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Spanish; Castilian Pages 447 [444] Year 2022
GEORGE TICKNOR Y LA FUNDACIÓN DEL HISPANISMO EN ESTADOS UNIDOS José M. del Pino (ed.)
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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 64
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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Isabelle Touton (Université Bordeaux-Montaigne) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)
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Iberoamericana • Vervuert • 2022
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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-234-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-196-1 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-197-8 (e-Book) Depósito legal: M-6962-2022 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Imagen de cubierta: Thomas Sully, George Ticknor, Class of 1807, 1831, óleo sobre lienzo. Hood Museum of Art, Dartmouth. Interiores: ERAI Producción Gráfica
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Índice
Introducción José M. del Pino............................................................................. 11 Ticknor y su contribución al hispanismo George Ticknor: el viaje hacia History of Spanish Literature (1849) José M. del Pino............................................................................. 21 La amistad de George Ticknor y Thomas Jefferson: nacimiento del hispanismo norteamericano Rolena Adorno.............................................................................. 51 España, los españoles y Ticknor en sus Diarios de viaje (1818) Antonio Martín Ezpeleta.............................................................. 73 George Ticknor, lector de Cervantes Isabel Lozano-Renieblas................................................................ 99 Ticknor, El castigo sin venganza de Lope de Vega y el concepto de drama nacional Antonio Arraiza Rivera................................................................. 121 Lecciones de la historia (literaria): la recepción y mediación de la literatura española por parte de George Ticknor Taylor C. Leigh............................................................................... 143
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Una mirada traductológica a George Ticknor y su History of Spanish Literature Marta Mateo................................................................................... 173 George Ticknor y Pascual de Gayangos: historia de una mediación cultural Santiago M. Santiño...................................................................... 207 George Ticknor y la invención de la historia de la literatura en América Bruce Edward Graver.................................................................... 239 La visión de los métodos de enseñanza de lengua de George Ticknor en relación con las orientaciones a la enseñanza del español en Estados Unidos Alberto Bruzos Moro.................................................................... 259 Ticknor y su legado La recepción de la obra de George Ticknor en Hispanoamérica Iván Jaksić....................................................................................... 289 El hispanismo de William H. Prescott y la mitohistoria de la conquista de México Jorge Quintana Navarrete............................................................ 305 El George Ticknor de Dartmouth y el inicio de la locura española en Estados Unidos Richard L. Kagan........................................................................... 327 “This Palace is the People’s Own”: Ticknor, Guastavino y la Biblioteca Pública de Boston Alberto Medina.............................................................................. 347 Katharine Lee Bates en la España del Desastre: exploraciones culturales y espíritu regeneracionista Carlos Ramos.................................................................................. 369
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Archer M. Huntington y la erudición como base de la Hispanic Society of America Patricia Fernández Lorenzo......................................................... 399 El Ticknor de Jorge Guillén: lo dicho y lo no dicho Andrés Soria Olmedo.................................................................... 425 Participantes...................................................................................... 439
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Introducción José M. del Pino
El propósito de este volumen es celebrar la contribución de George Ticknor (1791-1871) al campo de las lenguas modernas y, en particular, de la literatura española. Ticknor es, sin duda, un pionero en el campo del hispanismo, entendido como disciplina académica y práctica intelectual dedicadas al estudio de la lengua española y de la cultura de los países y regiones hispanohablantes, aplicándose en sus inicios a la labor realizada fuera de la Península. El título del libro señala precisamente cómo el erudito de Boston se convierte de pleno derecho en el fundador de una disciplina que no alcanza su madurez hasta consolidarse como ciencia humanística dentro del ámbito estadounidense durante el siglo xix y primeras décadas del siglo xx. Su figura e impacto, conocidos entre los especialistas, no han gozado de suficiente reconocimiento fuera del mundo universitario y de la historiografía literaria, tanto dentro como fuera de España. Doscientos años después de tomar posesión de la primera Cátedra de Lenguas Románicas (Francés y Español) y de Bellas Letras en la Universidad de Harvard en 1819, ofrecemos este volumen como homenaje a las extraordinarias aportaciones de George Ticknor. Como quedará claro gracias a los ensayos de los diferentes especialistas que participan en el libro, su labor se centró en las reformas pedagógicas para la enseñanza
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de las lenguas modernas o vivas y en las reformas curriculares y de organización de los departamentos de lengua y literatura. Sobre todo ello, la aportación de Ticknor residió principalmente en el establecimiento de un programa racional de estudio de la literatura española (también francesa) diseñado para los estudiantes de su universidad, siguiendo para ello los avances disciplinares en el terreno de la filología e historiografía literaria de las universidades más avanzadas en los comienzos del siglo xix, en concreto, la universidad alemana de Gotinga, a donde el joven Ticknor acudió a formarse entre los años 1815 y 1818. Su único viaje a España, entre los meses de abril y octubre de 1818, selló definitivamente su vocación y carrera profesional. Todo el enorme conocimiento atesorado durante décadas de estudio y de pasión bibliófila culmina en la publicación en 1849, en Nueva York y Londres simultáneamente, de su History of Spanish Literature, obra en tres volúmenes sobre la que se construye el campo del hispanismo en la segunda mitad del siglo xix y cuyo influjo persistió durante décadas. El que un estadounidense pudiese escribir una obra de ese calado —basándose además para ello en una biblioteca propia de miles de volúmenes— causó una auténtica conmoción entre los eruditos peninsulares e hispanoamericanos. A pesar de las críticas puntuales que su History recibió, la publicación aceleró el avance de la filología hispánica y la consolidación de su canon literario. Además, el que una figura de su prestigio intelectual hubiese decidido dedicar su vida profesional a la literatura española, poco valorada en la época frente a las otras grandes literaturas europeas, adjudicó al castellano —y en alguna medida a las otras lenguas y literaturas peninsulares— garantía de legitimidad en el mundo anglosajón y más allá de él. Su labor de fundador de los estudios hispánicos norteamericanos inspiró a una cohorte de especialistas, entre los que destacan su continuador en la cátedra de Harvard, el poeta Henry Wadsworth Longfellow, y el historiador William H. Prescott. A ellos siguió un buen número de profesores que poco a poco fueron ocupando puestos semejantes al de Ticknor en numerosas universidades de Estados Unidos. La historia de este libro está conectada con una serie de factores, algunos personales, que me gustaría señalar. En primer lugar, el estímulo inicial está ligado a mi interés por la historia de la historia
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literaria española, en particular por las contribuciones realizadas desde la orilla americana. En mis años iniciales de estudiante universitario sentí fascinación por los estudios de literatura española que realizaban en América figuras de prestigio legendario. Federico de Onís, Ángel del Río, Américo Castro, Pedro Salinas, Jorge Guillén, María Rosa Lida de Malkiel —más americanos como Stephen Gilman o Elias L. Rivers—, entre otros, ejercían un magisterio muy sugerente en un joven estudiante que se formaba en las precariedades de una universidad provinciana recién creada (con pocos libros y algunos buenos profesores). El que los hispanistas citados estuvieran conectados con universidades renombradas no hacía sino aumentar el atractivo de su labor académica. Tras un periodo de profesor de instituto, obtuve una beca que me permitió hacer el doctorado en Princeton; a ello siguió media carrera profesional en la Universidad de Colorado-Boulder. Llegué a Dartmouth en 2004, y en esta institución continúo enseñando y desarrollando mi investigación. En sus primeras décadas, y cuando Dartmouth era poco más que un incipiente college en medio de los bosques y granjas de Nueva Hampshire, estudiaron tanto Eliza Ticknor como su hijo George, el cual se graduó en 1807. El recuerdo de Ticknor en Dartmouth es apreciable, sin llegar a ser todo lo importante que merecería. No obstante, la biblioteca Rauner alberga actualmente parte de los manuscritos de Ticknor y de su mujer Anna (Eliot) Ticknor, así como una buena cantidad de libros y objetos que les pertenecieron (la mayor parte del legado bibliográfico fue a parar a la Biblioteca Pública de Boston por expreso deseo de su dueño). Mi propio departamento cuenta con una generosa dotación económica, donada de manera anónima por un antiguo alumno, que lleva el nombre de Ticknor Funds. La idea de explorar la obra de este excepcional hispanista empezó a tomar forma concreta gracias a los eventos organizados en Dartmouth para celebrar el doscientos cincuenta aniversario de su fundación en 1769. Diseñé para esta ocasión un congreso en dos etapas: el primero se debía centrar en el papel de Ticknor como impulsor de los estudios de las lenguas románicas y, en particular, del español, teniendo en cuenta la metodología novedosa que se esforzó en implantar (con
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desigual éxito) en su universidad. El simposio se tituló “From George Ticknor’s ‘The Best Methods of Teaching the Living Languages’ (1832) to Best Methods in 2019”.1 Celebrado el 1 de noviembre de 2019, vino precedido de una charla inaugural a cargo de Richard Kagan sobre el tema de Spanish craze o el embrujo español, como el título de su libro de 2019. Los participantes exploraron el legado de Ticknor en relación a la pedagogía de la lengua, temas de lingüística cognitiva e intersección entre lengua y sociedad, para concluir con la exposición de los resultados de un proyecto de aprendizaje a partir de la experiencia o experiential learning desarrollado ese mismo año por algunos profesores de lengua del Departamento de Español y Portugués. La segunda parte del congreso —más centrada en la erudición literaria de Ticknor y en su obra principal— debía celebrarse en la primavera de 2020. Por razones de sobra conocidas, aún no ha podido llevarse a cabo. La idea inicial de hacer el congreso y publicar posteriormente las ponencias en un libro colectivo ha debido ser modificada. A excepción de los ensayos de Kagan y de Alberto Bruzos, que derivan de las presentaciones del simposio de 2019, y de mi artículo y del de Rolena Adorno, publicados por el Observatorio del Instituto Cervantes/FAS-Harvard University en 2020, el resto de las contribuciones de este libro son las ponencias —debidamente adaptadas para su publicación— del congreso pendiente. Lo que sí se pudo realizar en el invierno y primavera de 2021 fue una notable exposición en la biblioteca Baker/Berry, diseñada y montada por sus bibliotecarios, bajo el título “A Boston Brahmin Abroad: George Ticknor, Hispanism, and Dartmouth”.2 Como resulta obvio por las razones ya expuestas, esta publicación responde a un impulso de gratitud. Sin la figura clave de George Ticknor —más la de otros notables hispanistas en universidades y colleges, a los que hay que sumar la valiosa labor de miles de profesores en las escuelas secundarias americanas—, el papel y relevancia
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del español en este país hubiesen sido diferentes. A ello debe añadirse un factor fundamental de tipo demográfico como es la presencia en Estados Unidos de millones de personas de origen hispano o latino que, con su interés por preservar su legado lingüístico y cultural, contribuyen a la buena salud de los departamentos de español. Esto ha permitido que durante décadas numerosos españoles y latinoamericanos, junto con nuestros colegas estadounidenses y de otros países, hayamos podido desarrollar nuestra vida profesional en universidades americanas. Aunque los postulados del hispanismo tradicional han cambiado a lo largo de los años, y sus áreas de exclusión han sido justamente expuestas, sus principios disciplinares son la piedra angular sobre la que se estableció el estudio de la literatura española a partir del siglo xix. No está de más señalar que la primera historia de la literatura hispanoamericana fue fruto de investigaciones desarrolladas, al menos en su etapa inicial, en el departamento que fundó Ticknor. Un discípulo de Jeremiah D. M. Ford (cuarto Smith Professor de Lengua y Literatura Románicas), Alfred Coester, publicó en 1916, también en Nueva York, The Literary History of Spanish America, primera obra en su género y que se adelantó varios años a otras similares publicadas en los países latinoamericanos. Más recientemente, nuevas áreas como los “estudios ibéricos” o tendencias agrupadas bajo la amplia noción de poshispanismo no dejan de ser velis nolis herederas del hispanismo histórico, ya sea entendido este como ilustre precursor o como carga de la que intentar liberarse. En justicia, las dos cosas a la vez. Este volumen se articula en torno a una serie de trabajos sobre la labor de Ticknor como estudioso de las lenguas modernas, bibliófilo, viajero, profesor y pedagogo, historiador de la literatura española, destacado intelectual estadounidense y fundador de la Biblioteca Pública de Boston. También se tratan cuestiones relacionadas con la colaboración de Ticknor con Pascual de Gayangos, la participación del arquitecto Rafael Guastavino en la construcción de la biblioteca bostoniana, la labor de mentor en la excepcional obra de su colega y amigo William H. Prescott (al que Ticknor dedicó una biografía tras la temprana muerte del historiador en 1859) y el impacto de su obra y proyecto literario tanto en los círculos intelectuales de Latinoamérica
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como de Estados Unidos a partir de la segunda mitad del siglo xix. Asimismo, me ha parecido relevante dedicar atención suficiente a la aventura vital y profesional de otros hispanistas que siguieron —cada uno a su manera— las huellas de Ticknor y de Washington Irving con estancias en España que resultaron en crónicas de viaje y estudios sobre cultura popular y folclore. Tal es el caso de Katharine Lee Bates. Igualmente se examina la impresionante figura de Archer Milton Huntington —erudito, bibliófilo, coleccionista y filántropo— y de su Hispanic Society of America. Concluye el volumen con un epílogo dedicado al homenaje de Jorge Guillén —miembro de aquella España peregrina que fue acogida generosamente en universidades y colleges estadounidenses— a George Ticknor como “defensor de la cultura”, en un momento histórico donde esa palabra tenía un sentido de urgencia. En resumen, este libro aspira a dar justo valor a una figura fundamental en los estudios hispánicos y en el temprano establecimiento del español como parte integral del currículum humanístico de las universidades estadounidenses. El legado de Ticknor sigue activo en nuestras disciplinas, y tanto sus extraordinarias aportaciones como sus inevitables desaciertos sirven de estímulo en el avance de la investigación y actividad profesional para el siglo xxi. Completo con George Ticknor y la fundación del hispanismo en Estados Unidos lo que en cierto modo se podría considerar una trilogía de volúmenes colectivos sobre las relaciones culturales e influencias mutuas entre Estados Unidos y España.3 El primero se tituló ‘America the Beautiful’: la presencia de Estados Unidos en la cultura española contemporánea (2014), donde se analizó desde la perspectiva hispánica ese espacio real y simbólico que es América. A él siguió El impacto de la metrópolis: la experiencia americana en Lorca, Dalí y Buñuel (2018), que examinó la profunda influencia de Estados Unidos, y más concretamente de la ciudad de Nueva York, en la vida y
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En realidad, sería una tetralogía si se tiene en cuenta también mi volumen coeditado en 1999, El hispanismo en EE.UU.: discursos críticos/prácticas textuales (Madrid: Visor).
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obra de los tres artistas. Para llevar a cabo estas tres publicaciones, he tenido el privilegio de contar con el apoyo de la editorial Iberoamericana/Vervuert. Dedico este libro a la memoria de mi buen amigo Klaus Vervuert, siempre generoso, atento y discreto en sus amplios conocimientos editoriales y bibliográficos y firme promotor del hispanismo internacional desde la magnífica editorial que fundó y que ha dejado en manos tan capaces.
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George Ticknor: el viaje hacia History of Spanish Literature (1849)1 José M. del Pino
El notable hispanista George Ticknor nació en Boston en 1791 en los, para entonces, independientes Estados Unidos de América. Su padre, Elisha Ticknor, fue un hombre de cierta fortuna bien integrado en los círculos más influyentes del Boston de la época. Elisha se crio en los bosques de Nueva Hampshire, muy cerca del recién fundado Dartmouth College (1769), en donde estudió. Esto le permitió tener una buena amistad con su primer presidente, Eleazar Wheelock, ministro congregacionista y hombre fundamental en las primeras décadas de la institución. El lema de Dartmouth, ideado por su primer presidente,
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Una versión anterior de este artículo se publicó, junto con el ensayo de Rolena Adorno para este volumen, bajo el título “George Ticknor (1791-1871), su contribución al hispanismo y una amistad especial”, Estudios del Observatorio/Observatorio Studies 058-02; Instituto Cervantes at the Faculty of Arts and Sciences of Harvard University: Cambridge, 2020, pp. 3-32.
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fue “Vox clamantis in deserto” (‘la voz que clama en el desierto’), lo que da una idea clara de su original espíritu evangélico: la institución se creó para educar a los hijos de los granjeros y pequeños comerciantes de la colonia y, en lo posible, también se proponía cristianizar a los nativos abenaqui. El joven Ticknor fue un niño precoz de gran inteligencia y educado con gran esmero por sus padres y algún tutor privado, como Francis Sales, quien le introdujo en el estudio básico del francés y del español y que reaparecerá más tarde en su vida. Con catorce años entra en Dartmouth como junior (estudiante de tercer año), para graduarse dos años después. Rememorando su estancia en lo que era poco más que una pequeña escuela de enseñanza media, confiesa que estudió poco, que sobresalió en su educación debido al bajo nivel académico de sus compañeros, pero que disfrutó mucho en sus paseos por los bosques casi vírgenes de los márgenes del río Connecticut. I had a good room, and led a very pleasant life […]. The instructors generally were not as good teachers as my father had been, and I knew it; so I took no great interest in study. I remember liking to read Horace, and I enjoyed calculating the great eclipse of 1806, and making a projection of it, which turned out nearly right […]. I was idle in college, and learnt little; but led a happy life, and ran into no wildness or excesses. Indeed, in that village life, there was small opportunity for such things, and those with whom I lived and associated, both in college and in the society of the place, were excellent people. (Ticknor 1876: 7)
Terminada su imperfecta educación formal, regresa a Boston, donde prosigue el estudio de las lenguas clásicas con John Sylvester Gardiner, rector de la iglesia Trinity de Boston y eminente especialista en griego y latín. En 1810 comienza sus estudios de Derecho, que concluye tres años después. Gardiner, presidente del influyente Anthology Club y miembro del Boston Athenaeum, lo introduce en los círculos intelectuales de la ciudad, en los que, con poco más de veinte años, el joven Tickor brilla por méritos propios. Como señala David B. Tyack, en esos años de formación Ticknor se integra en la mejor sociedad unitaria de Boston, a la que pertenecen hombres tan
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influyentes como el rector de Harvard (1810-1828), John Thornton Kirkland. Decepcionado con la carrera de leyes y ya muy decidido a continuar sus estudios de letras en Europa, dada la precariedad de la educación en la nueva república y la escasez de libros en sus bibliotecas, y, además, contando con el beneplácito de su padre, decide viajar a Virginia en compañía de su amigo Francis Calley Gray para visitar al sabio de Monticello, Thomas Jefferson, tercer presidente de los Estados Unidos. Además de su interés por conocer a uno de los hombres más cultos del país, quiere pedirle cartas de recomendación que le permitan entrar en los ambientes selectos de Londres, de París y de las principales ciudades alemanas; Ticknor aspira a profundizar sus estudios literarios en alguna destacada universidad germana. Lleva a Jefferson como prueba de su valía una carta del segundo presidente, John Adams. Tras un terrible viaje en pleno invierno, llega a la casa de Jefferson el sábado 4 de febrero de 1815. Apenas pasó allí tres días, pero en esa breve estancia causó una gran impresión en el mandatario.2 Este primer encuentro será el comienzo de una fructífera relación personal de admiración mutua entre el joven intelectual bostoniano y el gran político y hombre de letras de Virginia. A partir de esa visita, Ticknor se compromete a comprar libros para Jefferson, cosa que hará durante los siguientes diez años. Como se comprueba en la correspondencia entre ambos (aspecto que examina perspicazmente y en detalle para esta publicación Rolena Adorno), el estudio de las lenguas modernas y el establecimiento de unas instituciones universitarias equiparables a las mejores de Europa serán asunto de gran preocupación para los dos. La lectura de la obra de Madame de Staël De l’Allemagne (1813), y en particular de sus observaciones sobre las universidades alemanas (capítulo XVIII), tuvo sin duda un gran impacto en Ticknor. No
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La Ticknor Society ha publicado una separata sobre esta visita donde se reproduce la correspondencia de Ticknor con su padre sobre el viaje, notas del diario de Gray, así como las cartas entre Jefferson y Adams sobre el joven Ticknor: “‘The best bibliograph I have met with’ George Ticknor Visits Monticello, 1815”, editado por Jeremy B. Dibbell.
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solo son dichas universidades (Gotinga, Halle, Jena, etc.), “les plus savantes de l’Europe” (Staël-Holstein 137), sino que funcionan casi como un “cuerpo libre dentro del Estado”, en donde estudiantes ricos y pobres no se diferencian más que por su mérito personal, y los extranjeros que llegan de todos los rincones del mundo se someten con placer a esa igualdad que solo la superioridad natural puede alterar (Staël-Holstein 138). Este ideal de igualdad social y de ascenso académico mediante el esfuerzo personal resulta altamente sugerente para Ticknor. La universidad de Gotinga, la más innovadora y avanzada en los estudios literarios y filológicos de la época, se convierte en su meta. A Ticknor le habían llegado noticias de la gran biblioteca existente en dicha universidad, lo que la hacía aún más atractiva. Con sus cartas de recomendación bajo el brazo, marcha pues a Europa con veinticuatro años. Tras unas semanas en Londres y un viaje por los Países Bajos, llega a Gotinga en agosto de 1815 con su amigo Edward Everett (futuro secretario de Estado, gobernador de Massachusetts y rector de Harvard entre 1846 y 1849). “On arriving at Göttingen, which was to be Mr. Ticknor’s home for twenty months, he felt like the pilgrim who had reached the shrine of his faith; here he found the means and instruments of knowledge in an abundance and excellence such as he had never before even imagined” (Ticknor 1876: 70), escribe George Stillman Hillard en la edición de Life, Letters, and Journals. En esta universidad Ticknor resulta una curiosidad: un americano culto y de buenos modales que no responde a los estereotipos dominantes en Europa sobre esos nuevos ciudadanos de la recién creada república de los Estados Unidos de América, tenidos por burdos y poco instruidos. El régimen de estudios al que se somete es rigurosísimo: entre clases, tutorías y estudio individual, trabaja entre catorce y dieciséis horas diarias, con pequeños reposos para comer, practicar la esgrima y dar algún paseo. Como ejercicio para mejorar su nivel de alemán, Ticknor traducirá al inglés el Werther de Goethe. Estudiará principalmente alemán, griego, historia y algo de ciencias. Recibe clases del filólogo e historiador Friedrich Bouterwek, autor de la gran historia de la literatura europea, publicada de 1801 a 1819 en Gotinga en doce volúmenes, cuyo tercer tomo está dedicado a la literatura española y portuguesa (1804). Las ideas de Bouterwek, recogidas en
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los muy precisos apuntes que tomó en sus clases, tendrán un gran impacto en su visión de la historia literaria. La aplicación a la literatura de las ideas de J. G. Herder y de los hermanos Schlegel sobre el espíritu de los pueblos, el famoso principio de Volkgeist, y la emergencia de las literaturas nacionales serán fundamentales en sus trabajos académicos. En una carta de noviembre de 1816 a su amigo Edward T. Channing, en respuesta a ciertas polémicas literarias del momento, Ticknor declara que la literatura alemana es una peculiar literatura nacional salida directamente de la tierra e íntimamente ligada a su carácter (Jaksić 84). I mean to show you by foreign proof that the German literature is a peculiar national literature, which, like the miraculous creation of Deucalion, has sprung directly from their own soil, and is so intimately connected with their character, that it is very difficult for a stranger to understand it. (Ticknor 1876: 119)
Esos mismos días, Ticknor había recibido la oferta del rector Kirkland de asumir la recién creada Cátedra Abiel Smith en lenguas románicas para dirigir el primer programa de estudios en francés y español en Harvard. Los detalles de este episodio de tanta transcendencia en la fundación del hispanismo estadounidense están recogidos en el estudio precursor de Tyack (62-63, 85-90) y en los posteriores de Hart, Kagan, Jaksić, Fernández Cifuentes y Martín Ezpeleta. La cuestión se puede resumir de este modo: antes de aceptar el puesto, Ticknor pide consejo y apoyo económico a sus padres, ya que el salario (en realidad, no le ofrecían un salario, sino un honorario por cada clase dictada) no le permitiría poder vivir dignamente en Boston y hacer planes para una futura vida familiar.3 Como sus conocimientos
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El apartado 6 del contrato oficial aprobado y votado por el Board of Overseers y la Corporación el 17 de julio de 1817, y enviado a Ticknor, dice así: “The first Smith Professor shall be Professor of Belles Lettres with authority to give instruction in public and private Lectures in this department to such members of the University as may be determined but with no regular salary stipulated by the College, except that the College will insert and collect in the Quarter Bills
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de la lengua y literatura española son precarios, les plantea tanto a sus padres como a Kirkland extender su estancia europea unos meses más para poder viajar a España con el propósito de mejorar su nivel de español, conocer in situ la realidad del país y ponerse en contacto con algunos bibliófilos y libreros para comprar los libros que le permitan preparar sus clases-conferencias en Harvard (el número de libros de literatura española y portuguesa en Boston era escasísimo). Una vez tomada la decisión de aceptar el puesto, dedica el año 1817 y parte del siguiente a viajar por Francia, Suiza e Italia, con productivas estancias en París, Ginebra y Roma, donde pondrá a buen uso las cartas de presentación de Jefferson. Desde Roma, y de vuelta a Francia, entra en España, de mala gana tal como se comprueba en sus diarios, el 30 de abril de 1818. Para entonces ya ha conocido a figuras tan prestigiosas e influyentes como Lafayette, Alexander von Humboldt, Madame de Staël, Augustus Schlegel y Chateaubriand. La víspera compra en una librería de Perpiñán una edición del Quijote. Este hecho es muy significativo para lo que será la vocación bibliófila de Ticknor. Dicho ejemplar del Quijote puede considerarse el origen de la que será en la época la mejor biblioteca privada de literatura española, que Ticknor amasó durante más de cincuenta años. Como bien señaló Homero Serís, al cruzar los Pirineos en 1818, ya llevaba lo que pudiera llamarse la primera piedra de la biblioteca que pensaba reunir: un ejemplar del Quijote, comprado en Perpiñán el 29 de abril de dicho año. Luego, durante su estancia de cuatro meses en Madrid, después en el sur de España y, por último, en Portugal, adquirió buen número de libros, con el eficaz e inteligente auxilio de José Antonio Conde, su tutor en Madrid. (Serís xv)4
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the dues to the professor from his pupils, and the attendants on his lectures”. Harvard University Archives, UA 115 1038. Así lo recoge Clara Louisa Penney en la introducción a su edición de la correspondencia entre Ticknor y Pascual de Gayangos: “Although as early as 1806, James Freeman of King’s Chapel had presented to him a copy of the Antwerp, 1672-73 edition of Don Quixote, it is probable that the cornerstone of the Ticknor Spanish library, so deservedly famous, was the copy bought at Perpignan on April 29th, 1818 as Ticknor was entering Spain. (It might be surmised also that this was the copy which enlivened the diligence journey from Barcelona to Madrid)” (Ticknor 1927: xxx-xxxi).
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Conviene prestar buena atención a algunos pasajes significativos de sus primeras impresiones de España, pues tendrán un profundo impacto en su visión del país y en todo su proyecto historiográfico. Minutos después de pasar por el Col de Perthus, afirma: “Tuve ante mí dos columnas caídas con sus capiteles rotos que marcaban la separación de ambos reinos. Comprendí que estaba en España y experimenté un sentimiento tan profundo y triste como no había vivido desde que partí” (Ticknor 2012: 13). En Figueras, donde hay fiesta, se anima y declara que se siente mejor y que era “agradable estar entre aquellas gentes” (13). Al entrar en Gerona observa atónito los estragos del sitio y de la resistencia de los gerundenses ante las tropas napoleónicas. Admirando el patriotismo de sus gentes, exclama: “Esta es la primera vez que he estado en un campo de batalla genuino ejemplo del heroísmo español” (13); no obstante, también observa lo siguiente: “Gerona, además, me dio mi primer vislumbre de otro aspecto menos positivo del carácter español, me refiero a su esclavitud religiosa” (13). Sorprendido, afirma que por primera vez se dio cuenta de lleno de lo que suponía vivir en un país católico. De Barcelona y su carácter, proclama que “si su fanatismo por la religión es tremendo, su fanatismo por el placer es mayor” (22); lo deslumbran la diversidad de bailes públicos en la ciudad y la coquetería de las mujeres. Tardará trece días en recorrer el camino desde Barcelona a Madrid en un viaje agotador. Encuentra pueblos miserables en un país arrasado por la guerra. Del valor de los zaragozanos ante el odiado Napoleón, afirmará: “¿Y cómo es posible que la naturaleza humana pueda tener tal fuerza y resolución?” (31). Y aquí acude al concepto romántico del Volkgeist, del que, como sabemos, se ha imbuido en sus estudios en Alemania: “Rindo homenaje al espíritu del pueblo que defendió Zaragoza” (31). Ticknor conecta la historia presente con la pasada y establece un lazo entre Sagunto, Numancia, Gerona y Zaragoza. Declara: “Ese espíritu, que me siento satisfecho de haber conocido, ha existido siempre en España y nunca en otro país” (31). Y, aún más exaltado, continúa: “Rindo homenaje al carácter español, y especialmente al aragonés. Confiaría mi cartera o mi vida sin dudar a un aragonés de la clase más baja” (32). Así que dichas primeras impresiones de España son las de un país depauperado que no es sino una sombra de su glorioso pasado (de ahí la relevancia del tropo de las columnas rotas, restos
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del templo de la que un día fue nación poderosa). A pesar de lo que considera el fanatismo religioso imperante (el joven bostoniano se horroriza como protestante unitario de la gran influencia del catolicismo más conservador en el país), Ticknor descubre con admiración lo que él identifica como genuino carácter nacional puramente español que emana de un espíritu perdurable, aspecto este que no ha encontrado en tal grado en ninguna otra nación europea de las que ha visitado. Para el joven Ticknor, será en las clases populares y no en los círculos aristocráticos donde se hallen más puramente condensadas esas virtudes nacionales. Viajando en una incómoda diligencia por los antiguos reinos de Aragón y de Castilla, con su edición del Quijote como vademécum y en compañía del pintor José de Madrazo —que regresaba desde Italia a la Corte para hacerse cargo de las Colecciones Reales de pintura—, contempla la realidad social del país a través de un filtro muy cervantino. El descubrimiento del pueblo llano español y de su cultura ancestral será un motivo de fascinación que le acompañará el resto de su vida. Además del diario personal, también contamos con una amplia correspondencia en donde Ticknor expresa sus opiniones. Muy significativa resulta una carta a Elisha Ticknor fechada en Madrid el 23 de mayo de 1818 donde le da noticia a su padre del trayecto a la capital, resaltando, como en su diario personal, los malos caminos, los lamentables albergues y la dificultad de conseguir comida: “Twice I have dined in the very place with the mules; and it is but twice that I have slept on a bedstead, and the rest of the time on their stone floors” (Ticknor 1876: 185). Se queja también de la falta de higiene de las posadas, lo que le ha impedido mudarse de ropa. Pero nuevamente aparece esa modificación al pensamiento principal, con el que transmite una sensación de descubrimiento e iluminación: … And yet, will you believe me when I add to all this that I never made a gayer journey in my life. It is, notwithstanding, very true. My companions were excellent; and, with that genuine, unpretending courtesy and hearty, dignified kindness for which their nation has always been famous, did everything they could to make me feel as few of the inconveniences of the journey as they could, even at the expense of taking them upon themselves. (186)
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La crítica a las precarias condiciones materiales del país, seguida de una corrección semántica en la que se afirma que “a pesar de” todos sus inconvenientes España es un país único en Europa, se convertirá en lugar común de la literatura de viajes en ese siglo. Residirá en Madrid entre mayo y septiembre. En el diario y en las cartas describe la ciudad, sus edificios, instituciones públicas, bibliotecas, academias, museos; documenta fiestas y funciones de teatro y se admira y espanta con los toros, a los que dedica una atención especial en numerosas páginas. Sobre Fernando VII, a quien conoció y con quien conversó, opina lo siguiente: “Del gobierno hay poco bueno que decir. El rey como persona es un vulgar desvergonzado. La obscenidad, la baja y brutal obscenidad de su conversación, además de la rudeza de sus maneras son cuestiones notorias” (Ticknor [1818] 2012: 45-46). Frecuenta las tertulias y reuniones elegantes de la capital, como la de la duquesa de Osuna, a donde acude lo mejor de la sociedad madrileña y un selecto grupo de diplomáticos extranjeros. Durante su estancia recibe lecciones privadas de español y de literatura del erudito y bibliófilo José Antonio Conde, de quien opina que es “uno de los hombres más distinguidos de España por su conocimiento de la literatura española y su historia” (112). Su contacto con esta sociedad, para su propia sorpresa, le lleva a afirmar que el pueblo bajo español es el mejor material humano que ha encontrado en Europa. Dentro de esta perspectiva anclada en la filosofía romántica, Ticknor equipara carácter popular con carácter nacional, para concluir tempranamente que donde mejor se encarna esta imbricación es en la literatura castellana de los orígenes, hasta el momento en que se deja influenciar en exceso por modelos extranjeros. El viaje a Andalucía en pos de la huella árabe lo deslumbra, como les sucedió posteriormente a tantos viajeros angloamericanos y franceses. En Córdoba conoce al duque de Rivas y a su hermano menor don Ángel, el futuro duque de Rivas de las letras románticas. De allí marcha a Granada, con visita obligada a la Alhambra. Contempla el magnífico palacio nazarita, cuyo precario estado de conservación le inspira melancólicas reflexiones: “Las ruinas que permanecen son valiosos monumentos de la gloria y esplendor que una vez los habitaron” (172) Emociones semejantes las plasmará su amigo Washington
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Irving en su famosa obra The Alhambra: a series of tales and sketches of the Moors and Spaniards (1832), donde se recogen sus experiencias de la visita que realizó en 1829. Esta publicación hizo de la Alhambra un lugar de peregrinación para todo viajero culto que visitara Andalucía en el siglo xix, y podemos añadir que hasta hoy día. Después de su paso por Málaga, Gibraltar, Cádiz y Sevilla, con visita al Archivo de Indias, se pone en marcha hacia Lisboa en compañía de una partida de contrabandistas, por no haber encontrado medio más seguro de viajar. Con ellos disfrutó inmensamente en un ambiente de aventura propio de un romance o novela romántica. El futuro historiador de la literatura española salió del país el 15 de octubre de 1818 (cinco meses y medio después de su llegada), para no regresar jamás. Se había hecho ya una idea de la nación, de sus gentes y de su literatura, noción esta que permaneció casi inalterada durante el resto de su vida. En su visión de España confluyen religiosidad, patriotismo y atraso económico; a esto se le añade el genuino pintoresquismo de la nación y la existencia de unas minorías educadas en medio de una gran masa social ignorante pero digna. Con unas proyecciones filosóficas de raigambre romántica germana, Ticknor llega a la conclusión de que, a pesar de las penurias que padece, es en el pueblo llano donde reposan las virtudes inmutables de la raza española y que de ese recio carácter nacional tan admirable emerge su literatura. Con sus juicios y prejuicios, y contando con algunos buenos amigos, Ticknor deja la Península y marcha a Inglaterra. Desde allí va a París a comprar libros españoles y portugueses que no ha podido encontrar en sus propios países para la biblioteca de Harvard y la suya propia. En esa estancia conocerá al exiliado Leandro Fernández de Moratín. Antes de regresar a Estados Unidos, viaja a Escocia, donde se encuentra con su admirado Sir Walter Scott, y en junio de 1819 está en Boston para incorporarse a su Cátedra Smith de Lenguas Romances. Ticknor se dedicará con plenitud a sus responsabilidades académicas, casándose al poco de regresar, en 1821, con la hija menor del acaudalado comerciante y banquero Samuel Eliot, la cultivada Anna. Con su flamante cátedra y distinguida esposa se establece como uno de los más ilustres representantes de los bramines bostonianos, ejerciendo durante el resto de su vida en la ciudad y en Nueva Inglaterra
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un papel de liderazgo intelectual extraordinario. Prueba del alto estatus social alcanzado en menos de una década es su retrato realizado en 1828 por el famoso pintor Thomas Sully, quien pintó a los presidentes Jefferson, Andrew Jackson y John Quincy Adams, al marqués de Lafayette y a algunas otras de las personalidades más influyentes de la época. (Dicho cuadro forma parte de la colección permanente del museo Hood en Dartmouth). En Harvard, Ticknor tiene que crear prácticamente de la nada el programa de estudios de francés y español. Con las abundantes notas tomadas en Gotinga, y tras el estudio exhaustivo de los libros que ha consultado en las bibliotecas europeas, unido ello a los numerosos ejemplares de autores españoles y obras críticas que ha comprado para su biblioteca personal y de la universidad, elabora el primer programa completo de un curso de literatura española en Estados Unidos. Se publica como Syllabus of a Course of Lectures on the History and Criticism of Spanish Literature (1823). Sobre dicho programa de estudios, estudiado en detalle por Thomas R. Hart Jr. y otros especialistas de la obra de Ticknor (más recientemente, Taylor Leigh en su tesis doctoral), desarrollará posteriormente la que será su gran obra literaria, History of Spanish Literature (1849). El Syllabus (programa de curso) se constituye como el primer plan sistemático para la enseñanza de la literatura a nivel universitario, realizado a partir de un riguroso método filológico. La tesis central de dicho programa está anclada en los principios que trae de Europa y que iluminarán todo su proyecto de historiografía literaria. Con su Syllabus y, más adelante, con la History of Spanish Literature, Ticknor se convierte en la gran autoridad de la disciplina, sobrepasando en reputación a los maestros Bouterwek y Sismondi. Justifica su superioridad en dos aspectos fundamentales que lo distinguen de ambos eruditos: al contrario que ellos, él sí ha visitado España y, además, ha estudiado su literatura a partir de fuentes originales. De este modo marca su diferencia con sus antecesores en el “Advertisement” al Syllabus, fechado el 1 de mayo de 1823: Both Bouterwek and Sismondi complain of the want of access to a sufficient collection of Spanish books, and their respective histories have certainly suffered much from it. This want, I have not felt. Accidental cir-
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José M. del Pino cumstances have placed within my control a collection of works in Spanish literature nearly complete for that purpose. (Ticknor 1823: iii-iv)
Las circunstancias referidas no son otras que el haber contado con fondos económicos suficientes para la adquisición de una colección de libros única en número; a ello se añade un conocimiento experto en la materia, que le lleva a conseguir los ejemplares más relevantes para su propósitos, incluidos incunables y primeras ediciones. Ticknor anuncia a su público que el tema del folleto es novedoso, importante e interesante, con lo que está sugiriendo que esa literatura nacional, menos conocida y apreciada que la inglesa, francesa, alemana e italiana, es un campo de estudio digno de ser explorado del que él se va a erigir en autoridad dentro de su comunidad académica e intelectual. No obstante, y aunque el interés y erudición de Ticknor sobre la literatura española es excepcional, su reputación pública durante sus años de profesor y hasta la publicación de la History se asienta en la otra especialidad de su cátedra, la literatura francesa. Ticknor, para quien el rigor filológico es esencial, divide el estudio de la literatura española en tres épocas o periodos: a) de 1155 a 1555 (con la muerte de Carlos V), época caracterizada por estar más libre de la influencia de literaturas foráneas, “untouched”, en sus palabras; b) de 1555 a 1700, y c) de 1700 al presente (época de menos brillo). Son en total doscientas cincuenta y una entradas o fichas esquemáticas dedicadas a temas o autores específicos, base para treinta y cuatro clases o conferencias que Ticknor impartía a sus alumnos. La entrada 4 (4), por ejemplo, está dedicada al Poema del mío Cid, al que concede el honor de ser el texto literario fundacional de la literatura nacional. El método que sigue para todo su programa es el siguiente: en primer lugar, da noticia de la fecha de composición del texto (año 1150) y de su autor, basando la entrada en fuentes originales en su posesión o copias: “MSS. of it purporting to be a copy dated 1207”; hay una breve valoración de la obra: “—earliest tendency of an epic in Modern Europe— author unknown —notice of the Cid b. 1206, died 1099” (4); siguen referencias eruditas a la obra: “J.v. Müller in Herder’s Lit. Werke III, xviii-lviii” y “Review of it by Sir W. Scott, Quarterly Rev I, 123”, para concluir con la referencia bibliográfica: “The whole poem
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with notes &c. in Sanchez, Colección de Poesias Anteriores [sic] al Siglo xv. 8vo. 1779-1790. Tom. I, 231-373.” (4). Otra entrada significativa es la 19: “Beauty of the Spanish Ballads, in general —a part of the national character— and filled with the poetical spirit of the times and country that produced them” (9). A Cervantes le dedica desde la entrada 96 a la 112, concluyendo su apreciación del Quijote de este modo: “It is the oldest clasical specimen of romantic fiction” (42). Esta segunda época está organizada por autor y género, con atención especial a los leading masters, con Lope de Vega a la cabeza (entradas 115-132) —por ser el máximo exponente del drama nacional y su creador, como se afirma en la entrada 131—, Calderón (152-154) y, en menor medida, Góngora o Quevedo. La tercera época está periodizada por monarcas. Dedica la entrada 241, en el apartado de Carlos IV, a Leandro Fernández de Moratín, destacando El sí de las niñas como la mejor de sus comedias (83). Concluye con solo cuatro entradas del periodo coetáneo, el de Fernando VII, con reflexiones desoladas sobre las nefastas consecuencias para el desarrollo de la literatura nacional de esa época convulsa y dañina. De este modo sucinto resume Leigh el plan de estudios: The Syllabus remains a noteworthy document due to its novelty, ambition, and combination of forms, consisting of brief critical remarks, historical and biographical notes, and, of course, a proto-canon of Spanish literature. It also serves as a window into the young Ticknor’s understanding of literature, an understanding founded upon the predominant ideas of the Boston interpretive community, the writings of influential thinkers from abroad, and, of course, his formative experiences in Europe. (Leigh 96)
Sobre dicho modelo, Ticknor erigirá todo su proyecto historiográfico, que alcanzará la madurez tres décadas después, pero esta vez intentando dirigir su estudio a un público más amplio. Ambas publicaciones forman el cimiento sobre el que se establece el hispanismo como disciplina académica independiente en los Estados Unidos. Ticknor no solo aspiró a renovar los estudios de las lenguas modernas, sino que se empeñó en hacer lo propio con la estructura de su
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universidad. Con este fin, publica en 1825 sus Remarks on Changes Lately Proposed or Adopted in Harvard University, en donde resume sus ideas sobre cómo renovar los planes de estudio de la universidad, la organización de las diferentes disciplinas y hasta la vida de los estudiantes en el campus. Algunas de las quejas concretas de Ticknor eran el bajo nivel de exigencia académica —agudizado por largos periodos vacacionales—, el malestar entre los instructores residentes por sentir que realizaban un trabajo superior a su remuneración o que los estudiantes fueran agrupados para tomar las diferentes materias no por su nivel de conocimiento de la asignatura, sino por el año de entrada en la universidad. Ticknor también estaba en contra del método de la recitación, por el cual los estudiantes tenían que aprender las lecciones y recitarlas de memoria ante la clase. Sus propuestas innovadoras fracasaron por la resistencia de estudiantes, de otros catedráticos y de parte importante de la administración; la mayoría resentía el intento de Ticknor (que estaba exento de vivir en el campus gracias a su estatus social) de modernizar Harvard siguiendo un modelo que, aunque prestigioso, era extranjero. Y, después de todo, casi ninguno de ellos había pasado dos años estudiando en una ilustre universidad alemana y otros dos viajando por varios países europeos y tratando con grandes escritores y mandatarios. El rector Kirkland, no obstante, para aplacar a quien había sido su protegido y de quien sospechaba que tal vez aspiraba a reemplazarlo al mando de la institución, accedió a que Ticknor llevara a cabo algunas de las reformas, pero solo en el ámbito de su departamento, sobre cuyo funcionamiento adquirió amplia autonomía. Los enfrentamientos académicos provocaron una seria crisis en la universidad, que en esos años era aún una institución regional muy anclada en Nueva Inglaterra; la administración consiguió calmar las aguas forzando la dimisión de Kirkland en 1828. El propio Ticknor dimitiría unos pocos años después, dejando en su puesto al que sería famoso poeta e hispanista Henry W. Longfellow (1807-1882). James Russell Lowell (1819-1891), tercer catedrático Smith, declaró sobre estas reformas lo siguiente: “The force of the new impulse did not last long. It was premature. The students were really school boys, and the college was not yet capable of the larger university life. The conditions of American life, too, were such that young men looked upon scho-
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larship neither as an end nor as a means, but simply as an accomplishment” (cit. en Tyack 127). La polémica, ampliamente documentada por Tyack (cap. 3, “The Cause of Sound Learning”, 85-128), alcanzó bastante resonancia en la región, como se refleja en la prensa de la época. Periódicos como The National Gazette (11 octubre de 1825), Boston Courier (27 octubre de 1825), Portland Advertiser (1 noviembre de 1825), American Journal of Letters, Christiany, and Cultural Affairs (19 noviembre de 1825) y Boston Recorder & Telegraph (25 noviembre de 1825) se hicieron eco del conflicto.5 La lectura de los artículos en dichas publicaciones abre una ventana no solo a las cuestiones académicas que tanto preocupaban a Ticknor, sino también al conjunto de la vida social del Boston de la época, contexto en el que hay que situar esta temprana guerra académica. Más de medio siglo después, Harvard realizó la gran reforma bajo la dirección del innovador rector Charles William Eliot, que dirigió la institución desde 1869 a 1909 y que era sobrino de Anna Eliot Ticknor. Eliot reconoció póstumamente la infructuosa labor pionera de su tío, con sus ambiciosos planes de modelar los colleges americanos a imagen de las grandes universidades europeas. A este respecto, el reciente libro del historiador Mark Peterson, The City-State of Boston (capítulo X, “On the German Road to Athens”, 486-539), sirve para entender mejor la admiración que Ticknor, Edward Everett y otros profesores e intelectuales bostonianos sentían por el sistema alemán de educación, que la universidad de Gotinga encarnaba en esas primeras décadas del siglo xix. Entre las tareas más destacables de Ticknor en su época de Harvard, no se puede dejar de mencionar, aunque sea brevemente, la excelente labor de mentor ejercida sobre la generación que le seguía. El más exitoso de sus jóvenes colegas fue William H. Prescott (1796-1859), autor de grandes estudios sobre los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II, así como sobre las conquistas de México y Perú, y que, como Ticknor, asentaba su investigación en buen número de fuentes originales.6
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Material consultado en Harvard University Archives, UA 115.1038. Tras su muerte, Ticknor dedica su última obra a escribir la biografía intelectual de su muy querido amigo, Life of William Hincking Prescott (1864), de quien
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Además de su dedicación a los estudios filológicos y de historiografía literaria, Ticknor siempre se preocupó por los aspectos pedagógicos de su profesión. Fruto de ello fue la publicación del folleto Lecture on the Best Methods of Teaching the Living Languages (1833), basado en la conferencia que dio en el American Institute de Boston el 24 de agosto de 1832. En ella, y de una manera pionera, Ticknor propone el aprendizaje de las lenguas modernas a partir de su dimensión oral, por considerar el habla el modo natural de adquisición del lenguaje y por ser lazo de unión esencial entre los diferentes individuos de una comunidad. La lengua, según él, es el instrumento humano por excelencia para la expresión de deseos, sentimientos y pasiones: The most important characteristic of a living language,—the attribute in which resides its essential power and value,—is, that it is a spoken one; that it serves for that constant and principal bond of union between the different individuals of a whole nation, without which they could not, for a moment, be kept together as a community. (Ticknor 1833: 11)7
Ticknor enfatiza en su conferencia la necesidad de comenzar la enseñanza de las lenguas vivas (término que él prefiere) a partir de un método comunicativo fundamentado en la exposición del alumnado, desde el inicio del aprendizaje, a la lengua hablada. Esto debe ser así, pues la lengua es el máximo exponente de una comunidad (nacional) de
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declara en la “Prefatory Notice” lo siguiente: “But if, after all, this Memoir should fail to set the author of the ‘Ferdinand and Isabella’ before those who had not the happiness to know him personally, as a man whose life for more than forty years was one of almost constant struggle, —of an almost constant sacrifice of impulse to duty, of the present to the future,— it will have failed to teach its true lesson, or to present my friend to others as he stood before the very few who knew him as he was” (iii-iv). El simposio celebrado bajo mi dirección en Dartmouth el 1 de noviembre de 2019 bajo el título “From George Ticknor’s The Best Methods of Teaching the Living Languages (1832) to Best Methods in 2019”, además de servir de introducción a su legado hispanista, prestó atención especial a esta publicación. Los participantes destacaron las aportaciones de Ticknor en el terreno de la metodología y del experiencial learning.
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hablantes. A partir de esa premisa, Ticknor defiende que en el caso de los niños el método a seguir debe ser inductivo, mientras que en el de los adultos, por la dificultad añadida de aprender una lengua con la edad, ha de ser deductivo (Ticknor 1833: 27). Partiendo de esa inicial inmersión en la lengua hablada, se debe pasar al estudio riguroso de la gramática, con especial atención a la pronunciación y frases idiomáticas; todo ello, apoyado en pequeños ejercicios bien diseñados por el instructor que faciliten el aprendizaje de verbos, artículos, nombres, pronombres y demás elementos gramaticales. Se continúa con la traducción de fragmentos de libros agradables de autores notables, para proceder a la lectura de obras narrativas completas. Como ejemplos de lecturas adecuadas, Ticknor exponía ante su distinguida audiencia (profesores de Harvard, próceres bostonianos, señoras de buena sociedad y público interesado) textos como el Luis XIV de Voltaire (Le Siècle de Louis XIV, 1751), la Guerra de los Treinta Años de Schiller y las comedias de Moratín. Como no puede ser de otro modo en un erudito, Ticknor exalta el método comunicativo como aspecto fundamental para las relaciones interpersonales, pero teniendo en cuenta que la finalidad última del aprendizaje de las lenguas vivas será, más allá de la conversación e interacción personal, facilitar el acceso a las grandes obras de las literaturas nacionales, en donde reposa el genio vivo del pueblo. Resulta relevante, sin embargo, señalar que, después de alabar a los maestros de las grandes literaturas (Goethe, Molière o Cervantes) y de enfatizar la necesidad de leer y aprender de los libros, que él tanto ama, decide terminar su conferencia con un elogio de la comunicación interpersonal entre profesor y alumnado como mejor método de enseñanza de la lengua. Si leer a los maestros es imprescindible para un conocimiento profundo de las literaturas nacionales, el aprendizaje de la lengua —realizado con el propósito de adquirir un nivel que permita entender y disfrutar de las obras más valiosas como un nativo hablante culto— debe partir del modelo de aprendizaje natural de las lenguas maternas, que es lo que garantizará the success of those teachers, who rely not merely upon the dead letter of books, but also upon the living knowledge which is imparted only by living explanation;—nay, which is communicated by the very tones
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José M. del Pino of the voice and the expression of the countenance with a vivacity and effect never found or felt by the most eager lover of acquisition in a cold and silent page. (31)
Resumiendo, los aspectos más destacables de este temprano documento en defensa del método comunicativo son: a) la enseñanza de las lenguas como entidades vivientes, b) la atención especial a frases idiomáticas y expresiones particulares donde puedan encontrarse marcas del genio de ese pueblo, c) la selección, entre los diferentes métodos, del más apropiado para un grupo concreto de individuos y d) la búsqueda de una vía placentera para el aprendizaje de la lengua hablada y de la mejor literatura de la nación. Es necesario notar, de todos modos, que el catedrático Ticknor apenas si enseñaba los niveles elementales e intermedios (como sigue ocurriendo hoy día en la mayoría de los departamentos de lenguas), dejando esa labor esencial, pero dificultosa, a instructores avezados en lidiar con los jóvenes harvardianos, vástagos de las élites comerciales de Nueva Inglaterra y más interesados por aquel entonces en divertirse y en prepararse para profesiones rentables, como las de sus padres, que en estudiar una materia difícil para la que no veían un uso práctico inmediato. Sus tempranas reformas contaron con la ayuda impagable de profesores de gramática y de los cursos introductorios a la literatura, como fue el insigne Francis Sales, traductor al inglés de Éléments de la grammaire espagnole, de Auguste-Louis Josse (1799), que, revisada, mejorada y adaptada a la lengua inglesa, se publicó en 1822.8 En 1835, harto de luchar contra una estructura académica obsoleta y conmocionado por la prematura muerte de su único hijo varón a los cinco años y de su segunda hija en sus primeros meses de vida, dimite de la Cátedra Smith, para cedérsela a Longfellow, que, como él antes, había hecho el viaje europeo en 1829. Fruto del mismo fue 8
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Iván Jaksić dedica unas páginas (228-232) a estudiar la figura de Sales, cuyo nombre original era François Sala, quien fue instructor de francés y español en Harvard entre 1816 y 1854. Entre las ediciones que publicó, figuran las Cartas marruecas de Cadalso, una selección de obras dramáticas del Siglo de Oro, las Fábulas literarias de Tomas de Iriarte y su edición de Don Quijote (1832).
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el diario titulado Outre-mer. A Pilgrimage Beyond the Sea, publicado como folleto en 1830 y en forma de libro en 1835, en donde, a la descripción de las bellezas de una tierra de romance y de la vivacidad de sus atrasados habitantes, Longfellow incorpora sus notables conocimientos de literatura española. My recollections of Spain are of the most lively and delightful kind. The character of the soil and its inhabitants, —the stormy mountains and free spirits of the North,— the prodigal luxuriance and gay voluptuousness of the South, —the history and traditions of the past, resembling more the fables of romance than the solemn chronicle of events,— a soft and yet majestic language that falls like martial music on the ear, a literature rich in the attractive lore of poetry and fiction,—these, but not these alone, are my reminiscences of Spain […]. As I write these words, a shade of sadness steals over me […]. My mind instinctively reverts from the degradation of the present to the glory of the past; or looking forward with strong misgivings, but with yet stronger hopes, interrogates the future. (Longfellow 180-181)
Como se comprueba en esta cita, el joven poeta reproduce muy parecidas sensaciones a las experimentadas por Ticknor y por Irving, exponiendo de nuevo la admiración por un país con una historia, una literatura y un arte excelsos, con un glorioso pasado, sumido en el momento presente en un estado de decaimiento tal que solo un fondo de genio popular y espíritu vivo lo puede rescatar. Los Ticknor marchan a Europa para pasar cuatro años (1835-1838); allí son recibidos por lo mejor de la sociedad de cada país que visitan (Inglaterra, Francia, Alemania, Austria e Italia) como representantes de una nueva aristocracia, no la del linaje, la del dinero y la cultura. Los diarios individuales que cada uno escribe sobre los mismos sucesos son unos documentos excepcionales que ofrecen un conocimiento directo sobre la sociedad europea de la época, sobre sus escritores y figuras públicas más relevantes.9 Aunque no irán a España, Ticknor seguirá
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Los manuscritos de los diarios de viaje de George y Anna Ticknor se conservan en la biblioteca Rauner de Dartmouth. Son accesibles también en Microfilm
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aumentando su colección de libros españoles y portugueses gracias a libreros especializados y a su relación con el arabista y erudito Pascual de Gayangos, quien, desde Londres, París y Madrid, le mantiene al día de las novedades bibliográficas antiguas y recientes.10 Otra actividad importante durante este segundo viaje será la de promocionar los estudios historiográficos sobre España de William Prescott, en particular The History of the Reign of Ferdinand and Isabella the Catholic (1837), publicada durante su estancia europea. Una vez de regreso a Boston y ya sin las gravosas cargas académicas, Ticknor dedicará diez años a la escritura de su magna obra, cuya primera edición apareció simultáneamente en 1849 en Nueva York y Londres, teniendo un impacto inmediato en su campo. La obra sigue un esquema muy similar al del Syllabus: – First Period: “The literature that existed in Spain between the first appearance of the present written language and the early part of the Reign of the Emperor Charles the Fifth; or from the end of the Twelfth Century to the beginning of the Sixteenth”. – Second Period: “The literature that existed in Spain from the accession of the Austrian family to its extinction; or from the beginning of the Sixteenth century to the end of the Seventeenth”. – Third Period: “The literature that existed in Spain between the accession of the Bourbon family and the invasion of Bonaparte; or from the beginning of the Eighteenth century to the early part of the Nineteenth”. Martín Ezpeleta sintetiza de este modo las aportaciones de la History de Ticknor: El criterio de selección y explicación de las obras quedaba en manos de su representación del carácter nacional español, que consistía en
edition of the travel journals of George & Anna Ticknor: in the years 1816-1819 and 1835-1838, Dartmouth Library Depository (2337r). 10 La relación entre los dos sabios ha sido recientemente estudiada en la completísima biografía sobre Gayangos de Santiago Santiño (2018) (capítulo IV. 5, “Haciendo amigos”, 280-291).
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George Ticknor: el viaje hacia History of Spanish Literature 41 plasmar la realidad popular de los españoles, ajena a contaminaciones foráneas. De esta manera, no solo conformó un importante catálogo de obras españolas, sino también un ensayo sobre el espíritu español, que recorría, a manera de biografía, su origen y devenir a lo largo de la historia, siguiendo las entonces vigentes teorías sobre el Volksgeist de la filosofía idealista mencionadas. (Martín Ezpeleta xxi)
Thomas Hart demuestra que, contrariamente a lo que declaró Ticknor, su History no supone una revisión profunda de lo ya presentado en el Syllabus; es eminentemente una expansión del proyecto anterior, en donde se estudian muchos más autores y libros (Hart Jr. 108). Al mismo tiempo, señala otras cuestiones relevantes que ayudan a entender el proyecto en toda su dimensión. Reitera la relevancia que Ticknor concede a los periodos formativos de una literatura nacional cuando aún no está demasiado influida por elementos externos. Dicho origen popular fue lo que le llevó a dedicarse al estudio de la literatura española y no al de la francesa, como era su plan inicial. Achaca a esta última un espíritu cortesano que le resulta antipático y artificial. Además, considera que la literatura castellana detenta una moral más elevada que la francesa. Para un genuino unitario educado bajo sólidos principios cristianos impregnados del calvinismo dominante en el periodo colonial y años posteriores, la noción de bellas letras es la que debe dominar en los estudios literarios. Por la carga moral que debe palpitar en toda manifestación artística, la historia literaria ha de ser útil para los lectores; un proyecto de la magnitud del suyo tiene que transmitir, más allá de la erudición, una enseñanza: debe servir de modelo. Aquí Ticknor está en deuda no tanto con el idealismo alemán, sino con los principios que se encuentran en las poéticas neoclásicas de escritores británicos del siglo xviii, como lord Kames y Hugh Blair, cuyas obras fueron ampliamente usadas como libros de texto en las escuelas y colleges de Nueva Inglaterra durante la juventud de Ticknor (114). Según estos críticos, la literatura es comunicación y su función primordial la de enseñar: “The writer is a moral teacher, and the critic’s task is to judge him on moral grounds” (115). Del mismo modo que Ticknor considera que las lenguas modernas deben enseñarse como sistemas vivos de comunicación, la his-
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toria literaria ha de resaltar el carácter originario de un pueblo. En su History, Ticknor aspira a transmitir a un público lector —como es el público anglosajón, a quien va dirigida—, que en su mayoría no puede leer las obras maestras en la lengua original, el espíritu vivo de un pueblo plasmado en las mejores obras de los más notables autores con el propósito de instruirlo y elevarlo. Ticknor pone mucho énfasis en esta cuestión y, como se refleja en su correspondencia, afirma que su intención es hacer accesible su obra a un público más amplio. Este principio también guiará en los años inmediatos la fundación de la Biblioteca Pública de Boston, de la que él fue uno de los responsables; esta institución se establece en 1848 con el propósito de hacer accesible a un público más general las grandes obras literarias, históricas y científicas de la humanidad. La finalidad de dar estabilidad social a la república mediante este tipo de instituciones dirigidas por una élite cultural y política tampoco deber ser obviada. Para su satisfacción, History of Spanish Literature fue muy bien acogida no solo en los ambientes letrados de su país, sino también de Gran Bretaña, círculos estos cuya estima Ticknor necesitaba como garante de legitimidad intelectual. Fernández Cifuentes menciona como prueba de su éxito también entre un público no especialista el hecho de que History conoció cuatro ediciones en Estados Unidos durante el siglo xix y tres versiones más breves para la divulgación no especializada (Fernández Cifuentes 2004: 256). Iván Jaksić, quien dedica dos perspicaces capítulos de su libro a estudiar la historia de Ticknor y su impacto en el mundo hispánico,11 pone el foco en la recepción entre los críticos españoles (y también en Andrés Bello y otros intelectuales latinoamericanos) a partir del momento en que aparece la traducción de Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia, que publicaron en Madrid la obra de Ticknor entre 1851 y 1856, añadiendo a los tres volúmenes originales un cuarto dotado de amplia antología de textos, adiciones y notas críticas. La Historia traducida estuvo muy presente
11 Jaksić, capítulo 2, “Labor Ipse Voluptas: George Ticknor y la Historia de la literatura española” (79-132); capítulo 3, “El extranjero ilustrado: la recepción de la obra de Ticknor en el mundo hispano”.
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en la escritura de la más prominente obra del mismo tipo publicada en España en ese siglo, la Historia crítica de la Literatura Española de José Amador de los Ríos, que aparece entre 1861 y 1866. Amador de los Ríos confiesa tener en mente la obra de Ticknor al escribir la suya; no obstante, declara que, aunque admira la vasta erudición del estadounidense, le achaca una falta de principios trascendentales que orienten su obra, principalmente un sentido patriótico, cuestión esta que es central en su trabajo historiográfico (Jaksić 150-154). Esta crítica se asentaba principalmente en el resquemor que había provocado entre un buen número de eruditos españoles e hispanoamericanos el que un extranjero hubiese conseguido completar un trabajo de esa naturaleza y alcance antes que ellos. Pese a las reticencias, la obra de Ticknor adquirió un gran prestigio en el mundo hispánico y sirvió de acicate para el avance de los estudios filológicos y de historia literaria en dicho ámbito. Con sus faltas y lagunas —achacables a método e ideología, incluida la inevitable limitación de primeras fuentes, por muy completa que fuese su biblioteca privada—, su History no encontró rival en el mundo anglosajón hasta la publicación de A History of Spanish Literature (1898) por James Fitzmaurice-Kelly. También fue muy influyente en Europa la traducción al alemán de Ferdinand Wolf, el reconocido romanista austriaco (Geschichte der spanischen Literatur, Leipzig, 1865). Como conclusión a este trabajo, que traza el recorrido de Ticknor desde sus inicios como estudiante de español hasta su consagración como autoridad en historia literaria, hay que destacar dos significativos pasajes en donde se halla el núcleo metodológico e ideológico de su proyecto. El primero se encuentra en el inicio del primer volumen: “In the first division of the first period, we are to consider the origin and character of that literature which sprang, as it were, from the very soil of Spain, and was almost entirely untouched by foreign influence” (Ticknor [1849] 1864: vol. 1, 6).12 La literatura nacional, afirma Ticknor, emana o surge prístina del mismo suelo de España, como
12 Cito por la edición de 1864, por haber sido esta corregida y ampliada por el propio Ticknor, tras fructífera correspondencia con Gayangos.
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si fuese un producto orgánico y no tanto una construcción cultural. Recordemos que en su carta de 1816, ya mencionada, usa el mismo vocablo para referirse a la especificidad de la otra gran literatura que él admira, la alemana. El segundo pasaje se encuentra al final del tercer volumen, como conclusión al capítulo VII, bajo el epígrafe “Hopes for the Future”, y se constituye en advertencia y admonición de tipo moral, que cito más por extenso, seguida por la traducción de Gayangos y Vedia. Aquí reaparece la alegoría de la decadencia del país, en la imagen de sus muros derruidos, que lo acompañó desde el primer día que puso pie en la Península. And, while [Spanish people] they preserve the sense of honor, the sincerity, and the contempt for what is sordid and base, that have so long distinguished their national character, they cannot be ruined. Nor, I trust, will such a people —still proud and faithful in its less favored masses, if not in those portions whose names dimly shadow forth the glory they have inherited— fail to create a literature appropriate to a character in its nature so poetical. The old ballads will not indeed return; for the feelings that produced them are with bygone things. The old drama will not be revived:—society, even in Spain, would not now endure its excesses. The old chroniclers themselves, if they should come back, would find no miracles of valor and superstition to record, and no credulity fond enough to believe them […]. But the Spanish people —that old Castilian race, that came from the mountains and filled the whole land with their spirit— have, I trust, a future before them not unworthy of their ancient fortunes and fame […] happy if they have been taught, by the experience of the past, that, while reverence for whatever is noble and worthy is of the essence of poetical inspiration, and, while religious faith and feeling constitute its true and sure foundations, there is yet a loyalty to mere rank and place, which degrades alike its possessor and him it would honor, and a blind submission to priestly authority, which narrows and debases the nobler faculties of the soul more than any other, because it sends its poison deeper. But if they have failed to learn this solemn lesson, inscribed everywhere, as by the hand of Heaven, on the crumbling walls of their ancient institutions, then is their honorable history, both in civilization and letters, closed forever. (vol. 3, 371-372)
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George Ticknor: el viaje hacia History of Spanish Literature 45 [M]ientras [los españoles] conserven vivo el sentimiento de su honra, la sinceridad y el desprecio de todo lo que es bajo é indigno, dotes que fueron por mucho tiempo las de su carácter nacional, no hay que temer que degeneren. No: yo confío en que un pueblo como el español, valiente, altivo aun, y leal en sus clases menos favorecidas, ya que no en aquellos cuyos nombres apenas y rara vez reflejan la gloria que heredaron, llegará con el tiempo á crear una literatura acomodada á su noble carácter y á su natural poético. Los antiguos romances no volverán ya mas, porque los sentimientos que los produjeron pertenecen ya á la historia [ni el antiguo drama, ni los cronistas antiguos] Pero el pueblo español, aquella antigua raza castellana […] tiene seguramente delante de sí un porvenir digno de su antigua gloria […]. Dichoso él si, endoctrinado por la experiencia, ha llegado á comprender que, al paso que la reverencia á lo que es noble y digno constituye la esencia de la inspiración poética, y que la fe y los sentimientos religiosos son sus más firmes fundamentos, hay también cierta especie de respeto y lealtad bastarda, que así degrada al que hace alarde de ella como al que es objeto de su culto; cierta sumisión ciega y exagerada á la autoridad sacerdotal, que rebaja y envilece las más nobles facultades del alma, y que es tanto más peligrosa cuanto más sutilmente se insinúa. Pero ¡ay de él, si desprecia el aprovechamiento de esta lección solemne, escrita por el dedo mismo de Dios en los muros vacilantes del alcázar de sus antiguas instituciones; porque sonó ya la última hora de su brillante carrera de civilizaciones y literatura! (Ticknor 1856: vol. 1, 155-156)
Para Ticknor, una gran literatura nacional, la que emana del espíritu inmanente del pueblo que la crea, debe tener una dimensión moral para sobrevivir. De lo contrario, caerá derruida como tantas otras obras artísticas de las civilizaciones del pasado. Es precisamente este postulado el que informa la tesis más sugerente del estudio de Jaksić, quien concluye de este modo su segundo capítulo: Ticknor dedicó la totalidad de su vida adulta a describir la decadencia y colapso del imperio español. En su vejez contemplaba un futuro para otro país, el propio, al cual casi no podía reconocer […]. Ticknor murió el 26 de enero de 1871 dejando un legado monumental de investigación sobre la literatura y la historia de España, pero angustiado de que la trayectoria de ese país se reprodujera en los Estados Unidos. (132)
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El profundo conocimiento de la historiografía literaria española le permite crear a Ticknor una obra única en la que culmina su vocación de investigador y académico; tras su publicación, se erigió en autoridad indiscutible de un área de estudio apenas desarrollada en los Estados Unidos, e incluso incipiente en España e Hispanoamérica. Pero, siendo genuino su amor a las letras hispánicas, la motivación para emprender tan ambicioso proyecto reside también en su preocupación sobre el futuro de su propia patria. Para Ticknor, el antiguo imperio español, y más recientemente el imperio francés con Bonaparte, son templos caídos que ofrecen una lección moral para sus lectores estadounidenses: un ejemplo en negativo de lo que hay que evitar, principalmente en lo que se refiere al efecto corrosivo que la sumisión a la institución religiosa, a un gobierno despótico o a ambos puede tener sobre un pueblo antiguo y noble. Esta idea de estar realizando una historia literaria española como modelo para la historia literaria de Estados Unidos (aún en ciernes a mediados del siglo xix) resulta especialmente productiva para entender mejor el alcance de la obra de Ticknor y de los otros grandes hispanistas americanos de la época, como Irving, Prescott, Longfellow y Lowell, entre otros.13
Bibliografía Fernández Cifuentes, Luis (2004). “La literatura española en los Estados Unidos. Historia de sus historias”. En Leonardo Romero Tovar (ed.), Historia literaria / Historia de la literatura. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, pp. 253-272.
13 En este sentido, resulta iluminador el artículo de Richard Kagan “From Noah to Moses: The Genesis of Historical Scholarship on Spain in the United States” (2002: 21-48). Kagan (2019) ampliará este estudio en su brillante libro The Spanish Craze, en el cual estudia, además de a los eruditos e historiadores que crean el campo del hispanismo estadounidense, manifestaciones de la cultura popular americana imbuidas de sabor español, como la moda, la arquitectura, la canción y el cine. Este libro, en traducción al español, se ha publicado bajo el título El embrujo de España. La cultura norteamericana y el mundo hispánico, 1779-1939 (2021).
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— (2014). “Lengua y literatura en los Estados Unidos. Tres momentos estelares / Hispanic Language and Literature in the United States. Three Decisive Moments”. Informes del Observatorio 1. Instituto Cervantes at Harvard University. Disponible en: . Hart Jr., Thomas (2002). “George Ticknor’s History of Spanish Literature”. En Richard L. Kagan (ed.), Spain in America. The Origins of Hispanism in the United States. Urbana: University of Illinois Press, pp. 106-121. Irving, Washington ([1832] 1902). The Alhambra: S Series of Tales and Sketches of the Moors and Spaniards. New York/London: G. P. Putnam’s Sons. Jaksić, Iván (2007). Ven conmigo a la España lejana. Los intelectuales norteamericanos ante el mundo hispano, 1820-1880. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Josse, August-Louis ([1799] 1822). Grammar of the Spanish Language: With Practical Exercises. Boston: W.B. Fowle. Kagan, Richard L. (ed.) (2002). Spain in America. The Origins of Hispanism in the United States. Urbana: University of Illinois Press. — (2019). The Spanish Craze. America’s Fascination with the Hispanic World, 1770-1939. Lincoln: University Nebraska Press. — (2021). El embrujo de España. La cultura norteamericana y el mundo hispánico, 1779-1939. Madrid: Marcial Pons. Leigh, Taylor C. (2018). American Anxiety and the Beginnings of Hispanism: George Ticknor Reads Spanish. Thesis (Ph. D.), Brown University. Longfellow, Henry Wadsworth ([1835] 1850). Outre-mer: A Pilgrimage Beyond the Sea. Boston: Ticknor, Reed and Fields. Martín Ezpeleta, Antonio (2012). “Estudio preliminar”. En George Ticknor, Diarios de viaje por España. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, pp. xi-cii. Peterson, Mark A. (2019). The City-State of Boston: the Rise and Fall of an Atlantic Power, 1630-1865. Princeton: Princeton University Press.
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Pino, José M. del (2015). “Voces y ecos del hispanismo estadounidense (con unas reflexiones sobre el modelo de departamento y estudios hispánicos para el siglo xxi)”. En Cuadernos Hispanoamericanos 781-782, pp. 84-104. Prescott, William H. (1837). History of the Reign of Ferdinand and Isabella the Catholic. Boston: C.C. Little and J. Brown. — (1844). History of the Conquest of Mexico, with a preliminary view of the Ancient Mexican Civilization and the Life of the Conqueror, Hernando Cortés. 3 vols. New York: Harper and Brothers. — (1855). History of the Conquest of Peru, with a preliminary view of the Civilization of the Incas. 2 vols. New York: Harper and Brothers. Santiño, Santiago (2018). Pascual de Gayangos: erudición y cosmopolitismo en la España del xix. Pamplona: Urgoiti. Serís, Homero (1964). Nuevo ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos: formado en presencia de los ejemplares de la Biblioteca de The Hispanic Society of America en Nueva York y de la Ticknor Collection en la Biblioteca Pública de Boston. New York: The Hispanic Society. Staël-Holstein, Germaine de [Madame] ([1813] 1968). De l’Allemagne. Paris: Garnier-Flammarion. Ticknor, George (1823). Syllabus of a Course of Lectures on the History and Criticism of Spanish Literature. Cambridge: Printed at the University Press. — (1825). Remarks on Changes Lately Proposed or Adopted in Harvard University. Boston: Cummings, Hilliard & Co. — (1833). Lecture on the Best Methods of Teaching the Living Languages. Delivered before the American Institute, August 24, 1832. Boston: Carter, Hendee and Co. — ([1849] 1864). History of Spanish Literature. 3 vols. Boston: Welch, Rigelow, and Company Tucknor and Fields. — (1856). Historia de la literatura española. Tomo 4. Madrid: Imprenta y Esterotipia de M. Rivadeneyra. — (1864). Life of William Hickling Prescott. Boston: Ticknor and Fields. — (1876). Life, Letters, and Journals of George Ticknor. 2 vols. Boston: James R. Osgood and Company.
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— (1913). George Ticknor’s Travels in Spain. Toronto: University of Toronto Studies. — (1927). Letters to Pascual de Gayangos. From the Originals in the Collection of the Hispanic Society of America. New York: Printed by Order of the Trustees. — (2012). Diarios de viaje por España. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. “‘The best bibliograph I have met with’ George Ticknor Visits Monticello, 1815” (2016). Cambridge. Tyack, David B. (1967). George Ticknor and the Boston Brahmins. Cambridge: Harvard University Press.
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George Ticknor, al igual que Thomas Jefferson, era un bibliófilo; esto es lo que los unió por primera vez. Ticknor tuvo la gran fortuna de ser presentado al tercer presidente de los Estados Unidos por el segundo, John Adams. Unos tres meses después de que Adams le presentara a Ticknor a Jefferson por carta, Ticknor hizo la primera de sus dos visitas a Monticello. Ticknor y Jefferson tenían mucho en común: son conocidos por las notables e históricas bibliotecas que reunieron. Y ambos desarrollaron un profundo interés en las culturas de España: Jefferson, en su historia, especialmente la de España en las Américas; Ticknor, en su literatura. Compartieron un interés en el conocimiento del pasado y una pasión por su desarrollo en el futuro. Tenían en común un profundo respeto por el progreso de la erudición en Europa, a la vez que aspiraban a instituir y extender sus mejores logros en los Estados
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Unidos. Ambos hicieron planes para realizar esos objetivos, uno en el sur, en el estado de Virginia, y el otro en el norte, en Massachusetts. No fue esta una escisión norte/sur, sino más bien una convergencia de intereses del legado histórico de Jefferson y el futuro profesional de Ticknor. Así surgió su colaboración en el campo de la educación superior: uno, para hacerla posible; el otro, para practicarla. De mentor y discípulo se convirtieron, según palabras de Jefferson, en “compañeros de trabajo en un mismo campo, donde la cosecha será grande pero los labradores, pocos”. Al contemplar su relación, en su mayor parte, epistolar, citaré libremente sus cartas, convencida de que sus autores merecen ser aproximados y estimados en sus propias palabras. Jefferson (n. 1743) tenía casi cincuenta años cuando nació Ticknor (n. 1791), y Ticknor vivió casi tanto tiempo como Jefferson; uno falleció en 1826, el otro, medio siglo más tarde, en 1871, ambos, octogenarios. “No puedo vivir sin libros”.1 Esta declaración, una de las más famosas de Jefferson, se puede encontrar frecuentemente citada, e incluso en la librería de la Biblioteca del Congreso aparece grabada en gorras de béisbol y camisetas. La frase proviene de la carta de Jefferson a Adams escrita el 10 de junio de 1815, poco después de que los carros que transportaban los seis mil setecientos libros de su biblioteca personal, vendidos al Congreso por veintitrés mil novecientos cincuenta dólares, hubieran partido para Washington. Allí los libros de Jefferson se convertirían en la nueva piedra angular de la Biblioteca del Congreso, que había sido destruida cuando los británicos quemaron el capitolio de los Estados Unidos en 1814. En su carta a Adams, Jefferson habló de su deseo de reemplazar sus libros perdidos: “Unos pocos serán suficientes donde la diversión, y no el uso, sea el único objeto futuro”. Como uno de los grandes historiadores de la biblioteca de Jefferson, Douglas L. Wilson, observó, este había tomado medidas para adquirir un buen número de ellos, y Adams prestó una valiosa ayuda presentándole a George Ticknor, el precoz egresa-
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“Thomas Jefferson a John Adams, 10 de junio de 1815”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, . Todas las traducciones del inglés de Jefferson y Ticknor son mías.
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do de Dartmouth que estaba de camino a Europa. Jefferson quedó muy impresionado con la pasión libresca de Ticknor y rogó que le comprara libros en Europa para sustituir los suyos vendidos (Wilson 175-176). Este fue el comienzo de una notable relación, cuya historia fue contada primero por Orie William Long en Thomas Jefferson and George Ticknor: A Chapter in American Scholarship (1933). Long recorrió los Jefferson Papers de la Biblioteca del Congreso, la Coolidge Collection de la Sociedad Histórica de Massachusetts, los Ticknor Papers de Harvard y, con gran provecho, los materiales manuscritos en posesión de los nietos de Ticknor, Rose Dexter y Philip Dexter, que los pusieron generosamente a su disposición (Long 8). Aunque me he guiado por la monografía de Long, lo nuevo que se manifiesta aquí es la intensidad de la relación entre Jefferson y Ticknor en sus primeros años, de 1815 a 1818. Los proyectos de Jefferson y los intereses de Ticknor convergieron en un período extremadamente fructífero para ambos: Jefferson buscaba ansiosamente reconstruir su biblioteca perdida, mientras que Ticknor, en Europa y con la esperanza de hacer carrera académica, estaba igualmente deseoso de construir una propia. (Cualquier amante de los libros de cierta edad que se vea obligado a reducir su biblioteca personal entenderá la difícil situación de Jefferson, y cualquier joven bibliófilo dispuesto a construir su propio futuro, junto con una biblioteca respetable, comprenderá estos objetivos). La relación entre estos dos bibliófilos revela dos cosas: por parte de Jefferson, muestra su profundo aprecio por este país, tanto para ampliar los campos de conocimiento como para garantizar el futuro democrático de la nación; por parte de Ticknor, revela su enorme respeto por el juicio y los conocimientos del erudito autor de la Declaración de la Independencia, cuyas esperanzas siempre se orientaban hacia el futuro. Las cualidades que hicieron del joven Ticknor un estudiante excepcional serían las mismas que más tarde le hicieron un profesor excelente. Aprender y enseñar eran las pasiones de ambos —la advocación de Jefferson, la vocación de Ticknor—. Ticknor se graduó en el Dartmouth College a la edad de dieciséis años, y Adams envió su carta de presentación de Ticknor a Jefferson el 20 de diciembre de 1814: “Como ustedes dos son Heluones Librorum [glotones de libros] creo que deben tener una simpatía el uno por el
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otro”.2 Cuando Jefferson recibió al joven Ticknor en Monticello, este tenía unos veinticuatro años y Jefferson (dadas las expectativas de vida de su época) era un anciano de setenta y dos años, hecho que Jefferson señaló en el curso de esa visita inicial (Ticknor 1876: vol. 1, 36). Cuando Ticknor vio la biblioteca de Jefferson en Monticello en febrero de 1815, sabía que estaba a punto de ser despachada para Washington. Calculó que ascendían a unos siete mil volúmenes y señaló que durante su breve visita no pudo estimar su valor, aunque confesó que, en todo caso, no hubiera sido capaz de hacerlo (35). Jefferson impresionó a Ticknor por su “amor a los libros antiguos y a la sociedad joven” (35). En una carta a su padre, Elisha Ticknor, el hijo comparó a Jefferson con un viejo amigo de su familia bostoniana, el reverendo doctor James Freeman. Durante cuatro decenios, este predicó en el King’s Chapel, en Boston, y es hoy reconocido como uno de los primeros clérigos de los Estados Unidos identificado como ministro de la iglesia unitaria. Ticknor describió a Jefferson de esta manera: Probablemente le sorprenderé diciendo que, en la conversación, me recordó al Dr. Freeman. Tiene la misma manera discursiva y el mismo amor por la paradoja, con la misma apariencia de sobriedad y fría razón. Parece igualmente aficionado a las antigüedades americanas, especialmente a las de su estado natal, y habla de ellas con libertad, y supongo, con exactitud. También tiene la apariencia de imparcialidad y sencillez del Dr. Freeman. Si el paralelismo no va más allá que esto, se renovará por su amor a los libros antiguos y a la sociedad joven. (35)
“El amor por los libros viejos y a la sociedad joven”: estos son los dos rasgos que les permitieron a Ticknor y Jefferson desarrollar y profundizar su amistad. Ticknor se ofreció a ayudar a Jefferson a reconstruir su biblioteca durante su estancia en Europa, incluyendo “cualquier orden relativa a comprar libros o cualquier otro asunto que pueda convenirle confiar-
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“John Adams a Thomas Jefferson, 20 de diciembre de 1814”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, .
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me […]. No puedo dejar pasar esta oportunidad, sin repetir mi agradecimiento por el consejo y la enseñanza que usted me proporcionó en relación con mi proyectada estancia en Europa”.3 Jefferson estaba igualmente complacido. Después de que Ticknor llegara a Europa, y habiendo soportado los ansiosos meses de abril y mayo, cuando la venta de su biblioteca al Congreso había finalizado y vio el último vagón de sus preciosos libros salir de Monticello para Washington (donde llegó a las incapaces manos del bibliotecario del Congreso, George Watterson), le escribió a Adams para agradecerle la presentación de Ticknor: El Sr. Ticknor es el mejor bibliógrafo con el que me he encontrado, y muy amable y oportunamente me ofreció los medios para recuperar alguna parte de los tesoros literarios que he cedido al Congreso para compensar las devastaciones causadas por el vandalismo británico. No puedo vivir sin libros.4
Dos años más tarde, en 1817, Jefferson repetiría la misma frase en referencia a Ticknor —“el mejor bibliógrafo que conozco”— al escribir a sus libreros de París, los hermanos De Bure, instándolos a consultar a Ticknor y a “considerar que sus consejos coincidieran con mis propios criterios, complementados por el beneficio de sus conocimientos, que son mucho más recientes y extensos que los míos”.5 La completa confianza de Jefferson en el juicio bibliográfico de su joven amigo es patente. Como buen bibliófilo, Jefferson no andaba en busca de ediciones lujosas, sino de las que mejor se ajustaban a sus hábitos de lectura. En los primeros meses de la estancia de Ticknor en Europa, Jefferson le explicitó sus criterios bibliográficos. El 4 de julio de 1815, le escribe:
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“George Ticknor a Thomas Jefferson, 6 de marzo de 1815”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, . Véase nota 2. “Thomas Jefferson a De Bure Frères, 6 de junio de 1817”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, .
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Rolena Adorno Aprovechando la amable oferta de su ayuda para reemplazar algunos de los tesoros literarios que proporcioné al Congreso, he hecho un catálogo que va aquí adjunto. Se limita principalmente a aquellos libros cuya edición añade valor sustancial al asunto. Esto en cuanto a las traducciones, notas, et cetera, y otros comentarios, es pertinente principalmente a las obras clásicas. Pero mis criterios respecto al formato de los libros y la tipografía se aplican a todos: Soy aficionado al 8vo porque no es demasiado grande ni pesado para sostener en la mano y es a la vez lo suficientemente grande para quedarse abierto en la mesa según convenga.6
¡Un aplauso para el octavo! “No es demasiado pesado para la mano, pero es lo suficientemente grande para mantenerse abierto sobre la mesa”. Jefferson le confió a Ticknor la elección de las ediciones, como se menciona en su carta posterior a los libreros De Bure en París, recordándole esta única condición: “Solo sea tan bueno como para recordar mi aversión a los folios y 4tos, cuyo peso y tamaño quitan gran parte del mérito en la edición. La mano débil de un más que septuagenario sostiene con fatiga un folio o 4to, y quedarse sentado en una posición fija para leerlo en una mesa es igualmente fatigoso”.7 Por estar los ojos de nuestro anciano, pero juvenil lector, debilitados por el tiempo, Ticknor no debía olvidar que los criterios “del formato y la tipografía” eran primordiales. Estos comentarios de Jefferson, más que cualquiera de sus vastos escritos, en su mayoría epistolares, revelan con toda claridad que no era simplemente un coleccionista de libros, sino también un asiduo lector. Y tenía la intención, con la ayuda de Ticknor (y la de otros), de ser —como veremos— un lector hasta el final. En una de sus primeras cartas a Elisha Ticknor, Jefferson incluyó una para ser enviada al hijo de este; contenía una lista de libros que
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“Thomas Jefferson a George Ticknor, 4 de julio de 1815”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, . “Thomas Jefferson a George Ticknor, 8 de febrero de 1816”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, .
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comprar. Escrita solo un par de meses después de que Ticknor llegara a Europa, en ella Jefferson le explica al padre la confianza que tiene en su hijo por sus extraordinarios conocimientos bibliográficos, lo que había hecho que su oferta de ayuda fuera demasiado buena para dejarla pasar. Añadió un extraordinario elogio al predecir que jóvenes como Ticknor serían el futuro del país: No puedo pasar por alto la ocasión de felicitarle por ser padre de tal hijo. Sus talentos, su ciencia y sus excelentes determinaciones deben ser el consuelo de sus padres, ya que son la esperanza de sus amigos y de su país; y para los que se retiran del mundo y su labor, las virtudes y los talentos de los que vendrán después son objeto de una gratificación peculiar.8
Ese futuro se basaría en la educación superior. En este tema, Jefferson y Ticknor encontraron su segunda causa común, que coincide con sus proyectos bibliográficos. Fue en 1816, al segundo año de conocerse, cuando Ticknor y Jefferson comenzaron sus conversaciones sobre la educación superior en los Estados Unidos. Ticknor abrió la discusión el 15 de marzo de 1816, casi un año después de haber partido para Europa el 16 de abril de 1815. Elogió el progreso de las universidades alemanas, señalando que “tienen más profesores y autores ilustres en este momento, que Inglaterra y Francia juntos” y solicitó la opinión de Jefferson respecto a la enseñanza superior en América: “También lo tomaré como un gran favor, si me da su opinión sobre el futuro de la educación superior en los Estados Unidos y la mejor manera de promoverla; es un tema que ahora ocupa gran parte de mi atención”.9 El tema le interesaba a Ticknor porque estaba pensando en su anticipado nombramiento en
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“Peculiar” en este caso significa ‘particular’ o ‘especial’, no ‘extraño’. “Thomas Jefferson a Elisha Ticknor, 5 de julio de 1815”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, . “George Ticknor a Thomas Jefferson, 15 de marzo de 1816”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, .
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Harvard. Solo unos meses más tarde, el 26 de julio de 1816, el rector John Thornton Kirkland le escribió para informarle que la Corporación de Harvard había votado para aprobar la oferta de su nombramiento como “Smith Professor of the French and Spanish Languages and Literature, and of Belles Lettres” (Long 20). Jefferson, por su parte, había trabajado durante décadas para confeccionar un plan de educación pública para el estado de Virginia. Este incluía la educación superior, que consideraba uno de los medios esenciales para “erradicar todo vestigio de la aristocracia antigua y feudal y sentar las bases para un gobierno verdaderamente representativo” (Jefferson [1821] 1972: 51). En 1779 y 1780, sin embargo, la Cámara de Delegados de Virginia había rechazado repetida y rotundamente su “Proyecto de ley para una difusión más general del conocimiento”, “que él llegó a considerar más importante que cualquier otro medio para asegurar en el futuro la libertad y la gobernación democrática” (Peterson 23). Ticknor siguió insistiendo sobre la cuestión de la enseñanza superior cuando el 23 de abril de 1816 escribió a Jefferson, inspirado, como dijo, por “el estado y el espíritu de la enseñanza en Alemania”: “Estoy sumamente deseoso de cultivar el espíritu del desarrollo filosófico de los estudios literarios y de evitar que la erudición sea un trabajo mecánico y pesado; al contrario, quiero que sus mejores métodos se trasplanten a los Estados Unidos, en cuyo suelo libre y liberal creo que se beneficiarán, de inmediato, de una fructificación enriquecedora”.10 Después de recibir la oferta de Harvard en julio, Ticknor se encontró en un dilema. Buscando el consejo de su padre, le escribió unos meses después, el 9 de noviembre de 1816. Tenía tres preocupaciones. Primero, el salario ofrecido por Harvard era insuficiente. Si se casaba (como pretendía, pero sin novia en ese momento), necesitaría complementar los ingresos de Harvard para poder mantener a una familia. La segunda era el asunto, como lo llamó el joven Ticknor, de “la
10 “George Ticknor a Thomas Jefferson, 23 de abril de 1816”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, .
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parte española”. Este era para él “un nuevo tema de estudio” al que no había prestado “ninguna atención” desde que había llegado a Europa. Necesitaría pasar seis meses en España, el tiempo mínimo en el que podría adquirir un conocimiento respetable de la literatura española. En tercer y último lugar, si a sus padres les agradaría que se dedicara al “oficio y ocupación” de ser profesor. Ticknor adjuntó los borradores de dos cartas: una, aceptando la oferta de Harvard; otra, rechazándola, y pidió a sus padres, de cuyo apoyo financiero y moral dependía, que eligieran la que les complaciera, con la seguridad de que su elección le haría feliz (Ticknor 1876: vol. 1, 116-118). Fue durante este año de incertidumbre para Ticknor cuando recibió el plan educativo de Jefferson para el estado de Virginia, que incluía sus disposiciones para la fundación de una universidad. Jefferson le escribió antes del 6 de junio de 1817, anunciando que los legisladores de Virginia se han dedicado a planear instituciones docentes, retomando el plan que les propuse hace 40 años, como verá explicado en mis Notas sobre Virginia [1781-1785] […]. Proponen una escuela primaria en cada barrio o municipio, para la lectura, la escritura y la aritmética común; un college en cada distrito, que se supone de 80 o 100 millas cuadradas, para sentar las bases de las ciencias en general, a saber, las lenguas, la geografía y las ramas superiores de la aritmética; y una única universidad que abarque todas las ciencias que se consideren útiles en el estado actual del mundo. Esta última podría estar situada cerca de Charlottesville que, como usted sabe, está a la vista de Monticello.11
Para los colleges, Jefferson proponía el estudio de la lengua española entre los idiomas modernos. En este mismo sentido, anteriormente, en 1779, como miembro electo del Consejo de Visitantes de su alma mater, el College of William and Mary, y residente en Williamsburg como gobernador de Virginia, su propuesta para sustituir las lenguas
11 “Thomas Jefferson to George Ticknor [before 6 June 1817]”. Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, .
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modernas por la enseñanza del latín y el griego había sido aceptada. En una carta a Joseph Cabell décadas más tarde, el 22 de febrero de 1821, Jefferson recordó esos cambios: “Cuando era miembro del Consejo, en 1779, conseguí que se suprimieran las dos cátedras de Divinidad y de gramática [de latín y griego], y que se sustituyeran otras, de derecho y orden público, de medicina, anatomía y química, y de lenguas modernas” (Cabell 207; Honeywell 55-56). De manera similar, en el “Informe de los comisionados nombrados para elegir dónde situar la Universidad de Virginia, &c”, del 4 de agosto de 1818, Jefferson y sus colegas incorporaron el español al programa de estudios de lenguas modernas junto con el francés, el italiano, el alemán y el anglosajón (este último por su valor filológico para el inglés moderno): “[E]l español es muy interesante para nosotros, como lengua hablada por una gran parte de los habitantes de nuestros Continentes, con los que probablemente tendremos grandes relaciones dentro de poco; y es en el que también está escrita la mayor parte de la temprana historia de América” (Cabell 440; Honeywell 254-255).12 Estas son sin duda las palabras del propio Jefferson, ya que repiten y parafrasean las de las cartas que escribió a los jóvenes de su círculo en esos mismos años. Cinco meses después de que Jefferson compartiera con Ticknor su proyecto educativo para la Universidad de Virginia en junio de 1817, el 6 de noviembre de 1817, este envió desde Roma su carta de aceptación del nombramiento de Harvard (Ticknor 1876: vol. 1, 120). (Sus padres, obviamente, lo habían aprobado). Tres semanas más tarde, el 25 de noviembre de 1817, Jefferson retomó con Ticknor su plan para la universidad: Este último establecimiento estará probablemente a menos de una milla de Charlottesville, y cuatro de Monticello, si el sistema es finalmente adoptado por nuestra Cámara de Delegados, que se reunirá dentro de
12 “Rockfish Gap Report of the University of Virginia Commissioners, 4 de agosto de 1818”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019,
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una semana. Mis esperanzas, sin embargo, se mantienen a raya por el carácter ordinario de nuestras legislaturas estatales, cuyos miembros no suelen poseer información suficiente para percibir las verdades importantes, a saber: que el conocimiento es poder, el conocimiento es seguridad y el conocimiento es felicidad.13
“El conocimiento es poder”: esta cita revela una de las convicciones más firmes de Jefferson y también reconoce su comprensión de la lentitud del proceso democrático estadounidense que él había ayudado a crear. Todavía en Europa, pero pensando en su regreso a los Estados Unidos, Ticknor le escribe, repasando sus objetivos y preguntándose sobre sus expectativas para el futuro (había aceptado el nombramiento en Harvard casi un año antes). Comienzan a surgir las dudas de Ticknor sobre el puesto académico que había aceptado y le pide a Jefferson desde Madrid, el 10 de agosto de 1818, consejo sobre el tipo de acuerdos institucionales que deberían prevalecer en la universidad norteamericana: Cuando vine a Europa, me propuse adquirir un buen conocimiento de todas las literaturas de la Europa antigua y moderna […]. Mi objetivo ha sido conocer los fundamentos filosóficos del genio y la historia de cada una de estas literaturas y enviar a casa buenas colecciones de libros relacionados con la historia de sus lenguas y que representen toda la serie de sus elegantes literaturas […]. Todo este tiempo así pasado en Europa, lo considero un sacrificio del presente al futuro y lo que más deseo es, que este sacrificio sea útil a mi país […]. Y ahora la pregunta es: ¿qué haré con el conocimiento que me ha costado cuatro de los mejores años de mi vida? Para una vocación política no tengo ninguna ambición, ni siquiera un pensamiento y nunca lo he tenido. Si hubiera un departamento en el Gobierno general que se dedicara a la Instrucción Pública, podría buscar trabajo en él, pero no hay ninguno, & no hay ninguno ni siquiera en el gobierno de mi estado. Lo único que me queda, por lo tanto, parece ser
13 “Thomas Jefferson a George Ticknor, 25 de noviembre de 1817”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019,
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En esa ocasión, como sabemos, había aparecido, y Ticknor había aceptado el nombramiento de Harvard. (Queda abierta la pregunta de por qué no había estado dispuesto antes a compartir la noticia con Jefferson). Continúa y cierra su carta de la siguiente manera: Verá, señor, que he hablado con usted con gran libertad, tal vez con demasiada, pero la razón es que deseo enormemente que usted conozca mi situación exactamente como es y así quiero pedir su consejo y opinión sobre el mejor curso de vida para mí cuando llegue a mi hogar y empiece el mundo por segunda vez a la edad de veintisiete años, con una fortuna moderada, lo que me hace independiente, porque mis deseos son pocos […]. Si hay algo en todo esto que le resulte mínimamente inconveniente, ruego que sea como si nunca hubiera hablado de ello […]. Le ruego que les dé recuerdos al Coronel Randolph y a la Sra. Randolph con su familia, a quienes espero ver en Monticello, si me permite hacerle una visita allí poco después de mi regreso a casa. Adiós, mi estimado señor, y en el lenguaje del país donde en este momento estoy, ruego al cielo que le preserve muchos años, ya que todos los suyos son años de utilidad.15
Como si fuera una posdata, se apresura a añadir: “Casi había olvidado decir, cuánto me interesa el noble plan que ha formado para la educación en su Estado natal. Confío y creo que tendrá éxito, y ya preveo el placer de ser testigo de su felicidad al respecto”.16 Dos meses más tarde (dos días después de haber recibido esta última carta de Ticknor), Jefferson respondió el 25 de octubre de 1818
14 “GeorgeTicknor a Thomas Jefferson, 10 de agosto de 1818”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, . 15 Ibidem. 16 Ibidem.
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y, con sus “deseos más elevados que sus expectativas”, ofreció a Ticknor una cátedra en su futura institución, “libremente dotada bajo el nombre de ‘la Universidad de Virginia’”. Sugiere que Ticknor sería el candidato ideal para el cargo de “Ideología, Ética, Bellas Letras y Bellas Artes” y que encontraría el clima de Virginia más agradable que el de Massachusetts. A pesar de sus esperanzas de atraer a Ticknor a Virginia, admitía que tal resultado era improbable. Se excusó por haberse “permitido este ensueño de la forma más crédula”, atribuyéndolo a que el propio Ticknor soñaba despierto con un hipotético departamento del gobierno federal dedicado a la instrucción pública, y le aseguró que tal cosa no existía ni podría existir sin “una Enmienda de la Constitución, y para ello, y las leyes y medidas de ejecución necesarias, deben pasar largos años”. Pero añadió: “Mientras tanto, consideraremos que nuestra Universidad sea la institución que provea sus provisiones y quizás sustituya su falta”.17 ¿Cómo concibió Jefferson el posible nombramiento de Ticknor como profesor de Ideología, Ética, Bellas Letras y Bellas Artes? En el “Informe de los comisionados nombrados para elegir dónde situar la Universidad de Virginia, &c”, Jefferson y los otros veinte comisionados, entre ellos, James Madison, habían ideado diez ramas de estudios: la décima de ellas se llamaba Ideología, que definieron como “la doctrina del pensamiento” y que incluía la gramática general, que explicaba “la construcción del lenguaje”; la ética, que consistía en “las pruebas del ser de un dios, el creador, preservador y gobernante supremo del universo, el autor de todas las relaciones de la moralidad y de las leyes y obligaciones que de ellas se derivan”, y las bellas artes, es decir, el estudio de la historia de las artes plásticas.18
17 “Thomas Jefferson to George Ticknor, 25 de octubre de 1818”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, . 18 “Rockfish Gap Report of the University of Virginia Commissioners, 4 de agosto de 1818”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, .
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Desde Edimburgo, cuatro meses después, el 13 de febrero de 1819, Ticknor escribió su respuesta a Jefferson sobre la oferta de la cátedra virginiana, citando las necesidades de su anciano padre en su casa de Boston y mencionando, aparentemente por primera vez, su compromiso de ofrecer conferencias en Harvard. Al mismo tiempo, le ofreció a Jefferson sus servicios para contribuir de cualquier otra forma al éxito de la nueva Universidad de Virginia, cuya existencia, según él, tendría un efecto saludable, como “el medio para estimular, mediante una rivalidad poderosa y peligrosa, la emulación de nuestro College of the North, que durante tanto tiempo ha sido en sí mismo el primero en reputación”; así, la existencia de la rival universidad sureña “no dejaría de tener un buen efecto sobre la indolencia” de la universidad alojada en Massachusetts (cit. en Long 25-26). Ticknor llegó a su casa en junio y, el 10 de agosto de 1819, asumió formalmente su cargo en Harvard, ofreciendo como parte de su incorporación académica el requerido discurso inaugural (Ticknor 1876: vol. 1, 319). Jefferson, no sorprendido por la decisión de Ticknor y viéndolo ahora como un joven académico en una “institución afín”, le escribió en la víspera de Navidad de 1819: La liberalidad con la que ve nuestra institución afín es lo que esperaba de usted. No podía imaginar que la única Universidad de Cambridge, y que está tan cerca del extremo noreste de nuestra Unión, pudiera ser suficiente para un país tan extenso como el nuestro. No somos, pues, rivales, sino compañeros de trabajo en el mismo campo, donde la cosecha será grande, pero los labradores, pocos. (cit. en Long 28)
“Compañeros de trabajo en el mismo campo, donde la cosecha será grande pero los labradores, pocos”: Jefferson y Ticknor emergen plenamente como colegas, ya no como mentor y discípulo. En el transcurso de los siguientes años, estos “compañeros de trabajo” compartieron entre sí sus proyectos a medida que se desarrollaban. El 16 de junio de 1823, Ticknor envió a Jefferson su recién publicado Programa de un Curso de Conferencias sobre la Historia y la Crítica de la Literatura Española, citando en la carta adjunta su gran deseo de que le ofreciera su opinión al respecto:
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Nadie en este país, entre mis conocidos, tiene tantos conocimientos sobre este tema como usted —nadie tiene una visión tan amplia y liberal de los principios generales sobre los que debe establecerse una universidad y su enseñanza— y, por lo tanto, estoy muy ansioso por saber cómo considerará usted mis esfuerzos en esta empresa, que es la que sé que usted también alberga en su corazón. (cit. en Long 31)
Un mes más tarde, el 16 de julio de 1823, Jefferson le envió a Ticknor un dibujo de la planta de la Universidad de Virginia, que le daría una idea de la disposición del campus, pero no de su arquitectura. El grabado en cuestión, notó Honeywell (78), puede ser el dibujado por Jefferson y retocado por su nieta, Cornelia J. Randolph. En la misma carta, Jefferson expresó su esperanza de que el programa de estudios ideado por Ticknor se convirtiera en el modelo de instrucción en su propia universidad. En cuanto a este programa, Jefferson le informó a Ticknor de que el de la Universidad de Virginia, con respecto al de Harvard, ciertamente variaría, al no mantener a todos los estudiantes en un curso de lectura prescrito ni obligarlos al estudio exclusivo de las materias que debían calificarlos para sus vocaciones: Por el contrario, les permitiremos la elección libre de las conferencias que elijan para asistir, y sólo se les exigirá una calificación elemental y una edad suficiente […]. La insubordinación de nuestra juventud es ahora el mayor obstáculo para su educación. Podemos disminuir la dificultad, quizás, evitando demasiado gobierno, no requiriendo ninguna observancia inútil —ninguna que simplemente multiplique las ocasiones de insatisfacción, desobediencia y revuelta—, refiriéndose a los menos graves de ellos la disciplina menor y a los más graves a los magistrados civiles, como en Edimburgo. En este sentido, estoy deseoso por conocer las prácticas de otras instituciones, ya que he tenido poca experiencia en la gobernación de la juventud. (cit. en Long 31-32)
Jefferson le pidió a Ticknor que le enviara los estatutos reglamentarios de Harvard, pero, en una carta del 25 de diciembre de 1823, este se abstuvo de hacerlo, sugiriendo en su lugar enviar su propio esquema de un plan general de reformas académicas en el que había estado trabajando, en contra de la oposición de sus colegas de Har-
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vard, desde el verano de 1821. Incluía una revisión de los reglamentos académicos y su administración en cuanto a la “organización de los departamentos; la libertad en la elección de estudios, especialmente para los estudiantes que no deseaban obtener un título; la separación de los estudiantes en divisiones según su competencia; la mejora de la calidad de la enseñanza, y una ampliación general de la función de la institución y la esfera de su acción” (cit. en Long 32-33). Al simpatizar con el pensamiento de Ticknor, varios meses después, el 15 de agosto de 1824, Jefferson escribió: Lamento oír hablar del cisma dentro de los muros de Harvard, pero no me sorprende. Tienen una buena cantidad entre ustedes de “levadura eclesiástica”. El espíritu de esa orden es temer y oponerse a todo cambio, estigmatizándolo bajo el nombre de innovación —pero sin innovación deberíamos seguir siendo habitantes del bosque, bestias entre bestias—. La paciencia, la presión, tan constante como la propia fuerza física de la gravedad, pueden por sí solas impulsar al hombre a la felicidad de la que es capaz. (cit. en Long 33)
Si Jefferson no tenía experiencia “en la gobernación de la juventud”, las más de tres décadas de su vida pública le sirvieron para reconocer la “levadura eclesiástica” que obstaculizó las perspectivas de sus pares y sucesores. Pero sabía que el problema no eran los puritanos de Nueva Inglaterra, porque lo había visto en Virginia y en todas “nuestras legislaturas estatales, cuyos miembros generalmente no poseen información suficiente para percibir las verdades importantes, que el conocimiento es poder, es seguridad, es felicidad”.19 Como es evidente, el campo de batalla que Jefferson y Ticknor compartían, ahora como camaradas e iguales, al final de la vida de Jefferson y en plena madurez de Ticknor, fue el de la educación. Con casi medio siglo de diferencia de edad, tenían una causa común en la búsqueda de los valores liberales de la educación, con la firme
19 “Thomas Jefferson a George Ticknor, 25 de noviembre de 1817”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, .
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creencia de que una ciudadanía formada era la condición necesaria para la libertad. En diciembre de 1824, Ticknor hizo su segunda y última visita a Monticello, casi una década después de la primera. Ya casado y profesor universitario, fue con su esposa, Anna Eliot, de Boston a Washington, desde donde fueron acompañados por Daniel Webster, para pasar dos días con James Madison en Montpelier y cinco con Jefferson en Monticello (Long 34). En ese momento, Ticknor llevaba cinco años en la facultad de Harvard, mientras que Jefferson estaba totalmente absorto en los preparativos para la apertura de la Universidad de Virginia, uno de los tres logros de su vida por los que esperaba ser recordado.20 Al escribir a su amigo William Hickling Prescott desde Monticello el 16 de diciembre de 1824, Ticknor describió el campus de la Universidad de Virginia: “Tienen, para empezar, un conjunto de edificios más hermoso que cualquier recinto arquitectónico de Nueva Inglaterra, y que es más apropiado para una universidad de lo que se podría encontrar, tal vez, en cualquier otro sitio del mundo”. En cuanto a “los detalles del sistema curricular hablaré mucho cuando te vea. Es más práctico de lo que temía, pero no tanto como para sentirme satisfecho de su éxito. Sin embargo, es un experimento que vale la pena intentar, y al que deseo fervientemente los más felices resultados” (Ticknor 1876: vol. 1, 348). Ticknor temía que el plan académico no fuera lo suficientemente práctico para asegurar su éxito. En un conmovedor retrato en la misma carta, describió a Jefferson con gran afecto, señalando la involucración del ahora octogenario en la nueva universidad, cuyo éxito “sería en verdad un hermoso final
20 En el epitafio que Jefferson compuso para su lápida —un obelisco hecho de piedra bruta según su deseo para que los ladrones no se vieran tentados a robarlo por el valor de sus materiales— se lee: “Aquí fue enterrado Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Independencia, del Estatuto de Virginia para la Libertad de Religión y padre de la Universidad de Virginia”. (“Thomas Jefferson: Design for Tombstone and Inscription, before 4 July 1826, 4 de julio de 1826”, Founders Online, National Archives, consultado el 29 de septiembre de 2019, ).
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para su vida. Ahora tiene ochenta y dos años, muy poco cambiado con respecto a lo que era hace diez años: muy activo, animado y feliz, cabalgando de diez a quince millas todos los días y hablando abierta y muy agradablemente sobre todos los temas” (348-349). También observó que Jefferson tenía poco interés en la política, leyendo solo el Richmond Enquirer de mala gana. Por otra parte, “en todos los asuntos de literatura, filosofía y de interés general, es de buen ánimo e incluso entusiasta. Lee mucho griego y sajón. Vi su Léxico Griego, impreso en 1817; estaba muy desgastado por el uso y contenía muchas notas curiosas” (349). Al cerrar su carta a Prescott, resumió sus impresiones sobre Jefferson: “El Sr. Jefferson parece disfrutar mucho de la vida, y muy racionalmente; pero dijo bien de sí mismo la otra noche: ‘Cuando no pueda leer ni montar, mucho desearé entregar el alma’. Creo que él tiene una buena oportunidad para disfrutar de ambos pasatiempos, aún nueve o diez años” (349). “Cuando no pueda leer ni montar, mucho desearé entregar el alma”. Este comentario debe haber conmovido a Ticknor y puede que fuera la razón por la que se negó a aceptarlo: “Creo que ofrece una buena oportunidad para disfrutar de sus actividades predilectas, por nueve o diez años”. Había visto a Jefferson como mentor, pero ahora compartía con él una profunda preocupación por el progreso en la educación superior, uno, trabajando en Cambridge; el otro, en Charlottesville. La inauguración oficial de la Universidad de Virginia tuvo lugar el 7 de marzo de 1825, y el 28 de marzo Ticknor escribió a Jefferson, lamentando la falta de progreso de la reforma curricular en Harvard (Long 36-37). El último intercambio entre ambos intelectuales parece haber tenido lugar el 10 de mayo de 1825, con una carta de Ticknor a Jefferson; se refiere al tema de los programas académicos liberales que ambos trataron de establecer: Recibí debidamente su favor del 12 de abril con una copia de los estatutos de su nueva Universidad. Es motivo de gran felicitación que usted comience su empresa bajo tan favorables auspicios, y ahora sólo podemos desear que todo salga bien según sus esperanzas. Estaré muy ansioso por recibir seguidamente información sobre su progreso y muy
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agradecido por cualquier cosa que esté en su poder proporcionarme. A cambio, espero poder enviarle pronto buenas noticias sobre los cambios y acuerdos beneficiosos que quiero ver implementados en nuestro College en Cambridge. (cit. en Long 37)
Desafortunadamente, Ticknor recibió una persistente oposición por parte de la facultad de Harvard, como revela en sus Observaciones sobre los cambios propuestos o adoptados recientemente en la Universidad de Harvard, una breve monografía de cuarenta y ocho páginas firmada por él el 23 de septiembre de 1825. Ticknor la concluyó observando que “nuestras mejores instituciones educativas pueden fácil y sabiamente acomodarse al espíritu y las necesidades de los tiempos en que vivimos”, pero advierte que, con la fundación de nuevas universidades, las más antiguas se quedarán atrás si se vuelven “cada vez más duras en sus antiguos hábitos y sistemas”, con el resultado de que “en lugar de ser capaces de situarse a la cabeza de los cambios venideros y dirigir su curso, serán las primeras víctimas del espíritu del progreso” (Ticknor 1825: 46). Poco después, en 1827 (un año después de la muerte de Jefferson), las propuestas de Ticknor fueron modificadas y casi abandonadas; solo en su departamento permanecerían en vigor (Long 38). Ticknor había sufrido dos grandes pérdidas: la muerte de su estimado amigo y “compañero de trabajo” y su fracaso para asegurar una amplia reforma educativa en Harvard. En 1835 renunció a su puesto y se dedicó a escribir su abarcadora e influyente Historia de la literatura española, que apareció en 1849, publicada por Harpers en Nueva York y John Murray en Londres (Ticknor 1876: vol. 2, 255). Casi medio siglo después de que Ticknor se jubilara de Harvard (y una década después de su muerte, ocurrida en 1871), el rector de dicha universidad, Charles William Eliot (1834-1926), recordado por haberla transformado en una institución de investigación preeminente, en su informe correspondiente al año académico 1883-1884 elogió a Ticknor como un reformador académico “cincuenta años antes de su tiempo” (Long 38). Ante sus dudas sobre si aceptar o no el puesto en Harvard, sus esfuerzos por reformar su plan de estudios y su devoción constante a la
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causa de la educación superior en beneficio del país, Ticknor recurrió a Jefferson en busca de consejo y de reafirmación en sus convicciones compartidas. A su vez, este acudió a Ticknor para que le ayudara a renovar su biblioteca personal, mientras que el joven creaba la suya propia. Ticknor también le ofreció a Jefferson inspiración para reunir un profesorado universitario ilustrado; para este, Ticknor era su modelo preferido y candidato predilecto. Fue una amistad respetuosa, intensa y sostenida en el tiempo. Si de joven, Ticknor había caracterizado a Jefferson por su “amor a los libros antiguos y a la sociedad joven”, algo semejante podría decirse del propio Ticknor, ya que vivió y trabajó al servicio de la vida erudita.
Bibliografía Cabell, Nathanial Francis (ed.) (1856). Early History of the University of Virginia as contained in the letters of Thomas Jefferson and Joseph C. Cabell. Richmond: J.W. Randolph. Honeywell, Roy J. (ed.) (1931). The Educational Work of Thomas Jefferson. Cambridge: Harvard University Press. Jefferson, Thomas (1760-1819). The Papers of Thomas Jefferson. Disponible en: . — ([1779] 1950]. “A Bill for the More General Diffusion of Knowledge, 18 June 1779”. En Thomas Jefferson, The Papers of Thomas Jefferson, vol. 2, 1777-18 June 1779. Disponible en: . — ([1821] 1972). Autobiography. En Thomas Jefferson, The Life y Selected Writings of Thomas Jefferson. New York: Modern Library, pp. 3-114. Long, Orey William (1933). Thomas Jefferson y George Ticknor: A Chapter in American Scholarship. Williamstown: McClelland Press. Looney, J. Jefferson (ed.) (2011). The Papers of Thomas Jefferson, vol. 8, 1 October 1814 to 31 August 1815. Princeton: Princeton University Press.
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España, los españoles y Ticknor en sus Diarios de viaje (1818) Antonio Martín Ezpeleta
El ilustrado y romántico George Ticknor escribió unos heterogéneos diarios durante el viaje por Europa que inició en 1815, cuando contaba con veinticuatro años y acababa de completar sus estudios de Magistratura y Lenguas Clásicas. Estos diarios mostraban una mezcla de noticias biográficas con los apuntes sobre los aspectos que en aquel momento le llamaban más la atención, y que podían ir desde la descripción de una institución, como la Universidad de Gotinga, donde estudió muy intensamente, hasta la glosa de sus lecciones sobre literatura, estudios sobre la historia del continente europeo o impresiones o pensamientos elaborados sobre el espíritu del pueblo o las particulares costumbres de un país. Estos últimos asuntos, precisamente, son los más importantes en la parte dedicada a España de sus diarios, a cuyo análisis dedicamos las siguientes páginas.1
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Este trabajo recoge el texto preparado para la conferencia con el mismo título en el marco del coloquio “Ticknor & Huntington: Establishing Hispanism in
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Antonio Martín Ezpeleta
Así, partiendo de estos Diarios de viaje por España,2 escritos por George Ticknor entre abril y octubre de 1818, se repasa la trayectoria biográfica del ilustre intelectual de Boston en esta etapa de su vida, que explica en buena medida su vocación hispanística y trabajos como su History of Spanish Literature (1849), a la sazón, la primera Historia de la literatura española. Pero estos Diarios de viaje por España son ante todo una feliz oportunidad para observar el proceso que supone la explicación ingenua y a la vez culta de la cultura española a la luz de las teorías sobre el carácter nacional. Unas teorías que estaban en ebullición en esas primeras décadas del xix, cuando se estaban aplicando las Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad de Herder (1784-1791) y su definición del Volksgeist o espíritu de los pueblos a la literatura, a partir de entonces literatura nacional.3
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the United States”, organizado por el Department of Spanish and Portuguese de Dartmouth College. En 2012 publiqué, bajo el título de Diarios de viaje por España (Ticknor 2012), una edición crítica que traducía al español los manuscritos del autor de Boston y daba a la luz pasajes inéditos. El estudio introductorio (xi-cii) presenta la biografía intelectual de George Ticknor y analiza aspectos sobre la génesis y los temas incluidos en los diarios que en las siguientes páginas reaparecerán. Por lo que respecta al asunto medular de la reflexión en torno a la idea nacional de lo español y el carácter de los españoles, también guarda deudas el presente trabajo con uno anterior (Martín Ezpeleta 2010). Remito, por último, al apartado bibliográfico del estudio preliminar citado para completar un acercamiento a estos temas, que puede enriquecerse, entre los innumerables trabajos sobre los mismos, con los repertorios de García-Romeral Pérez (2004) y Ortas Durand (2005) sobre los viajeros románticos a España y la bibliografía compendiada en los excelentes estudios de Jaksić (2007) y Kagan (2002) sobre los orígenes del hispanismo norteamericano. La bibliografía sobre este tema es inabarcable. Solo cito ahora el muy documentado panorama de Álvarez Junco (2001) sobre la conceptualización de España en el xix, que subsume estudios clásicos como los de Caro Baroja (1970) y otros, y que cabe confrontarse con el ensayo de Fusi (2000). Entre los estudios más centrados en el asunto literario, se encuentran los de Abad Nebot (1983), Fox (1997), Mainer (2000), Pozuelo Yvancos (2000), Ramos Corrada (2001), Romero Tobar (2006), Martín Ezpeleta (2008) o, entre otros, Pérez Isasi (2008). El mejor acercamiento al tema de la literatura nacional española es el que ofrecen las obras colectivas Historia literaria/Historia de la literatura (Romero Tobar
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El hecho es que la mezcla de esta conceptualización de la cultura con las experiencias del atento Ticknor genera unas frescas y vivas reflexiones en sus diarios sobre el paisaje y el paisanaje españoles en un momento crítico de la historia de España, tras la guerra de Independencia contra los franceses, el exilio de grandes intelectuales y el regreso del absolutismo. La curiosa mirada del viajero Ticknor proporciona así un impagable documento de todo ello, que brinda además claves interpretativas sobre el mito de Carmen o la leyenda negra de España, asuntos todavía presentes en el debate que tiempo después se dio en llamar “el ser de los españoles”. Pero comencemos con unas breves notas que terminen de contextualizar la génesis de estos diarios de viaje y su relación con obras afines.
Los diarios, compañeros de viaje George Ticknor, como todo romántico en su grand tour que se precie, escribía unos memorandos durante su periplo europeo, que, pasados a limpio por el mismo autor, son los manuscritos intitulados Journals que en siete volúmenes se conservan en la Universidad de Darmouth y microfilmados en la Widener Library de Harvard. Ticknor dejó escrito en una nota introductoria que esos cuadernillos originales se perdieron, pero que incluían anotaciones tomadas en cualquier sitio y no siempre elaboradas: Los siguientes nueve volúmenes, aunque muchas de sus partes no están escritas de manera descuidada, contienen meramente un recuento interrumpido, imperfecto y desarticulado de cómo pasé una parte de mi vida desde que embarqué en Boston hacia Europa el dieciséis de abril de 1815 hasta mi vuelta a casa el seis de junio de 1819. El principal objetivo de estos cuatro años de ausencia era encontrar formas de educación y cultura mejores que las que podía obtener en casa; pero, en cuanto al uso que hice de estas formas, aquí casi no doy noticia.
2004) y Literatura y nación. La emergencia de las literaturas nacionales (Romero Tobar 2008).
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Antonio Martín Ezpeleta Este no era el lugar apropiado para ello. No obstante, este objetivo ocupó casi todo mi tiempo y es, por tanto, solo una pequeña porción del resto, solo de esa parte que dediqué a viajar, la sociedad y los divertimentos, de las que he hablado por extenso en estos diarios. Todo fue escrito en tiempo presente, dondequiera que paraba tiempo suficiente para hacerlo, a partir de los pequeños memoranda escritos en el mismo lugar en pequeños cuadernos que llevaba conmigo. No obstante, antes de ir a los países que tenía intención de visitar, recopilé en otros cuadernos manuscritos todos los hechos estadísticos, históricos y geográficos relativos a estos países que pude. Esto no fue tarea fácil. (Ticknor 2012: 3-4)4
Esto último es algo que todavía se puede reconocer en los textos que nos han llegado, que, no obstante, no sería extraño que sufrieran un proceso de enriquecimiento al pasarse a limpio,5 pues son muy numerosas las citas a obras e incluso referencias bibliográficas que trufan la peripecia narrativa con notas eruditas y reflexiones de corte ensayístico, que completarían esas primeras notas geográficas e históricas de que habla.6 Con todo, la frescura del texto se conserva, pues se narra desde el momento en que se produjeron los acontecimientos, sin propiciar un desdoblamiento del autor que juzga a partir de una etapa posterior a lo sucedido.
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Esta nota, que permanecía inédita hasta la edición de 2012, donde se incluye a manera de prólogo, está firmada de puño y letra por el propio Ticknor, aunque presumiblemente no fue manuscrita por él. La cita de obras posteriores al viaje es el mejor argumento. Entre estas, algunas muy representativas, como el diario A Year in Spain (1829), de Alexander Slidell Mackenzie, o los famosos Tales of the Alhambra, de Washington Irving (1932). Ticknor había leído varios clásicos españoles y obras relativas a España, que iban desde la Historia natural de Plinio el Viejo a los diarios de viaje más recientes. Entre estos, el que le sirve de verdadera guía son los primeros volúmenes del Voyage pittoresque et historique en Espagne (París, 1806-1820, 4 vols.), del marqués de Laborde, que, además de procurar información científica de primera mano sobre la arqueología e historia de España, ejerció una gran influencia en la fijación de los tópicos y de los estereotipos culturales de los viajeros románticos que durante el siglo xix visitaron la Península Ibérica. No sería extraño tampoco que Ticknor conociera también el importante Viage de España o cartas en que se da noticia de las cosas mas apreciables y dignas de saberse que hay en ella (1772-1794, 18 vols.), de Antonio Ponz, que se convirtió en una especie de muy erudita guía de viajes.
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A lo mejor esta es la razón por la que Ticknor no tuvo intención de publicarlos, acaso pensando que era un borrador de una obra de otro corte. Pero tampoco tuvo inconveniente en que, bastantes años después de su redacción, su amigo Hillard, ayudado por algunos otros estudiosos, preparara una antología de todos los diarios y su correspondencia, Life, Letters and Journals of George Ticknor (1876), que vio la luz poco después de su muerte en 1871. Esta obra en dos volúmenes ha sido la gran fuente de información autobiográfica de Ticknor y en este sentido se ha reeditado en varias ocasiones.7 El hecho es que George Ticknor anticipó la condición de viajero a España e hispanista a norteamericanos coetáneos como Washington Irving, William H. Prescott8 o Henry Wadsworth Longfellow, quien, además de escribir unas interesantes reflexiones sobre su
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En relación al caso de la parte dedicada al viaje por España, cabe matizarse que Ticknor sí que dio a la prensa una pequeña parte, concretamente la relacionada con la fiesta nacional de los toros. Esta fue ligeramente reelaborada y publicada —sin firma— como apéndice a una reseña de un libro de viajes (“Amusements in Spain. Recollections of the Peninsula”, 1825; que reseñaba este libro de viaje de Moyle Sherer, publicado por primera vez en 1823), que apareció en la North American Review. En la edición de 2012 se cotejan los dos textos en las notas. Dejando de lado este artículo, las antiguas ediciones de los diarios de viaje de George Ticknor por España son dos. De un lado, la citada Life, Letters, and Journals of George Ticknor (1876; lo relacionado con el viaje a España se extiende poco más de medio centenar de páginas: Ticknor 1968: vol. 1, 185-249), y, de otro, la edición de Northup Ticknor’s Travels in Spain (Ticknor 1913), que recupera algunos fragmentos e incluye una introducción. La traducción a cargo de Antonio Dorta, titulada Diario (Ticknor 1952), solo presenta sobre España diez páginas y está llevada a cabo a partir de los diarios publicados en inglés citados. En fin, hasta la edición de 2012 el lector tenía que combinar las lecturas de la antología y la edición de Northup, que seguían dejando episodios del viaje interrumpidos, rompiendo el carácter de diario, pues no siempre se incluían los típicos titulillos y datas que suelen encabezar los textos. Por cierto, qué probable es que fuera Ticknor quien le diera el chivatazo a Prescott, prácticamente su discípulo, de que en el Archivo de Indias en Sevilla había materiales riquísimos para historiar la época de los Reyes Católicos, tal y como hizo en Historia de los Reyes Católicos. Por su parte, Ticknor, según figura en los Diarios de viaje por España, se divirtió investigando en estos Archivos de Indias la vida de Hernando de Colón, hijo de Cristóbal Colón (2012: 196-200).
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periplo europeo (Outre-mer, 1830-1835), sucedió a Ticknor como catedrático en el Departamento de Lenguas Romances en Harvard. Pero también la incursión del autor de History of Spanish Literature por la Península Ibérica es anterior a la de otros famosos viajeros románticos, como Prosper Mérimée, que publicó sus primeros textos sobre España, sus Lettres d’Espagne, durante su viaje a la Península Ibérica en 1830 (Carmen no apareció hasta 1845); Théophile Gautier, cuyo Voyage en Espagne data de 1840, o, en fin, los británicos George Borrow y Richard Ford, que no publicaron sus relevantes The Bible in Spain y Gatherings from Spain hasta 1843 y 1846 respectivamente. Pero la historia de Ticknor y España no hubiera sido la misma si, estando nuestro autor engolfado en sus estudios en Gotinga, no hubiera recibido la invitación de la Universidad de Harvard de que impulsara la fundación de un departamento de lenguas romances, cuya respuesta dejó en manos de su padre, a quien envió dos cartas, una de aceptación y otra de renuncia, para que remitiera la que considerara oportuna. Finalmente, Ticknor aceptó el puesto con las condiciones de que le dieran dinero para comprar libros en Europa y crear una biblioteca de obras españoles y francesas, sobre todo, y que le permitieran seguir viajando unos meses por Europa para conocer con profundidad España y su idioma. Así, Ticknor visitó la Península Ibérica al poco, en la primavera de 1818, cambiando el itinerario original que tenía planificado recorrer, por ejemplo, Grecia, y permanecer más tiempo en Italia. En España se afanó en perseguir su esencia en los comportamientos sociales y la cultura, analizando pormenores de monumentos, conversando con lugareños, estableciendo amistades con intelectuales que luego le ayudarían a adquirir libros (véase sobre estas pasiones bibliográficas las cartas a Pascual de Gayangos: Ticknor 1927) e iniciando, en suma, un camino de reflexión sobre España, los españoles y su cultura al que dedicó prácticamente toda su vida. Téngase en cuenta que, antes de entrar en Europa, Ticknor ya admiraba su gloriosa historia y sus grandes escritores, como deja constancia en sus diarios. Así, se nos informa de que había leído con gran gusto De l’Allemagne (1813), de Madame de Staël (véa-
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se la edición del viaje por Alemania: Ticknor 2009), por ejemplo, y, sobre España, los diarios de Christian August Fischer (Reise von Amsterdam über Madrid und Cadiz nach Genua in den Jahren 1797 und 1798, 1799) o Alexander von Humboldt (Voyages aux régions équinoxiales du nouveau continent fait en 1799-1804, 1807). Pero, sin duda, el paso por España le dejó todavía una admiración mayor: su carácter nacional, que encontraba especialmente en el pueblo llano, el que había luchado abnegadamente tan solo cuatro años antes de su visita contra los franceses en la guerra de la Independencia. Toda esta admiración fue canalizada en sus clases en Harvard, para las cuales preparó unos apuntes ordenados en un Syllabus of a Course of Lectures on the History and Criticism of Spanish Literature (1823), que finalmente se transformaron y enriquecieron hasta convertirse en una Historia de la literatura española en cuatro tomos, casi dos mil páginas que, para disgusto de los eruditos españoles,9 suponía un
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La historia de los reproches de estudiosos españoles a los investigadores extranjeros da para un enjundioso libro. El capítulo sobre la historiografía literaria española incluiría estas chovinistas palabras de Clarín, discípulo del gran catedrático Amador de los Ríos, cuya Historia crítica de la literatura española salió unos años después de la de Ticknor, en uno de sus escritos publicados en La Ilustración Ibérica en 1886 y luego recogido en Mezclilla, de 1889 (nótese la mención a las preferencias religiosas de Ticknor): Es, en fin, Ticknor una medianía muy aplicada, simpático en sus medias tintas, a veces elocuente en capítulos determinados y de fácil exposición; pero no pasa de la categoría de cronista ilustrado, digno siempre de ser leído, pero no con tanta admiración como algunos pretenden. Por lo demás, los que entienden algo de estas cosas, declaran que el trabajo de Ticknor, como obra técnica de erudición histórica, es defectuosísimo; confúndense allí los tiempos, déjanse grandes lagunas, se adoptan precipitadamente conclusiones temerarias, falsas muchas, sin contar con que el espíritu protestante y algo estrecho del autor le hacer parcial a veces, y le obliga a predicar inoportunamente (Alas 1126). Lo cierto es que, casi doscientos años después, el manual de Ticknor sigue siendo consultado por especialistas en la literatura áurea, sobre todo, y que su gran erudición sirvió para la redacción de otros manuales posteriores.
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hito fundacional para la historiografía literaria española.10 Es muy sintomático que en el prólogo de esta obra se recuerde el viaje de 1818 en estos términos: En el año de 1818 recorrí mucha parte de España, y pasé algunos meses en Madrid: mi objeto al hacer este viaje fue aumentar los escasos conocimientos que ya tenía de la lengua y literatura de aquel país, y adquirir libros españoles, que siempre han sido raros en los grandes mercados de librería de la Europa: en algunos puntos, mi visita correspondió al objeto que me había propuesto, en otros no. Verdad es que algunos de los libros que más falta me hacían no tenían entonces la estimación y aprecio que ahora tienen en España, por causa sin duda de la situación violenta y anómala del país; y si bien es cierto que algunos literatos se hallaban en situación de complacer y auxiliar la curiosidad de un extranjero, también lo es que su número era muy corto, por efecto de las persecuciones políticas; y además era difícil entablar relaciones con ellos, porque vivían aislados, sin mutua comunicación y casi totalmente abstraídos del trato de la sociedad que los rodeaba. (Ticknor 1851-1856: vol. 1, i)
Pero pasemos ya a describir la imagen de los españoles que nos brindan estos Diarios de viaje por España. 10 Su legado estaría inconcluso si no se recordara que la base de esa Historia de la literatura española fue su afición a coleccionar y catalogar obras literarias españolas, que le llevó a formar una riquísima biblioteca (Whitney 1923), donde se encuentran primeras ediciones de los autores más importantes de los Siglos de Oro, pero también originales manuscritos, como El castigo sin venganza, de Lope de Vega (1631), por ejemplo. El acceso a esta biblioteca, según dejó estipulado, es libre para todo el que esté interesado, rompiendo una lanza por la democratización de la cultura. Su ubicación en la Biblioteca Pública de Boston, la primera de este tipo y cofundada por él mismo, es otro hito sobresaliente en su vida, que lo convierte, junto con sus estudios sobre la literatura española, en una figura sobresaliente del hispanismo y una eminencia en el selecto grupo de intelectuales norteamericanos de Nueva Inglaterra, los denominados Brahmanes de Boston, aquellos intelectuales hijos de familias protestantes (Samuel Adams, Washington Irving, Washington Montgomery…) que lucharon por enriquecer su país tomando como ejemplo las grandes potencias europeas.
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España, compañera de Ticknor El 30 de abril de 1818, Ticknor entró por La Junquera a España (antes había estado en Alemania, Austria, Italia y Francia), donde permaneció hasta finales de octubre. Se convertía así en uno de los primeros viajeros románticos norteamericanos en la Península Ibérica, según queda advertido. Como nos informan sus Diarios de viaje por España, la aprensión que suscitaba a los viajeros extranjeros un país famoso por sus bandoleros y asaltacaminos, así como por sus problemas de transporte o alojamiento, de los que Ticknor se queja recurrentemente, fue contrarrestada con la satisfacción de aprender in situ la apasionante cultura española y con poder presenciar muestras del carácter nacional español. Este último asunto vertebra sus diarios. En los siete meses que van desde abril a finales de octubre de 1818, Ticknor recorrió varias provincias españolas (Gerona, Barcelona, Lérida, Zaragoza, Madrid, Segovia, Toledo, Jaén, Córdoba, Granada, Málaga, Cádiz y Sevilla), visitando numerosos monumentos (la Seo de Zaragoza, el Escorial, la Mezquita de Córdoba…), contemplando paisajes que lo subyugaron (el amanecer en Granada,11 la fusión de
11 Este es uno de los pasajes más cuidados estilísticamente de los Diarios. Ticknor había disfrutado de la contemplación del paisaje de Granada por la tarde y, decepcionado al quedarse sin luz al anochecer, regresa antes de que amanezca para ir descubriendo los colores, los sonidos y la belleza, en definitiva, de la que fuera capital nazarí: La mañana siguiente, a las cinco y media, estaba de nuevo en la cima del Generalife, con mis ojos fijos otra vez en el mismo escenario y paisaje encantador. La mañana fue tan bella como lo había sido la tarde. La llanura se iluminó gradualmente y, más allá, las montañas pasaron del gris al púrpura, y del púrpura al oro, mientras yo las observaba detenidamente. Los pájaros estaban por todas partes regocijándose del retorno del día en las arboledas y jardines de la Alhambra, tan alegres como si fuera aún la capital elegida para el lujo árabe. Y los conventos de la ciudad y sus alrededores, justo en ese momento, llamaban a maitines. Así, de los más cercanos pude captar los tonos del órgano y del coro; mientras de los más lejanos, el tañer de la campana casi había muerto antes de que pudieran alcanzarme los golpes de la brisa de
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mares en Gibraltar…), conociendo a personalidades de la España de entonces (el rey Fernando VII, los aristócratas de la Casa de Alba, intelectuales como el pintor Madrazo….), pero, sobre todo, las clases sociales bajas, donde a su juicio se manifiesta más claramente el carácter nacional. Por esta razón y por su falta de educación y decoro, Ticknor no muestra tanto interés por la aristocracia, los políticos, la Corte o el propio rey, a los que critica especialmente durante su estancia en Madrid. Escribe, por ejemplo: Del gobierno hay poco bueno que decir. El Rey, como persona, es un vulgar desvergonzado. La obscenidad, la baja y brutal obscenidad de su conversación, además de la rudeza de sus maneras son cuestiones notorias. Recuerdo varias noches cuando, estando los miembros de la Corte en el teatro, que es una ocasión de gran ceremonia (hay guardias en el escenario y no se puede asistir más que vistiendo traje cortesano), cada vez que en el transcurso de la pieza ocurría alguna alusión indecente —lo que no era infrecuente—, toda la orquesta y, así mismo, el resto del teatro se giraban para mirar directamente al Rey. Cada individuo estaba segurísimo de que esos eran los pasajes más de su gusto. Ni siquiera se disgustaban cada vez que él se reía escandalosamente, aunque la Reina y las Infantas tenían la decencia de permanecer solemnes. No repetiré lo que comentó de la toma de Pensacola a la persona que le transmitió por primera vez la noticia, porque, a mi modo de ver, es odioso e insufrible simplemente que lo dijera; ni los ejemplos de grosería, vulgaridad e insolencia hacia sus sirvientes y ministros, que son tan bien conocidos en Madrid como en el Prado. Malgastaría mi tiempo y espacio sin necesidad. Este es, pues, el cabeza de gobierno. ¡Y de qué gobierno! (Ticknor 2012: 45-46)
De estas clases sociales altas, solo los pocos intelectuales españoles que se encuentra (el citado José Madrazo, varios académicos…) y el cuerpo de diplomáticos en España le merecen buena opinión, y con todos ellos disfruta aprendiendo el idioma y la cultura de un país cuyo
la mañana que transportaban el sonido. Todo estaba en armonía: la hora, la estación y el escenario. Y cuando el sol salió, lo hizo sobre uno de los paisajes más espléndidos y gloriosos del mundo (Ticknor 2012: 174).
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genuino carácter nacional admira y le apasiona. Entre otras personalidades de la cultura española, es interesante su contacto con un joven Ángel de Saavedra, cuyo texto El moro expósito (1834), prologado por Antonio Alcalá Galiano, impulsó decididamente el Romanticismo español el mismo año en que heredó el título de duque de Rivas, tras la muerte de su hermano, Juan Remigio, este “auténtico noble andaluz”: El Duque es un auténtico noble andaluz: amante de la caza y los caballos, encantado de vivir entre sus propios vasallos y promoviendo una agricultura moderna; un soldado bravo y exitoso, y un diestro picador. Don Ángel, a quien ama, según me ha dicho con mucha afectación, es ciertamente uno de los hombres jóvenes más extraordinarios que he encontrado en España. Posee una buena figura y una bella cara que trasluce genio. Ha escrito varias obras, que han sido bien recibidas en los teatros españoles; y ha pintado una importante pieza, de la que se ha hablado mucho en la última exhibición de Madrid. Es además un bravo guerrero como César, pues tiene once heridas serias en su cuerpo recibidas de los franceses. Y, con todo esto, es muy modesto, sencillo y elegante en sus modales, además de un genuino andaluz en la alegría de su temperamento, en su habilidad como jinete, su amor por las corridas de toros y su destreza como picador. Realmente pasé muy feliz mis tardes con ellos. Las diversiones eran bailar, cantar, etcétera. La tarde antes de mi marcha, danzaron sus bailes nacionales con sus trajes típicos para satisfacer mi curiosidad, y estuve casi hasta el amanecer como si fuera un andaluz más. (166)
Con todo, entre sus amistades con intelectuales destaca el historiador José Antonio Conde, quien le granjea una mayor simpatía y respeto intelectual, que se convierte también en agradecimiento al ayudarle con su estudio de la lengua y la cultura españolas en su estancia en Madrid. Su descripción es la del estado cultural del país: Este hombre modesto, sencillo e inexperto, notable únicamente por su cultura y virtudes, estaba ahora muriéndose de hambre porque, como había estado en la jefatura del departamento de instrucción pública en el dominio francés, había perdido su remuneración con el retorno del Rey. Así, fácilmente capté su interés para venir y pasar varias horas conmigo,
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Antonio Martín Ezpeleta sin ofender sus sentimientos españoles, que, con toda su sencillez, son todavía fuertes en él. Puntual como un reloj, estaba conmigo a mediodía y nunca me dejaba hasta las cuatro de la tarde, por lo que durante los casi cuatro meses en que estuve en Madrid, además de mil conversaciones interesantes, leí con él una buena porción de lo que se considera clásico en la literatura española. Esta era la parte de estudio de mi día —de seis de la mañana a cuatro de la tarde—, y durante toda mi estancia en Madrid solo quebranté este horario unas cinco veces por algún motivo concreto, pues ni una sola vez me salté mis lecciones diarias. (112-113)12
Estas lecciones, sin embargo, no eran más que el principio de su estudio. Desde que cruzó los Pirineos, su obsesión era captar la esencia española, que, conforme avanza su camino, cifra en su carácter heroico, que admira,13 y su manera de vivir la religión, que, si bien llega a valorar en algún momento al tratar con monjes y ermitaños (161165), por norma general le parece una “esclavitud”: Gerona, además, me dio mi primer vislumbre de otro aspecto menos positivo del carácter español. Me refiero a su esclavitud religiosa. Cuando caminaba por las calles, me topaba cada cuatro o cinco personas con un solemne clérigo con su larga capa negra y un sombrero portentoso, curvado en los lados de un modo muy característico y exclusivo. Vi a la gente de clase baja hacerle más reverencias de las que un fariseo hubiera
12 José Antonio Conde y García fue perseguido por su condición de afrancesado e intérprete de José I Bonaparte, teniendo incluso que exiliarse a Francia, donde vivió grandes calamidades. Ticknor, junto a otros intelectuales como Leandro Fernández de Moratín o Francisco Martínez de la Rosa, se organizaron para costear su entierro en 1820, dos años después de la estancia de Ticknor en España. 13 Escribe en mayo de 1818 en los diarios: Una vez en Gerona, observé la catedral agujereada por las bombas y todavía luciendo señales de haber sido fortificada, y las calles enteras más o menos marcadas por la desolación de la guerra. Sentí que me encontraba entre una gente cuyo genio y carácter es diferente de cualquiera que haya conocido hasta ahora; ya que, aunque he estado en sitios donde se derramó mucha más sangre, no había encontrado nunca los rastros de un espíritu de resistencia como este. (Ticknor 2012: 14)
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España, los españoles y Ticknor en sus Diarios de viaje (1818) 85 exigido, y todo a mi alrededor indicaba la preponderancia de la autoridad eclesiástica sobre todas las demás. Parecía como si estuviera en un sueño y todo esto se debiera al paso de los Pirineos el último septiembre y el de los Alpes el día anterior; aunque ni siquiera en Italia y en Roma había visto nada semejante a la influencia de unos y el servilismo de otros.14 Cuando estuve en Bolonia, una ciudad cinco veces mayor que Gerona, que cuenta apenas con doce mil habitantes, recuerdo que me chocó el incremento del clero, que era ciertamente lógico entrando en un estado estrictamente eclesiástico. Pero no hay tanta diferencia a este respecto entre Bolonia y un pueblo protestante como entre la ciudad más devota del patrimonio de San Pedro y Gerona. Sentí de repente como si nunca antes hubiera estado en un país católico. (14-15)
Con todo, esto no menoscabó su apasionamiento por el pueblo español y la identidad española, que reconocía en prácticamente todo lo que veía en su recorrido. A menudo el tono de los diarios se vuelve muy enfático, como cuando, tras observar las terribles huellas de la guerra de Independencia en Zaragoza, escribe bajo el título “El espíritu del pueblo” lo que sigue: Rindo homenaje al espíritu del pueblo que defendió Zaragoza, pero soy consciente de que hay que buscar otras causas, además de las morales, para explicar tal fenómeno. Es el mismo espíritu que en el 536 entregó sólo un montón de ruinas de Sagunto a Aníbal, y en el 621 en Numancia, después de tres sitios, no rindió más que una población masacrada a Escipión. Este espíritu, que me siento satisfecho de haber conocido, ha existido siempre en España y nunca en otro país. Este espíritu se pone de manifiesto en sus guerras, con los romanos, los godos y los moros. Se mostró meridianamente y en repetidas ocasiones en la Guerra de Sucesión, y todo español que conocía bien su país supo predecir la Revolución que estalló en 1808. Este es el espíritu moral de todas aquellas personas, quienes, aunque puedan ser humildes y ab-
14 Ticknor atravesó en septiembre los Alpes para entrar en Italia, mientras que los Pirineos acababa de cruzarlos. Sin embargo, parece que el autor juega a alterar el tiempo y el espacio cuando se encuentra en Gerona con una presencia del clero tan importante que le da la sensación de estar en el mismo Vaticano.
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Antonio Martín Ezpeleta yectas en la relación con sus mandatarios nacionales, nunca se someten a la usurpación extranjera, sin importarles la forma que asuma. Pero no es suficiente explicación. Porque ¿cómo es que tienen la fuerza física necesaria para soportar este espíritu implacable? (31-32)
Sin embargo, como he explicado en otro lugar (Martín Ezpeleta 2011), si había un aspecto que le permitía profundizar en esa identidad del pueblo (llano) español (sobre el pasado imperialista español había leído suficiente), era sus divertimentos: “Si su fanatismo por la religión es tremendo, su fanatismo por el placer es mayor”, llega a escribir en un capítulo titulado “La pasión por el placer” (Ticknor 2012: 22). Esta idea no solo se desprende de la gran atención que dedica a estos divertimentos en sus Diarios de viaje por España, según habrá ocasión de comprobar, sino que es explícita en la citada reseña publicada en la revista North American Review (1825), donde Ticknor concluía que el mayor defecto del libro del inglés Moyle Sherer, Recollections of the Peninsula, era la falta de ahondamiento en la caracterización del espíritu nacional español, en lugar de la peripecia militar del autor, un soldado a las órdenes de general Wellington.15 El caso es que Ticknor despacha el resto de la reseña en muy pocas páginas (Ticknor 1825: 52-59), comparadas con las que dedica a reproducir parte de sus inéditos diarios de viaje por España (59-78). Estas páginas, que quieren servir de complemento de la reseña para su correcta interpretación de los españoles, abordan el carácter nacional describiendo los divertimentos españoles, en concreto, la cita diaria de la gente elegante que se deja ver en el Paseo del Prado vestida de sus mejores galas y en lujosos carruajes y las corridas de toros. Así, leemos en los Diarios de viaje por España:
15 Escribe Ticknor: We wish, however, that he had spoken oftener and more at large of the Spanish national character, as it was exhibited to him amidst the various fortunes of the war of the peninsula, when it was brought out in so many ways. This character is, undoubtedly, one of the most strongly marked, and, in some of its appearances, the most picturesque in Europe; little known abroad, and often very wrongly estimated. (Ticknor 1825: 58)
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España, los españoles y Ticknor en sus Diarios de viaje (1818) 87 El paseo a pie en el Salón16 y en los paseos adyacente a él, no obstante, es completamente diferente. La mayor parte de las personas que concurren son mujeres. El traje nacional para ellas, que todas están obligadas a llevar —de la clase alta a la baja— en el momento en que aparecen en público, excepto cuando van en carruaje, está tan singularmente preparado para producir un efecto pintoresco y —debido a su uniformidad— para disimular cualquier defecto, que una colección de mujeres españolas con el traje nacional, incluso perteneciendo a diversas clases sociales, recuerda con frecuencia a los grupos que están ordenados cuidadosa y caprichosamente en el ballet de una ópera para crear un gran efecto en el escenario. Pero este efecto no se produce en ningún sitio tan llamativamente como en el Prado de Madrid, donde, por encima de todas las demás, las mujeres españolas se deleitan en acudir, y donde sus peculiares vestidos y modales pueden ser mejor exhibidos. Sin duda, el espectáculo mostrado aquí es totalmente único. Sus oscuras basquiñas resaltan tanto sus apasionadas fisonomías y sus ojos puros y penetrantes; hay tal gracia y coquetería en sus movimientos, en sus formas de llevar sus bellos velos, de saludarte con sus abanicos; y en la elegancia y gusto con que calzan sus pies, que cada vez que veo esta multitud singularmente pintoresca, mezclada con el gran número de oficiales de la guardia que están siempre allí con sus espléndidos uniformes, y que contrastan con el aún gran número de monjes y sacerdotes que visten trajes oscuros y severos, me cercioro de nuevo de que este es el cuadro en movimiento más sorprendente del mundo. (Ticknor 2012: 73-74)
Es la misma fascinación que otros muchos viajeros románticos han constatado en sus libros de viajes o relatos, aunque habría que esperar todavía casi treinta años para que Prosper Mérimée escribiera su Carmen (1845). Por cierto, esta descripción costumbrista del Paseo del Prado se une a otras que también tienen como protagonistas a las clases altas españolas, como los cuadros de imagen o las tertulias aristócratas, que no terminan de entusiasmarle, según queda mencionado. Pero de una de ellas nace la noticia de su encuentro con la condesa de Teba (María Manuela Kirkpatrick), que sí le entusiasma y
16 El Salón del Prado, cuyas reformas habían sido dispuestas por el conde de Aranda recientemente.
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llega a considerar “la mujer más culta e interesante de España” (180).17 Como entusiasmó poco tiempo después a Prosper Mérimée,18 quien al parecer oyó de su boca la historia popular de una bella gitana que volvía locos a los hombres (presuntamente la descripción de su belleza está también basada en la de la condesa de Teba), que se considera la génesis de Carmen y el personaje mítico.19 Pero, si hay un aspecto en el que se concentra Ticknor para entender los divertimentos y el carácter nacional españoles, son los toros: “La gran diversión, la diversión nacional por antonomasia, la diversión que se come a todas las demás es la fiesta de los toros. Es pura y exclusivamente española. Y la pasión con la que la demandan todas las clases sociales, y según parece desde siempre, es inconcebible para alguien que no haya sido testigo de ello” (78-79). Como he estudiado en otro lugar con mayor detalle (Martín Ezpeleta 2012), la fiesta
17 En estos términos la describe: Conocí a la señora de Teba en Madrid, cuando estuvo de visita el verano pasado. Y según lo que vi de ella entonces y aquí donde la he visto todos los días, no hay duda de que es la mujer más culta e interesante de España. Joven y bella, educada estricta y atentamente por su madre, una escocesa quien, para este propósito, la llevó a Londres y París, lugares donde la mantuvo entre seis y siete años. Posee talentos extraordinarios y le da un aire de originalidad a todo lo que dice y hace. Reúne, del modo más fascinante, la gracia y franqueza andaluza, una sencillez francesa en sus modales, y un genuino rigor inglés en sus conocimientos y habilidades. Conoce bien las cinco lenguas modernas principales, y comprende sus diferentes caracteres y aprecia sus literaturas notablemente. Posee los talentos extranjeros de cantar, actuar, pintar, etcétera, y el nacional de bailar, y todos ellos con maestría. Conversando es brillante y original. Y, aun así, con todo esto, es una verdadera española, y está tan llena de sentimientos españoles como lo está de talento y cultura. (Ticknor 2012: 180) 18 En la carta del 29 de noviembre de 1840 de Prosper Mérimée a su amigo el arqueólogo Félicien de Saulcy, describe a la condesa de Montijo (otro de los títulos que nombra a María Manuela Kirkpatrick) en los mismos términos superlativos de Ticknor (Mérimée 1988). 19 Véase ahora la reciente monografía Buscando a Carmen, de Serafín Sanjul (2012), como útil carta de marear en la bibliografía sobre el tema.
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taurina se describe minuciosamente en un extenso capítulo de los diarios. El detalle en la descripción de una corrida de toros y todos los preparativos sociales que esta envuelve no es nada comparado con las reflexiones de Ticknor sobre una costumbre que juzga bárbara, pero que respeta como manifestación suprema de ese carácter nacional español. Para el que esto escribe, pocas imágenes pueden resultar más ilustrativas del tema que la que nos brindan estos diarios de viaje, donde Ticknor sale mareado de la plaza de las Ventas después de haberse obligado a presenciar todo el espectáculo: Yo no puedo hablar con la pericia o seguridad de un experto. No he ido sino dos veces; y la primera vez estuve solo el tiempo suficiente para ver matar cuatro toros y la segunda vez tres, ya que me fue físicamente imposible estar más tiempo. Las horribles imágenes que presencié me dejaron completamente exánime. La primera vez abandoné el lugar con la ayuda de uno de los guardias y la segunda vez apenas fui capaz de salir por mí mismo. Aun así, no obstante, vi todas las operaciones y maniobras como si hubiera estado allí cien veces y conociera perfectamente todas las técnicas y protocolos del arte. Y lo que se precisa en la práctica y experiencia de un aficionado habitual lo adquirí completamente por lo vívido de la experiencia, así como por la profunda impresión que su esplendor, su peligro y su crueldad produjeron en mi mente. (2012: 88-89)
Es casi un tópico la denuncia de la barbarie de las corridas de toros en los ilustrados; ello une a Ticknor con el ficticio viajero marroquí Gazel, que en la carta LXXII de las Cartas marruecas de José Cadalso (1789) describe una corrida de toros en los mismos términos: Hoy he asistido por mañana y tarde a una diversión propiamente nacional de los españoles, que es lo que ellos llaman fiesta o corrida de toros. Ha sido este día asunto de tanta especulación para mí, y tanto el tropel de ideas que me asaltaron a un tiempo, que no sé por cuál empezar a hacerte la relación de ellas. Nuño aumenta más mi confusión sobre este particular, asegurándome que no hay un autor extranjero que hable de este espectáculo que no llame bárbara a la nación que aún se complace en asistir a él. Cuando esté mi mente más en su equilibrio, sin la agitación que ahora experimento, te escribiré largamente sobre este asunto; solo te diré que ya no me parecen extrañas las mortandades que sus historias
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Antonio Martín Ezpeleta dicen de abuelos nuestros en la batalla de Clavijo, Salado, Navas y otras, si las excitaron hombres ajenos de todo el lujo moderno, austeros en sus costumbres, y que pagan dinero por ver derramar sangre, teniendo esto por diversión dignísima de los primeros nobles. Esta especie de barbaridad los hacía sin duda feroces, pues desde niños se divertían con lo que suelen causar desmayos a hombres de mucho valor la primera vez que asisten a este espectáculo. (Cadalso 1982: 257)20
Sin embargo, pese a lo que pueda parecer, Ticknor no censura los toros en ningún momento, pues lo que a él verdaderamente le interesa es entender el carácter nacional español, y a su juicio la fiesta taurina es un lugar privilegiado para ello. Obviamente, piensa que se trata de un espectáculo violento que atenta contra la sensibilidad de una persona que no está acostumbrada como él, pero sus comentarios no están dirigidos en esta dirección, sino en la de intentar comprender, como decimos, la que le parece una demostración de valor tan extraordinaria como temeraria, igual que sancionaba, por ejemplo, la resistencia en los sitios de Zaragoza citada. Sus últimas palabras en los Diarios de viaje por España sobre los toros van dirigidas una vez más a mostrar su perplejidad ante un carácter tan primitivo y a la vez tan difícil de igualar como el de los españoles: Pero, después de todo, ¿qué son estos placeres? ¿qué es la impresionante grandeza de esta vasta multitud, el esplendor de estas ceremonias, esta audaz y asombrosa expresión del carácter popular y esta extraordina-
20 Véase, entre tantos otros ejemplos del mismo jaez, el artículo de Mariano José de Larra “Corridas de toros”, de 1828 (Larra 1984: 168-182), que de nuevo trae a colación los mismos componentes, citando además a otro ilustre crítico con la fiesta nacional de los toros, Melchor Gaspar de Jovellanos. En Estados Unidos se publicaron desde el primer cuarto del xix varios artículos que denunciaban con gran vehemencia una costumbre sanguinaria como la fiesta de los toros. En uno titulado “Cruel Amusement”, aparecido en The Friend of Peace, la publicación periódica de la Massachusetts Peace Society, escrito probablemente por Noah Worcester (1827), se llegan a citar los números de The North American Review, en uno de los cuales recordemos que Ticknor publicó esta parte de sus diarios sobre los toros, como un repertorio donde documentarse sobre la terrible fiesta popular española.
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España, los españoles y Ticknor en sus Diarios de viaje (1818) 91 ria exhibición del triunfo de la destreza humana frente a la fuerza bruta, comparado todo ello con esta carnicería gratuita e inútil de tantos animales bravos y generosos, las horribles imágenes de crueldad que la arena ofrece a cada instante y las violentas pasiones desencadenadas, la dureza que imprime al corazón y al carácter, y la portentosa educación que así se da a las nuevas generaciones y al rudo populacho de una gran capital como Madrid? (Ticknor 2012: 104-105)
La estructura de este episodio es similar al de otros que se incluyen en los diarios y que se resume en que Ticknor parte de unas expectativas creadas en sus lecturas y estudio sobre España, las contrasta con su experiencia, que describe con sumo detalle, y comienza una especulación sobre el carácter nacional que no suele concluir, pero que aglutina claves de interés, que a menudo redacta en forma de preguntas retóricas. Se habrá observado en la cita anterior, y ahora puede hacerse lo propio en este otro fragmento, que, ya al final de los Diarios de viaje por España, condensa sus reflexiones sobre el Volksgeist español en dos epígrafes, intitulados “El carácter popular” y “El carácter nacional”: Estos diferentes caracteres son tan marcados según las diversas provincias que parece como si hubieras cambiado de país cada vez que pasas de una a otra. Pero aun así hay algunos rasgos comunes a todos ellos. Uno de los más llamativos —y uno, en mi opinión, en el que están basadas muchas de sus virtudes nacionales— es un tipo de rectitud instintiva, que los previene del servilismo. He visto las clases más bajas del pueblo, como jardineros, albañiles, etcétera, que quizá nunca hayan visto al Rey en sus vidas, de repente interpelados por él. Pero nunca he encontrado a ninguno de ellos dudar, enrojecerse o estar confuso de alguna manera por estar frente a la superioridad de la realeza. Y en un país donde el nocivo lujo de tener un gran número de sirvientes es tan opresivo, es curioso ver con qué familiaridad tratan a sus amos. Por ejemplo, cuando participan en la tertulia de la Duquesa de Osuna corrigiendo sus afirmaciones mientras esperan en la mesa, etcétera; pero en todos los casos y circunstancias sin faltar por un instante el respeto más genuino y natural. (106)
Básicamente esas diferencias entre provincias a la que hace mención solamente se observan en los Diarios de viaje por España entre
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los aragoneses, muy bien considerados por su espíritu de sacrificio, y los andaluces, más caracterizados como personas de trato amable. Con todo, siempre se piensa en un genio nacional español, que es el que verdaderamente engloba estas características y que, como venimos insistiendo, defiende que descansa en la abnegación del pueblo llano, que, además, considera extraordinariamente hospitalario y leal. A propósito de un percance en Madridejos, escribe Ticknor: Aquí encontré una prueba singular de la hospitalidad y lealtad españolas. Mi licencia para el correo estaba aprobada por una orden personal del ministro, según la cual los jefes de las oficinas de correos debían recibirme con atención y proporcionarme cualquier ayuda que pudiera necesitar. El de Madridejos mostró, desde el momento en que entré en su casa, un tipo de obediencia solemne a esta orden que me llamó poderosamente la atención. Me relató una historia de un robo en el que se sustrajeron tres mil reales, y yo contesté que en un caso similar me hubieran quitado menos. Entonces le dio la impresión de que yo podía estar necesitado de dinero. Así pues, me dio a entender antes de nada que si necesitaba cualquier cosa, con toda la seguridad él me proporcionaría lo necesario. Y al no contestarle directamente, insistió más. En seguida me ofreció dinero, y no se dio por satisfecho hasta que le probé que ni lo necesitaba ni tenía miedo de necesitarlo. No fue un ofrecimiento formal; estoy seguro de que le podría haber pedido la cartera o incluso la casa a ese hombre. (152)
En fin, estas son las últimas palabras de Ticknor en sus Diarios de viaje por España, de fácil conexión con la denominada leyenda negra española y las meditaciones de la generación del 98,21 que también recorrió con la misma mirada, entre contemplativa y crítica, la Península Ibérica:
21 Son muchos los estudios sobre este concepto que hunde sus raíces en el regeneracionismo. Véanse, entre otros trabajos, los de Álvarez Junco (2001) o Fusi (2016), el clásico de Juderías (2016), reeditado cien años después, que cita los diarios de Ticknor, y los recientes estudios de Villaverde Rico y Castilla Urbano (2016) y Roca Barea (2016; 2018).
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España, los españoles y Ticknor en sus Diarios de viaje (1818) 93 Por todo esto, pronto llegué a tener algo del mismo tipo de alegre temeridad que distinguía el carácter de mis compañeros. En conclusión, disfruté de buen ánimo todo el camino, y no tuve prisa por llegar a la frontera de Portugal. Allí me despedí del único país en el mundo donde podía haber llevado tal vida. El único, en efecto, donde habría sido más seguro estar bajo la protección de contrabandistas y personas al margen de la ley, que bajo la del gobierno, contra el cual se constituyen. (210-211)
Estas líneas cierran los Diarios de viaje por España haciendo referencia a su trayecto a Portugal, guiado por unos contrabandistas, que simbólicamente se interpretan como la rebeldía del pueblo/genio español contra un gobierno que se sanciona ilegítimo y traidor a su esencia. Una suerte de desobediencia civil, como definiría algunos años más tarde otro ilustre intelectual de Nueva Inglaterra. En fin, es muy notable el modo en que describe Ticknor esta aventura, sin subrayar los riesgos y casi como un abnegado cronista: Me recogieron junto a mi equipaje y me acompañaron hasta que localizamos a su banda, que merodeaba por los alrededores. La alcanzamos al atardecer de ese mismo día, cuando todos estaban ya acampados para pasar la noche. Eran treinta y ocho fuertes hombres muy enérgicos e íntegros con unas cuarenta mulas. Iban armados cada uno con una escopeta, un par de pistolas, una espada y un puñal. Algunos estaban tumbados en grupos bajo enormes alcornoques y otros, preparando la cena en un fuego que habían encendido. Me acomodé sin problemas según sus maneras y, extendiendo mi manta en el suelo, comí con las mismas ganas y dormí tan profundamente como el más duro de ellos. […] No buscamos ningún camino, pero vimos de vez en cuando un sendero o una vereda de ovejas, que preferimos evitar. Nos condujimos más por el conocimiento instintivo de los guías que por ninguna indicación previa de alguien que hubiera ido antes por ese camino. Pocos extranjeros lo habían recorrido; todos los del grupo, con treinta años de experiencia, solo recordaron a cuatro. Y, en realidad, cuando se consideran los inconvenientes —dos noches lluviosas que dormimos al raso, la escasez de provisiones en una ocasión y la fatiga de un viaje de ocho días sobre mulas—, no me maravillo de ello. (209-210)
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Es hora de terminar, recapitulando unas breves conclusiones en el siguiente apartado.
El carácter nacional, compañero del hispanismo La historia es bien conocida: la mirada de los extranjeros favorece la conceptualización de la identidad nacional, dando por bueno el planteamiento de que es preciso tomar distancia para poder discriminar lo distinto, lo otro. Para el caso del carácter nacional y la literatura españoles, los estudios historiográficos demuestran que la idea que se tiene del primero es extraordinariamente tributaria de los primeros estudiosos extranjeros de la cultura española, con los hermanos Schlegel a la cabeza; con el también alemán Bouterwek, con quien estudió Ticknor en Gotinga justo antes de viajar a España; con el suizo Sismondi, que del mismo modo conoció nuestro autor en su grand tour europeo, y con el teutón afincado en España Juan Nicolás Böhl de Faber, que precisamente el mismo año que Ticknor visitaba la Península Ibérica estaba defendiendo el teatro calderoniano (y las tesis de Schlegel) en el Diario Mercantil Gaditano, en plena polémica con los neoclásicos españoles José Joaquín de Mora y Antonio Alcalá Galiano. La History of Spanish Literature de Ticknor vino a consolidar las tesis del carácter nacional aplicadas a la literatura española en un manual de una erudición tan notable que, pese a algunas reticencias, se ganó el respeto español. Este planteamiento del Volksgeist ha sido hegemónico para entender la literatura española hasta el último cuarto del xx, pero todavía sobrevive, especialmente en las réplicas regionalistas. Sea como fuere, a este impulso se debe la construcción del edificio de la historia de la literatura española, que fue cimentado por Menéndez Pelayo, aunque también por los primeros hispanistas extranjeros. Entre estos, ocupa, según se habrá deducido, un lugar preferente George Ticknor. Sus Diarios de viaje por España son, en este contexto, un testimonio autobiográfico fundamental para entender al importante hispanista y pionero viajero norteamericano por España y, sobre todo, un retrato sociopolítico de España a la altura de 1818 y un ensayo sobre el carácter nacional español y sus manifestaciones
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en el pueblo y sus costumbres que no oculta la alabanza y la crítica a un país y a una cultura a los que George Ticknor rindió tributo toda su vida. Su interpretación del paisaje y paisanaje españoles se suma a la mirada romántica de otros viajeros extranjeros, pero supone, además, uno de los primeros testimonios de un intelectual formado en las teorías herderianas sobre el espíritu de los pueblos y su aplicación para el caso español. La articulación de cuadros pintorescos, incluso con variantes topicalizadas como la del buen salvaje, que cabría evocar para entender la generosa mirada sobre un pueblo llano primitivo y bárbaro en algunas de sus costumbres, como la fiesta de los toros, presenta el valor de componerse sin aparente retórica ni artificio, sino como plasmación de sus no siempre ordenadas impresiones in fieri. Desde otro punto de vista, cabe entender que estos diarios son el punto de partida de un largo camino de reflexión y estudio de la identidad e historia de la literatura españolas que prácticamente concluyó con su vida. En esta ocasión, lo hizo de la mano de la erudición de los profesores Bouterwek o Sismondi, sin olvidar las reflexiones de viajeros como Fischer o Laborde, que contribuyeron a mezclar la razón y el mito para configurar una manera de interpretar lo español y a los españoles basada en el heroísmo y sus fiestas populares, que curiosamente sigue vigente, doscientos años después de que Ticknor cruzara La Junquera.
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Confiaría mi cartera o mi vida sin dudar a un aragonés de la clase más baja. (Ticknor 2012: 32)
Antecedentes Al publicarse en España la Historia de la literatura española de George Ticknor (1851-1856), traducida por Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia, la incipiente crítica cervantina atravesaba cierto aletargamiento desde la edición de Clemencín en 1833. Lo que se produce es escaso y se limita prácticamente al reciclaje del material precedente. Acaso lo más novedoso lo aportan las historias literarias, como la de George Ticknor, que le reservan un apartado a la figura de Miguel de Cervantes (Cuevas 2015: cap. 6). Por otra parte, la valoración de la obra de Cervantes, incluido el Quijote, distaba de acercarse a la del escritor universal y fundador de la novela moderna que tenemos hoy. Hasta el siglo xix, el Quijote se consideró una obra satírico-burlesca, intrascendente, para decirlo con palabras de Nicolás Antonio, “un
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nuevo Amadís a lo ridículo”.1 Los intelectuales del círculo de Jena, que Ticknor conocía bien, porque había estado en Alemania, vendrían a darle la vuelta a esta tradición satírica de cuño estrecho de la obra maestra de Cervantes, como mostrara Anthony Close en La concepción romántica del “Quijote”. El papel que jugó la Historia de la literatura española de George Ticknor en este momento de transición, que se debatía entre continuar la herencia satírica, orientada hacia categorías de autor, o adherirse a una lectura de la obra que operaba con categorías críticas, supuso la incorporación del autor del Quijote al canon de la literatura nacional. La aportación de los estudios del siglo xix a la crítica cervantina se orientó en una doble dirección. Por un lado, trataron de ahondar en la circunstancia biográfica del autor y, por otro, se propusieron fijar el canon cervantino (Cuevas 2015: cap. 4). La primera biografía de Cervantes se debe a un proyecto inglés. La escribe Gregorio Mayans y Siscar para prologar la edición londinense del Quijote que Lord John Carteret preparó para la reina Carolina de Inglaterra (Londres 1738).2 Se trataba del primer intento de re-
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Para Martín de Riquer, hay en la frase de Nicolás Antonio “una especie de nostalgia por la literatura caballeresca que destruyó Cervantes, que es rara en un escritor tan sabio y grave” (Riquer 262). Alonso Fernández de Avellaneda, el primer lector de Cervantes, en el prólogo del Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1614), tildaba el Quijote de comedia y afirmaba que las Novelas cervantinas eran más satíricas que ejemplares. La centuria siguiente volvería a poner a Cervantes y a Avellaneda frente a frente. Para los ilustrados españoles, la obra de Avellaneda era más verosímil que la de Cervantes, siguiendo la ortodoxia aristotélica que dominaba el dogmatismo crítico-literario premoderno, porque, como opinaba Agustín Gabriel de Montiano Luyando, “ningún hombre juicioso sentenciará a favor de lo que Cervantes alega” (Montero Reguera 28). Fuera de nuestras fronteras, la apreciación del Quijote también transitó por la senda de la sátira y la burla. Bastaría recordar la idea que Montesquieu tenía de nuestras letras. En una de sus cartas persianas (carta persiana LXXVIII), había escrito el ilustre jurista que “el único libro bueno que tienen los españoles ridiculiza todos los demás” (Romero Tobar 1989: 116), afirmación que mereció la réplica patriótica de José Cadalso. Un año antes de salir la edición londinense, Mayans publicó la Vida de Miguel de Cervantes Saavedra como texto independiente (Rey Hazas y Muñoz Sánchez
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habilitar a Cervantes que marcaba distancias con las preferencias neoclásicas. Luego vendría la biografía de Juan Antonio Pellicer, escrita en el marco de su Ensayo de una biblioteca de traductores españoles (1778), la de Vicente de los Ríos, que prologó, al estilo de la de Mayans, la edición del Quijote de la Academia de 1780 (Cuevas 2016). Pero ninguna de las biografías escritas en el siglo xviii se basó en un esfuerzo sistemático de búsqueda en archivos o en un corpus documental historiográfico hasta llegar a la Vida de Miguel de Cervantes de Martín Fernández de Navarrete (1819) (Lara Garrido 56). Ticknor se sitúa en este dominio como un buen conocedor de la vida de Cervantes, pues maneja una información fiable, actualizada y de primera mano, prestando un escrupuloso respeto a los datos disponibles. Sirva de muestra la información que proporciona sobre la pretensión de Cervantes de pasar a las Indias. La Vida de Fernández de Navarrete recogió por primera vez los documentos que presentó Cervantes cuando solicitó una vacante en las Indias (Fernández de Navarrete 2005: 311 y ss.).3
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29). Mayans comparte con Nicolás Antonio, y, con ellos, más tarde también Ticknor, la idea de que la continuación del apócrifo no estaba a la altura del Quijote de 1605, porque Avellaneda “ni tenía genio ni ingenio para semejante empressa” (Mayans y Siscar 62). Para Mayans, el Quijote es “admirable en la invención y lo es no menos en la disposición” porque se atiene al principio del decoro. En cuanto al estilo, “ojalá que el que hoi se usa en los assuntos más graves fuesse tal” (50). Se le había encargado a Juan Agustín Ceán Bermúdez indagar las razones por las que Cervantes viajó a Sevilla. El resultado de tal investigación, tras varias búsquedas infructuosas, fue el descubrimiento de una valiosa documentación que atestiguaba la solicitud de una plaza en las Indias. Como es bien sabido, Cervantes solicitó dos veces pasar a las Indias y las dos le fue denegada. La primera se produjo apenas dos años después de su regreso del cautiverio argelino. Volvió a intentarlo, sin éxito, una segunda vez en 1590. Solicitaba una de las cuatro plazas que habían quedado vacantes, a saber: la contaduría del Nuevo Reino de Granada, la gobernación de Soconusco en Chiapas, la contaduría de las galeras de Cartagena (Colombia) y la corregiduría de la ciudad de La Paz. Presentó como avales su participación en las campañas del Mediterráneo, Lepanto, Navarino, Túnez y La Goleta; las cartas de recomendación de don Juan de Austria y del duque de Sessa; el cautiverio y la ruina familiar que supuso la
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Antes de publicarse la obra de Fernández de Navarrete, Ticknor no solo da noticia de este hallazgo, sino que parece haber tenido acceso a la documentación. Estos legajos, escribe, “han dormido aquí desde entonces hasta que la diligencia de Ceán los descubrió y los envió a Navarrete, que pronto los imprimirá en su nueva edición de Don Quijote y su nueva Vida de Cervantes” (Ticknor 2012: 203). Luego, en la Historia de la literatura española, pero ya publicada la Vida de Fernández de Navarrete, volvería sobre el asunto. Ticknor les da un tratamiento sobrio y riguroso a los datos biográficos cervantinos sin caer en la novelización, que era, y sigue siendo, la nota dominante en el género de las biografías cervantinas. La fijación del canon cervantino exigía elaborar ediciones escolares libres de los errores ecdóticos y las lecciones no siempre felices que se venían repitiendo desde la editio princeps y que habían dado lugar a textos viciados. Comienzan a publicarse las primeras ediciones escolares de la obra de Cervantes, en general, y del Quijote, en particular, como componente central del canon y, por tanto, modelo para el resto de la producción cervantina. El proyecto londinense de Lord Carteret
satisfacción del rescate, y sus servicios como correo entre Felipe II y el alcaide de Mostagán. Esta documentación, descubierta por Ceán Bermúdez e incorporada por Fernández de Navarrete en su biografía cervantina, arrojaba luz sobre aspectos poco conocidos de la vida de Cervantes. El memorial se presentó en el Consejo de Indias el 21 de mayo de 1590 y, en apenas quince días, este sentenció el conocido “busque por acá en que se le haga merced” (Astrana Marín vol. 4, cap. LIII, 455 y ss.). Ticknor interpretó la respuesta del Consejo de Indias como una rotunda negativa, como lo hicieron posteriormente muchos ilustres cervantistas, entre ellos, Luis Astrana Marín, que habló de repulsa y burla de los componentes del Consejo de Indias. Sin embargo, en tiempos más recientes se ha revisado esta interpretación tan tajante. Tres años después de esta negativa, Cristóbal de Barros y Peralta, proveedor de la Flota de la Carrera de Indias, asigna a Cervantes una comisión, el 21 de febrero de 1593, por la que le encarga comprar aceite, cebada y trigo en el campo sevillano para abastecer a los galeones que escoltaban la Flota de la Carrera de las Indias. Acaso no esté tan desvinculada dicha comisión con la respuesta del consejo de Indias (Cabello Núñez 2016).
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animó a la Real Academia Española a elaborar una edición académica del Quijote, a cargo de Manuel Lardizábal, Vicente de los Ríos e Ignacio de Hermosilla, publicada por Ibarra en 1780 (Cuevas 2015: cap. 2; Álvarez Barrientos 2007: 92). El propósito de la Academia no era otro que ofrecer “al público un texto del Quijote puro y correcto”, libre de las adherencias de las ediciones al uso, que proponía, en palabras de Francisco Rico, una “vuelta a las fuentes” (Rico 1588-1642): un modelo de referencia para las futuras ediciones del Quijote. De la mano de las ediciones surgieron también los comentarios. Primero se publicaron las anotaciones del reverendo John Bowle (1781) (Cervantes 2006), luego las de Juan Antonio Pellicer, a finales del xviii, y las de Agustín García Arrieta (1826) y, más tarde, la monumental anotación de Diego Clemencín al texto del Quijote (1833-1839), útil todavía en la actualidad en muchos aspectos, a pesar de las bromas de Juan Valera, compartidas por un amplio sector de la crítica (Romero Tobar 1989: 118). Pero la elaboración de ediciones fiables no bastaba para fijar el canon cervantino. Había que decidir qué obras había escrito Cervantes y cuáles eran espurias. El mismo Cervantes había abierto la puerta a la especulación en el prólogo de las Novelas ejemplares, cuando se declaraba autor de “otras obras que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño” (Cervantes 2001: 16-17). El siglo xix engrosó notablemente la nómina de obras atribuidas a Cervantes (Avalle-Arce 1973). Dejando a un lado La destrucción de Numancia y los Tratos de Argel, que, mutatis mutandis, las nombra en el prólogo de las Ocho comedias, entre esas obras descarriadas que encontraron los eruditos de la primera mitad del xix, hay que destacar La tía fingida, el Buscapié, la “Epístola al cardenal Sandoval y Rojas” o la “Epístola a Mateo Vázquez” (Eisenberg 1990). La posición de Ticknor frente a estas atribuciones cervantinas es cauta pero, a la vez, crítica con aquellas que arrojaban dudas razonables sobre su autoría. Y, desde luego, su mayor aportación, aunque se le hayan escatimado méritos, se debe a su papel en la polémica sobre el Buscapié. A pesar de las presiones, Ticknor supo mantener sus convicciones con sólidos argumentos en contra de tal atribución, en un momento crucial en la configuración del canon cervantino.
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El caso del Buscapié Ticknor es el primero en señalar el carácter fraudulento del Buscapié, una obra que nada tenía que ver con la tradición satírica anterior, al decir de Juan Antonio Pellicer, Vicente de los Ríos o Fernández de Navarrete.4 La aparición del Buscapié, opúsculo atribuido a Cervantes, en defensa de la primera parte del Quijote, supone una de las falsificaciones más sonadas de la historia literaria española. El fraude de Adolfo de Castro llegó a encandilar a nacionales y foráneos, dando lugar a una de las polémicas más importantes del cervantismo decimonónico. El impacto fue tal que, partir de 1848, se incluyó como apéndice en las ediciones del Quijote hasta bien entrado el siglo xx (Romero Ferrer y Vallejo Márquez 2003-2004; Álvarez Barrientos 2007). A pesar
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El primero en mencionar la existencia del Buscapié fue Vicente de los Ríos en su discurso sobre la “Vida de Cervantes” que leyó ante la Real Academia en 1773. La “Vida de Miguel de Cervantes” se publicó junto con su “Análisis del Quijote” y “Pruebas y documentos que justifican la vida de Cervantes” en la edición de la Academia de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1780). A petición de Vicente de los Ríos, Antonio Ruidiaz le aclara las condiciones en las que leyó el Buscapié: “El Buscapie que vi en casa del difunto Conde de Saceda habrá como unos diez y seis años, y leí en el corto espacio de tiempo que me le confió aquel erudito caballero, porque se le prestó para el mismo fin con igual precision (ignoro quien) era un tomito anónimo en 12 impreso en esta Corte con solo aquel titulo (no tengo presente el año, ni en que oficina) su grueso como de unos seis pliegos de impresión, buena letra, y mal papel. De su asunto referiré sustancialmente lo que me ofrezca mi limitada memoria” (Pruebas de la Vida: cxci). A continuación, hace un resumen del contenido del Buscapié y, más adelante, añade respecto a Mayans: “Lo mismo discurro yo le sucederia á nuestro Cervántes con su Buscapie, y mas quando no podia ignorar que aquel propio Ministro no era amigo suyo. Perdóneme la política conjetura, que persuade al señor Mayans á que no fué así, y lo mismo digo en lo demás que expresa á los númer. 143 y 144 de la vida de Cervantes, que escribió. Yo no sé si á Vm. le harán la misma poca fuerza que á mí las conjeturas de este erudito escritor” (Pruebas de la Vida: cxciii). Gregorio Mayans se refiere indirectamente a un hipotético texto satírico (Mayans y Siscar §143-144). Véanse también Martín Fernández de Navarrete (2005: § 105) y Cayetano Alberto de la Barrera (1916). Sobre la historia de esta falsificación, remito a Álvarez Barrientos (cap. 3).
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de ser solo una burda falsificación, obtuvo resonancia internacional, debida a su traducción a las principales lenguas europeas. En la dura polémica que generó, terciaron las plumas más egregias del momento: Adolfo de Castro, Cayetano Alberto de la Barrera, Bartolomé José Gallardo y George Ticknor.5 En el apéndice D del cuarto tomo de la Historia de la literatura española (el tomo tercero de la edición americana, publicado en 1849), esto es, un año después de publicarse la falsificación, Ticknor señala que el Buscapié publicado por Adolfo de Castro en 1848 nada tiene que ver con el “anónimo é impresso” al que se refiere Vicente de los
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Cayetano Alberto de la Barrera sospecha, en notas manuscritas a la edición de la Historia de la literatura española de Ticknor, que los traductores habrían dejado a medio hacer la “traducción por no dar publicidad a la demostración evidente que hace Ticknor, al fin de la obra, de la criminal superchería de D. Adolfo de Castro” (Ticknor 1851-1856: vol. 2, 506). En otro momento, reprocha a los traductores que traten de restar importancia al asunto del Buscapié ocultando información y que ni siquiera mencionen su artículo “Conjeturas sobre el fundamento que pudo tener la idea que dio origen a la patraña del Buscapié”, publicado por la Revista de Ciencias, Literatura y Artes (1855), en el que rastrea la interpretación satírica desde el siglo xvii (notas a vol. 4, apéndice D, 207). Años más tarde, esta publicación se incluiría en El cachetero del Buscapié (Barrera 1916). Y no andaba muy descaminado De la Barrera en sus pesquisas. Adolfo de Castro y Pascual de Gayangos tenían una estrecha amistad, y este último se vio en más de un aprieto ante la obligación de defender al amigo. En el caso que nos interesa, intentó suavizar todo lo que pudo la crítica de Ticknor al Buscapié. En una carta, publicada por Rodríguez Moñino, Pascual de Gayangos informa a Adolfo de Castro que ya había salido el tercer tomo de la traducción española de la Historia de Ticknor y le anuncia que “en el 4° habré de publicar mal que me pese un discurso nuevo del Sr. Ticknor acerca del Buscapie y aun decir algo de mi propia cosecha, pero todo lo verá V. antes, y si hay palmetazos serán de amigo y de aquellos que ni duelen ni levantan roncha” (Rodríguez-Moñino 1957: 42). Las notas de Cayetano Alberto de la Barrera delatan un tratamiento parcial e interesado por parte de los traductores de la Historia, con el objetivo de minimizar el impacto de las críticas a la superchería de Adolfo de Castro. Todas las citas de la Historia de la literatura española de George Ticknor vienen del ejemplar con anotaciones manuscritas de Cayetano Alberto de la Barrera, conservado en la Biblioteca Nacional de España. Puede consultarse en línea en la Biblioteca Digital Hispánica. Sobre la transcripción de las notas remito a Molina Huete (2006).
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Ríos en su introducción a la edición del Quijote de 1780 de la Real Academia (1780b: I, xvii y ss.). Para sostener esta afirmación, se detiene en aspectos externos a la obra, como la información del inicio del manuscrito, donde reza que se copió para Agustín de Molina, hijo de Argote de Molina, cuando a este último no le sobrevivió ningún hijo varón. Pero, además, coteja el estilo del apócrifo con algunos paratextos cervantinos, como el prólogo del Persiles, el de las Novelas ejemplares y la “Adjunta al Parnaso”. Llega a la conclusión de que se trata de un zurcido de expresiones y frases cervantinas “muy bien escogidas unas, y acomodadas con gran destreza al nuevo lugar” (Ticknor 18511856: vol. 4, apéndice D, 215). Llama la atención la precisión de las observaciones de Ticknor. Le llega a reprochar a Adolfo de Castro el torpe desliz de haber copiado hasta la errata del nombre del autor de los Versos espirituales (1595), que solo se reproduce en la portada (216). En otra ocasión, a propósito del refrán “Al buen callar llaman sage”, que aparece anotado en el Buscapié, Adolfo de Castro afirma que Cervantes no usaba la forma corrupta del refrán porque prefería la forma antigua. Ticknor le replica lo inapropiado de la anotación, porque Sancho Panza le encaja a don Quijote “al buen callar llaman Sancho” (Cervantes 2015: vol. 2, 43), nada menos que la forma corrupta que, según Castro, rechazaba Cervantes. Para Ticknor, el texto publicado por Adolfo de Castro es un “juguete literario muy agradable é ingenioso. Manifiesta en muchos trozos viveza, imaginación y talento, así como mucha familiaridad con el estilo de Cervantes” y sugiere que pudiera ser obra de Adolfo de Castro (Ticknor 18511856: vol. 4, apéndice D, 217). No se agotaron en el apéndice D de la edición en inglés sus observaciones sobre el Buscapié. Ticknor envió a los traductores de su Historia de la literatura española un escrito, que no aparece en la versión inglesa, para que lo incluyeran en la traducción española. Según palabras del propio Gayangos, “lo que sigue, continuando las anteriores observaciones sobre el Buscapié, es original del Sr. Ticknor, quien nos lo ha enviado escrito en castellano, y rogándonos que lo insertemos en el apéndice á esta traduccion de su obra” (218). El propósito, en esta ocasión, es señalarle a Castro todos los cambios que introdujo en la edición de 1851 para disimular las incoherencias y los errores que dejaban al descubierto la falsificación
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en la edición de 1848. Ticknor termina su escrito instando a Castro a que someta el Buscapié al veredicto de los expertos para determinar si es obra de Cervantes, lo que naturalmente no aceptaría el gaditano. Toda esta patraña terminó con una especie de justicia cervantina. Los herederos de Adolfo de Castro reclamaron los derechos de autor sobre el Buscapié, derechos que justamente reconoció la justicia y que acabaron dándole la razón a Ticknor al confirmar que Adolfo de Castro era el autor de la falsificación.
La compilación de Porras de la Cámara De las Novelas ejemplares, la obra de apreciación crítica más estable, destaca Ticknor su importancia en el canon cervantino, que él sitúa en segundo lugar, después del Quijote, aunque aventajadas “en gracia y corrección” (Ticknor 1851-1856: vol. 2, 220). La gitanilla, El amante liberal, que Gayangos traduce literalmente, aunque con el sentido que el vocablo liberal tenía en el siglo xvii, Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El celoso extremeño o El casamiento engañoso se cuentan entre las más apreciadas. Como en el caso de la biografía cervantina, Ticknor manejaba una información veraz y actualizada. No solo conoce la existencia del códice Porras de la Cámara, sino que da cuenta de su desaparición y, lo que es más significativo, menciona la copia de La tía fingida que Lorenzo Carvajal envió al barón de Werther, embajador de Prusia en Madrid por aquel entonces (222, n. 12). La suerte del códice Porras es bien conocida por los cervantistas y en ella tuvo un papel destacado Bartolomé José Gallardo. En 1788, Isidoro Bosarte publicó en el Diario de Madrid la noticia del hallazgo de un manuscrito, procedente del colegio de los jesuitas de San Hermenegildo de Sevilla, recopilado por Porras de la Cámara para solaz y entretenimiento del arzobispo de la capital andaluza, el cardenal Fernando Niño de Guevara. El códice contenía, entre otras obras misceláneas, una versión anterior a la impresa de la Novela de Rinconete y Cortadillo y de El zeloso estremeño, además de La tía fingida, novela atribuida a Cervantes. Bartolomé José Gallardo, interesado en el códice, intentó localizarlo a su regreso a Madrid en 1820, pero no pudo verlo porque
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había desaparecido de la Biblioteca de San Isidro. Poco después, lo encontró y compró, aunque incompleto, en la librería de Gabriel Sánchez. En el enfrentamiento entre liberales y absolutistas el 13 de junio de 1823, desapareció definitivamente el manuscrito entre los papeles de Bartolomé José Gallardo (Rodríguez-Moñino 1965: 55-67). Pero no todo se perdió en la de San Antonio. Algún rastro ha quedado de dicha compilación en forma de copias manuscritas, al menos seis, según el cómputo de José Manuel Lucía Megías (2018). Una de esas copias, que corresponde a La tía fingida y que sirvió de base a la edición de Charles F. Franceson y F. August Wolf (Berlín, 1818), es la que se menciona en la Historia de la literatura española que nos ocupa.6 Ticknor trata con sumo tino y cuidado el asunto de las atribuciones, un tema candente en aquel momento, sobre el que muchos cervantistas no estuvieron a la altura de lo que exigía la configuración en ciernes del canon cervantino. Toma las debidas cautelas y afirma sobre la autoría: “La tía fingida, que no imprimió él [se refiere a Cervantes], sin duda por lo poco decente de su argumento, y que por lo mismo no puede afirmarse con seguridad que sea suya, y es la simple narración de un hecho acaecido en Salamanca en 1575” (Ticknor 1851-1856: vol. 2, 222).
Del Quijote al Persiles Muy diferente actitud mostró en su aproximación al género de la novela, alejada de lo que se había gestado en la escuela de Jena. Ticknor había vivido en Gotinga, entre 1815 y 1817, el centro más importante de estudios clásicos del momento. Allí conocería a Friedrich Bouterwek, con quien estudió y donde vivieron también los hermanos Schlegel, incluso llegaría a conocer a August (Adorno y del Pino 8). 6
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En la edición de Berlín de 1818 puede leerse una anotación final de Martín Fernández de Navarrete en la que explica que él mismo cotejó la novela con el original y sacó una copia el 7 de diciembre de 1810, p. 34. Disponible en la red: .
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A pesar de la inmersión en este ambiente intelectual de vanguardia, Ticknor mantiene una posición equidistante tanto de la Ilustración como del Romanticismo, apelando a la moral y a la lectura literal como principios rectores de la estética. Acaso el ejemplo más revelador de esta actitud moral sea su lectura de Rinconete y Cortadillo. No alcanza a comprender las contradicciones cervantinas tan del gusto de los románticos. Aunque fascinado por el anclaje popular de la novela ejemplar, se resiste a entender cómo los cofrades de Monipodio son a la vez ladrones y fervientes católicos, “como si la profesion de ladron constituyese una vocacion respetable y permanente, y la obligacion de contribuir con una parte de sus robos á objetos religiosos autorizase el poder quedarse con el resto” (Ticknor 1851-1856: vol. 2, 221). Su comprensión de la novela cervantina está lejos de la penetración conceptual con que el Romanticismo alemán había tratado el Quijote y el género novelístico en su conjunto. Ticknor se conformó con aplicar un método hermenéutico premoderno, regido por el principio de la auctoritas y la intentio auctoris. Para él, Cervantes “desde el principio de su obra anuncia sin rodeo alguno y en los términos más claros y explícitos que su propósito es destruir el favor y autoridad que gozaban los libros de caballerías” (240). El centro de su reflexión es demostrar que Cervantes consiguió lo que se propuso, la proeza de desterrar del gusto español la afición a los libros de caballerías. Ticknor va a distanciarse igualmente de la idea que el siglo xviii tuvo del Quijote, que lo leyó como una sátira y, en ocasiones, lo consideró incluso de inferior valor estético que el apócrifo. Considera el acercamiento satírico “diametralmente opuesto al espíritu de aquella edad, que nunca usó de la sátira general y filosófica, y contrario también al carácter del mismo Cervantes” (240). El Quijote es muy superior no solo al apócrifo, sino al resto de la producción cervantina. La mejor obra de Cervantes, para Ticknor, no es el Persiles, como creía el autor y sus amigos: “Esta honra pertenece al Quijote, obra superior no solo á todas las de su época, sino á las de los tiempos modernos” (238). Acaso el error de Ticknor, si así puede llamarse, es que se tomó demasiado en serio las palabras del propio Cervantes sobre el propósito del Quijote, hasta el extremo de limitar su alcance a condenar al ostracismo de la república literaria la perniciosa influencia de los libros
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de caballerías. Y lo más admirable, afirma, es que Cervantes lo consiguió. En su celo por contenerse en los límites de la intentio auctoris, vinculó, como le reprochara en su momento Francisco de Paula Canalejas, los libros de caballerías al carácter nacional español, cuando la afición de leer historias caballerescas se convirtió en un fenómeno de dimensiones paneuropeas (Romero Tobar 2006: 136-137). Merece la pena destacar el juicio que le merece la segunda parte del Quijote, que considera muy superior a la primera y que coincide con las preferencias de la modernidad, como han ido confirmando las lecturas del último siglo. Entre los episodios más felices que merecen su aprobación se cuentan las aventuras en el palacio ducal, el gobierno de Sancho en Barataria, el descenso a la Cueva de Montesinos, el episodio de Roque Guinart, el retablo de Maese Pedro o la derrota de don Quijote en la playa de Barcelona (Ticknor 1851-1856: vol. 2, 249). Otro aspecto novedoso para el momento es la caracterización de don Quijote y Sancho. No los concibe como entes separados, sino como hijos de la misma madre nutricia. A comienzos de la siguiente centuria, Salvador de Madariaga, en su Guía del lector del “Quijote”, daría en llamar a esta contaminación figural quijotización de Sancho, término que ha desembocado, en tiempos más cercanos a los nuestros, en una concepción evolutiva de los dos personajes cervantinos. Ticknor ve en Cervantes, a diferencia de otros creadores universales como Dante, Shakespeare o Milton, aunque genial, un ingenio lego, que “escribiendo bajo la influencia natural y libre de su ingenio, reconcentrando instintivamente en su ficción el carácter especial del pueblo en que nació, se ha hecho el escritor de todos los tiempos y de todos los países” (251). En las palabras de Ticknor se dan cita el término que acuñara Tamayo de Vargas y la idea romántica de la identificación de don Quijote y su autor con el carácter español, convirtiéndolos en símbolo nacional, como también lo hiciera su amigo Prescott. La escritura del genio, para Ticknor, no está libre de descuidos, por mucho que el resultado sea una obra maestra. Por esta razón se detiene en analizar con sumo cuidado los anacronismos y lo que él llama abandono, descuidos y hasta contradicciones cervantinas (251). Acaso sea en la dimensión temporal de la obra donde se echa en falta el bagaje genérico que le hubiera permitido explicar la arquitectura tempoes-
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pacial de la novela con un poco más de generosidad y más allá de los socorridos errores del genio. No se me escapa que sería injusto pedirle a Ticknor lo que nunca se propuso en su Historia de la literatura española. En primer lugar, porque no era un pensador. Y, en segundo lugar, porque escribía en un momento en el que el debate sobre la novela no había adquirido la claridad conceptual que alcanzó después del Romanticismo, en el que la interpretación del Quijote estaba sometida a un viraje histórico radical, que marcaría la de los siglos venideros. En el siglo xviii, el debate sobre la novela y el Quijote está vinculado a la épica. No se ha producido todavía una reflexión de envergadura sobre el género novelístico —algo que arrancaría con las ideas de los románticos de Jena—, sino que supone una continuación del debate humanista en el que la novela se comprendía como una especialización temática de una épica novelizada. Esta había sido la corriente dominante desde la polémica sobre el Orlando Furioso de Ariosto que enfrentó, por un lado, a los partidarios de la épica en prosa, comandados por Tasso, y, por otro, a los defensores de Ariosto, que siguieron los postulados de Giovanni Battista Giraldi Cinthio. En estas condiciones, el género del Quijote, cuando se aborda, se hace desde las categorías vinculadas a la épica. Mayans equipara la novela a la fábula, como habían hecho los humanistas, distinguiendo distintos subgéneros.7 Aporta un elemento que estaba ausente en el debate humanista y que aparecerá reiteradamente después: el vínculo con lo cómico. Mayans no fue un caso aislado. Henry Fielding caracteriza, en el prólogo de Joseph Andrews (1742), el nuevo género en el que escribe, a imitación, aclara en el título, de Miguel de Cervantes, como “épica cómica en prosa”. Y Vicente de los Ríos, en su análisis del Quijote, después de comparar a
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Desde el punto de vista del personaje, el Quijote, para Mayans, es épica. No ve ninguna diferencia entre Aquiles y don Quijote, ambos personajes locos, porque “si la Iliada es una fábula heroica escrita en verso, la Novela de don Quijote lo es en prosa, que la épica (como dijo el mismo Cervantes) también puede escribirse en prosa como en verso” (Mayans y Siscar § 158). Pero, cuando se atiene a las costumbres, la fábula-novela es, como decía Avellaneda de las obras de Cervantes, comedia (§ 158).
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Cervantes con Homero, ve en el Quijote una fábula burlesca o, lo que es lo mismo, épica cómica (Ríos 1780b: §30, 36, 37). El Romanticismo alemán marcaría distancias con esta idea de la novelización de la épica como solución al problema del género de la novela y plantearía las cosas en términos muy diferentes. Antony Close no lograba explicarse por qué el Quijote “—que es, a fin de cuentas, una parodia burlesca— ha tenido que convertirse en objeto privilegiado de la interpretación romántica —seria, sentimental y filosófica— y en Biblia nacional” (Close 2005: 303). Acaso la clave no esté tanto en la seriedad, en la que tanto hincapié se ha hecho, cuanto en que los románticos vieron en el Quijote la confirmación de su idea de la novela. Una lectura atenta de Conversación sobre la poesía, de Friedrich Schlegel (1800), bastará para confirmar lo dicho. En “Carta sobre la novela”, reflexiona sobre la naturaleza de la novela, señalando como rasgos fundamentales la mezcla y lo sentimental. No se puede concebir una novela, escribe Schelgel, si no es como mezcla: “Cervantes nunca escribió de otra manera” (Schelgel 83). Y no le faltaba razón. En respuesta a las palabras de Avellaneda, de que sus novelas eran más satíricas que ejemplares pero que eran buenas, Cervantes aboga por la mezcla, porque “no lo pudieran ser si no tuvieran de todo” (Cervantes 2015: vol. 1, 674), recurriendo al sentido etimológico de satura. La mixtificación cervantina habría que entenderla, como he señalado en otro lugar, como la comunión de lo cortesano y lo popular en un todo armónico en el que sus componentes ya no son susceptibles de aislarse.8 La segunda categoría del arte moderno a la que apela Schlegel es lo sentimental. Por ello no entiende cualquier inclinación vulgar y empalagosa hacia la incontinencia del sentimiento, sino algo muy distinto. Por sentimental entiende una
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Naturalmente, no se trataba de ninguna novedad. Los grandes escritores universales han practicado la estética de la mixtificación: Shakespeare, Dante, Goethe, y tantos otros. Ya Luciano de Samósata, en su ensayo Al que dijo: “Eres un Prometeo en tus discursos”, la explicó, al tiempo que advirtió contra el peligro de mezclarlo todo de manera indiscriminada. La novedad, escribe, no siempre es admirable, porque la mezcla de dos cosas bellas no genera necesariamente belleza. Lo importante es la armonía: no lo que se mezcla, sino cómo se mezcla.
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amalgama de conceptos que acoge por igual lo cómico, lo folclórico o lo grotesco (que él denomina “arabesco”),9 sin olvidar lo hermético y lo cotidiano.10 Esta concepción de la novela, que preludia los fundamentos del arte moderno, es lo que los románticos vieron en el libro burlesco de Cervantes: la deuda con una estética que abraza el amplio universo de las contradicciones en una suerte de reconciliación con un todo primigenio. Y no hay libro que recorra mejor el universo de la totalidad que el Quijote. Pero, si Ticknor rechazaba la lectura satírica como método hermenéutico, por la misma razón evitaba las lecturas trascendentes. Su aproximación al Quijote sigue una interpretación literal, con afortunadas intuiciones, pero soslayando siempre la cuestión del género. El sentido de lo trascendente que los románticos habían visto en el Quijote se malinterpretó y se canalizó hacia lecturas alegóricas, con la escuela esotérica a la cabeza. Como ha puesto de manifiesto Anthony Close, más allá de declaraciones aisladas, las ideas románticas no cuajarían en la península hasta mediados del siglo xix, sobre todo, a partir de una serie de artículos que Nicolás Díaz de Benjumea publicó en La América entre el 8 de agosto y el 24 de diciembre de 1859 (Close 2005: 79).11 Ticknor deja bien clara su posición, al igual que lo hiciera con la sátira, cuando
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Cincuenta años más tarde, Edgar Alan Poe publicó una colección de cuentos titulada Tales of the Grotesque and Arabesque. 10 Para Schlegel, “solo la poesía moderna puede captar el enigma de este amor y representarlo como enigma; lo enigmático es la fuente de lo fantástico en la forma de toda representación poética” (Schlegel 81), que vale tanto como decir literaria. Y todavía hay un segundo aspecto que él relaciona con lo sentimental: la actualidad. Casi todo en Boccaccio, escribe, “es historia verdadera, igual que otras fuentes a partir de las cuales se ha derivado toda producción romántica” (81). 11 Son los siguientes: Nicolás Díaz Benjumea, “Significación histórica de Cervantes”, en La América, III, Madrid, 1859, n.° 11, pp. 8-9; “Comentarios filosóficos del Quijote”, en La América, III, Madrid, 1859: n.° 13, pp. 7-9; n.° 14 p. 7; n.° 17 pp. 8-9; n.° 18 pp. 9-11, y n.° 19 p. 10; también “Refutación de la creencia generalmente sostenida de que el Quijote fue una sátira contra los libros de caballerías”, en La América, 24 de septiembre y 8 y 24 de octubre de 1859.
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se pronuncia en contra de las interpretaciones simbólico-alegóricas frente a Friedrich Bouterwerk, Sismonde de Sismondi o August Schlegel. Para él, “hasta se ha querido suponer que [Cervantes] trató de describir el infinito y perpetuo combate de la parte poética con la parte prosáica del alma, entre el heroismo y la generosidad por un lado, y el egoísmo y el interés por otro, representando en esta lucha la realidad y verdad de la vida humana” (Ticknor 1851-1856: vol. 2, 239). Ticknor no supo o no pudo ver que los nuevos tiempos demandaban un cambio de paradigma en la valoración crítica que se orientaba hacia el lector, alejándose cada vez más de la intentio auctoris que él profesaba. Queda por último referirnos, aunque sea a vuela pluma, a su valoración de Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), porque, aunque breve, tiene un recorrido mucho más largo que la del Quijote. Anunciará el final de una época dorada para la obra póstuma de Cervantes y marcará el rumbo de la crítica posterior para valorar la novela. Ticknor coincide con Mayans en que el estilo del Persiles es mucho más cuidado que el del Quijote. Si el valenciano lo consideraba “proporcionalmente sublime, moderadamente figurado y templadamente poético” una obra “de mayor invención artificio i estilo más sublime que la de Don Quijote” (Mayans y Siscar 181), el bostoniano aunque reconoce que el estilo “es más acabado y esmerado que el de ningún otro de sus escritos”, advierte que esto no quita para que “el trabajo sea muy inferior á lo que el autor y sus amigos creían cuando le calificaban de modelo en su género, y del mejor libro que escribió Cervantes” (Ticknor 1851-1856: vol. 2, 238). Más allá de esta laudatio estilística, lo considera un libro fallido. Para Ticknor, Cervantes intentó escribir una novela de caballerías guardando todos los preceptos aristotélicos, acomodándolos a los nuevos tiempos. Cabe subrayar, no obstante, que esta observación, que apuntalaría Cesare de Lollis (1924), ha calado hondo en el bagaje crítico hasta nuestros días. Fue el primero en señalar el discurso del canónigo de Toledo (Cervantes 2015: vol. 1, cap. 48) como origen del Persiles. Partiendo de esta observación, la crítica posterior se ha dividido entre considerar el discurso del canónigo resumen o esbozo para intentar aproximarse a la fecha de composición de la obra póstuma de Cervantes. Otro as-
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pecto importante en la valoración de Ticknor es que el Persiles es una novela seria. La sombra del Persiles como novela seria se ha alargado demasiado, hasta el extremo de opacar la fantasía de la obra. Primero se ensayaría una lectura alegórico-simbólica y luego se añadiría el simbolismo preceptivo de los aristotélicos, para acabar imponiéndose el catolicismo contrarreformista como aproximación dominante, por no decir única, hasta los años noventa. No es otra la tesis de Antonio Vilanova (1989), Joaquín Casalduero (1947), Juan Bautista AvalleArce (1961), Alban K. Forcione (1972) o Aurora Egido (1994). Y es que, en la era del realismo, no podían soplar vientos propicios ante el derroche de imaginación que ostenta el Persiles. Tanto editores (Soden o Buttenschoen) como historiadores de la literatura (Bouterwek) fueron ásperos y destemplados en sus juicios (Romero Muñoz 54). El mismo Ticknor reconocía ese derroche de fantasía, aunque no comulgaba con el resultado cuando escribía que “el libro todo es un laberinto de historias que demuestran una riqueza de imaginación sorprendente en un anciano como Cervantes, que parece debiera estar quebrantado al rigor de tantos trabajos, privaciones y disgustos; pero laberinto confusísimo del cual el lector sale muy gustoso y complacido” (Ticknor 1851-1856: vol. 2, 238). Estas palabras parecen premonitorias de la suerte que ha corrido la novela póstuma de Cervantes. Porque si, hasta comienzos del siglo xix, los dos aspectos más valorados de la obra eran su estilo y la fantasía, a raíz del juicio de Ticknor, se instalarán sigilosamente la verosimilitud y el sentido religioso como criterios valorativos, cavando así la fosa del olvido para Los trabajos de Persiles y Sigismunda hasta su rehabilitación estética en los años noventa del pasado siglo.
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Ticknor, El castigo sin venganza y el concepto de drama nacional Antonio Arraiza Rivera
a Carmen R. Rabell
Este ensayo propone algunas claves para dilucidar una ausencia en el segundo tomo de la History of Spanish Literature de George Ticknor (1791-1871).1 A saber, que el autor, al emprender el estudio del teatro del Siglo de Oro, no ofrece una definición de la tragedia ni establece una categoría para aquellos textos españoles que podrían clasificarse como tal, según observa Henry Sullivan2 (83). El detalle no carece de
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El volumen cubre lo que Ticknor llamó el “Second Period”, que va desde principios del siglo xvi hasta la segunda mitad del xvii. Para Henry Sullivan, “Cowell adopted George Ticknor’s taxonomy of the Calderonian canon with considerable misgivings... Ticknor was content with just four categories: religious, heroic, cape-and-sword comedies, and dramas of common life. Significantly neither man thought to create a separate category for tragedies… [T]his omission —while an argument from silence— is significant” (Sullivan 83).
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interés, si se toma en cuenta que el acercamiento de Ticknor constituye un eslabón importante en el largo debate sobre la existencia de un corpus trágico en España parangonable a los de Francia e Inglaterra. A ello se suma el hecho de que gracias al hispanista bostoniano contamos con el autógrafo de El castigo sin venganza3 de Lope de Vega, en cuya portada, debajo del título, aparece escrita la palabra tragedia.4 La disyuntiva que existe entre lo que Ticknor llama drama nacional y la evidencia textual de El castigo sin venganza —su identificación como tragedia en el autógrafo de 1631, a lo que se añade el prólogodedicatoria de la edición suelta de 1634— invitan a detenerse en las lecturas del hispanista, buscando cómo lo trágico se concibe de cara a una visión abarcadora de la dramaturgia española de los siglos xvi y xvii. En estas páginas analizo varios momentos del texto de Ticknor con el fin de entender su interpretación del teatro español y sus planteamientos sobre la tragedia o los elementos trágicos que destaca en algunas piezas, enfocándome en los capítulos que dedica a Lope de Vega y a Pedro Calderón de la Barca. Conjuntamente, comento varios pasajes de la tragedia lopesca, cuyo autógrafo está depositado en la Boston Public Library. Mi lectura procura explicar cómo el proyecto de examinar la literatura española a la luz de juicios específicos sobre la identidad nacional de España complica las posibilidades de esbozar una teoría de la tragedia, si bien los planteamientos de Ticknor anticipan perspectivas posteriores que defienden la existencia de una escuela o modalidad de tragedia que se consolida en el Siglo de Oro.
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A menos que se indique lo contrario, citaré de la edición preparada por Antonio Carreño (Vega y Carpio 1990). Copio la escueta formulación de M. McKendrick: “The play was written in 1631 and first published in Barcelona in 1634 with a dedication by Lope to the Duke of Sessa and an introduction in which Lope unequivocally calls the play a tragedia, a label sparingly used of the comedia nueva and therefore to be treated with serious respect by the critic” (McKendrick 79). En otras palabras, el problema consiste en que en ningún momento la History of Spanish Literature alude a que El castigo se nombra como tragedia, etiqueta que, dado su uso infrecuente, cobra visos de manifiesto o declaración teórica.
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El espíritu del pueblo español y la History of Spanish Literature Tanto el magisterio del filólogo Friedrich Boutewerk, autor de una historia de la literatura europea que cubre la Península Ibérica, como los planteamientos de Johann Gottfried von Herder5 y los hermanos Schlegel sobre la existencia del espíritu del pueblo (el Volkgeist) influyeron decisivamente en la formación de Ticknor durante su estadía en la Universidad de Gotinga entre 1815 y 1816 (Adorno y del Pino 6). El viaje que el filólogo en ciernes emprende a España en 1818 le permitiría observar las características de sus habitantes, concretar una imagen de lo español: Ticknor admiringly described what he identified as the genuine, purely Spanish national character that emanated from its enduring spirit, something he had not found to the same degree in any of the other European nations he had visited. For the young Ticknor, it was in the working classes, and not in aristocratic circles, where the most unalloyed national virtues could be found. (9)
La crítica ha señalado las cualidades específicas que Ticknor resalta en los españoles: la lealtad a la autoridad política, el cristianismo militante, que a la postre devino en fanatismo religioso, y la resistencia heroica a los invasores antiguos y modernos (Hart Jr. 80). Se ha corroborado igualmente que, para Ticknor, la literatura debía ser un espejo moral del pueblo que la produce (Adorno y
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Al decir de Evangelina Rodríguez Cuadros, es Herder quien, “en sus Ensayos sobre el estilo y el arte alemán (1773) desarrolla, en efecto, la idea del Volskgeist (‘espíritu o carácter popular’) que hacía depender la lengua y literatura del genio ‘nacional’, organismo vivo arraigado en su pasado histórico que plasmaba las actitudes innatas de la colectividad” (Rodríguez Cuadros 257). Para un rastreo de cómo el concepto fue esgrimido por intelectuales extranjeros para plasmar una interpretación monolítica del ser español y de las derivas de esta noción hacia el terreno del conservadurismo ideológico, véase el resto de su artículo “Teatro Español del Siglo de Oro: del canon inventado a la historia contada”.
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del Pino 25), accesible a un amplio público lector: valores compartidos por los círculos federalistas de Nueva Inglaterra que promovían una idea de la sociedad en la que primaban el consenso y el sentido de pertenencia nacional entre clases, sin abandonar un marco jerárquico (Hart Jr. 84). A pesar de la fijeza de estas premisas filosóficas Ticknor admite la posibilidad de cambios históricos. En el caso de lo español, se explica la decadencia político-cultural de los siglos xvi y xvii como resultado de una exacerbación del sentimiento religioso y la obediencia al poder monárquico, se describen variaciones en el carácter vinculadas a la geografía del país y se reconoce el papel de la presencia árabe en la formación del pueblo (Rathbun 41). Que para Ticknor la literatura constituía un fiel reflejo del espíritu popular-nacional lo demuestran sus comentarios sobre el teatro francés en una carta de 1817: I do not regret that we have none of this comedy in English, for I deprecate the character and principles out of which it grows, and should lose no inconsiderable proportion of my hope for England and America, if they had reached or were approaching that ominous state of civilization and refinement in which it is produced. (Hart Jr. 82)
Según lo establecido por Hart, a los supuestos rasgos literariosociales de lo francés, con su excesivo atildamiento y sofisticación intelectual, Ticknor opone la comedia española como manifestación cultural dirigida al disfrute colectivo: “Spanish drama in its highest and most heroic forms was still a popular entertainment, just as it was in its farces and ballads. Its purpose was, not only to please all classes, but to please all equally.” (82) En efecto, podría decirse que el esquema de Ticknor lleva el antiguo adagio atribuido a Cicerón hasta sus últimas consecuencias, haciendo del teatro no ya espejo de costumbres, sino de toda una nación, reteniendo en su forma más acabada la posibilidad de una apreciación estético-moral igualitaria. Así, los capítulos dedicados al teatro español conforman un espejo de las virtudes y vicios (antiguos) dignos de emular, o evitar, en las letras de una república (moderna).
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De Lope de Rueda a Lope de Vega: la consolidación del drama nacional Las páginas de la History of Spanish Literature dedicadas al desarrollo del teatro en España se leen como la crónica del progresivo afianzamiento del espíritu de la nación. El Geist de los españoles va poco a poco infundiéndole el sello de lo popular al teatro: lo que explica por qué uno de los rasgos positivos más reiterados a la hora de valorar la producción dramática de España sea el de la vida que desprenden ciertos textos. Veracidad, viveza, chispa o naturalidad: cada atributo sugiere parcialmente la correspondencia que Ticknor halla entre las características esenciales de lo español y su teatro. El relato de este proceso exhibe un tono providencial. De ese modo, uno de los capítulos del primer volumen de la History sostiene que Juan del Encina, Gil Vicente y Bartolomé Torres Naharro, si bien ensayan acercamientos preceptivos a la escritura dramática, no habían dado señas de querer fundar el drama popular nacional (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 319). Un pasaje posterior del tomo segundo ubica al actor y dramaturgo Lope de Rueda como la figura que logra, por fin, retratar al pueblo en sus obras: But the popular vein had not yet been struck. Except dramatic exhibitions of a religious character, and under ecclesiastical authority, nothing had been attempted in which the people, as such had any share. The attempt, however, was now made, and made successfully. Its author was a mechanic of Seville, Lope de Rueda […]. (vol. 2, 56)
El elogio de las percibidas afinidades entre la vida y la escritura se concentra, como es de esperarse, en los diálogos. Los Pasos de Lope de Rueda “are drawn from common life, and written in spirit” (63),6 mientras que en su Comedia Armelina “the dialogue is pleasant and easy, and the style natural and spirited” (59). Algunos diálogos de
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La edición de Gayangos y Vedia traduce este pasaje como “están tomados de la vida popular y escritos con ingenio y gracia” (Ticknor [1849] 1851: 142).
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la Cornelia de Juan de Timoneda “are full of life” (68): justo lo que echa en falta de la Elisa Dido de Cristóbal de Virués (77) y de lo que también adolece la Isabela de Lupercio Leonardo Argensola (82), catalogadas respectivamente como “an imitation of the ancient Greek masters” e “imitation[s] of the Greek style of tragedy”. En ambas, Ticknor halla aciertos retóricos a pesar de sus numerosos defectos. Pero lo extranjero no es solo teórico o preceptivo, sino racial y lingüístico. La aceptación de la influencia árabe en la configuración del pueblo español no impide que el filólogo establezca una frontera clara entre lo que constituye lo autóctono y lo foráneo. Al respecto de algunas situaciones cómicas del teatro de Lope de Rueda, Ticknor afirma que “something is done by mistakes in language, arising from vulgar ignorance or from foreign dialects, like those of negroes and Moors” (66). La opinión revela la incapacidad de entender la pluralidad de registros lingüísticos y grupos étnicos como parte del legado popular de la obra del batihoja sevillano. No será la última vez que Ticknor invoque la diferencia entre pueblos para establecer los límites de lo que a su entender define el espíritu español. Y es posible que, detrás del comentario, se asomen las preocupaciones del intelectual perteneciente a una joven república esclavista y en la antesala de una guerra civil.7 Sobre esto y sobre una escena de El castigo sin venganza en donde lo innombrable, lo que no entra en las normas del comportamiento de una comunidad, se identifica con la alteridad racial, volveré en breve.
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Sobre la oposición de Ticknor al abolicionismo y a las políticas del presidente Lincoln, el portal de la Ticknor Society explica: “In his last few years, Ticknor expressed grave fears for the future of his country. He hated slavery but felt that abolition of it would destroy the Union. He wrote a pamphlet praising Daniel Webster in 1831, idolized him in succeeding years, was active with other conservative Bostonians in efforts to appease the South, and in 1860 supported the Constitutional Union party. When conflict proved inevitable and the Civil War began, Ticknor viewed President Abraham Lincoln’s policies with alarm, fearing that the Constitution would be destroyed. He inveighed against emancipating southern slaves and supported George Brinton McClellan’s bid for the presidency in 1864” ().
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El apartado del capítulo 8, titulado “Tendency to a Better Drama”, aclara que a finales del siglo xvi solo existían dos mentes capacitadas para forjar un teatro auténticamente español: Lupercio Leonardo de Argensola y Lope de Rueda. El primero optó por imitar el estilo griego y escribir tragedias que van a contracorriente del espíritu nacional. El segundo, al menos, creó con sus farsas una escuela de actuación (87). La explicación cierra insistiendo en el poder multitudinario del pueblo español como asistente de los espectáculos escénicos. Su agencia está ahí, aunque sin realizar plenamente: “[T]he public, who resorted to the imperfect entertainments offered them, if they had not determined what kind of drama should become national, had yet decided that a national drama should be formed, and that it should be founded on the national character and manners” (88). Le tocará, pues, a Lope de Vega fijar las bases del drama nacional. A pesar de haber cedido al influjo perjudicial de lo italiano —sobre todo, en el cultivo de la polimetría sobre las tablas (312)—, el afán de complacer al público, según varios lugares de El Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (241) y el empleo de metros castellanos, en especial la incorporación del romance y su vasto repertorio argumental (313-314), constituyen para Ticknor dos pilares del teatro de Lope. Al poeta y dramaturgo no le interesa tanto la preceptiva dramática como la refundición de motivos literarios y recursos escénicos previos hasta dar con la fórmula ideal, ese drama que, en palabras del hispanista, “was so truly national, and rested so faithfully on tradition, that it was never afterwards disturbed, till the whole literature, of which it was so brilliant a part, was swept away with it” (316).8
8 Rodríguez Cuadros resume las claves de este national drama concebido por Lope: “[O]riginado en una genial capacidad de improvisación —ligada al sistema de producción del teatro del xvii— que, por anacronismos, incoherencias o atentados a la decent morality manifestaba un vigor lírico tan sorprendente como peligroso (porque llevaba excesiva confianza en la capacidad narrativa del verso en detrimento de una [sic] seguimiento de la acción). Inaugura también Ticknor la inevitable comparativa con Calderón (más meticuloso y manierista) al que hace depositario de los elementos más consistentes del teatro” (Rodríguez Cuadros 261).
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Quien recorra los comentarios de Ticknor podrá identificar fácilmente los lugares comunes de larga vida crítica sobre Lope, hoy sometidos a las puestas al día y matizaciones de rigor: su inagotable capacidad para la improvisación, la gracia de sus versos (321), que tan bien cuestionara Rafael Sánchez Ferlosio,9 su desapego hacia la teoría dramática de su momento y su papel como Jano bifronte capaz de capitular a la poesía italianizante salvaguardando los hallazgos de la poesía y el teatro españoles antiguos (302). Dentro del esquema de las cuatro categorías teatrales que Ticknor desarrolla —el drama religioso, las comedias de capa y espada, las comedias heroicas y lo que llama los dramas of common life o dramas de la vida común—, vale la pena notar que las modalidades de dramaturgia profana quedan supeditadas a la comedia de capa y espada. Siguiendo la pauta de El arte nuevo, Ticknor aclara que el término comedia es sinónimo de drama, una etiqueta que cubre la asombrosa variedad argumental de Lope: “From the deepest tragedy to the broadest farce, and from the most solemn mysteries of religion down to the loosest frolics of common life” (243). Queda claro que la tragedia, o lo trágico, si bien un rasgo presente en algunos textos comentados por Ticknor, está subordinado a los valores más amplios y definidos que encarna la comedia de capa y espada. Según el hispanista, es este el género que muestra el vestuario pintoresco de los miembros de la clase alta española y cuyo motor argumental es la galantería (gallantry), vista como valor supremo del periodo (244). Con títulos tomados de refranes antiguos, las comedias de capa y espada no son ni comedias —dada la intriga que rige sus tramas— ni tragedias, por sus finales felices (244). La memoria colectiva del pasado y el retrato de las costumbres del presente moldean el drama nacional por antonomasia. En la plantilla de este macrogénero, las obras clasificadas como dramas de la vida común10 y las comedias heroicas o historical dramas
9 “Contribución al centenario de Lope de Vega” (Sánchez Ferlosio 335). 10 Entre estas incluye La moza del cántaro, La esclava de su galán y El cuerdo en su casa.
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no son sino desviaciones: “Deviation[s] from the more truly national type of the ‘Comedia de Capa y Espada’” (234). Los primeros escenifican historias cuyos protagonistas provienen de las clases bajas de la sociedad. Los segundos reelaboran personajes y situaciones de raigambre histórica, aunque sin preocuparse demasiado por la fidelidad a los hechos. La definición resulta pertinente, pues como historical drama clasificará Ticknor El castigo sin venganza: “[T]hey bring on the stage personages in a higher rank of life, such as kings and princes; that they generally have an historical foundation, or at least use historical names, as if claiming it; and that their prevailing tone is grave, imposing, and even tragical” (257). Lo trágico como un tono o registro posible puede también permear un conjunto de obras: “Like ‘Punishment Without a Vengeance’, several other dramas of its class are imbued with the deepest spirit of tragedy” (269). Sin embargo, en vez de reconocer el esfuerzo por parte de Lope de elaborar un corpus trágico o constatar los criterios que abonarían a una definición de la tragedia española, el término se limita a la descripción de tramas y desenlaces de ciertas obras. ¿Y por qué llama la atención que Ticknor no definiera la tragedia? En primer lugar, porque, si se sostiene que la literatura debe ser un reflejo de la sociedad que la genera, entonces para Ticknor el espíritu del pueblo español, en esencia, no es trágico. La crónica del paso del autor de la History por España deja entrever los prejuicios filosóficos e instancias poco halagadoras de un país que se recuperaba de las guerras napoleónicas, pero su caracterización como un pueblo aguerrido y valiente y su preservación de un rico acervo literario oral casan mal con un género que lleva a las tablas la caída de héroes y de personajes de alto rango, muchos —aunque no todos— de épocas remotas y extranjeros. El esquema clasificatorio del teatro de Lope convierte a la comedia de capa y espada en la forma dramática más representativa del abanico de interacciones socioculturales de las clases españolas del siglo xvii. En segundo lugar, porque el análisis que Ticknor dedica a El castigo sin venganza despliega una combinación de detalles omitidos y el minucioso cotejo del manuscrito de la obra. Para Ticknor, el duque de Ferrara es “a person of mark and spirit […] a prince of statesmanlike experience
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and virtues” (267). La incongruencia entre ese retrato de virtudes ducales y el primer acto en que el duque ronda embozado las calles de Ferrara, buscando casadas y prostitutas a las que seducir, no pasa desapercibida. Del mismo modo, se ignora el flagrante rótulo del manuscrito y el prólogo11 que Lope añade a la edición Suelta barcelonesa, con dedicatoria al duque de Sessa (1634), edición que Ticknor muestra conocer (269).12 Al respecto del manuscrito de El castigo, comenta: “And the whole was evidently written with care, for there are not infrequently large alterations, as well as many minute verbal corrections, in the original manuscript, which is still extant” (268). Observaciones sobre la autorización de Pedro de Vargas Machuca y las cruces dibujadas en la parte superior de cada página, para las que ofrece una curiosa explicación,13 corroboran el esmero con que el hispanista examinó el manuscrito, incorporado póstumamente a su colección de libros en español y portugués: la justamente célebre Ticknor Library of Spanish and Portuguese Literature, compuesta inicialmente de tres mil novecientos siete volúmenes, que, junto con un fideicomiso de cuatro mil dólares, Ticknor legó en 1871 a la Biblioteca Pública de Boston.14
11 “Señor lector, esta tragedia se hizo en la corte solo un día, por causas que a vuestra merced le importan poco. Dejó entonces tantos deseosos de verla, que los he querido satisfacer con imprimirla. Su historia estuvo escrita en lengua latina, francesa, alemana, toscana y castellana: esto fue prosa, agora sale en verso; vuesamerced la lea por mía, porque no es impresa en Sevilla, cuyos libreros, atendiendo a la ganancia, barajan los nombres de los poetas, y a unos dan sietes y a otros dan sotas; que hay hombres que por dinero no reparan en el honor ajeno, que a vueltas de sus mal impresos libros venden y compran; advirtiendo que está escrita al estilo español, no por la antigüedad griega y severidad latina; huyendo de las sombras, nuncios y coros, porque el gusto puede mudar los preceptos, como el uso los trajes y el tiempo las costumbres” (Vega y Carpio, 1634, 261). Remito a la edición de Carreño para una discusión pormenorizada de las implicaciones de este prólogo. 12 El catálogo de la Ticknor Collection registra las ediciones de El castigo de Cerdá y Rico (1777), de J. E. Hartzenbusch (1854) y de Rosell (1856). 13 “Whether Lope thought it possible to consecrate the gross immoralities of such a drama by religious symbols, I do not know; but if he did, it would not be inconsistent with his character or the spirit of his time” (269). 14 Tomo los datos de la página web de la colección: .
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De letras, archivos e imaginaciones letradas No tiene desperdicio citar la nota colocada entre las páginas iniciales del manuscrito encuadernado de El castigo sin venganza. Escrita por la hija de George Ticknor, Anna Eliot Ticknor (1823-1896), fechada en 1895 y dirigida a los Trustees de la Biblioteca Pública de Boston, su contenido resalta el valor de la donación: I have the honour to offer to the Boston Public Library a very valuable autograph of Lope de Vega, with the understanding that it is to be placed with the special “Ticknor Library” and among the more precious volumes of that collection, subject to the rules governing it. During Mr Ticknor’s life, this volume was always kept by him in his collection of autographs; and it was, therefore, not thought of when the Spanish and Portuguese books were transferred to the Public Library —which, as you may remember was done several years before required by Mr. Ticknor’s will— nor was it considered to be a part of the library. I now feel, however, that the place for this manuscript of the play by Lope de Vega El castigo sin venganza, will find its approppriate place [sic] in the Ticknor library under your care. It is a holograph, and is mentioned in my father’s History of Spanish Literature.
No hay que insistir en que el texto, en este caso un códice, lejos de constituir un objeto estable, recoge las huellas de varios procesos.15 Así como Ticknor padre alude a la aprobación de Pedro de Vargas Machuca (1632) que aparece en el manuscrito de la tragedia, para reconstruir la biografía de este personaje y el de su famoso antepasado Diego Pérez de Vargas Machuca, mencionado por don Quijote, la
15 La bibliografía es amplísima, aunque me guío aquí por el libro de Roger Chartier The Author’s Hand and the Printer’s Mind: Transformations of the Written Word in Early Modern Europe (2014). Una muestra reciente de lo que podría calificarse como una microhistoria literaria con un enfoque perteneciente a los material culture studies es The Long Public Life of a Short Private Poem, Reading and Remembering Thomas Wyatt (2019), de Peter Murphy. El libro explora con detenimiento las alteraciones textuales a las que fue sometido el poema “They Flee From Me”, de Wyatt, en su paso del manuscrito al impreso.
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carta de Anna Eliot reconstruye un momento de lectura. Sus palabras reflejan el conocimiento de la obra de su padre y permiten aventurar la hipótesis de que este volvió en numerosas ocasiones al manuscrito que atesoró.16 Ticknor se acercó a la caligrafía enmarañada de Lope lo suficiente como para insistir, en una nota al calce de su libro, que el autógrafo de El castigo estaba lleno de “many alterations, corrections, and interlineations by himself ” (Ticknor [1849] 1891: 269). Una nota anterior le atribuye a Pascual de Gayangos la explicación según la cual la representación de la obra se suspendió debido a que evocaba la historia desgraciada del príncipe Carlos, heredero de Felipe II, interpretación de la que el hispanista bostoniano desconfía. Las observaciones de Ticknor delatan una mirada atenta, paradójicamente más afín a los acercamientos contemporáneos que el tenor ideológico de sus capítulos. Observaciones que merecen calificarse de pioneras, ya que sugieren fecundas líneas de investigación que han sido retomadas posteriormente.17 Tal es el caso de la materialidad de la escritura, ángulo desde el cual la crítica contemporánea ha venido interpretando la tragedia, escrutando versos tachados y variantes o contrastando soluciones ofrecidas entre editores antiguos y modernos. De las conexiones entre una activa aplicación de determinados elementos trágicos definidos por Aristóteles y los cambios que Lope llevó a cabo en el tercer acto, da cuenta el análisis de Christophe Couderc, para quien los versos 16 Del afán de Ticknor por obtener autógrafos da cuenta el pasaje de una carta de 1842 dirigida a uno de sus contactos más importantes para la creación de su colección. Me refiero al bibliógrafo, arabista e investigador Pascual de Gayangos (1809-1897): “I have the misfortune to be a collector of autographs. If you chance to find any, pray remember me; but give yourself no trouble about them. Of Spanish I have very few, —none of any consequence, except an autograph play of Lope de Vega, complete— La fuerza lastimosa” (Ticknor 1927: 56). El interés de conseguir autógrafos específicamente de Lope se reitera en otra carta al año siguiente (72). 17 Véase, por ejemplo, el detallado análisis que hace Ramón Valdés Gázquez (2015) de la letra de un Lope ya viejo, de las marcas y pentimenti que evidencia el manuscrito de El castigo sin venganza.
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reescritos 3000-3002 son “como testimonios del trabajo del poeta en su taller, es decir como huellas —que suelen escasear en la Comedia— del proceso genético con que se elaboró la obra dramática” (Couderc 227). Los versos en cuestión son aquellos en que el duque de Ferrara se dirige a Aurora: “Tú, Aurora, con este ejemplo, / parte con Carlos a Mantua, / que él te merece y yo gusto” (Vega y Carpio 1990: 253).18 Ya sabemos lo que Aurora acaba de ver: el asesinato del conde Federico, hijo del duque de Ferrara, cometido por el marqués Carlos. Instigado por el duque, Federico asesina a su madrastra Casandra, confundiéndola con un noble que buscaba usurparle el poder a su padre. Aurora, quien acusara de infidelidad a Federico y a Casandra, termina comprometida con su pretendiente el marqués, partiendo de Ferrara luego de haber presenciado una ejecución doble concertada por su tío el duque. La muerte de los enamorados Casandra y Federico queda como ejemplo político que disimula la venganza ante las sospechas de infidelidad. Como nota Couderc, un estado de redacción anterior ponía en boca del duque una propuesta de matrimonio a Aurora. Al eliminar esa opción, reforzar el desenlace funesto y descartar una nueva unión para el noble ferrarés, Lope parece ceñirse a los planteos de la Poética sobre la peripecia, agnición y pathos, otorgándole un papel decisivo al desenlace de su obra para asentar su estatuto trágico (233-234). Considero que estos cambios reflejan una de las preocupaciones centrales de la tragedia de Lope: la legibilidad. Everett W. Hesse ya había resaltado la importancia que cobra la ocultación o concealment como motor de la tragedia. Y, si nos dejamos llevar por las lecturas alternas que recoge la edición de Carreño para una escena clave, podemos pensar más en cómo la lógica de El castigo está armada sobre un intercambio de mensajes cuyos contenidos nunca se explicitan
18 Esta observación coincide con lo ya señalado por E. Stewart Atkins (2014), aunque él enfatiza que las tachaduras obedecen al deseo de otorgarle a Aurora mayor protagonismo en la obra. Para un examen del personaje de Aurora y la imposibilidad de verificar su testimonio sobre la infidelidad de Casandra y Federico, véanse el artículo de Stewart Atkins (2014) y el libro de Sullivan (2018).
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del todo. Sobre la dificultad de llegar al meollo del asunto en lo que concierne a la relación de Federico y Casandra han corrido ríos de tinta. Sin embargo, conviene repasar el momento en que el duque se entera por una misiva anónima de la supuesta infidelidad de su esposa con el hijastro de ella. Cito el momento en que el duque recibe el documento infamante: “Éste viene cerrado, y mal vestido / un hombre me le dio, todo turbado, / que quise detenerle con cuidado” (Vega y Carpio 1990: 230). La edición de Carreño menciona las lecturas concordantes tanto del manuscrito como de la Suelta de 1634 para señalar que “mal vestido” se refiere al mensajero turbado que desapareció una vez entregada la nota. No obstante, se consignan las lecturas de las ediciones hechas por A. Kossof y J. M. Díez Borque, quienes arguyen que “mal vestido” podría modificar el sobre que le fue entregado al duque. ¿Cabría la posibilidad de aceptar ambas lecturas simultáneamente? Aun reconociendo la claridad gramatical que se colige de dos testimonios antiguos, ¿por qué descartar la sugerencia de que tanto el mensaje como el mensajero se corresponden en su aspecto poco halagador, dada la encomienda? Si se piensa en la fértil exploración que Lope hizo del tema de las letras y la escritura en su poesía, además de las ideas que en su época circulaban sobre la escritura manual como ventana a la interioridad de su emisor, la idea no resulta descabellada. Creo que estas nociones antiguas informan las palabras del duque cuando interpela a las letras buscando una respuesta a lo que acaba de leer: “¿Qué es esto que estoy mirando? / Letras, ¿decís esto o no? / ¿Sabéis que soy padre yo / de quien me estás informando / que el honor me está quitando? / Mentís; que no puede ser […] Pero ya el papel responde / que es hombre, y ella mujer/ ¡O fieras letras villanas!” (231). Parte del problema reside en que detrás de esas acusaciones no hay autor al que interrogar. Al tratar a las letras como personas que tienen que responderle, el duque evoca el consabido lugar común según el cual las cartas suplantaban la ausencia de quien las escribía.19 El du-
19 Para un análisis de la exploración poética de la escritura en Lope de Vega, remito a La voz de las letras en el Siglo de Oro de Aurora Egido (2003). Fernando Bouza
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que aceptará el contenido de una noticia tan impresentable como su portador. A la indignación ante la escritura, motejada de villana y fiera, le siguen los versos donde el duque se compara librescamente con el rey David, traicionado por su hijo Absalón. El contraste entre el repudio a la letra escrita y a la vez su acatamiento se suma a la nómina de elementos vertebradores de El castigo sin venganza. Del lenguaje y el silencio (McKendrick),20 a la oposición entre civilización y barbarie (Wardropper), la historia trágica de Federico y Casandra ha sido analizada a través de una serie de conceptos que resaltan la incapacidad de sacar en claro la verdad, plena escenificación del poder de la anfibología que Lope mencionara en su Arte nuevo (Sullivan).21 No hay más que volver a las ideas de Wardropper para repensar cómo Aurora le describe a Carlos el beso del hijo del duque y su madrastra, según dice haber visto en un espejo: “El mayor atrevimiento / que pasara entre gentiles, / o entre los desnudos cafres / que lobos marinos visten” (Vega y Carpio 1990: 211).22 La referencia de Aurora,
ha examinado la idea de la escritura como cifra de la personalidad de quien escribe en Corre manuscrito: Una historia cultural del Siglo de Oro (2001). 20 Debo mi lectura a otra magistral formulación de McKendrick: “The language of the play itself mirrors the play’s presentation of the truth as something shifting, partial and contrived” (1983: 83). También, a lo expuesto por Charles Oriel sobre el estatuto problemático de la escritura en el Siglo de Oro (a propósito de un soneto de Lope): “[T]he nature of writing is paradoxical in several ways: papeles may be used to establish and authenticate the truth of a given state of affairs, but they may also be exploited for the purpose of deception” (1992: 2). 21 “Siempre el hablar equívoco ha tenido / —y aquella incertidumbre anfibológica— / gran lugar en el vulgo, porque piensa / que él solo entiende lo que el otro dice” cito por Sullivan (2018: 123) 22 Para Wardropper, estos versos revelan que “el barniz de la civilización ya se ha desvanecido de la corte ducal de Ferrara” (Wardropper 202). Todavía en Puerto Rico se escucha el vocablo cafrería, de connotación evidentemente racista, para designar aquello que se percibe como zafiedad o comportamiento vulgar lindante con lo obsceno. Una cafrería, en efecto, es para Aurora el beso de Federico y Casandra que asegura haber presenciado: exhibición impúdica que se percibe como el asalto de la barbarie a las costumbres y moral cristiana de los sectores dominantes. No extraña, pues, el que algunas personas describan como cafrería cualquier práctica cultural que ostente el tratamiento franco de la sexualidad, las
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como de erudición de segunda mano, no puede disimular el colapso del pretendido orden y concierto de la corte ducal de Ferrara. Que la tragedia de Lope reflexiona sobre los límites arbitrarios entre lo civilizado y lo bárbaro lo confirman otras palabras del duque: “Pues sin culpa el más honrado / te puede perder, honor, / bárbaro legislador / fue tu inventor, no letrado” (244). La crueldad no está en los escenarios salvajes invocados por la maquinadora Aurora (celosa de la relación entre Federico y Casandra), sino en el propio seno familiar. Y algo de esta tensión entre la sensación que algunos personajes tienen de estar atrapados y la forma en que lo verbalizan se advierte en versos anteriores del acto segundo, en los que Casandra se queja ante Federico del desprecio que sufre por parte de su marido el duque, comparándose con una cristiana necesitada del rescate que la sacará de Argel: “O escribiendo yo a mi padre / que es más que esposo tirano, / para que me saque libre / del Argel de su palacio” (175). Insisto: Lope explora la dualidad del mundo de la letra como archivo de referencias que los personajes esgrimen para ilustrar el dilema en que se encuentran y como práctica cuya lectura o escritura puede resultar fatal. En cuanto a la mención de Argel, Carreño informa de la posible influencia que tuvo en Lope la lectura de la Topografía e historia general de Argel, atribuida a Fray Diego de Haedo. No habría que ir muy lejos para encontrar la edición de 1612 de la Topografía en la colección del propio Ticknor, cuyas páginas contienen una nota manuscrita que ilumina las conexiones entre la comedia El trato de Argel, los años de cautiverio que su autor Miguel de Cervantes sufrió y los préstamos de los que se valió Lope para su comedia Los esclavos de Argel. Si El castigo sin venganza se proyecta como el archivo de las lecturas desbordantes de su autor, Ticknor erige ese otro archivo, el de su colección, que permite acercarnos al saber de una época.
huellas de la afrodescendencia o una mezcla de ambas cosas (pongamos por caso la música de Bad Bunny o, más antiguamente, los bailes y ritmos de la bomba y plena; acaso habría que remontarse a la chacona —“indiana amulatada” al decir de Cervantes— y la zarabanda, molestosa a Juan de Mariana, para ver ejemplos peninsulares de ritmos que se hubieran granjeado el injurioso mote).
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Apostillas calderonianas Salvando la mención de Reinar después de morir de Vélez de Guevara, según Ticknor “a tragedy full of a melancholy, idyl-like softness, which well harmonizes with the fate of Inez de Castro, on whose sad story it is founded” (Ticknor [1849] 1891: 366), el criterio de lo trágico, siempre matizado, reaparece en los capítulos dedicados a Pedro Calderón de la Barca. Amar después de la muerte y El médico de su honra “belong to the most terrible inspirations of genuine tragedy” (439). En lo que respecta a la segunda pieza, el fantasma de lo nacional vuelve para calificar el desenlace matrimonial que gestiona el rey don Pedro entre el uxoricida don Gutierre y Leonor: “Undoubtedly such a scene could be acted only on the Spanish stage; but undoubtedly, too, notwithstanding its violation of every principal of Christian morality, it is entirely in the national temper” (450). La lectura de El mayor monstruo los celos, sobre los amores fatales entre Herodes y Mariene, lo lleva a comparaciones con la tragedia griega a la hora de glosar el motivo de la daga, que acabará siendo el arma con que el Tetrarca de Jerusalén mate a su mujer: “Above them the fatal dagger, like the unrelenting destiny of the ancient Greek tragedy, hangs suspended, seen only by the spectators” (456). A pesar de que la tragedia antigua asoma su cabeza en los textos, no hay lugar a dudas: la fuente de inspiración para esos historical dramas hay que localizarla en el concepto del honor y el sentido de autoridad que emana del mismo. Para el académico norteamericano, esta tradición no proviene del legado musulmán —“the quite groundless suggestion generally made” ( 473)—, sino que se remonta a las leyes godas anteriores a la llegada de los árabes a la Península. Aunque dichas leyes no estuvieran en vigor durante la época de Calderón (474), su larga estela se deja ver en el teatro como depósito de la memoria colectiva, trasunto de ese espíritu español firmemente descrito y capaz de mantener a raya las influencias culturales de otras naciones. Hoy poca gente duda de la existencia de un concepto trágico en Lope. Desde los paratextos de El castigo sin venganza (1634) a las fuentes histórico-literarias de sus tramas (Santos de la Morera); del inte-
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rés en el tratamiento de los finales desastrosos como reinterpretación del pathos aristotélico (Couderc) a la reflexividad de un Lope maduro que mira activamente a la generación más joven de Calderón y Rojas Zorrilla para elaborar su propuesta dramática (Carreño; Reidy); de su escenificación del error humano o el pecado que no cancelan la promesa cristiana de la salvación, pero la complican (Kluge), a la reescritura sistemática de relatos mitológicos marcados por el parricidio y el uxoricidio (Sullivan), la cantidad de motivos señalados apuntan a una práctica bastante consistente de la tragedia en el teatro español áureo. Si pensamos en la distancia que media entre la escuela filosófica de Ticknor y abordajes contemporáneos, sorprende una perspectiva como la de Henry Sullivan, quien considera que la representación de la autoridad patriarcal de la tragedia española ofrece puntos de contacto con el repliegue autoritario y la consolidación del poder monárquico en la España del diecisiete, en contraste con los regicidios y los vaivenes de la política europea de entonces (Sullivan 214-220). Aunque son otros los argumentos que justifican esta interpretación, se repite la consabida adhesión férrea a la autoridad monárquica como una de las premisas que definen la tragedia en su especificidad española. Igual de reveladoras son las razones que aduce Sullivan para decir que la tragedia española se acerca a la antigua griega al tratar el concepto de hamartia según lo ilustra la Poética de Aristóteles: como un error de juicio o acción infortunada que pone en marcha los sucesos de una trama. Al favorecer esta interpretación de la hamartia por encima de una que la asimila al pecado o falla intrínseca (tragic flaw) de un personaje (tan común en el teatro isabelino, por ejemplo), la tragedia áurea se aparta por igual de las tentativas renovadoras del teatro neoclásico italiano del siglo xvi y del desarrollo de concepciones de lo trágico ligadas a la interioridad anímica de los personajes, como ocurre en la dramaturgia de otros países europeos durante el siglo xvii (373). Por otras sendas hemos llegado a un teatro nacional que revela el influjo duradero de la Antigua Grecia y el deseo de distinguirse de manifestaciones afines en países cuya organización política y religiosa es otra. Así las cosas, quizás sea el momento de darle la vuelta al asunto para calibrar la opinión del legado de Ticknor. Su coleccionismo, su labor visionaria como creador de un archivo que nutrió su History of Spanish
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Literature y que legó en calidad de patrimonio público, no validan lo agotado de sus postulados, sino el impacto fundacional de su obra. Dado el valor de muchos de sus análisis, podría decirse que a los capítulos de la History of Spanish Literature les aplica el refrán “De aquellos polvos estos lodos”, aunque en versión retocada. De aquellas semillas, estos bosques.
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Lecciones de la historia (literaria): la recepción y mediación de la literatura española por parte de George Ticknor Taylor C. Leigh
Man hat der Historie das Amt, die Vergangenheit zu richten, die Mitwelt zum Nutzen zukuenftiger Jahre zu belehren, beigemessen... (A la historia se le ha dado la función de juzgar el pasado e instruir el presente en beneficio del futuro). Leopold von Ranke, Geschichten der romanischen und germanischen Völker/Historia de los pueblos latinos y germánicos (1824)
En una reciente edición especial de Modern Language Quarterly, Peter Kalliney (2019) analiza las diferencias entre las disciplinas de la historia y la historia literaria en su relación con la periodización. Kalliney
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esboza un espectro de enfoques de la historia literaria que va desde lo que él denomina “historicismo fuerte” hasta “antihistoricismo fuerte”, con un “historicismo flexible” o “débil” entre los dos. El historicismo fuerte toma una perspectiva histórica a nivel macro que interpreta la producción cultural como un fenómeno extranacional sujeto a impulsos globales, como el capitalismo, el colonialismo o la esclavitud. El antihistoricismo fuerte, por otro lado, se centra en textos o géneros capaces de trascender las fronteras temporales y geográficas; según los antihistoricistas, no necesitamos saber mucho de historia política o económica para entender la literatura. Como era de esperar, los historicistas flexibles toman un camino intermedio, reconociendo el papel de la historia global en la producción de literatura en casos específicos, mientras simultáneamente afirman que la producción literaria es generalmente una empresa autónoma, libre de influencias externas. Si bien cada una de estas clasificaciones difiere en el énfasis que pone en la contextualización histórica como parte de la comprensión de la producción literaria, todas desafían los enfoques tradicionales para enseñar y comprender la literatura, sobre todo la periodización temporal y las divisiones geográficas. Tales desafíos que reenfocan nuestra comprensión de la literatura en los movimientos transnacionales pueden parecer obvios en medio de nuestra sociedad global cada vez más interconectada, pero estas ideas no eran tan obvias para George Ticknor (1791-1871) y sus contemporáneos. Ticknor entendió la historia y la historia literaria como fenómenos íntimamente conectados, donde uno siempre ejerce una influencia sobre el otro. Su historicismo literario se define por el tiempo y la geografía, o, más específicamente, la nación. Evalúa la literatura en relación con la noción abstracta y paradigmática de carácter nacional; para Ticknor, el valor de un texto, o de todo un género, puede determinarse considerando hasta qué punto es nacional o no. A lo largo de sus obras escritas, es consistente en su caracterización de las influencias extranacionales en la producción cultural como antagónicas y degradantes al carácter nacional y, por tanto, a la literatura nacional. La aproximación de Ticknor a la historia literaria, entonces, parecería quedar fuera de la taxonomía de Kalliney. Se podría llamar historicismo limitado o, para aprovechar una referencia más contem-
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poránea, historicismo herderiano. Tomo ese término para referirme a la idea de organicismo cultural, es decir, la noción de que las culturas humanas —y los fenómenos estrechamente relacionados, idioma y nación— se forman orgánicamente como resultado de imperativos únicos. Como se evidencia en sus escritos, Ticknor aceptó las teorías lingüísticas articuladas por Johann Gottfried Herder (1744-1803) (Herder 2002) y su predecesor, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) (Rousseau 1998) y, además, estaba profundamente en deuda con el concepto Volksgeist de Herder, la idea de que cada pueblo se distingue por un espíritu único resultado de su historia y determinantes locales. Ticknor heredó estas ideas directamente de los escritos de Herder, así como a través de sus destacados discípulos, Germaine de Staël (17661817) y los hermanos Schlegel, Friedrich (1772-1829) y August Wilhelm (1767-1845). En sus propios escritos sobre literatura española, Ticknor aplica un marco herderiano a la historia literaria, enfatizando repetidamente el grado en que la literatura histórica española se alinea, o no, con su supuesto carácter nacional. Emerge con una evaluación sombría de la historia literaria española, pero una que puede ser instructiva para el futuro de su propio país. Propongo esbozar las experiencias de George Ticknor con la literatura española —el contexto en el que la encontró por primera vez, la forma en que la interpretó y las lecciones que imaginó en ella—.1 Para enmarcar este empeño, empleo libremente los conceptos de recepción y mediación propuestos por Hans Robert Jauss (1921-1997) (Jauss 2008, 2010), así como el concepto de interpretive communities, articulado por Stanley Fish (n. 1938) (Fish 1995). Hacerlo me permitirá explicar el contexto, y la importancia de ese contexto, en el que Ticknor recibió por primera vez la literatura española y, luego, mostrar cómo posteriormente la medió. En conjunto, este marco de la teoría de la recepción resulta esclarecedor para una figura como Ticknor, alguien que interpretó literal y figurativamente la literatura española para muchas generaciones futuras. De hecho, como han señalado David Tyack (1967) y otros, George Ticknor sirvió como puente cultu-
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Para un estudio más extenso de este tema, véase Leigh (2018).
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ral, interpretando el Nuevo y el Viejo Mundo entre sí a través de sus escritos, correspondencia y viajes. Si bien su descripción de la historia literaria española indiscutiblemente tuvo una influencia duradera en el hispanismo, la premisa y la orientación crítica de Ticknor fueron, por supuesto, productos de su momento histórico y su entorno cultural. La novedad de Ticknor no consiste en las teorías que subyacen a su erudición, sino más bien en su despliegue único de paradigmas intelectuales contemporáneos que enfatiza la interconexión de la literatura y la historia y, en última instancia, proyecta la historia literaria española como una advertencia de carácter nacional aberrante. Mi intención no es celebrar ni denigrar mi tema o sus escritos, sino más bien examinar las ideas de Ticknor como ventanas a la infancia del hispanismo y considerar cómo esas ideas responden a una impresión compartida entre sus compatriotas de la insuficiencia cultural de Estados Unidos. La recepción inicial de George Ticknor de la literatura española determinó cómo la mediaría posteriormente en su magnum opus, History of Spanish Literature (1849), así como en sus otros escritos, publicados e inéditos. Su recepción comenzó con su asociación temprana con la élite cultural de Boston, los llamados Brahmanes de Boston. Este grupo dominó la escena intelectual estadounidense temprana. Sus miembros —casi exclusivamente hombres de familias blancas, ricas y protestantes— se establecieron como élite culta en Nueva Inglaterra y difundieron sus ideas en la principal revista intelectual de principios del siglo xix, la North American Review (NAR). De esta manera, formaron una interpretive community en la que las ideas se procesaban a través de un mecanismo crítico compartido. En las páginas de esa revista, existe una amplia documentación de las ideas literarias e históricas comunes al grupo Brahmán, e incluso un breve repaso de su contenido sirve para transmitir la cohesión de su pensamiento. Para nuestros propósitos actuales, vale la pena señalar un artículo de 1815, el primer año de publicación de la NAR, en el que William Ellery Channing (1780-1842), un conocido de Ticknor, expone una teoría de la literatura consistente con el pensamiento europeo contemporáneo. Titulado “Essay on American Language and Literature”, el artículo mantiene que la literatura es el resultado de las condiciones locales, específicamente el clima, las instituciones sociales
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y, finalmente, los estados morales, religiosos y políticos que resultan de la primera, todos los cuales son únicos para cada nación (Channing 1815a: 308). Esta teoría, que claramente refleja el organicismo cultural de Herder, sería repetida y aplicada por Ticknor en sus escritos sobre literatura española. Para los contribuyentes de NAR, España representó un caso particularmente intrigante, y hay un interés notable, tanto positivo como negativo, en dicho país y el idioma español en los números tempranos de esa revista. Jared Sparks, escribiendo en 1826, reconoce los intereses económicos en aprender el idioma español, un tema que ha sido explorado por James Fernández (2002), pero continúa señalando la gran ventaja de tener “the example and spirit of the best Spanish writers operating on our literature” (Sparks 451); y, sobre la literatura española, dice que “it is a field unexplored, but it is wide and fertile, rich in the fruits of genius and of cultivated intellect” (451). Si bien se nota una admiración ocasional por la literatura española en los primeros números de la NAR, la mayoría de los comentaristas expresaron una profunda desconfianza y condescendencia hacia la religión y el gobierno de España. Incluso cuando los escritores de la revista citaban las virtudes del pueblo español, simultáneamente lamentaban los vínculos inextricables con la Inquisición y el gobierno autocrático. En otros lugares, España se retrata como un objeto de lástima, un imperio que alguna vez fue poderoso y que quedó política y económicamente inepto. En medio de esta atmósfera antipática, los colaboradores de la NAR consideraron oportuno rescatar lo que pudieran de la historia de España. En una reseña anónima de la historia de Colón escrita por Martín Fernández de Navarrete de 1827, el autor retrata al explorador genovés como un héroe decididamente estadounidense que se elevó triunfalmente a la grandeza a pesar de, y no debido a, la influencia de la Corona española.2 Sin duda, una conexión especial se traza de forma recurrente entre España y las Américas en las páginas de la NAR. Richard Kagan explica esta conexión en su conocido artículo “Prescott’s
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Como ha demostrado Rolena Adorno (2001, 2002), esto es también lo que haría Washington Irving en su propia biografía de Colón.
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Paradigm” (1996) y en otros escritos suyos (2001, 2002). En ese artículo, Kagan demuestra cómo España sirvió a los Estados Unidos de manera antitética, proporcionando a la nación joven y prometedora una imagen contraria de un antiguo poder global deshecho por la religión y el gobierno, una tesis desarrollada en detalle por Iván Jaksić en su importante libro The Hispanic World and American Intellectual Life, 1820-1880 (2007) y en otro artículo suyo (2016). En las fuentes contemporáneas, Estados Unidos se representa como progresista, protestante y democrático, mientras que España es conservadora, católica y autoritaria. O, como diría Francis Wayland, exrector de la Universidad de Brown, Estados Unidos es un “gobierno de derecho” mientras que España es un “gobierno de voluntad” (citado en Anónimo 1825b: 362). Estados Unidos es el futuro, España es el pasado. Ese parece ser el mensaje. Sin embargo, hay lecciones que aprender de España. En una reseña de 1828 de la edición de Francis Sales de Cartas marruecas de José Cadalso, Edward Wigglesworth afirma: To the people of the United States the language and literature of Spain are peculiarly interesting. […] We say the literature, because the books which are generally read among any people, the sources from which its noblest minds draw their elements of thought, hold an important place among the causes which determine its national character. (Wigglesworth 248)
Wigglesworth, como Sparks antes que él, prevé en la literatura española una valiosa reserva de talento literario capaz de inspirar a los autores estadounidenses a la grandeza, una idea que Ticknor promovería en sus propios escritos. Las teorías de Herder tuvieron gran impacto en el grupo Brahmán,3 especialmente su evaluación jerárquica de la literatura, su distinción
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Sobre la popularidad de Herder, un colaborador anónimo de NAR escribe en 1825: “The influence of Herder on his age was wide, and entirely beneficial to the best interests of our race; he has been extensively read and admired, and always with results beneficial to morals and sentiments of philanthropy” (Anónimo 1825a: 144).
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entre Naturpoesie y Kunstpoesie, y su teoría del historicismo, que contrarrestaba los principios universalistas del neoclasicismo. Herder creía que el carácter nacional solo se podía buscar y descubrir en la literatura más auténtica, las composiciones populares, que ocupan el lugar más importante en su escala de valor literario. La literatura derivada, es decir, cualquier obra de imitación o influencia extranjera, ocupa el extremo negativo. El paradigma evaluativo herderiano fue duradero y sus sucesores, Madame de Staël y los hermanos Schlegel, difundieron más sus principios entre la cohorte de Ticknor, lo cual lleva a William Charvat a afirmar que ellos “had the most to do with American interest in the historical and national study of literature” (Charvat 60). Ticknor estuvo particularmente influenciado por Madame de Staël. En sus discursos sobre literatura francesa, este llama a De l’Allemagne “one of the most admirable sketches of national character […] that has ever been given to the world” (citado en Hart 1954: 87-88). Ticknor tomó de De Staël un modelo de cómo escribir sobre las peculiaridades nacionales, y muchos de sus comentarios sobre las motivaciones, creencias y costumbres de los alemanes se reflejan en sus comentarios sobre el pueblo español. De Staël defiende que existe una influencia profunda y recíproca entre la literatura y la sociedad, que siempre están ejerciendo una influencia mutua, y es a través de esta interacción que se puede descubrir el carácter nacional. Así, siempre se está formando el carácter nacional, que, en su opinión, no era un fenómeno inerte e innato contra el que otras fuerzas luchan o ceden, sino más bien una manifestación en constante cambio dependiendo del concierto entre la sociedad y la producción cultural. Este concepto deja espacio para una idea de progreso y, de hecho, se basa en ella. De Staël desdeña la influencia extranjera como dañina para el genio natural, argumentando que toda Europa corría el riesgo de malgastar su propio genio por imitar los modelos italianos, los cuales “dependen del idioma, el clima, imaginación, sobre circunstancias de todo tipo que no pueden extenderse a otra parte” (Staël-Holstein 190). De Staël le inspiró aún más a Ticknor durante su encuentro en persona poco antes de que ella falleciera en 1817. Hablando de los Estados Unidos, esta le dijo que, aunque los estadounidenses aún no tenían una literatura propia bien definida,
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poseían todos los ingredientes necesarios —“liberty, political equality, and the customs consistent with its institutions”— para producir una gran literatura (citado en Berger 23), añadiendo más adelante: “You are the vanguard of the human race. You are the future of the world” (Ticknor 1968: vol. 1, 132-133). Otra parte crucial de la recepción de Ticknor fueron los dos exámenes previos de la literatura española, los del alemán Friedrich Bouterwek (1766-1828) y del suizo Jean Charles Léonard Simonde de Sismondi (1773-1842). Sus historias literarias ilustran el estado de la historiografía literaria española cuando Ticknor la encuentra por primera vez. En estos estudios basó su propia historia, concibiendo su obra no como un complemento, sino como un correctivo a sus esfuerzos. Ya con la publicación temprana de Ticknor, Syllabus of a Course of Lectures on the History and Criticism of Spanish Literature (1823), afirma que las historias de Bouterwek y Sismondi son “the only works on Spanish literature that need to be mentioned” (Ticknor 1823: iii). A pesar de ello, los consideró insuficientes, ya que ni Bouterwek ni Sismondi tuvieron acceso a documentos originales ni conocieron España y su gente de primera mano; en consecuencia, ninguno podía hablar con autoridad sobre el carácter nacional español y mucho menos entender la literatura española como manifestación de ese carácter. Tras su publicación en 1804, la Geschichte der spanischen Poesie (Historia de la literatura española) de Bouterwek se convirtió rápidamente en “el más autorizado texto de referencia sobre literatura española en la primera mitad del siglo xix” (Galván y Banús 19). Fue traducido al inglés en 1823, aunque es probable que Ticknor ya lo hubiera leído en alemán o francés antes de partir a Gotinga en 1815. Luego, mientras estaba en la ciudad alemana, se matriculó en la clase de Bouterwek sobre estética —y posiblemente historia literaria europea, como Jaksić ha insinuado (Jaksić 2007: 31)— e incluso se ha dicho que se alojó en la casa del erudito alemán (Long 11, n. 29). En sus escritos, Bouterwek enfatiza una profunda hibridación cultural y literaria debido a las continuas interacciones entre cristianos y musulmanes en la España medieval, lo que lleva a un “spirit of Spanish knighthood” (Bouterwek 1823: vol. 1, 2) específico y distinto de otras formas caballerescas europeas. Pese a eso, también reivindica un desarrollo puro de la literatura espa-
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ñola primitiva creada, implícitamente, dentro de la comunidad cristiana española (18-19). Expresa desdén por las formas poéticas extranjeras importadas de forma antinatural a España por “Provençal and Limosin poets” y “monkish rhymesters” (25-26) y afirma que la redondilla es el único verso nacional verdadero basado en su supuesto organicismo y su facilidad de composición en medio del campo de batalla (20-21). Las contribuciones de Bouterwek consisten, para Ticknor, principalmente en el relato narrativo que ofrece de la historia literaria española y su aversión a la influencia extranjera en la literatura nacional. En 1813, Simonde de Sismondi publicó su De la Littérature du Midi de l’Europe (Literatura del sur de Europa). Sigue el enfoque crítico de Bouterwek y repite muchos de los juicios de su contraparte. Haciéndose eco de Herder y de De Staël, presta especial atención a la localidad como determinante de la producción literaria y descarta lo que considera la aplicación injusta de criterios universalistas en la crítica literaria (Sismondi 1827: 12-13). Aún más que Bouterwek, Sismondi se opone a la contaminación literaria extranacional y afirma que la literatura “must be at a low ebb in a nation, when it is necessary, even in its popular songs, to make use of a foreign language” (22). Estas influencias transculturales interfieren con la tarea de identificar los supuestos rasgos inherentes del carácter nacional e impiden la expresión literaria auténtica.4 La última vertiente importante de la recepción de Ticknor de la literatura española fue su visita a España en 1818 tras su nombramiento en la recientemente establecida Cátedra Smith de Lenguas y Literatura Francesa y Española en el Harvard College. Antes de esta experiencia, Ticknor tenía poca experiencia con el idioma o la literatura españoles. Sin embargo, rápidamente aprendió español y pronto se encontró recitando pasajes del Quijote a un carruaje lleno de compañeros de
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Aparte de las similitudes formales y temáticas entre Ticknor y sus predecesores, es instructivo señalar que Bouterwek, por ejemplo, concibió su trabajo como una herramienta para engendrar un renacimiento de la literatura alemana (Hart Jr. 1952: 48) y mantenía que es valioso estudiar las obras maestras de una literatura extranjera y sus respectivas trayectorias históricas (Hart Jr. 1953: 356).
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viaje españoles. De esta experiencia, relata que “it was a pleasure to me, such as I have seldom enjoyed, to witness the effect this extraordinary book produces on the people from whose very blood and character it is drawn. […] Every reading was to me a lesson” (Ticknor 1968: vol. 1, 186). Este episodio feliz, sin embargo, resultó ser una excepción a su impresión general de España. Ticknor contempló un país en ruinas tras la destrucción y el desorden de las guerras peninsulares, y estas imágenes permanecieron con él durante toda su vida. Según Ticknor, los arquitectos principales de la ruina de España fueron las clases dominantes y la Iglesia católica. Describe a las primeras como deplorables y dice: “I can conceive of nothing more monotonous, gross, and disgraceful than their manner of passing their day and their life…” (205206). En cuanto al rey Fernando VII, no era más que un “vulgar blackguard” y, sobre la administración del Estado, declara enfáticamente: “Certainly such a confusion of abuses never existed before since society was organized, and never, I should hope, can exist again” (191-192).5 Más allá de sus críticas al gobierno y la religión de España, Ticknor tenía en alta estima a las clases bajas. En ellas, Ticknor percibió “more national character […] more force without barbarism, and civilization without corruption” que en cualquier lugar de Europa en el que haya estado anteriormente (189) y los llama “the finest matériel I have met in Europe” (205). En las clases bajas, el carácter nacional no contaminado sigue siendo manifiesto, incluso cuando el gobierno y la religión habían llevado a España a un “depressed and unnatural state” (Ticknor 1849: v). Su admiración por ellas como vehículos de carácter nacional se alinea con los conceptos herderianos de Volkgeist y Naturpoesie, y, pese a cómo calumnia a las clases dominantes y a las autoridades religiosas, siempre mantuvo un profundo respeto y esperanza por las masas españolas, algo que viene a formar parte de su mediación de la literatura española.
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Al igual que su contemporáneo Mariano José de Larra (1809-1837), Ticknor critica en particular la práctica desenfrenada del soborno y la corrupción presente en todos los niveles de gobierno, citando esto como evidencia de la naturaleza quebrantada de la sociedad española (Ticknor 1968: vol. 1, 192-193).
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Según Jauss, “a literary event can continue to have an effect only if those who come after it still or once again respond to it” (Jauss 2010: 22). Dentro de este marco, la mediación es una parte implícita, de hecho, inherente, de esta respuesta. La mediación de Ticknor llega en forma de sus obras publicadas más importantes, la temprana Syllabus of a Course of Lectures on the History and Criticism of Spanish Literature (1823), y, luego, la pionera History of Spanish Literature (1849). Una lectura atenta de estas publicaciones deja en claro que el pensamiento de Ticknor sobre la historia literaria española se mantuvo notablemente estático durante su vida, lo que indica la importancia de cómo recibió por primera vez esa literatura. En el Syllabus, Ticknor establece una forma sistemática de enseñar literatura española y, en ese sentido, sus esfuerzos fueron verdaderamente novedosos. Era consciente de su iniciativa innovadora y nota en el “Advertisement” que “the subject to which [the lectures] are devoted is, in many respects, new in Europe; and, in this country, is quite untouched” (Ticknor 1823: iii). Ticknor reclamó autoridad sobre su tema basándose en sus experiencias en España y su inmensa biblioteca personal de libros en español. Ya en el momento del Syllabus, tenía la intención de crear una historia completa de la literatura española y consideraba que su biblioteca estaba “nearly complete for such purposes” (iv). Sin embargo, el Syllabus en sí mismo fue concebido simplemente como una herramienta auxiliar para estructurar las conferencias de sus cursos en Harvard. El texto se divide en treinta y cuatro conferencias de una hora. Cada entrada es breve, a menudo solo unas pocas líneas que constan de oraciones fragmentarias. La inclusión de comentarios críticos es rara. Aun así, el Syllabus nos da una idea de cómo Ticknor entendió y evaluó la literatura española en la primera parte de su carrera. Divide el corpus literario español en tres épocas. El primero de ellos se extiende “from about 1155 to about 1555” (2); el segundo abarca el período comprendido entre la muerte de Carlos V y el ascenso de la familia borbónica, “from about 1555 to about 1700” (30); el tercero procede “from about 1700 to the present time” (74), es decir, las primeras décadas del siglo xix. La “Epoch First” comprende dos subdivisiones: la literatura que estaba “essentially untouched by the influence of any foreign literature” (3)
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y, luego, la literatura que resultó de la influencia extranjera, a saber, las escuelas provenzal e italiana (16). La “Epoch Second” se divide de manera algo diferente, comenzando con una sección sobre los “principal authors, who gave the leading impulse to this epoch” (33), seguida de una sección dedicada a “the contemporaries and successors of these leading masters” (50). La primera sección de la “Epoch Second” está ordenada cronológicamente, mientras que la segunda está ordenada por género. Finalmente, la “Epoch Third” se organiza de acuerdo con los gobernantes de España durante ese período. A la primera época le dedica veintiocho páginas, a la segunda, cuarenta y cuatro páginas y a la tercera, unas míseras once páginas. Incluso a partir de esta breve descripción de la disposición del programa de estudios, podemos deducir algunas de las primeras opiniones de Ticknor sobre la literatura española. Curiosamente, se desvía de la idea de que la literatura más antigua de una nación es necesariamente la mejor al señalar las corruptoras tradiciones provenzales e “Italianate” presentes en el período medieval y luego afirma que la época segunda manifiesta la “best literature of the country” (32). Parece que Ticknor basa este juicio no en el grado en que el segundo período exprese fielmente el carácter nacional, sino más bien en la consolidación y proliferación del imperio español durante este tiempo, que resultó en un “new impulse given to the Spanish character” (33). El llamado Siglo de Oro de la literatura española se celebró como tal tanto en la época de Ticknor como en la nuestra, y es posible que este la considere el mejor simplemente por su renombre general y su extensa lista de obras existentes.6 Sin embargo, dados los preceptos de Ticknor, parece más probable que concibiera la literatura del Siglo de Oro español como el feliz resultado de una era literaria anterior, más puramente nacional. En sus comentarios introductorios a la época primera, caracteriza el período medieval de España como el que contiene “the elements from which the best literature of the country was afterwards produced” (2),
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El predominio de los textos siglodoristas en la propia colección de Ticknor se confirma con una revisión de su donación de libros en español y portugués a la Biblioteca Pública de Boston tras su muerte (Whitney 1879).
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lo que deja claro que cree que la literatura medieval es la base de la grandeza literaria española y que, por eso, el Siglo de Oro logra manifestar un genuino carácter nacional. Para complicar aún más este problema, está el hecho de que, como señala Ticknor, el tiempo que abarca el final de la época primera y la época segunda vio la introducción y consolidación de la Inquisición, una institución que Ticknor consideraría la fuerza más destructiva que opera sobre la literatura española. Agregue a esto el gobierno cada vez más autoritario de la Corona española y nos enfrentamos a las dos fuerzas más dañinas que actúan sobre el genio literario español, según Ticknor, operando simultáneamente con la creación de la mejor literatura de España. Ticknor era consciente de esta coincidencia y reconoce los efectos cada vez más negativos de la Inquisición y la Corona sobre la literatura en la subdivisión final de la época segunda, titulada “Effects produced on [literature] by the state of religion —the ecclesiastical powers— the Inquisition —and the government. Causes of its gradual decay” (73). En cuanto a la época tercera, está claro que Ticknor la consideró la más débil de la historia literaria española, escribiendo en su primera nota de esta sección: “Change in the character of Spanish literature. It comes more under the influence of the court, and its success depends, in a considerable degree, on the character of the sovereigns, who, at different times, fill the throne” (77). Se refiere a los troubles en la literatura producidos por la confusión de la sucesión en 1713 (77), el intento y último fracaso de Felipe V de patrocinar las letras (77-78), los “efforts to enlighten his countrymen in physical and moral science” de Feijoo, que condujo a su denuncia a la Inquisición (79), y a la “deplorable fall of Spanish poetry” en una nota sobre Eugenio Gerardo Lobo (79). Ticknor infiere una correlación directa entre el declive de las letras españolas y el surgimiento de la Casa de Borbón, cuyo reinado en España comenzó con Felipe V (r. 1700-1746) y ha continuado, no sin interrupción, hasta nuestros días. Ticknor señala que las pocas figuras literarias destacadas de la historia más reciente de España, como Feijoo, Moratín, Cadalso, Yriarte y Jovellanos, o producen un “small effect” (81) o son sofocadas por “intrigues of the Inquisition” (82). Y, desde el reinado de Fernando VII, “the great excitement of the national revolution begun in 1808 has turned all the talent of the
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country into political affairs. Literature almost disappears from that time” (84). Tal es el deprimente estado de cosas cuando Ticknor visita España por primera vez en 1818, y sus experiencias allí condicionan directamente la tesis que subyace al Syllabus y se hace más explícita en la History of Spanish Literature. En cuanto al carácter nacional, Ticknor guarda silencio en gran medida en el Syllabus. Quizás el fragmento más sugerente es aquel en el que habla de las baladas como originadas “from the memories of the lower orders” (7), señalando que ellas “still are read and enjoyed by the lower classes” (8). De este breve comentario, podemos inferir que Ticknor imaginó la permanencia inmutable del carácter nacional español y su preservación entre las clases bajas; tal como en el marco evaluativo de Herder, fusiona las nociones de literatura popular y carácter nacional. Las opiniones de Ticknor sobre el carácter nacional son aún más claras en sus comentarios sobre las influencias literarias extranjeras. De la “Italian School” en la época primera, escribe: “A school chiefly formed of conceited poetry, imitated, generally, from the worst poetry of the age following that of Petrarca and Boccaccio” (20), agregando un apunte sobre el “small value of all this metaphysical and conceited poetry of the xv century, the taste for which was formed from the bad Italian poets, and the fashion for which prevailed chiefly at court” (26). Ticknor asocia la influencia extranjera con la clase aristocrática y culpa a esta última de degradar la literatura española. A pesar de estos escrúpulos, estima que el período medieval proporcionó “rich and abundant materials […] as the foundation for an independent, original literature” (29). Incluso en esta etapa temprana de su carrera, Ticknor está convencido de que la literatura medieval española contiene el núcleo alrededor del cual se formará la literatura nacional posterior. Ticknor era consciente de la naturaleza preliminar del Syllabus y, quizás para reducir las críticas indebidas, escribe al final del prefacio de ese trabajo: “Any deficiency [in this work] may, I hope, be partly supplied by the labour of future years, which I shall cheerfully bestow on a subject so new, so important, and so interesting” (iv). El producto de ese futuro trabajo fue, por supuesto, la History of Spanish Literature. Publicado por primera vez en 1849, representa la media-
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ción más prominente y duradera de la literatura española de Ticknor y representa un texto fundamental en la historia del hispanismo. Como en el caso del Syllabus, el formato de la History apunta a los juicios preconcebidos de Ticknor. Vuelve a dividir la literatura española en tres períodos. En el “First Period”, encontramos subdivisiones como “Earliest National Poetry”, “Appearance of the Castilian”, “Popular Literature”, “National and Indigenous” y “Character of the Old Ballads” (Ticknor 1849: vol. 1, xiii-xv) y está claro que distingue entre la literatura que considera “national”, “Castilian” o “popular” y otra literatura que es, en cambio, “courtly”, “Provençal” o “Italian”. Distingue entre “genuinely national poetry and prose”, por un lado, y “that portion which, by imitating the refinement of Provence or of Italy, was, during the same interval, more or less separated from the popular spirit and genius” (5), por el otro. En otras palabras, ya está planteando una distinción entre la literatura española autóctona y la que proviene de influencias extranjeras. Destacan especialmente los títulos de las secciones del último capítulo del primer período: “Discouragements of Spanish Culture at the End of this Period, and its General Condition”, “Spanish Intolerance”, “Inquisition, its Origin”, “Past Literature in Spain” y “Promise for the Future” (xix). Al final del período medieval, Ticknor espera simultáneamente la gran literatura que producirá el próximo período, mientras lamenta el advenimiento de una de las fuerzas más destructivas para el genio literario español. Al hacerlo, revela sus propias creencias subyacentes sobre la literatura española, las mismas que surgen de la lectura del Syllabus, a saber, que una literatura nacional pura surgió del período medieval temprano en España solo para ser cada vez más degradada por la Inquisición y el gobierno autoritario, comenzando en el período moderno temprano y continuando hasta la actualidad. En el segundo período, hay secciones alentadoras tituladas “Period of Glory in Spain” y “Hopes of Universal Empire”, pero predominan títulos que suenan más ominosos, como “Learned Men Persecuted”, “Degradation of Loyalty” y “Moral Contradictions” (Ticknor 1849: vol. 1, xix-xx). Luego, en el tercer período, hay secciones más explícitamente negativas, tituladas “Low State of Spanish Culture”, “Intolerance”, y “Effects of the Times on Letters” (Ticknor 1849: vol. 3, ix-xi). Por lo tanto, existe una clara trayectoria
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descendente que ya es evidente en el índice de la History. Luego, en su contenido, la mediación de Ticknor se vuelve aún más explícita. En la History, todas las evaluaciones de Ticknor de la literatura española se relacionan con el carácter nacional, que, en la concepción de nuestro autor, está íntimamente conectado con la historia y la literatura. Cuando España tiene éxito durante períodos de su historia, su literatura también sobresale, y los éxitos tanto en la literatura como en la historia están sujetos a la medida en que se observe y se permita que florezca el carácter nacional. El objetivo de Ticknor al escribir la History es, esencialmente, identificar correctamente lo español para luego poder explicar el declive de España. El rumbo de la literatura española fue trazado por el carácter nacional, no contra él. En otras palabras, si la literatura española había alcanzado un punto bajo en vida de Ticknor, como él ciertamente creía,7 era el resultado de algún defecto inherente al carácter nacional español. Ticknor nunca define explícitamente el carácter español, pero, en muchos pasajes, menciona sus elementos centrales: la religiosidad y la lealtad (Ticknor 1849: vol. 1, 103-104, 110, 146, 153, 215-216). En la excerpta más reveladora, Ticknor describe su concepción de la interacción de la historia y la literatura y su relación con el carácter nacional: There are two traits of the earliest Spanish literature which are so separate and peculiar, that they must be noticed from the outset, —religious faith and knightly loyalty […]. Nor should we be surprised at this. The Spanish national character, as it has existed from its first development down to our own days, was mainly formed in the earlier part of that solemn contest which began the moment the Moors landed beneath the Rock of Gibraltar, and which cannot be said to have ended, until, in the time of Philip the Third, the last remnants of their unhappy race were cruelly driven from the shores which their fathers, nine centuries before, had so unjustifiably invaded. During this contest, and especially during the two or three dark centuries when the earliest Spanish poetry ap-
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Ticknor comenta en una carta a Nicolaus Julius de 1844 que su trabajo sobre literatura española “is now approaching 1700, after which there is not much” (Ticknor 1968: vol. 2, 251).
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peared, nothing but an invincible religious faith, and a no less invincible loyalty to the own princes, could have sustained the Christian Spaniards in their disheartening struggle against their infidel oppressors. It was, therefore, a stern necessity which made these two high qualities elements of the Spanish national character. (103-104)
De acuerdo con el precepto herderiano del organicismo cultural, el carácter nacional español fue forjado por un imperativo histórico único. Sin embargo, la veneración de Ticknor por la lealtad y piedad españolas se limita principalmente al período medieval, una época en la que imagina a España libre de las influencias opresivas de la Iglesia y el Estado. En última instancia, alega que la deferencia inherente de España a la autoridad y el fervor religioso permitieron un gobierno y una religión cada vez más intrusivos. Los españoles se vuelven cómplices de su propia decadencia. La posición de Ticknor sobre el segundo período es ambivalente y, a veces, difícil de conciliar dentro de su marco teórico. A pesar de las crecientes cantidades de influencias literarias extranjeras, la actividad inquisitorial y el gobierno autocrático, todo lo cual va en detrimento de la literatura nacional, este período también vio a España alcanzar su apogeo político y económico, que, en opinión de Ticknor, condujo a su apogeo literario. Así es como lo explica: In every country that has yet obtained a rank among those nations whose intellectual cultivation is the highest, the period in which it has produced the permanent body of its literature has been that of its glory as a state. The reason is obvious. There is then a spirit and activity abroad among the elements that constitute the national character, which naturally express themselves in such poetry and eloquence as, being the result of the excited condition of the people and bearing its impress, become for all future exertions a model and standard that can be approached only when the popular character is again stirred by a similar enthusiasm. (Ticknor 1849: vol. 1, 457)
En sus comentarios sobre este período, Ticknor debe otorgar al Siglo de Oro la estima que merece y, a la vez, reconocer las fuerzas que obraron en contra del carácter nacional. Sus intentos de hacerlo son a
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menudo combinaciones incómodas de alabanza y censura. Por ejemplo, mientras la propagación y proliferación de la lengua castellana por toda la Península reavivó el “old ballad spirit” (445), sus resultados literarios variaron en su calidad. En sus comentarios sobre el Cancionero general de Hernando de Castillo (1511), Ticknor desaprueba su afectación cortesana de un estilo popular y sostiene que “the taste of the court in whatever regarded Spanish literature continued low and false” (444-445); por otro lado, elogia la Silva de romances (1550) recopilada por “Stevan G. de Nagera”, una colección que constituyó “the most curious and important of them all”, ya que fue “obviously taken from the traditions of the country” (126). Asimismo, ensalza el ímpetu que Juan Boscán y Garcilaso de la Vega dieron a las letras españolas, al mismo tiempo que lamenta su introducción de formas extranjeras (483, 490-491). En última instancia, los excusa de una censura total, alegando que actuaron en aras de mejorar las letras españolas (485, 495). Hacia el siglo xvii, Ticknor es menos comprensivo, comenzando su comentario de la siguiente manera: “It is impossible to study with care the Spanish literature of the seventeenth century, and not feel that we are in the presence of a general decay of the national character” (Ticknor 1849: vol. 3, 198). Cualquiera que sea el carácter nacional que se manifestó en la literatura española del siglo xvi, casi había desaparecido en el siglo xvii, y esto se consideró sintomático del dramático declive cultural del que España, en el momento de escribir Ticknor, no se había recuperado. El siglo xvii fue testigo de una perversión maliciosa y oportunista del carácter nacional español por parte de la Inquisición y el Estado, y el intelecto español sufrió mucho.8 Además, España claramente había derrochado su poder político incomparable en el lapso de menos de un siglo, lo que 8
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Incluso antes del siglo xvii, durante ese período en el que Ticknor, en otro apartado de la History, imaginaba que España estaba destinada a la grandeza por su cada vez mayor importancia política, dice que Carlos V (1500-1558) ya había “crushed nearly all political liberty” y dio “a false direction to the character of [Spaniards]”, lo que erosionó por completo el espíritu de progreso que debió manifestar esa época (Ticknor 1849: vol. 1, 199).
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Ticknor describe como “a new lesson to the world in the vicissitudes of empire”, afirmando que “no country in Christendom had, from such a height of power […] fallen into such an abyss of degradation” (204). Aparentemente, todo en el siglo xvii era corrupto, y Ticknor lo atribuye a esos mismos elementos del carácter nacional español, la lealtad y la piedad, que merecieron tanto elogio en épocas anteriores: “The old religion of the country […] was now so perverted from its true character […] that it had become a means of oppression such as Europe had never before witnessed” (204). La lealtad española tampoco escapa a la dura evaluación de Ticknor. Durante los siglos xvi y xvii, los españoles nunca dejaron de soportar la “cold severity” de Felipe II, la “weak bigotry” de Felipe III, el “luxurious selfishness” de Felipe IV o la “miserable imbecility” de Carlos II (207). La venerable lealtad había dado paso a la “unhesitating submission” (208).9 Ticknor concluye sus comentarios sobre el siglo xvii con una severa condena: Whatever Spanish literature survived at the end of this period found its nourishment in such feelings of religion and loyalty as still sustained the forms of the monarchy, —an imperfect and unhealthy life, wasting away in an atmosphere of death. At last, as we approach the conclusion of the [seventeenth] century, the Inquisition and the despotism seem to be everywhere present, and to have cast their blight over every thing. (209)
Así, aunque los éxitos económicos y políticos de España en el siglo xvi estuvieron acompañados de un período de literatura nacional
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En otra parte de la History, Ticknor elabora este punto: “The crude and gross wealth poured in from their American possessions sustained, indeed, for yet another century the forms of a miserable political existence in their government; but the earnest faith, the loyalty, the dignity of the Spanish people were gone; and little remained in their place, but a weak subserviency to the unworthy masters of the state, and a low, timid bigotry in whatever related to religion […].The poetry of the country, which had always depended more on the state of the popular feeling than any other poetry of modern times, faded and failed with it” (Ticknor 1849: vol. 1, 471-472).
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sin precedentes, su decadencia cultural y su carácter nacional desviado pronto provocaron una atmósfera de asfixia intelectual. El tercer período vio la continua corrupción del carácter nacional español. Dada la baja condición de su cultura, los españoles eran particularmente propensos a la influencia extranjera y esto exacerbó aún más la desalineación del carácter nacional que había comenzado siglos atrás. Ticknor culpa a Felipe V (1683-1746), un francés, de no poder resucitar el viejo carácter español, a pesar de sus intentos, sin éxito, de promocionar las artes en academias como en Francia (215). El autor neoclásico Ignacio de Luzán (1702-1754) es objeto de críticas similares por intentar imponer el formato francés a la literatura española (233). De hecho, según Ticknor, “French influence was everywhere. French even began being spoken at the Spanish court” (232). Si Italia había sido el principal punto de comparación cultural para España en los dos primeros períodos, Francia emergió como la principal amenaza para el genuino carácter español en el tercero. Por supuesto, hubo algunas luces brillantes en medio de la oscuridad de dicho período, pero los “evil times” (295) en los que vivieron esos escritores resultaron tan adversos a sus enseñanzas que lograron muy poco. Ticknor concluye su valoración de esta etapa lamentando la pérdida del “thinking and reasoning” en España como consecuencia de la “civil and ecclesiastical tyranny” (241). La relación entre las formas de gobierno y la producción literaria no era un tema de discusión infrecuente en la época de Ticknor. En un artículo de 1834 en la NAR, Edward Everett, amigo de Ticknor, señala que “the principles that regulate this connexion [sic] between the condition of literature and that of government […] have not yet been settled in a satisfactory way” (Everett 159). La History de Ticknor bien puede representar un intento de resolver definitivamente esa cuestión. Sugiere claramente que el efecto de un gobierno injusto sobre la producción literaria auténtica solo puede ser ruinoso. Por muy crítico que sea Ticknor con el gobierno español, es doblemente crítico con la Iglesia católica y reserva su crítica más marcada para la Inquisición. Presagia la influencia negativa de esta en sus primeras apariciones en la Península, hacia el final del primer período, remarcando que estaba claramente “destined soon to discourage and check that intellectual
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freedom without which there can be no wise and generous advancement in any people” (Ticknor 1849: vol. 1, 446). Una vez introducida en la Península, la Inquisición consolidó gradualmente su control sobre la psique nacional con efectos devastadores: The effect was appalling. The imaginations of men were filled with horror at the idea of a power so vast and so noiseless; one which was constantly, but invisibly, around them. […] The intellectual and cultivated portions of society felt the sense of their personal security gradually shaken, until, at last, it became an anxious object of their lives to avoid the suspicions of a tribunal which infused into their minds a terror deeper and more effectual in proportion as it was accompanied by a misgiving how far they might conscientiously oppose its authority. (450)
A pesar de esta denuncia, Ticknor creía que la Inquisición solo podía operar con el respaldo tácito del pueblo español, citando un defecto inherente al carácter nacional. La religiosidad autóctona que evolucionó orgánicamente en medio de la prolongada contienda entre cristianos y musulmanes permitió mayores éxitos y, en última instancia, fracasos más precipitados. La mediación de Ticknor de la literatura española contenía lecciones importantes directamente aplicables a su propio país y a su proyecto de construcción nacional en curso. Además, respondió de manera importante a las llamadas cada vez más urgentes de los contribuyentes de la NAR para una producción cultural exclusivamente estadounidense. Para empezar, propuso modelos ejemplares de literatura nacional para inspirar a los aspirantes escritores estadounidenses, expresando esos modelos dentro de una advertencia general sobre el impacto perjudicial del gobierno no democrático, la religión no protestante y la influencia extranjera en la literatura. Además, dada la impresionante difusión de la History entre los círculos académicos occidentales después de su publicación y su estado de larga duración como el trabajo más autorizado sobre el tema, mejoró la reputación de los estudiosos estadounidenses en el extranjero. En la introducción a esa obra, Ticknor rompe con la tradición y hace explícita su intención de escribir para un público general (Ticknor 1849: vol. 1, ix-x). Este acto notable
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implica que reconocía el potencial sin explotar de la población general de los Estados Unidos, un grupo fuera de su propia esfera élite, y sugiere que su creencia en la dignidad y autenticidad del hombre común no se limitara a las teorías literarias románticas abstractas, pero que, de hecho, informara sus creencias sociopolíticas sobre la relación entre el pueblo y la literatura nacional. Señala un deseo de inspirar no solo a un pequeño grupo de intelectuales acomodados de Nueva Inglaterra, sino más bien a las crecientes masas alfabetizadas de Estados Unidos. El aumento de la alfabetización se entendió como parte de una progresión de una nación rural y subdesarrollada a una modernizada e intelectual, el mismo sentido de progreso que impulsó las primeras convocatorias de producción literaria estadounidense en la NAR. En sus memorias de Daniel Webster, Ticknor evoca apasionadamente el legado de este como inspiración para que sus compatriotas “address themselves plainly, fearlessly, calmly, directly to the intelligence and honesty of the whole nation, and ask no omen but their country’s cause” (Ticknor 1831: 48). Parece razonable suponer, junto con Charvat, que, a partir de la década de 1850, a medida que las fronteras de clase en los Estados Unidos se difuminaban cada vez más, los escritores e intelectuales que alguna vez habrían guardado celosamente sus propias posiciones dentro de la sociedad, temerosos de las masas, desarrollaran gradualmente “faith in the safety of democracy” (Charvat 6). Además, el amigo íntimo de Ticknor, William H. Prescott, había publicado, apenas seis años antes, su popular Conquest of Mexico (1843), otra historia narrativa y moralista, de modo que, cuando Ticknor publica su propio trabajo, la noción de escribir sobre temas académicos para una audiencia general se había convertido en “a mode of ethical discourse” (Tyack 130). En otras palabras, parece que, si el diagnóstico de Ticknor sobre la decadencia de España iba a tener algún efecto real en el destino de su propio país, debía escribir para la audiencia más amplia posible de sus conciudadanos. No obstante su intención de escribir para una audiencia general, la empresa académica de Ticknor fue impresionante y formó su propia contribución a la construcción de la nación cultural estadounidense. Hubo cada vez más llamamientos de los contribuyentes de la NAR a la necesidad de cultivar la erudición estadounidense, siendo los más
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explícitos dos artículos de William Ellery Channing (1815a, 1815b) en los que acusa a Estados Unidos de “literary delinquency”: The title of this paper contains a serious charge. It charges Americans with delinquency in that, to which every other civilized nation chiefly owes its character. It implies that this country wants literary distinction. That we have not entered the service of literature. That we want the results of intellectual labor. That were we to cease from a distinct national existence, the great events of our history would stand alone on the blank of our national character, unsupported by their causes, unsanctioned by their effects. (Channing 1815b: 33)
Channing censura la influencia de los modelos británicos como el principal impedimento para la literatura nacional estadounidense. Por su parte, los esfuerzos de Ticknor por destacar una literatura nacional poco estudiada representan una liberación de la ansiedad de la influencia de una antigua potencia colonial, así como una oportunidad para que Estados Unidos cree su propia cultura literaria. El corpus literario español resultó ser una plataforma tan convincente sobre la cual propagar sus creencias sobre la literatura y su relación con la sociedad porque no era del todo loable ni carecía de mérito; o, dicho en términos positivos, fue tanto inspirador como admonitorio. A diferencia de la literatura inglesa, nunca pudo pretender ejercer una influencia indebida sobre el carácter nacional estadounidense dado el marcado contraste que existía entre las estructuras políticas y los fundamentos religiosos de los dos países. Por otro lado, la literatura española en su máxima expresión contenía un carácter nacional puro y, por ello, era digna de consideración por parte de un país que aún luchaba por transmitir su propio carácter nacional en forma literaria. Tras su publicación en 1849, la History de Ticknor siguió siendo durante mucho tiempo el estudio definitivo sobre la literatura española, tanto en Estados Unidos como en el extranjero. Pronto se tradujo al alemán, español y francés y posteriormente pasó por tres ediciones estadounidenses revisadas antes de su muerte en 1871. La traducción al español (cuatro volúmenes, 1851-1856), hecha por Pascual de Gayangos aumentó considerablemente la conciencia del
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libro en España y América Latina. Las reseñas domésticas y extranjeras documentan que su mensaje fue generalmente aceptado (Anónimo 1850; Anónimo 1853; De Bow 1850; G.S.H. 1850; Prescott 1850; T.C.R. 1850; Anónimo 1863). Sobre el declive de España, un crítico comenta: “[Ticknor’s] admonition is a solemn one, which it becomes us all to heed in the day of our pride, our arrogance and our power” (De Bow 66). Otro crítico simplemente dice: “The example [of Spanish literature] at once instructs, warns, and purifies” (Anónimo 1850: 324). El mensaje de Ticknor, al parecer, no había sido ignorado. Es igualmente evidente que los críticos entendieron la History como una bendición para la reputación literaria estadounidense tan difamada. De Bow lo llama “a credit to American literature” y cita los trabajos de Ticknor, Irving y Prescott como “an epoch in its history” (De Bow 67). Otro crítico expresa su orgullo patriótico por el trabajo de Ticknor y lo considera “undoubtedly one of the most important contributions to the literature of the present age” (Anónimo 1850: 296). Como era de esperar, la reseña de William H. Prescott de 1850 es particularmente laudatoria. Prescott, amigo cercano de Ticknor, ve la History como una prueba de que la cultura estadounidense había alcanzado nuevas alturas, afirmando que la historia literaria es “necessarily the product of an advanced state of civilization and mental culture” (Prescott 1850: 1). Una reseña posterior a las primeras traducciones de la History al español y al alemán afirma con total naturalidad: “No literary production of the United States has brought more honor to the American name, among the scholars of Europe, than the History of Spanish Literature” (Anónimo 1853: 260). Y luego, en 1863, con motivo de la publicación de la tercera edición estadounidense, otra reseña proclama que la obra “has been everywhere recognized as one of the noblest monuments of American scholarship” (Anónimo 1863: 559). Tales comentarios tipifican la forma en que la History fue recibida por los compatriotas de Ticknor y, en conjunto, dejan claro que se vio como un gran paso adelante en la erudición estadounidense. Como espero haber elucidado, el contexto en que George Ticknor recibió la literatura española determinó la manera en que en última instancia la interpretó. Interiorizó las ideas de Herder y sus discípulos de joven, así como las de Bouterwek y Sismondi; y su estrecha y
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prolongada asociación con la élite intelectual de Boston lo dotó de un claro sentido de la insuficiencia cultural estadounidense. Ticknor trató de abordar este problema a través de su trabajo sobre la literatura española. Su mediación de ese corpus literario, como se evidencia en el Syllabus y la History, frustra una lectura simplista. La celebración y la denigración simultánea de Ticknor del carácter nacional español, como se manifiesta en su literatura e historia, constituyen los dos vértices de su aventura crítica, y estas visiones contrastantes constituyen la intriga principal de su obra. Para Ticknor, España representaba tanto las alturas de los logros humanos como las profundidades de la depravación humana. En consecuencia, Ticknor ataca a España mientras la celebra. Cuando reflexionamos sobre ese tratamiento dualista a la luz de su contexto estadounidense contemporáneo, logramos una lectura enriquecida y más instructiva de la History y sus otros escritos. Madame de Staël, el ídolo intelectual de Ticknor, escribió que las nuevas naciones deben “lay the foundation of new institutions, arouse interest, hope, enthusiasm”, por producir literatura nueva y original como base cultural sobre la cual seguir desarrollándose y precisa “philosophical literature —eloquence and reason”, en oposición a la literatura imaginativa— como “the true guarantee of Liberty” (Staël-Holstein 148). Es a esta clase de literatura a la que la obra de Ticknor contribuyó tanto en el contexto estadounidense. Ticknor percibe lecciones claras en la historia literaria española y, al considerar esas lecciones a la luz de su propio contexto histórico y cultural, se aprecia mejor cuán acertadamente las aplica para guiar la construcción nacional cultural en los Estados Unidos del siglo xix.
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Una mirada traductológica a George Ticknor y su History of Spanish Literature Marta Mateo
1. Introducción La importancia de la magna obra de George Ticknor History of Spanish Literature para el estudio de la literatura española, tanto en Estados Unidos y el mundo anglófono como en España y otros países europeos, no necesita recalcarse en un volumen precisamente dedicado a honrar la memoria del gran hispanista norteamericano. Su repercusión en el hispanismo y en España fue inmediata, como se desprende de las palabras de Hillard en su prefacio a la 4.ª edición:1 “[I]t is not necessary to say anything in commendation of a work which Spain has adopted and translated as her own, and on which
1
Aunque este prefacio no aparece firmado, fue Hillard quien, siguiendo los deseos de Ticknor, se encargó de preparar la cuarta edición de History, publicada un año después del fallecimiento del autor (Ticknor y Ticknor 262).
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all Spanish scholars have bestowed such praise” (Ticknor [1849] 1891: viii); o como afirma de manera rotunda otro de los padres fundadores del hispanismo norteamericano, William H. Prescott, en una carta a alguien que tendría también un papel fundamental en esa repercusión, Pascual de Gayangos y Arce, pues se encargaría de traducir la obra al español junto a Enrique de Vedia: I consider Ticknor’s book one of the greatest principles in the literature of the present day. And so every scholar that I have conversed with —Spanish, French, or English— considers it. […] No book has done so much for the credit of the Spanish letters with foreigners, or made the treasures of your language so extensively known to Europe and America, as this work. (En Penney: 553)
Varios factores contribuyeron a que esta obra ocupe un lugar primordial en el estudio de la historia de la literatura española, algunos sobradamente conocidos: la (única) estancia de Ticknor en España, que el estudioso supo exprimir al máximo tanto para mejorar y profundizar en su conocimiento de la lengua y literatura españolas como para comprar libros importantes y curiosos (Penney: xxxi) y establecer contacto con eruditos y expertos del país, entre los que se encontraba el citado Pascual de Gayangos, quien también le ayudaría a conformar una impresionante biblioteca de literatura española con sus envíos de libros y manuscritos a la casa del autor en Boston; el método de trabajo del hispanista norteamericano, marcado por el afán de precisión, el esmero en el detalle y una dedicación ardua, minuciosa y sin apresuramientos (que le llevó a invertir diez años en acabar la primera edición de los tres volúmenes que componen la obra); también, su amplia erudición, junto con el hecho de poder acceder a los originales de los que daba noticia y que analizaba en su History. Todo ello otorgó, desde el principio, una autoridad incuestionable a esta obra de referencia, como ya indicara G.S.H. en una temprana reseña de la misma: Mr. Ticknor’s residence in Spain, his personal relations with many of its most distinguished scholars, the studious years he has devoted to the
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subject, and the command of an unrivalled Spanish library, give to his opinions and statements upon Spanish literature an authority which the most confident critic will hardly venture to resist. (G.S.H. 4)
Asimismo, destacaba la novedad del método adoptado por Ticknor para su acercamiento a la historia literaria de España, poniendo el foco en los receptores norteamericanos, no solo en los eruditos o estudiosos de esta literatura, sino en “all classes of intelligence and cultivated men” (4), un amplio espectro de lectores a los que intentó trasladar su propia pasión por unas creaciones literarias, extranjeras para ellos, describiéndoles (lo que él consideraba) el espíritu español que se traslucía en ellas, mediante un texto instructivo y esclarecedor a la par que accesible. Ticknor fue además un auténtico pionero, pues nadie antes se había embarcado en semejante tarea de contar la historia de la literatura hispánica ni en lengua inglesa ni española. Como también explicaba G.S.H. en su reseña (5), los lectores anglófonos hasta ahora habían obtenido sus conocimientos de este sistema literario a través de dos obras que no eran ni inglesas ni españolas, sino alemana e italiana, y respecto a las cuales la de Ticknor presentaba una ventaja que resultaría fundamental: “Las dos historias más conocidas de la literatura española, la de Bouterwek y la de Sismondi, se resentían de la falta de acceso de sus autores a una colección suficiente de libros españoles” (Fernández Cifuentes 254). Pues bien, la contribución de Ticknor al conocimiento de la literatura española y al desarrollo del hispanismo no se apreciará del todo a menos que en nuestra valoración de su History tengamos en cuenta el papel fundamental que desempeñó la traducción tanto en el proceso de elaboración de esta obra formidable —como acertadamente la califica Fernández Cifuentes (253)— como en su repercusión posterior, algo apenas estudiado a pesar de quedar patente ya en aquellas palabras de Prescott en la carta citada arriba. History of Spanish Literature se tradujo pronto a las principales lenguas europeas; de hecho, Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia habían comenzado su traducción al español antes de que viera la luz en Nueva York la primera edición del original —en 1849—, aunque el primer volumen en nuestra lengua no se publicaría hasta dos años después,
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en 1851. Pero la relevancia de la traducción en relación a esta obra de referencia para las letras españolas va más allá, manifestándose de diversos modos: primero, en el inmenso legado que dejó Ticknor con las versiones inglesas de las citas de originales españoles que complementaban su análisis y acercaban la literatura española a los lectores anglófonos, permitiéndoles leer en su propia lengua fragmentos de las obras mencionadas (algunas no publicadas todavía en inglés), y apreciar mejor su valor así como los comentarios del estudioso; segundo, en el uso, reconocimiento y valoración, que hace el hispanista bostoniano a lo largo de su obra de traducciones existentes de la literatura española a lenguas diversas; y, tercero, en la decisiva importancia que tendría la traducción al español de los tres volúmenes de la obra de Ticknor realizada por Gayangos y Vedia, tanto en lo que se refiere a su repercusión en el mundo hispano como a posteriores ediciones del original inglés. Por razones de espacio, el presente artículo se centrará en los dos primeros puntos, poniendo por tanto su atención en la presencia y función de la traducción en History of Spanish Literature, lo cual, además, contribuirá a ilustrar aspectos relevantes para la teoría de la traducción. Así, un análisis de la obra de Ticknor desde la perspectiva traductológica nos permite mostrar el crucial papel de los traductores en la construcción de culturas, “as custodians or cultural importers, in [a] specific historical context”, papel que, por otra parte, puede ser innovador o conservador (Sela-Sheffy 20; en Schäffner 243), tanto por la selección misma de los textos a traducir como por el enfoque con que aborden su tarea. Influido por el contexto histórico y cultural en el que vive y trabaja, por sus circunstancias individuales y sociales, así como por la naturaleza y función de su texto meta, cada traductor toma unas decisiones textuales concretas que inciden directamente en la forma final de esa traducción y, por tanto, en su efecto y recepción en el nuevo idioma y contexto. Aunque evidentemente el texto de Ticknor no es en sí mismo un texto traducido, el peso indudable que la traducción tuvo en su elaboración refleja también cómo esta es un instrumento por el cual las naciones crean su identidad ante otros países y culturas (Bassnett y Lefevere 65) y cómo ellos, a su vez, construyen su imagen o representación de los autores
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y textos extranjeros o incluso de periodos y sistemas literarios enteros (Marinetti 27). Podremos observar, asimismo, el concepto de la voz del traductor y hasta qué punto somos conscientes de esa presencia y mediación cuando leemos obras traducidas (Hatim y Munday 96).
2. Una mirada traductológica a History of Spanish Literature Esta parte central del estudio consistirá en un análisis tanto textual como metatextual de History, observando la admirable obra de Ticknor bajo ese prisma traductológico con el objetivo de aportar una perspectiva diferente al conocimiento que se tiene de ella. Examinaremos en primer lugar las decisiones textuales del hispanista respecto a las citas de las obras españolas que analizaba: ¿citaba los textos en su forma original o en traducción y, en este último caso, de quién era la autoría?; si las versiones inglesas de las citas salían de su propia pluma, ¿se puede observar una estrategia global de traducción seguida para todas ellas?, y ¿concuerda esta a su vez con el enfoque adoptado por Ticknor para su análisis? Esta revisión centrada en el nivel textual se completará con una segunda parte enfocada a observar la presencia metatextual de la traducción en el estudio del hispanista, especialmente en las numerosas notas a pie de página incluidas en sus tres volúmenes, parte que contribuirá a dilucidar tanto el concepto de traducción del estudioso norteamericano como la valiosa aportación de esta importante actividad interlingüística e intercultural a su obra. 2.1. Las citas literarias en History of Spanish Literature Indeed, for a great many years I have been persuaded that literary history ought not to be confined […] to persons of tasteful scholarship, but should be made, like civil history, to give a knowledge of the character of the people to which it relates. I have endeavored, therefore, so to write my account of Spanish literature as to make the literature itself the exponent
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of the peculiar culture and civilization of the Spanish people (Ticknor y Ticknor 253-254). [cursiva en el original]
En estas palabras que Ticknor escribió a su amigo Charles Lyell, se trasluce quizás la razón por la que el autor decidió intercalar en su análisis numerosas citas de los textos literarios que mencionaba o comentaba —en mayor o menor profundidad—. Ofrece al lector norteamericano versiones inglesas de fragmentos de autores importantes (o no tan importantes, en algún caso, según los criterios de hoy día) españoles y en ocasiones latinoamericanos, que no solo amenizan la lectura de su análisis, sino que lo ilustran, contextualizan y esclarecen. Así, como escribió J. Lothrop Motley a Ticknor, You have given extracts enough from each prominent work to allow the reader to feel its character, and to produce upon his mind the agreeable illusion that he himself knows something of the literature to which you introduce him. You analyze enough to instruct, without wearying the reader with too elaborate details. (Ticknor y Ticknor 257).
Efectivamente, pueblan las páginas de History extractos (de diversa longitud) del Poema del mío Cid, el Romancero, El conde Lucanor o el Guzmán de Alfarache, de obras de Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, Juan de Mena, Jorge Manrique, Garcilaso de la Vega, Juan Boscán, Lope de Rueda, Juan de Timoneda, fray Luis de León, Santa Teresa, Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Tirso de Molina, Gaspar de Aguilar, Guillén de Castro, Calderón de la Barca, Góngora, Jorge Pitillas, Jovellanos o Samaniego, entre otros. Un repaso de los títulos y autores citados (así como de aquellos que menciona, pero de los que no incluye ejemplos) invita a pensar que Ticknor se rige para su criterio de selección de las citas por que las obras sean representativas de lo que está explicando en su análisis, y no necesaria o exclusivamente por la calidad o prestigio de aquellas o de los escritores. Así, incluye, por ejemplo, un fragmento de una obra de Jacinto Polo, imitador de Quevedo en algunas de sus creaciones, como ilustrativo del “Spanish wit”, reconociendo que se trata de “an ill-managed allegory, filled with bad puns and worse verse” (Ticknor
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[1849] 1891: vol. 3, 171).2 Igualmente, cita a Samaniego en lugar de a Iriarte, a pesar de que las fábulas de este último le parezcan superiores, ofreciendo esta explicación: [Samaniego’s fables] were, no doubt, less carefully written than the fables of Yriarte, less original and less exactly adapted to their purpose; but they were more free-hearted, more natural, and adapted to a larger class of readers; in short, there is a more easy poetical genius about them, and therefore, even if they cannot claim a higher merit than those of Yriarte, they have taken a stronger hold on the national regard. (362)
Palabras que nos remiten sin duda a las que el autor escribió a su amigo Lyell en la carta mencionada arriba y que son reveladoras, por un lado, de la importancia concedida por Ticknor a la necesidad de reflejar el “espíritu de la cultura y nación españolas” en su obra y, por otro, de la coherencia entre los ejemplos seleccionados para las citas y el discurso de su propio análisis. Para ilustrar su criterio de selección con algún ejemplo más, cabe señalar que, si bien Quevedo recibe amplísima atención de Ticknor, tanto por lo que se refiere a su obra en prosa como a la poética, la creación de este gran escritor del Siglo de Oro solo se ejemplifica con su famoso pareado “Poderoso cavallero [sic]/ es Don Dinero” —cuya versión inglesa se ofrece en el cuerpo principal del volumen como “A wight of might / is Don Money, the Knight” (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 328)—, y con un largo fragmento del comienzo de su narración satírica Sueño del juicio final (o de las calaveras), este solo en versión inglesa, inserta también en el texto principal (340-342). De la época áurea de la literatura española, Ticknor dedica, por ejemplo, numerosas páginas del volumen 2 a la obra dramática de Lope de Vega y de Calderón de la Barca.3 De Lope cita unas estrofas sueltas en versión original a pie de página y un largo extracto de su Canto Tercero,
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Todas las referencias de las citas textuales en History of Spanish Literature se harán a su 6. ª edición (1891), que ha sido la examinada para este estudio. Parte esta que, según G.S.H., “apparently cost [Ticknor] the most labor” (G.S.H. 27).
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dedicado a san Isidro —en versión inglesa con el original en nota—, así como fragmentos de sus piezas teatrales El acero de Madrid, El príncipe perfecto, El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, El cuerdo en su casa o el drama religioso El nacimiento de Cristo,4 algunas de las cuales seguramente no incluiríamos hoy entre las más importantes del gran dramaturgo. De Calderón sí se citan fragmentos de obras dramáticas muy representativas, como El médico de su honra y La dama duende, junto a otras como La banda y la flor (448-458, 463465 467-469, respectivamente), o poemas que tampoco se encontrarían entre los más aclamados del autor, como el titulado “Lágrimas, que vierte un Alma arrepentida a la Hora de la Muerte”, del que Ticknor incluye un largo fragmento en nota a pie de página, en versión original y traducida (415-416, n. 18 [5]). Si nos remontamos al siglo anterior, comprobamos que Ticknor no incluye ejemplos de la creación poética de san Juan de la Cruz, a quien solo dedica un párrafo en su análisis, y cuya elocuencia mística califica de sublime a la par que (en ocasiones) ininteligible; se extiende algo más en la otra gran representante de la poesía mística, Santa Teresa, de la que además cita un fragmento, breve, de una obra en prosa (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 245). Avanzando al siglo xviii, las obras de Gracián, Cadalso, Iriarte o Feijoo no han dado pie tampoco a ninguna cita, aunque el hispanista norteamericano sí dirige gran atención y elogios al importante filósofo español del Siglo de las Luces. Estos, y otros, autores dieciochescos forman parte del tercer volumen de History, el cual contiene —como se puede comprobar con un simple vistazo— un número considerablemente menor de citas que los dos primeros. Varias pueden ser las causas de esta disparidad: la temática, quizás más general, de este último volumen, que presenta una revisión más panorámica de los periodos en cuestión; que el estudioso considerase estas obras de la literatura española de menor peso que las de épocas anteriores; una cuestión de tiempo, es decir, la necesidad de concluir la monumental obra, que Ticknor acabó entregando a la imprenta, para
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Pueden encontrarse los fragmentos citados en Ticknor ([1849] 1891: vol. 2, 181, 183, 185, 247-248, 261-263, 265-266, 276, 285-286).
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su primera edición, en 1849 y a regañadientes, o quizás que este tercer volumen incluye muchas más obras en prosa, cuando, como se verá a continuación, la mayor parte de las citas introducidas por Ticknor son en verso (procedentes de creaciones poéticas o teatrales). Las abundantes citas con que Ticknor avivaba su examen de la literatura española aparecen en su mayoría en versión traducida al inglés, bien en el texto principal, bien en notas a pie de página. En el primer caso, con frecuencia acompaña a la traducción inglesa una nota al pie en la que el estudioso proporciona el original español, de tal modo que el lector de su History tiene así acceso a ambas versiones. Son numerosísimos los ejemplos de esto, entre los que elegimos para ilustrarlo primero un breve fragmento de la pieza cervantina The Numancia, en su título inglés (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 127-128): […]
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Rebellious spirit! Back again and fill The form which, but a few short hours ago,/ Thyself left tenantless. […] Restrain the fury of thy cruel power! Enough, Marquino! O, enough of pain I suffer in those regions dark, below, Without the added torments of thy spell!/
Marquino
Alma rebelde, vuelve al aposento Que pocas horas ha desocupaste. El cuerpo Cese la furia del rigor violento Tuyo. Marquino, baste, triste, baste, La que yo paso en la región escura, Sin que tú crezcas más mi desventura./
Y el final de un largo pasaje de la mencionada pieza teatral de Calderón La banda y la flor, que Ticknor ofrece en inglés para ilustrar “the gallant style of the Spanish drama, especially in that ingenious turn and repetition of the same idea in different figures of speech, which becomes more and more condensed, […] the nearer it approaches its conclusion” (467, 468-469): […] Henry.
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Let, then, this scarf bear witness to the truth, That I, a hidden mine, a mariner, A chieftain, fowler, still in the fire and water,
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Lisida.
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[…] Enrique.
Lisida.
Earth and air, would hit, would reach, would conquer, And would crush, my game, my port, my fortress, And my foe. [Gives her the scarf.] You deem, perchance, that, flattered By such shallow compliment, my injuries May be forgotten with your open folly. But no, sir, no!—you do mistake me quite. I am a woman; I am proud,—so proud, That I will neither have a love that comes From pique, from fear of being first cast off, Nor from contempt that galls the secret heart. He who wins me must love me for myself, And seek no other guerdon for his love, But what that love itself will give.12 Sea esta vanda testigo; Porque, volcán, marinero, Capitán, y cazador; En fuego, agua, tierra, y viento; Logre, tenga, alcanze, y tome Ruina, caza, triunfo, y puerto. [Dale la vanda.] Bien pensaréis que mis quexas, Mal lisonjeadas con esso, Os remitan de mi agravio Las sinrazones del vuestro. No, Enrique, yo soy muger Tan sobervia, que no quiero Ser querida por venganza, Por tema, ni por desprecio. El que á mí me ha de querer, Por mí ha de ser; no teniendo Conveniencias en quererme Mas que quererme.
En alguna ocasión, la nota que complementa a la traducción solo ofrece el principio del correspondiente texto original español, a modo de muestra. Tal es el caso, por ejemplo, de la oda “A la Ascensión”, de fray Luis de León, traducida íntegramente al inglés en el cuerpo principal del segundo volumen y cuyos primeros versos en español se ofrecen
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en nota al pie (105-106, n. 20); o un fragmento de The Trato de Argel, versión inglesa de la obra de Cervantes, acompañado de unos versos del original recogidos en una nota del mismo volumen (124-125, n. 37). Otras veces (no muchas), la traducción al inglés que ofrece Ticknor a los lectores en su análisis no se complementa con el original en nota al pie: esto ocurre, por mencionar algún ejemplo, con un fragmento de Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 383); o con una larga cita de la carta que “a sus Compatriotas” dedicó Jovellanos (1811), autor al que el norteamericano dedica grandes elogios (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 384-385); o la fábula de Samaniego Los gatos escrupulosos (363), que se ofrece aquí abajo para ilustrar el efecto de estas versiones inglesas que no cuentan con el apoyo de su original en History y revelan, a su vez, la habilidad traductora y el esmero de Ticknor, creador de unos textos que podrían funcionar perfectamente por sí mismos, a pesar de haber sido concebidos con la función concreta de ilustrar su estudio: Two cats, old Tortoise-back and Kate, Once from its spit a capon ate. It was a giddy thing, be sure, And one they could not hide or cure. They licked themselves, however, clean, And then sat down behind a screen, And talked it over. Quite precise, They took each other’s best advice, Whether to eat the spit or no? “And did they eat it?” “Sir, I trow, They did not! They were honest things, Who had a conscience, and knew how it stings”. 5
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La versión original de este cuento de Samaniego la introducen Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia en su traducción de History en el lugar que ocupaba esa versión inglesa en el texto del hispanista bostoniano (Ticknor 1851-1856: vol. 4, 80): LOS GATOS ESCRUPULOSOS Micizuf y Zapirón Se comieron un capón
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Las traducciones de las citas no siempre figuran en el texto principal del estudio de Ticknor, como se señaló arriba, sino que también las notas a pie de página acogen en ocasiones estas versiones que ofrece el autor a sus lectores en su propia lengua. A veces, la nota no solo incluye la traducción inglesa, sino que, al igual que ocurría en los casos anteriores, esta aparece junto a la versión original, lo cual revela el claro deseo por parte del hispanista de dar a conocer bien, y a comprender, las obras literarias españolas a sus lectores. Un ejemplo de esto nos lo ofrece la siguiente nota del primer volumen, que incluye un fragmento del Poema del mío Cid junto con la traducción al inglés y comentario de Ticknor (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 19, n. 13): […] Mal se aquexan los de Valencia, que non sabent ques’ far; De ninguna part que sea no les viene pan; Nin da consejo padre à fijo, nin fijo à padre; Nin amigo à amigo nos pueden consolar. Mala cuenta es, Señores, aver mengua de pan, Fijos e mugieres verlo morir de fambre. (vv. 1183-1188) 13
[…] Valencian men doubt what to do, and bitterly complain That, wheresoe’er they look for bread, they look for it in vain. No father help can give his child, no son can help his sire; Nor friend to friend assistance lend, or cheerfulness inspire. A grievous story, Sirs, it is, when fails the needed bread; And women fair, and children young, in hunger join the dead.
En un asador metido; Después de haberle comido, Trataron en conferencia Si obrarían con prudencia En comerse el asador; ¿Le comieron? No, Señor; Era caso de conciencia.
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Son más escasas las ocasiones en que las citas aparecen parafraseadas en inglés —normalmente en el cuerpo central del texto con la versión original en nota al pie, como en los primeros casos descritos arriba— en lugar de en una versión traducida que preserve su textura original (de diálogo, poema, etc.) como eran aquellos otros ejemplos, mucho más frecuentes. La siguiente cita de un poema original de Lope de Vega, por ejemplo, sirve a Ticknor para reforzar un comentario que hace en el texto principal acerca del dramaturgo (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 183): “At the age of fifteen, as he tells us in one of his poetical epistels, he was serving as a soldier against the Portuguese in Terceira”6; la nota, por tanto, incluye el poema aludido solo en español, puesto que su contenido ya se ha aclarado en inglés arriba. Para concluir esta descripción de la ubicación y modo de presentación de las citas en History, hay que apuntar que también hay casos en que solo se da la versión original española, sin traducción al inglés. Pero en estos, las citas solo aparecen en notas a pie de página, nunca en el texto principal, de tal modo que los lectores del estudio en inglés nunca ven interrumpida su lectura con ejemplos que podrían no comprender. Ejemplos de citas sin traducir al inglés son, entre otros, unos famosos versos del Poema de mio Cid en el primer volumen (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 182, n. 28); algún poema de Cervantes y de Lope de Vega, ambos en el segundo volumen (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 126, n. 41; 183, n. 6); un soneto de Góngora en el tercer volumen (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 23, n. 37), o un largo romance en la sección “On the Romanceros” del apéndice, que solo se ofrece en lengua española (478-480). Estos casos parecen más frecuentes en los volúmenes segundo y tercero que en el primero. En (contadas) ocasiones la lengua de los textos citados sin traducción inglesa no es el español 6 […] Ni mi fortuna muda Ver en tres lustros de mi edad primera Con la espada desnuda Al bravo Portugués en la Tercera, Ni después en las naves Españolas Del mar Inglés los puertos y las olas.
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sino el francés, idioma que el estudioso norteamericano podría asumir que comprenderían sus lectores con mayor probabilidad que la lengua hispánica; pero también estas citas en lengua extranjera para el receptor anglófono aparecen solo en notas al pie (véase como ejemplo la cita francesa en Ticknor ([1849] 1891: vol. 1, 7, n. 2)). Un aspecto que vuelve admirable estas citas, y por ende el trabajo de Ticknor en la elaboración de su History, es la procedencia de sus versiones inglesas: como aclara el autor al principio del primer volumen (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 22, n. 16), “It is proper I should add here that, except where it is otherwise especially stated, I am myself responsible for the translations made in these volumes”. Es decir, cuando existen traducciones buenas de alguna obra que desee citar, Ticknor recurre a ellas (y, como veremos en la segunda parte de esta sección, las comenta y juzga). Así, para las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, toma, acertadamente, la que él mismo califica de “beautiful translation” realizada en 1833 por el poeta y profesor H. W. Longfellow (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 430, n. 10). En cambio, si no cuenta con una traducción existente en inglés, una que lo satisfaga, Ticknor opta por realizar su propia versión del fragmento del texto español que desea ofrecer al lector norteamericano de su obra, como le reconoce G.S.H. en su reseña de History, primero, refiriéndose a una cita del Quijote —“We are indebted to Mr. Ticknor for the quotation” (G.S.H. 11)— y, más adelante, al alabar “his excellent poetical translations” (48). Efectivamente, los abundantes pasajes literarios en inglés que tachonan y respaldan el análisis de Ticknor en su History son en su mayoría traducciones poéticas que han salido de la pluma del estudioso: fragmentos de poemas o piezas teatrales rimados (como lo estaban en el original), en ocasiones incluso con el mismo número de sílabas que la fuente española, aunque normalmente con distinto ritmo. En efecto, Ticknor parece seguir una estrategia global de traducción clara y consistente para sus citas en inglés. Como muestra el siguiente extracto de un poema, cuya autoría no está clara, sobre la vida y hazañas de Alfonso XI (siglo xiv), en sus decisiones textuales para la versión inglesa prioriza claramente el trasvase de la presencia de la rima y el contenido del texto original a expensas de su ritmo y a veces del cómputo silábico, estrategia que, dada la función de sus traducciones y las importantes
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diferencias métricas y acentuales entre la lengua española y la inglesa —tanto en el nivel del habla como en el del discurso poético—, se nos antoja sumamente acertada. Se ofrecen aquí las dos primeras estrofas del poema en ambas versiones, original y traducción, para ilustrarlo (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 84, n. 2): Los Moros fueron fuyendo Maldiziendo su ventura; El Maestre los siguiendo Por los puertos de Segura.
The Moors fled on, with headlong speed Cursing still their bitter fate: The Master followed, breathing blood Through old Segura’s open gate;
E feriendo e derribando And struck and slew, as on he sped, E prendiendo a las manos, And grappled still his flying foes; E Sanctiago llamando, While still to heaven his battle-shout, Escudo de los Christianos. St. James! St. James! triumphant rose. […] […]
Ticknor mismo explicita en varias ocasiones su estrategia de traducción, como en las siguientes palabras con que presenta su versión inglesa de un fragmento de los Milagros de Nuestra Señora (“Miracles of the Virgin”), de Gonzalo de Berceo: “The opening or induction to these tales contains the most poetical passage in Berceo’s works; and in the following version the measure and system of rhyme in the original have been preserved, so as to give something of its air and manner” ([1849] 1891: vol. 1, 33). Pasa entonces a ofrecernos su traducción del importante poeta medieval del mester de clerecía, junto al original en una nota al pie ([1849] 1891: vol. 1, 34): My friends, and faithful vassals of Almighty God above, If ye listen to my words in a spirit to improve, A tale ye shall hear of piety and love, Which afterwards yourselves shall heartily approve. I, a master in Divinity, Gonzalve Berceo hight, Once wandering as a Pilgrim, found a meadow richly dight. Green and peopled full of flowers, of flowers fair and bright, A place where a weary man would rest him with delight. […]30
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Amigos è vasallos de Dios omnipotent, Si vos me escuchasedes por vuestro consiment, Querríavos contar un buen aveniment: Terrédeslo en cabo por bueno verament. 30
Yo Maestro Gonzalvo de Berceo nomnado Iendo en Romería caecí en un prado, Verde è bien sencido, de flores bien poblado, Logar cobdiciaduero para ome cansado.
Ticknor es siempre honesto con sus lectores norteamericanos, incluso para detalles que podríamos considerar menores, como se puede comprobar en esta nota al pie en la que revela que ha traducido el título de una obra sin respetar el deseo original del autor, proporcionando a su vez la versión de este (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 8, n. 13): “I have translated the title of this treatise [by Francisco de Villalobos’s] ‘The Three Great Annoyances’. In the original it is ‘The Three Great -----’, leaving the title, says Villalobos in his Prólogo, unfinished, so that everybody may fill it as he likes” [cursiva en el original]. Igualmente ilustrativa de su lealtad a los lectores es la siguiente nota, en la que explica el enfoque que ha adoptado para verter al inglés la forma poética de la oda “A la Ascensión”, de Fray Luis de León: It is in quintillas in the original; but that stanza, I think, can never, in English, be made flowing and easy as it is in Spanish. I have, therefore, used in this translation a freedom greater than I have generally permitted to myself, in order to approach, if possible, the bold outline of the original thought. ([1849] 1891: vol. 2, 106, n. 20) [cursiva en el original]
En esa misma nota, ofrece además las dos primeras estrofas del original para que el lector experto pueda juzgar. Se incluye aquí abajo la primera estrofa de cada versión al objeto de ilustrar lo que Ticknor considera una traducción más libre de lo habitual en él (105-106): And dost thou, holy Shepherd, leave Thine unprotected flock alone, Here, in this darksome vale, to grieve,
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[…] Y dexas, pastor santo, Tu grey en este valle hondo oscuro Con soledad y llanto,
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While thou ascend’st thy glorious throne? O, where can they their hopes now turn, Who never lived but on thy love? Where rest the hearts for thee that burn, When thou art lost in light above?
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Y tú rompiendo el puro Ayre, te vas al inmortal seguro! Los antes bien hadados, Y los agora tristes y afligidos, A tus pechos criados, De ti desposeídos, A do convertirán ya sus sentidos?
Como se puede observar, incluso en estos casos en que se permite una mayor libertad, Ticknor no deja de preservar la rima como figura retórica importante en el poema y traslada el contenido del original en su esencia casi verso a verso, o presentándolo con otro orden, pero en la misma estrofa —tomando entonces esta como unidad semántica para el trasvase—, lo cual viene a revelar una vez más su estrategia global de traducción. La importancia que concede Ticknor a la rima en la traducción poética hace que, en las escasas ocasiones en que sus versiones inglesas no la llevan, a menudo se vea en la necesidad de justificarlo. Eso hace al describir la segunda Égloga de Garcilaso de la Vega: In his second Eclogue, he has tried the singular experiment of making the rhyme often, not between the ends of two lines, but between the end of one and the middle of the next. It was not, however, successful. […]; but wherever the rhyme is quite obvious the effect is not good, and were it is little noticed the lines take rather the character of blank verse. In general, however, Garcilasso’s harmony can hardly be improved. (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 532)
No parece aventurado afirmar que el gusto personal de Ticknor influye en su selección de los textos ilustrativos para el análisis, así como en sus decisiones traductoras para los poemas elegidos. Un ejemplo de ello lo tenemos, a mi parecer, en Góngora, de quien ofrece dos breves ejemplos, tomados de las baladas de su época temprana, en versión inglesa rimada y con ritmo similar a los originales, los cuales incorpora en sendas notas al pie (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 21); uno de los fragmentos es la sencilla y conocida primera estrofa de una de las baladas:
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The loveliest maiden Our village has known, Only yesterday wed, To-day, widowed, alone.35
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La más bella niña De nuestro lugar, Oy viuda, y sola, Y ayer por casar.
El hispanista no incluye, sin embargo, más citas traducidas de Góngora —tan solo un soneto en versión original en nota al pie (22, n. 36)—, a pesar de que sí presta considerable atención en su análisis a este gran poeta y dramaturgo del Siglo de Oro, exponente del culteranismo, y a su escuela. La explicación puede encontrarse en el comentario de Ticknor sobre la evolución del autor cordobés, en especial acerca del estilo de su última etapa: The most obvious feature in this style is, that it consists almost entirely of metaphors, so heaped one upon another, that it is sometimes as difficult to find out the meaning hidden under their grotesque mass as if it were absolutely a series of confused riddles. […] The extravagance of the metaphors used by Góngora was often as remarkable as their confusion and obscurity. […] It is not to be denied that the later poems of Góngora are often made unintelligible or absurd by similar extravagances. (22-23, 24)
Ticknor nos deja oír ahí su voz como autor, la cual, como nos revela este examen traductológico de su History, no solo singulariza a los autores originales, sino también a los traductores, cuya “discursive presence” —como la denomina Theo Hermans— se manifiesta a través de sus decisiones, aunque no siempre seamos conscientes de ello: “It is only […] the ideology of translation, the illusion of transparency and coincidence, the illusion of the one voice, that blinds us to the presence of [the translator’s] voice” (Hermans 27). La presencia discursiva del Ticknor traductor tiene tanto una manifestación textual, a través de sus estrategias de traducción en las citas, como metalingüística, que se percibe en su análisis principal, así como en sus referencias explícitas al proceso traductor y a traducciones existentes (que ocuparán el apartado 2.2). Por tanto, la importancia que concede Ticknor a la rima se trasluce en el empeño mostrado por reproducir esta figura retórica en
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prácticamente todas sus versiones inglesas de las citas originales, hasta el punto de que en ocasiones la traducción presenta más rima que el texto español, como en el siguiente poemita de una novela de Antonio de Villegas, del siglo xvi (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 151): 7 In Granada was I born, In Cartama was I bred; But in Coyn by Alora Lives the maiden I would wed.
Nascido en Granada, Criado en Cartama, Enamorado en Coin, Frontero de Alora.
A su vez, Ticknor parece ser muy consciente de la enorme divergencia rítmica entre el inglés y el español, por lo que, incluso cuando emplea el mismo número de sílabas en sus versos que en los originales, no duda en adaptar las estructuras métricas de las estrofas y versos castellanos a un ritmo más anglófono. Así, los siguientes versos de Jorge Pitillas, en que el poeta satírico de comienzos del xviii se burlaba de la moda de hablar francés vigente entre los cortesanos españoles, son vertidos al inglés por Ticknor en una versión que muestra tanto su esmero por reflejar el ingenio y la rima del original (necesariamente con distintos sonidos) como la (probablemente también inevitable) necesidad de adaptar la métrica; obsérvese no solo el cambio en el patrón acentual y número de sílabas (convirtiendo los endecasílabos españoles en decasílabos ingleses), sino también la adición de un verso a la estrofa (307):8 And French I talk; at least enough to know That neither I nor other men more shrewd Can comprehend my words, though still endued With power to raise my heavy Spanish dough.
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El original español está tomado de la traducción de History realizada por Gayangos y Vedia (Ticknor 1851-1856: vol. 3, 331), pues Ticknor no lo incluye en su estudio. Original tomado de la traducción española de History (Ticknor 1851-1856: vol. 4, 27).
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Hablo francés, aquello que me basta Para que no me entiendan ni yo entienda, Y fermentar la castellana pasta.
Otro ejemplo de la modificación que sufren el ritmo y el número de sílabas en el trasvase del español al inglés —patente en un gran número de citas— lo brinda esta estrofa de la obra El Nuevo Mundo, de Lope de Vega, citada por Ticknor en traducción suya al inglés en el texto principal, con versión original en nota a pie de página (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 265): O Providence Divine, permit them not To do me this most plain unrighteousness! ‘Tis but base avarice that spurs them on. Religion is the color and the cloak; But gold and silver, hid within the earth, Are all they truly seek and strive to win.8
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No permitas, Providencia, Hacerme esta sinjusticia; Pues los lleua la codicia A hacer esta diligencia. So color de religión, Van á buscar plata y oro Del encubierto tesoro.
La dificultad que entraña reproducir el ritmo de una lengua en otra se hace notar especialmente en las versiones que ofrece Ticknor de la poesía epigramática española, cuya característica brevedad y sencillez se han quedado por el camino, a pesar del notable esmero mostrado por el hispanista en preservar el número de sílabas de todos los versos originales, la estructura de las estrofas, así como, por supuesto, la rima, el contenido y otras figuras retóricas como la repetición. Obsérvese, por ejemplo, el diferente efecto entre la versión española e inglesa de este poemita del siglo xvi (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 67): To what ear shall I tell my griefs, Gentle love mine? To what ear shall I tell my griefs, If not to thine?20
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À quien contaré mis quejas, Mi lindo amor; À quien contaré mis quejas, Si a vos no?
O entre estos versos del siglo xvii, de Francisco de Borja y Aragón, y la traducción inglesa de Ticknor (48 y n. 16):
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Una mirada traductológica a George Ticknor Ye little founts, that laughing flow And frolic with the sands, Say, whither, whither do ye go, And what such speed demands? From all the tender flowers ye fly, And haste to rocks, –rocks rude and high; Yes, if ye here can gently sleep, Why such a wearing hurry keep?16
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Fuentecillas, que reis, Y con la arena jugais, Donde vais? Pues de las flores huis, Y los peñascos buscais. Si reposais Donde risueña dormis, Porque correis, y os cansais?
La divergencia rítmica es palpable también en este extracto de una curiosa balada anónima sobre Francis Drake, titulada “Hermano Perico” y recogida en el Romancero general de 1602 (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 202, n. 44): And Bartolo, my brother, To England forth is gone, Where the Drake he means to kill; And the Lutherans every one, Excommunicate from God, Their queen among the first, He will capture and bring back, Like heretics accurst. And he promises, moreover, Among his spoils and gains, A heretic young serving-boy To give me, bound in chains; And for my lady grandmamma, Whose years such waiting crave A little handy Lutheran, To be her maiden slave.
Mi hermano Bartolo Se va á Inglaterra, A matar al Draque, Y á prender la Reyna, Y á los Luteranos De la Bandomessa. Tiene de traerme A mí de la guerra Un Luteranico Con una cadena, Y una Luterana A señora agüela.
Cuando no hay rima en una traducción poética proporcionada por Ticknor es porque esta figura apenas aparecía en el original, como ilustra su versión de estos versos sacados de la comedia El cuerdo en su casa, de Lope de Vega (1615), en los que el dramaturgo madrileño ironizaba sobre el retrato de la vida en el campo que pintaban las novelas pastoriles (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 107):
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And I should like just now to see those men Who write such books about a shepherd’s life, Where all is spring and flowers and trees and brooks./
Quisiera ver Los que suelen componer Estos libros de pastores, Donde todo es primavera, Flores, árboles y fuentes.
La comparación con el original, recuperado aquí una vez más de la versión española de la History de Gayangos y Vedia (Ticknor 18511856: vol. 3, 289), muestra de nuevo cómo Ticknor adapta la métrica original a un patrón inglés, convirtiendo los cinco versos españoles (un tetrasílabo y cuatro octosilábicos) en tres decasílabos de ritmo yámbico (el iambic pentameter tan característico de Shakespeare). En relación a la ausencia de rima cabe decir, además, que en esa decisión puede haber influido también que se trate de un texto dramático y no un poema. Para concluir esta revisión de la estrategia traductora de Ticknor, nos detendremos brevemente en sus decisiones en cuanto a títulos y términos específicos de la literatura española. El hispanista traduce al inglés muchos de ellos —como ballads, chronicles, romances of chivalry, etc.—, pero también transfiere muchos otros en su forma original, entre ellos romanceros, cancioneros, coplas, invenciones, villancicos, preguntas, engaños, Diálogo de las lenguas, “The cultos”, conceptistas, etc., que aparecen en español en History. De este modo, acerca las obras españolas al lector anglosajón, a la vez que preserva su otredad, tanto en cuanto a formas y géneros literarios singulares como a conceptos culturales de difícil traducción. Para La dama duende de Calderón utiliza tanto la traducción inglesa “The Fairy Lady” como el título original transferido, explicando el concepto de duende en nota a pie de página (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 463, n. 5). Ticknor revela, a través de sus decisiones textuales para las citas, un concepto de la traducción que se puede considerar sumamente actual por su carácter funcionalista y orientado al lector, a la vez que muestra un gran respeto por —y enorme conocimiento de— la literatura que traducía y daba a conocer en Norteamérica. Es decir, su estrategia de traducción resulta consistentemente acorde con la función que cumplían las citas en su History, así como con el objetivo con el que con-
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cibió esta magna obra, y en todo momento demuestra el importante papel que otorgó a sus lectores al componer tanto el texto principal como las citas, tanto su propio discurso como sus traducciones de textos ajenos. Se coloca así en la línea de los enfoques funcionalistas de la traducción surgidos a finales del siglo xx, “[which] define translation as a purposeful activity with the structure of the target text to be determined by the purpose it will have to fulfil in the target culture for the target audience” (Schäffner: 235), y coincide también con la conocida definición de las traducciones como “facts of target cultures” que en su día acuñara el teórico israelí Gideon Toury (29), quien siempre sostuvo que “the context framing a translation is that of the target culture, and, as such, the target text must always be interpreted as a result of the constraints and influences of such a target context” (Assis Rosa 100). En el caso que nos ocupa, esto no implicó, en cualquier caso, una domesticación de los textos españoles por parte de Ticknor en el sentido de Venuti como traducción “transparente” que camufla la otredad del original ([1995] 2008), pues, por un lado, y como se ha visto, Ticknor a menudo recuerda su presencia traductora al lector y, por otro, sus decisiones se guían también por su deseo de mostrar el carácter español que según él se refleja en las citas originales. De este modo, el hispanista ilustra también el concepto de lealtad concebido por las teorías funcionalistas de la traducción como una categoría interpersonal —más que intertextual— que se establece en el proceso traductor: “[The] responsibility translators have toward their partners in translational interaction. Loyalty commits the translator bilaterally to the source and the target sides” (Nord 125). Esto concuerda a su vez con las palabras de G.S.H. respecto a las traducciones de Ticknor, “which are alike faithful and spirited”, según las describe en su reseña de History (G.S.H. 17). La noción de traducción que revela Ticknor resulta actual incluso en el modo en que presenta sus propias versiones —nunca categórico, sino dando a entender que la suya es una de las muchas posibles—: “They may be translated thus” (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 35, n. 32); lo cual se ajusta al enfoque que adopta para su análisis de las obras literarias españolas, que, como señala G.S.H. en su reseña, “is free from any air of offensive dogmatism” (G.S.H. 48).
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Finalmente, no se puede concluir esta parte sin recordar una vez más su “scrupulous care for detail and composition” (Ticknor 1927: xlii), su profundo conocimiento de la literatura hispánica e impresionante dominio de la lengua española que demuestra en su obra,9 así como su incansable entrega y “rare virtue of literary patience” (G.S.H. 46) de que hizo gala hasta el final (llegando a dedicar a la obra treinta años de su vida), siempre dispuesto a revisar su texto según lo que averiguaba él mismo con sus investigaciones a lo largo de los años o lo que le sugerían los hispanistas de Europa (Ticknor 1909: 262). Todo ello no solo es aplicable a la parte principal de la obra, el estudio en sí —“stamped with the impress of careful and conscientious preparation”, como lo describió también G.S.H. (G.S.H. 46)—, sino que se deja ver de manera muy especial en las admirables traducciones inglesas que brindó a sus lectores. 2.2. Presencia metatextual de la traducción en History En la sección anterior se ha hecho ya un buen uso de los “peritextos” y “epitextos”, que distinguiera Gérard Genette ([1987] 2001) dentro de lo que denominó “paratextos”. Los primeros aparecen en el propio texto a estudiar y proceden del autor o editor —títulos, subtítulos, prefacios, notas a pie de página, etc. (Genette [1987] 2001: 19); aquí nos han proporcionado información muy valiosa para el análisis traductológico de History, pues incluyen, en el caso de las notas al pie, versiones originales de las citas traducidas en el texto principal y en ocasiones las propias traducciones inglesas, mientras los títulos de las diversas secciones nos muestran la estrategia traductora de Ticknor en cuanto a términos específicos de la literatura española. La segunda 9
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Su dominio de nuestra lengua se trasluce no solo en la admirable comprensión de los originales españoles que reflejan sus versiones inglesas, sino en sus observaciones en las notas a pie de página y en las “Notes for the Spanish Translation” que dirigió a Gayangos para la traducción de su obra; un buen ejemplo es la nota referida al uso del término magestad relativa al tercer volumen (Ticknor 1927: 454).
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categoría identificada por el teórico francés consiste en elementos paratextuales que no forman parte en sí del texto que se está analizando, sino que tienen su propia autonomía física, pero contienen material textual subordinado a aquel que puede resultar crucial para nuestra recepción (295). Ejemplos de epitextos que han resultado útiles y relevantes en este artículo son las cartas entre Ticknor y colegas o amigos suyos, así como la reseña realizada por G.S.H. de la obra objeto de estudio. Los peritextos, en forma de notas a pie de página, conformarán la base de este segundo apartado del análisis traductológico de History, que intentará mostrar la importancia que otorgaba Ticknor a la actividad traductora en sí y que, de hecho, esta tuvo para su obra, como se puede percibir en la presencia explícita e implícita de los textos traducidos en ella. El hispanista incluye en sus notas numerosas referencias a traducciones existentes de las obras de la literatura española que está analizando, no solo versiones en inglés, sino en otras lenguas europeas, como el alemán, el francés o el italiano. Por citar algunos ejemplos, en una nota del primer volumen referida a las ediciones de El Conde Lucanor, Ticknor menciona dos traducciones de la obra de don Juan Manuel, una alemana de 1840 y otra francesa de 1854 (a cargo de J. von Eichendorff y de A. de Puibusque, respectivamente) (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 80-81, n. 43), y, en el mismo volumen, alude a varias traducciones inglesas de El Lazarillo de Tormes: una con la temprana fecha de 1586 (realizada por David Rowland) y una posterior, de 1670 (de James Blakeston), que Ticknor considera mejor (552, n. 3). En el segundo volumen, en la nota 20 citada en el apartado anterior, Ticknor da cuenta de varias traducciones al alemán de los poemas de fray Luis de León: una de 1853 realizada por C. B. Schlüter y W. Storck, que califica de “worth reading by those who are familiar with the German”, y otra publicada por Melchior von Diepenbrock en 1852 (Ticknor [1849]1891: vol. 2, 106). En el mismo volumen, el hispanista se refiere a dos traducciones al inglés de Los trabajos de Persiles y Segismunda: una de “M.L”, de 1619, y otra de 1854, “an anonymous one in the purest English”, que se cree era de Miss L. D.
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Stanley y que Ticknor considera la mejor traducción que ha visto, a pesar de que, según nos advierte, omite bastantes pasajes del original. Menciona también una traducción al francés de esta obra de Cervantes realizada por François de Rosset en 1618, que Ticknor señala es la primera traducción del original español que ha encontrado, además de otra italiana de 1626 producida por Francesco Ella (158-159, n. 2). Alude igualmente a traducciones de varias obras de Quevedo: al italiano (a cargo de P. Franco en 1634), al francés (dos de Genest publicadas en 1641) y al inglés (una anónima de 1657 y otra “very freely rendered” por Roger L’Estrange en 1668) (337, n. 29; 339-340, n. 33), así como a versiones alemanas de varias obras de Calderón, entre ellas la que hizo W. A. Schlegel de El príncipe constante (sin fecha), admirada en los escenarios de Berlín, Viena y Weimar (456, n. 31). Tampoco faltan en el tercer volumen de History referencias a traducciones de obras españolas, como las versiones francesas de Guzmán de Alfarache publicadas hasta el momento: el hispanista menciona una de Chappais en 1660, otra del novelista y dramaturgo francés Alain-René Lesage en 1732 y una más (sin fecha) realizada por alguien llamado Bremont mientras cumplía pena de cárcel en Holanda, quien, según nos cuenta el hispanista, incorporó una serie de amargas adiciones en su versión, movido por su resentimiento contra la justicia (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 119, n. 11). El Guzmán fue tan popular en Europa que Ticknor, de hecho, alude en el texto principal de su estudio a las numerosas traducciones que se hicieron de él por todo el continente: no solo esas al francés, sino también al italiano, alemán, portugués, inglés, holandés e incluso latín (118). En nota al pie proporciona los datos de algunas de ellas, como la primera que se realizó en lengua inglesa, por parte de Mable en 1656, y que Ticknor califica de “excelente”; o la latina, de Gaspar Ens, cuya primera edición el hispanista data en 1623 (118-119, n. 9). De san Juan de la Cruz, el estudioso de Boston menciona una traducción al alemán de W. Storek publicada en 1854 (244, n. 16), mientras, en relación a Santa Teresa, alude a la atención cada vez mayor que la autora española recibía en los Estados Unidos, donde su Autobiography y Way of Perfection se anunciaban como publicaciones habituales de la Iglesia católica (246, n. 17). Sirvan como último ejemplo de las sin duda numerosas refe-
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rencias a versiones realizadas en el extranjero de la literatura española las que Ticknor da de las obras de Baltasar Gracián, de quien nos dice que fue ampliamente traducido al francés y al italiano, pero poco al inglés (262, n. 38); el hispanista señala que solo conoce dos en su lengua (seguramente anónimas, pues no proporciona los nombres de los traductores): una de la obra aforística Oráculo manual y arte de prudencia, publicada en 1684 con el título inglés Courtier’s Manual Oracle, que Ticknor describe como “not always true to the original […] but occasionally very happy in divining the author’s meaning and giving it with point and effect”, y otra de El héroe, traducción indirecta hecha a partir de la versión francesa del padre J. de Courbeville, titulada en inglés Hero y publicada tanto en Dublín como en Londres en 1726. Aunque en menor medida que las anteriores, también hacen su aparición en los tres volúmenes de History menciones a las versiones que autores españoles o hispanoamericanos realizaron de obras literarias procedentes de otras lenguas. Así, nos da cuenta (en el texto principal en este caso, en lugar de en nota al pie) de la traducción realizada por Francisco de Villalobos del Amphitryon de Plauto (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 7) o de la que en 1590 hiciera el Inca Garcilaso de la Vega de Dialoghi di Amore, del italiano Leone Medico Hebreo, que el escritor hispano-peruano tituló Tres diálogos de amor. (Ticknor señala, además, que existían ya al menos otras dos traducciones españolas de esa obra italiana, que vieron la luz en 1568 y 1584). Por otra parte, en sus cartas a su colega y traductor Pascual de Gayangos (editadas por Clara Louisa Penney en 1927), incluye numerosas indicaciones de que se incorporen a la versión española de History referencias a traducciones existentes, tanto de obras extranjeras al castellano como de las que se hicieron de la literatura hispánica a otras lenguas. Penney aglutina dichas indicaciones en un apéndice de su edición de las cartas, “Notes for the Spanish translation” (Ticknor 1927: 392-560), y entre ellas se puede leer cómo Ticknor pide que se incorpore, por ejemplo, la traducción al castellano que hizo fray Luis de León de la Canción de Salomón; la realizada por Villegas de obras de Dante sacrificando la terza rima del autor italiano al encontrarla sin gracia en español, o la versión española del Padre Isla, La histo-
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ria de Gil Blas de Santillana, de la célebre novela picaresca de Lesage (400-402, 406, 429, 468). Asimismo, las notas dirigidas a Gayangos aluden, por ejemplo, a las versiones que hizo Florian en francés de las fábulas de Iriarte o a “a poor French translation to beginners in learning Spanish” de dos historias sacadas de la primera parte del Quijote (421-422; 472; 517). Como se ha podido observar en los párrafos anteriores, el hispanista no solo menciona, sino que describe y valora la estrategia de traducción seguida en muchas de las versiones extranjeras de obras españolas. Califica, por ejemplo, de “poor and unfaithful” otra traducción francesa del Quijote publicada en 1677, también incluida en las notas recogidas por Penney (518), y, en una nota del primer volumen de History sobre la fecha del Poema del mío Cid, se refiere a las numerosas versiones en inglés de fragmentos de obras literarias de España y Portugal que introdujo cierto Mr. Southey en su obra Travels (1797) —“made with freedom and spirit rather than with great exactness”— (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 14, n. 3). Elogia, en cambio, las “excellent translations” que de las Coplas de Jorge Manrique había hecho al inglés su amigo y colega Longfellow (35, n. 31), así como las “admirable translations”, entre ellas una valiosísima del Poema del mío Cid, realizadas por J. Hookham Frere, “one of the most accomplished scholars England has produced, and one whom Sir James Mackintosh has pronounced to be the first of English translators” (21, n. 16). Como vemos, Ticknor no alude solo a las traducciones y su (buena o pobre) calidad, sino que con frecuencia proporciona información sobre los propios traductores, lo que hace aún más palpable la presencia de la actividad traductora en su obra. Sus valoraciones de las traducciones de otros son coherentes con sus propias preferencias a la hora de trasladar él mismo los textos españoles a la lengua inglesa. Describe, por ejemplo, la colección en inglés de tres obras de Calderón —“Three Comedies, translated from the Spanish”—, publicada en Londres en 1807, con las siguientes palabras: “All three of the plays are too freely rendered, and have the further disadvantage of being done into prose; but the English of the translator is eminently pure, and often happily adapted to the Spanish idiom” (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 463, n. 5).
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Por otra parte, su conocimiento de tantas versiones en otras lenguas y su amplísima erudición le sirven al hispanista para relacionar y establecer comparaciones entre las obras o autores españoles y los referentes de otros sistemas literarios, desde una posición crítica e instruida que le permite aludir a influencias entre unos y otros, casos de plagios, préstamos claros pero no reconocidos, etc., vindicando así el valor de la literatura española. Por ejemplo, las traducciones inglesas que menciona y las citas que introduce (en inglés y español) del Poema del mío Cid le permiten comparar dos pasajes de este texto pionero y fundamental de la literatura española respectivamente con un fragmento de Ricardo II de Shakespeare (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 23, n. 18) y con otro de “El cuento del caballero”, de Chaucer, advirtiendo al lector de su History: “It should be borne in mind, when comparing them, that the Poem of the Cid was written two centuries earlier than the Canterbury Tales were” (24, n. 19). La mención de la traducción inglesa de Los trabajos de Persiles y Segismunda publicada en 1619 le sirve para demostrar el uso que de ella hizo Fletcher para su obra teatral Custom of the Country (1628): “I doubt not Fletcher borrowed the materials for that part of the Persiles which he has used, or rather abused, in his [play] […]; the very names of the personages being sometimes the same […]. Sometimes we have almost literal translations”; tras lo cual Ticknor ofrece un ejemplo explícito del texto de Cervantes junto con el fragmento que demuestra el préstamo en la pieza de Fletcher. Termina su cotejo, tras señalar que podría citar muchos más pasajes paralelos, advirtiendo de una diferencia notable entre la obra española y la inglesa: “For that, whereas the Persiles is a book of great purity of thought and feeling, ‘The Custom of the Country’ is one of the most indecent plays in the language; so indecent, indeed, that Dryden rather boldly says it is worse in this particular than all his own plays put together” (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 158-159, n. 2). Un juicio similar se lo inspira otro caso relacionado con Cervantes, que le lleva a describir así la estrategia de traducción seguida por Lesage en su versión francesa de 1704 del Quijote de Avellaneda (ya mencionada): “After his manner of translating – [Le Sage] alters and enlarges the original work with little ceremony or good faith”. En este
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caso, Ticknor no solo juzga la versión extranjera de la obra española, sino su repercusión, lamentando que Pope, en su escrito “Essay on Criticism”, se refiera no a la obra de Cervantes, sino a la de Avellaneda, o más bien al “rifacimento” que de esta hizo Lesage; por lo cual, “[p] ersons familiar with Cervantes are often disappointed that they do not recollect it, thinking that the reference must be to his Don Quixote” (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 168, n. 21). La labor traductora de Lesage, que Ticknor critica en diversas ocasiones por sus pobres interpretaciones de la literatura española, le sirve también para abordar la cuestión del plagio, esta vez en relación al Padre Isla, autor al que dedica mucha atención en el tercer volumen de History (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 337-349; véanse especialmente 345-346, n. 16 y n. 17). A la obra de Calderón de la Barca El mayor monstruo, los celos, que para Ticknor “is to be preferred to anything else he has left us”, le dedica el hispanista unas cuantas páginas de análisis en el segundo volumen, acompañándolo de varias citas en versión inglesa de su propia mano (con los correspondientes fragmentos originales en notas al pie); esto le permite establecer una comparación entre la pieza calderoniana y el Othello de Shakespeare con rigor y fundamento (Ticknor [1849] 1891: vol. 2, 454-455). Ticknor comenta también los juicios emitidos por otros sobre obras españolas, en ocasiones apoyándolos y en otras contradiciéndolos o disintiendo en parte —como en el caso del Guzmán de Alfarache, sobre el que Ticknor matiza que, lejos de ser un libro moral, como opinaba Ben Jonson en el prefacio que escribió a una traducción de esta obra, “it is a very immoral one” (Ticknor [1849] 1891: vol. 3, 119)—. También son importantes estas observaciones desde el punto de vista traductológico, pues dan cuenta de la recepción de las obras españolas en versión traducida: aunque muchos hispanistas extranjeros las conocían y podían leer y juzgar en su versión original, está claro que numerosos lectores accedían a ellas gracias a las traducciones a otras lenguas. Ticknor se muestra explícitamente consciente de la importancia de la traducción para el enriquecimiento de las distintas lenguas y sistemas literarios, recogiendo en este sentido, por ejemplo, las palabras de Garcilaso de la Vega en una carta inserta como prefacio a la versión castellana que hizo Boscán de Baldassare Castiglione, “where [Garcila-
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so] says that he holds it to be a great benefit to the Spanish language to translate into it things really worthy to be read” (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, 535, n. 44). Asimismo, en sus “Notes for the Spanish Translation” de History dirigidas a Pascual de Gayangos, describe el origen español de las rimas asonantes en la literatura alemana, en la que ya eran entonces “by no means rare” y contaban con general aceptación, al haberlas introducido Friedrich Schlegel en una tragedia suya de tema español; este fue a su vez imitado por su hermano August Wilhelm, quien recurrió a estas rimas en sus traducciones de Calderón (Ticknor 1927: 421-422). De hecho, Ticknor había conocido en Alemania a los Schlegel, que influyeron en su visión histórica de la literatura española, como apunta Fernández Cifuentes: “El espíritu de las conferencias de Frederick [Schlegel] sobre historia literaria —literatura e identidad nacional, fijación de un origen, sentido de progresión continua, etc.— está presente en todo el texto de Ticknor” (Fernández Cifuentes 253). History, por último, se vio sumamente reforzada, en sus posteriores ediciones revisadas, por las traducciones de la primera edición, lo cual reconoce Ticknor en el prefacio a la tercera (1863), aludiendo explícitamente a lo que debe “to [his] accomplished and learned annotators and translators”, en especial a Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia, que publicaron su traducción española de los distintos volúmenes entre 1851 y 1856, y al traductor alemán, N. H. Julius, cuya versión vio la luz en 1852: “From the results of their labors, carefully prosecuted, as they were, in the best libraries of Spain and Germany, I have taken —with constant acknowledgments, which I desire here gratefully to repeat— everything that, as it has seemed to me, could add value, interest, or completeness to the present revised edition” (Ticknor [1849] 1891: vol. 1, xiii-xiv).
3. Consideraciones finales La mirada traductológica a History of Spanish Literature resulta esclarecedora no solo para la teoría de la traducción, al permitirnos ilustrar conceptos y aspectos importantes de esa disciplina, sino también para nuestra valoración de la magna obra del hispanista bostoniano,
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pues nos desvela el lugar que en ella ocupó la actividad traductora, así como el papel que ha podido tener en su recepción. Las numerosas citas en inglés que introduce Ticknor a lo largo de los tres volúmenes, procedentes de traducciones existentes o de su propia mano, otorgan credibilidad y autoridad a su comentario crítico de las obras literarias españolas, pues permiten al lector anglófono acceder en su propia lengua a dichos textos, sin tener que creer a ciegas las observaciones del hispanista. A su vez, la frecuente inclusión de los textos originales en notas al pie da al lector con dominio del español la oportunidad de valorar dichas traducciones y, si disiente de la forma en que los fragmentos españoles han sido vertidos al inglés, de al menos percibir que no hay una única traducción posible, ni siquiera una única buena. Esto se refuerza además con el modo nunca categórico en que Ticknor presenta sus versiones. Las traducciones de las citas que pueblan las páginas de History cumplen con éxito la función con que fueron concebidas: no como textos autónomos —traducciones literarias para publicación propia—, sino destinados a complementar y amenizar el análisis textual de Ticknor, intentando reflejar los principales rasgos y contenidos de las obras españolas. Su presencia aporta un indudable valor añadido a este estudio pionero del hispanismo. La selección de los fragmentos traducidos responde no solo a criterios de calidad de las obras en cuestión, sino, sobre todo, a esa función de ilustrar los comentarios críticos del autor, y es además coherente con su estrategia de traducción. Ticknor adopta un enfoque traductor en el que prima la función del texto traducido, por lo que pone el foco principal en figuras retóricas como la rima —dado que la mayoría de los textos elegidos para la ejemplificación son poéticos—, así como en el componente semántico. A su vez, con la adopción de patrones rítmicos propios de la lengua inglesa, consigue textos que podrían funcionar perfectamente como traducciones independientes y artísticas. Su estrategia de traducción, por tanto, se situaría en un punto medio entre el acercamiento al lector anglófono y la lealtad al espíritu de las obras españolas. Esto se comprueba también en las reflexiones que el hispanista introduce en su obra respecto a traducciones existentes de las creaciones españolas, así como en su propia justificación cuando tiene que apartarse de su estrategia traductora habitual en alguna ocasión (por ejemplo, abando-
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nando la rima). Aquellos juicios y estas explicaciones son siempre consistentes con su noción de lo que debe ser la traducción y a la vez dan cuenta de la importancia que otorga a esta compleja actividad humanística. El análisis de History sirve además para ilustrar el papel cultural de la traducción, que transciende la mediación entre lenguas y culturas diferentes, contribuyendo a conformar y enriquecer los sistemas literarios implicados, en un viaje de ida y vuelta. Las cartas entre Ticknor y Gayangos, por ejemplo, revelan un interesantísimo diálogo no solo entre autor y traductor de History, sino entre los textos de ambos, original y traducido, pues aquel recoge en sus ediciones posteriores la mayoría de las notas y correcciones incorporadas por Gayangos y Vedia a la versión española (muchas de ellas sugeridas por el propio Ticknor, como se ha visto). Este diálogo entre textos ilustra cómo las traducciones no solo consiguen dar a conocer la producción literaria e intelectual de un país en nuevos entornos lingüísticos y culturales, sino que ellas mismas pueden tener un efecto retroactivo sobre los originales, iluminándolos también. Un análisis textual y metatextual de la importantísima versión española de History of Spanish Literature realizada por Gayangos y Vedia similar al que se ha ofrecido aquí de la obra de Ticknor vendría a refrendar esto. Pero esto habrá de ser objeto de otro estudio.
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De entre los colaboradores literarios con quien George Ticknor (1791-1871) correspondió a lo largo de su vida, el español Pascual de Gayangos y Arce (1809-1897) sobresalió por méritos propios, tanto por la asiduidad y alcance de su correspondencia como por la declarada afinidad con el historiador bostoniano, sellada en la traducción castellana de The History of Spanish Literature.1 Merece la pena, por lo
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Las mejores biografías sintéticas de Gayangos son la de Álvarez Millán (2008 y la de la misma autora para el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia ( [Consulta: 24/6/2021]). Para una biografía algo más detallada, véase Santiño (2018). Para el proyecto de G. Ticknor y su recepción, véase Jaksić (2007: 79-172). Parte de la correspondencia enviada por Ticknor a Gayangos y conservada en la Hispanic Society of America fue publicada por Clara Louisa Penney (Ticknor 1927). De la correspondencia de Gayangos a Ticknor solo se han conservado unos pocos ejemplares (Soto 2020).
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tanto, ofrecer algunas notas sobre las circunstancias que permitieron consolidar dicha relación y establecer un sólido canal de comunicación literaria internacional, que facilitó tanto la construcción de la monumental obra de Ticknor como su recepción. Para introducirlo, podemos trasladarnos a noviembre de 1869, cuando un anciano Ticknor, sintiendo cercano el inevitable final y recordando con gratitud tres décadas de correspondencia mutua de la que tanto había gozado, cortó voluntariamente la comunicación con Gayangos y le pidió que cesase todas las transacciones pendientes. La España que conociera y visitara medio siglo antes, expresó sentidamente, había dejado de existir y, si acaso volvía a renacer, no sería en la vida de un anciano de setenta y ocho años.2 Por entonces, Pascual de Gayangos también había, a su modo, dejado de lado España, como explicó a la hija de Ticknor, Anna, cuando esta le pidió su correspondencia mutua para la edición de los diarios de su padre. Jubilado como catedrático de árabe de la Universidad Central de Madrid, durante las tres décadas de vida que todavía le quedaban, aunque siguió visitando España con asiduidad, centró su quehacer literario en Londres, empleado en la publicación de los papeles diplomáticos entre España e Inglaterra en la primera mitad del siglo xvi (Gayangos 1871-1895) y en la catalogación de los manuscritos españoles del Museo Británico (Gayangos 1875-1893); un trabajo que, según su testimonio, habría iniciado precisamente hacia 1840, cuando comenzó a explorar los fondos del Museo a raíz de la colaboración con William H. Prescott y George Ticknor (Santiño 413). Durante esas décadas en Londres, también ejerció una suerte de prelacía honorífica entre un creciente número de literatos, desde aficionados a auténticos hispanistas académicos profesionales, que comenzaron su aprendizaje, por usar una cita coetánea “at the feet of Don Pascual de Gayangos, as all students of Spanish history have sat, since a time when the memory of man runneth not to the contrary” (Anónimo 1894). Un cada vez más anciano, pero todavía activo, Gayangos establecía, en los albores del siglo xx, una conexión con el
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17 de noviembre de 1869 (Ticknor 1927: 368-369).
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pasado de esa España que hacía tiempo se había ido para no volver, tal como bien había notado Ticknor, además de con otra forma de conocerla y estudiarla (Santiño 509-525). Uno de esos literatos y académicos que al iniciar su carrera se acercaron a Gayangos en busca de orientación y consejo fue el escocés James Fitzmaurice-Kelly (1858-1923), autor que publicó, el mismo año del Desastre del 98, el manual de historia de la literatura española que supuso la primera alternativa seria a la Historia de George Ticknor, tanto en inglés como en castellano (Ferri Coll 2017). Un año antes, Fitzmaurice-Kelly había ofrecido en las páginas de la influyente Revue Hispanique una breve reseña biográfica que conmemoró al recientemente fallecido Gayangos, tal vez, de entre las muchas que por entonces se escribieron, la que mejor supo captar las líneas en las que debían entenderse su influencia y contribución a la literatura histórica. El amplio listado de trabajos impersonales y objetivos —argumentó el escocés— vagamente reflejaban el verdadero carácter e importancia del erudito español, que se mostraría más bien en las innumerables obras que sugirió y orientó, en las que, generosa y desprendidamente, contribuyó con consejos y materiales, y en las incontables que revisó y corrigió de manera anónima y gratuita. Habida cuenta del medio y público al que se dirigía, Kelly resaltó de manera especial la colaboración con George Ticknor, evocando con cierto detalle las concretas circunstancias en las que comenzó su relación y apuntalando que “is no exaggeration to say that Ticknor’s History could scarcely have been written without Gayangos’ aid” (Fitzmaurice-Kelly 340). El propio Ticknor estaría en buena medida de acuerdo con dicha afirmación, pues llegó a declarar a Gayangos, agradecido, que no sabía cómo hubiese completado su History of Spanish Literature sin su asistencia (4 de enero de 1851; Ticknor 1927: 230). No obstante, casi tres décadas después, Clara L. Penney procuró matizar la afirmación de Fitzmaurice-Kelly en el prólogo a la edición de las cartas de Ticknor a Gayangos preservadas en la Hispanic Society of America, argumentando que la ayuda que el español prestó al bostoniano no fue tan decisiva, pues la contribución, más allá del préstamo y procura de materiales, se había limitado a las anotaciones de la edición española, que
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Ticknor incorporó en sucesivas ediciones a un trabajo original que podía considerar enteramente suyo (Ticknor 1927: xxvii-xxviii). Estas afirmaciones, en apariencia encontradas, han de entenderse en los distintos contextos en los que se produjeron, los objetivos disparejos que buscaban y la propia manera de entender los tiempos que relataban. La discordancia proviene más bien de poner la atención en el resultado de la colaboración, seccionándola en supuestos contenidos autorizados y emancipándola de la colaboración en sí misma. Y esta, que se extendió durante más de tres décadas, atravesó distintas etapas en diferentes contextos y situaciones vitales, resultando más diversa y transformadora para ambos de lo que la propia factura material de la History/Historia puede revelar.
1. Dos recorridos que confluyen Las circunstancias concretas del primer encuentro entre ambos literatos en Londres son conocidas gracias al diario de George Ticknor. Este se encontraba en la etapa final de su segundo gran viaje por Europa y quería promover, en la influyente Edinbugh Review, una reseña para The History of the Reign of Ferdinand and Isabella que había publicado recientemente su amigo William H. Prescott (Prescott 1838). Para ello se valió de la influencia del líder del partido whig, Henri Vasall Fox, tercer barón Holland, y del discernimiento de su secretario, el historiador John Allen, con quienes había entablado muy buenas relaciones dos décadas antes, en su primer periplo europeo. Fue Allen quien propuso a un joven arabista español que llevaba unos meses en Londres, Pascual de Gayangos. Unas semanas después, el 3 de junio de 1838, Ticknor y Gayangos pudieron conocerse formalmente en Holland House, en un encuentro que satisfizo las expectativas del estadounidense, tanto por los conocimientos históricos y literarios del español como por la buena disposición que mostró hacia la obra de Prescott (Ticknor 1876: vol. 2, 180-182). Sus peripecias vitales hasta ese momento podían presentar, viéndolas a muy grandes rasgos, algunas similitudes en cuanto a objetivos y trayectorias, aunque, desde luego, habían sido muy distintas, fundamentalmente por realizarse en contextos muy diferentes.
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El de George Ticknor había sido un camino más directo y, si se quiere, con menos obstáculos. Había realizado su primer viaje europeo entre 1815 y 1819, tras decidir abandonar la carrera legal y emprender una en las letras. Se desplazó para ello a Alemania, en donde, mientras estudiaba las últimas novedades en materia de crítica literaria y filológica, recibió la oferta para ocupar la recientemente fundada Cátedra Smith en Harvard y enseñar lengua y literatura francesa, italiana y española. Aceptada la propuesta, decidió prorrogar su viaje y visitar dichos países para perfeccionar el idioma, adquirir libros y materiales diversos y contactar con estudiosos. En Madrid, en donde residió unos meses en 1818, pudo sumergirse por primera vez en la antigua historia y literatura españolas gracias a la guía de uno de los más hábiles bibliógrafos y eruditos que había por entonces, el arabista José Antonio Conde. En comparación con la avanzada Europa que acababa de visitar, se llevó una impresión negativa de España y sus costumbres, que le sirvió para confirmar in situ los supuestos críticos del Volkgeist asimilados en su estancia universitaria, particularmente en las clases de Friedrich Bouterwerk en Gotinga: la íntima vinculación entre la historia y el carácter nacional español, manifestado en su literatura (Jaksić 2007: 87-92). De vuelta a Boston, impartió clases en Harvard, materializando sus reflexiones sobre el tema en un Syllabus en el que ya condensaba las notas interpretativas que distinguían las características propias y periodización de la literatura española y que sería el germen de su History of Spanish Literature (Hart Jr. 2002). No obstante, los sinsabores del puesto acabaron venciendo a las recompensas y, no necesitando en realidad el empleo, decidió dedicarse de lleno a la literatura. Para ello resolvió, en 1835, cruzar de nuevo el Atlántico y realizar una segunda gira europea para avanzar en sus investigaciones. No llegó a visitar España, dada la enorme inseguridad e inestabilidad creada por la primera guerra carlista, la misma situación que decidió a Pascual de Gayangos a establecerse en Londres. Aunque en el horizonte vital de Gayangos también apareció una temprana llamada literaria, su camino hasta alcanzarla tuvo lugar en un contexto mucho más inestable. Nació en Sevilla en plena guerra de Independencia y realizó sus estudios primarios en el Madrid del Trie-
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nio Liberal, aunque finalizó su formación en Francia. Fue en París, donde residió entre 1825 y 1828 entre emigrados y exiliados liberales españoles, en donde decidió su particular vocación literaria e histórica en el entorno de la Biblioteca Real (Aymes 144-147, 230), colección particularmente rica en materiales españoles que asombraron a Ticknor en su primer viaje (Jaksić 2007: 93). José Antonio Conde también aparece como una influencia decisiva, al menos la lectura de la Historia de la dominación de los árabes en España (1821), que, según el propio testimonio de Gayangos, fue el fundamento sobre el que empezó a construir su labor intelectual (Gayangos 1840-1843: x). Conoció la obra en París, entonces el centro en un contexto literario internacional de exaltación romántica orientalista respecto al pasado de España, apoyado por los postulados teóricos del Volkgeist, que resultó en multitud de obras literarias, desde relaciones anónimas de viajeros que arabizaban sin tapujos el pasado español y a sus gentes a sonadas e influyentes creaciones literarias de autores como Victor Hugo o Washington Irving (Ginger 2008). El propio Ticknor, que asumió dichos parámetros críticos en Alemania, estaría imbuido también de esa estética y valoró de manera distintiva la dominación árabe en la formación del carácter y literatura españolas, puntos que corroboró en el tiempo que pasó en Andalucía durante su viaje por España (Ticknor 2012: lxxxv-lxxxvi). No obstante, Gayangos recibió además dichas influencias desde una perspectiva metodológica y crítica, gracias a su presencia en la que también era la capital europea del orientalismo científico, asistiendo en L’Ecole des Langues Orientales Vivantes a las clases del barón Silvestre de Sacy (Espagne et al. 2016). Esta particular formación dio a sus inclinaciones una orientación académica y filológica que lo distinguió de partida y muy precozmente (vivió en París entre los quince y los diecinueve años de edad) de la mayoría de sus compatriotas, incluso de aquellos con mayor vocación literaria. Una vocación más bien cientificista que también atendió de partida a otros aspectos de la metodología histórica, como las técnicas anticuarias y la crítica documental y bibliográfica (Santiño 72-76). Tras una breve estancia en Londres, en la que contrajo matrimonio con la inglesa Fanny Revell, Gayangos regresó a España en 1829 y en
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los años siguientes comenzó a dar forma a sus proyectos literarios. Estos primeros pasos supusieron, de algún modo, un redescubrimiento de su país y, en la comparativa con su reciente experiencia en París, conformaría una visión sobre España que guiaría a partir de entonces su labor intelectual. Se pueden establecer ciertos paralelismos con los planteamientos de Ticknor, seguramente por haber surgido en un horizonte de similares referencias respecto a la historia española. Gayangos, como el historiador bostoniano, también entendía que el despotismo político y la intolerancia religiosa eran las causas que habían abocado a España desde los tiempos de gloria imperial a la triste situación en la que se veía en ese momento (Jaksić 2016). Pero, en su caso, nunca achacó la visible desolación y la percibida decadencia histórica a posibles vicios del carácter nacional. Para Ticknor, las lecciones del pasado español podían servir como un modelo a evitar en el presente de Estados Unidos, pero Gayangos asumió dichas coordenadas desde la identidad y el compromiso patriótico con la propia España, con el deseo sincero de mejorar la situación del país y, de alguna manera, ser partícipe de ello. Para esto, la investigación histórica lograba un doble objetivo: por una parte, el conocimiento del pasado permitía matizar tópicos y asunciones falsas, a la par que emplazar adecuadamente los motivos que condujeron los procesos históricos y llevaron a la presente situación. Por otra, era una solución en sí misma a los problemas del país, pues la investigación o, por usar una expresión más adecuada a la época, la promoción de las ciencias, las letras y las artes era la manera de atajar en la carrera del progreso y reintegrar España en la civilizada Europa. Un planteamiento que estuvo presente desde el primer artículo que Gayangos publicó en 1834, en el que realizó un recorrido histórico y documental por las bibliotecas españolas, resultado de las investigaciones que había emprendido esos años (Santiño 117-126). De ahí se deriva también otra nota característica de la actividad intelectual y literaria de Gayangos. Aunque su vocación se encaminó por el estudio del pasado árabe, no lo haría desde el confinamiento intelectual, sino desde la apertura a la historia y la literatura españolas en su conjunto, con lógico especial interés en los siglos xv a xvii. Es más, su dedicación orientalista no derivaría de la exaltación romántica, sino más bien de entender que la presencia árabe en suelo peninsular era
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“la piedra angular sobre la que estriba la [historia] de la Edad Media y la civilización europea”.3 Pero, en el contexto de la España de la regencia de María Cristina y la primera guerra carlista, su opción de emprender una carrera literaria arabista no resultó precisamente fácil, por lo que, valiéndose de las conexiones con el ámbito británico ganadas con su matrimonio, logró apoyo en Londres para el proyecto literario que acabó convirtiéndose en su gran aportación a la erudición arábiga: The History of the Mohammedan Dynasties in Spain (1840-1843), la traducción de una obra histórica arábiga del siglo xvii, resumida y reordenada con el objetivo de dar una visión de conjunto de la historia de Al-Ándalus, cuyo principal valor, o al menos así lo concibió Gayangos, estuvo en un inmenso aparato crítico en el que pretendió, apoyándose en todas las fuentes arábigas que fue capaz de consultar, respaldar documentalmente todos los aspectos posibles de la historia hispano-árabe. Así, entre 1834 y 1837, desarrolló como pudo sus investigaciones en Madrid, en el entorno de la Real Academia de la Historia (RAH), en donde ya había contactado con figuras como Diego Clemencín y, sobre todo, Martín Fernández de Navarrete, en El Escorial o en la Biblioteca Real (desde 1836 Nacional) (Santiño 89-116). Ante la complicación de la situación bélica, en el verano de 1837 decidió trasladarse a Londres. Lo hizo bien recomendado, con una carta del embajador británico en España dirigida a Lord Holland, en la que le presentaba como amigo muy versado en historia y literatura españolas, protegido de un viejo amigo común, Manuel José Quintana, que pasaba a Inglaterra con libros y manuscritos que había recuperado en “esos tumultuosos años”.4 Para poder entender dicha recomendación y emplazar adecuadamente los inicios de la colaboración entre Pascual de Gayangos y George Ticknor, hay que situar su formación e iniciativa en estos años
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Pascual de Gayangos a Martín Fernández de Navarrete, 25 de mayo de 1841 (Álvarez Millán 2003: 23-27). George Villiers a Lord Holland, 25 de septiembre de 1837, British Library, Add. Mss., 51.617/31.
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en España desde una perspectiva algo más amplia. El Madrid de la época era también un entorno literario bullente, en el que la salida a escena de la nueva generación romántica conllevó una particular forma de concebir e interpretar la literatura y el propio pasado españoles, con escritores consagrados y figuras emergentes que fueron agrupándose en torno a publicaciones o a iniciativas institucionales como el resurgido Ateneo de Madrid, en donde, antes de partir a Londres, entre 1836 y 1837, el propio Gayangos impartió unas clases de lengua y literatura arábigas (Garrorena Morales 1974). En esos años, el mundo de las relaciones intelectuales de Gayangos en España era sobre todo el de la crítica literaria e investigación bibliográfica, en un contexto, el de la desamortización de 1835, que, más que nunca, entremezcló el conocimiento de la literatura española con el destino de sus materiales (García López 2004). En un entorno en el que apenas había obras que tratasen la historia y literatura españolas,5 Gayangos se formó de manera más o menos autodidacta en el conocimiento del objeto concreto y las conversaciones con otros grandes críticos y coleccionistas, como Bartolomé José Gallardo, Agustín Durán, Luis Usoz y Río, Valentín Carderera o Serafín Estébanez Calderón (Sainz Rodríguez 1921). La relación con Estébanez Calderón (1799-1867) es fundamental para comprender los inicios de la colaboración con George Ticknor. La de Estébanez Calderón fue la amistad más cercana y, seguramente, influyente en la carrera española de Gayangos. Se conocieron en Madrid en 1832 y enseguida emprendieron diversos planes bibliográficos, académicos y literarios centrados en los estudios arábigos, pero que, en realidad, concernían al conjunto de la literatura española. Unos proyectos que no solo no se interrumpieron, sino que se ampliaron, cuando Gayangos pasó a Londres: Serafín remitía libros y manuscritos que consideraba prescindibles, fundamentalmente re-
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En esos años, Gayangos apenas citaría la traducción de la parte española de la Historia de Bouterwerk publicada en 1829, además de los Orígenes, progresos y estado actual de toda la literatura, de Juan Andrés (1784-1806), y de la Historia crítica de España y la cultura española, de Juan Francisco Masdeu (1783-1805).
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ligiosos, y Pascual los vendía o intercambiaba en Inglaterra a cambio de ejemplares de valor histórico o literario. Así, la correspondencia mutua entre 1837 y 1842 abunda en menciones a autores de toda época y condición, colecciones de comedias, ediciones de romanceros, listados de crónicas e historias o descubrimientos de raras ediciones de libros de caballerías que constituían una auténtica oportunidad por ser todavía poco estimados. Era el trabajo de campo sobre el que comenzaron a construir sus bibliotecas personales, pero también sobre el que soñaron proyectos literarios de más amplio calado. De modo que, a finales de 1839, Estébanez Calderón se sentía con la suficiente confianza como para plantear a su amigo, más como anhelo que como propuesta firme, que, “con nuestros conocimientos adquiridos y con las herramientas que ya tenemos y que podemos aún allegar, estamos en caso de poder nosotros dos escribir una Historia de la literatura española, la más consciencieuse y mejor rumiada que exista” (Cánovas del Castillo 1883: vol. 2, 353). En definitiva, aunque visto en perspectiva, el proceso formativo y de discernimiento vocacional de Gayangos fue una imagen especular del proceso seguido por Ticknor, que resultaron de alguna manera complementarios. Y es que la dificultad del conocimiento y acceso a las fuentes bibliográficas y documentales fue, en la época, y especialmente en lo referente a España, un condicionante a veces invencible para quienes, como Prescott y Ticknor, pretendían escribir la historia apoyados en un sólido aparato crítico. Esa dificultad fue la que obligó a Ticknor a formar su famosa biblioteca y a establecer una red de corresponsales y colaboradores en Europa, comandada por un antiguo cónsul estadounidense en España devenido en librero en Londres, Obadiah Rich. Gayangos se insertó en dicha red, en la que pronto adquirió un papel protagonista y, como se examinará en las siguientes páginas, su papel superó en muchos aspectos la mera procura de materiales.
2. Inquietudes compartidas (Londres-Boston, 1838-1842) Cuando se encontró con George Ticknor, a mediados de 1838, Pascual de Gayangos llevaba tan solo unos meses en Londres. Su activi-
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dad se centraba entonces en el examen de los numerosos manuscritos árabes que custodiaba el Museo Británico, en los tratos bibliográficos con Serafín Estébanez Calderón y en indagaciones acerca de destacados ejemplares del patrimonio bibliográfico español que aparecían en Londres y que comunicaba a sus antiguos compañeros de la Biblioteca Nacional y la RAH (Álvarez Millán 2003). Al mismo tiempo, necesitado de ingresos, buscaba extender su actividad en el mundo publicista de Londres. Su presencia en Holland House le permitió mostrarse en el mundo intelectual y establecer relaciones con literatos y editores, siendo la reseña a la obra de William H. Prescott, en realidad, uno de sus primeros grandes encargos. En concreto, tuvo una importancia decisiva en su actividad posterior, pues, a través de la Edinburgh Review, entró en contacto con su principal empleador editorial, la Society for the Difussion of Useful Knowledge, en cuyas revistas y enciclopedias escribió artículos divulgativos, tanto de temática oriental como de historia y literatura españolas.6 Además, la reseña puso a Gayangos en la órbita del hispanista Richard Ford, con quien pronto desarrolló una íntima relación personal y literaria (Hitchcock 2008). Resulta preciso señalar que a Gayangos la historia de los Reyes Católicos de Prescott le entusiasmó y, a partir de entonces, la citó y recomendó insistentemente. También procuró asegurar la correspondencia literaria con el autor. Fue Prescott quien inició el contacto, agradeciendo la cortés reseña e inquiriendo sobre unos documentos originales relativos a la época que poseía, según le había comentado Ticknor. Gayangos, que se encontraba ultimando su propia publicación, tardó algo en contestar, pero, cuando finalmente lo hizo, en diciembre de 1839, describió en detalle dichos materiales (que había adquirido en Zaragoza en 1835), así como otros que había hallado en sus investigaciones en Londres, ofreciéndose a procurar transcripciones de los que necesitase. Prescott aceptó y, ya en el prólogo de la tercera edición de su obra, fechado en marzo de 1841, pudo agradecer públicamente a Pascual de Gayangos la ayuda prestada, tanto en la
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Para una actualizada bibliografía Pascual de Gayangos, véase Santiño (2018: 575-587).
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procura de la documentación como en su difícil desciframiento y análisis, algo que, hay que resaltarlo, hizo personalmente, sin depender de copistas. La correspondencia con Ticknor fue paralela, pero, desde el principio, siguió una vía independiente. El origen no estuvo en la reseña de Prescott, sino en otro artículo de Gayangos que también apareció en 1839, “The Language and Literature of the Moriscoes”, su primer gran estudio de la literatura aljamiada. A diferencia de la reseña de Prescott, más circunstancial, este trabajo continuaba las investigaciones que había iniciado en España, a propósito del descubrimiento de una serie de manuscritos mientras trabajaba en la Biblioteca Real de Madrid. Así, se correspondía totalmente con sus aspiraciones literarias en ese momento, pues pretendía que fuese el primer paso de una más ambiciosa historia general de los moriscos desde la conquista de Granada hasta su expulsión, un proyecto que aparecería intermitentemente durante la siguiente década, pero que nunca llegó a materializar. Así se lo presentó, al menos, a John Allen, que fue quien lo remitió a George Ticknor en Boston. Este comprobó de inmediato que uno de los fragmentos de poesía aljamiada publicados en el artículo era el Poema de Yuçuf, una pieza que había intentado obtener infructuosamente desde hacía dos décadas después de que José Antonio Conde se la mostrase en Madrid. Inmediatamente, Ticknor se puso en contacto con Gayangos y este le remitió una copia con algunas notas de interpretación y análisis, además de noticias sobre otros poemas moriscos, que intrigaron a Ticknor (30 de noviembre de 1839; Ticknor 1927: 6). El intercambio de materiales, opiniones, correcciones y dudas ya no cesó durante las siguientes tres décadas. Aunque la correspondencia trató enseguida de diversos temas y épocas, en un primer momento se centró en la literatura aljamiada, sobre la que Ticknor mostró un activo interés que Gayangos correspondió con el envío de obras inéditas y observaciones que corregían la erudición precedente y que llegaron a acabar en las páginas de la History of Spanish Literature (Soto 2020). Esta positiva acogida por parte de Ticknor contrastaba con la indiferencia que sus actuaciones recibían en España. Desde luego, tuvo
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compatriotas con los que pudo compartir sus investigaciones, como Serafín Estébanez Calderón o Eugenio de Ochoa, entonces en París, en donde había descubierto un poema aljamiado desconocido mientras realizaba el catálogo de manuscritos españoles en la Biblioteca Real. Pero, en Madrid, Antonio Alcalá Galiano, uno de los pocos literatos que dominaba el inglés y el único que dio noticia de esos primeros trabajos de Gayangos en Londres, aclaró que, a pesar de los visibles méritos del artículo, la literatura aljamiada no dejaba de ser inferior a la cristiana y ajena a lo español, disculpando la “natural parcialidad” que Gayangos había mostrado por el “cuidado paternal” con los descubrimientos realizados (Alcalá Galiano 530). En definitiva, el interés y la aceptación que Ticknor mostró por la obra de Gayangos se realizó, precisamente, en los términos a los que este último aspiraba, y por eso no se puede entender el desarrollo posterior de la relación literaria entre ambos sin tener en cuenta estos primeros contactos, entre 1838 y 1841, en los que tantearon sus respectivas capacidades, opiniones y ambiciones. En este sentido, hay que considerar también las referencias indirectas, como la correspondencia paralela con Willam H. Prescott, la importancia de Holland House como el escenario en el que se inició la mediación (Álvarez Ramos y Heide 37-38) o la presencia durante esos años en Londres de diplomáticos y literatos estadounidenses que también colaboraban ocasionalmente con Prescott y Ticknor, figuras de la talla de Jared Sparks o Edward Everett (Glick 2008). Así, mientras de España recibía una manifiesta indiferencia de parte de la comunidad literaria y falta de perspectivas, en la colaboración con Ticknor y Prescott, Gayangos se vio enseguida partícipe de proyectos ambiciosos, sólidos y consecuentes con quienes, desde el principio, valoraron sus aportaciones. A pesar de todo, su vida en Londres dependía de su trabajo como escritor, inestable y no bien remunerado, por lo que, a partir de 1841, tras la publicación del primer volumen de su Mohammedan Dynasties of Spain, Gayangos empezó a planear su regreso a España. No obstante, sus gestiones para obtener una cátedra de árabe o un puesto equivalente no fructificaron y decidió tomar una vía indirecta, trasladándose a Túnez para ampliar, sobre el terreno, sus conocimientos arábigos y, posteriormente, si la situación en España cambiara en su
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favor, asentarse en Madrid. Este planteamiento y una serie de situaciones fortuitas reorientaron totalmente la correspondencia literaria transatlántica de Gayangos. En otoño de 1841, uno de sus editores suspendió pagos y le puso en ciertos apuros financieros, que se solventaron gracias a la rápida y muy discreta intervención de William H. Prescott. Con ello, al aprecio intelectual se le unió una sincera estima personal, y la obligación contraída llevó a Gayangos a aceptar oficialmente el encargo de coleccionar materiales relativos al reinado de Felipe II. Aún más, ante la relativa inseguridad que le ofrecía el viaje a África, cedió temporalmente a Prescott cuatro volúmenes de documentos originales del siglo xvi, que remitió a Boston (Santiño 211-213, 218). George Ticknor, que también examinó “con extraordinario interés” los autógrafos originales remitidos, intentó por su parte adquirir todos los libros de poesía y “literatura elegante” española anteriores a 1700 que Gayangos poseía.7 Este no quiso deshacerse de su biblioteca, pero las transacciones literarias y bibliográficas entre ambos aumentaron exponencialmente, pues acordó enviarle en préstamo los ejemplares que precisase, incluso parte de los que había dejado en España.8 En esta fase de su correspondencia, entre 1841 y 1842, junto a las habituales anotaciones que solían acompañar los envíos bibliográficos, Gayangos remitió ocasionalmente trabajos y reflexiones propias de mayor calado, como unas Observaciones curiosas sobre la historia de la literatura española; o el largo artículo “Spain” (Gayangos 1841), que escribió para una enciclopedia y que Ticknor leyó “con satisfacción”.9 Por lo tanto, después de la toma de contacto inicial, se produjo una fase de concordancia crítica y metodológica, también observable
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Ticknor y Prescott leían conjuntamente las cartas de Gayangos (29 de diciembre de 1841; Ticknor 1927: 24-25). En la carta de la cita anterior, Ticknor agradeció el envío de setenta libros, muchos de los cuales eran nuevos para él y, otros muchos, muy importantes (Ticknor 1927: 22). 30 de mayo de 1842 (Ticknor 1927: 51). En otros volúmenes de dicha enciclopedia, también escribió, por ejemplo, las entradas relativas a Quevedo, Cervantes y Lope de Vega.
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en la correspondencia coetánea con Prescott. El paso definitivo que focalizó la correspondencia en la elaboración de The History of Spanish Literature se dio hacia otoño de 1842, cuando, tras la mejora de la situación e influencia de Estébanez Calderón en Madrid, Gayangos cambió nuevamente de planes y decidió trasladarse directamente a España antes de pasar a África. Fue entonces cuando aceptó la remuneración de sus servicios para procurar libros y manuscritos, con lo que Ticknor sistematizó la comunicación y acrecentó las peticiones. Las demandas fueron más explicitas y, ahora sí, metódicas y orientadas a objetivos muy concretos con relación a su proyecto literario.10 La relativa inestabilidad del final de la regencia de Espartero hizo, de todos modos, que el traslado a España se retardase algo más de lo que Gayangos hubiera deseado, lo que le dio tiempo para culminar la publicación del segundo volumen de su Mohammedan Dynasties y a recopilar materiales para Prescott en Londres, Middle Hill, Bruselas, La Haya, Besançon y París. También procuró a Ticknor varias de sus detalladas peticiones, pero la plena consecución de su comisión no la inició hasta que se estableció en Madrid.
3. Corresponsalía en España (1843-1848) Al poco de pasar a España, en septiembre de 1843, Pascual de Gayangos fue nombrado catedrático de Lengua Árabe en la Universidad Central de Madrid, una posición acorde a las ambiciones y objetivos que había mostrado en los años anteriores. Se valdría de dicha posición, ante todo, para reclutar talento, atrayendo a sus clases a un grupo de estudiantes pequeño, pero especialmente competente, que lo reconocieron como maestro y que llevaron las riendas del arabismo científico español hasta bien entrado el siglo xx (López García 41-45). No obstante, su actividad propiamente erudita y literaria la conduciría desde otros espacios, como la RAH, su propia biblioteca particular
10 29 de octubre de 1842, carta en la que expuso sus principales demandas por entonces (Ticknor 1927: 63-67).
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u otras iniciativas institucionales y publicistas que promovió en años posteriores. Durante estos primeros años en España, hasta 1849 aproximadamente, su actividad estuvo enfocada a continuar los proyectos arabistas que había iniciado en Londres. Nunca se planteó traducir o reelaborar su magnus opus en forma de una Historia de las dinastías mahometanas de España, pero sí aprovechar los materiales que había reunido para tratar diversos aspectos de la presencia musulmana en España, particularmente su largamente proyectada historia de los moriscos. Pero, a excepción del discurso de ingreso en la Academia de la Historia y algún artículo y reseña menor, no publicó nada. Fueron, sin embargo, unos años en los que, tanto de manera oficial como privada, desarrolló una muy intensa y nada fácil labor erudita de localización, adquisición y ordenación documental en las principales bibliotecas y repositorios de Madrid y su entorno: El Escorial, Alcalá, Toledo y Simancas. También realizó investigaciones en Andalucía, particularmente en Córdoba, Sevilla y Cádiz, e, incluso, llegó a visitar Tánger, Tetuán y Larache a finales de 1848 (Vilar Rubio 1997). Fue en este contexto, en el que trabajó tanto personalmente como en diversas comisiones oficiales de la RAH, en el que realizó la adquisición de materiales para George Ticknor. En la correspondencia mutua en estos años puede seguirse el rastro de las obras que localizaba en librerías, en subastas o en posesión de particulares, de las rarezas depositadas en archivos y bibliotecas cuyo contenido copiaba o extractaba. Ticknor enviaba regularmente a Madrid catálogos actualizados de su biblioteca particular y de las adiciones que realizaba por medio de otros agentes (fundamentalmente Obadiah Rich), para que Gayangos pudiese realizar libremente las adquisiciones que considerase pertinentes, sin necesidad de consultarle. En definitiva, una actuación coordinada a ambos lados del Atlántico en la que Gayangos también informaba puntualmente de la vida literaria española: autores emergentes, descubrimientos recientes, novedades editoriales o proyectos que comenzaban a ponerse en marcha. El resultado de dicha actividad se concretó en cinco grandes remesas de materiales entre 1844 y 1848, además de varias correspondencias puntuales, incluyendo diversos envíos de Boston a España.
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Para mediados de 1848, Ticknor ya tenía el manuscrito copiado y estaba preparándolo para llevarlo a la imprenta. Fue, entonces, cuando Gayangos planteó a Ticknor el proyecto de traducir la Historia de la literatura española con la asistencia del diplomático y literato Enrique de Vedia.11 Aunque por entonces Gayangos todavía parecía centrado en sus antiguos planes arabistas, lo cierto es que la traducción y anotación de la History de Ticknor fue el primer gran proyecto que emprendió desde su regreso de Londres y, visto en perspectiva, influiría de manera decisiva en su trayectoria posterior. Entrarían en juego diversos factores. En primer lugar, hay que tener en cuenta la propia evolución de los estudios orientales, que, por su propia complejidad metodológica y en un entorno de creciente expansión colonial, estaban transitando rápidamente hacia una hiperespecialización académica que nunca estuvo en el horizonte vital de Gayangos. Además, dicho proceso se produjo en un contexto de cambio generacional que le afectó directamente, al ser su competencia metodológica duramente cuestionada por el arabista neerlandés Reinhart Dozy (Marín 2008). En segundo lugar, ha de resaltarse también que las investigaciones y adquisiciones que llevó a cabo en estos años no solo sirvieron para completar la biblioteca de George Ticknor o surtir de materiales a William H. Prescott, sino que también posibilitaron que el propio Gayangos acrecentase enormemente su biblioteca particular en cantidad, alcance y calidad, con la compra de ejemplares únicos que, a partir de entonces, empleó en trabajos propios o generosamente prestó a discípulos y literatos que lo requiriesen en sus investigaciones (Álvarez Millán 2009). En este sentido, existió una evidente correlación entre su actividad literaria y viajera con sus adquisiciones (Álvarez Ramos 2008). Del mismo modo que cimentó su biblioteca arábiga en atención a la elaboración de su Mohammedan Dynasties,
11 Comunicaría la decisión el 13 de junio de 1848 desde Pozuelo de Alarcón, en donde estuvo refugiado con su familia unos meses para escapar de la inestable situación de Madrid, según la contestación de Ticknor de 30 de julio (Ticknor 1927: 163-163).
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muchos de los ejemplares que adquirió en estos años podrían relacionarse con la traducción y adición de la Historia, en cuyas notas describió algunos de ellos, incluyendo piezas destacadísimas, como el manuscrito original del Cantar del mío Cid (Ticknor 1851-1856: vol. 1, 495-496). En atención a las anteriores cuestiones, hay que tener también en cuenta que el mundo de la historia de la literatura en general era, en España y el extranjero, más concurrido y prestigioso que el de la erudición arábiga. Al respecto, el desempeño en la traducción y anotación a Ticknor posibilitó que Gayangos adquiriese una plataforma sobre la que reposicionarse en el escenario socioliterario español. Así, aunque el panorama editorial en España era desolador, se habían puesto en marcha iniciativas que se revelarían exitosas, como la Biblioteca de Autores Españoles (BAE), de Buenaventura Carlos Aribau. Y, respecto a historias generales de la literatura, existía un vacío evidente, pues las únicas obras más o menos actualizadas eran la ya citada traducción de Friedrich Bouterwerk y una traducción y ampliación de la historia de las literaturas meridionales de Simonde de Sismondi completada en 1842 por José Amador de los Ríos (Sismondi 1841-1842). El terreno parecía propicio para el proyecto editorial de la traducción. Sin embargo, fue una empresa que tuvo que enfrentar serias dificultades asociadas a la escasez de público lector y consecuentes reparos de los editores. Por ello, la publicación se dilató en el tiempo y solo salió adelante por el empeño personal de Gayangos, que la llegó a costear personalmente. Es por este empeño por el que ha de entenderse también la traducción de la Historia de la literatura española en atención a los objetivos propios de Gayangos. En su concepción y planteamiento, su trabajo no se distinguió mucho del que había realizado con The History of the Mohammedan Dynasties in Spain: apoyarse en una obra que abarcase de manera global la literatura española en todo su recorrido histórico (anteriormente había sido el dominio musulmán de la Península Ibérica) e ilustrarla con detalladas anotaciones e ilustraciones realizadas a partir de sus pesquisas documentales, para que sirvieran en investigaciones posteriores. Es decir, que, además de agradarle sobremanera y
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considerarla “una obra maestra de erudición y buen gusto”,12 la historia de Ticknor entroncaba con las inquietudes y aspiraciones primarias que habían guiado su trayectoria, esto es, “transformar exitosamente la investigación literaria en un medio para estudiar el curso y sentido de la historia española, su presente y su futuro” (Jaksić 2007: 141).
4. The History of Spanish Literature/Historia de la literatura española (1849-1857) En diciembre de 1849 salieron a la venta en Londres y Boston los tres volúmenes de The History of the Spanish Literature, de George Ticknor. Los meses precedentes habían sido de un intenso contacto epistolar entre Boston y Madrid, en los que Gayangos remitió diversas noticias referidas a las polémicas en torno a la autenticidad del Centón epistolario y del Buscapié de Cervantes que el erudito gaditano Adolfo de Castro afirmaba haber descubierto, cuestiones que agitaban el mundillo literario de la España del momento y en los que Ticknor se implicó de inmediato, ofreciendo su opinión en sendos apéndices. Por su parte, Ticknor había ido remitiendo a Madrid diversas pruebas de imprenta con el objetivo de que Gayangos publicase la traducción con la mayor prontitud posible, aunque sin adelantarse a la propia edición londinense. El historiador bostoniano procuró que la iniciativa de su amigo tuviese cierto sello oficial y, para ello, realizó diversas gestiones, como evitar la publicación de otra traducción en Nueva York o poner en contacto a Gayangos con Julius y Wolf, responsables de la edición alemana. No obstante, la publicación se acabó dilatando en el tiempo más de lo que habían imaginado, e incluso estuvo muy cerca de interrumpirse: el primer tomo apareció en 1851 y el segundo al año siguiente, en 1852. Pero el tercero hubo de esperar tres años y no se puso a la venta hasta el verano de 1855. El cuarto y último, aunque lleva fecha
12 Pascual de Gayangos a William Hickling Prescott, 7 de febrero de 1850, Massachusetts Historical Society-Prescott Papers.
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de 1856 en la portada, no salió a la venta en realidad hasta la primavera de 1857 (Santiño 358). Este desfase temporal permitió que Ticknor enviase a Gayangos erratas, correcciones, anotaciones, reescrituras y adiciones. Así, conforme iban apareciendo los volúmenes, lo hacían como una edición revisada y ampliada del propio Ticknor, además de adicionados con las notas de Gayangos.13 La traducción presentó también algunas variaciones respecto al original, en las que se aprecia la relativa libertad que tuvo Gayangos. El caso más evidente es el apéndice H, en el que Ticknor transcribió diversas obras inéditas que le había proporcionado Gayangos (incluyendo el citado Poema de Yuçuf, una danza general de los muertos y un fragmento del Rabí Sem Tob de Carrión) y que este amplió en la traducción incluyendo dos obras aljamiadas más (el Discurso de la luz, del morisco aragonés Mohammad Rabadán, y un poema anónimo en alabanza de Mahoma).14 Por lo demás, las anotaciones de Gayangos, que ocuparon un total trescientas catorce páginas, aportaron un caudal inmenso de información bibliográfica y literaria totalmente nueva que, en algunos casos, completó y, en otros, matizó o corrigió las afirmaciones de Ticknor. Este las agradeció efusivamente, dentro de la contención característica de su carácter, lamentando únicamente que no fueran más extensas y expresando su intención de emplearlas en posteriores ediciones de su obra, aunque, eso sí, de manera resumida, por estar “calculated for the meridian of Spain and not for that of the United Sates” (22 de septiembre de 1851; Ticknor 1927: 245).
13 Las notas a la traducción española (Ticknor 1927: 391-523) muestran un proceso compositivo algo complejo, ya que no todas las que envió fueron incluidas en el volumen de los traductores, aunque sí que hubo modificaciones de cierto calado que fueron insertas en la edición castellana y sucesivas ediciones inglesas, como la práctica reescritura de la vida de fray Luis de León (cfr. Ticknor 1849: vol. 2, 40 y ss. y Ticknor 1851-1856: vol. 2, 160 y ss.; Ticknor 1927: 399 y ss.). 14 Ticknor vio con gusto las adiciones de poesía (28 de abril de 1858; Ticknor 1927: 281-282). Desde el principio había otorgado a Gayangos cierta autoridad sobre los contenidos de dicho apéndice (cfr. 12 de junio de 1849; Ticknor 1927: 179-182).
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Efectivamente, la adaptación de Gayangos no fue una mera traducción para presentar la obra al mundo hispanohablante, sino que se escribió desde el contexto literario español con cierto traslado de su propia agenda literaria. Así, una parte significativa de su producción literaria posterior, particularmente ediciones críticas de rarezas bibliográficas, derivó de sugerencias u observaciones realizadas por primera vez en las anotaciones a la Historia. Igualmente, ha de tenerse en cuenta la inserción de Gayangos en el panorama literario del momento para percibir adecuadamente la recepción y el impacto crítico de la obra en España. No hay duda de que la Historia de Ticknor tuvo una gran acogida en la propia España, como la primera gran historia que abarcaba el conjunto de la literatura nacional en extensión temporal y tratamiento de géneros, aportando al tiempo un inmenso caudal de información bibliográfica que le valió un aplauso unánime y le hizo perdurar como obra de referencia entre posteriores generaciones de historiadores. No obstante, algunos aspectos de la concepción de la obra sí recibieron sonados ataques (Jaksić 2007: 146-154). Destacaron en este sentido los de José Amador de los Ríos, cuya prevención respecto a la obra fue expresada en una furibunda reseña a modo de reacción patriótica y nacionalista contra el protestante Ticknor, a quien acusó, sobre todo, de no haber comprendido el valor del catolicismo como eje vertebrador de la civilización española.15 No obstante, esta recepción negativa no puede desvincularse de las luchas de poder académicas, competencia editorial y rencillas literarias en las que, por esos años, estaban enfrascados Amador de los Ríos y Pascual de Gayangos (Santiño 282-285). Amador de los Ríos era, desde 1848, catedrático de Literatura en la Universidad Central y llevaba
15 Amador de los Ríos (1851) centró la crítica sobre todo el “plan filosófico” que Ticknor había seguido, calificando el esfuerzo de mera recolección de obras y autores sin un criterio de ordenación convincente y que, en ningún caso, podía reflejar la trayectoria de algo que pudiera caracterizarse como literatura española. Incluso, en la parte de aporte bibliográfico, en la que más o menos salvó al autor, lo acusó de haber “mariposeado con las obras”, sin llegar nunca a conocerlas. A Prescott la reseña le pareció inadmisible, “salvaje y tártara”.
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unos cuantos años anunciando su gran proyecto de una historia de la literatura verdaderamente nacional sólidamente cimentada en la investigación bibliográfica y crítica, al tiempo que había publicado algunas obras no muy bien recibidas en el entorno de Gayangos. Así, no se puede obviar que la furibunda reseña que Amador dedicó al primer volumen de la Historia de Ticknor entroncaba con disputas ajenas a la propia obra, pues una parte sustancial de su contenido lo dedicó a defenderse, en un tono más moderado, de las objeciones que tanto Ticknor como, sobre todo, los traductores habían expresado en la misma a sus Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España (1848). Los años en los que Gayangos trabajó en la traducción de la obra de George Ticknor fueron claves en su reposicionamiento en el panorama socioacadémico español. Tras un periodo de relativa sequía literaria desde que se había establecido en España, la aparición del primer volumen de la Historia en 1851 marcó el inicio de una actividad verdaderamente prodigiosa. Durante el lustro siguiente, además de los cuatro volúmenes de la traducción, Gayangos se ocupó personalmente de la impresión de una docena de obras literarias y documentos inéditos en la RAH, ayudó a otros literatos con la edición de varias obras, algunas tan señaladas como el Cancionero de Baena (1851), colaboró de manera asidua en la Revista Española de Ambos Mundos (1853-1855), uno de los proyectos publicistas más interesantes de la época, y, sobre todo, recorrió, comisionado por la RAH, en sucesivas campañas entre 1850 y 1857, la práctica totalidad del territorio español en una serie de viajes literarios en los que recopiló y envió a Madrid documentos procedentes de los conventos desamortizados que conformaron el núcleo del futuro Archivo Histórico Nacional (Álvarez Ramos y Álvarez Millán 2007). Así, aunque Gayangos nunca llegó a ocupar una posición central del entramado cultural madrileño, estas actividades le sirvieron para delimitar un espacio de influencia propio en la organización del patrimonio documental. A resultas de ellas, tuvo una implicación directa en la formación de la Escuela Superior de Diplomática (1856) y del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos (1858), organismo desde cuya junta directiva tuvo una implicación directa en años posteriores en la organización y
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empleados de los de archivos, bibliotecas y museos de España (Peiró y Pasamar 54-56). Ese reposicionamiento también afectó a su papel de mediador cultural como referencia internacional sobre las cosas de España, un papel más relacionado con la colaboración con Ticknor, cuyo impacto personal se hace palpable si se atiende a las investigaciones sobre la historia literaria de España que, desde entonces, agradecieron su guía y orientación o, directamente, derivaron de cuestiones planteadas en el texto y anotaciones de la Historia, incluyendo su propia actividad editorial. Si en 1849 el horizonte inmediato de Gayangos todavía se basaba en sacar adelante los proyectos arábigos que había concebido en años anteriores, en 1857 había pasado el testigo de dicha labor a sus discípulos, a los que siempre asesoró y acompañó. Él, por su parte, había añadido al empleo en la cátedra el de Archivero General de la Casa Real y acababa de publicar en la BAE una edición de Libros de caballerías, el primero de los volúmenes que preparó para la colección derivado de sus investigaciones previas y las consiguientes anotaciones que había hecho en la Historia de la literatura española de George Ticknor (Santiño 356-359).
5. Una relación que perdura (Madrid-Boston, 1857-1871) La publicación del cuarto y último volumen de la traducción de su historia encontró a George Ticknor en lo que fue su tercer y último viaje por Europa, realizado entre 1856 y 1857. El motivo del desplazamiento fue la adquisición de bibliografía para la Biblioteca Pública de Boston, que había fundado y a cuya junta directiva pertenecía. Pero, como en sus anteriores excursiones, realizó adquisiciones para su propia colección y procuró visitar las principales bibliotecas y a los estudiosos de temas españoles. No obstante, en esta ocasión tampoco pasó a España, aunque, en cuanto puso un pie en Europa, escribió a Gayangos comunicándole su agenda, por si había alguna posibilidad de encontrarse en los siguientes quince meses. En 1856 fue imposible debido al último de los viajes documentales, pero en el verano de 1857 se presentó la ocasión en Londres, ciudad que Gayangos había
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empezado a visitar con cierta asiduidad y en donde por entonces residía su hija Emilia. Lamentablemente, tuvo que cancelar los planes apenas unos días antes de emprender el camino, debido a que la reina Isabel ordenó trasladar el archivo a otras estancias del Palacio Real (Santiño 340). En la correspondencia que Ticknor remitió a Gayangos en ese tiempo desde Londres, Roma o París, se observa, sin embargo, entre relaciones de las principales bibliotecas que había explorado, un elemento distintivo: alusiones a diversos estudiosos europeos de la literatura española con los que ambos habían tenido trato personal o literario en los años precedentes. Los dos formaban parte ya, por así decirlo, de una misma comunidad literaria. Y es que la traducción de Ticknor permitió a Gayangos compartir parte del prestigio internacional asociado a la exitosa obra original, a la que vinculó permanentemente su nombre (las traducciones alemana y francesa, por ejemplo, hicieron uso de las anotaciones a la edición española). Más aún, junto a la colaboración con Prescott y su renovada presencia en Londres, le permitió ya en esos años fijarse como referencia imprescindible en el hispanismo internacional, particularmente angloparlante.16 Tras el regreso de Ticknor a Boston en 1858, el contacto literario entre ambos prosiguió sin interrupciones. El cambio más visible sería un mayor número de referencias a literatura moderna: nuevas investigaciones, ediciones y colecciones documentales que aparecían en Europa y, particularmente, en España. Entre ellas, destacaron tres obras que en el plazo de pocos años Gayangos preparó para la BAE y que derivaron todas ellas de sus anotaciones en la Historia: la citada edición de Libros de caballerías (1857), la Gran conquista de ultramar (1858) y una colección de Escritores en prosa anteriores al siglo xv (1860).17
16 Así lo describía William Stirling-Maxwell en carta a A. Hayward (21 de noviembre de 1865): “He (Gayangos) has had some considerable share in furnishing materials for almost every good English book on any Spanish subject which has appeared during the last thirty years” (Carlisle vol. 2, 121). 17 No fueron, ni mucho menos, las únicas. La última obra que editó en Madrid, El pelegrino curioso o rarezas de España (1890), también remitía su origen a las anotaciones al Ticknor.
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Las dos primeras, junto a las anotaciones a la traducción castellana, fueron empleadas por Ticknor en la actualización de su obra en una tercera edición corregida y ampliada en la cual Gayangos aparecía ya, de largo, como el autor moderno más citado. Dicha edición incluyó un nuevo apéndice en el que, además de los Escritores en prosa de Gayangos y otras contribuciones de la literatura reciente, Ticknor examinó también los dos primeros volúmenes de la esperada Historia crítica de la literatura española de José Amador de los Ríos, temiendo que, dada su edad y el ambicioso plan con que la había proyectado, no iba a poder serle de provecho (Ticknor [1849] 1864: vol. 3, 456-462). En realidad, “el anti-Ticknor”, como solía referirlo Gayangos, interrumpió su publicación en 1865, cuando solo se había ocupado de la literatura en la Edad Media, lo que tuvo el efecto derivado de que el Ticknor quedó, durante el resto del siglo, como la mejor obra de conjunto de la historia de la literatura española también en castellano (Fernández Cifuentes 2004). Para entonces, además de los lógicos obstáculos de la edad, la actividad de Ticknor se había visto afectada a resultas de dos duros golpes emocionales: la muerte de su íntimo amigo William H. Prescott, de quien escribió una biografía para la cual Gayangos remitió su correspondencia personal con el historiador, y, sobre todo, la guerra civil americana (Jaksić 2007: 130-132). A pesar de todo, en sus últimos años de vida, Ticknor siguió trabajando en la corrección y actualización de su obra,18 mantuvo la comunicación con España y hasta el último momento continuó con sus peticiones de libros, pero, a partir del periodo revolucionario iniciado en 1868 y el asentamiento de Gayangos en Londres para trabajar en el Museo Británico, Ticknor pidió cesar totalmente la comunicación, tal y como se ha expuesto al principio. Moriría dos años después, en 1871.
18 En 1879 se publicó una cuarta edición americana en la que se recogieron las anotaciones que Ticknor realizó en su ejemplar de trabajo. En dicha edición, las nuevas menciones de Gayangos hacen referencia, sobre todo, a la citada Escritores en prosa anteriores al siglo xv.
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6. Epílogo La asistencia de Gayangos en la ordenación de la obra y legado del hispanista bostoniano no concluyó con la muerte de este. Ticknor dispuso que su biblioteca, sobre la que había construido su History of Spanish Literature, fuese entregada enteramente a la institución que fue su otra gran obra, la Biblioteca Pública de Boston. Gayangos revisó y corrigió el catálogo de la colección (Whitney 1879) y, cuando fue publicado, coincidió en Londres con uno de los miembros de la junta directiva, George B. Chase (Santiño 481-482). Además de asesorar a la Biblioteca en atención a una reciente adquisición, Gayangos acordó publicar una noticia del catálogo en Londres, que, por un pequeño desencuentro con el editor, tuvo que esperar todavía unos meses hasta que apareció en las páginas del Times (Gayangos 1880). En dicho artículo, Gayangos alabó sobremanera el catálogo de Whitney, que consideró uno de los mejores que se habían publicado hasta la fecha, y dedicó unas elogiosas palabras a la Biblioteca reunida por Ticknor. Para él, sin menoscabo del valor anticuario o bibliográfico, era la mejor compensada que existía en cuanto a valor histórico y tratamiento conjunto de la literatura española. También valoró la generosidad de Ticknor a la hora de prestar sus libros y emplearlos para profundizar en el estudio de la historia de la literatura española, con lo que había fomentado el conocimiento y la divulgación de sus contenidos. Ello le permitió pasar a una detallada reseña de la política y los contenidos de la propia Biblioteca Pública de Boston, a la que presentó como ejemplo de lo que debían ser los establecimientos dedicados a la conservación y propagación del saber. Es decir, no se trató de un artículo realizado desde el recuerdo de alguien que, cuarenta años atrás, había empezado a proporcionar materiales para The History of Spanish Literature, sino desde la continua actualización de alguien cuyos objetivos tal vez pudieran aparecer en un segundo plano, pero que los desarrolló con un tesón y una constancia admirables. En el primer artículo que publicó, en 1834, Gayangos había tratado ya de la necesidad de renovar y poner en uso las bibliotecas españolas para dar a conocer la multitud de tesoros de su historia y literatura que yacían inéditos y desconocidos, esperando
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con ello que avanzase en la carrera de la civilización y tomase el lugar que le correspondía entre las naciones de Europa (Gayangos 1834). Tras colaborar activamente con Ticknor en un proyecto que, por tomar las palabras de Prescott, mostró “cuán prolíficos han sido los españoles en todos los tipos de composición que han sido cultivados en la Europa civilizada, además de aquellos que les son exclusivamente propios” (Jaksić 2007: 124), Gayangos tuvo responsabilidad directa, como ya se ha comentado, en la organización del sistema de archivos, bibliotecas y museos españoles y, de hecho, en 1881, al año siguiente de publicar la reseña del catálogo de Whitney, llegó a ser, brevemente, su máximo responsable institucional desde el cargo de director general de Instrucción Pública (Santiño 483-485). En definitiva, la de George Ticknor y Pascual de Gayangos fue una relación intelectual y literaria en la que se complementaron a la perfección objetivos buscados y resultados obtenidos. The History of Spanish Literature no puede entenderse en su materialidad sin el trasiego transatlántico de cartas, copias, manuscritos, libros, catálogos, acotaciones, opiniones, informes, reseñas y borradores que ambos intercambiaron, pero tampoco sin el aprecio mutuo que se profesaron. El propio Ticknor declaró en una ocasión a Gayangos que nada le motivaba y ayudaba a la consecución de su proyecto como sus contribuciones.19 Y, desde luego, la actitud de Gayangos solo puede entenderse desde el sincero respeto y la admiración por el proyecto y su compromiso en que llegase a buen término. Desde la perspectiva de Ticknor, Gayangos pudo personificar a una España que lo aceptó y ayudó, abriéndole los secretos de los archivos y bibliotecas más recónditos; una España que lo acogió, elegantemente anotó, debatió y completó, sin dudar en celebrar sus aportaciones o defenderlo de las posibles críticas. Sin esa conexión directa con su objeto de estudio, su obra se habría planteado en muy distintos términos
19 24 de diciembre de 1844 (Ticknor 1927: 90). Aunque puede entenderse que Ticknor se refería simplemente a la procura de materiales, por la correspondencia con W. Prescott y otros sabemos que Gayangos solía ser muy directo a la hora de infundir ánimos y procurar que su amigo perseverase en su empeño.
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y, con toda seguridad, habría ofrecido muy distintos resultados. Por su parte, para Gayangos, Ticknor pudo representar, desde el primer momento, una élite intelectual internacional que lo admitía y tenía presente, que elogiaba sus contribuciones y permitía la consecución de sus proyectos literarios e institucionales, tanto personales como colectivos, referidos no solo a la España que había sido, sino también a la que podía llegar a ser. En definitiva, un hito decisivo en su propia trayectoria que le posibilitó convertirse en el más importante mediador cultural entre España y el mundo hispanista angloparlante en el siglo xix.
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George Ticknor y la invención de la historia de la literatura en América1 Bruce Edward Graver
“La historia literaria”, escribió en el siglo xix el historiador William Hickling Prescott, must come late in the intellectual development of a nation. It is the history of books, and there can be no history of books till books are written. It presupposes, moreover, a critical knowledge —an acquaintance with the principles of taste, which can come only from a wide study and comparison of models. It is, therefore, necessarily the product of an advanced state of civilization and mental culture. (Prescott 639)
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Deseo agradecer a Phillip Cronenwett, Special Collections Librarian de Dartmouth College, por el permiso para citar de los manuscritos en la colección Ticknor de Dartmouth. También deseo agradecer a Harley Holden, archivista de Harvard University, por el permiso para citar los manuscritos de las clases de Ticknor sobre las literaturas francesa y española. Finalmente, debo agradecer a Arturo Giráldez la traducción de este ensayo al español.
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Prescott aquí articula las dificultades y la importancia de lo que es quizás el gran logro de la investigación literaria del siglo xix: el escribir de un modo exhaustivo las historias de las literaturas de las naciones de Europa occidental, desde la emergencia de las distintas lenguas durante la Edad Media, pasando por el desarrollo de los Estados nacionales hasta el presente. La historia literaria, para Prescott, es la historia más difícil de escribir, porque “the books are the facts, and pretty substantial ones in many cases, which are not to be mastered at a glance, or on the report of another” (Prescott 639); de tal forma que el historiador literario debe investigar en bibliotecas, muchas con poco o ningún sistema de catalogación, debe leer exhaustivamente y debe aportar a estas lecturas “principles of taste”. A pesar de estas dificultades, las historias literarias son logros triunfales muy de desear porque permiten al lector, mantiene Prescott, un incomparable “record of […] civilization, both social and intellectual” (726). Las observaciones de Prescott aparecen en una recensión del primer trabajo americano de investigación literaria con resonancia internacional, History of Spanish Literature, de George Ticknor, publicada en tres volúmenes en 1849. Este había sido el trabajo de toda una vida, concebido en 1817 mientras el joven Ticknor estudiaba en la Universidad de Gotinga, desarrollado en conferencias escritas presentadas en Harvard desde 1820, revisadas en la década de 1840 después de una extensa gira europea, y finalmente concluido a los sesenta años. En su época, George Ticknor fue uno de nuestros tesoros nacionales. Uno de los primeros profesores de literatura moderna en Estados Unidos y el primero que se había formado en universidades europeas; introdujo a sus estudiantes y lectores al rigor de los métodos de investigación alemanes y ofreció los primeros cursos universitarios en este lado del Atlántico sobre Cervantes, Dante, Montaigne, Madame de Staël y Lope de Vega. Todos los escritores de alguna importancia en Europa occidental conocían personalmente a Ticknor, lo mismo que los principales personajes políticos (desde Thomas Jefferson, que quería hacerlo presidente de la recién fundada Universidad de Virginia, Klemens von Metternich, que le concedió una entrevista privada, hasta la reina Victoria, a quien regaló Ferdinand and Isabella, de Prescott, y que, según parece, estaba encantada con los tres volúmenes
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de su History). Las amistades de Ticknor en la comunidad científica eran igualmente impresionantes: J. F. Blumenbach, Charles Lyell, Louis Agassiz, Charles Babbage y ambos von Humboldt se contaban entre sus amigos y corresponsales. Ticknor tenía la mejor biblioteca privada en los Estados Unidos; sin ninguna ayuda reunió la colección de literatura moderna en Harvard y después fundó y fue el principal agente de adquisiciones para la Biblioteca Pública de Boston. De hecho, si esta presume de ser la primera biblioteca pública de préstamo, lo puede hacer porque George Ticknor insistió, enfrentándose a una considerable oposición, en el préstamo libre a todos los usuarios.2 Como indica mi título, el interés de mi ensayo es dar cuenta del logro de Ticknor como nuestro primer historiador literario. Pero, para hacer esto, es necesario hablar en términos generales acerca de los orígenes de la idea de historia literaria y sus relaciones con el crecimiento de la investigación histórica a finales del siglo xviii. Algunas observaciones se pueden hacer al comienzo: primero, escribir la historia literaria de una nación moderna presupone la existencia de instituciones educativas —colleges y universidades— que incorporen la literatura y las lenguas modernas en su plan de estudios. De tal forma que los ingleses, que mantuvieron un currículum clásico hasta bien entrado el siglo xix, no escribieron una historia de la literatura de ningún mérito, ni incluso de ellos mismos, hasta bien entrada la era victoriana. Segundo, los primeros investigadores de historia literaria dependían en gran medida de los esfuerzos de todos los europeos para recobrar y preservar el pasado cultural, especialmente el medieval, que comenzó con anticuarios y coleccionistas en el siglo xvii y que floreció a finales del siglo xviii y comienzos del xix, cuando los manuscritos de colecciones privadas se donaron a instituciones públicas, tales como el Museo Británico, y posteriormente se editaron y publicaron. Estos esfuerzos se constituyeron como puntos de partida para sus historias, que eran esencialmente nuevas para casi todos; gran parte del interés generado por las tempranas historias literarias reside en los territorios
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La mejor relación de la vida y trabajos de Ticknor es Tyack (1967). Una más breve es Graver (2012).
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inexplorados del pasado distante que sus autores reclamaron. Y, tercero, los esfuerzos para escribir historias literarias participaban, de un modo u otro, en la formación de un canon literario. Estas historias generalmente comenzaban como conferencias académicas para estudiantes que tenían un acceso limitado a las obras que se discutían. De tal forma, los historiadores más inclusivos tenían que seleccionar en qué obras hacer hincapié, emitir un juicio sobre las consideradas menos importantes y hacer omisiones importantes. Sus principios de selección deberían proporcionarnos una importante guía, cuando de nuevo luchamos sus batallas literarias en diferentes circunstancias históricas.
I Los esfuerzos tempranos para escribir historias literarias se deben al crecimiento, a finales del siglo xviii, de la crítica histórica. Esta crítica comenzó como reacción contra el formalismo radical de la crítica neoclásica francesa y de la crítica tipológica, que había sido central a la exégesis bíblica desde tiempos antiguos. Los primeros textos considerados fueron la Biblia y los poemas homéricos, que se trataron no como resultado de la inspiración divina, sino como una colección de documentos históricos que reflejaban específicas circunstancias sociales. Estos textos, se mantenía, solamente se podían comprender rectamente estableciendo de manera clara el contexto social en el cual fueron escritos y determinando qué partes de los mismos texto eran anteriores a los añadidos posteriores, para terminar describiendo la predisposición de aquellos responsables de componer o preservar los textos conservados (Foerster 13-28). Así, Thomas Blackwell, el investigador de Homero, cuyo Enquiry into the Life and Writings of Homer (1735) mantenía que, para entender los poemas homéricos, había que comprender first, The State of the Country where [Homer was] born and bred in which I include the common Manners of the Inhabitants, their Constitution civil and religious, with its Causes and Consequences […]. Next,
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the Manners of the Times, or the prevalent Humours and Professions in vogue […]. [ And finally] Private Education; and after that, the particular way of Life [he chose]. (Blackwell 11-12)
Escribiendo treinta años más tarde, Robert Wood añadió que Homer’s great merit seems to be that of having transmitted to us a faithful transcript, or (what is, perhaps, more useful) a correct abstract of human nature, impartially exhibited under the circumstances, which belonged to his period of society, as far as his experience and observation went. (Wood xiii)
En otras palabras, debemos contextualizar históricamente los poemas homéricos en la medida de lo posible; la función de los investigadores es bosquejar y completar el espacio en que esos poemas tuvieron lugar. La llegada de la crítica histórica hizo posible que los investigadores concibieran que la literatura misma poseía una historia propia, análoga y complejamente relacionada con la historia política. Podemos ver las semillas de esta visión en el trabajo de Blackwell y en el de Wood; ambos sugieren que los poemas homéricos no describen la cultura griega en un momento histórico particular, sino que ayudaron a darle forma y definirla para las generaciones siguientes. De un modo semejante, los críticos bíblicos comprendieron que la escritura hebrea no solo recogía la historia del pueblo judío, sino que también ejerció una poderosa influencia en su misma cultura. En resumen, la relación entre literatura e historia es siempre recíproca: los textos literarios están condicionados por las circunstancias históricas, que, a su vez, contribuyen a producir nuevos textos literarios, y así sucesivamente. Dar cuenta de este proceso ofrecería a los lectores una visión exhaustiva de la historia cultural, de un tipo nunca escrito hasta el momento. No es sorprendente que fuera un investigador alemán, Johann Eichhorn, quien concibiera los primeros planes para escribir semejante historia, una historia general de la cultura europea. Eichhorn era el investigador bíblico más prominente de su época; enseñaba en Gotinga, que en ese momento era la universidad más importante de
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Europa y centro del historicismo crítico, y donde había existido desde la fundación de la institución en 1737 un departamento de literatura moderna y de estética. El plan de Eichhorn era ofrecer un curso de conferencias que trazara esta historia, en donde se integraba la historia de la literatura, de la filosofía y de la teología con la historia política. Dicho proyecto fracasó por las obvias razones de que era demasiado ambicioso y, después de la aparición del segundo volumen en 1799, no se publicó más (Eichhorn v-vi). El colega de Eichhorn en Gotinga, Friedrich Bouterwek, concibió un mejor plan que tuvo mucho más éxito. Bouterwek se limitó a una historia de las belles lettres europeas desde la Edad Media hasta el presente. En lugar de tratar de escribir a la vez sobre todas las literaturas nacionales y sus complejas interrelaciones, las separó por lengua y nación, escribiendo historias individuales de España, Gran Bretaña o Francia, y así sucesivamente. Este proyecto se publicó lentamente entre 1801 y 1819 y, cuando se completó Die Geschichte der Poesie und Beredsamkeit, consistía en doce volúmenes en octavo y en unas tres mil o cuatro mil páginas: sin duda era la historia más masiva de este tipo nunca escrita. La separación de las varias literaturas de Bouterwek era más que una conveniencia: era algo central a su método histórico. Para él, las diferencias históricas, geográficas y lingüísticas entre las varias naciones europeas habían dado lugar a una peculiar identidad nacional, a la cual llamó carácter nacional. La literatura es una expresión del carácter nacional al que, a su vez, ayuda a formar. Las mayores obras literarias son aquellas que son más características, esto es, las que encarnan lo que Bouterwek creía que era el carácter nacional. En este punto, es instructivo leer sus comentarios al Amadís de Gaula. Según él, la representación de “Rittersthum” en el Amadís no era española, sino de origen francés. De tal modo que, por más popular que hubiera sido, el poema va contra el carácter nacional español y su influencia posterior se debería considerar como una corrupción de la genuina tradición literaria española (Bouterwek 48-51). Bouterwek lleva esta idea un paso más allá en su discusión de Cervantes: cuando este parodia el Amadís y los libros de caballerías, está restaurando a la literatura española su carácter nacional genuino. La grandeza del Quijote reside no solo en sus cualidades estilísticas o en el ingenio de su argumento, sino
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que respira el verdadero espíritu del pueblo español, en su realismo, franqueza, piedad y desconfianza del poder aristocrático (335-342).
II George Ticknor, junto con Edward Everett, Joseph Cogswell y George Bancroft, estuvo entre el primer grupo de americanos que prosiguieron su educación en universidades alemanas, asentándose en Gotinga porque, como Ticknor anotó en sus diarios, era la “universidad más floreciente” en el mundo.3 Allí, Ticknor completó un curso de conferencias con Eichhorn y Bouterwek: con el primero, en los Evangelios sinópticos y, con el segundo, en estética e historia literaria. Los apuntes de esas conferencias están cuidadosamente preservados en cuadernos encuadernados en cuero y, en cuanto estuvieron disponibles, compró, leyó y anotó sus obras de investigación.4 En 1817, cuando estaba terminando su curso en Gotinga, en Harvard le ofrecieron la recién constituida Cátedra Abiel Smith de lenguas modernas y belles lettres, cuyas tareas incluían dar un curso de conferencias sobre la historia de la literatura francesa y otro, algo más breve, de la literatura española. Usando la terminología y los métodos de sus profesores alemanes, Ticknor comenzó a formular los principios con los cuales construiría sus historias literarias, anotando sus pensamientos en un pequeño libro de notas encuadernado en cuero, titulado posteriormente Varia. Estas notas son una cosa maravillosa; en ellas, observamos un enérgico 3
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Esta observación de Ticknor se encuentra en un ensayo acerca del sistema alemán universitario escrito en 1816, cuando se marchó de Gotinga. Biblioteca del Dartmouth College, George Ticknor Papers, MS-893, “Volume II 1816-09 – 1816-10”, Folder 2, Box 2, 1-56. Las notas de clase de Ticknor sobre las conferencias de Eichhorn están guardadas en la Houghton Library, de la Universidad de Harvard, MS Am 2275. Sus notas sobre las conferencias de Bouterwek referentes a las belles lettres están guardadas en el Dartmouth College, George Ticknor Papers, “History of Belles Lettres 1816”, Folder 1, Box 5, MS-983. Sus ejemplares de las historias de Eichhorn y Bouterwek con ligeras anotaciones se encuentran en la Ticknor Collection del Dartmouth College.
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y ambicioso joven americano comenzando a forjar un camino para incorporar los logros académicos de sus maestros europeos y explorar los medios por los cuales sobrepasarlos y mejorarlos. No se puede exagerar cuán extraordinarias eran estas circunstancias: Ticknor era el nieto de un granjero de New Hampshire, de una nación —como Ticknor fue el primero en admitir— sin escritores notables ni investigadores, sin incluso una universidad respetable. Y, sin embargo, creía en su capacidad y, en última instancia, cumplió su ambición. En el cuaderno Varia Ticknor elabora las características que una historia de las belles lettres debe tener. Sobre todo, ha de ser filosófica, que para Ticknor significaba hacer divisiones históricas (nosotros los llamaríamos períodos) y divisiones étnicas, según él, “the largest and most important division of all” (16). El problema era que no había encontrado un sistema coherente para discutir la categoría de etnia. De tal modo que comenzó a esbozar el suyo. En dos naciones, Alemania e Inglaterra, “reflexion predominates over sensuality and feeling” (27, 29); en tres naciones —España, Italia y Portugal—, ocurre lo opuesto, y, en Francia, “there is little deep feeling —& little thorough reflexion […]— superficialness & frivolity & vanity are the strong national characteristicks” (31, 33). Esto resulta muy rudimentario, por supuesto, y probablemente así le parecía incluso al propio Ticknor, que no había pasado, en esta época de su vida, apenas tiempo en la mayor parte de las naciones mencionadas. Pero, sin embargo, estaba convencido de que enumerar y comprender las diferencias étnicas era la clave para entender su historia literaria. These characteristics of the six great nations of Mod. Europe have never as far as I know been traced out with distinctness in any way, & least of all in their influences on the Literature. Yet, if I am not mistaken, most of the characteristicks which go to form the distinctive traits of each of these nations in their literature is to be traced. 1. To the spirit of chivalry & Xtianity working on the remains of Classical antiquity in 14th & 15th cent. 2. To the gradual formation of a new character in the systems of Government & the establishment of artificial politicks, which may be considered as finally fixed in the 16th century, temp Chs. V. Fr. I. & Hen.
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VIII. —& the influence of the courts growing out of this system, wh. has been most apparent in France since Louis XIV. 3. To the peculiar character of each of these nations as above set forth, wh. has been found in each from the different local operation of these causes —joined to the different effects of commerce in all— & Catholicism & Protest in some. (35)
Eran estas complejas relaciones entre religión, comercio, política y logros literarios las que Ticknor trataría de articular durante toda su vida de investigador. En 1819, Ticknor volvió de Europa para hacerse cargo de sus tareas en Harvard. Además de sus estudios en Gotinga, había pasado extensas temporadas en Francia, Italia, Portugal y España, contratando a profesores particulares para perfeccionar el conocimiento de los idiomas, siguiendo cursos de lecturas en cada una de las literaturas nacionales bajo la dirección de investigadores prominentes y explorando bibliotecas y museos a la búsqueda de obras perdidas, descuidadas o escasas. Compró cientos de ellas, muchas para su colección particular, otras para John Adams y Thomas Jefferson y muchas más para la biblioteca de Harvard. Su primera tarea fue escribir sus clases de historia literaria —Francia, primero; después, España— y, cuando las dio, a los jóvenes que las oyeron en clase —Ralph Waldo Emerson entre ellos— les pareció que había comenzado una nueva era de las letras americanas. Los problemas a los que Ticknor tenía que enfrentarse como profesor son hoy casi inconcebibles para nosotros. Volvía de la tutela de los mejores investigadores en Europa, de sus centros de enseñanza más prestigiosos y de sus más completas bibliotecas a una universidad que, como había escrito hacía pocos años, no era ni siquiera una adecuada escuela secundaria. Todos los estudiantes seguían el mismo plan de estudios y la enseñanza consistía en gran parte en la memorización y recitación en clase de rudimentarios libros de texto. Después de gozar de los tesoros de la biblioteca de Gotinga, la biblioteca de Harvard era poco más que una alacena para escobas, y los estudiantes estaban más interesados en sus escapadas a las tabernas y los burdeles de Boston que en sus estudios. Además de todo ello, estaba en conflicto constan-
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te con la administración, particularmente con John Kirkland, rector de la universidad, que cambiaba continuamente el horario y lugar de las clases, que le había prohibido poner exámenes obligatorios y que finalmente hizo que el tomar apuntes fuera opcional (Tyack 85-128). ¿Qué podía hacer un ambicioso joven investigador, con su germánica metodología historicista, en un lugar como este? O, más concreto, ¿cómo podría Ticknor organizar sus asignaturas para hacerlas atractivas, incluso vitales, a estudiantes y administradores como estos? La solución de Ticknor fue basar sus clases de francés y español en una serie de ejemplos culturales dirigidos a ilustrar a una nación a la que esencialmente le faltaba una cultura intelectual, saber qué adoptar y qué evitar en la construcción de su propia tradición literaria. En todas las naciones de Europa “which have attained a classical authenticity,” escribió Ticknor casi al comienzo de sus clases de francés, “literature […] has gone forth from the rich and abundant soil of the great mass of the People, [and thus] […] bears in bold relief the free and original features of the national character, as it was found in the earlier ages of the national history and in all the shades and divisions of popular feeling” (HUG 1835, Box 1, vol. 1, 2-3). Esto es el carácter nacional determinado por sus raíces en la cultura popular, en das Volk, más que en la aristocracia. La lección para una nueva nación que había desechado la aristocracia está clara: si nos prestamos atención, encontraremos una expresión literaria inigualable. Emerson hará más explícita esta lección dos décadas más tarde en su ensayo “The Poet”. Pero la literatura francesa, de acuerdo con Ticknor, es una excepción a esta regla. En Francia, por lo menos desde el siglo xiv y probablemente desde antes, el poder de la corte ha sido tan dominante que el “popular feeling” (HUG 1835, Box 1, vol. 1, 13v), como tal, nunca ha encontrado una auténtica expresión literaria. Así, la literatura francesa refleja el carácter de la corte: ligero, ingenioso y preciso, con una extraordinaria atención a los detalles formales. Hay excepciones importantes: Montaigne, por ejemplo, emerge como el autor favorito de Ticknor, cuyo “book comes to us […] like a confidential revelation of his own character, his own reflections —and impressions;— and when we have done it, we find he has talked to us much more like a man than like an author and that we have a much more distinct
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impression of Montaigne himself than we have of his book” (HUG 1835, Box 1, vol. 2, 51r). Pero es la precisión formal de Corneille la que ha dado a la literatura francesa su “classical authenticity”. “No name in French Literature,” escribió, “stands out in such bold relief from the age to which it belongs, as Corneille’s does” (HUG 1835, Box 1, vol. 3, 51r). Era una época, when under the influence of a system of rigorous criticism claiming to be founded on the models of antiquity & despising all modern literature and under the influence of the court and the higher classes, acting chiefly on the personal vanity of the Authors the classical literature of France was produced. (HUG 1835, Box 1, Vol. 3, 5r)
El problema es que este sistema riguroso, impuesto por los árbitros cortesanos del gusto, produjo resultados perversos, como elocuentemente mantiene Ticknor, comparando el drama francés con el griego: How can it be said that a theatre which borrows all its subjects from remote & foreign sources —resembles one which took its elements from its national history & character— which was built on the religion of the country —and which represented the virtues & sufferings and achievement of the ancestors—, as it were, of the very audience that was listening to them? How can it be said, that a theatre whose form is accidental because it grew directly out of the circumstances and times by which it was produced, resembles one which has sought out with perverse ingenuity and unfortunate success all means to form itself on a remote model? But above all how can it be said, that a Theatre of conventions and proprieties, where, as Voltaire says, Corneille himself was never able to draw a tear and where night after night the remorse & passion of Phædra and the touching self-devotion of Iphigenia are witnessed with feelings hardly different from those with which we read them in Herodotus & Plutarch, resemble a Theatre where on one occasion, the audience was so overwhelmed with the terrors of the scene, that the women were seized [with] the pangs of childbirth, and that, on another, Phrynicus was fined for having produced a Tragedy, which so extravagantly moved the tenderness of the people, that he was punished for the suffering he had inflicted? (HUG 1835, Box 1, vol. 3, 46r)
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La lección para los escritores americanos, insiste, está clara: extrae los materiales de ti mismo, de nuestro pasado nacional, y evita la imitación servil de antiguos modelos europeos. Las lecciones de Francia, sin embargo, no eran todas negativas. Como Ticknor afirma muchas veces, su literatura es la literatura de una elegant society, y América necesitaba su propia versión de la elegancia —su propia versión del salón parisino—. Es en parte por esta razón por la que Ticknor hace particular énfasis en Madame de Staël, que para él es la encarnación de la tradición literaria francesa y a la cual dedica cien páginas de sus clases manuscritas —con mucho, la mayor cantidad de espacio concedido a un único autor—. De Staël no es de ninguna manera una escritora perfecta: en la relación de sus obras, indica cuidadosamente sus defectos y limitaciones. Pero el tipo de cultura que representa —liberal, internacional y altamente cultivada— y la variedad de intelectuales que frecuentaban su salón por las noches —los Schlegel, Alexander von Humboldt, Chateaubriand, Lafayette, Sismondi, Constant, junto con ella misma y sus hijos— eran para Ticknor un ideal (HUG 1835, Box 1, vol. 5, 1-102). Gracias a una carta de presentación del químico inglés Sir Humphry Davy, Ticknor había sido admitido a este círculo, y en 1818 habló con la misma Staël tendida en su lecho de muerte; según parece, ella le miró a la cara y le dijo: “Vous êtes l’avant garde du genre humain, vous êtes l’avenir du monde” (Ticknor 1876: vol. 1, 133) Y Ticknor hizo lo que pudo para cumplir su profecía: cuando volvió a Boston, estableció la versión americana del salón de Staël en la biblioteca y sala de su magnífica casa del 9 de Park Street, enfrente de la cúpula del capitolio de Beacon Hill. Uno podría encontrar en un momento dado allí a Dickens o Thackeray, Charles Lyell o Sir Edmund Head, o incluso Harriet Martineau cuando comenzaban sus tours americanos. Prescott era un visitante diario, y también lo eran Charles Sumner y Daniel Webster, cuando la política no los llamaba a otro sitio. El ministro unitario William Ellery Channing venía, cuando su salud lo permitía, y también Longfellow, que sucedió a Ticknor en la Cátedra Abiel Smith en 1835. Alrededor de 1830, Ticknor prestó sus notas a otro miembro de su círculo, Lydia Maria Child, que las usó para escribir la primera biografía americana de Madame de Staël, dedicada apropiadamente al profesor Ticknor.
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La historia de la literatura española tenía diferentes lecciones que enseñar. Ticknor dividió sus clases en dos secciones principales: the first confined to the genuinely Spanish poetry and prose which was produced by the [very soil, and del] peculiar situation, manners & feelings of the country; —and the second confined to those who resorted to the masters of a higher refinement than could be found in their own land and who, therefore, now seem in some degree separated from its true spirit and genius. (HUG 1835, Box 2, vol. 1, 3)
Otra vez, insiste en la importancia de las tradiciones nacionales frente a las influencias extranjeras, citando especialmente la de la novela francesa, el soneto italiano y el formalismo neoaristotélico como corrupciones de la auténtica voz española. Esta voz, escribe, se formó durante los setecientos largos años de conflicto étnico y religioso entre los musulmanes ibéricos y los cristianos y se distingue por un tipo de realismo a ras de tierra, una feroz piedad y un respeto genuino por el valor marcial. La expresión central de esta voz se puede encontrar en el poema español más temprano, el famoso Poema del mío Cid (HUG 1835, Box 2, vol. 1, 4). El Poema del mío Cid es uno de los descubrimientos más significativos del siglo xviii. Sobrevive en un único manuscrito de unas tres mil setecientas, copiado en 1305 por “Per Abbat”, pero compuesto tempranamente alrededor de 1150. Este manuscrito yació olvidado y sin publicar en una biblioteca de Vivar hasta 1779, cuando Tomás Sánchez lo editó y anotó enteramente como el primer volumen de su Colección de poesías castellanas anteriores al siglo xv. Sánchez dio al pueblo español un nuevo poema épico sobre el mayor héroe nacional, escrito en su lenguaje y probadamente anterior a los romances populares y crónicas en prosa sobre sus conocidas hazañas.5 Para los europeos, Sánchez había resucitado un poema épico vernáculo de la más alta calidad literaria y, lo que es más, basado claramente en un manus-
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Para saber más sobre el descubrimiento y la publicación del poema, véase Ticknor (1849: vol. 1: 12-13, n. 2).
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crito que existía, por ello no propenso a las acusaciones de fraude que tanto habían desacreditado al Ossián de Macpherson. A diferencia del Fingal (1761), era un hallazgo verdadero. En 1808, Robert Southey proclamó “decidedly and beyond all comparison the finest […] poem in the Spanish language” (Southey ix). Ticknor es aún más extravagante: “During the thousand years which elapsed from the time of the decay of Greek and Roman culture, down to the appearance of the ‘Divina Commedia’”, declaró, “no poetry was produced so original in its tone, or so full of natural feeling, picturesqueness, and energy” as the Poem of the Cid (HUG 1835, Box 2, vol. 1, 18). La grandeza del Poema del mío Cid, para Ticknor, se debe a su fidelidad al carácter nacional español. “In the midst of this . . . desolating contest [between Christians and Muslims]”, escribió Ticknor en sus notas, the elements of the Spanish language, Poetry and character, as they have substantially existed ever since, were first developed. […] It was under these adverse circumstances and at this trying moment, that the Spanish Spirit and character first began to develop itself in the forms it has worn ever since and that the genuine national poetry of the country, breathing the very feelings of the age in which it was produced, breaks upon us like the untaught melody, that is still so often heard in its rude and solitary mountains, and along the banks of its magnificent rivers. (HUG 1835, Box 2, vol. 1, 7)
Esta “untaught melody”, por supuesto, es el Poema del mío Cid, un trabajo cuyo whole tone […] is in sympathy with the contest between the Moors and the Christians, in which the Cid bore so great a part, and which was still going on with undiminished violence at the period when the poem was written. It has, therefore, a national bearing and a national character throughout. (Ticknor 1849: vol. 1, 12)
El Cid mismo, escribe Ticknor, se presenta como un héroe popular, a menudo en contra de la corrupta aristocracia castellana, y gana su poder y riqueza no por su nacimiento, sino por méritos en el campo de batalla, consiguiendo la alianza de sus seguidores por la justicia
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en su trato con ellos y por la generosa distribución de los beneficios de la guerra. Estas cualidades, unidas a su intensa devoción religiosa, hacen del Cid la encarnación del carácter nacional español. Este carácter nacional también encontró una expresión auténtica en los romances populares de finales de la Edad Media. Dichos romances fueron inspirados, creía Ticknor, por los musulmanes españoles, porque they had the peculiar measure and the peculiar kind of rhyme which is used in Spanish Ballads —Moorish ballads were a common and favourite amusement with the lower classes of the people— and not a few Spanish Ballads which have the full Spanish air and tone are, as we know, translations from Moorish Ballads. (HUG 1835, Box 2, vol. 1, s/p)
Es una idea importante: Ticknor, aparentemente, no consideraba extranjeras las influencias musulmanas en el mismo sentido que las francesas o italianas; de hecho, parecía creer que la mezcla de culturas en España era parte de lo que hace a los romances auténticamente españoles: The first Spanish Ballads were […] the first breathings of the genuine popular enthusiasm, and were therefore heard amidst the vallies of the Sierra Morena, and on the banks of the Turia and the Guadalquivir with the first tones of the unformed language, which has since spread through the whole Peninsula. But the idle Minstrel who wandered from cottage to cottage or the thoughtless soldiers, who, when the battle was over, sung its achievements to his guitar at the door of his Tent, never looked beyond the present moment, and, if their rude verses were preserved at all, it was by others, who repeated them from memory, indeed; but, who changed their tone & character, as suited their differing dispositions, dialects & fancies. (HUG 1835, Box 2, vol. 1, s/p)
Estas observaciones requieren una cierta explicación. Están influidas por la crítica historicista alemana, no por la historia literaria de Bouterwek o Eichhorn; más bien Ticknor adapta la crítica de Homero de Friedrich August Wolf, cuyos Prolegomena to Homer (1795) consideraba una de las más grandes obras filológicas nunca escritas
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(Ticknor 1876: vol. 1, 105). Fue Wolf el que articuló completamente la teoría de la composición oral de los poemas homéricos y trató de explicar la mezcla de dialectos en ellos como el resultado de su transmisión oral por generaciones de rapsodas de diferentes partes del mundo de habla griega. Ticknor imagina lo mismo para los compositores de romances: son los tardíos homeros de Wolf, trasladados a los climas ibéricos. Y pensó lo mismo del autor del Poema del mío Cid en sus clases y en su historia, ya que escribió sobre la “Homeric simplicity” del mismo. El problema es que el poder de la monarquía hispánica creció, especialmente bajo el reinado de los Reyes Católicos, de Carlos V y de Felipe II, y la literatura española empezó a perder su auténtica voz. Debido en parte a la continua política de limpieza étnica —los musulmanes y los judíos españoles fueron expulsados o muertos, ya fuese a consecuencia de la guerra o de la Inquisición—, la mezcla de culturas, que Ticknor veía como la fuente del carácter español, había sido mayormente eliminada. También se debió al creciente internacionalismo europeo de España. Bajo la influencia de la Corte, los escritores comenzaron a descuidar las tradiciones nativas y tomaron como modelos los modelos franceses para los libros de caballería y a los italianos para la poesía lírica. La literatura fue haciéndose más refinada pero menos española, y el Amadís de Gaula y sus imitaciones, aunque no vacíos del espíritu nacional, eran esencialmente para Ticknor, como lo fueron para Bouterwek, corrupciones en el curso de la historia literaria española.6 Les tocó a Cervantes y al Quijote restaurar la autenticidad de la literatura española. El Quijote, escribió Ticknor, “above all others, not merely of its own age, but of all modern times, bears most deeply the impression of the national character it represents, and has, therefore, in return, enjoyed a degree and extent of national favor
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Véase la discusión sobre los libros de caballerías en Ticknor (1849: vol. 1, 218). Sobre el Amadís, concluye: “It has, with little merit of its own, exercised on the poetry and romance of modern Europe ever since, is a phenomenon that has no parallel in literary history” (234).
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never granted to any other” (Ticknor 1849: vol. 2, 103). Lee la novela estrictamente como una respuesta satítrica a “the vogue and authority of books of chivalry” (105) y rechaza específicamente las interpretaciones metafísicas de Bouterwek y Sismondi, porque son “contrary to the spirit of the age […] and contrary to the character of Cervantes himself ” (104). “We have abundant proof ”, Ticknor mantiene, “that the fanaticism for [chivalric] romances was so great in Spain, during the sixteenth century, as to have become matter of alarm to the more judicious” (106). Y esta alarma parece que se debía a los excesos de las empresas imperialistas españolas en el Nuevo Mundo, porque “they were deemed so noxious, that, in 1553, they were prohibited by law from being printed or sold in the American colonies” (106). Entonces, atacando los libros de caballería, Cervantes está haciendo un esfuerzo doble: purificar su literatura de la inauténtica influencia de los franceses y purgar de las mentes de sus compatriotas peligrosas ideas de heroísmo y conquista. Y, Ticknor afirma, “the great wonder is, that [he] succeeded”. Continúa: “No book of chivalry was written after the appearance of Don Quixote, in 1605; and from the same date, even those already enjoying the greatest favor ceased, with one or two unimportant exceptions, to be reprinted” (107). Pero el mérito de la novela no es simplemente purgativo: Cervantes, always writing under the unchecked impulse of his own genius, and instinctively concentrating in his fiction whatever was peculiar to the character of his nation —has shown himself kindred to all times and all lands; to the humblest degrees of cultivation as well as to the highest; and has thus, beyond all other writers, received in return a tribute of sympathy and admiration from the universal spirit of humanity. (Ticknor 115)
El Qujote, concluye Ticknor, es “one of the most remarkable monuments of modern genius” (118). La historia de la literatura española, por lo tanto, tiene lecciones que enseñar a los hombres y mujeres de letras en la naciente república. Primero, los americanos tenemos que ser fieles a nosotros
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mismos y a nuestra historia nacional en la elección del asunto y en el estilo en que escribimos. Esto significa resistir las influencias y el falso refinamiento extranjero. Segundo, la auténtica voz de nuestra literatura debe proceder de la voz de nuestro pueblo —del entusiasmo popular, de las canciones e historias de nuestros granjeros y trabajadores—, nunca debe ser la voz de una élite cultural. Y, tercero, debemos usar y apreciar el fermento generado por el choque y la mezcla de culturas, pues tal fermento determinará en quién nos convertimos como nación: nuestras excentricidades y peculiaridades, nuestros prejuicios y nuestra apasionada urgencia por la libertad. Aquí empezamos a captar la paradoja que fue George Ticknor. Desde la biblioteca de su mansión en Beacon Hill, donde moraban los más Brahmin de los Brahmins de Boston, se le hacía cada vez más difícil extraer de la experiencia americana las conclusiones que había sacado de la literatura de España. Fue un declarado enemigo de la esclavitud que condenaba al ostracismo a los abolicionistas de su círculo social, incluso a aquellos que, como Sumner y Longfellow, eran sus amigos y protegidos; fue un crítico de la nobleza europea que disfrutaba de la compañía de condes y príncipes y un campeón de las baladas folclóricas europeas que no podía soportar la cultura popular de su propio país. Ticknor, en su ancianidad, se fue aislando y amargando, acogiendo en torno a él un círculo cada vez menor de viejos gruñones, convencidos de que el experimento americano había fallado (Tyack 193-241). Sin embargo, la voz juvenil de esperanza y progreso, expresada en sus clases de Harvard, y la más sobria voz de investigador de su historia impresa, habían sido escuchadas. Si Walt Whitman pudo descubrir la voz poética de la democracia en las calles de Brooklyn, si John Greenleaf Whittier y Longfellow pudieron entretejer en sus versos la trágica melodía del pasado de los americanos nativos y si Samuel Clemens, conocido como Mark Twain, pudo forjar una prosa tan distintivamente americana que no podría haberse originado en otra parte, se debió en parte a que George Ticknor, hacía décadas y escribiendo sobre literaturas separadas por un océano, había claramente articulado las maneras en que debía llevarse a cabo.
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Bibliografía Manuscritos Ticknor, George. “George Ticknor Papers”. HUG 1835. Harvard University Archives. — “George Ticknor Papers”. MS-893. Rauner Library Special Collections, Dartmouth College. — “Notes on Lectures by Eichhorn”. GEN (MS AM 2275). Houghton Library, Harvard University. Obras citadas Blackwell, Thomas (1735). An Enquiry into the Life and Writing of Homer. London. Bouterwek, Friedrich (1804). Geschichte der Poesie und Beredsamkeit seit dem Ende des dreizehnten Jahrhunderts, vol. 3. Göttingen. Child, Lydia Maria (1832). The Biographies of Madame de Staël, and Madame Roland. Boston: Carter and Hendee. Eichhorn, Johann (1796-1799). Allgemeine Geschichte der Cultur und Litteratur des neueren Europa. 2 vols. Göttingen: J. G. Rosenbusch. Foerster, Donald (1947). Homer in English Criticism; the Historical Approach in the Eighteenth Century. New Haven: Yale University Press. Graver, Bruce (2012). “George Ticknor”. En Lawrence J. Trudeau, Nineteenth Century Literary Criticism. Gale, pp. 247-342. Prescott, William H. (1859). Biographical and Critical Miscellanies. Boston: Phillips, Sampson and Company. Southey, Robert (1808). The Chronicle of the Cid, from the Spanish. London. Ticknor, George (1849). The History of Spanish Literature. 3 vols. New York: Harper and Brothers. Tyack, David B. (1967). George Ticknor and the Boston Brahmins. Cambridge: Harvard University Press. Wood, Robert (1775). An Essay on the Original Genius and Writings of Homer. London.
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La visión de los métodos de enseñanza de lengua de George Ticknor en relación con las orientaciones a la enseñanza del español en Estados Unidos Alberto Bruzos Moro
George Ticknor y la enseñanza de español en el marco de la nación El 24 de agosto de 1832, el pionero hispanista estadounidense George Ticknor impartió en el Instituto Americano su “Conferencia sobre los mejores métodos para enseñar las lenguas vivas”. Esta comienza con una significativa reflexión sobre el vínculo entre lengua y nación: La característica más importante de una lengua viva (el atributo en el cual reside su poder y valor esenciales) es el hecho de ser una lengua oral, es decir, de servir como el vínculo de unión constante y principal entre
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los diferentes individuos de una nación, sin el cual no podrían, ni por un momento, mantenerse unidos como una comunidad. (Ticknor19)1
La idea de que es necesario que exista una lengua común como “vínculo de unión constante y principal entre los diferentes individuos de una nación”, como elemento unificador sin el cual la nación no podría funcionar “como una comunidad”, es típica de los comienzos del siglo xix. En aquella época, la influencia del Romanticismo alemán había despertado el interés de artistas y académicos por las formas puras e incorruptas de la lengua castiza y la cultura folclórica de un pueblo idealizado (Gellner 57). El historiador Eric Hobsbawm denominó “proto-nacionalismo popular” a esta constelación de ideas románticas, en las cuales se halla el germen ideológico de lo que hoy conocemos por “naciones” (Hobsbawm y Ranger 46-79). De acuerdo con Hobsbawm, la nación, entendida como una determinada forma de organizar estados territoriales, es un fenómeno histórico relativamente reciente. Las primeras naciones propiamente dichas fueron el resultado de procesos unificadores y expansivos2 que aspiraban a formar “un cuerpo de ciudadanos cuya soberanía colectiva los constituyera en un estado que fuera su expresión política” (18-19). Si bien el ideal liberal de la nación típico de este periodo insistía ya en la uniformidad lingüística, en la práctica, la naturaleza expansiva de dichos proyectos era incompatible con una definición de la nación estrictamente basada en la existencia de una lengua en común. Dicho de otro modo, en esta temprana y expansiva fase del nacionalismo, la uniformidad lingüística difícilmente podría haber sido un factor decisivo a la hora de decidir quién pertenecía o no a la comunidad nacional. De hecho, el proceso de construcción nacional tuvo que proceder en el sentido inverso: las lenguas nacionales tuvieron que ser
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La traducción de esta y las demás fuentes bibliográficas en inglés son mías. En todos los casos, he intentado conservar el sentido del original, aclarando la terminología en inglés siempre que me ha parecido importante hacerlo. Hobsbawm (18-20) menciona la Revolución americana (1775-1783) y la Revolución francesa (1789-1799) como modelos de procesos de constitución de comunidades nacionales liberales vinculadas a un territorio y un pueblo.
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casi siempre construidas mediante procedimientos de selección dialectal y estandarización y, en algunos casos, como el finlandés en el s. xix (Haugen 929) y el hebreo moderno en el s. xx (Hobsbawm y Ranger 52), debieron ser inventadas.3 En su influyente libro Imagined Communities, Benedict Anderson ve en el origen de las naciones “la interacción entre fatalidad, tecnología y capitalismo” (Anderson 43). Según Anderson, la invención de la imprenta proporcionó la base técnica para que se desarrollase un “vínculo imaginado” entre las élites “capaces de comprenderse por medio de los signos impresos en papel” (44). La actividad económica de la impresión requería un mercado lingüístico unificado: desde un punto de vista económico, habría sido inviable producir libros en cada dialecto particular. Así pues, por medio del capitalismo de la impresión (print capitalism), se ensamblaron las diversas variedades locales, “creando lenguas impresas que era posible reproducir mecánicamente y diseminar a través del mercado” (44). A su vez, la difusión de una misma variedad lingüística en libros y documentos impresos dio “nueva fijeza a la lengua, lo cual contribuiría a forjar la imagen de antigüedad propia de la idea subjetiva de la nación” (44). En resumidas cuentas, si bien la lengua tuvo un papel unificador en esta temprana versión de lo que Eve Haque llama “nacionalismo modernista” (Haque 319), ejemplificado por naciones como Francia y Estados Unidos, la existencia de una lengua en común no era una condición esencial para la aparición de una conciencia nacional. Al contrario, históricamente las lenguas nacionales se desarrollaron como parte de procesos políticos (revolucionarios, en el caso de Francia y Estados Unidos) que culminarían en la construcción de las naciones occidentales. Igual que sucedió con las lenguas nacionales, también las tradiciones debieron ser inventadas (Hobsbawm y Ranger 1-14). Aunque aparentemente el nacionalismo toma su simbología de una
3 Naturalmente, la planificación lingüística no inventa partiendo de la nada. Como explica Einar Haugen, la base del finés fue un dialecto sin escritura, mientras que en el caso del hebreo se partió de una lengua escrita sin manifestación oral (Haugen 929).
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esencia popular idealizada, en la práctica “consiste esencialmente en la imposición de una cultura letrada a una sociedad en la que, hasta entonces, la mayoría de la población se había regido por culturas populares. Esto implica la difusión generalizada de prácticas culturales y lingüísticas por medio de instituciones educativas y medios de comunicación de masas” (Gellner 56-57). A partir de las décadas de 1870 y 1880, el nacionalismo experimentó una importante transformación ideológica, enfatizando ese legado lingüístico y cultural de la comunidad nacional por encima de su participación en un proyecto político en común. Fue entonces cuando cobró protagonismo la idea de las naciones como entidades naturales independientes y con derechos de autodeterminación. En contraste con el espíritu expansivo (y frecuentemente imperialista) del nacionalismo modernista, la cosmovisión del nacionalismo étnico inspiró movimientos antiimperialistas y separatistas, cuyo derecho a reclamar reconocimiento político se basaba en la posesión de una lengua y una etnicidad o raza en común (Haque 318-319). A pesar de que el nacionalismo étnico se convirtió en el modo dominante del nacionalismo solo en este periodo tardío de la evolución política del concepto, las ideas que le sirven de base (unidad de lengua y destino) se pueden encontrar ya anteriormente en forma de lo que Hobsbawm llama “protonacionalismo popular”, como podemos ver en el comienzo de la conferencia de Ticknor y también en su Historia de la literatura española. Para Ticknor, la lengua y el carácter nacional españoles se habían desarrollado paralelamente. Así, “los primeros españoles tomaron las ruinas del latín para elaborar, de forma gradual más segura, una nueva lengua que, a partir de entonces, fue el único vehículo legítimo para la expresión del carácter nacional español” (Leigh 113). Se oyen aquí ecos de Johann Gottfried von Herder, cuyas ideas Ticknor debió encontrar en la obra de Madame de Staël (113), y de los trabajos sobre literatura española del suizo Jean Charles Léonard Simonde de Sismondi y el alemán Friedrich Bouterwek (Kagan 2002: 24). Ticknor ocupó el puesto de profesor de francés y español en la Universidad de Harvard desde 1819 hasta 1835, dedicando buena parte de sus esfuerzos a tratar de reformar el plan de estudios (Wax-
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man 429-430). Le horrorizaba la falta de disciplina y el rígido plan curricular, así como también el hecho de que el método de enseñanza predominante fuera la recitación memorística (Tyack 93), la cual era particularmente incompatible con la enseñanza de lenguas modernas. Es importante tener en cuenta este contexto para entender la conferencia de Ticknor y, en concreto, la concepción del lenguaje y la enseñanza de lenguas modernas propuesta en ella. Dicha concepción se basa en la primacía de la oralidad sobre la escritura; es un eco del interés romántico por las formas vernáculas y primigenias del lenguaje, las cuales serían la verdadera expresión del genio particular de una lengua determinada. Así, a lo largo de la conferencia, esta idea se articula mediante la conexión entre los conceptos lengua oral (spoken language) y lengua viva (living language): La característica más importante de una lengua viva es que es una lengua oral. […] El mejor y más fácil método para aprender una lengua viva, por tanto, para las personas de todas las edades y clases, es sin duda aprenderla como una lengua oral. (Ticknor 19) La lengua oral es la dirección que debe darse a todos los estudios de una lengua viva con el fin de asegurar el mayor grado de éxito […] y hacia la cual debe conducirse todo el progreso; y la razón por la cual esta debería gobernar nuestro intento de aprendizaje es porque lo que una lengua tiene de idiomático y peculiar, sus partículas y sus frases, es enteramente resultado de su oralidad; porque es en tales partículas y giros idiomáticos donde residen siempre las dificultades, así como también el genio y el poder esencial de toda lengua; y porque, así pues, en tanto que avanzamos en la adquisición de su vocabulario por medio de la lectura y su construcción por medio de los accidentes gramaticales y la sintaxis, debemos seleccionar los libros y la gramática a estudiar, para seguir progresando continuamente en nuestro conocimiento de la lengua oral y sus dificultades idiomáticas. (29)
Es necesario entender la insistencia de Ticknor en promover el estudio de la lengua oral como un argumento en contra de la práctica de enseñar las lenguas vivas (es decir, modernas) con los métodos heredados del estudio del latín y el griego. Estas lenguas, junto con el hebreo, eran los modelos (y rivales) a tener en cuenta en aquella época cuando
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se consideraba la inclusión de lenguas modernas en el plan de estudios de las instituciones de enseñanza superior estadounidenses (Ford 423). No obstante, existe una clara contradicción entre, por un lado, la preferencia por métodos de enseñanza que, según Ticknor, nos acercan a “las felicidades y peculiaridades idiomáticas y de inflexión” propias de la oralidad (Ticknor 29) y, por otro, las técnicas propuestas en su conferencia, las cuales incluyen lectura, traducción, memorización de vocabulario, recitación, explicación gramatical, memorización de ejemplos de estructuras sintácticas, ejercicios de escritura y lectura, culminando con el estudio de los mejores autores, como Goethe, Molière y Cervantes, “cuando las facultades [de los estudiantes] se hayan desarrollado suficientemente para comprenderlos” (25). En cualquier caso, las ideas y prácticas pedagógicas de George Ticknor y sus dos sucesores en la Cátedra de Francés y Español en la Universidad de Harvard, Henry Longfellow y James Russell Lowell, tuvieron una enorme influencia en el desarrollo del campo de la enseñanza de lengua y literatura españolas en Estados Unidos. De acuerdo con un artículo publicado en la revista Hispania en 1927, “los textos, programas de estudio y lecciones preparados por ellos sirvieron como materiales para la instrucción en muchas otras instituciones” (Spell 151). Otra parte importante de su legado fue la imagen del español como lengua nacional de España, un país que, en aquellos primeros momentos del hispanismo, era representado con un tinte romántico y pintoresco (Kagan 2019: 7-8). El estudio de España y del español tenía un marcado propósito moral. En buena parte, el interés de Ticknor en la literatura española y el carácter nacional reflejado en ella se debía a que el caso español ofrecía a la joven y ambiciosa república americana un útil modelo “del balance general entre las virtudes y los defectos de la civilización española” (Hart Jr. 111).4 Así, volviendo al artículo de Hispania citado más arriba,
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Este punto de vista lo compartían otros hispanófilos de la época, como, por ejemplo, el amigo personal de Ticknor, William Hickling Prescott, autor de los libros History of the Reign of Ferdinand and Isabella (1837), The Conquest of Mexico (1843) y The Conquest of Peru (1847); véase Hart Jr. (111).
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el rasgo distintivo de la instrucción de español impartida en Harvard es que reflejaba únicamente la influencia europea; cada uno de aquellos profesores [Ticknor, Longfellow y Lowell] presentó a sus estudiantes la literatura de España y, en particular, la atmósfera, el encanto y las maravillas de Siglo de Oro. Para ellos, la lengua era un factor fundamental para acceder a la cultura española, y era en el fondo el aspecto cultural en el que hicieron más énfasis. […] La influencia de la orientación hacia el estudio del español de los profesores de Harvard determinó en buena medida el tipo de enseñanza ofrecida en la mayoría de las escuelas estadounidenses; incluso aquellas instituciones que decidieron enseñar español por motivos expresamente prácticos terminaron usando textos cuyo propósito era familiarizar a los estudiantes con los tesoros de la literatura española. (Spell 151)
Esta temprana fijación con España, la cual es llamativa en tanto que implicaba ignorar el hecho de que el español es también una lengua americana, produjo un marco de referencia perdurable para la presencia del español en la academia y las instituciones educativas estadounidenses. La preminencia de España se mantuvo incluso después de la Primera Guerra Mundial, cuando el interés por el español en Estados Unidos encontró su mejor aliado en la doctrina del panamericanismo, es decir, en las relaciones comerciales y políticas con Latinoamérica (Leeman 2007: 35; véanse también Onís 689-690; Lozano 191-210). De hecho, el interés intelectual de las instituciones culturales y educativas estadounidenses en España, el español y lo español durante el siglo xx y hasta el presente ha sido a menudo una respuesta al interés material (económico y político) en Latinoamérica, tal como explica James Fernández mediante el concepto de “Ley de Longfellow” (124). Según Arcadio Díaz Quiñones, “el nuevo reconocimiento de la cultura ‘hispánica’ en los Estados Unidos abría posibilidades de beginnings normativos para el hispanismo moderno. Se reimaginaba a ‘España’ como el ‘pasado’ prestigioso de la América ‘latina’, y se establecía cartográficamente el territorio cultural” (Díaz Quiñones 149). Ahora bien, la fuerza de gravedad de esta reimaginación no operaba en el vacío. Ya en las primeras décadas del siglo xx, momento decisivo para la fundación de los estudios hispánicos (Hispanic
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Studies),5 importantes figuras en el desarrollo de este campo como Federico de Onís, en la Universidad de Columbia, y Américo Castro, en la Universidad de Princeton, sirvieron como agentes de la “acción cultural española en América” promovida por la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE) (Degiovanni 63-70).6 Los intereses lingüísticos de España frente a las otras lenguas extranjeras y a los particulares de los países latinoamericanos7 fueron defendidos también por notorios filólogos como Ramón Menéndez Pidal y Tomás Navarro Tomás, quienes se valieron de dudosos principios científicos para abogar por el uso de la variedad del castellano peninsular en la enseñanza del español en Estados Unidos (Menéndez Pidal 8-12; véase el análisis de Valle 359-362) y también en los primeros filmes sonoros producidos en Hollywood (Navarro Tomás 43-48).8 En definitiva, desde sus inicios, el desarrollo del campo de la enseñanza de español en Estados Unidos ha estado marcado por discursos y referencias que sitúan el aprendizaje de la lengua en el marco de la nación y el nacionalismo. Ya fuera como la lengua de España o, más adelante, de España y los países latinoamericanos, el español se ha en5
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Este capítulo de la historia de los estudios de español en Estados Unidos ha sido relatado por Faber (13-22) y Díaz Quiñones (65-166). Para la emergencia del campo de estudios latinoamericanos entre las décadas de 1890 y 1960, véase Degiovanni (2018). La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas fue una agencia estatal española creada en 1907 para, entre otras cosas, establecer relaciones científicas, culturales y políticas con Estados Unidos y los países latinoamericanos. Para Federico de Onís, estos eran los dos adversarios principales de los intereses de España en las universidades estadounidenses: por un lado, estaba el enemigo externo de los “profesores de otras materias, algo pequeños de espíritu, que no pueden menos de sentir celos al ver que la materia del vecino goza del favor de los estudiantes y del público” (Onís 693); por otro, el enemigo interno de “los hispanoamericanistas a ultranza”, los cuales “hacen un daño aún más grave al estudio del español, porque estos están dentro de la casa […] [y] no son enemigos del español sino de España misma” (696-697). Aunque la obra aquí citada se publicó en 1930, hay que decir que, entre 1939 y 1957, Tomás Navarro Tomás sería profesor de la Universidad de Columbia en el exilio, ejerciendo así, pues, su influencia de una manera más directa.
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señado ante todo como lengua nacional, en tanto que la enseñanza, la evaluación y la organización de los planes de estudio han seguido una serie de premisas características del nacionalismo. Estas, siguiendo a Claire Kramsch (2014: 297), serían las siguientes: a. la existencia de naciones con lenguas, culturas y literaturas nacionales; b. la existencia de lenguas nacionales, con gramáticas y diccionarios estables, con una tradición literaria y una variedad estándar compartida por todos los hablantes nativos educados, los cuales son el modelo de quienes enseñan y estudian la lengua; c. la superioridad de la variedad estándar sobre otras variedades regionales; d. la existencia de límites claros entre las diversas lenguas nacionales, cada una vinculada a una nación particular; e. la existencia de rasgos, usos idiomáticos y peculiaridades lingüísticas, los cuales distinguen radicalmente a los hablantes nativos de quienes aprenden una lengua como L2.9 A pesar de algunos intentos recientes por revivir el nacionalismo como “un ingrediente esencial de la democracia” (Judis cap. 1; véase también Lepore 135-138), lo cierto es que, históricamente, sus premisas se han usado para trazar fronteras (limitando el espacio geográfico y simbólico de la nación; Brown 36-37) y establecer jerarquías internas. Así, pues, no debería sorprendernos que se hayan mostrado una y otra vez incapaces de ayudarnos a imaginar y acomodar sin fricciones sociedades multilingües y multiculturales (Labrador Méndez 63-64). Ahora que, en España y en Estados Unidos, la exaltación de la nación y el nacionalismo resurgen de la mano de ideologías nativistas, racistas y xenófobas con las cuales se hallan imbricados desde sus orígenes (Olender 60-62), urge más que nunca preguntarse si es acaso posible
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“Sabemos que ninguno de nosotros puede leer a los grandes Maestros de ninguna literatura extranjera, o disfrutarlos como nativos, porque no podemos hablar su lengua como nativos” (Ticknor 30).
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enseñar una lengua extranjera fuera (o incluso en contra) del marco del nacionalismo.
La enseñanza de lenguas en el marco de la globalización En la introducción de un número especial de The Modern Language Journal dedicado a la enseñanza de lenguas extranjeras en la era de la globalización, Claire Kramsch considera el desfase entre las premisas características del nacionalismo que he presentado más arriba, las cuales vincula al paradigma de la Modernidad, y las condiciones de uso del lenguaje en la época de la globalización, marcada por la competición entre lenguas y variedades lingüísticas, la hibridez lingüística y cultural, la creciente diversidad y rapidez del cambio lingüístico y el valor simbólico adoptado por las lenguas y el multilingüismo (Kramsch 2014: 298-302). Estas nuevas condiciones, argumenta Kramsch, demandan “una pedagogía más reflexiva, crítica, consciente de las condiciones históricas y comprometida políticamente” (302). Con todo, no está claro que el marco de la globalización sea el más adecuado para acomodar tal reorientación pedagógica ni tampoco abandonar el marco del nacionalismo. Si bien uno de los principales cometidos del proyecto de globalización neoliberal fue crear instituciones supranacionales que trascendieran los límites nacionales, el fin último de tales instituciones era proteger los mercados de “excesos democráticos” (en palabras de F. A. Hayek, citado en Slobodian 174) efectuados en el marco de la nación en forma de demandas de reconocimiento político, redistribución material y justicia social (264). La globalización tal como la conocemos, esto es, como reflejo del neoliberalismo, es un proyecto reaccionario, en tanto que supone una reacción a los procesos de descolonización y a las protestas sindicales y a favor de los derechos civiles en las décadas de 1960 y 1970 (243-251). En vez de disolver o superar definitivamente el ámbito de la nación, el neoliberalismo se ha servido del poder de los Estados nacionales (por ejemplo, monopolio de la violencia y capacidad de establecer e imponer marcos legales) para asegurar la supremacía del capital y los mercados, por encima
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del bienestar de la población y la conservación del medio ambiente (Harvey 70-71). El principal efecto del neoliberalismo en la enseñanza de lenguas ha sido la visión del lenguaje como competencia o, en inglés, skill. En buena medida, el creciente interés por el estudio de lenguas en este periodo tiene que ver con las necesidades y las fantasías de distinción social de la nueva clase profesional transnacional desarrollada en los sectores de finanzas, servicios, telecomunicaciones y administración (Sassen 173-183). Así, pues, no es sorprendente que la noción de competencia (con su afinidad a la teoría del capital humano y sus ecos corporativos y burocráticos) se haya vuelto un elemento organizador fundamental en la enseñanza de lenguas (Consejo de Europa 9) y la educación en general (Urciuoli 2010: 167-170; Elfert 111-143). Dentro de este marco, el aprendizaje lingüístico ha sido conceptualizado como la adquisición de una serie de competencias aisladas que se pueden medir y organizar en niveles y que, por lo tanto, es posible enseñar, examinar y certificar (Duchêne y Heller 13). Esta manera de entender el lenguaje alcanza su máxima expresión en ambiciosos proyectos de estandarización y política lingüístico-educativa como el Marco Común Europeo de Referencia para las Lenguas (MCER), desarrollado por el Consejo de Europa entre 1989 y 1996, o, en Estados Unidos, las Proficiency Guidelines (1982-1986), desarrolladas por el American Council for the Teaching of Foreign Languages (ACTFL) sobre la base de la escala de seis niveles creada en la década de 1950 por el Foreign Service Institute (FSI) del Departamento de Estado (Chalhoub-Deville y Fulcher 499-500; Clark y Clifford 129-132). Estos proyectos para organizar las habilidades lingüísticas en competencias y escalas descriptivas cambiarían para siempre la enseñanza y el aprendizaje lingüísticos. Aunque la intención inicial del MCER no era imponer un único sistema de referencia, sino construir un marco coherente y comprehensivo, gracias al apoyo institucional de instituciones europeas y nacionales, rápidamente cobró estatus normativo en Europa, convirtiéndose en la lengua común de los profesionales de la enseñanza de lengua (Fulcher 2004: 260). Es más, los propios gobiernos europeos han recurrido al MCER para articular estándares educativos (Hu 70) y establecer sistemas de certificación para ges-
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tionar inmigración y procesos de naturalización (Bruzos, Erdocia y Khan 432-434). Igualmente, desde la década de 1980, los niveles de ACTFL han sido institucionalizados en Estados Unidos por medio de talleres de formación, publicaciones y conferencias (Fulcher 2004: 258), convirtiéndose en el marco central de referencia en la enseñanza primaria y secundaria, si bien su influencia es más irregular en el nivel universitario. En definitiva, en contraste con “las felicidades y peculiaridades idiomáticas y de inflexión” (Ticknor 29) en las que Ticknor veía el carácter fundamental de cada lengua, los descriptores del MCER y los niveles de ACTFL aspiran a abstraer las habilidades lingüísticas del uso y propiedad de los hablantes nativos,10 volviéndolas así asequibles a cualquiera que desee invertir en su adquisición. El MCER y los niveles de ACTFL han sido criticados desde diversos ángulos: a. Desde un punto de vista institucional, han sido objeto de crítica por subordinar las prácticas y filosofías pedagógicas locales a descriptores universales impuestos de manera vertical y marcados por una concepción de la enseñanza altamente burocrática, modular y dominada por la centralidad de exámenes estandarizados (Hu 66, 71-72). b. Desde un punto de vista epistemológico, los niveles y descriptores carecen de validez científica, en tanto que abstraen el lenguaje de sus contextos de uso. De hecho, si se interpretan de manera más o menos consistente no es porque describan un orden del aprendizaje preexistente, sino debido a la influencia de procedimientos de mo-
10 Este principio es llevado a su extrema expresión por el Servicio Internacional de Evaluación de la Lengua Española (SIELE), desarrollado por el Instituto Cervantes, el cual deja abierta la posibilidad de que incluso los hablantes nativos de español certifiquen su competencia por medio del examen. Véase .
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deración social, esto es, prácticas sociales que, por su carácter ritual y rutinario, terminan armonizando el vocabulario, las expectativas y las respuestas de examinadores y docentes (Fulcher 2015: 91-100). c. Desde un punto de vista educativo, fomentan una visión funcional, lineal, uniforme y previsible del aprendizaje lingüístico (Kramsch 1986: 370). d. Finalmente, desde un punto de vista social, reducen el lenguaje a sus dimensiones instrumental y transaccional, dejando al margen otros aspectos igualmente importantes: estético, afectivo, creativo, artístico, ético, crítico, cultural, cívico, político, etc. Finalmente, la organización de la enseñanza de lengua en competencias estandarizadas y ordenadas en niveles contrasta con la enseñanza de la literatura y los estudios culturales en los niveles superiores del plan de estudios (Modern Language Association 2007; Kern 20). Mientras que los cursos de lengua aspiran a desarrollar competencias lingüísticas y habilidades comunicativas nítidamente definidas, los cursos avanzados de literatura y estudios culturales ignoran tales instrumentos de estandarización y se centran en aspectos lingüísticos sin cabida en los descriptores del ACTFL y el MCER. Esto se refleja en una marcada diferencia profesional entre los profesores de literatura, cuya labor implica creatividad, espíritu crítico, investigación y control absoluto sobre el contenido y la organización del curso, y los instructores de lengua, quienes enseñan habilidades lingüísticas con la ayuda de libros de texto comerciales y mediante métodos reductivos y repetitivos. Si bien la estandarización de la enseñanza de lengua por medio de instrumentos como el MCER y los niveles del ACTFL refuerza la problemática división entre lengua y literatura en los departamentos universitarios de lenguas extranjeras en Estados Unidos, esta aparece ya en los primeros momentos de su institucionalización. Sin ir más lejos, Ticknor, quien ha sido considerado “el primer gran maestro de lenguas modernas en los Estados Unidos” (Ford 423), había llegado al acuerdo de que “no se esperaría de él que enseñara clases de lengua propiamente dichas” (Tyack 87) como condición para aceptar su puesto en la Universidad de Harvard.
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En resumidas cuentas, el enfoque comunicativo desarrollado en las décadas de 1970 y 1980, en paralelo con la globalización y el inicio de la hegemonía neoliberal, se presentó como una ruptura prometedora, en tanto que apostaba por el desarrollo de habilidades comunicativas en vez del aprendizaje mecánico de gramática y vocabulario (Magnan 350-352). No obstante, este modelo fue pronto asimilado a una visión instrumental de la enseñanza de lengua, en la cual los estudiantes ocupan la posición subjetiva de consumidores cosmopolitas (Block 296). Si bien en este nuevo paradigma se sigue enseñando cultura nacional, esta ha sido reducida a un bien de entretenimiento y consumo (Kramsch y Vinall 21). Esto es, si en el marco de la nación la lengua y la cultura nacionales tendían a ser sublimadas, en el marco de la globalización lenguas y culturas nacionales son banalizadas (Billig 3760) y puestas a competir entre sí en un mercado educativo de bienes simbólicos.
Enseñar español como lengua minorizada En 1832, cuando George Ticknor impartió su “Conferencia sobre los mejores métodos para enseñar las lenguas vivas”, era lógico considerar el español como una lengua extranjera a la joven república americana. Hoy en día, sin embargo, enseñar español en Estados Unidos como una lengua extranjera implica ignorar la historia de asimilación y resistencia de poblaciones hispanohablantes en dicho país, proyectando en cambio una imagen del español como lengua nacional de España y de los países formados a partir de sus antiguas colonias en América o de una lengua global vinculada a intereses económicos y geopolíticos, un instrumento de comunicación abstracto y pluricéntrico (Garrido 87-88), sin vínculos explícitos con ninguna identidad nacional particular. Como explica la historiadora Rosina Lozano, en Estados Unidos el español es al mismo tiempo una “lengua colonial, indígena e inmigrante” (Lozano 3). Es lengua colonial porque, ya en el siglo xvi, llegó a Norteamérica (Florida y el suroeste) con los colonos españoles (Fuller y Leeman 36-40). Es lengua indígena porque, con el tiempo, se volvió nativa de estas regiones y, como tal, entró en relación con
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el inglés cuando los Estados Unidos anexionaron parte del territorio mexicano en 1848, después de la guerra con México, apoderándose de lo que hoy en día es California, Nevada, Utah, Arizona y Texas, además de parte de Colorado y Nuevo México. La anexión de estos territorios mexicanos supuso también extender la ciudadanía estadounidense (aunque no sin problemas, véase Griswold del Castillo 62-86) a aproximadamente cincuenta y seis mil hispanohablantes (Lozano 5). En 1898, tras la guerra con España, Estados Unidos se apropió de las colonias españolas de Puerto Rico, Filipinas y Guam, tomando control temporalmente también de Cuba como protectorado. El español es también lengua inmigrante porque, ya desde el principio del siglo xx, los inmigrantes mexicanos y, en menor número, de otros países latinoamericanos han constituido una constante reserva de mano de obra en sectores como la agricultura, la construcción y, más recientemente, la producción y el procesamiento de carne. Así, la historiadora Mae Ngai recurre al término colonialismo importado para indicar la medida en que la industria agrícola estadounidense ha dependido de la mano de obra mexicana desde principios del siglo xx, así como para subrayar la contradicción entre dicha dependencia y la manera en que los inmigrantes mexicanos (y, por extensión, los ciudadanos americanos de origen mexicano) han sido excluidos sistemáticamente de las “definiciones convencionales de la clase trabajadora y el cuerpo nacional estadounidenses” (Ngai 129). De acuerdo con Ngai, las relaciones sociales producidas por este régimen laboral basado en la subordinación de trabajadores mexicanos es un “legado de la conquista de los territorios del norte de México en el siglo xix” (129) y constituye “posiblemente el elemento central en el proceso más amplio de formación racial de los mexicanos en los Estados Unidos” (131). La situación no cambiaría después de la ley de inmigración y naturalización de 1965. Al contrario, el establecimiento de cuotas migratorias ilógicas (Massey, Durand y Prend 1559) y, más adelante, la implementación de leyes que criminalizan la inmigración ilegal (De Genova 76-80) han creado una nueva clase de trabajadores expuestos a la explotación y la expulsión del territorio nacional. Puesto que la mayoría de estos trabajadores indocumentados provienen de países
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hispanohablantes,11 los prejuicios nativistas propios de los momentos de ansiedad económica son dirigidos frecuentemente a todos los latinos sin distinción (Chavez 26-28). Así, en los Estados Unidos el español es una lengua minorizada, en el sentido de que está fuertemente marcada por ideologías racistas y clasistas: es la lengua de los conquistados y los colonizados (García 2011: 675), la clase marginal del proletariado mestizo, indígena o afrocaribeño. Debido a la conexión entre lengua, raza y clase socioeconómica, el español ha sido usado a menudo como un rasgo identitario racializante, es decir, utilizado para marcar a los latinos y latinas como “otros permanentes” (Urciuoli 1996: 35-38), ya sea en el censo (Leeman 2013: 318-319) o en el sistema educativo (García 2015: 111-112). En consecuencia, el mismo español ha sido racializado, es decir, marcado como una lengua inferior, “un obstáculo a la movilidad socioeconómica” (Urciuoli 1996: 26), una jerga de la calle, sin espacio propio en el sistema educativo o la academia (Villa 2002: 224-225). Como hemos visto ya, en estas instituciones el español solo tiene cabida si se presenta como una lengua nacional (esto es, extranjera) o global y no como una lengua propia de este país. Este enfoque de la enseñanza de español como una lengua ajena a los Estados Unidos refuerza narrativas nativistas que borran la presencia histórica del español y los latinos, contribuyendo a verlos como “extranjeros perpetuos” (Chavez 33; véase también Lima 52). Además, crea problemas a la integración de los hablantes de herencia en los cursos de español. Guadalupe Valdés acuñó el término “aprendiente de una lengua de herencia” (en inglés, heritage language learner) para dar cuenta de este tipo de estudiante, “el cual ha crecido en un hogar donde se hablaba una lengua distinta del inglés. Es posible que pueda hablar o meramente entender la lengua de herencia, y ser, en alguna medida, bilin-
11 Según datos de 2018 del think tank Migration Policy Institute, en torno al 68 % de los inmigrantes indocumentados provienen de México (51 %) y Centroamérica (17 %). Otro 7 % proviene de Sudamérica. Véase .
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güe en ella y en inglés” (Valdés 2000: 1). Los hablantes de herencia traen al aula necesidades particulares, las cuales no siempre coinciden con las de los estudiantes que aprenden el español como una L2. Entre otras cosas, sus habilidades de comunicación oral y comprensión auditiva suelen estar mucho más desarrolladas que las de lectura y escritura. Además, su conocimiento del español es a menudo implícito, en contraste con el conocimiento metalingüístico de quienes aprenden el español como una L2. Por último, puesto que han aprendido español coloquial en el hogar, suelen tener un repertorio limitado de registros, sobre todo, por lo que se refiere a los académicos desarrollados por el sistema educativo (Zapata y Lacorte 9). Por consiguiente, los hablantes de herencia de español no encajan fácilmente en programas que han sido diseñados para estudiantes anglófonos (Valdés 2015: 261-262), cuyo enfoque, por tanto, combina elementos de los dos marcos considerados más arriba: la enseñanza del español como lengua nacional (énfasis en aprendizaje formal de vocabulario y reglas gramaticales; figura del hablante nativo monolingüe como modelo y objetivo; influencia de filología y estudios literarios) y la enseñanza del español como lengua global (énfasis en la comunicación y el desarrollo de competencias comunicativas abstractas; uso de descriptores formales para medir la progresión en niveles; presencia emblemática de identidades nacionales desde un punto de vista próximo al turismo cultural; influencia de lingüística aplicada y psicometría). En términos generales, estas dos orientaciones coinciden con lo que Guadalupe Valdés llama “curricularización de la lengua”: Una lengua es curricularizada cuando no se concibe como un sistema comunicativo singular que es adquirido naturalmente como parte del proceso de socialización, sino como una materia académica o una habilidad cuyos componentes pueden ser ordenados y secuenciados, practicados y estudiados, aprendidos y examinados en contextos artificiales en donde quienes están aprendiendo dicha lengua superan en número a quienes la dominan con fluidez. […]. Cuando una lengua es curricularizada, su “enseñanza” se concibe como la de otra materia académica más, y así su aprendizaje es similar al de la ciencia, la historia o las matemáticas.
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Esto es, [la curricularización] implica asumir que una lengua se puede enseñar y aprender en el aula, que estudiándola se pueden ganar créditos y méritos académicos, y que su aprendizaje se puede medir por medio de exámenes. La curricularización suele basarse en variedades estandarizadas o con prestigio social; además, es el reflejo de concepciones particulares del lenguaje (como estructura, como uso, como acción) procedentes de diversas disciplinas y perspectivas teóricas, y manifiesta igualmente las influencias de ideologías lingüísticas, tradiciones pedagógicas, libros de textos comerciales y políticas lingüísticas. (Valdés 2015: 262)
Los hablantes de herencia de español presentan también dificultades en cuanto a la dinámica de poder entre estudiantes y profesores: cuando se corrige su manera de hablar español y se les proponen en cambio formas dialectales más apropiadas, el mensaje implícito es que esta lengua no les pertenece (Harklau 225; Urciuoli 2006: 184-186), lo que refuerza los sentimientos de exclusión típicos de los jóvenes latinos como americanos que no encajan en la norma anglocéntrica (Flores-González 154). La situación puede complicarse todavía más cuando los hablantes de herencia se resisten a la instrucción proveniente de profesores no nativos (Helmer 2013: 274) o cuando su bilingüismo es valorado institucionalmente de manera opuesta al de sus compañeros angloparlantes (Pomerantz 298-299). Teniendo en cuenta los problemas causados a los hablantes de herencia por la curricularización de la lengua, Valdés propone reorientar radicalmente la manera de enseñar español a los jóvenes latinos. La descurricularización del español propuesta por Valdés incorporaría “la perspectiva de la justicia social y los nuevos puntos de vista sobre el lenguaje y el bilingüismo” (Valdés 2015: 268) desarrollados en el campo de la lingüística aplicada y la sociolingüística. En los últimos quince o veinte años, de hecho, estas disciplinas han cuestionado varios de los fundamentos de la enseñanza de español como lengua nacional y global, incluyendo la construcción social de las lenguas nacionales o “lenguas nombradas” (Otheguy, García y Reid 286-287), el hablante nativo como modelo de aprendizaje de una L2, el uso de exámenes estandarizados basados únicamente en variedades monolingües, la enseñanza estrictamente monolingüe en la L2 (excluyendo,
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pues, otras lenguas y recursos lingüísticos), el carácter linear y predecible de la adquisición y el dominio de la visión cognitiva del lenguaje y el aprendizaje lingüístico (Valdés 2015: 266). Similarmente, otros autores y profesionales educativos han propuesto enfoques innovadores para la enseñanza de español a hablantes de herencia. Dichos enfoques trascienden el objetivo de desarrollar habilidades comunicativas, atendiendo también a aspectos que normalmente pasan por alto los libros de texto y los programas de lengua convencionales: a. Aspectos afectivos para afirmar la identidad bilingüe y bicultural (Leeman 2015; Parra 2016). b. Aspectos creativos y artísticos para desarrollar multicompetencias (Parra 2016; Zapata y Lacorte 2017). c. Aspectos políticos y de justicia social para cuestionar desigualdades materiales y dominación simbólica (Leeman 2014; volumen especial sobre aprendizaje-servicio del Heritage Language Journal, 13-3, 2016). d. Aspectos sociolingüísticos para cuestionar y resistir ideologías y prejuicios lingüísticos sobre el bilingüismo y el español de los Estados Unidos (Leeman y Serafini 2016).
A modo de conclusión En las páginas anteriores he partido de la figura de George Ticknor y su “Conferencia sobre los mejores métodos para enseñar las lenguas vivas” para examinar los orígenes del campo de la enseñanza de español en Estados Unidos. Desde sus inicios, dicho campo ha estado fuertemente marcado por la ideología que postula la existencia de un vínculo primordial entre lengua y nación, así como también por la visión del español como lengua nacional de España y, más adelante, de las naciones americanas constituidas a partir de sus antiguas colonias. Estas ideas conforman asimismo los departamentos universitarios en donde se vio enmarcada desde el principio la enseñanza de español, la cual, dentro de este paradigma, es vista como prerrequisito para el estudio de textos literarios y artefactos culturales más sofisticados.
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Durante la segunda mitad del siglo xx, primero de la mano de la burocracia del gobierno estadounidenses (Lowe 16-20) y después del proyecto neoliberal, se desarrollaría un segundo paradigma en el que las lenguas son vistas ante todo como un conjunto de habilidades comunicativas que se pueden medir y ordenar por medio de descriptores abstractos. Estos dos paradigmas no son mutuamente excluyentes. De hecho, cualquiera que tenga familiaridad con la enseñanza de español tal como se practica hoy en día en las universidades estadounidenses (y, de hecho, también fuera de ellas) reconocerá elementos de ambos. A causa de los problemas que estos dos paradigmas presentan para la integración de los hablantes de herencia de español y para la enseñanza de lenguas de herencia en general, ha sido precisamente en el campo de la enseñanza de lengua a este tipo de hablantes en donde, en los últimos años, se han propuesto alternativas más innovadoras, críticas, comprometidas social y políticamente y con mayor sincronía con los recientes desarrollos en disciplinas como la lingüística aplicada, la sociolingüística y la antropología lingüística. El impacto de estas innovaciones pedagógicas, no obstante, es muy limitado. En el mejor de los casos, únicamente se aplican en cursos diseñados ad hoc para atender las necesidades particulares de los hablantes de herencia. Salvo en contadas excepciones (véase Miñana 2017), “los programas de español como lengua extranjera siguen considerando a los estudiantes monolingües angloparlantes como su principal público […], [viendo] los programas de herencia como un hijastro tolerado, pero con un rol marginal en relación con su identidad y objetivos centrales” (Valdés 2015: 266). En definitiva, si bien el desajuste entre los estudiantes latinos y los programas de español ha sido productivo en el campo de la enseñanza de español para hablantes de herencia, apenas ha tenido impacto fuera de este. La ubicación de los estudiantes de herencia en cursos alternativos ha sido conveniente para responder a sus necesidades particulares, pero también (aunque no de manera expresa) ha servido para evitar los problemas causados por su presencia en cursos diseñados para monolingües angloparlantes, eludiendo, pues, cuestionar radicalmente si este enfoque es el más apropiado en un país donde el español no es una lengua extranjera. Dejando a un lado el aspecto
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puramente pedagógico, dado el reciente recrudecimiento de la retórica xenófoba y antilatina durante la presidencia de Donald Trump (Dick 2020: 453-464; Torres 2019), resulta todavía más problemático enseñar español como una lengua extranjera como cualquier otra, sin atender a su pasado y presente en este país, en tanto que esta posición facilita que el aprendizaje de español sea compatible con el racismo dirigido a los hispanohablantes.
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El interés central de George Ticknor era la historia de la literatura española, que era, a su vez, una forma de abordar el desarrollo histórico del país. La historia de España era un ejemplo de la decadencia, a partir de un pasado glorioso, de los imperios. Desde su perspectiva, como la de otros hispanistas norteamericanos, el declive de España estaba relacionado con dos grandes temas: el despotismo y la intolerancia religiosa. No era lo que buscaba, pero su obra no pudo sino tener un impacto en Hispanoamérica, interesada como estaba en construir nuevas naciones a partir del colapso imperial. El propósito de este capítulo es explicar las razones de los contactos entre Ticknor y un abanico representativo de autores hispanoamericanos. En la Península, el History of Spanish Literature de Ticknor, publicado en inglés en 1849, fue conocido gracias a la traducción de Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia entre 1851 y 1856. La obra despertó algunas simpatías, pero la mayoría de quienes se ocuparon de ella eran detractores, que incluían a Pedro José Pidal, Adolfo de
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Castro, Francisco de Paula Canalejas y José Amador de los Ríos. El grueso de las críticas se concentraba en la supuesta incapacidad de un extranjero, y Ticknor en concreto, para compenetrarse no solo de obras españolas en particular, sino del verdadero espíritu de la historia literaria de España. La reacción en Hispanoamérica fue bastante diferente.
Las reacciones hispanoamericanas Comparadas con las reacciones españolas a la Historia de Ticknor, las de Hispanoamérica eran bastante menos defensivas pero también menos abundantes, debido, en parte, a la dificultad de obtener libros tanto de Estados Unidos como de Europa, y a la falta de instituciones para el cultivo de la investigación en el período temprano de la construcción de las naciones. Aun así, hubo excepciones importantes. Además, algunos hispanoamericanos pudieron leer la obra de Ticknor directamente del inglés o estaban suficientemente familiarizados con su trabajo. Otros, como el cubano Domingo del Monte (1804-1853), tuvieron contacto directo con Ticknor incluso antes de la publicación del libro. La mayor concentración de contactos era precisamente con Cuba, debido a la proximidad del país con la isla y a la complicada red de asuntos políticos y económicos que los unía. Cuba permaneció, como Puerto Rico, en la esfera colonial de España hasta mucho después de que los demás países hubieran logrado independizarse. Por ello, el contacto entre Cuba y España era mayor, y los viajes con frecuencia incluían una escala en algún puerto norteamericano del Atlántico. Uno de los primeros en visitar a Ticknor fue Ramón de la Sagra, el director del Jardín Botánico de La Habana, quien pasó una temporada en Estados Unidos y relató después su estadía en un libro titulado Cinco meses en los Estados Unidos (Sagra 1836), que posteriormente envió a Ticknor. Este último no llegó a conocer personalmente a Domingo del Monte, pero tuvo más contacto con él. Del Monte pasó bastante tiempo tanto en España como en Estados Unidos, lugares en los que residió hasta su muerte en Madrid en
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1853. Fue durante su primera visita a Madrid en 1827 cuando Del Monte conoció a Alexander H. Everett, que representaba a su país ante la Corte de Fernando VII. Esta era precisamente la época en que Everett apoyaba los intereses hispanistas de Washington Irving, George Ticknor y William H. Prescott. Fue gracias a ese contacto, que luego pasó a ser una amistad, que Del Monte desarrolló un gran aprecio por las letras norteamericanas y, en particular, por Ticknor. A su regreso a Cuba en 1828 como flamante abogado, Del Monte participó activamente en una serie de actividades literarias y en instituciones culturales como la Real Sociedad Patriótica y la Revista Bimestre Cubana, periódico que había fundado el catalán Mariano Cubí y Soler (1801-1875) siguiendo el modelo de las revistas británicas Edinburgh Review y Quarterly Review. Durante la década de 1830 había un número importante de norteamericanos, especialmente de Boston, ya sea residiendo en la isla o visitándola por razones de salud. Así, Del Monte y otros cubanos tenían contactos personales con esta gente y acceso a libros y periódicos estadounidenses como el North American Review. Desde Matanzas en 1831, Francisco Guerra Bethencourt le decía a Del Monte que “otro trabajo igualmente útil, mucho más ameno y propio del país, sería dar a conocer entre nosotros, donde hay tantas personas que saben inglés, y tantos jóvenes que le aprenden, los escritores contemporáneos más eminentes de los Estados Unidos como Cooper, Chaning [sic], Irving & C” (Academia de la Historia Cubana, vol. 1, 119,120).1 Del Monte estaba decidido a estrechar los lazos entre ambos países cuando escribió directamente a Ticknor, por entonces ampliamente conocido como profesor de literatura en Harvard. Le propuso como miembro correspondiente de la Academia Cubana de Literatura, honor que Ticknor aceptó agradecido.2 Del Monte envió varias publicaciones al profesor de literatura, incluyendo
1 2
Francisco Guerra Bethencourt a Domingo del Monte, Matanzas, 1 de mayo de 1831. Domingo del Monte a Antonio Zambrana, 28 de noviembre de 1832, Houghton Library (HL), Harvard University, José Augusto Escoto Collection (bMS Span 52), Caja 54, Carpeta 918.
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un ejemplar de la Revista Bimestre Cubana. Ticknor quedó bastante impresionado con la cantidad de talento y de logros literarios de los escritores de la isla. Añadió, comentando un tomo de poemas que venía incluido, que “también he tenido mucho placer en constatar que aunque sus poetas mantienen, en un grado considerable, las formas establecidas de la literatura española, como el Romance, tanto el tono como el colorido son locales y peculiares. Este, me parece a mí, es el camino correcto, y promete llevarlos lejos” (Academia de la Historia Cubana vol. 2, 49-50).3 Para esta época, Ticknor ya había renunciado a su cátedra en Harvard y estaba a punto de embarcarse en un viaje de cuatro años por Europa, lo que naturalmente limitó el contacto entre ambos. Pero Del Monte encontró maneras de mantenerse informado, gracias especialmente a Alexander Everett, quien a principios de la década de 1840 se encontraba en Cuba, luego en Luisiana (en el Jefferson College) y, finalmente, en Boston. Para Del Monte y otros cubanos, la conexión con los hispanistas norteamericanos era una gran fuente de apoyo moral e intelectual una vez que el clima político del país tomó un giro autoritario bajo el gobierno del capitán general Miguel Tacón (1834-1838). En una carta a Ticknor de 1837, Del Monte describió cómo el país, privado de libertad política, obligaba a los intelectuales a concentrarse en temas que no despertaran las sospechas del Gobierno, a menos que el poeta, “como Dante”, escogiera ser un fugitivo por sus escritos.4 Del Monte tuvo que abandonar la isla en 1843, a raíz de su presunta participación en un plan abolicionista británico. Acusado de conspiración, salió de Cuba para nunca más regresar. Luego de un período de residencia en Estados Unidos y en Francia, Del Monte se instaló en España. Fue allí, en Madrid, desde 1846, que Del Monte entabló relaciones con Pascual de Gayangos y pudo a través de él tener noticia de Ticknor, Prescott y otros escritores norteamericanos que admiraba. Sabía, gracias a Everett, que Ticknor estaba trabajando en su historia de la literatura española. “[George]
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George Ticknor a Domingo del Monte, Boston, 24 de abril de 1834. Domingo del Monte a George Ticknor, La Habana, 30 de mayo de 1837, en Revista Cubana 10 (1889), 319-320.
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Bancroft, Ticknor y Prescott están muy agradecidos por sus amables saludos”, le escribió Everett a su amigo cubano y le informó de que “el libro de Prescott [sobre la historia de la conquista de México] está listo para su publicación, y saldrá en el otoño. El de Ticknor, me temo, no saldrá sino hasta las calendas griegas” (Academia de la Historia Cubana vol. 5, 87).5 Más adelante, Everett le comentó que “Ticknor tiene el manuscrito de una serie de lecciones sobre literatura española, que publicará algún día, lo que probablemente no ocurrirá en varios años” (121).6 Fue quizás debido a esta clara referencia a la lentitud de Ticknor por la que Del Monte comentó, en su reseña al libro de Prescott sobre la conquista del Perú, que este caballero desempeñó la cátedra de literatura extranjera en la Universidad de Boston [sic] antes que el señor [Henry Wadsworth] Longfellow; y enseñó a los alumnos a conocer y apreciar los primores y aciertos del ingenio español. Su Curso de literatura de los pueblos del Mediodía de Europa yace todavía inédito, con gran sentimiento de los que han leído las exquisitas muestras de su saber en varios artículos críticos de la Revista Trimestre Americana (American Quarterly Review), que se publicaba en Filadelfia en 1829, y en la Revista Norte-Americana (North American Review) que se publica en Boston.7
Pero, al fin, Del Monte recibió en Madrid un ejemplar de la Historia de la literatura española. Le contestó a Ticknor que ya había anunciado la publicación del libro en El Heraldo de Madrid, pero que esperaría la traducción de Gayangos para publicar una reseña más detallada. Del Monte le dio a entender, sin embargo, que solo podría hacerlo “si estuviese mi ánimo más tranquilo de lo que lo cita [sic] hoy, amenazado mi país (Cuba) de invasiones, de guerras y de calamidades políticas”. En tal caso, “procuraré hacer resaltar ante el público español las dotes del escritor americano que tan profundamente ha
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Alexander Everett a Domingo del Monte, Boston, 6 de enero de 1843. Everett a Del Monte, Boston, 15 de agosto de 1843. El artículo apareció en Madrid en 1848. Fue incluido en Revista de Ciencias, Literatura y Artes 2 (1856), 754-775.
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estudiado nuestras letras, y con tan sano criterio ha sabido juzgarlas sine odio, nec amore”.8 Esto no llegaría a ocurrir, ya que Del Monte no encontró la tranquilidad que anhelaba ni en España ni en su patria, a la que no pudo volver. Ya para 1849 era claro que tenía problemas con el Gobierno, probablemente a raíz de sus contactos políticos en Cuba, ya que le fue negado el permiso para ingresar al Archivo General de Indias, donde quería consultar las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo.9 Más tarde, en 1852, fue expulsado de Madrid.10 Y el 4 de noviembre de 1853, viudo y emocionalmente destrozado, murió a la edad de cuarenta y nueve años. Como le dijo Pascual de Gayangos a Prescott en una lacónica pero dolida frase, “Domingo del Monte murió. En él hemos perdido un amigo apreciable y un literato ilustrado”.11 Ticknor también perdía a un amigo que tanto quería dar a conocer su obra en el mundo hispano. El literato de Boston continuó atrayendo la atención de estudiosos cubanos que estaban muy conscientes de su obra, pero de quienes sabía poco. El talentoso Pedro J. Guiteras le envió su Historia de la isla de Cuba (1865) con una carta en la que le manifestaba un interés y agradecimiento anticipado por cualquier comentario de “quien estima los varios conocimientos que Ud. posee en el arte de la composición i la índole de nuestra lengua y literaturas”.12 Otro cubano, Nicolás Azcárate, pasó por Boston camino a Madrid en junio de 1866 con el propósito específico de visitarlo y ofrecerle traducir cualquier escrito
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Domingo del Monte a George Ticknor, Madrid [sin fecha], 1850, Rauner Special Collections Library, Darmouth College (RSCL). 9 Real Academia de la Historia (Madrid), Actas, 7 de septiembre de 1849. 10 “Carta sin firmar al Presidente del Consejo de Ministros defendiendo la conducta de Domingo del Monte con motivo de su destierro de la corte”, Madrid, 2 de noviembre de 1852. Domingo del Monte, Documentos (n.° 41), Cuban Heritage Collection, Richter Library, University of Miami. 11 Pascual de Gayangos a William H. Prescott, Madrid, 1 de enero de 1854, Massachusetts Historical Society, WHP, Caja 1854-1855. 12 Pedro J. Guiteras a Ticknor, Bristol (RI), 22 de septiembre de 1865, Boston Public Library (BPL).
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suyo sobre literatura cubana. También reveló estar en posesión, “como legado especial que me hizo”, de los papeles inéditos de Domingo del Monte, que esperaba publicar en España.13 Asimismo, hay evidencia del contacto entre Ticknor y el poeta José Agustín Quintero (1829-1885), patriota cubano que vivió un tiempo en Cambridge en la década de 1840 y que regresó a Cuba en 1848 para sufrir la persecución política y una sentencia de muerte, logrando escapar y regresar a Estados Unidos. Es posible que haya sido a petición de Ticknor que Quintero preparara un ensayo manuscrito e inédito sobre la poesía lírica de Cuba, que demostraba la impresionante riqueza poética de la isla.14 Después de su fuga, Quintero le envió otro ensayo, esta vez impreso, sobre el general John Anthony Quitman, quien había luchado en la guerra de México, y que publicó en castellano en Nueva Orleans.15 Como asiduo lector del North American Review, Ticknor tuvo acceso a más información sobre las letras cubanas gracias al artículo de William Henry Hurlbert, que discutía en detalle a varios de los autores citados por Quintero, incluyendo a José María Heredia, José Jacinto Milanés, Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) y Rafael María de Mendive. Hurlbert manifestó la misma sorpresa de Ticknor al revelar que “un caballero cubano de buena educación y gusto” le había proporcionado una lista de cincuenta y tres poetas cubanos (Hurlbert 1849). Tal abundancia no significaba que los poetas fueran muy conocidos, con la excepción de Heredia, cuyo “Niágara” estaba traducido al inglés y aparecía frecuentemente en antologías poéticas. Ticknor estaba claramente mejor informado sobre la actividad literaria de Cuba que de cualquier otro país hispanoamericano. Los contactos de Ticknor con intelectuales de otros países hispanoamericanos eran más esporádicos, en parte por los problemas de comunicación con una región tan vasta. Sin embargo, no faltaban los
13 Nicolás Azcárate a Ticknor, Tremont House (Boston), 20 de junio de 1866, BPL. 14 “Lyric Poetry in Cuba”, Ticknor Manuscripts (D Mss. 33), n.° 14, BPL. 15 Quintero, Apuntes biográficos del mayor jeneral Juan Antonio Quitman (Nueva Orleans: Sherman, Wharton y comp., 1855), ejemplar en BPL.
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visitantes que pasaban por Boston a saludarlo, con propósitos muy diversos, o corresponsales con pedidos específicos, algunos de los cuales le resultaban bastante problemáticos. Por ejemplo, el guatemalteco Antonio José de Irisarri (1786-1868), que había sido representante chileno en Gran Bretaña durante la época de independencia y estaba entonces (1850) residiendo en Nueva York, le envió ejemplares de sus libros y anunció que, junto con un colaborador, tenía la intención de traducir la Historia de la literatura española. Ticknor, alarmado, se declaró inmediatamente en contra de ese proyecto, puesto que Gayangos ya había comenzado la traducción en España. “Ya les he escrito para disuadirlos”, le comentó a Gayangos, “y les hablé de la traducción suya y de cuánto espero verla mejorada y enriquecida por usted”.16 Aunque fracasó en su proyecto, Irisarri encontró otros medios para elogiar la obra de Ticknor. En Cuestiones filológicas (Irisarri 1861), declaró que tres norteamericanos, Washington Irving, William H. Prescott y Ticknor, “han sido los que más imparcial justicia han hecho a España”. En cuanto a la Historia de la literatura española de Ticknor, afirmó que “es la mejor y la más completa obra que yo conozco sobre la materia”. Viniendo de un estudioso de letras, especialmente de filología, este era un elogio mayor. Y, como hispanoamericano, también es claro que no sentía el mismo orgullo nacional herido de sus colegas peninsulares. Otros hispanoamericanos que le visitaban o enviaban cartas y libros incluían al chileno Pedro P. Ortiz, quien lo fue a ver a Boston, “la Atenas del nuevo Mundo”, como la llamó con tanto entusiasmo como falta de originalidad. Hablaron sobre el gran estudioso venezolano Andrés Bello (1781-1865), quien vivía en Chile, al que Ticknor envió un ejemplar de su Historia.17 Otro chileno, el talentoso historiador Diego Barros Arana, le envió dos tomos de su Historia general de la independencia de Chile (1854), dedicándola “al erudito autor de la historia de la literatura española” y ofreciendo “servirle en cuanto
16 Ticknor a Gayangos, Boston, 8 de marzo de 1850. Hispanic Society of America, Ticknor Manuscripts, Correspondencia, tomo II. 17 Pedro P. Ortiz a Ticknor, Nueva York, 27 de junio de 1853, BPL.
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pueda ser útil en su tarea de reunir libros hispanoamericanos”.18 El secretario de la Legación de México en París, Andrés Oseguera, le pidió a Matías Romero, entonces embajador en Washington y en contacto con Ticknor, que le enviara a este último su panfleto Question Mexicaine, “explicándole que le envío un ejemplar como curiosidad bibliográfica de un hijo de México [y] no porque tenga nada que saber de nuevo en materia de literatura española”.19 Quizás el más famoso de los visitantes de Ticknor fue Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), el educador, autor del clásico Facundo (1845) y finalmente presidente de Argentina (1868-1874). Sarmiento visitó Boston en octubre de 1865, cuando era embajador de su país en Estados Unidos. Como no era famoso por su modestia, le escribió a su amiga Aurelia Vélez que su visita a esa ciudad había sido un éxito total. Para ilustrarlo, dijo que “el célebre literato Ticknor me busca hace tres días y hoy me escribe pidiéndome audiencia”.20 Cuando se reunieron, Sarmiento pudo constatar que no era su fama lo que motivaba a Ticknor, sino más bien obtener información sobre autores y libros. Le escribió entonces, en un tono más humilde, a José Mármol, el autor de Amalia (1851) y en ese momento embajador en Brasil, para pedirle que enviara ejemplares de sus obras, de modo que Ticknor pudiera conocerlas y, ojalá, hacer un comentario sobre la literatura argentina. Ticknor, que, en opinión de Sarmiento, “es hoy acaso el único crítico y erudito español, aunque sea norteamericano”, había lamentado, junto a Longfellow, “no conocer un verso de nuestro país” (Sarmiento 2001: vol. 30, 162).21 En un discurso pronunciado ante la Sociedad Histórica de Rhode Island el 27 de octubre del mismo año, Sarmiento tuvo la oportunidad de referirse nuevamente a Ticknor. El erudito de Nueva Inglaterra, dijo, escribió su Historia de la literatura española con la ayuda de “cinco mil volúmenes”, demostrando un conocimiento exótico “en aquella
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Diego Barros Arana a Ticknor, Valparaíso, 29 de enero de 1856, BPL. Matías Romero a Ticknor, Washington, 19 de agosto de 1861, BPL. Domingo Faustino Sarmiento a Aurelia Vélez, Boston, 15 de octubre de 1865. Sarmiento a José Mármol, 17 de octubre de 1865.
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lengua, como los ingleses estudiaron el sánscrito, olvidado de los hindúes” (Sarmiento 1866). Sarmiento se aseguró de enviarle ejemplares de al menos sus propios libros, pero nunca escribió nada sistemático o detallado sobre la obra de Ticknor, quizás por la convicción que ya había expresado de que la literatura española era un tema inerte y sin valor. Estos contactos demuestran que Ticknor era bien conocido, al menos entre los intelectuales hispanoamericanos, y muy respetado como investigador y crítico. Quienes llegaban a Estados Unidos no dejaban de visitarlo, o al menos intentaban hacerlo. A veces era probable que tuvieran más contacto con Ticknor que entre ellos mismos, lo que daba a este una perspectiva mucho más amplia de la actividad intelectual en el continente. Pero nunca llegó, como muchos le alentaban a hacerlo, a estudiar las letras hispanoamericanas. Una razón importante para tal omisión, como manifestó Ticknor mismo a otro corresponsal hispanoamericano, el argentino Juan María Gutiérrez (1809-1878), era la dificultad de obtener libros de una manera sistemática. Gutiérrez, quien, además de escritor, era rector de la Universidad de Buenos Aires, le envió al menos un par de los suyos.22 Refiriéndose a uno de ellos, el primer tomo de su Estudios biográficos y críticos sobre algunos poetas Sud-Americanos anteriores al siglo xix (1865), Ticknor le expresó “el ferviente deseo de que usted los continúe”, agregando que son aportes muy interesantes a la literatura española de este lado del Atlántico, muy necesarios y que yo he buscado con frecuencia y sin éxito. Desde México, Perú y Cuba he recibido una cantidad modesta de libros, principalmente enviados por sus autores, pero esta es la primera vez que he recibido alguno desde Buenos Aires. Su envío es particularmente valioso para mí, especialmente su Estudios, que contienen varias noticias que yo no sabría donde más buscar y una en particular sobre [Sor Juana] Inés de la Cruz que me resultará muy útil para la nueva edición de mi Historia de la literatura española. En algún momento pensé que sería posible agregar un estudio sobre la literatura hispanoamericana en la última
22 Juan María Gutiérrez a George Ticknor, Buenos Aires, 29 de octubre de 1866, BPL.
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edición publicada [1863], pero me fue totalmente imposible reunir los materiales necesarios.23
Fue precisamente gracias a Gutiérrez que Ticknor obtuvo información sobre un hispanoamericano que conoció a principios de la década de 1820: el argentino José Antonio Miralla (1790-1825), quien vivió en Cuba entre 1816 y 1822 y cerca de un año en los Estados Unidos, promoviendo la independencia de Cuba (infructuosamente) antes de tratar en la Colombia de Simón Bolívar (también infructuosamente) y fallecer prematuramente en México (Gutiérrez 1866). Miralla dejó un recuerdo imperecedero tanto en Ticknor como en su amigo Charles F. Bradford durante el corto tiempo que compartieron en Boston. “El venía ocasionalmente a mi casa”, le contó Ticknor a Gutiérrez, “y recuerdo muy bien que era capaz de recitar con una facilidad y éxito extraordinarios”. Ticknor relató también cómo Miralla se había enamorado perdidamente de una dama de Virginia, aparentemente con mucho menos éxito que con sus improvisaciones poéticas. La gente que conoció a Miralla en Nueva Inglaterra, añadió, leería la biografía de Gutiérrez con muchísimo interés. “En pocas palabras, su Vida de Miralla encuentra aquí muchos más amigos de los que usted hubiera anticipado al escribirla”. Le pidió entonces enviar más ejemplares y también un retrato del poeta.24 Una vez que este le llegó, comentó que “después de tanto tiempo, aún tenemos interés en este hombre talentoso y singular”.25 A pesar de lo fugaz de su pasada por los Estados Unidos, Miralla dejó una gran impresión por sus habilidades poéticas y, en particular, por su notable traducción de la elegía de Thomas Gray Elegy written in a country church-yard. Charles Bradford relató cómo Miralla, mientras estaba en Filadelfia en el año 1823 y ante dudas expresadas respecto 23 Ticknor a Gutiérrez, Boston, 25 de febrero de 1867, Archivo del Dr. Juan María Gutiérrez, Biblioteca del Congreso de la Nación, Buenos Aires. Citado de aquí en adelante como AJMG. 24 Ticknor a Gutiérrez, Boston, 15 de octubre de 1867, AJMG. 25 Ticknor a Gutiérrez, Boston, 10 de mayo de 1869, AJMG.
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de si era posible traducir a Gray al castellano, decidió intentarlo. En palabras de Bradford, durante los años 1822 y 1823 [Miralla] visitó el país y el autor de este artículo llegó a conocerlo bien. Tenía buenos amigos que todavía lo recuerdan aquí en Roxbury [Massachusetts], y también iba a Cambridge, donde fue recibido por los profesores [de Harvard]. Al distinguido profesor de lenguas de esa época [George Ticknor] se le oyó decir que tendría mucho gusto en conocer al traductor de la Elegía de Gray al castellano, y uno de sus sucesores [Longfellow] dijo de esta traducción que “de todas las versiones modernas, la española de Miralla me parece a mi ser la mejor”.26
Miralla no permaneció mucho tiempo en la memoria de Longfellow, pero sí en la de Ticknor. Aquel tenía un gran oído para la poesía, pero este tenía un gran ojo para los textos escritos, puesto que podía comparar el original con sus varias traducciones. Miralla era uno de aquellos que, le parecía, había logrado lo que nadie más pudo en castellano. Luego de conocer y recibir (como también cartearse con ellos) a muchos hispanoamericanos durante varias décadas, el historiador de la literatura española llegó al final de su larga trayectoria recordando al trágico Miralla de sus años de juventud. Podía recordar estos contactos con placer y quizás con algo de nostalgia, pero ninguno de ellos se ocupó, o siquiera desafió, su obra de toda una vida. Esto es, hasta que lo hizo Andrés Bello (1781-1865), la figura intelectual más descollante de la Hispanoamérica del siglo xix. Nacido en Caracas, Bello era un joven muy destacado cuando los eventos de la independencia lo llevaron a Inglaterra como miembro de una misión diplomática junto a Simón Bolívar. Allí permaneció diecinueve años, hasta que se trasladó a Chile para desempeñarse en la administración pública y preparar las obras por las que es famoso hasta el día de hoy, como Principios de derecho internacional,
26 Este recorte de diario tiene fecha del 21 de octubre de 1854, en Roxbury. Puede encontrarse, junto a la traducción del poema de Gray, en los papeles de Ticknor en BPL.
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Gramática de la lengua castellana y Código civil de la República de Chile. Muy pocos de sus contemporáneos, sin embargo, conocían la extensión de sus conocimientos en literatura española. Ocupado en otras tareas, había publicado muy poco sobre ella, pero la aparición de la obra de Ticknor le dio la oportunidad de analizar con detenimiento una serie de temas en los que ya había pensado, como los orígenes del español, la naturaleza de la versificación castellana, los romances y libros de caballería y la relación entre literatura e identidad nacional. Estos temas los consideraba centrales para la construcción de las naciones hispanoamericanas y entendió de una vez que la obra de Ticknor podía ser un excelente vehículo para hacer un comentario sobre la relación entre el pasado medieval español y las realidades de la independencia hispanoamericana. Esto, como respuesta al llamado que hacían algunos de cortar los lazos, especialmente los culturales, que todavía unían al Nuevo Mundo con una España supuestamente atrasada y decadente. En este contexto, Bello argüía que las naciones hispanoamericanas cometerían un grave error al abandonar el lenguaje, la cultura y las instituciones de España y propuso que se crearan nuevas tradiciones culturales, pero enraizadas en el pasado español. La reciente lucha por la independencia, aunque sangrienta, no debía impedir que se construyeran puentes hacia el pasado ibérico, argumento que resultó tener suficiente peso como para ser adoptado por gran parte de las naciones hispanoamericanas. La obra de Ticknor era particularmente valiosa para Bello porque mostraba con precisión cómo la relación entre historia y cultura proporcionaba la clave para entender el surgimiento de las tradiciones nacionales. El valor estético de las obras literarias no debía soslayarse, pero, de acuerdo al sabio venezolano, la obra de Ticknor demostraba cómo cada poema, cada crónica y cada cancionero popular formaban parte de un proceso histórico más amplio que culminaba en la forja de un sentido de identidad nacional. Por lo mismo, la recepción por parte de Bello de la obra del estudioso de Nueva Inglaterra fue muy favorable. “Los aficionados a las letras castellanas”, comentó en un discurso a los académicos de la Universidad de Chile en 1852, “hallarán en el erudito norteamericano un juez inteligente, capaz de apreciar lo
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bello y grande bajo las formas peculiares de cada país y cada siglo”. Añadió que quizás el elemento más importante de la obra de Ticknor era su aproximación histórica a la literatura, con lo que quería decir que admiraba su convicción de que ningún período debía imponer sus propios estándares para la evaluación de las fuentes literarias del pasado. Elogiaba, en particular, “el encadenamiento filosófico de los hechos, la sagacidad con que se rastrean las fuentes, la lucidez con que se pone a nuestra vista el desarrollo del genio nacional en los varios ramos de la literatura”.27 Bello tenía también algunas críticas, aunque primordialmente eran diferencias relativas a puntos muy eruditos. Una que sí era importante tenía que ver con los orígenes del idioma, en donde Bello sentía que Ticknor, quizás por seguir muy cercanamente las ideas de Pascual de Gayangos, no llegaba a explicar el motivo por el que logró florecer la lengua castellana a pesar del poder y la influencia de los árabes durante los siglos de dominio. Bello estaba de acuerdo con ambos en que el castellano había incorporado muchas palabras y expresiones idiomáticas del árabe, pero que la base más sólida provenía del latín, que fue transformándose mediante el contacto con otros pueblos europeos a lo largo de los siglos, principalmente el francés. Ticknor había argumentado, de una manera consistente con su perspectiva sobre el surgimiento de las literaturas nacionales y, especialmente, de la española, que estaba libre de influencias extranjeras, ya fuese árabe o provenzal. Bello, por su parte, había defendido que las influencias francesas eran demasiado notorias como para soslayarlas, especialmente en el Poema del mío Cid, que Ticknor había discutido solo brevemente en su Historia. Bello citó una gran cantidad de documentos manuscritos, que había consultado personalmente en la Biblioteca del Museo Británico en las décadas de 1810 y 1820, revelando un conocimiento prolijo de la poesía medieval europea. Pero, en esta muestra de erudición,
27 El discurso de Bello a los académicos se publicó en una versión más extensa en varios números de los Anales de la Universidad de Chile, tomos IX (1852), XI (1854), XII (1855) y XV (1858), que se incluyen en la última edición de sus Obras completas (1981-1984).
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había algo más que pedantería: lo que estaba en juego era el concepto clave de si el carácter nacional debía estar totalmente libre de influencias extranjeras para ser considerado verdaderamente nacional. Quería demostrar que, si incluso un poema fundacional como el Poema de mio Cid provenía de una tradición europea de versificación, esto tenía fuertes implicaciones para la definición de la independencia cultural hispanoamericana. Las nuevas naciones no necesitaban buscar una identidad autóctona que brotara espontáneamente del territorio, sino que debían más bien reconocer las insoslayables raíces ibéricas de la cultura. La independencia política no sería amenazada por ello. Todo lo contrario. Ticknor quedó muy impresionado con la crítica de Bello y tuvo oportunidad de darle una muestra de amistad en la triste ocasión de la muerte de su hijo Juan en Nueva York en 1860 (Bello vol. 16, 394)28 pero no cambió su postura respecto a la naturaleza de las literaturas nacionales. España estaba demasiado grabada en su mente como un caso ejemplar de literatura y carácter únicos. Sin esta idea, no podía haber una narrativa de la decadencia, y era la decadencia lo que le obsesionaba, preocupado como estaba por el ciclo vital de los imperios y las naciones. Y es aquí donde se encuentra la gran diferencia entre los intelectuales del Norte y del Sur. Los hispanoamericanos como Bello sentían que la independencia abría nuevas oportunidades de contacto con el resto del mundo, y, para ellos, España era parte de un pasado —como también presente— que debía ser incorporado a una agenda de desarrollo nacional. Para Ticknor, en cambio, el país era el ejemplo perfecto de la decadencia, que era lenta pero irreversible. Los duros años de la Guerra Civil (1861-1865) le parecían representar un síntoma inequívoco y una constatación pasmosa de que la unidad lograda por Estados Unidos durante su propio surgimiento como nación había alcanzado el punto de disolución, del que quizás no podría recuperarse jamás.
28 George Ticknor a Andrés Bello, Boston, 1 de octubre de 1860.
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Bibliografía Academia de la Historia de Cuba (1923-1957). Centón epistolario de Domingo del Monte. 7 vols. La Habana: Imprenta El Siglo XX. Bello, Andrés (1981-1984). Obras completas. 26 vols. Caracas: Fundación La Casa de Bello. Cuthberston, Stuart (1933). “George Ticknor’s Interest in Spanish American Literature”. Hispania 16 (2) (mayo), pp. 117-226. Hurlbert, William Henry (1849). “The Poetry of Spanish America”. North American Review 142 (enero), pp. 129-160. Gutiérrez, Juan María (1866). “Don José Antonio Miralla”. La Revista de Buenos Aires. Historia Americana, Literatura y Derecho 4 (40) (agosto), pp. 481-522. Irisarri, Antonio José (1861). Cuestiones filológicas sobre algunos puntos de la ortografía, de la gramática y del origen de la lengua castellana, y sobre lo que debe la literatura española a la nobleza de la nación. New York: Imprenta de Esteban Hallet. Monte, Domingo del (1939). Escritos de Domingo del Monte. 2 vols. La Habana: Cultural. Ponte Domínguez, Francisco J. (comp.) (1960). José Antonio Miralla y sus trabajos. La Habana: Publicaciones del Archivo Nacional de Cuba. Sagra, Ramón de la (1836). Cinco meses en los Estados Unidos. Paris: Imprenta de Pablo Renouard. Sarmiento, Domingo Faustino (1866). North and South America. Providence: Knowles, Anthony & Co., Printers. — (2001). Obras completas. 53 vols. Buenos Aires: Universidad Nacional de La Matanza. Silva Gruesz, Kirsten (2002). Ambassadors of Culture: The Transamerican Origins of Latino Writing. Princeton/Oxford: Princeton University Press.
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El hispanismo de William H. Prescott y la mitohistoria de la conquista de México Jorge Quintana Navarrete
El 25 de marzo de 2019, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dio a conocer que su Gobierno había enviado sendas cartas al rey Felipe VI de España y al papa Francisco conminándoles a ofrecer un perdón histórico a los pueblos originarios por las violaciones de derechos humanos cometidas hace quinientos años durante la llamada “conquista de México”. López Obrador argumentó que el reconocimiento de los ultrajes era una condición indispensable para la reconciliación de los dos países, al mismo tiempo que aceptó que el Estado mexicano también ofrecería disculpas por el tratamiento injusto que ha llevado a cabo en contra de su propia población indígena y asiática durante la época independiente. Ante estas declaraciones, el Gobierno de España rechazó tajantemente la solicitud del presidente mexicano argumentando que los sucesos durante la conquista no deben ser juzgados con base en perspectivas y valores actuales. El Gobierno español resaltó el hecho de que México y España comparten una herencia que los vincula en una misma historia y les presenta si-
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milares retos para el futuro que deben afrontar de manera conjunta. El debate entre los gobiernos de las dos naciones fue el punto de partida para una polémica entre historiadores e intelectuales que discutieron no solo la legitimidad de la exigencia de López Obrador, sino también la naturaleza misma de la conquista y sus legados en el presente. Más allá de la pertinencia de los diversos argumentos, esta controversia reveló que la conquista de México, lejos de ser un proceso histórico ya clausurado, siempre se mantiene vivo en el presente y está continuamente sujeto a reinterpretaciones que tienen innegables implicaciones políticas. Si bien se puede afirmar lo anterior en relación a todos los eventos históricos, la conquista parece tener un carácter peculiar que aviva las controversias y polémicas más encendidas. Algo similar al debate previamente aludido sucedió también en la década de 1840 a raíz de la publicación de History of the Conquest of Mexico (1843), de William H. Prescott (1796-1859). Este libro se convirtió rápidamente en un éxito de ventas masivas y tuvo un impacto en los círculos intelectuales de México y Estados Unidos. Su visión de la conquista de México resultaba atractiva para el público general que buscaba historias heroicas y emocionantes, para el creciente número de hispanistas en Estados Unidos que promovían y alimentaban un interés por el mundo hispánico y para un mayoritario sector de los intelectuales mexicanos que consideraban la conquista como un evento fundacional de su nación recientemente independizada. La publicación de History of the Conquest of Mexico también fue el motivo de un debate en torno a cuestiones como la validez de las fuentes indígenas, la exaltación de Hernán Cortés como figura histórica y el menosprecio de la civilización mexica/azteca.1 Este artículo explorará las implicaciones políticas e historiográficas del debate promovido por el libro de Prescott en las élites intelectuales de México. Primero, tomando en consideración el contexto del his-
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Mexicas es el término utilizado por los propios habitantes de Tenochtitlán para referirse a sí mismos, mientras que aztecas es un vocablo inventado durante el periodo independiente de México. A lo largo de este artículo utilizaré el primer término.
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panismo estadounidense y la expansión territorial de Estados Unidos, analizaré las características fundamentales que hacen de History of the Conquest of Mexico uno de los ejemplos más destacados de la llamada “mitohistoria” de la conquista (Restall xv, xvi), es decir, la narrativa tradicional que representa este proceso histórico como el resultado de las acciones heroicas de un puñado de españoles comandado por Hernán Cortés y apoyados por una civilización superior en términos de tecnología, cultura y religión. En particular, me enfocaré en cómo el escritor estadounidense construye su narrativa en torno a la figura central de Cortés como un héroe excepcional que realiza actos de genialidad y conquista un gran imperio con ayuda de unos cuantos guerreros. Después examinaré las reacciones que provocó la perspectiva de Prescott en dos historiadores mexicanos: el intelectual conservador Lucas Alamán (1792-1853), quien respalda la visión de History of the Conquest of Mexico, y el historiador liberal José Fernando Ramírez (1804-1871), cuyas posturas representan críticas importantes a la mitohistoria tradicional, pero terminan por proponer una mitología alternativa de la conquista como fundación del México mestizo. Mi argumento central es que desmantelar las diferentes versiones de la mitohistoria de la conquista ofrece la posibilidad de imaginar una reinterpretación de este proceso histórico y sus implicaciones en el presente.
La conquista según Prescott En el prefacio de History of the Conquest of Mexico, Prescott proporciona algunos indicios sobre las redes materiales e intelectuales que hicieron posible la escritura de su libro. En primer lugar, el escritor estadounidense hace alusión a la compleja red de informantes y amigos que le hicieron llegar los documentos históricos referentes a la conquista que eran indispensables para escribir su obra. A pesar de que no viajó personalmente a los diferentes archivos y colecciones, Prescott utilizó su vasto capital económico y cultural para establecer relaciones con personajes encumbrados en Europa y México (Gómez 119). Entre sus informantes, menciona en el prefacio a Martín Fernández Navarrete, presidente de la Real Academia de Historia de
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Madrid; el conde José Justo Gómez de la Cortina, político, diplomático y académico mexicano; Lucas Alamán, historiador y político de quien me ocuparé en la segunda parte; Ángel Calderón de la Barca, ministro plenipotenciario de España en México; el duque de Monteleón, quien, a la sazón, era el representante de la casa de Hernán Cortés y poseía un archivo familiar, entre otros. Estos informantes le proporcionaron una gran cantidad de “instrucciones oficiales, diarios privados y militares, correspondencia de los principales personajes de aquellas escenas, crónicas contemporáneas y otras semejantes, sacados de los principales repertorios de la Península y sus vastas colonias” (Prescott 1845: iv), los cuales eran inaccesibles para la mayoría de historiadores. Al mismo tiempo, el prefacio de Prescott echa luz sobre el ambiente intelectual estadounidense —en particular, de la ciudad de Boston—, que alimentó el proyecto de escribir una historia de sucesos ocurridos en un lugar y un tiempo distantes. Dedica un agradecimiento especial a George Ticknor, a quien describe como “mi amigo de muchos años” y un hombre de “extraordinaria erudición y delicado gusto” (viii). Ticknor fue el pionero de los estudios hispánicos en Estados Unidos, tanto por su labor en la Cátedra de Literatura Española y Francesa en la Universidad de Harvard como por sus publicaciones en el campo de la historia literaria. Además, se encargó de animar un círculo de hispanistas renombrados, como Washington Irving, Henry Wadsworth Longfellow y el propio Prescott, a quienes impulsó de diversas maneras a dedicarse al estudio del mundo hispánico. Prescott también alude en su prefacio a Irving, “el más popular de los escritores americanos” (vii), cuyo A History of the Life and Voyages of Christopher Columbus (1828) marcó un hito importante para el hispanismo estadounidense y encendió el interés en todo el mundo anglosajón por la historia del Imperio español. Prescott establece una comparación entre su representación de Cortés y el Colón de Irving, sugiriendo implícitamente que el texto de este último —caracterizado por la exaltación romántica de la figura mitificada de Colón— era el modelo que guiaba su propio proyecto. Como ha argumentado Iván Jaksić (2007), la historia de España resultó atractiva para el público estadounidense porque ofrecía lec-
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ciones importantes para una nación en proceso de ascensión como Estados Unidos a mediados del siglo xix. Bajo los designios del llamado “destino manifiesto” y la doctrina Monroe, la expansión territorial hacia el oeste del territorio americano prometía un futuro espléndido para el país. En este contexto, el presente del Imperio español, que durante esta época ya se encontraba en pleno declive al perder buena parte de sus colonias en el continente americano, ofrecía una advertencia sobre lo que la élite estadounidense consideraba deficiencias y vicios —el monarquismo absoluto, la intolerancia religiosa, el atraso cultural— que podían derrumbar a una nación pujante. Al mismo tiempo, ciertos aspectos de la historia española representaban un modelo a seguir para Estados Unidos: el liderazgo ilustrado de los Reyes Católicos Fernando e Isabel y las empresas heroicas de figuras como Colón y Cortés manifestaban ciertas características como la confianza en la providencia, el orgullo nacionalista y altas virtudes morales y políticas que eran deseables para el pueblo estadounidense. En definitiva, History of the Conquest of Mexico es un libro concebido en el seno de los intereses que orientaban al hispanismo estadounidense. Prescott se proponía extraer de la historia española algunas reflexiones generales sobre el carácter distintivo de cada nación o sobre el ascenso y caída de las grandes civilizaciones que podrían ser aplicables para el pueblo estadounidense. El historiador estadounidense aprovechó el aire de novedad y romanticismo que era atribuido al mundo hispánico en su país y formuló una narrativa histórica que combinaba rigor académico y atractivo masivo. Además, History of the Conquest of Mexico se publicó unos años antes de la guerra entre Estados Unidos y México (1846-1848), también conocida como invasión estadounidense en México, la cual resultó en la anexión por parte de Estados Unidos de los territorios que hoy se conocen como California, Nuevo México y Arizona, entre otros. El libro de Prescott, que narraba una guerra imperialista contra los mexicanos ocurrida unos trescientos años antes, ofrecía un paralelo histórico evidente con lo que comenzaba a llamarse la “segunda conquista de México”. En efecto, miembros reputados del ejército estadounidense aprovecharon el éxito del libro de Prescott para pre-
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sentarse a sí mismos como sucesores de Cortés y su guerra como una actualización de la primera conquista (Eipper 420). Aun cuando personalmente no apoyaba la invasión estadounidense en México, Prescott no dejaba de sentir orgullo de que su libro fuera leído y tomado como inspiración por los propios protagonistas de la guerra expansionista. History of the Conquest of Mexico contiene siete partes: el libro primero hace un examen de la civilización de los mexicas. El libro segundo comienza con una revisión de los logros de España en el siglo xvi, los primeros años de vida de Cortés, su llegada al continente americano, sus conflictos políticos con el gobernador de Cuba, Diego de Velázquez y su primer encuentro con los embajadores enviados por los mexicas y termina con la famosa destrucción de las naves —a la que volveré más adelante— y su decisión final de emprender el camino a Tenochtitlán. El libro tercero detalla el trayecto de Cortés hacia la capital del Imperio mexica, su paso por diversas ciudades-estado de la región, como Cholula y Tlaxcala —cuyos habitantes, después de perder una batalla con los españoles, se convertirían en sus mejores aliados—, hasta su arribo a Tenochtitlán y su primera entrevista con el gobernante Moctezuma. El libro cuarto empieza con el recibimiento de Cortés en la ciudad, el arresto de Moctezuma, la salida de Cortés para luchar con las tropas enviadas por Diego de Velázquez, su regreso a la capital de los mexicas y el inicio de las hostilidades abiertas entre ambos grupos. Los libros quinto y sexto hacen un recuento pormenorizado del sitio y eventual caída de Tenochtitlán. Finalmente, el libro séptimo relata las acciones de los conquistadores luego de la toma de la capital y hace un seguimiento del destino posterior de Cortés, sus batallas y proezas en otras regiones cercanas, su regreso final a España y su muerte. Como se puede ver, el hilo conductor de History of the Conquest of Mexico son las acciones y la vida de Cortés. En el prefacio, Prescott afirma que decidió terminar su libro con la muerte de Cortés —y no con la caída de Tenochtitlán, como es usual en muchas narrativas de estos sucesos históricos— porque el conquistador español representa “el héroe que fue como el alma de ella [la Conquista]” (Prescott 1845: vi). Esta afirmación revela que Prescott consideraba que Cortés y la
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conquista eran esencialmente inseparables: para relatar y explicar esta, era indispensable hablar de Cortés, el impulso inicial y razón última de ese evento. Cortés es abiertamente presentado como una figura heroica y aventurera con características excepcionales de valentía e inteligencia, arropado por una civilización grandiosa que le otorga la confianza en la necesidad —política, religiosa, civilizacional— de su empresa. Estos dos rasgos del libro de Prescott —la inseparabilidad de la conquista y Cortés y la heroicidad de este último—, lejos de ser modos naturales o evidentes de entender el proceso histórico de dicho evento, constituyen en realidad un modelo explicativo esencial en la mitohistoria formada por los conquistadores y religiosos españoles del siglo xvi y reproducida en mayor o menor medida hasta la actualidad. No resulta extraño entonces que las principales fuentes de Prescott sean precisamente los escritos de los propios conquistadores españoles —las cartas de Cortés y el libro de Bernal Díaz del Castillo—, así como otros textos afines a esta perspectiva, como la historia de Francisco López de Gómara. Prescott no esconde su admiración por el conquistador español desde el prefacio de su libro: “Cualquiera que sea el brillo que las proezas militares de la conquista de México reflejen sobre Cortés, ellas no bastan para dar una idea cabal de las miras ilustradas, extensas y variadas, y del genio emprendedor de aquel guerrero” (vi). Quizás el evento singular que hasta el día de hoy ejemplifica el genio y valentía de Cortés sea la destrucción de las naves españolas ordenada por él mismo para cerrar toda posibilidad de escape y obligar a su ejército a emprender la marcha hacia Tenochtitlán. Curiosamente se trata de un evento que no aparece de manera prominente en las cartas del propio Cortés y que Díaz del Castillo atribuye a una decisión conjunta del ejército español, restándole la supuesta genialidad y valentía a Cortés. La destrucción de las naves como parte esencial del mito de Cortés es entonces una construcción posterior al siglo xvi, en la que Prescott desempeñó de hecho un papel fundamental (Restall 17-18). El historiador estadounidense no deja pasar esta oportunidad para enaltecer la figura del conquistador español, sosteniendo que la destrucción solo es entendible como la decisión individual de un hombre verdaderamente excepcional:
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La destrucción [de las naves] es acaso el incidente más notable de la vida de este hombre extraordinario. Pocos son en verdad los ejemplos de este género que nos ofrece la historia; y en ninguno eran más precarias las esperanzas del triunfo, ni más desastrosas las resultas de una derrota. Si se hubiera malogrado aquella acción, se le habría llamado un rasgo de locura, y sin embargo era hija de un cálculo profundo. Su caudal, su fortuna, su vida misma, todo lo había arriesgado [Cortés], y era preciso afianzarlo: no cabía alternativa entre morir o perecer; y la medida tomada aumentaba mucho las probabilidades del triunfo; pero llevarla a cabo al frente de una soldadesca desatada y desesperada, fue un acto de resolución de que pocos ejemplos ofrece la historia. (245)
El uso de expresiones como notable, cálculo profundo, acto de resolución para describir esta acción apunta a presentar la imagen de un hombre que reúne un coraje y una osadía extraordinarias —es capaz de arriesgar todo en las circunstancias menos prometedoras para lograr su cometido último—, además de una inteligencia estratégica inusitada —puede leer las coordenadas de la situación de una manera admirable para tomar decisiones inusuales que cualquier otra persona consideraría un acto de locura—. Atribuir esta acción —y, por extensión, la conquista por completo— exclusivamente al genio de Cortés revela una concepción de la historia como un proceso dominado por los grandes hombres, sin tomar en cuenta una diversidad de factores que desempeñan un papel en todo proceso histórico. En efecto, la destrucción de las naves sería mejor comprendida si se toma en consideración el marco político y cultural de la región (Navarrete). Para agosto de 1519, cuando los españoles ejecutaron dicha destrucción, los europeos ya habían establecido una alianza con los habitantes de Cempoala, quienes vieron en los recién llegados una oportunidad de vencer al imperio más poderoso de la región. Los cempoaltecas, y más tarde los tlaxcaltecas, guiaron a los españoles por los caminos, les proveyeron de comida y de todo lo necesario para vivir, les enseñaron a navegar la política local entre los diversos grupos y lucharon con ellos para cumplir sus propios propósitos de ascensión. Los españoles dependían en buena medida de esta red de apoyo para sobrevivir y es inverosímil que hubieran siquiera acometido la marcha hacia Tenochtitlán por sí solos. De este modo, lejos de ser “un acto
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de resolución de que pocos ejemplos ofrece la historia” y más allá de su atractivo romántico, la famosa destrucción de las naves se presenta más bien como una acción comprensible y razonable en el marco local de pugnas políticas. Otro evento que ha estado íntimamente ligado a la figura de Cortés es la llamada “masacre de Cholula”, en donde sacerdotes, gobernantes y población civil desarmada fueron asesinados a manos de los españoles y sus aliados tlaxcaltecas en su camino a Tenochtitlán. La versión de los hechos a la que se adscribe Prescott es la propuesta por Díaz del Castillo y cercana a la que el mismo Cortés lanzó en sus cartas: esta matanza se realizó como castigo por una conspiración que los gobernantes de Cholula estaban preparando para matar a los españoles, quienes tuvieron que anticiparse para defender sus vidas.2 Prescott reconoce que “este lance es uno de los que han echado una negra mancha sobre la memoria de los conquistadores” (371), pero más tarde argumenta que “para juzgarlos debidamente [a los conquistadores], no los veamos a la luz de nuestro siglo, retrocedamos al suyo y coloquémonos en el punto de vista que permite la civilización de entonces” (376). Esta justificación —que en esencia es la misma que el actual rey y Gobierno de España utilizaron en su respuesta al presidente de México— parte de una consideración de lo que Prescott llama el “derecho de conquista”, es decir, los códigos y las normas (bulas papales, disposiciones legales, entre otros) que efectivamente otorgaban legitimidad política y religiosa al sometimiento de individuos y pueblos paganos o bárbaros durante ese momento histórico. Prescott, un historiador
2 Prescott no toma en cuenta la versión de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, un historiador mestizo que en el siglo xvii recopiló información y testimonios sobre la cultura mexica y los hechos de la conquista. Este historiador sostiene que la masacre de Cholula fue ideada por los tlaxcaltecas, quienes crearon el rumor de la conspiración para aniquilar a sus enemigos, los habitantes de Cholula. Esta versión da mayor peso a las acciones de los aliados que a la propia decisión de Cortés. Curiosamente, Prescott cita a Ixtlilxóchitl exclusivamente en el libro primero, dedicado al análisis de la civilización mexica, pero no toma en consideración su perspectiva en los hechos posteriores.
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protestante del siglo xix, admite que esos códigos de conquista resultan ahora “monstruosos”, pero no deja de aceptar que explican el comportamiento de los conquistadores de una manera fiel. Además, refuerza la idea de la genialidad de Cortés al sugerir que, más allá de la legitimidad de la masacre de Cholula, es indudable que fue una decisión calculada con grandes beneficios políticos para los españoles, porque impidió el supuesto ataque organizado en contra de ellos y mandó un mensaje de terror y fuerza al Imperio mexica. El problema con el argumento de Prescott es que la masacre de Cholula y otros hechos semejantes resultaban controversiales y su legitimidad era dudosa ya en el siglo xvi, cuando fueron cometidos. Las llamadas “leyes de Burgos” (1513) prohibieron el exterminio injustificado de la población nativa y permitieron la guerra de conquista solo en los casos en que los nativos se negaran a ser cristianizados. El propio Prescott reconoce que “es verdad que este derecho [de conquista] no autoriza actos de violencia innecesarios” (374), pero tiende en general a enaltecer el buen criterio de los conquistadores. Contraviniendo las leyes de Burgos, Cortés se rebeló en contra del gobernador de Cuba, Velázquez, y emprendió una expedición ilegal de conquista. Las cartas de relación de Cortés son entonces un intento de justificar la legitimidad de toda su empresa y una solicitud de obtención de los beneficios materiales que le correspondían. En particular, la masacre de Cholula rompía también con los cánones contemporáneos de lo que era considerado una guerra aceptable: tanto las costumbres mesoamericanas que prescribían una serie de rituales previos, como los cánones europeos que impedían el ataque a la población civil. Esta masacre representó una operación sistemática y prolongada —duró varios días— que tuvo como blanco predilecto a los habitantes desarmados, quienes, según todos los testimonios, opusieron muy poca resistencia al embate de los españoles y tlaxcaltecas. Como consecuencia de las diversas irregularidades cometidas por los conquistadores, la expedición de Cortés encontró detractores durante su tiempo e incluso él mismo fue sometido a un proceso judicial. La imagen de Cortés como un héroe excepcional por sus características de valentía y astucia es uno de los cimientos de la mitohistoria de la conquista. El dominio de Cortés sobre la población nativa —re-
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presentada en el mejor de los casos como naturalmente supersticiosa e ingenua, en el peor de los casos como esencialmente cruel y antropófaga— condensa la supuesta superioridad de la civilización occidental y justifica en última instancia el proyecto de colonización. Como se verá a continuación, esta mitohistoria de la conquista era reproducida en buena medida también por los historiadores mexicanos del siglo xix, aunque ciertas posturas apuntaban ya a la posibilidad de una concepción alternativa de este proceso histórico y de sus implicaciones en el presente de una nación recientemente independizada.
Prescott en México El éxito inmediato y masivo del libro de Prescott no pasó desapercibido en México, en donde rápidamente se dieron a conocer dos diferentes ediciones en español. La primera fue publicada en 1844 por la imprenta de Vicente Gómez, con traducción de José María González de la Vega y notas de Lucas Alamán. La segunda edición (1844-1846) fue coordinada por Ignacio Cumplido e incluía la traducción de Joaquín Navarro, un extenso texto polémico de José Fernando Ramírez, además de un tomo separado con ilustraciones de piezas arqueológicas mexicas. En general, los lectores mexicanos elogiaron la sólida composición de la obra, el uso de fuentes documentales inéditas y la minuciosa relación de hechos comprobables. Pero los presupuestos y las implicaciones de esta obra no dejaron de ser sometidos a un examen crítico que revela que el estudio de la conquista no era considerado un mero ejercicio erudito, sino una cuestión de vital importancia para el presente y futuro de la nación. Según ya se ha mencionado, Lucas Alamán desempeñó un papel sustancial en la carrera de Prescott: no solo le proporcionó documentos originales sobre la conquista, sino que también se encargó de introducir su obra en el contexto mexicano a través de la primera edición en español. La relación entre Prescott y Alamán, como demuestra la correspondencia existente, fue prolongada, llena de mutuos favores y diálogo intelectual (Prescott 2001: 113-185). Alamán reconocía el oficio de Prescott como historiador y encomiaba la envergadura de
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su historia de la conquista, pero al mismo tiempo no dudaba en señalar lo que consideraba los desaciertos y prejuicios del historiador estadounidense. Las notas que escribió a la primera edición mexicana de History of the Conquest of Mexico son generalmente correcciones factuales —como el lugar verdadero en el que ocurrió un suceso, por mencionar un caso—, pero también incluyen desacuerdos de mayor importancia que nunca pusieron en riesgo la relación personal entre ambos. Sin lugar a dudas, la desavenencia más profunda se origina a causa de la religión que profesaban ambos intelectuales: el hondo catolicismo de Alamán lo obligaba a evidenciar lo que en su opinión constituían prejuicios e intolerancia provocados por la fe protestante de Prescott. Por ejemplo, lamentaba que el estadounidense solía desdeñar las fuentes escritas por misioneros católicos, agregando que “generalmente adolecen de este defecto los escritores protestantes, en especial los de Estados Unidos que conservan todavía el celo perseguidor que tuvieron sus abuelos […] celo que se manifiesta con esta rechifla continua, sin citar casi ninguna opinión de los que siguen una creencia diversa sin aplicarles algún epíteto burlesco u ofensivo” (Prescott 1844: 38). A pesar de estos desacuerdos, entre las perspectivas de ambos había un vínculo fuerte que las hermanaba. En efecto, en la carta en la que Prescott agradece al intelectual mexicano el envío de sus Disertaciones sobre la historia de Méjico (1844), afirma que “me congratula encontrar que en lo que respecta a los grandes temas, usted no se aparta en lo sustancial de mi apreciación” (Prescott 2001: 168). El lazo que vinculaba las perspectivas de ambos historiadores tenía que ver con una cuestión sumamente debatida durante las primeras décadas de independencia de México: la interpretación del periodo colonial y su influencia en el presente. Mientras que los liberales concebían el virreinato de la Nueva España como una época oscura —llena de despotismo e intolerancia religiosa— y se apropiaban de un pasado indígena grandioso para fundar las bases de la nación independiente, los conservadores enaltecían la herencia española —catolicismo, lengua castellana, centralismo— como verdadera base de la identidad mexicana y del sistema político apropiado para la nación. En este debate, tanto Alamán como Prescott toman una postura afín a los
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posicionamientos conservadores, si bien ambos mantienen las diferencias ya notadas. En sus Disertaciones, Alamán recurre a la historia de Prescott para sostener que la conquista española representó “un adelanto verdadero en la civilización” (Alamán 206) que hubiera sido imposible en el estado de cultura de los mexicas. Al igual que Prescott, interpreta la violencia física y simbólica ejercida durante la conquista y colonización como un mal necesario que, a fin de cuentas, trajo inestimables beneficios a la nación: La conquista, obra de las opiniones que dominaban en el siglo en que se ejecutó, ha venido a crear una nueva nación, en la cual no queda rastro alguno de lo que antes existió: religión, lengua, costumbres, leyes, habitantes, todo es resultado de la conquista y en ella no deben examinarse los males pasageros que causó, sino los efectos permanentes, los bienes que ha producido y que permanecerán mientras exista esta nación […]. El camino del conquistador no puede quedar trazado sino con sangre, y todo lo que hay que examinar es, si esta se derramó sin innecesaria profusión y si los bienes sucesivos han hecho cerrar las llagas que la espada abrió. (200, 201)
Si Alamán y Prescott concuerdan en su consideración de las repercusiones positivas de la conquista, un intelectual liberal moderado como José Fernando Ramírez toma una postura distinta. Como ya se ha visto, Ramírez colaboró en la segunda edición mexicana del libro de Prescott con un ensayo titulado “Notas y esclarecimientos a la ‘Historia de la Conquista de México’ del señor W. Prescott”. Se trata de un texto que, si bien alaba el libro de Prescott como “lo mejor que poseemos en el ramo de la historia moderna”, también reconoce que hay ciertos aspectos que “dan a su historia un cierto tinte, que aunque no me atreveré a calificar de hostil, sí diré que no es para dejarnos lisonjeados” (Ramírez xii). Ramírez argumenta que las mayores deficiencias del libro provienen del “inmoderado entusiasmo por Cortés, no poco reforzado por el desapego de la raza [indígena]” (xiii), lo cual se manifiesta de diversas maneras a lo largo de la obra. En primer lugar, la visión desfavorable hacia la cultura indígena hace que Prescott emita un juicio negativo sobre “la autenticidad y valor de nuestras fuentes históricas” (xiv), argumentando que están basadas en la tradición
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oral y su escritura jeroglífica no es confiable. Ramírez dedica entonces la “Nota primera” a evidenciar que las fuentes históricas recopiladas por los historiadores mestizos del siglo xvi tienen la misma o mayor legitimidad y exactitud que las atribuidas a los historiadores de civilizaciones antiguas como el Imperio romano. El historiador mexicano sugiere que hay un prejuicio eurocentrista ante los métodos no occidentales de conocimiento que impide valorarlos en su justa medida. Ramírez argumenta que la deslegitimación de las fuentes mestizas provoca a su vez una desmedida confianza en los escritos de los propios conquistadores españoles. En particular, el “inmoderado entusiasmo por Cortés” genera que “el autor [Prescott] dé un hecho por establecido, bajo la sola palabra del conquistador […] alegando razones tan candorosas, como la de que Cortés, mejor que cualquiera otro, debía estar bien impuesto en los hechos que refería: buena razón en ciertos casos, pero inadmisible en todos aquellos en que el afirmante pueda tener un interés en ser creído” (xiii). Ramírez pone en evidencia que, a pesar de que el relato de Cortés está claramente motivado por sus propios objetivos políticos y personales, Prescott acepta sin reparos la palabra de este conquistador a lo largo de su obra. En general, el historiador estadounidense desestima las fuentes que no pueden contribuir a engrandecer el relato heroico de Cortés. Así pues, Ramírez intenta demostrar el uso político que Prescott hace de las fuentes históricas, pues este último solamente emplea aquellas que apoyan su objetivo último de enaltecer los valores occidentales encarnados en la figura grandiosa de Cortés. Este es el caso de “el juicio tan diverso que puede formarse de Cortés, según sean los documentos que se consulten, para estimar su conducta en el caso del incendio de la flota” (xvii). En su “Nota octava”, Ramírez muestra que la leyenda de la destrucción de las naves —como decisión individual de Cortés que prueba su valentía e inteligencia extraordinarias— tiene en realidad poco sustento fáctico en los escritos de los españoles y del propio Cortés. De cualquier manera, Prescott se apresura a recopilar las escasas referencias para consolidar la grandeza de este evento, que, como ya se ha visto, es parte esencial del mito de Cortés. Aún más, Ramírez comprueba por medio de citas textuales que el historiador estadounidense termina por tergiversar el relato de
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los españoles, “ya que en las palabras de Cortés, concordadas con las de Bernal Díaz, más bien podríamos cimentar un prueba contraria” (94) respecto a la autoría intelectual e individual de Cortés. Lo que los testimonios muestran, en contra de la versión heroica de los hechos, es que se trató de una decisión conjunta de los capitanes españoles ante “la verdaderamente desesperada situación en que se veía colocado [Cortés]” (96) y que confirmaba la continuación del trayecto en tierra firme como la opción más segura para sobrevivir. Ramírez remata su argumento afirmando que, más que “explicar su grande hecho como un prodigio de su elocuencia y de su genio”, la destrucción de las naves bien puede ser entendida “como el efecto de la interesada y ruin superchería de un proscripto, que viéndose perdido, trata de envolver en su ruina a amigos y enemigos por la esperanza de salvarse” (99). Además del episodio de las naves, el texto de Ramírez se enfoca en otros aspectos históricos que apuntan a desmantelar el mito de la grandeza de Cortés: la ilegalidad de su expedición a México y el proceso judicial abierto en su contra. Ramírez declara que “el gobernador de Cuba, lejos de autorizar a Cortés para colonizar”, como sostiene Prescott en su libro, “se lo prohibió expresamente” (75). El objetivo oficial de la expedición era el rescate de Juan de Grijalva —quien había salido a explorar las costas mexicanas— y seguramente también la búsqueda de oro, pero no la colonización de nuevas tierras. La desobediencia de Cortés fue el punto de partida de subsecuentes conflictos con el gobernador Velázquez y del proceso judicial que se inició en contra del conquistador hacia el final de su vida. Mientras que Prescott desestima el proceso atribuyéndolo a una venganza de los enemigos de Cortés, Ramírez sostiene en la “Nota novena” que el juicio puede echar luz sobre el carácter verdadero del conquistador. En particular, analiza el hecho de que Cortés —un hombre sumamente interesado en defender su honra— extrañamente no se preocupó por proseguir el proceso hasta llegar a una resolución que lo absolviera de culpa. Si Prescott toma este hecho como muestra de su inocencia, Ramírez lanza una pregunta retórica que sugiere que los mismos sucesos pueden ser interpretados de manera contraria: “Si alguna pregunta puede hacerse con efecto para sacar un argumento negativo del silencio [de Cortés], sería la que el derecho autoriza para fundar una presunción
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criminosa; ¿por qué Cortés no pensó en vindicar su honra, pidiendo la continuación de la causa comenzada?” (101). Del mismo modo, Ramírez se centra en criticar el hecho de que el libro de Prescott “haya despojádolo [a Cortés] de la crueldad de carácter que manifestó en todas ocasiones” (xvi). Reconoce que la versión de Prescott, en comparación de otras historias de la conquista como la de Antonio de Solís, no esconde la violencia cometida por los españoles y sus aliados, pero, aun así, no representa con justicia lo que Ramírez considera la crueldad metódica ejercida por Cortés en sus propósitos de conquista: […] [Prescott] habiendo ofrecido una historia, y no una biografía, la justicia y su programa demandaban que no pasara tan de largo por sobre las espantosas carnicerías de Tepeaca y de Pánuco; que no dejara envueltos en tinieblas el asesinato de Xicotencal, el tormento de Cuauhtemotzin, la muerte de Garay, y exigían también que hubiera empleado siquiera una centésima parte de la inflexible crítica con que examinó otros muchos puntos menos graves de nuestra historia, al escribir el sangriento episodio de Cholula, obra exclusiva de una insidiosa y pérfida política, que jamás por jamás, podrá justificarse ante el tribunal de la razón ni de la ley. (xvi)
Ramírez le recrimina a Prescott que haya empleado todas sus dotes de historiador para crear una biografía hagiográfica y no una historia desinteresada. La rigurosidad en el empleo de fuentes, su inflexible crítica, no es utilizada en asuntos que puedan ensombrecer la figura de Cortés. En particular, el intelectual mexicano censura la representación complaciente de la masacre de Cholula, que, como ya se ha examinado, Prescott intenta justificar por todos los medios. Por el contrario, Ramírez declara que se trató de una “obra exclusiva de una insidiosa y pérfida política” que no es posible exculpar de ninguna manera. Así pues, el historiador mexicano busca derrumbar el “inmoderado entusiasmo por Cortés”, que representa, a su juicio, el mayor problema del libro de Prescott. Si, como ya se ha argumentado, la apoteosis de Cortés es la columna vertebral de la mitohistoria de la conquista, paradójicamente Ramírez erige una visión alternativa de
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este proceso histórico que con el tiempo se ha convertido también en una mitología de carácter nacionalista amparada por el Estado mexicano y la intelectualidad dominante. Se trata de entender este evento como la fundación primordial de México en tanto nación mestiza. Ramírez sostiene que, con el objetivo de “concebir esperanzas de tener una completa, imparcial y fiel historia de la conquista” (xvii), será necesaria la labor de un historiador mestizo que sea el portavoz del mestizaje fundacional de México: “Tal empresa solamente podría llevarse cumplidamente a cabo por una pluma filosófica, que sintiera correr en sus venas, mezclada y con tranquilo curso, la sangre de los conquistadores y de los conquistados; por uno, en fin, que discurriendo sin odio y sin desdén, los llame a un juicio de familia, teniendo presente que va a hacer justicia entre sus progenitores” (xvii). La noción del México mestizo se formuló durante el siglo xix y se convirtió en ideología dominante después de la Revolución de 1910. Si, a principios del periodo independiente, los intelectuales liberales se apropiaron simbólicamente de la cultura indígena para consolidar la identidad mexicana, hacia finales del siglo xix y, con más fuerza, en el régimen postrevolucionario los intelectuales propusieron que la nación mexicana debía concebirse como un conjunto mestizo en términos biológicos/raciales y culturales. La fundación del mestizaje se atribuyó simbólicamente a la relación entre el español Hernán Cortés y la indígena Malinche, cuyo producto fue el hijo mestizo Martín Cortés: el representante de la nación mestiza. Ramírez es entonces uno de los primeros intelectuales en proponer la idea de México como una familia con progenitores de sangre española e indígena. El historiador mexicano no atribuye directamente este hecho a la acción intencional de Cortés —como sí lo han propuesto recientemente historiadores como Christian Duverger (242)—, pero, de cualquier manera, se presenta la idea de que la conquista echó a andar los procesos de mestizaje que constituyen la identidad de la nación. La proposición de Ramírez se convertiría en el mito postrevolucionario del mestizaje: se trata de un mito no porque procesos de mezcla racial o cultural no hayan efectivamente sucedido a partir de la conquista, sino porque se tomaron esos procesos como base de una
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identidad prescriptiva que supuestamente define la esencia de lo mexicano. Según han analizado recientes académicos, la idea de México como una nación mestiza se ha revelado problemática porque tiene implicaciones homogeneizadoras que apuntan a asimilar y neutralizar las diferencias raciales, sociales y culturales (Lund 55). Además, el mestizaje fue concebido casi siempre como un proceso “desigual y excluyente” (Yankelevich 32). Desigual en el sentido de que el mestizaje mantenía la jerarquía racial que buscaba desmantelar: suponía a menudo una relación vertical de lo español —a lo que se asignaba tanto una agencia como ciertos valores elevados— sobre lo indígena, entendido como el componente inactivo y subordinado. Este proceso desigual estaría simbolizado en la propia relación jerárquica entre el héroe Cortés y la traductora Malinche, quien desempeña tradicionalmente una labor pasiva de intermediación y maternidad. Al mismo tiempo, el mestizaje constituía un dispositivo excluyente porque era imaginado exclusivamente como la mezcla entre españoles e indígenas, marginando, de hecho, a otras poblaciones —afrodescendientes y asiáticas, entre otras— que han jugado un papel importante a lo largo de la historia del país.
Consideraciones finales La History of the Conquest of Mexico de Prescott es una obra que consolidó y propagó en el siglo xix la narrativa tradicional de la conquista como una gesta heroica realizada por la figura mitificada de Cortés, que, en última instancia, encarna los valores superiores de la civilización occidental. Esta visión fue muy influyente en su época —como lo demuestra la obra de Alamán— y continúa teniendo una presencia innegable en las versiones de la conquista más extendidas en la actualidad. Por otro lado, las críticas de Ramírez a la obra de Prescott apuntan a derrumbar el mito de Cortés sugiriendo al mismo tiempo que la narrativa tradicional de la conquista está fundamentada sobre prejuicios eurocentristas que invalidan de antemano la agencia y la cultura indígenas. Llevando esta sugerencia a sus consecuencias finales, historiadores recientes han tratado de trascender la narrativa
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heroica de este hecho y, en su lugar, estudiarla como un momento histórico en el que diferentes actores sociales —además de los españoles— desempeñaron un rol significativo y aportaron perspectivas propias sobre los sucesos. Este paradigma permite, por ejemplo, estudiar la figura del “conquistador indio” (Matthew y Oudijk 13-24): los aliados indígenas que efectivamente ganaron la guerra y ocuparon puestos importantes en los años posteriores. También abre la posibilidad de dimensionar la verdadera importancia que tuvieron factores extrahumanos —la propagación de un virus que decimó a la población indígena—, socioeconómicos —la expansión mundial del capitalismo temprano— y políticos —los conflictos a nivel local y transatlántico— durante la conquista. Al mismo tiempo, las críticas de Ramírez al libro de Prescott terminan por formular una noción mitificada alternativa: la idea de la conquista como fundación del mestizaje entre españoles e indígenas que esencialmente definiría a México. Esta idea desatiende, por ejemplo, el hecho de que los esclavos africanos acompañaban a las expediciones de europeos e indígenas e incluso llegaron a ocupar rangos importantes en casos aislados (Semo 36). El mito del México mestizo tiene implicaciones políticas hasta el día de hoy al reafirmar la invisibilización de la población afromexicana y proponer una visión prescriptivamente asimilacionista hacia los grupos indígenas. En este sentido, reinterpretar la conquista a la luz de estas consideraciones puede tener reverberaciones no solo para la concepción de este periodo —que aparece ahora como un proceso mucho más complejo que la simple oposición entre españoles y mexicas—, sino también para la situación actual de poblaciones históricamente oprimidas y silenciadas. Por último, la controversia entre Prescott y Ramírez también arroja luz sobre la historia y el presente del hispanismo en Estados Unidos. Esta área de conocimiento se ha transformado desde el siglo xix en sintonía con los cambios históricos que han atravesado los países de habla hispana y la relación de Estados Unidos con ellos. La obra de Prescott constituyó un paso fundamental para consolidar el hispanismo en este país como un campo académico que merece un estudio comparable al de otras lenguas europeas por su importancia histórica y presente. En este sentido, contribuyó a configurar el canon litera-
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rio sobre la conquista —Cortés, Díaz del Castillo y Las Casas, entre otros— que hasta la fecha se estudia en los doctorados de cultura hispánica en Estados Unidos. Si el hispanismo estadounidense surgió en el siglo xix como el estudio exclusivo de la literatura española, en las últimas décadas esta área de investigación se ha expandido para incluir tanto disciplinas no literarias —estudios culturales, visuales, de género, etc.— como otras tradiciones no castellanas —lenguas peninsulares como el catalán, lenguas y culturas indígenas y la diáspora china, entre otras—. A pesar de su perspectiva eurocentrista, Prescott anticipó hasta cierto punto la necesidad de estudiar las culturas no hispánicas que entraron en relaciones de conflicto, opresión o hibridación con la civilización europea en el continente americano. La historia de la conquista de Prescott y las reacciones que estimuló en México muestran entonces que el estudio del mundo hispánico es un campo siempre sujeto a reinterpretaciones y continua transformación.
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Hoy en día, pocos cuestionan la importancia de la monumental Historia de la literatura española de George Ticknor. Publicada en tres gruesos tomos de forma simultánea en Nueva York (Harpers) y en Londres (John Murray) en 1849 y traducida poco después al español, el alemán y el francés, la obra cosechó un éxito editorial inmediato. También fue objeto de numerosas críticas, pero ninguna más espléndida que la de un buen amigo y colega de Ticknor, el célebre historiador William Hickling Prescott, cuyo resumen del libro merece ser citado en su totalidad: La Historia del señor Ticknor está redactada con un ánimo verdaderamente filosófico. En lugar de presentar un listado árido de libros —algo que, del mismo modo que ocurre con el catálogo de una galería de arte, es relativamente poco útil para quien no los haya estudiado previamente—,
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ilustra las obras a través de la historia personal de sus autores, y esta, a su vez, a través de la historia de la época en la que vivieron; esto da como resultado, por la acción recíproca de una y otra, un completo registro de la civilización española, tanto social como intelectual. Resulta difícil encontrar una obra más atravesada por el auténtico espíritu castellano, o a la que el estudiante generalista o el de historia civil pueda recurrir con la misma ventura que alguien sencillamente interesado en el progreso de las letras. Un ejemplo pertinente de esto es la entrada correspondiente a Colón, que contiene pasajes de la correspondencia del notable personaje que, incluso después de todo lo que se ha escrito al respecto —tanto y tan bueno—, aportan información importante sobre su figura.
Además de deshacerse en elogios fastuosos, Prescott apuntaba que el libro probablemente cambiaría la actitud de los estadounidenses hacia España, un país cuya literatura no se conocía demasiado allí. Reconocía que “todo el mundo” había leído Gil Blas, igual que el Quijote, pero añadía que el mundo, en general, parecía tomar por cierta la ocurrencia de Montesquieu: a saber, que “los españoles han producido un único libro bueno cuya finalidad era reírse de todos los demás”. Luego añadía que gracias a Ticknor esas actitudes cambiarían pronto y que la gente abriría la mente a las “prósperas minas del acervo popular español”.1 Prescott tenía más que decir a favor del libro. Y Washington Irving también. En una carta que le escribió a Ticknor en enero de 1850, Irving, además de felicitarle por la publicación del libro, le decía que “es importantísimo, ¡vital! Me lleva de vuelta a mi querida España; a sus librerías, sus teatros; a sus crónicas, sus obras; a todas las escenas, los personajes y las costumbres que durante años fueron para mí objeto de estudio y fuente de placer. Quien no haya estado en España no puede entender ni la mitad del mérito de tu obra; pero para los que sí hemos estado es un banquete perpetuo. Me alegro de que lo hayas publicado mientras aún estoy vivo, porque será un vademécum para el resto de mis días. Cuando termine de leerlo, lo guardaré al alcance de la mano, como un queso Stilton, para enfrascarme en él cada vez que me apetezca deleitarme con un bocado”. (Irving 69) 1
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Todo esto es sin duda cierto, pero Irving, como Prescott, era hispanófilo y tenía, por lo tanto, una disposición absoluta hacia Ticknor y hacia España. Pero ¿qué ocurrió con el resto de estadounidenses, incluidos los estudiantes de Harvard, donde Ticknor era profesor? ¿Hasta qué punto cambió su Historia la actitud hacia un país que muchos estadounidenses identificaban rápidamente con la Inquisición, una institución que hasta el propio Prescott describía como “el más terrible motor de opresión diseñado por el hombre” (Prescott 32). Lanzo esta pregunta como autor de un reciente libro que examina la locura española en Estados Unidos (the Spanish craze), el término que utilizo para definir el fervor que reinó en este país por todo lo español —literatura, arquitectura, moda, cine y también el idioma— durante las primeras décadas del siglo xx. Ticknor no vivió para ser testigo de dicha locura, pero, de haberlo hecho, le habría encantado saber que, en 1906, Miguel de Unamuno, el filósofo español más importante de esa época, declaró que “la verdad es que Estados Unidos de Norteamérica es hoy el país en el que más y mejor se estudian las cosas de España. Todas sus grandes universidades ofrecen cursos de lengua y literatura española, y dichos cursos son cada vez más populares. El número de jóvenes dedicados al estudio de nuestra cultura (cosas de España) crece cada año” (cit. en Kagan 2019: 170). Con esta afirmación, Unamuno aludía a un aspecto clave de la locura española: el reciente interés de los estadounidenses por el estudio del español como lengua y como cultura. ¿Qué peso tuvieron Ticknor y su Historia en este fenómeno? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, sobre todo, por el hecho de que Ticknor fue el primero en ocupar la Cátedra Abiel Smith de Lengua y Literatura Francesa y Española y de Belles Lettres, como se llamó inicialmente. Merece la pena resumir su trayectoria antes de que empezara a enseñar en Harvard en 1922. Nacido en una familia acomodada y bien educada de Boston, Ticknor (1791-1871) fue una suerte de niño prodigio. Después de estudiar griego, latín, algo de francés y un poco de español con la ayuda de Francis Sales, un exiliado francés residente en Boston, se matriculó en la Universidad de Dartmouth en 1805, donde comenzó el primer curso a la edad de catorce años y se graduó dos años más tarde con una licenciatura en humanidades. Después regresó a Boston, donde estu-
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dió y ejerció el derecho durante poco más de un año antes de decidir que su auténtica vocación era la literatura. (1) Con este fin, empezó a estudiar en alemán y, a finales de 1814, decidió que tenía que viajar a Alemania, donde, junto a su amigo Edward Everett, prosiguió su educación en el idioma del país y de las materias relacionadas con el mismo en la Universidad de Gotinga. Sin embargo, antes de su marcha, en la primavera de 1815, Ticknor realizó un viaje a Pensilvania y a Virginia, donde, pertrechado con una carta de recomendación de otro bostoniano, el expresidente y amigo de la familia John Adams, visitó a otro expresidente, Thomas Jefferson, que vivía entonces en Monticello. Según parece, Jefferson quedó tan impresionado con el joven Ticknor que le ofreció una plaza de profesor en la nueva universidad que estaba estableciendo en la cercana localidad de Charlottesville. Ticknor declinó amablemente la oferta y, en junio de 1815, embarcó rumbo a Europa, con una primera parada en Londres, desde donde, en una carta dirigida a un amigo, diseñó un itinerario que incluía Holanda, visitas a otras universidades alemanas, Francia, Suiza, Italia y “espero que también Grecia” (Goldman 23). Al final, pasó más tiempo en Gotinga, donde estudió griego, alemán, historia de la literatura, italiano y francés (Ticknor 1909: vol. 1, 81, 95). Ticknor estaba aún en Alemania cuando, en otoño de 1816, el rector de Harvard, Kirkland, le ofreció la recién creada Cátedra Abiel Smith. Ticknor dudó al principio al darse cuenta de que carecía de las credenciales necesarias para un puesto de aquella categoría, pero luego aceptó y le propuso a Kirkland impartir, a su regreso, dos asignaturas: Historia de la Literatura Francesa e Historia de la Literatura Española. En cuanto a la enseñanza de la lengua, la dejaría en manos de los profesores pertinentes, entre ellos su antiguo tutor, Francis Sales, quien —aparentemente, por recomendación de Ticknor— se incorporó a la plantilla de Harvard en noviembre de 1816. Finalmente, consciente de la necesidad de mejorar su nivel de español, idioma que había abandonado para estudiar en Gotinga, organizó un viaje a España que dio comienzo en abril de 1818 y que duraría más de seis meses. Una vez allí, estudió el idioma, visitó librerías y archivos, incluidos la Biblioteca Colombina y el Archivo de Indias de Sevilla, y compró libros. Al comienzo de su periplo, en el curso del
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trayecto en diligencia de Barcelona a Madrid, parece que entretuvo a sus compañeros de viaje, entre los que se encontraba el célebre artista José Madrazo, leyéndoles en voz alta pasajes del Quijote (186). Dado que aquella era la primera (y sería la única) visita de Ticknor a España, pueden imaginarse su acento leyendo en español. Sea como fuere, Ticknor inició su andadura en Harvard en 1819. Tres años más tarde, preparó su programa “A Syllabus of a course of lectures on the history and criticism of Spanish Literature”, un curso general que comprende treinta y cuatro clases de un ámbito que, según él mismo, era “nuevo en Europa; y, en este país [Estados Unidos], casi inédito” (Ticknor 1823). Las notas que se han recuperado de esta asignatura indican que el arco cronológico abarcaba desde la Edad Media hasta principios del siglo xix y que comprendía el estudio de la poesía, la prosa y el teatro (Ticknor 1835). Del resto de asignaturas de Ticknor poco se sabe, aunque un estudiante recordaba que el profesor daba clases, en cursos alternativos, de Literatura Francesa y Española y añadía que “lo escuchábamos con atención e interés, ya que eran áreas poco conocidas, sobre todo la española, pues las grandes obras de este país solo se conocían por las traducciones” (Peabody 82). En cuanto a la enseñanza de la lengua española, en su ensayo “Early Spanish Drama”, publicado en 1828, Ticknor admitía que el interés en el idioma era mínimo, sobre todo, en Nueva Inglaterra, una conclusión aparentemente extraída de su experiencia en Harvard, donde las lenguas modernas (a diferencia del latín y el griego) seguían siendo optativas, y los alumnos que estudiaban alguna de ellas elegían por norma el francés (Ticknor 1828: 309). En 1840, la Universidad solucionó el problema obligando a todos los estudiantes a cursar francés; el resto de lenguas modernas se mantuvieron como optativas. No hay registros de la reacción de Ticknor a esta reforma curricular. En 1832, pronunció su famosa conferencia “On the best method of teaching the living languages”, en la que afirmaba que el mejor método para aprender una lengua extranjera era vivir en el país donde se hablara el idioma en cuestión y, además, leer una serie de textos seleccionados. Cuando aquello no era posible, incidía en la importancia de estudiar gramática, sintaxis y vocabulario. También apuntaba que la lectura de textos era tan importante como tener un profesor, pero que
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este debía ser flexible y adaptarse a las necesidades de los estudiantes (Ticknor 1835). Lo irónico es que Ticknor no impartía formación lingüística alguna, pues siempre asignaba esta tarea a los profesores auxiliares como Sales. Durante el tiempo que enseñó en Harvard, su principal ocupación fue la enseñanza de la literatura, hasta su jubilación prematura de la universidad, en 1835, tras la trágica muerte de dos de sus hijos durante la infancia. Entonces retomó sus viajes por Europa y, a su regreso en 1837, se dedicó a escribir su Historia de la literatura española, basada en gran parte en las clases y conferencias que había impartido en Harvard. Publicada en 1849 y óptima, según un crítico, tanto para el estudio como para la lectura recreativa, se reimprimió en varias ocasiones y, según parece, ya en 1876 había vendido cinco mil ejemplares. La Historia siguió siendo la principal introducción básica a la literatura española hasta finales del siglo xix, cuando fue sustituida por un manual con un título similar, obra de James Fitzmaurice-Kelly, catedrático de Literatura y especialista en Cervantes de la Universidad de Oxford. No cabe duda de la importancia y la influencia que tuvo la Historia de Ticknor. Las obras en lengua inglesa en torno a la misma incluyen History of Spanish and Portuguese Literature (1823), de Friedrich Bouterwek, e Historical View of the Literature of the South of Europe (1846), del intelectual suizo Jean Charles Léonard Simonde de Sismondi, pero el manual de Ticknor en tres volúmenes era con mucho el más completo y muy superior a cualquiera en lengua española. Aunque el escritor español José Amador de los Ríos la criticara por su supuesto fracaso a la hora de entender los principios fundamentales de la civilización española, en Estados Unidos la Historia consiguió poner el foco sobre un tema que aún era, como Ticknor ya había apuntado tiempo atrás, casi inédito (Amador de los Ríos vol. 1, lxxxix)2. Pero ¿hasta qué punto contribuyó la Historia al inicio de la locura española a la que aludo al comienzo de este artículo? La respuesta no está del todo clara.
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Las críticas de Amador de los Ríos datan originalmente de 1851.
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Antes de hacer elucubraciones, merece la pena recordar que en 1849 pocos estadounidenses sabían mucho sobre España y, probablemente, no les importaba demasiado. En caso de saber algo, tendían a considerarlo un país culturalmente atrasado cuyo desarrollo había sido sofocado por la combinación de una monarquía déspota y una Iglesia dominante. Además, los estereotipos y prejuicios raciales imperantes generalmente hacían que vieran a los españoles, y por extensión a los hispanos de las Américas, como inferiores. Estos prejuicios fueron disminuyendo, pero, a lo largo de la mayor parte del siglo xix, la mayoría de los docentes estadounidenses probablemente habrían coincidido con el consejo que un famoso neoyorquino —Morris Ketchum Jessup, el director del Museo de Historia Natural de Nueva York— le dio a Archer Milton Huntington, futuro fundador de la Hispanic Society of America, en 1891. Huntington acababa de cumplir veinte años, pero ya mostraba un acusado interés por la literatura y la cultura españolas. Cuando se reunió con Jessup en el despacho de este en el museo, el caballero advirtió al joven que evitara mezclarse con lo que él consideraba “una civilización muerta y enterrada” (cit. en Kagan 2019: 204). Afortunadamente, Huntington tuvo a bien ignorar el consejo. Jessup estaba lejos de ser el único estadounidense que desdeñaba España, pero no obstante el estudio de la lengua y la literatura españolas tenía sus defensores. Muchos lo eran por una mera cuestión utilitaria en relación con Hispanoamérica y la perspectiva de reforzar los lazos comerciales y políticos entre Estados Unidos y sus vecinos del sur. Esa era la opinión del padre de Henry Wadsworth Longfellow, quien, al enterarse en 1826 de que el viaje inminente de su hijo a Europa incluía una visita a España, le advirtió que “dadas las relaciones actuales entre este país y Sudamérica, saber español es tan importante como saber francés” (cit. en Fernández 122). Al hilo de este consejo, James D. Fernández acuñó lo que él dio en llamar la “ley Longfellow”, según la cual el estudio del español en Estados Unidos era esencialmente contingente a Latinoamérica, en contraposición a la España peninsular. Si queremos ser históricamente precisos, debería llamarse “ley Sparks”, por Jared Sparks, editor de la prestigiosa revista de Boston North American Review, amigo íntimo de
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Ticknor, estudiante de español y autor, desde 1824, de varios ensayos y críticas donde definía a Sudamérica como el “nuevo teatro de la empresa” donde debían invertir los estadounidenses. Por esta razón, Sparks urgía a sus compatriotas a aprender español, un idioma que recomendaba a comerciantes, académicos y políticos de primer nivel. A pesar de que estas recomendaciones y otras similares fueron la norma durante la mayor parte del siglo xix y, sobre todo, a principios del xx, con la apertura del canal de Panamá en 1914 y hasta hoy, la enseñanza del español, tanto en institutos como en universidades, siguió siendo inconsistente y, cuando se ofrecía, casi nunca conseguía atraer a muchos estudiantes. Si observamos el caso de Harvard, en 1830, por ejemplo, hubo cien estudiantes matriculados en español, mientras que en alemán fueron ciento catorce, en italiano, ciento setenta y en francés, doscientos treinta y cinco. Aquel año fue el que más éxito tuvo el español. En 1840, cuatros años después de que Longfellow sucediera a Ticknor en la Cátedra Abiel Smith en 1836, el número de estudiantes de español se redujo a treinta y ocho (mientras que los de francés superaban los doscientos). Puede que la culpa la tuviera Longfellow. A pesar de haber escrito libros y artículos sobre distintos temas relacionados con la literatura española, nunca impartió un currículum de literatura española similar al que había preparado Ticknor y, al parecer, solo introdujo el Quijote en una ocasión, en 1838, y luego como un gesto especial para con Francis Sale, cuya edición de la obra se había publicado dos años antes. En cuanto al sucesor de Longfellow, James Russell Lowell, ni siquiera llegó a tanto. De hecho, no hay registros de que Lowell impartiese ninguna asignatura relacionada con el español en los treinta y dos años (de 1854 a 1886) que ocupó esa cátedra. En lugar de eso, delegaba esas asignaturas en los profesores de Lengua del departamento para instruir a los pocos estudiantes que elegían español en la obra de autores como Cervantes, Lope de Vega y Calderón. El lugar que ocupaba el español en el currículum de otras universidades, tanto públicas como privadas, era también precario, en parte por el vaivén constante de los profesores de dicho idioma, cuya situación no se regularizó hasta finales de siglo. Tampoco corrió mejor suerte la enseñanza de la literatura española, la asignatura de Ticknor. No obstante, se produjo un avance en 1879 cuando la Universidad de
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Yale nombró a William Ireland Knapp segundo street professor de lenguas modernas. Knapp (1835-1908) es un personaje interesante del que aún queda mucho por aprender. Antes de llegar a Yale, había sido catedrático en Colgate y, desde 1865, en Vassar, donde, además de publicar una gramática francesa, impartió clases de francés, alemán, latín y griego. “¡El profesor Knapp es fantástico! —declara una de sus estudiantes—. Creo que es el mejor profesor que he tenido. Es un lingüista maravilloso. Ha vivido en París y entiende todos los giros a la perfección. Estudiamos el francés igual que el latín, nos aprendemos la gramática y hacemos análisis sintácticos. Además, es muy apuesto” (Vassar Encyclopedia). En 1847, Knapp, que también era pastor bautista, dejó su puesto en Vassar y viajó a España como misionero. Al principio estuvo en París, pero en 1869 se trasladó a Madrid para aprovechar la liberalización de la ley en la Península en lo relativo a las actividades misioneras que siguió a la revolución liberal de 1868, la llamada Revolución Gloriosa. Como primer misionero bautista en España, parece que tuvo un éxito considerable y que convirtió a mil trescientos veinticinco fieles en el curso de los siete meses que pasó en Madrid. (Hughey 89).3 Sin embargo, pronto se cansó del trabajo de misionero y se refugió en el estudio de la literatura española, con la traducción al español de la Historia de Ticknor como punto de partida. Cuando aún residía en Madrid, publicó una edición de la poesía de Juan Boscán, en 1875, seguida de la de otro poeta del siglo xvi, Diego Hurtado de Mendoza, en 1877. Ambos libros tuvieron tan buena acogida que el rey Alfonso xii lo nombró caballero de la Orden de Isabel la Católica. (Knapp 1875, 1877). La noticia de su nombramiento en Yale llegó en 1879. Ya en New Haven, Knapp publicó una importante gramática española —A Grammar of the Modern Spanish Language as now Written and Spoken in the Capital of Spain (1882)—, seguida de un libro de lecturas —Modern Spanish Readings: Embracing Text, Notes, and an Etymological Vocabulary (1883)— que incluía, a modo de ejemplo y con ánimo de demostrar a los lectores que España formaba ya parte
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En una carta de Knapp con fecha del 5 de abril de 1870.
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del mundo moderno, los textos de los discursos de uno de los grandes reformadores liberales españoles, Emilio Castelar, sobre la libertad religiosa y la abolición de la esclavitud en Cuba. Más adelante publicó una obra titulada Concise Bibliography of Spanish Grammars and Dictionaries: from the Earliest Period to the Definitive Edition of the Academy’s Dictionary, 1490-1780 (1884). A continuación, Knapp aceptó la Cátedra de Lenguas Romances en la recién inaugurada Universidad de Chicago. No obstante, antes de mudarse a esta ciudad, ayudó a Archer Milton Huntington, futuro fundador de la Hispanic Society of America, a mejorar su español, y en 1892 se fue con él —como compañero de viaje y cicerone— a España en busca de lo que Huntington definió como las “huellas” del Cid y el pasado medieval español (Kagan 2019: 204). El interés de Huntington por el español no se salía de lo común ni tampoco era algo extraordinario. En 1892, empezaban a manifestarse los primeros indicios de la Spanish craze —la locura española— en Estados Unidos. Esta locura, sin embargo, no tenía tanto que ver con Sudamérica, es decir, con la ley Longfellow de Fernández o con mi ley Sparks, como con la muy idealizada imagen de España que suscitaron libros tan populares como los Cuentos de la Alhambra (1832), de Washington Irving; Los zincali: los gitanos de España (1841), de George Borrow, o Carmen (1846), de Prosper Mérimée, además de los diarios de viaje como el Manual para viajeros por España (1845) y el exitoso Gatherings from Spain (1851), de Richard Ford, además de la traducción al inglés de Viaje por España, de Téophile Gautier. La España que describían estos autores —casi orientalizada, aparentemente soleada siempre y rebosante de edificios y personajes como gitanos, toreros, aguadores y similares—, tan pintoresca, había despertado la imaginación del país, generando una fascinación nueva y creciente por este país.4 Entre los primeros en contraer esta novedosa fiebre española hubo varios artistas, entre ellos Samuel Coleman, Mary Cassatt, Thomas Eakins, John Singer Sargent y William Merritt Chase. Todos ellos,
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Para saber más de estos viajeros, véase Gifra-Adroher (2000) y Kagan (2019: cap. 3).
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a partir de la década de 1860, viajaron a España en busca de todos aquellos personajes, edificios y temas tan originales (Boone 2007; Kagan 2019: cap. 3). Les siguieron otros estadounidenses, tal y como lo atestigua el registro de visitas de la Alhambra, el punto de partida de esta búsqueda de lo pintoresco. Antes de 1861, apenas unos doscientos estadounidenses habían visitado el conjunto monumental. El período de reconstrucción nos cuenta otra historia: durante la década de 1870, la cifra superó más de quinientos visitantes y en la de 1880, en plena edad de oro del capitalismo y una década de relativa tranquilidad en la política española, creció aún más. A finales de esta década, en torno a doscientos cincuenta norteamericanos firmaban el libro de visitas cada año y, en la década de 1890, el número anual de visitantes superó los quinientos, con un récord de quinientos noventa y cuatro en el año 1894 (Kagan 2019: 150; 2020). Los editores respondieron a este interés y contribuyeron a incrementarlo con una hornada de nuevas obras de literatura de viajes que describían los hermosos paisajes y las escenas novelescas que aguardaban a los turistas que pudieran permitirse cruzar el Atlántico y visitar el país de primera mano. Uno de los primeros libros, publicado justo antes del estallido de la guerra de Secesión, fue Letters from Spain and other Countries in 1857 and 1858, obra del afamado poeta y autor de literatura de viajes William Cullen Bryant. La década de 1870 trajo consigo Castilian Days (1870), de John Hay, y Spain in Profile: A Summer among the Aloes and Olives (1879), de James Albert Harrison, y en la de 1880 se sumarían muchos más. El mejor año fue 1883, marcado por la publicación de siete obras, entre las cuales se cuentan From the Pyrenees to the Pillars of Hercules, de Henry Day; Spanish Ways and By-Ways, de William Howe Downe: Spanish Vistas, de George Parson, con ilustraciones del célebre artista Charles S. Reinhart; A Family Visit to Spain, de Susan Hale, y el curioso Three Vassar Girls Abroad: Rambles of Three College Girls on a Vacation trip through Spain and France for Amusement and Instruction, de Lizzie Champeny. Para esta última, España era una “tierra de romance y misterio”, y los españoles eran todos “alegres y encantadores”. Esta misma España, romántica y pintoresca, también aparecía en las populares conferencias pronunciadas por John Stoddard, que atrajeron a millones de espectadores durante
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varias décadas por todo Estados Unidos. Se podían ver destellos de España en las eléctricas actuaciones de La Carmencita, una bailaora de flamenco sevillana que hizo una gira por el país en 1890 y a quien Thomas Alva Edison consiguió capturar con su Vitascope, el artilugio de grabación de vídeo que acababa de inventar. Aun así, la novela no fue la única responsable de que España se pusiera tan de moda. También contribuyeron los esfuerzos que se hicieron por expandir los orígenes de la historia de América más allá de los confines de Nueva Inglaterra y, de paso, cimentar el lugar de España en dicha historia. La figura clave aquí fue Colón, cuyos viajes y descubrimientos y sus vínculos con la fundación de Estados Unidos fueron celebrados primero por el poema épico de Joel Barlow The Columbiad (1807), seguido de la exitosa biografía del marino publicada por Irving en 1829. Luego Colón llegó hasta el nuevo capitolio de la nación, donde sus hazañas fueron triunfalmente narradas en distintos soportes: en pinturas, como en el cuadro Landing of Columbus, de John Vanderlyn, colgado en la rotonda del Capitolio desde 1843, o los bajorrelieves de bronce del escultor Randolph Rogers de sus puertas orientales. Otros conquistadores españoles, considerados mensajeros de la civilización y de la religión en una tierra hasta entonces salvaje, también tienen su lugar en este edificio. Encontramos, por ejemplo, el cuadro de Discovery of the Mississippi by De Soto, de William H. Powell, que cuelga en la rotonda desde 1843, así como varias escenas incorporadas al bajorrelieve del friso de la historia americana, de Constantin Brumidi, presente en el mismo lugar desde 1870. El friso incluía escenas donde se representaban la llegada de Colón (Landing of Columbus), el primer encuentro de Hernán Cortés con Moctezuma (Cortes Meeting with Montezuma), el desembarco de Pizarro en Perú (Pizarro’s Arrival in Peru) y el enterramiento de De Soto (Burial of De Soto), junto a otras que mostraban otros hitos de la historia estadounidense, como el desembarco de los peregrinos (The Landing of the Pilgrims) o el tratado de Penn con los indígenas (William Penn and the Indians).5 España y Estados Unidos también aparecieron codo con
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Sobre el friso, véase Kagan (2019: 130-131).
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codo en la Exposición Colombina Mundial que se celebró en Chicago en 1893, donde se exhibieron una estatua de Colón y réplicas de las carabelas del marino (la Niña, la Pinta y la Santa María) y del monasterio onubense de La Rábida, donde se cree que Colón pasó la noche rezando la víspera del inicio de su épica travesía. Entre las demás obras pictóricas de la exposición, se incluía una nueva moneda recién acuñada en honor de la mecenas de Colón, la reina Isabel de Castilla, además de una estatua de la monarca realizada por la célebre escultora Harriet Hosmer. Una manifestación de este mismo vínculo entre España y Estados Unidos se podía apreciar en el friso que narraba el “Progreso de la civilización en Estados Unidos”, en lo alto del arco conmemorativo erigido en 1899 en el campus de lo que hoy es la Universidad de Stanford. Este arco, junto con el friso, resultó derruido en el terremoto que arrasó San Francisco y las localidades adyacentes en 1909, pero las fotografías del monumento revelan que, además de ilustrar los logros de Colón y Cortés, también celebraba los de los frailes franciscanos, como Junípero Serra, por llevar la cristiandad a tierras bárbaras. A finales del siglo xix, los californianos se prestaban a erigir estatuas en honor de Serra tanto como los oriundos de Nuevo México, sobre todo, los que afirmaban descender de españoles, honraban a Coronado y otros conquistadores. Así, por varios medios y en varios formatos, la historia de España se injertó en la de Estados Unidos, y esa coyuntura, en mi opinión, es clave para entender lo que luego acabaría siendo la locura española. El camino hacia esa locura no fue ni mucho menos llano, sino que tuvo sus baches en el período previo a la guerra hispano-estadounidense, un conflicto que reavivó los antiguos prejuicios antiespañolistas. Pero, en cuanto acabó la guerra, esta animosidad se diluyó y se instó al olvido y al perdón, tal y como lo ilustró Charles Dana en la revista Life en agosto de 1898.6 En la ilustración aparecían una mujer de gran tamaño, en representación de Estados Unidos, tendiéndole una rama de olivo a un español diminuto y de piel morena vestido de torero. Aunque la caricatura se ha utilizado para demostrar la estereotipación
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Incluido en Kagan (2019: 67).
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racial de los españoles y otros hispanos durante el siglo xix, también representa la paz y el fin de las rivalidades imperiales que durante tanto tiempo habían manchado las relaciones comerciales y políticas entre España y Estados Unidos. Además, esa idea de olvidar y perdonar (el pie de la ilustración reza así, “forgive and forget”), que se hace eco de la idealización de las culturas indígenas sembrada por el concepto del vanishing indian (el indígena desaparecido), permitió al vencedor del conflicto, Estados Unidos, aceptar y absorber partes de la cultura del enemigo vencido. Así, se reavivó e incluso se intensificó el interés de los estadounidenses por España y su cultura, lo que impulsó la locura española. Esta locura se manifestó de muchas formas distintas. Una fue la colección de obras pictóricas de antiguos maestros españoles, sobre todo, de El Greco, cuyos cuadros se hicieron tan populares que un crítico llegó a hablar del Grecophilitus, como si de una enfermedad infecciosa se tratase (Kagan 2017). Otros coleccionistas enloquecieron por los paisajes y retratos de Joaquín Sorolla, el pintor de la luz español, cuya popularidad se disparó a raíz de una exitosa exposición organizada por Huntington en la Hispanic Society of America en 1909. La moda también llegó a la arquitectura, primero con el estilo misión y más tarde con la arquitectura neocolonial española, que combinaba elementos del plateresco español con otros de las construcciones mexicanas coloniales. Suele creerse que estos estilos arquitectónicos se circunscriben solo a Florida, California y otras zonas del suroeste estadounidense, pero en realidad se extendieron por todo el país. Ya en 1906, dos escritores —uno de Boston y otro de California— llegaron a sugerir que el “estilo arquitectónico español” podía convertirse en la “base sobre la que se erigiera nuestro estilo arquitectónico nacional”(Kagan 2019: 331). Si el espacio me lo permitiera, podría ahondar en otros aspectos de esta fiebre por todo lo español: las reconstrucciones históricas que vinculaban la historia de España con la de Estados Unidos; las tendencias en el mundo de la moda, donde el llamado Spanish shawl —el mantón— y otros accesorios de estilo español causaron furor a mediados de los años veinte; en la música, donde las representaciones de Land of Joy (La tierra de la alegría) fueron un éxito público en varias ciudades del país y canciones como
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That Wonderful Kid from Madrid, de Al Jolson, y In a Little Spanish Town, de Mabel Wayne, encabezaron las listas radiofónicas; en literatura, donde, tras la incisiva declaración de William Dean Howell en 1915 de la superioridad de la ficción española contemporánea, las novelas de Vicente Blasco Ibáñez no solo coparon las ventas, sino que también dieron el salto a la gran pantalla, junto con otras películas sobre España donde aparecían Carmen y otros estereotipos asociados con la novela española y que, además, cabe añadir, se proyectaban por todo el país en evocadores cines con nombres como Granada, Alhambra y similares. Quiero terminar este breve ensayo donde empezó, con la enseñanza de la literatura y la lengua españolas. Como ya apunté con anterioridad, la incorporación de William I. Knapp a Yale en 1879 marcó el momento en el que el estudio de la literatura española en Estados Unidos alcanzó su madurez. Otras universidades, para no ser menos, siguieron su ejemplo. La Universidad de Pensilvania lo hizo en 1892, cuando concedió a Hugo A. Rennert, especialista en novela pastoril española, la primera Cátedra de Lenguas Romances, un nombramiento que otorgó a la lengua y a la literatura españolas una posición más importante que nunca en la institución. La siguieron California, Chicago, Columbia, Texas y, más tarde, Dartmouth, con el nombramiento, originalmente en la Tuck School, de Prescott Olde Skinner en 1900, que permaneció en esta universidad hasta su jubilación en 1937. Se produjo otro avance en 1902 cuando el Smith College nombró a Caroline Bourland, doctorada en Bryn Mawr, catedrática de Lenguas Romances. Como la propia Bourland afirmó más tarde, “creo que fui la primera mujer de Estados Unidos en ocupar una cátedra universitaria” (Kagan 2019: 183). Hasta Harvard entendió el mensaje. En 1907, la institución al fin ocupó el puesto que había pertenecido a Ticknor, la Cátedra Smith, vacante desde que James Russell Lowell se jubilara en 1886, que recayó en Jeremiah D. M. Ford, un especialista en literatura española muy bien considerado. Incluso mi propia universidad, la Johns Hopkins, una institución cuya reputación dependía principalmente de la cultura académica alemana, consiguió subirse al tren español con el nombramiento de su primer hispanista, Charles Caroll Madden, en 1906.
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El impulso que originó todos estos nombramientos tuvo distintos orígenes. Uno, como ya apunté anteriormente, fue la ley Longfellow-Sparks, unida al concepto de panamericanismo, la idea de que los países de las Américas compartían una historia común. Tan importante fue, no obstante, la atención dedicada a España como país cuyos contemporáneos estaban vinculados a los de Estados Unidos. Para terminar, me gustaría retomar la pregunta que hacía al inicio de este ensayo: ¿hasta qué punto fomentó Ticknor esta relación tan estrecha entre España y Estados Unidos? A pesar de las críticas de Amador de los Ríos, y aparte del valor permanente de la decisión de Ticknor de legar su importante biblioteca de volúmenes en español y portugués a la biblioteca pública de Boston en 1871, la Historia dotó a la literatura española de una dignidad y un respeto que antes no tenía. Con ello, y a pesar de su falta de interés personal en la enseñanza de la lengua, Ticknor también allanó el terreno para Knapp, Rennert, Ford y otros académicos, que contribuyeron a que el español se asegurara un puesto permanente en los currículos universitarios estadounidenses. Además, y esto es algo que creo que se ha ignorado durante mucho tiempo, Ticknor codificó en su Historia un ejemplo práctico con respecto a las vicisitudes del imperio que extrajo de la trayectoria de la literatura española y del que esperaba que se beneficiase su país. Merece la pena recordar que Ticknor estaba dándole los retoques finales a su Historia en una época en que la mayor parte de los Estados Unidos había caído presa de la fiebre expansionista propiciada por la intervención estadounidense en México de 18461848, una guerra que él, al igual que Prescott y muchos otros de sus amigos de Nueva Inglaterra, consideraba “una desgracia”, creía que entraba en conflicto con el “honor” de la nación y se opuso a ella frontalmente (Ticknor 1909: vol. 2, 229). Inspirada en parte por la Historia del reinado de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel de Prescott, junto con la Historia de la conquista de México, la Historia de Ticknor argumentaba que las aventuras imperiales de la Monarquía española, combinadas con la búsqueda incansable de la riqueza en ultramar por parte de los españoles, despojó gradualmente a la nación española del “espíritu popular y varonil” que había
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inspirado su literatura en la Edad Media, la que Ticknor creía que era la verdadera edad de oro de la literatura española, y no tanto la de Cervantes, Lope de Vega y Calderón (Ticknor 1866: vol. 2, 433). En otras palabras, llegó a la conclusión de que el imperio solo había servido para mermar la energía creativa en España, un camino que temía que su país había emprendido también. En este sentido, no sin cierta ignorancia, creía que España suponía para su país, Estados Unidos, un ejemplo de desventura imperial que el Gobierno debía evitar. Afortunadamente, Ticknor, fallecido en 1871, no vivió para ser testigo de hasta qué punto ignoró el Gobierno estrenado en 1898 su sabio consejo.
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“This Palace is the People’s Own”: Ticknor, Guastavino y la Biblioteca Pública de Boston Alberto Medina
Una extraña escena fundacional aparece repetidamente en los relatos del origen de la Biblioteca Pública de Boston:1 el 24 de abril de 1841, Alexandre Vattemare, famoso ventrílocuo francés, se dirige a lo más granado de la sociedad bostoniana, la élite económica e intelectual dominada por los llamados Brahmanes, entre ellos George Ticknor, ilustre profesor de Harvard hasta apenas seis años antes. El lugar escogido es la Mercantile Library Association, una pequeña biblioteca fundada en 1820 para el uso de comerciantes. Vattemare no está en Boston para hacer disfrutar al público con una de las funciones cuyo éxito le había hecho rico y famoso. No se trataba de desplegar una de
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Véanse Fichter (32), Harris (1975: 4), Richards (30-35), Whitehill y Ruzicka (4-6), Wiegand (25).
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esas elaboradas puestas en escena en la que su voz se multiplicaba en una polifónica proliferación de personajes de ambos sexos y de toda extracción social.2 Vattemare ha dejado el mundo del espectáculo para embarcarse en un ambicioso proyecto de dimensión mundial: el intercambio de libros, objetos y especímenes de historia natural entre los gobiernos e instituciones públicas de distintos países (Richards 12). Lleva casi dos años promocionando su idea en Estados Unidos, como hará en otros muchos países. Ha dirigido incluso un memorial al Congreso con una detallada descripción de su proyecto. Boston es la última parada de su viaje, pero también la ciudad donde sus ideas dejarán quizá mayor huella. Vattemare se topa con un obstáculo importante para su proyecto tanto en Boston como en otras ciudades americanas: la proliferación de pequeñas bibliotecas de contenidos y públicos especializados, como el mismo lugar en el que está hablando, acompañada de la dispersión de bibliotecas populares de préstamo, no es compatible con una circulación efectiva y multitudinaria de los futuros textos y objetos de intercambio. Un paso previo para la implementación de su sistema es la creación de una gran biblioteca en Boston que agrupe a las que ahora existen. Pero ese proceso de agregación ha de ser necesariamente paralelo a la apertura de tales centros a un público mucho más amplio que integre incluso las clases más desposeídas: “What immense benefits would arise to your country if honest, well behaved, though poor young men, who are gifted by their heavenly father with the glorious instincts of genius and virtue were freely admitted to institutions of an enlarged and permanent character” (Vattemare cit. en Richards 31) La supresión de privilegios y restricciones de clase en la futura biblioteca no sería sino antesala de un proyecto de hermandad intelectual global: “The System of National Interchange […] will tend to remove national and sectional prejudices, will promote the great cause
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El volumen de Richards (1-13) contiene una breve biografía de la etapa anterior de Vattemare. Su relación con la biblioteca de Boston fue descrita en profundidad en Quincy (1885).
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of peace, and the just principle of religion, by uniting all nations in intellectual brotherhood” (32) Al escuchar tales ideas, Ticknor, el exprofesor de Harvard, líder social e intelectual de Boston,3 respetado patricio en cuyas veladas coincidían los nombres más ilustres de la ciudad, conocido de Goethe, Lord Byron, Madame de Stäel y tantas otras figuras, no pudo dejar de sorprenderse de cómo una figura tan pintoresca y peculiar como Vattemare, radicalmente distinta a él, estuviese exponiendo ideas tan meticulosamente similares a las suyas. Ya en 1826, en una carta a su amigo Daniel Webster, diputado y líder federalista en el Congreso, Ticknor había expuesto su proyecto: I have a project which may or may not succeed but I hope it will. The project is to unite in one establishment […] all the public libraries in town […] and then let the whole circulate […]. In this way, there will be an end of buying duplicates, paying double rents, double librarians, etc. The whole money raised will go to books and all the books will be made useful. To this great establishment, I would attach all the lectures wanted, whether fashionable, popular scientific […]; and have the whole made a capitol of the knowledge of the town, with its uses, which I would open to the public, according to the admirable direction in the charter of the University of Göttingen: Quam commodissime, cumque latissime. (Ticknor vol.2, 371)
Las dos características fundamentales del proyecto de Vattemare, la agregación de múltiples bibliotecas dispersas y su apertura a un público no solo especializado, sino también popular, eran las mismas de su proyecto. La inspiración de ambos, sin embargo, no podía ser más distinta: Vattemare quiere trasladar al ámbito intelectual y educativo las virtudes del libre cambio: “[The System of National Interchange] 3
Los textos de Milburn (contemporáneo a Ticknor) y Green (desde una perspectiva histórica), aparte naturalmente de la extraordinaria biografía de Tyack, dan una idea del lugar extraordinariamente prominente de George Ticknor en la sociedad bostoniana de la segunda mitad del xix. Según Tyack, Ticknor se convierte prácticamente en atracción turística, contacto imprescindible con la ciudad para toda persona famosa que llega a ella (157).
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is designed to give intellectual treasures of the cultivated world the same dissemination and equalization which commerce has already given to its material ones” (cit. en Whitehill 1970: 4). El de Vattemare es un auténtico proyecto de globalización del saber. El libre cambio de libros y objetos de conocimiento, como el de mercancías, aúna diseminación cultural y construcción de una comunidad internacional de saber en la que la circulación abre la posibilidad de una ideal hermandad internacional en la que las diferencias políticas confluyen hacia una paz universal. El modelo de Ticknor no puede ser más distinto. La biblioteca de Gotinga, una de las mejores de Europa, tiene un papel fundamental en su formación durante su estancia en esa ciudad.4 La ingente acumulación de saber puesta al servicio de los alumnos de la Universidad se convirtió en el recurso imprescindible para la formación de las élites europeas (y americanas). Si Ticknor concibe la futura biblioteca como el suplemento imprescindible del sistema educativo de la ciudad, el modelo para esa educación es el que él mismo vivió en Gotinga. Si el sistema educativo tradicional da a cada ciudadano los instrumentos básicos que sientan las bases para su posterior autoformación, no los acompaña sin embargo del recurso fundamental, el acceso a los libros: Although the school and even the college and the university are […] but the first stages in education, the public makes no provision for carrying on the great work. It imparts, with a noble equality of privilege, a knowledge of the elements of learning to all its children, but it affords them no aid in going beyond the elements. It awakens a taste for reading but it furnishes to the public nothing to be read. (Boston Public Library 6)
Ideas muy similares a las de Vattemare privilegian ahora la autoformación sobre el intercambio. De hecho, frente al idealismo globalizador del francés, el de Ticknor es ante todo un proyecto nacional encaminado a dar a las masas los instrumentos para ganar conciencia de un carácter propio y distintivo. También eso lo aprendió Ticknor
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Su periodo de formación en Alemania es descrito en Tyack (153-163).
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en Gotinga (y en París). Allí, la crítica nacionalista de los Schlegel y Madame de Stäel, pero quizá especialmente de su maestro, Friedrich Bouterwek,5 le llevó no solo a acentuar las diferencias entre las literaturas de los distintos países asociándolas a caracteres nacionales claramente diferenciados, sino también a depositar en el pueblo y las clases bajas la esencia de dichos caracteres. Como analiza ya en otros lugares este volumen, no es sino esa idea la que explica el desagrado que Ticknor siente ante la literatura francesa por su dimensión cortesana. Frente a esto, su preferencia es una idealizada literatura popular española previa al siglo xv, que entraría en crisis por su contaminación con modelos extranjeros y su progresivo acercamiento a la Corte y a la superstición institucionalizada por la Inquisición. Pero, si la historia literaria se convierte en un relato de degeneración y pérdida de identidad, también es para Ticknor pauta de un proyecto simultáneamente cultural y político. Se trata de dar los instrumentos al pueblo para que gane conciencia y responsabilidad de su papel privilegiado como depositario de la esencia nacional. Eso pasa por la autodefensa frente a desviaciones exteriores de esa esencia, tentaciones políticas que aparten al pueblo de su recto camino. Por supuesto, no es sino Ticknor y la élite de los Brahmanes quienes han determinado en qué consiste ese camino. El gran proyecto de la biblioteca de Boston se convierte en un ejercicio de ventriloquia. La prevención de Ticknor frente a la pintoresca figura de Vattemare, cuya memoria querrá apartar por completo del proyecto de la biblioteca (Whitehill 1970: 10), oculta quizá una inesperada analogía con las habilidades del artista francés. La biblioteca se convertirá en recurso, puesta en escena y teatro para la autoformación de un pueblo cuya concepción en la mente de Ticknor es heredera de la tradición herderiana europea, ejemplificada en la literatura española anterior al xv y que se ve en serio peligro en el contexto político americano. La imperiosa necesidad de que el pueblo se convierta en sujeto activo de un proceso autoeducativo y de creación de conciencia es en Ticknor el producto de un fracaso político.
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Ese entramado de influencias es analizado por Leigh tanto en su tesis como en su contribución a este volumen.
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Ese fracaso se debe a circunstancias extraordinariamente específicas: la ascensión en 1829 de Andrew Jackson a la presidencia sitúa por primera vez al mando de la nación a un personaje no procedente de las élites educadas, que hace alarde del virtuoso uso de un populismo incipiente y la construcción de una relación emocional, no ilustrada, con las masas (Tyack 217). Jackson representa la amenaza de una incipiente demagogia frente a la cual las masas no tienen los instrumentos intelectuales necesarios para defenderse (Harris y Splieger 262). Las pasiones amenazan con tornarse el factor determinante en un espacio político que se aleja de la moderación ilustrada y racional abanderada por los Whigs, el grupo en torno al cual se articula la élite bostoniana de los Brahmanes. Los disturbios de Astor Place en Nueva York en 1849 resultarán un ejemplo paradigmático de ese fatal desborde de pasiones y se convertirán en una peligrosa advertencia de las consecuencias de un espacio político dominado por la irracionalidad y el extremismo. La progresiva marginación de Samuel Webster, amigo de Ticknor, el político más importante vinculado tanto a los Brahmanes como al proyecto moderado de los Whigs, se traduce en su apartamiento de la carrera presidencial en 1852 y el colapso del partido en los resultados electorales de ese mismo año. La Biblioteca Pública de Boston se funda oficialmente el mismo año y cabe ser leída como la continuidad del proyecto Whig por otros medios. Como Harris y Spiegler han estudiado en un artículo esencial (1975), las posibilidades de autoformación que ofrecerá la Biblioteca supondrán un antídoto contra el populismo y la demagogia (202). Esta se convierte en un instrumento fundamental de educación política: It is of paramount importance that the means of general information should be so diffused that the largest possible number of persons should be induced to read and understand questions going down to the very foundations of the social order, which are constantly presenting themselves, and which we, as people, are constantly required to decide, and do decide, either ignorantly or wisely. (Boston Public Library 15)
Si las masas resultan ahora sometidas a líderes demagógicos y a una política de las pasiones que amenaza con quebrar el proyecto nacional
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y alejarlas de decisiones racionales, los disturbios de Astor Place resultan también paradigmáticos en otro sentido. Su núcleo y origen fue el violento enfrentamiento entre inmigrantes y nativistas que provocó decenas de muertos. Las mismas condiciones que hicieron posible esa explosión de violencia en Manhattan empiezan a reproducirse en Boston, donde la inmigración, particularmente irlandesa, presenta el inminente peligro de desdibujar las características identitarias y culturales de la ciudad. Si hasta hacía muy pocos años esta había sido dominada por unas pocas familias acomodadas con un ascendente cultural y económico indiscutido sobre una población general de extraordinaria homogeneidad, la llegada masiva de inmigrantes crea un escenario en el que esa influencia es puesta en peligro por la creciente diversidad cultural. Los inmigrantes procedentes de Europa carecen de formación democrática y hábitos de autogobierno (Tyack 222). Resulta imprescindible crear mecanismos de asimilación capaces de convertir a los inmigrantes en sujetos políticos modernos capaces de integrarse en las instituciones locales y contribuir a la unidad identitaria de la nación en lugar de actuar como elementos centrífugos que amenacen con su fragmentación: “[Americans] should receive kindly the multitudes who come to us every year and […] assimilate their masses to, and bring to our own national character and bring them in willing subjection to our own institutions” (Ticknor cit. en Tyack 222). Sin embargo, a los ojos de Ticknor, paradójicamente, también viene de Europa el plan ideal para conformar una masa políticamente funcional a salvo tanto de demagogos como de residuos culturales incompatibles con el proyecto nacional: si se trata de crear una “aristocracia del talento y la virtud”, en palabras de su amigo Jefferson (Harris 8), de darles los instrumentos a miembros de las clases bajas tanto locales como inmigrantes para que, más allá de sus limitaciones económicas y sociales, se conviertan en ejemplares ciudadanos capaces de encauzar e integrar a masas centrífugas, Ticknor tiene experiencia directa de un guion que puede resultar útil. No era otro escenario el que experimentó (o imaginó) en España a través de su literatura medieval y del trato directo con el pueblo llano durante sus viajes por el país:
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There is more national character here, more originality and poetry in the popular manners and feelings, more force without barbarism, and civilization without corruption, than I have found elsewhere […]what seems mere fiction and romance in other countries is a matter of observation here […]. [You] find the people still in that kind of poetical existence which we have not only since lost but which we have long ceased to credit on the reports of our ancestors. (Ticknor 188)
Libre aún de influencias extranjeras y alejado del influjo cortesano, el pueblo no solo se convierte en máxima expresión del carácter nacional, sino que también constituye un ideal sujeto político, garante del orden frente a la corrupción nacional e impermeable a rencores de clase. En una perfecta encarnación de ese ideal de aristocracia de la virtud a que hacía referencia Jefferson, ese pueblo llano que Ticknor encuentra en España se articula en un orden espontáneo que hace innecesaria la presencia de la policía (193-194). El factor esencial de ese orden es, precisamente, la seguridad, independiente de jerarquías, de un pueblo ya siempre aristócrata: “I have seen the lowest class of people […]who had never seen the king perhaps, in their lives, suddenly spoken to by him; but I never saw one of them hesitate or blush, or seen confounded in any way by a sense of the royal superiority” (205). Un paso más allá: frente a la ineficiencia y corrupción de las clases altas y a un rey que exhibe la vulgaridad y zafiedad ausentes en el pueblo llano (191), este exhibe una capacidad autoorganizativa y una potencialidad para tomar sus propias decisiones. Ese mismo pueblo gana conciencia de sí y de su poder6 y obliga a las instituciones políticas a admitir un régimen de “desobediencia tolerada” en el que las ordenanzas oficiales nada pueden contra la voluntad popular (192-
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“It is a curious and interesting sight to see the people, when, from their union in a great mass, they feel their own strength and when, from their excitement, they enter into the rights of their own importance and power. When, in fact, they feel themselves to be what they are, and become for the moment free in consequence of it. Royalty is little respected on Mondays in Madrid, and therefore whatever the people persist in requiring in the amphitheater […]is always granted to avoid unpleasant consequences” (Ticknor 204).
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193). Pero también hace innecesaria la presencia de la policía frente al predominio de una suerte de orden espontáneo del pueblo. El mismo que tiene el sorprendente efecto de mantener una higiene de forma natural en una ciudad, Madrid, de nulos servicios públicos (191). Todo ello constituye un extraordinario potencial de articulación política a partir de esas extraordinarias cualidades del pueblo: “The Lower class especially is, I think, the finest material I have met in Europe to make a great and generous people; but this material is either unused or perverted” (204-205). La biblioteca de Boston se ha de convertir en un medio de construcción de ese tipo de pueblo, seguro, orgulloso de sí, expresión y garante de una esencia nacional, espontáneamente propenso al orden sin necesidad de instancias represivas, resistente a la manipulación de políticos populistas sin escrúpulos ni educación. La biblioteca es el instrumento a través del cual Ticknor aspira a reproducir ese pueblo idealizado que encuentra en su viaje a España, esa encarnación de un carácter nacional que coincide con la articulación de un sujeto político resistente a la demagogia. Pero la biblioteca, como veremos, no terminará siendo tan solo un vehículo de formación, sino también un teatro, una puesta en escena donde el pueblo aprenda a desempeñar su papel. Edward Everett, el viejo amigo de Ticknor con quien compartió parte de su estancia y educación en Europa y tan involucrado como él en principio en la creación de la biblioteca, tenía una idea muy distinta para el futuro de la institución, mucho más cercana a lo que, también él, conoció en Gotinga. Su público debía limitarse a la élite. Debía ser un instrumento de formación e investigación que sirviera a los hijos de las grandes familias bostonianas y a sus necesidades de formación e investigación. En ellos residía la responsabilidad de la dirección política. Everett aspiraba a hacer mucho más cercana y posible la experiencia educativa exclusiva que él y Ticknor habían conocido en Gotinga. En definitiva, concebía el proyecto como la creación de un espacio de formación de élites. Quienes acudieran a él lo harían por responsabilidad de clase y propensión al estudio. Ticknor introduce una variable radicalmente distinta capaz de atraer a un público mucho más amplio: el placer. El primer paso para
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cultivar esa aristocracia popular, el umbral imprescindible previo a su proceso de autoformación, es el puro placer de la lectura. Frente al énfasis en una biblioteca centrada en una colección destinada al estudio que no saliera de ella, Ticknor, coincidiendo, de nuevo, con las ideas de Vattemare, concibe un sistema que integre textos populares en múltiples copias y con la posibilidad de préstamo y circulación fuera de la biblioteca. Esta se convierte no en un espacio autocontenido, sino en centro de diseminación de lecturas que el público puede disfrutar en su casa: la biblioteca en sí se concibe como centro de un organismo político y educativo que se ha de extender a cada casa, ser internalizado por cada uno de sus usuarios. Paralelamente, esa diseminación se hace posible a partir de una lógica económica dirigida por las leyes de la oferta y la demanda, que recuerdan de nuevo el vínculo establecido por Vattemare entre su sistema de intercambio y la lógica comercial del libre cambio, la circulación internacional de mercancías: [The library should] render the pleasant and healthy literature of the day accessible to the whole people at the only time they care for it —that is when it is living, fresh and new—. Additional copies, therefore, of any book of this class should continue to be bought almost as long as they are urgently demanded, and thus, by following the popular taste […] we may hope to create a real desire for reading […] when such a taste for books has once been formed by these lighter publications, then the older and more settled works in biography, in history and in the graver departments of knowledge will be demanded. (Boston Public Library 17)
Ese papel de la biblioteca como centro de diseminación está, junto a las iniciales limitaciones económicas, en la base de una primera concepción del edificio como extraordinariamente modesto, casi invisible: “The commencement should be made of preference, in a very unpretending manner, erecting no new building and making no show” (19). La circulación de lecturas y saberes prevalece en un primer momento sobre la visibilidad simbólica de quien la hace posible. Sin embargo, desde muy pronto, el principal donante, Joshua Bates, cuyos cincuenta mil dólares permitirán poner en marcha el proyecto,
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tiene una idea muy distinta, en la que la estricta funcionalidad del espacio deja paso a una grandiosa puesta en escena que enmarca la experiencia de lectura: The architecture should be such that a student on entering it will be impressed and elevated, and feel a pride that such place is free to him. There should be niches and a few marble statues, as these will, from time to time, be contributed by those who maybe benefited by the institution. When on their travels in Italy they see the original they will be pretty sure to order something. By these means the reading rooms will be made more attractive, and the rising generation will be able to contemplate familiarity with the best works of the celebrated masters. (En Whitehill 1970: 38)
A la lectura se unen, en la visión de Bates, otros dos placeres implícitos en Ticknor que ahora se tornan centro de una concepción explícita, espectacular y conscientemente teatralizada: por un lado, la oportunidad de pasar por una clase que no es la propia. No será otro que el tópico del palacio del pueblo, asociado tanto a la biblioteca como a tantos ejemplos de arquitectura pública del periodo que envuelven al pueblo en decorados aristocráticos7. Por otro, la simulación del viaje a la vieja Europa. Será la visión de Bates la que termine triunfando en el grandioso proyecto arquitectónico llevado a cabo por McKim, Mead y White, que se inauguraría muchos años después, en 1895, y donde la funcionalidad del espacio da paso definitivamente al espectáculo. Ya no serán solo los libros, sino también el lugar que los contiene, instrumento fundamental de la configuración de aquella idealización del pueblo que Ticknor leyó
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Esa idea aparece en primer plano en las mismas celebraciones de inauguración de la biblioteca, en las que un poema se repite una y otra vez en las notas periodísticas (Fichter 59): Behind the ever-open gate / No pikes shall fence a crumbling throne / No lackeys cringe, no courtiers wait, / This palace is the people’s own.
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en los herederos de Herder y experimentó en primera persona en su viaje a España. El proyecto de McKim, Mead y White será simultáneamente, como veremos, biblioteca, museo, escaparate y viaje, instrumentos diversos en un mismo proyecto educativo que tiene como objetivo el mantenimiento y la construcción de un orden sin recursos represivos. El edificio inscribe en su fachada de la calle Boylston el propósito fundamental en la mente de Ticknor y los Brahmanes en un contexto en el que la política convencional les daba la espalda y amenazaba con el triunfo de un populismo destructivo e incontrolable. Ese fin quedará literalmente grabado en piedra, deviene monumento y propósito transhistórico: “The Commonwealth requires the education of the people as the safeguard of order and liberty”. Como Bates pronosticaba en su carta de 1852, solo sería necesario preguntar a un ciudadano si acudía a la biblioteca para conocer su nivel de civismo (Whitehill 1970: 38). Pero el mecanismo para preservar el orden no se limita ya al imprescindible suplemento educativo que supone la biblioteca, sino también a la configuración de una puesta en escena que facilite al pueblo desempeñar el guion preestablecido. Las referencias del proyecto de McKim, como tantos edificios del periodo, trasplantan escenarios europeos al centro de Boston, en particular, la Biblioteca Sainte-Geneviève de París o reminiscencias de San Francesco da Rimini, de Leon Battista Alberti, pero también elementos neorrománicos que hacía pocos años habían sido utilizados en un espacio comercial tan paradigmático como los almacenes Marshall de Chicago, que en el entorno de Copley Square establecían un diálogo directo con la Trinity Church, la obra monumental de Henry Richardson ya por entonces considerada como uno de los edificios religiosos más emblemáticos de Estados Unidos. Los espacios de consumo y de autoformación cívica e intelectual, al igual que los ligados al culto, se asemejan entre sí, nutriéndose de elementos historicistas y europeizantes. Simultáneamente, el fetichismo de la mercancía se reproducía a otro nivel a partir de la musealización de la biblioteca, concebida como un entramado de colaboraciones artísticas en el que la arquitectura contiene no solo libros, sino una generosa colección de esculturas, pinturas, mosaicos y murales —“a marriage of the arts” (Whitehill 1970: 13)—. El consumo es evocado por la colección,
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que, como vimos en la visión de Bates, no hace sino incitar a los potenciales patrones aristocráticos a seguir aumentando sus fondos, tanto de objetos artísticos como de libros. Para otros niveles sociales, el vínculo entre la biblioteca y el consumismo no es menos evidente. El Handbook de la biblioteca, publicado en 1895, muy asequible y destinado a un público general, no solo describe minuciosamente todos los espacios y tesoros artísticos de la misma, sino que los envuelve en una profusión publicitaria que ocupa buena parte del volumen (desde jabones a ropas, muebles y bienes inmobiliarios). El volumen no hace sino desplegar la relación urbana evidente entre la biblioteca y el barrio que la rodea, Back Bay, el centro comercial de la ciudad, cuyos edificios y establecimientos desfilan en sus ilustraciones publicitarias. El museo como escaparate de tesoros culturales establece una continuidad con los escaparates comerciales de su entorno. Los grandes ventanales de Bates Hall facilitarían esa continuidad entre la biblioteca y su entorno, estableciendo un contrapunto con los ambientes monacales de otras salas y la reclusión y apartamiento implícitos en el patio/claustro. La secuencia arquitectónica ideada por McKim plantea un viaje de transformación, escenifica un renacimiento o un peregrinaje (Fichter 66-67). Partiendo de la oscuridad sin libros del vestíbulo, el visitante asciende por las escaleras hacia la fuente de luz para finalmente encontrarse con la abrumadora iluminación del Bates Hall con esos grandes ventanales hacia Copley Square y anaqueles llenos de libros de referencia. Bates Hall unifica en un solo espacio los dos salones jerarquizados de lectura situados en pisos distintos en el anterior edificio de Boylston, lo que produce un efecto de democratización y accesibilidad acentuado por la visibilidad interior/exterior permitida por los ventanales. A este, sin embargo, corresponde paradójicamente un sistema de anaqueles cerrados y centralizados que no solo hace inaccesible buena parte del edificio al público general, sino que también requiere la necesaria mediación del bibliotecario (55). Esa transición entre lo popular/democrático y la iluminación/ilustración mediada corresponde, de nuevo, a la visión de Ticknor de que el papel de la literatura popular en circulación, el placer de la lectura, es el medio y umbral para atraer a las masas hacia temas más elevados.
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La literatura popular de consumo funciona como el escaparate que hace posible el acceso (mediado) a saberes más restringidos ligados a espacios más oscuros, meditativos o incluso prohibidos del edificio. De modo análogo, la obra de McKim no pretende tan solo epatar a su usuario con una monumentalidad que resulte mero objeto de pasiva contemplación y sorpresa frente a la posibilidad de acceso a un ámbito aristocrático. Un elemento crucial en el proyecto de McKim desempeña el necesario papel de transición entre lo utilitario y lo monumental, pero también entre lo popular y lo aristocrático. Simultáneamente dará coherencia visual a espacios extraordinariamente diversos entre sí, creando continuidad, pero también complicidad, con el viaje implícito (simultáneamente geográfico e intelectual, a Europa y al conocimiento) inscrito en la secuencia arquitectónica de la biblioteca. Ese elemento clave serán las bóvedas concebidas por un maestro de obras español, Rafael Guastavino, cuya huella, tras su éxito en la Biblioteca Pública de Boston, se hará ubicua en la arquitectura pública de las grandes metrópolis americanas, particularmente Nueva York, en las décadas siguientes.8 Su sistema constructivo, nuevo y exótico en Estados Unidos, generalizado desde hacía siglos en la arquitectura mediterránea, resultará un medio barato y efectivo para cubrir y soportar los techos de grandes dimensiones requeridos por las grandes salas de la biblioteca. Será en esta biblioteca donde la llamada “construcción cohesiva” será personalizada por Guastavino, alcanzando la perfección técnica, pero también la dimensión simbólica y las características visuales distintivas que lo convertirán en un sistema (y un brand) de construcción de enorme éxito y ubicuidad en los edificios públicos americanos. Las bóvedas de Guastavino conseguirán la perfecta síntesis entre monumentalidad y funcionalidad, al tiempo que ofrecen al usuario de la biblioteca un descanso del aristocrático exceso de or8
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Tras años de reducido interés por la figura de Guastavino, su bibliografía y visibilidad han crecido exponencialmente en los últimos años. Los dos volúmenes académicos más importantes sobre su obra son los de Ochsendorf y Loren. Su creciente popularidad explica por ejemplo la aparición casi simultánea de dos biografías escritas, no por académicos, sino por reconocidos escritores, Andrés Barba y Javier Moro.
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namentación y musealización. Es en la Biblioteca Pública de Boston donde Guastavino hace uso por primera vez del rasgo estilístico que servirá simultáneamente de marca visual de la firma y poética de su sistema constructivo. McKim y el maestro de obras valenciano se dan cuenta del valor ornamental que adquieren los azulejos que componen las bóvedas por sí mismos, en un estadio inacabado, sin ser cubiertos. En lugar de ocultar sistemáticamente el humilde entramado que subyace tras el efecto monumental, como se hace, por ejemplo, en el vestíbulo de la biblioteca, donde las bóvedas tabicadas son cubiertas por mosaicos artísticos, en la mayoría de las salas de la biblioteca se le hace a ese entramado ganar protagonismo visual (Ochsendorf 50). De hecho, lejos de simular las junturas entre los azulejos, se las acentúa, al tiempo que las diversas disposiciones de estos permiten una extraordinaria diversidad visual, variaciones decorativas incesantes en torno a un mismo sistema constructivo. Simultáneamente al desarrollo de las obras de la biblioteca, Guastavino desarrolla la narrativa entre científica y poética que sostendrá el sistema de la construcción cohesiva y su misma firma comercial. Esa narrativa cabe ser leída como la perfecta materialización arquitectónica y escénica de la idealizada idea de pueblo que Ticknor concibe en España y despliega en su concepción de la biblioteca. En sus conferencias de 1889 en el MIT, Guastavino retoma una explicación mítica del sistema de construcción cohesiva, tan antigua como su misma aparición. Desde el siglo xiv, distintas descripciones del mecanismo constructivo presentan las bóvedas prácticamente sosteniéndose a sí mismas sin necesidad de pilares de apoyo: “They functioned through an internal bonding together of the tiles and mortar, which allowed each vault to function as a unified material that could take tension, and therefore exerted no thrust in the supports” (54).9 En la Biblioteca Pública, la decisión de dejar visibles las junturas entre los azulejos de las bóvedas consigue varios efectos: por
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Es interesante la supervivencia del mito incluso hoy: en la descripción del sitio web oficial de la Biblioteca Pública de Boston, aún se caracterizan las bóvedas de Guastavino como self-supporting.
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un lado, introducir un elemento medievalizante en el ambiente historicista, a menudo neorrenacentista. Por otro lado, el recurso estilístico visibiliza un mecanismo mítico en el que la unidad se construye a partir de una imagen colaborativa: son esas junturas visibles las que significan un modelo de cohesión armónica de componentes mínimos, los azulejos, para conseguir un efecto monumental de poder y unidad. El mecanismo coincide con el ornamento. Si la arquitectura de McKim proyecta desde el exterior una inmediata imagen de solidez y unidad al permitir al observador abarcar la fachada de una vez, sin particiones ni elementos de distracción (Fichter 62), las bóvedas de Guastavino permiten contemplar el mecanismo que sostiene esa unidad, la cohesión visibilizada de sus mínimos componentes. Finalmente, se alude a una implícita dimensión de clase introduciendo un contrapunto rústico a la aristocrática musealización de la biblioteca. Frente a los artistas de nombre propio que dominan la colección de sus obras de arte, esas piezas cerámicas al desnudo visibilizan la humilde labor del artesano. Frente a la grandilocuencia y el orgullo autoral de los nombres de McKim, Mead y White, inscritos disimuladamente en las iniciales de los ilustres nombres grabados en la fachada de Dartmouth St. (Whitehall 20), la intervención de Guastavino visibiliza el papel de sujetos anónimos como él mismo, cuya labor no corresponde a una firma autoral o a una dimensión artística, sino a una función técnica y, si acaso, a partir de su éxito en la Biblioteca de Boston, a un brand. El edificio no es solo obra de los grandes nombres, sino también de los humildes obreros que lo hacen posible. Esa labor colectiva es ligada por Guastavino en sus conferencias a un escenario original de unidad natural. En una imagen de revelación que escenifica su descubrimiento de la arquitectura cohesiva, asiste a la confusión original entre naturaleza y artificio. Todo sucede durante una visita al paraje del Monasterio de Piedra, propiedad de la familia Muntadas, sus clientes en Barcelona: Here, in that “Monasterio de piedra”, I saw a grotto of immense grandeur, one of the most sublime and extraordinary works of nature. Imagine Trinity Church, Boston, covered by an immense natural vault, supported by walls of the same nature, with gigantic stalactites of all kinds
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of forms and dimensions, like great chandeliers, hanging from above; The floor, a lake, receiving the whole light through an immense ventinel or opening, like a rosette window in a cathedral […]with this great specimen of nature’s architecture before me, I recognized how small and insignificant my work had been. The thought entered my mind, while in this immense room […] that all this colossal space was covered by a single piece, forming a solid mass of walls, foundations and roof and was constructed with no centers or scaffolding, and especially, without the necessity of carrying pieces of heavy stone and heavy girders or heavy centers; all being made of particles set on over the other, as nature had laid them. (Guastavino 12-13)
Guastavino establece un diálogo entre el edificio de la biblioteca, la cueva del Monasterio de Piedra y la Trinity Church, situada exactamente enfrente, al otro lado de la plaza Copley. Invita a su oyente a un ejercicio de análisis en el que lo monumental es producto de lo mínimo (“made of particles set on over the other”) y la unidad lo es de un proceso de agregación y cohesión. Ese mecanismo de unidad procede de una espontaneidad natural que desplaza el artificio y el trabajo (“no centers or scaffolding, and especially, without the necessity of carrying pieces of heavy stone and heavy girders or heavy centers”). La grandiosidad medieval de la Trinity Church se convierte, en el escenario de la cueva del Monasterio de Piedra, en producto de un modesto proceso de agregación natural. La Biblioteca Pública se torna en una versión secularizada de esa misma dialéctica entre la monumentalidad y el proceso que la hace posible. La imagen de la cueva es referencia inevitable para quien traspasa el umbral de la Biblioteca. El informe oficial de la Boston Landmark Commission para la designación oficial de la biblioteca con la categoría de landmark describe así el espacio de entrada: “The entrance hall has no windows; the only light in the space streams in from the windows of the grand stair and the entry doors. The ceiling is vaulted, with great piers dividing the space into three aisles, creating a cavernous aspect” (13). El umbral de la biblioteca pública se convierte en un escenario de revelación análogo al que Guastavino describe como marco de su descubrimiento de la arquitectura cohesiva.
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La teatral entrada al espacio del conocimiento también lo es a un espacio original, genealógico. El medievalismo (y el carácter español o genéricamente europeo) de las bóvedas de Guastavino no hacen sino convertir en puesta en escena el origen de la biblioteca. Un artículo publicado en The Saturday Review en 1858, años antes de la inauguración del edificio, sobre la relación fundacional de Ticknor con la biblioteca cabe ser leído como guion de la futura arquitectura convertida en escenificación del idealismo y fetiche genealógico del profesor de Harvard, pero también de figuras del entorno de un naciente hispanismo: The library which Ticknor left to the city of Boston grew out of the collection of books made in preparing his “History of Spanish Literature” […]. As others beside Ticknor have shown —Washington Irving, Prescott and Longfellow, for example— Spain has always had a certain attraction for the literary American, and it is not hard to see the reason. Spain is to America in some degree what the men in armor, out of whom the family tree is represented as growing, is sometimes to one of our county families. He cannot be claimed exactly as the founder of the family […].But, though the connection may be somewhat indefinite, the man in armor is a picturesque figure in the family annals; and there is at any rate some romance about him […]and so, in its aesthetic moments the family sentiment always inclines to the crusader or the comrade of the conqueror. (“The Ticknor Library” 754)
El guion medievalista se hace aún más presente cuando el visitante accede a los monumentales murales en la Abbey Room, donde se representa en secuencia casi cinematográfica la búsqueda del Santo Grial, de nuevo como analogía del acceso al conocimiento. El escenario medieval y caballeresco facilitado por la intervención de Guastavino y subrayado por Abbey traslada al usuario de la biblioteca al mismo espacio de romance sobre el que se funda la experiencia española de Ticknor y el proyecto intelectual que tomará forma en su History of Spanish Literature. En ese espacio, el espíritu caballeresco es producto natural del carácter nacional, accesible a todos, no atributo de clase. Paralelamente, del mismo modo que el artista y el artesano se hacen simultáneamente visibles, el interior del edificio trazado por McKim introduce, como vimos, una variación crucial respecto al es-
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pacio anteriormente ocupado por la biblioteca en la calle Boylston. Lo que en aquel entonces eran dos salas de lectura diferenciadas para el pueblo llano y para los estudiosos se hacen solo una en el edificio de Copley, escenificando un proyecto común de agregación. Pero, naturalmente, esa escena ideal no deja de ser solapada por la jerarquía. En el caso de Guastavino, el responsable de la estructura y el entramado que sostiene los primeros pisos de la biblioteca, como maestro de obras, es figura anónima, secundaria e invisibilizada frente a la prominencia del artista McKim. Solo recientemente su figura ha sido recuperada, pero en el contexto americano muy pocos todavía reconocen ese nombre en conexión con el edificio, a diferencia de la extraordinaria prominencia histórica de McKim. No es otro el posicionamiento de Ticknor y los Brahmanes, cuya concepción de la biblioteca como lugar de autoformación del pueblo funciona simultáneamente como ejercicio de ventriloquia y automonumentalización, de erección de un legado. Sus nombres se entreveran en la fachada en perfecta continuidad con los grandes héroes del saber y la literatura. Por un lado, el pueblo, con la ayuda de la biblioteca, se hace a sí mismo para poder hablar con voz propia, participa en un proyecto colectivo de articulación nacional restaurando un espíritu original puesto en peligro por la demagogia: la biblioteca es una democrática escuela de caballeros. Por otro lado, ese mismo edificio sirve de monumento a la clase que todo lo posibilita y dirige, la auténtica encarnación del espíritu nacional: los Brahmanes, personificados en quien hará posible la fundación de la biblioteca, George Ticknor. Del mismo modo, la poética visión de Guastavino de su construcción cohesiva como un mecanismo utópico autoportante en el que la fuerza de apoyo es el resultado de la interacción de todos y cada uno de los azulejos que la componen, no hace sino enmascarar un mecanismo cuyo fundamento sigue siendo el apoyo en los pilares, distribuido por la geometría directora del ingeniero.
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Para Elena Gascón Vera, in memoriam
La historia cultural de los Estados Unidos ha reservado para Katharine Lee Bates (1859-1929) un lugar escueto pero entrañable. Se la recuerda como la autora del poema “America, the Beautiful”, himno oficioso de los Estados Unidos y preferido por algunos al oficial (“The Star-Spangled Banner”) por su tono optimista y por elogiar la belleza del paisaje sin alusiones bélicas. Inspirada por la vista majestuosa desde la cima de una montaña en Colorado (Pikes Peak) y por su viaje hasta allí a través del país (Lepore 2020), Bates celebra en su poema el esplendor natural de los Estados Unidos, al tiempo que le pide a Dios que le conceda el autocontrol y la libertad dentro de la ley. Su autora atribuyó el favor que recibió el poema, y luego el himno, al idealismo de los americanos y a su fe en la hermandad entre los seres humanos (Balderston 115).
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Bastante menos conocido es el profundo y sostenido interés de Katharine Lee Bates por España, ligado en gran medida a su trabajo para fomentar allí la educación de las mujeres, extremadamente deficitaria en aquella época. A lo largo de los años, y aprovechando sus sabáticos en Wellesley College, disfrutó de largos periodos en dicho país, que ocupó en viajar, colaborar con el International Institute for Girls in Spain, dar clases y profundizar tanto en el conocimiento de la cultura y la literatura del país como en el de su lengua. Su familiaridad con la literatura española era notable incluso antes de su primera visita. Así, en diciembre de 1898, mientras espera a que la situación provocada por la guerra mejore y se prepara para su viaje estudiando español, le escribirá a su madre que la conferencia que ha escuchado en la Universidad de la Sorbona sobre teatro español clásico no había ofrecido nada nuevo sobre el tema (Bates 1898e). Con el paso del tiempo, desarrollará una profunda apreciación personal por el país, llegando a confesar a su amiga Caroline Hazard, interlocutora habitual en su correspondencia y antigua presidenta del Wellesley College, que se sentía tan cómoda en España como en Inglaterra (Bates 1913a). Tenemos referenciadas visitas a España en 1899 —desde febrero hasta julio—, dos semanas entre abril y mayo de 1907 para una reunión profesional y un periodo de medio año en el otoño-invierno de 1913-1914, cuando pasará cuatro meses viviendo en Sevilla1 y la parte final de su sabático en Madrid. En ese tercer viaje la acompañará Katharine Coman (1857-1915), su pareja y amante durante veinticinco años. Coman fue profesora de Economía Política e Historia en Wellesley desde 1883. Muy activa en movimientos de reforma social en los Estados Unidos a favor de mujeres, niños e inmigrantes, colaboró también con el International Institute for Girls in Spain. En su vertiente académica es recordada por su libro The Industrial History of the United States, de 1899. Aunque siguió trabajando en sus publicaciones durante su estancia en España de 1913-1914 con Bates, Coman estaba convaleciente de un tratamiento de cáncer y
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“Wintering” en sus propias palabras, entre noviembre y marzo (Bates 1914a).
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retirada ya de la docencia. Durante esos meses investigó sobre programas de seguridad social para un artículo que incluía también a Inglaterra, Dinamarca y Suecia. Su estudio se publicó póstumamente: “Unemployment Insurance: A Summary of European Systems” (Davis). A mediados de junio de 1914 volverán las dos a Wellesley con malas noticias sobre la salud de Coman. El balance del año para Bates será nefasto. Además de un grave incendio en el Wellesley College en marzo y de la enfermedad de su compañera, en la primavera morirá Sigurd, su querido perro collie. El 31 de diciembre de 1914 escribe compungida en su diario: “Farewell, year of heavy shadows. You have taken my Golden Sigurd and almost slain my Dearest” (Bates 1914b). Las nubes no se disiparán al año siguiente: el 11 de enero de 1915 murió Katharine Coman. El de 1914 sería su último viaje a España (Burgess 174). Fruto de su primera visita a la Península es una colección de crónicas que The New York Times publicó mientras Bates viajaba por el país2 y un libro aparecido en 1900 en el que recopiló sus impresiones de los seis meses pasados en España el año anterior: Spanish Highways and Byways. Más tarde (1909), publicará tras la muerte de su madre una traducción de Bécquer en la que habían trabajado juntas durante años: Romantic Legends of Spain. En 1913 verá la luz otro libro para niños que mezcla la aventura con la divulgación sobre la historia y la cultura de España: In Sunny Spain with Pilarica and Rafael. La guerra de Cuba está en el trasfondo del relato, que cuenta la historia de los jóvenes protagonistas en un viaje que los lleva desde Granada hasta Galicia, o desde la casa de tía Marta a la de la tía Bárbara. Pilarica y Rafael son huérfanos de madre y tanto su hermano Rodrigo como su padre don Carlos parten al principio de la historia para luchar en las Filipinas y en Cuba, respectivamente.3 2 3
Trece en total, publicadas entre febrero y julio de 1899. Varias las incorporará al libro del año siguiente. En el último capítulo, asistimos al regreso de Rodrigo, que cuenta cómo el padre murió como un héroe, sin abandonar su puesto en el puente de mando de su barco. El libro está salpicado de infinidad de coplas, canciones infantiles, cuentos, leyendas, nanas, romances y canciones populares que abarcan en su temática
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Las credenciales académicas de la familia de Bates son soberbias y poco corrientes en la época. Tanto Katharine como su madre, Cornelia Frances Bates, pertenecieron a las primeras generaciones de mujeres estadounidenses educadas en la universidad. Cornelia se había graduado en Mount Holyoke y aprendió español después de cumplir los setenta años, con tanto aprovechamiento que colaboró con su hija en la traducción de las Leyendas de Bécquer. En su autobiografía, Katharine explica cómo su madre siguió estudiando, principalmente botánica y lenguas, hasta su muerte a la edad de ochenta y un años (Bates 1930: 5). Su padre, William Bates, se educó en el Middlebury College, en Vermont, y su abuelo, el reverendo Joshua Bates, había ejercido como presidente de esa misma universidad entre 1818 y 1839. Katharine nació un mes antes de la muerte de su padre, que fue un pastor congregacionalista. Su abuelo también había sido un ministro protestante antes de aceptar su nombramiento en Middlebury. No puede sorprendernos por tanto que en España Bates reflexione a menudo sobre temas religiosos y que se muestre particularmente preocupada por el tratamiento que reciben allí los protestantes. Katharine obtendrá su diploma universitario con la segunda promoción de mujeres que completó su educación en el Wellesley College, en 1880. En su segundo año en la universidad, publicó ya un poema en The Atlantic Monthly que, en una visita a Henry W. Longfellow en Cambridge, el poeta y uno de los primeros hispanistas en Norteamérica reveló haber leído y apreciado (Mann 10). A los pocos años de obtener su licenciatura, Bates es invitada a volver a Wellesley como profesora. Tras completar estudios graduados y ampliar su edu-
desde el Cid hasta Alfonso XIII. Algunas de esas muestras aparecieron ya en Spanish Highways y, como allí, fueron hermosamente traducidas por la autora. Abundan también en el relato las referencias a personajes históricos, fiestas, tradiciones, monumentos y hasta juegos de niños. El desenlace del libro, a pesar de la muerte del padre, aporta un mensaje de esperanza: Pilarica va a ir a la escuela. Y no a una escuela cualquiera: “You are to go to school, —a real girls’ school. What do you think of that? It is in charge of a lady from over the sea, Doña Alicia, a lady who loves Spain […]”. Se refiere a Alice Gordon Gulick, fundadora del Instituto Internacional (Bates 1913e: 228-229).
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cación en Oxford, en 1891 recibió su cátedra en el Departamento de Inglés y ejerció como su jefa hasta 1920. Se retiró en 1925. Poeta y escritora prolífica, nuestra exploración de su relación con España rastrea, además de sus libros y crónicas, sus cartas y diarios de la época. Todo este material nos ofrece la perspectiva de una intelectual feminista estadounidense que conoce la lengua y la cultura y que llega por primera vez al país en un momento transcendental: un par de meses después de la firma del Tratado de París, que confirmó la independencia de Cuba y puso las Filipinas, Puerto Rico y Guam bajo control de los Estados Unidos. Bates está en París cuando se firma el tratado, y su mirada y sus observaciones sobre la España que se recupera de la derrota ofrecen un contrapunto refrescante a las crónicas de viajeros menos curiosos o perspicaces. El gran número de mujeres norteamericanas —blancas y de clase acomodada— que viajan al extranjero es un nuevo fenómeno de la segunda mitad del siglo xix. Tras el final de la Guerra Civil (1865), líneas regulares de barcos a vapor transatlánticos favorecen la demanda y facilitan los viajes a Europa en condiciones cómodas para lo que vino a denominarse la nueva mujer, que desafiará convenciones y luchará por expandir sus horizontes. Algunas mujeres empezarán a cuestionar el confinamiento doméstico y local para ganar la libertad de movimiento a escala nacional y global, que había sido hasta entonces una prerrogativa masculina (Schriber 1995: xi-xvi). En 1899, Katharine Lee Bates es una mujer con una profesión, reconocimiento público y prestigio como intelectual. Con una educación sólida, reconocida como escritora, comprometida con la educación de las mujeres, económicamente independiente y no definida por la posición de su marido o su padre (no tiene), la mujer que llega a España a principios de ese año a pasar parte de su sabático no es una viajera convencional. Su perfil destacado y la situación que vive el país tras su conflicto reciente con los Estados Unidos debieron ser razones poderosas para el encargo de las crónicas para The New York Times. Otro motivo debió ser el creciente interés hacia España que se estaba despertando por aquellos años. En la época posterior a la guerra civil en los Estados Unidos, el pasado español del país empezó a ganar relevancia y su versión idealizada se presentó como un antídoto a la urbanización,
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comercialismo e industrialización que iban extendiéndose por la nación (Weber 342). En esa parte final del siglo xix, se publican también un número importante de guías y de relatos de viaje de americanos a España (Kagan 2019: 160-167). Un momento importante en ese proceso de recuperación del pasado hispano en los Estados Unidos fue la World Columbian Exhibition de 1893 en Chicago, que se celebró en conmemoración del cuarto centenario de la llegada de Colón a las Américas. Será allí donde se canoniza el estilo que se dará en llamar Mission Revival y que se había desarrollado en California en la década de 1880. Cabe señalar que Katharine Lee Bates visitó esa exposición con Katharine Coman, en un viaje que luego las llevaría a Colorado y que, como vimos, sirvió de inspiración para “America the Beautiful” (Schwarz 62). Bates enseñó en el Colorado College aquel verano. Algo más tarde, y al tiempo que se derrota a España en Cuba y Filipinas, surge en los Estados Unidos un interés por el antiguo poder imperial que Richard Kagan ha calificado como embrujo (“the Spanish craze”) y que con desigual incidencia —donde más se va a notar será en Nuevo México, Florida, California y Texas— va a extenderse por el país durante tres décadas. Como había sucedido en California a propósito del Mission Revival, parece que un requisito para valorar la cultura de España es que el país deje de ser una amenaza o una competencia por el poder. Solo entonces se abre la puerta tanto a romantizar su presencia en los Estados Unidos como a valorar su cultura en la Península (Kagan 2019: 135; Weber 342). De hecho, tan pronto como el Senado ratifica el Tratado de París, la idea dominante en los Estados Unidos es la de la reconciliación (“Forgive and forget”). Después de todo, ambos países habían compartido la misión civilizadora en las Américas (Kagan 2019: 75-79). En un tiempo en el que España era aún el enemigo, su perspectiva serena e informada confiere al testimonio de Bates un valor excepcional. El momento era oportuno para proyectar la incipiente perspectiva imperial americana sobre un rival recientemente derrotado: un imperio que nace frente a otro que agoniza, modernidad frente atraso, nosotros frente a ellos. Esa no será, sin embargo, su actitud, y, aunque la mirada de Bates hacia España está modulada por la percepción dominante en los Estados Unidos, su escritura no es prepotente ni descalificadora. Al contrario,
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en sus textos procura desmontar prejuicios y colaborar de algún modo en el proceso de regeneración que ocupa a los intelectuales de la época en España. Una carta que envía a su madre desde la Alhambra en 1899 con una lista de libros que le recomienda para documentarse sobre España nos puede ayudar a entender cuál es el punto de partida de sus ideas sobre el país (Bates 1899c). No debe sorprender que abunden en su repertorio las lecturas ancladas en visiones románticas. Esa mirada exotizante era común en aquel tiempo y no puede considerarse exclusiva de los observadores extranjeros. La historiografía y el pensamiento españoles de la época se asentaban también en interpretar los eventos recientes bajo el prisma de la excepcionalidad de España y su historia. De alguna manera, se había internalizado el discurso de la propia singularidad, sustentado en nociones concebidas en gran medida por fuentes extranjeras (Lamo de Espinosa 7-8). España se ofrecía al viajero anglosajón como lo exótico cercano. Están en el breve inventario para su madre Tales of the Alhambra y Conquest of Granada, de Washington Irving, quien tanto contribuyó a extender en los Estados Unidos una visión idealizada de la Península; aparecen también entre sus sugerencias dos libros de George Borrow, un misionero protestante británico: Gypsies in Spain y The Bible in Spain; el orientalista inglés Stanley Lane-Poole, con su historia de la presencia musulmana en la Península: The Moors in Spain; Wanderings in Spain, de August Hare, el influyente autor inglés que escribió numerosos libros de viaje e historia del sur de Europa, y hasta Edmondo de Amicis, con un libro publicado en 1873 que narra un viaje por el país: Spain and the Spaniards. Esa lectura tradicional de España con ecos románticos estará presente como un subtexto en su apreciación, pero, como trataremos de demostrar, será para ella más un punto de partida que un obstáculo cegador. Es bien sabido que tanto la ausencia de una revolución industrial fuerte y generalizada como la herencia árabe alimentaron durante mucho tiempo el hechizo que ejercía la Península entre los visitantes extranjeros y que hizo de Andalucía un foco de atracción preferente. La evaluación más común del viajero estadounidense de la época se asentaba en un cierto sentido de superioridad, que en el caso de
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España buscaba los elementos diferenciadores en la religión, la iniciativa hacia el trabajo, el sistema de comercio y el sistema democrático. La perspectiva de género aplicada al análisis de la literatura de viajes nos muestra que esa posición, llamémosle autoritaria, al juzgar a otros países era mucho más infrecuente cuando las autoras de los textos eran mujeres. Esa premisa se cumplió con Katharine Lee Bates en España, donde ejercerá a un tiempo como observadora y participante. Además de escribir sobre la nación, interviene en los esfuerzos por mejorar la educación de las mujeres y se implica en la gestión del Instituto Internacional, tanto en Madrid como desde la junta rectora de la institución que trabajaba desde Boston. Su discurso no ambiciona compilar una historia o trazar una guía, y sus valoraciones dejan espacio para la ambigüedad y la empatía. Su mirada no es prescriptiva, y su metodología se basa en una observación perceptiva que concede a sus interlocutores la capacidad de expresarse con su propia voz. Aunque no son infrecuentes las referencias a la política y, sobre todo, al arte, su preocupación central son las personas que encuentra en sus viajes, enfocándose en especial en la situación de niños, trabajadores y mujeres. Un estudio de Sara Mills (1991) sobre las escritoras británicas de libros de viajes puede arrojar cierta luz sobre esta orientación en la escritura de Bates. Observa la autora en su análisis que cuando esas mujeres viajaban a lugares colonizados por su país, la voz imperialista no solía aparecer en sus relatos: The writing which they produced tended to be more tentative than male writing, less able to assert the “truths” of British rule without qualifications. Because of their oppressive socialization and marginal position in relation to imperialism, despite their generally privileged class position, women writers tended to concentrate on descriptions of people as individuals, rather than on statements about the race as a whole. (Mills 3)
Su situación marginalizada en las sociedades de origen hacía a las mujeres viajeras más receptivas a los matices sociales y a las desigualdades en las naciones supuestamente inferiores que visitaban. De alguna manera, se sitúan de su lado, como resulta ser el caso de Katharine Lee Bates en España. Al leer las cartas y los diarios de Bates, se
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observa una marcada continuidad en el tono y la perspectiva entre sus escritos íntimos y los textos publicados. El libro de viajes es un modo de escritura elástico, abierto a múltiples tonos y enfoques. En ocasiones se acerca a la carta, a veces, al ensayo y, otras, al diario. Como ha señalado Mary Suzanne Schirber, esas características del género, que acepta con naturalidad el tono personal, ofrecieron a las mujeres viajeras una vía fértil para escribir y publicar sus opiniones, dado que los géneros ligados a la intimidad habían sido un espacio común en la creatividad femenina mientras estuvieron vedadas vías más públicas de expresión (Schriber xxiii-xxv). Para apreciar mejor lo poco convencional del acercamiento de Katharine Lee Bates a España en su escritura, sería conveniente explorar el espacio mental que el país ocupaba por entonces en el imaginario de los viajeros que la visitaban desde el norte (un ámbito cultural más que físico y que incluye a los Estados Unidos). La consideración de España por parte de los intelectuales europeos y norteamericanos en esa época estuvo sólidamente asentada en tópicos desarrollados a través de siglos y, por lo general, fue inmune incluso al conocimiento personal. La fidelidad a las ideas preconcebidas afecta tanto a quienes tienen una visión negativa de España como a los que llegan cautivados por su mitología. Por lo general, desde el siglo xvii, la percepción de España estaba ligada al declive y teñida de tonos negativos vinculados a las actividades de la Inquisición y a la violencia de sus conquistas. La lectura exotizante del Romanticismo europeo, asentada en el atraso material y la herencia árabe, ofrecerá un contrapunto de cierto encanto a la valoración desfavorable de la Ilustración. La victoria de los Estados Unidos frente al antiguo poder imperial en la guerra de Cuba reforzó en la valoración estadounidense lo que el historiador Richard Kagan ha denominado el “paradigma de Prescott”, en referencia a la premisa que orientó las investigaciones de este respetado historiador e hispanista del siglo xix (1796-1859). El supuesto de sus influyentes estudios era considerar España y su historia como la antítesis de la de los Estados Unidos (Kagan 2002: 253). Según esa visión, España “represented everything that his America was not. America was the future —Republican, enterprising, rational; while Spain— monarchical, indolent, fanatic —represented the past” (253). El propio Kagan, en un estudio más
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reciente, ha demostrado que ese modo de entender a España precede incluso a Prescott. Lo halla documentado ya en los escritos de John Adams a propósito de su visita de 1779. El que había de ser el segundo presidente de los Estados Unidos establece una temprana diferencia entre los dos países en la falta de iniciativa, laboriosidad y emprendimiento que atribuye a los españoles. Respecto a las causas, señala la pobreza y la ignorancia, que, como era casi canónico en aquel tiempo, achaca al absolutismo y a la Iglesia católica (Kagan 2019: 32-35). Félix de Azúa detectó un patrón similar al que Kagan identifica con Prescott en la percepción de los viajeros europeos del siglo xviii: España se hace necesaria “como diferencia de la cultura exquisitamente ordenada de los verdaderos europeos” (Azúa 149). El Romanticismo posterior a la Revolución francesa continuará con una percepción análoga en el siglo xix, pero distinguirá entre el pueblo espontáneo, puro y digno, y el efecto pernicioso que han tenido sobre él la religión, la aristocracia o la monarquía. En todo caso, la guerra de Cuba pareció confirmar la tradicional valoración negativa de España y su presencia en las Américas. En su historia de esta guerra, publicada el mismo 1898, Henry Watterson, por ejemplo, verbaliza esa actitud de hostilidad histórica hacia España, que había servido para inflamar los ánimos de quienes proponían la intervención: “But centuries of moral poison, percolating through the veins of the body politic of Spain, had done their work. The obsolete Spaniard was no match for the alert and enterprising American. The war was quickly over” (Watterson vii). Su justificación para la guerra va más allá de la liberación colonial, se trata además de un castigo a siglos de codicia y violencia de los españoles en las Américas: “From the coming of Cortés and Pizarro to the going of Weyler, the flag of the Spaniard in the Western Hemisphere was the emblem solely of rapine and pillage. The discovery of Columbus seem to act upon the Spanish imagination as a magic philter, distorting all its evil propensities and filing it with desires impossible of fulfilment” (vi). Ya en su primera crónica para el New York Times, enviada desde Biarritz antes de entrar en España, Bates se preocupa por encontrar la historia en las calles y por dar voz a la gente del pueblo. Así, tras un curioso eco de su famoso poema sobre América (se refiere a los Pirineos como “purple mountains”), dirige su atención al dolor de los españo-
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les que encuentra en territorio francés: “The inflowing tide of Spanish laborers has been fuller than ever since the war began. Young men cross over to escape conscription and fathers of families come because of the hard times in Spain” (Bates 1899f ). El dolor en España no es abstracto, y en las siguientes líneas se cita el testimonio de una madre cuyo hijo —Andrés— ha muerto en Santiago de Cuba, o el de un hombre cuyo hermano, “vivo o muerto”, está en manos de Aguinaldo, el líder independentista filipino. Las penurias de la clase media se hacen reales en el testimonio de un desesperado joven ingeniero que lleva años posponiendo su boda por los reveses económicos y que parece haber llegado al límite: “I, for one, have borne my utmost. I have reached the limit. If the men go out on strike, as they talk of doing, if they organize for armed resistance, I shall be in the thick of it. The time for action has come”. Su novia tiene una postura más fatalista y resignada: “But what use in revolution? This generation is tired—tired of tumult, tired of bloodshed, tired of deceit and disappointment. A new Governmet would only mean the old dogs with new collars. We, the people are always the bone to be gnawed bare. What use in anything?”. La mayoría del artículo se compone a partir de citas de personas con las que ha hablado, incluidas mujeres que se expresan con fuerza y a menudo de manera reivindicativa. Como muestra, la monja española con la que cierra el artículo, “sister solitude”, que comenta que sus otras cinco hermanas también son monjas. No así su hermano: “‘All six of us nuns’, she said, ‘but my brother—no! He has the dowries of us all and lives the life of the world” (Bates 1899f ). En su segunda crónica para el periódico, cuestiona uno de los estereotipos más pertinaces que ha acompañado la percepción anglosajona de los españoles: la pereza. Lo que ella ha observado son trabajadores que tienen jornadas de doce horas, que se inician a las seis de la mañana y acaban a las ocho de la noche, con una pausa entre doce y dos para la comida. A cambio de un esfuerzo que ocupa todo el día, la compensación es minúscula y el descontento domina. Cuando le pregunta a un trabajador a la puerta de una factoría en el País Vasco qué es lo que producen allí, su respuesta es descorazonadora: “‘What they manufacture in all Spain nowadays’ —he answered— ‘misery’” (Bates 1899e). Desde la primera línea de su libro de 1900, Bates nos
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habla también de una España que no se ajusta a los tópicos y que a las puertas del siglo xx pugna por no perder el tren de la modernidad. “Spain is a contradiction” (Bates 1900: 1), le advierte su anfitrión en Biarritz.4 Pronto encontrará la primera manifestación de la naturaleza paradójica del país, cuando a los pocos días de llegar presencia las fiestas en San Sebastián con motivo del Carnaval: “Sorrow was still fresh for the eighty thousand dead in Cuba, the hapless prisoners in the Philipines, the wretched repatriados landed, cargo after cargo, at ports where some were suffered to perish in the streets. Every household had its tale of loss; yet, notwithstanding all the troubles of the time, Spain must keep her Carnival” (11). Un lugareño le confiesa a la autora su desánimo con la situación: mientras sus compatriotas no aprecian la dimensión de la crisis nacional, los políticos se enriquecen y el pueblo solo piensa en divertirse. A lo largo del libro, el desgobierno, las carencias educativas y el poder de la Iglesia católica sobre el reino aparecen como los principales obstáculos en el camino a la modernidad. Su diagnóstico no difiere sustancialmente del de las generaciones progresistas españolas del primer tercio del siglo xx. Las lectoras de Spanish Highways and Byways tendrán acceso además a una elucidación esclarecedora de las fuerzas que se enfrentan en la nación en la pugna entre tradición y progreso: The world-old struggle between conservatism and advance is at its most dramatic point in Spain. The united forces of clericalism and militarism work for the continuance of ancient institutions, methods, ideas, and those leaders who do battle in the name of liberalism are too often nothing more than selfish politicians. But with all these odds against progress, it is making way. The mass of people, kept so long in the darkness of ignorance and superstition, are looking toward the light. (203)
No hay lugar para la duda respecto a dónde se hallan las simpatías de Bates. Su apoyo y su compromiso con lo que denominará “the 4
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El reverendo y misionero protestante William H. Gulick, impulsor inicial del International Institute for Girls in Spain con su esposa de Alice G. Gulick. La escuela se había trasladado a Biarritz desde San Sebastián a causa de la guerra.
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new Spain” (208) parecen incuestionables y encuentran su momento álgido cuando escribe sobre un mitin al que ha asistido en Madrid. Se trata de un evento político organizado por la revista Vida Nueva para protestar por el proceso de Montjuic y demandar su reapertura: “But surely there is hope for Spain, while she has sons who, in grasp of a military tyranny which has rendered such crimes possible,5 contend in open field for the overthrow of the ‘black Spain’ of the Inquisition, and still bear heart of hope of a white, regenerated Spain, where religion shall include the love of man” (213). Es preciso señalar que para Bates la religión es una fuerza positiva que tiene un papel relevante en una sociedad moderna, y eso es extensivo a España. En Cádiz, encontrará a un “spirited young philosopher” con quien hablará de política contemporánea. Curiosamente, su testimonio se halla en el capítulo dedicado al masivo funeral por Emilio Castelar, quien fuera presidente de la Primera República, en 1873. El joven gaditano le expresa a Bates su desazón con la política española y comparte con ella sus deseos para el futuro: “My children shall be good Catholics, but not superstitious bigots. They shall be well educated, if I have to send them to France or England for it. They shall be disciplined, but under the law of liberty”6 (234). El tema de la religión en España es una de las preocupaciones centrales de la autora. Desde su llegada al País Vasco le sorprenden las extravagantes ideas que la población tiene sobre el protestantismo y su indolente identificación de este con la maldad. La discriminación que sufren los protestantes perturba a Bates7 y habla
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Se refiere a las torturas sufridas en el castillo de Montjuic por quienes fueron detenidos en Barcelona tras el atentado terrorista contra la procesión del Corpus en 1896. Hubo ejecuciones, cárcel, destierro y mucha reacción al proceso, tanto en España como en Europa. La causa había concluido en la primavera de 1897 con condenas y fusilamientos de anarquistas tras un juicio sin garantías y confesiones obtenidas bajo tortura. En el mitin participaron José Canalejas, el político regeneracionista, y Pablo Iglesias, fundador del Partido Socialista. Su deseo recuerda sospechosamente a dos versos de “America the Beautiful”: “Confirm thy soul in self-control, / Thy liberty in law!”. No hay que olvidar que los Gulick, fundadores del Instituto Internacional, eran misioneros protestantes.
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de ella en un capítulo del libro titulado “Vestigios de la Inquisición”. Las actividades de la Inquisición constituyen para Bates “Spain’s most fatal blight” (82), aunque no interpretará su existencia como un rasgo del carácter nacional: “If Spaniards were the inquisitors, Spaniards, too, were the dauntless sufferers” (83). Mientras los primeros luteranos fueron perseguidos a sangre y fuego, la autora denuncia que los pocos que hay hoy en España sufren otros tipos de exclusión y acoso, menos egregios, pero ostensibles y dolorosos: “Si el desprecio puede quemar”, el protestante sigue siendo víctima de “autos de fe” (101). En el capítulo hay críticas poco veladas a la Iglesia católica en España, particularmente en lo que respecta a su celo por obstaculizar el progreso. Como suele ser frecuente en su proceder, la autora sustancia sus argumentos con testimonios locales. En este caso hará referencia a Galdós, quien le confesó a una persona americana amiga de Bates que no podía permitirse introducir a un personaje protestante en sus novelas, ya que corría el riesgo de arruinar sus ventas en general y no solo las de ese libro en particular. Bates se refiere acto seguido a su novela Doña Perfecta y al conflicto entre tradición y progreso encarnado en doña Perfecta y Pepe Rey. Señala Bates que el protagonista puede ser un ingeniero parcialmente educado en el extranjero, pero no un protestante (89). En una sociedad castigada por la crisis y las consecuencias de la guerra, no es difícil para la autora encontrar testimonios que identifican los males de nación tanto con el desgobierno como con el poder de la Iglesia en la sociedad. El anticlericalismo fue un importante componente social de la Restauración, con una dimensión política que se irá haciendo más dominante a medida que pasen las décadas. En Granada, el joven guía con quien habla de estos temas casi pierde su compostura cuando ve pasar a un fraile franciscano y comenta con resentimiento: “There walks the ruin of Spain” (Bates 1899a). Como observadora interesada de la vida del país, no pueden dejar de atraerle los rituales públicos del catolicismo. Durante sus estancias será testigo y cronista de las celebraciones del Corpus en Toledo y de la Semana Santa y la Inmaculada en Sevilla. Sus explicaciones en el libro son minuciosas y dilatadas, con detalles históricos, religiosos y culturales, que incluyen la excitación del gentío y hasta las actividades de los car-
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teristas. Ya en Francia, en los meses previos a su primer viaje de 1899, había observado la manera peculiar de experimentar el fenómeno religioso por parte de los españoles que acudían en París a una representación teatral de Don Juan Tenorio. En una carta a su amada Katharine, le confesará que se sintió sorprendida ante el contraste entre la reacción circunspecta de los espectadores españoles a la conversión final del protagonista frente a la de los franceses: “It was especially curious to watch the effect of this, with its saints and ghosts and miracles and crowning conversion of Don Juan, on the audience. The Spanish took it solemnly, but the French nearly hooted with skeptical vexation” (Bates 1898b). Bates no va más allá de la mera observación y tampoco en su libro ofrece una valoración sobre el modo de experimentar la religión en España: “Who shall draw the line between faith and superstition?” (Bates 1900: 57). Se limita a señalar tanto su admiración por las elaboradas liturgias públicas como las críticas por el lujo que atesora la Iglesia católica, en contraste con la miseria circundante. A diferencia de muchos otros observadores extranjeros, que asocian las emanaciones públicas de religiosidad con el primitivismo, su actitud es más cauta y no entra en críticas, más allá de señalar que esas manifestaciones empiezan a suscitar el desinterés entre algunos de los más jóvenes (91). Menos tolerante se va a mostrar con lo que interpreta como misoginia subyacente en ciertas doctrinas y celebraciones, en particular, el dogma de la inmaculada concepción.8 En una carta a su amiga Caroline Hazard desde Sevilla a propósito de la celebración de la Octava de la Inmaculada en la catedral, que incluye el baile de los diez niños llamados los Seises, le confiesa: It is a beautiful spectacle, but it has for us two drawbacks. This whole doctrine of the Immaculate Conception of the Virgin Mary was forced upon Rome by the Spanish church, which makes much of its own invention […]. But we Protestants not only do not believe that Mary was born without a human father, but we reserve their flaunting banners, Con-
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El dogma había sido proclamado el 8 de diciembre de 1854 por el papa Pío IX en su carta apostólica Ineffabilis Deus.
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ceived without Original Sin, as if a natural conception were sinful. (Bates 1913b; subrayado en el original)
Es importante señalar que, por lo general, la autora mantiene el tono diplomático tanto en las cartas como en sus publicaciones sobre España. Con todo, no debería extrañarnos que se muestre tan indignada aquí. Se trata de una situación que toca los dos temas con los que parece mostrar una implicación más personal: la religión y la situación de las mujeres. En su tiempo en Europa, Katharine Lee Bates comprueba los efectos de la incipiente proyección global de su nación. Tal vez la voz más crítica acerca de la política expansionista de los Estados Unidos la encuentra en París, en boca de una monja filipina con quien aprende español en clases de conversación semanales. En una carta a su madre relata cómo la cálida y vivaz religiosa, a la que denomina “the joy of my heart” (Bates 1898c), se niega a aceptar el tratado de paz que marca el final de la guerra y que acaba de firmarse y se muestra muy afectada, pues teme que se vaya a echar a perder el trabajo de cristianización de los españoles: “She told me in very emphatic Spanish this afternoon that she was indignant, indignant, indignant. All these years the Spaniards have been working in the Philippines, Christianizing the heathen, and then we come with a terrible big fleet and take their islands away” (Bates 1898d). La reacción de Bates es muy reveladora, pues la sitúa claramente entre quienes se opusieron a la intervención: “I did not try to explain our new Imperialism in Spanish. It troubles me not a little to understand it in English” (1898d). El movimiento antiimperialista en los Estados Unidos se inició durante la guerra de Cuba y tenía representación de todo el espectro político. Las voces que apoyaban la expansión y la mayoría de la prensa acallaron pronto sus reclamaciones y la postura no ganó apoyo popular ni llegó a cambiar el curso de la historia. Su principal caballo de batalla fue la adquisición de Filipinas y la forma que adoptaría allí la soberanía de los Estados Unidos. El voto en el Senado a favor del Tratado de París sepultó las razones de los antiimperialistas con argumentos que identificaban la expansión territorial como la opción patriótica (Cullinane 29-33).
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Otro fenómeno naciente que Bates debe confrontar en España es el de la propaganda y la desinformación en los medios de comunicación, tanto españoles como americanos. En Granada se alarma por las informaciones que publica El Defensor de Granada, que acusan a los americanos de crímenes de guerra contra civiles en las Filipinas: “I really have to see an English paper to know what is going on, honest true” (Bates 1899b). Algunos meses más tarde, a propósito de ciertos testimonios que ha leído en la prensa de Madrid, escribe: “It isn’t safe to believe anything but The New York Times” (Bates 1899d). En España, el patriotismo y el orgullo herido eran las principales motivaciones de la prensa para cargar las tintas contra los Estados Unidos, presentando a España como la víctima en la contienda. En el panorama periodístico de la época en Estados Unidos, el New York Times perseguía una línea editorial algo más imparcial respecto al conflicto, que contrastaba con la manera de cubrirlo (e incitarlo) por parte del New York Herald (James Gordon Bennett), el New York World (Joseph Pulitzer) o el New York Morning Journal (William Randolph Hearst) (Corbalán 63), que estaban abiertamente a favor de la intervención y solían ridiculizar a España frente a un astuto Tío Sam. El New York World y el New York Morning Journal establecieron así las bases del sensacionalismo, que el periódico de Hearst llevó hasta el extremo. A diferencia del Journal y del Herald, el Times optó por las fotografías y los mapas en lugar de las caricaturas. Independientemente de las tergiversaciones de la prensa, nadie en España le hará sentirse incómoda por su condición de estadounidense. “It was not the ladies that made the war”, declara un joven interlocutor en su visita a la Alhambra (Bates 1900: 33). Contra lo que cabría esperar, Bates encuentra poco fervor patriótico o resentimiento hacia los Estados Unidos. Los españoles con quienes habla del tema parecen más preocupados por los males de su propio país: descontento por los impuestos motivados por la guerra, por las levas —eludibles previo pago del equivalente a doscientos dólares— o por la insensatez temeraria de enfrentarse a un enemigo más rico (26-37). En Granada, un jovencito huérfano que juega en la calle le da su diagnóstico por el malestar ambiental con la guerra de Cuba:
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You admire the Alhambra? I suppose you have no palaces in America because your Government is a republic. That is a very good thing. Our government is the worst possible. All the loss falls on the poor. All the gain goes to the rich. But there are few rich in Spain. America is the richest country of all the world. When America fought us, it was as a rich man, fed and clothed, fighting a poor man weak from famine. And the rich man took from the poor man all that he had. Spain has nothing left—nothing. (Bates 1899a)
Si, como vimos, la ambivalencia marcó la percepción de los Estados Unidos hacia España, dividida a principios del siglo xx entre la reprobación por su pasado imperial y la atracción por lo exótico, Bates capta también durante su estancia de 1899 un sentimiento de ambigüedad similar hacia su país, que empieza a surgir bajo el efecto catalizador de la guerra. Se trata de una mezcla de displicencia y fascinación, que en esa época se expresaba en menosprecio moral y político, conjugado con una incipiente versión del sueño americano. A los Estados Unidos se los ve en 1899 como jóvenes y prepotentes, al tiempo que se admira su vigor industrial y económico. En Londres, al principio de su periplo europeo, el joven español que le da clases en Berlitz está entusiasmado con la idea de ir a América y le cuenta que “he loves the country which has brought his own to shame, but that he supposes America is still the Land of Promise for young men with their way to make” (Bates 1898a). En Granada conversará también con un muchacho andaluz quien, a pesar de su enfado con los Estados Unidos, manifiesta admiración por el país y por las posibilidades que ofrece para los negocios: “Despite his Spanish wrath against America, she has for him a persistent fascination. All his ambitions are bent on a business career in New York, the El Dorado of his imagination” (Bates 1899g). Esa polaridad que empieza a configurarse en la estela de la guerra de Cuba ha marcado desde entonces la consideración de los Estados Unidos desde España, acentuándose a partir de la Segunda Guerra Mundial: por un lado, el rechazo político que ha nutrido al antiamericanismo y, por otro, la seducción ejercida por la cultura popular norteamericana, fuente inagotable de interés.
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Una constante en la escritura, tanto privada como pública, que Bates produce a partir de sus viajes es la atención que presta a la situación de las mujeres y a los obstáculos que deben confrontar en la España del cambio de siglo. Una característica de los libros de viajes escritos por mujeres en esos años, tal como señaló Schriber, es que, con su nueva perspectiva, reescriben la historia y la cultura desbaratando el tradicional silencio sobre las vidas de las mujeres en los textos escritos por hombres (Schriber xxx). La pobreza, las familias muy numerosas, las malas condiciones sanitarias o los duros trabajos en el campo son mencionados con frecuencia en los viajes de Bates por España.9 Está también muy atenta a las desigualdades que sufren las mujeres por el sexismo, sean monjas desplazadas por sus hermanos varones, como vimos antes, o jóvenes urbanas acosadas en las calles: A young Spanish girl cannot walk alone, however sedately, in Seville, without a running fire of salutations—“Oh, the pretty face!”. “What cheeks of rose!”. “Blessed be thy mother!”. “Give me a little smile!”. And even in Madrid, Spanish girls of my acquaintance have broken their fans across the faces of men who tried to catch a kiss in passing. (Bates 1900: 189)
Además de las repetidas alusiones intercaladas en los relatos de sus viajes, en su libro de 1900 dedica un capítulo entero a la situación de la mujer en España (XXI, “O la Señorita!”). La falta de horizontes para las jóvenes es abrumadora, incluso para quienes pueden leer: “Love and religion are the only subjects with which a señorita is expected to concern herself, and the life of the convent is often second choice” (342). Bates encomia el trabajo de las mujeres españolas que están luchando por la igualdad, destaca en especial a Emilia Pardo Bazán, y apunta las grandes dificultades que deben enfrentar para conseguir sus objetivos. El aspecto que a Bates le parece fundamental para cambiar la situación es el de mejorar la educación que reciben 9
En Galicia, por ejemplo: “Women were working in the fields by five o’clock in the morning […]. Women were serving as porters at the stations, carrying heavy trunks and loads of valises on their heads. Women were driving the plough, swinging the pickaxe in the quarries, mending the railway tracks” (Bates 1900: 400).
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las niñas: “A more thorough and liberal education for Spanish women is the pressing need to-day” (359). Esa esfera será la razón de su viaje inicial a España y el leitmotiv de su trabajo allí en los años venideros. Katharine Lee Bates cae siempre del lado de la justicia social y de los débiles y en España proyectará su compromiso y su activismo hacia la educación de las niñas: “All that Spanish girls need is opportunity” 360). Los colleges para mujeres de Nueva Inglaterra formaron a un número de pioneras que lucharon por extender más allá de su país la misma oportunidad para otras jóvenes. Ese fue el caso de Alice Gordon Gulick, fundadora del International Institute for Girls in Spain y graduada de Mount Holyoke. La primera escuela para niñas del matrimonio Gulick se había fundado en Santander en 1877, como parte de una misión protestante, con la idea de formar a maestras para futuras misiones. En 1881, la escuela se traslada a San Sebastián, donde se la empieza a conocer como el Colegio Norteamericano.10 En 1898, a raíz de la guerra de Cuba, la escuela se trasladará a Biarritz y es allí donde los visitará Bates de camino a España. En la primera página de Spanish Highways and Byways, y a pocos meses del final de las hostilidades en Cuba, se referirá a la tarea de las maestras que trabajan en la escuela de los Gulick en Biarritz y escribirá que esas muchachas no son menos heroicas que los Rough Riders.11 En 1903 se mudan de nuevo, esta vez a Madrid, a la calle Fortuny. Ese mismo año, sin llegar a poder ocupar la nueva sede, muere Alice Gulick. Aunque su sueño de abrir en Madrid una universidad no confesional para mujeres (Bates 1900: 360), la octava hermana,12 no llegó a ma-
10 En 1892, el International Institute es dado de alta como institución en Massachusetts y tanto Katharine Lee Bates como Alice Freeman Palmer (1855-1902) formarán parte de la junta directiva. Palmer fue presidenta del Wellesley College entre 1881-1887 y presidenta de la corporación del International Institute de 1897 a 1901, justo cuando se produce la primera visita de Bates. 11 Regimiento de caballería estadounidense mandado por Theodore Roosevelt que se distinguió durante la guerra de Cuba. 12 Las Seven Sisters son un grupo de universidades altamente selectivas para mujeres (Barnard, Bryn Mawr, Mount Holyoke, Radcliffe, Smith, Vassar y Wellesley)
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terializarse, la aspiración dio fuerza al trabajo del instituto (Márquez Padorno 2015). En 1910 se trasladaron a Miguel Ángel, 8 y Susan Huntington se convirtió en la directora. Una de sus primeras medidas fue liberar al Instituto de su afiliación religiosa o de cualquier iniciativa misionera, como había sido el caso desde su fundación por los Gulick. Las universidades femeninas del nordeste de los Estados Unidos fueron también la inspiración para la Residencia de Señoritas, establecida en 1917 en la calle Fortuny bajo el liderazgo de María de Maeztu. Ambas instituciones, el Instituto y la Residencia, mantuvieron una estrecha y casi simbiótica relación, fundamentada en gran parte en la buena sintonía y amistad entre Susan Huntington y María de Maeztu. Es preciso señalar aquí el papel precursor que tuvo también Anna Eliot Ticknor, hija del insigne hispanista homenajeado en este volumen, en impulsar la educación de mujeres. Su iniciativa de establecer y dirigir la Society to Encourage Studies at Home data de 1873, dos años antes de la fundación del Wellesley College, y se mantuvo hasta 1897, tras la muerte de su fundadora el año anterior. Se trataba de un proyecto novedoso para educar a las mujeres en el hogar por medio de cursos por correo que usaban técnicas avanzadas para la recensión y el estudio, suplementados por préstamos de bibliotecas propias y públicas, así como por la relación con una profesora experta en la asignatura. Otra innovación era que se desincentivaban tanto un calendario rígido para el ritmo de los estudios como los exámenes competitivos. De hecho, los resultados de los exámenes que se compartían con las estudiantes no tenían notas (Bergmann 453-456). En las memorias de la sociedad aparecen referencias a Vida Dutton Scudder (18611954), reconocida activista social que enseñó durante años con Katharine Lee Bates en el Departamento de Inglés del Wellesley College. Sabemos poco de su implicación en el proyecto de Ticknor, que parece circunscribirse a los años 1886-1887, tras graduar-
fundadas entre 1837 y 1889. Cuatro están en Massachusetts, dos en Nueva York y una en Pensilvania.
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se del Smith College en 1884 y pasar un par de años estudiando en Oxford (Williams y MacLean 245). Resulta curioso que Vida no haga ninguna referencia explícita a su experiencia como tutora de inglés en el proyecto de Ticknor en sus memorias, On Journey. Para cuando las escribe, es una reconocida reformista, miembro del Partido Socialista desde 1911 y célebre por participar en causas sindicalistas o por protestar la donación al Wellesley College de John D. Rockefeller y su Standard Oil en 1900 (Edgerly 487). Es probable que el proyecto de Anna E. Ticknor no le resultara para entonces suficientemente radical. Después de todo, el programa de educación a distancia se proponía instruir a las mujeres sin alterar los límites de su domesticidad. Como publicó The New York Times en su noticia sobre la Society to Encourage Studies at Home a los cuatro años de su fundación, una característica, seguramente tranquilizadora, de esa universidad invisible para mujeres era que “it enlarges a girl’s horizon without changing her sphere” (“An Invisible University for Women” 1877). Como reformista social, los objetivos de Vida eran más ambiciosos. De hecho, el mismo año en que aparece ese artículo en Nueva York, será una de las fundadoras, con Katharine Lee Bates y Katharine Coman entre otras, de la College Settlements Association. Se trataba de establecer colonias (casas, en realidad) en zonas urbanas empobrecidas donde vivirían graduadas recientes de universidades de mujeres (Vassar, Smith y Wellesley principalmente). El objetivo era doble: por un lado, extender hacia la reforma social la educación universitaria que las estudiantes habían recibido y, por otro, reducir la distancia entre clases sociales (Williams y MacLean 2015). La existencia y el contraste entre ambos proyectos (la Sociedad y la Asociación) señalan tanto el vigor de las experiencias visionarias en la educación de mujeres en la zona de Boston por aquella época como la pluralidad ideológica de esas iniciativas. La contribución de Bates al diálogo cultural entre los Estados Unidos y España es doble. Por un lado, se esforzó por proyectar hacia su país una apreciación más ecuánime y menos susceptible a los prejuicios dominantes, que tendían a idealizar o a denigrar la cultura peninsular. Su perspectiva, informada y empática, se funda-
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mentará en el estudio y el conocimiento personal y no alimentará ninguna noción de hegemonía cultural de los Estados Unidos, al contrario: “The civilization of Spain, streaked as it is with Oriental barbarisms, belated and discouraged as the end of the nineteenth century finds it, is still in many respects finer than our own” (Bates 1900: 39). Los aspectos por los que muestra su admiración hacia la cultura peninsular tienen que ver con el trato humano, el ritmo de la vida13 y las muestras de compasión. Es una advertencia importante para unos Estados Unidos que viven un fuerte desarrollo material y una temprana proyección como poder global. Incluso al hablar de lo que más detesta de la España contemporánea, las corridas de toros, se muestra cauta antes de emitir un juicio moral. Tras presenciar una corrida en Sevilla que la hace sentirse como “cómplice en un crimen”, protesta ante su anfitrión por la violencia y la brutalidad de lo que ha presenciado y considera el episodio diabólico. No obtiene respuesta. Su anfitrión se limita a lanzar una mirada al periódico: “I had read the paper, which gave half a column to a detailed account of a recent lynching, with torture, in the United States” (131). Así acaba el capítulo. El episodio nos parece revelador de su actitud hacia España y de su manera de explicarla a sus compatriotas. Recuerda a la de otro poeta americano, Walt Whitman, quien en 1883, en una alocución en Santa Fe conmemorando un aniversario de su fundación, había señalado: “There will not be found any more cruelty, tyranny, superstition, &c., in the résumé of past Spanish history than in the corresponding résumé of Anglo-Norman history” (cit. en Weber 341). La otra dimensión de su aportación tiene que ver con su compromiso y su trabajo en favor de lo que ella misma denominó la “nueva España”. En su espléndida historia del Instituto Internacional, la hispanista Carmen de Zulueta señaló la conexión espiritual de la
13 En Madrid reflexiona sobre el modo español de “hacer negocios”, que no ignora la cortesía y hasta el cariño. De hecho, se confiesa transformada: “Whenever I observed that I was the only person in a hurry on a Madrid street, I revised my opinion as to the importance of my errand” (Bates 1900: 271).
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empresa de los Gulick con los noventayochistas (Zulueta 132-133). Apunta también la afinidad de Bates con las fuerzas que abogaban por el progreso en la nación. Podríamos hablar de cristalizaciones transatlánticas de un mismo espíritu de modernización centrado en iniciativas relacionadas con la educación, particularmente de mujeres. En los años 1875, 1876 y 1877, inician su andadura el Wellesley College, la Institución Libre de Enseñanza y el Instituto Internacional, respectivamente. En su entrada de diario para el 27 de octubre de 1913, Katherine Lee Bates escribe: “Today I met a saint, Don Francisco Giner de los Ríos, in his Libre Enseñanza school”14 (Bates 1913c). Desafortunadamente, la anotación pertenece a su Reference Diary, y solo hay en él espacio para unas dos líneas por día.15 Hubiera sido fascinante saber de qué habló Katharine con el fundador de la institución pedagógica más influyente e innovadora de su tiempo en España, la Institución Libre de Enseñanza. Acaso de su compartida predilección por el viaje como fuente de conocimiento o de su confianza en la capacidad de la educación para cambiar una sociedad. Bates podría haberle hablado, tal vez, de su extraordinario interés por las canciones populares y por los juegos infantiles que recopiló y tradujo con esmero, como si algo revelador sobre el país se escondiera en esas muestras del acervo popular.16 Recuperar el folclore y la artesanía populares, así como integrar el canto en los programas académicos, fueron también signos de identidad de la Institución Libre de Enseñanza. Hay además
14 Curiosamente, Manuel Bartolomé Cossío, discípulo predilecto y continuador de su obra, describió de manera similar a Giner de los Ríos: “En conjunto, en color y en estructura, si se descuenta la energía de sus rasgos, recordaba a los santos de Ribera” (Jiménez-Landi 1986: 34). 15 En sus dos “Reference Diaries” conservados, hay espacio en cada página para registrar los pensamientos del mismo día en 15 años sucesivos. Bates escribió una breve entrada para cada día desde el 1 de enero de 1897 al 31 de diciembre de 1926. 16 El capítulo XX de Spanish Highways and Byways (“Choral Games of Spanish Children”) es el más largo del libro y equivale a un pequeño tratado sobre juegos y canciones infantiles.
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otro factor que atrae a Bates del saber popular y que se aviene con su sabido interés por los marginados y por la equidad social: en esas manifestaciones se escucha frecuentemente la voz de los más débiles, extractada durante generaciones. Bates articuló esa idea de manera concisa en la introducción que escribió para un volumen de traducciones de canciones populares y romances del sur de Europa:17 “The social ideal of the ballads is democracy. The ballad hero may be bandit, outlaw, felon, but he champions de lowly and defies the tyrant” (Bates 1913d: 9). Ciertamente, Bates y Giner pudieron reconocerse ese día como cómplices y aliados. El de Bates fue un regeneracionismo a ras de suelo y se fundamentó en exponer las desigualdades crónicas en la sociedad española del cambio de siglo, no para escarnio o con arrogancia, como habían hecho otros viajeros, sino como parte del proceso de transformación de España, con la educación de las mujeres como piedra angular, una propuesta que para la época resultaba entre utópica y subversiva.
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17 La antología la había compilado una colega recientemente fallecida, Sophie Jewett. De forma desinteresada, Bates acometió la complicada tarea de la publicación, que implicaba la edición, la revisión de las traducciones y también la escritura de una introducción, por la que no tomará crédito.
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— (1898b). “Carta a Katharine Coman desde París”. 17 de octubre: Katharine Lee Bates Papers, 3P-Bates, Caja 5, Carpeta 1, Wellesley College Archives, Library and Technology Services, File “Letters to: Katharine Coman, (1891-1915)”. — (1898c). “Carta a Cornelia Frances Lee Bates desde París”. 22 de noviembre: Katharine Lee Bates Papers, 3P-Bates, Caja 5, Carpeta 1, Wellesley College Archives, Library and Technology Services, File “Letters to: Her Family, 1898-1907, 1912”. — (1898d). “Carta a Cornelia Frances Lee Bates desde París”. 28 de noviembre: Katharine Lee Bates Papers, 3P-Bates, Caja 5, Carpeta 1, Wellesley College Archives, Library and Technology Services, File “Letters to: Her Family, 1898-1907, 1912”. — (1898e). “Carta a Cornelia Frances Lee Bates desde París”. 5 de diciembre: Katharine Lee Bates Papers, 3P-Bates, Caja 5, Carpeta 1, Wellesley College Archives, Library and Technology Services, File “Letters to: Her Family, 1898-1907, 1912”. — (1899a). “The Alhambra of To-Day”. The New York Times (2 de abril), p. 16. — (1899b). “Carta a Cornelia Frances Lee Bates desde Granada”. 26 de febrero: Katharine Lee Bates Papers, 3P-Bates, Caja 5, Carpeta 1, Wellesley College Archives, Library and Technology Services, File “Letters to: Her Family, 1898-1907, 1912”. — (1899c). “Carta a Cornelia Frances Lee Bates desde La Alhambra”. 5 de marzo: Katharine Lee Bates Papers, 3P-Bates, Caja 5, Carpeta 1, Wellesley College Archives, Library and Technology Services, File “Letters to: Her Family, 1898-1907, 1912”. — (1899d). “Carta a Cornelia Frances Lee Bates desde Madrid”. 30 de mayo: Katharine Lee Bates Papers, 3P-Bates, Caja 5, Carpeta 1, Wellesley College Archives, Library and Technology Services, File “Letters to: Her Family, 1898-1907, 1912”. — (1899e). “Excessive Toil in Spain”. The New York Times (12 de marzo), p. 14. — (1899f). “On the Spanish frontier”. The New York Times (12 de febrero), p. 7. — (1899g). “A Typical Andalusian”. The New York Times (9 de abril), p. 14.
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Archer M. Huntington y la erudición como base de la Hispanic Society of America Patricia Fernández Lorenzo
Archer M. Huntington (1870-1955) fue un coleccionista excepcional de libros y de arte españoles. Con la fundación en 1904 de la Hispanic Society of America (HSA) se erigió ante el mundo de la cultura como el principal mecenas del hispanismo y el mayor coleccionista de arte hispánico de la sociedad estadounidense. Sus colecciones reúnen piezas de arqueología, escultura medieval, pintura, cerámica, numismática, artes decorativas, tejidos, fotografías y obras maestras de la literatura que, siguiendo una concepción antropológica de la cultura, fue reuniendo hasta componer un conjunto heterogéneo de los rastros dejados por la cultura española a lo largo de la historia. Su compilación culmina con la gran cantidad de obras de arte de artistas de finales del siglo xix y principios del xx, algunos de los cuales llegaron a convertirse en amigos suyos, como Joaquín Sorolla, Ignacio Zuloaga o Aureliano de Beruete. Completó
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su iniciativa con una intensa actividad editorial, desde facsímiles de clásicos de la literatura hispana hasta estudios académicos de todas las disciplinas, además de financiar revistas de estudios hispánicos de varias universidades de su país. ¿De dónde surgió la pasión de Huntington por la cultura hispánica? ¿Qué influencias recibió de su entorno? ¿Por qué España? Estas preguntas son habitualmente planteadas por todos aquellos que se acercan por primera vez a la HSA, pues el origen hispánico de todas las colecciones que alberga es lo que hace de esta institución algo único.
La llamada de lo español En 1952 el Departamento de Español del Wellesley College, reuniendo los escritos de un limitado número de críticos y eruditos de la lengua y la literatura hispánicas, publicó un ejemplar de Estudios Hispánicos dedicado a homenajear a Huntington por su ochenta cumpleaños.1 En su prólogo se afirmaba: “Entre los americanos ilustres que, como Washington Irving, George Ticknor o Henry Wadsworth Longfellow han sentido la llamada de lo español, Mr. Huntington ocupa un lugar bien merecido” (Wellesley 1). El merecido lugar que le reconocían lo había ganado Huntington por su apoyo al estudio y la promoción de la cultura española en su país, y había sido fruto de esa “llamada de lo español” a la que poéticamente se refería el texto —no en vano, uno de los organizadores del homenaje era el poeta Jorge Guillén—. La atracción por España estaba, a los ojos de quienes homenajeaban a Huntington, íntimamente relacionada con la idea de su primer viaje a España, pues, como apuntaban, 1
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Los organizadores del homenaje fueron Jorge Guillén, Anita Oyarzábal, Ada M. Coe y Justina Ruiz de Conde. Entre las contribuciones españolas estaban las de Ramón Menéndez Pidal, Tomás Navarro Tomás, José Manuel Blecua, Pedro Salinas, Homero Serís o Rafael Lapesa, así como de autores internacionales como John Brande Trend, E. Allison Peers, Leo Spitzer, Marcel Bataillon o William J. Entwistle, entre otros.
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rayaba apenas su juventud cuando hizo su primer viaje a la Península Ibérica y profesó en ella para siempre, ampliando esa fe a la América Latina. A lomos de una mula, recorrió gran parte de España, viéndolo todo, hablando con todos, lo mismo con los campesinos que con los duques, los mismo con los gitanos que con la Guardia Civil. (1)
Setenta y cinco años después del viaje de Ticknor, Archer M. Huntington, legatario de dicha tradición hispanista decimonónica, con un cuaderno de notas, cámara fotográfica en mano e imbuido del sentimiento romántico propio de los esteticistas americanos de finales del xix, comenzó su andadura en la España finisecular. Desde las posibilidades que le ofrecía su inmensa fortuna, puso sus recursos y su energía al servicio de la filantropía cultural y del coleccionismo de arte español hasta llevarlo a cotas nunca vistas en su país. La fundación de la HSA fue su mayor logro, pero también lo fueron las dinámicas de intercambio cultural que fomentó al acercar la cultura española contemporánea al mundo estadounidense. Y lo hizo sin renunciar a su gusto por el trabajo erudito, a pesar de que, durante las últimas décadas de su vida, los vientos de la cultura soplasen en direcciones más prosaicas y quedasen al albur de los intereses políticos derivados del desenlace de la fatídica guerra civil española, de la Segunda Guerra Mundial y de la incipiente Guerra Fría. Algunas huellas de Ticknor se adivinan en la trayectoria de Huntington. Por un lado, la lectura de los libros del primero que un Huntington adolescente anota en sus diarios. Por otro, la publicación de su libro de viajes por España, A Notebook in Northern Spain, pero también su interés por aprender el idioma árabe, su concienzudo conocimiento de la literatura española —cuyo mayor logro fue traducir al inglés el Cantar de mío Cid—, o su ambición por crear en Estados Unidos la biblioteca de literatura hispánica mejor dotada, lo que consiguió, pues los fondos que acumula la HSA, en cantidad y calidad, solo son superados por la Biblioteca Nacional de España. El bibliógrafo español Homero Serís, tras décadas de estudio, publicó en 1964 un interesante ensayo sobre los ejemplares de libros raros y curiosos existentes en las dos principales bibliotecas hispánicas en América, la de la HSA de Huntington y la Ticknor Collection en
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la Biblioteca Pública de Boston, donada por Ticknor; un ensayo que tiene la virtud de unir la historia de las dos bibliotecas y la de sus dos fundadores. Pero si algo denota el especial interés de Huntington por la figura de Ticknor es la publicación por la HSA en 1927 de sus cartas a Pascual de Gayangos a partir de los originales existentes en la colección de la HSA, editado por Clara Louisa Penney. Este libro, que da cuenta de la relación entre ambos a través de su rico epistolario, no solo sacaba a la luz la colaboración entre los dos eruditos, sino que también cimentaba la propia relación personal de Huntington con Juan de Riaño y Gayangos, nieto del arabista español y embajador de España en Estados Unidos entre 1914 y 1927.2 Su prolongada amistad y la confianza que Huntington depositó en él cuando le encomendó la primera cátedra de Poesía Hispánica en la Hispanic Division de la Biblioteca del Congreso, como veremos a continuación, proyectaba un cierto paralelismo con la trayectoria de uno de los padres del hispanismo.
Un mecenas de cuna En el caso de otro homenaje, el celebrado en memoria de Huntington en la Hispanic Division de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos en 1957, el hispanista Henry Grattan Doyle, editor durante años de la revista Hispania, comenzó su discurso haciendo referencia a las palabras escritas por John Adams en 1780: Debo estudiar la política y el arte de la guerra, para que mis hijos tengan la libertad de estudiar matemáticas, filosofía, geografía, historia natural, arquitectura naval, navegación y comercio y agricultura, y para que sus hijos tengan derecho a estudiar la pintura, la poesía, la música, la arquitectura, la estatuaria, la tapicería y la porcelana. (Doyle 27)
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Juan de Riaño y Gayangos fue vicepresidente honorario de la HSA entre 1915 y 1920 y presidente honorario entre 1920 y 1924 (Hispanic Society of America 543).
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Archer M. Huntington parecía estar destinado a cumplir con lo que John Adams había previsto cien años antes de su nacimiento, pues, por edad, pertenecería a esa tercera generación de americanos cuyos abuelos habían conquistado la libertad política de su país durante la guerra de Independencia, cuyos padres habían trabajado en el desarrollo de las infraestructuras y las empresas necesarias para crear una nación fuerte y moderna y él, en calidad de nieto, se dedicaría a estudiar y coleccionar todas las disciplinas artísticas enumeradas. Una breve referencia a sus orígenes familiares contribuye a situar al personaje. Archer, hijo de Arabella Yarrington, había sido adoptado con catorce años por Collis P. Huntington, uno de los magnates del ferrocarril y la construcción de barcos más importantes del país. Tras fallecer la primera esposa de Collis, que había estado durante años en silla de ruedas, el magnate contrajo matrimonio con la joven Arabella. La historiografía coincide en considerar que Archer era el hijo natural pero ilegítimo de Collis, pues el empresario y Arabella mantenían una relación amorosa en secreto desde antes de 1870 (Bennet 19). Al igual que otros destacados representantes de la Gilded Age, como Algur Meadows, Henry Clay Frick o Isabella Stewart Gardner, Collis P. Huntington y Arabella se comprometieron a financiar la creación de bibliotecas o escuelas para jóvenes afroamericanos en unos años en que, frente a la caridad, se fue abriendo paso la filantropía organizada como una forma de ejercitar la virtud pública. También adquirieron numerosas obras de arte, pues dedicar una parte de su fortuna al coleccionismo fue asumido por estas élites económicas como un símbolo de prestigio social y de patriotismo. Los nuevos marchantes de arte supieron ofrecer a aquellos norteamericanos lo que estaban buscando: arte europeo, exclusivo, irrepetible, único. Si el arte francés y el arte italiano fueron sus primeras preferencias, las escenas pintorescas de artistas estadounidenses que viajaron a España a finales del siglo xix, como Mary Cassatt, John Singer Sargent o Thomas Eakins, contribuyeron a poner de moda la pintura española. Pintaron una España de paisajes exóticos y plagada de curas, mendigos, gitanos y mujeres de ojos oscuros; pintaron la Es-
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paña que los estadounidenses querían ver y obtuvieron gran éxito en aquel mercado, pero también descubrieron en los maestros antiguos, como Velázquez, Murillo, Goya o el Greco, motivos de inspiración para su obra, contribuyendo a poner de moda el arte español entre los coleccionistas norteamericanos (Boone 10). Por su parte, su madre Arabella se convirtió en una avezada coleccionista y dedicó sus esfuerzos a cultivar en su hijo la afición por el arte y la literatura. Viajó con él por Europa y visitaron museos en Francia y Reino Unido, donde cayó en manos de Archer el libro The Zincali: An Account of the Gypsies of Spain (1841), de George Borrow, que despertó su interés por España, y al que siguió la lectura de The Bible in Spain (1843), del mismo autor. Con catorce años comenzó a estudiar español y a leer literatura española. Los libros se convirtieron en su fuente de conocimiento y, por sus diarios, sabemos que en 1886 estaba leyendo “Prescott y Ticknor” (Kagan 202). Sin duda alguna, el hecho de vivir en una casa con un salón de casi mil metros cuadrados decorado por su madre siguiendo la moda de las descripciones de Los cuentos de la Alhambra, de Washington Irving (Remseira 447), pudo tener alguna influencia en despertar su interés por lo hispano, pero fue su viaje a México en 1889 en compañía de sus padres lo que terminó por acrecentar su atracción por España y concretar su plan de crear un museo español. Familia y entorno hacen que en la figura de Archer M. Huntington se sinteticen un conjunto disperso de referencias de contenido hispánico y filantrópico que conviven en Estados Unidos, cuando la moda por la Spanish craze3 empieza tímidamente a salir de los círculos de intelectuales que han viajado a España para expandirse por la sociedad. España es, como habían afirmado los primeros hispanistas, el opuesto a Estados Unidos y eso le confiere un atractivo nada desdeñable para un joven que sueña con construir un museo.
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El historiador Richard Kagan ha acuñado la expresión Spanish craze para definir el periodo comprendido entre el fin del siglo xix y las primeras décadas del siglo xx en el que en Estados Unidos se puso de moda España y sus más diversas expresiones culturales.
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El simbólico sombrero español José García-Mazas, periodista que entabló una relación de amistad con Archer M. Huntington durante sus dos últimos años de vida, escribió que Archer había heredado de su padre una serie de rasgos físicos y temperamentales: “La misma gigantesca altura; la misma corpulencia; la misma fortaleza. La tenacidad y dedicación que había mostrado el padre para los negocios, la mostró el hijo para el museísmo. Si al padre le llamaron el titán de los ferrocarriles, al hijo le llamaron el titán del museísmo” (García-Mazas 338). A pesar de las similitudes, sus intereses eran diferentes. Los diarios de Archer de 1890 recogen cómo vivió el día en que tuvo que enfrentarse a la voluntad de su padre, quien le había ofrecido la oportunidad de hacerse cargo de los astilleros que había fundado, Newport News Shipbuilding, en Virginia. Tras dos años de formación en la empresa y con veinte años de edad, Archer ya había tomado la decisión de no continuar gestionando los negocios familiares para dedicarse a su verdadera afición, que no era otra que la cultura hispánica: “Un joven chiflado como yo al que lo que más le interesa es lo español y los museos, no es el tipo de persona más adecuada para botar un millar de barcos”.4 Es curiosa la forma tan gráfica con que alude al desprendimiento de un uniforme, un disfraz, que no le permitía desarrollar su verdadero ser: “Una por una fui quitándome las prendas del uniforme marítimo espiritual, me calé mi imaginario sombrero español y me puse manos a la obra”.5 Con su simbólico sombrero español bien calado, había dado el primer paso importante, pero todavía debía convencer a su padre y a otras personas de su entorno del valor e importancia de su proyecto de crear un museo español frente a
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Los diarios de Huntington, reconstruidos en 1920 con extractos de sus notas y de las cartas enviadas a su madre Arabella, se encuentran en el archivo de la HSA en Nueva York y recogen de manera fragmentada algunas de sus reflexiones (Archer Huntington Diaries 1890). Ibidem.
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burlonas opiniones de amigos y familiares sobre la inutilidad de su vocación. Hay que entender que Archer M. Huntington pertenecía por edad a una nueva generación que buscaba dotar a su existencia de un sentido trascendental que fuese más allá de la mentalidad mercantilista y monetarista que moldeaba su país a finales del siglo xix. Estos jóvenes se interesaban por el arte y por la cultura no como algo colateral en sus ajetreadas vidas o simplemente como un elemento de distinción social, sino como el motor de su actividad profesional. Frente a la vida del hombre de negocios, basada en la estricta moral victoriana del trabajo, promovían el culto al arte, a la literatura, a los objetos artesanales, a la sensibilidad contenida en los objetos bellos y únicos, a Europa como destino de viaje. En respuesta a la industrialización y la producción mecánica de bienes en serie, se sentían atraídos por la cultura medieval, aquella que representaba los valores opuestos a la realidad que estaban viviendo en la primera potencia industrial a nivel mundial (Prados Torreira 2009: 39). Esta actitud la mantuvo Huntington durante décadas, tal y como demuestra una de las cartas que escribió al filósofo Miguel de Unamuno después de haber visitado junto a él la ciudad de Salamanca. Tras transmitirle su entusiasmo, “¿qué no es maravilloso en España? España, la tierra de los sueños que se hacen realidades, la defensora de Europa, el hogar de los ideales de caballería”, añadía “todo el mundo está tan ocupado hoy en día que los hombres de negocios son incapaces de observar la belleza que les rodea”.6 Con veintidós años, Huntington creía haber encontrado en España un país que reunía en sus paisajes, en sus gentes y en sus formas de vida una evocación espiritual que contrastaba con su propia realidad, y su primera decisión fue viajar a España.
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Huntington visitó a Miguel de Unamuno en Salamanca en 1912. Días después, desde Biarritz, le escribió una carta rememorando con entusiasmo su visita y su conversación, durante la cual Unamuno recitó unos versos que Huntington apreció mucho (carta de 1912. s/f; Huntington-Unamuno), en Archivo CasaMuseo Unamuno, 24/158, núm. 5.
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Tras la ruta del Cid Campeador Una de las fotografías más icónicas de Huntington es aquella en que figura con traje, sombrero y una poblada barba, apoyado en una carreta de ruedas tirada por un burro en medio de un camino polvoriento. Huntington mira al horizonte con gesto concentrado, mientras tres paisanos españoles, vestidos modestamente y cuya baja estatura potencia la prominente altura del hispanista, miran a la cámara. Esta fotografía fue tomada en 1892 durante su primer viaje a la Península, en compañía del profesor de Literatura Española en la Universidad de Yale William Ireland Knapp. El objetivo de Huntington era recorrer el norte de España siguiendo el itinerario del Cid Campeador, figura de la épica medieval española que había despertado su interés. Llegaba a España con una idea en mente típicamente romántica del país: Lo que me voy a encontrar es seguramente muy distinto de lo que he estado imaginando. Veo España sembrada de palacios, y castillos, catedrales y ciudades amuralladas, barbudos guerreros y egregias damas. Naturalmente esta imagen es falsa. Isabel la Católica no está en Madrid y estoy seguro de que voy a echar de menos a los visigodos y a Almanzor. Pero quedarán sus huellas. (Codding 1998: 98)
Viajar sin las comodidades del coche o del ferrocarril le ofreció una nueva perspectiva: “¡Este viaje! Esta es la mejor forma de estudiar. Aquí, sobre el terreno, en medio de estas gentes humildes, pero con su orgullo […]. Esto no se enseña en ninguna universidad de mi país” (García-Mazas 18). España le resultó fascinante y desató su pasión por el mundo hispánico. Pasó por Galicia, Oviedo, Burgos, Vivar del Cid y La Rioja y visitó el Museo del Prado en Madrid, donde descubrió con asombro la obra de Velázquez y conoció por vez primera al diplomático Juan de Riaño y Gayangos, quien mediaría en la firma de los acuerdos de paz tras la guerra Hispanoamericana de 1898. Posteriormente, cruzó La Mancha para alcanzar Valencia y de allí llegar hasta Barcelona. Su vertiente de viajero romántico bebía directamente de las fuentes del hispanismo estadounidense y decidió poner en práctica sus
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conocimientos y sus capacidades para la investigación al realizar la traducción al inglés del Cantar de mío Cid, texto que ocupaba un lugar central en el surgimiento de la literatura española y que, en tres volúmenes y con amplias notas sobre las costumbres de la época, fue publicado entre 1897 y 1993 por la HSA.7 Sus primeras impresiones del país quedaron recogidas en diarios y en las abundantes cartas que escribió a su madre Arabella, así como recopiladas en su libro de viajes, que publicaría en 1898. Al leerlo, no sorprende que en la introducción dedique un par de páginas a comentar el retraso en la instalación de las líneas de ferrocarril o el mal estado de las comunicaciones por carretera, para acabar diciendo: Algún día, cuando se complete una línea de tren costera y el extranjero pueda viajar con rapidez desde Barcelona pasando por Valencia, Alicante, Cartagena, Almería y Málaga hasta Gibraltar o Cádiz, con el mar siempre al lado, los viajeros empezarán a tener una idea sobre esta maravillosa costa sudeste y sobre el hecho de que no hay nada más bello en todo el Mediterráneo. (Huntington 7)
Se ha prestado poca atención a este libro de viajes, en el que, además de extensas descripciones de las gentes que encuentra a su paso, de las ciudades que visita y de los numerosos datos históricos que aporta, incluye ciento ocho ilustraciones que, bien en forma de dibujos o de fotografías, sirven para documentar con precisión todo lo que ve, desde una alpargata hasta una plaza de toros, desde los diferentes tipos de banderillas utilizadas por los toreros hasta los monumentos más espléndidos. Es un libro cargado de emociones, en el que describe el norte de la Península como un territorio en el que “hay una riqueza de tradiciones e intereses locales no superado ni siquiera en el sur” (v), con el que deseaba dar a conocer a sus compatriotas la España que él había conocido.
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Su trabajo le valió el reconocimiento de la Universidad de Yale, que en 1897 le concedió el Master in Arts, un honor que la Universidad de Harvard también le dio en 1904 y que fue seguido de su designación como Doctor of Letters y Doctor of Human Letters por la Universidad de Columbia en 1907 y 1908.
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Los siguientes viajes a España le servirían para conocer el resto de la Península y para adquirir libros para su incipiente biblioteca. No fue hasta llegar a Sevilla en 1898 cuando Huntington conoció de primera mano la biblioteca del marqués de Jerez de los Caballeros y la tertulia que organizaba en su casa. Si algunos bibliófilos se llevaron las manos a la cabeza cuando en 1902 el marqués, arruinado por las deudas, vendió su biblioteca a Huntington, cambiaron su idea al comprobar el buen uso que este hacía de ella, pues comenzó la publicación de facsímiles de joyas de la literatura española, los Huntington Reprints, que fueron enviados gratuitamente a las mejores bibliotecas del mundo. El director de la Biblioteca Nacional de España, Marcelino Menéndez Pelayo, escribía en 1904: “Qué actividad tan bien empleada la suya ¿cuándo habrá aquí capitalistas que le imiten?”8 Huntington también participó activamente en el movimiento arqueológico que a finales del siglo xix estaba teniendo lugar en Sevilla y en el que ocupaban un papel relevante dos arqueólogos: el inglés George Bonsor y el francés Arthur Engel, con los que llegó a entablar colaboraciones y amistad. Arrendó los terrenos que Arthur Engel tenía alquilados y que se disponía a abandonar en Santiponce, donde se situaban las ruinas de la ciudad romana de Itálica, para proseguir sus trabajos de excavación. Todos los días Huntington acudía al yacimiento, participaba en los trabajos, observaba a los operarios y a sus familias, tomaba notas, hacía dibujos e incluso documentaba con fotografías cada resto que aparecía en la zona. Su corta andanza arqueológica, que duró cuatro meses, le reportó una gran satisfacción personal y un nuevo campo de interés con el que inauguró una nueva línea de investigación en el hispanismo estadounidense. Le seguirían otros proyectos arqueológicos en América Latina, como su apoyo eco-
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El epistolario entre Marcelino Menéndez Pelayo y Francisco Rodríguez Marín, guardado en la Biblioteca Menéndez Pelayo en Santander, vol. 17, recoge el intercambio de cartas en el que se refleja el paulatino cambio de opinión sobre las actividades de Huntington entre los intelectuales españoles (Carta de 11 de mayo de 1904. Menéndez Pelayo-Rodríguez Marín: 442).
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nómico a la creación de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología de México en 1910 o la financiación de la Yale Peruvian Expedition a Machu Picchu de 1911 (Proske 20).
El encuentro con la España del Desastre En su viaje de 1896, Huntington había tenido ocasión de experimentar de primera mano el clima prebélico que se estaba gestando en Madrid debido a las tensiones que los movimientos independentistas cubanos estaban generando entre España y su país. También había percibido en Nueva York cómo la causa cubana despertaba simpatías entre sus compatriotas. En medio de las tensiones, el 6 de abril de 1896 ocurrió un hecho insólito, pues salieron publicadas en el diario New York Herald unas declaraciones suyas desde Madrid en las que cuestionaba públicamente la postura que su país había tomado respecto a Cuba: “A.M. Huntington´s view. He thinks Spain Right and the United States Wrong in the Cuban Question” (Fernández Lorenzo 50). Según el periodista, Huntington no solo decía públicamente que Estados Unidos estaba equivocado en la cuestión cubana, sino que además apostillaba que su país no tenía derecho a inmiscuirse en una guerra española con sus colonias. Pronosticaba que, en caso de guerra, su país ganaría en última instancia, aunque pensaba que España haría un buen papel. Estas declaraciones no fueron bien recibidas ni en su país ni en su familia, y quizás por ello han pasado desapercibidas, pero tienen un gran valor documental al sacar a la luz el proceso de creciente hispanofilia que Huntington estaba experimentando, mientras la prensa estadounidense estaba lanzando una campaña de desprestigio contra todo lo que representaban la historia y la cultura españolas. Dos años después, la explosión del Maine generó una situación mucho más preocupante, que se precipitó el 20 de abril cuando se iniciaron las hostilidades con España y estalló la guerra Hispanoamericana, con el resultado por todos conocido. Huntington abandonó España y regresó a casa con una profunda sensación de frustración:
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Y así como la guerra viene a cerrar mi aventura arqueológica, al menos me encuentro con que he conseguido algo de lo que había esperado obtener… El que no haya acabado mi trabajo ha sido una gran desilusión. Yo quería hacer una presentación monumental de este lugar de Itálica y de lo que significa. (Archer Huntington Diaries 1890)
En las reflexiones de Huntington se perciben los inputs que recibe de la retórica antiespañola de sus compatriotas, periodistas y escritores que habían retomado los tópicos de la leyenda negra, apuntando como causas de la derrota española la intrínseca relación entre la decadencia de España y el temperamento español.9 Influido por ellos, también Archer se lamentaba en sus escritos de los peligros que acechaban a una “un businesslike Spain” —una España carente del espíritu comercial— y consideraba que, en última instancia, esta era la causa principal de la excepcionalidad española: El orgullo, un monarca débil, una corte disoluta, la intolerancia religiosa, todos estos son puntos admirables para comenzar a probar cómo una nación ha ido hacia su declive […]. De hecho, estos todos son solamente efectos, la causa es eso que ha servido para desarrollar las grandes naciones de la tierra, la causa en que descansa la civilización, el agente primitivo de todo desarrollo: el espíritu mercantil. (Huntington 5)
Sin embargo, a diferencia de otros, las palabras de Huntington contenían un tono optimista que le alejaba tanto de la visión mayoritaria occidental como del pesimismo noventayochista. Su optimismo se basaba en una confianza en la naturaleza de los españoles: “Y tan excelente naturaleza he hallado yo entre los españoles que no puedo menos que creer en su progreso final” (6). 9
Henry Charles Lea, el escritor que había destacado por sus investigaciones a propósito de la influencia de la Inquisición sobre el carácter de los españoles, publicó en 1898 su ensayo “The decadence of Spain” en The Atlantic Monthly. Mientras tanto, en EE. UU. se reeditaba el libro de Bartolomé de las Casas de 1552 bajo el sensacionalista título de Un relato histórico y verídico de la cruel masacre y esclavización de 20 millones de personas en las Indias orientales por parte de los españoles.
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El Desastre, con todos los males que conllevó, tuvo la virtud de estimular la pasión hispanista en el estadounidense, que dio un paso cualitativo al incorporar a su hispanofilia no solo la historia pasada, sino también los debates de la sociedad española contemporánea a los que tuvo acceso.
Sintonía con la generación del 98 En diciembre de 1968, la HSA inauguró una exquisita exposición titulada Generation of ´98, Twelve Portraits and Twelve Texts, una antología pictórica y escrita de las relaciones entabladas entre doce escritores españoles y los Estados Unidos a través de la mediación de la HSA. Los retratos expuestos habían sido encargados por Huntington para formar parte de la galería de españoles ilustres que reunió en la HSA, y los textos eran fruto de la relación de los autores con la HSA pues todos ellos fueron honorary members de la institución.10 Se puede afirmar que Huntington también sintió la influencia del ideario de los representantes de la Generación del 98, un grupo de intelectuales que desde el pesimismo noventayochista encontraron en los paisajes españoles, en las escenas de la vida cotidiana, en los estereotipos de lo castizo y del costumbrismo las raíces de la esencia del ser español. La exaltación de Castilla y su admiración por la cultura del Siglo de Oro convivieron con una crítica generalizada al sistema político de la Restauración, al dogmatismo religioso, a la deficiente educación y al atraso endémico de la nación respecto a sus vecinos europeos. Estos intelectuales se convirtieron en portavoces del mea culpa y “se negaron a unirse al coro de protestas antiestadounidenses que profirió la prensa española en la primavera y el verano de 1898” (López Vega y Montero Jiménez 2013:71). No es de extrañar que sin-
10 Los doce autores eran Miguel de Unamuno, Emilia Pardo Bazán, Ramón Menéndez Pidal, Marcelino Menéndez Pelayo, José Echegaray, Rubén Darío, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez, Vicente Blasco Ibáñez, José Ortega y Gasset, los hermanos Álvarez Quintero y Pío Baroja.
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tiese una sintonía con la Generación del 98 y que encontrase en sus escritos referencias que le eran familiares y que también él reflejó en sus escritos: “si miramos con bastante profundidad dentro del corazón de este paisaje, podremos leer el corazón español” (Huntington 1898:1). En sus varios trayectos por España declaró experimentar las mismas sensaciones que habían sentido años atrás otros viajeros: “en este lugar, la imaginación tiene alas. Pronto está uno respirando lo irreal. El fanatismo es natural, la hidalguía una necesidad. El mundanal ruido fenece y resurge un nuevo mundo, uno de formas fantásticas” (Huntington 1898: 2). Y en los hombres que poblaban España encontró los rastros y las reminiscencias de su pasado histórico: “estos pausados estudiantes y poetas parecen haber obtenido algo de las tradiciones árabes, de otras generaciones ya pasadas de conquistadores y eruditos. El ambiente literario en Sevilla está cargado de un vehemente sentido cultural del pasado árabe” (García-Mazas 1963: 386). Su buen conocimiento de la realidad española le llevó a mostrar también su preocupación por la débil conciencia nacional que existía en España, a la que describía como una nación de naciones difícil de entender como un todo debido a las diferencias de carácter identitarias que existían entre sus regiones: Cataluña, Aragón, Castilla, Andalucía no son meros términos geográficos. Cada una de ellas presenta un carácter nacional distinto y especial. Las tradiciones, los hábitos, los deportes, las costumbres tienen su carácter peculiar de expresarse y sus diferencias locales (Huntington 1898: 3).
De hecho, esta idea la desarrolló más profundamente en sus diarios al referirse al conflicto regionalista que en su opinión se avecinaba, pues en una España desprovista de un enemigo exterior se recrudecerían los antagonismos entre provincias y ello, en palabras del hispanista, podía influir negativamente en una inestable política de unidad nacional.11
11 El encargo que Huntington hizo a Joaquín Sorolla en 1911 para decorar la biblioteca de la HSA pretendía reflejar esa variedad regional a través de los llama-
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Más allá del mayor o menor acierto de sus reflexiones, éstas ofrecen la oportunidad de juzgar hasta qué punto Huntington fue capaz de superar la mirada superficial del viajero romántico, aparcar algunos estereotipos de la España idealizada que había venido a buscar, y promover un aprecio erudito y un acercamiento serio a la historia y la cultura españolas, pues, al igual que en los primeros hispanistas, primaron en sus escritos la admiración por la historia pasada sobre la crítica y la erudición del conocimiento sobre los tópicos.
El pequeño y compacto museo español En una de las numerosas cartas que Huntington escribió a su madre en 1898, le decía: “Me dedico a coleccionar con un propósito y tú conoces perfectamente dicho propósito. El Museo de cultura español, pequeño y compacto, me llevará todo el tiempo que me queda en el mundo” (Codding 1999: 380). Aunque su iniciativa comenzó su andadura en la época dorada del coleccionismo, Huntington quiso desmarcarse del carácter esnobista y amateur con que otros millonarios estadounidenses comenzaban sus colecciones. De ahí que hiciese su trabajo de estudio y selección de objetos desde un punto de vista antropológico, pues aspiraba a descubrir la esencia de lo hispánico en todas y cada una de las piezas de su colección: “Yo quiero conocer España como es y dejarla reflejada en un museo. Es prácticamente lo único que puedo hacer. Si consigo escribir un poema con este museo, será fácil de leer” (381). Se esforzó por crear un discurso coherente, sin dejar épocas sin cubrir, buscando piezas que encajasen como eslabones de una secuencia histórica: “Lo que quiero es ofrecer el compendio de una raza” (Lenaghan 217). A pesar del gran mercado de obras de arte que se movía desde la Peníndos “paneles de las regiones”, que mostraban con una pincelada y un colorido propios del artista la riqueza de las variadas tradiciones culturales españolas. La Sala se inauguró en 1926 y, en 2009, los paneles, de más de 17 metros de longitud, viajaron por primera vez a España para ser expuestos en Valencia, Madrid y Bilbao.
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sula Ibérica, Archer M. Huntington declaró en 1898 su deseo de no adquirir obras de arte en España: “Me haré con los cuadros fuera. Los hay en abundancia” (Codding 1998: 102). Cuando concibió la HSA como un museo y biblioteca públicos, no pretendía tan solo mostrar al público sus colecciones artísticas; Huntington quería fomentar el estudio de las letras hispánicas en Estados Unidos e introducir al público de su país en el arte y la literatura de una cultura apenas conocida. En una de las cartas a su madre, reconocía expresamente que el museo que tenía en mente “debía ser un instrumento de educación para un grupo erudito que trabajen en colaboración” (García-Mazas 389), una ambición que distaba mucho del simple afán de coleccionar. La HSA fue constituida formalmente el 18 de mayo de 1904 e inaugurada el 20 de enero de 1908. Como el espacio apenas ha cambiado, el visitante de hoy puede imaginar la sensación de entrar en aquellos años en la HSA por su escalinata de piedra, adentrarse en el patio techado de estilo hispano renacentista y ver en su sala principal colgados los retratos de la duquesa de Alba de Goya, el del conde duque de Olivares de Velázquez o alguno de los quince cuadros del Greco que detentaba en su colección, que trasladaban a los visitantes a un universo artístico-cultural plenamente español. El escenario creado a tal efecto transmitía la gloria de una época dorada en la historia de España, y la presencia de esculturas romanas, las piezas talladas en madera medievales y las vitrinas llenas de piezas arqueológicas de cerámica o bronce hacían pensar en la prolífica producción artística de los pueblos hispánicos a lo largo de la historia. Los lomos de los miles de libros de su biblioteca, con sus encuadernaciones en cuero repujado y sus vitelas doradas, hablaban de una producción literaria copiosa y dilatada en el tiempo. Además, el conjunto compuesto por el edificio y sus colecciones dejaba suponer al visitante el distinguido gusto y el buen conocimiento de un exquisito coleccionista. A través de la HSA, Huntington dotaba a la cultura hispánica —en la que tenía cabida, además de la española, la cultura portuguesa en menor medida—, de los atributos propios de una rama erudita del conocimiento que iba más allá de la visión folclórica y popular que muchos de sus conciudadanos le atribuían. Sin renunciar al espíritu romántico que había acompañado a los primeros hispanistas estadou-
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nidenses del siglo xix en su acercamiento a la Península Ibérica, Huntington proponía con la HSA una aproximación holística, académica y refinada a la cultura hispánica, tendente a revalorizar los estudios hispánicos ante la sociedad estadounidense.
Cooperación intelectual con el hispanismo estadounidense La fundación de la HSA fue la materialización de su sueño, pero también enlazó muy bien con la voluntad de las autoridades estadounidenses de recomponer las relaciones con España tras la guerra de 1898. Aunque partiese de la iniciativa personal de un joven millonario, el éxito de público que registró en 1908 la exposición de Joaquín Sorolla pudo acompañar desde la esfera cultural a las iniciativas puestas en marcha desde Washington para promover la reconciliación y establecer un nuevo marco de relaciones bilaterales con España. Además, la participación en el Comité Consultivo de la HSA de John Hay, secretario de Estado del presidente Theodore Roosevelt, aunque pudiese serlo por una cuestión de prestigio, no por ello dejaba de mostrar simbólicamente el apoyo institucional de Washington a la proyección pública de los estudios hispánicos dada por Huntington. En este nuevo marco de miradas entrecruzadas, Huntington no actuó en solitario. Con objeto de dar un contenido académico a su trabajo, invitó a los presidentes de las Universidades de Columbia y Yale a formar parte del Comité Asesor de la HSA y en 1907 comenzó una estrecha colaboración con la primera para financiar publicaciones y conferencias de intelectuales hispanos como Ramón Menéndez Pidal, Rubén Darío, María de Maeztu, Ramón Pérez de Ayala o Vicente Blasco Ibáñez. Ofrecía la posibilidad a los alumnos del Instituto de las Españas, que dirigía Federico de Onís, de recibir las clases de literatura en la biblioteca de la HSA, al igual que invitaba a la Asociación Americana de Profesores de Español y Portugués, la AASTP, creada en 1916, a celebrar sus reuniones en Nueva York en las instalaciones de la institución, como hicieron al menos durante sus tres primeros años de vida (HSA 557). El compromiso con la divulgación del hispanismo —que no con su vulgarización— no quedó restringida a Estados Unidos y España.
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Su colaboración con el hispanismo francés independiente, a través de la financiación de la Révue Hispanique durante casi treinta años, y su proyecto fallido de abrir una oficina de publicaciones de la HSA en Londres en 1921 (Fernández Lorenzo 189) reflejan la amplitud de miras con que acometió su misión de internacionalizar los estudios hispánicos en Europa y Estados Unidos. Sin embargo, el estallido de la Primera Guerra Mundial, con la que daba comienzo el “corto siglo xx” al que se refería el historiador Eric Hobsbawn, produjo un cambio en los planes de Huntington, quien, en una carta a su madre de 1919, le transmitía que había llegado el momento de dejar de incrementar sus colecciones: “Por fin creo que estoy llegando al final de mi camino de coleccionista. Tal vez solo, de vez en cuando un libro” (Codding 1998: 117). Huntington inauguraba una nueva etapa en la cual se dedicó a ampliar las instalaciones del museo, a contratar a un equipo de mujeres como curadores de las distintas secciones y a coordinar las actividades de estudio y catalogación de las numerosas colecciones que había reunido. La Primera Guerra Mundial también provocó un cambio de paradigma en el hispanismo estadounidense. La rápida popularización del español, frente a la preeminencia que hasta entonces había tenido el idioma alemán, hizo aflorar ciertas tensiones en el seno del hispanismo al ser difícil combinar la vertiente populista y funcional de la enseñanza del idioma con el prestigio de los estudios hispánicos que, a un nivel más elitista, Huntington y otros hispanistas estadounidenses venían cultivando. Ante este dilema entre dos enfoques opuestos, que “llevaría a muchos hispanistas a cuestionar o restarle importancia al valor utilitario de la lengua y a defender la enseñanza del español como manera de acceder a la vetusta cultura de España” (Fernández 97), Huntington se alineó con el hispanismo erudito. Fiel a su idea primigenia, consideraba que la HSA debía seguir siendo por encima de todo “una institución cuyo objetivo primordial era poner sus colecciones a disposición del trabajo erudito de investigación histórica, literaria y artística”,12 lo que le distanció de las tendencias compartidas
12 (Carta de 6 de diciembre de 1929; Huntington-Arabella) Archivos HSA.
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por otras instituciones dedicadas al hispanismo con las que había colaborado durante años.13 Para evidenciar que tomaba distancia en la batalla que se había desatado en torno al estudio del español y la banalización de los estudios hispánicos, acometió un nuevo proyecto de institucionalización del hispanismo en Estados Unidos al más alto nivel mediante la creación en 1927 de la Hispanic Division en la Biblioteca del Congreso en Washington. Dejando aparte la HSA, fue esta la mayor contribución de Huntington a los estudios hispánicos en su país (Dorn 2004). Tras donar la generosa cantidad de cincuenta mil dólares —equivalentes a setecientos mil dólares actuales— para establecer un fondo a favor de la biblioteca del Congreso para la adquisición de libros y documentos hispanos, en 1928 donó una cantidad del mismo montante para crear una Chair of the Literature of Spain and Portugal in the Library of Congress a través de la cual contratar a un consultor que se encargara de la selección de libros. La confianza que Huntington tenía depositada en Juan de Riaño explica el hecho de que, tras dejar este último la embajada española, propusiese su nombre para ocupar el cargo como primer consultor. Con la Hispanic Division en el seno de una de las instituciones más prestigiosas de Estados Unidos, fundada en 1800 por el presidente John Adams, Huntington añadía una nota de prestigio a los estudios hispánicos y abogaba por defender, con las armas que él mejor conocía, la institucionalización erudita de la cultura.
El último viaje En 1929 Huntington emprendió su último viaje a España y lo hizo en compañía de su segunda esposa, la escultora Anna Hyatt. Con ocasión de la celebración de la Exposición Iberoamericana de Sevilla, Hunt13 El rechazo de Huntington a financiar la creación de la Casa Hispánica en 1927, promovida por el presidente de la Universidad de Columbia, Nicolas Murray Butler, y por el Instituto de las Españas con el objetivo de promover la enseñanza del español, ha sido estudiado a través de la correspondencia en Fernández Lorenzo (199- 207).
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ington había donado una imponente escultura del Cid Campeador a caballo, modelada por su esposa, que fue colocada en el centro de la plaza que recibía a los visitantes. El matrimonio —acompañado en todo momento por el gran amigo de Huntington, el marqués de la Vega Inclán— fue homenajeado en la ciudad de Sevilla, donde fueron nombrados hijos adoptivos. Días después, Huntington fue objeto de una recepción organizada por una veintena de miembros de la HSA en el hotel Ritz de Madrid; recibió la visita de numerosos aristócratas e intelectuales, amigos que le apreciaban por su inmensa labor en favor del hispanismo, y el matrimonio fue invitado a almorzar con los monarcas en el Palacio Real, una jornada que Anna Hyatt describió con detalle en una de sus cartas a su madre (Márquez Macías 124). Gracias al estudio de estas cartas, conocemos parte del itinerario de su viaje por España (Márquez Macías 2020). Sabemos que, tras su estancia en Sevilla, donde asistieron a una corrida de toros y visitaron al arqueólogo George Bonsor en el castillo de Mairena, emprendieron el camino hacia Madrid. Pararon a dormir en Trujillo y pasaron por Toledo para visitar la casa- museo del Greco, restaurada e inaugurada en 1911 por el marqués de La Vega Inclán con el apoyo económico de Huntington y de cuyo patronato este era miembro. En Madrid visitaron el Museo del Prado, al que Huntington había donado años atrás una máquina de rayos X para el estudio de los cuadros; después visitaron el Instituto Valencia de Don Juan, fundado en 1916 por Guillermo de Osma y del que Huntington era patrono; fueron al Museo del Romanticismo, fundado por el marqués de La Vega Inclán en 1924 y que también había recibido financiación de Huntington, e incluso fueron a ver la casa de Sorolla, que, tras el fallecimiento del artista en 1923, había quedado como estaba, pero que iba a convertirse en Museo Sorolla por deseo del artista y del que Huntington sería nombrado patrono en 1932. Antes de dejar Madrid, pasaron a ver las obras de la Ciudad Universitaria, iniciativa liderada por el monarca, a la que Huntington había contribuido con una importante cuantía para su construcción y para la creación de una cátedra de poesía hispana. Saliendo de Madrid, la primera parada fue en Valladolid, para visitar la casa-museo de Cervantes, que Huntington contribuyó a financiar junto con Alfonso XIII al adquirir y restaurar en 1912 la vivienda
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donde había vivido el autor y las de sus aledaños. Después pararon a visitar Burgos y Vivar del Cid, para continuar su camino cruzando el País Vasco, por Vitoria y San Sebastián, hasta llegar a Biarritz para iniciar su camino de vuelta a Nueva York. Con su último viaje a España cerraba un periodo, pero nunca abandonaría su labor hispánica. El estallido de la guerra civil española, la declaración de neutralidad de la HSA ante el conflicto, el desenlace de la guerra y el inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial le obligaron a paralizar temporalmente las actividades de la HSA y decidió dedicar su tiempo a una prolífica producción poética y a seguir dirigiendo con entusiasmo las investigaciones realizadas por sus conservadoras, cuyos ensayos seguiría publicando desde la HSA. La construcción de una sala de consulta en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos en 1939, la Hispanic Reading Room, levantada con fondos donados por él y decorada en los años cuarenta con los murales del pintor brasileño Candido Portinari, fue su última gran contribución filantrópica en forma de infraestructura cultural en favor del hispanismo.
Last of Titans Last of Titans o el Último de los Titanes es el calificativo que, con acierto, otorgó a Huntington su amigo Arthur Upham Pope, presidente emérito del Asia Institute, en el breve estudio conmemorativo que publicó tras su fallecimiento. Es cierto que hay algo de titánico en el esfuerzo que hizo para enriquecer la vida cultural de Estados Unidos al hacerse cargo de gran parte de los gastos de construcción y de mantenimiento de una serie de infraestructuras culturales que siguieron a la HSA y que, en total, sumaron hasta quince instituciones y museos.14 Es de notar que ninguno de ellos
14 Heye Foundation, American Academy of Arts and Letters, National Institute of Arts and Letters, American Geographical Society, American Numismatic Society, Brookgreen Gardens, Mariner’s Museum, Golf Museum, Cadena de
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lleve su nombre, pues lo consideraba una manera endeble de alcanzar la fama, algo que contrastaba con la práctica habitual de sus ricos compatriotas. La variedad de iniciativas que promovió y la diversidad de intereses que cultivó, a pesar de la preeminencia absoluta del hispanismo en su legado, justifican las dificultades que sus amigos y sus contemporáneos tuvieron para priorizar entre todas las facetas de su prolífico trabajo aquella que pudiera definirlo mejor, pues les era “difícil determinar dónde termina el intelectual y el poeta y dónde comienza el patrón de las artes y las letras, de tan indisolublemente entremezcladas que se hallan en este hombre extraordinario” (Doyle 27). El de dinamizador cultural quizás sea el calificativo que mejor le defina, pues compendia las múltiples facetas de su vida pública. Pero ¿qué tipo de cultura se dedicó a dinamizar? Su legado demuestra que Huntington se interesó por las expresiones populares de las culturas hispánica o amerindia como parte de un estudio antropológico de la producción cultural de un pueblo, pero el abordaje a su estudio del folclore, los trajes, las costumbres, etc., fue siempre erudito, desde una perspectiva de carácter científico. Lo mismo podría decirse de su apoyo económico a la geografía, la numismática, la cultura indígena o la literatura y las artes estadounidenses. Precisamente por ello, al final de la década de los años veinte se percibe en su actitud una ambivalente relación ante la creciente democratización de la cultura. La irrupción de la cultura de masas y la instrumentalización política de esta provocaron el reparo de Huntington a participar en el nuevo escenario cultural. El compromiso público que se exigía a los intelectuales, la proliferación del panamericanismo entre los hispanistas estadounidenses y la significación política de destacados artistas ante la guerra civil española y la Segunda Guerra
Refugios Naturales, Huntington Art Gallery de la Universidad de Texas, Hispanic Reading Room in Congress Library, Museo del Greco, Museo Casa Cervantes, Museo del Romanticismo, además de cuantiosas donaciones a universidades y a otras iniciativas culturales.
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Mundial dejaron desubicado a Huntington al desmoronarse el modelo cultural sobre el que había construido su perfil intelectual de erudito independiente. Entre el proselitismo cultural para atender a una creciente demanda de cultura y la erudición, él siguió apostando por lo segundo, aunque el mundo de la cultura iniciase un camino en dirección contraria. Decidió, a pesar de los pesares, seguir siendo un hombre de letras y se dedicó intensamente a escribir y publicar libros de poesía, en gran parte de inspiración hispánica. El trabajo solitario del poeta le reportaba otro tipo de satisfacciones y en sus poemas pudo volcar su sensibilidad y sus recuerdos. Sorprende leer los títulos de algunos de sus poemas: “Rebuzno”, “Vela venenosa”, “Euskal Herria”, “La Senyera”, “Adberrâman”, “Spanish Song”, “Las Navas de Tolosa” o “Ladies of Valbona”, por poner algunos ejemplos.15 Persuadido por la idea de que el mundo de la cultura recobraría la cordura que había perdido, fue consciente, sin embargo, de que no viviría para verlo. Pero esta es ya otra historia.
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15 Huntington escribió y publicó más de treinta libros de poesía. Un compendio de sus poemas fue publicado por la HSA en 1953 bajo el título The Torch Bearers.
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Jorge Guillén (1893-1984) fechó en “Wellesley College, 1942” la versión española del ensayo publicado primero en inglés al frente del número de octubre de More Books, el Boletín de la Biblioteca Pública de Boston (Guillén 1942), con el título “George Ticknor, Lover of Culture”, seguido de una breve presentación de la traductora, Caroline B. Bourland (1871-1956), profesora emérita del Smith College (Bourland 1942). Un año más tarde envió “Ticknor, defensor de la cultura” a la Revista Cubana, del viejo conocido José María Chacón y Calvo (Guillén 1943, 1999). Informó a Pedro Salinas, a 28 de enero de 1943: “Por cierto, he mandado a Chacón la conferencia sobre Ticknor para la Revista Cubana” (Salinas y Guillén 304). Antes le había dado más detalles en carta comenzada a 13 de septiembre de 1942 y continuada el 15: ¡Ah, se me olvidaba! Miss Bourland ha traducido ya la conferencia sobre Ticknor, y con gran empeño. Comimos en el College Club; me tienen sobrecogido tantas atenciones. (Pienso en Juan Ramón; análogos temas.) La conferencia se publicará en More Books de octubre. (281-282)
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El amigo Joaquín Casalduero leyó el artículo y lo glosa desde Madison, Wisconsin, el 30 de octubre de 1942: Me han enviado el número de Octubre del Boletín de la Biblioteca de Boston, en donde he encontrado sus páginas sobre Ticknor; preciosas páginas que he leído con gran placer. Muy suyo todo, desde las dos interrogaciones del comienzo, con los dos adverbios de la segunda, hasta el final. Se le ve a usted con su amor a los libros, con su amor a los libros transformados en cultura, divertido arreglando una posible vitrina. Se le ve a usted gozando y agradecido. Por eso vemos a Ticknor, por todos los momentos que usted presenta —apoyado en la Historia o en la historia de un libro—, con tanta simpatía. Me alegra mucho que haya usted hecho tan atractiva figura de Ticknor, pues creo que merece serlo. Ha envuelto usted en catolicidad el protestantismo. Eso sólo lo puede hacer el catolicismo, pero el protestante Ticknor se lo merece. Y si él no tenía esa jugosidad de corazón de los buenos momentos —los de gracia— del catolicismo, en cambio poseía el sentido del deber social protestante, que usted destaca tan justamente, y que era su manera de mostrar corazón.
El 19 de noviembre responde Guillén: “Ojalá sea verdad que el gran Ticknor protestante haya quedado envuelto ‘en catolicidad’. Porque así, sin querer, y de un modo ‘extravagante’ —aunque atenido a las inevitables raíces— sí me gusta ser ‘cristiano viejo’. ¡Muchas gracias!” (correspondencia inédita). El 26 de noviembre de 1942 se lo comenta a Salinas: Te escribo deprisa antes de cenar, con el propósito de enviarte esta misma noche la carta y —por fin— el artículo sobre Ticknor. (Por cierto, Casalduero me escribió acerca del artículo. Sin duda se lo debió enviar Miss Bourland —que es la verdadera “autora”—. Y me decía don Joaquín: “Ha envuelto usted en catolicidad al protestante Ticknor… Si no exacto, divertido”. (Salinas y Guillén 292)
Casalduero, desde Nueva York, a 3 de septiembre de 1944, escribe: “Mi querido Jorge, Muchas gracias por el envío de su Ticknor, que ya leí este verano. Así tengo el texto español y la traducción”. De este modo, el reciente (1940) profesor del Wellesley College y distinguido
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poeta cuidó la doble versión de un ensayo que parece haber servido de tarjeta de visita en el área de Boston, tan poblada de instituciones universitarias de primer nivel. Se impone el punto de vista en las dos frases iniciales que le llamaron la atención a Casalduero: “Ticknor, defensor de la cultura… ¿Y por qué Ticknor? ¿Por qué recordar aquí y ahora el nombre del ilustre hispanista de Boston?” (Guillén 1999: 659) Aquí y ahora el narrador, “lector agradecido” que ha “gozado” algunas horas en la Colección Ticknor de la Biblioteca Pública de Boston, evoca la figura del “modelo de bibliófilos”, enmarcando su erudición “en el centro de una vida consagrada —así, literalmente, consagrada— a la cultura dentro del más equilibrado conjunto, donde esa cultura constituye una especie de religión serena” (659). No se centra demasiado en la perspectiva nacional del hispanista y, como vio Casalduero, la simpatía por el personaje lo lleva a prescindir de observaciones sobre su protestantismo y, por tanto, sobre sus opiniones sobre el fanatismo católico (Jaksić 2007): sí se centra en el concepto de cultura, entendida como Bildung, “formación intelectual, moral y estética del hombre”, que a juicio de Goethe tiene precedencia sobre la política (Hell 74; Lepenies 2006), aprendida por Ticknor en la Alemania romántica, aunque atemperada por la desconfianza en las utopías que Tocqueville veía en sociedades democráticas como la americana (Tocqueville 565-571) (aunque a Guillén esta idea le llega por su formación en la Institución Libre de Enseñanza y, además, dispone de la identificación de cultura y vida moral en la obra de su admirado Benedetto Croce). La historia del “gran burgués de Boston” de “existencia vestida de levita” (Guillén 1999: 659), se narra con alegría a veces irónica. Aunque se sospecha que Ticknor no perdió nunca ni un minuto, su disciplina no debe verse como “demasiado ceñuda”, al incluir la búsqueda de la felicidad, como buen ciudadano de los Estados Unidos. De hecho, el expresidente Thomas Jefferson le cuenta (25 de noviembre de 1817) su propósito de fundar la Universidad de Virginia y sus temores de que los legisladores no se enteren de lo que de verdad importa, a saber, “that knolege[sic] is power, that knolege is safety, and that knolege is happiness” (Adorno 40). Guillén suscribe esa idea, en vivo
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contraste con “la afición trágica que tanto distingue a nuestra época” (Guillén 1999: 659) y con la circunstancia americana (la guerra en el Pacífico) y la suya propia, como exiliado: lo que intenta salvar es la moral poética de Cántico, tal como la entiende su amigo Pedro Salinas (carta de 31 de octubre de 1938): “Este Cántico es más hermoso y completo que los que tenía en Madrid. Y la misma fe tuya, contra la maldad, contra la muerte, contra la desgracia, la ‘Fe de vida’, la comparto en este libro, como nunca contigo. Gracias, de todo corazón” (Salinas y Guillén 192). La semblanza biográfica basada en la lectura aguda y selectiva de la biografía compilada por Hillard (Ticknor 1876) sigue el hilo de la “formación y perfeccionamiento de la propia y ajena cultura” (Guillén 1999: 660) en una prosa de extraordinaria y amable ironía (“Tú serás Ticknor, el gran Ticknor”). Tras aludir a la primera formación (Dartmouth, Francis Sales, Mr. Gardiner) y a las visitas de preparación a Washington y Virginia (1815), se centra en los tres viajes de Ticknor a Europa (del Pino 2020). La mirada de Guillén aquí es la del lector del siglo xx que se asoma al “delicioso muestrario” (660) de escenas literarias de la Europa romántica. Ticknor visita a un tiempo bibliotecas y salones, con el éxito del “infatigable curioso” que accede a los egregios “por sus propias dotes y no por antecedentes de linaje” (661). Impulsado por “un saber que aspira a un cabal humanismo”, recorre incesante lugares y nombres ilustres: Abril 1815-junio 1819: “¿A quién visitar en Londres?... pues a Lord Byron” (en la traducción se pierde el matiz irónico: “In London he called upon Lord Byron”), a Sir Humphrey Davy; en Weimar, a Goethe. En Gotinga, la Universidad de su elección (a través de De l´Allemagne, de Madame De Staël), veinte meses de la “más ruda” disciplina en lenguas, arte, Historia Natural, teología (Ticknor 2009). En Frankfurt, la visita es a Federico Schlegel; en París, a su hermano Augusto Guillermo, Humboldt, Madame de Staël, Benjamin Constant, Madame Récamier y Chateaubriand. “Y si conoce a un general, tendrá que ser el general Lafayette” (Guillén 1999: 661). En Venecia, otra vez Byron; en Roma, Canova, Thorvaldsen, Niebuhr, Pio VII “y algunos Bonapartes”. En el viaje a España y Portugal se detiene más adelante. En París, la duquesa de Broglie, el príncipe de Talleyrand;
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en Londres, Lord Holland y Hazlitt —vive en la casa que fue de Milton—, entre otros lugares “de romería”. Cuando tiene lugar el segundo viaje (junio 1835-junio 1838), Ticknor ya era alguien. Le toca visitar a la viuda de Byron y la casa-museo Goethe en Fráncfort; en Dresden, hacer amistad con Tieck y asistir a sus lecciones sobre Shakespeare y Dante; en Berlín, Humboldt, Savigny y Metternich; en Milán, Manzoni; en París, Guizot, Thierry, Thiers, Lamartine, Merimée y Nodier en la Biblioteca del Arsenal. Ya está empeñado en comprar libros para su manual y para la Biblioteca Pública de Boston. Ese es el propósito del tercer viaje, emprendido con sesenta y cinco años (junio 1856-julio 1857): Londres, Bruselas, Dresden, Berlín, Viena, Verona, Roma, Nápoles, Turín, París (donde condena por inmoral el teatro y la literatura popular, de Paul de Kock a Balzac, Hugo y “esa mujer desvergonzada que se viste de hombre y se llama a sí misma George Sand” (Guillén 1999: 663)) e Inglaterra (Macaulay, Cavour, Ranke, Tocqueville). En julio de 1814, tras decidir que abandonaba la práctica del Derecho, Ticknor le explicaba a un amigo: “The truth is […] that I have always considered this going to Europe a mere means of preparing myself for greater usefulness and happiness after I return, —as a great sacrifice of the present to the future” (Ticknor 1876: vol. 1, 24). Por su parte, la semblanza del “Sr. Guillén” a cargo de Bourland, centrada en su figura como poeta, en cabeza de un grupo ya reconocido: “Jorge Guillén stands high, if not first in the brilliant group of contemporary poets (García Lorca, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, and others) to whom we owe the remarkable flowering of lyricism in twentieth century Spain —a poetic renascence in which the cult of Góngora is a characteristic feature” (Bourland 376), no deja de advertir sobre su trayectoria cosmopolita como profesor (Suiza, la Sorbona, Murcia, Oxford, Sevilla). En una retrospectiva publicada en 1983, Más allá del soliloquio, el vallisoletano Guillén recordó sus estancias en la suiza Friburgo (1909), la Residencia de Estudiantes (1911-1913), Alemania (1913-1914), la Sorbona (19171923) y Oxford (1929-1931) en verso:
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¡Los “Grands Express Européens”! Mis ojos Se me iban en pos de aquella fuerza Que me conduciría, sueño firme, —Éramos europeos— a una Europa Muy real, muy soñada: vocación. (Guillén 1983: 9)
Al trazar esta analogía se impone encuadrar ideológicamente la apertura de Guillén en el programa de Joaquín Costa del que se hace eco Ortega en 1910: “Verdaderamente se vio claro desde un principio que España era el problema y Europa la solución” (Ortega y Gasset 43). En resumen, “los tres viajes a Europa forman la base espléndida de esa cultura tan laboriosamente acrecentada en Boston, y cuyo tema conductor es la historia de la literatura española” (Guillén 1999: 661) ¿Por qué se hizo hispanista? Si Bouterwek le dio clase en Gotinga y pudo asomarse a las literaturas románicas, en 1816, el Harvard College le ofreció una cátedra de Francés, Español y Belles Lettres. Al aceptarla, se impuso el viaje a España. El 30 abril de 1818 entró por La Junquera (Ticknor 2012). Las primeras impresiones fueron “penosísimas”: “En ningún momento peor podía llegar un extranjero a un país arruinado por la guerra contra los franceses, glorioso pero terrible en sus consecuencias materiales, agravadas por el gobierno más inepto durante el reinado más bochornoso de la historia de España” (Guillén 1999: 663) (sin moverse de la veracidad histórica del relato, el exiliado Guillén está hablando del país que se acaba de dejar a la espalda). A cambio, en el pueblo español encuentra “más carácter nacional, más originalidad y poesía… más fuerza sin barbarie y más civilización sin corrupción” (664) que en cualquier parte (Ticknor1876: vol 1, 188), esto es, el Volksgeist, piedra de toque de su futura Historia (¿cómo resonarían esas frases en la España peregrina de 1942?). Sigue traduciendo Guillén: “Lo que parece ficción y novelería en otros países es aquí materia de observación” (Guillén 1999: 664). Por ahí se acuerda de un nuevo Jorge, Borrow, cuya Biblia en España (1842) había traducido Azaña en 1930, y de la jugosa escena de la lectura del Quijote a José de Madrazo y sus compañeros de carruaje. A diferencia de las otras ocasiones, anteriores y posteriores, esta vez tiene dificultad en conocer a los egregios. Guillén recurre al pró-
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logo de la Historia de la literatura española, donde el autor explica que los más eminentes “gemían en calabozos o en el destierro”. Meléndez Valdés ha muerto en Francia, Quintana estaba encerrado en el castillo de Pamplona, Martínez de la Rosa en el Peñón de Vélez, “roca situada en las costas de Berbería”, Moratín “arrastraba una existencia lánguida en París” (Ticknor 1851-1856 vol 2). Guillén se fija en que no cita a Goya, “el supremo español de entonces” (Guillén 1999: 664) y destaca la importancia del arabista José Antonio Conde —antes perseguido por afrancesado— como mentor de Ticknor en la literatura española. Le expresa su reconocimiento “con palabras tiernas y solemnes” (“modesto, sencillo e inexperto, notable únicamente por su cultura y virtudes”) (Ticknor 2012: 112). De nuevo se agolpan los paralelismos. El 7 de julio de 1936 Guillén le escribe a Salinas, sin más comentario: “¡Émulo de Quintana en Pamplona! Solo cuatro días” (Salinas y Guillén 180). Tras ese episodio en el verano de 1936, del que lo salvó su padre, y a pesar de su amistad con jóvenes falangistas sevillanos y de pronunciar un “discurso en el paraninfo de la universidad ante el Gran Visir y Queipo de Llano con motivo de la Fiesta de la Raza” (180), un expediente de depuración de la Universidad de Sevilla (octubre de 1937) y otros sinsabores (Carnero 2005) lo llevaron a salir de España en julio de 1938 (“Me gusta aclarar que lo mío no fue un exilio, fue un destierro. Esa es la palabra exacta. Estas razones las he expuesto varias veces: fueron motivos estrictamente políticos: no quise estar sometido a una dictadura. El destierro para mí fue en condiciones favorables” (Guillén 1983: 13)). Estuvo en el Middlebury College (1938) y la McGill University, en Canadá (1939-1940). “En 1940 sustituí a Salinas en el Wellesley College, Massachusetts (Estados Unidos), que era uno de los centros femeninos que había en Nueva Inglaterra, y en él estuve hasta 1957” (14). En Madrid, Ticknor fue a bailes, tertulias, teatros, corridas de toros, al Prado, hizo excursiones (El Escorial, La Granja, Segovia) y viajó al sur. En Córdoba lo acogieron el duque de Rivas y su hermano Ángel, aún no emigrado ni autor ni duque pero ya poeta y garrochista; en Granada, el arzobispo (Guillén no anota su encuentro con la Alhambra). En Málaga lo sedujo María Manuela Kirkpatrick,
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que hablaba cinco idiomas, pero era una auténtica española (Meregalli 417), condesa de Teba y madre de Eugenia de Montijo. En Sevilla visita la Biblioteca Colombina y el Archivo de Indias de la mano de Ceán Bermúdez y en su viaje a Portugal se busca la protección de unos contrabandistas. De regreso a Boston “se lanza sin reservas a la inmensidad casi inexplorada de la literatura española” (Guillén 1999: 665). Ya no vuelve a la Península, quizá por “carencia de flexibilidad práctica”. Inaugura su nueva cátedra en Cambridge (1819), redacta un completo Syllabus (1823), dimite en favor de Longfellow (1835) y se concentra en la formación de la biblioteca. El núcleo es la “perseverancia y el dinero del lector, por fuerza bibliófilo” (666) para leer las fuentes. Como el poeta-profesor, el lector-bibliófilo. Para Ticknor, “es una necesidad primordial” (666). Había que hacerse con ejemplares difíciles para conocer no solo al raro, sino al “indispensable. Eso hizo el erudito de Boston durante cincuenta años” (666). El propio Guillén no es ajeno a las emociones de la bibliofilia. En la citada carta a Salinas de 13 de septiembre de 1942, comenta: Y para terminar estas informaciones librescas: visité con Seznec —amabilísimo, encantador (no hemos hablado de la guerra)— a Mr. Hofer, uno de los jefes del New Building, de la Widener, gran coleccionista y hombre rico. Y me regaló —tal fue mi emoción ante los grandes ejemplares de Bodoni que él posee, Bodoni, el mejor impresor del mundo— un diminuto Bodoni, Parma, 1801, precioso (Un elogio de San Vicente de Paul. ¡El texto nada importa!). (Salinas y Guillén 282)
Las páginas siguientes son una pequeña exhibición del gusto de Guillén como lector. El primer libro de ámbito hispánico que le llega al joven Ticknor —premio al joven aplicado— es una Galateé pastorale imité de Cervantes (1804). El Quijote, maravillosamente, está en el centro. El primer libro raro es un Quijote (Amberes, 1674). En el coche de camino a Madrid, leyó una edición reciente, de 1814. Desde la estancia en Madrid, con la complicidad de Conde, empezó la compra de libros a gran escala. Siguió la ayuda de Everett y Washington Irving. En París, el consejero fue el exiliado Moratín y
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luego el librero Bosange; en Londres, Obadiah Rich, (Glick 2008), y en Hamburgo, el Dr. Julius, su futuro traductor al alemán. Mención especial se debe a Pascual de Gayangos (1809-1897), arabista, bibliófilo, conocedor del inglés: “Gayangos podía ser el mejor elemento de enlace entre el hispanismo de Boston y la erudición española”, observa Guillén (Guillén 1999: 667). Se conocieron en la Holland House, en junio de 1838. Gayangos iba a escribir una reseña de Ferdinand and Isabella, de William H. Prescott, amicísimo de Ticknor (con quien a su vez mantendría una relación muy estrecha). Otra vez, implícita, una cuestión de analogía: Gayangos, educado en Europa, incómodo y mal tolerado en España (Álvarez Millán 2008) y de genealogía intelectual: Gayangos, sobre todo, a través de su hija Emilia y su yerno Juan Facundo Riaño, tuvo una relación con la Institución Libre de Enseñanza (Hermenegildo Giner le dio clase de español a James Russell Lowell, sucesor de Longfellow (Glick 174)). A partir de aquí, Guillén, para su escrito, combina la glosa de las cartas a Pascual de Gayangos editadas por Clara Penney (Ticknor 1927) con el registro de su experiencia real en la Sala del Tesoro de la biblioteca, ayudado por el catálogo de Whitney. Cuando llegaron a Boston los primeros setenta volúmenes en 1841, Ticknor admitió que la mayoría eran nuevos para él (Heide 133). Gayangos fue su proveedor, prestador y consejero en la redacción de la Historia. Le pidió, sobre todo, “libros de poesía” y “libros de entretenimiento”. Consiguió autógrafos de Lope, La fuerza lastimosa (1842) y, sobre todo, El castigo sin venganza (1845), cuyo autógrafo tiene delante Guillén al escribir. Seguramente (conjetura Guillén) debió sentir no haber podido hacerse con el manuscrito del Poema del mío Cid. Desde Málaga, Gibraltar, Cádiz y Mahón, en fechas y circunstancias diferentes, van llegando libros y manuscritos para Prescott y Ticknor. Aunque la alta intensidad de la demanda desciende tras la publicación de la Historia de la literatura española, siguen llegando libros a Boston. Guillén se va fijando en los avatares históricos de esos individuos que son los libros —un tratado sobre la tragedia fue de los Trinitarios Calzados de Granada, otros son ex libris de ilustrados como José Nicolás de Azara o Cerdá y Rico—. Una Questión de amor lleva la firma de Robert Southey. Una copia de El Príncipe le conmueve
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no por Maquiavelo, sino porque fue comprado o leído en la ciudad de San Fernando, “tal vez la más elegante […] en esa divina costa de Cádiz”. En suma: “¡Cuánta vida dentro y en torno de cada libro deseado, buscado, encontrado, comprado y gozado por un gran lector!” (Guillén 1999: 668).La historia de España está inscrita literalmente en los ejemplos que escoge. Según el catálogo de 1879 (Whitney 1879), el legado primero se compone de tres mil novecientos siete volúmenes —de los cuales, treinta y dos son manuscritos—, pero, cuando se asoma Guillén, llega a las ocho mil piezas, gracias al buen hacer del conservador Zoltán Haraszti (no citado en la versión en inglés). “El conjunto es una maravilla”, concluye. Las obras más importantes están instaladas en la Sala del Tesoro (Treasure Room): “Pues bien, muchos de los libros restantes podrían habitar la Sala del Tesoro. Nada nos anuncia que en este estante ‘ordinario’ se resigna a pasar por insignificante un tomito en 16°, las poesías de fray Luis de León: ‘Las hizo imprimir Francisco de Quevedo Villegas, Milán, P. Gonsolfi, 1613’”. La abundancia es tal que no se sabría qué citar, salvo quizá un pliego suelto que se convierte en un homenaje bienhumorado al amigo perfecto: Nuevo y curioso romance, Madrid, 1765 (según una ficha completa, Nuevo y curioso romance en el que se declara y da cuenta de los arrojos, muertes y valentías de don Pedro Salinas, natural de la ciudad de Jaén: dase cuenta de las reñidas pendencias que tuvo, con todo lo demás que verá el curioso lector). “¿Por qué preferir un pliego suelto a un incunable?”, remata Guillén. Al final dedica unas líneas al “juicio estable” que es la Historia de la literatura española. Quiso superar al P. Lampillas, al P. Andrés, a Bouterwek, a Sismondi, a Puisbusque y a Gil y Zárate (Garrido Palazón 1994). Su “venerable” historia, “full of life and freshness and vigor”, según Washington Irving, y un triunfo de la “scholarship” con las trescientas catorce páginas de notas añadidas por Enrique de Vedia y, sobre todo, Gayangos (Jaksić 48, 55), es para Guillén ante todo “una obra de primera mano” (670), cuyos materiales se fueron reuniendo en Park Street bajo el retrato de sir Walter Scott. Pone de relieve el encadenamiento entre el hispanista y el bibliófilo: “Bibliófilo, sí, pero creyente en la Instrucción Pública, es
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decir, en la instrucción como derecho y deber de la comunidad”. Es él quien se propone dar carácter popular a la Biblioteca Pública de Boston. Lo hacen trustee en 1852. “El círculo se cierra: autor de la Historia de la literatura española, ciudadano de América” (Guillén 1999: 670). Aún sigue comprando libros españoles y en su tercer viaje continúa con esa labor: la atención poética de Guillén, formada por Juan Ramón Jiménez y por el gusto del siglo xx, se fija en que el 10 de noviembre de 1865 le pide a Gayangos “Cantares gallegos por Rosalía Castro de Murguia, Vigo, Establecimiento de D.J. Carnuel, 12mo, 1863, much commended to me by my old Quaker friend B.B. Wiffen” (Ticknor 1927: 338); por cierto, otro heterodoxo, continuador de las ediciones de Luis Usoz y Río sobre reformistas antiguos españoles. La melancolía de la parte final del epistolario está sobresaltada por la historia: la guerra civil (18611865) por parte americana y el exilio de Isabel II por la española. A 17 de noviembre de 1869, confiesa: “The Spain that I visited and where I was so happy, half a century ago, has ceased to exist; and if it should ever be revived, it will not be in the life-time of a man above seventy eight years old” (368). Y le pide a Gayangos que deje de enviarle libros: “Perder la relación de librería con España significa para este fervoroso de las Letras perder el contacto con el mundo” (Guillén 1999: 671). Este puñado de páginas empieza como acaba, con la palabra gratitud y con la misma idea: “Todo se cifra en una palabra: cultura” (671). Por una vez, la versión inglesa añade un matiz decisivo: “In a word, whose simple purpose was the service of culture” (Guillén 1942: 375). Casi cincuenta años más tarde, en el poema “En último término”, compuesto en 1982, publicado en el citado artículo de 1983 e incorporado a la segunda edición de Final, la propone como cifra de toda su obra poética: Mi labor, mi ambición son en resumen: Identidad personal en conjunto Coherente de obra: poesía. Un honesto servicio de cultura. Al sensible lector ardua sentencia. (Guillén 2008: 1484)
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Bibliografía Adorno, Rolena y Pino, José M. del (2020). “George Ticknor (17911871). His Contributions to Hispanism, and a Special Friendship”. Estudios del Observatorio/Observatory Studies 58 (2), pp. 1-57. Álvarez Millán, Cristina (2008). “The Life of Pascual de Gayangos 1809-1897)”. En Cristina Álvarez Millán y Claudia Heide (eds.), Pascual de Gayangos. A Nineteenth-Century Spanish Arabist. Edinburgh: Edinburgh University Press, pp. 3-23. Bourland, Caroline B. (1942). “A Note on Sr. Jorge Guillén”. More Books (The Bulletin of the Boston Public Library), (octubre), pp. 376-377. Carnero, Guillermo (2005). “Jorge Guillén y la guerra civil: la trampa sevillana (con documentos inéditos)”. Boletín de la Fundación Federico García Lorca 35-36, pp. 135-171. Garrido Palazón, Manuel (1994). “La evolución de la historiografía literaria románica”. Teoría/Crítica 1 pp. 85-119. Glick, Thomas F. (2008). “Gayangos and the Boston Brahmins”. En Cristina Álvarez Millán y ClaudiaHeide (eds.), Pascual de Gayangos. A Nineteenth-Century Spanish Arabist. Edinburgh: Edinburgh University Press, pp. 159-181. Guillén, Jorge (1942). “George Ticknor, Lover of Culture by Jorge Guillén”. More Books (The Bulletin of the Boston Public Library), (octubre), pp. 359-375. — (1943). “Ticknor, defensor de la cultura”. Revista Cubana XVII, pp. 211-232. — (1983). “Más allá del soliloquio (selección, montaje de textos y nota previa de Antonio Piedra), algunos versos más y El argumento de la obra”. Poesía 17, pp. 5-44. — (1999). Obra en prosa. Barcelona: Tusquets. — (2008). Aire nuestro. Homenaje. Y otros poemas. Final. Barcelona: Tusquets. Heide, Claudia (2008). “Más ven cuatro ojos que dos: Gayangos and Anglo-American Hispanism”. En Cristina Álvarez Millán y Claudia Heide (eds.), Pascual de Gayangos. A Nineteenth-Century Spanish Arabist. Edinburgh: Edinburgh University Press, pp. 132-158.
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Hell, Victor (1986). La idea de cultura. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Jaksić, Iván (2007). The Hispanic World and American Intellectual Life, 1820-1880. London: Palgrave Macmillan. Lepenies, Wolf (2006). The Seduction of Culture in German History. Princeton: Princeton University Press. Meregalli, Franco (1989). “George Ticknor y España”. En Adolfo Sotelo Vázquez (coord.) y Marta Cristina Carbonell (ed.), Homenaje al profesor Antonio Vilanova, vol. 2. Barcelona: Universidad de Barcelona, pp. 413-426. Ortega y Gasset, José (1991). Antología. Madrid: Península. Pino, José M. del (2020). “The Journey toward History of Spanish Literature (1849)”, Estudios, pp. 1-29. Salinas, Pedro y Guillén, Jorge (1992). Correspondencia (19231951). Barcelona: Tusquets. Ticknor, George (1851-1856). Historia de la literatura española. 4 vols. Madrid: Rivadeneyra. — (1876). Life, Letters, and Journals of George Ticknor. 2 vols. Boston: James R. Osgood and Company. — (1927). Letters to Pascual de Gayangos from Originals in the Collection of the Hispanic Society of America. New York: Hispanic Society of America. — (2009). Two Boston Brahmins in Goethe´s Germany. The Travel Journals of Anna and George Ticknor, Lanham/Boulder/New York/ Toronto/Oxford: Lexington Books. — (2012). Diarios de viaje por España. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. Tocqueville, Alexis de ([1840] 2007). La democracia en América. Madrid: Akal. Whitney, James L. (1879). Catalogue of the Spanish Libraries and of the Portuguese Books Bequeathed by George Ticknor to the Boston Public Library; Together with the Collection of Spanish and Portuguese Literature in the General Library. Boston: Printed by Order of the Trustees.
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Rolena Adorno ocupa una de las prestigiosas Catédras Sterling de Yale University. Algunos de sus libros son The Polemics of Possession in Spanish American Narrative (2007, 2015), De Guancane a Macondo: estudios de literatura hispanoamericana (2008) y Colonial Latin American Literature: A Very Short Introduction (2011). Es coautora con Patrick C. Pautz de The Narrative of Cabeza de Vaca (2003) y Álvar Núñez Cabeza de Vaca: His Account, His Life, and the Expedition of Pánfilo de Narváez (1999) y, con Roberto González Echevarría, de la Breve historia de la literatura latinoamericana colonial y moderna (2017). Sus libros han ganado premios de Modern Language Association, American Historical Association, Western Historical Association y New England Council of Latin American Studies. Desde 1996 es socia honoraria de Hispanic Society of America y desde 2007 es profesora honoraria de la Pontificia Universidad Católica del Perú. En 2015 recibió el prestigioso galardón de Lifetime Scholarly Achievement de Modern Language Association of America. Es miembro de la American Academy of Arts and Sciences. Antonio Arraiza Rivera es catedrático auxiliar de español (Assistant Professor) en Wellesley College. Licenciado en Literatura Comparada por la Universidad de Puerto Rico y doctor en Literatura Española del Siglo de Oro y el periodo colonial por Harvard University, su
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investigación se enfoca en la influencia del gongorismo en el marco de las relaciones literarias entre Madrid, Lisboa y los espacios transatlánticos, las definiciones de la poesía lírica en el contexto de la transición entre la cultura manuscrita y la industria editorial, el bilingüismo de los poetas portugueses después de la guerra de Restauración y los nexos entre cultura visual y poesía profana en el siglo xvii. Ha publicado artículos en el Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, Romance Notes y el Anuario de Estudios Cervantinos. El manuscrito de su primer libro, aceptado para publicación, aborda la poesía del conde de Villamediana, Francisco Manuel de Melo y sor Juana Inés de la Cruz. Alberto Bruzos Moro (Senior Lecturer, Princeton University) es director del programa de español en Princeton University, New Jersey, y profesor visitante en el Máster de Enseñanza de Español como Lengua Extranjera de la Universidad de Navarra. Completó el doctorado en Lingüística en la Universidad de León con una tesis sobre pragmática de la ironía. Ha publicado artículos en revistas españolas (MarcoELE, Pragmalingüística, ELUA, Interlingüística, Contextos) e internacionales (Hispania, Spanish in Context, Language Policy) sobre teoría lingüística (relativismo lingüístico, análisis del discurso irónico), política lingüística de inmigración y comercialización de la enseñanza de español. Además, ha colaborado en volúmenes colectivos sobre innovaciones pedagógicas en la enseñanza de L2/LE, como el aprendizaje-servicio y el paisaje lingüístico. En la actualidad, trabaja en un proyecto sobre la historia intelectual de la enseñanza de español en Estados Unidos. José M. del Pino (Dartmouth Professor of Spanish) es catedrático de Literatura Española en Dartmouth College, New Hampshire. Hizo la licenciatura de Filología Hispánica en la Universidad de Málaga y se doctoró en Princeton University. Entre sus publicaciones destacan los libros Montajes y fragmentos: una aproximación a la narrativa española de vanguardia (1995), Del tren al aeroplano: ensayos sobre la vanguardia española (2004) y el volumen coeditado El hispanismo en Estados Unidos. Discursos críticos/prácticas textuales (1999). Más recientemente
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ha publicado en la editorial Iberoamericana Vervuert la edición, con introducción y guía de lectura, de la Antología de cuentos de José María Merino (2013), así como los volúmenes editados America the Beautiful: la presencia de Estados Unidos en la cultura española contemporánea (2014) y El impacto de la metrópolis: la experiencia americana en Lorca, Dalí y Buñuel (2018). En 2016 coeditó La retórica del sur: representaciones y discursos sobre Andalucía en el periodo democrático. También ha publicado tres libros de poemas, cuyo contenido traducido al inglés ha aparecido al importantes revistas y antologías. Patricia Fernández Lorenzo es colaboradora honorífica de la Universidad Complutense de Madrid y asesora legal en derecho del arte y patrimonio cultural en la firma Ramón y Cajal Abogados. Hizo la licenciatura en Derecho y Economía en la Universidad de Deusto y se doctoró en Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Ha desarrollado su carrera en la administración pública, como directora general de relaciones con la Unión Europea de la Diputación Foral de Bizkaia, y en el sector privado en Bilbao, Lisboa y Madrid. Actualmente compagina su actividad profesional con la investigación académica en coleccionismo y mecenazgo. Ha publicado la biografía del mecenas e hispanista norteamericano Archer M. Huntington, el fundador de la Hispanic Society of América en España (2018), así como diversos artículos académicos sobre hispanismo. Ha impartido ponencias sobre el hispanista norteamericano en Oxford University, Cambridge University, el Instituto Cervantes, el Museo de América, el Museo Casa de Cervantes en Valladolid y la Universidad Complutense. Bruce Edward Graver es catedrático de Literatura Inglesa en Providence College, Rhode Island. Obtuvo su máster y doctorado en University of North Carolina, Chapel Hill. Ha editado Translations of Chaucer and Virgil, de William Wordsworth, para la colección Cornell Wordsworth; este volumen recibió el reconocimiento de la Modern Language Association como Distinguished Scholarly Edition. Ha coeditado una edición electrónica de Wordsworth y de las Lyrical Ballads de Coleridge para Cambridge University Press y para la web Romantic
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Circles. Sus artículos y ensayos se han enfocado en la influencia clásica en la literatura romántica británica, la historia de la crítica y de la edición académica durante la época romántica y la historia de la edición de los textos poéticos, así como las relaciones literarias entre Estados Unidos y Gran Bretaña en la primera mitad del siglo xix, con especial atención a George Ticknor. Su proyecto más reciente, The Stereoscopic Picturesque, explora la relación entre la fotografía estereoscópica y la tradición pintoresca y será publicado próximamente. Iván Jaksić es director del Bing Overseas Studies Program de Stanford University en Santiago de Chile. Ha ejercido cargos de docencia e investigación en las universidades de California-Berkeley, Wisconsin, Oxford, Harvard y Notre Dame. Es autor, editor o coeditor de veintiséis libros, entre los que se incluyen Andrés Bello: La pasión por el orden y Ven conmigo a la España lejana, además de un centenar de artículos y reseñas en revistas académicas. Ha recibido becas y premios de la Fundación Guggenheim, del Instituto Panamericano de Geografía e Historia y de la Universidad de Chile. En 2020 fue reconocido con el Premio Nacional de Historia que otorga el Estado de Chile. Es miembro permanente de la Massachusetts Historical Society y de varias organizaciones profesionales en Estados Unidos. Es miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Richard L. Kagan es catedrático emérito de Historia de Johns Hopkins University, en Baltimore, Maryland. Después de sacar el título de Bachiller en Artes de Columbia University en Nueva York, se doctoró en Cambridge University. Entre sus muchas publicaciones traducidas al castellano destacan los libros Universidad y Sociedad en la España Moderna (1981), Pleitos y pleiteantes en Castilla Moderna (1991), Los sueños de Lucrecia: profecía y política en la España del siglo xvi (1991), Imágenes urbanas del mundo hispánico, 1493-1750 (1998) y Los cronistas y la Corona (2010). También ha editado el volumen Spain in America: The Origins of Hispanism in the United States (2002). Más recientemente ha publicado The Spanish Craze: America’s Fascination with the Hispanic World, 1779-1939, recientemente editado en Espa-
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ña bajo el título de El embrujo de España: la cultura norteamericana y el mundo hispánico, 1779-1939 (2021). Taylor C. Leigh (PhD., MLIS) es bibliotecario académico para los departamentos de Estudios Hispánicos y Ciencias Políticas en University of Kentucky, Lexington, Estados Unidos. Hizo la licenciatura en Español e Historia en la Universidad of Georgia (2006), y después completó una maestría en Español en la misma institución (2011). Recibió su doctorado en Estudios Hispánicos de Brown University (2018). Su tesis doctoral está dedicada a George Ticknor y su impacto en el hispanismo temprano. Se enfoca en su recepción y mediación de la literatura española y cómo su trabajo respondió y contribuyó al desarrollo cultural de los Estados Unidos durante el siglo xix. Isabel Lozano-Renieblas obtuvo su doctorado en City University of New York. En la actualidad es catedrática de Literatura Española en Dartmouth College. El eje que vertebra su investigación es la estética de la novela y, en especial, las estéticas de las novelas cervantinas. Para ello trata de comprender la obra literaria, tanto las cervantinas como las medievales, en su aportación a la gran evolución del género de la novela. Ha publicado Cervantes y el mundo del “Persiles” (1998), donde propone una lectura estética de la obra póstuma de Cervantes; Novelas de aventuras medievales (2003), que se orienta en la misma dirección, pero centrándose en el devenir del género desde la Edad Media hasta el Renacimiento; Cervantes y los retos del Persiles (2014), donde aborda el sentido de la palabra cervantina, y Sales cervantinas (2018), en colaboración con Fernando Romo, donde se ocupa de lo cómico en Cervantes. Ha publicado también el amplio estudio introductorio de la edición del Persiles de la Real Academia Española (2017). Tiene varios volúmenes editados: Silva Studia Philologica. Homenaje a Isaías Lerner (2001), en colaboración con Juan Carlos Mercado; Cervantes en el septentrión con Randy Davenport; una edición del Persiles para la editorial Penguin Random House (2016) y el número de la Revista de Occidente dedicado al Persiles (2017), con Antonio García Berrio. Es autora, además, de casi un centenar
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de trabajos que versan sobre variados temas de la Edad Media y del Siglo de Oro. Antonio Martín Ezpeleta es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza y profesor titular del Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Valencia desde 2012. Antes trabajó en las Universidades de Jaén (2010-2011) y Zaragoza (2011-2012) y realizó estancias de investigación en las de Saint Andrews (Escocia, 2005) y Harvard (Estados Unidos, 20082010). Sus líneas de investigación comprenden el estudio y edición de textos del xix y xx, la historiografía literaria española y el análisis de materiales educativos. Ha publicado las monografías Las “Historias literarias” de los escritores de la Generación del 27 (2008) y Max Aub, historiador de la prosa contemporánea (2014); y las ediciones críticas de Manuel Azaña, Vida de don Juan Valera (2005), George Ticknor, Diarios de viaje por España (2012), y Max Aub, Discurso de la novela española contemporánea y La prosa española del siglo xix, en el volumen Ensayos I (2020) de las Obras completas del autor. Marta Mateo es catedrática de Filología Inglesa y Traducción de la Universidad de Oviedo (España) y ocupa actualmente el puesto de directora ejecutiva del Instituto Cervantes en Harvard University. Ha sido profesora e investigadora visitante en numerosas universidades extranjeras, de Estados Unidos, Canadá, Brasil, Bélgica y Reino Unido. Su investigación se ha centrado en la traducción del humor y del teatro (temas a los que dedicó su tesis doctoral, publicada con el título La traducción del humor: las comedias inglesas en español), así como en la teoría de la traducción y la traducción de textos musicales (principalmente ópera y musicales teatrales o cinematográficos, interesándose también por la traducción del multilingüismo en textos musicales y el sobretitulado), temas todos sobre los que ha publicado en prestigiosas revistas internacionales (como The Translator, Meta, Linguistica Antwerpiensia, Target o Perspectives). Hasta su incorporación al Observatorio Cervantes-Harvard, coordinó el grupo de investigación Traducción y Análisis del Discurso de la Universidad de Oviedo. Asimismo, ha formado parte del Executive Board de European Society
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of Translation (EST), ha coordinado el Panel de Estudios de Traducción de la Asociación Española de Estudios Anglonorteamericanos y ha sido Associate Editor de Perspectives. Studies in Translatology. Es coautora del Diccionario-guía de traducción español-inglés, inglésespañol (Universidad de Barcelona) y tiene también experiencia como traductora del inglés al español, tanto de obras académicas como de ficción. Su última traducción, La expedición de Humphry Clinker, del escritor escocés del siglo xviii Tobias Smollett, le valió el Premio de Traducción 2013 de la Asociación Española de Estudios Anglonorteamericanos (AEDEAN). Alberto Medina se formó en las Universidades de Salamanca, Saint Andrews, University of South California y New York University. Ha enseñado en Fordham University y Boston University y actualmente es profesor en el Departamento de Estudios Latinoamericanos e Ibéricos de Columbia University. Su investigación se centra en las relaciones entre producción cultural y subjetividad política en la España contemporánea y de la temprana modernidad. Es autor de Exorcismos de la memoria: políticas y poéticas de la melancolía en la España de la transición y Espejo de sombras: sujeto y multitud en la España del siglo xviii. Ha coordinado el dosier “La península híbrida” en el Arizona Journal of Cultural Studies y ha publicado numerosos artículos en revistas como Hispania, Iberoamericana, Revista de Estudios Hispánicos, Journal of Spanish Cultural Studies, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, Bulletin of Hispanic Studies, The Novel o El Viejo Topo, entre otras. Jorge Quintana Navarrete es profesor asistente en el Departamento de Español y Portugués en Dartmouth College. Estudió el doctorado en Cultura Hispánica en Princeton University y la maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Sonora. Durante el transcurso de la maestría, también realizó una breve estancia de investigación en Yale University. Ha publicado artículos académicos en la Revista Hispánica Moderna, Chasqui y A Contracorriente, entre otros. Recientemente, su artículo “Biopolítica y vida inorgánica: la plasmogenia de Alfonso Herrera” obtuvo una mención honorífica en
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el premio de mejor artículo de humanidades en la sección de México de LASA. Su investigación se enfoca en las relaciones entre cultura y política en México durante los siglos xix y xx. Actualmente está escribiendo una monografía sobre la emergencia de la imaginación utópica en el México postrevolucionario. Carlos Ramos es doctor en Literatura Hispánica por Boston University y catedrático de Lengua, Literatura Contemporánea y Estudios Culturales en el Departamento de Español de Wellesley College. En la actualidad, es también el jefe del departamento. Sus publicaciones y su investigación se han concentrado en los siglos xix y xx, tanto en literatura como en historia cultural. Ha publicado ensayos sobre narrativa urbana, las conexiones entre literatura y arquitectura, la digitalización de obras de arte, la fotografía de la Guerra Civil y estudios monográficos sobre diversos autores. En Ciudades en mente. Dos incursiones en el espacio urbano de la narrativa española moderna, 1897-1934 (2002), se ocupó de los procesos de interiorización de la ciudad moderna en la narrativa y de la simbiosis entre escritura y ciudad; Construyendo la modernidad (2010) explora los contactos entre arquitectura y escritura en las dos décadas que precedieron a la Guerra Civil. Ha sido profesor visitante en Boston University, Massachusetts Institute of Technology y Brown University. Santiago M. Santiño es doctor en Historia por la Universidad de Navarra (2015, Premio Extraordinario). Especialista en historia de la historiografía española y el estudio de las transferencias culturales en el siglo xix, su investigación se ha centrado en la figura de Pascual de Gayangos y Arce (1809-1897), sobre quien ha realizado diversas publicaciones, entre las que destaca la biografía Pascual de Gayangos. Erudición y cosmopolitismo en la España del siglo xix (2018). Andrés Soria Olmedo es catedrático de Literatura Española de la Universidad de Granada desde 1990. Colegial del Real Colegio de España en Bolonia (1981-1982), visiting scholar en Harvard (1987), profesor visitante en University of California, Los Angeles (1996 y 2002), Brown (2011) y Università di Venezia Ca´Foscari (2012 y
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2017) y Holder of the King Juan Carlos I Chair in Spanish Culture and Civilization de New York University en otoño de 2006. Es autor de la monografía Fábula de fuentes: tradición y vida literaria en Federico García Lorca (2004); ha recogido la mayor parte de sus trabajos en los dos tomos de Disciplina y pasión de lo soñado (2017) y prepara una edición de obras de García Lorca para la Biblioteca Castro, de la que ha salido Obras completas 1. Prosa y poesía (2019) y Teatro (2021). Ha sido comisario de las exposiciones Back Tomorrow: Federico García Lorca: Poeta en Nueva York, en la Biblioteca Pública de Nueva York (2013), con Christopher Maurer, y de Una habitación propia: Federico García Lorca en la Residencia de Estudiantes (Madrid, 2017; Granada, 2018).
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