón» atribuyéndosele así, unos determinados roles y unas
determinadas conductas. El cine y la literatura de la primera mitad del siglo XX dieron lugar a la aparición del «hombre duro», un modelo de conducta que, en realidad, no era sino la expresión práctica de la moral protestante, constructiva, puritana. Con la institucionalización del feminismo ese modelo se derrumba.
— ¿Cómo me definiría la situación actual?
Los hombres que han dejado de ser tipos duros, temen lo que las mujeres puedan reclamar de ellos, porque no están nada seguros de estar en condiciones de darlo ni de entender el idioma de su pareja potencial cuando ésta exponga sus demandas. Las mujeres, porque los varones, que otrora se les acercaban porque ellas eran mujeres, ya no son capaces de precisar, de definir su deseo de ellas. Creo que tenemos miedo los unos de los otros y no sabemos qué esperar del otro.
— Eso que comentaba antes de las identidades colectivas, de las valoraciones en bloque de hombres y mujeres, ¿no es algo que está cambiando?
Acabamos de salir del siglo XX, un siglo donde se desarrollaron para desgracia de la humanidad, las identidades colectivas que se habían definido de alguna manera en el siglo anterior: identidades colectivas nacionales, étnicas, ideológicas, sexuales, de género. Todas ellas con pretensiones totalitarias. Fue un siglo de mitos, de equívocos, de mentiras universales. Ahora están surgiendo individuos que no responden a esos cánones. Son simplemente individuos que se salen de lo establecido y que, además de estar mal considerados por su ostensible peligrosidad social, son un hecho desconcertante y difícil de creer. Pero existen.
— En su libro no quedan en muy buen lugar las «teóricas del feminismo» que
según sus palabras hablan más del pasado que del presente.
No es que queden mal en mi libro, sino que han quedado mal en la vida. El hecho de que las posiciones de algunas feministas radicales coincidan objetivamente con el puritanismo y el fundamentalismo cristiano del ala derecha del Partido Republicano, ha llevado a esas mujeres a legislar en relación con la sexualidad en el sentido más reaccionario que quepa imaginar. De todos modos, no se trata únicamente de las teóricas del feminismo: creo que eso forma parte del naufragio general de las izquierdas, que acaban por coincidir con monseñor Rouco en que «el sexo no es una cuestión privada». Pues sí que lo es, tanto como lo es la religión: yo no puedo defender coherentemente un Estado laico y una educación laica si, a la vez, pretendo intervenir en la administración del cuerpo de los ciudadanos. El cuerpo es asunto tan privado como el alma, y no cabe legislar sobre él, salvo en casos muy particulares como el de la paidofilia, donde hay que intervenir penalmente en defensa de los menores, de los que están en «minoridad», es decir, indefensos, sin posibilidad de decidir. Pero lo que hacemos en ese caso es defender la privacidad y la intimidad del menor como tal, no en beneficio del Estado.
— ¿Existe un sexo débil?
Radicalmente, no. Como no existen sexos opuestos, sino sexualidades complementarias.
— ¿De qué valores debe echar mano un hombre que quiera rebelarse contra los roles establecidos?
Un hombre o una mujer, lo mismo vale para los dos, y haciendo abstracción de su deseo, deben tener un gran coraje y una gran claridad para rebelarse
contra los roles establecidos, en todos los órdenes. Roles entre los cuales se encuentra el de rebelde. El régimen de lo políticamente correcto tiene un espacio asignado a los rebeldes, los rebeldes convenientes, los que hacen de válvula de escape y, a la vez, difunden programa. La rebelión, desde luego, no puede ser únicamente un discurso. Pero es a eso a lo que se la ha reducido. Hace falta coraje para rebelarse y claridad para no llegar a ser un rebelde integrado, un apocalíptico integrado.
— «Un pene es la cosa menos envidiable del mundo». ¿A qué se le ha rendido culto entonces a lo largo de la historia?
Desde luego, no al pene, a menos que se haga una lectura muy sesgada del pasado, como se tiende a hacer, sobre todo, desde los colectivos que lo reescriben constantemente en sus propios términos. Hace poco, en un artículo excelente, Francisco Nieva, con toda la autoridad del caso, denunciaba la obsesión de muchos homosexuales por identificar a los grandes artistas, casi sin excepción, con su propia orientación sexual. La literatura, el arte, la historia, la religión, la producción cultural de cada sociedad en su conjunto, ha venido rindiendo culto desde siempre al pene, a la vagina, al vientre materno, al vínculo amoroso, al bien, a la salud, a la exactitud, a la verdad, a la justicia, a la belleza... Pensar que sólo lo ha hecho con el pene es ridículo desde el punto de vista ideológico y probablemente patológico en el ámbito individual. Menos aún si pensamos la cuestión desde España, país católico y mariano, es decir, de una cultura centrada en el vientre materno, y para colmo de una virgen, materno sin pene.
— ¿Qué ocurriría si, como dice en el libro, en vez de luchar a diario nos amáramos a diario?
La respuesta a esa pregunta la dio la realidad en los años sesenta y setenta. El flower power se dio de bruces con la guerra de Vietnam, con el asesinato
de JFK y, poco después, con su propia vejez. No hay nada que nadie pueda hacer a diario, nadie es constantemente el mismo, constantemente bueno, o malo, o eficaz, o estúpido. Cada uno de nosotros es muchas personas distintas, y algunas luchan y otras aman, y conciliarlas no es fácil.
El seudofeminismo almodovariano
por Horacio Vázquez-Rial
Me encantaría hablar alguna vez de cine. Pero no puedo porque cada vez que voy al cine me encuentro con otra cosa. En este caso, con Almodóvar. Con una película titulada «Volver», en la que una Penélope Cruz pretendidamente disfrazada de Anna Magnani —para que al público no le queden dudas, hay una cita explícita en una tele, tele dentro del cine— canta el tango homónimo en versión seudoflamenca con la ostensible intención de que las cenizas de Gardel —el hombre murió quemado— den unas cuantas vueltas en su tumba.
Confieso que me he visto sorprendido desde el principio, cuando apareció en la pantalla el sello del Ministerio de Cultura, no después del detalle de los productores privados y la consabida frase «con la ayuda de…», sino antes, como anunciando que lo que se va a presenciar es un producto oficial. Y lo es.
Permítanme un apresurado resumen del argumento, para los lectores que no la hayan visto. Penélope Cruz vive con un señor y con la que se supone es hija de ambos. Penélope Cruz ha perdido a sus padres en un incendio. Hasta ahí todo bien. Pero empiezan a ocurrir cosas: el señor que vive con PC intenta violar a la hija que se supone de ambos y la chica, una adolescente, lo repele con un cuchillo y lo mata. Mientras esto ocurre, él le dice que no es su padre. La niña le cuenta lo ocurrido a su mamá, PC, y ésta se ocupa de hacer desaparecer el cadáver: finalmente, el asesinato quedará impune, nadie descubrirá el cuerpo del delito.
Entre tanto, la madre de PC, de la que todo el mundo cree que ha muerto en el incendio con su marido, reaparece en la vida de su hija. No ha muerto, ha quemado vivos a su marido y a la amante de éste y se ha largado. No lo ha hecho como mujer despechada ni para castigar el adulterio, sino porque el padre de PC, su marido, ha abusado de su hija: la niña que acaba de matar a su supuesto padre descubre que es fruto de una violación, para colmo incestuosa, y que es hija de su abuelo y hermana de su madre. Desde luego, pasan muchas cosas más en el proceso, pero lo esencial es lo que acabo de contar.
Hay tres papeles masculinos con letra (brevísima): el padrastro muerto (un hombre que, bien o mal, se ha casado con una mujer embarazada), el propietario de un bar que PC usurpa sin mayores cargos de conciencia y un cliente de ese bar que dice dos frases. Los demás son papeles femeninos. De las tres protagonistas, dos, la hija y la madre reaparecida de PC (Carmen Maura), han matado cada una a un hombre entregado a los abusos deshonestos, que, al parecer, son el deporte favorito de los varones. La tercera, PC, es cómplice activa de su hija y comprende perfectamente a su madre porque el abrasado ha sido su propio padre incestuoso.
Almodóvar, naturalmente, conoce algunos principios elementales de su oficio, pero los elude sin vacilar. Así como no se siente obligado, en su papel de narrador, a respetar el principio de verosimilitud (la historia se sostiene con dificultad y choca con evidentes imposibles), no se siente ligado a la idea de generalización que tan bien explicó en su día Bertolt Brecht: si en una obra (o película) hay un solo personaje judío y es el malvado, la obra es antisemita; si en la obra hay varios personajes judíos y son todos indeseables, la obra es antisemita. De modo que si en la obra hay sólo dos personajes masculinos y son archimalvados, violadores, estupradores e incestuosos, la obra es misándrica e intenta convencer de que todos los hombres (en el film, ése es el universo masculino) son como los que en ella se pintan. Y si en la obra la mayoría de los personajes femeninos son asesinas, sus crímenes quedan impunes y, además, son justificados por el narrador
fundándose en el horror de la condición masculina, la obra es filogínica, falsamente feminista y, nuevamente, misándrica. Pero resulta que eso mismo —y permítaseme atribuir un pensamiento a un colectivo, como licencia sintáctica— es lo que piensa el Gobierno del presidente de la sonrisa, y para eso ha creado una ley de igualdad que finalmente es de desigualdad: los varones son el depósito de lo peor, y todo lo peor se expresa siempre como violencia; las mujeres son la expresión de todo lo opuesto (y mejor), y son siempre víctimas de los varones. Hay quienes, atosigados por los telediarios y la prensa basura, que cada día dedican al tema una porción de palabras, dan por buena esta teoría, y si alguien dice lo contrario lo rebaten con un argumento ad hominem, tildándole de machista aunque ese alguien sea mujer.
Fundándose en tan peregrina concepción del mundo, de los sexos y de los géneros, el Gobierno ha conseguido abolir de hecho en la legislación española la noción de ciudadano, instaurando dos categorías, los ciudadanos y las ciudadanas, con diferentes derechos y deberes. Dado que tal cosa es tan insostenible como manifiesta, y pueden quedar almas cándidas capaces de discutirla, hay que dotarla de forma cultural y social, generando un arte que la cuele en las cabezas de la plebe, que para eso están Carmen Calvo y los numerosos almodóvares dispuestos a colaborar con ella en labores de agit-prop. Nada de esto es nuevo, pero pocas veces el resultado ha sido tan penoso como en «Volver», donde cada vez que un hombre muere en forma violenta, una mujer se libera. Sin cargos de conciencia.
Tenemos los datos objetivos: hay muchas muertes de mujeres a manos de varones, más que de varones a manos de mujeres. Eso es lo único cierto, y no hay por qué traducirlo en: 1) las mujeres tienen un derecho de venganza e impunidad del que no tienen por qué gozar los varones (o: los negros tienen un derecho de venganza e impunidad del que no tienen por qué gozar los blancos); 2) una legislación diferencial que, por un mismo crimen, castigue muchísimo menos a la mujeres que a sus conciudadanos varones; 3) la idea de que todos los varones son malvados violadores estupradores incestuosos y, en cambio, ninguna mujer es nada de eso. Chesterton decía
que un error es una verdad que ha perdido la razón.
Lo de «Volver» es un alegato a favor de las tres falsas conclusiones que enumero en el párrafo precedente a partir de la constatación de que hay más hombres que matan mujeres que al revés. Al menos, mediante la acción violenta. La tragedia de la historia de Almodóvar, no obstante, no es que esos hombres de los que él se vale para explicar la maldad del colectivo masculino no existan (existen, pero son minoría), sino que esas mujeres que matan y celebran no existen en absoluto, ni como mujeres ni como seres humanos, porque no existe persona que mate sin inmutarse, sin trauma ni limitación, a menos que se trate de un sociópata peligroso que rara vez queda impune.
Y lo curioso es que hay críticos que se extasían escribiendo hiperbólicos elogios del conocimiento del alma femenina que posee el director manchego. Si el alma femenina es la de estos personajes, hay que pensar en deshacerse de algunos libros de García Lorca, de Chejov, de Ibsen o de Lawrence Durrell, en los que la creíamos reflejada. Y no digamos nada del alma masculina. Al final, sólo nos quedará el paradigma moral de Aníbal Lecter.
Libertad Digital - 21 de abril de 2006
Sexualidades
por Horacio Vázquez-Rial
He llegado a una conclusión yendo de lo general a lo particular. Lo general es que no hubo ninguna revolución que representara progreso en todo el siglo XX. Rusia, China, Cuba, Vietnam, los países de África…: todos terminaron por retroceder. Lo particular es que no hubo ninguna revolución sexual heterosexual en el siglo XX, aunque yo mismo haya empleado la expresión más de una vez para explicar algo que sucedió entre los años cincuenta y ochenta de la pasada centuria.
Lo que hubo entonces fue una revolución sanitaria que trajo aparejada una mayor libertad en los usos sexuales aceptados. Por una parte, los antibióticos echaron al olvido los viejos fantasmas de la sífilis y la gonorrea, no porque las erradicaran al principio, sino porque las hicieron fácilmente curables, con un par de inyecciones, en dos días. Por otra parte, los anticonceptivos aparecieron para alejar otro fantasma: el de los embarazos no deseados. Se empezó a vivir aquella célebre experiencia de las relaciones sexuales prematrimoniales, y unos pocos se permitieron alguna época de promiscuidad. En los ochenta hizo acto de presencia el SIDA y la fiesta se acabó.
Hay mucha gente, periodistas en especial, a la que le encanta descubrir revoluciones en todas partes, incluidos los países árabes hasta hace cuatro días, cuando todo empeoró pero a ellos les pareció primavera. Los mismos que crearon lo de la revolución sexual inventaron la cultura de la pobreza, fórmula útil para barrer bajo la alfombra de la antropología la miseria terrible y real de los barrios marginales de todo el planeta. Pero la
humanidad no pertenece a la cultura de la pobreza, sólo es pobre, a secas. Y no hace revoluciones con mucha facilidad, tiende a ser más bien conservadora; en los sesenta y los setenta se tomaba en serio lo de las relaciones prematrimoniales, y una vez consumadas éstas iba y se casaba.
Pero aquella revolución sanitaria hizo mella en algunas costumbres, sobre todo porque iba en pareja con el feminismo. La incorporación de la mujer al mercado de trabajo, que no fue una conquista social sino una necesidad de abaratamiento de la mano de obra en los siglos XVIII y XIX, al hilo de la maquinización, fue gestando el aparato ideológico feminista, que convertiría a la larga el derecho a la igualdad en derecho a la diferencia. Lo que también tuvo consecuencias, poderosas e inmediatas, en los mundos homosexuales. A la demanda de libertad individual y derechos de identidad promovida por el feminismo vino a sumarse el hecho de que el colectivo gay fuese el más golpeado por el SIDA.
. Entonces hasta Rock Hudson salió del armario. Y ahora hemos venido a saber que hasta Gandhi tuvo un novio culturista.
Sin embargo, no hay nada menos revolucionario que la revolución rosa: en cuanto existió la posibilidad (aun relativa) de manifestarse gay sin resultar necesariamente apaleado por los machos (aparentes) del barrio, se inició la demanda legal de que personas del mismo sexo pudieran casarse. Nadie quería libertinaje loco, orgías generalizadas ni juergas en plan Sodoma: lo que querían era casarse y ser felices, como cualquiera. Y lo mismo ha sucedido con las lesbianas, que siempre fueron mucho más formales que los muchachos. (De paso, esto debería haber bastado para acabar de una buena vez por todas con el mito de que la homosexualidad es de izquierdas, cosa que hoy por hoy sólo sostiene públicamente Zerolo porque es el mulo de carga de su chiringuito).
Tengo sesenta y cuatro años. Podría hasta permitirme decir sin temor a ser
rebatido que lo he visto cambiar todo en materia de costumbres, buenas y malas, sexuales e híbridas. Pero anoche, casi participando —sólo lo justo para provocar— en una charla de jóvenes de entre 30 y 40 años, dos chicas y un chico, cultos todos ellos, me di cuenta de que en realidad nada había cambiado. No he visto cambiar nada: he visto moverse lo que había, ocupar un lugar distinto a cada uno, alteración de sitio, que no de rol. Nosotros, los de antes, sí que somos los mismos, con los mismos prejuicios, los mismos miedos en las relaciones, la misma falta de experiencia, las mismas desconfianzas entre sexos.
Varones y hembras seguimos separados, hablando idiomas distintos, sin hacer el menor esfuerzo por comprender la compleja primitividad del otro. Hay conversaciones de hombre y conversaciones de mujeres. Las mujeres son más finas y sensibles y hablan de sus cosas como las amigas de Sarah Jessica Parker. Los varones ibéricos siguen empeñados en no mostrar debilidades ante sus pares, de modo que continúan reacios a destapar ni la sombra de una intimidad: una lágrima puede ser leída como una mariconada, y eso sí que no.
Está casi todo más o menos igual que antes de la penicilina, sólo que un poco más a la vista. Tampoco mucho.
Libertad Digital - 12 de julio de 2011
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