Historia de la filosofía: la filosofía medieval. La Patrística

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Primera edición digital realizada personalmente por el autor. Cualquier ejemplar que no lleve la firma autógrafa del autor debe considerarse falso.

Javier Gálvez S.

Historia de la Filosofía La filosofía medieval La Patrística

Todos los derechos reservados IEPI No.: 030367 ISBN No.: 978-9942-02-193-9 Impreso en Ecuador Primera Edición: Febrero 2009 Imagenes obtenidas de: Wikimedia Commons.org Textos originales obtenidos de: Wikisource.org

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®Javier Gálvez S. 2009 email: [email protected]

“Conócete, acéptate, supérate” (Agustín de Hipona)

Índice

Introducción Patrística - La Patrística Griega San Justino Mártir Ireneo de Lyón Clemente de Alejandría Hipólito de Roma Orígenes Gregorio de Nisa Patrística - La Patrística Latina Tertuliano Lactancio Agustín de Hipona Isidoro de Sevilla Epílogo

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Introducción

Se denomina como filosofía medieval el pensamiento filosófico que se desarrolló en el mundo occidental, precisamente en Europa y en el Oriente medio, durante la edad media. La filosofía medieval abarca un periodo muy largo, de más de 1.300 años. Desde un punto de vista histórico el Medio Evo, o Edad Media, está comprendido entre la caída del Imperio Romano de occidente, en el 472, hasta el descubrimiento del América, en 1.492, sin embargo, desde el punto de vista del desarrollo del pensamiento filosófico y espiritual, muchos estudiosos prefieren considerar el inicio de la filosofía medieval desde mediados del siglo II para finalizar con el renacimiento. Todo el pensamiento medieval fue dominado por el debate sobre la relación entre la fe y la razón, la naturaleza de Jesús, y los límites del conocimiento frente al dogma. Con el triunfo del cristianismo la filosofía perdió 1

su antigua autonomía y pasó a ser subordinada a la teología. Devino, como dijeron los antiguos, Ancilla Teologiae, es decir fue reducida a una actitud servil con respecto a la especulación religiosa. Es sin duda correcto, por tanto, hablar, para este período, de filosofía cristiana, aunque el término ha suscitado, en los tiempos pasados y en la actualidad, muchos problemas. Hay quien niega rotundamente que pueda adjuntarse el adjetivo cristiana al sustantivo filosofía, por la falta de validez en calificar de alguna forma a la filosofía, que de por sí es autodefinida y autosuficiente. Sin embargo es esta la única manera para entender el complejo y fructuoso, de todo caso, desarrollo del pensamiento en la edad media, teniendo siempre en cuenta la posición subordinada de la filosofía a la teología. La filosofía medieval se divide en dos etapas principales: la Patrística y la Escolástica. Entre ellas se inserta de manera autónoma, aportando una sustancial contribución al pensamiento occidental, la filosofía árabe y judía, desarrollada principalmente en la España dominada, y ocupada, por los moros. La Patrística, que toma el nombre del latín patres, es decir padres, y que se refiere a los padres de la Iglesia, se divide a su vez en dos períodos, la Patrística griega y la Patrística latina, por las regiones de donde provenían sus más eminentes pensadores, y se caracteriza por el continuo elucidar de la teoría cristiana, hasta su definitivo asentamiento sobre los principios establecidos por 2

las figuras más importantes de estos dos períodos, que van desde Justino, a Ireneo, y a Orígenes, para terminar con Agustín de Hipona. Todos han sido proclamados santos por la Iglesia católica. La Escolástica, que toma el nombre del latín schola, es decir escuela, se desarrolló a mediados del IX siglo, cuando el emperador Carlos Magno quiso promover unas escuelas de nivel superior para la formación de los más altos funcionarios del estado. La Escolástica también atravesó diferentes fases de evolución. Se reconocen principalmente tres momentos que caracterizaron su maduración. En la primera fase se consideró que la fe y la razón coincidieran totalmente por la sencilla razón que, siendo Dios la verdad absoluta, no podía concebirse contradicción entre la fe y la razón, y si por caso hubiese habido un conflicto entre las dos, la fe debía prevalecer sobre la razón, así como la teología prevalecía sobre la filosofía. En la segunda fase se comenzó a aceptar el principio que la fe y la razón podían a veces no coincidir, teniendo en común solo unos principios básicos, que consistían sustancialmente en reconocer la existencia de Dios y la aceptación de la divinidad de su hijo, Jesús. En la tercera fase, madurada entre los siglos XIII y XIV, los filósofos de esa época trataron de independizarse, de alguna manera, del sometimiento de la filosofía a la teología, lo que progresivamente culminó con la total separación y divorcio entre la fe y la razón. Los más destacados protagonistas de esta época están presentados, en nuestra reseña, en orden cronoló3

gico, en el ámbito del período al que pertenecen, para su mejor comprensión y memorización.

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La Patrística

Patrística griega

La Patrística es la fase histórica de la organización de la Iglesia bajo el aspecto jerárquico y territorial, de la definición del dogma cristiano y del canon neo-testamentario, y de su defensa, o apología, en contra del paganismo, de las interpretaciones heterodoxas, y de las tendencias centrífugas de las organizaciones cristianas periféricas, que mal soportaban el centralismo romano de la Iglesia. Estas últimas dos tendencias fueron calificadas como herejías por la Iglesia ortodoxa y duramente reprimidas y condenadas. La Patrística terminó en el siglo VII, cuando la teoría cristiana fue definitivamente asentada sobre los principios dogmáticos y filosóficos que han llegado hasta nuestros días. En el principio, los padres de la Iglesia vinieron de la región oriental del Imperio Romano, como era natu5

ral, siendo el cristianismo un movimiento religioso medio-oriental, y Atenas y Alejandría los centros de la cultura en los primeros siglos del imperio, y escribieron sus obras en griego. Por este motivo esta fase es llamada de la Patrística griega, siendo además griego un calificativo que en la antigüedad romana indicaba todo lo procedente del oriente. Las figuras más destacadas surgieron principalmente en la ciudad de Alejandría de Egipto, centro cultural preeminente en el Imperio, segundo por importancia solamente a la misma capital del imperio. En Alejandría existían centros de educación de nivel superior de gran calidad, que disfrutaban de una Biblioteca ciudadana que pasaría a la historia por su riqueza y universalidad. Otros vinieron del África nord-occidental, del oriente medio y de Grecia. Algunos entraron en la jerarquía de la Iglesia convirtiéndose en Obispos o Papas, asumiendo responsabilidades capitales en el desarrollo y organización de la Iglesia, otros fueron ciudadanos comunes, maestros, filósofos, estudiosos, que se convirtieron en abogados de la Iglesia, o apologistas, a los que va el mérito de haber conjugado de alguna manera la fe con la razón, armonizando la primera con los principios de las escuelas filosóficas griegas, principalmente la platónica y la peripatética. Uno de los primeros problemas que tuvo la Iglesia primitiva consistió en afirmar su poder central frente a las tendencias autonomistas de las organizaciones periféricas, las de Alejandría, de Corinto, de Antioquia, y de Palestina. Una del las primeras formas de insubordina6

ción se produjo al término del I siglo cuando la Iglesia tuvo que enfrentar la rebeldía de los Corintios, ya destinatarios de dos reprimendas cartas de San Pablo. Había ocurrido que los presbíteros nombrados por Roma habían sido depuestos y en lugar de ellos habían sido nombradas dignidades locales. El peligro de un cisma y de la formación de organizaciones autónomas no subordinadas al control central era grave, y, quizás, sin la intervención inmediata, autoritaria y decidida del cuarto Papa, San Clemente romano (¿-97?), no conoceríamos la Iglesia tal como hoy la conocemos. Clemente nació en Roma probablemente antes del año 40 y, según Ireneo, tuvo la oportunidad de conocer los apóstoles Pedro y Pablo. Entrado en la jerarquía eclesiástica fue nombrado obispo (por el mismo San Pedro, según Tertuliano) y, luego de haber rechazado el cargo por dos veces, fue nombrado Papa en el 88, convirtiéndose en el tercer sucesor de San Pedro, después de Lino y Anacleto. Superó las persecuciones de Domiciano, pero, expulsado de Roma por el Emperador Trajano del Ponto, fue exiliado y arrojado en el mar con un áncora al cuello en el año 97. Sin embargo, algunos dudan decididamente de la veracidad histórica de su martirio. En el 95, como obispo de Roma, escribió a los Corintios insubordinados una carta que ha asumido con el tiempo una importancia fundamental en la Iglesia católica y viene todavía leída en nuestros días durante muchas funciones religiosas. 7

La Carta, escrita en griego, es el primer documento que manifiesta el ejercicio de la primacía romana sobre las organizaciones periféricas. En particular, Clemente recuerda que el mismo Señor “estableció donde y por quien quiere que los servicios litúrgicos sean realizados para que todo, cumplido santamente y con su beneplácito, sea aceptable a su voluntad… Porque el sumo sacerdote tiene sus peculiares funciones asignadas a él; los levitas tienen encomendados sus propios servicios, mientras que el laico está sometido a los preceptos del laico” (introduciendo por la primera vez el término griego laikós, que significa miembro del laos, o sea “del pueblo de Dios”). Y, en segundo lugar, Clemente reafirma la doctrina de la sucesión al solio pontificio, por ser ella “ordenadamente, la voluntad de Dios”. Finalmente, la carta termina con una gran oración, que constituye, después del Antiguo Testamento, la más antigua oración de las instituciones políticas eclesiásticas. Las herejías tuvieron, por tanto, un origen político, como confirman las cartas de Clemente y de Pablo. Los problemas con las tendencias independentistas de las organizaciones periféricas continuaron por largo tiempo, el montanismo, por ejemplo, acarreó adeptos hasta el siglo IV. La falta de una doctrina unitaria y coherente, que aun se encontraba en el estado de embrión en los primeros tiempos del cristianismo, y que tardaría siglos a asestarse, más la falta de rápidas comunicaciones sobre específicos argumentos, permitió a las organizaciones periféricas desarrollar autónomas teorías 8

filosófico-teológicas, las mismas que fueron directamente reprimidas, como herejías, todas las veces que ellas amenazaban el poder central de la Iglesia.

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San Justino mártir (110?-165?)

Justino nació en la ciudad de Flavia Neapolis (actualmente llamada Nablus, en Palestina), entre el 110 y el 114, su padre se llamaba Prisco, probablemente colono romano o griego. Desde joven sobresalió por su inteligencia y por su interés para la filosofía. Recibió una excelente educación y viajó mucho, lo que sugiere que pertenecía a una familia de clase social elevada y acomodada. Fue educado al paganismo, practicado por sus padres, y, acercándose a la filosofía, estudió los cínicos, los estoicos, los platónicos y los peripatéticos. La nunca saciada búsqueda de la verdad lo llevó, bajo la sugerencia de un anciano, conocido ocasionalmente, a estudiar el cristianismo. El estudio de las escrituras y el ejemplo de heroísmo demostrado por los mártires cristianos, provocaron su conversión a la nueva religión. Dedicó el 11

resto de su vida a defenderla (razón por la cual es recordado como uno de los primeros, y más importantes, apologistas) y a difundirla, convencido que había encontrado la verdadera filosofía. En edad madura, bajo el reinado de Marco Aurelio, se mudó a Roma, adonde fundó una muy frecuentada escuela filosófica cristiana, llamada Didascáleo Romano, en la que trató de difundir la nueva filosofía. Pero, a causa de la aversión, de las maquinaciones y de la denuncia de un filósofo de la escuela cínica, tal Crescente, tuvo que comparecer ante el Prefecto de la Urbe, que en ese momento era Rustico, hombre duro e inflexible. Eran los días en los que un decreto imperial emitido por Marco Aurelio prohibía, pena la muerte, la introducción en Roma de nuevas sectas y de nuevas religiones. La persecución duró desde el 163 hasta el 167. Justino, al solo declarar que era cristiano fue condenado a muerte junto a otros seis compañeros, y decapitado inmediatamente sin posibilidad de apelación. Se conservan aun las actas oficiales y auténticas de su proceso y su martirio. Su muerte se coloca entorno al año 165. A Justino se atribuyeron muchos escritos, pero solo tres han llegado hasta nosotros. Dos apologías escritas en defensa de los cristianos y dirigidas al emperador Antonino Pío entorno al año 150, que, pero, podrían ser parte de una única obra desmembrada, y un diálogo, titulado Diálogo con Trifón, en el que habla de su conversión al cristianismo y lo defiende en contra de los ataques del judaísmo. 12

Justino tiene el mérito de haber sabido aprovechar de su cultura y conocimiento de la filosofía griega, en especial modo del platonismo, para adaptarlo a beneficio del cristianismo. Con ello logra integrar el cristianismo con el Antiguo Testamento y con lo bueno y lo valioso que se encontraba en los antiguos pensadores helénicos, estableciendo el rumbo que la teología cristiana posterior iba a tomar. Dos postulados caracterizan la filosofía de Justino. El primero consiste en la identificación del Logos, fuerza racional vigente en todo el Universo, con el Hijo de Dios. […] El Logos de la Sabiduría, quien es este mismo Dios engendrado del Padre de todo, Logos, Sabiduría, Poder, y gloria del Engendrador. (Diálogo con Trifón) […]

El segundo, que ha generado en el tiempo muchas controversias y problemas de interpretación para establecer el exacto significado y el sentido que Justino quiso darle, consistió en declarar al Hijo de Dios subordinado a Dios, como en una posición jerárquica inferior, y la declaración que los Ángeles debían ser equiparados al Hijo de Dios y por tanto se encontraban a su mismo nivel y merecían igual veneración. […]

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Yo te persuadiré, desde que tú has entendido las Escrituras, (de la verdad), de que hay, y se dice que existe, otro Dios y Señor subordinado al Hacedor de todo; quien es llamado Angel, porque Él anuncia a los hombres cualquier cosa que el Hacedor de todo, sobre quien no hay otro Dios, desea decirles a ellos. (Diálogo con Trifón) […] Nosotros confesamos que somos ateos en lo que se refiere a los dioses, pero no con respecto al más grande verdadero Dios, el Padre de la Justicia y la temperanza y de otras virtudes, quien es libre de toda impureza. Pero Él y el Hijo quien proviene de Él y nos enseñó estas cosas y a la hueste de los otros ángeles buenos que le siguen y que son similares a él, y al Espíritu profético, nosotros veneramos y rendimos homenaje. (I Apología) […]

La importancia de Justino reside en el hecho que por primera vez, en manera sistemática, estableció algunos principios basilares de la teología cristiana. Uno de ellos fue el reconocer como válida la sabiduría de los antiguos filósofos, y con ello, aun habiendo ellos vivido antes de la venida de Cristo, aceptarlos como parte de la familia cristiana. […] Algunos, sin razón, para rechazar nuestra enseñanza, pudieran objetarnos que, diciendo nosotros que Cristo nació hace sólo ciento cincuenta años bajo Quirino y ense14

ñó su doctrina más tarde, en tiempo de Poncio Pilato, ninguna responsabilidad tienen los hombres que le precedieron. Adelantémonos a resolver esta dificultad. Nosotros hemos aprendido que Cristo es el primogénito de Dios, y anteriormente hemos indicado que Él es el Logos, de que todo el género humano ha participado. Y así, quienes vivieron conforme al Logos, son cristianos, aun cuando fueron tenidos por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito y otros semejantes, y entre los bárbaros con Abraham, Ananías, Azarías y Misael, y otros muchos cuyos hechos y nombres, que sería largo enumerar, omitimos por ahora. De suerte que también los que anteriormente vivieron sin razón, se hicieron inútiles y enemigos de Cristo y asesinos de quienes viven con razón; mas los que conforme a ésta han vivido y siguen viviendo son cristianos y no conocen ni miedo ni turbación. (I Apología) […]

Otro principio fundamental de la teología cristiana, que con Justino fue establecido definitivamente, fue el de la resurrección de los muertos: […] ¿Realmente confesáis vosotros que ha de reconstruirse la ciudad de Jerusalén, y esperáis que allí ha de reunirse vuestro pueblo, y alegrarse con Cristo, con los patriarcas y profetas y los santos de nuestro linaje, y hasta los prosélitos anteriores a la venida de vuestro Cristo...? Si habéis tropezado con algunos que se llaman cris-

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tianos y no confiesan esto, sino que se abreven a blasfemar del Dios de Abraham y de Isaac y de Jacob, y dicen que no hay resurrección de los muertos, sino que en el momento de morir sus almas son recibidas en el cielo, no los tengáis por cristianos... Yo por mi parte, y cuantos son en todo ortodoxos, sabemos que habrá resurrección de los muertos y un periodo de mil años en la Jerusalén reconstruida y hermoseada y dilatada, como lo prometen Ezequiel, Isaías y otros profetas… (Diálogo con Trifón) […] Y a quien bien lo considera, ¿qué cosa pudiera parecer más increíble que, de no estar nosotros en nuestro cuerpo, viéndolos representados en imagen, nos dijeran que de una menuda gota del semen humano sea posible nacer huesos, tendones y carnes con la forma en que los vemos? Digámoslo, en efecto, por vía de suposición. Si vosotros no fuerais los que sois y de quienes sois, y alguien os mostrara el semen humano y una imagen pintada de un hombre y os afirmaran que ésta se forma de aquél, ¿acaso lo creeríais antes de verlo nacido? Nadie se atrevería a contradecirlo. Pues de la misma manera, por el hecho de no haber visto nunca resucitar un muerto, la incredulidad os domina ahora. Mas al modo que al principio no hubierais creído que de una gota pequeña nacieran tales seres y, sin embargo, los veis nacidos; así, considerad que no es imposible que los cuerpos humanos, después de disueltos y esparcidos como semillas en la tierra, resuciten a su tiempo por orden de Dios y se revistan de la incorrupción. (I Apología) […] 16

Es interesante leer los pasajes, en el Diálogo con Trifón, en los que Justino narra de su encuentro con el viejo que lo llevará a acercarse al cristianismo, después de haber pasado por muchas escuelas filosóficas en busca de la verdadera sabiduría, sin nunca quedar satisfecho:

[…] Con esta disposición de ánimo, determiné un día refugiarme en la soledad y evitar todo contacto con los hombres. Me dirigí a cierto paraje, no lejos del mar. Cerca ya del lugar, me seguía a poca distancia un anciano de aspecto venerable. Me di la vuelta y clavé los ojos en él. —¿Es que me conoces?, preguntó. Contesté que no. —Entonces, ¿por qué me miras de esa manera? —Estoy maravillado—dije—de que hayas venido a parar a este mismo lugar, donde no esperaba encontrar a hombre alguno. —Ando preocupado—repuso él—por unos parientes míos que están de viaje. He venido a mirar si aparecen por alguna parte. Y a ti—concluyó—¿qué te trae por acá? —Me gusta—le dije—pasar así el rato: puedo conversar conmigo mismo sin estorbo. Para quien ama la meditación no hay parajes tan propios como éstos. —Luego, ¿eres amigo de la idea y no de la acción y de la verdad? ¿Cómo no tratas de ser más bien un hombre práctico y no sofista? 17

—¿Y qué mayor bien hay—le repliqué—que demostrar cómo la idea lo dirige todo y, concebida en nosotros y dejándonos conducir por ella, contemplar el extravío de los demás y que en nada de sus ocupaciones hay algo sano y grato a Dios? Sin la filosofía y la recta razón no es posible que haya prudencia... […] —Entonces—volví a replicar—, ¿a quién vamos a tomar por maestro o de donde podemos sacar provecho, si ni en éstos, como en Platón o en Pitágoras, se halla la verdad? —Existieron hace mucho tiempo—me contestó el viejo—unos hombres más antiguos que todos éstos tenidos por filósofos; hombres bienaventurados, justos y amigos de Dios, que hablaron por inspiración divina; y divinamente inspirados predijeron el porvenir, lo que justamente se está cumpliendo ahora: son los llamados profetas. Éstos son los que vieron y anunciaron la verdad a los hombres, sin temer ni adular a nadie, sin dejarse vencer de la vanagloria; sino, que llenos del Espíritu Santo, sólo dijeron lo que vieron y oyeron. Sus escritos se conservan todavía y quien los lea y les preste fe, puede sacar el más grande provecho en las cuestiones de los principios y fin de las cosas y, en general, sobre aquello que un filósofo debe saber. No compusieron jamás sus discursos con demostración, ya que fueron testigos fidedignos de la verdad por encima de toda demostración. Por lo demás, los sucesos pasados y actuales nos obligan a adherirnos a sus palabras. También por los milagros que hacían es justo creerles, pues por ellos glorificaban a Dios Hacedor y Padre del Universo, 18

y anunciaban a Cristo Hijo suyo, que de Él procede. En cambio, los falsos profetas, llenos del espíritu embustero e impuro, no hicieron ni hacen caso, sino que se atreven a realizar ciertos prodigios para espantar a los hombres y glorificar a los espíritus del error y a los demonios. Ante todo, por tu parte, ruega para que se te abran las puertas de la luz, pues estas cosas no son fáciles de ver y comprender por todos, sino a quien Dios y su Cristo concede comprenderlas. Esto dijo y muchas otras cosas que no tengo por qué referir ahora. Se marchó y después de exhortarme a seguir sus consejos, no le volví a ver jamás. Sin embargo, inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo y, reflexionando sobre los razonamientos del anciano, hallé que ésta sola es la filosofía segura y provechosa. De este modo, y por estos motivos, yo soy filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador. Pues hay en ellas un no sé qué de temible y son capaces de conmover a los que se apartan del recto camino, a la vez que, para quienes las meditan, se convierten en dulcísimo descanso. Ahora bien, si tú también te preocupas algo de ti mismo y aspiras a tu salvación y tienes confianza en Dios, como a hombre que no es ajeno a estas cosas, te es posible alcanzar la felicidad, reconociendo a Cristo e iniciándote en sus misterios. […] 19

Una apasionada defensa de los cristianos se manifiesta en la Primera Apología, en la que es interesante observar la forma con la que un súbdito se dirigía al emperador, y el contenido, en el que Justino sostiene, en unos momentos con vigor, en otros con moniciones y con elocuencia, recurriendo hasta a frases históricas, como la tomada de Epícteto (Anito y Mileto podrían sí, matarme, pero no hacerme daño), que no hay que condenar los cristianos sin oírlos, y si por caso se encontrasen culpables lo fuesen por verdaderos crímenes y no por sus creencias: […] Al emperador Tito Elio Adriano Antonino Pío César Augusto, y a Verísimo su hijo, filósofo, y a Lucio, hijo por naturaleza del César filósofo y de Pío por adopción, amante del saber, al sagrado Senado y a todo el pueblo romano: En favor de los hombres de toda raza, injustamente odiados y vejados, yo, Justino, uno de ellos, hijo de Prisco, que lo fue de Bacquio, natural de Flavia Neápolis en la Siria Palestina, he compuesto este discurso y esta súplica. […] Ahora bien, vosotros os oís llamar por doquiera piadosos y filósofos guardianes de la justicia y amantes de la instrucción; pero que realmente lo seáis, es cosa que tendrá que demostrarse. Porque no venimos a halagaros con el presente escrito ni a dirigiros un discurso por un mero agrado, sino a pediros que celebréis el juicio contra los cristianos 20

conforme a exacto razonamiento de investigación, y no deis sentencia contra vosotros mismos, llevados de un prejuicio o del deseo de complacer a hombres supersticiosos, o movidos de irracional impulso o de unos malos rumores inveterados. Contra vosotros, decimos, pues nosotros estamos convencidos de que por parte de nadie se nos puede hacer daño alguno, mientras no se demuestre que somos obradores de maldad o nos reconozcamos por malvados. Vosotros, matarnos, sí, podéis; pero dañarnos, no. Mas porque no se crea que se trata de una fanfarronada nuestra de audacia sin razón, pedimos que se examinen las acusaciones contra los cristianos, y si se demuestra que son reales, se les castigue como es conveniente sean castigados los reos convictos; pero si no hay crimen de que argüimos, el verdadero discurso prohíbe que por un simple rumor malévolo se cometa una injusticia con hombres inocentes, o, por mejor decir, la cometáis contra vosotros mismos, que creéis justo que los asuntos se resuelvan no por juicio, sino por pasión. […] La primera prueba es que, diciendo nosotros cosas semejantes a los griegos, somos los únicos a quienes se odia por el nombre de Cristo y, sin cometer crimen alguno, como a pecadores se nos quita la vida. Y ahí tenéis que unos acá y otros acullá, dan culto a árboles, y a ríos, y a ratones, y a gatos, y a cocodrilos, y a muchedumbre de animales irracionales; y lo bueno es que no todos lo dan a los mismos, sino unos son honrados en una parte, otros en otra, con lo que todos son entre sí impíos, por no tener la misma religión. Y 21

esto es lo único que vosotros nos podéis recriminar, que no veneramos los mismos dioses que vosotros, y que no ofrecemos a los muertos libaciones y grasas, no colocamos coronas en los sepulcros ni celebramos allí sacrificios. Ahora bien, que los mismos animales son por unos considerados dioses, por otros fieras, por otros víctimas para sacrificios, vosotros lo sabéis perfectamente. […]

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Ireneo de Lyón (140?-202?)

Conocemos mucho sobre las herejías del I y II siglo gracias a la obra de San Ireneo de Lyón. Ireneo nació en una localidad desconocida de Asia Menor, en las actuales costas egeas de Turquía, hacia el año 135-140, hijo de padres paganos. Fue discípulo de Policarpo, obispo de Esmirna, que había sido alumno de la escuela juanea en Efeso. En el 157, cerca de los veinte años de edad, Ireneo se encontraba en Lyón, Francia, en ese entonces la Galia, por motivos que desconocemos, sin embargo se supone que fue mandado allá por el anciano obispo Policarpo. En la ciudad gala pudo estudiar teología, fue ordenado sacerdote y allá ejerció como presbítero. Tenemos información cierta que en el 177 estaba en Lyón. Luego de esa fecha fue enviado a Roma con una carta dirigida al obispo de Roma Eleuterio (que fue papa desde el 175 hasta al 189) con una súplica para que tratase con suavidad y comprensión a los montanistas 23

de Frigia, región de la que el mismo Ireneo provenía. Durante su permanencia en Roma se produjeron en Lyón graves desordenes que desembocaron en una dura represión y persecución de los cristianos. El anciano obispo Potino fue asesinado junto a una multitud de sacerdotes y de seglares. Cuando Ireneo volvió a Lyón toda la cúpula de la Iglesia local había desaparecido. Fue entonces elegido para suceder al obispo martirizado, y mantuvo su oficio hasta la fecha de su muerte acaecida entre el 202 y el 208. La Iglesia lo venera como mártir, pues tardíamente se consideró que murió durante la persecución de Septimio Severo (200/202). Tres temas de carácter teológico-filosófico ocuparon Ireneo en su calidad de miembro activo en la jerarquía de la Iglesia. El primero fue el trato a los montanistas. Montano, originario de Frigia, nacido probablemente en una localidad llamada Ardabau, un día, entorno al año 156 apareció en un pequeño pueblo, entró en trance, y cuando despertó comenzó a proclamar que el Espíritu Santo (el Paráclito) hablaba a través de él, anunciando la venida inminente de un nuevo Jesucristo. Acompañado por dos supuestas sacerdotisas/profetisas recorrió toda Asia Menor reclutando muchos adeptos. Montano, antes de su conversión al cristianismo era un sacerdote de la diosa Cibele, cuyo culto implicaba dolorosos rituales entre los cuales estaba prevista la autocastración de sus sacerdotes. Pasado al cristianismo, su doctrina sostenía que los pecados mortales nunca podí24

an ser redimidos. Predicaba el ascetismo como preparación a una inminente fin del mundo, rechazaba las segundas nupcias e incitaba sus adeptos a no eludir la persecución sino bien a buscarla. En el 177, ante el creciente éxito del montanismo, que se había ya propagado hasta el norte de África, y considerando el peligroso poder disgregador de la secta, la Iglesia excomulgó los montanistas, cuando Montano había ya fallecido. Ireneo sostuvo ante el papa Eleuterio la necesidad de suavizar el trato a los montanistas, aun considerando sus excesos, por que afirmaba que no se podían prohibir diferentes manifestaciones del Espíritu Santo en diferentes iglesias. Su lábil defensa revela un obispo que era sobre todo un pastor, sensible, compasivo y caritativo ante la oveja perdida, esperando recuperarla al rebaño. Es de considerar también una posible actitud sentimental, en su inclinación hacia el perdón, por un coterráneo que, en fin de cuentas, no manifestaba una rebeldía a la Iglesia, sino solo un exceso fundamentalista. El segundo tema consistió en mediar entre la iglesia cristiana occidental y la oriental. Nuevamente, ante el papa Victor (pontífice entre el 189 y el 198) Ireneo se encontraba a pedir comprensión por los representantes de su región ante la diferencia de ritos entre las dos iglesias. Ocurría que las orientales celebraban la Pascua en la mismas fechas de los judíos, el 14 de Nisan, tradición legada además por el apóstol Juan; la iglesia romana (y también la de Alejandría, satélite de la primera) la celebraban el domingo inmediatamente después de la luna 25

llena de primavera. El peligro de un cisma era grave y concreto. Ireneo intervino ante el papa pidiendo paciencia y comprensión. La tercera preocupación de Ireneo fue la refutación de las herejías. La obra maestra de Ireneo, que, gracias a diferentes fragmentos, ha podido ser reconstruida casi integralmente, fue la que brevemente viene llamada Adversus Hereses, y que tenía el título original de Desenmascarar y refutar la falsamente llamada Ciencia (literalmente Gnosis). El tratado tiene para nosotros un doble interés: nos permite conocer detalladamente los movimientos autonomistas (heréticos) del I y II siglo y la sucesión cronológica de todos los sucesores al solio pontificio desde Pedro y Pablo hasta sus tiempos. La obra, en cinco libros, fue publicada durante el pontificado de Eleuterio, entre los años 180 y 189. Ireneo describió el gnosticismo cristiano de esta manera: los herejes se inspiran a las mismas fuentes filosófico-teológicas de los cristianos, las Escrituras, pero las interpretan a su manera y según sus intereses, en función de lo que quieren demostrar u obtener, abusando de ellas, extrayendo frases aisladas y usándolas oportunamente según las circunstancias. Para Ireneo el iniciador del gnosticismo cristiano fue Simón el Mago (Hechos 8, 9-24), el que llegó a ofrecer dinero a los apóstoles Pedro y Juan para obtener los mismos poderes que ellos tenían (Hechos 8, 18-19). Luego el gnosticismo se difundió por toda Asia menor, Egipto y el occidente. El gnosticismo trataba de conocer (gnosis) la ver26

dadera naturaleza del mundo, del ser humano y de Dios, para alcanzar la liberación de los males materiales que agobiaban al hombre. El conocimiento implicaba estudio, discusión y, por cierto, confrontación de las ideas. De este debate nacían diferentes tendencias (sectas) que daban origen a diferentes creencias. Todas, pero, tenían una característica en común: en las sectas la gnosis era un privilegio de iniciados, por lo que esta iniciación (mystes en griego) dio lugar a multíplices creencias, o religiones, mistéricas. En su obra Ireneo confutaba las diferentes creencias (herejías) apelando a la tradición, es decir limitándose a transmitir las doctrinas que había aprendido por medio de Policarpo, su maestro, y del estudio de las Escrituras, o sea del Antiguo Testamento. Es de tener presente que en la época en que Ireneo escribía, todavía no se había compilado definitivamente el Canon neo-testamentario (los Evangelios serían reunidos en el Nuevo Testamento solo dos siglos más tarde), por lo que, cuando Ireneo hablaba de las tradiciones apostólicas, quería significar las enseñanzas de los Apóstoles. Una breve sinopsis del Adversus Hereses, es la siguiente. En el Libro I expone las herejías y los herejes que quiere confutar: Ptolomeo, los eones, Marco el Mago, Valentín, Simón el Mago, Menandro, Saturnino, Basílides, Carpócrates, Cerinto, los nicolaítas, Cerdón, Marción, los barbeliotas, los ofitas, los ebionitas. En el Libro II desarrolla la refutación de las herejías, con particular atención a los eones que proclama27

ban la existencia, definida por Ireneo como absurda, de un Pléroma, esencia superior a los dioses, los Eones que eran treinta en total, resultado de la suma numérica 8 (los ocho supremos) + 10 (los diez intermedios) + 12 (los signos zodiacales). En el Libro III ilustra las verdades fundamentales del cristianismo: las Escrituras como fuente de la fe, la unicidad de Dios, Cristo hijo de Dios hecho hombre, el Espíritu Santo, La vocación de María virgen, la tradición apostólica. El libro contiene, además, la sucesión de los obispos de Roma desde Pedro hasta los tiempos de Ireneo. En el Libro IV demuestra la coherencia entre el Antiguo Testamento y la tradición apostólica, distingue la verdadera de la falsa gnosis, y sostiene fuertemente el concepto de una Iglesia Universal. En el Libro V expone su escatología milenarista, heredada de los Apóstoles: un solo Dios y padre, la resurrección del la carne, el Anticristo, la tierra prometida y la gloria en Dios.

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Clemente de Alejandría (150? – 211?)

Titus Claudius Clemens nació en Atenas, según narra el historiador Epifanio Escolástico, entorno al año 150, en el seno de una familia pagana de clase alta y adinerada. Pudo estudiar hasta los niveles más altos de educación, en Grecia, dominando perfectamente el griego clásico y conociendo profundamente los poetas y los filósofos antiguos, entre los cuales tuvieron grande influencia sobre él los platónicos y los estoicos. Viajó a Italia, luego al mediano oriente, a Palestina y, finalmente a Egipto, donde frecuentó la escuela de catequesis de Panteno, un filósofo pagano convertido al cristianismo, que también influyó profundamente en Clemente. Cuando Panteno murió, Clemente, que tenía ya entorno a los cuarenta años de edad, y había sido nombrado presbítero, asumió la administración de la escuela y la mantuvo hasta cuando fue obligado a buscar refu29

gio, por causa de las persecuciones al tiempo del emperador Septimio Severo (que reinó desde el 193 hasta el 211), en Capadocia, adonde el obispo Alejandro regía la diócesis de Flaviada. De su actividad posterior no tenemos más noticias. Allá permaneció, probablemente, hasta el año de su muerte, ocurrida entorno al 211 y fue recordado, en algún momento, como mártir y proclamado santo, aunque de su martirio no hay documentación histórica. La importancia de Clemente reside en su principal obra, una Trilogía que constituye el primer proyecto orgánico, significativo y original para presentar a los paganos el cristianismo en forma racional y comprensible, utilizando los medios que la retórica y la lógica griega le proveían. Los tres libros de la Trilogía, escritos en griego, desarrollan el argumento teológico en forma secuencial y consecuente, y toman los siguientes títulos: A) Protrepticus, es decir Exhortación a los griegos (o a los gentiles). En ello Clemente exhorta los griegos a abandonar las creencias de la mitología antigua y seguir el logos de la nueva canción. La creación del mundo y del hombre está contrapuesta a los cuentos de los antiguos mitos paganos sin racionalidad. Clemente critica ásperamente los sacrificios paganos, calificándolos como horribles, critica los antiguos filósofos griegos afirmando que ellos proponían solo suposiciones, y critica el paganismo antiguo definiéndolo como idolatría. Finalmente, Clemente antepone al paganismo griego y romano, que 30

no preveía una vida espiritual después de la muerte y por ello cremaban los muertos, la esperanza de la resurrección y de la inmortalidad del alma, a través del logos, que representa la vía para la salvación. B) Paedagogus, es decir el Maestro, dividido en tres libros. En ellos se siente la influencia de la filosofía estoica que dictaba una vida sencilla apegada a las leyes de la naturaleza. Clemente también insiste en predicar una vida simple y natural y para ello desarrolla, en el primer libro, las bases religiosas de la ética y la moral cristiana sobre principios de sencillez, pureza y conocimiento de la naturaleza. En el segundo y en el tercero Clemente desarrolla las reglas de conducta individual, basadas sobre los principios de la prudencia y la moderación. C) Stromata, es decir Miscelánea a causa de la diversidad de los temas desarrollados. En ello Clemente conduce el lector, pagano o cristiano, hacia el verdadero conocimiento que se consigue abrazando la fe cristiana. Aunque conocemos que escribió más obras que lamentablemente han sido perdidas completamente, Clemente es recordado por su Trilogía, primera obra orgánica sobre la nueva teología venida del oriente.

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Hipólito de Roma (175? – 237)

Hipólito fue el último cristiano occidental a escribir en griego. La tradición quiere que Hipólito naciera en Roma, pero su profundo conocimiento del griego, de las tradiciones y de los misterios orientales hace suponer que fuera originario de esa región. Poco se sabe por tanto sobre su origen y su formación: el misterio circunda la figura de este importante miembro de la Iglesia Católica, por la absoluta escasez de datos sobre su vida. Hipólito fue uno de los más prolíficos escritores cristianos de los primeros siglos, pero muchas de sus obras fueron atribuidas, durante la edad media, a Orígenes. Se supuso por largo tiempo que fuera discípulo de Ireneo de Lyón, circunstancia de la que no hay pruebas históricas. Esta hipótesis surgió por las analogías entre el sistema filosófico de Ireneo y el suyo, y por el tema tratado por ambos: las herejías. Por cierto en el 217 era 33

presbítero en Roma, en una posición jerárquica muy elevada en el ámbito del organigrama eclesiástico de sus tiempos. Poco antes de esa época, con mucha probabilidad, el joven Orígenes, en ocasión de su viaje a Roma en el 212, asistió a un sermón pronunciado por Hipólito. Con seguridad vio de cerca la persecución de Septimio Severo en el 202, quedando profundamente impresionado. Cuando, después del 217, se abrió en Roma el debate sobre el trato que se debía reservar a los que habían apostatado, Hipólito se enfrentó directamente con el papa Ceferino. La posición oficial de la Iglesia era favorable a una readmisión de aquellos que, para salvar sus vidas, habían declarado no ser cristianos, pero Hipólito se opuso enérgicamente. Él admitía que la Iglesia podía perdonar, pero no admitía conceder el perdón a los que, aun frente al ejemplo de valentía y al espíritu de sacrificio de aquellos que desafiaron el martirio con coraje, apostataron con tal de salvar sus vidas. Hipólito mantuvo su posición inflexible también con el sucesor de Ceferino, el papa Calixto I. La polémica abarcaba también la esfera teológica. Hipólito acusaba al papa de favorecer la herejía cristológica de los monarquianistas. Esta herejía surgida a mediados del II siglo, y difundida profundamente en todos los sectores durante el III siglo, sostenía que Dios era uno solo, el Dios supremo, y consideraba a Jesús solo como un mortal, elegido, sin embargo, por el Ente supremo, por fines de cumplir su misión redentora. Los contrastes con la Iglesia desembocaron en el 34

alejamiento de Hipólito de la jerarquía eclesiástica. Por diez años Hipólito lideró una propia congregación, hasta cuando, muerto el papa Calixto I, la Iglesia proclamó papa a Ponciano. Al mismo tiempo, los secuaces de Hipólito lo eligieron papa, en oposición al legítimo obispo de Roma. El cisma estaba dado, e Hipólito se convirtió en el primer antipapa de la historia. Pensó el emperador romano Maximino el Tracio, en el año 235, a dirimir la cuestión, promulgando un nuevo edicto de persecución en contra de las sectas y de las religiones ajenas a aquellas oficialmente practicadas en el imperio. Los dos papas fueron apresados y enviados a la isla de Cerdeña como esclavos para que trabajaran en las minas de carbón de esa región. En el mismo año ellos morían, al parecer reconciliados. Según una tradición posterior, Hipólito fue descuartizado, amarrado por los artos a cuatro caballos y por tal razón se convirtió en el patrono de los equinos. Por extraña coincidencia el nombre Hipólito significa en griego “el que desata los caballos”. En el siguiente año el papa Fabián hizo trasladar a Roma los cuerpos de los dos mártires y les hizo dar solemne sepultura, venerándolos como mártires y santos. Hipólito fue sepultado en el cementerio de la Vía Tiburtina. Desde ese entonces la memoria histórica de Hipólito se perdió lentamente. Sus obras (escritas originalmente en griego, idioma que en la Iglesia occidental fue perdiendo siempre más terreno frente al creciente 35

uso del latín) se leían en el oriente mas no en Roma, circunstancia que causó el olvido del autor de tanto trabajo en el occidente, mientras, por lo contrario, venía leído con mucho interés en el oriente. El resultado fue que en el occidente el abandono del griego como idioma de la cultura literaria causó el olvido total de sus obras, y en el oriente, perdida la memoria histórica de su autor, sus obras sobrevivieron en diferentes traducciones, en copto, en etiópico y en árabe, pero sin que fuera recordado el nombre de Hipólito. Esto hizo que, durante toda la edad media, se supuso que esos tratados tan leídos eran obra de Orígenes y no de su verdadero autor. Solo en el 1551, durante las excavaciones en el antiguo cementerio de la Vía Tiburtina (del que también se habían perdido los rasgos) se encontró, por puro caso, una estatua de mármol del III siglo que representaba la figura de un hombre sentado. En ambos lados figuraba el catalogo completo de las obras escritas por Hipólito. Era la escultura colocada sobre su tumba y presentaba el santo aplicado a su trabajo de escritor. Aun escrita en edad madura –se supone que comenzó a escribir solo después del 220- la obra de Hipólito fue sobreabundante y fue comparada por su variedad y su cantidad a la de Orígenes. Sin embargo, por los motivos ya descritos, gran parte de ella se perdió o ha llegado a nosotros en forma tan fragmentaria que resulta hoy casi imposible reconstruir la estructura filosófico-teológica de su pensamiento. Los escritos conocidos hasta el 1800 abarcaban temas diferentes, desde el 36

derecho canónico a la exégesis, de la homilética a la apologética, e incluía también una historia de la humanidad, la Crónica, desde la creación hasta sus tiempos. Una importante obra que ha tenido un peso relevante en la Constitución de la Iglesia Católica fue la Tradición Apostólica. Su existencia era conocida, pero se creía perdida, hasta cuando, a principios del siglo XX, nuevos estudios filológicos pudieron establecer su identidad con la obra conocida como la Constitución de la Iglesia Egipcia, de la que existían numerosas versiones en otros idiomas orientales. La importancia de la Tradición Apostólica reside en el hecho que este tratado sirvió como base para moldear las costumbres, la liturgia y el derecho de muchas Iglesias orientales, antes que el Canon Neo-testamentario fuera establecido a finales del IV siglo de nuestra era. De la Tradición surgieron las Constituciones Apostólicas de la Iglesia de Siria, hacia el 380; el Testamento de Nuestro Señor, en Siria, entorno al V siglo, y los Canones de Hipólito, igualmente en Siria hacia el año 500. La más conocida de sus obras, que hoy recibe el título de Refutación de todas las herejías, en diez libros, tuvo una historia rocambolesca. El primer libro fue por largo tiempo editado con el título Philosopizumena entre las obras de Orígenes. El segundo y el tercero se perdieron definitivamente en el curso de estos últimos diecisiete siglos. Los restantes, desde el cuarto hasta el décimo, fueron descubiertos casualmente a mediados del XIX siglo por el griego Minoides Mynas en la biblioteca del 37

monasterio del Monte Athos, en la península Calcídica, sin el nombre del autor. Estudios filológicos sucesivos al vislumbrante descubrimiento han reconocido y establecido universalmente, en primer lugar la unicidad de los escritos entre el primero y los restantes libros descubiertos en Grecia, y en segundo lugar la autoría de la obra como la del mismo autor, Hipólito. En su obra anti-herética Hipólito dependía mucho de Ireneo. En ella el autor describió todas las herejías conocidas hasta ese momento explicando su origen como una combinación de varias filosofías con las creencias paganas, pero si ningún sustento de las escrituras. Sin embargo Hipólito se pronunciaba decididamente en contra del modalismo, en manera considerada poco ortodoxa por la Iglesia oficial. El modalismo consideraba las tres personas divinas como tres manifestaciones o “modos” de Dios, de tal manera que no había una distinción real entre ellas. En su confutación, Hipólito se acercaba peligrosamente al subordinacionismo, teoría que declaraba al Cristo como hijo de Dios, pero en una posición inferior, subordinada a Dios, lo que constituía una clara posición herética.

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Orígenes (185-254)

Orígenes, padre de la Iglesia, nació en Alejandría de Egipto entorno al año 185 de una acomodada familia cristiana. Su padre, Leónidas, fue victima de la persecución del emperador Septimio Severo y murió martirizado en el 202. Parece que si su madre no lo hubiese frenado con todas sus fuerzas, hasta escondiéndole los vestidos, para impedirle de salir de casa, Orígenes hubiera decidido seguir su padre y unirse a él en el martirio. De inteligencia precoz y grande sensibilidad, Orígenes trascendió por su erudición, conociendo profundamente las Escrituras y las obras de los filósofos griegos. En su ciudad natal estudió con los mejores maestros filósofos y teólogos de su tiempo: fue alumno de Ammonio Sakkas, el que unos veinte años más tarde fuera también maestro de Plotino, y probablemente fue alumno de Clemente, cuando éste asumió la responsabi39

lidad de la escuela de catequesis fundada por Panteno. Aun joven conducía una vida de ascesis y meditación, pero su extrema sensibilidad y su excesivo misticismo lo condujeron a cumplir un gravísimo acto de autolesionismo: mal interpretando el significado literal de los versículos 11 y 12 del Evangelio de Mateo cap. 19: “11. Pero él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. 12. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda”, se auto-castró, entorno al año 203, cuando tenía aproximadamente dieciocho años. Más tarde lamentaría el gesto y lo indicaría como el peligroso error en el que puede incurrir quien cae en el extremismo religioso. Se independizó rápidamente y antes de los veinte años fundó una propia escuela de gramática, retórica y geometría. Tuvo inmediatamente un grande éxito y su instituto se encontró lleno de alumnos atraídos por el valor de sus enseñanzas. Cuando Clemente tuvo que huir por causa de la persecución de Septimio Severo, Demetrio, obispo de Alejandría lo llamó para encargarlo de la conducción de la escuela de catequesis. Orígenes, de poco más de veinte años, tuvo que abandonar su enseñanza de la gramática para dedicarse completamente a aquella de las Escrituras. Lo hizo, pero, sin aceptar alguna remuneración. Decía que era anti-bíblico cobrar por ellas. Sin embargo para subsistir tuvo que vender la rica bibliote40

ca que le había dejado su padre, aunque, parece, la venta le procuró una módica renta. Por treinta años Orígenes, al frente de la escuela alejandrina, cobró siempre más fama. Frecuentes fueron sus viajes por todo el mediano oriente y también a Roma (en el 212, cuando asistió a una homilía de Hipólito) para tener conferencias sobre las Escrituras a un público siempre selecto de oyentes, entre los cuales estaba el gobernador de Antioquia y la madre del futuro emperador Alejandro Severo, Julia Mamea. El gran trabajo que se desarrolló en la escuela y sus frecuentes ausencias debidas a los viajes al exterior, lo obligaron a confiar la dirección didáctica de las materias convencionales (gramática, retórica, física, matemáticas, y astronomía) a su alumno Heraclas, manteniendo para él solo la enseñanza de la filosofía griega y de la teología especulativa. Durante sus viajes a Palestina, los obispos de la región le solicitaron que predicara públicamente, especialmente durante las funciones religiosas, aunque Orígenes no fuera ordenado sacerdote. Demetrio, obispo de Alejandría, censuró esta situación y reclamó a Orígenes volver a la ciudad natal, donde éste permaneció por los siguientes quince años. Pero cuando, entorno al 231, el obispo Demetrio lo envió a Grecia para confutar algunas herejías que se estaban peligrosamente difundiendo, y él, viajando por tierra, volvió a pasar por Palestina, los obispos locales lo ordenaron sacerdote, quizás pensando con esto obviar a los problemas originados anteriormente y permitir al filósofo alejandrino pre41

dicar públicamente. Demetrio criticó duramente este nombramiento y, por fin, aclaró los motivos de su aversión a que Orígenes fuera ordenado sacerdote: la autocastración operada por el filósofo en edad juvenil era considerada un gesto inaceptable por la Iglesia y un pecado insanable. De tal manera que Demetrio convocó unos sínodos que finalmente excomulgaron a Orígenes y lo depusieron del sacerdocio. Sin embargo, no fue éste el único motivo por el que Orígenes sufrió la grave medida. Algunas de sus ideas filosófico-teológicas eran censuradas por la ortodoxia oficial y, aunque él hubiese utilizado metáforas que podían no ser consideradas conformes a la doctrina, con el solo afán de explicar dogmas que en algunas circunstancias podían ser de difícil comprensión, siempre estuvo atento a no alejarse de los dictámenes oficiales de la Iglesia y no incurrir en el riesgo de ser confundido con las posiciones heréticas. Tras la muerte de Demetrio, en el siguiente año 232, Orígenes viajó a Alejandría, esperando quizás en una rehabilitación y confiando en el apoyo de Heraclas, el alumno que había quedado al frente de la escuela de catequesis. Pero grande fue la decepción de Orígenes cuando su ex discípulo, que en el mientras había sido nombrado obispo, en lugar de abogar por él, renovó la excomunión. Abandonó Alejandría y se estableció en Cesarea, capital de la provincia romana de Palestina, donde el obispo, desatendiendo a la provisión que gravaba sobre Orígenes, lo invitó a fundar en la ciudad una nueva 42

escuela en la que retomara la enseñanza de la teología con el mismo programa didáctico que él había adoptado en la escuela alejandrina. Allá Orígenes vivió la parte final de su vida recuperando el prestigio que había logrado en su ciudad natal. Su vida pero no había terminado de pasar por sufrimientos. A finales del 249, el emperador Decio (Caio Mesio Quinto, emperador desde el año 249 hasta el 251, con el nombre de Trajano Decio) promulgó un edicto que imponía a los ciudadanos rendir una pública declaración de no profesar ninguna otra religión afuera de la practicada en Roma, y de no adorar a otros, u a otro, dios que no fueran los dioses aceptados en el imperio. El edicto se convirtió en la primera, documentada, feroz, e implacable persecución específicamente dirigida en contra de los cristianos que, ya organizados capilaramente y jerárquicamente en el territorio, constituían un serio peligro para el estado. Orígenes fue arrestado y sometido por un entero año a continuas y extenuantes torturas, a las cuales inexplicablemente sobrevivió, así como resulta inexplicable el cómo y el por qué Origenes no fue condenado a muerte tras un sumario proceso como era costumbre tratar a los cristianos en todo el imperio. Sin embargo, el físico del anciano filósofo cristiano (tenía, al momento de las torturas, ya más de sesenta y cinco años), salió de la terrible experiencia sumamente debilitado. Sobrevivió solo cuatro años más. En el 254, Orígenes moría en Tiro, ciudad portuaria a pocos kilómetros de 43

Cesarea, seguramente por las consecuencias del insoportable maltrato. Orígenes se caracterizó por su gran erudición y su profundo conocimiento de las escrituras y de los filósofos griegos. Fue también un prolífico escritor. San Jerónimo reporta que Orígenes escribió más de seis mil libros. Sin embargo, de su sobreabundante producción literaria han llegado hasta nuestros días solo tres obras, los Hexapla (seis diferentes ediciones de la Biblia), los Principios (tratado sobre los principios teológicos de la Iglesia cristiana), y la Defensa del Cristianismo (o Contra Celso, un monumento apologético en defensa del cristianismo en contra de la obra anti-cristiana publicada unos setenta años antes por el filósofo neoplatónico Celso). De las otras, perdidas en el tiempo, se encuentran citas en las crónicas de los históricos, de los traductores (el mismo San Jerónimo y Rufino), y de otros autores. La visión teológico-filosófica de Orígenes era muy personal y generó contrastes con la Iglesia, especialmente sobre temas que ésta todavía no había aclarado. Declaró que conocía más de veinte versiones de los Evangelios, criticando las diferentes transcripciones que había de los mismos y el contenido por las diferentes interpretaciones y las alteraciones que habían hecho aquellos que estaban encargados de redactarlos. De tal manera que declaró en los Principios que “Hay cosas que se nos refieren como si fueran históricas y que jamás han sucedido y que eran imposibles como hechos materiales y otras, aun siendo posibles, tampoco han sucedido”. 44

Era contrario a la teoría de la reencarnación y de la trasmigración, por “ser ajena a la doctrina de Dios, no enseñada por los apóstoles y nunca confirmada por las escrituras” (Comentario al Evangelio de Mateo). Consideraba al Hijo de Dios en posición inferior y subordinada a Dios, postulado que confirmaba en diferentes obras, en el comentario al Evangelio de Juan y en el tratado Contra Celso. Pero su idea más controversial fue la de la apocatástasis, palabra griega que significa restauración, volver al origen. Según Orígenes al final de los tiempos, todos, pecadores y no pecadores, volverían a ser uno solo con Dios. Orígenes explicaba su idea de la siguiente manera: el hombre fue creado por Dios, en origen, como ser puro. Pero, como la bondad no le pertenece por naturaleza (siendo ésta prerrogativa exclusiva de Dios), el hombre debía orientarse a ella utilizando correctamente su libre arbitrio. Orígenes atribuía, por tanto, con esta idea, el origen del mal al mundo sensible. El hombre se encontraría, entonces, en esta tierra, atrapado a la materialidad, como en un lugar de purificación y de expiación. Solo al final de los tiempos, concluido el efecto del fuego purificador, el hombre volvería a Dios, salvo y glorificado. Las conclusiones de la teoría del filósofo alejandrino eran las siguientes: en primer lugar no existiría un infierno eterno, con ello todos, pecadores y no, al término de los tiempos serían salvados y se reunirían a Dios; en segundo lugar las penas conminadas por Dios eran 45

transitorias y actuaban como una purificación medicinal; en tercer lugar esta medicina purificadora era exactamente el fuego del infierno. Las teorías de Orígenes suscitaron fuertes reacciones en la Iglesia católica, que, uniéndolas todas, junto al gesto de la auto-castración, terminó excomulgando al pensador alejandrino. Sin embargo, es de precisar que Orígenes murió reconciliado con la Iglesia. Su principal, y más conocida obra, Contra Celso, o Defensa del cristianismo, en ocho libros, fue publicada entorno al año 248, en Palestina, para confutar una bien conocida y difundida obra, titulada Discurso verídico, que había sido publicada unos setenta años antes por el filósofo estoico, o neoplatónico, de origen griego Celso (Kelsos). Se sabe muy poco de la vida de este escritor. Algunos lo han identificado con un filósofo epicúreo contemporáneo de Luciano, otros lo identifican como platónico, sin embargo, su filosofía confirma una tendencia al estoicismo. El equivoco fue favorecido por el mismo Orígenes que calificó Celso como epicúreo en su Defensa, pero es de tener presente que el calificativo epicúreo venía utilizado en sentido despreciativo para indicar una persona amoral, atea, iconoclasta y no fidedigna. Pese al descrédito que se le echó encima, Celso debió ser un filósofo de buena y general consideración, si mereció una tan detallada respuesta a sus argumentaciones, respuesta que ocupó tantos libros, por el más grande erudito de lengua griega del oriente medio, como era Orígenes. 46

Borrada la memoria histórica de Celso, y quemados su libros y las copias de ellos, debemos al mismo Orígenes, que, en el intento de refutar paso por paso las argumentaciones de Celso transcribió casi todo el texto original, el haber podido reconstruir entorno al ochenta por ciento del Discurso verídico, que, por tanto, aunque de manera indirecta, ha sino afortunadamente salvado. El debate entre Orígenes y Celso, aunque desarrollado a distancia de setenta años entre el uno y el otro contendiente, fue el primero en la historia de la filosofía medieval, por lo que asume una importancia histórica y filosófica muy relevante. A las argumentaciones filosóficas y racionales, que Celso priorizaba, Orígenes contestaba con argumentos teológicos y fideístas, evidenciando dos visiones de la realidad que no podían ser conciliadas. Celso frecuentemente ironizaba sobre las teorías cristianas, a veces en forma grosera y ofensiva, pero demostrando que tenía un buen conocimiento de las escrituras, por tanto sus observaciones eran documentadas y profundas. Se le ha criticado mezclar proposiciones ortodoxas y heréticas, pero es de tener presente que en sus tiempos la Iglesia todavía no había afirmado definitivamente su poder sobre las organizaciones periféricas (las ya nombradas de Alejandría, la de Antioquia, la de Corinto, la de Palestina, que mal aceptaban la supremacía centralista de la Iglesia romana), y, por otro canto, todavía estaba en el curso de definir su teoría y su dogma. 47

En el Discurso verídico, Celso criticaba las profecías argumentando que a posteriori es muy fácil establecer coincidencias. Criticaba el nacimiento virginal, demostrando que desde la más remota antigüedad el nacimiento virginal era requisito indispensable para cualquier divinidad, y citaba los casos de Perseo, hijo de Zeus y de la virgen Danae, de Minos, hijo de Zeus y de la virgen Europa, entre muchos otros más. Negaba la veracidad de los milagros, afirmando que Jesús podría haber realizado trucos, habiendo aprendido el arte de la magia en Egipto. Además, sostenía que no era necesario ser una divinidad para cumplir milagros, y citaba numerosos mortales a los que se les atribuían actos milagrosos. Pasando a argumentaciones más profundas y filosóficas, Celso refutaba la actitud fideísta de los cristianos. Los acusaba de rechazar el conocimiento y optar por una fe sin sustento racional. Citaba varias sentencias de los cristianos que para él eran inaceptables: “No investigues, sino crees”, o “Cree si quieres salvarte, o ¡márchate!”, o “Que nadie se dedique a la ciencia”. Con esta actitud, decía Celso, los cristianos solo se dirigían a gente ignorante, estólida y baja, que nada podía aportar a la razón y al debate argumentado, sino solo creer pasivamente. Celso había divisado, en el cristianismo, un serio peligro para las tradiciones romanas, para su cultura, y, en fin, para el mismo imperio. Por este motivo fue más allá del debate teorético, Celso quiso minar a la base la ola creciente de la fe cristiana, desacreditando sus mis48

mas orígenes. Los cristianos, decía, son judíos apostatas, y los judíos son egipcios apostatas, de tal manera que la subversión era propia de esta secta rebelde e inestable como la cristiana, al punto que ella misma estaba dividida. Afirmaba que las escrituras eran contradictorias, que la misma creación era un cuento absurdo y sin gracia poética. Ridiculizaba al Arca de Noé, diciendo que era un cuento increíble e indigno hasta para unos niños. Afirmaba que el nacimiento de Jesús era degradante para un hijo de reyes, que era increíble que Jesús hubiese sabido que lo iban a traicionar, que por tanto las predicciones eran falsas, que los evangelios habían sido modificados y alterados, y que, sin embargo, estaban llenos de contradicciones. “Ni mintiendo fuisteis capaces de encubrir verosímilmente vuestras invenciones”, decía. Definía como un refugio retórico el argumento cristiano que muchas partes de las escrituras había que interpretarlas como alegorías. Un texto que se pretende sea sagrado es de leer e interpretar a la letra, decía, y no alegóricamente. El mismo personaje de Jesús, era, para Celso, no verídico. Decía que Jesús no había hecho nada de noble o insigne para ser un Dios o ser reconocido como tal. Le parecía absurdo que Dios necesitara “bajar” a la tierra, haciéndolo, además, a través de un mortal. Afirmaba que la pasión atentaba contra la doctrina de la inmutabilidad de Dios, y reputaba como un absurdo innecesario el sufrimiento de su hijo en la cruz. Negaba la reali49

dad de la resurrección, afirmando que los testigos de ella eran pocos y poco atendibles, y, considerando la impotencia de Jesús en la cruz, esta misma hacía dudar de la veracidad de la resurrección después de su muerte. Citaba, de toda manera, otros casos de resurrección, pertenecientes a la mitología antigua, como la de Asclepio, de Dionisio, de Heracles, la de Pitágoras, y otros, más espectaculares y por tanto superiores. Finalmente, consideraba indigno de un Dios, absurdo y poco creíble el argumento del martirio. Luego, para afirmar una vez más su convicción sobre la impotencia de Dios, a parte de no haber ayudado a su Hijo en la cruz, evidenciaba que tampoco castigó a aquellos que lo hicieron padecer. Para terminar, alternando ironía a insultos, Celso proponía dos objeciones de gran peso intelectual e filosófico concerniente la validez de la revelación divina. Con la primera afirmaba que le parecía inaceptable que Dios haya necesitado revelarse al hombre en ese momento y en una región tan remota y aislada del mundo. Y, en segundo lugar, aun aceptando el principio de una revelación divina, le parecía inaceptable que Dios haya necesitado revelarse a un grupo tan restringido, ignorante e inculto de personas como esa secta de judíos apostatas. Con estas dos argumentaciones Celso ponía en discusión, en primer lugar, el antropocentrismo humano. El mundo, decía, fue creado para el bien de todos y no solo para el de los hombres. Y, luego, criticaba el “cristianocentrismo”, declarando que era inaceptable el carácter exclusivista de la predicación de los cristianos. Dios, 50

decía, es Dios de todos, no solo de los cristianos, éstos no pueden ser los únicos destinatarios de una revelación. Aceptando este principio, decía, solo los cristianos serían los salvados. Orígenes replicaba a veces atacando, otras veces recurriendo a la fe, siempre con elocuencia y erudición. Criticaba la falta de racionalidad del politeísmo pagano afirmando que la fe monoteísta era mucho más vigorosa y sencilla, y resistía, con más racionalidad a la crítica de la razón que las fantasías de un mundo poblado por una muchedumbre de dioses. Un dios único e indivisible, era el demiurgo del mundo, no antropomórfico, esencia y plenitud, y se encontraba, explicaba Orígenes, más allá de cualquier descripción, era orden y providencia de todo.

[…] Todas las cosas, en efecto, son partes del mundo, pero ninguna parte del todo es Dios, pues es preciso que Dios no sea incompleto, como incompleta es la parte. Y quizá un razonamiento más profundo demostrará que Dios, propiamente, como no es parte, tampoco es todo, pues el todo se compone de partes; y la razón no nos permite aceptar que el Dios que está por encima de todo se componga de partes, cada una de las cuales no puede lo que pueden las otras. (Contra Celso I, 23) […] Un dios espiritual, explicaba el alejandrino, que 51

era por tanto esencia indivisible e inmutable. Consecuentemente era eterno y previdente, como eterno era el mundo sometido al ritmo de grandes ciclos cósmicos que proveían a su continua renovación. Criticaba la visión corporal de Dios de los estoicos, haciéndonos entender que su polémica era directa en contra de un filósofo estoico, como probablemente era Celso. Introducir el concepto de la corporeidad hubiera significado, para Origenes, afirmar la mutabilidad de Dios. Dios era incorpóreo, afirmaba Orígenes, eterno e inmutable, por esta razón él contenía en sí las semillas de todo lo que ha sucedido y de lo que va a suceder. Pero si Dios era proveedor e dispensador de todas las cosas era necesario que, para dejar al hombre la autonomía de su libre arbitrio, indicara lo que era bueno y conveniente para él. Para ello Dios sugería, inspiraba y transmitía los conocimientos al hombre a través de aquellos que siendo puros estaban inspirados por Él. Por lo que concierne la “bajada” de Dios a la tierra Orígenes aclaraba que el descenso de Dios en Jesús era un acto de poder y no un abandono de un asiento como para dejar un vacío en su poder. El que todo llena no puede dejar ningún vacío, decía. Dios está en Jesús consustancialmente por su misma definición, por su inmutabilidad. Dios viene a los hombres por medio de Jesús que es el verbo, por tanto Dios mismo.

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[…] Y si por haber asumido el Dios Verbo, inmortal,

cuerpo mortal y alma humana le parece a Celso que cambia y se transforma, sepa que el Logos, permaneciendo en su esencia Logos, nada padece de lo que padece el cuerpo o el alma. (CC. IV, 15) […]

Seguía Orígenes contestando a la objeción de Celso que la concepción monoteísta de los judíos había sido tomada por Moisés de anteriores teorías pertenecientes a otros pueblos de la antigüedad. Poco importa, decía Orígenes, de donde venga la verdad y la sabiduría, repitiendo un axioma ya expresado por Séneca. Y, arremetía en contra de Epicuro y Aristóteles, como para aclarar en contra de cuales filósofos estaba hablando. […] ¡Ojalá hubieran oído esta doctrina un Epicuro y hasta un Aristóteles, que es poco menos impío que Epicuro contra la providencia, y los estoicos que dicen que Dios es cuerpo! (CC. I, 21) […]

Siguiendo en su crítica de las concepciones atomistas de los epicúreos, que negaban el finalismo del cosmos, Orígenes veía la prueba de la providencia divina hasta en los más mínimos acontecimientos de la naturaleza. […]

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(Celso) no vio que, queriendo Dios que se ejercitara la inteligencia humana, para que no permaneciera ociosa e ignorante, hizo al hombre necesitado. Así su necesidad misma le obligaría a inventar las artes, unas para alimentarse, otras para protegerse... De modo que en este aspecto es de admirar la providencia por haber hecho convenientemente al animal racional más indigente que a los irracionales. (CC. IV, 76) […]

Y daba su interpretación del libre arbitrio: Dios, previdente y providente ha proveído al hombre, necesitado, de la inteligencia para desarrollar sus capacidades para responder a sus exigencias existenciales, y del juicio para operar a fines de bien de manera tal de lograr su salvación. Sin embargo, la presencia del mal entre los hombres, parecía anular la eficacia de la salvación. A esta objeción Orígenes respondía que la acción correctora de Dios no anulaba la voluntad del receptor, que, siendo libre, podía hacer un mal uso de su libertad. Era por este motivo que no obstante la acción correctora de Dios el mal seguía persistiendo. Antes, el mal de los malos servía a la providencia divina como ejemplo por fines educativos y con ello lograr la salvación de todos, y no solo de los cristianos. Los castigos, que Celso criticaba, perseguían el único fin de corregir y mejorar al hombre, por lo cual, al término del tiempo de expiación todos volverían a reunirse con Dios (teoría de la apocatástasis). 54

Cuando Celso criticaba el poder “impotente” del Dios cristiano, por que permitía la existencia del mal, sin poderlo contrarrestar, Orígenes contestaba:

[…] …Celso, dando pruebas de no haber entendido en qué sentido se dice que Dios lo puede todo, dice: «No querrá nada injusto», dando por supuesto que Dios puede también lo injusto, pero no lo quiere. Mas nosotros afirmamos que, como lo naturalmente dulce, no puede, por su misma dulzura, producir amargor contra su sola causa, y como lo naturalmente luminoso no puede, por el hecho de ser luz, oscurecer, así tampoco puede Dios obrar injustamente; el poder de ser injusto es contrario a su divinidad y a todo poder conforme a ella. (CC. III, 70) […]

Dios, afirmaba Orígenes, ha proveído al hombre de la capacidad de juicio para operar autónomamente hacia el bien. Esta capacidad no era natural del hombre, mas bien semilla impuesta por Dios en la naturaleza humana, con ello demostrando que Dios no es solo previdente sino también providente. Por tanto lo malo no nace de la maldad, sino de la razón. Orígenes dedicaba, en su apología, una profunda reflexión de carácter filosófico a la esencia del mal. El mal existía, era un hecho, pero, ¿cuál era el origen del mal? Unde malum? Si Dios era el demiurgo del mundo ¿había Él creado también el mal? 55

Para Celso comprender el origen del mal era un problema profundo que resultaba difícil de entender, aunque no imposible, para aquellos que no son filósofos, con lo que dejaba suponer que sí los filósofos lo podían entender. Orígenes, en su respuesta ironizaba sobre este argumento diciendo que ni siquiera para los filósofos el problema del origen del mal era de fácil y comprensible solución, por que presentaba una dificultad que iba más allá de los límites mismos de la filosofía: era necesaria una inspiración divina, o sea Orígenes quería decir que comprender el problema del mal era más un problema teológico que filosófico. Los que no conocen Dios, decía el alejandrino, ignoran la naturaleza del mal. ¿Como pueden los que desconocen una realidad hablar de ella si no saben qué es? Para comprender la génesis del mal hay que conocer el como y el por qué se genera. Para Celso, que acataba la teoría de Platón, el mal se originaba por la materia, cuando el alma tendía hacia ella. Sin embargo, esta explicación no respondía al quesito principal: ¿Cuál era el origen del mal? El mal no podía originarse de Dios, en esto los dos, el romano y el alejandrino, estaban de acuerdo, pero para Orígenes atribuir el origen del mal a la materia, que igualmente era creada por Dios, era contradictorio, la materia no podía ser mala por naturaleza y por ello no podía ser el origen del mal. El mal debía originarse en algo diferente, en algo que tenía alma, voluntad, sensibilidad, y este algo era el ánimo humano. Para Orígenes, el mal verda56

dero, se originaba en el libre ejercicio de la voluntad, por tanto no había otro mal en sentido estricto que el mal moral. El mal era un movimiento de la voluntad, radicaba en el alma y de ella procedía. Culminaba, Orígenes, su defensa con el tema del conocimiento de Dios. Dios era inefable e indescriptible y costaba trabajo, como decía Platón en el Timeo, encontrar a Dios y poderlo comunicar a todos. Orígenes no aceptaba este punto de vista. Dios sí era indescriptible, pero era manifiesto. El hombre, decía el alejandrino, no era autosuficiente para conocer a Dios, necesitaba una ayuda, y Dios daba esta ayuda: se manifestaba a los que creía oportuno hacerlo, y a estos competía el deber de hacerlo conocer a todos, de manera que todos pudieran ser salvados.

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Gregorio de Nisa (330?-394)

Gregorio, uno de los últimos “padres” de la edad de oro de la patrística griega, viene recordado por su firme lucha en contra del arrianismo. Su fecha de nacimiento no puede ser establecida con seguridad, pero debió ocurrir entre el 331 y el 335 de nuestra era. Sus genitores pertenecían a dos antiguas familias capadocias. Por parte de padre sus antecesores correspondían a una antigua familia cristiana que honraba, entre sus progenitores, numerosos mártires de las persecuciones, mientras que por parte de madre su familia era parte de una noble raigambre capadocia, destacada en el campo civil y militar. Sus hermanos, Macrina, Basilio (el Grande) y Pedro, fueron todos venerados como santos por la Iglesia Católica. De la educación del joven Gregorio se hizo cargo el hermano mayor Basilio que lo educó al catolicismo. Completados los estudios fue profesor de retórica, 59

pero, animado por sus amigos, entre los cuales Gregorio Nacianceno, que luego sería venerado como santo, prefirió retirarse en el Monasterio de Iris, en el Ponto, para dedicarse a la ascesis y al estudio de la teología. En el 371 su hermano Basilio, que se había convertido en el Metropolita de Cesarea, lo consagró obispo de Nisa, región de la misma Capadocia. Pero, por su fidelidad a la Fe de Nicea, fue depuesto por un sínodo de obispos arrianos que fue celebrado en su ausencia y con el apoyo del gobernador del Ponto. Muerto Valente, emperador de oriente, que era arriano, Gregorio recuperó su puesto y en el 381, junto con su amigo Gregorio Nacianceno, tomó parte activa al Concilio de Constantinopla, que resolvió definitivamente la cuestión arriana. En los últimos años de vida fue nombrado Arzobispo de Sebaste, en Samaria (Palestina), mientras se dedicaba con asiduidad a la redacción de sus principales obras. Falleció, en olor de santidad, en el 394. La vida de Gregorio de Nisa fue marcada por importantes acontecimientos políticos y religiosos que influyeron determinantemente en el desarrollo de su actividad de teólogo y pensador. Poco antes de su nacimiento, en el 325, se había celebrado el primer Concilio Ecuménico de la Iglesia Católica, en Nicea, hoy Îsnik, localidad situada a las orillas del lago homónimo en el este de Anatolia, convocado por Constantino I el Grande, quien, aun siendo inexperto del cristianismo, presidió a su inauguración y 60

tomó parte a los debates. El papa Silvestre I no estuvo presente siendo representado por sus delegados. El objetivo del Concilio era resolver el grave problema teológico creado por el arrianismo en la Iglesia oriental. Ario, Arius en latín, nacido en Libia en el 256 y fallecido en Costantinopla en el 336, era un monje y teólogo cristiano que se había formado en las escuelas filosóficas egipcias. Fue discípulo de Luciano de Antioquia y luego sacerdote en Alejandría. Su doctrina, luego llamada arrianismo, aun reconociendo el dogma trinitario, negaba categóricamente el concepto de homousía, es decir de consustancialidad entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ario afirmaba que Dios era único e indivisible, y que por tanto Jesús (hijo de Dios) no podía ser reconocido como Dios, por que éste era indivisible. Siendo “hijo”, además, no podía ser “eterno”, propiedad sola de Dios; había sido “creado”, y no “generado”, por que la naturaleza de Dios, siendo indivisible, podía solo crear y no generar, lo que habría constituido un “fraccionamiento” de Dios. Ario, por tanto, reconocía, en un cierto sentido, una “adopción” de Jesús por parte de Dios. Además subordinaba jerárquicamente el “hijo” al “padre” y el “espíritu santo” al “hijo”. Era suficiente para que en el oriente del imperio, recién unificado por Constantino I, surgiera un debate fogoso y vehemente que amenazaba la estabilidad política de la región. En Alejandría el obispo Alejandro 61

había convocado en el 321 un Sínodo que había terminado con la condena y la excomunión de Ario, que fue obligado a huir y a refugiarse primero en Cesarea y luego en Nicomedia, ciudad que se encontraba cerca de la ciudad de Nicea. Constantino, preocupado por el alboroto que se había desatado, en Mayo del 325 decidió convocar un Concilio que resolviera la cuestión dogmática, a la que él calificó como “un conflicto sobre locas y fútiles diferencias verbales”. El Concilio resolvió condenar al arrianismo, aun con la reluctancia de buena parte de los participantes, y decretó el exilio en contra del ya anciano monje. Bajo el perfil dogmático el Concilio de Nicea afirmó la consustancialidad, es decir la igualdad, entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, lo que se conoce como Fe de Nicea. Un amigo de Ario, y su compañero de estudios desde su primera juventud, y también íntimo amigo de la hermana del Emperador, Eusebio de Nicomedia -que era obispo arriano y que en el lecho de muerte, en el 337, un año después de la muerte de Ario, bautizaría al Emperador- intercedió ante Constantino para que permitiera e regreso del exiliado, por lo que éste se activó repetidamente para lograr una reconciliación en el interior de la Iglesia, siempre preocupado de mantener la estabilidad de esa región tan periférica del imperio. Finalmente Ario pudo volver a Constantinopla, donde murió, a los ochenta años de edad, mientras caminaba por las calles de la metrópoli oriental. Sin embargo, corrieron voces que Ario murió envenenado. 62

Ario era un hombre con un carácter suave y compasivo. Un episodio significativo ilustra la personalidad de este monje que tuvo serios y dramáticos contrastes con la Iglesia oficial. En el momento de máxima tensión, cuando fue excomulgado y declarado herético por el Sínodo de Alejandría y se había refugiado en el Mediano Oriente, sus seguidores le sugirieron declarar guerra a la Iglesia Ortodoxa, confiando en el apoyo de toda la población Berbera que había abrazado su fe, pero Ario se opuso, diciendo: “No permitiré que alguien muera por mis opiniones, ¡podría estar equivocado! A ningún ser humano es dado el privilegio de no equivocarse”. Gregorio se había formado en el clima ferviente sucesivo al Concilio y era profundamente convencido de la consustancialidad entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Era por tanto partidario de la Fe de Nicea. Pero, cuando Valente fue nombrado Emperador de Oriente, en el 364, las cosas cambiaron. Valente era arriano convencido (el arrianismo había cobrado fuerza aun después de la condena y de la muerte de Ario) y persiguió a los obispos católicos, deponiéndolos de sus cargos, aunque no fue tan inflexible en su resolución, permitiendo a algunos de ellos volver a sus sedes. En este clima se produjo la deposición de Gregorio de su obispado. Como ya dicho, un Sínodo de obispos arrianos, convocado en su ausencia, decretó su alejamiento. Pero, cuando Valente perdió la vida en la batalla de Adrianópolis contra los Hunos, el 9 de Agosto del 378, las cosas cambiaron nuevamente. Como Emperador 63

de Oriente, desde el 379, fue designado Teodosio, que tuvo que enfrentarse inmediatamente con los invasores Godos. En el siguiente año 380, luego de una masacre cumplida por los Godos, arrianos, en contra de los cristianos, el obispo de Milán, Ambrosio, excomulgó a Teodosio, acusándolo no solo de no haber defendido suficientemente a las víctimas del estrago, sino también de no haber castigado a los Godos, autores de tan terrible acontecimiento. Teodosio, cristiano practicante, se halló perdido. Imploró perdón al terrible obispo, que retiró la excomunión pero obtuvo que el Emperador promulgara el Edicto de Tesalónica, el que declaraba finalmente el cristianismo como religión oficial y única del Imperio. Era el triunfo final del Cristianismo. Gregorio volvió a su sede y, en el siguiente año 381, cuando fue convocado el Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla para nuevamente examinar y resolver una vez por todas la cuestión arriana, y, junto con su fiel amigo Gregorio Nacianceno, participó activamente en ello, donde fue definitivamente reafirmada la Fe de Nicea, es decir la doctrina trinitaria y la consustancialidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Las obras de Ario fueron todas destruidas, por lo que, de ellas, a nosotros no nos han llegado ni pequeños fragmentos. El arrianismo había sido definitivamente derrotado, aunque siguió activo, reclutando muchos adeptos, hasta todo el siglo V. Gregorio es recordado en el oriente como “el teólogo”, por la calidad de sus obras. Su producción literaria, 64

sin embargo, comenzó en plena edad madura, cuando, en el 371, fue nombrado obispo de Nisa. Sus escritos abarcan argumentos de orden teológico, exegético, homilético y ascético. Una de sus más conocidas obras de carácter exegético es La Creación del Hombre, escrita a solicitud de su hermano Pedro, que era obispo de Sebaste, con el objetivo de completar las homilías escritas por su otro hermano, Basilio, sobre los seis días de la creación, narrados en el Génesis. El texto muestra la visión antropocéntrica de nuestra existencia, propia de Gregorio, en la que exalta la figura del hombre hecho por Dios a su imagen y semejanza, y destinado a dominar el mundo y las demás criaturas existentes en la tierra.

[…] Todavía no se hallaba en este hermoso domicilio del universo la criatura grande y excelente que llamamos hombre. Realmente no era conveniente que apareciera el soberano antes que los súbditos sobre quienes tenía que mandar. Preparado primeramente el imperio, era lógico que se proclamare luego el emperador; es decir, después que el Hacedor de todas las cosas le hubo dispuesto la creación entera a modo de regio palacio. Ese palacio es la tierra, las islas, el mar y, finalmente, el cielo, tendido sobre todo como una bóveda. Y en este palacio se reunieron riquezas de todo linaje; riquezas llamo a la creación entera, cuantas plantas y árboles hay en ella, y cuanto en ella siente, respira y está animado. Y si entre 65

las riquezas hay que contar otras cosas que, por su elegancia o la belleza de su color, tienen los hombres por preciosas—por ejemplo, el oro, la plata y las piedras preciosas, que codician los hombres—, también éstas, en abundancia, las escondió Dios, como regios tesoros, en las profundidades de la tierra. Después hizo aparecer al hombre en el mundo para que fuera, de una parte, espectador de sus maravillas, y de otra, amo y señor; y por la hermosura y grandeza de lo que contemplaba, rastreara el poder inefable de quien lo hiciera todo, que ningún discurso alcanza. He aquí la causa por la que el hombre fue introducido el último en el mundo, después de creado todo lo demás; no es que fuera echado al último lugar como despreciable, sino que, apenas nacido, recaía sobre él la realeza de la creación que había de estarle sujeta. […]

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La Patrística latina

Cuando Cicerón ennobleció el idioma latín introduciendo, sea en la lengua hablada, como en la culta de los literatos, muchos vocablos traducidos del griego, y muchas reglas de sintaxis y de gramática traídas igualmente del idioma de lo áticos, se necesitaron todavía algunas generaciones para que el latín fuera utilizado en forma consuetudinaria como idioma de la inteligentia culta y noble en el occidente del imperio. Solo después de las obras de Virgilio, de Ovidio, y luego de Tacito, Svetonio y Plutarco, el latín fue siempre más utilizado por poetas, escritores, y filósofos. Sin embargo, la circunstancia que promovió, más que otras, el uso del latín en las obras literarias y, por lo que nos interesa en este breve tratado, en las obras filosóficas, fue la afirmación del poder central de la Iglesia romana, que adoptó el latín como idioma oficial en la liturgia, en los debates oficiales y en la correspondencia, 67

prevaleciendo sobre las iglesias orientales, la de Corinto, de Antioquia, de Palestina y de Alejandría, donde todavía se utilizaba el griego como idioma de la cultura. Paralelamente, Roma, como capital del imperio, venía consolidando, junto a su poder central, su posición medular en los comercios y en la cultura. Lentamente, pero inevitablemente, mientras más el latín venía utilizado en los comercios y en las leyes, los estudios, el pensamiento y las nuevas ideas, se movieron de Alejandría (que mantenía sin embargo la más grande Biblioteca de la antigüedad) y de Atenas (que mantenía las más celebradas universidades de la época), hacia Roma, o mejor dicho, hacia el occidente mediterráneo. Roma tenía en el norte de África su jardín y su granero. Las aceitunas o el aceite de oliva, las uvas o el vino, el trigo, las nueces, la miel, siempre más se trajeron de Cartago y de la Numidia (hoy Túnez y Argelia) que de Grecia, Capadocia o Anatolia. El tráfico marítimo era más intenso, más seguro, y más ágil, entre las costas africanas e itálicas que entre estas y las costas griegas y medio-orientales, más lejanas y más peligrosas. Y como la cultura sigue siempre al comercio, en Cartago surgieron excelentes instituciones educativas de nivel primario, intermedio y superior, que competían a la par, por calidad y número de estudiantes, con las orientales, y en estas instituciones se estudiaba el latín como lengua madre, considerando el griego y el aramaico como idiomas extranjeros. De tal manera que los nuevos pensadores cristianos, los padres, comenzaron a escribir en latín, 68

caracterizando la segunda parte de la filosofía patrística, la patrística latina. Del norte de África vinieron los más importantes filósofos de este período, Tertuliano, Lactancio, y, el más grande de todos, Agustín. Sobre los escritos de estas columnas portantes de la filosofía medieval, se ha forjado todo el pensamiento posterior, hasta los tiempos modernos. No hay principio ético, filosófico o teológico, de la época moderna, que pueda prescindir de estos grandes pensadores. Nos dejaremos llevar de la mano por ellos, para descubrir la matriz de la mayor parte de nuestra educación, de nuestra forma de ser, y de nuestras costumbres.

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Tertuliano (155?-230?)

Quinto Septimio Fiorente Tertuliano, simplemente recordado como Tertuliano, fue el primer apologista que escribió en latín y uno de los más grandes en absoluto. Nació en Cartago, hoy Túnez, en fecha imprecisada, pero posterior al 150 de nuestra era. Hijo de un centurión proconsular pagano, fue pagano él mismo durante toda su juventud. Recibió una excelente educación. Estudió el griego (escribió tres libros en griego, que pero no se han conservado), retórica y derecho en su ciudad, adquiriendo una vasta cultura y convirtiéndose en un brillante abogado. Para disfrutar de las mejores oportunidades de trabajo profesional que la capital del imperio le ofrecía, se trasladó a Roma, donde ejerció la abogacía con éxito hasta los cuarenta años de edad. Probablemente una grave crisis espiritual lo forzó 71

a dejar su profesión, para volver a Cartago entorno al año 195. En su ciudad natal abrazó la fe cristiana, aunque desconocemos los precisos motivos que lo condujeron a ella. Su conversión pudo ocurrir, según muchos estudiosos, entorno al 197-198. En la Iglesia de Cartago fue ordenado presbítero, aunque se casó, hecho bien confirmado por dos libros que él dedicó a su esposa. Tenía un carácter intransigente, que lo llevó, durante toda su vida, a asumir posiciones extremas e inflexibles. Ordenado sacerdote confirmó sus posiciones fundamentalistas adhiriendo, entorno al 213, a la secta de los montanistas (“Los pentecostales del siglo II”), bien reconocida por su fanático extremismo. Tertuliano, pero, se reveló más extremista de los mismos montanistas. Insatisfecho por la “suavidad” de sus posiciones, ya anciano, abandonó el movimiento y fundó uno propio, el de los “Tertulianistas”. Eran los últimos años de su vida. Murió en edad avanzada, después del año 220, se desconocen, pero, la fecha precisa, la causa y el lugar de su fallecimiento. Hombre culto y cosmopolita, tenía un profundo conocimiento del mundo clásico y filosófico. Era también un excelente abogado y su manera de expresarse y de argumentar revelaba su reconocida y apreciada preparación en jurisprudencia. Sin embargo, Tertuliano rechazó decididamente la filosofía una vez que se convirtió al cristianismo, aunque para rechazar la filosofía, como decía Aristóteles, ocurría hacer razonamientos 72

filosóficos. La verdad revelada, según Tertuliano, había rendido inútil la especulación filosófica por la falacia misma del razonamiento humano: la filosofía se convertía, de esta manera, en una especulación sobre el error. Según Tertuliano, las coincidencias, especialmente en materia de ética, que existían entre las posiciones filosóficas y las cristianas eran fruto de pura casualidad. De hecho, su condena de la filosofía era inexorable. Él veía en los filósofos solo arrogancia, deslealtad, e impudicicia, pero sobre todo reprochaba a los filósofos la curiosidad. Lo que para un filósofo era motor y fuente del saber, para Tertuliano era el pecado original. Con la venida de Cristo y las Escrituras, la curiosidad y la investigación no tenían más razón de existir. La fe era suficiente y autosuficiente. Tertuliano llegó a afirmar que era mejor no saber que aprender de las suposiciones de la razón. “Persigue la verdad, pero desconfía de aquellos que dicen haberla encontrada”, decía, para aclarar su posición anti-filosófica. A la filosofía Tertuliano oponía la tradición de las escrituras, y esas tradiciones podían contener verdades que, desde la óptica de la filosofía, podían aparecer absurdas. La crucifixión de Jesucristo “es creíble por que es inconcebible” y su resurrección “es cierta, por que es imposible” decía en el De carne Christi. Su oposición a las herejías se relacionaba con la oposición a la filosofía. A ésta Tertulian atribuía el origen de las herejías gnósticas, que nacían en el seno 73

mismo de la Iglesia ortodoxa, pero se alejaban de la tradición y de las Escrituras. Ellas eran combatidas por Tertuliano a la misma manera del paganismo, por que en ellas veía el peligro mayor: el enemigo interno, invisible y más cercano.

[…] Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. De ella proceden los eones y no sé qué formas infinitas y la tríada humana de Valentín; es que había sido platónico. De ella viene el Dios de Marción, cuya superioridad está en que está inactivo; es que procedía del estoicismo. Hay quien dice que el alma es mortal, y ésta es doctrina de Epicuro. [...] Es el miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté suficientemente examinado. [...] Quédese para Atenas esta sabiduría humana manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple diversidad de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó 74

que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón. Allá ellos los que han salido con un cristianismo estoico, platónico o dialéctico. No tenemos necesidad de curiosear, una vez que vino Jesucristo, ni hemos de investigar después del Evangelio. Creemos, y no deseamos nada más allá de la fe: porque lo primero que creemos es que no hay nada que debamos creer más allá del objeto de la fe. (De Praescriptione, 7, 1) […]

Tertuliano, en síntesis, fue el primero que afirmó la superioridad de la fe sobre la filosofía, principio que perduró hasta el Renascimiento. Pero el segundo, y más importante, aspecto de su actividad doctrinal fue el haber establecido por primera vez el fundamento de la doctrina trinitaria. Utilizando por primera vez la palabra latina trinitas, Tertulian proveyó a la Iglesia de la terminología teológica y técnica que han quedado establecidas definitivamente en la doctrina cristiana. Definiendo la trinidad como única sustancia en tres personas, superaba ágilmente la definición modista de Praxeas, que él confutaba, quien afirmaba que Dios era un único monarca, sin distinción de tres personas, y que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran solo tres diferentes manifestaciones, o modos, de una única divinidad. […] La herejía de Práxeas piensa estar en posesión de la

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pura verdad cuando profesa, que para defender la unicidad de Dios, hay que decir que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son lo mismo. (Adversus Praxeam II) […] Fue también el primero que utilizó la palabra sustancia aplicada a la Trinidad.

[…] Los tres son uno, por el hecho de que los tres proceden de uno, por unidad de substancia. (Adversus Praxeam II) […]

De hecho, el modismo, o modalismo, también llamado monarquianismo, fue condenado como herejía, utilizando las definiciones establecidas por Tertuliano. Todos los escritos de Tertuliano se caracterizaron por un estilo vehemente y arrogante. Utilizaba de repente el insulto, la exclamación, la metáfora y las frases a efecto, con el objetivo de rendir más comprensible el significado de su exposición, utilizando la técnica que su experiencia de abogado y el conocimiento de la jurisprudencia le habían proveído. Sin embargo, Tertuliano fue un grande pensador y un personaje sobresaliente en el panorama literario de su tiempo y en el marco general de los teólogos y teóricos del cristianismo. Si no hubiese asumido posiciones radicales tan extremistas, hoy sería recordado como santo y padre de la Iglesia. 76

De este prolífico pensador han llegado hasta nuestros tiempos entorno a los treinta escritos. De algunos de ellos damos una breve sinopsis. En el De anima, una de sus obras más importantes, Tertuliano sostenía el traducianismo, teoría con la que quería demostrar que el alma era inmortal, en oposición a lo que sostenían los estoicos: ella derivaba del alma de los padres, realizando de tal manera una especie de continuidad ininterrumpida. De esta forma Tertulian explicaba también cómo se transmitía la mancha del pecado original que no podía por tanto ser borrada por el hombre. El Apologeticum, escrito entorno al 197, es decir inmediatamente después de su conversión, era una apasionada y vehemente defensa a favor de los cristianos. La obra abría un panorama escalofriante sobre la realidad social de esa época y sobre la manera en la que los cristianos estaban considerados por la opinión pública. Luciendo su habilidad como abogado Tertuliano rebotaba los crímenes que se atribuían a los cristianos en contra de los mismos paganos, como los crímenes ocultos, los que se producían en el interior de las familias: los incestos, la violencia familiar, los infanticidios y otras depravaciones paganas, y ponía al descubierto las contradicciones de la ley romana en relación al trato reservado a la religión cristiana. “Aunque la verdad es ajena en la tierra -decía el apologista- ella necesita ser reconocida por la justicia, por que si las leyes la condenarán sin escucharla, además que merecer la acusación de ser injustas, 77

también merecerán la sospecha de mala fe, por no haber querido escuchar lo que no hubieran podido condenar escuchándola”. ¿Los cristianos son de veras unos delincuentes, como pretende la opinión general? Entonces sean apresados y condenados como tales, y no dejados en libertad, como muchas veces sucede con los malhechores paganos. ¿Son buena gente? Entonces ¿por qué condenarlos por delitos que nunca cumplieron, o peor aun, solo por el nombre de la fe que profesan? Y, sobre la consideración que ser cristiano era una elección de la conciencia, decía: “Los cristianos se hacen, no nacen”. Con el Apologeticum, completaban las obras en defensa del cristianismo el Ad Naciones, el De testimonio animae, y el Ad Scapulam, escrita en el 212, obra dirigida al mismo Gobernador de la Provincia Africana en el momento que conducía una campaña de represiones en contra de los cristianos. Con el De Praescriptione Hereticorum, escrito entorno al año 200, Tertuliano atacaba a los herejes y la manera demasiado libre, trasladada de la filosofía pagana, que ellos tenían de interpretar las Escrituras. Con esta obra quedaron establecidos para el futuro los parámetros teológicos sobre los cuales se hubiera establecida la ortodoxia cristiana. Tertuliano sostenía el principio de la praescriptio, es decir de la originalidad, o la prioridad, de la enseñanza recibida por los Apóstoles. En ella estaba depositada la autenticidad de la fe cristiana, lo que significaba hacer remontar la doctrina cristiana, la autentica, al Verbo, o sea a la palabra del mismo 78

Jesucristo, hijo de Dios. Por tanto, solo la Iglesia tenía el derecho y el poder de interpretar las Escrituras conforme a las enseñanzas recibidas directamente por los Apóstoles. La autenticidad, entonces, de la interpretación, era anterior a todas las herejías y por ello la Iglesia era la única depositaria de la tradición y de la interpretación de las Escrituras. A la De Praescripcione se reconectan también otras obras escritas en contra de los herejes, entre las cuales, Adversus Marcionem y Adversus Praxeam. El conmovedor tratado Ad martyras era un homenaje y una consolación para un grupo de cristianos que en esa época fueron apresados y condenados al martirio. Tertuliano consolaba a los mártires, en la espera de la ejecución, con estas palabras: “si consideramos que el mismo mundo es una cárcel, podemos decir que ustedes estarán ahora por salir de esa cárcel en lugar de entrar en ella”. Es oportuno recordar que el montanismo condenaba la actitud de aquellos que frente a la amenaza del martirio, para salvar sus vidas, huían o apostataban. La fe cristiana, según el montanista Tertulian, no podía admitir estas debilidades, por ello se necesitaba superar el apego a la vida con razonamientos que, en fin de cuentas, eran puramente filosóficos. Sorprende el trato que Tertuliano reservaba a las mujeres, demonizándolas y colocándolas en posición inferior y subordinada al hombre. En el De cultu feminarum Tertuliano sostenía que las mujeres debían velarse y vestirse de manera discreta y púdica, y que no debían 79

adornarse ni usar el truco, e interpretaba de manera diabólica el rol de Eva en el Génesis. En el De virginibus velandis iba más allá definiendo la mujer como “la puerta del diablo” y completaba su devaluación de la mujer afirmando que Dios mismo la quiso inferior y subordinada al hombre: “Tu, mujer, has infringido con tanta facilidad la imagen de Dios, que es el mismo hombre. Por causa de tu castigo, que es la muerte, también el hijo de Dios tuvo que morir en la cruz. ¿Y tienes el ardor de adornarte por encima de la túnica que cubre tu piel?”. Sin embargo Tertuliano era también un moralista y su condena irónica de las relaciones sexuales, para hombres y mujeres, afuera del matrimonio, eran severamente condenadas en el De pudicitia. Igualmente, atacaba los espectáculos teatrales y circenses por considerarlos inmorales en el De spectaculis. En el De corona asumía por la primera vez en la historia una posición decididamente contraria al servicio militar por parte de los cristianos, lo que se convirtió en la matriz de la objeción de conciencia en el mundo moderno. Para Tertuliano el servicio de leva militar era moralmente incompatible con la íntima conciencia de quien se reconocía cristiano. El rechazo a prestar el servicio militar podía en esas épocas conducir hasta la condena a muerte del objetor. Para terminar, es interesante observar como, con el De idolatría, Tertuliano condenaba sin posibilidad de apelación a las actividades económicas relacionadas con 80

los cultos paganos. Es decir condenaba el comercio y la venta de imágenes, de fetiches, y de artículos exotéricos, que se hacían en las afueras de los templos, tal como hoy vemos hacerlo hasta en el interior de las iglesias; condenaba asimismo la venta de ceremonias, de exorcismos, de adivinaciones, y de plegarias finalizadas a conseguir resultados económicos, médicos, y sentimentales de los rogantes, entre otros.

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Lactancio (250?-320?)

Lucio Cecilio Firmiano Lactancio nació en el norte de África, aunque desconocemos si era líbico, cartaginense o numídico. Sin alguna duda pero era ciudadano romano y hablaba el latín. Tampoco conocemos su fecha de nacimiento, que debió ocurrir después del 245. Era de familia pagana y acomodada, recibió una esmerada educación, estudió el griego y los filósofos clásicos, y adquirió fama como maestro de retórica. Enseño en diferentes ciudades del imperio oriental entre las cuales Bizancio. Su popularidad llamó la atención del emperador Diocleciano, que lo convocó, desconocemos en qué fecha exacta, para que tomara el cargo de profesor de retórica en Nicomedia. Fue allí, probablemente, que se convirtió al cristianismo. Cuando, en el febrero del 303 Diocleciano decretó una nueva persecución en contra de los cristianos, Lactancio tuvo que abandonar su cátedra y refugiarse en Bitinia, donde vivió por diez años en la más absoluta 83

pobreza. Apenas pudo subsistir con los escasos ingresos que le proveía su actividad de escritor. Pero, cuando Constantino subió al trono del Imperio Romano de Occidente y fue promulgado el Edicto de Tolerancia de Milán, en el 313, su vida cambió, y desde ese momento siguió la suerte y el destino que, en el bien y en el mal, lo acompañaron junto al Emperador y a su hijo. Es aquí oportuno seguir la vida de Lactancio relacionada con las vicisitudes del Imperio, por que ambas están estrechamente entrelazadas. Con la batalla del Puente Milvio, el las afueras de Roma, el 28 de octubre del 312 Constantino se había convertido en el único emperador de occidente. Tenía treinta y dos años. En el oriente Licinio había obtenido un resultado análogo: venciendo al rival Maximino quedaba el único emperador de oriente. Los dos emperadores habían llegado a un acuerdo político-familiar: Constantino había dado a Licinio como esposa su propia hermanastra Constancia. El matrimonio entre los dos se había celebrado en Milán, donde los emperadores emitieron el famoso “Edicto de Tolerancia”, provisión magnánima para celebrar tan importante y fasto evento, con el que las religiones orientales, entre las cuales se encontraban, no hace falta decirlo, el cristianismo y el judaísmo, y que habían sido perseguidas hasta ese momento, venían despenalizadas y autorizadas (toleradas), y sus bienes, que habían sido confiscados, venían devueltos. 84

El edicto declaraba que los dos emperadores, “Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad de religión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual se ejercite en las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás, cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión ... que a los cristianos y a todos los demás se conceda libre facultad de seguir la religión que a bien tengan; a fin de que quienquiera que fuere el numen divino y celestial pueda ser propicio a nosotros y a todos los que viven bajo nuestro imperio. Así, pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a cada uno dedicar su alma a aquella religión que estimare convenirle”. En falta de las actas oficiales de la época, y de los registros de piedra en los que fue grabado el edicto, que han sido perdidos, las citas reportadas provienen de los capítulos 35 y 48 del De Mortibus Persecutorum, del mismo Lactancio. Las palabras “quienquiera que fuere el numen divino y celestial pueda ser propicio a nosotros y a todos los que viven bajo nuestro imperio”, utilizadas cuidadosamente en el texto original, tenían un significado político de suma importancia. Con ellas el emperador, divino e hijo de dios, admitía y equiparaba todas las religiones, sin manifestar una preferencia para las antiguas o las nuevas admitidas con la provisión de Milán, y se erguía por 85

encima de todos como un buen padre de familia que cuidaba los intereses de todos los ciudadanos. Sin embargo, fueron los cristianos, que representaban en ese momento ya el diez por ciento de los 50 millones de ciudadanos residentes en el imperio, y que estaban bien organizados jerárquicamente y territorialmente, que tomaron la iniciativa y sacaron el mayor provecho de la nueva situación. Apenas un año después, en el 314, la Iglesia Cristiana comenzó a perseguir a los paganos. En el Concilio de Ancyra se denunció el culto de la diosa Artemisia. Muchos templos paganos fueron asaltados y destruidos por las hordas cristianas y muchos sacerdotes paganos fueron asesinados brutalmente. En Dydima, Asia Menor, fue saqueado el oráculo de Apolo, uno de los más famosos de la antigüedad, y torturados sus sacerdotes hasta la muerte. También fueron acabados los sacerdotes paganos del Monte Athos, en la península Calcídica. Los saqueos y las matanzas continuaron: entre el 315 y el final del VI siglo miles de creyentes paganos fueron asesinados. Los cristianos, perseguidos, se habían convertido en perseguidores. El renombre de Lactancio, que ya tenía entorno a los sesenta años, perduraba en el imperio, y su fe cristiana, en el momento que el culto de Cristo venía legalizado, le acreditaba aun más prestigio. Fue entonces, aunque no conocemos en qué fecha, que Constantino lo convocó para que se hiciera cargo de la educación de su hijo primogénito Crispo, que en el 313 tenía ocho años, naci86

do en el 305 de su primera esposa Minervina. Se da por cierto que Lactancio estaba presente en Treviri, en el 317, cuando Crispo, a los doce años de edad, fue nombrado Cesar, es decir heredero al trono, por su padre, y que se encontraba en las Galias en el siguiente año 318, donde publicaba el tratado De mortibus persecutorum (Sobre la muerte de los perseguidores). Desde ese momento, pero, no tenemos más informaciones detalladas sobra la vida y la actividad de nuestro filósofo. Puede que haya fallecido en una época posterior, imprecisada, así como puede ser que haya vivido hasta el final, educando y asistiendo a su discípulo, viviendo de cerca los dramáticos acontecimientos políticos y personales que ahora narraremos. El acuerdo entre los dos cuñados emperadores duró poco. Inmediatamente después de las bodas de Milán, las escaramuzas militares entre los dos ejércitos comenzaron, y una paz efímera fue firmada en Serdica, en el 317. Durante ese período los dos Augustos nombraron sus Cesares, Constantino nombrando a Crispo, como hemos reportado, y Licinio nombrando a su hijo Liciano. En el mientras, con el Edicto de Milán, la situación político-militar en el occidente, es decir en casa de Constantino, había notablemente cambiado. El Edicto no solamente había liberalizado un culto religioso, sino que había abierto las puertas a los cristianos para acceder a todos los cargos públicos (el cursus honorum) y, lo que resultó más determinante, les permitió prestar el 87

servicio militar, bajo las insignias del Lábaro, al que antes estaban excluidos, y en el que ellos, superadas la antiguas objeciones de conciencia, reversaron todo su ardor y su fanatismo religioso, convirtiendo el ejército de Constantino en una armada enorme, temible e indomable. Las agresiones cristianas a los templos paganos en el oriente provocaron la reacción de Licinio, que en el 320, denunció y revocó el Edicto de Tolerancia, y decretó una nueva persecución en contra de los cristianos. Aprovechó Constantino para declarar la guerra y marchar en contra de su cuñado. Dos ejércitos inmensos, como nunca se habían visto, ni se hubieran visto hasta el siglo XVIII, se desafiaron en un enfrentamiento que fue concebido por las dos partes como una guerra de religión. Enaltecidos por su fe religiosa, aunque inferiores por número, los soldados occidentales vencieron a los orientales en la batalla más feroz y sangrienta de la antigüedad, en Adrianópolis, ciudad situada en una llanura a pocos kilómetros de Bizancio, el 3 de Julio del 324. Poco más tarde, el joven Crispo, de 19 años, dio el golpe mortal a la flota de Licinio, demostrando su gran talento militar, en la batalla naval de Crisópolis, que se desarrolló bajo una terrible tempestad. Licinio estaba vencido y Constantino se convertía en el único Emperador del reunificado Imperio Romano. En el siguiente año Constantino hacía estrangular a Licinio y a su hijo Liciano, Cesar del oriente, a pesar de la pública y solemne promesa que había hecho al cuñado de perdonarle la 88

vida, antes que éste se rindiera, tomando como pretexto supuestas intrigas mientras se encontraba preso. Pero el episodio más grave, que ponía en evidencia la crueldad, la ferocidad, el cinismo y la falta de piedad del Emperador, actualmente objeto de tanto culto (en el oriente es venerado como santo), se produjo solo dos años más tarde. En el 326 su segunda esposa, Fausta, acusó a Crispo, que tenía ya 21 años se había casado y tenía hijos, de haber tentado de seducirla. El Emperador, sin ni siquiera permitirle de dar su versión de los hechos, ordenó la ejecución inmediata, por estrangulamiento, de su propio hijo. No resultan claros los motivos por los que Fausta actuó de esa manera. Es opinión de la mayoría de los estudiosos, sin embargo, que ella inventó el cuento para liberarse de la incómoda presencia del primogénito del Emperador, heredero al trono, para despejar la carrera al poder supremo en favor de sus propios hijos. Pero las mentiras tienen las patas cortas. Solo seis meses más tarde Constantino se enteró de la verdad, dicen a través de su madre Santa Helena, de las maquinaciones de su segunda esposa y del terrible error que había cometido. Nuevamente, y sin pensarlo dos veces, de inmediato ordenó la ejecución de Fausta, que fue asesinada en el baño, ahogada en la tina llena de agua. Según la versión de Zósimo (historiador griego de la fin del siglo V), Constantino vivió el resto de su vida atormentado por el sentido de culpabilidad, por haber dado muerte a su propio hijo inocente, al que él quería 89

muchísimo. Fue en el lecho de muerte que el obispo arriano Eusebio de Nicomedia, íntimo amigo de su hermanastra Constancia (amistad que le valió la inmunidad ante las persecuciones de los cristianos), lo convenció que a través del bautismo le serían perdonadas sus faltas. Fue así que al Emperador, poco antes de morir, el 22 de mayo del 337, le fue impartido el Sacramento, con rito arriano, y por manos del mismo obispo amigo. De la suerte tocada a Lactancio, como ya reportado, no hubo más noticias precisas. Según una parte de los estudiosos, si el tutor de Crispo todavía estaba en vida cuando se produjeron los terribles y trágicos eventos del 326, fue ejecutado junto a su pupilo. Según otros ya había muerto en anterioridad. Sin embargo, la desaparición de gran parte de sus obras y de información sobre su vida, tal como era de costumbre en la época, es parecida a la damnatio memoriae, medida que se aplicaba a aquellos que, por su conducta inmoral, por sus malhechos, o sencillamente por haber traicionado la confianza o ser contrario al poder temporal, merecían el olvido en la posteridad. De Lactancio se conservan solo cuatro obras cristianas, escritas en un elegante latín, pacato y persuasivo, que le mereció el título de Cicerón cristiano. La Instituciones divinae (Instituciones divinas) es una obra de grande envergadura en la que Lactancio presenta la doctrina cristiana como un sistema lógico y armonioso, haciendo recurso a todos sus conocimientos de la filosofía griega. Por esta característica Lactancio 90

fue calificado como filósofo “paganocristiano”. La obra es también una defensa del cristianismo, más bien persuasiva que polémica, explicado con la razón antes que por la sola fe o, menos aun, por la autoridad. Sin embargo Lactancio fue criticado por su poca ortodoxia, aunque demostró haber entendido el fulcro de la teoría cristiana. Una excepción a su estilo pacato y armónico se encuentra en el tratado De mortibus persecutorum, escrito en Galia en el 318, cinco años después de la legalización del culto cristiano. En la obra Lactancio trazaba una escalofriante descripción del destino de los emperadores (Diocleciano y Galerio) que, especialmente durante su época, persiguieron a los cristianos. El tratado De opificio Dei (Sobre la obra de Dios) fue escrito por Lactancio entorno a los años 303-304 con el objetivo de demostrar la perfección de la obra divina tomando como base la forma del cuerpo humano. En éste Lactancio veía no solo la perfección, sino también la previdencia y providencia divina vistas como proyecto finalizado a la bondad de todo el creado. Es muy interesante el tratado De ira Dei (Sobre la ira de Dios), escrito en fecha imprecisada, que se encuentra en posición dialéctica diametralmente opuesta a la de otro filósofo cristiano contemporáneo, Arnobio. Arnobio era un maestro de retórica norteafricano, nacido entorno al 260 y fallecido en el 327, que, de familia pagana, se convirtió al cristianismo entorno al 297. Padeció, por tanto, apenas se convirtió, la persecución 91

de Diocleciano. San Jerónimo reporta que entre sus discípulos más destacados se encontraba el propio Lactancio, información que probablemente es equivocada aunque no imposible, siendo Arnobio de diez o quince años más joven que Lactancio. Su principal obra, y la única conocida hasta el día de hoy, Adversus nationes, en siete libros, era una defensa del cristianismo en contra de los prejuicios de la opinión pública romana de su época, pero también contenía afirmaciones que fueron en contra de la ortodoxia: negaba la muerte de Cristo y fundamentaba su divinidad únicamente en sus milagros. Sus argumentaciones, que rozaban la herejía, fueron reprendidas por la Iglesia oficial y su obra y su memoria se perdieron en el tiempo. Sólo San Jeronimo reportó informaciones sobre Arnobio y su trabajo, en la Chronica ad annum, del IV siglo. En la sociedad pagana de esos tiempos, el principio que los dioses, antropomorfos, caprichosos e inestables, pudieran ser sujetos de las pasiones típicamente humanas, era generalmente aceptado. Tal como los dioses gozaban de las delicias, de los placeres y de la beatitud en los cielos, podían también ser alegres o airarse rabiosamente y castigar a los humanos cuando estos cometían faltas en contra de ellos. Ahora bien, la sociedad pagana de esa época atribuía a los cristianos toda clase de desaventuras, desdichas, catástrofes, o plagas. Y no solo, específicamente los paganos estaban convencidos que la impiedad de los cristianos había suscitado la cólera de los dioses y el 92

decaimiento del mismo imperio romano. Arnobio hacía observar que las calamidades que los paganos atribuían a la ira de los dioses por la impiedad de los cristianos debían ser atribuidas a otras causas, como a eventos naturales o a errores humanos. Además, decía, no había existido en la historia ninguna época exenta de desgracias, no había razón para que en ese momento se culparan a los cristianos de las desgracias humanas. En el plano teológico Arnobio contraatacaba criticando el “culto al emperador” y el antropomorfismo de los dioses paganos. Afirmaba que, aunque los dioses tenían buenos motivos para estar airados con los paganos por las injusticias que ellos cometían, no había razón para creer en dioses iracundos. Si los dioses eran sabios, justos, fuente del bien y luz eterna (neoplatonismo) eran ajenos a toda pasión terrenal. Castigar a los hombres por su supuesta maldad, o pretender sacrificios, para apaciguar su ira, hubiera significado complacerse con la crueldad, mientras lo verdaderamente divino aburría el mal. Los dioses no podían tener ni forma ni sexo, decía Arnobio, y afirmaba que tampoco podían airarse por que su paciencia era perfectísima. Era, por tanto, razonable no creer en la ira de los dioses. Esta tesis se extendía, por supuesto, al Dios de los cristianos, en el que él creía. ¿Fue en contra de las argumentaciones de Arnobio que Lactancio escribió el De ira Dei, o fue por a caso el primero que objetó ante las argumentaciones del segundo? Nunca lo sabremos, por que ninguno de los dos nom93

bra al otro. Lactancio nombró sí a Epicuro, pero no a Arnobio en su tratado. Lactancio en su obra entraba en seguida en argumento, afirmando que era un gravísimo error el creer que Dios no se airaba. Admitir la gracia divina, pero negar el castigo, era, según el filósofo, contradictorio, por que si se quitaba una opción, entonces se debían quitarlas todas. Tal razonamiento hubiera llevado a la inevitable conclusión de negar la misma Providencia divina. Por otro canto si admitíamos que Dios no debía airarse con los impíos debíamos admitir también que no debía gratificar a los justos. Para Lactancio los pilares del amor a Dios eran: la sabiduría, la justicia y la religión. Ésta última implicaba el temor a Dios, por que saber que Él nos veía y nos escuchaba en cada momento garantizaba nuestro vivir en la sociedad. De ser lo contrario, el hombre se hubiera abandonado al salvajismo, a la lujuria y a ignominia. La certeza que el superior se encolerizaba, decía, hacía que el siervo lo respetara y le obedeciera. No extirpar a la maldad equivalía, entonces, a suprimir la virtud. Por tanto, decía Lactancio, se equivocaba Epicuro cuando negaba en Dios el poder de la gracia y la facultad de la ira. Dios era misericordioso, y por ello necesitaba castigar a los malos, por que velar por los justos implicaba hacer frente a los malvados. La ira de Dios, por tanto, resultaba imprescindible para corregir los errores del hombre. Y afirmaba que un imperio sin ira no se mantenía. 94

Lactancio concluía con una sorprendente consideración filosófica: mientras a Dios era permitido permanecer en la ira por la eternidad, siendo Él eterno, al hombre esta facultad no le era permitida: siendo el hombre mortal, también su ira debía obligatoriamente ser momentánea. Es difícil no poner en relación y en secuencia, primero la una o la otra no importa, las dos obras, la De mortibus persecutorum y la De ira Dei. Las dos parecen ser la secuencia lógica de un único tema: el justo castigo de Dios a los que habían perseguido a los cristianos. Bajo este punto de vista preocuparse si Lactancio escribió su obra en respuesta a las objeciones de Arnobio, o viceversa, nos parece superfluo.

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Agustín de Hipona (354-430) La vida.

Agustín, de etnia berberí, nació el 13 de noviembre del 354 en Tagaste, hoy Souk-Ahras, en Argelia. En ese entonces Tagaste era un pequeño pueblo a setenta y dos kilómetros de Hipona (hoy Annaba), una de las ciudades más fortificadas de la actual costa Argelina, región que en ese entonces tomaba el nombre de Numidia. Su padre, Patricio, pagano, era uno de los curiales (concejales municipales) de la ciudad y su madre, Mónica, era una mujer siempre lista a las lagrimas y a los suspiros, convertida al cristianismo, que mantuvo durante toda su vida una fe intensa casi fanática, aunque sencilla y primitiva. De su madre Agustín recibió los primeros rudimentos de la fe cristiana, enseñanza que quedó impresa en su memoria y que nunca 97

más lo abandonó. Aunque su familia era respetable, no era rica, y su padre tuvo que enfrentar serios problemas para mantener en los estudios a su hijo, que desde pequeño demostró una extraordinaria inteligencia e imaginación, junto a una extrema sensibilidad. Agustín creció, por tanto, en una casa en la que los dos mundos, el antiguo, pagano (su padre permaneció pagano toda su vida y solo en punto de muerte le fue impartido el bautismo), y el nuevo, cristiano, estaban presentes, quizá con conflictos, pero estimulaban su curiosidad y su sed de saber. Sin embargo, fue su madre que influyó sobre la formación del prometedor hijo y lo inscribió en los catecúmenos de su ciudad, educándolo a la nueva fe. De idioma nativo bereber, aprendió perfectamente el púnico y el latín. Sobresalió en las letras, en la retórica y en la elocuencia. Era menos capaz con el griego, que sin embargo estudió con atención y, a través de éste, conoció a los filósofos clásicos, entre los cuales Platón influyó profundamente en su pensamiento. El joven Agustín era exuberante, obstinado y egocéntrico. Amaba competir con sus compañeros y le gustaba prevalecer sobre ellos. Aun en las disputas verbales en las que no tenía razón nunca admitía y era capaz de llegar a los golpes antes de ceder. Maduró tempranamente sus primeras experiencias sexuales y se dejó llevar por la libido y la pasión, ante las perplejidades de su madre y la satisfacción de su padre. Éste, orgulloso por los excelentes resultados obtenidos por su hijo en las escue98

las de Tagaste y de Madaura, decidió mandarlo a estudiar a Cartago, pero los costos del viaje, del mantenimiento en la grande e histórica ciudad púnica, y de los cursos de estudio eran talmente altos, que necesitó de un año para reunir el dinero necesario. Agustín perdió el año escolar. Los momentos difíciles vividos en su casa por el joven Agustín están narrados en los primeros nueve libros de sus Confesiones, que constituyen una autobiografía referente e iluminante sobre la personalidad de este grandísimo pensador del IV siglo de nuestra era.

[…] “Y propio en ese año tuve que interrumpir mis estudios. Me habían llamado de Madaura, una ciudad vecina donde me habían mandado a estudiar literatura y retórica, y ahora trataban de encontrar el dinero para mandarme a una ciudad mucho más lejana, a Cartago. Este deseo respondía a la ambición pero no a las posibilidades de mi padre, modesto ciudadano de Tagaste”. (Confesiones II, 3.5) […]

Agustín tenía dieciséis años. Fue un año perdido para el joven estudiante que incapaz, por su joven edad, de ayudar de alguna manera a su padre, y tanto menos proveer por si mismo a su mantenimiento, notaba con angustia los esfuerzos que éste hacía para solucionar la difícil situación económica. 99

En ese año, no asistiendo a cursos escolares, se quedó en Tagaste, donde comenzó a frecuentar amistades poco calificadas y de nivel social y moral inferiores a la suya. Eran experiencias para nada educativas o formativas. Sus amistades eran superficiales, callejeras y temporáneas, que, de todo caso, endurecieron su carácter rindiéndolo aun más competitivo y prepotente. […] “Los escuchaba mientras se jactaban de sus vicios; y más feos eran, más se gloriaban; y lo que les gustaba era hacer malhechos no solo por el gusto de hacerlos, sino por el prestigio que les derivaba. ¿Qué podría ser más criticado que el vicio? Pero yo me convertía siempre en más vicioso para no ser criticado, y cuando no tenía culpas y no llegaba a la altura de los peores, me inventaba acciones que nunca había cumplido por el miedo de aparecer tanto más mezquino cuanto menos era culpable, y con esto ser juzgado más cobarde cuanto más era casto”. (Confesiones II, 3.7) […]

Fue en ese período que ocurrió el famoso hurto de peras en el huerto de un agricultor vecino. Episodio ilícito, sin duda, pero de leve significado, al que él, por su enorme sensibilidad, atribuyó una importancia excesiva.

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[…] “Pero yo, desgraciado, ¿qué buscaba en ti, hurto mío,

delito nocturno de mis dieciséis años? No eras lindo, si eras un hurto, ¿eras algo o alguien al que se le podía dirigir la palabra? Lindos eran los frutos que robamos… pero no eran ellos que deseaba mi hambrienta alma, por que yo tenía de mejores. Sin embargo los robé, con el solo objetivo de cometer un hurto”. (Confesiones II, 6.12) […]

Por fin, al culminar el año 370, el padre pudo completar el dinero necesario para la matriculación de su prometedor hijo a las mejores escuelas de Cartago. En ellas el éxito del joven estudiante fue inmediato y general. Sobresalió en literatura griega y en elocuencia. Participó y ganó los máximos premios en certámenes públicos de poesía y retórica. Al mismo tiempo participaba con grande éxito a la vida mundana y social, en las que, gracias a su elocuencia y a su fascino personal, cobraba siempre más admiradores. Solo un año más tarde, en el 371, su padre Patricio fallecía sin poder complacerse por ver premiados los enormes esfuerzos cumplidos para facilitar los estudios de su hijo, y recibir el reconocimiento y la satisfacción de verlo proyectado a los máximos niveles del universal aprecio. Agustín pudo, sin embargo, continuar sus estudios por que los amigos de sus padres, considerando el enorme potencial de su intelecto, contribuyeron ellos mismos a su mantenimiento en Cartago. En ese periodo Agustín conoció a una mujer con la cual convivió y mantuvo una relación estable, de concu101

binato, por quince años. En el 372 nacía de esta relación un hijo a quien impondría el nombre de Adeodato (=dado por Dios). A los dieciocho años, el joven estudiante Agustín, tenía familia y era padre de un niño. No conocemos el nombre de su compañera, por que nunca la nombró con su nombre en las Confesiones.

[…] Y, sin embargo, con ella experimenté personalmente toda la distancia que existe entre la medida de un pacto conyugal, cumplido en vista de la procreación, y la complicidad de un amor libre, en el que los hijos vienen aunque no deseados, y una vez nacidos es imposible no amarlos. (Confesiones IV, 2.2) […]

Su curiosidad nunca saciada y su deseo de conocer y de comprender el verdadero sentido de la vida lo llevaron a leer todo libro que le caía en las manos. Y cuando, a finales del 373 leyó el Hortensius de Cicerón, sus principios cambiaron. Abandonó la retórica, considerándola solo un medio, como decía el mismo Cicerón, y abrazó la filosofía. Como consecuencia de su evolución mental, en el mismo año, pensando que, a través de la filosofía, había encontrado la llave para acercarse, y comprender, a lo absoluto, se convirtió al maniqueísmo. El sistema maniqueo, dualista, materialista y racional, denunciaba muchas supuestas contradicciones de las Escrituras, y 102

daba muchas respuestas, en sentido materialista, a las inquietudes del joven Agustín, que creyó haber por fin encontrado el modelo filosófico a través del cual podía llegar a conocer la verdad. Estaba entusiasmado por la explicación científica de muchos aspectos de la naturaleza y de los fenómenos más misteriosos de ella, y lo exaltaba la idea de una doctrina que se declaraba filosófica y libre de los dogmas de la fe. Los maniqueos sabían de matemáticas y de astronomía, sabían calcular los eclipses de sol y de luna. Habían puesto por escrito todos sus descubrimientos y recibían el reconocimiento y la admiración de todos, mientras los más expertos quedaban estupefactos y se exaltaban, adhiriendo a la secta. En estas condiciones para Agustín, el problema que más lo angustiaba, el conocer la naturaleza y el origen del mal, le parecía estar casi al alcance racional de esa doctrina. Creyó poder lograr, con la teoría maniquea del conflicto entre los dos principios del bien y del mal, dar una explicación racional al núcleo filosófico que está a la base del problema del mal: ¿existía una irresponsabilidad moral frente a una doctrina fatalista que atribuía el origen del mal a factores externos al hombre?

[…] … dicen: “Está escrito en el cielo que tu debas pecar, es inevitable”, o también: “La culpa es de Venus, o de Saturno, o de Marte”, como decir que el hombre no tiene culpas, él, carne, sangre, y orgullosa podredumbre, sino que el culpable es el creador y ordenador del cielo y de las estre103

llas. (Confesiones IV, 3.4) […]

Todos sus amigos, ante el grande entusiasmo de Agustín, se convirtieron al maniqueísmo: Honorato, que fue uno de los más activos predicadores, Alipio, su mejor amigo, Nebridio y Romaniano amigos de Cartago, y hasta sus padrinos en Tagaste, aquellos que lo mantenían en los estudios, todos adhirieron a la secta. Fue durante este período maniqueo que Agustín desarrolló sus máximas capacidades literarias. Al término de sus estudios se le prospectó una interesante y prometedora carrera forense, pero él prefirió la literatura. Pensó dedicarse a la enseñanza y, con este objetivo, volvió a Tagaste por breve tiempo. La oportunidad era propicia para participar a su genitora acerca de su situación familiar y su fe maniquea. Pero, frente a tan inesperadas y disgustosas, para ella, novedades, su madre, mujer pertinaz y cerrada, reaccionó negativamente: casi no quiso aceptarlo en su propia casa, y acudió adonde su obispo para rogarlo, en lágrimas, que hablara con su hijo y lo disuadiera de sus errores, e insistía, obstinadamente, ante la reticencia del prelado, llorando lágrimas siempre más abundantes. Pero “éste, que ya no la aguantaba más, concluyó: Déjame en paz, y sigue viviendo así: el hijo de tantas lágrimas no puede ser considerado muerto”. (Confesiones III, 12.21) Volvió a Cartago adonde continuó a enseñar la retórica, al mismo tiempo participando a certámenes 104

públicos de poesía y literatura. En uno de ellos ganó la corona agonística, prestigioso premio que le fue otorgado por el mismo Pro-cónsul de África, Vindiciano. Continuó activamente en el maniqueísmo, aunque sin entrar directamente en la jerarquía de esa iglesia que estaba ya tan bien organizada territorialmente como la cristiana. Sin embargo, desde ese momento, lentamente, Agustín comenzó a alejarse de ella, aun reconociendo que de la misma había aprendido muchas cosas. Había dudas que permanecían irresueltas ante el profundo análisis de su mente lógica y racional. Y muchas otras preguntas no encontraban satisfacción en las respuestas dadas por los “sabios” maniqueos, y cuando estos no sabían dar explicaciones racionales y convincentes a sus inquietudes, le respondían: “Espera a Fausto, él te explicará todo”. Fausto de Mileve era el más famoso obispo maniqueo de la región. En el 383, Fausto llegó a Cartago y el encuentro entre el más venerado sacerdote maniqueo y el más apreciado retórico de Cartago por fin se produjo. Imaginamos que las expectativas, en ambos bandos eran muchas, el escéptico ante el depositario de la verdad. Agustín se encontró frente a un hombre agradable y fascinante conversador, que repetía y repetía siempre los mismos temas, pero sin poder profundizar sobre aquellos que presentaban lados obscuros o incomprensibles, y, sin embargo, aun cuando se encontraba en dificultad, mantenía su conversación suave y agradable con 105

más ductilidad y flexibilidad que los demás presbíteros de su iglesia. Y cuando Agustín necesitaba profundizar argumentos oscuros y lo acorralaba con preguntas siempre más precisas, Fausto sencillamente evitaba contestar, admitiendo cándidamente no conocer del asunto. Agustín quedó decepcionado e insatisfecho y sus dudas se convirtieron en una evidencia segura: el maniqueísmo aun dando muchas explicaciones racionales a hechos concretos y materiales, era insuficiente para satisfacer su anhelo espiritual y místico del conocimiento. Agustín continuó a frecuentar el obispo maniqueo en virtud de la apreciación que éste se había ganado, pero maduró la convicción que debía abandonar la secta. El sueño maniqueo había terminado. La ilusión había durado nueve años, desde los veinte hasta sus veintinueve. “Sapiencia e idiotez son exactamente como la comida nutriente y la dañina: pueden ser servidas con palabras elegantes o sencillas, ni más ni menos como ambas comidas lo son en platos refinados o rústicos”, dijo en las Confesiones (V, 6.10). La oportunidad para alejarse de la comunidad maniquea de Cartago, de la que había sido asiduo frecuentador por tan largo tiempo, y de la que era difícil e inoportuno alejarse de un golpe, se le ocurrió a finales del 383, cuando, atraído por el fascino de la capital del imperio, decidió mudarse a Roma para allá abrir una escuela de retórica. Su salida de Cartago, pero, tuvo momentos dramáticos y rocambolescos por causa de la obstinación de su madre, que, llegada de repente a 106

Cartago, quería impedirle de partir y se negaba volver a la casa sin él. De tal manera que, una noche, asegurándola que él se encontraba en el barco solo para tener compañía a un amigo, la obligó a alojarse en un barco vecino. Esa misma noche el viento se levantó favorable para la travesía y el barco zarpó. Agustín huyó. Huyó de Cartago y de su obsesiva madre. Pero, recién llegado a Roma, el cambio de clima, de alimentación y de ambiente, lo afectó gravemente. Cayó enfermo y sufrió por una fiebre tan alta que pensó, a solo veintinueve años, de morir por una enfermedad que parecía implacable. Sin embargo, después de algunos terribles días, la fiebre cesó y Agustín se recuperó del grave momento. Él lo consideró como un milagro y una señal de la divina providencia. Recobrada la salud Agustín abrió en la casa en la que estaba alojado una escuela de retórica. Los alumnos afluyeron abundantes y el éxito fue rápido gracias a su capacidad y a su elocuencia. Al mismo tiempo en la capital retomó contactos con los maniqueos que igualmente estaban presentes en el centro de la cristiandad. La misma dueña de la casa donde él vivía era maniquea y a ella había llegado, probablemente, gracias a los apoyos de los compañeros maniqueos en Cartago. Sin embargo, propio cuando el número de alumnos aumentaba y su futuro parecía asegurado, Agustín se enteró que el ambiente estudiantil romano era bien diferente del que suponía y del que había conocido y apreciado en Cartago. 107

[…] A este punto me entero que a Roma pasan cosas que no hubieran ocurrido en África. Me confirman, es verdad, que aquí no había esos malditos jóvenes siempre listos a crear desordenes, pero “de repente te ocurre –me contaronque un buen grupo de ellos se ponen de acuerdo para no pagar la pensión al maestro, y te dejan plantado pasando a otro: es gente que traiciona tu buena fe y que por amor al dinero no tienen en cuenta alguna a la justicia”. (Confesiones V, 12.22) […] Grande fue la decepción de Agustín que temió por su futuro, considerando que se encontraba en tierra ajena, lejos de su casa, y reflexionando también sobre la responsabilidad que tenía hacia su familia y especialmente hacia su hijo que ya cumplía once años. Pero propio en el momento que estaba atormentado por dudas y temores llegó desde Milán, al Prefecto de Roma, la solicitud para seleccionar y asignar a la ciudad lombarda un maestro de retórica, encargo público que presuponía un sueldo fijo y hasta el viaje pagado. Era una oportunidad única para progresar en su carrera profesional y alejarse definitivamente del ambiente maniqueo. Pero, paradójicamente, para llegar al Prefecto de Roma, que era Símmaco, y poder participar a las pruebas de selección, Agustín recurrió propio al apoyo de los maniqueos, aquellos de los cuales quería separarse. Éstos, gracias a 108

sus influyentes relaciones en el ambiente público romano, lograron presentarlo y recomendarlo al Prefecto para los exámenes. No hace falta decirlo, Agustín superó ampliamente todas las pruebas, y, a los treinta años, se encontró con el cargo de Magíster Rhetoricae en la ciudad de Milán. En la capital lombarda Agustín tomó posesión de su cargo y fue presentado a todas las autoridades ciudadanas. Entre ellas fue presentado también al renombrado obispo de la ciudad, Ambrosio, que en ese entonces tenía cuarenta y seis años, y fue éste el encuentro que más influyó sobre su futuro. Ambrosio, de origen alemán -había nacido en el 339 en Treviri- era un hombre de personalidad y temperamento poco comunes. Cristiano, profundo conocedor de las Escrituras, después de haber servido como público administrador del imperio romano, siendo Gobernador de las regiones italianas de Emilia y Liguria hasta el 374, fue nombrado obispo de Milán por aclamación popular aun sin ser sacerdote. Ambrosio tenía un eloquio menos brillante y seductor que el de Fausto, pero era más incisivo y profundo especialmente en los temas místicos y espirituales, que eran aquellos que más interesaban a Agustín. Éste iba a la iglesia para escucharlo, pero no ponía atención en lo que el obispo decía, sino en cómo lo decía, y quedó fascinado, aunque encontró muchas dificultades en interpretar espiritualmente muchos pasos de las oraciones de Ambrosio. Decidió por tanto inscribirse en los catecúmenos de la Iglesia católica, en la esperanza de encontrar 109

unas pruebas ciertas para confutar las argumentaciones maniqueas. En el mientras, en Milán lo alcanzó su madre, pertinaz e incansable en perseguirlo por mar y por tierra. Allá ella se enteró que Agustín ya no era maniqueo, pero no demostró ningún tripudio, antes, dijo solo que antes de morir quería verlo católico creyente. Inmediatamente la indomable madre comenzó a frecuentar la iglesia milanés y, considerando que ahora su hijo era un personaje importante de la ciudad, comenzó a intrigar para conseguir a su hijo una esposa digna de su posición social. Es de recordar que en esos tiempos el concubinato era la forma de convivencia, en lugar del matrimonio, generalmente adoptado entre parejas de diferente rango social. La compañera de Agustín, sencilla y fiel mujer, era evidentemente de modesto linaje cartaginense. La madre de Agustín le consiguió una novia milanesa de la buena sociedad y, como acostumbraban los modales de la época, había presentado la solicitud oportuna a los padres, pero la joven escogida tenía solo dieciséis años, faltaban dos años para tener la edad para casarse. Agustín suspiró aliviado. Su compañera, pero, no aguantó más. Harta de las intromisiones de su suegra, que evidentemente nada hacía para disimular su aversión para la cartaginense, tomó una decisión definitiva: decidió partir (o quizá fue alejada por la misma madre del santo) y abandonar al compañero de quince importantísimos, inolvidables, años de su vida. Con la promesa que un día volvería dio 110

el adiós a Agustín, dejando en Milán también al hijo que había tenido con él. […] “Y cuando me fue arrancada de mi lado la mujer con la que acostumbraba ir a la cama, tuvieron también que cortarme el pedazo de corazón que estaba pegado a ella: y la herida sangró mucho… y como no estaba tan pendiente de las nupcias como lo era de las ganas, me conseguí otra… pero no sanaba la herida de esa amputación: solo, después de la furia y el dolor agudísimo, iba como en gangrena, y dolía con un dolor casi más frío, pero más desesperado”. (Confesiones VI, 15.25) […]

Agustín fue obligado a renunciar al primero y único amor de su vida. Volvió a su trabajo, con intensidad exasperante. Buscaba el éxito, el dinero, y… una mujer. Pero buscaba también, desesperadamente, la verdad, comprender el sentido de la vida y encontrar una explicación convincente sobre al origen del mal. Volvió a escuchar los sermones de Ambrosio, buscando el momento para dar el paso decisivo, en la espera de alcanzar certezas que fueran más allá de las explicaciones racionales de los maniqueos, más allá del “dos más dos hacen cuatro”, ya insuficientes para aclarar los fenómenos del alma. Le parecía que la enseñanza católica, aun cuando no llegaba a dar explicaciones convin111

centes a muchas inquietudes metafísicas, presentaba un riesgo de error mínimo y por tanto más aceptable. Escuchaba los sermones del obispo apreciando, él siendo retórico, la altísima calidad retórica de Ambrosio. Lo examinaba, lo estudiaba, lo admiraba. Le parecía solo “que su única tribulación fuera el celibato que observaba” (Confesiones VI, 3.3) Agustín entró en una crisis interior de enormes proporciones. Por tres años sus dudas y su indecisión sobre el qué hacer se convirtieron en una obsesión. Pasó, en un primer momento, por una fase escéptica. Sin embargo, aceptar la idea de renunciar a la búsqueda de la verdad le pareció absurdo. […] “En efecto se me había insinuado también en la mente la idea que los más sabios de todos eran esos filósofos llamados académicos, los que habían sostenido que se debía dudar de todo y habían llegado a la conclusión que el hombre nunca hubiera podido alcanzar a comprender algo de la verdad. (Confesiones V, 10.19) […]

Luego, tras la lectura de los neoplatónicos, pasó por una fase mística que le exigió dar el paso definitivo a la conversión al cristianismo. Tres temas, como tres clavos que atormentan la mente, lo agobiaban. El primero consistía en la búsqueda de la verdad. 112

¿La ruta para alcanzar la sabiduría pasaba por la filosofía material y fatalista de los maniqueos, o la suave apelación de lo espiritual impalpable, pero instintivo, sensible y orientador, predicado por Ambrosio? Agustín había conocido y apreciado a los dos más importantes obispos de su época, Fausto y el obispo milanés, ambos apreciados y respetados por él. Pero una cosa ya le resultaba clara: el maniqueísmo, que bien conocía, era insuficiente para dar una guía espiritual a los anhelos del hombre sensible y animal espiritual por excelencia. La lectura de los platónicos lo solicitó a buscar la verdad incorpórea: a través del estudio de las cosas materiales intuyó la existencia de una potencia invisible. El segundo, que derivaba del primero, consistía en encontrar una explicación satisfactoria al problema que más le interesaba: el origen del mal. Agustín había leído las Enéadas de Plotino y había apreciado la proposición del filósofo alejandrino: el mal nacía por la inclinación del alma hacia la materia. Pero algo no le resultaba claro y por tanto inaceptable. Si la materia había sido creada por Dios, que es esencia y bien absoluto, la materia no podía, por el solo hecho se ser el no-ser, representar el mal. Le resultó claro, entonces, que el mal era un movimiento del alma y no una orientación hacia la materia, que debía obligatoriamente ser, por las premisas, buena por naturaleza. El tercer aspecto, que tenía influencia sobre la vida cotidiana y práctica del ser humano, consistía en la duda sobre su capacitad de soportar el celibato, tal como veía 113

mantenerlo en Ambrosio. Abandonado por su amada, con una novia prometida que ni siquiera conocía, no sabía como resolver el problema. Sin embargo su personalidad pasional y sensual reclamaba y necesitaba del sexo, casi como un alimento vital. Alipio, su amigo, que nunca lo había abandonado y que lo seguía por donde iba, hacía todo lo posible para disuadirlo del matrimonio. Pero a Agustín le parecía que hubiera sido demasiado difícil vivir sin el amor de una mujer. “Creía que la continencia se debía a las propias fuerzas, fuerzas que a mí me parecía no tener” (Confesiones VI, 10.20). Y agregaba: “Dame la castidad y la continencia, pero no enseguida” (Confesiones VIII, 7.17) Su indecisión, su inquietud, su soledad, su insatisfacción, se convirtieron en paroxismo, viviendo en un constante conflicto con su voluntad. Fue a visitar a Simpliciano, en ese momento sacerdote, el que luego de la muerte de Ambrosio (ocurrida en el 397 a los cincuenta y ocho años de edad) sucedería al grande obispo milanés. Simpliciano le narró la edificante y pública conversión al cristianismo del famoso retórico romano Victorino, que había conocido personalmente, y lo alentó a continuar la lectura y el estudio de los platónicos, por que eran los únicos filósofos de la antigüedad que en sus escritos sugerían la idea de Dios. Finalmente fue a visitar a su fiel amigo Alipio, con quien habló sobre sus dudas e indecisiones, cuando de repente, en un momento de pausa entre la conversación e instantes de crecientes y tensos silencios, escuchó venir de la casa vecina la 114

voz de una niña que cantaba una desconocida cantilena infantil, que repetía las palabras latinas “tolle lege”, es decir “toma y lee”. Era el mensaje que él esperaba. Raptado como por una fuerza superior tomó la Biblia que se encontraba sobre un escritorio, la abrió y sus ojos cayeron casualmente sobre un pasaje (13, 13) de la Carta a los Romanos de San Pablo, y leyó.

[...] “-No mas farras, camas y lujurias, disputas y envidias, sino llénense del Señor Jesucristo y no hagan caso a la carne y a sus deseos-. No quise leer más, y tampoco era más necesario. Con las palabras finales de esta frase una luz calma me entró en el corazón y alejó esa oscuridad llena de incertidumbres”. (Confesiones VIII, 12.29) [...]

Sus dudas desvanecieron en un momento. Era septiembre del 386. Agustín tenía treinta y dos años. De inmediato tomó la más importante decisión de su vida: desde ese momento se dedicaría al estudio de la verdadera filosofía, que no podía más ser separada del cristianismo. Faltaban pocos días para comienzo de unas breves vacaciones autumnales. Tomando como pretexto el cansancio y una creciente baja de voz que le dificultaban continuar a dar sus lecciones de retórica, renunció a su cargo. 115

[…] “Y vaya todo al diablo, basta ya con estos días vacíos e insulsos. Dedicarse solo a la búsqueda de la verdad… La vida es triste, la muerte incierta; ¿si llegara súbitamente, como te irías de aquí? ¿O no tendrás más bien que pagarla esta negligencia?” (Confesiones VI, 11.19) […]

Se trasladó, con su madre Mónica, su hijo Adeodato, su fiel amigo Alipio, y otros amigos cercanos, a un pueblo cerca de Milán, Cassisiacum, donde otro íntimo amigo suyo, Verecondo, tenía una tranquila finca de campo, con la intención de dedicarse allá al estudio y a la meditación. En la tranquilidad de este retiro Agustín y sus compañeros profundizaron el conocimiento del cristianismo y en su mente se fundieron el platonismo y los dogmas de la nueva religión. Durante la cuaresma del siguiente año, el 387, volvió a Milán, con Adeodato y Alipio para prepararse al bautismo y se inscribió entre los competentes. El domingo 23 de abril del 387, Pascua de Resurrección, en una concurrida y conmovedora ceremonia, fue bautizado por manos el mismo obispo de Milán, Ambrosio. Inmediatamente Agustín y sus amigos decidieron volver a África para retirarse a estudiar y meditar en la soleada y desierta tierra patria. Esperaron, en el retiro cerca de Milán, hasta el otoño del mismo año, mientras Agustín completaba los tratados Contra Academicos y el Soliloquia (sobre la certeza de la fe cristiana), el De 116

Inmortalitate Animae, el De Ordine (sobre el orden universal, la Providencia y el problema del mal), el De Beata Vita (sobre la beatitud de la filosofía), y participaba con sus amigos a profundas discusiones filosóficas y dogmáticas. Estas discusiones, redactadas por uno de sus amigos presentes, luego fueron publicadas con el título de Diálogos. Llegó el otoño del 387, cuando la comitiva de amigos decidió dejar la tranquilidad del campo para embarcarse y volver a África. Pero, llegados a Ostia, a pocos días de la partida, la madre de Agustín, Mónica, se enfermó gravemente y, después de pocos días de fiebre alta, murió en la ciudad puerto de Roma. Agustín, postrado por el fallecimiento de su madre, decidió quedarse algún tiempo en Roma, completando sus tratados sobre la inmortalidad del alma y sobre la música. Por fin, en agosto del siguiente año, el 388, él y sus amigos se embarcaron y volvieron a Cartago. Habían pasado cinco años desde su llegada a Roma. Cinco años decisivos, intensos, inolvidables. Volvía a África un hombre maduro, de treinta y cuatro años, diferente en el espíritu además que en el aspecto, que sabía lo que quería y sabía cómo realizarlo. Permaneció poco tiempo en Cartago, luego viajó a Tagaste, su ciudad natal, donde, de inmediato, vendió todos sus bienes y el producto de la venta lo repartió entre los pobres de su ciudad. Luego, comenzó a organizar su ideal de vida perfecta, retirándose a vivir en una pequeña propiedad que había conservado, donde inició a 117

realizar su vida monacal, dedicada al estudio, a la meditación, y a la oración, en la más absoluta pobreza, y con el celibato como norma. Años más tarde, escribiría en sus Confesiones: […] ¡Es bueno que el hombre no toque ni una mujer! Quien no tiene mujer piensa a las cosas de Dios, y a complacer a Dios; quien se encuentra comprometido con el matrimonio piensa a las cosas del mundo, y a complacer a su esposa. Sí, si hubiera sido más vivo hubiera escuchado estas voces, y, una vez castrado por amor del reino de los cielos, la espera de tus abrazos para mí hubiera sido más feliz. (Confesiones II, 2.3) […]

Fruto de esta experiencia monacal en el retiro de Tagaste será la famosa regla agustiniana mientras el libro De diversibus quaestionibus octoginta tribus fue el resultado de las discusiones llevadas a cabo durante las reuniones dedicadas al estudio en el retiro. A pesar de su aislamiento y su deseo de soledad, la fama de Agustín se expandió rápidamente por toda la región. Agustín no quería ser sacerdote, su ideal de vida beata era íntimo y laico. Por este motivo evitaba el clero y las oportunidades de contacto con aquellos que deseaban verlo elegido obispo. Sin embargo, ocurrió que en el 391 un amigo, que necesitaba de su auxilio espiritual en Hipona, lo llamó a su casa en la ciudad costera. Después 118

de haber hecho visita a este amigo, Agustín fue a la iglesia para orar, cuando, de repente, se vio circundado por la muchedumbre que, habiéndolo reconocido, lo aclamaba y lo alababa reclamándole que se hiciera sacerdote. Ante sus rechazos, la multitud acudió donde el obispo de la ciudad, Valerio, rogándolo de elegir al sacerdocio al hombre que ya consideraba ser un santo viviente. Agustín tuvo que aceptar esta elección aun con las lágrimas en los ojos, pues se había negado llorando, y con gritos, a aceptarla. Valerio era ya anciano, y, reconociendo en Agustín las calidades aptas para asumir en el futuro altos cargos en el ámbito eclesiástico, lo apoyó como pudo en su misión en Tagaste y le puso a disposición algunas propiedades que la Iglesia tenía en esa ciudad para que el santo fundase un monasterio. Por cinco años la actividad de Agustín en su sede fue intensa y provechosa. Participó a concilios, como al Plenario de África, el 8 de octubre del 393 presidido por Aurelio obispo de Cartago y Primate de África. Combatió el maniqueísmo, y en un público debate llevado a cabo en Hipona, Fortunato, un famoso erudito maniqueo, fue humillado a tal punto que se vio obligado a huir a escondidas. Dictó nuevas reglas, como la prohibición de tener festejos en las capillas de los mártires. Y, finalmente, el obispo Valerio lo autorizó a predicar públicamente, aunque esta actividad estaba permitida solo a los obispos. Cuando, en el 395, Valerio, debilitado por la edad 119

avanzada, consideró que sus días estaban por acabar, obtuvo que Aurelio nombrase a Agustín coadyutor en el obispado de Hipona. Los tentativos de rechazo al nombramiento se repitieron como cuando Agustín fue nombrado sacerdote. Pero los gritos y las lágrimas esta vez no fueron más suficientes para impedir que el reconocimiento y la apreciación general, por su persona y su actividad, fueran oficializadas con el nombramiento a un cargo de superior importancia. Agustín se mudó a Hipona y allá continuó su vida y su actividad monasterial, observando, él y su clero, la castidad y la más absoluta pobreza. Posidio, autor de la Vida de San Agustín, reporta que muchos nuevos monasterios fueron fundados por sus seguidores con la regla agustiniana, y nombra diez amigos y discípulos de Agustín que se convirtieron en obispos de la región. Por éste motivo Agustín es recordado como el Patriarca de los Religiosos. En el siguiente año, el 396, con la muerte de Valerio, Agustín, a los cuarenta y dos años de edad, se convirtió en el obispo de Hipona, cargo que mantuvo por treinta y seis años, hasta la fecha de su muerte. La actividad de Agustín, desde la época de su nuevo posicionamiento, se hizo más intensa, más difundida y más universal. Participó a numerosos concilios africanos, entre los cuales los de Cartago del 398, 401, 407, 419, y de Mileve del 416 y 418, y luchó infatigablemente en contra de las herejías. Reportar en detalle toda la intensa actividad filosófica y teológica desarrollada por Agustín en éste período, y en toda su vida en gene120

ral, sería un trabajo inmenso y no está en los objetivos de esta obra, que tiene solo finalidades divulgativas y el propósito de proveer al lector la información necesaria para que cada quien pueda profundizar el argumento deseado con referencias a las obras de cada uno de los filósofos tratados. Sin embargo, con relación a Agustín, consideramos oportuno referir solo de las controversias más importantes, que fueron: La controversia maniquea y el problema del mal; La controversia donatista y la teoría de la Iglesia; La controversia pelagiana y la Gracia de Dios; La controversia arriana. La controversia maniquea y el problema del mal. Agustín publicó diferentes tratados en contra del maniqueísmo, entre los cuales en contra de Mani, en el 397, en contra de Fausto de Mileve, en el 400, y en contra de Secondino, en el 405 y el 415. En el 404 ocurrió un célebre episodio que, por haberse producido públicamente, tuvo una enorme resonancia en toda África. Predicaba, en ese tiempo, en Hipona un famoso elegido y doctor de la iglesia maniquea de nombre Feliz. Agustín lo retó a un público debate tras el cual Feliz se declaró vencido, y luego de firmar las actas del debate, se convirtió al cristianismo. En todas las obras que se refieren a estas disputas, se desarrolla el problema del mal, en antitesis a las opiniones maniqueas. Agustín sostenía que toda obra hecha por Dios era buena y que el mal surgía del libre arbitrio, opinión repetida y ampliada también en otras obras del Santo. 121

La controversia donatista y la Teoría de la Iglesia. El cisma donatista se reconectaba al montanismo y al novacianismo, movimientos surgidos en el curso del II siglo. Es de recordar que el montanismo, al cual adhirió Tertuliano, era un movimiento cristiano fundamentalista, es decir riguroso. El problema era: ¿el pecador podía (o debía) ser perdonado y readmitido en la Iglesia? La cuestión era importante e involucraba la misma santidad, es decir la pureza, de la Iglesia. Pero la disputa escondía un aspecto más profundo, que tenía una raíz política muy evidente en la época en la que Agustín asumió el poder en Hipona: la jerarquía eclesiástica africana manifestaba una abierta incomodidad ante la autoridad central de la Iglesia romana. A confirmación de éste problema, la controversia había asumido proporciones relevantes desde el año 312, cuando los obispos de Numidia no habían querido reconocer el nombramiento de Ceciliano a la sede de Cartago, por ser éste considerado moralmente indigno del alto cargo. Los puntos de la disputa eran los siguientes: ¿Cómo puede la santidad y la dignidad de la Iglesia ser compatible con la indignidad de sus presbíteros? ¿La dignidad de un cargo en la Iglesia depende de la dignidad moral del presbítero? Ahora bien, sabemos que el imperio romano condenaba duramente (con la crucifixión) aquellos que se rebelaban a su autoridad superior. Surgió análogamente en la Iglesia romana la cuestión sobre qué trato debía ser reservado a los movimientos de insubordinación periféri122

cos, si conciliatorio, abierto a la discusión, o represivo, imponiendo medidas drásticas. El problema no era nuevo, recordemos que ya Clemente, cuarto obispo de Roma, a finales del I siglo, tuvo que enfrentar una situación parecida con la insubordinación de los corintios. La posición dogmática de Agustín pasó por dos fases diferentes y opuestas. En un primer momento fue conciliatoria. Envió embajadores a los donatistas con mensajes condescendientes invitándolos a volver a la Iglesia y a participar a una conferencia que debía celebrarse en el 403. Los donatistas en un primer momento no respondieron, luego pero pasaron a los insultos y finalmente a la violencia. Los obispos amigos de Agustín fueron el blanco de ataques violentos que casi los llevaron a la muerte, y el mismo obispo de Hipona soportó varios atentados. Fue entonces que su convicción sobre el trato a los opositores cambió. En primer lugar la misma terminología cambió. Los opositores fueron llamados circumcelliones, es decir vagos, ladrones, o malhechores, terminología heredada por los romanos que de esta manera calificaban a los opositores al imperio, aquellos que la ley condenaba a la crucifixión. Agustín había aprendido que la aplicación de leyes rígidas era necesaria cuando la oposición ponía en riesgo la misma unidad de la Iglesia. Sin embargo nunca quiso aprobar la condena a muerte para los heréticos. En una carta al pro-cónsul de África reiteraba este convencimiento, mientras no renunciaba a ofertas conciliatorias directas a los donatistas. Por fin éstos, cuando un edicto del 410 123

los condenaba definitivamente, se vieron obligados a aceptar la conferencia propuesta por Agustín. La solemne reunión tuvo sede en Cartago y tomó relevancia internacional. 555 obispos de las dos partes participaron en ella, 286 católicos y 279 donatistas. Oradores, por los donatistas los obispos Petiliano de Constantina, Primiano de Cartago, y Emérito de Cesarea; por los católicos Aurelio de Cartago y Agustín de Hipona. Agustín sostuvo, en relación al histórico punto en discusión, en primer lugar la inocencia de Ceciliano y, en segundo lugar, el principio que la Iglesia puede, y debe, en el interés de la conversión, perdonar a todos los pecadores y recibirlos de vuelta en su ámbito, sin perder su pureza y su santidad. El pro-cónsul Marcelino, que presenció a la conferencia en representación del Emperador, sancionó la victoria de los católicos en todos los puntos en discusión. La controversia pelagiana y la Gracia de Dios. Apenas superada la controversia donatista Agustín se encontró involucrado en una nueva importante disputa que ampliaba el punto de vista dogmático anterior. El tema en discusión había sido introducido por un obispo romano de nombre Pelagio, que, junto a su discípulo Celestio, había huido de Roma cuando la ciudad eterna había sido tomada por las hordas godas de Alarico. Pelagio se había refugiado en Cartago donde había difundido su movimiento. La cuestión vertía una vez más sobre el mismo argumento, el trato que la Iglesia debía reservar a los pecadores, pero era ampliada a un 124

tema muy delicado y más profundo: el del pecado original. No obstante los repetidos concilios, entre el 412 hasta la fecha de la muerte de Agustín, el tema en discusión permaneció vivo y en ello participaron, además que el obispo de Hipona, numerosos otros miembros de la Iglesia católica y del movimiento pelagiano. En el 426 surgió una nueva rama del movimiento, llamada de los semipelagianos, que trataba de encontrar una solución mediada entre la posición original de Pelagio y la de la Iglesia. La posición de Agustín, ilustrada en el tratado De Praedestinatione Sanctorum, y adoptada por la Iglesia hasta nuestros días, era que la salvación y el deseo de ella por parte de los pecadores, era debido a la Gracia de Dios y su Providencia, por que Dios a través de ella controlaba nuestra predestinación. La opinión de Agustín resulta por tanto muy clara: solo aquellos que se acercaban a Dios, por Gracia divina y por su providencia, y no por un anhelo espontáneo del individuo, merecían ser salvados. Resulta, entonces, que los demás, es decir los pecadores, nunca hubieran podido ser agraciados. Era una posición rígida e intransigente, quizás debida al cambio de posición dogmática que se produjo en su mente frente a la fuerte oposición del movimiento pelagiano. Agustín estaba por tanto en contra de Orígenes (que fue considerado como hereje), y por tanto no aceptaba la apocatástasis. La controversia arriana. Tampoco los últimos años de su vida fueron tranquilos. En el 427 (Agustín tenía 73 años) el comes (=general romano) Bonifacio se había 125

rebelado al imperio romano. La emperatriz Gala Placidia, hija de Teodosio, había enviado a África las tropas godas (ella se había casado con Ataulfo, cuñado de Alarico, general godo) para reprimir la grave rebelión, y, como sabemos, los godos eran todos arrianos. El arrianismo, por tanto, tuvo con la ocupación de las tropas imperiales un formidable vehículo de difusión en toda la comarca, y un obispo arriano, Maximino, entró en Hipona tomando posesión del cargo, enfrentándose con Agustín. Recordemos que los arrianos negaban la Trinidad y sostenían que Jesús no podía ser considerado hijo de Dios, sino que había sido elegido por Él. Agustín sostuvo, hasta que pudo, con escritos y con una conferencia pública, llevada a cabo en el 428, la consustancialidad, pero los acontecimientos políticos de la región marcaron sus últimos días. Mientras trataba de encontrar un acuerdo de reconciliación entre Bonifacio y la emperatriz, y lo lograba, confutaba las tesis arrianas y contestaba a las replicas de los pelagianos. Pero en esos días Genserico, rey de los vándalos, invadía el norte de África, proveniente de la península ibérica, entraba en contacto con las tropas imperiales y las derrotaba. Luego asediaba la ciudad fortificada de Hipona, donde se habían refugiado el comes y los obispos cristianos desplazados por los arrianos. La ciudad hubiera resistido al cerco por 18 largos meses, pero, a los pocos meses del inicio del duro asedio, Agustín cayó enfermo y él mismo se dio cuenta de la gravedad de su estado. Después de tres meses de duros 126

sufrimientos causados por la enfermedad, por el insoportable calor del verano, y por la dureza del asedio, Agustín moría el 28 de agosto del 430. Tenía 76 años. La obra.

Agustín fue uno de los más prolíficos escritores de todos los tiempos. Desde sus diecinueve años hasta la fecha de su muerte a los setenta y seis, es decir por más de cincuenta y seis años, Agustín escribió incansablemente e incesantemente sobre todos los temas, filosóficos y teológicos, morales y éticos, pastorales y dogmáticos, que estaban al alcance de su pensamiento como filósofo, hombre de fe y pastor de almas. Sus escritos han sido, y son todavía en el día de hoy, objeto de atento estudio por parte de especialistas, de estudiosos o de simples aficionados, que descubren cotidianamente alimento para la propia alma, conociendo los tormentos interiores del joven Agustín y la paz del maduro hombre de fe. Dar en esta sede un análisis, aunque superficial, sobre todo su trabajo sería imposible y no entra en las finalidades de esta obra. Sin embargo es posible y necesario trazar un sumario de las obras más importantes que ayude el lector a orientarse en el universo del más grande pensador cristiano del primer milenio de nuestra era. La prosa de Agustín es rica pero esencial, profunda pero inteligible, ágil y fácil de leer. Al maestro de retórica el estudiante debería acudir constantemente para mejorar su forma de expresarse y de escribir. 127

Entre los trabajos Autobiográficos y las Cartas, recordamos las Confesiones y las Retractaciones. Las Confesiones fueron escritas entre el 398 y el 400, después de la muerte de Ambrosio, y son la historia de su alma. A ella hemos recurrido abundantemente en el momento de trazar la biografía del santo. La Retractaciones son la historia de su mente, y fueron escritas al final de su vida, entre el 426 y el 428, y consisten en la revisión cronológica de sus escritos. Constituyen un instrumento indispensable para comprender la evolución de su pensamiento. Las Epistolae, es decir las cartas, son 270 escritos que el santo escribió a 53 diferentes correspondientes, y constituyen otro fundamental tesoro de informaciones sobre la vida y el pensamiento de Agustín. Entre los escritos Filosóficos sobresale el De Civitate Dei (La Ciudad de Dios), considerado junto con las Confesiones, las dos obras maestras de Agustín. El De Civitate Dei es una obra en 22 libros escrita entre el 413 y el 426 y se divide en dos partes. En la primera (libros I-X), Agustín confuta los paganos que debitaban a los cristianos la decadencia del imperio romano y en particular el cataclismo de la toma de la ciudad por parte de las tropas visigodas de Alarico, en el 410. En la segunda parte (libros XI-XXII) defiende la doctrina cristiana. Tema central de toda la obra es la Providencia divina que guía la humanidad dividida entre las dos ciudades, la del amor para sí y la del amor para Dios. Entre las obras filosóficas queremos también señalar los Diálogos, que son la crónica de las discusiones llevadas a cabo en 128

Cassisiacum, en el 387, inmediatamente después de su conversión, y tratan sobre la certeza, el orden, la serenidad de la fe cristiana, sobre la inmortalidad del alma, y el origen del mal. Otra crónica de coloquios monásticos son la obra De diversibus quaestionibus octoginta tribus (Ochenta y tres diferentes cuestiones), redactadas en Tagaste, durante el primer período monástico, entre el 388 y el 395. Señalamos además el tratado Contra académicos, directo a confutar los escépticos; el De Magistro, un coloquio entre el santo y su hijo Adeodato; el tratado De Musica, en seis libros; el De inmortalitate animae, sobre la inmortalidad del alma. Entre los tratados Dogmáticos sobresale el De Trinitate Libri XV, su principal obra dogmática, que además tiene una propia historia editorial. Fue escrita entre el 399 y el 412, cuando Agustín era ya obispo de Hipona, en doce libros, pero queriendo revisarla antes de editarla el santo aplazó su publicación. Sin embargo, sus amigos le hicieron una mala jugada: hicieron algunas copias del manuscrito y las publicaron, lo que molestó mucho a Agustín y lo obligó a acelerar la revisión completa de la obra. De este trabajo salió, en el 420, una nueva obra en quince libros, tal como la conocemos hoy, que constituye un fundamento sobre el concepto de la Trinidad. El Enchiridion ad Laurentum (De fide spe et charitate liber I), es decir Manual sobre la fe, la esperanza y el amor, fue escrito entorno al 421, bajo pedido de un noble romano convertido al cristianismo, de nombre Laurencio, y es una síntesis de su Teología reducida a las 129

tres virtudes teológicas. Entre los escritos Pastorales recordamos la Regula ad servos, la más antigua regla monástica del occidente; el De doctrina cristiana libri IV, síntesis dogmática de la doctrina cristiana que será el modelo seguido por siglos en la enseñanza del cristianismo; el De genesi ad litteram libri XII, escritos entre el 401 y el 415, contienen una síntesis antropológica y racional de la creación; el De consenso Evangelistarum Libri IV, escritos entorno al 400, son un comentario al Evangelio de Juan, pretexto para confutar aquellos que criticaban los evangelios por contradecirse y negaban la divinidad de Jesús. Entre los Tratados Morales señalamos el De agone christiano liber I, una guía para la educación a la vida cristiana del pueblo sencillo; el De coniugis adulterinis libri II, un manual de conducta ético-moral de las parejas inspirado al principio de la indisolubilidad del matrimonio. Entre las Controversias contra los maniqueos, los donatistas, los pelagianos, los semipelagianos y los arrianos, de las que hemos hablado sumariamente trazando la biografía del santo, queremos señalar: en contra de los maniqueos, De moribus Ecclesiae Chatolicae el de Moribus Manichaeorum (Sobre las costumbres de la Iglesia Católica y las de los maniqueos), obra escrita en Roma en el 387 antes de embarcarse para volver a su patria; y las escritas en África, en épocas diferentes, luego de su retorno, De Duabus animabus contra Manichaeos (Sobre las dos almas en contra de los maniqueos); Acta seu dis130

putatio contra Fortunatum Manichaeum (Actas de la disputa con Fortunato maniqueo); Contra Felicem Manichaeum (Contra Feliz maniqueo); De libero arbitrio (obra fundamental sobre el libre ejercicio de la propia voluntad y el origen del mal); y otras escritas en contra de los maniqueos Adimanto, Fausto, Segundo. Las controversias contra los Donatistas originaron muchos tratados dirigidos en contra de específicos presbíteros, obispos o simples apologistas donatistas, como los escritos en contra de Donato, Parmeniano, Petiliano, Cresconio, Gaudencio, Emerito, además que otras numerosas epistolae o cartas sobre el tema. Las controversias en contra de los Pelagianos vertían sobre el tema de la gracia divina. Recordemos que la posición de Agustín sobre el argumento era rigurosa y restricta: la Gracia de Dios era un don que merecían los pocos que, guiados por la Providencia, se acercaban a ella. La controversia ocupó el santo por todo el tiempo final de su vida hasta su muerte. La obra principal fue De peccatorum meritis et remissione et de bautismo parvolorum (Sobre el mérito y la remisión de los pecados y el bautismo de los niños), del 412; siguieron otras obras entre las cuales señalamos De Gratia Christi et de pecato originale contra Pelagium (Sobre la gracia de Cristo y el pecado original contra Pelagio) del 418; De natura et Gratia contra Pelagium (Sobre la naturaleza y la Gracia contra Pelagio) posterior al 420; y Contra Iulianum haeresis pelagianae (Contra Juliano hereje pelagiano) incompleta, escrita en los últimos días de su vida. 131

La controversia contra los semipelagianos continuó y amplió la anterior en contra de los pelagianos. Las obras son todas del período final de su vida escritas entre el 427 y el 429. Entre ellas: De correptione et Gratia (Sobre la corrección y la Gracia), De praedestinatione Sanctorum (Sobre la predestinación de los santos), De dono perseverantiae (Sobre el don de la perseverancia). Contra los arrianos escribió: Contra sermonem arianorum (En contra de la tesis de los arrianos); Colatio cum Maximino arianorum episcopo (Coloquios con Maximino obispo arriano); Contra Maximinum haereticum arianorum obiscopum (Contra Maximino obispo herético de los arrianos). Para completar señalamos otras obras escritas en contra de otras herejías como De heresibus (Contra las herejías) y Contra Priscillanistas et Origenistas (Contra los Priscilanistas y los Origenistas) Sus más importantes trabajos exegéticos tratan de ilustrar la Biblia por medio de interpretaciones místicas y alegóricas de los hechos, más que a través de unas explicaciones racionales. Según la opinión de muchos estudiosos el nivel de su producción es inferior a la de San Jerolamo, que es mucho más real y racional. Su limitado conocimiento del griego y del hebreo, aunque idioma muy cercano al púnico, limitaban su posibilidad de profundizar semánticamente el texto. Sin embargo su sensibilidad, su fantasía y su sentido místico compensaban abundantemente estas falencias. Entre sus obras señalamos: De Doctrina Christiana (La Doctrina 132

Cristiana) el primer tratado exegético de la historia; In Evangelium Ioannis (En el Evangelio de Juan) una de sus mejores obras; Expositio Epistolae ad Galatos (Comentario de la carta a los Galatos); Epistolae ad Romanos inchoata expositio (Inicio de la exposición de la carta a los romanos); Expositio quarundam propositionum ex Epistola ad Romanos (Comentario de algunas proposiciones de la carta a los romanos); In Epistola Ioannis ad Parthos (En la carta de Juan a los Partos). Entre las otras obras filosóficas y religiosas merece una mención a parte el tratado Adversus Judaeos, la primera, durísima, e inexorable condena de los judíos, que, desde Agustín en adelante, y hasta hace pocos años, fue la actitud constante de reprobación, por parte de los cristianos, en contra del pueblo judío en general, acusado de la muerte de Jesús. “Los judíos lo tienen preso, Los Judíos lo insultan, Los Judíos lo coronan con espinas, lo deshonran con escupos, lo flagelan, lo cubren de injurias, lo cuelgan a la cruz, lo traspasan con una lanza, y finalmente lo sepultan”, comenta en el texto, recurriendo a toda su habilidad retórica y eficacia emocional, y justifica la subsiguiente condena del entero pueblo judío, la diáspora, y sus históricas desgracias, como un castigo y la prueba de la autenticidad y de la correcta interpretación de las escrituras por parte de los cristianos. Agrega, además, una larga sesión en la que trata de distinguir el origen del pueblo judío del cristiano. Si bien es cierto que ambos descienden de Abraham, dice, para los judíos esa descendencia es solo carnal, mientras los cristianos des133

cienden de Dios a través de la Fe. “Es la estirpe de los judíos que tiene origen de su carne, no la estirpe de los cristianos: nosotros descendimos de otras gentes y, sin embargo, imitando su virtud, nos hemos convertido en descendientes de Abraham. […] Nosotros por tanto nos hemos hechos descendientes de Abraham por Gracia de Dios. Dios no hizo descendientes suyos a los descendientes carnales de Abraham. Antes, los ha desheredado para adoptar a nosotros”. Cuales consecuencias históricas, por al menos quince siglos, han traído las palabras de Agustín, están bajo los ojos de todos nosotros. Su filosofía

El pensamiento de Agustín abarca un horizonte inmenso, la teología, la antropología, la psicología, el tiempo, la física, el mal, el libre arbitrio. Dar aquí un compendio exhaustivo de todo el pensamiento filosófico de Agustín sería imposible, por los motivos ya expuestos en otra parte de este breve tratado. Limitaremos, por tanto, la exposición de la filosofía agustiniana a los temas principales que emergen de sus mismas palabras en las Confesiones, que es su autobiografía: el problema de la verdad; el problema del mal; el tiempo. La verdad

Desde la más temprana edad Agustín comenzó a buscar la verdad, casi en manera obsesiva. La verdad 134

sobre nuestro origen, la verdad sobre el origen del universo, en fin, y en síntesis extrema, la verdad sobre la verdad. A los diecinueve años, entrando en el pleno de su madurez intelectual, como hemos ilustrado en la biografía del santo, adhirió al maniqueísmo en nombre de la razón y rechazando la fe. Sin embargo, aunque el maniqueísmo le proveía de las explicaciones racionales sobre el cómo de muchas cosas, éste era incapaz de satisfacer su anhelo espiritual que requería explicaciones exhaustivas sobre el por qué de las cosas. Agustín había leído, y conocía de memoria muchas de ellas, las obras de muchos filósofos, y entre ellas habían influido sobre su maduración espiritual las obras de los neoplatónicos, sobre todo las de Plotino. Agustín descubrió que la fe, de alguna manera, asistía a la razón. Cuando la razón llegaba a su límite intelectivo, era la fe que le abría el espacio hacia el océano del saber, inmenso y desconocido. Crede ut intelligas, Intellige ut credas, decía, la fe para comprender, y la razón para creer. Plotino le proveyó de las bases intelectuales de su pensamiento: el Uno, luz, plenitud, entereza, verdad, absoluto, eterno, infinito, incalificable, era el ser, origen de todo. El cristianismo, con su Dios, único y verdadero, materializaba en la mente de Agustín la razón plotiniana de lo todo. Por este motivo Agustín consideró que Platón, y los neoplatónicos en general, eran los más cercanos al cristianismo, antes, declaraban que ellos eran una preparación al cristianismo. Si Jesucristo hubiese 135

vivido en los tiempos de Sócrates y Platón, decía, por cierto ellos se hubieran convertido en sus discípulos. ¿Cual fue, entonces, esta verdad que Agustín descubrió e interpretó, para construir un sólido edificio filosófico basado sobre el cristianismo? En primer lugar Agustín miró hacia el hombre físico, luego examinó su interioridad espiritual, y, finalmente, trascendió hacia el ser superior. La premisa fundamental, para comprender la verdad que Agustín estaba buscando era la creación del hombre como ser superior al centro del universo y a imagen y semejanza de Dios. El antropocentrismo agustiniano, que se convirtió en la tónica constante y fundamental del pensamiento filosófico occidental en los últimos diecisiete siglos, justificaba, para el santo, la búsqueda de la verdad y la felicidad que derivaba del conocimiento de Dios. El hombre ser superior, el hombre a semejanza e imagen de Dios, y, finalmente, el Dios-hombre y el hombre-dios, en hipóstasis descendiente, tal como Plotino predicaba. Ahora bien, el hombre estaba compuesto por alma y cuerpo, siendo el cuerpo la materia corruptible en la que residía el alma incorruptible. Cuando ella se orientaba hacia la Luz, Verdad eterna, es decir Dios, estaba dichosa y feliz. Pero cuando se orientaba hacia la materia (el cuerpo) generaba las pasiones, el pecado, que eran nada más que una manifestación corrupta del amor. Era una esquematización tomada por entero de Plotino. Sin embargo, Agustín no condenaba en absoluto la presencia de las pasiones, mas dividía la existencia 136

emotiva del alma en tres posibilidades: la ausencia de las pasiones, el orden de las pasiones, y el desorden de las pasiones. Solo en este último caso, generando el pecado, las pasiones se convertían en corrupción y podían causar el caos individual y colectivo. Volviendo a orientarse hacia la Luz eterna el alma humana podía alcanzar la Gracia, y reunirse con Dios. Tenemos, de tal manera, una clara síntesis: el hombre, ser, o animal superior, creado a imagen y semejanza de dios; el saber, que es el Logos plotiniano, es decir el conocimiento, instrumento exclusivo del hombre colocado al centro del universo; la felicidad, o sea el éxtasis, don divino concedido a quien alcanza a conocer la Verdad. Nuevamente una secuencia hipostática tomada por entero de Plotino. La Verdad que, en conclusión, se identificaba con Dios, tenía sus prerrogativas exclusivas, que eran las siguientes: - La Verdad era eterna, absoluta, perfecta e infinita. Para demostrarlo Agustín sostenía dos argumentaciones por absurdo: En primer lugar, si un día la Verdad no existiese más, entonces sería verdadero que la verdad no existe, lo que es absurdo, por tanto la verdad es eterna y con ello infinita. En segundo lugar si el hombre, dudando, como hacían los escépticos, descubriese que la verdad no existe, descubriría la ausencia de verdad en el universo, lo que es otro absurdo, por tanto la Verdad existe en absoluto. En fin, según Agustín, la Verdad podía ser alcanzada por el hombre pero no podía ser poseída por 137

él, por que en este caso hubiéramos tenido otro absurdo que hubiera sido el hombre poseyendo la Verdad. - La Verdad que provenía de Dios, estaba presente en el hombre, y sobre todo estaba presente en el alma de todos los hombres. La Verdad, proviniendo de Dios, era la Luz que iluminaba el alma y la orientaba hacia el bien. La Verdad, por tanto, siendo la Luz absoluta era Dios. - La Verdad se encontraba en el hombre, en su mundo interior. Si no hubiese existido la Verdad, o si hubiese sido imposible encontrarla, como sostenían los escépticos, entonces nos hubiéramos encontrados nuevamente frente a otro absurdo: la negación del conocimiento de la verdad. Por lo contrario el hombre buscando la verdad y acercándose a ella maduraba el conocimiento y las certezas que necesitaba. El tiempo

El problema del tiempo está conectado al problema de la eternidad. ¿El tiempo fue creado por Dios cuando Él creó el universo? Y si Dios, que es perfecto, creó el universo, que es imperfecto, ¿por qué necesitó hacerlo? ¿Era que Dios era perfecto antes de la creación e imperfecto después? O, al contrario, ¿era imperfecto antes y perfecto después? Agustín resolvió el problema superando la discusión objetiva sobre el tiempo. El antes o el después, dice Agustín, no son dimensiones que conciernen a Dios, que 138

es eterno. El tiempo, dice, en la realidad reside solamente en la mente del hombre. Es él que percibe la presencia de un presente, mantiene la memoria de un pasado, y cultiva la esperanza de un futuro. Es decir, el hombre vive solo un tiempo, el presente, que es un instante que transcurre en el mismo momento que él lo percibe. Es como el agua de un río que corre incesantemente y cambia continuamente, dejando en nuestra memoria solo la configuración de un instante que ni siquiera una fotografía, tomada con la más alta velocidad posible, podría dejarnos impresa en la película. El tiempo, por tanto es una realidad dinámica y no estática, el pasado no es más presente, el futuro todavía no existe, y el presente es solo una percepción de la conciencia que no puede ser identificado con el instante actual, por que éste ya ha pasado en el mismo momento que lo percibimos. El problema del mal

Para comprender la genial solución que Agustín da al problema del mal hay que seguir nuevamente el proceso de su maduración intelectual. A los diecinueve años, como sabemos, había adherido al maniqueísmo que, con sus ilustraciones materialistas, daba muchas explicaciones a algunos de los más importantes problemas filosóficos. Con respecto al problema del mal el maniqueísmo sostenía que el mundo había sido creado y estaba regido por dos fuerzas originarias y eternas, el Bien y el Mal, en constante lucha entre ellas. Entre las 139

dos, pero, era el Bien que resultaba siempre vencedor. Este constante dualismo, con el tiempo resultó insatisfactorio para Agustín. Él no comprendía por qué, produciéndose una lucha eterna, y resultando siempre vencedor el Bien, éste no quedaba definitivamente victorioso. Y, en segundo lugar, por qué, aun resultando siempre vencedor el Bien, la lucha no terminaba: resultaba más lógico declararlos siempre empatados. Las divergencias con los maniqueos sobre el problema del mal fueron una de las causas de su alejamiento de la secta, en la que permaneció, lo sabemos, por largos nueve años. Cuando Agustín se acercó al neoplatonismo encontró en Plotino la primera respuesta satisfactoria a su deseo de comprender el origen del Mal. Éste era la materia, el no-ser, en oposición al Uno, el ser, el bien por excelencia. Cuando el alma se orientaba hacia la materia se originaba el pecado, mientras cuando se orientaba hacia el Uno, la Luz, estaba feliz. El neoplatonismo, además, proveyó a Agustín los instrumentos racionales y lógicos necesarios para su razonamiento, poniendo en jerarquía, en hipóstasis, los varios elementos de la naturaleza. El neoplatonismo fue una preparación natural para su adhesión al cristianismo. Agustín corrigió ligeramente las proposiciones neoplatónicas y llegó a la solución que buscaba: si la materia era el no-ser, el Mal era la ausencia de Bien, es decir no era una sustancia. Consecuentemente Agustín afirmó sencillamente que el Mal no existía, por ser solamente ausencia de bien, y con

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ello borró de una sola vez toda la teoría maniquea. De allí en adelante el desarrollo de su teoría tomó una ruta más ágil. Si todas las cosas, animadas e inanimadas, habían sido creadas por Dios, que era el ser perfecto y sumamente bueno, resultaba claro que todas las cosas creadas eran buenas. Sin embargo, creando el universo Dios había puesto las cosas, materiales y espirituales, en orden jerárquico (en hipóstasis), de tal manera que, cuando el alma se orientaba hacia aquellas de jerarquía inferior, siempre se orientaba hacia bienes, que pero, siendo inferiores, faltaban algo de la bondad de los bienes superiores. De aquí que el mal no residía en el objeto del deseo sino consistía en un movimiento del alma. Si el mal surgía de un movimiento del alma, ¿cómo se manifestaba este movimiento? En sus decisiones, decía Agustín, el hombre tenía dos opciones para ejercer su libre arbitrio: obedecer al amor, u obedecer a las pasiones. En el primer caso el alma se encontraba iluminada por el bien supremo y actuaba espontáneamente, sin esfuerzo; en el segundo caso estaba orientada hacia bienes inferiores, como el poder, el dinero, o el prestigio, que se encontraban en jerarquía inferior, y que erróneamente eran valorados como bienes superiores. Era este el verdadero Mal. Quedaba solo de resolver el problema de las libres decisiones del hombre, el problema del libre arbitrio. Ahora bien, resulta claro que si el hombre no fuese libre en sus determinaciones no sería responsable de las accio141

nes que cumple. Y sin embargo Agustín declaraba que solo los predestinados podían alcanzar la Gracia, que era la salvación hasta para aquellos que habían cometido errores. Agustín resolvía esta incomprensible dicotomía de la siguiente manera: Dios, que ve y prevé todo, conoce los errores que el hombre cumplirá. Sin embargo no interviene, de tal manera que el hombre está libre de ejercer su libre arbitrio; conociendo los errores que el hombre cumplirá, Dios da a algunos, a través de la Providencia, la posibilidad de salvarse alcanzando la Gracia divina, dejando por tanto a los otros la libertad de condenarse por la eternidad. Esta, pero, no es una decisión arbitraria de Dios, ejercida en cada momento y para cada uno de los seres humanos, por que Dios, siendo eterno, es decir siendo una Entidad que va más allá del tiempo, solo ve aquellos que podrán salvarse y los que no podrán hacerlo. Es decir Dios no interviene, no por que no puede hacerlo, sino por que ya ve cual es la predestinación de cada uno de nosotros.

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Isidoro de Sevilla (566?-636) La vida

Isidoro, Regalo de Dios (Isis=dios; doro=regalo), nació en el seno de una preeminente familia cristiana de Cartagena, que se había mudado a Sevilla, huyendo de su ciudad, en la época en que todo el territorio sureño de España se encontraba disputado entre las fuerzas griego-bizantinas, cristianas, y las godas, arrianas. De hecho su familia era partidaria del rey Agila I, adversario de Atanagildo, aliado de los bizantinos. No se conoce el real lugar de su nacimiento (algunos dicen en Cartagena, otros en Sevilla), que debió ocurrir entre el 556 y el 559, y que fueron años de graves desordenes en la región (Agila I había sido asesinado en el 556). Su padre se llamaba Severiano y pertenecía probablemente a una antigua familia romana, sin embargo, 143

se arguye que estaba emparentado con los reyes visigodos. Según una leyenda hagiográfica, cuando Isidoro tenía apenas un mes de vida, un enjambre de abejas invadió su cuna y cuando se fue, tras el susto de sus genitores, dejó en los labios del pequeño bebé una gota de miel, presagio de la dulzura de las enseñanzas que Isidoro iba a impartir en la edad madura. Isidoro era el menor de cuatro hermanos. Su hermano mayor, Leandro, que fue obispo de Sevilla antes de él, se encargó de su educación cuando quedaron huérfanos, siendo Isidoro todavía niño. Los otros dos hermanos también asumieron importantes cargos en la jerarquía de la Iglesia: Fulgencio, llegó a ser obispo de Cartagena, y Florentina, según la tradición, fue abadesa de cuarenta conventos. Todos llegaron a ser santos y fueron recordados como los Cuatro Santos de Cartagena. Parece que Leandro era muy severo hasta el punto que un día, siendo todavía Isidoro muy niño, éste huyó de su casa para escapar del rigor de su hermano. No sabiendo adonde ir, pero, Isidoro volvió a su casa voluntariamente proponiéndose aplicarse con constancia en el estudio. Sin embargo, su hermano, para asegurarse que no se repitiera un nuevo acto de rebelión, lo encerró en su casa, o más bien, parece que lo envió a estudiar en un monasterio, de donde era bien difícil escapar. Otra leyenda hagiográfica cuenta que Isidoro acercándose a un pozo para sacar agua notó que las duras piedras al borde del pozo estaban consumidas aun por las suaves cuerdas. Entonces comprendió que así 144

como las cuerdas son capaces de roer las duras piedras, la voluntad y la constancia pueden vencer todas las dificultades de la vida. Volvió por tanto al estudio con amor y dedición. La lectura de las obras de San Agustín y de San Gregorio Magno influyó profundamente sobre su forma de pensar y de actuar, en particular el sentido de solidaridad hacia los más pobres a quienes asistió y donó limosnas durante toda su vida. Resultó un estudiante capaz y aplicado. Dominó perfectamente el griego y el hebreo, y por lo que concierne el latín introdujo en el idioma hablado de la época cuando se convirtió en uno de los más grandes eruditos de la primera edad media- muchísimos neologismos traídos de las tradiciones orales visigodas e hispanas. Tenía una espontánea facilidad de palabra y resultaba agradable escuchar su oratoria suave, culta y comprensible. Isidoro se convirtió en uno de los hombres más sabios de su época, cobrando siempre más fama y apreciación, no solamente por su vastísima cultura, sino también por su bondad, generosidad y humildad. Cuando llegó a la edad adulta se convirtió en el auxiliar de su hermano Leandro, que era arzobispo de Sevilla, y colaboró activamente con él en la conversión de los reyes visigodos, arrianos, al cristianismo. En el 599, a la edad de cuarenta años, tras la muerte de su hermano, sucedió a éste en el arzobispado y lo mantuvo por treinta y siete años (599-636), hasta la fecha de su muerte. En su nuevo cargo continuó la obra de su hermano convirtiendo al 145

cristianismo los visigodos, presentes en Hispania ya desde dos siglos. Para ello organizó diferentes sínodos en los que participaron, por su resonancia internacional, también obispos narbonenses y franceses. Sisebuto, rey visigodo durante el sínodo de Sevilla del 618-619, se convirtió al cristianismo en esa época. Se transformó en el obispo más popular de su época. Su carácter era suave y compasivo y era incline a solucionar siempre los conflictos con la discusión. Mantuvo la costumbre de Leandro de resolver las disputas dogmáticas con sínodos sin nunca aplicar medidas autoritarias. Presidió el Segundo Concilio de Sevilla del 619 y el Cuarto de Toledo en el 633. También completó e unificó el misal y el breviario mozárabes, empezados por Leandro. Sin embargo, su actividad no fue solo pastoral. Conciente de los profundos cambios que se producían en su época (el imperio romano había caído menos de cien años antes de su nacimiento), del vacío cultural y moral que tales dramáticas transformaciones producían y de la destrucción material y espiritual que ellas conllevaban, se esforzó de mantener alto el nivel de educación de las nuevas generaciones, legar a la posteridad el testimonio de una época de transición y reunir en una única obra la summa del saber universal. Tenía ya 76 años cuando presidió el Concilio de Toledo, en el 633, en el que se debatió la verdadera naturaleza de Jesús refutando una vez más las ya viejas concepciones arrianas. En el Concilio pero no se debatieron 146

solamente cuestiones religiosas, sino también organizativas y políticas. En ello se estableció que en cada diócesis se instituyese un seminario para la formación del clero, y se reconoció lealtad al rey aun en una Iglesia libre e independiente. Sin embargo nada se dijo acerca de la lealtad debida al Papa. Poco antes de morir, sintiendo que sus días estaban por terminarse, pidió clemencia públicamente por todos sus pecados, perdonó a sus enemigos y distribuyó todos sus bienes entre los pobres. Murió serenamente el 4 de abril del año 636 a los ochenta años de edad. Sus restos se encuentran hoy repartidos entre la Catedral de Murcia y la Basílica de San Isidoro de León, donde fueron trasladados en el 1063 por el rey Fernando I de León. La obra

Isidoro fue como un puente entre una edad que terminaba y la nueva era, la de los siglos oscuros, que comenzaba. Él interpretó en pleno la época de desintegración que estaba viviendo: la descomposición y la dispersión de la cultura clásica; la pérdida de los valores éticos de la sociedad entera; la pérdida de las tradiciones; la pérdida de la propia identidad social y étnica. Frente a un cataclismo social de tales proporciones hubo un hombre que lúcidamente y píamente quiso legar a la posteridad cuanto más conocimiento pudo, y no solo, quiso instaurar un sistema de educación que 147

garantizara la formación de las nuevas generaciones en el tentativo de salvarlas del inminente barbarismo. Este hombre fue Isidoro de Sevilla. Cuando Isidoro instituyó los seminarios para la formación del clero impuso el estudio del griego y del hebreo, de las artes liberales, de las leyes, de la historia, de la geografía, de la cosmología, y de la medicina. Era un sistema educativo amplio, abierto y progresista, que gracias a ello permitió a España mantener vivo un centro de cultura mientras el resto de Europa se hundía en la barbarie. Fue un esfuerzo inmenso que figuró como para mantener vivo un pequeño foco en la oscuridad de la tormenta. El mismo Isidoro daba las clases y, como Plotino, escribía los textos de estudio objeto de sus lecciones. De este trabajo salió una de las obras más importantes de la época, que precedió de once siglos la Enciclopedia de Diderot: la Originum sive etymologicarum libri viginti, más conocida simplemente como las Etimologías (Etymologiae), en veinte libros con 448 capítulos. En esta obra, de importancia y dimensiones colosales, Isidoro reúne y sistematiza todos los conocimientos de la época, las del trivio y las del cuadrivio, y gracias a ella la cultura clásica pudo sobrevivir aun en el cataclismo que siguió a la caída del mundo antiguo. Las Etimologías fueron muy leídas durante la edad media y utilizadas difundidamente en todas las instituciones educativas hasta el renacimiento. Los títulos de los veinte capítulos en que se divide 148

la obra nos dan la dimensión universal de este trabajo que no tuvo iguales, en su especie, por más de mil años. El Libro I trata de una de las materias del trivium, la gramática, incluyendo las reglas de la métrica; El Libro II completa la exposición de las materias del trivium con la retórica y la dialéctica; El Libro III trata de las materias del cuadrivium: la matemática, la geometría, la música y la astronomía; El Libro IV trata de la medicina y de la organización de las bibliotecas; El Libro V trata del derecho y de la cronología, es decir de la consecutio terminum, rama de la lógica indispensable para el jurista, el historiador y el investigador; El Libro VI trata de los libros eclesiásticos y de los oficios; El Libro VII trata de Dios, de los ángeles, de los santos, y de las jerarquías celestiales y terrenales, tema que siente el influjo del plotinismo; El Libro VIII trata de la Iglesia y de las herejías, enumerando sesenta y ocho de ellas; El Libro IX trata de los pueblos, de los reinos, de las ciudades, de los idiomas y de los títulos oficiales; El Libro X trata de las etimologías; El Libro XI trata del hombre; El libro XII trata de los animales y de las aves; El Libro XIII trata del mundo y de sus partes; El Libro XIV trata de la geografía; El Libro XV trata de la urbanización, de los edificios públicos y de las calles; 149

El Libro XVI trata de las piedras y de los metales; El Libro XVII trata de la agricultura; El Libro XVIII trata de la guerra, de los juegos y de la jurisprudencia; El Libro XIX trata de los barcos, de las casas y de la vestimenta; El Libro XX trata de las provisiones y de los utensilios domésticos, agrícolas y artesanales. Escritor fecundo e incansable, Isidoro escribió también tratados de astronomía, de geografía y de historia natural. Escribió un tratado de sinónimos (el De differentibus verborum) que es no solamente un libro que eviscera completamente el significado de las palabras latinas, indicando sus equivalentes, mas también es un libro de teología. Pero las obras, que por su importancia actual, son consideradas las más valiosas de su época, fueron las historias de los godos, de los vándalos y de los suevos, muy leídas durante la Edad Media, el Renacimiento y hasta los tiempos modernos, por ser una fuente indispensable de información para el conocimiento de una época convulsa y llena de protagonistas importantes y preeminentes. Por su legado de valor universal y enciclopédico Isidoro fue llamado el Maestro de la Edad Media.

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Epílogo

Cuando Isidoro murió en Sevilla, hacía ya cuatro años que Mahoma había muerto en la Meca, el 7 de junio del 632. A la historia le ha gustado más veces jugar con las coincidencias. Ésta es una de ellas, haciendo combinar dos muertes que simbolizan y marcan el final y el principio de dos épocas: el final de la cultura romana occidental, y con ello de la filosofía patrística, y el principio del Islam, que conservó, a beneficio de las generaciones futuras, gran parte de la cultura y de la filosofía oriental griega, especialmente a través de las obras de Euclides, de Hipócrates, y, sobre todo, de Aristóteles. En occidente el Imperio Romano se había desmembrado, Roma había caído una vez más bajo las hordas de los invasores nórdicos, y solo cuando la ciudad fue cercada y sus acueductos cortados, a mitad del VI siglo, los romanos se dieron por fin cuenta que el imperio de 151

veras había terminado. Su población rápidamente colapsó, del millón de habitantes de la época de oro, a los cincuenta mil de la edad media. Mientras en el occidente europeo la luz se apagaba y en el imperio romano de oriente no surgían más Plotinos, Agustinos o Isidoros, en el mediano oriente una nueva luz se prendía para iluminar, por los siguientes cinco siglos, el panorama cultural occidental, a través de sus filósofos, sus científicos y sus poetas. Diez años después de la muerte del Profeta, el anhelo proselitista capturaba los corazones de los caravaneros del desierto y en solo diez años la Mesopotamía, Siria, Palestina y Egipto venían conquistados y convertidos al Islam. En el 642 Bisancio abandonaba el Egipto a los árabes, que ocuparon Alejandría. El general musulmán Amr, que probablemente era analfabeto, y a mala pena conocía el Corán, cuando entró en Alejandría quedó estupefacto. “Hay 4000 palacios, 400 baños públicos y 400 teatros”, escribió al Califa Omar. Sea Amr que el Califa Omar, probablemente en su vida, no habían conocido nada más que la arena del desierto. Más atónito quedó Amr cuando visitó la grande Biblioteca de Alejandría. Parece que escribió nuevamente a Omar para preguntarle qué debía hacer con todos esos libros. “Si ellos concuerdan con el Corán, son superfluos y por tanto es inútil conservarlos; si no concuerdan, son dañinos, por tanto es necesario eliminarlos”, parece que fue la respuesta del Califa. Fue así que Amr distri152

buyó todos los libros a los baños públicos para que los utilizara como combustible para calentar las aguas termales de las piscinas y de las saunas. Aunque es cierto que este cuento fue inventado por los occidentales cristianos en época posterior a la caída de Alejandría, efectivamente, durante los saqueos que siguieron a la presa de la ciudad, se quemó la histórica Biblioteca. O mejor dicho venía quemado lo poco que quedaba de ella. En los últimos doscientos años la mayor parte de los textos originales autógrafos de los grandes filósofos griegos habían sido lentamente saqueados por los bizantinos, los fanáticos cristianos del tiempo del Patriarca Teófilo y por los coleccionistas particulares. Otros textos originales habían desaparecido por obra de los traficantes de arte y antigüedades, de los comerciantes, o sencillamente por la falta de custodia y mantenimiento. De toda manera, la destrucción de la Biblioteca de Alejandría queda marcada en la historia como uno de los más nefandos crímenes en contra de la humanidad y de su cultura. Una vez conquistado el Egipto los musulmanes esperaron el tiempo necesario para organizar el país, fundando una nueva capital, el Cairo (al-Fustat=la tienda) en el lugar donde el ejército había puesto un campamento. Luego, se prepararon para avanzar hacia occidente recorriendo el terreno que más les agradaba: el desierto. En el 670, después de haber conquistado la Cirenaica, llegaban a 100 kilómetros de Cartago, todavía 153

ciudad bizantina, y fundaban Quairwan (=el descanso), en pleno desierto, que se convertiría en una de las ciudades santas del Islam. Veinte años después, en el 698, Cartago, tras una estrenua resistencia de los bizantinos, caía en mano de los musulmanes. Desde ese momento toda África septentrional se encontró islamizada y organizada administrativamente en tres provincias: Egipto, con capital el Cairo, África, con capital Quairwan, y Magreb, con capital Fez. La expansión árabe se había convertido en imparable y desde las orillas de Ceuta los musulmanes miraban hacia el norte, más allá de las treinta y seis millas náuticas (58 kilómetros) de mar que separan los dos continentes, y escrutaban el perfil a veces incierto del continente europeo esperando el momento propicio para cruzar el estrecho y seguir en su mesiánica obra de conquista y conversión. En el 711 el general Tariq, al mando de 7000 moros (beréberes) y 300 árabes desembarcaba en Gibraltar. Dos años más tarde se agregaban otros 8000 moros y 10000 árabes. Los dos ejércitos, juntos, conformaron una armada invencible. Los godos, divididos y debilitados por las largas guerras con los bizantinos, cedieron rápidamente. Toda España, con excepción de la faja norteña, la atlántica, fue conquistada. En el 732, al cumplir los cien años de la muerte del Profeta, el insaciable ejército musulmán cruzaba los Pirineos e invadía Francia, alcanzando rápidamente el 154

corazón del país y llegando poco menos de 300 kilómetros a suroeste de Paris. Debemos a Carlos Martel y a su gallardo ejército franco si el occidente, hoy en día, no es islámico. Nunca en la historia una batalla tan decisiva e importante ha sido librada con la determinación, el heroísmo, el dramatismo y la desesperación por el sentido de de la catástrofe inminente para los destinos de la humanidad, como aquella que se desarrolló, en una localidad aun imprecisada de la planicie entre Poitiers y Tours, en una fecha igualmente aun desconocida, entre el otoño del 732 y la primavera del 733 (tradicionalmente los franceses festejan la batalla como ocurrida el 10 de octubre del 732). Tras seis días de escaramuzas, en el séptimo día estalló una furiosa batalla, con intensos combates y con episodios de heroísmo admirables por ambas partes, en la que ejército de Carlos Martel resultó victorioso. Abdar-Rahman ibn Abdullah Al Gafiki, valí (gobernador) de Al-Andalus (Córdoba), y comandante del ejército musulmán perdió la vida en la batalla. Por la primera vez, desde cuando salieron de su península, los árabes fueron bloqueados y rechazados. Aunque no se retiraron completamente de Francia, pues la Langüedoc quedó ocupada hasta el 759, el mito de su imbatibilidad había terminado. El nuevo, aunque inestable, equilibrio político surgido en Europa occidental después del arresto de la expansión árabe, dio lugar, en los siglos siguientes, a un nuevo florecer de la cultura. Los árabes, acarreando sus 155

conocimientos del oriente medio, donde, además que realizar enormes progresos en la medicina, en las matemáticas y en la astronomía, desarrollaron una grande sensibilidad para la poesía y la filosofía, ciencias que ganaron grande prestigio y reconocimiento en Europa, transmitieron su cultura al viejo continente, que, perdido en las tinieblas de los siglos oscuros, había olvidado toda memoria anterior del conocimiento humano. En el viejo continente, sin embargo, el nuevo equilibrio favoreció el surgir de un nuevo orden político, en primera instancia, el de los Francos, vencedores de los árabes. Después de 400 años de la caída del imperio romano la filosofía retomaba su camino. Es lo que examinaremos en el siguiente volumen.

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