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Spanish; Castilian Pages 304 [303] Year 2014
Heridas abiertas Biopolítica y representación en América Latina
Mabel Moraña e Ignacio M. Sánchez Prado (eds.)
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Heridas abiertas Biopolítica y representación en América Latina
Mabel Moraña e Ignacio M. Sánchez Prado (eds.)
Iberoamericana • Vervuert • 2014
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Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2014 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2014 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-84898-009 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-347-0 (Vervuert) eISBN 978-3-95487-296-1 Depósito Legal: M-11225-2014 Diseño de cubierta: Carlos Zamora Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
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Índice
Introducción. Heridas abiertas Mabel Moraña ................................................................................
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Presentación Ignacio M. Sánchez Prado .............................................................. 23 Biopolítica. Vicisitudes de una idea Horacio Legrás ............................................................................... 31 Biopolítica y soberanía. Notas sobre la ambigüedad del corpus literario Sergio Villalobos-Ruminott ............................................................ 47 Teoría, literatura y la tutela del error Román de la Campa ....................................................................... 65 El lado oscuro de la fotografía. Tecnoestéticas, cuerpos y residuos de la colonialidad en el siglo xix Beatriz González-Stephan ............................................................... 79 Huaycañán (1952-1953), la in(ex)clusión biopolítica Carlos A. Jáuregui .......................................................................... 107 Los cuerpos de la militancia Susana Rosano ................................................................................ 141 Una historia que carece enteramente de historia Jean Franco ..................................................................................... 155 El cruising de la muerte. Biocultura: biopolíticas, biorresistencias y bioproxemias José Manuel Valenzuela Arce ........................................................... 165
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Las razones de Estado del narco: soberanía y biopolítica en la narrativa mexicana contemporánea Oswaldo Zavala .............................................................................. 183 La biopolítica en contra de sí: víctimas y contravíctimas en el México contemporáneo Estelle Tarica ................................................................................... 203 El haplotipo cósmico: discapacidad, mestizaje y el mapa del genoma mexicano Susan Antebi ................................................................................. 225 El oficio del cyborg: nuevas direcciones para una identidad poshumana en América Latina J. Andrew Brown ............................................................................ 247 Erika López, welfare queen: sobre los puertorriqueños y el performance de la pobreza en California Lawrence La Fountain-Stokes ......................................................... 259 La colonialidad del placer o la hybris del doble punto ciego Víctor Manuel Rodríguez-Sarmiento .............................................. 273 Colaboradores ................................................................................ 299
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Introducción. Heridas abiertas Mabel Moraña Washington University in St. Louis
. El tema biopolítico en América Latina Los trabajos que se presentan a continuación fueron convocados para el IV Congreso Internacional de Estudios Culturales Latinoamericanos llevado a cabo en Washington University, St. Louis, en los días 28 y 29 de marzo de 2013 bajo el título de “Open Wounds. Bio-Politics and Representation in Latin America / Heridas abiertas. Bio-Política y representación en América Latina”. Como parte de la serie “South by Midwest”, este congreso se articuló en torno al tópico vasto y complejo de la biopolítica, un tema tan cercano al corazón y a la historia de América Latina. En efecto, desde el trauma inicial de la conquista hasta las formas posteriores de dominación legitimadas por la república criolla y entronizadas en la modernidad, la cuestión geopolítica constituyó uno de los ejes principales del pensamiento y de las prácticas sociales y políticas de la región. Sería justo reconocer que al estudiar América Latina en sus distintos períodos y aspectos culturales, no hacemos casi más que analizar los giros biopolíticos que el continente asume a lo largo de su historia, las agresiones, formas de resistencia, discursos de legitimación y procesos descolonizadores que pautan la historia de las sociedades latinoamericanas y definen sus diversas formas de conciencia social. Desde un ángulo sin duda biopolítico se comenzó a debatir en el siglo xvi la naturaleza del indio, la existencia posible de su alma, los usos de su cuerpo y los desafíos que planteaba la hibridación del cuerpo social. Las imágenes que nos parecen más representativas de nuestra historia tienen todas que ver con el marti-
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rio del cuerpo, desde los recogedores de perlas descritos por Bartolomé de Las Casas y el desmembramiento de Tupac Amaru hasta las manos mutiladas del Che Guevara, las flores óseas del artista colombiano Juan Manuel Echeverría y las siluetas transfiguradas de la cubana Ana Mendieta. El Estado surge racializado en América Latina, es decir, marcado por la impronta de la clasificación social que la sociedad criolla reexaminará y reciclará en el republicanismo excluyente que se instaura con las independencias y se perpetúa en la modernidad. El tema biopolítico es connatural al proceso de formación de naciones y componente esencial en la emergencia y consolidación de la soberanía política. Es un elemento esencial en la ideología del progreso, informa los planes de blanqueamiento poblacional como en Conflicto y armonía de las razas en América, de Sarmiento, el pensamiento político del positivismo, los planes de mestización y los designios eugenésicos en distintos contextos. Así, aunque la biopolítica rige en América desde sus orígenes porque es parte esencial del colonialismo, será sin duda la modernidad la que otorgará a la biopolítica una agenda actualizada y con nueva apoyatura filosófica para fijar las estrategias de control y disciplinamiento del cuerpo social. La perspectiva biopolítica y el vocabulario que la acompaña están, en efecto, tan naturalizados en el pensamiento continental que permean completamente nuestro lenguaje crítico y ficcional. Para referirnos solamente al terreno de la literatura y la cultura latinoamericana, abundan los ejemplos de representación simbólica de la relación entre Estado y sociedad planteada a partir de imágenes del cuerpo que se interrelacionan con la problemática del poder, creando un mundo simbólico marcado por el arrasamiento de individuos y comunidades y por las marcas que esa devastación deja en la subjetividad colectiva. Desde Pueblo enfermo de Alcides Arguedas hasta Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, desde En la sangre de Eugenio Cambaceres hasta Salón de belleza de Mario Bellatin, desde Historia del pelo de Alan Pauls hasta Estrella distante de Roberto Bolaño, Los ejércitos de Evelio Rosero e Impuesto a la carne de Diamela Eltit, proliferan los intentos de materializar lo social y metaforizarlo recurriendo a imágenes organicistas, que ilustran sobre procesos históricos de desgarramiento social, fragmentación y aniquilación de la vida. De esta manera, parece imposible referirse a la historia latinoamericana sin pasar por las mutilaciones del cuerpo social, su deterioro, su desaparición real o imaginada. En las artes plásticas, la metáfora del cuerpo social hecho carne –carne rasgada, lacerada, tensada por el dolor y el miedo, hipertrofiada en el grito mudo de la pintura, la escultura o el performance– adquiere múltiples for-
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mas. Uno de los ejemplos más impactantes puede encontrarse en el catálogo de la exposición colombiana Habeas Corpus, realizada bajo la curaduría de Jaime Borja y José Alejandro Restrepo en 2010, enmarcada por los textos que componen 58 indicios sobre el cuerpo, extensión del alma de Jean Luc Nancy. La exposición presenta ejemplos que van desde reliquias a sacrificios, imágenes de mortificación y automutilación que obligarían a repensar la teoría del Barroco, particularmente la saturada estética funeraria en sus múltiples formas coloniales y contemporáneas. La muestra iba, no por casualidad, complementada por materiales que ilustran sobre otro corpus alternativo bajo el título de Cuerpos amerindios. Arte y cultura de las modificaciones corporales, donde se estudia la relación entre comunidad y cuerpo en la población de los ticuna y nukak baká en la Amazonía colombiana. Aunque se presentan ejemplos invalorables que ilustran sobre la idea del cuerpo como campo de batalla, de acuerdo a la expresión de Barbara Kruger, la relación biopolítica queda planteada como desafío para el espectador interesado, a partir de esos materiales. Ambas muestras logran introducir junto al tema del cuerpo y del poder que lo atormenta, la temática de la otredad, que atraviesa de modo a veces explícito, a veces de manera afantasmada, la cuestión biopolítica, sobre todo en sociedades poscoloniales. Más explícita resulta la propuesta de la artista argentina Cristina Piffer (Buenos Aires, 1953), quien trabaja con lo que ha sido definido como “violencia encarnada” (hecha, literalmente, carne), utilizando para componer sus piezas vísceras y sangre deshidratada, así como grasa y carne de animales que en ocasiones aparecen prensadas en planchas de acrílico transparente o sujetadas por ganchos de acero. A través de una estética a la vez poderosa y sutil, las piezas remiten a episodios precisos de la historia argentina, desde los enfrentamientos entre federales y unitarios que representara Esteban Echeverría en El matadero hasta los genocidios que tuvieron lugar durante “la conquista del Desierto”, sugiriendo claras connotaciones vinculadas a contextos políticos más recientes. “La materia orgánica opera en estas obras como una inquietante metáfora de los cuerpos borrados de la historia”, como indica Fernando Davis en el breve catálogo que acompañó la muestra. Tripas trenzadas de vacunos, vísceras conservadas en formol, sangre utilizada como pintura para imprimir billetes, pasan a constituir objetos estéticos donde asoma la génesis violenta de la nación, los ejercicios de la fuerza y del poder político y los costos sociales de la consolidación nacional. Las piezas remiten así, mediatizadamente, a las luchas políticas del siglo xix y a la vinculación entre economía y política, vida y poder, ética, estética e ideología. Reinstalan el elemento carnal,
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la corporalidad, en contextos depurados y asépticos, sin borrar del todo las resonancias truculentas que evocan los elementos biológicos convertidos en dispositivos estéticos, al mismo tiempo abstractos y testimoniales. Concretamente, las piezas de Piffer evocan las técnicas del degüello y el desollamiento correspondientes a los momentos mismos de emergencia de la nación Estado, con alusiones al genocidio de indígenas, a los mataderos y al arrasamiento de la naturaleza. La obra alcanza su significado sobre todo en el contexto de las celebraciones del Bicentenario y a partir de sus referencias tácitas a las torturas de la dictadura. La dimensión biopolítica está presente no sólo en la retórica organicista que asimila tempranamente nación a cuerpo colectivo y enfermedad a conflicto social, sino en el vocabulario que define identidades y estrategias de control y disciplinamiento. Los regímenes militares del siglo xx utilizaron hasta la saciedad las metáforas que reafirmaban la necesidad de extirpar el cáncer del socialismo, que había llegado a contaminar la integridad del cuerpo social. Incorporaron así nociones que legitimaban el exterminio como purificación que habilitaría, como sucediera antes con el nazismo, la prevalencia de un cuerpo superior que llegaría a su realización plena al subsumirse en las dinámicas y valores impuestos por el poder político. El discurso biopolítico informa las aproximaciones al racismo, el mestizaje, la eugenesia, las políticas de género y sexualidad, las decisiones que afectan los índices de esperanza de vida, la explotación laboral y la manipulación demográfica. El lenguaje con que nos referimos a fenómenos tan variados como los del terrorismo, la violencia, el narcotráfico, la violación de derechos humanos, la impunidad política, el control de la natalidad, el comercio de órganos, las innovaciones biotecnológicas, la eutanasia, etc. están asimismo imbuidos de la perspectiva biopolítica, que se proyecta en todos los aspectos políticos, históricos y sociales, abarcando creencias, rituales, producción simbólica y políticas públicas, es decir, todo lo referido a la relación entre cuerpo y Estado, vida y poder, cotidianeidad y lenguaje jurídico, experiencia cotidiana e instituciones. Obsesionada por lo que Judith Butler llamara la “vulnerabilidad social de los cuerpos”, la biopolítica se despliega a partir de las nociones de contagio, deformación, anomalía, monstruosidad, desviación, corrupción y degeneración. Se considera al cuerpo social como equivalente al cuerpo individual, premisa que permite aproximar derecho y medicina no sólo en el terreno del lenguaje, sino en el nivel ético y epistémico. En efecto, el discurso político y la conceptualización de los males sociales han apelado, en diferentes épocas y desde distintas posiciones ideológicas, a las imáge-
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nes de enfermedad, amputación, prevención, contagio y autopreservación, así como a las de la curación y el restablecimiento, léxico que da evidencia de la existencia de concepciones que adhieren a la noción de patologización del cuerpo social y a la política como terapéutica de sanación de los males que introduce el conflicto social, conceptualización a partir de la cual se intenta legitimar la distribución de las funciones sociales y los grados de poder que las sustentan.
Foucault y la tradición filosófica occidental: teorización del cuerpo político Si éste fuera el espectro total que cubre la noción de biopolítica nos encontraríamos frente a una forma nueva, universalizada y casi oximorónica, de nombrar el ejercicio del poder político, ya que, como ha sido anotado por la crítica, toda política se fundamenta justamente de acuerdo con el modo en que la vida es definida y valorada y por las estrategias que se despliegan en relación a ella. Biopolítica sería entonces, uno de los nombres que damos a la filosofía social, al estudio de las distintas formas históricas de soberanía, al modo en que individuo y comunidad regulan sus interacciones, a la manera, en fin, en que el cuerpo político –the body politic– asimila el orden jurídico, el cuerpo de la ley. Veremos, sin embargo, que la perspectiva biopolítica no sólo es más precisa y acotada que las concepciones anteriores sobre las funciones del Estado y la soberanía, sino que tiene también alcances positivos que vale la pena considerar. Históricamente, Michel Foucault será quien dará el paso de la teorización del poder soberano a las formas individualizadas en que se ejerce y se aplica el poder en la época contemporánea, esclareciendo la genealogía de las formas anónimas y colectivizadas de disciplinamiento social. Su trabajo enfoca entre otros temas, prioritariamente, el estudio de la imposición de distintos regímenes de verdad que permitieron definir la salud y la anomalía, las normativas de la sexualidad y otras modalidades de ingeniería social inherentes a la modernidad. La profundización de la lógica de la biopolítica sería, sin embargo, tarea de filósofos posteriores. La relación poder/saber que la teoría de Foucault define como el núcleo mismo de sus indagaciones constituye, en efecto, una vertiente ineludible para el análisis de los procesos de producción e institucionalización del conocimiento en la modernidad y para la comprensión de los procesos epistémicos que acompañan las transformaciones del capitalis-
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mo. Su obra se articula en torno al creciente protagonismo del cuerpo (individual y colectivo: el cuerpo humano y cuerpo social) como el punto de convergencia de poder y saber. Ése será el lugar, entonces, donde se anudan las dinámicas de producción capitalista y de control político, por un lado, y de resistencia y deseo, por otro, constituyendo una arena de lucha material y simbólica de innumerables significaciones. Ya desde Hobbes, Nietzsche y las filosofías sociales que acompañan –o que se oponen férreamente– al fascismo, se percibe que el concepto de biopolítica se va perfilando cada vez de manera más técnica y precisa como designación de una frontera, como el límite mismo en que vida y poder se vinculan para condicionarse mutualmente, pero también como la instancia en la que vida y poder pugnan por establecer sus propios dominios, reclamando cada uno para sí un lugar epistemológico específico y particularizado. La biopolítica nombra así el momento de quiebre y de inflexión en el que conocimiento, poder y acción social confluyen y se materializan sobre el cuerpo social definiendo sus formas de existencia y el lugar que el individuo y la comunidad ocuparán más allá de su singularidad, como componentes de totalidades a las que designamos con los nombres de población, multitud, ciudadanía, masa, espacios conceptuales generadores de significado y energía colectiva. Sin embargo, la sociedad no es solamente un espacio de confluencia, sino también de conflicto, y es justamente hacia la teorización de los antagonismos sociales, sus discursos de legitimación y las luchas por hegemonía epistémica, económica, política y social, que se encaminan los debates sobre la vida y el Estado. En Defender la sociedad (1997), refiriéndose al racismo y a las políticas estatales relacionadas con el tema, Foucault expone la noción de biopoder como tecnología de control social, demostrando que las fronteras entre violencia y poder son permeables y difusas y que diversas formas de agresión, proyectos de exterminio del Otro y estrategias de dominación colectiva subyacen a toda estructura de poder, no solamente las que existen centralizadas en el Estado y en las instituciones que habitualmente se identifican como centros de control político y social, sino también las que se encuentran diseminadas en el cuerpo social. En relación con el tema de la soberanía, que es esencial en el pensamiento biopolítico, Foucault atiende a una transformación que juzga esencial en la definición del poder estatal: en lugar de abrogarse el derecho de matar para conservar su hegemonía y eliminar el conflicto social, desde el siglo xviii el poder afirma su control sobre la sociedad a partir de su regulación de todos los aspectos relacionados con la vida. De ahí que el énfasis del Estado
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recaiga crecientemente no ya sobre la dominación territorial, sino sobre el control poblacional: distribución y diseño de los espacios públicos, regulación de la salud pública, legislación del régimen laboral, etc. La Revolución Industrial y el desarrollo del capitalismo impulsan un disciplinamiento capaz de asegurar el desenvolvimiento de los ritmos productivos, así como el adiestramiento educativo y militar de los ciudadanos, con miras a la capacitación individual y el orden colectivo. Se inicia así la relación indisoluble entre modernidad y biopolítica, que se apoya en nuevas formas de estructuración del Estado y las instituciones que acompañan su funcionamiento. Recuperando en buena medida ideas de Hegel y Nietzsche, Foucault avanzará la reflexión acerca de las tecnologías del poder y de la diseminación de los mecanismos de control social más allá de las estructuras institucionales y jurídicas, abriendo la corriente del pensamiento biopolítico como una de las más productivas vías de acceso para el estudio de la subjetividad (pos)moderna y de la relación entre política, capitalismo y corporalidad. La compleja relación entre vida y poder se convertirá en el foco principal de la teorización biopolítica, la cual, reconociendo como punto de inflexión la obra del filósofo francés, se desarrolla y toma nuevos rumbos en los trabajos de Giorgio Agamben, Roberto Esposito y Antonio Negri, entre otros. Estos autores analizan los procesos de biologización del Estado en sus derivaciones sociales y políticas, atendiendo a los discursos de legitimación de sus políticas y a los alcances éticos e ideológicos de las mismas. Estos pensadores vuelven sobre los temas de la soberanía, la constitución y naturaleza del Estado moderno y la implementación de la ley, tratando de determinar las relaciones que rigen, en distintos contextos, la administración de la vida, no solamente en la conformación de los imaginarios colectivos, sino a través de las prácticas concretas que se dirigen a la sociedad civil. La reflexión biopolítica, abarca, en este sentido, un amplio registro de temas éticos y políticos, desde las regulaciones eugenésicas hasta las políticas étnicas y raciales, pasando por el tratamiento de la naturaleza, los estudios demográficos, la regimentación del trabajo, la defensa de derechos humanos y las aproximaciones al estudio y eliminación de la violencia política y social.
. Después de Foucault: Agamben, Hardt/Negri, Esposito El pensamiento posfoucaultiano tomará, desde el punto de vista filosófico, nuevos rumbos. Como es sabido, las teorías biopolíticas de las últimas décadas comienzan por señalar los vacíos dejados por Foucault en su
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concepción de las relaciones entre poder, vida y conocimiento. Roberto Esposito señala que en Foucault la relación entre vida y ley habría permanecido como un vínculo enigmático que no permite comprender si la biopolítica moderna constituye en Occidente un último resabio del poder soberano o su cancelación definitiva. Según Hardt y Negri, Foucault no habría advertido las transformaciones que la biopolítica sufre en la posmodernidad donde las fronteras entre lo político y lo económico, lo productivo y lo reproductivo tienden a disolverse. A su vez, la distinción de Agamben entre bare life o vida biológica y existencia política, proveniente de Benjamin, abrirá nuevas avenidas teóricas, potenciando aspectos ya presentes en el pensamiento anterior. Por un lado, las nuevas perspectivas se orientan en la dirección mítico-histórica que tiene en René Girard uno de sus exponentes principales, proponiendo los temas del sacrificio, la expiación y la relación entre la violencia y lo sagrado como uno de los puntos de reflexión. Por otro lado, se analizará la función –y construcción– del enemigo externo o interno como uno de los elementos que sustentan los mecanismos defensivos de la comunidad. En Homo sacer (1995) Giorgio Agamben se concentra en la convergencia de ley y vida, es decir, en las relaciones entre el poder soberano y la nuda vida. Los conceptos de Homo sacer y de nuda vida (respectivamente, aquel que por encontrarse fuera de la ley puede ser asesinado impunemente por el Estado soberano, y la vida entendida en su estatus puramente biológico) sirven para articular la genealogía de la biopolítica como atributo de la soberanía y para demostrar que, desde el Derecho Romano, el poder político se funda no en la ley, sino en el ejercicio impune de la violencia. Esta dimensión mítica del derecho y su relación con la vida, así como el potencial de la violencia como posibilidad coercitiva administrada a partir del poder, integran desde la antigüedad el dominio de la soberanía política y cristalizan en el estado de excepción. En esta situación límite a la que se refieren Benjamin, Derrida y otros, la ley es suspendida aunque permanece en estado de latencia dando lugar a ese espacio anómico del que habla Agamben en el que se instaura la “fuerza de ley” (donde la tachadura de la palabra indica la simultánea presencia del concepto y la interrupción de su aplicación). Para Agamben el gran desafío de la filosofía es la comprensión de lo incomprensible e irrepresentable: el genocidio (cuyo paradigma sería el Holocausto) como violencia última contra la racionalidad, el sentimiento y la memoria. Convertido en el lugar de (re)producción de la muerte, el Estado crea a través del terror una inversión impensable del sistema jurídico. Esta
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aberración supera, por su exceso de realidad, los modelos existentes de inteligibilidad perceptiva o conceptual. En el genocidio nazi convergen, por ejemplo, el racismo entronizado en el poder estatal y los propósitos disciplinadores supuestamente concebidos para proteger a la población, creando una dinámica de reproducción y diseminación de la muerte que institucionaliza la violencia como “higiene” radical del cuerpo social. Estado de excepción, soberanía, nación y violencia conectan con la idea del Homo sacer en tanto sujeto que, al ser situado fuera de la ley, escapa a su protección. Los debates que estamos aludiendo producen un giro importante en los estudios sobre la violencia y entregan un importante repertorio de conceptos y de articulaciones teóricas para el estudio de temas tan variados como los relacionados con la raza (la discriminación, el mestizaje), el género, la colonialidad, la discapacidad y tantos otros tópicos vinculados al poder sobre el cuerpo y a la regulación de sus instancias de preservación y socialización. Tanto a nivel político como académico, el impacto de los estudios biopolíticos se proyecta a múltiples niveles, conduciendo a una serie de deslindes léxico-conceptuales. Si los términos biopoder y biopolítica se utilizan en general como sinónimos, el primero se referiría más bien a los avances científicos que redundan en el mantenimiento y prolongación de la vida, mientas que el de biopolítica se reservaría para designar las formas en que tales avances o descubrimientos son implementados en la sociedad a través de políticas públicas. La relación entre ciencia, capitalismo y biopolítica resulta así innegable. No obstante, pensadores como Jean-Luc Nancy enfatizan el hecho de que la noción de biopolítica resulta redundante, en la medida en que toda política se define de acuerdo con la regulación de la vida y en estrecha relación con los avances técnico-científicos. Como señala Thomas Lemke, la biopolítica se afirma, como una crítica profunda a las ciencias sociales heredadas de la modernidad, las cuales, afectadas por el culturalismo, han dejado de lado la necesidad de aproximaciones bioculturales o biosociales que permitan rescatar la complejidad que caracteriza la relación entre vida y poder, ley y existencia. De ahí que hayan surgido una serie de nuevas categorías y nuevas reformulaciones disciplinarias para la captación de aspectos que antes se consideraban pertenecientes a áreas separadas del saber y que ahora se analizan de forma combinada: política molecular, thanatopolítica, antropopolítica, biosocialidad, etnopolítica, bioeconomía, etnotecnología, etc. Estas combinaciones disciplinarias y epistemológicas marcan el territorio teórico y metodológico que acompaña los procesos de biologización del Estado y a los
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debates filosóficos, sociales y políticos que lo acompañan. De estos debates se desprende la idea de que los cambios que registra la reflexión biopolítica se corresponden a su vez con modificaciones sustanciales en el nivel de producción de subjetividades colectivas, transformaciones que son correlativas a las distintas formas de conceptualizar la materialidad corporal en su doble dimensión, pública y privada. En Imperio, al referirse a lo que llaman “la producción biopolítica”, Hardt y Negri indican que el tránsito de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control tiene lugar cuando se produce una paradójica democratización de los métodos de dominación por la cual éstos se diseminan en el cuerpo social de modo que los sujetos interiorizan las conductas de integración y exclusión que eran detentadas por un régimen de dispositivos institucionalizados. Estos dispositivos regimentaban la sociedad y la sometían a sistemas específicos de represión y clasificación de la ciudadanía (manicomios, prisiones, escuelas, cuarteles, hospitales, etc.). La sociedad de control, que pertenece a la alta modernidad y a la sociedad posmoderna “podría caracterizarse por una intensificación y una generalización de los aparatos normalizadores del poder disciplinario que animan internamente nuestras prácticas comunes y cotidianas” (Hardt y Negri 36). En este nuevo paradigma de poder la resistencia también abandona su marginalidad para alojarse en el centro mismo de lo social. Citando “La naissance de la médecine sociale” de Foucault, Hardt y Negri recuerdan: En la década de 1970 Foucault sostuvo en varios trabajos que no es posible comprender el paso del Estado ‘soberano’ del Antiguo Régimen al Estado ‘disciplinario’ moderno sin tener en cuenta en qué medida el contexto biopolítico fue progresivamente puesto al servicio de la acumulación capitalista: “El control de la sociedad sobre los individuos no se ejerce solamente a través de la conciencia o la ideología, también se ejerce en el cuerpo y con el cuerpo. Para la sociedad capitalista, lo más importante es la biopolítica, lo biológico, lo somático, lo corporal” (Imperio 39).
Hardt y Negri llegan así a “identificar la nueva figura del cuerpo biopolítico colectivo” como una forma inédita de subjetividad cuya dimensión social y comunicativa permite llegar a “lo que finalmente Foucault no logró comprender”: “la dinámica real de la producción que tiene lugar en la sociedad biopolítica” (Imperio 40). Como expansión de la teoría foucaultiana, la biopolítica afirmará el lugar de la vida como el centro neurálgico de nuevas formas de dominación
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que en la modernidad abandonan el modelo de la soberanía en favor de un paradigma disciplinario y de control social que se basa en la regulación de la existencia individual y colectiva. La implementación biopolítica abarca un amplio espectro que va desde el control de la natalidad hasta la eutanasia, pasando por variadas formas de eugenesia, administración de la salud, regulación de la discapacidad, legislación de la represión y el castigo (el encarcelamiento, la pena de muerte), legalización o criminalización de prácticas, productos y formas de intercambio (medicamentos, drogas, tráfico de órganos), sometiendo la existencia humana a las fuerzas de movilización del capital y a los poderes en los que el capital se sustenta. Como Deleuze anota en su estudio sobre Foucault, el énfasis ha variado de la ley a la vida, con lo cual ésta se afirma como la forma más eficaz de la resistencia a la fuerza: When power becomes bio-power resistance becomes the power of life, a vital power that cannot be confined within species, environment or the paths of a particular diagram. Is not the force that comes from outside a certain idea of Life, a certain vitalism, in which Foucault’s thought culminates? Is not life this capacity to resist force? (Foucault 93).
Conectando con las ideas de Agamben, el filósofo Roberto Esposito, otro de los grandes teóricos de la biopolítica, entiende que el concepto de inmunidad es clave para definir esta nueva misión del poder como salvaguarda de la salud colectiva, exponiendo así el vínculo insoslayable entre vida y orden jurídico. Esposito enfatiza el hecho de que los conceptos de immunitas y communitas tienen en común el elemento del munus, término que significa al mismo tiempo don y veneno, contacto y contagio. Si en la communitas el munus circula libremente, la immunitas lo deja sin efecto, fija sus límites, lo acota, cancelando su acción, ejerciendo al hacerlo una negatividad positiva que recuerda la dinámica entre el dominio del Derecho y la acción de la violencia como su garantía implícita, su amenaza y al mismo tiempo su condición de existencia y permanencia (Diez pensamientos 279). Se trata en ambos casos de la idea de una negatividad constitutiva que asegura en última instancia el mantenimiento de la vida, aunque depende de un delicado e inestable equilibrio que puede conducir, si se desestabiliza, a la destrucción total. Según Roberto Esposito los procesos de biologización del Estado cristalizan cuando la modernidad asume la necesidad de administrar la relación entre comunidad y poder soberano inmunizando a la sociedad contra la amenaza del conflicto social. Esposito vincula así comunidad e inmunidad llamando la atención
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sobre las estrategias de preservación de la salud social y sobre los mecanismos que se ponen en práctica para defender al organismo colectivo de los anticuerpos políticos, económicos o sociales que puedan atacarlo. El filósofo italiano rastrea en la primera década del siglo xx, en los escritos de Rudolf Kjellen, particularmente en El Estado como forma de vida (1916), el origen de una concepción del Estado donde éste no es visto como institución que resulta de un contrato social, sino como un organismo total provisto de cuerpo, alma y espíritu, elementos que forman una unidad que, como el ser humano, está alentada por instintos y necesidades. En el Estado se prolonga así, en nueva forma, la naturaleza, que en la teoría de Hobbes era justamente el estrato que la sociedad debía desplazar y superar para alcanzar el orden social. Para Esposito, el paradigma de la inmunidad es el eslabón perdido en la teoría de Foucault, el elemento que permite articular vida y política y entender el sentido de las regulaciones que la ley intenta imponer en el desarrollo natural de la existencia colectiva. La primera cosa que quiere entonces esclarecer Esposito es la relación entre biopolítica y modernidad, la dimensión histórica, epocal, del concepto y su aplicabilidad en distintos contextos espacio-temporales y en distintas culturas. La violencia ejercida por el sistema político se legitima como medio necesario para resguardar a la sociedad de un mal mayor, igual que la inmunidad inocula en el individuo dosis de la enfermedad para crear protección contra un ataque mayor que amenace con destruir el equilibrio vital. Communitas. The Origin and Destiny of Community (1998) e Immunitas. The Protection and Negation of Life (2002) son así desarrollos complementarios, en la medida en que los mecanismos de inmunización intentan resguardar –y en ese sentido reapropian negativamente– a la sociedad. El sacrificio de la vida existente se considera entonces una medida preventiva, necesaria y provisional, que permite salvaguardar la vida plena. En palabras de Esposito, “eso significa que, para conservar [la vida] es necesario introducir en ella algo que, por lo menos en un punto, la niegue para suprimirla” (Immunitas). La violencia de la ley inmuniza a la comunidad, que se fortalece ante cualquier otra amenaza de violencia que pueda surgir de sus propias dinámicas. En la concepción biopolítica de la obra de Roberto Esposito se destaca la idea de la necesidad de factores externos que amenacen al cuerpo social, ya que de esta manera el poder justifica sus métodos: La metáfora política es clara: si no existen enemigos externos, la comunidad descubrirá en su seno los agentes que la debilitan y que será necesario eli-
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minar. Al hacerlo, se dañará a sí misma. Por eso, la inmunización preserva la vida del sujeto (medicina) y de la comunidad (política) a costa de generar amenazas a las que antes no se encontraba expuesta (Ugarte 80).
La relación que Esposito establece entre inmunidad y modernidad se basa en la idea de que el poder soberano teorizado por Hobbes utiliza la inmunización para proteger a la communitas de la tendencia congénita al conflicto. En otras palabras, la modernidad sería un efecto de la fuerza de autopreservación, un resultado de la necesidad del Estado de contar con un régimen de derecho –que incluye los estados de excepción– capaz de asegurar la posibilidad de la perpetuación de la ley como reguladora del orden social. Como productor y administrador de negatividad el Estado moderno protege y ataca a la comunidad en un mismo movimiento. El cuerpo individual y colectivo (el individuo y la comunidad) quedan aprisionados entre vida y ley, entre el potencial salvador de la immunitas y su naturaleza destructiva, sostenidos en el inestable equilibrio entre antídoto y veneno, preservación de la vida y destrucción de sus recursos de supervivencia. Sin lugar a dudas, si el Holocausto sirvió en tantos enfoques filosóficos como el caso paradigmático de la activación radical del poder destructivo del Estado, el terrorismo con el que se inaugura el nuevo milenio alienta especulaciones igualmente estremecedoras a propósito de la naturaleza del poder y de la vida humana, y de la necesidad de redefiniciones que permitan aprehender el sentido de las dinámicas globales y la conceptualización de lo humano que de ellas derivan. Judith Butler plantea, por ejemplo, en vista de la situación de violencia global, la pregunta sobre el estatuto del ser humano, teniendo en cuenta constantes como su vulnerabilidad, así como las variantes de la sexualidad y el género, la cultura, la religión, la raza, resumiéndolo en el siguiente interrogante: “¿quién cuenta como humano?, ¿las vidas de quién cuentan como vidas?, y, finalmente, ¿qué hace que una vida sea digna de llorarse?” (82; énfasis en el original). La cuestión presentada por Butler rebasa, obviamente, agendas acotadas, como las del feminismo, para interpelar, en términos más amplios, a la cultura contemporánea de la guerra, por definición interminable, contra el mal, y a la forma espectral, desrealizada, que ha asumido en el contexto del terrorismo. De modo más preciso, las preguntas apuntan al mismo tiempo hacia la redefinición de la categoría de humanidad y hacia la reafirmación del bios como parte esencial de la communitas. Conectando la materialidad corporal con la dimensión pública, Butler señala:
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El cuerpo implica mortalidad, vulnerabilidad y agencia (agency): la piel y la carne nos exponen a la mirada de otros, pero también al tacto y a la violencia […] El cuerpo su dimensión invariablemente pública. Constituido como un fenómeno social en la esfera pública, mi cuerpo es y no es mío. Entregado desde el comienzo al mundo de otros, lleva su huella, está formado dentro del crisol de la vida social (86).
La vulnerabilidad es así, a un tiempo, el punto débil y la fuerza secreta de lo humano, la que sustenta la cohesión entre los mortales y permite articularlos políticamente, configurar su agencia y definir sus vínculos con la polis, ese otro cuerpo igualmente vulnerable que contiene al individuo y lo rebasa. Asimismo, como antes se indicara, la noción de biopolítica no designa solamente el amplio espectro de estrategias represivas y reguladoras que hemos venido mencionando hasta ahora, a partir de las cuales se modela coercitivamente el orden social apelando con frecuencia a la violación de derechos individuales o a políticas de discriminación y disciplinamiento social. En otras palabras, la biopolítica no siempre se manifiesta como la puesta en marcha de conceptos y de dispositivos encaminados a la (re) producción de la muerte; no es siempre definible, entonces, como thanatopolítica. Potencialmente, puede llegar a desplegar un aspecto que, por comparación con la acepción anterior, podríamos considerar luminoso: el que auspicia una relación emancipadora en la que el poder reconoce sus limitaciones y deberes con respecto a la vida. En este sentido, la biopolítica se asocia con las estrategias de mantenimiento de energías y recursos vitales, con el respeto por las interacciones humanas, la salvaguarda de la naturaleza y la preservación de lo que existe. Boaventura de Sousa Santos aboga, por ejemplo, por una pluralización epistemológica que comience por desautorizar la monocultura que ha engendrado formas también monológicas y de poder, afirmadas en conceptualizaciones homogéneas y excluyentes acerca de la función del Estado, la soberanía, la relación entre saber/poder y la relación entre vida y sistema jurídico. Según el sociólogo portugués, cinco lógicas han regido en Occidente con el objetivo de la producción de no-existencia: la monocultura del saber que reconoce la “alta” cultura y la ciencia moderna como los únicos criterios de verdad, la monocultura del tiempo lineal (como dirección definitoria de las ideologías del progreso, la revolución, la modernización, el desarrollo, el crecimiento y la globalización), la lógica de la clasificación social (basada en la naturalización de las jerarquías de raza y género), la lógica de la esca-
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la dominante (en la que se privilegia la dimensión de lo universal y lo global), y la lógica productivista, asentada en la monocultura del crecimiento capitalista. A estas lógicas o monoculturas De Sousa Santos opone cinco ecologías destinadas a crear una apertura radical en los terrenos mencionados: la ecología de los saberes, la de la temporalidad, la de los reconocimientos (de los sectores invisibilizados por la modernidad), la de las transescalas y la ecología de las productividades alternativas (De Sousa Santos 98-159). Valga esta mención, que es imposible desarrollar aquí con la extensión que merecería, para indicar alguna de las vías para un replanteo radical de los lenguajes, objetivos y análisis prospectivos del tema biopolítico, sobre todo en lo que tiene que ver con sociedades poscoloniales o periféricas, donde las contradicciones sociales, los problemas de autoritarismo, dependencia y clasificación social se dan de manera más aguda que en contextos centrales. En todo caso, el volumen que se ofrece al lector sigue la exhortación de Roberto Esposito, quien nos invita a “abrir la caja negra de la biopolítica” para explorar, desde esta dimensión, los temas que surgen de la realidad latinoamericana desde las instancias de su emergencia occidentalista hasta nuestros días. La dimensión filosófica arriba mencionada nutre, sin duda, la reflexión biopolítica en estas latitudes. Sin embargo, la especificidad de los problemas abordados requiere creatividad crítico-teórica y consideración de las circunstancias particulares que configuran el espacio diverso y tantas veces violentado de la historia continental. A ello se abocan los estudios que siguen, los cuales pueden ser leídos como múltiples calas en un tema infinito, tan extenso y al mismo tiempo tan puntual como la realidad a la que se refiere.
Obras citadas Agamben, Giorgio. Homo Sacer. Sovereign Power and Bare Life. Stanford: Stanford University Press, 1998. — Remnants of Auschwitz: The Witness and the Archive. New York: Zone, 1999. Cooper, Melinda. Life as Surplus. Biotechnology and Capitalism in the Neoliberal Era. Seattle: University of Washington Press, 2008. Butler, Judith. “Violencia, luto y política”. Iconos. Revista de Ciencias Sociales, FLACSO, Ecuador, 17 (2003): 82-99. De Sousa Santos, Boaventura. Una epistemología del Sur. México: CLACSO/Siglo XXI, 2009.
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Derrida, Jacques. Fuerza de ley. El “fundamento místico de la autoridad”. Madrid: Tecnos, 1997. Esposito, Roberto. Communitas: The Origin and Destiny of Community. Stanford: Stanford Univesity Press, 2010. — Immunitas. The Protection and Negation of Life. Cambridge: Polity Press, 2011. — Bios. Biopolitics and Philosophy. Minneapolis: University of Minnesota Press, 2008. Foucault, Michel. Discipline and Punish: The Birth of the Prison. New York: Vintage Books, 1977. — The History of Sexuality. 3 Vols. New York: Vintage Books, 1980-1990. — The Birth of Biopolitics. Lectures at the Collège de France, 1978-1979. New York: Palgrave Macmillan, 2008. Hardt, Michael y Antonio Negri. Imperio. Barcelona: Paidós, 2002. Lemke, Thomas. Bio-Politics. An Advanced Introduction. New York: New York University Press, 2011. Nancy, Jean-Luc. 58 Indicios sobre el cuerpo, extensión del alma. Buenos Aires: Ed. La Cebra, 2007. Ugarte Pérez, Javier. “Biopolítica. Un análisis de la cuestión”. Claves de Razón Práctica, 166 (octubre 2006): 76-82. Vatter, Miguel. “Biopolitics: from Surplus Value to Surplus Life”. Theory and Event (Electronic Journal) 12, 2 (2009), .
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Presentación Ignacio M. Sánchez Prado Washington University in Saint Louis
El auge del vocabulario de la biopolítica en los estudios latinoamericanos tiene su origen, en parte, en un punto ciego de las formulaciones paradigmáticas de Foucault, Agamben y Esposito exploradas por Mabel Moraña en la introducción y por diversos autores del presente libro. Como nos recuerda Jean Franco en el texto incluido en este volumen, la antropóloga e historiadora Ann Laura Stoler planteó, en libros como Carnal Knowledge and Imperial Power, la ausencia del colonialismo en las discusiones foucaultianas en torno al biopoder y el disciplinamiento (149-152), visibles en la formulación de la idea en el volumen 1 de la Historia de la sexualidad. Más aún, como observa Eric Paras en su polémico libro Foucault 2.0, el pensador francés dejó atrás la exploración del concepto, al grado de que, en las conferencias del Collège de France tituladas The Birth of Biopolitics, de 1978-1979, Foucault se interesa más bien en la emergencia del economicismo (neo)liberal que en la biopolítica propiamente dicha (103). En la primera sesión de estas conferencias, Foucault afirma que para poder estudiar la biopolítica de manera adecuada es necesario no sólo identificar a qué nos referimos cuando hablamos de “population”, sino también que “the analysis of biopolitics can only get under way when we have understood the general regime of this governmental reason I have talked about, this general regime that we can call the question of truth, of economic truth in the first place, within governmental reason” (21-22). Después de esta aseveración, el término “biopolítica” aparece muy poco (“biopoder” no aparece) y en general lo hace como una tarea analítica posterior al análisis del liberalismo que ocupa al libro. Foucault no mencionaría el término en absoluto en sus cursos de los años ochenta. Dos puntos emergen del carácter errático y pre-
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cario del concepto de biopolítica en Foucault. Por un lado, al atarlo al análisis de una experiencia histórica muy precisa (el liberalismo y, sobre todo, el reto en que el saber económico significa a la razón de Estado), el modelo foucaultiano deja formas de la experiencia política y social relevantes a América Latina (como el colonialismo, la raza o el género en el argumento de Stoler) como puntos ciegos. Por otro, al ser la biopolítica un concepto que Foucault desarrolla en un periodo acotado de su obra y de manera errática (según Thomas Lemke, “Foucault’s use of the term ‘biopolitics’ is not consistent and constantly shifts meaning in his texts” [34]), pero que postula preguntas fundamentales respecto a formas antes impensadas de la relación entre el poder y la vida, el término se vuelve un campo semántico abierto que permite desarrollos filosóficos, por momentos muy distintos, que inscriben en la biopolítica y el biopoder una diversa gama de experiencias políticas y sociales. En vista de esto, no es casual que varios de los desarrollos centrales del concepto de biopolítica provengan de la escena intelectual italiana. Pese a sus diferencias, el pensamiento de autores como Antonio Negri, Giorgio Agamben y Roberto Esposito se da en un contexto definido por la necesidad de reinventar a la izquierda tras el declive de la actividad intelectual radical posterior a la década de los setenta y por la constante presencia en la conciencia política del pasado fascista y sus legados, en un país para el cual el colonialismo no es una cuestión particularmente central.1 Sin duda, el concepto de biopolítica se fortalece en la muy ecléctica escena intelectual italiana (que abarca las derivaciones del pensamiento católico y la filología en la obra de Agamben, pasando por el enfoque deleuziano de Negri, hasta la pregunta por la comunidad de Esposito) precisamente por la indeterminación terminológica dejada por Foucault. Y también queda claro que en la obra de Esposito, Agamben y otro yacen preguntas cuyo potencial teórico y crítico trasciende el análisis desarrollado en sus libros. Por ejemplo, ante la relación entre biopolítica y gubernamentalidad desarrollada por Foucault, en el contexto del auge de la razón neoliberal, no se ha desarrollado del todo la pregunta respecto a si el Estado ostenta un monopolio de la biopolítica, o si se puede utilizar el término para otras 1. Para una descripción de los contextos históricos del pensamiento italiano actual, véase las introducciones a las dos colecciones que introducen a los pensadores italianos de la biopolítica al contexto de lengua inglesa: Chiesa y Toscano, The Italian Difference y Virno y Hardt, Radical Thought in Italy. Aunque la primera enfatiza el concepto de biopolítica mucho más que la segunda (que se centra más en la cuestión posfordista), debe apuntarse que, en ambos casos, la cuestión colonial es inexistente en los textos antologados.
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formas de construcción de la relación entre poder y vida propias al contexto del capitalismo avanzado, donde el Estado se encuentra asediado respecto a muchas de sus funciones históricas. Esta pregunta se encuentra implícita precisamente en la aseveración del estudio del neoliberalismo en Foucault, y ha sido desarrollada recientemente en el contexto de la medicina, como explora Susan Antebi en el texto incluido en el presente volumen.2 Más allá de eso, la centralidad del Holocausto tanto en el concepto foucaultiano de raza como en el trabajo de Agamben respecto al Homo sacer, deja abiertas preguntas sobre otras escenas de la biopolítica, relacionadas a procesos históricos como la esclavitud, la relación entre raza y colonialidad, el diseño de poblaciones en los periodos de formación nacional, entre muchas otras. En vista de estas cuestiones, Heridas abiertas nace de una invitación abierta a diversos especialistas del campo de los estudios culturales latinoamericanos a reflexionar sobre la relevancia conceptual y teórica de la idea de biopolítica en el cuadrante regional. Horacio Legrás ofrece en estos términos una reflexión sobre las “vicisitudes” de la teorización biopolítica. Para Legrás, la teorización biopolítica presenta limitaciones importantes, como la dificultad de determinar si el concepto se refiere a un “horizonte determinante” de toda la modernidad o a un conjunto de técnicas y prácticas que dependen de una noción más amplia de política o soberanía. Como contrapeso a estas limitaciones, Legrás ofrece el contraejemplo propuesto por el trabajo de Manuel Moreno Fraginals sobre los ingenios esclavistas de la Cuba colonial, escrito, según indica, de manera simultánea a las teorizaciones de Foucault sobre el tema, y por la operación narrativa de la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo de José María Arguedas. Legrás trae así la teorización biopolítica hacia dos elementos constitutivos de la experiencia colonial y la administración soberana de población en América Latina: la esclavitud y sus legados y el devenir histórico-cultural de los pueblos indígenas. Por su parte, Sergio Villalobos-Ruminott ubica la pregunta respecto a la biopolítica en conexión con un cambio paradigmático de los usos críticos del cuerpo en la literatura latinoamericana contemporánea. VillalobosRuminott se enfoca en el paso de la representación de un “cuerpo soberano”, ejemplificado por novelas como Yo el supremo de Augusto Roa Bastos, a un cuerpo fragmentado, herido y violentado que se manifiesta en una 2. Para una reflexión sobre “bioeconomía”, véase Lemke 105-116. Sobre la relevancia del concepto de biopolítica en el campo médico contemporáneo, véase Rose, The Politics of Life Itself.
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amplia constelación de escritores de las últimas décadas: Oswaldo Lamborghini, Diamela Eltit, Roberto Bolaño y Horacio Castellanos Moya entre otros. Haciendo un movimiento pendular entre estos autores y las reflexiones teóricas de Foucault, Agamben y otros, Villalobos-Ruminott propone la literatura como un espacio de localización de la “crítica a la economía política contemporánea” fundada en la relación entre una vida precarizada, la soberanía y la política. Por su parte, Román de la Campa invoca una constelación de la ficción latinoamericana contigua a la de VillalobosRuminott, para interrogar la relación del vocabulario biopolítico con los usos de la teoría en América Latina. Según De la Campa, la teorización biopolítica pertenece a una constelación de vocabularios (como estado de excepción o afecto), que emergen ante la caída de los paradigmas teóricos que rigieron los estudios literarios y culturales del siglo xx, como una manera de registrar la transformación que va de la imaginación utópica del latinoamericanismo literario de medio siglo a la ficcionalización de la derrota histórica. La biopolítica devendría entonces un vocabulario para entablar una relación crítica frente a una serie de fenómenos identificados por De la Campa (como la emergencia del género como espacio de representación o el declive del Estado nación) en autores como Sergio González Rodríguez o Leonardo Padura. Tras estas reflexiones, el volumen plantea una serie de cuestiones históricas que conectan el vocabulario paradigmático de la biopolítica con aproximaciones que los estudios latinoamericanos han hecho a momentos clave de la historia latinoamericana del siglo xix y xx. Respecto al siglo xix, Beatriz González-Stephan reflexiona sobre los usos de la tecnología fotográfica y la cultura visual en la regulación y administración de los cuerpos en el momento de formación nacional. Articulando la conceptualidad foucaultiana con el trabajo sobre cultura visual de teóricos como W. T. J. Mitchell, González-Stephan muestra la manera en que la tecnología visual permitía efectos de racialización y desracialización, lo cual a su vez muestra los usos del cuerpo en la rearticulación de los residuos de la colonialidad. Por su parte, Carlos Jáuregui interroga desde la conceptualidad biopolítica la producción e imaginación del Estado mestizo y sus monstruos a partir de una lectura del monumental proyecto Huaycañán del artista ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, un conjunto de más de cien cuadros y un mural comisionados por Benjamín Carrión. Jáuregui utiliza el proyecto para estudiar la conexión entre la representación plástica impulsada por el Estado liberal y la gestión de la población del liberalismo de mediados del siglo xx.
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Susana Rosano parte de la reflexión de las diferencias conceptuales entre biopolítica y biopoder para postular la pregunta sobre los usos del cuerpo militante en la Argentina de los años setenta. Intersectando la reflexión de Foucault, Esposito y Agamben al trabajo desarrollado por pensadores como Óscar del Barco y Pilar Calveiro, Rosano reflexiona sobre la relación del poder y la vida y las prácticas de disciplinamiento en el compromiso vital del militante, sus narrativas del heroísmo y la relación Estado-violencia. Jean Franco, por su lado, teje la reflexión sobre el concepto de biopolítica con la cuestión de género a partir del análisis de dos momentos críticos de formulación de la contemporaneidad latinoamericana. Por un lado, Franco plantea una lectura del proyecto biopolítico de seguridad nacional norteamericana de Henry Kissinger, predicado en la administración y medicalización de los excesos de la vida (la fertilidad, la imposibilidad del acomodo de la población latinoamericana en la modernidad). Por otro, toma la novela Impuesto a la carne de Diamela Eltit para reflexionar sobre la forma en que el excedente social y femenino representado por las protagonistas de la novela construye una alegoría sobre el exceso social que la biopolítica busca erradicar, en el contexto de los bicentenarios latinoamericanos. Ya en el terreno contemporáneo, José Manuel Valenzuela Arce ofrece una amplia constelación del conceptos atados al campo semántico de la biopolítica (como biopoder y biocultura) tanto para ampliar el repertorio teórico del concepto en su enfrentamiento con los retos de la vida social latinoamericana, como en la lectura precisa y provocadora de la administración biopolítica de la juventud en contextos como el tráfico de drogas o las biorresistencias operadas por las culturas juveniles ante el poder soberano del Estado. El caso mexicano aparece en Heridas abiertas como un espacio en el cual el ejercicio de la biopolítica opera de manera multidimensional. Valenzuela centra parte de su reflexión teórica en la juventud mexicana, que ha emergido como un excedente social de un país cuya soberanía fue operada por un aparato hegemónico de amplia cobertura durante el siglo xx. Oswaldo Zavala ofrece en estos términos un argumento a partir del cual el vocabulario de la biopolítica permite entender el narco no como un excedente en tensión con el proceso de constitución soberana, representado por los llamados “cárteles”, sino como una nueva forma de constitución soberana del Estado. Desde esta idea, Zavala presenta diversas representaciones de la idea del narco –encarnada en novelas de autores como Don Winslow, Víctor Hugo Rascón Banda o Alejandro Almazán– como una máscara que permite al Estado sustentar una ficción de criminalidad y so-
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ciedad civil que oculta las relaciones orgánicas entre narco y soberanía. Estelle Tarica, por su parte, presenta otro aspecto de la violencia mexicana contemporánea: la construcción de la víctima. En diálogo con el trabajo de Cristina Rivera Garza y Adriana Cavarero, Tarica se pregunta sobre la idea de la víctima como posición subjetiva ante la violencia tanto del Estado como de sus excedentes. El libro se cierra con un grupo de artículos que plantean la conexión de la biopolítica con nuevas formas críticas que desarrollan en direcciones distintas la cuestión del cuerpo en América Latina. Susan Antebi, desde el campo de estudios de la discapacidad, aborda el uso biopolítico de la medicina y el cuerpo como forma de racialización y de articulación de la población al capitalismo. Esto lo desarrolla de manera particular en conexión con la representación de la diabetes en instancias como la publicidad farmacéutica y la investigación biomédica, para mostrar la biopolítica que subyace tanto los esfuerzos de la ciencia médica y farmacéutica como su cara pública en la articulación de la discapacidad y la administración poblacional. Andrew Brown discute la relación de lo biopolítico con la teoría del cyborg e identifica en el contexto chileno una serie de escritores –Jorge Baradit, Álvaro Bisama o Mike Wilson, por ejemplo– que ponen sobre la mesa articulaciones subjetivas poshumanas que, en el argumento de Brown, no están presentes en la teorización fundante de autores como Donna Haraway o Chela Sandoval. Los dos textos finales plantean una lectura de la biopolítica en relación con la constelación teórica queer, cuyos vocabularios, como los de la discapacidad estudiados por Antebi y los del cyborg presentados por Brown, son centrales en la reflexión respecto a los excedentes de la configuración de la sociedad contemporánea. Lawrence La Fountain-Stokes presenta el caso de la artista y escritora Erika López, cuyo trabajo literario y performativo pone en escena los excesos de clase, raciales y políticos en la sociedad estadounidense contemporánea. El libro cierra con el trabajo de Víctor Manuel Rodríguez Sarmiento, quien, a partir de Aníbal Quijano, formula una noción de “colonialidad del placer” para leer prácticas artísticas, sobre todo del contexto de Colombia, que resisten formas contemporáneas de la normalización biopolítica. En su conjunto, los artículos aquí presentados permiten abrir una serie de preguntas sobre la validez de la teorización en torno a la biopolítica para el escenario latinoamericano, que los editores de este volumen ofrecemos a los especialistas y estudiantes del campo como una invitación a un debate amplio sobre la cuestión. Antes de dar paso a los colaboradores
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del libro, queremos agradecer el apoyo financiero y logístico para el congreso y el libro proporcionado por Washington University in Saint Louis, en especial la decanatura de Arts and Sciences, el programa de International and Area Studies, el departamento de Romance Languages and Literatures y la oficina de la Vice-Provost for Diversity. Agradecemos también la participación de nuestros invitados, colegas, estudiantes graduados y subgraduados y público asistente en el debate del congreso, cuyos resultados refleja este volumen. Silvia Rocha nos asistió en la primera edición de los textos incluidos en este libro. También agradecemos a Iberoamericana Editorial Vervuert, en particular a Klaus Vervuert y Simón Bernal, por su trabajo en la publicación de este libro, que constituye la cuarta entrada en la serie “South by Midwest”.
Obras citadas Chiesa, Lorenzo y Alberto Toscano, ed. The Italian Difference. Between Nihilism and Biopolitics. Melbourne: re.press, 2009. Foucault, Michel. The Birth of Biopolitics. Lectures at the Collège de France 1978-79. New York: Palgrave Macmillan, 2008. Lemke, Thomas. Biopolitics. An Advanced Introduction. New York: New York University Press, 2011. Paras, Eric. Foucault 2.0. Beyond Power and Knowledge. New York: Other Press, 2006. Rose, Nikolas. The Politics of Life Itself. Biomedicine, Power and Subjectivity in the Twenty-First Century. Princeton: Princeton University Press, 2007. Stoler, Ann Laura. Carnal Knowledge and Imperial Power. Race and the Intimate in Colonial Rule. Berkeley: University of California Press, 2002. Virno, Paolo y Michael Hardt, eds. Radical Thought in Italy. A Potential Politics. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996.
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Biopolítica. Vicisitudes de una idea Horacio Legrás University of California, Irvine
La vida de la biopolítica En Bíos, Roberto Esposito observa que From the moment that Michel Foucault reproposed and redefined the concept [of biopolitics] (when not coining it), the entire frame of political philosophy emerged as profoundly modified. It wasn’t that classical categories such as those of “law” [diritto], “sovereignty”, and “democracy” suddenly left the scene –they continue to organize political discourse– but that their effective meaning always appears weaker and lacking any real interpretive capacity (13).
La naturaleza biopolítica de las sociedades modernas resulta entonces ineludible aunque la persistencia, debilitada, de las formas de auto-entendimiento liberal condenan a lo biopolítico a permanecer como elemento impensado de las formas políticas del presente. No sólo impensado sino a veces impensable. Pese a todo lo que se ha escrito sobre lo biopolítico en el ambiente académico, el término continúa siendo objeto de interpretaciones vastamente divergentes cuando no es usado con un valor meramente adjetival para transmitir cierta idea de consternación por el vuelco que ha dado la mecánica de la dominación en la modernidad poscolonial. ¿De dónde proviene esta intratabilidad de la cuestión biopolítica? Me parece que un elemento que hace siempre compleja la discusión de la biopolítica radica en el hecho de que mientras en Foucault las categorías fundamentales del análisis responden a la pregunta “¿Cómo funciona el poder en un momento dado?”, cuando los mismos conceptos son retomados al nivel del comentario la pregunta por el “cómo” es reemplazada
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por la pregunta por el “qué”. Este desplazamiento es problemático en parte porque la definición corriente de lo biopolítico es bastante pobre desde el punto de vista conceptual. El poder biopolítico, escuchamos, produce sus sujetos como entes puramente biológicos sometibles a cálculos probabilísticos en términos de su desarrollo y formas de organización. A pesar de la simpleza descriptiva del término, el rango de operaciones interpretativas que esta definición permite ha transformado, como lo nota Esposito, las ciencias sociales contemporáneas en parte porque la dimensión biopolítica es entendida como una determinación en última instancia de las sociedades modernas. Pero esto significa también que la biopolítica sufrirá los mismos problemas y limitaciones que aquejan a otras hermenéuticas de “la última instancia”. Esposito, cuyo análisis se mueve fundamentalmente en la dimensión conceptual, habla del término foucaultiano como un escándalo lógico. (En su ensayo “Biopolitics or Politics”, incluido en su libro Dissensus, Jacques Ranciére habla de una cierta “confusión” que emerge en torno al biopoder después de la muerte de Foucault.) El problema, explica Esposito, es que Foucault ha unificado en una sola expresión dos conceptos que no pueden ser pensados simultáneamente sin una mediación posterior. La política como forma de socialización humana es heterogénea a la vida como el elemento dado e infraestructural a la existencia de la especie. Esposito toma en cuenta una objeción obvia: la noción de vida es ya mediada y carece de cualquier referencia real a una naturalidad intocada por la esfera cultural. Pero esto no lo lleva ‒como tampoco lo llevó antes a Foucault‒ a abandonar del todo el problema de la mediación. Es que el carácter mediado y hasta cierto punto “producido” de la vida siempre esconde una referencia ineludible a la vida como un más allá intocado e intocable por parte de los poderes constituidos, una materialidad última sin la cual el mundo de las formas humanas no tendría sostén. Como aquel personaje de “La biblioteca de Babel” que clama “que el cielo exista aunque mi lugar sea el infierno”, el análisis biopolítico sólo parece aceptar la dominación de la vida a condición de hacer de la vida una reserva de libertad. En tal sentido lo que la biopolítica produce a través de la expropiación de la forma humana (es decir el Homo sacer agambeano) sería en un punto idéntico al principio de resistencia a todo régimen biopolítico. Se trata de un vitalismo difuso en el cual, dice algo sombríamente Deleuze, parece concluir el pensamiento foucaltiano en torno a lo biopolítico (77). Esta ambigüedad está en la base de las interpretaciones encontradas de lo biopolítico que cubren un gran arco que va de concebir lo biopolítico como
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la más alta expresión de la libertad humana (Hardt, Negri, Virno) o la expresión última del ocaso de su dignidad (Agamben). Es precisamente el carácter siempre mediado de la noción de vida lo que legitima el esfuerzo de Giorgio Agamben ‒sobre todo en Homo sacer‒ de proveer algunos de los presupuestos que hacen la noción de biopolítica filosóficamente relevante. En el conocido análisis de Agamben la existencia humana se define en términos de forma de vida. La sociedad humana añade una forma a una indeterminación infraestructural ‒el carácter meramente viviente del animal humano. El régimen biopolítico como expresión última de la excepción soberana produce no una forma sino el Homo sacer en todo su abandono. El poder soberano no tiende a la producción del Homo sacer porque es perverso o encarna un principio de maldad radical. La producción del Homo sacer es en sí misma un producto de la impotencia del poder soberano para asegurar la fusión efectiva e inquebrantable entre el sostén biológico de la experiencia humana y una forma que ya no sería distinguible de ese soporte. El poder soberano, podríamos decir algo metafóricamente, es el resentimiento ontopolítico por la ineluctable diferencia que existe entre el Ser como principio formal y los seres como actualidad de la existencia. En línea con este pensamiento, Agamben reivindica el rol fundacional de Hanna Arendt en el descubrimiento de nuestro presente biopolítico. Para Agamben “That Foucault was able to begin his study of biopolitics with no reference to Arendt’s work… bears witness to the difficulties and resistances that thinking had to encounter in this area” (4). Pero tal vez fue algo más que desconocimiento ‒efectivo o circunstancial‒ lo que llevó a Foucault a no repetir el análisis arendtiano de un universo de la necesidad opuesto a la esfera de la libertad. ¿No pertenece Foucault a una constelación de pensamiento en la cual esta oposición se torna, sino inviable, al menos sospechosa? Arendt por el contrario permanece fiel a un cierto heideggerianismo en el cual el universo humano encuentra en la palabra un principio de extrañamiento de lo simplemente dado ‒especialmente de la esfera animal, el cual, nos dice Heidegger, permanece pobre de mundo (32). Es tal vez demasiado tarde en la historia del pensamiento para relanzar en completa buena fe la oposición entre una forma dignificante (la vida política) y una materia abandonada de sentido (el Homo sacer), especialmente después que incontables esfuerzos críticos, de los cuales los estudios subalternos son los que han tenido más impacto en el latinoamericanismo, nos han alertado de los usos ideológicos de la oposición entre ley y naturaleza, vida y política. De hecho el privilegio de la vida, nota Arendt,
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es un efecto de las revoluciones sociales de los últimos dos siglos que han invertido el principio de emancipación el cual no reside ya en el nivel puramente negativo del pensamiento sino en el reino efectivo de la necesidad. La necesidad de los oprimidos es la materia de su libertad ‒el principio que hace posible imaginar o desear un orden alternativo. Es indicativo que aun un autor como Ranciére, en el cual los oprimidos llegan a la escena de su liberación con “La marsellesa” insinuándose en sus labios, recupera, en polémica abierta con Hanna Arendt, lo que ésta había despectivamente considerado el único derecho del hombre abandonado por la ligazón de la ley: el derecho a tener derecho.1 Como lo advierte Esposito, la noción de biopolítica nos introduce en un terreno paradojal en el cual resulta imposible no confrontar, en algún punto, las tensiones e impropiedades que habitan el término. En este trabajo me interesa resumir este sistema de impropiedades en tres rasgos. La biopolítica resulta, en primer lugar y como lo sugiere Ranciére, un concepto contradictorio porque no se entiende cómo la saturación en el poder puede ser simultáneamente la localización de la política. (Esta tensión no está ausente en Foucault aunque resulta un problema secundario en su perspectiva teórica.) En segundo lugar, la noción de biopolítica parece referir a un horizonte determinante cuando lo que el análisis biopolítico debería permitir es dilucidar una dominación por técnicas y procedimientos antes que un principio transcendental. ¿De dónde, en el horizonte del pensamiento biopolítico mismo, proviene esta sed de trascendentalidad? Finalmente, lo biopolítico es una noción que no se basta a sí misma sino que constantemente requiere de otro concepto para su explicación. Irónicamente, en la mayoría de los casos ese concepto es uno que la biopolítica habría hecho obsoleto: la soberanía.
¿Donde está la política en la biopolítica? El mejor y más comprensivo estudio biopolítico en el latinoamericanismo fue producido por Manuel Moreno Fraginals a propósito de los ingenios esclavistas en la Cuba de los siglos xviii y xix en su libro El ingenio. Complejo cubano del azúcar. Por supuesto que Moreno Fraginals no usó la palabra biopolítica para referirse al estudio de las formas de producción esclava. Pero los tres volúmenes, publicados casi al mismo tiempo 1. Ver Jacques Ranciére, “Who is the Subject of the Rights of Man?” en Dissensus.
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que Foucault dictara sus conferencias en el Collège de France que fueron luego recopiladas bajo el título Il faut défendre la société (Society Must Be Defended), confronta casi todos los problemas paradigmáticos que le interesan a Foucault en su estudio del surgimiento de la biopolítica. La dimensión propiamente biopolítica del régimen esclavista emerge en el contexto del estudio de las formas de “control de trabajo” que acompañan muchas veces la documentación contable del ingenio. Moreno Fraginals no deja de notar que en el ingenio “se estudia con reloj en mano, máquinas y hombres” (II, 22). No es claro, admite Moreno Fraginals, cómo este “industrialismo sin máquinas” se desarrolló en Cuba. Pero lo cierto es que ya a principios del siglo xix son populares las aseguradoras de esclavos, que protegen la inversión del amo en términos de durabilidad y rentabilidad. La simple existencia de una póliza de seguro requiere de una “considerable base estadística” (35) que incluye cálculos de riesgo, estimaciones de comportamientos, desglose del origen de los esclavos, susceptibilidad a enfermedades, expectativa de vida por género y grupo étnico, condiciones de trabajo, entre otros. “El control de existencia de negros”, continua el autor, “se llevaba dentro de un sistema de inventario continuo, con indicación de nombres, sexo, nación, edad, estatura, oficio, señas particulares y condiciones físicas generales. Además, diariamente se anotaba el cómputo de hombres y mujeres que trabajaban en cada sector del ingenio y la tarea por ellos realizada” (II, 22). Como Foucault, Moreno Fraginals entiende que las formas liberales de autoanálisis caen en la mistificación cuando reescriben la historia en la clave expresiva y nacionalista que caracteriza la conciencia burguesa de la historia. La literatura azucarera cubana, nota el autor, “está llena de lirismos y declamaciones románticas que alaban la bondad o denostan patéticamente la crueldad de los propietarios de esclavos” (II, 25). Pero a los esclavistas de los ingenios “no les interesaba matar ni beneficiar a los esclavos (…) el interés por ellos no era filantrópico ni perverso sino económico” (II, 25). El sentido aparece en Moreno Fraginals como obstáculo a la tarea del historiador y si bien Foucault simpatizaría con esta estrategia antihumanista de lectura, la radicalidad del gesto de Moreno Fraginals no deja de sorprender. Estrictamente hablando no encontramos en el régimen esclavista del ingenio un principio de subjetividad sino más bien una discontinuidad entre especie y sujeto, una profunda imposibilidad de reproducción que afecta por igual a la singularidad del organismo disciplinado como al organismo social en su totalidad. De aquí que la biopolítica del ingenio se organice a partir de una implícita perplejidad en torno a los lí-
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mites entre sujeto e instrumento. Moreno Fraginals se ve llevado a inaugurar una suerte de escándalo ontológico para dar cuenta de la subjetividad desubjetivizada que genera la grilla disciplinaria del ingenio azucarero: el sujeto esclavo, dice, es un “hombre-equipo” (II, 11). El concepto se explica por el hecho de que “el esclavo participaba de la doble condición de fuerza de trabajo y medio de producción” (II, 14). Se podría caer en la tentación de señalar en el ingenio estudiado por Moreno Fraginals el verdadero régimen biopolítico de la modernidad, como Agamben lo hace cuando dice que Foucault pasó por alto la ejemplaridad del campo de concentración. Sin embargo ni el campo de concentración ni el ingenio esclavista son realmente ejemplares de la biopolítica, la cual permanece, por así decirlo, imposible de ser mostrada en su puridad. En este punto resulta relevante recordar que Foucault utiliza indistintamente dos términos, biopolítica y biopoder, para referirse a una misma serie de fenómenos y técnicas de dominación. Biopoder designa, en general, simplemente el hecho de que el poder abstrae las cualidades de los sujetos y toma a la vida como su objeto. En esto la biopolítica se muestra contemporánea de la abstracción capitalista estudiada por Marx, en la cual la máquina toma al cuerpo del obrero en general ‒sin importar su especialización‒ como su acople. Este poder tiene dos esferas de aplicación. Una es precisa, minuciosa y ejercida en un régimen de constante vigilancia y control. El cuerpo es individualizado a través de lo que Foucault llama una anatomopolítica. El biopoder que atraviesa íntegramente las sociedades modernas se organiza primero como anatomopolítica disciplinaria y sólo posteriormente como biopolítica.2 El régimen biopolítico surge junto con la mayor complejidad económica y administrativa de las sociedades europeas. A diferencia de la anatomopolítica, el cálculo biopolítico es aproximativo, estadístico pero nunca determinante. La realidad no es objeto de una ley ‒aunque abundan leyes‒ sino de expectativas que preanuncian el reino de la norma. Entre anatomopolítica como la disciplina de los cuerpos en los niveles reales de existencia y la biopolítica como práctica de certezas aproximativas y regularidades falibles existe una mutua realimentación, lo que permite hablar de las sociedades modernas como reguladas por formas de poder que construyen sus sujetos 2. Nuevamente el ejemplo de la esclavitud en la Cuba del siglo xix problematizaría esta secuencia ya que una diglosia particular peculiar a la isla hace que el espacio moderno y biopolítico del ingenio se encuentre paradójicamente contenido por una organización soberana y patrimonial propia del Estado colonial.
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como puras entidades potenciales cuya superficie de inscripción última radica en su condición de natural de sujetos vivientes.3 En el ejemplo del ingenio esclavista la anatomopolítica constituye casi la totalidad del horizonte de lo pensable para el esclavo. El esclavo tiene todavía áreas de expresión e interés que le son propias: el “domingo” (que no cae necesariamente en domingo), la huerta (cuando dispone de una), el toque de tambor (que ni aun los más rancios esclavistas se atrevían a prohibir del todo). ¿Pero en qué sentido pueden estos elementos inaugurar una política y aún más en qué sentido puede decirse que esa política sería una biopolítica? Para que exista política se requiere un juego de tensiones basado en una igualdad última la cual, si bien existe en el ingenio en un nivel potencial, no adquiere la suficiente densidad como para dar lugar a un vínculo político.4 Los esclavos del ingenio no viven en un régimen biopolítico sino bajo una técnica biopolítica que se satura hasta que niega cualquier componente político. Para que haya política el régimen anatomopolítico parece requerir una instancia exterior que a la vez lo limita y lo hibridiza. Recordemos que en la recapitulación histórica de Foucault el biopoder no logra ocupar la totalidad de lo social. Una anomalía ocurre. El poder soberano, que debió haber desaparecido, sobrevive, transformado, en un discurso y sistema del derecho. Esta esfera del derecho es ciertamente ficcional pero es esta ficción lo que permite, simultáneamente, sostener el edificio biopolítico de la modernidad. Enmascarado como legalismo burgués el poder soberano politiza al biopoder desde afuera. Ni el campo de concentración ni el ingenio son ejemplares de la biopolítica aunque tal vez sean, como se suele decir, su verdad. Al realizarse plenamente la biopolítica se niega a sí misma transformándose en técnica, regulación y objetivación. Para que exista biopolítica, la esfera biopolítica 3. La próxima sección problematiza la última parte de esta afirmación ya que la biopolítica nunca se aplica a una pura entidad biológica –un organismo– sino a una instancia material ya socializada, es decir, a un cuerpo. 4. Sigo aquí el argumento de Rancière, quien ha extraído una esencia de la política a través de un persistente esfuerzo de destilación de ejemplos históricos. Para Rancière, especialmente en su obra fundamental, Disagreement, la política es una situación de confrontación cuya condición de posibilidad es la actualización de la igualdad fundamental o fundante de todos los seres humanos. Es cierto que el pensamiento de Foucault es esencialmente irreconciliable con este apriorismo de raigambre ética (hegeliana), pero Foucault no elabora una noción de política lo suficientemente fuerte y consistente (más allá de su referencia a la política como continuación de la guerra) que nos permita desentendernos de la tradición en la que se sostiene el pensamiento de Rancière sobre este punto.
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misma debe entrar en contacto o estar contaminada con otra esfera y ésta es, al menos para nuestra configuración histórica, la del poder soberano. Parecería entonces que aunque la definición de Foucault de la biopolítica sea de carácter descriptivo, lo biopolítico mismo en su valencia de política parece no poder ser descrito morfológicamente sino sólo históricamente. Es decir, aunque las técnicas que confluyen en la biopolítica puedan, como toda técnica, ser rastreadas hasta orígenes remotos y alternativos, la biopolítica como sistematización de una forma de poder que hace del cuerpo humano indiferenciado su punto de incidencia es un fenómeno propiamente moderno ‒o burgués como lo llama el filósofo francés. Esto significa, entre otras cosas, que un análisis biopolítico no puede ser llevado adelante en una lógica lineal historicista donde esperamos que el nuevo paradigma triunfe sobre el anterior. Un presupuesto como éste lleva a Thomas Lemke a postular que debemos reimaginar nuestra noción de lo político para que refleje la incidencia del biopoder en las sociedades contemporáneas.5 Pero los ejemplos que Lemke da para justificar el reemplazo más o menos total de la política por la biopolítica no son convincentes en tanto hacen al contenido y no a la forma del juicio político.
Vida, infraestructura e idealización Aunque el argumento en cuanto al nacimiento de la biopolítica es histórico, Foucault no ofrece ninguna explicación acerca de por qué esta mutación en la relación entre sujetos y disciplinas ocurre en una instancia histórica específica. La instancia histórica ‒llamémosla con Foucault “la modernidad”‒ está metahistóricamente caracterizada por la crisis cosmogónica del mundo medieval y la parcial liberación y rápida reterritorialización del sujeto europeo tras la catástrofe desatada por la caída del universo precopernicano. Éste es el andamiaje ontoteológico que está directamente implicado en el sistema de dominación soberana, que se presenta como representante de Dios en la tierra. Éste es también el andamiaje que tiene Gilles Deleuze en mente cuando en el contexto de su discusión de la obra de Foucault explica el momento histórico como uno 5. Para Lemke es un error considerar la biopolítica como “a mere province of traditional politics” ya que esta interpretación presumiría “that the substance of the political sphere remains untouched by the growing technological possibilities for regulating life processes” (30).
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en el cual se hace posible la pregunta por lo que puede hacer un cuerpo. Deleuze habla de la potencialidad de un cuerpo liberado de las formas regulativas del poder soberano. La biopolítica estaría entonces, al menos para Deleuze (pero hay que recordar aquí el profundo nietzscheanismo de Foucault) en cierta relación con la muerte de Dios. La disciplina actúa inmediatamente sobre este cuerpo para protegerse de la potencialidad anárquica que lo habita en función de su mera existencia. (En la analítica de Foucault la categoría que corresponde a este cuerpo es “fuerza”.) En sentido estricto la optimización del cuerpo y el trabajo humano es sólo posible si lo que ocupa al poder en el nivel anatomopolítico es una pura potencialidad. La potencialidad se da simultáneamente con una disciplina que, al igual que el poder soberano, invierte y enmascara la relación que inaugura. La disciplina no está ahí para potenciar el cuerpo (hacerlo producir más en menos tiempo), sino para limitar su potencialidad efectiva. La disciplina anatomopolítica, podemos decir, es un gesto apotropeico del régimen biopolítico ante la liberación impensada del cuerpo del yugo teológico-soberano. Pero aun en su denegación la anatomopolítica debe reconocer el poder que la incita. Es decir, que la anatomopolítica dibuja en su relación al cuerpo la misma situación diagramática que la biopolítica inaugura en relación a la vida. Como escribe Deleuze, “Life becomes resistance to power when power takes life as its object” (77). Esta intratabilidad última de la vida frente a cualquier poder está en el origen de toda una tradición vitalista que resulta fundamental para los imaginarios contemporáneos de una biopolítica positiva. Si bien parte de esta línea de razonamiento, que desemboca en la obra de Hardt y Negri, proviene de la filosofía inmanentista de Spinoza, es fácil notar que un vitalismo subyacente caracteriza las corrientes fundamentales de la filosofía continental a partir del temprano siglo xvii donde los temas de la inevitabilidad de los sentidos o los apetitos (Kant) o de la encarnación (Hegel) o la crítica a la abstracción (Marx, Feuerbach) comienzan a caracterizar a los pensadores más decididamente formalistas del campo filosófico europeo. En el siglo xx esta tendencia desemboca, en registros variados, en las fenomenologías de Husserl, Heidegger y Merleau Ponty. Es interesante notar que estos esfuerzos filosóficos confrontan el mismo problema conceptual que la biopolítica: no termina de quedar claro si la vida en cuestión es una referencia a lo más concreto y cercano o a lo más abstracto y universal.6 6. En Foucault y hasta donde sea permisible el argumento, la tensión entre vida como noción ya territorializada y vida como reserva inaccesible no sigue la línea que desemboca en la fenomenología del siglo xx. Contra los fenomenólogos, para quienes el
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Quiero ejemplificar el problema con una breve referencia a la obra de José María Arguedas. Hasta la publicación de El zorro de arriba y el zorro de abajo, Arguedas es conocido como la voz literaria más influyente en la defensa de la validez y viabilidad de las formas de vida indígenas en los Andes, la cual es caracterizada por el uso del quechua, por una forma de propiedad de la tierra que es comunitaria y por la importancia que en general la comunidad toma respecto del individuo. Ésta es la forma de vida específica, para decirlo con Agamben, que ocupa el centro de la ideología indigenista a lo largo del siglo xx. Cuando, en Los zorros, Arguedas cambia el foco de su narrativa de los pequeños pueblos andinos como Puquio a los conjuntos abigarrados de las barriadas populares en Chimbote, cambia también el objeto de su afirmación. En Chimbote no hay propiedad comunal, el quechua pierde su estatuto identitario y los migrantes, altamente individualizados, entran en todo tipo de formas alienantes de intercambio social de las cuales la prostitución ‒de obvia carga biopolítica‒ es simultáneamente la más notoria y central. Y sin embargo Arguedas percibe esta comunidad como resistiendo la alienación e incluso triunfando sobre ella. ¿En nombre de qué? En nombre, simplemente, de la vida misma. En el espíritu de la más estricta fenomenología, Arguedas se focaliza en lo que es invariable a través de todos los cambios sufridos por el pueblo indígena en cuatrocientos años de experiencia colonial y para preservar su secreto lo llama simplemente vida. La política de Arguedas en Los zorros puede ser considerada una biopolítica en el sentido estricto del término: la vida misma antes que una forma de vida (comunitaria, quechuahablante, etc.) representa el valor más alto. Esta solución a la larga saga del “problema indígena” no resulta del todo sorprendente dado el vitalismo de raigambre nietzscheana que caracteriza casi toda la obra de Arguedas y que tiene una de sus formulaciones más claras en el poema “Llamado a algunos doctores”. Como se recordará, Arguedas escribe este poema en el contexto de la polémica que rodea la publicación de Todas las sangres durante la cual Arguedas es acusado de falsificar la realidad andina. Escrito en un estilo fenomenológico, el poema contrasta el conocimiento del mundo con la imposibilidad de agotar el mundo a través del conocimiento. La voz del poeta pregunta: “¿De qué están hechos mis acceso a la cosa en sí es un acceso al sentido de la cosa, Foucault sostiene una distancia últimamente insalvable entre el orden de lo visible y el orden de lo decible. Esta solución le permite a Foucault moverse más libremente en un terreno donde abundan los impasses epistemológicos que aquejan a paradigmas como la deconstrucción y el psicoanálisis.
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sesos? ¿De qué está hecha la carne de mi corazón?” (252). Arguedas opone una realidad vivida y hasta cierto punto inescrutable a la universalidad abstracta del conocimiento científico y declara que más grande que cualquier autoridad humana ‒incluso que la del poeta mismo‒ es la vida: “Más grande que mi fuerza en miles de años aprendida; que los músculos de mi cuello en miles de meses, en miles de años fortalecidos, es la vida, la eterna vida mía, el mundo que no descansa, que crea sin fatiga; que pare y forma como el tiempo, sin fin y sin principio” (257). Ahora bien, si miramos este desarrollo con un poco más de detenimiento surge de inmediato una contradicción. “Llamado” evoca una experiencia primaria o primitiva del mundo que es base de toda posible socialización, no en tanto el sujeto se enfrenta con la naturaleza por primera vez, sino en tanto al llamarla naturaleza se enfrenta por primera vez con el sentido. Arguedas quiere encontrarse con su otro sobre un terreno todavía no trabajado por el interés y el poder ‒no territorializado podríamos decir: “No huyas de mí doctor, acércate. Mírame bien, reconóceme. ¿Hasta cuándo he de esperarte?” (255). Ese terreno no puede ser lo dado simplemente como dado ya que toda realidad social es necesariamente intersubjetiva. Es decir, la realidad última invocada por Arguedas está ya separada un grado de la realidad última efectiva, la cual, sin embargo, presupone. La vida que descubre la literatura no es la vida misma, pero es el origen poético del sentido de la palabra vida. Sin embargo, y éste es el punto fundamental, la vida misma en una mismidad indecible e inescrutable no es suprimida por este argumento. Resulta simplemente inalcanzable. Es una reserva de libertad que aunque nunca pueda presentarse como tal autoriza a relativizar todas las operaciones del poder sobre la vida en nombre de su inexhaustividad. La batalla biopolítica de nuestro tiempo se libra alrededor de esa reserva, de la viabilidad de su existencia o de su progresivo agotamiento en las formas positivas y negativas de la ligazón biopolítica.
Soberanía A menudo las discusiones sobre biopolítica se desplazan o degeneran en una discusión de la soberanía. Giorgio Agamben es sin duda el pensador que ha elaborado más consistentemente esta ligazón y aún sus críticos más persistentes encuentran más fácil objetar el transcendentalismo de su argumento que escapar del todo a la superación de lo biopolítico en el paradigma soberano. En términos de Foucault, el núcleo conceptual
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que dispara el interés por la soberanía desde la perspectiva biopolítica está constituido por la observación de la paradoja que resulta cuando un régimen de poder que busca proteger la vida desemboca en la implantación de exterminios masivos y autoriza genocidios de escalas hasta entonces inimaginables. Es la habilidad del poder soberano de exponer poblaciones enteras a la muerte dentro de una grilla que continúa y consolida la administración biopolítica, lo que demanda una reflexión sobre los nexos entre soberanía y biopolítica. En nuestro caso, el recurso a la soberanía para iluminar la cuestión biopolítica implica reconocer una doble problemática, la primera hace a la noción de soberanía misma, la segunda a la deriva histórica de esa noción en el caso latinoamericano. En una medida exposición de la noción de soberanía, Wendy Brown nota que la incomodidad con la soberanía nace de su relación ambigua con el régimen democrático de la modernidad (Walled States). Una organización democrática supone la existencia de un espacio autónomo en el cual el juego político no es condicionado por ningún factor capaz de alterar su funcionamiento de manea fundamental ‒es por esta razón que, por ejemplo, el poder económico de las corporaciones es percibido como antidemocrático. Ahora bien, la democracia no instaura ese espacio de juego político por sí misma. La democracia no puede auto instituirse porque el proceso de institución es completamente ajeno a la lógica democrática. La existencia y continuidad del espacio autónomo en el cual se desarrolla una forma democrática es función de un poder soberano. En palabras de Wendy Brown, “sovereignty is inherently antidemocratic insofar as it must overcome the disperse quality of power in a democracy, but democracy, to be politically viable… appears to require the supplement of sovereignty” (51-52). Esta tensión entre soberanía y democracia tiende a corroer al menos el aspecto conceptual de los órdenes jurídicos modernos. Se trata obviamente de una problemática profundamente implicada en la tradición latinoamericana. Las notorias ambigüedades de Domingo F. Sarmiento en un texto como el Facundo han sido explicadas por una fascinación del escritor argentino ante la barbarie. Me parece que sería mucho más productivo entender el Facundo como una teodicea del poder democrático en América Latina donde la necesidad del principio soberano parece siempre oponerse a la libertad, encarnada ejemplarmente en la barbarie, un título que Sarmiento no solamente denosta sino que también caracteriza como simplemente democrática en su libro. Los últimos años del siglo xx en Latinoamérica han demostrado que tal vez estemos más cerca de Sarmiento de lo que la superación del paradigma
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civilización y barbarie (supuestamente por el paradigma transculturador) podría hacer suponer. La dicotomía entre un estado formal de derecho al cual muchos permanecen indiferentes dado su grado efectivo de exclusión social y una esfera de población con derecho a tener derecho se profundiza como resultado de las políticas neoliberales y gana visibilidad política con el surgimiento de poderosos movimientos sociales en la década del 90. A menudo se entiende que los movimientos sociales resultan de una adaptación de las modalidades de las políticas de la identidad a la esfera latinoamericana. Pero en Latinoamérica esta corriente se superpone a una crisis estructural de pobreza. En este contexto, el derecho a tener derecho aparece como la forma de expresión de la forma de vida para amplios sectores de una población que se define muchas veces en término de sus necesidades de sobrevivencia. La relación de estos grupos con las formas constituidas del imaginario liberal –esas que al decir de Esposito se han debilitado notoriamente desde la introducción de la noción de biopolítica– recorre un arco que va del desencuentro a la franca enemistad. A menudo la sobrevivencia de algunos grupos implica la violación sistemática de la ley bajo formas como la ocupación de tierras, el robo de energía eléctrica o la expansión de un mercado negro sustraído de la estructura impositiva del Estado. El Estado responde con remedios puntuales que no se dirigen a ellos como ciudadanos con derechos sino como grupos afectados en sus posibilidades de supervivencia. La relación entre Estado y población que se comienza a dibujar en estos casos no es la imaginada por la soberanía clásica en la cual la política media entre ciudadanos constituidos como tales y la esfera del Estado. Se trata, en su lugar, de una relación de gobernabilidad en la cual población y Estado se comunican solamente o fundamentalmente en razón de las necesidades de los primeros y en función de la necesidad del Estado de mantener su legitimidad a través de políticas que se limitan, en la mayoría de los casos, a parámetros estrictamente biopolíticos de salud, empleo, higiene y educación. De manera interesante, este marcado giro biopolítico de los Estados latinoamericanos toma lugar en un contexto de pérdida de soberanía efectiva del Estado a causa de la profundización del movimiento globalizador. Una socióloga de la globalización como Saskia Sassen nota que la soberanía estatal se encuentra en franco retroceso y ha perdido alguna de sus características fundamentales tales como su anclaje territorial, su indivisibilidad y su supremacía absoluta (Losing Control?). De hecho aunque existe una tendencia a una fuerte unificación planetaria cuyo costado propiamente biopolítico está dado por el neoliberalismo en tanto ideología de la subjetividad hu-
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mana como pura potencialidad de inversión, uno de los rasgos más interesantes de la globalización posneoliberal (al menos en Latinoamérica) es la facilidad con la que distintos regímenes biopolíticos se acomodan al escenario mundial de globalización. En los países andinos, por caso, el componente biopolítico se ha exacerbado no sólo en términos de branding (la comida como último reducto identitario de la nacionalidad en el Perú), reagrupaciones transétnicas y transculturales (como en el uso de elementos tradicionales indígenas o folklóricos para vehiculizar formas de modernización en Bolivia) sino que también alcanza los límites de la subjetivación legal. El caso más interesante aquí lo ofrece obviamente Ecuador y su reforma constitucional del 2008 que otorgó “derechos” a la naturaleza. La idea de derechos de la naturaleza había sido ya presentada por Thomas Stone, un profesor de USC, en los 70 y retomada por el jurista suizo Jorge Leimbacher en los 90 (Should Trees Have Standing?). En ese punto varios parlamentos europeos tuvieron en sus carpetas la posibilidad de otorgar derechos a la naturaleza. El otorgamiento de derechos a la naturaleza en Ecuador proviene sin embargo de un contexto distinto. Ese contexto se define, por un lado, por la creciente importancia que la mediación antropológica toma en los países sudamericanos toda vez que la diversidad y el respeto étnico se transforman en marcadores políticos fundamentales sin los cuales es ya imposible pensar la convivencia social. Pero por otro lado es un movimiento determinado por el valor estratégico de los recursos naturales y el creciente despliegue científico-militar de los Estados Unidos alrededor del Amazonas (Luzzani). La judicialización de los recursos naturales y la posibilidad de que los ciudadanos peticionen en nombre de un recurso natural es, por último, una consecuencia lógica de la privatización de los mismos recursos. Bien consideradas las cosas, el problema del derecho de y a la naturaleza es inaugurado por el Banco Mundial en 1993 cuando en el contexto de la privatización del agua en la ciudad de Cochabamba decide que Bechtel, la corporación a cargo de la explotación del agua en la ciudad, tiene propiedad incluso sobre el agua que habrá de caer del cielo por los próximos cincuenta años. El mapa social, político y cultural que se comienza a dibujar en estas circunstancias parece determinado por una creciente atención a la biopotencialidad de actores y regiones sociales en Latinoamérica, conjugado con una crisis lenta pero creciente de las formas de soberanía estatal y un avance sostenido, pero también contradictorio y dubitativo en cuanto a su formato jurídico y decisional, de la globalización neoliberal. En este contexto, lo biopolítico vuelve a mostrarse como una realidad a
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ser calculada a partir de sus relaciones con otras formas jurídicas y políticas del poder, antes que un elemento que pueda ser deducido con una fórmula de manual. En tal sentido, un evento como la llamada “guerra del agua” en Bolivia representa un cruce ejemplar de la superimposición del paradigma biopolítico y el paradigma soberano en la etapa de disminución y retracción de la soberanía estatal, pero también, dato que se suele obviar a menudo, en la etapa de fortalecimiento de actores sociales más acotados donde el espacio político de la América Latina contemporánea tiende a reconfigurarse en formas que son tan ricas como imprevisibles.
Obras citadas Agamben, Giorgio. Homo sacer: Sovereign Power and Bare Life. Stanford: Stanford University Press, 1998. Arendt, Hannah. The Origins of Totalitarianism. San Diego: Harcourt, 1976. Arguedas, José María. “Llamado a unos doctores”. Katatay. Temblar, Obras Completas. Volumen II. Lima: Editorial Horizonte, 1983, 252-257. — El zorro de arriba y el zorro de abajo. Madrid et al.: Archivos, 1996. Borges, Jorge Luis. Ficciones. Buenos Aires: Emecé, 1944. Brown, Wendy. Walled States, Waning Sovereignty. Nueva York: Zone Books, 2010. Deleuze, Gilles. Foucault. London: Continuum, 1999. Esposito, Roberto. Bios: Biopolitics and Philosophy. Minneapolis: University of Minnesota Press, 2008. Foucault, Michel. “Society Must Be Defended”. Lectures at the Collège de France 1975-1976. New York: Picador, 1997. Heidegger, Martin. Fundamental Concepts of Metaphysics: World, Finitude, Solitude. Bloomington: Indiana University Press, 2001. Lemke, Thomas. Bio-Politics. An Advanced Introduction. New York: New York University Press, 2012. Luzzani, Telma. Territorios vigilados. Como opera la red de bases militares norteamericanas en Sudamérica. Buenos Aires: Editorial Debate, 2013. Moreno Fraginals, Manuel. El ingenio. Complejo económico social cubano del azúcar. La Habana: Editorial Ciencias Sociales, 1978. Ranciére, Jacques. Disagreement: Politics and Philosophy. Minneapolis: University of Minnesota Press: 1999.
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— Dissensus: On Politics and Aesthetics. London: Continuum, 2010. Sarmiento, Domingo Faustino. Facundo. Civilización y barbarie. Buenos Aires: Stockcero, 2003. Sassen, Saskia. Losing Control? Sovereignty in an Age of Globalization. New York: Columbia University Press, 1996. Stone, Thomas. Should Trees Have Standing? Law, Morality and the Environment. London: Oxford University Press, 2010.
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Biopolítica y soberanía: notas sobre la ambigüedad del corpus literario Sergio Villalobos-Ruminott University of Arkansas
Desde que comienza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
Osvaldo Lamborghini (El niño proletario, 56) En un momento reflexivo y sumario de la cruenta violencia sacrificial que cruza el relato de Osvaldo Lamborghini, ‒“El niño proletario” (1973)‒, se presenta la vida de Stroppani, el protagonista agónico de la narración, como una “infecciosa existencia proletaria”, desde el comienzo marcada por la sífilis, el alcoholismo y la pobreza, y destinada a reproducir ese ejército de “cabecitas negras” que constituyen una masa de obreros despojados, “inmundos cuerpos abandonados” en las inmediaciones de la ciudad burguesa. El arte narrativo de Lamborghini, según Roberto Bolaño, consiste en no dejar a su lector incólume, afectándolo hasta el punto de producir admiración y náusea. Ambas cosas a la vez, aunque el sentimiento que predomine, finalmente, sea el miedo: “[h]ay libros que inspiran miedo. Miedo de verdad. Más que libros parecen bombas de relojería o animales falsamente disecados dispuestos a saltarte al cuello en cuanto te
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descuides” (Entre paréntesis, 141), comenta Bolaño sobre su singular novela Tadeys, escrita el año 1983, en Barcelona, donde éste residía desde su exilio en 1976. Algo similar podríamos decir de “El niño proletario”, pues se trata de un relato marcado por una fría distancia con respecto a la condición social de la existencia proletaria y con respecto al fulgor de la literatura comprometida que a principios del siglo xx había diseñado la senda del compromiso político y literario de muchos escritores. Así, en un momento sumario de la violencia que cruza y posibilita a la vez la existencia proletaria, el narrador comenta, sin ningún atisbo de empatía o preocupación, lo siguiente: “[d]esde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto” (62). Si “El niño proletario” puede ser visto como un proyecto paródico de re-escritura de la novela obrerista de principios de siglo xx, eso es porque su tonalidad anticipa un momento de agotamiento radical de las esperanzas emancipatorias depositadas tanto en la clase obrera como en la misma literatura obrerista. En tal caso, los relatos de Lamborghini también parecen anticipar la novela de Sergio Chejfec Boca de lobo (2000), estructurada en torno a la insignificante vida de Delia, una joven proletaria condenada a una existencia sin densidad, arrabalera y preñada, quien es “dibujada” por un narrador neutral y anónimo, del que sabemos dos cosas, que la ha embarazado y que la ha “abandonado”. En efecto, con un estilo pausado y metafísico, el narrador de Chejfec nos muestra a Delia, grácil y precaria, como una sinécdoque de la existencia proletaria sometida a los mecanismos flexibles de la acumulación contemporánea. Delia trabaja y vive, vive para trabajar y pagar sus deudas, deudas inevitables, por otro lado, pues el salario de un obrero nunca alcanza para nada. Ella, sin embargo, más que singularizar una situación histórica específica, hace visible una larga tradición de personajes secundarios, personajes que no coinciden con el moderno “sujeto” que puebla el espacio literario moderno, constituido por la literatura, el Estado nacional y sus instituciones (Universidad, Canon y Crítica). Así, esta “vida insignificante” e “infame”, podría ser concebida como una nueva versión de aquellos personajes menores característicos de las narrativas de José Santos González Vera (Vidas mínimas, 1923), Graciliano Ramos (Vidas secas, 1938) y Manuel Rojas (Hijo de ladrón, 1951), aunque es con Macabea, la nordestina, personaje crucial de la novela tardía de Clarice Lispector La hora de la estrella (1977), con quien parece tener un parentesco mayor. Lispector crea un narrador neutral llamado Rodrigo D (estrategia similar a Boca de lobo) quien nos
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cuenta la historia sin densidad de una muchacha inmigrante, huérfana e ignorante, que vive y deja de vivir sin mayor conmoción. Es como si la nordestina y Delia fueran hermanas olvidadas por la historia y habitasen una región intermedia entre la literatura y el Estado. En otro relato macabro de 1969, “El fiord” (Novelas y cuentos I), Lamborghini retoma una vieja tradición argentina, inaugurada quizás con El matadero de Echeverría (como observa César Aira) y retomada por Sarmiento en su monumental Facundo, para reaparecer en el cuento de Julio Cortázar “Casa tomada” (1946), y en el relato de Honorio Bustos Domecq “La fiesta del monstruo” (1947), pseudónimo usado por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en sus trabajos en colaboración. Si El matadero es, en cierta medida, el comienzo apócrifo y retardado de la narrativa argentina, “El fiord” no sólo sería el comienzo de la obra de Lamborghini, sino también constituiría un cierto final del proyecto nacional popular asociado con el peronismo, movimiento en que Lamborghini militó hasta su exilio, a mediados de los 70. El paso que va desde Echeverría y Sarmiento hasta Lamborghini, en todo caso, implica una variación en las formas literarias de representación del pueblo, partiendo por una sospecha aristocrática, liberal y europeizante, para llegar a una operación catacrética que tiende a desfamiliarizar dicho pueblo con respecto a su imagen jurídico-política, según el relato maestro acerca de la formación y consolidación del Estado nacional.1 Ya con Borges y Cortázar accedemos a un momento de desarticulación entre el pueblo postulado por el peronismo, en un contexto regional donde la estrategia de Frente Popular resultaba dominante, y el pueblo o “los pueblos” literariamente (des)figurantes, que adulteran la armonía representacional característica de los discursos políticos y culturales tradicionales.2 En cierto sentido, ambos relatos implican el fin de la alegoría literaria clásica, descomponiendo la relación orgánica entre el personaje novelesco tradicional y el sujeto histórico del proceso regional, pero más importante aún, desactivando la relación de subordinación de la figuración literaria al contrato social que definía el orden jurídico de los Estados nacionales latinoamerica1. Curiosa, al menos, resulta la coincidencia de que su cuento “El niño proletario” haya aparecido definitivamente (ya había circulado previamente) en 1973, mientras, al otro lado de los Andes, llegaba a su dramático fin el gobierno de la Unidad Popular. 2. Interesa mantener esta diferencia presente, entre pueblo representado o expuesto y pueblo (des)figurante, según Georges Didi-Huberman (2012), como clave de acceso a una interrogación alternativa de la literatura regional, más allá del historicismo de la crítica universitaria convencional.
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nos. Con el relato de Lamborghini, empero, esta desarticulación se convierte en una inversión radical en la que los tintes épicos y redentores que acompañaban la supuesta coincidencia entre el pueblo y sus líderes, son desplazados por el predomino de una escena escatológica y semi-pornográfica, cuestión que materializa el cuerpo de la soberanía popular, sexualizándolo y devolviéndolo a una escena terrenal. Algo similar podríamos decir del texto de Borges, “El informe de Brodie”, cuento perteneciente a un volumen del mismo nombre aparecido en 1970. En él, Borges simula presentar la traducción de un informe etnográfico del misionero irlandés David Brodie sobre sus impresiones mientras residía en la tribu de los yahoo. Más allá de las referencias intertextuales a los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, lo que impresiona del relato borgeano es la representación escatológica del pacto social materializada en la figura del rey a quien los yahoo han condenado a una existencia ajena a las distracciones mundanas. Recordemos que una vez identificado el futuro rey, se le cortan piernas y brazos, se le sacan los ojos y se le unta de estiércol para dejarlo aislado en una cueva de la que sólo es sacado para ser utilizado como estandarte en las batallas, muriendo muchas veces producto de las piedras lanzadas por los hombres-mono. La escatológica representación del soberano, en este pequeño relato, coincide con el deterioro evidente del referente popular en “El fiord”, que reescribe los abusos del populacho en El matadero, y completa la secuencia de descomposición del vínculo orgánico entre soberanía popular y estatal a fines del siglo xx. Así, esta descomposición orgánica en el texto de Lamborghini es también una incorporación que violenta y desfigura, a la vez, la abstracción jurídica producida por los discursos estatales del orden y la ciudadanía, orientados a invisibilizar y homogeneizar el cuerpo social en una categoría genérica de ciudadanía (identidad nacional, sociedad civil, etc.). En otras palabras, con “El fiord” el pueblo caga, culea, vomita y muere,3 pues lo que se descompone con la emergencia de estos “inmundos cuerpos abandonados” es la relación de representación y constitución política del sujeto nacional popular que ha sido el sujeto político por excelencia en la historia moderna de América Latina. Algo similar podría decirse de la novela de Rodolfo Enrique Fogwill, Los pichiciegos (1993), cuya trama presenta las peripecias subterráneas de un 3. Aunque no podemos abundar en esto, sería esta traducción-materialización la que predomina en su narrativa, siendo Tadeys un ejemplo brutal. Quizás sea ésta también la dimensión a pensar para ponderar el uso del lunfardo por Lamborghini y por Roberto Arlt.
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conjunto de desertores en la guerra de las Malvinas y su paulatina desaparición en medio de aquel conflicto bélico. Los pichiciegos, habitantes subterráneos de una cripta o madriguera, apuntan al fin de la guerra de trincheras. Se ubican a medio camino entre los ejércitos inglés y argentino, y por tanto, exponen el fin de una cierta comprensión estratégica de la política asociada con la famosa guerra de posiciones. Recordemos que Fogwill escribe este relato in medias res, sin acceso a información, por entonces, clasificada, y con una clara sospecha respecto a la disolución tanto del discurso nacionalista y bélico de la dictadura de los generales, como del discurso nacional-democrático de los sectores progresistas de la sociedad argentina. En tal caso, los pichis son figuraciones literarias que no calzan con la representación monumental de “El Pueblo”, pues sus vidas mínimas parecen imperceptibles desde los discursos de la soberanía. Huyen, sobreviven y, en un “acto perfectamente lógico y natural” mueren, sin registro ni epicidad, en un anonimato similar al de la nordestina y Delia. *** Se podrían mencionar otras apariciones de estos “inmundos cuerpos abandonados” en la narrativa regional reciente, y habría que reparar en esa condición de inmundicia, pero también de inmunidad y de falta de mundanidad, como características definitorias de una forma de vida acotada a los procesos de globalización financiera y neoliberalización forzada en la región. Por ejemplo, en la línea que va desde Lumpérica (1983) y El padre mío (1989) hasta Mano de obra (2002) y El impuesto a la carne (2010) de Diamela Eltit, apreciamos un trabajo de desmontaje de la narrativa maestra de la historia nacional y de la historia como una cuestión narrativa, expresada en la figuración de personajes subsumidos a las nefastas condiciones biopolíticas de la producción y organización de los cuerpos; y a la escenificación aséptica de la ciudad, del supermercado y del hospital, sitios profilácticos, estos últimos, donde se exacerba la inmunización como condición del contacto social. Los personajes de Mano de obra, por ejemplo, repiten la tragedia de Subterra (1904), la colección de textos realistas de Baldomero Lillo que marca un momento central de la literatura obrerista en América Latina, pero ya no en la oscuridad de la mina de carbón, sino en las inmediaciones híper-higiénicas del mega-supermercado moderno, lugar en que la limpieza, la blancura y la luminosidad esconden el secreto de la explotación posfordista de los trabajadores contemporáneos. Por otro lado, el trabajo con el lenguaje, distintivo de Lumpérica y de El padre mío, como desmontaje de la función testimonial o narrativa del texto,
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como inscripción literaria de una experiencia anasémica opuesta a las políticas posdictatoriales del consenso, reaparece, sin embargo, en la escena de posguerra centroamericana, donde relatos tales como Cárcel de árboles (1992) o El material humano (2009) de Rodrigo Rey Rosa, junto a El asco (1997) o Insensatez (2004) de Horacio Castellanos Moya, destacan como textos que no se conforman con una representación simple y directa del problema de la violencia política en el subcontinente, sino que se hacen cargo de la desnarrativización implícita en la crisis histórica sufrida por el mismo lenguaje en el contexto de la confrontación armada que azotó a esa región entre mediados de los años 1960 y mediados de los años 1990. En este caso, como en muchos otros, no se trata de oponer, más o menos automáticamente, literatura y testimonio, pues lo que estas prácticas escriturales testimonian es una honda crisis del lenguaje para dar cuenta del dolor de la historia acontecida. No es que la literatura no represente debidamente el sufrimiento de los subalternos, es que el lenguaje ya no alcanza para dar cuenta de la condición brutal de una historia sin redención.4 En efecto, en Cárcel de árboles destaca un relato, “El proyecto Pelcari”, donde un personaje llamado Yu, recluido en un campamento escondido en la selva centroamericana, aparece en la copa de un árbol, sin memoria y sin lenguaje, después de haber sido sometido a una suerte de lobotomía. Sabemos de Yu no por su voluntad narrativa, sino por la mínima memoria somática que le queda en la mano con la que escribe anotaciones automáticas que ni él mismo puede entender. La mano de Yu es la reducción radical de la función escritural, suerte de reflejo condicionado y separado totalmente de cualquier proceso reflexivo. Su escritura, una vez más, es anasémica, imposible de simbolizar, como un trazo de lo Real que interviene en medio de los universos simbólicos de la palabra y de la literatura. Habría que seguir pensando esta interrupción producida por el trazo de lo Real, por ejemplo, en relación al pintor vanguardista europeo que se corta una mano en una suerte de ready made irrepetible, para instalarla en medio de su último cuadro antes de volverse loco, en la novela 2666 de Roberto Bolaño. Quizás porque lo que está puesto en cuestión acá es la misma relación instrumental que la mano establece con el mundo, en una suerte 4. Más que postular el testimonio como reemplazo adecuado para la literatura, habría que pensar en este agotamiento de la función referencial del texto en el contexto de transformación de la soberanía estatal en la actual soberanía del capital, cuestión que pareció desapercibir John Beverley en su temprana y optimista intervención (Against Literature).
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de desterritorialización radical que implica no la liberación de los cuerpos sino su reorganización anatomopolítica. En El arma en el hombre (2001), novela corta de Castellanos Moya, las destrezas de Robocop, el paramilitar convertido en asesino a sueldo en la posguerra, vuelve a presentar el problema de la desarticulación entre violencia y manualidad, haciendo que la violencia no sólo aparezca como efecto de un obrar en el mundo, sino como condición inherente a la mera existencia. Quizás acá radica uno de los mayores problemas a teorizar en el contexto actual: la naturaleza neoliberal y posfordista de la violencia, ejercida por una mano liberada desde la cadena de ensamblaje, dejada a su puro devenir, en un régimen contractual flexible acorde con el patrón de acumulación contemporáneo. No olvidemos que Chejfec, en Boca de lobo, también pone en escena las consecuencias nefastas que el proceso de automatización productiva implica para los obreros, quienes se adaptan o son desechados. Esta automatización supera la manualidad, despersonalizando radicalmente la relación capital-trabajo, hasta la misma realización de la utopía liberal de la mano invisible. Nada nuevo, en todo caso, sino, simplemente, la constatación de cómo la acumulación flexible del neoliberalismo contemporáneo realiza la pretensión disolutiva (deshumanizante) del capitalismo clásico. En este sentido, no debería extrañar que en la novela póstuma de Bolaño, 2666, la serie de feminicidios que constituyen su cuarta parte se originen en un basurero en las inmediaciones de Santa Teresa, topónimo que alude, indudablemente, a Ciudad Juárez. Lo que asombra de este primer hallazgo no es que el cuerpo de una mujer joven aparezca fragmentado en medio de la basura, pues el basurero ha llegado a ser un reflejo soterrado de la utopía de la ciudad neoliberal, suerte de catacumba marginal, habitada por teporochos y pepenadores de diversa índole. Lo que asombra es que dicho basurero se llame El Chile, nombre que alude, en la geografía mental del escritor, no sólo al pimiento picoso mexicano o a la representación carnavalesca del miembro masculino, sino también al país de origen del mismo Bolaño, objeto de sus novelas Estrella distante (1996) y Nocturno de Chile (2000); país que, víctima de una prolongada dictadura neoliberalizante, se habría convertido en un ejemplo perfecto de estabilidad política y progreso económico para la intelligentsia progresista latinoamericana, escondiendo el sucio secreto de la violencia manu militari que transformó a dicho país. Chile es el basurero neoliberal más exitoso de la región, con sus cuentas pendientes con la historia y con la perpetuación de sus injusticias y formas sistemáticas de violencia neoliberal. Todos tienen sus manos sucias pero nadie resulta culpable.
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*** ¿Qué podríamos decir entonces de los feminicidios que han llenado Ciudad Juárez de cuerpos y fragmentos de cuerpos abandonados? ¿Con qué mano se escribe la violencia sobre dichos cuerpos? Rita Laura Segato propone una lectura relevante al respecto (La escritura en el cuerpo de las mujeres, 2006). Para ella, la violencia ejercida sobre los cuerpos de las niñas y mujeres asesinadas en Juárez no sólo representa una reconfiguración de las relaciones de poder entre distintos grupos de narcotraficantes, sino que devela algo aún más importante. Considerando la violación como un sistema comunicativo donde el cuerpo queda convertido en soporte material para un mensaje en el que la violencia de género mandata al violador a repetir patrones de jerarquía patriarcal (Estructuras elementales de la violencia, 2003), Segato adivina en la condición masiva de estos feminicidios una crisis de la soberanía estatal moderna, relacionada con el mismo proceso de globalización y con la redefinición del orden geopolítico contemporáneo. La relevancia de este enfoque estriba en el hecho de que Segato no está argumentando desde una genérica posición humanista, digamos, en defensa de los derechos humanos, sino que cruza la abstracción del derecho, esto es, la abstracción de lo humano, con la pregunta histórica y políticamente acotada de ¿quiénes son estas mujeres asesinadas? (no, ¿qué es el hombre?). Y no es difícil constatar la coincidencia entre la modernización acelerada del norte de México, precipitada por la firma del tratado de libre comercio a mediados de los 90, y la proliferación de formas salvajes de violencia y de escritura en el cuerpo de las víctimas. Es como si en esos cuerpos se sobre-escribiese la ley-sin-ley del narcotráfico, las maquilas y la compulsiva modernización que desbarata el contrato socio-cultural y sexual de aquella “zona muerta”, en la que los cadáveres, destazados y fragmentados, parecen aludir al proceso de disolución de la soberanía del Estado nacional. Descomposición, entonces, de los cuerpos y de las instituciones, gracias a la globalización neoliberal y sus políticas militarizadas de seguridad. En el fondo, lo que está en cuestión con el agotamiento del contractualismo liberal-republicano en la región, es la necesidad, por parte de la ley, de reescribirse o reinscribirse en el cuerpo, marcando un límite, un interdicto y una zona de tolerancia que definirían las nuevas formas de la pertenencia y la comunidad. Esta sería la clave biopolítica de la violencia neoliberal contemporánea, la de operar como una anatomopolítica o una tanatopolítica que se fundamenta en una operación segregativa e inmunitaria, orientada no a dejar vivir, sino a hacer morir.
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Sin embargo, desde las manos desterritorializadas hasta los cuerpos fragmentados, mutilados y sometidos a una extraña forma de abyecta violencia corporal (desde Lamborghini hasta Chejfec, Bolaño, Castellanos Moya, Eltit, y muchos otros), lo que habría que destacar es la descomposición del otrora corpus del poder y del Estado, clásicamente identificado con la figura del dictador (El señor presidente; Yo, el Supremo, por ejemplo) y la emergencia de un cuerpo fragmentado, literal y literariamente, relativo a las narrativas contemporáneas del narcotráfico, la violencia, las migraciones y las formas biopolíticas del control y la inmunización.5 Dicho proceso se habría iniciado con el registro histórico de la descomposición del otrora sano cuerpo de la soberanía estatal y popular (de ahí la importancia de Lamborghini), una descomposición del corpus literario que fue fundamental para la narrativa regional del siglo xx, pero también una descomposición del corpus jurídico de la soberanía estatal-nacional característica la modernidad política occidental.6 En este contexto, habría que pensar lo siguiente: ¿hasta qué punto esta descomposición no es sólo un fenómeno acotado a las víctimas de la cruenta violencia estatal y militar en la región, sino un elemento que apunta al proceso de transformación de la soberanía moderna, su desincorporación desde el pueblo como identidad sintética de lo nacionalpopular y su re-incorporación en un corpus asociado con el orden neoliberal contemporáneo? Pues, si es posible pensar así, entonces, más allá de las pertinentes lecturas de la literatura regional reciente, en términos de crisis melancólica y duelo por un pasado perdido y reprimido, quizás habría que incorporar la misma transformación del patrón de acumula5. El SIDA aparece como un tropo literario de la extenuación y del contagio, por ejemplo, en Pájaros de la playa de Severo Sarduy (1993), novela póstuma y autográfica en la que se intercalan las peripecias de Siempreviva, personaje infectado con el virus en un sanatorio recluido en una isla indeterminada y las anotaciones del Cosmólogo sobre la muerte y la enfermedad. Quizás esta novela marque el agotamiento de la retombé escritural y de la pletórica figuración barroca en su paso hacia la sobre-determinación biopolítica de los cuerpos, que por esa fecha se identificaba no con las tres “s” de Severo Sarduy Siempreviva, sino con las de semen, saliva (sudor) y sangre y las respectivas tres “h” de heroinómano, homosexual y haitiano (inmigrante). 6. Quizás esta es la clave para entender las sórdidas exposiciones fotográficas de cuerpos torturados y violentados por parte de Carlos Wieder, en Estrella distante, la novela de Bolaño que introduce el vanguardismo poético-pictórico de Wieder aludiendo a los “escritores bárbaros”, un grupo de literatos franceses comandados por Raul Delmore en los años 60, y que tenían como ritual iniciático una relación escatológica con los clásicos, sobre los que depositaban sus secreciones corporales.
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ción y su consiguiente desincorporación y reincorporación soberana como elemento central para el análisis. A la vez, la pregunta que sigue sería esta: ¿qué importancia tiene la emergencia de una figuración literaria referida a la proliferación de cuerpos fragmentados y precarizados, “inmundos cuerpos abandonados”, una vez que la poderosa alegoría referencial del aparato literario moderno parece estar extraviada, divorciada de “El Pueblo” como sujeto-centro de la historia y del texto? En tal caso, y siguiendo una tradición inaugurada por el clásico estudio de Ernst Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey: un estudios sobre teología política medieval (1957), y continuado por las investigaciones sobre dictadura y soberanía de Carl Schmitt, así como por el problema de la biopolítica como práctica inherente a la racionalidad occidental tempranamente advertida por Michel Foucault y recientemente retomada por Giorgio Agamben, nuestra hipótesis se refiere a lo que podríamos catalogar como el reverso histórico del “cuerpo del rey”, esto es, el cuerpo plebeyo como territorio donde la práctica soberana, vía diversas operaciones de inscripción y limitación, de puesta en forma, con sus respectivas dietéticas de la circunspección y del desborde, se configura históricamente. En efecto, si el estudio de Kantorowicz se concentró en la configuración del Corpus Christi como fundamento último del poder teológico imperial, lo que interesaría ahora sería la descomposición del corpus soberano moderno (asociado a la teoría del Estado y del pacto social), su fragmentación y la recomposición de un corpus aparentemente postsoberano vinculado a la facticidad corporativa bancaria. Esto exige un par de precisiones conceptuales relativas a las nociones de soberanía y biopolítica, ambas cruciales en los debates contemporáneos y que tenderían a sobreponerse confusamente, hasta no distinguirse en una teoría paranoica del poder. En tal caso, determinar qué tipo de relación existe entre los discursos de la soberanía y de la biopolítica parece crucial para comprender la figuración literaria del cuerpo, en cuanto corpus fragmentado. Precisamente, porque se trata de una figuración y no sólo de una representación, es decir, de una elaboración lingüística que desfigura los ordenados esquemas de la representación jurídica convencional, apuntando a la posibilidad de un nuevo contrato social, más allá de la facticidad de la dominación corporativa actual. En esta diferencia está inscrita, queremos sugerir, una política de la literatura que no puede ser abandonada ni reducida a la utilidad política de lo literario, esto es, a la literatura política en general.
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*** Por un lado, necesitamos distinguir la concepción de soberanía como práctica relativa al poder y a la determinación espacio-temporal de la autoridad, es decir, como fundamento de una determinada organización geopolítica e institucional, pero también (y aquí estriba una diferencia con un cierto horizonte juridizante), como relación incompleta o indeterminada; lo que nos coloca inmediatamente en tensión con la lectura popularizada por Giorgio Agamben (Estado de excepción), basada en el trabajo de Schmitt, sobre la soberanía como determinación de la vida en cuanto “forma de vida abandonada” (bare life o blosses Leben). Esto implica que la soberanía no es una instancia ni trascendental ni acabada, sino que remite a un lugar vacío, para retomar la famosa expresión de Claude Lefort, lugar abismal que impone un vértigo al pensamiento y que la misma soberanía intenta domesticar mediante diversas operaciones de inscripción-trascendentalización, es decir, de incorporación o materialización; operaciones que han sido agrupadas bajo la noción de biopolítica.7 En este sentido, la complementariedad entre soberanía y biopolítica no es completa ni inescapable, pues la soberanía es, en sí misma, circunstancial (política) y no viene asegurada trascendentalmente; de ahí entonces la brutalidad de la violencia ejercida sobre el cuerpo, pues esa brutalidad es inversamente proporcional a su condición coyuntural.8 Digámoslo así, la soberanía no es una entidad sino una relación y como tal puede confirmar, pero también interrumpir, la operación biopolítica. Por otro lado, esto nos exige retomar las observaciones de Roberto Esposito relativas a la ambigüedad constitutiva en el uso de la noción de biopolítica (Bios, 2006). Según su lectura, ya en las formulaciones de Michel Foucault –desde sus trabajos sobre la historia de la sexualidad hasta los cursos del Collège de France‒ es posible detectar un uso ambivalente de dicha noción, relativo tanto a su carácter positivo (productivo) o negativo (represivo). Así, es posible plantear las siguientes interrogantes: 1) ¿Es la biopolítica una cuestión estrictamente contemporánea o emerge como posibilidad alojada en el interior de la racionalidad política occidental? 7. Aun cuando no es nuestro cometido actual, nos referimos a la crítica de Jacques Derrida al concepto semitrascendental de biopolítica que está “al centro” del trabajo de Agamben y su lectura del campo de concentración como paradigma de la experiencia moderna (La bestia y el soberano, Vol. 1, 357-389). 8. Piénsese, por ejemplo, en la semejanza que hay entre la inscripción del castigo en el cuerpo del culpable, en la época clásica, según el análisis de Foucault en la primera parte de Vigilar y castigar, y la descripción de los crímenes contra las mujeres en la cuarta parte de 2666 de Bolaño.
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2) ¿Es la biopolítica un mecanismo de control de la vida complementario de otros procesos de domesticación, disciplinamiento y violencia mítica, o es su culminación y desenlace necesario? Estas preguntas no sólo interrogan la supuesta ambigüedad de Foucault, sino que alcanzan al mismo Agamben, para quien el campo de concentración nazi y la sociedad del espectáculo (Debord) terminarían por radicalizar la condición sacrificial de la vida desnuda en la figura cuasitrascendental del Homo sacer. A su vez, Esposito comprende la biopolítica como una práctica históricamente acotada a la emergencia de una reflexión propiamente moderna sobre la condición orgánica del Estado, posterior a la hipótesis hobbesiana del orden social, que sería su antecedente inmediato. De ahí la centralidad que cobra para su trabajo el paradigma inmunitario como horizonte de inteligibilidad último de esta biopolítica (Inmunitas), pues lo que define la actualidad de los mecanismos biopolíticos es la inescapable paradoja que se produce por la dialéctica entre las aspiraciones de realización de la vida comunitaria y la consiguiente producción de mecanismos inmunitarios. De una u otra forma, la biopolítica pareciera ser inherente a la racionalidad política occidental (recordemos que Agamben la rastrea en Aristóteles), pero pareciera haber adquirido un carácter más decisivo en la modernidad, una vez que el vínculo teológico-político (el Corpus Christi) ha sido desplazado o secularizado, como diría Max Weber. Este mismo problema se expresaría actualmente en dos posiciones irreconciliables, una negativa y otra positiva, por decirlo de manera esquemática; una relativa a la biopolítica ejercida sobre la vida, la otra pensada como política de la vida; una identificada con la biopolítica como entramado de captura de la existencia, la otra identificada con la noción antropológica de biopoder (Negri, 2000). En esta ambigüedad, Esposito detecta no sólo un problema conceptual relativo a las formas en que la dialéctica entre la inmunitas y la comunitas conforma el orden contemporáneo, sino también un problema relativo a la compleja relación entre soberanía y biopolítica, una relación que no es de equivalencia ni de sucesión, sino de yuxtaposición casi aleatoria. Gracias a esta observación se hace posible comprender cómo la crisis de la soberanía territorial moderna está vinculada con la proliferación inmunitaria de formas de control de la existencia, sin que esto signifique que la biopolítica sea un reemplazo de la soberanía, una forma de poder postsoberano, o que la soberanía sea homologable con la biopolítica. La transformación contemporánea de la relación soberana requiere de los mecanismos biopolíticos de control
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de las poblaciones, pero estos mecanismos no son inexpugnables (no porque sean parte del biopoder, como quisiera Negri) sino porque la misma relación soberana es indeterminada. En el fondo, y volviendo al Foucault de Las palabras y las cosas, lo que está en juego aquí es la determinación y la representación de la vida como forma de vida históricamente acotada (la misma noción de vida supone una operación nominal que atiende a una cierta novedad y a su inmediata captura representacional); lo que nos lleva a entender las mismas ciencias humanas modernas como intentos biopolíticos orientados a representar la vida en cuanto evento material irreductible a la teología medieval, con sus respectivas jerarquías ontológicas y creacionistas. Foucault emprende el análisis arqueológico de las ciencias humanas (de la lingüística, la biología y la economía política) precisamente en aquel momento, el de la transición de la episteme clásica a la moderna, en que la vida aparece desatada de su soporte teológico-político, como irrupción material y como proliferación indisciplinada. De ahí la intrínseca complementariedad entre biopolítica y representación: la necesidad de volver a dirigir la vida, su materialidad heteróclita, al diagrama de la razón, del saber y de la moral; necesidad entonces de ponerla en regla, inscribirla y escribirla, para dotarla de una visibilidad, de un cuerpo y de un corpus de saber y de poder, que la contenga y la organice, productivamente. Y ésta es también la relación entre biopolítica y filosofía de la historia, precisamente porque lo que está en juego en esta política de la vida y de la proliferación de la existencia es una indeterminación intolerable de la temporalidad, propia de la experiencia moderna del tiempo sin teleología, es decir, sin fundamento teológico. Se trata entonces de pensar la ambigua relación entre vida, soberanía y biopolítica, desde una ontología material de la existencia, atenta a la crítica destructiva de la ontología tradicional propia del proyecto heideggeriano9, pero una vez que la misma facticidad se encuentra sellada en la clausura tecno-mediática de la experiencia. En este sentido, más allá 9. Por supuesto, esto es un problema que nos desborda en este texto, pero, dicho brevemente, se trata de lo siguiente: leer la destrucción heideggeriana (particularmente en Ser y tiempo) como un intento por pensar la historicidad radical del ser-en-el-mundo, más allá de la ontología atributiva clásica, concernida con el Ser. De ahí, en vez de hacer la transición post-heideggeriana hacia la supuesta realización de la metafísica en el actual orden tecno-tele-mediático (lectura típicamente “europea”), se trata de pensar la condición ontológica (no tradicional) de la irrupción material del ser-en-el-mundo en el ámbito de la figuración literaria, en tanto que articulación lingüística de la imaginación histórica. Ver, por ejemplo, Campbell.
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del catastrofismo finisecular que identifica la globalización tecno-telemediática con la realización insuperable de la metafísica occidental, habría que pensar, otra vez, en la ambigüedad contenida en los conceptos de soberanía y biopolítica y en su relación con la misma noción de vida, en cuanto invención moderna e irrupción de una materialidad insuturable, heteróclita (palabra foucaultiana par excellence) que no puede ser reducida al orden tradicional de la ontología ni al orden contemporáneo de la biología sin operar sobre ella con una cierta violencia mítica reductiva.10 Aquí está el eje de nuestro planteamiento: si la desfiguración literaria no coincide con la representación, entonces, se abre una brecha, un pequeño espacio reflexivo, en el que la vida, como irreductible material, se manifiesta una vez que el sólido vínculo entre la soberanía estatal y popular se descompone, desincorporándose y reincorporándose sucesivamente. *** Una versión alternativa de esta problemática debería atender al estatuto de lo abyecto y de la parte maldita en la literatura, según los trabajos clásicos de Georges Bataille y Julia Kristeva. Sin embargo, lo que nos interesa ahora es apuntar a la relación entre lo abyecto, lo irrepresentable y la lógica del deseo que no es simple identificación con la soberanía, ni simple domesticación biopolítica, sino también excitación, descentramiento radical del sujeto de la experiencia. De ahí la pertinencia del reciente trabajo de Eric Santner, orientado a las paradojas de la soberanía y a la excitación de la existencia en la figuración literaria, pues lo que está en juego es una problematización del bando soberano y de la vida a-bando-nada (los “inmundos cuerpos abandonados” de Lamborghini), desde una cierta suspensión que desinscribe el cuerpo y el corpus de la condición unilateral de la ley (Santner, 2006). Lo que el trabajo de Santner hace posible es, precisamente, una relativización del bando soberano desde el punto de vista del plus de goce de la soberanía, que excita y descentra al sujeto, interrumpiendo la inscripción unilateral de la ley. 10. Tarizzo, por otro lado, distingue soberanía de biopolítica de la siguiente forma: la soberanía tiene como objetivo al pueblo, su constitución y su definición, mientras que la biopolítica tiene a la población, su control y su contención. Así, la soberanía no es equivalente a la biopolítica y produce en ella un cierto grado de indeterminación, precisamente porque el pueblo como postulación nunca coincide plenamente con la población, como objeto de las ciencias humanas y sociales. Recuérdese la diferencia entre pueblos expuestos y pueblos desfigurantes que hemos tomado de G. Didi-Huberman.
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En otras palabras, necesitamos repensar la relación entre biopolítica y representación en cuanto relación anfibológica o indeterminada, un double bind que limita y posibilita a la vez un pensamiento crítico concernido con la vida en tanto que irreductible material. En este contexto, una lectura de cierta narrativa latinoamericana contemporánea pareciera relevante, sin necesidad de asignarle un cierto privilegio hermenéutico a la literatura, pues se trata de preguntarnos por el espacio literario y por el cambio histórico de su función, debida al fin de la economía alegórica tradicional que ha remitido históricamente a la literatura a ser una nominación y captura de la “vida”. Es decir, mediante la problematización de aquel irreductible material que las nociones de existencia, ser, vida, deseo, cuerpo, etc., han intentado nombrar y capturar a la vez, pareciera posible allanar el camino para una problematización no sobre la literatura, sino sobre las prácticas escriturales que inscriben-escriben lingüísticamente el cuerpo social en la actualidad. En efecto, considerar la literatura como representación biopolítica de la vida inmediatamente nos lleva a comprender el cambio en la función histórica de lo literario como una desarticulación entre la llamada ciudad letrada y le Estado nacional. Esto significa que es posible interrogar cierta narrativa regional según un “nuevo contrato social”, es decir, según una nueva figuración de la vida, que para el caso acotado de este texto, hemos remitido al problema del corpus literario. Es precisamente en la no anticipable yuxtaposición de soberanía y biopolítica donde el cuerpo literariamente figurado aparecería como el espacio donde la soberanía se materializa y se expresa, mediante una forma específica de incorporación. Así como el paso desde el orden teológico-político medieval al orden secular moderno supuso, grosso modo, una transformación de la materialidad del cuerpo del soberano y su reconstitución en el cuerpo incorpóreo del Estado y del ciudadano (Hobbes); de manera similar, el actual proceso de globalización y la preponderancia de la soberanía financiera transestatal (bancaria) supondría una nueva metamorfosis del cuerpo de la soberanía, donde predominaría la figura de la vida desnuda o abandonada y donde el cuerpo soberano del monarca o del pueblo aparecería literalmente destrozado, fragmentado, diseminado en una monstruosidad siempre latente y siempre amenazante. Esto, a su vez, supone suspender cualquier lectura modernista del texto literario, pero no desde un llamado testimonial y posliterario, sino desde la simple constatación de que la literatura, en cuanto articulación lingüística de la imaginación es, en toda su ambigüedad, una práctica
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biopolítica de representación, un reverso fundamental de la ley. El texto jurídico y el texto literario copertenecen a una misma operación biopolítica que se mueve pendularmente entre la inscripción y la insubordinación de la vida como proliferación material en un determinado corpus. De ahí, por ejemplo, que para Bolívar Echeverría, el barroco constituya no un estilo artístico ni literario, sino una ethos, una forma material de la existencia larvaria, alojada al interior de la razón imperial hispana. Sería así una prótesis irrecuperable por las retóricas de la autenticidad y de la identidad (La modernidad de lo barroco, 1998). Tendríamos que leer entonces el neobarroco y el neobarroso del Río de la Plata como postulación de un cuerpo otro que el cuerpo de la soberanía estatal-nacional, radicalización de la existencia larvaria en plena revolución neoliberal. Quizás en esto consista la interrogación que se nos impone en la actualidad, en la posibilidad de leer los procesos biopolíticos a través de la imaginación literaria contemporánea como una cifrada crítica de la economía política del capitalismo contemporáneo. Atrevida hipótesis, la literatura ya no sería el festín de la identidad, sino el refugio para recomenzar una crítica de los procesos de valoración y de fragmentación de la existencia, pues la letra se inscribe en el cuerpo tanto como el cuerpo reaparece en la escritura. Vida, no lo olvidemos, es también el punto en común que organiza la emergencia de las ciencias humanas, cuya arqueología Foucault elaboró marcando la convergencia entre lingüística y economía política. De ahí entonces nuestra afirmación final: la literatura como biopolítica podría ser, perfectamente, una crítica de la economía política contemporánea, aquella que precariza la vida intentando controlar y productivizar su proliferación salvaje.
Obras citadas Agamben, Giorgio. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos, 1999. — Estado de excepción, Homo sacer II, I. Valencia: Pre-textos, 2004. Beverley, John. Against Literature. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993. Bolaño, Roberto. Estrella distante. Barcelona: Anagrama, 1996. — Nocturno de Chile. Barcelona: Anagrama, 2000. — Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2004. — 2666. Barcelona: Anagrama, 2004.
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Borges, Jorge Luis. “El informe de Brodie”. Obras completas II. Buenos Aires: Emecé Editores, 1994, 451-456. Bustos, Domecq. “La fiesta del Monstruo”. Jorge Luis Borges. Obras en colaboración. Buenos Aires: Emecé, 1979, 392-402. Campbell, Timothy. Improper Life: Technology and Biopolitics from Heidegger to Agamben. Minneapolis: University of Minnesota Press, 2011. Castellanos Moya, Horacio. El asco. Tres relatos violentos. Barcelona: Casiopea, 2000. — El arma en el hombre. México: Tusquets, 2001. — Insensatez. México: Tusquets, 2004. Chejfec, Sergio. Boca de lobo. Argentina: Alfaguara, 2000. Derrida, Jacques. Seminario La bestia y el soberano, Volumen I (20012002). Buenos Aires: Manantial, 2010. Didi-Huberman, Georges. Peuples exposés, peuples figurants. Paris: Les Éditions de Minuit, 2012. Echeverría, Bolívar. La modernidad de lo barroco. México: Ediciones ERA, 1998. Eltit, Diamela. Lumpérica. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco, 1983. — El padre mío. Santiago de Chile: Francisco Zegers, 1989. — El impuesto a la carne. Santiago de Chile: Seix Barral, 2001. — Mano de obra. Santiago de Chile: Seix Barral, 2002. Esposito, Roberto. Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu, 2005. — Bíos. Biopolítica y filosofía. Buenos Aires: Amorrortu, 2010. Fogwill, Rodolfo Enrique. Los pichiciegos. Visiones de una batalla subterránea. Buenos Aires: De la Flor, 1983. Foucault, Michel. Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI, 1983. — Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. México: Siglo XXI, 2010. González Vera, José Santos. Vidas mínimas. Santiago de Chile: Lom Ediciones, 1996. Heidegger, Martin. Ser y Tiempo. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997. Kantorowicz, Ernst. Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval. Madrid: Alianza, 1985. Lamborghini, Osvaldo. “El fiord”. Novelas y Cuentos I. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2003, 7-25.
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— “El niño proletario”. Novelas y Cuentos I. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2003, 56-62. — Tadeys. Buenos Aires: Sudamericana, 2005. Lillo, Baldomero. Sub terra. Cuadros mineros. Santiago de Chile. Imprenta moderna, 1904. Lispector, Clarice. A Hora da Estrela. Rio de Janeiro: Nova Fronteira, 1984. Negri, Antonio y Michael Hardt. Empire. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2000. Ramos, Graciliano. Vidas secas. Rio de Janeiro: Editorial Record, 2002. Rey Rosa, Rodrigo. Cárcel de árboles. Buenos Aires: Planeta, 1993. — El material humano. Barcelona: Anagrama, 2009. Rojas, Manuel. Hijo de ladrón. Buenos Aires: Emecé, 1954. Santner, Eric. On Creaturely Life. Chicago: Chicago University Press, 2006. Sarduy, Severo. Pájaros de la playa. Barcelona: Tusquets, 1993. Segato, Rita Laura. Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 2003. — La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez: territorio, soberanía y crímenes de segundo estado. México: Universidad del Claustro de Sor Juana, 2006. Tarizzo, Davide. La vitta, un’invenzione recente. Bari: Laterza, 2010.
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Se intuía desde 1989, si no antes, que el fin de la Guerra Fría y sus modos de pensar el mundo concertaban desafíos inéditos. Hoy se indaga si el sentido de luto en torno al Estado liberal latinoamericano se debe al deseo de algo que vemos fallido a posteriori o a la inquietud que nos provocan las acomodaciones que acuartela el orden neoliberal. ¿O serán dos caras de la misma moneda? Se sopesa entonces desde nuevos senderos filosóficos ‒biopolítica, multitud, evento, presentación de lo sensible, estado de excepción‒ si la soberanía estatal está en jaque y si la ética social opera en un vacío, sospechando al mismo tiempo que todo ello soterra la medida de lo precario inserta en un horizonte autotélico sin claras alternativas de exterioridad y resistencia.2 Más que una crisis, o duelo, términos que no siempre aducen si se trata de un lamento o una celebración, o ambos a la vez, la producción actual de saberes letrados en torno a América Latina confirma una sensación de vértigo ante un mercado de apuestas inconexas.3 Importa recordar también que el intelectual letrado, sobre todo el que se dedica a la literatura, nunca se ha sentido cómodo en su propia piel, 1. Una versión preliminar de este ensayo fue presentada en Washington University in St. Louis, y una segunda versión en LASA, 2013, celebrada en Washington D.F. Ambas han sido ampliadas. 2. Ofrezco una presentación más específica de este contexto teórico en el ensayo “América Latina y el nuevo orden letrado: teorías, apuestas, mercados”. 3. Esta coyuntura dudosa e inestable nutre libros recientes como The Actuality of Communism, de Bruno Bosteels. Véase también el resumen de aportes sobre biopolítica, al igual que las grandes diferencias entre los más reconocidos. Ver Vatter.
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hoy quizá menos, dado el triunfalismo tecno-mediático y el progresivo desfase de la esfera política. Leer y escribir pueden ser actos radicales en sí, pero la relación del intelectual y la academia siempre se nutre de la sospecha, más aún que la que existe entre el artista y el mercado, o el político y el partido. Por otra parte, la idea del compromiso con una causa trascendental ya no inspira tan claramente una vida radicalizada, por lo cual se vuelve más acechante el temor de perder inmediatez con lo político, sobre todo para la juventud que contempla una vida intelectual. El vacío, si de eso se trata, nunca se llena del todo, pero quizá logre enfundarse en el terreno de apuestas más o menos categóricas que a menudo oscilan entre un “locus de enunciación originario”, anclado en la historia de un pensamiento latinoamericano autóctono, desde siempre inconmensurable con la epistemología moderna, y un “locus de la ruina anacrónica”, que descubre en la modernidad latinoamericana errada o fallida un paradigma ideal para el estudio de la catástrofe neoliberal. Importa indagar, claro está, si la nitidez implícita de ambas enunciaciones se enturbia ante el álgebra de sujetos, cronologías y espacios siempre fronterizos.4 En este montaje se observa claramente que el lugar de los estudios literarios se ha ido transmutando hacia un terreno precario pero quizá también predecible. En el caso latinoamericano, no obstante la creciente y variada producción posterior a 1990, este espacio ha llegado a configurar una suerte de teleología del repulso que reza más o menos así: los proyectos de modernización liberales o revolucionarios de los siglos xix y xx sólo confirman un eje colonial o un orden moderno fallido, ambos generalizables a todas las naciones y culturas, que concluye en dictaduras, transiciones y períodos especiales subsiguientes, todo ello anclado por un trasfondo estético monumentalizado por el modernismo, la novela de la tierra, la ensayística de identidad nacional, el boom y otros discursos de compensación estética. El arribo del mercado neoliberal y su nueva lógica al inicio del siglo xxi corresponde entonces al momento en que se cierra ese ciclo del error para entrar en una temporalidad aparentemente menos definible, sin duda preocupante, pero en todo caso abierta a otras instancias, si acaso inéditas. Lo que queda del objeto de estudio entonces no será un despliegue de posibilidades o esperanzas, digamos proyectos sociales prometedores o 4. Esta indagación, ampliada en el ensayo citado en la nota 2, sostiene que ambas enunciaciones, una definida por la colonialidad, la otra por la deconstrucción, se aproximan sin darse cuenta.
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formas innovadoras de literatura que devengan de los mismos, sino el trauma y la derrota derivada del recuerdo inconsolable, todo un legado de experiencias fracasadas que de algún modo se siguen manifestando como residuo de la teleología del fracaso. En cierto modo se trata de una contención contextual, un modelo de historia literaria que se pensaba superado, pero que de pronto retorna, quizá como residuo reprimido e insospechado por la teoría literaria. Su entorno más concreto sería esa frontera post-estatal que de algún modo se libera del encierre nacional con el entorno neoliberal en cuanto que deja de una vez por todas el vínculo entre literatura, cultura y teoría, un paso que permite observar más directamente la relación entre teoría y catástrofe (social o epistemológica) partiendo de nociones ambiguas pero intrigantes, como el estado de excepción, la biopolítica y la ingobernabilidad. Otro síntoma notable atiende las posibilidades de un español globalizante que se observa en el nuevo auge de los estudios transatlánticos. El idioma hispánico, según esta mirada, redescubre una cartografía en las últimas décadas que no remite necesariamente al poder cimentado por la filología castellana, ni tampoco por las letras latinoamericanas, sino más bien por nuevas oportunidades de difusión cultural y lingüística, una especie de marketing del español transnacional, cuyo teatro principal de consumo ahora incluye todo el continente americano, el cual aborda también a los Estados Unidos. La nación que solía gobernar la literatura, en su etapa moderna, pasa de tal modo a los reclamos, inciertos pero inevitables, de una cultura mundial de lectores posibles, revelando un interesante pero contradictorio mercado de lo hispánico. El nuevo hispanismo transatlántico cree redescubrir así un nuevo espacio para la literatura anclado en el valor del idioma, una suerte de subsuelo ‒cuyas implicaciones biopolíticas quedan por atenderse‒ que permite convocar al mundo literario, actual y de antaño. Retornando a la celebración del autor y su obra, este hispanismo deja atrás el énfasis en la búsqueda teórica de las últimas décadas ‒España o Iberia, posicionada en el auge del euro hasta hace poco‒. Esto implica un nuevo eje de edición y publicación altamente influyente que exige precisamente más, no menos, teorización sobre la nueva literatura latinoamericana (al igual que la española). Importa indagar, más allá de estos enlaces, si la producción literaria latinoamericana, en particular la más reciente ‒un corpus sin estatuto crítico correspondiente, sometido casi exclusivamente a la historia literaria del boom y su fracaso en tanto resaca inagotable‒ provee marcos de estudio dignos de este momento, si permite observar más de cerca la instancia
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de creatividad que puede pasar desatendida en este momento de éxodos innovadores, si es capaz de asumir el paradójico legado escritural, el cual, según la muy desatendida observación de Derrida ‒a veces hasta por la propia deconstrucción‒ de que hay una estrecha relación entre la literatura y la democracia por venir. Ello implicaría tomar en serio esa amenazante autoridad de la literatura, el poder decir sin ser directamente o inmediatamente responsable por lo que dice, un marco escritural que nunca prescinde de la relación entre teoría y hechura verbal, tan complicada y refractaria, y que siempre corre el riesgo de ser censurada o declarada intolerable por un régimen de verdad o enunciación (Derrida, “Passions”). Se podría concebir entonces una literatura que ni afirma el marco estatal como horizonte ni tampoco entraña el fin de la nación; que evita anular el terreno de sujetos que la pluralizan, un entorno que marca una irradiación distinta de la ecuación lengua-literatura, hoy terciarizada por el cruce ilegal de lenguajes, economías y subjetividades, un campo discursivo migrante, a veces de mayorías, que descubren registros de subjetividad en la interioridad sonora y escritural de la lengua. Con esa promesa me acercaré a varias narrativas recientes, no tanto para formular un marco de ejemplaridad sino como ensayo de pistas que permitan bosquejar en la actualidad esa diversidad interna a “lo latinoamericano” que siempre excede la enunciación paradigmática: a) Autopromoción desde la propia trama: El autor no sólo se cita sino que se reseña, anuncia, y promueve, su signatura autobiográfica entra en la factura interna de los textos, usualmente con lenguaje de apariencia realista, ya sea de corte histórico o autobiográfico, pero que no obstante reclama el entorno de la auto-referencialidad literaria llevando la promoción de su obra, u obras, a la propia trama y a los personajes. Lo que antes se entendía como intertextualidad, delimitada fundamentalmente por imbricaciones literarias, ahora se extiende hacia la divulgación y dispersión de toda la obra del autor desde cada texto, internalizando de tal modo tanto la función editorial como relatos autobiográficos a su hechura. La obra de Bolaño, ‒en particular Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004) sus textos que más retan lecturas nacionalistas o exílicas‒, podría servir de ejemplo de esta suerte de marketing literario. La dispersión del entramado autorreferencial se observa también en los otros textos comentados a continuación. b) Diferendos entre Estado y nación: La ecuación Estado-nación, tan referida pero tan difusa, a ratos encrespada por la teoría post-hegemónica sin mayores distinciones, quizá descubra nuevos senderos literarios que compliquen sus polos. Hay múltiples flujos de idiomas y afectos todavía
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nacionales que exceden y se desconocen ante el alcance del Estado y sus imaginarios actuales. Esto permite examinar un entorno del afecto nacional-literario desde una pluralidad no hegemónica, digamos un registro de sujetos nacionales precarios atendidos por la nueva literatura en general. Una de las muestras más radicales de este nutrido diferendo quizá se encuentre en El hombre sin cabeza (2009) de Sergio González Rodríguez. Su narrador, todo un teórico de la cultura tecno-pánica, observa que “América Latina es un archipiélago cultural unido ahora en su estrato profundo por la lengua, las migraciones, la fe premoderna y la narcosis” (48). c) El mal y la potencialidad dinámica de la imaginación: Entiéndase aquí toda una gama que no sólo aborda el cuestionamiento de la moral burguesa sino el pacto moderno de la ética y su entendimiento del sujeto humano, lo cual abarca una nueva relación que pone en jaque la soberanía humana y la confección del cuerpo articulada por la era de los derechos humanos. El reto semántico a ese régimen de ética liberal, según la filosofía de Paolo Virno, por ejemplo, exige pensar las estrategias al alcance del ser como animal lingüístico ante la cultura posfordista ‒cinismo, oportunismo, rastreo de un fondo biopolítico donde el ser se encuentra desprovisto de universalidad confiable‒ en la cual se ha ido perdiendo la protección y pretensión del orden internacional que hablaba en nombre del sujeto y su cuerpo.5 ¿Cómo leer y escribir sin (esa) ética? ¿Cómo articular otra? Sergio González Rodríguez sin duda trabaja este imaginario activamente. La obra de Leonardo Padura Fuentes, pienso en particular su meditación sobre la vida consagrada a la militancia en El hombre que amaba a los perros, también remite a ello, al igual que Bolaño con su presentación del feminicidio en la frontera mexicana en 2666. Se trata, obviamente, de una característica que va cobrando forma en casi toda la nueva literatura. d) Desconfianza de lo local: La otredad del sujeto migrante de pronto se desconoce aún en lo local, ya sea la gran ciudad, el pueblo o hasta el idioma, esos espacios más discretos de lo nacional que se presentaron como refugio o espacio de resistencia ante lo global al inicio del neoliberalismo. Los zombies que gobiernan la narrativa visual en Juan de los muertos (2011), por ejemplo, no corresponden a una disidencia política sino bio5. “El hombre es por naturaleza agresivo porque es lingüístico”. “Lo que suscita su agresividad es también la raíz de su capacidad de innovación”. “Si expeliéramos el mal de nuestra vida dejaríamos de ser humanos. En el sentido de que el mal es también lo que nos permite cambiar nuestra forma de vida. La capacidad de innovar” (Virno 102-103).
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política, un organismo dañino cuya causalidad inmanente en la localidad habanera no ofrece exterioridad o fuerzas de oposición. El orientalismo en Verde Shanghai (2011) de Cristina Rivera Garza, por otra parte, confunde y hasta imposibilita las coordenadas espacio temporales del D. F. Y los textos de Castellanos Moya, como veremos, trastornan la dualidad usualmente nutrida por las dimensiones micro-macro. La literatura quiebra ese refugio nacional que se ciñe a lo local al mismo tiempo que lo enfunde de lenguajes a la deriva. e) Plasmaciones inéditas de género-sexual y literario: Se entrevé de pronto el límite ‒frecuentemente desatendido‒ de cualquier teorización sobre afecto y habitus en tanto fundamentos lógico-lingüísticos generales compartidos, esa competencia lingüística que se suele llamar “vida de la mente” o general intellect. Esto aplica no sólo a la hegemonía estatal sino también a los sectores que pasan por “multitud”, cuya articulación no suele atender la relación género-sexualidad-escritura, la cual se encuentra imbricada en nuevas formas de lo nacional. El personaje Zeta en Cien botellas en una pared (2002), de Ena Lucía Portela, por ejemplo, incorpora un nuevo archivo verbal y social a partir de las dos formas de ganarse la vida y tener contacto fluido con el mercado en el mundo post-socialista: turismo sexual y literatura, una inestabilidad de género y orden moral vertiginosamente plasmada en el texto, no como cultivo de lo soez sino como registro de múltiples gramaticalidades. Abordo a continuación con más detenimiento algunos relatos para darle mayor perfil a la plasmación de estas categorías. Dos de ellos son del autor salvadoreño Horacio Castellanos Moya. El primero, El asco (1997), muy celebrado por el propio Bolaño, es uno de los textos que le sirve de eje al sugerente ensayo de Josefina Ludmer sobre la literatura post-autónoma.6 Observamos el retorno de un intelectual que sólo es capaz de asquearse ante la realidad actual de su país en pleno cursar del neoliberalismo y sus mercados. Todo le parece horrible después de casi veinte años de vida en Canadá. Tampoco exhibe un sentido de trauma como recurso. Percibe por un lado que no hay memoria nacional y por el otro que lo recordable no prometía. Su madre ha muerto, la casa está en venta, viaja de regreso solamente para cobrar su parte de la herencia en un momento de aparente inflación. Una vez allí dialoga con un amigo escritor que va re6. El ensayo de Ludmer (Aquí América Latina: una especulación). Inicia una conversación importante sobre la relación Estado-nación-biopolítica que he querido ampliar y acotar con textos más recientes y otros planteamientos.
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cogiendo sus impresiones del nuevo momento, pero no entiende el motivo de tal esfuerzo puesto que tampoco concibe cómo su país, que no ha formado parte integral del archivo literario latinoamericano, pueda entrar ahora en esa república de las letras. Lo que queda, la estética del asco, se constriñe a la mirada de un narrador que sólo percibe una multitud inculta, mal hablada, sucia, mal vestida, agresiva, en fin, el sentir de un protagonista exiliado ante una cultura nacional que nunca le inspiró nada en particular pero que de pronto se ha vuelto peor. Importa acentuar que este texto ha sido señalado como un hito posible, si acaso la marca de cierto fin para la literatura, pero importa notar que una lectura más detenida permite también observar el desencuentro y el anacronismo del propio narrador, lo cual enturbia un poco el diagnóstico. Su encuentro con el asco se inicia antes de llegar a su país, en el avión, donde tropieza con salvadoreños trabajadores en Estados Unidos, ahora en viaje de vuelta como migrantes, un grupo agresivo en su habla, en cierto modo confiado de su condición de nuevo consumidor-inversionista que ahora regresa confiado por su capacidad de acción. Llamarlos exiliados, esa ontología que todavía sostiene al narrador, no es la palabra adecuada para estos sujetos que hablan un idioma y portan una cultura que el protagonista sólo puede despreciar. Son aparentemente otros sujetos, distintos de él, pero ahora unidos por una economía que gobierna el precio considerable de la casa de su madre, algo indispensable en su vida. De manera que el narrador, el exiliado, encuentra su límite, mientras que ni su amigo el escritor ni tampoco sus conciudadanos se entregan al futuro. Su único recurso nostálgico: añorar su juventud, su educación católica en un pasado anterior a la guerra y al neoliberalismo, antes de su exilio, aunque tampoco está muy convencido de que ese era el camino de la nación o de la literatura. De manera que el asco precede todo lo acontecido; si acaso pudiera ser un espejo en el que descubre el fin de sus propias sensibilidades. Podría decirse también que el cobro implícito que anuda este relato, la casa de su madre difunta, es el espacio de literatura nacional centroamericana que Castellanos Moya presenta ante la crítica latinoamericanista, una suerte de reclamo o parodia dirigida a la República de las Letras históricamente desinteresada en esa zona. Esto se observa aún más en el relato Insensatez (2011), anclado en la historia de un escritor salvadoreño trabajando en Guatemala que asume la responsabilidad de darle un toque estilístico a miles de cuartillas acumuladas sobre los horrores de la guerra contra la humanidad indígena de ese país, todo un ar-
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chivo acumulado por especialistas de múltiples disciplina; antropólogos, excavadores de fosas, biólogos de diferentes tipos, todo ello dirigido por la buena voluntad de la iglesia católica supervisada desde no muy lejos por el gobierno y el orden militar que busca de algún modo pactar una transición. El lector simpatiza inicialmente con este proyecto firmemente inscrito en la ética de los derechos humanos, y por ello quizá se resiste a la forma en que el texto va socavando lentamente ese sentido de justicia mediante la erotización porfiada de la escritura, la cual termina desvirtuando por completo el gesto testimoniante y, por implicación, las comisiones de verdad y derechos humanos posteriores a las dictaduras guatemaltecas y el genocidio de sus poblaciones amerindias. Además, todo ello en cierto modo se presenta como un desquite literario ante la industria discursiva cuyo emblema sería Rigoberta, un contraste que va cobrando relieve con la fascinación del narrador-editor con ciertas frases de los testimonios transcritos que pudieran parecer malas traducciones o elocuciones de víctimas que hablan otras lenguas y portan otras culturas, frases que, desde la distancia, casi como un proyecto que recuerda la estética de Miguel Ángel Asturias, pudieran parecerle poéticas. No sólo goza estas citas, las va incorporando a su vida mientras sigue estilizando las cuartillas sobre el descuartizamiento de seres humanos, todo ello enclaustrado en una oficina de la iglesia, una especie de retiro espiritual que por supuesto lo lleva a la soledad, a la mística y finalmente a una erotización que poco a poco se intensifica hasta desbordarse como deseo sexual, claramente inscrito en un discurso machista, que toma como objeto el cuerpo de las investigadoras, psicólogas y antropólogas que siguen haciendo trabajo de campo en las zonas del terror, un proceso que encuentra su mayor realización cuanto logra conocer una sobreviviente que es el referente directo de uno de los testimonios que ha leído, una mujer torturada y violada múltiples veces, la cual ahora, recuperada y preservada su belleza, entra en el imaginario erótico del narrador de tal forma que el cuerpo torturado se vuelve cuerpo erotizado. Se trata, por lo visto, de dos textos novelados que presentan casi todas las características esbozadas anteriormente: articulación del mal, signatura autobiográfica, diferendo entre Estado y nación, cinismo ante la ética liberal, y desconfianza ante toda instancia espacial (local o global), si bien su confección de género no es tan novedosa, puesto que remite a registros trasnochados, si acaso una especie de revanchismo masculino que busca anteponerse a una supuesta política de lo correcto. Importa notar, sin em-
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bargo, que lejos de marcar un fin de la literatura latinoamericana, estos textos reclaman en alta voz un nuevo espacio, sin duda irónico y paródico, cuyo referente principal es ahora la crítica y el mercado del latinoamericanismo tanto o más que la literatura misma. Entre las posiciones conocidas y trasnochadas del exilio y la nueva migración neoliberal, se va forjando un nuevo archivo cada vez más nutrido y desafiante de discursos y textualidades. Paso a otro relato reciente que ofrece un registro particular de contradicciones y ambigüedades. Missing (2009), de Alberto Fuguet, presenta la historia de un tío llamado Carlos y su sobrino Alberto, chilenos que emigran con sus familias a Estados Unidos durante los cincuenta por razones económicas, el primero adolescente, el otro niño. El sobrino llamado Alberto, regresa a Chile a finales de los setenta y se vuelve un escritor famoso. Los títulos de su obra, explícitamente citados en la trama, coinciden exactamente con los del escritor Alberto Fuguet, de hecho son anunciados reiteradamente. La novela es, en ese sentido, la manifestación más impúdica del marketing y la autopromoción llevada a la ficción. El tío Carlos, por su parte, nunca regresa a Chile. Permanece en Estados Unidos, en un estado de missing, nutriendo una biografía que incluye ingreso al ejército norteamericano, etapas hippies, cárceles por venta de droga y toda una vida divagante que nunca parece adolecer de nostalgia por su lugar en la familia, la nación chilena y el perdido manejo del español. No se siente perdido en ningún sentido aunque su vida no ha sido fácil y ha tenido momentos económicamente difíciles. Eso es algo, sin embargo, que su sobrino Alberto no llega a entender. Una lectura inmediata sugiere que en esta novela propone una especie de restitución nostálgica de la nación chilena desde una línea patriarcal. Tío, sobrino, hijo, padre y abuelo quedan también cifrados, digamos en la metonimia del clan masculino Fuguet que regresa a la historia chilena en el siglo xxi con un espíritu de recuperación orgánica, si no triunfal, que narra la búsqueda del tío en Estados Unidos desde la perspectiva del éxito internacional de Alberto y sus novelas. Este eje que desplaza al golpe del 73 y sus desaparecidos desde la semántica del vocablo missing, título en inglés que pluraliza o quizá enturbia el plano de la llaga histórica usualmente asociada con esa fecha, deslizándose hacia lo perdido, extrañado o desubicado en otro país y bajo otra afectividad. Debe observarse por ello que esta narración retorna a los 50 en vez de los 70 como eje de la pérdida de cohesión nacional, un signar de razón económica más que política, lo cual podría verse como otro intento de desfigurar la línea binaria Allende/
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Pinochet del relato nacional que otros autores chilenos, Eltit y Bolaño por ejemplo, han abordado desde ángulos muy distintos. Pero la obra pudiera llevarnos también a la sombra de McOndo (1996), el conocido manifiesto literario de Alberto Fuguet, la historia infeliz de su participación en el taller de escritores internacionales de la universidad de Iowa a principios de los 90, en el que presentó un cuento que fue rechazado por no cumplir con la factura realista-mágica que, según cuenta el autor, se esperaba de todo escritor latino ‒y latinoamericano‒ por imposición de valores estéticos en Estados Unidos en ese momento. Si la cercanía del personaje Alberto al autor que nutre la novela Missing permite armar una lectura, algo que usualmente resisto, quizá sea un vínculo fértil para leerla como relectura de McOndo, un texto escrito veinte años antes pero que todavía es citado para pensar la literatura latinoamericana contemporánea. La idea sería leer la historia de Fuguet, el autor inscrito en manifiestos ficcionales en los 90 partiendo de su novela autobiográfica del 2010. Missing sería el texto que recoge todo lo que McOndo esquiva o encubre, la historia de Alberto Fuguet anterior a su llegada a Estados Unidos como escritor visitante, una adolescencia y un exilio económico que conllevaba la pérdida del idioma y sentimientos nacionales, digamos un chileno latinizado en peligro de “perderse” que ahora regresa (en Missing) buscando al tío que se quedó, habiendo ya recuperado para sí la nación y el idioma natal, hasta convertirse en un escritor que retorna triunfante, consciente de su éxito, cuya obra se vende tanto en América Latina como Estados Unidos. Ahora se puede prestar abierta y alegremente a juegos bilingües ‒algo que no valora McOndo‒ y a explorar lo que fue esa pérdida a partir de la figura del tío, a quien visita frecuentemente desde el marco de aparente superioridad y alcance económico pagándole viajes a Las Vegas y San Francisco. Habría que contemplar entonces que en Missing hay un desdoblamiento posible del propio Alberto y que la novela tiene tanto o más que ver con él que con su tío Carlos. Pero ésta cobra un relieve propio en algunos momentos. La vida de ese latino chileno que compone la figura del tío, que se queda, con todas las pérdidas que ello implica, excede a ratos la historia de Alberto, el escritor exitoso que supera el exilio y lo convierte un lugar de consumo y marketing para su obra segura en sus raíces nacionales. Sobra y excede, porque Carlos presenta una historia más novelesca, digamos más aventurada y menos predecible que la de Alberto, tanto así que a veces se acerca a la estética del realismo mágico, lo cual significaría un horror para el Fuguet de McOndo. Los cálculos del automarketing, por
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muy fríos y precisos que sean, descubren límites inesperados en la factura literaria. Cierro estas páginas con una breve reflexión sobre El hombre que amaba a los perros (2009), de Leonardo Padura Fuentes. El lector descubre desde el primer momento un trabajo de investigación histórica descomunal, la cual suma más de setecientas páginas sobre las vidas del líder Liev Davídovich Trotski y su asesino Ramón Mercader, con trabajo de archivo en la URSS, Barcelona y México. El rigor da paso a una articulación post-socialista de los militantes del socialismo histórico que fueron denegados por su propia tradición. Pero se trata de una novela también, y por ello de una historia de amor, al menos de sus posibilidades. Por ello marca detalladamente el desgaste afectivo que produce la fidelidad a ese evento revolucionario, nos hace sentir ese aspecto tan desatendido de la vanguardia política en el momento de su hechura, sobre todo el desgarramiento del eros producido por las movilizaciones movilizaciones de la militancia, el daño al ser, la pareja, la familia y al marco afectivo en general. Trostky y Mercader se sitúan en un mundo de guerras e intrigas políticas pero también en un entorno de entregas amorosas entrecruzadas por la condición babélica de los cambios de lenguajes, personalidades y nombres que exige el espionaje, por los desgastes síquicos ante achaques constantes de purismo y diversión ideológico, abarcando buena parte del globo durante medio siglo, con énfasis en ese encuentro fortuito mexicano que produjo el asesinato del ruso en manos del catalán, el cual incluye un entramado de vanguardias artísticas nunca lejos del deseo, Trotsky, Breton, Frida Kahlo, su hermana y Diego Rivera en particular. Pero la obra contiene otra historia, un presente más incierto aún, en este caso la vida estropeada de Iván, escritor cubano en los setenta, quien publica un libro de cuentos diseñado al estilo del realismo socialista que fue premiado en su país pero que preferiría olvidar. Sabía que era malo y no correspondía a su ambición escritural. Esto lo lleva a experimentar con escritores del boom, lo cual produce un relato cuya trama incluye un protagonista revolucionario que se suicida. El resultado esta vez es un castigo, un exilio interno, que le impone la censura revolucionaria, un puesto insignificante en un pequeño pueblo al este de la isla, el oriente nacional, o la Siberia tropical. Desde allí se van mermando sus aspiraciones de escritor hasta que casi las pierde. Dos años después regresa a La Habana para asumir otro puesto que le ofrecen, en este caso como editor de una revista de medicina veterinaria. Un día, paseando por la playa, descubre a un señor que pasa el tiempo jugando con dos galgos rusos con quien hace
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amistad. Después de varios meses descubre que éste resulta ser el catalán Ramón Mercader, asesino de Trotsky, el marxista ruso conocido en la historia como diablo, judío, portador de la revolución perpetua, un relato no sólo mayormente desconocido sino prohibido en general, y más aún en Cuba, país católico y socialista. La historia de Iván contiene su propia gravedad, aunque pudiera palidecer en el contexto de las de Trotsky y Mercader. Sugiere un orden menos monumental pero también más cercano al lector contemporáneo, quizá el contraste que dramatiza ambos polos del continuum. Iván por ello conduce a una manifestación altamente estilizada de la combinatoria histórico-autobiográfica del marketing literario actual. Es, obviamente, un narrador-personaje que cultiva la cercanía con el sujeto-escritor Leonardo Padura Fuentes en toda una polisemia que no se preocupa por demarcar límites entre autor y personaje. Importa notar también cómo se desliza el diferendo Estado-nación descrito anteriormente. No hay nostalgia por la república cubana prerrevolucionaria en la historia de Iván, ni tampoco la aspiración de un exilio en Miami. Se observa una clara denuncia del relato revolucionario del siglo xx en su plano afectivo, al mismo tiempo que una necesidad de narrarlo, de abordar su lado oscuro y necesario. La trascendencia histórica de Trotsky y Mercader y la monumentalidad de sus conflictos logran fluir con la cotidianidad de Iván, escritor premiado y castigado sin méritos ni culpas literarias que tropieza con un tema que revive su escritura durante el período especial de los 90. Su esposa Ana muere de una enfermedad contraída por la mala atención médica durante ese momento. Se juntan de tal modo la militancia como evento capaz de amor y traición, con el darle nombre a una causa personal y escritural, en fin, los entramados de la fidelidad a un sentido de la política que no puede dejar de ser literario a la vez.
Obras citadas Bolaño, Roberto. 2666. Barcelona: Anagrama, 2004. Castellanos Moya, Horacio. El Asco. Thomas Bernhard en San Salvador. México: Tusquets, 1997. — Insensatez. México: Tusquets, 2004. Campa, Román de la. “América Latina y el nuevo orden letrado: teorías, apuestas y mercados”. Latinoamérica. Revista de Estudios Latinoamericanos 56 (2013), 9-26.
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Derrida, Jacques. “Passions: ‘An Oblique Offering’”. On the Name. Ed. Thomas Dutoit. Stanford: Stanford University Press, 1995, 3-34. Fuguet, Alberto y Sergio Gómez. McOndo. Barcelona: Gijalbo-Mondadori, 1996. Fuguet, Alberto. Missing. Santiago de Chile: Alfaguara, 2009. González Rodríguez, Sergio. El hombre sin cabeza. México: Anagrama, 2009. Juan de los muertos. Director: Alejandro Brugués, 2011. Ludmer, Josefina. Aquí América Latina: una especulación. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2010. Padura Fuentes, Leonardo. El hombre que amaba a los perros. Barcelona: Tusquets, 2009. Portela, Ena Lucía. Cien botellas en una pared. La Habana: Ediciones Unión, 2003. Rivera Garza, Cristina. Verde Shanghai. México: Tusquets, 2011. Vatter, Miguel. “Biopolitics: from Surplus Value to Surplus Life”. Theory & Event 12. 9 (2009), . Virno, Paolo. Multitude. Between Innovation and Negation. Los Angeles: Semiotext (e), 2008.
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El lado oscuro de la fotografía. Tecnoestéticas, cuerpos y residuos de la colonialidad en el siglo xix Beatriz González-Stephan Rice University
Y tal vez hubiera sido mejor decir: un objeto visual que muestra la pérdida, la destrucción, la desaparición de los objetos o los cuerpos […] Es decir, volúmenes dotados de vacíos. Precisemos aún más la pregunta: ¿qué sería pues un volumen que mostrara, en el sentido casi wittgensteiniano del término, la pérdida de un cuerpo? ¿Qué es un volumen portador, mostrador de vacío? ¿Cómo mostrar un vacío? ¿Y cómo hacer de este acto una forma –una forma que nos mira?
Georges Didi-Huberman, (Lo que vemos, lo que nos mira)
Entrenados para ver el archivo Lo que me interesa del cuento Casa negra (1904) de la escritora puertorriqueña Marta Aponte Alsina, es el momento en que la familia Hartman –asentada en San Juan poco después de la guerra del 98– se dispone a hacer un paseo para conocer el interior de la isla. Susan, una de las hijas del matrimonio Hartman, tiene una cámara Kodak, con la cual aspira a lle1. Una versión más extensa y modificada saldrá próximamente en el volumen Cultura visual e innovaciones tecnológicas en América Latina (entre 1830 y las vanguardias) (Iberoamericana/Vervuert, Los Ojos en las Manos, 4, Beatriz González-Stephan, ed.).
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nar su álbum con fotos de paisajes y habitantes “exóticos” de esta región desconocida para sus nuevos colonos. Uno de los motivos del viaje, es llegar a Utuando para hacer una donación a una escuela de niños blancos, y para desconcierto de la comitiva, con un maestro negro. Como recuerdo del evento, Susan toma fotos de los escolares y de los asistentes, entre ellos el alcalde y el gobernador Hunt, pero cubren al maestro con un manto también negro. Al final, dice la narradora, las fotos de Susan serían “una sombra borrosa del verdadero suceso” (324), y quiero marcar “borrosa” en el doble sentido del trabajo de selección que tanto distorsiona como borra, elimina. En realidad es un detalle curioso dentro de la trama del cuento que no decide su sentido final. Sin embargo, es un detalle que leído a contraluz y dentro de un archivo más amplio y complejo, puede cobrar densidad y ser interrogado, precisamente porque es un volumen que dice de un vaciamiento, una oquedad cóncava, que sin rostro ni ojos nos mira. Sírvanos este relato contemporáneo para anclar lo que nos va a ocupar en las siguientes páginas, sobre todo por aquello de que al indagar lo inefable e inclasificable del pasado nos tropezamos con la cuestión teórica acerca de los fantasmas como “no-sujetos” que de algún modo retornan pero en escenarios distintos (Link). Ahora y por el momento, veamos estas tres cartes de visite o tarjetas de visita (Figs. 1, 2, 3) aproximadamente de la misma época, entre 1865 y 1870. Pertenecen a tres archivos muy distintos: las dos primeras son retratos de infantes, una (Fig. 1) de Venezuela; la otra de Inglaterra (Fig. 2), que pertenece a la colección llamada Hidden Mothers; y, la tercera (Fig. 3) es el retrato de una esclava de ganho del Brasil, hecha por el conocido fotógrafo José Christiano Júnior. Nos vamos a centrar fundamentalmente en el caso venezolano, dejando para el final breves consideraciones comparativas con los otros dos archivos, el brasileño y el inglés.2 En su artículo “Foucault: Art of Seeing” (1988) John Rajchman resume la hipótesis básica de Michel Foucault con respecto a una gramática 2. Para el caso venezolano hemos trabajado con los archivos de la Biblioteca Nacional de Venezuela y la Fundación Boulton de Caracas a quienes damos los créditos por permitir la reproducción. La colección de las “Hidden Mothers” son archivos cuya circulación por Internet es muy reciente. Y la colección de retratos de esclavos de Christiano Júnior no tuvo en su época mucha fortuna, quedó sin venderse y extraviada, primero en la Casa Leizinger y luego en el Ministerio de Patrimonio Histórico hasta 1988, cuando Paulo Cesar de Azevedo y Mauricio Lissovsky la encontró y la dió a conocer. Hoy en día se encuentra en varias redes electrónicas.
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Fig. 1. Niña anónima, ca. 1868. Cortesía Fundación Boulton.
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Fig. 2. Niña con madre tapada. Colección Hidden Mothers.
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Fig. 3. Esclava, 1865. Cortesía Azevedo-Lissovski.
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de la mirada permeada por un campo de fuerzas que naturalizan el acto de ver. Existe según Foucault una suerte de “inconsciente positivo” de la visión que determina lo que puede ser visto y lo que no. Todas las formas históricas de visualización no son posibles a la vez. Vemos mucho menos de lo que suponemos. Es probable que para no ser cautivos de aspectos intolerables o inaceptables de la realidad, nos liberamos de ciertos modos de ver. Para Foucault, concluye Rajchman, cada formación histórica hace visible lo que oculta. Toda la cuestión de la mirada como el surgimiento de soportes materiales ligados a la visión deben ser considerados históricamente, es decir: una particular episteme que hace posible determinadas maneras de ver ligadas a específicas prácticas sociales y discursivas, y consecuentemente una determinada matriz que organiza cierto tipo de relaciones entre el observador y lo observado, entre lo visible y lo que no es posible representar. En palabras de Nicholas Mirzoeff, “the right to look is not about seeing […] This ability to assemble a visualization manifest the authority of the visualizer. In turn, the authorizing of authority requires permanent renewal in order to win consent as the ‘normal’” (1-2). Hay por tanto una implícita economía política que naturaliza la invisibilización de ciertos horizontes de lo real. Así pues la invención de la fotografía ha sido el resultado de una larga serie de experimentos tecnológicos, pero también ha sido posible como dispositivo porque materializa determinadas relaciones entre sujetos y objetos dentro de una modernidad regida por una episteme ocularocéntrica: una “cultura fotográfica” o panóptica si se quiere, mirar y sabernos mirados: como un eficiente mecanismo de producción de subjetividades en los dos sentidos que le da Foucault: sujetos como individuos deseables para una economía más eficiente, y sujetos regulados y contenidos, sujetados para la reconducción rentable de fuerzas. Por tanto la fotografía no es sólo producto de este paradigma, sino productora de subjetividades que organiza relaciones específicas entre el saber, el poder y los lenguajes del cuerpo: configura horizontes de lo “real” dentro de perspectivas analógicas que enfatizan la relación ontológica entre la representación y el referente externo, ideales para autentificar una autoridad epistémica, sobre todo dentro de los paradigmas de la cultura burguesa del siglo xix (Lalvani; Tagg). Conviene aclarar, como explican Victor Burguin y W. J. T. Mitchell, que cada fotografía significa sobre la base de una pluralidad de códigos y que su relación privilegiada con el lenguaje hace que una
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imagen fotográfica funcione como una forma de texto. Es un dispositivo que permite ver y hablar desde un heterogéneo ensamblaje de discursos, que en su conjunto arman las “curvas de visibilidad” y las “curvas de enunciación” (Lalvani). Del mismo modo, la relación entre imagen y discurso verbal hay que entenderla simultánea y dialécticamente: es lo que Mitchell llama “giro pictórico” de nuestra época, como el redescubrimiento poslingüístico, postsemiótico de la pintura en términos de un complejo entramado entre visualidad, discursos, instituciones, aparatos disciplinatorios, cuerpos y figuración. Pensar lo fotográfico, por ende, no implica exactamente atender a un corpus de imágenes aisladas, sino observar cómo operan dentro de un conjunto regionalizado; también requiere reconstruir un tramado de discursos con los que la imagen dialoga e interconecta. La fotografía a mediados del siglo xix dio un salto cualitativo importante cuando abarató sus costos de producción al poder sacarse en una sola toma 12 copias en papel en un formato de 9 X 6 cm, y pasar de los costosos daguerrotipos y calotipos (sólo costeables por las élites) a las cartes de visite, formato mucho más económico que democratizó la fotografía (Fig. 4). Fue el momento de su masificación extensiva social y geográficamente. Las tarjetas de visita se produjeron por miles en todas las regiones, y prácticamente todos los sectores se vieron retratados. Recordemos las tarjetas que hizo Christiano Júnior (ver Fig. 3) en un esfuerzo por registrar los oficios y grupos raciales entre los esclavos del Brasil, a manera de souvenirs para los viajeros europeos. Para las capas medias urbanas y esa nueva burguesía emergente del período republicano tener un retrato autentificaba sus identidades en formación, y las construía como cuerpos visibles dentro de las redes sociales que iban configurando la vida pública. Para estos sectores hacer visible su cuerpo y no cualquier cuerpo, era parte del proyecto liberal de nación moderna (Fig. 5). Este tipo de fotografía masificó el género del retrato de la antigua tradición cortesana de la pintura al óleo de la alta cultura. Eran los monarcas, la nobleza, los altos ministros de la iglesia los sujetos del retrato. Pero con el siglo de las revoluciones (no sólo la francesa sino también las revoluciones anticolonialistas y antiesclavistas), nuevos actores sociales entraron en el escenario político trayendo consigo una nueva prosperidad económica (Bauer). Fueron estas clases medias (reconocidas como burguesía en las crecientes ciudades) que a la par de
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Fig. 4. Tarjetas de visita del Salón de Próspero Rey, Caracas, ca. 1875. Las posturas, expresiones y decorados tuvieron una reglamentación estandarizada, por tanto el mismo estilo se repitió internacionalmente. Retratarse era entrar en un espacio distintivo para separarse de la plebe. Incluso se recomendaba usar telas oscuras, lana, sedas y rasos para dar un aire señorial.* * Como se trata de “tarjetas de presentación”, hubo muchas copias de la misma foto, y por tanto puede hallarse la misma en varias colecciones. Como indiqué antes, pertenecen en su mayoría a la Biblioteca Nacional como a la Fundación Boulton. En caso contrario se indicará la fuente. La mayoría de ellas carece de identificación, como de fecha exacta.
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incrementar su bienestar material, se encontraron con la necesidad de su validación social.3 Sin embargo, se trataba de una época de transición, donde convergían vestigios del pasado orden colonial no del todo superado, con nuevos protagonistas sociales distintos de las tradicionales élites patricias, sin abolengos y aquilatadas genealogías, y que por tanto no contaban con su propia tradición figurativa. Por consiguiente, tomaron prestados los modos y estilos prestigiados tanto de la antigua aristocracia europea como del patriciado criollo como sinónimos de “civilización moderna”, sin duda creyendo –no sin contradicciones– que superaban el estilo hispánico tenido por retrogrado, pero también costumbres rurales del antiguo régimen que fueron asociadas a una cultura de la “barbarie”. Así pues, el retrato en su formato de tarjeta de visita repuso en forma trivial un viejo archivo de códigos visuales aristocratizantes (más con la seriedad y rigidez de la estética neoclásica) con nuevas tecnologías que promocionaron ágilmente mecanismos de identidad: fue la banalización hacia abajo del estilo alto de las artes mayores. Sin duda que toda esta serie de operativos en el caso latinoamericano rearticulaba nuevas formas de colonialidad, tanto del pasado que se refuncionalizaba, como del presente, vinculadas al liberalismo económico y la sociedad de consumo. Para estos sectores medios (aluviales del campo, remanentes de las guerras, artesanos, pequeños comerciantes, y en no pocos casos manumisos), inscribirse en el género del retrato era construirse primero un cuerpo (de allí la importancia del retrato de “cuerpo entero”), y luego el rostro, que fue monopolizando la escena de la representación: “con la fotografía –precisa Paola Cortés-Rocca–, el rostro se vuelve emblema de lo que aparece o de lo que se da a ver […] se vuelve escena y participante de una oposición que ya no enfrenta apariencias y esencias, sino apariciones o presentificaciones y sentido […] La fotografía, entonces, inaugura un movimiento inverso: ahora se trata de postular, gracias a lo visible, aquello que permanece oculto” (42-43). Y como de cada una había decenas de copias, operaban como las tarjetas postales, con marcas de identidad, que servían para los intercambios entre amigos y conocidos. Fue el pasaporte 3. En palabras de Gisele Freund, “necesidad profunda, de la que el retrato es una manifestación característica del esfuerzo de la personalidad para afirmarse […] A medida que la necesidad de representación de sí mismo crecía, creaba nuevas formas y nuevas técnicas para satisfacerlas […] Esta pequeña burguesía no tiene más que un deseo, no tiende más que a un fin: afirmar su existencia por signos exteriores. La tarea esencial de la fotografía es satisfacer esa necesidad de representación” (16 y 75).
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más eficaz para tejer circuitos de sociabilidad, y desde luego medrar (Massé Zendejas; Silva).4 Para el caso de nuestro interés, no deja de ser una curiosa coincidencia que la fotografía en su formato de tarjetas de visita, patentada por el francés Adolphe Disdéri en 1854, coincidió con la primera edición del Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos; en el cual se encuentran las principales reglas de civilidad y etiqueta que deben observarse en las diversas situaciones sociales del venezolano Manuel Antonio Carreño (Caracas 1812-París 1874),5 quien lo publicó simultáneamente ese año en Caracas y en Nueva York. Hombre de empresa, comerciante, editor, traductor, músico, director de establecimientos educativos, logró divulgar su Manual en España, Cuba y Puerto Rico con tanto éxito, que al año siguiente el texto tuvo nuevas reimpresiones en Madrid y los Estados Unidos. Fue el manual por antonomasia justamente por ser el más secular y moderno, a diferencia de los catecismos al uso, que justificaban la contención corporal como una virtud moral estableciendo una ecuación entre apariencia disciplinada y ética cristiana (Pedraza Gómez). Su novedad consistió en reconocer el cuerpo (y no el 4. En este sentido es factible que hayan sido un elemento catalizador en la configuración de las nuevas sensibilidades y cuerpos del período republicano, por cuanto ayudaron a diseminar no sólo estilos occidentales, sino un régimen de comportamientos regulados apropiados para una sociedad del ahorro y consumo. En este renglón no es casual la popularidad de los retratos de generales y militares, de los cuales se hicieron miles de copias para distribuir. Aparte del éxito que tuvo la moda del traje militar, para estos sectores irradiaba autoridad y jerarquía, amén de vender la imagen de una virilidad blanca euro-occidental. 5. Vale la pena destacar algunos detalles de la vida familiar de Manuel Antonio Carreño, que contextualizan el lugar desde dónde articuló sus aportes. En primer lugar descendió de una familia de expósitos. Tanto el padre y los tíos, Cayetano (1774) y Simón, fueron hijos abandonados por una señorita criolla. Por tanto fueron “blancos de orilla”. Cayetano Carreño fue músico de la Catedral. Por su parte Manuel Antonio contrajo nupcias con una de las sobrinas de Simón Bolívar, con apellidos encumbrados pero empobrecida. No realizó estudios universitarios, y por tanto se dedicó a varios oficios de acuerdo a las oportunidades que se le presentaron. Podemos inferir que el mismo Carreño entendió que si no era por su propio esfuerzo no sobreviviría. Familiarizado con la música, escribió también un Curso completo de ejercicios diarios para pino, que puso a prueba con su hija Teresita. Indudablemente vio en ella cualidades que se podían desarrollar, y la convirtió desde muy joven en niña prodigio, y luego en la pianista más famosa del mundo entre 1863 a 1917, cuando muere en Nueva York. El lado perverso es que también vio la genialidad de su hija como un capital humano explotable (Alcibíades). Citamos de la edición del Manual hecha en Bélgica, editorial Bouret, sin fecha.
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alma) como capital simbólico si se le trabajaba y disciplinaba anatómicamente, por partes, para aumentar su eficacia y hacer más dóciles y productivas sus facultades. En este sentido Carreño desacralizaba al cuerpo; ya no era asunto ni de Dios ni de las genealogías, como tampoco asunto de “limpieza de sangre”, la suerte de las personas. El Manual no sólo apuntaba que la clave del éxito ahora dependía del individuo mismo, sino que trazaba a lo largo de sus innumerables normas de conducción, la teatralización performática del cuerpo: es decir, no sólo el valor de la apariencia (simular a través de las maneras), sino la conciencia de una mirada panóptica supervisora que todo lo atravesaba: la anatomopolítica convertía el cuerpo individual ahora en público porque iba a ser visto constantemente por los demás. El cuerpo es una superficie expuesta, insiste Carreño, incluso “al despojarnos de nuestros vestidos para entrar en la cama, hagámoslo con honesto recato, y en ningún momento aparezcamos descubiertos, ni ante los demás ni ante nuestra propia vista” (82). De hecho fue él mismo un empresario de la educación al ofrecer a los caraqueños de aquel entonces su nuevo establecimiento educativo “El Colegio de Roscio” desde 1841, donde además de enseñar asignaturas modernas como matemáticas, geografía, historia, inglés y francés, se impartían clases de gimnasia y buenas maneras. Esto fue un parteaguas para una sociedad regida no hacía mucho por estrictas reglas basadas en una pigmentocracia, donde la presión de los pardos (sobre todo ricos) por ser reconocidos y aceptados nunca tuvo demasiada suerte, a despecho de la primera Constitución de 1811 que declaraba la igualdad de todos los ciudadanos “libres” y la eliminación de los privilegios basados en el color. El giro se desplazaba ahora hacia los cuerpos entrenados en simular la “suavidad” de maneras de aquellas élites de antaño. Un cuerpo “disciplinado” y contenido blanqueaba. Hasta aquí hagamos un primer balance del cruce de estos dos dispositivos dentro del contexto venezolano (pero no restringidos a él) en las décadas posteriores a las guerras independentistas: por un lado, la fotografía del retrato cumplió un rol fundamental en el proceso de homogenización social (Fig. 6), construyendo la imagen de un ciudadano domesticado, previsible, y en consecuencia, indiferenciado; pero a la vez consciente individualmente de formar parte de una comunidad social de miembros pares distinguidos y diferenciados. Por el otro lado, y en palabras de José Antonio Navarrete, “el Manual es en su letra simétrico a las características del retrato de tipo burgués […]
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Fig. 5. Dama desconocida y Coronel Juan E. Orta, ca.1870, del Taller Lessmann. Entrar en la foto era participar de esa modernidad vicaria, ser ciudadanos de un mundo de pares semejantes, casi europeos, casi blancos. El uso de zapatos, joyas, y saco a la americana no sólo los inscribía en la órbita cosmopolita, sino que los separaba de la población de color indígena y mulata. La apariencia trabajaba sobre las tensiones racializantes.
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Fig. 6. Anónimos, de los Salones Lessmann y Próspero Rey de Caracas respectivamente, s.f. En particular hacerse un retrato era darse una autobiografía de una clase cuya distinción probablemente se cumplía sólo en la ficción. Hay marcadas diferencias de estilo y estatus entre esta dama y la de la fig. 5. Poner los dos retratos contiguos permite evaluar las aspiraciones de los sectores de “medio pelo” por asimilarse al estilo de las burguesías; sin embargo el abanico de diferencias sociales queda amortiguado porque todos podían tener sus tarjetas de visita. El dispositivo las inscribe como pares semejantes dentro de un marco (enmarcadas), y al hacerlas visibles (están retratadas incluso la del lorito) autoriza su sociabilidad: las distingue.
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porque realizó de maravilla la masificación visual de las reglas del primero entre los sectores medios y altos del continente”.6 Entonces tenemos que tanto manuales como tarjetas de visita interconectaron y vertebraron los dos regímenes escópicos dominantes del siglo. Por un lado, el régimen panóptico que diseminó un ojo censor vigilante desde una implícita estructura jerárquica, para estandarizar un cuerpo de pulsiones reguladas, sistematizar el autocontrol, como parte del nuevo régimen de micropolíticas no punitivas, direccionadas hacia una economía del ahorro y producción de capital. Por otro lado, el régimen panorámico dio lugar a una cultura de prácticas escópicas más democratizadoras y horizontales (como la fotografía, los dioramas, los estereoscopios, los panoramas), que permitieron a las grandes mayorías un consumo más hedonista del mundo y la intensificación voyeurista de mirar y ser mirado. La irónica coincidencia de fechas entre el Manual de Carreño y la invención de las cartes de visite por Disdéri en el año 1854, puso de relieve la centralidad fenomenológica del diseño del cuerpo como lugar privilegiado de prácticas de poder a micro y gran escala, y la visibilidad de ese cuerpo como centro neurálgico de ciudadanías legales o patológicas. Pero también la sobreabundancia que controla un campo de visibilidad, organiza sus propios discursos de invisibilización de cuerpos que no son figurables en el marco de representación.
Contravisualidad del archivo Hasta aquí el gigantesco archivo de fotografías venezolanas no nos dice nada particularmente distinto de lo que debemos ver: el performance de respetabilidad de los individuos de una clase que es en cierto modo la misma en todas partes. Recordemos que Roland Barthes lo llama el “studium” –que “viene siendo un contrato firmado entre creadores y consu6. Citemos algunas líneas del Manual, sobre todo por la forma tan explícita de hacer las recomendaciones de un nuevo código de “decencia corporal”: “todas nuestras relaciones deben comenzar bajo la atmósfera de la más severa etiqueta […] también son actos asqueroso e inciviles el eructar, el limpiarse los labios con las manos después de haber escupido, y sobre todo el mismo acto de escupir […] Los vellos que nacen en la parte interior de la nariz deben recortarse cada vez que crezcan hasta asomarse fuera […] Jamás empleemos los dedos para limpiarnos los ojos, los oídos, los dientes, ni mucho menos las narices […] (55-60). Por consiguiente, los caraqueños estaban listos para retratarse con todo el rigor exigido por la nueva cultura escópica.
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midores […] un mismo interés vago, liso irresponsable, que se tiene por espectáculos, vestidos o libros que encontramos ‘bien’” (66-67)–, y que más adelante lo califica como un género “unitario”, “porque transforma la realidad sin desdoblarla, sin ninguna dualidad, sin ninguna perturbación” (85), porque a la postre todos los sujetos resultan iguales. Contradictoriamente, el mismo operativo desdibuja las distancias entre centros y periferias y todos terminan por participar en una comunidad virtual de iguales. Sin embargo, volvamos de nuevo sobre la primera imagen (Fig. 1) y otras parecidas que encontramos en el archivo venezolano revisado (Fig. 7). Algo perturba la percepción: precisamente ese algo que no debe salir en la foto, que no debe ser visto, que debe permanecer encubierto o “tapado”, y borrado del archivo. Ese detalle que se escapa de la cámara, o que se cuela como un espectro dentro del cuadro, altera la gramática reguladora de la mirada. Es el “punctum”, para seguir con Barthes, un punto de fuga que hiere y descoloca. Revelamos una copresencia inquietante: la cargadora o doméstica que según estos casos debía cargar al niño o niña está presente para sostenerlo/a, pero cubierta con una frazada para borrarla de la foto. Efectivamente ese bulto que no vemos a primera vista, es lo que debe desaparecer, es lo borrado del campo histórico de visibilidad. Aquí el retrato naturaliza con una dudosa transparencia la imagen independiente del individuo (aunque se trate de infantes) como sujetos libres de toda dependencia. Es precisamente lo que no está en el campo de visibilidad, su negativo, lo que debe ser interrogado.7 El género de retratos de niños (incluso la moda de retratarlos muertos para guardar su memoria como si estuviesen vivos) fue muy común en toda América Latina y en otras partes, y la norma era que estuviesen siempre acompañados por sus amas de leche, precisamente para sostenerlos. Por tanto inferimos que el ojo que mira este tipo de fotografías se ha ido alienando para ver esta imagen sólo desde su lado “positivo”, y por consiguiente, reproducir los silencios enunciativos de su “negativo” (la reproducción de ese “inconscientes positivo” del que habla Foucault). En este conjunto estas tarjetas de visita de diversas regiones (Fig. 8), los infantes blancos de las clases señoriales y burguesas aparecen siempre 7. Interesa puntualmente retener aquí estas líneas de Roland Barthes de La cámara lúcida: “Gracias a la marca de ese algo la foto deja de ser cualquiera. Ese algo me ha hecho vibrar, ha provocado en mí un pequeño estremecimiento, un sartori, el paso de un vacío (importa poco que el referente sea irrisorio) […] La incapacidad de nombrar es un buen síntoma de trastorno” (96 y 100).
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Fig. 7. Niño y niña anónimos, ca. 1876 y 1893, ésta del taller de F. C. Lessmann. La composición habitual es que los niños estuviesen sostenidos por sus nanas o nodrizas por lo general negras esclavas o mulatas. El caso venezolano es inusual, éstas aparecen cubiertas. El error de no haber cubierto parte de las piernas y de la mano que sostiene al niño, esa falla, ha permitido interrogar todo el archivo. Al igual que en la Fig. 1, un ojo incauto supone a la niña sentada en un mueble, previamente cubierto por una cobija.
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Fig. 8. Tarjetas de visita de niños con sus amas de leche esclavas, ca. 1860-1868, de Recife, Brasil, fotógrafo João Ferreira Villela; y del Perú (segunda a la derecha). Cortesía de Robert M. Levine.
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con sus cargadoras esclavas negras o indígenas, algunas de ellas lujosamente trajeadas con el propósito de mostrar la riqueza del amo; son trofeos que se exhiben y no sus retratos como individuos. Aunque en la foto de João Ferreira Villela (primera a la izquierda) la esclava ocupa el centro de la imagen y pareciera la figura principal (por su traje y manto de seda), dice de la opulencia de los señores. Ellos están ausentes, pero el benjamín a su lado, es quien la posee, sin violencia: el gesto afectuoso de abrazarla edulcora el lado violento y oscuro de la esclavitud. La proliferación de estas tarjetas de visita no fue inocente; se produjeron para la comunidad internacional en un momento donde se intensificaba la demanda de recursos naturales del continente junto con la necesidad de mano de obra barata, dentro del clima de intensos debates y movimientos antiesclavistas. Después de una comparación contrastiva de varios archivos regionales, el caso venezolano resulta inusual. Desde luego una mirada no entrenada no percibe la omisión. Ese “lapsus”, ese “fallido visual” (Figs. 1 y 7), “ese detalle inesperado que se infiltra en la foto” (Cortés-Rocca, 15), ha permitido leer todo el archivo en su reverso, cuestionarlo y dudar de su transparencia. Ese desplazamiento del signo hace emerger a la superficie una difference, en el sentido derrideano de un desplazamiento significativo del signo, que problematiza todo el campo representacional. No es sólo el rostro sin duda no blanco de la cargadora lo que no es visible, sino el tramado de ansiedades raciales no explícitas de la sociedad venezolana poscolonial, que oculta sus contradicciones a la hora de construir su autorrepresentación a través de los lenguajes del progreso tecnológico de la modernidad europea y blanca. Preguntarnos qué había detrás o debajo de “esa gente decente” que se sentía incómoda con la copresencia de ese otro no blanco. Eliminar la posibilidad de presencias contiguas que desdibujasen presumidas identidades blanqueadas por el dispositivo tecnológico, dadas precisamente las difusas fronteras de diferencia racial en una sociedad donde casi todos tenían algo más de “café” o de “leche” en la piel (Wright). Sacar a la servidumbre de color del campo visible, o al amigo más oscuro de piel, podía crear el efecto de un grupo social más homogéneo y hasta desracializado (Fig. 9). Retomando las consideraciones de Paola Cortés-Rocca, me permito ahora citarla más extensamente: Si la fotografía constituye, como lo proponía Walter Benajmin, una suerte de inconsciente óptico, no es solamente porque posee cierta capacidad
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Fig. 9. A la derecha, caballero anónimo, ca. 1869. A la izquierda, anónimo, La Guaira, 1871. Cortesía de la Fundación para la Cultura Urbana. Desde las primeras décadas de la república, con el gobierno de José Antonio Páez y la inmensa riqueza que trajo la exportación del café, la sociedad caraqueña se caracterizó por su exquisito refinamiento y consumo de bienes suntuarios. Una mala u “oscura” compañía podía desmerecer la “calidad” de la persona. Probablemente el caballero de la izquierda se había retratado con un amigo que luego le resultó poco conveniente… De hecho el medio mismo permitía la “performancia racial”, es decir, aparecer desracializado dentro del marco fotográfico.
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para descomponer el movimiento o para capturar alguna situación imprevista, como si ofreciera de vez en cuando algún lapsus, algún fallido visual […] Es precisamente en ese detalle inesperado que se infiltra en el cuadro, en una perspectiva levemente corrida, en un campo visual que ha extendido inexplicablemente sus límites, donde es posible advertir las fisuras de la razón nacional (15).
Las encarnizadas guerras de la independencia en el territorio venezolano dejaron no sólo una economía diezmada (sólo ésta se recuperaría en la década de 1830 con el auge y demanda del café), sino la desaparición de la antigua clase señorial: la extinción de los blancos patricios dejó ciertamente un vacío de poder económico y racial que fue rápidamente ocupado, por un lado, por la clase de los pardos (espectro social variopinto tanto en oficios, como en matices raciales), y un aluvión indiferenciado de nuevos sectores sin antecedentes (ver Figs. 5, 6, 9), donde se podían dar la mano tanto blancos pobres o de orilla (como el mismo Carreño), blancos enriquecidos, esclavos manumisos, como mulatos que ascendieron con la guerra (como el general José Antonio Páez que sería 3 veces presidente). En particular los “pardos beneméritos” como se les decía, configuraron ya desde el siglo xviii un poderoso sector en los ramos del comercio y en el desarrollo de oficios artesanales: clase rica y educada, que sólo entrará de lleno en el escenario político a partir de la república (Pérez Vila; Quintero; Sosa Cárdenas). Y es ésta clase quizás la más ansiosa por remedar el estilo de vida de los blancos criollos y parecerse a ellos (Fig. 10). Por una parte, no hay que descartar que aún en tiempos de la república el término de “pardo”, aunque abolido constitucionalmente, estaba cargado de resabios racistas: ser pardo o mestizo no hacía poco era pertenecer a “una mala raza”. Recordemos la presión que ejercieron estos sectores a finales de la colonia para que la Corona los “dispensase” de la “calidad de pardo”, a través de la Real Cédula de Gracias al Sacar, aprobada en 1796, fue revocada poco después, por el disgusto que generó entre los criollos mantuanos. Estos pardos habían sufrido un proceso de blanqueamiento, digamos simbólico, a través de la capitalización de riquezas, tierras, matrimonios en algunos casos, pero también porque ejercían oficios indispensables y apreciados por las élites. Sus destrezas los convertían en sujetos con valor, pero sus identidades racializadas los devolvían al no-valor, más si eran esclavos o libertos (especie de live-dead bodies). Y por otra parte, el panorama se complicaba, porque con la república no se había resuelto la esclavitud (ésta se abolió en 1856 bajo el régimen de los Monagas). Podemos imaginar las tensiones cuando nada más que
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Fig. 10. A la izquierda, litografía de José Antonio Páez, hecha en dibujo a lápiz en 1846 en el Hato de San Pablo. A la derecha, el mismo José Antonio Páez que viajó a Buenos Aires para ser fotografiado por el ya afamado Christiano Júnior en 1871. Páez, proclive a tomarse retratos con los mejores fotógrafos, fue construyendo su persona dentro del star system. Estas tecnologías lo promocionaron más como actor de teatro que como figura histórica. Entre la imagen de llanero y la de general prusiano ya no quedaba rastro del mulato en alpargatas y poncho que peleó en las guerras. Es posible que después de la muerte de Simón Bolívar, quisiera emularlo. Cortesía de Alfredo Boulton y Presidencia de la República de Venezuela.
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en Caracas 13.000 eran esclavos de una población de 45.000 habitantes; y el 85% era de color (entre negros, mulatos, zambos); y no pocos pardos y mestizos con poder económico ocupaban el lugar de los antiguos amos, aunque a su vez apoyaban sólo en determinadas coyunturas la causa antiesclavista. Las oposiciones pueden ser epistémicamente formuladas dentro del paradigma “blanco” que se opone a un “otro” no blanco. Pero es más difícil construir oposiciones dentro de una sociedad donde las dinámicas del esquema socio-racial aparecen desdibujadas o al menos sin una clara y suficiente demarcación (Doane y Bonilla-Silva). Así pues, el detalle del cuerpo borrado en la foto pone en evidencia el complejo problema material y moral de la esclavitud no resuelta en una sociedad parda. En la lucha contra el esclavismo pardos y blancos pobres se inclinaban moralmente hacia ese otro, produciéndose una cercanía en términos raciales. Pero a la vez se vieron en una situación ambigua: atrapados entre un proceso de ascenso social que los impulsaba al reconocimiento a través de códigos formales de distinción (el retrato y el disciplinamiento del cuerpo), se acentuaba su pulsión al distanciamiento tanto de esclavos como de sus pares más oscuros de piel, para no ser confundidos. Es decir, se trataba de separarse lo más posible de aquellos otros que podían recordarles su pasado no tan lejano, y erradicar (encubrir por el gesto de la borradura) el eslabón somático o cultural entre la servidumbre de color y su nuevo estatus quo: parecer blancos sin serlo. Entre dos aguas, estos sectores medios oscilaban, por un lado, entre el miedo a las turbas siempre en estado de sublevación, lo que también las llevaba a distanciarse y separarse para distinguirse; y, por el otro, la aspiración a un estilo cosmopolita de ciudadanos modernos, dentro del cual pudieran aparecer como sujetos “liberados” de las oscuras estructuras del pasado colonial. En otras palabras, buscaban “aparecer” como una clase liberada del trabajo manual esclavo y que se distinguía por acumular mágicamente capital, ocultando la explotación del trabajo del otro cuerpo que no salía en la foto. No era infrecuente que muchos pardos acomodados fuesen propietarios a su vez de esclavos. Resulta indicador –para volver a retomar uno de nuestros ejes– que el Manual de Carreño haya sido precisamente concebido dentro de un contexto con una densa trayectoria de reglamentaciones que jerarquizaban racialmente a la gente; y por tanto ahora ofrecía la llave de la distinción y medro social a partir del dominio del lenguaje del cuerpo, que al modificar las formas, disipaba el color de la piel. La estética operaba como política racial.
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Por ello mismo, los retratos donde la servidumbre aparece encubierta alegorizan las complejas contradicciones y “trastornos” del inconsciente político de una clase a la hora de construir su representación simbólica. No sólo oculta sus propias ansiedades raciales al posar como sujetos (casi) blancos; sino que oculta el lado oscuro de esa modernidad, la reproducción de la colonialidad en la república. Es una clase que quiere aparecer autosuficiente –por ello el retrato es individual–, cuando en realidad está sostenido por un cuerpo laboral manumiso o esclavo al que necesita y teme a la vez. Lo que se encubre por tanto es la base esquizofrénica de esta contradicción, el “bulto” mismo de un problema que no puede ser enunciado. La violencia de lo no representado, de lo que no halla lugar en el lenguaje, constituye el punto de ceguera de una clase que no puede reconocer la racialidad de su explotación ni de sus relaciones sociales. La compulsión por el disciplinamiento de un cuerpo “bárbaro” –que debemos traducir como cuerpo negro, mulato, o pardo– y su materialización en los discursos de corrección, invisibiliza a su vez la racialización del blanqueamiento (Frankenberg): oculta el carácter racial del cuerpo domesticado porque ubica su centro de enunciación precisamente en el ángulo ciego de una sociedad que se piensa desracializada. Para concluir, retornemos a dos de las imágenes del comienzo de este ensayo para no dejar cabos sueltos. Si se amplían los archivos fotográficos de la época y se contrastan regionalmente, el cuerpo que no pudo ser representado en la economía visual venezolana, halló sin embargo su exceso visual en la fotografía de tipos negros en Brasil (ver Fig. 3). El imperio de Pedro II pasó a convertirse en el laboratorio por excelencia para registrar y catalogar la inmensa variedad racial que la sociedad colonial esclavista había configurado antes de la abolición. Negros esclavos y libertos de muchas naciones africanas no sólo conservaban sus culturas en sus tatuajes y vestimentas, sino que desplegaban oficios callejeros de gran curiosidad para el viajero europeo. Estas imágenes eran coleccionadas en tarjetas de visita y postales que satisfacían la curiosidad tanto de la naciente ciencia médica como de la antropología (Fig. 11). Como “especies humanas” o tipos, la operación fotográfica los descontextualizaba y borraba su esclavitud, tornándolos en objetos estéticos o muestras clínicas para el consumo noratlántico. Por un lado, los incluía como cuerpos y no individuos en la cartografía de lo representable; los devolvía al marco de enunciación de lo posible, pero ordenados en series discretas y discontinuas. Por último, dentro del archivo fotográfico inglés (Fig. 2), esta inquietante serie de “Hidden Mothers” –que preferimos llamar más bien “Hidden
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Fig. 11. “Barbero” de Christiano Júnior: portugués que llegó de las Azores, y como tantos viajeros deslumbrados por la diferencia que ofrecían los Trópicos se dedicó intensamente a registrar los oficios que los negros de ganho desempeñaban en Río de Janeiro. Al no tener decorado, no resultaron atractivas como cartes de visite. Asimismo produjo dos álbumes con las patologías de estos sectores. Aquí, negro con elefantiasis, ambas ca. 1866. Cortesía de Paulo Cesar de Azevedo y Mauricio Lissovki; y colección personal de Andrea Cuarterolo respectivamente.
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Nannies”– no tuvo mayor pudor en destacar los cuerpos “tapados” de las cargadoras o nodrizas, probablemente traídas de las colonias del imperio, del Caribe o de la India. Recordemos que en la novela Jane Eyre, Mr. Rochester está casado con Bertha Mason de Jamaica, a la cual encierra en el ático porque pierde la razón. Debemos presumir que ni es blanca ni tampoco loca. La violencia racial en este caso no desea hacer desaparecer la huella de la borradura, como en el caso venezolano que “tapa lo tapado” y oculta mejor los silencios (borra la borradura) y sus propias contradicciones. Aquí más bien el poder imperial exhibe y afirma escatológicamente lo visible y la invisibilización de los cuerpos problemáticos.
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HUACAYÑÁN (-), la in(ex)clusión biopolítica Carlos A. Jáuregui University of Notre Dame
Huacayñán / El camino del llanto / The Way of Tears (1952-53) es un conjunto de 103 cuadros y un mural que Oswaldo Guayasamín (1919-1999) realizó por comisión de Benjamín Carrión (1897-1979) y de la Casa de la Cultura Ecuatoriana durante la administración liberal modernizadora del presidente Galo Plaza Lasso (1948-1952). Los cuadros están divididos en 3 grupos temáticos dedicados a los indios, los mestizos y los negros; cada uno asociado con un paisaje: “La montaña”, “Quito” y “La selva” respectivamente. Un enorme mural titulado Ecuador “ensambla” los tres temas mediante cinco paneles móviles. La serie incluye, además, tres retratos, entre los que se cuenta el de Benjamín Carrión, agente cultural del Estado y promotor de la obra.1 Aunque Huacayñán no corresponde al Guayasamín canónico y reconocible de su obra posterior (La edad de la ira ca. 1960-1989 y La edad de la ternura ca. 1988-1999), representa un momento fundamental en la carrera del artista: no sólo es la primera colección pictórica del ecuatoriano, sino aquella que lo convirtió en el “pintor nacional” al tiempo que le abrió las puertas de la fama, el éxito y el reconocimiento internacional.2 1. Los otros dos retratos incluidos en Huacayñán son el del propio pintor y el de su padre José Miguel Guayasamín. 2. Guayasamín viajó con Huacayñán a Venezuela donde ‒bajo el mecenazgo de Miguel Otero Silva‒ vendió más de cincuenta pinturas antes de que se abriera la exposición en el Museo Nacional de Caobos en Caracas (1953). Al éxito de Venezuela siguieron las exhibiciones en el Art Museum of the Americas de la Unión Panamericana en Washington en 1955 (hoy Organización de Estados Americanos, OEA) y en la Duveen-Graham
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Huacayñán fue una obra patrocinada por el Estado, sobredeterminada por la ideología del mestizaje y pensada como una suerte de censo estético o totalización plástica de lo múltiple y como un instrumento de modernización cultural. Empero, como veremos, mediante el despliegue de heterogeneidades no dialécticas la obra fractura y desafía el propio proyecto ideológico y gubernamental el que se inscribe. El presente ensayo examina la relación ‒instrumental y antagónica‒ entre Huacayñán y su comisión y auspicio gubernamental entre 1950 y 1953, a través de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. O, lo que es lo mismo, analiza la suerte paradójica de un proyecto pictórico nacionalista encargado por el Estado e indaga cómo la materialización plástica del mismo puede iluminar, como paradigma, una serie de biopolíticas de “gestión de población” del liberalismo desarrollista de mitad de siglo xx en Ecuador. Este artículo presenta primero el proyecto gubernamental de auspicio de las artes plásticas en el que Huacayñán se inscribe, así como la codificación nacionalista y sincretista de la obra adelantada por Benjamín Carrión y el propio Guayasamín. A continuación, indaga cómo Huacayñán despliega ‒contra su teleología‒ una plástica antitotalizante y no sincrética. Luego, analiza el mural Ecuador y sostiene que éste supera ‒en el devenir de sus permutaciones‒ los cálculos nacionalistas que pretenden enmarcarlo. Por último, se ensaya una lectura de Huacayñán como paradigma analógico que materializa plásticamente los descalabros de la lógica in(ex)clusiva y colonial del Estado-mestizo.
. Biopolítica y pastoreo estético en la crisis nacional En 1941 Perú invade Ecuador y fuerza al gobierno ecuatoriano a la traumática sesión de gran parte de su territorio nacional (Protocolo de Río de Janeiro, 1942). A esta crisis del cuerpo territorial se suman los perennes desafíos del cuerpo político del Estado-nación: constantes conflictos partidistas, insurgencias indígeno-campesinas y la disgregación cultural y Gallery en Nueva York en 1956. Luego, ganó el Gran premio de pintura en la Tercera Bienal Hispano-Americana de Arte en Barcelona en 1956 y al año siguiente la Bienal de Arte Moderna de São Paulo (Jáuregui y Fischer 17-38). Pese a haber sido concebida como arte público nacional, a partir de 1953 Huacayñán se divide y queda en manos de numerosos coleccionistas privados.
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económica de la población. En la década de 1940 más de la mitad los ecuatorianos no participaban en el mercado nacional y no usaban dinero, cerca del 75% de la población adulta estaba constitucionalmente excluida del voto por su analfabetismo y la institucionalidad era propiamente excepcional.3 La crisis desencadena una revolución conocida como La Gloriosa (1944),4 la proclamación de dos Constituciones políticas (1945 y 1946) y un renovado afán de gobernabilidad y modernización. La Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE), que encargó y patrocinó Huacayñán, fue una de varias iniciativas modernizadoras del liberalismo ecuatoriano para el gobierno o pastoreo de la población y la formación de la colectividad “en crisis”. Dichas iniciativas incluyen, además de la creación de la CCE, diversas gestiones gubernamentales higienistas, campañas de alfabetización, estímulos para el consumo indígena, servicio militar obligatorio y el primer Censo nacional de 1950. Las élites liberales del país propusieron proyectos de modernización que reeditaban la visión del “indio” como problema u obstáculo de la modernidad y definieron a las poblaciones indígenas como objeto de la biopolítica del Estado.5 Lo que “aparece entonces es un nuevo cuerpo, un cuerpo múltiple, con una cantidad innumerable de cabezas. Se trata de la noción de población […] como problema a la vez científico y político, como problema biológico y como problema de poder” (Foucault 196198). El médico higienista Pablo Arturo Suárez, quien desde mediados de 3. Entre 1924 y 1947 el Ecuador “tuvo veinte y siete jefes de Estado, cuatro presidentes en un mes, seis constituciones e innumerables […] revoluciones” (De la Torre 35). Para la generación de Carrión Ecuador representaba un problema en el que se jugaba la existencia misma de la nación (Handelsman, “Estudio” 21-22). 4. La rebelión del 28 de mayo de 1944 fue un levantamiento popular que derrocó al presidente Carlos Arroyo del Río, terminó con la hegemonía del liberalismo plutocrático y llevó brevemente a José María Velasco Ibarra a la Presidencia. La Revolución permitió el cambio constitucional y, en últimas, el ascenso del liberalismo desarrollista que representa la presidencia de Galo Plaza Lasso. 5. Esta caracterización es general y no atiende la riqueza y notoria diversidad de los debates, opiniones y teorías raciales que se dieron entre las élites liberales de la primera mitad del siglo xx. Como señala acertadamente Mercedes Prieto en el Ecuador, “el liberalismo de la primera mitad del siglo veinte no elaboró un discurso único y centralizado de los sujetos indígenas; tampoco promovió una estrategia de integración única” (249). Ni siquiera los indigenistas liberales coinciden entre sí respecto de cuestiones básicas como ¿quiénes son indígenas?, ¿cuáles deben ser las políticas de integración que debe promover el Estado?, ¿hasta qué punto la integración puede o debe convivir con las identidades indígenas?, etc.
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la década de 1930 adelantaba estudios y políticas de nutrición, higiene, vivienda y alcoholismo, llega a plantear que “el país debía transformarse preferencialmente ‘en un gran sanatorio u hospital’” (Clark, “Race” 188191). El modelo del sanatorio nacional supone una noción un cuerpo múltiple maleable y susceptible de gobierno, lo que a su vez implica una concepción cultural ‒esto es alterable‒ de la raza. Suárez fue uno de los fundadores del Instituto Indigenista Ecuatoriano (IIE) en 1943 y su programa de salud para los campesinos ecuatorianos fue incluido en el presupuesto nacional de 1945. Otros intelectuales indigenistas como el jurista Pío Jaramillo Alvarado y el sociólogo Víctor Gabriel Garcés (también fundadores del IIE) proponían una intervención estatal para la regeneración sanitaria y asimilación educativa y económica de los indígenas (Prieto 170-190, 217-220; Becker, “Limits of Indigenismo” 41, 50-54).6 El indigenismo biopolítico reclamaba entonces la transformación no de la sociedad ‒como José Carlos Mariátegui‒, sino de un sector mayoritario y heterogéneo de la población supuestamente refractario al progreso.7 La fundación del Estado moderno ecuatoriano en la década de 1940 coincide así con la definición de un proyecto ‒a todas luces colonial‒ de sincronización biopolítica de los sectores “arcaicos” de la población. El programa de la Alianza Democrática Ecuatoriana (ADE) en 1944, que marca las pautas ideológicas de la transformación institucional del Estado8, afirmaba: Las tres cuartas partes de la población ecuatoriana son de indios y montubios. […]. Sabemos que [éstos] necesitan vivir como hombres, en casas y no en chozas; dormir en camas; comer alimentos de veras; usar las herra-
6. Debe aclararse que el Instituto Indigenista Ecuatoriano no adelantó las políticas que proponía (nunca fue propiamente una entidad gubernamental) pero formuló un discurso disciplinario y biopolítico de gestión de las poblaciones indígenas que ha repercutido en las políticas del Estado ecuatoriano hasta nuestros días. 7. De manera excepcional se proponían algunas reformas respecto de la explotación económica de indio (Prieto 190). 8. “En julio de 1943, diversos partidos políticos, incluido el Conservador, Liberal Radical Independiente, Socialista, Vanguardia Socialista Ecuatoriana, Comunista, Frente Democrático Nacional y Unión Democrática Universitaria del Ecuador se unieron para formar la Alianza Democrática Ecuatoriana (ADE). Bajo el eslogan ‘Por la Restauración Democrática la Unidad Nacional’, la ADE se definió como un grupo anti-fascista y propuso una ‘democracia verdadera’ basada en las elecciones libres y el derecho constitucional a la organización. También expresaron el deseo de la ‘incorporación del indio y del montubio a la vida nacional’” (Becker, “El Estado y la etnicidad” 136).
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mientas que pueden proporcionar el adelanto técnico de nuestro siglo; beneficiarse de las ventajas de la medicina y de la higiene; vestirse como hombres de nuestro tiempo y de nuestra cultura. […] Incorporar al indio y al montubio a la vida nacional, dándoles la oportunidad de vivir como humanos en el siglo xx, significa convertir las tres partes de la población ecuatoriana en productores y consumidores […] para extirpar definitivamente lo negativo que en lo fisiológico, espiritual, social, económico y político ha sedimentado […] el transcurso de siglos de opresión (ADE, “Incorporación del indio y del montubio a la vida nacional” 229).
La Constitución de 1946 (que rigió hasta 1967) estableció el deber biopolítico inmunitario y pedagógico del que Joshua Lund ha llamado el “Estado-mestizo”. El Poder Público está obligado a promover, de modo preferente, el mejoramiento moral, intelectual, económico y social del indígena y del montubio, a fomentar su incorporación a la vida nacional y su acceso a la propiedad, a estimular la construcción de viviendas higiénicas en las haciendas y a procurar, la extirpación del alcoholismo, sobre todo en los medios rurales (art. 185).
La crisis de los años 1940 tiene además repercusiones en el discurso de identidad nacional y en el diseño de políticas culturales. Humanismo y biopolítica hacen parte de una misma receta como evidencia la campaña de alfabetización promovida por la Unión Nacional de Periodistas (UNP) (19431961)9, bajo el liderazgo de Víctor Gabriel Garcés. La campaña “buscaba complementar la enseñanza del alfabeto con lecciones de cívica y de higiene” y “ampliar la comunidad ciudadana y de consumidores” (Prieto 206). Benjamín Carrión (1897-1979), emulando a José Vasconcelos (18821959), rearticula para el Ecuador la ideología del mestizaje y un proyecto gubernamental pedagógico y de patrocinio de las artes plásticas.10 Duran9. La campaña de alfabetización UNP-LAE (1944-1961) se adelantó “bajo la coordinación de dos instituciones no-gubernamentales: la Unión Nacional de Periodistas (UNP, de la Sierra) y la Liga Alfabetizadora de Enseñanza del Litoral (LAE, de la Costa). Los alfabetizadores fueron maestros y estudiantes. Según cifras oficiales, se llegó a alfabetizar a 169.191 personas” (UNESCO 28). 10. En una temprana apología de Vasconcelos, en 1928, Carrión escribe: “[E]n las tierras tropicales del continente Colombino en cuya fragua de sol se fundirán el blanco, el indio, el amarillo y el negro, [...] surgirá […] definitiva, integral, humana, la plenitud de la especie, la raza síntesis, universal, ‘cósmica’” (Creadores 49). Véase también el ensayo “El mestizaje y lo mestizo” (Ensayos de arte 395-396). A comienzos de la década de 1930 Carrión se distancia de su maestro mexicano quien por entonces asume posiciones reac-
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te la década de 1940, Carrión sienta las bases de su teoría de la pequeña gran nación ecuatoriana (que estaría unida por el mestizaje y cuya grandeza sería cultural) y se convierte él mismo en la figura tutelar de la política cultural del Estado.11 Después de la Revolución de 1944, y por iniciativa de suya, el presidente José María Velasco Ibarra crea la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE), para la “dirección de la cultura […] con espíritu esencialmente nacional, […] con el fin de crear […] la sensibilidad artística” de la colectividad ecuatoriana y en general, “para el mejoramiento de la vida humana”.12 Carrión adelantó desde la CCE diversas políticas de corte sincrético, a veces populistas, a veces tecnocráticas, pero siempre nacionalistas: publicaciones y bibliotecas populares, radiodifusión, fomento de las artesanías y promoción de arte público. Se pretendía la unidad y el “desarrollo” nacional mediante procesos gubernamentales de “dirección” y “democratización de la cultura”. Carrión invita a Guayasamín a exhibir en la Casa de la Cultura (1945, 1948), le encarga la realización de un importante mural para el salón principal de la CCE (El incario y La conquista ca. 1949) y, a principios de 1951, gestiona para el artista el auspicio de Huacayñán. Guayasamín se compromete contractualmente a completar 101 cuadros en 16 meses a cambio de un préstamo de 20.000 sucres pagadero en obra.13 Aparte de la consecución del auspicio, Carrión organizó la exhibición, publicó el catálogo bilingüe en español e inglés (1953) y escribió la introducción del mismo. Allí definió Huacayñán como una visión plástica integradora de la pequeña gran nación cionarias y antipopulares a causa del fracaso de su candidatura presidencial y de la indiferencia popular frente al fraude electoral que le arrebata la presidencia (Marentes 13-15). 11. Ver el ensayo “Sobre nuestra obligación suprema: volver a tener patria” en Cartas al Ecuador (Carrión, Pensamiento fundamental 56-59) y “Teoría y plan de la pequeña nación” (“Trece años de cultura nacional” 273-276). Sobre el pensamiento de Carrión, su relación con el arielismo y el pensamiento de José Vasconcelos, su teoría de la “pequeña gran nación” y su magisterio como “zar de la cultura” ecuatoriana puede consultarse los trabajos indispensables de Michael Handelsman (En torno al verdadero Benjamín Carrión, 22-24, 34-37, 62-65, 93-108; “Estudio” 16-20; y “Visiones del mestizaje”). 12. La CCE fue creada mediante el Decreto ejecutivo número 707 de agosto 9 de 1944 (Carrión, “Trece años de cultura nacional” 264). 13. Conforme “Contrato” de auspicio de Huacayñán entre Guayasamín y la Casa de la Cultura Ecuatoriana, la exposición debía realizarse 16 meses contados a partir de abril 27 de 1951, fecha de la firma del contrato; es decir, a fines de agosto de 1952. Guayasamín expuso entonces una muestra o “anticipo” de la expedición de marras en el V Salón Nacional de Pintura y el 21 de noviembre inauguró la exposición en el Museo de Arte colonial de la CCE.
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ecuatoriana. Simplificando un poco, podríamos decir que Benjamín Carrión fue el Vasconcelos de Guayasamín, o que éste fue el Diego Rivera de Carrión.14 El pintor señaló esta presencia tutelar del “zar de la cultura ecuatoriana” incluyendo el retrato de Carrión en Huacayñán (Fig. 1). Además, le dedicó la obra y lo llamó su “padre intelectual”. 15 En la coyuntura histórica del colapso del liberalismo oligárquico y la emergencia política de las masas, Carrión ‒como Vasconcelos y tantos otros agentes culturales del Estado en América Latina en el siglo xx‒ reformuló el proyecto pedagógico arielista y promovió la producción artística de un imaginario nacional popular. Este arte gubernamental (patrocinado o comisionado por el Estado) buscaba imaginar y formar a las muchedumbres como pueblo mediante imágenes totalizantes en las que se esperaba un reconocimiento o anagnórisis. Se confiaba en el poder y la fuerza metamórfica del arte, las letras y en general las humanidades como técnicas de producción de la plenitud humana y de la ciudadanía plena (Sloterdijk). En el lenguaje de la época, se hablaba de culturizar a las masas y de democratizar la cultura. Por supuesto, el arte gubernamental era un proyecto profundamente antidemocrático pues a priori definía la cultura como ajena al demos y en lugar de borrar la distinción clasista o desafiar una determinada distribución del capital cultural, reproducía dichas distinciones y jerarquías. Paulo Freire decía “eu sonho com uma sociedade reinventando-se de baixo para cima” (94); inversamente el sueño nacional liberal era el del pastoreo: recolectar la colectividad y modificar el abajo desde la cima. El procedimiento “democratizador” culturalista y estético fue similar al político: la in(ex)clusión. No olvidemos que en el 14. En la “Presentación” (introducción) al catálogo de Huacayñán, Carrión menciona repetidamente a los muralistas mexicanos. Desde mediados de los años 1930 Carrión está pensando en un arte nacional equivalente ecuatoriano del muralismo mexicano. En 1934, a su regreso de México, Carrión ve en Eduardo Kingman (1913-1997) a este pintor nacional y le encarga cuatro enormes murales para su hacienda en el Valle de los Chillos (Querejeta Barceló 26); sin embargo, en la década siguiente, Guayasamín desplazará a Kingman como el “pintor nacional”. 15. “Esta obra dedico a BENJAMÍN CARRIÓN, gran realizador de la cultura, hombre de visión y fe en la capacidad creadora de mi país” (dedicatoria de Huacayñán, mayúsculas en el texto, s. n.). Guayasamín llama a Carrión su “padre espiritual” en una carta de abril 29 de 1957. Con el tiempo Guayasamín disminuiría la importancia de la CCE y de Carrión en la realización de Huacayñán, pero la realidad es que la CCE financió por lo menos 83 cuadros y el mural y que el proyecto fue ideado bajo la influencia sincretista de Carrión (Jáuregui, “Oswaldo Guayasamín, Benjamín Carrión y los monstruos de la razón mestiza”).
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Ecuador los analfabetos fueron excluidos de la comunidad política y no pudieron votar sino hasta 1979. La constitución de 1945 (informada por el indigenismo) y especialmente la de 1946 (orientada por la ideología del mestizaje) renovaron la discriminación política de los iletrados y de los hablantes de lenguas indígenas al tiempo que proponían su modernización cultural y biopolítica.16 Hay una estrecha relación entre formas de gobierno y regímenes de representación y entre proyectos de modernización y las políticas culturales del Estado. El arte gubernamental no era una rueda suelta de la máquina biopolítica sino uno de sus varios mecanismos de gestión de la población; articulaba o creía articular un tipo particular de administración ‒llamémosla humanista‒ de las alteridades internas del Estado-nación. Ese arte nacional recolector de muchedumbres no fue una política cultural efectiva si la juzgamos con la medida de su racionalidad instrumental o como mecanismo de gestión de población. La preeminencia de los medios de comunicación masiva en el siglo xx evidencia el anacronismo de dicha fe en el poder metamórfico de “la obra de arte nacional”. El asunto que quisiera discutir aquí no es el de la efectividad del pastoreo estético como mecanismo de domesticación humanista, sino el de la afectividad disidente de Huacayñán: su potencia para eludir e inclusive oponerse a sus determinaciones gubernamentales. Como veremos, la que iba a ser una “épica plástica” de la integración armónica del “hombre ecuatoriano” en la que las muchedumbres democráticas se reconocerían como pueblo y se educarían como ciudadanos de un Estado-nación moderno y unitario, devino una odisea del rencor.
16. La Constitución de 1946 reiteró las precedentes respecto de la ciudadanía restringida: “Todo ecuatoriano, hombre o mujer, mayor de dieciocho años, que sepa leer y escribir, es ciudadano, y, en consecuencia […] puede elegir y ser elegido o nombrado funcionario público” (art. 17). Cuatro años más tarde el Censo de 1950 registra que la población alfabeta alcanza apenas el 56,3%. La constitución de 1945, de orientación indigenista, reconoció “el quechua y demás lenguas aborígenes como elementos de la cultura nacional” si bien estableció: “el castellano es el idioma oficial de la República” (art. 5); asimismo determinó: “El Estado y las Municipalidades cuidarán de eliminar el analfabetismo […]. En las escuelas establecidas en las zonas de predominante población india, se usará, además del castellano, el quechua, o la lengua aborigen respectiva” (art. 143). La Constitución de 1946, por su parte, abandonó este indigenismo en favor de la declaración de unidad “de los ecuatorianos asociados bajo el imperio de unas mismas leyes y costumbres “(arts. 1 y 2) y cuyo “idioma oficial […] es el castellano” (art. 7).
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. El censo y la distopía del mestizaje Con el Primer Censo nacional de 1950 el gobierno tecnocrático del presidente Plaza Lasso intenta producir el conocimiento demográfico necesario para adelantar la modernización del Ecuador y convertir a las masas “arcaicas” de la población en campesinos y obreros mestizos, alfabetizados y consumidores. Paradójicamente, el Censo no emplea categorías raciales y no cuenta ‒por lo menos no directamente‒ las poblaciones indígenas. Este borramiento se explicó y justificó de diversas maneras; por ejemplo alegando la idea de una nación mestiza en la cual, según el presidente Plaza Lasso “todos los ecuatorianos tenemos sangre india”. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el Censo coincidió con “la campaña promovida por antropólogos culturales norteamericanos y la UNESCO [en 1949] que buscaba restringir el uso de la categoría de raza” argumentando que ésta “no era un hecho biológico sino un mito social” históricamente entreverado con el racismo (Prieto 185, 199, 219). El Censo declaraba la entrada del Ecuador a una modernidad sin razas o a una modernidad en la que la raza era redefinida culturalmente y por lo tanto susceptible de mejoramiento a través de gestiones gubernamentales. En efecto, en lugar de razas, el Censo medía lo que hoy llamaríamos temporalidades culturales (analfabetismo, higiene, vivienda, escolaridad, uso de calzado, lenguas indígenas, etc.) en relación con áreas geográficas (sierra, costa, ciudad, campo, selva, etc.).17 Se identificaban así, elípticamente, poblaciones que serían objeto de la biopolítica y el pastoreo estatal. Galo Plaza Lasso, defendiendo el Censo frente a las suspicacias de la población que recibía a piedra a los encuestadores, contradijo su propia declaración según la cual “todos los ecuatorianos tenemos sangre india” y develó el sustrato racial y la racionalidad biopolítica de la demografía gubernamental: “El Censo ‒aclaró el presidente‒ no es para mandar hombres a la guerra ni para quitar los animales; es para saber especialmente cuántos son los indígenas en el país y en cada parcialidad, para proporcionarles más tierras, atenderles en cualquier enfermedad y mejorar sus condiciones de vida actuales”.18Varios brotes de oposición ‒incluyendo un levantamiento indíge17. John Van Dyke Saunders hizo un análisis temprano de los datos del Censo y examina las definiciones y categorías utilizadas y aventura un análisis de la composición étnica del Ecuador basado en esos medidores (La población del Ecuador: un análisis del censo de 1950 37-45). 18. Galo Plaza Lasso citado en Luis Fernando Botero Villegas.
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na contra el Censo en la provincia de Chimborazo‒ le recuerdan al presidente Plaza Lasso que en la cuenta nacional los que no cuentan ‒porque son in(ex) cluidos‒ se resisten a ser contabilizados. Las resistencias históricas de los cuerpos-objeto de la medición estadística del Estado no sólo son políticas ‒i. e., ingobernabilidad patente en los ataques a los censores‒ sino epistémicas: el Censo no puede medir lo que quiere medir (quiénes y cuántos son los “indígenas”), fracasa en el sondeo de las temporalidades de la población y no logra concebir lo nacional como totalidad. Antes, presenta un collage de datos ininteligibles, vagos y contradictorios que irritan a John Van Dyke Saunders quien a finales de los años 1950, al analizar los datos no raciales del Censo, nota que hay indios que no reconocen que hablan quechua, otros que no hablan lenguas indígenas pero que son indígenas, zonas clasificadas como urbanas que parecen rurales y viceversa, gente descalza y que vive en chozas pero que duermen en cama, indios urbanos (aculturados) y campesinos más mestizos que indios, etc. El sondeo estadístico revela así la confusa fragmentariedad nacional y los tiempos diversos, imprecisos y no sincronizados del Ecuador; presenta un país mayormente rural (sólo Haití y República Dominicana son más rurales que Ecuador), con la mitad de la población analfabeta, con “uno de los coeficientes de mortandad más elevados del mundo”, afectado por numerosas “enfermedades infecciosas y parasitarias” y con grandes deficiencias sanitarias (Saunders 33-35; 37-39, 81-91, 109, 112, 116, 117). Huacayñán fue pensado como una suerte de censo estético o indagación plástica de los cuerpos heterogéneos de la nación, que conjugaría armónicamente las diferencias espacio-temporales del Ecuador inscribiéndolas en una modernidad estética (sucedánea de una modernización política y económica deficitaria, asimétrica y neocolonial). La organización y la teleología sincretista de la obra delatan claramente las conexiones ideológicas entre Huacayñán y el Censo. En la “Presentación” o introducción al catálogo Carrión considera que Huacayñán es una representación pictórica geo-etnográfica de la ecuatorianidad: análisis plástico de una tierra múltiple y de los diversos tipos de hombre que la habitan. Síntesis emocional, intelectual, pero sobre todo síntesis pictórica […] del pueblo que vive en este trópico. […] Aquí están Guayasamín y sus cien cuadros. En ellos están sus hombres y las mujeres, las flores y las montañas y los niños de esta tierra. Sus selvas misteriosas, su geografía de catástrofe. La naturaleza y la vida conjugadas (“Presentación” 5 s. n. / San Miguel 163).19 19. La “Presentación” corresponde a la introducción al catálogo (ocho páginas sin numeración). Para comodidad de la consulta y dada la rareza del catálogo se cita doble-
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Carrión sostiene que Huacayñán integra la tierra (andina, urbana y selvática) y lo étnico (indígena, mestizo y negro). La organización de Huacayñán pareciera ciertamente seguir el “mandato de realidad geográfica” de Carrión (“Sobre el clima nacional”, Pensamiento 38), así como la ecuación ambiental decimonónica entre ambiente, cultura y raza que define una buena parte de los designios de la biopolítica moderna. Cada grupo o tema étnico está precedido de un paisaje: “La montaña” para el tema indígena, “Quito” para el tema mestizo y “La selva” para el tema negro. Guayasamín prácticamente cita a Carrión al explicar su obra: “En la sierra predomina el indio y el blanco, y en la costa el indio o el negro, o el negro y el blanco; sin embargo, están ya mezclados. Esto es estupendo. Creo con fervor en el mestizaje. Es el poder de América”.20 Huacayñán y el Censo de 1950 son contemporáneos, encargados por el mismo gobierno y sobredeterminados por la ideología del mestizaje. Tanto el proyecto estético como el estadístico ‒y ciertamente la Constitución de 1946 ‒evidencian tanto las pretensiones como los descalabros del nacionalismo liberal ecuatoriano. El Censo eliminó las categorías raciales pero, como se anotó, registró anomalías arcaicas o “problemas” que contradecían la deseada totalización nacional; más aún, dichas anomalías aparecen de manera difusa ‒propiamente teratológica‒ sin la claridad pretendida por las técnicas de saber “minuciosas y microscópicas” de los sondeos estadísticos. Las abstracciones de las formulaciones políticoconstitucionales y las percepciones estéticas o demográficas del cuerpo individual y colectivo son análogas: Huacayñán también se encuentra con una serie de cuerpos anómalos que desafían las nociones de identidad nacional y las propuestas estéticas del arte gubernamental. En Huacayñán regresan como monstruos ‒obstinados y excesivos‒ los cuerpos in(ex) cluidos objeto de la biopolítica y la pedagogía nacional. Una de las paradojas de Huacayñán es precisamente que, más allá de sus eventuales propósitos nacionalistas y utópicos, la obra registró antes que la suma o “síntesis pictórica”, la desintegración e ininteligibilidad de la pequeña gran nación y una amarga visión distópica que evidencian cuadros con títulos como Fusilamiento, Flagelamiento, Cansancio, Mujeres llorando, Desesperación, Mendigo y Hambre. mente la “Presentación” y la versión de la misma publicada en San Miguel de Unamuno (1954). 20. Entrevista a Guayasamín, a propósito de Huacayñán, para la Folha da Manha, enero de 1951; cita y traducción de Angélica Ordóñez Charpentier (70).
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Fig. 1. Benjamín Carrión (retrato).
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Fig. 2. Hombres (Tema indio, serie 4 “Dolor”).
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Fig. 3. Cabeza (Tema indio, serie 9 “La raza”).
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Fig. 4. Danza (Tema negro, serie 5 “Ritmo”).
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Fig. 5. Cabeza de hombre (Tema mestizo, serie 13 “Cabezas”).
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Fig. 6. Hombres (Tema mestizo, serie 8 “La existencia”, segundo cuadro).
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Fig. 7. Ecuador “Mural de movimiento”.
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Fig. 8. Algunas configuraciones regulares e irregulares del mural Ecuador.
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El tema indígena de Huacayñán tiene un tratamiento diverso que incluye algunos cuadros indigenistas de indios necesitados que esperan redención (Terremoto, Sequía, Figura desolada), así como imágenes etnográficas de indios selváticos o “primitivos” (Cayapa y Coloradas) e indios rurales (Fiesta, Procesión). Sin embargo, frecuentemente el indígena aparece también como resistencia a la totalización: colectivo pero no recolectado; con sus puños cerrados; refractario a la des-indianización pedagógica, higiénica, lingüística, económica y política. Considérese por ejemplo Hombres (serie 4 “Dolor”) (Fig. 2) ‒una sugestiva evocación de la muchedumbre insumisa‒o el cuadro Cabeza (serie 9 “La raza”) (Fig. 3) en el que bajo un manto emerge, como disidencia, una dura figura femenina delineada en rojo. Estos cuadros son al conjunto pictórico lo que los movimientos indígenas al proyecto liberal del Estado ecuatoriano.21 Por su parte, el negro de Huacayñán, cuya representación en la obra es ciertamente estereotípica, erotizada y casi-negrista, irrumpe bruscamente en una corporeidad teratológica que elude la subjetivación como puede apreciarse en el cuadro Danza (serie 5 “Ritmo”) (Fig. 4). Huacayñán hace visible ‒como antagonismo‒ la raza que la Constitución de 1946 o el Censo de 1950 invisibilizan: lo in(ex)cluido se manifiesta en su diferencia amorfa. Ni siquiera el tema mestizo ‒centro ideológico y estético de Huacayñán‒ corrobora la utopía integradora. En 1928, leyendo a Vasconcelos, Carrión había definido a un sujeto nacional que llamó el “nuevo mestizo” o “Totinem […] el hombre todo, el hombre síntesis” (Los creadores 52). El mestizo de Huacayñán con sus contradicciones internas y excesos no coincide con el nuevo mestizo de Carrión. Aunque en la obra de Guayasamín de los años 1980 y 1990 hay numerosos momentos apologéticos del mestizaje, el artista mantuvo durante su vida posiciones diversas y ambivalentes respecto del mestizo, que consideraba un producto de la violencia colonial y que veía como agente reproductor de la opresión.22 Re21. Desde mediados de los años cuarenta las comunidades indígenas ecuatorianas articularon propuestas de justicia social y proyectos de nación alternativos frente a indigenistas, higienistas, alfabetizadores, patrones y el propio gobierno. Cabeza parece evocar ‒en los colores del ilegalizado partido comunista‒ una líder indígena como Dolores Cacuango (1881-1971) o Tránsito Amaguaña (1909-2009). 22. Reinterpretando su obra años después Guayasamín anota: “Fruto de la traición o la fuerza, el mestizo tiene una psicología muy extraña. Hombres acomplejados de su sangre no india, no española, no negra. Hombres no estructurados mentalmente todavía. Herederos y dueños de una tierra usurpada, dueños de los bancos, de las industrias en-
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cordemos que hacia finales de los años ochenta Guayasamín planteó la identidad indígena del Ecuador (y la suya propia frente a quienes lo llamaban mestizo). Cuando en 1998 Jorge Enrique Adoum interpreta Huacayñán, repara en el indocentrismo de Guayasamín y en su antipatía frente al mestizaje: “la obsesión de Guayasamín por lo indio […] le hace olvidar su condición de mestizo aindiado. […]. Mientras todos (casi) nos enorgullecemos del mestizaje, que es la definición de América, de su universo imaginario y de su riqueza cultural real y potencial, Guayasamín lo mira de una manera diferente” (142). La defensa del mestizaje de Adoum y su reparo al mirar diferente de Guayasamín apunta precisamente a la resistencia de Huacayñán al sincretismo. Carrión ‒nacionalista pero no incauto‒ nota que la obra está (des)compuesta por grupos étnicos aislados e imágenes antagónicas, fragmentarias y “transidas de angustia”. Hasta el propio mestizaje ‒dice‒ está “interpretado por líneas y colores de transición e indecisión, como que el mestizaje es un estado indefinido aún” (“Presentación” 6 s. n. / San Miguel 167-168). Acaso por eso, en la primera frase de su introducción al catálogo Carrión anota que Huacayñán es el “caso más desconcertante de aventura plástica de nuestra historia” (3 s. n. /155). Pero frente al desconcierto plástico, alega un concierto sincrético y declara que Huacayñán es “Sinfonía, orquestación, contrapunto, ritmo”. 23 Carrión encuentra una y otra vez la forma de leer Huacayñán de manera sincretista y hasta el pintor termina creyéndose esta visión. Guayasamín sostiene que la “exposición asume una armonía total […] como una sinfonía” (“Aspiro” 12) y en una entrevista de 1952, refiriéndose a Huacayñán afirma: “El mestizo es el hombre mezcla de las grandes pasiones del espíritu español con la serenidad del temperamento indio” (“La historia del Ecuador” 6, 9). La obra, por supuesto, lo contradice desacorde, estridente, quebrantada; cifra proléptica de los monstruos por venir; anuncio material de la monstruosidad incalculable de la muchedumbre heterogénea frente al Estado sincretista. Cabeza de hombre ofrece una muestra plástica de la supuesta “armonía sambladoras de chatarra, con una crueldad tremendamente marcada contra el indio. Son esos los hombres que subyacen escondidos en el fondo de las terribles dictaduras, tanto civiles como militares, que han existido y existen en nuestra América Latina” (El tiempo que me ha tocado vivir 40). 23. “Las tres grandes estirpes humanas del Ecuador ‒Cam, Sef y Jaset de la leyenda Bíblica‒ el mestizo, el indio, el negro, han sido interpretados en este gran poema plástico vienen a la mente más bien pensamientos y palabras musicales. Sinfonía, orquestación, contrapunto, ritmo” (Carrión, “Presentación” 6 s. n. / San Miguel 167).
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total” entre pasión hispánica y serenidad indígena; en este cuadro, una violenta grieta divide un rostro y le pone los puntos sobre las íes a la ideología del mestizaje (tema mestizo, serie 13 “Cabezas”) (Fig. 5). Sabemos que la metáfora de la nación mestiza era una noción edulcorada de una historia nada dulce; historia colonial hecha de sangre, derrotas, humillaciones e injusticias y fundada en la violencia y la explotación. 24 Los cuerpos de Huacayñán hacen explícito este horror. En Cabeza de hombre, el rostro se quiebra y descompone en otros rostros y una suerte de antagonismo visual entre cuerpo e identidad frustra la anagnórisis nacionalista. Estamos frente a un mestizo-fisura en el que “emerge la verdad de las relaciones sociales” y la nadería de la fantasía ideológica sincretista (Žižek, Sublime Object 18, 22, 141-144). El mestizo de Huacayñán impugna el Totinem de Carrión y exhibe descentramientos múltiples sobre ejes de identidad contradictorios respecto de los cuales no hay síntesis sino segmentación, tensión y conflicto. El cuerpo mestizo no sólo aparece dividido sino dividido violentamente contra sí como en la inquietante multiplicación de rostros que vemos en el segundo de tres cuadros que llevan por título Hombres (Serie 8 “La existencia”) (Fig. 6). Podría decirse que en Huacayñán el sueño del mestizaje produce monstruos. La nación mestiza no es la mezcla armónica de diferencias sino la expresión teratológica de heterogeneidades no dialécticas (para usar una categoría crítica de Antonio Cornejo Polar). En Huacayñán reaparecen cuerpos escindidos, heridas abiertas; no propiamente vida nuda, sino lo que Antonio Negri llama espectros monstruosos (prolepsis evanescente de los monstruos políticos por venir). En la obra regresan del futuro ‒espectrales‒ los cuerpos objeto de la biopolítica colonial del Estado nación: los cuerpos modernizados, colonizados, nacionalizados; los cuerpos del proyecto higienista, sincrético, educativo y de desindianización nacional; la eugenesia simbólica regresa sucia de cuerpos que se muestran, pero no como representación de vida despojada o corporeidad denudada sino como anuncio de monstruosidad y resistencia al proyecto totalizador. 24. Slavoj Žižek anota que la “verdad” de la fantasía ideológica es revelada y reconocible en su exterioridad material: por ejemplo, la arquitectura estalinista declara la monstruosidad del Estado, la sacralización del poder y la instrumentalización de la vida humana en un sistema en el que paradójicamente esta evidencia no puede hacerse explícita discursivamente, aunque materialmente ya lo sea: el Estado que promueve la estética y arquitectura fascista se ocupa de reprimir la verdad que materialmente expone (The Plague 1-4).
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. Las permutaciones de ECUADOR Carrión trata de re-codificar las tensiones de Huacayñán en el catálogo reafirmando una teleología totalizadora: las razas son ríos que corren separados pero que van a dar al mar nacional: “Con el poder plástico de la síntesis, Guayasamín hace que estos afluentes lleguen al gran océano de la patria: el mural Ecuador, que tiene todas las posibilidades con sus grandes paneles intercambiables” (“Presentación” 7, 8 s. n. / San Miguel 189). Guayasamín ciertamente concibió este mural, formado por cinco paneles móviles, como un artefacto combinatorio que permitiría según los “cálculos estético-matemáticos” del artista 150 combinaciones (“Voz ecuatoriana”, 30). Guayasamín nunca instaló estos 150 murales distintos que según él podían formarse con los paneles. En 1998 Adoum revisa la matemática del pintor y encuentra 3.840 variantes” (147); aunque no explica cómo llega a ese número suponemos que toma en consideración que cada panel tiene dos posibles posiciones verticales y calcula las permutaciones de cinco objetos, cada uno con doble valencia, en una serie de cinco [P= (1.2.3.4.5) x (2 .2 .2 .2 .2) = 3.840]. Sin embargo, ambas cuentas se quedan cortas. Si consideramos las permutaciones de la disposición tanto horizontal como vertical del mural, estaríamos doblando el anterior número. Asimismo, estos cálculos son complicados por la multiplicidad de las configuraciones o arreglos posibles respecto de los cuales pueden calcularse esas permutaciones. Por ejemplo, en lugar de un rectángulo con los paneles ensamblados todos de manera ya vertical o ya horizontal, podríamos pensar en configuraciones que combinen simultáneamente posiciones horizontales y verticales, lo cual resulta en 8 configuraciones del mural y 30.720 permutaciones. Ese número crece exponencialmente si disponemos el mural en configuraciones irregulares (no rectangulares) con los paneles escalonados o formando otras figuras. Como el censo de 1950, el mural Ecuador no puede concebir la totalidad que la gestión gubernamental persigue ni logra conjurar sintéticamente los antagonismos monstruosos del conjunto pictórico pues, por una parte, los paneles (incluso cuando se colocan contiguamente) se mantienen separados por la exposición visual de sus junturas y, por otra, el mural invita a la reconfiguración y permutación constante. En su fluidez o potencia de devenir el mural Ecuador desafía la imaginación de un número determinado de posibilidades y arreglos. Las configuraciones son tantas como las reglas de ensamblaje que se propongan y cada configuración ofrece numerosísimas permutaciones (3.840, 7.680, 30.720,
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38.400, 69.120… etc.). El mural materializa un Ecuador en desequilibrio y fuga, al punto en el que el número de posibilidades del mural llega a ser superior al de habitantes del Ecuador.25 Las permutaciones posibles contrastan con el número de las imaginadas por el artista (150) y, ciertamente, con las exhibidas históricamente. El mural se expuso con apenas doce arreglos distintos durante los años 1950, antes de pasar a la colección privada de Maruja Monteverde quien lo donó a la Fundación Guayasamín en 2008. Paradójicamente, el mural fue enmarcado y hoy está expuesto en la Capilla del Hombre frente a la escultura de una familia mestiza (Familia 1978), lo que parece suspender momentáneamente el juego de las permutaciones y la potencia antagónica de la obra de arte. Estos cálculos sobre la proliferación de las configuraciones y permutaciones del mural no buscan reeditar la ideología del mestizaje mediante la insistencia en una lógica combinatoria de las heterogeneidades de lo nacional, sino demostrar cómo al extremar dicha lógica la fórmula sincrética del mural pierde sentido como utopía.26 En el grado cero de la representación política, en los límites del paradigma sincrético, es necesario repensar creativamente y con modestia, las formas transitorias, tentativas y esquemáticas de lo político mediante un constitucionalismo desde abajo que haga posible el Estado plurinacional ‒como propone Boaventura de Sousa Santos (57, 65-75).
. HUACAYÑÁN-paradigma Con su violencia, fragmentariedad y heterogeneidad, Huacayñán es una obra paradigmática tanto de la teleología integradora que aún define las 25. Conjuntamente con la Fundación Guayasamín, Santiago Quintero y Laura Fernández, Paola Uparela y mi colega el matemático Andrei Jorza, me encuentro trabajando en el proyecto de destrabar el mural mediante una exhibición virtual en la que el mural es puesto en movimiento continuo y aleatorio conforme a los cálculos de sus permutaciones y a las intervenciones de los espectadores. De esta manera intentamos reinstalar la potencia antagónica de la obra de arte (Agamben, The Man 1-7, 34) conectándola con los experimentos de democracia radical que se aventuran actualmente en el Ecuador. Creemos que la instalación dinámica del mural se articulará plástica y conceptualmente con los actuales debates políticos y luchas por un Estado plurinacional descentrado (Andolina, “The Sovereign and Its Shadow”; Kenneth Jameson, “The Indigenous Movement”). 26. Agradezco enormemente el debate y las preguntas de mis colegas José Quiroga y Román de la Campa durante el coloquio Open Wounds. Biopolitics and Representation in Latin America en la Washington University in St Louis, el 29 de marzo de 2013.
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políticas del Estado, como de los descalabros de la lógica in(ex)clusiva de la ideología del mestizaje. Como ha señalado Giorgio Agamben al explicar el método paradigmático de Foucault, la noción de paradigma se refiere a un fenómeno histórico singular que sin embargo, mediante una operación crítica, “constituye y hace inteligible un contexto histórico más amplio y problemático” (The Signature 9, 17). En otras palabras, el paradigma constituye y visibiliza contextos como lo hace un ejemplo o una excepción gramatical; el paradigma no es propiamente una parte del todo, ni el todo en el que la parte se inscribiría; no es una metonimia ni una metáfora sino un exemplum huérfano de totalidad o generalidad que se relaciona analógicamente con otros ejemplos para constituir un contexto histórico (18-24). Como se ha venido discutiendo en este ensayo, Huacayñán hace inteligible como paradigma una serie de eventos y antagonismos relacionados con la constitución del Estado moderno ecuatoriano, las políticas de gobierno de la población, el borramiento higienista y pedagógico de lo indígena y la implementación biopolítica de mediciones demográficas: 1) Como se anotó, la Constitución de 1946 definió la misión inclusiva y modernizadora del Estado frente al “problema indígena” al mismo tiempo que delineaba una política excluyente: el voto restringido. Esa in(ex)clusión no obedecía objetivamente a la incapacidad política de los analfabetas sino que trataba de conjurar la insurgencia indígena patente en las primeras huelgas indígeno-campesinas de los años 1940 y en la autogestión y organización política que encontramos, por ejemplo, en la Federación Ecuatoriana de Indios, fundada por Dolores Cacuango y Jesús Gualavisí (1944). La FEI abogaba por la reforma agraria y la abolición de los sistemas solapados de servidumbre rural, protestaba por la discriminación política y rechazaba el proyecto redentor, sincrético y colonial del Estado. La Federación Ecuatoriana de Indios ponía en evidencia el paternalismo del Instituto Indigenista Ecuatoriano, en manos de mestizos y blancos, que propugnaba por la sincronización biopolítica y pedagógica los indios. 2) El título trilingüe del catálogo Huacayñán / El camino del llanto / The Way of Tears no corresponde al contenido bilingüe del mismo; el quechua del título constituye una rareza27 que es renunciada en el momento 27. Aparte de Huacayñán, encontramos otra palabra en quechua ‒churana (aljaba o carcaj)‒ que titula el segundo cuadro de la serie 8 del tema indio (en el diccionario de la RAE desde 1927).
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de su cita y traducción al español y al inglés (que son las lenguas de catálogo). Este gesto coincide con el proyecto modernizador de traducción in(ex)clusiva de las heterogeneidades “arcaicas”. Las políticas de “democratización de la cultura” de Carrión y la CCE, así como la campaña de alfabetización iniciada en 1943, suscriben ‒como se indicó‒ un occidentalismo de matriz hispánica y abogan por la incorporación o translatio modernizadora de la población. Sabemos que las comunidades indígenas resistieron entonces como hoy la des-indianización pedagógica y fundaron las primeras escuelas bilingües en quechua y español (Prieto, 206209). Éstos y otros reclamos e iniciativas representan proyectos de modernización excéntricos o agencias transmodernas (como diría Enrique Dussel). 3) Salvo el título en quechua, los demás textos del catálogo aparecen en español e inglés, como corresponde a un arte de exportación. A comienzos de los años 1950 la obra de Guayasamín se inscribe en las corrientes del modernismo cosmopolita y se vende en el mercado internacional de arte. Análoga y simultáneamente el Ecuador articula su economía agraria al capitalismo internacional incorporándose como primer productor y exportador mundial de banano. La anomalía quechua en el título de la obra así como el indocentrismo de varios cuadros del conjunto a que nos referimos antes no son simples expresiones de la “obsesión de Guayasamín por lo indio” como pensaba Adoum sino antagonismos análogos a los que desafían el Estado-mestizo ecuatoriano en el momento de su traducción modernizadora. 4) El primer Censo de 1950 fue un instrumento gubernamental tecnocrático de conocimiento científico de la población objeto de la biopolítica del Estado-mestizo. El gobierno liberal desarrollista de Galo Plaza Lasso ensayaba un modelo de gobernabilidad regido por la que él mismo llamaba racionalidad científico-tecnológica (De la Torre, 34; López, 61). Era necesario, como indicó el propio presidente, saber cuántos indios había para poder traerlos a la modernidad y la ciudadanía. Empero, como se anotó, el Censo borró la problemática categoría indígena y midió otros índices que marcarían el campo de intervención de la biopolítica estatal. Este proceso tiene menos que ver con la formación de ciudadanos que con el gobierno y proletarización de la población bajo el renovado impulso modernizador y neocolonial de la agroindustria bananera que promueve el gobierno de Plaza Lasso. Huacayñán es una obra paradigmática en el sentido que ejemplifica analógicamente los diseños y los descalabros de estas diversas instancias
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de la “modernización/mestización” de mediados del siglo xx en Ecuador. En sus diferencias, estas iniciativas constitucionales, políticas, culturales económicas o estadísticas son legibles desde Huacayñán no porque la obra de Guayasamín sea un ejemplo metonímico de una totalidad sino porque las imágenes de Huacayñán materializan dialécticamente las múltiples resistencias a las pretensiones sincretistas y totalizadoras del Estado. En Huacayñán es visible por ejemplo, el recurrente y fallido cálculo sobre quienes cuentan en la cuenta nacional; no porque Huacayñán represente el Censo sino porque ensaya una cuenta totalizadora y análogamente se encuentra con las exclusiones y violencias de esa cuenta in(ex)clusiva. De la misma manera, Huacayñán es y no es parte del proyecto pedagógico de democratizar la cultura pues al implementarlo enseña las líneas de fuga monstruosas de los cuerpos objeto de ese pastoreo humanista; y en lugar de sensibilizar la colectividad nacional mediante una anagnórisis estética exhibe fragmentos antagónicos y disgregaciones teratológicas. Huacayñán trata de contener sus antagonismos internos mediante el tema mestizo y el “mural-síntesis” Ecuador, pero como vimos en lugar del mestizo-cósmico en la obra emerge el mestizo-fisura, el cuerpo-monstruo anti-identitario. El mural, por su parte, potencia la fuga y el devenir al punto de hacer evidente la nadería de la representación sincretista, política y estética del Estado-nación ecuatoriano. Negri señala que para la totalización de la población el Estado emplea técnicas de saber “minuciosas y microscópicas” y emprende “sondeos estadísticos y retos cognitivos” pero que el monstruo político “se hace cada vez más inasible […y] es imposible aferrarlo para retenerlo” (115). El descontrol de la potencia política del monstruo desafía ab initio el cálculo totalizador: “La voluntad de control […] represiva de las clases dominantes […] ni siquiera llega a medir la voluntad de potencia de la multitud” que se multiplica en devenires inimaginables. La obra de arte pretende un cálculo estético, una sumatoria sincrética de la heterogeneidad, objeto de gobierno; pero en su materialidad, convoca el espectro del monstruo que regresa en el momento de su in(ex)clusión (117, 118). Esos monstruos que se asoman en Huacayñán son políticos; en ellos la vida es más potente que la desnudez. El monstruo in(ex)cluido del Estado-nación ecuatoriano no es vida nuda sino vida antagónica; no es impotencia sino todo lo contrario: potencia política que anuncia su nomadismo “intempestivo, paradojal, destruidor de toda teleología eugenésica” (136-139). La obra de arte anuncia, como espectro, el continuo y monstruoso alzamiento de lo heterogéneo que sostiene la genealogía del porvenir. Huacayñán es ‒a pesar, o incluso gracias a su sobre-deter-
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minación gubernamental‒una colección de imágenes dialécticas en las que se puede entrever la posibilidad de una política fundada no en la totalización y homogenización sino en la dispersión y la potencia de la fuga, que es donde se juegan radicalmente las posibilidades del futuro*.
Obras citadas Andolina, Robert. “The Sovereign and Its Shadow: Constituent Assembly and Indigenous Movement in Ecuador”. Journal of Latin American Studies 35. 4 (2003): 721-750. Adoum, Jorge Enrique. Guayasamín: el hombre, la obra, la crítica. Nürnberg: Verlag Das Andere, 1998. Agamben, Giorgio. The Man without Content. Stanford: Stanford University Press, 1999. — The Signature of all Things: On Method. New York: Zone Books, 2009. Alianza Democrátrica Ecuatoriana (ADE). “Incorporación del indio y del montubio a la vida nacional”. El pensamiento de la izquierda comunista (1920-1961). Ed. Hernán Ibarra. Quito: Ministerio de Coordinación de la Política y Gobiernos Autónomos Descentralizados, 2013, 209-210. Becker, Marc. “El Estado y la etnicidad en la Asamblea Constituyente de 1944-1945”. Etnicidad y poder en los países andinos. Eds. Chistian Büschges, Guillermo Bustos y Olaf Kaltmeier. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Universidad de Bielefeld/Corporación Editora Nacional, 2007, 135-150.
* Este trabajo fue posible gracias al apoyo y asistencia de las siguientes personas e instituciones: Kellogg Institute for International Studies, University of Notre Dame’s Institute for Scholarship in the Liberal Arts (ISLA); Fundación Guayasamín (FG); Centro Cultural Benjamín Carrión del Municipio del Distrito Metropolitano de Quito (CCBC); Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión (CCE); Pablo Guayasamín Monteverde, Pablo Guayasamín Madriñán y Alfredo Vera (FG); Alejandro Querejeta Barceló; Luce Deperon Tcherniak q.e.p.d; Raúl Pacheco (CCBC); María Rosa Carrión Eguiguren (Pepé Carrión) y Alejandro Carrión. Asimismo, quiero agradecer los comentarios y críticas inteligentes y generosas de mis colegas Román de la Campa, Juan Carlos Grijalva, Yanna Hadatty Mora, Michael Handelsman, Manuel Gutiérrez, Andrei Jorza, Luis A. Marentes, Mabel Moraña, Françoise Perus, José Quiroga, Ignacio Sánchez Prado, Emmanuelle Sinardet Seewald, David M. Solodkow y Sergio Villalobos-Ruminott. Todas las imágenes son cortesía de la Fundación Guayasamín.
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Los cuerpos de la militancia Susana Rosano Universidad Nacional de Rosario
Desde hace más de treinta años me vengo preguntando por el sentido que tuvo el cuerpo disciplinado y sacrificial de los militantes políticos de la década del 70 en Argentina, a partir del análisis del sistema compartido de creencias y proyecciones imaginarias de las organizaciones armadas, que no sólo determinó sus líneas políticas sino que además otorgó una proyección trascendente a los actos de sus militantes. La publicación incesante de un extenso corpus de libros en los últimos años que, desde las ciencias sociales pero también desde el testimonio y la ficción, vuelven una y otra vez a contar los años de la violencia política en el país, permite indagar en profundidad la dimensión del imaginario que en relación al propio cuerpo, a la propia vida, tuvieron los militantes. A pesar de los esfuerzos doctrinarios por moldear a un militante a partir del modelo de un revolucionario ideal, los mandatos de sacrificio, heroicidad y coraje fueron internalizados con distintos niveles de exigencia y dramatismo. Lo que siempre parece insistir en los testimonios, más allá de la variedad de apropiaciones, es el peso que la propia vida tuvo para cada uno de los militantes, el valor incluso que ellos mismos supieron o pudieron otorgarle a una existencia que se ponía en juego día a día, que corría extremo peligro, cada vez más dramáticamente. Y en este sentido, las consignas de “Perón o muerte” y de “hasta vencer o morir, por una Argentina en armas, de cada puño un fusil” (donde el valor de la vida propia parecía insignificante ante la posibilidad de una victoria revolucionaria) o la misma implementación de la pastilla de cianuro al ser detenidos los militantes montoneros por las fuerzas de seguridad, pero también el saldo de los treinta mil desapare-
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cidos en Argentina, hablan a las claras de un desvío y a la vez de un exceso del sentido de la propia vida, de este rumor incesante de lo vivo del que hablan algunos de los filósofos principales de la biopolítica, como Michel Foucault y Gilles Deleuze. El objetivo de este trabajo es discutir una zona de los estudios sobre la dictadura argentina que parece no haber sido lo suficientemente explorada: la de las fisuras abiertas por la dimensión de la experiencia individual de los militantes en relación al sentido que para cada uno de ellos adquirió la propia vida. ¿Poder sobre la vida o poder de la vida?, se pregunta Roberto Esposito en relación a lo que el filósofo italiano considera la “vacilación de fondo”, la incertidumbre que permea el término de biopolítica en Michel Foucault. Si partimos de la convicción de que una política construida directamente sobre el bios está siempre expuesta al riesgo de subordinar con violencia el bios a la política como sucedió en el caso de la militancia de los setenta, nos interesa discutir el sentido profundo que adquiere, desde la filosofía más cercana, esta inestable relación entre poder y vida. Para ello vamos a revisitar primero el intenso debate que se produjo en la Argentina a partir de las declaraciones del ex militante del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) Héctor Jouvé sobre la experiencia de esa organización entre 1963 y 1964 al intentar reproducir en el norte de Salta la guerrilla rural del Che y Fidel Castro en Cuba. En esas declaraciones –que en un principio fueron recogidas en la revista La Intemperie entre octubre y noviembre de 2004– Jouvé reconoce el fusilamiento por estrictas razones de disciplinamiento de dos de los integrantes del EGP: Adolfo Rotblat (al que llamaban Pupi) y Bernardo Groswald. Sus declaraciones provocaron la inmediata respuesta del filósofo Óscar del Barco y generaron un encendido debate sobre la legitimidad de la violencia revolucionaria entre muchos de los intelectuales que de una u otra manera habían adherido a la guerrillera de los años 60 y 70. Esta polémica fue recogida en un libro que lleva precisamente por título No matar. Sobre la responsabilidad, publicado en 2007. A partir de allí, este artículo busca analizar en profundidad la tensión que se encuentra al interior de la dialéctica entre política y vida, la inestabilidad que el concepto de biopolítica adquiere en Foucault, para luego preguntarse por los alcances que tiene para la filosofía política actual la concepción de Gilles Deleuze sobre la vida como inmanencia. En definitiva, lo que intentamos es problematizar los alcances que tuvo sobre el accionar político guerrillero esta tensión sobre la propia vida inscripta al interior de la doxa revolucionaria de los setenta.
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Hombres nuevos, héroes y mártires A partir de una sólida investigación, Vera Carnovale analiza en Los combatientes los mandatos morales irrenunciables que constituyeron los principios del “ser revolucionario” de los militares del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), la principal organización revolucionaria de izquierda de la Argentina, fundada en 1965 y absolutamente aniquilada ya a comienzos de 1977. Una lectura pormenorizada de los documentos del partido a los que confronta con los testimonios de antiguos militantes le permite a la historiadora desmantelar la creencia generalizada de que la derrota de la organización armada tuvo que ver con sus errores políticos. En este sentido, su investigación echa luz sobre los pormenores de un imaginario revolucionario que combina la marca de la Revolución Cubana, el ideal del hombre nuevo, la concepción del enemigo y las formas del disciplinamiento interno, es decir: sobre la lógica implicada en la experiencia de la organización, que configuró su identidad y determinó su hacer. La heroicidad de los militantes, explica Carnovale, no se afincaba únicamente en la temeridad guerrera sino que brotaba en principio de su disposición a dar la vida. Por eso los combatientes se consideraban una vanguardia, “los mejores hijos del pueblo”. Sacrificar la propia vida implicaba en este sentido acelerar los tiempos históricos. Una disposición sacrificial que se expresó en la palabra deber: “a vencer o morir” fue el lema de los combatientes del PRT-ERP. La contundencia de los datos empíricos y de los testimonios corrobora que la moral revolucionaria no fue fácil de lograr. Hubo discusiones, conflictos, tensiones, mucho sufrimiento. “En ese transcurrir, signado por el sacrificio y un deber moral que no admitía un sólo desliz, una sola mancha en la conducta, los cuerpos y las almas de los combatientes debían fundirse en un todo sin fisuras” (287-288), afirma Carnovale. Y para lograr moldear la estatura moral y política de los grandes cuadros estaba la mano disciplinadora del cuerpo colectivo partidario. Esto es precisamente lo que cuenta en su testimonio Héctor Jouvé, y que fue la piedra de la polémica que se desató en la revista La Intemperie. Entre octubre y noviembre de 2004, esta revista publicó extractos de una entrevista realizada a Jouvé para el documental “La guerrilla que no fue”, del Centro de Capacitación Cinematográfica de la Ciudad de México. Cuenta allí Jouvé pormenores de la experiencia de crear, a instancias del Che Guevara, un foco guerrillero en el norte argentino con la intención de que él mismo lo dirigiera personalmente una vez que el foco estuviera
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arraigado. Durante poco más de seis meses, el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) –un grupo de no más de veinte personas– sobrevivió con extremas dificultades en el monte salteño de Orán, bajo las órdenes del comandante Héctor Masetti. A pesar del enorme sacrificio, nunca llegaron a realizar ningún operativo porque cuando finalmente la Gendarmería los desarticuló ya había varios muertos: dos de ellos como producto de fusilamientos realizados por el propio grupo. En la entrevista, Jouvé se refiere al juicio que se le realizó a Pupi (Adolfo Roblat), en el que afirma no haber participado, y recuerda los argumentos de Héctor Masetti para fusilarlo: Y me dice cosas como que el Pupi no andaba, que en cualquier momento nos iba a traicionar, que andaba haciendo ruido con la olla, que andaba desquiciado. Yo pienso que estaba muy mal, que se había quebrado, pero no vi que representara un peligro. Me dice: “bueno, entonces vas a ser vos el que le dé un tiro en la frente”. Yo les digo que no voy a dar un tiro en la frente a nadie y mi hermano me dice que me calle la boca. Y la cosa quedó ahí… estaba mi hermano y estaba un muchacho que está en Cuba ahora, Canelo; así que… se hizo la ejecución. Yo no estaba porque salí con el grupo nuevo, que no sabía de esto, y los llevé a caminar por la sierra. Cuando llegué, las cosas ya habían pasado. Creo que algunas caras habían cambiado ( AA. VV., No matar 14).
Más adelante en el reportaje, Jouvé calificará ese hecho como “un crimen”, porque a su entender el Pupi “estaba destruido, era como un paciente psiquiátrico”. “Creo que de algún modo somos todos responsables, porque estábamos en eso, en hacer la revolución” (23), afirma. Retomando estas palabras de Jouvé, el filósofo Óscar del Barco, otro de los integrantes de la experiencia del EGP en la selva salteña, a través de una carta enviada al director de la revista La Intemperie, plantea su convicción de que, por haber apoyado las actividades del grupo que ajustició al Pupi y a Bernardo Groswald, él mismo era tan responsable como los que lo habían asesinado. El argumento no dejaba de ser contundente: “Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo” (31). La carta de Del Barco permitió, en los comienzos del kirchnerismo en la Argentina y de su nueva política en relación a los derechos humanos,
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desmantelar la teoría de los dos demonios, romper con la polarización entre héroes y víctimas que había atravesado hasta ese momento la discusión sobre los años setenta: Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún “ideal” que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos (32).
Ni víctimas ni héroes, para Del Barco la izquierda revolucionaria debía imperativamente comenzar a discutir su responsabilidad, la ética de su accionar revolucionario. Si desde el discurso de la izquierda armada la muerte del Pupi y de Bernardo se leía como un simple ajusticiamiento de militantes que no habían podido sostener la moral revolucionaria, Del Barco cambia el eje y las identifica como simples asesinatos,1 como el uso indiscriminado del poder sobre la vida ajena. Así de simple: lo que el discurso militante supo leer como un acto de disciplinamiento, de justicia revolucionaria, se convierte aquí en un exceso: el poder excesivo sobre la vida, la vida expuesta más allá de sus límites, la vida como desecho.
¿Biopolítica o biopoder? ¿Qué significa el gobierno político de la vida? ¿Debe entenderse que la vida gobierna la política o tal vez que la política gobierna la vida? ¿Se trata de un gobierno de o sobre la vida? Roberto Esposito trabaja en profundidad lo que denomina “la brecha interpretativa”, la vacilación que se puede leer en los escritos de Michel Foucault sobre biopolítica. Una tensión 1. La polémica que generó la carta de Del Barco tuvo una amplísima recepción en los medios gráficos de la Argentina que excede los alcances de este trabajo. Un interesante análisis de la misma se encuentra en el artículo de Florencia Greco “Acerca de la violencia revolucionaria”.
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conceptual entre los términos de “biopolítica” y “biopoder” empleados indistintamente que muestra una general insatisfacción acerca del modo en que la modernidad construyó la relación entre política, naturaleza e historia. En Historia de la sexualidad, Foucault define la relación entre vida y política: Si se puede denominar “bio-historia” a las presiones mediante las cuales los movimientos de la vida y los procesos de la historia se interfieren mutuamente, habría que hablar de “bio-política” para designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana (173).
Luego de realizar un pormenorizado rastreo genealógico en el mundo alemán, anglosajón y francés del término biopolítica, desde enfoques de tipo organicista, antropológico y naturalista, Roberto Esposito resalta la novedad radical del planteo foucaultiano en el hecho de que aquello que en las versiones anteriores de la biopolítica se presentaba como un dato inalterable de la realidad natural ahora se convierte en problema. De esta manera, la historia y la naturaleza, la vida y la política se vuelven en el planteo foucaultiano dos términos en tensión, un juego dialéctico de acciones y reacciones. La vida en cuanto tal no pertenecerá ya más al orden de la naturaleza ni al de la historia. Es imposible ontologizar simplemente la vida pero tampoco se la puede historizar por completo. Se trata, en palabras de Foucault, de una forma nueva de relación entre la historia y la vida, “una doble posición de la vida que la pone en el exterior de la historia como su entorno biológico y, a la vez, en el interior de la historicidad humana, penetrada por sus técnicas de saber y de poder” (Historia 174). Por otra parte, en “La gubernamentalidad”, Foucault plantea justamente que la construcción de un saber de gobierno es inescindible de la constitución de un saber que gira en torno a la población, el territorio y la riqueza. Y en este sentido, el deslizamiento de un arte de gobernar tal cual lo piensa Maquiavelo en El príncipe a una ciencia política ya estructurada, el paso de un régimen gobernado por el poder soberano a uno ya gobernado por las técnicas de gobierno, tiene lugar según Foucault en el siglo xviii en torno a la población y también al nacimiento de la economía política. Se constituye de esta manera un triángulo: soberanía-disciplinagestión gubernamental, cuya meta fundamental es la población y cuyos mecanismos esenciales son los dispositivos de seguridad:
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Con la palabra “gubernamentalidad” quiero decir tres cosas. Por “gubernamentalidad” entiendo el conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer esta forma tan específica, tan compleja de poder, que tiene como meta principal la población, como forma primordial de saber la economía política y, como instrumento técnico esencial, los dispositivos de seguridad. En segundo lugar, por “gubernamentalidad” entiendo la tendencia, la línea de fuga que, en todo Occidente, no ha dejado de conducir, desde hace muchísimo tiempo, hacia la preeminencia de ese tipo de poder que se puede llamar el “gobierno” sobre todos los demás: soberanía, disciplina; lo que ha comportado, por una parte, el desarrollo de toda una serie de aparatos específicos de gobierno y, por otra, el desarrollo de toda una serie de saberes. Por último, creo que por “gubernamentalidad” habría que entender el proceso o más bien el resultado del proceso por el que el estado de justicia de la Edad Media, convertido en los siglos xv y xvi en Estado administrativo, se vio poco a poco “gubernamentalizado” (“La gubernamentalidad” 213).
De esta manera, la gubernamentalidad implica, además de la producción de individuos socialmente legibles y la gestión de condiciones de vida para la población, la construcción de un orden normativo de lo humano. El poder que toma por objeto la vida controla así sus diferencias, produce seres humanos en serie. La complejidad del arsenal biopolítico en Foucault permite de esta manera lanzar la pregunta por los efectos de esta nueva relación entre vida y poder, entre vida y política. ¿Biopolítica o biopoder? Y en este punto, Roberto Esposito lee una paradoja constitutiva, un atolladero nunca superado por Foucault que está implicado desde un principio en el propio concepto de bios, pero a la vez situado en los polos semánticos más extremos, el de la subjetivación y el de la muerte: “O la biopolítica produce subjetividad, o produce muerte. O torna sujeto a su propio objeto, o lo objetiviza definitivamente. O es política de la vida o sobre la vida” (Bios 53). La crítica de Roberto Esposito es muy útil para pensar esos alcances del concepto de vida en relación a la militancia de los años setenta: o la política es de alguna manera monitoreada por una vida que la encadena a su insuperable límite natural o, por el contrario, es la propia vida la que queda atrapada y aniquilada por el accionar político que la arrastra y pulveriza, que dinamita toda su potencia innovadora, que destruye (y éstos son términos de Gilles Deleuze) su propia “virtualidad”. Esposito, al leer a Foucault, resalta el carácter afirmativo que el filósofo francés parece asignar a la biopolítica en contraposición con la actitud de imposición característica del poder soberano. Al contrario de éste, el
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poder biopolítico no limita ni violenta la vida sino que la expande de manera proporcional a su propio desarrollo. Pero si la vida es más fuerte que el poder que a pesar suyo la asedia, si la resistencia de la vida no se deja someter por las presiones del poder, ¿por qué se ha llegado en la historia contemporánea, con el nazismo como su caso más espectacular, a la producción masiva de la muerte? ¿Por qué la biopolítica amenaza permanentemente en convertirse en thanatopolítica? Esposito reconoce en esta paradoja el punto de máxima tensión del discurso foucaultiano, que a su entender deja al desnudo una indecisión sobre el significado básico de la secularización. En su centro permanece la relación no sólo histórica sino conceptual, teórica, entre soberanía y biopolítica, sobre lo que representa el paradigma soberano dentro del orden biopolítico. De esta manera queda inacabado el desarrollo de lo que para Esposito constituyen las “geniales intuiciones” foucaultianas respecto del nexo entre política y vida. Este será el punto de partida de la propia teorización de Esposito sobre el paradigma de inmunización. En el paradigma inmunitario, bios y nomos, vida y política, resultan los dos constituyentes de una unidad inescindible que sólo adquiere sentido sobre la base de su relación: “La inmunidad no es únicamente la relación que vincula la vida con el poder, sino el poder de conservación de la vida” (Esposito, Bíos 74). Desde este punto de vista, y de forma contraria a lo que está presupuesto en el concepto de biopolítica de Foucault (que según Esposito se entiende como el resultado del encuentro “en cierto momento” de ambos componentes), no existiría un poder exterior a la vida, de la misma manera en que la vida nunca se produce fuera de su relación con el poder. Y de acuerdo a esta perspectiva, “la política no es sino la posibilidad, o el instrumento, para mantener con vida la vida” (Esposito, Bíos 74). En la filosofía que propone Esposito, la inmunización actúa como “protección negativa” de la vida y del mismo modo que se da en la práctica médica de la vacunación, “la inmunización del cuerpo político funciona introduciendo dentro de él una mínima cantidad de la misma sustancia patógena de la cual quiere protegerlo, y así bloquea y contradice su desarrollo natural” (Bíos 75). Es esta semántica inmunitaria la que el pensamiento de Esposito determina como intrínseca a la modernidad, ya que a su entender sólo ésta hace de la autoconservación del individuo el presupuesto de las restantes categorías políticas, desde la de soberanía hasta la de libertad. Con el paradigma inmunitario se establece un engranaje interno defensivo de la comunidad que parece así coincidir con la génesis de la política misma que
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“desde siempre, de un modo o de otro, se orientó hacia la vida” (Esposito, Bíos 84). Aquí tal vez podamos encontrar la grieta más profunda que enfrenta la forma de hacer política de las organizaciones armadas en la Argentina, cuya desprotección sobre la vida de los militantes denuncia claramente Pilar Calveiro en Política y violencia (2005). Significativamente sus argumentos nos hacen pensar en esta deriva, en esta verdadera traición de las organizaciones armadas al paradigma inmunitario inherente a la política moderna.
La militarización de la política Calveiro reconoce que en la política siempre existe un núcleo violento y lo que es necesario analizar en detalle es el lugar que éste ocupa, cuáles son las formas de la violencia y cómo operan en relación con el poder instituido y con las resistencias a este poder. Sin embargo, si entendemos a la militancia como una apuesta de vida por un proyecto político, es necesario preguntarse por las consecuencias que tuvo la concepción foquista adoptada por los guerrilleros. Suponer que del accionar militar nacería la conciencia necesaria para desatar la revolución social los llevó a un creciente proceso de militarización de lo político, a una práctica autoritaria en el seno de las organizaciones que pensaron así la política como una cuestión de fuerza y una confrontación permanente entre amigos y enemigos.2 A pesar de los enormes esfuerzos partidarios, la ética del sacrificio tenía sus fisuras. El modelo del heroísmo impuesto por las organizaciones armadas fue muy difícil de alcanzar, y la brecha entre la experiencia individual y los mandatos partidarios se fue haciendo cada vez más amplia. Pero, como atinadamente demuestra Carnovale en su investigación, no había negociación posible y a la figura heroica del combatiente se le oponía la del débil, el quebrado. Desde las tramas discursivas partidarias y desde las rígidas prácticas que la militancia imponía (en donde la jerarquía y la disciplina jugaron un rol fundamental) sólo había espacio para la oposición héroe-traidor; héroe-quebrado; héroe-cobarde. Y entre cada una de las partes de esta dicotomía interferían las sanciones disciplinarias.3 2. En “Acerca de la difícil relación entre política y violencia”, Calveiro sostiene que la militarización de las organizaciones armadas las llevó a reproducir en su interior las relaciones jerárquicas, disciplinadas y autoritarias que querían combatir (35). 3. Carnovale reconoce que los testimonios de los militantes verifican que aun denunciando lo absurdo de la opción binaria planteada, ésta no dejaba de calar profundo en los
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De esta manera, en una derrota que Pilar Calveiro considera no sólo militar sino también política, las organizaciones armadas quedaron atrapadas tanto por la represión militar como por su propia dinámica interna, cada vez más aisladas de la sociedad. Como dice Ana Longoni, se podría sospechar que una evaluación más consciente y responsable de parte de las dirigencias revolucionarias, menos mesiánica y autorreferencial, una evaluación que hubiera podido leer los signos inequívocos de la escalada represiva que se había desatado desde 1975, podría haber organizado un repliegue de los militantes que sin lugar a dudas hubiera permitido salvar muchas vidas. Los militantes convivían con la muerte desde 1975 y desde ese momento estuvo para ellos más próxima la posibilidad de la muerte que la de sobrevivir: Los militantes que siguieron hasta el fin, lo que en la mayoría de los casos significó su propio fin, estaban atrapados entre una oscura sensación de deuda moral o culpa, una construcción artificial de convicciones (ya mencionadas) terriblemente inconsistente, y que sólo se sostenía en la dinámica interna de la organización, la situación represiva externa que no reconocía deserciones ni “arrepentimientos” y la propia represión de la organización que castigaba con la muerte a los desertores (…) En pocas palabras, los prisioneros se encontraron aprisionados en una trampa que les habían tendido y que ellos mismos terminaron de montar (Calveiro, Política y/o violencia 178-179).
Esa trampa puede ser leída como la consecuencia fatal e inexorable de una concepción de la política que no supo o no pudo respetar el paradigma inmunitario, que en su lógica permite asegurar la vida, conservar la vida, contra los peligros derivados de su configuración colectiva (Esposito, Bíos 89-90). Pero, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la vida? ¿Cómo pensar a la vida en su relación con la política, cómo avanzar sobre ese nudo inescindible entre política y violencia del cual habla Pilar Calveiro4 sin dejar de lado una concepción sobre la vida que desmantele cualquier riesgo de trascendencia, cualquier pensamiento metafísico? sentimientos que impulsaban la tenaz persistencia del militante. Para Miguel, “irse” podía significar en su fuero íntimo “entrar en un lugar oscuro, desconocido, de la traición”. Para este tema ver el apartado “Mandatos partidarios: alcances y límites” (204-222). 4. “Desconocer el componente violento de la política –estatal o no– es pretender ignorarla como un espacio de conflicto, dominación y resistencia para terminar abonando una visión “pacificada” que sólo reconoce y legitima a la fuerza de ley, es decir, a la violencia institucional del Estado” (46), concluye Calveiro en “Acerca de la difícil relación entre violencia y resistencia”.
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¿Por qué la política, la buena política, debe respetar el paradigma inmunitario, en su sentido profundo de instrumento que permite mantener con vida la vida? ¿Qué se perdió, qué se pierde, con la vida de cada uno de los treinta mil desaparecidos en la Argentina y con la de todas las personas que día a día mueren en el mundo por causas que incluyen todo tipo de violencias, estatales, privadas, internacionales? ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de la vida?
¿Qué es en su esencia la vida? Por una extraña coincidencia, los dos últimos textos que publicaron Michel Foucault y Gilles Deleuze antes de morir tienen como fin desentrañar el concepto de vida, y sobre ellos se ha sobreimpuesto un palimpsesto de lecturas filosóficas que incluyen, entre otros, a Giorgio Agamben, Slavoj Žižek y Alain Badiou. En “La vida, la experiencia y la ciencia”, Foucault se refiere a la obra de George Canguilhem. Al retomar, dentro de una filosofía del saber, la racionalidad y el concepto, el tema de la discontinuidad en la historia de las ciencias y de la importancia del punto de vista del epistemólogo, Canguilhem vuelve a ubicar a la biología dentro de una perspectiva históricoepistemológica. Pensar filosóficamente la vida, hacer de la vida el horizonte de pertinencia de la filosofía, significa para Canguilhem revertir el paradigma objetivista. En definitiva, el ser viviente sería aquel que rebasa los parámetros objetivos de la vida: “contra la idea nazi de que existe un tipo de vida perteneciente desde un principio a la muerte, Canguilhem recuerda que la muerte misma es un fenómeno de vida” (Esposito, Bíos 306). No obstante, la conclusión a la que arriba Foucault no deja de sorprender: “En última instancia, la vida es aquello que es capaz de error, de allí su carácter radical” (“La vida” 55). Giorgio Agamben, en su lectura de este texto, hace coincidir este alejamiento de Foucault de sus obsesiones sobre el saber y el poder, sobre la relación entre verdad y sujeto, con la apertura de un tercer eje que coincide con la cantera biopolítica, una manera diferente de aproximarse a la noción de vida (59-61). Y esta forma diferente de interrogar la vida, la pregunta por el significado que la propia vida tuvo para cada uno de los militantes de los setenta y por el enorme peso que fantasmagóricamente aún arrastran sus pérdidas, encuentra en el último e inacabado escrito de Gilles Deleuze, “La inmanencia: una vida…”, un atisbo de respuesta, precaria, donde parecen
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confluir todas las líneas que Roberto Esposito traza bajo el signo de una biopolítica afirmativa. El núcleo teórico, filosófico, del breve ensayo de Deleuze reside en el punto de convergencia pero también de divergencia, entre “la vida” y, precisamente, “una vida”. Al trazar una exhaustiva genealogía de la filosofía deleuziana, Agamben se detiene en la importancia que tiene la puntuación en los textos de Deleuze. De esta manera, en “La inmanencia: una vida…”, el pasaje del artículo determinado al indeterminado tiene la función de señalar la ruptura del rasgo metafísico que conecta la dimensión de la vida con la de la conciencia individual. Existe en esta lectura una modalidad del bíos irreductible, imposible de inscribir en la conciencia del sujeto, y que Deleuze (echando imprevistamente mano de un párrafo de Nuestro amigo común, de Charles Dickens) encuentra en la delgada línea en que la vida se encuentra con la muerte. En ese destello de vida que separa al moribundo de su subjetividad individual y que lo expone en su simple estructura biológica, en su pura facticidad. En su absoluta singularidad, esa chispa (“the spark of life” en el original inglés) rebasa la esfera del individuo y se yergue en un dato impersonal (como dice Esposito, la circunstancia de que, tarde o temprano, de todos modos, se muere): Entre su vida y su muerte, hay un momento que no es sino el de una vida que juega con la muerte. La vida del individuo le cedió lugar a una vida impersonal, y sin embargo singular, de la que se desprende un puro acontecimiento liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, es decir, de la subjetividad y de la objetividad de lo que pasa. “Homo tantum” al que todo el mundo compadece y que alcanza una especie de beatitud. Se trata de una hecceidad, que ya no es de individuación, sino una singularización: vida de pura inmanencia, neutra, más allá del bien y del mal, porque sólo el sujeto que la encarnaba en el medio de las cosas la volvía buena o malvada. La vida de dicha individualidad se borra en beneficio de la vida singular inmanente de un hombre que ya no tiene más nombre, aunque no se lo confunda con ningún otro. Esencia singular, una vida… (38)
En este paradójico campo trascendental deleuziano, empírico, sin conciencia, lo inmanente es en sí mismo una vida; una vida es en sí misma la inmanencia absoluta, puro acontecimiento, pura potencia. Una vida sólo contiene potencias virtuales, “vida inmanente portadora de los acontecimientos o singularidades que no hacen más que actualizarse en sujetos y objetos” (Deleuze, 38). Y en este sentido, la vida es constitutivamente impropia y por ello común como sólo puede serlo la pura diferencia, la diferencia
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no definida por otra cosa más que por su propio diferir. En esta lógica, una vida no se conjuga en ninguna de las personas gramaticales. Se trata del problemático concepto deleuziano de lo virtual, de “la realidad de lo virtual” en Deleuze según lo lee Žižek; un pliegue donde se superponen sujeto y objeto, interior y exterior, orgánico e inorgánico. Desde aquí se puede pensar el reverso de la thanatopolítica nazi pero también de la paradójica articulación entre política y violencia que actualizó la dirigencia militante de los setenta. Como plantea Roberto Esposito al final de su libro, Deleuze invita a pensar la vida en íntima interdependencia con la norma: “Que un único proceso atraviese sin solución de continuidad toda la extensión de lo viviente –que cualquier viviente deba pensarse en la unidad de la vida– significa que ninguna porción de esta puede ser destruida a favor de otra: toda vida es forma de vida, y toda forma de vida ha de referirse a la vida” (Bíos, 312).
Obras citadas AA. VV. No matar. Sobre la responsabilidad. Polémica de la revista La Intemperie. Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba, 2007. Agamben, Giorgio. “La inmanencia absoluta”. Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez, Comps. Buenos Aires: Paidós, 2007, 59-92. Carnovale, Vera. Los combatientes. Historia del PRT-ERP. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2011. Calveiro, Pilar. Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, 2005. — “Acerca de la difícil relación entre violencia y resistencia”. Biblioteca Clacso, . Deleuze, Gilles. “La inmanencia: una vida…”. Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Comp. Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2007, 35-40. Esposito, Roberto. Bíos. Biopolítica y filosofía. Buenos Aires: Amorrortu, 2006. — Inmunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu, 2005. Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber. México: Siglo XXI, 1985. — “La vida, la experiencia y la ciencia”. Ensayos sobre biopolítica. Excesos
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de vida. Comps. Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2007, 41-57. — “La gubernamentalidad”. Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Comps. Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2007, 187-215. Greco, Florencia. “Acerca de la violencia revolucionaria. Un análisis de las representaciones de la polémica No matarás en la prensa gráfica”, . Giorgi, Gabriel y Fermín Rodríguez (comps.). Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Buenos Aires: Paidós, 2007. Longoni, Ana. Traiciones. La figura del traidor en los relatos acerca de los sobrevivientes de la represión. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, 2007. Žižek, Slavoj. “Deleuze”. Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Comps. Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2007, 141186.
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Una historia que carece enteramente de historia Jean Franco Columbia University
El argumento de este ensayo abarca dos textos, uno político y el otro literario, que tratan de la explotación del cuerpo femenino por el Estado. El primero es una propuesta política que demuestra la pretensión del imperio de controlar a la población de América Latina y el segundo, la novela Impuesto a la carne de Diamela Eltit, es una alegoría de la nación como explotadora tanto de la tierra como de las mujeres vencidas por la historia.1 Los dos textos exponen algunas limitaciones del pensamiento de Foucault enunciado en las conferencias dictadas en el Collège de France y sobre todo en su discusión del racismo. Foucault cita al racismo como respuesta a una serie de preguntas, entre otras ¿Cómo se ejerce el poder de la muerte, la función de la muerte, en un sistema político que funciona por medio del biopoder? A la cual contesta: “the modern State can scarcely function without becoming involved with racism at some point”, porque el racismo “is primarily a way to introduce a break in the domain of life that is under power’s control: the break between what must live and what must die” (254). El racismo tiene por objeto la homogenización y la jerarquización cuyo fin es la purificación permanente. Tales aseveraciones han llevado a la antropóloga Ann Laura Stoler a preguntar por qué Foucault pasa por alto las tecnologías coloniales de la raza y por qué sólo se interesaba por el racismo estatal. Asimismo se pregunta si es posible comprender estos discursos sobre 1. Como se ha anotado, en Valparaíso el municipio imponía un impuesto a la carne, aunque el hecho histórico no tiene relevancia a la novela.
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sexualidad y raza que se cruzan en los siglos xviii y xix en Europa fuera de la extensión abarcadora del imperio en donde se registran tanto la biopolítica como las taxonomías raciales (Carnal 150-151).2 Stoler nota que el Holocausto y el Estado nazi constituían las referencias esenciales al racismo en la obra de Foucault (Race 28). A las preguntas de Stoler es necesario añadir, ¿qué pasa cuando la dominación imperial se ejerce por medio de Estados nacionales y no por medio de la ocupación imperial? Esta última pregunta cobra importancia a la luz del intento de los Estados Unidos de poner en práctica el control de la población en América Latina y otras partes del mundo. En la misma época en que Foucault dictaba sus conferencias, Henry Kissinger extendía la biopolítica más allá de las fronteras de los Estados Unidos hacia África y América Latina. En 1974, formó un comité para investigar los peligros que resultarían del crecimiento de la población mundial, sobre todo en países “menos desarrollados” (LDCs o less developed countries) y cómo afectaría este crecimiento los intereses exteriores de los Estados Unidos y, en particular, el acceso a materias primas del Tercer Mundo en el caso que un crecimiento de la población y la escasez de alimentos resultasen en rebeliones y motines. Entre los peligros del crecimiento de la población subalterna, el National Security Study Memorandum señalaba: “high and increasing levels of child abandonment, juvenile delinquency, chronic and growing unemployment and underemployment, petty thievery, organize bigandry, food riots, separatist movements, comunal massacres, revolutionary actions and counter-revolutionary coupe” (8). Concluye que “we cannot wait for overall modernization and development to produce lower fertility rates naturally” (National Security Study Memorandum, 7), por lo cual era urgente promover métodos de control del nacimiento incluyendo la esterilización por medio de agencias y programas financiados desde los Estados Unidos. No era únicamente los Estados Unidos que apoyaba medidas de control de la población. Tanto gobiernos como médicos latinoamericanos usaban los argumentos de la eugenesia para realizar proyectos de mejoramiento racial, aunque a diferencia del Informe Kissinger que enfatizaba los peligros de la sobrepoblación, las élites de los países latinoamericanos buscaban el “mejoramiento” racial, o sea el blanqueamiento de la población (Stepan). Esta complicidad era notoria en el caso de Puerto Rico. 2. Estas críticas aparecieron inicialmente en Race and the Education of Desire. Foucault’s History of sexuality and the colonial order of things.
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Aunque la Ley 116 aprobada en 1937 durante la crisis económica ponía en práctica la esterilización como una respuesta al desempleo, no se puede descartar su proyecto racista. En 1965 se estimaba que el 30% de las mujeres en la isla habían sido esterilizadas, generalmente por ligaduras de las trompas uterinas y con fondos dispensados por la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Puerto Rico.3 A la luz de este programa es evidente que el Informe Kissinger justificaba prácticas ya en vigor en California, en Puerto Rico y en Brasil en donde entre 1965 y 1972 se esterilizó un millón de brasileñas, gracias a un programa financiado por la Agency for Internacional Development (AID) y en Colombia en donde, entre 1953 y 1955, se practicó la esterilización también con la ayuda de la AID.4 De esta manera, la política estadounidense encontraba apoyo entre políticos interesados en el “blanqueamiento” de la población (Echeverría). “Blanquear” era un factor importante en el programa de esterilización puesto en práctica por el presidente Fujimori en el Perú entre 1996 y 2000, un programa apoyado por el presidente Clinton y justificado como una política dirigida a la reducción de la pobreza. Denominado Programa para Salud Reproductiva y Planificación Familiar, sus agentes organizaban ferias durante las cuales mujeres y hombres eran “capturados” para cumplir con la meta de 130.000 esterilizaciones al año (Vásquez del Águila). Creo importante enfatizar que no es el control de natalidad en sí lo que estoy criticando, sino el hecho de que la política poblacional convertía a la mujer, sobre todo a la mujer subalterna, en objeto sin voz y en ser sin historia. Éste es uno de los temas de la novela, Impuesto a la carne de Diamela Eltit, que se puede leer como una respuesta a Foucault, una alegoría de la historia nacional chilena desde la Independencia hasta el presente y una contrahistoria en la que se priva a las mujeres subalternas de todo papel en la nación salvo el de ratas de laboratorio o “ruinas nacionales”. Narrada como todas las novelas de Eltit en la forma de una alegoría, Impuesto a la carne relata la historia nacional no como un desarrollo triunfante sino como la petrificación de un sistema que no permite ningún 3. Véase “35% of Puerto Rican Women Sterilized” (sin fecha, probablemente de fines de los setentas), publicado por el Committee for Puerto Rican Decolonization en la página web de Chicago Women’s Liberation Union-Herstory Website. Véase también la película, La Operación (1982) dirigida por Ana María García. 4. El 12 de julio de 2013, El País hizo un reportaje sobre California señalando que muchas mujeres de origen mexicano había sido las principales víctimas de la esterilización forzada practicada entre 1909 hasta 1979.
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cambio esencial. Los doscientos años de existencia de la nación son representados como un presente perpetuo, sin desarrollo, hasta su derrumbe final. En esta novela, Eltit concibe la nación como un hospital gobernado por médicos con la ayuda de enfermeras y apoyados por “fans”: “Los hospitales, la patria y cada uno de los consultorios de la nación son también conocidos como el teatro del grito” (58). El primer médico o el médico fundador del territorio (quizás como O’Higgins) no es indígena ni mestizo. La historia de la nación es una historia hospitalaria monótona “que consagra de manera indisoluble al médico y a una cohorte de enfermeras, sus discípulas y, en algunos casos sus más ardientes enemigas” (64). Los médicos y enfermeras no sólo extraen la sangre y órganos de la madre e hija capturadas por la nación sino en algunas ocasiones los venden como mercancía. Madre e hija se han mantenidos vivas desde la independencia de la nación gracias al “médico primero”, “fundador” (del territorio) y que en términos foucaultianos “quiso que naciéramos (él tenía el poder o la gracia de permitir la vida y decidir la muerte)”.5 De esta manera y desde el principio la autora anuncia su intención de llevar la lógica del argumento de Foucault hasta el último momento. Madre e hija, “bajas y feas” no corresponden al ideal nacional y han servido desde la fundación de la nación para fines experimentales. La hija reconoce que es “baja en todo sentido”: “Habito en los escalones más insignificantes del tendedero social” (130). Eltit escribe no sólo una historia de la explotación de la mujer sino de la mujer subalterna que la nación ha relegado a “la penumbra” donde no tiene derechos y donde ocupa un lugar especial en la historia de la subalternidad como rata de laboratorio. Es sin embargo necesaria a la nación porque sustenta su existencia. La hija ha nacido en el mismo momento de la fundación de la república de una madre ya capturada y su “anormalidad” es la medida contra la cual se juzga lo normal. Seña de la anormalidad es que la descendencia es matrilineal; la madre sigue viviendo en el cuerpo de la hija desde donde transmite sus quejas, sus miedos y sus opiniones. Es senil y por lo tanto ajena a la modernidad representada por el hospital. Escrita de acuerdo con el feminismo de la diferencia, la novela de Eltit se inserta en la tradición inaugurada por Irigaray que rompió con el psi5. En su libro Society Must be Defended, Lectures at the College de France 1975-1976, Michel Foucault distingue entre el poder de la soberanía de tomar la vida y dejar vivir, y el derecho (nuevo en el siglo xix) de hacer vivir y permitir morir.
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coanálisis por la prioridad que otorgaba a la formación masculina.6 En la novela de Eltit, aunque madre e hija habitan el mismo cuerpo representan distintas conciencias; son “anárquicas” o sea no pertenecientes a los modelos formados por la nación y son “barrocas” porque, como ha sugerido Bolívar Echeverría, el barroco desafía la intencionalidad, en este caso las intenciones de los que tienen el poder sobre sus vidas (el sistema nacional basado en la noción de la política como cura de enfermedades) (Modernidad, mestizaje cultural y ethos barroco). Operadas por los médicos, y sometidas a la extracción de sangre, madre e hija hacen lo posible para desorientar los proyectos médicos nacionales y sus distintos intentos de sanar la nación. La sociedad disciplinaria, según Foucault, establece divisiones entre lo normal y lo anormal (255). Los “anormales” como son la madre y la hija nunca pueden aspirar a pertenecer plenamente a la nación: son “bajas” en una sociedad que premia la altura, “negras” (“negros curiches” en chileno) en una sociedad regida por blancos y la hija tiene la nariz mutilada desde el nacimiento. Tampoco cuentan en su historia con “situaciones verdaderamente destacadas, ni siquiera una noticia de carácter nacional” (46). Están “solas en el mundo” y son anarquistas en cuanto no aceptan el sistema (aunque para la madre conformarse representa una táctica) a diferencia de la prima Patricia que se convierte en paciente modelo antes de suicidarse. Al encerrar a la madre en el cuerpo de la hija, Eltit le otorga otra conciencia, que no tiene nada que ver con la del complejo de Edipo. En una entrevista explica que había trabajado “literalmente la relación madre e hija, porque me parece estratégica, pero esa vez me abrió un punto que no había pensado, que era la madre como un órgano vital de la hija” (PZ). La suya es una conciencia nacida en la represión y vivida en “la penumbra” de la historia, la parte de la historia no narrada. La monstruosidad de la hija es el exceso necesario contra el cual se mide la normalidad de la nación. Sin embargo, el cuestionamiento de Eltit va más allá del desafío de la historia nacional para plantear la pregunta: ¿cómo narrar una historia alternativa, una historia sin documentos, una historia sin historia? Desde el primer párrafo donde describe el relato como una “gesta hospitalaria” 6. Luce Irigaray, en Le corps-à-corps avec la mère. En Speculum of the Other Woman dice que, cada día, el jefe de familia “is enjoined everyday to reappropriate the right to exploit blood” (126). Eltit, sin embargo, niega que la condición de desamparo sea “privativa sólo del cuerpo (social y biológico) de las mujeres” (Emergencias 184)
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reconoce que si hay una historia, es accesible sólo en fragmentos, puesto que “la historia (oficial) nos infligió una puñalada por la espalda” (Eltit, 9). No solamente son heridas por la nación sino son “pirámides”, o sea monumentos de una civilización muerta. La novela no sólo representa un reto radical a la “población” que en la obra de Foucault carece de género sino se enfoca en la “penumbra” de la historia, el lugar en donde nada cambia, en donde no hay desarrollo, en el cual se opera una extracción de valor de los cuerpos de mujeres subalternas quienes pagan con su sangre y órganos “el impuesto a la carne”, un impuesto extraído de los cuerpos sin que ellas tengan derechos de ninguna clase salvo el de seguir existiendo gracias a la voluntad de los médicos. Es una explotación extrema y de la cual no hay escape. A diferencia del padre omnipotente de la narrativa freudiana, madre e hija no se ofrecen como modelos sino como testigos de una historia no oficial que es totalmente diferente de la genealogía del orden paterno. En primer lugar, esta otra historia no forma una narrativa coherente: sólo se revela en trozos o como un elenco de intervenciones médicas. Sin embargo, la hija persiste en su ambición de documentar el “desvalor” de lo que queda afuera del valor del mercado a pesar de la dificultad de hacerlo, dado que “la memoria del desvalor no puede tener la forma de crónica ni puede su experiencia inscribirse en la historia nacional” (PZ). Eltit emplea la alegoría para dramatizar la dificultad, la casi imposibilidad de escribir una historia sin historia, una historia no expresada en el relato de la nación, “una historia que carece de historia” en que sólo se menciona a los subalternos como seres anónimos, como “los centenares de muertos en una rebelión popular” (123). La “gesta” subalterna se reduce a una repetición de los incidentes de humillación que se originaban con el acontecimiento primario –la hemorragia “extrema” que precedía su nacimiento, “una de las hemorragias más radicales de la historia chilena”, (29) o sea la masiva hemorragia de los indígenas en la América pos-Conquista y la masiva hemorragia de los recursos naturales. Que esta hemorragia original refiera no sólo a los habitantes originarios sino a la tierra se entiende al hablar la hija de la parte “más agujereada” del país, sugiriendo no sólo la extracción de sangre de la clase marginada sino también la explotación de los recursos naturales. Esta lectura se apoya en las referencias a la sangre de la hija “plagada de químicos, de bacterias y de una cantidad innumerable de organismos que todavía no terminan de catalogar”. Como el cuerpo/tierra de Finnegan en la novela de James Joyce, madre e hija son también territorios, “siempre colonizados, nunca independientes
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que “están recostados en el revés más agujerado de la patria, la nación o el país o como se llame ahora mismo” (121). Impuesto a la carne de esta manera pregunta cómo pueden los que no tienen una historia oficial aspirar a una historia cuando están “aguardando un hito histórico que todavía no se realiza, pero que está vivo en el subsuelo luchando por emerger” (114), algo como la revolución que nunca se materializa. La hija varias veces habla de su intención de crear una historia alternativa. Reconoce que son sus órganos “los voceros de la historia” y que “la biología sea el instrumento verídico y apto para establecer el centro en el que radica el umbral de la historia” (127). Promete penetrar su propio cuerpo “como en un libro, transformarlo en memoria”, para convertirlo en una crónica urgente y desesperada” (129), una crónica de “la memoria del desvalor”, o “un gran manual histórico del maltrato y la postergación” (82), una “tarea difícil dado que los órganos son siempre colonizados y nunca independientes” (121). Para Eltit la nación ha sido un pretexto cuyo verdadero fin es la explotación a favor de “los doctores” y sus satélites y fans. Al mismo tiempo, el tono satírico le da licencia para divertirse con un elenco de personajes grotescos –barras futboleras, las enfermeras que venden la sangre, los pediátricos “entregados al sexo”, los fans que sostienen los hospitales y “el país, la patria, la nación” cuyas distintas nomenclaturas lo confirma como invención que se erige sobre una jerarquía de ocupaciones y clases aunque el trato del subalterno no cambie durante dictaduras, democracias y oligarquías–. Sólo hacia el final de la novela, cuando la nación está en declive, pueden madre e hija concebir proyectos alternativos –planificar huelgas y paros, formar pactos de sangre y una comuna alternativa en el cuerpo de la hija–, “la primera sede anarquista para contener la sangre del país o de la nación” (186). Son proyectos que nunca se realizan dado que la nación está ya en crisis. La crisis de la nación se manifiesta con la ausencia del médico general (posiblemente una alusión a la ausencia de Pinochet y el fin de su dictadura). En la novela, la crisis ocurre durante las fiestas del Centenario cuando la madre y la hija tienen que dar las gracias a la nación y participar en la falsificación de la historia. El Centenario marca el fin del régimen disciplinario y el comienzo de un período de anarquía. En los hospitales, los pediatras se entregan a orgías sexuales marcando la degeneración de las instituciones. Sin recursos, madre e hija piensan vender sus dedos ahora inútiles, dada “la caída histórica de la mano” (138), lo que indica que el régimen que dependía del trabajo manual ahora cede ante el triunfo de
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un imperio abstracto y aun más explotador dado el avance de la técnica (incluyendo el cine y los blogs) que se registra en el curso de la novela. En las últimas páginas, dada “la magnitud de las infecciones que se deslizan por los metales de las camas”, queda claro que el régimen hospitalario se acerca a su fin. Lo que permite a la madre-órgano “entonar una inédita canción” y establecer la comuna del cuerpo al mismo tiempo que se lleva a cabo no su triunfo sino el final de todo. Madre e hija reconocen que “nuestras heridas nunca van a cicatrizar en la patria o en el país. En la nación” (187) porque la nación ahora sucumbe destruida por un nuevo orden que no funciona como hospital. Madre e hija no van a poder transmitir la crónica de la nación. Sus sueños utópicos nunca se realizarán y después de muertas sus cuerpos “cupríferos serán “molidos” en la infernal máquina chancadora” y reducidos a polvo. La novela termina contemplando un futuro en que “el polvo de cobre, el último estadio de nuestros huesos terminará fertilizando el subsuelo de un remoto cementerio chino” (187). Es una conclusión que alude a muchos elementos de la dictadura –el entierro de cadáveres en el desierto, el estadio en donde retenían a los condenados durante los primeros días de la dictadura y el cobre como riqueza nacional que quedaba, gracias al golpe de Pinochet, en manos de compañías extranjeras privadas. El final de la novela hace explícito que la crónica de la subalternidad también es la crónica de la tierra madre explotada y finalmente vendida. Las líneas finales de la novela recuerdan la videoinstalación Fosa de la artista Catalina Parra, filmada en el desierto de Atacama. En este video corto se ve una máquina excavadora que está sacando polvo del desierto para ponerlo en sacos que tienen formas cuasi humanas. El ruido monótono de la máquina es el único sonido. En el fondo se ve el monumento a los desaparecidos. El video capta la mecanización del trabajo, la explotación de la tierra y el uso del desierto como tumba de los cuerpos destruidos y reducidos a basura durante la dictadura. La novela de Eltit no nos deja olvidar que la nación es un invento, que la tierra está sobreexplotada y que el futuro ya no es abierto. Revela el lado oscuro de la nación, la erradicación de la mujer subalterna de la historia nacional y el uso de su cuerpo para sostener el régimen hospitalario y la explotación de la naturaleza. A diferencia de Foucault reconoce que “sangre” no es sólo una referencia al rango social o la descendencia sino a la explotación de una clase que no se puede subsumir bajo el término general de población y representada por una madre (tierra) que ha sufrido una de “las hemorragias más radicales de la historia chilena”.
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La alegoría es lo que permite a Diamela Eltit comprimir la historia nacional a una sola trama, para narrar esta historia sin historia. No estamos hablando de alegoría en el sentido histórico de Benjamin ni en el sentido que le da Idelber Avelar en su discusión de la literatura posdictatorial, sino sencillamente como la representación de ideas abstractas por caracteres o eventos en una narración. Narrar la nación-Estado de esta manera le permite a Eltit representarla como una forma de organizar sociedades que ha sido transitoria y ahora está agotada. La novela de Eltit es una de varias novelas apocalípticas de nuestro tiempo, aunque a diferencia de otros autores introduce a una mujer no sólo subalterna sino racialmente diferente como la voz expulsada de la historia.
Obras citadas Committee for Puerto Rican Decolonization. “35 per cent of Puerto Rican Women Sterilized”. Chicago Women’s Liberation Union. Herstory Website. Sin fecha, probablemente finales de los 70, . Echeverría, Bolívar. Modernidad y blanquitud. México: Era, 2010. — Modernidad, mestizaje cultural y ethos barroco. México: UNAM/El Equilibrista, 1994. Eltit, Diamela. Impuesto a la carne. Santiago de Chile: Planeta Chilena, 2010. — Emergencias. Escritos sobre Literatura, Arte y Política. Santiago de Chile: Planeta Chilena, 2000. Foucault, Michel. Society must be defended: Lectures at the Collège de France 1975-76. New York: Picador, 2003. García, Carolina. “Los mexicanos, principales víctimas de la esterilización forzosa en California”. El País, 12 de julio de 2013, Irigaray, Luce. Speculum of the Other Woman. Ithaca: Cornell University Press, 1985. — Le corps-à-corps avec la mère. Montréal: Editions de la Pleine Lune, 1981. La Operación. Directora: Ana María García, 1985. National Security Memorandun, NSSM 200. Implications of World-
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wide Population Growth for U.S. Security and Overseas Interest. The Kissinger Report. 10 de diciembre, 1974, . PZ. “La unión madre-hija es la pareja más débil de la cultura”. Entrevista a Diamela Eltit. Eterna Cadencia, Librería y Editorial, 2 de mayo de 2011, . Stepan, Nancy Leys. The Hour of Eugenics. Race, Gender and Nation in Latin America. Ithaca: Cornell University Press, l991. Stoler, Ann Laura. Carnal Knowledge and Imperial Power. Race and the Intimate in Colonial Rule. Berkeley: University of California Press, 2002. — Race and the Education of Desire. Foucault’s History of Sexuality and the colonial order of things. Durham: Duke University Press, l995. Vásquez del Águila, Ernesto. “Invisible women: forced sterilization, reproductive rights, and structural inequalities in Peru of Fujimori and Toledo”. Estudos e Pesquisas em Psicología 6. 1 (2006): 109-124.
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El CRUSING de la muerte. Biocultura: biopolíticas, biorresistencias y bioproxemias José Manuel Valenzuela Arce El Colegio de la Frontera Norte (México)
Introducción La biocultura expresa uno de los grandes campos de las disputas socioculturales contemporáneas. La biocultura se conforma a partir de lógicas diversas y confrontadas entre biopolítica y biorresistencias, concepto que refiere al conjunto de prácticas, estilos, e identidades individuales y colectivas que se conforman en la disputa por la significación corporal con las disposiciones establecidas desde la biopolítica. También proponemos el concepto de bioproxemia para definir la dimensión simbiótica de la relación cuerpo-espacio, donde destacan procesos intensos de corporeización del espacio y territorialización del cuerpo como ocurre de manera amplia en diversas culturas juveniles. Propongo el concepto de biocultura como el conjunto de prácticas significantes mediadas por el cuerpo desde las cuales se definen estilos, identidades y culturas juveniles que contienen diversos actores e interlocutores como sucede con los gobiernos y poderes hegemónicos mediante la relación biopolítica-biorresistencia, las relaciones horizontales o que no refieren a los actores y dispositivos de la biopolítica como la que se presenta entre los diversos colectivos, crews, grupos, barrios, clicas, o cuadrillas juveniles y las formas específicas desde las cuales se conforman expresiones que integran formas simbióticas de la relación cuerpo-espacio. En este trabajo discutiremos el concepto de biocultura y sus implicaciones en algunas identidades juveniles y las políticas prohibicionistas en la frontera México-Estados Unidos.
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Poder sobre la vida… y la muerte La biopolítica en Foucault, expresa la centralidad de la población como tema de interés político-demográfico y su comprensión implica el conocimiento del régimen general o cuestión de verdad de la razón gubernamental del neoliberalismo (una razón principalmente económica) (Nacimiento 41). La recreación del concepto llevó a Foucault a reconocer que la biopolítica cobró fuerza creciente desde el siglo xviii y aclaró que ésta refiere a los sentidos, definiciones y prácticas gubernamentales y a las definiciones políticas y económicas que los gobiernos establecen sobre fenómenos relativos a la población, tales como: salud, higiene, natalidad, longevidad, razas y otros temas afines definidos desde acuerdos nacionales e internacionales. En términos generales, la biopolítica se inscribe y refiere al conjunto de políticas y estrategias gubernamentales diseñadas para incidir en los grandes temas sociodemográficos, pues, como plantea Roberto Esposito: “…la vida se vuelve en todos los sentidos asunto de gobierno, así como este deviene antes que nada gobierno de la vida. Es entonces cuando la institución sanitaria empieza a experimentar esa paulatina expansión en ámbitos antes de estricta competencia política y administrativa que Foucault define con el término de nosopolítica: entendiendo, con ello, no tanto una intervención imperativa del Estado en el horizonte del saber médico como, por el contrario, la emergencia de la salud y sus prácticas conexas en cada sector de la escena pública” (195-196). Por lo tanto, la población como objeto del biopoder, alude al ser vivo en su condición específica y no al pueblo como sujeto colectivo de una nación, ni a los sujetos individuales. Con énfasis distintos, Negri, conforma su construcción sobre el biopoder discutiendo las perspectivas eugenésicas con sus asociaciones de lo “bien nacido” con lo bueno y lo bello, frente al monstruo que se resiste a la construcción excluyente de la racionalidad de la antigüedad clásica que dominaba a éste para excluirlo, a diferencia de la racionalidad moderna del Estado que convierte en monstruosa a la sociedad y la vida en su totalidad, identificando como monstruosa a la plebe o la multitud y sus desordenes. De manera precisa, Negri identifica la construcción del monstruo en la multitud encarnada por los explotados que devienen sujetos. El monstruo es lo común, es potencia de la ciudadanía y, en la medida en que el monstruo no es un afuera y encarna en las luchas de resistencia, nosotros somos el monstruo (103-107).
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Si el poder es poder sobre la vida, o biopoder, como afirma Negri, el monstruo alude a las resistencias de los sujetos que confrontan la condición excluyente de las monstruosidades definidas desde las construcciones eugenésicas del poder y el monstruo deviene adentro, proceso que destaca la resistencia y el conflicto. Eventualmente las biorresistencias pueden transformarse en posicionamientos que cuestionan la lógica capitalista neoliberal o al capitalismo en su conjunto, pero no siempre ocurre así, ni podemos considerar a todos los monstruos como potencia de vida que de forma coyuntural o intermitente devienen multitud como un nosotros homogéneo y continuo. Negri lo plantea de la siguiente manera: “el desarrollo mismo está determinado por esta insubordinación de la vida (la potencia de la vida) contra el poder (el dominio sobre la vida)... Hasta ayer subordinada, jerárquicamente clasificada, organizada por el poder, la potencia del monstruo ha asediado al poder a través de la invasión del bios. El monstruo ha devenido hegemonía biopolítica. En otras palabras, se ha infiltrado por todas partes, como un rizoma; es la sustancia común” (119). El monstruo de Negri se conforma por la fuerzas y sujetos comunes y nuevas multitudes intelectuales: “cuyos placeres y cuya productividad están en la comisión y en la interactividad colectiva, no devienen demos del imperio, sino que existen en la resistencia ante toda tentativa de sometimiento de su potencia; y también más allá de la resistencia, reivindicando la plenitud y la riqueza de las pasiones de la vida” (135). Considero que las multitudes son mucho más heterogéneas y diversas de lo que esta construcción sugiere, y no se activa ante toda tentativa de sometimiento de su potencia. Por el contrario, encontramos monstruos mucho más diversos y contradictorios con posicionamientos desiguales que incluyen perspectivas revolucionarias y conservadoras y pueden estar a favor de la despenalización de drogas y contra la equidad de género, ser católicos y estar a favor de la libre elección sobre la interrupción de un embarazo no deseado, por mayor libertad en el ejercicio de la sexualidad y contra las uniones de personas del mismo sexo. Para Negri, el monstruo de la posmodernidad es biopolítico y se encuentra en todas partes donde hay vida y pregunta si la posmodernidad liberara al hombre del miedo, dispositivo recurrente del poder. El conflicto se conforma desde nuevas centralidades y, destaca Negri, emergen nuevas batallas que aparecen como una fantasmagoría de lucha de clases donde se expresa el poder del capital y paradigmas alternativos al capitalismo: “por un lado, una biopolítica de la multitud, por el otro, un biopoder que se desarrolla en el biodominio de la eugenesia. El objeto de esta lucha es la
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tecnología de la vida como última figura del dominio tecnológico del capital sobre la vida… pero también como la ocasión de la intelectualidad de masas de decidir sobre un paradigma totalmente alternativo al capitalismo” (137). Las razones de verdad capitalistas han justificado biopolíticas1 que afectan de manera importante a grandes conglomerados sociales como ha ocurrido con la biopolítica orientada al control de la natalidad que muchas veces ha recurrido a esterilizaciones forzosas (o sin el consentimiento de quienes son esterilizadas) de amplios sectores sociales, principalmente pobres y de países con bajo desarrollo económico como ocurrió en Perú durante el gobierno de Fujimori durante la última década del siglo pasado, o de minorías étnicas y raciales de los países desarrollados, como ha ocurrido en Estadios Unidos con las esterilizaciones eugenésicas contra indios nativos, afrodescendientes, así como esterilizaciones por motivos punitivos o supuestamente terapéuticas, Alemania durante el nazismo, Japón... La biopolítica ha incidido en la búsqueda de control de decisiones sobre la interrupción de embarazos no deseados, o impidiendo la terminación voluntaria de la vida cuando la persona, en pleno uso de sus facultades lo decida, o tratando de incidir en los modelos legítimos de relaciones de pareja, o estableciendo modelos rígidos y punitivos acerca de las prácticas sexuales, o desacreditando y penalizando identidades de género diferentes del modelo binario hegemónico, o criminalizando algunas prácticas de consumo de drogas sin importar que los marcos prohibicionistas resulten más letales que las mismas drogas, o buscando el control de modelos, estilos, prácticas y estéticas juveniles. La biopolítica, se inscribe en regímenes de veridicción como lugares de verificación y falseamiento de la práctica gubernamental (Foucault, Nacimiento). Los regímenes de veridicción permiten considerar como verdaderas una serie de afirmaciones y disposiciones que devienen soporte de las políticas gubernamentales y de los dispositivos de poder. Por ello, 1. Foucault refiere a prácticas que cobran visibilidad o se convierten “en algo” cuando se inscriben en regímenes de verdad, independientemente de que sean “ruines ilusiones” o “productos ideológicos”. De acuerdo con la propia voz del filósofo, el acercamiento a los temas que llamaron su atención y a los cuales dedicó obras fundamentales como la locura, la enfermedad, la delincuencia o la sexualidad, la biopolítica deriva de su interés en: “mostrar que el acoplamiento serie de prácticas-régimen de verdad forma un dispositivo de saber-poder que marca definitivamente en lo real lo inexistente, y lo somete en forma legítima a la división de lo verdadero y lo falso” (Nacimiento 37).
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más que enfatizar los postulados falsos o verdaderos que participan en la biopolítica, importa conocer la conformación y formas de refrendo o validación social de los regímenes de verificación. En este sentido, resulta pertinente colocar el acento en los intereses económicos, morales y geopolíticos que subyacen a los marcos prohibicionistas y sus usos como elementos inscritos en los regímenes de veridicción, como ocurre en el tema de las drogas.
Biocultura: biopolítica, biorresistencia y bioproxemia Un elemento central en el análisis y el debate sobre los cambios en el proceso de identificación juvenil es el concepto de biocultura. La biocultura participa como elemento central en la redefinición y reposicionamiento de los jóvenes en la sociedad global, frente a otros jóvenes y frente a ellos mismos.2 Defino a la biocultura como la centralidad corporal en la definición de relaciones, significados y disputas sociales. La biocultura refiere a la significación del cuerpo, su incorporación dentro de las estrategias de la política y la disputa por su control, pero también su participación como elemento de resistencia cultural, como expresión artística o como referente de significación identitaria. De esta manera, se confrontan significados por medio del vestuario, como ocurre con los punks —quienes devienen murales ambulantes o murales nómadas que portan sus reclamos en la forma propia de vestir, en el cabello y en la gestualidad—, o la incorporación de tatuajes y perforaciones que aluden a la delimitación de poder sobre sí mismo, pero también participa como un importante sistema comunicacional de auto proyección y de búsqueda de imágenes y sentidos desde donde se quiere ser interpretado por las y los otros. La biocultura también alude a la confrontación de la condición biopolítica donde el cuerpo es territorio de control y sometimiento. Pero el cuerpo, además, es lugar de resistencias definidas, mediante el ejercicio de la sexualidad, la lucha por su control y la reproducción, o la gestualidad que, especialmente en el baile, escenifica su condición sexual frente a quienes intentan limitar el movimiento corporal y la cinética sexuada. El cuerpo ha adquirido mayor presencia como recurso de mediación cultural. La biocultura participa de manera importante en un complejo 2. Pero no sólo en los jóvenes, pues la biocultura refiere a formas significadas y significantes de relaciones sociales mediadas desde la centralidad del cuerpo.
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entramado donde se articulan procesos de sujeción y resistencia, de normalización y transgresión, de control y libertad, de castigo y desafío, de sufrimiento y placer. Entiendo la biocultura como la centralidad corporal que media y codifica procesos sociales más amplios y abreva, pero no se reduce a la dimensión política enfatizada por Foucault en Microfísica del poder, donde centró varios de sus trabajos en las transformaciones de los procesos disciplinarios realizados a través del cuerpo supliciado como escenificación-espectáculo de la pena física que se utilizó hasta las postrimerías decimonónicas. Estos procesos del cuerpo fueron cediendo ante nuevas políticas punitivas y disciplinarias que enmarcaron el tránsito del control corporal al proceso penal, con métodos que buscan ocultar el castigo y el sufrimiento.3 El poder se inscribe en el cuerpo, se introyecta, introduce en él y deviene ámbito central de diversas luchas de control y resistencia. La biopolítica es uno de los dispositivos fundamentales en el ejercicio del poder y la conformación de estrategias políticas a lo largo del siglo xx y lo que hemos transitado del siglo xxi. El concepto de biopolítica ha adquirido indiscutible centralidad en la discusión sobre política, poder y políticas de población. Las elaboraciones teóricas de Foucault (Microfísica y Nacimiento), Heller y Féher (Biopolítica) y Agamben (Homo sacer), enfatizan los procesos que definen los dispositivos de control de los cuerpos-otros y el papel de las figuras e instituciones disciplinarias y de control. Es por ello que Foucault, acentúa el análisis de los dispositivos por medio de los cuales la vida natural y la especie se convierten en ejes fundamentales del ejercicio del poder estatal, incorporándose en las estrategias de poder como insumos para el control del cuerpo y de la voluntad de las personas. Desde esta mirada, se interpreta la generación de cuerpos dóciles, obedientes y disciplinados, mientras que Agamben, para quien los campos de concentración de la Alemania nazi constituyen el paradigma biopolítico de Occidente, centra su interés en el punto oculto donde se articula el modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico. El concepto de biocultura permite interpretar las relaciones sociales de poder conformadas desde la centralidad de la disputa del poder sobre y desde el cuerpo. La biocultura implica la dimensión biopolítica definida desde el conjunto de dispositivos establecidos por los grupos dominantes 3. Sus centros de investigación fueron las cárceles, los hospitales, las clínicas y los talleres.
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para controlar, disciplinar y generar cuerpos disciplinados que actúen de acuerdo con sus intereses, en el sentido que le otorgan Foucault, Heller y Féher, así como Agamben, pero también implica biorresistencias, definidas como el conjunto de formas de vivir y significar el cuerpo por parte de personas o actores y grupos sociales en clara resistencia, disputa o desafío a las disposiciones biopolíticas. El objetivo de la biopolítica es el Homo sacer, el de la biorresistencia es la disposición de decidir sobre el cuerpo propio. Sin embargo, la biocultura no sólo se define en la relación agónica entre biopolítica y biorresistencia, pues existen múltiples manifestaciones colectivas que participan en la definición del cuerpo significado. Los procesos de identificación mediados por el cuerpo implican, de manera importante, la dimensión biopolítica que refiere a la heteropercepción sobre el cuerpo, pero también alude a la autopercepción, en la que de manera explícita o implícita se conforman representaciones y prácticas que cuestionan y resisten a la normatividad, el orden jurídico, los sistemas de socialización y los imaginarios de la biopolítica. Existen múltiples procesos de vida y significación del cuerpo que no se definen frente a la biopolítica, lo cual no implica que no participen en otros campos sociales mediados por campos de alteridad y de poder. La biopolítica posee insoslayable centralidad como parte de las estrategias de poder —en las que existen amplias convergencias entre los poderes políticos, económicos y religiosos—, lo cual se manifiesta en muchos de los asuntos que inciden en la conformación del sentido de la vida en las sociedades contemporáneas y se expresa en las perspectivas de grupos de poder que intentan controlar a la mujer expropiándole la capacidad de decidir sobre su cuerpo, lo cual se presenta de manera visible en el debate sobre el aborto, los dispositivos de control de la sexualidad de las y de los jóvenes, los marcos normativos para decidir sobre el consumo de sustancias ilegalizadas por el marco jurídico, el poder del mundo sistémico para imponer modelos de belleza que expanden la anorexia y la bulimia entre las y los jóvenes, el control normativo sobre el vestuario y los accesorios. Como podemos apreciar, estos ejemplos que afectan de manera principal a la población joven, poseen un papel fundamental como insumos de la dimensión biopolítica. No obstante, ésta implica procesos sociales y formas diferenciadas de articulación con perspectivas culturales, ideológicas, políticas, estilos de vida y códigos de sentido, desde los cuales se conforman recepciones, apropiaciones y recreaciones diversas. La biopolítica intenta someter o canalizar la voluntad y la percepción de las personas, pero éstas no son esponjas que asimilan de manera acríti-
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ca los dispositivos y controles del poder. Los individuos y los grupos sociales conviven de manera reflexiva y crítica con esas disposiciones y generan diversos procesos de biorresistencia mediante los cuales disputan el control y el significado del cuerpo, como sucede con organizaciones y grupos que impulsan la despenalización del aborto o el consumo de drogas, o quienes se pronuncian por una mayor libertad sexual. También se encuentra la resistencia de una enorme cantidad de personas quienes, pese a las disposiciones dominantes, asumen la decisión de interrumpir un embarazo no deseado, que consumen sustancias consideradas ilegales, que utilizan su propio cuerpo como recurso expresivo a través de tatuajes, perforaciones, escarificaciones y alteraciones, o que expresan, por medio del vestuario, su disidencia o transgresión al orden disciplinario. No todas las biosignificaciones se conforman en el campo de disputa entre biopolítica y biorresistencia; también observamos múltiples formas de cargar de sentido al propio cuerpo como elementos importantes de identificación colectiva que no se corresponden con los ordenamientos definidos en la confrontación entre biopolítica y biorresistencia. Estas expresiones definidas mediante estilos de vida, vestuario o el cuerpo significado, pueden denotar otros campos de disputa social, como ocurre con los vestuarios y tatuajes que definen a los diversos grupos juveniles y que, en ocasiones, pueden implicar hasta la confrontación física y, muchas veces, la muerte —como ocurre con los miembros de algunas pandillas—, o los elementos que definen a los grupos tolerados, quienes, sin obedecer al modelo prescrito desde la biopolítica, no son percibidos como amenazantes. La biocultura incluye procesos complejos donde se articula la biopolítica, la biorresistencia y variadas formas de biosignificación que no se construyen en el campo de tensión de las anteriores. Este proceso implica múltiples repertorios de adscripción y resistencia, pues una misma persona puede interiorizar la condición normativa de la biopolítica en el tema del aborto, pero transgredir la prohibición de consumir drogas, vivir una sexualidad discorde con la moral dominante, o pertenecer a un colectivo que utiliza el cuerpo como posicionamiento crítico a las perspectivas dominantes. También identificamos la conformación de espacios significados mediante la relación de la dimensión proxémica, que refiere a la organización e interpretación espacial, y la biocultura, concepto que refiere a la biopolítica como ejercicio de poder conformado a partir de dispositivos para controlar el cuerpo de las y los otros y la biorresistencia que refiere al uso del cuerpo como recurso de resistencia y confrontación de los dispo-
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sitivos de la biopolítica, generando contrapoderes o ámbitos que deconstruyen los afanes controladores de la biopolítica. Sin embargo, como ya hemos señalado, el cuerpo no sólo es un dispositivo de la relación biopolítica y biorresistencia, sino que participa en múltiples circuitos culturales con variadas escenificaciones significadas y significantes que no tienen como interlocutores directos privilegiados al estado o a los marcos normativos de la biopolítica (Valenzuela, El futuro ya fue). La dimensión bioproxémica se inscribe como elemento expresivo y significante en diversas identidades y estilos juveniles caracterizados por su denodado esfuerzo en la significación del espacio y del cuerpo como elementos que cargan de sentido al barrio y delimitan poderes territorializados que muchas veces conllevan disputas por el espacio urbano. La bioproxemia refiere a la relación abigarrada entre cuerpo y territorio como elementos que definen los sentidos espaciales: espacios encuerpados y cuerpos habitados; el espacio que nos habita y los sitios que nos contienen. Para ello, utilizamos el ejemplo de lo que se ha definido como la cultura pachoma (Valenzuela, “La Mara”), concepto que refiere a repertorios simbólicos que han definido la expresión cultural de pachucos, cholos y mareros. Las bioproxemias juveniles incorporan estéticas y gestualidades corporales identificables asociadas a espacios reconocibles por ellos significados, como las que definen a pachucos, cholos, mareros y muchas otras identidades cotidianas juveniles ancladas en procesos de control territorial del barrio, la colonia o la favela. Pachucos, cholos y mareros se identifican por la exhibición de una estética reconocible por el zoot suit, pantalones bombachos, cadenas y tandos de pachucos, los vestidos, peinados de doble piso y maquillajes particulares de las pachucas, los pantalones de trabajo industrial (dikies), las camisas de franela, los zapatos boleados, los tanditos de los cholos, la ropa similar a la de los hombres, incluyendo pantalones y tanditos en las cholas y una nueva vertiente de pantalones cortos hasta la pantorrilla y camisas de futbol americano o sin mangas usadas por mareros y mareras. Tatuajes que contienen marcas entrañables como el nombre, el apodo, el nombre del barrio, el del novio, la novia, los hijos, el país o leyendas que refrendan las lealtades: “Vivo por mi madre, muero por mi barrio”. Pachucos, cholos y mareros han recurrido al tatuaje como inscripción epidérmica de identidad primordial y defienden el territorio mediante inscripciones que recrean los elementos inscritos en sus cuerpos, por ello lo común es que los elementos tatuados en sus cuerpos aparezcan también
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en las paredes de los barrios mediante placazos y murales, paredes y cuerpos significados con los mismos elementos en la medida que el barrio es el cuerpo colectivo al que pertenecen y el cuerpo es parte inseparable del barrio que conforman. Bioproxemia indisociable donde atacar a alguno de ellos implica atacar al barrio y tachar sus placazos o murales constituye una agresión personal y colectiva a la que deben responder agrediendo a los miembros del barrio rival y a los murales y placazos que marcan su territorio (Valenzuela, ¡A la brava ese!, “La Mara” y El futuro).
Biopolítica, drogas y juventud El debate en curso sobre producción, distribución y consumo de drogas, involucra posiciones diversas que apuestan por escenarios punitivos de guerra, represión y control, así como posiciones con matices variados que reconocen el fracaso del marco prohibicionista y optan por nuevos esquemas de despenalización y regulación. La historia de las prohibiciones incluye elementos normativos que apelan a supuestas preocupaciones por el bienestar y la seguridad colectiva a los cuales subyacen afanes biopolíticos investidos de intereses económicos, criterios morales y moralistas, prejuicios, dispositivos de poder y control, así como estrategias geopolíticas. Por ello, ha sido más alto el costo social derivado de los marcos prohibicionistas que los daños producidos por los productos y prácticas que dicen combatir. Parte central de ese costo social, ha sido la particular afectación a jóvenes y a pobres. A partir de las disposiciones establecidas con la declaración de las drogas como enemigo público número uno parte de Richard Nixon en 1971 y la continuación de las estrategias prohibicionistas, se han fortalecido los escenarios de violencia en barrios afro-estadounidenses y latinos, además de que se ha encarcelado a más de 40 millones de personas, en su mayoría pobres y afros o latinos y actualmente existen medio millón de presos por este motivo. Human Rights Watch (3-4), registra el efecto desigual de las estrategias policiales y carcelarias en Estados Unidos a partir de la condición étnica, donde la población afro-estadounidense, que constituye el 13% de la población total en ese país, representa el 28,4% de los arrestos, destacando que a pesar de que no existen diferencias significativas en los niveles de consumo de drogas entre blancos, afro-estadounidenses y latinos, las tasas de detención y enjuiciamiento por delitos vinculados a drogas, es tres veces mayor en los últimos en re-
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lación con los blancos. Para tener una idea más clara de esta condición diferenciada a partir de la adscripción racial, podemos recuperar los datos de The Sentencing Project (portal oficial), donde se indica que en 2010 más del 60% de las personas encarceladas pertenecen a las minorías étnicas, y consigna que, considerando a la población de 20 a 34 años, la relación de afro-estadounidenses encarcelados corresponde a uno de cada trece, uno de cada 36 en latinos y uno de cada 90 en los blancos. Esta condición no sólo implica diferencias raciales, sino que conlleva una simbiótica relación con la pobreza, pues los datos censales siguen mostrando grandes diferencias en los niveles de ingreso a partir de la condición racial y de género. Considerando los datos del Pew Center, David Brooks señala que la probabilidad de ser encarcelado para afro-estadounidenses y latinos en relación a los blancos, es seis veces mayor para los primeros y tres para los segundos (Brooks). En el caso mexicano, la historia carcelaria se encuentra conformada por innumerables injusticias y actos de connivencia que explican por qué las y los jóvenes de nuestro país desconfían de las instancias de procuración de justicia, de acuerdo con los resultados de las encuestas nacionales de la juventud de 2000 y 2005. En México, la justicia no es ciega, sino desigual e inequitativa y prevalecen condiciones clasistas, racistas, sexistas y de connivencia con los poderosos. La acción cotidiana de los organismos policiales se inscribe en abusos sistemáticos contra las y los jóvenes, quienes se ven expuestos a redadas, detenciones arbitrarias, cateos y vejaciones acentuados por delitos de portación de cara o de apariencia, donde las identidades desacreditadas resienten de manera contundente el peso apabullante del estigma. Esta situación se ha visto acentuada a partir de las políticas de prohibición de las drogas en nuestro país bajo la presión estadounidense, afectando principalmente a los pobres, cuyo capital social no les permite comprar a la justicia o pagar abogados que les defiendan. La condición prohibicionista (contradictoria de por sí en la medida que se permiten dosis de diversas drogas para consumo pero se penaliza su producción y distribución, dejando sólo la opción de una aparición mágica de la droga en los bolsillos de los consumidores), ha propiciado una mayor criminalización y vulnerabilidad juvenil, así como escenarios de muerte donde se inscriben los más de 100.000 muertos y desaparecidos desde 2007 (Valenzuela Sed: 15). De acuerdo con datos de CONAPO (2010), una quinta parte de la población mexicana es joven (20,2 millones de jóvenes entre 15 y 24 años
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de 108,4 millones de población total) y la precarización define la vida de más de diez millones de jóvenes mexicanos, en la medida que seis de cada diez de quienes trabajan perciben menos de dos salarios mínimos y 8 de cada diez ganan menos de tres, mientras que más de una cuarta parte de los adolescentes (25,4%) no recibe ingresos y el resto percibe menos de dos salarios mínimos, además de que existe un aumento en los niveles de desempleo en el país y 2 millones 697 mil personas buscan trabajo infructuosamente. En el mismo sentido, CONEVAL ha destacado que de 2008 a 2010 se incrementó el número de pobres al pasar de 48,8 a 52 millones (Olivares y García 41), además existe un incremento de la precarización y la vulnerabilidad en las condiciones del trabajo, pues un 71,8% de los jóvenes no tienen contrato laboral ni servicio de salud (Instituto Mexicano de la Juventud). Al mismo tiempo, observamos la atenuación de la educación como referente certero de movilidad social, situaciones precarias del trabajo, lo cual define una condición incierta de la apuesta educativa asociada a condiciones sociales marcadas por la pobreza y la desigualdad. La precariedad social de los jóvenes en México ha cobrado fuerza a través del indicador de quienes no estudian ni trabajan, pues se encuentra entre los países con mayores niveles de jóvenes que viven esa situación. En México, los jóvenes excluidos de la escuela y el trabajo llegan a 7 millones 226 mil personas entre 15 y 29 años de acuerdo con la OCDE, incluyendo a 2 millones 745 mil mujeres (OCDE). Es en estos escenarios donde adquiere presencia la búsqueda de opciones en ámbitos ilegales y paralegales lo que no consiguen en los canales institucionalizados donde el narcomundo posee un lugar privilegiado. El sistema carcelario en México se encuentra saturado con personas (en gran medida jóvenes y pobres), detenidas por delitos contra la salud, pues, de acuerdo con investigación del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) de 2012, tres cuartas partes de los presos federales (cuatro quintas partes en el caso de las mujeres), fueron detenidos por delitos como transporte, posesión y venta minorista de drogas, destacando las sentencias por trasiego, posesión y venta de marihuana con casi tres cuartas partes de los sentenciados por delitos contra la salud, seguida de cocaína con menos de una tercera parte y metanfetaminas (11%), heroína (8,3%) y piedra o crack (3, 4%) (Pérez y Azaola 24-26). En México, impunidad y corrupción contaminan el sistema de justicia, mientras que el marco prohibicionista ha incrementado las condiciones de criminalización, vulnerabilidad, irrespeto de derechos humanos,
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violencia y muerte, siendo los jóvenes pobres los principales afectados. Más de tres décadas de investigación con jóvenes en barrios y ciudades de México y otros países latinoamericanos nos permiten documentar el papel de redadas y cateos en la detención y encarcelamiento de muchas personas que portan un churro de marihuana o pequeñas dosis de alguna otra droga, muchas veces ni siquiera es necesario que las traigan, pues simplemente se las siembran. El resultado es un incremento de la precarización social y penalización de la apariencia que define delitos de portación de cara como ocurre con las y los jóvenes de las colonias populares en América Latina y en Estados Unidos, donde se añade la dimensión étnico-racial. Un caso emblemático de agresiones ancladas en criterios eugenésicos y racistas que construyen identidades desacreditadas y abusos recurrentes lo encontramos en el asesinato del joven afrodescendiente Trayvon Martin de 17 años a manos de George Zimmerman, un vigilante voluntario blanco el pasado 26 de febrero de 2012. Posteriormente, los tribunales absolvieron a Zimmerman, quien adujo que disparó en defensa propia. El asesinato ocurrió en Sanford, Florida, cuando el joven caminaba de regreso a casa después de haber comprado unos caramelos. La apariencia de Trayvon (quien vestía sudadera y capucha), fue razón suficiente para que el vigilante le imputara una condición criminal y después de perseguirlo y acosarlo, le disparó a pesar de que Trayvon se encontraba desarmado (Pereda; Monge). El de Trayvon es uno más de los múltiples asesinatos de jóvenes pobres o pertenecientes a minorías raciales que muestra la condición precaria, vulnerable y estereotipada de las y los jóvenes en el mundo. La prohibición de las drogas ha ampliado los marcos de indefensión de la población y ha venido sitiando nuestros espacios de libertad, incrementado las dosis de miedo, violencia y muerte. Es tiempo de reconocer el fracaso de las políticas prohibicionistas y elaborar nuevos paradigmas. Es tiempo de hacer visibles los intereses económicos, moralistas y biogeopolíticos que subyacen en las estrategias de quienes quieren mantener la prohibición a toda costa, incluso a costa del encarcelamiento de decenas de millones de personas o la muerte de cientos de miles de personas, principalmente jóvenes (generando escenarios enmarcados por el retorno al suplicio público). Como acto límite de estos cruentos escenarios, tenemos el trastocamiento de los espacios públicos que fueron invadidos con decapitados, cuerpos colgantes, emposolados, desollados, empalados o descuartizados, las cartulinas, mantas o inscripciones en la piel identifican razones de las ejecuciones, destinatarios de los mensajes y complici-
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dades. Por si fuera poco, los juicios sumarios presentan a las víctimas en escenas videograbadas que los muestran en la más profunda indefensión, con las marcas de torturas y vejaciones, declarando todo lo que se les demanda, hasta el desenlace inevitable de la ejecución y su posterior exhibición en los espacios electrónicos. Las ejecuciones constantes presentan la condición límite de la biopolítica y la adulteración de las instituciones dentro de marcos generales definidos desde criterios económicos y geopolíticos que han producido profundos procesos de precarización de la vida. Más de cien mil asesinados y desaparecidos y el incremento de los escenarios de miedo obligan a repensar los marcos prohibicionistas y la supuesta guerra contra el crimen organizado como parte de estrategias biopolíticas en las cuales la vida y la seguridad de la población resultan irrelevantes. Agamben (“La inmanencia” 79) cita a Bichat, para quien vida son las funciones que resisten a la muerte, condición no siempre concordante cuando pensamos desde otros referentes donde la relación vida y muerte posee dimensiones complementarias, no sólo como elementos que refieren a procesos circulares, sino también como lógicas de muerte incorporadas en la significación de la vida, o vidas inscritas como targets en campos de muerte. Así ocurre con los tonas, jóvenes incorporados en las redes del narcomundo que se definen por el todo o nada, por jugársela cuando sea necesario y asumen posiciones contundentes que más vale una hora de rey que una vida de buey, y culturas donde la muerte conlleva el paso a una mejor vida. Para Roberto Esposito, la biopolítica otorga centralidad al cuerpo que expresa “el terreno más inmediato para la relación entre política y vida porque sólo en aquel esta última aparece protegida de lo que amenaza con corromperla o de su propia tendencia a sobrepasarse, a alterarse” (26). Por ello, la biopolítica coloca al cuerpo en el centro de la política… y la posibilidad de la enfermedad en el centro del cuerpo. Va más allá de la perspectiva reduccionista de la biopolítica entendida como “aquella política que pone en juego la realidad, y la posibilidad misma de lo vivo y plantea que debe incluirse el objeto de la biopolítica y el modo en que ésta se lo apropia, donde la política debe reconducirla al régimen del cuerpo, por ello, considera que la dupla política y vida resulta insuficiente y debe redefinirse desde la triada: política, vida y cuerpo. A manera de cierre, quiero presentar una crónica testimonio en una experiencia que enfrenté hace unos meses con niños halcones en el noreste mexicano.
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Somos halcones El 21 de noviembre de 2011 me trasladé por carretera de Monterrey a Nuevo Laredo junto con tres colegas buscando un altar de la Santa Muerte como parte de un proyecto de investigación sobre mística popular y santos transfronterizos. Durante el trabajo de campo en el barrio de Tepito, en la Ciudad de México, un joven con experiencia migratoria nos había informado que muchos migrantes que partían rumbo a Estados Unidos tratando de cruzar por la puerta grande (de forma indocumentada), hacían una breve parada en Nuevo Laredo para pedir el apoyo de la niña blanca. En seguimiento a esta información, acudimos a Nuevo Laredo para tratar de entrevistar a los desplazados que hacían la escala peticionaria con la flaquita. Al ingresar a territorio neolaredense, identificamos a un costado de la carretera una amplia capilla con varias figuras de la Santa Muerte. En la parte de atrás donde se ubica la entrada a la capilla, se encuentra un patio con una figura grande vestida de negro. El altar se encontraba abierto y las imágenes bien cuidadas ataviadas con vestidos coloridos y bancas para los devotos que acuden a orar y solicitar favores a la flaquita. En el sitio sólo había una mujer pero se alejó presurosa al percatarse de nuestra llegada. Nadie respondía a nuestros llamados, así que comenzamos a tomar fotografías de las imágenes, cuando aparecieron dos niños-adolescentes radios en mano, preguntando de forma atropellada y agresiva que ¿quién nos había autorizado a entrar a ese lugar? Yo sabía que el altar se encontraba controlado por el Cártel del Golfo, por eso no me sorprendió la irrupción violenta de los niños jugando a adultos que controlan el territorio. Uno de ellos era silente, discreto, observador, el otro hablaba de forma atropellada con un lenguaje plagado de caló de barrio y gestualidad echada para adelante. Tras el primer intercambio de palabras me percaté que eso no era un juego de niños. Al preguntarles quienes eran ellos, el más parlanchín lo dice sin tapujos: “Somos halcones”. Mientras conversábamos con el niño tarabilla tratando de justificar nuestra presencia y nuestro interés en la Santa Muerte, el niño sigiloso se comunicaba por radio, utilizando códigos cifrados que permitían intuir que se estaba decidiendo nuestra situación y la palabra final la tenían quienes se encontraban del otro lado de la comunicación. Finalmente lle4. Esta crónica fue publicada originalmente como un breve apartado en mi libro Sed de mal. Feminicidio, jóvenes y exclusión social (172-174).
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gó un comando de siete hombres, tres en la cabina y cuatro en la parte trasera de la troca. No se bajaron, el niño taimado se aproximó a ellos y conversaron unos minutos mientras nosotros tratábamos de convencer al tarambana, quien preguntó de forma abrupta si éramos periodistas. Ante la negativa de nuestra respuesta, habló enfático, lenguaraz: “Qué bueno, porque a esos nos los chingamos”. El niño silencioso regresó para informarnos que no nos iba a pasar nada, que podíamos tomar fotos del altar, pero no de ellos, lo cual ya nos habían advertido desde su llegada. Entonces pudimos conversar. Les pregunté si estudiaban y ambos respondieron que no, que ya no estaban estudiando, ya habían desertado de la secundaria y que les gustaba hacer lo que hacían como halcones… Al niño silente se le desdibujó el gesto de desconfianza y dijo que a él sí le hubiera gustado seguir estudiando y su rostro mostró por unos minutos la ternura infantil que trataba de ocultar. El gárrulo no mostraba ningún tipo de duda sobre lo que deseaba ser y hacer en la vida. Su único objetivo era convertirse en sicario y chingarse a la bola de putos que mataron a su hermano. Al decirlo, tomaba un arma imaginaria y, con ella, representaba gesto y tableteo de la escena añorada donde ejecutaría a los asesinos de su hermano, entonces su gesto se transformaba, como si en esos momentos realizara la venganza que seguramente atrapa muchas horas de su vida. Luego, comentaba emocionado que él era como un lince, siempre alerta, siempre vigilando, siempre listo para ¡ZAAAAAZ! y realizaba un lance imaginario donde el depredador atrapa a la presa con un movimiento preciso, certero. Entonces, para que no hubiera dudas, aclaró que cuando se refería a los cabrones que mataron a su hermano hablaba de todos los miembros del cartel rival.
Coda Más allá de los grandes problemas inscritos en los campos del biopoder, política, vida y cuerpo adquieren brutal centralidad a partir del impulso de marcos prohibicionistas que atizan la muerte artera en muchos lugares y, de manera devastadora en México, donde impunidad, corrupción, y estado adulterado (Valenzuela 2012), han propiciado la expansión incontrolada de violencia y muerte. Más de cien mil muertos y desaparecidos conforman la triste ofrenda a nuevos procesos de acumulación capitalista donde la empresa global del narcotráfico, con sus más de 320 mil millones de dólares anuales chorrean sangre y los cuerpos supliciados (muchos
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cuerpos jóvenes), aparecen en los escenarios públicos como constancia que redefine la triada arriba presentada, para colocar el signo aciago de estos tiempos: cuerpo, política y muerte, elementos que connotan el crusing de la muerte.
Obras citadas Agamben, Giorgio. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos, 2006. — “La inmanencia absoluta”. Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Comps. Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2007, 59-92. Brooks, Daniel. “Llenar cárceles con migrantes y negros, gran negocio privado”, La Jornada, sección Política, México, D.F., 26 de julio de 2013, en . Conapo. La situación actual de los jóvenes en México. Serie de documentos técnicos. México: Consejo Nacional de Población (CONAPO), 2010. Esposito, Roberto. Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu, 2005. Foucault, Michel. Microfísica del poder. Madrid: Ediciones La Piqueta, 1992 [1976]. — Nacimiento de la biopolítica. México: Fondo de Cultura Económica, 2010. Heller, Agnes y Ferenc Féher. Biopolítica. La modernidad y la liberación del cuerpo. Barcelona: Ediciones Península, 1995. Human Rights Watch. Informe Mundial 2013: Estados Unidos. Resumen de país. New York: Human Rights Watch, 2013. Instituto Mexicano de la Juventud. Jóvenes mexicanos del siglo xxi. Encuesta Nacional de Juventud 2000. México: Secretaría de Educación Pública (SEP)/Instituto Mexicano de la Juventud (IMJ), 2002. — Jóvenes mexicanos. Encuesta Nacional de Juventud 2005, México: Secretaría de Educación Pública (SEP)/Instituto Mexicano de la Juventud (IMJ), 2007. Monje, Yolanda. “Un jurado declara inocente al acusado de asesinar a un joven negro en EE UU”, El País, sección Internacional, Madrid, 14 de julio de 2013, en . Negri, Antonio. “El monstruo político. Vida desnuda y potencia”. Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Comps. Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2007, 93-139.
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Las razones de Estado del narco: soberanía y biopolítica en la narrativa mexicana contemporánea Oswaldo Zavala College of Staten Island & The Graduate Center, CUNY
La insólita violencia del narcotráfico, que en los últimos seis años arrojó en México un saldo de 100 mil asesinatos y 30 mil desaparecidos, ha sido interpretada principalmente como el producto de un Estado fallido que ha sido rebasado por el crimen organizado.1 Esta visión, diseminada por igual desde el periodismo y la academia, intenta elucidar el estado de excepción mexicano ante el crimen organizado sin considerar las transformaciones recientes de su especificidad histórica. La principal limitación de estas lecturas radica en su imposibilidad de determinar el sentido de lo político del narco en México, es decir, siguiendo a Carl Schmitt, la distinción entre el amigo y el enemigo en la administración y disciplina del mercado de las drogas. En lo que sigue, propongo relocalizar la crítica del estado de excepción mexicano y su régimen policial como el significante central del narcotráfico, desde la emergencia de los llamados “cárteles” en la década de 1970 hasta la supuesta guerra contra el narco ordenada por el gobierno del presidente Felipe Calderón (2006-2012). Mi intención es identificar tres periodos históricos de las razones de Estado en torno al narco y discutir la manera en que han sido representados en tres novelas escritas durante dichos periodos: Contrabando (1991, publicada en 2008), de Víctor Hugo Rascón Banda (1948-2008), 2666 (2004) de Ro1. La cifra total de víctimas de la narcoviolencia registrada durante la presidencia de Calderón varía. Las fuentes más citadas estiman alrededor de 100 mil homicidios y más de 30 mil desaparecidos. Véase Turati.
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berto Bolaño (1953-2003) y Entre perros (2009), de Alejandro Almazán (1971). Al elucidar la especificidad política de sus estrategias de representación del poder soberano, señalaré cómo estas novelas, en tanto artefactos culturales, producen intervenciones literarias que permiten visualizar la política del Estado mexicano en torno al mercado de la droga. De este modo, la historia de las transformaciones en la razón de Estado sobre el narco será paralelamente la historia de las transformaciones en las estrategias literarias de representación del narco. Finalmente, me interesa también subrayar el impasse que neutraliza el potencial crítico de la mayoría de las narconarrativas publicadas recientemente y las agendas que las estudian, debido a una generalizada despolitización que insiste en reflexionar el fenómeno del narcotráfico en términos de una democracia disfuncional o de un Estado en apariencia fallido. Esto me llevará a concluir, con Michel Foucault, que la suspensión de la legalidad y su consecuente violencia implican ante todo la presencia absoluta, ordenada y eficaz del Estado. Dicho de otro modo, después de 100 mil muertos y casi 30 mil desaparecidos –acaso el más agresivo programa de biopolítica en la historia moderna mexicana– lejos de ser fallido, el Estado mexicano, ha prevalecido. En The Mexican Exception, Gareth Williams señala con razón que el proceso de modernidad en México consistió en “the consolidation of a police state understood as the direct governmentality of the sovereign qua the sovereign” (12). Siguiendo aquí el trabajo seminal de Foucault, Williams propone comprender la acción del Estado policial mexicano como una dimensión permanente y más bien normativa de su soberanía, de modo que la excepción “is the ground, the very heart and soul, of state reason” (28). Sin embargo, pese a sus aciertos conceptuales, el análisis de Williams, a mi modo de ver, entra en un punto ciego al examinar la razón de Estado bajo una discusión jurídica sobre el desarrollo de instancias democráticas e igualitarias que oponen resistencia a la excepcionalidad mexicana. En este punto, Williams parece insistir en una crítica del presidencialismo antidemocrático del Partido Revolucionario Institucional (PRI)2 similar a la de analistas como Roger Bartra, quien observaba la hegemonía de ese partido en la década de 1980 como “el Big Brother del sistema” (196) al que sólo había que extirpar del Estado para reconstruir la vida democrática del país. Así, al utilizar un paradigma crítico del ancien régime, Williams opta por la elección anacrónica de la novela Pedro Pára2. El PRI ocupó la presidencia en México consecutivamente desde 1929 hasta 2000.
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mo (1955) como ejemplo de la simbolización del poder soberano para explicar la elección presidencial de 2006. Este tipo de análisis supone una ilusión de continuidad en el Estado mexicano que ignora las eventualidades históricas del poder soberano, su uso contemporáneo del monopolio de la violencia legítima y los efectos precisos de su dimensión biopolítica que han alterado la relación misma entre Estado y sociedad civil desde la caída del PRI. Para deconstruir esta ilusión de continuidad y así poder trazar las transformaciones de la soberanía del Estado mexicano y su relación con el narco, es necesario atender aquí a la tesis del sociólogo Luis Astorga –referencia fundamental en el tema– quien sitúa al narco históricamente como “un fenómeno que se desarrolló protegido desde distintas esferas del poder político y policíaco, como parte de una estructura de poder pero en posición subordinada” (Seguridad 31). Para desarrollar las implicaciones de este importante señalamiento, propongo ahora discutir tres importantes momentos históricos de la relación entre el narco y el Estado: 1) el poder soberano del Estado del PRI que disciplinó al narco entre las décadas de 1970 y 1990; 2) el vacío de poder generado por la presidencia de Vicente Fox del Partido Acción Nacional (PAN), de 2000 a 2006, cuando el poder soberano del Estado fue desafiado por ciertas gobernaturas y sus policías estatales y municipales con la consolidación del neoliberalismo; y 3) la estrategia concebida por el gobierno de Calderón entre 2006 y 2012 como una “guerra” contra el narcotráfico que tuvo como objetivo real recobrar la soberanía del Estado sobre el narco a través de lo que Foucault denomina como el “golpe de Estado”. Este concepto, contrario a su acepción contemporánea, no significa aquí el derrocamiento del soberano sino la acción directa y absoluta del Estado para preservar su integridad. Siguiendo este análisis, mi intervención necesariamente hará un llamado a reconsiderar la influencia del Estado y el concepto de soberanía. Ambas nociones han sido relegadas por décadas bajo la égida de los estudios culturales y sólo han reaparecido en el horizonte de los debates más recientes con la relectura de los trabajos seminales de Carl Schmitt y Michel Foucault, así como a través de las teorizaciones sobre el estado de excepción y la biopolítica, en particular con el trabajo de Giorgio Agamben y Roberto Esposito. Subestimar el poder del Estado, me parece, conlleva a un borramiento de las estrategias disciplinarias con las que el PRI mantuvo al narcotráfico bajo su política interna durante décadas de presidencias consecutivas. Como se verá, aún después del radical debilitamiento del Estado que produjo la caída del PRI en el 2000, me importa subrayar que los
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efectos de esa extraordinaria política condicionaron también la supuesta “guerra” contra las drogas ordenada por el presidente Calderón y sin duda operan en los intentos del actual presidente Enrique Peña Nieto por recrear parte del Estado policial concebido por el viejo PRI.3
I. La operación cóndor y el nacimiento de los “cárteles” de la droga En la primera parte de su novela The Power of the Dog (2005), el escritor estadounidense Don Winslow narra lo que él considera como los “pecados originales” de la política de Estado sobre el narcotráfico. Se trata de la “Operación Cóndor”, un operativo binacional por medio del cual los gobiernos de México y Estados Unidos destruyeron entre 1975 y 1978 los plantíos de droga en el llamado “triángulo dorado”, la región montañosa ubicada entre los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango, donde se registraron desde finales del siglo xix y principios del xx algunas de las primeras organizaciones del narco en México. El protagonista de la novela, Art Keller, es un agente de la DEA que participa en la Operación Cóndor y que en el transcurso de la siguiente década comprende que los narcotraficantes mexicanos, liderados por Miguel Ángel Barrera, un oscuro ex policía sinaloense, aprovecharán ese operativo militar para producir un relevo generacional desmembrando la organización de Pedro Avilés, el primer narco que transportó droga por vías aéreas. Con los jefes de la vieja guardia asesinados o en prisión, Barrera y otros jóvenes traficantes transforman el negocio en una “federación” en distintos puntos del país, pero con base en la ciudad de Guadalajara. Esta ficción, basada casi en su totalidad en hechos reales, dramatiza la manera en que la noción misma de cártel ocupará gradualmente un lugar central en el léxico que el Estado mexicano desarrollará para referirse al tráfico de drogas so3. El gobierno de Peña Nieto ha dado marcha atrás al descentramiento del poder presidencial y del gobierno federal que escindió las estructuras de Estado durante las presidencias de Fox y Calderón. Dos de los más significativos cambios en este sentido son: 1) la reconcentración del poder policial en la Secretaría de Gobernación con la propuesta de una “gendarmería nacional” que funcione como policía única; y 2) la nueva política exterior que obliga a agencias estadounidenses como la DEA, la agencia antidrogas, a utilizar un único canal de comunicación con el gobierno federal –la misma Secretaría de Gobernación– impidiendo que mandos del ejército o la policía federal mantengan intercambios directos con sus contrapartes estadounidenses, como ocurría durante las presidencias del PAN de Fox y Calderón. Véanse Priest y Archibold.
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bre todo a partir de la década de 1980.4 La novela de Winslow consigue de ese modo condensar la historia moderna del narcotráfico dentro de la red geopolítica internacional que lo convierte en una dimensión más del poder oficial. Resumo ese libro para discutir el imaginario cultural del narco en México porque en nuestro país simplemente no existe una novela con los alcances críticos de The Power of the Dog. Por el contrario, el tipo de narrativa que predomina en México en torno a este fenómeno opera dentro de parámetros de representación en los cuales el papel central que el Estado tuvo y sigue teniendo en la evolución del narco, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xx, aparece subestimado en el mejor de los casos, o con mayor frecuencia, ha sido totalmente borrado. El caso de la literatura no es aislado. De hecho, la positividad discursiva que académicos como José Manuel Valenzuela, Juan Carlos Ramírez-Pimienta, Rossana Reguillo y Gabriela Polit estudian como “narcocultura” emana de un paradigma de representación a priori configurado y diseminado desde el poder del Estado. Este paradigma sobrevalora la relevancia de los incorrectamente llamados “cárteles de la droga” para deslindar a las instituciones oficiales de esa actividad criminal. A lo largo de décadas esta perspectiva ha adquirido densidad histórica por medio de una práctica discursiva que ha cobrando una inercia propia. La narrativa oficial permea varios campos de conocimiento sobre el narco, como el periodismo, la academia y ciertas producciones culturales. En una ponencia leída en 1997, Astorga señalaba que los imaginarios culturales sobre el narco son “en su mayor parte el resultado de un proceso de construcción e imposición de sentido cuyo monopolio ha sido detentado por el Estado” (“Los corridos” 246). La importancia de esta tesis no puede exagerarse. De hecho, el discurso del narco articulado desde el Estado domina actualmente el campo de producción cultural, salvo en contadas excepciones a las que me referiré después. Y aunque esta mitología influía principalmente en corridos y películas de bajo presupuesto en las décadas de 1970 y 80, ahora también opera en el campo literario, sobre todo en la última década, con una proliferación de narconovelas que reproducen la lógica discursiva por medio de la cual se han borrado las relaciones de poder que subordinan el narco al poder oficial. 4. Winslow condensa décadas de la historia del narco en el hemisferio y combina personajes reales como Pedro Avilés y otros ficticios, como el caso de Barrera, basado en el narcotraficante Miguel Ángel Félix Gallardo, conocido como “El jefe de jefes”, título de un celebrado corrido compuesto por la banda norteña Los Tigres del Norte.
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Volviendo atrás, no obstante, recordemos que hasta la Operación Cóndor, lo que ahora nombramos con la imprecisa noción de “el narco” constituía en realidad una dispersa y discontinua red de criminalidad, principalmente en regiones del norte, disciplinada y sometida por los poderes oficiales locales. La curiosa aparición de esos rudimentarios traficantes trasladaba a una dimensión de precariedad y atraso socioeconómico las dinámicas del alto crimen organizado que en los Estados Unidos de la prohibición ya había dado la leyenda de Al Capone en Chicago. Lejos del glamour de los bootleggers, Astorga anota que a los contrabandistas sinaloenses de mediados del siglo veinte, por ejemplo, se les concedía el dudoso mérito de haber transformado a Culiacán en “un nuevo Chicago con gángsters de huarache” (El siglo 89). Con la Operación Cóndor, sin embargo, el gobierno de México llevó a cabo la más grande movilización militar y policial antidrogas del siglo xx en el país, que transformó radicalmente nuestra manera de imaginar el narco. Las cifras varían, pero según Astorga, participaron 10 mil soldados al mando del general José Hernández Toledo, veterano de la masacre de estudiantes de Tlatelolco de 1968 (El siglo 121-122). El historiador Froylán Enciso registra 5 mil soldados y 350 agentes de la PGR, además de 40 aeronaves utilizadas en combinación con telecomunicaciones, fotografías aéreas, helicópteros y entrenamiento proporcionados por Estados Unidos (Osorno 161). El periodista estadounidense Dan Baum anota que sin ninguna resistencia, el gobierno mexicano aceptó rociar los plantíos de droga en Sinaloa con 2-4-D, un defoliador similar al agente naranja. Por su cuenta, el gobierno de México decidió también recurrir al paraquat, un herbicida producido en Inglaterra que en varios países ha sido utilizado para cometer suicidio y asesinatos, pero que en Sinaloa se aplicaría a la mariguana. Y aunque la presidencia de Jimmy Carter fue responsabilizada por alrededor de 500 toneladas de mariguana contaminadas que se introdujeron al mercado de drogas estadounidense, Baum recuerda que Peter Bourne, consejero de la política antidrogas de Carter, testificó en el congreso de ese país y que él personalmente intentó disuadir sin éxito al procurador general de la república en México para que desistiera del uso del paraquat (107-108). Ignorando este grado de complejidad, con frecuencia se reduce la política mexicana antidrogas de dos maneras: o es entendida como una mera relación de subordinación ante la hegemonía de Estados Unidos, o bien es interpretada como el resultado de una ineficaz contingencia política ante la amenaza del crimen organizado. Estas visiones pasan por alto que
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hasta mediados de la década de 1990, el PRI, como podemos ver, administró con eficacia una red de soberanía que le permitió articular un juego geopolítico en el cual el narcotráfico fue objeto de la más rigurosa disciplina de los mecanismos policiales de Estado y su soberanía. Entiendo aquí el concepto de soberanía, siguiendo a Carl Schmitt, como la facultad del Estado para decidir su curso de acción en torno a una situación de excepción (Political Theology 5). El estado de excepción, más allá del modo en que Agamben define el término, implica para Schmitt conflictos políticos o económicos que requieren medidas extraordinarias, y que como en el caso mexicano, implican acciones concretas que en poco o nada reflejan el marco de legalidad. De este modo, es necesario comprender que aunque la política antidrogas en México está profundamente condicionada por su contraparte estadounidense, esa aparente subordinación por sí sola no explica los mecanismos disciplinarios que esos países accionan en relación al narco. Notemos, por ejemplo, cómo la administración Nixon concibió su guerra antidrogas principalmente como una estrategia doméstica para intimidar y desarticular los movimientos de derechos civiles y la izquierda estudiantil hippie en las universidades de la costa oeste, una política que sólo afectó a México posteriormente y de modo indirecto. “Drugs”, explica Dan Baum, “were the only thing the young, the poor and the black all seemed to have in common” (21).5 El periodista Ioan Grillo anota que el gobierno mexicano, paralelamente pero por decisión propia, utilizó la Operación Cóndor para atacar a los grupos de izquierda radical durante la llamada guerra sucia que quedaron al alcance del ejército en las sierras de Sinaloa y Chihuahua, por ejemplo (51).6 De este modo, el Estado mexicano activó a través de la Operación Cóndor lo que podríamos con5. En su libro The New Jim Crow, Michelle Alexander argumenta que la “guerra” contra las drogas instituida en Estados Unidos es una continuación de las políticas raciales de principios del siglo xx y que crea un sistema de castas que redesigna a priori a la población afroamericana como un sector criminal de la sociedad con el objetivo de neutralizar su agencia política e imposibilitar su ascenso en la escala social (2-3). 6. Es en este punto donde lo ocurrido con la Operación Cóndor en México se intersecta con las múltiples acciones militares y paramilitares de espionaje, represión y contrainsurgencia que se llevaron a cabo durante las décadas de 1960, 70 y 80 con mayor visibilidad en Chile, Argentina y Uruguay, con la asesoría del gobierno de Estados Unidos. Aunque esas acciones se conocen también como Operación Cóndor, en México se centraron principalmente en el narcotráfico para luego extenderse en la llamada “guerra sucia” contra los grupos de izquierda radical entre finales de 1960 y principios de los 70. Véase McSherry.
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siderar como un brutal pero efectivo programa de biopolítica, con precedentes en las labores de inteligencia del ejército y la Dirección Federal de Seguridad desde el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), y que en la presidencia de Luis Echeverría (1970-1976) tuvieron los más dramáticos efectos: primero con la Operación Cóndor se produjo el éxodo masivo de campesinos hacia las principales ciudades de Sinaloa, en particular a Culiacán. Como teoriza Judith Butler, el cuerpo de los desplazados de todo conflicto armado, a la vez expulsado y contenido, lejos de ser abandonado por la fuerza del Estado, aparece más bien como el cuerpo “saturated with power precisely at the moment in which it is deprived of citizenship” (40). Después, simultáneamente a ese éxodo campesino, la inteligencia militar y policial mexicana permitió la reubicación de los principales jefes del narcotráfico para conformar la llamada “federación” del narco con base en Guadalajara, como dramatiza la novela The Power of the Dog. Así, subraya el periodista Ed Vulliamy, la Operación Cóndor y la subsecuente “guerra contra las drogas” son en gran medida los factores que sentaron las bases para los cárteles modernos de la droga (23), permitiendo al Estado la administración y disciplina del narco en todo el país por medio del ejército y la policía federal. Así, como señala el periodista Charles Bowden, es que surge una “national drug industry” (136). Siguiendo la tesis de Roberto Esposito, resulta crucial comprender este hito histórico como el proceso por medio del cual el Estado mexicano inmunizó a su sociedad del fenómeno del narco, subordinándolo al poder político. Esto se dio de igual modo en que en su momento la élite civil del PRI consiguió someter al poder militar durante la segunda mitad del siglo xx, inmunizando a la sociedad de los efectos finales de la Revolución. Finalmente, la más duradera consecuencia de la Operación Cóndor es en mi opinión la matriz discursiva que la “dictadura perfecta” del PRI articuló para enunciar esta nueva configuración del narco, matriz que hasta hoy en día es la base epistemológica que activa las recurrentes nociones como “cártel”, “plaza” y “sicario” que a diario empleamos para referirnos a un fenómeno cuyos laberintos de poder en su mayoría desconocemos pero que con frecuencia imaginamos de formas desbordadas. La principal función de esta matriz es naturalizar la idea de que el narco se constituye por fuera del Estado, lo que de facto convierte a las organizaciones de traficantes en entidades enemigas simbólicamente localizadas en las fronteras externas de la sociedad civil. A lo largo de las décadas, la influencia del Estado en la administración del comercio de la droga ha construido un significante vacío con la noción de “narco”, visible en la perniciosa red del
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poder hegemónico y en la mayoría de los estudios que convalidan la supuesta ubicuidad de su descentramiento. Así lo explica el sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo: El lenguaje que hemos aprendido todos para hablar del tráfico de drogas es de una claridad engañosa. Todos hablamos del cártel, la plaza, la ruta, el lugarteniente, los sicarios, y nos hacemos la ilusión de que entendemos. Y es un relato tan simple, tan atractivo desde un punto de vista narrativo, que termina por ser irresistible: ¿mataron a un alcalde? Fue el crimen organizado, que se pelea por la plaza. ¿Mataron a un candidato a gobernador? Fue el crimen organizado, que se pelea por la plaza. ¿Un atentado contra el ejército, contra la policía federal? El crimen organizado, peleando por la plaza. ¿Fue en una fiesta, en un centro de rehabilitación, en una brecha en la sierra de Durango, en la Montaña de Guerrero? El crimen organizado, la plaza. ¿Ciudad Juárez, Apatzingán, Teloloapan, Tantoyuca, Huejutla, Zacualpan de Amilpas? El crimen organizado, la plaza. ¿Cien muertos, mil, 10 mil, 20 mil, 40 mil? El crimen organizado, la ruta, la plaza (“Homicidios”).
La resonancia de este imaginario oficial, reproducido por la mayoría de los medios de comunicación nacionales e internacionales, es también la plataforma epistemológica de las más recientes producciones culturales sobre el narcotráfico y en particular de lo que ahora se conoce como narcoliteratura, que retomaré al final del presente artículo.
II. Narrativas contrahegemónicas y la crítica del estado Desarticulando la matriz discursiva oficial, la novela Contrabando de Víctor Hugo Rascón Banda propone visualizar el poder del narco principalmente en el poder del Estado. Narrada en primera persona, la trama ofrece las impresiones que Rascón Banda recoge en un viaje a su natal Santa Rosa, un pueblo en las profundidades de la Sierra Madre Occidental de Chihuahua, rodeado de rancherías y plantíos de droga. Desde su llegada, la presencia del Estado se manifiesta cuando agentes de la policía federal asesinan a quemarropa a dos jóvenes desarmados, que ellos denuncian como narcotraficantes y que huían por los andenes del aeropuerto de Chihuahua. La violencia de Estado se reproduce durante todo el viaje con agentes de la policía federal y soldados del ejército mexicano disciplinando toda actividad vinculada al narco. En uno de los episodios más reveladores, una familia entera es masacrada por un contingente de la Policía Judicial Federal que justifica el crimen y la ocupación de la hacienda familiar, el rancho de Yepachi, de-
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nunciando a las víctimas como un clan de narcotraficantes. Damiana Caraveo, la única sobreviviente de la masacre, narra cómo pide ayuda a agentes de la Policía Judicial Estatal, pero al llegar a la hacienda son también asesinados por los federales. Damiana es después obligada a posar en una rueda de prensa con un rifle de alto poder mientras es fotografiada por los periodistas. El encabezado de la nota publicada al día siguiente resume las dinámicas disciplinarias del Estado policial: “Golpe al narcotráfico: 24 muertos y 9 heridos. Enfrentamiento entre narcos y la Policía Judicial Federal. Masacre en el rancho de Yepachi, nido de narcos. Judiciales federales contra judiciales del Estado: ganaron los federales. Capturaron a Damiana Caraveo, cabecilla de una banda de narcos” (21). Contra las versiones oficiales, Rascón Banda y los habitantes de Santa Rosa padecen los efectos de las brutales incursiones del ejército y la policía federal que ejercen una disciplina total sobre la población civil. Cuando Rascón Banda y su padre son atacados a tiros por soldados en un retén militar, su madre explica las posibles causas: “tienes una mirada extraña y una pinta que te perjudica […] miras como narco o como judicial, que para el caso es lo mismo. Y además vistes como ellos” (209). A pesar de haber obtenido en 1991 el premio Juan Rulfo, Contrabando permaneció inédita hasta 2008, publicada póstumamente tras la muerte de Rascón Banda ese mismo año. Fernando García Ramírez lee Contrabando desde el contexto inmediato de su publicación y afirma que la novela “nos sirve para comprender por qué la ‘guerra’ contra los cárteles emprendida por el gobierno es una guerra perdida” (80). Rechazando este anacronismo, propongo recontextualizar la novela como un evidente producto de su época, mostrando una imagen del Estado de excepción que prevaleció en particular durante las décadas de 1970 y 80, cuando en México la delincuencia organizada, como explica Edgardo Buscaglia, “era gestionada por el Estado mexicano” (Mendívil) asignando mercados, bienes y servicios ilícitos a cada grupo criminal que trabajaba bajo el control oficial. En la sociedad de Contrabando, la disciplina del Estado se activa principalmente en los sectores rurales del país, al igual que la “guerra sucia” contra los grupos guerrilleros de izquierda radical en las décadas de 1960 y 70. Y si como advierte el crítico García Ramírez, a principios de los noventa “nadie quería ver […] lo que estaba sucediendo” (84), esto se debió en parte a que el narcotráfico no había sido representado en la literatura como un agente independiente del poder del Estado, según lo describen actualmente los discursos oficiales y la imaginación popular, como analizaré hacia el final del presente ensayo.
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Tras la adopción del neoliberalismo como guía de las nuevas estructuras de gobierno en las presidencias de Miguel de la Madrid (1982-1988) y Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), el proceso de gradual desmantelamiento del Estado policial llegó a su punto máximo con la derrota del PRI en la elección presidencial de 2000. Con ello se produjo la fragmentación del poder político que en la presidencia de Vicente Fox (20002006) tuvo como resultado “la inexistencia de una política de seguridad de Estado”, que según Astorga, permitió “un mayor grado de autonomía de policías, militares y traficantes respecto del poder político” (Seguridad, 51). Esta fragmentación del poder es uno de los principales temas que la crítica ha pasado por alto en la novela 2666. Se ha discutido el arco histórico con el que Bolaño vincula la esclavitud africana, el holocausto y los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, fenómeno que Jean Franco lee correctamente como “an incident in a global breakdown” (232). No obstante, 2666 no se ha leído como la representación de la crisis de la soberanía que se vivió en México durante los primeros años del debilitado Estado panista. En ese sentido y contra el juego de temporalidades sugeridas por su título, la novela también es el reflejo de su época, en particular con su representación del norte de México en “La parte de los crímenes”. Esa sección, la más abundante del libro, se estructura alrededor de los dos fenómenos de violencia sistémica más importantes de la frontera: los cientos de asesinatos de mujeres que comenzaron a reportarse desde 1993 –el último año de la presidencia de Salinas de Gortari– y el narcotráfico. El feminicidio se revela aquí como el efecto extremo de la biopolítica ejercida por el Estado neoliberal que transforma colectivamente la vida de miles de mujeres obreras en plantas maquiladoras. Confinadas a barrios marginales construidos alrededor de los parques industriales, la vida de las obreras se regula con precisión para maximizar su productividad con extenuantes horarios de trabajo nocturnos y con la amenaza de ser despedidas si se embarazan. Sin la protección de un Estado de derecho que sólo interviene a favor del capital, la vulnerabilidad de las mujeres se materializa trágicamente cuando sus cuerpos excluidos de la sociedad normativa son objetos de la impunidad. Retomando la noción de inmunidad propuesta por Esposito, las obreras son separadas de la comunidad hacia los márgenes como un acto de asepsia del tejido social. Como aquellos que han sido abandonados por el Estado de excepción, según explica Agamben, aunque las mujeres tampoco están en apariencia dentro del campo de acción del marco jurídico, sí son afectadas en cambio por la lógica de inmunidad creada por los poderes locales. Quedan entonces “exposed
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and threatened on the threshold in which life and law, outside and inside, become indistinguishable” (28). En otras palabras, los cuerpos de las mujeres asesinadas, aún ante la indiferencia del Estado, o precisamente debido a esta indiferencia que los condena a ese espacio de indistinción, están saturados del poder del Estado. Son, exactamente, la forma más concreta de materialización de ese mismo poder. Del otro lado de la inmunidad, el narcotráfico en 2666 sugiere una red local de complicidades oficiales y extra-oficiales que en Santa Teresa regula y disciplina el flujo de drogas sin la intervención de fuerzas federales. Un ejemplo de ello es el episodio en que Pedro Negrete, jefe de la policía de Santa Teresa, contrata al joven Lalo Cura para trabajar como “hombre de confianza” de su “compadre” Pedro Rengifo, un prominente empresario local (481). Cuando Lalo Cura salva la vida de la esposa de Rengifo durante un atentado perpetrado por dos sicarios, entre ellos un policía estatal, Negrete decide convertir a Lalo en detective, pero es hasta mucho después que Lalo comprende que el empresario Rengifo es también narcotraficante. Esta íntima relación entre policías locales, empresarios y narcos es aludida más adelante cuando otro policía comenta con Lalo Cura el asesinato de la reportera de radio Isabel Urrea, cuya agenda personal revela en la investigación del crimen ciertos aspectos del orden político local: Encontré los teléfonos de tres narcos. Uno de ellos era Pedro Rengifo. También encontré los números de varios judiciales, entre ellos un jefazo de Hermosillo. ¿Qué hacían esos teléfonos en la agenda de una simple locutora? ¿Los había entrevistado, los había llevado a la radio? ¿Era amiga de ellos? ¿Y si no era amiga quién le había proporcionado esos teléfonos? Misterio (580).
Como hemos visto, la sutil diferencia entre Contrabando y 2666 radica en la ausencia del Estado federal en las dinámicas regionales del narco, donde los soldados y los agentes federales son reemplazados por policías estatales y municipales con nuevos pactos políticos que producen a su vez nuevas formas de biopolítica.
III. El IMPASSE crítico de la narcoliteratura Tras la sospecha de fraude en las elecciones presidenciales de 2006, algunos analistas sugirieron que la guerra contra el narco declarada por Calderón, que implicó el despliegue de decenas de miles de soldados y poli-
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cías federales, fue concebida únicamente como un intento mediático para legitimar su autoridad. Pero como explica Luis Astorga, esta tesis resulta insuficiente porque pasa por alto “que la necesidad de poner orden era (es) real y urgente” (Seguridad, 306) para la razón de Estado que buscaba recuperar la soberanía fragmentada entre los múltiples territorios policiales semiautónomos que surgieron en estados como Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas y Sinaloa. Es posible visualizar la acción concertada del Estado contra enemigos específicos al advertir, como explica Fernando Escalante Gonzalbo, que antes de la militarización del país la tasa de asesinatos a nivel nacional había mostrado un “descenso lento y sostenido” (“Homicidios”). A partir de 2008, con la intervención del ejército y la policía federal, la tasa de asesinatos en varias zonas del país se incrementó en hasta un mil por ciento. Un estudio estadístico publicado por la revista Proceso, muestra que la mayoría de esas víctimas eran hombres de entre 24 y 35 años de edad, de clase baja y con una educación mínima, mientras que el perfil de los presuntos sicarios detenidos por las autoridades sólo difiere en que en promedio eran cinco años más jóvenes (Turati). Contrario a un Estado fallido, lo que revela esta información es tal vez el programa de biopolítica más impactante en la historia reciente de México y que se produce en el contexto de la peor crisis de autoinmunidad desde la Revolución Mexicana. Autoinmune es la estrategia del Estado que muestra una correlación directamente proporcional entre la violencia y la presencia de las fuerzas federales en las zonas de mayor conflicto. La autoinmunidad explica también que la recurrente tipología de las víctimas y sus supuestos victimarios sugiere que el objetivo de esta guerra se enfocó principalmente en la parte operativa del narcomenudeo en los barrios pobres de las ciudades sitiadas y no en los sectores financieros y empresariales que hacen posible la circulación transnacional de las ganancias del narco. En este sentido resulta significativo que las autoridades en estados como Chihuahua resuelven menos del 2% de los crímenes (Turati, “Los muertos”) y que más de 15 mil cadáveres de presuntos narcos ni siquiera fueron identificados y terminaron desechados en fosas comunes (Castillo). Es en este punto donde mi análisis difiere radicalmente del trabajo de Gareth Williams, cuando afirma en The Mexican Exception que la “guerra” contra el narco operó principalmente bajo una lógica capitalista despolitizada que no permite la distinción política fundamental entre enemigo y amigo. Según Williams, “the War on Drugs is a conflict internal to capital, rather tan being a conflict between external sovereign domains or distinct
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ideas of social organization” (154). Williams incurre aquí en dos errores frecuentes y reiterativos que conceptualizan el narco de dos modos recurrentes: primero, como un fenómeno esencialmente despolitizado y vertido hacia el capitalismo y después, como un fenómeno claramente diferenciado y externo a la constitución del Estado. En otras palabras, siguiendo a Williams, el narco sólo puede operar desde una radical despolitización que lo inscribe al interior de las lógicas del capitalismo pero exterior a la constitución del Estado. En el trabajo de Williams, así como en el de Sergio González Rodríguez, Herman Herlinghaus y Gabriela Polit, entre otros, la despolitización que impide distinguir al amigo del enemigo en la guerra contra el narco es producto de una política discursiva recibida que articula una mitología del narcotráfico como un agente ubicuo y adaptable que puede materializarse en todos los ámbitos de la sociedad, llevando a investigadores como Rossana Reguillo hasta el punto de pensar el fenómeno como una “narco-machine” de “phantasmagoric nature” (“The Narco-Machine”) o al mismo Williams a titular su capítulo dedicado al narco como “Absolute Hostility and Ubiquitous Enmity”. Ambos acercamientos ejemplifican estrategias de análisis que, como en el caso de los estudios culturales más frecuentes, se estructuran de manera orgánica a la lógica constitutiva del neoliberalismo: la idea de una sociedad donde el descentramiento del poder del Estado ha producido una red de vectores múltiples y aleatorios en la cual la distinción de lo político está siempre en un estado de dispersión en el mundo global. Esta discusión, que ha sido explorada con mayor agudeza en el trabajo de Carlo Galli, supone que el concepto de lo político propuesto por Schmitt está agotado precisamente porque la división espacial entre lo externo y lo interno de la separación entre amigo y enemigo ha sido rebasada por nuevas categorías políticas que descentran y minimizan la acción del Estado y las condiciones mismas de lo político, ahora dispersas en la lógica de la globalización (182). Asimilada en la mayoría de los estudios sobre el narco, esta crítica despliega de modo problemático la superficialidad de un saber recibido que imagina a un narco omnipresente, a la vez local y global, reificado como sujeto y objeto de toda manifestación de la violencia. Esta conceptualización del narco se corresponde así con las dinámicas de la economía global reconfigurando la experiencia de la violencia en un modelo rizomático que abandona la hegemonía del Estado para suponer una discontinua horizontalidad de experiencias de la violencia que anulan la claridad de lo político. Advierto, sin embargo, que la lógica de la globalización asumida por los estudios culturales y por conceptualizaciones de lo político como im-
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posibilidad posestatal como la de Galli, resultan insuficientes para comprender la presencia del Estado en México como la condición misma de posibilidad del narco. Al retomar el concepto de lo político como la distinción esencial entre el amigo y el enemigo, Schmitt define las causas de una guerra civil como el antagonismo interno que debilita al Estado y en el que “the domestic, not the foreign friend-enemy groupings are decisive for armed conflict” (The concept of the political 32). Este punto es crucial porque a pesar de los alcances globales que se atribuyen a los supuestos “cárteles” de la droga, el narco en México ha sido y sigue siendo un fenómeno esencialmente doméstico. Para analizarlo, resulta imprescindible reconsiderar el pensamiento político de Carl Schmitt ante la vaguedad conceptual que abdica su potencial crítico al suponer al narcotráfico como una inasible hostilidad ubicua. A diferencia del modo en que el Estado en Colombia confrontó la amenaza real del narco, el Estado mexicano mantuvo a las organizaciones criminales bajo una disciplina de rigurosa subordinación hasta mediados de la década de 1990, del modo en que lo inscriben los violentos episodios de Contrabando. Integrado a nuevas lógicas de poder locales, como propone la trama fronteriza de 2666, el narco operó durante esos gobiernos bajo las motivaciones políticas de gobernadores, procuradurías estatales y empresarios con el objetivo en común de construir fueros semiautónomos e independientes del poder federal central. La estrategia militar de Calderón intentó después imponer la misma dinámica de subordinación que articuló la hegemonía del PRI, ahora contra los nuevos enemigos del Estado: los poderes estatales que desafiaron al débil Estado panista legado por Vicente Fox. Y como argumenté antes, esa misma forma de lo político ha cobrado una mayor centralidad en la estrategia sobre el narco del actual presidente Peña Nieto. Pasar por alto esta profunda politización doméstica del narco en las últimas dos décadas es simplemente no comprender la esencia actual del narco en México. La proliferación y el éxito comercial de numerosas novelas que independientemente de su nivel de realismo promueven la narrativa oficial de la lucha de cárteles y la celebridad global de capos como Joaquín “El Chapo” Guzmán se debe en gran medida a la imposibilidad de pensar políticamente el fenómeno. Me detengo para efectos de mi argumento en una sola: Entre perros, de Alejandro Almazán. Es la historia de tres amigos de infancia sobrevivientes a la violencia del narco que se reencuentran como adultos años después en Culiacán. Uno de ellos se ha vuelto periodista en la capital y decide volver a Sinaloa para hacer un reportaje sobre un cadá-
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ver que aparece colgado de un puente. El periodista descubrirá que sus dos amigos son ahora agentes productores de la violencia local: uno es empresario del box y el otro trabaja como sicario. Más adelante, en la novela se explica cómo el presidente de la República hace un pacto con el cártel de Sinaloa para enfrentar al cártel del Golfo y su banda de asesinos conocidos como los “Emes”, que en la delgada sutileza de este roman à clef, se corresponden con los sanguinarios Zetas, los renegados ex militares que según análisis de inteligencia del ejército y reportajes periodísticos controlan virtualmente la totalidad del estado fronterizo de Tamaulipas. En medio de esa guerra de cárteles, el protagonista descubre que todos en Culiacán son de algún modo facilitadores del narco, que todos, en cierta medida, trabajan para el cártel. La crítica Gabriela Polit analiza la novela a unos meses de su publicación y en un artículo académico registra su estremecimiento con un encabezado que lee en la revista sinaloense Ríodoce: “Los Zetas rompen el cerco”, y sobre la foto de un hombre colgado de un puente, se explica: “Entran a Culiacán y combaten al cártel de Sinaloa: PGR”. Para la investigadora, la coincidencia entre la ficción y el periodismo sólo podía entenderse de dos maneras: “la noticia repetía ese desborde de crueldad que caracteriza la novela de Almazán”; “O, lo que es peor, mostraba que la novela es una imitación de esa realidad cruel” (347). A Polit y a Almazán “la realidad” –la supuesta lucha de cárteles que según el presidente Calderón produjo los altos índices de violencia nacional– les parece una materialidad incuestionable. Pero si la supuesta realidad del narco termina pareciéndose a la ficción, es porque llamamos “realidad” a un constructo narrativo articulado principalmente por el poder del Estado. Polit no repara en el hecho de que la información sobre la supuesta entrada de los Zetas a Sinaloa había sido divulgada exclusivamente por la Procuraduría General de la República (PGR) y que la práctica de colgar cadáveres de un puente es casi un lugar común desde que se inició la “guerra” contra el narco. Ambas, la supuesta realidad a la que alude Polit y la novela de Almazán que la representa, están atravesadas por una misma lógica discursiva por medio de la cual el Estado se distancia de los cárteles de la droga, posicionándolos por fuera de sus estructuras de poder y reduciéndolos a la función de un enemigo externo que amenaza a la sociedad civil y a su gobierno. Esta correspondencia exacta entre el discurso literario y el periodístico puede entenderse, siguiendo a Alain Badiou, como una reiteración ideológica de lo real. Como en los teatrales juicios sumarios que Stalin utilizó para condenar a muerte a los disidentes del régimen, se activa lo que Badiou de-
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nomina como “pasión por lo real” (52), es decir, la necesidad de insistir en un sistema de ficción discursiva que permita señalar constantemente la materialidad de lo real que es sólo perceptible desde lo simbólico. Tanto acusadores como sus víctimas comprendían que la purga humana que ordenaba Stalin era un mise en scène, pero los fines ideológicos justificaban la necesidad de los falsos juicios. Toda manifestación de la violencia, bajo este imperativo de corroborar lo supuestamente real del narco que ha sido enunciado desde el Estado, se ordena en la preestablecida matriz discursiva oficial. Lo simbólico del narco siempre emerge igual a sí mismo en el periodismo, la investigación académica y el conjunto de producciones culturales que lo alude. Desde luego, como señala Jacques Rancière, “the real must be fictionalized in order to be thought” (The Politics of Aesthetics 38), pero ese ficcionalizar se construye a partir de una red de significados que se establece a priori en un archivo constituido por vectores discursivos de poder. En su conjunto, el archivo de enunciados que se activan en la esa matriz discursiva remite a lo que el propio Rancière define como la distribución de lo sensible, lo audible y lo visible de todo sistema de representación. Entre perros cumple aquí la más básica función narrativa que aparece de modo similar en novelas como Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrera o Fiesta en la madriguera (2010), de Juan Pablo Villalobos, ficciones limitadas por la imposibilidad de comprender la naturaleza política de la narcoguerra, incapaces de identificar a los enemigos del Estado. Mientras que novelas como Contrabando y 2666 distinguen correctamente el sentido político del narco, las narconovelas más recientes renuncian a su potencial crítico al reproducir el discurso oficial que se deslinda de su responsabilidad, atribuyendo la violencia sin precedentes a imaginarios cárteles de la droga que aún en las ciudades más militarizadas consiguen siempre superar a las fuerzas del Estado.7 Vuelvo a Carl Schmitt a modo de conclusión: “Words such as state, republic, society, class, as well as sovereignty, absolutism, dictatorship, economic planning, neutral or total state, and so on, are incomprehensible if one does not know exactly who is affected, combated, refuted or negated by such a term” (The concept of the political 30-31). Al analizar el concepto de lo político en Schmitt, Slavoj Žižek señala que la determinación del rostro del enemigo no es posible con el simple re7. Sigo esta línea de análisis sobre las narconarrativas más recientes en mi artículo “Imagining the U.S.-Mexico Drug War: The Critical Limits of Narconarratives” de próxima aparición en la revista académica Comparative Literature.
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conocimiento de diferencias factuales. Más bien, indica Žižek, esto es el producto de un “performative procedure” que requiere del “transcendental power of the imagination” para poder establecer la figura que significa al adversario (100). En otras palabras, la determinación de la identidad del enemigo es el resultado de una estrategia de representación que produce o debería producir un saber crítico en torno al conflicto y que claramente establece la materialidad de ese antagonismo. Al revisar los regímenes de representación de lo sensible que practican las novelas aquí mencionadas como artefactos culturales de sus respectivas épocas, advierto que las representaciones del narco en la literatura contemporánea están dominadas por un imaginario oficial que permanece cómodamente invisible y a salvo de cualquier proyecto crítico. Una de nuestras consignas permanentes para superar ese impasse es aceptar que determinar la materialidad de lo político es una agenda que no puede abdicarse bajo retóricas conceptuales de la llamada globalización, tan descentradas e improductivas como el modelo mundial que imaginan. Más allá del vocabulario teórico vigente, la identidad específica de los enemigos del Estado deberá asumirse como esa agenda cuyo objetivo esencial será nombrar, como pedía Schmitt, quiénes entre nosotros serán combatidos y quiénes y bajo qué razón de Estado, prevalecerán.
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La biopolítica en contra de sí: víctimas y contravíctimas en el México contemporáneo Estelle Tarica1 Universidad de California, Berkeley Traducción de Manuel R. Cuellar
Como respuesta a la violencia desencadenada por la “guerra contra el narcotráfico” que declaró el presidente mexicano Felipe Calderón (2006-2012), las víctimas de la violencia y sus familiares se han convertido en activistas y han formado grupos de protesta con una enorme capacidad de movilización. Si bien el impacto de sus esfuerzos está aún por determinarse, han logrado crear un foro nacional para su agenda y contribuir al discurso político sobre la violencia en el México contemporáneo. En efecto, los esfuerzos de grupos nacionales como Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, en conjunto con el trabajo de organizaciones locales y de base integradas por las víctimas y sus familiares en todo el país, han puesto a las víctimas de la violencia en el centro de las discusiones sobre la crisis actual que se vive en México.2 Aunque existen diferencias significativas entre estas diversas voces, todas comparten un objetivo común: destacar el costo humano de la guerra contra el narcotráfico. Dicho giro discursivo ha acumulado un peso intelectual en parte gracias al trabajo de periodistas, escritores, académicos y otros comentaristas, 1. Un agradecimiento especial a Manuel R. Cuellar por su ayuda durante la investigación. Este ensayo además le debe mucho a las discusiones del grupo de estudio “Radical Politics and the Rule of Law in Mexico” de la Universidad de California, Berkeley. 2. El gobierno calcula que desde entonces el número de muertos en la guerra contra el narcotráfico excede los 70.000 (CNN México, “La lucha anti-crimen”). Las cifras de la Comisión Nacional de Derechos Humanos estiman que el número de desaparecidos es de alrededor de 25.000, más otros 15.000 muertos no identificados (Fernández).
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quienes han difundido el mensaje de los activistas en libros, periódicos y sitios web. Destaca en este sentido la figura de Javier Sicilia, un poeta y fundador del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD). Poco después del asesinato de su hijo en marzo de 2011 apareció su “Carta abierta a políticos y criminales” en el semanario Proceso, la cual tuvo un efecto catalizador que llevó a la creación de un movimiento nacional. En cierta medida es gracias también a los esfuerzos de Sicilia que se aprobó la Ley General de Víctimas por el legislativo mexicano y se ratificó en 2013 por el presidente Enrique Peña Nieto.3 Aunque ya existían numerosos grupos de víctimas antes de la presidencia de Calderón que denunciaban la impunidad criminal y la corrupción del sistema judicial, tal como el de los grupos de “madres” que denunciaban los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, no es sino hasta 2011 que la noción de “la víctima” cobra un potente simbolismo político que busca posicionarse en el centro del escenario nacional. Esta paradójica potencialidad de la víctima es producto de lo que denomino “contravictimización”. La contravictimización no es antivictimización. Por el contrario, es una forma misma de la victimización, aunque sea alternativa. Se trata de un proceso a través del cual las víctimas de la guerra contra el narcotráfico llegan a recuperar un sentido de dignidad y agencia. La contravictimización constituye una crítica al Estado mexicano. Se opone a la tendencia de criminalizar o manchar la reputación de aquellos que han sido asesinados o desaparecidos, lo cual inculpa a las víctimas y sus familiares por la violencia que ellos mismos han sufrido a la vez que absuelve al Estado de su corrupción e ineficacia. La contravictimización busca contrarrestar ese estigma para permitir la recuperación del estatus de las víctimas ante la ley, es decir, su estatus como personas con dignidad cuya muerte y desaparición merece justicia. También se resiste a la idea de la víctima como sujeto pasivo y desamparado incapaz de actuar por sí mismo, concepto que impera en muchas ideologías de militancia política. La contravictimización es un movimiento de empoderamiento político. Sin embargo, en vez de buscar transformar a las víctimas en agentes, la contravictimización propone una agencia que surge de la 3. La Ley General de Víctimas se aprobó a pesar de las protestas iniciales por parte de líderes de otros grupos nacionales de los derechos de víctimas, tales como Alejandro Martí de México SOS e Isabel Miranda de Wallace de Alto al Secuestro (tanto Martí como Miranda de Wallace son aliados del PAN); ambos grupos apoyan ahora la ley junto con Sicilia y colaboraron con él para revisarla.
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misma condición de ser víctima. Si bien destaca la inocencia y la vulnerabilidad intrínsecas de las víctimas, plantea que estas características son una fuerza, no una debilidad, y que pueden dar lugar a un despertar político y a una renovada fraternidad nacional. Se verá en lo que sigue que en muchos de los casos, la contravictimización implica una fuerte crítica del neoliberalismo mexicano y comprende una conciencia histórica que responde a la transición de un régimen biopolítico a otro: del Estado benefactor posrevolucionario y sus momentos claves de populismo carismático, a otro neoliberal, tecnócrata y administrativo, el “Estado sin entrañas” (Rivera Garza 13) de las décadas recientes. Sin embargo, en términos de un análisis político e histórico, la contravictimización tiende a obscurecer las continuidades entre estos dos regímenes y en ciertos casos hasta romantizar el pasado. Se sirve de la noción de zoe de Giorgio Agamben como un emblema negativo del neoliberalismo mexicano. En palabras de Sicilia: “cada ciudadano de este país ha sido reducido a lo que el filósofo Giorgio Agamben llamó, con palabra griega, zoe: la vida no protegida, la vida de un animal, de un ser que puede ser violentado, secuestrado, vejado y asesinado impunemente” (Sicilia, “Carta abierta”). Este acercamiento biopolítico a la crisis actual en México, el cual toma a la víctima como sujeto principal, constituye un ejemplo de lo que yo llamaría “la biopolítica en contra de sí”, ya que plantea que el Homo sacer puede ser recuperado como un sujeto al que se le tiene compasión y justicia y por tanto se reintegra completamente al cuerpo político. En contraste, el Homo sacer al que alude Agamben para diagnosticar la indistinción problemática entre zoe y bios que el Estado pone de manifiesto en su intento por monopolizar la violencia, por tanto minando su propia base legal, se mantiene siempre como “excepcional”, según la definición de Agamben, al borde de los límites constitutivos del orden político: una “exclusión inclusiva” (Agamben 7). “La biopolítica en contra de sí” utiliza el concepto de Agamben de Homo sacer para recuperar la empatía y la dignidad, haciendo de la víctima una figura en torno a la cual se posibilita una reconstrucción del tejido social, en vez de un emblema de la amoralidad del poder soberano. El historiador Ilán Semo ofrece un ejemplo tajante de aquella visión de la “vida nuda” cuando pone a zoe en diálogo directo con el Estado, a través de una extraordinaria personificación: El argumento del orden... es: el Estado ha matado a 40 mil criminales menos “un porcentaje de daños colaterales”. El argumento de zoe es: “El Esta-
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do (al menos el mexicano) no cuenta con ninguna ley para matar a nadie, ergo: el Estado está del lado del criminal”. Hay 40 mil muertos que reclaman rostro, juicios, historia y memoria. Zoe habla no desde la ley, sino desde algo más poderoso aún: la fuerza de ley (“Semántica”).
Esta biopolítica que busca escapar de la biopolítica describe aquellas corrientes de la contravictimización que llevan a la compasión y el renacimiento de una comunidad democrática, a partir del reconocimiento de la desnudez y la vulnerabilidad, cualidades abyectas de zoe que de acuerdo a muchos pensadores marcan la vida en el México contemporáneo. Si la agencia de la víctima que surge de este discurso es efectiva en términos políticos, y si la “la biopolítica en contra de sí” ofrece un buen lugar desde el cual pensar cuestiones de poder y violencia, está aún por verse; abordaré estas cuestiones sólo brevemente, en mi conclusión, al examinar el análisis de la violencia que ofrece la investigadora Rossana Reguillo y al considerar algunos de los riesgos que conlleva el uso político del trauma personal.4 Lo que se necesita ahora es un examen cuidadoso del marcado giro hacia lo subjetivo y lo personal que se está presenciando en México a nombre de la víctima, y entender cuáles son los conceptos claves que hacen posible imaginar que la mejor forma de combatir la violencia es redignificar a las víctimas y escuchar su habla.
I. La “contravictimización” Que los casos de violencia extrema hayan proliferado en México, que el gobierno mexicano haya perdido el control de grandes partes del territorio nacional a mano del narcotráfico, y que la impunidad y la corrupción gubernamental contribuyan a la propagación de la violencia son elementos ya conocidos de la situación actual. Lo importante de los trabajos que discutiré a continuación radica en que logran reorientar estas visiones del México contemporáneo hacia la víctima, poniendo la víctima al centro. El libro de la filósofa italiana Adriana Cavarero, Horrorism, ha sido fundamental en este sentido. El horrorismo de Cavarero denomina la “violence against the helpless” (3). Ella plantea que “innocent victims, instead of their killers, ought to determine the name” que le damos a la 4. Ver el número especial de Debate Feminista, “Emplazadas”, especialmente los artículos de Saldaña y Belausteguigoitia, para un análisis que examina cómo Sicilia y otros constituyen “nuevas formas de hacer política” en México.
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violencia (3). Los discursos sobre las víctimas en México, sin embargo, sobrepasan la idea del horror. Surgen de la indignación ante la negación de la justicia. En la actualidad términos como “revictimización” y “doble victimización” se han vuelto comunes. Estos se refieren a cómo las víctimas directas e indirectas de un crimen son tratadas con una falta de dignidad y agencia por las instituciones estatales, lo cual las expone a otro tipo de victimización.5 Pienso que es necesario agregar otra palabra más al nuevo léxico: “desvictimización”, que se refiere a cómo a las víctimas directas e indirectas de un crimen se les niega su estatus mismo de víctimas. Cuando se dice que aquéllos que han sufrido la violencia se lo merecían (“algo habrán hecho”, “en algo andaban”) –éstas serían instancias de “desvictimización”–. La periodista Marcela Turati parafrasea irónicamente este sentir común: “Cada vez que nos dicen: ‘¡Se matan entre ellos!’ debemos alegrarnos de esa victoria porque la mayoría de los que mueren (el 90%) lo merecían por ser malos, lo cual nunca nos consta porque en México los crímenes no se investigan y menos se castigan” (Fuego 32). Esto se ve con respecto a los numerosos transeúntes muertos durante confrontaciones entre el ejército y las pandillas, quienes quedan falsamente implicados por las autoridades y la opinión pública en actividades criminales. Son casos de “fabricar culpables,” en palabras de Turati (Fuego 94), ejemplos tajantes de des-victimización, pues a las víctimas se les acusa de ser victimarios, y por tanto desechables. En palabras del poeta Francisco Segovia, “vuelve invisibles a las víctimas, las vuelve zoe” (“Cultura”). Lo que designo como “contravictimización” busca rectificar los efectos de la revictimización y desvictimización. Es un intento por parte de las víctimas directas e indirectas de ocupar la categoría legal y moral de la víctima sin tener que exponerse a una mayor pérdida de dignidad. Reitero nuevamente que la contravictimización no es antivictimización, sino un acercamiento alternativo a la victimización. La contravictimización denota más que un simple acto. Señala la existencia de una serie de etapas 5. Los términos “ víctima directa” y “víctima indirecta” vienen del derecho internacional y han sido integradas en la Ley General de Víctimas mexicana: “Se denominarán víctimas directas aquellas personas físicas que hayan sufrido algún daño o menoscabo económico, físico, mental, emocional, o en general cualquiera puesta en peligro o lesión a sus bienes jurídicos o derechos como consecuencia de la comisión de un delito o violaciones a sus derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los Tratados Internacionales de los que el Estado mexicano sea parte. Son víctimas indirectas los familiares o aquellas personas físicas a cargo de la víctima directa que tengan una relación inmediata con ella” (Ley, Artículo 4).
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que llevan a las víctimas de un Estado de indignidad a otro de dignidad mientras luchan por el reconocimiento social de su trauma. La contravictimización afirma la existencia de una víctima, ya sea la víctima de un crimen tal como lo define el código penal u otras leyes, es decir, un crimen dentro del marco de legalidad/ilegalidad definido por el Estado (por ejemplo, una víctima de violación) o una víctima de una falla ética por parte de autoridades gubernamentales u otros actores, o sea, una víctima de la indiferencia, abandono o exclusión social (por ejemplo, cuando el familiar de una víctima de asesinato es tratado con desprecio por parte de la policía local).6 Al buscar el reconocimiento de la existencia de una víctima, la contravictimización pone de manifiesto su rechazo a la política de facto del Estado, el cual sostiene que la violencia militar en contra de civiles es un sacrificio necesario para el bien del país. También plantea una crítica del sistema judicial por corrupto e ineficaz. El elemento más significativo de la contravictimización es que busca recobrar la dignidad que las víctimas habrían perdido y, en ciertos casos, plantea que la victimización en sí es un principio de dignidad. Ser digno, según el Diccionario de la Real Academia Española, es ser “merecedor de algo”. Pero, ¿de qué forma se define y mide el valor de alguien? Si bien hay un consenso de que las víctimas merecen justicia, la pregunta en torno a quién es una víctima –es decir, quién es digno– no es tan fácil. Existen muchas maneras de contestar esta interrogante en los discursos sobre la víctima. De forma esquemática y preliminar, identificaré dos grupos o tendencias principales: los “universalistas”, cuyo sentido de dignidad se deriva del discurso de derechos humanos, y los “familiares”, quienes definen la dignidad en términos de la posición social y la conducta moral de la persona. Partiendo del trabajo del filósofo Michael Rosen, puede resumirse estas dos corrientes de la contravictimización de la siguiente forma: para los “familiares”, la dignidad se define con respecto a “qué posición ocupa un individuo o un grupo con relación a otros seres humanos en una sociedad determinada”, mientras que para los universalistas, la dignidad se define con respecto a “qué posición ocupan los seres humanos en todo en el orden del universo” (9). Como se verá más abajo, la distinción entre estas dos corrientes de la contravictimización es útil pero limitada, ya que en realidad ambas constantemente se mezclan y minimizan sus tensiones. 6. Ver Reguillo para una discusión sobre los conceptos de legalidad, ilegalidad y lo que denomina “paralegalidad” como marcos de referencia para entender el “orden” de la violencia (“De las violencias” 44-45).
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II. “…Recuperar nombres y dignidades…” La corriente “universalista” y abarcadora de la contravictimización encuentra su máxima expresión entre los numerosos intelectuales públicos que participan en el discurso sobre las víctimas en México. Esta corriente universalista surge de los derechos humanos; parte de la premisa que toda persona tiene dignidad, el cual es un valor moral universal.7 Con respecto al valor de una persona, la contravictimización, en su vertiente universalista, diría: ella o él era una persona, con rostro, sentimientos y una vida (una historia). Algunos ejemplos representativos del acercamiento universalista a la contravictimización incluyen el trabajo de la periodista Marcela Turati, sobre todo su libro Fuego cruzado: las víctimas atrapadas en la guerra del narco, y la novelista Cristina Rivera Garza, en especial la colección de ensayos Dolerse: Textos desde un país herido; ambos textos son de 2011, un año verdaderamente clave. El discurso universalista de la contravictimización también se hace presente en el sitio web 72migrantes.com, un “altar” virtual creado en 2010 en memoria de los setenta y dos centroamericanos y sudamericanos migrantes, quienes en su paso hacia los EE UU fueron asesinados ese mismo año en Tamaulipas por el cartel de los Zetas y sepultados en una fosa común. Turati, Rivera Garza y los escritores que colaboraron en 72migrantes.com enfatizan una dimensión ética de la crisis, concretamente, la falta de empatía por las víctimas. En su conjunto, estas obras plantean que en el fondo de la violencia existe una crisis de compasión, una indiferencia perturbadora hacia el sufrimiento del otro. Estos escritores atribuyen la pérdida de compasión a diferentes factores. Uno de ellos es que el gobierno y los medios de comunicación masiva hacen de la violencia una cosa abstracta a través de las cifras. Turati, en sus instrucciones a otros periodistas sobre cómo practicar un periodismo compasivo y comprometido en este clima de violencia, contiende que “los muertos de los que da cuenta la estadística no son cifras, eran personas, tenían una historia” (“Previo al libro”). El segundo es la abrumadora repetición de actos violentos, junto con la sobreexposición en los medios de comunicación, tienen un efecto desensibilizador en el público. Turati sostiene en Fuego cruzado que “fuimos perdiendo la capacidad de asom7. La primera oración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 declara: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana...”
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bro” (28), lo cual lleva a la “domesticación” y “banalización” de la muerte: “Los mexicanos nos acostumbramos a desayunar con noticias sumergidas en sangre” (27). Esto tiene como resultado “la pérdida de sensibilidad ante la barbarie... la banalización de la vida humana” (30). Tercero, y de forma algo paradójica, es el horror. Algunos escritores plantean que el público ha sido silenciado por el horror, petrificado por el shock, lo cual se manifiesta en una pérdida general de empatía: “El horror a todos enmudece”, asevera Turati (25). Hace eco del análisis de Cavarero sobre la Medusa, la mujer monstruo cuya mirada petrifica a sus víctimas; el horror es una experiencia de petrificación que nos encarcela en una subjetividad muda y traumatizada. Esta imagen del testigo petrificado y congelado, la estatua de piedra, se convierte para Cristina Rivera Garza en una figura representativa: “Boquiabiertos, con los vellos erizados sobre la piel de gallina, fríos como estatuas, paralizados realmente, muchos no hemos hecho más que lo que se hace frente al horror: abrir la boca y morder el aire” (15). ¿Cómo volver a ser una persona que piensa y habla? ¿Cómo resensibilizar al público mexicano y “desbanalizar” el sufrimiento de los otros? Fuego cruzado de Turati, Dolerse de Rivera Garza y 72migrantes.com obran bajo un concepto particular de la literatura, esto es, que la literatura tiene una capacidad especial de humanizar a sus sujetos y devolverles el pensamiento y sentido a sus lectores. Turati elabora su trabajo en base a entrevistas con diversas víctimas de la violencia, y por lo tanto su obra tiene un fuerte componente testimonial donde priman las voces de sus informantes. Sin embargo, en lo fundamental su trabajo no es testimonial sino “retratista”: intenta darles un rostro a los muertos, a los sobrevivientes y a otros impactados por la violencia. En Fuego cruzado, el uso maestro de detalles cuidadosamente seleccionados dota a estas experiencias de una singularidad vívida. Por ejemplo, un capítulo comienza con la imagen de una mano mutilada y deforme, “parecida a una pinza de cangrejo” (73). La mano pertenece a un hombre cuya esposa e hijos fueron balaceados por los soldados de un retén militar quienes, drogados y aburridos, los tomaron por narcos; esta mano grotesca llega a representar el Estado deforme de su alma después de semejante pérdida. Turati también hace uso ocasional de monólogos interiores ‒de su invención‒ para crear una cercanía con los eventos. Esto se da por ejemplo en la historia del rescatista que, después de subir a cincuenta y cinco cuerpos asesinado de la mina abandonada donde habían sido arrojados, llega a los límites de la razón:
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Sus fosas nasales conservaron el olor de la carne pudriéndose en aguas fétidas, que no respetó mascarilla alguna; el tufo quedó prendido en sus guantes, en su overol, en las cuerdas, resistiendo miles de lavadas con desinfectantes. La imagen de los cuerpos suspendidos en las alturas, como volados sobre el abismo, se le atenazó en la mente. También la sensación de impotencia que lo invadió cada vez que esculcaban el charco podrido y encontraban nuevos cuerpos. Uno. Otro. Otro. (No, por favor, no más). Y otro. Y otro (Fuego 24).
Las vidas que Turati presenta se condensan en cuadros biográficos que apelan a una vida individual, una vida íntegra. El propósito es subrayar que los muertos son “humanos rotos, vidas a media escritura, un yacimiento de dolor acumulado” (Fuego 25), y sus familiares, sobrevivientes trágicos. Un buen periodismo, insiste Turati, debe “dar rostro a los muertos”, “rescatar sus biografías de la fosa común” y “recuperar nombres y dignidades” (“Previo”). Una propuesta similar se hace presente en 72migrantes.com, un sitio web que utiliza la biografía literaria como un instrumento conmemorativo. Setenta y dos escritores contribuyeron setenta y dos historias diferentes, una por cada una de las mujeres y hombres asesinados. Algunas biografías son verdaderas, pero otras son inventadas puesto que no todos los inmigrantes habían sido identificados; de igual manera, ellos también tienen sus historias.8 Sergio Aguayo, autor de la biografía del migrante número 18, explica el por qué es necesario que cada migrante tenga una historia, incluso una inventada: “El horror anónimo es una abstracción que obstaculiza la empatía y solidaridad. Mi forma de rechazar esas aberraciones que nos degradan como país es dándole al guatemalteco 18 una identidad plausible” (72migrantes.com). Alberto Chimal, autor de la historia del migrante número 32, resalta la complicidad de la sociedad en general en la muerte de este hombre anónimo: “Lo matamos todos. Ustedes y yo. Lo matamos, si no con armas, con nuestra inacción y nuestra indiferencia. Cada uno de nosotros tiene en sus manos aunque sea un poco de su sangre” (72migrantes.com). La biografía inventada del migrante número 69, escrita por Cynthia Rodríguez, ejemplifica la noción universalista de la víctima, la cual se extiende incluso a aquéllos que no llevaron una buena vida: el migrante 69 golpea a sus hijos y abandona a su familia; aun así, 8. Es interesante notar que en el libro que se desprende del sitio web, los editores decidieron mantener el anonimato de los migrantes, a pesar de que para la fecha de publicación del libro la mayoría de los migrantes habían sido identificados (Guillermoprieto 20).
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es digno de duelo. Rodríguez escribe en la voz de su esposa: “hoy le sigo pidiendo [a Dios] que te me bendiga aunque ya no estés aquí y aunque me hiciste sufrir” (72migrantes.com). Rivera Garza plantea que el horror es una forma de silenciamiento y por tanto de dominación. Pero el horror no es infinito: “Del otro lado (...) justo en su otro extremo, está el dolor —las múltiples maneras en que el dolor nos permite articular una experiencia inenarrable como una crítica intrínseca contras las condiciones que lo hicieron posible en primera instancia” (16). El dolor, en otras palabras, nos libera de la Medusa del horror y nos regresa el habla y las facultades críticas. El vínculo entre el dolor y el habla no es sencillo, ya que el lenguaje del dolor es “...dispuesto, abierto, tartamudo, herido, balbuceante” (16). Rivera Garza le otorga una inmensa importancia al lenguaje del dolor como una forma de habla política; no obstante, es un lenguaje poético que desborda la coherencia. Para Rivera Garza lo importante no es celebrar el sinsentido como tal, sino crear un espacio para un habla testimonial que no produzca una agencia heroica del hablante: “¿Dónde se coloca a la persona que, devastada por el sufrimiento, sólo atina a enunciarlo y, aún entonces, entrecortadamente?” (28). Esto es a lo que se refiere con “agencia trágica”, la agencia de “quienes sufren como víctimas inadecuadas, pasivas o fatalistas” (30). La agencia trágica confiere dignidad, “un estatus moral más alto, a quien sufre” (30). Si estos experimentos literarios logran o no minar la indiferencia del público es debatible. Lo indudable es que la apuesta por estas formas particulares de expresión para comunicar el sufrimiento y apelar a la compasión constituye una especie de consenso entre la clase letrada mexicana. Para el poeta Segovia, un nuevo lenguaje testimonial “es lo único que puede oponerse a la violencia que deshumaniza a los hombres y secuestra su dignidad. (...) Son palabras... para remendar el tejido social” (“Cultura y violencia”). La preferencia de Rivera Garza por una forma poética y tartamuda del (no)testimonio para expresar el dolor retoma la famosa frase de Javier Sicilia en la “Carta abierta a políticos y criminales”: “No quiero hablar del dolor de mi familia y de la familia de cada uno de los muchachos destruidos. Para ese dolor no hay palabras ‒sólo la poesía puede acercarse un poco a él” (“Carta abierta”). La creación de cuadros biográficos de las víctimas en las obras de Turati y de 72migrantes.com tiene eco en innumerables circuitos, desde los videos “En los zapatos del otro” del grupo El Grito Más Fuerte hasta los bordados de Bordamos por la Paz.
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III. “Sin serlo, murieron como narcos” La vertiente “familiar” del discurso de la contravictimización es exclusiva y moralista hasta cierto punto. La llamo “familiar” porque la ejemplifican las asociaciones integradas por los familiares de aquéllos que han sido desaparecidos o asesinados. Estas “víctimas indirectas” tienen una conexión más inmediata al dolor. La vertiente familiar del discurso sobre las víctimas, consagrada al reclamo de justicia para las víctimas, combate el estigma adjudicado a los asesinados o desaparecidos. Al hacerlo, tiende a distinguir entre las personas de acuerdo a su conducta moral. Sólo las “buenas” personas son consideradas víctimas como tales; la dignidad se deriva de su posición social y es prácticamente un sinónimo de honor. Gloria y Ana Lozano, dos hermanas de la población de Creel, Chihuahua, ejemplifican la vertiente familiar de la contravictimización. Cada una perdió a su hijo en la masacre de 2008 organizada por el cártel La Línea en la que murieron trece personas que presenciaban una carrera de caballos; dos de ellos eran los blancos del ataque pero todos fueron balaceados sin distinción. Turati entrevistó a estas dos mujeres. Comienza su historia recontando el esfuerzo de estas madres de proteger a sus hijos al recordarles la importancia de mantener las barreras sociales que separan a las “buenas” personas de las “malas”: “Las hermanas Gloria y Ana Luisa Lozano siempre cuidaron que sus hijos únicos no se acercaran mucho a los narcos del pueblo” (129). Sin embargo, sus intentos de preservar la existencia de estas fronteras se vinieron abajo con el asesinato de sus hijos: “sin serlo, murieron como narcos” (129). Se puede asumir que para Turati, quien decidió empezar el capítulo de las hermanas Lozano con este elemento de ironía trágica, la moraleja de la historia radica precisamente en la futilidad del intento por mantener las barreras sociales que distinguen a unas personas de otras en una comunidad. Esto sería un ejemplo de lo que Rossana Reguillo define como “pensamiento mágico”, el cual supone que “la violencia tiene un territorio circunscribible”, y al circunscribir el problema, dice Reguillo, se evita una confrontación con un nivel más profundo de complicidad social (“Heridas”). Sin embargo, esto no es como lo ven las Lozano, aunque, como Turati lo cuenta, ellas entienden que sus propios hijos se podrían haber hecho narcotraficantes: su música predilecta eran los narcocorridos e idealizaban el estilo de vida de los narcos. Admiten que sus hijos crecieron con la idea que los narcotraficantes eran “gente buena” (147). No obstante, a pesar de que reconocen esta realidad desconcertante con respecto a sus hijos,
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quienes querían ser narcos en vida y terminaron asemejándoseles en la muerte, su activismo como víctimas indirectas parte de una convicción incuestionable: sus hijos no eran narcos. Es debido a la inocencia de sus hijos que sus muertes merecen justicia, justicia que los narcos no merecen: “¡Les deseo a todos [los narcotraficantes] que les maten un hijo!” (141). Estos sentimientos fuertes, provocadas por la muerte violenta de un ser querido, develan la estrategia familiar de la contravictimización. Vincula la dignidad de la víctima ‒su mérito‒ a una posición social y una conducta moral. Es una respuesta directa a la estrategia “desvictimizante” llevada a cabo por el gobierno. Cuando las autoridades “fabrican” la culpa de las víctimas para justificar la militarización de México, los familiares se movilizan para aclarar la situación y librar a sus seres queridos y a sí mismos del estigma. Es por ello que existen tantas referencias en los testimonios de los familiares a la honestidad, responsabilidad y devoción a la familia y la comunidad de las víctimas.9 Sin embargo, dicha estrategia de contravictimización se vuelve problemática cuando perpetúa la lógica moral y cultural que reserva el estatus de víctima sólo a aquéllos que son inocentes de cualquier transgresión, lo cual ocurre cuando los familiares apelan a nociones de virtud que estigmatizan a otros. Berta Galdeán, quien también perdió a un hijo en la masacre de Creel, defendió a su hijo en contra de las imputaciones del gobierno sobe su culpabilidad reafirmando su formación tradicional: “el gobierno los manchó [a los hijos masacrados] de delincuentes, pero eran estudiantes, salieron de escuela religiosa, de familias con valores, ni investigaron quiénes eran. Nos sentimos humillados, frustrados, pisoteados por el mismo gobierno” (148). Al dialogar con el Estado sobre el estatus moral de los afectados, esta forma de contravictimización confirma tácitamente la estrategia de desvictimización del gobierno en lugar de cambiar la contienda a otro campo de batalla retórico. Sin embargo, esto no es motivo para disminuir la importancia de la crítica familiar del Estado. Su contravictimización devela la existencia de una dimensión geográfica del discurso político sobre la violencia, y responde a la diseminación desigual del valor social a lo largo del territorio nacional mexicano. Las madres de Creel expresan el reconocimiento que 9. Esto se puede apreciar especialmente en la sección de “Historias de vida” del sitio web del grupo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila, el cual ha sido sumamente activo en contra de la estrategia de criminalización por parte del gobierno.
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el mapa geográfico y político del país incluye los rastros de un discurso moral que impacta la forma en que el Estado trata a sus ciudadanos. Entienden que su posición geográfica se encuentra íntimamente relacionada a su “posición” moral en el mapa nacional de la virtud. Berta Galdeán señala: “El presidente sólo le hizo caso a la mamás de Juárez, ¿que nuestros hijos no valen lo mismo por ser de la sierra?” (Turati, Fuego 148). Irónicamente, las madres de Juárez externan las mismas preocupaciones con respecto a su posición dentro del mapa moral nacional. Luz María Dávila, cuyos hijos fueron asesinados en Ciudad Juárez en 2010 en la masacre de la Villa de Salvácar, la que el entonces presidente Felipe Calderón adjudicó a un problema de pandilleros, captó la atención de los medios al interrumpir la conferencia de prensa de Calderón durante su visita a Juárez para dirigirse directamente a él en un apasionado discurso improvisado. Al igual que las madres de Creel y tantos otros, estaba enojada por las imputaciones de Calderón en contra de sus hijos asesinados, acusando al presidente de mentiroso: “Estudiaban y trabajaban”, rectificó. Terminó su discurso exigiéndole: “Haga algo por Juárez” (“Luz María Dávila”). Las distinciones entre las corrientes universalistas y familiares de la contravictimización no son menores y se derivan principalmente de su posicionamiento con respecto a las barreras sociales internas. Concretamente, los universalistas consideran que dichas barreras son hasta cierto punto responsables de la violencia, ya que fomentan la indiferencia y la desconsideración, obstáculos para que haya compasión. Por otro lado, los familiares critican esas barreras pero sólo selectivamente, rompiendo con unas pero manteniendo otras para dotar de legitimidad moral a sus acciones. Los familiares reconocen que su autoridad se deriva de la posición que ocupan dentro de comunidades jerarquizadas y por ende su discurso de contravictimización demuestra su conciencia de su propia vulnerabilidad ante el estigma social. Sin embargo, estas diferencias no deben ser exageradas. Ambos acercamientos a la idea de la víctima ponen de manifiesto su ira ante la injusticia, y ambos implican una crítica del Estado mexicano contemporáneo por haber desatado la actual crisis de violencia y por su corrupción e incompetencia. Ambos han sido fundamentales en proponer la noción de una comunidad nacional descompuesta. En ambos casos la contravictimización es un proceso reparativo que busca la reintegración de las víctimas al cuerpo social y que enfatiza los mecanismos sociales de exclusión. En efecto, estos dos acercamientos ideológicos de la victimización a menudo se mezclan, restándole importancia a las tensiones que existen entre
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ellos. En Fuego cruzado de Turati, un ejemplo del acercamiento “universalista”, le da voz a los “familiares” con profundo respecto y sólo la más leve ironía. Los mismos “familiares” además crean un discurso de contravictimización polimorfo, como cuando trabajan en colaboración con organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales o plantean a la figura de la madre afligida como un ícono del sufrimiento universal: “no más madres como yo”, reza el conocido lema.10 Recordemos que Luz María Dávila, en su discurso a Calderón, exigió justicia “[n]o nada más para mis dos niños, sino para todos los demás niños”.
IV. “Además opino que hay que devolverle dignidad a esta nación” La figura más destacada en torno a la contravictimización es Javier Sicilia, cuyo liderazgo en el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad lo ha colocado al centro de las discusiones sobre la violencia y sus víctimas. Sicilia, un poeta y comentarista conocido por su crítica del neoliberalismo influenciada por el catolicismo, acaparó la atención nacional e internacional con su “Carta abierta a políticos y criminales”, publicada días después del asesinato de su hijo en Cuernavaca en marzo de 2011. Tan sólo un mes después, había formado un movimiento nacional y encabezaba una marcha hacia la Ciudad de México que movilizó a cien mil personas.11 El MJPD luego organizó una “caravana por la paz” o “caravana del consuelo” que viajó a través del norte de México hasta los EE UU. A pesar de algunas polémicas con otros familiares, es indudablemente el principal defensor de las víctimas en la actualidad. En su “Carta abierta”, Sicilia alude a su dolor y rabia como padre de un joven asesinado cuyos ejecutores se han favorecido de la impunidad, y además “contravictimiza” a su hijo, cuyas virtudes describe como “inmensas”. Estos gestos, como en el discurso de otros familiares, son imprescindibles para exigir justicia para su hijo. Sin embargo, también tie10. Ver sin embargo el análisis de la geógrafa Melissa W. Wright con respecto a los riesgos del “activismo de madres” (mother-activism), el cual tiende a naturalizar la maternidad y obscurecer los procesos ideológicos por medio de los cuales las madres se vuelven activistas (“Femicide”). 11. Los organizadores del MJPD calculan que 200.000 participaron en la marcha en la Ciudad de México; las autoridades estiman que fueron 90.000 (CNN México, “Sicilia pide”). Estas cifras no incluyen a los participantes en otras ciudades.
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nen otro propósito: hacer de su propio sufrimiento e indignación ejemplos de una experiencia que abarca a todos aquéllos afectados por la guerra contra el narcotráfico, tal como lo explica a un periodista español: Ordaz: “¿Por qué, en vez de encerrarse en su dolor, ha salido a la calle a decir basta?” Sicilia: “Por dignidad. Y por mi hijo. Porque su desgracia le está poniendo cara y nombre a la de 40,000 desconocidos. Y, sobre todo, porque tengo que hacer todo lo posible para que no muera ni un muchacho más” (Ordaz).
Esta capacidad de extrapolar de una experiencia particular a una colectiva hace que su concepto de la víctima sea uno fundamentalmente universalista, nutrido principalmente por un catolicismo progresista. Al escribir con motivo del segundo aniversario de la fundación del MJPD, Sicilia declara: Esa fecha atroz, que conmemora la aprehensión de un inocente y la agonía que lo llevaría a la tortura y a la ejecución, coincidió, dos mil años después, con la conmemoración del segundo aniversario de una agonía, una tortura y una ejecución semejante de siete inocentes en Morelos, cuyo asesinato nombró la inocencia de miles de otros (“Las víctimas”).
El Homo sacer de Sicilia no es sino Cristo mismo, ahora encarnado en cada una de las víctimas en México: “todos los ciudadanos, en medio de esta guerra, somos hombres sagrados en potencia. Salidos a la calle nos volvemos desnudez que cualquier poder puede solicitar para sus fines” (“El hombre desnudo”). Sicilia por tanto recurre a la contravictimización como un modo de desestigmatización, al igual que los otros familiares que intentan recobrar la dignidad propia y de sus seres queridos apelando a su inocencia moral. Pero para Sicilia, tal inocencia, como en el caso de los universalistas, se define de acuerdo a su posición en el universo, como lo diría Michael Rosen, en lugar de su posición socio-geográfica. Se podría decir que mientras muchos familiares desestigmatizan a sus hijos estigmatizando a los de otros, Sicilia propone una desestigmatización masiva que no deje ninguna marca de diferencia. Su visión engloba a la nación, pues plantea la necesidad de reconstruir “el tejido social” del país entero a partir del dolor: “este dolor del alma en los cuerpos no lo convertiremos en odio ni en más violencia, sino en una palanca que nos ayude a restaurar el amor, la paz, la justicia, la dignidad y la
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balbuciente democracia que estamos perdiendo... aún creemos que es posible rescatar y reconstruir el tejido social de nuestros pueblos, barrios y ciudades” (“Texto íntegro”).12 Se podría decir que para Sicilia, en el México actual, cada uno es una víctima producto de la indiferencia y la desconsideración colectivas.13 Y cada uno es una (contra)víctima en el México al que Sicilia aspira, puesto que aquel país será construido a partir de la identificación compasiva de cada uno con el sufrimiento de otros. De hecho, Sicilia ha logrado hacer de la compasión prácticamente un derecho civil. En parte es gracias a sus esfuerzos que el gobierno mexicano promulgó la innovadora Ley General de Víctimas. La ley se enfoca en la compensación monetaria de las víctimas y por tanto es muy poco probable que se implemente de forma justa y en su totalidad.14 Sin embargo, al igual que otras leyes mexicanas que son vanguardistas por escrito, establece principios legales importantes. Por ejemplo, en el principio de “buena fe”, la nueva ley prohíbe explícitamente a las autoridades criminalizar o culpar a la víctima de su sufrimiento (Ley, Artículo 5). Define también un principio legal conocido como “mínimo existencial”, el cual estipula que la dignidad constituye la base “mínima” de la existencia humana que el Estado está obligado a garantizar y de la cual la victimización es una violación.15 Asimismo, la Ley General de Víctimas establece como ley la visión de Sicilia que todos los ciudadanos son víctimas que merecen que un Estado compasivo reconozca su trauma. Lo hace al extender el concepto legal de víctima más allá de las víctimas “directas” e “indirectas” reconocidas por 12. Declara que México debe convertirse en “una sociedad de amor” en la que “lo mejor de cada uno se entrega en un compartir cuya sustancia es el gozo de sentirnos juntos, la alegría del consuelo que rompe con la soledad y el egoísmo, y nos convierte en comunidad y comunión” (“La fuerza”). Sicilia no es el único que hace referencias constantes al “tejido social”, las cuales abundan en el discurso sobre las víctimas nacionales a lo largo del espectro político; los ejemplos son demasiados como para enumerar. 13. Cuando Calderón y otros políticos le dan la espalda a las víctimas, Sicilia declara que esto también significa “darle la espalda a la nación entera y a su clamor de paz y de justicia” (“El borramiento”). 14. Ver los comentarios del académico jurídico Edgardo Buscaglia respecto a esto, quien advierte sobre el potencial de corrupción en la administración de un fondo gubernamental para la compensación monetaria de las víctimas (Sobrevilla). 15. La definición de “mínimo existencial”: “Constituye una garantía fundada en la dignidad humana como presupuesto del Estado democrático y consiste en la obligación del Estado de proporcionar a la víctima y a su núcleo familiar un lugar en el que se les preste la atención adecuada para que superen su condición y se asegure su subsistencia con la debida dignidad que debe ser reconocida a las personas en cada momento de su existencia” (Ley, Artículo 5).
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el derecho internacional, para incluir también a la “víctima potencial”, la cual adquiere un estatus legal en México a través de la nueva ley. La “víctima potencial” se refiere a “las personas físicas cuya integridad física o derechos peligren por prestar asistencia a la víctima ya sea por impedir o detener la violación de derechos o la comisión de un delito” (Artículo 4). A primera vista la idea es simple: si uno intenta ayudar a una víctima, por ejemplo, al intervenir en un secuestro o asalto en curso, entonces uno se convierte en una víctima potencial; el Estado reconoce de esta manera el riesgo que se corre al tratar de ayudar a otra persona en peligro. Sin embargo, como categoría jurídica, la víctima potencial es difícil de entender, puesto que se refiere a un Estado todavía no realizado; la víctima que aún no existe. ¿Cómo es posible que una persona “todavía no existente” tenga derechos? Este rasgo característico de la ley pretende alentar a las no-víctimas a ayudar a las víctimas, incluso bajo el riesgo de que ellas mismas se conviertan en una; busca asegurar a las personas que las acciones realizadas a favor de otros serán reconocidas (y recompensadas monetariamente en caso de volverse víctimas directas o indirectas). En este sentido, este artículo de la ley es un intento por contrarrestar la indiferencia hacia los problemas de los demás. Por estar concebida en términos de potencialidad, la categoría de “víctima potencial” abarca a todos.
Conclusión Las voces que he examinado están comprometidas con dar expresión a lo que Rosanna Reguillo denomina “violencia subjetivamente percibida”. Se refiere a “la expansión del miedo, de la indefensión y de la vulnerabilidad” (“De las violencias” 37). Reguillo argumenta que esta experiencia subjetiva de la violencia es en sí parte de la violencia infligida por el Estado y sus narcoenemigos, para quienes “la muerte no es suficiente” (35). Sostiene que estos antagonistas además buscan “exaltar la vulnerabilidad” de la sociedad en general. La resistencia a este nuevo orden por tanto implica confrontar tal experiencia de vulnerabilidad, pero con un ojo crítico: “producir un dispositivo de extrañamiento frente a la violencia, hacerla salir de su naturalización, desplazarla del territorio en el que paraliza y hace colapsar los sistemas de significación a través de la idea de su inevitabilidad” (“De las violencias” 38). Los autores de la contravictimización concuerdan con Reguillo en proponer un regreso a la experiencia subjetiva de la violencia para con-
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frontar directamente la vulnerabilidad. Dotan al habla de las víctimas de un poder que transforma lo abstracto en lo singular, los números en nombres, la estatua sin vida en una persona que siente y percibe. En palabras de Ilán Semo: “Cada relato vuelve al ejercicio fundamental... fijar el nombre, el rostro y la historia de quien la guerra redujo a una estadística”. Sin embargo, en donde difieren los discursos de la contravictimización con respecto a Reguillo es en su énfasis en la proximidad sentimental, no la distancia crítica, como un medio para des-naturalizar la violencia y recobrar la agencia política.16 Esto nos debe hacer pensar. Uno de los aspectos problemáticos de la contravictimización radica en la diseminación de historias sobre las víctimas que contraponen una versión simplificada de los eventos (la criminalización gubernamental de los afectados) con otra igualmente simplista (las víctimas como inocentes). Esto dificulta el reconocimiento de patrones más profundos de complicidad social con la violencia y de historias más complejas de pertenencia e identidad. Además, la facilidad con la que el gobierno se ha apropiado de la contravictimización evidencia los límites de este discurso como discurso de oposición y crítica. En el acto oficial de la promulgación de la Ley General de Víctimas, Peña Nieto declaró: “Con el nuevo ordenamiento se avanza en la construcción de una sociedad de pleno respeto a la integridad del ser humano, sensible y solidaria ante el dolor de un semejante”. Un Estado democrático, continuó, “debe escuchar todas las voces y ser sensible y humano en su trato” y ofreció, “un oído que escuche y un brazo que apoye” (Vargas). Un discurso que se autoriza por medio de la experiencia personal del sufrimiento se presta a usos cínicos. Aunque el objetivo principal de la contravictimización es señalar el trauma del momento actual, lo cual implica ciertos riesgos, también llega a visibilizar lo que Lauren Berlant denominaría el dolor de la subordinación cotidiana, las formas habituales de adversidad que no llegan al nivel de trauma (58). En este sentido la contravictimización posibilita una concientización política importante. Diríamos que el giro contemporáneo hacia la víctima encaja directamente en la larga historia del antiliberalismo en México. Volvemos otra vez a las palabras de Luz María Dávila. En una entrevista con Cristina Rivera Garza, Dávila menciona que la en16. Reguillo también reconoce que es difícil mantener una distancia crítica en condiciones de horror, al declarar que “[l]os datos en torno a los migrantes torturados, sometidos, ejecutados y desaparecidos en este México... hacen colapsar las posibilidades de cualquier pregunta distanciada” (“De las violencias” 42). Sin embargo, insiste en la necesidad de encontrar instrumentos analíticos para enfrentar la crisis.
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tonces primera dama, Margarita Zavala, esposa de Felipe Calderón, había intentado contactarla múltiples veces en los meses después de sus famosa intervención para que hablaran “[d]e madre a madre”; sin embargo, el personal de Zavala siempre la llamó cuando Dávila se encontraba en el trabajo (Rivera Garza 110) ‒un descuido que va más allá de un simple problema de horarios. Refleja la incapacidad de comprender el tejido más complejo de la violencia en el México contemporáneo en el que se inserta la aflicción de Dávila y tantos otros.
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ESTELLE TARICA
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LA BIOPOLÍTICA EN CONTRA DE SÍ: VÍCTIMAS Y CONTRAVÍCTIMAS
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El haplotipo cósmico: discapacidad, mestizaje y el mapa del genoma mexicano Susan Antebi University of Toronto
En 2004, siguiendo el exitoso ejemplo del recién completado proyecto genómico humano internacional, un grupo de científicos en México inició un proyecto nuevo, auspiciado por la Secretaría de Salud, y por medio del recientemente creado Instituto Nacional de Medicina Genómica (INMEGEN). El llamado Proyecto de Diversidad Genómica de la Población Mexicana propuso la creación de un mapa del genoma mexicano, caracterizado como genoma mestizo.1 Los resultados del estudio constituirían una versión mexicana del mapa internacional de haplotipos (Hapmap), una clave para leer los polimorfismos de nucleótidos simples (SNPs), o en otras palabras, la frecuencia y distribución de variación genética en poblaciones e individuos. El Hapmap, a su vez se plantearía como imagen de la supuesta raza mestiza y mexicana (López Beltrán y Vergara Silva 109), y uno de sus propósitos sería la identificación de bases genéticas para la susceptibilidad a enfermedades y condiciones específicas, como la diabetes, la obesidad y la hipertensión.2 1. A veces se refiere al proyecto como Proyecto del Genoma de los Mexicanos. 2. Ver por ejemplo Gerardo Jiménez-Sánchez e Hidalgo en “Preguntas y respuestas del proyecto sobre el genoma del mexicano”: “Los datos generados por el proyecto están siendo utilizados para el análisis de ancestría en diversos proyectos como en análisis genómico del cáncer de mama, diabetes y obesidad en la población mexicana”. En otro momento explican: “Estos marcadores [genéticos] son de gran importancia pues permiten tomar en cuenta las diferencias en los componentes ancestrales de las muestras que se utilizan, lo que genera resultados mucho más precisos para la población mestiza de México” (Web)
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Cuatro años más tarde, en 2008, la compañía farmacéutica Eli Lilly México, ganó el prestigioso Premio de Oro Aspid, por una serie de anuncios comerciales dirigidos sobre todo a un público diabético y a sus médicos (Redacción Merca2.0). Los anuncios publicitarios incluían una serie de fotografías, con el mismo subtítulo en cada caso: “Si tienes diabetes, no dejes que te alcance la sombra de las complicaciones”. En una foto, vemos a un hombre sentado en una silla, mientras come. La sombra de la silla, proyectada hacia atrás del hombre, tiene la forma de una silla de ruedas, o más precisamente, el símbolo internacional de la discapacidad. En una segunda foto, con el mismo subtítulo, un hombre camina por la calle y detrás de su pierna aparece la sombra de una muleta. Y en un tercer caso, se ve una mujer que camina por la vereda, cargada de bolsas de compras; su sombra se asemeja a una figura con bastón. Los anuncios dan la impresión de un anuncio de servicio público, patrocinado por una empresa privada, porque los productos en venta, la insulina y un sistema para monitorear niveles de glucosa en la sangre, aparecen solamente en pequeñas menciones por debajo de las imágenes y frases dominantes (“Sombras”). Esta promoción de productos para controlar la diabetes, y del mensaje en contra de las “complicaciones”, ocurría poco después de un caso judicial en que Eli Lilly se defendía de acusaciones de que su fármaco antipsicótico, Zyprexa, causaba diabetes en algunos pacientes, y de que la compañía había promovido el fármaco de manera ilícita.3 Podemos imaginar que la campaña de Eli Lilly, “por un futuro sin complicaciones”, como indicaba el slogan general, funcionaba en parte para restaurar la imagen de la compañía, limpiándole de la asociación con una posible causa de la diabetes (Zyprexa), y a la vez promoviendo un énfasis en acciones positivas para mejorar la salud y el “futuro”. A la vez, e incluso si no se considera que el calculado cuidado de la imagen de la compañía fuera el propósito de los anuncios, esta campaña de Eli Lilly en el área de la diabetes representa una fase de lo que sería, unos años después, su interés creciente en esta área, debido en parte a pérdidas posteriores en otros mercados, como el de los antipsicóticos (Geschek). Es decir, la representación de la diabetes en los medios masivos se determina aquí en gran parte por sus vínculos, tanto clínicos como mercantiles, con otras enfermedades, condiciones y fármacos. La red de causas y efectos proyectada aquí en cuer3. En 2007 Eli Lilly pagó 500 millones de dólares a un grupo de 18.000 personas para resolver el caso (Berenson).
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pos y poblaciones se intercala con la causalidad económica del mercado global, a la vez que asume el peso de las imágenes e inquietudes locales. Y en el futuro sin complicaciones que plantea Eli Lilly, se negocia no solamente la salud individual, sino sobre todo la de la imagen corporativa como elemento fundamental de su bienestar económico y su futuro. Por medio de la yuxtaposición del proyecto del mapa del genoma mexicano –con su noción explícita de un genoma mestizo con tendencias a adquirir enfermedades particulares– y la campaña publicitaria de Eli Lilly –con su apuesta por “un futuro sin complicaciones”, es decir, sin las consecuencias más visibles de la diabetes– quisiera considerar el papel de la discapacidad en el campo minado de la biotecnología transnacional y la salud pública nacional. Empleo el concepto de la discapacidad aquí desde una perspectiva informada por el campo de los estudios de la discapacidad. En este contexto, la categoría de la discapacidad se ha creado a partir de la noción del cuerpo normal, y por lo tanto tiene sus raíces en las empresas de la eugenesia y las estadísticas (Davis 3; Mitchell y Snyder 844). La discapacidad representa lo que varía de la norma, sobre todo lo que ha sido categorizado históricamente como “defecto”, y puede incluir a cuerpos afectados por diversas enfermedades y condiciones. Además, la discapacidad según esta lectura emerge sobre todo por medio de procesos sociales; no se identifica simplemente en un cuerpo individual, sino en el entrecruce de experiencias corporales y sociales, en las imágenes y sensaciones del cuerpo pero también en el estigma de la diferencia o en las barreras al acceso a recursos para grupos o individuos.4 Se negocia también el lugar de la discapacidad en los procesos de representación e imaginación de las características de una población actual o por venir, en relación con su normatividad relativa. La discapacidad en este sentido resulta ser inseparable de la noción de la biopolítica que elabora Foucault a partir de una historia de la estadística y de los usos de la genética.5 4. El llamado modelo social, en oposición al modelo médico, define la discapacidad como consecuencia del contexto social, y no como parte del cuerpo individual en sí, y tiene una larga historia en los estudios de la discapacidad. Varios críticos han cuestionado la utilidad de este modelo en años recientes, o lo combinan con herramientas de otros modelos críticos, como la fenomenología, para incorporar las experiencias vividas de personas discapacitadas. Ver por ejemplo Tom Shakespeare y Nicholas Watson sobre la historia de los distintos modelos, sus transformaciones y limitaciones. Para una lectura de la discapacidad centrada en la fenomenología, ver Titchkosky y Michalko. 5. Como señala Eugene Thacker sobre Foucault, “in his inaugural lecture at the Collège de France, he outlined as one of his future concerns the production of ‘the knowled-
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Los estudios de la discapacidad, al cuestionar la noción de lo normal como atributo fijo, positivo y deseable, y al considerar los procesos por medio de los cuales se han ido construyendo la normalidad y sus divergencias, postulan maneras alternativas de imaginar –y de habitar– comunidades, cuerpos y futuros. En este sentido, mi lectura pretende señalar –por medio de un enfoque en las representaciones de la medicina genómica, la biotecnología transnacional y la genética racializada nacional– los procesos particulares a través de los cuales se siguen articulando cuerpos y poblaciones deseables o aptos para mercados globales y proyectos nacionales. Al situar y nombrar la discapacidad en este contexto propongo a la vez una reflexión sobre las posibilidades y riesgos de su resignificación afirmativa. De allí, como se discutirá a continuación, mi análisis incorpora el debate de los estudios de la discapacidad, de cómo postular o desear la “discapacidad por venir”, sobre todo por medio de textos de Robert McRuer y Nirmala Erevelles. En el Proyecto del Genoma de los Mexicanos, y en el caso de la campaña publicitaria de Eli Lilly, descritos brevemente aquí, la discapacidad se representa dentro de los parámetros generales de la historia de la eugenesia; es decir como elemento fuera de la norma y que se debe de erradicar.6 Al mismo tiempo, en cada escenario se crea incertidumbre alrededor de la causalidad o la lógica que vincula origen y resultado y la discapacidad, como representación, posibilidad o prognosis aparece en el centro de este enigma. Si la ciencia genómica, en su búsqueda de marcadores genéticos para enfermedades comunes en una población nacional y racialmente designada, implica el propósito de curar o erradicar las enfermedades en cuestión, queda pendiente la cuestión de su articulación continua de los vínculos entre enfermedad, raza y nación, y entre un supuesto gen mestizo mexicano y los cuerpos materiales e imaginados (y sanos y enfermos) de la población actual. El Proyecto del Genoma de los Mexicanos ge of heredity,’ or the knowledge of genetics in the construction of the population” y más adelante, “one of the defining characteristics of Foucault’s concept of biopolitics is the role that the mathematically driven science of statistics plays in defining the population as an entity amenable to political control” (22). Ver también Shelley Tremain para una lectura de los estudios de la discapacidad desde una perspectiva foucaultiana. 6. Se suele entender la eugenesia en términos de proyectos de genocidio, pero en el caso de la historia de salud pública en México, sobre todo en las primeras décadas del siglo xx, la eugenesia se vincula con la higiene, y con el propósito de mejorar la salud de la población, como indica Nancy Leys Stepan en su libro clásico sobre el tema (85). Ver también Antebi (537-538).
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insinúa estas conexiones, sobre todo en su diseminación popular, que incluye referencias a la noción de la raza cósmica.7 Pero no tiende a hacer explícita la lógica de los puntos de contacto entre las categorías en cuestión, sino que depende de un imaginario histórico-nacional para sostenerlos, y así mantiene su cualidad algo enigmática.8 Como bien afirman Carlos López Beltrán y sus colaboradores en su volumen reciente sobre el proyecto del genoma de los mexicanos, la reiteración de la idea del mestizo como ser nacional y como centro de la empresa médica-científica, tiene conocidos antecedentes en la historia del país.9 Pero más allá de los parámetros de lo estrictamente nacional, escribe López Beltrán: “El esfuerzo de los científicos por abrirse un espacio de notoriedad apelando a la identidad mestiza del ser nacional no es ingenuo ni maquiavélico. Responde a una situación compleja, tanto local como internacional, en la que la nueva racialización de la investigación biomédica está en curso y en la que hay tenaces competencias por llegar primero a ciertos hallazgos (…)” (12-13). En este sentido, el lugar ambivalente de la discapacidad para con las identidades nacional y/o racializada, depende de los diversos parámetros de esta “situación compleja”, es decir, obedece tanto a las demandas de mercados transnacionales de alimentos, fármacos y biotecnología, como a una historia nacional de lo mexicano. El papel de las compañías transnacionales como Eli Lilly en el contexto propuesto por López Beltrán sugiere a su vez una participación compleja en la delineación de la discapacidad posiblemente por venir en relación con los cuerpos presentes. El proyecto del genoma de los mexicanos se propone en parte como afirmación de una “soberanía genómica”, es decir como auto-defensa mexicana frente a otros proyectos genómicos, sobre todo de los vecinos del norte, que podrían acaparar los mercados locales de la medicina genómica y así enriquecerse con nuevos territorios. La diabetes en 7. Una imagen empleada para ilustrar el proyecto representa un “guerrero mexicano” enmarcado en la doble hélice del ADN, con los colores de la bandera mexicana (Barba). Ver también Schwartz-Marín y Silva-Zolezzi (500). 8. En un texto de prensa se cita al director del proyecto, Gerardo Jiménez: “El mapa (del genoma) nos va a marcar los kilómetros, fantasmas, indicaciones a seguir en la carretera personal, aún no vamos a encontrar ciudades y pueblos (o genes que causan enfermedades) pero teniendo este mapa, en una primera fase, vamos a acceder más rápidamente a ellos” (Barba). Y el texto prosigue: “El objetivo primordial de este desarrollo es precisar la estructura del genoma en términos de los ancestros de los mexicanos en específico” (Montero). 9. Ver por ejemplo el texto de Marta Saade Granados en el mismo volumen.
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particular representa uno de los terrenos más lucrativos –en México y en el mundo– para la biotecnología; por lo tanto produce, en los casos citados, un paradigma de la discapacidad en movimiento continuo, que tiende a ubicarse en una posición limítrofe para con las categorías de etnicidad, raza y nación. La discapacidad –y en este caso enfatizo la diabetes como un núcleo de representaciones de la discapacidad: de cuerpos y poblaciones, de diagnosis y prognosis, de salud pública y prácticas individuales en las cuales se imponen y se intercalan, implícitamente, las imperativas del mercado farmacéutico y la mirada médica– emerge en el horizonte de la potencialidad genética. La promesa de desenterrar el supuesto secreto de un genoma racialmente específico sugiere el propósito relacionado de identificar diferencias no-deseadas dentro del mismo mapa de haplotipo. Como afirman Gerardo Jiménez-Sánchez, director del proyecto, y sus colaboradores: Los actuales programas de investigación en medicina genómica en México incluyen la construcción de un mapa de haplotipos de la población mexicana, varios estudios de asociación del genoma completo para enfermedades comunes, tales como: la diabetes mellitus, obesidad, enfermedades cardiovasculares y cáncer… (“La medicina genómica”, 1191).
Más adelante en el mismo texto, se señala el tema de la raza: Estos grupos [amerindios locales, europeos, y en menor medida africanos] se han mezclado entre sí durante los últimos 500 años, lo que ha dado lugar a la población mestiza que actualmente representa más del 80% de los mexicanos (González Burchard. et al. 2005). Derivado de esta historia demográfica, es importante caracterizar la composición genética de la población mexicana como el paso inicial para desarrollar exitosamente la medicina genómica en México (1192).10
En este caso, la raza y la discapacidad se producen no simplemente como construcciones paralelas de diferencias estigmatizadas, sino como elementos mutuamente implicados en un proceso de polinización cruzada. Las condiciones como la diabetes y sus complicaciones pueden o no 10. En un folleto del sitio web de INMEGEN, bajo la categoría de “investigación”, se lee: “Su objetivo principal es el de ofrecer las bases de conocimiento para una práctica médica basada en las estructuras genómicas de las poblaciones mexicanas y en sus características epidemiológicas” (Instituto Nacional de Medicina Genómica 5).
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revelarse con el tiempo en poblaciones o individuos dados, pero la lógica del Hapmap inscribe su posibilidad proyectada como código permanente. Como escribe Fabrizzio Guerrero McManus en referencia al tema: “El snp o haplotipo de la diabetes nos hace, aunque no diabéticos, sí consumidores dentro de ese mercado. Consumidores cautivos que no pueden curarse porque aquello está en sus genes” (192). De una manera similar, la retórica visual de la campaña publicitaria de Eli Lilly descrita aquí representa la discapacidad en potencia como una presencia perturbadora. En los anuncios publicitarios, una sombra oscura persigue –o espera– a los que tienen diabetes, una que no se puede borrar, pero que quizás puede ser superada a través de medidas públicas y privadas adecuadas. La sombra separada del cuerpo en cada imagen insiste en la diferencia entre la diabetes y sus complicaciones, evocadas con símbolos reconocidos de la discapacidad, a la vez que subraya una causalidad necesaria entre la condición y su posible prognosis. La sombra y el cuerpo dependen el uno del otro, inseparables pero nunca equivalentes, en una relación paradójica que se asemeja al vínculo ambivalente entre cuerpo material e información codificada en la biotecnología contemporánea, como se discutirá a continuación. El problema que representa la discapacidad aquí no es simplemente debido a su identificación con una condición física o complicación que se debe de evitar (“por un futuro sin complicaciones”, es decir, sin discapacidad, o incluso una sociedad futura sin personas discapacitadas). Además, la ansiedad implícita en torno a su presencia, literal o por venir, se alimenta de la incertidumbre de su causalidad, definición y prognosis. La discapacidad se identifica, aunque de manera efímera, en el provocativo código nacional mexicano y mestizo. Desde otro ángulo, la discapacidad mexicana resulta nómada, apareciendo en el cuerpo y los genes racializados del mexicano americano, parte de un cuerpo estadounidense (trans) nacional, enfermizo y excesivo, como sostiene Michael Montoya en su importante estudio Making the Mexican Diabetic (2011). En el ámbito definido por una lectura de la medicina genómica, la discapacidad tiende a ocupar un lugar en tránsito, ofreciéndose como materia prima para estadísticas de población, y asomándose en potencia entre código y cuerpo. La discapacidad se posterga; se expresa por el porcentaje calculado de una posible expresión fenotípica futura. Se proyecta hacia el pasado a través de los códigos de herencias supuestamente compartidas, y se redistribuye continuamente por cuerpos contemporáneos y prácticas de salud públicas y privadas. Al leer la discapacidad y la raza aquí en términos de la cien-
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cia genómica y la biotecnología en sus articulaciones mexicanas y transnacionales, se crea entonces un eco inevitable del discurso vasconceliano de la raza cósmica, en el que se reitera el deseo ambivalente de un porvenir que es a su vez cuerpo presente, y que encierra el dilema de la diferencia en el proceso de borrarse: “los monstruos” y “los muy feos”, sin los cuales el proyecto de Vasconcelos no tendría finalidad. En otras palabras, la discapacidad se sitúa aquí como la contracara de la raza mesiánica proyectada por Vasconcelos y por lo tanto obedece a la misma estructura temporal, marcando líneas de fuga hacia pasado y futuro. Evoco a Vasconcelos en parte para situar la mestizofilia presente en el proyecto del genoma de los mexicanos en el contexto de una historia posrevolucionaria más amplia de los vínculos articulados entre la salud pública y la identidad nacional.11 Pero la raza cósmica es además relevante aquí debido a su estructuración de un discurso mesiánico, en el cual se conjuga el futuro y el presente de la nación y la raza en términos pseudogenéticos. Es decir, la ambivalencia del cuerpo futuro y presente –que representa por un lado el misterio eucarístico en el cual se basa el discurso vasconceliano de este texto– depende a la vez de una fascinación por el código genético, entendida al nivel popular como materialidad en potencia, o información suspendida entre el verbo y la carne.12 De una manera semejante, la discapacidad representada en la campaña de Eli Lilly, y en el Proyecto del Genoma de los Mexicanos, ocupa el lugar ambivalente de una potencia genética, de un porvenir posible que evoca ansiedad, que pretende vincular pasado, presente y futuro, sin resolver los mismos enigmas que plantea. Esta ubicación efímera de la discapacidad la inscribe en términos de una trayectoria temporal y señala los parámetros de su futuro. Leer la discapacidad aquí implica, por lo tanto, considerarla en el horizonte de un futuro proyectado. Si el optimismo de la medicina genómica se basa en la expectativa de un futuro humano más “sano”, o incluso en una distribución de recursos de salud pública más equitativa, desde los estudios de la discapacidad se tiende a proyectar un mundo más incluyente, 11. Ver sobre todo Schwartz-Marín y Silva-Zolezzi, sobre la mestizofilia en el Proyecto (500-502). En el texto de Vasconcelos, se nota el interés por las ciencias y especialmente la biología, con las menciones de “la eugénica misteriosa del gusto estético” (70) y “la ley de Mendel” (77). El estudio de Stern, y el de Leys Stepan son fundamentales para una lectura de la salud pública en la época de Vasconcelos. 12. El mesianismo en Vasconcelos sostiene a su vez las tendencias fascistas de su obra, más presentes en textos posteriores, en los que la estetización de la política y la erradicación futura de lo indeseable se vuelven más explícitas.
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más abierto a la “discapacidad por venir”. En libros recientes, de gran impacto en el campo, tanto Robert McRuer como Nirmala Erevelles incluyen reflexiones acerca de cómo “desear la discapacidad por venir”, y de las posibles condiciones limitantes de este deseo. Para McRuer, el futuro se construye en términos derrideanos, de la bienvenida “siempre-imposible”, y de la democracia por venir. Aquí cita a Derrida: “For democracy remains to come… belonging to the time of the promise, it will always remain, in each of its future times, to come: even when there is democracy, it never exists, it is never present, it remains the theme of a non-presentable concept” (208). El marco de esta promesa, lo que McRuer denomina en su texto, “crip promise”, es lo que le permite concluir con una apertura optimista hacia un futuro indefinido. Erevelles, por su parte, enfatiza la contingencia de las condiciones sociales que podrían permitirnos desear y darle la bienvenida a la discapacidad por venir. Especifica este deseo como “a historical condition of possibility that does not reproduce economic exploitation on a global scale” (63). Su lectura se basa en el texto de Hortense Spillers, “Mama’s Baby, Papa’s Maybe”, y enfatiza el contexto del comercio de esclavos africanos como proceso por medio del cual se produce y se explota la discapacidad racializada. En el momento crucial del encuentro entre europeos y africanos, aquéllos describen a éstos como “negros” y “feos” (Erevelles, 40). La discapacidad se produce además a través de la mutilación literal de cuerpos africanos, aspecto intrínseco de la subyugación de seres humanos en el contexto de la empresa de la esclavitud. Escribe Erevelles: “It is precisely at the historical moment when one class of human beings was transformed into cargo to be transported to the New World that black bodies become disabled and disabled bodies become black” (40). De esta manera se ejemplifican los riesgos inherentes en la crítica puramente celebratoria de transgresiones corporales, subrayando la importancia del trasfondo histórico y violento por detrás de la discapacidad como experiencia y representación, social y materialmente constituida. Tomando en cuenta las diferencias de lectura entre McRuer y Erevelles, lo que señalan los dos críticos aquí citados se acerca de una manera general a un dilema común a algunas lecturas de la biopolítica, en las cuales se plantea el problema del futuro o lo por venir en términos de la posibilidad relativa de una biopolítica afirmativa. Esposito, por ejemplo, traza un futuro virtual e impersonal en el caso que emplea de un personaje de Dickens de la novela Our Mutual Friend, en el borde entre la vida y la muerte. Escribe, aquí en referencia a una lectura de Deleuze: “It is this
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biojuridical node between life and death (…) that, rather than separating them, recognizes the one in the other, and discovers in life its immanent norm, giving to the norm the potentiality (potenza) of life’s becoming” (194).13 Una característica importante de esta biopolítica potencialmente afirmativa, y futura, es su transgresión del individuo y su apertura hacia lo impersonal (194). Agamben también enfatiza la apertura hacia una colectiva futura (o, “comunidad por venir” como indica el título de su libro) sin sujetos individuales o “condiciones de pertenencia” (85), aunque en este caso lo por venir no se traduce siempre en términos afirmativos.14 La posibilidad de “desear la discapacidad por venir” se inscribe en el ámbito de este dilema de la biopolítica contemporánea, en el que la biopolítica de una lectura dada se traduce sutilmente en una thanatopolítica, o viceversa. A la vez, este posible deseo requiere una lectura arraigada en los contextos materiales y discursivos por medio de los cuales la discapacidad se expresa y se experimenta, o como señala Erevelles, la lectura dependerá de su acercamiento a “las condiciones sociales que constituyen la discapacidad” (27). En el caso de la lectura presente, estas condiciones, a nivel inmediato, incluyen los puntos de contacto, a menudo contradictorios, entre el mestizaje como elemento de un discurso nacionalista –lo que se constituye en el proyecto del genoma como “soberanía genómica”– y un mercado transnacional de la biotecnología, determinado por la globalización y el neoliberalismo contemporáneo. En varios casos de estudios científicos sobre la genética humana en México, se enfatiza la noción del mestizaje en términos de la historia cultural del país, a partir de la conquista, a veces de una manera reductiva. Por ejemplo, Gorodezky y sus coautores describen el impacto inicial de la llegada de los españoles a las Américas: “The Spaniards followed the usual pattern of conquest, subjecting native women to pregnancy by rape, and enslaving men, women, and children… The history of admixture goes back to the landing of Cortés and the process of admixture has been the 13. La noción de “norma” aquí se diferencia del sentido convencional de la palabra: “Completely normal isn’t the person who corresponds to a prefixed prototype, but the individual who preserves intact his or her own normative power, which is to say the capacity to create continually new norms” (191). 14. En su elaboración de la noción del “tiempo mesiánico” Agamben postula una biopolítica afirmativa, según la lectura de Lorenzo Chiesa (162). Para Timothy Campbell, en cambio, la lectura de Agamben suele caracterizarse por una biopolítica negativa: “always already a thanatopolitics” (2). Campbell nota, sin embargo, que The Coming Community, “evades the thanatopolitics of so much more of [Agamben’s] recent work” (37).
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vertebral axis of the history of Mexicans during the last 500 years” (980). En el mismo texto los autores se aferran al concepto del mestizaje como producto de tres “razas”. De hecho, el resumen (abstract) del artículo se inicia con la siguiente pronunciación: “Mexican Mestizos, who are the result of the admixture of Spanish, Indian, and Black genes, were analyzed for different systems” (979). La mestizofilia, como parte de un discurso nacional que sigue operando e informando conceptualizaciones del genoma de los mexicanos en los laboratorios de INMEGEN, según argumentan Ernesto Schwartz-Marín e Irma Silva-Zolezzi, incluye la noción de la violencia de la conquista como punto de partida para la formación genética del mestizo mexicano contemporáneo. Pero como también demuestran Schwartz-Marín y Silva-Zolezzi, el mismo discurso aún en el contexto de los laboratorios científicos, tiende a simplificar la causalidad histórica para poder insistir en una lógica genética que tienda puentes entre, por un lado, los encuentros de diversos grupos étnicos y por otro, los resultados clínicos del análisis de poblaciones actuales. Al enmarcar el Proyecto del Genoma de los Mexicanos en términos de propósitos específicos de la medicina genómica, en este caso, el desarrollo de fármacos aptos para condiciones como la diabetes y la hipertensión en la población mexicana, se extiende la lógica genética del llamado mexicano mestizo –que ya encarna la historia del encuentro racial violento– hasta la diagnosis de enfermedades propias de su cuerpo y de sus genes. La historia de la mestizofilia posrevolucionaria en México resulta inseparable de las campañas de salud pública e higiene de las primeras décadas del siglo xx. La insistencia en la exclusión de enfermedades o condiciones de la época (sífilis, alcoholismo) medidas y observadas en cuerpos individuales, tenía el propósito explícito de mejorar la “raza” y la genética nacional; es decir, el futuro del país (Stern 369-371). En este sentido, se puede leer el discurso del mestizaje, tanto en los años veinte y treinta como hoy en día, en términos de una mirada nacionalista y autorreflexiva, que incorpora una preocupación constante por la enfermedad como parte de un legado histórico y racial particular, y un futuro posible. Por otra parte, como argumenta Claudio Lomnitz, la mestizofilia e incluso la figura del mestizo surgen sobre todo de las experiencias de mexicanos –y comunidades mexicanas– en la frontera con los Estados Unidos, a partir de mediados del siglo xix. Más recientemente, en el contexto del auge de la biotecnología, la medicina genómica, y la supuesta posibilidad de identificar una base racial para ciertas enfermedades, la figura del genoma mestizo y mexicano adquiere un nuevo valor; por la información que
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contiene, y por la promesa de dividendos futuros, sobre todo en el mercado farmacéutico global. Es decir, la discapacidad, condición intrínseca del genoma mestizo, se produce en este contexto en términos de los parámetros discursivos del Hapmap, como mirada autorreflexiva, y como mercancía transnacional. Depende no solamente de una historia violenta de encuentros reproductivos interétnicos, sino también de los encuentros, a menudo asimétricos, entre el discurso científico, la evidencia clínica y el mestizaje como discurso popular nacional. Más aún, sigue circulando como indicio de la brecha en el discurso del mestizaje nacionalista, en su momento de apertura hacia nuevos mercados, nuevos espacios. Sirve como signo de ganancias futuras posibles, sin indicar un beneficiado específico. Su historia incluye, además, la huella ambigua y provocativa de una fusión de información y materia biológica. Algo que parece distinguir el Proyecto del Genoma de los Mexicanos de otras investigaciones en el campo de la genética o ciencia genómica es precisamente la insistencia en la especificidad nacional del genoma y del proyecto en sí. Como modelo de contraste se podrían señalar los proyectos de investigación genética en los Estados Unidos y en particular la búsqueda de bases genéticas para la diabetes. En su estudio antropológico de la ciencia genómica en los Estados Unidos, Michael Montoya investiga las interacciones humanas a lo largo de un proceso de análisis genético, desde la colección de muestras de ADN en una población fronteriza de Texas, hasta la diseminación de resultados en conferencias y revistas, pasando por laboratorios y bases de datos en otras partes del país y del mundo. Es notable en este caso la presencia de categorías raciales y étnicas, o “folk taxonomies” (15), en la organización de datos, mientras que el proceso de colección de muestras pasa por ambos lados de la frontera entre México y los Estados Unidos, sin discriminación.15 Es decir, la mexicanidad que circula en estos estudios y en el análisis de Montoya tiene menos que ver con una categoría nacional y depende más bien de una clasificación bioétnica. Montoya emplea el término “Mexicanos/as” (sin letra cursiva) en un texto escrito en inglés, sugiriendo una categoría identitaria en la que la nación se racializa y transgrede fronteras de una manera sólo posible fuera del país llamado México.16 15. Aquí Montoya toma el término “folk taxonomies” del antropólogo Jonathan Marks. 16. Por ejemplo, “The Mexicano/a body is a fulcrum of biopolitics and governmentality upon which great investment and potentially profit (scientific, material, symbolic)
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En cambio, en la literatura disponible sobre el Proyecto del Genoma de los Mexicanos, tanto en medios masivos como en revistas especializadas, se reitera el énfasis en lo nacional. Por ejemplo, en el artículo ya citado del director del Instituto Nacional de Medicina Genómica y sus colaboradores, se lee: La cuidadosa planeación y los compromisos de los diferentes actores de la sociedad mexicana, junto con las sólidas alianzas en marcha, permiten prever el exitoso desarrollo de la medicina genómica de México en beneficio del cuidado de la salud de su población. Adicionalmente, su trabajo científico, infraestructura, y compromiso con la innovación tendrán un efecto sobre América Latina y permitirán a México participar en la transición mundial hacia una economía basada en el conocimiento (“La medicina genómica” 1196).
Aquí y en otros casos, se subraya el funcionamiento del proyecto en términos de un territorio y una población nacionales. Es además notable la manera en que se hace explícito el vínculo deseado entre la salud de la población del país y el bien de la economía global en la que México podrá entrar plenamente, no como mero mercado o fuente básica de mano de obra, sino como productor de una sustancia más prestigiosa, y más efímera: el conocimiento. Es además una manera de seguir insistiendo en los parámetros de lo nacional dentro de un paradigma económico más bien global. En otro texto sobre el proyecto, publicado por un equipo de investigadores de la Universidad de Toronto, se hace aún más explícito el tema de la soberanía genómica, y los retos económicos a los que se enfrentan los científicos mexicanos, pero en este caso desde una mirada externa. Esta perspectiva se nota a partir del título, “Genomics, Public Health and Developing Countries”. En una entrevista citada en el artículo, uno de los informantes mexicanos afirma: We believe that if we do not carry out studies to understand our genomic patrimony that we possess, well, no one else will because they will be interested in their own populations. Secondly, should the interest exist and they [the other countries] come to get this information, they make us dependent on this information and then it will cost us. We have to develop our own genomic information (Séguin et al. S5-S6). teeters” (100).
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En este caso también la cuestión del interés nacional, o “patrimonio” en abstracto se traduce fácilmente a un costo más definido en el contexto del mercado internacional. Según se explica en el mismo artículo, una ley reciente prohíbe la exportación de material genético fuera de México sin la aprobación de la Secretaría de Salud, con el propósito de asegurar que los beneficios de la medicina genómica sean accesibles a la población mexicana (S6). Y de hecho, en su libro, Montoya nota un caso de este mismo tipo de exportación, en el que una investigadora mexicana gana un puesto posdoctoral en los Estados Unidos, debido –en parte– a su posesión de muestras genéticas de personas diabéticas de una población zapoteca de Oaxaca (148).17 Es notable para la lectura de este caso que la población zapoteca fuera el único ejemplo de inclusión de un grupo indígena en el proyecto del genoma de los mexicanos. Todos los demás participantes eran “self-identified mestizo individuals” (Silva-Zolezzi et al. 8611). Como notan los investigadores, “Considering that Zapotecos have been shown as a good ancestral population for predicting Amerindian (AMI) ancestry in Mexican Mestizos (16), we included 30 Zapotecos (ZAP) from the southwestern state of Oaxaca” (8611). El valor del ADN zapoteca se mide en términos de su ubicación en el mapa más general del mestizaje mexicano, como índice de un pasado que se sigue produciendo en la población presente, de aquí su valor particular tanto fuera como dentro del país.18 En los casos aquí citados se recalca el dilema del encuentro entre la articulación de un proyecto nacional y los complejos intereses globales, no solamente en el contexto del mercado sino también al nivel de los bienes simbólicos de la ciencia genómica internacional. El encuentro o fusión parcial se asemeja a los puntos de contacto o conflictos que se producen entre intereses públicos y privados, un tema común en la literatura sobre el Proyecto del Genoma de los Mexicanos. El equipo canadiense de investigadores nota, por ejemplo, que el proyecto representa parte de un cambio más amplio en el paradigma de la investigación científica: “INMEGEN’s strategic plan also reflects a more global shift in thinking from a purely academic approach in human genetic research to a broader approach that includes public-private partnerships and technology transfer” (Séguin et al. S8). En este sentido, el nacionalismo discursivo en torno al proyecto se arti17. El texto no especifica el año en que ocurre el incidente. 18. Ver aquí López Beltrán y Vergara Silva 132.
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cula en términos de una mirada globalizante, la cual a su vez determina en parte el posicionamiento del Estado neoliberal. Vemos la ambivalencia y complejidad de esta articulación nacional en una anécdota descrito por López Beltrán y Vergara Silva, acerca de una ceremonia en el 2009 en la que el director del INMEGEN le ofreció al presidente en aquel entonces, Felipe Calderón, una copia del recién publicado artículo “Analysis of Genomic Diversity in Mexican Mestizo Populations to Develop Genomic Medicine in Mexico” (López Beltrán y Vergara Silva). El texto salió en la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of Sciences, hecho que consagra el éxito internacional y la calidad de la investigación, pero la ceremonia insiste sobre todo en el aspecto nacional del proyecto y en la idea del genoma como patrimonio mexicano. En esta escena se nota el peso de la materialidad del artículo, el conocimiento entregado que se asemeja al concepto de la soberanía genómica, el mestizaje contenido por el objeto descubierto y aislado: el genoma mexicano. Como afirman López Beltrán y Vergara Silva, “En nombre de la nación, el presidente recibía, metafóricamente, la custodia del código biológico identitario del mexicano” (100). El valor de la investigación, desde luego, es virtual y en continua circulación y de la misma manera el genoma en sí es un código, pero en esta representación se ofrece una fusión paradójica de la materialidad biológica como información. La paradoja implícita aquí pertenece al concepto y estructura del Hapmap en sí, debido a su manera de crear continuidades entre código y materia. De acuerdo a Eugene Thacker, toda biología en la era contemporánea de la bioinformática es simultáneamente información y materia. El concepto de la vida entendida como división interactiva entre la carne y el código, o si se prefiere, la materialidad y el patrón, no es nuevo ni exclusivo a la edad de la bioinformática. Pero en la lectura de Thacker, lo que hace este momento único es la manera en la que la colección y organización de la información en la biotecnología funciona a través –y resulta inseparable– de la materia genómica. El genoma es código y sustancia. Las técnicas de hacer secuencias genómicas se determinan por el genoma, lo que a su vez parece corresponder a las estructuras de procesar la bioinformática en un circuito de retroalimentación o simbiosis entre el código y la biomateria. Thacker emplea aquí el ejemplo de un “cromosoma artificial de bacteria” en que el ADN bacterial se usa para replicar los genes humanos, con lo que él llama una “base de datos in-vitro” o “fotocopiadora biológica” (17). Vemos en este caso la facilidad con la que una sustancia biológica (la bacteria) se convierte en un mecanismo formal, imposibilitando la separación entre forma y contenido.
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La insistencia de Thacker en el concepto del “intercambio biológico” o en sus palabras, la idea de que “biology is information, and information is inmaterial and material” sostiene su lectura de la biología en el contexto de la globalización, como otra forma más de intercambio (21). Señala, no obstante, que la característica global de intercambio biológico se limita y se determina por los intereses del Occidente y sobre todo a través de laboratorios en los Estados Unidos, algunos países europeos y Japón. En este contexto, el Proyecto del Genoma de los Mexicanos ocupa un espacio particular, en el que en ciertos momentos parece resistir al paradigma global de la biología en circulación abierta, como en el ejemplo de la ceremonia mencionada arriba, o en la noción de la “soberanía genómica”. La discapacidad articulada por medio del Proyecto del Genoma de los Mexicanos y por la campaña publicitaria de Eli Lilly, descritos al inicio de este ensayo, se ubica en el centro del dilema de la llamada soberanía genómica, que es a su vez intrínseca al Estado neoliberal mexicano en su contexto histórico y global. Aquí se identifican, de manera general, las condiciones determinantes de cualquier horizonte futuro para esperar –o desear– la discapacidad por venir. En este punto resulta útil la formulación de Jasbir Puar, quien reestructura la oposición convencional entre discapacidad y capacidad (ability) para ubicar a los cuerpos y poblaciones del mundo contemporáneo en términos de un continuo de lo que ella llama la “debilidad”, una categoría que incorpora de manera desigual a los que morirán lenta o prematuramente (180). Escribe Puar: “Bioinformatic frames –in which bodies figure not as identities or subjects but as data- entail that there is no such thing as non-productive excess but only emergent forms of new information (...) debility –slow death– is profitable for capitalism. In neoliberal, biomedical, and biotechnological terms, the body is always debilitated in relation to its ever-expanding potentiality” (180). En el contexto mexicano, y tomando en cuenta la lectura de Puar, podemos decir que el genoma mestizo adquiere valor en sí y para los cuerpos que ostensiblemente representa, al abrirse en potencia a la diabetes, pero también a la asimetría de un mercado nacional y global. Me parece que esta configuración de la debilidad, en la cual habría que incluir las diversas manifestaciones –corporales e informáticas, literales y proyectadas– de la diabetes, señala una versión del dilema fundamental del horizonte de la biopolítica que pretende ser afirmativa. Al concluir su texto, Puar indica la posibilidad de una lectura afirmativa, o por lo menos prometedora de la debilidad, cuando insiste en, “an affective politics, attentive to ecologies of sensation and switchpoints of bodily capacities (…) multiple temporalities and becomings” (183) en lugar de la figu-
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ra más tradicional del “sujeto en duelo” (183). La apertura siempre excesiva de las corporalidades evocadas en estas líneas de Puar corre el riesgo de revertirse sutilmente al modelo de ganancia y explotación económica, porque las nuevas configuraciones no pueden dejar de producir información. Visto de otra manera, la ganancia implícita en la política afectiva aquí señalada viene en parte de su estética particular; es decir, gana una aprobación crítica por su uso de un lenguaje atractivo, al abrirse hacia una resignificación supuestamente transgresiva de la corporalidad en el marco de la biotecnología globalizante. Se encuentra un modelo de resignificación algo similar en la conclusión del texto de Esposito, Bios, cuando el autor enfatiza el ejemplo de la novela de Dickens como indicio de una posible biopolítica afirmativa: “What Dickens calls ‘outer husk’ or a ‘flabby lump of mortality’ has not a little to do with the ‘empty shells’ and ‘life unworthy of life’ of Binding and Hoche –with Treblinka’s flesh of the ovens– yet with a fundamental difference that has to do with a change in orientation; no longer from life seemingly to death, but from death seemingly to a life ...” (194). La semejanza con la estructura de resignificación en Puar resulta más clara si se toma en cuenta la manera en que Esposito también pretende trascender los límites del sujeto individual, por medio de ejemplos de contacto íntimo entre vida y muerte. La sutileza con la que se transfieren los contornos de un modelo violento a un proyecto potencialmente afirmativo sugiere el riesgo de reiterar la violencia o explotación; este movimiento crítico no indica necesariamente la imposibilidad de una biopolítica (o una lectura de la discapacidad futura) afirmativa, pero sirve de advertencia de sus condiciones limitantes. Tratar de darle la bienvenida a la discapacidad por venir implica en este contexto siempre haber llegado un poco tarde a la escena en cuestión, porque el conjunto articulado por el genoma mestizo mexicano (soberanía genómica) y la biotecnología global predefinen y saturan el horizonte de su potencialidad. Es decir, en términos de la publicidad de Eli Lilly, las connotaciones de la sombra ya presente se aplicarán continuamente a su significación futura, sus complicaciones. En la publicidad, el imperativo de evitar complicaciones es lo que carga los símbolos convencionales de la discapacidad –la silla de ruedas, la muleta, el bastón– de valor negativo, a la vez que negocia la normalización de cuerpos y prácticas corporales. La diabetes aquí no es simplemente enfermedad, o condición, sino la posibilidad continua del desarrollo de más complicaciones, y la necesidad y el costo de evitarlas. En este sentido se asemeja de cierta manera al llamado genoma mestizo, que
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también sugiere los riesgos de una salud comprometida en el futuro, y requiere la atención especializada de la medicina genómica. La sombra del futuro, evocación y amenaza de una discapacidad por venir en el contexto de la publicidad, define la ambivalencia del cuerpo suspendido entre materialidad biológica e información genómica, y entre el diagnosis de una enfermedad y su posible prognosis, los síntomas indicados en su horizonte. Los vínculos predeterminados entre estos estados limitan el futuro de la discapacidad –la discapacidad por venir– a los parámetros de la medicina genómica, y en este caso al genoma mestizo en un contexto nacional y globalizante. Si el peso de los factores determinantes de la discapacidad en las representaciones consideradas aquí parece ofrecer pocas posibilidades de una resignificación afirmativa, que no repita los lugares comunes de la explotación socioeconómica y racial, o lo que Michael Montoya llama “the genetics of inequality”, pide, sin embargo, un análisis crítico que insista en hacer cuentas y en leer las consecuencias de los signos en circulación. El uso literal en la publicidad de Eli Lilly del signo más reconocido de la discapacidad a nivel internacional tiene más implicaciones, quizás inesperadas, en el contexto mexicano en el que se produce y se publica. Según comenta Beth Jörgensen, en el periodo del 2000 al 2012, que corresponde a los sexenios de Vicente Fox y de Felipe Calderón, se aumenta de manera notable la legislación por los derechos de personas con discapacidad. Se crea por ejemplo la “Ley Federal para prevenir y eliminar la discriminación” (2003), la “Ley General para personas con discapacidad” (2005), y la “Ley General de inclusión de personas con discapacidad” (2011). Además en 2007 se firma en México la “Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad” (4). Los cambios legislativos no implican siempre un mejoramiento real para las personas con discapacidad en México, ya que las leyes no se cumplen en muchos casos, y con frecuencia no se especifican las consecuencias de las infracciones (Gamio Ríos 436-438). Sin embargo, la existencia de una serie de nuevas leyes sobre este tema implica un enfoque de parte de los gobiernos en la accesibilidad de recursos para personas con discapacidad, que se traduce –en la imaginación popular y en el paisaje literal de los transportes públicos y otros espacios– en un aumento de la presencia del símbolo universal de la discapacidad o accesibilidad: la figura esquemática de una persona en silla de ruedas. El “futuro sin complicaciones” que señala la publicidad de Eli Lilly se aprovecha del mismo símbolo, no para invitar la inclusión de todo tipo de
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cuerpos en espacios públicos, sino para indicar las características de los cuerpos menos deseados, y ofrecer una supuesta manera de evitarlas. Acaso esta simbolización, que ocurre en la misma época de la nueva legislación, gracias en parte a políticas de apertura a mercados globales y corporaciones transnacionales, contiene el verdadero sentido de las leyes por una supuesta inclusión de los discapacitados. Es decir, la discapacidad se incluye como futuro porque su simbolización, como advertencia, genera ingresos. La posibilidad de desear una discapacidad por venir en este contexto no depende en primer lugar, por tanto, de una resignificación transgresiva de cuerpos y códigos. Requiere más bien el examen crítico de los vínculos entre intereses públicos y privados, locales y globales, alrededor de las significaciones de la discapacidad en juego. El enigma de la discapacidad como estructura de causalidad, que participa en la configuración de identidades racial y nacionalmente definidas, y que impulsa la empresa de la medicina genómica, esconde una causalidad más tangible, la que determina y activa los puntos de contacto entre Estado y mercados transnacionales. El espacio afirmativo de una discapacidad por venir –que hay que seguir deseando– se podrá abrir solamente a partir de un desentrañamiento activo de los hilos que han constituido genoma y cuerpo, cuerpo y mercado, como elementos de un futuro mestizo mexicano (trans)nacional y de las desigualdades que implican.
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El oficio del CYBORG: nuevas direcciones para una identidad poshumana en américa latina J. Andrew Brown Washington University in St. Louis
“El manifiesto cyborg” de Donna Haraway es, a la vez, un documento fundacional para los estudios poshumanos, y uno de sus textos más problemáticos, especialmente cuando es visto desde la perspectiva de aquellos que intentamos entender la formación de subjetividades poshumanas dentro de los contextos latinoamericanos o de las identidades que emergen de él.1 El pensamiento de Haraway ha evolucionado desde la publicación del documento y aunque no podemos fijarlo en el momento de los años ochenta en que ella escribió su manifiesto, perdura aún como el texto que más ha influido en la manera en que teóricos y críticos conciben las posibilidades de una cultura cyborg. Se trata de un texto que ha inspirado a muchos críticos, latinoamericanistas y de otras disciplinas, a embarcarse en una suerte de “caza de cyborgs”, ilusionados con las posibilidades e implicaciones que el manifiesto sugiere para pensar y repensar la identidad a comienzos del siglo xxi. A la vez, esas “cazas” conllevan sus trampas, especialmente en los estudios latinoamericanos, ya que salimos del hábitat en que Haraway trabajaba y pensaba. Al tiempo que intentaba mirar hacia el “Tercer Mundo”, padecía de una perspectiva firmemente situada en su contexto norteamericano, usando la figura liberadora del cyborg para colocar a las mujeres que trabajan en fábricas bajo una sola e
1. Para una discusión del cyborg y de la identidad poshumana en América latina, véase mi Cyborgs in Latin America.
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impuesta subjetividad cyborgiana.2 Sostiene, por ejemplo: “Ironically, it might be the unnatural cyborg women making chips in Asia and spiral dancing in the Santa Rita jail whose constructed unities will guide effective oppositional strategies” (154). Sus mujeres, lejos de gozar de individualidad, son llamadas cyborg como si su resistencia careciera de un concepto unificador para la aplicación del término. Esta afirmación muestra en parte la posición problemática de la obra de Haraway. Ésta reconoce como esencial el tomar en cuenta la multiplicidad de voces cuyas luchas difieren de la perspectiva primermundista, pero nunca abandona por completo los binarismos de la formulación Primer Mundo/Tercer Mundo. Por ejemplo, al reconocer el problema en una discusión amplia de la obra de Chela Sandoval, Haraway anota, White women, including socialist feminists, discovered (that is, were forced kicking and screaming to notice) the non-innocence of the category ‘woman’. That consciousness changes the geography of all previous categories. Cyborg feminists have to argue that ‘we’ do not want any more natural matrix of unity and that no construction is whole (157).
Leyendo a contrapelo nos damos cuenta de un estereotipo que perdura: los blancos que aprenden del Otro, pero que no superan la oposición binaria blanco/Otro. Cuando combinamos esta cita con la anterior, vemos cómo el papel de las mujeres cyborg de Asia, de la cárcel de Santa Rita, constituye su objeto de estudio, pero no logran una subjetividad propia. Su oficio es contribuir a la transformación y concientización de las mujeres blancas que necesitan esa instrucción para llegar a ser las verdaderas “cyborg feminists”. Creo que en este punto podemos apreciar otra ironía en el trabajo de Haraway: el hecho de que sus cyborgs nunca escapan de la ideología, de los varios discursos de control que imponen condiciones y límites en la definición del sujeto cyborg. Es decir, mientras Haraway dedica mucha tinta a mostrar cómo los cyborgs subvierten a sus padres al negar los mitos de creación, desestabilizando estructuras inherentes al complejo militarindustrial que les dio a luz, ella no los libera para que puedan ejercer su libre albedrío, sino que los recluta inmediatamente para otra función, esta vez como parte de una misión dedicada a destruir las estructuras patriarcales. Ella extiende la definición de sus mujeres cyborguianas asiáticas y latinas con la siguiente explicación de su nuevo mito: 2. Chela Sandoval y Joseba Gabilondo extienden el análisis de Haraway tocante al Tercer Mundo en los artículos que contribuyeron al Cyborg Handbook.
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So my cyborg myth is about transgressed boundaries, potent fusions, and dangerous possibilities which progressive people might explore as one part of needed political work. One of my premises is that most American socialists and feminists see deepened dualisms of mind and body, animal and machine, idealism and materialism in the social practices, symbolic formulations, and physical artifacts associated with ‘high technology’ and scientific culture. (...) the analytic resources developed by progressives have insisted on the necessary domination of technics and recalled us to an imagined organic body to integrate our resistance (154).
Llaman la atención los movimientos extraños de su argumento, que nos lleva de las mujeres trabajadoras de Asia que ha identificado como cyborg a las socialistas norteamericanas que necesitar aprender de esos objetos de estudio. La naturaleza poshumana de las trabajadoras funciona más como lección que como característica de sujetos que actúan y piensan. Luego, nos movemos desde las fronteras transgredidas a una resistencia integrada, a una situación en la que la subjetividad no tiene la opción de extenderse con la promesa de lo poshumano, de salir de sus límites, sino que se encuentra otra vez encerrada dentro de otra unidad, como parte de otra integración. El arma de Haraway en contra de la injusticia política, al levantarse en contra del complejo militar-industrial, no puede funcionar sino como un instrumento que se puede usar pero que se mantiene en su naturaleza original de objeto. Otros teóricos han seguido esos pasos en sus investigaciones. Hardt y Negri, por ejemplo, en su teoría del Imperio, mantienen que “Donna Haraway’s cyborg fable, which resides at the ambiguous boundary between human, animal, and machine, introduces us today, much more effectively than deconstruction, to these new terrains of possibility” (218). Dejan de lado la esclavitud de las cyborgs que siguen trabajando, aunque sus dominadores hayan cambiado. En este sentido, mientras Haraway desarrolla su argumento de una subjetividad cyborg, así como las posibilidades que tal subjetividad promete para cuestionar y quebrar jerarquías y definiciones limitantes, continúa repitiendo el mismo argumento de la ciencia-ficción que hemos visto desde Frankenstein: un hombre orgulloso crea algo artificial a partir de materiales tecnológicos y orgánicos y tal creación mata (o amenaza) a su creador. Con ese argumento, se puede hacer un resumen de Frankenstein, varias películas “B” de los años cincuenta, The Matrix y Battlestar Galactica entre muchas otras producciones textuales y visuales. Mientras para Haraway lo que hacen los cyborgs es positivo –y mi argumento no es cuestionar aquí los efectos positivos de sus cyborgs ni sugerir que no debemos
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luchar en contra de lo que esos hombres orgullosos representan– vemos que la dinámica realmente no ha cambiado, que la revolución que promete Haraway no es más que la repetición de un viejo argumento. El cyborg sigue trabajando tanto como las clases bajas antes y después de las guerras de la Independencia en América Latina, las cuales no vieron una mejora de su situación cuando los amos pasaron de ser peninsulares a ser criollos. Como instrumentos teóricos, entonces, los cyborgs parecen invitar a ciertas formas de esclavitud; los teóricos no pueden resistir el ponerlos a trabajar. En el libro Cyborgs in Latin America, exploré los varios oficios del cyborg latinoamericano, con un enfoque particular en la posdictadura y el neoliberalismo. Encontré que, si no trabajaban precisamente en las tareas que Haraway les asignó, sí se encontraban ocupados en la gran labor de examinar conceptos como el trauma dictatorial y la supervivencia después de la Operación Cóndor o de concebir la circulación global de capital y, en especial, de reflexionar sobre la tecnología en el neoliberalismo. Terminé el libro con la esperanza de una liberación cyborg, a partir de un conjunto de textos literarios en que la identidad poshumana existía porque sí, en sí misma, porque formaba parte de la realidad contemporánea y, por tanto, funcionaba sólo como un detalle. En la obra de escritores como Alberto Fuguet y Rodrigo Fresán, vemos desarrollarse figuras poshumanas que ocupan sus mundos literarios fuera de toda ideología, cosa que no se había manifestado en los textos de escritores como Ricardo Piglia, Edmundo Paz Soldán, Rafael Courtoisie, Carlos Gamerro, Carmen Boullosa y Alicia Borinsky. Para Fuguet, por ejemplo, en su novela Por favor, rebobinar, seres poshumanos casi imperceptibles navegan los cortocircuitos de la memoria, procesando sus vidas a partir de metáforas mecánicas que son las más aptas para describir su realidad. El foco de la novela es el problema de ser en la época contemporánea, y el estado poshumano es parte de ese ser. Pero la liberación no perdura. Cuando terminé el libro, se ve en Chile la llegada algo explosiva de un grupo de escritores que se dedicaron al desarrollo de una nueva narrativa weird en América Latina en general, particularmente como respuesta a lo que percibían como actitudes parroquiales en la literatura chilena. Este grupo incluía a escritores como Jorge Baradit, Álvaro Bisama, Francisco Ortega y Mike Wilson, quienes entre los años 2005 y 2010 publicaron una serie de novelas que rehicieron el concepto de ficción especulativa y weird en Chile. Esto se observa en el cíber-chamanismo de Ygdrasil de Baradit, la historia alternativa en El nú-
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mero Kaifman de Ortega, la enciclopedia apocalíptica Caja negra de Bisama y la sumamente extraña novela El púgil de Wilson, un texto poblado de heladeras que hablan, boxeadores que lloran y clones de Orson Welles, todos los cuales escuchan a Joy Division en un Buenos Aires apocalíptico. Mientras Fuguet y Fresán (mayormente Fuguet) liberaron al cyborg para que existiera sin más deber que existir como producto natural de una sociedad sumamente mediatizada y tecnológica, vemos que el cyborg retorna al trabajo en la producción literaria más reciente de Baradit y Wilson. Jorge Baradit se ha dedicado a los llamados géneros menores en su obra literaria. Explorando el cyberpunk en Ygdrasil (2005), la historia alternativa en su segunda novela SYNCO (2008), donde Allende sobrevive el golpe para crear un Chile cibernético y la fantasía juvenil en sus novelas más recientes. Ha cultivado una actitud iconoclasta hacia la literatura chilena, más evidente en su invitación a reescribir la historia chilena que culminó en un libro CHIL3 que editó en 2010. La invitación es a reescribir la historia. Esta invitación no carece de cierto tinte reivindicatorio. Siempre sometidos a una interpretación, invención y relación de los hechos históricos hecha por los poderes, esta vez queremos introducir nuestro virus de confusión en el organismo perfecto y prístino que nos inoculan en los establos de la pedagogía. Inventarnos una historia que no sirva a los intereses geopóliticos estratégicos del poder, sino a la simple esquizofrenia del Tlönista anarco que encuentra placer en introducir bombas semánticas entre los pliegues del corpus oficialista (Ucronía Chile web).
Como novela prima, Ygdrasil anunció esa actitud iconoclasta, provocando una reacción fuerte de los aficionados de la ciencia ficción latinoamericana e internacional con su declaración audaz de una identidad cibernética y con su desarrollo de una mentalidad cyberpunk que no se había visto en el Cono Sur, donde se suele preferir el pensativo Philip Dick de Do Androids Dream of Electric Sheep al más agresivo William Gibson de sus obras tempranas como Neuromancer. La novela de Baradit combina un tema pseudo-religioso con actitudes cyberpunk hacia el cuerpo, las cuales iluminan las raíces del fenómeno cultural de los años ochenta a partir del misticismo español del siglo xvi. La novela nos cuenta la historia de Mariana, una mujer chilena de la clase baja que es secuestrada y deshecha por un grupo siniestro dirigido desde el Banco de México. Esta mujer es puesta a trabajar como sicaria cibernética, pero muy pronto se rebela y empieza a atacar varias instituciones, la iglesia, el banco y las empresas transnacionales las cuales han llegado a producir una deshuma-
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nización global.3 En este trabajo, se transforma en la fundadora de una religión nueva basada, en parte, en la mitología vikinga (por eso, el título de la novela) la cual da a luz una nueva espiritualidad que Baradit ha llamado cyber-chamanismo, un acercamiento a la realidad que combina ideas cyberpunk de la conciencia humana y la naturaleza reemplazable de la carne con el zen y algunas versiones del misticismo cristiano. La portada de la novela proclama: “Mariana, llena del Espíritu Santo, cruza los cardúmenes de datos como una machi electrónica, buscando la infección que destruye la realidad” (tapa). La novela sugiere, entonces, la creación de una nueva espiritualidad basada en la tecnología, un realismo mágico 2.0, para citar otra idea de Baradit, que funciona de una manera muy distinta al rechazo del realismo mágico que se vio en los autores de McOndo. A la vez, la novela es un texto violento, que ataca sensibilidades del cuerpo y que ejecuta un ataque agresivo al concepto de un sujeto cohesivo. Incluyo una sección de la descripción de una tortura que sufre Mariana al comienzo de la novela: Le arrancaron dientes y algunas uñas. Le extrajeron costillas y dedos. Alinearon todo cuidadosamente en torno de ella como un gran mandala de restos humanos, mientras entre dientes repetían la palabra «Perfecto», acentuando el final. A Mariana se le salían los ojos de las órbitas intentando ver más allá de la niebla y la asfixia del martirio. De pronto el ritual pareció llegar a su fin. Sólo el jadeo mínimo de la mujer anunciaba que esos despojos desordenados, sanguinolentos, habían sido un ser humano (32-33).
El ritual grotesco produce dos efectos (más allá del rechazo visceral que siente el lector ante la horrible violencia que sufre Mariana). Uno es el desprecio hacia lo orgánico que queda implícito en la degradación corporal de la tortura. Baradit enfatiza ese desprecio al desarticular el cuerpo, notando los pedazos que se extraen de Mariana: dientes, costillas, dedos. Otro es el hecho de que Mariana sigue existiendo de manera independiente al cuerpo deshecho. La imagen final de su jadeo, que continúa entre los pedazos de carne que ya no se asemejan a un cuerpo humano, sugiere el nacimiento del cuerpo poshumano que Mariana ocupará a lo largo del resto de la novela. Los dos efectos subrayan la actitud cyberpunk de la novela, conocida por su desprecio del cuerpo, llamado despectivamente “carne” (meat). 3. La novela ha comenzado a recibir atención crítica. Para una discusión del tratamiento de la identidad fragmentada y de su lugar en la ciencia ficción chilena reciente, véanse los artículos de Areco.
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La narrativa pasa de una a otra escena de agresión al cuerpo, vinculando la degradación de Mariana con la degradación de los pobres. Mariana lucha para no ser convertida en una “perra” (una esclava sexual psicológicamente vacía sin piernas y brazos) y después utiliza sus habilidades cibernéticas y espirituales para intentar rescatar a los desposeídos violados por las empresas que los convierten en productos de consumo. En una conferencia que dio Baradit en torno a la narrativa weird, explicó que como escritor absorbe la violencia que percibe en el mundo y después usa su escritura para devolver esa violencia horrible a la sociedad como un acto de venganza. En la novela, la subjetividad poshumana y cyberpunk se pone a trabajar como arma principal de ese asalto, funcionando como espejo grotesco de las actitudes patriarcales y del ejercicio del poder. A la vez, ese abandono de la carne se convierte en una manera de navegar el deseo biopolítico de gobernar el cuerpo. Si el cuerpo es abandonado en una reconceptualización del sujeto, el poder pierde el objeto de su control. El compañero de Baradit en lo que Patricio Jara llamó “Freak Power”, es Mike Wilson Reginato, un argentino-estadounidense que se crió en Paraguay, Argentina y Chile.4 Wilson recibió su doctorado en literatura latinoamericana en la universidad de Cornell y ahora vive y escribe en Santiago de Chile.5 Su novela El púgil, escrita en 2008, comienza con Roque Art, un veterano de la guerra de las Malvinas que ahora boxea en Luna Park. En plena pelea, Art irrumpe a llorar y, con el llanto, da fin a su carrera ya que nadie toma en serio a un pugilista que llora. Vuelve a su apartamento y se encuentra con su heladera que ha cobrado conciencia y que le ha empezado a hablar. Se nombra a sí misma Hal, nombra a Art “Major Tom” y lleva a Art/Tom a viajar por un Buenos Aires apocalíptico. Lo que sigue es una serie de memorias y experiencias fantasmagóricas en las que Art recuerda una y otra vez las últimas palabras de un compañero de guerra, ve películas de ciencia-ficción (y se encuentra con varios personajes de ellas), se enfrenta con el Obelisco que ha abandonado su lugar en Corrientes y Nueve de Julio, intenta sin éxito rescatar a una mujer que después aparece como cyborg y escucha una banda sonora de la novela, que toca música de Joy Division, Billie Holiday y Echo and the Bunnymen. 4. Véase el artículo de Jara para su descripción del grupo y su llegada al escenario literario en Santiago. 5. Wilson ha sido el enfoque de unos estudios recientes, dedicados en mayor parte a su novela más reciente, Zombie. Véase Boling y Laraway, por ejemplo.
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Como uno supondría, hay una serie de negociaciones de significados basados en intertextualidades, que no sólo se integran a la novela sino que también crean la base de la realidad que los personajes habitan. Hal, el refrigerador, quiere ser humano y por eso intenta seguir las pautas de la historia de Pinocho, como aparece en la película AI que Stanley Kubrick empezó antes de morir y que fue terminada por Steven Spielberg. Ese interés ejerce un efecto estructural en la novela, en la que empiezan a aparecer personajes de la película y traducciones del guión. Las últimas palabras de su compañero resultan ser una traducción de la introducción que Roger Zelazny hizo a Do Androids Dream of Electric Sheep. Art empieza a mirar la película Donnie Darko, usando así una película sobre el fin del mundo para entender su fin del mundo, un mundo visitado por un clon de Orson Welles, que al parecer no estaba mintiendo durante la emisión de The War of the Worlds. He escrito sobre las estrategias del sampling que Wilson emplea en su construcción de la novela, pero hasta ahora no me he enfocado en su tratamiento de lo poshumano, aunque los cyborgs y las expresiones de la subjetividad poshumana aparecen en casi cada página de la novela.6 La introducción del clon de Orson Welles es uno de esos momentos. Y lo de Orson Welles? cuando lo diseñaron. decidieron otorgarle su parecido. pero no del orson welles obeso. y barbudo de los ochenta svss sino del orson joven de la época del radio teatro... la guerra de los mundos. the shadow y todo eso... un imitador no. él cree con firmeza que svjhhh posee el alma de orson una suerte de ghost in the machine lo programaron para creer eso es parte de su protocolo. ... qué es la identidad sino la certeza de ser Hal concludes the introduction remarking, cuánto metal hay que tener en la cabeza antes de que svss te digan robot? No entiendo el clon de orson welles es orson welles (46-47).
Hal ve al clon como una meta, máquina hecha persona a causa de la naturaleza de su creencia (la cual, explica Hal, se hizo posible gracias al proceso que se describe en la película AI, donde el niño robot se conecta emocionalmente con su madre). A la vez, vemos articularse un concepto de la identidad basado en la certeza que surge de la necesidad de una matriz orgánica, una identidad claramente poshumana, pero que sí precisa 6. Véase Brown, “Estéticas digitales…”
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de un agente que fije la identidad que no es tanto tecnológica como cultural y específicamente CULTural, es decir, parte de una cultura underground, con referencias a las varias subculturas y géneros menores que inspiran a aficionados especialmente dedicados a la ciencia ficción. Por eso, el clon de Orson Welles es Orson Welles, en parte porque es una mezcla de fantasma en la máquina, pero también porque él es Orson Welles, la voz descorporalizada del fin del mundo y el recipiente de procesos de humanización encontrados en la película de Kubrick y Spielberg. La génesis de Hal es similar. Hacia el fin de la novela, se narran sus comienzos como heladera joven. Dos días después el aparato fue embalado y exportado al exterior —junto a cientos de clones— para su comercialización. Aguardó en una bodega bonaerense por seis meses hasta ser despachado a una tienda en el barrio de Abasto. Ahí esperó, exhibido en una vidriera, el calor del sol comenzó a deteriorarlo, la gente que pasaba por la calle no se fijaba. En frente de la tienda había un cine. De noche las luces de la cartelera se reflejaban en la puerta del refrigerador. Durante los primeros años de su estadía el cine gozó de un buen público, pero el país se estaba extraviando, los rostros de los peatones se ensombrecieron, el cine se dilapidó, la cartelera reestrenaba muchas películas de años pasados. Los espectadores dejaron de comprar entradas, sólo iban unos pocos cinéfilos fieles. El chico no tendría más de dieciséis años, aparecía todos los sábados, compraba su entrada y se perdía en las salas de proyección por un par de horas. A veces veía una película varias veces; Tron, 2001 Odisea del espacio, Blade Runner, The Black Hole, Logan’s Run, Star Wars, Metrópolis, Apocalypse Now, El planeta de los simios, The Shining... Llegó el año 1982, el joven dejó de ir (Wilson 108).
Wilson propone una imagen fascinante que sirve de microcosmos de la novela misma, la identidad como resultado de proceso de reflejar la CULTura pop. En eso, también vemos el oficio que asigna Wilson a los seres poshumanos. Aunque esos cyborgs no ayudan a procesar el trauma de la dictadura como lo hacen los cyborgs de Piglia en La ciudad ausente y no sirven como advertencia de los peligros del neoliberalismo como los que encontramos en varias novelas de Edmundo Paz Soldán, sí nos ayudan a pensar la formación de subjetividades como función de la cultura popular en general y de la ciencia-ficción en particular. Es decir, Hal se concientiza con un proceso de impresión cinemática, proponiendo una teoría de cómo la identidad moderna se construye y se funda en el consumo de la cultura popular y cómo ser un connoisseur de la cultura subterránea crea identidades posnacionales en una época de subcultura fácilmen-
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te disponible. Con Hal, Art, el falso Welles y los otros personajes de la novela, vemos cómo sus cuerpos explícitamente poshumanos hacen un performance de la manera en que las identidades comunitarias se forman en América Latina y en el mundo en la era del Internet. Que esas identidades emerjan en un Buenos Aires que pasa por un apocalipsis convierte a la novela en un comentario sobre el paso de lo nacional a lo transnacional, pero de una manera que evita los discursos típicos e ideológicos vinculados a los debates sobre el neoliberalismo, sin importar la posición que uno apoye. Lo que sí hace es proponer una libertad corporal posible respecto a los discursos nacionales de biocontrol. Pero Wilson tampoco construye cyborgs no nacionales. Entre todos esos cyborgs construidos a partir de los cyborgs de las películas y novelas de cienciaficción encontramos a Roque Art, un veterano de las Malvinas que empieza su viaje narrativo en un lugar tan crucial en la historia argentina como el Luna Park y cuyo nombre es una alusión a Roberto Arlt. Y el monumento nacional se ha trasladado de su lugar, se encuentra en San Telmo, una de las partes más icónicas de la ciudad. Lo que es más, podemos ver cómo las ficciones que permitieron la humanización de Hal y los otros robots también contribuyeron a la humanización de Art, un veterano tan dañado por sus experiencias en la guerra que empieza a llorar en pleno boxeo. La cultura pop y globalizada y la ciencia ficción aparecen como formas de sobrevivir un trauma que es a la vez nacional, como lo fue la Guerra de las Malvinas, y sumamente personal, como lo es el trauma individual del soldado. En todos estos textos, en las Marianas y los Hals, en el trabajo de Haraway, Baradit y Wilson, sin mencionar tantos otros escritores y teóricos que han empleado articulaciones explícitas e implícitas de lo poshumano, encontramos a los cyborgs, dedicados a los oficios que se les han asignado, ayudándonos a pensar las varias maneras en que se puede explicar la identidad, y el modo en que exteriorizamos nuestros miedos y sobrevivimos a la represión, la forma en que nos vengamos y entendemos nuestra relación con los muchos flujos de cultura que desestabilizan la subjetividad desde sus matrices orgánicas.
Obras citadas Areco, Macarena. “Más allá del sujeto fragmentado: Las desventuras de la identidad en Ygdrasil de Jorge Baradit.” Revista Iberoamericana. 76. 232-233 (jul-dic 2010): 839-853.
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— “Ciencia ficción chilena reciente: Narrar la globalización como apocalipsis”. Letral 3 (dic 2009): 1-11. Baradit, Jorge. Ygdrasil. Santiago de Chile: Ediciones B, 2005. —“Ficción weird en Chile: Destrucción y construcción de géneros”. Mesa redonda, Narrativa Weird en Latinoamérica, 20 mayo 2010. — “Ucronía Chile”, , fecha de acceso: 22 agosto 2013. Bisama, Álvaro. Caja negra. Santiago de Chile: Bruguera, 2006. Boling, Becky. “The Walking Dead: Zombie’s Celluloid Community”. Hispanet Journal 5 (2012): 1-25. Brown, J. Andrew. Cyborgs in Latin America. New York: Palgrave Macmillan, 2010. — “Estéticas digitales en El púgil de Mike Wilson Reginato”. Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies. 14 (2010): 235-246. Fuguet, Alberto. Por favor rebobinar. Buenos Aires: Alfaguara, 1998. Gabilondo, Joseba. “Postcolonial Cyborgs: Subjectivity in the Age of Cybernetic Reproduction”. Gray, 1995, 423-32. Gray, Chris (ed.). The Cyborg Handbook. New York: Routledge, 1995. Haraway, Donna. Simians, Cyborgs, and Women. New York: Routledge, 1991. Hardt, Michael y Antonio Negri. Empire. Cambridge: Harvard University Press, 2000. Jara, Patricio. “El dream team de la otra literatura nacional”. Revista El Sábado 13 diciembre 2008. Archivado en Tauzero, , fecha de acceso: 22 agosto 2013. Laraway, David. “Teenage Zombie Wasteland: Suburbia after the Apocalypse in Mike Wilson’s Zombie and Edmundo Paz Soldan’s Los vivos y los muertos”. Latin American Science Fiction: Theory and Practice. Eds. M. Elizabeth Ginway y J. Andrew Brown. New York: Palgrave Macmillan, 2012, 133-151. Ortega, Francisco. El número Kaifman. Santiago de Chile: Planeta, 2006. Piglia, Ricardo. La ciudad ausente. Buenos Aires: Sudamericana, 1992. Sandoval, Chela. “New Sciences: Cyborg Feminism and the Methodology of the Oppressed”. Gray, 1995, 407-422. Wilson, Mike. El púgil. Santiago de Chile: Forja, 2008.
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Erika López, WELFARE QUEEN: sobre los puertorriqueños y el PERFORMANCE de la pobreza en California Lawrence La Fountain-Stokes University of Michigan, Ann Arbor
Welfare queen. “reina de la asistencia social”. Con este mote despectivo la derecha estadounidense ha atacado y desprestigiado a las mujeres pobres, predominantemente negras y latinas, muchas de ellas madres y a veces desempleadas, que requieren ayuda económica del gobierno, y que según sus críticos, viven una cómoda vida de despilfarro y practican una sexualidad irresponsable a costa de la beneficencia del Estado-benefactor (welfare state).1 Bajo la consigna de eliminar tal exceso, el sector más conservador del Partido Republicano e inclusive a veces hasta el mismo Partido Demócrata se encargaron sistemáticamente de desarmar numerosos programas de asistencia social en los años 1980 y 1990, facilitando una reorganización económica e impulsando la exacerbación de la desigualdad en los Estados Unidos en un contexto neoliberal. En dicho escenario, se entiende la biopolítica como la injerencia directa del estado en la vida cotidiana de sectores marginados de la población, específicamente de mujeres que no logran mantener un nivel de vida básico y que como consecuencia se tienen que someter al control del gobierno. ¿Qué formas de resistencia operan estas mujeres? ¿Y cómo se da en California entre las mujeres puertorriqueñas? El performance unipersonal de la artista visual, autora y performancera puertorriqueña Erika López titulado Nothing Left But the Smell: A Republican on Welfare (She’s Not a Republican, She Just Has the Self-Entitlement 1. Ver Adair, Cohen, Hancock, Smith, Zucchino.
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of One), luego rebautizado The Welfare Queen, es una respuesta directa, satírica y autobiográfica a la demonización de las mujeres de color pobres en California.2 Este performance intenso, lleno de rabia y humor, se presentó por primera vez en 2002 y pronto se publicó como crónica cibernética bajo el título de “Postcards from the Welfare Line: The Rise and Fall of Erika Lopez”. La artista luego autopublicó el texto en formato de libro en 2003 en una edición de artista fotocopiada con portada con detalles escultóricos bajo en nombre Grandma López’s Country-Mad Fried Chicken Book, para luego cambiarle el nombre a The Welfare Queen y autopublicarlo en 2010 como parte de sus memorias, The Girl Must Die: A Monster Girl Memoir, en un libro ilustrado de 478 páginas encuadernado de terciopelo negro, con portada verde neón en la versión de tapa blanda, promocionado por su nueva compañía Monster Girl Media. Por último, se volvió a montar el espectáculo unipersonal con el mismo título (The Welfare Queen) en 2011, acompañado de la página de Internet TheWelfareQueen.com. En esta obra transgenérica (que cruza del escenario al Internet y que pasa de la página fotocopiada a la impresa para luego regresar a sus orígenes performativos), López cuestiona y reta las nociones dominantes sobre relaciones de clase contemporáneas en Estados Unidos a la vez que ofrece un comentario sobre la política racial y sexual. La artista se propone deconstruir y reconceptualizar las nociones imperantes sobre la pobreza y sobre las welfare queens, particularmente su vilipendio y visión como fuente de todos los males. También ofrece una crítica desde una perspectiva feminista radical de tercera ola de la creciente estratificación de clase de la sociedad estadounidense, particularmente tal como se experimenta en San Francisco, ciudad que describe como una “foofy biscotti city of latte people”, es decir, un lugar dominado por la cultura yuppie ligera orientada en base al consumo del café.3 ¿Por qué California? El mito de California ha atraído a numerosas personas desde la conquista y anexión del territorio mexicano por parte de Estados Unidos durante la Guerra México-Estadounidense de 18461848. Como señala el sociólogo Tomás Almaguer, este proceso histórico incluyó la solidificación de la supremacía blanca anglo-americana, el desplazamiento de la élite mexicana y la subsiguiente racialización (siguiendo a Omi y Winant) de los mexicanos, vistos como blancos pero de me2. Sobre López, ver La Fountain-Stokes (“De sexilio(s)”, Queer Ricans), Laffrado. 3. Ver Biswas sobre el feminismo de tercera ola.
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nor categoría. Este proceso también conlleva la persecución abierta de las poblaciones indígenas, tildadas como salvajes y marcadas para el exterminio y también afecta los a afroamericanos esclavos y libertos y a los inmigrantes asiáticos (chinos, japoneses, filipinos), marcados como inferiores raciales. ¿Cómo llega una puertorriqueña hasta allí? La migración de puertorriqueños a California comienza tras la conquista de Puerto Rico por Estados Unidos en 1898 como parte de la Guerra de Cuba; los primeros en establecerse son migrantes trabajadores de la caña de azúcar que fueron llevados a Hawai y decidieron regresar al continente.4 Como población predominantemente afrodiaspórica, los puertorriqueños se mueven entre la categorización como hispanos o latinos (debido a su lenguaje y trasfondo cultural) y como negros (por su fenotipo y experiencia cultural afrodiaspórica). Su presencia en California siempre ha sido reducida y ha estado marcada por los mismos presupuestos y estigmas asociados a las poblaciones pobres históricamente patologizadas en Estados Unidos, reproducidas en diversas publicaciones, tales como la de Nathan Glazer y Daniel Patrick Moynihan. ¿Y por qué San Francisco? Su mito como ciudad bohemia, con presencia de subculturas sexuales y artísticas, también provocó la migración de importantes grupos durante la segunda mitad del siglo xx, como bien señalan Susan Stryker y Jim Van Buskirk. Este mito motivó a Erika López a mudarse a la ciudad, como ha ficcionalizado en su trilogía de novelas Flaming Iguanas (1997), They Call Me Mad Dog (1998) y Hoochie Mama: La Otra Carne Blanca (2001). En su obra narrativa la autora documenta de manera satírica su llegada e incorporación, al igual que la gentrificación de la ciudad y el profundo desplazamiento socioeconómico que observa. Su crítica social también aparece en su obra performativa, en la que ella se convierte, precisamente, en una welfare queen. En el unipersonal The Welfare Queen, López muestra la división entre generaciones y atestigua la desaparición de un tipo de contrato social que funcionaba para avanzar el ideal de una sociedad democrática; critica el vacío moral de los capitalistas cuarentones, cincuentones y sesentones (los baby boomers identificados como los latte people) que han liderado los procesos de gentrificación a la vez que han desmantelado el Estado de bienestar. Señala a su vez un estado de nihilismo marcado por sus propios deseos suicidas y por el suicidio o muerte por cáncer de numerosas amis4. Véase Iris López y United States Commission on Civil Rights.
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tades. Ante esta situación, la autora se redime a sí misma a través de la microeconomía informal o economía paralela, dedicada a la producción y venta de camisetas, libros artesanales, y productos de belleza (no exentos de cierta crueldad y maldad) tales como su línea “Crack Ho cosmetics” (maquillaje para prostitutas adictas al crack), incluyendo “Crack Ho’ Glow Smack n’ Blow Root-Beer Flavored Lip Balm” y el jabón “Brother Can You Spare a Dime”. The Welfare Queen es un esfuerzo por entender sus experiencias en una sociedad en la que la pobreza y el ser deambulante (el ser homeless o vivir en la calle) se tildan como el estado más abyecto, lo que López identifica como el “scary monster neighbor” de cada comunidad. Aquí, el humor funciona como estrategia de negociación del horror, valiéndose pero también desplazando la teorización de Julia Kristeva sobre lo abyecto. En la obra de López, la narrativa de corporeización y la experiencia encarnada y vocalmente articulada (los gritos de rabia, la intensidad de los parlamentos y a veces inclusive las lágrimas e interrupciones emotivas de la artista sobre el escenario, la canción con la que finaliza el performance) nos hacen cuestionar la manera en que la clase dominante manipula los discursos sobre la pobreza como estrategias de control social y nos lleva a entender una lucha interpretativa: ¿quién habla por los pobres? ¿Se habla sobre y por y para los pobres, o los pobres pueden hablar por sí mismos? ¿Qué quiere decir la pobreza, más allá de la manipulación de estadísticas frecuentemente no confiables? ¿Cuáles son las multiplicidades de la pobreza? Específicamente, ¿qué quiere decir la pobreza para Erika López, una artista afro-puertorriqueña de clase media que nació en Estados Unidos, creció en Massachusetts y Nueva Jersey, se educó en Filadelfia y ahora vive en California? ¿Cómo se manifiesta esta pobreza al elaborar una meditación o descarga autobiográfica sobre el fracaso del sueño americano, o más precisamente, sobre la nefaria e insistente racialización o guerra contra las personas de color y contra los marginales sexuales pobres y deambulantes? La pobreza de López aparece como distinta de otras formas de pobreza puertorriqueña más “tradicionales” o mejor conocidas (por ejemplo, la rural; la del gueto urbano; la de la isla; la de la costa este de Estados Unidos; la heterosexual) pero comparte elementos tales como la relación con las agencias gubernamentales que emiten los cupones para alimentos (food stamps) y la fuerte marca de la otredad provocada por la racialización: la abyección racial de la negritud en Occidente, como bien señaló Frantz Fanon en su Piel negra, máscaras blancas, pero aquí combinada con
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la otredad sexual y de clase que Cathy Cohen privilegia en su artículo “Punks, Bulldaggers, and Welfare Queens” en el que critica las exclusiones de la teoría y la política queer. La pobreza de López es la de una generación criada anticipando la integración social, adoctrinada en las posibilidades de la incorporación económica, que de repente se encuentra posiblemente desposeída. Es la pobreza de una clase media afro-puertorriqueña, que está en riesgo de perder sus privilegios sociales, que ha visto desaparecer los logros de las luchas sociales de los años sesenta y setenta: lo opuesto a la trayectoria de progreso esbozada por Esmeralda Santiago en sus memorias Cuando era puertorriqueña de 1993. Es, finalmente, la historia de cómo una autora abiertamente bisexual que había publicado cuatro libros desde 1997 (tres de ellos con la importante y prestigiosa casa editorial de Simon and Schuster) acabó recibiendo asistencia social y cupones de alimento en 1995 y 2002, antes y después de su período de éxito comercial, una mirada humorosa a algo no muy gracioso. Como señala López, una mirada “SELF-CONSCIOUSLY POST-MODERN” marcada por “the hip, detached, and ironic way that my generation deals with everything. Sure, it’s arrogant and EVEN EXTREMELY annoying, but if we actually CARED about all the shit that’s going on, we’d be heartbroken” (Nothing Left 2). Hay numerosas narrativas de la pobreza puertorriqueña en la isla y la diáspora, desde la crónica de un mundo enfermo en cuatro partes de Manuel Zeno Gandía (incluyendo La charca de 1894), representaciones colonialistas y celebraciones imperiales como Our Islands and Their People de 1899, hasta las representaciones de la cultura de la pobreza de Oscar Lewis en La vida (1966). La diáspora a su vez ha sido patologizada en la obra de Glazer y Moynihan y más recientemente en la de Philippe Bourgois; simultáneamente se ha observado la resistencia cultural hacia esta visión en la producción literaria y poética de artistas fundacionales de las letras nuyorican tales como Pedro Pietri, Luz María Umpierre, Tato Laviera y Sandra María Esteves, como han notado Frances Aparicio y Juan Flores. Erika López comparte con esos autores una crítica del orden social pero también de la autocomplacencia; piénsese en la denuncia de Pietri en su Obituario puertorriqueño de la falta de consciencia comunitaria en relación a la propia opresión social. Las dimensiones particulares de género sexual femenino de esta pobreza y su extensión a través de los años 1980 y 1990 resuena con la descripción de Luzma Umpierre, quien en la introducción de su poemario For Christine habla de sus propias experiencias como lesbiana que vivió bajo extrema pobreza siendo una ex profesora
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con doctorado que había publicado numerosos libros de poesía y de crítica pero que se encontró desahuciada viviendo en su carro. La contribución de López se distingue por su uso muy particular del humor en relación a una política feminista, combinando narrativa escrita, dibujos y performance en el contexto geográfico de California. Por su otredad sexual y su referencialidad al travestismo (la visión de la welfare queen como nueva drag queen o travesti del siglo xxi) se asemeja a la representación abyecta de sujetos trans-puertorriqueños como Holly Woodlawn, particularmente la ficcionalización que ocurre en el filme Trash de Paul Morrissey y Andy Warhol, en el que Woodlawn hace de mujer puertorriqueña que finge estar embarazada para tratar de obtener welfare.5 ¿Qué tipo de recepción crítica ha generado la obra de Erika López? En su ensayo “Postings from Hoochie Mama: Erika López, Graphic Art, and Female Subjectivity” de 2002, Laura Laffrado ofrece un análisis cuidadoso de sus tres novelas y de las intervenciones cibernéticas de la artista. Laffrado privilegia el análisis de la temática social y de la propia materialidad de la obra (por ejemplo, los dibujos, las caricaturas, el tipo de letra, el tipo de papel empleado en los libros y el uso de sellos de goma para hacer estampados), y ofrece una lectura de los elementos narrativos y visuales en relación a la autobiografía y a su relación con su público lector. Laffrado a veces sobreestima la autobiografía como estrategia escritural y no distingue apropiadamente entre lo que claramente parecen ser elementos ficcionales y los que sí se asemejan de manera más cercana a la vida de la artista. Laffrado propone que los personajes tempranos de López tales como Pia Sweden (del primer libro de tirillas cómicas o caricaturas Lap Dancing for Mommy), Tomato Rodríguez (de la trilogía de novelas que comienza con Flaming Iguanas) y Hoochie Mama (tal como aparece en la Internet y luego en la tercera novela) son proyecciones autobiográficas ligadas de manera cercana a la autora, la cual se expande en la página de Internet y en comentarios de la autora en lugares tales como Amazon.com. Laffrado nunca señala cómo ciertos elementos de la trama tales como el encarcelamiento de Tomato Rodríguez por secuestrar y torturar a Hooter Mujer en They Call Me Mad Dog! no parecen corresponder a lo que sabemos de la vida de López. La estudiosa también cuestiona la supuesta “marginalidad” artística de López dada su relación a una empresa editorial importante, Simon and Schuster, y ve ciertos usos de tipo de letra o tipografía irregulares como muestras de la inseguridad y la lucha interna de Tomato 5. Véase Morrissey, Negrón-Muntaner, Woodlawn.
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Rodríguez. Es interesante, por lo tanto, ver cómo la obra posterior de López, incluyendo su performance y sus esfuerzos de autopublicación y de autogestión artesanal (por ejemplo, con los productos de belleza Crack Ho) parecen cumplir o satisfacer la expectativa de Laffrado en cuanto a la validación de López como artista marginal (outsider artist). De hecho, el giro de López hacia una práctica de autogestión (un fenómeno latinoamericano y caribeño mucho más amplio, tal como lo analiza Selma Feliciano Arroyo), es decir, su adscripción a una estética y práctica del DIY (Do It Yourself, hazlo tú mismo) como estrategia de diversificación que incluye la autopublicación, el performance y el mercadeo de objetos novedosos, indican una estrategia de supervivencia en un escenario neoliberal transformado. También podemos argumentar que la “inseguridad” del personaje desaparece según se va desarrollando una narrativa de desilusión dramática y de madurez. En Nothing Left But The Smell/The Welfare Queen, López abiertamente adopta una narrativa autobiográfica y autorreferencial en primera persona que usa proyecciones autoriales de fantasía como un medio para articular su subjetividad. En versiones preliminares, describe su “caída de la gracia” cuando se deshace su contrato con Simon and Schuster; en todas las versiones explica su desencanto con un mercado de arte explotador que se nutre de manera despiadada de la obra de artistas de color tales como Jean-Michel Basquiat, al igual que su desencanto con una sociedad californiana neoliberal pseudo-izquierdista que ha abdicado los valores auténticamente liberacionistas a favor de la comodidad de un estilo de vida burgués supuestamente “saludable”. En su performance, López cuenta su propia historia y simultáneamente se convierte en Grandma López, Kitten López y la supersexualizada welfare queen, personajes representados en los materiales publicitarios del performance, en las fotos y en las notas del programa; los elementos extratextuales son parte clave del proceso de significación. Esta negociación abierta del yo autorial y de los personajes ficticios que interpretan su experiencia se parece al uso de Alina Troyano de sus personajes de Carmelita Tropicana y Pingalito Betancourt en su obra Leche de amnesia; los personajes de la performancera cubanoamericana se oponen y encarnan en contrapunto la voz autorial descorporeizada que narra la pieza a través de grabaciones de sonido. En The Welfare Queen, es claro que López está en el centro, inclusive cuando crea sus otras identidades, particularmente a través de materiales paratextuales y de vestuario. Éstas múltiples personalidades o iteraciones paródicas del ser incluyen en primer lugar a Grandma López (Abuela López), una re-
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presentación de la sabiduría pero también de la abyección, de la manera en que el cuerpo se deshace como respuesta física a la vergüenza de recibir beneficencia tal como se constituye en estos momentos en EUA, una señal de estigma social, del olor de la pobreza. También la mujer vieja aparece como astuta, confabuladora, mañosa, sabia y cruel y como alguien que puede orquestar y ejecutar una venganza; la empresaria tras la nueva línea de cosméticos y de camisetas de López. La welfare queen, a su vez, es una abierta y clara negación (o deseo de negación) de esa abyección, la imagen y representación glamorosa, pero también, inevitablemente, el ser abyecto. Por último, tenemos la persona glamorosa de Kitten López (Gatita López) descrita en los anuncios de promoción del espectáculo como “the undisputed/reigning queen of the short-lived Boricua Noir film era!” (The Welfare Queen). El nombre de Grandma López no se menciona en el performance pero sí aparece en los materiales suplementarios: López ha señalado que se volvió Grandma López tras someterse a esperas interminables en la oficina de beneficencia. Una de estas transformaciones kafkianas ocurre mientras la protagonista reflexiona sobre estado físico de la persona que la atiende tras la Ventanilla A: While I SHIFTED AROUND trying to find a position for the long haul, my spine ACTUALLY started to melt and my CHEEKS started to droop and pool at the top of my own HUUUUGE breasts and—THAT’S when I realized that I’d just settled into something far more permanent than a new smell or a mere waste of time; a change as sure as if it were puberty or menopause! Everything, EVERY THING, and I DO mean EVERY THING was drying up and beaching itself to die! No longer was I facing a warm and moist future where ANYTHING could grow. Even MOLD had no home here with me! I would’ve begged for even the tiniest reminder of life that a damn good YEAST INFECTION could give, but alas, I was BONE dry. I sat still, FEELING MY NEW JOWLS JIGGLE with each breath. My neighborhood would no longer be big enough for that old screen door man, and ME. I WAS THE NEW SCARY MONSTER NEIGHBOR!!! (Nothing Left 4)
Se contrapone esta imagen de abyección a la de la welfare queen: Welfare Queens are the drag queens for the next millenium. A GOOD Welfare Queen should have just enough cellulite to make her interesting, and lots and lots of panty lines to spare; more than her fair share! She should also
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have a pair of cha-cha slippers. But for me, Kris [Kovick’s] suicide shoes will have to do (Nothing Left 5).
El análisis que ofrece Laffrado del uso que López hace de los dibujos de Carmen Miranda y de imágenes sexualizadas es útil para entender la imagen de la welfare queen. La reapropiación de López de la figura emblemática de la diva sexual tropicalizada tipo Carmen Miranda que anda en motocicleta, siempre identificada por su tocado de frutas, se convierte en la welfare queen, manteniendo cierta continuidad pero también marcando una ruptura con el trabajo anterior de la artista. Los dibujos de la welfare queen aluden a las imágenes iconográficas del conocidísimo artista Alberto Vargas de mujeres sensuales semidesnudas usadas para ilustrar calendarios de los años cuarenta y cincuenta, a imágenes pornográficas (particularmente del tipo feminista celebrado por Suzie Bright y otras activistas de tercera ola), y a las mujeres motociclistas. ¿Quién es la welfare queen? Para López, es la resignificación irónica de un símbolo menospreciado y calumniado; es el rechazo del estado o estatus de la abyección, el contrario de Grandma López, el abrazo excesivo de la fabulosidad del gueto (ghetto-fabulousness), el álter ego o ego ideal de Kitten López. Esta imagen de welfare queen se opone a la representación nihilista de la pobreza en la obra performativa y a las concepciones dominantes de las welfare mothers. El trabajo de López es una muy intensa crítica de los desarrollos socioeconómicos contemporáneos, pero su estilo performativo, su ironía y su irreverencia no son siempre bien vistas y han alienado a ciertos públicos, por ejemplo en California, donde muchos se han ofendido con su humor no políticamente correcto, pues sienten que ella se está burlando de las personas que reciben asistencia social y también han rechazado reconocer la crítica. Según López, su pieza ha tenido mejor recepción en la Costa Este del país, particularmente en Nueva York y Nueva Jersey. El estilo abiertamente confrontacional de López, su humor perverso, su creatividad descontrolada, su enorme productividad y su gran intensidad son elementos fundamentales de su trabajo y la ayudan a posicionarse como una artista puertorriqueña importante en Estados Unidos.
Obras citadas Adair, Vivyan Campbell. From Good Ma to Welfare Queen: A Genealogy of the Poor Woman in American Literature, Photography and Culture. New York: Garland, 2000.
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La colonialidad del placer o la HYBRIS del doble punto ciego Víctor Manuel Rodríguez-Sarmiento Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá
Los habitantes del punto cero están convencidos de que pueden adquirir un punto de vista sobre el cual no es posible adoptar ningún punto de vista.
Santiago Castro-Gómez (La hybris del punto cero, 18)
Prólogo En la introducción a su libro La hybris del punto cero, Santiago Castro-Gómez formula un conjunto de hipótesis que apuntan a demostrar la condición colonial del proyecto de la Ilustración, mediante una arqueología y una genealogía de la práctica científica y del lenguaje. Sostiene que se puede rastrear una suerte de aproximación histórica entre el surgimiento de la política imperial del lenguaje que buscaba, entre otras cosas, el exterminio de los lenguajes aborígenes “imperfectos”, y la emergencia de la ciencia como un metalenguaje universal. Según Castro-Gómez, “el proyecto ilustrado de la ‘Gramática general’ se funda en el supuesto de que la estructura de la ciencia posee una analogía con la estructura del lenguaje, y que ambas son un reflejo de la estructura general de la razón” (13-14). Al considerarse por fuera de la cartografía política de los conocimientos, la razón ilustrada se sitúa en un “no-lu1. Una versión previa de este artículo fue publicada en Circuitos de flujo: Arte y política. Quito: Constructo, 2012, con el título “Yo no soy esa: experiencias colaborativas decoloniales para un mundo queer”.
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gar”, en el punto cero de la razón que “no tiene lugar específico en el mapa, sino que es una plataforma neutra de observación a partir de la cual el mundo puede ser nombrado en su esencialidad” (Castro-Gómez, 14). La sustracción del lugar desde donde uno observa y habla, basada en el desprecio por el espacio personal ajeno y por la espacialidad, provoca la hybris que no es otra cosa que la arrogancia y la desmesura del sujeto ilustrado que usurpó el derecho a observar pero se reservó un no-lugar para evadir el ser visto. Las reflexiones y experiencias que presento a continuación comparten la inquietud académica y política formulada por Castro-Gómez y se inscriben en las apuestas académicas y políticas del proyecto latinoamericano modernidad/colonialidad. La indagación del proyecto acerca de la condición colonial de la modernidad, que ha probado ser fructífera al momento de fortalecer la perspectiva política de los estudios visuales y culturales latinoamericanos, sostiene que la modernidad sólo fue posible en el marco de la experiencia colonial europea y que por tanto fue constituyente y constituida por las condiciones militares, académicas, culturales y políticas que dieron forma a dicha experiencia. En otras palabras, no pudo haber modernidad sin colonialidad y la configuración de poder y saber heredada de la ilustración y del sujeto ilustrado europeo sólo puede estudiarse en relación con y a partir del encuentro con el otro colonial. A partir de esta consideración, quisiera formular preguntas adicionales más bien referidas al campo artístico y al Arte como legados del proyecto colonial de la modernidad. ¿Podría considerarse el Arte –no los objetos, ni las imágenes, ni los artistas, sino las prácticas institucionales del arte– como parte de una cierta “Estética general” que sirvió al proyecto moderno de la misma forma que lo hiciera la “Gramática general” del siglo xvii? ¿Podría pensarse en la conformación de la institución Arte, de sus prácticas y de sus modos de hacer en los albores de la modernidad como los trazos fundantes del “punto cero” de una suerte de razón estética, de un no-lugar que constituye las coordenadas políticas y ubica en su cartografía formas “otras” de significar, pero se resiste a reconocer su propio lugar político de enunciación? Suscribir la hipótesis de Castro-Gómez significa considerar el Arte como parte de la pulsión moderna de ubicarse en el punto cero mediante el supuesto de que la razón estética es el lenguaje universal de todas las prácticas sociales de visualidad. Con el propósito de aproximar algunas respuestas, de suyo parciales, situadas e incompletas, no es de mi interés retroceder en el tiempo para estudiar la apropiación y el destino terrible de la diseminación del proyecto artístico de la modernidad en contextos coloniales, siempre atrapada
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entre su pulsión de universalidad y su destino performativo e incompleto. Si, como afirma Castro-Gómez, la colonialidad no terminó en el instante que nos hicimos “modernos” –una línea de indagación que ha atormentado las historias del arte latinoamericano–, la condición colonial del arte produce aún tensiones de poder y resistencia que dan forma a lugares de disputa en el campo artístico contemporáneo. A manera de explicación del título de este ensayo, debo decir que a todo punto cero –el lugar neutro de la observación– siempre le amenaza un punto ciego: todo aquel arrogante que usurpa el derecho de observar la cartografía de las visualidades, al silenciar su lugar de enunciación, se le escapa la presencia de la mirada, ese punto ciego que no vemos pero desde el cual somos vistos y que destruye nuestra ilusión de ser centro, de ser o estar ubicado en el punto cero. Entre el ver y el ser visto queda, como bien afirma Castro-Gómez, el lugar de la traducción, ese lugar donde la diferencia emerge precisamente como lo intraducible, lo irrepresentable, lo invisible: aquello que se le escapa al relato cartográfico construido desde el supuesto lugar neutro de la observación. Mi interés en registrar un doble punto ciego que emerge en las intersecciones y rutas derivadas de la relación entre arte y sexualidad en contextos coloniales. El atisbo de un doble punto ciego busca, de una parte, situar la teoría queer en las cartografías coloniales del placer, y, de otra parte, situar los placeres en las indagaciones propias de los dilemas decoloniales y del proyecto modernidad/colonialidad. Con respecto a lo primero, se trata de disminuir el riesgo que corren las potentes posibilidades políticas de la teoría y el activismo queer a la hora de cuestionar y resistir el régimen heteronormativo heredado de la modernidad, olvidando la condición colonial que dio forma a la sexualidad como un discurso/práctica para la normalización de los placeres, cuyos imaginarios y representaciones tuvieron su asidero fundacional en la construcción del otro colonial como fuente perversa del placer. Con respecto a lo segundo, supone incorporar la sexualidad como un componente estructurante de la relación colonial, devolviéndole heterogeneidad a la construcción del sujeto colonial, cuya representación se articula casi exclusivamente en torno a la raza y la etnia.
La colonialidad del placer La apropiación y discusión necesaria de los estudios queer en el contexto colonial de América Latina plantea retos políticos e intelectuales inquie-
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tantes. Como ya he señalado, la representación del sujeto colonial latinoamericano ha articulado formas de diferencia y figuras metafóricas y metonímicas que van desde lo no-humano/no-civilizado/no-desarrollado, hasta aquellas propias del fetiche y la fantasía sexual: fue repositorio de los placeres perversos y por ese camino de la sodomía y la poligamia, entre otros goces. Al insistir en la condición global de la modernidad y el eurocentrismo, Aníbal Quijano señala que este es el primer patrón global donde cada una de esas estructuras de cada ámbito de existencia social, está bajo la hegemonía de una institución producida dentro del proceso de formación y desarrollo de este mismo patrón de poder. Así, en el control del trabajo, de sus recursos y de sus productos, está la empresa capitalista; en el control del sexo, de sus recursos y productos, [está] la familia burguesa; en el control de la autoridad, sus recursos y productos, el Estado-nación; en el control de la intersubjetividad, el eurocentrismo (214).
Si, como también lo señala Aníbal Quijano, el análisis de las instituciones, sujetos y prácticas discursivas de la modernidad, requiere ser inscrito en el marco de la condición colonial que le dio origen, la sexualidad como régimen discursivo debe ser abordada a partir de su correlato colonial. Por tanto, el conjunto de instituciones, sujetos y prácticas discursivas modernas que apuntaron a la normalización de los placeres perversos debe ser visto a la luz de la colonialidad del placer, como una forma de biopolítica y control de la vida de los pueblos colonizados, ejercida desde la institución de la familia como fundamento de la heteronormatividad. Como señala Quijano, ésta busca el controlar el sexo, sus recursos y productos y debe examinarse a partir del encuentro con el otro latinoamericano: como el otro abyecto de la ecuación colonial del placer. El desarrollo de los estudios o teoría queer señala un momento de crítica radical a los supuestos teóricos y políticos heredados de los movimientos sociales identitarios, en el marco de las políticas multiculturales que tuvieron su máximo esplendor en las últimas décadas del siglo xx. Como las percibe David Halperin, dichas políticas nos hicieron creer que debíamos liberarnos sexualmente, sin embargo, de lo que se trata más bien es de liberarnos de la sexualidad como un régimen de saber/poder que tiene su correlato en la institución de la familia (Saint Foucault). La crítica queer considera la sexualidad como un régimen discursivo que, al nombrar y clasificar las sexualidades heterogéneas, busca integrar la marginalidad a la totalidad de lo social. Estos nuevos proyectos políticos y culturales denominados queer prefieren pensar y movilizar identidades
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sin contenido, es decir, son posiciones estratégicas que no reclaman un nuevo sujeto ni una nueva utopía, sino que actúan en los bordes resignificando, apropiando y desestabilizando los signos y prácticas discursivas de la sexualidad. Se trata de resistir la normalización y promover la pluralidad perversa de placeres. La consecuente redefinición de la sexualidad la ha desplazado del binarismo sexo/género que usó la modernidad al considerar que los placeres sexuales generan identidades y que éstas, a su vez, se definen de acuerdo con la orientación hacia el mismo sexo/género o al opuesto. Como lo propuso Eve K. Sedgwick, la sexualidad debe considerarse ante todo como el “the full spectrum of positions between the most intimate and the most social, the most predetermined and the most aleatory, the most physically rooted and the most symbolically infused, the most innate and the most learned, the most autonomous and the most relational traits of being” (Epistemology 29). Lo queer no se define entonces a partir de una esencia o en el horizonte de nuevo sujeto, sino como una estrategia que justamente en su indefinición busca deconstruir el régimen social de la sexualidad. Las sexualidades normadas sólo pueden definirse a partir de construir un otro que al mismo tiempo se repudia y necesita. La otredad sexual debe ser nombrada y despreciada para estabilizar los signos volátiles de la identidad sexual normada y por lo tanto facilitar la vigilancia y el control disciplinario. Pero, ¿qué ocurre cuando esa otredad repite los signos del desprecio y el repudio? Esta performatividad queer difiere el significado, en los dos sentidos que Derrida daría a la noción de diferencia, y pospone la pulsión discursiva por atrapar a su otro asignándole una esencia identitaria. Eve Sedgwick, explorando la noción de performatividad como constitutiva de las identidades que postulara Judith Butler, ha señalado que dicha noción debe abarcar por lo menos tres sentidos: las identidades son creadas mediante actos del habla, se materializan en la repetición de prácticas y ‘actos estilizados’ y, en razón a esa iteración del signo, posponen el significado que la norma quiere atrapar en un cuerpo constituido y repudiado como identidad. Sedgwick propone la exclamación ¡Qué vergüenza! como el acto del habla que crea las subjetividades queer. En lugar de sugerir que debamos deshacernos de ella, la postula como un sentimiento que adquiere formas que son fundamentales en la construcción de la relación con uno mismo, y “they are available for the work of metamorphosis, reframing, refiguration, transfiguration, affective and symbolic loading and deformation, but perhaps all too potent for the work of purgation and
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deontological closure” (Sedgwick, 210). Douglas Crimp, a su vez, ha señalado que la vergüenza es una insignia que genera formas de solidaridad y formula un nuevo slogan para la política queer: “¡Por la vergüenza!” (188). Lo queer, que en español hemos convenido traducir como ‘raro’ o ‘maricón’, no humaniza el señalamiento. Se reivindica en la vergüenza como una performatividad productiva. Al adoptarlo, se produce una exacerbación de visibilidad que al mismo tiempo invisibiliza, disloca la pulsión visual de lo disciplinario y la ansiedad de observación desde el punto cero. Definir que es propiamente queer no sería conveniente políticamente. Pero tampoco lo queer es cualquier cosa. No es sobre todo un radical libre ya que existe en tanto está en relación deconstructiva y necesariamente política con la heteronormatividad. Si bien algunos hombres gay y lesbianas no contarían como queer, las estrategias queer parecen estar más cerca de ‘situaciones gay y lésbicas’, por ejemplo, “butch abjection, femminitude, leather, pride, s/m, drag, musicality, fisting, attitude, zines, histrionism, asceticism … diva worship, florid religiosity…” (Sedgwick, 211). Lo performativo de las identidades queer ubica la identidad no como una esencia sino como algo que está ahí para ser repudiado, “which is to say, as already there for the (necessary, productive) misconstrual and misrecognition” (Sedgwick, 211). Efectivamente necesario y productivo para aquellos raros o maricones que reinventan a diario maneras de ser, hacer y significar que no podemos ni debemos definir porque ahí precisamente radica su resistencia. La condición no humanista, no utópica y no dialéctica de las estrategias queer ha propiciado discusiones importantes con respecto a la ética y los modos de hacer en torno a los estudios de sexualidad y las estrategias de activismo político previas. En el contexto de la globalización, América Latina no ha escapado de la universalización de las políticas multiculturales identitarias y de la consecuente normalización de las marginalidades diversas. A su vez, en el marco de los proyectos decoloniales, el debate sobre la sexualidad desde una perspectiva queer ha permitido incorporar nuevos horizontes a nuestras luchas, a partir de la necesidad de reconocer la heterogeneidad del sujeto colonial que también está marcado por retóricas y representaciones de las prácticas sexuales. La negativa queer a definir un nuevo sujeto, en conjunto con la apuesta por implementar estrategias más suplementarias de activismo político, han permitido que las luchas decoloniales abran caminos por nuevas formas de activismo y negociación.
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Esta articulación entre las perspectivas queer y los enfoques decoloniales se ha desarrollado en medio de afiliaciones, disputas y tensiones. Por ejemplo, en el marco de la Conferencia Gay Shame organizada por la Universidad de Michigan en 2003, el texto “Mario Montez: For Shame” de Douglas Crimp fue distribuido previamente a la audiencia y en lugar de una presentación formal fue objeto de discusión en un panel en diálogo con el público. El texto se elabora acerca de la política de la vergüenza y su condición performativa a partir del film corto de Andy Warhol Screen Test # 2. Su protagonista es Mario Montez, la drag queen puertorriqueña más importante del cine underground de Nueva York de la década de los sesenta y de los setenta y estrella preferida por autores como Jack Smith, Andy Warhol y Hélio Oiticica. De las discusiones, vale la pena resaltar la carta que Lawrence M. La Fountain-Stokes envió a Crimp en la cual cuestiona su texto por haber omitido en su reflexión sobre la vergüenza de Mario Montez una consideración acerca de su origen puertorriqueño y de su condición étnica y colonial (La Fountain-Stokes, 27). Pero quizá más importante, su carta parece proponer interrogantes importantes, no tanto, no sólo, en relación con el texto de Crimp, sino a la teoría queer en general: “How do you read the intersection between race and ethnicity in Mario Montez’s shame? How does the colonial gaze fit into your [queer] scheme?” (La Fountain-Stokes, 27). En el marco de mis exploraciones acerca de la relación entre arte y sexualidad en los trabajos cinematográficos que realizó el artista brasileño Hélio Oiticica en Nueva York en la década de los setenta, revisé las construcciones culturales de la sexualidad que surgen a partir de la retórica de la historia del arte modernista y de la institución arte en el marco colonial del desarrollismo (Rodríguez, “Eroiticica”).2 En especial, señalaba el silencio persistente con el cual esta disciplina construyó modos de ver y abordar esta relación, desplazando lo homoerótico y reemplazándolo por una formulación universal y formalista que ignoraba los conflictos y luchas coloniales y contrasexuales que dieron lugar a estos proyectos culturales en América Latina. Parte importante de mi análisis se centró en el interés de Oiticica en Mario Montez en razón a la forma como sus personificaciones repetían, y por tanto deconstruían, la América Latina vista desde el punto cero del imperialismo cultural americano. Mario Montez protagonizó su film inacabado Agrippina é Roma Manhattan y era parte central en proyectos ar2. Disponible en: .
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tísticos como Tropicamp. Sostenía que la identificación de Oiticica con Mario Montez podría explicarse por la forma como ambos se veían a sí mismos inscritos en las construcciones culturales coloniales que se tejen en torno al sujeto sexuado latinoamericano. A diferencia de Smith y Warhol, Oiticica parecía aproximarse a Mario para compartir un lugar colonial de enunciación –una coordenada en la cartografía colonial del placer‒ y para construir colectivamente una contrarrepresentación que desafiara la política implícita en la apropiación americana de la figura de María Montez por parte de la cultura gay de los cincuenta y de la figura de Mario Montez por parte de la atmósfera underground del cine experimental de los sesenta en cabeza de Smith y Warhol.3 Por último expresaba la imperiosa necesidad de revisar la marca doble de la sexualidad/colonialidad en América Latina y de inscribir las búsquedas homoeróticas en el campo artístico a partir del marco de disputas sociales más amplias que la refieren a asuntos de representación, exclusiones y luchas sociales y culturales en contextos coloniales.
La razón estética y el quiebre del doble punto ciego La articulación entre teoría queer y colonialidad para adelantar una crítica a la razón estética ha facilitado la revisión de las prácticas de la institución arte, examinando el papel que juega la imagen en las prácticas sociales de ver/ser visto como fundamentales en la construcción cultural de la sexualidad. En este sentido, el aporte de los estudios visuales y culturales y la teoría queer ha demostrado ser fructífero. Como ya lo he ilustrado, cada vez más académicos abordan los trabajos de los artistas queer no sólo como arte, es decir involucrados en preocupaciones formales o internas al campo, sino como prácticas implicadas en las luchas sociales de las comunidades a las que pertenecen. Comprometen así a la institución arte en la construcción de representaciones heteronormativas y excluyentes de la sexualidad y que, por su condición colonial en América Latina, construyen sujetos y representaciones sociales que tienen efectos tanto en el ámbito social como en el político. 3. El trabajo pionero de Douglas Crimp sobre Andy Warhol fue profundamente inspirador para este proyecto. El texto breve que publiqué en Ramona es en realidad el resumen de un capítulo de mi tesis doctoral de la cual Douglas Crimp fue director. Debo agradecer su apoyo e interés en adelantar estas reflexiones en torno a los vínculos entre sexualidad y colonialidad y en explorar la fascinación mutua hacia Mario Montez.
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Las reflexiones y relatos que presento a continuación son el registro parcial de las memorias de tres proyectos realizados en la Galería Santa Fe en Bogotá (Colombia) por el colectivo Yo no soy esa, el cual surgió durante su desarrollo. Considero sus intervenciones en el campo artístico como un ejemplo valioso para pensar y movilizar estrategias decoloniales queer. El colectivo es heterogéneo y móvil por naturaleza. Aunque sus miembros desarrollan proyectos artísticos independientes, hemos compartido la realización de las exhibiciones motivo de este ensayo: Un caballero no se sienta así (2003), Yo no soy esa (2005) y Soy mi propia mujer (2011), esta última con motivo de la celebración de los 10 años del Ciclo de Cine Rosa. En estos tres proyectos he actuado como curador o coordinador curatorial con la asistencia curatorial y de investigación de Catalina Rodríguez y la participación de Jaime Cerón, Santiago Monge, Inti Guerrero, Pablo Adarme, Juan Pablo Echeverry, Nadia Moreno y Luisa Ungar, entre otros. El colectivo Yo no soy esa parece responder a la urgencia de poner en marcha formas de activismo político que establezcan una relación productiva entre prácticas artísticas, movimientos sociales y activismos políticos. El desplazamiento progresivo del arte de sí mismo hacia los componentes visuales y culturales de la sociedad ha permitido colocar la cultura como punto fundamental en las agendas políticas de los movimientos sociales y ha facilitado que las prácticas del arte encuentren puntos problemáticos comunes con estos movimientos. El resultado ha sido el cuestionamiento del papel que han jugado las prácticas artísticas en la producción de construcciones culturales acerca de la diferencia y la marginalidad, en la perspectiva de abrir modos ‘otros’ de ser, hacer y significar la sexualidad, el arte y la cultura. Este modo de actuar queer y decolonial en el contexto de la institución arte no ha pretendido sacar a los artistas queer del clóset, ni pensar que sus trabajos son queer debido a su sexualidad. El hecho que artistas se definan como queer no convierte sus trabajos en queer, así sus trabajos aborden asuntos queer. Pensamos que estos proyectos y los trabajos de algunos artistas queer son un modo productivo de pensar y crear espacios de ser, hacer y significar ‘otros’ gobernados por placeres alternativos y modos diferentes de solidaridad y afecto. Pero tampoco busca señalar a los artistas como lacayos del colonialismo, fichas del poder imperial o víctimas del capitalismo global. En razón a la condición colonial del arte, sus escenarios y cartografías son espacios de disputa y resistencia. Nuestro trabajo ha apuntado precisamente a hacer visible dicha tensión.
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¡UN CABALLERO NO SE SIENTA ASÍ! La primera exposición del colectivo Yo no soy esa tuvo lugar en diciembre de 2003 y fue dedicada a los usos sociales del trabajo del artista colombiano Luis Caballero. Caballero nació en Bogotá en 1943 y murió de una enfermedad relacionada con el SIDA en 1995. Pese a que vivió principalmente en París desde 1968, sus pinturas y dibujos fueron reconocidos en Colombia a partir de su nutrida participación en el medio artístico colombiano tanto en exposiciones individuales como colectivas. Aunque sus trabajos tempranos han sido asociados con el Pop Art, Caballero desarrolló una exploración del desnudo masculino después de ser reconocido con el premio de la Bienal de Coltejer en 1968. Influido por el clasicismo, sus pinturas y dibujos se deleitan en el cuerpo masculino que es representado en estilos manieristas con vistas complicadas que mezclan picados y contrapicados. Junto con cuerpos masculinos individuales, también produjo una suerte de escenarios bidimensionales donde grupos de cuerpos se mezclan en medio de la ambigüedad propia de lo que Barthes llamara jouissance: una suerte de gozo cercano a la muerte y al orgasmo. En Hombre americano a todo color de Marta Traba ‒una colección póstuma de ensayos publicada por la Universidad Nacional de Colombia en 1995−, la autora dedicó la sección “El Amor” a Caballero y escribió el ensayo “Luis Caballero: Otra estación en el infierno”, siguiendo la tradición de la historia del arte que desexualiza las obras que abordan la relación entre arte y sexualidad para inscribirlas en el alto modernismo. El siguiente es un ejemplo de las percepciones de Traba sobre el trabajo de Caballero, y en general sobre la institución arte: El único interés que ha manifestado Caballero desde que comenzó a pintar es la figura humana… Lejos de ser un objeto manejable y brutalmente explicitado, como pasa con todos los artistas actuales que trabajan el desnudo, la obra de Caballero se ha ido impregnando de duplicidades que favorecían sus situaciones equívocas y resguardaban su secreto. Al fin ha terminado por pintar un cuerpo cerrado y hostil al uso trivial, nimbado de un erotismo puro que carece de perversidad y que no proviene de un esfuerzo mental sino de la sensualidad con que se va descubriendo el desnudo (149).
En 1990, cuando Caballero produjo el Gran Telón, un lienzo enorme de seis metros cuadrados, para la Galería Garcés Velázquez en Bogotá, la retórica modernista desexualizada de Traba ya no parecía sostenible. El propio artista reveló los vínculos entre su trabajo, el deseo homoerótico y la condi-
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ción perversa de la sexualidad. En el catálogo, ante la pregunta sobre las fuentes principales de su trabajo, Caballero citaba la imaginería religiosa de Cristo moribundo, que es una fuente citada incesantemente por historiadores del arte. Sin embargo, también habló de videos de su autoría que registraban las orgías que solía organizar en París, así como fotografías de hombres jóvenes violentamente asesinados registrados en el periódico El Espacio cuya fama reposa en el sensacionalismo y la violencia gráfica cruda. Refiriéndose a los vínculos entre su trabajo y el erotismo, Caballero dijo: Para mí, el erotismo es uno de los más importantes elementos de mi trabajo en términos tanto conscientes como inconscientes. Desde que empecé a pintar sólo he representado el cuerpo humano, puesto que es el único tema que me apasiona y a través del cual puedo expresar casi todo… Lo que me interesa no es producir una “obra de arte”, lo que quiero es trabajar con la gente, trabajar con esa persona que deseo pero no tengo. En ese sentido, es una pintura de la frustración (Ramírez).
Justo antes de su muerte en 1991, la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá organizó la exposición Retrospectiva de una confesión. La Biblioteca está ubicada en el centro histórico de Bogotá y es un complejo cultural que alberga tanto la biblioteca como la galería más grande de la ciudad. La Biblioteca dedicó todas sus salas a la exhibición y fue visitada masivamente. Sin embargo, era obvio notar que buena parte de los espectadores era gente queer. De la intención de la Biblioteca de desplegar la ‘obra de arte’ de Caballero con una investigación curatorial impecable y completamente detallada cronológicamente, sus visitantes queer la fueron transformando en una excusa para encontrarse, intercambiar números de teléfono, fijar una cita, al punto que los días sábado era bastante difícil acceder a los baños públicos de la Biblioteca ubicados en el primer piso. Esta apropiación queer de la exposición era de esperarse. El trabajo de Caballero ‒más allá de la institución arte o a pesar de ella‒ ha desempeñado un papel crucial en promover una suerte de sentido de identidad entre las comunidades queer en los centros urbanos colombianos. Es bien sabido que la gente gay usa su obra ‒sea ésta un afiche, un lienzo o un grabado‒ para decorar sus entornos inmediatos como bares, cafés, peluquerías o sus salas y comedores. En formas variadas, hacen una afirmación acerca de su homoerotismo que es al mismo tiempo pública y oculta. Como el trabajo de Caballero es percibido como virtuoso y excelente, así como un indicador de buen gusto, las comunidades queer lo usan como ‘arte’ y al mismo tiem-
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po como un código secreto para la identificación mutua. Parecen relacionarse con el ‘arte’ de la misma manera que el propio Caballero: no por el arte mismo sino por la forma como esa experiencia permite movilizar el deseo homoerótico. Aunque la posibilidad de realizar una exposición acerca de las apropiaciones queer del trabajo de Luis Caballero surgió en esa retrospectiva, sólo hasta 2003 fue posible organizarla. Podría decirse que uno de los estímulos fue el lanzamiento del Premio Luis Caballero que invitaba artistas de generación intermedia a exponer proyectos acordes con la infraestructura física y las características culturales de la Galería Santa Fe de Bogotá. La idea de un premio que rindiera homenaje a su trabajo, desconociendo su relación con las comunidades queer, llamó mi atención. Solicité que la exposición sobre estos asuntos de arte y sexualidad se hiciera en la Galería Santa Fe y que fuera montada en diciembre de 2004, justo en el interregno de dos exhibiciones de artistas seleccionados para el Premio. La exposición tuvo como título ¡Un caballero no se sienta así!, el cual surgió a partir de una conversación con el curador Jaime Cerón, quien luego de escuchar mi interés en las apropiaciones perversas de la obra de Caballero, me relató una anécdota que, a su vez, días antes, le había relatado el curador José Ignacio Roca: Un hombre gay compró un dibujo de Luis Caballero y lo instaló en el comedor. Para celebrar, el propietario orgulloso organizó una cena con sus amigos gay e invitó a su mamá. Ella llegó antes que los otros invitados para ayudar en los detalles de la fiesta y una vez inspeccionado el comedor y los arreglos de la mesa, ‘descubrió’ el dibujo. Molesta, se dirigió a su hijo y al señalar el dibujo con el dedo preguntó: “Mijo, ¿qué es esto?”. Orgulloso, él respondió: “Mami, ¡es un Caballero!”. Ella atacó: “¡Un caballero no se sienta así!”.
La exposición proponía poner en cuestión el rechazo de la institución arte a examinar la relación entre arte y sexualidad, además de explorar las construcciones culturales de la sexualidad en torno a los objetos y prácticas del arte. Reflejaba el interés de artistas, especialistas en estudios visuales y culturales y curadores en los usos sociales del arte que están fuera y al margen de la institución arte, donde estos objetos devienen cargados con significados inesperados y se vinculan con subculturas marginales (Fig. 1). Se hacía énfasis en la forma cómo las colecciones privadas implican a su dueño, no sólo en asuntos de buen gusto, sino en una práctica visual de afirmación de la identidad, la exhibición se estructuró entonces a par-
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tir de ‘colecciones’ que simultáneamente ‘exponían’ tanto al artista como al coleccionista. Para subrayar el aspecto de las apropiaciones queer del arte, la exposición de las colecciones fue acompañada de fotografías de apartamentos de Bogotá donde se mostraba el contexto visual y social en el que se desplegaban las obras. Incluyó también trabajos de artistas colombianos contemporáneos que investigan la construcción cultural de la sexualidad a través del dibujo, la pintura, la fotografía y el video. La idea era presentar trabajos y colecciones queer con el ánimo de abrir nuevos enfoques visuales y políticos, acerca de la contingencia social de la sexualidad, e ilustrar la diversidad de enfoques y modos de abordarla. En el caso de las colecciones, vale la pena resaltar el trabajo de Elías Heim Dotación para museos en vías de extinción, propiedad del coleccionista caleño Rubén Lechter, y los trabajos de Gustavo Turizo y Gustavo Castillejo de la colección de Gustavo García de Barranquilla. Estuvo también la colección de Juan Mejía del trabajo de Wilson Díaz y la obra Toho de Miguel Ángel Rojas producida en los setenta y que no había sido exhibida antes. Más que una exposición de arte ‘gay’, la muestra buscaba también irrumpir en la construcción de la sexualidad basada en el binarismo del género con trabajos que exploraban la definición de la masculinidad (Juan Pablo Echeverri, Juan Mejía y Wilson Díaz), así como las diferencias culturales y transgresiones del género (José Alejandro Restrepo, Santiago Monge, Juan David Giraldo, Catalina Rodríguez, Nadia Granados). También fue importante invitar a artistas que trabajan en lecturas queer de íconos nacionales y de la cultura popular, tales como las fotografías Pablo Adarme y los dibujos de Santiago Monge quienes exploran las imágenes de Bolívar y La Mujer Maravilla, respectivamente. Quiero sin embargo llamar la atención, a su vez, sobre los usos sociales de la exposición. A la entrada de la Galería Santa Fe, ubicada en el Centro Cultural Planetario Distrital de Bogotá, fueron colocados dos anuncios: — Prohibida la entrada a menores de 18 años. — La Galería Santa Fe informa al público: “La exhibición Un caballero no se sienta así explora la relación entre arte y sexualidad. Se ruega a los visitantes tener en cuenta este hecho al entrar a la exposición. Se recomienda que personas menores de 18 años lo hagan en compañía de un adulto responsable”.4 4. El primer anuncio fue instalado por la Dirección del Centro Cultural Planetario y el segundo, por la Galería Santa Fe. Ambos permanecieron en la entrada durante toda la exhibición.
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Los dos textos tienen implicaciones culturales y políticas diferentes. Mientras el primero prohibía el ingreso a menores implicando un vínculo entre los trabajos y la pornografía, el segundo invitaba a los visitantes a examinar las obras en contextos sociales y culturales más amplios. La exhibición se encuentra entre las más visitadas en la historia del lugar y seguro entre sus visitantes había menores. Los anuncios fueron colocados luego del escándalo que suscitó la exposición en los medios masivos locales y nacionales y de las declaraciones del director del Centro Cultural, quien repudió la muestra argumentando que la exposición era pornográfica e implicaba un alto riesgo al ser el Planetario un Centro Cultural visitado por miles de niños y niñas. Algunos noticieros y periódicos cuestionaban la validez artística de las obras exhibidas ‒como lo haría Marta Traba al referirse a “los artistas actuales que trabajan el desnudo”‒ y pedían más respeto por las sensibilidades del público. Otros defendían el tratamiento de la exposición del vínculo entre arte y sexualidad. Ambos compartían el conflicto que aparece cuando las diferencias sexuales y de género se discuten en espacios sociales y del papel de la institución arte en estos conflictos.
YO NO SOY ESA En la búsqueda de propiciar proyectos más colaborativos que vincularan a la comunidad queer, y sus búsquedas por construcciones visuales y culturales de autorrepresentación, formalizamos el colectivo de artistas, curadores, organizaciones culturales en torno a formas de activismo queer. El colectivo adoptaría este nombre y la exposición Yo no soy esa puede ser vista como una continuación de ¡Un caballero no se sienta así!, y tuvo lugar en diciembre de 2005, también en la Galería Santa Fe. En un principio, esta segunda exposición quería llamar la atención sobre enfoques y proyectos artísticos que buscaban explorar asuntos de sexualidad y representación. Sin embargo, algunos de los artistas (en su mayoría queer) sostenían que sus trabajos no merecían ser interpretados en términos de sexualidad y género. En consecuencia, su primer título fue Yo no soy así, una expresión que en cierta forma recordaba el título de la exhibición anterior y también llamaba la atención sobre la renuencia de algunos artistas a ser definidos como queer, negándose a participar en la exhibición. Ante esta negativa, estaba la pregunta acerca de cómo los autores intentaban controlar el significado de sus piezas o abordaban los teFig. 1. Vista de la exhibición Soy mi propia mujer en memoria de la exposición ¡Un caballero no se sienta así! Galería Santa Fe, 2011.
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mas de autoría, así como el rol de la institución arte en la construcción de estas figuras de autoridad y significado. No era claro si algunos artistas rechazaban el proyecto por una suerte de preocupación acerca de su nivel ‘artístico’ (léase como universal e internacional), que sería socavado si los asuntos de sexualidad eran ubicados como fundamentales en la interpretación de sus obras. Segundo, estaba la relación de la institución arte y la sexualidad, pues pese a la tendencia creciente de traer la sexualidad a la esfera del arte, en razón al número creciente de proyectos individuales y colectivos trabajando en ello, emergía la tensión frecuente cuando la institución arte se siente amenazada al dar cabida a proyectos que considera como no artísticos, que se resuelve con la tendencia a normalizarlos en los términos discursivos del arte. Por último, estaba el rol político de la institución arte en la normalización de las sexualidades alternativas. Frente a esta discusión, el colectivo propone que la exhibición se ocupe precisamente de mostrar la relación entre esta normalización y el discurso modernista del arte, enfocándose en las escenas queer de resistencia de la Bogotá de los años setenta y ochenta. La exhibición mostraría memorias, trabajos y proyectos colectivos que funcionaban en ese momento como formas de afirmación y de resistencia. Esta orientación llevó a realizar una exposición de trabajos de arte, objetos y material impreso de promoción de sitios de encuentro gay. Se suponía que algunas prácticas del arte del período formaban parte de una atmósfera social y política más amplia de resistencia y crítica cultural. Ante la ausencia casi completa de dicho material, se propuso una exhibición abierta donde los espectadores y la comunidad queer fueran invitados a traer lo que consideraran valioso para ser incorporado en la muestra. Una drag queen, por ejemplo, aportó su vestuario, pelucas y coronas heredadas de su tía. Consecuentemente, por sugerencia del artista Humberto Junca, el título cambió de Yo no soy así a Yo no soy esa, que a su vez es el título de la famosa canción de la española Mari Trini: Yo no soy esa/Que tú te imaginas/Una señorita tranquila y sencilla/que un día abandonas/y siempre perdona/esa niña si... no.../esa no soy yo. Yo no soy esa/que tú te creías/la paloma blanca/que te baila el agua/que ríe por nada/diciendo si a todo/esa niña si...no.../esa no soy yo.
Como punto de referencia, la exhibición se concentró en el trabajo del artista colombiano Miguel Ángel Rojas (Bogotá, 1946), quien ha explora-
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do la relación entre arte, sexualidades queer y espacio público (Rodríguez, 2007; Fig. 2). Sus piezas fotográficas más famosas están agrupadas en las series que llevan como título La Vía Láctea, Mogador, e Imperio. Los últimos dos títulos se refieren a los nombres de salas de cine pornográfico en Bogotá que han desaparecido hoy por los planes de renovación urbana del centro de la ciudad que siempre están acompañados de estrategias de limpieza de rastros de marginalidad. Las fotografías registran los hábitos de encuentros sexuales y los códigos de la subcultura queer en Bogotá durante los años setenta. Exponen encuentros sexuales en baños, así como los rituales desplegados por los participantes para llamar la atención entre ellos, demostrar interés, acercarse, tener sexo y desplegar su deseo. En razón a su naturaleza clandestina y a las condiciones precarias de luz, las fotografías llevan la sensibilidad de la película a sus límites. Las imágenes están fuera de foco, granuladas y sobreexpuestas lo que las hace profundamente sublimes y conmovedoras.
Figura 2. Miguel Ángel Rojas, Sobre porcelana (detalle) 0,5 x 0,5 cm. , 1979-2003.
Cuando La Vía Láctea fue producida en los años setenta, sólo podía ser vista en privado. Cualquiera que demostrara interés en las imágenes debía ser invitado al taller de Rojas para compartir una suerte de secreto y evitar la censura de la institución arte. En 1981, la serie fue presentada por primera vez en la Galería Garcés Velázquez. Rojas decidió exhibirla en formatos muy pequeños. Las fotografías eran circulares –en tanto eran tomadas a través del orificio de las cerraduras de los cubículos del baño‒ y tenían un diámetro de 0,5 cm. Las fotografías fueron montadas en la parte superior de la pared, lejos del espectador. No podían ser vistas en detalle. En su lugar, los espectadores veían una línea larga de puntos blancos y
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negros. Al respecto de estas series, que hoy se conocen de forma genérica como Faenza, Rojas señaló: Ubiqué esos pequeños círculos formando una línea recta arriba en la pared fuera del alcance visual, lo que las hacía todavía más invisibles, convocando con ello la fe del observador, quien tenía que creer que allí esos puntos eran imágenes cargadas de erotismo. Toda la situación creó una especie de halo fetichista alrededor de ellas, que aún hoy se mantiene (Roca, 11).
No hay duda que La Vía Láctea juega con los códigos y modos de la institución arte. Sin embargo, no le pertenece. La serie parece resistirla y reivindica la subcultura marginal de la cual emerge. Mientras introduce las prácticas de esta subcultura en el ambiente ‘seguro’ de la institución arte, Rojas nos hace saber que esas imágenes no revelan nada. La Vía Láctea se le escapa al deseo. Es decir, lo marginal que aparece fuera de foco rechaza ser
incluido en el voyerismo del mundo del arte. Y continuará siendo marginal, pero en este caso para el disfrute de aquellos que forman parte de esa subcultura. Esto es del todo cierto ya que no tendría sentido para los espectadores ir a esos teatros y ver ‘qué es lo que pasa’, cuando ni siquiera las fotografías permiten percibirlo. Lo que esta serie nos recuerda es la imposibilidad de acceder a ese universo, definirlo, o traducir una cultura a otra. Nos hace saber que pese al deseo ‒o quizá por él‒ la diferencia siempre aparecerá como un objeto minúsculo, fuera de foco e incomprensible que nunca estaremos en capacidad de atrapar. En otras palabras, queda por fuera de la plataforma de observación ‒del punto cero‒ de la razón estética. El interés de Rojas en la subcultura queer fue expandido en la exhibición Yo no soy esa al evocar las memorias y ambientes visuales de tres sitios emble-
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máticos de la Bogotá de los setenta y ochenta: los bares gay, los cines XXX y los parques. Además de reunir los trabajos de arte más relevantes, el colectivo los presentó junto con otros materiales visuales y escritos de tal forma que pudieran registrar algo de la atmósfera y la estética queer de ese momento. La exhibición se pensó entonces no como un ejercicio de apreciación de obras, sino como un dispositivo que provocara significados y asociaciones entre formas de ser y vivir. Con esta ética en mente, la galería se organizó como un escenario donde pudieran pasar ‘cosas’. La Vía Láctea de Rojas fue exhibida en gran formato acompañada por sillas de cine especialmente prestadas para la ocasión por el bar gay Theatron, que hoy logra albergar cerca de cinco mil personas en su recinto. Y de acuerdo con un guardia de seguridad, pasaron cosas. Dijo ser testigo de parejas gay intercambiando teléfonos, tocándose y concretando citas. Dado que para la época de los años ochenta los bares gay, saunas y otros espacios de socialización gay eran aún ilegales, la información circulaba de oídas, creando códigos culturales y sociales que permitían que las comunidades queer se identificaran consigo mismas. Ante la ausencia de documentación escrita y visual, el grupo grabó historias acerca de los bares, parques, saunas y cines del período. Audífonos caían del techo de la galería para que la gente pudiera oír estas historias. La vista hacia el Parque de la Independencia estuvo disponible para recordarlo como un sitio de encuentros sexuales importante para la gente gay en los años setenta. Un karaoke fue instalado para que los visitantes pudieran hacer mímica o cantar Yo no soy esa. La artista Catalina Rodríguez alteró la voz de Mari Trini para desplazarla hacia una voz de registro masculino, cuyo intérprete ficticio se llamó Manolo Beltrán. Había también retratos de las drag queen más famosas de Bogotá, muchas de las cuales siguen activas en el medio. Orgullosamente, facilitaron sus vestuarios y accesorios que solían usar en La Pantera Roja, el bar de drag queen más antiguo y famoso de la ciudad, hoy desaparecido por el brutal asesinato de su dueño. Mientras ¡Un caballero no se sienta así! fue objeto de un tratamiento hostil por parte de la prensa, incluyendo las advertencias para que no fuera vista por el público, Yo no soy esa fue recibida en medio del furor multicultural que no es otra cosa sino formas nuevas de normalizar lo marginal e integrarlo a la totalidad de lo social. En el artículo que lleva el mismo título de la exposición, publicado por la revista Semana del 16 de diciembre de 2005, María Fernanda Moreno invitaba a la gente a realizar un viaje por la subcultura queer de los setenta, especialmente a “aquellos que
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permanecen sumidos en la ignorancia, la intolerancia y el prejuicio. El año nuevo les dará una visión que abrirá el espacio para las diferencias y, sobre todo, para el arte” (Moreno). El mismo tono fue usado por el editor del periódico nacional El Tiempo en su nota “Memorias de una Bogotá gay” de enero 18 de 2006. Una anécdota final. El día del cierre de la exposición Yo no soy esa, la Galería organizó una fiesta con la participación, entre otros, de las drag queen más famosas de Bogotá. La drag queen que había traído el vestuario de su tía, en el mejor estilo de los setenta, llevaba esa noche una corona fabulosa hecha de hojas de árbol plásticas. Ubicada en la salida del espacio agradecía a los visitantes por haber atendido a ‘su exposición’. En lugar de ser vistos como objeto de representación artística, los espectadores se convirtieron en protagonistas que ejercen el derecho a representarse a sí mismos. Esto es del todo importante, si pensamos en la historia de la serie La Vía Láctea de Rojas. Después de ser exhibida en la Galería Garcés Velázquez como un trabajo de arte, y después de ser ampliada por los vendedores de arte por razones comerciales, la serie era finalmente exhibida en el marco de un trabajo colaborativo queer. La Vía Láctea finalmente retornó a la subcultura que le dio origen.
SOY MI PROPIA MUJER La Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, el Instituto Goethe y colectivos y organizaciones culturales de Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla han organizado el Ciclo de Cine Rosa desde 2001.5 El Ciclo ha estado acompañado de un foro organizado por el Instituto Pensar de la Universidad Javeriana que convoca a expertos académicos, funcionarios públicos, maestros y a la comunidad lésbica, gay, bisexual, transgénero e intersexual (LGBTI) de Bogotá a discutir sobre temas jurídicos, culturales, educativos y de gobierno que la afectan. En razón a la celebración de los diez años del Ciclo de Cine Rosa y el Foro Académico Rosa, el Instituto Pensar propuso la realización de una exhibición que diera cuenta de las memorias del Ciclo y el Foro e invitaron al Colectivo Yo no soy esa a reali5. Ante la presión de la comunidad católica, el Ciclo Académico Rosa no se realizará en las instalaciones de la Universidad Javeriana este año. La prensa y los movimientos sociales han expresado su profundo rechazo frente a esta decisión de la universidad que presagia riesgos grandes a los logros de las comunidades LGBTI en razón al giro hacia la derecha de las instituciones garantes de los derechos humanos en Colombia.
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zar la curaduría, además de orientar los procesos de investigación y archivo propios de un proyecto de este tipo. Para este caso la coordinación curatorial estuvo a mi cargo, la asistente curatorial fue Catalina Rodríguez. Pablo Adarme y Santiago Monge realizaron la investigación y Jaime Cerón prestó su asesoría para el montaje. Tanto el Ciclo como el Foro han participado en la creación de condiciones culturales, sociales y políticas para el ejercicio de los derechos de la comunidad LGBTI en Bogotá y el país. Han puesto en la escena pública temas jurídicos, sociales, culturales y artísticos que forman parte de formas de ser, hacer y significar de las poblaciones sexualmente diversas. Uno de los hechos más relevantes ha sido la ubicación de lo cultural y lo artístico como punto central de la agenda LGBTI y la consecuente ubicación de ésta última en la esfera de lo público. Se entiende que los alcances de las políticas de defensa a la diversidad sexual, el respeto a la vida y la justicia social están fuertemente articulados con la transformación de representaciones culturales, imaginarios y estereotipos que atentan contra la proliferación de formas no-oficiales de vivir la sexualidad. El título de la muestra rindió homenaje al director alemán Rosa von Praunheim, quien dio nombre al Ciclo, tomando prestado el título de su documental Soy mi propia mujer (1992), basado en la biografía del travesti alemán que creció con el nombre de Lothar Berfelde y luego lo cambiaría por el de Charlotte von Mahlsdorf. El film relata la vida difícil de Charlotte en medio de los regímenes nazi y comunista. Visitando la tumba de su madre, Charlotte recuerda la insistencia de ésta en que buscara una mujer y se casara. Charlotte le respondía: “Madre: Soy mi propia mujer” (Fig. 3). Para la curaduría de Soy mi propia mujer, los materiales auditivos, visuales y documentales, las piezas artísticas representativas de las exposiciones, y los artefactos culturales propios de las culturas LGBTI de la ciudad ‒que aportaron las organizaciones– se dispusieron de tal forma que promovían la reflexión entre los cruces y préstamos de los distintos campos sociales (artístico, cultural y sexual). La intención era mostrar las transformaciones mutuas a raíz de contaminaciones de ámbitos distintos, además de la condición cultural y política que subyace a la producción y circulación de los artefactos artísticos y culturales asociados con la sexualidad. Junto a las exhibiciones de dispositivos visuales y culturales, las organizaciones sociales realizaron actividades paralelas de acuerdo con su naturaleza: conferencias, talleres de representación y transformación del cuerpo, divulgación de sus agendas, entre otros.
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En razón del interés por resaltar la importancia del Ciclo y el Foro en haber hecho públicas y sacar a la luz las relaciones planteadas, se dispuso la galería como una gran avenida en cuyas paredes aparecían las siluetas de espacios emblemáticos públicos y privados. Allí estaba la silueta del Planetario Distrital donde se realizaron las exposiciones emblemáticas y la del Teatro Municipal Jorge Eliécer y la Cinemateca Distrital Gaitán que han albergado el Ciclo todos estos años. Estas siluetas de edificios públicos alternaban con siluetas de salas adornadas con el afiche memorable de Luis Caballero y la de un bar gay con su karaoke donde de nuevo se cantaba “Yo no soy esa” de Mari Trini. En el centro, una alfombra roja que ocupaba la entrada de la galería convocaba a la audiencia al despliegue y la autorepresentación de sus cuerpos sexualizados. Esta aparente dicotomía entre lo público y lo privado era relevante. Se buscaba subrayar dos aspectos cruciales: la expresión del cuerpo íntimo sexualizado en el espacio público y la condición pública de los actos privados. Es decir, resaltar que la sexualidad no es un acto privado, es un factor estructurante de la personalidad y de las relaciones sociales que ocurren, por supuesto, más allá de la alcoba. Los registros de Soy mi propia mujer aparecieron en la prensa y tuvieron una amplia difusión. Un hecho importante es que su apropiación más significativa se produjo en redes sociales como Universia, Flickr, Suvida, Dominarte Cine y en los portales oficiales de los patrocinadores como la Secretaría Distrital de Cultura y Deporte y la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Curiosamente, tuvo un despliegue importante en el vespertino El Espacio, el periódico que Luis Caballero usaba para tomar prestadas las imágenes de jóvenes desnudos anónimos brutalmente asesinados, para registrar el fracaso inherente a la ley del deseo. El colectivo Yo no soy esa creó a su vez el grupo Soy mi propia mujer en Facebook que es al mismo tiempo foro, archivo de textos importantes sobre estrategias queer y espacio para el despliegue perverso y la solidaridad.
A manera de cierre En la edición de junio de 2012 de Arcadia, el suplemento cultural de la revista Semana, que para esa época dedica una edición especial a la comunidad LGBTI, se dan a conocer las 25 joyas de la cultura gay en Colombia, entre las que se encuentra la exposición Yo no soy esa junto con artistas como Luis Caballero y Miguel Ángel Rojas. Este reconocimiento fue
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Figura 3. Silueta de la Galería Santa Fe dibujada en la pared central de la exhibición Soy mi propia mujer. Galería Santa Fe, 2011.
motivo de entusiasmo entre todos nosotros, sin embargo, de manera interesante el editor afirma: “Toda auténtica obra de arte es, por supuesto, universal. Pero hacer énfasis en su contenido homoerótico constituye un aporte a la historia de la visibilización de un grupo que ha sido (y en muchas instancias sigue siendo) violentamente juzgado por la sociedad”. 6 En el cierre de la exposición Soy mi propia mujer, un hecho importante marca el tránsito ético y político de esta trilogía de exposiciones. El colectivo “Yo no soy esa” donó al Centro Comunitario LGBTI de Chapinero las imágenes ‒léase obras‒, la utilería y el mobiliario de la muestra que hoy están dispuestos para procesos pedagógicos, sociales y culturales de la comunidad, procesos y apropiaciones que son, en cierta forma, extra-artísticos. El recorrido de esta trilogía de exposiciones inicia con la temática
6. Ver: http://www.revistaarcadia.com/especiales/25_joyas_cultura_gay/index.html.
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de las colecciones y las construcciones identitarias, pasa por la re-creación de una atmósfera participativa de resistencia queer y cierra con la iniciativa de construir con las comunidades espacios donde se disputan y negocian asuntos de representación, arte y poder que son al mismo tiempo artísticos y no artísticos. De la misma forma que la institución Arte arrastra aún su condición colonial y construcciones culturales normalizadoras de la sexualidad, los sectores ‘otros’ persisten en desafiarla, usando el arte para inventar posibilidades de vida impensadas, que están al mismo tiempo dentro y fuera de la modernidad. Inspirado en Anthony Giddens, Arturo Escobar sostiene que el impacto de la modernidad es hoy más profundo y universal que nunca. No sólo porque su sueño ‒o pesadilla como él le llama‒ continúa basado en la exclusión masiva y la explotación del Tercer Mundo, sino porque aún sigue siendo blanco, heterosexual, masculino y occidental (Escobar, 11). En el contexto de estas topografías políticas de la sexualidad en América Latina, algunos artistas, colectivos activistas y movimien-
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tos sociales radicalizan sus luchas y articulan nuevas formas de representación social que promueven nuevos vínculos entre arte y política. Experiencias como la del colectivo Yo no soy esa quizá deban pensarse como un proyecto artístico pero también como un dispositivo que promueve la proliferación de ‘situaciones’ para convocar a aquellas comunidades avergonzadas o ‘sonrojadas’ que palpitan al ritmo queer.
Obras citadas Redacción Arcadia. “Especial 25 joyas de la cultura gay en Colombia”. Arcadia, Sección Especial 81, 28 de junio, 2012, . Castro-Gómez, Santiago. La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2005. Crimp, Douglas. “Mario Montez: Por la vergüenza”. Imágenes. Trad. Víctor Manuel Rodríguez-Sarmiento. Bogotá: IDCT/Universidad Nacional de Colombia, 2003. Redacción El Tiempo. “Recuerdos de una Bogotá gay”. El Tiempo, 18 de enero, 2006, . Escobar, Arturo. Más allá del Tercer Mundo: Globalización y Diferencia. Bogotá: ICANH/Universidad del Cauca, 2005. Halperin, David. Saint Foucault: Towards a Gay Hagiography. New York/ Oxford: Oxford University Press, 1995. La Fountain, Larry. “Open Letter to Douglas Crimp”. Gay Shame. Eds. David Halperin y Valerie Traub. Chicago: University of Chicago Press, 2003, 26-27. Moreno, María Fernanda. “Yo no soy esa”. Semana 1233, 16 de diciembre, 2005, . Quijano, Aníbal. “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”. La colonialidad del saber. Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Ed. Edgardo Lander. Buenos Aires: CLACSO/UNESCO, 2000, 201-246. Ramírez, Ramiro. “Entrevista Caballero y el Erotismo”. Catálogo de Exposición, Galería Garcés Velásquez. Bogotá, 1978, .
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Roca, José Ignacio y Miguel Ángel Rojas. Objetivo Subjetivo. Catálogo de Exposición. Museo de Arte Banco de la República. Bogotá: Banco de la República, 2007. Rodríguez-Sarmiento, Víctor Manuel. “Eroiticica o los muchachos de oro de Babylonests”. Ramona 99 (2010): 59-63. — “Miguel Ángel Rojas: Proa en la nave de la ilusión”. Objetivo Subjetivo. Catálogo de Exposición. Museo de Arte Banco de la República. Bogotá: Banco de la República, 2007. Sedgwick, Eve K. “Performatividad queer: The Art of the Novel de Henry James”. Trad. Víctor Manuel Rodríguez. Nómadas 10 (1999): 198214. — The Epistemology of the Closet. Berkeley/Los Angeles: University of California Press, 1990. Traba, Marta. Hombre americano a todo color. Bogotá: Editorial Universidad Nacional, 1995.
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Susan Antebi es profesora asistente de Literatura Latinoamericana en la University of Toronto. Su trabajo se enfoca en cuestiones de teoría del cuerpo y la discapacidad, así como en cuestiones de raza y eugenesia. Es autora de Carnal Inscriptions. Spanish American Narratives of Corporeal Difference and Disability (2009). Es coeditora, con Freya Schiwy y Alessandro Fornazzari, del volumen Digital Media, Cultural Production and Speculative Capitalism (2011). Actualmente trabaja en un libro tentativamente titulado Eugenics and Intercorporeality: Reading Disability in Twentieth Century Mexican Cultural Production y en la edición de un libro colectivo sobre cuestiones de discapacidad en la literatura y el cine latinoamericanos. J. Andrew Brown es profesor asociado de Español y Literatura Comparada en Washington University, Saint Louis. Es autor de Test Tube Envy: Science and Power in Argentine Narrative (2005) y Cyborgs in Latin America (2010). Ha editado Tecnoescritura: Literatura y tecnología en América latina (2007) y coeditado Latin American Science Fiction: Theory and Practice (2012). Sus artículos sobre las intersecciones entre la ciencia, la tecnología, la cultura popular y la identidad en la literatura y el cine latinoamericanos han aparecido en varias revistas académicas de Estados Unidos. Es coeditor general de la Revista de Estudios Hispánicos. Su próximo libro se titulará Remixing Latin America. Román de la Campa ocupa la Cátedra Edwin B. y Leonore R. Williams de la University of Pennsylvania. Su campo de especialización incluye la cultura y literatura latinoamericana en sus dimensiones transnacionales, con énfasis particular en la producción y recepción teórica. Sus ensayos han aparecido en múltiples revistas de Estados Unidos, Cari-
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be, América Latina y Europa. Entre sus libros más recientes se encuentran: Late Imperial Cultures (1995) coeditado con Michael Sprinker y Ann Kaplan; América Latina y sus comunidades discursivas: literatura y cultura en la era global (1998); Latin Americanism (1999); Cuba on My Mind: Journeys to a Severed Nation (2000); América Latina: Tres interpretaciones actuales sobre su estudio, con Ignacio Sosa y Enrique Camacho (2004); Nuevas cartografías latinoamericanas (2007); Ensayos de otra América (2012). Su próximo libro, Latin, Latino, American: Split States and Global Imaginaries, aparecerá en la editorial Cambria. Jean Franco es profesora emérita de Inglés y Literatura Comparada en la University of Columbia. Es una latinoamericanista de amplia y distinguida trayectoria, y una de las figuras fundacionales del campo de los estudios latinoamericanos. Es autora de libros como The Modern Culture of Latin America (1967); César Vallejo, the Dialectics of Poetry and Silence (1976); Plotting Women. Gender and Representation in Mexico (1989); Critical Passions (1994) y The Rise and Fall of the Letter City (2002). Su libro más reciente, Cruel Modernity (2013), constituye una exploración de la relación entre crueldad, poder y cultura en América Latina. Beatriz González-Stephan es Lee Hage Jamail Chair en Literatura Latinoamericana del Departamento de Estudios Hispánicos de la Rice University desde 2001. Fue profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Ganó el Premio Ensayo Casa de Las Américas (1987). Entre sus libros figuran: Fundaciones: canon, historia y cultura nacional (2002); Galerías del Progreso. Museos, exposiciones y cultura visual en América Latina (2006, con Jens Andermann); Nación y Literatura. Itinerarios de la palabra escrita en la cultura venezolana (2006, con Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares); Andrés Bello y los estudios latinoamericanos (2009, con Juan Poblete); Fijar la patria. Eduardo Blanco y el imaginario venezolano (2011, con Carlos Sandoval). Tiene en prensa Imaginarios historiográficos: panoramas, cultura del espectáculo y metáfora militar en Venezuela siglo xix. Carlos A Jáuregui es profesor asociado de Literatura Latinoamericana y Antropología en la University of Notre Dame. Sus publicaciones incluyen: Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo en América Latina (2005; 2008), ganador del Premio Casa
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de las Américas 2005; Theatre of Conquest: Carvajal’s Complaint of the Indians in the “Court of Death” (2008) y Querella de los indios en las “Cortes de la Muerte” (1557) (2002). Es coeditor de Heterotropías: narrativas de identidad y alteridad latinoamericana (2003); Colonialidad y crítica en América Latina. Bases para un debate (2007 con Mabel Moraña); Revisiting the Colonial Question in Latin America (2008, con M. Moraña) y Coloniality at Large. Latin America and the Postcolonial Debate (2008 con Enrique Dussel y M. Moraña). Coescribió y coeditó con Joseph Mella y Edward Fischer el catálogo de arte Of Rage and Redemption: The Art of Oswaldo Guayasamín (2008). Actualmente, trabaja en un proyecto titulado “Going Native and Becoming-Other in Latin American Literature and Film”, por el que recibió en 2010 una beca del National Endowment of the Humanities y el 2012-13 Bavarian Program for Foreign Visiting Scholars Fellowship en la Universität Augsburg. Lawrence La Fountain-Stokes es escritor, profesor y “performancero”. Es catedrático asociado en la University of Michigan, Ann Arbor, donde enseña en los Departamentos de Lenguas y Literaturas Romances, Cultura Americana y Estudios de la Mujer. Es autor de Queer Ricans: Cultures and Sexualities in the Diaspora (2009). Ha escrito dos colecciones de cuentos: Uñas pintadas de azul/Blue Fingernails (2009) y Abolición del pato (2013). Actualmente dirige el Programa de Estudios Latinos. Se especializa en estudios literarios y culturales latinoamericanos, caribeños y latinos queer/LGBT. Su blog, titulado Lola von Miramar, se puede acceder en: . Horacio Legrás es profesor de Literatura Latinoamericana, director del Instituto de Teoría Crítica y jefe del Departamento de Español y Portugués en la University of California, Irvine. Se especializa en literatura, cine, cultura visual y teoría crítica. Es autor de Literature and Subjection. The Economy of Writing and Marginality in Latin America (2008). Mabel Moraña es titular de la Cátedra William H. Gass de Humanidades en Washington University in Saint Louis, donde imparte clases de Teoría Cultural y Estudios Latinoamericanos. Ha enseñado también en la University of Southern California y la University of Pitts-
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burgh. Fue directora de Publicaciones del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, donde tenía a su cargo la publicación de Revista Iberoamericana y cinco series de libros. Es autora, entre otros, de Políticas de la escritura en América Latina (1997); Viaje al silencio. Exploraciones del discurso barroco (1998); Crítica impura (2006); La escritura del límite (2010) y Arguedas/Vargas Llosa. Dilemas y ensamblajes (2013). Ha editado varias colecciones críticas, e. g. Ángel Rama y los estudios latinoamericanos (1997); Espacio urbano, comunicación y violencia en América Latina (2002); Ideologies of Hispanism (2006) y Para una crítica de la modernidad capitalista. Dominación y resistencia en Bolívar Echeverría (2013). Víctor Manuel Rodríguez-Sarmiento es vicerrector de Gestión Universitaria de la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá y se ha desempeñado como profesor de las universidades de los Andes, Nacional, Pedagógica Nacional y Javeriana en Bogotá, Colombia. Actualmente es profesor invitado en la Maestría y Doctorado de la Universidad Andina Simón Bolívar en Quito y de la Universidad de los Andes en Bogotá. También se ha desempeñado como artista y curador independiente. Recibió becas del Consejo Británico, de Fulbright y de la Society for the Humanities en Cornell University. Fue ganador del Celeste Heughes Bishop Award por su liderazgo académico en la de Rochester University. Entre sus publicaciones recientes se encuentran las siguientes ediciones: Políticas Culturales Distritales 2004-2016 (2004/2006); Prácticas artísticas. Enfoques contemporáneos (2002) y Formación en gestión cultural (2000). Ha sido traductor/compilador de Douglas Crimp, Imágenes (2002). Ha publicado numerosos artículos sobre arte y literatura latinoamericana. Susana Rosano es profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad Nacional de Rosario. Obtuvo su doctorado en Literatura Latinoamericana en la Pittsburgh University en 2005. Su libro Rostros y máscaras de Eva Perón. Imaginario populista y representación (2006) recibió un premio del Fondo Nacional de las Artes en Argentina. Ha publicado numerosos capítulos en libros colectivos sobre cultura y literatura latinoamericana y múltiples artículos en revistas especializadas de la Argentina, Europa y Estados Unidos. Ha dictado cursos y conferencias en universidades argentinas y extranjeras y se ha desempeñado también como periodista cultural y asistente editorial.
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Actualmente codirige en la UNR una investigación sobre “Poéticas de la relación: cruces de lo culto y lo popular en la literatura latinoamericana”. Ignacio M. Sánchez Prado es profesor asociado de Literatura Latinoamericana y Estudios Internacionales en Washington University, Saint Louis. Se especializa en literatura, cultura y cine mexicanos de los siglos xx y xxi. Es autor de El canon y sus formas (2002); Naciones intelectuales. Las fundaciones de la modernidad literaria mexicana (1917-1959) (2009) e Intermitencias americanistas (2012). Ha editado y coeditado varias colecciones críticas entre las que destacan América Latina en la “literatura mundial” (2006); El arte de la ironía. Carlos Monsiváis ante la crítica (con Mabel Moraña, 2007) y El lenguaje de las emociones. Afecto y cultura en América Latina (con Mabel Moraña, 2010). Su libro más reciente es Screening Neoliberalism. Mexican Cinema 1988-2012 (2014). Estelle Tarica es profesora de Literatura Latinoamericana y directora del programa de Estudios Latinoamericanos de la Uinversity of California, Berkeley. Ha publicado el libro The Inner Life of Mestizo Nationalism (2008), además de numerosos artículos sobre raza y nación en México y los Andes. En la actualidad prepara un libro que analiza los usos críticos y teóricos del Holocausto en América Latina. José Manuel Valenzuela Arce es profesor investigador del Departamento de Estudios Culturales de El Colegio de la Frontera Norte. Ha publicado 32 libros, 17 como autor único y 15 como coordinador y coautor. Uno de ellos, Jefe de Jefes, corridos y narcoculturas en México obtuvo el Premio Internacional Casa de las Américas, Cuba, 2001; otros 3 de ellos han sido reconocidos con el Premio Nacional de Antropología Social Fray Bernardino de Sahagún (mención honorífica 2003, 1998 y 1987). En 2005 recibió la Beca Guggenheim que otorga la John Guggenheim Memorial Foundation, Nueva York, para creadores de reconocida trayectoria internacional. También ha sido autor de un gran número de capítulos y artículos en libros y revistas académicas. Sergio Villalobos-Ruminott es profesor asistente de Literatura Latinoamericana en la University of Arkansas. Se especializa en teoría crí-
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tica latinoamericana, marxismo y filosofía política. Ha publicado diversos artículos sobre teoría marxista y cultura posdictatorial chilena. Es editor de Hegemonía y antagonismo. El imposible fin de lo político. Conferencias de Ernesto Laclau en Chile (2002). Oswaldo Zavala es profesor asociado de Literatura Latinoamericana en el College of Staten Island y en The Graduate Center, City University of New York (CUNY). Su trabajo académico ha sido publicado en México, Estados Unidos, Francia y España. Se ha enfocado en la narrativa mexicana de los últimos veinte años, la construcción de imaginarios nacionalistas, el agotamiento de los discursos sobre la modernidad literaria latinoamericana y la representación y conceptualización de la frontera entre México y Estados Unidos. Es coeditor, con José Ramón Ruisánchez, de Materias dispuestas: Juan Villoro ante la crítica (2011) y, con Viviane Mahieux, de Tierras de nadie: el norte en la narrativa mexicana contemporánea (2012).
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