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11. E L M U N D O MEDIEVAL
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T R O T T A D E
G R A N A D A
Historia del cristianismo 11. El mundo medieval Emilio Mitre Fernández coordinador
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La presente obra ha sido editada con la ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
CONTENIDO
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Religión
Introducción: Emilio Mitre Fernández.
Primera edición: 2004 Segunda edición: 2006
O Editorial Trotta, S.A., 2004, 2006 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 0 3 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es
O Universidad de Granada, 2004, 2006 O Emilio Mitre Fernóndez. 2004 O De los autores, para sus colaboraciones, 2004 ISBN: 84-8164-632-6 (Obra completa) ISBN: 84-81 64-71 5-2 (Volumen II) Depósito Legal: M-38.825-2006 Impresión Tecnología Gráfica, S.L.
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1. Oriente y Occidente en defensa de la ortodoxia: Emilio Mitre Fernández . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 11. Emperadores, papas, patriarcas y misioneros hasta finales del siglo IX: Emilio Mitre Femández ..................... 55 111. Sociedad y cultura cristianas en el Occidente altomedieval: Emilio Mitre Fernández ............................... 97 IV. La Europa del siglo x y el mito del aiio mil: Emilio Mitre Fernández ............................... 141 V. El Pontificado, de la reforma a la plenitud0 potestatis: . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Esther G o n ~ á l eCrespo ~ VI. La cristiandad más allá de Occidente: Esther González Crespo ............................... 223 VII. El orden social cristiano entre los siglos XI y XIII: imágenes, realidades y fronteras: Emilio Mitre Fernández . . . . . . . . . . . . . 263 WII. Entre el nacimiento a la vida y el más allá: vías de perfección y salvación: Emilio Mitre Fernández . . . . . . . 303 IX. Cristianismo y vida intelectual en la plenitud del Medievo: Emilio Mitre Fernández . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 337 X. Movimientos heréticos y conflictos populares en el pleno Medievo: Martín Alvira Cabrer . . . . . . . . . . . . . . . . 385 XI. Las órdenes religiosas de la plenitud al ocaso del Medievo: Antonio Linage Conde . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 439 XII. El Pontificado de Bonifacio VI11 a Alejandro VI: Vicente Angel Álvarez Palenzuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 521 XIII. Innovación intelectual: de la Escolástica al Humanismo: Vicente ~ n ~Álvarez e l Palenzuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 575
CONTENIDO
XIV. Nuevos horizontes espirituales: demandas de reforma y respuestas heterodoxas: Vicente Angel Álvarez Palenzuela . . . . 631 XV. Las iglesias de Oriente ante la presión otomana: Vicente ~ n g eÁlvarez l Palenzuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 687 Bibliografía general ....................................... 733 índice de nombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 741 Colaboradores ........................................... 76 1 índice general ........................................... 763
INTRODUCCI~N Emilio Mitre Fernández
La visión más tradicional sitúa el arranque de la Edad Media en el 476, fecha del hundimiento del Imperio romano en Occidente. Un hundimiento que, según afirmación difundida por Gibbon, suponía el triunfo de la barbarie y la religión. Los tres siglos que suceden a este evento han resultado campo de trabajo tanto de los expertos en historia antigua como de los estudiosos del Medievo. En su momento, L. Génicot consideró estos años como una etapa confusa, en la que se fueron salvando los materiales de la civilización antigua y en la que la Iglesia (vieja querencia de historiadores doblados en cierto modo en apologistas) fue conquistando a los individuos y la vida social. Otra acotación cronológica cuya legitimidad tampoco carece de argumentos de peso sitúa en el siglo VIII el inicio de esa época a la que vamos a dedicar nuestra atención en el presente volumen. En nuestros días A. Vauchez, uno de los grandes expertos en la materia, ha distinguido entre lo que es la «adhesión formal a un cuerpo de doctrina)) y lo que es la «impregnación por parte de los individuos y de las sociedades de las creencias religiosas que profesan),. En tal caso, el cristianismo (si se excluye la cuenca del Mediterráneo) sólo llegaría a triunfar en el conjunto del continente europeo a partir del 700. Los carolingios, cuya escalada al poder se inicia en torno a esta fecha, hablarían . de Dilatatio regni o Dilatatio Christianitatis para definir un proceso que era tanto político como religioso. A la implantación puramente oficial de la religión (a través del exernplum regis, del
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modelo de los reyes) había de suceder una paciente penetración ética. Raul Manselli ha hablado de un diálogo entre los dirigentes religiosos y la masa popular que habrá de llegar como poco hasta el año 1000. En el siglo VIII además se conformarán de manera casi definitiva las dos grandes tradiciones cristianas: la griega y la latina. Circunstancias de diversa índole contarán en ese proceso. Serán, por supuesto, de orden estrictamente cultural: es ya un lugar común hablar de una literatura greco-cristiana y de una literatura latino-cristiana; de unos Padres griegos y unos Padres latinos con sus peculiares características. Las diferencias de orden político y jurídico entre Roma y Constantinopla (la segunda Roma) irán propiciando asimismo un dramático desencuentro fraguado en el Medievo que, desde el catolicismo romano, definimos con un término entre académico y peyorativo: cisma de Oriente. Tampoco carecerá de relevancia en la configuración de esas dos cristiandades el impacto producido por la aparición del islam, potencia espiritual dominante en el Mediodía del Mediterráneo desde el siglo VIL Esta irrupción será decisiva para que las sedes de Roma y Constantinopla -una vez caídas en manos musulmanas otras de la entidad de Cartago, Alejandría o Antioquía- se erijan en los indiscutidos centros de poder religioso del cristianismo en Occidente y Oriente. Como escribió Charles Diehl hace casi un siglo, los basileus y patriarcas bizantinos desempeñaron entre los eslavos de la Europa oriental un papel similar al desarrollado por los papas de cara a los germanos de la Europa occidental y nórdica. Desde el siglo VIII hasta el XII, afirma J. Paul, puede hablarse -al menos para Occidente- de una cierta unidad en lo que a Iglesia y vida cultural se refiere en cuanto el estamento eclesiástico se presenta como el único sector culto de la sociedad. Son los litterati por excelencia, distintos y distantes de los laicos, calificados genéricamente de illitterati. Los cambios que desde el siglo XII se vayan produciendo (el llamado Renacimiento del siglo m) serán la expresión de un Occidente abierto a influencias culturales exteriores y a experiencias religiosas que, desde finales de la centuria, provocarán serios recelos en los poderes rectores de la Iglesia. El siglo XIII será el de las universidades, una de las grandes creacio-
nes del espíritu europeo, pero también el de la represión de la disidencia y el del Syllabus de 1277. Un documento éste que supondría un frenazo a la libre especulación y abriría un foso entre fe y razón, dos fuerzas que algunos maestros de la Escolástica consideraban que podían estar razonablemente hermanadas. Hablamos de crisis de la baja Edad Media, centrada en los siglos xrv y xv, para definir un proceso de depresión en todos los campos - c r i s i s asistémica)) en expresión de Guy Bois- que, por supuesto, afectó también a la vida religiosa. Su expresión más Ilamativa fue ese «gran cisma de Occidente)) que san Vicente Ferrer describió en términos apocalípticos. No fue, sin embargo, su única manifestación. Seguiremos preguntándonos hasta qué punto la ruptura protestante fue la salida inevitable de una situación de inquietud espiritual. Una salida evidentemente traumática que expresaría la incapacidad de materializar pacíficamente esa regeneración in capite et in membris [en la cabeza y en los miembros] invocada en los círculos más abiertamente renovadores. Es fácil echar mano de esas invocaciones que los reformadores rupturistas del Quinientos hicieron a Wyclif o Hus como sus guías. Y es fácil recurrir también a esos miedos de la sociedad cristiana que llegan a atenazarla incapacitándola para dar respuestas adecuadas a sus problemas. Unos miedos que podían referirse a la peste, a la guerra o al avance turco en los Balcanes que puso fin en 1453 a ese .hombre enfermo)) de Europa que era el Imperio de Constantinopla. N o conviene caer en ciertas tentaciones especialmente cuando la retórica, las recreaciones literarias y el sectarismo pueden convertirse en malos compañeros de la historia. Identificar la Edad Media en su globalidad con una suerte de paréntesis de barbarie entre dos épocas de esplendor (la Antigüedad clásica y el Renacimiento) es remitirnos a eso que J. Heers ha llamado «la impostura de la Edad Media)). Incluso presentar los siglos XIV y xv como etapa de decadencia, de clausura de una época o de mera etapa de «transición» hacia otra, es recurrir a viejos tópicos ampliamente cuestionados por los recientes avances de la investigación. Cuando jugamos con el cristianismo tomado como fundamento de la sociedad medieval y como una de las raíces de nuestra propia civilización estamos entrando sin duda en un terreno
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que, especialmente en los últimos tiempos, se presta a la controversia. Por supuesto, hablar de cristianismo -y en especial el del Medievo- implica remitirse a algo más que a la mera sucesión de papas por muy decisiva que haya sido la actuación de muchos de ellos. Supone recordar el conjunto de instituciones y dogmas a través de los cuales se aspiró a articular la vida y el pensamiento de una sociedad. Es también profundizar en aquello que denominamos comúnmente espiritualidad. Por tal cabría reconocer n o sólo la fuerza codificadora de las normas de vida interior de una minoría de privilegiados en lo intelectual o en lo moral, sino también esa dinámica capaz de articular los sentimientos (imentalidades?) cie ia masa de fieles. Es, asimismo, reconocer las inercias del pasado que hacen que en repetidas ocasiones el cristianismo sea un estrato religioso por debajo del cual se vislumbran viejos atavismos a los que oficialmente se define como supersticiones. Y es, por supuesto, valorar los intentos de renovación n o siempre bien orientados por sus protagonistas y muchas veces mal entendidos por sus detractores: llamémosles reformas, herejías o disidencias. Recientemente, en el Preámbulo de la Constitución de la Unión Europea, se ha obviado una referencia expresa al aporte del cristianismo en la formación del «viejo Continvnte~.Esa omisión habrá hecho que crujan en su tumba los huesos de L. Génicot, para quien Iglesia cristiana y civilización europea eran inseparables. Al margen de excesos retóricos o apologéticos, cualquier medievalista es consciente, sin embargo, del valor del cristianismo como fuerza vertebradora de un continente a lo largo de ese casi milenio al que vamos a dedicar nuestra atención. Una fuerza cuya impronta, con mayor o menor fortuna, ha durado hasta nuestros días. Los agentes de ese proceso fueron los papas y los patriarcas, los religiosos de órdenes monásticas y conventuales, los clérigos diocesanos y parroquiales, los príncipes, la multituto inermis vulgi [masa inerme] en sus distintos niveles sociales, los litterati y homines scholastici [eruditos] ... Todos ellos eran y se consideraban Iglesia, comunidad de fieles cristianos o, como le gustaba decir al reformador John Wyclif con una comprometida expresión, universitas praedestinatorum [comunidad de los predestinados].
Al margen de su comunión o no con las distintas normas del orden establecido... y al margen también de sus grandezas y sus miserias -ni mayores ni menores que las de los protagonistas del próximo pasado siglo XX-, todos ellos ocupan un lugar en la historia de nuestro continente. Algo que nos corresponde asumir, nunca ignorar.
ORIENTE Y OCCIDENTE EN DEFENSA DE LA ORTODOXLA Emilio Mitre Fernández
Es bien sabido que la rápida expansión del islam a la muerte de Mahoma provocó profundos cambios tanto políticos como espirituales en el mundo mediterráneo. Henri Pirenne, en una obra clásica, sos- . tuvo que sin el islam el Imperio carolingio no se hubiera creado y que, sin Mahoma, Carlomagno hubiera sido un absurdo. Para el ilustre medievalista belga la unidad del Mediterráneo -especialmente la económica- se había mantenido pese a las invasiones germánicas y la consiguiente desaparición del Imperio romano en el Occidente. La verdadera ruptura vendría con la irrupción musulmana, que acabó convirtiendo al Mare Nostrum en un foso entre civilizaciones. Las críticas vertidas a lo largo de los años contra la contundente afirmación de H. Pirenne no han echado por tierra la sustancialidad de una idea: un Mediterráneo bipartito -reinos germanos en la cuenca occidental, Imperio bizantino en la oriental- se convirtió en un espacio tripartito en razón del control ejercido por los seguidores de Mahoma sobre su orilla meridional. El islam fue el tercer aporte a la idea de monoteísmo (el cuarto si consideramos ciertas lucubraciones filosóficas del mundo clásico) que incidió lógicamente en las conciencias tanto de judíos como de cristianos. En el caso de estos últimos lo hizo (es un tema aún sujeto a la polémica) en cuanto se vieron forzados a reflexiones teológicas que, por lo general, convertían la religión musulmana en una su.erte de nueva herejía propia de una etapa anticrística que se veía póxima. Pero tuvo un impacto no menor en otro terreno: el Oriente helénico y el Occi-
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dente latino-germánico vieron acrecentadas las dificultades de comunicación. Ese distanciamiento repercutiría en las distintas formas -a veces cuestiones de matiz o meros malentendidos pero no por ello carentes de gravedad- de entender ese legado de fe considtrado común y definido como ortodoxia. Las polémicas doctrinales entre una y otra cristiandad no sólo no cesaron sino que conocieron un nuevo capítulo. El fortalecimiento de una Iglesia latina no se haría sólo en confrontación con su vecina de Oriente. Se haría también a través de la pugna con las peculiaridades teológicas desarrolladas en su interior. Ello explica que la «querella de las imágenes. -un problema esencialmente oriental pero con unas fuertes repercusiones también en el exterior- tenga un no desdeñable impacto en Occidente. Y explica también los anatemas lanzados contra lo que J. E. Martínez Tur ha denominado .herejías menores.. Una serie de disidencias de cierto arraigo en una península Ibérica mayoritariamente sometida a la férula política del islam.
1. LA ICONOCLASTIA ANTE LA CULMINACIÓN
DE LA ORTODOXIA:
UNAS BASES DE PARTIDA
Las querellas teológicas que sacudieron al mundo mediterráneo durante varios siglos afectaron de forma especial a la pars Orientis del Imperio, matriz de lo que en el mundo académico conocemos como Imperio bizantino. La penetración más profunda del cristianismo en la cuenca oriental del Mediterráneo y la acentuada proclividad de sus poblaciones al debate doctrinal favorecieron, sin duda, el que las disidencias religiosas tuvieran en ese área una mayor enjundia.
1.1. Ortodoxia y política conciliar. Un balance de cuatro siglos Desde los comienzos de la gran Iglesia, doctrinas que acabaron consideradas por los círculos oficiales como errores dogmáticos sufrieron el rechazo de las grandes figuras que la tradición considera como Padres de la Iglesia; y también la solemne condena en grandes asambleas eclesiásticas consideradas representativas de todo el orbe cristiano. Ellas han creado una tradición: junto a concilios puramente locales hubo otros de entidad superior en raz5n de su carácter ecuménico. Los dos primeros concilios a los que se otorga esa consideración (Nicea en el 325 y Constantinopla en el 381) definieron un símbo-
lo de fe llamado niceno o, mejor aún, niceno-constantinopolitano, que hablaba de la consustancialidad de las tres personas de la Trinidad. Ello supuso condenar de forma muy especial la herejía arriana y, en menor grado, a los pneumatómacos negadores de la divinidad del Espíritu. El arrianismo, por su importante impacto social, puede ser considerado, en efecto, como la primera gran herejía en la historia de la Iglesia. A las querellas trinitarias sucedieron las cristológicas en tanto que resultaba necesario definir la forma en que las dos naturalezas -humana y divina- se habían unido en Cristo. El tercer concilio ecuménico contra los nestorianos (Éfeso, 431) y el cuarto concilio ecuménico contra los monofisitas (Calcedonia, 45 1) contribuyeron a definir el tema mediante la fórmula de unión sin confusión de ambas naturalezas. Las decisiones tomadas en estas cuatro magnas asambleas no fueron objeto de cuestión en los años siguientes: el papa Gregorio Magno hablaría de la autoridad de estos cuatro concilios como similar a la de los cuatro Evangelios canónicos. A estos primeros cuatro concilios se unieron otros dos que trataron de aclarar ciertos aspectos que pudieran resultar oscuros. Fue el llamado concilio de los Tres Capítulos (11 de Constantinopla de 553), promovido por Justiniano para condenar a los teólogos filonestorianos Teodoro de Mileto, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa que no habían sido reprobados en Éfeso. Aunque la legitimidad de este concilio fuera a la postre admitida en Roma, sus decisiones (como poco a nivel formal) fueron objeto de importantes críticas en Occidente. El 111 concilio de Constantinopla del 680 se convocó para condenar el monotelismo. Se trató de una fórmula oportunista propugnada por el emperador Heraclio y el patriarca Sergio que pretendía atraerse a los monofisitas. Aun defendiendo la existencia de dos naturalezas en Cristo, afirmaba que éste no poseía más que una sola voluntad. La propuesta monotelita acabó relegada al olvido. No sólo se debió a la condena con la que fue sancionada y a la resistencia que frente a ella opuso Occidente; también se debió a que el monofisismo no estaba muy dispuesto a transacciones y mantuvo con firmeza sus posiciones de Oriente. En algunos casos como el de Egipto llegó a constituir la opción religiosa mayoritaria. Se trataba de una especie de revancha de las provincias contra el centralismo religioso que se quería impuIsar desde Constantinopla. Aun a costa de dolorosas pérdidas, a principios del siglo vi11 parecían definidas las reglas del trinitarismo y la cristología que se in-
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tegrarían en ese gran legado que definimos como ortodoxia. La cristiandad griega, nucleada en torno al patriarcado de Constantinopla, se erigía en orgullosa definidora y guardiana de la verdadera fe. Pero, al entrar en la nueva centuria, otra gran disputa sacudiría al Imperio de Oriente: la iconoclastia. En principio, su calado teológico parecía escaso por cuanto sólo muy tangencialmente afectaba a cuestiones de fe. Sin embargo, socialmente provocó en el Imperio de Bizancio una crisis de extraordinarias proporciones que, con diversos altibajos, duró más de un siglo.
1.2. El culto a las imágenes en la conformación del cristianismo Las tendencias espiritualistas más extremas han sido siempre hostiles a cualquier forma de pompa y de manifestación artística como acompañantes del ritual. Especialmente dentro de las religiones monoteístas, la palabra «idolatría» ha constituido la más grave descalificación que puede lanzarse contra otras opciones religiosas. Incluso cuando se ha empleado sin fundamento alguno. El mundo judío tenía a este respecto las ideas muy claras. El Dios de la Alianza con Israel era el único Dios. El Éxodo, el Levítico o el Deuteronomio declaraban tajantemente que todo culto a otros dioses era idolatría. Estos pasaban a la condición de «naderías» o «vanidades», según rezan los Salmos o Jeremías, o de demonios, como exponen los mismos Deuteronomio, Salmos o Baruc. El mundo cristiano, que heredó una buena parte de los esquemas y actitudes del mosaísmo, se encontró ante un importante reto, ya que su fe se basaba en la encarnación de la segunda Persona de. la divinidad, una y trina. Se abría con ello la posibilidad de una rememoración plástica. Algunos pasajes escriturarios podían servir de apoyo para la articulación de determinados discursos, según ha recordado J. C. Schmitt. Así, el del Génesis al hablar del hombre hecho «a imagen y semejanza de Dios,, (Gén 1, 26). Así, el del evangelio de Juan cuando pone en boca de Cristo: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» Un 14, 8). O el de Pablo afirmando que «nosotros somos transformados en la imagen misma del Señor. (2 Cor 3, 18). A partir de la idea de imago, precisamente, la cultura medieval legitimaría muchas de sus posiciones en cuanto al culto a las imágenes. Tanto en Oriente como en Occidente, los posicionamientos no fueron uniformes. Aunque la polémica tenga sus orígenes en el desarrollo de la primera Iglesia, serán determinados autores y situacio-
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nes los que marcarán una profunda huella cara al Medievo. Frente a las opiniones altamente intelectualizadas que planteaban abiertas reservas, surgieron voces que abogaban por comportamientos abiertamente pragmáticos. Ente los autores orientales, son conocidos los recelos hacia las imágenes de Clemente de Alejandría, Orígenes o Eusebio de Cesarea. En Occidente se acostumbra a destacar el papel de Ireneo de Lyón o Tertuliano. La tradición hablaría de un gesto abiertamente iconoclasta en el obispo Epifanio de Salamina (siglo IV), quien, al rasgar un lienzo con la imagen de Cristo, dejó un vivo recuerdo en las poblaciones del Asia Menor. En Armenia, en concreto, la incidencia de los herejes paulicianos, enemigos de cualquier culto eclesiástico, no haría más que añadir leña al fuego. Barnard ha recordado la influencia que el paulicianismo tendría sobre los iconoclastas bizantinos en los momentos más agudos de la crisis. En el otro extremo del mundo cristiano, y en la Hispania de los inicios del siglo IV, el concilio de Elvira se manifestó de forma tajante. En su canon XXXVI se prescribe que no haya pinturas en las iglesias «para que aquello que se adora y reverencia no se vea retratado en las paredes)). En los primeros siglos del cristianismo, sin embargo, también se echaron las bases para el asentamiento de actitudes en un sentido contrario. La existencia de figuras en las catacumbas nos habla de una temprana veneración hacia las imágenes de Cristo y los santos. El prototipo de cualquier imagen cristiana, recuerda J. C. Schmitt, lo facilita el retrato de la Virgen atribuido al evangelista Lucas o el Mandylion (la Santa Faz) que el mismo Cristo había entregado al rey Abgar de Edesa para animarle a la oración. Occidente daría su réplica con el recuerdo de la Verónica. En Oriente, Gregorio de Nisa (muerto en el 395) consideraba útil la existencia de imágenes siempre que se las considerara una especie de Biblia para el iletrado y su culto se mantuviera dentro de unos prudentes límites. En Occidente, el papa Gregorio Magno fijó una postura (que había de convertirse en oficial) frente al obispo Sereno de Marsella, quien, por temor a caer en la idolatría, había retirado las imágenes de su diócesis. Las imágenes, sostenía el papa, decoran las iglesias y sirven para recordar a los fieles los hechos sagrados; no deben ser «adoradas» como hacen los paganos con los ídolos, pero sí respetadas. Ese carácter simbólico que los teólogos cristianos daban a las imágenes coincidía, han sugerido algunos autores, con las visiones de otros autores paganos de los siglos 11 y 111
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que distinguían entre las estatuas erigidas a sus dioses y los dioses mismos, únicos destinatarios del culto. Debates entre teólogos e incidentes varios irían creando toda una casuística. El culto supremo o de adoración (latría) sólo se tributaba a Dios. El culto a los santos quedaba en un segundo plano (dulía, del griego douleia = «servicio») y suponía una suerte de veneración. A María, por sus relevantes méritos, se le reconocía un culto especial: el de hiperdulía. ¿Y a las imágenes? A ellas -se viene a decir- se les debe un respeto que implica una comunicación del fiel no tanto con la materia sino con aquel que está representado. El obispo chipriota Leoncio de Neápolis expresó bien esta filosofía al decir: «Adoro la cruz en cuanto tiene forma de tal. Si los maderos se separan, puedo echarlos tranquilamente al fuego)). Junto a estas disputas académicas se fue desarrollando en el mundo mediterráneo a lo largo de los siglos VI y VII una fe popular y milagrera en torno a las representaciones de la divinidad y los santos: iconos que descendían del cielo para proteger las ciudades, iconos con poder curativo, figuras milagrosas de Cristo no hechas por mano humana (akheiropoieta)... La veneración a las imágenes acabó constituyendo un importante componente de la religiosidad bizantina. La crisis -en el sentido de verdadera guerra- estallaría entrado ya el siglo VIII y de la mano de la dinastía bizantina de los isaurios procedente de las provincias orientales del Imperio. Provincias en las que, de forma significativa, las reservas frente a las imágenes eran más acentuadas. 2. LA PRIMERA
FASE DE LA GUERRA DE LAS IMÁGENES
Al margen del mayor o menor grado de puritanismo con el que el problema se afrontara, la disputa entre iconoclastas e iconódulos se vio envenenada por otros factores. El cardenal Baronio (muerto en 1607) habló de la influencia sobre los sectores más renuentes al culto a las imágenes de corrientes filojudías o filoislámicas que hacían de la aniconía una importante seña de identidad. El clero del Asia Menor -se ha sugerido- pudo ver en la retirada de las imágenes de sus iglesias una vía para el acercamiento a las otras dos grandes religiones monoteístas. Se ha destacado a este respecto cómo en el 723 el califa Yezid 11 promulgó un edicto exigiendo la supresión de iconos en todas las iglesias de sus dominios. El gobernante islámico, como destacó en su
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momento G. Marcais, estaba llevando hasta sus últimos extremos la aversión hacia la figuración humana en el arte, que, hasta ese momento, no había sido ni radical ni generalizada: sólo a partir del 700 iría fraguando entre los musulmanes ese clima de exclusión total de la representación humana en las artes plásticas. De acuerdo con esta idea, se ha presentado al emperador bizantino León 111 influido por estas medidas hasta el punto de decidirse a poner en práctica una política similar en su territorio. Una razón por la que sus enemigos le acusarán de filojudío y filoárabe. Sin embargo este ~ r o b l e m apresentaba bastantes aristas y más de una contradicción. En efecto, León 111 había promulgado alguna de las escasas medidas antijudías decretadas por gobernantes bizantinos, forzando a los hebreos del Imperio a la conversión. Y, en relación con el mundo islámico, León 111 se había mostrado como un enérgico gobernante que inauguró su reinado rechazando un ataque árabe (717) delante de las murallas de la misma Constantinopla. Ambas circunstancias, sin embargo, opina Ostrogorsky, no tenían que ser óbice para que el Imperio de Oriente se hiciese receptivo a ciertas influencias culturales de sus oponentes religiosos. La escalada del gobierno imperial fue en principio bastante lenta. Es cierto que León 111, un oriental que había actuado como estratega de los anatolios antes de su ascenso al trono, no desconocía las tendencias iconófobas de ciertas regiones del Imperio, pero las primeras medidas no procedieron de él sino de algunos obispos del Asia Menor como el metropolitano Tomás de Claudiópolis y el obispo Constantino de Nacolea. En visita al patriarca Germán de Constantinopla trataron de atraerle a su partido; una pretensión inútil, aunque, de vuelta a sus sedes, procedieron a retirar de ellas las imágenes. La primera medida imperial tuvo lugar tras un terremoto acaecido en el 726 y que el basileus atribuyó a la cólera divina.por permitir la veneración de iconos. A través de una serie de discursos trat ó de preparar un clima propicio entre el pueblo. Pasando a los hechos, el espatario Jovino fue encargado de retirar de la fachada del palacio imperial una imagen de Cristo a la que el pueblo tenía especial devoción. El oficial fue víctima de las iras de una turba enfurecida. Más grave aún fue una revuelta que se produjo contra la autoridad imperial en la thema de la Hélade bajo el pretexto de defender el culto a las imágenes, La crisis fue superada por León 111, quien consiguió restablecer el orden en el interior de la capital y conjurar el peligro provenien-
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te de Grecia. Aún transcurriría algún tiempo hasta dar el paso decisivo: el edicto imperial promulgado en el 7 3 0 en el que se proscribía la existencia de imágenes en el territorio imperial. A fin de dar una apariencia de legalidad a esta decisión, fue convocada una asamblea de altos dignatarios en la capital: el silention. Se trataba de una medida especialmente audaz, no sólo por contar con una notable hostilidad popular, sino también porque chocaba frontalmente con importantes autoridades eclesiásticas. Sería el anciano patriarca Germán de Constantinopla quien siguió firme en sus convicciones iconófilas y fue sustituido en su puesto por el syncelo Anastasio, que se plegó al cumplimiento de la voluntad imperial. Y sería el papa Gregorio 11 quien, aunque se reconocía políticamente fiel súbdito del basileus, se manifestó contrario a sus medidas a través de la reunión de un concilio en Roma en el 73 1. León 111 se encastilló proclamando la altísima misión que Dios había otorgado al Imperio y autodefiniéndose como emperador y sacerdote. Eran importantes pasos para subordinar la Iglesia al Estado. Aunque de cara a un lejano papado los logros podían considerarse harto limitados, ante el patriarcado de Constantinopla -próximo en todos los sentidos a la autoridad imperial- el éxito parecía asegurado. El enemigo más tenaz e intelectualmente preparado frente a las medidas imperiales sería, con todo, Juan Damasceno, el verdadero creador de una doctrina de la iconodulía que habría de marcar pauta en la ortodoxia. Griego de origen y alto funcionario de la corte califa1 de Damasco, Juan sería el teólogo más importante del momento. Todo su esfuerzo en la defensa del culto a las imágenes estaba en demostrar que no se trataba de una manifestación de idolatría sino que, por el contrario, se sustentaba en el misterio mismo de la Encarnación y entroncaba, consiguientemente, con la doctrina de la salvación. Aunque el .viejo Dios. -sostenía el Damasceno- no podía ser representado en su naturaleza eterna, la Encarnación había hecho posible la representación artística del «nuevo Dios., dado que ha tomado la forma humana. Al encarnarse el indescriptible e invisible, se había hecho descriptible y visible, con lo que las imágenes de Cristo eran verdaderas representaciones de Dios. La repulsa que los iconoclastas manifestaban por las artes plásticas referidas a las personas sagradas más que un exceso de espiritualidad semejaba un rechazo de la humanidad de Cristo. Al encarnarse el Verbo, deifica la carne. Y si Dios ha «deificado. la materia corporal haciéndola sustento de algo espiritual cual es el alma, tam-
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bién es posible (aunque en un plano distinto) permitir la dignificación de la madera o los lienzos convirtiéndolos en soporte de algo espiritual. En la visión de los iconódulos, dice Zernov, las imágenes suponían manifestaciones dinámicas del poder espiritual del hombre, capaz así de contribuir a la labor de la redención a través de la belleza y el arte. Echando mano de argumentos platónicos y neoplatónicos, los defensores del culto a las imágenes sostenían que aunque la imagen y la persona no son idénticas, pueden ser consideradas asimilables por hipóstasis. Haciendo gala de un marcado pragmatismo, Juan Damasceno dice: «Si quieres exponer tu fe a un pagano, llévale a una iglesia y muéstrale los iconos». 3. LA PLEAMAR DE LA ICONOCLASTIA León 111 moría en el 740 dejando fama de buen gobernante. En lo militar se había mostrado como competente estratega. En el campo de la legislación dejaba la iniciativa de una importante codificación: la Ecloga. Su política religiosa sin embargo se había manifestado cuando menos imprudente por dar pie a una verdadera guerra en el seno del Imperio. Estas características las veremos reproducidas y agudizadas en su hijo y sucesor: Constantino V Coprónimo. La pugna iconoclastia-iconodulía se desarrollará desde su mismo ascenso al trono tanto en su dimensión de debate teológico como de mera coartada política. 3.1. Constantino V y las nuevas medidas contra las imágenes En efecto, frente a la legitimidad de sus derechos al trono (fue aso-;ado al poder por su padre como coemperador desde su infancia) Constantino V hubo de hacer frente a una conjura de su cuñado Artabasdo, gobernador de la thema de Opsikion, que levantó como bandera la restauración del culto a las imágenes. El que el usurpador lograra importantes complicidades dentro de la propia capital del Imperio -la del mismo patriarca Anastasio, que no tuvo escrúpulo alguno en cambiar de partido- demostraba hasta qué punto las medidas iconoclastas no habían surtido todo el efecto deseado por León 111. La iconodulía parecía restablecerse de nuevo. Constantino sin embargo, logró captar la fidelidad de las provincias del Asia Menor e infligir a su rival una decisiva derrota en
EMILIO MlTRE
FERNANDEZ
O R I E N T E Y O C C I D E N T E EN DEFENSA DE LA O R T O D O X I A
Sardes en el 743. Artabasdo y sus familiares fueron cruelmente castigados. A Anastasio, sometido a las vejaciones de la chusma en el hipódromo de la capital, se le permitió retener la sede patriarcal, pero con la grave hipoteca de la humillación sufrida. Constantino V siguió los fructíferos pasos de su padre en su política frente a los enemigos exteriores. Aunque desde el 751 (toma de Rávena por los lombardos) el exarcado italiano de Bizancio se podía dar por liquidado, el hecho pareció carecer de dramatismo, ya que los asuntos de la península estaban pasando a un segundo plano en la gran política de los emperadores de Constantinopla. Los logros mayores se obtendrían en las fronteras orientales, que no dejaron de apuntalarse. La caída de la dinastía Omeya provocó el desplazamiento a Bagdad de la capital del califato, con lo que el islam dejaba de ser para Bizancio ese cercano peligro que había sido años atrás. Los búlgaros, asimismo, sufrieron en el 763 una derrota decisiva a manos de las fuerzas bizantinas. En política religiosa Constantino se mostró más radical que su padre, ya que la lucha contra los defensores de las imágenes alcanzó su momento culminante. La iconoclastia debía ser objeto de un metódico programa que exigía obispos fieles, una depurada cobertura ideológica y una legitimación conciliar. El basileus promovió a las sedes episcopales -antiguas o de nueva creación- a titulares sumisos a sus dictados. Se impulsó, asimismo, un conjunto de debates entre detractores y defensores del culto a los iconos. En la controversia intelectual participó el propio emperador, llegándose a cotas de reprobación que en la etapa anterior no hubieran sido imaginables. Dada la irrepresentabilidad de la naturaleza de Cristo, argumentaban los iconoclastas, difícil es que un icoco sea otra cosa que un ídolo. El debate de las imágenes, que, en principio, parecía afectar sólo a especiales formas de entender la piedad, acabó enlazando con la dogmática cristológica. En sus posiciones más extremas, la iconoclastia llegaba a concordar con ciertas tendencias monofisitas de gran predicamento en Siria, Armenia o Mesopotamia.
3.2. El concilio iconoclasta de Hieria En el 754 Constantino V se dispuso a solemnizar sli programa a través de la reunión de un magno concilio inaugurado el 10 de febrero en el palacio de Hieria, en la parte asiática de la capital del Imperio. Muerto el patriarca Anastasio, la asamblea fue presidida por
Plano de Constantinopla en la Edad Media. Fuente: D. Poirion (ed.), Jerwalem, Rome, Constantinople (~Cultureset civilisations médiévnles» V), Presses de I'Université de Paris-Sorbonne, Paris, 1986.
O R I E N T E Y O C C I D E N T E E N DEFENSA DE LA O R T O D O X I A
el metropolitano Teodosio de Éfeso. La nutrida asistencia -383 obispos- se vio ensombrecida por el hecho de proclamarse todos ellos iconoclastas convencidos y por la ausencia de representación pontificia y patriarcal. Constantino V y sus seguidores tuvieron gran interés en que el concilio fuese considerado ecuménico, pero la tradición, que acabaría triunfando, lo consideró falso además de