fundamentos de derecho penal
 9789509113756

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Los escritos de Carlos S. Nino La presente colección de cinco volúmenes reúne la producción completa de artículos publicados por Carlos S. Nino entre 1966 y 1993, además de algunos escritos hasta ahora inéditos. El lector encontrará las formulaciones iniciales, redefiniciones y síntesis de las influyentes posiciones de filosofía moral, política y jurídica que el Dr. Nino fue elaborando a lo largo de su prolífica vida académica, junto con el análisis de sus proyecciones más concretas y las respuestas a sus críticos. Los compromisos de inteiectual público, que marcaron la vida del autor, también se reflejan en numerosos artículos dedicados al análisis de los problemas institucionales y sociales de los países latinoamericanos.

Carlos S. Nino

Fundamentos de Derecho Penal

Carlos S. Nino Derecho, moral y política. I Metaética, ética normativa y teoría jurídica Carlos S. Nino Derecho, moral y política. II Fundamentos del liberalismo político. Derechos humanos y democracia deliberativa Carlos S. Nino Fundamentos de Derecho Penal Carlos S. Nino Teoría constitucional (provisional)

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Consolidación de la democracia (provisional)

Otra obra de Carlos S. Nino publicada por Editorial Gedisa Carlos S. Nino La constitución de la democracia deliberativa

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Índice Nino, Carlos Santiago Fundamentos del Derecho Penal/ Carlos Santiago Nino; compilado por Gustavo Maurino • 1• ed. • Buenos Aires: Gedisa, 2007. • v. 3,304 p.; 23 x 16 cm. ISBN 978-950-9113-75-6

Agradecimientos . ...........................................

1. Derecho Penal. l. Maurino, Gustavo, comp. 11.Título CDD 345

I.

Ilustración de tapa: Mirella Musri Primera edición: febrero de 2008, Buenos Aires, Argentina

Editorial Celtia S. A. - Gedisa, S.A. Maure 1653 (C1426CUC) Buenos Aires, Argentina Tel (011) 4771-0085 y 4772-6685 Fax(011)4779-0588 [email protected] www.gedisa.com ©

Hecho el depósito legal que marca la ley 11.723.

ISBN: 978-950-9113-75-6 Impreso en Argentina Printed in Argentina Queda prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, de esta versión en castellano de la obra.

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Fundamentos filosóficos del Derecho Penal. ................... . Derecho Penal y democracia ............................... . La derivación de los principios de responsabilidad penal de los fundamentos de los derechos humanos .............. . Sobre lo que nos espera cuando despidamos a Kant y Hegel ...... . Los límites a la aplicación de la moral a través del Derecho Penal .. . Subjetivismo y objetivismo en Derecho Penal .................. .

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11. Teoría de la responsabilidad penal. .......................... Norberto Eduardo Spolansky, "nullum crimen sine lege", error de prohibición y fallos plenarios (La Ley, 26-XII-1966, pág. 7) .......................... Libre albedrío y responsabilidad penal ....................... Una teoría consensual de la pena ............................ ¿Puede el consentimiento anular la proporcionalidad? ........... La huida frente a las penas ................................. Respuesta a Zaffaroni .................................... Pena de muerte, consentimiento y protección social ............. Respuesta a Malamud Gotti ...............................

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III. Temas de teoría del delito ..................................

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La definición de "delito" .................................. ¿Da lo mismo omitir que actuar? (Acerca de la valoración moral de los delitos por omisión) ........................ Concurso y continuación de delitos de omisión (A propósito de los plenarios "Guersi" y "Pitchon") .................... Conferencia: la pequeña historia del "dolo y el tipo" ............ La fundamentación de la legítima defensa. Réplica al profesor Fletcher ................................... Lesiones y retórica. El problema de la ciencia del Derecho y la ideología jurídica a propósito de las lesiones simultáneamente calificadas y atenuadas ..................

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Agradecimientos

Este tercer volumen de Los Escritos de Carlos S. Nino mantiene las deudas de agradecimiento ya reconocidas en los dos primeros, y suma otras nuevas, resultado de la decisión de involucrar a nuevos estudiantes y abogados/as en la empresa de publicación. Agradezco pues la generosa y dedicada colaboración de Ana Adelardi, Gustavo Beade, Sabrina Frydman, Damián Navarro, Paula Núñez Gélvez, Santiago Roldán, María Eugenia Vallés y María Vendemiati, quienes realizaron un gran aporte a esta edición, al tiempo que se familiarizaron con el legado intelectual de nuestro formidable autor. Agradezco también al profesor Jorge Gracia, quien amablemente nos envió un artículo publicado en la versión en inglés del libro El análisis -filosóficoen Latinoamérica, y a las Universidades de Palermo y San Andrés, en Buenos Aires, por habernos facilitado sus recursos institucionales para las actividades del proyecto.

l. FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS DEL DERECHO PENAL

DERECHO PENAL Y DEMOCRACIA* ¿Cuál es la relación entre un sistema democrático de gobierno y el contenido del Derecho Penal? Ella es al mismo tiempo obvia y enigmática. Es innegable que el Derecho Penal de los Estados no democráticos como la Alemania nazi o el presente régimen albano, difiere de manera relevante de las reglas que regulan el castigo en Francia o Costa Rica. Prueba de dicha diferencia es el hecho de que, cuando la Argentina instaló en 1983, luego de una larga y cruel dictadura, un completo régimen democrático, un extenso conjunto de leyes que establecían delitos y procedimientos penales tuvieron que ser reemplazados: por ejemplo, leyes que definían abierta y vagamente actos de subversión y estipulaban penas draconianas para ellos fueron abrogadas; la competencia de los juzgados militares para entender sobre estos y otros delitos, incluyendo los cometidos por los militares en actos de servicio fue abolida; la detención preventiva durante el proceso fue restringida a favor de facilitar la libertad condicional; el alcance del agravamiento de la pena por reincidencia fue reducido; delitos relacionados con la censura de exhibición de determinadas películas desaparecieron; la punibilidad de la tenencia de drogas fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia; a los actos de tortura se le impusieron penas tan severas como las del homicidio, y la omisión de evitarlos o denunciarlos fue considerada delito; se promulgó una ley que incrementó la pena de aquellos delitos que pusieran en riesgo el sistema constitucional y que también convirtió en delito la conducta de colaborar con un gobierno establecido por un golpe de Estado; un proyecto de ley que penalizara actos de discriminación racia"l, religiosa, sexual fue enviado al Congreso, etc. 1 Por lo tanto, es suficientemente claro que las leyes penales promulgadas por un régimen democrático generalmente difieren de las formuladas por regímenes autoritarios en la clase de actos que definen como delitos, en el hecho de que di• [N. del E.] Originalmente publicado en inglés con el título "Democracy and crimina! !aw", en Actuelle Probleme der Demokratie, en O. Weinberger (comp.): Internationale jahrbuch fur Rechtsphilosophie, 1989. Traducción de Lucas Guardia. 1 Para más detalles, véase Carlos S. Nino: "The human rights policy of che Argentine constitucional government: a reply", en Ya/e Journal o( lnternational Law, vol.11, nº 1, 1985.

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chas definiciones son más precisas y nunca se estipulan retroactivamente, en el tipo y grado de castigo al que se recurre y, asimismo, en la equidad de los procedimientos judiciales que establecen. Las leyes penales promulgadas por medios democráticos tienden a satisfacer los requisitos de los principios liberales sobre los derechos humanos y el castigo. Pero, ¿esto es justamente sólo porque los gobiernos democráticos son generalmente más humanos, más tolerantes, más equitativos que las dictaduras o ello responde a una razón más profunda relacionada con rasgos intrínsecos de la democracia que se encuentran conectados con los principios liberales? Es esto lo que resulta bastante oscuro, desde que la democracia, a diferencia del liberalismo, es un procedimiento -o al menos será tomado como tal en el contexto de este trabajo en el cual democracia significa regla de la mayoríay es difícil identificar el vínculo entre ese proceso y un particular resultado de él, como lo es la clase de leyes sobre delitos y procedimientos penales que mencioné anteriormente. En lo que sigue, emprenderé la tarea de dar una respuesta esquemática y tentativa a esta cuestión acerca de si existe una conexión intrínseca entre democracia y algunos límites liberales al derecho y a los procedimientos penales. En primer lugar, permítanme hacer algunos comentarios generales sobre un amplio contexto dentro del cual debe lidiarse con esta cuestión. El Derecho Penal es el núcleo del poder estatal y la más enérgica arma a disposición de los gobiernos. Su justificación está de este modo intrínsecamente conectada con la justificación de la existencia de los gobiernos. Un gobierno y sus leyes no están auto-justificados. 2 Están justificadas en cuanto ayuden a materializar ciertos principios morales o evaluativos. Esta conclusión presenta algunos problemas bien conocidos: ¿qué principios debe hacer cumplir un gobierno y sus leyes para que estén justificados? Suponiendo que los conocemos, ¿cuál es uso de un gobierno y sus leyes, que establecen estos principios morales, si muchos de los principios nos dicen por sí mismos cómo deberíamos comportarnos? Suponiendo que la respuesta a la pregunta previa fuera que necesitamos leyes, y, especialmente, leyes penales no sólo para resolver problemas de coordinación; sino también para prevenir la conducta de la gente que no acepta estos principios morales, sino otros o ninguno, la pregunta es ¿qué derecho tenemos de imponer sobre la gente principios que ellos no aceptan? Si la respuesta a la pregunta previa es que este derecho se basa en el hecho de que nuestros principios son verdaderos y los suyos, falsos, el interrogante t!JUesurge ahora es no sólo cómo lo sabemos sino además si es suficiente que un principio moral sea "verdadero" para imponerlo justificadamente a otros o si es suficiente "creer" en un principio moral para estar subjetivamente justificado para impo2

Véase este punto en Carlos S. Nino: "Legal norms and reasons for aclion", en Rechstheorie, nº 4, Berlín, 1984.

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nérselo a otros. Pero existe otra cuestión importante además: aun asumiendo que podemos justificadamente evitar que algunas personas actúen contra nuestros principios morales (verdaderos), ¿estamos justificados para hacerlo mediante el recurso de privar coercitivamente a otros de bienes jurídicos, aunque quizás estas personas se desviaron en el pasado de nuestros principios? Un intento bien conocido por resolver todas estas cuestiones a la vez recurre a la idea de "consentimiento". Comenzando con la tercera de las preguntas planteadas, si las leyes penales han sido consentidas por la gente, en general, y por aquellos a los que se aplican, en particular, estaríamos justificados en hacerlas efectivas, y la justificación se extendería a la privación coercitiva de bienes jurídicos que infringimos a fin de prevenir que otros violen los principios morales sobre los que reposan nuestras leyes penales. En conexión con la primera de las cuestiones planteadas, la aceptación por parte de los ciudadanos de las leyes penales implicaría su aceptación de los principios morales en los cuales se basan, y dado este ejercicio de la autonomía de las personas, estaríamos liberados de demostrar que además estos principios son verdaderos. El único principio que queda afuera de esta justificación basada en el consentimiento es el principio liberal mismo que establece, en contra del determinismo normativo, 3 que el consentimiento o las decisiones de la gente deben ser tomadas seriamente como un antecedente relevante y sirven para asignar obligaciones y responsabilidades. El fundamento de este principio puede residir, como intenté demostrar en otro lugar,4 en el hecho de que tácitamente lo presuponemos cuando participamos en un discurso moral en el cual argumentamos a favor o en contra de la justificación de instituciones y acciones, ya que el discurso moral es una práctica dirigida a la libre aceptación de estándares que guíen acciones y actitudes, una aceptación que implica el compromiso de actuar conforme a los estándares en cuestión; por lo que, cuando participamos sinceramente en una discusión moral estamos implícitamente tomando en serio la posible decisión, nuestra y de otros participantes, para gobernar nuestra conducta por algunos principios morales. Pero, ¿es plausible asumir que bajo ciertas condiciones la gente consiente las leyes penales? Dejemos de lado los intentos que recurren a un consentimiento hipotético, ya que los argumentos que sostienen que tales intentos no pueden justificar obligaciones efectivas parecen ser decisivos5 (aun cuando se ha interpretado que 3 El determinismo normativo es la visión en la cual la voluntad y las decisiones, porque son causadas por factores externos, no deben ser tomadas como antecedentes de consecuencias normativas. Argumenté en otro lugar (véase Ética y derechos humanos. Paidós, Buenos Aires, 1984, capítulo 6) que este juicio normativo es inválidamente deducido de la hipótesis descriptiva del determinismo. 4 Véase Ética y derechos /Jumanos. 5 Véase Ronald Dworkin: "The original position", en N. Daniel (comp.): Reading Rawls. Oxford, 1975.

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Rawls recurrió al consentimiento hipotético en su fundamentación de los dos principios sobre la justicia; mi interpretación preferida es que el consentimiento no es el fundamento último de estos principios sino el hecho que nuestro razonamiento moral incluye una regla de validación según la cual los principios correctos son aquellos que serían aceptados bajo condiciones ideales).6 Si pasamos al consentimiento efectivo, sabemos que han habido varios intentos para identificar algunos hechos como si implicaran un consentimiento implícito a la sanción y aplicación de leyes estatales. La propuesta más plausible es aquella que toma como relevantes los actos de participación en el proceso político, principalmente a través del voto. Se ha dicho que el voto implica un consentimiento en blanco al resultado del procedimiento, sea éste relativo a la elección de algunas personas para ciertos cargos o la sanción directa o indirecta de ciertas normas, con independencia de que éstas coincidan o no con la dirección del voto. Por supuesto, esto requiere que el voto sea voluntario, ya que un acto solamente puede expresar el consentimiento de alguna consecuencia normativa necesaria si es voluntario, tanto en sentido fáctico como normativo. Si esto fuese verdadero, tendríamos una conexión directa entre la justificación y la aplicación de las leyes penales, así como otras leyes, y democracia, en razón de que ésta es la única forma de gobierno que provee actos de participación que pueden ser tomados como expresión de consentimiento a la promulgación y aplicación de leyes. Pero esta forma de justificar la actividad legislativa, judicial y ejecutiva no basta: una condición elemental del consentimiento para justificar la asunción de obligaciones y responsabilidades, es que la gente que consiente no será sujeto de obligaciones y responsabilidades si no hubiere prestado su consentimiento (si yo tengo que pagar un impuesto de todas maneras, no puede decirse que lo he consentido al llenar voluntariamente el formulario pertinente). Y, por supuesto, la gente que no vota no puede ser liberada de cumplir con las leyes que resultan del proceso político. En todo caso, vale la pena advertir que si esta justificación de las leyes penales fuera sensata, no mostraría una conexión especial entre la democracia y un cierto contenido liberal de las leyes penales, excepto por la exclusión de leyes penales que pudieran afectar el proceso político y hacer espurio el consentimiento expresado en el voto (este es el caso de leyes penales que persigan y discriminen en contra de algunas opiniones políticas). La gente puede consentir leyes con cualquier contenido. En otro lugar 7 he intentado introducir el consentimiento en la justificación de la aplicación de leyes penales de una forma bastante diferente: no me baso en ningún acto relativo a la promulgación de leyes penales, sino en el acto del ofensor 6

Véase A Theory of justice. Oxford, 1971. Véase Carlos S. Nino: "A c-onsensual theory of punishment", en Philosophy and Public Affairs, vol. 12, 1983. 7

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que determina la imposición de una pena sobre él prescripta por una ley previamente establecida. Argumenté que ese acto, cuando ciertos requisitos de un sistema liberal de Derecho Penal están satisfechos, satisface todas las condiciones que normalmente son requeridas, por ejemplo, en el campo de contratos, respecto de un hecho que expresa el consentimiento para la imposición efectiva de una obligación o responsabilidad, que sea una consecuencia normativa de éste. Si un acto es voluntario, si su omisión no conlleva una penalidad u otras privaciones que no pueden ser justificadas independientemente, y si es realizado con el conocimiento de que su ejecución conllevarará cierta pérdida de inmunidad, o la asunción de una obligación o responsabilidad, dicha pérdida o asunción es consentida y normalmente justifica la aplicación de la responsabilidad u obligación (es importante advertir que lo que el individuo consiente es la consecuencia normativa de asumir una obligación o responsabilidad, que él prevé como cierta, y que ese consentimiento justifica la efectivización de la consecuencia normativa de una forma que tal vez el individuo no haya previsto). Por supuesto, esta manera de justificar la aplicación de leyes penales sobre la base del consentimiento implica alguna limitación del alcance y contenido de estas leyes penales que satisfagan aspiraciones liberales: el Derecho Penal no debería ser retroactivo y debería definir con suficiente precisión el delito y la pena; no debería ser aplicado a quienes lo han cometido bajo error de hecho o incluso de derecho (en efecto, el error de derecho es el principal y el error de hecho sólo sirve para excusar a la persona que lo sufre porque no sabe que su acto es legalmente punible); cualquier circunstancia que afecte la voluntariedad del acto criminal excluye su capacidad para expresar consentimiento y debe ser excusada, etcétera. Entonces, parece que hemos obtenido la mayoría de las limitaciones envueltas en un sistema liberal de Derecho Penal una vez que confiamos en los requisitos del consentimiento que nada tienen que ver con la democracia, dado que no opera en relación con la sanción de leyes penales, sino con respecto a su aplicación. ¿Pero es el origen y el contenido de las leyes penales irrelevante para la justificación de su aplicación? Al menos en relación con el contenido de las leyes penales, la respuesta es obviamente negativa; el contenido de estas leyes no es indiferente para la justificación de la imposición de pena prescripta sobre la base del consentimiento. Si existieran leyes penales, por ejemplo, que prescribieran severas penas por cuestiones tales como expresar opiniones políticas, la imposición de dichas penas en casos particulares no estaría justificada sobre la base del consentimiento del ofensor. Para que este consentimiento tenga fuerza justificatoria, la ley que conecta el acto que lo expresa con la sujeción a un castigo debe ser justa: los actos que tienda a prevenir deben ser incorrectos y deben ser actos que la gente no tenga derecho a realizar; la pena prescripta no debe ser 17

degradante y debe involucrar males que sean menos nefastos que los actos que la ley intenta prevenir, etcétera. Pero, se podría preguntar, si la ley en cuestión es justa porque satisface las condiciones mencionadas anteriormente, ¿por qué sería necesario recurrir al consentimiento del ofensor a fin de justificar su aplicación? La respuesta a esta cuestión es que las condiciones antes mencionadas son necesarias, pero no suficientes, para la justificación moral de la aplicación coercitiva de la ley: la persona a quien la pena es aplicada puede decir: "es cierto que hice algo incorrecto y que mi castigo puede ayudar a que otras personas, diferentes a mi víctima, estén exentas en el futuro de sufrir un daño similar, pero ¿por qué debería yo ser sacrificado por el beneficio de otros? Me escarian usando como un mero instrumento". Esta queja recurre a otra idea fundamental implícita en nuestro razonamiento moral en el sentido de que las personas son unidades morales separadas y, por lo tanto, se requiere una justificación especial para compensar el daño infligido a una persona con el beneficio obtenido por otra. La respuesta común de que un hombre que comete un mal merece ser castigado (la posición retribucionista) no es lo suficiente precisa, dado que para muchos resulta contraintuitivo, sin mayores explicaciones, que haya algo bueno en sí cuando un mal es seguido por otro mal. Además, dado que la incorrección moral que hace que alguien merezca algún mal, no sólo debería ser objetiva sino que también debería estar acompañada por los pertinentes malos motivos e intenciones, corremos el riesgo de endosar una visión no-liberal del derecho conforme con la cual la evaluación de los motivos e intenciones de la gente y, en última instancia, de su carácter moral, es relevante para la aplicación de dicha ley (más sobre este punto se explicará después). Ésta es la razón por la cual necesitamos recurrir al consentimiento: el hecho de que alguien consienta sufrir una carga o sacrificio descalifica el argumento de que está siendo utilizado como medio por el bien de otros, sin comprometernos con evaluaciones de su carácter o inclinaciones morales. Por lo tanto, la justificación del castigo requiere, a la vez, que la ley que lo prescribe sea justa y que el ofensor consienta la responsabilidad que implica, realizando voluntariamente un acto que, él conoce, es un antecedente suficiente de esa responsabilidad. ¿Y qué podemos decir acerca del origen la ley? Si el derecho es justo en su contenido, ¿por qué debería importarnos su origen? Cualquiera que sea su origen (una promulgación dictatorial, una controvertida tradición o el resultado de alguna computadora) deberíamos moralmente hacer lo que prescriba la ley. Esto es así porque, en dicho caso, el derecho es superfluo para el hombre que quiere hacer lo que es justo en cualquier caso y conoce los principios correctos de justicia. El Derecho provee sólo razones relevantes para las acciones de las personas que no quieren actuar justamente o que tiene ideas equivocadas sobre lo que la justicia requiere. Con respecto a esas personas debemos repetir la pregunta, "¿estamos moralmente autorizados a aplicar estas leyes contra ellos, en tanto ha18

yan consentido la sujeción al castigo?" Sabemos que el consentimiento únicamente puede actuar con respecto a la aplicación pero no en relación a la promulgación de la ley, entonces, no podemos argumentar que la persona que piensa que la ley es injusta consintió, sin embargo, su promulgación. Pero, ¿por qué debería importar lo que la persona piense en tanto que la ley sea realmente justa? Bien, las cosas no son tan fáciles: si la persona honestamente piensa que la ley que establece la pena es aborrecible, ¿entonces no debería poder permitírsele una exención de pena como reconocimiento de alguna clase de derecho a la objeción de conciencia o desobediencia civil? Estamos de acuerdo en que el ofensor debe conocer que su conducta voluntaria involucra una pena que es prescripta por una ley que es justa, pero lo que no es tan claro es si este último hecho debe ser abarcado, o no, por el conocimiento del agente. La pregunta inversa es si el mero hecho de que una ley penal sea injusta, incluso de forma leve, resulta suficiente para autorizar su violación. Estas preguntas tendrían respuestas fáciles si la justicia o injusticia de las leyes penales fuera cierta y clara: en dicho caso, diría que el hombre que cree equivocadamente que la ley es injusta no debería quedar exento de castigo cuando ha causado un daño que supera el bien que implicaría el ejercicio de su autonomía moral, porque dicho daño consiste en restringir la autonomía moral de otra persona. Agregaría que si la ley es injusta, incluso de forma leve, existe una autorización moral a quebrantarla, desde que, como observamos, el castigo por su violación no está justificado, dado que inflige un daño que no sirve para prevenir otros daños. No obstante, el hecho es que la gente tiene serias dudas sobre si una ley es justa o injusta. No estoy trayendo un escepticismo moral a la discusión: si esa posición fuera verdadera, todo este ejercicio de justificación que estoy ensayando sería totalmente fútil (no soy tan vanidoso como para intentar distraerlos todo este tiempo con un informe psicológico de mis gustos o preferencias particulares). Estoy asumiendo que algunos principios de justicia son objetivamente correctos y que tenemos algunos medios de conocerlos; pero soy consciente del hecho de que vivimos en un mundo de considerable incertidumbre moral y debemos ajustar nuestras acciones a este hecho. No podemos simplemente decir "cada vez que creas equivocadamente que la ley que violaste es injusta serás penado de todas maneras, y cada vez que tu creencia sea correcta podrás proceder libremente", y sentarnos a esperar con calma que las cosas ocurran sin problemas: el resultado será caótico o, más bien habrá un orden impuesto por quienes tengan el poder de dictar juicios sobre lo correcto y lo incorrecto. Debemos traer a escena algunos criterios epistemológicos para que nuestras ac.:cioneso reacciones con respecto a las leyes no estén de modo directo atadas a lo que es moralmente correcto e incorrecto sino a lo que es razonable creer que es moralmente correcto o incorrecto. Mi relato favorito sonaría de esta forma: la validez de los principios de justicia no está dada en un vacío, sino que es establecida por ciertos criterios implícitos en la práctica social de la discusión moral, que,

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como dije, es una práctica dirigida a superar los conflictos mediante la aceptación voluntaria de los mismos principios como última guía para las acciones y actitudes. Entre los criterios que definen la validez de los principios morales, quizás el principal sea el que parece establecer que un principio es válido si es aceptado por todos, cualesquiera que sean sus intereses o idiosincrasias, bajo condiciones idea les de imparcialidad, racionalidad y conocimiento de los hechos relevantes. Empero, la práctica social de la discusión moral no sólo presupone criterios para la validez de principios morales; su ejercicio actual y su conclusión a través de la realización del consenso es además una forma privilegiada de acceder al conocimiento de estos principios morales. Esto es así porque el hecho de que la gente, cuyos intereses están involucrados en un conflicto y que conoce mejor que nadie esos intereses, participe en la discusión, e intente justificar dichos intereses sobre la base de principios universales, generales y finales, alcanzando una conclusión aceptada por todos, maximiza la probabilidad de que los principios que resultan objeto del consenso son los que serían aceptados por un árbitro imparcial, esto es, alguien que tomara en cuenta, con su adecuado peso, los intereses de todas las personas involucradas. • El procedimiento por el cual todos expresan sus intereses e intentan justificarlos, o no, desde un punto de vista imparcial, tiene, cuando se obtiene un resultado unánime, más chances de alcanzar una solución imparcial y, por tanto, correcta que el resto de las alternativas; en particular, de una reflexión aislada que intente imaginar los intereses de todas las personas involucradas. Además, una discusión moral libre y abierta también ayuda a lograr la solución correcta al maximizar el conocimiento de hechos relevantes y la detección de errores en el razonamiento individual a través de un proceso de mutua corrección. Si admitimos que la discusión moral tiene un valor epistemológico en la búsqueda de verdad moral, aunque no sea en modo alguno infalible, podemos intentar transferir parte de dicho valor al proceso democrático de toma de decisiones. Esta transferencia puede estar fundada en el hecho de que el procedimiento de decisión, conforme con la opinión mayoritaria luego de una discusión libre y abierta, puede ser visto como un sustituto institucionalizado y reglamentado de la práctica -abierta, sin final prefijado y que busca el consenso- de la discusión moral. Esta práctica es eficaz en muchos episodios de la vida pública y privada para superar conflictos; sin embargo, a veces, la eficacia es perjudicada por la circunstancia de que debe tomarse una decisión en un momento determinado, a menos que haya una decisión implícita en favor del status quo y que no se haya alcanzado un consenso unánime hasta ese momento. En esas situaciones, debe fijarse un momento para finalizar la discusión y tomar la decisión, y debe adoptarse un criterio aproximativo al de la unanimidad. Éste es la decisión por simple mayoría, ya que es el que más se acerca a la unanimidad, una vez que tomamos en cuenta que el requisito de mayorías calificadas otorga poder de veto a las minorías. Requerir mayoría 20

simple es la mejor forma de promover la formación de la mayoría más extendida que resulta posible alrededor de la decisión. El hecho de que una mayoría sustancial de personas apoye la conclusión arribada luego de un debate, provee alguna probabilidad de que el resultado alcanzado sea imparcial; ya que se presume que cuantas más personas lleguen a la conclusión de que cierta solución es avalada por una consideración imparcial de todos los intereses involucrados, es más probable que tal sea efectivamente el caso. Aunque no pueda exponer en este lugar la argumentación completa a favor de esta posición -y tal vez no haya alcanzado aún una clara articulación de estos argumentos-, podría ayudar si los conectáramos con el famoso teorema de Condorcet 8 a efectos de sostener que cuanta más gente, que satisfaga ciertas condiciones (incluida la crucial de tener, individualmente, la tendencia a alcanzar conclusiones más correctas que incorrectas) apoye un juicio, es más probable que dicho juicio sea el correcto. En todo caso, la probabilidad de que la decisión mayoritaria coincida completamente con el ideal imparcial es menor que aquella en la cual el consenso unánime es alcanzado en una discusión sin abierta y final prefijado; por consiguiente, el valor epistemológico del proceso democrático de decisiones es menor del propuesto por la práctica original, ilimitada, de la discusión moral. Aun así, dicho valor no es insignificante, en especial si es comparado con otros métodos de decisión, como los dictatoriales, los cuales se encuentran negativamente afectados por su falta de exposición sistemática a los intereses en juego, expresados por sus titulares, que son sus mejores jueces (por ello, la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina declaró en varias sentencias posteriores a 1983 que las leyes promulgadas por el régimen militar no eran válidas ab initio, a menos que fueran ratificadas, o no fueran rechazadas expresa o tácitamente por los órganos constitucionales).9 Si tenemos razones para creer que las soluciones del proceso democrático son correctas, tenemos razones para actuar conforme con ellas. En otras palabras, el origen democrático de ciertas reglas como las leyes penales fundamenta una presunción revocable de que su contenido es justo. Esto significa que no estamos en principio autorizados para actuar sobre la base de un juicio individual de justicia que vaya en contra de la decisión alcanzada por la regla de la mayoría. La principal excepción a lo señalado existe cuando las condiciones básicas que permiten al proceso democrático tener valor epistémico están ausentes: por ejemplo, cuando algunos grupos son impedidos de expresar sus opiniones a través de persecuciones o cuestiones similares. Por lo tanto, el origen democrático del Derecho Penal es relevante para la justificación de la pena desde que fundamenta una presunción de que los actos que 8

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Véase Essaisur l'applicationde /'analyse la probabilité des décisions rendues la pluralitédes 11oix.París, 1785 .. 9 Véase "Aramayo". C.S.J.N. 12/02/1984, La Ley, 1984-B-1983.

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tiende a prevenir son equivocados y que la pena implica daños sociales menores que los implícitos en dichos actos; esto sirve para completar la justificación de la imposición de castigo basada en el consentimiento de los ofensores. Pero la democracia no es sólo un componente necesario de la justificación de la sanción y aplicación de leyes penales, sino que también limita el alcance del posible contenido de dichas leyes penales. Y esto se logra no sólo por la vía obvia de excluir la punibilidad de actos que son necesarios para un desenvolvimiento correcto del procedimiento democrático, como vimos anteriormente, sino de una manera más sutil y profunda. El valor epistémico de la libre discusión moral y su sustituto, el debate público que lleva a una decisión mayoritaria, no se extiende con la misma fuerza sobre todas las ramas de la moralidad. En particular, es bastante tenue en relación con la dimensión de moralidad que está constituida por los ideales de excelencia humana o los estándares autorreferentes que evalúan las acciones no por sus efectos sobre los intereses de otras personas, sino sobre el carácter de su agente. Thomas NagePº sostiene correctamente que los ideales sobre valores personales no están sujetos a justificación pública y, por lo tanto, no pueden ser impuestos a otros por medios coercitivos. Sin embargo, no da una explicación general sobre por qué ello es así. Mi propia explicación de por qué la discusión moral, tanto en su forma original como en la modalidad regulada, constituida por el proceso democrático de toma de decisiones, tiene un escaso valor epistémico en relación a ideales personales es que, con respecto a ellos, no es relevante el requisito de imparcialidad, que es el único cuya satisfacción es mayormente maximizada a través de la discusión moral. Cualesquiera que sean los criterios de validación de modelos de virtudes humanas, no tienen directa relación con la consideración equitativa de los intereses de diferentes personas dado que no son estándares intersubjetivos. Por lo tanto, a pesar de que la discusión sobre ellos sea siempre útil, ya que podría ayudar a superar defectos de conocimiento o racionalidad, no incrementa significativamente las oportunidades de alcanzar los estándares correctos, en comparación con la reflexión individual. Además, la discusión de estos ideales puede estar dirigida a conseguir un razonamiento más claro que lleve a la aceptación de algunos de ellos, pero no está dirigida al logro del consenso, ya que la aceptación de diferentes ideales por diferentes personas no necesariamente produce conflictos. Esto se conecta con otro punto importante: el hecho de que la discusión moral y la democracia no incrementen significativamente el conocimiento de los ideales personales encaja muy bien con la circunstancia de que dicha práctica de la discusión moral parezca presuponer un principio del cual deriva la libertad de coerción • 0 Thomas Nagcl: "Moral conflict and political legitimacy", en Phi/osophy and Public Affairs, vol. 16, nº 3, 1987.

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en la elección de estos ideales. La discusión moral, corno dije, está dirigida a la libre aceptación de estándares para guiar nuestras acciones y actitudes; ésta es la autonomía moral en sentido kantiano y su valor parece, de esta manera, estar implícito en la práctica misma del discurso moral. Pero cómo este valor sea materializado difiere de modo significativo en el caso de criterios intersubjetivos y en los ideales personales: en el primer caso, el valor mismo de autonomía moral puede, paradójicamente, justificar la imposición forzada de algunos estándares morales, dado que su violación podría privar a otros de su propia autonomía moral. La situación es bastante diferente en el caso de los ideales personales, ya que en este caso, dado el hecho de que no se refieren a acciones que afectan la autonomía de otras personas, su imposición coercitiva disminuiría la autonomía del agente sin incrementar la de otras personas. Lo que resulta peor, su imposición forzada es generalmente autofrustrante ya que la satisfacción de ideales personales requiere en general una adhesión espontánea a ellos. Sobre la base de estas consideraciones podemos derivar el principio de autonomía personal como implícito en la práctica del discurso moral: la libre elección y materialización de ideales de excelencia personal no debe ser interferida o restringida coercitivamente. Este punto es extremadamente relevante ya que, si el argumento previo resulta fundado, mostraría que democracia y liberalismo, que a menudo son vistos como si estuvieran en una incómoda tensión, convergen en la misma posición respecto de la autonomía personal: mientras la justificación de democracia mostraría que la razón para observar las visiones de la mayoría sobre cuestiones de moral intersubjetiva no se extiende a los ideales personales, el principio liberal implícito en la práctica de la discusión moral que está incorporado en la democracia, recomienda no interferir con decisiones individuales relativas a esos ideales. El impacto que esta convergencia tiene sobre el alcance del Derecho Penal es profundo: un castigo no está justificado cuando esté orientado a prevenir la autodegradación de las personas antes que daños a terceros. La relevancia de esto es crucial para cuestionar la legitimidad de las leyes que estipulan la punibilidad de actos como la tenencia de estupefacientes para consumo personal, relaciones homosexuales entre adultos que consienten y otras prácticas sexuales heterodoxas, pornografía, actos que ofenden ideales patrióticos, etc. Incluso más, sostengo, 11 contrariamente a lo que está implícito en el retribucionismo, que los motivos e intenciones de las personas que son relevantes sólo porque manifiestan un carácter perverso del agente no pueden ser tomados en cuenta, dentro de un sistema democrático y liberal de Derecho Penal, como condición del castigo o como una circunstancia agravante. Esto crea, por supuesto, una serie de problemas para justificar nuestras reacciones intuitivas sobre la tentativa, los delitos culposos, las 11

Véase Carlos S.Nino: Los limites de la responsabilidad penal. Astrea, Buenos Aires, 1980.

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justificaciones objetivas de las acciones, etc., problemas que sólo pueden ser resueltos dentro del marco liberal recurriendo a complejas maniobras.12 En síntesis, el origen democrático de las leyes penales afecta profundamente la justificación moral de estas leyes: provee una presunción de que su contenido es justo, lo cual es condición que se combina con ~tra, como el consentimiento, para la legitimación de su aplicación coercitiva a través de la imposición de castigo y, dada la limitación de esta presunción a las cuestiones de moral intersubjetiva, genera, en combinación con los supuestos liberales, un fuerte escudo contra intrusiones penales sobre la autonomía personal.

LA DERIVACIÓN DE LOS PRINCIPIOS DE RESPONSABILIDAD PENAL DE LOS FUNDAMENTOS DE LOS DERECHOS HUMANOS* El propósito de este ensayo es tratar de mostrar cómo los principios básicos para asignar responsabilidad penal que defendí en Los límites de la responsabilidad penal' derivan de los principios que, según sugerí en Ética y derechos humanos, 2 generan derechos humanos fundamentales. Si la derivación alegada resulta plausible, la eventual aceptabilidad del primer conjunto de principios servirá de apoyo a la aceptabilidad del segundo conjunto, y a la inversa. Tal vez sea innecesario decir que parece a primera vista razonable que haya una relación de derivación entre los principios fundamentales de moralidad social que evalúan la estructura básica de una sociedad, y los principios morales que regulan el empleo estatal de la pena. Si se acepta que los individuos tienen ciertos derechos fundamentales que los demás tienen el deber de reconocer, el establecimiento y funcionamiento de una organización estatal (que se distingue, entre otras cosas, por el ejercicio de un cuasi monopolio de la coacción con varios fines, que incluyen el punitivo), deberá ser, al menos, compatible con tales derechos, que son los que proveen una justificación de la existencia del Estado y de su actividad punitiva.

I. - Conviene que repasemos primero los principios que definen una concepción liberal de la sociedad, cuyo centro es el reconocimiento de derechos individuales básicos, y que, según traté de demostrar, 1 pueden ser defendidos sobre la base de su conexión con rasgos estructurales y presupuestos de la discusión moral (concebida como una práctica social destinada a obtener convergencia en acciones y actitudes en virtud de un consenso reflexivo sobre la validez de ciertos juicios normativos}. 1. - Uno de esos principios es el de autonomía de la persona. Éste establece que la libre elección y materialización de ideales de excelencia personal o de concep-

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fdem.

• [N. del E.J Originalmente publicado en Doctrina Penal, nº 12, pág. 29, Buenos Aires, Argentina, 1989. 1 Asrrea, Buenos Aires, 1980. 2 Paidós, Buenos Aires, 1984. 3 En Ética y derechos humanos, op. cit., caps. 4, 5 y 6.

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ciones de lo bueno es intrínsecamente valiosa y, por lo tanto, debe ser promovida y no interferida por otros individuos. Este principio está conectado con el hecho de que la discusión moral está orientada hacía la libre elección de principios para guiar nuestras acciones y actitudes. Esto constituye el rasgo de autonomía de la moral, subrayado por Kant, que supone que la aceptación genuina de un principio moral debe estar libre de toda presión originada en la coerción, la autoridad o aun en los propios deseos. Sí el discurso moral está dirigido a lograr una aceptación libre, consciente y reflexiva de principios de conducta, la participación genuina y honesta en tal práctica supone adherir una norma básica: la que establece el valor de la autonomía moral, o sea, la libre aceptación de principios que justifican acciones y actitudes. Sin embargo, hay dos clases diferentes de pautas de conducta: las pertenecientes a la moral pública, intersubjetiva, o social, que valora las acciones por sus efectos en otra gente, y las que forman parte de la dimensión personal o privada de la moral, que valora las acciones por sus efectos en el propio agente, o sea, los ideales de excelencia humana o las concepciones de una buena vida. Mientras que en el primer caso la discusión moral está dirigida a obtener consenso, es decir, la aceptación libre y reflexiva de los mismos principios de conducta, ya que esto es necesario para convergir en acciones y actitudes de modo de superar los conflictos y los obstáculos a la cooperación que derivan de preferencias y juicios encontrados, en el caso de los ideales de vida lo que se procura mediante la discusión moral no es tanto obtener consenso acerca de ello -ya que la aceptación de ciertos principios íntersubjetivos puede disminuir la probabilidad de que las divergencias en cuanto a ellos generen conflictos-, sino maximizar el carácter libre y reflexivo, sea o no compartido, de la elección de tales ideales. El mismo valor de autonomía moral tiene consecuencias muy diferentes en relación con una y otra dimensión de la moral. En el caso de los principios de la moral social o intersubjetiva, si bien la norma básica de la discusión moral implica que es prima facie valiosa la aceptación libre de estándares que juzguen a las acciones por sus efectos en otra gente, tal norma, paradójicamente, también provee una razón para imponer, aun coactivamente, una serie de tales estándares que derivan de esa misma norma. En efecto, si es intrínsecamente valiosa la autonomía en la elección de principios morales, ello implica la prohibición de actos que afectan esa autonomía, como los actos de matar, herir, estafar, etc., y si bien la imposición coactiva de los estándares que prohíben tales actos afecta la autonomía moral de quienes sufren tal imposición, ella puede proteger la autonomía moral de quienes serían las víctimas de tales actos. La norma del discurso moral que estamos considerando, si la tomamos aisladamente, concibe a la autonomía moral como un valor agregativo. Así, el balance entre la autonomía que se pierde y la que se gana imponiendo ciertas pautas in26

tersubjetívas de conducta, deberá hacerse en forma cuantitativa: esa imposición estará justificada sí ella redunda en que más gente goce de más autonomía que la autonomía de que gozarían ciertos individuos si no se les impusiera coercítivamente los estándares intersubjetivos en cuestión. Pero las consecuencias de la norma del discurso moral que establece el valor de la autonomía son enteramente distintas cuando se trata de estándares de la moral personal o privada, esto es, los que juzgan a los actos por sus consecuencias en el propio agente. Salvo en los casos de compulsión, error, la controvertida debilidad de voluntad o en algunas situaciones que crean problemas de coordinación, la elección y materialización por parte de un individuo de un plan de vida, que refleja una cierta concepción de lo que es bueno en la vida, no puede objetarse bajo el pretexto de que afecta su propia autonomía; y si en esa elección y materialización el individuo respeta los estándares intersubjetivos a que se hizo alusión antes, tampoco afecta la autonomía de los demás. Por tanto, imponer coactivamente o por algún otro medio de presión un ideal de vida o de excelencia personal implica una pérdida neta en la autonomía de esos u otros individuos, sin que esa pérdida se vea compensada por un aumento en la autonomía de esos u otros individuos (excepto tal vez en los casos de excepción mencionados más arriba). Este argumento se ve reforzado si tenemos en cuenta que la pérdida de autonomía involucrada en la imposición de ideales de vida no sólo no se ve compensada por una ganancia en autonomía, sino tampoco por el posible valor que se inferiría de la satisfacción de algunos de tales ideales que se considerarían válidos. A diferencia de las pautas morales intersubjetivas, la mayoría de los ideales personales (como el del buen patriota, el del buen padre de familia) no pueden ser satisfechos por un mero comportamiento externo (como el de ponerse de pie al oír el himno), sino que requieren una actitud de convicción que implica una adhesión espontánea y libre al propio ideal. De este modo, la imposición de tales ideales es autofrustrante, pues impide que ellos se vean libremente realizados. Estas consideraciones indican que de la norma básica del discurso moral que asigna valor a la autonomía moral, o sea, a la libre elección de cualquier principio justificatorio de acciones y actitudes se deriva el principio de autonomía personal, al cual aludimos al comienzo, o sea, el principio que valora la libre elección y materialización de ideales de vida y que, dado que este valor no se autorrestringe en este caso, prohíbe la interferencia con cal libre elección y materialización. Este principio de autonomía de la persona se opone al componente de una concepción totalitaria de la sociedad. que está constituido por el perfeccionismo, o sea, por la posición que sostiene que es misión del Estado, de la sociedad en conjunto o de los individuos que conocen los verdaderos ideales de vida, imponerlos a los demás, aunque ello involucre un desmedro neto de su autonomía. El perfeccionismo debe distinguirse del patemalismo, que es compatible con el principio de 2.7

(~)

autonomía, el que se expresa en las acciones y medidas destinadas a impedir, aun coercitivamente, que los individuos (por error, compulsión, debilidad de voluntad o deficiente coordinación con otros) perjudiquen su propia autonomía. Del principio de autonomía de la persona se infiere el contenido de los derechos individuales, ya que ese contenido está constituido por aquellos bienes (normativos o físicos, naturales o sociales) que son necesarios para elegir y materializar ideales de vida, tales como la vida biológica y consciente, la capacidad de movimiento, la libertad de pensamiento y expresión, el acceso a recursos materiales, etcétera. Sin embargo, si sólo contáramos con este principio de autonomía de la persona, los derechos no aparecerían en nuestro escenario moral, ya que la autonomía, así concebida como valor agregativo, es un estado de cosas valioso para la sociedad en su conjunto, y como tal puede ser objeto de objetivos colectivos, pero no es algo que un individuo pueda reclamar frente a los demás. Como dice Dworkin, 4 los derechos son distributivos e individualizados y están destinados a proveer "cartas de triunfo" en protección de ciertos intereses, frente a argumentos basados en el bien de otros individuos o de la sociedad en conjunto. 2. -Así como le asignamos contenido a los derechos humanos cuando reconocemos el principio de autonomía de la persona, les atribuimos su función específica, de la cual habla Dworkin, cuando incorporamos a nuestra concepción moral un principio que refleja el imperativo kantiano de que nadie debe ser usado sólo como un medio en lugar de ser tratado como un fin en sí mismo. 5 Un principio que absorbe la intuición fundamental subyacente a este imperativo es el que he llamado "principio de inviolabilidad de la persona", que en su primera formulación establece que ningún individuo puede ser sacrificado (o, si definimos "sacrificio" en función del principio anterior, la autonomía de ningún individuo puede ser disminuida) por la sola razón de que ello redunda en algún beneficio para otros individuos o para alguna entidad supraindividual, como la sociedad en conjunto, la nación, o una clase social. Este principio excluye la justificabilidad moral básica de cursos de acción que implican compensaciones interpersonales, proscribiendo la posibilidad de legitimar el daño que se le causa a un individuo sobre la base del beneficio mayor que otro obtiene. Como muchos críticos al liberalismo han observado, 6 un principio como éste se apoya en varios presupuestos que podrían ser cuestionados: uno de esos presupuestos es que los únicos entes capaces de autonomía son los individuos y no, en forma irreductible a ellos, colectividades tales como la nación o una clase social. Otro presupuesto es que los individuos son independientes y separados y que este hecho fundamental debe incorporarse a la reconstrucción de la exigencia

de imparcialidad de la justificación moral, de modo que no será lo mismo si las unidades de beneficio o sacrificio se concentran en uno de ellos o se reparten entre varios; esto es lo que hace que la distribución sea una cuestión moral básica y no, como en el caso del utilitarismo, un mero problema instrumental en relación con la maximización de algún otro valor. Creo que la única forma de defender estos presupuestos frente al embate del antiliberalismo es mostrar que ellos subyacen a rasgos fundamentales del discurso moral: por ejemplo, si las decisiones de los individuos son, como luego sugeriré, una materia prima básica del discurso moral, ello parece implicar cierta idea de separabilidad, puesto que cuando tomamos en cuenta la decisión de alguien le asignamos cierto alcance sobre la base de la identidad separada de quien la adopta (de otro modo, ¿quién decidirá por quién?). Así como el principio de autonomía de la persona se opone al perfeccionismo, el de inviolabilidad de la persona es contrario a otro rasgo de una concepción totalitaria de la sociedad que está constituido por el holismo: ésta es la idea de que todos los valores sociales son agregativos y que se materializan en un conjunto de individuos con independencia de su distribución entre los miembros del conjunto; el colectivismo es una modalidad del holismo que fundamenta la irrelevancia de la distribución entre individuos, postulando alguna entidad supraindividual como verdadera titular de los intereses o de la autonomía que es necesario satisfacer. Sin embargo, el principio de inviolabilidad de la persona es compatible con concepciones de moralidad social radicalmente divergentes según se admita que él resulta infligido sólo por actos positivos, como el de matar, herir o estafar o también por la omisión de proporcionar a la gente los medios necesarios para ejercer su autonomía. La primera postura, que reconoce como contrapartida de los dere'chos humanos, fundamentalmente, sólo deberes de no interferencia, es la del liberalismo clásico o conservador; la segunda posición que agrega a los anteriores, deberes positivos de ayuda solidaria, es constitutiva del liberalismo igualitario. El problema es que si bien no parece haber razón para discriminar entre acciones y omisión en la violación de derechos humanos, el reconocimiento de que éstos pueden verse frustrados también por la pasividad de los demás, multiplica las situaciones en las que cualquier cosa que hagamos o dejemos de hacer puede infringir el principio de inviolabilidad de la persona, ya que va en desmedro de la autonomía de algunos y en favor de la de otros. El intento de limitar las omisiones violatorias de derechos sobre la base de su vinculación causal con el resultado ofensivo no es eficaz, ya que la adscripción de efectos causales a las omisiones supone juicios normativos sobre el deber de actuar que es necesario justificar. 7 Frente a este problema las alternativas que se abren parecen ser dos: o bien declarar que el principio de inviolabilidad de la persona es ilusorio, ya que en casi

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En Taking Rights Seriously. Harvard Universicy Press, Cambridge, Mass., 1977. s Véase l. Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres. 6 Véase, por ejemplo, Michael Sandel: Liberalism and the Limits o( Justice.

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l ...a

7

Véase Ética y derechos humanos, op. cit., cap. 7.

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todos los casos moralmente relevantes resulta infringido; con lo que habría de prescindir de él y quedarse sólo con el principio de autonomía (el cual, dado su carácter agregativo, lleva a una posición análoga al utilitarismo cuando es aceptado con carácter prioritario); o, si no, la preservación del principio de inviolabilidad parece requerir aferrarse a la distinción entre acción y omisión, y sostener, junto a autores como Nozick, 8 que sólo el comportamiento activo es fuente de violaciones de derechos. Ambas alternativas resultan insatisfactorias: la_primera porq_ue_persiste nuestra intuición de que el imperativo kantiano recoge una idea importante de que los hombres no pueden ser tratados como partes de un organismo, cuyo bienestar global es intrínsecamente bueno; la segunda alternativa está en conflicto con nuestra intuición de que no puede tener tal relevancia moral una distinción que en muchos casos se concreta en la diferencia entre mover y no mover un dedo. Sin embargo, parece haber una tercera alternativa, y ella consiste en reformular el principio de inviolabilidad de la persona, de modo de preservar la idea básica subyacente a él y rechazar la existencia de una distinción esencial entre acción y omisión. Se_g~nesta reformulació_!l,que da lugar al liberalismo igualitario,..!lQ es permisible menoscabar la autonomía de una _persona si ello la coloca en una situación de menor autonomía relativa que la de otra. Esta versión del principio de inviolabilidad no veda cualquier disminución de la autonomía de alguien, sino sólo aquélla que pone a la persona en cuestión en inferioridad de condiciones respecto de aquellos cuya autonomía se acrecienta (sólo en este caso la persona es usada únicamente como medio en beneficio de otros). De la combinación entre ese principio, así formulado, y el principio de autonomía surge el deber de incrementar la autonomía de los individuos en todos los casos en que esto no implique colocar a otros individuos en situación de menor autonomía relativa. No obstante que esta reformulación del principio de inviolabilidad preserva su aplicabilidad, de cualquier modo el problema mayor que debe enfrentar el liberalismo igualitario es el de cómo hacer compatible este deber, que se aplica a todos y que puede ser tremendamente exigente, con un mínimo satisfactorio de autonomía de la cual los individuos no pueden ser privados sin vaciar de contenido al primer principio. 3. - Pero estos dos principios no son aún suficientes para completar el cuadro de una concepción liberal de la sociedad. Si contáramos sólo con ellos, los derechos que los individuos gozan constituirían un conjunto estático que sus titulares no podrían alterar mediante renuncias o trasferencias y cuyo ejercicio debería estar cuidadosamente controlado para evitar que vaya en desmedro de la autonomía que le corresponde al agente. En otras palabras, si, por la combinación de los dos principios precedentes, el individuo gozara de ciertos bienes necesarios para elegir y materializar planes de vida, no podría ceder, intercambiar o poner en peligro esos bienes por

sus propias decisiones o actos voluntarios: él mismo no podría alterar su autonomía si ello lo colocara en inferioridad de condiciones con respecto a otros. Esto hace necesario condicionar el principio de inviolabilidad de la-persona mediante otro principio que hace permisibles las limitaciones a la autonomía cuando son voluntarias o consentidas por el afectado. Éste es el principio -q-uehe denominado "de dignidad de la persona" y qu