Historia Del Aborto

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Giulia Galeotti

Historia del aborto r

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( ¡iulia Galeotti

H istoria d el aborto LOS MUCHOS PROTAGONISTAS E INTERESES DE UNA LARGA VICISITUD

Ediciones Nueva Visión Buenos Aires

G ale otti, G iulia H istoria del aborto - 1 - ed. - B uenos Aires: N ueva V isión, 2004 128 p.; 20x13 cm . (C laves) T radu cció n de H e be r C ardoso ISBN 9 5 0-6 02-4 77 -4 1. H istoria del aborto - Legislación I. T ítulo CD D 342 084 09

Título del original en italiano:

Storia d e ll’a borto. I M olti protagonisti, e interessi d i una lunga uicen da

Copyright © 2003 by Societá editrice il Mulino, Bologna

O 2004 por Ediciones Nueva Visión SAIC. Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Impreso en la Argentina/Printed in Argentina

INTRODUCCIÓN

Si bien el problema del aborto es una constante que desde siempre ha acompañado la historia de las sociedades hum a­ nas, la m anera de enfrentarlo ha experimentado cambios a lo largo del tiempo. Por lo tanto, es posible trazar una historia del aborto. La misma se desarrolla al cabo de un recorrido en el que cambian no sólo nociones y técnicas médicas, sino también sujetos, intereses, connotaciones éticas y reglamen­ taciones jurídicas. Muchas de las convicciones que hoy se dan por descontadas constituyen el fruto de un difícil trabajo madurado durante siglos: el papel de la mujer, el modo de considerar al feto y a la gravidez, las intervenciones externas, los intereses políticos y los parám etros de validación han cambiado desde la Antigüedad hasta hoy, asumiendo funcio­ nes y significados diversos. El corte principal que identifica un antes y un después se produce en el siglo xvm: anticipado por los descubrimientos científicos y por los conocimientos médicos del siglo xvn, se manifiesta en pleno siglo de las Luces, ratificado por las nuevas instancias que surgen con la Revolución francesa y con la decidida consolidación de los Estados nacionales. Todo esto tuvo repercusiones no sólo en la práctica del aborto, sino también en la percepción de los sujetos y de las instancias involucradas. En la prim era fase (el arco temporal que va desde la Antigüedad remota al siglo xvm, pasando por la antigua Grecia, la civilización romana, la Edad Media y la Edad Moderna) existe un elemento de continuidad: el aborto es una cuestión de mujeres. La mujer es la única que puede confir­ mar la existencia de aquella gravidez que se percibe como un 5

cambio misterioso; desde afuera sólo es visible una momen­ tánea transformación de su organismo, sin que la m irada o los instrum entos de terceros puedan intervenir. El sentir común no ve en el feto a una entidad autónoma, sino que lo percibe como parte del cuerpo materno. Por lo demás, el panoram a es totalm ente femenino, con las mujeres como indiscutidas actrices en la escena del parto y del aborto. Ese estado de cosas perdura hasta el siglo xvm, aunque se trata de un panorama que no es monolítico. Con el hebraísmo primero y el cristianismo después, de hecho comienza a delinearse desde fines de la Edad antigua una oposición estructurada al aborto, entendido como práctica que inte­ rrumpe la obra creadora de Dios o que suprime una vida hum ana. Sin embargo, aun confiriendo al feto un relieve propio, elemento nuevo con respecto a otras tradiciones, las prescripciones religiosas no cambian los términos de la cues­ tión: gestación, parto e interrupción de la gravidez siguen siendo cuestiones de mujeres y su espacio es el ámbito privado femenino. Por su parte, si bien disciplina de alguna m anera al aborto, el ordenamiento civil tampoco interviene con una visión propia, limitándose a recalcar las disposicio­ nes eclesiásticas filtradas a través de la percepción social. Sin embargo, las cosas cambian radicalmente con la Revo­ lución Francesa, cuando el aborto pasa a tener un alcance público. En el origen de este nuevo planteo se encuentran los conocimientos científicos desarrollados durante el siglo xvn, que habían hecho posible la visualización concreta del feto, ahora plenamente entendido en su individualidad. Esto com­ porta una nueva noción de gravidez, configurada en los términos aún actuales de la relación entre dos entidades distintas, la gestante y quien va a nacer. Las repercusiones serán notables en términos de percepción común, visión civil e implicaciones éticas. En efecto, la Iglesia no resulta imper­ meable a los progresos de la ciencia, sino que modifica sus posiciones a la luz de los nuevos descubrimientos. Si la gravidez se configura como relación, la eventualidad de un aborto plantea el conflicto entre dos exigencias antité­ ticas: ¿vale más la vida de la madre o la del feto? Son los Estados nacionales surgidos de la Revolución francesa quie­ nes dan la prim era respuesta clara: se tutela a quien va a nacer en tanto entidad políticamente relevante. El índice de natalidad se vuelve im portante para la fuerza del Estado, que necesita ciudadanos-soldados y ciudadanos-trabaj adores. Este 6

planteo perdurará por casi dos siglos: recién en los años ’70 del siglo xx aparecerá una nueva solución al conflicto, cuando las legislaciones tomen más en cuenta la instancia del otro sujeto de la relación, al tutelar derechos y opciones de la mujer, aun con límites y tiempos distintos según cada país. La reconstrucción de la historia del aborto aquí adoptada se desarrolla con plena conciencia de que se trata de una cuestión en continua evolución. En efecto, no sólo es imposi­ ble establecer un comienzo (el aborto ha sido una realidad siempre existente), sino que, como en todas las grandes cuestiones que ponen en acción a la vida y a la muerte, resulta difícil escribir al respecto la palabra fin. Como sucede en otros ámbitos, la historia del aborto no es una historia siempre positiva, ya que no necesariamente lo que se presenta como ocasión de progreso term ina por serlo realm ente (y lo mismo al contrario). Frente a los numerosos ejemplos posibles, valga una consideración muy actual: si en muchos contextos los instrumentos de diagnóstico son considerados como “un rega­ lo de la ciencia y de la tecnología para el género humano”, en otros (China es el caso más resonante) term inan por ser una maldición para las mujeres: una vez empleada la ecografía para conocer el sexo de quien va a nacer, si es mujer la consecuencia es que muy a menudo se decide abortar.

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CUANDO EL ABORTO ERA UNA CUESTIÓN DE MUJERES

La g r a v i d e z c o m o FETO EN UNA MUJER

H asta mediados del siglo xvm, lo que contiene el útero materno es considerado sólo como un apéndice del cuerpo de la madre. Antes de ser puesto en el mundo, el feto es una parte de la mujer o, mejor, de sus visceras: mulieris portio vel viscerum escribe el jurisconsulto romano Ulpiano. Esa opi­ nión, surgida en un ámbito estoico y fuertem ente arraigada en el sentir común, fue compartida durante muchísimo tiem ­ po por filósofos, teólogos y legisladores, pese a que no se basara en teoría científica alguna y que médicos ilustres como Hipócrates y Asclepíades tuvieran una opinión contra­ ria al respecto. Aún en 1745 el sacerdote, teólogo y jurista Francesco Emanuele Cangiamila ratificaba que “m ientras aún se encuentra en el árbol, el fruto forma parte del mismo”, como “el niño que está en el útero forma parte de la madre”. La idea del embrión y del feto como portio viscerum era, pues, propuesta recurriendo a la imagen del fruto que crece en el terreno fértil que es el seno materno, donde echa sus raíces, que se identifican con el cordón umbilical (también denominado raíz abdominal). Es un fruto que, hasta que no está maduro, no puede concebirse separadam ente de la planta, ya que sólo en virtud de la maduración se convierte en una entidad autónoma. Así pensaba (entre otras tantas voces) la escuela médica de Salerno, que había florecido en la Edad Media; ella habla de la madre como de un campo donde brotan vástagos, cuyas raíces se adhieren a la matriz, de la que reciben nutrientes. Considerar al feto, y antes aún al 11

embrión, como fruto y no al contrario, como entidad autóno­ ma o como algo independiente, tenía consecuencias relevan­ tes. Por ejemplo, los niños nacidos por operación cesárea eran considerados no-nacidos, ya que el nacimiento presuponía necesariam ente nacer por la vía natural. En este contexto, la gravidez obviamente no era definible desde el punto de vista de una relación, ya que le faltaba su presupuesto mismo, la presencia de dos entidades que fueran autónomas. En cambio, era entendida como uno más entre los procesos fisiológicos típicamente femeninos, potencialmente verificables en el cuerpo de la mujer, como las m enstruacio­ nes. La gravidez consistía en un momentáneo cambio en el cuerpo femenino y se trataba, sobre todo, de un acontecimien­ to que tenía que ver con un solo sujeto, la mujer. Así que en caso de que se debiera elegir entre la gestante y el nonato, nunca se habría puesto en el mismo plano la vida de la mujer y la del feto, ya que durante siglos resultó inadmisible la comparación entre un ser formado y otro aún no considerado como tal. Recién en un segundo momento el discurso se imposta desde el punto de vista de la legítima defensa, con un género femenino que era tutelado ante el ataque y la am ena­ za de eventuales terceros, entre los que figuraba también la presencia (si bien no culpable) de un feto. Semejante definición de la gravidez como cambio en el cuerpo femenino se insertaba perfectamente en un contexto cultural que durante siglos había identificado a la m ujer con la maternidad. Gracias a ella, la existencia femenina encon­ traba sentido y justificación, obviamente con la condición de que se tratara de una m aternidad dentro del matrimonio o que de todos modos hubiese un hombre con los títulos apro­ piados para hacerse cargo de la misma. Frente a la vida masculina, signada por etapas y períodos sucesivos, en la existencia de la m ujer el único pasaje relevante era el que la llevaba del status de hija al de mujer y de madre, pasaje determinado por el matrimonio, pero sancionado por el naci­ miento de un descendiente. La mujer, identificada con sus funciones reproductivas, es el ser humano en el que, merced a la “naturaleza”, el misterio de la vida nace y se extiende durante nueve meses, y es precisamente ese producto el que califica una vida entera. La mujer tiene valor en la medida en que (y hasta que) es fecunda. Es la m aternidad lo que le permite dejar una señal, con una memoria postuma garanti­ zada a quienes m ueran tras cumplir la más alta de las tareas: 12

dar a luz a un hijo. Por otro lado, en Esparta, sobre la base de la legislación de Licurgo, se podía grabar el nombre del difunto en el monumento funerario sólo si se trataba de un hombre muerto en la guerra o de una mujer m uerta durante el parto. Dado que el cuerpo femenino es concebido solamente para cumplir con la función m aterna, el mismo term ina siendo identificado con el útero. La confirmación se encuen­ tra en la propia terminología: el órgano donde está alojado el feto, donde recibe protección, es denominado matriz o madre; ¿puede, entonces, la mujer existir sin él? El énfasis en la función biológica del género era confirma­ da por el desarrollo de la vida femenina. Cuando la duración promedio de la vida hum ana era mucho más breve, echar hijos al mundo era en efecto la “única” cosa para la que les alcanzaba el tiempo a las mujeres. Desde este punto de vista, perder el capital madre constituía un daño sustancial, mucho mayor que el causado por la m uerte del ser que gestaban, que de todos modos tenía escasísimas probabilidades de sobrevi­ vir dada la alta mortalidad infantil. Al ser considerada sólo como un campo seminal, la mujer también era sindicada como la única responsable en caso de esterilidad de la pareja. Los estereotipos vinculados con el sexo afectaban también a la fase anterior al nacimiento; por ejemplo, se consideraba que los fetos femeninos eran más débiles y necesitaban mayor tiempo para desarrollarse en el seno materno. La inferioridad “física” femenina surgía con prepotencia en el tema de la concepción, con un debate que dividió durante siglos a los pensadores. Larga y encendida fue la controversia entre quienes sostenían (como Esquilo en Las Euménides) que la mujer era el receptáculo pasivo del semen masculino y los que, en cambio (siguiendo a Hipócrates) consideraban que existía una función activa de la mujer en el desarrollo del embrión a nivel tanto del semen (teoría del doble semen, sucesivamente retomada por Galeno y por los médicos árabes del año mil) como de la nutrición. Tomás de Aquino perfecciona la visión al sostener que el semen m ascu­ lino posee una virtus formativa que predispone a la m ateria femenina, ya dotada de alma vegetativa, para recibir el alma sensitiva. Esta, que comprende en sí también la facultad de la anterior, la sustituye por completo para ser, a su vez, sustituida por el alma racional. En el Renacimiento, por lo tanto, la posición prevaleciente reconoce la contribución de la

sangre m enstrual en la concepción, aunque se sigue creyendo que es superior la fuerza activa del esperma masculino. La construcción simbólica, funcional y social de la mujer tenía, en suma, una clara correspondencia “científica” en una ciencia que, sin embargo, no hacía más que oficializar creen­ cias y supersticiones populares. Un cuerpo femenino definido en función de impotencia y debilidad era absolutamente coherente con la visión política, filosófica y con el sentir común de una jerarquía entre las criaturas, que colocaba a la m ujer entre el anim al y el hombre. Por lo demás, resulta singular que la exclusión femenina de la concepción no fuera sentida como un contraste con la concepción del feto como fruto del cuerpo materno. La visión de la gravidez como feto en una mujer concordaba con un sistem a que durante siglos había considerado de exclusiva pertinencia femenina las prácticas en torno a la gestación en sentido lato (menstruaciones, amenorrea, aborto, parto, des­ tete). A esto concurría tam bién el pudor ante las partes íntim as de la mujer, tabú que contribuyó no poco a demorar el ingreso a escena del médico: todavía en el siglo xvi su única intervención consistía en extraer el feto muerto del cuerpo de la madre. Por lo tanto, eran las mujeres quienes im partían consejos, instrucciones y recetas a las gestantes y a las puérperas, eran ellas quienes ayudaban a parir y a abortar, con los saberes oralmente trasm itidos de mujer a mujer y estrecham ente ligados a los conocimientos femeninos intrafamiliares de la vida cotidiana. El aborto a menudo era practicado por la comadrona, a veces por la propia mujer embarazada, muy raram ente por médicos, quienes en tanto seguidores de Hipócrates por lo general resultaban contra­ rios al aborto (práctica de todos modos considerada como no en consonancia con su profesión). No se trataba de que los hombres no se ocuparan de cuestiones obstétricas -en los primeros años del siglo n d. C., Sorano de Efeso, el más célebre autor de textos de ginecología de la Antigüedad, ya era famoso por sus escritos-, sino de que durante siglos teoría y práctica permanecieron rigurosamen­ te separados. Por lo demás, era m ateria indisputablemente femenina advertir que se estaba encinta, aunque durante siglos la mujer tuvo dificultades para percibir apropiadamente su estado. En épocas en las que el ciclo m enstrual era muy irregular, sobre todo a causa de la escasa y mala alimenta14