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Spanish Pages 112 [106] Year 1994
ROBERTO QUEREJAZU CALVO
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im© u a © © SINTESIS HISTORICA DE SUS ANTECEDENTES, "DESARROLLO Y CONSECUENCIAS
LIBRERIA EDITORIAL "JUVENTUD LA PAZ — BOLIVIA
LA GUERRA DEL PACIFICO
ROBERTO QUEREJAZU CALVO
LA GUERRA DEL PACIFICO SINTESIS HISTORICA
DE SUS ANTECEDENTES, DESARROLLO Y CONSECUENCIAS
LIBRERIA EDITORIAL “JUVENTUD" LA PAZ — BOLIVIA 1994
Depósito Legal N? 4 - 1 - 287/94 p.
La presente edición es propiedad del Editor. Quedan reservados todo los derechos de acuerdo a Ley. Serán perseguidos y sancionados quienes comercien con textos fotocopiados de esta obra, ya que el mismo es un delito tipificado en el Código Penal. Capitulo X, Art. 362
Impreso en Bolivia — Printed in Bolivia Impresores: Empresa Editora “URQU1ZO” S. A. Calle Puerto Rico 1135 Casilla 1489 — Telf.: 321070 La Paz - Bolivia
A MANERA DE PROLOGO LIBRERIA EDITORIAL "JUVENTUD” se complace en poner a disposición de profesores, alumnos y público lector en general esta segunda edición de una síntesis del importante libro “GUA NO, SALITRE, SANGRE”, del historiador Roberto Querejazu Cal vo, que entre muchos comentarios favorables ha merecido los si guientes: De VALENTIN ABECIA, historiador boliviano: “Pese a su vo lumen leí el libro de un tirón meditando cada momento en las co sas novedosas que encontré. El libro es muy bueno. De una pro fundidad extraordinaria, sin atenuantes, con un bagaje documen tal manejado con maestría. Pero esta no es su principal caracte rística, lo es también su amenidad. El libro “bien vale una misa”.
De OSCAR PINOCHET DE LA BARRA, diplomático y escritor chileno: “Esta obra es lo mejor que ha producido Bolivia sobre la Guerra del Pacífico, no sólo por su calidad y nuevos antece dentes, sino por el espíritu de veracidad e imparcialidad que la anima. Es lo que necesitamos en los dos países para llegar un día a un arreglo justiciero del problema que nos separa. La bio grafía es impresionante: 263 obras que sirven para dar sólida ba se a los 28 capítulos. Pero no se crea que es una historia erudita y pesada. Querejazu mueve diestramente la pluma y sabe dar amenidad e interés hasta la última página". De CHARLES ARNADE, historiador norteamericano: “En Bo livia debían existir más historiadores como Roberto Querejazu Calvo que analizan honestamente y tienen el coraje de escribir la verdad, porque el historiador es ante todo un esclavo de la verdad".
De PERCY CAYO CORDOVA, historiador peruano: “Tal vez el libro de mayor envergadura salido de las imprentas bolivianas*. De PEDRO VEGA GUTIERREZ, sacerdote chileno: “Pone las cosas en su lugar no sólo con honradez histórica, sino también embellecidas con habilidad literaria que ameniza la abundante documentación”. Y con relación a esta síntesis de "GUANO, SALITRE, SAN GRE", podemos repetir lo que dijimos en nuestra presentación de “HISTORIA DE LA GUERRA DEL CHACO", síntesis de “MASAMACLAY", del mismo autor, “el acortamiento del relato lo ha ce ganar en intensidad”.
LOS EDITORES
CAPITULO I
EL GUANO El desierto de Atacanria parecía haber sido puesto allí, en el extremo sudoeste de Bolivia, para separar a una nación ingenua, y amante de la paz de una vecina astuta, ambiciosa y poco escru pulosa. Para mantener a distancia prudencial a una nación que tardaba en encontrar su identidad por lo heterogéneo de su sue lo y pobladores de otra precozmente madura en su formación po lítica e institucional. Pero la fatalidad tenía elegida la vasta y árida soledad de Atacama y la aledaña de Tarapacá como territorio a ser disputados en una contienda fratricida.
Hacía más de un millón de años que tres aves marinas, el guanay, el piquero y el alcatraz, tenían convertidas las costas de esa parte de la América del Sur en su inmenso habitat. Desde él venían incursionando diariamente sobre el océano para alimen tarse hasta la saciedad con la anchoveta y otros peces pequeños arrastrados en proporciones fabulosas por la corriente Humboldt. La defecación de las tres pescadoras en sus lugares de descan so fue cubriendo los promontorios, islas e islotes de ese borde continental con una capa de estiércol de varios metros de altura (hasta 30 en las islas Chincha) y con un peso de millones de to neladas.
Cuando la revolución industrial en Europa concentró grandes masas humanas donde estaban las fábricas, hubo un éxodo de los campos a las ciudades y se hizo urgente incrementar la produc ción agrícola a fin de alimentar a las muchedumbres urbanas.
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Los científicos descubrieron el poder fertilizante del guano, particularmente él de las aves marinas, en 1840. Se lo buscó en todas partes. Se lo encontró en proporciones reducidas en las costas de Africa y Australia. Se descubrieron sus cuantiosas acu mulaciones en los bordes continentales de la América del Sur, en el departamento peruano de Tarapacá. El gobierno de Lima se enriqueció con su venta. Hubo hallazgos en la costa vecina del litoral boliviano. Chile, en sus primeras Constituciones Políticas (1822, 1823 y 1833), declaró ante el mundo entero que su territorio se exten día de Este a Oeste desde los Andes al océano Pacífico y de Sur a Norte desde el cabo de Hornos hasta “el despoblado de Atacanía". Estaba resignado a vivir dentro de esos límites. Su codi cia y política expansionistas despertaron con el olor a guano.
Los límites boliviano-chilenos no estaban definidos concre tamente por un tratado. Parecía innecesario existiendo un desier to entre las dos repúblicas que servía de amplia y natural zona de separación. Chile reconoció que el litoral de Atacama perte necía a Bolivia como heredera del territorio que fue de la Au diencia de Charcas cuando no hizo ninguna reclamación por los actos de soberanía que ejercieron en él los gobiernos del altipla no: fundación y funcionamiento del puerto de Cobija, visita del Presidente Andrés Santa Cruz, establecimiento de autoridades políticas y aduaneras, otorgamiento de concesiones mineras y sa litreras, etc., etc. Sin embargo, el 31 de octubre de 1842, el Con greso chileno dictó una ley declarando que eran propiedad de la nación “las guaneras de Coquimbo, del desierto de Atacama y de las islas adyacentes”. Coquimbo era suelo chileno, pero Ataca ma y sus islas pertenecían a Bolivia. Al año siguiente, otra dis posición legislativa declaró chilena la “Provincia de Atacama". Era la primera vez que este nombre entraba a figurar en la geo grafía del país.
Bolivia reclamó formalmente contra tales medidas por me dio del sagaz abogado Casimiro Olañeta. Nada pudo conseguir no obstante sus habilidades dialécticas. Los años siguientes, otros plenipotenciarios bolivianos (Macedonio Salinas y José María Santiváñez) también se empeñaron infructuosamente en querer hacer prevalecer los legítimos y tradicionales derechos que re presentaban.
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Los abusos chilenos pasaron al terreno de los hechos. La barca "Rumena”, la goleta “Janequeo” y la fragata “Chile” carga ron guano de covaderas bolivianas en ocasiones sucesivas. El 20 de agosto de 1857, una fuerza militar trasladada en la corbeta “Esmeralda”, se apoderó de la bahía y península de Mejillones, estableciendo la soberanía chilena hasta el paralelo del grado 23.
El Gobierno de Bolivia presidido por el General José María de Achá, a instigación del Ministro de Relaciones Exteriores, el enérgico abogado potosino Rafael Bustillo, reunió un Congreso Extraordinario en Oruro en junio de 1863 y obtuvo de él dos auto rizaciones: Una secreta para buscar la alianza del Perú y otra pú blica para declarar la guerra a Chile si no se obtenía la devolu ción de Mejillones por medios diplomáticos. En busca del arre glo amistoso viajó a Santiago don Tomás Frías. No pudo concre tar nada. El canciller chileno, por mandato del Poder Legislati vo, se negó a entrar en discusiones formales con él mientras no se derogase en Bolivia la autorización bélica. La alternativa de recurrir a las armas era imposible sin la ayuda del Perú y este país se negó a entrar en una alianza. Por otra parte, gestiones realizadas en Inglaterra para obtener un préstamo destinado a la adquisición de pertrechos militares tampoco tuvieron bueri éxito. A Bolivia no le quedó otro recurso que dejar constancia de su protesta contra la incrustación chilena en su territorio rompiendo sus relaciones diplomáticas con los ocupantes del Palacio de La Moneda. En 1864, ocurrió en el Perú el incidente de la hacienda Talambo. Emigrantes vascos, contratados como agricultores, en traron en conflicto con sus patronos. Fueron reducidos por la fuerza con algunos muertos y heridos. El gobierno de España, que no tenía aún reconocimiento de la independencia peruana, ordenó a una división de su marina que estaba visitando pacífi camente puertos sudamericanos tomase posesión de las tres is las Chincha, a título de “reivindicación" de suelo ibero y deman dase a las autoridades de Lima que indemnizase a las familias vascongadas. Toda América se conmovió. En Chile se produje ron manifestaciones populares contra España y se ultrajó su bandera. El gobierno de Madrid demandó explicaciones y repa ración moral pública a su pabellón. El gobierno de Santiago se negó. España declaró la guerra a Chile. Chile buscó anheloso
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la alianza del Brasil, Argentina, Perú y Ecuador. La obtuvo, pe ro solamente de los dos últimos. Bolivia estaba entonces gobernada por un déspota atrabilia rio, el General Mariano Melgarejo. ¿Aprovecharía de la situación de Chile frente a España para recuperar la península ocupada del litoral boliviano? ¿Pondría en práctica la autorización del Con greso de 1863 al Poder Ejecutivo para hacer la guerra al depre dador del suelo patrio? Hizo todo lo contrario. Le tendió la ma no con gesto magnánimo. Anuló aquella ley. Envió una misión especial a Santiago reanudando relaciones diplomáticas y ofre ciendo la solidaridad boliviana contra la Madre Patria.
El gobierno de La Moneda respondió a estas inesperadas manifestaciones destacando a La Paz un agente astuto y zala mero, Aniceto Vergara Albano, que llevaba para Melgarejo el tí tulo de General de División del Ejército Chileno y las segurida des de que la cuestión de límites se arreglaría de inmediato de acuerdo con los deseos de Bolivia. El tirano y su Secretario Ge neral, doctor Mariano Donato Muñoz, pudieron y debieron apro vechar de las circunstancias para obtener la devolución de Me jillones y el resto del litoral boliviano hasta el Paposo. El desti no les ofrecía una feliz oportunidad para liquidar de una vez y para siempre el problema fronterizo con el vecino del sudoeste, restableciendo la integridad territorial de su patria. Melgarejo y Muñoz desperdiciaron la ocasión. Pensaron que lo de los límites podía dejarse para después. La hora era la de la confraternidad continental frente a la amenaza española. Hi cieron ingresar a Bolivia en la alianza chileno-peruano-ecuatorlana. Ordenaron el cierre de Cobija a los buques hispanos, pri vándolos del último puerto que tenían en el Pacífico Sur para abastecerse de agua, víveres y combustible. Las naves del Al mirante Méndez Núñez tuvieron que irse al Atlántico y finalmen te a Cádiz, aunque no sin antes desfogar su belicosidad bombar deando el Callao y Valparaíso.
Desaparecida la motivación de la alianza, renacieron los interéses antagónicos. Chile siguió en posesión de la costa bo liviana hasta el grado 23 y de las guaneras de Mejillones. Hizo aparición en La Paz un personaje singular. El conde francés Arnous de la Riviére, como representante de su compa-
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triota el capitalista Lucien Armand, interesado en contratar la explotación de las covaderas bolivianas. El alarde que hacía del dinero de su mandante, su audacia, don de gentes y título nobi liario le abrieron todas las puertas, incluyendo las del Palacio de Gobierno. Desplazó fácilmente a otro interesado en el mismo negocio, el boliviano José Avelino Aramayo, que actuaba por cuenta de capitalistas ingleses. El ministro chileno Vergara Albano observó con desasosie go los trajines de Arnous de la Riviére. No le gustó que estuvie se abriendo los ojos de Melgarejo y Muñoz sobre lo que realmen te valía el guano de Mejillones. Le iba a hacer más difícil su tarea de concertar el tratado de límites. Inició campaña contra el galo. Sembró dudas respecto a su linaje y a la existencia del dinero de Armand. De la Riviére no se amilanó por las acti vidades de su gratuito detractor. Más bien buscó su amistad. Le dijo que juntos podrían conseguir más del gobierno boliviano que haciéndose competencia. Vergara Albano le dio la razón. Con certado el compadraje, pidieron al Presidente y a su Secretario General que se les encomendase a ambos la búsqueda de una solución equitativa al conflicto de intereses sobre el guano de Mejillones. Melgarejo y Muñoz no tuvieron ningún escrúpulo en entregar la suerte de una riqueza nacional al arbitrio de dos ex tranjeros. De la Riviére y Vergara Albano llegaron a la conclusión de que lo mejor sería que Bolivia y Chile se partiesen por mitad el rendimiento pecuniario del estiércol de las aves marinas, que sería comprado a uno y otro país por Lucien Armand. Melgare jo y Muñoz aceptaron la idea como una solución ideal, entusias mados con las ofertas que les hizo el conde francés de que po dría hacerles importantes préstamos de dinero con la garantía de la parte boliviana en el fertilizante.
Arnous de la Riviére viajó a Santiago para pedir el consen timiento chileno al plan. Para facilitar sus gestiones, Melgarejo lo nombró Agente Financiero de Bolivia. Vergara Albano le dió una carta para el Canciller Alvaro Covarrubias que rezaba así: “Por lo que toca a la formalidad del contrato, Melgarejo encarga por este mismo correo a su ministro Muñoz Cabrera que se so meta a todo lo que se acuerde allí, que se vea con usted y que firme el documento. Sobre las cantidades que Bolivia debe re-
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cibir, recomiendo a usted que Chile sea tan generoso como pue da, porque debemos gratitud a este gobierno, que se encuen tra apurado de fondos. Esa generosidad nos será bien compen sada en la cuestión de límites”.
El gobierno chileno aceptó la partición salomónica del gua no, pero pidiendo que, antes de firmarse cualquier contrato al respecto, se concertase el tratado de límites. En La Paz, el Se cretario General Muñoz propuso al ministro Vergara Albano que para tal cuestión se siguiese el mismo temperamento que con el estiércol: dividir lo disputado por la mitad. Chile pretendía ser dueño del desierto de Atacama hasta el grado 23. Bolivia recla maba soberanía hasta el grado 25. ¿Por qué no establecer como frontera el grado 24? El inconveniente estaba en que en la par te que tocaría a Bolivia se encontraban las covaderas de Mejillo nes y los yacimientos de minerales. En cambio, en la mitad que sería de Chile no se había descubierto nada. ¿Cómo hacer equi tativa la repartija? Fue sugerencia del mismo Mariano Donato Muñoz adoptar un temperamento muy sui géneris. Aunque Bo livia sería dueña del territorio del grado 23 al 24, cedería a Chi le la mitad del guano (como estaba ya acordado en principio) y también la mitad de los impuestos y cualquier otra renta fiscal que percibiese por la explotación de los minerales. En compen sación, Chile se comprometería a dar a Bolivia la mitad de cual quier renta fiscal generada por las riquezas que se descubriesen entre los grados 24 al 25. En otras palabras, Muñoz ofreció que Bolivia daría a Chile la mitad de una riqueza existente a cambio de una promesa de Chile de hacer lo mismo con bienes que to davía eran ilusorios (y nunca llegaron a existir).
Naturalmente que Vergara Albano aceptó las “bases” que le presentó el generoso Secretario General de Melgarejo y las envió a Santiago diciendo que se había acordado “la parti ción del territorio y los frutos como el arreglo más equitativo y más en armonía con el espíritu de fraternidad que existía entre los dos países". Le contestó el canciller Covarrubias: "Santia go, junio 24 de 1866. Hemos examinado detenidamente las ba ses. .. En nuestro vivo deseo de zanjar tan antigua como enojo sa cuestión y de aprovechar la favorable coyuntura que para ello se presenta, no es improbable que lleguemos a aprobarlas. En tal caso, procederíamos a ajustar sobre ellas un pacto definitivo
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con el Ministro Plenipotenciario de Bolivia residente entre noso tros. Conviene que el Gobierno de Bolivia remita a su represen tante diplomático instrucciones y facultades tan latas y libera les como sea posible, tanto para modificar las bases en su par te esencial, como para los diversos pormenores... Quisiéramos que una de las cláusulas eximiese de todo derecho de importa ción a los productos de Chile introducidos por el puerto de Me jillones. Recomiendo a usted particularmente que trabaje con empeño para secundar nuestras miras en este propósito". Las “bases" de Muñoz habían parecido equitativas al repre sentante chileno en La Paz, pero el gobierno de Santiago, dán dose cuenta de que la administración de Melgarejo era dadivo sa en grado extremo, quiso extraerle más. Con esa intención pidió que el tratado se ultimase en su sede. A Chile, como na ción esencialmente mercantilista, le interesaba mucho el asun to de los impuestos. Quería introducir sus productos en Bolivia por Mejillones, libres de toda gabela. Más tarde, iba a conse guir que sus súbditos, que extraían riquezas del litoral boliviano, las exportasen pagando tributos mínimos.- Llegó hasta la guerra en defensa de esa conquista. Todo se hizo de acuerdo con los deseos de las autoridades de La Moneda. El Tratado de Amistad y Límites lo firmó don Juán Ramón Muñoz Cabrera, Ministro Plenipotenciario de Boli via en Chile, con el canciller Alvaro Covarrubias, en Santiago, el 10 de agosto de 1866. Dispuso que el paralelo del grado 24 sería la línea de separación de las soberanías de Bolivia y Chile. Que, no obstante ello, ambas naciones se repartirían por igual el pro ducto de la venta del guano y las rentas fiscales de los minera les existentes entre los grados 23 y 25. Que serían libres de to do derecho de importación los productos naturales de Chile que se introdujesen por el puerto de Mejillones. Dos comisionados, el señor Amado Pissis como delegado chileno, y el señor Juan Mariano Mujía, en representación de Bo livia, marcaron a orillas del océano los puntos por donde pasa ban las coordenadas geográficas de los paralelos 23°, 24° y 25°
El 12 de septiembre del mismo año de 1866, es decir, al mes de la subscripción del tratado de límites, los señores Cova rrubias y Muñoz Cabrera firmaron también un contrato con el
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conde Arnous de la Riviére autorizándole, en nombre de sus go biernos, a extraer 1.500.000 toneladas métricas de guano y a ex plotar todos los yacimientos de estiércol de aves marinas y de minerales que se encontrasen en un espacio a ser determinado por peritos de las dos repúblicas. De la Riviére se obligó a pagar 5 pesos por cada tonelada del fertilizante y ofreció un préstamo de 200.000 al Gobierno de Bolivia, con un interés anual del 8 %. El Tratado de Amistad y Límites fue aprobado por los res pectivos congresos. Entró en vigencia dando la impresión de que Bolivia y Chile habían zanjado al fin y para siempre su pro blema fronterizo y de que en sus relaciones sólo reinaría la paz y la cordialidad. En Bolivia hubo aceptación general para el pacto porque, aunque creaba una incómoda servidumbre en el territorio com prendido entre los grados 23 y 24, con derecho de Chile de es tablecer una oficina de inspectores en Mejillones para cobrar su parte en los guanos e impuestos a los minerales, hizo retroce der al vecino expansionista hasta el grado 24. Los dos Muñoz, su Iniciador Mariano Donato, y su firmante, Juan Ramón, dispu taron su paternidad. Melgarejo cortó la polémica afirmando que el mérito correspondía al ministro chileno Aniceto Vergara Albano “que fue muy generoso al no aceptar sino la mitad del te rritorio en conflicto, cuando él, Melgarejo, le había ofrecido que si quisiese tomase la totalidad"(3). A decir del mismo persona je, en el futuro iba a reinar entre Bolivia y Chile la más perfec ta armonía, como la de dos hermanos que viven “partiéndose de un mismo pan"(3). Arnous de la Riviére no cumplió puntualmente con los pa gos debido a dificultades financieras de su principal, Luden Armand, cuyos negocios en Francia terminaron en quiebra. Los go biernos de Bolivia y Chile cancelaron su contrato. La explotación del guano hasta su agotamiento se entregó a Enrique Melggs, un norteamericano de gran audacia y muchas habilidades, que pa saba de la miseria a la fortuna y viceversa con asombrosa faci lidad y sangre fría. Con el correr de los años adquirió gran relie ve en Chile como rumboso residente en la capital y constructor de algunas obras públicas, en Bolivia como acreedor de un prés tamo de un millón de bolivianos y en el Perú como empresario de numerosas vías férreas.
CAPITULO II
LA PLATA De tiempo atrás circulaba en el litoral boliviano el rumor de que en un punto de su inmensa aridez existía una montaña de plata, un nuevo Potosí. Alguien que se perdió en el desierto vio las afloraciones argentíferas, pero, vuelto a la civilización, no pudo concretar la ubicación del lugar. Muchas expediciones fue ron en su busca. Las patrocinaron los franceses Latrille, el es pañol José María Artola, el mismo Conde Arnous de la ñiviére y otros.
La suerte ayudó al chileno José Díaz Gana en su tercer in tento. Un grupo de cinco hombres organizado por él, guiado por un Simón Saavedra, internándose profundamente en el desierto pese al tormento de la sed, logró llegar hasta una serie de coli nas que mostraban vetas de plata a flor de tierra. Bautizaron la zona con el nombre de Caracoles por la gran cantidad de con chas del molusco marino de ese nombre que se veían por do quier. Era el 25 de marzo de 1870.
La noticia del descubrimiento alborotó a la población chile na de Santiago, Valparaíso y otras ciudades. Cientos de perso nas, en toda clase de embarcaciones, se trasladaron a Cobija y de aquí viajaron a pie o en muía hasta Caracoles, jalonando el trayecto con los cadáveres de los que eran vencidos por la sed. Varias docenas de extranjeros también acudieron a I lugar en busca de fortuna. En el interior de Bolivia apenas si se hizo ca so. Según comentario del nuevo ministro de Chile, señor Ramón Sotomayor Valdés, en La Paz se hablaba de Caracoles como si estuviera en la Siberia rusa.
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En pocos años, al pie de la principal colina que se denominó La Placida, se formó un agitado campamento. En la población de varios miles, en su gran mayoría chilenos, se mezclaban empre sarios, mineros, comerciantes, aguateros, artesanos, prostitutas y especuladores. Las actividades mineras se extendieron a las otras colinas que tomaron el nombre de Caracoles 1, Caracoles 2, Caracoles 3 y Caracoles 4. Las autoridades judiciales y policia les designadas por el gobierno boliviano mantenían una paz pre caria en un ambiente en el que la ley del cuchillo, el revólver o el fusil resultaba más rápida y decisiva para definir situaciones de conflicto. La riqueza de Caracoles agravó las dificultades con las que estaba tropezando el cumplimiento del tratado de 1866. La “par tición del pan" entre los supuestos hermanos no se venía reali zando a gusto de los interesados. El manejo de la aduana de Me jillones era desordenado y Chile no recibía su parte en los im puestos a los minerales exportados. El gobierno de Santiago re clamó también una mitad del rendimiento fiscal de las minas de Caracoles alegando que se encontraban dentro del territorio su jeto a partición de frutos, es decir, al sur del paralelo 23. En Bo livia se sostuvo que no era exacto, que su ubicación era al norte de esa línea geográfica y, por lo tanto, en suelo no comprendido en las estipulaciones del pacto del 66.
En enero de 1871, a los 10 meses del descubrimiento de Ca racoles, después de 6 años de la más oprobiosa de las tiranías, se produjo en Bolivia la caída del régimen del General Mariano Mel garejo. Tocó a su vencedor, General Agustín Morales, y a su Se cretario General, don Casimiro Corral, atender las reclamaciones de Chile. El agente diplomático enviado por el gobierno de San tiago para tal efecto resultó un hombre altanero, torpe y sin don de gentes, el señor Floridor Rojas. Todo trato con él se hizo di fícil. El General Morales juzgó que era mejor discutir la cuestión en la capital del Mapocho, enviando allí al ciudadano considera do como el más versado en la problemática de las relaciones bo liviano-chilenas y que además poseía una recia personalidad, quien en 1863 había convencido a la Asamblea Nacional sobre la necesidad de llegar hasta la misma guerra si Chile no desocupa ba Mejillones: Don Rafael Bustillo.
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Morales y Bastillo eran enemigos políticos desde los tiem pos del Presidente Isidoro Belzu, cuando el segundo fue su minis tro en varias carteras y el primero su más decidido opositor. Mo rales puso de lado la enemistad personal e invitó al ilustre potosino a ser el representante de su gobierno en Santiago. Bastillo reconoció la nobleza del mandatario y aceptó la invitación con ex presiones de sincero agradecimiento. Estaba retirado de la vida pública en una propiedad rústica que poseía cerca de Sucre. Se sintió honrado y feliz de ser llamado nuevamente a prestar servi cios a su patria. Viajó de inmediato a Chile. En el trayecto escri bió al General Morales: “Por los estudios que he hecho de la si tuación. .. he llegado a comprender que lo que más nos importa es alcanzar de Chile una modificación del tratado de 1866, por medio de la cual este país renuncie a su participación en la ex tracción de minerales, de manera que el paralelo 24 sea el linde ro entre ambos Estados, siendo cada uno señor absoluto y exclu sivo del suelo y sus productos. Así recobraría Bolivia su total independencia... Cesarían las odiosas intervenciones. Si a vuestra Excelencia le parece justa mi apreciación, sírvase autori zarme para esta negociación con instrucciones amplias y la fa cultad de ofrecer a Chile algunas compensaciones por su renun cia, por ejemplo, mayor porción en los guanos de Mejillones, que a mi juicio deben permanecer comunes"(39).
La misión Bastillo en Chile, portadora de las mejores inten ciones, estuvo marcada por la fatalidad. El Ministro de Relacio nes Exteriores, señor Adolfo Ibáñez, con quien don Rafael tenía que buscar un entendimiento, sufría de un complejo de inferiori dad social que ocultaba detrás de una actitud burlona y altanera. El primer choque entre ambos ocurrió cuando el negociador boli viano sostuvo que Caracoles estaba fuera del área de la división de frutos. Ibáñez dijo que Chile renunciaría a su participación en los minerales si se le daba a su país todo el guano de Meji llones. Esto concordaba con la idea original del señor Bustillo. En su correspondencia a La Paz abogó a favor de tal solución: “Tener nuestro territorio libre, saneado, sin más soberanía ni do minio que el de nuestra patria, sin más dueños que los bolivia nos; ver conjurado todo peligro, que hasta ahora nos ha estado amargando y causando pesadillas, temiendo que estos malditos aventureros, transformados en filibusteros, se antojen el día menos pensado suscitarnos camorra y adueñarse de aquel terri
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torio. Yo no vacilo en anteponer todos los guanos del mundo a tener el territorio libre de gabelas y tributos para un poder ex traño. .. Con la cesión de la parte que nos corresponde en los guanos, o sea, la mitad, resolveremos de un solo golpe la cues tión de Interpretación del tratado que produce muchas y graves dificultades y, en consecuencia, alejamos todo evento de guerra con Chile"(39).
El destino ofrecía a Bolivia la oportunidad de liquidar los problemas que tenía con su peligroso vecino saciando su codicia con todo el estiércol de la península de Mejillones. Don Rafael Bustillo se afanó porque el gobierno del General Morales la apro vechara. Empero, el mandatario no se atrevió a dar su consenti miento. Contestó a las angustiosas argumentaciones de su agente expresando que necesitaba “de tiempo y mucho estudio" antes de decidirse en una cuestión tan grave. El señor Ibáñez planteó otra posibilidad: “Si ustedes no es tán por la cesión de las guaneras... podríamos hacer la recípro ca, es decir, comprarles el territorio. Con eso tendrían ustedes con qué pagar sus deudas". Respondió el señor Bustillo: "Seme jante cosa jamás sería de la aceptación de mi gobierno, ni de la nación". Replicó Ibáñez: "¿Pero por qué Bolivia, teniendo tanto territorio, daría importancia a un pedazo de desierto?”. Contra replicó Bustillo: “Lo estimamos no a título de territorio, sino de puerta. Si Bolivia, eminentemente central, que apenas tiene una costa de pocas leguas sobre el Pacífico, vendiese todo o parte de ella, cometería un acto de demencia*. El señor Ibáñez creyó que toda la oposición a sus proposicio nes provenía exclusivamente del señor Bustillo. Decidió sosla yar a éste y buscar resultados en La Paz, tratando con el Presi dente Morales y su canciller Corral. Con este motivo acreditó a La Paz un nuevo plenipotenciario, el señor Santiago Lindsay, que reemplazó al señor Floridor Rojas.
Lindsay fue recibido en la sede del gobierno boliviano con honores especiales. Morales y Corral ordenaron a Bustillo que dejase en suspenso las gestiones que venía realizando en San tiago para no duplicar las tratativas que se habían iniciado en La Paz con Lindsay.
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No obstante el desaire que le significaba el haber sido pues to a un lado en la negociación principal, don Rafael Bustillo per maneció en su puesto atendiendo otras responsabilidades de la legación a su cargo. Una de ellas era controlar las actividades de los exilados políticos, ex-colaboradores de Melgarejo, que completaban en Valparaíso con propósitos de retomar el poder bajo la jefatura del General Quintín Ouevedo. Melgarejo había muerto en Lima en un incidente con Juan Aurelio Sánchez, que a la vez era hermano de su amante y esposo de su hija.
Burlando la vigilancia de los agentes que la Legación tenía en el puerto, Quevedo y sus colaboradores lograron armar una expedición y zarpar con más de 100 hombres, armas y munición en el vapor "Paquete de los Vilos" y el buque de vela “María Lui sa", rumbo a Antofagasta, el 1? de agosto de 1872. El hecho fue posible gracias a la colaboración material de capitalistas chile nos como Nicómedes Ossa y el apoyo moral del Presidente de la República, don Federico Errázuriz, el canciller Ibáñez, y el Inten dente de Valparaíso (cuñado del primer mandatario). La complicidad de los ocupantes del Palacio de La Moneda estuvo motivada, sin que lo supiese Quevedo, por la esperanza de que se encendiese una guerra civil en Bolivia y ella fuese apro vechada por los residentes chilenos radicados en Caracoles y otros puntos para proclamar la independencia de Atacama y su posterior incorporación a la soberanía de Chile. Existían organi zaciones, como la llamada “Patria", que con las apariencias de ser una sociedad de socorros mutuos, venía preparando el am biente con aquellos propósitos. Don Rafael Bustillo reaccionó contra la evidente parcialidad de las autoridades chilenas a favor de la expedición Quevedo di rigiendo una nota al ministro Ibáñez en la que se refirió a la “no toria violación de la neutralidad de Chile en perjuicio de Bolivia", y añadió: “Los que en el festín de su prosperidad no han temido insultar a la Providencia, empujando sin misericordia el mal hacia la hermana convaleciente y desheredada, conseguirán, sin duda alguna, remover en mala hora antiguos y ya amortiguados remor dimientos. Pero no lo dude el Excelentísimo Gobierno de Chile, el pueblo boliviano conflagrado sabrá allá atajar la obra de ruina y escarmentar a los instrumentos de esta obra"(39).
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Don Adolfo Ibáñez pidió explicaciones por “las vagas y ge néricas insinuaciones” y acabó cortando toda relación con el re presentante boliviano. El Presidente Modales y su ministro Co rral, en vez de apoyar al señor Bustillo, prefirieron sacrificarlo, a fin de no perjudicar sus tratos con el señor Lindsay. Aceptaron la renuncia a su puesto que les hizo llegar al poco tiempo. Don Rafael retornó a Bolivia. A su paso por La Paz el gobierno le de mostró “glacial indiferencia”. Falleció a los nueve meses, vícti ma de una rápida enfermedad.
El señor Santiago Lindsay, sin ser diplomático de carrera (antes de su viaje a La Paz ocupaba el subalterno cargo de Jefe de Estadística), obtuvo un rotundo triunfo en sus conferencias con don Casimiro Corral. En un principio, no consiguió que Bolivia aceptase arrendar a Chile el territorio comprendido entre los gra dos 23 y 24 o lo vendiese, pero obtuvo, en un protocolo suscrito el 5 de diciembre de 1872, que se reconociera como límite orien tal de su país a las cumbres más altas de la cordillera de los An des y que su participación en los minerales incluía el salitre, el bórax y las demás substancias inorgánicas. El protocolo fue apro bado por el Congreso de Chile, pero el de Bolivia no llegó a con siderarlo, quedando, en consecuencia, sin efecto. Lo que la historia ha dado en llamar “la expedición filibuste ra del General Quintín Quevedo", no alcanzó ni los objetivos bus cados por sus participantes, ni los perseguidos por sus instiga dores. Fracasó completamente. El general y sus hombres luego de tomar Antofagasta, al constatar que las poblaciones bolivia nas del litoral no secundaban su intento subversivo y saber que se acercaba a atacarlos una fuerza comandada por el Prefecto de Cobija, buscaron refugio en un barco chileno, desembarca ron en Iquique y se dispersaron.
Empero, la frustrada aventura tuvo efectos trascendentales en las relaciones de Chile con Bolivia y Perú. Dio motivo a una alianza de los dos últimos contra el primero. Su iniciador fue el Ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia, Casimiro Corral, que obtuvo una ley expresa del Congreso para tal efecto y envió las instrucciones pertinentes al representante boliviano en Lima. Don Juan de la Cruz Benavente desempeñaba ese cargo desde hacía 10 años y en 1863, como se ha relatado anteriormente, no tuvo suerte en una gestión de la misma naturaleza que le éneo-
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mendó el entonces canciller, señor Rafael Bustillo. Esta vez la situación era diferente. El Perú tenía serios temores respecto a Chile y acogió con entusiasmo la idea de aliarse con Bolivia. El pacto se firmó el 6 de febrero de 1873. Se le dio el carácter de alianza secreta y defensiva. Decían sus cláusulas principa les: “Las Altas Partes Contratantes se unen y se ligan para ga rantizar mutuamente su independencia, su soberanía y la inte gridad de sus territorios respectivos, obligándose en los térmi nos del presente tratado a defenderse contra toda agresión ex terior, bien sea de otro u otros Estados independientes o de una fuerza sin bandera que no obedezca a ningún poder reconocido" Perú y Chile, desde su fundación como repúblicas, vivían en un clima de mutua desconfianza y de rivalidad naval y co mercial. El Perú conocía las intenciones de apropiación de Chi le del litoral boliviano, ya sea por medio de una compra, como se propuso al Presidente Melgarejo y se reiteró a su sucesor el General Morales, ya sea por medio de una revolución secesio nista o francamente, mediante invasión militar de despojo. La expedición Quevedo, a todas luces favorecida por los gobernan tes de ese país, era prueba de que el gobierno de Santiago no tenía escrúpulos de valerse hasta de la buena fe de los mismos bolivianos para su política expansionista.
El gran temor en Lima era que el gobierno boliviano, al per der el litoral de Atacama, buscase salida al mar por territorio peruano apropiado con ayuda de Chile. El canciller José de la ñiva Agüero, al explicar a sus ministros en La Paz, Santiago y Buenos Aires los motivos por los que suscribió el tratado de alianza, tuvo expresiones como estas en su correspondencia: “En un porvenir no muy lejano, el victimario (Chile) se uniría con la víctima (Bolivia). Los únicos temores de guerra que por muchos años podemos tener son los que inspira el manifiesto deseo de Chile de ensancharse a expensas de Bolivia absorbien do su territorio de Atacama. Nuestros intereses no nos permi tirían consentir en ello para no tener a Chile tan cerca de Tarapacá, y también porque privada Bolivia de su litoral, en un por venir no muy lejano, vendría a aliarse con Chile a fin de tomar del Perú el puerto de Arica. De consiguiente, el motivo de gue rra que puede haber con Chile no es otro que el de oponernos a la ocupación del litoral boliviano"(34).
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El Perú convirtió el pacto de alianza en el principal instru mento de su política internacional. Sugirió que la Argentina fue se invitada a incorporarse a él. Aceptado esto por Bolivia, el mi nistro peruano en Buenos Aires inició las respectivas negocia ciones. El gobierno argentino, que también tenía dificultades con Chile por avances de este país en la Patagonia y el estrecho de Magallanes, aceptó, más demoró en obtener la aprobación legislativa. Como transcurriese el año 1874 sin que ésta se con cretase, el Perú, viendo que Bolivia arreglaba sus problemas con Chile, al parecer definitivamente, con un nuevo tratado de lími tes, al mismo tiempo que empeoraba la situación chileno-argen tina, estimó más conveniente no insistir en la participación de la nación del Plata. Este cambio en la política peruana, en el que Bolivia no tu vo ingerencia alguna, fue otra jugada de la fatalidad. La Argen tina, vencidos los obstáculos legislativos, quiso adherirse a la alianza, pero la gélida actitud asumida por el gobierno de Lima, a partir de la segunda mitad del año 1874, dejó sus deseos sin efecto. Si la República Argentina hubiera entrado en la alian za, el expansionismo chileno habría sido frenado. La guerra del Pacífico no habría tenido lugar o si ocurría sus resultados ha brían sido muy diferentes. En vez de dar a Chile Atacama y Tarapacá lo habría hecho retroceder hasta detrás del Paposo. Lo habría dejado sin ánimo para su crecimiento en la Patagonia y el estrecho de Magallanes. ¿Cuál fue la causa para que el Perú encarpetase el tratado de alianza y Bolivia hiciese lo mismo, quedando el documento cubriéndose de polvo y olvido en las respectivas cancillerías? El nuevo Tratado de Amistad y Límites firmado entre Bolivia y Chile el 6 de agosto de 1874, que sustituyó al de 1866, hizo creer a todos que daba solución feliz, final y total a las desinteligen cias boliviano-chilenas. En él Chile reconoció que su soberanía no llegaba sino hasta el paralelo del grado 24, que quedaba ra tificado como límite internacional. Mantuvo la partición del gua no de Mejillones, mas suprimió la división en el fruto fiscal de los minerales. A cambio de esto último Chile obtuvo el artículo 4?, que contenía la siguiente disposición: “Los derechos de ex portación que se impongan sobre minerales en la zona de que hablan los artículos anteriores (grado 23 al 24), no excederán la
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cuota que actualmente se cobra y las personas, industrias y ca pitales chilenos no quedarán sujetos a más contribuciones de cualquier clase que las que al presente existen. Las estipulacio nes contenidas en este artículo durarán por el término de 25 años*. Chile, que no estaba consiguiendo que Bolivia le pagase lo acordado sobre minerales en el tratado del 66, renunció a lo que se le debía por tal concepto, pero consiguió como recompensa algo que le interesaba mucho más, que Bolivia se comprometie se formalmente en el tratado del 74 a que durante un cuarto de siglo no se aumentarían ni en un céntimo los pequeños tributos que pagaban sus súbditos que explotaban las minas de plata de Caracoles y los yacimientos salitrosos del Salar del Carmen y Las Salinas.
Los autores del nuevo acuerdo fueron dos distinguidos ca balleros que congeniaron fácilmente por la afinidad existente en tre sus temperamentos francos y honestos y su igual subordi nación a las reglas de conducta aconsejadas por la Iglesia Cató lica de la que ambos eran devotos feligreses: don Mariano Bap tista Caserta, como Ministro de Relaciones Exteriores de Boli via, y don Carlos Wálker Martínez, como Ministro Plenipotencia rio de Chile.
Don Mariano Baptista firmó el tratado de 6 de agosto de 1874 convencido de que gracias a él Bolivia y Chile pasaban a ser lo que siempre debieron ser: dos vecinos, dos amigos, dos hermanos leales que se colaboraban mutuamente en la marcha por los senderos de la prosperidad. Don Carlos Wálker Marttínez volvió a su patria muy satis fecho, llevándose los lauros de un éxito diplomático y una fla mante esposa boliviana, Sofía Linares, la hija del malogrado dic tador José María Linares. Su unión matrimonial con ella era un símbolo de lo que había ocurrido entre Bolivia y Chile con el tra tado: vinculación sagrada para convivir armoniosamente por el resto de sus existencias. Sólo las parcas, que tejen la trama de la historia con telas de araña, se burlaron de la ingenuidad de los hombres. Sólo ellas sabían que el tratado que todos festejaban como garantía de confraternidad iba a dar motivo al fratricidio.
CAPITULO III
EL SALITRE Entre las varias teorías que se dan sobre el origen del sali tre, la más aceptada es la que sostiene que en épocas remotas del acontecer geológico, el que después resultó el doble desier to de Atacama y Tarapacá, estuvo cubierto por el océano Pací fico. Al retirarse las aguas quedaron varias lagunas. La evapo ración provocada por el sol en una región desprovista de lluvias las desecó, descomponiendo las algas y dejando en su lugar gran des depósitos de varios tipos de sal, principalmente nitrato de sodio. Se afirma que los incas conocieron la utilidad fertilizante del salitre y lo usaron en sus cultivos, aunque en menor propor ción que el guano. Los españoles sólo le dieron importancia al final de la época colonial, cuando el sabio alemán Teodoro Haenke, residente en una hacienda en Cochabamba, descubrió el mé todo de convertir nitrato de sodio en nitrato de potasio, que ellos empleaban para la fabricación de pólvora.
En 1830, científicos europeos, por la misma razón que im pulsó a otros a descubrir el valor del guano para incrementar los cultivos agrícolas, llegaron a constatar las iguales propiedades del nitrato de sodio o salitre. Su uso se generalizó en la Gran Bretaña, Alemania, Francia, Holanda y los Estados Unidos. Su explotación en Tarapacá del Perú aumentó de año en año en pro porciones geométricas. Se exportaron a Europa 18.000 quinta les en 1831; 40.000, en 1834; 149.000, en 1841; 600.000, en 1851; y así sucesivamente.
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Contrariamente a lo que ocurría con el guano, que era pro piedad del Estado, y éste lo vendía a contratistas particulares, el salitre se explotó con las reglas aplicadas a los minerales. Cualquier persona particular o asociación jurídica podía solicitar la concesión de “estacas” (una milla cuadrada en Bolivia) para explotar en ellas todo el caliche existente (nitrato de sodio en bruto), pagando una patente anual. Su refinación se hacía en “paradas" (sistema primitivo) o en “oficinas” (sistema más so fisticado), para exportarlo a los mercados de ultramar o vender lo en el puerto más próximo.
Peruanos, chilenos e ingleses, y en menor proporción em presarios de otras nacionalidades, hicieron grandes fortunas con el salitre de Tarapacá. Se lo buscó también en Atacama. Su des cubridor en el desierto boliviano fue un chileno: José Santos Ossa, que había ganado experiencia como obrero de una em presa salitrera inglesa del Perú. No pudo obtener una concesión por sí solo en dos intentos que hizo ante el gobierno, personal mente en 1863 y por medio del abogado Manuel José Tovar po co después. Se asoció a su compatriota Francisco Puelma, hom bre culto, abogado y ingeniero, experto en cuestiones mineras y del salitre y muy bien vinculado en Santiago en los círculos po líticos.
Puelma aprovechó de la presencia en la capital de su patria del Secretario General de Melgarejo, señor Mariano Donato Mu ñoz (llegado con motivo de la subscripción del tratado de lími tes de 1866 y el contrato con Arnaus de la Riviére). Se dio mo dos para obtener de él permiso para “la posesión y goce de los terrenos en que se descubrieron depósitos de salitre y bórax" en una extensión continua no mayor de cinco leguas, más cua tro leguas cuadradas en la quebrada de San Mateo destinadas al cultivo de legumbres. Puelma y Ossa se comprometieron a habilitar por su cuenta la caleta de la Chimba para la exportación de su nitrato. Organizaron la “Sociedad Exploradora del Desier to de Atacama" con la intención de extraer el salitre descubier to en el Salar del Carmen y buscar otras riquezas. No contentos con las nueve leguas cuadradas que tenían a su disposición, destacaron nuevamente a La Paz al abogado Manuel José Tovar. Por su intermedio ofrecieron al gobierno de Melgarejo la suma de 10.000 pesos por un número mayor de estacas.
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Un Decreto Supremo fechado el 5 de septiembre de 1868 determinó: “Se concede a la Sociedad Exploradora del Desierto de Atacama privilegio exclusivo, por 15 años, para la explotación, elaboración y libre exportación de salitre existente en el desier to de Atacama”. A cambio de 10.000 pesos, el incapaz gobierno de Melgarejo entregó a Ossa y Puelma todo el salitre que pudie sen encontrar en el litoral boliviano durante una década y me dia y el derecho de exportarlo sin pagar tributo alguno. Esta li beración de impuestos sentó un precedente que tuvo conse cuencias funestas para Bolivia. Ossa y Puelma, que con su primitiva concesión tuvieron di ficultades para trabajar el Salar del Carmen, como dueños del caliche de todo el litoral boliviano se vieron cortejados por quie nes poco antes los habían mirado con desprecio: su compatrio ta Agustín Edwards Ossandon, banquero, dueño de salitrales en Tarapacá y los ingleses de la importante firma comercial “Gibbs y Compañía". Con ellos organizaron una nueva empresa “Melbourne Clark y Compañía”, subrogatoria de los derechos adqui ridos en Atacama por la “Sociedad Exploradora del Desierto”. El capital de 300.000 pesos, dividido en 94 acciones, lo aportaron “Gibbs y Compañía”, su gerente Melbourne Clark (que además dio su nombre para la nueva entidad), Agustín Edwards, “Guiller mo Gibbs y Compañía" del Perú, Jorge Smith y, naturalmente, Francisco Puelma y José Santos Ossa.
La flamante entidad eligió Valparaíso como sede de su di rectorio y la caleta de Peña Blanca o la Chimba, en el litoral bo liviano, como cuartel general de operaciones. Desde un año an tes, por disposición de gobierno de Melgarejo, dicha caleta ha bía adquirido la condición de puerto mayor con la denominación de Antofagasta. Se instalaron en él técnicos ingleses y mecáni cos, carpinteros, herreros, albañiles y peones chilenos con sus familias. Los siguieron cientos de sus compatriotas ansiosos de ganarse la vida a la sombra de la empresa salitrera como comer ciantes, dueños de hospederías o fondas, carreteros o simples aventureros. Poco a poco Antofagasta se convirtió, como Cara coles, en una abigarrada población, en su gran mayoría de nacio nalidad chilena. La empresa construyó un muelle para su uso particular, de pósitos para el nitrato de sodio, oficinas y casas para sus em
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pleados. La máquina purificadera de agua de mar para hacerla potable, los ingenios para la refinación de caliche y los rieles, locomotoras y carros para un ferrocarril llegaron desde Inglate rra. La madera, carbón, forraje, víveres y otros requerimientos se traían de Chile.
El indígena Juan López, nacido en el litoral, que con coraje extraordinario y singular habilidad, después de servir a diferen tes amos y pasar por circunstancias de miseria, peligro y bonan za, había alcanzado independencia moral y material como patrón de una empresa minera que tenía por base la caleta de la Chim ba (que él descubrió y de la que fue su primer habitante), fue desplazado de su reino. Su destino fue precursor del que iba a sufrir su patria en el mismo lugar y toda la costa.
“Melbourne Clark y Compañía", como heredera de la con cesión obtenida por Ossa y Puelma, tenía derecho a explotar to dos los calíchales que encontrase en el litoral boliviano. Envió expediciones en diferentes direcciones haciendo los descubri mientos de Carmen Alto y Las Salinas, a 122 y 128 kilómetros de Antofagasta, en dirección a Caracoles. La caída de Melgarejo y la decisión de la Asamolea Nacional de anular los actos de su administración, puso en peligro sus intereses. El abogado chi leno Domingo Arteaga Alemparte, enviado a La Paz, obtuvo del gobierno del General Agustín Morales la Resolución Suprema de 13 de abril de 1872 que le dio "privilegio exclusivo para explo tar, elaborar y exportar" todo el caliche de un paralelogramo de 15 leguas cuadradas, ubicado con una base en el paralelo del grado 24 y la otra en la orilla del océano. A fin de disponer de mayor capital, “Melbourne Clark y Com pañía” se convirtió en una sociedad anónima que adoptó el nom bre de "Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta” y vendió acciones por un valor de 2.500.000 pesos.
Al medirse el paralelogramo en el terreno se constató que parte del yacimiento de Las Salinas quedaba fuera. Para arre glar el problema se destacó a La Paz al abogado argentino Belisario Pero, que había vivido en Bolivia y tenía estrechas vincu laciones con personajes del gobierno y la sociedad. Llevó ins trucciones de don Agustín Edwards, Presidente del Directorio, de obtener una variación en la figura geométrica de manera que,
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aunque perdiese extensión en otros lugares abarcase la totali dad de Las Salinas.
El señor Pero, que siguió al gobierno de La Paz a Sucre don de fijó su residencia por algún tiempo, presentó una importante oferta: Si además de la variación del paralelogramo se concedía a la empresa permiso para un ferrocarril propio dentro de los lí mites de su concesión y no se le aumentaban sus impuestos, ce dería al gobierno boliviano un 10 por ciento de sus utilidades. Los ministros Daniel Calvo y Mariano Baptista se excusa ron de intervenir en el asunto por la estrecha amistad que los vinculaba con Pero. El Presidente Adolfo Ballivián y sus otros co laboradores, Mariano Ballivián y Pantaleón Dalence, resolvieron rechazar la tentación del 10 por ciento. Pensaron que no era pro pio que un gobierno se convirtiese en socio de una empresa ex tranjera, pues de esa manera perdería su independencia y auto ridad en sus tratos con ella. La oferta habría dado al fisco un mí nimo de 100.000 bolivianos anuales.
Por resolución Suprema de 27 de noviembre de 1873, se con cedió a Pero lo que pedía: 50 estacas extras en Las Salinas, com promiso gubernamental de no cobrar nuevos impuestos al salitre durante 15 años y autorización para el ferrocarril. A cambio de ello se le exigió el pago de 40 bolivianos anuales de patentes por cada una de las 50 hectáreas extras de Las Salinas, o sea, 2.000 bolivianos por año. Por un sentimiento de honradez llevado al extremo, el go bierno de don Adolfo Ballivián, pobre como era, renunció a que el presupuesto nacional se tonificara con una suma substancial. Si hubiera aceptado ser partícipe en las utilidades de la compañía, seguramente que no se habrían producido los sucesos posterio res que determinaron la guerra del Pacífico. No habría habido necesidad del impuesto de los 10 centavos a las exportaciones de salitre, ni habría sido posible la rescisión del contrato con la com pañía. Las relaciones entre la empresa y el gobierno habrían te nido que ser armónicas.
CAPITULO IV
LOS IMPUESTOS El Presidente del Perú, don Manuel Pardo, que asumió e! mando en agosto de 1872 como primer mandatario civil en la his toria republicana de ese país, encontró las finanzas en estado caótico y la economía en camino a una bancarrota. Los ingentes Ingresos fiscales proporcionados por el guano se habían malversado por las administraciones anteriores en obras suntuarias, ferrocarriles necesarios e innecesarios y enri quecimientos ilícitos. Se venía produciendo el absurdo de que el guano que era negocio estatal sufría en los mercados internacio nales la competencia del salitre que era producto de la actividad privada.
El señor Pardo quiso enmendar las fallas. Fracasó en un in tento de aumentar el impuesto de 4 centavos de sol por quintal de salitre exportado. Fue vencido por una cerrada oposición de los dueños de “paradas" y “oficinas" y de sus compadres en el Congreso. Intentó, entonces, el sistema del estanco. Por ley de 18 de enero de 1873, el gobierno se convirtió en el comprador de toda la producción del nitrato de sodio y en su único exportador y vendedor en el extranjero. Este sistema tampoco dio el resul tado que se esperaba. Se decidió entonces la estatización o na cionalización de la industria. La Ley de 28 de mayo de 1875, au torizó al Poder Ejecutivo a comprar todos los establecimientos sa litrales existentes en el departamento de Tarapacá con un prés tamo de cuatro millones de libras esterlinas a obtenerse en In glaterra.
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No pudo conseguirse el dinero, pero el plan se llevó adelan te indemnizándose a algunos dueños con fondos proporcionados por bancos peruanos. A los demás se les dio certificados de com pra a ser redimidos en el futuro con un interés del 8 por ciento anual.
Es necesario tomar en cuenta estas ocurrencias en el Perú a fin de comprender lo que sucedió en Bolivia. Desde luego, el em peño del señor Belisario Pero por obtener que la compañía que representaba no pagase impuestos por 15 años y el igual empe ño de don Carlos Wálker Martínez para incluir en el tratado de lí mites de 1874 la cláusula 4 que comprometió al gobierno bolivia no a no cobrar nuevos impuestos, durante 25 años, a las perso nas, industrias y capitales chilenos que trabajaban entre los pa ralelos 23 y 24, se explican por el propósito de la “Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta” y del gobierno de Santiago, respectivamente, de evitar que las administraciones bolivianas siguiesen el ejemplo de la peruana del señor Pardo. En mayo de 1875, la Junta Municipal de Antofagasta, atingi da por la necesidad y sin poder encontrar otras fuentes de ingre sos para atender premiosos requerimientos urbanos, pidió auto rización para cobrar un impuesto de 3 centavos a la compañía de salitre por cada quintal que exportase, como una pequeña com pensación por “el deterioro que causaba con el tránsito de sus trenes por las principales calles de la población”. El Consejo de Estado determinó que tal tributo “tendría carácter nacional y, por lo tanto, era ilegal e improcedente”.
La fatalidad hizo que Antofagasta, al igual que los otros tres puertos bolivianos: Cobija, Mejillones y Tocopilla, junto con sus vecinos del Perú, sufriesen un terremoto y entrada de mar la no che del 9 de mayo de 1877. Nueve años antes (agosto de 1868), habían sido ya víctimas de una tragedia igual. El historiador de Antofagasta, señor Isaac R. Arce, ha narrado en un libro: “El va por chileno “Blanco Encalada”, que se encontraba en la bahía, no sufrió daño. Ofreció auxilios. El Prefecto don Narciso de la Riva aceptó que 30 marinos armados desembarcaran para guardar el orden. El mar entró hasta el centro de la Plaza Colón, donde quedaron varadas algunas embarcaciones. En las calles se veían bultos con mercaderías, fardos de pasto, sacos de cebada. El edi ficio de la aduana fue arrancado de cuajo y quedó atravesado en
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la calle Bolívar. También otros edificios fueron movidos de su sitio por la presión de las aguas. La oficina de correos quedó completamente destrozada. Llegó en la mañana siguiente un “propio” de Mejillones con la noticia de que el pueblo había de saparecido. Se recolectaron auxilios en Antofagasta y el capitán del “Blanco Encalada” se ofreció a llevarlos en esa misma fecha. Cuando llegó el vapor comercial del norte se supo de los desas tres en Cobija, Pabellón de Pica, Iquique y Arica. En Cobija la mayor parte de los edificios se derrumbaron. La familia Arricruz, de 14 personas, desapareció íntegra"(6).
¿Cómo atender a la reparación de lo perteneciente al Esta do? El presupuesto nacional apenas si atendía y con muchas di ficultades a las necesidades ordinarias de la administración pú blica. En la sesión de la Asamblea Nacional del 19 de diciembre de ese mismo año, el diputado por Antofagasta y Mejillones, Franklin Alvarado, sugirió la conveniencia de recurrir al crédito externo. El Ministro de Hacienda, Manuel Ignacio Salvatierra, declaró que “no consentiría ningún préstamo, ni de diez pesos" Recordó que el país estaba todavía hipotecado por los dolosos empréstitos obtenidos durante los regímenes de Melgarejo y Mo rales. Al día siguiente, el diputado Francisco Buitrago propuso que se cobrase a la “Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofa gasta” un impuesto por cada quintal de salitre exportado y otra gabela por los bienes que importaba para su consumo y el de sus trabajadores. Calculó que por uno y otro concepto la hacienda pública podría percibir unos 60.000 bolivianos anuales. El dipu tado Abdón Senén Ondarza, representante por Cobija y Tocopilla, secundó la moción de Buitrago y presentó un proyecto de ley. Se produjo división de opiniones y el asunto fue debatido acalorada mente en varias sesiones. Se recordó que la transacción con la compañía de 1873 y el tratado de límites con Chile de 1874 impe dían exacciones de esa naturaleza. La Comisión a cuyo estudio pasó el proyecto demoró varias semanas en emitir su dictamen. Finalmente, lo hizo en sentido favorable. Sobre esa base, la Asamblea dictó la ley que el Poder Ejecutivo promulgó en fecha 10 de febrero de 1878 con el siguiente texto: “Artículo Unico. Se aprueba la transacción celebrada por el gobierno el 27 de no viembre de 1873 con el apoderado de la “Compañía de Salitres y
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Ferrocarril de Antofagasta", a condición de hacer efectivo, como mínimo, un impuesto de 10 centavos por quintal de salitre expor tado”.
El directorio de la empresa atribuyó la ley a inspiración pe ruana. Creyó que se Iniciaba en Bolivia lo que había sucedido en Tarapacá, que el impuesto de los diez centavos sería seguido por otros mayores y nuevas medidas de fiscalización que acabarían por arrebatar a los chilenos de Atacama su negocio del salitre, como les había ocurrido en el Perú. Aunque la suma que repre sentaba el tributo era pequeña y no podía dañar mayormente los intereses de los accionistas, resolvió oponerse resueltamente al cumplimiento de la ley y obtener su revocación. Pidió el amparo del gobierno de Santiago. Para ello se valió de la influencia de miembros del directorio en los círculos políti cos y del hecho de que algunos de los ministros eran accionistas de la empresa. En cumplimiento de instrucciones de su cancillería, el señor Pedro Nolasco Videla, Encargado de Negocios de Chile en La Paz, planteó la reclamación correspondiente. Lo hizo, primeramente, en forma verbal ante el Ministro de Hacienda. El 2 de julio la ra tificó por escrito mediante nota dirigida al secretario de Relacio nes Exteriores. En ella dijo que la ley de 10 de febrero de ese año ponía en tela de juicio el tratado de 1874 y llevaba la cuestión a “un terreno delicado y resbaladizo”.
El gobierno del General Hilarión Daza dejó sin respuesta la comunicación del diplomático chileno y, como tampoco ordena se el cobro del impuesto, la compañía y el gobierno de Santiago supusieron que había sido anulado.
Transcurrieron varios meses sin novedad alguna. En octu bre (1878) la Junta Municipal de Antofagasta, como medida neta mente local, exigió de todos los dueños de edificios o viviendas en el puerto, una contribución para el alumbrado público. El ge rente de la empresa salitrera, Jorge Hicks, de nacionalidad ingle sa, se negó a dar un solo centavo. Fue apresado y llevado a la cárcel. Se le embargó su vivienda. Obtuvo libertad provisional entregando la suma adeudada en depósito al Cónsul Británico. Como éste se negase a transferirla a la Junta Municipal, se bus có nuevamente a Hicks. Se refugió en el consulado chileno. Al
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darse cuenta de que tendría que permanecer allí Indefinidamen te, entregarse preso o abonar los 200 bolivianos que se le cobra ba, optó por lo tercero, pero sentando una formal protesta ante un notario.
En esa época se encontraba visitando los cuatro puertos ei nuevo Ministro de Hacienda, señor Eulogio Doria Medina. Cons tató que los daños causados por el sismo de mayo del año ante rior habían sido realmente graves. Conociendo por el cargo que desempeñaba que los ingresos normales del presupuesto nacio nal no permitían ninguna ayuda, escribió a La Paz que debía ha cerse efectiva la ley del impuesto de los 10 centavos a las expor taciones de salitre.
El señor Doria Medina era el colaborador de más confianza del Presidente Daza. El mandatario aceptó su recomendación. El 14 de diciembre se enviaron instrucciones al Prefecto del litoral para reclamar el pago con todas las formalidades del caso.
Muy a tono con el lema de su escudo, “Por la razón o por la fuerza", el Gobierno de Chile decidió una doble maniobra: que su agente en La Paz hiciese una nueva gestión diplomática sugirien do someter a un arbitraje la cuestión de si la ley de 10 de febre ro de 1878 violaba o no el tratado de 1874 y, al mismo tiempo, mo vilizó al buque de guerra “Blanco Encalada” a hacer amenazador acto de presencia delante de Antofagasta. La orden al señor Pedro Nolasco Videla era de exigir res puesta a la proposición del arbitraje en un lapso breve y peren torio. El diplomático prefirió no ser tan drástico. Redactó su no ta en términos conciliatorios, sin reclamar contestación urgente. El Ministro de Relaciones Exteriores, señor Martín Lanza, previo acuerdo con el Presidente, le dijo que la permanencia de un blin dado chileno en un puerto boliviano hacía necesaria una explica ción y que mientras subsistiese semejante presión “no podía el Gobierno de Bolivia seguir tratando el asunto de manera pací fica". En su réplica el señor Videla usó el sofisma de que la pre sencia del “Blanco Encalada" en Antofagasta, no tenía la signifi cación que le daba el Gobierno de Bolivia, puesto que las naves de la armada chilena se estacionaban periódicamente en ese puerto y de que fue gracias a esa circunstancia que el mismo bu-
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que pudo auxiliar a las poblaciones que sufrieron las consecuen cias del maremoto del 9 de mayo de 1877. Las verdaderas inten ciones de Chile las confesó el canciller Fierro en corresponden cia a su cónsul en Antofagasta de principios de enero: “Si con tra nuestras fundadas expectativas el Gobierno de Bolivia persis tiera en la violación del tratado de 1874, habrá llegado la oportu nidad de acudir a nuestras naves para exigir que los derechos de Chile sean debidamente respetados"(3).
La amenaza de la calamidad de la guerra era, pues, inminen te para Bolivia. Le llegaba cuando las poblaciones de los valles centrales sufrían, desde tres meses atrás, los azotes de la se quía, el hambre y la peste, que estaban diezmando sus poblacio nes indígenas. Los cuatro jinetes del Apocalipsis se lanzaban contra una nación que parecía condenada a una gran desgracia. Las lluvias que, como todos los años, debieron comenzar a regar los campos a partir de octubre de 1878, no llegaron ni ese mes ni los siguientes. Jamás se había sufrido un castigo seme jante. La tragedia se ensañó contra los valles de Cochabamba, Chuquisaca y Tanja. Las gentes sacaron los santos de las igle sias en los pueblos y en las ciudades y en patéticas rogativas im ploraron piedad al cielo a los gritos de “ ¡Agua tatay, agua tatay!" La respuesta la daba un sol inmisericorde. Como si ello no fuera suficiente, una epidemia de paludis mo, de características excepcionalmente fuertes, se extendió por las mismas zonas.
Los indios de ambos sexos, ancianos, jóvenes y niños, aban donaron sus ranchos y parcelas y buscaron socorro en las capi tales. El campesino se convirtió en pordiosero. Las ciudades de Cochabamba, Sucre y Tarija, y también las de Oruro y Potosí, se vieron inundadas por romerías de enfermos y mendicantes que buscaban refugio en los hospitales y conventos o deambu laban por calles y plazas rogando con voz trémula, la mirada an helante y la mano extendida la caridad del prójimo de mejor suerte. El diario “El Heraldo” de Cochabamba relató “La ham bruna se agrava. La ciudad está repleta de mendigos. Es una procesión interminable la que recorre nuestras calles con el semblante demacrado y macilento. La caridad privada es im potente frente a tanto desgraciado".
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Si la caridad privada poco podía hacer, ¿cuál fue la actitud del gobierno? La república sufría un drama interno y la guerra la amenazaba desde fuera. A mediados de enero (1879), cuan do la peste y el hambre llegaban a su apogeo, se celebró en La Paz con 8 días de regocijo público el 39 cumpleaños del Presi dente de la República. Cabalgatas, despliegues militares y co rridas de toros culminaron con un gran baile en el Teatro Mu nicipal.
Para el problema internacional se creyó encontrar la mejor manera de anular la intervención del Gobierno de Chile a favor de la compañía de salitres con una maniobra leguleyesca. No en vano los cuatro ministros del gabinete eran abogados (inclu yendo el General Manuel Othón Jofré, que vistió la toga antes de ceñirse la espada). Se tomó la idea de un artículo anónimo publicado en un periódico de Antofagasta que hizo notar que la protesta notarial que formuló el gerente de la empresa cuando se le cobró el impuesto de los 10 centavos, equivalía a que una de las partes había negado su consentimiento a la transacción de 27 de noviembre de 1873, por la que se le dio el derecho de explotar los yacimientos calicheros del Salar del Carmen y Las Salinas, transacción a la que, la Asamblea Nacional, en uso le gítimo de sus atribuciones, le añadió la condición de que la com pañía pagase un tributo por sus exportaciones.
Sin consentimiento de una de las partes no había transac ción o contrato. Sin transacción o contrato no era legal la pre sencia de la empresa en el litoral boliviano y debía desocupar lo. No habiendo empresa salitrera no habría a quien cobrar el impuesto de los 10 centavos y éste quedaba tácitamente anula do. No habiendo impuesto, no existía violación del tratado de 1874. No habiendo violación del tratado, Chile no tenía por qué mezclarse en la cuestión. Si la compañía tenía algo que recla mar contra esta situación podría ocurrir ante los estrados de la Corte Suprema de Justicia de Sucre y todo se resolvería, como siempre debió resolverse, dentro del régimen legal interno de Bolivia, sin intervención de un poder extraño. Tal razonamiento entusiasmó al Jefe de Estado y a sus mi nistros. Para asegurarse de que el gobierno de Santiago no ten dría reacción posible ante un jaque mate tan hábilmente conce bido, se consultó al senador chileno Lorenzo Claro, que residía
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en La Paz dedicado a negocios mineros y bancarios y gozaba de muchas simpatías y prestigio en las esferas políticas y sociales. El señor Claro fue de la terminante opinión de que el presiden te de su país, don Aníbal Pinto, siendo hombre de paz y de dere cho, se sentiría feliz de que se le brindase una posibilidad de li brar a su gobierno del compromiso de defender a una empresa privada poniendo en delicado trance las relaciones chileno-bo livianas.
El ministro de Hacienda, Eulogio Doria Medina, se encargó de redactar el decreto. Fue aprobado y firmado por los 5 miem bros del Ejecutivo. Se publicó con fecha 19 de febrero de 1879. Su parte resolutiva, después de varios considerandos, dispuso: “Queda rescindida y sin efecto la convención de 27 de noviem bre de 1873. En su mérito, suspéndense los efectos de la ley de 14 de febrero de 1878. El ministro del ramo dictará las órdenes convenientes para la reivindicación de las salitreras detentadas por la compañía”. ¿Qué hacer si el senador Claros estuviese equivocado y el gobierno de Santiago persistía en inmiscuirse? ¿Si por un míse ro impuesto de 10 centavos se mostraba tan amenazante, no se sentiría más propenso a la ira por un decreto que expulsaba de Bolivia a una empresa chilena? Un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores en contró la respuesta a esos temores. Sacó a luz algo que todos habían olvidado: el tratado de alianza defensiva suscrito con el Perú seis años antes. El documento fue una revelación para el General Daza. El pacto no tenía término de duración y por lo tan to continuaba vigente. Si Chile se atrevía a hacer la menor de mostración de fuerza en suelo boliviano, el Perú tendría la obli gación de ponerse codo a codo al lado de su aliada para recha zar la intrusión.
Don Martín Lanza, Ministro de Relaciones Exteriores, hizo conocer el decreto de 19 de febrero al Encargado de Negocios de Chile. No compartiendo el optimismo del presidente y sus co legas del gabinete de que todo saldría como se tenía planeado, creyó prudente dejar entreabierta una puerta de escape, la del arbitraje. Al finalizar su comunicación al señor Videla le añadió estas frases: “Esperando por lo tanto que con la expresada re
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solución se restablecerán por completo la armonía y buena inteli gencia entre el Gobierno de Chile y el de Bolivia y expresando, además, a Vuestra Señoría, que en caso de suscitarse un nue vo incidente, que no lo espero, mi gobierno estará siempre dis puesto a apoyarse, en caso necesario, en el recurso arbitral". Tan pronto el General Daza se enteró de esto llamó a su canciller. Con la torpeza que le era habitual cuando estaba co lérico, le reprochó por dar a Chile signos de debilidad que él no había autorizado. El doctor Lanza respondió haciendo renuncia de su puesto. El General Daza la dio por aceptada.
El señor Serapio Reyes Ortiz, que compartía totalmente la euforia patriótica del presidente, fue movido del Ministerio de Justicia al de Relaciones Exteriores. Se invitó a tomar a su car go la cartera vacante al erudito cochabambino doctor Julio Mén dez, con fama de ser amigo del Perú. El señor Reyes Ortiz se ofreció viajar a Lima para invocar la vigencia del tratado de alianza y, asegurada la cooperación del Perú contra Chile si este país ponía un solo soldado en suelo bo liviano, trasladarse a Antofagasta para organizar una primera fuerza que determinase la salida de la empresa salitrera sin po sible reacción del personal de empleados y obreros.
El Presidente Hilarión Daza expresó los sentimientos que embargaban su espíritu en dos cartas dirigidas a su amigo el Prefecto de Antofagasta. En ellas usó expresiones como éstas: “Tengo una buena noticia que darte. He fregado a los gringos decretando la reivindicación de las salitreras y no podrán qui tárnoslas aunque se esfuerce el mundo entero. Espero que Chi le no intervendrá en este asunto empleando la fuerza. Su con ducta con la Argentina revela de una manera inequívoca su de bilidad e impotencia. Para probar a Chile que nosotros obramos con la justicia que nos acompaña y que no nos atemorizamos de sus amenazas con el “Blanco Encalada", en Consejo de Gabine te se ha anulado el contrato sobre las salitreras, para tener li bertad de explotarlas por cuenta del gobierno o arrendarlas con forme convenga a los intereses del país. El ministro Reyes Or tiz marcha a Lima dentro de dos días a ponerse de acuerdo con el Gobierno del Perú, a fin de que Chile, en caso de agresión, tenga un enemigo a quien respetar y arríe banderas como lo ha
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hecho con la Argentina. Debe igualmente pasar al litoral y él te expresará las órdenes e instrucciones que por escrito se le ha dado... "(3).
CAPITULO V
EL HEROE El Coronel Severino Zapata, sin conocer todavía el decreto de rescisión del contrato de la compañía de salitre ni las cartas del General Daza, debido al tiempo que demoraba toda corres pondencia desde La Paz a Antofagasta, siguió cumpliendo las instrucciones que había recibido antes: cobro del impuesto de los 10 centavos (que en el año transcurrido desde la dictación de la respectiva ley habían ascendido a 90.848 bolivianos) con remate de los bienes embargados a la empresa. Fijó como fe cha de la subasta el 14 de febrero (1879), aniversario de la pro mulgación de dicha disposición. La apropiación del litoral boliviano hasta el grado 23 como se hizo entre 1857 y 1866, que contenía las riquezas del guano de Mejillones, la plata de Caracoles y las salitreras del Salar del Carmen y Las Salinas, era tentación que alimentaban muchos chilenos. Figuraban entre ellos políticos del Partido Nacional gobernante, industriales con intereses en Caracoles y accionis tas de la Compañía de Salitres entre los que se contaban algu nos ministros de Estado como los señores Cornelio Saavedra (Ministro de Guerra) y Julio Zeggers (Ministro de Justicia).
Cuando se recibieron en Santiago las noticias de que por un lado el Prefecto de Antofagasta seguía adelante con los trámi tes del juicio coactivo contra la empresa chilena y de que por otro el gobierno de La Paz declaraba nulos los derechos de la misma, aquellos personajes consideraron que había llegado la ocasión de llevar sus antojos a la práctica. El propio Gobierno de Bolivia parecía estar invitando a ello con sus provocaciones.
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El señor Vicíela había escrito en esos días desde su puesto: “Los acontecimientos en este país con motivo del conflicto del salí tre son cada día más graves y demuestran que las autoridades bolivianas buscan y provocan un rompimiento con Chile”. El Presidente Aníbal Pinto, en reunión celebrada en Valpa raíso con sus ministros de Gobierno, Relaciones Exteriores y Guerra preguntó si aún cabía una nueva invocación del arbitraje. Los señores Pratts, Fierro y Saavedra argüyeron decididamente en contra. La inercia que Chile mostraba con Bolivia estaba au mentando el desprestigio que rodeaba al gobierno desde la tre gua acordada con la Argentina; los trabajadores chilenos en Antofagasta y Caracoles podían crear situaciones de hecho; la ocu pación de Antofagasta no sería sino la consecuencia lógica de la anulación del tratado de 1874 provocada por Bolivia. El 9 de febrero, el Ministro de Guerra impartió órdenes pa ra que el Coronel Emilio Sotomayor, Comandante del Colegio Militar, condujese una expedición para tomar posesión del lito ral boliviano hasta el paralelo del grado 23. Al mismo tiempo, el Ministro de Relaciones Exteriores cablegrafió al señor Pedro Nolasco Videla en La Paz diciéndole: “La rescisión, que es un nuevo agravio, decidió la ocupación de Antofagasta. Retírese inmediatamente. El diplomático chileno había pedido ya sus pasaportes al conocer el decreto de 1? de febrero y que la salida del señor Lan za del gabinete tenía por causa el que se hubiese mostrado par tidario del arbitraje. El 8 de febrero había pedido que el gobier no del General Daza le diese una respuesta “perentoria y cate górica”, “en el perentorio término de 48 horas", si estaba o no dispuesto a apoyarse en el recurso arbitral. En el Palacio Que mado no se creyó que correspondía a la dignidad de la repúbli ca someterse a un ultimátum de esa naturaleza. Se dejaron pa sar las 48 horas y 24 más. Sólo el 12 de febrero, el señor Eulo gio Doria Medina, que había asumido las funciones de canciller en ausencia de don Serapio Reyes Ortiz, contestó expresando que se miraba como “acto hostil y manifiestamente depresivo la presencia en Antofagasta de un vapor de guerra chileno" y que obedecía órdenes superiores al decir que “cumplía al decoro na cional no continuar las negociaciones pendientes mientras el mencionado buque no se alejase del litoral de la república”.
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El señor Julio Méndez, como ministro recién nombrado, no se había contagiado aún de la belicosidad del Jefe del Estado y los otros miembros del Ejecutivo. Se alarmó al darse cuenta de que la guerra se hacía inminente. El General Daza le manifestó: “Usted no conoce los antecedentes y se angustia en vano. Te nemos un tratado secreto de alianza con el Perú". Le entregó el documento añadiendo: “Léalo y tranquilícese". El 14 de febrero (1879), la población boliviana y chilena de Antofagasta, que desconocía lo que ocurría en La Paz y Santiago, despertó con gran nerviosismo. Era el día fijado por el Prefec to para el remate de los bienes embargados a la compañía de salitres. Los comentarios de las fechas precedentes menciona ban al Cónsul del Perú como al principal postor. Unicamente el agente consular de Chile y sus íntimos sabían que no se produ ciría la subasta porque esa mañana debía llegar la fuerza mili tar conducida por el Coronel Sotomayor.
Los barcos de guerra “Cochrane” y “O’Higgins" hicieron aparición en la bahía. Su compañero “Blanco Encalada" les dio la bienvenida con salvas de su artillería. De los 6.000 poblado res del puerto, alrededor de 5.000 eran de nacionalidad chilena, apenas unos 500 (incluyendo ancianos, mujeres y niños) de na cionalidad boliviana y el resto de otro origen. Los chilenos se arremolinaron en el muelle y circularon por calles y plazas con vivas demostraciones de alegría.
El coronel Emilio Sotomayor mandó un mensaje escrito que condujo un oficial de su Estado Mayor al Prefecto, demandán dole la entrega pacífica del lugar. Respondió el Coronel Severino Zapata por el mismo conducto que no tenía fuerzas para con trarrestar a tres vapores blindados de Chile, pero que “no aban donaría Antofagasta sino cuando se hubiese consumado la inva sión armada”. Los dos jefes cambiaron otros mensajes más, mientras 200 soldados armados con sus oficiales ocupaban los centros vita les de la población, rodeados de la algazara de sus compatrio tas. Grupos de exaltados recorrieron las calles. Uno de ellos pe netró en la prefectura e injurió de palabra al Prefecto Zapata y a quienes lo acompañaban. Extrajo la bandera que estaba iza da en el frontis y la retaceó en media calle. El escudo fue arro
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jado al suelo y una mujer zapateó sobre él al compás de una cue ca que ella misma coreó, acompañada del jubiloso palmoteo de sus acompañantes. Los 34 policías bolivianos que hacían guarnición, abandona ron el puerto dirigiéndose sin armas rumbo a Cobija, de acuerdo con lo convenido en el intercambio epistolar de Zapata y Sotomayor. La hija de uno de ellos, Genoveva Ríos, salvó la bande ra de esa repartición envolviéndola alrededor de su cuerpo, de bajo de su ropa. La conservó entre sus pertenencias como una reliquia durante 19 años. En 1906, ya mujer madura, la entregó al Cónsul de Bolivia en Iquique, recibiendo 25 bolivianos como compensación. Se conserva hoy en la Capital de la República a cargo de la Sociedad Geográfica e Histórica de Sucre".
Los días siguientes al 14 de febrero las fuerzas chilenas to maron posesión de Mejillones y Caracoles.
Hay quienes sostienen, sin apoyo de un solo documento, que el General Daza y sus colaboradores no supieron de la acción del país vecino sino el 25 de febrero, Martes de Carnaval, a la media noche. Eso no es verdad. Documentos irrefutables, exis tentes en los Ministerios de Relaciones Exteriores de Bolivia y el Perú, prueban lo contrario. Desde luego, la misión del señor Serapio Reyes Ortiz en Li ma, para invocar la vigencia del tratado de Alianza, significaba que el gobierno boliviano anticipaba la posibilidad de un con flicto bélico. El señor Reyes Ortiz salió de La Paz el 9 de febrero.
El 13, el señor Eulogio Doria Medina, que había tomado a su cargo la cartera de Relaciones Exteriores, expresó al represen tante diplomático del Perú, señor José Luis Quiñones (según és te informó a su cancillería) que el gobierno “tenía datos para creer que a esa fecha Chile había entrado al terreno de los he chos apoderándose de Antofagasta”. El 15, el Presidente y su canciller leyeron informaciones del Cónsul de Bolivia en Valparaíso (Coronel Juan Granier) retras mitidas por el Cónsul de Bolivia en Tacna (señor Manuel Gra nier) que decían: “Gobierno (chileno) ha ordenado a fuerzas reunidas en Caldera ir a Antofagasta a ocupar Litoral”.
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El lunes 17, los mismos personajes recibieron nuevas noti cias de la misma fuente que daban cuenta de que en Santiago se había resuelto “la ocupación definitiva de Antofagasta". El sábado 22, vísperas de Carnaval, el General Daza se en teró que Antofagasta estaba ocupada por fuerzas militares de Chile por un oficio que le hizo llegar el Cónsul en Tacna basán dose en el relato de los empleados públicos y otros bolivianos que tuvieron que abandonar aquel puerto el 16, en el vapor "Ama zonas” y llegaron a Arica el 19. ¿Qué hizo el Presidente Daza al recibir en el curso de la se mana anterior al Carnaval tan graves noticias de la costa? Pre firió que los pueblos del interior las ignorasen y que en La Paz circulasen rumores vagos. Prefirió que todos, al igual que él, se entregasen al frenesí carnavalesco en circunstancias en que la república perdía a manos de un usurpador una porción de su territorio y la población indígena de los valles centrales era diez mada por las consecuencias de la sequía.
¡Bolivia parecía una nación condenada a desaparecer por el hambre, la peste y la guerra y que, como último antojo, pedía fes tejar un Carnaval más! ¿O es que se ponía la careta para ocul tar las lágrimas y hacía piruetas de payaso para disimular su dolor? El General Daza sólo interrumpió su divertimiento a la me dia noche del final del Carnaval, el martes 25, seguramente por que le llegó otro mensaje de Tacna con más detalles de lo suce dido en Antofagasta y de cuyo texto se enteraron todos los que, como él, asistían a la fiesta que se realizaba en casa del Inten dente de Policía, Coronel José María Baldivia. Recién se dio por avisado del zarpazo chileno. Volvió a su despacho presidencial y con ayuda de sus áulicos redactó un extenso manifiesto diri gido a la ciudadanía. Al día siguiente, con sus ministros Doria Medina, Jofré y Méndez firmó dos decretos: Por el primero de claró “la patria en peligro y en estado de sitio"; por el segun do, concedió “amnistía amplia y sin restricciones a todos los bo livianos que por motivos políticos estuviesen confinados o fue ra del país". El 28, otro decreto dispuso la organización de la Guardia Nacional activa y pasiva: aquélla con todos los varones solteros de 16 a 40 años; ésta con los casados de cualquier edad y los solteros mayores de 40.
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El 1? de marzo, se dieron a luz tres decretos más. Uno, cor tando “todo comercio y comunicación con Chile", disponiendo la salida del país de todos los residentes chilenos en un lapso de 10 días y embargándoles sus propiedades y bienes. Otro, de clarando al ejército en campaña. El tercero, rebajando los suel dos de los empleados públicos en 10, 20, 25 y 33 por ciento, se gún su monto. Las poblaciones de toda la república estallaron en manifes taciones de santa cólera al enterarse de la ocupación de Antofagasta, Caracoles y Mejillones. En las capitales de departamen to y de provincias marcharon por las calles al son de músicas marciales, en algunos lugares portando los retratos del Liberta dor y el Mariscal Sucre y las banderas de Bolivia, el Perú y la Argentina. Las juventudes se presentaron voluntariamente en los puntos de reclutamiento ansiosas de integrar los batallones que irían a expulsar al violador de la soberanía patria.
Don Ladislao Cabrera, nacido en el pueblo de Totora, del departamento de Cochabamba, 49 años antes, con varios años de residencia en Arequipa durante su juventud, periodista, pro fesor, abogado y político, al producirse el desembarco chileno en Antofagasta estaba ejerciendo su profesión forense en Cara coles, donde también era presidente del Ayuntamiento y cola boraba en el periódico “El Caracolino". Conocedor de que fuer zas chilenas se aproximaban al mineral, juntamente con el Sub prefecto, Coronel Fidel Lara, la guarnición de 20 gendarmes y otros compatriotas, se retiró a Calama, distante 18 leguas al norte. Resolvió que allí debía hacerse la primera línea de de fensa contra el invasor. Los habitantes del villorrio respondieron con entusiasmo a su llamado. Los pequeños grupos de guarnición que estaban en Tocopilla, Cobija y Chiuchiu se trasladaron a Calama a ponerse a sus órdenes. Lo hicieron también el Coronel Severino Zapa ta (llegado de Cobija), el Coronel Fidel Lara, el Teniente Coronel Emilio Delgadillo, otros 4 jefes, 2 comandantes, 2 mayores, 2 ca pitanes y 25 tenientes y subtenientes. A mediados de marzo, 126 jefes, oficiales y soldados y 9 civiles se encontraban listos pa ra la lucha. Eran 135 bravos. Les sobraba coraje, pero como ar mamento no disponían sino de 35 rifles Winchester, 8 rifles Remington, 30 fusiles a fulminante, 12 escopetas de caza, 14 revól veres y 32 lanzas.
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El 16 de marzo, se presentó en Calama un parlamentario chileno. Entregó al señor Cabrera un mensaje del comandante de las fuerzas que se encontraban en Caracoles demandando rendición. Don Ladislao Cabrera contestó que ni la tropa que lo seguía ni él estaban dispuestos “a aceptar o someterse a la in timación que se hacía y que cualquiera que fuese la superioridad de sus contrarios defenderían hasta el último trance la integri dad del territorio boliviano". En mensaje a los integrantes de su escaso contingente el señor Cabrera les dijo: “Que sepa Chile que los bolivianos no preguntan cuántos son sus enemigos pa ra aceptar combate”. Calama era un oasis en medio del desierto. Tenía 700 hec táreas de alfalfares regados por acequias alimentadas con aguas del río Loa. Era una etapa importante en el tráfico de pasajeros y carga entre la costa y el altiplano y entre el norte argentino y el sur del Perú. Del pueblo irradiaban 6 caminos de herradura: dos hacia Caracoles en el sur; el tercero hacia el Perú por Quillagua; el cuarto rumbo a Cobija; el quinto y sexto a Potosí por Chiuchiu y a la Argentina por San Pedro de Atacama. La primera intención del gobierno de La Moneda, todavía con algunos escrúpulos de conciencia, fue ocupar el litoral bo liviano solamente hasta el grado 23. Explicó a la opinión públi ca mundial, mediante una circular a los diplomáticos extranje ros acreditados en Santiago, que lo hizo como “reivindicación” del territorio que Chile cedió generosamente a Bolivia por los tratados de 1866 y 1874, violados por este país. Al conocer que Bolivia estaba pidiendo al Perú la aplicación del tratado de alian za, que reforzaba sus ejércitos de línea con la guardia nacional y que expulsaba a los chilenos confiscándoles sus bienes deci dió la ocupación de todo el litoral. Con fuerzas transportadas por el blindado “Blanco Encalada" ocupó los otros dos puertos: Cobija y Tocopilla.
El ataque a Calama tenía por objeto prevenir que llegasen fuerzas bolivianas desde el interior. Sin la posesión de Calama ningún contingente podía bajar desde el altiplano, cruzar el de sierto y llegar a la costa.
Cabrera y sus hombres esperaban la aparición del enemigo desde la partida del parlamentario. Tuvieron 7 días más para
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seguir ahondando zanjas y hacer otros alistamientos defensivos. Al amanecer del 23 de marzo, vieron aparecer por los caminos a Caracoles las tropas que comandaba el Coronel Eleuterio Ra mírez. Se trataba de una división de 544 combatientes (3 com pañías de la mejor unidad del ejército chileno: el 2° de Línea; una compañía del 4? de Línea; una compañía de cazadores a ca ballo; 2 piezas de artillería de montaña y una ametralladora).
El cruce de fuegos comenzó a las 7 de la mañana. Los ata cantes, divididos en dos columnas, avanzaron resueltos a cru zar el río por los puentes Topáter y Carvajal, encabezados por unidades de caballería. Los puentes habían sido destruidos una semana antes por orden de Cabrera. Dice el cronista chileno Félix Navarra: “Los chilenos que avanzaron muy confiados fue ron recibidos por descargas de fusilería por los bolivianos para petados en la orilla opuesta del Loa. Se encabritaron los caba llos, hubo confusión entre los jinetes y se volvió bridas en un precipitado repliegue. Los bolivianos, envalentonados con esta retirada, con un valor digno de ser reconocido, abandonaron sus parapetos y tendiendo con tablas un puente provisorio cruzaron el río y persiguieron a nuestros cazadores”. Los actores en esta acción eran el Mayor Juan Patiño, el señor Eduardo Abaroa, el oficial Burgos y 8 rifleros. En el punto donde estuvo ubicado el puente Carvajal (cami no a Cobija) ocurrió lo contrario. Unos 40 chilenos atravesaron el río y se trenzaron en furioso combate con los 24 defensores del lugar parapetados detrás del ingenio de amalgamación de minerales de la firma Artola. La lucha se extendió hacia el vado de Yalquincha. Uno de ios cañones chilenos, colocado en una prominencia de la derecha, logró hacer tres disparos, quedando inutilizado por la quebradura de su alza. El otro no llegó a actuar por no encontrarvisibilidad adecuada en el terreno de la izquierda.
Otras fuerzas chilenas rodearon el campo de batalla y pe netraron sin oposición al pueblo de Calama, situado a unos 3 ki lómetros detrás de la línea de combate. Al enterarse de esto, el señor Ladislao Cabrera no quiso exigir mayores sacrificios a su gente. Con enemigo en la retaguardia podían ser copados to dos. Se peleaba desde hacía tres horas. El toque de corneta or denó la retirada general en dirección a Chiuchiu, Canchas Blan cas y Potosí.
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Todos obedecieron menos uno. El hombre que se quedó en su puesto nació en San Pedro de Atacama. Tenía a la sazón 41 años. Era casado y tenía 5 hijos: dos muchachos y tres niñas. En su infancia, el viento y el frío de la puna templaron su cuer po y su espíritu. Aprendió “cuánto es dable enseñarse en una escuelita de provincia”. En la juventud estudió teneduría de li bros y contabilidad. Al llegar a la madurez era un hombre alto, delgado, de movimientos tranquilos. Cabello encanecido prema turamente. Frente alta y despejada, cejas hirsutas, ojos claros, mirada franca y bondadosa, nariz regular, labios y mentón cu biertos de bigotes y barbilla haciendo triángulo. Había llegado a Calama unos 10 días antes, con asuntos de la mina “Inca", ubi cada a pocos kilómetros al norte del pueblo. Fue el primero de los civiles en ofrecerse como voluntario a don Ladislao Cabre ra. Se convirtió en su brazo derecho para los preparativos de la defensa. Cuando todo estuvo listo, Cabrera le aconsejó que vol viese al lado de su familia. El le contestó: “Soy boliviano, esto es Bolivia y aquí me quedo". El 23 de marzo, se lanzó a la lucha con inquebrantable de cisión. No le bastó quedarse en una de las trincheras del Topáter. Cruzó el río encabezando al Mayor Patiño, el oficial Burgos y los 8 rifleros. Patiño, Burgos y los soldados cayeron prisione ros. El permaneció en una zanja armado del Winchester que lle vaba desde el principio de la refriega y de otros dos recogidos de compañeros caídos a su lado. El peón que vino con él desde San Pedro de Atacama le ayudaba a cargarlos^). Abaroa era tan Quijote que tenía hasta su escudero. Quería multiplicarse en un loco afán de contrarrestar la su perioridad numérica del enemigo. Una bala enemiga lo hirió en la garganta. La sangre salió a borbotones. Siguió disparando, saltando de un lado a otro de su escondite. Había llevado con sigo una provisión de 300 proyectiles. El toque de retirada le dolió en el alma. ¿Irse? ¿Retroceder? ¿Ceder el campo al ma tón? No oyó más los disparos de sus compatriotas. Despidió al indio con un postrer mensaje para su esposa y se quedó solo, inmensamente solo frente al invasor. En ese momento, dejó de ser un guerrero para convertirse en un símbolo, en el símbolo de una nación que se alzaba como un solo hombre para cumplir el mandato de Antonio José de Sucre, de morir antes que ceder un palmo del solar patrio.
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El subteniente chileno Carlos Souper narró en una carta que se publicó en un diario de Valparaíso: “Cuando el enemigo desamparó bien las trincheras fuimos avanzando, saltando fo sos y cercas, llegando a un cerco chico, donde había muchos ma torrales y un fosito de diez varas de largo, con un puentecito de menos de una vara de ancho por donde había que pasar. Nos sorprendió constatar que un boliviano desde dentro hiciera fue go a más de 100 hombres, entre caballería y el 2” de Línea, que iban a pasar por allí. Pues, amigo, nos dio balas, duro, y fue im posible pillarlo por mucho que se lo buscaba”. Mas el combate unipersonal de Abaroa contra Chile no pu do durar sino lo que duraron sus balas. Cuando los chilenos lle garon hasta la zanja lo encontraron apoyado en una de las pare des, sucio de pólvora, sangre y tierra, tratando de mantenerse erguido, pese a que con el desangre de dos heridas había perdi do mucho de su vitalidad. Seguía en actitud desafiante con el Winchester dirigido a sus enemigos, empuñado fuertemente con las dos manos.
Se le intimó rendición. Abaroa contestó con voz ronca, co mo un rugido:
—“¡Que se rinda su abuela... Carajo!”. Porque no tenía más proyectiles blandió la frase como una espada, con la palabrota final como el filo que hendía en la con ciencia de Chile.
Se hicieron dos disparos, que equivalían a fusilar a un mo ribundo. Quienes lo mataron, al ver derrumbarse su cuerpo, creye ron que abatían su rebeldía, que derribaban su insolencia, que silenciaban su grito de cólera. Se equivocaron. Lo hicieron in mortal. Lo colocaron sobre un pedestal desde el cual, con su ima gen perpetuada en bronce, sigue hoy alentando a sus compatrio tas a no cejar en sus esfuerzos hasta recuperar una salida al mar.
Los mismos chilenos lo enterraron la tarde del 23 de mar zo en el cementerio de Calama. Su epitafio habría podido ser su propia frase: “Soy boliviano, esto es Bolivia y aquí me quedo”.
CAPITULO VI
LA ALIANZA Don Serapio Reyes Ortiz llegó a Lima el 16 de febrero y se encontró con la noticia de que los chilenos habían ocupado Antofagasta. Su viaje a ese puerto no era ya posible, pero en cam bio su misión en la capital peruana podría ser más fácil. El go bierno del General Mariano Ignacio Prado no podía negarse a la ejecución del tratado de alianza. Establecía claramente que si una tercera potencia cometía actos “dirigidos a privar a alguna de las Altas Partes Contratantes de una porción de su territorio" la otra tenía que prestarle ayuda militar. Tuvo una desagrada ble sorpresa. Luego de la ceremonia de presentación de sus cre denciales, el Presidente del Perú le expresó ideas que “no eran favorables a la causa de Bolivia”. Criticó la improcedencia del impuesto de los 10 centavos. En entrevistas posteriores le oyó repetir: “El Perú no tiene armada, no tiene ejército, no tiene di nero, no tiene nada para una guerra”.
El Ministro de Relaciones Exteriores, señor Facundo Infan te, en su primera conferencia le declaró que el pacto de alianza había caducado porque Bolivia firmó el tratado de límites con Chile en 1874 sin consultar al Perú, como estaba obligado por aquel convenio. En reuniones posteriores “rehusó en absoluto entrar a discutir sobre la alianza". “Esquivó toda deliberación al respecto”. La actitud del gobierno de Lima era de esperarse. Había ol vidado la alianza como la olvidó el del General Daza. Lo que traía don Serapio en su maleta era un cadáver que el Perú se descul-
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dó de enterrar 3 ó 4 años antes. Nunca se creyó que los gober nantes del altiplano manejasen sus problemas con Chile de ma nera tan imprudente, provocando a esa nación, dándole el pretex to que esperaba para apoderarse de la costa boliviana. No tenían derecho de llevar la situación al borde de una conflagración bé lica confiados en que los peruanos les sacarían las castañas del fuego.
El tratado de alianza tenía un artículo que establecía que los contratantes se obligaban también "a cumplir con preferencia, siempre que sea posible, todos los medios conciliatorios para evi tar un rompimiento". Apoyado en él, a manera de esquivar su compromiso con Bolivia, el gobierno del General Prado envió a Santiago a uno de los hombres de mayor prestigio, diplomático de carrera, literato, que tenía vinculaciones de amistad con per sonalidades chilenas: el señor José Antonio Lavalle. Partió del Callao el 22 de febrero, con el encargo de convencer al Gobierno de Chile que en sus relaciones con el de Bolivia restableciese las cosas a la situación anterior al cobro del impuesto de los 10 cen tavos, es decir, retirando sus tropas del territorio ajeno, a cam bio de que las autoridades de La Paz derogasen la ley que impuso ese tributo. Para este segundo objetivo iba a trabajar el enviado peruano en la sede del gobierno boliviano. !>»«•
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Conociendo el gobierno de Lima de tiempo atrás que Chile sólo esperaba un pretexto para apoderarse del litoral boliviano dentro de su política expansionista, que también amenazaba al sur del Perú, no se hizo mayores ilusiones sobre el buen éxito de la misión Lavalle. En el fondo su propósito principal con ella fue ganar tiempo, a fin de poder hacer algunas reparaciones urgentes en los viejos buques de la armada y movilizar tropas al departa mento de Tarapacá. Las actividades de la escuadra chilena en Antofagasta con acumulación de pertrechos bélicos y concentra ción de tropas, no podían ser para una guerra contra Bolivia que no poseía un solo barco. El Perú inició sus preparativos defensi vos febrilmente. Al mismo tiempo, se siguió esquivando ante el señor Reyes Ortiz el reconocimiento de la validez de la alianza. Se pensaba aceptarla en última instancia, si la conflagración bé lica peruano-chilena resultaba inevitable, o sea, sólo al servicio de la integridad territorial del Perú.
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La opinión pública, sin conocer las medidas de previsión que estaba adoptando el gobierno con el mayor sigilo, dando rienda suelta a su natural animadversión contra Chile, quiso manifes tarse a favor de Bolivia. Las autoridades, que no querían que ocu rriese nada que agravase la situación, lo prohibieron. Un chileno radicado en Lima escribió al señor Domingo Santa María, el 28 de febrero: “La opinión pública se manifiesta aquí cada vez más en contra nuestra. A eso contribuyen odios inveterados, la proxi midad del período electoral y la falta de energía de Prado. La opi nión pública está por la guerra y decide a ella el carácter defini tivo que se atribuye a nuestra ocupación de Litoral Boliviano, que es un golpe de muerte para su salitre”(3). El señor Lavalle fue recibido con demostraciones hostiles por la población de Valparaíso. Actuaron entre bastidores elemen tos que buscaban una confrontación con el Perú. Veían en Atacama de Bolivia una presa de poco valor y ambicionaban que Chile se adueñase de las enormes riquezas salitreras de Tarapacá. No sin razón don Alberto Gutiérrez ha comentado en su libro: “La guerra de 1879": “En el fondo del alma popular de Chile existe una inclinación innata al despojo por medio de la violencia.... Algo queda, a pesar de los refinamientos de la educación y de los adelantos de la cultura general, en las clases dirigentes, de eso que forma la base de la nacionalidad, de eso que constituye una modalidad de la raza misma. Así se comprende que dentro de las prácticas políticas y diplomáticas exista una tendencia visi ble al despojo... Se advierte en los altos poderes del Estado una lucha casi continua para reprimir en sí mismos esos impulsos agresivos. No siempre tales empeños resultan eficaces y a me dida que los menos cultivados son gestores de la cosa pública, aquella tendencia de la raza se manifiesta con mayor fuerza".
El gobierno de don Aníbal Pinto recibió al señor Lavalle con amabilidad, pero dispuesto a desenmascararlo. El ministro de Chile en Lima, señor Joaquín Godoy, venía informando de la exal tación belicista de esa ciudad y también de las alistamientos mi litares secretos del gobierno. Godoy repetía que el objetivo prin cipal del señor Lavalle era ganar tiempo. Por otra parte, se cono cía en Santiago la existencia del tratado de alianza perú-bolivia no y que el señor Serapio Reyes estaba en la ciudad del Rimac re clamando su cumplimiento. El canciller Alejandro Fierro pregun
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tó al diplomático peruano a este respecto. Don José Antonio Lavalle conocía perfectamente el pacto. Recibió una copia de él antes de su partida de Lima y asistió a una reunión con el señor Reyes Ortiz en la que no se habló de otra cosa. Sin embargo, en su respuesta mintió. Declaró que no podía existir la alianza por que él nunca oyó hablar de ella; ni siendo Presidente de la Comi sión de Negocios Exteriores del Congreso en sucesivas legisla turas. El presidente y su canciller sabían que el señor Lavalle esta ba faltando a la verdad. Lo enfrentaron con el siguiente plantea miento: “Muy bien, si no existe el tratado de alianza, ¿por qué el Perú no se declara neutral? Debió hacerlo antes de acreditar una misión mediadora. Debe hacerlo ahora para aclarar su posi ción". El señor Godoy, en Lima, demandó lo mismo. El Presidente Mariano Ignacio Prado y su ministro Facundo Infante tuvieron que confesar la existencia del tratado de alianza. Aclararon que era netamente defensivo y que fue concebido sin ninguna intención aviesa en contra de Chile. Godoy informó a Santiago el 28 de marzo- “Este gobierno no declara neutralidad ni suspende armamentos. Dice que armarse no es acto hostil. Quiere que el Congreso convocado para el 24 de abril decida la paz o la guerra con Chile. Continúan aprestos bélicos. Ayer sa lió transporte Limeña para Iquique llevando armamentos y ele mentos de fortificaciones y más tropas. Ganar tiempo para au mentar sus fuerzas es el propósito del momento"(3). El 1? de abril, el Presidente Pinto se reunió con los miembros de su gabinete y los componentes del Consejo de Estado. La opi nión unánime fue en sentido de que Chile debía declarar la gue rra al Perú y comenzar operaciones militares, a fin de no dar la ventaja de la demora al inevitable enemigo. En la misma fecha, el canciller Fierro pidió audiencia a la Cámara de Diputados y lue go a la de Senadores para hacer conocer los antecedentes del tra tado de alianza perú-boliviana y la actitud engañosa del señor Lavalle. Una y otra rama del Legislativo aprobaron una ley que "au torizaba al Presidente de la República a declarar la guerra al Pe rú y a Bolivia". El señor Lavalle fue notificado y volvió a su patria. El señor Godoy dejó Lima. La población de las ciudades y pueblos de Chi
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le festejó ruidosamente la decisión de su gobierno. El importan te diario “El Mercurio” dijo en un editorial: “El General Prado al enviarnos al señor Lavalle con propósitos de mediación, mien tras que por otro lado maniobraba para hacernos caer en una ale vosa emboscada, ha procedido como digno jefe de un gobierno que por sus infidencias características, su proverbial falta de honradez y carencia absoluta de todo decoro, es la piedra de es cándalo de todos los pueblos de América y Europa... Es preciso que la venganza sea tan terrible como el insulto y que los dege nerados descendientes de los incas reciban el castigo que mere cen por su traición cobarde, por su envidia ruin, por sus odios inveterados y gratuitos contra Chile, que generoso y magnánimo corrió dos veces a libertarlos del ignominioso yugo que los oprimía”(3). No se produjeron iguales publicaciones respecto a Bolivia. Chile volcó todo su odio sobre el Perú y contra él iba a empeñar toda su belicosidad. Bolivia resultó un tercero en discordia al que se quiso atraer a su campo una y otra y otra vez, como se ve rá en el capítulo siguiente. Don José Antonio Lavalle ha reconocido que en su país tam bién todos se entusiasmaron con la guerra. Ha dicho en un libro que se mostraron favorables a ella los pradistas porque pensaban que daría más popularidad al Presidente Prado; los civilistas por que podría darles oportunidad de ganar en las próximas eleccio nes; los pierolistas porque su caudillo podría volver del exilio; los militares y marinos por tener ocasión de ganar ascensos y lauros; los negociantes e industriales porque les proporcionaría pingües ganancias; el resto de la población por “patriotera, por novelería, por impulso ajeno”. Enfrentado brutalmente con el desafío de Chile, el Gobier no del Perú se apresuró a reconocer la vigencia del tratado de alianza con Bolivia. El 15 de abril, el canciller Facundo Infante suscribió con don Serapio Reyes Ortiz el protocolo de subsidios que éste había venido buscando afanosamente desde dos meses antes.
Era evidente que el Perú no quiso cumplir antes sus compro misos con Bolivia. El Presidente Prado manifestó al Congreso: “A pesar de las exigencias de los plenipotenciarios de Bolivia, mi
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gobierno, cumpliendo fielmente los deberes que le imponía su carácter de mediador, se negó en absoluto no sólo a dar cumpli miento al pacto de alianza, sino a proporcionar armas y otros au xilios que Bolivia le pedía”. Sin embargo, el ministro Infante lo gró convencer a don Serapio que su país entraba al conflicto por el noble y generoso deseo de colaborar a Bolivia a expulsar al in vasor de su litoral. Por lo tanto, era justo que Bolivia corriese con todos los gastos de la guerra, los suyos propios y todos aque llos en que incurriese el Perú, incluyendo los donativos dados por su población y el reemplazo de los buques que se hundiesen. Ci tó al intemacionalista Heffer según el cual “los gastos de una alianza corresponden a la nación en cuyo provecho se hace la guerra y son comunes sólo cuando el provecho es común".
El señor Reyes Ortiz no estaba en situación de argüir que la contienda que había comenzado contra Bolivia no tenía ya su ca rácter original, sino otro muy distinto, en el que el objetivo prin cipal de Chile era aplastar al Perú. Pudo decir, pero no lo hizo, que durante varias semanas el Perú había esquivado dar ejecu ción a la alianza y que si ahora lo hacía era por requerimientos de su propia defensa; que en las nuevas circunstancias era Bo livia la que iba a ayudar al Perú. Don Serapio siguió negociando con la misma desventaja de representante de una nación que no contaba con un solo barco, que se veía invadida en su costa por una nación marítima y pedía socorro a una hermana que tenía fuerza naval. No pudo argumentar que desde que Chile mostró su agresividad contra el Perú, la guerra para este país era de vi da o muerte, mucho más que para Bolivia; que el propósito de la alianza, que inicialmente debió ser recuperar el litoral bolivia no, ahora quedaba convertido en defensa de la integridad territo rial peruana, y sólo, secundariamente, después de cumplir esta tarea, buscar la reivindicación de Atacama. Esto último era tan manifiesto que no se pensó en la estra tegia de un ingreso del ejército boliviano hacia su litoral desde el altiplano en conjunción con operaciones navales y terrestres del Perú partiendo de su territorio. Desde un principio, o sea desde el mes de marzo, el señor Infante estuvo recomendando al señor Reyes Ortiz que las tropas bolivianas estuviesen listas para ba jar a la costa peruana.
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El 3 de abril, al saberse que Chile había declarado la guerra al Perú, don Serapio, a pedido de Infante, telegrafió a La Paz: “Salga división vía Tacna”. Dos días después telegrafió nueva mente: "Chile declaró guerra al Perú. Salga ejército inmediata mente a Tacna”. El 7, siempre a instancias del Canciller perua no, despachó este tercer mensaje: “Vuele ejército". El llamado Protocolo de Subsidios de 15 de abril estableció que Bolivia contribuiría a la guerra con un ejército de 12.000 com batientes y el Perú con otro de 8.000 y su escuadra; que Bolivia devolvería al Perú todos los gastos que le ocasionase la guerra, tales como organización, movilización y mantenimiento de su ejército y su armada, compra de armamentos y barcos y donacio nes de su pueblo.
En un informe al Congreso de años posteriores, don Serapio Reyes Ortiz justificó su actuación diciendo: “Las proposiciones introducidas por la cancillería peruana eran gravosas para los in tereses de Bolivia, pero cuando se trata de vencer grandes difi cultades hay que optar por grandes sacrificios”.
Don Zoilo Flores, que desempeñaba el cargo de ministro bo liviano en Lima y colaboró al señor Reyes Ortiz en sus gestiones, opinó en una nota: “Por una parte hemos obtenido la realización de la alianza con el Perú, a pesar de sus desfavorabilísimas con diciones políticas y económicas. Considerando la obligación que pesaba sobre Bolivia como nación agredida, de proporcionar a su aliada los recursos necesarios para hacerla efectiva, bien se com prende que no han podido dársenos mayores pruebas de simpa tía, de generosidad y de nobleza por parte de nuestro aliado”.
CAPITULO Vil
LA GUERRA Estrategia defensiva: Mantener al ejército boliviano en las alturas; esperar al depredador en los Andes. Esa fue la inten ción del Presidente Daza, hecha pública en el manifiesto que dio a luz con sus colaboradores la noche del 25 de febrero. Todo cambió ante los llamados del Gobierno del Perú trasmitidos por medio de don Serapio Reyes Ortiz. Daza creyó que se le pedía que fuese a la costa peruana pa ra embarcarse rumbo al teatro de operaciones que no podía ser otro que el litoral boliviano, ya que en él se encontraba el enemi go. Renunció, pues, a su plan original para someterse al que es taba decidido por el aliado. La respuesta de las juventudes bolivianas a la convocatoria para ponerse bajo banderas con el fin de ir a combatir al chileno, superó todas las expectativas. Los voluntarios inundaron los pun tos de reclutamiento en las capitales de departamento y de pro vincias.
El ejército boliviano de línea, en febrero de 1879, apenas tenía 2.175 hombres, distribuidos en tres batallones: Daza, Su cre e lllimani (que también eran nominados, respectivamente, co mo Colorados, Amarillos y Verdes, por el color de su chaqueta). Contaba también con dos secciones de artillería. En absoluta desproporción con tan reducida tropa se tenía 16 generales, 219 coroneles y tenientes coroneles, 215 mayores, 100 capitanes y 256 tenientes y subtenientes: un total de 808 militares de oficio.
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La abundancia de jefes y oficiales resultó providencial. Hi zo posible dar comandantes a los numerosos contingentes de re clutas. Hubo discriminación social hasta en la organización de las nuevas unidades. La juventud blanca a cuyos integrantes se titulaba de “jóvenes decentes", fue destinada a un cuerpo de ca ballería (con sus propios caballos), que se llamó “Legión Bolivia na". La juventud mestiza o de los artesanos formó los regimien tos de infantería. La clase indígena no fue tomada en cuenta. No participó en la contienda del Pacífico. Estaba diezmada por el hambre y la peste. No respondió al llamado del gobierno porque ignoraba el problema con Chile por su existencia al margen de las inquietudes político-patrióticas de la república.
Los “jóvenes decentes" de La Paz constituyeron el batallón “Murlllo", al que se adjuntaron los de Oruro; los de Cochabamba el batallón “Vanguardia"; los de Sucre, Potosí y Camargo el de los “Libres del Sur"; los de Santa Cruz y el Beni el escuadrón “Velasco". Los artesanos del departamento de La Paz y las pro vincias integraron los batallones “Victoria", “lllimani 2?”, “Paucarpata” e “Independencia"; los de Cochabamba, el “Aroma”, “Viedma" y “Padilla”; los de Chuquisaca, el “Olañeta”; los de Oruro, el “Dalence" y los de Colquechaca, el “Vengadores". La juventud artesanal del departamento de Potosí y las juven tudes blanca y mestiza de Tarija se destinaron a la Quinta Divi sión, que bajo el comando del General Narciso Campero tuvo una suerte diferente a la del resto del ejército hasta poco antes de la batalla del Alto de la Alianza, como se verá más adelante. Las juventudes mestizas de Santa Cruz y el Beni no fueron llamadas bajo banderas por la distancia y otras dificultades para su trasla do a la zona de operaciones. Ante la urgencia de los llamados del Perú, el General Daza salió de La Paz el 16 de abril con los tres regimientos de línea, los húsares, coraceros y artilleros y los reclutas de ese departamen to y del de Oruro, con un total de 5.952 hombres, incluyendo je fes, oficiales y servicios auxiliares. Todo ese ejército hizo una entrada triunfal en Tacna el 30 del mismo mes. Los chuquisaqueños arribaron a esa población el 9 y 19 de mayo; los cochabambinos, el 30 de junio; los crúcenos y benianos, el 13 de octubre.
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De acuerdo con el tratado de alianza, mientras las fuerzas estuviesen en territorio del Perú le correspondía el cargo de Di rector Supremo de la guerra al Presidente de ese país. El Gene ral Mariano Ignacio Prado llegó a Arica y estableció allí su co mando.
El General Hilarión Daza y sus fuerzas se instalaron en Tac na, decepcionados porque, contrariamente a lo que creían, no se los embarcó en la escuadra peruana rumbo a la frontera, a fin de ingresar desde allí en busca del invasor de su patria. Sólo una división con el “Loa” (500 trabajadores bolivianos de las salitre ras peruanas), “Independencia" (400), “Bolívar” (500), comanda da por el General Carlos de Villegas, viajaron a reforzar a las tro pas peruanas que se encontraban vigilando el departamento de Tarapacá. Pocas semanas después se trasladaron a la misma zo na el “Olañeta", “Victoria", “Dalence" y una unidad de francoti radores. La estancia en Tacna enervó el espíritu de los bolivianos. Su entusiasmo bélico se fue enfriando en una espera de semanas y meses. Se produjeron deserciones. Quienes tenían influencia de amistad o parentesco en los mandos o el cuerpo médico vol vieron a Bolivia con comisiones o enfermedades.
Los presidentes Prado y Daza se veían con frecuencia, mas no atinaban a coordinar una estrategia que pudiese arrebatar a los chilenos la iniciativa que estaba en sus manos desde el co mienzo de la contienda. La campaña terrestre no podía iniciarse de un lado u otro mientras no se definiese previamente quién se hacía dueño del mar. Siendo Tarapacá y Atacama dos desiertos, los ejércitos que operasen en ellos tenían que depender de las rutas marítimas para sus movimientos, refuerzos y abastecimien tos. Quien dominase en el océano, poseía una ventaja decisiva para las operaciones terrestres, sino la victoria misma. Para la campaña marítima los factores determinantes eran los dos blindados de Chile (“Blanco Encalada” y “Cochrane") y los dos del Perú (“Independencia" y “Huáscar”). Los blindados chilenos eran 10 años más modernos que los peruanos y estaban protegidos por una placa de hierro con un espesor doble. Los de más barcos —corbetas, goletas o simples transportes— no po dían tener sino un rol de auxiliares.
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El primer combate naval tuvo lugar el 21 de mayo (1879) frente a Iquique. La escuadra chilena venía bloqueando este puerto, impidiendo embarques de salitre, a manera de provoca ción a la escuadra peruana que se mantenía en el Callao bajo la protección de los poderosos cañones de la fortaleza de ese puer to. Como la provocación no diese resultado, la escuadra chilena fue en busca de su enemiga. Hizo la casualidad que al mismo tiempo la peruana salió de su guarida transportando tropas y per trechos bélicos a Arica. Ambas se cruzaron en alta mar sin avis tarse. El Presidente Prado, al enterarse de que en Iquique sola mente habían quedado dos viejas naves chilenas de madera (la corbeta “Esmeralda” y la cañonera “Covadonga"), ordenó a los blindados “Huáscar” e “Independencia" que fueran a hundirlas. El “Huáscar” trabó combate con la "Esmeralda" mientra el “In dependencia" perseguía a la “Covadonga" que huía hacia el sur. La mala puntería de sus artilleros obligó al comandante del “Huáscar", Vicealmirante Miguel Grau, a decidir la acción, que llevaba ya tres horas de duración, por medio de embestidas con el espolón de su nave. El capitán de la “Esmeralda", Arturo Prat, se cubrió de gloria al saltar a la cubierta del “Huáscar”, espada en mano, donde fue muerto con un disparo de fusil en la cabeza. Al tercer espolonazo la “Esmeralda” se fue a pique. La tripula ción sobreviviente fue salvada por la del "Huáscar".
El blindado “Independencia ” sufrió una tragedia. En la per secución a su presa chocó contra un arrecife invisible, rompien do su quilla y quedando varado. El “Huáscar” llegó a salvar a la tripulación. El navio fue incendiado para que nada de él sirviese al enemigo. La pérdida del “Independencia” inclinó la balanza de la gue rra a favor de Chile. Al Perú sólo le quedó el “Huáscar” como única nave mayor, capaz de hacer daño a los buques menores chi lenos, pero en desventaja numérica y de velocidad, potencial y blindaje respecto al "Blanco Encalada" y el “Cochrane". No obs tante la inferioridad de su barco en todos los aspectos, el Con traalmirante Grau inició una campaña heroica. Convirtió al “Huáscar" en un solitario tiburón que aparecía y desaparecía en las costas de Tarapacá y Atacama, esquivando encuentros con sus rivales mayores, pero haciendo cuanto daño le era posible en los puertos. Miguel Grau, de 45 años de edad, marino desde los
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14 años, adquirió la condición de héroe máximo de la alianza. Las esperanzas de victoria del Perú y Bolivia se hicieron depender de su pericia y valor. Conforme pasaban los meses y se conocían sus hazañas se agrandó su figura. Se lo creyó capaz de todo, has ta de que sería el triunfador de la contienda naval. Hundió a la goleta "Clorinda", bombardeó Antofagasta, cruzó cañonazos con el “Matías" y la "Magallanes", escapó de una persecusión del “Blanco Encalada”, llegó hasta Charañal, Cañizal, Pan de Azúcar, Huasco y Caldera, se apoderó de lanchas y del vapor “Rimac" que transportaba 250 jinetes del escuadrón “Cazadores de Yungay", llevándoles presos a Arica, juntamente con el navio y la tripulación. La pérdida del “Rimac" fue un rudo golpe para el or gullo chileno. Estuvo a punto de causar la caída del gobierno de don Aníbal Pinto.
Un consejo de guerra, reunido en Mejillones, decidió poner fin a las correrías del “Huáscar" con un despliegue de toda la es cuadra chilena. Al saberse que otra vez había pasado rumbo a las costas del sur, se le preparó una emboscada para su regreso. El “Blanco Encalada", la “Covadonga" y el “Matías" ocuparon posiciones al frente de Antofagasta. El “Cochrane", la “O’Higgins” y el “Loa” se pusieron al acecho un poco más arriba, delan te de Punta Angamos.
El 9 de octubre (1879), el “Huáscar”, que iba acompañado de la “Unión", al volver a su base de Arica se vio súbitamente acosado por el “Blanco Encalada" y la “Covadonga". Trató de es capar a toda máquina, mas en su ruta surgieron las siluetas ame nazantes del “Cochrane", la “O’Higgins" y el “Loa". La “Unión” logró zafarse, abandonando a su compañero. El “Huáscar”, aco rralado, se defendió estoicamente. Uno de los cañonazos del “Cochrane” destrozó el puesto de mando de Grau haciendo vo lar al Almirante en pedazos. Tomó el mando el Capitán Aguirre que también fue muerto. Lo mismo sucedió al Teniente Melitón Rodríguez. Quienes aún quedaban en pie decidieron hundir la gloriosa nave en la que los impactos del “Cochrane”, el “Blanco Encalada" y la “Covadonga" habían causado muchos destrozos, numerosas víctimas y tres incendios. Se abrieron las válvulas a fin de provocar una inundación. Cuando el agua cubría ya parte de la sentina fue abordado por oficiales y marinos chilenos que
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apresaron a los sobrevivientes peruanos y evitaron que se fuera al fondo del mar.
Con el “Huáscar" llevado como trofeo de guerra hasta Val paraíso terminó prácticamente la contienda naval. Nada podían hacer las naves menores del Perú. Los aliados no tenían crédito en Europa para poder adquirir otros blindados. En el Perú y con igual intensidad en Bolivia, la desaparición de Grau y la del “Huáscar" del escenario bélico, tuvo el efecto moral de una catástrofe. “Un soplo de muerte heló los corazo nes" según comentario de don Mariano Baptista Caserta. El ins tinto popular tuvo el presentimiento de que la guerra estaba per dida. Ningún muerto de las campañas terrestres y naval ha sido tan llorado en Perú y Bolivia como el Almirante Miguel Grau. Definida la situación del océano, la segunda parte del drama tenía que trasladarse a los desiertos.
Antes de comenzar la guerra el ejército chileno tenía un efec tivo de 2.000 hombres. Sus filas se engrosaron rápidamente. A los pocos meses contaba con una concentración de 10.000 en An tofagasta y una reserva de 8.000 distribuida entre Santiago, Val paraíso y la frontera araucana. En abril, a poco de la declaratoria de guerra al Perú, el Pre sidente Pinto, cediendo a las exigencias de la opinión pública, mo dificó la composición de su gabinete con elementos que se con sideraban de más carácter. El jefe del Consejo de ministros, Be lisario Prats, fue reemplazado por Antonio Varas. El señor Do mingo Santa María asumió las funciones de Ministro de Relacio nes Exteriores en vez de don Alejandro Fierro.
La ofensiva sobre el departamento de Tarapacá la decidió un consejo reunido en Antofagasta algunos meses antes de la vic toria naval sobre el “Huáscar”, el 28 de junio de 1879. En él se determinó que el principal enemigo de Chile era el Perú. Uno de los concurrentes al cónclave, el señor José Francisco Vergara (Secretario General del Ejército) expresó esta opinión que fue compartida por los demás: “Vencido el ejército que defiende Ta rapacá, el Perú recibirá un golpe capital del que no podrá repo nerse, porque habrá perdido el nervio de sus fuerzas, que son sus veteranos y su tesoro (que es el salitre). Las consecuencias po
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líticas serían también trascendentales. Bolivia no tendría ya es peranzas de recuperar su litoral, provocándose en su ánimo el te mor de quedar encerrada para siempre en las alturas". A los 14 días del triunfo naval de Punta Angamos, 14 barcos a vapor y un buque de vela movilizaron la fuerza destinada a la conquista del departamento salitrero del Perú. La componían 10.850 combatientes. Llevaba consigo 850 caballos. Su primer objetivo era desembarcar en el puerto de Pisagua e internarse hasta el pozo de agua de Dolores. Ambos puntos se unían por un ferrocarril de 73 kilómetros.
Pisagua, un pedazo de playa a los pies de un acantilado, es taba guarnecido por 200 peruanos de la gendarmería y la Guar dia Nacional y 700 bolivianos de los batallones “Victoria" e “In dependencia”. Al amanecer del 2 de noviembre (1879), el blin dado “Cochrane” y los barcos “O’Higgins", “Magallanes" y "Covadonga" iniciaron el bombardeo poniendo fuera de acción las piezas de artillería que los defensores tenía a uno y otro cos tado del puerto. Las tropas bolivianas, que se encontraban en la estación de El Hospicio (parte superior del acantilado donde comenzaba la pampa hasta Dolores), bajaron velozmente a tomar posiciones cerca de la playa. Los chilenos desprendieron 44 lanchas de sus navios cargadas de tropas que se lanzaron a un desembarco. Peruanos y bolivianos trataron de atajarlas con graneado fuego de fusilería. Un incendio provocado por los obuses de la artillería en los depósitos de salitre cubrió de espeso humo el teatro de lucha, favoreciendo a los atacantes. Después de 7 horas de combate y ante el aumento constante de las fuer zas chilenas que llegaban a la playa, los defensores se replega ron por los terraplenes de la línea férrea que subía hasta El Hos picio y se internaron en dirección a Dolores, para pasar de allí al puerto de Iquique.
Los presidentes Mariano Ignacio Prado e Hilarión Daza pen saron que no sería difícil expulsar a los intrusos de Pisagua me diante una operación concéntrica de las tres fuerzas aliadas que tenían a sus órdenes y que estaban providencialmente acanto nadas al sur, norte y este de la incrustación enemiga: las dol General Buendía en Iquique y sus alrededores; las del ejército General Daza en Tacna; y la Quinta división del General Cnm pero en el altiplano. Se impartieron las órdenes. El Gonnrul
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Juan Buendía sacó sus tropas de la región de Iquique rumbo al norte. El General Hilarión Daza movió sus divisiones a Arica en tren y de este punto las hizo marchar por el desierto hasta el sur. La primera falla del plan la ocasionó la División Campero que anduvo vagando detrás de la cordillera andina sin poder des cender hacia la costa por carencia de animales de carga, ves tuario y víveres. El General Daza, que desde que llegó a Tacna se mostraba ansioso de enfrentarse con los chilenos, en una conducta que la historia aún no ha terminado de aclarar y que muestra serios in dicios de que hubiera sido comprado por Chile para romper la alianza, hizo marchar sus tropas (2.350 hombres) en las horas de más calor, contrariando el consejo del Presidente Prado y otros jefes peruanos, con cantimploras llenas de vino en vez de agua y sin suficiente acumulación de este segundo e indispen sable elemento en la primera etapa (Chaca). Después de una caminata desorganizada de dos días sobre un arenal calcinado que se Jalonó con muertos de sed, desde Camarones telegrafió al Supremo Director de la Guerra diciéndole que su ejército se negaba a seguir adelante. El Presidente Prado le pidió que lo hi ciese volver. Así se efectuó.
El avance de las divisiones perú-bolivianas del General Buendía fue muy penoso por la escasez de víveres y porque se lo hacía en un suelo desigual, lleno de agujeros por la explota ción de salitre o cubierto de duros y puntiagudos trozos de ca liche. A los tres días (19 de noviembre), cuando las tropas creían que se iban a encontrar con el ejército del General Daza, se sor prendieron al ver su ruta interceptada por los chilenos parape tados en la cumbre del cerro San Francisco, a cuyas faldas es taba la estación ferroviaria y el pozo de agua de Dolores. Las fuerzas aliadas (4.850 peruanos y 4.213 bolivianos) acamparon en la pampa, a la vista del enemigo, mientras los je fes deliberaban. Hubo órdenes y contraórdenes. Se pensó en dar la batalla de inmediato y en seguida en descansar hasta el día siguiente. La noticia de que Daza y su contingente no acu dían ya a la cita y que se habían dado vuelta de Camarones (no ticia traída por uno de los oficiales enviados por Buendía para decirle que se apresurara) causó un gran desaliento. No se sa bía nada del General Campero.
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Un disparo fortuito de uno de los soldados bolivianos alar mó a los chilenos de la cumbre del San Francisco que contesta ron con un cañonazo. Los batallones bolivianos “lllimani" y "Ola neta” y los peruanos “Zepita" y “Ayacucho", que habían sido co locados al pie del cerro como vanguardia para el momento del ataque, creyendo que se había iniciado la acción se lanzaron cuesta arriba con gran arrojo. Llegaron a la cima, desalojaron a los artilleros enemigos estacionados al borde y se trenzaron en feroz lucha cuerpo a cuerpo con la infantería chilena. Mientras tanto, el resto de los aliados sin comprender bien lo que pasaba comenzó a disparar sin ton ni son hacia la cumbre, hiriendo a sus propios camaradas por la espalda.
Los del “Zepita" y “Ayacucho", “Olañeta" e “lllimani", vién dose diezmados y solos en campo contrario, descendieron del San Francisco. La artillería chilena dirigió sus fuegos sobre la pampa. Se produjo una gran confusión y un desbande general. Los peruanos se dirigieron hacia el pueblo de Tarapacá. Los bo livianos (menos el “Loa” que integraba una división de aliados), incluyendo jefes y oficiales, iniciaron un éxodo de varios días que no se detuvo sino detrás de la cordillera, en su suelo natal. Abandonaron una campaña en la que estaban siendo sacrificados por una causa que no era la de su patria: la reconquista del lito ral perdido, sino la defensa del territorio de un país en el que se los trataba con desprecio. Los chilenos atacaron por sorpresa a los peruanos refugia dos en el pueblo de Tarapacá a fin de terminar la conquista del departamento del mismo nombre, pero sufrieron un duro revés (27 de noviembre). Sin embargo de este su triunfo, el General Buendía y su gente no tuvieron otra alternativa que retirarse en una patética marcha de tres semanas, realizada por los faldíos de la cordillera hasta Arica, arrastrando consigo ancianos, mu jeres y niños de los villorrios del trayecto. El departamento de Tarapacá íntegro, con sus puertos de Iquique y Pisagua y su gran riqueza salitrera, quedó en poder de Chile. Una de las consecuencias de la pérdida de Tarapacá, con secuencia sorpresiva y que dejó pasmados a todos, tanto den tro como fuera del Perú, fue la defección del Presidente Manuel Ignacio Prado. Con el pretexto de que iba a Europa a conseguir préstamos para hacer adquisiciones de buques y otros elemen
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tos indispensables dejó la primera magistratura en manos del anciano vicepresidente, el General Luis de la Puerta, y se em barcó en el Callao el 18 de diciembre. A los tres días, Nicolás de Piérola, político avezado, que venía buscando el poder desde años atrás, desplazó al octogenario militar y ocupó el Palacio de Pizarro declarándose dictador.
Así como la pérdida de Tarapacá provocó la defección del General Prado, la retirada de Camarones precipitó el derroca miento del General Daza. El 27 de noviembre, en Tacna, el Co ronel Eliodoro Camacho, otros jefes y algunos civiles adscritos al ejército como el doctor Belisario Salinas que desempeñaba las funciones de Auditor de Guerra, apoyados por soldados de la “Legión Boliviana” y el “Loa” y habiendo obtenido que los cuerpos de línea particularmente los “Colorados” se ausenta sen por el día para lavar su ropa y bañarse en el río Chaplina, desconocieron la autoridad del Presidente de la República (que había viajado momentáneamente a Arica y de donde no se atre vió ya a volver). En un movimiento al parecer Inconexo pero sig nificativamente iniciado en la misma fecha en La Paz, otros je fes militares y varios civiles, con algún apoyo popular, hicieron lo propio.
Aunque hubo tendencia a proclamar nuevo jefe de la nación al Coronel Campero, el protagonista de los sucesos de La Paz, Coronel Uladislao Silva, quiso aprovechar de ellos en su benefi cio personal. Empero, por aclamación hecha inicialmente en Oruro y secundada en otras capitales, resultó nombrado Presi dente Provisional el General Narciso Campero que en esos mo mentos comandaba la única fuerza organizada de alguna impor tancia existente dentro del país: la Quinta División (batallones “Tarija”, “Chorolque", “Ayacucho" y “Bustillo”). El gobierno de Chile, una vez conseguido el principal obje tivo material de la guerra, como era la conquista del rico depar tamento peruano de Tarapacá y antes de empezar la campaña so bre Lima destinada a aniquilar al adversario de mayor importan cia, debía batir al ejército aliado de Arica y Tacna (tropas perua nas que estuvieron bajo las órdenes del General Juan Buendía y ahora comandadas por el Contraalmirante Lizardo Montero y las bolivianas que obedecían al Coronel Camacho).
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El último día de diciembre (1879), el ejército chileno jefaturizado por el General Manuel Baquedano desembarcó sin opo sición alguna en lio, al norte de Tacna y Arica. Hizo incursiones hasta el pueblo de Moquegua y tuvo un encuentro sin mayores consecuencias con una división peruana en la cuesta de Los An geles, quedando en situación dominante en toda la zona. Montero y Camacho sostenían opiniones contrapuestas res pecto a la mejor manera de actuar contra los chilenos. Mien tras Montero, obedeciendo órdenes del dictador Piérola, afirma ba que no debía abandonarse ni Tacna ni Arica, Camacho era partidario de la salida al encuentro del enemigo en el valle de Sama. Los otros jefes, peruanos y bolivianos, apoyaban a su respectivo compatriota.
El General Campero, enterado de esta división que ponía en peligro la unidad de la alianza, se presentó sorpresivamente en Tacna y tomó posesión del mando de las tropas de una y otra nacionalidad como Supremo Director de la Guerra. La falta de medios de transporte lo convenció que la estrategia sugerida por el Coronel Camacho era impracticable. Resolvió que se es perase al adversario a poca distancia de Tacna, en una meseta que se denominó “Alto de la Alianza" y en cuyo frente se exten día una planicie ondulante y arenosa sin más accidente que una depresión, llamada Quebrada Honda, a 11 kilómetros de dis tancia. El 22 de mayo (1880), el General Baquedano con todo su Estado Mayor y la oficialidad de su ejército hizo un reconoci miento del que sería el campo de batalla, aproximándose a ca ballo a distancia prudencial del Alto de la Alianza, desde donde provocó un cambio de fuegos con un par de cañones de monta ña que trajo consigo, a fin de medir el alcance de la artillería aliada que respondió a la provocación. Se produjo una sola ba ja, un joven Soria del batallón “Vanguardia*. A los tres días, el General Campero, al enterarse por unos arrieros que acarreaban agua para el ejército chileno y fueron tomados prisioneros, que las tropas enemigas estaban llegando a Quebrada Honda para dar la batalla al día siguiente, resolvió sorprenderlas en su campamento. Sacó a todo el ejército aliado a la media noche de ese mismo día y lo hizo avanzar por el are-
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nal en tres columnas paralelas. La "camanchaca" (niebla del de sierto) desorientó a los guías. Las unidades se entremezclaron en la oscuridad produciendo un desorden general. Tuvo que or denarse el retorno al Alto de la Alianza. Se enviaron oficiales a encender fogatas para que sirviesen de faros para la marcha de retrogresión.
Cuando despuntaba el 26 de mayo y las tropas aliadas ex tenuadas por su vigilia peripatética llegaban a sus puntos de partida y se aprestaban a tomar desayuno y un ligero descanso, aparecieron en lontananza las fuerzas de Baquedano avanzando resueltamente a empezar la lucha. Pocos tuvieron tiempo de in gerir algún refrigerio. Los más, obedeciendo el toque de las cornetas corrieron a ubicarse en los lugares señalados a su uni dad desde días antes. A las 9 de la mañana, los cañones chilenos y aliados comen zaron su estruendoso diálogo. Se prolongó por 2 horas, con es casas consecuencias. Muchas bombas de uno y otro lado se en terraban en la blanda arena, sin estallar. A partir de las 11, se entabló el choque de las infanterías. Las fuerzas de Baquedano sumaban 19.600; las de Campero 12.000 (6.500 peruanos y 5.500 bolivianos). La mayor presión la ejerció el ejército chileno sobre el flanco izquierdo de los alia dos, pero la refriega fue igualmente sangrienta en el centro y el costado derecho. Las tropas aliadas no esperaron a los chilenos en la meseta del Alto de la Alianza. Fueron lanzadas a enfren tarlos en la pampa. Se hizo derroche de coraje. En el ala izquier da, el batallón “Sucre” (Amarillos) logró hacer una profunda penetración en el despliegue enemigo, pero su esfuerzo se ago tó en medio campo por falta de apoyo y pérdida de más de la mi tad de sus efectivos. Las chaquetas amarillas quedaron marcan do en el arenal hasta donde había alcanzado su heroísmo.
Durante dos horas la pelea fue feroz y equilibrada, hasta que la superioridad numérica del ejército chileno fue inclinando la balanza a su favor. A la una de la tarde, el Coronel Camacho, comandante del ala izquierda, comprobando que su sector esta ba a punto de claudicar, hizo pedir al General Campero que le enviase la única reserva que tenían los aliados: los batallones bolivianos “Aroma" y “Colorados". Ambas unidades, a las ór
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denes del Coronel lldelfonso Murguía, entraron al combate con singular bizarría. Por segunda vez los chilenos tuvieron que re troceder. “Aromos" y “Colorados” (todos con chaqueta y kepis rojo) llegaron donde estaba el emplazamiento de una batería de cañones del enemigo, sobrepasando las líneas de cadáveres ves tidos con la chaqueta amarilla. El General Baquedano ordenó un contraataque con los 500 granaderos a caballo. Los “Colorados", al vez aproximarse la cabalgata, formaron "cuadros” al estilo de los soldados de Wellington en Waterloo. Era una táctica de fensiva antigua que la ejecutaban con admirable disciplina y ra pidez. Seis "cuadros” con la primera fila disparando con una rodilla en tierra y la otra inmediatamente detrás, de pie, alter nándose en la carga y descarga de sus fusiles, frenaron en seco a los jinetes del Comandante Javar y los hizo dar media vuelta. Los “Colorados” y “Aromos" se lanzaron en su persecución, mas tropezaron con toda la Tercera División chilena, que hasta en tonces había estado de reserva, y entraba al duelo fresca y bien amunicionada.
“Colorados" y “Aromos”, semirrodeados, tuvieron que ce der terreno. En el sector del centro y en el de la derecha las energías anímicas y físicas de las tropas aliadas también esta ban agotads. Habían combatido más de tres horas sin recibir ningún refuerzo, sin haber dormido la noche anterior, con el es tómago vacío, con sus filas raleándose minuto a minuto. A las dos y media de la tarde, los tres sectores del despliegue perúboliviano iniciaron su repliegue, sin pánico. La ciudad de Tacna se llenó con los jefes, oficiales y soldados vencidos. Reza la descripción de un testigo presencial, el oficial ar gentino Florencio Bernabé de Mármol: “Jinetes, infantes y ar tilleros, fusiles, espadas y lanzas, todo mezclado. En las aceras se vendan heridas, mientras que en las puertas de las casas se ofrece agua, refrescos o cerveza. Por todas partes se oye el llan to de las mujeres tacneñas y sus voces de recriminación a los bolivianos a quienes acusan de ser los únicos culpables del de sastre ”(35).
Media hora después, la ciudad se mostraba silenciosa y dra máticamente desierta. Los jefes, oficiales y soldados peruanos habían tomado el camino a Arequipa. Los bolivianos, en grupos separados, con el General Campero en uno de ellos, las rabonas
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y los heridos quedando cada vez más rezagados, la larga ruta a su patria.
Arica cayó en poder de una divsión chilena a los pocos días (7 de junio), después de un sangriento asalto que terminó en la cumbre del Morro donde fue muerto el comandante del puerto. Coronel Francisco Bolognesi, y desde la cual se lanzó al océa no montado en su caballo el joven Alfonso ligarte, juntándose en la inmortalidad y la gloria con el Almirante Miguel Grau.
CAPITULO VIII
LA DIPLOMACIA La batalla de Tacna significó la terminación de la lucha ar mada para Bolivia. El General Narciso Campero, elegido Presi dente Constitucional de la República, mantuvo al país en pie de guerra como previsión contra el peligro de una invasión chilena a La Paz y otros centros vitales.
El Perú tuvo que sufrir la ocupación enemiga de Lima y las demás ciudades y pueblos de la costa hasta la firma del Tratado de Ancón en 1883. Una ocupación deliberadamente rencorosa, que buscaba humillar y dejar postrada a esa nación por mucho tiempo, de manera que no volviese a ser un rival de la chilena. Los gobernantes del Palacio de La Moneda tuvieron una po lítica diferente para con Bolivia. A poco de comenzada la con frontación armada, en abril de 1879, el Presidente Hilarión Da za recibió dos cartas de su amigo Justiniano Sotomayor, ciuda dano chileno que hasta poco antes había vivido en Bolivia duran te 8 años dedicado a actividades mineras. El historiador Gonza lo Bulnes reconoce que quien redactó ambas comunicaciones fue el señor Domingo Santa María y que su texto fue aprobado en reuniones del Presidente Aníbal Pinto con sus ministros.
La primera contenía estos conceptos: “En la América del Sur no debía haber países que cultiven más estrechas relacio nes de amistad que Bolivia y Chile. El Perú es el peor enemigo de Bolivia. Chile es el único que puede librar a Bolivia del pesa do yugo con que el Perú la oprime con sus trabas aduaneras.
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Chile es también el único que aliado a Bolivia puede darle lo que le falta para ser una gran nación, es decir, puertos propios y vías expeditas de comunicación. ¿Puede pensar realmente Bolivia en buscar por Cobija y demás puertos de su litoral una salida pa ra su comercio? Profundo error. Los únicos puertos naturales de Bolivia son Arica, lio, Moliendo o Islay. El hombre que dé a Bo livia su independencia del Perú, será más grande que Bolívar y Sucre”. La segunda decía entre otras cosas: “Para Bolivia no hay salvación, no hay porvenir, no hay esperanza de progreso mien tras no sea dueño de lio, Moquegua, Tacna y Arica. La posesión de Tacna y Arica sería para Bolivia la varita mágica que todo lo transformaría. El Perú que ha sido desleal con Chile y con Bo livia en repetidas ocasiones no tardará a dar a usted algún mo tivo poderoso de queja que sirva de punto de partida para la alianza con Chile. La generalidad del pueblo chileno sí odia al Perú y ha tenido más bien simpatía por Bolivia hasta la última emergencia que nos ha hecho romper relaciones"(3).
El General Daza dio a las dos cartas un uso contrario al que deseaban sus autores. Las hizo conocer al Presidente del Perú, Mariano Ignacio Prado, como prueba de la lealtad boliviana a la alianza. Ambos mandatarios decidieron darlas a la publicidad en La Paz, Lima y Buenos Aires. En la misma fecha en que Justiniano Sotomayor remitía desde Santiago a Tacna la segunda (11 de abril, 1879), el Presi dente Pinto escribió a su amigo Rafael Sotomayor, representan te personal del Jefe del Estado en el comando del ejército y en cargado de atender los problemas políticos y diplomáticos de la ocupación del litoral boliviano: "La solución más satisfactoria a la cuestión en la que nos hallamos comprometidos sería una alianza con Bolivia, tomando ellos los departamentos del sur del Perú... Si tú puedes hacer algo por allí en este sentido, no pier das a ocasión"(3). Don Rafael Sotomayor dio libertad al Coronel Belisario Canseco tomado prisionero cuando se dirigía a Calama el día del combate del 23 de marzo. Informó a Santiago: “Canseco irá a Bolivia a proponer a Corral... Cree muy probable obtener un resultado. ., Le he dicho que es necesario que manden in
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mediatamente un comisario para que con todo sigilo se entienda con nuestro gobierno sobre el particular". El Coronel Canseco “todo lo aceptó de muy buen grado”, pero llegado a Bolivia no quiso o no pudo hacer nada(3).
Ello no desalentó al gobierno de La Moneda. El canciller Alejandro Fierro invitó al estudioso boliviano, Gabriel René Mo reno, residente en Santiago desde tiempo atrás y empleado en la biblioteca del Instituto Nacional, ser portador de proposicio nes formales para el General Daza. El señor Moreno se excusó. No quiso hacer de intermediario en un contubernio que le pare ció muy inmoral. El señor Luis Salinas Vega, boliviano que tam bién residía en Santiago y estaba volviendo a su patria, a quien Moreno contó lo sucedido, sin avisar a éste se ofreció a la Can cillería chilena a cumplir la misión rechazada por su compatrio ta. El nuevo Ministro de Relaciones Exteriores, Domingo Santa María, le dio encargos verbales. Llegado a Tacna, tuvo dos en trevistas secretas con Daza. El mandatario le pidió que volvie se a la ciudad del Mapocho a decirle a Moreno que tenía la obli gación de servir a su país y que él, como Presidente de la Re pública, le pedía y le ordenaba recabar del Gobierno de Chile, en forma escrita, las ofertas que quería hacer y que procurase que estuviesen yapadas con algún dinero para la compra de barcos. Salinas Vega volvió a Santiago. Moreno obedeció el man dato del jefe de su nación. Recogió de manos del señor Santa María dos documentos: “Bases” para una alianza boliviano-chi lena (en los términos aprobados por Consejos de gabinete reu nidos los días 21, 22, 29 y 30 de mayo de 1879) y una credencial para él. Las “Bases" establecían la cesación de hostilidades en tre Chile y Bolivia y su cooperación militar contra el Perú. La ba se tercera decía: “Como la República de Bolivia ha menester de una parte del territorio peruano para regularizar el suyo y proporcionarse una comunicación fácil con el Pacífico de que carece al presente, sin quedar sometida a las trabas que le ha impuesto siempre el gobierno peruano, Chile no embarazará la adquisición de esa parte de territorio, ni se opondrá a su ocupa ción definitiva por parte de Bolivia, sino que, por el contrario, le prestará la más eficaz ayuda. La ayuda de Chile a Bolivia con sistirá, mientras dure la actual guerra con el Perú, en proporclo-
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nar armas, dinero y demás elementos necesarios para la mejor organización y servicio de su ejército".
El señor Gabriel René Moreno llevó las “Bases" a Tacna y las entregó al General Daza. Muy grande fue su sorpresa cuan do el mandatario y sobre todo su Secretario General, señor Serapio Reyes Ortiz, le expresaron que el honor de Bolivia y su lealtad al Perú no permitían aceptarlas y que debía llevar de vuel ta a la capital chilena su terminante rechazo. Así lo hizo, sin comprender todavía que estaba sirviendo de víctima propiciato ria a una gran intriga diplomática. El General Daza, al igual que lo hecho con las cartas de Sotomayor, entregó las “Bases” al Presidente del Perú. Gracias a ello acabó de conquistar su con fianza y fue posible una modificación del Protocolo de Subsidios de 15 de abril: En vez de que Bolivia fuese responsable de to dos los gastos ocasionados por la guerra, tanto propios como del Perú, quedó convenido por otro protocolo suscrito el 15 de junio que cada aliado costearía su parte. Las "Bases'' y la credencial del señor Moreno, contraria mente a lo que se le había prometido, fueron publicadas en los diarios de La Paz, Lima y Buenos Aires como segunda prueba de la aviesa política internacional del gobierno de Santiago. El se ñor Moreno fue condenado por la opinión pública de esos países, particularmente de Bolivia. Un periódico de Sucre lo calificó de “ruin, infame, rastrero, discípulo de Maquiavelo, reptil, indigno, vil, mercenario y bastardo chileno". Sólo años más tarde, un tri bunal ad hoc estudió los antecedentes del caso y lo declaró ino cente de toda culpa. Hoy es considerado una de las más altas cumbres de la intelectualidad boliviana. La nación se enorgullese de contarlo entre sus ciudadanos más ilustres.
En junio (1879), el señor Newton Pettis, Ministro Plenipo tenciario de los Estados Unidos en Bolivia, extrañado y disgus tado de que su país no hiciese intento alguno de mediación en el conflicto armado, creyó ingenuamente que una intervención personal de su parte supliría con buen éxito la inexcusable in diferencia de la Casa Blanca y el Departamento de Estado. Cre yó que actuando de correveidile entre los tres gobiernos belige rantes podría acercar sus puntos de vista y llegar a un aveni miento. Viajó a Lima, Santiago y Arica. No consiguió sus pro pósitos. Más bien el gobierno de La Moneda se aprovechó de
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él para hacerlo servir de su alcahuete ante Daza. Lo convenció de que una rectificación de fronteras entre Chile, Perú y Bolivia sería la solución más adecuada y definitiva al malestar que siem pre existía en las costas del Pacífico Sur y la mejor forma de concluir la contienda bélica. A su paso por Arica, donde se en trevistó con el General Daza, le retrasmitió estas ideas con gran reserva. El jefe boliviano las hizo conocer el mismo día al Ge neral Prado.
No se puede negar que una de las características de la po lítica internacional de Chile es su consistencia. Una incansable tozudez en la persecusión, por todos los medios posibles, de los objetivos señalados por sus estadistas. Así como actuó contra la Confederación Perú-Boliviana en la década de los años 1830 hasta conseguir liquidarla en Yungay, así perseguía ahora la rup tura de la alianza perú-boliviana sin desalentarse por los recha zos bolivianos a las proposiciones trasmitidas por medio de Sotomayor, Canseco, Moreno y Pettis.
Concluida la campaña en el sur del Perú con la ocupación del departamento de Tarapacá y la derrota del ejército aliado en Tacna y Arica, los gobiernos de los tres países contendientes recapacitaron sobre lo que debían hacer a continuación. ¿Esta ban Perú y Bolivia completamente vencidos y pedirían la paz? Muy lejos de ello. El dictador Piérda en Lima cifró todo su pres tigio personal y el de su gobierno en la defensa de Lima y hasta llegó a alimentar la ilusión de que si el ejército chileno se atre vía a atacar la capital podría ser derrotado sin posibilidad de es cape. Los desastres que venía sufriendo su patria podrían con vertirse en una gran victoria. Sería el Perú y no Chile quien im pusiera las condiciones de paz que mejor le conveniesen. En Bolivia la Convención Nacional de 1880 debatió los pros y con tras de la continuación de la guerra. Dominaron los elementos que sostenían la necesidad de seguir con las armas al brazo y convertir la alianza en un pacto de estrecha unión política y ad ministrativa, formando Bolivia y el Perú una sola nación. El go bierno de Santiago, que creyó que la alianza había sido deshecha en la batalla de Tacna, un segundo Yungay, recibió con enorme sorpresa la noticia de que apenas a las dos semanas de sus vic torias en Tacna y Arica (11 de junio de 1880), a proposición del gobierno de La Paz, se firmaba en Lima un pacto de Unión Fede
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ral por el cual Bolivia y el Perú pasaban a constituir una sola re pública, con una sola asamblea, un solo presidente, un solo te rritorio, un solo ejército. ¡Era algo mucho más avanzado que la confederación de cuatro décadas antes! Los gobernantes chilenos comprendieron que debían llevar adelante su plan, ya anteriormente discutido, de llegar con sus batallones hasta la misma capital del Perú para terminar la con tienda con el sojuzgamiento completo de su tradicional enemi go, dejándolo completamente postrado, incapaz de ser parte de alianzas, uniones federales o cualquier otra forma de desafío a su poderoso vecino del sur. Inglaterra, cuyo comercio tenía la parte del león tanto en Chile como en el Perú, pero estaba sufriendo perjuicios por cau sa de la guerra, al enterarse de que la lucha iba a continuar en el mismo corazón del segundo de esos países, invitó a Francia, Alemania e Italia a actuar de consuno para detener la sangría ejerciendo presión diplomátitca sobre los gobiernos de Lima y Santiago y movilizando, en caso de hacerse indispensable, algu nos de sus navios de guerra a las costas de esos beligerantes Alemania frustró la ¡dea. Se negó a intervenir y esto desanimó a Francia e Italia. El canciller teutón Otto Bismark simpatizaba con Chile. Al fin y al cabo, al adueñarse de Atacama y Tarapacá y proponerse ingresar hasta Lima, no estaba haciendo otra cosa que imitar a Alemania que pocos años antes arrebató a Francia la propiedad de Alsacia y Lorena y llegó hasta París. El Canci ller de Hierro dijo: “Hay que dejar que Chile goce del fruto de sus victorias”.
La actividad diplomática en Europa con relación al conflic to del Pacífico sacó de su marasmo a los Estados Unidos. El Viejo Mundo no debía intervenir en cuestiones americanas. Es to estaba ya establecido desde 1823 por la Doctrina Monroe. Si se producía mediación pacificadora tenía que ser desde Was hington y no desde Londres, París, Roma o Berlín. El gobierno norteamencano, por medio de sus representan tes en La Paz, Lima y Santiago, invitó a los gobiernos en con flicto a enviar plenipotenciarios a una conferencia a realizarse en su barco de guerra “Lakawanna”, anclado frente a Arica. Chi le aceptó con la esperanza de imponer sus condiciones de paz
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bajo la égida de los Estados Unidos, ahorrándose el enorme cos to en dinero y vidas de su campaña sobre Lima. Perú y Bolivia lo hicieron creyendo que la potencia norteña impondría una paz que no conllevase desmembraciones territoriales, permitiéndo les recuperar Atacama y Tarapacá. El cónclave consistió en sólo tres reuniones realizadas los días 22, 25 y 27 de octubre de 1880. Participaron tres delegados de Chile, dos del Perú y dos de Bolivia (Crisóstomo Carrillo y Mariano Baptista) y los tres diplomáticos norteamericanos que lo organizaron por mandato de su gobierno. Contra la expecta tiva de Bolivia y Perú, los patrocinadores no intervinieron en el debate ni presentaron sugerencia alguna. Se limitaron a ser sim ples testigos, meros espectadores, convidados de piedra. La de legación chilena declaró que las condiciones mínimas de paz tendrán que ser la cesión definitiva a su país de todo el territo rio costero que se extendía al sur de la quebrada de Camaro nes, pagar a Chile una indemnización de 20 millones de pesos, abrogar la alianza de 1873 y dejar sin efecto alguno la unión fe deral perú-boliviana. Los alegatos de los representantes de Bolivia y el Perú a favor del arbitraje y contra toda desmembración territorial, cho caron contra la inflexible posición chilena y la estática actitud de los norteamericanos. El encuentro se disolvió sin llegar a ningún resultado. Los participantes volvieron a sus bases con la sensación de haber perdido tiempo en un inútil duelo dialéc tico.
Al margen de la conferencia, los tres delegados chilenos, particularmente don Eusebio Lillo, sostuvieron reuniones reser vadas con los agentes bolivianos para decirles que su gobierno seguía manteniendo válidas las bases de las que fuera portador don Gabriel René Moreno. Los señores Carrillo y Baptista se mostraron simpatizantes con un posible entendimiento bolivia no-chileno, pero siempre que no fuese a costa del Perú. La fal ta de escrúpulos de la política internacional chilena se estrelló una vez más contra la integridad moral de Bolivia y su lealtad para con el aliado de allende el Titicaca. Don Eusebio Lillo co mentó en una carta: “Anca, (28 de octubre de 1880). Mucho he hablado aquí con los amigos bolivianos, que han estado diaria mente en contacto conmigo... No tienen la energía moral quo
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forma a los hombres de Estado para rechazar las consideracio nes del sentimentalismo, iniciando un cambio regenerador. La hora es todavía propicia. Aún Bolivia puede obtener grandes y deseadas ventajas. Más tarde, a medida que los sacrificios de Chile y su fortuna sean mayores, no podré ya conceder lo que hoy está dispuesto a dar con plena voluntad ”(17).
La campaña bélica sobre Lima estuvo precedida de una in cursión devastadora en las haciendas azucareras del norte a car go de un contingente comandado por el capitán de marina Patri cio Lynch (septiembre de 1880).
En noviembre, se embarcaron en Arica 9.000 combatientes. El 27 del mismo mes los siguieron otros 3.600. Poco después 14.000 más. Unos desembarcaron en Pisco y otros en Curayacu, juntándose todos en el valle de Lurín. Desde este punto, los 26.600 marcharon con dirección a Lima a las órdenes del Gene ral Manuel Baquedano. El dictador Piérola tenía organizada la defensa de la capital con dos líneas, una en Chorrillos y la otra en Miraflores, a 9 kilómetros al sur, con una mayoría de reclutas, los veteranos de los combates de Pisagua, San Francisco, Tarapacá y Tacna y 3.000 indios, haciendo un total de 28.000 hombres. La batalla tuvo lugar el 13 de enero de 1881. Con un ata que sorpresivo al amanecer los chilenos derrotaron rápidamen te a los defensores de Chorrillos. Esa noche, en ese balneario, festejaron su triunfo asaltando y quemando viviendas particula res, emborrachándose y cometiendo otros desmanes, inclusive peleando entre sí. Intervino el Cuerpo Diplomático para evitar que Lima, don de reinaba el pánico, sufriera la misma suerte que Chorrillos. Lograron una tregua precaria que fue rota accidentalmente. Los chilenos reanudaron hostilidades y vencieron igualmente al des pliegue peruano de la segunda línea defensiva. Otra intervención de los diplomáticos extranjeros consiguió que Lima se rindiese y fuese ocupada sin derramamiento de san gre ni atropellos por tropas chilenas seleccionadas. A partir del 17 de enero, la orgullosa capital del Rimac comenzó a sufrir la vergüenza y la humillación de vivir bajo un opresivo régimen ad
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ministrativo impuesto por el odiado “roto”. En el palacio que fuera de Francisco Pizarro y los Virreyes, Patricio Lynch, el ca pitán de los saqueos del norte, ascendido a contraalmirante, se convirtió en dueño y señor de vidas y haciendas. Una circular de la cancillería santiaguina a sus agentes en el exterior expre só: “En Chorrillos y Miraflores consolidamos nuestra absoluta supremacía marítima y terrestre. La escuadra peruana ha desa parecido por completo. Los centros organizados han caído de sangrados y sin vida. En la fortaleza del Callao y en Lima hon dea nuestra bandera y el enemigo ha sido reducido a una impo tencia radical y absoluta”. Esto último no era del todo cierto. Don Nicolás de Piérola en Tarma, el Contraalmirante Lizardo Montero en Cajamarca y el General Andrés Avelino Cáceres en las sierras del departa mento de Junín comandaban algunas tropas y huestes indígenas, cada uno por su lado, levantando pendones de rebelión contra el invasor. Lynch mandó expediciones contra ellos, mas no lo gró dominarlos. El señor Piérola acabó yéndose a Europa, a es perar que la ocupación terminase para volver a intentar su re torno al poder.
Chile no podía permanecer indefinidamente en posesión de Lima y la costa. Su deseo era que se formase un gobierno perua no dispuesto a firmar un tratado de paz cediendo a Chile, a per petuidad, el departamento de Tarapacá. Chile quería tener un título legal de propiedad de lo que era ya suyo de facto. Una reunión de 140 personajes limeños eligió Presidente Provisional al abogado arequipeño don Francisco García Calde rón, de 49 años, que instaló su gobierno en Magdalena, un villo rrio próximo a Lima. El Contraalmirante Lynch dio un soplo de vida al recién nacido facilitándole una subvención mensual pa ra sus gastos y rifles para armar a 400 hombres. A los 45 días, un Congreso de representantes de varios distritos del país con firmó la elección dando al señor García Calderón el título de Presidente Constitucional.
Contra lo que esperaban las autoridades de Santiago, el flamante mandatario, alentado por declaraciones del Ministro de los Estados Unidos acreditado en Magdalena, en sentido do que la Casa Blanca no aceptaría desmembraciones territoriales
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como consecuencia de la guerra del Pacífico, se mostró reacio a negociar la paz cediendo Tarapacá. Fue llevado preso al sur de Chile juntamente con otros personajes peruanos que se ma nifestaban abiertamente antichilenos.
Con beneplácito chileno se proclamó jefe de la nación el General Miguel Iglesias que hizo públicas sus intenciones en el llamado “Grito de Montán", un documento dado a luz en agosto de 1882 que contenía esta declaración: “Se habla de una espe cie de honor que impide los arreglos pacíficos cediendo un pe dazo de terreno. Por no desprendernos de él... permitimos que el pabellón enemigo se levante indefinidamente en nuestras más altas torres, desde Tumbes al Loa; que se saqueen e incendien nuestros hogares; que se profanen nuestros templos; que se in sulte a nuestras madres, esposas e hijas. Por mantener ese fal so honor, el látigo chileno alcanzó a nuestros hermanos inermes, por ese falso honor, viudas y huérfanos de los que cayeron en los campos de batalla, hoy desamparados y a merced del enemi go, tienden la mano en demanda de un mendrugo”(13). Una asamblea de representantes de los siete departamen tos del norte proclamó al General Iglesias “Presidente Regene rador”. El Contraalmirante Lynch le permitió tener jurisdicción hasta Trujillo. Le facilitó 1.500 rifles con munición y le pasó una mensualidad de 30.000 pesos, que luego aumentó a 90.000.
El señor José Antonio Lavalle (el mismo de la misión en Santiago de febrero y marzo de 1879), amigo y condiscípulo del General Iglesias, por encargo de éste negoció con el plenipoten ciario Jovino Novoa el Tratado de Paz de Ancón, que se firmó el 20 de octubre de 1883. El pacto dio a Chile la propiedad “perpe tua e incondicional del departamento de Tarapacá” y la posesión de Tacna y Arica hasta que un plebiscito, a realizarse en 1893, decidiese por voluntad de sus habitantes a cuál de los pactan tes pertenecerían en propiedad. A los tres días, el Contraalmirante Lynch y sus tropas aban donaron Lima después de dos años y nueve meses de ocupa ción. Según versión de un corresponsal del “New York Herald ’ (noviembre 17, 1883), “antes de retirarse los chilenos barrieron con el Palacio de Gobierno, la Municipalidad, los cuarteles y ofi cinas públicas, llevándose espejos, pinturas, muebles, libros,
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papeles, mesas, alfombras y otros objetos". El Ministro de la Gran Bretaña había informado a su gobierno cuando comenzaba la ocupación: “Los chilenos en los primeros tres meses se han llevado todo lo que tenía valor y a lo que podían echar mano. La Biblioteca Pública ha sido embarcada. Las facultades de Minas, de Artes, de Medicina de la Universidad han sido vaciadas de todo lo que era transportable. Se han llevado las máquinas del Callao y las fortificaciones de ese puerto han sido voladas". Ra zón tuvo don Alberto Gutiérrez para señalar como una de las ca racterísticas del temperamento nacional de los chilenos a la rapacidad.
CAPITULO IX
EL ENCIERRO En tanto el Perú sufría las crueles condiciones de una ocu pación chilena inmisericorde, en Bolivia, en 1881, se ahondó la división entre quienes propugnaban el mantenimiento de la acti tud belicista y la continuación de la alianza, cualesquiera que fuese su costo y consecuencias, y los que llamaban la atención sobre el hecho de que actitudes provocativas no traerían sino mayores males, que decían que había llegado la hora de envainar las espadas y de esgrimir los protocolos de la diplomacia.
Los portavoces de este segundo temperamento eran los se ñores Aniceto Arce, Mariano Baptista, Julio Méndez y Luis Sa linas Vega. Por un error en la dirección del sobre, una carta de don Aniceto Arce, dirigida a un amigo, llegó a manos del Minis tro de Gobierno. Se le dio la mayor publicidad posible. Con tenía frases como estas: “Nuestras locuras nos trajeron la guerra, la pérdida de territorio y, todavía vencidos, extenuados e impotentes, hacemos ridiculas provocaciones para atraer la saña del enemigo. La única tabla de salvación para Bolivia es la necesidad que tiene Chile de ponerla a su vanguardia a fin de asegurar sus conquistas. Por eso nuestra actitud debería ser silenciosa, digna y de labor paciente”. (La frase de que Bolivia debía ponerse a la vanguardia de las conquistas de Chile no po día significar otra cosa que aceptar la proposición de una recti ficación de fronteras por la que Chile avanzase su territorio hasta la quebrada de Camarones y Bolivia tomase Arica y Tacna).
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Los señores Arce, Méndez y Salinas Vega fueron desterra dos. El señor Méndez volvió al poco tiempo. El señor Salinas Vega, en Tacna, publicó un folleto. Eran algunas de sus expre siones: “¿Por qué a mi solo se me increpa y acusa de ser par tidario de la paz?... Arce, Baptista, Pacheco, Taborga, J.R. Gu tiérrez, Boeto, L. Gutiérrez, Argandoña, Vidal, J.M. Gutiérrez, Cano, J.P. García, La Riva, Lafaye, Granier, Ballivián, Vallejos, Valverde, etc., etc., no están por la paz? Yo no sólo creo que a Bolivia le conviene la paz, sino que estimo que en el futuro, para el progreso de Bolivia, tiene que pactarse una alianza chileno-boliviano”(43).
El señor Arce, en un manifiesto escrito en Buenos Aires, declaró por su parte: “La paz que permita consagrarnos a las labores del trabajo y del desarrollo de nuestras riquezas, la paz que sólo puede dárnosla Chile, queda postergada... Bolivia debe exigir la rectificación de nuestras fronteras. La zona que Bolivia necesita comprende Tacna y Arica... Bolivia sin litoral corre a su ruina. Morirá ahogada "(3). El señor Baptista, en carta dirigida al Ministro de Gobier no defendió al señor Arce. Le pidió que auscultase el sentir de la población, asegurándole que se convencería de que los par tidarios del belicismo únicamente eran “los políticos de oficio, que andan a caza de todo programa que sirva a sus intereses de bando o de menaje; los indefinidos de la sociedad, que so brenadan en sus capas exteriores sin raíz ni objetivo de vida; los escritores noveles que toman la guerra como simple tópico de ejercicios literarios; que apartada la frase hueca, que hiere el oído sin dar pábulo a la inteligencia o al corazón, borrado el len guaje del exterminio, del último hombre disparando el último ti ro, de la última gota de sangre vertida en la última arista de nuestras montañas”, vería que estaban por la paz “el arriero que aguija sus recuas, el minero que golpea el peñón, el pulpero que vende pan, el artesano que hace la faena, el comerciante que ac tiva sus ventas, el agricultor que vela sus cultivos, el capitalis ta, el banquero, la madre de familia, el sacerdote... ”(3). El peligro de que Chile obligase al Perú a firmar una paz se parada y en seguida movilizase sus fuerzas sobre Bolivia, indu jo al Presidente Narciso Campero a dejar el gobierno en manos del Vicepresidente, señor Belisario Salinas, y trasladarse a Oru-
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ro a concentrar toda su atención en el alistamiento del nuevo ejército. El gobierno boliviano vio con desasosiego la aparición y de saparición en el Perú de la presidencia de don Francisco García Calderón. Recibió una carta del Contraalmirante Lizardo Mon tero (dejado como vicepresidente por el señor García Calderón) que decía: “Colocado al frente de los destinos del país y per suadido de las ventajas de una paz honrosa... resuelto me hallo a ajustarla siempre que el decoro y los derechos de la alianza sean debidamente asegurados en la esfera de las leyes de la guerra”. Si hasta el Contraalmirante Montero mencionaba la paz, la prudencia aconsejaba prepararse para ella. El señor Belisario Salinas y su canciller, don Pedro José Zilveti, se preguntaron si no sería posible llegar a la paz de una manera digna y razonable, mediante un arreglo de mutuas conveniencias para los tres paí ses interesados y no por medio de imposiciones del vencedor sobre los vencidos. ¿No podría Chile adquirir derecho legal de propiedad sobre Atacama y Tarapacá mediante una operación de compra y Bolivia, igualmente, conseguir por una operación si milar los territorios de Tacna y Arica con consentimiento del Pe rú y de los vecindarios afectados?
El gobierno de Santiago, sin perder nunca la esperanza de que Bolivia acabaría por aceptar sus proposiciones de rectifica ción de fronteras, tenía en Arica, permanentemente, a don Eusebio Lillo, listo para entrar en arreglos tan pronto el gobierno de La Paz se decidiese. Los señores Salinas y Zilveti, previa anuen cia del General Campero, pidieron a don Mariano Baptista que fuese a Arica a entrevistarse con el señor Lillo con la misión se creta de averiguar cuáles serían las mejores condiciones de lle gar a una paz que respetase la dignidad de Bolivia y Perú. En el primer encuentro (principios de diciembre de 1881), el señor Li llo presentó a su interlocutor una nueva oferta de su gobierno: “Ocupando Chile los territorios de Tacna y Arica... la base del arreglo sería una rectificación de fronteras que satisfaga la an tigua aspiración de la nación boliviana, de extender su dominio a esos territorios... Si la seguridad de Bolivia exigiese mayor ocupación de territorio hacia el norte y oriente, Chile se obliga ría a operar, en unión con fuerzas bolivianas, sobre esos territo
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ríos, estableciéndose en ellos el dominio de Bolivia... La cesión a Bolivia de los territorios de Tacna, Arica y Moquegua sería una compensación de la cesión que para continuar su territorio has ta Camarones necesita Chile del litoral boliviano que se extien de al sur del Loa... El tratado de paz ligaría de tal manera a uno y otro país, en el presente y en el porvenir, que podrían unificar se no solamente sus intereses comerciales e industriales, sino, también, en lo que fuere posible, sus intereses políticos, para prestarse apoyo en cualquier emergencia internacional... Como paso previo para discutir y arribar al tratado definitivo podría es tipularse entre ambos países una tregua”.
El señor Baptista expresó escrúpulos sobre el daño que la ejecución de tales proposiciones causaría al Perú, país con el que Bolivia tenía estrechas vinculaciones. Replicó el señor Lillo: “Prescinda Bolivia de una vez por todas de su aliado. Mire, al fin, sus propios intereses, sin amarrarse más tiempo a las di versas formas de putrefacción que está viviendo su vecino”. La idea de una tregua le pareció al señor Baptista un medio feliz de ganar tiempo hasta que se apaciguasen los ánimos to davía belicosos de muchos de sus compatriotas, dejando para más tarde la concertación de un tratado de paz en el que tam bién participase el Perú.
El gobierno de Bolivia no quiso aceptar ni tratado de paz ni siquiera tregua sin previo consentimiento del Perú. El señor Baptista argüyó: “¿Habremos de subordinarnos siempre al veto peruano? ¿Hasta dónde tiene derecho el gobierno para envolver en las convulsiones del vecino la vida y los intereses de nues tra colectividad viviente?”. Opinó que se aprovechase toda oca sión de ser útil al Perú, pero sin ligar el destino de Bolivia al de ese país. Los gobernantes de La Paz mantuvieron su criterio. El se ñor Baptista volvió a su residencia de Cochabamba. El señor Lillo viajó a Santiago.
Don Domingo Santa María, a la sazón Presidente de Chile, quiso hacer un esfuerzo más en lo que se llamaba “la política bo liviana”. El General Eliodoro Camacho (ascendido a ese grado por la Asamblea Nacional), caído prisionero en la batalla de Tac na, gozaba en Santiago de muchas consideraciones. Se le for
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mularon las mismas proposiciones que Lillo planteó a Baptista en Tacna. Camacho declaró que personalmente las rechazaba, pero las retrasmitiría a La Paz. El canciller Zilveti le escribió: "Marzo 9, 1882. Veo con satisfacción que en sus conferencias privadas con los señores que componen el gobierno de esa re pública, se mantiene usted firme en el terreno de la honradez y de la moral política... No nos es dable ni lícito hacer una tregua sin el acuerdo del aliado, con quien nos ligan los vínculos de un contrato internacional”.
El Vicepresidente Salinas manifestó al Congreso de 1882: “Con el Perú seremos en todo caso indulgentes, tolerando sus injustas desconfianzas y sus quejas sin fundamento, si llegan a producirse, pues a esa lenidad nos obliga moralmente la inmen sidad de sus desastres y la terrífica perspectiva de su futuro; para fortalecer esos propósitos mantendremos inflexiblemente el statu quo bélico, con tendencia a organizar la defensa de nuestro territorio para el evento de un amago de invasión”. En respuesta a una consulta del Ejecutivo, la Cámara de Di putados dejó establecido que cualquier negociación de una tre gua o de un tratado de paz debía hacerse "cumpliendo los pactos internacionales que ligaban a Bolivia con el Perú”. Por su parte el Senado dictaminó que debía negociarse una tregua pero “pre vio acuerdo con el Perú”.
El canciller Antonio Guijarro, sucesor de don Pedro José Zilveti, escribió al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, señor Luis Aldunate, en marzo de 1883, proponiendo una reunión en Tacna de representantes de los tres países beligerantes, a fin de negociar la paz y, si ésta no fuese posible, una tregua. El se ñor Aldunate aceptó pero con la condición de que el encuentro fuese únicamente de delegados chilenos y bolivianos. Declaró el señor Guijarro: “Si el gobierno de usted no acepta la presen cia del Perú, sería de todo punto inútil abrir las conferencias di plomáticas de Tacna”. Replicó el señor Aldunate: “No sé hasta dónde alcanzan los deberes y los vínculos que creara entre am bos, Perú y Bolivia, el pacto secreto que los llevó a la guerra de 1879. Pero si habría de juzgar la situación a la luz de los actos y los hechos... no sentiría grande embarazo para sacudirme de los escrúpulos que le detienen a usted en la magna obra de dar la paz y la prosperidad a su país. .. El Presidente Provisional del
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Perú no hizo la menor alusión a los intereses de Bolivia cuando en septiembre y octubre del año próximo pasado trataba con el Ministro de los Estados Unidos acerca de las bases de una paz con Chile". Ambas partes siguieron manteniendo sus puntos de vista y el intercambio epistolar concluyó sin producir ninguna consecuencia.
El señor Crisóstomo Carrillo, enviado al Perú a consultar al gobierno del Contraalmirante Lizardo Montero si aceptaba la ¡dea de una tregua conjunta de los dos aliados con Chile, encon tró un ambiente completamente desfavorable. Se le dijo que la tregua "se vería como un paso adelantado en el camino de la ce sión de territorios". A poco surgió el gobierno del General Miguel Iglesiasrqúe desplazó al del Contraalmirante Montero (que se trasladó a Are quipa con intenciones de mantener su autoridad por lo menos en el sur de la república). Como se ha visto en el capítulo anterior, el General Iglesias aceptó la capitulación de Ancón.
El tratado de alianza de 1873, en su artículo 8?, obligaba tan to al Perú como a Bolivia a “no concertar tratados de límites u otros arreglos limítrofes sin el consentimiento de la otra parte contratante”. Sin embargo y a pesar de las repetidas pruebas de indeclinable lealtad que Bolivia dio al Perú en el curso de la gue rra y en lo que iba de la postguerra, el gobierno del General Igle sias, sin tomar en cuenta a su vecino y aliado, sin darle ni si quiera un aviso de cortesía, aceptó el tratado de paz con Chile que cedía a este país, a perpetuidad, el departamento de Tarapacá y, como consecuencia tácita, comprometía la situación del litoral boliviano ubicado más al sur. El Tratado de Ancón dejó libre al ejército chileno para ac tuar contra Bolivia. Se quedó en el sur del Perú a fin de ayudar a la consolidación del régimen del General Iglesias y batir a los caudillos Andrés Avelino Cáceres en el centro y Lizardo Mon tero en Arequipa. Liquidados estos dos focos antichilenos y anti-lglesias, permaneció todavía en la línea Mollendo-ArequipaPuno para “mantener a Bolivia en jaque". El jaque a Bolivia, más que con la amenaza de una invasión, era una dura realidad con la ocupación de los puertos bolivianos
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de Atacama y los peruanos de Arica y Moliendo. El comercio del altiplano con el exterior estaba a merced de la buena o mala voluntad de Chile. En otras palabras, Chile tenía cogida a Boli via por la garganta. Estaba en su arbitrio estrangularla o dejar pasar para ella alimentos y mercaderías. A pedido de don Eusebio Lillo, vuelto a Arica, viajó a La Paz el señor Gabriel Larrieu, con objeto de llamar la atención de las autoridades bolivianas que era llegada la hora de entrar en ra zón. Las gestiones del señor Larrieu dieron por resultado el via je a Santiago de los señores Belisario Salinas y Belisario Boeto, con instrucciones de negociar un tratado de paz, pero con la con dición indispensable de que Bolivia obtuviese una salida propia y soberana al océano Pacífico.
En sus entrevistas con el canciller Luis Aldunate (diciembre de 1883) fueron informados de que Chile no podía aún suscribir un tratado de paz con Bolivia porque era imposible introducir al teraciones en el pacto de Ancón, como sería necesario para dar alguna costa oceánica a su país. Había que esperar la solución del problema de Tacna y Arica mediante el plebiscito señalado para diez años más tarde. Mientras tanto, lo conveniente era una tregua y para ella el gobierno de Santiago reactualizaba las condiciones propuestas por el señor Lillo al señor Baptista en 1881.
Continuaron las conferencias con el nuevo Ministro de Re laciones Exteriores, señor Aniceto Vergara Albano y con el Pre sidente de la República, señor Domingo Santa María. Los dos Belisarios regatearon lo más posible una tregua que no tuviese a Bolivia en situación demasiado subordinada respecto a Chile. El Jefe del Estado les planteó que no tenían más alternativa que rechazar o aceptar las bases de arreglo propuestas por su go bierno. No cabían modificaciones de ninguna clase. El señor Santa María tampoco aceptó que el señor Boeto viajase a La Paz para consultar al General Campero y su gabinete. Le pareció una táctica dilatoria e inútil. Los diplomáticos bolivianos dije ron entonces que podrían firmar la tregua en los términos pro puestos por Chile, pero con carácter ad referéndum. El señor Santa María se exasperó. Dio instrucciones para que las tropas chilenas que estaban en la línea Mollendo-Arequipa-Puno so alls tasen para un posible ingreso a Bolivia.
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El 30 de marzo (1884), el señor Santa María escribió a su amigo Luis Aldunate que se encontraba en Valparaíso: “Anoche tuve una larga conferencia con los bolivianos. Protestaron que no querían de ninguna manera la guerra. Me rogaron con increí ble insistencia que los esperara hasta el jueves. Boeto está en fermo, anonadado. Me da la impresión de que es un hombre hon rado. El rompimiento lo exaspera. Después de dilatadas consi deraciones me declararon que yo tenía razón. Las presentó el protocolo que debía firmarse".
El 4 de abril, los señores Salinas y Boeto se encaminaron al Palacio de La Moneda resignados a suscribir la tregua en las condiciones exigidas por Chile. Pensaban en su ánimo las si guientes consideraciones: “No cabe duda de que la invasión a Bolivia se ha hecho inminente. . . Las calamidades de una gue rra, los estragos de una ocupación violenta de nuestras ciudades y aldeas, la vergüenza de una posible derrota se han presentado a nuestras conciencias de una manera abrumadora... Al consu mar el sacrificio (de firmar la tregua) estamos resignados a so portar todas las consecuencias. Tenemos la convicción de cum plir un deber y contribuir a salvar la patria y asegurar su porvenir". En el último diálogo con el Presidente Santa María y el can ciller Vergara Albano trataron de obtener que la jurisdicción chilena en el territorio boliviano ocupado no se acercase dema siado a Potosí. Se les negó toda discusión. Estaban allí para es tampar sus nombres y rúbricas en un documento largamente es tudiado, nada más. Lo firmaron. Establecía estas condiciones: “Las repúblicas de Chile y Bolivia celebran una tregua indefinida y, en consecuencia, decla ran terminado el estado de guerra. La República de Chile, du rante la vigencia de esta tregua, continuará gobernando... los territorios comprendidos desde el paralelo 23 hasta la desembo cadura del río Loa en el Pacífico. En adelante, los bienes chile nos se internarán en Bolivia libres de todo derecho aduanero. Los productos bolivianos gozarán de la misma franquicia en Chi le. ..".
La claudicación boliviana del 4 de abril de 1884 en Santiago, haciendo eco a la peruana de 5 meses antes en Ancón, puso tér mino a la guerra del Pacífico.
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El señor Eusebio Lillo, al enterarse de que el Congreso bo liviano había aprobado la tregua dejando constancia de que la nación no renunciaba a su derecho de propiedad sobre el terri torio que quedaba temporalmente bajo el dominio de Chile, le dijo en una carta a don Luis Salinas Vega: “Más tarde llegaremos a realizar lo que todos deseamos: la cordial y conveniente alian za entre Bolivia y Chile, teniendo Bolivia representación propia en los intereses políticos y comerciales del Pacífico". En enero de 1885, el gobierno de don Gregorio Pacheco en vió a don Aniceto Arce a Chile con la misión de buscar la cele bración de un tratado de paz “que comprenda la condición esen cial del canje del territorio del departamento del litoral bolivia no por el de Tacna y Arica que retiene Chile", con el acuerdo del Perú, mediante una previa modificación del Tratado de Ancón. El gobierno de don Domingo Santa María se mostró favorable. Instruyó a su representante en Lima que propusiese al Gobierno del Perú la compra de Tacna y Arica para su traspaso a Bolivia. La proposición no fue aceptada. El gobierno peruano insistió en que, de acuerdo con el Tratado de Ancón, la propiedad de esos territorios debía decidirse por el plebiscito a realizarse en 1893.
El señor Domingo Santa María, primero como asesor del Presidente Aníbal Pinto, luego como su Ministro de Relaciones Exteriores y ahora como jefe del Estado chileno, era un conven cido de que Bolivia no podía ni debía ser privada de una salida al Pacífico. Primero, por cierto escrúpulo personal de concien cia; segundo, por creer que su país necesitaba de la amistad de Bolivia para fortalecer su posición frente a la Argentina y el Pe rú; tercero, porque Bolivia, con un puerto, progresaría, resultan do un mejor mercado para los productos chilenos; por último y principalmente, porque la mejor manera de asegurar la posesión chilena de la muy rica provincia de Tarapacá contra el peligro de una futura acción revanchista peruana era colocar de por medio la soberanía boliviana en Tacna y Arica. La política chilena en el Pacífico cambió radicalmente con el sucesor del señor Santa María en la Presidencia de la Repú blica. Para don José Manuel Balmaceda Tacna y Arica no de bían servir de anzuelo destinado a pescar una dudosa amistad boliviana sino de centinelas avanzados de Chile para vigilar los propósitos e intenciones del Perú. Para Balmaceda Bolivia no de-
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bía ser una aliada de Chile sino un satélite sometido a su in fluencia comercial.
La ocupación chilena de su litoral y del puerto de Arica obli gó a Bolivia, durante la guerra, a desviar el tráfico de sus impor taciones y exportaciones por la Argentina. La república del Pla ta quiso que esta situación continuase cuando callaron las armas, aprovechando de que el Pacto de Tregua establecía para el co mercio boliviano por el Pacífico una onerosa dependencia de Chi le. La Argentina, gracias a su política de estrechamiento de las relaciones con Bolivia obtuvo para sí la puna de Atacama, perju dicando a Chile que se consideraba dueño de ese territorio co mo parte interior del litoral que había conquistado. Al mismo tiempo, renacieron las dificultades en las relaciones diplomáti cas entre Santiago y Buenos Aires con relación a su conflicto de intereses sobre la Patagonia y el estrecho de Magallanes. El gobierno de Santiago, a cargo del señor Jorge Montt, ven cedor de Balmaceda en la revolución de 1891, vio con nerviosis mo que Bolivia se alejaba de su órbita y se acercaba a la Argen tina. Buscó la manera de hacer volver a su vecina del altiplano al radio de su influencia. Gobernaba entonces Bolivia don Mariano Baptista Caserta. A iniciativa de Chile, el canciller Luis Barros Borgoño y el Ministro plenipotenciario de Bolivia, señor Heriberto Gutiérrez, el 18 de mayo de 1895 suscribieron en Santiago tres tratados: Uno de Paz y Amistad, otro de Transferencia de Territo rios, y el tercero, de Comercio. El más importante era el segun do. El preámbulo decía que su objetivo buscaba “afirmar de ma nera definitiva las relaciones de los dos países con vínculos de sincera amistad y buena inteligencia ”. Sus principales artículos disponían lo siguiente: “Si a consecuencia del plebiscito que ha de tener lugar, de conformidad al Tratado de Ancón o en virtud de arreglos directos adquiriese la República de Chile dominio y soberanía permanente sobre los territorios de Tacna y Arica, se obliga a transferirlos a la República de Bolivia. La república abo nará como indemnización por dicha transferencia la suma de 5 millones de pesos de plata... Si la República de Chile no pudie se obtener en el plebiscito o por arreglos directos la soberanía definitiva de la zona en que se hallan las ciudades de Tacna y Arica, se compromete a ceder a Bolivia la caleta Vitor hasta la quebrada de Camarones u otra análoga y además la suma de 5 millones de pesos plata”.
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El señor Baptista y su Ministro de Relaciones Exteriores, Belisarlo Boeto, se esforzaron por conseguir que el Congreso apro base los pactos. Encontraron gran resistencia en el Partido Libe ral, que hacía oposición al gobierno en todos los frentes de la ac tividad nacional. Se sembró desconfianza sobre las intenciones de Chile. La Argentina envió a la capital de Bolivia a uno de sus hombres más eminentes, el senador Dardo Rocha, con encargo de combatir el acercamiento boliviano-chileno. El Tratado de Paz y Amistad y el de Transferencia de Territo rios fueron larga y acaloradamente discutidos. La oposición se extendió a la prensa. Baptista perdió la calma. Tuvo el presenti miento de que su patria estaba poniendo en peligro la última oportunidad que se le presentaba por salir con ventaja de la pér dida territorial causada por la guerra. Publicó un artículo, sin fir ma, fustigando a los enemigos de su política interna e internacio nal. Les dijo: “Cuando repetimos que por la estipulación princi pal, subordinadora de todas las demás, puesta como e>e, como el alma de las soluciones, que Tacna y Arica serán de Bolivia, con seguridad moral, salvando el derecho peruano, fuera de violen cias, por el concurso de las partes interesadas, cuando os deci mos eso, agotáis todos los dicterios para insultarnos y os con vulsionáis de furor fingido porque sois llanamente farsantes o malignos; no tenéis ni el mérito equívoco de los fanáticos... Desquite, desquite, pedís, retóricos sin conciencia, en el año 1895, con vuestra acción revolucionaria, con vuestra morbosa pro pensión a la sangre vertida en guerra civil, no por vuestra mano (porque sois cobardes) sino por la de algún sargento comprado.. ¡Callad, vosotros que os regocijáis porque os parece que hus meáis la carne podrida de las viejas contiendas! ¡Callad! El verda dero pueblo que tiene las manos encallecidas por la azada o en negrecidas en el escritorio; ese pueblo pide tratados de paz pa ra el progreso y os estigmatiza por calumniadores que sois da vuestra propaganda, por traidores que sois de vuestra correspon dencia, por viles en vuestro servicio de domesticidad política que la váis a llenar en antesalas que no son las nacionales". Para vencer resistencias y desconfianzas, el ministro de Chi le en Sucre, señor Juan Gonzalo Matta, y el canciller Boeto, el 9 de diciembre, firmaron un protocolo que daba seguridades que los tres tratados (Paz y Amistad, Comercio y Transferencia de Te rritorios) hacían un “todo indivisible y de estipulaciones recípro
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cas integrantes las unas de las otras" y daba seguridades sobre la obligación de Chile de “emplear todo recurso legal dentro del Pacto de Ancón para adquirir Tacna y Arica con el propósito ine ludible de entregarlos a Bolivia", y si no pudiera obtenerlos “en tregar Vítor u otra caleta análoga o un puerto y zona que satisfa ga ampliamente las necesidades presentes y futuras del comer cio y las industrias de Bolivia”.
Los liberales basaron su oposición en el argumento de que Chile había propuesto tratados diferentes en vez de uno solo que englobase todo, para que su Congreso, en el momento oportuno, diese su aprobación únicamente a los dos que le convenía, el de Paz y Amistad y el de Comercio, dejando de lado el de Transferen cia de Territorios. La garantía dada por el señor Matta y la insis tencia del Presidente Baptista acabó haciéndoles ceder. El mis mo día de la subscripción del protocolo Boeto-Matta (9 de diciem bre) el Congreso Boliviano, por 54 votos a favor y sólo 2 en con tra, aprobó los tratados de Paz y Amistad y el de Transferencia de Territorios. El de Comercio fue postergado por el gobierno en su presentación a las cámaras. También aprobó el Protocolo BoetoMatta.
El Congreso chileno dio su aprobación a los tres tratados del 18 de mayo, pero no llegó a conocer, en la legislatura de 1895, el protocolo de 9 de diciembre.
Al año siguiente, el Congreso boliviano, al conocer que los esfuerzos de Chile para adquirir por compra Tacna y Arica en contraban una inquebrantable resistencia en el Perú y que la rea lización del plebiscito tropezaba con grandes dificultades, decla ró que la caleta Vitor era inapropiada para Bolivia porque no ser vía para la construcción de un puerto. Esto dejó a los tratados de 1895 en situación indefinida. El Pacto de Tregua siguió vigente con sus opresivas consecuencias para el comercio boliviano. El destino quiso que Bolivia ingresara al siglo XX transforma da en su estructura económica y con nuevas orientaciones en su política interna e internacional. En lo económico, en el curso de las últimas décadas del siglo XIX la minería de la plata, principal sostén, entró en decadencia por agotamiento de los filones ar gentíferos y competencia de otros productores en los mercados internacionales. Surgió el estaño como providencial substituto
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al ser necesitado en proporciones crecientes por muchas indus trias de Europa y los Estados Unidos.
La guerra civil de diciembre de 1898 y enero de 1899 tuvo repercusiones trascendentales en lo político. Los liberales de rrocaron la hegemonía conservadora que detentaba el poder des de 16 años antes, para imponer una propia que iba a perdurar por dos décadas. Trasladaron la sede del gobierno de la apacible ciu dad de Sucre, acostumbrada a vivir en un mundo de recuerdos, a la inquieta ciudad de La Paz, ansiosa de colocarse a la cabeza de la república en la marcha hacia el porvenir.
En lo Internacional, concretamente en las relaciones con Chi le y el problema de la mediterraneidad, los liberales, que en la oposición actuaron como los campeones de la reivindicación del litoral perdido, una vez en el poder cambiaron su armadura y áni mo de Quijotes por el practicismo y ropaje de Sanchos Panzas.
Contribuyó a ello el retorno del “balmacedismo" a la política chilena con relación a Bolivia. Con el abrazo que se dieron en el estrecho de Magallanes los presidentes de Chile y Argentina (se ñores Federico Errázuriz y Julio A. Roca), el 12 de febrero de 1899, comprometiéndose a que sus pueblos vivirían en permanen te confraternidad, el gobierno de La Moneda no necesitó ya atraer a su lado a su vecino del altiplano con las ofertas de Tacna y Ari ca. Los tratados de 1895 se encarpetaron. Se envió a La Paz a un diplomático, de origen teutón, encar gado de dejar establecido que Chile no tenía ninguna obligación de dar un puerto a Bolivia ni en su antiguo litoral ni en ninguna parte y que debía contentarse con algunas compensaciones eco nómicas y facilidades de tránsito por los puertos chilenos. El se ñor Abraham Koning discutió durante seis meses con el canciller boliviano señor Eliodoro Villazón los términos de un tratado de paz en las nuevas condiciones. Cansado de no poder convencer a su contraparte, decidió cortar el nudo gordiano con una nota tajante que concluía de esta manera: “Es un error esparcido y que se repite diariamente en la prensa y en la calle, el opinar que Bolivia tiene derecho de exigir un puerto en compensación de su litoral. No hay tal cosa, Chile ha ocupado el litoral y se ha apo derado de él con el mismo título con que Alemania anexó al im perio la Alsacia y la Lorena, con el mismo título con el que los
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Estados Unidos de la América del Norte han tomado Puerto Rico. Nuestros derechos nacen de la victoria, la ley suprema de las na ciones. Que el litoral es rico, lo sabemos; que si nada valiera, no habría interés en su conservación. Terminada la guerra la nación vencedora impone sus condiciones y exige el pago de los gastos ocasionados. Bolivia vencida, no tenía con qué pagar y entregó el litoral. Esta entrega es indefinida, por tiempo indefinido, así lo dice el Pacto de Tregua; fue una entrega absoluta, incondicional, perpetua. En consecuencia, Chile no debe nada, no está obligado a nada, mucho menos a la cesión de una zona de terreno y de un puerto...
El Presidente José Manuel Pando y su canciller Eliodoro Villazón siguieron negociando con Koning. Acabaron mostrando síntomas de que se sometían a sus exigencias. Le dieron a en tender que Bolivia renunciaría a un puerto propio a cambio de una compensación económica que fuese suficientemente grande pa ra reemplazarlo con la construcción de ferrocarriles y carreteras que uniesen Bolivia con el Pacífico y vinculase internamente sus principales ciudades. Indicaron como cantidad mínima la de dos millones de libras esterlinas.
Retirado el señor Koning de Bolivia, el General Pando pidió a su amigo Félix Avelino Aramayo que en su viaje de regreso al puesto de Ministro de Bolivia en Londres pasase por Santiago y repitiese que Bolivia suscribiría un tratado de paz sin reclamar puerto a cambio de una buena compensación pecuniaria. Arama yo cumplió el encargo y escribió a su mandante dándole cuenta de su entrevista con el jefe de la nación chilena: “Santiago, abril 11 de 1902. La compensación, le dije, debe ser pecuniaria y por anualidades, aplicable a ferrocarriles... El señor Riesco me ma nifestó que no había inconveniente... ”. La negociación iniciada por el señor Aramayo la continuó en 1904 el señor Alberto Gutiérrez, como representante del gobierno de don Ismael Montes, sucesor constitucional del General Pan do. El 22 de octubre de ese año, firmó con el Ministro de Rela ciones Exteriores, señor Emilio Bello Codecido, el tanto tiempo discutido Tratado de Paz y Amistad. He aquí sus determinaciones esenciales: Bolivia reconoció a Chile “dominio absoluto y perpetuo" sobre su antiguo litoral. Chi
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le se comprometió a construir por su cuenta un ferrocarril de Arica a La Paz. Chile se comprometió también a pagar “las obli gaciones en que pudiera incurrir Bolivia por garantías hasta el 5 por ciento sobre los capitales que se inviertan en los ferroca rriles a construirse de Uyuni a Potosí, Oruro a La Paz, Oruro a Cochabamba y Santa Cruz, La Paz al Beni, Potosí a Sucre, Lagunillas y Santa Cruz. Este compromiso no podrá exceder de 100.000 libras anuales ni pasar de un total de 1.800.000 libras esterlinas. Chile se compromete a entregar en efectivo 300.000 libras ester linas y a pagar las deudas de Bolivia a las compañías Huanchaca, Oruro y Corocoro, a Juan C. Meiggs (salitre del Toco), Juan C. Garday y los bonos del ferrocarril Mejillones-Caracoles". Final mente, Chile reconoció a favor de Bolivia “el más amplio y libre derecho de tránsito comercial por su territorio y puertos del Pa cífico". Don Ismael Montes, su canciller Claudio Pinilla, los otros miembros del gobierno, su representante en Chile Alberto Gutié rrez y los 42 integrantes del Congreso votaron a favor del trata do (contra 30 que se opusieron), renunciaron a la vital exigencia de un puerto propio para Bolivia dominados por una mentalidad ferrocarrilera. Por la creencia, muy en boga en la época de que cuanto más ferrocarriles tiene un país su progreso es más segu ro. Los liberales llegaron a la conclusión de que una red de fe rrocarriles era más importante que un puerto y que bien valía la pena cambiar éste por aquéllos. Se puso en ejecución un plan de construcción de líneas férreas desde el comienzo de la era liberal. En 1902 se contrató con el gobierno argentino la prolon gación de la red ferroviaria de su país hasta Tupiza. En 1903, por el Tratado de Petrópolis suscrito con el Brasil, se renunció al Te rritorio del Acre a cambio de dos millones y medio de libras es terlinas a ser invertidos en ferrocarriles. Los siguientes gobiernos liberales no tardaron en darse cuenta de su error. A los seis años de la firma del Tratado de Paz y Amistad, el señor Daniel Sánchez Bustamante, Ministro do Relaciones Exteriores, se dirigió a sus colegas chileno y peruano pidiéndoles que los territorios de Tacna y Arica (cuya propiedad seguía discutiéndose, pues el plebiscito todavía no había podido llevarse a cabo) fuesen transferidos a Bolivia. Anotó on sus < o munlcaciones: “Bolivia no puede vivir aislada del mar Ahora y siempre, en la medida de sus fuerzas, hará cuanto lo hoii |>nl
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ble para llegar a poseer por lo menos un puerto cómodo en el Pa cífico y no podrá resignarse jamás a la inacción cada vez que se agite este asunto de Tacna y Arica que compromete las bases mismas de su existencia ”(14)-
El petitorio no dio resultado. Tampoco lo dio el formulado en el mismo sentido por el señor Ismael Montes a senadores, di putados y otras personalidades chilenas que reunió en un hotel de Santiago cuando volvía de Europa, en 1913, a hacerse cargo, por segunda vez, de la Presidencia de la República. En 1918, don Ismael Montes, reinstalado como Ministro Ple nipotenciario de Bolivia en París, cumpliendo instrucciones del gobierno del señor José Gutiérrez Guerra, pidió al gobierno de Francia que al constituirse la Sociedad de las Naciones se consi derase la situación mediterránea de Bolivia y se la ayudase a ob tener la adjudicación de Tacna y Arica.
El incruento derrocamiento del régimen liberal del señor Gutiérrez Guerra por el Partido Republicano, el 12 de julio de 1920, interrumpió la misión del señor Montes y dio un nuevo rum bo a la política internacional. Consecuentes con la campaña que hicieron desde la oposición, los republicanos vieron en el artícu lo 19 del Pacto de la Sociedad de las Naciones una posibilidad de obtener la anulación del Tratado de Paz y Amistad con Chile y poner en práctica su tesis reivindicacionista en vez de la “practicista” de los liberales (búsqueda de Tacna y Arica). El artículo 19 decía: “De tiempo en tiempo la Asamblea podrá invitar a los Estados miembros de la Liga a proceder a un nuevo examen de los tratados que hayan llegado a ser inaplicables, así como de las situaciones internacionales cuyo mantenimiento pudiera po ner en peligro la paz del mundo”. La esperanza republicana era que la Sociedad o Liga de las Naciones obligase a Chile a devol ver a Bolivia su litoral océanico substituyendo el tratado de 1904 por otro más equitativo. La entidad mundial rechazó en su Primera Asamblea (1920) la petición boliviana aduciendo que había sido presentada fuera del término reglamentario. Volvió a rechazarla al año siguiente apoyada en el dictamen de una comisión de juristas formulado en el sentido de que “la Asamblea no podía modificar por sí mis ma ningún tratado, ya que esto era competencia exclusiva de los Estados contratantes’.
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En vista de que en Ginebra, sede de la Liga, los delegados chilenos, como una forma de debilitar la acción boliviana, decla raron que su gobierno estaba dispuesto a entrar en conversacio nes directas con el de Bolivia para discutir el problema, el Presi dente Bautista Saavedra destacó a Santiago como plenipotencia rio al señor Claudio Pinilla, que tropezó con una intransigente actitud del mandatario chileno Arturo Alessandri (1921). El poe ta Ricardo Jaimes Freyre, llegado a la capital del Mapocho el si guiente año, tampoco pudo obtener nada. El canciller Luis Iz quierdo le manifestó: “El tratado de paz no es revisable. Es por su naturaleza definitivo”.
El gobierno de los Estados Unidos decidió mediar entre Chi le y el Perú que seguían sin poder ponerse de acuerdo respecto a Tacna y Arica y llevaban ya más de una década con sus relacio nes diplomáticas interrumpidas. Dos personajes norteamerica nos enviados sucesivamente a controlar la realización del plebis cito establecido en el Tratado de Ancón, comprobaron que era irrealizable de una manera pacífica e imparcial. Como conse cuencia, el Secretario de Estado, señor Frank B. Keliog, median te un memorándum de fecha 20 de enero de 1926, dirigido a las cancillerías de La Paz, Lima y Santiago, propuso lo siguiente: “a) Las Repúblicas de Chile y el Perú se comprometen libre y vo luntariamente a ceder a la República de Bolivia, a perpetuidad, todo derecho, títulos e intereses que tengan en las provincias de Tacna y Arica... b) Como parte integrante de la transacción se proveerá para que la República de Bolivia dé una compensación adecuada por dicha cesión; c) Chile y Perú convendrán en nego ciación directa acerca de la repartición equitativa entre ambos de la compensación de dinero que se acordare...
Bolivia no había hecho ningún trámite para obtener tan valio sa sugerencia a su favor. El gobierno respondió inmediatamente al demorándum diciendo que “pondría todos sus empeños para llegar, en las condiciones propuestas, a un acuerdo con los go biernos de Chile y Perú”. Los gobernantes del primero de esos países declararon que la proposición del Departamento de Esta do iba ‘más allá de las concesiones que generosamente podía otorgar Chile, pero que estaban dispuestos a considerarla en prin cipio”. Los del Perú expresaron que su país ‘no podía aceptar la cesión propuesta a nadie, ni por compra ni de otro modo, porque el Perú, que venía defendiendo sus derechos sobre Tacna y Ari
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ca no podía convertir esos territorior en mercancía sujeta a pre cio, por grande que éste fuera”.
En 1927, el Presidente de Chile General Carlos Ibáñez y su canciller Conrado Ríos Gallardo (gratuito enemigo de Bolivia) buscaron el acercamiento de Chile al Perú. El gobierno de los Es tados Unidos, acogiendo sugerencias emanadas de Santiago, pro puso la reanudación de relaciones diplomáticas entre ambas repú blicas. Producido el cambio de embajadores después de 18 años, volvió a tratarse el problema de Tacna y Arica. Hubo propuestas y contrapropuestas. Al final se llegó a la solución propuesta por Chile: división salomónica del territorio disputado, Tacna para el Perú y Arica para Chile. Para que el pueblo peruano aceptase con más resignación la pérdida de Arica, se simuló que la división territorial era resulta do de un fallo arbitral de los Estados Unidos. El 3 de junio de 1929, en Lima, el plenipotenciario chileno Emiliano Figueroa Larraín y el canciller peruano, Pedro José de Rada y Gamio, firma ron un Tratado de Amistad y Límites por el que Arica (15.351 Km2) quedó en propiedad de Chile y Tacna (8.678 Km2, más 980 de Tarata entregados antes) fuera devuelto a la soberanía del Perú.
Para evitar que Bolivia intentase hacer valer los ofrecimien tos que Chile le había hecho tantas veces o la sugerencia del Se cretario de Estado Kellog, el canciller de Chile propusó al Perú la subscripción de un Protocolo Complementario que rezó así: “Los gobiernos del Perú y de Chile no podrán, sin previo acuerdo entre ellos, ceder a una tercera potencia la totalidad o parte de los territorios que, en conformidad con el tratado de esta misma fecha, quedan bajo sus respectivas soberanías”. De esta manera, el país que había sido aliado de Bolivia du rante la guerra y para el que esta nación guardó tan inquebranta ble lealtad, y Chile, que había ofrecido repetidas veces Arica, Tac na y Moquegua a Bolivia reconociendo que le era imprescindible una salida soberana al mar, se confabularon para encerrar a su vecina detrás de los Andes, quedando ellos dos como centinelas de su prisión- con el compromiso de que ninguno podría abrir la salida sin el consentimiento del otro.
Dos naciones que gozaban de la suerte de poseer miles de kilómetros de costa océanica se pusieron de acuerdo para privar
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a la que llamaban su "hermana” de todo acceso al mar, colocán dola deliberadamente en flagrante situación de desventaja con relación a ellas mismas y al resto del mundo. Y esto en el Siglo XX, en el Nuevo Mundo, en el continente que alardea de ser cam peón de la justicia y de la confraternidad internacional. Ese crimen cumplió en 1979 cien años de duración, sin con mover la conciencia de los carceleros ni del resto de la comuni dad de las naciones (salvo algunos pronunciamientos líricos de escaso o ningún valor práctico), pese al constante clamor de las generaciones bolivianas por su libertad.
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Impr. Cervantes, Santiago, 1922.
BENJAMIN VICUÑA MACKENNA: “Historia de la campaña de Tarapacá desde la ocupación de Antofagas ta'. Impr. P. Cadot, Santiago, 1880; “Historia de la campaña de Lima". R. Jover, Santiago, 1881. ENRIQUE VIDAURRE RETAMOSO: “El Presidente Daza". Impr. Unidas, La Paz, 1975. EUFRONIO VISCARRA: “Estudio histórico de la Guerra del Pacífico”. Impr. El Progreso, Cochabamba, 1889.
Y otros 214 libros
INDICE Pag.
A manera de Prólogo ............................................................
7
Capítulo
I.— El Guano ....................................................
9
Capítulo
II.— La Plata ......................................................
17
Capítulo
III.— El Salitre ....................................................
27
Capítulo
IV.— Los Impuestos ...........................................
33
Capítulo
V.— El Héroe .....................................................
43
Capítulo
VI.— La Alianza ...................................................
53
Capítulo
VIL— La Guerra ...................................................
61
Capítulo
VIII.— La Diplomacia ...........................................
75
Capítulo
IX.— El Encierro .................................................
87
Bibliografía ...............................................................................
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La presente Edición de “LA GUERRA DEL PACIFICO” se terminó de imprimir el dia 15 de Abril de 1994, en los Talleres Gráfi cos de la Empresa Editora “URQUIZO” S. A., La Paz---------------------------------------Bolivia
ROBERTO QUEREJAZU CALVO Abogado, diplomático e historiador. Ha escrito: MASAMACLAY" (Historia de la Guerra del Chaco) 'GUANO, (Historia Pacifico).
SALITRE, SANGRE” de la Guerra del
"LLALLAGUA" (Historia de la Minería del Estaño). "CHUQUISACA 1538 — 1825" (Historia Colonial de la ciudad de Sucre.
SOLIVIA Y LOS INGLESES" (Historia de la Relaciones entre Bolivia e Inglaterra).
"ADOLFO COSTA DURELS
(Biografió).
•LA GUERRA DEL PACIFICO" (Síntesis de "GUANO. SALITRE, SANGRE).
HISTORIA DE LA GUERRA DEL CHACO" "MASAMACLAY).
(Síntesis de
"GUERRAS DEL PACIFICO Y DEL CHACO, SIMILITUDES Y DIFERENCIAS (Ensayo). •HISTORIA DE LA IGLESIA CATOLICA EN CHARCAS" (Inédita).
"ANDRES DE SANTA CRUZ,
SU VIDA Y SU OBRA".