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Historias de raza y nación en América latina
Historias de raza y nación en América latina
Claudia Leal Carl Henrik Langebaek (Compiladores)
Universidad de los Andes Departamentos de Antropología e Historia Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales (ceso)
Historias de raza y nación en América Latina / Claudia Leal, Carl Langebaek. -- Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Antropología, Departamento de Historia, CESO, Ediciones Uniandes, 2010. 422 pp. ; 17 x 24 cm. ISBN 978-958-695-435-8 1. Identidad cultural -- Historia -- América Latina 2. Etnohistoria -- América Latina 3. Grupos étnicos -- Historia -- América Latina 4. Indígenas de América Latina -- Historia 5. Negros -- Historia -- América Latina I. Leal, Claudia II. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Ciencias Sociales. Departamento de Antropología, Departamento de Historia III. Universidad de los Andes (Colombia). CESO IV. Tít. CDD. 980.03
SBUA
Primera edición: octubre de 2010 © Claudia Leal, Carl Langebaek © Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Antropología, Departamento de Historia, Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales (CESO) Ediciones Uniandes Carrera 1 núm. 19-27, edificio AU 6, piso 2 Bogotá, D. C., Colombia Teléfonos: 3394949-3394999, ext. 2133 http://ediciones.uniandes.edu.co [email protected] ISBN: 978 -958 -695-435-8 Diseño e ilustración de cubierta: AZ Estudio (azetaestudio.com ) y .Puntoaparte editores. Corrección de estilo, diseño y diagramación: .Puntoaparte editores Impresión: Nomos Impresores Diagonal 18 Bis núm. 41-17 Teléfono: 208 65 00 Bogotá, D. C., Colombia Impreso en Colombia – Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Contenido Introducción Ideas raciales e historias de grupos racializados Claudia Leal - Carl H. Langebaek
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I. Ideas de raza ‘Raza’. Variables históricas 31 Max S. Hering Un mito republicano de armonía racial. Raza y patriotismo en Colombia (1810-1812) 63 Marixa Lasso II. Grupos indígenas Pertenecer a la gran familia granadina. Lucha partidista y construcción de identidad indígena y política en el Cauca, Colombia (1849-1890) James Sanders
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Entre la guerra de castas y la ladinización. La imagen del indígena en la Centroamérica liberal (1870-1944) David Díaz
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Civilización y barbarie. El indio en la literatura criolla en Colombia y Venezuela después de la Independencia Carl H. Langebaek
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III. Grupos negros Raza, género y espacio. Las mujeres negras y mulatas en La Habana durante la década de 1830 Luz Mena
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Recordando África al inventar a Uruguay. Sociedades de negros en el carnaval de Montevideo (1865-1930) George Reid
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Imágenes del “negro” y nociones de raza en Colombia a principios del siglo xx Eduardo Restrepo Purificar la nación. Eugenesia, higiene y renovación moral-racial de la periferia del caribe colombiano (1900-1930) Jason McGraw
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Recordando a Saturio. Memorias del racismo en el Chocó, Colombia Claudia Leal
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Estudios recientes sobre raza e independencia en el caribe colombiano (1750-1835) Steinar Sæther
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Índice onomástico Índice toponímico
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Introducción Ideas raciales e historias de grupos racializados Claudia Leal Carl H. Langebaek
El tema de raza en América Latina ha tomado fuerza en los últimos años. Se trata de reconocer que las clasificaciones raciales han moldeado la forma de ordenar las sociedades de la región, de percibir a sus miembros y de entender cómo lo han hecho. El asunto no había recibido la atención que merece por varias razones. La evidente importancia de las divisiones de clase en la región hizo que esta categoría tomara preeminencia en las décadas de 1960 y 1970, cuando las ciencias sociales adquirieron mucha fuerza académica. Además, la idea muy arraigada de que las relaciones entre diferentes grupos raciales es armónica hacía ver el tema como insignificante. Por otra parte, el convencimiento al que se llegó en la segunda mitad del siglo xx de que las supuestas razas no corresponden a realidades objetivas (aunque las clasificaciones raciales sean muy reales), hacía su estudio, primero poco válido y luego indeseable, pues podía tener el efecto de reforzar categorías que enfatizan desigualdades. Pero el nuevo peso académico de las perspectivas culturales, sumado a la atención internacional que el tema ha recibido como en el caso de la Conferencia Mundial contra el Racismo, celebrada en Durban en 2001, y la tradición de la influyente academia estadounidense, le han dado un nuevo vuelo a la preocupación por comprender cómo el concepto ‘raza’ ayuda a comprender el pasado y presente latinoamericanos. Este libro, que contribuye al tema desde una perspectiva histórica, es producto de dos dosieres sobre el tema de raza y nación publicados en los
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números 26 y 27 de la Revista de Estudios Sociales en 2007. Entre los dieciocho artículos que componen los dosier, escogimos diez de aquellos que abordan el tema desde la historia. Entre éstos, tres son traducciones de artículos previamente publicados en inglés. Todos los textos fueron revisados nuevamente para esta edición. Hay uno adicional, el de Steinar Sæther, que pasó por la revisión de dos pares evaluadores, como en su momento fueron los demás. Dado el carácter histórico del libro, la mayoría de sus autores son historiadores. Sin embargo, hay también dos geógrafas y dos antropólogos. Esta variedad revela el carácter interdisciplinario del tema y también denota algunas diferencias en el modo de estudiarlo. En los artículos de los dos antropólogos, por ejemplo, se advierte una particularidad metodológica: prefieren analizar textos publicados, mientras que los historiadores continúan fascinados con los secretos que develan los archivos. Vale la pena mencionar también que, con excepción de apenas dos, los autores fueron formados en la academia estadounidense, lo que trae a la mente el debate, que de hecho Sæther plantea en su texto, de si el tema de este libro responde principalmente al traspaso de unos problemas de Estados Unidos y el Caribe a América Latina. Ojalá que las páginas que siguen convenzan a los lectores de que hay buenas razones para pensar en estos temas en nuestra región. De hecho, aunque la formación de estos investigadores ha sido sobre todo en universidades estadounidenses, la mitad trabaja en universidades de América Latina y dos son latinoamericanas que trabajan en Estados Unidos. La gran mayoría de los artículos de este libro se centra en la segunda mitad del siglo xix y la primera mitad del xx, lo cual no es coincidencia, pues durante este periodo, ‘raza’ fue una categoría fundamental para el análisis social. Por otra parte, el origen del libro en los dosieres publicados en res hace que Colombia predomine entre los lugares estudiados en los artículos. Sin embargo, la mitad de los textos trata sobre Centroamérica, Venezuela, Uruguay y Cuba. El diálogo, entre estudiosos del tema de raza y nación concentrados en diferentes partes de América Latina, es necesario, y este libro es un aporte en ese sentido. Más aún porque incluye un par de estudios comparativos entre naciones de la región dentro de un panorama dominado por investigaciones nacionales aisladas. Las contribuciones de este libro se concentran en tres campos: el concepto de ‘raza’, las ideas sobre raza y la historia de grupos subalternos racializados.
Introducción
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Esta introducción presenta los artículos al tiempo que sugiere algunos temas de debate. El libro comienza con un artículo de Max Hering sobre la profundidad histórica del concepto ‘raza’, que nos lleva a preguntarnos sobre qué es particular del racismo y de raza como categoría de clasificación del otro. Hering explica cinco formas diferentes de racismos y de usos del concepto raza que han existido desde el siglo xvi. El primero es la idea de “limpieza de sangre”, presente en España en los siglos xvi y xvii, que generó medidas para impedir el acceso de los judeoconversos a instituciones del poder y el saber. Dentro de este contexto, el término raza significaba tener un defecto (judío o musulmán) en la ascendencia. La raza entonces estaba asociada con linaje, o mejor, con mal linaje, es decir, con la herencia de un carácter deshonesto y corrupto que permanecía a pesar de que varias generaciones hubieran sido bautizadas dentro del cristianismo. En ese mismo período existía en Francia una noción diferente de raza, que sin embargo también estaba asociada al linaje: se refería a que la nobleza heredaba su estado superior. Así, era una forma para legitimar la posición de la nobleza como algo natural frente al resto de la población. En ambos casos se trataba de formas de exclusión asociadas a la idea de linaje, pero que cumplían la función de excluir a grupos diferentes. El tercer caso examinado por Hering se refiere al comienzo de raza con su significado contemporáneo: “Criterio seudocientífico para clasificar a los seres humanos en diferentes grupos a través de características fenotípicas”. Para ello muestra cómo en el siglo xviii Linneo clasificó a toda la humanidad en cuatro o cinco grupos de acuerdo con su fisonomía, carácter, tradiciones y origen geográfico. Aunque el vínculo entre espíritu y apariencia física tenía una larga tradición, el intento de relacionar el simbolismo de los colores (por ejemplo, blanco con bello y bueno) con categorías raciales en términos científicos era novedoso. Luego Hering se centra en el pensamiento de Kant para examinar como cuarto caso la ambivalencia de justificar la desigualdad dentro del discurso igualitario de la Ilustración. El concepto de ‘raza’ le permitía a Kant distinguir grupos con características hereditarias desiguales dentro de una misma especie. Según este filósofo había cuatro razas, a las que ordenaba de forma jerárquica, y sólo a la blanca, que estaba en el ápice, le reconocía los principios de igualdad que tomaron fuerza en su época. De esta forma contribuía a excluir a los no europeos y a justificar el colonialismo.
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En el siglo xix, explica Hering, se desarrollaron nuevas formas de racismo científico, como el poligenismo, según el cual cada raza tiene su propio origen, y la craneometría, que busca explicar por medio de un método empírico —mediciones del cráneo— las diferencias intelectuales entre las razas. Hering termina su artículo afirmando que el racismo “postula que una raza es biológicamente superior a las demás y que esta condición es heredable”, y por biológico entiende la idea de que la diferencia se hereda y está asociada a imaginarios del cuerpo. El concepto ‘raza’, nos dice, se ha tejido en diferentes momentos de la historia dentro de distintos criterios de verdad y de moral, pero siempre ha servido para justificar la desigualdad y la exclusión. Hering muestra claramente que por lo menos desde el siglo xvi ‘raza’ aparece como una palabra que, entendida de diferentes maneras, ha contribuido a excluir a ciertos grupos sobre la base de la concepción negativa de ciertos rasgos que se supone los caracterizan y que pasan de generación en generación. Pero este autor también muestra que hay un quiebre importante en el siglo xviii, cuando la palabra raza adquiere un aura científica y pasa a concebirse dentro de un sistema de clasificación universal que abarca a todos los seres humanos. Hering, que es muy claro en mostrar las diferencias en los contextos y en el uso del término, concluye que todos los casos que estudia tienen en común la idea de desigualdad basada en diferencias que se supone se heredan y están relacionadas con el cuerpo. Es decir, Hering establece una continuidad en el concepto de por lo menos cuatro siglos. ¿No será que el quiebre que el mismo Hering reconoce amerita hablar de conceptos diferentes antes y después del siglo xviii? ¿No convendría mejor hablar de racismo como un fenómeno contemporáneo al tiempo que se reconocen sus raíces históricas en la noción de linaje? Al centrarse en el pensamiento europeo y estadounidense, el estimulante artículo de Hering deja la duda sobre cómo encaja allí el pensamiento latinoamericano. Es decir, nos permite pasar de una pregunta más general sobre el concepto de ‘raza’ al segundo gran campo en el que este libro hace un aporte: las ideas sobre raza en América Latina. Al respecto hay contribuciones en al menos cuatro campos interrelacionados: el mito de armonía racial, las ideas sobre indios por un lado y negros por el otro (es decir, la construcción de categorías raciales), y entremezclado entre los anteriores dos temas, la valoración
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del mestizaje. El artículo de Marixa Lasso hace una original contribución en relación al primero: se ubica en el punto de inflexión que marcó la independencia y presenta una propuesta sobre el surgimiento del llamado mito de la armonía racial, una de las ideas más características del pensamiento racial latinoamericano. Lasso encuentra el origen de dicho mito en los debates de las Cortes de Cádiz (1810-1812), en los que la igualdad racial se volvió central para el patriotismo hispanoamericano. La creación de un nuevo orden político implicó una revolución que abarcó la forma de concebir y clasificar a las personas. Las Cortes, organismo encargado de redactar la nueva constitución para la monarquía después del apresamiento de Fernando VII, fue un espacio privilegiado donde este cambio comenzó a ocurrir. Los representantes de los territorios americanos (que dejaban de ser considerados colonias) defendieron la idea de que todos los hombres debían ser sometidos a los mismos requisitos constitucionales para ser ciudadanos. Los españoles, por el contrario, se opusieron a la ciudadanía de los pardos (término con el que se designaba a aquellas personas con ancestro africano), es decir, negaron la igualdad racial absoluta que garantizaría una mayor representación americana en el parlamento. El primer borrador de la constitución incluyó a los pardos como miembros de la nación española, pero les negó la ciudadanía al establecer que sólo aquellas personas que pudieran probar que sus orígenes estaban exclusivamente en España y América podrían ser representadas. Dicho borrador también establecía que excepcionalmente las personas con ancestro africano que pudieran probar mérito y virtud podrían ser consideradas ciudadanos. Los diputados españoles justificaron esta propuesta aduciendo una supuesta inferioridad que resultaba del origen africano y la falta de educación. Además, atacaron la heterogeneidad racial de América como problemática para la unidad nacional y recalcaron la vergüenza que los americanos sentían cuando en sus venas corría sangre africana. Los americanos en Cádiz se unieron a favor de los derechos de los pardos de ser representados, aunque algunos sólo aceptaron su derecho a elegir (y no a ser elegidos). Para argumentar su posición construyeron una imagen de la diversidad racial americana acorde con el ideal de nación, según el cual los ciudadanos deben compartir ideales y valores comunes. Enfatizaron la armonía como una realidad evidente, ente otras cosas, en la
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mezcla racial (con lo que dieron un nuevo significado al mestizaje). Afirmaron que la vergüenza racial era producto de las leyes excluyentes y que, por tanto, negar la ciudadanía a los pardos sólo perpetuaría el problema. También resaltaron las contribuciones de este grupo a la nación. Mientras tanto, en América se establecieron juntas en nombre del pueblo soberano, pero sin claridad sobre quién tenía derecho a participar en las decisiones políticas. En el caso de Cartagena, el apoyo de los pardos fue crucial para el triunfo de los patriotas contra los realistas. La alianza entre criollos y pardos se formalizó, antes de que se tomaran decisiones en Cádiz, mediante la definición de una ciudadanía que no estaba mediada por cuestiones raciales. Esta alianza también fue reconocida en las narraciones patriotas del período, que exaltaron la unidad social y racial. Así, cuando las Cortes se negaron a dar la ciudadanía a los pardos, Cartagena declaró su independencia. El nuevo discurso republicano asoció las jerarquías raciales al despotismo español y la igualdad republicana a la necesaria unidad nacional. Estas nociones, nos dice Lasso, fueron producto de los debates de Cádiz que se siguieron en América con gran interés, tanto por los blancos como por los pardos. Este discurso, además, liberaba a los criollos de cualquier responsabilidad de las condiciones raciales contemporáneas, uniendo a blancos y a negros como víctimas iguales de la tiranía española. En 1821, la constitución de la Gran Colombia adoptó, sin necesidad de discusión, la igualdad legal de blancos y negros. El texto de Lasso se centra en las Cortes de Cádiz y en Cartagena, pero el mito de armonía racial tiene arraigo en muchas otras partes de América Latina y toma fuerza sobre todo después de la década de 1920, es decir, más de un siglo después del periodo examinado por esta autora. Habría que ver cómo lo sucedido en Cádiz afectó los incipientes imaginarios nacionales en otras partes del continente. Y también habría que seguirle la pista con más cuidado al desarrollo de esa idea durante los cien años que siguieron. Los trabajos sobre ideas raciales del siglo xix y principios del xx enfatizan la búsqueda del blanqueamiento y las afirmaciones de superioridad racial. ¿Qué pasó con las ideas de armonía en ese largo intermedio? Por otra parte, hay investigaciones que muestran cómo este discurso de armonía racial se afianzó al anclarse en manifestaciones culturales como la música, el baile y la comida en países como México, Cuba y Brasil. Hay otros que hacen referencia a textos que cimientan
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dicho discurso, tales como Casa Grande y Senzala y La Raza Cósmica. Pero hace falta una historia que hile estos periodos y diferentes regiones para dar una mirada más general a uno de los problemas más fascinantes del pensamiento racial de América Latina. Los artículos de Langebaek, Díaz, Restrepo y McGraw se concentran en el segundo tema relacionado con la historia del pensamiento racial latinoamericano: las ideas sobre negros e indios en la segunda mitad del siglo xix y principios del xx. Siguiendo las corrientes historiográficas en boga, los cuatro estudios hacen énfasis en el discurso sobre estos grupos más que en reconstruir sus realidades pasadas. Los primeros dos tratan sobre los indígenas, mientras los segundos se centran en las poblaciones afrodescendientes. El artículo de Carl H. Langebaek busca desentrañar la imagen del indígena en las novelas históricas de Colombia y Venezuela escritas entre 1829 y 1879. Estas novelas se inscriben dentro del romanticismo, movimiento antimoderno que entre otras cosas se caracterizó por la búsqueda de una historia propia en el pasado remoto. Así, las novelas ayudaron a forjar una imagen de ese pasado que le daba sentido a las nuevas naciones. Las novelas, por lo tanto, se refieren al pasado y en general lo ubican en el periodo de la Conquista. Ello les permite a los autores de las novelas insinuar una ruptura con el mundo indígena, identificado como un pasado perdido que inspira nostalgia. Langebaek encuentra una diferenciación entre aquellos indígenas considerados civilizados o semicivilizados y los llamados indios bárbaros. Esta diferenciación rompió con la forma unificada como durante la independencia los patriotas se refirieron a los indígenas al interpretar las guerras como una revancha de todos los indígenas derrotados en el siglo xvi. Por otra parte, el autor muestra que en el caso colombiano hay referencias tanto a indígenas civilizados como a salvajes, lo que marca una continuación con una tradición colonial de valorar a los muiscas de manera positiva, mientras que en Venezuela ningún grupo había merecido ese tratamiento. Aunque podría pensarse que los civilizados son sólo los muiscas del altiplano, dos de las cuatro novelas que se refieren a indígenas civilizados tienen lugar en el Caribe, una de ellas en las Antillas. Langebaek también nota cómo la diferencia en cuanto al nivel de civilización tiene una correspondencia en el modo como se representa el medio natural en el que viven los grupos a los que se hace referencia. Por una parte, aparecen
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paisajes hermosos y amables, y por otra sombríos y hostiles (con una excepción que se refiere más bien a un paraíso habitado por una sociedad dulce e ingenua). David Díaz también realiza un estudio comparativo sobre la forma en que los indígenas fueron concebidos, pero su principal fuente ya no es la literatura. Su periodo arranca donde el de Langebaek termina. Díaz presenta un panorama amplio sobre el lugar de los indígenas en los discursos de construcción nacional en cinco repúblicas centroamericanas durante el periodo liberal de 1870 a 1944. Para ello revisa la literatura disponible sobre el tema, lo que lo lleva a distinguir tres modelos. El primero es el de Costa Rica, país cuya población indígena a principios del siglo xx no alcanzaba el 1%. Allí se creó un imaginario de una nación blanca, racialmente homogénea, sin espacio para los indígenas. Éstos fueron considerados extintos desde la temprana colonia y borrados, de esta forma, tanto del presente como del pasado. Así, los pocos indígenas que había no fueron considerados parte de la nación. Es más, la idea misma de la nación blanca implicó eliminarlos incluso como componente de una posible mezcla. El segundo modelo lo representan Nicaragua, Honduras y El Salvador, países con una proporción de población indígena minoritaria pero importante (entre el 20 y el 25% para Nicaragua en 1920 y de alrededor del 20% para El Salvador en 1930). Allí se construyó un discurso de nación mestiza (ladina en el caso hondureño) que incorporaba a los indígenas, pero sólo como elementos que contribuían a la mezcla. La costa Caribe de Honduras y Nicaragua, conocida como la Mosquitia y habitada principalmente por población indígena, fue incorporada en ambos países durante la segunda mitad del siglo xix. Los indígenas de esta región fueron concebidos como bárbaros y atrasados, obstáculos que debían superarse en el proceso de integración de dicha costa a estos dos países. Por otra parte, en Honduras y en El Salvador hubo un intento por resaltar el pasado prehispánico indígena como forma de fortalecer la identidad nacional mestiza. En el primer caso se hizo por medio de la figura de Atlacatl, y en el segundo, a través de la de Lempira y de las ruinas mayas de Copán. El tercer modelo lo representa Guatemala, donde los indígenas conformaban más de la mitad de la población nacional. Allí se dio una tensión muy grande entre un discurso de integración y una política que efectivamente separó a indígenas de ladinos y les negó a los primeros plenos derechos ciudadanos. Los tres modelos denotan un fuerte rechazo a los indígenas que conformaban parte de
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esas naciones, así como la posibilidad de incluirlos mediante dos estrategias. La primera, como la base de un pasado nacional prehispánico y glorioso que se hallaba separado en el tiempo del presente por más de trescientos cincuenta años. Además de haber sido utilizada sólo en dos de las cinco naciones en cuestión, esta estrategia tuvo limitaciones en su difusión. La segunda fue la idea de la nación mestiza o ladina, que en general permitía la incorporación por medio de la asimilación, y de esta manera justificó políticas contra la integridad cultural (y territorial) de estas comunidades. El discurso del líder nicaragüense Augusto César Sandino muestra otra posibilidad: la de resaltar el ingrediente indígena de la mezcla, más que borrarlo. Otro elemento que rescata este artículo es el lugar de las poblaciones afrodescendientes en estos discursos. La idea de la nación blanca de las élites costarricenses sirvió para borrar del mapa a estas poblaciones, del mismo modo que lo hizo la idea de la nación mestiza (entendida como el resultado de la mezcla entre indígenas y europeos) que tomó fuerza en Nicaragua. Las imágenes de la población negra, marginales en el trabajo de Díaz, son el eje del artículo de Eduardo Restrepo, quien examina el debate público sobre la degeneración de la raza en Colombia que tuvo lugar en 1920 en Bogotá y que contó con la participación de importantes figuras de la medicina y la política del país, tales como Miguel Jiménez López, Jorge Bejarano y Luis López de Mesa. Restrepo indaga sobre las imágenes del negro, las ideas sobre el mestizaje y el concepto de ‘raza’ que manejaban los participantes en este debate. Con respecto al primer punto, Restrepo encuentra que hay más bien pocas referencias a la raza negra, pero muy dicientes y consistentes entre los diferentes autores. Tal vez la imagen más persistente es la que asocia a este grupo con las zonas bajas y cálidas y enfatiza que los negros eran cada día más preponde‑ rantes allí. Para estos señores, la raza negra era y continuaría siendo importante en Colombia, así fuera en la forma de mulato, por su resistencia a las condiciones de los valles y las costas, consideradas nocivas para otras razas. Valorados como fuertes físicamente, los negros eran vistos como inferiores en términos morales e intelectuales, lo que para los autores se reflejaba en parte en la supuesta infantilidad que los caracterizaba. Al referirse a los negros de esta manera se les ubicaba cerca de la naturaleza y “en un lugar contrapuesto a la civilización, a la madurez y al progreso”.
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Por el contrario de lo que sucede con las imágenes del negro, las posiciones de los autores frente al mestizaje no concuerdan. En el peor de los casos, los mestizos son vistos como seres inferiores a ambas razas madres (cualesquiera que ellas sean) y como causa de desorden político. Una posición más optimista considera el cruzamiento entre blancos y negros o indios como una forma de mejorar las razas inferiores que abundan en el país. En otras palabras, el mestizaje sería la tabla de salvación para Colombia. Sin embargo, el mestizaje entre razas consideradas inferiores siempre es visto como una fatalidad. En el caso más favorable, el mestizaje (de manera genérica y sin considerar la participación de ninguna raza en particular) es visto como la base de la democracia. Estas diferencias, señala Restrepo, marcan el contraste entre tendencias conservadoras y liberales-demócratas. Restrepo es el otro autor de esta compilación, además de Hering, que presenta una reflexión sobre el concepto mismo de ‘raza’. Al respecto señala que la palabra tiene muchos sinónimos, como sangre y pueblo, y que todos los autores reconocen la existencia de muchas razas en el territorio colombiano, aunque a veces hablen de la raza en singular. Todos establecen una relación entre raza y entorno. Aunque mientras para unos la raza es determinada por el medio, para otros la relación es menos determinista y consideran que las razas se adaptan al medio al tiempo que lo transforman. Para todos, la raza implica unos rasgos somáticos observables, como el color de la piel, pero también unas características morales o intelectuales, así como en muchos casos la existencia de un alma y una relación con la cultura (entendida de diversas formas). Es decir, ‘raza’ va más allá de lo biológico. Restrepo también menciona que los autores aceptan la visión lamarckiana de la herencia y resalta la crítica que uno de los autores le hace al concepto. Según el higienista Jorge Bejarano, las razas no se corresponden con demarcaciones en la naturaleza (y menos entre más avanza el mestizaje) y además apunta que la división de la población en razas genera odio entre los grupos así clasificados. Restrepo termina su artículo con dos anotaciones, apoyadas en trabajos suyos que examinan las imágenes sobre el negro en Colombia en otros momentos históricos. Primero, anota que a principios del siglo xx las características raciales que son consideradas naturales pasan a ser vistas en términos biológicos. Y aclara que tal “biologización” no implica reducir la noción de raza
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a lo biológico. De este modo establece un quiebre en el concepto ‘raza’ entre los siglos xix y xx. Pero Restrepo no explica cómo los textos examinados muestran esa mirada biológica de la raza que permite establecer una transición. Con esto aporta nuevos elementos al debate sugerido por el artículo de Max Hering sobre las continuidades y rupturas en el uso del término. La segunda anotación final del artículo se refiere a imágenes más recientes del negro que según Restrepo mantienen persistencias en relación con éstas anteriores. Este autor afirma que la idea de que el negro está más cerca de la naturaleza prevalece hoy asociada a la visión étnica de los grupos negros a través de ideas como su supuesta relación armónica con el medio. El texto de Jason McGraw también se refiere a la población negra y se sitúa en Colombia en el mismo periodo general que examina Restrepo. Pero McGraw añade un nuevo ingrediente que enriquece el análisis: la relación entre las ideas raciales y las políticas públicas. En particular, este autor se concentra en develar la relación entre el movimiento eugenésico y los programas de higiene en el Caribe colombiano en las primeras tres décadas del siglo xx. El Caribe era considerado por las élites nacionales como una región carente de civilización, en buena medida a causa de su población y su clima. Su ubicación estratégica como puerta del país al mundo hacía urgente la necesidad de mejorar la preocupante situación percibida. Estas opiniones estaban mediadas por las ideas eugenésicas en boga en aquellos años, que no sólo moldeaban el diagnóstico, sino que además sugerían soluciones en forma de políticas de higiene. McGraw explica cómo la eugenesia, a la que define como la ciencia del mejoramiento de los linajes, estableció la raza como una categoría central para pensar a la sociedad colombiana. Esta “ciencia” sirvió para justificar prejuicios de vieja data en relación con la gente negra y para así llamar la atención sobre la necesidad de actuar sobre la costa. McGraw muestra que los programas de higiene implementados en la costa, cuya justificación estaba con frecuencia impregnada de un lenguaje racial, estaban inspirados por un paternalismo hacia las clases trabajadoras y por una gran preocupación por la imagen nacional. Entre los programas destaca aquellos enfocados en la higiene de las riberas del río Magdalena y de los barcos que navegaban en él, pues supuestamente a través de este río los males de la costa podían extenderse al interior del país.
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Tras dar un recuento de instituciones y programas instaurados para mejorar la situación y la raza de la costa, McGraw concluye que paradójicamente la eugenesia reforzó las jerarquías raciales y de clase que supuestamente se querían eliminar con los esfuerzos por modernizar la costa Caribe. Los anteriores cuatro artículos nos dejan algunas enseñanzas de orden metodológico y permiten hacer algunas reflexiones generales sobre su contenido. Por un lado, muestran parte de la diversidad de fuentes que pueden utilizarse para desentrañar y analizar la forma en que ‘raza’ ha sido un concepto guía en el pensamiento latinoamericano. Los escritos de intelectuales, como en el caso del artículo de Restrepo, han sido una fuente preferida, por su riqueza e importancia en términos de revelar en pensamiento de las élites. Sin embargo, los demás artículos apuntan a otras posibilidades: la literatura, la prensa y los debates sobre política, entre otros. Estos trabajos también demuestran la importancia de los análisis comparativos en diferentes niveles: entre naciones, entre períodos y entre grupos. Con respecto a este último punto, Díaz da unas reveladoras puntadas que conectan las ideas sobre los indígenas con el pensamiento sobre la población negra. Pero en conjunto los artículos muestran más bien cómo los análisis tienden a concentrarse en un solo grupo. Además, casi siempre se trata de grupos subalternos, y sobre los llamados “blancos” todavía hay mucho por hacer. Por último, los artículos denotan la dificultad para relacionar las ideas raciales con las realidades de los grupos a los que se refieren. Trabajar en esta dirección implica combinar el quehacer más tradicional del historiador interesado en temas sociales (o al menos utilizar los trabajos realizados en este campo) con las tendencias más recientes de análisis de discurso. Luz Mena, James Sanders y George Reid muestran otras formas, además de la de McGraw, de combinar análisis de discurso con historia social. Los tres autores analizan las prácticas de los grupos subalternos y en el caso de los dos últimos también su discurso. Mena introduce el género como variable que se cruza con la de raza y sin la cual no podríamos entender esta última (pues una cosa son las mujeres negras y otra los hombres negros). Esta autora examina los discursos modernizadores de las élites habaneras de la década de 1830 sobre las mujeres de color, en contraposición con la vigorosa movilidad y participación de este sector de la población. En esta década La Habana era la
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capital azucarera del mundo y la tercera ciudad latinoamericana. El aumento en el número de esclavos generado por el auge azucarero determinó que para este momento más del 60% de la población capitalina fuera de color (con cerca del 40% de ella libre). Esta realidad explica en parte que los deseos de ordenar la ciudad de las élites llenas de prejuicios raciales estuvieran mediados por una inmensa preocupación por el lugar preponderante que tenían las mujeres negras y mulatas en la sociedad habanera. Algunas de estas mujeres trabajaban como parteras, nodrizas y educadoras de primeras letras, lo que las ubicaba en una zona influyente de contacto físico y cultural. Además, tenían un gran nivel de movilidad en las calles de la ciudad, en buena medida porque los códigos sociales de conducta virtuosa que limitaban a las mujeres blancas no les eran impuestos a ellas. Como vendedoras, artesanas y sirvientas mediaban entre las esferas públicas y privadas para sus amas y patronas. Muchas conocían sus derechos legales y hacían buen uso de ellos. Su autonomía era notable, lo que en parte se refleja en que algunas lograron ser propietarias y prestamistas. Su movilidad, sumada a su cercanía a la cotidianidad de las élites blancas y a la importancia de su trabajo para el funcionamiento de la ciudad, las hacía ver como peligrosas ante los ojos de tales élites. La posición estratégica de estas mujeres contradecía el ideal según el cual las mujeres en general pertenecían a la esfera privada del hogar, lo que generaba el deseo de controlarlas. Por otro lado, su condición de negras y mulatas las identificaba, en los discursos de las élites intelectuales cubanas, como deshumanizadas por la esclavitud y por tanto bajo la apremiante necesidad de ser disciplinadas. Su ubicación en zonas de contacto causaba ansiedad y generó discursos que advertían sobre su papel como fuente de contagio de males físicos y culturales, en particular en su papel de nodrizas. James Sanders, por su parte, muestra cómo los indígenas del estado del Cauca en Colombia (cerca del 9% de la población) propusieron y defendieron una noción propia de ciudadanía compatible con la identidad indígena, con lo cual se abrieron un lugar dentro de la nueva nación. A mediados del siglo xix se enfrentaron a una encrucijada. Los liberales les ofrecían —a los hombres— ser ciudadanos con plenos derechos, pero insistían en acabar con los resguardos, donde muchos de ellos vivían. Los resguardos tenían autonomía política local y eran la base de la identidad indígena. Los indígenas caucanos respondieron
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exigiendo como ciudadanos el derecho a mantener sus tradiciones, es decir, sus tierras comunales y sus cabildos. De esta forma crearon un nuevo discurso republicano popular. Sin embargo, el lenguaje utilizado reprodujo y por lo tanto contribuyó a perpetuar los estereotipos raciales. Buscando recalcar su necesidad de protección, los indígenas se refirieron a sí mismos en sus peticiones como infelices e ignorantes. Además, en sus argumentos se diferenciaban de los esclavos y de los “indios salvajes”, lo que implícitamente los hacía apoyar la exclusión de éstos. De esta manera, el desafío al discurso dominante demostraba sus límites. El estudio de Sanders también muestra cómo estos indígenas manejaron hábilmente el escenario político de su región, marcado por el antagonismo entre liberales y conservadores y la necesidad de ambos partidos de apoyo popular, para lograr su objetivo de mantener sus tierras comunales, su autonomía local y la unidad de sus comunidades. En las guerras civiles de 1851 y 1854 los indígenas apoyaron a los conservadores como reacción a los ataques liberales a la religión y a la tenencia comunal de tierras. Aunque los conservadores consideraban a los indígenas inferiores y no necesariamente los veían como ciudadanos, sí apoyaban los cuerpos corporativos tales como los resguardos y les otorgaban a los indígenas un lugar dentro de la sociedad granadina. Los conservadores victoriosos premiaron a sus aliados, garantizando la no partición de sus resguardos en algunas regiones del Cauca. En 1859 los liberales caucanos mejoraron su estrategia al poner fin a los ataques a los resguardos por medio de la Ley 90. De este modo aprovecharon que el elitismo y la arrogancia de los conservadores imponían límites a su alianza con los indígenas, para debilitarla aún más. En consecuencia, en la guerra civil que tuvo lugar entre 1860 y 1862, muchas comunidades indígenas permanecieron neutrales. En la década de 1873 los indígenas consolidaron una nueva estrategia: actuaron unidos, en lugar de como comunidades individuales, en respuesta al ataque contra la ley que protegía sus resguardos. Con ello lograron que se reinstituyera, a la vez que transformaron su identidad indígena local a regional y afirmaron su independencia política. El texto de George Reid estudia el lugar de lo negro en la nación uruguaya mediante una manifestación cultural. De este modo, aborda el mundo de los imaginarios sin tener el análisis textual como su principal herramienta.
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Andrews recuenta cómo los uruguayos, mayoritariamente blancos, adoptaron un ritmo de ascendencia africana, el camdombe, como símbolo del carnaval de Montevideo y expresión de identidad nacional entre 1865 y 1930, época de fuerte racismo. Andrews comienza explicando que el camdombe tiene un claro origen africano, pues durante buena parte del siglo xix fue el nombre con el que se designaron las sesiones de danza, canto y percusión características de las “naciones” africanas, que eran sociedades religiosas y de ayuda mutua. Estas sesiones eran realizadas en días festivos frente a un público que observaba fascinado, pero también con una mirada burlona. Hacia 1860 el camdombe comenzó a transformarse en camdombe-tango, bajo la influencia de la música europea y la incorporación de instrumentos como la guitarra con que los afrodescendientes querían dar una cara más respetable a su música. Este ritmo transformado acompañaba las nuevas comparsas afrouruguayas en el carnaval. Un par de décadas después aparecieron en escena los “grupos tiznados”, es decir, comparsas de hombres blancos de clase media y alta que se disfrazaban de negros con el propósito de recrear “las costumbres de los antiguos negros”. Estos grupos tocaban música muy similar a la de las comparsas afrouruguayas. Aunque sólo admitían blancos y en general mostraban al negro como socialmente inferior, ocasionalmente criticaban la discriminación y la desigualdad, algo que sus pares afrodescendientes raras veces se aventuraban a hacer. En las dos últimas décadas del siglo xix, estos dos tipos de comparsas negras se convirtieron en el centro del carnaval, lo que generó descontento en parte de la élite y gran gusto en la mayoría de la población. En el siglo xx las clases altas tomaron distancia frente al carnaval y apareció un nuevo tipo de comparsa a la que Andrews denomina “proletaria”. Los numerosos inmigrantes europeos encontraron en el camdombe una forma de integrarse a la nueva sociedad y crearon nuevos grupos para participar en el carnaval. Estas comparsas trajeron importantes innovaciones, entre las que se encuentran la participación de tanto blancos como afrodescendientes en la misma comparsa (aunque predominaran los primeros) y la recuperación de la sonora percusión africana abandonada hacía unos años. Andrews llama la atención sobre la temprana africanización del candombe, varias décadas antes de que sucediera lo mismo con la samba en Brasil, cuando
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tomaba fuerza la ideología de democracia racial que ayudaba a dar sentido a tal fenómeno. Sugiere que el candombe sirvió para que los inmigrantes blancos se integraran y enfrentaran sus ansiedades culturales, por ejemplo, rememorando a África como la patria perdida en lugar de sus verdaderas regiones de origen. El texto de Claudia Leal explora otra dimensión de las cuestiones raciales: las memorias del racismo de los grupos discriminados para el caso del Chocó, la región reconocida como negra en Colombia. Para ello examina con detalle tres obras publicadas entre 1953 y 1992 por prominentes chocoanos negros —un etnólogo, una maestra y un poeta— sobre Manuel Saturio Valencia, hombre negro que en 1907 fue fusilado bajo el cargo de haber tratado de incendiar su ciudad, Quibdó, y que es recordado como un héroe regional. A Leal le interesa el uso que los autores hacen de un claro lenguaje racial y su manejo del tema del racismo justo en el periodo en que en Colombia toma fuerza la idea de la nación mestiza que anula la posibilidad de discriminación. Leal muestra cómo en los tres libros la sociedad quibdoseña aparece fuertemente dividida en dos: blancos poderosos, crueles y corruptos, y negros, víctimas de los primeros. Este contexto es crucial para la historia, pues en ese medio se destaca Manuel Saturio Valencia. A pesar de sus orígenes humildes y la falta de oportunidades, logra sobresalir como funcionario público, militar, artista y adalid de la lucha por las personas de su raza. Este hombre admirable, sin embargo, aparece en el libro de 1953 como un ser envenenado por una sociedad injusta, que motivado por el odio trata infructuosamente de quemar la ciudad. Los libros de 1983 y 1992 limpian la imagen de este personaje al crear una historia en la que es víctima de un montaje y por lo tanto se convierte en mártir. Es esta versión pulida y simplificada del héroe la que ha predominado en la memoria colectiva de los chocoanos. Leal destaca que el tema de la discriminación es difícil de estudiar y por lo tanto genera estrategias diferentes y aun contradicciones. En estas obras el racismo siempre se ubica en el pasado, un pasado cada vez más lejano. Por otra parte, la crítica frontal de la primera obra pierde fuerza en la segunda y se transforma en la tercera en una afirmación tajante de que ese pasado ya fue superado. Estos cambios, anota Leal, pueden interpretarse a la luz de la cambiante realidad chocoana de la segunda mitad del siglo xx, en la que la élite blanca decae y surge una élite regional negra. Por último, Leal muestra cómo paradójicamente
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estos libros reproducen estereotipos racistas: la mayoría de la población negra aparece como pusilánime y la belleza es asociada con la blancura. La autora concluye que estas voces que hablan desde la periferia muestran otra cara de la nación mestiza: la de la región que afirma su identidad negra al erigir como figura a un hombre cuyo principal mérito fue sobresalir en un medio adverso y luchar por la gente de su raza, y que interpreta su historia como una liberación de un oprobioso pasado racista. Con el ánimo de estimular el debate y la discusión, el libro termina con un texto de Steinar Sæther en el que comenta los trabajos sobre raza e independencia en el Caribe colombiano de Alfonso Múnera (1998), Aline Helg (2004) y Marixa Lasso (2007), objeto este último de una reflexión sobre la construcción de la historia subalterna desde la categoría de raza. Sæther se centra en tres cuestiones abordadas en estos libros. Primero, la forma como describen y analizan las relaciones sociorraciales del Caribe en el siglo xviii. En este primer punto resalta el trabajo de Aline Helg, por ser el que realiza el mayor aporte en este campo. En especial destaca su uso de fuentes novedosas para examinar con buen nivel de detalle la cultura popular de la gente de ancestro africano, así como su perspectiva caribeña (más que neogranadina). Anota que Helg busca entender la ausencia de movimientos populares y encuentra la explicación en la dispersión de la población y en sus relaciones clientelistas con miembros de la élite. Sæther, sin embargo, critica el uso que hace esta autora de fuentes episcopales para identificar formas de resistencia al poder eclesial. El segundo tema es tal vez el más importante: la participación popular en la independencia y la formación de la república de Cartagena. Sæther muestra que las interpretaciones de los tres autores son ligeramente diferentes. Mientras que para Múnera los “artesanos mulatos” jugaron el papel clave en la independencia inspirados sus ideales de igualdad, Helg (que no sólo trata el caso de Cartagena sino también el de Mompox) opina que los sectores populares no lograron imponer sus aspiraciones y perspectivas. Lasso, por su parte, enfatiza los grandes cambios ocurridos entre 1812 y 1816, tales como la afirmación de igualdad de derechos, y admite más la influencia en política de los “pardos” de lo que acepta Helg. Además de resaltar estas disparidades, Sæther critica lo que considera que es una premisa común y errada de estos trabajos: considerar natural que la gente de color tuviera una identidad común y unos
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intereses políticos coherentes, asociados con la idea de igualdad. Basado en parte en su propio trabajo sobre la provincia de Santa Marta, Sæther recalca que hubo sectores populares que apoyaron la causa republicana, lo que debería generar sospecha ante la posibilidad de suponer una relación directa entre raza y posición política. Como forma de avanzar en este tema propone realizar estudios comparativos (que ayudarían a entender, por ejemplo, las particularidades del caso cartagenero), examinar la organización de las milicias coloniales y analizar el uso del lenguaje político hecho por diferentes actores históricos. En este último sentido, Sæther termina con un tercer punto sobre las estructuras raciales posteriores a la independencia, resaltando cómo Marixa Lasso muestra que algunos sectores populares adoptaron el lenguaje republicano para sus propios fines, y cómo el mito de armonía racial impuso límites a la discriminación y a las posibilidades de combatirla. La unidad de este libro está dada por su examen sobre el lugar de negros e indígenas en los procesos de construcción nacional en América Latina. Este lugar ha estado definido por una posición subalterna mediada por clasificaciones raciales. Algunos de los artículos aquí reunidos buscan develar la forma en que las naciones fueron pensadas por las élites en términos racializados, otorgando ciertos lugares a indígenas y negros, e influenciando políticas públicas de diverso orden. Otros artículos también buscan rescatar las acciones y voces de aquellos grupos marginalizados en parte por su adscripción racial. Finalmente, el libro presenta un avance sobre el concepto mismo de raza, que aunque muy utilizado, no es siempre objeto de reflexión. Agradecemos a Lina Mendoza Lanzetta por su trabajo como editora de la Revista de Estudios Sociales y a sus colaboradores. Igualmente, a Leonardo Realpe por su trabajo de corrección de estilo y al incondicional equipo de .Puntoaparte editores.
I. Ideas de raza
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La historiografía sobre la investigación del racismo evidencia por lo general dos modelos de periodización. Por un lado, historiadores como Mosse, Claussen y Shipman proponen hablar de “racismo” a partir de los siglos xviii y xix. Su argumento principal es que el concepto de ‘raza’ como categoría seudocientífica solamente se comenzó a utilizar en esa época con el objeto de organizar la variedad humana en diferentes grupos (Claussen, 1994: 27-111; Mosse, 1978: 4; Shipman, 1995: 12). Por otro lado, encontramos la tendencia preconizada por historiadores como Gossett y Kovel, según la cual cada forma de exclusión étnica —fuese ésta en la Antigüedad, en la Edad Media, en la Edad Moderna o Contemporánea— se puede denominar como fenómeno racista (Geiss, 1988: 20-109; Gossett, 1963: 23; Kovel, 1984: 47). Así las cosas, se observa una laguna científica que gira en torno a la siguiente incógnita: ¿El racismo representa sólo un fenómeno de la Edad Contemporánea; es decir, es sólo un fenómeno de los siglos xviii, xix y xx o representa un fenómeno histórico-universal que es posible rastrear desde los albores de la historia hasta nuestros días? Las posturas presentadas son el reflejo de planteamientos, metodolo‑ gías y definiciones disímiles: aquellos científicos que únicamente tuvieron en cuenta el principio de exclusión étnica concluyeron que el racismo ha sido una constante histórica y universal. En estas investigaciones el principio de la exclusión se trasladó a un primer plano de análisis, y como consecuencia en muchos casos el contexto mental y cultural se omitió. Este grave error conllevó algunas valoraciones de carácter anacrónico. En contraste, otros investigadores se concentraron ante todo en el análisis histórico del concepto de ‘raza’ como
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categoría seudoantropológica y atendieron de forma exclusiva al significado contemporáneo. Lamentablemente, estas últimas corrientes investigativas ignoraron los procesos de segregación en la Edad Moderna (xv-xviii), puesto que tal concepto no se utilizaba como categoría seudocientífica, sino tan sólo como sinónimo de linaje. Como consecuencia, los resultados de tales investigaciones son un reflejo del determinismo metódico que generó una perspectiva binaria, de hecho maniquea, en la investigación del racismo como fenómeno histórico. Estas posturas son binarias en la medida que algunas afirman que antes de la Edad Contemporánea no existió el racismo, y las otras, porque afirman que el racismo existió desde la época bíblica. Pregunta En este artículo no se pretende examinar el concepto o los posibles imaginarios de ‘raza’ desde los albores de la historia, para dilucidar si el racismo fue una constante antropológica de carácter histórico o fue un fenómeno característico de los siglos xviii al xx. Por el contrario, se busca limitar este problema a los últimos 500 años de historia: ¿existieron formas de racismos (en plural) en la Edad Moderna (siglos xvi-xviii) y, en caso afirmativo, en qué medida son diferentes de aquellas de la Edad Contemporánea? A través de este planteamiento se pretende impulsar una nueva forma de indagación metodológica sobre los procesos racistas en la historia. Con este fin, no solamente se analizará la funcionalidad del concepto de ‘raza’, sino que también se tendrá en cuenta de qué manera se fraguaron aquellas construcciones discursivas como reflejo de un contexto histórico-mental; concretamente, como reflejo de epistemes imperantes. Por el término discurso se entiende una práctica de lenguaje y de reflexión, mediante la cual se construyen supuestas verdades, así como también principios, dogmas, credos y avances científicos. Por el concepto de episteme se entiende un conjunto de conocimientos de una época determinada que condiciona la construcción discursiva de los saberes. En otras palabras: los estudios históricos sobre ‘raza’ y “racismos” de carácter comparativo (sea este regional o diacrónico) deben considerar dos pasos metodológicos íntimamente relacionados. Primero: Es necesario extraer su común denominador
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de carácter operativo y funcional (por ejemplo: determinismo hereditario). Este paso se aplica con la finalidad de investigar y reconstruir sus paralelismos transhistóricos. Segundo: dicho común denominador se debe diferenciar según su contexto histórico-mental (construcciones de significado, métodos de comprobación y episteme), con la finalidad de establecer las discontinuidades y discrepancias entre los “discursos racistas”. A través de este método se facilita el análisis de los procesos de racialización desde una perspectiva de larga duración; por un lado, enfatiza su variabilidad y sus diferencias, y por el otro, permite rescatar sus paralelismos y similitudes. Solamente un análisis que tenga en cuenta la función de los conceptos de ‘raza’, así como su contenido discursivo, puede pues, captar la dinámica del ideario que sustenta tal concepto (Hering, 2006b: 250). Es por eso que en este trabajo se esboza una visión histórica sobre las variables del concepto de ‘raza’ y, adicionalmente, se atiende a tres preguntas: 1) ¿Existe el racismo antes del siglo xix? 2) ¿‘Raza’, más que una realidad biológica, es sobre todo una construcción intelectual y social que se ha venido impregnando de una variedad de contenidos significativos a lo largo de la historia y que, sin embargo, ha conservado su funcionalidad: diferenciar, segregar y tergiversar la otredad? 3) ¿De qué manera ayudó el ideario de la ‘raza’ a establecer fronteras socialmente imaginadas con el fin de construir, por un lado, parámetros de inclusión y exclusión y, por el otro, a “racializar” las relaciones sociales? ‘Raza’ en la historia Con el fin de responder estos interrogantes, se escogerán algunos espacios históricos en los que el concepto de ‘raza’ operó como una de las tantas matrices sociales. Se profundizará en los siguientes tópicos: “Limpieza de Sangre” en España (siglos xiv-xvii), los discursos legitimadores de la nobleza francesa (siglos xvi-xviii), las taxonomías de los siglos xvii y xviii, las sombras de la filosofía de la Ilustración y el racismo científico (siglo xix) como preludio de la Shoa. Finalmente, se presentará un balance y algunas reflexiones derivadas de la genética.
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“Pureza de Sangre”. España de los siglos xvi y xvii Tras la persecución y los motines en contra de los judíos en la Península Ibérica —en 1391— gran parte de la comunidad sefardí consideró como única posibilidad de supervivencia la conversión al cristianismo. Un siglo más tarde se repitieron las conversiones en masa, como consecuencia del Edicto de Expulsión de los Judíos promulgado por los Reyes Católicos en 1492. La nueva posición socioeconómica de los neófitos, derivada de las conversiones, estimuló reacciones de envidia y angustia generada por la competencia en sinnúmero de oficios y beneficios. Adicionalmente, algunos conversos de la primera generación continuaron practicando su cultura y su religión judía bajo el manto del cristianismo (criptojudaísmo) e incurrieron así en el delito de herejía. Como secuela, en las instituciones españolas se difundió rápidamente una tendencia excluyente. Con el fin de impedirles a los judeoconversos el acceso a las instituciones del poder y del saber, se decretaron los “Estatutos de Limpieza de Sangre”. Su instauración se inició en el Concejo de Toledo en 1449, para difundirse progresivamente en numerosas instituciones y organismos a lo largo de los siglos xv, xvi y xvii. Estos estatutos y las investigaciones genealógicas derivadas de ellos prohibían el acceso a colegios mayores, órdenes militares, monasterios, cabildos catedralicios y a la propia Inquisición a aquellos cristianos a los que se les pudiese comprobar sangre “judía, mora o hereje” en sus antepasados (Hering, 2003a: 105-121; 2003b: 20-37). Para acceder a las instituciones regidas por dichos estatutos se hizo menester certificar la “pureza de sangre” mediante la presentación de un árbol genealógico. Este procedimiento de ingreso se denominaba “prueba de sangre”, en el que además los “informantes genealógicos” de las correspondientes instituciones examinaban los linajes en cuestión (Hering, 2003b: 20-37; 2006b: 81-131). Con base en interrogatorios se elaboraba un protocolo y se verificaba la genealogía, indagando sobre su supuesta condición “inmaculada”. Inquisidores y moralistas no titubearon en transferir la culpabilidad de judaizantes a todos los conversos para, así, darle un matiz de legitimidad a la introducción de los estatutos. De hecho, las cláusulas de “Limpieza de Sangre” reflejan primordialmente el miedo de la sociedad “cristiana vieja” ante una asimilación judeoconversa, la que a pesar de las serias dificultades iniciales de aculturización se hacía cada
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vez más evidente. Para evitar dicha asimilación se hizo imprescindible elaborar una “definición legal” de los “cristianos nuevos”. Tal proceso debe entenderse como un impulso determinante que permitió la introducción de los “Estatutos de Limpieza de Sangre”. De esta manera, a través de la “limpieza de sangre” el antijudaísmo clásico fue objeto de una metamorfosis: de un “antijudaísmo religioso” se transformó en un “antijudaísmo religioso-racial”. El concepto de limpieza desplaza parcialmente la religión como criterio de diferenciación y, por primera vez en la historia europea, engloba dos criterios fundamentales con el fin de marginar: raza e impureza, dos términos conceptualmente entretejidos. El término raza, fundamentado en la estructura de pensamiento de la “limpieza de sangre”, significaba en el siglo xvi y xvii tener un “defecto”, una “tacha”, una “mácula” en la ascendencia; en otras palabras, tener como cristiano una ascendencia judía o musulmana (Hering, 2006b: 219-247). ¿Pero cómo se llegó a este significado? María Rosa Lida (1947: 175-177) comprobó que el término raza se utilizó por primera vez en los territorios de habla hispana, en la obra “Corvacho” escrita por el Arcipreste Alfonso Martínez de Toledo y publicada en el año 1438. El pasaje al que ella se refiere en el “Corvacho” reza de la siguiente manera: […] toma dos fijos, uno de un labrador, otro de un cavallero: críense en una montaña so mando e disciplina de un marido e muger. Verás cómo el fijo del labrador todavía se agradará de cosas de aldea, como arar, cavar e traher leña con bestias; e el fijo del cavallero non se cura salvo de andar corriendo a cavallo e traer armas e dar cuchilladas e andar arreado. Esto procura naturaleza; asy lo verás de cada día en los logares do byvieres, que el bueno e de buena rraça todavía rretrae dó viene, e el desaventurado, de vil rraça e linaje, por grande que sea e mucho que tenga, nunca rretraerá synón a la vileza donde desciende […] (Martínez, 1971: cap. 18, 59-60).
En este fragmento se evidencia que a través del término raza se hacía referencia a la procedencia, es decir, al linaje. En principio, el autor utiliza la expresión raza de manera neutral y sólo mediante la inclusión de un adjetivo positivo (“buena raza”) o de uno negativo (“vil raza”), el término obtiene un calificativo. La palabra raza en sí misma no contenía, por tanto, ni una
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connotación halagadora, ni tampoco peyorativa. Sin embargo, es importante señalar que dicha concepción de ‘raza’ estuvo relacionada con el principio sobre la herencia de un ethos natural, de carácter inmanente e invariable. Alfonso Martínez demuestra estar convencido de las diferencias naturales entre calidad estamental, a saber: la diferencia entre el labrador y el caballero. Ésta es, según el Arcipreste, natural y no depende del entramado social-cultural y educativo de la persona. En otras palabras, si el labrador y el caballero crecen y se educan alejados de sus contextos sociales, distanciados de sus valores, comportamientos y tipo ideales, por naturaleza no dejarán de ser de su linaje y comportarse como tales. Sin embargo, el humanista Antonio Nebrija (1441-1522) muestra que el modo como el Arcipreste Alfonso Martínez operaba con el término raza no representaba la forma habitual y generalizada de utilizarlo por sus contemporáneos. En su “Diccionario”, publicado en el año de 1493, asigna dos diferentes significados a este término. El primer uso se deriva de su aplicación en el lenguaje cotidiano, el cual traduce al latín como “raça del sol; radius solis per rimam”. Un segundo significado del término lo relaciona Nebrija con una expresión frecuentemente utilizada por el gremio de sastres “raça del paño: panni raritas”. Nos encontramos entonces ante un doble significado, el de “raça”, es decir “rayo del sol”, y el de “raça del paño”, que se refiere a un defecto en la tela que permite el paso de los rayos del sol. Con base en estos pasajes se constata que si bien la palabra raza refleja una variedad de significados, todavía no manifiesta un enlace ideológico o semántico con el imaginario de la “limpieza de sangre” (Hering, 2006b: 219-221). Sólo a partir de mitades del siglo xvi el término raza se llegaría a entrela zar con el ideario de la “limpieza de sangre”, tanto en los formularios para las investigaciones genealógicas, como en las apologías discursivas. Mientras que en el expediente de “limpieza de sangre” del Licenciado Alonso Martínez de Mora (1531), tal vez una de las primeras informaciones que se conserva, aparecía el giro: “[…] generación de confesos o de moros […]”1, más adelante, a mitades del siglo xvi se precisaba dicha formula:
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Archivo Histórico Nacional [ahn] (Madrid, Inquisición, Toledo, leg. 379, exp. 5), citado en: Hering (2006b: 74).
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Iten, si saben que [nombre del pretendiente] y el dicho [nombre del padre del pretendiente], su padre, y los dichos [nombres de los abuelos por parte paterna], sus abuelos por partes de padre, y los demás ascendientes por parte de padre, todos y cada uno de ellos an sido y son Christianos viejos, limpios, de limpia sangre, sin raça ni macula, ni descendencia de Iudios, Moros ni conversos, ni de otra secta nueuamente conuertidos, y por tales son auidos y tenidos, y comúnmente reputados, y de lo contrario no a auido ni ay fama ni rumor, y que si lo vuiera los testigos lo supieran, o vuieran oydo dezir, segun el conocimiento y noticia que de los susodichos y cada vno de ellos an tenido y tienen2.
En los tratados teológicos también se introducía el término a mitades del siglo xvi, por ejemplo: en el debate llevado a cabo en el Cabildo Catedralicio de Toledo en 1547, en relación con la implementación de los “Estatutos de la Limpieza de Sangre”, el arzobispo Juan Martínez de Silíceo utilizó por primera vez el término raza en el contexto de la “limpieza de sangre”: […] se propuso un estatuto por nos Arzobispo de Toledo en esta Santa Iglesia en el cual se contenía desde aquel día en adelante todos los Benefiziados de aquella Santa Iglesia a Dignidades como Canonigos Razioneros Capellanes y clerizones fuesen xristianos Viejos sin raza de Judio ni de Moro ni hereges […] (Hering, 2006b: 220-221).
El filólogo Sebastián de Covarrubias lo definía en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de la siguiente manera: “RAZA, […]. Raza en los linages se toman en mala parte, como tener alguna raza de Moro, o Judio”. Lorenzo Franciosini Florentin, posiblemente inspirado en Covarrubias, desarrolla en su diccionario “Vocabolario español, e italiano” una definición, que pone de manifiesto nuevamente la cercanía entre “limpieza” y raza de la siguiente manera: “Limpio: si dice taluolta in Spagna. Colui che è Christiano vecchio, e che non há razza, nedependenza da Moro, ne Giudeo.” En su traducción: “Limpio: es a veces utilizado en España. Todo el que es cristiano viejo, ahn (Madrid, Inquisición, Córdoba, leg. 5245, caja nr. 1, exp. 4, s.f.), citado en: Hering (2006b: 85).
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es porque no tiene raza, ni procedencia mora ni judía”. En 1638 el teólogo Jiménez Patón aborda igualmente la pregunta sobre el significado del “ser limpio” y afirma: “[…] que son los limpios Christianos viejos, sin raza, macula, ni descendencia, ni fama, ni rumor dello” (Hering, 2006b: 221-222). Parece innecesario aclarar que en este contexto el uso del término raza no corresponde a una categoría de las ciencias naturales para catalogar a la humanidad en diferentes agrupaciones. Este significado perteneciente al uso contemporáneo del término raza fue apenas introducido por científicos como Bernier (1620-1688), Linné (1707-1778) y Buffon (1707-1788), y más tarde por racistas como Gobineau y Chamberlain del siglo xix. Con todo, el sistema de la “limpieza de sangre” representó el comienzo de un nuevo sistema de segregación, puesto que después de las conversiones los judeoconversos seguían siendo discriminados por su ascendencia, aunque los bautizos se hubieran efectuado cuatro o cinco generaciones antes. A raíz de la evidente contradicción que representaba esta normatividad con respecto a la doctrina cristiana y a la función del bautismo como rito de integración cristiano, se recurrió a construir un mundo de ideas que justificara tal normatividad. Fue entonces cuando se empezó a esgrimir en tratados y pasquines de la época que la “sangre judía” de los “cristianos nuevos” conservaba su carácter deshonesto, corrupto y degenerado, dado que las inclinaciones malignas y amorales de los judíos se heredaban de generación en generación, de padres a hijos, sin importar que hubiesen sido bautizados. No en vano el Fraile Torrejoncillo plasmó en su obra Centinela contra los Judíos (1674) la idea de que el ser judío o judeoconverso se definía por la sangre y no primordialmente por la pertenencia religiosa. De esta manera el autor soslayaba la importancia del sacramento mediante el cual se realizaba el rito de integración religiosa según la doctrina cristiana: […] para ser enemigos de Christianos […] no es necessario ser padre, y madre Iudios, uno solo basta: no importa que no lo sea el padre, basta la madre, y esta aun no entera, basta la mitad, y ni aun tanto, basta un quarto, y aun octavo, y la Inquisicion Santa ha descubierto en nuestros tiempos que hasta distantes veinte un grados se han conocido judaiçar (De Torrejoncillo, 1674: 55).
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El ejemplo de la “limpieza de sangre” nos demuestra que a través de un discurso teológico también se pudo fabricar un determinismo biológico en detrimento de personas que se calificaban como “impuras” y, en consecuencia, como “inferiores” por tener antepasados judíos o musulmanes. Nobleza y “race”. Francia, siglos xvi y xvii Otra variante significativa de ‘raza’ aparece en Francia a principios del siglo xvi. Esta vez no se trata de ‘raza’ como sinónimo de una ascendencia maculada. En particular, el ideario se entramaba en las discusiones que pretendían legitimar el estamento de la nobleza. En Europa, la contraposición entre nobleza y tercer estamento representaba la forma más evidente de inequidad social. Es por eso que legitimar la nobleza implicaba a su vez defender el orden estamental derivado de la Divina Voluntad. Si seguimos los resultados de Arlette Jouanna (1976 y 1988), existían tres modelos argumentativos para justificar la nobleza: primero, la voluntad del rey, segundo, el concepto de la “race” y, por último, la conquista. Veámoslos uno por uno. El primer punto hace referencia a la voluntad del rey como creador de la nobleza. El miembro del Tribunal Superior de París, Andre Tiraqueau, nos ofrece una definición muy útil en su obra escrita en latín Commentarii de Nobilitate (1549) y traducida al francés bajo el título Traité de la Noblesse (1678): “la noblesse est une qualité concédée par le Prince à celui qu’il élève au dessus d’honnêtes roturiers”3. Más que la naturaleza, era el Rey quien con su autoridad concedía el título a la nobleza de acuerdo con sus virtudes. A una gran mayoría de los miembros de la aristocracia se les dificultaba aceptar esta postura, puesto que no sólo reflejaba la dependencia nobiliaria ante el monarca, sino que además se cuestionaba su estado natural. Segundo, la nobleza prefería acentuar su ascendencia natural como referente legitimador de su estado. A partir de la primera mitad del siglo xvi y en razón de la movilidad social, de hecho amenazante para la nobleza, se enfatizó con más ahínco que “race” era la premisa inamovible para pertenecer a la nobleza. “Race” significaba “linaje” y a través de éste se heredaba la La nobleza es una cualidad concedida por el príncipe que asciende a los honestos plebeyos.
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superioridad de la nobleza ante el tercer estado. Este discurso de autolegitimación hacía hincapié en que la nobleza se derivaba de la naturaleza y en consecuencia se percibía como una realidad natural, de carácter universal e independiente de tiempo y espacio. Uno de los muchos ejemplos para comprobarlo proviene de las palabras de Louis Le Caron, General de la división en la Baillage y reconocido jurista: la excelencia de los reyes, de los príncipes y de los grandes estaba condicionada por una “causa natural”, la que les concedía la dignidad de gobernar y cuya cualidad era heredable. La herencia, como lo afirmó el General, determinaba dicha excelencia y era denominada “nobleza”. Esta superioridad se puede observar en una variedad de sectores, así como en las virtudes militares, la retórica, el intelecto, la cacería o la halconería. Tal discursividad nobiliaria pretendía explicar la inequidad social como una ley universal que regía no solamente al hombre, sino también al animal. En consecuencia, las capacidades loables y la moral pulcra de la nobleza radicaban intrínsicamente en la “sangre” y el “linaje” (Jouanna, 1988: 165-179). Por último, la nobleza se legitimaba a través de la conquista y este argumento se entrelazó con el de “race”. No obstante, el referente no es tanto la naturaleza, sino la historia y a través de ella la construcción de un pasado común e imaginado (Foucault, 1992: 149-195). La nobleza se percibía como una realidad histórica, cuya génesis se ubica en la conquista de Galia por parte de los francos en el siglo v, los cuales se percibían como padres autóctonos de la nobleza, mientras que los vencidos galos representaban la “sangre fundacional” del tercer estado. Este imaginario histórico operó como un orden estratificador entre la nobleza y el tercer estamento. Una variedad de historiadores de los siglos xvi y xvii, tales como Robert Gaguin, Paul Emile o Charles Dumoulin ayudaron a fraguar y difundir ese imaginario histórico. Ya en el siglo xviii, el Conde Henri de Boulainvilliers (1658-1722) subrayó en su Dissertation sur la Noblesse Française: “[...] la razón da la sensación, que [la virtud] en las razas de excelencia está más difundida que en otras” (Drevyver, 1973: 502-505). Con base en esta argumentación se legitima el honor asignado a la estirpe más antigua del reino de Francia, los Francos. Boulainvilliers los describe como amigos de la libertad y de la valentía y como el grupo que a través de su conquista de Galia fundó una jerarquía social basada en la ‘raza’. Boulainvilliers es indudablemente el padre ideológico de la nobleza francesa en el siglo xviii, en razón de su pugna por
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la conservación de sus privilegios estamentales. La época comprendida entre 1560 y el final del Gobierno de Luis XIV (1643-1715) se caracterizó por revueltas populares, guerras religiosas y particularismos regionales. La lucha del absolutismo contra la nobleza reducía parcialmente sus privilegios, así como la exención de impuestos, la jurisdicción estamental y el derecho a la defensa propia. En este contexto se desarrollaron las posturas citadas como un intento por crear todo un mundo de ideas, con el fin de rescatar el estatus privilegiado de la nobleza. El “racismo estamental” no estaba relacionado con el “racismo antropológico” y tampoco con el nacionalismo del siglo xix; de hecho, era la plena expresión de la aristocracia con tendencias antinacionales y antiburguesas. En ese entonces la meta era la reactivación de una minoría noble y de sus derechos como conquistadores. En pocas palabras: el objetivo apuntaba hacia un hermetismo social de un estamento con base en su sangre y en su linaje, con el fin de salvaguardar sus privilegios y su estatus económico. Para terminar esta sección, es necesario hacer énfasis en las diferencias existentes entre los idearios de ‘raza’ en España y en Francia. Sin embargo, es pertinente señalar que a pesar de sus diferencias en ambos casos los conceptos en alusión operaron como un ente diferenciador y segregacionista: si bien en España la “limpieza de sangre” operaba como una herramienta para la exclusión de unas minorías (judeoconversas y moriscas), en Francia era el arma de una minoría noble para segregar a la mayoría del Tercer Estado. En otras palabras, en Francia el término raza operaba para profundizar o conservar la inequidad estamental; en España, por el contrario, cualquier persona, sin importar su estamento, podía estar manchada con una ascendencia judía o musulmana y perdía así su prestigio social. De hecho, los campesinos en España se jactaban muchas veces de su “linaje puro” a pesar de no pertenecer a la nobleza; preferían entonces ser campesinos “puros” y no “nobles infectos”. “Yo soy un hombre/ aunque de villa casta/ limpio de sangre/ y jamás de hebrea o mora manchada” (Lope de Vega, 1987: verso 3033). Otra variable en torno al concepto de ‘raza’ se empezará a forjar desde finales del siglo xvii y representará nuevamente otro significado como reflejo de los discursos imperantes.
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Tipología, taxonomía y clasificación Las reflexiones científicas sobre la diversidad humana se incrementaron notablemente a lo largo de los siglos xvii y xviii como resultado del conocimiento y del contacto con las culturas transoceánicas, hasta entonces parcialmente desconocidas en Europa. Desde la perspectiva del europeo, tanto lo foráneo como su evidente alteridad debían ser ordenados y sistematizados en categorías plausibles para el entendimiento de aquella diversidad. Los esquemas perceptivos ante la otredad se construían siempre desde el prisma cultural y simbólico de lo propio y, en aparente corolario, cada desviación se entendía y se tildaba como una anomalía. Esto generó la creación de referentes culturales de carácter negativo y, por ende, la imagen del “Otro” se determinó a través de la imagen de lo “Propio”, con el fin de enaltecer el propio “Yo”: donde un “vos-otros” es negativo, un “nos-otros” positivo. En este contexto se construye por primera vez el término raza con el significado contemporáneo: desde este momento operará como un criterio seudocientífico para clasificar a los seres humanos en diferentes grupos a través de características fenotípicas. François Bernier (1620-1688) acuña por primera vez el término con este significado en su artículo “Nouvelle Division de la Terre par les différentes éspèces ou races d‘homme qui l‘habitent”: Les Géographes n’ont divisé jusqu’ici la Terre que par les différens Pays ou Régions qui s’y trouvent. Ce que j’ai remarqué dans les hommes en tous mes longs et fréquens Voyages, m’a donné la pensée de la diviser autrement. Car quoique dans la forme extérieure du corps et principalement du visage, les hommes soient presque tous différens les uns de autres, selon les divers Cantons de Terre qu’ils habitent, de sorte que ceux qui ont beaucoup voyagé peuvent souvent sans tromper distinguer par là chaque nation en particulier: j’ai néanmois remarqué qu’il y a surtout quatre ou cinq Espèces ou Races d’hommes dont la différence est si notable qu’elle peut servir de juste fondement à une nouvelle division de la Terre (Bernier, 1685: 148)4. Hasta ahora, los geógrafos se han limitado a dividir la Tierra según los diferentes países y regiones que en ella se encuentran. Mis observaciones de los hombres en el curso de todos
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La novedad de este planteamiento no sólo reposaba en la intención de categorizar la humanidad en cuatro o cinco “especies o razas”, sino también en la de ordenar y sistematizar la diversidad humana con base en el aspecto externo del cuerpo y del rostro; probablemente, por primera vez en la historia, se utilizaba la categoría de raza en términos de orden global mediante la lectura del cuerpo. Bernier elaboró así la categoría racial de carácter científico, por lo menos para la época, como criterio que poco después habría de ser utilizado para formular las escalas jerárquicas de la humanidad. El médico sueco Carl Linné publicó en 1735 su obra Systema naturae en la que desarrolló el sistema de la taxonomía (del griego tåjiq, taxis, “ordenamiento”, y nømoq, nomos, “norma” o “regla”). Análogamente a las categorías aristotélicas, él ordenó los reinos (animal, vegetal y mineral) en cinco taxones: clase, orden, género, especie y variedad. El naturalista tenía “como función ser Adán: describir, distinguir y dar nombre a cada una de las especies y géneros, poniendo de manifiesto el orden del Creador, el Sistema naturae, tras el aparente desorden”. Ahora bien, ese orden subyacente no es evidente y, por tanto, “descubrirlo exige construirlo” (Beltrán, 1997: 27). Sin embargo, la primera edición de su trabajo (1735) contenía únicamente 14 folios. Ya en la décima edición (1758) superaba las 2 300 in cuarto (p. 33), y el naturalista destacaba las características somáticas e introducía elementos espirituales y culturales. La variedad del Homo sapiens se evidencia especialmente en el color de la piel, el cabello, los ojos, la forma de la nariz, la postura del cuerpo, el carácter, el temperamento, el espíritu, el vestir y las tradiciones (Conze y Sommer, 1984: 145). Aunque en la primera edición (1735) Linné ya había clasificado la humanidad en cuatro razas —“Europaeus albenses, Americanus rubescens, Asiaticus fuscus, Africanus Níger”— solamente en 1758 valoró el carácter de cada grupo. El “europeo blanco” era de carácter mis largos y frecuentes viajes me han inspirado la idea de dividirla de otra manera. No cabe duda que los hombres son casi todos diferentes los unos de los otros por la forma exterior del cuerpo y en particular del rostro, dependiendo de las diversas regiones que habitan en la Tierra; por esta razón, aquellos que han viajado mucho pueden con frecuencia por este medio de forma inequívoca distinguir cada nación en particular. A pesar de ello, yo he observado que hay sobre todo cuatro o cinco especies o razas de hombres en las que la diferencia es tan notoria que puede brindar el fundamento adecuado para una nueva división de la Tierra (Agradezco al profesor José Antonio Amaya por sus importantes aportes a esta traducción).
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sanguíneo, corpulento y estaba gobernado por las leyes (“Europeus albus, sanguineus, torosus […] Regitur ritibus”); el “americano rojo” era colérico, erecto y estaba gobernado por las costumbres (“Americanus rufus, cholericus, rectus […]. Regitur consuetudine”); el “asiático amarillo” era melancólico, rígido y estaba gobernado por las opiniones (“Asiaticus luridicus, melancholicus, rigidus […]. Regitur opinionibus”) y el “africano negro” era flemático, laxo y gobernado por la arbitrariedad (“Africanus Niger, phlegmaticus, laxus […]. Regitur arbitrio”). El evidente nexo que Linné construye entre la fisonomía y la patología humoral de Hipócrates y Galeno relacionaba el espíritu con la apariencia física. El vínculo entre la fisonomía y la moral tenía ya una profunda tradición en Occidente. En la antigüedad griega se había propiciado el principio de Kalokagáthía (según la cual no podía existir la belleza, si no se condicionaba con base en lo saludable, y por tanto tampoco existía un estado de salud o bondad si no existía la belleza [Hering, 2006b]). La innovación para la historia del racismo fue la de hilvanar “científicamente” un simbolismo de colores con posibles cualidades o defectos de los taxones raciales. Este proceso de adscripción de pigmentación (Farbgebungsprozess) era evidentemente un proceso discursivo, enmascarado por un empirismo epistemológico y un positivismo científico. Aun así, tuvo un impacto determinante en la historia: ordenó los saberes, prefiguró los esquemas perceptivos ante el prejuicio y la alteridad y, por último, le suministró legitimidad a través de la ciencia taxonómica. En suma, Linné había desarrollado una estética y una valoración racista al ordenar y al disciplinar los saberes. Asimismo, deconstruir la quimérica lógica de la taxonomía demuestra la arbitrariedad al atribuir colores de piel por medio del ordenamiento del saber. La supuesta pigmentación de la piel planteada por Linné (blanco, rojo, amarillo y negro) no se puede comprobar a través de la epidermis. La piel oscura, con referencia a la menos oscura, no es negra; al igual que la piel clara, con referencia a la menos clara, tampoco es blanca; y hablar de piel amarilla o roja ya es más ficción racista que tergiversación de la otredad. Los colores postulados por Lineé, aunque no se reflejan en la piel, se reflejarán desde el siglo xviii en las estructuras, las normatividades, las relaciones sociales y las mentalidades. De esta manera la ficción racista y la tergiversación de la otredad se convirtieron en una supuesta realidad. Sin embargo, se debe preguntar: ¿Con base en qué andamiaje y en qué trasfondo cultural se disciplina el saber de los colores de la piel? Para contestar
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dicho interrogante es pertinente presentar una retrospectiva temporal, para demostrar cómo se construyen y se inventan los taxones a través de los colores de la piel. El simbolismo medieval del color operaba como trasfondo cultural para relacionar valores, colores y seres humanos. En ese entonces, los colores no eran pigmentos observables objetivamente; ante todo, el color se asociaba con idearios y valores religioso-morales. Desde la antigüedad el color blanco se ha relacionado con lo bueno, lo bello y lo divino; el negro, con la amoralidad, la perversión y lo diabólico. Esta fuerza simbólica repercutió evidentemente en la taxonomía de Linné. Como resultado de las crónicas de conquistadores y viajeros, se nos esboza una imagen bastante diferente a la que impone el discurso propuesto por el científico sueco. Aunque no se conserva la versión original del diario de Cristóbal Colón sino solamente a través de los escritos de Bartolomé de las Casas, sabemos que el genovés tuvo la siguiente impresión al arribar el 11 de octubre de 1492 a San Salvador: Ellos andaban todos desnudos como su madre los parió, […] de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, los cabellos gruessos cuasi como sedas de cola de cavallos y cortos […]. D’ellos se pintan de prieto y ellos son de la color de los canarios, ni negros ni blancos, y [algunos] d’ellos se pintan de blanco y [otros] d’ellos de colorado […] (Varela, 1986: 62-63).
Américo Vespucio escribía el 18 de julio de 1500 una carta desde Sevilla a Lorenzo di Pierfrancesco de Medici: Digo que después que dirigimos nuestra navegación hacia el septentrión, la primera tierra que encontramos habitada fué una isla, […] y la gente como nos vió saltar a tierra, y conoció que éramos gente diferente de su naturaleza, porque ellos no tienen barba alguna, ni visten ningún traje, así los hombres como las mujeres, que van como salieron del vientre de su madre, que no se cubren vergüenza ninguna, y así por la diferencia del color, porque ellos son de color pardo o leonado y nosotros blancos, de modo que teniendo miedo de nosotros todos se metieron en el bosque, y con gran trabajo por medio de signos les dimos seguridades y platicamos con ellos; y encontramos que eran de una raza [original en italiano: generazione] que se dicen caníbales […] (Vespucio, 1951: 107-109).
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Giovanni da Varrazzano llega a la costa oriental de Norteamérica en 1524 y percibe a sus habitantes en un primer plano como “negros”; al viajar al Norte rebate su opinión y afirma que eran mucho más claros. Según su informe, en lo alto de las Rhode Islands se encontraban personas de color de piel “cobre”, aunque algunos tendían a ser más “blancos”, y otros a tener un color “doradoamarillento” (Hund, 1999: 17). Los europeos hicieron de los indígenas, a lo largo del proceso de construcción de ‘raza’, seres de piel roja, seguramente a raíz del ritual de colorearse la piel de rojo. Linné describe a los africanos como negros, flemáticos, pero en realidad el supuesto color negro de los africanos es principalmente una amalgama conceptual entre dos idearios: su supuesta amoralidad y su piel oscura. En el libro del Génesis del Antiguo Testamento, en el episodio de Cam, uno de los hijos de Noé, Dios maldice a Cam por el “manifiesto pecado” de haber visto a su padre desnudo y en estado de embriaguez. Pero Dios no solamente maldijo a Cam sino también a su hijo Canán, condenando a todos sus descendientes a la servidumbre: “‘Maldito Canán, Siervo de los siervos de sus hermanos será’. Y añadió: ‘Bendito Yavé, Dios de Sem / Y sea Canán siervo suyo. / Dilate Dios a Jafet […]’” (Génesis, 9, 25-27). Aunque en el Génesis no se menciona el color de piel, en el siglo viii el arzobispo Isidoro de Sevilla se refiere a Chus como hijo de Cam, supuesto progenitor de los etíopes. De esta manera, Isidoro entrelazaba la esclavitud de los cananeos con su color de piel negra como somatización del pecado. La relación entre nos-otros y los-otros, entre ego y alter, demuestra que lo foráneo opera como un mecanismo interno de delimitación, para racionalizar valores y permitir la construcción de identidades (Hering, 2006a: 1126). Lo foráneo se construye por medio de la diferencia, en este caso mediante el idioma, la creencia, la ascendencia, la apariencia, el comportamiento o la cultura. La dinámica entre lo propio y lo foráneo se determina por medio de aparentes descripciones objetivas en torno a diferencias y, sobre todo, a través de la amalgama de diferencias reales y ficticias, de miedo y atracción (p. 1126). El impacto de estos idearios repercute también sobre naturalistas como Georges Louis Leclerc, Conde de Buffon y la categorización racista de este último propuesta en su obra “Histoire naturelle del l’homme” (1749) y, de una y otra manera, también en las ambivalencias de los clásicos filósofos de la Ilustración.
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La ambivalencia de la Ilustración. Inequidad en la igualdad Es indudable que famosos pensadores de la Ilustración tales como Voltaire (1694-1778) o Immanuel Kant (1724-1804) propiciaron principios de igualdad, favorecieron los derechos humanos y lucharon por la tolerancia. De hecho, Kant en su obra Was ist Aufklärung? (¿Qué es la Ilustración?, 1784) hizo un llamado, para que los individuos se emanciparan de su estado de “minoría de edad” (Unmündigkeit) (concepto que también podría ser traducido como “estado de ignorancia” o “falta de voz y voto” [Kant, 2004: 83]). Sin embargo, nos debemos preguntar si el proyecto del Siglo de las Luces demandaba incondicionalmente la igualdad para todos. ¿Encontramos en los tratados filosóficos del siglo xviii también ideas que, implícita o explícitamente, delimiten el proyecto de la Ilustración en detrimento de aquellos seres que en Europa se percibían como anómalos? Con el fin de dar respuesta a esta pregunta, el aparte a continuación se centrará en uno de los filósofos más representativos de la Ilustración: Kant. Según la ideología de la Ilustración, los seres humanos son sus propios creadores. En consecuencia, la historia se entendió como un proceso evolutivo, en el cual los esfuerzos de cada individuo repercutían en el bienestar y en el progreso de cada persona. Este proceso debe ser apreciado como una secuencia de distintos niveles de crecimiento y desarrollo (Hund, 2003: 16). El filósofo alemán no solamente reproduce estas ideas; es más, enfatiza la utilidad de la categoría de raza. El “beneficio científico” de tal categoría, según Kant, radica en poder entrever las diferencias entre una misma especie (Art), dado que ésta ha desarrollado una variedad de características hereditarias (Abartungen). Las diferencias, en cuanto al color de la piel, no hacen referencia a distintas clases (Arten) de hombre, pues todos pertenecen al mismo tronco (Stamm). En su ensayo Von den Verschiedenen Rassen der Menschen (Sobre las diferentes razas humanas, 1775) afirma: Creo que sólo es necesario presuponer cuatro razas para poder derivar de ellas todas las diferencias reconocibles que se perpetúan [en los pueblos]. 1) La raza blanca, 2) la raza negra, 3) la raza de los hunos (mongólica o kalmúnica), 4) la raza hindú o hinduística […]. De estas cuatro razas creo que
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pueden derivarse todas las características hereditarias de los pueblos, sea como [formas] mestizas o puras (Kant, 1996b: 14-15)5.
Diez años más tarde, Kant introduce a los indios americanos, a quienes anteriormente había considerado como una variante de la “raza mongólica”. De hecho, en 1785 en su escrito sobre Bestimmung des Begriffs einer Menschenrasse (Definición de la raza humana) las cuatro razas fundamentales serían la blanca, la amarilla, la negra y la roja. En sus lecciones sobre Physische Geographie (Geografía física, 1804) no titubeó en presentar esquemas jerárquicos de las razas: “La humanidad existe en su mayor perfección en la raza blanca. Los hindúes amarillos poseen una menor cantidad de talento. Los negros son inferiores y en el fondo se encuentran una parte de los pueblos americanos” (Kant, 1968: 316)6. A los indígenas, Kant les adscribía una piel “roja” y afirmaba que éstos no tenían la capacidad de adquirir cultura, que se caracterizaban por su profunda indiferencia y su amor por la paz era solamente un reflejo de su “independencia haragana”. En un escalafón más arriba situaba a los africanos; asumía que la raza de los negros se determinaba por su propia pasión, pero sin que este grupo pudiese controlarla. Por esta razón, estaban restringidos a desarrollar únicamente una cultura de esclavos y, como supuesto corolario, asumía su carácter pueril, hecho que demostraba su dependencia ante el liderazgo. A los hindúes los situaba en una escala superior a las dos últimas: los consideraba como “amarillos” y les concedía la posibilidad de civilización. Sin embargo, los definía como representantes de una “cultura de habilidades” y no como partícipes de una “cultura de la ciencia”; de ahí que los hindúes siempre serían aprendices. Los “blancos” encarnaban todos los talentos necesarios para la “cultura de la civilización”; sólo ellos podían producir cambio y progreso, sólo ellos podían obedecer y liderar. En la “raza blanca” se condensaba la más alta perfección (Hentges, 1999: 209-224; Hund, 2003: 16). Esta ambivalencia de la Ilustración está conformada, por una parte, por los ideales de igualdad, derechos humanos y libertad de expresión y, por otra,
Traducción en: Castro-Gómez (2005: 40).
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por ideologías como el racismo, el antisemitismo científico y el concepto de propiedad, lo que generó nuevos parámetros de diferenciación y exclusión. El triunfo definitivo del proyecto de sociedad europea decimonónica —burgués, industrial y parlamentario— representa, sin duda alguna, un legado central para las sociedades contemporáneas al construir identidades, naciones, fronteras, nuevas “verdades” y dogmatismos. La ambivalencia de la “desigualdad en la igualdad” de la Ilustración se manifiesta de la siguiente manera: a través del discurso racista desarrollado por Kant se introducen fronteras simbólicas, ideológicas y parcialmente imaginadas entre las diferentes razas, lo que es típico de cualquier discurso racista. Pero la innovación era precisamente la de invalidar todas las ideas fraguadas en torno a la nueva equidad ante las razas supuestamente inferiores y monopolizarlas únicamente para el proyecto de emancipación del Homo europeus. En este contexto, el racismo construye una vez más una especie de regresión temporal de carácter sincrónico, que tiene el fin de implementar y salvaguardar un sistema de códigos, símbolos y valores no equitativos e inicuos en contra de la otredad. El racismo perpetuó así la exclusión en una sociedad europea que reclamaba igualdad, derechos participativos, parlamentarismo y democracia. La filosofía de la Ilustración preconizaba la abolición de las formas de producción feudales, postulaba la igualdad de todos los seres humanos y, además, propiciaba el principio de la propiedad privada en un temprano proyecto capitalista, pero todo ello solamente para el “hombre blanco”. La razón de Kant representaba un raciocinio racista. Racismo en siglo xix A lo largo del siglo xix proliferaron los aportes para sustentar el “racismo científico”. El anatomista inglés Robert Knox (1791-1862) formuló su axioma: “Race […] is everything” y clasificó a los africanos y a los judíos como “razas inferiores” (Knox, 1850: 6). El Essai sur l´inégalité des races humaines (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, 1853-1855) del Conde Arthur de Gobineau constituye un diagnóstico de Europa que busca brindar respuestas para el futuro de la civilización europea. Además, hacía énfasis sobre todo en los siguientes principios: las “razas humanas” son desiguales, en consecuencia se debe crear una nueva sociedad basada en “estamentos raciales”. Gobineau era partidario del
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desarrollo cíclico de las civilizaciones, con sus correspondientes ascensos y descensos culturales. Aunque el autor no define puntualmente el concepto de ‘raza’, su andamiaje de ideas y presupuestos nos permiten reconstruirlo. ‘Raza’, según él, describe condiciones heredables, bien sean físicas o psíquicas determinadas por la sangre. El mestizaje, sin embargo, conllevaba desde la perspectiva del Conde, a la “degeneración de las razas” y de ésta manera la hibridación racial se materializaba a través de la decadencia o la muerte de la civilización (De Gobineau, 1853: vol. i, 45). El imaginario de la “raza pura”, incluso para este último, representaba solamente un “tipo ideal”, dado que el estado de las razas demostraba que desde los “albores de la historia” se habían mestizado: “le mélange du sang” como el autor lo denominaba (p. 45). Gobineau dividió la variedad humana en tres razas: la brutal, sensual y cobarde “raza de los negros”; la débil, mediocre y materialista “raza de los amarillos” y, por último, la “raza blanca”, inteligente, enérgica y llena de coraje. De hecho, la “raza blanca” tenía todo el monopolio de la belleza y era la única raza que conocía el honor. Por su inteligencia y fuerza, estaba destinada a conquistar a las “razas subordinadas” para acentuar su papel de “fundadora de la civilización” (pp. 214-230). Los celtas y los eslavos eran “razas blancas”, pero el ápice de la “raza blanca” estaba representado por los “arios”. Los idearios de Gobineau expresaban un anacrónico anhelo por reconstruir una sociedad estamental —disuelta desde la abolición del feudalismo en 1789— pero con el fin de que la aristocracia pudiera recuperar sus privilegios perdidos. La continuidad entre Boulainvilliers y Gobineau es clara. El siglo xix también fue testigo de otros métodos y afirmaciones que caracterizaron los discursos racistas: la antropometría y el poligenismo. El naturalista y geólogo suizo Louis Agassiz (1807-1873) se convirtió en uno de los representantes más famosos del poligenismo, aunque tuvo predecesores, tales como el médico John Atkins (1685-1757) y los filósofos David Hume (1711-1776) y Voltaire (1694-1778), quienes ya habían desarrollado esta doctrina. El poligenismo, contrariamente al monogenismo, parte del postulado de que cada raza tiene su propio origen, esto es, diferentes “padres fundacionales”. Con este discurso se intentaba desarrollar una falsa premisa, de carácter inamovible e irrefutable, para aseverar con más ímpetu y pujanza la inequidad racial e intelectual de las supuestas razas inferiores. Agassiz publicó en 1850 un artículo bajo el título “The diversity of origin of the human races”, editado en la revista
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Christian Examiner. El naturalista desarrollaba toda una estrategia discursiva para no entrar en conflicto con las ideas cristianas al afirmar que el relato de Adán sólo se refería a la “raza caucásica”. Como fingido corolario, afirmaba: En la tierra existen diferentes razas de hombres, que habitan en diferentes partes de su superficie y tienen características físicas diferentes; y este hecho […] nos impone la obligación de determinar la jerarquía relativa entre dichas razas, el valor relativo del carácter propio de cada una de ellas, desde un punto de vista científico […] (citado en Gould, 1999: 66).
La antropometría fue otro método del racismo antropológico que, aunque tampoco fue una invención del siglo xix, fue muy representativa para dicha época. Los antropólogos alemanes de la Universidad de Göttingen, como Christoph Meiners (1747-1810) y Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840), fueron los precursores más importantes de estos nuevos planteamientos al hacer hincapié en la craneometría. Sin embargo, los académicos que impulsaron este nuevo método a nivel internacional fueron el anatomista norteamericano Samuel Morton (1799-1851) y el antropólogo francés Paul Broca (1824-1880). A continuación me limitaré al primero. Morton no tenía como meta obtener una representación taxonómica completa; su interés epistemológico, como Gould lo demuestra, consistía en probar que era posible establecer “objetivamente una jerarquía entre las razas basándose en las características físicas del cerebro, sobre todo en su tamaño” (p. 71). El método aplicado por Morton fue la medición de la cavidad craneal. Con esta pretensión rellenaba tal cavidad con semillas de mostaza blanca tamizada y, a continuación, vertía las semillas en un cilindro graduado para conocer el volumen craneal en centímetros cúbicos. A falta de hallazgos uniformes sustituyó las semillas por perdigo‑ nes de plomo obteniendo así resultados más “fidedignos”. Morton publicó tres trabajos esenciales: Crania Americana (1839), Crania Aegyptiaca (1844), y un artículo en el cual resumía sus resultados bajo el título “Observations on the Size of the Brain in Various Races (Observaciones sobre el tamaño del cerebro en las diferentes razas”, 1849). En este último Morton subdividía jerárquicamente la humanidad en seis grandes razas: “caucásica moderna”, “caucásicaantigua”, “mongólica”, “malaya”, “americana” y, finalmente, “negra”.
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Cada una de estas razas se subdividía nuevamente entre uno y seis grupos. Al igual que en otros procesos de “racialización”, Morton estaba condicionado por sus prejuicios (p. 74). En consecuencia, podemos caracterizar la antropometría como un intento de racionalizar el prejuicio y el miedo ante lo foráneo. Morton no titubeaba en expresarse de manera denigrante e insultante en contra de las “razas inferiores” y adicionalmente aplicó una metodología que le permitió llegar a un resultado preconcebido. Al respecto se debe aclarar lo siguiente: el tamaño del cerebro siempre corresponde al tamaño del cuerpo, por ejemplo, una persona alta tiene un cerebro más grande que una persona de pequeña estatura. Además, en la mayoría de los casos, los hombres tienden a ser más altos que las mujeres, por lo cual, los hombres tienden a tener el cerebro más grande. Ciertamente, deducir del tamaño del cerebro la capacidad intelectual es totalmente desatinado. Al medir los cráneos caucásicos, Morton estudió en su mayoría cráneos de hombres (Gould, 1999: 81), y al evaluar cráneos indígenas, midió sobre todo cráneos de los incas —por lo general más pequeños que los demás— y omitió calcular los de los iroqueses que comparativamente son mucho más grandes que los de los incas. Éstos son solamente algunos ejemplos de la forma como Morton distorsionó la “realidad biológica” y proyectó así sus anhelos y sus prejuicios socioculturales en sus investigaciones publicadas bajo la autoridad de la ciencia. En conclusión, podemos afirmar que el racismo antropológico fue un fenómeno secular que desplazó la fuerza autoritaria de la teología: el racismo científico se fundaba en el monopolio de la verdad del empirismo y en la observación; de hecho, en mediciones, tablas, cuantificaciones, exámenes y en planteamientos derivados de la teoría de la recapitulación. El término raza se utilizó por los citados autores como un criterio científico para comprobar el orden jerárquico de las “razas humanas”. No obstante, el racismo conservaba su funcionalidad excluyente con el fin de mantener el poder en las relaciones sociales determinadas por la esclavitud, la industrialización y el imperialismo. Divulgar la supuesta condición inferior del indígena, del africano y del asiático permitía legitimar su conquista y su explotación sin crear paradojas éticas con la moral de Occidente. Ahora bien, en esta lógica discursiva también encontramos el trazado teórico del filósofo y sociólogo Herbert Spencer (1820-1903), quien
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después del aporte de Jean Baptiste de Lamarck Filosofía Zoológica (1809) y de Charles Darwin El origen de las especies (1859), tergiversó y adaptó la teoría de la evolución a la sociedad. De esta manera, no solamente Spencer sino otros darwinistas sociales como Alfred Russel Wallace (1823-1913) y Ernst Häckel (1834-1919) se convirtieron en ideólogos racistas del capitalismo industrial. El científico británico Francis Galton (1822-1911) acuñó el concepto de la eugenesia en Inglaterra; el médico alemán Alfred Plötz (1860-1940) y Wilhelm Schallmayer (1857-1919) lo introdujeron en Alemania bajo el término de Rassenhygiene (higiene racial) y, en 1905, se legalizó la esterilización de razas indeseadas en varios estados de América del Norte. En este contexto ‘raza’ se convierte en receptor de otro complemento significativo: el factor muerte. Las “razas inferiores” debían ser eliminadas. Solamente los nazis llevaron a cabo este protervo proyecto (el que produjo la masacre organizada, sistemática e industrializada en campos de trabajo y campos de exterminio por medio de cámaras de gases u hornos crematorios). O, en palabras de Michel Foucault, el racismo “asegura entonces la función de la muerte en la economía del biopoder, sobre el principio de que la muerte del otro equivale al reforzamiento biológico de sí mismo como miembro de una población, como elemento en una pluralidad coherente y viviente” (1992: 267). Reflexiones finales El racismo postula que una raza es biológicamente superior a las demás y que esta condición es heredable. En pocas palabras: el racismo esgrime el determinismo biológico en detrimento de su víctima. De ahí que los racistas pretendan conservar la “pureza de su raza” para no vulnerar su supuesta superioridad. En el último tercio del siglo xx algunos genetistas, como el italiano Cavalli-Sforza, comprobaron la evidente carencia de los argumentos biomoleculares, mediante los cuales se pretendía establecer la categoría de raza como un criterio fiable para ordenar la diversidad humana. En este contexto se debe citar al célebre biólogo: Si estudiamos cualquier sistema genético, siempre encontramos un grado elevado de polimorfismo, es decir de variedad genética: significa que
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un gen presenta distintas formas. Esto ocurre tanto en una población muy pequeña como en el conjunto de la población europea, tanto en toda una nación como en una ciudad o en un simple pueblo. Por ejemplo, las proporciones de genes A, B y O varían de unos pueblos a otros, de unas ciudades a otras, de unas naciones a otras, pero no demasiado: en cada microcosmos encontra‑ mos una composición genética comparable a la del conjunto, aunque algo distinta […]. Podemos estudiar la clase rica o la pobre, a los blancos o a los negros: siempre hallaremos el mismo fenómeno [de polimorfismo]. La pureza genética es inexistente, simplemente no se encuentra en las poblaciones humanas (Cavalli-Sforza, 2000: 255).
Es contundente también el siguiente argumento: [...] aun si entre los miembros de una familia se practicara la endogamia durante veinte ó treinta generaciones, no se lograría una colectividad totalmente ‘pura’, en la que hubiera desaparecido la variabilidad genética. No obstante, el intento de criar artificialmente ‘seres puros’ acarrearía graves consecuencias para la fertilidad y la salud de los descendientes, y podría conducir a deformaciones e incluso a la muerte (p. 255).
Cualquier clasificación racial simplifica la diversidad humana de tal manera que se convierte, en la mayoría de los casos, en una finalidad en sí misma (Selbstzweck). No sólo por omitir la gran variedad genética a lo largo de cualquier categorización, sino también por ignorar todas las posibles zonas de transición genética, que por principio son negadas en las categorías estáticas. No es sorprendente que en los últimos 200 años la ciencia haya presentado modelos de clasificación, que varían entre tres y trescientas razas. He aquí algunos ejemplos: Jean-Joseph afirmaba que existían dos razas; Kant, cuatro; Blumenbach, cinco; Buffon, seis; Agassiz, ocho; Morton, veintidós; Crawford, sesenta, etc. La genética tiene una respuesta simple: existen seis millares de razas, la misma cantidad de seres que habitan la tierra (Kattmann, 1999: 65-81; Schüller y Van der Let, 1999: 15). Apologistas de la categoría de la raza argumentarían a su favor que no puede existir un sistema único de categorización racial en vista de que es difícil trazar límites categóricos en el campo
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de las especies. Pero esto solamente comprueba que cualquier clasificación de las razas se escapa a una verificación intersubjetiva y, por ende, no tiene un fundamento científico. Las diferencias visibles entre los seres tergiversan los esquemas perceptivos de las personas en torno a las diferencias genéticas. Unas pocas características se sobrevaloran, porque llaman la atención: el color de la piel, la forma de la nariz, los ojos, los labios y el cabello. Pero, detengámonos un momento en otros aspectos y nombremos tres características genéticas: los grupos sanguíneos, que como sabemos tienen tres variantes (A, B y O); el rh, que tiene dos variantes (+ o -); y, por último, el grupo hla (Antígenos Leucocitarios Humanos), del que depende la tolerancia a un transplante de órganos y cuya composición es determinada por una combinación de seis genes que manifiestan de diecinueve a sesenta y un variantes. Si tenemos en cuenta solamente estas tres características, obtendríamos una cantidad de posibles combinaciones genéticas igual a 1.291.178.228.421.950.000 (Schüller y Van der Let, 1999: 16). Es importante señalar que esta cantidad tan difícil de imaginar ni siquiera habita el globo terráqueo y solamente hemos tomado en cuenta tres características. No hace falta recordar que el ser humano posee más de tres características genéticas. Es por eso ilusorio tratar de tomar el color de piel o la forma de la cara para afirmar la existencia de “razas humanas”, concepto que pretende expresar una homogeneidad o similitud genética. Estas reflexiones derivadas de la genética y la visión histórica presentada en este artículo demuestran que ‘raza’ más que una realidad biológica, es una construcción social. Como se pudo observar, la fabricación del imaginario de ‘raza’ obedece a necesidades sociales, económicas y psicológicas. Por tanto, podemos aseverar que las razas no son el resultado sino la condición de argumentaciones racistas (Hund, 1999: 10). En conclusión, se demuestra una vez más de qué manera las relaciones interhumanas se han estructurado por medio de la significación de características biológicas o seudobiológicas, con el fin de construir colectividades diferenciadas (racialisation) (Miles, 1989: 75). El adjetivo “biológico” puede ser motivo de confusión, dado que para algunos académicos “lo biológico” es portador implícito de un referente moderno, entendido como un saber disciplinar del siglo xix. Sin embargo, al utilizar el giro “biológico” se hace referencia a la idea sobre cómo la “diferencia” puede ser “objeto de
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herencia” a través de imaginarios sobre el cuerpo. En este sentido, las doctrinas sobre el cuerpo humano se pueden sustentar y promulgar desde las ciencias naturales del siglo xix, pero también desde planteamientos teológicos, aristotélicos y patológico-humorales; es decir: desde una fusión entre medicina y teología típica para los siglos xvi y xvii. El concepto de ‘raza’ ha sido impregnado a lo largo de la historia de diferentes conceptos de ‘verdad’ y de ‘validez’, creando así imaginarios de desigualdad quiméricos. Esta dinámica histórica del concepto de ‘raza’ es posible apreciarla en la siguiente metáfora: el camaleón tiene la capacidad de cambiar su color según el medio en que se encuentre. De igual manera se comporta la construcción del concepto de ‘raza’. Éste, según la época y la región en donde se origina, se adapta a las diferentes concepciones de verdad y moral, así como a las condiciones, realidades e intereses sociales imperantes. Además, a partir de esto vuelve a crear nuevas realidades capciosas ligadas a las diferentes concepciones del poder, la teología y la ciencia. Dichas concepciones no constituyeron únicamente empresas del saber y de la validez, sino poderosas industrias de la desigualdad. Posturas y creencias racistas se producen y se reproducen por medio de los significados discursivos; y a través del discurso racista las prácticas segregacionistas y discriminatorias se preparan, se promulgan y se legitiman. En los discursos de ‘raza’ a lo largo de este proceso histórico se aprecia una constante que incorpora infatigablemente una estrategia de marginación y cuya funcionalidad de exclusión termina siendo el cometido común y central. De esta manera se puede hablar de continuidad histórica funcional, pero en ningún momento de nexos causales. Dicho de manera concisa, los discursos de raza encarnan significados desiguales; es decir, representan diferentes formas de su propio ser (discontinuidad), pero siempre pretendiendo un mismo fin: la exclusión (continuidad). Recalcar este último aspecto es de suma importancia, puesto que de esta manera se esclarecen los contenidos conceptuales de las ideas de raza, a fin de captar cómo se construyen los imaginarios sociales e intelectuales sobre la desigualdad, los que fueron determinados por la visión de la verdad de sus contemporáneos, sin que su carácter quimérico repercutiera. Este impulso metodológico aporta tal vez en su cuestionamiento la comprensión de manera
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diferenciada de la dinámica histórica del concepto de ‘raza’ y ‘racismo’ (en plural) y, por qué no, tal vez esclarece cómo y por qué los imaginarios sociales e intelectuales determinaron ante todo la “realidad biológica” en su periodo histórico, pero nunca lo inverso. En otras palabras: la realidad biológica en estos casos no se derivó de la biología sino de los imaginarios sociales que confluyeron en la “racialización” de las sociedades. El racismo se muestra no solamente como una construcción social, es también una práctica social, una ideología, y se manifiesta, así mismo, como un poderoso ente discursivo. Por último, el hecho de que el concepto de ‘raza’ hoy en día no tenga validez en este contexto, no quiere decir que ya no exista el racismo. Como advierte el filósofo Pierre-André Taguieff, no debemos recaer en un “sueño dogmático” que nos dé esperanza (1998: 221-269). La biogenética, el utilitarismo, el etnocentrismo, la judeofobia y la islamofobia construyen cada día nuevos potenciales de segregación (que aunque ya no se basan en el concepto de ‘raza’, lo hacen en reflexiones en torno a “discapacidades genéticas”, la cultura y la criminalización). Son éstos los nuevos espacios a los que nos debemos acercar en procura de deconstruir los nuevos planteamientos del neorracismo y del racismo cultural o diferencial.
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Un mito republicano de armonía racial. Raza y patriotismo en Colombia (1810-1812)* Marixa Lasso Traducción de Marcela Echeverri, Claudia Leal y Lina Mendoza **
Un nuevo lenguaje de patriotismo, libertad, hermandad y unidad republicana redefinió las relaciones raciales coloniales durante las guerras de independencia en el mundo hispánico. Esta nueva retórica sustentó un concepto de nacionalidad que vinculaba la identidad nacional con la armonía y la igualdad raciales, lo que los académicos contemporáneos han llamado el “mito de democracia racial”1. A pesar del vínculo histórico existente entre la creación de este mito y la fundación de las repúblicas hispanoamericanas, los estudiosos
* Este artículo es la traducción de “A Republican Myth of Racial Harmony: Race and Patriotism in Colombia, 1810-1812” (2003), publicado en la revista Historical Reflections, 29 (1), 43-63. Las citas reflejan los trabajos publicados en ese momento. La autora agradece el apoyo financiero dado por la Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research, del Social Science Research Council, y de la Tinker Foundation para su investigación en Colombia. También agradece los comentarios y la invaluable ayuda de Malick Ghachem, David Geggus y Mark Thurner, así como a Marcela Echeverri por su traducción y a Claudia Leal por sus excelentes comentarios editoriales. ** Por tratarse de un texto traducido que se nutre de diversas fuentes primarias, hemos decidido respetar las normas de citación utilizadas por el autor en la versión original [N. del E.]. 1
El poder y la fuerza de esta noción nacionalista se hace evidente en la manera como los intelectuales y los políticos latinoamericanos adaptaron las ideas racistas europeas y las de Estados Unidos. Aún durante el auge del racismo científico a mediados del siglo xix, los intelectuales latinoamericanos no acogieron completamente los conceptos raciales europeos. Ellos aspiraban a que sus nociones se aclararan progresivamente a través de la mezcla racial entre inmigrantes blancos y gente local de color. Tal vez es aún más
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de las relaciones raciales en la región tienden más bien a advertir la tenacidad de la discriminación racial en el periodo republicano temprano. Han condenado a las élites por haber usado la retórica de la igualdad con el simple fin de conseguir el apoyo de la población negra durante las guerras de independencia y los conflictos posteriores2. Estos juicios no sólo ignoran el complejo proceso de la construcción del mito, sino que también trivializan un momento histórico fascinante y de gran importancia. La poderosa asociación entre republicanismo, nacionalismo e igualdad racial que caracterizó el periodo de Independencia en la América española no debe asumirse como obvia. En el mundo occidental las nociones republicanas de ciudadanía no siempre tuvieron como resultado retóricas nacionalistas de igualdad entre las razas; todo lo contrario: el auge del liberalismo durante el siglo xix coincidió con un creciente racismo científico3. Además, no todas las repúblicas americanas contemporáneas siguieron el mismo patrón de Hispanoamérica, en donde la noción de igualdad racial se estableció firmemente en el discurso patriota durante la década de 1810. La inferioridad de las personas de color fue clave dentro de la configuración política de Estados Unidos, y sólo unos pocos abolicionistas radicales apoyaron el proyecto de igualdad legal para los negros (Blackburn, 1988: 267-291). En Haití la declaración de igualdad racial por parte de la Francia revolucionaria estuvo asociada con guerra civil, la rebelión de esclavos, la derrota de los franceses dueños de plantaciones y la formación de un Estado negro independiente: una imagen poco atractiva para los criollos blancos hispanoamericanos. Por eso, cuando las élites criollas decretaron la igualdad racial, renunciaron a los mecanismos que tradicionalmente habían mantenido las jerarquías sociales e instituyeron un nuevo sistema racial cuyas
significativo que estas nociones raciales modificadas no afectaran el discurso político local, el cual continuó enfatizando la unidad e igualdad raciales que tanto atraían a los votantes de color. Para el tema de las ideas de los intelectuales latinoamericanos sobre raza ver: Graham (1990). Para un análisis muy cuidadoso de la relación entre discurso racial y participación política afrocubana, ver: De la Fuente (2001).
Sobre el uso que las élites dieron a la retórica republicana de la igualdad para atraer el apoyo de los afrodescendientes durante las guerras de independencia, ver: Lynch (1986); Wright (1990).
Ver: Davis (1966); Stoking (1982); Young (1995).
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implicaciones eran poco claras o reconfortantes. A pesar de esto, es sorprendente el nivel de consenso de las élites hispanoamericanas en torno a la noción de la igualdad racial. Mientras que la élite criolla se dividió y peleó duras guerras sobre cuestiones como el federalismo y las relaciones entre la Iglesia y el Estado, llegó a un acuerdo sobre la igualdad racial en los primeros años de la lucha por la Independencia. ¿Por qué? ¿Acaso la retórica nacionalista hispanoamericana de armonía e igualdad entre las razas fue la consecuencia de un pasado colonial de mezcla racial? ¿O fue ésta, más bien, una nueva invención que surgió durante los conflictos políticos y raciales del periodo de Independencia? En las décadas de 1930 y 1940, Gilberto Freyre y Frank Tannenbaum comenzaron a popularizar la noción de la democracia racial latinoamericana. Desde entonces los historiadores han buscado en el pasado colonial los orígenes de la relativa flexibilidad que caracteriza las relaciones raciales en América Latina, en oposición a las de Estados Unidos. Algunos han explicado esa flexibilidad aludiendo al peso demográfico y económico de la gente de ascendencia mestiza, sumado a la transculturación característica de la cultura, las leyes y las religiones coloniales en la región4. Esta perspectiva se vio cuestionada por una nueva generación de académicos reconocida por argumentar que la noción de democracia racial era simplemente un mito que ayudaba a perpetuar la hegemonía racial de las élites latinoamericanas5. En sus investigaciones, aquellos académicos se enfocaron en los patrones de discriminación racial persistentes en América Latina6. La falta de interés por entender los orígenes de la democracia racial fue un resultado imprevisto de este giro historiográfico. El presente artículo retoma ese interés, pero en lugar de indagar por la historia de la flexibilidad racial, se enfoca en entender la historia de la construcción del mito en sí mismo. Al no encontrar diferencias sustanciales entre los sistemas de esclavitud de Estados Unidos y de América Latina, David Brion Davis (1966: 286) concluyó hace más de treinta años que las diferencias contemporáneas entre las
Ver: Degler (1971); Freyre (1956); Harris (1964); Tannenbaum (1946).
El mejor trabajo en este campo es: Graham (1990).
Ver: Andrews (1991); Fernandes (1965); Viotti da Costa (1985); Wade (1933); Wright (1990).
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relaciones raciales de estas dos sociedades sólo se podían explicar por los cambios políticos que tuvieron lugar durante la Era de las revoluciones. El reciente trabajo de Anthony Marx (1998) desarrolla esta idea a través de una comparación ambiciosa entre Estados Unidos, Brasil y Sudáfrica. Marx afirma que los orígenes de los diferentes patrones en las relaciones raciales modernas se encuentran en los momentos fundacionales de la formación y consolidación de los estados, tal como es el caso de la Guerra de Secesión en Estados Unidos o la lucha por la Independencia en Brasil7. Siguiendo la tesis de Marx, según la cual los momentos de formación nacional son cruciales en el desarrollo de las configuraciones raciales, este ensayo argumenta que un estudio detallado de las primeras décadas de vida independiente es fundamental para entender cómo y por qué las nuevas naciones hispanoamericanas construyeron un mito de igualdad racial. En particular, el ensayo se pregunta de qué manera la armonía racial llegó a ser asociada con el amor a la patria8. La explicación más difundida y común sostiene que este discurso fue un recurso estratégico para atraer soldados negros. Sin embargo, esta explicación no es suficiente para explicar la fuerza y la duración del mito. Las promesas de igualdad pudieron verse revertidas con el paso del tiempo, tal como sucedió en Estados Unidos después de la Reconstrucción9. El mito de armonía racial, como todos los mitos nacionales, requería de algo que generara amor y alianzas, y resulta difícil profesar amor a unas tácticas militares maquiavélicas. En este punto propongo que aquello que inicialmente cautivó la imaginación de los patriotas criollos, y que a la vez los impulsó a abrazar la idea de una armonía racial, fue la serie de debates realizada en las Cortes de Cádiz entre 1810 y 1812. Así como las políticas imperiales inglesas a favor de los africanos contribuyeron a que los colonos holandeses en Sudáfrica consolidaran una identidad afrikáner
Aunque el análisis de Marx (1998) sobre la formación nacional es útil, su énfasis en el proceso pacífico de transición de colonia a república por el que atravesó Brasil es bastante problemático, puesto que a diferencia del caso anterior, en otras regiones de América Latina la aparición de un mito de democracia racial estuvo ligado a conflictos sangrientos entre patriotas y realistas.
Las propuestas teóricas de Anderson (1991) y Colley (1992) sobre nacionalismo son muy útiles para resolver esta pregunta.
Ver: Marx (1998: 120-144); Vann Woodward (1957).
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basada en la supremacía blanca, la negativa de los españoles de Cádiz a otorgar la ciudadanía a la gente de ascendencia africana contribuyó significativamente a la asociación entre el patriotismo criollo y la igualdad racial10. Este ensayo se enfoca en el Caribe colombiano y examina cómo el apoyo a la ciudadanía de la gente de ascendencia africana se convirtió en una de las principales diferencias entre patriotas americanos y españoles. Los años 1810 y 1811 fueron cruciales para este desarrollo, pues fue entonces cuando afrocolombianos y élites criollas se aliaron en conspiraciones patriotas contra las autoridades españolas. En ciudades como Cartagena y Caracas, estas asociaciones resultaron en declaraciones formales de igualdad entre las razas. Asimismo, durante estos años en las Cortes de Cádiz se debatió intensamente el tema de la ciudadanía y de los derechos de la gente de ascendencia africana en el mundo hispánico. Lo que convirtió esos debates en un momento fundacional para la historia de las relaciones raciales en la América española fue que la igualdad racial se volvió central para el patriotismo americano. La raza pudo haberse convertido en un tema que dividía a los radicales de los conservadores, al margen de la nacionalidad, como en el caso de la Revolución francesa y la haitiana11. Pero a causa de su relación con la representación americana en las Cortes, la igualdad racial se convirtió en un tema que separaba claramente a los americanos de los españoles. Fue su asociación con el patriotismo lo que dio fuerza a la idea de igualdad racial y lo que explica que ésta tuviera un éxito generalizado entre la opinión criolla. Después de Cádiz, oponerse a la igualdad racial era equivalente a ser antipatriótico y antiamericano. Ciudadanía e igualdad racial. Cádiz (1810-1812) La invasión francesa a la Península Ibérica en 1808 y el posterior apresamiento del Rey Fernando VII tuvieron consecuencias políticas dramáticas para España. En los años que siguieron, el imperio vio cambios extraordinarios en su cultura política, y las nociones modernas de nación, representación Uso el resumen que hace Marx (1998: 35-42) de la asociación entre la identidad afrikáner y la inferioridad Africana.
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Ver: Geggus (1982); James (1989).
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y ciudadanía empezaron a surgir12. Aunque inicialmente la legitimidad de la monarquía no fue cuestionada, alrededor de 1810 ya dominaba la idea de que la ausencia del rey daba como resultado la devolución de la soberanía al pueblo, fuente original de su legitimidad. Bajo este principio las ciudades en España y en América comenzaron a organizarse en gobiernos locales llamados Juntas. El retorno de la soberanía al pueblo y a las autoridades locales trajo consigo preguntas acerca de la relación entre las regiones del imperio. Este tema se volvió muy delicado, especialmente en América, donde las Juntas sirvieron para pasar el Gobierno de las autoridades españolas a la élite criolla. Como respuesta a los crecientes conflictos alrededor de la representación, se convocaron las Cortes donde los representantes de todas las regiones de España, incluyendo las colonias americanas, escribirían una constitución para la monarquía. En 1810, cuando la mayor parte de la península Ibérica estaba ocupada por un ejército francés, las Cortes se reunieron en la ciudad libre de Cádiz. Sus miembros enfrentaban el gran reto de transformar las instituciones legales y políticas hispánicas (Chust, 1999). Entre las muchas transformaciones allí realizadas, fue de especial importancia la reestructuración de las relaciones entre la metrópoli y las colonias. En octubre 15 de 1810 las Cortes confirmaron un decreto de 1809, el cual abolía el estatus de colonias de los territorios de Ultramar, y los declaraba parte integral de una única nación española (p. 52). Esta declaración de igualdad entre los españoles peninsulares y de Ultramar, lejos de resolver el tema, generó una serie de cuestiones y debates nuevos. ¿Cómo se manifestaría aquella igualdad? ¿Tendrían los americanos una representación igualitaria? ¿Cómo se definiría aquella representación: con números de diputados iguales o proporcionales? Dado el peso demográfico de los grupos de color en América, la discusión sobre la igualdad y la representación pronto adquirió connotaciones raciales. Si tal representación fuese proporcional, ¿se contaría en relación al número de blancos, o de blancos e indígenas, o de todos los sujetos libres incluyendo los negros? Esta última pregunta resultó especialmente complicada y dio origen a que los americanos desarrollaran nociones de raza y ciudadanía que hubieran parecido extremas sólo unos años atrás. En sus respectivos trabajos, Guerra (1992) y Rodríguez (1998) estudian los complejos cambios políticos e ideológicos de estos años.
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Desde este punto en adelante la representación americana en las Cortes de Cádiz estuvo atada a las discusiones sobre la igualdad racial. El meollo del asunto era la representación de una sociedad racialmente heterogénea en una asamblea constitucional13. Dado que el número de diputados era proporcional al número de ciudadanos, la aceptación o el rechazo hacia la ciudadanía de la gente de ascendencia africana o indígena determinaría el peso político de los diputados americanos. Después de una breve discusión, la ciudadanía indígena fue reconocida rápidamente. Como ha dicho el historiador James King (1953b: 43-44), la libertad legal de los indios y su igualdad nominal estaban claramente fundadas en la legislación española. Para la gente de ascendencia africana la situación era distinta. La pregunta sobre si estas personas podían ser ciudadanas encendió un apasionado debate entre los diputados españoles y los americanos. Dado que pocas castas podían probar que estaban libres de ancestros africanos, contar a la gente de ascendencia africana podría llevar a los americanos a dominar del todo las Cortes. Los diputados españoles no podían expresar de manera abierta su temor de ser sobrepasados en número, puesto que la retórica nacionalista oficial promovía la armonía y la igualdad entre españoles y americanos. Por esta razón enfocaron su ataque en señalar las características que según ellos impedían que los pardos (negros y mulatos libres) obtuvieran la ciudadanía. Esta estrategia fue significativa, porque asoció la representación americana a la ciudadanía de los pardos y terminó vinculando la igualdad racial absoluta, en términos legales, al nacionalismo patriota. Sin embargo, la igualdad de los pardos no se convirtió en parte intrínseca del discurso patriota de un día para otro. Los debates sobre los derechos de las castas comenzaron en Cádiz en enero de 1811, con la pregunta de si la representación americana debería discutirse inmediatamente o después de escribir la Constitución. Una vez comenzaron los debates, algunos diputados todavía apelaban a una noción tradicional de representación según la cual cada estamento debía estar representado de manera separada en la Asamblea. El mejor análisis sobre los debates de Cádiz frente a la representación en relación con los afrodescendientes sigue siendo el de King (1953b). También ver: Chust (1999: 53-73 y 150-173); Rieu-Millan (1990: 152-173).
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Indios representarían a los indios, criollos representarían a los criollos y mestizos representarían a los mestizos. La idea de la representación racial en un esquema corporativo no prevaleció frente a las nociones de representación que buscaron abolir todos los vestigios de la sociedad feudal, incluyendo la representación por estamentos (Guerra, 1992: 327-333). Aunque los diputados americanos aceptaron las nociones liberales de representación, no promovieron automáticamente la representación de los pardos. La mayor parte de los diputados liberales creía que las Cortes debían representar a la Nación, pues en ella residía ahora la soberanía (Chust, 1999: 128-129). Dentro de esta noción estaba la idea de que la Nación tenía intereses colectivos que no eran divisibles en facciones o partidos. En los debates de enero los diputados españoles usaron este argumento para contrastar una España racialmente homogénea y armónica con una América dividida por diferencias y rivalidades raciales14. Ante la petición de igualdad en cuanto a la representación de los americanos, los diputados españoles respondieron que la heterogeneidad racial americana era un fenómeno complejo y poco entendido que requería mayor atención. Así, la discusión sobre la representación americana tendría que esperar a que se escribiera la Constitución. A los diputados americanos les resultaba difícil rebatir este argumento, pues compartían con su contraparte española unas ideas de nación y de soberanía que privilegiaban la unidad y la homogeneidad sobre la división y la diferencia. Por esto, en enero llegaron a un acuerdo con el que no estaban del todo satisfechos: aceptaron que había un problema y solicitaron que sólo se aceptara explícitamente la representación indígena y la de los criollos, dejando el problema de la representación afroamericana para después. Al mismo tiempo, los americanos intentaron desacreditar la forma en que los españoles representaban a América como una sociedad dividida por el conflicto racial. Los españoles usaron el temible ejemplo de Haití para advertir a los americanos sobre el peligro de conceder la ciudadanía a los pardos. Los americanos respondieron con imágenes de una sociedad armoniosa, de esclavistas benignos y negros pacíficos, una sociedad que no tenía nada que ver con Haití, donde la crueldad de los amos franceses Ver, por ejemplo, los argumentos de Arguelles en: Diario de Sesiones (1870). “Enero 23 de 1811”.
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había promovido una sangrienta revolución15. El ataque español a la heterogeneidad racial americana obligó a los americanos a adoptar una serie de argumentos en defensa de la diversidad racial de su región. En septiembre de 1811, cuando se presentó un borrador de la nueva Constitución a las Cortes, los diputados americanos se vieron obligados a desarrollar una defensa aún más firme de sus sociedades racialmente heterogéneas. Al declarar que todos los hombres libres eran españoles, el borrador incluyó oficialmente a los afrodescendientes como miembros de la nación española. No obstante, artículos adicionales definieron como ciudadanos sólo a aquellos cuyo origen se remontaba a España o a América, pero no a África. Asimismo, según el Artículo 29, la representación parlamentaria debía ser proporcional al número de personas cuyos orígenes se pudieran trazar exclusivamente a España o a América, incluyendo nuevamente a los criollos, indios y mestizos, y excluyendo a aquellos cuya ascendencia incluyera sangre africana. Esto disminuyó considerablemente la representación americana y puso en tela de juicio las declaraciones oficiales españolas de igualdad americana. A pesar de su oposición a la ciudadanía de los pardos, los diputados liberales españoles no podían construir una barrera rígida entre ciudadanos blancos y negros. Ellos compartían la noción cristiana de igualdad intrínseca entre los hombres y la creencia ilustrada según la cual el mérito debía determinar el estatus social antes que el origen. Además, temían generar hostilidad entre la población de pardos en América, la cual era en su mayoría fiel a España. Por todo esto, explicaron la inferioridad de los afroamericanos como resultado de su “triste
Diario de Sesiones (1870). “Sesiones de enero 23-25”; El Amigo de los Hombres (Filadelfia, 1812; Cartagena, 1813); Archivo General de Indias [agi] (R. 17170, 3-4). Cuando se usó el ejemplo de Haití para disuadir a los criollos de declarar una junta, Antonio Villavicencio, un emisario de la Corona, respondió: “Era el absurdo mayor temer un resultado igual al de la Isla de Santo Domingo por la diferencia de circunstancias, de antecedentes y de datos, mucho más cuando tenemos a Fernando VI por Rey reconocido y el nuevo gobierno no habiendo proclamado la libertad, e igualdad, ni abolido la esclavitud de los negros, cuyo número era tan excesivo en Santo Domingo como aquí escaso. A cuantos me manifiestan estos temores, les predico que los oculten y que solo el presumirlos es un desvarío de una imaginación pusilánime e ignorante”, en: agi (Santa Fé, 747, doc. 34). “Antonio Villavicencio al virrey Amar, 30 de mayo de 1810”.
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origen y falta de educación”. En palabras menos eufemísticas, un diputado español dijo que los negros tenían su origen en África y por lo tanto eran miembros de una nación “irreligiosa, inmoral, casi desnaturalizada”. Aún aquellos que habían nacido y crecido en América, continuaba diciendo, habían aprendido hábitos africanos de sus padres16. Como resultado, la incorporación de la población de ascendencia africana tendría que ser gradual. Las Cortes darían ciudadanía uno a uno a aquellos pardos que pudieran probar mérito y virtud, de acuerdo con el principio de Gracias al Sacar de 179517. Ante la acusación de que negarle la ciudadanía a toda la gente de ascendencia africana era inconsistente con los principios liberales, un diputado español respondió recordando los ejemplos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Nadie podía desconocer el progreso, la ilustración y las leyes liberales de esos países que, sin embargo, decía el diputado, no habían otorgado la ciudadanía a la gente libre de ascendencia africana. ¿Entonces cómo podía España, que apenas comenzaba el camino hacia la libertad, dar ese innovador y peligroso paso?18 Los diputados españoles también acusaron a su contraparte americana de negar el antagonismo racial por simple conveniencia política y los retaron a dar a los pardos no solamente el derecho a ser representados sino también a ser diputados (Chust, 1999: 160). Los diputados españoles se apoyaron en las ideas de Jean-Jacques Rousseau para decir que “establecer en todos los ciudadanos aquella unidad moral tan necesaria para que la acción del gobierno, lejos de hallar estorbos y choques violentos en los diferentes hábitos y opiniones, esté expedida para promover el bien general”19.
Diario de Sesiones (1870). “10 de septiembre de 1811”, p. 1808.
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En 1795 la Corona española publicó un decreto que contenía una lista de unas setenta y una Gracias al Sacar con sus respectivos precios. Entre las exenciones que se mencionaban estaba la categoría de pardo. Por 500 reales un pardo podía comprar su blancura. Este decreto no estableció un nuevo procedimiento sino que regularizó una práctica previa, la cual permitía que a través del mérito y la riqueza los pardos adquirieran privilegios legales iguales a los de los blancos a través del servicio a la Corona y de donaciones monetarias. Ver: King (1951); Ots Capdequi (1968).
17
Diario de Sesiones (1870). “7 de septiembre de 1811”, p. 1796.
18
Diario de Sesiones (1870). “7 de septiembre de 1811”, p. 1797. Ver: Rousseau (1950: 26-28). Para un análisis de las ideas hispanoamericanas sobre el faccionalismo durante la era de las revoluciones, ver: Dealy (1968).
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Dado que los diputados americanos y españoles estaban de acuerdo en que los ciudadanos de la Nación debían tener intereses y valores comunes, los segun‑ dos tenían que probar que la gente de ascendencia africana representaba una amenaza mientras que los americanos tenían que presentar una imagen de armonía racial en América. Los diputados españoles se refirieron a la segregación de registros parroquiales en América y a la ofensa que sentían los criollos si se les confundía con mulatos, como argumentos para probar que las diferencias y los antagonismos raciales dividían a los americanos. Además, los diputados españoles recurrieron a la extensa lista de prejuicios raciales de las élites criollas, y le recordaron a los diputados criollos que los españoles habían sido tradicionalmente aliados y protectores de los pardos. Durante los debates de septiembre de 1811 sobre el Artículo 29, los diputados americanos, con sólo una excepción, se unieron a favor de los derechos de los pardos a ser representados (Rieu-Millan, 1990: 154); sin embargo, se dividieron frente a la manera de implementar la representación. Algunos diputados más conservadores optaron por otorgar a las personas con ancestro africano el derecho a elegir pero no a ser elegidos. En palabras del diputado guatemalteco Larrazábal, ésta era la solución más justa porque “las distintas jerarquías que hay en el cielo nos convencen de que las hay en la tierra”20. No obstante, la mayoría de los diputados no compartía esta visión tradicional. Al igual que los diputados españoles, éstos pensaban que la educación y el mérito permitirían a las personas de ascendencia africana adquirir gradualmente los derechos ciudadanos en su totalidad. Sin embargo, para los americanos el umbral para considerar a alguien meritorio era menor que el de los españoles. Ellos estaban dispuestos a someter a los pardos a los mismos requisitos de ciudadanía que las Cortes habían decretado para los españoles. La mayoría de los diputados americanos compartía la noción de que las personas de ascendencia africana, cuyos padres eran libres y practicaban una profesión —incluyendo a los artesanos— o que poseían propiedad suficiente para sostener una posición independiente, debían ser ciudadanos21. También afirmaban que quienes cumplieran con los Diario de Sesiones (1870). “6 de septiembre de 1811”, p. 1788.
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Un análisis de las características de la ciudadanía en España y América durante estos años se encuentra en: Guerra (1999: 33-61).
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requisitos constitucionales debían disfrutar de los derechos a ser elegidos al margen de su origen racial. Al defender la ciudadanía de los pardos, los diputados americanos estaban siendo innovadores. Se dedicaron a construir una imagen de diversidad racial americana que encajara con el ideal de la época de una nación en la que los ciudadanos compartían intereses y valores comunes. Por ello se propusieron probar que las relaciones raciales en la América española estaban caracterizadas por la armonía y no por el conflicto. Dado que los diputados americanos no querían esperar a que los pardos obtuvieran la ciudadanía, tenían que probar que las relaciones raciales armónicas eran una realidad en el presente. De acuerdo con la imagen idílica que presentó un diputado, blancos y negros eran criados juntos por mujeres negras que les enseñaban a quererse mutuamente22. Los diputados americanos también reinterpretaron de manera favorable el estigma histórico de la ilegitimidad, que tradicionalmente había pesado sobre las castas. Las relaciones sexuales interraciales ahora se presentaban bajo una luz positiva, como evidencia de armonía racial. También afirmaron que la persistencia en la mezcla racial había desarrollado lazos fuertes entre las familias criollas y negras, vínculos que no se deberían romper con leyes excluyentes. Además, dado que numerosos miembros de la élite criolla eran producto de la mezcla racial, era frecuente que mulatos que pasaban por blancos ocuparan posiciones de autoridad, lo que probaba sus habilidades políticas23. Mientras admitían que los prejuicios llevaban a la gente a esconder su ascendencia racial mezclada, los diputados americanos decían que eso era producto de leyes bárbaras y arcaicas, tales como las regulaciones de limpieza de sangre24. Como consecuencia, las leyes excluyentes de la Constitución no serían el remedio para una sociedad dividida por conflictos sino la continuación de una legislación que generaba conflicto en una sociedad caracterizada por la armonía racial. Adicionalmente, los diputados americanos tuvieron que desarrollar argumentos en contra de la exclusión de los pardos del cuerpo político nacional. Los diputados españoles decían que la gente de ascendencia africana estaba Diario de Sesiones (1870). “7 de septiembre de 1811”, p. 1798.
22
Diario de Sesiones (1870). “10 de septiembre de 1811”, p. 1809.
23
Diario de Sesiones (1870). “6 de septiembre de 1811”, pp. 1789-1790.
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por fuera del pacto social original creado entre españoles, criollos e indígenas durante la Conquista, y que por lo tanto no habían participado en la constitución de la Nación25. Como respuesta los diputados americanos presentaron una noción de la nacionalidad en la que la contribución a la patria prevalecía sobre el origen. Basándose en las ideas de Abbé Siéyès (Sewell, 1994), dijeron que ciudadanos eran aquellos que realizaban obras a favor de la Nación. Defendieron intensamente los esfuerzos de los pardos como trabajadores de la tierra, sus contribuciones como artesanos y su invaluable papel como militares26. Un diputado llegó incluso a decir que “las castas eran las depositarias de toda la felicidad americana”27. Es más, los diputados americanos resaltaron una idea de nacionalidad que privilegiaba el nacimiento, la cultura y el amor por la patria sobre los orígenes raciales. Según un diputado, los pardos “son españoles por nacimiento y que han mamado desde la cuna la religión, idioma, costumbres y preocupaciones de España”28. Otro dijo que la gente de ascendencia africana nacida en América “se forma en aquella tierra, la ama y la mira como a su patria”. Negarles la ciudadanía era equivalente a condenarlos a un castigo que solamente se debía reservar para los judíos: no pertenecer a la Nación en la que habían nacido29. Alianzas tempranas. Los pardos y el pueblo, Cartagena (1810-1811) Mientras los parlamentarios debatían en Cádiz, en el Caribe colombiano sucedían cambios rápidos e importantes. Como en otras ciudades del Imperio, los criollos cartageneros depusieron a las autoridades españolas y establecieron juntas de gobierno en nombre del pueblo soberano. “El pueblo”, sin embargo,
Diario de Sesiones (1870). “5 de septiembre de 1811”, p. 1781.
25
Diario de Sesiones (1870). “7 de septiembre de 1811”, p. 1799. Ver: Chust (1999: 153-155). Una reevaluación de las artes mecánicas durante la ilustración se encuentra en: Sewell (1980: 64-72 y 77-86).
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El Español (1811, octubre 30). “Carta 6.a de Juan Sintierra sobre un artículo de la Nueva Constitución de España”.
27
Diario de Sesiones (1870). “5 de septiembre de 1811”, p. 1781.
28
Diario de Sesiones (1870). “7 de septiembre de 1811”, p. 1799.
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no era una simple construcción retórica para legitimar el gobierno criollo. La élite criolla de Cartagena pidió a hombres y mujeres que se unieran al movimiento patriota, y muchos de ellos se armaron y se congregaron en las plazas. En la provincia de Cartagena, en donde la mayoría de la población estaba constituida por gente libre de ascendencia africana, la aparición del pueblo como un protagonista político tuvo implicaciones radicales, pues generó interrogantes sobre los alcances raciales y sociales de la participación política. A la duda sobre si el cabildo de Mompox debería convocar un cabildo abierto, no había una respuesta sencilla o inmediata. En este caso la inconveniencia de tal reunión se derivaba de la pregunta sobre cómo convocarla: Si se trata de que concurra la nobleza, la clase inferior se ofendería por no tener parte en la sesión. Si se admiten de ésta algunos individuos, otros, celosos de este honor, se quejarían de aquella preferencia: si se cuenta con aquellos pardos que tienen lustre y facultades, dirán otros que la pobreza no es un crimen. Hay varios motivos de temer este resultado que no ignoráis vosotros, y que la prudencia obliga a pasar en silencio (Corrales, 1883: 198).
La disyuntiva que enfrentaba el cabildo de Mompox muestra cómo los problemas de inclusión política surgieron de los eventos revolucionarios. No estaba claro quién tenía derecho a participar en las decisiones políticas locales y no se había desarrollado aún una retórica oficial que definiera los límites y las características de la ciudadanía política30. La ideología revolucionaria del momento ofrecía una serie de ejemplos, unos más incluyentes que otros, y aún no estaba claro cuál sería la mejor opción. Dada la volatilidad de la situación, el cabildo abierto no fue convocado. Antonio Nariño planteó las siguientes preguntas sobre la junta de Cartagena: “In the sudden state of revolution it is said that the people assumes sovereignty; but in fact, how does it exercise it? By its representatives, it is answered. And who names the representatives? The people. And who convokes this people? When? Where? Under what formula?” [versión en inglés en el artículo original]. Aunque las preguntas de Nariño trataban de satirizar la idealización que hacía Cartagena de las nociones liberales de representación, con ellas señaló la cuestión crucial sobre cómo, en últimas, se ejercería la soberanía del pueblo. La cita es de Jaramillo (1996: 152).
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A pesar de sus aprehensiones, los miembros criollos del cabildo de Cartagena, cuya mayoría eran comerciantes y abogados, no podían deponer a las autoridades españolas sin el apoyo de las clases bajas31. El apoyo de los pardos fue crucial para el triunfo de los patriotas en contra de los realistas. En mayo de 1810 el cabildo de Cartagena comenzó una conspiración contra el impopular gobernador español. Este gobernador no sólo desconfiaba abiertamente de los criollos, sino que también se encargó de detener la construcción de proyectos de defensa, con lo que dejó a muchos artesanos sin trabajo y se hizo vulnerable a ser acusado de traición (Múnera, 1998: 157-159 y 175-176). Según un testigo, el cabildo buscó apoyo en personas cercanas al pueblo bajo antes de intentar deponer al gobernador. Del barrio de artesanos y pardos de Getsemaní se eligió a Pedro Romero y a Juan José Solano. El primero era un artesano pardo miembro de las milicias, quien trabajaba con sus hijos en la tienda del arsenal. Gracias a su apoyo y al de Solano, Getsemaní se unió al plan32. La alianza entre pardos y criollos se oficializó en las primeras elecciones en Cartagena, que incorporaron a los pardos en su definición de “el pueblo”. Sobre el papel crucial que jugaron los pardos en Cartagena ver: Múnera (1995: 237-240). También ver: Helg (1999).
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Ver: Corrales (1883: 127). Como resultado el cabildo depuso al gobernador el 14 de junio de 1810, cuando unos hombres armados con machetes y un grupo compuesto por gente local de todas las clases rodearon el lugar. Debe señalarse que Cartagena no fue un caso excepcional. En la ciudad vecina a Mompox, el sambo José Luis Muñoz formó parte de las conspiraciones del cabildo contra las autoridades españolas. Según un comandante militar español, Don Vicente Talledo, fue necesario ganar el apoyo de Muñoz por su influencia entre mulatos y sambos, en: “Informe del Comandante de Ingenieros, Don Vicente Talledo, al Virrey Amar, sobre conatos de revolución en Cartagena y Mompox” (pp. 53-54). Esta tendencia de los criollos patriotas a asegurar las alianzas con los pardos continuó hasta el fin de la lucha por la Independencia. En 1819 las autoridades españolas descubrieron una conspiración patriota en Mompox en la que miembros de la élite criolla participaron unidos con artesanos sambos, en: agi (Cuba 719A). “Testimonio de lo que resulta de la Causa Principal contra Don Manuel de la Paz, Administrador General de Tabacos de la Villa de Mompox: indicado de haber entrado en la conspiración tramada en Mompox contra las armas del Rey”. Igualmente, la lista de hombres que conspiraron en Ocaña en 1819 incluye hombres y mujeres, blancos y negros, libres y no libres, en: agi (Cuba 719A). “Relación de las personas que resultaron cómplices en la sorpresa y asesinato verificados en esta ciudad de Ocaña el 10 de Noviembre de 1819”.
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Sin esperar la legislación de Cádiz, la junta de Cartagena otorgó ciudadanía igualitaria a la gente de ascendencia africana. En diciembre de 1810 las instrucciones electorales para la Suprema Junta de la provincia de Cartagena incluían a todas las razas. Así, […] todos los vecinos de distritos de la parroquia, blancos, indios, mestizos, mulatos, zambos y negros, con tal que sean padres de familia, o tengan casa poblada y que vivan de su trabajo (pues sólo los vagos, los que hayan cometido algún delito que induzca infamia, los que estén en actual servidumbre asalariados y los esclavos serán excluidos de ellas)33.
La alianza también se reflejó en las narraciones patriotas del periodo que alabaron la nueva unidad social y racial, contrastándola con las prácticas coloniales. Un testigo describió la cooperación entre criollos y pardos para deponer al gobernador Montes y dar pie al nacimiento de un pueblo revolucionario liberado de las jerarquías sociales coloniales. En un exuberante lenguaje revolucionario este testigo narró la transición del pueblo de Cartagena de la oscuridad a la luz. Al liberarse, los cartageneros dejaron atrás las divisiones que separaban a los nobles de los plebeyos, la arrogancia del nacimiento y la riqueza, y la discriminación del trabajo mecánico34. El mismo relato habla de un encuentro entre el líder del cabildo, José María García de Toledo, y el artesano pardo Pedro Romero, que puede considerarse un ejemplo de ese proceso. Según este testigo, en un principio, cuando se le pidió que apoyara el movimiento contra el gobernador, Romero consideró tal empresa como extraña e imposible. Esta repuesta inicial es explicada como el resultado natural de una educación basada en nociones políticas falsas, pues como la mayoría de los americanos, Romero ignoraba sus derechos políticos. Sin embargo, García de Toledo lo
Corrales (1889: 48). “Instrucciones que deberán observarse en las elecciones parroquiales, en las de partido y en las capitulares, para el nombramiento de diputados en la Suprema junta de la provincia de Cartagena, 11 de diciembre de 1810”.
33
Corrales (1883: 129). “Apuntamientos para escribir una ojeada sobre la historia de la transformación política de la Provincia de Cartagena”.
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convenció de la justicia del proyecto y Romero decidió cooperar. Sus fuerzas se unieron para defender a la patria 35. Una vez decidido el apoyo de los pardos a la junta de Cartagena, no sorprende que la Declaración de Independencia de Cartagena ocurriera inmediatamente después del anuncio de la negativa de las Cortes a dar la ciudadanía a los pardos y (tal como se interpretó esta decisión) a dar igual representación a los americanos36. Cuando llegaron las noticias de Cádiz, la Junta ya había conferido la igualdad legal a todas las razas, y empezaba a surgir una retórica nacionalista que asociaba la jerarquía racial con el despotismo español37. Los derechos de los pardos son derechos patriotas El nacionalismo patriota ganó poder y cohesión al crear una retórica que distinguía a América de su enemigo, el Imperio Español38. Este último simbolizaba la corrupción, el despotismo y el pasado. En contraste, América representaba Corrales (1883: 127). Esta narrativa se fortaleció con los recuentos de la Junta sobre las acciones patriotas contra los españoles, que elogiaban las acciones de los batallones de blancos y de pardos, en: agi (Santa Fe 747, doc. 43). “Cartagena, 7 de febrero de 1811”.
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Este argumento lo presenta Múnera (1995: 238). También ver: Corrales (1883: 368).
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Aunque los debates de la Junta de Cartagena sobre la ciudadanía parda no han sobrevivido, los que tuvieron lugar en el Congreso Constitucional de Venezuela (1811) nos dan un ejemplo que ilustra los argumentos que se usaron en contra de los pardos en un lugar con características raciales y políticas similares a las de Cartagena. En julio el primer Congreso Republicano de Venezuela discutió una prohibición constitucional de distinciones legales entre pardos y blancos. Como en otros lugares de la América hispana, negros y mulatos constituyeron un porcentaje importante de la población; en Venezuela los pardos fueron una fuerza activa y decisiva en las luchas entre patriotas y realistas. Para un resumen del papel militar de los pardos en los Llanos ver, por ejemplo, Blackburn (1988: 340-360); Lynch (1986: 190-227); Masur (1987). Al contrario de su contraparte en Cádiz, los diputados venezolanos no debatieron sobre los derechos de los pardos a la ciudadanía. Ahí se discutió sobre si la Constitución debía eliminar explícitamente las distinciones políticas y civiles entre blancos y negros. La prohibición se volvió parte de la Constitución de 1812. Ver: Libro de actas (1959). “Los debates de Venezuela sesión de julio 31, 1811”, pp. 254-262; Rodríguez (1992: 52).
Esta táctica retórica la compartieron con otras ideologías nacionalistas contemporáneas. Ver: Colley (1992: 6-7 y 368); Hobsbawm (1990: 91).
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la ilustración, la virtud y el futuro. Las construcciones raciales patrióticasencajaban dentro de estas dicotomías, vincularon las jerarquías raciales al despotismo español y convirtieron la discriminación racial en un símbolo antiameri‑ cano. La introducción a los Derechos del hombre traducidos por Juan Bautista Mariano Picornell en 1777 y publicados en Bogotá en 1813, que estaba dirigida “a los americanos”, reflejó estos desarrollos39. Al examinar lo que significaba el republicanismo en América, adaptó las ideas de nación y ciudadanía a las realidades raciales americanas y elaboró cuidadosamente las nociones de virtud cívica que subyacen al discurso oficial de los primeros años de República en Colombia. El trabajo de Picornell contrastaba el pasado despótico colonial con la nueva era de virtudes republicanas40. Bajo la influencia de Rousseau, Picornell daba especial importancia a la virtud de la unidad. Dijo que en una monarquía los vasallos solamente se preocupaban por sus necesidades individuales; los intereses personales los dividían, como lo hacía el color, el linaje, las costumbres y la educación. Esto excluía el mérito y el talento produciendo sólo vicio y crimen. Los hombres eran egoístas y aislados, sin tener en cuenta el bienestar de los demás. Continuaba Picornell: […] así la sociedad está en un choque continuo, y los miembros que la componen, no permanecen unidos, sino por la cadena que los comprime y sujeta. En una verdadera República, es todo lo contrario, el cuerpo político es uno, todos los ciudadanos tienen el mismo espíritu, los mismos sentimientos, los mismos derechos, los mismos intereses, las mismas virtudes: la razón sola es la que manda y no la violencia; es el amor quien hace obedecer y no el temor41.
Derechos del hombre (1813). Para la versión de 1797, ver: Grases (1959: 103-246).
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Anderson (1991: 193) enfatiza el sentido de novedad que compartían los patriotas hispanoamericanos, pero lo restringe a la élite. El concepto de la Revolución francesa como un “periodo liminal […] en el cual apareció la nación y se mantuvo entre los márgenes de lo que se había declarado viejo y lo nuevo que se buscaba lograr” (Hunt, 1984: 180) también es útil para pensar las guerras de independencia. Las irremediables diferencias entre España y América fueron un elemento constante en la retórica de los patriotas a lo largo del periodo de la Independencia. Ver, por ejemplo: AGI (Santa Fe 1017). “Cuartel General del Libertador en Turbaco al Sr. Brigadier y Jefe Supremo de la Plaza de Cartagena, 28 de agosto de 1820”.
40
Derechos del hombre (1813: 21).
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La importancia de las relaciones raciales se evidencia en su explicación sobre cómo se debía lograr la unidad republicana. “Entre blancos, indios, pardos y negros, debe haber la mayor unión”, denunciaba a la Corona española por haber fomentado “entre nosotros todos la desunión y la discordia, como medio seguro de tenernos siempre sujetos, siempre esclavos”. Acusaba al despotismo de haber introducido entre los americanos “distinciones odiosas de clases, contrarias a la naturaleza”. Según Picornell, sólo los vicios se interponían entre los Americanos y su libertad, por lo que les pedía permanecer “siempre asidos a la virtud; para que reine entre nosotros la más perfecta unión”42. La asociación entre el despotismo y las jerarquías raciales no tenía que haberse convertido en un elemento que separara a los españoles y a los americanos. De hecho, Picornell era un español republicano. Lo que hizo que la igualdad racial se convirtiera en una característica distintiva de los americanos fueron los debates de Cádiz, que se siguieron de cerca en América. Joseph Blanco White favorecía la abolición y la igualdad racial. Como Picornell, Blanco White consideraba que las diferencias entre distintas clases de personas eran “fatales para la unión y prosperidad americana”43. Sin embargo, en julio de 1810 afirmó que había fuertes razones para creer que tales reformas raciales se podrían adelantar bajo la monarquía española y no en una América independiente. La experiencia mostraba que los criollos estaban muy atados a sus prerrogativas raciales. Por eso, un gobierno criollo aumentaría las distinciones entre blancos y negros, antes que disminuirlas. Además, el ejemplo de Estados Unidos parecía confirmar esta predicción. Allí las ansiedades frente a negros y mulatos aumentaron a tal nivel después de la Independencia que su último presidente propuso expulsar a la gente de ascendencia africana para evitar la contaminación de la sangre virginiana44. Apenas un año después, el argumento de Blanco White habría sido imposible de sostener. Los debates de Cádiz convirtieron la igualdad racial en una característica distintiva de la posición política americana. Lo que comenzó como una táctica que intentaba asegurar un amplio número
Derechos del hombre (1813: 16).
42
El Español (1810, julio 30: 282).
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El Español (1810, julio 30: 282-283).
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de representantes americanos se había convertido en una construcción nacionalista poderosa. La evolución de los debates, las formas como en éstos se enfrentaron los americanos y los españoles, y la publicidad que recibieron dieron a la ciudadanía de los pardos una fuerza y un atractivo emocional imposible de predecir un par de años antes. Los debates de Cádiz se siguieron con atención en la América española45. Los periódicos, particularmente El Español, publicado en Londres, jugaron un papel crucial en difusión de los debates sobre raza y ciudadanía. Mientras los diputados en Cádiz discutían sobre la ciudadanía de la gente de ascendencia africana, El Español publicaba un artículo largo sobre las habilidades intelectuales de las personas con ancestro africano46. También resumía los debates de las Cortes sobre la ciudadanía de estas personas, indicando las inconsistencias de los españoles que se oponían y alabando los argumentos de los americanos que las defendían. Los americanos leían que las castas eran cruciales en el bienestar de las Américas, una situación que les daba el derecho a la ciudadanía completa47. Aunque quienes escribieron la mayor parte de los comentarios sobre las Cortes eran blancos, conocemos al menos un panfleto político de la época: “Reflexiones políticas y morales de un descendiente de África a su nación en que manifiesta sus amorosas quejas a los americanos sus hermanos”, cuyo autor era pardo48. El panfleto buscaba demostrar que la legislación de Cádiz carecía de cualquier base moral, religiosa o política para discriminar a la gente de ascendencia africana. El autor desarrolló dos argumentos: primero, insistió en que Brading (1991: 573-577). En Cartagena el periódico El Argos Americano reprodujo fragmentos de los artículos de El Español sobre los debates de Cádiz.
45
El Español (1811, octubre 30: 3-25). En una traducción y comentario de la carta del abolicionista Wilberforce, “Letter from Liverpool”, un escritor de El Español presentó una defensa de la inteligencia de los negros, que atacaba la mayoría de los argumentos del racismo contemporáneo. Cuestionó la asociación entre diferencia física e inferioridad intelectual.
46
El Español (1811, octubre 30). “Carta 6.a de Juan Sintierra sobre un artículo de la Nueva Constitución de España”, pp. 65-79.
47
agi (R. 15497). “‘Reflexiones políticas y morales de un descendiente de África a su nación en que manifiesta sus amorosas quejas a los americanos sus hermanos’, Imprenta de los huérfanos por D. Bernardino Ruiz”.
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las jerarquías sociales eran antinaturales, pues eran producto de la fuerza o de la necesidad; y segundo, dijo que la discriminación racial no era una actitud cristiana. Discriminar a los pardos contradecía la noción según la cual, como descendientes de Adán y Eva, todos los humanos son iguales. Las leyes que discriminaban a los pardos violaban un principio cristiano fundamental: sólo haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti. En tono de burla, el autor declaraba que hasta ese momento él había creído que sólo el pecado original se transmitía de generación en generación; e incluso éste era limpiado en el bautismo. Por el contrario, no había absolución alguna para el pecado de ser descendiente de africanos. Sus argumentos se resumían en el siguiente verso patriótico: La causa de las causas que al mundo entero creó a todos los hombres libertad les dio, y de igual materia a Adán y Eva formó; luego todo hombre por construcción aunque el egoísmo gima sin razón en todo y por todo es igual a otro sin contestación, luego los Pardos no deben ser excluidos de la votación, porque toda ley establecida según religión es para todos y debe hacer felices a cada nación. Concédesela a la mía por justa razón, la que otros gozan por Constitución. Cuando en sociedad reunidos nuestra voluntad coartamos, fue para hacernos felices como son los ciudadanos, por eso nuestros derechos en nuestro Rey renunciamos, y abandonando la patria en guerras nos sacrificamos; pero que utilidades de nuestra sangre sacamos, cuáles son las felicidades que gozamos el carecer de toda ciencia, y educación, y estar privados de todo empleo por Constitución infelices compatriotas lloremos nuestra situación; sin poder hallar alivio, ni por la patria, ni por la Constitución.
Este poema es especial por la forma en que usa los principios liberales básicos para apoyar la ciudadanía de los pardos. Argumenta que, dado que todos los hombres fueron creados iguales, los pardos debían ser iguales ante la ley
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e incluidos en el sufragio. Menciona su servicio militar a favor de la Corona española y lamenta que en pago por aquel sacrificio les fueran negados la educación y el empleo. Para el autor, la ciudadanía significaría el fin de las leyes coloniales que prohibían a la gente de ascendencia africana entrar a las universidades y practicar las profesiones49. Las “Reflexiones políticas y morales de un descendiente de África” es uno de los ejemplos más elocuentes del interés de los pardos en las Cortes de Cádiz, pero no el único. James King dice que los pardos siguieron con atención las discusiones parlamentarias, prestando particular atención a aquellas en las que se discutía su estatus legal50. Probablemente, tampoco fue una casuali dad que la Declaración de Independencia de Cartagena coincidiera con la llegada de las noticias sobre la decisión de las Cortes de rechazar la ciudadanía de los pardos. Un discurso de José Francisco Bermúdez a los soldados negros durante la toma española de la República de Cartagena en 1815 indica la importancia que habían adquirido los debates de Cádiz: Acordaos sobre todo, hombres de color, del motivo de esta disputa en sus principios: él debe empeñar más a vuestra gratitud, vuestro amor propio, y vuestro honor. La España en la formación de su gobierno excluyó a la América de la parte de representación que le correspondía; y los gobiernos que se hallaban en ella se opusieron con la fuerza a esta medida arbitraria. La España la modificó luego acordando sus derechos a los blancos, pero negándolos enteramente a los hombres de color; y los primeros entonces gritaron en alta voz que sostendrían con las armas en la mano los que os pertenecían. ¿Dejaréis vosotros de corresponder a tan generosa resolución? No, la causa en sus principios ha sido vuestra mas bien que nuestra. El panfleto no identifica su autor, pero es claro que se trata de alguien educado. Su escrito comienza con una extensa cita en latín, un idioma que usa a lo largo del texto cuando cita autores clásicos y cristianos. Esta muestra de erudición seguramente no era gratuita. La mayoría de los panfletos políticos de comienzos del siglo xix ya no usaban el latín. Al usarlo se transmitía un mensaje político a quienes sostenían que los pardos no eran civilizados y que eran naturalmente inferiores.
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Ver: King (1953a: 533; 1953b: 34).
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Venid pues, unámonos todos, y dando de este modo al mundo de Europa un ejemplo de fraternidad, hagamos saber a nuestros opresores de cuánto es capaz un pueblo cuando se le insulta injustamente51.
Para inspirar a sus soldados pardos, Bermúdez pintó la Independencia como una lucha por los derechos de los pardos. Con destreza transformó la necesidad que tenían los criollos del apoyo de los pardos para triunfar sobre los españoles en la necesidad que los pardos tenían de los criollos para obtener sus derechos ciudadanos. Según Bermúdez, no se trataba de una lucha por la representación de los criollos; las Cortes ya habían otorgado esos derechos. Si persistía el conflicto era porque en su altruismo los blancos habían decidido defender los derechos de sus hermanos negros. Por esto los pardos no sólo debían apoyar la causa patriota (la cual, después de todo, era también su causa), sino que además debían estar agradecidos por el sacrificio de sus hermanos blancos. Conclusión 1811 fue un año decisivo para la consolidación de la retórica nacionalista de igualdad racial. Los debates de Cádiz hicieron de la discriminación una característica distintiva de los españoles, evitando así que los patriotas americanos se opusieran abiertamente a la ciudadanía negra. La discriminación racial se asoció a la opresión y al despotismo español, y la armonía racial a una nueva era de virtud republicana. Los diputados americanos en Cádiz y los patriotas en América desarrollaron los principales temas de lo que luego se conocería como el mito de la democracia racial. El mestizaje, que antes se asociaba con la ilegitimidad, se volvió evidencia de la armonía americana. Incluso se utilizó la imagen recurrente de la mujer negra que amamanta a los niños blancos. La hermandad de blancos y negros en América se convirtió en un lema patriótico, declarada en la traducción de los Derechos del Hombre. Los patriotas pardos la usaron para reivindicar sus derechos y los oficiales patriotas blancos la usaron para asegurar el apoyo de los soldados negros. Los problemas raciales Archivo General de la Nación (Archivo Restrepo, rollo 5, fol. 179). “‘Proclama de José Francisco Bermúdez’ Cartagena, 8 de agosto de 1815”.
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del momento, incluyendo la esclavitud, que siguió siendo legal, no se abordaron con la disculpa de que eran otro de los legados nefastos de la dominación española52. Este discurso liberaba a los criollos de cualquier responsabilidad sobre las condiciones raciales contemporáneas, uniendo a blancos y a negros como víctimas iguales de la tiranía española. Desde ese momento en adelante, la ciudadanía y la representación de los pardos fueron ligadas intrínsecamente al discurso patriota. Los derechos de los americanos de ascendencia africana se convirtieron entonces en derechos patriotas. La Constitución de Cartagena de 1812 le dio la ciudadanía y la igualdad legal a los pardos. Diez años después la Constitución de Cúcuta de 1821, la que rigió la Gran Colombia, también dio igualdad legal a blancos y a negros. A diferencia de los debates de Cádiz, el tema no se discutió entonces. Una repercusión importante de este silencio fue que la ciudadanía de los pardos no se convirtió en un símbolo de diferencia entre las facciones patriotas, como sí sucedió con otros temas como el federalismo y las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Después de la Independencia la igualdad racial se convirtió en pilar de un discurso nacionalista compartido53. Esa “armonía” no duraría. El fin de las guerras no impidió que surgieran conflictos sobre el significado y las implicaciones políticas de la igualdad racial54. Sin embargo, el discurso racial construido durante estos años tuvo consecuencias a largo plazo e influenció las relaciones raciales durante los dos siglos siguientes.
Archivo Legislativo del Congreso de Colombia (Cámara, Peticiones, fols. 24-31, 33). “‘Los Hacendados y Vecinos de la Provincia de Cartagena de Colombia al Congreso’, 30 de noviembre de 1822”; Observaciones de G.T (1822).
52
Con esta afirmación no busco negar que algunos partidos estuvieron asociados más fuertemente a las demandas de los pardos que otros. La facción federalista temprana y luego el Partido liberal tuvieron mayor apoyo de los pardos que los conservadores. Un estudio de la relación entre el abolicionismo y el Partido liberal en las décadas de 1840 y 1850 se encuentra en: Sanders (2000).
53
Estos conflictos los examino en detalle en: Lasso (2002).
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II. Grupos indígenas
Pertenecer a la gran familia granadina. Lucha partidista y construcción de la identidad indígena y política en el Cauca, Colombia (1849-1890) James Sanders* Traducción de Sandra E. Caicedo y Claudia Leal**
En 1991, la Asamblea Nacional Constituyente de Colombia instauró una nueva constitución que otorga a las comunidades indígenas unos derechos culturales, económicos y políticos nunca antes vistos. Entre éstos, se incluye el reconocimiento de la propiedad comunal de sus territorios y de la autonomía política y administrativa dentro de ellos1. El nuevo régimen político también estableció la circunscripción especial para la elección de dos senadores indígenas. Estas victorias se alcanzaron tras dos intensas décadas de movilización indígena, en las que sobresalió el liderazgo de los indígenas del Cauca, región ubicada al suroccidente del país. Aunque los indígenas caucanos sólo se organizaron * Por tratarse de un texto traducido que se nutre de diversas fuentes primarias, hemos decidido respetar las normas de citación utilizadas por el autor en la versión original [N. del E.]. ** Quiero agradecer a todos los colombianos empleados en los archivos citados en el presente ensayo por su invaluable ayuda. Michael Jiménez, George Reid Andrews, John Beverly, Aims McGuinness, Bret Troyan y Jennifer Duncan me hicieron comentarios y me dieron consejos muy útiles, al igual que los editores del presente volumen y los lectores anónimos de University of North Carolina Press. Todos los errores son responsabilidad mía.
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Lo que hoy en día conocemos como Colombia tuvo varios nombres a lo largo del siglo xix, incluyendo: Nueva Granada, Confederación Granadina y Estados Unidos de Colombia.
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formalmente en 1971 con la creación del Comité Regional Indígena del Cauca (cric), llevaban siglos luchando, muchas veces con éxito, por la protección de sus tierras y de su modo de vida. El eco del discurso y las estrategias que ellos desarrollaron en el siglo xix para tratar con el Estado y para autodefinirse, aún resuena en los discursos contemporáneos. Las garantías constitucionales alcanzadas en 1991 son el resultado de una larga tradición de negociación de los indígenas colombianos con el Estado en relación con sus tierras y con el estatus de la identidad indígena dentro de la República. La gente del común de lo que fue el gran imperio español —indios, campesinos mestizos, esclavos, y negros y mulatos libres— enfrentó el desafío de encontrar un lugar en los nuevos Estados nacionales surgidos tras la Independencia. Muchos de los pueblos indígenas del suroccidente de Colombia habían apoyado con tenacidad a la Corona española, pues temían ver sucumbir a un poderoso aliado ante los ejércitos patriotas comandados por los mismísimos terratenientes con quienes solían entrar en disputa. Sin embargo, después de la Independencia los indígenas trataron de adaptar la política republicana creada por la élite a sus propias necesidades y visión social. En Colombia, al igual que en otras partes de América Latina, la esfera política en la que entraron los indígenas estaba dominada por los partidos Liberal y Conservador, que luchaban por controlar el Estado. Los lazos sociales y familiares contribuían a definir quién apoyaba a cuál partido, aunque las diferencias ideológicas sobre el papel de la Iglesia o sobre política económica también fueron determinantes. En Colombia, los liberales y los conservadores estaban en desacuerdo sobre quién podía disfrutar el derecho a ser parte de la nación y bajo qué condiciones. El conflicto partidista era intenso; en el Cauca los partidos normalmente se enfrentaban en las elecciones, y si era necesario también en guerras civiles. Los indígenas caucanos afrontaron enormes desafíos en la era republicana. Hacia mediados de siglo, los conservadores, que a veces los empleaban en sus haciendas, los consideraban personas de raza inferior, potencialmente peligrosas, pero en general inofensivas. El recién fundado Partido liberal, al menos en el discurso, promovía la inclusión de grupos populares en la política nacional, pero consideraba que las tierras comunales indígenas eran relictos coloniales que debían ser eliminados para transformar a los indígenas en ciudadanos
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productivos. Los liberales estaban de acuerdo en que los indígenas varones fueran ciudadanos, pero sólo si abandonaban y negaban su identidad indígena. La respuesta indígena al dilema que tal posición planteaba consistió en reformular la ciudadanía de una manera compatible con su identidad étnica, abriéndose así un lugar en la nueva nación colombiana (o neogranadina)2. Este ensayo explora la manera en que los indígenas reformularon la ciudadanía y sus propias identidades étnicas. La primera parte muestra cómo los indígenas desafiaron las nociones elitistas y racistas de ciudadanía propuestas por la clase gobernante. Sin embargo, al buscar proteger su propia identidad, las comunidades indígenas contribuyeron a mantener el discurso racializado sobre otros grupos de clase social baja e incluso perpetuaron estereotipos sobre ellas mismas. La segunda parte examina las acciones indígenas dentro del nuevo sistema político republicano y su forma de explotar los conflictos entre liberales y conservadores en la segunda mitad del siglo. Los dos partidos necesitaban apoyo de grupos subalternos en las urnas y durante las frecuentes guerras civiles. Temerosos de los intentos liberales por liquidar sus tierras comunales, los indígenas comenzaron apoyando a los conservadores. Pero con el tiempo forzaron a los liberales a moderar sus ataques. En sus relaciones con los partidos, cada comunidad indígena actuó inicialmente con bastante independencia de las demás, buscando alcanzar sus objetivos políticos. Sin embargo, durante las décadas de 1860 y 1870 los indígenas empezaron a organizarse y trascendieron el nivel de la comunidad. Esta nueva forma de colaboración política alteró el significado de ser indígena, creó un discurso político poderoso y presagió la política indígena del siglo xx. Un novedoso concepto de ciudadanía Las comunidades indígenas conformaban una parte pequeña pero políticamente importante de la sociedad caucana en el siglo xix (un observador estimó
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La noción de inclusión nacional yace en el corazón de la mayor parte de la literatura reciente acerca del papel popular en la formación de Nación y Estado, la cual se ha centrado mayormente en México y Perú. Mientras que la literatura ha crecido demasiado como para citar exhaustivamente, dos de los textos fundacionales son Mallon (1995) y Joseph y Nugent (1994).
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que los indígenas constituían cerca del nueve por ciento de la población de la región3). El corazón del Cauca se extiende a lo largo del río del mismo nombre, entre dos cordilleras paralelas, ubicadas hacia el Oriente y el Occidente del río. Entre 1849 y 1890, el enorme Estado del Cauca también incluía la costa pacífica, la selva amazónica y el macizo colombiano, una zona montañosa ubicada al extremo sur del país donde nacen las tres cordilleras que atraviesan a Colombia y donde queda la ciudad de Pasto. Aunque algunas comunidades indígenas sobrevivieron en el valle del río Cauca, la mayoría vivía en la cordillera central y en el macizo colombiano. Las haciendas controlaban el valle del río Cauca y algunos valles más pequeños de temperatura media situados en el macizo colombiano4. A pesar del control ejercido por las haciendas, muchos indígenas todavía vivían en resguardos (tierras comunales que poseían desde la Colonia). Estos resguardos estaban ubicados en los intersticios de extensas haciendas y de otras pequeñas propiedades en los valles o en las laderas donde la tierra era menos valiosa5. Los indígenas siempre estaban amenazados por las haciendas y las poblaciones vecinas, cuyos dueños y residentes continuamente intentaban extender sus dominios a expensas de los resguardos6. En sus tierras comunales, los indígenas criaban ganado y sembraban papa, trigo, maíz, oca (un tubérculo), cebada y diversas verduras,
Las cifras de De Mosquera (1852: 96) son bastante aproximadas y deben ser usadas con moderación.
Para un vistazo de la situación indígena durante y después de la Colonia, ver: Rappaport (1990: 31-60); Friede (1944). Para revisar el tema general de las historias de la región del Cauca ver: Colmenares (1997); Valencia (1988).
Ver: Comisión Corográfica (1959: 337); Archivo Central del Cauca, Popayán [acc] (Archivo Muerto [am] paq. 94, leg. 40). “De José Francisco Vela a la Secretaría de Gobierno, Ipiales, junio 27 de 1866”; acc (am, paq. 94, leg. 54). “Reporte del Jefe Municipal de Popayán, Popayán, junio 15 de 1866”; acc (am, paq. 124, leg, 60). “De suscritos miembros de los cabildos pequeños de Túquerres, Obando y Pasto a la Asamblea Departamental, Pasto, julio 29 de 1873”. También ver: Friede (1944: 87-116).
Las comunidades, así como las naciones y las razas también son construcciones históricas, aunque las divisiones internas y las jerarquías no sean temas centrales del presente ensayo. Ver: Field, (1996: 106-107). Para teoría comunitaria ver: Mallon (1995: 11-12 y 63-88); Smith (1989). Para el tema de la economía de la región ver: acc (Sala Mosquera [sm], doc. 28, 406). “De José Gregorio Fernández a T. C. Mosquera, Panamá, septiembre 28 de 1852 ”; Ocampo (1998: 255-300).
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y también tejían para los mercados locales7. Los indígenas gobernaban sus resguardos a través del cabildo pequeño, cuyos miembros eran escogidos o elegidos por los hombres de las comunidades. El gobernador indígena presidía el cabildo pequeño y solía encargarse de los asuntos del resguardo con el mundo exterior. Desde la Independencia, muchas facciones de la élite habían atacado a los resguardos y los cabildos pequeños por considerarlos instituciones coloniales impropias de una República. Vivir en esas comunidades corporativas fue determinante para definir quién era “indígena”, una categoría legal separada y heredada de las divisiones de casta de la Colonia. Aunque la mayoría de los indígenas que vivían en la parte central del Cauca (fuera de las selvas amazónicas y del Pacífico) hablaban español, quizá de manera exclusiva, y practicaban una cultura parecida a aquella de los mestizos pobres y los vecinos blancos, lo “indígena” también tenía una connotación cultural, especialmente para los mismos indígenas (Rappaport, 1994: 26-28). Ellos defendían los resguardos y los cabildos no sólo por permitirles acceso a la tierra y una forma de gobierno local, sino por ser instituciones que les ayudaban a mantener “antiguas tradiciones morales i religiosas” y sus “hábitos y […] costumbres”8. El término “indígena” también tenía un significado racializado que iba más allá del modo de vida legal y cultural del resguardo, pues algunos “blancos” casados con indígenas también vivían en los resguardos (pero aún así aparecían como “blancos” en los informes oficiales) y algunos indígenas habían perdido sus resguardos9.
acc (am, paq. 94, leg. 54). “Del pequeño Cabildo de Túquerres al Distrito Mayor, Túquerres, febrero 12 de 1866”; acc (am, paq. 92, leg. 83). “De Avelino Vela a la Secretaría de Gobierno, Ipiales, abril 28 de 1865”; Comisión Corográfica (1959: 161 y 225); Pérez (1862: 370); Samper (1857: 28).
acc (am, paq. 94, leg. 54). “Primera cita del Alcalde Mayor Indígena del Municipio de Obando (además de firmantes provenientes de las parcialidades de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Pupiales, Anfelima, Girón, Iles, Ospina y Puerres) a la Secretaría Departamental, Ipiales, marzo 4 de 1866”. La segunda es tomada de: acc (am, paq. 44, leg. 39). “De los alcaldes mayores de Túquerres e Ipiales Cantones, con todos los pequeños cabildos de indígenas de las provincias al presidente de la Asamblea Provincial, Túquerres, septiembre 17 de 1848”.
acc (am, paq. 94, leg. 54). “Del pequeño Cabildo de Túquerres al Distrito Mayor, Túquerres, febrero 12 de 1866”; (am, paq. 94, leg. 54). “Del pequeño Cabildo de Piedra Ancha al Distrito Mayor, Piedra Ancha, febrero 21 de 1866”.
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El concepto de raza no estaba claramente definido en el siglo xix en Colombia; era más bien una idea variable que involucraba nociones de fenotipo, cultura, clase, idioma, categorías legales, historia y geografía. A pesar de sus confusas connotaciones, la mayoría de la élite caucana también asumía la raza como algo que involucraba el ancestro europeo, africano o americano (o indígena), y describía a indígenas y africanos como pertenecientes, en mayor o menor grado, a “razas” inferiores10. Muchos escritores colombianos, especialmente de filiación liberal, pensaban que cualquier problema racial podía ser resuelto mediante la “civilización”, la educación y el “blanqueamiento” de las clases bajas. Un intelectual señalaba que una “mezcla de las razas” produciría “una raza de republicanos” (Samper, 1969: 300)11. A finales de la década de 1840, en su búsqueda de aliados populares, los liberales colombianos empezaron a proponer una noción de ciudadanía mucho más amplia que la que la mayoría de las élites había considerado hasta el momento. Desde la Independencia, la mayoría de los subalternos había sido legalmente excluida de la vida política oficial; la constitución de 1843, de manera similar a las constituciones anteriores, limitaba la ciudadanía a los hombres adultos con propiedades avaluadas en 300 pesos o con un ingreso anual de 150 pesos (después de 1850, también se requirió ser letrado), eliminando de tajo a casi todos los indígenas (Gibson, 1948: 160-162). Muchos liberales, inspirados en las revoluciones europeas de 1848, empezaron a sugerir que la ciudadanía fuera universal. Pero su idea de universal no cobijaba a todas las personas, sino a todos los hombres sin distingo de clase, algo que alcanzaron con la constitución de 1853, que otorgaba ciudadanía y derecho al voto a todos los hombres adultos. Además, es importante señalar que para estos liberales la ciudadanía reemplazaría a las demás identidades El político caucano Tomás Mosquera dividió la sociedad en tres “razas” (“raza cáucasa blancos” “americanos civilizados” y “raza etiópica negros”) y en cuatro “castas” (“cuarterones”, “mestizos” “mulatos” y “zambos”). Ver: Arboleda, S. (1872: 18); De Mosquera (1852: 96). Acerca de las razas inferiores, ver: Arboleda, S. (1858: 16). También ver: Ariete (Cali) (1849, octubre 20). Para el pensamiento colombiano acerca de la raza en el siglo xix, ver: Appelbaum (1997: 2-8); León (1974: 7-9); Safford (1991: 1-33); Wade (1993: 29-37 y 54-59).
10
También ver: Samper (1969: 266-267, 292 y 299). Algunos liberales caucanos señalaron que la raza no existía, en: El Montañéz (Barbacoas) (1876, febrero 15).
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(de casta, legales, locales o religiosas) que mediaban entre el individuo y el Estado nacional. Así pues, los liberales criticaron a la aristocracia, la esclavitud y la Iglesia por considerarlas identidades corporativas que limitaban la libertad, y también atacaron a las comunidades indígenas. Los liberales creían que los resguardos condenaban a los indígenas al atraso y a la barbarie, evitando que entraran en la sociedad moderna como seres productivos y, así, los mantenían en la pobreza12. Un periodista señalaba que la gente de los alrededores de Pasto estaba tan llena de “fanatismo” y tenía tan “poca civilización” que no podía conocer sus “derechos”13. Los liberales advertían que a menos de que los indígenas dejaran de ser gobernados por una legislación especial, jamás se volverían “ciudadanos libres y miembros activos de la República democrática”14. Otro liberal sostenía que la situación especial indígena era “semejante a la de los menores, disipadores, dementes i sordomudos”15. Los liberales proponían la división de los resguardos para que los indígenas pudieran deshacerse de los rezagos de su identidad colonial, que los mantenía separados del resto de la sociedad. Por supuesto que los liberales también codiciaban las tierras comunales indígenas y confiaban en que dividirlas serviría para impulsar el desarrollo económico y un activo mercado de tierras. Una petición de la población de Silvia de 1852, en la que más de cuarenta y cinco habitantes solicitaron la división de los resguardos cercanos, revela muy bien la mentalidad de los liberales. Los peticionarios reclamaban que el nuevo Gobierno liberal había declarado la “igualdad de los derechos de todos los Neogranadinos”. La igualdad ante la ley requería que los indígenas se volvieran “ciudadanos y propietarios; pero […] para vergüenza de la Nueva Granada, existen hoi,
acc (am, paq. 48, leg. 25). “Joaquín Garcás, ‘Mensaje del Gobernador de la Provincia de Túquerres a la Cámara en 1850’, Túquerres, septiembre 15 de 1850”; Safford (1991: 1-11).
12
13
Las Máscaras (Pasto) (1850, septiembre 26). También ver: acc (am, paq. 54, leg. 26). “Reporte de Juan Antonio Arturo, Gobernador de Pasto, a la Asamblea Provincial, Pasto, octubre 20 de 1853”.
acc (am, paq. 112, leg. 2). “De Anselmo Soto Arana y E. León a los Diputados, Popayán, septiembre 9 de 1871”.
14
acc (am, paq. 90, leg. 49). “Eliseo Payán, ‘Mensaje que el Presidente del Estado Soberano del Cauca dirije a la Lejislatura en sus sesiones ordinarias de 1865’, Popayán, julio 1 de 1865”.
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a los cuarenta y dos años de la Independencia, dentro de su propio territorio, rebaños de hombres con el nombre de comunidades de indígenas”. Mantener los resguardos y las comunidades indígenas significaba “mantener atados con el lazo de la comunidad de bienes, al poste de la barbarie a millares de granadinos”16. Para los liberales, la ciudadanía y la civilización eran incompatibles con la existencia de las comunidades indígenas. Los indígenas caucanos afrontaban un difícil dilema. O bien aceptaban la ciudadanía liberal y abandonaban sus comunidades, sus tierras y su identidad indígena, o serían considerados lastres coloniales y excluidos de la vida política de la República. Las comunidades indígenas rechazaron la oferta maniquea de los liberales y reclamaron una ciudadanía (y un republicanismo) que no excluía su identidad indígena, sino que más bien buscaba protegerla dentro de la nueva nación. En peticiones y cartas enviadas desde las comunidades a diferentes entidades regionales y nacionales, los líderes indígenas insistían en que eran granadinos (o colombianos) y que formaban parte de la nación, con todos los derechos que tal estatus implicaba. Las peticiones solían comenzar con una variación de la siguiente expresión: “[...] usando del derecho de petición, que la constitu‑ ción concede a todos los Granadinos”17. Los indígenas de Caldoso, que estaban involucrados en una disputa territorial, escribieron al gobernador provincial para “implorar la protección” que ellos merecían por “el hecho de pertenecer a la gran familia granadina”. También aseguraron que sus derechos, garantizados por “nuestra constitución”, habían sido violados18. Los indígenas de Túquerres e Ipiales, que decían representar a todos los indígenas de su provincia, sostuvieron que mantener los resguardos no lesionaría “los intereses Archivo del Congreso-Bogotá [ac] (1852, Senado, Informes de la Comisión IV: 137). “De los ciudadanos y pobladores del Municipio de Silvia [más de cuarenta y cinco firmas] a los Senadores y Representantes, Silvia, marzo 19 de 1852”. Paréntesis en el original.
16
acc (am, paq. 48, leg. 4). “Del Cabildo Pequeño de indígenas de Yascual al Presidente de la Asamblea Provincial, Túquerres, octubre 8 de 1852”. Otros también se refirieron a “nuestra república”, ver: Archivo General de la Nación-Bogotá [agn] (Sección República [sr], Fondo Ministerio de Industrias-Correspondencia de Baldíos, tomo 4, p. 136). “Parcialidad de indígenas de Fúnes al Presidente, Pasto, julio 27 de1882”.
17
acc (am, paq. 55, leg. 85). “De Cabildo de indígenas del pueblo de Caldoso al Gobernador Provincial, Caldoso, noviembre 19 de 1852”.
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nacionales, ni provinciales” e hicieron mención a “nuestro legítimo gobierno” y a “nuestra patria”19. Los indígenas no sólo decían pertenecer a la nación, sino que también se amparaban bajo el manto de la ciudadanía. Los indígenas de Santiago, Sibundoy y Putumayo criticaban a los burócratas locales que los tachaban de “semi-salvajes […] en vez de darnos las garantías que nos conceden las leyes y constituciones del Cauca á todos los ciudadanos”20. En otra petición, los indígenas de Sibundoy reclamaban ser “ciudadanos libres, como cualquier otro caucano civilizado”21. Bautista Pechene, gobernador de una parcialidad cercana a Silvia, atestiguó ante una corte en un caso de fraude electoral que los indígenas de su pueblo, a pesar de ser “ciudadanos, no pudieron depositar sus votos en la urna eleccionaria”22. Los indígenas de Túquerres exigieron al Estado respetar “nuestras tradiciones [de vivir] en comunidad”, al tiempo que aseguraban ser “ciudadanos granadinos”23. Los indígenas rechazaron los argumentos racializados de las élites, según los cuales los indios o las comunidades indígenas eran incompatibles con la ciudadanía republicana. Los indígenas de Jambaló afirmaron que tenían las mismas responsabilidades que “los demás ciudadanos no indígenas”, pero aseguraron que querían mantener sus tierras comunales24. Los indígenas pidieron ser considerados acc (am, paq. 44, leg. 39). “De Alcaldes Mayores de Túquerres e Ipiales Cantones, con todos los cabildos pequeños de indígenas de las provincias al Presidente de la Asamblea Provincial, Túquerres, septiembre 17 de 1848”.
19
acc (am, paq. 112, leg. 8). “De los tres cabildos pequeños de Santiago, Sibundoy y Putumayo a los Diputados, Santiago, enero 20 de 1870”.
20
acc (am, paq. 129, leg. 45). “Del Cabildo Pequeño de indígenas y adultos del pueblo al Gobernador del Departamento, Sibundoy, noviembre 8 de 1874”.
21
acc (am, paq. 62, leg. 45). “Testimonio del Gobernador Bautista Pachene, Popayán, agosto 18 de 1856”.
22
ac (1849, Cámara, Informes de Comisiones IX: 184). “Del Alcalde Mayor Indígena y los Cabildos pequeños de la provincia de Túquerres al Presidente de la Cámara de Representantes, Túquerres, diciembre 30 de 1848”. También ver: acc (am, paq. 140, leg. 62). “Del Gobernador y Regidor del Pequeño Cabildo Indígena de Rioblanco al Jefe Municipal, Popayán, octubre 4 de 1878”.
23
acc (am, paq. 94, leg. 54). “Reporte del pequeño Cabildo de indígenas de Jambaló, Jambaló, marzo 6 de 1866”.
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como parte de la nación y que se les permitiera mantener sus resguardos y cabildos pequeños; de hecho, la nueva República les otorgó a los indígenas “la importante prerrogativa de representar i defender por sí mismos sus derechos”25. Los derechos más importantes, por supuesto, eran la posesión de sus tierras comunales y la autonomía política local. Otros indígenas aseguraban que los “republicanos, que proclaman la igualdad”, tenían el deber de proteger los resguardos26. Los indígenas tomaron la idea de ciudadanía de las élites e insistieron no sólo en que ser indígena era compatible con la ciudadanía y la República, sino que la ciudadanía les había otorgado unos nuevos derechos y una nueva posición frente al Estado con los cuales defender sus comunidades. Los indígenas crearon un discurso alternativo al republicanismo de élite, que no los marginaba ni los obligaba a sacrificar sus comunidades y tierras a cambio de estatus político. Los indígenas expresaron su discurso republicano de ciudadanía en un lenguaje colonial que describía sus propias debilidades y lo complementaron con ruegos de protección a las autoridades estatales: “Nosotros, como ciudadanos del Cauca confiamos en que vosotros oyereis los ruegos que con fervor os dirigimos”27. Los indígenas de Túquerres, advirtiendo una vez más los desastrosos resultados de la división de los resguardos, anotaron “que nuestra clase desgraciada infeliz no ha tenido ni tiene otro apoyo que el que puede prestarle la verdadera filantropía del Gobierno”28. Una comunidad cercana a Barbacoas imploraba al presidente del país “vuestra poderosa protección” contra la “corrupción de
(am, paq. 94, leg. 54). “Del Alcalde Mayor Indígena del Municipio de Obando [con firmas de las parcialidades de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Pupiales, Anfelima, Girón, Iles, Ospina y Puerres] a la Secretaría de Gobierno, Ipiales, marzo 4 de 1865”.
25
acc (am, paq. 112, leg. 29). “De pobladores indígenas de Cajamarca al Gobernador, Cajamarca, julio 30 de 1871”; acc (am, paq. 124, leg. 6). “Del Cabildo de Indígenas de Guachucal y Colimba a los Diputados de Guachucal, agosto 12 de 1873”.
26
acc (am, paq. 103, leg. 3). “Del Cabildo Pequeño de Indígenas de Santiago de Pongo a los Diputados, Santiago de Pongo, agosto 8 de 1869”. Para un análisis de las peticiones indígenas de la Colonia, ver: Garrido (1993: 229-266).
27
acc (am, paq. 112, leg. 15). “Cabildo de indígenas de Túquerres al Presidente de la Asamblea, Túquerres, julio 26 de 1871”.
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los empleados de este municipio”29. Los indígenas de Colimba y Guachucal iniciaban su petición diciendo: “Imploramos á los Padres conscriptos de la Patria para que extiendan su mano bienechora á millares de ciudadanos de la clase indígena, que acá en el Sur son la víctima inerme de los abusos y atentados de los Blancos”30. Las comunidades indígenas acudieron al Estado nacional para que hiciera cumplir las leyes y protegiera sus derechos contra los abusos de los funcionarios locales y los hacendados. Los indígenas afirmaron ser ciudada nos y esperaban que el Estado cumpliera sus responsabilidades y tomara en serio sus reclamos y solicitudes de protección. Para justificar la necesidad de esta protección y los derechos especiales de autonomía política local y tenencia de tierras comunales, los indígenas también emplearon un lenguaje autodenigrante propio de la época colonial. La parcialidad de Pitayó se declaró “la clase más infeliz y desvalida de la sociedad, somos la mina que todos explotan”31. Los habitantes de Toribío, San Francisco y Tacueyó se describieron como “infelices indios” que “quedaron en la miseria”32. En una petición de 1877, varias comunidades del Sur señalaron que “la clase indígena es infeliz y de muy pocos conocimientos”33. El juicio hecho dos años atrás por una coalición similar de los cabildos del Sur fue aún más duro. Esta afirmó que “civilización y cultura están muy atrasados entre todos los indígenas del Sur, sin excepción” y que “como todos los indios son imbéciles, infelices e ignorantes, hay mucha facilidad
Archivo del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Bogotá, Bienes Nacionales, tomo 21, p. 482). “De indígenas del río Felpí al Presidente, Barbacoas, junio 20 de 1866”. También ver: agn (SR, Fondo Ministerio del Interior y Relaciones Exteriores, tomo 82, p. 986). “Pequeño Cabildo Indígena de Cumbal al Gobernador, Cumbal, julio 29 de 1871”.
29
acc (am, paq. 124, leg. 60). “Del Cabildo de indígenas de Guachucal y Colimba a los Diputados, Guachucal, agosto 12 de 1873”. También ver: acc (am, paq. 48, leg. 57). “Del Alcalde Indígena de Paniquitá al Gobernador Provincial, Popayán, marzo 15 de 1850”.
30
acc (am, paq. 67, leg. 19). “De Gobernador y alcaldes de la parcialidad de Pitayó al Gobernador, Popayán, noviembre 24 de 1858”.
31
acc (am, paq. 101, leg. 60). “Indígenas de Toribío, San Francisco y Tacueyó al Gobernador, Toribío, mayo 25 de 1868”.
32
acc (am, paq. 137, leg. 18). “De Cabildos pequeños de indígenas de Túquerres, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Sapuyez, Guaitarila, Ospina, Yascual, Mallama e Imués a los Diputados de la Asamblea Departamental, Túquerres, agosto 14 de 1877”.
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para que los astutos los engañen e vayan adquiriendo dominio sobre su propiedad indirectamente”34. Con poquísimas excepciones, las peticiones indígenas hicieron uso de un lenguaje que hacía referencia a su humildad, ignorancia y miseria. Aunque se podría pensar que este lenguaje es tan sólo resultado de la intervención de los abogados y tinterillos que ayudaron a los indígenas a redactar sus peticiones, tal interpretación ignoraría el empleo estratégico de esta retórica para hacer reclamos al Estado. Los indígenas usaban este lenguaje para advertir que si los resguardos no gozaban de protecciones legales, ellos no podrían defenderse del poder y de los recursos de los blancos. Los indígenas sabían que como individuos aislados fuera de los resguardos eran vulnerables a que los poderosos hacendados les quitaran sus tierras (mediante el cobro de deudas, amenazas, venta en tiempos de necesidad, engaños o simple robo), pero que unidos en los indivisibles resguardos tenían una posición mucho más fuerte35. Sin embargo, al emplear tal lenguaje (o al permitir que sus abogados lo hicieran), los indígenas contribuyeron a perpetuar estereotipos. El hecho de evadir con éxito la doble trampa puesta por los liberales —ser ciudadanos iguales a los demás pero sin derechos especiales, o ser indígenas pero no ciudadanos— los mostró como seres débiles e ignorantes necesitados de protección. Los indígenas no pudieron escapar completamente de las contradicciones y de la “lógica” racializada que el liberalismo estableció al definir la ciudadanía. Las comunidades indígenas se acogieron a la ciudadanía, pero mantuvieron el viejo discurso colonial que enfatizaba las raíces históricas y la comunidad, y utilizaba la súplica y los llamados a la autoridad para legitimar su identidad de ciudadanos indígenas36. Los indígenas resaltaron su supuesta debilidad, reforzando los estereotipos creados por acc (am, paq. 133, leg. 75). “De Cabildos pequeños de indígenas de Túquerres, Sapuyez, Imués, Ospina, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Yascual y Puerres a los Honorables Diputados de la Asamblea, Pasto, julio 19 de 1875”.
34
acc (am, paq. 53, leg. 56). “De Cabildos pequeños de indígenas de Guachucal y Muellamuez al Gobernador Provincial, Guachucal, octubre 4 de 1852”; acc (am, paq. 48, leg. 4). “Del Alcalde Mayor Indígena, Gobernador y Regidores de Túquerres a los Diputados de la Asamblea, Túquerres, septiembre 20 de 1852”.
35
Especialmente ver: acc (am, paq. 137, leg. 18). “Del Pequeño Cabildo Indígena de Genoy al Presidente de la Asamblea, Pasto, agosto 15 de 1877”; acc (am, paq. 103, leg. 3). “De indí-
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las élites, con el fin de justificar su estatus legal especial y mantener sus tierras comunales y su autonomía política local. Además de utilizar estereotipos sobre sí mismos, el discurso indígena de ciudadanía también reforzó las ideas racializadas sobre otros grupos del Cauca. Los indígenas de Pancitará, que estaban en conflicto con el poblado de La Vega, se quejaron de que “los vecinos blancos de La Vega” no los respetaban y para explicarse añadieron: “[...] no nos miran como á ciudadanos, sino como á esclavos”37. Haciendo eco a las peticiones de protección ya mencionadas, el gobernador de Quinchaya se quejó ante el gobernador provincial de que “no tenemos autoridad alguna ante que quien reclamar o dirigir acción alguna,” porque los funcionarios locales “nos tratan como si fuéramos sus esclavos”38. No quisiera exagerar el uso que los indígenas le daban a la esclavitud como metáfora opuesta, pues muchos otros caucanos contraponían esclavitud y libertad en sus discursos. Sin embargo, al contraponer su propia posición a la de los esclavos, los indígenas construyeron un argumento para su inclusión en la nación en contraste con la exclusión de los esclavos negros, quienes también se hallaban en pie de lucha para redefinir tanto la ciudadanía como la nación. Además de las alusiones a la esclavitud, el discurso indígena distinguía entre los peticionarios y los “indios”. Las solicitudes antes mencionadas provenían de indígenas que hablaban bastante (o únicamente) español, eran sedentarios, practicaban la fe católica y en muchos otros aspectos vivían de manera muy parecida a la de sus vecinos mestizos, mulatos, negros o campesinos blancos. No obstante, había otros indígenas
genas y miembros del pequeño Cabildo de Túquerres al Presidente de la Asamblea, Túquerres, junio de 1869 [no se especifica el día]”. Este lenguaje es particularmente interesante, porque al menos, técnicamente, los indígenas no eran ciudadanos bajo la ley de la época, dado que la mayoría no poseía suficientes propiedades para calificar en concordancia con la constitución de 1843. Ver: acc (am, paq. 48, leg. 57). “Del gobernador y el Pequeño Cabildo Indígena de Pancitará al Gobernador Provincial, Pancitará, agosto 24 de 1850”.
37
acc (am, paq. 55, leg. 85). “Del Gobernador de indígenas de Quinchaya al Gobernador Provincial, Popayán, abril 1 de 1853”. También ver: acc (am, paq. 94, leg. 54). “Alcalde Mayor Indígena del Municipio de Obando [con firmas de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Anfelima, Girón, Iles, Ospina y Puerres] a la Secretaría de Gobierno, Ipiales, marzo 4 de 1866”.
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en el territorio caucano, como los que vivían al Oriente en la selva amazónica y en el Darién, muy al Norte en la frontera con Panamá. Los indígenas del Cauca se autodenominaban “indíjenas” civilizados en contraste con los “indios” salvajes. Los indígenas de Túquerres e Ipiales que se referían a “nuestra patria” se autodenominaban “indíjenas” en su petición, pero anotaban que si perdían sus resguardos se convertirían en unos “miserables indios” y serían obligados a volver a los “aduares selváticos”39. Contraponían la pertenencia a la nación con la selva y el estatus de “indios” salvajes. Los gobernadores de Pitayó, Jambaló y Quinchaya se quejaban en una petición de que “como indios salvajes hemos sido i somos tratados” por los “blancos”. Pedían al Gobierno del Cauca asumir el control directo sobre el área y destituir a los funcionarios locales, pues sólo “entonces seremos tratados como ciudadanos”40. Los indígenas de Santiago solicitaron que su pueblo fuera parte del municipio de Caldas y no del territorio del Caquetá, señalando que ellos eran “ciudadanos”, no como los habitantes de la población vecina de Descancé que tenían “idioma i costumbres enteramente salvajes”41. Los indígenas promovieron su inclusión en la nación al compararse favorablemente con los “salvajes” que no merecían tal distinción. El Estado colombiano estaba de acuerdo con esas clasificaciones y puso mucho empeño en diseñar estrategias que permitieran a los burócratas y misioneros civilizar y controlar a los “indios” de la selva amazónica42. acc (am, paq. 44, leg. 39). “De Alcaldes Mayores de Túquerres e Ipiales Cantones, con todos los Cabildos pequeños de indígenas de las provincias al Presidente de la Asamblea Provincial, Túquerres, septiembre 17 de 1848”.
39
Los firmantes se referían a sí mismos como “indíjenas”. Ver: acc (am, paq. 74, leg. 51). “De Gobernadores de Pitayó, Jambaló y Quinchaya al Gobernador del Departamento, Jambaló, agosto 1 de 1859”.
40
Caquetá era un territorio y por lo tanto sus habitantes no tenían los mismos derechos de los que vivían en los departamentos. Ver: acc (am, paq. 103, leg. 3). “Del Pequeño Cabildo Indígena de Santiago de Pongo a los Diputados, Santiago de Pongo, agosto 8 de 1869”.
41
ac (1874, Senado, Proyectos de Ley IV: 184). “De los suscritos miembros del Segundo Consejo Provincial Eclesial [incluyendo al Obispo de Popayán] a los Senadores y Representantes, Bogotá, febrero 12 de 1874”; El Ferrocarril (Cali) (1883, marzo 16); El Seminario (Popayán) (1857, noviembre 24); Registro Oficial (Órgano del Gobierno del Estado) (Popayán) (1880, marzo 31). Las élites ecuatorianas hicieron distinciones similares entre los indígenas “civilizados” de Otavalo y otros pueblos indígenas, ver: Williams (2001).
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Con frecuencia, la ciudadanía se define por contraste con un “otro” no-ciudadano excluido. En el siglo xix, ese “otro” por lo general incluía a las mujeres, los menores, la clase baja y los “incivilizados” (Dore, 2000: 14-21; Singh, 1999: 1-114). A pesar de las impresionantes demandas por ser incluidos en la política nacional en sus propios términos, los argumentos de los indígenas apoyaban la exclusión de otros: los llamados indígenas salvajes, los esclavos y, de una manera que discutiremos más adelante, las mujeres de sus propias comunidades. Aunque carecían del poder de los intelectuales y políticos para promover sus discursos racializados, los indígenas participaron en una construcción popular de las nociones de raza y ciudadanía. Las peticiones indígenas revelan hasta qué punto los grupos populares eran capaces de desafiar el discurso dominante de la élite política y adaptarlo a sus propias necesidades. Sin embargo, esas solicitudes también mostraban los límites del discurso republicano indígena, pues el discurso liberal hegemónico obligaba a los indígenas a perpetuar estereotipos sobre sí mismos. Los indígenas desafiaron la idea de que ellos eran incapaces de participar en política y de que debían abandonar su identidad racial o étnica para ser ciudadanos, pero al mismo tiempo utilizaron un discurso racializado para diferenciarse de los esclavos y de los “indios salvajes”. La experiencia de los indígenas caucanos refleja un tema central en los nuevos estudios sobre raza y nación: la apropiación de estos conceptos por parte de los grupos subalternos puede, al mismo tiempo, minar y reforzar el racismo y la exclusión. Pero hay que preguntarse si este discurso representa la “verdadera” perspectiva política de los indígenas o si se trata tan sólo de un invento de abogados y tinterillos. El gran número de peticiones, los diferentes tiempos y lugares en que fueron escritas, la ubicuidad de tal discurso y el hecho de que parece que muchos líderes indígenas redactaron personalmente las peticiones (podía haber más indígenas que sabían leer y escribir de lo que se cree) sugieren que los indígenas decidieron representarse públicamente de esta manera. Cualesquiera que fueran sus deseos secretos, en la década de 1850 el republicanismo era hegemónico en el Cauca y si las comunidades indígenas esperaban tener alguna influencia política, tenían que lograrlo dentro del sistema político republicano43. Los desplazados afrocolombianos y antioqueños no se representan de la misma forma en que lo hicieron los indígenas. Aunque el papel de escribanos y abogados rurales fue inicial-
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Creyeran o no en tal lenguaje, el republicanismo indígena se convirtió en la forma mediante la que las comunidades hablaban sobre política y la practicaban. La anterior reflexión realza las significativas ganancias que los indígenas caucanos alcanzaron al reformular el discurso de la élite sobre las razas y la vida nacional. Los ataques liberales a los resguardos y a las comunidades indígenas forzaron a estas últimas a defender su identidad indígena para justificar su tenencia de tierras comunales y su autonomía política local. Los indígenas lucharon fuertemente por mantener su identidad particular, comparándose con blancos, mestizos, esclavos e indios. Al tiempo que defendieron su identidad indígena, se apropiaron de la ciudadanía como una forma de jugar un papel en la vida nacional y de proteger sus intereses en la nueva esfera política republicana que surgió del colapso del sistema colonial. Los indígenas mezclaron el viejo discurso centrado en la comunidad y las peticiones a la autoridad con un nuevo discurso republicano de derechos y ciudadanía, que podríamos llamar republicanismo indígena44. Al hacerlo, no sólo fortalecieron la hegemonía republicana, sino que también la alteraron siguiendo sus propias concepciones sociales. Las comunidades indígenas a lo largo del continente americano enfrentaron desafíos similares durante el siglo xix, pero las del Cauca parecen haber sido particularmente exitosas. Charles Walter (1999: 186) señala cómo la resistencia indígena alrededor de Cuzco “terminó por reforzar la división de la nación entre los indígenas y los no indígenas”. Las comunidades indígenas de Cuzco defendieron su identidad (y sus tierras), pero fueron menos efectivas en la promoción de su estatus como ciudadanos. De manera similar, los trabajos de Mark Thurner (1997: 146-52) sobre Perú y de Jeffrey Gould (1998: 11-15 y 285) sobre Nicaragua muestran cómo otros indígenas fueron menos capaces que las comunidades indígenas del Cauca para
mente importante para introducir las ideas republicanas en las comunidades, después las mismas comunidades decidían de qué manera adaptar tal lenguaje para que sirviera a sus intereses. Para interpretaciones contrarias, ver: Scott (1990); Spivak (1988: 271-313). María Teresa Findji (1992: 112-113) sostiene que las políticas republicanas buscaban eliminar a los indígenas de la vida nacional, aunque subestima las habilidades de los indígenas en la reformulación del lenguaje del republicanismo para defender a sus comunidades dentro de la nueva nación.
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manejar lo que Thurner llama las “contradicciones” de la construcción nacional republicana, pues allí las élites lograron definir la ciudadanía en contraposición a “lo indio”45. Aldo Lauria-Santiago (1999: 112-131 y 218-221) argumenta que las comunidades indígenas de El Salvador adelantaron fructíferas negociaciones con el Estado, pero estaban mucho menos comprometidas con la nación y prefirieron favorecer identidades locales. En general, las comunidades indígenas del suroccidente de Colombia parecen haber sido mucho más exitosas en el manejo del republicanismo, debido en parte a su apropiación de las oportunidades políticas ofrecidas por la agitada política partidista colombiana. Los pueblos indígenas del Suroccidente no sólo reformularon el discurso republicano, sino que ingresaron exitosamente a la esfera política para defender sus intereses materiales. Los indígenas republicanos en la esfera pública Los indígenas desarrollaron y emplearon el discurso del republicanismo indígena para lograr un objetivo principal: la protección de sus resguardos. Los indígenas de Mocondino presagiaron las consecuencias de la división de su resguardo cuando dijeron que “de poco tiempo nuestros terrenos formarán la hacienda de un rico o un poblado de gente de raza blanca” y que ellos tendrían que volverse “miserables jornaleros”46. Esperando evitar tal destino, las comunidades indígenas entraron en un escenario político dominado por los partidos Liberal y Conservador. Para evitar la disolución de sus comunidades necesitaban asegurar el apoyo de uno u otro partido. Por fortuna, en el Cauca los dos partidos buscaron el apoyo de los grupos populares en las numerosas elecciones y guerras civiles de la segunda mitad del siglo xix. Como se señaló anteriormente, cuando los liberales llegaron al poder en 1849 (tanto a nivel nacional como en el Cauca), presionaron por dividir
Las élites indígenas de Quetzaltenango tuvieron cierto éxito en promover la ciudadanía indígena, pero más adelante, en algún momento de la historia y con menos apoyo popular, ver: Grandin (2000: 125-146).
45
acc (am, paq. 94, leg. 54). “Pequeño Cabildo Indígena de Mocondino al Presidente del Departamento Soberano del Cauca, Pasto, febrero 18 de 1866”.
46
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los resguardos entre los miembros de la comunidad como propiedad privada individual. En 1850 el Gobierno nacional cedió la facultad de determinar el futuro de los resguardos a las provincias, esperando que los legisladores regionales se encargaran de dividirlos. Muchas regiones se apresuraron a hacerlo. Como resultado, muchos indígenas del centro y el oriente de Colombia perdieron sus tierras47. Sin embargo, a finales de los años cincuenta, los liberales empezaron a darse cuenta de los costos políticos de su actitud hacia los indígenas. Como una reacción a los ataques liberales, a la religión y a las tierras comunales, las comunidades indígenas del Cauca, con algunas excepciones, volcaron su apoyo hacia los conservadores en las guerras civiles de 1851 y 1854. Cuando los conservadores estuvieron en el poder, al menos hicieron esfuerzos superficiales para evitar la explotación de los indígenas a manos de sus vecinos48. Los conservadores aceptaban que los indígenas (pero no los afrocolombianos) constituían una parte importante de la sociedad colombiana, aunque no siempre en calidad de ciudadanos. Los liberales habían forjado una alianza poderosa con los afrocolombianos en el Valle del Cauca (alrededor de Cali), mediante el apoyo a la abolición de la esclavitud y los derechos políticos y sociales de la clase baja del valle, en su mayoría población negra y mulata (McGuinness 2001; Sanders 2004). En una disputa sobre tierras en la zona minera de Barbacoas, los conservadores fustigaron a los liberales por su obsesiva complacencia hacia los afrocolombianos, diciéndoles que debían preocuparse más por el bienestar de los indígenas, que “son granadinos i merecen más que los Africanos”49. Durante la guerra civil de 1851 los conservadores se beneficiaron de las actitudes de los liberales hacia los indígenas. Aunque la élite conservadora se 47
El Gobierno nacional había hecho esfuerzos tentativos para dividir los resguardos desde la Independencia pero habían fallado. Ver: Curry (1981); Villegas y Restrepo (1977: 6-37).
48
acc (am, paq. 44, leg. 16). “Del Gobernador Vicente Cárdenas al jefe político del Almaguer Cantón [no se menciona lugar, ni fecha específica, salvo Popayán], junio de 1848”; agn (Sala República [sr], Archivo de “El Carnero”, firma 2708, sin paginación). “De Francisco Lémos a la Corte del Tesoro, Popayán, marzo 13 de 1848”.
49
agn (sr, Fondo Gobernaciones Varias, tomo 179, p. 147). “De los terratenientes de Barbacoas Cantón [más de treinta nombres] al Secretario de Relaciones Exteriores, Barbacoas, agosto 16 de 1852”.
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sublevó por distintas razones en 1851 (para recuperar el poder, para mantener sus esclavos, para limitar la apertura política y para proteger a la Iglesia), en sus intentos por movilizar a los indígenas se enfocó principalmente en el ateísmo liberal y en sus ataques contra la propiedad50. Este había sido un método tradicional para movilizar a los conservadores populares y no parecía haber razón alguna para suponer que en esta ocasión fuese a fallar. Liderados por Julio Arboleda, político ultraconservador y dueño de esclavos, los conservadores recorrieron las montañas de comunidad en comunidad buscando reclutar adeptos para sus planes de rebelión. En los pueblos indígenas hablaban en contra de los liberales ateos que habían expulsado a los jesuitas, que destruirían la Iglesia y que planeaban profanar el sacramento del matrimonio51. La creciente hostilidad del debate sobre la religión y el papel de la Iglesia alarmó a los indígenas del Suroccidente. A lo largo de la Colonia, la Iglesia había sido un aliado, aunque no siempre fiable, contra los propósitos de los hacendados. El anticlericalismo del presidente José Hilario López, especialmente su expulsión de los jesuitas en 1850, había impactado a los indígenas52 . Pero el deseo de algunos liberales de secularizar el matrimonio los preocupó aún más53. Una justificación importante para la autonomía política local indígena era que ésta les permitía a los líderes indígenas ejercer un control patriarcal sobre sus comunidades y así mantener el orden y la moral. Una coalición de indígenas del Sur explicó el vínculo entre el patriarcado y los resguardos con la siguiente metáfora: “Nuestras parcialidades, Señores Diputados, son como una familia que vive bajo un mismo padre”, y como tal, siguen las reglas y costumbres que “hemos recibido de nuestros acc (Sección Academia Colombiana de Historia [sach], Fondo José Hilario López [fjhl], caja 3, carpeta 8, p. 630). “De Manuel Bueno a José Hilario López, Popayán, junio 25 de 1850”; acc (sach, fjhl, caja 9, carpeta 1. p. 64). “De R. Diago a José Hilario López, Popayán, diciembre 28 de 1853”.
50
51
acc (am, paq. 51, leg. 65). “De Manuel Bueno al Gobernador Provincial, Popayán, enero 11 de 1851”; agn (sach, fjhl, caja 4, carpeta 15, p. 1337). “De Manuel M. Alaix a José H. López, Popayán, octubre 18 de 1850”; Arboleda, J. (1984: 336); Las Máscaras (Pasto) (1850, noviembre 21).
Las Máscaras (Pasto) (1850, noviembre 7).
52
El Clamor Nacional (Popayán) (1851, febrero 8).
53
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antepasados”54. Nicolás Quilindo, gobernador de Polindará, anotaba que “estos cabildos cuidan del arreglo, moralidad y buen orden de las respectivas poblaciones de indígenas”55. El matrimonio y la familia, santificados por la religión, apuntalaron la estructura patriarcal de las comunidades indígenas y por esto su cultura y la tenencia comunal de las tierras. Así como sucedía con tantas otras formas de republicanismo popular, la habilidad de controlar a las mujeres y a los niños legitimaba la ciudadanía masculina indígena 56. Mientras que la élite conservadora simplemente esperaba que los indígenas se sintieran enfurecidos por el irrespeto de los liberales hacia la Iglesia, los indígenas tenían motivos de preocupación más profundos: los liberales parecían amenazar no sólo a la Iglesia, sino también a todo el sistema ideológico y estructural sobre el que descansaban las comunidades indígenas. Los conservadores también advirtieron que sus oponentes eran comunistas y que su irrespeto por la propiedad los llevaría a quitarle el ganado a todos los propietarios, no sólo a los más ricos, sino que también a los más pequeños para distribuirlo entre aquellos que no tenían nada57. Los resguardos indígenas, que mantenían una situación legal precaria, parecían estar nuevamente en peligro. Como lo sintetizó un liberal, los clérigos habían motivado a las masas del Sur “predicando la defensa de la Religión, de sus mujeres i propiedades”58.
acc (am, paq. 124, leg. 60). “De los suscritos miembros de los cabildos pequeños de Túquerres, Obando y Pasto a los Diputados de la Asamblea Departamental, Pasto, julio 29 de 1873”.
54
Las peticiones oficiales indígenas de poder y ciudadanía se apoyaban en parte en su habilidad de controlar a los miembros de sus comunidades, especialmente a las mujeres, ver: acc (am, paq. 60, leg. 56). “Del Gobernador de los indígenas de Polindará al Señor Gobernador, Popayán, 1855 [ fecha ilegible dado que la página está raída]”.
55
Especialmente ver: acc (am, paq. 61, leg. 6). “Cabildo Pequeño Indígena de Guachavéz a los Honorables Diputados, Pasto, octubre 6 de 1856”; ac (1849, Cámara, Informes de Comisiones IX: 184). “Del Alcalde Mayor indígena y Cabildos Pequeños de la Provincia de Túquerres al Presidente de la Cámara de Representantes, Túquerres, diciembre 30 de 1848”; Chambers (1999: 189-215).
56
El Cernícalo (Popayán) (1850, septiembre 22).
57
agn (sr, Fondo Gobernaciones varias, tomo 165, p. 706). “De J. N. Montero a la Secretaría de Gobierno, Barbacoas, junio 26 de 1851”.
58
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Los conservadores, en general, apoyaban los cuerpos corporativos dentro de la nación, bien fueran las comunidades indígenas o la Iglesia, y se oponían a la igualdad legal promovida por los liberales. Aunque elitista, el concepto conservador de ciudadanía no afectaba mucho sus relaciones con los subalternos, pues los conservadores no privilegiaban la ciudadanía como la única puerta de entrada a la vida política y pública. Ellos aceptaban que casi todas las personas tenían un papel para desempeñar en la sociedad (no sólo los ciudadanos), y por lo tanto se preocupaban muy poco por la “racionalidad” de los subalternos, especialmente de los indígenas. En términos políticos los conservadores valoraban más las tradiciones y el peso de las relaciones locales que la nueva ciudadanía liberal “universal” que eclipsaba a todas las demás identidades. Para la élite conservadora, aunque los indígenas aún no fuesen ciudadanos, eran granadinos o colombianos con derechos y responsabilidades sociales. Cuando los conservadores se rebelaron en 1851 lograron cierto apoyo indígena, pero su arrogancia y su reticencia a tratar a los líderes indígenas como iguales desanimó a muchos. Los conservadores conformaban su ejército mediante el reclutamiento forzoso, aún cuando se trataba de los indígenas que simpatizaban con su causa y habrían podido participar voluntariamente. Sin embargo, algunos indígenas temían a tal punto las intenciones liberales respecto del matrimonio y los resguardos que se enlistaron en las filas conservadoras por voluntad propia59. Tras las primeras derrotas de los conservadores frente a los liberales, llegaron más voluntarios a las filas conservadoras, pero para entonces ya era demasiado tarde60. Algunos liberales que mantenían fuertes vínculos clientelistas con los indígenas, especialmente el carismático José María Obando, convencieron a muchos de ellos de deponer las armas61. Los conservadores, impedidos por sus propias visiones elitistas y racistas, no pudieron aprovechar a cabalidad la disposición de los indígenas de luchar por sus comunidades. acc (am, paq. 53, leg. 70). “De dueños de tierras al Presidente de la Asamblea Provincial, Pasto, septiembre 20 de 1852”. También ver: Boletín Político i Militar (Pasto) (1851, julio 20).
59
acc (Fondo Arboleda, Firma 988, sin paginación). “Anónimo, ‘Diario de la guerra de 1851’”.
60
Obando había aceptado a muchos rebeldes indígenas y afrocolombianos en la guerra civil de 1839-1842, llamada la Guerra de los Supremos, ver: Contestación al folleto (1852).
61
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Los conservadores del Cauca tuvieron otra oportunidad en 1854, cuando una división del Partido liberal llevó a una facción a amotinarse contra su propio gobierno. Los indígenas lucharon al lado de los conservadores en contra de los conspiradores liberales, marchando hacia el valle central para sofocar cualquier intento de rebelión62. Unos pocos indígenas apoyaron la revuelta debido a sus lazos clientelistas con Obando (el líder putativo de la rebelión), pero fueron muchos más los aliados de los conservadores63. Después de que la constitución de 1853 concedió el voto a todos los hombres adultos, los indígenas también apoyaron a los conservadores en las urnas, y les garantizaron la victoria en todo el sur del Cauca (Arboleda, G., 1990: 269-270). Los conservadores victoriosos no olvidaron a sus aliados subalternos. En Túquerres, la Asamblea Municipal y el gobernador aprobaron una ley en 1853 que permitía la existencia indefinida de los resguardos, a menos que los mismos indígenas dispusieran algo diferente64. Antonio Chaves, el nuevo gobernador, trabajó en el fortalecimiento de las relaciones de su partido con los indígenas. Con gran astucia demostró entender en dónde yacía el poder en las comunidades indígenas y apoyó a los gobernadores y a los cabildos. Chaves ordenó la devolución de las tierras de resguardo que habían sido vendidas sin la anuencia de los cabildos y trató de impedir que personas ajenas a las comunidades se presentaran como indígenas para usar las tierras de los resguardos; ambas medidas fortalecieron significativamente el control de los cabildos sobre los recursos de sus comunidades65. acc (am, paq. 56, leg. 1, 124). “De M. D. Quijano al Gobernador de Túquerres, [n.p.] agosto 24 de 1854”; acc (am, paq. 58, leg. 75). De Vicente Cárdenas al Gobernador de Popayán, Pasto, agosto 12 de 1854; acc (am, paq. 57, leg. 39). “Enrique Diago, ‘Mensaje del Gobernador de Barbacoas á la Lejislatura provincial en sus sesiones de 1854’, Barbacoas, septiembre 15 de 1854”; acc (SM, doc. 31796). “De Ramón M. Orjuela a Tomás C. de Mosquera, Barbacoas, mayo 30 de 1854”.
62
acc (fa, firma 1518, sin paginación). “De Manuel [Luna] a Sergio Arboleda, Popayán, octubre 25 de 1854”; acc (sm, doc. 29, p. 852). “De José Tomás Diago a Tomás C. de Mosquera, Popayán, noviembre 8 de 1854”. agn (sr, Fondo Gobernaciones varias, tomo 201, p. 116). “Para Obando, ver: De J. M. Mosquera a la Secretaría de Gobierno, Popayán, octubre 28 de 1854”.
63
acc (am, paq. 54, leg, 36). “‘Ordenanza 6.ª sobre resguardos de indíjenas’, Túquerres, noviembre 16 de 1853”.
64
acc (am, paq. 59, leg. 45). “De Antonio J. Chaves al Presidente de la Asamblea, Túquerres, octubre 7 de 1854”.
65
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La Asamblea Municipal conservadora de Pasto siguió este ejemplo y en 1855 emitió una ley que garantizaba que los resguardos no serían divididos66. Los gobernadores liberales habían buscado eliminar la tenencia de tierras comunales; los conservadores, en cambio, buscaban mostrarse como protectores de los indígenas. Aunque buena parte de la literatura reciente sobre procesos de formación estatal se ha enfocado en los liberales populares, los subalternos también buscaron alianzas con los conservadores. La política del siglo xix y los procesos de construcción nacional no se podrían entender cabalmente sin considerar las motivaciones e ideologías de la contraparte de los liberales populares: los conservadores populares67. No obstante, la visión racista y elitista que los conservadores caucanos tenían de la ciudadanía y la política, así como el interés por las tierras indígenas de muchos hacendados conservadores, evitaron que forjaran un vínculo político más fuerte con los indígenas. Los liberales sacaron provecho de esta situación en 1859, bajo el liderazgo de Tomás Cipriano de Mosquera, un antiguo conservador que se hizo liberal y que estaba planeando una revolución contra el Gobierno nacional conservador. Mosquera necesitaba asegurar que las comunidades indígenas de la región no apoyarían militarmente a los conservadores como lo habían hecho en 1851 y 1854. Dando un giro de 180 grados, la Asamblea Departamental liberal aprobó la Ley 90, firmada por Mosquera, que puso fin a los ataques a los resguardos. Esta famosa ley reconoció expresamente la autoridad de los cabildos pequeños para gobernar la vida indígena, concedió todos los poderes que tradicionalmente habían ostentado, excepto aquellos que violaban la ley estatal o los derechos ciudadanos, y asignó a los funcionarios del cabildo el deber de corregir cualquier trasgresión moral cometida por los miembros de las comunidades a su cargo. Más aún, la ley establecía que los indígenas mantendrían sus resguardos, sin establecer fechas límites para su división. acc (am, paq. 59, leg, 40). “‘Ordenanza 7.ª sobre resguardos de indíjenas’, Pasto, octubre 18 de 1855”.
66
Por ejemplo, Peter Guardino (1996) detalla la ideología del federalismo popular en su maravilloso estudio sobre campesinos y la formación del Estado de México, aunque los populares centralistas y conservadores permanecieran ausentes por largo tiempo. Florencia Mallon (1995: 94-95) resalta la existencia de conservadores populares y el papel de la religión en su trabajo seminal acerca de los liberales populares. Charles Walter (1999: 212-221). También ver: Lauria-Santiago (1999: 5-6 y 101-109); Purnell (1999).
67
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También devolvía a la comunidad el control sobre aquellas partes de los resguardos que habían sido vendidas o arrendadas ilegalmente. La ley permitía cierta intromisión de las autoridades locales y regionales en los asuntos indígenas, pero en general reconocía las prerrogativas indígenas con respecto a los resguardos y a la autonomía de las comunidades. De modo similar al discurso del republicanismo indígena que la legislación emulaba en alto grado, la Ley 90 tuvo la infortunada consecuencia de reforzar la percepción de los indígenas como seres inferiores que necesitaban estar bajo tutela. Pero esta era una preocupación menor en relación con el éxito de haber logrado forzar a los liberales a abandonar, al menos temporalmente, sus ataques contra los resguardos; un gran triunfo para los indígenas caucanos68. La guerra civil de 1860 a 1862 iniciada por la rebelión de Mosquera puso a prueba el acercamiento de los liberales a las comunidades indígenas. Mosquera y sus aliados esperaban que las concesiones de la Ley 90 neutralizaran el apoyo de los indígenas a los conservadores, quienes ahora tendrían problemas para decir que los liberales querían destruir los resguardos. Y no se equivocaron. Contrario a lo sucedido en 1851 y 1854, muchas comunidades indígenas permanecieron neutrales, o al menos eso intentaron, resistiendo los esfuerzos de los ejércitos por reclutar a sus hombres69. La Ley 90 y la brutalidad de los conservadores contra los reclutas indígenas durante la guerra alejaron a muchas comunidades del Partido conservador, antes considerado un aliado político. Sin embargo, el Partido liberal también probaría ser poco fiable. Entre 1862 y 1879 los liberales dominaron el Estado del Cauca. A pesar de la Ley 90, los legisladores liberales de vez en cuando trataron de socavar la legislación
Gaceta del Cauca (Popayán) (1859, octubre 29). También ver: Castro (1859: 47-48). Para una interpretación distinta de la ley, ver: Findji y Rojas (1968: 68-69).
68
acc (am, paq. 78, leg. 44). “Del Gobernador de los indígenas de Quinchaya al Comandante jefe de las milicias departamentales de Popayán, octubre 5 de 1860”; acc (am, paq. 129, leg. 45). “De jefes indígenas de la Aldea de Coconuco al Alcalde del Distrito de Popayán, Coconuco, agosto 1 de 1860”; acc (am, paq. 82, leg. 26). “Del Alcalde Distrital al Gobernador Provincia, Cajibío, octubre 5 de 1861”; acc (am, paq. 82, leg. 26). “De Marcelino Rodríguez al Gobernador Provincial, Silvia, octubre 1 de 1861”; Boletín Oficial (Bogotá) (1862, enero 20 y julio 24).
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y renovaron su oposición a la vida corporativa indígena70. Ninguno de los partidos políticos parecía ofrecer a los indígenas una alianza política satisfactoria. Como resultado de los continuos ataques a sus tierras, los indígenas se organizaron políticamente para defenderse, pero de una manera novedosa. Las reiteradas amenazas a las propiedades, a las comunidades y al estilo de vida indígenas ayudaron a que numerosas comunidades del Sur se unieran para crear un discurso indígena republicano mucho más poderoso y para redefinir el significado de “indígena” en la República. En 1866 el Gobierno del Estado del Cauca preguntó a todos sus funcionarios y a los cabildos indígenas si consideraban que los resguardos y la constitución del Estado eran compatibles. Los indígenas contestaron a voz en cuello que ellos querían mantener sus resguardos71. Los líderes expresaron que la propiedad individual permitiría a los “blancos” comprar tierras por precios irrisorios a “indios incapaces de discernir con perfección sus verdaderos intereses” o hacerse a ellas corrompiendo indígenas con trago o mediante el cobro de viejas deudas72 . Este acoso o persecución por parte de “blancos” o “mestizos” estableció claras diferencias entre “blancos” e “indíjenas”73. Estos últimos también tuvieron que enfrentar que los blancos los consideraran “medianamente civilizados” y que afirmaran que dada la “completa fusión de la raza indíjena con la blanca Estos ataques fueron liderados por liberales que tenían intereses en el Norte, cerca de Riosucio, en donde los pueblos indígenas eran pequeños y más vulnerables que aquellos del Sur, ver: Appelbaum (1999: 652-663); Quijano (1872: 34).
70
Ver las numerosas peticiones y reportes encontrados en: acc (am. laq. 94, leg. 54).
71
acc (am, paq. 94, leg. 54). “Primera cita del Alcalde Mayor del Municipio de Obando [con firmas de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Pupiales, Anfelima, Girón, Iles, Potosí y Puerres] a la Secretaría Departamental, Ipiales, marzo 4 de 1866. También ver: acc (am, paq. 112, leg. 14). “De los miembros de los Cabildos Indígenas de Cumbal, Muellamuez, Imués y Túquerres a la Asamblea, Túquerres, julio 31 de 1871”.
72
En el discurso indígena, “blanco” puede ser usado para referirse a cualquier no-indígena, sin distingo de raza, ver: acc (am, paq. 94, leg. 54). “Del Pequeño Cabildo Indígena de Mocondino al Gobernador, Pasto, febrero 18 de 1866”; acc (am, paq. 84, leg. 46). “De Javier Muñoz al Jefe Municipal, Timbío, noviembre 1 de 1864”; acc (am, paq. 103, leg. 3). “De indígenas y miembros del Cabildo Pequeño de Túquerres al Presidente de la Asamblea, Túquerres, junio de 1869 [no tiene fecha exacta]”.
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y mestiza” no había lugar a una legislación especial para indígenas74. Tales acusaciones obligaron a los indígenas a defender su identidad y la unidad de sus comunidades. El cuestionamiento que hizo el Gobierno estatal en la década de 1860 sobre el futuro de los resguardos ayudó a generar mayor cohesión entre la población indígena del sur. Antes de 1860 los indígenas habían establecido alianzas ocasionales entre comunidades, pero la mayor parte de las peticiones hechas a las autoridades del Cauca involucraban sólo a una comunidad específica o a unas pocas comunidades vecinas. Los indígenas no solían unirse para hacer peticiones ni demandas más allá de los límites de una comunidad o de un resguardo determinado. Sin embargo, debido a la continua presión de los liberales, en la década de 1860 numerosos grupos de indígenas del sur respondieron en conjunto. Una petición fue enviada a nombre de muchos de los cabildos del municipio de Obando (por lo menos quince cabildos diferentes fueron representados por un líder comunitario conocido como Alcalde mayor). Aunque el lenguaje usado guardaba mucha similitud con las humildes protestas de otras comunicaciones, la petición enfatizaba la importancia de la autoridad local del Cabildo pequeño. Los líderes indígenas recalcaron que mantenían el orden en sus comunidades y las protegían de los odiosos ardides de los “blancos”. Elogiaron la Ley 90, especialmente porque les permitió a ellos mismos defender sus derechos y permanecer en sus comunidades sin tener que depender de otros75. El año 1866 marcó el momento en que los cabildos abandonaron su viejo lenguaje deferente y proclamaron con vigor su independencia, actuando en alianzas supralocales para fortalecer su posición política. El nuevo discurso indígena se consolidó en 1873, después de que la Asamblea del Cauca aprobara otra ley que revocaba la Ley 90 y ordenaba la división de los resguardos. Los indígenas de Cumbal, que llevaban décadas enfrascados en una Ver: acc (am, paq. 112, leg. 15). “Primera cita de los firmantes de Concejo de Cumbal al Presidente de la Asamblea, Cumbal, julio 24 de 1871”; acc (am, paq. 130, leg. 17). “La segunda, de los pobladores del Distrito de Riosucio a los Diputados de la Asamblea, Riosucio, junio 27 de 1875”; Appelbaum (1999: 645-662); Rappaport (1994: 30-36).
74
acc (am, paq. 94, leg. 54). “Del Alcalde Mayor Indígena del Municipio de Obando [con firmas de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Pupiales, Anfelima, Girón, Iles, Ospina y Puerres] a la Secretaría Departamental, Ipiales, marzo 4 de 1866”.
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lucha territorial, asumieron un tono más directo. Lejos ya de las referencias a su debilidad e incompetencia, acusaron a la clase gobernante local de corrupción y clientelismo76. Aún más, los indígenas del Sur se reunieron en Pasto para escribirle a la Asamblea recriminándole por no haberles consultado acerca de la ley y por dejar a las comunidades, una vez más, expuestas a la posibilidad de perder sus tierras. Expresaron su decepción con la Asamblea, y haciendo referencia a la continua división política del Cauca en partidos políticos antagónicos, advirtieron que: “Si se llevara á efecto ó á la práctica la relacionada ley, nos viéramos en la necesidad [sic] con el primero que diera el grito de rebelión, con tal que nos asegurara la derogatoria de la precitada ley”77. Después de amenazar con apoyar cualquier futura revuelta conservadora, los indígenas le propusieron a los liberales que no apoyarían al Partido conservador, a diferencia de lo que habían hecho en las anteriores guerras civiles, si los liberales accedían a sus deseos: “Estamos convencidos que los presentes Legisladores jamás se harán sordos á la voz de más de veinte mil habitantes que reclaman la derogatoria de una ley”78. La solicitud no significó el total rompimiento con el discurso anteriormente descrito, pues el documento aún contenía declaraciones de debilidad, llamados a que se hiciera justicia y a que las autoridades cumplieran con su trabajo, y afirmaciones acerca de la importancia de las familias y las comunidades indígenas. No obstante, este momento significó un cambio importante en la forma en que los indígenas del Cauca se relacionaban con las élites políticas de la región. Antes los indígenas habían reaccionado favorablemente a la retórica conservadora y al apoyo que este partido ofrecía a sus resguardos, religión y familias; sin embargo, ellos sólo podían responder acc (am, paq. 124, leg. 56). “Del Pequeño Cabildo de Cumbal a los Ciudadanos Diputados, Cumbal, julio 22 de 1873” .
76
La petición iba firmada por miembros de los Cabildos pequeños de Túquerres, Guaitarilla, Ospina, Mallama, Imués, Pasto y Yascual, así como por más de 525 indígenas, cuyos nombres se representaban con una cruz o algún símbolo, ver: acc (am, paq. 124, leg. 60). “De los miembros firmantes de los Cabildos pequeños de Túquerres, Obando y Pasto a los Diputados de la Asamblea Departamental, Pasto, julio 29 de 1873”.
77
(am, paq. 124, leg. 60). “De los miembros firmantes de los Cabildos pequeños de Túquerres, Obando y Pasto a los Diputados de la Asamblea Departamental, Pasto, julio 29 de 1873”.
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a los conservadores, no negociar con ellos. Los conservadores aceptaban a los indígenas como aliados, pero solamente bajo sus términos elitistas y racistas. En la década de 1870, los indígenas buscaron insistentemente negociar con los poderosos, poniendo a los partidos a competir por su apoyo. Amenazaron con unirse a las revueltas conservadoras, pero también prometieron apoyar a los liberales si ellos les daban lo que querían. Los liberales respondieron, aunque de mala gana. El presidente del Estado del Cauca, Julián Trujillo, prácticamente acabó con la nueva ley. Así, la Ley 90 recuperó su vigencia, pero se permitió que la mayoría de los indígenas de un resguardo solicitaran su división y que las autoridades locales tuvieran más injerencia en los asuntos indígenas79. Sin embargo, la erosión de la tradicional alianza de los indígenas con los conservadores, surgida con la Ley 90 y con la brutalidad de la guerra de 1860 a 1862, se aceleró. La gente indígena del Sur, actuando por medio de una alianza regional entre comunidades, había emitido una declaración de independencia80. Ya no serían peones del Partido conservador, sino que buscarían su propio camino independiente de los dos partidos. La mayoría de los indígenas permaneció neutral en las guerras civiles de 1876 a 1877, en la de 1879 y en la de 1885. Los liberales reaccionaron a esta nueva estrategia indígena intentando, a finales de la década de 1870, reclutar indígenas como aliados más activos (como lo habían hecho con los afrocolombianos desde la década de 1850). El famoso escritor y político liberal Jorge Isaacs, instó a los funcionarios locales liberales a proteger los intereses de los indígenas en contra de los abusos de los hacendados, para que los indígenas vieran de qué forma “el partido liberal, liberador en toda la Nación de los esclavos de raza africana, hace también libres, perfectamente libres, a las gentes de raza indígena”81. Registro Oficial (Organo del Gobierno del Cauca) (Popayán) (1873, octubre 25; noviembre 1 y diciembre 6 de 1873).
79
Los indígenas del Sur continuarían actuando mancomunadamente para cabildear ante la Gobernación, ver: acc (am, paq. 133, leg. 75). “De los Cabildos pequeños de indígenas de Túquerres, Sapuyez, Imués, Ospina, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Yascual y Puerres a los Honorables Diputados de la Asamblea, Pasto, julio 19 de 1875”; acc (am, paq. 112, leg. 14). “De miembros de los Cabildos pequeños indígenas de Cumbal, Muellamuez, Imués y Túquerres a la Asamblea, Túquerres, julio 31 de 1871”.
80
Registro oficial (Organo del Gobierno del Cauca) (Popayán) (1877, diciembre 8).
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Sin embargo, a los liberales les arrebataron el poder en 1879, antes de que el frente unificado indígena tuviera tiempo de reaccionar. Las acciones de esta alianza también redefinieron el significado de ser indígena. Joanne Rappaport sostiene que la identidad pública indígena estaba definida básicamente en términos legales82. Nancy Appelbaum señala que en el norte del Cauca ser indígena estaba asociado con una identidad local profunda, arraigada en el pedazo de tierra específico que se ocupaba. Esto limitaba la capacidad de las comunidades de unirse en alianzas regionales o de reconocer una identidad étnica más allá de lo local83. Sin embargo, en el Suroccidente, cuando los indígenas se unieron para enfrentar los ataques liberales, transformaron la identidad indígena de algo local y legal en una identidad étnica mucho más amplia que reunió diversas comunidades como agentes políticos bajo una apelación común. Cuando los indígenas de diferentes partes del Sur se unieron para actuar políticamente, no lo hicieron como “sureños”, como miembros de una comunidad particularo sólo como colombianos, sino como “indígenas”. Aunque es imposible determinar con exactitud lo que estas palabras significaban para estos subalternos, el acto de asociarse con gente de otras comunidades y escoger “indígena” como su designación compartida tuvo que haber desafiado otras formas locales de identidad imaginada. El uso de una identidad “indígena” contrasta enormemente con la experiencia de los subalternos de descendencia africana en el Cauca, que también se asociaron políticamente (en alianza con los liberales), pero que nunca se identificaron como afrodescendientes, “negros” o “mulatos”84. Los indígenas, en cambio, forjaron una connotación más amplia y con mayor efectividad política del término “indígena”, como respuesta al continuo acoso liberal y a la permanente necesidad de diferenciarse de los “blancos” y “mestizos” que codiciaban sus tierras. Rappaport (1994: 25-37) también señala la manera en que los indígenas emulaban esta identidad política con una identidad cultural basada en ciertos rasgos (aunque hubieran podido compartir estas características con sus vecinos mestizos) y en la tradición oral.
82
En el siglo xix los indígenas del Suroccidente no se identificaban públicamente como miembros de alguna tribu o con afiliación nacional. Simplemente se identificaban como indígenas de un determinado pueblo, ver: Appelbaum (1997: 270-273).
83
Ver: Sanders (2004). También ver las peticiones que se encuentran en: ac; acc; agn; Archivo Histórico Municipal de Cali. Algunos peticionarios se referían a sí mismos como esclavos o ex esclavos, pero nunca como “negros” o “mulatos”.
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Los indígenas del Cauca tuvieron gran éxito en proteger sus resguardos durante el siglo xix, mientras que la mayoría de las tierras comunales de los indígenas del centro del país fueron divididas antes de 186085. En la década de 1880 una alianza nacional entre liberales y conservadores independientes tomó el poder y aprobó la Ley 89, que guardaba gran similitud con la Ley 90 del Estado del Cauca. La Ley 89 reafirmaba el derecho de los indígenas a los resguardos a nivel nacional, pero también clasificaba a los indígenas como menores dependientes del Estado86. El permanente conflicto partidista del siglo abrió una oportunidad para que los indígenas explotaran la necesidad que tanto liberales como conservadores tenían de apoyo popular, una oportunidad que los pueblos indígenas manipularon con destreza87. Conclusiones Los intelectuales de la élite, los caudillos y los burócratas no fueron los únicos en dar forma al pensamiento racial y nacional del siglo xix. Los grupos populares también jugaron un papel significativo. Durante la Colonia, los indígenas acudieron a la Corona y a la Iglesia, instituciones recelosas del poder de los terratenientes y de los funcionarios provinciales, en busca de apoyo para solucionar sus conflictos locales. Tras la creación del Estado republicano, los indígenas mantuvieron esta estrategia y muchas veces tuvieron éxito. Desafiaron al Estado para que actuara, para que cumpliera con sus obligaciones,
Villegas y Restrepo (1977: 37 y 45-49) sostienen que la simbiosis económica de los resguardos y haciendas fue la clave para permitir la supervivencia de los resguardos, pero pienso que la acción política de los indígenas fue más importante.
85
Joanne Rappaport sostiene que la ley también debilitó políticamente a las comunidades, al dividir grandes grupos culturales en resguardos individuales que así tenían menos capacidad de resistencia frente al Estado y frente a los terratenientes. También ver: Rappaport (1990: 93 y 143).
86
Alejandro De la Fuente (1999: 53-68) señala la importancia de la contienda partidista en el incremento de la influencia política de las minorías en Cuba. De igual manera, buena parte de la literatura reciente acerca de la contribución popular a la construcción de nación sugiere la importancia del conflicto, campesino o internacional, en la apertura de espacio político a las minorías. Especialmente ver: Ferrer (1999) y Mallon (1995).
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para que defendiera las leyes nacionales, y justificaron sus demandas reclamando sus derechos ciudadanos. Esta estrategia tuvo dos efectos principales, más allá de las metas inmediatas de mantener la tierra y destituir a políticos locales corruptos. En primer lugar, las constantes peticiones indígenas al Estado para que los protegiera de los abusos locales extendieron la esfera de influencia del Estado a localidades a donde antes no llegaba. En segundo lugar, los indígenas hicieron de la Nación una entidad más poderosa —y más democrática y racialmente incluyente— que la comunidad imaginada por los intelectuales y burócratas de Bogotá (Anderson, 1991). Los indígenas siempre se habían dirigido a las altas esferas del poder, pero como sujetos humildes; en el siglo xix, haciendo uso de un discurso republicano, lo hicieron como ciudadanos con derechos, como verdaderos miembros de la comunidad nacional. Sin embargo, la reformulación indígena del republicanismo por sí misma habría importado poco si el conflicto partidista no hubiera obligado a las élites a negociar con los grupos subalternos para obtener su apoyo electoral y militar. La adopción del discurso republicano por parte de los indígenas del Cauca también afectó las ideas raciales establecidas. Los indígenas no admitían contradicción entre ser indígena y ser ciudadano, en abierta contradicción con la ideología racial que buscaba excluirlos de la vida nacional (buena parte del liberalismo) o admitirlos sólo de manera parcial (conservatismo). Sin embargo, al basar su idea de republicanismo en la noción de “autoridad justa” y al solicitar la protección del Estado, los indígenas también reprodujeron estereotipos sobre sí mismos para proteger la tenencia de sus tierras comunales. Al diferenciar su legítimo derecho a la ciudadanía del de los esclavos y los “indios salvajes” los indígenas reforzaron, al menos en términos discursivos, el aislamiento de esos dos grupos frente a la vida nacional y a los ciudadanos. Durante el siglo xix los pueblos indígenas también reformularon el sentido público de ser indígena. Bajo la presión de los liberales para que dividieran sus tierras, e insatisfechos con las oportunidades que tanto liberales como conservadores les ofrecían para alcanzar logros políticos, los indígenas empezaron a buscar alianzas más allá del nivel local. Durante las décadas de 1860 y 1870, se unieron para hacer frente común ante el Estado y los dos partidos políticos. Además del éxito de tal estrategia con respecto a la protección de sus resguardos, el movimiento ayudó a redefinir la identidad indígena, que pasó de ser legal
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y local a ser una identidad política más regional y mucho más amplia, presagiando los influyentes movimientos indígenas del siglo xx que culminaron con la constitución de 1991. Entre 1910 y 1918 algunas comunidades indígenas ubicadas al noroccidente de Popayán se unieron bajo el liderazgo de Manuel Quintín Lame para hacer frente a los ataques de poderosos hacendados sobre sus tierras. El movi‑ miento se extendió más tarde hacia el Oriente (hacia el Huila y el Tolima), y hoy es visto como inspiración intelectual y cultural del movimiento indígena moderno de Colombia. Los principios más importantes de Lame incluían la defensa del resguardo, el fortalecimiento del cabildo como bastión político, el reclamo de las tierras robadas, el rechazo al pago de arriendos y la reafirmación de la cultura indígena (Castillo, 1987; Quintín, 1971; Rappaport, 1990: 112-116). Estos objetivos influyeron en la década de 1970 sobre los principios fundacionales del cric (Consejo Regional Indígena del Cauca), organización que fue punta de lanza del movimiento nacional por los derechos indígenas88. Mientras que la conexión de Lame con el movimiento indígena de finales del siglo xx es reconocida, rara vez se extiende el vínculo hasta el siglo xix, periodo que suele verse como un “largo lapso” en la movilización indígena 89. No obstante, las metas de Lame reproducen casi exactamente el discurso republicano indígena del siglo xix, en especial el de las comunidades del Sur durante las décadas de 1860 y 1870 descrito arriba. Mediante las largas luchas del siglo xix, los indígenas caucanos mantuvieron suficiente unidad comunitaria, lo cual junto con su historia de relación con el Estado y la Nación, sirvió como base para la movilización futura a través del cric y otras organizaciones antes y después de la lucha constitucional. El discurso y la estrategia que Quintín Lame y los fundadores del movimiento indígena
El cric ayudó a fundar la Organización Nacional Indígena de Colombia (onic) en 1982. Ver: Findji (1992: 112-133); Friedemann (1975: 35-37); Van Cott (2000: 46).
88
Cita de Myriam Jimeno Santoyo “Pueblos indios, democracia y políticas estatales en Colombia” (Jimeno, 1996: 226). Rappaport describiendo el movimiento Lamista: “Por primera vez, las comunidades presionaron las demandas indígenas en la arena nacional, usando lenguaje político colombiano” (Rappaport, 1990: 114); también ver: Field (1996: 105-110); Findji (1992); Van Cott (2000).
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moderno de Colombia usaron en el siglo xx tienen origen en las luchas políticas caucanas del siglo xix 90. El activismo indígena del siglo xix legó a las futuras generaciones indígenas una concepción de ciudadanía colombiana que no rechaza, sino que abarca la identidad indígena. Los indígenas no aceptaron que nunca podrían ser ciudadanos (o que sólo podrían ser ciudadanos de segunda clase) debido a las nociones elitistas según las cuales ellos eran individuos racial o culturalmente inferiores. Tampoco aceptaron la idea liberal de que sólo podrían convertirse en ciudadanos si rechazaban a sus propias comunidades y sus formas de vida históricas, para hacer parte de una ciudadanía universal a expensas de su pasado, de sus tierras y de la unidad de sus comunidades. Por el contrario, los indígenas expresaron en sus peticiones y reafirmaron con sus acciones políticas que la ciudadanía no era incompatible con ser indígena. La creciente influencia del racismo científico a comienzos del siglo xx erosionó las victorias indígenas y generó nuevos ataques contra la existencia y los derechos de las comunidades indígenas (Pineda, 1984: 206-211). Sin embargo, la constitución de 1991 reconoció una noción de ciudadanía indígena sorprendentemente parecida a la que los indígenas habían propuesto un siglo atrás: otorgó a los indígenas derechos especiales, control sobre sus recursos locales y representación en el Estado nacional91. Mientras que la constitución fue el resultado inmediato de los valientes esfuerzos del movimiento indígena moderno, las bases para estos logros se comenzaron a sentar en las agitadas luchas por darle sentido a la Nación, al Estado y a la identidad indígena en el Cauca en el siglo xix.
Dos de los Diputados Indígenas en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 provenían del Cauca y otro del Chocó (que fue parte del Cauca en el siglo xix).Ver: Findji (1992); Van Cott (2000: 67-68). Para movimientos sociales en el siglo xx, ver: Avirama y Márquez (1994: 83-105); Jimeno y Triana (1985); Troyan (2001); Wade (1994: 257-288).
90
Por supuesto que la implementación de estas provisiones es una lucha en progreso, ver: Rappaport y Dover (1996); Van Cott (2000: 257-288).
91
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Entre la guerra de castas y la ladinización. La imagen del indígena en la Centroamérica liberal (1870-1944) David Díaz
En este trabajo estudiaré la representación del indígena adoptada por las élites políticas e intelectuales centroamericanas durante el periodo 1870-1944. Igualmente me detendré en la influencia de dichas representaciones sobre la manera en que los estados nacientes en Centroamérica percibieron lo que posteriormente se llamó “el problema indígena” y las políticas que adoptaron al respecto. El objetivo principal de esta investigación consiste, por un lado, en determinar la forma en que las naciones centroamericanas fueron imaginadas en su construcción y, por el otro, determinar el papel asignado a los indígen‑ as de la región dentro de esas comunidades imaginadas. Entre los años 1870 y 1944 las naciones centroamericanas sentaron las bases de representación del indígena, apoyándose tanto en las percepciones de este último heredadas del pasado colonial, como en las ideas de raza construidas por la Ilustración y el Romanticismo europeos en los siglos xviii y xix. Así, las representaciones del indígena de las élites políticas e intelectuales de la región fueron generalizadas: lo concebían como bárbaro, rebelde y vulnerable a la manipulación. Pero hubo diferencias en las implicaciones de tal representación. ¿Era necesario integrar al indígena al proyecto nacional y obligarlo a dejar sus comunidades, sus lenguas y sus costumbres? ¿Se debía perseguir y exterminar a esas comunidades para que los “blancos” poblaran sus tierras? ¿Qué debía elegirse entre la guerra de castas o la ladinización? En esta investigación propongo que los países centroamericanos tomaron ambos caminos
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a la vez, y sus resultados variaron dependiendo del éxito de la integración de esas comunidades indígenas a los discursos nacionales. Analizo las representaciones sobre el indígena en los países centroamericanos durante un periodo de tiempo marcado por el ascenso de los llamados “políticos liberales” (alrededor de 1870) y por el cambio que se produjo en la estructura política de los países de la región durante la década de 1940. He seleccionado este periodo ya que fueron los políticos liberales quienes, en comparación con otros movimientos político-ideológicos de otras épocas históricas en la región centroamericana, se manifestaron más claramente con respecto a las medidas estatales que se debían adoptar frente las poblaciones indígenas. Tal actitud se generó debido a las transformaciones que querían implementar en sus países con el fin de integrarlos a la economía mundial (Palmer, 1990). El presente trabajo está dividido en tres partes. Primero, analizo el caso costarricense y la forma como, a partir de la idea de una “raza homogénea”, se construyó una imagen del indígena como una cultura y una sociedad desaparecidas en la época colonial y sin ninguna conexión con la sociedad del presente. En la segunda parte estudio los casos nicaragüense, hondureño y salvadoreño, donde se intentó construir la imagen de una población mestiza (indohispana). Finalmente, investigo la manera en que el indígena guatemalteco fue marginado del proyecto nacional y la división étnica que tal exclusión supuso. El marco de interpretación teórica proviene en parte de la ya conocida idea de “comunidad imaginada” (Anderson, 1991). Aquí se entienden las representaciones del indígena en Centroamérica dentro de los proyectos amplios de invención de culturas nacionales. Sin embargo, no dejo de prestar atención a la complicación que dicha teoría tiene en el caso de los proyectos de Estado posteriores al dominio colonial español en Latinoamérica. En este punto, varios investigadores de América Latina han criticado durante los últimos años el libro de Benedict Anderson tanto en su cronología del desarrollo del nacionalismo en Latinoamérica, como en el pobre peso que el autor asignó a las clases populares y a los conflictos étnicos en los procesos de invención nacional en esta región1.
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Florescano (1999); Lomnitz (2001); Rowe y Schelling (1995); especialmente, ver: CastroKlarén y Chispeen (2003).
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Así, algunos estudiosos han evidenciado la diversidad y riqueza de identidades culturales que se presentaban en América Latina en el ocaso de la época colonial y su persistencia después de los procesos de emancipación. En ese sentido otros autores hablan de los problemas que después de la Independencia tuvieron los criollos para identificarse con comunidades nacionales dada la fortaleza de sus identidades locales, urbanas, peninsulares o americanas. Finalmente, varios estudiosos han enfrentado la idea de que los discursos nacionalistas latinoamericanos se basaron en el concepto de identidad horizontal presentado por Anderson, subrayando en su lugar las jerarquías sociales y étnicas que se sostuvieron después de la época colonial. Por otro lado y siguiendo las ideas de Mary Louise Pratt (1992), es posible advertir que en el juego de representación del indígena en la Centroamérica liberal, los políticos e intelectuales —incluso los más radicales— pretendieron llevar adelante una especie de “anticonquista” que en su discurso “liberaba” a los indígenas del pasado colonial. Sin embargo, el discurso sólo los insertó dentro de un modelo de dominación distinto en su forma, aunque similar en su contenido. Las concepciones de mestizaje y ladinización que se utilizarán en este texto también necesitan una aclaración inicial, debido a la multiplicidad de elementos a los que pueden aludir2. Algunos investigadores latinoamericanos y otros tantos latinoamericanistas han considerado el uso del concepto “mestizo” como una construcción meramente teórica. Quienes así lo han hecho han advertido que el mestizaje es básicamente una ideología construida a finales del siglo xix con la intención de suprimir o silenciar las distintas voces étnicas que se presentaban en Latinoamérica al final de la época colonial (Andrew, 1996; Miller, 2004). La versión más conocida de esa idea le pertenece a Ronald Stutzman, quien considera el mestizaje como “una ideología inclusiva de exclusión”, es decir, un sistema de ideas que parece incluir a todos como potenciales mestizos, pero que en realidad excluye a los indígenas y a los afrodescendientes (Stutzman, 1981). Hilando más fino, Florencia Mallon ha indicado que el mestizaje parece tener dos caras.
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Un seguimiento historiográfico de los conceptos de mestizo y ladino en Centroamérica desde el periodo colonial hasta la época liberal se encuentra en un trabajo de Ronald Soto (2006). En esta parte teórica reproduzco algunas de las ideas básicas planteadas por él en ese texto, las cuales aparecen ampliadas en Soto y Díaz (2006).
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Por un lado, se constituye en una fuerza liberadora que rompe con categorías coloniales y neocoloniales de etnicidad; el mestizaje cuestiona la autenticidad y rechaza la necesidad de pertenecer a tales categorías. Por otro lado, también emerge como un discurso oficial ligado a la formación de las naciones y a un llamado a la autenticidad que niega las formas coloniales, la jerarquía racial y étnica y la opresión, a través de la creación de un sujeto intermediario llamado “ciudadano”. No obstante, dicho concepto es construido implícitamente en contra de un “otro”. Generalmente este “otro” es el indígena periférico, marginado y deshumanizado, aquel que a menudo “desaparece” en el proceso de construcción del discurso del mestizaje (Mallon, 1996). La discusión sobre una conceptualización del mestizaje, que obviamente no acaba en lo propuesto por Mallon, se vuelve aún más problemática cuando se le adjunta la discusión del término “ladinización”. Es probable que dicho concepto haya entrado en el vocabulario de las ciencias sociales como consecuencia del trabajo que realizaron algunos antropólogos estadounidenses en las décadas de 1930 y 1940 (Adams, 1994). En ese sentido, el concepto no se limita a ser solamente una creación histórica, sino que también su conceptualización tiene su propia historicidad. Así, Ligia Bolaños, Yamileth González y María Pérez consideran que existe una heterogeneidad en la manera en que históricamente se puede definir a los ladinos. Según estas autoras, los “ladinos son, en momentos diferentes, los mestizos, los mulatos, los zambos, pero también los negros o indios ‘europeizados’ y los españoles pobres”. Además, agregan que el ladino “representa de una u otra forma un intermediario, un punto de convergencia, un cruce (de caminos, de etnias, de funciones, de culturas)” (Bolaños, González y Pérez, 1992: 31). Por eso, muchas veces los términos “mestizo” y “ladino” son vistos como sinónimos (Cadena, 2000). Por ejemplo, algunos investigadores costarricenses afirman que durante la época colonial se designó como “ladinos” a los indígenas que hablaban español. Luego “el término se usó para designar a individuos de origen indio que perdían todo nexo con sus comunidades y, por lo tanto, no eran culturalmente hablando, indígenas. La ladinización favoreció el mestizaje” (Fonseca, Alvarenga y Solórzano, 2003: 417). Generalmente se ha indicado que el término “ladino” hacía referencia al individuo que podía hablar con fluidez el castellano y que el término “bozal”
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se aplicaba a aquéllos sin conocimientos del español. Según Lohse, en Costa Rica ambas palabras aludían tanto a los indígenas como a los africanos (2005: 248-249). Darío Euraque (1998) indica además que durante la Colonia “ladino” incluía una heterogénea gama de mestizos, pero que en principio la Corona utilizaba el concepto para denominar a los súbditos que manejaban los rudimentos de la lengua oficial. El término, en su uso original, no involucraba elementos raciales ni religiosos. Empero, en América adquirió el significado de los grupos hispanohablantes que no eran ni blancos ni indígenas, incluyendo varias posibilidades como “negro ladino”, “mulato ladino” y otros mestizos. Jeffrey Gould (1998; 1996) ha señalado que al final del período colonial en Centroamérica el término “ladino” tuvo varios significados. Por una parte, se utilizó para designar a los indígenas que habían adoptado la lengua, el vestido y las costumbres españolas. Pero por otra, a mediados del siglo xviii “ladino” no se refería exclusivamente a los indígenas “hispanizados”, sino más bien era un término utilizado para referirse a todas las castas intermedias entre el español y el nativo, incluidos los mestizos, los mulatos e incluso los indígenas. Finalmente, en las regiones de gran población indígena, como Matagalpa (Nicaragua), “ladino” era un término utilizado en certificados de bautismo como sinónimo de todos aquellos que no eran indígenas. También vale la pena hacer una breve mención sobre el liberalismo centroamericano del periodo 1870-1944. Dicho periodo estuvo marcado por los diferentes tipos de revolución que se llevaron a cabo durante la década de 1870 en todos los países centroamericanos, excepto en Nicaragua. Las revoluciones llevaron al poder a políticos, militares e intelectuales cuyas ideas de progreso estaban enmarcadas en la privatización de la tierra, la redacción de una legislación agraria, la construcción de vías de comunicación y el abrazo de aquello que proviniera de la “cultura europea” (Taracena, 1994). Empero, estas políticas fueron implementadas de manera distinta en los países centroamericanos debido a diferentes factores, entre los que sobresalen las formas de tenencia de la tierra, las dimensiones de la explotación de la mano de obra, el papel del capital extranjero y las formas de integración política (Mahoney, 2001). Sin embargo, el objetivo era el mismo: la pretensión de superar el periodo colonial y cons‑ truir estados nacionales. Las representaciones del indígena, como trataré de probar, estuvieron en el centro de estas políticas.
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La raza homogénea En septiembre de 1871 y con el fin de celebrar la fiesta de la Independencia, un artículo publicado en el diario costarricense La Gaceta afirmaba que la particularidad del desarrollo histórico de Costa Rica frente a América Latina radicaba en […] La homogeneidad de la raza que constituyó desde el principio la población costarricense. Esta homogeneidad entraña un elemento concorde, que tiene una alta importancia en la vocación de los pueblos a altos destinos […]. En casi todas las comarcas de Hispano-América hallareis los mismos hechos producidos por idéntica causa. Allí, además del promiscuo elemento latino, se han combinado el indígena i el africano, fomentando así el antagonismo de las clases sociales, i la confusión i la guerra en unas partes i el despotismo mas humillante sobre las razas débiles en otras […]. […] Otra de las causas de que en nuestro país el progreso haya sido relativamente mas rápido en los cortos años corridos desde su Independencia es: que Costa Rica no heredó el cancro de la esclavitud de los africanos, pues que el pequeño número de esclavos que poseía al independizarse bien pronto los declaró libres, sin el peligro i sin las funestas consecuencias que esta justa i humanitaria declaratoria ha corrido en las naciones americanas que poseían un gran número de siervos, i que hicieron pesar mas tiempo sobre ellos su ominoso yugo. La esclavitud aquí no pudo ser pues ni un elemento de confusión ni un germen de la guerra de castas. Lo escaso i débil de las relaciones de Costa Rica con la madre patria durante el coloniaje, también fue origen del espíritu pacífico i fraternal de los costarricenses. En todas las colonias en que los españoles formaban una clase numerosa de la sociedad se establecieron dos esferas sociales muy separadas por el medianil de ese respeto supersticioso que los americanos tenían a los europeos i del desdeñoso i necio orgullo con que estos miraban i trataban a aquellos. Esta separación de clases por ese motivo ha sido en casi todos nuestros países el origen de las divisiones sociales en oligarcas i demócratas, en nobles i plebeyos, que han acabado donde quiera en sangrientas guerras de carácter político que por desgracia durarán algunos
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años. Preparados pues á la libertad porque casi no conocieron la esclavitud; creados en la igualdad como extraños á nobiliarias preocupaciones, i á la fraternidad por la homogeneidad de la raza i uniformidad de las costumbres poseían i practicaban aun antes de conocerlas, las tres verdades políticas de LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD, que constituyen al fundamento del derecho público americano3.
El texto anterior puede ser considerado como el resultado de la construcción de imágenes que la élite político-económica costarricense había venido realizando sobre su comunidad política desde la década de 1820 (Díaz, 2002). Dichas imágenes de autorepresentación maduraron en la prensa costarricense durante las décadas de 1840, 1850, 1860 y 1870 y generaron un consenso en cuanto a cómo debía interpretarse el desarrollo político posterior a la Independencia (1821), y sobre la particularidad de Costa Rica frente a los demás países de América Latina. Su autoimagen, generada en la comparación con los demás estados centroamericanos, permitió a las élites formular en esos años etiquetas identitarias de su población, que alentadas en parte por cierta realidad (como la paz vivida en el país entre 1824 y 1835 en contraste con la guerra civil de los otros países del Istmo) y por la imaginación, se expresaron en una visión de la Costa Rica colonial como una sociedad sin castas ni divisiones sociales, sin poblaciones indígenas, casi desprovista de esclavos y sin nobleza (ni pretensiones sociales de alcanzarla), igualitaria y con costumbres uniformes (Acuña, 2002; Díaz, 2005). Sin embargo, las investigaciones sobre la época colonial costarricense han demostrado que tales imágenes de igualdad o de ausencia de divisiones sociales son sólo parte de un proyecto de invención de un pasado glorioso y no realidades históricas. ¿A qué se debía que, dejando a un lado la realidad histórica4, las clases dirigentes costarricenses enarbolaran una imagen tal de su heterogénea comunidad política? El poder político, a un año de la llegada de un nuevo grupo al poder (por efecto de un golpe de Estado), no lograba su estabilidad y por eso intentaba
La Gaceta (1871, septiembre 16: 3-4).
Ver: Fonseca (1983); Gudmunson (1993); Molina (1988; 1991).
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apelar a la unidad entre la población con este discurso de identidad. Así, en octubre de 1870, el recién instaurado presidente provisorio, Tomás Guardia, había clausurado la Asamblea Constituyente y un mes después tuvo que enfrentarse a una rebelión engendrada en el gabinete. Asimismo, en mayo de 1871 liquidó un intento conspirativo en contra de su gobierno, que desarticuló rápidamente alegando para ello “la tranquilidad pública” (Obregón, 1981: 164-168). El 12 de agosto de ese mismo año convocó a elecciones con la intención de que se formara una nueva Asamblea Constituyente, que debía instaurarse el 15 de octubre. Es por esto que resulta muy significativo que el artículo de La Gaceta citado arriba (en principio dedicado a la celebración del día de la Independencia) se refiriera a ciertos valores identitarios de la sociedad costarricense e intentara por medio de ellos conjurar una cierta estabilidad sociopolítica. Así, este nuevo grupo político de raigambre liberal (Salazar, 1998) abocaba la legitimación de su proyecto político con un discurso cuya base conceptual le otorgaba una identidad a sus aspiraciones económicas y estatales, y a la vez tendía una manta homogénea sobre la heterogénea etnicidad que se advertía en la población. Pero el asunto no acababa allí. Como se ve claramente, dicho editorial niega que los indígenas siquiera fueran sujetos de ese territorio llamado Costa Rica. Para este editorialista, los indígenas en Costa Rica simplemente no existían. De este modo, gracias también a la propaganda que en ese sentido hicieron varios viajeros europeos que pasaron por el país entre 1821 y 1850, a la imagen de una sociedad sin divisiones, llamada al progreso y pacífica por naturaleza, se sumó la idea de una sociedad racialmente homogénea. En las décadas de 1850 y 1860 esta última idea comenzó a transformarse en la representación de los costarricenses como blancos (Acuña, 2002: 211-217). A partir de 1870 y con las ideas racistas del darwinismo social como telón de fondo (Palmer, 1996; Putnam, 1999), los políticos e intelectuales costarricenses insistieron en identificar a su población como blanca y homogénea. Ya en 1866, por ejemplo, en el Compendio de Geografía, un texto hecho para la escuelas primarias del país, se aseguraba que en Costa Rica la población ascendía a “120,875 habitantes, de los cuales, exceptuando una parte insignificante de raza indígena ó mezclada, casi todos son blancos y forman una población homogénea, laboriosa y activa; siendo quizá la única república hispanoamericana que goza de esta indisputable ventaja” (Soto, 1998: 37).
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No obstante, no fue sino hasta la década de 1880 cuando la noción de raza blanca se consolidó claramente como discurso nacional y se divulgó a través de textos escolares. Esto hizo que la población indígena del país fuera primero considerada mínima —como en la cita anterior— y luego desapareciera por completo (Quesada, 1993: 115-116). Joaquín Bernardo Calvo, uno de los primeros historiadores costarricenses y quien además era muy cercano al grupo dirigente, aseguró en tono firme en sus Apuntamientos geográficos, estadísticos e históricos de la República de Costa Rica de 1887 que […] En Costa Rica, si bien existe la raza primitiva, su número es exiguo y está completamente separada de la población civilizada. Esta es blanca, homogénea, sana y robusta, y une a estas buenas condiciones físicas las que son de un valor más estimable: su laboriosidad y afán por su cultura y prosperidad, su espíritu de orden y amor al trabajo y su denuedo y arrojo, cuando se trata de la defensa de la Nación. La moralidad del pueblo y su respeto a la autoridad es notoria […] (Calvo, 1887: 34).
Desaparecer por completo la imagen del indígena en Costa Rica era difícil porque había indicios de su existencia en la época precolonial, colonial y republicana. Entonces, la táctica de los intelectuales fue ubicarla en el pasado. Por otro lado, los indígenas vivos (alrededor de 3 mil en 1900; es decir un 0.97% de la población total) eran vistos como ajenos a la Nación, sin conexión con ella y en vía de extinción. Por otro lado, como se ve en la afirmación de Calvo, éstos eran considerados como una “raza primitiva”, contraria a aquello que se construye como civilización. En ese juego, la oposición entre lo positivo y lo negativo es notoria: la población costarricense es descrita como no indígena y además como blanca, sana, robusta, laboriosa, con amor por el orden y el trabajo, y como un pueblo respetuoso de la moralidad y de la autoridad (Díaz, 2003). Es interesante incluso que la representación del indígena, a pesar de encontrarse fuera de este círculo considerado como “lo nacional”, sí fue incluida en cierto momento dentro de éste, pero nuevamente con la intención de señalar la diferencia entre Costa Rica y Centroamérica. Tal cosa ocurrió en 1882, cuando el Obispo de Costa Rica, Bernardo Augusto Thiel, escribió varias cartas que fueron publicadas en los periódicos de la capital costarricense relatando
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sus “expediciones” a las comunidades indígenas Guatuso-Malecus del norte de Costa Rica (en la frontera entre este país y Nicaragua), organizadas en parte con fines espirituales y etnográficos. Lo más importante es que Thiel también detalló la explotación laboral y la masacre de esos indígenas realizada por parte de caucheros nicaragüenses, en proporciones que alcanzaban el exterminio. Tales cartas permitieron crear una imagen malvada de los nicaragüenses en el discurso oficial costarricense, opuesta a la del “buen” costarricense. Esto era importante para la identidad que estaban construyendo los liberales costarricenses, puesto que una de las bases de esa comunidad imaginada residía en oponer Costa Rica a Nicaragua (Sandoval, 1999: 107-125). Por eso, esta situación favoreció la disposición de los grupos de poder del país (particularmente la Iglesia), a visualizar a estos indígenas como “protocostarricenses”, “nuestros hermanos perdidos,” “hijos de Dios y además costarricenses” y “nuevos hijos dados a la nación que contribuirán con sus manos a explotar las tierras que eran, en alguna forma, extranjeras a la misma Nación” (Edelman, 1998: 375). De otra parte, a pesar de este acercamiento del discurso nacional costarricense hacia las comunidades nativas, la representación del indígena continuó siendo ubicada en el pasado anterior a la Conquista, algo que quedó muy claro en las exposiciones que al final del siglo xix desarrolló el Museo Nacional de Costa Rica, en las que se presentaba un desarrollo histórico de Costa Rica que enfatizaba los objetos indígenas como precolombinos y como rastros de poblaciones que habían desaparecido durante la época colonial (Viales, 1995). Junto a este intento de negar la existencia del indígena, los políticos e intelectuales liberales costarricenses se encargaron de borrar a los afro‑ descendientes de la historia del país. Aunque existen pruebas claras de la importante presencia de población negra y mulata durante toda la época colonial (Cáceres, 2000; Lohse, 2005) y de que aún en la primera mitad del siglo xix entre el 10% y el 20% de la población del Valle Central costarricense era afroamericana, descendiente de mulatos, pardos y negros esclavos, los liberales negaron completamente esa herencia (Gudmundson, 1986). En ese sentido, los afrodescendientes, que en 1871 todavía eran recordados dentro el discurso que abre esta sección, ni siquiera tuvieron la posibilidad de ser reconocidos como parte del pasado de la Nación cuando después de 1880 los liberales costarricenses se empeñaron en blanquear a su población.
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Fue el presidente liberal costarricense Cleto González Víquez quien llevó a su máxima expresión el discurso sobre la “raza homogénea” al manifestar al Congreso de Costa Rica en 1908 que en lugar de fomentar la inmigración de extranjeros para colonizar áreas vacías, se debía propiciar la “auto-inmigración”, es decir, “llevar al máximo la producción y la reproducción nacional por medio de una baja en la tasa de mortalidad infantil y la implementación de medidas moral y biológicamente sanitarias en toda la República” (Palmer, 1995: 75). En efecto, se temía que la supuesta imagen de homogeneidad se alterara con la llegada de inmigrantes. Lo mejor, según González Víquez, era robustecer la población nacional y hacerla crecer. Durante las décadas de 1910 y 1920 esta idea tendría un eco importante en los obreros y artesanos costarricenses, quienes se opondrían a la inmigración que desde su perspectiva les generaba competencia en sus puestos de trabajo (Acuña, 1994: 156). Una de las mejores expresiones de la idea costarricense sobre su comunidad política la expuso Dana Gardner Munro, un joven investigador norteamericano que escribió cerca de 1918 su tesis doctoral sobre el desarrollo político y económico de Centroamérica. Así, en el apartado que incluye sobre Costa Rica, Munro señala que […] El desarrollo político de esta comunidad compacta de campesinos blancos ha sido necesariamente muy diferente al de los países vecinos, donde una pequeña clase alta de ascendencia española gobernaba y explotaba a un número de indios y mestizos ignorantes muy superior al suyo. En Costa Rica, el hecho de que prácticamente todos los habitantes eran de la misma raza y habían heredado la misma civilización ha hecho que el país sea más democrático y ha obligado a la clase que controlaba el gobierno a tomar en cuenta, en cierta forma, los deseos e intereses de las masas. Por esta razón, el devenir de la República, a diferencia del de los vecinos, no ha obstaculizado sino más bien favorecido la realización de los ideales republicanos que enarbolaban quienes redactaron las primeras constituciones centroamericanas. Los pequeños propietarios siempre han ejercido una fuerte influencia a favor de la paz y de un gobierno estable, ya que rara vez han intentado hacer revoluciones y más bien se han inclinado por tomar el mismo bando de las autoridades electas cuando los políticos descontentos tratan de sumir el país en
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la guerra civil. Costa Rica no ha vivido ninguna de las luchas prolongadas y sangrientas que han empañado la historia de las otras naciones, ya que los cambios violentos de gobierno, que se han dado de vez en cuando, han sido producto de conspiraciones militares en la capital y no de campañas en el campo de batalla (Munro, 2003: 181-182).
De esta forma, la designación de la población costarricense como estrictamente blanca tomó fuerza durante las primeras décadas del siglo xx. Dos ejemplos adicionales lo certifican: en 1927, el intelectual costarricense Rogelio Sotela aseguraba que a diferencia de lo que ocurría en otras partes de América Latina, donde persistía la presencia indígena, en Costa Rica había “un predominio caucásico […]. La herencia de la sangre española puede dividirse así: en la provincia de Cartago, castellanos; en San José, Heredia y Alajuela, gallegos y extremeños; en Puntarenas y Guanacaste, andaluces” (Sotela, 1927: 178; citado en Soto y Díaz, 2006: 78). Finalmente, en 1936 el texto escolar Geografía de Costa Rica negaba que en este país siquiera existieran mestizos indicando: “Es raro encontrar en Costa Rica ese tipo tan corriente, en el resto de Centroamérica, y aun de toda la América Latina, resultante de la mezcla del europeo y del indio” (Soto y Díaz, 2006: 78). Como lo ejemplifica el texto de Munro citado arriba, la retórica liberal costarricense se encargó de presentar esta imagen de una comunidad política “homogénea” y “blanca” como la causa de la estabilidad política del país. Indohispanos Los liberales costarricenses consolidaron una imagen de Nación que ocultaba el mestizaje a partir de la representación de su comunidad como una “raza homogénea” blanca, que también encubrió la presencia indígena en el pasado y en el presente de ese país. Se puede asegurar que hacia la década de 1910 este discurso había sido asumido por la mayoría de la población gracias a la extensión de la escuela primaria (Molina, 2002; Molina y Palmer, 2004). En Nicaragua ocurrió algo parecido en la zona pacífica, pero los alcances de este discurso en ese país fueron más limitados. Los gobiernos conservadores (1859-1893) intentaron construir también una representación nacional basada
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en la homogeneidad, pero en este caso aludiendo a la idea de que Nicaragua era una nación mestiza. Así, ya en 1881 el discurso oficial nicaragüense denominó al país como una nación étnicamente homogénea (Gould, 1995: 254). Como ha apuntado Jeffrey Gould, la revolución liberal de 1893, que impuso como presidente a José Santos Zelaya, no rompió con este discurso; al contrario, reproduciendo la visión de civilización y barbarie esgrimida en otras latitudes, las élites liberales nicaragüenses “proyectaron una imagen del indio representado como un primitivo, que obstaculizaba el progreso a través de la ignorancia y del mal uso de sus tierras comunales” (Gould, 1993: 428). El Gobierno de Zelaya (1893-1909), cuya retórica nacionalista giró en torno a un patriotismo heroico y romántico, “desató una campaña para transformar a la población india en ladina y para absorber sus tierras” (Gould, 1995: 254). El problema se acentuó con la llamada “incorporación” de la Mosquitia a Nicaragua en 1894, una región del Caribe que había sido posesión inglesa y cuyas estipulaciones de incorporación anunciaban una autonomía comunal para las poblaciones indígenas y la promesa de invertir las rentas producidas por éstas en su región. Sin embargo, la nueva condición de la región no supuso una mejora en la condición de los indígenas miskitos —el grupo aborigen más importante de la zona— sino más bien su progresivo ataque: fueron catalogados como “tribus infelices, esquimados por los creoles, en eterna servidumbre” e incapaces de poder organizar un gobierno local particular (Wünderich, 1996: 31). En los años siguientes a la incorporación el Estado nicaragüense realizó numerosos intentos por construir su control sobre la Mosquitia y la costa Caribe del país, ahora nombrada Departamento Zelaya. Así, las autoridades estatales impusieron impuestos, usurparon tierras, establecieron estructu‑ ras locales de dominio político y, a su vez, aplicaron restricciones al uso de otros idiomas diferentes del español (Hale, 1994: 45-46). De esa manera, las tensiones entre la costa Caribe y el centro de Nicaragua en el Pacífico central continuaron e incluso supusieron la intervención de Gran Bretaña, país al que los grupos miskitos apelaron en 1905, con el fin de que se garantizara que el Estado nicaragüense les respetara la posesión sobre sus tierras siguiendo el convenio de la incorporación. Por otro lado, los miskitos debieron además soportar la penetración en su territorio de misiones angloamericanas como la Iglesia moraviana.
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Tal intervención aumentó después del golpe de Estado de 1909 y la llegada de los marines a las costas nicaragüenses. La congregación moraviana vio en los indígenas una población a la que era necesario evangelizar y estigmatizó sus prácticas como “paganas”. Los indígenas miskitos resistieron esta evangelización, lo que valió para que finalmente los predicadores moravianos insistieran en recalcar su rebeldía y paganismo (Hale, 1994: 49). Esa visión de los indígenas como bárbaros también fue recalcada por el Gobierno colombiano, que por efecto de sus intereses políticos sobre la Mosquitia, discutió durante el siglo xix e incluso hasta la firma del tratado Esguerra-Bárcenas (1928) las maneras de integrar a los miskitos a la “civilización” (Fernández, 1932). En este sentido, los indígenas de la costa Caribe de Nicaragua no corrían una suerte distinta de la de los de las tierras altas del norte de ese país. Según Gould (1997: 22-23), hacia 1920 la población indígena de Nicaragua (la Costa Atlántica incluida) podía representar entre un 20% y 25% de la población total. Desde su gran rebelión de 1881 en contra del Gobierno local por varios abusos, especialmente por el trabajo obligatorio y mal pagado de construcción del telégrafo de Managua, los indígenas de Matagalpa habían sido reprimidos por los gobiernos nicaragüenses tanto conservadores como liberales, con el objetivo de deshacer las comunidades indígenas y presentar a Nicaragua como una nación homogénea y mestiza. Esta iniciativa culminó en 1906 cuando el presidente Zelaya declaró la abolición de las comunidades indígenas, medida que fue suprimida en 1914 por parte del Gobierno conservador que tomó el poder después del golpe de Estado de 1909 (Gould, 1993). Como prueba Jeffrey Gould (1998: 43-44), este cambio tuvo poco que ver con diferencias ideológicas entre liberales y conservadores y se enmarca más bien en un reconocimiento pragmático del nuevo régimen, que entendió que necesitaba el apoyo de los indígenas para sostenerse. Así, la revolución antizelayista había manifestado públicamente la necesidad de conseguir el respaldo de los indígenas, mientras que el caudillo conservador Emiliano Chamorro había cultivado lazos políticos y familiares con indígenas matagalpinos y boaqueños. En todo caso, las rebeliones indígenas y el desconocimiento de las autoridades locales que se había producido entre 1909 y 1914 motivaron a los políticos a tratar de promover una cierta identidad entre el nuevo gobierno conservador y los indígenas con el fin de detener sus levantamientos.
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Sin embargo, en las luchas sociales que se desencadenaron durante el periodo conservador (1910-1924), lejos de ser los obreros quienes llevaron adelante la protesta, fueron las comunidades indígenas las que se levantaron y, lo que es más curioso, lo hicieron utilizando el discurso nacionalista obrero que abogaba por una Nicaragua indohispana a costa de su identidad indígena y su estructura comunal (Gould, 1997: 124). Es posible que esto ocurriera porque los indígenas buscaban apropiarse de un discurso que, al incluirlos, les hacía valer ciertos derechos políticos. No obstante, varias de estas comunidades indígenas se integraron al Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Augusto César Sandino. Es justamente con Sandino que el discurso de una Nicaragua mestiza va a ser redimensionado, otorgándole un papel central al elemento indígena dentro de esa identidad mestiza. Así, en su Manifiesto Político de 1927, Sandino se declaró nicaragüense y orgulloso de que en sus venas circulara, en sus palabras, “más que cualquiera [otra], la sangre india americana que por atavismo encierra el misterio de ser patriota, leal y sincero […]”5. ¿Qué significado tenía este Manifiesto? Por un lado, Sandino acude a un pensamiento indigenista en tanto que se declara portador de dicha sangre. Así, parecería que existe un rompimiento con la visión liberal nicaragüense de que el indígena ha ido desapareciendo con el mestizaje, y que aquéllos que quedaban vivos en sus comunidades debían ser integrados a la Nación para que superaran su barbarismo. Por otro lado, la crítica de Sandino representa también el intento por mezclar nicaragüense e indígena en una sola frase, que finalmente está relacionada con ser patriota “leal y sincero”. Lo que sí es claro es que este movimiento sandinista fue inicialmente constituido por indígenas y mestizos pobres que se sentían integrados por su discurso (Wünderich, 1988: 26). De todas maneras, luego del asesinato de Sandino el 21 de febrero de 1934 y la represión organizada por la Guardia Nacional, las luchas de las comunidades indígenas continuaron y consiguieron la aprobación de varias leyes importantes en la década de 1930. Estas leyes alcanzaron a frenar en varios momentos los continuos intentos de abolición de las comunidades indígenas y la expropiación
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Acuña (1994: 159); también ver: Schroeder (1993); Wünderich (1995).
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de sus terrenos. Aun así, la resistencia no aseguró un futuro más tranquilo, pues en las décadas de 1940 y 1950 las comunidades indígenas se vieron enfrentadas en varias ocasiones a diferentes tipos de violencia física y simbólica, que contribuyeron a socavar su identidad étnica y que pretendían destruir su lenguaje, su vestido y sus formas de organización social (Gould, 1997: 167-185). En este punto conviene advertir que el discurso de una Nicaragua mestiza también se había llevado adelante en contra de la población negra. Justin Wolfe ha mostrado que existía una significativa población de afrodescendientes y mulatos en el Pacífico nicaragüense, que llegó incluso a ubicarse en importantes posiciones políticas entre las décadas de 1830 y 1850 (Wolfe, s.f. b). Este grupo continuaba siendo importante hacia la década de 18806 y, según Wolfe, las actitudes racistas hacia este sector se mantuvieron vivas a pesar de los esfuerzos que después de la Independencia se realizaron para dividir la población nicaragüense en dos grupos: ladinos e indígenas. Dentro del primer grupo se incluían los afronicaragüenses y mulatos, en un intento por homogenizar la población no indígena y acentuar el racismo en contra de los aborígenes. Sin embargo, gracias a la estigmatización que se hizo de los indígenas de la costa Caribe a finales del siglo xix y comienzos del xx, la emergencia del mito de una Nicaragua mestiza sirvió, como hemos visto más arriba, para trasladar la discusión de raza hacia el Caribe. En el cambio del siglo xix al xx, la discusión liberal racista sobre las culturas indígenas y los intentos políticos por deshacer las comunidades aborígenes hicieron que en Nicaragua el término “ladino” se sustituyera por el de “mestizo”, cambio que permitió borrar la herencia africana presente en la población nicaragüense (Wolfe, s.f. a). Eso ocurrió así porque en el caso nicaragüense el término ladino era extremadamente impreciso y apuntaba a veces a las combinaciones de español, indio y negro y en otras ocasiones se refería estrictamente a las poblaciones que no eran indígenas, incluyendo a aquellos de ascendencia europea. Dicha imprecisión conspiraba contra la construcción de un discurso coherente sobre el sujeto nacional. Como ha anotado Gould (1998: 137-138),
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De acuerdo con los datos de Wolfe, en 1778 la población afrodescendiente llegaba a 72.1% en Rivas y a 34.7% en Granada, dos importantes ciudades del pacífico de Nicaragua, mientras que en 1883 era de 70.6% y 32.3% respectivamente (Wolfe, s.f. a).
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el término ladino “falló como un término inteligible dentro del debate acerca de la nueva nación porque su rango de significados no permitió llegar a un consenso sobre la base racial de la soberanía nacional” nicaragüense. En cambio, hacia principios del siglo xx los intelectuales nicaragüenses comenzaron a valorizar el término mestizo como más preciso al asociarlo al término “nuestra raza”. En ese sentido, el mestizo era concebido como una “raza híbrida”, sólo producto del contacto entre español e indígena (Gould, 1998: 138-139). Esa valorización de la herencia indígena, seguramente influenciada por la Revolución mexicana, hizo que la población del Pacífico nicaragüense fuese concebida como mestiza, es decir, como el resultado del contacto original entre indígena y conquistador hispano. Tal cosa sirvió para invisibilizar a la población afrodescendiente y también para estigmatizar a las comunidades aborígenes que no se integraban a esa “raza mestiza”. Los indígenas en El Salvador vivieron una situación un tanto parecida a la de los nicaragüenses. Durante el final del siglo xix, las comunidades indígenas experimentaron un enfrentamiento con el discurso liberal que las estigmatizaba como grupos bárbaros. Dichas comunidades fueron víctimas de fuertes actos de violencia estatal en esas décadas (Alvarenga, 1996: 97-142). Hacia 1921, después del último intento de las élites centroamericanas por reconstruir una república federal que uniera a los cinco países de la región y de que se evidenciara una radicalización de los sectores populares en El Salvador, los líderes políticos comenzaron a promover con mayor fuerza un proyecto nacional que intentara resolver de una vez por todas la incorporación del indígena a la nación salvadoreña (López, 1998). En tal contexto la Federación Regional de Trabajadores Salvadoreños comenzó una intensiva propaganda en contra de la explotación laboral, tanto en la zona urbana como en la rural. Este hecho suscitó entre obreros y campesinos una fuerte identidad de clase frente a una identidad nacional muy débil. En ese momento, con el impulso oficial y el apoyo de la prensa y de la intelectualidad, se produjo un fuerte intento por apropiarse del pasado prehispánico y representar al indígena entre los símbolos de la Nación con el fin de disminuir la identidad de clase y acentuar la visión de una nación salvadoreña unida. Lo que se hizo entonces fue recuperar a un héroe indígena cuzcatleco que, según la tradición popular, había resistido la Conquista española en el siglo xvi. Dicho héroe sería recordado como Atlacatl.
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Carlos Gregorio López (2002) ha confirmado que al inicio de la década de 1920 una buena parte de los intelectuales salvadoreños intentaron construir la idea de un gran pasado indígena “salvadoreño”. Con ese objetivo, en 1919 Miguel Ángel Espino publicó una obra llamada Mitología de Cuzcatlán. Este libro reunía cuentos infantiles en los que se narraban historias de la mitología indígena cuzcatleca. Pero quizás quien más contribuyó a esta empresa fue la folklorista María de Baratta, quien después de estudiar en Estados Unidos y Europa en la década de 1920 presentó su obra Cuzcatlán Típico en un concurso literario en 1930, en el que recibió una medalla de honor y una recomendación para publicar su obra (Baratta, 1951). Según ella, el material con el que había construido su investigación venía “directamente de los intérpretes originales en su ambiente nativo”, y para redactar sus resultados había “tenido que tomar muy en cuenta al sector indígena, que es lo más puro y originalmente vernáculo, en música, costumbres, leyendas, etc.” (p. 43). De esta forma los intelectuales salvadoreños de la década de 1920 trataban de provocar un leve cambio en la forma despectiva con la que los políticos liberales veían a los indígenas. Su idea era valorar las “tradiciones” de estos grupos como lo más autóctono de su país, etiquetándolas como su “alma nacional”. La figura de Atlacatl se rescató en ese contexto como una representación material de esa “alma nacional”; incluso se le construyó un monumento en la ciudad de San Salvador en 1926, ocasión que coincidió con la celebración del 115.o aniversario del “primer grito de Independencia” de El Salvador. Así se buscó relacionar la resistencia indígena a la Conquista española en el siglo xvi con la lucha por la Independencia que comenzó en 1811. ¿Qué efecto tuvo esta imagen del indígena, más allá de los grupos intelectuales y de las zonas urbanas? Realmente su alcance fue muy limitado. A pesar del éxito oficial en la extensión de la figura de Atlacatl en la zona urbana, las poblaciones rurales, incluidas las comunidades indígenas, no sintieron seriamente el efecto de dicho proyecto en tanto que no se preocupaba por llegar al campo con su discurso. Por otro lado, tal proyecto no pasaba de ser una discusión relacionada con el rescate de lo indígena, pues los nativos reales, que constituían alrededor del 20% de la población salvadoreña en 1930, sufrieron durante toda la década de 1920 una verdadera proletarización, además del desplazamiento de sus tierras y la necesidad de trabajar en otros lugares para suplir sus necesidades (Gould y Lauria, 2004).
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No sería sino hasta después de la matanza indígena de 1932 que el sector oficial comenzó a preocuparse por la integración de la zona rural y del nativo a su proyecto. Pero, en todo caso, esto se hizo en primera instancia con un radical discurso anticomunista y, por otro lado, con matices racistas (Anderson, 1992). Inicialmente el blanco de los ataques discursivos fueron los indígenas, pero este discurso se fue matizando hasta desembocar en una visión de éstos como personas engañadas por el comunismo. Así, después de la matanza de 1932, este concepto de mestizaje continuó afectando a las comunidades rurales, ahora sumado a la idea de un noble pasado indígena que se conjugaba con el anticomunismo. Como parte de eso, las élites implementaron la celebración del día del indígena, mientras que el indígena real seguía siendo marginalizado (Gould, 2001). El caso hondureño es muy próximo a la experiencia salvadoreña y comparte con el nicaragüense su relación con la costa Caribe, que en buena parte está también habitada por miskitos. La Corona británica aceptó de forma más temprana los derechos hondureños sobre la región de La Mosquitia mediante la firma con Honduras del Tratado Wyke-Cruz en 1859 (Barahona, 1998). Como parte de la toma de posesión, el Estado hondureño y las autoridades locales promovieron la investigación sobre dichas tierras, con el fin de poder afianzar su poder sobre ellas. El lenguaje empleado en los múltiples informes que se presentaron a partir de esos estudios está lleno de adjetivos que describen a las tribus indígenas miskitas y garifunas del Caribe hondureño como “indolentes” y como “las gentes más perezosas que produce la naturaleza”. Junto a esto, los informes afirman la necesidad de “civilizarlas” (pp. 20-23). Incluso en un informe redactado en 1882 por una comisión especial, se proclamaba como fundamental la necesidad de crear el mayor número de escuelas posibles en dicha región, así como la idea de fomentar la construcción de iglesias para moralizar a los indígenas y obligarlos a “andar vestidos”. Este informe llegaba a sostener que el nativo de la zona Caribe en principio no merecía “los mismos derechos y consideraciones que la Constitución y las leyes dispensaban a los hombres civilizados, según el sistema republicano”. Finalmente, el texto afirmaba que en los indígenas todo era “imperfecto” (pp. 20-23). En suma, la incorporación de la costa Caribe al Estado hondureño fomentó en la década de 1870 y 1880 la renovación de las representaciones coloniales del indígena como un ser carente de
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razón en el sentido ilustrado y positivista, y aunque se podía educar, era indigno de recibir los mismos derechos políticos de los otros habitantes del país. ¿Qué pasaba con las comunidades indígenas del interior del país? Aquí la estrategia liberal fue muy parecida a la que vimos para el caso nicaragüense. Las élites políticas hondureñas se empeñaron en identificar a su población como homogénea, recurriendo al lenguaje para construir dicha representación. Tal homogeneidad se constituyó bajo el término “ladino”. Esto se hizo oficialmente efectivo en 1887, cuando en las instrucciones dadas a los empadronadores que habían sido capacitados para llevar adelante el censo de población hondureño de ese año se les indicó incluir a todas las mezclas raciales sin distinción bajo la categoría de “ladino” (Euraque, 1996a: 78). Con este plumazo, el Gobierno hondureño logró consolidar una categoría de clasificación étnica que diluía las posibles diferencias dentro de su población —al menos oficialmente— y dejaba aislados a los indígenas de la representación ante ese Estado. Así, “los mulatos, negros, blancos y todo tipo de otra mezcla racial se contrapuso a los indios” (pp. 78-79). Gracias a este proceso de ladinización, los indígenas en Honduras que no estaban ubicados en la Mosquitia fueron poco a poco borrados de la representación social de la nación hondureña. Su incorporación solamente se promovería al final del siglo xix y durante las primeras décadas del siglo xx, en el contexto de la restauración de las ruinas mayas de Copán. Euraque ha mostrado la relación que existe entre este proceso de modelación de un mestizaje discursivo y lo que él llama la mayanización de Honduras durante el periodo comprendido entre 1890 y 1940 (2002). De acuerdo con este autor el discurso del mestizaje hondureño —es decir su ladinización— maduró y se adoptó plenamente en las esferas estatales en la década de 1920, hasta llegar a consolidarse en la de 1930. El esfuerzo por restaurar las ruinas de Copán y por conectar esas ruinas (cercanas a Guatemala) y la totalidad de la cultura maya con la capital hondureña (Tegucigalpa) adquirió fortaleza en este periodo gracias al interés por construir un discurso de “hondureñidad” basado en el mestizaje. Éste a su vez rescataba la grandeza de una civilización indígena desaparecida en el tiempo histórico, pero según sus auspiciadores, presente en la mezcla racial. En ese sentido, varios intelectuales hondureños de las décadas de 1950 y 1960 se afiliaron a la teoría mayanista que fue literalmente inventada por monseñor
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Federico Lunardi, quien se desempeñó como representante del Vaticano ante los sucesivos gobiernos del general (1933-1949). En una carta escrita en 1945 Monseñor Lunardi sentenció que Honduras “era toda maya”, a pesar de conocer varios estudios que probaban lo contrario (Euraque, 2002: 86-92). El discurso oficial del mestizaje hondureño sirvió, además, como en el caso salvadoreño, para recuperar y proclamar como héroe de la Nación a un líder indígena que había enfrentado a los conquistadores españoles en el siglo xvi: el cacique Lempira. Si bien la construcción discursiva de Lempira comenzó en el siglo xix, no fue sino hasta inicios del siglo xx cuando se afianzó como proyecto. Ya para las primeras décadas de ese siglo, Lempira era recordado como el máximo defensor de la autonomía hondureña, a pesar de que esta idea había sido una creación del siglo xix y no una realidad del siglo xvi (Euraque, 1996b). En las primeras décadas del siglo xx, Lempira fue presentado como el mayor ejemplo de la heroicidad hondureña, pero su imagen se desvinculó de la de los indígenas lencos que todavía habitaban Honduras por esa época. En otras palabras, Lempira era considerado un héroe antiguo cuya sangre corría por las venas de los hondureños mestizos, pero que no tenía ninguna relación con los aborígenes contemporáneos a pesar de que éstos sí eran descendientes directos del grupo étnico al que perteneció el cacique. Asimismo, recurrir en el campo político a la imagen de Lempira sirvió en 1926 (año en que se le dio su nombre a la moneda nacional de Honduras en lugar del nombre de Morazán, un héroe “blanco” hondureño del siglo xix, propuesto primero), para restarle importancia a la presencia negra en la Costa Norte del país y homogenizar con ello “la configuración étnicoracial hondureña ante el peligro de la inmigración negra y la mezcla racial contaminada con ‘lo negro’” (p. 150). Se recurrió a Lempira en esa ocasión con el fin de recordar la idea de un pasado grandioso hondureño relacionado con el mestizaje y enfrentado a la inmigración negra y al creciente poderío económico de la primera y segunda generaciones de inmigrantes del Medio Oriente como judíos y, especialmente, palestinos (Euraque, 1994). De tal forma, el rescate de la imagen de Lempira propició la unión del indígena del pasado y el contemporáneo en la idea de una Honduras “ladina”, al mismo tiempo que enfrentaba a las poblaciones negras que también habitaban la Costa Norte (Payne, 2001). Ese discurso se afianzaría en las siguientes décadas de forma tal que en 1935 se proclamó oficialmente el Día de Lempira. Lo que
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era conocido como la Mosquitia hondureña en el siglo xix se transformaría en el Departamento de Lempira (Euraque, 2002: 82). La Colonia en la República Las experiencias descritas anteriormente revelan al menos dos patrones con relación a las imágenes del indígena en Centroamérica durante la época liberal. El primero, el del caso costarricense, se concentró en la negación de cualquier vínculo entre la población del país y las sociedades indígenas, pues afirmaba que la mayoría de las poblaciones originales habían desaparecido a causa de la Conquista y que las que sobrevivieron quedaron al margen de la sociedad colonial y de la republicana, y estaban en proceso de extinción. La imagen inventada fue entonces la de una “raza homogénea” blanca. En el caso nicaragüense, hondureño y salvadoreño, si bien el indígena no fue ocultado completamente, sí se afirmó una imagen que por un lado lo ubicaba en la zona atlántica en los dos primeros casos, y que por el otro lo dejaba mimetizado dentro del proceso de mestizaje (ladinización). Un camino distinto fue seguido por Guatemala. Este caso es más complejo que los anteriores, debido en parte a que la población indígena era más numerosa. En efecto, la proporción de indígenas en la población total de Guatemala era de 65% en 1893 y, aunque bajó abrupta‑ mente en las siguientes décadas, todavía en 1950 alcanzaba a ser de un 54% (Baires, 1989: 83-84). Debido a esto, los políticos e intelectuales guatemaltecos debatieron durante todo el siglo xix la cuestión del nativo sin llegar a un consenso claro sobre cuál debía ser la actitud del Estado frente a esas comunidades. Desde la coyuntura independentista, la discusión entre los moderados y los liberales guatemaltecos acerca de cuál debía ser el lugar del indígena en la comunidad política estuvo sobre el tapete. Los liberales independentistas apostaron en un primer momento por la inclusión de todas “las castas” dentro del proyecto nacional, oponiéndose a la segregación. Sin embargo, los prejuicios que se construyeron después de varias revueltas ocurridas en 1848 en las que participaron indígenas los hizo cambiar de visión (García, 2001). Pero este asunto no terminó ahí. Incluso Rafael Carrera, quien derrotó a las tropas liberales y tomó el poder en 1844 gracias a una revolución (Woodward, 2002), fue identificado por el discurso oficial guatemalteco no como un
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representante indígena sino como parte de “las castas”, lo que, en el contexto de ese país (como en el nicaragüense), significaba llamarlo ladino o ajeno al mundo indígena (Taracena, Gellert, Gordillo, Sagastume, y Walter, 2002: 70). Es más: fue durante el régimen de Carrera, en 1851, cuando se restablecieron, después de una importante disputa, las Leyes de Indias como un remedio para la temida “lucha de castas” y una vuelta al orden colonial, que según los grupos conservadores, había sido corrompido por los liberales al declarar después de la Independencia una ciudadanía sin límites. De esta forma “los conservadores implantaron un sistema político republicano recurriendo a las Leyes de Indias y sus instituciones, al derecho consuetudinario, a la regulación de la Iglesia católica y al caudillismo de Rafael Carrera que daba vida al proyecto de nación criolla y que habría de durar tres décadas” (p. 78). Las Leyes de Indias eran una vasta legislación colonial que reguló la vida en Hispanoamérica hasta la Independencia y que daba derechos a los diferentes grupos de acuerdo con su etnia. Al recuperarlas en 1851, los conservadores restauraron el poder de la Iglesia devolviéndole las tierras que había poseído, restituyeron el cobro del diezmo e impusieron nuevamente el control clerical sobre la educación. Asimismo, al retomar las Leyes de Indias los conservadores rechazaron la idea liberal de derechos y libertades individuales así como el proyecto de asimilación de los aborígenes por la cultura ladina. En su lugar, retornaron al sistema colonial de control paternalista y de protección del poder político ancestral al interior de las comunidades indígenas, así como la separación de éstas del mundo ladino (Mahoney, 2001: 84; Grandin, 2000: 109). Este principio discursivo segregacionista de los conservadores no encontró su final con la triunfante revolución liberal guatemalteca de junio de 1871. Sin tener en cuenta los postulados universalistas de la ideología liberal, la segregación se hizo más profunda a raíz de un conjunto de políticas en materia de trabajo, tierra, educación, ciudadanía, población y nacionalidad, que tenían al indígena en el centro de las disputas, puesto que todos estos elementos involucraban su explotación y la privatización de sus tierras con fines capitalistas, pero sin ningún interés de integrar a la nación guatemalteca a las poblaciones aborígenes que las habitaban (McCreery, 1994). Paralelo a esto se produjo el triunfo de lo que se ha llamado la emergencia ladina, es decir, la transformación del grupo ladino que se había enriquecido con la explotación
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cafetalera en la clase dominante guatemalteca. Lo anterior es importante porque dicha emergencia fue utilizada por el Estado liberal guatemalteco como representación de la asimilación de la población del país, en cuanto a que el ascenso social de los ladinos fue presentado como una muestra de cómo las élites guatemaltecas se habían diversificado y ya no eran solamente el remanente de los grupos de poder coloniales (Taracena et al., 2002: 410). Precisamente, aunque los liberales guatemaltecos cargados de un discurso eugenésico pensaban que la modernidad y el ansiado progreso solamente podrían ser alcanzados con la civilización del indígena, lo que implicaba su asimilación y ladinización, la estructura del trabajo rural y los mecanismos negociados por las comunidades indígenas a fin de retener tantos vestigios de autonomía local como fueran posibles produjeron todo lo contrario (Palmer, 1996). A pesar de que entre 1880 y 1940 la población aborigen representaba entre el 56% y el 65% de la población total guatemalteca, el propósito fundamental de los liberales se convirtió en “blanquear” el universo no indígena, particularmente a ladinos y criollos. Asimismo, la historiografía liberal guatemalteca que intentaba probar “científicamente” la “degeneración de la raza indígena”, legitimó los estereotipos coloniales y afianzó el discurso de subordinación de esa raza. Incluso, el Estado simplificó, a la manera hondureña, la división social que se observaba en la recolección de información censal, en tanto que reconoció la existencia de únicamente dos grupos sociales: los ladinos y los indígenas. En la práctica esta estrategia de establecer en la legislación censal la existencia de únicamente dos grupos étnicos dividió al país entre una población homogenizada como ladina y otra identificada como indígena, esta última excluida de los derechos políticos y ciudadanos de la Nación ladina guatemalteca (pp. 411-412). Resulta muy ilustrativo el efecto del poder del discurso segregacionista liberal guatemalteco sobre la llamada Generación del 20, es decir, intelectuales y escritores como Miguel Ángel Asturias, Jorge García Granados, Jorge del Valle Matéu, Carlos Wyld Ospina, Carlos Samayoa Chinchilla, David Vela y Jorge Luis Arriola. Al respecto, Arturo Taracena ha señalado que estos autores tampoco lograron escapar del discurso liberal sobre el indígena ni transformar sus ideas en políticas claras hacia la integración de la población indígena y hacia el respeto de sus culturas. Por eso, aunque
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buscaron darle un carácter espiritual —de “alma nacional”— a la redefinición moderna de la nación guatemalteca, comprometiéndose activamente en su construcción al denunciar el sopor causado por la herencia colonial, el atraso económico, la dominación extranjera y las injusticias cometidas con el indio, exigiendo su derecho al acceso a la ciudadanía, en su tarea redentora abonaron las ideas de degeneración y manipulación de la “raza indígena”. Y, a la larga, presionados por la crisis económica y la omnipresencia del Estado liberal, de una u otra manera, la mayoría de ellos terminó por subirse al carro estatal del liberalismo en la década de 1930. Por ello, como proyecto, el indigenismo —y aún la influencia de la experiencia del vecino México— sólo cuajaría después de la Revolución de 1944 (Taracena et al., 2002: 412)7.
En efecto, los intelectuales guatemaltecos que exponían una crítica fuerte al modelo de exclusión liberal del indígena y a la explotación económica con que el capitalismo agrario había despedazado las tradiciones y las vidas de los indígenas, se mostraron limitados para poder superar la visión patriarcal acerca del indígena (algo que hemos visto también presente en el caso salvadoreño en esa década). No fue sino hasta después de que la crisis económica de 1929 y sus efectos hicieran evidentes los límites de las políticas liberales que el planteamiento de dar un golpe de Estado desnudó las tensiones étnicas que el liberalismo había profundizado. La Revolución de 1944 propició que esas tensiones fueran expuestas en público, presentando claramente el carácter de las imágenes que se habían cosechado en Guatemala acerca del indígena y del ladino (Adams, 1990). La nueva discusión que se originaba con la Revolución era una de justicia social, que sin embargo sería detenida por el golpe de Estado de 1954, aquel que institucionalizaría la visión del indígena como comunista y a quien había que enfrentar sin contemplaciones. Conclusiones En su obra América Central, publicada por primera vez en español en 1967, el profesor Mario Rodríguez señala los obstáculos étnicos y culturales y el
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También ver: Casaus (2001).
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“sistema social”, que desde su perspectiva podían entorpecer la formación de un mercado común centroamericano. Así, Rodríguez apunta: Históricamente, la diversidad racial y las diferencias culturales han tenido un efecto propicio a la división de América Central. En la actualidad, las tensiones motivadas por estas divergencias son menos agudas, gracias a la extensión del proceso de “ladinización”. Durante el periodo colonial, los amos españoles usaban el término ladino para referirse a los indios que adoptaban el sistema de vida de los hombres blancos y trabajaban como artesanos en las poblaciones españolas. Eran indios que habían sido “latinizados”, por decirlo así. Con el paso de los años, el término también llegó a ser aplicado a las sangres mezcladas, los mestizos, mulatos y zambos (híbridos de indio y negro), que se reunían en torno a los sitios colonizados por los blancos. En la actualidad, el significado oficial de ladino es cualquier persona, sin considerar su ascendencia racial, que no vive como un indio. Empleado en este sentido, el término tiene implicaciones positivas de un nacionalismo centroamericano, uniendo elementos raciales y culturales discordantes (Rodríguez, 1967: 26).
Rodríguez tenía ante sus ojos el proceso de construcción del discurso de ladinización en los distintos países centroamericanos, que aunque él creía útil para fomentar una unidad de la región, se construyó fundamentalmente como una estrategia de nacionalización popular en el periodo 1870-1944. Tal discurso buscaba modelar una homogeneidad dentro de los distintos estados centroamericanos, con el fin de evitar de este modo la “guerra de castas”. Los indígenas fueron el centro de dicha iniciativa. Los políticos e intelectuales liberales centroamericanos que pretendieron poner en práctica las ideas europeas sobre la organización de la política moderna decidieron enfrentar de distintas maneras lo que ellos llamaron “el problema indígena”. Por eso en Costa Rica se desarrolló la idea de que los indígenas habían existido solamente en un pasado precolombino muy lejano y que se habían extinguido con la Conquista. Así se construyó una imagen de las comunidades nativas que las situaba fuera de las fronteras del Estado como indígenas bárbaros en vías de extinción, que, por tanto, no eran peligrosos para la Nación que estaban imaginando. Esto significó, a su vez, que tales comunidades
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fueran excluidas de cualquier tipo de derechos políticos, y que cuando el Estado costarricense negociara la explotación de las tierras en donde se encontraban, lo hiciera declarándolas áreas vacías. Esto fue equivalente a arrasar buena parte de esas comunidades a punta de fuego y pólvora (Bourgois, 1989). En casos como el salvadoreño, el nicaragüense y el hondureño, las comunidades indígenas —tanto las del interior como las de la costa— también fueron representadas como poblaciones hostiles y vacías de moral, aunque quizás aptas para recibir la educación liberal que las libraría del estado salvaje en el que se encontraban y que las integraría a las naciones. Este discurso serviría para sacar adelante campañas en contra de las tradiciones indígenas y a favor de la desarticulación de sus comunidades y de la venta de sus tierras. Además, estos Estados intentaron dibujar la idea de que sus poblaciones eran el resultado del mestizaje colonial, y de que por esta razón los indígenas ya se habían “diluido” como efecto de ese proceso. Además, contagiados por la búsqueda de pasados indígenas grandiosos —siguiendo el ejemplo mexicano— esta ladinización se combinó con el rescate de indígenas que se opusieron en el siglo xvi a la Conquista española y que simbolizaban la lucha por la soberanía nacio‑ nal en el pasado, aunque sus comunidades ya no existían en el presente. Incluso, en el momento en que un grupo de intelectuales se interesó por estas poblaciones lo hizo con una visión paternal, interesada a su vez en integrarlas para “liberarlas” de su condición indígena. En Guatemala, la idea de lograr la integración fracasó completamente. Tanto los políticos conservadores de la era de Carrera como sus sucesores liberales representaron a los nativos como indignos de las “luces” y de los derechos políticos modernos. Así, los excluyeron del proyecto estatal y los incorporaron únicamente como mano de obra y bajo el estilo de explotación colonial. Fue tal la fuerza de esta imagen que incluso los intelectuales más radicales de la Generación de 1920, a pesar de su crítica al liberalismo y al capitalismo, no pudieron avanzar más allá de una idea patriarcal con respecto al indígena. Las consecuencias fueron nefastas: contrario al éxito de México en la integración del nativo —a pesar también de su explotación— en el caso guatemalteco, que desde el siglo xix volvía la mirada a ese país para precisar cómo actuar, no pudo alcanzar la integración nacional.
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Civilización y barbarie. El indio en la literatura criolla en Colombia y Venezuela después de la Independencia Carl H. Langebaek
El objetivo de este artículo es analizar la imagen del indígena en las literaturas colombianas y venezolanas del siglo xix posteriores a la Independencia. Recientes trabajos1 han demostrado que la disputa ideológica entre criollos y españo‑ les durante la guerra de Independencia en la Nueva Granada involucró tanto al indio como al conquistador. Después de la derrota de España, la imagen del nativo continuó desempeñando un papel importante en cuanto al propósito de construir una imagen de nación. En un clásico sobre el tema, Sommer (2002) propone que, aunque en apariencia heterogénea, la literatura latinoamericana trató de dar cuenta de un paisaje cultural y social diverso, con el fin de crear la ficción de unión. En otras palabras, procuró que los partidos, las razas, las clases y las regiones se sintieran “naturalmente” atraídos en un propósito común. Más recientemente, Unzueta (2003) ha propuesto que esa literatura incitaba sentimientos de identidad colectiva en el lector. Este artículo busca complementar el argumento de Sommer y Unzueta, proponiendo que en el proceso de construcción de nueva identidad existieron divergencias regionales, y que ellas al menos en parte estuvieron mediadas por el referente de un pasado indígena “civilizado” o “salvaje”. Aunque no se niega —por el contrario se reafirma— que el formato de la literatura posterior a la Independencia procuraba fomentar la ficción de la unidad
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Earle (2001); Garrido (2004); König (1994); Pino (1991).
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nacional, se quiere proponer que el tratamiento dado al pasado indígena en la literatura romántica partía de nociones diversas frente al futuro unificado que se intentaba construir. Mientras el criollo de la época de la guerra de Independencia —contrario a lo que hizo a finales del siglo xviii— se apropiaba del indígena sin importar su carácter salvaje o civilizado en un formato neoclásico, la literatura en las nuevas naciones no se pudo abstraer de esa diferencia. En este artículo se quiere enfatizar que la civilización indígena fue un referente más común en Colombia, mientras el tema del salvaje fue más común en Venezuela. Se pretende sugerir que en la retórica nacionalista del siglo xix la apropiación del indígena con antecedentes civilizados se basaba en una lógica conservadora, incluso en la idea nostálgica del pasado perdido, la que en últimas llevaba al mantenimiento de la estructura social tradicional, mientras que el antecedente salvaje implicaba un desprendimiento más fácil del pasado y una aproximación más liberal, positivista y defensora del progreso. Esta idea apenas deseo esbozarla. Es claro que el evolucionismo, el liberalismo y el positivismo se desarrollaron sólo parcialmente tanto en Colombia (Jaramillo, 1963) como en Venezuela (Cappelletti, 1992), pero también enfrentaron mayor resistencia en la primera que en la segunda. Propongo que la aproximación literaria al pasado siguió la misma lógica. Contexto Después de la guerra de Independencia el mundo de la unión entre razas prometido por la revolución no prosperó, y tampoco las masas de indígenas, afrodescendientes, mestizos y blancos pobres abrazaron la civilización ilustrada. Es más: con la reinstauración del tributo indígena se puso en entredicho la idea de ciudadanos libres y se regresó a las instituciones coloniales criticadas por la Ilustración. La libertad, en breve, no había traído ni igualdad ni prosperidad. El viajero francés Mollien (1944: 189-190), quien visitó Bogotá poco después de la Independencia, observó que la ciudad era tomada todos los sábados por hordas de pobres, las cuales asediaban todas las puertas y exhibían sus “llagas y las dolencias más repulsivas”. También lo era por grupos de ancianos guiados por niños que se hacían a las puertas de las casas, limosneros “encorvados bajo el peso de un zurrón” y por “hombres vestidos de negro que tocaban una campanilla, clamando de vez en cuando ‘una oración por las ánimas’”. Tal era el deprimente paisaje urbano
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que impresionó al viajero extranjero. Para muchos era evidente el fracaso del proyecto ilustrado y, por qué no, del propio proyecto nacional. Pero además de esa situación interna, el referente externo de los criollos había dado un giro importante desde principios de siglo. En Europa se gestaba un cambio intelectual descrito por algunos como el mayor movimiento destinado a transformar la vida y el pensamiento de la sociedad occidental, pero cuya definición precisa es bien difícil. Se trata del Romanticismo. Fontana (1999) y Berlin (2000), entre otros, ofrecen algunas de las características de tal movimiento en el Viejo Mundo. En términos filosóficos, dicho movimiento criticaba a la Ilustración por ignorar los sentimientos y las emociones en beneficio de una razón que parecía, a juzgar por los resultados, bastante insensata. Abogaba por recuperar la idea del carácter nacional y por estrechar el contacto con la naturaleza; rechazaba la idea de progreso y defendía la reconstrucción de las tradiciones e instituciones locales; abogaba por el res‑ cate de la lengua y el carácter de los pueblos, munición bienvenida en el proceso de formación de estados nacionales que requerían monumentos y símbolos de comunidad étnica e histórica. El Romanticismo coincidió también con el privilegio que se le dio a la introspección y a la sensación de alienación, y al mismo tiempo con una profunda atracción, bien por el pasado remoto, o bien por las sociedades exóticas de Oriente o de América. Un aspecto fundamental del Romanticismo era su conservadurismo en materia histórica: no volvía gratuitamente a la tradición y a lo autóctono. Más bien su idea de regresar a la “historia propia” pretendía forjar un escudo que defendiera a la sociedad de los cambios que más miedo infundían: la liberalización de la sociedad, su modernización y democratización, por no mencionar el aterrador individualismo que parecía atentar contra la nacionalidad. En el fondo se trataba de la reacción más natural contra los cambios radicales que amenazaban el orden de las cosas. Vale decir que los tiempos pretéritos se entendieron como lección moral, y por lo tanto el retorno al pasado se percibió como repetición de estructuras, comunidades y hábitos generación tras generación (Nisbet, 1986). En ese sentido, la sociedad del pasado remoto nunca caducaba y servía como referente de los valores que es necesario preservar. En fin, como anota Lukács (1955), el sentido histórico del Romanticismo sólo lo es en apariencia.
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Por supuesto, el Romanticismo no eliminó todo rastro de la Ilustración. Por el contrario, inició un proceso en el que lo uno y lo otro se acomodaron, coexistieron y generaron situaciones nuevas e inesperadas. Además, como había sucedido también con la Ilustración, en Colombia y Venezuela la recepción del Romanticismo adquirió particularidades propias, aunque su idea fundamental —la inconmensurabilidad de las entidades nacionales— fuera en todo caso útil a los propósitos de fomentar la fundación de nuevas naciones. Por supuesto, también en Colombia y Venezuela es más fácil encontrar las huellas del Romanticismo en la literatura que en las ciencias, las que en mayor o menor medida conservaron la pretensión de objetividad ilustrada2. Para comprender la naturaleza de la apropiación del indígena después de la Independencia, es indispensable hacer algunas observaciones sobre la importancia del tema en el debate entre españoles y criollos durante la guerra de Independencia. Poco antes de esta época el debate habría parecido desproporcionado: los criollos eran conscientes de que pertenecían a la nación española y en general reconocían el feliz aporte de la Conquista. No obstante, a medida que las diferencias entre las facciones se hicieron irreconciliables, para algunos su causa pasó a representar una continuación de la Conquista, entendida ésta como el inicio del proceso civilizador del Nuevo Mundo. Con frecuencia el discurso realista osciló entre unir a los españoles de ambos hemisferios en una causa común e “indianizar” al criollo, acusándolo incluso de traicionar el cristianismo. No sólo Morillo fue comparado con heroicos conquistadores como Pizarro o Cortés, sino que las tropas independentistas fueron intencionalmente asimiladas a aquellos que vivían en la selva y querían destruir la obra civilizadora iniciada por Colón. Por supuesto, los líderes de la Independencia debieron enfrentar semejante reto de la mejor manera posible. Por un lado, se esforzaron por demostrar que era posible separarse del Rey sin renunciar a Dios (Garrido, 2004) y que la revolución representaba el triunfo de la razón y de los ideales liberales de libertad. Pero además no desaprovecharon la oportunidad que ofrecía el señalamiento como indígenas. Francisco Miranda y Simón Bolívar, entre otros,
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Cristina (1978); Curcio (1975); Díaz (1962); Lamus (1990); Mandíllo (1987); Meléndez (1961); Orjuela (1992); Picon-Febres (1947); Reyes (s.f.); Rivas (1991).
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consideraron que la guerra contra el español era la revancha del indígena derrotado en el siglo xvi. Las proclamas de guerra se apropiaron de la condición de víctimas del ibérico que había llegado a América 300 años antes. “Americanos” —que antes era un término más bien despectivo para dirigirse a los indígenas— pasó a ser sinónimo de unión étnica no sólo entre blancos e indios, sino también entre todas las castas. De hecho, para los criollos la idealización del nativo se unía con el amor por la patria. El indio era el símbolo ideal de las maldades del sistema colonial y a la vez podía ser presentado como humilde agradecido por la gesta de la Independencia. Incluso el levantamiento de los comuneros había servido de preludio. No en vano, el poema anónimo Romance de los comuneros (1781) terminaba declamando, ante el fracaso de la revuelta, que el gran perdedor había sido el nativo (España, 1984: 20). Más tarde, con el éxito de la gesta libertadora el indio regresó al escenario como deudor del criollo, especialmente del mesiánico Bolívar. En 1822 dos sextinas anónimas, puestas en boca de dos jóvenes paeces patéticamente sumisos y agradecidos ante un encumbrado Libertador, le daban las gracias en nombre de las “víctimas del furor hispano” (pp. 41-42). La disputa simbólica entre españoles y criollos pasaba por alto que Colombia y Venezuela tenían pasados indígenas muy diferentes. Desde la Conquista, el centro de la Nueva Granada y más específicamente Bogotá, tenía un poderoso referente de vida civilizada antes de la llegada del español. Allí, los muiscas habían sido considerados el ejemplo de una sociedad, la que si bien no alcanzaba el nivel de complejidad de los incas o aztecas, se diferenciaba claramente de los bárbaros que habitaban las tierras bajas (Langebaek, 1995). Autores del siglo xvii los presentaron como digno antecedente de la historia de la Nueva Granada, y poco antes de la Independencia, José Domingo Duquesne ya había escrito sendos textos en los cuales no dudaba que habían alcanzado un notable nivel de ilustración. Más importante aún, estas ideas habían tenido resonancia por fuera de los estrechos límites de la Sabana: por ejemplo, Alexander von Humboldt no tuvo la menor duda de que, al lado de los aztecas e incas, los muiscas formaban la sociedad más notable de la América prehispánica. En contraste, en Venezuela las sociedades indígenas se definieron a partir de las nada halagadoras comparaciones con las sociedades de los Andes de la Nueva Granada. Por ejemplo, Gilij, en su famoso Ensayo de Historia Americana
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(1955: 175-176), escrito en la segunda mitad del siglo xviii, anotaba que tan sólo en las tierras altas se habían formado grandes imperios indígenas, mientras que predominaba la barbarie en las bajas. Incluso Humboldt (1985: 156), a lo largo de su periplo por el Orinoco, consideró que las sociedades de la selva debían su atraso al exuberante medio y a su lejanía de los civilizados muiscas. Su idea sería, por cierto, compartida por el viajero francés Dauxion Lavaysse (1967: 145-146), para quien, mientras en Venezuela los conquistadores habrían encontrado “tribus ignorantes”, en Colombia el prestigio de los muiscas competía con el de los incas de Perú. Durante la guerra de Independencia la diferencia no fue un obstáculo de importancia. Los indios bárbaros de las tierras bajas o los civilizados muiscas por igual servían para rendir tributo a la grandeza del Libertador. A los españoles se les podía reprochar el hecho de haber acabado con las grandes civilizaciones indígenas, así como haber destrozado a inocentes salvajes que vivían en paz con la naturaleza y con sus vecinos. Precisamente la retórica criolla de Santa Fe y de Caracas encontraba virtudes en toda clase de nativos. Como señala Unzueta (2003: 124), el formato predominante en la época era el neoclásico: la poesía, la oda y el himno eran más importantes que la prosa, la cual era más común en los ensayos de política y economía. En el Papel Periódico se publicaban poemas que exaltaban el carácter ilustrado del cacique de Sogamoso3 y apologías a la ilustración bogotana anterior a la llegada de los españoles4; así mismo, se pretendía con orgullo patrio que las reliquias de Bogotá estaban a las alturas de las de México y Perú5. Por supuesto, la conclusión obvia es que los españoles habían destruido sociedades civilizadas, prueba de su crueldad. No obstante, al mismo tiempo se podía leer en el Seminario de Caracas que las costumbres de los indios eran “escandalosas, pueriles ó detestables”6, pero también que la Conquista había destruido una sociedad que no conocía “los delitos, ni la ambición, ni la codicia”. De hecho, la Proclama a los Pueblos
Papel Periódico (1793, mayo 24).
Papel Periódico (1793, diciembre 20).
Papel Periódico (1796, junio 10).
Seminario de Caracas (1810, noviembre 11).
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de Continente Colombiano de Francisco Miranda reconocía por igual el valor de la gran civilización y de la inocente barbarie. Por un lado, pedía al pueblo recordar que eran descendientes de los “ilustres indios” de México, Bogotá y el Cuzco, mientras que al mismo tiempo se las ingeniaba para pedirle que admirara a las “tribus valerosas” que se habían atrincherado en la selva antes de someterse al conquistador (Miranda, 1991: 111 y 120). El indio civilizado Después de la Independencia, la poesía continuó exaltando el papel mesiánico de Bolívar en la reivindicación del indio a través del formato neoclásico (Unzueta, 2003: 125). En Bolívar en Pativilca de José María Quijano, por ejemplo, el libertador redimía al Perú del cruel y traidor Pizarro (Soffia, 1883); en el verso Apoteosis dramática del Libertador, escrito por Emilio Macías Escobar en 1853, se exclamaba que los incas y los muiscas “en paz dormirían” gracias a la gloria del caraqueño. Y también El cura de Pucará, esta vez de José Joaquín Ortiz (1814-1982), puso en boca de un cura del Cuzco un elogio a la tarea civilizadora de los incas, así como a la misión salvadora de Bolívar (p. 278). A lo largo del siglo xix el teatro y la comedia —además de la poesía— alcanzaron cierta popularidad (Cristina, 1978; Lamus, 1992). Ambas ponían en la escena pública historias que servían para sacar al pueblo del atraso en que lo habían mantenido las instituciones coloniales y buscaban, además, generar un sentido de identidad nacional. Desde luego, el pasado indígena demostraría su utilidad para ese propósito mediante la puesta en escena de narraciones moralizantes y nacionalistas. En varias ocasiones se trató de evocar el pasado en lugares especiales que simbólicamente tenían significado en el derrotado imperio muisca: por ejemplo, José Domínguez presentó su obra La Pola en Funza, la antigua capital del Zipa. Otro lugar cargado de importancia simbólica fue Sogamoso, que encarnaba no sólo el poder sacerdotal indígena, sino también la destrucción de su templo a manos de los canallas conquistadores. Allí José Joaquín Borda montó Sulma, obra con la que recreó la práctica muisca del sacrificio humano en el Templo del Sol incendiado por los españoles. Más allá del simbolismo de los lugares, la narrativa incluía contenidos en los que el indígena era fundamental para inculcar un nuevo orden político y social.
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Un ejemplo es la obra de Luís Vargas Tejada, secretario del Senado y secretario privado de Santander (1802-1829), quien además de escribir incitando a la rebelión contra el régimen colonial, fue autor de obras de teatro como Nemequene y Saquencipá, Aquimín, hoy perdidas, y Sugamuxi (Restrepo, 2006). Esta última estaba basaba en el cacique de Sogamoso, quien había sido presentado como un personaje sabio e ilustrado en la literatura de la Independencia. La historia se ubica en el contexto de la preparación para resistir la invasión española y narra cómo el cacique Tundama pedía al sacerdote Sugamuxi hacer sacrificios para favorecer la lucha contra el invasor, a lo cual éste se negó. Finalmente, abrumado por el peso de la victoria española, Sugamuxi sacrificaba a su propio hijo ilegítimo, Atalmin, hecho que no impidió que los conquistadores consumaran su victoria y destruyan el Templo de Sogamoso. La obra criticaba la conquista en el formato de la Independencia, pero presentaba una costumbre bárbara —ni más ni menos el sacrificio de humanos— como algo deplorable que el sacerdote de Sogamoso se negaba realizar, aunque paradójicamente con funestas consecuencias para su gente (Restrepo, 2006). Detrás de esa idea, por supuesto, se presentaba la diferencia cultural como un obstáculo insalvable: la aparentemente costumbre salvaje del sacrificio habría salvado al pueblo muisca. La duda ilustrada de Sugamuxi lo había condenado. Pero la cara romántica del pasado contrastaba con la del presente. Luis Vargas Tejada, además de firmar sus elogiosas obras sobre los muiscas, también la estampó como Secretario del Senado en el Decreto del 1.º de mayo de 1826, que pedía medidas para civilizar a los indígenas de la Guajira, del Darién y de la Mosquitia, acusados de llevar “una vida salvaje”. Un ejemplo en este mismo sentido es el de José Fernández Madrid y su hijo Pedro. El primero, prócer cartagenero, había sido autor de Guatimoc (1827-1937), dedicada al último emperador azteca, y de Atala, cuya acción se desarrollaba en un bosque de América del Norte. Además, en 1825 había consagrado su poema Canción al Padre de Colombia y Libertador del Perú a Bolívar. En todas sus obras la libertad criolla se presentó como venganza de la conquista española. No obstante, para su hijo Pedro (1817-1875), nacido en Cuba, el pasado glorioso y el presente decadente del indio apenas podían compararse. Cuando en 1846 discutió la soberanía sobre la Mosquitia en el periódico El Día, sostuvo que en contraste con otras naciones Colombia tenía en mente el bienestar de los indígenas.
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Su patria pretendía “la gradual y progresiva civilización de los indios, a quienes procuramos reducir por vía de la persuasión, protegiéndolos en sus personas y propiedades, hasta el extremo de prohibir que las enajenen”. Pero la distancia entre esos indios y las grandes civilizaciones del pasado como las que había descrito su padre no podía ser más grande. Los indios mosquitios no se parecían en nada a los aztecas; sus “régulos” no tenían analogía alguna con Moctezuma (Fernández, 1932: 255-256). Además del teatro y la comedia se abría paso la novela histórica, que no renunciaba al mensaje moralizante, sino que lo pretendía alcanzar mediante el romance propio del género. Por cierto, las obras de ficción, específica‑ mente los romances, habían sido prohibidas en las colonias españolas como producto de una imaginación nada conveniente (Sommer, 2002: 78). Pero si algo necesitaba el proyecto de construcción nacional en las recién liberadas patrias americanas era nada menos que una poderosa inventiva, y las novelas de romance ofrecían la posibilidad de interpretar la historia y proyectar el futuro de manera eficiente: el amor permitía navegar en las difíciles aguas del mestizaje, de la paternidad y maternidad del criollo, de los pape‑ les de género y de la agresión extranjera. También, como en el género romántico, la novela facilitaba incorporar las categorías de mendigo, presidiario, mujer y en general de todos los seres que tenían la connotación de desgraciados en una conciencia nacional unificada. Desde luego el indígena, además de su condición de desposeído, encajaba perfectamente en el género de la narrativa histórica y ofrecía al público una importante enseñanza moral. En el siglo xix la novela era tachada por algunos como banal e incluso inmoral, pero buena parte de la opinión estaba de acuerdo en que había alcanzado su perfección y superaba ampliamente otros géneros. El propio Andrés Bello había reconocido que ante la ausencia de datos exactos, la historia de las naciones americanas se debía escribir desde el “método narrativo” que diera vida histórica a masas de hombres y personajes individuales (Sommer, 2002: 76). Con ese espíritu, El Mosaico de Bogotá defendió en 1858 que la literatura debía rescatar los tesoros escondidos de la patria, entre ellos “los recuerdos originales de los primitivos habitantes de América” que se veían oscurecidos día a día. Esos habitantes antiguos proporcionaban un gran aporte moral, porque habían tenido “una fisonomía social”
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y habían sido notables por “su religión, por sus costumbres, por sus adelantos”7. En esa misma tónica, la Biblioteca de Señoritas publicó una defensa del romance como vía para “consignar en él nuestros recuerdos, para inmortalizar nuestras glorias nacionales, para popularizar nuestros interesantes hechos históricos”8. Además, la publicación defendía que la novela superaba a la poesía porque era la única capaz de dar “a conocer un siglo, un pueblo i una civilización extinguidos” y que además daba entrada a “valiosas apreciaciones filosóficas i humani tarias de trascendencia tan enorme, que no hai trabajo poético que pueda comparársele”9. Al escritor de la época se le pedía “historia, costumbres y hasta doctrina” y también “dar a conocer los incidentes notables de nuestra histo‑ ria, ántes y después de la conquista”. No en vano, la novela histórica era aquella que ofrecía la posibilidad de “hacer conocer los pueblos, las familias, i los personajes de que se ocupa, sus trajes, usos, costumbres, idiomas, preocupaciones, estado de civilización, etc.”10. La referencia al indio no era gratuita: su figura era útil para que el criollo simbolizara su propia situación; El Tradicionalista (1872), por ejemplo, haciendo referencia al estado en que se encontraba Colombia a fines del siglo xix, se refería al viejo escudo de Cartagena en el que aparecía una indígena sentada con un caimán y anotaba jocosamente que “no nos ha quedado de él más que el caimán que devoró a la indiecilla”. Pero así mismo la novela permitía moralizar a través del mejor medio posible: las mujeres. La Biblioteca insistía en que su mensaje iba destinado al “bello sexo granadino”11 porque éste era fundamental para la “moralización de la clase del pueblo”12. De igual manera, El Mosaico declaraba orgulloso que entre sus lectoras se encontraran las mismas “lindas lectoras” que leían La Biblioteca. No es coincidencia, por cierto, que las dos publicaciones fueran dirigidas por autores de novelas históricas que involucraran a los indígenas: la primera por Felipe Pérez y la segunda por José Joaquín Borda. La anotación
El Mosaico (1858, diciembre 24).
Biblioteca de Señoritas (1858, febrero 7).
Biblioteca de Señoritas (1858, marzo 14).
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Biblioteca de Señoritas (1858, marzo 20).
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La Biblioteca (1859, marzo 19).
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La Biblioteca (1858, enero 3).
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es importante, puesto que la idea de que el público femenino se instruyera a partir de las novelas ayudaba a neutralizar los elementos más contrarios al género de la novela y a trasmitir lo ejemplar del nativo civilizado. Incluso José Manuel Restrepo, crítico de las novelas por disipar el ánimo y excitar las pasiones entre las mujeres, consideró que el género histórico podía ser instructivo. Éste encajaba bien en el esfuerzo de presentar grandes espectáculos en espera de que “la masa de individuos” aprendiera normas de urbanidad y buen gusto, desarrollara el lenguaje y moderara sus pasiones13. Una de las primeras novelas históricas escritas en América, Yngermina o la hija de Calamar-Novela histórica o recuerdos de la conquista, es un formidable ejemplo del nuevo género (Cabrera, 2004; Castillo, 2006; Pineda, 1997). Fue escrita en 1844 por el mulato y liberal Juan José Nieto (1804-1866), nacido en Baranoa y de familia no muy acomodada, pero que logró llegar a ser Gobernador de Cartagena y Presidente. Tuvo como objetivo narrar la historia de amor entre Yngermina, una princesa indígena, y Alonso, hermano del conquistador Pedro de Heredia, aunque su introducción fue ambientada por un estudio etnográfico, Breve noticia de los usos, costumbres y religión del pueblo de calamar. Al igual que los textos inmediatamente anteriores a la guerra de Independencia, Nieto exaltó su deuda con la patria chica, insuperable tanto por lo que respecta a su paisaje como por los indígenas que la habían ocupado. De todas las comunidades de la región, la de los antiguos calamar era la más numerosa, fuerte y civilizada. El paisaje de Cartagena no podía ser más impresionante: […] si en otras partes la risueña naturaleza tiene sus estaciones de gracia y belleza, en Cartagena es siempre portentosa, magnificante. Un cielo tan despejado y hermoso, como la misma luz, que convida a la alegría, donde desa parecen con rapidez los nublados del invierno, formando un horizonte pintoresco y maravilloso, cuyos variados y esplendentes colores vespertinos pueden tomarse por modelo para representar el firmamento (Nieto, 2001: 29).
Nieto llamó “Patria” a lo que antiguamente había sido hogar de los calamareños, pero simultáneamente no renunció a integrar al indígena dentro de El Museo (1849, abril 1).
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los valores europeos. Desde el punto de vista étnico, Yngermina fue descrita como una mujer bella, de “tez casi blanca y sonrosada”, en cuanto a su aspecto, y como “noble” y “elegante” con relación a su cultura (Nieto, 2001: 60). En ambos sentidos aparecía como una mujer casi europea, aunque esto no evitaba del todo la ambigüedad: por un lado, los gustos de los líderes indígenas se refinaban a medida que conocían a los conquistadores y “las maneras casi salvajes de sus conciudadanos le parecían inferiores y aún chocantes” (p. 69). De igual forma, la Conquista había servido para liberar a los nativos de un cacique “tirano disoluto y desenfrenado, que tenía oprimido a este buen pueblo” (p. 119). Pero por otro lado, Yngermina dejaba al descubierto la manera en que se imponía la civilización, como lo dijo el cacique Catarpa: “Si nacimos bárbaros, déjanos sin una civilización que provee tantos medios poderosos para subyugar al débil, abandona nuestra tierra, esta tierra que llamáis inculta” (p. 94). En Bogotá la novela histórica se manifestó en obras como Anacoana (1865) de Temístocles Avella, El último Rei de los muiscas-novela histórica (1864) de Jesús Rozo, y Los Jigantes de Felipe Pérez (1875). La primera, originalmente publicada en El Conservador, tuvo como escenario las Antillas y se refería a la atracción que el conquistador Ojeda sentía por Anacoana. Al igual que en el caso de Nieto e Yngermina, Avella exageraba las bondades del medio natural y de la sociedad indígena. Con respecto al primero, afirmaba que en él se podía “ver el rostro de Dios” (Avella, 1865: 1); con respecto a la sociedad indígena, sostenía que sus costumbres eran semicivilizadas como las de México y Perú: Anacoana vivía en un gran palacio de madera y las creencias resultaban similares a las de los vasallos de Moctezuma y los incas. La gente era dócil a su cacique, respetaba el derecho y vivía en “una armonía social inalterable”; de hecho, en opinión de Avella, “los conquistados eran más civilizados que los conquistadores” (p. 5). Jesús Rozo, abogado de Guatavita, también se concentró en la historia de amor entre Jafiterava, el último zipa, cobardemente asesinado por los españoles, y Bitelma. Como en el caso de Nieto, ese romance servía de excusa para ofrecer una visión del pasado indígena, de la raza y del medio natural. Rozo pretendía, en efecto, ofrecer una narración que se remontara a la versión nativa de la creación del mundo “tal cual la comprendía este pueblo semi-salvaje i sencillo”, y recurrió a trazar su desarrollo desde las “familias primitivas” hasta los “déspotas que gobernaron el imperio” (Rozo, 1864: 5). En vez de
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describir a Bitelma como una mujer blanca y por lo tanto bella, tal como lo había hecho Nieto con Yngermina, Rozo la representó como una mujer hermosa y, por esa misma razón, rara entre su gente: las “facciones de su rostro, todas finas, perfectas, animadas, desdecían el tipo característico de su raza” (p. 47). No obstante, se exaltaba la condición civilizada de los indígenas. La obra elogiaba a Nemequene, presentaba a Jafiterava como un hombre comparable a Licurgo y a la vez que reafirmaba la convicción de que Bolívar había salvado a los indígenas (pp. 7 y 22-23). En efecto, se leía que los españoles habían hecho una matanza de muiscas, precisamente donde “se levantó un monumento a la memoria del hombre que espelió a los españoles de la heroica Colombia, i rescató los dominios usurpados” (p. 101). Más importante, aunque consideraba primitivos a los indígenas, éstos podían ofrecer lecciones a los civilizados. El templo de Sogamoso era una “obra portentosa del arte”. Los muiscas —y no sólo ellos sino la generalidad de las tribus indígenas que habitaban el país— fueron comparados con los griegos; en efecto, […] A los aborígenes del Nuevo Reino se los ha llamado bárbaros y salvajes porque adoraban al sol como único ser al que debían su vida y su felicidad acá abajo, y la dicha de la inmortalidad allá arriba; y a los egipcios, griegos y romanos se los ha tenido por civilizados, porque inventaron sus dioses, los fabricaron con sus manos, les alzaron templos y les compusieron exageradas fábulas (p. 74).
Al igual que Yngermina y Anacoana, El último Rei de los muiscas exaltaba la belleza del medio en el que se desarrollaba la historia. La tierra muisca producía abundantes frutos, y “la naturaleza parecía toda formada para la dicha del hombre” (p. 8). La Laguna de Guatavita, cercana al lugar de nacimiento del autor, era un “pintoresco lago decorado con todas las galas de la naturaleza” y de “estupenda maravilla, en donde el sol, con todo su brillo y toda su majestad, se dibuja en el líquido espejo desde que brota sus dorados rayos sobre la faz del mundo, hasta que los recoje y oculta”, irresistible belleza que explicaba el carácter sagrado que tenía entre los muiscas (pp. 72-73). Finalmente, es bueno detenerse por unos instantes en Los Jigantes de Felipe Pérez, ya que presenta la más completa representación del indígena
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en la novela histórica del siglo xix en Colombia. Pérez era un liberal radical, abogado de origen humilde, que había servido como diplomático en Perú, Ecuador, Bolivia y Chile. Quizá tal experiencia explique su admiración por el Inca Garcilaso de la Vega y por la obra de William Prescott. Esto por no mencionar el referente indígena peruano en algunas de sus obras, tales como Atahualpa (1856) y Huayna Capac (1856). No obstante, su idea de patria evocaba el pasado del indígena colombiano y no en vano su patria era la “fresca, dulce, rica, hospitalaria tierra de los muiscas”14. En Los Jigantes, los protagonistas de Pérez representaban el crisol de razas de la Nueva Granada: Don Juan, hijo de español realista e indígena, su hija Luz, blanca, de rasgos sajones y que no “parecía hija de los Andes ni que tuviera sangre mora i latina”, un príncipe indígena cuyo nombre —Sagipa— era igual al último zipa de la Sabana asesinado por los españoles; sus padres, Flor “en cuyo rostro el pavor de la tiranía española había impreso cierto tinte melancólico” y Chía “muisca anciano y atlético”, amén de líderes de la Independencia como Francisco Miranda, autoridades españolas e indígenas salvajes de la selva y Llanos Orientales. Incluso estaban presentes los africanos (Anglina y Congo), de “musculatura vigorosa, ardentía en el alma, fiereza en las pasiones”, pero al fin y al cabo “hombres como todos los demás pues tienen la misma inteligencia, las mismas pasiones, el mismo corazón, los mismos sentidos, el mismo cuerpo” (Pérez, 1860). Toda la gama étnica confluía en Los Jigantes, en la gesta de la revolución criolla. Además el destino común de las castas estaba simbolizado por la amistad entre Juan y Sagipa, así como por el mestizaje del primero; al fin y al cabo “los americanos somos todos hijos de Colón, Atahualpa i Motezuma”. No obstante, en el curso de la novela es claro que cada estirpe americana tenía cosas distintas que aportar. Sagipa se describió como “mozo de color moreno, cabellos lasos, abundantes i negros, de ojos grandes llenos de melancolía”, pero en definitivo hermoso “con toda la belleza de las razas primitivas”, un auténtico “Adán indico”. Como nativo era dueño de El Dorado, escondido de los españoles en una cueva y descrito como “un acervo de brazaletes, cintillos, placas, cascos, ídolos, sapos, ranas, pájaros, tunjos, ánforas, armas,
Revista Literaria (1890, julio 10).
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utensilios” todos de oro macizo, riquezas que el indio decidió aportar a la causa revolucionaria. Don Juan, verdadero caballero, era un entusiasta independentista que aportaba el conocimiento ilustrado, el afán de la educación pública, y la necesidad de copiar la Revolución francesa. El indio, en fin, aportaba su nobleza, mientras que el hombre blanco contribuía con su convicción política y uso de razón. Desde luego los indígenas, además de buenos y generosos, eran víctimas inocentes de los españoles, a su vez crueles e insaciables. La América anterior a la llegada de los europeos se presenta como salvaje, pero tranquila, rica, digna y bella. Los padres de Sagipa, habitantes de un reducto de esa prístina América, el Valle Feliz, representaban el Nuevo Mundo rico, bello y noble que había permanecido “en muchos puntos inalterable”; en fin, un mundo que no conocía enfermedades y en el cual la gente moría de vieja. No obstante, Sagipa representa simultáneamente el mundo civilizado y cristiano. Cuando su periplo en apoyo de la causa independentista lo llevó a los Llanos Orientales y a las selvas acompañado de Ruqui, un noble salvaje, Sagipa se enfrentó al indígena más primitivo. El nativo muisca, al fin y al cabo civilizado, encontró que los guahibos eran “libres y dueños de sus acciones”, pero también que vivían temerosos de sus vecinos antropófagos (Pérez, 1860). Sagipa se vio obligado a reconocer que el indígena de la selva era más feliz que quienes vivían en las ciudades; el clima hacía superfluos los vestidos, innecesario el trabajo, desconocida la riqueza, “i la vida se lleva dulce i sosegada como las corrientes en las llanuras”. Pero eso no impedía que demostrara su superioridad ante ellos. Sagita, en efecto, debió explicar que no adoraba ni al sol ni a la luna, sino al Dios cristiano, que pese a haber sido impuesto por el enemigo era el único verdadero. Jigantes desglosó dos clases de indígena: el primitivo, en estado de naturaleza, y el civilizado, que en el fondo no parecía representar mucho más que los valores conservadores del Viejo Mundo. Por supuesto, uno y otro implicaban cosas muy diferentes para el criollo. El primero, el indio tradicional, era auténtico aunque bárbaro; el segundo, el pasado perdido, el aborigen ilustrado muerto a manos de la crueldad española y el gran aliado en el proyecto de unión nacional.
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El indio bárbaro Aunque la literatura romántica colombiana enfrentó el problema del bárbaro (como lo demuestra el inusitado viaje de Sagipa por los Llanos Orientales), ésta vio en el indígena un pasado remoto civilizado que no desaprovechó. Incluso el mismo Luis Vargas Tejada se refirió a éste en Doraminta, obra escrita en 1829, en la que el salvaje fue representado de forma completamente diferente a la del civilizado. No obstante, ese salvaje merecía cierta empatía: la tragedia que vivía Tulcanir, su protagonista, príncipe injustamente desposeído por Tindamoro, Rey de los omeguas del oriente colombiano, fue presentada como si fuese propia, es decir, como si se tratara de un compañero en su “desgraciado amor filial” y en su “larga residencia en una cueva solitaria” (Tejada, 1936: 66). De la misma manera que la vida civilizada de los indios muiscas confirmaba la universalidad de los valores de la razón humana, el ejemplo de Tulcanir ratificaba el valor general del lado oscuro de la vida social. Pocos elementos identificaban al salvaje en Doraminta, tales como la apabullante presencia del “bosque sombrío”, en el que se llevaba a cabo buena parte de la obra (p. 69). El salvaje, por cierto, también está presente en la obra de José Joaquín Borda, Koralia: leyenda de los llanos del Orinoco, en la que se narraba los amores de un conquistador español y una india sáliva (Curcio, 1975: 85). Una mayor conciencia de la vida del salvaje como opuesta a la vida del civilizado, se encuentra en Un asilo en la Goajira, escrita en 1879 por Priscila Herrera, cuñada del presidente Núñez. El relato se refería a la vida en el exilio de una mujer blanca y de su hijo entre los indígenas guajiros después de que tropas de Santa Marta acabaran con sus propiedades en Riohacha. A diferencia de Doraminta, Un asilo en la Goajira asumía el contraste racial y cultural. Desde luego, la presencia de la mujer blanca entre nativos era un tema clásico del Romanticismo europeo, a tal punto que cuando la mujer no era verdaderamente blanca se presentaba como si lo fuera. En todo caso, Un asilo en la Goajira exaltaba las cualidades de los nativos no sólo en cuanto al “tipo perfecto de su altiva raza” o su estampa de “hermosos, bien musculados, de mirada chispeante y maliciosa”, sino también por su temperamento “ingenuo y dulce”, aunque dado a la venganza (Herrera, 1935: 163). De hecho, el periplo de la protagonista había consistido en escapar de la civilización, en el cual
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había encontrado una crueldad similar a la que habían tenido los conquistadores en el siglo xvi pese a su prosperidad económica. Un asilo en la Goajira, era así mismo un canto a la provincia local, a una Riohacha pensada como el mejor lugar del mundo, muy diferente a las “aglomeraciones de lindos palacios y hermosos edificios” sin ningún interés, como las que se encontraban en el Viejo Mundo y en Estados Unidos (Herrera, 1935: 183). Desde luego, el criollo venezolano se enfrentaba a una situación más similar a la de Un asilo en la Goajira que a las que se presentaban en muchas de las obras bogotanas que podían aludir al pasado civilizado de los muiscas. En contraste, debía asimilar la ausencia de una sociedad indígena que pudiera servir de referente de civilización. Por supuesto había hilos conductores idénticos: uno de los temas más comunes en Venezuela era también la exuberante naturaleza tropical. Al fin y al cabo, ésta había sido el tema central de Las silvas americanas de Andrés Bello, obra que refrendaba la visión aristotélica de las franjas climáticas, sin admitir su visión negativa del trópico. Las tierras cercanas a los polos se describieron en Las silvas americanas como “triste patria de infecundos helechos”, mientras Venezuela no cedía a tierra alguna (2000: 65-66). Pero el pasado indígena era otra cosa. De hecho, Bello también mencionó el pasado glorioso del indígena como prueba de la grandeza americana, aunque en su caso el referente no se encontraba en las sociedades bárbaras de su tierra, sino afuera, en Perú o incluso en Colombia. En efecto, en Las silvas americanas Cundinamarca se representó como provincia dulce, de “nativa inocencia” y de “sustento fácil”, en la cual desde la antigüedad florecía la libertad bajo la tutela de “Huitaca bella, de las aguas diosa”, “Nenqueteba, hijo del sol” que, piadoso, había dado a los muiscas leyes y artes” (Arciniegas, 1946: 47 y 51). Venezuela se representaba, por lo tanto, como un país en bruto, donde la civilización jamás había hollado el suelo, pero donde pronto lo haría bajo el liderazgo criollo. Inevitablemente el tema del salvaje serviría a su modo para ese propósito. Uno de los personajes que dieron inicio a la tradición romántica en ese país fue Fermín Toro (1807-1865), funcionario de Hacienda de la Gran Colombia y luego, una vez separada de Venezuela, diputado y embajador en España. Impresionado por la pobreza que dejaba el acelerado proceso de industrialización en Gran Bretaña, Toro consideró que la América se escapaba de ese tipo de males “sin monumentos, sin tradiciones, sin esos antiguos vicios
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orgánicos que no pueden corregirse sin volcar la sociedad” (Pino, 2003). En efecto, no todo era perfecto en la Europa civilizada y por esa razón los oscuros moradores de la selva americana podían exclamar sin pudor que a las orillas del “Támesis famoso hay más miseria y mayor degradación”. No en vano fue autor de una Oda a la Zona tórrida que, siguiendo la tradición de Bello, presentaba su tierra como el “alma del Mundo y un verdadero edén” (Toro, 1979: 129); de un Ensayo que tenía como marco de referencia la obra de su compatriota Juan Vicente González (1810-1866), Historia antigua y de la Edad Media, y también de un poema, Hecatonfonía, dedicado al pasado indígena. El Ensayo de Fermín Toro aceptaba el velo de misterio que cubría el pasado, pero en contraste con sus contrapartes colombianas consideraba ese misterio como una base poco firme para la crítica, prefiriendo en cambio estudios más objetivos, menos místicos. En el Ensayo, el problema de origen de las diferentes razas —el “árbol genealógico de la humanidad”— se presentó como una de las cuestiones fundamentales para resolver (p. 96). Toro se preguntó si la “ley de las alteraciones físicas” podría dar cuenta de cómo de un mismo tronco pudieran surgir blancos, negros e indios, pequeños lapones y gigantes patagónicos. Se quejó de que las cuestiones antropológicas se resolvieran por la “fe en la revelación”, porque con el misterio que ello encerraba “no se ejercita la crítica, ni se ponen las bases de los conocimientos racionales” (p. 93). Por su parte, la Hecatonfonía se compuso como una obra que denunciaba la brutal conquista española, pero que en contraste con el Ensayo, regresaba a un pasado indígena rodeado del misterio y la penumbra de los tiempos; un pasado que no era el propio, puesto que la obra se centraba en unas observaciones muy generales sobre América para luego referirse a las antiguas sociedades de México y de Perú. Comenzaba por aceptar que antes de la llegada de los ibéricos había “razas mil”, aunque todas igualmente arrasadas por la brutalidad. Lo que queda de las sociedades indígenas se comparaba con un naufragio: en las playas se encontraban “hacinados despojos/ en las olas flotantes fragmentos”. Sin embargo, precisamente que el carácter trágico de la hecatombe servía de inspiración como testimonio de viejas glorias anteriores a la llegada de los españoles (p. 134). El contraste con el Ensayo no podía ser más claro: la Hecatonfonía anunciaba que la ciencia buscaba en vano la historia de las ruinas, así como “el enigma de las lenguas ya mudas”;
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en otras palabras “de tinieblas y errores y dudas/ El abismo intentando sondar”, un naufragio olvidado (Toro, 1979: 135). El segundo canto de la Hecatonfonía se dedicaba a las antigüedades americanas, aduciendo que los restos de los pueblos indígenas habían terminado en un vasto cementerio. Los sitios mayas fueron entonces el punto de referencia: Uxmal, cuyos portentos se veían arrumados; Copán, cuyas soledades daban “tremendas lecciones”; y muchos otros lugares que probaban que cada reino era un misterio y cada pueblo una ruina, “pensamiento de otra raza/ escrito en mudo vestigio”, prodigio del pasado y amenaza del futuro. Lo único que quedaba realmente era el testimonio artístico. No todo había perecido, puesto que “el arte no va al olvido” (p. 135). El formato utilizado por José Ramón Yépez, otro venezolano del siglo xix, era diferente (1822-1881). Nacido en Maracaibo, sirvió como oficial naval de carrera en el Lago; más tarde fue senador, Secretario del Ministerio de Guerra y autor de dos novelas de tema indígena, Anaida-estudios americanos, escrita en 1860, e Iguaraya, en 1879, ambas dramas de amor, aunque en este caso no entre un europeo y una mujer nativa, sino entre indígenas. El ambiente de las novelas se recreaba en el mundo indígena del Lago Maracaibo. Pese a la frecuente utilización de léxico aborigen que le daba un barniz de autenticidad, los personajes actuaban como sacados de la literatura clásica; en realidad, los dos textos se movían más bien en el género de la tragedia griega o en su posterior recreación shakesperiana: Anaida era una hermosa mujer indígena, del “continente airoso, [de] sensible corazón y espíritu melancólico” (Yépez, 1958: 1), digna exponente de su raza caribe, la cual se enamoraba de Turupen, quien como lo exigía el canon de la tragedia amorosa, terminaba muriendo en sus brazos a manos de otro indígena, Aruao. Aunque los protagonistas se comportaran como personajes clásicos, la obra de Yépez no refrendaba la civilización nativa. De hecho, el texto consignó un cuestionamiento de la barbarie: Triste es ver los canayes indianos en medio del desierto, a la claridad melancólica de la luna. El hombre primitivo en lucha abierta y desigual con la naturaleza poderosa que se despierta o sale a la vida llena de misterios incomprensibles, es en verdad un ser bien infeliz (p. 36).
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En la imaginación del autor, el indígena era comparable a la naturaleza en la que habitaba. Yépez afirmaba haber conocido las riveras del Orinoco, “al largo [sic.] de los fangales y anegadizos que forman sus crecientes periódicas, la tribu de los Guaraunos, de piel amarilla… que nace, vive y muere, como las serpientes, sobre sus troncos gigantes”. En fin, “[…] ¿Quién no se espanta al contemplar tal existen cual, que sólo tiene de humano el dolor bajo sus faces, con todo el lúgubre séquito del hambre, la desnudez la intemperie y el desamparo?” (Yépez, 1958: 17). Y para no dejar dudas, […] Lo que se dice del estado inculto y agreste de una tribu cualquiera de la América meridional, se puede aplicar a todas, teniendo en cuenta la diferencia de localidad en que la tribu haya plantado sus caneyes… / Los indígenas del Lago Coquivacoa, al tiempo que se refieren nuestros estudios, estaban un tanto más adelantados que los del Orinoco; pero la misma incuria, la misma pereza: el error y la ignorancia tenía allí sus templos (p. 35).
Iguaraya, por su parte, se refería a los jiraharas, cuya mayor gloria eran sus “vírgenes de negros ojos, cuya belleza, de madres a hijas, se canta siempre en los areitos nocturnos” (p. 63). Su protagonista, que le daba el nombre a la obra, había sido condenada por los mohanes a la soledad a menos que algún guerrero pretendiente lograra clavar una flecha en el cielo. Esta imagen del imposible que escapa a cualquier razonamiento lógico se erigía como una excusa para criticar la ignorancia, pero también el abuso de poder y la malicia de los indios. En efecto, el ardid de los mohanes era una fabricación que todo el mundo creyó, excepto el padre de Iguaraya, Paipa, “como todo el que hace intervenir la religión para someter a la multitud, como todos los hipócritas, como todos los tiranos” (p. 64). Finalmente, Taica, un valiente guerrero, aceptó el desafío y su flecha se clavó en las arenas del lecho marino, donde ésta se veía reflejada en el “espléndido cielo de los trópicos” como si estuviera clavada en él. Paipa, descubierta su impostura, se suicidó, pero eso no representó un final feliz para Iguaraya, quien perdió por siempre la razón (p. 82).
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Notas finales La literatura romántica de tema indígena en Colombia y Venezuela presenta formatos comunes. Todos los textos procuran despertar la simpatía del lector en relación con valores fundamentales: la armonía social por encima de las diferencias, del amor y de los lazos familiares. No obstante, existen diferencias importantes. En estas notas ciertamente se resumen algunos temas comunes, pero que sufrieron un tratamiento diferente y que rompen con la tradición neoclásica de la época de la Independencia, la cual había tratado de pasar por alto, con relativo éxito, la diferencia entre el referente indígena civilizado y el salvaje. Primero, el problema genealógico. La literatura romántica tiene por lo general un discurso en el cual los antecedentes de la nación se tratan de hundir en el pasado remoto. No obstante, las obras analizadas producen una ruptura gradual con la imagen de continuidad, en la que se basaban las proclamas independentistas de las causas indígenas y criollas. La imagen de unión entre los unos y los otros hermanados no se desgarra del todo, como lo demuestra el caso de Juan y Sagipa en Los Jigantes, o incluso Yngermina, obras en las que el referente de patria corresponde imaginativamente a la provincia nativa. Sin embargo, aparecen elementos que comienzan a mostrar que la conquista española había implicado la quiebra definitiva del pasado indígena e incluso, como en el caso del Ensayo de Fermín Toro, se llega a sugerir que las sociedades indígenas habían naufragado antes de la llegada del español. En todo caso, la idea de que el pasado contribuía a la genealogía nacional es más fuerte en las obras en las que se destaca el carácter civilizado de los indígenas (es el caso de Los Jigantes y de Yngermina). Así, el sentido trágico de la novela colombiana se basa con frecuencia en la nostalgia por un pasado perdido. Semejante actitud ante el pasado salvaje es menos evidente: entonces se admitía su pérdida, pero se reafirmaba la condición de progreso. En segundo lugar, e implícito en lo anterior, la literatura decimonónica insistió cada vez con mayor énfasis en diferenciar al indígena civilizado del bárbaro. Las proclamas independentistas habían intentado borrar las diferencias entre unos y otros, pero en Los Jigantes, los personajes de Sagipa y Ruqui muestran cómo la diferencia resurge. Incluso en algunos casos el contraste entre indios civilizados y salvajes se traslada a la naturaleza. En efecto, pese a las genéricas exclamaciones de orgullo por la naturaleza tropical,
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en la literatura que se refiere al indígena civilizado la naturaleza se presenta de modo más amable. Tanto en Yngermina como en El último Rei de los muiscas y Anacoana, la naturaleza no tiene par. En cambio, en Anaida, el ambiente es inculto y hostil, lo mismo que en Doraminta, que se desarrolla en un bosque sombrío. Sin embargo, es necesario contemplar la excepción de Un asilo en la Goajira, obra en la que Riohacha se describe como el mejor lugar del mundo. En tercer lugar, la literatura romántica instaura la crítica a la civilización y al progreso defendidos por la Ilustración. No obstante, la crítica a la civilización es en el fondo una objeción al progreso. En Sugamuxi, la actitud racional del líder espiritual al rechazar el sacrificio lo convierte en cómplice de la Conquista. Incluso en Los Jigantes, la vida selvática comienza a idealizarse como ejemplo de la vida sencilla y tranquila del indio. En la literatura referente a los muiscas se insiste en el éxito de sus instituciones sociales y políticas, aunque no faltan las críticas al despotismo de sus líderes, como se puede leer en El último Rei de los muiscas y en Yngermina. Sin embargo, en la literatura sobre el salvaje la crítica al despotismo es más directa, como sucede en Iguaraya. Vale la pena aclarar, por supuesto, que es necesario reconocer la existencia de cierta ambigüedad con respecto a la idea de civilización. Por lo general la literatura en la que el referente era el indio civilizado se enorgullecía de los monumentos antiguos, como es el caso de Sugamuxi o, incluso, de Anacoana. Por otra parte, la literatura que se basaba en el referente salvaje prefería desdeñar su importancia, como lo hacen Un asilo en la Goajira y El Ensayo, los que, no obstante la crítica que hacen de la sociedad salvaje, se enorgullecen de la ausencia de monumentos inútiles. Cuarto, se registra un quiebre entre el indio del pasado y el del presente. En efecto, las obras de Vargas Tejada, así como el contraste entre José y Pedro Fernández Madrid, muestran cómo comienza a fortalecerse el contraste entre las grandes civilizaciones que habían encontrado los españoles (cuando esa imagen era posible) y la situación de barbarie del indígena sobreviviente. Aquí la diferencia entre la civilización y la barbarie no da cabida a la idealización de la segunda, excepto como remembranza de lo perdido. El nativo civilizado (azteca, inca o muisca) es admirado con legítimo orgullo nacional, pero el indígena mosquitio está condenado a ser absorbido por la civilización también como cuestión de orgullo patrio. Esa frontera es completamente borrosa en
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Venezuela, en donde el pasado y el presente indígena se consideran igualmente desposeídos de vida civilizada. Por último, comienzan a aparecer los primeros indicios de ideal racial, que habían desaparecido bajo la retórica de la Independencia, pero que a lo largo del siglo xix adquirirían nueva relevancia. Prueba de ello se encuentra en el ideal de belleza femenina en Yngermina y en El último Rei de los muiscas. En la primera, la protagonista era bella, por blanca; en la segunda, hermosa en su fenotipo indígena y, por lo tanto, rara entre su propia gente. Tanto entre los indígenas civilizados como entre los salvajes se destaca la belleza. Pero entre los indígenas salvajes se introducía, además, la admiración por el fuerte físico del hombre de la selva o el desierto, particularmente en Anaida y Un asilo en la Goajira. Para resumir, sin duda las literaturas románticas de Colombia y Venezuela compartieron algunos ideales. Ambas respondieron a la necesidad de crear una imagen de nación por encima de las diferencias, al tiempo que pretendían proyectar valores morales que en últimas apuntaban a convertirse en la base moral nacional. No obstante, el tratamiento dado al pasado indígena permite resaltar algunas diferencias, que jugaron un papel importante en la imagen que Colombia y Venezuela construyeron sobre sí mismas y sobre su pasado. El referente indígena fue importante en ambos casos, pero la diferencia entre el indio civilizado y el salvaje determinó distancias importantes a la hora de interpretar los antecedentes de la historia nacional. En el futuro sería deseable profundizar en algunas posibles implicaciones de la diferencia entre el referente del indio civilizado y el del salvaje. Por lo pronto, ¿se podría proponer que esa diferencia se remonta, en últimas, a la distancia insalvable entre el indio civilizado y la evocación de pasado, y la del indio salvaje y la necesidad de progreso? Queda abierta la cuestión.
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III. Grupos de negros
Raza, género y espacio. Las mujeres negras y mulatas en La Habana durante la década de 1830 Luz M. Mena
Para dicha de los estudiosos de la historia de las ciudades, en las últimas décadas se han hecho dos propuestas conceptuales que han abierto nuevos caminos para este tipo de estudios. La primera plantea que el espacio debe conceptualizarse en forma dinámica como algo que se construye socialmente en un proceso abierto y continuo, y que establecer límites que lo fijen a menudo implica cuestionamientos por parte de quienes quedan fuera de esos límites (Massey, 1994). La segunda indica que debemos tener en cuenta que la narrativa histórica, entendida como un proceso político de construcción, a veces desdibuja fracturas, allana irregularidades o “cierra un ojo” a detalles que pueden indicar choques de poder, en aras de mantener una linealidad y cierta idea del mundo (Scott, 1987). Estas propuestas me han llevado a considerar el papel central, pero bastante descuidado en los estudios históricos, que jugaron la raza y el género en las transformaciones de La Habana en la primera mitad del siglo xix. En este artículo exploro algunos de esos procesos a través de una lectura de los discursos modernizadores de la época y su relación con la vigorosa participación social de las mujeres negras y mulatas, libres y esclavas en las décadas de 1830 y 18401. Por proyectos de modernidad en La Habana de los años treinta del siglo xix me refiero a los esfuerzos hechos por las élites criollas (cubanos blancos
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Por discursos me refiero a todas las configuraciones dominantes sobre orden social, tanto las orales y escritas como las prácticas espaciales organizadas alrededor de ciertas prescripciones y expectativas sociales.
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de ascendencia española) y peninsulares (españoles) por sistematizar nuevas formas de orden social. Estos esfuerzos fueron impulsados por un pensamiento liberal que se inspiró en los recientes cambios políticos y económicos en Europa occidental y en Estados Unidos. Los proyectos modernizadores incluyeron nuevas formas de concebir y clasificar las divisiones sociales, reformas institucionales en salud, educación y seguridad, así como intentos por hacer más eficientes los procesos de producción y de comercio con nuevas tecnologías (uso de máquinas de vapor, iluminación de las calles con lámparas de gas, uso del ferrocarril, del telégrafo, etc.) y la implementación de formas novedosas de racionalización del espacio. En el caso de las élites intelectuales criollas, en cuyos discursos me enfocaré, se trató también del desarrollo de una autoconciencia política, agudizada por la independencia de la mayoría de las colonias de España y ligada a una identidad cultural y a intereses económicos propios. Aunque tales discursos ya se venían perfilando desde finales del siglo xviii, es en la década de 1830 cuando observamos una intensa producción intelectual alrededor de temas sobre ciudadanía y nuevas formas de orden social, que discutiré a lo largo de este artículo. Una ciudad “peligrosa” Los viajeros que visitaban La Habana en la década de 1830 señalaban dos características sobresalientes de la ciudad: su belleza y su carácter caótico. Celebraban la energía contagiosa del puerto y de las plazas, la elegancia de sus edificios y el lujo de las áreas comerciales. Luego pasaban a quejarse del tráfico de quitrines, de las calles fangosas o de la corrupción del Gobierno. Pero al parecer lo que más les inquietaba era el comportamiento indisciplinado de la población. Al respecto, en 1833 un viajero inglés disgustado por la coquetería abierta y el comportamiento agresivo de los hombres en lugares públicos opinaba que “[…] Las características morales de la mayor parte de la población no son nada encomiables” (citado en Eguren, 1986: 230)2. El tema de la ciudad bella y caótica también era recurrente entre los intelectuales cubanos de la época. Fue, por ejemplo, el punto de partida de
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Traducción de un extracto de los diarios de viaje de J. E. Alexander.
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Cecilia Valdés o la Loma del Ángel (1981) de Cirilo Villaverde, relato que se publicó primero como cuento corto en 1832, y que tras su versión completa en 1882 fue reconocido como la novela más importante de Cuba. Villaverde muestra el doble sentimiento de atracción y aprehensión de los intelectuales hacia la ciudad en la forma en que describe las redes de contacto entre razas, que se van tejiendo por el incesto y el deseo sexual y que eventualmente llevan al crimen y a la muerte. En efecto, se había presentado un incremento en el contacto y en la mezcla racial de La Habana decimonónica. La población habanera se había más que duplicado desde finales del xviii, en gran parte debido al incremento de esclavos urbanos y libertos, y a la entrada de blancos inmigrantes (pequeños comerciantes españoles y del interior de la isla, y refugiados políticos de España y de la antigua colonia de Saint Domingue). Se habían multiplicado las actividades sociales y económicas, y los esclavos urbanos participaban junto a blancos y libertos, tanto en las tareas que requerían oficio y arte, como en las nuevas formas de entretenimiento popular. Por otro lado, había pocos mecanismos efectivos, legales o sociales, que pudieran conducir al establecimiento del orden en aquella ciudad que emergía de la transformación dramática sufrida en las primeras décadas del siglo xix. De ser uno de varios puertos coloniales estratégicos para España, La Habana había pasado a ser, tras la revolución haitiana en 1792, la capital azucarera del mundo y la fuente principal de ingreso de la Monarquía española. De puerto colonial a capital azucarera del mundo Hasta la segunda mitad del siglo xviii la riqueza de La Habana había estado fundamentada en la defensa del Imperio español, en su economía portuaria y en la modesta producción de tabaco, ganado y azúcar (Bergad, 1990). El cambio hacia la lucrativa economía azucarera comenzó cuando Inglaterra forzó a España a relajar su control sobre el puerto de La Habana durante la ocupación británica en 1762. El consecuente fin del monopolio de la Corona española sobre la navegación facilitó en gran medida la importación de esclavos (Moreno, 1980). La expansión azucarera que siguió al incremento de la importación de esclavos cobró auge con la caída de los franceses en Haití en 1792, que eliminó al
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más grande productor de azúcar en el mundo. Hacia principios del siglo xix La Habana, que producía más del 85% del azúcar cubano, se convirtió en el núcleo de una economía que exportaba un tercio del azúcar comerciado en el mundo (Tomitch, 1991: 298). A la cabeza de esta enorme producción azucarera estuvo un pequeño grupo de hacendados criollos. En tanto que era el mayor puerto exportador de azúcar a nivel mundial, La Habana creció durante las primeras décadas del xix a un ritmo extraordinario, mayor que el de cualquier otra ciudad de Latinoamérica. La población prácticamente se duplicó entre 1790 y 1810. Para 1830 la ciudad contaba con más de 120 mil habitantes, casi la mitad de la población de la isla y 30 años después con un cuarto de millón. En América Latina, sólo Ciudad de México y Río de Janeiro la sobrepasaban en tamaño (De La Pezuela, 1863: 8; Socolow, 1986: 5). Con estas transformaciones socioeconómicas vino un cambio dramático en la composición de la población habanera. La demanda de trabajo esclavo generada por el auge azucarero llevó al ingreso de un gran número de esclavos a Cuba y con ello al rápido incremento de la población de color en la isla. Para 1817, la población negra había sobrepasado a la blanca por primera vez. Así mismo, el incremento en la demanda de trabajo manual, ejecutado en gran parte por negros, había incrementado el porcentaje de la población negra y mulata en la ciudad. Los esclavos urbanos y los libertos de color formaban más del 60% de la población habanera en 18273. El trabajo manual, además, había estimulado la coartación o autocompra entre los esclavos urbanos. Esta permitía que el esclavo o la esclava hicieran un pago inicial sobre su precio y de esta manera evitaba tener que pagar un precio más alto en el futuro, lo que dificultaría la autocompra. Una vez libres, los antiguos esclavos buscaban las ciudades, los únicos lugares donde podían sobrevivir. En los años treinta y cuarenta del siglo xix cerca del 23% de la población urbana estaba com‑ puesta por negros libres. Dentro de esta población, poco más de la mitad eran mujeres y cerca de la mitad trabajaban fuera de su casa (O’Donnell, 1847). Mientras tanto la Corona española colaboraba con las élites cubanas productoras de azúcar para la extracción de ganancias, y la coexistencia de
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Dato calculado con base en los datos estadísticos de Von Humboldt (1965), y al Censo de Vives de 1827, citado en Marrero (1989, vol. xiii: 128).
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dos (o más) poderes sociales fragmentaba la autoridad social de La Habana. Los hacendados criollos productores de azúcar, conocidos como la “sacarocracia”, habían acumulado propiedades y habían consolidado su poder económico desde fines del siglo xviii. Hacia principios del siglo xix estas riquezas igualaban o incluso sobrepasaban las de cualquier miembro de la alta nobleza o aún del más rico de los mercaderes españoles. Sin embargo, la jerarquía social de la ciudad no estaba determinada sólo por factores económicos. En la década de 1830 la sociedad habanera era influenciada, de manera simultánea y contradictoria, por las viejas formas de ordenamiento social colonial y por un sistema de clases moderno. Es decir que, además de estar influenciada por el poder económico, la alta jerarquía social se veía afectada por la división entre colonizadores y colonizados. Las élites españolas ocupaban las posiciones más altas del Gobierno colonial, los más altos puestos clericales y militares, y desde 1823 monopolizaban el crédito y el comercio internacional, incluyendo el comercio de esclavos. Las élites criollas constituían la mayoría de la clase hacendada y de los altos estratos profesionales, formaban así la élite intelectual de la ciudad. Estas divisiones económicas, políticas y sociales nutrieron distintas actitudes reformistas modernizadoras paralelas, que fracturaron los proyectos de orden social en la ciudad. Las élites españolas promovieron un pensamiento liberal moderno al servicio del poder colonial. En sus reformas urbanas hicieron uso de símbolos coloniales en lugares estratégicos de la ciudad para inspirar lealtad hacia la Corona y propusieron nuevas formas de organizar los cuerpos de seguridad. De esta manera, el Capitán General de la Isla, Miguel de Tacón, mencionaba en 1837 la importancia de construir un hermoso paseo en la ciudad desde donde la población pudiera observar simulacros militares, en un país cuya situación política exige que “el gobernante hable constantemente a la imaginación del que obedece”4. Las élites criollas, por su lado, persuadidas de su deber de responder a las exigencias impuestas por el mundo industrial, que evolucionaba rápidamente e influía sobre la economía azucarera, articularon sus proyectos modernizadores y enfatizaron en la necesidad de promover innovaciones tecnológicas
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Correspondencia (1963). “Carta al Ministro del Interior de fecha 31 de octubre de 1834”.
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y científicas. En la década de 1830, por ejemplo, los miembros criollos de la Junta de Fomento de Cuba, ávidos seguidores de las ideas sobre progreso económico provenientes de Europa y de Estados Unidos, formularon proyectos de construcción de caminos que unieran los distintos puntos de la isla a fin de ayudar a integrar la economía (Saco, 1830)5. A pesar de estas diferencias ideológicas y políticas, los dos grupos de élites mantenían una relación de mutua dependencia socioeconómica. Recordemos que los mercaderes españoles se encargaban del comercio del azúcar que producían los hacendados criollos, y que estos últimos compraban los esclavos y los productos importados por los mercaderes. Entonces es muy posible que, puesto que el interés económico no permitía que su rivalidad se tradujera en actividades políticas significativas, las élites criollas azucareras y las élites coloniales españolas hayan preferido llevar su rivalidad a un plano espacial visible y simbólico. Esto, por lo menos, parece indicar la forma en que se llevaron a cabo las reformas urbanas de La Habana. Entre 1834 y 1838 la “sacarocracia” y las élites españolas compitieron por el espacio público de la ciudad por medio de proyectos modernizadores. Con un trasfondo de competencia entre cubanos y españoles, estas élites impulsaron una serie de reformas urbanas, las más extensas del siglo xix (Chateloin, 1989; Venegas, 1990). Esta competencia llevó a la ciudad hacia una construcción acelerada de edificios, obras públicas y ornamentaciones urbanas (un ferrocarril, bulevares, mercados, teatros, fuentes y paseos), y a la ejecución de reformas urbanas para facilitar el orden público (cuerpo de bomberos y leyes de vagancia). Sin embargo, estas reformas no solucionaron los considerables problemas de infraestructura de la ciudad; por el contrario, multiplicaron las fisuras sociales y espaciales de la sociedad esclavista habanera. Tales fisuras y brechas contribuyeron a debilitar el control social en la ciudad, y dieron, como veremos, mayor oportunidad de participación a los sectores marginales de la población. Los discursos disciplinarios de los modernizadores criollos se fragmentaron debido a la rivalidad no sólo con las élites coloniales, sino también entre las élites criollas mismas. A partir de la segunda década del siglo xix se comienza
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Archivo Histórico Nacional [ahn] (1834, Madrid, Ultramar 12, exp. 2, Junta de Fomento). “Sobre la construcción de caminos y peajes”.
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a distinguir una segunda corriente modernizadora dentro de los discursos de las élites criollas, generada por profesionales e intelectuales que se plantearon la problemática social de Cuba, especialmente la de La Habana. Éstos reflexionaban sobre su identidad política y cultural, cuestiones de derechos, de libertades y de autosuficiencia, reflexiones que resonaban con los debates de la época de las revoluciones en Europa y en Estados Unidos. Consideraban a Inglaterra, Francia y a Estados Unidos como modelos de progreso e ilustración, mientras veían a España como un poder colonial retrógrado y decadente. Hasta aquí los proyectos e ideas de esta élite intelectual convergían o complementaban los de los criollos hacendados6. En un aspecto, sin embargo, los proyectos modernizadores de los intelectuales divergieron drásticamente de los proyectos de los hacendados azucareros. El punto de contención fue la esclavitud como problema social. Es más, este desencuentro ideológico y social se presentó no sólo entre los intelectuales y la “sacarocracia”, sino que también se mostró como una contradicción interna en los discursos mismos de éstos intelectuales. Los ideales modernizadores chocaron a cada paso con los valores del sistema esclavista que sostenía y constituía social y culturalmente a estos pensadores como estrato privilegiado de la sociedad habanera. El ideal moderno de autosuficiencia de las élites criollas, por ejemplo, venía minado por su propia discriminación contra el trabajo manual, asociado con el trabajo esclavo, lo que dificultaba el desarrollo de una mano de obra artesanal autónoma7. Quizás el ejemplo más notable de este tipo de contradicción está en los esfuerzos de los criollos reformistas por abolir la esclavitud, al tiempo que tenían gran dificultad para visualizar a la población negra libre como parte de la sociedad cubana tras la abolición, tema que este estudio abordará en detalle más adelante. Tras el acuerdo internacional del cese de la trata de esclavos en 1817, promovido por Inglaterra, y el uso generalizado de la mano de obra libre en una economía mundial que se industrializaba rápidamente, las élites intelectuales
Sobre los intelectuales habaneros ver: Le Riverand (1967: 306-308 y 405); Marrero (1989, vol. xiii: 148); Moreno (1980: 50); Ortiz (1993: 4-7).
Este argumento lo desarrolla uno de los ideólogos criollos principales de la isla, en su ensayo El juego y la vagancia en Cuba (1829), ver: Saco (1960).
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criollas consideraron el trabajo esclavo como un método primitivo. Su posición antiesclavista operó en tensión con los intereses económicos de la “sacarocracia” criolla. Sin embargo, algunos hacendados llegaron a ver la esclavitud como una aberración de la modernidad. El mismo hacendado criollo que logró que la Corona accediera a otorgar una mayor libertad de comercio en la isla para traer esclavos a partir de 1790, pasó en 1834 a preocuparse por la dependencia que la isla había desarrollado del trabajo esclavo, y se refería a la esclavitud como el “escollo de la filosofía y de la humanidad”8. Aún así, agregaba que un cambio de sistema laboral no podía darse de manera repentina. Lo cierto es que pasaron muchas décadas antes de que hubiera un cambio y cuando ello sucedió no fue por iniciativa de la “sacarocracia”. Los hacendados temían que el cambio de sistema trajera la ruina a la economía azucarera y estimulara una rebelión política de los negros contra los blancos, como había sucedido en Haití. Entonces trataron de resolver gradualmente el problema de la escasez de mano de obra calificada y el de la falta de educación técnica en el país (Dau, 1837). La causa de que estos esfuerzos no eliminaran la esclavitud en la primera mitad del siglo xix sigue siendo un debate histórico y económico. Al respecto, cabe agregar que las ideas antiesclavistas esgrimidas principalmente por la élite intelectual criolla chocaban con los intereses financieros tanto de los grandes mercaderes de esclavos españoles como con los de la Corona misma. Ésta hizo caso omiso a la ilegalidad de la trata, pues se beneficiaba de las ganancias de la alta producción de azúcar en la isla. El acuerdo firmado entre España e Inglaterra en 1817 para terminar la trata esclavista sólo llevó a un cambio en las rutas; es más, el comercio de esclavos creció notablemente en las décadas de los años treinta y cuarenta (Marrero, 1989: 99). Cabe también recordar que mantener el comercio de esclavos en aquel momento era, en efecto, el elemento central de un convenio tácito entre la “sacarocracia” criolla y las élites españolas. Como hemos señalado, dicha “sacarocracia” incrementaba la producción de azúcar gracias a las importaciones de esclavos realizadas por los mercaderes españoles. Además, a cambio de su lealtad política hacia la Corona española, las autoridades se encargarían de
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ahn (1835, Madrid, Ultramar, 3549). “Carta de Francisco de Arango y Parreño al Secretario de Estado en Madrid”.
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contener cualquier rebelión de negros que pudiera amenazar su estabilidad (y de paso la propia estabilidad financiera del gobierno colonial). Esta situación neutralizó cualquier impulso hacia un movimiento de independencia, por lo menos hasta la mitad del siglo. Las élites intelectuales criollas veían la situación con alarma. Señalaban que la economía esclavista azucarera no sólo contribuía a la peligrosa dependencia de la mano de obra negra, sino también a un cambio negativo en la composición racial y en el comportamiento de sus habitantes. Buscaron ordenar una ciudad racialmente mezclada y sostenida por la esclavitud, y se preocuparon por las dificultades para convertir, mediante la educación, a una población apegada a viejos modelos de prestigio social en una ciudadanía moderna. Comunicaron en sus escritos su frustración al ver que la esclavitud y los intereses económicos que la sostenían minaban cualquier proyecto político hacia la soberanía y la autonomía política de los cubanos (Madden, 1964; Saco, 1960). Hacia una jerarquía moderna de raza y género La posición antiesclavista de la intelectualidad criolla no se tradujo en una actitud de integración racial. Los discursos de los intelectuales sobre el orden social de la ciudad fueron trazando una línea de liderazgo marcadamente racializada. De esta forma, ciertos valores de esta sociedad esclavista pasaron a ser una parte constitutiva de la modernización de La Habana. Las élites modernizadoras buscaron la racionalización del espacio urbano organizándolo alrededor de jerarquías de raza y género. Estas se reformularon a través de categorías modernas tales como ciudadanía, individualidad, autodisciplina, higiene y salud pública, que a su vez se conceptualizaron en relación con las diferencias que las élites percibían entre ellas y la población negra y mulata. Las nociones de contagio y contaminación, como se verá mas adelante, se referían en buena medida al contacto con la gente negra. Sabemos que en Cuba, tanto como en Europa, el ciudadano ideal era concebido como varón y blanco. El concepto de ciudadano se nutría de la noción de individualidad de los discursos modernos europeos, los que a su vez estaban fuertemente influenciados por las nociones griegas de ciudadanía y de
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espacio público, ambas basadas en la idea de un hombre libre9. En el pensamiento liberal moderno la libertad de movimiento y de palabra, que definían al hombre libre de la Grecia clásica, se convierten en derechos universales y el concepto de ciudadanía pasa a ser articulado en términos de formas de gobierno (democracia). En las colonias europeas, donde las élites liberales europeas experimentaron otras formas de mantener una sociedad gobernable, el concepto de ciudadanía se ve fuertemente influenciado por la pregunta sobre quién puede participar en la esfera pública10. Esta pregunta es respondida con base en jerarquías raciales y culturales. De ahí que la racionalización del espacio público en las colonias incluyera formas de segregación racial. No siendo viable la segregación racial del espacio público de La Habana, las élites modernizadoras buscaron desarrollar modelos de ciudadanía basados en valores liberales como la educación pública, pero que a su vez aseguraran una jerarquía racial. Buscaron instituir la educación pública primaria, expandir las ciencias en la universidad, formalizar la enseñanza de algunos oficios. Pero siempre con la idea de que formar al ciudadano a través de la educación significaba formar al ciudadano blanco. La educación formal continuó siendo derecho exclusivo de hombres y mujeres blancos. Desde fines del siglo xviii, con la emergencia de la burguesía europea como la nueva clase élite de la revolución industrial, surgieron modelos y prescripciones del cuerpo ideal. Estos modelos estaban sobredeterminados por valores culturales europeos, por lo que los marcos de referencia racial, cultural y de clase eran la raza blanca y la clase burguesa, es decir, educada y saludable (Foucault, 1978). Sin embargo, es importante señalar que ya desde el siglo xvi estos conceptos estaban construidos en contraste con las nuevas clases trabajadoras y con los sujetos coloniales (de otras razas y con
Ciudadano era aquel que se podía mover libremente entre la esfera privada y la pública, pues ser ciudadano significaba participar en los debates y funciones que se daban en espacios públicos como el anfiteatro. La libertad de movimiento estaba ligada de ese modo a la libertad de palabra. La mujer, los niños y los esclavos pertenecían a la esfera privada del hogar, donde contribuían a las necesidades físicas y emocionales de los hombres (Pettman, 2006).
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Para una elaboración más amplia sobre la idea de las colonias europeas como “laboratorios de modernidad”, ver: Rabinow (1989).
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otras costumbres), con los cuales los colonizadores europeos empezaban a entrar en contacto (Stoler, 1995: 1-18)11. Las mujeres, de cualquier color, eran consideradas como elementos débiles que vulneraban el orden social. Se decía que su volatilidad e irritabilidad, dictada por el dominio de los ciclos reproductivos de su cuerpo sobre su temperamento, las hacía susceptibles a la irracionalidad, a la emoción excesiva y a la falta de objetividad y de entrega al deber. No sólo no eran aptas para servir en la esfera pública, sino que debían estar protegidas y supervisadas de cerca, pues eran indispensables para la reproducción biológica y cultural de la sociedad (Martin, 1997: 15-41). Los negros y mulatos caían también al margen de los ideales burgueses. En Cuba, como en otras colonias sostenidas por el trabajo esclavo, las reflexiones sobre raza y ciudadanía no habían sido centrales antes del siglo xix. Para la década de 1830, en La Habana la idea del futuro de una sociedad racialmente mezclada se asomaba ya como amenazante en las mentes de los intelectuales. Aunque pasaría medio siglo antes que se hiciera realidad en Cuba, la libertad de vientres ya era un hecho en la mayor parte de los países de Latinoamérica que acababan de ganar su independencia. Adicionalmente, el temor y el prejuicio de las élites blancas hacia la población de color se habían incrementado desde finales del siglo xviii con la rebelión haitiana de 1792 y el aumento y endurecimiento de la esclavitud durante el auge azucarero. La posibilidad de un levantamiento esclavo y de la destrucción del complejo azucarero, como sucedió en Haití, flotaban como una amenaza constante en La Habana. Por otro lado, ser negro se iba asociando más y más con la deshumanizada esclavitud masiva de las plantaciones e ingenios de principios del siglo xix. El argumento casi circular con que las élites modernizadoras buscaban justificar el prejuicio contra los afrodescendientes era que éstos habían sido deshumanizados por la esclavitud y, por lo tanto, había que disciplinarlos y mantenerlos a distancia. Por este tiempo se diseminaron varios estudios sobre la raza negra que buscaban
Stoler se refiere aquí a las dos grandes expediciones de científicos franceses a Sur América en el siglo xviii, las cuales sirven de base cultural para un proyecto colonial más amplio. No obstante, ella misma menciona que el proyecto colonial español ya se encuentra en pleno desarrollo, razón por la cual se hace referencia al siglo xvi y no al xviii.
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encontrar causas biológicas que explicaran su supuesta inferioridad. Algunos estudios abordaban su tendencia a ciertas enfermedades y a la holgazanería, que a su vez llevaba a la falta de inteligencia y al exceso sexual (O’Gavan, 1821). Un estudio establecía un vínculo entre raza y demencia, explicando que éste venía dado por la depresión que sufrían los negros al alejarse de su tierra (Pierquin, 1837). Si a los “problemas” de la raza se le agregaba el agravante de ser mujer, la amenaza al orden social resultaba doble. Muchos de los discursos disciplinarios modernizadores que circulaban en La Habana, articularon el prejuicio racial con el de género. Estos discursos, que proliferaban en la década de 1830, después de varios siglos de una fuerte tradición de mezcla racial en la isla, venían impulsados por un intento por disciplinar o contener esta tradición de contacto a través del control de la mujer de color. Así, en el centro de estos discursos estaban las mujeres negras y mulatas, esclavas o libres, que fueron vistas con aguda sospecha. Se podría decir que mucho del impulso modernizador de las élites fue formulado en contravía de la efectiva participación de la población de color en la esfera pública de la ciudad, especialmente la de las mujeres negras y mulatas. El plan reformista de las élites en lo referente a las mujeres negras esclavas que entraban en contacto cercano con los blancos era de triple acción: prevenir a los blancos sobre la influencia negativa de las mujeres negras, controlar y disciplinar a estas mujeres, y aislarlas lo más posible. Estos discursos fueron articulados como estudios sobre la higiene y la salud del cuerpo físico y social. Con ellos se construyó a la mujer negra como agente de contagio de enfermedades físicas y morales en la sociedad cubana. Se distribuyeron, por ejemplo, varios ensayos sobre las nodrizas negras. Un estudio titulado Memoria sobre la leche orientaba a las madres blancas en la escogencia y la relevancia de disciplinar a las nodrizas negras. El estudio clasificaba a estas últimas según su procedencia, explicaba las distintas tendencias a ciertas enfermedades (afecciones de la piel, enfermedades venéreas y tumores) de acuerdo con su origen, y advertía sobre el carácter contagioso de estas enfermedades (Le Riverand, 1849: 15). Sin embargo, este tipo de discurso no diseminaba el prejuicio racial en una forma homogénea o uniforme. Este mismo estudio médico sobre las nodrizas en Cuba las construye como personificaciones de fertilidad, de fuerza natural y hasta las considera “mejores madres” por tener “órganos reproductivos
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muy desarrollados”. Esto último se proponía en contraste con la mujer blanca, a la que se describe como frágil y debilitada por el excesivo entretenimiento. “Una en cien [mujeres blancas] goza de excelente salud: una que no se queja de dolores de cabeza, de espasmos, histeria, palpitaciones, anorexia, o mala digestión” (Le Riverand, 1849: 13). Aquí es importante notar la transición discursiva sobre los nuevos límites sociales que protagonizaban los criollos intelectuales en La Habana en las primeras décadas del siglo xix. El mismo paradigma de oposición mente-cuerpo dentro del que los criollos se construían a sí mismos como los representantes de la razón (o de la mente) dentro de la sociedad cubana, producía ahora en ellos una ambivalencia de sentimientos y ansiedad hacia las mujeres negras a quienes se les representaba como cuerpos. Al mismo tiempo que se les construía como agentes de contaminación y contagio, se proponían como íconos de fertilidad y fuerza física. Así, los paradigmas de oposición establecidos desde la Ilustración entraban en incómoda articulación con el discurso moderno del cuerpo social y la experiencia cultural cubana nutrida por la esclavitud. Además de que el contacto racial podía producir enfermedades físicas, se estableció que conllevaba el contagio moral y cultural, y las mujeres de color fueron consideradas el principal agente de contagio. Muchos intelectuales creían que los vicios de la población blanca comenzaban en la cuna, cuando entraban en contacto con las esclavas. Algunos pensaban que la presencia de las mujeres de color, fuertes y capaces, debilitaba aquel viejo sentido del patriarcado entre los niños criollos. Estos niños tendían, por lo tanto, a ser menos capaces como futuros ciudadanos (Le Riverand, 1849: 15). A las mujeres negras y a las mulatas libres se les representó como agentes de contacto racial y cultural particularmente peligroso, pues no estaban sujetas a los mecanismos de control directos de un amo. Se movían constantemente por la ciudad, contribuyendo a su economía y participando de forma muy dinámica en su vida social. Ellas constituían la mayoría de las vendedoras, artesanas, parteras, sirvientas, cuidanderas y maestras de primeras letras. Un excelente ejemplo de empresaria es el de Ursula Lambert, administradora de varios componentes del cafetal más grande de la isla en 1839, y quien luego pasó a ser prestamista en la ciudad hasta su muerte; ver: Mena (2001: 201-105).
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Algunas eran dueñas de negocios o eran prestamistas12. No es difícil entender, entonces, el hecho de que los criollos intelectuales se sintieran amenazados por la forma en que la sociedad habanera se sostenía sobre el trabajo de las negras libres, elementos sociales que ellos consideraban demasiado móviles, fluidos (espacial y culturalmente hablando) y difíciles de controlar. Se les necesitaba para el efectivo funcionamiento de los hogares y de la ciudad en general. Un buen número de mujeres negras libres se dedicaron al cuidado de niños fuera de casa, tanto blancos como negros y mulatos, lo que incluía la enseñanza de habilidades básicas. Se les llamaba “maestras amigas” por el carácter informal en este tipo de enseñanza. Aunque existían algunas maestras amigas blancas, la mayoría eran negras o mulatas. Ya desde finales del siglo xviii, de treintainueve escuelitas de maestras amigas en la ciudad, veintitres pertenecían a mujeres negras y mulatas13. Los intelectuales criollos miembros de la Sociedad Económica de Amigos del País, asociación encargada del desarrollo cultural de la Isla, desaprobaron de estas escuelas, alegando la falta de supervisión de estas mujeres y del que educaran niños blancos y negros juntos. En 1818 uno de los miembros pidió que se cerraran estas “miserables escuelas”. En junta, los miembros de la Sociedad acordaron pedir a las autoridades que se prohibiera aceptar niños negros en futuros establecimientos públicos de enseñanza básica14. En 1838 la Sociedad logró que se cerraran algunas escuelas, pero no que se erradicara este tipo de enseñanza. Los reformistas criollos intervinieron de forma similar en el oficio de partera, el cual, como el de las maestras amigas, era practicado principalmente por mujeres negras y aprendido como un arte tradicional. Considerándolo un oficio “degradado y abandonado por las más miserables y pobres mujeres de color”, decidieron formalizar su enseñanza con la idea de que mujeres blancas de mayor educación y recursos substituyeran a las negras15. Los miembros de la academia de obstetricia del Hospital de Paula establecieron un programa de entrenamiento de dos años en 1828. Para matricularse había que ser mayor de 30 años de edad, saludable y tener un certificado de buena conducta de su Memorias (1793: 161-175). “Noticia que sobre el presente estado de las escuelas dio el Reverendo Presbítero Fray Félix González”.
13
Memorias (1793: 59).
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Diario de La Habana (1828, febrero 6: 2).
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parroquia. Para graduarse y obtener una licencia había que pasar un examen comprensivo. A pesar del objetivo de la academia de marginalizar a las parteras negras, catorce de las diecisiete mujeres que se registraron en el primer programa eran negras16. Así como se puede entender la aprensión de las élites criollas de ver tan integrados los servicios de negras y mulatas libres en su cotidianidad, se comprende también el gesto de algunos intelectuales criollos que aludieron a la sexualidad de la mujer de color en sus escritos, previendo las posibles consecuencias del contacto sexual con ellas. Como esposas, amantes y compañeras de hombres blancos, las negras y mulatas libres contribuían a la mezcla de las razas y al blanqueamiento de la raza negra. Así, diluían los parámetros seguros de la diferencia de razas basados en el color de la piel, que según ellos, aseguraban el lugar superior de la raza blanca. Circularon poemas, novelas, cuadros de costumbres, y viñetas de cajas de tabacos estableciendo la necesidad de claros límites que contuvieran la sexualidad de las mujeres negras y mulatas libres17. Cuando los criollos intelectuales abordaron el tema de la mezcla racial con particular intensidad en La Habana de la década de 1830, el discurso sobre las mulatas libres como elementos sospechosos adquirió más fuerza. Si a la mujer negra se le consideró agente de contagio racial y cultural, a la mulata se le consideró tanto agente como producto de dicho contagio (Betancourt, 1974: 240-249). De este modo, a la mulata se la presentó como ícono de sensualidad peligrosa y desorden social18. El ya mencionado Cirilo Villaverde, autor de Cecilia Valdés, vincula, como lo hicieron otros escritores, la falta de integridad con la raza y la peligrosa sensualidad de la mulata con los debilitados parámetros raciales de La Habana. Villaverde presenta la gravitación persistente y problemática de los blancos alrededor de las mulatas, que en su novela produjo el blanqueamiento gradual de tres generaciones hasta llegar a Cecilia, una mulata prácticamente blanca. Sobre una academia de parteras (1828), ver: Archivo Nacional de Cuba [anc] (Instrucción Pública, leg. 4, exp. 208)
16
Ver: Kutzinski (1993: 6-7 y 69-80); Rivas (1990: 77); Sommer (1991: 2-6).
17
Sobre estos estereotipos de la mulata ver: Betancourt (1974: 240-249); Crespo y Borbón (1847) ; Rivas (1990: 77).
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La trama está tejida alrededor de la relación amorosa, secreta y en última instancia trágica de Leonardo, hijo de un adinerado español dueño de una plantación, y Cecilia, su media hermana, hija de una mulata amante del padre de Leonardo. El narrador sugiere, así, que una descendiente de esclava y el hijo de un dueño de esclavos pueden encontrarse por azar en la ciudad sin estar anuentes de sus lazos sanguíneos, y de esta forma desatar una mezcla confusa de vínculos sociales y raciales que diluyen cualquier límite social que los pudiera proteger (Villaverde, 1981: 32). El texto describe a Cecilia, su personaje principal, como una mujer bella pero de dudosa reputación: “Era su tipo el de las vírgenes de los más célebres pintores […]. La boca la tenía chica y los labios llenos, indicando más voluptuosidad que firmeza de carácter […] un conjunto bello, que para ser perfecto sólo faltaba que la expresión fuese menos maliciosa, si no maligna” (Villaverde, 1981: 16)19. Su imperfección, revela pronto el texto, es su inmoralidad. La novela subraya el peligro de parecer virtuosa (“su tipo el de las vírgenes...”) y ser inmoral. Una modernidad ambivalente Las mujeres negras y mulatas, libres y esclavas tuvieron que responder con sus prácticas diarias a estos discursos de disciplina social cargados de discriminación de género y racial. Como hemos visto, parte de la ansiedad que estas mujeres generaban en las élites modernizadoras tenía que ver con la zona de contacto en donde trabajaban y con su movilidad, que era difícil de controlar. Desde otra perspectiva, podríamos decir que estos factores fueron claves para las formas en que estas mujeres se abrieron un lugar en la sociedad habanera. Fue justamente desde esos espacios, generados en parte por las contradicciones sociales de la ciudad y por el prejuicio racial, que estas mujeres desarrollaron estrategias de supervivencia y mecanismos de autopromoción. En muchos casos fueron mediadoras entre blancos y negros, y entre hombres y mujeres. Gracias a su alto grado de movilidad espacial (que es también social) se desplazaron entre lo público y lo privado, entre los afectos y la autoridad, dentro y fuera de las familias de las élites. Énfasis agregado.
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Como ya hemos señalado, el tipo de trabajo que muchas de estas mujeres ejecutaban, relacionado con cuidados del cuerpo (como parteras y nodrizas), con la enseñanza de niños y con los servicios personales en general, las colocaba en esta zona especial de contacto tanto físico como cultural. A partir de sus oficios, como nodrizas, por ejemplo, establecieron lazos afectivos fuertes con los hijos de los criollos y españoles, que conllevaban fuertes intercambios culturales. En el caso de algunas esclavas, estos lazos afectivos les facilitaron ciertos privilegios o alguna herencia significativa. Su intensa influencia cultural les fue abriendo nuevas formas de inserción en la sociedad cubana, aunque ese proceso haya provocado cierta hostilidad por parte de las élites. A las inflexiones con tonos africanos que los niños aprendían de sus cuidanderas, por ejemplo, se les consideró el comienzo de la temida desfiguración de la lengua castellana (Bachiller y Morales, 1977: 105-111). Además, muchos de los oficios que realizaban promovían o exigían un alto grado de movilidad. Por prejuicios raciales y por la división racial y social del trabajo en la ciudad, las negras y mulatas llegaron a convertir las calles en su principal territorio, y la movilidad en una de sus estrategias de supervivencia claves. En La Habana, como en otras ciudades cubanas, las autoridades municipales y los planificadores urbanos no se ocuparon directamente de las necesidades de las mujeres negras y mulatas libres. No obstante, tampoco intentaron contener, reducir o fijar sus actividades económicas en determinadas áreas. No había medidas especiales que separaran las áreas residenciales de la población libre de color. Dicha segregación habría sido prácticamente imposible, pues el trabajo de las negras libres, sobre todo el trabajo manual y de servicio era indispensable para el funcionamiento diario de la ciudad20. Para reconstruir las vidas y estrategias de supervivencia y negociación de las mujeres libres de color en La Habana de la década de 1830 y 1840 he consultado cartas, testamentos, casos legales, aplicaciones y apelaciones para licencias de negocios y licencias de matrimonio, documentos de comercio, de orden público, censos, reportes gubernamentales, correspondencia oficial, trazos y mapas de distintos barrios de La Habana, diarios de viaje, artículos de costumbre, periódicos de la época, poesía y ficción. Para esto consulté los fondos Ultramar y Fomento en el Archivo de Indias en Sevilla y los fondos Gobierno Superior Civil, Gobierno General, Instrucción Pública, Asuntos Políticos, Comisión Militar, Escribanías, Reales Cédulas y Órdenes, y Miscelánea de Expedientes en el Archivo Nacional de Cuba. Para mayor información ver: Mena (2001).
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La movilidad de las mujeres libres de color estaba también vinculada a su alto nivel de autonomía frente a los códigos sociales en lo referente a su comportamiento sexual. Los códigos de conducta y tradiciones sociales que regían el comportamiento sexual de las mujeres blancas de altos estratos y que restringían su participación en la esfera pública, tuvieron mucha menos influencia sobre la mayoría de las mujeres negras libres. Si bien es cierto que los padres de muchas mujeres de color jóvenes se preocuparon por el futuro de sus hijas, también es cierto que pensaron sobre todo en su seguridad y bienestar social más inmediatos21. Sin duda, muchas de ellas sacaron alguna utilidad de la reputación implícita de conducta lúdica que la sociedad habanera blanca les asignaba (sobre todo a la mulata), como lo indica el dicho de la época “No hay tamarindo dulce ni mulata señorita” (Martínez-Alier, 1972: 47). Para poner estos estereotipos en un contexto histórico, cabe anotar aquí que dentro de los bajos porcentajes de matrimonios en la Cuba del siglo xix, las mujeres negras libres tenían el más bajo. De acuerdo al censo nacional de 1827, había un matrimonio por cada 319 personas negras libres, en comparación con una de cada 143 personas blancas y uno de cada 161 esclavos (De la Sagra, 1845: 163). La cantidad de matrimonios en La Habana debe haber sido bastante más alta que lo que indican las cifras nacionales para los tres grupos poblacionales, dado el mayor acceso a registros legales, a la Iglesia y a recursos económicos. Pero la diferencia relativa de matrimonios entre esos grupos debe haber sido similar. Los testamentos de mujeres negras libres dejan ver que no era raro que tuvieran hijos de distintas uniones no matrimoniales. El carácter informal de tales uniones no debe haber sido sólo una cuestión de preferencia personal. Entre varios factores, el que los negros libres hayan tenido por lo general menos recursos económicos que las mujeres negras, por ejemplo, debe haber desincentivado propuestas de matrimonio. Sabemos por sus testamentos
Para una discusión sobre los distintos estándares morales aplicados a las mujeres dependiendo de la raza y la clase, ver: Martínez-Alier ([actualmente Verena Stolcke], 1989: 57-64; 1972: 27-57). Para casos similares en Puerto Rico colonial ver: Suárez-Finlday (1990: 20-52). Para una discusión más amplia sobre códigos de honor y sexualidad femenina en las colonias españolas ver: Seed (1991).
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que muchas mujeres negras libres tenían más propiedad que sus parejas al casarse22. En el caso de sus relaciones con hombres blancos, las posibilidades de matrimonio eran aun menores, puesto que la ley y la tradición los desalentaba. Los matrimonios interraciales eran mínimos y se realizaban sobre todo entre mujeres negras e inmigrantes españoles pobres (Martínez-Alier, 1989: 62-63). Algunos historiadores y escritores de la época han señalado que muchas mujeres negras libres tendían a unirse y en menos casos a casarse con blancos como una forma de avance social (Barras y Prado, 1925: 114-115; Martínez-Alier, 1972: 29). Pero sería un error ver como una manipulación lo que era más bien una forma de mediación cultural entre los valores racistas de esa sociedad esclavista y su realidad multirracial, que cambiaba bajo nuevas exigencias sociales y económicas. En muchos casos fueron los novios blancos quienes justificaron la petición de una licencia para matrimonio interracial, haciendo referencia a la necesidad que tenían del apoyo financiero o del trabajo de las futuras esposas, o a su gratitud por haber recibido sus cuidados personales durante alguna enfermedad (Martínez-Alier, 1989). De modo que la movilidad de una mujer de color, orientada o impulsada sobre todo por cuestiones de supervivencia y avance social, no fue muy limitada por códigos de conducta enfocados a dar una imagen de virtud. A esto se le agregaba el hecho de que las mujeres de las élites blancas no debían transitar en público sin estar acompañadas y que, además, trataban de evitar las calles consideradas sucias y peligrosas. Fueron negras libres y esclavas quienes se encargaron de las tareas que implicaban transitar por las calles menos recomendadas y de ser las mediadoras entre las esferas pública y privada para las mujeres criollas y españolas: llevaban y traían encargos o hacían compras para sus amas o patronas. Este tipo de mediación facilitó a las esclavas una relación especial de confianza. Algunos de los trabajos de las mujeres libres compensaron la ineficacia de servicios, supliendo necesidades que la infraestructura urbana establecida no lograba solucionar. Así, estas mujeres se fueron haciendo más presentes en Ver como ejemplos los testamentos de María de Regla de Cárdenas y de Francisca Borgier, en: anc (Escribanía de Vergel, leg. 250, exp. 18); anc (Escribanía de Rodríguez Pérez, leg. 6, exp. n.o 3).
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la esfera pública de la ciudad. Las negras libres aprovecharon las crecientes demandas de servicios de cuidado personal remunerado, tales como el cuidado de enfermos y ancianos, que tradicionalmente habían sido suplidos por población blanca. Las migraciones de otras regiones de la isla y otros países hacia la pujante ciudad de La Habana contribuyeron, por un lado, a la separación de núcleos familiares y, por el otro, al aumento de la demanda de este tipo de servicios. Además, las negras libres prestaron dinero de manera informal tanto a negros como a blancos, lo que contribuía al dinamismo económico de una ciudad que no contaba con servicios financieros. Estas deficiencias, combinadas con la creciente capacidad adquisitiva de los estratos medios, produjeron nuevos nichos socioeconómicos en los que se insertaron las negras libres. Otro tipo de oficio que desempeñaron estas mujeres, y que también suplió necesidades urgentes en la ciudad, fue el de educadoras de primeras letras antes referido. Para entonces no existía una infraestructura educativa capaz de implementar un plan de amplio alcance. A pesar de que, como hemos señalado, algunos criollos intelectuales presionaron para que se cerraran las escuelitas creadas por estas mujeres, éstas continuaron abiertas por varios años porque la institución municipal encargada de asuntos culturales no tenía los fondos para reemplazar tal servicio de enseñanza. Esta oportunidad de trabajo existió hasta que el Gobierno formalizó la educación primaria años después (Mena, 2001: 190). A medida que las mujeres de color fueron participando más activamente en la economía de la ciudad, hicieron un mayor uso de los recursos legales que garantizaban sus escasos derechos. Por lo tanto, utilizaron para beneficio propio la tradición legalista de la Colonia española que había producido leyes racistas. Por ejemplo, existían leyes coloniales que prohibían a las personas de color, libres o esclavas, hombres o mujeres, obtener una educación formal (Bachiller y Morales, s.f.: 11; Zamora y Coronado, 1845: leyes xii, xv y xxviii). Tanto las mujeres negras y mulatas libres como las esclavas no sólo buscaron formas alternativas para educarse (bajo la tutela de sus patrones, de otras esclavas o apelando a la caridad cristiana de las parroquias), sino que también aprendieron a usar y a manipular la ley en beneficio propio. Así, hicieron amplio uso de la ley para ganar su libertad, para hacer reclamos por maltrato o deudas, para comprar o vender propiedades, para exigir el pago de deudas o para arreglar una herencia. Usaron el derecho a la coartación o autocompra
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para obtener su libertad o ayudar a familiares o amigos a alcanzarla. Supieron utilizar su derecho a un síndico procurador, una especie de árbitro legal nominado por la ciudad que mediaba entre amos y esclavos. Este síndico ayudaba a tramitar el pago inicial que hacía el esclavo a su amo para comenzar su proceso de autocompra o coartación y los pagos a plazos que le seguían para obtener su carta de libertad23. También usaron los servicios del síndico procurador para gestionar quejas de abusos por parte de sus amos, ya fueran físicos, económicos o psicológicos. Abundan documentos sobre casos en que se acusa a un amo o ama de distorsionar la contabilidad relacionada con una carta de libertad24. Los historiadores que han trabajado sobre la esclavitud en Cuba también han documentado muchos casos de quejas de esclavas castigadas por no corresponder los avances sexuales de sus amos25. En un notable caso, Florencia Rodríguez acusa a su amo de haberla seducido bajo promesas de libertad cuando tenía 14 años. Después de tres años sin recibir su libertad, Florencia se niega a seguir concediendo favores sexuales al amo. Como represalia, el amo la fuerza a vestirse de hombre y a trabajar con los artesanos varones. Florencia lleva el caso al síndico y solicita cambio de amo, tras huir a causa de un ataque violento de su amo estando ebrio26. Este caso ilustra no sólo la capacidad de acción de la esclava al hacer un uso efectivo de sus recursos legales, sino también su autonomía de decisión, a los 17 años, al negarse a continuar relaciones sexuales con el amo sin la recompensa prometida. El hecho de que esta autonomía de decisión haya
Muchos de estos casos pueden encontrarse entre los manuscritos de Bachiller y Morales (s.f.), síndico procurador de la ciudad.
23
Ejemplos de casos en: anc (Fondo Gobierno Superior Civil, leg. 948, exp. 33492). “Carlota Paola, tratando de comprar la libertad de su futuro ahijado”; anc (Fondo Gobierno Superior Civil, leg. 948, exp. 33487). “María Belén Medina se queja de que el dueño de su hijo le ha subido el precio después de coartado”; anc (Fondo Gobierno Superior Civil, leg. 954, exp. 33693). “Benigna Rendón se queja del excesivo precio que se pide por su hijo”.
24
Entre muchos ejemplos ver el caso de Juana Valenzuela en: anc (Fondo Gobierno Superior Civil, leg. 1056, exp. 37631); y las declaraciones de las negras Maiia de la Cruz, Asunción, Rufina, y las mulatas Paula y Florentina en: anc (Fondo Gobierno Superior Civil, leg. 954, exp. 33752).
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Este ejemplo y otros aparecen en García (1996: 170-175).
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sido interpretada como inapropiada para su condición más que de esclava, de mujer, es fuertemente sugerida por el castigo del amo, al hacerla vestir como varón y trabajar entre los hombres. Dicha autonomía era una característica común entre las negras libres. Algunas aprendieron a manipular la ley astutamente; muchas se preocuparon por informarse sobre órdenes reales, cláusulas y excepciones. Existen casos documentados de negras y mulatas que ganaron apelaciones en las que retaban a las autoridades municipales. Estos casos están casi siempre ligados al reclamo de pagos, derechos de herencia o disputas sobre cuestiones de propiedad. La saga de Felipa, una mujer negra, libre y analfabeta, y además madre de tres niños pequeños, para recibir los derechos de una casa que le había dejado en herencia una mujer blanca rica en compensación por sus servicios de cuidado, es uno de esos casos. Los trámites que Felipa comenzó informal y amigablemente en 1847, acabaron en un proceso de litigio formal en 1849 en el que la mujer recibe los derechos de propiedad. Lo interesante de este caso es que cuando el abogado de Felipa resolvió el caso, Felipa ya había negociado informalmente el traspaso de la casa en disputa; estaba usando la casa para el cuidado de un niño por una onza de oro al mes y estaba alquilando uno de los cuartos27. Entre los propietarios de la población negra habanera, la mayoría eran mujeres28. Las propietarias negras libres, por lo tanto, pusieron especial cuidado en el arreglo formal de herencias, ya que a través de éstas construían las bases económicas para el avance de sus familias y allegados. El hacer uso de su derecho a recibir o dejar una herencia no sólo fue una cuestión de necesidad económica, sino que también fue importante para la construcción de un sentido de participa ción en la sociedad y, por lo tanto, para el desarrollo de una nueva identidad social. Quizás ese sentido de la subjetividad propia debió contribuir a forjar un fuerte sentido de autosuficiencia en algunas negras libres. La idea de subordinar sus decisiones a otra persona les habrá parecido extraña a tres de ellas que tomaron ciertas decisiones legales sin consultar a sus maridos. María Manuela y María Dolores Cárdenas seleccionaron y otorgaron poder legal a dos representantes anc (Escribanía de Barreto, leg. 229, exp. 1, 1849).
27
anc (Miscelánea de Libros, leg. 7496, 7497). “Índice de las calles de extramuros con las casas de alquiler”.
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para que arreglaran la herencia de su madre. Sus esposos cuestionaron la legitimidad de la elección y del poder legal de los representantes argumentando que como herederos de sus mujeres, ellos debían haber sido incluidos en estas transacciones. Además, se quejaron de no ser consultados o siquiera informados29. El esposo de Francisca Borrego tomó una actitud más resignada y afirmó que, aunque su esposa ni siquiera le había comentado que le iba a heredar cierta propiedad a su hija y al marido de ésta, él estaba de acuerdo post facto30. Conclusiones La Habana se transformó social y espacialmente de una forma desigual y fragmentada durante las primeras décadas del siglo xix. Se convirtió en una ciudad moderna al mismo tiempo que permaneció atada a valores coloniales. En aquel momento, en el que atravesaba por una coyuntura histórica clave, la ciudad se vio situada entre corrientes económicas e ideológicas foráneas y locales que la conducían en distintas direcciones. Su crecimiento se desarrolló dentro de una tensa coexistencia de un estilo de vida español sostenido por jerarquías coloniales establecidas, y un estilo más dinámico y cambiante que resonaba con las complejas corrientes de un mundo moderno. Los efectos de estas fragmentaciones facilitaron el desarrollo de un carácter social acreditado por un intenso dinamismo, grandes contrastes, cambios constantes y un liderazgo social igualmente fragmentado. La fuerte rivalidad entre las élites españolas y las criollas, y las divergencias dentro de las segundas (intelectuales y “sacarocracia”) en cuanto a la cuestión de la esclavitud resultaron en contradicciones sociales, espaciales y discursivas. Estas contradicciones fueron convertidas en oportunidades por la creciente población de mujeres de color, con el fin de lograr un espacio en la ciudad. Las negras y mulatas libres y esclavas tuvieron que abrirse este espacio, pues fueron consideradas elementos incongruentes de la ciudad moderna por las élites intelectuales modernizadoras. La mayor participación social y económica de estas mujeres, combinada con el dinamismo de la ciudad durante las primeras anc (Escritura de Luis Blanco, leg. 485, exp. 7).
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anc (Escribanía de Antonio Daumy, leg. 290, signatura n.o 5).
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décadas del siglo xix y con siglos de una fuerte tradición de mestizaje, generó mayores posibilidades de contacto y mezcla racial en La Habana. Dicha mezcla era considerada por las élites como una amenaza a la salud física, social y moral de la ciudad, y estas mujeres como agentes principales de este contacto y mezcla. Ante este planteamiento, y en un esfuerzo por establecer un nuevo orden social que le diera una forma moderna a este dinamismo “caótico,” las élites criollas intelectuales desplegaron una serie de discursos disciplinarios sobre el control de la mezcla racial, enfocados en las mujeres negras y mulatas. Las mujeres de color, por su parte, interactuaron con estos discursos a través de su constante participación social. En otras palabras, los discursos de orden modernos que se desarrollaron en La Habana de la década de 1830 se constituyeron mutuamente con la cotidianidad de las negras y mulatas. Por un lado, los intelectuales que representaron a la mujer de color como límite entre lo público y privado, y entre lo puro y lo contaminado, y los reformistas que trataron de contener su participación social a través de reformas de educación y salud pública, fueron afectados por la creciente influencia de estas mujeres en la sociedad habanera. Por el otro, las prácticas de estas mujeres fueron influenciadas por los nuevos conceptos sobre los límites sociales y espaciales que separaban las esferas públicas de las privadas, las zonas “seguras” de las “peligrosas”. En muchos casos, las mujeres de color fueron las mediadoras entre estas esferas, entre el hogar y la calle, la familia y el mercado, entre lo legal y lo ilegal, lo aceptable y lo escandaloso. Así, jugaron un papel decisivo como esposas, amantes, maestras, nodrizas y sirvientas, pero también como dueñas de propiedades, empresarias e incansables perseguidoras de sus propias causas legales. A través de su participación, a menudo al margen de los modelos de orden social de las élites modernizadoras, las mujeres negras y mulatas, especialmente las libres, hicieron más complejas las nociones de la sociedad cubana que dictaban el papel apropiado de la mujer en ésta. De este modo, la geografía moderna de La Habana estuvo forjada en parte por las tensiones e interrelaciones entre el mundo de las mujeres negras y mulatas, y el de los criollos modernizadores; dos mundos sociales que, lejos de existir de manera separada, se transformaban entre sí constantemente. Esta transformación preparó el camino para la integración de la población de color en la sociedad cubana. Así, desde las fracturas causadas por los
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conflictos entre élites y entre elementos coloniales y de clase, emergió una Habana moderna, en la que las transformaciones sociales y raciales más profundas hacia una futura nación comenzaban a ganar impulso.
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Recordando África al inventar Uruguay. Sociedades de negros en el carnaval de Montevideo (1865-1930)* George Reid Traducción de Sandra E. Caicedo-Robayo**
En años recientes, historiadores y estudiosos de la cultura latinoamericana han dado creciente importancia a lo que John Chasteen llamó “ritmos nacionales”, es decir, formas de danza y música populares que surgieron de las mezclas de tradiciones de danza y música africanas y europeas, y que incorporan elementos de las dos. Tales ritmos (entre los que encontramos el tango argentino y el uruguayo, la samba brasileña, la cumbia colombiana, la rumba y el son cubanos, el merengue y la bachata dominicanos, y la bomba, la plena y la salsa puertorriqueñas), son representaciones que dicen mucho sobre la idea y práctica de mezcla de razas y de los ideales latinoamericanos de democracia racial. En parte por ello y en parte por su atractivo musical intrínseco, cada uno ha sido asumido paulatinamente como símbolo y expresión de identidad nacional1. * Esta investigación contó con el apoyo de una Rockefeller Humanities Fellowship otorgada por el Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos de la Universidad de la República (Montevideo) y por una beca del Research Abroad Program del University Center for International Studies de la Universidad de Pittsburgh. Mi trabajo en Montevideo fue facilitado por tres muy buenos asistentes de investigación: Anne Garland Neel, Lindsay Rupretch y Christine Waller. Agradezco a John Chasteen, Barbara Weinstein y dos evaluadores anónimos de la revista Hispanic American Historical Review por sus comentarios a versiones anteriores de este ensayo. ** Revisado por Claudia Leal y Leonardo Realpe.
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Austerlitz (1997); Chasteen (2004); Glasser (1995); McCann (2004); Moore (1997); Otero (2000); Pacini (1995); Thompson (2005); Vianna (1999); Wade (2000).
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Tal como lo evidencian dichos estudios, el proceso histórico mediante el cual la música y la danza africanas y europeas se mezclaron para crear los ritmos nacionales no fue automático ni sencillo. En cada país implicó complejas negociaciones sobre cuestiones raciales, étnicas, de género y de clase social, es decir, sobre asuntos relativos a “las inmensas desigualdades en materia de estatus, bienestar y poder” que han determinado los procesos de mezcla racial y creación cultural en toda América Latina (Chasteen, 2004). El presente ensayo analiza ese proceso y las negociaciones en la creación de otro ritmo nacional quizá menos conocido: el candombe uruguayo. Originalmente interpretado y danzado por africanos libres y esclavos en Montevideo, el candombe fue el predecesor y uno de los ingredientes del tango uruguayo y argentino. Por otro lado, aunque a comienzos de los años 1900 ya había desaparecido de Argentina, en Uruguay persistió y ha sido esencial en buena parte de la cultura popular nacional. Desde mediados de 1800 hasta ahora, el candombe ha sido uno de los ejes del carnaval anual de Montevideo. En la década de 1970, su ritmo en clave llevado con palmas por la multitud en campañas políticas y otros encuentros públicos se convirtió en un símbolo audible de oposición a la dictadura militar de entonces. En los años noventa del siglo pasado y comienzos del actual, el candombe ha sido retomado por miles de jóvenes percusionistas, estudiantes de música en “academias de percusión” e interpretado en las calles de Montevideo y otras ciudades uruguayas2. Como lo señaló el diario La República de Montevideo en el año 2002 al referirse al desfile de comparsas “africanas” en la celebración anual del carnaval: […] el ancestral ritual de la raza negra […] hoy por hoy es el gran ritual de todo un pueblo sin distingos de colores de piel, religiones, de estamentos o diferencias culturales. Esta noche el tambor llama y a su reclamo todo un pueblo acudirá, danzará y renovará su compromiso con una tradición enraizada en los mismos cimientos de nuestra nacionalidad3.
Sobre la trayectoria histórica del candombe y su reciente popularidad, ver: Ferreira (1997); Iervolino et al., (2003: 83-96); Reid (2003) y www.candombe.com
La República (2002, febrero 8). “Noche de llamadas”, p. 35. En las siguientes referencias, los periódicos y revistas mencionados deben asumirse como publicados en Montevideo.
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Originalmente traído a Montevideo por esclavos africanos, entre los años 1865 y 1930 el candombe fue retomado y remozado por los descendientes afrouruguayos de aquellos esclavos, por las clases alta y media de eurouruguayos y por los obreros urbanos, muchos de ellos inmigrantes europeos que buscaban su lugar en la sociedad uruguaya. ¿Por qué entonces los uruguayos, mayoritariamente blancos, decidieron hacer de un ritmo definitivamente “africano” una de las expresiones más importantes de su identidad nacional? Y más allá: ¿por qué se decidieron a hacer tal cosa en un período de pensamiento social tan intensamente racista, en el que la idea de la supremacía blanca se extendía allende el Atlántico? Y ¿qué consecuencias traería ello a la imagen y presentación de África y de los africanos presentes en aquella música e incorporados a la cultura popular uruguaya? Naciones africanas Hay pocas dudas acerca del origen africano del candombe. La palabra apareció por primera vez impresa en 1834 en un periódico de Montevideo, para referirse a las danzas de los esclavos africanos en la ciudad. Al año siguiente, apareció de nuevo en un poema que retrataba a los esclavos africanos celebrando la ley de libertad de vientres de 18254. “Lo Comundá, lo Casanche, lo Cabinda, lo Benguela, lo Manyolo, tulo canta, tulo grita [sic]” (Chirimini y Varese, 2000: 96 y 230)5. Éstos eran sólo algunos de los grupos étnicos africanos que vivían en Montevideo6. En esta ciudad, al igual que en Buenos Aires, La Habana y otros puertos de América Latina, tales grupos formaron organizaciones conocidas en Montevideo como “naciones” africanas. Durante la primera mitad del siglo xix la ciudad tuvo entre quince
La Ley de Libertad de Vientres ponía a salvo de la esclavitud a los niños de madres esclavas, en cuanto ellos eran obligados a servir a sus amos hasta que alcanzaran la mayoría de edad. Poco se ha investigado acerca de esta norma y sus consecuencias. Para una primera aproximación al tema, ver: Borucki (2004: 13-19).
Ortiz Oderigo y Thompson rastrean la palabra “candombe” hasta las lenguas kimbundu y ki-kongo pertenecientes a regiones de Angola y Congo, respectivamente. Significa “perteneciente a los negros” (ka + ndombe); ver: Ortiz Oderigo (1974: 19); Thompson (2005: 97).
Para consultar una lista más extensa, ver: Montaño (1997: 61-100).
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y veinte organizaciones que atendían las necesidades de la gente congo, mina, benguela, calabarí, entre otros pueblos africanos. Funcionaban como centros religiosos, sociedades de ayuda mutua y organizaciones cabilderas para negociar con los funcionarios públicos y las élites a nombre de sus miembros7. Algunas de estas negociaciones tuvieron lugar el 6 de enero, último día de los doce de Navidad. Esta fecha, conocida en América Latina como Día de Reyes, celebra la llegada a Belén de los tres reyes magos, uno de los cuales, Baltasar, era africano. Para resaltar este hecho tan especial (para ellos) en el calendario católico, monarcas y cortes de las “naciones” se vestían con sus mejores galas para asistir a la misa en la catedral. Al terminar este servicio, desfilaban por el centro de la ciudad para dirigirse a saludar y presentar sus respetos al presidente de la República, al alcalde y al comandante de policía, entre otros altos funcionarios. En la tarde regresaban a las modestas edificaciones o lotes que albergaban las sedes de sus “naciones”, en donde tomaban su almuerzo y daban inicio a los candombes, sesiones de canto, danza y percusión africana, que se extendían desde la tarde hasta entrada la noche. Los candombes se realizaban no sólo el Día de Reyes, sino también en la celebración de otras festividades religiosas importantes y en muchos domingos del año8. Para los habitantes de la ciudad, tanto blancos como negros, éstos eran motivo de aliento, fascinación y gozo. En una ciudad que en 1860 no superaba los 60 mil habitantes, 5 mil a 6 mil espectadores eran una muchedumbre “no formada solamente por la clase pobre sino también por todo lo que de más selecto contaba la sociedad montevideana”, señalaba el periódico El Ferro-carril. “Era cosa de verse”, se rememoraba, trayendo a colación los primeros años del siglo. “No quedaba tendero viejo ni jefe de familia, ni matrona ni muchacha que no concurriese a él, a la par de los caballeros, haciendo rumbo al popular candombe”9.
Para el tema de las naciones, ver: Borucki (2004: 109-23); Goldman (2003: 37-64). Para el tema de sociedades africanas de ayuda mutua en Argentina, ver: Chamosa (2003); en Cuba, ver: Brown (2003: 25-61); Chasteen (2004: 88-113); Howard (1998).
Para el tema de los candombes, ver: Chirimini y Varese (2000: 93-161); Goldman (2003: 65-117); Rossi, V. (1957: 60-70). Para el tema de la Fiesta de Reyes en Cuba, ver: Brown (2003: 35-51); y el ensayo clásico de Ortiz (2001: 1-40).
Citas tomadas de El Ferro-carril (1821, enero 6). “El Día de Reyes”, p. 1; De María (1994).
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Varios relatos contemporáneos se refieren a las multitudes como si fueran en “peregrinación” a los candombes (De María, 1994: 86-109 y 11)10. La palabra era perfectamente apropiada. Realizados en domingos o festivos religiosos, los candombes estaban fuertemente arraigados en las prácticas religiosas africanas y eran eventos poderosamente espirituales11. Como tales, constituían una respuesta directa (y también señal de repudio) a los sufrimientos de la esclavitud. Tal como lo ha observado Rachel Harding con relación a Brasil, “el mismo cuerpo que se doblaba bajo el peso de atados de caña, barriles de ron o de agua, o años de lavar ropa; el mismo cuerpo que trabajaba sin paga y forzado, mostraba danzando otro significado de sí” (Harding, 2000: 153). Como alternativa a la opresión, al dolor y a los movimientos inhumanos producidos por el yugo de la jornada, los candombes ofrecían los movimientos profundamente placenteros y sanadores de la danza y, más aún, de danzar colectivamente y en comunión con amigos y paisanos compatriotas de la tierra natal. En él, ancianos y líderes espirituales, músicos prodigiosos y danzantes, todos asumían las posiciones de autoridad y prestigio que les eran negadas en la vida cotidiana; en él las naciones marchaban ante la mirada pública, afirmando su presencia colectiva y su africanidad sin que la sociedad montevideana pudiera negarlos12. Los espectadores se sentían muy afectados por las fuertes corrientes del ritmo, de la emoción y del espíritu de tales eventos. Pero aunque esos montevidea nos se sentían atraídos por los candombes, al mismo tiempo se las arreglaban para guardar distancia de los ritos africanos, y con ello ratificaban su superioridad. Este distanciamiento con frecuencia ridiculizaba las “pretensiones” de los monarcas africanos. Casi todas las descripciones de la época de los candombes señalaban la solemnidad y dignidad con la que reyes y reinas presidían los
También ver: Rossi, R. (1922: 48).
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Para el tema de las naciones como instituciones religiosas, ver los relatos de los afrouruguayos Lino Suárez Peña y Marcelino Bottaro, sustentados en sus conversaciones con viejos miembros de las naciones y sus descendientes; en: Bottaro (1934: 519-522); Gallardo (s.f.: 11-12).
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Consultar la anotación del naturalista francés Alcides d’Orbigny, tras observar un candombe en 1827, según el cual los bailes eran una forma mediante la cual los africanos recuperaban “por un momento su nacionalidad”.
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eventos. Sin embargo, muchos de esos espectadores insistían en burlarse de la disparidad entre la circunspección y dignidad asumidas y la pobreza y precariedad de los monarcas y sus séquitos. Los relatos de los periódicos informaban de las ocupaciones serviles de los monarcas y de sus cortes: sirvientas, lavanderas, recolectores de basura, porteros. El contraste entre tan humildes oficios y los aires reales de los monarcas constituía un blanco irresistible, usualmente expresado en descripciones burlonas de los ropajes usados por los monarcas y sus cortes. Los miembros de las naciones siempre procuraban vestir tan elegantes como les fuera posible: las mujeres en sus mejores vestidos y los hombres de frac y cubilete o también en uniformes cubiertos de medallas. No obstante, frecuentemente estas ropas estaban raídas, remendadas, eran de segunda, o habían sido prestadas o regaladas por sus patrones o dueños anteriores. Ello ocasionaba, en palabras de un observador, “notas cómicas que eran capaces de dar por tierra con toda la seriedad y circunspección del más serio y formal” del evento, dando lugar a situaciones que eran “verdaderamente ridículas”13. Comparsas negras La mirada despectiva y ridiculizante de los espectadores blancos sin duda tocó a sus víctimas. En una de las últimas danzas africanas realizadas en la ciudad, en 1900, una de las ancianas presentes señaló a un reportero: “Yo sé bailar nación [en otras palabras, de manera africana], pero no bailo pa que se ría ese blanco […]”14. Y si ese era el sentimiento entre los africanos de la ciudad, lo era aún más entre sus hijos y nietos. Estas nuevas generaciones de afrouruguayos, nacidas y criadas en Uruguay tras la abolición de la esclavitud en 1842, aspiraban a la igualdad, a la ciudadanía y a la total incorporación a la vida nacional15. Esta búsqueda implicaba
Pereira (1934: 161-163); El Carnaval de 1884 (1884, febrero 24). “Las cámaras africanas”; y las muchas referencias burlonas en: Goldman (2003: 57-58). “Catorce menos Quince, Rey de la nación Congo por mucho tiempo”; Chirimini y Varese (2000: 139-140); Rossi, V. (1957: 62)
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Rojo y Blanco (1900, noviembre 18). “Un candombe”, p. 565.
14
Este era un tema recurrente en la prensa afrouruguaya de la época. Por ejemplo, ver: La Conservación (1872, agosto 25). “Ayer y hoy”; La Regeneración (1884, diciembre 14). “Nuestro programa”, p. 1; Padin (1889).
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rechazar la “barbarie” africana y adoptar los modelos de civilización, modernidad y progreso europeos tan apreciados por las élites uruguayas16. Algunos se mostraban dispuestos a tomar este camino. Uno de los primeros periódicos afrouruguayos, La Conservación (1872), rebajaba la religión africana a la condición de “farsa” y anunciaba: “[…] ya verán esos hombres incautos, que los hombres sin conciencia que hoy nos consideran unos antropófagos por tener nuestra faz oscura, que los hombres de color de hoy, no son los hombres de color de ayer”17. Sin embargo, hasta los más apasionados abanderados de la integración y civilización no se mostraban dispuestos a olvidar completamente su pasado africano. La Conservación se refería con frecuencia al heroico servicio prestado por los soldados africanos en la Guerra Grande (1839-1852) y en otros conflictos, y sostenía que tal trayectoria le daba derecho a los afrouruguayos a gozar de los mismos derechos civiles y políticos que el resto de la población. No ejercer tales derechos sería una traición al sacrificio de sus padres y abuelos18. Una década después, en 1880, La Regeneración se refirió con gran respeto y admiración a los antepasados africanos de la comunidad y lamentó su deceso19. La tensión entre el pasado africano y el presente y futuro de los modelos uruguayos heredados de Europa es claramente visible en los primeros conjuntos carnavaleros afrouruguayos, establecidos en la década de 1860. La lucha de los afrouruguayos por ser aceptados en la sociedad uruguaya se expre‑ saba con humor (como todo en el carnaval) en el nombre de uno de los grupos más conocidos, Los Pobres Negros Orientales, creado en 1869. El nombre Para el tema de las élites que luchaban por seguir modelos de civilización europeos, ver: Alfaro (1998); Barrán (1989).
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Citas tomadas de Carvalho-Neto (1965: 316); Goldman (2003: 103). También ver: La Conservación (1872, agosto 11). “El pasado y el presente”, p. 1; La Conservación (1872, agosto 25). “Ayer y hoy”, p. 1.
17
La Conservación (1872, septiembre 22). “A votar”, p. 1; La Conservación (1872, octubre 20). “Mi tema”, p. 1; La Conservación (1872, noviembre 10). “¡Basta de ser sumisos!”, p. 1.
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En Uruguay el comercio de esclavos fue abolido en 1825 y efectivamente se acabó en la década de 1830. Para los años de 1880, “los pocos [africanos] que quedan están cargados con el peso de setenta y ochenta años […]”, en: La Regeneración (1885, enero 4). “Pocos quedan”, p. 1-2; La Regeneración (1885, febrero 15). “Ultimo día”, p. 4.
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admitía la pobreza y el precario estatus social de los afrouruguayos, en cuanto insistía en su categoría de uruguayos de arraigo por nacimiento. Como consta en su acta de fundación, el objetivo principal del grupo era la creación de una academia musical en la que los jóvenes afrouruguayos pudieran aprender a tocar piano, violín, flauta y guitarra: los instrumentos de la civilización europea. Pero simultáneamente la comparsa no rechazaba de tajo su pasado africano: “[…] se entienden por instrumentos también las panderetas, castañuelas, tambor, platillos, triángulos y demás útiles a la africana para acompañamiento de la música”. Aunque no se ofrecía enseñanza en estos instrumentos, se asumía que los miembros sabrían utilizarlos y los incluirían en las presentaciones del grupo en el carnaval (Chirimini y Varese, 2000: 123-128). Este fue también el caso de otras dos comparsas negras de la época, una de las cuales (La Raza Africana, creada en 1867) incluía en su nombre a África, en tanto que otra (Los Negros Argentinos) optaba por América. Para estos tres grupos (y sin duda para otras comparsas negras cuya composición racial no se especificaba en sus nombres ni en las crónicas periodísticas y que por ello todavía son desconocidas), los instrumentos africanos y la música que ellos hacían eran un recurso cultural demasiado rico como para abandonarlo. A medida que las comparsas afrouruguayas combinaban los tambores y los ritmos del candombe con las melodías, cuerdas e instrumentos provenientes de Europa, crearon una nueva forma de música y danza que llamaron “tango”. Desde comienzos de 1800, la palabra había sido utilizada en Buenos Aires y Montevideo para referirse a la música de tambores ejecutada por africanos y a las danzas para las que esa música era interpretada. El periodista Vicente Rossi recordaba que el “tango” era intercambiable con el “candombe” y esta nueva forma de tango contenía “reminiscencias inconfundibles” de los candombes africanos. Escribiendo en los años de 1920, Rossi describió los tangos de las décadas de 1860 y 1870 como una especie de “candombe, diremos ‘acriollado’”, una forma musical y de danza tremendamente atractiva que conservaba “la armonía africana en notas titubeantes o picadas, que culminaban en los redobles nerviosos y quebrallones del tambor” (Rossi, V. 1957: 98)20. Para el tema de los tangos de esos años, también ver: Goldman (2002). Para el tema de los primeros tangos en Buenos Aires, ver: Natale (1948: 127-142); Rodríguez Molas (2000: 87-132).
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Las letras de estos candombes/tangos se centraban en varios temas que eran recurrentes. Uno de ellos era la alegría de danzar, especialmente con “mi negra”21. Aunque las comparsas negras incluían tanto a hombres como a mujeres en calidad de cantantes y bailarines, las canciones siempre estaban escritas desde el punto de vista masculino y con frecuencia celebraban la cualidad orgiástica de la danza africana. Que lindo baila-mi negra jesú que cosa-de cuerpo meniáte un poco-zambomba, ¡Así... así! ¡así... así! Mirá que pierna-que talle ya siente chucho-dejuro, vení conmigo-morena vení vení vení, vení22.
Las letras de las canciones de la comparsa La Raza Africana eran ligeramente más recatadas, pero la intención no era menos clara. ¡Ay mi negra que rico baile! ¡Ay que cosa que siento yo! ¡Me hormiguea toda la sangre, Y me causa sofocación23.
Para el tema de las morenas afrolatinoamericanas en los ritmos nacionales de América Latina, ver: Chasteen (2004: 201-204); y si se requiere un análisis más profundo del asunto, ver: Kutzinski (1993: 1-42 y 163-168).
21
Figueroa (1876: 33-34). “Los Pobres Negros Orientales ‘Tango’”. También ver: “Bailando la alegre danza, les da como convulsión”, pp. 35-36.
22
Figueroa (1876: 47-48) “La Raza Africana ‘Tango’”; también ver: Plácido (1966: 99-100).
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Los ritmos calientes y el baile no eran los únicos temas en la mente colectiva de los grupos negros. También se referían con ironía a los eventos políticos del momento. En 1873 Los Pobres Negros Orientales hicieron una sátira de las elecciones presidenciales, representadas por la lucha entre las facciones en contienda: “candomberos” (devotos del candombe) y los “cancaneros” (devotos del can-can)24. En 1877 La Raza Africana trató con humor los problemas que enfrentaba la dictadura recientemente instalada de Lorenzo Latorre. El año anterior, el grupo incluso se las había arreglado para hacer de la política monetaria gubernamental el tema de un tango: “Por lo de a diez peso, dejuro, no nos dan ni tres […] el papel ya nadie lo quiere ni para envolver”25. Entre los asuntos políticos tratados por las comparsas afrouruguayas no se encuentra el de la raza. Lo más cercano a este tema por parte de los grupos negros fue una canción de Los Pobres Negros Orientales que celebraba a Momo, dios griego de la burla y la sátira, quien supervisa el carnaval. “Solo él consigue que negros y blancos, sin ser en la tumba, mezclados estén”. En otras palabras, sólo durante el carnaval (y en la muerte) negros y blancos pueden cruzar las barreras raciales que los separan26. Comparsas blancas La cancioncilla a Momo, hecha por los Pobres Negros Orientales, hacía eco de otra muy similar que Los Negros Lubolos habían realizado el año anterior (1877) para celebrar el espíritu del carnaval. Si los negros con los blancos Confundidos hoy están, Solo dura la locura Mientras dura el Carnaval27.
Estos eran los nombres populares para las facciones políticas en contienda de la época; la oposición entre los candomberos (africanos) y los cancaneros ( franceses) es bastante sugestiva. Alfaro (1998: 180).
24
El Ferro-carril (1877, febrero 10). “Fiestas de Carnaval”, p. 2; Figueroa (1876: 30-31).
25
Figueroa (1878: 44). “Los Pobres Negros Orientales ‘Brindis’”.
26
Figueroa (1877: 11). “Los Negros Lubolos ‘Brindis’”.
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A juzgar por su nombre, Los Negros Lubolos eran otra de las comparsas afrouruguayas y, de hecho, tenían mucho en común con esos grupos. Llevaban disfraces similares, tocaban los mismos instrumentos (mezcla de cuerdas y vientos europeos con tambores africanos) y cantaban y bailaban tangos originados a partir del candombe africano. No obstante, a diferencia de las compar‑ sas afrouruguayas, Los Negros Lubolos no admitían mujeres como miembros del grupo. Ni tampoco admitían negros. Los integrantes de Los Negros Lubolos eran jóvenes blancos de clase media o alta. Su propósito, proclamado en sus primeras presentaciones hechas en 1876, era el de “hacer conocer entre el pueblo las costumbres de los antiguos negros”, es decir, las de las naciones africanas. Para ello se vestían con los ropajes que (supuestamente) evocaban a las naciones; se aprendían “los cantos y bailes […] [que] los propios negros ejecuta[n] en sus sitios o candombes” (Chirimini y Varese, 2000: 161); y usando corcho quemado y tizne, se presentaban “perfectamente teñidos de negro” (Rossi V., 1957: 16). Ellos no constituyeron el primer grupo tiznado del carnaval. Cruzando el Río de La Plata, en Buenos Aires, había una comparsa muy reconocida, llamada Los Negros, que había desfilado en el carnaval desde 1865. También hay referencias a dos grupos tiznados, Los Negros y Los Negros Esclavos, que hicieron parte del carnaval de Montevideo a comienzos de 186828. Los Negros Esclavos desaparecieron en 1870 pero revivieron en 1876, el mismo año en que Los Negros Lubolos aparecieron en escena. Los dos grupos fueron descritos como “jóvenes de lo más selecto de nuestra sociedad” con recursos suficientes, que “no omiten sacrificio alguno, para comprar trajes de verdadera novedad”. Los Negros Lubolos, por ejemplo, encargaron la confección de una bandera “de seda bordada con oro y felpa”. Según señalaba El Ferro-carril, “Nos dicen que ha costado una buena suma no lo estrañamos, pues es una obra de mucho mérito”29.
Antonio Plácido describe a Los Negros como un grupo afrouruguayo, ver: Plácido (1966: 71 y 73-74), pero tanto Ortiz Oderigo como Goldman, lo describen como un grupo de blancos tiznados. Goldman (2002: nota 4); Ortiz Oderigo (1974: 65).
28
Rossi V. (1957: 106); El Ferro-carril (1876, febrero 26). “Más comparsas”, p. 2; El Ferro-carril (1878, marzo 3). “Estandarte”, p. 2.
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La aparición de estos grupos tiznados en el carnaval de 1876 no fue del todo fortuita. A mediados de la década de 1870 se presentó una transición en la celebración del carnaval de la ciudad. En 1873 el Gobierno municipal había dictado medidas para “civilizar” el carnaval y hacer de él una expresión del progreso y modernidad de Montevideo. Las nuevas normas prohibían el juego del agua, práctica tradicional carnavalesca, en la que se arrojan agua, huevos y otros artefactos rellenos de líquidos a los transeúntes. Lejos de aportar al festejo, los miembros de las élites de la ciudad sostenían que el juego del agua los perjudicaba al forzar a la mayoría de la gente, y en particular a las clases media y alta, a permanecer encerrada en sus casas. El carnaval podría ser un verdadero evento público y participativo, sólo si se prohibía arrojar agua30. Las nuevas medidas celosamente vigiladas por la policía de la ciudad produjeron los resultados deseados. Recordando los carnavales de 1873 y 1874, El Ferro-carril proclamó la “espléndida victoria de la civilización” y felicitó a la ciudad por el “cambio tan magnífico y radical” que había ocurrido de la noche a la mañana. Sin tener que preocuparse de ser emparamados por quienes arrojaban agua, “todas las clases” (incluyendo las clases media y alta) se habían volcado a participar en “la hermosa, risueña y popularísima fiesta”. El Siglo resaltaba que el “carácter civilizado” de los dos últimos carnavales contrastaba con las festividades emparamadas de años anteriores y publicaba un poema que concluía “¡cada barbaridad tiene su era! Descansa en paz mojado carnaval”31. Ahora libres de celebrar el carnaval sin el temor de ser mojados, los montevideanos se ponían sus disfraces y se tomaban las calles desfilando como gauchos, turcos, marineros, italianos, cocineros y cocineras, lavanderos y pieles rojas, sólo para citar algunos de los personajes más populares del carnaval. No obstante, como veremos, el personaje del negro o más específicamente todavía, del negro lubolo (un blanco desfilando con la cara pintada) era el más atractivo y a lo largo del siglo xx el más popular y duradero. ¿Por qué?
30
Para este tema de los esfuerzos por civilizar el carnaval, ver: Alfaro (1998); Barrán (1989: 224-234).
El Ferro-carril (1874, febrero 15). “El Carnaval”, p. 1; El Ferro-carril (1874, febrero 18). “Espléndida victoria de la civilización”, p. 1; El Siglo (1874, febrero 22). “El Carnaval de antaño”, p. 2; El Siglo (1874, febrero 24). “El Carnaval mojado”, p. 2.
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En ausencia de recuerdos de los negros lubolos del siglo xix acerca de la razón que los llevó a pintarse la cara de negro e imitar a los africanos, debemos recurrir a los estudios de imitación transracial de otro país americano de la misma época: el caso del minstrel * estadounidense del siglo xix. El concienzudo estudio de Eric Lott sobre este tipo de diversión da cuenta de varios aspectos que podemos aprovechar en el análisis de las comparsas tiznadas de Montevideo. Primero, el minstrel constituía “un lugar privilegiado de disputa sobre la cultura negra […]. Tenía como base un profundo compromiso blanco con la cultura negra” caracterizado por “la vacilación dialéctica de insulto racial y la envidia racial, momentos de dominación y momentos de liberación”. Segundo, ese vacilar dialéctico conllevaba una poderosa dimensión sexual fundada en la “fascinación y atracción de los blancos por y hacia los negros y su cultura” y su temor hacia el hombre negro. Finalmente, a través del minstrel los blancos usaban los personajes negros como “muñecos de ventrílocuo” para darle voz a una serie de ansiedades y preocupaciones relacionadas con el lugar de la raza blanca, de la masculinidad y de la clase social en la vida norteamericana. Al hacerlo, las presentaciones de minstrel desempeñaban un papel protagónico en la definición de los límites de clase, raza y género en Estados Unidos (Holt, 1995: 1-20; Lott, 1994: 18, 57 y 95). ¿Acaso ocurrió algo similar en Uruguay? Como hemos visto en el caso de las naciones africanas, los uruguayos blancos mostraban un “profundo interés” por la cultura africana. Y tal interés revelaba la misma “vacilación dialéctica ente el insulto racial y la envidia racial” que Lott encuentra en Estados Unidos. Los montevideanos blancos encontraban que el candombe era, al mismo tiempo, ridículo e irresistible. Los temas sexuales no son muy notorios en la descripciones contemporáneas de los candombes del siglo xix, aunque las referencias frecuentes a las bellas jóvenes que vienen a escucharlo
* Minstrel es el nombre dado en la década de 1830 en Estados Unidos, al espectáculo de variedades ejecutado por hombres blancos con la cara pintada de negro, para satirizar la raza negra. Tras la Guerra Civil, también fue interpretado por afroamericanos y perdió su popularidad con el surgimiento del vaudeville, para desaparecer alrededor de 1950 cuando se empezaron a obtener victorias contra el racismo. También se le considera la primera forma teatral real de Estados Unidos [N. del T.].
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son suficientemente sugestivas. Sin embargo, aquellos temas resultan evidentes en las representaciones de las comparsas tiznadas (tanto como en las comparsas afrouruguayas, claro está). Buscando recrear “las costumbres de los antiguos negros”, las comparsas tiznadas se inventaron dos personajes que se volvieron característicos de las comparsas del carnaval en el siglo xx (un tercer personaje, la mama vieja, no era de la época; más adelante trataremos el tema). Uno de ellos era un viejo negro, “centenario, que siempre iba rezagado detrás de la negrada, ofreciendo yuyos medicinales y amena charla bozal en puertas y ventanas”. El otro era “el ‘bastonero’, que llamaban ‘escobero’, por haber adaptado una escoba como bastón de mando […]. Tenía que ser un experto candombero y de resistencia a toda prueba” (Rossi, V., 1957: 106). Los lectores familiarizados con el actual carnaval de Montevideo reconocerán estos personajes en el moderno gramillero (el yerbatero), un anciano negro vestido de levita y sombrero de copa y con una maleta llena de hierbas, quien bamboleándose en su bastón casi no puede ni llevar sus años, pero de vez en cuando llega a inspirarse en arrebatos de danza producidos por los poderosos ritmos del candombe. También reconocerán al escobero, gracioso bailarín que ejecuta increíbles actos de malabarismo y equilibrio con su escoba. Cada personaje simboliza distintas formas de poder (negro). A pesar de la edad y la flaqueza (o tal vez a causa de los años que le tomó llegar a dominar este conocimiento), el gramillero comanda las fuerzas naturales y sobrenaturales que curan enfermedades, atan amores y rezan enemigos32. Por su parte el escobero reviste la fuerza y la gracia de la juventud. Es un hábil gimnasta, acróbata y bailarín, cuya escoba/bastón de mando se suspende en delicado balance para luego ser arrojado a lo alto, representando elocuentemente su poder sexual33. El sexo también estaba presente en las canciones interpretadas por las comparsas tiznadas. Tales canciones no se fundamentaban directamente en la música de las naciones africanas, sino en el nuevo tango-candombe de las Para consultar acerca de canciones en las que se exaltan tales poderes, ver: “No es broma, que es verdad” y varias de las canciones de la Sociedad Negros Gramillas, todas ellas en: El Carnaval de 1884 (1884, febrero 24: 1-2); Goldman (2002). “Negros Mozambiques ‘Danza’”.
32
Para estos dos personajes ver: Carvalho-Neto, (1967: 14-19).
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comparsas afrouruguayas. El gran éxito de esta nueva forma de música y danza, así como el deseo de los jóvenes blancos de adoptarla, sin duda fue otra causa de la aparición de las comparsas tiznadas en la segunda mitad de los años 1870. En 1877, El Ferro-carril felicitaba a Los Negros Lubolos por su éxito en la composición e interpretación de “canciones que tienen el aire idiosincrático de los tangos africanos”; y es que resulta impresionante ver en una de las canciones del grupo en ese año lo que podría ser la primera aparición impresa de la fórmula onomatopéyica que representa el ritmo en clave del candombe moderno del siglo xx (Chirimini y Varese, 2000: 162-163). Botocotó, borocotó, chás, chás, Vamos moreno que es tarde ya, Borocotó, borocotó, chás, chás, Y ya el amito cansao está34.
Dado que el servilismo y la deferencia hacia los antiguos amos era un lugar común en la manera como se representaba a los negros en el siglo xix en Montevideo, los grupos tiznados sistemáticamente daban muestras de respeto a sus “amitos”, aunque estaban mucho más interesados en sus amitas. Un tema recurrente en las letras de las comparsas tiznadas, empezando con la canción de la primera comparsa tiznada del Río de La Plata, el grupo bonaerense Los Negros, era el ardiente amor no correspondido entre cantantes negros y blancas objetos de su adoración. ¡Oh niñas blancas! Por compasión Oíd de los negros La triste voz. Que aunque Son de color Tienen de fuego El corazón (Reid, 1980: 161). El Ferro-carril (1877, febrero 10). “Fiestas de Carnaval”, p. 2.
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Los Negros Lubolos siguieron en la misma dirección: Estoy sintiendo nel pecho Asi como una [sic] caló; Y baila que baila dentro Ta niña, mi corazón. Pero como yo soy negro, No puedo hablale de amó Que parece una herejía Que tengamo corazón (Figueroa, 1877: 9).
Todos los grupos tiznados explotaron fuertemente esta veta. Sin duda lo hacían en buena parte por el efecto cómico, ya que después de todo en sus presentaciones les cantaban a las mismas niñas blancas, aun cuando se decía que nunca “una blanca le hará caso / A un negro como el carbón”35. No obstante, estas canciones ilustran perfectamente el “ventrilocuismo racial” identificado por Lott: aquí ardientes jóvenes blancos empleaban estructuras raciales para hacer observaciones acerca de las convenciones de género que mantenían una prudente distancia entre hombres y mujeres de las clases media y alta, para evitar que las llamas del amor se salieran de control36. La Nación Lubola utilizó esta artimaña en una canción que expresaba su exasperación frente a la línea de color que separaba los negros de las hermosas jóvenes blancas. Si no existieran las barreras raciales, sugiere la canción, las mujeres blancas aceptarían a los miembros de las comparsas como amantes. Pero las barreras raciales que sustituyeron en la canción a las convenciones de género, impidieron esa atracción natural. El negro no puede Decirles ya nada El Carnaval de 1884 (1884, febrero 24). “Pobres Negros Esclavos ‘Tango’”, p. 2.
35
“Ninguna época en la historia uruguaya fue tan puritana, tan separadora de los sexos, contempló con tal prevención, que a veces era horror, a la sexualidad, como esta [1860-1920]”. Barrán (1989: cap. 3-5). También ver: Barrán (2002), en donde se contrasta la relativa apertura sexual a comienzos de los 1900 con la vigilancia y las convenciones sociales de finales de los 1800.
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A ménos que quede La pobre manchada. Nos miran con gracia Nos quieren hablar, Es mucha desgracia, ¡Ay! Dios ¿qué querrán?37
En su incesante repetición, estas canciones sembraron muy hondo el mensaje de que los negros eran compañeros incompatibles para el romance o el matrimonio y que eran parias y fuereños en la sociedad uruguaya. Para reforzar aún más tal mensaje, había canciones que ridiculizaban al “negro pretencioso”: el negro que aspiraba pertenecer a la alta sociedad (“high-life” era el término utilizado), a la sociedad de élite, aunque carecía de la educación, del dinero y de las conexiones sociales necesarias para alcanzar tal estatus38. Aunque las comparsas tiznadas practicaban la segregación racial dentro de sus grupos y en sus canciones representaban al negro como un “otro” y como socialmente inferior, ocasionalmente atacaban y criticaban la discriminación racial y la desigualdad. Algunas de estas canciones llaman la atención por la falta de la calidad ingenua y juguetona de la mayoría de composiciones carnavalescas. Por el contrario, son sombrías, apesadumbradas, cargadas de rabia y resentimiento. Algunas letras cantan los tormentos de la esclavitud y la lucha de los esclavos por la libertad39. Las canciones que reflejan lo ocurrido a los africanos y su descendencia desde la emancipación son todavía más duras: A todo africano que ven en la calle Muy pronto le dicen: andáte al cuartel. Y si uno no quiere, le dicen que calle
El Carnaval de 1884 (1884, febrero 24). “La Nación Lubola ¡Ay! Dios ¿Qué querrán?”, p. 1.
37
Por ejemplo, ver: El Carnaval de 1884 (1884, febrero 24). “Esclavos de Guinea ‘Danza’”; (sin autor conocido) “El negrito pretencioso”, pp. 1-2; para consultar acerca de la figura análoga del “negro catedrático” en Cuba, ver: Kutzinski (1993: 43-44).
38
Por ejemplo, ver: El Carnaval de 1884 (1884, febrero 24). “Pobres Negros Esclavos ‘Danza’”, p. 2; Figueroa (1876: 17-19). “Los Esclavos ‘Habanera’”.
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Sinó una paliza le dan á comer! Mientras que uno sirve, le sacan la chicha, Y viva la patria con su libertad; Cuando no tiene ni para camisa Lo larga y le dicen: ánda á trabajar. Cuando eso le dicen, ya el negro no sirve, Pues ya cuatro lilebas [sic ¿libras?] no puede cargar! Y si una limosna, lo ven que la pide Con el al Asilo, porque es aragán!40
Esta canción tenía su contraparte en El Cuchicheo, interpretada por el grupo afrouruguayo Los Negros Gramillas en 1883, en la que se denunciaba el desplazamiento de los vendedores ambulantes negros por los competidores italianos y en la que se pedía al Gobierno su intervención en representación de los primeros41. Sin embargo, la mayoría de las comparsas afrouruguayas estaba más limitada y era más cautelosa que los grupos tiznados en cuanto a atacar el racismo o la desigualdad racial. 40
El Entierro del Carnaval (1883, febrero 11). “Negros Africanos”, p. 2. El reclutamiento obligado de los afrouruguayos fue quizá la acción estatal más criticada por la prensa negra. Por ejemplo, ver: El Periódico (1889, mayo 5). “Decíamos ayer...”, p. 1; El Periódico (1889, mayo 26). “Gacetilla”; La Conservación (1872, agosto 11). “El pasado y el presente”, p. 1; La Propaganda (1893, septiembre 3). “Soldados a la fuerza”, pp. 1-2. En junio de 1889, el Presidente Máximo Tajes se reunió en Buenos Aires con los miembros del Centro Uruguayo, una organización cívica de afrouruguayos que vivían en la capital argentina. Dirigiéndose a él como “orientales todos, [y] rama deshojada del poderoso árbol Africano” ellos le solicitaron dar fin al reclutamiento obligatorio, argumentando que era la principal razón por la cual habían emigrado y que ahora no podían regresar a casa. Tajes prometió la abolición de tal práctica, ofreció amnistía a los desertores e incluso ofreció pagar los tiquetes en vapor de quienes quisieran regresar a Uruguay, en: El Periódico (1889, junio 9). “Sociedad ‘Centro Uruguayo’”, p. 1. Un mes después El Periódico, reportó que el reclutamiento continuaba en plena vigencia. “Bonito modo tiene el gobierno de hacer querer regresar del extranjero á nuestros pobres compatriotas”, en: El Periódico (1889, julio 7). “¿Volvemos a las andadas?”, p. 1.
El coro decía: “Ya lo neglo no tenemo en que diablo trabajá...”, en: El Entierro del Carnaval (1883, febrero 11). “El Cuchicheo”, pp. 1-2.
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Sin duda los jóvenes de clases media y alta de las comparsas tiznadas se sentían en un terreno mucho más seguro al atacar al orden establecido (una de las venerables funciones del carnaval), especialmente en lo referente a las relaciones raciales. Y es muy posible que algunos de ellos se sintieran verdaderamente ofendidos a causa de la disparidad entre los principios republicanos de ciudadanía e igualdad, tan apreciados en el Uruguay de entonces y de ahora, y la realidad de la jerarquía social y la discriminación. Fuera cual fuera la causa, las comparsas afrouruguayas eran más dadas a expresar indirectamente sus críticas a las relaciones raciales en Uruguay, mediante la invocación de un paraíso africano perdido. En Recuerdos de la Patria, interpretado por La Raza Africana, su compositor (anónimo) retomaba una feliz infancia a orillas del río Danda42. Los bosques silvestres del África hermosa Prestáronme sombra y albergue también; Perfume me diéron sus vírgenes flores Y aliento en sus auras feliz aspiré.
La belleza y la gracia de esta vida africana era entonces destruida por “el vil mercader”, “el bárbaro blanco sediento de oro”. Riberas del Danda, adiós para siempre, Desiertos, palmeras y bosques, adiós! El hado ha querido por siempre alejarnos, Jamás veré en vida del África el sol43.
Esta canción claramente revierte los supuestos usuales acerca del pasado africano y la modernidad europea. Aquí el bárbaro era el blanco comerciante de esclavos, y los ríos y bosques africanos ofrecían las condiciones para una vida civilizada y verdaderamente humana. Y mientras las invocaciones de la palabra
Presumiblemente el Dande en Angola. Miller (1988: 10 y 16).
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Figueroa (1878: 46). “La Raza Africana ‘Recuerdos de la Patria’”.
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“patria” normalmente se referirían a Uruguay, aquí el anhelo por la madre patria era por África, inversión realmente carnavalesca. Comparsas proletarias Las canciones que invocaban las bellezas de África y el fuerte sentimiento de pérdida que implicaban los recuerdos de la tierra natal fueron notorias en los carnavales de la década de 1880, cuando las comparsas afrouruguayas y tiznadas se habían vuelto lo más importante de las festividades anuales44. Entre las veinte comparsas más importantes del carnaval de 1882, trece eran negras o tiznadas y en 1883 “las comparsas que han recorrido nuestras calles […] eran todas formadas de negros (ó pintados de negro) por que ahora se ha dado en la manía de querer hijos de la ardiente África”45. Más de un periódico de Montevideo expresó reservas sobre estas cifras. “Puede explicar algún estudiante de la naturaleza humana”, se preguntaba el Montevideo Times en 1893, “¿porqué es que la gente de estos países, cuando quiere disfrazarse, muestra tan extraordinaria preferencia por imitar lo bajo de la naturaleza humana como es el caso de los negros o los indios?”46. La Mosca (1892) expresaba el desaliento por la “manía de muchos blancos de embetunarse la cara a fin de imitar a la raza más atrasada del mundo”; el Montevideo Noticioso (1891) deploraba “el fastidioso espectáculo de la negrada polvorienta y sudorosa que arrastra por las calles los jirones del carnaval, al son de una música (léase, ruido) tan monótona como destemplada” (citado en Alfaro, 1998: 153). “¡Basta de negros!” exclamaba El Siglo en 1905, protestando la formación constante de nuevas comparsas. “Todos están cansados” de ellas, asentía el Times, “y quieren ver algo más original”47. No obstante, en ese mismo año,
Por ejemplo ver: El Carnaval de 1884 (1884, febrero 23). “Esclavos de Guinea ‘Brindis’”, p. 1; El Carnaval de 1884 (1884, febrero 24). “Nación Bayombe”, p. 1.
44
Cita tomada de El Entierro del Carnaval (1883, febrero 11). “Cabos sueltos”, p. 1; Cifras en: El Ferro-carril (1882, febrero 17). “El Carnaval de 1882”, p. 3; El Ferro-carril (1887, febrero 23). “Mas sobre el Carnaval”, p. 1; Alfaro (1998: 219).
45
Montevideo Times (1893, febrero 16). “Sundries”, p. 1.
46
El Siglo (1905, febrero 26). “El Carnaval”, p. 1; Montevideo Times (1905, marzo 9). “The
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cuando las comparsas amenazaron con boicotear el carnaval a menos de que la ciudad estableciera un concurso especial para las “sociedades de negros”, las autoridades cedieron a estas demandas48. ¿Por qué, si todos estaban tan cansados de las comparsas, la ciudad se rendía ante ellas? Y ¿por qué cuando las comparsas salían a desfilar, venía tanta gente a verlas que en 1911 “era imposible caminar por los andenes y hasta las calles se hallaban atestadas”, y en 1916 las muchedumbres se apretujaban tanto que impedían el paso de las comparsas hacia el escenario y el concurso tuvo que ser cancelado?49 Claramente lo que las clases alta y media veían como cansón y tedioso, era visto como todo lo contrario para el resto de la población. Para comienzos de los años 1900 esa población, y en especial la clase obrera de la ciudad, hacían cada vez más presencia en todos los aspectos de la vida urbana, incluyendo el carnaval. La historiadora Milita Alfaro señala que en la década de 1890 se sintieron “los primeros síntomas de un progresivo distanciamiento [del carnaval] por parte de las clases altas que, en el siglo xx, desertarían definitivamente” de la fiesta. Anticipando de alguna manera esta tendencia, el Montevideo Times en 1894 reportó que el carnaval ahora había sido “delegado casi en su totalidad a las clases más bajas, y el tema predominante es la vulgaridad ramplona y monótona que cabría esperar”. Y esa “vulgaridad” se expresaba en una clara preferencia por los grupos tiznados del candombe: “[…] entre las ‘comparsas’ que salieron a las calles [este año] difícilmente se encontraba alguna a la que valiera la pena mirar dos veces, de hecho casi todas eran imitaciones del acostumbrado ‘negro’ tiznado o del ‘marinero’ en azul y blanco”50.
Carnaval”, p. 1. Ver también Caras y Caretas, historieta de dos enmascarados del carnaval, uno vestido de mendigo y el otro de tamborilero africano. “Viendo estas dos mascaritas / que de fijo los verán / pueden ustedes dar fé / de haber visto los demás”, en: Caras y Caretas (1891, febrero 8). “Nuestro Carnaval”, p. 244. El Siglo (1905, febrero 26). “El Carnaval”, p. 1. Las comparsas habían pedido el concurso especial por primera vez en 1903. Ver varios artículos, todos bajo el mismo título, en: El Siglo (1903, febrero 18, 20 y 23). “Carnaval”, p. 1.
48
Montevideo Times (1911, marzo 3). “Carnaval”, pp. 1-2; Montevideo Times (1916, marzo 10). “Competition Frustrated”, p. 5.
49
Alfaro (1998: 112); Montevideo Times (1894, febrero 8). “Carnaval”, p. 1.
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No faltaban las “clases bajas” organizando tales grupos. Entre 1860 y 1908, la población de la ciudad aumentó de 58 mil a 309 mil personas, especialmente a causa de la llegada de inmigrantes europeos que venían a trabajar en la industria de procesamiento de carnes, la construcción, el transporte, el comercio y los oficios manuales. Hacia 1908, la población de la ciudad contaba con un 30% de extranjeros y la proporción de inmigrantes entre los trabajadores era aún mayor (Klaczko, 1981). Los obreros y sus familias se hacinaban en conventillos, edificios grandes, multifamiliares en los que cada familia podía pagar el alquiler de una habitación sencilla o parte de una, que se ubicaban en barrios del centro de la ciudad como Barrio Sur, Palermo y El Cordón (Rial, 1984: 137-160; Rodríguez Díaz, 1989: 32-38). Estos barrios fueron los mismos que habían albergado las sedes de las naciones africanas y donde al final del siglo xix vivía la mayor parte de la población afrouruguaya. De acuerdo con el censo municipal de 1884, esa población había descendido a menos de 2 mil negros y mulatos, lo que equivalía a menos del 1% de la población de la ciudad, cuyo número era aproximadamente de 215 mil. Sin embargo, así como en el censo de Buenos Aires de 1887, que registraba que los afroargentinos conformaban menos del 2% de la capital argentina, hay razones para sospechar que estas cifras en realidad subestimaban la población negra de Montevideo51. ¿Cómo, por ejemplo, podría una pobre comunidad obrera de menos de 2 mil personas, analfabeta en su mayoría, mantener la prensa negra que florecía en esa época? Las columnas sociales de tales periódicos enumeraban cientos de nombres de la “sociedad de color”, la “respetable” clase media y trabajadora afrouruguaya. Los negros y mulatos que quedaban por fuera de la “sociedad de color” (la mayoría, sin lugar a dudas) debían ser miles más52.
Anuario Estadístico (1905: 50). Para el tema de la subestimación de los afroargentinos en los censos de Buenos Aires, ver: Reid (1980: 64-92).
51
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Los periódicos afrouruguayos del siglo xix, cuyas colecciones aún existen (en la Biblioteca Nacional), incluyen La Conservación (1872), La Regeneración (1884-85), El Periódico (1889) y La Propaganda (1893-95). Entre los títulos de los que no se encuentran ejemplares están La Crónica (1870), El Porvenir (1877), La Regeneración (1877), El Sol (década de 1870) y El Tribuno (década de 1870). Dentro de los periódicos posteriores a 1900, que todavía
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Ciertamente los afrouruguayos pobres eran una presencia visible en los conventillos de la ciudad donde los inmigrantes recién llegados escuchaban y aprendían, mediante contacto directo, la música y sus danzas53. Los inmigrantes también aprendían que la música de raíces africanas no sólo pertenecía a los descendientes de los africanos. Los lubolos de clases media y alta (hay que recordar que el término genérico se aplica a todos los blancos tiznados que desfilaban simulando ser negros), habían adoptado como propia esa música, con la franca aceptación de los espectadores del carnaval. Era tan fuerte la presencia de los tiznados y los afrouruguayos que en buena medida celebrar el carnaval significaba ir a oír y a mirar a los grupos de herencia africana de candombe/tango. En estas circunstancias, una de las formas de ser o convertirse en uruguayo era tomando parte, como espectador o comparsero, de esta forma de cultura popular de ancestro africano. A finales del siglo xix y principios del siglo xx, muchos inmigrantes europeos y más aún sus hijos y nietos nacidos en Uruguay optaron por lo anterior. A medida que estos lubolos de clase obrera asumían el candombe, iban también apropiándose selectivamente de las prácticas de las comparsas afrouruguayas y lubolas de las clases media y alta que los habían precedido. De los grupos tiznados, los lubolos proletarios tomaban, obviamente, el concepto de “blancos tiznados” que adoptaban las identidades africanas. Igualmente, acogieron la conformación masculina de los grupos tiznados y los personajes africanos del gramillero y el escobero.
existen, se encuentran El Eco del Porvenir (1901), La Propaganda (1911-12), La Verdad (1911-14), Nuestra Raza (1917, 1934-48), La Vanguardia (1928-29), Ansina (1939-42), Revista Uruguay (1945-48) y otros. Excepto por Nuestra Raza, que apareció por primera vez en 1917 en San Carlos y luego se trasladó a la capital, todos fueron publicados en Montevideo. Otros periódicos publicados en otras ciudades uruguayas incluyen El Peligro (Rivera, 1934), Acción (Melo, 1934-35, 1944), Rumbos (Rocha, 1938-45), Democracia (Rocha, 1942-46) y Orientación (Melo, 1941-45). Acerca de la prensa negra en Buenos Aires, ver: Platero (2004); Reid (1980: 178-200). Para el tema de la cercanía entre afrouruguayos y conventillos, ver la enorme controversia que rodea la decisión del Gobierno militar de demoler varios de esos edificios en la década de 1970 como parte del programa de renovación urbana y las concurridas protestas de las organizaciones negras contra el mismo. Ver: Benton (1986); Cardoso (1995); Da Luz (2001).
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De las comparsas tiznadas y afrouruguayas, los lubolos proletarios adoptaron la forma musical del candombe/tango, y de los grupos afrouruguayos, sus principales temas líricos: la danza orgiástica, las morenas de sangre caliente y la nostalgia por África54. Aunque las nuevas comparsas proletarias se apropiaron de algunos elementos del repertorio cultural de las comparsas afrouruguayas y tiznadas, también divergieron de aquellas prácticas en varias formas importantes. Consideraremos cuatro innovaciones específicas: la integración racial, la creación de la mama vieja (nuevo personaje “africano”), la adopción de una identidad “guerrera” marcial y un mayor énfasis en tambores y otros instrumentos de percusión africanos, que reforzaban esta identidad guerrera. Cuando surgieron, en las décadas de 1860 y 1870, las comparsas negras y tiznadas fueron racialmente segregadas55, situación que probablemente se mantuvo en las décadas de 1880 y 1890, aunque no podamos asegurarlo con certeza. No hay fotografías de los grupos de esa época y, quizá porque los lectores ya sabían de qué grupo se trataba, los periódicos no se preocuparon por hacer referencia a su composición racial. Todas las comparsas, eurouruguayas o afrouruguayas, eran “sociedades (o comparsas) de negros”56. Este silencio en torno a la composición racial de las comparsas dificulta, cuando no imposibilita, detectar una transición importantísima en dicha composición: hacia la primera década del siglo xx, y quizá antes, los grupos ya no eran segregados. Éstos ahora incluían afrouruguayos, eurouruguayos e inmigrantes europeos todos juntos en las mismas organizaciones. Los niveles de integración variaban considerablemente entre las comparsas. La “sociedad de negros” más importante de aquellos años, Los Esclavos de Nyanza (creado en 1900), era casi totalmente blanca y conformada por
Para canciones en las que se menciona el tema, ver las colecciones de tabloides del carnaval disponibles en las salas Materiales Especiales y Uruguay de la Biblioteca Nacional de Montevideo.
54
Como ocurría con los bailes y bailes de salón en los que los candombes se escuchaban y danzaban. Para el tema de las danzas de la “sociedad de color”, ver: Chirimini y Varese (2000: 170-191).
55
También en Estados Unidos, “los tiznados se volvieron ‘negros’ en los programas de teatro, los periódicos y en los cancioneros que registraban sus carreras”: Lott (1994: 97).
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inmigrantes españoles e italianos que vivían en el conventillo La Facala, ubicado en el barrio Palermo. Algunas evidencias sugieren que desde la aparición de Los Pobres Negros Esclavos, a finales de la década de 1860, cualquier grupo que incluyera la palabra “esclavos” en su nombre era enteramente blanco o, en el siglo xx, mayoritariamente blanco. Parece que los afrouruguayos no querían conmemorar ese aspecto en particular de su pasado. Así las cosas, a comienzos de 1900 los Nyanzas, junto con otros grupos “esclavos” (Esclavos del Congo, Esclavos de La Habana, Esclavos de Asia y otros) eran en su mayoría blancos. Sin embargo, cada uno de estos grupos incluía algunos miembros de raza negra. Uno de los fundadores de los Nyanzas fue Juan Delgado, un reconocido jugador de fútbol afrouruguayo y director de tambores del grupo57. El mismo lugar era ocupado en el grupo Libertadores de África por José Leandro Andrade, estrella afrouruguaya del fútbol, que también dirigía los tambores58. Los Pobres Negros Orientales, un grupo afrouruguayo que había desaparecido en la década de 1880, resurgió en 1894 como un grupo de mayoría blanca. El periódico negro La Propaganda preguntó quién había autorizado la “usurpación” del nombre de los Pobres Negros y lamentó que su fundador original, José Lisandro Pérez, ya no viviera para protestar por ello. No obstante, hacia 1912 los Pobres Negros, aún blancos en su mayoría, había incorporado algunos miembros negros. Quizá como resultado de lo anterior, fueron invitados a tocar en las danzas del carnaval de ese año para la “sociedad de color” en el Teatro Cibilis59. Los Congos Humildes, creado en 1907, y Los Guerreros del Sur tenían una composición más mezclada, con casi igual número de blancos y negros60. Hubo otros grupos racialmente mezclados, pero en ausencia de registros fotográficos no es posible determinar en qué proporción. Estos incluyen a los Pobres Para el tema de los Nyanzas, ver: González (1992: 3); Mundo Uruguayo (1941, marzo 6). “Palermo ya no tiene carnavales”, pp. 4-5; Rojo y Blanco (1901, febrero 24). “El Carnaval”.
57
El País (1976, marzo 19). “Con el tamboril en la sangre [suplemento especial]”, p. 5.
58
Ver la foto de Los Pobres Negros Orientales, en: La Semana (1912, marzo 2); también ver: La Propaganda (1894, enero 28). “Noticias”, p. 3; La Verdad (1912, febrero 25).
59
Ver sus fotografías en: La Semana (1912, marzo 2); Mundo Uruguayo (1919, febrero 26). “Preparativos del Carnaval”; Mundo Uruguayo (1925, febrero 26). “De cómo el pueblo preparó el Carnaval”.
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Negros Cubanos (creado en los 1890), Pobres Negros Hacheros (1896), Hijos de La Habana (1912) y Guerreros de las Selvas Africanas (1915), entre otros61. Sin importar su composición racial, todas las comparsas proclamaban sus ritmos “candentes”. “Con solo oír el compás / nuestros cuerpos se estremecen / Como si le introdujesen / fuerza á la electricidad”, cantaban los Guerreros de las Selvas Africanas en 1916. Los Congos Humildes (1912), por su parte, decían: En el Congo Lo bailamos Y era aquello De admirar Como el cuerpo Se quebraba En el tango Al empezar. Dele el parche Compañero Aunque rompa El tamboril. Que este canto, Que este baile Hace el Congo Revivir. Nuestro pecho Ya fogoso Hoy se empapa Las fotos de estos grupos no tienen la calidad mínima necesaria que permita distinguir entre los afrouruguayos y los tiznados. Ver: La Verdad (1912, febrero 25); y en las siguientes ediciones de Mundo Uruguayo (1920, febrero 19). “Carnaval”; Mundo Uruguayo (1921, febrero 10). “Carnaval”; Mundo Uruguayo (1922, marzo 2). “La conmemoración del Carnaval”; Mundo Uruguayo (1926, febrero 18). “Algunas de las comparsas y murgas...”; Mundo Uruguayo (1927, marzo 17) “Ecos de Carnaval”.
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De sudor, Al bailar este tanguito Que por cierto Da calor62.
¿Con quién era apropiado bailar los ritmos candentes? Los Pobres Negros Hacheros se proclamaban listos a bailar con cualquier mujer dispuesta, sin importar a qué raza perteneciera: “Vengan rubias y morenas / que el color no desentona / con tal de ser quebrachona / para el tango rajador”63. Sin embargo, la mayoría de las comparsas prefería “la morena hechicera” evocada por los Lanceros del Plata, Que requebró sus caderas Con donaire original Grabando en su pensamiento Los besos que se cruzaron Cuando en pareja bailaron Algún tango Nacional64.
Los lubolos de las clases media y alta de las décadas de 1860 y 1870 habían evitado a las morenas, concentrándose en las jóvenes blancas de su propia clase. Imitando a las comparsas afrouruguayas, las comparsas proletarias volvieron a la morena caliente y de tez oscura. Al mismo tiempo buscaban tener bajo control la sexualidad femenina negra, creando un nuevo personaje “africano” comparable al gramillero o al escobero. Se trataba de la mama vieja, vieja negra enfundada en una falda voluminosa por las enaguas, con blusa blanca de mangas anchas y un colorido pañuelo en la cabeza. Este personaje casi siempre llevaba un abanico en sus manos, bailaba Sociedad Congos Humildes, Montevideo (1912) “Tango”.
62
Sociedad Pobres Negros Hacheros, Montevideo (1928). “Tango”. Para el tema del “quiebro” (movimiento de caderas común en todos los ritmos nacionales de base africana) ver: Chasteen (2004: 17-21).
63
Sociedad Lanceros del Plata, Montevideo (1924). “Tango”.
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graciosamente, meneando sus caderas al ritmo del candombe con su compañero, el gramillero 65, tan viejo como ella. Aunque hoy en día es un personaje esencial en las comparsas, la mama vieja sólo apareció en escena hasta los primeros años del siglo xx. Y aunque actualmente el personaje es interpretado por mujeres, entre 1900 y 1930 era encarnado por hombres vestidos de mujer66. ¿Por qué la mama vieja apareció en el carnaval de esa época? Sólo podemos especular, puesto que no se conocen explicaciones por parte de los miembros de las comparsas. Así como el escobero y el gramillero, la mama vieja encarna específicamente una forma de poder “negro”; de hecho, varias formas de poder. Ella era la madre negra que cuidaba, alimentaba y criaba a blancos y negros por igual; era la sirvienta leal y la administradora doméstica encargada de facilitar el manejo de los hogares montevideanos de clases media y alta. Y a veces (no sabemos con qué frecuencia) era la amante o la iniciadora sexual de los miembros masculinos de las familias de élite67. Hacia 1900, las mujeres africanas prácticamente habían desaparecido de Montevideo, y como hemos visto, las pocas que quedaban no estaban dispuestas a exponerse al ridículo público “bailando nación” para la diversión de los blancos. Al crear el personaje de la mama vieja, las comparsas se apropiaron de este símbolo de lo maternal, lo doméstico y lo sexual. Se trataba de un acto que simultáneamente constituía la apropiación de clase (comparsas proletarias apropiándose de una figura muy ligada a la clase alta montevideana), la apropiación de raza (nunca más una “mujer africana” se rehusaría a entretener a los blancos “bailando nación”) y la apropiación sexual. Y si en muchos casos Acerca de la Mama Vieja, ver: Carvalho-Neto (1967: 16).
65
El musicólogo Gustavo Goldman data alrededor de 1900 la primera aparición de la Mama Vieja, argumentando que no ha encontrado evidencia de apariciones anteriores (Entrevista, junio 29 de 2004). Para el tema de hombres representando el papel de la Mama Vieja, ver nombres masculinos (usualmente dos o tres) en las listas de las comparsas, registrados como “negras” en los tabloides.
66
Para el tema de las tías africanas, ver: Merino (1982: 86-87); Rossi, R. (1922: 26-27). A lo largo de la Colonia y el siglo xix en América Latina, estas mujeres fueron “esenciales para manejar un hogar”: Migden (2000: 132). Para conocer acerca de una figura similar en Brasil, la Mãe Preta, ver: Reid (1991: 215-216).
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estas “mujeres africanas” eran en realidad hombres europeos, tanto mejor para las posibilidades cómicas que ello creaba68. Los montevideanos se habían burlado desde tiempo atrás de la disparidad entre el humilde estatus social de los africanos y su solemne dignidad; ahora se podían reír incluso más estruendosamente ante la enorme brecha entre la feminidad añosa de la negra mama vieja y la masculinidad de su joven y muchas veces blanco intérprete. Además de cantarles a las morenas, tan jóvenes y ardientes como viejas y cómicas, las comparsas de clase obrera siguieron el paso marcado por las comparsas afrouruguayas en su nostálgica evocación de su África natal. Los Esclavos de Nyanza, la comparsa más importante de principios del siglo xx, constituye el ejemplo más significativo de esta tendencia. Creada en 1900 y ganadora de doce concursos de carnaval entre 1915 y 1931, el grupo estaba compuesto casi en su totalidad por inmigrantes italianos y españoles. Sus canciones expresan vívidamente la melancolía de la migración, de tener que dejar su tierra natal al otro lado del océano, quizá para siempre, y llegar a nuevas tierras. Sin embargo, esa melancolía se expresa en términos de añoranza, no por Europa, sino por la edénica y mítica tierra africana. Lejos del patio lar Hoy vibra el corazón Del Nyanza, al evocar Su tierra de ilusión. La sabia creación formó Tu suelo virginal, tu edén; ¡Magno fulgor, que iluminó Su bella inspiración de argén. Tierra sublime y gentil! La de África Oriental
Las “negras” con apellidos italianos incluyeron a Lorenzo Rossi (Guerreros de las Selvas Africanas), Constante Fedulo (Pobres Negros Hacheros y Lanceros del Plata) y W. Carusso (Lanceros del Plata), entre otros.
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Sólo a ti, bello pensil Rindo mi alma de zagal69.
Rememorar la África edénica era una respuesta al desplazamiento sufrido por los inmigrantes hacia nuevas tierras y al estatus de extranjeros en Montevideo. La otra fue la de asumir una actitud agresivamente masculina de orgullo guerrero, coraje y valor físico usualmente expresados respecto del (supuesto) pasado africano de los Nyanzas y su lucha histórica por salir de la esclavitud. En heroico resurgir Nyanzas el pecho mostrad Es de cobardes gemir Es de valientes luchar No se pide ¡hay que exigir! ¡La soñada libertad! Noble raza que el yugo la oprime Aprestad vuestra heroica legión Ya en el África virgen que gime ¡Su melena sacude el león! 70
Muchas de las comparsas expresaron esta cualidad marcial en sus nombres: Libertadores de África, Lanceros Africanos y Guerreros Africanos, para citar sólo algunos ejemplos. Y ellos expresaban su espíritu marcial también en su comportamiento. Las comparsas eran terriblemente competitivas entre ellas y los concursos con frecuencia se convertían en riñas callejeras y violencia. Los Nyanzas se vieron envueltos en numerosos incidentes, incluyendo una legendaria batalla contra los Lanceros Africanos, en la que la policía se
Esclavos de Nyanza, Montevideo (1923). “Vals”.
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Sociedad Esclavos del Nyanza, Montevideo (1916). “Marcha”. También ver: Sociedad Esclavos del Nyanza, Montevideo (1919). “Himno”; y la ofrenda de los Libertadores de África en 1923: “¡Africanos, de pie! / ¡No es posible ser eterno / del hombre el dolor, / nadie impulsa la lanza y la lira / si no es de su cuerpo el señor!”, en: González (1992: 4).
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vio superada por ellos y tuvieron que acudir en su ayuda las tropas de la guarnición de Montevideo (Puppo, 1994: 171). Estos enfrentamientos usualmente ocurrían cuando en medio del desfile se encontraban grupos rivales en las calles. Las comparsas se saludaban con estruendosos estallidos de tambores en formación y con danzas competitivas ejecutadas por los escoberos, quienes como modernos bailarines de break dance se afanaban por opacarse unos a otros, dando muestras de gran habilidad y osadía. El Montevideo Times reportó numerosos incidentes, incluyendo uno en 1903 en el que “cuatro comparsas rivales de negros tiznados chocaron, al parecer previo acuerdo, y hubo una batalla campal en la que palos y piedras volaban a diestra y siniestra, e incluso algunas armas fueron disparadas”. Toda la policía del distrito fue llamada y fueron arrestadas entre ochenta y noventa personas71. Los percusionistas eran el alma de estas batallas, tanto por dar inicio a la confrontación, como por definir el ritmo que imponía la formación militar y la disciplina a la comparsa. Y aquí nuestra historia cierra el círculo, al alcanzar la innovación más importante (en la historia del carnaval y del candombe) de las comparsas proletarias: el resurgimiento de los tambores y demás instrumentos de percusión modelados a la usanza de las naciones africanas. Mientras los grupos afrouruguayos y tiznados de las décadas de 1860, 1870 y 1880 pretendieron “civilizar” los ritmos africanos de las naciones mediante el uso de instrumentos y la ejecución de melodías europeas, las comparsas del cambio de siglo revirtieron la tendencia al restaurar los tambores al centro del escenario. Fue durante la década de 1890, observan los historiadores Tomás Oliveira Chirimini y Juan Antonio Varese, que “se empezó a imponer el tamboril como elemento básico de la comparsa de negros, transformándose en su instrumento fundamental” y en el elemento definitivo, no sólo de las comparsas, sino de todo el carnaval. “Estamos en pleno Carnaval”, anunciaba el
Montevideo Times (1903, marzo 10). “Carnaval”, p. 1. También ver: Montevideo Times (1891, febrero 12). “News of the Day”, p. 1; Montevideo Times (1893, febrero 21). “Burial of Carnaval”, p. 1; Montevideo Times (1894, febrero 8). “Carnaval”, p. 1; Montevideo Times (1901, marzo 6). “The Burial of Carnaval”, p. 1; Montevideo Times (1908, marzo 10). “Combative Comparsas”, p. 1. Para ver fotos de dos comparsas en una estación de policía, que habían sido arrestadas por peleas, consultar: Rojo y Blanco (1901, febrero 24).“El Carnaval”, pp. 228-232.
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semanario Caras y Caretas en 1892. “La noticia no tomará a Vds. de sorpresa […] porque ya oirán Vds. el bo-ro-co-ton de las tradicionales comparsas negras”, se refería a la fórmula onomatopéyica que marca el ritmo del candombe72. Aquellos periódicos de Montevideo que representaban la oposición más vehemente a las comparsas suministran la más clara evidencia de la inmensa popularidad de la que gozaban los grupos negros y del papel de los tambores en tal popularidad. Mundo Uruguayo, semanario ilustrado fundado en 1919, habitualmente lamentaba la “monotonía y falta de originalidad” del carnaval y se burlaba sin descanso de las sociedades de negros73. Una de sus caricaturas seguía las aventuras de un tamborilero africano (no era claro si se trataba de un negro o de un tiznado), quien “después de tres meses de continuos ensayos […] sale a lucir por las calles” y durante tres días desfila sin parar. “El entusiasmo del pobre negro esclavo libre no decae […]. Como caballo de guerra, al oír el clarín, las músicas del corso lo arrastran otra vez a la farándula”74. Otra pieza daba cuenta, con humor, de Los Pobres Negros Desnudos, comparsa de ficción. A medida que el grupo se prepara para el carnaval, practicando de nueve a una todas las noches, los vecinos cercanos “no sienten otra cosa que el continuo redoblar de los tamboriles y unos cantos poéticos pero estruendosos”. Se pensaría que los vecinos se quejaban, pero no: “Los vecinos, contaminados por aquel magnífico entusiasmo [de la comparsa], abandonan sus lechos y corren hacia las azoteas, puertas y ventanas, a admirar sin reservas los contorneos y dislocaciones de los embetunados”75. Las memorias de principios de 1900 confirman la impresionante alegría y respuesta que generaban las comparsas. Mientras que tambores y danzantes desfilaban Alfaro (1998: 152); Caras y Caretas (1892, febrero 28). “Zig-Zag”, p. 250; También ver: Plácido (1966: 133-136).
72
Cita tomada de: Mundo Uruguayo (1921, febrero 17). “Acción que se impone”. También ver: Mundo Uruguayo (1925, marzo 5). “Ha terminado el Carnaval”; Mundo Uruguayo (1926, febrero 18). “Carnaval”; Mundo Uruguayo (1929, febrero 28). “Antes y ahora”.
73
Mundo Uruguayo (1919, marzo 7). “La triste historia de una mascarita entusiasmada”.
74
Mundo Uruguayo (1921, febrero 3). “Se viene el Carnaval”; este artículo fue reimpreso bajo el mismo título en la edición de febrero 3 de 1927. Ver también una historieta hilarante en la que algunos miembros del Congreso son retratados como si fuesen una comparsa de tiznados, en: Mundo Uruguayo (1922, febrero 22). “En vísperas del Carnaval”.
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por la calles de la ciudad, “la gente salía presurosa de todos los ámbitos para presenciar y admirar su paso. Estas sociedades de negros lubolos […] provocaban en el público entusiasmo que llegaba hasta el arrebato, ocasionado por el sonoro y continuo redoble de los tamboriles, las estridentes mazacallas, los vivas y aplausos de la concurrencia apostada en las aceras y la algarabía de los cientos de muchachos”, que pretendían imitar tambores y danzantes. “Una emoción, que usted no puede imaginar”, recordaba Pedro Ocampo, nacido en el barrio de Palermo en 191276. En las descripciones de las comparsas de finales de siglo se hallan a la sombra multitud de niños y adolescentes demasiado pobres y jóvenes como para tomar parte en los grupos, pero muy deseosos de hacerlo. El Montevideo Times se quejaba amargamente del “absoluto bribón, el niño de la calle, cuya idea del Carnaval consiste en sentarse en el canto de la acera bajo la ventana de uno a golpetear una lata o un tantán improvisado durante horas y horas, de día o de noche y cuya energía desmedida no se restringe a los días de Carnaval sino que lo antecede o lo supera por mucho, de modo que no hay paz en la tierra”. El periódico también se quejaba de que “[…] Cualquier grupo de niños harapientos de seis, ocho o diez años, en deslucidos atavíos o tan sólo con sus abrigos puestos al revés, con sus caras tiznadas o negras de hollín o barro, y armados con latas, se permiten llamarse ‘comparsa’ y tomar posesión de las principa‑ les calles de la ciudad de día y de noche”77. En el barrio Palermo, varios cientos de tales jóvenes formaron un grupo notorio, El Embutido. Excluidos de los demás grupos dada la imposibilidad de pagar por sus atuendos, usaban la ropa de diario, “llevando solamente sus caras pintadas con negro humo y otros colorantes”. El dinero que pudieran tener iba directo a la compra de los “numerosos tamboriles que portaban y las masacallas, los cuales ensordecían el ambiente con sus continuos redobles” (Álvarez, 1949: 45). El redoblar de candombe, que hasta los años de 1850 o de 1860 era patrimonio exclusivo de los africanos de la ciudad, ahora se había extendido a los barrios de clase obrera de la ciudad y había sido adoptado por eurouruguayos, afrouruguayos e inmigrantes europeos por igual. En esos barrios los tambores Álvarez (1949: 53); también ver: (p. 38, Entrevista a Pedro Ocampo, septiembre 4 del 2001).
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Montevideo Times (1902, febrero 2). “Sundries”, p. 1; Montevideo Times (1902, febrero 13). “Decadent Carnaval”, p. 1.
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cumplían el mismo papel que tenían en las naciones africanas, esto es, una poderosa herramienta para construir comunidad y cohesión social. En este punto son muy relevantes las memorias del historiador William McNeill acerca de sus experiencias en instrucción y marcha en formación cerrada en el ejército de los Estados Unidos. “De alguna manera se sentía uno bien […] recuerdo un sentimiento de bienestar, más específicamente, un extraño sentimiento de expansión personal, una suerte de expansión, de ser más grande que la vida, gracias a la participación en un ritual colectivo […]. Movernos con rapidez y en tiempo era suficiente para sentirnos bien con nosotros mismos, satisfechos de estar moviéndonos al unísono y vagamente contentos con el mundo en general” (McNeill, 1995: 2). Según descubrí cuando formé parte de uno de los grupos del carnaval de Montevideo en el 2002, la experiencia de marchar y además tocar el tambor es aún más placentera y mucho más intensa que las experiencias descritas por McNeill. Tambores formados en cuerpos de diez, veinte, cincuenta o más producen un ritmo pegajoso a un volumen asombroso. Y a medida que marchan y tocan se funden en una sola y poderosa unidad social y musical, que mediante la fuerza de aquel ritmo, domina y comanda absolutamente todo a su alrededor78. Para miembros de una clase obrera urbana, compuesta por hombres que en su mayoría no dominaban su entorno ni sus vidas, ni sus destinos, la experiencia de pertenecer a uno de estos grupos o de escucharlo proyectar el mensaje de sus miembros y afirmar el poder de su barrio y de su clase, debió haber sido profundamente placentero y gratificante (sin mencionar el gozo de la música por sí sola). Por todo lo anterior, los cuerpos de tambores y marcha creados por las comparsas proletarias de finales de siglo resultaron ser el molde de las “sociedades de negros” que desfilaron en el carnaval de Montevideo durante todo el siglo xx y ahora en el siglo xxi79.
Para aproximarse a una descripción vívida de esta experiencia ver: Ferreira (1997: 90-92).
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Acerca de la evolución de las comparsas en los años de 1900 ver: El País (1976, marzo 19). “Con el tamboril en la sangre [suplemento especial]”, p. 5; González (1992).
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Conclusión En su reciente estudio comparativo del tango argentino, la samba brasileña y la danza cubana, John Chasteen señala algunas similitudes entre estas formas musicales, que se originaron en los encuentros entre las tradiciones musicales africanas y europeas. Sin embargo, a comienzos de 1900 cada uno de estos ritmos nacionales estaba “respondiendo […] al contraste de contextos nacionales” y desarrollándose en direcciones distintas. “Las raíces africanas estaban siendo gradualmente privilegiadas en Brasil, al tiempo que eran olvidadas en Argentina. En términos prácticos, los bailarines de samba del carnaval de Brasil añadían la percusión africana en los mismos años (la década de 1930) en que músicos y bailarines argentinos hacían más melancólico el tango. Entre tanto, los bailarines y músicos cubanos ni acentuaban ni olvidaban sus raíces africanas” (Chasteen, 2004: 14)80. En Uruguay tenemos otro contexto nacional y otro resultado. Al igual que la samba brasileña, el candombe fue intencionalmente “africanizado” a principios del siglo xx. Esto ocurría a medida que las comparsas inventaban un nuevo personaje “africano”, evocaban sus terruños perdidos en África y otorgaban a los tambores y demás instrumentos de percusión un papel preponderante en sus presentaciones. Pero en Uruguay ese proceso de africanización tuvo lugar en la última década del siglo xix y las primeras del siglo xx, antes que en Brasil, donde la africanización se dio hacia la década de 1930. Esta diferencia es crucial, ya que para esta última década Brasil y otros países de América Latina habían comenzado un proceso de reinvención de sí mismos como “democracias raciales”, como sociedades capaces de reconocer y festejar sus historias de mezcla racial y sus herencias culturales africanas. Treinta o cuarenta años atrás, ese proceso no había empezado; al contrario, la región todavía estaba firmemente dominada por el racismo científico y por los sueños de “blanqueamiento”, que las ideologías nacionales de democracia racial buscaron superar (Graham, 1990; Hale, 1989: 254-267; Reid, 2004: 117-124). Esos sueños estaban tan profundamente arraigados en Uruguay como en otros países de América Latina, y quizá mucho más a la luz del éxito de la Resaltado en el original.
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inmigración europea en el país. A raíz de su visita a Uruguay en 1913, el académico estadounidense W. J. Holland se refirió a “la política de excluir a los negros” (la inmigración negra había sido prohibida en 1890) y al “orgullo” expresado por sus anfitriones de que su país “es un país de blancos”. Al enumerar las razones que lo llevaron a estar “orgulloso de mi país”, Horacio Araújo Villagrán se regocijaba porque “ningún país de América puede ostentar una población como la nuestra, donde predomina de muy marcada manera la raza caucásica […]. El tipo nacional es activo, noble, franco, hospitalario, inteligente, fuerte y valiente y es de raza blanca casi en su totalidad, lo que implica la gran superioridad de nuestro país sobre otros de América en que la mayoría de la población está compuesta por indios, mestizos, negros y mulatos” (Araújo, 1929: 77-78 y 80; Holland, 1913: 94). Sin embargo, en el mismo momento en que las élites uruguayas se pavoneaban del éxito de su proyecto de “blanqueamiento”, los obreros de la capital de la nación, blancos en su mayoría, estaban formando comparsas multiraciales que trazaban sus orígenes hasta África. Se trataba de un desarrollo cargado de significados múltiples y a veces conflictivos. Sugeriría que uno de tales significados es el de las comparsas como contraparte cultural de los movimientos laborales interraciales que se estaban gestando en esa época en gran parte de América Latina. Durante esos mismos años (1880-1930) en los que Brasil, Cuba, Colombia, Venezuela y otros países corrían en pos de los sueños de blancura y europeización, sus obreros estaban creando movimientos laborales racialmente incluyentes, que para las décadas de 1930 y 1940 se convirtieron en la base de Gobiernos y coaliciones políticas populistas81. Construir tales movimientos no fue tarea fácil. Las identidades y diferencias raciales eran tan “reales” para los obreros de fin de ese siglo como lo siguen siendo para muchos hoy, e igualmente difíciles de superar. No obstante, la presencia de fuerzas laborales
Para el tema de movimientos obreros interraciales y su importancia política, ver: Reid (2004: 142-165). Para leer un excelente análisis comparativo del papel de la raza en movilizaciones obreras y políticas durante este período, ver: Scout (2005). Para consultar acerca de movimientos obreros en Uruguay específicamente, ver: Alexander (2005: 7-40); D’Elia y Miraldi (1984); Zubillaga (1996).
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multiraciales en cada país, así como la ausencia de legislación segregacionista y de prácticas que dividieran a esos grupos raciales el uno del otro, hacían posible que los obreros superaran las divisiones raciales para trabajar juntos, vivir juntos, luchar juntos e ir de fiesta y hacer música juntos. Los jóvenes montevideanos que luchaban por encontrar su lugar dentro de las jerarquías de clase, género y raza de una ciudad en proceso de crecimiento y modernización, lo lograban no sólo al unirse a los movimientos sindicales, sino también al formarse en regimientos del ritmo: unidades de ataque de primera línea que entraban en batalla, no con espadas y armas, sino con tambores y maracas, estrellas y lunas. Los tambores africanos suministraron el medio organizacional y una poderosa voz mediante la cual los miembros de la clase obrera citadina pudieron “hablarle” al resto de la ciudad y hacerse escuchar. Además de los tambores también hablaron a través de las letras de las canciones y de interpretaciones influenciadas por las ideologías raciales de la época. Al igual que sus homólogos estadounidenses tiznados, en otra de las sociedades del Nuevo Mundo que fue transformada en ese tiempo por la urbanización y la inmigración europea, parece que un segundo sentido de las comparsas proletarias fue el de servir como vehículo a los obreros para utilizar sus ideas respecto a la raza, a África y a lo negro, con el fin de enfrentar las ansiedades culturales tanto de inmigrantes europeos desarraigados de sus tierras natales que tenían que integrarse en una sociedad y en una economía extranjeras, como de los jóvenes campesinos nativos desplazados hacia la ciudad, muchos de los cuales eran incorporados a la fuerza laboral y al sistema industrial por primera vez.
Así como en los personajes de antología del minstrel estadounidense, el gramillero, la mama vieja y el escobero “eran personajes […] en quienes se proyectaban, se parodiaban y con ello, de alguna manera, se lidiaba con las ansiedades de una clase obrera” (Holt, 1995: 15). En ese proceso de proyección y desplazamiento los afrouruguayos pagaron un precio muy alto. En las canciones y presentaciones de las comparsas proletarias, las negras candentes, el ritmo ardiente y la sensualidad africana se juntaron para definir una visión de lo negro que ha sido totalmente absorbida
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por la cultura nacional y popular de Uruguay82. Esta visión aún fija la agenda del repertorio de las comparsas y ha tenido una enorme influencia en la definición de temas y objetos de estudio de escritores y artistas afrouruguayos83. El “ardor” rítmico y sexual refleja cierto poder asociado a lo negro, pero no se trata de la clase de poder que pueda producir avance social y económico e igualdad racial genuina84. ¿Qué se compró con el precio pagado por los afrouruguayos? Sin duda alguna, algo de inmenso valor. Cuando las comparsas llegan marchando por las calles, con sus banderas ondeando, sus bailarines danzando y sus tambores retumbando, se tendría que tener corazón de piedra y oídos de tapia para no emocionarse y regocijarse por el espectáculo y los siglos de historia que lo producen. Miguel García, percusionista y profesor afrouruguayo de percusión, explica que cuando marcha con su comparsa (Sinfonía Ansina), el espíritu de “un negro-viejo” marcha junto a él, guiándolo y tocando con él (Ferreira, 1997: 187).
Ver, por ejemplo, la película Candombe (1945), que mostraba esclavos africanos bailando el candombe “el tan-tan africano, motivo de lujuriosas orgías […]. Enloquecidos, frenéticos, se abandonaban a las más violentas y absurdas contorsiones, al ritmo sensual del batir de las lonjas”, en: El País (1945, febrero 26). “Interesante exponente de cinematografía nacional”, p. 5. O un artículo de 1953 que trazaba el carnaval al “ritmo cálido” que recorre la sangre de todos los negros, el cual ellos mismos trajeron de África. “Así como todo el otoño cabe en una sola hoja […] todo el carnaval cabe en un solo negro, con tal que tenga las motas bien puestas y el tamboril bien colgado”, en: Mundo Uruguayo (1953, febrero 26). “¡Carnaval de los negros, bienvenido seas!”, pp. 36-37. O los atributos para el baile de Marta Gularte, habilidad que decía haber heredado de su abuela “africana pura […]. A mí me corre esa sangre, empujándome a danzar de una manera bárbara y profunda, que me extenúa, me deja aniquilada e deshecha. Al rumor del ‘bongó’, cuando me llegan los sones del tambor africano, me entra primero una languidez, y después un frenesí que no comprendo. Mi cintura parece de goma, ondulo mi vientre, mis caderas, y siento desarticulados todos mis miembros […]. Es como si me poseyera el santo ‘Changoo’ [sic]”, en: La Tribuna Popular (1950, marzo 10). “Marta Gularte, la Reina Negra, bailó ayer para Xavier Cugat”.
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Para consultar acerca de los temas de las canciones en carnavales recientes, ver: Frigerio (2000: 110-125); acerca de la literatura afrouruguaya, ver: Britos (1989); Lewis (2003, esp. 13-26 y 47-61).
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Para este tema ver: Wade (1993: 245-252). Acerca de la desigualdad racial en el Uruguay actual ver: Ferreira (2002: 57-92); Instituto Nacional de Estadística (1998); Rodríguez Molas (2003).
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En una parte del mundo en la que país por país, África y lo negro han sido histórica y culturalmente asumidos como “invisibles”, los tambores de las comparsas y el candombe proyectan poderosos recuerdos sonoros de África y del pasado uruguayo en el espacio urbano moderno85. Aunque complicados, problemáticos y además parcializados como pueden ser tales recuerdos, son mucho mejores que el silencio.
El tema de la “invisibilidad” de la negritud en América Latina puede consultarse en: Helg (2004: 1-8); Minority Rights Group (1995); Vinson III y Vaughan (2004: 15-16); Wade (1997: 35-37). Acerca de la invisibilidad negra en Uruguay ver: Rodríguez (2003).
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Imágenes del “negro” y nociones de raza en Colombia a principios del siglo xx* Eduardo Restrepo […] hoy sube, lenta e indetenible, la sangre africana por las venas de nuestros ríos hacia las venas de nuestra raza (López de Mesa, 1920: 180).
En enero de 1918, el psiquiatra Miguel Jiménez López presentaba en Cartagena ante el Tercer Congreso de Medicina su Memoria “Nuestras razas decaen. Algunos signos de degeneración colectiva en Colombia y en los países similares. El deber actual de la ciencia” (Torres, 2001: 133)1. Ésta Memoria y una serie de conferencias dictadas durante 1920 en el Teatro Municipal en Bogotá por el mismo Jiménez y otros destacados intelectuales de la época fueron compiladas por Luis López de Mesa en un libro titulado Los problemas de la raza en Colombia. Dichas conferencias giraron en torno al debate derivado de la tesis sostenida inicialmente por Jiménez en su Memoria de 1918, según la cual existían una serie de claros signos físicos y psíquicos en la población que evidenciaban la “degeneración de la raza” en Colombia. Con mayor o menor detenimiento, este debate ha sido examinado por distintos académicos2 . A pesar de sus diferentes énfasis y perspectivas, todos confluyen en considerarlo como una de las expresiones más evidentes * Agradezco a Claudia Leal los juiciosos comentarios realizados a las versiones previas de este artículo, tanto para su publicación en la Revista de Estudios Sociales como para el presente libro.
En el libro editado por López de Mesa, el título con que aparece la Memoria de Jiménez sólo es conservado parcialmente: “Algunos signos de degeneración colectiva en Colombia y en los países similares”. La Memoria desarrollaba algunos de los puntos que ya había indicado en su lección inaugural de la “Cátedra de Patología Mental”, el 11 de agosto de 1916 (Torres, 2001: 128).
Castro (2007); Helg (1989); Noguera (2003); Pedraza (1996; 1999).
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del pensamiento racial en Colombia. En este artículo mi interés consiste simplemente en identificar y describir, lo más estrechamente ligadas al tono, los meandros argumentativos de los autores y las imágenes sobre el “negro” que circulaban en este pensamiento. Tales imágenes dicen más de la élite que de las poblaciones a las cuales supuestamente se referían. Evidencian las ansiedades, negaciones y aspiraciones en la imaginación de la población y del país de los letrados y expertos de la época. También me interesa explorar las nociones de “raza” que circulan implícita o explícitamente en la definición de tales imágenes. La degeneración de la raza emerge como una problematización3 que requiere del concurso del experto para interpretar acertadamente sus manifestaciones en la población. Esta problematización no sólo se queda en las preocupaciones del psiquiatra, sino que trasciende el consultorio y el congreso médico para devenir en un debate público en el que participan destacados expertos y figuras de la vida política. Es una problematización que perfila un conjunto de medidas a ser tomadas para intervenir de manera contundente en revertir el proceso de “degeneración” de la población. Dichas medidas implicaban una política de regulación de innumerables aspectos de la vida de la población, como conductas de alimentación, de higiene, de ritmos laborales y de ejercitación de los cuerpos y cultivo de las mentes, es decir, una biopolítica. El debate sobre la “degeneración de la raza” tuvo cierta visibilidad en el escenario intelectual de la Bogotá de la época. Algunas de las conferencias, presentadas al público en el Teatro Municipal, fueron comentadas en la prensa y en revistas (Pedraza, 1996). Sus participantes inmediatos fueron destacadas figuras en ciencias médicas y sociales, y algunos de ellos ocuparon luego cargos importantes de Gobierno. Así, por ejemplo, Miguel Jiménez López fue ministro de Gobierno (1922), representante a la Cámara, senador de la República, presidente del Directorio Nacional Conservador y representante por el país ante la Asamblea de las Naciones Unidas (1951). Por su parte, López de Mesa ejerció cargos públicos como el de ministro de educación
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Este es un concepto que retomo de Foucault (1988; 1999), el cual refiere al proceso mediante el cual un objeto del pensamiento es constituido como problema para ciertos individuos en contextos determinados.
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y más delante de relaciones exteriores, además de haber sido representante a la Cámara. No obstante, como bien lo indica Carlos Ernesto Noguera (2003: 209), este debate no se asoció en el país a la consolidación de un verdadero movimiento eugenésico ni mucho menos a su materialización, en una legislación y en políticas de Gobierno tendientes al “mejoramiento de la raza”, a través de la inmigración masiva de europeos. Entonces, su relevancia radica en que evidencia ciertas confluencias y disputas en cuanto a la caracterización de la población colombiana y los diseños de nación que estaban poniéndose en juego en determinados círculos intelectuales y políticos de la élite. En la primera parte de este texto me centro en la identificación de las diferentes imágenes del “negro” que explícitamente aparecen en los textos de las conferencias, y hago algunas alusiones puntuales a otros textos y autores. En la segunda parte, que titulo “mestización”, recurriendo a una feliz expresión de Luis López de Mesa, exploro cómo se interpretaba el cruce de las diferentes “razas” y cuáles eran las implicaciones políticas indicadas de tales cruzamientos, así como las alternativas sugeridas. Finalmente, examino la omnipresencia y ambigüedad del término “raza”, mostrando que incluso en medio de un debate signado por una “medicalización de lo social”, ésta no es una noción exclusivamente “biológica” (aunque supone lo biológico para su existencia) ni hay un consenso entre los autores sobre la relevancia explicativa de dicha categoría. Imágenes del “negro” Las referencias explícitas al “negro” en los pasajes de las conferencias reunidas en el libro Problemas de la raza en Colombia son escasas, aunque bastante elocuentes con respecto a las imágenes que estaban en juego. Se encuentran menciones puntuales y dispersas, antes que detalladas elaboraciones. Tal escasez en las referencias al “negro” también se presenta para el “indio”. Por lo tanto, no es que los conferencistas hablaran de este último con un mayor detenimiento, mientras que ocultaban o silenciaban las indicaciones al primero. En su Memoria de 1918 y en su primera conferencia de 1920, Jiménez hace un diagnóstico de la degeneración de la raza en el país, establece sus causas y sugiere las soluciones, mencionando sólo esporádica y vagamente las diferencias raciales en Colombia. Es únicamente en su segunda y conclusiva
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conferencia que Jiménez se pregunta de manera abierta por estas diferencias. Lo hace como respuesta a las críticas planteadas por otros conferencistas como López de Mesa y Jorge Bejarano, que cuestionaban la aplicabilidad de sus observaciones centradas en el Altiplano, con un tipo de población muy específica y marcadas por su labor en los consultorios médicos. Así, López de Mesa preguntaba: “¿Cómo, pues, tomar en conjunto el problema de nuestra raza, si tántas hay y tan variadas, y en tan variada proporción entremezcladas y reunidas? ¿Cómo considerar nuestros problemas ecuación de primer grado, si esta multiplicidad de razas y de mestizos se asocian y vegetan en aquella confusa profusión de climas que anoté antes?” (López de Mesa, 1920: 86). Según Jiménez tres son los “troncos raciales”, “núcleos étnicos” o “variedades humanas” que han confluido en América, en general, y en Colombia, en particular. Los vectores indicados para distinguirlos son lugar de proveniencia y color: En la zona intertropical de un continente nuevo se han yuxtapuesto tres troncos raciales: uno aborigen y dos importados en época reciente (cuatro siglos en la evolución humana son un tiempo muy corto). De estos tres núcleos étnicos, el aborigen es con toda probabilidad una dependencia de la gran familia mongólica; los otros dos son, uno de extracción aria o europea y el otro de proveniencia africana. Se han dado cita, pues, en nuestro suelo, las tres grandes variedades humanas: la amarilla, la blanca y la negra (pp. 335-336).
Esta yuxtaposición ha hecho del continente y de Colombia “una experiencia nueva, curiosa y por lo demás interesante, en la historia natural del género ‘homo’” (p. 336). Dados los “tres troncos raciales” que habitan en Colombia, Jiménez organiza gran parte de su última conferencia respondiendo a “dos interrogantes capitales: 1) ¿En qué forma se ha hecho sentir la influencia de esta zona sobre las razas que hoy la pueblan? 2) ¿Cuál de las tres variedades en presencia puede prevalecer en el futuro?” (p. 336). Con respecto a la primera, no tiene nada nuevo que agregar a lo que constituye su tesis central sostenida desde la Memoria de 1918. Esto es, que la influencia de la zona es nociva para los “seres organizados”, en general, y para la humanidad, en particular, siendo la causa profunda de la degeneración física y psíquica que diagnostica. En cambio, en el segundo “interrogante capital” se encuentran las líneas más explícitas sobre
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las imágenes de la “raza negra” que atraviesan su trabajo y que operaban implícitamente en sus formulaciones sobre la degeneración de la raza en Colombia. Al referirse a las razas que predominarían en el futuro, Jiménez diferencia dos grandes áreas geográficas en las cuales se perfilarían desarrollos distintos. Por un lado, estaría aquella comprendida por “las altiplanicies y […] las primeras gradientes de la región andina” (López de Mesa, 1920: 351), mientras que del otro lado estaría otra conformada por los “climas bajos” que incluiría “las regiones del litoral, hoyas de nuestros grandes ríos y vertientes más bajas de la cordillera” (p. 353). Para el área de las altiplanicies y las primeras gradientes de la región andina, vaticina la extinción de la “raza aborigen pura” como la consecuencia de verse “absorbida en parte por la sangre blanca, y consumida, en el resto, por los diferentes factores de destrucción, especialmente por la fatiga corporal, la miseria y las enfermedades” (p. 351). Por su parte, la “raza blanca pura” no encuentra un mejor pronóstico: “[...] ha sufrido serios ultrajes de la altura y de las endemias e intoxicaciones de la zona; es la que mayores quebrantos presenta en el sistema nervioso y en sus glándulas de secreción interna” (p. 352). En este pasaje pareciera que la tesis de la degeneración de la raza en Colombia de Jiménez se aplica con particular acierto para esta “raza”. Ahora bien, el “mestizo” parece correr con mayores perspectivas de futuro en esta región: “El mestizo es quizá el mejor organizado para los climas de montaña y para resistir a las diversas causas debilitantes provenientes del suelo, del aire, de los alimentos, de las aguas y de los diversos gérmenes parasitarios” (p. 352). Si bien el “mestizo” puede lograr “alguna eficiencia colectiva” con ayuda de la “higiene y la educación apropiada”, Jiménez no se muestra optimista: “[...] hasta hoy, su debilidad volicional, traducida por la inconsistencia de los afectos, por la movilidad de ideas y por la falta de dominio propio, lo ha mostrado bien poco organizado para la vida democrática y autónoma” (p. 352). Para los “climas bajos”, Jiménez no duda en predecir un futuro en el que predomina la “raza negra”: “Es pues la raza negra la que se ha mostrado más fecunda y próspera en estas latitudes, y no es aventurado admitir que en época no muy lejana ella predominará, al menos en la forma del producto mulato” (p. 353). En este sentido, señala, incluso, “el fenómeno de la africanización progresiva de nuestras razas en las regiones bajas”, sobre el que las observaciones y las cifras no le permiten tener la menor duda:
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[…] una ola de sangre de color oscurece de día en día nuestra población, imprimiéndole a su vez sus rasgos morfológicos y sus reacciones morales. Y es natural que así suceda. La raza negra, producto genuino del Trópico, está llamada a prosperar en él con sus caracteres peculiares; las razas diferentes de la negra, refractarias a los rigores tórridos, irán cediendo cada día: el resultado final no es dudoso (López de Mesa, 1920: 353).
De ahí que, como conclusión a su pregunta, considere que “de las tres variedades étnicas principales que forman nuestro fondo social, es la etiópica, con sus variedades, la que da mayores muestras de adaptación y de vitalidad” (p. 354). No obstante, esta “africanización progresiva” es preocupante a los ojos de Jiménez, pues esta “raza” se encuentra irremediablemente destinada al tutelaje y protección de “razas mejor dotadas”, como lo demuestran diferentes países en el mundo: […] los países donde el elemento de color va siendo preponderante han marchado lenta pero seguramente hacia el estado de tutela y de protectorado por otras razas mejor dotadas. Liberia adoptó desde su fundación ese régimen, merced a la cual ha subsistido, y, en nuestro continente, Santo Domingo y Haití están siendo una ilustración dolorosa de este fenómeno social (p. 353).
Esta línea de argumentación es esgrimida a finales de los años veinte por Laureano Gómez, en sus conocidas conferencias en el Teatro Municipal de Bogotá. Para Gómez el predominio de los “negros” en una “nación” la condenaba al desorden y a la inestabilidad política y económica: “En las naciones de América donde preponderan los negros reina también el desorden. Haití es el ejemplo clásico de la democracia turbulenta e irresponsable. En los países donde el negro ha desaparecido, como en la Argentina, Chile y el Uruguay, se ha podido establecer una organización económica y política, con sólidas bases de estabilidad” (Gómez, 1970: 48). Volviendo al texto de Jiménez, la “retracción de las capacidades para la vida civilizada” es consecuencia del acrecentamiento de las “defensas orgánicas” de las “razas”, que se han hecho más aptas y resistentes a la zona:
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Esta es otra de las formas de adaptación de la especie a nuestro suelo: el predominio de los más aptos y resistentes, de las razas hechas para la zona, que pueden hacer frente a las inclemencias pero que, en cambio, y por un equilibrio vital inexorable, a tiempo que acrecen sus defensas orgánicas, retraen sus capacidades para la vida altamente civilizada (López de Mesa, 1920: 353-354).
De los otros conferencistas, únicamente dos se refieren explícitamente a la “raza” o “sangre” “negra”, “oscura” o “africana” (o simplemente a los “negros”), pero sin que esto signifique mayor elaboración o detenimiento que en el caso del concepto dado por Jiménez. Entre quienes tienen referencias explícitas se encuentra el higienista Jorge Bejarano, quien se opuso punto por punto a los planteamientos de Jiménez sobre los signos físicos y psíquicos de la degeneración. No obstante, Bejarano confluía con Jiménez en su representación de la “raza negra”: Duros y resistentes a la acción deletérea de nuestros climas tropicales; ágiles y rápidos para surcar los ríos; aptos para el laboreo de las minas y para los menesteres agrícolas; fecundos con asombrosidad cuando viven bajo climas convenientes, los negros se multiplicaron por efecto de la generación y de la intensa introducción de ellos, con rapidez que sobrepasó a todo lo imaginado […]. La raza negra, favorecida por el sol tropical, por sus costumbres salvajes y por su escasa intelectualidad y moralidad, se reprodujo prodigiosamente y pobló las extensas comarcas de nuestros valles y ríos (Bejarano, 1920: 192).
Por su parte, Luis López de Mesa ofrecía el mismo diagnóstico de Jiménez con respecto a la paulatina influencia de la “sangre africana” en el país: “[...] hoy sube, lenta e indetenible, la sangre africana por las venas de nuestros ríos hacia las venas de nuestra raza” (López de Mesa, 1920: 180). López de Mesa esgrime tres hechos para sustentar su observación: en primer lugar, “porque se ve oscurecerse más y más la población colombiana al paso del tiempo, porque de los 58 000 esclavos negros que sólo había al comenzar el siglo xix, hoy hay 400 000 más o menos puros, y un millón de mulatos discernibles”; segundo, “porque la sangre oscura resiste en su sucesión de mezclas cinco generaciones y sólo tres la blanca”; y finalmente, “porque el trópico mata a ésta [a la sangre blanca] con sevicia [mientras que] la india cede terreno en la lucha vital” (p. 180).
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Bejarano y López de Mesa, al igual que Jiménez, establecen así una correlación entre las tierras bajas y la “raza” o “sangre” “negra” o “africana”, que les parece obvia. Estos autores consideran que existen unas características inmanentes a esta “raza” o “sangre” que la hacen particularmente apta para los climas de las tierras bajas, aquellos del sol tropical o del trópico a secas. Su prodigiosa reproducción y el exitoso poblamiento devienen en indicadores de tal singularidad y creciente influencia en el “oscurecimiento” o “africanización” de la población colombiana, por lo menos en aquellas regiones de “clima tropical”. De ahí que se considere un hecho que el “clima tropical” favorece a la “raza negra”, haciendo que ésta se reproduzca prodigiosamente mientras que aniquila la “sangre blanca”. Dada esta correspondencia entre la variación de ciertas áreas y las “razas”, Bejarano no duda en argumentar incluso la existencia de una necesaria geografía en la distribución de las razas y en el esbozo de sus cruzamientos: Así, pues, las razas y las castas, tuvieron su cruzamiento y su geografía inevitable y fatal: Los blancos e indios de color pálido, y los mestizos que de su cruzamiento nacieron, ocuparon las regiones montañosas y altiplanas; los negros y su cruzamiento con el indio, el “zambo” […] poblaron las costas y los valles ardientes (Bejarano, 1920: 192)4.
Esta imagen encuentra paralelo en los planteamientos de López de Mesa, cuando se refiere a la distribución de los diferentes “grupos poblacionales”: En tan vasto territorio y tan variados climas vegetan no menos variados grupos de población; blancos, indios y mestizos en esta Cordillera oriental; mulatos, blancos y negros en la Central y en la Occidental, con pequeños grupos
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Al igual que otros pasajes de la conferencia de Bejarano, este aparte tiene un estrecho parecido con los planteamientos de José María Samper “las razas y castas debían tener, como tuvieron, su geografía inevitable y fatal: los blancos é indios de color pálido bronceado y los mestizos que de su cruzamiento naciesen, quedarían aglomerados en las regiones montañosas y las alti-planicies; mientras que los negros, los indios de color rojizo y bronceado oscuro, y los mestizos procedentes de su cruzamiento, debian ploblar las costas y los valles ardientes” (Samper, 1969: 69). Estos préstamos de pasajes de un pensador liberal del siglo xix
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aborígenes, así como en los litorales y hoyas hidrográficas de nuestros grandes ríos, aunque más cargados de color ciertamente (López de Mesa, 1920: 85).
En su conferencia, Luis López de Mesa argumenta que para “estudiar algunos aspectos de esta lucha compleja entre la sangre y la zona” (p. 86), se podía partir de una descripción sumaria de “los climas divididos meramente en dos categorías: de tres mil a mil quinientos metros de altura, y de mil quinientos hasta el nivel del mar” (pp. 86-87). La “sangre española” o “las poblaciones blancas” encuentran “refugio” en el clima definido de entre 3 mil a 1 500 metros sobre el nivel del mar, pero “situadas más debajo de estos niveles han sufrido grave merma, y unas han degenerado, otras emigrado en lento éxodo de familias, y no pocas estancaron el crecimiento de su población” (p. 87). No había otra alternativa para el “hombre de origen europeo” que plegarse a las cordilleras para poder prosperar: “El hombre de origen europeo ha necesitado de replegarse a las cordilleras para poder prosperar en Colombia pero ya le llegó el momento de enfrentarse a la zona tropical bravía” (López de Mesa, 1934: 39). Además, se muestra claramente pesimista con relación a la zona que comprendía las tierras bajas: “En esta zona que va desde mil quinientos metros de altura hasta el nivel del mar, reside el escollo más grande en contra de la civilización y la raza” (López de Mesa, 1920: 180). Estrechamente asociada a esta mayor aptitud para habitar en la “zona tropical bravía”, se consideraba que la “raza africana” era más fuerte que otras “razas”. Este argumento se esgrimía como supuesta explicación de su esclavización e importación forzada durante el período colonial a América: Para esos climas [de nuestros valles ardientes] y esa labor ímproba que no se compadecía con el escaso rendimiento obtenido por el indio, fue menester volver los ojos hacia una raza más fuerte para el trabajo bajo los climas tropicales. Esa raza fue la africana (Bejarano, 1920: 191).
para un debate a principios del xx son bien dicientes, y ameritan un examen sobre las continuidades y rupturas de discursos entre las élites intelectuales de diferentes épocas. Sin lugar a dudas, los contextos de enunciación han cambiado, y es probable que incluso las mismas oraciones operen de manera diferente.
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Como lo planteaba López de Mesa en el pasaje antes citado, la mayor fortaleza de la “raza africana” se manifestaba incluso en el plano mismo de la “sangre”: la “sangre oscura” permanecía durante cinco generaciones de mezcla mientras que la “blanca” únicamente tres5. Sin embargo, esta fortaleza no significaba que no se pudiera diluir en un futuro relativamente cercano la “población de color” ante la creciente influencia de la “blanca”, teniendo como resultado un “tipo ligeramente trigueño”: Se puede, pues, anunciar que si cesa la inmigración, más o menos clandestina, de los afroantillanos, ocurrirá entre nosotros una absorción lenta de la población de color por la blanca, con el resultado de un tipo ligeramente trigueño, un poco a la manera árabe, de buen porte y bellos ojos, temperamento festivo, simpatía y generosidad, como es notorio en los octavotes y tipos de transición (López de Mesa, 1934: 49).
En autores como Jiménez, este razonamiento sustenta el diseño y la sugerencia de una serie de medidas que apelan a lo que podría denominarse una “aritmética de la sangre”, para que desaparecieran ciertos tipos o poblaciones y se posicionaran otros. Además de las características anotadas, circulaba una serie de asociaciones entre la “raza negra” y unos rasgos “intelectuales”, “morales” y de “civilización”. Ya en la cita antes mencionada, Bejarano subrayaba que esta “raza negra” tiene unas “costumbres salvajes” y una “escasa intelectualidad y moralidad”. Esto se contrapone a la manera en la cual describe la “raza europea”: “[…] superior en lo moral e intelectual e impedida para la multiplicación porque su objeto no era poblar ni asimilar y por indiferencia hacia razas inferiores, se aglomeró, reproduciéndose con lentitud, en las altiplanicies, y regiones suaves” (Bejarano 1920: 192). La “superioridad moral e intelectual” de los “europeos” sobre “africanos” e “indígenas” es una imagen del pensamiento racial
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Ahora bien, frente a la “sangre indígena” la “blanca” aparecía como dominante: “El contacto de la sangre blanca los va destruyendo [a los de sangre india más o menos pura] de manera inexorable […] por el predominio de su sangre en la mestización, lo cual biológicamente significa destrucción también” (López de Mesa, 1920: 88).
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de la época, ampliamente extendida entre estos intelectuales y las figuras políticas. Sobre esta jerarquización, por ejemplo, hacía eco a finales de los años veinte Laureano Gómez, quien sería posteriormente presidente de Colombia y una de las figuras más visibles del Partido conservador: “Nuestra raza proviene de la mezcla de españoles, de indios y de negros. Los dos últimos caudales de herencia son estigmas de completa inferioridad” (Gómez, 1970: 44). Como “razas salvajes” y “elementos bárbaros”, Gómez se refería igualmente a los indios y a los negros (p. 47). En posteriores publicaciones Luis López de Mesa complementa su imagen del negro al referirse a su “infantilidad”, a la que se asociaban una serie de modalidades de comportamiento y de rasgos de carácter que expresaban la falta de control de sí y de madurez, características propias de la adultez. En su ensayo Introducción a la historia de la cultura en Colombia, López de Mesa escribe: Se está dicho, y parece verdad, que el negro es un niño grande. Voluptuoso, enamorado de la vida, de la danza, de la música y del canto, ríe con los labios, con los ojos, con las manos y los pies; sin pasado, se pliega al medio ambiente en la lengua, religión, política y costumbres sociales. Curioso, vanidoso y zalamero, tiene virtudes de fidelidad y buen compañerismo, como lo demostró en el periodo de la esclavitud, y aun hoy hacen de él un buen camarada. De sus dialectos pocas palabras se conservan, de sus religiones apenas la inclinación a la superstición y resabios de magia (López de Mesa, 1930: 24).
Este símil de la “infantilidad” del “negro” se contrastaba con la de prematura vejez del “indígena del altiplano oriental”6. Por tanto, el contraste se subraya con la metáfora: “El negro mira la vida por el anteojo de larga vista que todo lo agranda, mientras que el indígena la contempla con el mismo anteojo tomado al revés, por el objetivo que aleja y empequeñece las imágenes” (p. 25).
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“[…] semeja, al revés, un viejo prematuro: melancólico, malicioso y apartado, conserva en el fondo la psicología de su raza; acepta el cristianismo a ciegas, no entiende bien la moral europea, frío en emociones, parece que entre el excitante y la reacción hubiese un tabique de aislamiento, sin que pueda decirse que sus sentimientos no sean profundos ni duraderos” (López de Mesa, 1930: 24-25).
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En uno de sus textos anteriores titulado El factor étnico, López de Mesa había ya establecido este contraste en términos muy similares: Todavía se percibe el antepasado africano en sus descendientes que viven en agrupaciones más o menos aisladas y aun en los que habitan en los pueblos de mediana cultura, donde los hemos visto conservar el prestigio de la magia, las danzas simbólicas, la nostalgia de la selva, los terrores infantiles del salvaje, la tendencia a vegetar indolentemente, el gusto por los alaborios, por los colores brillantes, por los acres aromas, por las bebidas destiladas, la sensualidad y el juego. Parlanchines, vanidosos y zarabandistas, cuán lejos están del aborigen taciturno, humilde, impenetrable, fatalista, como herido por un hado inexorable, sumiso a la intemperie, al hambre, a las injurias, como quien liquidara la vida y la hubiese hallado irreparablemente imbécil. De aquel niño sensual a este viejo prematuro hay distancias astronómicas (López de Mesa, 1927: 29-30).
En estos pasajes se indica “la discrepancia existente entre las diferentes razas, no sólo en su conducta, sino en los conceptos fundamentales de la vida” (p. 29). Dicha noción de “infantilidad” es igualmente central en la descripción de Laureano Gómez: “El espíritu del negro, rudimentario e informe, como que permanece en una perpetua infantilidad” (Gómez, 1970: 46). Para resumir lo expuesto hasta aquí, las imágenes del “negro” operan dentro de un pensamiento racial que supone varias “razas” como las constitutivas de la población del país, tanto históricamente como en el presente. En otras palabras, para los autores comentados la población colombiana es racialmente diferenciada, es decir, no es una entidad racialmente homogénea. Al “negro” se le atribuyen características propias de su “raza” o “sangre”, que lo hacen particularmente apto para habitar ciertas zonas (las de las costas y los valles ardientes, las tierras bajas o las zonas tropicales) en las que otras “razas” tienden a desaparecer a causa de la influencia del medio y el aumento demográfico del “negro”. De ahí que Jiménez y López de Mesa describan este fenómeno como el “oscurecimiento” o “africanización” de la población, principalmente de aquellas zonas, pero “subiendo” desde allí al conjunto de la población colombiana. La fortaleza es, pues, una de las imágenes del “negro” que circulan en los textos examinados. Fortaleza como resistencia a esas zonas prácticamente inhabitables,
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pero también expresada en el carácter dominante de su “sangre” al cruzarse con otras “razas”. Otra imagen consiste en la correlación entre ciertas zonas y la “raza” o “sangre” “negra” o “africana”. Dadas estas imágenes, no es de extrañar que para principios del siglo xx todavía hicieran eco argumentaciones esclavistas como la de que los africanos fueron traídos por su mayor resistencia para trabajar en ciertas zonas. Como contraparte a las imágenes de la resistencia y fortaleza, se anotaban otras imágenes del “negro” que apuntaban su inferioridad moral, intelectual y política, así como su a supuesta infantilidad. “Mestización” Estas imágenes marcan significativamente la concepción que Luis López de Mesa tenía sobre el cruzamiento de las “razas”. En general, consideraba que en Colombia se había dado una “mestización” entre una “raza superior” con dos “razas inferiores”: “La ventajosa posición social, pecuniaria y estética de los ibéricos y su tendencia a la unión con las razas inferiores, fue motivo de una “mestización” rápida que no ha cesado todavía” (López de Mesa, 1934: 50). Antes que una simple agregación de los caracteres de las “razas” progenitoras, de esta “mestización” surgen el “mestizo” y el “mulato”, ambos definidos por cualidades nuevas: “La mezcla de estas dos razas con el español no da productos que sean meramente suma y resta de caracteres, sino que en parte surgen algunas cualidades nuevas” (López de Mesa, 1930: 26). Siguiendo su razonamiento por contrastes, López de Mesa contrapone al “mestizo” y al “mulato”. Así, por un lado, “el mestizo no presenta la inteligencia disminuida del blanco por la inferioridad del indio a este respecto, adquiere sutileza, dón de análisis, benéfica inquietud que le permiten enderezar su rumbo hacia buenas posiciones en la política, el sacerdocio y la jurisprudencia, principalmente” (p. 26). Por el otro lado, afirma que […] El mulato elevará a orgullo la ingenua vanidad del negro, trocará la desordenada fantasía en mejor organizada imaginación; seguirá siendo voluptuoso, pero ya más activo y emprendedor; igualmente amable, mas ya rebelde. Tendrá, pues, amor por la literatura, por la oratoria y la poesía en primer término, gustará del lujo, derrochará fácilmente sus propios caudales y parte de los ajenos con una exagerada confianza en su capacidad y su destino (p. 26).
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Siguiendo con el contraste: “Ninguno de los dos logra la altura intelectual de las grandes síntesis, de la formación de nuevas ideas, de la invención. Las cimas de la inteligencia superior no parecen asequibles a su aliento” (p. 26). Finalmente, “con relación a la civilización […] el mestizo parece más inclinado a la parte especulativa de ella, digamos a la cultura, mientras el mulato al progreso material” (p. 27). Aunque siguiendo una explícita jerarquía racial en la que los puntos culminantes de la inteligencia y dominio de las pasiones estaban encarnados por el “blanco”, en los textos examinados de Luis López de Mesa, a los “mestizos” y “mulatos” se les representaba menos cargados de connotaciones negativas que al “indio” y al “negro”. Pareciera que la “sangre” o “raza” “blanca” o “europea” entraba en una especie de ecuación racial como el “factor” o “elemento” que necesariamente “mejoraba” otras “sangres” o “razas” (en gran parte, esa era la lógica subyacente a las medidas de inmigración sugeridas por Jiménez). Pero ese mejoramiento no era inmediato. López de Mesa consideraba que “[…] Los productos de la primera generación del cruzamiento son por lo general medianamente equilibrados, más de segunda y tercera ya se adaptan al terreno y estabilizan funciones dentro de un nivel social y racial más uniforme” (López de Mesa, 1934: 99). Así, para tener éxito la “mestización” (en la que obviamente debía participar la “sangre europea”) implicaba una sucesión de generaciones, en las que no sólo se fuera estabilizando, sino también diluyendo paulatinamente las influencias nocivas de las “razas inferiores”. Si para Luis López de Mesa la mestización, en donde participa la “sangre” o “raza” “blanca” o “europea”, era un factor de “mejoramiento”, la mezcla de las “sangres empobrecidas y de culturas inferiores” era rechazada como un error con nefastas consecuencias para el país y su futuro: La mezcla del indígena de la Cordillera Oriental con ese elemento africano y aun con los mulatos que de él deriven, sería un error fatal para el espíritu y la riqueza del país: se sumarían, en lugar de eliminarse, los vicios y defectos de las dos razas, y tendríamos un zambo astuto e indolente, ambicioso y sensual, hipócrita y vanidoso a la vez, amén de ignorante y enfermizo. Esta mezcla de sangres empobrecidas y de culturas inferiores determina productos inadaptables, perturbados, nerviosos, débiles mentales, viciados de
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locura, de epilepsia, de delito, que llenan los asilos y las cárceles cuando se ponen en contacto con la civilización (López de Mesa, 1927: 12).
En una posición que parece contradecir a López de Mesa, Laureano Gómez argumentaba de forma contundente que “Las aberraciones psíquicas de las razas genitoras se agudizan en el mestizo” (Gómez, 1970: 47). Para sustentar su planteamiento sobre los “efectos inmediatos y remotos de la mezcla de razas [que] son problemas dilucidados ampliamente por los etnólogos”, cita una “ley” formulada por Otto Ammon, en la cual: “En los mestizos se combinan las cualidades discordantes de los padres y se producen retornos hacia los más lejanos antepasados; las dos cosas tienen por efecto común que los mestizos son fisiológica y psicológicamente inferiores a las razas componentes” (p. 47). Por tanto, no es de extrañar que Laureano Gómez considerara que: “El mestizo primario no constituye un elemento utilizable para la unidad política y económica de América; conserva demasiado los defectos indígenas; es falso, servil, abandonado y repugna todo esfuerzo y trabajo” (p. 48). En una dirección parecida, Jiménez refuerza la idea de que el “mestizo americano” es un resultado de un “tipo extremo y aberrante”: “De este conflicto de sangres tan diversas y distantes han surgido profusamente, como de toda aproximación violenta, tipos extremos y aberrantes, así en lo morfológico como en lo psíquico” (Torres, 2001: 131). De ahí que no es extraño que en: “Los países donde este elemento racial predomina [el ‘mestizo’], como el Paraguay, Bolivia, Méjico, Centro América y el Perú son, por esta razón y no por otra, los que han ofrecido y siguen ofreciendo una historia política más agitada” (Jiménez, 1916: 352)7. Por lo menos en este último planteamiento sugerido por Jiménez, el mestizo era equiparado con el negro, pues ambos se esgrimían como explicaciones de la convulsión política. A pesar de su visión positiva del mestizaje, López de Mesa concordaba con esta posición, en tanto que consideraba como un “milagro” que Colombia no se hubiera sumido en la total anarquía debido a tanta heterogeneidad en su naturaleza y población: “Milagro fue y sigue siendo que Colombia se constituyese en república unitaria y que viva hoy en paz. La anarquía debió de ser la resultante de tanta heterogeneidad en su naturaleza y población” (López de Mesa, 1920: 86).
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Énfasis agregado.
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En oposición a estas percepciones pesimistas sobre la inestabilidad y caos político derivados directamente del predominio de componentes raciales “inferiores” (ya fuera el “negro” y sus descendientes o el “mestizo”), para Bejarano “probado está que la promiscuidad de las razas, en las que predomina el elemento inferior socialmente considerado, da lugar al reinado de las democracias” (Bejarano, 1920: 193). Como el mejor de los modelos políticos, la democracia era una forma de organización política posibilitada por una “promiscuidad de las razas” en las que el “elemento inferior” es mayoritario8. Entonces, no podrían estar más encontradas las visiones sobre los efectos de la mestización en el régimen político: violencia, caos e inestabilidad para Gómez, Jiménez y López de Mesa (una vuelta a la vida prepolítica), mientras que para Bejarano significaba la democracia (la expresión política por antonomasia). Omnipresencia y ambigüedades de la noción de “raza” Como se ha hecho evidente en los fragmentos comentados, la noción de “raza” abunda en las conferencias y otros textos examinados de la época. Sin embargo, esta omnipresencia no significa que sea fácil identificar a lo que estos autores se referían con tal palabra. Aparece con frecuencia tanto en la Memoria y en las conferencias de Jiménez, como en las de los otros conferencistas y en el título mismo del libro que las reúne (Los problemas de la raza en Colombia). Igualmente, es recurrente en las publicaciones posteriores de los expertos o figuras políticas de la época que he comentado. No en pocas ocasiones algunos la superponen o sustituyen con otros términos como “sangre”. A veces se puede suponer que opera tácitamente cuando se habla de “blancos” o “negros”, cuando antes o después estos términos son articulados con la palabra “raza”. También se asocia explícitamente con el término “biología” o con aspectos considerados biológicos. No obstante, en algunos casos indica otros aspectos como, por ejemplo, cuando se hace referencia al “espíritu” o al “alma” de las colectividades. Si en algunos autores la relación entre “medio” y “raza” se presenta de manera directa, en otros se matiza hasta cuestionar diferentes
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A este respecto, Bejarano retoma un argumento que ya había sido planteado a mitad del siglo xix por José María Samper (1969).
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versiones del determinismo ambiental. Mientras la gran mayoría da por sentado el término “raza”, no faltan voces que ponen en duda su consistencia. El término “raza” se sustituye, yuxtapone y contrapone a una amplia gama de palabras. Jiménez superpone una serie de términos que parecen operar como sus sinónimos: “tronco racial”, “agregado étnico”, “sangre”, “variedad humana” y “cepa”, entre otros. Reemplaza reiterativamente “raza” por “población”, “pueblo”, “país” y hasta “nacionalidad”. Habla de “nuestras razas” en plural, pero más a menudo de “nuestra raza” en singular. Se refiere a “raza” de diferentes formas: “nuestra raza”, “raza blanca”, “raza antioqueña” o “raza judía”9. En varias ocasiones usa el concepto de “raza” para designar animales como perros, vacas y cerdos (Jiménez, 1916: 51, 61 y 73), lo que significa que no la considera una noción aplicable exclusivamente a las “variedades” de la “especie humana”. En las conferencias y otros textos de López de Mesa (1920; 1927; 1930; 1934) también se encuentra esa multiplicidad. A lo largo de sus escritos se hallan un sinnúmero de términos y expresiones que parecen operar como sinónimos de la “raza”, pero ninguna con mayor frecuencia que “sangre”10. Bejarano se refiere al término de “raza”, pero también al de “sangre” (Bejarano, 1920: 193 y 197), “tipo” (pp. 192 y 197) o incluso “elemento” (p. 204)11. 9
Algunos de los términos son: “razas arias” (López de Mesa, 1920: 9), “raza etiópica” (p. 9), “raza caucásica” (p. 9), “razas aborígenes” (pp. 10 y 350), “raza blanca” (pp. 38, 345 y 351), “raza negra” (p. 353), “sangre de color” (p. 352), “razas nativas del continente africano” (p. 47), “raza antioqueña” (p. 55), “raza judía” (p. 342), “razas humanas” (p. 350), “razas del Trópico” (p. 351), “razas nativas” (p. 346). Además de los múltiples pasajes a los que se refiere simplemente como “raza”, “sangre”, “español”, “blanco”, “indio”, “mulato” o “negro” a secas, algunos de los términos utilizados por López de Mesa sólo en las dos conferencias de 1920 incluyen: “troncos étnicos” (p. 35), “grupos étnicos” (p. 144), “cepa” (p. 35), “poblaciones blancas” (p. 87), “hombes de color” (p. 95), “cepa peninsular” (p. 127), “pobladores negros” (p. 129), “raza aborigen” (pp. 89, 92 y 102), “raza indígena” (pp. 93 y 106), “raza india” (p. 95), “raza blanca” (pp. 95 y 129), “sangre sajona” (p. 88), “sangre india” (p. 88), “sangre blanca” (pp. 88 y 130), “sangre indígena” (p. 98), “sangre aborigen” (p. 114), “sangre negra” (p. 120), “sangre oscura” (p. 130).
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Sólo limitándose a las adjetivaciones explícitas de la palabra “raza”, se encuentran en las dos conferencias de Bejarano articulaciones como las siguientes: “raza indígena” (Bejarano, 1920: 191 y 192), “razas indígenas” (p. 192), “raza autóctona” (p. 195), “raza africana” (p. 191), “raza negra africana” (p. 193), “raza negra” (p. 192), “razas colombianas” (p. 193), “raza blanca” (p. 194), “nuestra raza” (p. 194), “familias raciales” (p. 195), “raza antioqueña” (p. 196), “raza mestiza europea” (p. 196), “razas aborígenes” (p. 233).
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En los otros autores cuyas ponencias están reunidas en el libro Los problemas de la raza en Colombia se percibe una menor diversidad de términos, pero al mismo tiempo una escasa utilización del término “raza”. El sociólogo Lucas Caballero (1920) y el instructor Simón Araujo (1920) hablan más del país, de la sociedad y de la población. A pesar de que en ocasiones algunos se refieren a la “raza” en Colombia en singular, existe un consenso en los conferencistas en cuanto a que en el pasado y en el presente de Colombia se encuentran diferentes “razas”. En su Memoria y primera conferencia, Jiménez es quien más recurre al singular, pero en su segunda conferencia deja en claro esta diferencia constitutiva y actual de las razas en Colombia. El sociólogo Lucas Caballero interpretaba las intervenciones de Jiménez de la siguiente manera: Tengo para mí que el doctor Jiménez López asiente a ello [de que no se puede asegurar que haya unidad de raza en Colombia] y que toma convencionalmente la denominación de raza por la población asimilada con una cierta unidad de vida que la historia ha modelado dentro de nuestra unidad geográfica y que ha venido a organizarse como Nación y como Estado (Caballero, 1920: 295).
En su concepto, no podía imputársele una unidad étnica a ningún Estado en los tiempos modernos, pues esto sólo se encontraría en las “pequeñas tribus salvajes” (p. 295). En el mismo sentido, López de Mesa en la introducción de Los problemas de la raza en Colombia, indica cómo las “naciones” constituyen “aglomerados étnicos”. Las diferencias también se presentaban dentro las poblaciones racializadas en Colombia. Así, para Bejarano y López de Mesa la diferencia entre las “razas aborígenes” era bien marcada, incluyendo variaciones tanto en “escalas de civilización” como en sus características somáticas. Del máximo salvajismo expresado en la desnudez e incluso en la antropofagia en las tierras bajas, hasta los “semicivilizados” habitantes de las altiplanicies con “industrias, de gobierno estable y aun de nociones científicas y morales relativamente avanzadas” (López de Mesa, 1920: 86). Los cuerpos también estaban signados por la diferencia.
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A su vez las razas aborígenes diferenciábanse en gran manera en la estatura y el color, en el valor y el carácter, que las hubo muy oscuras entre los Caribes, blancos casi […] [como] la tribu de los Guanes, por ejemplo; pequeñas de porte, algunas, como la muisca, y otras bien desarrolladas, como las que aun subsisten en las vertientes de los llanos hacia el Orinoco, y la alta y fornida nación de los Taironas del bajo Magdalena (p. 86).
La misma diferencia puede apreciarse en los africanos que fueron traídos como esclavos: “Tampoco parece que los esclavos negros tuviesen un mismo origen,y ya hoy sabemos algo del maremagno étnico africano que en ello nos confirma” (p. 86); de la misma forma en los europeos: Pero los troncos étnicos de aquellos grupos [de población diversos distribuidos en el territorio] no son uniformes a su vez [además] la misma cepa […] modifícase en las diferentes regiones colombianas tanto en su fisonomía, como en la psicología y aun en el acento (p. 85).
La diversidad (en una estricta jerarquía, sin lugar a dudas), antes que la homogeneidad, constituye uno de los tropos centrales de las conferencias y trabajos de Luis López de Mesa. En el mismo sentido, Bejarano considera que incluso desde la Colonia ha sido enorme la “variedad de las razas”: Cuando la época de la Colonia, esa variedad de razas, era ya enorme: hubo así la raza española y sus variedades; la indígena y sus variedades; la negra africana; la mestiza de españoles e indios, las diversas razas de indígenas provenientes de su fusión; la “zamba”, producto del cruzamiento entre indios y negros, y la “mulata” derivada de blancos y negros (Bejarano, 1920: 193).
Como es claro ya en este momento del análisis, los diferentes autores examinados utilizan la palabra “raza” con mayor o menor frecuencia en sus conferencias y escritos. Ahora bien, Bejarano es el único que, a pesar de que usa regularmente la palabra, cuestiona la pertinencia del concepto y las implicaciones de su utilización. En primer lugar, citando la autoridad de expertos en diferentes áreas del conocimiento, cuestiona que “raza” tenga alguna utilidad, además de
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otras razones, porque no se puede establecer una correspondencia entre las clasificaciones raciales y una demarcación en la “Naturaleza”: “Biólogos y sociólogos muy connotados; naturistas de todos los tiempos, llegan a la acorde conclusión que así como es difícil y casi sobrehumano, dar a la palabra “raza” su verdadera acepción, así también es de imposible y subjetivo llegar a clasificaciones a las cuales no corresponde ninguna demarcación en la Naturaleza” (Bejarano, 1920: 231). Además, a pesar de la diferencia de orígenes, los “componentes de un pueblo” terminan asemejándose por la influencia de múltiples factores: Refugiados sobre la misma tierra, encadenados por intereses comunes, ligados por uniones de sangre y de familia; evolucionando bajo la influencia del mismo medio psíquico y moral; expuestos y condenados a sufrir la misma impresión de tántas condiciones de herencia y de formación de su tipo fisiológico, intelectual y moral, los componentes de un pueblo, expresión puramente abstracta, acaban por asemejarse, a despecho de la diversidad de sus orígenes (p. 231).
Así, las distinciones argumentadas por la “teoría de las razas” han desaparecido ante el cruzamiento: “Gracias a la influencia del cruzamiento, practicado casi inconscientemente, han perdido sus distinciones especiales, si es que algún día las tuvieron” (p. 231). Por tanto, la relevancia de la “teoría de las razas” se encuentra en relación inversa al “avance de la humanidad”: “A medida que la humanidad avanza retrocede la teoría de las razas” (p. 231). Bejarano cuestiona igualmente los efectos negativos derivados de las distinciones raciales, ya que “este concepto personal de los caracteres que se asignan a una raza, es el que ha hecho que sobre la superficie de la tierra se extienda, como un velo trágico, el odio entre ellas y la división entre los mismos hombres” (p. 231). Cita la obra de Gobineau como el fundamento para “un himno entusiasta a favor de las razas llamadas superiores, y de una despiadada condenación de las llamadas inferiores” (p. 232), y como el origen del “falso e inhumano postulado de Nieztsche, ‘los débiles no tienen derecho a la vida’” (p. 232). Le atribuye a esta concepción de supuestas “razas superiores” lo que desde las categorías contemporáneas se consideran paradigmáticas expresiones de la discriminación racial:
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Esta [es] la causa de que en la vieja Europa se vean perseguidos pueblos a quienes se les ha lanzado el estigma de la inferioridad; éste el móvil principal del rechazo de una raza —que como la del lejano Oriente, dio una dura lección de patriotismo y de victoria al viejo pueblo ruso, carcomido y tambaleante; éste el primum movens, de que el rubio americano se sienta humillado y denigrado cuando el hombre negro se codea con él; ésta la reivindicación del derecho de los alemanes y turcos para asolar a pueblos que consideran como culpables de no querer disolverse en sus principios de constitución y poderío. Y llegando hasta nosotros quién no ve en esa asignada diferencia étnica, la causa de la osadía yanqui? (Bejarano, 1920: 232).
Este tipo de pronunciamientos y críticas son relevantes, puesto que nos invitan a examinar con mayor cuidado las tensiones en el pensamiento racial de la época encarnado por la élite intelectual y política. Otro de los puntos de las diferentes articulaciones del pensamiento racial en los autores que se han examinado estaba definido por la relación entre “raza” y “entorno”. En los materiales hasta ahora comentados se evidencia la amplia circulación del supuesto de que existían estrechas relaciones entre “zona” (“geografía”, “medio físico”, “ambiente natural” o “clima”) y “sangre” o “raza”. No obstante, se pueden identificar diferencias en la forma como entendían esta relación y sus implicaciones. Jiménez establecía una relación determinante: las diferentes “razas” eran la simple y directa expresión de las condiciones exteriores, de la influencia diferencial de las “zonas” o “climas” sobre la “naturaleza humana”. Más aún, la causa radical de la “degeneración” de la “raza” en Colombia era la influencia negativa de la zona del trópico sobre la población. Ahora bien, no todo estaba perdido. Para Jiménez las características adquiridas que mostraban una degeneración de las “razas” por influencia de condiciones externas nocivas eran susceptibles de revertirse en el curso de unas cuantas generaciones mediante un adecuado cruzamiento. De ahí su clamor por medidas de inmigración que introdujeran cuantiosos y adecuados contingentes de “sangre blanca” de ciertas regiones de Europa. Bejarano, en cambio, consideraba más flexible la relación entre el “medio” y las “raza”. Él proponía más la noción de “adaptación” constante y menos la de degeneración (p. 194). En contra de Jiménez, Bejarano argumenta que el
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hombre es un ser “cosmopolita por naturaleza” (p. 206), por lo que las “razas nativas” de los continentes africano y americano no deben considerarse como “desformaciones” de un tipo originario ante la violencia extrema de condiciones externas adversas, sino que son exitosas adaptaciones. En este “medio” distingue entre “orgánico”, “social” y “fisico”. El “clima” hace parte de este último, por lo que el “medio” no se puede reducir al “clima”12. Esto significa que el medio en sí mismo está moldeado por las acciones humanas y no es sólo una variable predefinida que determina la “raza”. Más cercanos a las posiciones de Bejarano que a las de Jiménez, para otros conferencistas como Calixto Torres Umaña13, la influencia del medio físico no era absoluta, pues el “hombre” está en capacidad de transformarlo para suprimir o atenuar sus influencias desfavorables: Es una verdad no desmentida que el trópico ejerce una acción deletérea sobre las razas humanas como sobre muchas especies animales. Pero es también un hecho demostrado por la experiencia que la inteligencia del hombre dispone de medios infalibles para hacer de los trópicos regiones absolutamente favorables a las condiciones de la vida animal (Torres Umaña, 1920: 177).
Ahora bien, donde parecían confluir los diferentes autores era en los preceptos del lamarkismo, es decir, que los caracteres adquiridos por un individuo mediante el uso o atrofia de un órgano podrían ser heredados por sus descendientes14. Torres Umaña afirmaba, por ejemplo: “[...] si se heredan los caracteres adquiridos en sentido desfavorable, con mayor razón los que son fruto de un restablecimiento en virtud de la fuerza biológica” (p. 178). Bejarano invocaba, incluso, la conocida tesis lamarkiana de que la función crea
La definición de clima que considera que se ha mantenido por siglos se la atribuye a Hipócrates: “[...] el conjunto de las condiciones físicas de una localidad en sus relaciones con los seres organizados” (Bejarano, 1920: 207).
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Médico, fisiólogo y reconocido pediatra, rector de la Universidad Nacional. Padre del conocido cura guerrillero colombiano Camilo Torres Restrepo.
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Para ampliar estos preceptos en el contexto de América Latina ver el conocido trabajo de Stepan (1991).
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el órgano, como una ley de la fisiología: “Si en el crecimiento y desarrollo del organismo entran factores profundamente decisivos como el clima, altura o nivel del mar, frío o calor, esos mismos factores influencian con mayor razón las funciones del organismo, ya que es ley de fisiología, que la función crea el órgano y que el funcionamiento de éste depende de factores como el medio ambiente” (Torres Umaña, 1920: 209). En los textos examinados de la época, “raza” es una palabra que estaba en la pluma y en la boca de todos. No obstante, los sentidos y alcances de una palabra relativamente omnipresente son bastante brumosos. Un punto de partida claro es que se puede afirmar que para los diferentes autores, “raza” se refería a algunos rasgos somáticos observables, donde el color de la piel era crucial. Bejarano, por ejemplo, escribía un pasaje como el siguiente: Las discordancias claras y precisas halladas entre el color y la talla, hacen aceptar la existencia de razas indígenas muy distintas. […] en el Perú se encontró una raza indígena enteramente blanca, y entre los caribes una negra, así en nuestro suelo, antes de la fusión del europeo con el indio y con el negro, había tribus rojas, rojizas, bronceadas, cobrizas, amarillo mate, pardo, casi negras y aun blanquecinas (Bejarano, 1920: 192-193).
Algo parecido había anotado López de Mesa en un pasaje comentado unos párrafos antes. Cabe subrayar no sólo que se consideraba como un hecho la existencia de diferentes “razas indígenas” siguiendo criterios como el color y la talla, sino también que el color blanco o negro de una “raza” no era exclusivo de Europa o África, respectivamente. Esto amerita ser subrayado, ya que se tienden a considerar ciertas correlaciones entre color y continentes, que por lo menos en estos pasajes son puestos en cuestión. La diferencia en color y talla de las razas en lo referente a estos rasgos observados en los cuerpos se atribuyen para Bejarano a “factores de orden climatérico” (p. 192). Factores externos, entonces, explicarían la diferencia de estas “razas”15. En este punto parecía coincidir con Jiménez (1920b: 350-351), quien no sólo derivaba las “razas” de las influencias negativas o positivas de las diferentes “zonas”, sino que atribuía las diferencias en la pigmentación entre ellas a ciertos tipos de rayos solares.
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Como es claro en los pasajes ya comentados a lo largo de este artículo, la noción de “raza” no sólo apuntaba a ciertos atributos somáticos como el “color” o la “talla”, sino también a rasgos “morales”, “intelectuales” y psíquicos, entre otros. Así, por ejemplo, para autores como Luis López de Mesa cada una de las razas poseía una suerte de “psicología”, una serie de características mentales que las diferenciaba entre sí. Aunque fuese hereditaria o aprendida en la socialización temprana (punto que no específica), esta psicología comprendía experiencias históricas colectivas: “La psicología de la raza aborigen fue determinada por sus condiciones de larga sumisión y padecimientos dentro de una índole peculiar suya” (López de Mesa, 1920: 92). Aquellas diferencias “psicológicas” entre los “grupos raciales” no eran el resultado tampoco de las variaciones en el clima, como un burdo determinismo pudiera argumentar: Es verdad que el clima frío de la altiplanicie predispone al recogimiento; verdad es que el ardor del trópico comunica a la sangre precoces apetitos y saca al hombre de su techo y de su yo; que el agro andino exige perseverante amor para rendir sus dones, y que el río y el mar invitan a peregrinar y a vivir efusivamente. Páreseme, sin embargo, que estas influencias no crean la índole de aquellos grupos raciales, sino que a estas se añaden para exaltarlas más aún (López de Mesa, 1934: 8).
Como se desprende de las trascripciones de los textos sobre las imágenes del “negro”, los diferentes autores atribuían ciertos rasgos “morales” e “intelectuales” a esta “raza”. Igualmente lo hacían para otras, mediante la definición de unas caracterizaciones que trascendían rasgos de color y talla de los cuerpos. Una de las que más visibilidad adquiría en los diferentes escritos es la “raza antioqueña”, para la cual se destinaban las más diversas apologías, apareciendo como el paradigma del progreso, de la moralidad y del deber ser. Detenerme en el examen del discurso racial del antioqueño escapa a los propósitos de este texto16. No obstante, en aras de ilustrar cómo ciertas características corporales
Para un estudio de las imágenes de las articulaciones raciales de los “antioqueños” ver: Appelbaum (2003).
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aparecían conjuntamente con rasgos de carácter, morales o incluso relacio‑ nes sociales específicas, podrían transcribirse pasajes como el siguiente: En Antioquia la raza ha evolucionado hasta la más profunda divergencia social y política con el resto de la República. La familia y el Gobierno son formaciones suyas muy especiales […] lo mismo que el carácter individual de sus pobladores. Tienen una fisonomía angulosa, plegada y recia, severa y varonil, sobre una contextura general alta, fuerte, nervuda y un poco pesada al andar (López de Mesa, 1920: 85).
Igualmente, basta recordar las descripciones de Jiménez sobre los dos aspectos de la degeneración (físico y psíquico) de la “raza” o los caracteres atribuidos a los contingentes de “raza” europea, que con su inmigración se constituían en el remedio radical. Algunos autores argumentaban, incluso, que las razas poseían un “alma”. Esto suponía algo diferente de la “sangre”, pero que se encontraba estrechamente imbricada a ésta. López de Mesa escribía: “Vosotros habéis abierto una inquisición sobre la raza como sangre; yo la he extendido a la raza como espíritu también y como nacionalidad” (p. 188). En un pasaje anterior, recordando una anécdota en la cual “un simpático negro de mis montañas, muy culto y muy ladino”, afirmaba que “‘Nosotros los representantes de la raza latina’”, López de Mesa reflexiona sobre la verdad de tal afirmación y descarta la burla que pudiera suscitar “la antítesis que él mismo [el simpático, muy culto y ladino negro] planteaba”, puesto que “el alma de las razas está en su lengua” (p. 99). De ahí que el idioma esté estrechamente asociado al “espíritu de las razas” que constituyen la nación y sea objeto de mayor atención: “[...] las naciones más avanzadas cuidan de su idioma, como exponente cultural, como contingente del espíritu de sus razas y de la modalidad nacional que las informa, diferencia y guía, y como vehículo inapreciable de sus propias ideas, carácter y sentimientos” (p. 97). Es relevante anotar que cuando se habla del “alma” de las “razas” no se establece una necesaria correspondencia con ciertos rasgos de los cuerpos como el color. Laureano Gómez se refería igualmente al “alma de las razas”, cuestión que para él comprendía un ámbito misterioso e incierto en la “psicologia de las colectividades”:
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Nadie puede explicarse el alma de las razas, pues todo es misterioso e incierto en la psicología de las colectividades. A pesar de ser esto así, puede percibirse que en cada pueblo hay un rasgo característico, que aunque enigmático, es persistente, arranca del pasado y subsistirá en el futuro a través de las peregrinaciones de la sangre y del espíritu (Gómez, 1970: 41).
Nótese la sustitución de “raza” por “pueblo” y la asociación de “sangre” y “espíritu”, así como el hecho de que cada raza poseería como rasgo distintivo un “alma”, entendida ésta como la “psicología de las colectividades”. Las relaciones entre “raza” y “cultura” son aún más complicadas de discernir. La palabra “cultura” aparece con tan diversos sentidos y articulaciones como la de “raza”, aunque se la menciona escasamente. A diferencia de la omnipresente palabra “raza”, la palabra “cultura” se halla en pocas ocasiones. No obstante, esto no hace que sus referentes sean más claros o unívocos, e incluso menos cuando se la piensa en relación con “raza”. En varios de los fragmentos trascritos hasta ahora ha aparecido la relación entre “raza” y “cultura” en el sentido otorgado por Jiménez, es decir, como la incapacidad de las razas nativas de África y las del continente Americano para producir o incluso asimilar las “altas formas de cultura” que asocia a los europeos: “Todos estos productos son aptos, sin duda, para habitar sus respectivos climas y para sufrir las inclemencias naturales, pero se han mostrado, hasta hoy, incapaces de producir, ni de asimilar tan sólo, las altas formas de cultura humana” (Jiménez, 1920a: 47). De ahí que Jiménez establezca una clara jerarquía asociada a la relación entre “raza” y “cultura”: “Parece demostrado que las razas superiores, aquellas que están llamadas a una cultura intensa no pueden hallar aclimatación ni son capaces de florecimiento sino en las zonas templadas, bajo el trópico, decaen y desaparecen en breve” (p. 33). La idea de que existan unas “altas formas de cultura” o una “cultura intensa” supone que hay unas no tan altas (o bajas) formas de cultura o unas culturas no tan intensas. Sin embargo, estos términos no son explícitamente planteados por Jiménez. Laureano Gómez también establece un argumento parecido: “[…] ni por el origen español, ni por las influencias africana y americana, es nuestra una raza privilegiada para el establecimiento de una cultura fundamental, ni la conquista de una civilización independiente
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y autóctona” (Gómez, 1970: 49). Desde su perspectiva, existirían diferencias en la constitución misma de las “razas” que las perfilarían o no como capaces del establecimiento de una cultura fundamental. Para referir a una cita ya comentada de López de Mesa (1927: 12) que apunta en la misma dirección, el término de “culturas inferiores” (“sangres empobrecidas”) se asocia a la “mezcla” del “elemento africano” con los indígenas de la Cordillera Oriental. En los diferentes textos es posible identificar otras asociaciones de la palabra “cultura”. Por ejemplo, en un pasaje en particular López de Mesa parece entender “cultura” como un componente de la civilización, como su “parte especulativa”. Ésta se diferencia del progreso material y hacia ella se encuentra más inclinado el “mestizo”17. Este mismo autor, al describir al indígena del altiplano recurre a la noción de “cultura en profundidad”, para dar cuenta de una serie de actitudes y características “de una raza que mira principalmente hacia adentro, de una raza que tiende a una cultura en profundidad” (López de Mesa, 1934: 8). En la misma dirección, en una de sus conferencias López de Mesa hablaba de “cultura mental” para referirse a la “raza indígena”, cultura que era considerada por él como limitada por las dificultades económicas a las que se encontraba sometida: “[...] las dificultades económicas de la raza indígena no permiten la cultura mental sino hasta cierto límite” (López de Mesa, 1920: 93). Estos planteamientos de la “raza” como alma o de su relación con la “cultura” introducen un registro que, por un lado, se distancia de una restricción de la noción de raza a un ámbito estrictamente “biológico” y que, por el otro, parece estar en correspondencia con aquello que han indicado distintos académicos para América Latina. Marisol de la Cadena (2004) ha insistido sobre este punto al mostrar en sus trabajos —centrados en Perú— que la “raza” es articulada apelando a la “cultura”. En el mismo sentido, Peter Wade (2003: 271) sostiene que para América Latina no se pueden limitar las clasificaciones raciales a criterios estrictamente biológicos, pues a menudo son criterios de orden cultural los que constituyen estas clasificaciones.
“[…] con relación a la civilización […] el mestizo parece más inclinado a la parte especulativa de ella, digamos a la cultura, mientras el mulato al progreso material” (López de Mesa, 1930: 27).
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A modo de conclusión Las imágenes sobre el “negro” identificadas en los textos examinados se inscribían en una clara geografía y jerarquía (moral e intelectual) de las razas. Uno de los supuestos compartidos es el establecimiento de una ineluctable “geografía de las razas”, que suponía correlaciones entre las características de ciertos lugares (zonas, climas, medio físico, ambiente natural) y las disposiciones de determinados conglomerados racializados. Las tierras bajas, el clima tropical o simplemente el trópico operaban como indicadores del lugar (geográfico y de cercanía a la naturaleza) del “negro”. El “negro” se lo representa así desde un pensamiento racial que lo asocia a determinadas áreas y condiciones geográficas más que a otras. Como consecuencia de su propia “naturaleza”, puede habitarlas y prosperar allí. Áreas y condiciones que se imaginan distantes —cuando no contrarias— al dominio de cuerpos, subjetividades y espacios considerados propios de la civilización y el progreso. El “negro” es situado en una mayor cercanía a la naturaleza, a la animalidad pasional, a la infantilidad y al pasado y, por tanto, en un lugar contrapuesto a la civilización, a la madurez y al progreso. Así, las imágenes del “negro” se organizan en un contraste entre civilización y naturaleza. Más cercano a la naturaleza —en las zonas climáticas más opuestas al avance de la civilización y sin dominio sobre sus pasiones— se imagina al “negro” como una antitesis de la civilización. Desde esta serie de premisas, la inestabilidad y el tutelaje político siguen ineluctablemente a la predominancia demográfica del “negro”. Por esto la “africanización” u “oscurecimiento” progresivo de sectores o del conjunto de la población colombiana constituía una razón de angustia para estos intelectuales de la élite. Se imponía una especie de pesimismo racial, pues representaba trabas más o menos insoslayables en el futuro colectivo: en sus versiones extremas, la condena al caos y a la inestabilidad política, al alejamiento de los logros intelectuales, morales y del comportamiento de la civilización. Las distinciones y la jerarquía racializada de la población, que atravesaba las imágenes del “negro”, marcaban igualmente cómo se consideraban los resultados de los cruces de las razas. En general, la “mestización” de “negros” e “indios” con europeos o con sus descendientes era concebida como un
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mecanismo de “mejoramiento” poblacional. Ahora bien, como lo ha argumentado Santiago Castro (2007), mientras para algunos ( Jiménez) éste era el mecanismo de mejoramiento por antonomasia (la urgente medida ante la degeneración de la “raza”), para otros (Bejarano y López de Mesa) las intervenciones sobre las diferentes poblaciones remitían más a aspectos de higiene y educación. Sin embargo, el “mestizo” (en el sentido más amplio de la palabra) no era objeto de consenso: mientras que para unos se constituía en la condición de posibilidad de la democracia (Bejarano), para otros (Laureano y Jiménez) éste explicaba la inestabilidad política de los países donde predominaba, especialmente si el “componente africano” era el más marcado. En un horizonte político más amplio, esta diferencia debe entenderse como un contraste entre las tendencias liberales-demócratas y conservadoras. Para las primeras, la mestización significaba la imposibilidad de que un sector poblacional argumentara títulos de nobleza desde criterios como la pureza de sangre o el linaje, lo que teóricamente ubicaba a todos en un plano de igualdad para el ejercicio de la ciudadanía. Para las segundas, significaba la dispersión y generalización de características morales e intelectuales de las “razas inferiores”, que eran contrarias al orden social y político que autoritariamente había que defender. A pesar de la ubicuidad de la palabra “raza”, en gran parte de los textos examinados se puede apreciar la heterogeneidad de sus sentidos y algunas contradicciones entre este puñado de intelectuales. Aunque se utiliza el término de “raza” como sinónimo de “pueblo” colombiano, en general los autores establecían una distinción de al menos tres razas (sangres o troncos étnicos, entre otras categorías) como constitutivas en el proceso histórico de la formación poblacional del país, pero también de una diferente distribución geográfica. En los materiales examinados la “raza” es más problemática y menos homogéneamente definida de lo que a veces tiende a pensarse, debido a la autoridad de los discursos de “medicalización” de la sociedad y de lo que se conoce como el “racismo científico”. Incluso algunos autores como Bejarano mostraron su inconformidad frente a algunos de los supuestos del pensamiento racial predominante y sus supuestos sobre la influencia del medio en las poblaciones humanas. Cabe destacar que los autores examinados operan categorías de “raza” que no se circunscriben a concepciones estrictamente biológicas. Si bien “raza” se
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refería en algunos aspectos a rasgos que podrían aparecer como “biológicos”, éstos no agotaban sus sentidos ni de ellos se derivaban causalmente otros aspectos como lo “moral”, lo “intelectual” o lo “psicológico” de las agrupaciones poblacionales racialmente desagregadas. No obstante, esta heterogeneidad de significados del término raza se daba dentro del marco de una misma formación discursiva, que por un lado establecía una distinción entre lo biológico y el medio (clima, zona, ambiente) y, por el otro, entre la sociedad, cultura o historia del otro. Esta distinción funda el pensamiento racial en el que operan los autores comentados en este artículo y que subyace a sus disensos y disputas (De la Cadena, 2007). Un punto que llama la atención es que, a pesar de las diferencias y desacuerdos sobre las nociones de “raza” que pueden ser identificados en los autores examinados, existe un consenso sobre gran parte de las imágenes del “negro”. Esta confluencia debe ser entendida por la sedimentación e inercia de imágenes del “negro”, que se remontan a la Colonia y que en muchos aspectos constituyen hoy nuestro pensamiento. Un análisis de las imágenes “preracializadas” del “negro”, como las del temprano periodo colonial, y “etnizadas”, como las de ciertas esferas del imaginario teórico y político contemporáneo, mostraría en su dimensión real la especificidad del pensamiento racial propio de las primeras décadas del siglo xx. Aunque esta es una labor que escapa los alcances de este texto, me gustaría terminar con algunos planteamientos en esta dirección que deben ser tomados como hipótesis de trabajo para ser contrastadas. De manera muy general, se puede argumentar que el lugar de “lo biológico” (a pesar de su heterogeneidad y amplitud) distingue el pensamiento racial de la segunda mitad del siglo xix del asociado al debate de la degenera‑ ción de la raza en los albores del siglo xx, en cuanto a la explicación o cuestionamiento de las diferencias y jerarquías raciales. En el pensamiento racial de la segunda mitad del siglo xix se apelaba a la “raza”, a la “sangre” o al color en la caracterización de poblaciones con enunciados como los siguientes: los “negros” (o la raza negra o africana) son de tal o cual manera, tienen (o carecen de) tal o cual comportamiento o habilidad, están mejor adecuados para tal tipo de labor o para habitar ciertas áreas y climas18. Estas características Sobre este punto puede ver: Restrepo (2007).
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se explicaban con base en la existencia de propiedades inmanentes a las poblaciones, propiedades que definían su “naturaleza”. Ahora bien, la diferencia sustancial con el pensamiento racial de principios de siglo xx examinado en este artículo radica en la traducción de esta “naturaleza”, de estas propiedades inmanentes en términos biológicos. La biología como una formación discursiva de ciencia positiva ofrece una serie de categorías y supuestos que constituyen el principio de inteligibilidad de este tipo de pensamiento racial. La diferencia humana se piensa en términos de razas que son biologizadas, esto es, que son consideradas como entidades discretas de disposiciones biológicas innatas. Sin embargo, esta biologización no reduce la “raza” a lo “biológico”, puesto que los aspectos no-biológicos (como el “espíritu”, la “educación” o el “carácter”) son a menudo variables incorporadas en la definición de las diferencias raciales. Lo que hay de particular es que lo biológico se constituye en un principio de inteligibilidad articulador del pensamiento racial de principios del siglo xx. De ahí que los disensos y dispersiones dentro de este pensamiento racial se establecen partiendo del supuesto de la existencia de “lo biológico”19. Si se contrasta este pensamiento racial con la relativamente reciente “etnización” de las imágenes del “negro” (o, mejor, de las “comunidades negras”), se pueden evidenciar ciertas continuidades y transformaciones, de las cuales mencionaré rápidamente dos. Por una parte, la cercanía con la “naturaleza”, que era entendida como rasgo de barbarie y distancia de la “civilización”, no se rompe sino que se rearticula en el significante de “ecólogos por naturaleza” (Wade, 2004). No se pone en cuestión su cercanía con la naturaleza ni la lejanía de “nosotros los occidentales”. Al contrario, las imágenes abundan en referencias a la relación armónica de las “comunidades negras” con la naturaleza, en las “prácticas tradicionales de producción” que son ecológicamente sustentables y se constituyen en la expresión de una sabiduría ambiental. Por otra parte, la “etnización” de la negridad se inscribe en el pensamiento racial, en tanto que opera con una noción de cultura definida por una exterioridad
En una dirección parecida, Julio Arias (2007) contrasta esta especificidad del pensamiento racial que apela a la biologización con la obra de José Francisco de Caldas a finales del siglo xviii y principios del xix, para concluir que es un anacronismo considerar los planteamientos de Caldas como elaboraciones raciales.
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constitutiva a lo biológico: la cultura es construida como lo no-biológico, y lo biológico se refiere a lo no-cultural (Trouillot, 2003; Visweswaran, 1998). Ahora bien, la diferencia radica en que el centro de gravedad explicativo se desplaza hacia lo cultural y el discurso antropológico, lo que lo constituye un pensamiento racial culturalista.
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Purificar la nación. Eugenesia, higiene y renovación moral-racial de la periferia del caribe colombiano (1900-1930) Jason McGraw Traducción de Marcela Echeverri
Laureano Gómez, periodista y político conservador, dio en junio de 1928, una conferencia pública en el Teatro Colón de Bogotá en la que describió un vuelo aéreo sobre la costa Caribe de Colombia. La geografía tropical de la zona le recordaba a la cuenca del río Amazonas con su exuberante verde, su paisaje virgen y, para su preocupación, el estado incivilizado en que vivían las poblaciones que lo habitaban. Este último elemento resultó ser el centro de la crítica de Gómez a la sociedad colombiana, especialmente a aquella parte que vivía en las márgenes físicas y sociales, alejada de la vida cultural de las provincias del interior. Esta metafísica primitiva [de las tribus amazónicas] tiene una consecuencia forzada que podemos observar entre nosotros, en algunas comarcas del Bajo Magdalena y de los otros ríos tropicales […]. Es una profunda inercia para la cultura, una letargía invencible.
El medio ambiente era en parte responsable de ese letargo: “[...] bajo aquel suntuoso y aterciopelado manto no hay nada útil para la vida humana, sino bejucos y maleza”. Sin embargo, el problema también estaba en el hecho que, según Gómez, la Costa había caído bajo el influjo de una cultura extranjera, en particular la norteamericana. Peor aún, la región del Caribe
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se había formado a partir del “espíritu del negro, rudimentario e informe, como que permanece en una perpetua infantilidad”. Además de ser mentirosos y adoradores de falsas imágenes, los negros pertenecían a las “raza[s] salvaje[s]” que constituían “los elementos bárbaros de nuestra civilización”. Al final de su juicio negativo sobre la región Caribe, Gómez afirmó que “en largos trayectos de vuelo, no se distingue huella alguna de vida civilizada” (Gómez, 1970: 29-30 y 46)1. La conferencia, publicada el año siguiente como “Interrogantes sobre el progreso de Colombia”, fue controversial por su profundo pesimismo ante la situación de la Nación. Sin embargo, aún las evaluaciones más críticas de algunos de los colegas de Laureano Gómez, quienes publicaban sobre raza y cultura en el mismo periodo, no refutaron su argumento de que la periferia de la Nación, incluyendo la costa Caribe, carecía de civilización (Henderson, 1988: 178-179)2. La crítica de Gómez a la región Caribe apareció en el momento de mayor difusión del movimiento intelectual mundial conocido como la eugenesia (la ciencia del mejoramiento de los linajes), que a pesar de sus variaciones entre países planteaba los problemas del desarrollo y del declive nacional en términos similares (Dikotter, 1998: 467-478)3. La predominancia entre los eugenistas colombianos (y latinoamericanos) de una visión neolamarckiana, según la cuál se creía que los rasgos adquiridos eran heredables, les llevó a ver en las causas externas posibles hipótesis de lo que percibían como un proceso de degeneración, así como a plantear soluciones sociales que prometían la renovación biológica (Stepan, 1991: 66, 70-74, 76 y 92-93). Algunos intelectuales y empleados públicos compartían con Gómez la creencia de que tal degeneración había surgido por la inferioridad racial del país, el declive moral, la distancia entre sus culturas y la amenaza a la soberanía territorial.
Aline Helg dice que la conferencia de Gómez fue “una nota discordante” entre las ideas de sus contemporáneos (Helg, 1989: 51). Margarita Serje dice que la interrelación entre los discursos de periferia, salvajismo y otredad ha sido una constante en la historia de Colombia (Serje, 2005: 4).
Para una mirada general al pensamiento racial en Colombia durante comienzos del siglo xx, ver: Helg (1989: 39-53).
Sobre la eugenesia en América Latina, ver: Stepan (1991).
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Durante la época eran comunes las imágenes de Colombia y en particular de la costa Caribe, como territorios en peligro a causa de la influencia extranjera, y en un estado de aislamiento social y económicamente atrasado. En conjunto, estos estudiosos y escritores inspirados en la eugenesia ayudaron a solidificar la representación de los costeños como un grupo en condiciones morales y culturales no aptas para la ciudadanía, una visión no muy diferente a la de Gómez sobre los indios nómadas del Amazonas (Serje, 2005: 6, 11-12 y 24-25). El debate eugenésico sobre el progreso y el declive de la nación en Colombia, en el cual el Caribe figuró con prominencia, tuvo lugar durante el despertar de los dramáticos desordenes políticos y del cambio social de principios de siglo. Después de la desastrosa Guerra de los Mil Días, la subsiguiente pérdida de Panamá y los resultantes desajustes económicos y malestares sociales, los líderes políticos e intelectuales colombianos se propusieron reconceptualizar las fronteras físicas de la Nación y repensar los límites internos de la cultura colombiana. Varias veces identificaron una fragmentación social ligada a lo racial como causa y efecto del desorden interno, pero las soluciones que propusieron venían casi siempre en un lenguaje con fuertes tonos morales. Aún cuando la situación económica de Colombia mejoró después de la Primera Guerra Mundial, las dinámicas simultáneas producto de enfermedades contagiosas, desigualdades sociales y demandas del mercado externo crearon preocupaciones entre las élites comerciales y políticas del país (Uribe Célis, 1991: 41 y 58). Las motivaciones de algunos reformistas provenían de su compasión ante el sufrimiento que producían la pobreza y la enfermedad; sin embargo, muchos colombianos de la élite hicieron uso del lenguaje de la eugenesia para articular sus preocupaciones sobre los supuestos desórdenes que venían con el cambio social acelerado. Al vincular las ideas de contaminación racial, decaimiento moral y enfermedad, la eugenesia pretendía exponer los problemas de la falta de orden entre los cuerpos y dentro de las regiones, a la vez que ofrecía soluciones a esos mismos problemas (Vallejo, 2005: 236-237). En respuesta a las teorías del declive nacional, inspiradas en la eugenesia, los líderes políticos colombianos se volcaron hacia la higiene como una solución esencial. Los agentes del estado y los reformistas locales se plantearon el reto de combatir la enfermedad y promover la salud moral y física. Al acoger
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una serie de prácticas basadas en un lenguaje moralista, que incluían la educación social, la purificación social y el control social, el movimiento a favor de la higiene convirtió la lucha contra la degeneración racial en un deber patriótico. Estos proyectos también reprodujeron muchas de las contradicciones políticas y raciales reinantes, que conformaban la vida de Colombia tras la Guerra de los Mil Días. Aunque el debate eugenésico se basaba en un lenguaje explícitamente racializado, esto no fue siempre así para el caso de las políticas higiénicas que se derivaron del llamado a mejorar la raza. Los programas neolamarckianos de educación sobre la salud por lo general promovían la civilización y moralización de las masas empobrecidas y analfabetas, con el fin de asimilarles en la sociedad; no obstante, el ímpetu detrás de los métodos usados en esos programas casi siempre reforzaba las mismas diferencias culturales que se veían como impedimentos para la unidad nacional4. Al plantear una equivalencia entre los negros y los indios incivilizados, Laureano Gómez fortalecía la justificación de poner la costa Caribe bajo la tutela de quienes venían de fuera y, además, construía una imagen de la región como distinta e inferior y como una periferia potencialmente peligrosa. Todo esto en nombre de llevar a los costeños al centro de una nación homogénea. Al imaginar las diferencias regionales en términos raciales y afirmar que la gente negra de clase baja en el Caribe debía recibir una rectificación moral, los científicos sociales, los empleados públicos y los defensores de la higiene reprodujeron distinciones que se suponía buscaban superar (Chalhoub, 1993: 441-463). Estudiar el desarrollo de la higiene en la región Caribe exige repensar la historia de la medicina del siglo xx en Colombia. La creación de regímenes de salud en Colombia por lo general se ha visto como resultado de la vinculación del país con una comunidad internacional y, en particular, con los mercados mundiales. Gloria León Gómez, Diana Obregón, Álvaro León Casas Orrego y Christopher Abel, por ejemplo, dicen que las élites nacionales instituyeron nuevos protocolos de higiene a comienzos del siglo xx, para probar que Colombia se podía ajustar a los estándares de salud de Estados Unidos y de Europa5. Aunque eliminar
Este argumento viene de mi lectura de Nayan Shah (2001: 8).
Abel (1995: 346); Casas Orrego (1996: 93 y 100); Gómez (1997: 121); Obregón (1996: 174).
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las enfermedades de los puertos, ríos y de otras zonas comerciales reflejaba el deseo de adherirse a las regulaciones internacionales, esta historiografía no ha examinado las dinámicas raciales y regionales dentro de las cuales los colombianos emprendieron estos esfuerzos. Por ejemplo, el interés de la élite por la costa Caribe se centró en su posición como la salida del país al mundo y como la primera imagen que éste veía de la nación colombiana. En las mentes de los líderes colombianos los puertos comerciales de la región Caribe y su proximidad con el canal de Panamá aumentaban su vulnerabilidad particular a la contaminación tanto biológica como cultural. Claro está que los empleados públicos también promovieron programas de higiene en otras regiones del país. Sin embargo, las élites nacionales veían la posición geográfica y política de la costa Caribe como una periferia, que como ha planteado Margarita Serje para otras “fronteras internas” colombianas requería de un gobierno especial impuesto desde fuera por el Estado central (Serje, 2005: 4)6. La búsqueda por ajustarse a estándares de salud internacionales se caracterizó por la conformación de programas de salud cargados de moralidad, a partir de los principios de ciencia racial de la eugenesia. La historia conjunta de la eugenesia y la higiene en Colombia también requiere que se revise la típica imagen de la construcción de la ciudadanía y del Estado como fenómenos lineales que crean progresivamente Estadosnaciones unificados e incluyentes7. Es cierto que los programas nacionales sanitarios y de salud que se instituyeron a partir de 1900, que eran populares entre los legisladores conservadores y liberales, sirvieron como un componente central de la ciudadanía promovida por el Estado. Sin embargo, en vez de crear una sociedad nacional más homogénea, los impulsos moralistas y raciales detrás de estos proyectos reprodujeron las mismas fisuras sociales que supuestamente buscaban erradicar (Shah, 2001). Tal resultado no fue exclusivo del caso colombiano. Como muestran Julie Skurski en cuanto a Venezuela y Claudio Lomnitz con relación a México, la pertenencia nacional pudo articularse de manera fácil a través de jerarquías raciales, regionales y de género (Skurski, 1994: 605-642; 6
También ver: Solano (1996: 61-76).
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Estas conexiones entre eugenesia y ciudadanía también se han visto en el caso argentino. Ver: Vallejo y Miranda (2005: 146-147). Las miradas tradicionales sobre la ciudadanía como lineal y teleológica se encuentran en: Gellner (1983); Marshall (1950).
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Lomnitz, 2001: 329-359). En Colombia, los trabajadores negros de la costa Caribe llevaron gran parte del peso de crear una nación moderna de ciudadanos física y moralmente aptos. Dicho esfuerzo muchas veces se basó en la interferencia externa, en el paternalismo social y en el hecho de asumir determinada superioridad cultural (Steiner, 2000: xiv-xv y 66-82). La ciudadanía, en su contenido y en su práctica, era un terreno fragmentado donde los grupos dominantes y los subordinados definían los términos inestables de la inclusión. La introducción de tonos morales a los proyectos de unificación nacional del Estado reveló cómo, más que ser una categoría social clara, la constitución de la ciudadanía estaba en constante proceso de negociación (Chatterjee, 1993: 29; Duara, 1995: 10; Wade, 2000: 3-7)8. Teoría eugenésica y el Caribe colombiano Para muchos intelectuales colombianos una solución a los constantes problemas sociales se encontraba en las teorías de la raza importadas de Estados Unidos, de Europa y de otros países latinoamericanos. Algunos, al adherirse a las ideas de la eugenesia, durante las dos décadas posteriores a 1910 reformularon los conceptos extranjeros para explicar las dislocaciones, producto de las rápidas transformaciones que sucedían en ese siglo9. Aunque muchas veces en desacuerdo sobre las bases de la ciencia eugenésica, un grupo bipartidista de doctores, abogados, académicos y políticos eugenesistas utilizó conceptos biológicos novedosos para explicar la vida social. Mas allá de las diferencias entre las visiones de los llamados “pesimistas” y “melioristas”, el efecto conjunto de este movimiento fue establecer la raza como una categoría primordial para el entendimiento de la sociedad colombiana e insertar, de forma innovadora, el conocimiento racial en medio de las discusiones políticas (Helg, 1987: 111; Jiménez, M. F., 1995: 239; Palacios, 1986: 71-73). En la práctica, pocos escritores —sin importar cuál fuera su posición frente al debate— limitaron sus aproximaciones intelectuales a una teoría en
Sobre la disputa frente a la noción de ciudadanía, ver: Sábato (2001: 1290-1315).
Helg (1989); Henderson (2001: 85-88); Palacios (1986: 27-28); Rodríguez-Bobb (2002: 212-216); Wade (2000: 32-34).
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particular, y la mayoría proclamó visiones complicadas y contradictorias sobre la mezcla de razas, el neolamarckismo ambiental y los determinismos geográficos y biológicos10. Sin embargo, las ideas sobre la raza que se hallaban encubiertas bajo el lenguaje de la ciencia jugaron un papel central por su influencia en las políticas sanitarias y de salud pública, cuya población objetivo era el grupo de los trabajadores de la Costa (Palma, 2005: 113-120). Una de las más tempranas e influyentes proclamas del nuevo pensamiento eugenésico fue el tratado “Algunos signos de degeneración colectiva en Colombia y en los países similares” del doctor conservador Miguel Jiménez López. El citado autor formuló sus ideas durante sus conferencias de psiquiatría en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá; luego presentó un documento que causó gran controversia en la conferencia médica de 1918 en Cartagena, el cual fue publicado finalmente en 1920 bajo el título Nuestras razas decaen. En ese trabajo Jiménez López (1920a) trazó ambiciosamente lo que para él era la degeneración física, moral e intelectual de Colombia, citando al medio ambiente como un factor principal en ese fenómeno. Al ver poca posibilidad de mejora en la ausencia de un estímulo externo, Jiménez López propuso la inmigración masiva de trabajadores europeos blancos para sacar al país a la fuerza de su estancamiento. Aparte de este novedoso trabajo de Jiménez López, otros pesimistas destacados exploraron en presentaciones públicas, libros y artículos en revistas (por ejemplo la Revista Moderna y Cultura) el tema de la decadencia nacional11. Del otro lado del debate, la mayoría de los melioristas creyentes en la eugenesia asumieron la posición más optimista al decir que cualquier deficiencia social se podría remediar a través de la educación, la nutrición y la higiene. Estos encontraban en los factores externos maleables la principal variable del cambio social, lo que mostraba su adherencia a las teorías neolamarckianas postuladas por la mayoría de los eugenistas latinoamericanos12.
Por ejemplo, ver: Gamba (1916); López de Mesa (1915: 307-308 y 309-310).
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Otros escritos inspirados en Jiménez López se encuentran en: Castro (1915: 105); Liévano (1916); Uribe Arango (1917: 141).
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Ver las conferencias de Calixto Torres Umaña, Jorge Bejarano, Simón Araujo y Lucas Caballero en: Molina (1974: 40; 43-44 y 46). Sobre el neolamarckismo y su influencia en América Latina, véase: Stepan (1991: 66-73).
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Tanto los pesimistas como los melioristas estaban de acuerdo en que el medio ambiente, el clima y la dieta tenían un papel significativo en el deterioro racial. Todos los estudiosos colombianos creían en algún tipo de determinismo racial que atribuía distinciones raciales (y también degeneración racial) a las diferencias regionales estructurales, con lo cual vinculaban una objetividad científica asumida a prejuicios regionales antiguos (Bergquist, 1986: 276-277; Helg, 1989: 41-42; Henderson, 1988: 65-67)13. La eugenesia, entre los pesimistas o los melioristas fue un productivo discurso que reafirmó la autoridad intelectual de sus adherentes cuando éstos la presentaron como solución a los mismos problemas sociales que presumían develar (Molina, 1974: 43-44). Por ejemplo, el congresista partidario de la eugenesia Luis López de Mesa dijo en 1918 que eventualmente todos los beneficios de la democracia y la industria se extenderían sobre las mujeres y “las masas inferiores”, pero ese era un proceso que no se podía acelerar. Esta afirmación partía del implícito papel paternalista que los hombres educados como él tenían dentro de las poderosas instituciones que guiaban tal proceso (López de Mesa, 1918: 66)14. Al crear el marco de una nueva ideología racial, las élites colombianas que acogían el nuevo pensamiento eugenésico se daban a sí mismas la autoridad de líderes sociales de la Nación. La ciencia racial concentraba nuevos recursos intelectuales entre un pequeño círculo de doctores y científicos sociales, que los usaban para proyectarse con sus evaluaciones sobre los grupos sociales subordinados y sobre las poblaciones de la periferia nacional15. Un ejemplo de determinismo geográfico fuerte se encuentra en: López de Mesa (1930: 24). Sobre la historia del regionalismo, ver: Múnera (2005). La dimensión espacial del pensamiento de las élites no fue exclusiva al caso colombiano, ver: Stutzman (1981: 56-57 y 69).
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Wade (2000: 104) dice algo similar para el caso de la costa Caribe. Este movimiento se parece a la situación intelectual de otros países latinoamericanos, tal como las “taxonomías académicas” de la etnicidad, creadas por intelectuales peruanos quienes sólo clasificaban a los indígenas o mestizos sin educación mientras dejaban a los peruanos ricos, occidentalizados sin marcas raciales e implícitamente como blancos (De la Cadena, 2000: 29).
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Marco Palacios dice que la eugenesia reveló un momento de “dominación estética” (1986: 44) bipartidista cachaca de las provincias por bogotanos (pp. 33-35 y 81). Sin embargo, las clases dominantes de la Costa muchas veces fueron interlocutores que por su parte plantearon demandas al Estado nacional para que actuara en la regeneración de los costeños negros y trabajadores (Wade, 2000: 46, 101 y 105).
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En nombre de esta autoridad recién asumida, los eugenistas resaltaron el elemento negro en el medio cultural y biológico de la Nación y llamaron a renovar los esfuerzos para combatir su influencia, usando cualquier medio que fuese necesario (Wade, 1993: 8-19)16. Para muchos intelectuales de las décadas de 1910 y 1920 el mestizaje representaba, más que un proceso de transformación en una nación homogénea, la creación de diferencias negativas dentro de la Nación, especialmente cuando la gente de ascendencia africana estaba implicada (Castro, 1915: 60-61; Helg, 1987: 113; Jiménez López, 1916: 224-227 y 232)17. Los eugenistas pesimistas y melioristas veían a los negros como un problema para las dinámicas raciales. “[…] hoy sube, lenta e indetenible, la sangre africana por las venas de nuestros ríos hacia las venas de nuestra raza”, advertía López de Mesa en 1920. Más aún, los 400 mil negros puros que había en el país y el millón de mulatos (según sus cálculos), con su “sangre oscura” resistían la mezcla y por esa razón eran un “grave mal” (López de Mesa 1920: 129-130). Miguel Jiménez López coincidía: [...] una ola de sangre de color oscurece de día en día nuestra población, imprimiéndole a la vez sus rasgos morfológicos y sus reacciones morales […]. La raza negra, producto genuino del Trópico, está llamada a prosperar en él con sus caracteres particulares; las razas diferentes de la negra, refractarias a los rigores tórridos, irán cediendo cada día: el resultado final no es dudoso (Jiménez López, 1920b: 352).
Aun los pronósticos menos apocalípticos de los melioristas admitían que la mezcla racial con gente de color era un problema para el desarrollo del país. Por ejemplo, en una tesis influenciada por el pensamiento eugenista y neolamarckiano, Jorge Eliécer Gaitán dijo en 1924 que la gente colombiana de raza mestiza era más susceptible a la influencia extranjera y por lo tanto menos inclinada hacia el progreso nacional (Gaitán, 1963: 22). Los conceptos del “problema indígena” y el “problema africano” no eran nuevos. Ver: Safford (1991: 1-33).
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La nueva historiografía sobre el mestizaje es muy abundante. Ver: De la Cadena (2000); Gould (1998); Gutiérrez y Pineda (1999); Stutzman (1981); Wade (1993).
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Aunque las vastas planicies del país eran focos potenciales para las enfermedades tropicales y la contaminación racial, el determinismo geográfico y el miedo a la gente negra convirtieron la región Caribe en el centro del problema del declive. Luis López de Mesa expresó este determinismo geográfico al decir que Colombia podía dividirse en dos con una línea trazada desde Riohacha en el Norte hasta Ipiales en el sur. Esto diferenciaría dos áreas: “[...] la zona oriental como mestiza, y mulata la occidental”. En la mitad mulata occidental del país, especialmente en la costa del Caribe donde dominaba el “grupo ibero-afro-americano”, la “inestabilidad racial” causaba “desviación cultural”. Según esta evaluación, los costeños tenían más en común “con muchas islas del Mar Caribe” que con el resto de Colombia (López de Mesa, 1934: 48, 67 y 69). Los defensores del neolamarckismo también afirmaron que el clima insalubre y la falta de “la higiene individual y la higiene urbana” eran las causas de “las enfermedades sociales” como alcoholismo, sífilis y tuberculosis. Estas condiciones creaban altas tazas de mortalidad y, por lo tanto, “la falta de brazos para la industria”. En su propuesta de una importante ley de higiene en 1926 los reformistas concluyeron con un punto claro sobre la centralidad de la Costa en la renovación nacional: “[...] sanée los puertos marítimos y fluviales, ante todo, y luego las demás ciudades de la República”18. Los empleados públicos también veían el valle del Magdalena y el Caribe como regiones en general llenas de enfermedades tropicales y de gente inferior de raza mestiza, no apta para la industria moderna (Vélez, 1989: 197). Para los eugenistas, el problema iba más allá de la región misma. Como dijo Luis López de Mesa en su presentación de 1920, el río Magdalena encauzaba “la sangre africana” hacia el interior de Colombia donde se suponía que ésta iba a crear más mestizaje con la sangre blanca (López de Mesa, 1920: 129-130). El deseo racista de resistir la presunta emergencia de lo negro muchas veces se combinó con la meta moral de reformar a los trabajadores del país. En algunas críticas eugenésicas a la Costa, las consideraciones morales no eran independientes del miedo a la contaminación racial. “¿Qué colombiano”, preguntaban los editores de la Revista Moderna publicada en Bogotá en 1915, Exposición de Motivos, Bogotá, s.f. [Julio de 1926], en: Archivo del Congreso [ac] (Leyes Autógrafas 1926: tomo 1, fol: 388, 390).
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al regresar del exterior a la patria, no ha experimentado algo como una sensación de rubor al desembarcar en Puerto Colombia? Aquellas casucas cubiertas con hojas de palma, aquellas callejuelas en las que hormiguea una población de negritos desnudos, causan la impresión de pisar costas inhospitalarias y no las de un país que marcha en vía de progreso.
Envalentonados por el discurso neolamarckiano emergente, los editores decían que la manera de mejorar la Costa era “dictar enérgicas medidas sobre ornato e higiene”19. Este paternalismo racista no se limitó a los intelectuales de Bogotá. En 1922, el Diario del Comercio de Barranquilla expresó su esperanza frente a la población negra de la Nación en términos similares. “No puede negarse que la raza negra ofrece al acervo humano muchas relevantes personalidades”, anotaban los editores en tonos paternalistas, al lado de menciones a varios escritores y pintores extranjeros mundialmente reconocidos. “Mas, este esfuerzo [el movimiento a favor de los derechos civiles en Estados Unidos] prueba que el negro necesita del estímulo del blanco, del acicate de su desdén, para intentar manumisiones intelectuales. Abandonado a su medio, vuelve instintivamente al pasado africano”20. Estos argumentos melioristas buscaban demostrar la inferioridad racial de las clases trabajadoras de la Costa, la que se debía atacar no a través de la segregación sino de cambios radicales en el medio social, para llevar a la población a cumplir con los estándares morales y físicos blancos. Raza, moral e higiene en la Costa Las ideas de contaminación racial y de renovación moral estimularon la implementación de programas de higiene. Aunque los esfuerzos públicos para mejorar la salud de la población comenzaron en el siglo xix, en estos nuevos programas los empleados públicos se volcaron hacia la eugenesia con el fin de producir los programas de higiene que contribuirían
Revista Moderna (1915: 257).
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Diario del Comercio (1922: 7).
20
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a mejorar la raza. Dicha higiene prometía dar respuestas y proporcionaba las palabras clave del nuevo lenguaje de la biología individual, la productividad industrial y el desarrollo nacional (Dikotter, 1998: 473; Stepan, 1991: 89, 90 y 91-92)21. Leyes sanitarias y de salud trazaron nuevas fronteras políticas y culturales en el país, y ahora la raza y el trabajo estaban en el centro de una salud pública concebida a través de la moral. Al combinar ideas de mejoramiento racial, regulación moral y salud y el saneamiento de poblaciones pobres, la higiene pública inspirada en la eugenesia hizo de los trabajadores costeños un objeto vital de los esfuerzos emprendidos para renovar la Nación colombiana. Hasta cierto punto, los nuevos programas de higiene fundaron su regulación moral y sus nociones positivistas de una sociedad ordenada de acuerdo con las preocupaciones provenientes de la Regeneración. Pero a diferencia de lo que sucedió en la década de 1890, las nuevas políticas se tenían que aplicar en un país que atravesaba por circunstancias financieras y culturales muy alteradas22. Los fondos disponibles para pagar los proyectos se levantaron poco a poco después de 1904 y tuvieron un ascenso abrupto durante el auge financiero de la década de 1920. En las localidades los empleados públicos animados se apropiaron de su papel de guías de los proyectos de salud y saneamiento, que muchas veces se financiaron con préstamos internacionales. La pelea contra el consumo del alcohol, uno de los mayores esfuerzos higiénicos del periodo, pasó como una ley nacional popular en los años veinte, a pesar de la dificultad económica en que ponía a los distintos departamentos dependientes de impuestos recolectados a través del monopolio del licor. Lo que permitió a los legisladores superar la resistencia a esa reducción en las ganancias locales con impuestos en el Congreso fue la promesa de que préstamos externos ayudarían a balancear la pérdida de ingresos (Rippy, 1931: 157 y 165; Pan-American Union, 1909: 18; Uribe Célis, 1991: 41). Además de los nuevos recursos fiscales, los programas de higiene de comienzos del siglo xx se diferenciaban de los Para ejemplos del lenguaje de producción versus degeneración, ver los debates sobre saneamiento e higiene en: ac (Leyes Autógrafas 1925: tomo 2, fol. 150-153, 163).
21
Esfuerzos higiénicos en el siglo xix se encuentran en: Casas (1996: 80-82 y 90-92), León (1997: 121-123).
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anteriores esfuerzos porque esta vez eran intelectuales quienes contribuían a las ideas contemporáneas sobre eugenizar la raza. Una ley nacional de 1916 que se dirigía a la tuberculosis, por ejemplo, señalaba la necesidad de proteger y mejorar “la raza”23. El conservador Antonio José Uribe, en su papel de presidente del Senado, explicó que el Congreso había comenzado a promulgar nuevas leyes de higiene en la década de 1920 para “la defensa y la mejora de la raza” (Uribe, 1929: xxxvii). La misma campaña antialcohol se entendía como parte de un esfuerzo más amplio para mejorar dicha raza y tenía a la clase trabajadora como su principal objetivo (Uribe Celis, 1991: 41)24. En el efusivo lenguaje de los legisladores, el deseo de fomentar la “obra de civilización y de cultura, ya por lo que al decoro y la soberanía nacional se refiere” —esta frase forma parte de la defensa de una ley para limpiar Puerto Colombia— revela la convergencia del patriotismo con un explícito paternalismo hacia la clase trabajadora de costeños con miras a mejorar la raza25. En su petición de mayores recursos para la Costa, los reformistas hablaron de ayudar a los pobres para mejorar la imagen del país frente a los ojos del mundo. En 1919 la Iglesia volcó su mirada sobre la “imperiosa necesidad” de educación moral en Puerto Colombia, requerida “ya por decoro nacional”. Oficiales religiosos y civiles decían que las necesidades allí eran muy graves, “pues la gente del puerto es casi toda pobre, estibadores en su mayor parte, que en estos últimos años, sobre todo, han sufrido mucho a causa de la disminución de tráfico por la guerra [en Europa]” (Iglesia Católica, 1919: 194). Los interesados no perdieron de vista el papel del puerto como punto principal de entrada y salida del comercio del país. Las élites de la Costa participaron con una actitud similar a la de los promotores de Santa Marta, quienes en 1926 definieron sus planes de traer el pavimento y el alcantarillado a la ciudad como una extensión de la ayuda de las “clases acomodadas” urbanas
Codificación Nacional [cn] (1916: Ley 66 de 1916). Sin embargo, otras leyes higiénicas del periodo no mencionaron la raza. Ver: cn (1914: Ley 84 de 1914).
23
La conexión entre el alcohol y la degeneración racial fue importante en otros países también. Ver: Campos y Huertas (2001: 177 y 180).
24
ac (Leyes Autógrafas 1917: tomo 3, fol. 221). “Francisco Vergara Z. al Congreso, septiembre 17 de 1917”.
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para levantar a “las clases inferiores”26. El decoro y el paternalismo nacionales también estaban exhibidos en los esfuerzos de la Iglesia y del Gobierno por vestir a los niños del bajo valle del Magdalena, cuya desnudez “denunciaba a estos pueblos como salvajes a los ojos de los muchos extranjeros que circulan por el río”. Esa distribución de recursos, sin embargo, no era un acto desinteresado por el beneficio de la sociedad o de la Nación, pues en cada caso se esperaba obediencia a la Iglesia y al Estado a cambio de caridad27. El paternalismo hacia la clase trabajadora también contenía suposiciones inherentes al mejoramiento racial. En su defensa de una ley propuesta en 1918 para proveer viviendas higiénicas a los trabajadores (a nivel nacional pero sobre todo en Bogotá), los líderes del Congreso decían: “Defendiendo, es cosa obvia, al proletariado, de los flagelos que suelen azotarlo, del hambre y de la miseria, se propende en la forma más seria y práctica al vigor de la raza, a su mayor grado de productividad, a su mayor aptitud para las luchas del progreso”28. Manuel Dávila Flórez, un nativo de Mompox y gobernador de Bolívar durante la Guerra de los Mil Días, incluyó en su declaración a favor de la ley recuentos de su niñez sobre recuerdos de las enfermedades entre los pobres de la Costa, así como citas de conferencias del Congreso de Médicos de 1918 en Cartagena, el mismo en el cual Miguel Jiménez López promovió su tesis sobre la degeneración de la raza. Dávila también expresó a la vez benevolencia y desdén por las mujeres pobres, que a diferencia de los hombres trabajadores “pasa[n] en él [hogar] todo o casi todo el día y toda la noche”. Como consecuencia de la “habitación antihigiénica”, eran las mujeres que sufrían de enfermedades y, peor aún, podían infectar a los niños, “todo con detrimento de la población, con daño para la raza, con perjuicio del individuo y del Estado”29. ac (Leyes Autógrafas 1926: tomo 6, fol. 243). “José Jesús García al Senado, Bogotá, julio 21 de 1926”. Este apoyo resultó en: CN (1926: Ley 63 de 1926).
26
La Obra (1934: 148). También, ver: Farnsworth-Alvear (2000: 77); Jiménez G. (1970: 59); Uribe Célis (1991: 58). Algunos curas admitieron haber intercambiado ropa por el matrimonio y la puntualidad en la asistencia a misa, ver: Las Misiones (1922: 6-7).
27
ac (Leyes Autógrafas 1918: tomo 4, fol. 263). “Informe de Comisión, Bogotá, Noviembre 13 de 1918”.
28
ac (Leyes Autógrafas 1918: tomo 4, fol. 268-269). “Manuel Dávila Flórez, ‘Exposición de Motivos’”; cn (1918: Ley 46 de 1918).
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Mientras que Dávila usó sus experiencias personales de la Costa como argumento para defender los programas de higiene, sus colegas legisladores deseaban en nombre del paternalismo y del patriotismo la regeneración higiénica de la región del Caribe. Y este deseo dio como resultado una legislación nacional basada en la ciencia de la eugenesia que reprodujo la inferioridad cultural de la zona. En la década de 1920 los congresistas que apoyaban la expansión de misiones de trabajo y educación invocaron doctrinas neolamarckianas, al manifestar que en vista de su desastroso estado la región de la Costa no era apta para ser parte de la Nación. Estas tierras, decía el congresista Emilio Robledo, “se encuentran en la mayor ignorancia y es en ellas en donde es más frecuente la comisión de delitos y las violaciones del orden moral. En el Departamento de Bolívar existe una extensa y riquísima región que se ha hallado sometida a esas desastrosas condiciones”30. El lenguaje de moralidad y de la inminencia del caos si la ausencia de moral continuaba dio a los legisladores argumentos retóricos muy poderosos que atrajeron los recursos requeridos de sus distritos electorales. Al mismo tiempo, estos argumentos reforzaron las ideas sobre el Caribe como una región diferente cuya cultura necesitaba controlarse desde su exterior (Steiner, 2000: xii-xv). Gran parte del apoyo a los nuevos programas de educación e higiene venía de un afán por mejorar la raza de la gente en la región del Caribe. En respuesta a las conferencias de Miguel Jiménez López sobre la degeneración de la raza, Enrique Naranjo Martínez, antiguo Intendente Nacional del Río Magdalena, escribió una carta abierta sobre su apoyo al proyecto de una misión flotante en el Magdalena. Naranjo secundaba la creencia del doctor Jiménez López sobre el declive que Colombia experimentaba, en particular entre “nuestro proletariado”. Para Naranjo, los trabajadores que él conocía mejor, es decir, la gente de las costas del bajo río Magdalena, vivían “en el abandono más lamentable, casi en la condición de los pueblos primitivos, y nadie que yo sepa, ha alzado la [sic.] por ellos”. Naranjo promovía el saneamiento médico y la purificación moral refiriéndose a la más reciente producción académica neolamarckiana: “Y la salud espiritual corre pareja con ac (Leyes Autógrafas 1929: tomo 2, fol. 500). “Exposición de Motivos, Comisión al Senado, Bogotá, septiembre 4 de 1929”.
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la salud de su cuerpo. Por rara casualidad, muchos de ellos reciben la visita de un pastor de almas, y así viven, sin Dios ni ley moral, sin sana noción de familia”. Con mejor financiación, decía, los misioneros religiosos y cívicos podrían viajar por el río en barco de vapor para entregar simultáneamente medicinas a los pobres y la palabra de Dios a los no creyentes. “Es decir, los misioneros verían por la salud del alma y del cuerpo de esos pobres moradores, hoy abandonados por sus conciudadanos”. Hasta cierto punto Naranjo rechazó el determinismo racial de Jiménez López y afirmó que la educación y la misión propuesta podrían mejorar a “nuestras razas más oprimidas […] el indio, el negro, el mulato o el mestizo”. Sin embargo, como algunos de sus colegas melioristas, concluyó que tal apoyo sería incompleto sin “inyecciones de buena raza blanca” (Naranjo, 1957: 149, 150, 151 y 152). La legislación dirigida a crear programas de higiene para la Costa también muestra los vínculos íntimos del lenguaje de la degeneración racial con el deseo de productividad industrial. En 1919, en su exitosa petición de fondos para construir un hospital para los agricultores de Ciénaga, en la zona bananera de la United Fruit Company, los legisladores resaltaron el desarrollo industrial de la región y también cómo la pobreza, el clima y la enfermedad conspiraban para degenerar la raza. Su razonamiento era que el éxito con el edificio médico, “aparte de la caridad, obligante para el hombre civilizado, se roza con conveniencias sociales y de orden público”31. En 1926 los defensores de una ley sanitaria para los puertos dijeron que el clima malsano y la falta de higiene en la Costa inhibían el desarrollo industrial de la región32. El presidente del Senado Antonio José Uribe resumió la visión de sus colegas sobre la higiene en la Costa. La Ley de Limpieza de los Puertos tenía la mayor prioridad nacional, dijo, por la obligación que tenía Colombia de seguir las nuevas normas sanitarias internacionales con el fin de atraer comercio e inmigrantes productivos (es decir, europeos). Como el “capital más precioso de una nación es el capital humano”, la salud pública producirá una regeneración demográfica 31
Documentos varios de agosto de 1919, en: ac (Leyes Autógrafas 1919: tomo 3, fol. 498-509); cn (1919: Ley 64 de 1919).
32
ac (Leyes Autógrafas 1926: tomo 1, fol. 388). “Exposición de Motivos, Bogotá, s.f. [Julio de 1926]”.
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y “rehabilitará los elementos de la raza, que tienden a degenerar”. El Congreso aprobó rápidamente la Ley33. Mientras la eugenesia planteó teorías sobre la vulnerabilidad biológica y cultural de la región Caribe e influenció la creación de leyes, los puertos costeros y el valle del río Magdalena presenciaron la expansión real de los programas de higiene34. En los años posteriores a la Guerra de los Mil Días se creía que la necesidad de nuevas medidas higiénicas era imperativa, y el cambio tuvo lugar en la forma de programas sanitarios y de salud a nivel municipal, departamental y nacional35. Aunque no todas las regulaciones a la higiene que se aplicaron después de 1904 se llevaron hasta sus últimas consecuencias, sí crearon nuevas agencias institucionales que afectaron las vidas de personas del común. Cartagena fue el primero en hacer esto en la Costa en 1912, cuando el Consejo Municipal elevó las tarifas para financiar un equipo de saneamiento, que dos años más adelante se convirtió en el Departamento General de Saneamiento e Higiene Municipal. En 1918 el departamento de Bolívar creó un servicio de higiene público que era parte del Departamento Nacional de Higiene creado ese mismo año36. Las nuevas agencias del gobierno ejercían autoridad en varios campos: el Departamento de Saneamiento de Cartagena no sólo dirigió los programas de vacunación infantil, sino también inspeccionó colegios, hoteles, peluquerías y hogares privados. Otras leyes y decretos que se pasaron a nivel departamental en el Atlántico regularon la circulación de ganados en la vía pública, controlaron los productos de
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ac (Leyes Autógrafas 1926: tomo 1, fol. 391, 396). “Antonio José Uribe a Representantes, Julio 20 de 1926”. Los esfuerzos de Uribe resultaron en la Ley 12 de 1926. También ver: Uribe (1929).
34
Leyes sobre la higiene en la costa y en los puertos se encuentran en: cn (1913: Acuerdo 14 de 1913; 1921: Ley 25 de 1921; 1925: Ley 77 de 1925 y 1926, Ley 26 de 1926). También ver: cn (1914: Ley 1 de 1914); cn (1917: Ley 37 de 1917). Para Puerto Colombia, ver: ac (Leyes 1917: tomo 3, fol. 221-223); cn (1919: Ley 110 de 1919).
35
Como el administrador del mercado público de Cartagena dijo a fines de 1904, tal vez 4 mil personas atendían el lugar diariamente, y sus principales preocupaciones eran el saneamiento y el control de escombros, aparte de mantener fuera a los borrachos y los perros callejeros. Ver: Gaceta de Cartagena (1904, octubre 31).
36
ac (Leyes Autógrafas 1912: tomo 6, fol. 441-442). “Ignacio Díaz Granados al Congreso, Bogotá, septiembre 25 de 1912”; cn (1912: Ley 106 de 1912); Casas (1996: 96).
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los mataderos y removieron a los leprosos de las ciudades37. Aquellas acciones fueron un ejemplo del deseo de alcanzar el ordenamiento social aún cuando también revelaron la ineficiencia de los esfuerzos anteriores. Los promotores del saneamiento en Cartagena diseñaron estos nuevos programas de salud para proteger la Costa de enfermedades extranjeras, pero admitieron también que limpiar la ciudad era importante para volverla un puerto mundial con clase listo a sacar ventajas del nuevo tráfico de transporte por el canal de Panamá38. Esta meta fue fortalecida por los legisladores nacionales en 1910 durante una epidemia de fiebre amarilla en la región del Caribe, cuando el verdadero interés de erradicar la enfermedad era el de “limpiar y sanear todos los puertos para que las naves de todas las naciones […] encuentren, siquiera sea en ese importante ramo [de gobierno], alguna muestra de nuestra cultura”. Una ley de 1917 diseñada para mejorar los servicios sanitarios en Puerto Colombia propuso aumentar las condiciones de salud para que los colombianos pudieran “estar preparados para las necesidades del comercio universal” cuando la guerra en Europa terminara39. La obligación de nivelar al país con los estándares internacionales de salud y con el comercio internacional pronto tuvo como resultado, durante las dos primeras décadas del siglo xx, la creación de estaciones sanitarias costeras operadas por inspectores de salud y una policía sanitaria. El esfuerzo comenzó bajo la presidencia modernizadora de Rafael Reyes (1904-1909) con la introducción de una nueva policía de puertos, aunque los mayores logros vinieron en las dos décadas siguientes40. Para 1919 se habían instaurado regímenes sanitarios en todos los puertos importantes, a pesar de que el impacto de una epidemia mundial de influenza durante
37
Ver: Casas (1996: 98, 92 n.o 4). También ver: Gaceta del Departamento (Atlántico) (1909, enero 30; 1909, junio 12). “Resolución n.o 32; Decreto n.o 117 (bis)”.
38
ac (Leyes Autógrafas 1912: tomo 6, fol. 441-442). “Ignacio Díaz Granados al Congreso, Bogotá, septiembre 25 de 1912”; Casas (1996: 96).
39
ac (Leyes Autógrafas 1914: tomo 1, fol. 7). “José Ruiz al Congreso, Bogotá, 7 de mayo de 1914”; ac (Leyes Autógrafas 1917: fn. 46, fol. 223). “Vergara Z. al Congreso, septiembre 17 de 1917”. También ver: cn (1914: Ley 1 de 1914); cn (1917: Ley 37 de 1917).
40
cn (1906: Decreto Legislativo 38 de 1906; 1917: Decr. 591 de 1917; 1919: Decr. 1661 de 1919; 1908, Ley 17 de 1908; 1917: Ley 37 de 1917 y 1919, Ley 110 de 1919).
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ese mismo año y los crecientes vínculos de Colombia con los mercados internacionales requirieron renovar los esfuerzos a lo largo de la década siguiente. La proximidad al canal de Panamá también puso al país en la mira internacional, y muchos líderes políticos percibían un continuo desagrado entre los extranjeros debido al estado espantoso de las costas colombianas41. Aunque en apariencia los programas de higiene se diseñaron para hacer la región Caribe más segura para los extranjeros, los trabajadores costeños cargaron con la responsabilidad de estos esfuerzos por mejorar la imagen de la Nación. En Cartagena, hogares en barrios pobres se desinfectaron con petróleo donado por la compañía de refinamiento de petróleos de Cartagena (Casas, 1996: 98, n.o 59). Ciudadanos adinerados en esa ciudad formaron en 1913 la Sociedad para el Mejoramiento Público, cuyo objetivo principal era la preservación de murallas y viviendas antiguas. Sin embargo, también se vieron presionados por los reformistas a evacuar los barrios populares, descritos por un observador externo como “la sección negra” que colindaba con los bastiones de la ciudad (Cunningham, 1921: 161; McFee, 1925: 159 y 187; Naranjo, 1957: 53). Las autoridades municipales cartageneras también comenzaron a vigilar las calles para prevenir la prostitución. Algunas veces este trabajo consistía en la inspección de “mujeres públicas” en nombre del control de enfermedades, aunque por lo general la policía multaba a las mujeres y a sus clientes hombres, muchos de los cuales eran “miembros distinguidos de la sociedad”42. En otras oportunidades los oficiales admitieron que su campaña contra la prostitución, sumada a la lucha contra el alcohol, no daba frutos. Sin embargo, preocupados por este hecho, continuaron siguiendo de cerca los movimientos de las mujeres que anduvieran sin acompañante43. ac (Autógrafas de Leyes 1925: tomo 8, fol. 124). “Comisión a Representantes, octubre 28 de 1925”; ac (Leyes Autógrafas 1926: tomo 1, fol. 394). “Antonio José Uribe a Representantes, julio 20 de 1926”. Sobre la influenza en la costa entre 1918-1919, ver: Archivo General de la Nación [agn] (Gobierno 1.a, tomo 795, fol. 458). “Gobernador de Bolívar al Ministerio del Gobierno, Cartagena, noviembre 7 de 1918”.
41
42
Archivo Histórico del Magdalena Grande [ahmg] (caja x 1922: leg. 7). “Informe, Médico Municipal al Comandante Policía Departamental, Santa Marta, mayo 10 de 1922”; Gaceta del Departamento (Atlántico) (1913, enero 29). “Resolución n.o 153”.
43
Gaceta del Departamento (Atlántico), (1911, agosto 20). “Resolución n.o 27”; agn (Gobierno 4.a, tomo 66, fol. 1-2). “Gobernador del Atlántico al Ministerio del Gobierno, Barranquilla,
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El valle del río Magdalena y sus habitantes también tuvieron su parte en el mejoramiento higiénico. Si los líderes nacionales imaginaban los puertos de la Costa como depósitos abiertos de cuerpos enfermos e inferiores agrupados, percibían al río Magdalena como el vehículo que vinculaba esos cuerpos con el centro de Colombia. Inspiradas en el determinismo biológico de los pensadores eugenésicos, las juntas sanitarias crearon designaciones especiales para los puertos en el río Magdalena. Varios acuerdos respecto a la higiene de las orillas del río, que pasaron por las juntas departamentales y nacionales en 1914 y 1916, mostraron la preocupación no sólo con el estado de la salud de la población local sino también con la habilidad de los costeños y los habitantes del valle del Magdalena de difundir las enfermedades hacia el centro del país (García, 1920: 205-210, 214-215, 219-222 y 261-262). Ciertas regulaciones, tales como un acuerdo de 1914, decretaron la total prohibición de lavar y botar los residuos al río Magdalena. Aunque este acuerdo fue aplicado sólo de manera intermitente, se dirigía a una actividad realizada por mujeres pobres que tenían pocos medios para cuestionar tales regulaciones. Es paradójico que éste también fue un intento por limitar la única forma de limpieza sanitaria disponible para muchos de los habitantes del río (García: 214-215). Los empleados públicos que se preocuparon por la difusión de las enfermedades y por su impacto en la productividad, también autorizaron regulaciones nuevas para el transporte industrial por el río. A comienzos del siglo xx, el transporte fluvial seguía siendo el medio de comunicación del interior con los mercados mundiales (en especial para la exportación de café), además de ser un gran estímulo para la producción industrial. Como se expresó en uno de los acuerdos de las juntas departamentales de higiene en 1914, el problema no sólo era el río, sino también las embarcaciones que recorrían sus aguas. En palabras de los inspectores sanitarios, “faltan las condiciones higiénicas de los barcos que navegan nuestros ríos”, en consecuencia “es muy fácil transmitir las enfermedades contagiosas por tráfico fluvial” (García: 219-222). Aunque quizás no haya sido una respuesta consciente al llamado de atención de López de Mesa acerca del flujo de
octubre 25 de 1912”; agn (Gobierno 1.a, tomo 613, fol. 202). “Marco Ceballos al Secretario de Relaciones Exteriores, Colón, octubre 2 de 1909”.
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sangre africana a través de las venas de los ríos del país, el deseo de extender la higiene al sistema de tránsito del Magdalena se basaba en la creencia de su habilidad para esparcir la enfermedad hacia el centro de la Nación. Una vez que se estableció la práctica de legislar sobre las condiciones de higiene de las embarcaciones del río, se plantearon con frecuencia nuevas regulaciones que cubrieron cada vez un número más amplio de actividades y condiciones a bordo. En nombre de la saludable regeneración del país, los oficiales vigilaron la preparación de comida, la ropa, las habitaciones de los pasajeros y las entradas y salidas de los puertos44. Mientras se expandió el control de las juntas sanitarias sobre la navegación fluvial, se hizo cada vez más evidente que su preocupación principal era la fuerza de trabajo de la industria. Las tripulaciones de los barcos de vapor eran objeto de extensas regulaciones: “Personal—Este será sano y aseado; debe estar vacunado. Es prohibido admitir en él beodos. Los sirvientes usarán blusas con mangas, las que cambiarán cada vez que estén sucias; estarán calzados” (García, 1920: 219-222). En los años siguientes, se expidieron nuevos acuerdos con el único fin de promover la higiene en los barcos de vapor, incluyendo la regulación sobre el transporte, el sacrificio y el consumo de carne por parte de los trabajadores en los barcos. Esa regulación, que había sido diseñada con el supuesto fin de proteger a los pasajeros, en realidad trasladó los sacrificios de animales y el secado de la carne, considerados antihigiénicos, a las partes inferiores y traseras de los barcos, detrás de las calderas. La tripulación de la cubierta inferior fue asignada a hacer el trabajo más duro, que se compensaba con una dieta muy pobre, así como a vivir en medio de cadáveres bovinos45. Y aunque los inspectores de navegación admitieron su inadecuado control sobre la industria del río, en la década de 1920 llevaron a cabo minuciosas inspecciones de la tripulación de los barcos de vapor, de sus hábitos en el trabajo y de sus comportamientos higiénicos46. Por la escasez de policía sanitaria, cuya jurisdicción muchas veces
Las regulaciones de la industria fluvial se encuentran en: García (1920); cn (1926: Leyes 12 y 26 de 1926).
44
Resolución n.o 570 de 1917: Resolución n.o 74 de 1920, Resolución n.o 27 de 1919, en: García (1920: 305-306, 331-332 y 344-345); Archila (1991: 137).
45
agn (Obras Públicas, leg. 2485, fol. 317-318). “Inspector General de Navegación al Ministerio de Obras Públicas, Bogotá, julio 31 de 1928”.
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se limitaba a los puertos principales, las compañías de navegación comenzaron a establecer regulaciones para sus propios trabajadores. Adicionalmente, y tal vez como resultado de la presión del Gobierno, las compañías pasaron sus propias reglas que prohibían la intoxicación, la obscenidad, los desórdenes, la enfermedad y las “fallas morales” entre su tripulación. Los dueños de los barcos de vapor también se auto-otorgaron el poder de deshacerse a la fuerza en el puerto más cercano de cualquier trabajador culpable47. El lugar de trabajo no fue el único espacio en donde los costeños pobres fueron investigados. A comienzos de la década de 1920, era común que los capitanes de barcos de vapor en el Magdalena se negaran a vender pasajes a viajeros de la clase trabajadora (un grupo que frecuentemente se definió como “tanto blancos como negros, con todo tipo de tono y color en el medio”48) por no tener los certificados de fiebre amarilla. Sin embargo, dichos certificados eran difíciles de conseguir, y algunos alcaldes de los pueblos del río no se los daban a individuos desconocidos. En algunos puertos esto acrecentó las tensiones y causó que un inspector nacional alertara sobre “conflictos posibles” entre los trabajadores y los operadores de los barcos, que podrían complicar la tranquilidad del funcionamiento del sistema de transporte49. Las compañías de transporte comercial seguían estrictamente las políticas sanitarias del gobierno, aunque al menos una compañía afirmó que todo pasajero sano “tiene derecho […] a que se le admita abordo, sin distinción ni preferencia de ninguna clase, y a gozar del respeto y consideración que merezca por su comportamiento”50. No obstante, algunos capitanes, tal vez de barcos sin alojamientos de tercera clase, se negaron a embarcar personas pobres sin tener en cuenta su situación de salud
agn (Obras Públicas, leg. 638, fol. 316, 331-332). “Reglamentos, Empresa de Navegación Ciardelli; Empresa de Navegación Chagui Hermanos, Cartagena, mayo 26 de 1922; 22 mayo de 1922”.
47
Jefferson Patterson a Julia Carnell (1924, noviembre 19). Ver también la carta fechada en noviembre 11 de 1924.
48
agn (Obras Públicas, leg. 2557, fol. 47). “Telegrama, Inspector Fluvial al Ministerio de Obras Públicas, Barrancabermeja, junio 9 de 1923”.
49
agn (Obras Públicas, leg. 638, fol. 316, fn. 104). “Empresa de Navegación Ciardelli, mayo 26 de 1922” y “Empresa de Navegación Chagui Hermanos, Cartagena, mayo 22 de 1922”.
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(Naranjo, 1920: 46). Y a pesar de la retórica sobre el cambio en las prácticas higiénicas de la gente pobre, cuando se les permitía viajar en los barcos se les sometía a unas condiciones poco distintas a las de los comienzos del viaje a vapor a mediados del siglo xix. Los pasajeros de los barcos en la década de 1920 en primera y segunda clase ahora viajaban con unos lujos moderados, mientras que los pobres permanecían en la cubierta inferior en cuartos estrechos e insalubres (Naranjo, 1920: 260; Poveda, 1998: 261-262). La higiene, inspirada en la eugenesia, no ofreció soluciones a tales formas cotidianas de desigualdad social y exclusión. Los nuevos programas justificaban la continua separación de los ricos y saludables de aquellos que por ser pobres se suponía que estaban enfermos. Conclusión La frecuente afirmación en la historiografía y en el discurso científico actuales, según la cual la eugenesia de principios del siglo xx fue una “pseudociencia”, oculta las fuertes convicciones, el alcance global y la seriedad intelectual de quienes conformaron el movimiento. Lejos de ser una moda intelectual superficial y efímera, la eugenesia, según Frank Dikotter, “hacía parte del vocabulario político de prácticamente todas las fuerzas modernizadoras del periodo entre guerras”. Es más, el movimiento estaba “sostenido por el prestigio de la ciencia” (Dikotter 1998: 467 y 468). La eugenesia como otras áreas de la ciencia era tanto una práctica como una forma de ver el mundo, que expresaban maneras de conocer y de ser. Tanto en Colombia como en muchos otros países era posible objetar argumentos específicos, pero el marco de referencia general era rara vez cuestionado en su totalidad. Pero la convicción en el carácter racional que guió al movimiento eugenésico en Colombia no sirvió para que éste alcanzara sus metas establecidas. La misión de los proyectos de higiene de llevar salud y sanidad a las personas y así incorporarlas a una nación más unificada estuvo basada en ideas científicas que reproducían jerarquías raciales, de género y de clase. Paradójicamente, los agentes de sanidad y otros reformadores reforzaron las diferencias culturales que buscaban eliminar en sus esfuerzos por incorporar a los costeños a una noción de ciudadanía moderna, aunque con fuertes implicaciones morales. Promovido por personas poderosas que estaban en el centro del debate sobre eugenesia, los programas
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de higiene costeros y ribereños descansaban sobre ideas que asociaban la negrura con falta de civilización y a los costeños con enfermedades y una dudosa moral. A pesar de la certeza con que intelectuales, burócratas y reformadores adelantaron proyectos nacionalistas inspirados en ideas raciales, no lograron excluir de manera sistemática a los trabajadores negros colombianos del ámbito público y tampoco dejaron la impresión de haber concluido su tarea o de haber contribuido a generar una identidad nacional renovada. Tal vez ese resultado no fue casual. Tal como Warwick Anderson argumenta en su estudio comparativo sobre higiene racial y ciudadanía en Australia y las Filipinas, las “condiciones fusionadas” de pureza cívica y biológica fueron concebidas como eternamente inconclusas, pues las metas planteadas eran consideradas inalcanzables. Por lo tanto, la institución de la higiene “produjo (en lugar de eliminar)” la ambigüedad. Además, “tuvo gran éxito en imaginar hombres y mujeres excluidos y marginales, en preservar cuerpos contaminados y en crear ciudadanos de segunda clase” (Anderson, 2006: 96). Las consecuencias ambiguas de la eugenesia eran inherentes a su énfasis en las poblaciones costeñas consideradas inferiores. Los trabajadores objeto de estos proyectos también jugaron un papel importante en cuanto a mantener su carácter ambiguo y en asegurar que sus resultados fueran poco definitivos. Por cosas del azar, el congreso médico que se realizó en Cartagena en 1918, en el cual Miguel Jiménez López (1920a) inició el debate sobre raza y ciencia, tuvo lugar en medio de la mayor agitación obrera que Colombia hubiera presenciado hasta el momento. Durante todo el mes de enero los trabajadores portuarios y ferroviarios en Barranquilla, Santa Marta y Cartagena promovieron huelgas sucesivas y cada vez más violentas y destructivas en busca de mejores salarios, lo que tomó por sorpresa tanto al Gobierno como a los comerciantes. Aunque la costa Caribe estaba bajo estado de sitio, la mayoría de los patrones accedieron a las demandas de sus trabajadores y aumentaron los salarios (McGraw, 2006: 460-464). Durante las siguientes dos décadas, los movimientos obrero y eugenésico coexistieron uno al lado del otro, de manera incómoda y como signos de la total inmersión de Colombia en la modernidad. De hecho, el surgimiento de un movimiento obrero militante —que tuvo su origen en la región Caribe— obligó a los eugenistas a revisar constantemente sus teorías sociales en su afán por contener (a nivel intelectual) las demandas por justicia de los trabajadores. Así se le
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considere un éxito o un fracaso, el movimiento eugenésico estaba limitado hasta cierto punto por esta constante necesidad de responder a los cambios en “la cuestión social”, cambios que fueron en parte generados por las acciones políticas de los trabajadores. Esto no debe ser interpretado de manera simplista como un signo de la resistencia de los trabajadores a los proyectos higiénicos. De hecho, el movimiento obrero adoptó de manera hegemónica parte del discurso eugenésico como parte de su propia búsqueda por alcanzar autoridad social. Sin embargo, los trabajadores, a través de sus luchas constantes por definir su sentido de pertenencia a la Nación basados en derechos civiles recién concebidos, garantizaban que cualquier proyecto de imaginar la Nación creara disenso y fuera inestable y ambiguo.
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Recordando a Saturio. Memorias del racismo en el Chocó, Colombia* Claudia Leal
Hace un poco más de un siglo, el 7 de mayo de 1907, murió fusilado Manuel Saturio Valencia. Este hombre aparece en el libro Geografía e historia del Chocó como la primera gran figura del departamento. La imagen que allí se presenta de Saturio, como familiarmente se conoce a este héroe chocoano, es bastante aceptada y difundida, tal como lo demuestran otros escritos. El libro relata que Saturio fue un hombre negro, quien a finales del siglo xix alcanzó una destacada posición social y luchó por los derechos de las personas de su raza. El texto dice que nació en Quibdó en 1867 y que, como en ese entonces no había escuelas para negros, aprendió a leer por sí solo. Admirados por su talento, los capuchinos le enseñaron latín, francés, música y cultura general, y luego lo enviaron a cursar estudios superiores a Popayán. Al regresar a su tierra, Valencia se constituyó como el primer afrodescendiente en América en ser nombrado personero, para luego ser ascendido a juez de rentas y ejecuciones fiscales y a juez penal. También se destacó en la Guerra de los Mil Días luchando en el bando conservador, donde alcanzó el grado de capitán. Tras este recuento de su vida, el autor del libro concluye que Manuel Saturio Valencia defendió su raza, le enseñó al negro a tener valor en sí mismo y le marcó el camino para la reivindicación1. * Agradezco al evaluador anónimo de res por sus detallados y útiles comentarios, y a Mónica Hernández por su ayuda en la búsqueda y reproducción de algunos documentos.
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Ver: Mosquera Arriaga (1992: 138); también ver: Carvajal (1987); Díaz (s.f.); Gaitán (1995: 1051-1053); Wade (1997: 144-149); Manuel Saturio Valencia (s.f.).
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Sin embargo, Saturio no sólo es recordado como un hombre negro ejemplar, sino también como una víctima del racismo, que tristemente sobresale por haber sido el último fusilado en Colombia (Mosquera, 2004)2. El 6 de mayo de 1907 un consejo verbal de guerra lo halló culpable de tratar de incendiar Quibdó cinco días antes. Al día siguiente fue fusilado frente a la atónita población que lo había visto ejercer como juez3. Parece paradójico que los chocoanos hayan erigido como héroe a quien trató de destruir la capital del departamento. Sin embargo, el Saturio que sus coterráneos admiran no fue un incendiario sino la víctima de una trampa, el mártir negro de una época marcada por la discriminación racial. El verdadero crimen de Saturio fue enamorar y embarazar a una hermosa rubia de la alta sociedad quibdoseña, cuando esta población estaba dominada por una pequeña élite blanca y tal atrevimiento era imperdonable. Este personaje es recordado entonces como un afrodescendiente que logró surgir en una sociedad excluyente y que se enfrentó a ella. Su muerte despiadada lo convirtió en mártir. El hecho de que una de las principales figuras chocoanas sea un símbolo de la lucha del pueblo negro contra el racismo no debería sorprender demasiado, pues el Chocó representa la Colombia negra en el imaginario nacional (Wade, 1997). Aunque hay otras áreas en el país con población negra, el Chocó es el único departamento en el que la gran mayoría de los habitantes son negros (82% según el censo de 2005)4. Este Departamento, que ocupa la mitad norte del Pacífico colombiano, también es conocido por ser un territorio selvático y por su extrema pobreza5.
No es claro si Saturio fue la última persona a quien se le aplicó la pena de muerte en Colombia. Esta pena fue abolida en 1910, tres años después del fusilamiento de Saturio. El Diario Oficial informaba sobre las personas condenadas a muerte y las ejecutadas (los condenados tenían derecho a apelar la decisión, lo que dilataba o evitaba su ejecución). En una exploración inicial del Diario no he podido encontrar noticias sobre el fusilamiento de Saturio ni sobre ejecuciones posteriores. Sin embargo, dicho fusilamiento está ampliamente probado por otras fuentes, tanto orales como escritas.
Ver: Archivo General de la Nación [agn] (Fondo Ministerio de Gobierno Sección 1.ª, tomo 592, fols. 313-319).
Le siguen el archipiélago de San Andrés y Providencia con un 57% y Bolívar con un 28%, ver: dane (2007).
Según el censo de 2005 el 79% de la población chocoana tienen sus necesidades básicas
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Allí fueron llevados durante los siglos xvii y xviii negros esclavizados para extraer el oro de las minas de aluvión (Colmenares, 1979; Sharp, 1976). Saturio se ha convertido en un símbolo para los descendientes de estos hombres y mujeres, pero no ha llegado a constituirse en un personaje de talla nacional. La gran mayoría de colombianos no reconoce ninguna figura por su lucha contra la discriminación racial, fenómeno al que debe contribuir el hecho de que nuestra identidad nacional se ha construido sobre la idea de la armonía racial6. Saturio tampoco ha sido adoptado como símbolo por el movimiento negro, en parte porque éste ha sido débil y fraccionado y porque su mayor proyección ha estado asociada a reclamos de carácter étnico, para los que este personaje resulta poco adecuado (Pardo, 2001). Aun así, Manuel Saturio Valencia es de gran importancia a nivel regional, tal como lo demuestran tres libros que reconstruyen su vida y su muerte. Aunque el Chocó no se destaca por tener una producción de libros significativa, tres de sus autores más prolíficos y reconocidos dedicaron obras a este personaje7. En 1953 Rogerio Velásquez (1908-1965), etnógrafo con proyección nacional, publicó Las memorias del odio, una supuesta autobiografía escrita por Saturio desde la cárcel mientras esperaba a ser fusilado. Allí denuncia a una sociedad dividida entre blancos y negros y marcada por el odio, que convierte a uno de sus mejores hijos en un ser envenenado para luego matarlo. Tal vez el libro más influyente ha sido Mi Cristo negro (1983), una larga biografía novelada escrita por Teresa Martínez de Varela (1913), educadora de amplia trayectoria en su tierra y autora de varios libros, entre ellos algunos de poesía 8. Esta obra pretende limpiar el buen nombre de Saturio, eliminando el veneno que lo carcome en Las memorias y construyendo a un héroe inmaculado.
insatisfechas. Los otros departamentos con más de la mitad de la población en esta situa ción son Vichada (67%), Guajira (65%), Guainía (60%), Córdoba (59%) y Sucre y Vaupés (55%), ver: dane (2005).
Lasso (2003; 2007); Múnera (2005a; 2005b); Wade (1997).
Hay un cuarto libro escrito por Cesar E. Rivas que no trataré en este artículo. Ver: A cien años del fusilamiento de Manuel Saturio Valencia (El Ultimo Fusilado en Colombia). (2007). Medellín: Lealón.
A Martínez de Varela, quien ya murió, se le recuerda además por ser la madre de Jairo Varela, líder del Grupo Niche, el conjunto de salsa más destacado de Colombia.
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Pocos años antes de morir, el querido poeta Miguel A. Caicedo (1919-1995) publicó Manuel Saturio (El hombre) (1992), un libro corto escrito a manera de informe que busca librar a los chocoanos del rencor con el que han vivido, al aclarar que a Saturio no lo mató la aristocracia blanca por ser un negro distinguido, sino tres hombres por motivaciones personales. Estas obras buscan develar la verdad histórica sobre Manuel Saturio Valencia y han sido leídas de esta manera. Todas se nutren de la tradición oral y de documentos históricos. Existen tres números de periódicos publicados en Quibdó en los días que siguieron al fusilamiento y que reproducen, entre otras cosas, documentos relativos al juicio que pasaron de mano en mano a través de los años y fueron utilizados por lo menos por Velásquez y Martínez de Varela, aunque ellos no los citen9. Tanto Martínez de Varela como Caicedo dicen, cada uno a su manera, que su libro se ciñe a la verdad histórica. A pesar de que la obra de Martínez de Varela recrea libremente detalles de la historia que sólo pueden provenir de su imaginación, en el prólogo nos cuenta que durante 15 años realizó “una investigación técnica y exhaustiva” en la que, además de consultar fuentes escritas, recogió los testimonios de “ancianos versionistas” (1983: pról.). La autora transcribe algunos documentos como parte de su relato y, además, recoge alguna información histórica precisa sobre la época. Caicedo, por su parte, aclara desde la primera frase que “el objetivo principal de este trabajo es el establecimiento de la verdad en cuanto al asesinato de Manuel Saturio Valencia” (Caicedo, 1992: 17). Para ello escribe un libro a manera de informe, en el que sólo hace referencia a dos documentos y a algunos testimonios. A diferencia de Martínez de Varela, Caicedo da los nombres de quienes le suministraron la información e incluso reproduce los diálogos que sostuvo con ellos. Velásquez es más ambiguo en su estrategia. Para comenzar está el hecho de que escribió una “autobiografía”, formato que le da una cierta aura de veracidad al relato. Así, aunque según Alfonso Carvajal, autor del prólogo a la segunda edición de Las memorias del odio, este libro es “[…] Más ficción que realidad”, la pequeña introducción a la primera edición, titulada “Razón de este libro”, contribuyó a despistar a más de uno. En ella Velásquez se presenta como
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Ecos del Chocó (1907, mayo 10); Revista Oficial (1907, mayo 7; 1907, mayo 24).
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“escriba” de unas confesiones halladas en la búsqueda de los documentos del juicio, que fueron entregados en 1907 por el intendente del Chocó al Ministro de Guerra. En su libro Gente negra, nación mestiza, Peter Wade afirma que este libro “editado por Velásquez, parece contener los últimos escritos de Manuel Saturio Valencia […]. Describe su vida de una manera un poco arbitraria; puede haber sido o no alterado por las autoridades o por sus enemigos después de su muerte” (Wade, 1997: 146). Además, en el catálogo de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá tanto Valencia (Saturio) como Velásquez aparecen como autores del libro. Velásquez también transcribe la sentencia del juicio y el acta de ejecución (esta última a manera de epílogo), lo que refuerza la imagen de documento histórico del libro. En este artículo indago sobre la forma en que se ha construido parte de la memoria de Saturio y sobre su significado. Este esfuerzo resulta innovador, pues toma distancia de la pregunta acerca de la verdadera historia para, más bien, reflexionar sobre la forma en que los chocoanos han interpretado su pasado. Para ello examino cómo los autores mencionados representan al personaje y a la sociedad en la que vivió, lo que implica identificar y examinar las categorías raciales utilizadas. En cuanto a Saturio, los libros muestran un proceso de depuración del personaje que permite erigir a una figura digna de ser recordada o seguida, proceso que se refleja en la caracterización a la que me referí al comienzo de este artículo. Y en cuanto al contexto, las tres obras recrean una ciudad fuertemente dividida ante todo en términos raciales, en blancos y negros, cada grupo con papeles bien definidos. Al mostrar esta escisión los autores otorgan al racismo (o a su negación) un papel central. Estas obras van en contravía de las tendencias de una nación que ha privilegiado una identidad mestiza, donde —en teoría— las categorías raciales son irrelevantes y no hay lugar para la discriminación racial. De abordarse el tema racial, la forma más aceptada sería exaltando el mestizaje, que se supone cimienta nuestra unidad nacional, mientras que hablar de razas y racismo ha sido considerado cuando menos de mal gusto (Morales, 1984). Sin embargo, estos destacados autores chocoanos nos muestran cómo desde la periferia se puede invertir tal tendencia. Además, al referirse al tema del racismo de maneras diferentes e incluso contradictorias y contrarias entre sí, ponen en evidencia que no resulta obvia la forma de abordar este espinoso tema.
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Que el escenario para tratar este tema sea la ciudad de Quibdó a finales del siglo xix y principios del siglo xx no es casualidad. Durante el siglo xix Quibdó dejó de ser el pueblo de indios que fue en la Colonia (es decir, una población fundada para concentrar y controlar a la población indígena). Mientras que los indígenas emigraron hacia las zonas selváticas donde tenían sus cultivos, los descendientes de esclavos fueron constituyéndose poco a poco en la mayoría de la población de este puerto a orillas del caudaloso río Atrato. A su vez, hacia finales de siglo algunos miembros de antiguas familias esclavistas junto con inmigrantes caucanos, antioqueños y los llamados “turcos”, formaron allí una pequeña élite blanca dedicada a comerciar oro y algunos productos de la selva. Además, después de la Independencia, Quibdó pasó a ser la capital de la provincia del Chocó (que dependía del Cauca) y en 1907 la capital de una intendencia independiente. Así, cuando Saturio fue fusilado, Quibdó, que contaba con poco más de 3 mil habitantes, se había convertido en el centro de la región y como tal comenzaba un proceso de transformación urbana por medio de la construcción de diversas obras públicas. La existencia de una pequeña élite blanca en una población relativamente pequeña con una mayoría de habitantes negros generó tensiones reflejadas tanto en la vida y muerte de Saturio como en la memoria que de ellas tienen los chocoanos (González, 2003; Leal, 2004). El artículo se divide en cuatro partes. Las tres primeras analizan las obras mencionadas en orden de publicación, mientras que la cuarta recoge unas reflexiones finales en torno a la relación entre memoria, racismo e identidad. Las memorias del odio Aunque Rogerio Velásquez pasó sus primeros años en pueblos mineros de la cuenca del río San Juan (nació en Sipí poco después de la muerte de Saturio y cursó primaria en Condoto), durante sus años de estudiante de secundaria en Quibdó debió haber escuchado la historia de Saturio. Velásquez publicó Las memorias del odio en 1953, cuando los quibdoseños de más de 60 años aún tenían fresco el recuerdo de aquel fusilamiento. Para ese entonces, Velásquez había ocupado puestos importantes en la administración pública del Chocó y comenzaba su carrera como investigador de historia y de folclore chocoano en el Instituto Colombiano de Antropología (Velásquez, 2000: 13-14).
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Las memorias del odio es un libro corto que se lee en una sola sentada y deja el estómago revuelto; en él se confiesa un hombre que sabe que va a morir. La imagen que esta confesión deja de Saturio dista mucho de la imagen idealizada con que suele recordársele. Al comienzo de este relato (escrito en primera persona), “Saturio” dice que hablará de sus caídas, sus vicios y sus “blasfemias de payaso mediocre” (Velásquez, 1992: 9). No son estas las palabras que el lector esperaría de la primera gran figura del Chocó. Ese tono acre atraviesa toda la obra: Saturio es el reflejo de una sociedad fuertemente dividida en dos —negros y blancos— y movida por el odio. El drama se desarrolla en Berenjenal, una aldea perdida en medio de la selva que ha permanecido “lejos de Colombia, de la patria total, sorda e olvidadiza” (p. 10). Allí, todo, como la vida y muerte de Saturio, es parte de un choque o lucha de razas (pp. 25 y 64). Como protagonistas de esa lucha están, por una parte, los negros. Entre ellos está Saturio, “autor” del relato, quien se identifica y a quien los demás identifican como negro (pp. 16, 52 y 69). Pero Velásquez no sólo habla de negros (pp. 11, 13, 16, 30, 46 y 74) y de el “negro” (p. 88); también se refiere a “la negredumbre” (p. 82) y a la raza negra (p. 67). En otros casos prescinde de la referencia a lo negro, pero enfatiza el carácter racial del grupo al que pertenece el “autor”: habla de sus corraciales (p. 34), de la raza (p. 69) y de “mi raza” (p. 34). En otros casos añade adjetivos que califican el carácter de ese grupo y su lugar subordinado. La raza negra es también la “raza maldita” (p. 27), la “raza vencida” (p. 65) e incluso “la raza que Dios creó de noche para que el día la humillara” (p. 61). Los negros son entonces una gente condenada, humillada y miserable. Por si hay dudas, Velásquez insiste: habla de “los de abajo” (pp. 9 y 66), de “los humildes” (pp. 19 y 54), de “los rotos” (p. 35), de “los descocidos” (p. 35) y de “los desgarrados” (p. 66). Del otro lado están “ellos” (p. 44) o “los otros” (p. 34), expresiones que recuerdan que el relato fue escrito por un negro. Esos “otros” son los blancos (pp. 19, 20, 73, 74 y 82), la raza blanca (p. 66), la “nación blanca” (pp. 11 y 24) o la “raza superior” (p. 68). Las otras formas de referirse a los blancos —“los de arriba” (p. 51), “los poderosos” (p. 44), “los señores” (p. 44), “los terratenientes” (p. 43) y “los nobles” (p. 45)— muestran que las categorías raciales y de clase se superponen. El hecho de que unos son “los ricos” y los otros “los pobres” (pp. 24, 28 y 54) reafirma la coincidencia entre clase y raza. Aunque el libro también habla de castas (pp. 26, 30, 61 y 68),
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aquí este concepto es sinónimo de razas (y no de la noción de castas colonial, que entre otras cosas implica estatus legales diferentes). Cada raza, como sus apelativos sugieren, tiene un lugar muy claro en la estricta división del trabajo que caracteriza a Berenjenal. Los blancos son los dominadores: los gobernantes y los comerciantes, dueños del poder político y económico. En esta población trazada por blancos y levantada por indios y esclavos negros (p. 10), nos cuenta Saturio que “todo está sujeto […] al blanco que impone su conciencia” (pp. 49-50). Los blancos tenían clara esa división y la veían como natural. Uno de ellos invocó la naturaleza que ha hecho una casta para que venda zaraza, se alimente bien, compre metales y tenga un género de vida consono con su posición y otra casta para que teja canastos, labre los campos, haga viajes, con los que pueda procurarse sal, o un cotón que lo cubra de la intemperie. Cuando el blanco echa plumadas desde el gobierno, que cace el negro, castre marranos, se procure la medicina, el alumbrado, de peón en las sementeras o de minero (pp. 26-27).
En este escrito los blancos no tienen ningún mérito que justifique su posición. Sólo buscan mantener sus privilegios, para lo cual no dudan en gobernar de manera injusta y corrupta. “La casta superior funcionaba unida por los intereses, por el deseo del alzarse con las preeminencias, nunca por razones morales” (p. 30). Ésta utiliza su poder para “encarcelar por deudas, poner grillos por impuestos y encerrar porque se reclama lo suyo” (p. 49). Así, el poder de la “maquinaria blanca” alimentaba la diferencia de niveles, creaba privilegios y discriminaba a su antojo (p. 88). Aunque a los blancos también se les denomina “los felices” (p. 53) y “los bienaventurados” (p. 27), en ninguna parte se muestra su felicidad; en cambio sí se ilustra por qué se les llama los de alma aviesa (p. 66). En un aparte, por ejemplo, una mujer blanca le quema los ojos con aceite hirviendo a una empleada cortejada por su marido y después la pareja ríe junta (p. 19). Esta actitud egoísta y discriminatoria hacía que los blancos conformaran un grupo cerrado que recurría al incesto en su afán por no mezclarse (pp. 19 y 30). Dicha separación también es evidente en su concentración geográfica en la Carrera Primera, la calle principal de Berenjenal (pp. 83-84).
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Estos seres crueles y atrincherados en su posición privilegiada son también ociosos, vanidosos y pretenciosos (pp. 11 y 13). En este libro los afrodescendientes tampoco salen bien librados, pues allí no hay salvación posible. Ellos han caído tan bajo que no sólo viven en la miseria, sino que ni siquiera se esfuerzan por salir de ella. Los negros realizan los trabajos duros, a pesar de que sus cuerpos enfermos manifiestan su pobreza extrema: carecen de vestidos, se los come el pian y sufren de fiebres; comen carne manida, toman agua infectada y duermen en cuartos inmundos; los niños tienen vientres hinchados, son feos, sucios, enclenques y tuberculosos (pp. 24 y 61). Tan deplorable cuadro lo completa el estado de estupor en el que viven. Parecen haber perdido hasta la voluntad y haber quedado convertidos en unos seres temerosos (p. 68), incapaces de mejorar su situación. Velásquez se refiere a ellos como una “ralea de negros dispersos en la emoción, sin reacciones comunes, sin ideales definidos, ligados solamente por las supersticiones que flotaban en el paisaje, en el bosque” (p. 30). Como la cita anterior sugiere, la falta de determinación está relacionada con su cercanía a la selva o a la naturaleza (p. 35). Personas así terminan siguiéndole el juego a los blancos, “defendiendo las barracas con machetes, [hablando] de propiedad [aunque] nunca la tuvieron” (p. 74). Al igual que pasa con Saturio, estos negros enfermos y asustadizos como animales de monte nacen condenados (p. 9). Sus vidas ya han sido trazadas por el destino. Son una “raza maldita” hecha “para el sol, para la sed, para tener esperanzas rotas, para el calvario y la muerte” (p. 27). “[…] perseguidos por un signo fatal, temen al calzado y a la letra y llevan bajo la carne lacerada un alma opaca y encogida” (p. 11). Los negros, y Saturio como símbolo suyo, son hijos de la fatalidad y por tanto no son responsables de su suerte. En esta sociedad dividida en dos grupos irreconciliables los mulatos no tienen cabida, pues los blancos los desprecian y ellos desprecian a los negros. El único mulato mencionado es el padre de Saturio, que como tal era hombre de inquinas a los negros por la miseria que envolvían, y a los blancos que lo consideraban de abajo por la herencia materna que le había dejado una piel morena con pecas y lunares, un pelo rojizo y apelotonado, un mentón recio y unos pies con dedos abiertos por las reatas de los chanclos o por la sangre que lo arrebataba (pp. 20-21).
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A este bastardo “lo mordía una lanza secreta, una desilusión de penacho, de carne martirizada por normas éticas, por distancias sin logro, por choques de fuerzas contrarias” (p. 23). Aunque los mulatos estuvieran en un limbo, en últimas engrosaban la gran población negra, tal como lo ilustra una ley que dice que “todo negro, esclavo, libre, pardo primerizo o tercerón en adelante, será tan sumiso y respetuoso a toda persona blanca como si cada una de ellas fuera el mismo amo o señor del negro” (pp. 43-44). Como lo muestra el párrafo anterior y como lo sugieren los apelativos blanco y negro, el aspecto físico era fundamental para definir quién era quién en Berenjenal, es decir, a qué raza pertenecía cada persona. En varias ocasiones Velásquez se refiere a los negros de formas que aluden a su color: los llama los hijos de la noche (p. 35) y menciona que tienen “hijos oscuros” (p. 21) o carne morena (p. 38). También menciona otros aspectos físicos asociados con las personas negras, como cuando habla de las ribereñas “de dentadura blanca y pareja, de piel lisa y brillante, de caderas amplias” (p. 20) o de los negros de “narices anchas” (p. 55). Incluso Saturio, que logra una posición más acorde con la de los blancos, es considerado negro “por la piel y el pelo” (p. 71) y, como veremos, es castigado por ello. En contraposición, Velásquez no se refiere al aspecto físico de los blancos; sólo en una ocasión los llama en forma despectiva blancos amarillentos (p. 46). Los rasgos negros son los que importan, pues ellos son la marca de la condena. Esa fuerte división social entre negros y blancos es necesaria para que el Saturio de esta obra tenga muchos de los elementos con los que suele recordarse al personaje, pues a pesar de estar en un medio adverso es un hombre que logra una buena posición social y defiende a los de su raza. Saturio sobresale como músico, llega a ser juez y triunfa como militar. Desde pequeño busca el bienestar de los negros, incluso si eso implica enfrentarse a los blancos. En la escuela defendió a un niño negro de los abusos de un niño blanco, y por esto fue expulsado. Ya de adulto fundó una escuela para niños negros, pero se la cerraron, y como juez tomó partido por los de su raza. “Saturio”, además, se presenta a sí mismo como heredero de otros que lucharon por los negros en el Chocó y que fueron víctimas de los blancos. Tanto por su superación personal como por su lucha en favor de los oprimidos, este Saturio es un personaje admirable.
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En esta historia también aparecen las dos mujeres que signaron su vida: Feliza Hurtado, “de carne morena”, y Elvia Muñoz, blanca e hija de terratenientes. A la primera la corteja para casarse hasta que descubre que es su hermana. Este suceso lo convierte en borracho y mujeriego, y en últimas lo lleva a tener un amor fugaz con la segunda. Ese segundo amor le genera enemigos —como el hermano de la muchacha— que movieron influencias para encarcelarlo. Hasta aquí el Saturio de Las memorias del odio se diferencia poco del personaje en su versión más popular. Sin embargo, este Saturio es un hombre gris, dominado por el odio y el deseo de venganza. Esos sentimientos innobles lo llevan a fundar la escuela para niños negros (p. 35) y guían su desempeño como juez. Sin embargo, también lo impulsan a realizar actos menos loables, como matar a un hombre y después meter los dedos en sus llagas (p. 57). Ese veneno que lleva adentro lo conduce a tratar de quemar a Quibdó, como lo atestiguan sus propias palabras: Al salir a quemar deseaba oír crujir las casas, ver despedazados los cimientos […]. Ventanas, tablones, soportes, escaleras, paredes, todo quería verlo en cenizas, achatado, disperso […]. Quizá me hubiese refrescado oír niños que lloran, mujeres, desnudas que huyen, cajas de caudales que se funden […]. El auxilio de los ancianos, el sollozo de las vírgenes, el olor a cabello y a carne, la pólvora que estalla, la sangre, todo me hubiera dado un poco de alegría, diabólica sí, pero alegría […] (p. 60).
Así, el Saturio que se confiesa en este libro efectivamente trató de incendiar su ciudad con el fin de herir a sus enemigos: “Con el incendio del primero de mayo quise destruir las piedras puntiagudas de la calle y con ellas los haberes de los blancos” (p. 74)10. Sin embargo, Saturio se declara inocente: “No puedo confesarme reo de una culpa que no he cometido” (p.62). Entonces, ¿quién es culpable? Saturio explica:
El protagonista de esta obra parece inspirado en las palabras que pronunció Saturio en el patíbulo y que fueron transcritas en: Revista Oficial (1907, mayo 7): “[…] desde que tuve uso de razón, comprendí que la fatalidad me perseguía, y doquiera que mis miradas dirigía,
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Yo nací bueno […]. Vine al mundo limpio, con el alma vacía de cosas que me trajeran al patíbulo” (p. 13). “[…] ¿quién me hizo brusco, inesperado incomprensible?” (p. 75). “Responded jueces de mi causa. Que responda Colombia. Todos sabéis, pero calláis porque gustáis de la sangre. Matadme, pero vosotros sabéis. No soy el loco ni criminal. Soy una hechura vuestra, una señal exacta de vuestra conducta (p. 76).
El antiguo juez condena a la sociedad racista que lo forjó, tanto a Berenjenal, la patria chica ficticia, como a Colombia, el país real. Las memorias del odio pronto se convirtió en la obra más importante sobre Saturio. En 1944, Vicente Ferrer Meluk, miembro de una de las familias blancas más prestigiosas de Quibdó, publicó en Cartagena un folleto que al parecer buscaba “demostrar que ese fusilamiento no fue obra de la aristocracia […] ya que la enorme mayoría de las familias de la élite si tomaron parte, fue a favor de Manuel Saturio” (Caicedo, 1992: 63)11. La obra de Velásquez propone la tesis contraria y más popular, además de estar avalada por el prestigio de su autor y su condición de negro. Aun así, el Saturio de este libro, derrotado y un tanto repugnante, aunque admirable, chocaba con la imagen de héroe regional que supongo había comenzado a formarse desde el momento mismo del fusilamiento. Sin embargo, sólo 30 años después de la publicación de Las memorias, cuando quienes conocieron a Saturio ya habían muerto, se publicó otra obra que rescata a este mártir y lo compara nada más y nada menos que con Cristo.
chocaban con negros nubarrones instalados en el horizonte de mi existencia”. Igual sucede con su (supuesta) confesión “Quería incendiar la ciudad por el placer de verla arder, desde joven he aspirado a tener dinero y posición social, pero el licor me lo ha impedido, y por eso resolví que los que viven acomodados sintieran las desgracias mías. Pero desgraciadamente mi plan se frustró” Ecos del Chocó (1907, mayo 10). Según Caicedo el folleto se titula “Historia del fusilamiento de Manuel Saturio Valencia en Quibdó, en el año de 1907”, pero según Martínez de Varela se titula “El último fusi‑ lado en Colombia”. No he podido conseguir este folleto.
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Mi Cristo negro Teresa Martínez de Varela, quien nació en Quibdó en 1913, debió escuchar muchas veces la historia de Saturio y haberse molestado por la versión de Velásquez, pues en el prólogo de Mi Cristo negro dice que el libro pretende “demostrar […] la inocencia de este líder y mártir de la raza negra” y desmentir enfáticamente las falsas versiones de escritores coterráneos de la misma estirpe, los cuales por negligencia en profundizar las investigaciones o quizás por miedo o complejo de inferioridad, se atrevieron a consignar en sus folletos el criterio cínico y mordaz de quienes tenían especial interés en desfigurar y ocultar la verdad tradicional e histórica (Martínez de Varela, 1983: pról.).
Con el fin de limpiar el buen nombre de Saturio, Martínez de Varela intenta construir a un ser perfecto y completamente inocente. A diferencia de la obra de Velásquez que se concentra en recrear una atmósfera, en las 457 páginas de Mi Cristo negro su autora desarrolla un detallado argumento que muestra que Saturio no trató de incendiar la población, sino que fue víctima de un montaje en su contra. Sus enemigos, todos blancos, tramaron el conato de incendio y se aseguraron de que Saturio fuera castigado con la pena máxima. Tal ardid estuvo motivado por el temor y el odio que despertaba el “liderazgo racial” de Saturio y el fruto de sus amores con una de las muchachas más bellas de la élite de la ciudad. La inocencia de Saturio, entonces, se apoya en la excepcionalidad del personaje, que logra erigirse en líder y enamorar a una dama en teoría inalcanzable. Por ello el argumento comienza por mostrar la historia de superación personal de Saturio. Buena parte de Mi Cristo negro relata cómo Saturio, aunque nació en un hogar humilde, logró educarse y destacarse como militar y funcionario público. Desde pequeño mostró sus extraordinarias dotes, pues aprendió a leer por sí solo. Cuando tenía diez años llegaron los misioneros capuchinos a Quibdó, quienes reconocieron sus talentos y le enseñaron canto, latín, música y cultura general (p. 57). A los 16 años entró a la escuela que los Hermanos Maristas abrieron en Quibdó. Más adelante los capuchinos lo enviaron a Popayán, donde estudió durante dos años en “un prestigioso plantel” (p. 94).
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Allí se hizo amigo de un miembro de una influyente familia que lo recomendó ante el prefecto del Chocó. Así, en 1892, a sus 24 años, Saturio regresó a su tierra y asumió el cargo de perso‑nero y luego fue promovido a juez de rentas y ejecuciones fiscales. Al estallar la Guerra de los Mil Días (1899-1903) se unió al ejército y alcanzó el grado de capitán por su valiente labor como comandante de la batalla de Bellavista. Después de la guerra fue nombrado juez penal del circuito de Quibdó. Dados sus nombramientos, la autora sugiere que “en la historia de América [Saturio] es el primer negro que entra en los campos representativos de la justicia” (p. 103) y “el primer jurisconsulto y juez negro de América Latina” (p. 175). Este impresionante panorama lo completan sus habilidades en el campo de las artes y su desempeño como empresario. Cuando niño Saturio ayudaba a su madre a vender comida y hacía mandados para colaborar con las estrechas finanzas familiares. Después trabajó con los capuchinos. Así, incluso antes de viajar a Popayán y siguiendo el ejemplo de los blancos, compró un terreno en las afueras de Quibdó con el que le dio a su familia una mejor posición social. Años después, siendo juez, trabajó como ayudante de contabilidad en la prestigiosa casa comercial A&T Meluk y montó su propio local comercial con un préstamo de su antiguo jefe. Saturio, además, tenía una voz hermosa y tocaba el órgano y la guitarra. Ayudó a montar las primeras dos orquestas que tuvo el Chocó y trabajó como profesor de canto y música. También escribía poesía y dominaba el francés. De manera similar a la obra de Velásquez, esta historia de ascenso social se desarrolla en un mundo injusto dominado por blancos (pp. 13, 19, 112 y 162), en el que los logros de este hombre negro son casi impensables. En ocasiones Martínez de Varela llama a los blancos de otras formas, que no sólo indican su posición privilegiada, sino que también tienen connotaciones negativas de abuso de poder. Los blancos son los burgueses (p. 267), la aristocracia (p. 257), los capataces (p. 114), los gamonales (pp. 74 y 175) y, peor aún, los señores feudales (p. 113), los esclavistas (pról.) y los sátrapas (p. 174). La autora también habla de ellos como forasteros que van al Chocó para convertirse en latifundistas y terratenientes, es decir, que no son verdaderos chocoanos. Además de designarlos con este tipo de apelativos, la autora da ejemplos de cómo mantienen su poder sobre la base de la injusticia y la discriminación. Como comerciantes engañan a los mineros
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que van a venderles oro y como representantes del poder público se favorecen a sí mismos. Consideran a los negros inferiores y los maltratan a diario, llegando incluso al extremo de matarlos por puro capricho (p. 76). Como evitan mezclarse, son incestuosos y viven concentrados en la Carrera Primera. Aunque hay unos pocos blancos que por sus buenas relaciones con Saturio parecen no ajustarse del todo al molde de su raza (algunos conservadores, un comerciante, un profesor y un tinterillo), para Martínez de Varela la “discriminación” (pp. 34, 93 y 178) e incluso la “lucha racial” (pp. 96 y 167) son la norma. Del otro lado están los negros (pp. 25, 55, 58 y 136), la raza negra (pp. 37, 61 y 75), la raza de Cam, los hijos de Cam (pp. 67 y 193) o la negritud (pról.). Este grupo, en su gran mayoría pobre, conforma una “raza oprimida y avasallada” (p. 73), sumisa y marginada (p. 174), sin horizontes ni esperanzas (p. 75). Aunque el panorama general del libro se refiere a esos dos extremos (blancos ricos y discriminadores por un lado, y negros pobres y oprimidos, por el otro), hay excepciones a la regla. Algunas familias negras tenían una situación aceptable, como los Blandón, que vivían en una pequeña finca dentro de la ciudad, donde el padre “sostenía con muchas dificultades su toro padrón, y unas diez vacas lecheras para el consumo de su hogar y para cumplir contratos con los señores pudientes de la ciudad” (p. 38). Otros negros incluso habían llegado, a partir de la década de 1890, a rivalizar en distinción con los blancos, pues “por efectos de las escuelas y la extranjera inmigración, habían tomado mucho auge y roce social. Sus fiestas eran semejantes a las de los señores de la Carrera Primera. Rivalizaban en el vestir, comer y vivir” (p. 103). La existencia de afrodescendientes adinerados no alteraba quién pertenecía a qué raza ni derrumbaba las barreras más fuertes entre los dos grupos. Aunque había espacios en los que al menos los hombres negros con mejor posición social interactuaban y se mezclaban con los blancos, en la esfera privada esto no ocurría. Hombres de ambas razas podían conformar juntos la secta masónica o un grupo para defender a Saturio (p. 326), pero asistían a diferentes fiestas. Sólo en una ocasión aparece Saturio invitado a “un banquete” de la élite, que tiene carácter oficial y al que asiste acompañado por uno de sus amigos blancos. Por otra parte, en el libro sólo se menciona a un blanco pobre, que se casa con una muchacha (coja) de una familia adinerada con el beneplácito de los padres. Por lo tanto, un pobre puede desposar a una rica,
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pero un negro como Saturio no puede desposar a su amada blanca. Así, aunque hay una correspondencia general entre raza y clase, las barreras raciales son mucho más poderosas que las de clase. La estricta separación entre blancos y negros tampoco parecía ceder ante la mezcla racial, pues a pesar de que en el texto aparecen unos pocos mulatos (pp. 186, 326, 368 y 392), ellos no conforman un tercer grupo social (tal vez por ser pocos o por ser asimilados por uno de los dos grupos mayores). Este contexto de separación e inequidad racial no sólo valoriza los logros de Saturio arriba mencionados, sino que da sentido a su “liderazgo racial”, es decir, a su lucha contra el racismo. Desde pequeño Saturio mostró dotes de líder de los de su raza al enfrentarse sin miedo a los niños blancos que creían tener más derechos que los niños negros. Pero sólo al crecer tomó conciencia de la discriminación que había en su tierra y decidió enfrentarse a ella. Por eso a los 18 años se autoproclamó “líder invencible […] de la raza negra” (p. 75). Más adelante, como personero, defendió a los negros de los abusos cometidos por los blancos y, como juez penal, nuevamente luchó por la justicia, allí donde solía favorecerse a los blancos. Como comerciante donaba ropa y alimentos a los niños negros que pasaban hambre para que pudieran estudiar. Martínez de Varela afirma que lo novedoso del “liderazgo” de Saturio no radicaba en su color, pues antes que él hubo otros líderes negros en Colombia, sino en que luchaba por la reivindicación de su raza (p. 291). Esta historia de superación personal y lucha contra la opresión corre paralela a la vida amorosa de Saturio, que a diferencia del libro de Velásquez, constituye uno de los ejes del drama. Saturio amó a dos mujeres, una negra y una blanca. Con Arcadia Blandón, amiga de infancia e hija de los compadres de sus padres, mantuvo un noviazgo largo y secreto. Pero Saturio no pudo serle fiel ante el profundo amor y la entrega de una de las mujeres más hermosas de la ciudad. Por su atractivo Saturio era conocido como el “ángel de las chimeneas” y el “adalid de ébano” y las “damas negras y blancas se enamoraban de él” (p. 63). Una de las mujeres que cayó rendida ante sus encantos fue Deyanira Castro, quien a pesar de las distancias que la sociedad imponía, logró llamar su atención y hacer que él también se enamorara de ella. Como ese amor era imposible, Saturio siguió adelante con su plan de casarse con Arcadia; pero ante esa noticia Deyanira decidió entregársele y quedó embarazada.
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Cuando Saturio pidió la mano de Arcadia, se enteró que ella era su hermana de padre. Al ver este amor truncado y la honra de Deyanira destruida por su culpa, Saturio se entregó al licor. En medio de esta pena y durante el año de 1907, Saturio fue humillado, perdió su puesto, su bebé y poco después su vida. Sus enemigos escribieron pasquines en las paredes de la ciudad e hicieron aparecer a Saturio como autor. El mandatario de la recién creada intendencia del Chocó obligó a Saturio a borrarlos, humillándolo en público. Al intendente lo motivaban los celos, pues estaba enamorado de Deyanira, quien había rechazado su propuesta de matrimonio. Mientras tanto, la tragedia avanzaba en otro frente: Deyanira tuvo su bebé y su hermano se aseguró de que éste muriera. Saturio fue destituido y sus enemigos planearon y ejecutaron la venganza final: el simulacro de incendio. Para ello cooptaron a los amigos de parranda de Saturio que lo emborracharon, lo animaron a gritar que iba a quemar a la ciudad y dejaron su cinturón como evidencia de su culpabilidad. Al mismo tiempo se aseguraron de que el Chocó fuera declarado en estado de sitio para que el intendente asumiera como jefe civil y militar, y Saturio pudiera ser juzgado por un consejo verbal de guerra y condenado a muerte. A pesar de ser inocente, Saturio confesó bajo tortura. Y, aunque a último minuto llegó un indulto del presidente Reyes, fue fusilado. En Mi Cristo negro, los directos responsables de la muerte de Saturio —“sus enemigos”— tienen nombre propio. Sin embargo, la culpabilidad es más amplia, porque en últimas es el racismo general de los blancos lo que los motiva. Así, en la introducción la autora aclara que Saturio fue “ajusticiado con sevicia, odio y crueldad por los blancos terratenientes del Chocó” y que la motivación no fue política, sino “racial y de clases”. El Saturio de esta obra se sacrificó por los negros del Chocó, como Cristo se sacrificó por sus semejantes. Su muerte fue el final inevitable de su “lucha suicida como líder de su raza” (p. 194), que generó el odio de los poderosos y no logró mover a los negros, seres que por su ignorancia traicionaban su propia causa (p. 327). A diferencia de Saturio, los demás negros no eran conscientes del racismo y llegaban a reproducirlo cuando tenían alguna posición que lo permitiera, como en el caso de la arbitrariedad del alcaide de la cárcel con algunos presos (p. 180). Pero aún más grave, no entendían el mensaje de Saturio y eran víctimas de la manipulación de los blancos. Los negros de la servidumbre
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asistían a las conferencias que daba Saturio y luego, sin darse cuenta de lo que hacían, lo delataban ante sus patrones, tergiversando sus ideas y contribuyendo a su terrible destino (p. 76). Pero, sobre todo, no lo apoyaban (p. 92). Ceferino, el gran amigo de Saturio, que también era negro, le advirtió: “Los negros no comprenden qué valor tienes tú en la cultura y te consideran un payaso —y me perdonas la expresión— igual a ellos”. A esto agregó: “Veo difícil que los negros te respalden. Ellos son pusilánimes y acomplejados porque ni las tierras ni las minas les pertenecen. La trata los dejó sin patrimonio y con las manos limpias no pueden defenderte” (p. 82). Más adelante, cuando los enemigos de Saturio conspiran para hundirlo, un blanco, Salomón Posso, presiona para que se arme una revuelta de negros contra el intendente, pero ninguno lo sigue, pues se habían creído el cuento de que Saturio era un monstruo. Es más, acusaron a Posso ante los blancos (p. 329). Saturio logró salir del “lastimoso estado” en que estaban los demás negros al educarse inicialmente por sí solo (p. 254). La escuela de la que luego se benefició y otras que se fueron creando estaban “civilizando” a los negros (p. 78). Pero mientras esa larga y ardua labor de educación se completaba, la única esperanza para la mayoría oprimida era un “protector” (p. 174) o un mesías que la guiara. Saturio lo intentó, pero la suya era, en su momento, una causa perdida. Si la imagen general de los negros como seres ignorantes y engañados sorprende, la asociación de lo negro con lo negativo y lo blanco con lo bello sorprende aún más. Martínez de Varela se refiere al corazón tan negro de un muchachito malo (p. 32) y a la negra vida de Nerón (p. 88). Lo blanco, por el contrario, tiene connotaciones positivas, al punto que el Cristo negro tiene alma blanca. Hablando de su amado Deyanira dice: “Para mí biológicamente son todos iguales […]. La única diferencia física es el color de la piel, y Saturio es blanco de alma y corazón” (pp. 300-301). De igual manera, la autora asocia la belleza con rasgos que podríamos considerar blancos. Saturio y Arcadia, que eran unos negros muy hermosos, tenían ambos el pelo liso; ella largo y él corto y peinado de carrera por el medio (pp. 37, 22 y 60). Arcadia, a quien la autora se refiere indistintamente como morena o negra, era de color aceituna. Martínez de Varela se siente obligada a explicar por qué Arcadia siendo negra es hermosa:
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Arcadia es linda porque a pesar de pertenecer a la raza negra importada del África, no todas las tribus eran del mismo lugar. La trata de la esclavitud trajo entre ellos: bantúes, nílopes, cafres, etc., y seguramente por el físico antropológico de don Francisco [el padre de Arcadia], también trajeron al Chocó de aquellos africanos nacidos en la meseta del Sudán, cuya piel, cabellos, físico y complexión se van modelando a medida que las tribus se alejan de las vertientes del Congo y del Níger, y se acercan, ora a la parte septentrional hacia la llamada Mauritania que comprende los actuales territorios de Marruecos, Argelia y Túnez; ora hacia la parte occidental que comprende el Sudán, el alto Nilo, hoy república de Malí (p. 37)12.
Por otra parte, Deyanira era “bellísima y rubia”, evidencia de la sangre azul de sus antepasados españoles (p. 28), mientras su hermana Elvia era “linda, pero trigueña” (p. 35). Así pues, las mujeres, tanto blancas como negras, entre más claras más hermosas. En los retratos de Deyanira y Arcadia que aparecen en el libro, las diferencias entre la belleza negra y la blanca no están en los rasgos sino en el vestido y la forma de llevar el cabello. Deyanira tiene la elegancia propia de la alta sociedad, mientras que Arcadia se arregla de manera mucho más sencilla.
Fig. 1. Deyanira Castro Baldrich Fuente: Martínez de Varela (1983: 107)
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Énfasis agregado.
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Fig. 2. Arcadia Blandón Fuente: Martínez de Varela (1983: 104)
Los dos retratos de Saturio que aparecen en Mi Cristo negro también llaman la atención, en particular porque distan mucho del retrato más conocido del héroe, aquél que apareció en el periódico Ecos del Chocó tres días después del fusilamiento y que muestra a un hombre de claro ancestro africano. Los dibujos de Mi Cristo negro borran las huellas de ese ancestro y se concentran en mostrar la prestancia del personaje por medio de su atuendo: en una ocasión aparece de cuerpo entero con uniforme militar y en otra con un elegante sombrero, anteojos y corbatín. Mi Cristo negro se convirtió en la obra de consulta obligada sobre Saturio. Los muchos detalles que relata, así como la investigación sobre la que descansa, explican buena parte de su atractivo. Aun así, el argumento juega un papel crucial: la inocencia de Saturio y la condena al racismo permiten erigir a un héroe sin reservas y crear una narrativa regional basada en la superación de un pasado oprobioso. Sin embargo, la insistencia en el racismo en una nación cuya identidad descansa sobre la negación de tal fenómeno, resulta problemática. He ahí el origen del tercer libro sobre este personaje.
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Figs. 3 y 4. Retrato hablado / Saturio en traje de militar Fuente: Martínez de Varela (1983: 172 y 132)
La inocencia de la aristocracia En 1932, cuando Miguel A. Caicedo tenía 13 años, leyó en un viejo periódico el discurso que Saturio pronunció en el patíbulo y oyó decir que “lo mataron porque era un negro inteligente” (Caicedo, 1992: 19). El espectro de Saturio lo acompañó toda su vida, pues en 1992, sólo tres años antes de morir, publicó Manuel Saturio (El hombre), su versión de la historia. En los 60 años que transcurrieron desde que leyó aquel periódico hasta que salió el libro, Miguel A. Caicedo pasó de ser un muchacho que corría por las calles de La Troje, su pueblo natal, a ser uno de los poetas más reconocidos de su tierra, al punto que “todo el pueblo quibdoseño lo acompañó a su tumba [mientras que] el país [lo] ignoró hasta su muerte” (González, 1996: 100). Caicedo comenzó bachillerato en la capital del Chocó, lo terminó en Medellín y luego se graduó del Instituto de Filología y Literatura de la Universidad de Antioquia. Durante buena parte de su vida fue profesor de colegio en Quibdó y en 1972 pasó a trabajar en la Universidad Tecnológica del Chocó, institución que ayudó a fundar. Ya de viejo comentaba: “[…] después
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de haber sido profesor tantos años, la circunstancia que me parece más agradable es el hecho de que el 80% de las personas que dirigen la vida pública o la administración departamental son discípulos míos” (Uribe, 1996: 71). Con Manuel Saturio (El hombre), Caicedo buscó eliminar la discriminación como motivo de la tragedia y hacer del caso de Saturio un problema entre personas al margen de su raza. El maestro quería evitar que “el pueblo chocoano [siguiera] consumiéndose en la hoguera de un odio que no tiene razón de ser” Caicedo (1992: 17), especialmente a finales del siglo xx cuando “[…] El negro ha hecho grandes conquistas sociales y vive la plenitud de sus derechos humanos al amparo de la ley” (p. 85). Según Caicedo, “a Manuel Saturio no lo mataron por negro, ni por inteligente”, como oyó decir cuando era apenas un muchacho (p. 18), así como tampoco lo mató “la aristocracia” (blanca) quibdoseña. Los culpables fueron tres hombres con motivaciones personales: un poeta conocido como Tántalo, encarnación del mal, que envidia a Saturio por sus capacidades líricas y posiblemente también por su éxito con Deyanira; el intendente, celoso porque tanto Deyanira (de quien estaba enamorado) como su propia mujer, amaban a Saturio; y Rodolfo Castro, cuya furia el autor comprende, pues Saturio embarazó a su hermana. Esta versión sigue los pasos de Mi Cristo negro, pues Saturio aparece de nuevo como víctima de un montaje. Sin embargo, 40 años antes, en 1952, Caicedo había escrito la historia de Saturio de manera diferente en “La Palizada”, relato que reproduce en el segundo capítulo de Manuel Saturio (El hombre). Allí, un hombre excepcional a quien el pueblo ama surge en medio de una sociedad segregada, pero al enterarse de que su enamorada es hermana suya enloquece y prende fuego a la ciudad capital. Motivado por los celos el primer mandatario lo juzga con la intención de “escarmentar a los negros para que nunca se [acercasen] a las mujeres blancas” (p. 30). Al igual que en Las memorias del odio, en “La Palizada” el protagonista sí trata de quemar la ciudad, en este último caso como producto de una locura temporal y justificable. 40 años después Caicedo corrige este aspecto de la trama, pero mantiene y pule la idea de que el problema fue personal y que hay que acabar con los odios. El fusilamiento, afirmaba Caicedo en 1952, atrasó “el progreso de la región con la división de la sociedad. Sin embargo, no fue la idea de los nobles […] fue […] personal y esporádica” (p. 31).
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Aunque Caicedo coincide con Martínez de Varela en la total inocencia de Saturio, admite que este héroe tenía defectos y los excusa. Caicedo reconoce que cuando Saturio se emborrachaba, se enlagunaba (es decir, no podía recordar lo que había hecho o visto en estado de embriaguez), se volvía enamoradizo y “no respetaba edades, vínculos, ni arrugas” (p. 45). A raíz de este comportamiento tuvo dos hijas de dos hermanas, dato que no aparece en ninguno de los escritos que he consultado sobre Saturio. Sin embargo, Caicedo afirma que “Saturio no tenía la culpa de ser así” (p. 45), pues tales inclinaciones eran herencia de su padre (quien, recordemos, embarazó a la madre de Saturio que estaba casada con otro). Caicedo incluso dice que a la gente no se le juzga por lo que hace borracha. Esta fórmula de aceptar los defectos del héroe y excusarlos es más efectiva que la que utiliza Martínez de Varela, quien trata de construir un hombre sin mácula, al tiempo que cuenta que engañaba a su novia y que era un aficionado al alcohol. El Saturio de esta obra, como el de la de Martínez de Varela, fue el “primer negro líder del pueblo chocoano” (p. 41). Tal liderazgo consistía en tratar de eliminar las diferencias raciales (para lo que era necesario ser consciente de ellas). Ya en 1977, en El sentimiento de la poesía popular chocoana, Caicedo dejaba ver que consideraba que Saturio había denunciado la desigualdad. En ese libro incluyó el poema citado a continuación, y anotó que “[…] Sólo un hombre quiso hablar a nombre de todos y para evitar las represalias, […] dejó su obra anónima […]. Todo hace suponer que su autor fue Manuel Saturio, único literato negro de entonces” (pp. 35-36). Gracias a esta débil conjetura, este interesante poema es atribuido a Saturio. A yo que soy inorante me precisa preguntá si el coló blanco es virtú pa yo mandame blanquiá Pregunto al hombre leal porque saber me precisa si el negro no se bautiza en la pila bautismal. Si hay otro má principal má patrás o má palante
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má bonita o má brillante donde bautizan al blanco, me darán un punto franco a yo que soy inorante. De un hombre y una mujer todos somos descendientes por qué al negro solamente con desprecio lo han de ver. La misma sangre ha de ser aunque al negro… singular! siempre lo han de colocar en un lugar separao. Si el negro no es bautizao me precisa preguntá Negro fue San Benedito negras fueron sus pinturas. En la Sagrada Escritura letras blancas yo no he visto. Negros los clavos de Cristo que murió en la Santa Crú. ¿Será que bajó Jesú por el blanco a padecé? Sólo así podré saber si el color blanco es virtú. Cuando tengamos que da a mi Dios estrecha cuenta cómo el negro va a pagá por el blanco las ofensa si el negro no se lincuentra un delito que culpá. Me dirán si esto es verdá que el blanco no tiene pena o si es que el no se condena pa yo mandame blanquiá
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De las actuaciones de Saturio como líder, Caicedo sólo nos cuenta que como primer instructor del pueblo se reunía en su casa con “los más indicados para la transformación” (p. 40), y como juez penal instruyó a los ciudadanos sobre sus derechos dándoles armas para defenderse. Concluye que gracias a “su influencia los negros comenzaron a ser respetados, es decir, entraron a vivir al amparo de la ley” (p. 41). Así, a pesar de querer evadir el tema del racismo, Caicedo parte de la idea de la existencia de una sociedad marcada por la discriminación que cambia gracias al esfuerzo de Saturio. Con el primer capítulo de Manuel Saturio (El hombre), el autor narra brevemente cuatro historias sobre actos cometidos “contra los negros sometidos a la impiedad, el menosprecio y la crueldad de algunos desalmados”, que dan cuenta “de la increíble situación del negro antes de Manuel Saturio” (p. 22). Estas historias las escuchó Caicedo en Quibdó en sus años de adolescente. He aquí una de ellas: Una tarde de verano, un negro resolvió ir a bañarse al río. Era un hombre apuesto y fornido que ostentaba una espalda atlética. Un blanco que lo observó, dijo: “Esa es mucha espalda. Está buena para pegarle un tiro”. Y no fue uno, sino tres los que le propinó. Y ahí quedó el negro desplomado para que sus parientes vinieran a llevarlo. Y “parte sin novedad” (p. 23).
Del mismo modo, por más que busque evitarlo, Caicedo termina refiriéndose a una sociedad dividida entre negros y blancos. Afirma que Saturio era negro (pp.18, 19, 39 y 40) y menciona que le decían “el negro ese” (pp. 55 y 59). Habla genéricamente de “el negro” y de los negros (pp. 22, 45, 73 y 85), se refiere a algunas personas en concreto como negro o negra (pp. 23, 44 y 62), e incluso en los relatos de las injusticias previas a Saturio habla de “pobre negro” (p. 23). También se refiere a los corraciales de Saturio (p. 54), a “nuestra raza” (p. 67) y cita su obra Del sentimiento de la poesía popular chocoana (1977) en la que habla de “la raza” (p. 36). En algunas ocasiones dice simplemente “el pueblo” (pp. 38, 40 y 42). Los blancos (pp. 40, 44 y 45) aparecen la mayor parte de las veces como la aristocracia (pp. 17, 42, 58, 63 y 77) o lo aristócratas (p. 80), y también como la alta sociedad (p. 40) y la élite (p. 63). En “La Palizada” Caicedo habla de la división entre blancos y negros de manera mucho más directa.
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Por ejemplo dice: “Silvania era entonces punto de unión de los extremos: aristocracia, nombre de los blancos y pueblo, los negros oprimidos” (p. 24). Caicedo concluye que Saturio fue el primero de los dos líderes chocoanos que han luchado por el porvenir de su pueblo, y que el abandono de su legado ha tenido consecuencias nefastas. Según Caicedo, en sus días Saturio fue el único que luchó por la reivindicación de los negros: “Sólo él, Manuel Saturio, había puesto contención a los ultrajes y avasallamiento en contra de los negros” (p. 73). Como era enamoradizo, hasta los mismos negros le tenían recelo y por eso no lo seguían. Su bandera la recogió Diego Luis Córdoba, de quien Caicedo incluso sugiere que fue la reencarnación de Saturio (p. 87). Parte de la voluntad de Manuel Saturio fue lograda por el Comité Permanente de Acción Democrática Chocoanista, el cual tenía como slogan: “Por la Reivindicación del Pueblo Chocoano”. Ese fue el lema que orientó la gran campaña de la generación del 33, encabezada por Diego Luis Córdoba […]. Su acción minó el dominio de la aristocracia que se derrumbó totalmente en el incendio de 1966. Y […] hasta allí llegó todo. Lejos de continuar en la búsqueda de realizaciones de los ideales de Saturio, cuando estábamos a las puertas de un gran comienzo, en vez de erradicar el odio […] contra nosotros mismos, nos dividimos para odiarnos los unos a los otros” (pp. 71-72).
Córdoba (1907-1964), quien nació en Neguá y estudió en Medellín, regresó temporalmente al Chocó en 1933 para liderar un movimiento político, que por primera vez tenía como figura principal a una persona afrodescendiente y que incluía en su discurso reivindicaciones raciales. Córdoba tuvo una carrera destacada dentro del Partido liberal a nivel nacional, y es reconocido como el padre del departamento por lograr que el estatus administrativo del Chocó ascendiera de intendencia a Departamento en 194713. Caicedo recuerda que Córdoba inauguró una época de grandes esperanzas. Sin embargo, considera que luego se impusieron la incomprensión y el egoísmo, curiosamente al mismo tiempo que terminó la época del dominio blanco, marcado simbólicamente en la memoria
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Ver: Martínez de Varela (1987); Palacios (1995); Rausch (2003); Rivas y Roldán (1997).
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chocoana por el incendio que destruyó la Carrera Primera de Quibdó en 1966. A finales del siglo xx, después de que, según Caicedo, el pueblo negro chocoano superó el pasado oprobioso de la discriminación aun cuando seguía sumido en el menosprecio a sí mismo y el olvido de la nación (Caicedo, 1992: 75), este autor anunciaba que “el espíritu de Manuel Saturio está listo para reencarnarse en un segundo elegido. Este con la doble potencia del amor y del valor, tonificará la chocoanidad, fortalecerá la mística y colocará la comarca en los umbrales del porvenir dichoso” (p. 88). Como sugieren estas palabras, el Saturio de Caicedo también es un Cristo negro. Pero a diferencia de Martínez de Varela y de Velásquez, Caicedo no quiere tocar el tema de la discriminación. Para él la exclusión ya se superó y no tiene sentido seguir hablando de ella. Por eso no menciona una lucha de razas, evita en lo posible hablar de negros y blancos y exime de culpa a “la aristocracia”. Aun así, Caicedo se traiciona en su intento por argumentar que el racismo no jugó un papel importante en la muerte de Saturio. Al hablar de Rodolfo Castro, hermano de Deyanira, el autor trata de decir que su condición racial no estuvo relacionada con su actuación: A nadie, negro o blanco, indio o mestizo, mulato o zambo, le cae bien que le embaracen a la hermanita en forma ilícita y mucho menos cuando, dadas las condiciones sociales de entonces, aquello tenía características de burla, por lo que se convertía en una grave ofensa que, naturalmente amargaba el espíritu (p. 61).
Las “condiciones sociales” a las que se refiere son unas en las que un negro no podía meterse con una blanca, pues ello constituía una “burla” a las normas imperantes y una “ofensa” a la familia de la muchacha. Así, aunque algunos mantienen la tesis de Caicedo (Mosquera, 2004), la versión más repetida por los chocoanos sigue asociando el fusilamiento de Saturio con su condición de negro rebelde en una época de fuerte discriminación racial (Díaz, s.f.). Memoria, racismo e identidad Con Las memorias del odio (1953 y 1992), Mi Cristo negro (1983) y Manuel Saturio (El hombre) (1992) algunos destacados intelectuales chocoanos interpretaron el pasado de su departamento, enfocándose en un momento
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histórico traumático que dejó huella en la memoria colectiva de los habitantes de esta periferia colombiana. Para ello se nutrieron de esa memoria, a la vez que han contribuido a moldearla y reafirmarla. De la memoria sobre Saturio que promueven estas obras quisiera resaltar tres aspectos. Primero, el proceso de depuración del personaje, crucial para cimentar su posición como figura regional. Segundo, las diversas estrategias usadas para tratar el intrincado tema del racismo. Y tercero, la forma en que esta memoria puede ser interpretada como la afirmación de una identidad regional negra que se opone o complementa la identidad nacional mestiza. En estos libros se observa un cambio en la manera de concebir al personaje entre mediados y finales del siglo xx, que resulta fundamental para su consagración como héroe regional. Las versiones de principios de la década de 1950 —tanto Las Memorias del odio como “La Palizada” de Caicedo— hablan de un hombre negro que logra sobresalir a pesar del carácter excluyente de la sociedad en la que vive. En Las memorias Saturio es además consciente de la discriminación y se enfrenta a ella. Entonces, en estas obras el personaje tiene varios de los elementos del héroe, pero está manchado por el acto criminal de tratar de incendiar a Quibdó. Aunque Velásquez señala a la sociedad racista como última culpable y Caicedo excuse a Saturio por su locura temporal, resulta difícil promover como modelo a quien buscó destruir a la capital del Departamento. Para completar, al Saturio de Velásquez lo mueven sentimientos bajos que provocan rechazo en lugar de admiración. Varias décadas después, en Mi Cristo negro y luego en Manuel Saturio (El hombre), Saturio aparece como víctima de un montaje, su inocencia es total y su lugar en el panteón de héroes chocoanos queda asegurado. Además sus logros se magnifican: Caicedo, por ejemplo, nos cuenta que fue el primer negro (chocoano) autodidacta, cantor, guitarrista, acordeonista, organista, capitán, políglota, comerciante, poeta, personero y juez. Su belleza y su encanto también son exaltados. A pesar de que estos cambios dan cuenta de una memoria ambigua, en el imaginario regional predomina una versión simplificada —similar a la de Martínez de Varela— que no da cuenta cabal de los interesantes matices que se observan en estas obras14.
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La versión de Caicedo también tiene algunos seguidores, ver: Mosquera (2004).
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El contexto de discriminación es fundamental en esta historia, pues tanto los triunfos de Saturio como su lucha (y su muerte en los dos primeros libros) sólo tienen sentido en una sociedad en la que unos pocos blancos mantienen a la mayoría negra oprimida. Aunque las tres obras coinciden en señalar el carácter excluyente del Quibdó de la época, ellas denotan tres estrategias diferentes para abordar el tema del racismo. Velásquez hace una denuncia frontal, al punto de sacrificar al mismo Saturio que no logra escapar al odio que marca a las relaciones en Berenjenal. En este libro el personaje parece ante todo servir de excusa para retratar a una sociedad podrida. Martínez de Varela también resalta la discriminación, pero esta pierde protagonismo en medio del minucioso recuento de la vida de Saturio. Así, estas obras resaltan el carácter excluyente de dicha sociedad y no los canales de movilidad que existían en ella y que Saturio ejemplifica. Caicedo marca un giro radical en el tratamiento del tema. Aunque es él, curiosamente, quien da los ejemplos más fuertes de racismo (cuatro casos de asesinatos por capricho o por tonterías), el problema racial no vuelve a aparecer de manera explícita en su libro15. Este autor pretende mostrar que la muerte de Saturio no estuvo mediada por cuestiones raciales, porque quiere olvidar la discriminación y el odio que la caracterizan para fundar un nuevo pacto social que la supere. Esta memoria compleja y hasta contradictoria construida alrededor de la figura de Saturio puede leerse como una manera de afirmar una identidad regional negra. Para comenzar, los libros analizados —al igual que todas las menciones a Saturio en otros textos— enfatizan que este hombre era negro como el pueblo oprimido por el que luchó. Esta coincidencia no es obvia. El panteón de grandes personajes del Chocó suele estar dominado por hombres blancos que vivieron en el siglo xix, tal como lo muestra el libro Apuntes sobre geografía
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La idea de la existencia de una sociedad profundamente racista en Quibdó a principios del siglo xx la menciona Caicedo en la entrevista que sobre su vida le hizo Julio César Uribe Hermosillo: “Hasta antes de 1930, aquí en el Chocó la gente simplemente aprendía a firmar, lo que necesitaban los explotadores, que no supieran nada más. Porque el negro, que se encargaba era de trabajar, de producir, de comprar, debía ser ignorante para ellos poderlo explotar. ¿Esa fue la cosa, no? Porque esto aquí tuvo el dominio de la aristocracia durante mucho tiempo, es decir, los blancos eran los que mandaban, acomodaban y todo” (Uribe, 1996: 39).
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e historia del Chocó (Urrutia, Castro y Castro, 1992). El caso de César Conto (1836-1891) es emblemático: el busto de este miembro de una familia esclavista que se destacó lejos del Chocó como político, poeta y gramático, adorna el parque central de Quibdó desde 1924 (González, 2003). Saturio no es recordado por haber sido un gran hombre de letras o un político que alcanzó reconocimiento a nivel nacional, como sucede con otras figuras, sino por ser el mártir negro que se sacrificó por el pueblo chocoano que era y es negro. Otros elementos de las obras permiten concluir que ser chocoano es equiparado a ser negro. Velásquez habla de los negros como nativos (Velásquez, 1992: 28), mientras que Caicedo utiliza las palabras negros y pueblo como sinónimos. Martínez de Varela, a su vez, afirma que los blancos son forasteros. Esta tendencia la hemos sentido muchos de los que hemos visitado el Chocó: a las personas no negras se nos dice blancos o paisas (apelativo con el que se conoce a las gentes de Antioquia y el Viejo Caldas). Es decir, no ser negro implica ser de otra región y, por lo tanto, no chocoano. No en vano en el Chocó, a diferencia de lo que sucede en la costa Caribe (Cunin, 2003), las personas suelen identificarse, sin tapujos, como negras. Si estas obras afirman una identidad regional que pretende reivindicar a los negros, resulta paradójico que reproduzcan estereotipos racistas. Sin embargo, la representación de los negros como personas ignorantes, pusilánimes y traidoras de su propia causa juega un papel importante en estas obras, ya que forma parte de la acusación a la sociedad racista, sirve para realzar al héroe y enfatiza los avances que se han logrado desde entonces. Además, resuelve un problema de la historia misma de Saturio: explica por qué el pueblo por el que luchó no lo siguió y dejó que lo fusilaran. La reivindicación, por lo tanto, no pasa por valorar a los negros, sino que consiste en destacar a una persona negra que los redime. Podría pensarse que es paradójico que en la segunda mitad del siglo xx se promueva una identidad regional negra al tiempo que a nivel nacional se consolida una identidad mestiza. Para examinar más en detalle la cuestión, hay que tener en cuenta el cambiante contexto regional. El primer libro sobre Saturio aparece a mediados del siglo xx, cuando todavía había una élite blanca en el Chocó, aunque estuviese debilitada. Para ese momento el auge del comercio de oro, platino y productos de la selva —la base económica de dicha élite— ya había pasado (Leal, 2004). Había más simetría entre este grupo y otro negro
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y mulato emergente que, como ya mencioné, había comenzado a compartir el poder político. En este contexto Las memorias del odio puede leerse como un ataque a lo que quedaba de la discriminación que caracterizaba a la época de Saturio, ataque que además se apoyaba en el lenguaje racial que los políticos de la región utilizaron. Sin embargo, la sociedad acusada no era la del momento sino la de principios del siglo xx. Así, cuando la identidad mestiza comenzaba a cuajar, se evitaba afirmar de frente que las relaciones armónicas sobre las que tal identidad descansa eran más discurso que realidad. En la década de 1980, cuando el predominio de la élite blanca ya había acabado, la obra de Martínez de Varela puede leerse como la denuncia de un pasado oprobioso que ha sido superado. Recordemos que para los chocoanos el incendio de 1966 marca simbólicamente el fin del dominio blanco. La historia de Saturio pasaría entonces a mostrar cómo el Chocó surge de superar un pasado (colonial) en el que los blancos dominaban a los negros, del mismo modo que en la narrativa nacional Colombia surge de superar la dominación española. De allí que, a diferencia de lo que sucede en Las memorias del odio, en Mi Cristo negro se hable del comienzo del cambio al mencionar a un grupo negro prominente que empieza a rivalizar con la élite blanca. La historia de Saturio, por lo tanto, apoyaría la idea de armonía racial que acompaña al nacionalismo mestizo al mostrar cómo el racismo ha sido vencido. El libro de Velásquez también puede pasar a interpretarse bajo esta nueva perspectiva. El énfasis que tanto este autor como Martínez de Varela ponen en la herencia de la esclavitud sirve como base para ello. Por medio de referencias a las flagelaciones, los azotes y los latigazos que todavía hacían parte del trato hacia los negros (Velásquez, 1992: 19, 24, 26 y 47), Velásquez nos cuenta que a principios del siglo xx la herencia de la esclavitud aún no había sido superada. En ese contexto no es extraño que Saturio se sienta perseguido por el pasado esclavista, como lo sugiere cuando afirma: “Las estrellas me vieron como hombre donde el día me había visto como esclavo” (p. 14)16. Además, Velásquez utiliza la palabra “amo” como sinónimo de blanco (pp. 27 y 44). Martínez de
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También afirma más adelante en el texto: “Era la esclavitud que revivía para amordazarme” (Velásquez, 1992: 44).
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Varela también usa este término en los diálogos que recrea, como la forma en la que los criados se dirigían a sus patrones (Martínez de Varela, 1983: 29, 65, 76 y 145). Y su Saturio pregunta por qué, si la esclavitud ya terminó, son tan pobres los negros, mientras los blancos viven de manera lujosa (p. 49). Este Saturio también le dice a su amigo Ceferino: “¿[…] cuándo has visto a un negro llegar a general del ejército? Los negros no ascienden ni en globo. El negro aún no se ha liberado de la esclavitud” (p. 136). En su lucha contra esa herencia, resaltada en la obra de Varela, Saturio da los primeros pasos definitivos hacia la liberación17. En 1992 Caicedo da un paso más allá al decir que, si el racismo es cuestión del pasado, hay que enterrarlo allí. Caicedo es el único que habla de manera explícita de los logros que se han alcanzado desde los días de Saturio y afirma que en el presente hay igualdad. Tal paso se presenta en un momento de quiebre: cuando la Constitución de 1991 acababa de redefinir a Colombia como una nación multicultural, con el fin de hacerla más incluyente y convertirla en un espacio en donde no tiene cabida la discriminación. Dentro de este marco se abren nuevos espacios para denunciar el racismo. Así, Caicedo publica su libro cuando se intensifican las críticas a la idea de nación mestiza, como un mito que descansa sobre la negación de las realidades del racismo18. A la luz de estas críticas, la posición de Caicedo podría ser interpretada como la prueba del triunfo de la nación mestiza debido a que un negro, que como tal debió ser víctima del racismo, niega la existencia de este fenómeno. La memoria chocoana, ejemplificada en el recuerdo de Saturio recogido en Las memorias del odio, Mi Cristo negro y Manuel Saturio (El hombre), demuestra la complejidad que resulta del hecho de pertenecer a la región que representa lo negro en un país que ha cimentado su identidad nacional sobre la idea del mestizaje y la armonía racial.
Tal como lo muestra James Sanders (2004a; 2004b) en sus estudios sobre las formas de republicanismo popular en el Cauca en el siglo xix, la igualdad y la libertad —contrapuestas a la esclavitud— fueron los ideales que los grupos afrodescendientes más valoraron del discurso republicano.
Ver: Arocha (1997; 2005); Múnera (2005a; 2005b).
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En los últimos diez años han aparecido varios trabajos monográficos de alta calidad sobre raza e independencia en el Caribe colombiano. Entre los más destacados se encuentran los libros de: Alfonso Múnera (1998), El fracaso de la nación: región, clase y raza en el Caribe colombiano, 1717-1821; de Aline Helg (2004), Liberty and Equality in Caribbean Colombia 1770-1835 y de Marixa Lasso (2007), Myths of Harmony: Race and Republicanism during the Age of Revolution, Colombia, 1795-1831. Se trata de un cruce entre dos tendencias historiográficas marcadas, no sólo en Colombia sino en todo el continente: el renovado interés sobre identidades raciales y étnicas, por un lado, y —en la víspera de los bicentenarios— un creciente número de investigaciones sobre las independencias, por el otro. Además de representar un binomio temático nuevo (raza e independencia), los tres libros combinan perspectivas provenientes de varios campos disciplinarios y debates multidisciplinarios con trayectorias largas. Los textos mencionados representan una nueva comprensión del proceso de la Independencia y formación del Estado-Nación en Colombia, pues de manera explícita otorgan un papel central a la cuestión de la etnicidad y la raza en sus análisis históricos. Si representan algo nuevo dentro de la historiografía sobre la Independencia colombiana, se inscriben dentro de una tendencia marcada a partir de los años noventa en lo que el antropólogo Eduardo Restrepo ha llamado “los estudios de las Colombias negras” (2005: 29-55). Tienen varios rasgos en común especialmente importantes de debatir y también algunas diferencias dicientes. Los analizo aquí, tal vez con un optimismo desmesurado, pensando
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que pueda contribuir a identificar algunos de sus problemas y sugerir unos puntos que investigaciones futuras quizás puedan explorar con mayor profundidad. Los estudios de Múnera, Helg y Lasso sobre el Caribe colombiano comparten varias premisas en común con otros estudios hechos dentro de esta “comunidad de argumentación”, como llama Restrepo a los estudiosos del tema. La más importante de ellas quizás es que los afrodescendientes en Colombia han sido marginalizados en la política e invisibilizados en la historiografía. Aunque —como se verá— me parecen problemáticas varias de las presuposiciones de los historiadores mencionados, estoy de acuerdo con esta premisa fundamental. Es claro que los estudios sobre la Independencia dentro de la historiografía tradicional han puesto muy poca atención a cuestiones étnicas y raciales. También acepto que la invisibilidad de los afrodescendientes está relacionada con la forma en que fue construido el Estado-Nación colombiano y con lo que Lasso llama “el mito de la armonía racial”. Es más, comparto con ellos la convicción de que es necesario estudiar las historias de las Colombias negras y me parece que los tres estudios mencionados son importantes, tan importantes que merecen ser analizados rigurosamente. Es un hecho curioso, pero tal vez no accidental, que los tres libros fueron escritos desde universidades estadounidenses. Aunque ninguno de los tres autores es originario de Estados Unidos, se notan claramente enfoques y orientaciones teóricas que han estado de moda en el mundo académico anglosajón. Esta procedencia geográfica de los estudios es de interés, en parte porque desde ciertas tendencias posmodernas se ha puesto mucho énfasis en los loci de enunciación. Por supuesto, no quiero decir que ese hecho por sí solo les dé un valor menor a los trabajos de Múnera, Helg y Lasso. Simplemente quiero hacer una invitación a especular acerca de si, por ejemplo, habría sido posible escribir los mismos trabajos desde una universidad colombiana. ¿Será que lo novedoso en estos tres trabajos es principalmente que toman interrogaciones y respuestas ya adelantadas en estudios sobre el Caribe insular y el Sur de Estados Unidos y las aplican al Caribe colombiano? ¿O será, tal vez, que el mito de la armonía racial ha sido tan hegemónico que sólo los académicos criados fuera del país son capaces de verlo desde afuera, evadirlo y desenmascararlo? Aunque me inclino por una respuesta afirmativa a la primera de estas preguntas, estoy convencido de que la riqueza de la historiografía colombiana se debe en parte a que sigue
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siendo enriquecida por perspectivas provenientes del exterior, siempre y cuando éstas se apliquen con cuidado y con una dosis generosa de escepticismo. A la segunda, quisiera responder con una negativa contundente por las tristes implicaciones que conllevaría la respuesta contraria. Y quizás sea posible explicar el origen geográfico de los tres trabajos en otros términos. Pero en todo caso, el hecho es que parte de lo novedoso de estos estudios es que se preocupan por dos preguntas que tienen mucho sentido, por lo menos cuando se hacen desde el exterior: 1) ¿Si la mayoría de la gente de la costa del Caribe colombiano era afrodescendiente, cuál fue su papel durante la Independencia y hasta dónde fue la cuestión racial un tema en aquella época? 2) ¿Por qué los historiadores colombianos no se habían interesado por el tema hasta ahora? Igualmente marcada en los tres trabajos que se discuten aquí es la influencia de varias generaciones de historiadores que rechazan en principio las explicaciones elitistas de los cambios políticos, que se interesan por la capacidad de acción de sectores populares en la construcción de sociedades y políticas nuevas y que buscan identificar las perspectivas, objetivos y maneras de actuar políticamente de sectores marginados en el pasado. En este sentido los tres trabajos hacen parte de una tendencia marcada en la historiografía colombiana que se viene desarrollando desde la década de los sesenta, conocida como la “nueva historia” (Tovar, 1994). Pero antes de los años noventa del siglo pasado, hubo sólo unos pocos intentos en Colombia por entender la época de la Independencia “desde abajo”. En vez de tratar cada libro por separado, este artículo se limitará a discutir tres temas fundamentales en los estudios de Múnera, Helg y Lasso sobre raza e independencia en el Caribe colombiano. Estos tres temas corresponden a periodos históricos distintos. El primero lo constituyen las descripciones y análisis sobre las relaciones socioraciales en la costa en el siglo xviii; el segundo se refiere a la participación popular en la Independencia y formación de la República de Cartagena; y el tercero a las consecuencias de la Independencia para las relaciones raciales en la temprana República. Raza y estructuras sociales en el siglo xviii No es tarea fácil describir la sociedad del Caribe neogranadino a finales de la colonia. La dificultad proviene en parte de la gran heterogeneidad de
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la región. Coexistían ciudades de distinto tamaño, pueblos de indios con sus peculiaridades administrativas, pueblos mixtos cuyos orígenes se remontaban a la conquista y pueblos nuevos fundados en el siglo xviii. Además, había vastas zonas controladas por grupos indígenas no conquistados, y amplios territorios con poblaciones dispersas, familias de colonos, rochelas y palenques de esclavos fugados y sus descendientes. También había haciendas ganaderas y azucareras que contrastaban con las vastas zonas de escasa población o de predominio de propiedades pequeñas o medianas. Por supuesto que en todos estos ámbitos y tipos de asentamientos humanos las estructuras sociales no eran idénticas. La dificultad proviene también de que las fuentes más accesibles, por ser impresas, como por ejemplo los informes de los gobernadores, los relatos de viajeros y los censos demográficos de la época, presentan problemas más o menos obvios de interpretación. Afortunadamente tenemos ya algunos trabajos sobre la configuración social del Caribe colombiano durante el siglo xviii, que complementan y profundizan los retratos más o menos superficiales de Helg, Lasso y Múnera, y que, además de las fuentes mencionadas arriba, utilizan otras provenientes de archivos. Aunque ninguno abarca toda la región, la ya clásica obra de Orlando Fals Borda sobre la depresión momposina (Fals, 1980), el texto de Marta Herrera que incluye un estudio muy valioso sobre las llanuras del Caribe (Herrera, 2002), los libros de Eduardo Barrera y José Polo sobre la Guajira (Barrera, 2000; Polo, 2005), los artículos reunidos en la compilación de Haroldo Calvo y Adolfo Meisel sobre la ciudad de Cartagena en el siglo xviii (Calvo y Meisel, 2005) y quizás parte de mi libro sobre las provincias de Santa Marta y Riohacha (Sæther, 2005) son algunas de las investigaciones que pueden servir como base para construir una visión, tanto más general como menos parcial de la compleja sociedad caribeña a finales de la Colonia. Para los tres autores, uno de los rasgos más significativos de las estructuras sociales en la Costa antes de la Independencia es que la mayoría de los habitantes fueron categorizados como “libres de todos los colores” en los censos de 1778 y 1793. Es un hecho indiscutible y una premisa fundamental para los tres que el pueblo en general era parcialmente de ascendencia africana. Al describir las sociedades rurales y urbanas de la colonia tardía, términos históricos como “libres”, “pardos”, “zambos”, “mulatos”, “negros”, “el bajo pueblo”
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y “gente de color” se convierten en sinónimos de términos modernos como “afrodescendientes” o “afrocolombianos”. Esta simplificación nominal tiene una función clave en los trabajos de los tres autores, pues sobre esta base construyen la afirmación de que la mayoría de la población era afrocolombiana, así como su argumento sobre la invisibilización de lo africano en la historiografía tradicional. No es necesario aquí entrar en la discusión sobre los problemas que enfrentamos para entender y hacer entendibles los términos socioraciales empleados durante la colonia incluso en los censos y libros parroquiales, pero hay que advertir que estos términos están sujetos a fuertes variaciones de uso y cambios de sentido a través del tiempo, lo cual tiene como consecuencia que su empleo en estudios actuales frecuentemente nos lleva a distorsiones anacrónicas (Sæther, 2006) Un efecto del uso de tales términos es que implícitamente nos hace pensar que los afrodescendientes tenían o debían haber tenido una identidad en común, una conciencia de raza que podría haber servido como base para su participación política colectiva en defensa de sus derechos e intereses. El hecho de que conocemos pocas rebeliones basadas en cuestiones raciales en las provincias de Cartagena y Santa Marta del siglo xviii parece ser algo que pone en cuestión, por lo menos de una manera superficial, si realmente existieron tales identidades fuertes. Múnera, Helg y Lasso adoptan perspectivas un poco distintas frente a este dilema. En El fracaso de la nación, Múnera dibuja un retrato de la sociedad costeña que resulta muy fiel a muchas de las descripciones hechas por viajeros del siglo xviii y xix. Fuera de las ciudades, principalmente de Cartagena y Mompox, según Múnera, “no existió sociedad civil de ninguna especie” (Múnera, 1998: 73), “el Caribe fue ante todo desorden” (p. 71) y “la existencia de los arrochelados, cimarrones palenqueros e indios rebeldes no era una nota marginal” (p. 62). Es decir, el Caribe colombiano no fue señorial, no estuvo sometido al orden y a la religión (p. 71), y por eso fue muy distinto de las sociedades caribeñas dominadas por las plantaciones azucareras. El contrabando, la corrupción y la cultura de la ilegalidad es para el autor lo que caracteriza a la sociedad costeña en aquella época. Aunque Múnera no lo dice explícitamente, sospechamos que cuando escribe que “el Caribe colombiano constituye una sociedad más abierta de lo que se supone en los años finales del siglo xviii” (p. 74), implica que estas características sociales no producen el tipo de tensiones que llevan a rebeliones.
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Sin embargo, dentro de la ciudad de Cartagena se producen algunos cambios sociales importantes desde la década de 1770, que Múnera presenta y que resultan fundamentales para entender el posterior conflicto político durante la Independencia. Debido a la construcción de las fortificaciones y al establecimiento del regimiento fijo y de varios cuerpos de milicias, surge un grupo de milicianos y artesanos pardos y mulatos con una posición social intermedia, con ambiciones e intereses particulares y nexos tanto con los sectores populares como con las élites. Múnera presenta algunos casos de miembros de este grupo, quienes “presionaban para acabar con los privilegios sobre la educación superior de las personas blancas” (Múnera, 1998: 95). Se trata del surgimiento de un sentido de igualdad con los blancos, que luego va a ser central en la narrativa de este autor sobre la participación del mismo grupo en la radicalización de los procesos políticos en el período entre 1810 y 1812. Al tratar el siglo xviii y las últimas décadas del periodo colonial, Múnera se preocupa más por la cuestión regional (las relaciones políticas entre Cartagena y Santa Fe dentro del imperio español) que por las cuestiones socioraciales. De hecho, sus descripciones de las estructuras sociales rurales y urbanas en y alrededor de Cartagena no presentan mayores avances en la comprensión de tales temas con respecto a la literatura ya existente. Una obra similar a la de Múnera, en términos de su visión sobre la invisibilidad de los afrocolombianos, es Liberty and Equality in Caribbean Colombia de Helg (2004). Su parecido con el libro de Múnera radica en que también parte de la noción de que, para comprender bien la formación del Estado-Nación colombiano, no sólo es necesario tener en cuenta la participación de los sectores populares, sino reconocer que los afrocolombianos fueron protagonistas de la lucha por la Independencia y también de los conflictos políticos y militares durante las décadas que siguieron a la Independencia. Para los historiadores, el libro de Helg es tal vez aún más importante que el de Múnera por varias razones. Entra más detalladamente en la cultura popular de los que Helg llama afrocolombianos, para buscar elementos de una contracultura popular con raíces africanas. Para ello utiliza una serie de fuentes relativamente desconocidas, no sólo fuentes manuscritas de archivos colombianos y extranjeros, sino una lista larga de textos impresos contemporáneos y colecciones de documentos inéditos, y con ello ha destruido la visión pesimista sobre la posibilidad de hacer
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historia social sobre el Caribe colombiano en los siglos xviii y xix. Expone de una manera muy interesante la relación entre lo que ocurrió en la costa colombiana y los procesos políticos en el resto del Caribe. La perspectiva caribeña es más marcada en el libro de Helg que en el de Múnera, y creo que por esa vía todavía hay mucho que podemos hacer para comprender mejor la historia de la Costa, no tanto como una región claramente definida en eterna oposición al interior de la Nueva Granada y posteriormente de Colombia, sino también como parte integral del gran Caribe. El movimiento de gente y productos, los matrimonios, las migraciones, el comercio y la importancia del mar, entre otros, apuntan todos hacia lo caribeño. La visión de Helg sobre estructuras sociales en la Costa durante el siglo xviii es similar a la de Múnera, con algunos matices importantes. Al igual que Múnera, Helg subraya la poca densidad demográfica de las provincias costeñas, su carácter fronterizo, la debilidad del Gobierno civil y eclesiástico sobre la región, y la existencia de rochelas, naciones indígenas no conquistadas y palenques de esclavos fugados. No obstante, en comparación con Múnera el tratamiento que Helg da a las sociedades rurales y urbanas es mucho más extenso. Con base en documentación poco conocida logra desarrollar una visión compleja y fina de las relaciones sociales a finales de la Colonia. También intenta explicar la ausencia de fuertes movimientos populares y rebeliones en la región, y concluye que los libres de color fueron “[…] demasiado dispersos, demasiado distantes de los centros de poder colonial directo, y demasiado conectados a hacendados y oficiales a través de redes complejas de paternalismo, protección mutua y trabajo para poder formar movimientos autónomos fuertes” (Helg, 2004: 67). Agrega también las prácticas sexuales y el mestizaje como factores que impedían la formación de identidades colectivas fuertes con base en la raza. Al mismo tiempo, Helg enfatiza que hubo formas de resistencia más cotidianas, e identifica a los bogas y milicianos pardos como grupos con posiciones especialmente aptas para resistir la dominación de propietarios, comerciantes y oficiales. Para la población en general, la falta de observación de las normas católicas denunciadas por el obispo Díaz de la Madrid constituye una prueba de resistencia cotidiana frente a los intentos de dominación espiritual y cultural. Pero los informes episcopales son fuentes particularmente problemáticas. Tenemos el mismo tipo de reportes de muchos
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obispados de América española, incluso de los obispados cercanos de Santa Marta y Caracas. Estas han sido objeto de discusiones interesantes entre historiadores, precisamente porque las descripciones clericales no encajan con las estadísticas demográficas (Almécija, 1992; Sæther, 2005; Waldron, 1992). Generalmente, las estadísticas basadas en censos y libros parroquiales no apoyan las versiones sensacionalistas de los obispos. La gente, por lo general, no parece haber vivido vidas tan extraordinarias y escandalosas como pensaron los obispos de Cartagena, Santa Marta y Caracas. Los cocientes matrimoniales (es decir, el porcentaje de parejas casadas de una población determinada), por ejemplo, indican que el matrimonio era una institución arraigada y común también en los sectores populares. La gran excepción, con respecto al matrimonio, la constituyen los esclavos. Pero el bajo índice de matrimonios entre los esclavos se debe principalmente a su condición jurídica y a las barreras que pusieron los amos. Hay muy poca evidencia que nos permita interpretarlo como una forma de resistencia frente a los dogmas de la Iglesia. De hecho, ya para fines del siglo xviii parece que la gran mayoría de la gente que Helg denomina afrodescendiente solía ser bien hispanizada, es decir, hablaba español y era católica. Eso no quiere decir que no se puedan encontrar elementos del legado africano dentro de la cultura popular. Las fiestas y bailes, de las que tanto Múnera como Helg traen ejemplos interesantes, y que han sido estudiados por Edgar Rey Sinning (1998), pueden ser objeto de investigaciones fascinantes en el futuro. Pero sería inverosímil sugerir rebeliones o fenómenos de resistencia colectiva con repercusiones políticas con base en una africanidad en los alrededores de Cartagena en aquellos años. De los tres autores, Marixa Lasso es quien pone menos énfasis en la época colonial. Aunque su libro se titula Myths of Harmony: Race and Republicanism during the Age of Revolution, Colombia 1795-1831 (2007), trata principalmente sobre la ciudad y provincia de Cartagena durante la Independencia. Como veremos, es una obra muy interesante desde varios puntos de vista, pero su fuerte no está en el tratamiento de las estructuras sociales coloniales. El segundo capítulo, que se ocupa de las tensiones raciales en la colonia tardía, está basado casi exclusivamente en fuentes secundarias y por ello no constituye una contribución historiográfica importante para mejorar nuestro conocimiento de la sociedad colonial. La primera parte del capítulo es un resumen del debate sobre
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algunas reformas borbónicas, tales como las “Gracias al Sacar” y los fueros militares concedidos a milicianos pardos, y la segunda contiene algunos comentarios alrededor de las posibles repercusiones de la revolución de Haití y también sobre la conspiración de Gual y España en Coro en 1799 y el efecto de las noticias sobre estos sucesos entre la población en la costa neogranadina. Sin duda, la cuestión de la difusión de las noticias de Haití y la Revolución francesa entre esclavos y libres de color en la América española es a la vez muy interesante y muy difícil de abordar. Desafortunadamente, los datos que nos ofrece Lasso sólo indican la posibilidad de que los eventos revolucionarios fueran conocidos por sectores populares en Cartagena, y nos remite nuevamente a la literatura existente sobre rumores, redes informales de noticias y los debates acerca de la difusión popular de la Ilustración (Earle, 1997; Geggus, 2001; Uribe-Uran, 2000). La visión general que nos ofrece Lasso de la época colonial es la de una sociedad caracterizada por una “jerarquía racial rígida” (Lasso, 2007: 19), en la que los pardos (término preferido por Lasso cuando se refiere a la época colonial) tienen una influencia política crucial —debido a su peso demográfico— apreciada por los borbones y combatida por las élites criollas. La falta de un análisis más profundo de la sociedad colonial es desafortunada, dado que el objetivo principal del libro de Lasso es entender cómo fue construido el mito de armonía racial durante y justo después de la Independencia. El punto de partida de toda la reflexión que presenta Lasso sobre el mito de armonía racial, se basa en las discusiones sobre las diferencias y similitudes entre sistemas de esclavitud en las colonias ibéricas y británicas, y las conexiones de éstas con pautas contemporáneas de racismo en las Américas. Este debate giró en un tiempo alrededor de las obras ya clásicas de Frank Tannenbaum (1946) y Gilberto Freyre (1933), quienes argumentaban que por razones culturales y jurídicas la esclavitud en Brasil y en la América hispánica fue menos brutal que la esclavitud en las colonias británicas, francesas y holandesas, y que este hecho tuvo consecuencias benignas para el posterior desarrollo de las relaciones raciales en América Latina, en comparación con los sistemas modernos de racismo en Estados Unidos y en las islas del Caribe. Estudios posteriores más empíricos y limitados a regiones geográficas específicas tienden a mostrar la gran heterogeneidad de la esclavitud, incluso dentro los mismos parámetros jurídicos. Simultáneamente aparecieron varios
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estudios sociológicos, en especial sobre Brasil, que demuestran claramente que conceptos como “armonía racial” o “democracia racial” ocultan el racismo subyacente y deberían ser entendidos como mitos románticos y elitistas construidos desde la esclavitud misma (Mörner, 1993). La conclusión que saca Lasso de este debate y toda la producción académica que ha suscitado es distinta a la que presenta, por ejemplo, Magnus Mörner en el artículo citado. Si Mörner enfatiza la heterogeneidad de las experiencias de esclavos, Lasso parte de la premisa de que el efecto de la esclavitud fue esencialmente el mismo en todas partes. Entonces, lo que le interesa es “cómo regiones distintas de las Américas construyeron imaginarios raciales nacionales distintos a partir de pasados similares de esclavitud y colonialismo” (Lasso, 2007: 152). Es decir, Lasso supone que la sociedad colonial y la jerarquía racial del Caribe colombiano no fueron particulares, y que lo interesante no es el pasado en sí mismo, sino la construcción de un mito sobre ese pasado. La simplificación es entendible, pero este lector está convencido de que el análisis del mito hubiera sido mejor con un entendimiento más profundo del objeto del mito, es decir, de las sociedades del Caribe colombiano antes de la Independencia. Independencia e identidades en Cartagena de Indias El segundo tema central para los tres autores es el análisis de los eventos ocurridos en Cartagena entre 1810 y 1816. Para los tres, una tarea principal es tratar de entender el papel desempeñado por los pardos, afrodescendientes o mulatos (dependiendo del término preferido por cada autor) durante la Declaración de independencia y la formación de la primera República de Cartagena. Aunque presentan versiones similares, hay también aquí matices interesantes, que no sólo se pueden atribuir a que la narrativa de Helg es mucho más extensa que las de Múnera y Lasso. Hay que reconocer que antes de los años noventa la historiografía sobre la Independencia en América Latina era bastante pobre. La visión romántica, mítica, patriota y nacionalista predominó por mucho tiempo y dentro de esa visión los esclavos, los libres de color y los sectores populares en general desempeñaron una función muy secundaria, típicamente invisible. Los historiadores profesionales de los años cincuenta, sesenta y setenta, inspirados por la
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historia materialista, la escuela francesa de los Annales y el estructuralismo tampoco lograron romper por completo el esquema elitista, aunque sí tenían un interés por entender el papel del pueblo en la Independencia y las posibles consecuencias sociales y económicas de esta ruptura. Un ejemplo para el caso de Colombia es un artículo escrito por Hermes Tovar Pinzón (1983), en éste, el autor destaca la importancia de ganar el favor o el apoyo del pueblo, pero sus líderes son todavía las élites. El texto se basa en gran parte en la obra de José Manuel Restrepo (1827). Una visión muy distinta es la que nos ofrece Múnera en El fracaso de la nación (1998). Múnera subraya, en la introducción, lo novedoso de su propio estudio, y con la excepción de algunos textos escritos por historiadores colombianos califica como tradicional a casi toda la producción historiográfica sobre el siglo xviii, la Independencia y el Caribe colombiano. Exagera allí la importancia de su obra y menosprecia de manera general e injusta a muchas obras valiosas para la comprensión de los temas mencionados. Tanto en la introducción como en la mayor parte del libro, su principal preocupación la constituyen las relaciones entre el Caribe y el interior, particularmente entre las autoridades coloniales de Cartagena y Santa Fe durante el siglo xviii. Indudablemente tiene un punto válido cuando expone algunas limitaciones en la producción historiográfica anterior. Sin embargo, su crítica es menos útil para evaluar los logros y límites de ésta que, por ejemplo, los textos de Bernardo Tovar (1990 y 1994). Lo más interesante de El fracaso de la nación es que fue la primera obra en presentar una narrativa del proceso de independencia donde el pueblo o los “artesanos mulatos”, como los llama Múnera, desempeñan un papel clave. Las cuestiones raciales y su importancia política para la Independencia se tratan principalmente en el capítulo sexto titulado “Los artesanos mulatos y la independencia de la república de Cartagena, 1810-1816” (Múnera, 1998: 173-215). Basado en fuentes bien conocidas por historiadores, la mayoría publicadas en compilaciones como las de Manuel Ezequiel Corrales (1883; 1889/1892), Múnera analiza allí las acciones de Pedro Romero y otros habitantes del barrio de Getsemaní en la expulsión del gobernador Montes en 1810, en la reacción contra el intento de los españoles de retomar el control del Gobierno de la ciudad en 1811, en las guerras entre Cartagena y Santa Marta y entre Cartagena y Mompox, en la reacción contra los debates en Cádiz sobre la constitución
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liberal y la inclusión o exclusión de gente de color como ciudadanos, pero sobre todo en los acontecimientos de noviembre de 1811 que, como sabemos, tienen como resultado final la Declaración de independencia de Cartagena. En el relato de Múnera los mulatos son los sectores más radicales de la ciudad y presionan a las élites para que rompan los lazos con el Consejo de regencia en España, pues llegaron a identificar independencia con igualdad. Según la opinión de Múnera, la separación gradual entre Cartagena y España en 1811 y 1812 fue en buena parte el resultado de la presión ejercida por los artesanos mulatos sobre las moderadas élites criollas. Encendidos por los debates en Cádiz, en los que se había concluido que los americanos de color no serían ciudadanos excepto en circunstancias extraordinarias, los artesanos y obreros de color presionaron a las élites locales para lograr la independencia completa de España cuando en verdad éstas hubieran preferido una solución más diplomática y negociada a la crisis política. La explicación al parecer muy clara y sencilla de Múnera es: La declaración de independencia absoluta de Cartagena no fue, como se complace describirla en la historiografía tradicional el producto de las rencillas entre las élites toledistas y piñeristas. El grado de tensión social que produjo el 11 de noviembre tenía componentes más complejos y, sin lugar a dudas, el más importante de ellos era el enfrentamiento entre la élite criolla y los negros y mulatos artesanos que aspiraban a la igualdad.
Es decir, en la versión de Múnera la cuestión racial constituye el factor más importante para explicar por qué la ciudad de Cartagena optó por independizarse por completo de la monarquía hispánica. Los habitantes de Getsemaní y los seguidores de Pedro Romero y del aristócrata momposino Gutiérrez de Piñeres llegaron a identificar independencia con igualdad. La Independencia de Cartagena vista así tenía no sólo unos fines políticos, sino motivos mucho más fundamentales de carácter social y hasta revolucionario. Es una narrativa sencilla y tentadora que da un significado casi milenario a las acciones de Pedro Romero y sus seguidores. Desafortunadamente las pruebas que presenta Múnera para sostener esta tesis no convencen, o se prestan para varias lecturas, de las cuales la que
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hace Múnera sólo es una y no la más acertada. Uno de los problemas para poder entender las acciones de los sectores populares en Cartagena durante la Independencia es la escasez de fuentes que nos den una visión de cómo los actores populares pensaron los acontecimientos políticos de la época. Las citas que trae Múnera son principalmente textos escritos por actores elitistas. Son tomados por ejemplo del periódico La Bagatela de Antonio Nariño y de la obra de José Manuel Restrepo, autor a quien Múnera en otras partes del texto descalifica como creador de mitos nacionales. Como era muy normal durante la época, las citas están llenas de afirmaciones denigrantes contra actores populares y contienen recursos retóricos para alejar a los autores de todo lo que normalmente asociaban con lo popular: el desorden, la falta de jerarquía, la falta de educación, la mezcla de sangre, etc. Las citas demuestran la ambigüedad y, a veces, el temor de las élites frente a lo popular. Algunas son declaraciones hechas después de la caída de la primera República de Cartagena por parte de personas involucradas en los levantamientos, con el fin de conseguir penas más livianas. En todo caso, son interesantes para entender la visión elitista y los prejuicios contra los sectores populares, pero nos dicen poco acerca de los verdaderos intereses y motivos de los actores populares. La debilidad más saliente del libro de Múnera es la superficialidad de su retrato de los actores populares como Pedro Romero y otros habitantes del barrio de Getsemaní. ¿Quién fue Pedro Romero? ¿Se puede decir que él representaba los intereses del pueblo o de los negros y mulatos? ¿Tiene sentido imaginar que en Cartagena sólo había dos clases sociales, como se puede inferir de las citas presentadas por Múnera? ¿Cuál fue la posición social de Romero dentro de la sociedad cartagenera? ¿Cuáles fueron los motivos que llevaron a Romero a participar activamente en el levantamiento el 11 de noviembre de 1811? ¿Qué tipo de igualdad contemplaba? Aunque estos interrogantes no son respondidos de manera satisfactoria en El fracaso de la nación, es un mérito del autor como historiador serio que lo haya vuelto a considerar en el ensayo “Pedro Romero: el rostro impreciso de los mulatos libres” (Múnera, 2005). Allí presenta una visión más matizada, elaborada e interesante no sólo de Romero sino de la sociedad cartagenera. Ahora Romero representa para Múnera
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las frustraciones y anhelos de un sector social de extraordinario vigor (los artesanos negros y mulatos) […] pero además […] un interlocutor válido de la élite criolla […] no fue sin embargo […] un simple servidor de la clase dirigente cartagenera; por el contrario, defendió sus propios intereses, aunque en la forma ambigua y contradictoria propia de sus circunstancias sociales […] (Múnera, 2005: 167).
Más que un símbolo de negros y mulatos en general, Romero aparece aquí como un hombre de carne y hueso, aunque todavía enigmático por la escasez de fuentes. Parece que Múnera ha abandonado la visión simplista de una ciudad dividida en dos sectores sociales principales. Destaca la complejidad social de la ciudad en aquellos años y las posibilidades limitadas pero existentes de movilidad social de la gente de color. También deja la posibilidad abierta, aunque no la elabora, de que Romero siguió intereses individuales y no siempre actuaba como el defensor de los mulatos. Menciona, sin explicarlo detalladamente, que Romero cambió de partido en 1815, dejó a los piñeristas y se unió nuevamente a los toledanos. Helg analiza con nitidez las acciones tanto de los miembros de las élites como de los sectores populares en las ciudades de la costa entre 1810 y 1816, con énfasis en lo que ocurrió en Mompox y en la ciudad de Cartagena y que culminó con la Declaración de independencia el 11 de noviembre de 1811 y la constitución de 1812 de Cartagena. Para Helg, más que para Múnera, al parecer fueron los líderes en ambos lados (piñeristas y toledanos) quienes movilizaron a los sectores populares y sobre todo a las milicias de pardos en ambas ciudades para sus propios fines, aunque al menos al principio los piñeristas constituyeron el partido de los afrodescendientes. En la versión de Helg, los sectores populares no logran, ni en el partido piñerista ni en el toledano, imponer sus aspiraciones y perspectivas. Una vez en el poder, los dirigentes de cada partido logran detener la influencia popular. Helg lo explica a grandes rasgos del mismo modo que antes explicó la falta de fuertes movimientos colectivos de resistencia popular durante la colonia: […] los piñeristas en 1811 abogaban por reformas más radicales que los toledistas y la línea que los separaba tendía a corresponder con divisiones raciales
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(gente de ascendencia completa o parcialmente africana por un lado y blancos por el otro) y de clase (pobres y ricos en bandos opuestos). Sin embargo, después de 1811, cuando los piñeristas ya estaban en poder, su ideología y sus políticas fueron similares a las de sus adversarios. Además, ambos partidos competían por el control de los libres de color de Cartagena, utilizando redes clientelistas que cruzaban las divisiones raciales y de clase. En el proceso, la población de ancestro africano quedó dividida según estatus, color, clase y género (Helg, 2004: 160-161).
A Lasso también le interesa la participación de los pardos en la Independencia de Cartagena, pero su enfoque es distinto. En el tercer capítulo presenta una idea interesante sobre cómo el mito de armonía racial hispanoamericana tuvo su origen en los debates sobre ciudadanía y raza en Cádiz en 1811, y trata algunos ejemplos interesantes sobre la recepción de la Constitución de 1812 en Santa Fe y Venezuela. Esto es un telón de fondo para el capítulo cuarto, donde presenta la narrativa de los eventos de Cartagena entre 1810 y 1816, en la que se perciben diferencias importantes con respecto a lo descrito por Helg y Múnera. La más importante es que en la versión de Lasso hay cambios significativos entre 1812 y 1816 en cuanto a los derechos de los pardos y su participación política: las instituciones republicanas confirmaban la igualdad de derechos, el lenguaje políticocambió radicalmente, los españoles blancos vieron sus fortunas y propiedades confiscadas y, además, llegaban un sinnúmero de veteranos, corsarios, contrabandistas y marineros de Venezuela y Haití, entre otros lugares. Según Lasso, aunque hasta 1815 los piñeristas controlaron la ciudad, la participación directa de los pardos y el pueblo alejó cada vez más la posibilidad de que recibieran el apoyo de las élites blancas cartageneras más moderadas, que siguieron siendo fieles a García de Toledo. Comparada con la narrativa de Helg, la versión de Lasso admite una influencia mucho más significativa de los pardos en la política de la Cartagena entre 1812 y 1815. ¿Cuál de las dos versiones es más acertada? Difícil juzgarlo, y es tentador sugerir, como solemos hacerlo los historiadores, que necesitamos más investigaciones para aclararlo. Con la evidencia ya presentada, y leyendo las dos versiones juntas, la de Lasso parece ser más interesante y sugestiva, pero también más sencilla, y el lector cuidadoso y escéptico de pronto no se deje convencer por ninguna. Las divisiones entre los piñeristas y toledanos descritas
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por Lasso parecen ser demasiado claras y no nos permiten entender por qué algunos pardos (como Romero) cambiaron de partido o por qué algunos aristócratas apoyaban a los piñeristas. En la versión de Helg tampoco convence por completo que los pardos no tuvieran ningún impacto sobre las políticas elaboradas por los dos partidos. Un problema fundamental en los tres libros es que parten de la premisa de que es natural que la gente de color o los afrocolombianos tuvieran una identidad en común y por lo tanto intereses políticos coherentes. De hecho, uno de los aspectos más curiosos del libro de Helg es que la conclusión general contradice la premisa central del libro. Es decir, si la pregunta inicial es “¿por qué no lograron los afrocolombianos del Caribe apoderarse de las posiciones políticas centrales?”, la respuesta que nos ofrece Helg es que no pudieron alcanzar semejante logro porque no conformaban realmente un grupo coherente con una identidad en común a finales de la Colonia y durante los primeros años de las guerras de independencia. Lo sorprendente aquí no es la respuesta, sino la pregunta. La pregunta no es buena y llega a ser anacrónica, pues un sinnúmero de estudios sobre el siglo xviii hispanoamericano han demostrado que sólo raras veces existían intereses o identidades comunes entre, por ejemplo, esclavos y libres1. En otras palabras, la pregunta de Helg sólo es buena o interesante si se acepta que es natural que el color constituye la base de una identidad social fuerte, o si se cree que el color fue el fundamento de identidades sociales durante la colonia. Una de las razones por las cuales es difícil aceptar que los pardos, mulatos o afrodescendientes apoyaron de manera decidida a la causa republicana, es que hay muchos ejemplos de sectores populares, incluyendo esclavos y libres de color, que apoyaron o tomaron la iniciativa de rebeliones o pronunciamientos a favor de la Corona española. No hay que ir más allá de la vecina provincia de Santa Marta, donde los sectores populares de la ciudad mantienen una actitud aparentemente opuesta a lo que vemos en Cartagena. Eso significa que no puede ser cierta una explicación general que diga que las ideas radicales de igualdad y libertad provenían principalmente de los mulatos o de los esclavos.
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Chance (1978); Chance y Taylor (1979); Cope (1994); Jaramillo (1965); McCaa (1982); McCaa, Schwartz y Grubessich (1979); Mörner (1967).
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Tampoco convence el argumento de que la raza de los protagonistas explica su comportamiento político. Ese tipo de argumento es, a mi parecer, tan simplista como el argumento tradicional de que la ideología republicana la manejaban exclusivamente las élites criollas. Esto nos lleva más bien a preguntas de tipo comparativo: ¿por qué al parecer los sectores populares de Cartagena llegaron a adoptar posiciones a favor de la independencia e igualdad, mientras que los de Santa Marta optaron por apoyar a los oficiales realistas? Si vamos a entender cómo se desarrollaron los procesos de independencia en distintas partes de Hispanoamérica, es por lo menos útil y quizás imprescindible hacer lo que ha hecho Eric Van Young (1986; 1993; 2001) para el caso de México: estudiar conflictos locales en la época colonial tardía y tratar de ver cómo los nuevos conflictos políticos a partir de 1808 se inscriben sobre los conflictos locales latentes en cada lugar. Es una obra ardua, pero creo que nos abre otros caminos menos adaptables a posiciones dicotómicas y quizás más interesantes. Con respecto a los conflictos que hubo en Cartagena entre 1811 y 1816 y la participación de individuos como Pedro Romero, podría ser prometedor estudiar con más detalle los que tuvieron lugar alrededor de la organización militar. Los tres autores mencionan la importancia de las milicias durante la Independencia de Cartagena y la centralidad de actores intermediarios, tales como los oficiales milicianos Pedro Romero y Manuel Trinidad Noriega. Sin embargo, es posible que los rencores de los milicianos pardos frente a oficiales españoles y aristócratas criollos tuvieran mucho que ver con la organización y posición de las milicias. Viene a la mente un estudio excelente de Hendrik Kraay (2001) sobre la ciudad de Salvador de Bahía en la misma época, donde los posibles paralelos con Cartagena son numerosos y sugestivos. Salvador también fue un puerto importante en términos tanto militares como comerciales dentro del imperio; sus diferencias con Río de Janeiro fueron similares a las de Cartagena con Santa Fe; desempeñó un papel clave durante todo el proceso de independencia; y algo que nos interesa aquí: la política de la ciudad giraba en torno a los aspectos militares, la organización de las milicias, el sistema de rango, el honor que conllevaba contar con títulos militares, la insignia que conferían a los milicianos y el sistema de reclutamiento hicieron que todo lo vinculado con las milicias estuviese íntimamente
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ligado tanto a la política de la ciudad, como a cuestiones de honor, raza y estatus social (Kuethe, 1971; 1978). Según Kraay, […] La experiencia de la independencia en Salvador fue bastante similar a la de otros puertos del norte y noreste, Recife, San Luis y Belén. Seguramente, las trayectorias políticas de estas provincias diferían, pero cada una experimentó periodos de levantamientos sociales que suscitaron muchas de las cuestiones analizadas aquí con respecto a Bahía: dudas acerca de la relación con Río de Janeiro, demandas liberales radicales de cambio, conflictos entre facciones elitistas, rebeliones de esclavos, movilizaciones de sectores populares para ampliar el sentido de liberalismo y extender la noción de ciudadanía, y políticas raciales complejas […]. Los oficiales negros de Bahía incorporaban todas las complejidades de las políticas raciales de Brasil […]. Reconocer que la “raza” por sí sola no definió preferencias políticas hace más comprensibles las acciones de estos hombres; la clase, el status, el origen nacional y su visión corporativa de la sociedad brasilera, moldearon profundamente sus acciones políticas (2001: 256).
Un artículo de Allan Kuethe aporta muchos datos y presenta interpretaciones interesantes sobre las políticas raciales en la construcción y reforma de las milicias de la costa neogranadina en la segunda parte del siglo xviii (Kuethe, 1971). No es aventurado pensar que este tipo de disputas y conflictos dentro y alrededor de las compañías milicianas continuaron hasta la época de la Independencia, y puede ser un punto de partida para comprender mejor el tema de raza, política y fuerza militar entre 1810 y 1820 en Cartagena. Otra vía muy prometedora se basa en el estudio del lenguaje utilizado por esclavos y libres de color durante la Independencia y los primeros años de formación del Estado-Nación. No es que el estudio del lenguaje político durante la Independencia sea algo nuevo. Para el caso de Colombia contamos con algunos estudios particularmente buenos sobre las ideologías, la cultura, los textos, las imágenes y los idearios de aquella época2. Pero han sido pocos los estudios
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Entre los ejemplos más notables, ver: Garrido (1993); König (1994); Ocampo (1980); y varios de los estudios de Silva (1988; 1990; 2002a; 2002b).
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que abarcan el lenguaje político utilizado por sectores populares durante la Independencia colombiana. Hace algunos años ya, Peter Blanchard (2002) y Camilla Townsend (1998), entre otros, publicaron artículos en los que subrayaron la importancia del lenguaje político. Estos autores muestran que los términos nuevos como libertad e igualdad tienen connotaciones muy distintas cuando son enunciados por un comerciante criollo o por su esclavo. El argumento es que a partir de la Revolución francesa, pero sobre todo después de 1810, se hace general el uso de conceptos como soberanía popular, libertad, igualdad y derechos del hombre. Las élites criollas utilizaban estos conceptos en sus debates y conflictos con diversas autoridades españolas. No obstante, el significado de estos términos vino a ser muy distinto cuando fueron utilizados por esclavos frente a sus amos, o por mulatos enfrentados a barreras racistas impuestas por autoridades locales. Camilla Townsend muestra un ejemplo muy elegante de una esclava de Guayaquil, quien entró en una disputa legal con su amo después de que él la sedujo, bajo el pretexto de que “mi amor te hará libre”, y la abandonó cuando quedó embarazada. Pero con la ayuda de un letrado y con la intervención personal de Simón Bolívar, la esclava logró obtener su libertad personal basándose en el hecho de que la unión sexual de los cuerpos les hizo uno, y que la mitad del cuerpo no podía ser esclavizado. También afirmó a través del abogado que el honor de la joven República dependía de si se podía confiar en que los nuevos gobernantes sostuvieran los principios de los derechos del hombre, la libertad y la igualdad. En otras palabras, utilizó el lenguaje del republicanismo contra su propio amo para obtener su libertad. De una manera similar, Blanchard trae muchos ejemplos de otros esclavos y libertos que adoptaron el lenguaje político de la época para sus propios fines. Pero un punto clave aquí es que los esclavos estudiados por Blanchard se encuentran tanto del lado realista como del lado republicano, aunque parece ser cierto que con los años hay más esclavos del lado de los patriotas. De nuevo no debemos caer en la tentación simplista de pensar que exista una conexión sencilla entre color y republicanismo. Lasso sostiene un argumento en parte similar a Townsend y Blanchard (Lasso, 2006; 2007). Es decir, que algunos representantes del pueblo adoptaron el lenguaje utilizado por los patriotas en Colombia y lo utilizaron para sus propios fines, sobre todo a partir de 1812, como ya hemos visto. Según Lasso,
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inicialmente los representantes criollos, por razones tácticas, argumentaron a favor de la inclusión de los pardos como ciudadanos, para así asegurar que los reinos americanos tendrían un peso mayor bajo el nuevo orden político de una monarquía constitucionalista. Así pues, el debate sobre la inclusión o no de los pardos como ciudadanos y el posterior rechazo de la constitución en Cádiz, vinieron a ser argumentos fuertes para que la gente de color se convirtiera en republicana a partir de 1812. La adopción de conceptos republicanos por parte de sectores populares, según Lasso, implica una radicalización y extensión de los principios de igualdad y libertad. Este argumento es interesante, sobre todo porque nos ayuda a resolver el dilema de la proveniencia de las ideas liberales radicales. No es necesario buscar el origen de las ideas sobre igualdad en el pasado colonial y entre los pardos. Las palabras y los conceptos vienen de afuera, pero al ser utilizados por sectores populares en Cartagena cambian de sentido. Una de las ventajas de este tipo de explicaciones enfocadas en el lenguaje y en la retórica es que nos abre la posibilidad de entrar a comprender por qué muchos de los libres de color en la Nueva Granada optaron por seguir apoyando el lado realista. Si los republicanos les ofrecieron a los pardos (en teoría) igualdad de derechos, los realistas les ofrecieron ventajas, tales como posibilidades individuales de ascenso social, posiciones políticas y privilegios de ser exentos de su calidad de pardo. Si los afrocolombianos fueron atraídos por conceptos como libertad, igualdad, ciudadanía y derechos del hombre, también fueron atraídos por la retórica realista en la que prevalecían términos como lealtad, fe, Rey, orden sagrado y derechos sagrados, que resultaron tanto o incluso más atractivos para comunidades e individuos durante el muy complejo proceso de la Independencia. Es decir, no convence la idea de que la raza se pueda relacionar de una forma sencilla y directa con posiciones políticas entre 1810 y 1820. La República y las mutaciones lexicales y sociales La nueva República fue una sociedad nueva sólo hasta cierto punto. A pesar de la existencia de un mito de armonía racial, siguieron existiendo barreras sociales muy claras que pueden explicar, por ejemplo, la continua
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marginalización e invisibilización de los sectores negros. Otra vez, los tres autores presentan visiones similares, pero a la vez distintas, sobre las estructuras raciales en el Caribe colombiano después de 1820. Puesto que según su título el libro de Múnera sólo abarca el periodo hasta 1821, es entendible que no dedique más que unos párrafos al final a tal tema. Enfatiza que la Independencia trajo consecuencias importantes para gente como Romero y que, a pesar de que la sociedad continuó siendo jerárquica con barreras raciales significativas, el sistema de castas colonial dejó de existir por lo menos formalmente. En el capítulo quinto de su libro, Lasso propone varios ejemplos de casos jurídicos ocurridos entre 1810 y 1828 en los que sujetos del pueblo utilizan con eficacia el vocabulario republicano y los términos modernos de libertad e igualdad. El objetivo de Lasso no es mostrar que la sociedad republicana fue menos racista o más igualitaria que el antiguo régimen, sino que sectores populares sí adoptaron el lenguaje moderno y lo utilizaron para sus propios fines, muchas veces en contra de los intereses de las élites. Es un indicio muy interesante de la difusión del lenguaje político moderno, su adopción por parte de la gente y sus posibilidades de construir realidades sociales nuevas. Al mismo tiempo, según Lasso, la adopción de un lenguaje político moderno y el mito de armonía racial impidieron la movilización alrededor de rencores e intereses con base en la raza. En el capítulo sexto, titulado “Guerra de razas”, Lasso intenta mostrar cómo había entre las élites republicanas un verdadero pánico frente a una posible guerra de razas y el eventual establecimiento de una “pardocracia” que tanto temía Bolívar. Todo intento por parte de individuos o sectores de demostrar que la discriminación continuaba fue silenciado. En vez de ser víctimas de la discriminación, fueron tomados como instigadores de odio racial. Y, con base en estas consideraciones, analiza el ejemplo del Almirante José Prudencio Padilla. De nuevo, no todas las piezas caben dentro de un cuadro tan ajustado. Padilla tenía mucho apoyo dentro de sectores elitistas tanto en el interior como en la costa, y obviamente no todos los sectores populares lo defendían. Pero con todo, lo importante para Lasso es que la Independencia en Colombia generó un mito de armonía racial nacionalista, muy distinto del que se formó en Estados Unidos o en Haití, y que ha tenido repercusiones para la discriminación y las posibilidades de combatirla en Colombia hasta hoy.
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Helg se preocupa menos por la cuestión del lenguaje político y la construcción de mitos nacionales, y su tratamiento de las primeras décadas de la era republicana es temáticamente mucho más amplio que el de Lasso. Helg entra en temas económicos, sociales, religiosos, culturales, de género y políticos para evaluar los cambios y continuidades entre las épocas colonial y republicana. No obstante, su retrato general es en conjunto muy similar al de Lasso. Hubo cambios significativos legislativos, más apertura política, más espacio para avanzar profesionalmente, pero también sobrevivieron muchas de las estructuras fundamentales de la Colonia. En fin, los estudios de Múnera, Helg y Lasso han abierto caminos nuevos al pasado del Caribe colombiano, interesante por su obvia relevancia frente al presente, y porque los tres contribuyen a inscribir la historia de esta región dentro de un contexto caribeño que va más allá de los límites nacionales. Sin embargo, queda mucho por hacer para tener una visión mejor fundamentada sobre la relación entre raza e independencia. Por un lado debemos seguir los caminos señalados por estos autores y continuar discutiendo la relevancia del Caribe colombiano como una región histórica, los cambios y usos del lenguaje político republicano, y las formas más o menos discretas de discriminación y marginalización de los afrocolombianos y otros sectores populares. También podemos avanzar rescatando y reconstruyendo —como hacen los tres— las biografías de individuos olvidados de la época u otros ejemplos microhistóricos que ilustren las tendencias sociales y políticas más generales, pero que también demuestren las ambigüedades, las contradicciones, las posibilidades y los límites de los procesos que llevaron a la formación de la Nación colombiana. Por otro lado, los trabajos de Múnera, Helg y Lasso demuestran que hay que intentar otros caminos. Para adelantar nuestro conocimiento sobre los sectores populares necesitamos más estudios sobre temas que últimamente se han considerado pasados de moda y prosaicos, tales como la demografía, la agricultura, la pesca, el comercio y las instituciones administrativas locales. En éstos se debe incluir las hermandades, las milicias y los cabildos, entre otros, y tener en cuenta lo que hemos aprendido de Múnera, Helg y Lasso sobre los conflictos con base en la raza. Así, tal vez podremos alcanzar una comprensión más global de la formación de la nación colombiana y su importancia para la mayoría de la población del Caribe colombiano.
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Índice onomástico
Abel, Christopher 316
Atahualpa 184
Adán 43, 51, 83, 184
Atalmin (personaje en novela
Agassiz, Louis 50, 54
de Luis Vargas Tejada) 178
Alaix, Manuel M. 113
Atkins, John 50
Alexander, J.E. 202
Atlacatl 16, 151-152
Alfaro, Militia 251
Avella, Temístocles 182
Amar y Borbón, Antonio José 71, 77 Ammon, Otto 291
Baltasar 234
Anacoana (personaje en novela
Barrera, Eduardo 384
de Temístocles Avella) 182
Barreto 222
Anaida (personaje en novela
Bejarano, Jorge 17-18, 280, 283-284, 286,
de José Ramón Yépez) 189
292-299, 305, 319
Anderson, Benedict 66, 80, 136-137
Bello, Andrés 179, 187-188
Anderson, Warwick 336
Berlin, Isaías 173
Andrade, José Leandro 255
Bermúdez, José Francisco 84-85
Anglina (personaje en novela
Bernier, François 38, 42-43
de Felipe Pérez) 184
Beverly, John 95
Appelbaum, Nancy 123
Bitelma 182-183
Araujo, Simón 294, 319
Blanchard, Peter 399
Araújo Villagrán, Horacio 266
Blanco, Luis 223
Arboleda, Julio 113
Blanco White, Joseph 81
Arboleda, Sergio 116
Blandón 359
Arriola, Jorge Luis 158
Blandón, Arcadia 360-364
Arturo, Juan Antonio 101
Blandón, Francisco 363
Aruao (personaje en novela
Blumenbach, Johann Friedrich 51, 54
de José Ramón Yépez) 189
Bolaños, Ligia 138
Asturias, Miguel Ángel 158
Bolívar, Simón 174-175, 177-178, 183,
Asunción 221
399, 401
407
408
Índice onomástico
Borda, José Joaquín 177, 180, 186
Claussen, Detlev 31
Borgier, Francisca 219
Colón, Cristobal 45, 174, 184
Borrego, Francisca 223
Congo (personaje en novela
Broca, Paul 51 Bueno, Manuel 113
de Felipe Pérez) 184 Conto, César 374 Córdoba, Diego Luis 370
Caballero, Lucas 294, 319
Corrales, Manuel Ezequiel 391
Caicedo, Miguel A. 348, 356, 365-367,
Cortés, Hernán 174
369, 370-374, 376 Caicedo, Sandra E. 95, 231
Crawford 54 Cugat, Xavier 268
Calvo, Haroldo 384 Calvo, Joaquín Bernardo 143
Da Varrazzano, Giovanni 46
Cam 46, 359
Darwin, Charles 53
Canán 46
Dávila Flórez, Manuel 326-327
Cárdenas, María Dolores 222-223
Davis, David Brion 65
Cárdenas, María Manuela 222
De Baratta, María 152
Cárdenas, Vicente 112, 116
De Boulainvilliers, Henri 40, 50
Carrera, Rafael 156-157, 161
De Caldas, Francisco José 307
Carusso, W. 259
De Cárdenas, María de Regla 219
Carvajal, Alfonso 348
De Covarrubias, Sebastián 37
Casas Orrego, Álvaro León 316
De Gobineau, Arthur 38, 49-50, 296
Castro, Deyanira 360-363, 366, 371
De Heredia, Pedro 181
Castro, Elvia 363
De la Cadena, Marisol 303
Castro, Rodolfo 366, 371
De la Cruz, Maiia 221
Castro, Santiago 305
De Lamarck, Jean Baptiste 53
Catarpa (personaje en novela
De la Paz, Manuel 77
de Temístocles Avella) 182
De las Casas, Bartolomé 45
Cavalli-Sforza, Luigi Luca 53
De la Vega, Garcilaso 184
Ceferino (personaje en novela
De Mosquera, Tomás Cipriano 98, 100,
de Teresa Martínez de Varela) 362, 376
116-118, De Sevilla, Isidoro 46
Chamberlain, Houston Stewart 38
De Tacón, Miguel 205
Chamorro, Emiliano 148
De Torrejoncillo, Francisco 38
Chasteen, John 231, 265
Del Valle Matéu, Jorge 158
Chaves, Antonio J. 116
Diago, Enrique 116
Chía 184
Diago, José Tomás 116
409
Índice onomástico
Diago, Rafael 113
Freyre, Gilberto 65, 389
Díaz, David 15-17, 20, 137 Díaz de la Madrid 387
Gaguin, Robert 40
Díaz Granados, Ignacio 329-330
Gaitán, Jorge Eliécer 321
Dikotter, Frank 335
Galeno 44
Di Pierfrancesco, Lorenzo 45
Galton, Francis 53
Domínguez, José 177
Garcás, Joaquín 101
Juan (personaje en novela
García, José Jesús 326
de Felipe Pérez) 184-185, 191
García, Miguel 268
Dumoulin, Charles 40
García de Toledo, José María 78, 395
Duncan, Jennifer 95
García Granados, Jorge 158
Duquesne, José Domingo 175
Gardner Munro, Dana 145
D’Orbigny, Alcides 235
Garland Neel, Anne 231 Geggus, David 63
Echeverri, Marcela 63, 313
Ghachem, Malick 63
Emile, Paul 40
Gilij, Felipe Salvador 175
Escobar, Emilio Macías 177
Goldman, Gustavo 241, 258
España, José María 389
Gómez, Laureano 282, 287-288,
Espino, Miguel Ángel 152
291-292, 301-302, 313-316
Euraque, Darío 139, 154
González, Fray Félix 214
Eva 83
González, Juan Vicente 188 González, Yamileth 138
Fals Borda, Orlando 384
González Víquez, Cleto 145
Fedulo, Constante 259
Gossett, Thomas F. 31
Felipa 222
Gould, Jeffrey 110, 139, 147-148, 150
Fernández, José Gregorio 98
Gould, Stephen Jay 51
Fernández Madrid, José 178, 192
Gual, Manuel 389
Fernández Madrid, Pedro 192
Guardia, Tomás 142
Fernando VI de Aragón 71
Guerra, François Javier 68
Fernando VII de España 13, 67
Gularte, Marta 268
Ferrer Meluk, Vicente 356
Gutiérrez de Piñeres, Gabriel 392
Flor (personaje en la novela de Felipe Pérez) 184
Harding, Rachel 235
Florentina 221
Häckel, Ernst 53
Foucault, Michel 53, 278
Helg, Aline 25, 314, 381-388, 390,
Franciosini Florentin, Lorenzo 37
394-396, 402
410
Índice onomástico
Hernández, Mónica 345
Le Caron, Louis 40
Herrera, Marta 384
Leal, Claudia 24, 63, 95, 231, 277
Herrera, Priscila 186
Leclerc, Georges Louis 46
Hipócrates 44, 298
Lémos, Francisco 112
Holland, William Jacob 266
Lempira 16, 155
Huitaca 187
Leonardo (personaje en novela
Hume, David 50 Hurtado, Feliza 355
de Cirilo Villaverde) 216 León, E. 101 León Gómez, Gloria 316
Iguaraya (personaje en novela de José Ramón Yépez) 190 Isaacs, Jorge 122
Licurgo 183 Lida, María Rosa 35 Linné, Carl 38, 43-46 Lohse, kent Russell 139
Jafiterava (personaje en novela de Jesús Rozo) 182-183 Jean-Joseph 54 Jiménez López, Miguel 17, 277-284, 286,
Lomnitz, Claudio 317 López, Carlos Gregorio 152 López de Mesa, Luis 17, 277-280, 283-295, 299-301, 303, 305
288, 290-294, 297-299, 301-302,
López, José Hilario 113
305, 319, 321, 326- 328, 336
Lott, Eric 243, 246
Jiménez, Michael 95
Luis XIV 41
Jiménez Patón, Bartolomé 38
Lukács, Georg 173
Jouanna, Arlette 39
Luna, Manuel 116 Lunardi, Federico 155
Kant, Immanuel 11, 47-49, 54 King, James 69, 84
Luz (personaje en novela de Felipe Pérez) 184
Knox, Robert 49 Kovel, Joel 31
Mallon, Florencia 117, 137-138
Kraay, Hendrik 397-398
Marcelino, Bottaro 235
Kuethe, Allan 398
Martínez de Mora, Alonso 36 Martínez de Silíceo, Juan 37
Lambert, Ursula 213
Martínez de Toledo, Alfonso 35
Langebaek, Carl Henrik 15, 16
Martínez de Varela, Teresa 347-348,
Lasso, Marixa 13-14, 25-26, 381-385, 388-390, 395-396, 399-402
357-360, 362, 367, 371-375 Marx, Anthony 66-67
Latorre, Lorenzo 240
McGraw, Jason 15, 19, 20
Lavaysse, Dauxion 176
McGuinness, Aims 95
411
Índice onomástico
McNeill, William 264
Orjuela, Ramón M. 116
Medina, María Belén 221
Ortiz, José Joaquín 177
Meiners, Christoph 51
Ortiz, Oderigo, Néstor 233, 241
Meisel, Adolfo 384 Mena, Luz M. 20
Pachene, Bautista 103
Mendoza Lanzetta, Lina 26
Padilla, José Prudencio 401
Miranda, Francisco 174, 177, 184
Paipa (personaje en la novela
Moctezuma Ilhuicamina 179, 182
de José Ramón Yépez) 190
Mollien, Gaspard Théodore 172
Palacios, Marco 320
Momo 240
Paola, Carlota 221
Montero, J. N. 114
Paula 221
Morazán, Francisco 155
Payán, Eliseo 101
Morillo, Pablo 174
Pérez, Felipe 180, 182-184
Morton, Samuel 51-52, 54
Pérez, José Lisandro 255
Mosse, George Lachmann 31
Pérez, María 138
Mosquera, J. M. 116
Picornell, Juan Bautista Mariano 80-81
Múnera, Alfonso 25, 79, 381-388, 390-395,
Pizarro, Francisco 174, 177
401, 402
Plötz, Alfred 53
Muñoz, Elvia 355
Polo, José 384
Muñoz, Javier 119
Posso, Salomón 362
Muñoz, José Luis 77
Pratt, Mary Louise 137 Prescott, William 184
Naranjo Martínez, Enrique 327-328 Nariño, Antonio 76, 393
Quijano, José María 177
Nebrija, Antonio 36
Quijano, M. D. 116
Nemequene 183
Quilindo, Nicolás 114
Nenqueteba 187
Quintín Lame, Manuel 126
Nieto, Juan José 181-183 Noé 46
Rappaport, Joanne 123-124, 126
Noguera, Carlos Ernesto 279
Realpe, Leonardo 26, 231
Núñez, Rafael 186
Reid Andrews, George 20, 22, 95 Rendón, Benigna 221
Obando, José María 115-116
Restrepo, Antonio 124
Obregón, Diana 316
Restrepo, Eduardo 15, 17-20, 381-382
Ocampo, Pedro 263
Restrepo, José Manuel 181, 391, 393
Oliveira Chirimini, Tomás 261
Reyes Católicos 34
412
Índice onomástico
Reyes Prieto, Rafael 330, 361
Sintierra, Juan 75, 82
Rey Sinning, Edgar 388
Skurski, Julie 317
Rivas, Cesar E. 347
Solano, Juan José 77
Robledo, Emilio 327
Sommer 171
Rodríguez, Florencia 221
Sotela, Rogelio 146
Rodríguez, Jaime E. 68
Soto Arana, Anselmo 101
Rodríguez, Marcelino 118
Soto, Ronald 137
Rodríguez, Mario 159, 160
Spencer, Herbert 52-53
Rodríguez Pérez 219
Stoler, Ann Laura 211
Romero, Pedro 77-79, 391-394,
Stutzman, Ronald 137
396-397, 401 Rossi, Lorenzo 259 Rossi, Vicente 238 Rousseau, Jean-Jacques 72, 80
Suárez Peña, Lino 235 Sugamuxi (Personaje en novela de Luis Vargas Tejada) 178 Sæther, Steinar 10, 25-26
Rozo, Jesús 182-183 Rufina 221
Taguieff, Pierre-André 57
Ruiz, D. Bernardino 82
Taica (Personaje en novela
Ruiz, José 330
de José Ramón Yépez) 190
Rupretch, Lindsay 231
Tajes, Máximo 248
Ruqui (Personaje en novela
Talledo, Vicente 77
de Felipe Pérez) 185, 191
Tannenbaum, Frank 65, 389 Tántalo (poeta enemigo de Manuel Saturio
Sagipa (Personaje en novela de Felipe Pérez) 184, 185, 186, 191
en obra de Miguel A. Caicedo) 366 Taracena, Arturo 158
Samayoa Chinchilla, Carlos 158
Tejada, Luís Vargas 178, 186, 192
Samper, José María 284, 292
Thiel, Bernardo Augusto 143-144
Sanders, James 20-22, 376
Thompson, Robert Farris 233
Sandino, Augusto César 17, 149
Thurner, Mark 63, 110-111
Santander, Francisco de Paula 178
Tindamoro (personaje en novela
Santoyo, Myriam Jimeno 126 Saturio Valencia, Manuel 24, 345-362, 364-367, 369-376
de Luis Vargas Tejada) 186 Tiraqueau, Andre 39 Toro, Fermín 187-188, 191
Schallmayer, Wilhelm 53
Torres Restrepo, Camilo 298
Serje, Margarita 314, 317
Torres Umaña, Calixto 298, 319
Shipman, Pat 31
Tovar Pinzón, Hermes 391
Siéyès, Abbé 75
Townsend, Camilla 399
413
Índice onomástico
Trinidad Noriega, Manuel 397
Wade, Peter 303, 320, 349
Troyan, Bret 95
Wallace, Alfred Russel 53
Trujillo, Julián 122
Waller, Christine 231
Tulcanir (personaje en novela
Walter, Charles 110
de Luis Vargas Tejada) 186
Weinstein, Barbara 231
Tundama 178
Wilberforce, William 82
Turupen (personaje en novela
Wolfe, Justin 150
de José Ramón Yépez) 189
Wyld Ospina, Carlos 158
Unzueta, Fernando 171, 176
Yépez, José Ramón 189-190
Uribe, Antonio José 325, 328-329, 331
Yngermina (personaje en novela
Uribe Hermosillo, Julio César 373 Valenzuela, Juana 221 Van Young, Eric 397 Varela, Jairo 347 Varese, Juan Antonio 261 Vela, Avelino 99 Vela, David 158 Vela, José Francisco 98 Velásquez, Rogerio 347-351, 353-354, 356-358, 360, 371-375 Vespucio, Américo 45 Villaverde, Cirilo 203, 215 Villavicencio, Antonio 71 Villegas, Jorge 124 Von Humboldt, Alexander 175-176, 204
de Juan José Nieto) 181-183 Zelaya, José Santos 147-148
Índice toponímico
África 24, 71, 72, 82, 84, 233, 238, 249-250,
Argentina 232, 234, 265, 282
254-255, 259-260, 265-269, 299, 302,
Asia 255
363
Atlántico (Colombia) 329-331
África Oriental 259
Australia 336
Alajuela (España) 146 Alemania 53
Baillage (Francia) 40
Almaguer 112
Bajo Magdalena (Colombia) 295, 313
Altiplano cundiboyacense (Colombia) 15,
Baranoa (Colombia) 181
280, 287, 303
Barbacoas (Colombia) 100, 104-105, 112,
América 13-14, 68, 70-73, 75, 79-82, 84-85,
114, 116
139, 173, 175, 179, 181, 185, 187-188,
Barranquilla (Colombia) 323, 331, 336
238, 266, 280, 282, 285, 291, 345, 358,
Barrio Sur (barrio de Montevideo) 252
389-390
Belén 234
América Central 160
Belén (Brasil) 398
América del Norte 53, 178
Berenjenal (Colombia) 351-352, 354, 356,
América española 64, 67, 74, 82, 388-389
373
América hispana 79
Bogotá 17, 80, 108, 118, 125, 172, 175-176,
América Latina 9-10, 12, 14-15, 26,
177, 179, 182, 277-278, 282, 313, 319,
65-66, 96, 136-137, 140-141, 146,
322-323, 326-330, 333, 349
204, 232-234, 239, 258, 265-266, 269,
Bolívar (Colombia) 326-327, 329, 331, 346
298, 303, 314, 319, 358, 389-390
Bolivia 184, 291
América meridional 190
Brasil 14, 23, 66, 258, 265-266, 389-390, 398
Anfelima (Colombia) 99, 104, 107, 119, 120
Buenos Aires 233, 238, 241, 248, 252, 253
Angola 233, 249 Antioquia (Colombia) 301, 374
Cádiz (España) 13-14, 66-69, 75, 78, 79,
Archipiélago de San Andrés
81-82, 84-86, 391-392, 395, 400
y Providencia (Colombia) 346
Cajamarca (Colombia) 104
Argelia 363
Cajibío (Colombia) 118
415
416
Índice toponímico
Caldoso (Colombia) 102
174-176, 178, 180, 183-184, 187, 191,
Canal de Panamá 317, 330, 331
193, 266, 277-281, 285, 287, 289, 291,
Caquetá 108
294, 297, 313-322, 327-328, 331-332,
Caracas 67, 176, 388
335-336, 346-347, 351, 356, 360, 375-
Caribe 10, 15, 19, 25, 147, 150, 189, 322, 329,
376, 381-383, 387, 391, 398-399, 401
387, 389, Caribe colombiano 19, 25, 67, 75, 313-317, 381-385, 387, 390-391, 396, 401-402 Caribe hondureño 153 Caribe insular 382
Colonias americanas 68 Colonias británicas, francesas
y holandesas 389
Colonias españolas 140, 179, 202, 211, 218, 389
Caribe neogranadino 383
Colonias europeas 210
Carlosama (Colombia) 99, 104, 107, 119,
Condoto (Colombia) 350
120 Cartagena (Colombia) 14, 25, 67, 71, 75-80,
Congo 233, 236, 256
82, 84, 85, 86, 180, 181, 277, 319, 326,
Copán (Honduras) 16, 154, 189
329-331, 334, 336, 356, 383-386,
Cordillera central (Colombia) 98
388-398, 400
Cordillera occidental (Colombia) 98
Cartago (Costa Rica) 146 Caserío de Pastas (Colombia) 99, 104, 107, 119, 120 Cauca (Colombia) 21-22, 95-96, 98-99, 101,
Confederación Granadina 95
103-104, 107-127, 350, 376
Centroamérica 10, 135-137, 139, 143, 145-146, 156 Chile 184, 282 Chocó (Colombia) 24, 127, 346-347,
Cordillera oriental (Colombia) 98, 284, 290, 303 Córdoba (Colombia) 347 Coro (Venezuela) 389 Costa Caribe (Colombia) 20, 313-318, 320, 336, 374 Costa Caribe (Honduras) 16, 153 Costa Caribe (Nicaragua) 16, 147-148, 150, 153 Costa Norte (Honduras) 155
349-351, 354, 358, 361, 363, 365,
Costa Rica 16, 139, 140-146, 160
370, 373-375
Cuba 10, 14, 124, 178, 203-204, 206-207, 209,
Ciénaga (Colombia) 328
211-212, 218, 221, 234, 247, 266
Ciudad de México 177, 204
Cumbal (Colombia) 99, 104-107, 119-122
Coconuco (Colombia) 118
Cundinamarca (Colombia) 187
Colimba (Colombia) 99, 104-105, 107, 119,
Cuzco (Perú) 110, 177
120 Colombia 10, 15, 17-19, 21, 24, 63, 80, 86, 95-96, 98, 100, 111-112, 126-127, 172,
Darién (Colombia) 108, 178 Descancé (Colombia) 108
Índice toponímico
Ecuador 184
Guanacaste (Costa Rica) 146
El Cordón (barrio Montevideo) 252
Guatavita (Colombia) 182
El Salvador 16, 111, 151, 152
Guatemala 16, 154, 156, 159, 161
España 11, 13, 33-34, 37, 41, 67, 68, 70-73,
Guayaquil (Ecuador) 399
417
75, 80, 82, 84, 171, 187, 202-203, 207-208, 389, 392 Estados Unidos 10, 63-66, 72, 81, 152, 187,
Haití 64, 70-71, 203, 208, 211, 282, 389, 395, 401
202, 206.-207, 243, 254, 264, 316, 318,
Heredia (Costa Rica) 146
323, 382, 389, 401
Hispanoamérica 64, 140, 157, 397
Estados Unidos de Colombia 95
Honduras 16, 153-155
Europa 39, 42, 47, 49, 85, 152, 173, 188,
Huila (Colombia) 126
206-207, 209, 237, 238, 259, 297, 299, 316, 318, 325, 330 Europa occidental 202
Iles (Colombia) 99, 104, 107, 119-120 Imués (Colombia) 105, 106, 119, 121-122 Inglaterra 53, 203, 207-208
Filadelfia (Estados Unidos) 71 Filipinas 336
Ipiales (Colombia) 98, 99, 102-104, 107-108, 119-120, 322
Francia 11, 39-41, 64, 207
Isla de Santo Domingo 71
Fúnes (Colombia) 102
Jambaló (Colombia) 103, 108
Funza (Colombia) 177 Galia 40
Lago Coquivacoa (Colombia) 190
Genoy (Colombia) 106
Lago Maracaibo (Venezuela) 189
Getsemaní (barrio de Cartagena) 77,
Laguna de Guatavita (Colombia) 183
391-393 Girón (Colombia) 99, 104, 107, 119, 120
La Habana 20, 201-207, 209-213, 215, 217-218, 220, 223-224, 233, 255-256
Göttingen (Alemania) 51
Las Antillas 15, 182
Granada (Nicaragua) 150
Latinoamérica 136, 137, 204, 211
Gran Bretaña 72, 147, 187
La Troje (Colombia) 365
Gran Colombia 14, 86
La Vega (Colombia) 107
Grecia 210
Lempira (Honduras) 156
Guachavéz (Colombia) 114
Liberia 282
Guachucal (Colombia) 99, 104-107,
Llanos Orientales (Colombia) 184-186
119-120, 122
Londres 82
Guainía (Colombia) 347 Guaitarila (Colombia) 105
Macizo colombiano 98
Guajira (Colombia) 178, 347, 384
Madrid 208
418
Índice toponímico
Malí 363
Ocaña (Colombia) 77
Mallama (Colombia) 105, 121
Océano Atlántico 233
Managua 148
Ospina (Colombia) 99, 104-107, 120-122
Maracaibo (Venezuela) 189
Otavalo (Ecuador) 108
Mar Caribe 322 Marruecos 363
Pacífico central (Nicaragua) 147
Matagalpa (Nicaragua) 139, 148
Pacífico colombiano 346
Mauritania 363
Pacífico nicaragüense 150-151
Mayasquer (Colombia) 99, 104, 107, 119-
Palermo (barrio de Montevideo) 252, 255,
120
263
Medellín (Colombia) 365, 370
Panamá 98, 108, 315
Medio Oriente 155
Pancitará (Colombia) 107
Méjico 291
Paniquitá (Colombia) 105
Melo (Colombia) 253
Paraguay 291
México 14, 97, 117, 159, 161, 176, 182, 188,
París 39
317, 397 Mocondino (Colombia) 111, 119 Mompox (Colombia) 25, 76-77, 326, 385, 391, 394 Montevideo 23, 231-233, 238, 241-245, 250, 252-254, 257-258, 260-262, 264 Mosquitia (Honduras y Nicaragua) 16, 147-148, 153-154, 156, 178 Muellamuez (Colombia) 99, 104-107, 119-120, 122
Pasto (Colombia) 98, 101-102, 106, 111, 113-117, 119, 121-122 Península Ibérica 68, 34, 67 Perú 97, 110, 176-177, 182, 184, 187-188, 291, 299, 303 Piedra Ancha (Colombia) 99 Pitayó (Colombia) 105, 108 Pittsburgh (Estados Unidos) 231 Polindará (Colombia) 114 Popayán (Colombia) 98, 101, 103, 105, 107-108, 112-114, 116, 118, 122,
Neguá (Colombia) 370
126, 345, 357, 358
Nicaragua 16-17, 110, 139, 144, 146-150
Potosí (Colombia) 99, 104, 107, 119-120
Norteamérica 46
Puerres (Colombia) 99, 104, 106-107,
Nueva Granada 95, 101, 171, 175, 184, 387, 400
119-120, 122 Puerto Colombia 323, 325, 329-330
Nuevo Mundo 174, 185, 267
Puerto Rico 218
Nyanza (Kenya) 259
Puntarenas (España) 146 Pupiales (Colombia) 99, 104, 119, 120
Obando (Colombia) 98-99, 104, 107, 114, 119-121
Putumayo (Colombia) 103 Quetzaltenango (Guatemala) 111
Índice toponímico
Quibdó (Colombia) 24, 345-346, 348, 350, 355-358, 365, 369, 371-374 Quinchaya (Colombia) 107-108, 118
419
Santiago de Cali (Colombia) 100, 108, 112 Santiago de Pongo (Colombia) 104, 108 Santo Domingo 71, 282 Sapuyez (Colombia) 105-106, 122
Recife (Brasil) 398
Selva amazónica (Colombia) 98-99, 108
Rhode Islands (Estados Unidos) 46
Selva del Pacífico (Colombia) 99
Río Amazonas 313
Sevilla (España) 45, 217
Río Atrato (Colombia) 350
Sibundoy (Colombia) 103
Río Cauca (Colombia) 98
Silvia (Colombia) 101-103, 118
Río Congo 363
Sipí (Colombia) 350
Río de Janeiro 204, 397-398
Sogamoso (Colombia) 176-178, 183
Río de La Plata 241, 245
Sucre (Colombia) 347
Río Felpí (Colombia) 105
Sudáfrica 66
Río Magdalena (Colombia) 19, 322, 327,
Sudán 363
329, 332-334
Sur América 211
Río Níger 363 Río Nilo 363
Tacueyó (Colombia) 105
Río Orinoco 176, 190, 295
Tegucigalpa 154
Río San Juan (Colombia) 350
Timbío (Colombia) 119
Rioblanco (Colombia) 103
Toledo (España) 34, 37
Riohacha (Colombia) 186, 187, 192, 322, 384
Tolima (Colombia) 126
Riosucio (Colombia) 119-120
Toribío (Colombia) 105
Rivas (Nicaragua) 150
Túnez 363
Rivera (Uruguay) 253
Túquerres (Colombia) 98-99, 101-108, 114,
Rocha (Uruguay) 253
116, 119, 121-122 Turbaco (Colombia) 80
Sabana de Bogotá 175, 184 Salvador de Bahía (Brasil) 397
Ultramar 68, 217
San Carlos (Uruguay) 253
Uruguay 10, 232, 236-237, 243, 248-250, 253,
San Francisco (Colombia) 105 San José (Costa Rica) 146
254, 265-266, 268-269, 282 Uxmal (México) 189
San Luis (Brasil) 398 San Salvador 45, 152
Valle Central costarricense 144
Santa Fe 176, 386, 391, 395, 397
Valle del Cauca (Colombia) 112
Santa Marta (Colombia) 26, 186, 325, 331,
Valle Feliz (Lugar en novela
336, 384-385, 388, 391, 396-397
de Felipe Pérez) 185
420
Índice toponímico
Valle del Magdalena (Colombia) 322 Vaupés (Colombia) 347 Venezuela 10, 15, 79, 172, 174-176, 187, 191, 193, 266, 317, 395 Vichada (Colombia) 347 Viejo Caldas (Colombia) 374 Viejo Mundo 173, 185, 187 Yaramal (Colombia) 99, 104, 107, 119-120 Zelaya (NIcaragua) 147
Este libro se terminó de diagramar en el año 2010 con la fuente Kepler.