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Hubo una vez un rey cuya mirada sobrecogía a quienes por primera vez se presentaban ante él; un rey que gobernó un gran imperio, extendido sobre “tierras firmes e islas” de los cuatro continentes conocidos, divididas por mares y océanos del mismo color azul grisáceo que sus ojos. Tan grandes eran sus posesiones que nunca pudo verlas todas en persona, pero sí leyó decenas de miles de cartas y de libros, donde los monumentos, los paisajes y los deseos y problemas de sus habitantes se materializaban ante su mirada día tras día. Sus ojos, al leer, no eran menos escrutadores que ante cualquiera de sus súbditos. Cuentan que santa Teresa de Jesús palideció en su audiencia ante el monarca, pero no fue la única. Los contemporáneos describen como los predicadores enmudecían, los suplicantes se tiraban al suelo y los hidalgos olvidaban (ante aquella mirada) el negocio que los había traído hasta el monarca.
José Luis Gonzalo Sánchez-Molero
profesor titular en las facultades de Ciencias de la Documentación y de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Estudió Geografía e Historia en esta misma universidad, especializándose en Historia Moderna. Se doctoró en 1997 con una tesis sobre el erasmismo y la educación de Felipe II. Ha obtenido el Premio de Bibliografía de la Biblioteca Nacional en 1997 y el premio Bartolomé José Gallardo de investigación bibliográfica en 2002. Sus líneas de investigación se han diversificado en varias áreas como la historia del Libro, la bibliofilia cortesana en España durante el siglo XVI, la Real Biblioteca de El Escorial, el erasmismo en España, la pedagogía en la Edad Moderna, las obras de Miguel de Cervantes y el libro antiguo en Oriente. Es autor de La «Librería rica» de Felipe II. Estudio histórico y catalogación (San Lorenzo de El Escorial: Ediciones Escurialenses, 1998), El aprendizaje cortesano de Felipe II (1527-1546) (Madrid: Sociedad Estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999), Regia Bibliotheca. El libro en la corte española de Carlos V (Mérida: Editora Regional de Extremadura, 2005), El César y los libros. Un viaje a través de las lecturas del emperador desde Gante a Yuste (Cuacos de Yuste: Fundación Academia Europea de Yuste, 2008), La Epístola a Mateo Vázquez: historia de una polémica literaria en torno a Cervantes (Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 2010), Leyendo en Edo. Breve guía sobre el libro antiguo japonés (Madrid: CSIC, 2013) y Felipe II. La educación de un “felicísimo príncipe” (Madrid: CSIC-Polifemo, 2013).
Felipe II: la mirada de un rey
José Luis Gonzalo Sánchez-Molero
JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO es
ISBN: 978-84-00-09851-3
ISBN: 978-84-96813-96-0
Felipe II: la mirada de un rey
Se han hecho muchos “retratos” biográficos de Felipe II, en los que su personalidad y su reinado han sido escrutados desde todas las perspectivas y ópticas posibles. ¿Qué puede, en consecuencia, aportar esta nueva biografía? La principal pretensión de su autor, un especialista en el monarca, ha sido siempre divulgativa, tratando de ofrecer al lector del siglo XXI una visión accesible y actual sobre la vida y el reinado de este soberano español. Para ello, se ha tratado de hacer compatible el rigor histórico con un planteamiento literario de la Historia, en el que la prosa narrativa no se ha puesto al servicio del dato documentado, ni del gran evento político o bélico, sino de la anécdota o del texto relevante. Para ello, el hilo conductor de los capítulos que componen esta obra ha sido siempre el propio biografiado, y esto en todas sus dimensiones, como, por ejemplo, la de la edad. El príncipe ha ocupado tanto espacio como el rey, pues, ¿cómo comprender a un personaje histórico que empezó a reinar con casi treinta años, sin atender antes con detalle al niño, al adolescente y al joven heredero previos? De igual manera, se ha buscado favorecer en la narración de su reinado una visión novedosa, en la que no son los hechos históricos, sino las vivencias íntimas, las que han ido dando estructura a la biografía. Este tratamiento literario, personal y divulgativo ha llevado asimismo a reducir la inclusión de notas a pie de página –la Historia no tiene por qué ser farragosa–, y a dedicar menos espacio a los grandes acontecimientos políticos y militares, como Lepanto, para buscar en otros sucesos de la época, tan misteriosos como inéditos, un “espejo” diferente en el que el lector pueda ver reflejadas cada una de las claves que se ocultaban tras la mirada de este monarca.
CSIC Ilustraciones de cubierta: La mirada de Felipe II en los retratos de Sofonisba Anguissola y Juan Pantoja de la Cruz.
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José Luis Gonzalo Sánchez-Molero
Felipe II: la mirada de un rey (1527-1598)
Madrid 2014
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© Consejo Superior de Investigaciones Científicas c/ Vitruvio, 8 28006 MADRID NIPO: 723-14-119-8 E-NIPO: 723-14-118-2 ISBN: 978-84-00-09851-3 E-ISBN: 978-84-00-09852-0
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Para mis hijos Daniel y Marina y para mis sobrinos Raúl, Álvaro y Jesús
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ÍNDICE
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PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13
I.
“¡... por la gracia de Dyos, príncipe de Spaña!” . . . . . . . . . . . . . . . . .
23
II.
En manos de mujeres (1527-1532) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
43
III.
El niño y el caballero (1532-1534) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
57
IV.
“Es una cera molla”: El aprendizaje de un perfecto príncipe . . . . . .
73
V.
La educación de un príncipe cristiano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
87
VI.
“Yo comencé a gobernar el año de 1543” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
101
VII.
“Soy zagalejo, soy pulidillo” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
115
VIII.
El sueño del Imperio: El “Felicísimo viaje” (1547-1551) . . . . . . .
137
IX.
El fin de los sueños: Las abdicaciones de Bruselas (1552-1555) . . . .
157
X.
“A donde de todos será mirado y juzgado” (1556-1559) . . . . . . . . . .
177
XI.
La consolidación de la nueva Monarquía (1559-1564) . . . . . . . . .
191
XII.
El inicio de la pesadilla: Flandes y don Carlos (1564-1568) . . . . .
215
XIII.
“Ad Dei laudem et gloriam” (1569-1572) . . . . . . . . . . . . . . . . . .
233
XIV.
El desempeño de la Corona (1573-1578) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
255
XV.
El triunfo del primer “rey Planeta” (1579-1583) . . . . . . . . . . . . . .
277
XVI.
“¡Albricias, Isabel, albricias!” (1584-1588) . . . . . . . . . . . . . . . . .
297
XVII.
“A las Descalzas fue medio dormido” (1589-1594) . . . . . . . . . . .
317
XVIII.
“Si el rey no acaba, el reino acaba” (1595-1598) . . . . . . . . . . . .
335
9
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PRÓLOGO
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Hubo una vez un rey cuya mirada sobrecogía a quienes por primera vez se presentaban ante él; un rey que gobernó un gran imperio, extendido sobre “tierras firmes e islas” de los cuatro continentes conocidos, divididas por mares y océanos del mismo color azul grisáceo que sus ojos. Tan grandes eran sus posesiones que nunca pudo verlas todas en persona, pero sí leyó decenas de miles de cartas y de libros, donde los monumentos, los paisajes y los deseos y problemas de sus habitantes se materializaban ante su mirada día tras día. Sus ojos, al leer, no eran menos escrutadores que ante cualquiera de sus súbditos. Cuentan que santa Teresa de Jesús palideció en su audiencia ante el monarca, pero no fue la única. Los contemporáneos describen como los predicadores enmudecían, los suplicantes se tiraban al suelo y los hidalgos olvidaban (ante aquella mirada) el negocio que los había traído hasta el monarca. Con un “Sosegaos”, y desviando la mirada hacia un lateral de la sala, respondía para tranquilizarles. Su semblante mayestático infundía temor, más que respeto. No en todos los retratos de Felipe II es posible hacerse una idea de este efecto. En el conocido lienzo de Sofonisba Anguissola, pintado hacia 1573, el rey, aunque vestido de negro y tocado con su característico sombrero, tiene un aspecto cercano a la benevolencia. Sin embargo, basta contemplar los retratos de su hermana Juana para hacerse una idea bastante aproximada de cómo podía llegar a ser la mirada de su hermano, que tanta turbación provocaba en sus interlocutores. Los retratistas del rey, o no se encontraron con esa actitud en Felipe II, o la disimularon, pero casi parece como si Juana (por otro lado nada severa en la intimidad), gustara en adoptar para sus retratos una imagen fría y casi despectiva, concentrada en el sesgo de sus ojos. Hagan la prueba. Tantos testimonios al respecto nos permiten suponer que la mirada de Felipe II era (en efecto) el reflejo más público y evidente de su personalidad o 15
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Felipe II: La mirada de un rey
como dijera el clásico “Oculi speculum animae sunt”. No parece por ello casual que en todos los retratos conservados del monarca (desde el que le pintara Tiziano en 1550 hasta el que realizara Pantoja de la Cruz en 1597) sus autores hagan siempre hincapié en la expresividad de sus ojos, severos y altivos en el primer lienzo, acuosos y melancólicos en el último. Pero en estos retratos descubrimos también un detalle sobre el que hasta ahora no se había llamado la atención. El rey español siempre mira al espectador desde el terso lienzo o dura tabla en que ha sido plasmado su rostro. No se trata del efecto de una determinada moda artística, sino del reflejo que su propia mirada también ejercía sobre sus pintores. Ellos, mejor que nadie, fueron conscientes de la singularidad de aquellos regios ojos. El contraste con las representaciones pictóricas de su padre, el emperador Carlos V, es muy acusado. Éste siempre aparece mirando hacia un horizonte indefinido, lo que da a sus retratos la apariencia de imágenes atemporales. Su hijo Felipe, sin embargo, “observa” a los espectadores de sus retratos con insistencia, unas veces con fiereza (Antonio Moro), otras con bondad (Sofonisba Anguissola), otras con tristeza (Juan Pantoja de la Cruz). Bien lo sabe quien escribe estas líneas, pues en su despacho como Secretario de la Facultad de Ciencias de la Documentación cuelga una copia del Felipe II, con la armadura de San Quintín, de Moro. Pues bien, aunque el cuadro está situado en un lateral de la habitación, el rey nunca deja de mirarme. Sospecho que era un efecto deseado por él mismo. Se dice que “se quitava la gorra” ante los retratos o efigies de sus antepasados, reyes de Castilla o de Aragón. Con sus propias representaciones pictóricas logró plasmar la misma idea de respeto y de “vida” más allá de la muerte. Se han hecho muchos “retratos biográficos” de Felipe II, en los que su personalidad y su reinado han sido “mirados” con no menos fijeza. La principal pretensión de esta biografía de Felipe II ha sido, sin embargo, siempre divulgativa, ofreciendo al lector de principios del siglo XXI una perspectiva accesible y actual de la vida y reinado de este monarca español. Para ello, se ha tratado de hacer compatible el rigor histórico con un planteamiento casi literario de la Historia, en el que la prosa narrativa no se ha puesto al servicio del dato documentado ni del gran evento político o bélico, sino de la anécdota o del texto relevante. En consecuencia, el hilo conductor de los capítulos que componen 16
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Prólogo
esta obra ha sido el propio biografiado, y esto en todas las dimensiones posibles, como, por ejemplo, la de la edad. El príncipe ha ocupado tanto espacio como el rey, pues, ¿cómo comprender que empezó a reinar con casi treinta años, sin atender al niño, al adolescente y al joven heredero previos? De igual manera, se ha buscado favorecer en la narración de su reinado una perspectiva cronológica novedosa, en la que no son los hechos históricos, sino las vivencias íntimas del monarca, las que dan estructura a la biografía. Este tratamiento literario, personal y divulgativo nos ha llevado a reducir la inclusión de notas a pie de página. Para el buen conocedor de la historia de España en la Edad Moderna, o del reinado del llamado rey Prudente, la procedencia de la mayor parte de las citas no es desconocida, y para el lector que se haya acercado a estas páginas con el único deseo de conocer o de entretenerse, le bastará con cerrar el volumen con la sensación de haber visto cumplidas sus expectativas. Ahora bien, si entre ellos hubiera quien deseara saber más, aquí van algunas explicaciones sobre la bibliografía y las fuentes documentales empleadas. Debemos iniciar este recorrido citando aquellas biografías anteriores de Felipe II que han modelado nuestra propia visión del monarca. En primer lugar, se hallan las dos publicadas por Geoffrey Parker: Felipe II (Madrid, 1984), en edición de bolsillo, y Felipe II. La biografía definitiva (Madrid, 2010), y a continuación las de Manuel Fernández Álvarez: Felipe II y su tiempo (Madrid, 1998), Henry Kamen: Felipe de España (Madrid, 1997) y la de Peter Pierson, con el mismo título (México D. F., 1984). Para los capítulos sobre la infancia y juventud del monarca (del 1 al 9) ha sido fundamental la consulta de la sección “Casa y Sitios Reales” del Archivo General de Simancas, así como de los libros del entonces príncipe que se conservan en la actualidad en la Real Biblioteca de El Escorial. Existe también una bibliografía que se inicia con la notable y pionera obra de José María March: Niñez y juventud de Felipe II. Documentos inéditos sobre su educación civil, literaria y religiosa y su iniciación al gobierno (1527-1547) (2 vols., Madrid, 1941-1942), y que concluye con los trabajos de quien escribe estas líneas: La “Librería rica” de Felipe II. Estudio histórico y catalogación (Madrid, 1998), El aprendizaje cortesano de Felipe II (1527-1546) (Madrid, 1999), Regia Bibliotheca. El libro en la corte española de Carlos V (Mérida, 2005) y Felipe II. La educación de un “felicísimo príncipe” (1527-1545) (Madrid, 2013). Muchas de las noticias 17
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Felipe II: La mirada de un rey
que en esta biografía se narran sobre los primeros treinta años de la vida del Rey Prudente proceden de los documentos y estudios monográficos citados. Sobre el reinado y vida de Carlos V se han empleado, y deben citarse con admiración, las obras de Manuel Fernández Álvarez: Corpus Documental de Carlos V (Salamanca, 1973, reeditado por la Academia Europea de Yuste en 2000) y Carlos V. El César y el hombre (Madrid, 1998). Sobre la emperatriz Isabel, madre de Felipe II, existen dos biografías muy separadas en el tiempo, la de Mª del Carmen Mazario Coleto: Isabel de Portugal, emperatriz y reina de España (Madrid, 1951), y la de Alfredo Alvar Ezquerra: La emperatriz Isabel. Amor y poder en la España de Carlos V, de muy reciente publicación (Madrid, 2012). Acerca de la formación artística del monarca son de consulta imprescindible las obras de Fernando Checa Cremades: Felipe II. Mecenas de las Artes (Madrid, 1992) y Los Inventarios de Carlos V y la familia imperial (Madrid, 2010). Para los capítulos de su reinado se ha consultado documentación de varias secciones del Archivo General de Simancas (como “Estado” y “Guerra”), pero se ha priorizado la búsqueda de noticias inéditas en los archivos madrileños del Instituto de Valencia de Don Juan y de la Biblioteca Francisco Zabálburu, que conservan una porción muy importante del llamado Fondo Altamira, en gran parte procedente del archivo personal del “archisecretario” de Felipe II, Mateo Vázquez de Leca. Sobre la política seguida por el rey son de consulta fundamental los trabajos de José Martínez Millán: La corte de Felipe II (Madrid, 1994) y del mismo en colaboración con C. J. de Carlos Morales: La configuración de la Monarquía Hispana (Salamanca, 1998), de Mía Rodríguez Salgado: Un Imperio en transición. Carlos V, Felipe II y su mundo (Barcelona, 1992), de José Antonio Escudero: Felipe II. El rey en el despacho (Madrid, 2002) y de Santiago Martínez Hernández: El Marqués de Velada y la corte en los reinados de Felipe II y Felipe III. Nobleza cortesana y cultura política en la España del Siglo de Oro (Salamanca, 2004). Acerca del traslado de la corte a Madrid la obra de Alfredo Alvar Ezquerra: El nacimiento de una capital europea. Madrid entre 1561 y 1606 (Madrid, 1989) es de lectura ineludible. Y sobre la actividad cultural en su corte deben citarse los trabajos de Fernando J. Bouza Álvarez, como Imagen y propaganda. Capítulos de historia cultural del reinado de Felipe II (Madrid, 1988), o “Corre manuscrito”. Una historia cultural del Siglo de Oro (Madrid, 2001). 18
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Prólogo
Con respecto a la dimensión militar de su reinado, puesto que las batallas no han sido el principal interés que ha guiado nuestra pluma, citaremos únicamente una pieza de investigación que siempre nos maravilló por su conjunción entre historiografía militar y arqueología submarina; nos referimos al trabajo de Colin Martin y Geoffrey Paker: La Armada. 1588 (Madrid, 1988). Por último, queremos concluir esta nota bibliográfica destacando las obras que más han contribuido a divulgar la faceta humana del monarca, a través de su vida familiar. La edición por F. J. Bouza Álvarez de las Cartas de Felipe II a sus hijas (Madrid, 1988) suele ser citada con justicia en este ámbito, pero antes de él habría que referirse también a Luis Próspero Gachard, con su Don Carlos y Felipe II (Madrid, 1984; la primera edición francesa es de 1863), o al padre March y su ya citada Niñez y juventud (1941-1942). De muy interesante lectura es también a este respecto la obra de Antonio Martínez Llamas: Isabel de Valois, reina de España. Una historia de amor y enfermedad (Madrid, Temas de Hoy, 1996). Con estos mimbres se ha compuesto, estimado lector, el libro que ahora inicias. No fue Felipe II un monarca demasiado dado a desvelar sus sentimientos. Su secretario Mateo Vázquez escribía en 1582: “son estas cosas de solo el pecho de su mag. y de su pensamiento, a donde no se entra sino quando y como él es seruido” (IVDJ, Envío 15, I, doc. 58). Afortunadamente, ningún otro monarca ha dejado tantos testimonios escritos de su manera de pensar, gobernar y sentir como Felipe II. Reunirlos todos es una tarea titánica, y ciertamente imposible. No se ha escrito esta biografía con tal pretensión. Al contrario se ha buscado reunir en sus páginas sólo lo más esencial, reduciendo el espacio dado a los grandes hechos políticos, y dando un lugar relevante a otros aspectos (muchos desconocidos e inéditos), que el monarca guardó en su pecho. Ante su mirada transcurrió buena parte del siglo XVI, período del que fue uno de los más destacados protagonistas. Si su lectura te es provechosa y amena no concedas todo el mérito al autor, sino que otorga siempre buena parte del mismo a aquellos que le antecedieron en el estudio de Felipe II. Y si de alguna noticia aquí reflejada no hayas referencia fidedigna, no desesperes sobre su origen o autenticidad, pues de ella falta todavía que el descubridor de la misma, abrumado por otros quehaceres, tenga el tiempo de darla a la estampa con el rigor que merece. Al autor, como ya le conoces, dale crédito pues otros lo hicieron en circunstancias 19
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semejantes, y de entre ellos permíteme que en esta ocasión únicamente nombre a quienes, con su confianza e industria, han dado forma a este “librillo”; se llaman José Manuel Prieto Bernabé y Ramón Alba, editores. Ellos han logrado que un volumen, que durante siete años sólo fue un sueño, haya llegado a tus manos como parte tangible de la Historia y de la mirada de un rey, a cuya benevolencia, por último, también recurro. No en vano espero contar con ella de igual manera que cuando se le denunció que algunos pintores vendían retratos suyos de mala calidad y escasa fidelidad, respondió: “Dejadles que ganen de comer pintando nuestros retratos y no nuestras costumbres”.
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Felipe II (1527-1598)
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I
“... por la gracia de Dyos, príncipe de Spaña!”
Hallo en la hora del nacimiento de su Majestad, cuanto a la hora, diversas opiniones, que el día es cierto a 21 de mayo del año 27, y cuanto a la hora dice el prior don Fernando de Toledo que entre las 12 de medio día y la una, un astrólogo dice lo que su merced verá por su billete, aquí incluso, y lo que sé en ello, decir podrá el mejor astrólogo, y será al menos todo vanidad, que los principios de su arte son imaginarios más que ciertos.
De este modo respondía en 1583 el cardenal Antonio Perrenot de Granvela al secretario Cristóbal de Salazar, interesado desde Venecia por conocer la fecha y hora exacta en que su rey había nacido 1. El cardenal nada más podía decirle. Cuando Felipe II nació él tenía sólo veinte años y se preparaba para iniciar sus estudios en la universidad de Lovaina. No había sido testigo, por tanto, de como aquel día de mayo de 1527 un teatral ir y venir de damas bullía en el primer piso del palacio vallisoletano que entonces pertenecía a don Juan Hurtado de Mendoza, y luego a los condes de Ribadavia, y tampoco había visto como en el exterior del edificio una multitud de gente, con los gorros calados y las capas cerradas, permanecía expectante bajo un recio aguacero. Algunas calles se habían tornado en arroyos a la ribera del Esgueva, o en incómodos lodazales en la parte alta de la ciudad, pero nadie temía que el Pisuerga se desbordara, como años atrás. Muchos cortesanos también esperaban impacientes dentro del palacio. Quizá entonces, para entretenerles, Francesillo, bufón del emperador, les recordara como en 1522 don Juan de Zúñiga había salido con sus alabarderos por las calles de Valladolid para perseguir a los vecinos que clamaban contra los 1
El cardenal Antonio Perrenot de Granvela a Cristóbal de Salazar (Madrid, 28 de enero de 1583). Archivo General de Simancas (AGS), Estado, Leg. 1529, f. 31.
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flamencos, pero era tan miope (añadiría el truhan con un guiño), que no había podido evitar ir golpeándose con la cabeza en las paredes o caerse en el riachuelo del Esgueva 2. En palacio, sin embargo, pocos estaban dispuestos a oír bromas. Hacía ya trece horas que la emperatriz Isabel había roto aguas y sentido los primeros dolores del parto. Su marido, el césar Carlos, había dejado los negocios y esperaba en una cámara cercana el nacimiento de su primer hijo, legítimo. Los médicos de la corte y algunos notables criados palatinos asistían al regio parto, pero en realidad eran sólo algunas mujeres quienes atendían de verdad a la soberana en aquel trance. Su habitación estaba en la planta alta del edificio, donde su cama se había decorado con un dosel y unas cortinas que meses antes había tejido Gilles Warenghien, o “Gileson”, tapicero del emperador. Isabel había ordenado, imitando a su abuela, la Reina Católica, que durante el parto le cubrieran su rostro con un velo para que su cara, desfigurada por el dolor de las contracciones, quedara pudorosamente oculta a las miradas de los presentes. Unas muecas que todavía se hacían más necesarias ante la impenitente dignidad de la emperatriz, que se negaba a gritar para aliviar el dolor. Quirce de Toledo, su comadrona, le aconsejaba que no se contuviera más, pero la primeriza parturienta le contestó en su lengua materna: “Naõ me faleis tal, minha comadre, que eu morrerei, mas naõ gritarei” 3. La reina Isabel la Católica también se hizo cubrir el rostro con un paño en el alumbramiento del príncipe don Juan 4. Nacía un nuevo príncipe de Castilla y su nacimiento, que debía realizarse según mandaban las añejas leyes castellanas, también tenía que estar en consonancia con la tradición no legislada, pero ejemplarizada por los antepasados regios, y que Isabel había aprendido de su madre en Portugal. 2
Francesillo de ZÚÑIGA: Crónica burlesca del Emperador Carlos Crítica, 1981, p. 94.
V,
Barcelona:
3
Sobre este y otros aspectos del nacimiento e infancia del monarca, remito a mi trabajo anterior El aprendizaje cortesano de Felipe II (1527-1546), Madrid: Sociedad Estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999. 4
Antonio VEREDAS RODRÍGUEZ: El Príncipe Juan de las Españas (1478-1497), Ávila: Senén Martín, 1938, p. 33.
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I:
“Por la gracia de Dyos, príncipe de Spaña!”
Por fin, antes de las cuatro de la tarde, daba a luz a un niño. Su nombre era todavía un secreto, pero era un príncipe, el heredero natural tan ansiado por los reinos de España. Para Quirce de Toledo, la partera, aquel nacimiento tenía una transcendencia más íntima. Sobre ella había recaído una gran responsabilidad cuando fue llamada a la corte para asistir a la emperatriz, pero una vez superado felizmente el parto, sabía que sus obligaciones no habían terminado. En realidad, una partera era siempre una figura que no podía desligarse de los hijos que había ayudado a traer al mundo. Sobre ella y su relación con Felipe II se podría citar aquel pasaje de la Celestina, donde se describe: Así era tu madre, que Dios haya, la prima de nuestro oficio, y por tal era de todo el mundo conocida y querida, así de caballeros como de clérigos, casados, viejos, mozos y niños. ¿Pues mozas y doncellas? Así rogaban a Dios por su vida como de sus mismos padres. Con todos tenía que hacer, con todos hablaba. Si salíamos por la calle, cuantos topábamos eran sus ahijados. Que fue su principal oficio partera diez y seis años.
En mayo de 1527, mientras Quirce bañaba al niño y examinaba su rosáceo cuerpo para descubrir si tenía marcas u otros defectos congénitos, ella recordaría en silencio que le había sido confiada la salud del niño durante sus primeras semanas, una tarea que incluso podía ejercer por encima de la opinión de los “galenos” imperiales; su experiencia femenina era un vademécum médico incontestable, que en 1498 los Reyes Católicos habían reconocido con la promulgación de una pragmática sobre el oficio de comadrona. A veces se olvida el relevante papel que las personas más humildes tuvieron en la vida de los grandes personajes, pero fue Quirce quien aquel día de mayo de 1527, como “partera de la emperatriz”, aderezó al niño recién nacido para ser presentado sobre una bandeja de plata ante su padre el César. Atendería en todos sus partos a la soberana hasta su muerte en 1539. Los cronistas recordarían mucho después que Carlos V, una vez que tuvo al niño en sus brazos, pronunció este solemne deseo: “Plega a Dios Nuestro Señor te quiera alumbrar para que sepas gobernar los reinos que has de heredar”. De las palabras que la madre, o la propia partera dijeran al niño entonces nada sabemos, pero lo cierto es que sólo tras ser presentando ante el emperador la noticia de su nacimiento se hizo oficial. La nueva de que había sido un varón se extendió 25
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Felipe II: La mirada de un rey
por toda la ciudad con celeridad. Como narra un anónimo cronista borgoñón, testigo del alumbramiento y bautizo de Felipe: Pour la nativite du quel prince furent incontinent cloches sonnes par toutes les esglises de la dite ville, fais feugs de joye et plusieurs aultres esbatements de joyeusete par toutes les rues 5.
Al sonido de las campanas y de las tracas no tardó en unirse un clamor popular en torno al palacio. Se cuenta en Valladolid que para calmar a la multitud fue necesario mostrar al príncipe desde una de las ventanas de bella factura plateresca, labrada en la esquina principal del edificio. No parece exagerado, si tenemos en cuenta el carácter público de los partos reales. El ya citado Francesillo de Zúñiga no pudo resistirse a la mofa de esta alegría generalizada, escribiendo que los arzobispos de Toledo y de Santiago saltaban y bailaban tras el natalicio de tal guisa “que parecían gamos asidos de la yerba”, y que el obispo de Zamora, al decirle al emperador: Señor, así nos alumbre Dios, ¡cómo habemos holgado del parto de la emperatriz nuestra señora! [...] le vinieron los dolores del parto, y que del palacio saliese, parió una hija (la cual dicen que fue la beata Petronila) 6.
El bufón imperial exagera, sin duda, pero no sin cierta razón. Y es que debe recordarse que para todos los testigos del regio natalicio, este fue recibido como el signo de que, por fin, habían terminado los dramáticos años que habían convulsionado al país desde la muerte del príncipe don Juan en 1497 hasta el levantamiento de comuneros y agermanados contra Carlos V en 1521. Nacía sólo un niño, sí, pero con él también brotaban de nuevo las esperanzas de Castilla. Se comprende que esta ilusión colectiva debiera ser comunicada de inmediato; mientras en toda la ciudad el sonido del alborozo era ensordecedor, 5 José María MARCH: Niñez y juventud de Felipe II. Documentos inéditos sobre su educación civil, literaria y religiosa y su iniciación al gobierno (1527-1547), 2 vols., Madrid: Ministerio de Asuntos Exteriores, 1941-1942, I, p. 28. 6 F. de ZÚÑIGA: Crónica burlesca…, op. cit., p. 156. La beata Petronila se puede identificar con la hermana del humanista y alumbrado Juan del Castillo, llamada Petronila de Lucena y procesada por iluminismo en 1531.
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en las casas de los Consejos sólo se oía el suave rumor de las plumas entintadas de los escribanos reales, quienes copiaban una y otra vez sobre papel la carta donde el emperador comunicaba el feliz natalicio a unos súbditos ávidos de tal noticia: A Nuestro Señor ha placido alumbrar a la serenísima emperatriz, nuestra muy cara y muy amada mujer, con un fijo que parió a los XXI del presente, la cual, aunque en verdad ha pasado harto trabajo, queda ya, loores a Dios, muy buena. Placerá la Divina bondad que de este fruto que ha sido servido de darnos sucederá mucho servicio suyo y establecimiento de beneficio público y reposo de nuestros reinos y señoríos. Avisamos vos de ello para vuestro contentamiento y para que lo hagáis saber a quien os pareciere 7.
Los correos llevaron presto la nueva a los principales lugares de España y de Europa. Hasta la cercana Tordesillas llegó el caballero Juan Pérez de Arizpe, quien tras dar la noticia a la reina Juana, abuela del nuevo príncipe, recibió: treinta ducados de oro en albricias de la nueva que trajo a la reina nuestra señora del buen alumbramiento de la emperatriz nuestra señora e nacimiento del señor príncipe, e que su alteza [Juana la Loca] holgó mucho 8.
Casi al mismo tiempo, en la ciudad de Valencia, el subsacrista de la Seo, Pedro Martí, anotaba en su dietario la noticia del nacimiento de un ... princep Don Felip Johan, e arriba ací la primera nova, divendres, a xxiij de maig, Dxxvij, a les cinch hores aprés dinar, dun correu que feu lo hoste de correus de la cort, als virey lo Duch de Calabria y la Reyna Germana sa muller 9.
7 Manuel FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V, Salamanca: Universidad de Salamanca, 1973, I, pp. 123. Carlos V a Lope de Soria (Valladolid, 22 de mayo de 1527). 8
AGS, Casa y Sitios Realeas (CSR), Leg. 17, f. 675r (Tordesillas, 22 de mayo de
1527). 9 José SANCHÍS SIVERA (ed.): Libre de Antiquitats, Valencia, 1926, p. 80. Citado en José Luis GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: “El príncipe Juan de Trastamara, un ‘exemplum vitae’ para Felipe II en su infancia y juventud”, Hispania: Revista española de historia vol. 59, nº 203 (1999), p. 884.
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El clérigo escribía estas líneas en junio, cuando ya en la ciudad levantina se celebraba el bautizo de aquel príncipe Felipe Juan soñado e inventado, pero era tan fuerte el recuerdo en España del príncipe don Juan, el malogrado hijo de los Reyes Católicos, que no ha de sorprender la utilización de esta onomástica. El duque de Calabria, virrey del reino, estaba exultante con su nacimiento, aunque tenía otros motivos. Había sido el padrino en la boda de los emperadores en Sevilla, un año antes, y Carlos V le había prometido entonces que le nombraría ayo de su primogénito. Había llegado el momento. En cambio, su esposa Germana de Foix, viuda de Fernando el Católico, que ya empezaba a sufrir una obesidad mórbida, no sentiría semejante alegría: aquel niño era el hermanastro de su hija, Isabel de Castilla, nacida de su secreta relación amorosa con el César Carlos en 1518 10. Un embarazo de doloroso recuerdo, y causa probablemente de su sobrepeso. En todo caso, Valencia se engalanó el 5 de junio, cuando los músicos y trompetas del duque, acompañados de antorchas y jinetes, recorrieron la ciudad, convocando para aquel domingo unas justas. Toda la nobleza valenciana se apresuró a acudir. Juan de Borja, duque de Gandía, escribió a su amigo el vizconde de Ebol solicitándole un magnífico caballo castaño que tenía en sus cuadras, pero se le habían adelantado, pues según le contestaban, el duque de Calabria ya había enviado por el corcel, “para mantener en él una tela en la fiesta que por alegría del parto de la emperatriz nuestra señora se ha de hacer en Valencia”. Mientras en las calles de la ciudad conquistada por el Cid los nobles soñaban con emular las gestas de Tirante el Blanco, en Valladolid el ambiente caballeresco sobrepasaba todo lo conocido hasta entonces. El césar Carlos, recordando el boato y la fantasía de las fiestas en su Flandes natal, había ordenado que se construyeran en la villa dos castillos de madera, junto con otras construcciones efímeras, para lograr erigir un escenario en el que sus cortesanos disputarían una “maravillosa aventura” que dejaría atrás las del mismísimo Amadís de Gaula. Juan de Adurza, argentier o tesorero de la Casa Real, no dejaba de librar dinero 10 Abordo estos aspectos de la relación entre los duques de Calabria y el joven príncipe en Felipe II. La educación de un “felicísimo príncipe” (1527-1545), Madrid: CSICPolifemo, 2013, pp. 244-246.
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para pagar los gastos extraordinarios que originaba tal festejo: trescientos ducados para comprar armas, otros más para hacer un pasadizo que uniera el aposento de la emperatriz con la iglesia de san Pablo “para el baptismo del prinçipe”, veinte ducados para “hacer ciertas pinturas y otras cosas en el pasadizo”, trece ducados “para comprar clavos e otras cosas para colgar la tapicería para el dicho bautismo”, cincuenta más para “cañamazo y otras cosas necesarias para hacer los castillos del torneo”, y otros ciento cuarenta para “el parque del torneo y otras cosas de que se dará cuenta” 11. Había orden de no escatimar en gastos, y el resultado fue que los costes de las fiestas superaron en mucho lo previsto por el tesorero. En cambio, en el aposento de la emperatriz Isabel los ruidos del exterior se percibían con cierto desagrado. Además de ser una molestia para la recién parida, se sabía que no podría asistir al bautizo ni a los festejos caballerescos posteriores: su cuerpo debía “purificarse” antes de acceder a una iglesia, y esto no ocurriría antes de cuarenta días. Por tanto, debería conformarse con verlo todo desde alguna ventana de su palacio. Sin duda, recordaría que su madre, María de Trastámara, reina de Portugal, había pasado por el mismo trance años atrás, y quizá la evocara al tiempo que oraba con un Breviario iluminado, que había heredado de ella. Este libro, conservado en la Real Biblioteca de El Escorial, se inicia con una hermosa miniatura a plana entera de la adoración de los pastores, que da paso a la “vigilia in nativitatis domini nostri Ihesu Christi”. Era toda una invitación a meditar sobre la función maternal de las mujeres. No en vano, al final del códice, la reina María había anotado los nacimientos de todos sus hijos en Portugal hasta 1516, al igual que en las primeras hojas figuraban los de los hijos de los Reyes Católicos. Como si fuera un “Libro de familia” actual, allí estaba también el nombre de Isabel, y pronto también el de su hijo. El contenido íntimo de este volumen contrastaba con la parafernalia de los festejos que inundaban (y esta vez sin necesidad de la lluvia), las calles de Valladolid. Nada quedaría de toda aquella vanidad masculina, que no tardaría en esfumarse con la misma celeridad con la que habían trabajado carpinteros, alarifes, cordoneros y sastres; pero el Breviario de la emperatriz pasaría a manos de su hijo, y hoy se 11
AGS, CSR, Leg. 390, Fol. 3, sin foliar.
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conserva en la real biblioteca de El Escorial. Doña Isabel, en cierta manera, venció a aquellos ufanos émulos de arturos y amadises, pues su testimonio, en forma de Breviario, ha perdurado hasta nosotros. En él se anotó con cuidada caligrafía: Nació el Príncipe nuestro señor don Felipe en Valladolid, anno de mill y quinientos y veinte y siete annos; a veinte y uno de mayo; a las tres horas y dos tercios después de mediodía, martes 12.
Esta anotación se realizó con la pretensión devota de que cada vez que la emperatriz orara en aquel libro, también lo hiciera por su hijo. Si en 1583 el cardenal Granvela y el secretario Salazar hubieran sabido de la existencia de este breviario, sus dudas acerca de la hora en que nació el Rey Prudente se habrían resuelto. Para la soberana, mirar y orar no constituían entretenimientos demasiado alegres, pero al menos, su salud era buena, se recuperaba del esfuerzo del parto y su hijo era amamantado sin problemas por una nodriza. Desde que la corte llegara a Valladolid, en febrero de 1527, se había escogido como ama de cría del príncipe a cierta Beatriz Sarmiento, una joven hidalga que vivía en la cercana aldea de Mojados. Ella y Quirce de Toledo se ocuparon de todo lo necesario para el cuidado del regio retoño, que durante este tiempo casi siempre permanecía fajado con vendas y protegido dentro de una cámara anexa a la de su madre, calentada con braseros. Cuando la emperatriz falleció en 1539 tenía en su cámara dos cunas, que bien pudieron servir para Felipe. Una era de nogal, estaba forrada en terciopelo carmesí por dentro y tenía cortinas, la otra era más pequeña, quizá para uso de recién nacidos, y tenía un armazón de madera pintado y dorado 13. En tanto que se terminaban los preparativos para su bautizo algunas reliquias se habían colocado en dicha habitación para proteger al príncipe de los maleficios de brujas y demonios. En lugar destacado se había colgado, por ejemplo, el “venerable” hábito de la beata sor Magdalena de la Cruz, monja cordobesa famosa por sus éxtasis, visiones y profecías. Su celebridad era extraordinaria, y se aseguraba que 12
Officium Breviarii in nativitate D. N. Jesuchristi, Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial (RBME), Vitrina 3. Códice sobre pergamino, iluminado. Isabel la Católica fue, al parecer, su primera propietaria. 13
AGS, CSR, Leg. 31, f. 1220.
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había predicho el triunfo del emperador en Pavía. Agradecidos los cordobeses por la devoción de la corte hacia su monja, habían enviado a Valladolid el hábito de la religiosa, para que el príncipe fuera envuelto en él y garantizar así que su infantil persona estuviera a salvo del Diablo 14. El día escogido para celebrar el bautismo del príncipe fue el miércoles 5 de junio, y el lugar, la cercana iglesia de san Pablo. Separado el templo por una amplia calle del palacio donde reposaban los monarcas, entre ambos edificios se construyó el citado pasadizo de madera, elevado sobre la calle a modo de estrado y decorado con varios catafalcos, arcos, letreros y tapices 15. Por él debía atravesar la comitiva regia para llegar a la iglesia. Desde aquella altura el pueblo podría observar con más claridad la magnificencia de los personajes en su desfile hacia el templo, al tiempo que estos también quedaban protegidos ante una inesperada avalancha de la multitud. La expectación era inmensa cuando la comitiva inició su camino. Tras el emperador y su hermana la reina Leonor, madrina en el bautizo, desfilaron los otros dos padrinos, el condestable de Castilla y el duque de Alba, junto con un nutrido séquito de nobles y prelados áulicos. Entre ellos iba el príncipe, llevado en brazos por el condestable don Íñigo de Velasco, a quien ayudaban en tan delicada tarea la comadrona Quirce de Toledo y la nodriza Beatriz Sarmiento, pues los hombres no tenían demasiada destreza en llevar a un recién nacido. ¿Olvidarían alguna vez ambas mujeres aquel día en que compartieron la gloria mundana con los “grandes” de España y del Imperio? Como cantara en sus coplas cierto poeta llamado Diego Hernández: Porque crezca aquesta fama de este príncipe estimable fue padrino el condestable con la gran reina madama. 14 J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: El aprendizaje cortesano…, op. cit., pp. 179182. Sobre esta monja franciscana vide Ana Cristina CUADRO GARCÍA: “Tejiendo una vida de reliquia. Estrategias de control de conciencias de la santa diabólica Magdalena de la Cruz”, Chronica nova: Revista de historia moderna de la Universidad de Granada 31 (2005), pp. 307-326. 15
Los gastos para este bautizo en AGS, CSR, Leg. 379, Fol. 127, ff. 1-128.
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Felipe II: La mirada de un rey Bienaventurada el ama que tal príncipe criara a lo menos bien dirá nunca tal dicha hubo dama 16.
Quizá con menos expresividad popular, pero con mayor musicalidad, al paso del cortejo regio cuatro niños del coro de la capilla imperial entonaron la canción latina Dicite in magni, compuesta para la ocasión por Nicolás Gombert, maestro de capilla del emperador. En sus versos latinos se cantaba como los dioses descendían desde el cielo para dar la bienvenida al príncipe. Era una lírica muestra de entusiasmo político y astrológico: Dioses poderosos, hablad mientras hay una nueva esperanza para el mundo. Has llegado a la luz, prometedor hijo del César. La áurea reina ha parido con astros favorables y su parto la ha hecho feliz. El día se ha levantado alegre para la tierra y para los padres y alegres han salido todas las piadosas estrellas. La crueldad y la pobreza se han ido del mundo y el mejor brillo restaura los viejos siglos. Los dioses descendemos del alto cielo sobre este niño. En tu cuna depositamos nuestras felicitaciones.
Nicolás Gombert estaba por entonces muy lejos de adivinar lo que le depararían los “dioses”. Aunque considerado como uno de los mejores compositores de polifonía sacra de la época, en 1540 sería expulsado de la capilla imperial al descubrirse que había abusado sexualmente de uno de los niños del coro, de los que era su maestro. No fue condenado a muerte, quizá a causa de sus servicios musicales, pero sí a galeras. Aunque sobrevivió al castigo y fue liberado en 1547, su música quedó mancillada. Durante décadas nadie habló de este escándalo en la corte. De lo que sí se habló, y mucho, fue del nombre que Carlos V decidió poner a su hijo: Felipe, en recuerdo de su abuelo paterno, el efímero rey consorte de Castilla entre 1504 y 1506. Cuentan los cronistas de la época que el nombre del príncipe suscitó una intensa polémica entre la preferencia de los españoles hacia los de Fernando o Juan, y la determinación del emperador por el de Felipe, 16
Diego HERNÁNDEZ: Obra nuevamente compuesta sobre el nascimiento del serenissimo príncipe don Felipe hijo de las cesareas y catholicas magestades..., Burgos: s.n., c. 1528.
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muy poco utilizado en Castilla. La disputa llegó a tales términos que, durante el bautizo, cuando el arzobispo de Toledo, Alonso de Fonseca, preguntó qué nombre debía imponer al niño, don Fadrique Álvarez de Toledo, duque de Alba, uno de los padrinos, se atrevió a repetir una y otra vez, y de modo audible: “Hernando ha por nombre, Hernando ha por nombre”, manifestando el deseo de gran parte de la nobleza y el pueblo que deseaba que así fuera llamado el heredero de España. Entre ellos probablemente estaban el duque de Nájera y el conde de Benavente, quienes no asistieron al acto por sentirse postergados en la ceremonia. En otros bautizos reales sus antepasados habían sido escogidos como padrinos, y Carlos V había roto esta tradición prefiriendo a otros nobles. Para el embajador polaco, Juan Dantisco, era un mal presagio, pero estos incidentes no lograron que la voluntad del César se doblegara y, tras la ceremonia, un heraldo real anunció con fuerte voz por tres veces al pueblo congregado en la plaza de san Pablo: “¡Don Felipe, por la gracia de Dyos, príncipe de Spaña!”. No podía recibir la gente de Castilla peor noticia, de modo que el bufón Francesillo de Zúñiga se atrevió a insultar al heraldo, actitud de la que se ufanaría en su burlesca Crónica: Y como el Príncipe fue bautizado, un rey de armas (que se llamaba Castilla), que en un cadalso alto estaba, a grandes voces dijo tres veces ¡Viva, viva el príncipe don Felipe! Y el autor dijo luego: ¡Muera, muera, rey de Armas, que es muy gran necio y lo parece! 17.
El mensajero de tan malas nuevas, sin duda, debía morir. Si el desagrado de los castellanos por el nombre del heredero no pudo quedar mejor expresado públicamente, curiosamente sí pasó desapercibido un detalle que, a buen seguro, hizo las delicias de algunos humanistas y cortesanos. El heredero de Carlos V había sido bautizado, “ante veram faciem Erasmi”. La chanza no se referiría tanto al hecho de que dos días antes del bautizo hubiera sido la festividad de san Erasmo, o a que el arzobispo de Toledo, el erasmista Alonso de Fonseca, hubiera cristianado al príncipe, como a la circunstancia, casual, de 17 F. de ZÚÑIGA: Crónica burlesca…, op. cit., p. 157. Sobre esta disputa onomástica y política, José Luis GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: “Felipe II, «Princeps Hispaniarum»: la castellanización de un príncipe Habsburgo (1527-1547)”, Manuscrits: Revista d’història moderna 16 (1998), pp. 65-86.
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que se hubieran colgado en el pasadizo los tapices de la serie Los Honores. El emperador había encargado estos tapices en 1520 al artista Pierre van Aelst, quien, ya fuera por decisión propia o aconsejado desde palacio, introdujo a Erasmo entre los personajes del tapiz “La Nobleza”, junto a Margarita de Austria y Enrique de Nassau. Y esto ocurrió al mismo tiempo que una sesuda conferencia de teólogos se preparaba para discutir en Valladolid la ortodoxia de las ideas de Erasmo de Rotterdam. La congregación había sido convocada para iniciar sus trabajos el 30 de mayo de 1527, si bien las reticencias de muchos teólogos a acudir obligaron a aplazar la conferencia hasta el 27 de junio. Con el tiempo, el nombre de aquel humanista holandés sería pronunciado ante el príncipe con admiración, pero por aquellas fechas muy pocos entendían el complejo simbolismo que estos tapices flamencos encerraban tras su urdimbre de hilos de lana, oro y plata. En Castilla, en realidad, las viejas formas de comunicación y difusión predominaban. En los días siguientes al bautizo regio se representó en Valladolid un Auto del Bautismo de san Juan Bautista. La obra devota tuvo tal éxito que algunos misioneros franciscanos adaptaron su texto en 1538 para representar la misma pieza en Nueva España, como parte de la catequesis de los indios tlaxcaltecas 18. No se trata tan sólo de una anécdota: cuando Felipe II nació, una primera “globalización” estaba desarrollándose a través de las rutas marítimas, y éste es sólo un pequeño ejemplo de aquel proceso, en el que el monarca llegaría a desempeñar un papel fundamental, como soberano de un imperio en el que no se ponía el Sol. Un ejemplo, desde Puerto Rico y santo Domingo, respectivamente, el obispo Alonso Manso y la “virreina” María de Toledo escribieron al César felicitándose por el nacimiento del nuevo heredero al trono 19. 18
Fernando HORCASITAS: Teatro náhuatl: Épocas novohispana y moderna, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2004, pp. 279-281. 19
Real Cédula a Don Alonso Manso, obispo de la Isla de San Juan, en respuesta a su carta de 30 septiembre del año pasado sobre darle las gracias por el placer que dice ha tenido con el nacimiento del príncipe D. Felipe (Archivo General de Indias [AGI], Indiferente, 421, L. 13, f. 59r). Real Cédula a la Virreina de la Isla Española y de las Indias, Dª María de Toledo, viuda de Diego Colón, en respuesta a sus cartas de 20 de noviembre y 8 diciembre del año pasado sobre que: le tiene en servicio la alegría que dice recibió por el nacimiento del príncipe Felipe (Ibidem, 421, L. 13, f. 102r-v).
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Si la noticia llegó a América, con no menos celeridad se extendió por España. No creemos equivocarnos cuando afirmamos que, al tiempo que se fueron apagando los ecos de las protestas y de las chanzas en Valladolid, en el resto de las calles y plazas del reino se produjo la divulgación oral de coplas, manuscritas o impresas, en las que se narraban las fiestas por el nacimiento y bautizo del nuevo príncipe de Castilla. Durante meses una barahúnda de buhoneros, copleros, ciegos o no, y poetas rurales de chamizo lograron reunir en su peregrinar a todo tipo de gentes, ansiosas por conocer las novedades de la corte y de aquel niño, esperanza del reino. En su repertorio incluyeron las coplillas de Diego Hernández y de cierto Ruiz de Santillana y también de Vasco Díaz de Frejenal. En otras circunstancias es probable que sus poemas no hubieran merecido el honor de la letra impresa, pero era tal el interés popular por este acontecimiento que los impresores vieron un buen negocio en publicar el Nascimiento de los citados Hernández y Santillana, o los Triunfos de Díaz. La primera obrita se imprimió en Burgos, quizá en 1528, aprovechando una corta estancia de la corte imperial en la misma (Hernando Colón compró un ejemplar en la ciudad castellana en noviembre de 1531); en cambio, la edición más antigua de los Triunfos que se conoce es una impresa en Valencia hacia 1534. En el Nascimiento Santillana ponía en boca de la Sibila y de diversos profetas lo que el destino deparaba al nuevo príncipe “lucero de España”: Aqueste Felipe que ahora levanta placer en Castilla con prospero bien ha de ganar a Jerusalén y poner sus armas en la tierra santa con este, cristianos, alzad la garganta que aqueste ha de ser la gran fortaleza por do vuestra fama continuo florezca que la Turquía en oírlo se espanta 20.
20 Joseph E. GILLET: “Hernández-Santillana. Obra nuevamente compuesta sobre el nascimiento del príncipe don Felipe (1527?)”, Hispanic Review IX (1941), 1, pp. 48-64. Edita el texto completo de las coplas.
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Todavía faltaban muchos años para la gran batalla naval de Lepanto, pero no andaba mal encaminado el juglar metido a sibila. Vasco Díaz, con algo menos de mesianismo se limitaba en su Triunfo a describir como desde las constelaciones hasta la tierra, todos, ciudades, villas y nobles, recibían con gozo al nuevo heredero de España, si bien en alguna ciudad... Almería disparó su artillería con modo terrible fiero metida en auto guerrero amenazando a Berbería con su príncipe heredero.
Como es lógico, ni la Inquisición ni el gobierno real pusieron traba alguna a estos opúsculos poéticos, que ponían de manifiesto la definitiva aceptación de la dinastía Habsburgo en España. El párroco de Villoruela (Salamanca), Diego Rodríguez, a buen seguro un atento espectador de los copleros ambulantes, también se expresó en este sentido cuando decidió anotar en el libro de su parroquia el nacimiento del hijo de Carlos V como un hecho jubiloso digno de ser recordado: In nomine Domini: manifiesto sea a todos los que la presente vieren y oyeren como en el año de mil e quinientos e veinte e siete años, a veinte y dos [sic] días del mes de Mayo, nació el hijo del emperador don Carlos, muy serenísimo rey y emperador, e de la de la serenísima reina y emperatriz, nuestros señores, e llamose el príncipe de Castilla don Felipe. E por ser verdad, yo, el bachiller Diego Rodríguez lo firmé de mi nombre 21.
El gesto del bachiller salmantino es idéntico al del subsacrista valenciano Pedro Martí, con la diferencia de que aquí la fuente de información había sido el palacio virreinal (de ahí la exactitud que demuestra hasta en la hora), mientras que en Villoruela su párroco sólo había podido oír a los copleros ambulantes, 21 En el Libro 1º de bautismos de Villoruela, en su folio 38, 1º arriba. El descubrimiento de esta anotación llevó a Bernardo DORADO, en su Compendio histórico de la Ciudad de Salamanca (Salamanca, 1776) a afirmar que Felipe II nació en Villoruela (M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., I, pp. 123 y 124, n. 44).
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equivocándose en el día. En todo caso, ambos son testimonios de una alegría popular que traspasaba las puertas de las iglesias, actitud que contrasta con el interesado regocijo que otros clérigos mostraban. Mientras aquel bachiller anotaba con humildad el nacimiento del príncipe, un gran prelado como el obispo de Mallorca, Rodrigo Sánchez de Mercado, tenía en mente otras cuestiones. El 2 de junio escribiría al tesorero Adurza, el mismo al que se había encomendado el pago de los gastos por los festejos reales: Después que escribí la otra vino la buena nueva del príncipe, que nuestro Señor nos ha dado, plega a Él lo haga tan bienaventurado como estos reinos lo desean y ha menester, y puesto que la emperatriz nuestra señora está, loores a Dios, con mucho contentamiento y descanso y su Casa luego se mandara ordenar, como ya por otras tengo suplicado al señor monsieur de Laxao, acordé ahora traerle a la memoria el negocio de que me ha de hacer merced.
Este prelado, cansado de su obispado mallorquín (en el que llevaba desde 1511), había logrado en Granada que Carlos V, en plena luna de miel, le prometiera su promoción a un obispado en Castilla. Pero Sánchez de Mercado había pensado en otra merced mayor: un oficio en la Capilla de la emperatriz, y no reparaba en los medios. Ya en enero de 1527 había escrito a Adurza pidiéndole que recordara al monarca y a Jean Poupet, señor de La Chaulx, este negocio, porque –añadía–: “el dinero gana dinero y quien tiene casa y gasto grande, tiene necesidad de buscar los avances y ganancias honestas...” El tesorero le contestaba el 23 de junio que todavía no era el momento de presentar su solicitud, porque “están todos ocupados en placeres y desplaceres. Su Majestad está bueno y la emperatriz e príncipe, y al medio de las fiestas han venido nuevas de Italia” 22. Las noticias a las que se refería Adurza eran las del Saco de Roma. El 7 de mayo la Ciudad Santa había sido tomada por las tropas imperiales y saqueada sin compasión. Más de un mes se tardó en conocer la noticia en Valladolid. Las fiestas por el nacimiento de Felipe fueron suspendidas al saberse lo ocurrido, pero sólo en parte. Se dudaba sobre cómo recibir la noticia, ¿victoria o sacrilegio? Sea como fuere, la cancillería imperial estaba ocupada en un asunto 22
Ambas cartas en AGS, CSR, Leg. 384, ff. 228r, 510r y 518r.
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que parecía habérsele ido de las manos. No era el momento para que el obispo de Mallorca presionara más con sus demandas. En las calles de Valladolid las coplas festivas fueron apagándose, y los romances más escuchados pasaron a ser el antipapal Triste estaba el Padre Santo y el tradicional Mira Nero, donde se responsabiliza de la desgracia de Roma al papa Clemente VII. Ambos romances fueron impresos por entonces en un pliego suelto, cuya rápida e interesada difusión no resulta necesario explicar: Mira Nero de Tarpeya a como Roma se ardía; gritos dan niños y viejos, y él de nada se dolía. El grito de las matronas sobre los cielos subía, Como ovejas sin pastor unas a otras corrían Perdidas, descarriadas, llorando a lágrima viva... 23
En este año de 1527 nació Felipe II, cuando según dijera Erasmo, considerando la desgracia de Roma: “Si el fin del mundo está cercano, no merece la pena discutir; si no lo está, dejemos también la discusión, pues ya se encargará de juzgarnos la posteridad”. En muchas ocasiones se ha vinculado el nacimiento del futuro Rey Prudente con este desastre, sin embargo, el entonces príncipe se crio ajeno a este acontecimiento o a otras cuestiones políticas. Las mujeres que cuidaban de él tenían otras preocupaciones. Y la primera era su salud. Por ejemplo, sabemos que poco después de que fuera cristianado, las mantillas que se habían empleado en su bautizo fueron enviadas a sor Magdalena de la Cruz para que las bendijera, la misma monja cuyo hábito permanecía colgado en la cámara del niño como un amuleto precioso. Resulta paradójico que la señal divina que la emperatriz y sus damas buscaban en las manos de la monja cordobesa no fuera la misma que en 1544 encontraría la Inquisición, al ordenar la detención de la religiosa bajo la acusación de falsa santidad e iniciar uno de los procesos más sonados de la época. Pero ningún esfuerzo parecía innecesario cuando se hacía por favorecer la salud de aquel niño. 23 Glosa del romance: sobre el saco de Roma, con el romance Triste estaba el padre santo glosado, Valencia, se cree que impreso por Costilla o Juan Viñao, hacia 1527. Vide Marcel BATAILLON: Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 364 y ss.
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“Por la gracia de Dyos, príncipe de Spaña!”
Que la amenaza de la enfermedad no era una mera fantasía se puso muy pronto en evidencia ante la aparición de un brote de peste, que obligó a la corte a abandonar Valladolid en agosto de 1527. Los monarcas se trasladaron primero a Palencia, luego a Burgos y, más tarde, a Madrid, donde Carlos V había convocado las Cortes de Castilla y de León para que su hijo fuera jurado como heredero de la corona. Fue el 19 de abril de 1528. Durante esta ceremonia fray García de Padilla, antiguo servidor de los Reyes Católicos, pronunció un largo discurso en la iglesia de san Jerónimo, “extramuros de Madrid”, ante los emperadores. En él resaltó la primogenitura de Felipe como una fuente de privilegios, pero también de obligaciones: pues, queriéndolo nuestro redentor, anduvo más y llegó primero a cumplir vuestros deseos que los hermanos que tuviereis, y por esto de vuestras majestades, entre ellos debe ser más amado, honrado y favorecido, porque la delantera que Dios le dio en venir primero al mundo que ellos, le hizo digno de esto y de ser tenido por padre y señor dellos 24.
De la primogenitura se derivaba la herencia, y de la herencia, el poder. Tras terminar Padilla su discurso, la reina consorte de Francia, Leonor de Austria, se arrodilló ante su sobrino, nuevo príncipe de Asturias, y después también hizo lo mismo el resto de los procuradores de las Cortes y de los nobles y eclesiásticos presentes. En Madrid, con esta ceremonia, el destino político y vital del príncipe Felipe acababa de quedar sellado ante la “república”. Como escribiera Alfonso de Valdés en su Diálogo de Mercurio y Carón, pensando precisamente en la educación de aquel niño, futuro monarca: “no se hizo la república por el rey, mas el rey por la república. Muchas repúblicas hemos visto florecer sin príncipe, mas no príncipe sin república”. Y es que a partir de 1528 las alegrías y esperanzas que se habían desatado en torno al recién nacido debían dejar paso a las preocupaciones lógicas por su formación para desempeñar el oficio (o la misión) que la Providencia le había otorgado. Carlos V, en todo caso, ya tenía decidido cuál iba a ser la función principal de su hijo durante los primeros años de su vida. En realidad, tenía
24
AGS, Patronato Real, Leg. 7, documento 118, nº de catálogo 886, f. 119.
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previsto el papel de su heredero desde mucho antes de que naciera. Todos sabían en la corte que el nacimiento de un hijo era fundamental para asegurar el futuro, muy inestable, de la nueva dinastía en España, y especialmente en Castilla. Tras la derrota de los comuneros en Villalar se necesitaba favorecer la unión del pueblo con la Corona, y ésta no terminaba de encontrarse en el emperador. En este contexto los castellanos marcaron cuál era el camino a seguir para solucionar este “desencarnamiento”. Se pidió al emperador en las Cortes de 1525 que viniese a España, que aprendiese el castellano y que hiciese uso de consejeros castellanos; también le pidieron que se casase con una princesa portuguesa y le solicitaron que sus hijos fuesen criados y educados en Castilla. Quien mejor resumió este pensamiento fue el Almirante, don Fadrique Enríquez, represor del movimiento comunero, quien elevó al rey este consejo: Diréis a S. M. que quiera casarse con persona de nuestra nación y que esta debería ser la hija del rey de Portugal y que su Alteza debería mirar en el aventura a que está toda España y que con solo este casamiento lo remedia todo y que dejándonos señora de nuestra lengua y príncipe, podía S. M. ir por todo el mundo 25.
Y Carlos V aceptó estas súplicas. No tenía otra opción si deseaba mantener a España como base de su poder en Europa 26. Por esto, cuando en 1527 la emperatriz Isabel dio a luz un varón, quien se convirtió de inmediato en el eje de la ineludible castellanización de la dinastía. En este contexto es donde hay que encuadrar el entusiasmo con que se acogió su nacimiento. El pueblo podía esperar de aquel niño que (a diferencia de su padre) sí sería un leal servidor de los intereses de Castilla. De aquí la sorprendente decisión de que Felipe permaneciera en la Península Ibérica hasta los veintiún años, cuando por la dimensión de su herencia hubiera parecido más conveniente su traslado a los Países Bajos
25
“Carta del Almirante de Castilla al emperador Carlos Vº scripta en el año 1523”, en Papeles curiosos sobre varias materias, Biblioteca Nacional de España (BNE), Mss. 6035, f. 112. 26
Vide J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp.
37-57.
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“Por la gracia de Dyos, príncipe de Spaña!”
o a Alemania. En uno de los retratos más tempranos del futuro Rey Prudente, que –por sus rasgos infantiles– puede datarse hacia 1533-1534, aparece en un medallón pétreo con la inscripción “DÕ PHELIPE PRINCIPE DE CASTILLA”. En esta pieza, labrada para decorar los frisos renacentistas de algún palacio castellano, el hijo de Carlos V sostiene en su mano derecha una corona imperial y en la izquierda un pequeño castillo de tres torres 27. Ambos emblemas reflejan su destino como futuro emperador y rey, pero Felipe aparece representado como un príncipe fundamentalmente castellano. La leyenda y el castillo en su mano izquierda así lo reflejan, mientras que la corona imperial alude sólo a su destino posterior. En 1533 él era el príncipe de Castilla, es decir, representaba los anhelos políticos de este reino. El Sacro Imperio, y todavía más Borgoña, eran conceptos contemplados con una cierta lejanía. En múltiples ocasiones se ha criticado la falta de una formación “cosmopolita” en Felipe II, pero cuando nació las circunstancias políticas obligaron a que no saliera de España. Carlos V debía solucionar sus problemas no tanto de legitimidad como de aceptación en Castilla, y gracias al nacimiento de su primogénito en Valladolid pudo deslizar en él un papel representativo como “soberano natural” que, debido a la extensión y diversidad de su imperio, el propio César no podía desempeñar con la propiedad que se le exigía. Pero si los castellanos presionaron para hacer suyo al heredero, no es menos cierto que también existía una situación externa que favorecía su castellanización. En pleno auge de la Reforma luterana y con la ciudad de Roma saqueada, España se erigía como un refugio seguro frente a una Alemania dividida, unos Países Bajos amenazados por Francia, o unos reinos italianos azotados por los ataques franceses y berberiscos. Felipe II había nacido –sí– para el bien de la república, pero esta república era Castilla, donde nació, vivió la mayor parte de su vida y murió. No cabe duda de que siendo niño vio definido el recorrido de su vida por la anómala situación del poder de su padre en España, pero al mismo tiempo debe decirse que sería un error (al igual que se ha hecho con el Saco de Roma) 27 The Hispanic Society of America. Hanbook Museum an Library Collections, Nueva York, 1938, p. 82. La pieza con la catalogación D278 se corresponde con el medallón de Felipe.
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hacer pesar esta circunstancia como una losa sobre el análisis de su reinado. Por ejemplo, si en 1558 no hubiera enviudado de la reina María Tudor, ¿habría regresado Felipe II a Castilla, o habría permanecido en los Países Bajos, cercano a Londres y gobernando su imperio desde Bruselas?
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En manos de mujeres (1527-1532)
Es probable que, para comprender a cualquier personaje histórico, la metodología más útil pase por estudiar con detalle su infancia y juventud. No ha sido esa la tónica habitual entre los biógrafos de Felipe II, y en consecuencia, no ha existido una verdadera recuperación de su figura histórica y se ha tendido a considerar que su personalidad y su política fueron sólo el reflejo de lo aprendido siendo niño. Como veremos, nada más lejos de la realidad, pero lo cierto es que la ausencia de investigaciones profundas sobre los primeros veinte años del monarca español ha terminado por oscurecernos una de las etapas más brillantes de su biografía. Y, en nuestra opinión, si se quiere comprender al soberano de El Escorial –no al estereotipado por los mitos, sino al real y sorprendente contradictor de tales mitos–, se debe comprender antes al príncipe de Valladolid. Como en este capítulo veremos, los primeros años del hijo de Carlos V estuvieron definidos no tanto por las guerras en Europa, como por el contacto con su madre y con el grupo de mujeres a quienes ella encomendó su crianza. Sobre la emperatriz Isabel y su hijo hay buenas biografías y estudios 28, pero sobre las damas que ayudaron a criar al heredero se ha realizado tradicionalmente escaso hincapié. En la época los hombres no intervenían en la formación de los niños hasta que cumplían seis o siete años. En el siglo XVI (y no sólo entonces) el mundo del niño, desde el nacimiento hasta la edad indicada, era fundamentalmente un
28 Citamos como la aportación más reciente, la biografía de Alfredo ALVAR EZQUERRA: La emperatriz Isabel y Carlos V. Amor y gobierno en la corte española del Renacimiento, Madrid: La Esfera de los Libros, 2012.
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mundo femenino, en gran parte cerrado al ambiente social del exterior y lejos del bullicio diario. Como se decía entonces, los niños quedaban en poder de mujeres. Así era la costumbre, pues sólo ellas tenían los conocimientos necesarios para criarles. ¿Quiénes fueron estas mujeres y qué papel tuvieron en la vida del Rey? La selección de las damas que iban a cuidar del príncipe fue una de las primeras tareas que la emperatriz Isabel tuvo que emprender entre 1527 y 1528. Ya hemos hablado de la partera Quirce de Toledo y de la primera nodriza principesca, Beatriz Sarmiento, pero en la etiqueta cortesana el cuidado oficial de los niños se encomendaba a las ayas. Por esta razón, a los pocos días de ser jurado Felipe como heredero, su madre decidió nombrar como tal a doña Inés Manrique, que había sido camarera mayor de Isabel la Católica y pertenecía a la familia de los condes de Paredes. De edad ya avanzada en esta época, es probable que la emperatriz la conociera en la ciudad de Palencia, donde la corte se estableció algún tiempo en 1527 huyendo de la peste. Sabemos que doña Inés se había retirado en 1504 al convento de Calabazanos, muy cercano a dicha ciudad. Con ocasión de esta estancia, Isabel de Portugal debió sentirse muy impresionada ante esta viuda, que vivía como una beata entre las monjas clarisas del convento, y en abril de 1528 se le ofreció el título de aya. En todo caso, su elección no estuvo determinada por unos especiales conocimientos pediátricos, sino por su singular perfil religioso. En la corte lisboeta, desde fines del siglo XV, era costumbre elegir a beatas, o “beguinas”, de sangre noble para desempeñar el oficio de aya. Una beguina, Isabel Fernandes de Magalhaes, lo había sido de la emperatriz, y ella la había traído consigo a Castilla en 1526. Se pude afirmar que esta dama portuguesa fue el modelo que la soberana quiso continuar con la elección de Inés de Manrique. Las obligaciones de doña Inés como aya no eran tanto las ligadas a la crianza del príncipe (función desempeñada por la partera y la nodriza), sino las de cuidar de su formación religiosa y de que todo se hiciera de acuerdo con la etiqueta y las costumbres. Ambas tareas las cumplió tan a la perfección que el propio Felipe II mantuvo con sus hijos la tradición de que les sirvieran como ayas o camareras damas vinculadas familiarmente con Inés Manrique. Y ello a pesar de que Isabel de Portugal, en realidad, hubiera preferido que otra dama, portuguesa, fuera 44
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En manos de mujeres
quien cuidara de su hijo. No pudo hacerlo porque aquello habría levantado enormes suspicacias en Castilla, pero con habilidad la soberana, aprovechándose de la circunstancia de que doña Inés era ya muy anciana, impuso que dicha dama, llamada Leonor de Mascarenhas, se hiciera cargo del niño. Quizá la propia Isabel, consciente de sus inconvenientes, escogió como aya a doña Inés, con el propósito de que sus achaques favorecieran que en la práctica fuera su dama quién velara por Felipe. Si esa fue la idea inicial de la emperatriz, no lo sabemos con certeza, pero la verdad es que su decisión condujo al error de considerar a Mascarenhas como la verdadera aya. Debido a la gran proximidad que esta portuguesa logró alcanzar con el rey siempre se la consideró como tal, y el propio monarca no hizo nada por deshacer tal equívoco, sino que lo acentuó al nombrarla en 1545 como aya de su primer hijo, don Carlos. Leonor respondía al perfil religioso de las beguinas: en 1526 había abandonado Portugal huyendo de varios pretendientes y con el decidido propósito de llevar una vida religiosa. Se dice que en Castilla Ignacio de Loyola llegó a enamorarse de ella. Pronto ambos encontraron otros afectos, más “a lo divino”. En el caso del vasco, las circunstancias de su vocación religiosa son conocidas, en esta dama portuguesa, su solemne voto de castidad estuvo marcado por su relación con Felipe. En una hagiografía de su “aya” se cuenta que: siendo aún el Príncipe muy niño, andando en un corredor de Palacio, descuidadamente se llegó tanto [al borde], que estuvo a pique de despeñarse, hallándose ya fuera de la baranda, sin más amparo que una muy angosta zanefa de pizarra. Cuando le vio de esta suerte Doña Leonor, hizo en su corazón el voto referido, y apresurando el paso, aunque con sosiego, porque no se espantara el Príncipe y se despeñara con el susto, le asió y le libró del peligro, dando a Dios infinitas gracias por el beneficio que había recibido de su divina mano en librarla de trabajo tan grande y peligro tan evidente 29.
29 José Mª MARCH: “Un grave riesgo corrido por Felipe II siendo su Aya Leonor de Mascareñas”, Correo erudito. Gazeta de las Letras y de las Artes, Año III, 22 (1943), pp. 100101. Sospechamos que este episodio acaeció en Ávila, en una de las galerías al patio interior de la Casa de los Velada, edificio donde se alojaron la emperatriz y su familia en 1531. Carlos V no estuvo allí entonces.
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En el mismo texto se narra como Mascarenhas corrió con el niño para postrarse a los pies de Carlos V, a quien rogó su licencia para recogerse en un convento, pero el monarca aconsejó que difiriera su profesión religiosa algunos años. Doña Leonor, pues, siguió al cuidado del niño, y este amago de accidente no influyó en su infancia que discurrió sin grandes problemas. Quizá surtiera efecto un amuleto que tenía el príncipe, un anillo de oro colgado de unas cuentas de calcedonia, en el que tenía grabadas “unas letras talladas al derredor del, en que dicen . os. non. comminuestis. ex. eo” 30. Esto es, el texto del versículo “No se Le romperá hueso alguno”, del evangelio de san Juan, y sobre cuya capacidad protectora sobre el príncipe no parecía haber dudas. Junto con Inés Manrique y Leonor Mascarenhas, no podemos olvidar el papel esencial de las amas de cría. Las funciones de ambas damas no incluían ni la alimentación ni los cuidados más básicos del pequeño príncipe, que eran exclusivos de las nodrizas. En la época no era habitual que una sola mujer se encargara de dar de mamar a los infantes reales, ya que la falta de leche en un determinado momento, o la enfermedad de la nodriza o del niño, aconsejaban siempre la sustitución del ama. Sabemos que en 1528 la primera nodriza del príncipe, Beatriz Sarmiento, ya había regresado a su Mojados natal, recompensada con un juro de cien mil maravedises de por vida, libre de cargas fiscales. Mientras se buscaba una nueva nodriza, tarea no siempre sencilla, se acudió a una gran dama de la corte, doña Leonor Laso Girón. Sólo así se entiende que su marido Luis de Portocarrero, conde de Palma, recibiera el título honorífico de “amo del Príncipe”, que sólo podían ostentar los esposos de las amas de cría en palacio. En todo caso, se trató de una nodriza ocasional, pues en poco tiempo se encontró sustituta en doña Isabel de Toledo, vecina de esta ciudad, quien, sin embargo, no tardó en ser reemplazada por una nueva nodriza, la también hidalga Isabel Díaz de Reinoso, quien en agosto de 1529 recibía 40 ducados por merced de la emperatriz. Esta nueva ama del príncipe, toledana, permaneció a su servicio durante varios años, de manera que terminaría por ser considerada como la verdadera y única nodriza del Rey. En las cortes de la época las nodrizas reales tenían una importante consideración social. Aquella 30
AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 7º, f. 2r.
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copla “Bienaventurada el ama / que tal príncipe criara”, cantada en el bautizo de Felipe, bien podía aplicarse a Isabel Díaz, quien ayudada por una criada puesta a su servicio, cumplió con creces su misión. Como ocurriera con Leonor de Mascarenhas, Felipe II la reclamaría años después para cuidar de todos sus hijos 31. En junio de 1528 el doctor Alfaro informaba a Carlos V: “El príncipe mi señor está muy bueno con cuatro dientes. Es de dar infinitas gracias a Dios de sus cosas y manera”. Sabemos que un año más tarde ya había sido destetado 32, pero su nodriza no fue despedida. La emperatriz Isabel decidió mantenerla al lado de su hijo, para que siguiera sirviendo como su niñera, lavándole, vistiéndole, dándole su papilla, o “papa” (que en 1529 se componía de carne de gallina y carnero), limpiando sus arañazos y heridas y acunándole para dormir. Tras el destete el niño, si bien seguía necesitando del cuidado femenino, lentamente se fue encaminando hacia la “puericia”, edad en la que sería entregado a otros hombres para su formación. Hasta que este momento llegara, le faltaba por superar algunos ritos de iniciación. En Castilla esta costumbre ritual se centraba en torno a la ceremonia de puesta de hábito de galán. Durante sus primeros tres o cuatro años, los niños vestían con faldones y mantillas, o con pequeños hábitos religiosos para que el niño estuviera protegido de enfermedades. Leonor de Castro, dama portuguesa de la emperatriz, nos proporciona hacia 1530 algunas anécdotas sobre la importancia del vestido en la infancia del joven Felipe. Así, escribe al emperador que uno de los entretenimientos preferidos del heredero era el de discutir con su hermana María (nacida en 1528) sobre ropa: Pasan su tiempo el Príncipe y la infanta en envidias sobre cuál tiene más vestidos, aunque S. M. no se los quiere dar de tela de oro, siquiera para vestir los domingos 33. 31
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: El aprendizaje cortesano…, op. cit., pp. 39-40.
32
AGS, Cámara de Castilla-Cédulas, Lib. 318 (2), f. 221r. La emperatriz Isabel a Francisco de los Cobos (Madrid, 12 de octubre de 1529). 33
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, pp. 122-123. Leonor de Castro a Carlos V (c. 1530).
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Pero a medida que progresaban en el aprendizaje del caminar, estas vestiduras infantiles, imitaciones de las femeninas, se cambiaron por calzas, gregüescos y jubones, piezas típicas de la ropa masculina. Corría el año 1531 y Felipe tenía cuatro años, cuando: Comió [la emperatriz Isabel] en el refectorio con el príncipe y con todas las monjas, y a la tarde mandó que al príncipe, que andaba en mantillas, le pusiesen de hábito corto, y así salió de aquel convento en hábito de galán, cual siempre fue 34.
Este ritual tuvo lugar en el convento de Santa Ana, en Ávila. En esta ciudad la emperatriz y su familia fueron recibidas triunfalmente, con tal estipendio municipal que algunos cortesanos advirtieron que se había empleado una pompa superior a la que otras ciudades castellanas tenían con Carlos V. Quizá fuera por el entusiasmo que Felipe, príncipe “natural”, provocaba, pero no podemos dejar de mirar hacia el reciente obispo de Ávila, Rodrigo Sánchez de Mercado, quien tres años después de sus cartas a Adurza y la Chaulx había logrado ser promovido a la sede abulense. Fue él quien recibió a la emperatriz y a su hijo, cuyo nacimiento tanto “interés” le suscitó. Parece que su disposición por medrar en la corte no había disminuido. Quizá también estuvo entre los testigos de esta ceremonia Antonio de Honcala, teólogo abulense, pues resulta muy curioso que, años más tarde, quisiera que este tránsito en la infancia de Felipe quedara reflejado en una significativa estampa de su Pentaplon christianis pietatis, que Honcala dedicara al príncipe en 1546 (véase cuadernillo central en color). En esta xilografía se muestra al futuro Felipe II como un niño recién salido de la cuna, primero descalzo y con un traje largo, ceñido y abierto por los lados; y después, algo más crecido, también con una vestidura talar, propia de un escolar, pero ya luciendo las calzas del hábito de galán. Como veremos, frente a la idea extendida por algunos autores decimonónicos de una infancia triste y enfermiza, las fuentes de la época nos hablan de un niño alegre y travieso. “Felipito”, como cariñosamente le llama en alguna 34 Prudencio de SANDOVAL: Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V. Máximo, fortísimo, Rey Católico de España y de las Indias, Islas y Tierra firme del mar Oceáno, Madrid: Atlas, 1955, BAE. 81, vol. II, p. 425.
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ocasión el bufón Francesillo, era el protagonista habitual de graciosas anécdotas. Su personalidad empezaba a fraguarse. Leonor de Castro cuenta en una de sus cartas como ella y las demás damas de la emperatriz se divertían en Aranjuez vistiendo al príncipe un capote de monte sobre su vestimenta infantil, ropas con las que, armado con una pequeña ballesta, Felipe jugaba a cazar. Es también en esta época cuando Pedro González de Mendoza escribió otras cartas a Carlos V detallando el carácter y travesuras de su hijo. Este noble, uno de los mayordomos del emperador, había sido enviado desde Italia para visitar a Isabel de Aviz, y mientras permaneció en la corte castellana escribió interesantes misivas. Al igual que en el caso de Mascarenhas, nunca fue ayo de Felipe II, como habitualmente se ha venido afirmando. Mendoza, en sus cartas, presenta ya a un niño que poco a poco se iba acercando al ideal masculino. Nada de peleas sobre vestidos, al contrario, sus anécdotas revelan la temprana conciencia de su masculinidad frente a las mujeres de su entorno, como, por ejemplo, el gesto de no querer ir montado sobre su mula sentado a mujeriegas: “S. A. salió de Toledo en un machico pequeño, y no quiso que le sentasen en la silla sino los pies en los estribos” 35. Ahora bien, erraríamos si pensáramos que la influencia maternal de la emperatriz y de las mujeres de su Casa no tuvo una gran importancia en la formación de Felipe II. Aunque en la sociedad misógina del siglo XVI su papel formativo en los niños era considerado como una actividad limitada, la verdad es que les cupo la responsabilidad de mentalizar al heredero en una serie de esquemas de conducta muy importantes, corrigiendo sus vicios, enseñándole a caminar, a hablar, y, por último, instruyéndole en los rudimentos de la fe cristiana. No en vano, Isabel había escogido como ayas de su hijo a dos “beatas”, en el sentido que se les daba entonces en la época. Inés Manrique, fallecida antes de 1540, no permaneció mucho tiempo en el recuerdo de su pupilo, pero tanto Isabel Díaz como Leonor de Mascarenhas lograron tener un gran ascendiente sobre el rey hasta la muerte de ambas, en Madrid (1584). Al fin y al cabo, fueron ellas quienes, una vez que Felipe fue vestido de corto, le guiaron en su apertura al mundo, que hasta entonces había observado desde los brazos de su ama o desde la mano 35
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, pp. 47-48. Pedro González de Mendoza a Carlos V (Illescas, 20 de mayo de ¿1531?).
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de su madre. Asimismo, estas mujeres emprendieron una tarea que iba más allá de cuidar a un adulto en miniatura, también fueron las protagonistas de su enseñanza inicial en los modales cortesanos. De su mano Felipe aprendió, por ejemplo, algo tan fundamental como asumir su propia dignidad. No bastaba con ser hijo de emperadores, o de haber nacido “primero”, para comprender el significado de tener un lugar tan señalado en la sociedad. Y así, desde muy pequeño Felipe II puso de manifiesto que era muy consciente de su figura social. Escribía Pedro González de Mendoza a Carlos V en 1531: El Príncipe está tal, que de un día a otro se halla gran mudanza en S. A. No se puede excusar de contar algunas cosas de las que dice y hace, porque son dignas de memoria. V. M. preste paciencia al corrimiento de padre. Este día pasado le suplicaba una dama que recibiese una [sic] paje y nunca quiso, y decía que tenía muchos, que no lo podía tomar, que lo diesen a su hermana que no tenía ninguno; dijéronle que ella no tenía pajes tan presto: respondió enojado: pues busca otro príncipe, que por estas calles los hallarás. De esto hubo tantos testigos que V. M. lo puede muy bien creer.
Se cuenta también que en 1535, importunado Felipe por uno de sus cortesanos, le contestó con enojo: “Mucho me aprietas, Hulano, / cras me besarás la mano” 36. Aducía aquí el príncipe niño a los versos del romance “La Jura de Santa Gadea”, en los que el rey Alfonso VI le dice al Cid: –Mucho me aprietas, Rodrigo; Rodrigo, mal me has tratado. Mas hoy me tomas la jura, cras me besarás la mano–.
Un texto que Felipe debía haber oído cantar a las mujeres de su entorno, donde los romances y los libros de caballerías eran lecturas habituales. Incluso la emperatriz Isabel tenía en su cámara un libro del “rey don Rodrigo y del Cid”, donde pudo oír leer aquellos versos 37. No en vano, fueron la emperatriz y sus damas quienes también enseñaron a leer al príncipe. Se cree que tras 36
Citado por Paloma DÍAZ-MAS (ed.): Romancero, Barcelona: Crítica, 1994, p. 32.
37 J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp. 377-378. El inventario en AGS, Contaduría Mayor de Cuentas (CMC), 1ª época, Leg. 550, s/f. “Libros de todas suertes”.
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aprender las oraciones básicas, el primer libro de oraciones en el que Felipe rezó fueron unas Horas, regaladas por su madre. El aprendizaje de una cierta “teología infantil” fue completado después con la lectura de unos evangelios con oraciones diversas, un evangelio de san Juan y unas Horas de la Virgen. Sus ricas encuadernaciones, así como los contenidos y la descripción de sus cubiertas con anillas y cintas para colgarse, ya del cinto o al lado del lecho, nos señalan su uso tanto devoto como pedagógico por parte de Felipe. Al rezo de las Horas y la lectura de los Evangelios debió seguir el del Rosario. Cuando la emperatriz falleció legó a su hijo: “Un librico que es del rosario de nuestra señora con sus cubiertas de cuero negro, con dos manecillas e dos asilas”. Este libro parece corresponderse con el pequeño Rosarium, llamado de Felipe II, obra iluminada por Manuel Denis, un criado y artista al servicio de la emperatriz hacia 1530, y que se conserva en la Biblioteca Chester Beatty de Dublín. Son numerosas las citas que describen a Felipe II como un niño precozmente maduro. ¿Fue así? Debe reconocerse que algunas anécdotas infantiles del monarca son de dudosa verosimilitud, en especial las recogidas a principios del siglo XVII por Baltasar Porreño en sus Dichos y hechos del rey, no tanto porque se las inventara, sino porque la tradición oral en que se basaban parece un testimonio poco fiable. En cambio, las cartas de Leonor de Castro o del mayordomo González de Mendoza sí reflejan con claridad a un niño travieso, al que en ocasiones su madre no ahorraba una azotaina. Felipe II, pues, no fue el niño triste que vivía encerrado en una cámara sin salir a tomar el sol, pero lo cierto es que el modelo social cortesano y político que se trataba de imponer en su formación no alentaba la visión de una niñez despreocupada y lúdica. Al contrario, en la época uno de los mayores elogios que se hacían de los niños nobles era el de que parecían mayores con relación a su edad. La corte era un medio ceremonioso, donde todo debía amoldarse a unas pautas de etiqueta y de civilidad muy estrictas. Los niños envarados, de sólo tres o cuatro años, que contemplamos en los retratos de Sánchez Coello o de Pantoja de la Cruz, reflejan ese ideal, ese porte inherente a la persona real, que transmite al espectador una imagen de la realeza. Cuando Porreño escribe sus anécdotas de la niñez del ya conocido como Rey Prudente, en realidad, fuerza los dichos y hechos infantiles del monarca para que se ajusten a este modelo y sirvan a su vez de ejemplo en la corte de Felipe IV. 51
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Porque se criara en un espacio femenino durante los primeros años de su vida, no debe suponerse que Felipe fuera tratado como una niña. Muy al contrario, y como hemos visto en los ejemplos anteriores, se procuraba potenciar su futura masculinidad y su elevada posición social. No en vano, la etiqueta y el ceremonial palatinos protegían la jerarquía y situaba a cada cual en su justo lugar. En el proceso de aprendizaje de este particular lenguaje cortesano, Inés Manrique, Leonor Mascareñas, Isabel Díaz o Leonor de Castro no fueron meras observadoras, sino que actuaron como severas “instructoras” del príncipe. En la documentación conservada podemos ver como promocionaron en Felipe, entre otras cosas, el gusto por la equitación: “El Príncipe fue con S. M. y anduvo en su mulica solo y hallóse muy bien” 38; rieron a Felipe sus primeros paseos a lomos de un mulo pequeño, como cuando salió de esta guisa por las calles de Toledo, “diciendo a S. M. [la emperatriz] cosas para reír y muy alegre de verse cabalgando” 39, y atendieron, a su vez, las ansiosas demandas de aquel jinete neófito: “ahora anda muy sano y muy bueno y siempre pidiendo si le ha enviado V. M. caballos, mulas o brincos” 40. La incitación a la caza también formó parte de su labor femenina, y las damas de la emperatriz se divirtieron en más de una ocasión vistiendo al heredero con un capote de monte y animándole a usar una pequeña ballesta: El Príncipe está muy contento con un sayo y capote de monte que tiene; pide cada día a la emperatriz, nuestra señora, que vaya a Aranjuez, y con este vestido y una ballesta que tiene amenaza tanto a los venados que me parece que cuando V. M. venga no hallará ya que matar 41.
Años más tarde fray Juan de Zumárraga, obispo de México, recordaría en una carta al propio Felipe que, cuando hacia 1534 le visitó en Toledo, “v. alteza me preguntaua de los venados y cosas deste su reyno y nueuo mundo 38 J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 47. González de Mendoza a Carlos V (Ocaña, 30 de abril de ¿1531?). 39
Ibidem, I, p. 48. González de Mendoza a Carlos V (Illescas, 20 de mayo de ¿1531?).
40
Ibidem, I, p. 122. Leonor de Castro a Carlos V (c. 1530).
41
Ibidem, I, p. 123. Leonor de Castro a Carlos V (c. 1530).
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II:
En manos de mujeres
que aca tiene” 42. No hay duda de que su gran afición cinegética se inició en estos años. La sociedad, en cambio, sólo reconoció a estas mujeres su papel en la iniciación religiosa del príncipe. Como escribiera en 1536 Juan de Zúñiga a Carlos V, refiriéndose a la religiosidad de Felipe: el temor de Dios en él es tan natural, que en su edad yo no lo he visto mayor. Creo yo que le ayuda mucho ser tan buenas mujeres y cristianas doña Inés Manrique y doña Leonor Mascareñas 43.
Este elogio a la formación religiosa que sus dos “ayas” le habían proporcionado estaba en relación con su inclinación personal hacia el beguinato, un modelo de religiosidad femenina muy vinculado con el movimiento de la devotio moderna. Frente a la idea un tanto “mojigata” que se ha perpetuado sobre las damas de la emperatriz, retratadas como mujeres severas, devotas y dedicadas a beaterías supersticiosas, la realidad fue muy diferente. Tanto doña Inés como Leonor ejercían una forma de vida religiosa novedosa, que en ocasiones las enfrentaba a los arraigados prejuicios de la Iglesia. Que la emperatriz apoyaba decididamente esta vía religiosa lo demuestra tanto que estas damas fueran ayas de su hijo, como el hecho de que en 1534 pensara escoger como maestra de la infanta María a cierta Isabel d’Orrit, o de Josa. Esta dama barcelonesa llegó a predicar públicamente en Roma. Se cuenta que en 1545 Isabel cuestionó ante Paulo III la prohibición de que una mujer pudiera predicar. Se reunió entonces una comisión de teólogos que dictaminó que no podía predicar, sino leer. Y así ella pudo subir al púlpito con un libro, aunque no leyera en él 44. Su destino fue muy diferente al de cierta Eugenia la borgoñona, una beata de origen neerlandés que vivía en Toledo y se dedicaba a enseñar a leer y escribir a las niñas pobres. Entre 1533 y 1534 fue procesada por los inquisidores, suspicaces antes 42
Juan de Zumárraga al príncipe Felipe (1543) (AGI, Patronato, 184, R. 37).
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Ibidem, I, p. 230. Zúñiga a Carlos V (Madrid, 11de febrero de 1536).
44 Suceso que se recoge en el Floreto de anécdotas y noticias diversas que recopiló un fraile dominico residente en Sevilla a mediados del siglo XVI, en Memorial Histórico Español XLVIII (Madrid, 1948), pp. 164-165.
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esta novedad y temerosos de la doctrina que pudiera inculcar 45. Quizá este hecho influyó de manera determinante para que Isabel de Josa no fuera nombrada maestra de la infanta y se volviera a Barcelona. Entre 1527 y 1535, la instrucción religiosa de Felipe II estuvo determinada por un ambiente femenino. Y aun cuando después se le puso Casa propia, mientras la emperatriz vivió la corte de su hijo funcionó sólo como un apéndice de la Cámara materna. En este ambiente de cercanía se comprende que damas como Leonor de Mascarenhas continuaran influyendo notablemente en su espiritualidad. Las cuentas de la Casa del Príncipe revelan que sus primeras devociones estuvieron dirigidas hacia la Virgen María, san Jerónimo, san José, san Cosme y san Damián, cultos que fueron incentivados por Mascarenhas. Sabemos que en 1535 estaba en la cámara del príncipe una imagen de oro y esmalte de san Jerónimo, que doña Leonor le había entregado 46. Doña Leonor debió introducir en la corte de la emperatriz la devoción femenina por este santo, tan ligada a su persona que el joven Felipe le escribiría desde los Países Bajos, con algún sentido del humor: y por vida de san Jerónimo cuyo día ha muy pocos que pasó que es verdad y por aquí veréis que ha ocho que hizo un año que no os he visto que todavía se me han hecho a mí más 47.
Durante los años siguientes, doña Leonor continuó ejerciendo una gran influencia espiritual en el hijo del emperador. Cuando en marzo de 1536 decidió erigir un oratorio a san José, Felipe participó en su aderezo entregando cuatro prendas para vestir la imagen del santo: una daga con el puño de coral, un sayo, una capa de paño negro, forrada en raso carmesí y un bonete en tela dorada. 45
Archivo Histórico Nacional (AHN), Inquisición, leg. 200, exp. 9.
46 AGS, CSR, Memoria de la cámara del Príncipe nuestro señor (1535), Leg. 36, Fol. 7º, f. 1v. 47 Don Felipe a Leonor de Mascarenhas (Deventer, 10 de octubre de 1549), Instituto de Valencia de Don Juan (IVDJ), Envío 109, pp. 168-171. Carta publicada por Gregorio de ANDRÉS MARTÍNEZ: “Leonor de Mascareñas, Aya de Felipe II y fundadora del Convento de los Ángeles de Madrid”, Anales del Instituto de Estudios Madrileños 34 (1994), p. 367.
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II:
En manos de mujeres
Sin duda, las prendas donadas ofrecían una extraña vestidura para el padre putativo de Cristo, pero en la teología de la época era identificado como el “ayo” del hijo de Dios. La misma y celestial protección se invocaba ahora para el príncipe Felipe, de aquí que el san José de su oratorio se pareciera más a un caballeresco cortesano que a un carpintero 48. Las ropas y la daga con que ayudó a vestir esta imagen religiosa constituyen un reflejo de los cambios que entonces ya se habían producido en la formación del príncipe. Él también era un caballero, el niño estaba quedando atrás.
48 José Luis GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: “En los inicios de la devoción josefina en España: Leonor de Mascarenhas y la Corte de la emperatriz Isabel y del príncipe Felipe (1536-1546)”, Estudios Josefinos 103 (1998), pp. 3-18.
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III
El niño y el caballero (1532-1534)
A partir de 1532 el papel femenino en el aprendizaje del joven Felipe se fue diluyendo en favor de otros criados masculinos. El porte, la manera de hablar, de vestir o de andar podían ser aprendidos de su madre o de su aya, pero no así otras habilidades sociales como la esgrima, la equitación, la justa o la caza, actividades cuya instrucción y práctica estaban en manos de hombres. Por esta razón, el regreso a España de Carlos V en mayo de 1533 marcó un claro cambio en la formación de su hijo, aunque todavía siguiera en manos de mujeres. En varias ocasiones se ha afirmado que Felipe II fue criado y educado con el inconveniente de la constante ausencia de su padre. Esto es cierto sólo en parte, pues durante sus primeros dieciocho años de vida compartió cerca de diez con él, y cartas, como las antes extractadas de Leonor de Castro o Pedro González de Mendoza, constituyen testimonios fehacientes del amor filial del soberano hacia su hijo. Si bien, resulta obvio que las personalidades de Carlos y Felipe fueron muy diferentes, algunos retratos “psicológicos” se han enredado demasiado en un inútil juego de comparaciones entre ambos 49. Lo que sí es cierto, en cambio, es que Carlos V no tuvo casi intervención en la vida de su hijo hasta que cumplió los seis años. Esto no se debió solamente a que estuviera fuera de España entre 1529 y 1533, sino porque, como ya hemos dicho, en esa edad infantil los niños estaban al cuidado exclusivo de las mujeres. 49 Como se hace por Hugh TREVOR-ROPER: Príncipes y artistas. Mecenazgo e ideología en cuatro Cortes de los Habsburgo 1517-1623, Madrid: Celeste Ediciones, 1992, p. 59, y por José Antonio VACA DE OSMA: Carlos I y Felipe II, frente a frente: glorias, mitos y fracasos de dos grandes reinados, Barcelona: Rialp, 1998.
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En 1529 Carlos V, siguiendo el consejo del almirante de Castilla sobre “que dejándonos señora de nuestra lengua y príncipe, podía S. M. ir por todo el mundo”, decidió encomendar a su esposa el gobierno de los reinos hispanos. Pudo así emprender un largo periplo por Europa, e Italia fue el primer destino de su viaje. Allí fue coronado como emperador en Bolonia por el papa Clemente VII, cerrando así las heridas del Saco de Roma. La segunda etapa fue Alemania, donde el nuevo César convocó una Dieta en Augsburgo con el propósito de solucionar el conflicto religioso que desgarraba al país desde 1517. Sin embargo, ni el papa ni Lutero apoyaron las medidas conciliadoras propuestas. La tercera etapa tuvo como destino los Países Bajos, donde Carlos V nombró a su hermana María como gobernadora y reorganizó las instituciones de sus estados natales. Neutralizada Francia tras la victoria imperial en Pavía (1525), el emperador parecía pasearse por Europa en triunfo, casi sin oposición, sin embargo, una amenaza creciente provenía de oriente. En 1526 el rey Luis II de Hungría había perdido la vida y su reino tras ser derrotado en Mohács por los otomanos. Con estos en las fronteras de Alemania, Carlos V logró el apoyo de los príncipes protestantes para liberar a Viena del asedio otomano en 1532, viéndose Solimán el Magnífico obligado a levantar el cerco y retirarse a Hungría. Las noticias sobre estos sucesos fueron llegando a Castilla con fluidez, y es de suponer que las hazañas militares de su padre eran narradas al príncipe Felipe, que las escucharía con indisimulado asombro y satisfacción. Ya en 1531 Pedro González de Mendoza narraba a Carlos V como su hijo jugaba a los torneos con los pajes de su madre: “Su pasatiempo es ordenar justas a los niños, y las lanzas son velas encendidas, y paran los encuentros en el doctor Villalobos, donde vienen a morir”. Era evidente que el joven heredero trataba de imitar algunas de las hazañas paternas. Sin embargo, cuando Felipe empezó a asomarse a la puericia, la situación cambió de manera sustancial. Al regresar a España, su progenitor dejó de constituir para aquel niño una referencia tan lejana como admirada, pero también para el monarca cambió la percepción que tenía de su primogénito. Debido a la alta mortalidad infantil de la época superar los cinco años de edad era considerado como un triunfo y una garantía de supervivencia. Parecía lógico que los hombres no se encariñaran demasiado con sus hijos pequeños. Un tercer 58
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El niño y el caballero
hijo de Carlos V, el infante Fernando, nacido en 1530, había fallecido unos pocos meses después víctima de la epilepsia. Sin embargo, Felipe había logrado superar dicha barrera vital en 1532. No ha de sorprender, por tanto, que se operara en el César un notable cambio de actitud hacia su hijo. No fue sólo una cuestión de edad, sino que sabemos que también influyó un drama familiar. Durante su larga ausencia de España el monarca había tomado a su cargo la educación de su sobrino el príncipe Juan de Dinamarca. Este muchacho, hijo de su hermana Isabel (fallecida en 1526) y del destronado rey Cristián II de Dinamarca, había nacido en 1518 y se educaba en Flandes bajo los cuidados de su ayo danés Gotskalk Eriks, un noble humanista quien le daba para leer los Apotegmas de Erasmo. Carlos V se encariñó grandemente con su sobrino y decidió incorporarlo a su séquito, pero falleció inesperadamente en Ratisbona en agosto de 1532. Con gran dolor escribiría a María de Hungría: Lo he sentido tanto como si fuera mi hijo, pues como tal le consideraba; estaba ya muy alto y familiarizado conmigo. La voluntad de Dios pudo haberse cumplido en cualquier parte, sin embargo, yo siento mucho habérmelo traído aquí. Que Dios me perdone, pero desearía que en su lugar estuviera su padre. Sin embargo, el muchacho está ahora en lugar más seguro. Ha muerto sin pecado, de forma que él aún cargado con los míos, tiene asegurada la gloria eterna; incluso en el momento de expirar exclamó: Jesús.
Ante el fuerte impacto que esta triste pérdida le causó, no ha de sorprender que al mismo tiempo Carlos V decidiera volcar su atención hacia el hijo verdadero, Felipe, preocupándose por cómo encaminar su formación social, intelectual y política. Cuando regresó a España estaba determinado a que la formación de su heredero entrara en una nueva etapa, y sin duda ésta pasaba por virilizar su figura y entorno, eligiendo un ayo y a un maestro para su instrucción y organizando una Casa para su servicio cortesano. No tardó el César en dejar constancia de sus intenciones, pues a los pocos días de desembarcar en Barcelona, el primero de mayo de 1533 impuso a su hijo el collar de caballero del Toisón de Oro, orden de la que ya le había hecho caballero en el capítulo de Tournay dos años antes. Tras su nacimiento, su bautizo, su jura como heredero y su puesta de hábito corto, esta investidura como caballero constituyó para el príncipe una nueva ceremonia ritual que le integraba en el mundo de los adultos. 59
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Su simbolismo tuvo tanta importancia que en la “memoria” de las cosas de oro y plata que poseía Felipe en 1535 aparecen citados en primer lugar un collar de oro del Toisón, una cadenita de oro con otro vellocino de la Orden y otro pequeño sin cadenilla 50. Armado caballero se abrían al príncipe nuevas vías de acceso a las formas de vida cortesana de los adultos, y esto exigía que fuera tratado como tal y que él mismo se comportara con arreglo a su dignidad. Esta labor ya no era tarea propia de mujeres, y en consecuencia se hizo necesario que fueran sustituidas por hombres. En aquella época se consideraba esta transición como un momento muy delicado en la vida de cualquier individuo. El niño pasaba del mundo abrigado y protegido que suponía la cámara materna (al menos en las familias nobles o de algún rango social), para salir a los espacios del exterior, propios de los adultos. En el caso de Felipe II esta transición fue relativamente larga, desarrollándose entre 1532 y 1535, cuando fue sacado definitivamente del poder de mujeres. La resistencia de la emperatriz Isabel a entregar a su hijo, cuya mala salud no parecía aconsejar un cambio en su régimen de vida, y la celebración de Cortes en Aragón dilataron tan importante decisión. Además, la soberana no tardó en encontrarse de nuevo embarazada, motivo que fue esgrimido para evitar que su hijo mayor fuera apartado de su lado, por las molestias que esta decisión provocaría y que pudieran repercutir en el buen desarrollo de la gestación 51. En consecuencia, Carlos envió a su familia a Valladolid, y él decidió visitar Salamanca, Zamora y otros lugares del reino de León. Este viaje, en apariencia menor, era importante. Tras los levantamientos de las Comunidades y de las Germanías fue la primera vez que el monarca pudo constatar como recorría sus reinos con una aceptación popular casi plena. Los años en que su esposa había gobernado en Castilla habían permitido cicatrizar en gran parte las antiguas heridas de la guerra. El monarca podía sentirse muy satisfecho, pero fue entonces cuando los castellanos le solicitaron un nuevo esfuerzo: que el príncipe fuera educado como su futuro soberano natural. Ya en las Cortes de Madrid, celebradas en 1528, se había suplicado que los servidores de las Casas de la emperatriz 50
AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 7º, f. 1r.
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J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: El aprendizaje cortesano…, op. cit., p. 68-70.
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El niño y el caballero
y del príncipe fueran castellanos, sin que en los procuradores se denotara pudor alguno por justificar la petición tanto en razones de fidelidad y lealtad, como “para que puedan tener [los servidores] de que se mantener”. Esta petición se había cumplido en gran parte con respecto al servicio cortesano de la soberana, desplazándose de los puestos de mayor importancia a sus servidores lusitanos; pero cuando en 1534 llegó el momento de organizar una Casa para el príncipe, se recordó con rapidez al César que debía dar una respuesta. ¿Debería aceptarse la petición castellana, que suponía organizar la casa del heredero al trono según la etiqueta del reino, o imponer el estilo áulico de Borgoña? En el caso de la emperatriz se había aceptado la castellanización de su Casa, pero en esta ocasión se trataba del servicio palatino del posible sucesor a la corona imperial. La decisión era complicada, pues no se había olvidado que años atrás el infante don Fernando, hermano de Carlos nacido en Alcalá de Henares, había concitado sobre su figura de tal manera el afecto de los castellanos que estuvo a punto de ponerse en peligro la legítima sucesión de su hermano. ¿Podría repetirse esta situación con Felipe? El riesgo, tras las Comunidades, estaba muy presente, pero lo cierto es que aquella temida coyuntura nunca llegó a darse. Al contrario, Carlos V obvió la posibilidad de que su hijo pudiera convertirse en el eje de una oposición al poder imperial, y supo ser lo suficientemente hábil como para convertir a su hijo en un formidable factor de presión de la Corona hacia Castilla. Este reino se había convertido en la principal fuente de apoyo al poder del César en Europa, por ello el César estaba muy interesado en manejar de modo discreto, aunque efectivo, el temor castellano a que su hijo fuera sacado del país, como en 1518 se hizo con su tío el infante Fernando. Felipe se convirtió así en una garantía de fidelidad. Desde el punto de vista financiero, razones más prosaicas también instaban a situar la corte del príncipe en Castilla. Sólo en este reino era posible designar rentas y encabezamientos con los que sostener las casas reales, de modo que cuando en 1534 se le puso Casa o servicio cortesano propio, las consignaciones para cubrir los gastos de la misma se hicieron sobre Segovia, Ávila, Ciudad Real o Plasencia 52. Si era Castilla quien sostenía los gastos de la Corte, era lógico 52
AGS, CSR, Leg. 33, Fol. 1º, “Libranzas para la paga de la Casa del Príncipe. Año de 1536”.
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que ésta residiera en su territorio y se ajustara a la etiqueta autóctona. Asimismo, no debe olvidarse que los castellanos habían jurado a Felipe como príncipe heredero en 1528, un reconocimiento que las Cortes de Aragón, Cataluña y Valencia no realizaron hasta 1542, y los estados de los Países Bajos hasta 1549-1550. De la identificación castellana con la figura principesca existen en esta época notables ejemplos. En 1532, por ejemplo, durante unas justas literarias celebradas en honor de san Juan Evangelista, uno de los poetas participantes, el capitán Diego de Salazar, al querer ensalzar al cardenal Alonso Manrique con la denominación de “príncipe”, justificó tal titulación con la siguiente estrofa, esclarecedora de la consideración que un joven Felipe, de sólo cinco años de edad, ya había adquirido entre los castellanos: Si alguno se maravilla porque príncipe os llamemos vos a la romana silla como Philipe a Castilla pretendéis como sabemos: Que si en lo espiritual señorío temporal tiene el Papa a su mandado pues espera aquel estado príncipe es el Cardenal 53.
Fue también en este año cuando el cronista indiano, Gonzalo Fernández de Oviedo regresó a España desde Santo Domingo, trayendo consigo el grueso manuscrito iluminado de su Catálogo real de Castilla y de todos los Reyes de las Españas. La obra había sido compuesta para Carlos V, pero como en Castilla no se encontraba el monarca, el autor se vio obligado a ofrecer el libro a la emperatriz. Este contratiempo no le desazonó, al contrario, Fernández de Oviedo vio la oportunidad de proponer que el príncipe Felipe aprendiera a leer con su Catálogo, y así lo aconsejó en una nueva dedicatoria al César:
53
Justas literarias en loor del bienauenturado sant Juan Bautista, Sevilla: s.n., 1532, f.
AIIIr.
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El niño y el caballero porque de más de ejercitarse su puericia (cuando a tal edad llegue) en cosas tan memorables, sabrá desde su niñez acordarse de su antigua e real prosapia y tendrá aprendida su memoria muchos actos que los buenos príncipes sus predecesores obraron y los que muchos varones ilustres e leales súbditos suyos han fecho, esclarecidos por sus hazañas 54.
Es probable que Fernández de Oviedo ignorara que su propósito “castellanizador” no era novedoso, pues ya las damas de la emperatriz se habían encargado de enseñar al príncipe algunos romances, como los del Cid, pero es evidente que su propuesta pone de manifiesto como desde Castilla se veía no sólo la necesidad de que el heredero conociera la historia castellana, sino de que iniciara su educación, aprendiendo a leer, por ejemplo, en el citado Catálogo real. En este contexto no ha de sorprender que otra de las importantes decisiones que Carlos V hubo de tomar cuando retornó a España fuera la de escoger un maestro para su hijo. Tras casi dos siglos de humanismo renacentista, en esta época era ya habitual que los niños nobles desde tierna edad se pusieran bajo el cuidado de un preceptor. Aunque la enseñanza del príncipe hubo de esperar hasta que cumplió los cinco años de edad, lo cierto es que había suscitado un gran interés entre los erasmistas españoles, tan vinculados entonces a la corte imperial. La imagen de un Rey Prudente educado en los modelos del erasmismo puede parecer contradictoria con el posterior perfil del monarca, pero ulteriores investigaciones han demostrado que la influencia de esta corriente humanística en su educación fue incluso mayor de lo que podía pensarse 55. Un influjo que, al menos entre 1527 y 1545, estuvo de acuerdo con el ambiente político y cultural de la corte imperial, tan afecta a las enseñanzas del humanista holandés. Todavía en 1533 estaban muy recientes las invitaciones a Erasmo y a Luis Vives para que fueran maestros del infante Fernando de Austria (1519). Este era el modelo pedagógico que los humanistas al servicio de la corte imperial tenían 54
Gonzalo FERNÁNDEZ DE OVIEDO: Cathalogo real de Castilla, Real Biblioteca de El Escorial, h-I-7, f. 3r. Vide J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp. 194-195. 55
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp. 57 y ss.
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en mente desde 1528, y no en vano durante los años siguientes se produjeron una serie de obras para encaminar la educación del príncipe Felipe en la senda del erasmismo. Ahora bien, el principal acicate para el desarrollo de un programa educativo principesco no fue inicialmente obra de un erasmista, sino de un erudito franciscano, fray Antonio de Guevara. Como hemos planteado en Felipe II. La educación de un “felicísimo príncipe”, fue él quien en 1528 publicó su Reloj de Príncipes, obra que había decidido dedicar a Carlos V para que le sirviera como guía en la educación de sus hijos. Este tratado tuvo una extraordinaria difusión editorial, pero para los humanistas erasmizantes de la corte no fue Guevara, sino Erasmo, y en especial su Institutio principis christiani, el modelo a seguir. El secretario imperial Alfonso de Valdés, cabeza visible del erasmismo hispano por entonces, fue quien dio los primeros pasos en esta línea. Testigo en Valladolid del nacimiento del príncipe y de su primera niñez, no parece casual que cuando en 1530 escribió el Diálogo de Mercurio y Carón, decidiera incluir una larga serie de máximas o aforismos para la educación de un príncipe cristiano. En la ficción valdesiana estos se presentaban como los consejos del buen rey Polidoro a su hijo el príncipe Alexandre. Valdés tomó gran parte de las máximas de rey Polidoro de la Institutio erasmiana, generando un texto que claramente fue concebido para servir como una manual moral y político en la educación del hijo de Carlos V. El propio personaje de Polidoro no era más que un trasunto literario del monarca, al igual que Alexandre lo era de Felipe. Este “príncipe Alexandre” no fue una creación aislada de Valdés, sino el principio de un gran proyecto educativo en torno al hijo del César. De la misma obra parece que surgió su proyecto de una Vida de Alejandro Severo, que empezó a redactar también hacia 1530. La muerte del secretario en Viena (1532) redujo esta obra a un simple borrador. El testigo pedagógico erasmista fue tomado entonces por Bernabé Busto, un profesor de gramática latina en la universidad salmantina, quien dedicó al príncipe hacia 1530-1532 una traducción de “la institución del Príncipe christiano, de Erasmo, obra sin duda mayor que toda alabanza”, para que con ella aprendiera a leer. Poco después publicó en Salamanca (1532) un Arte para aprender a leer y escribir perfectamente en romance y latín, y unas Introducciones gramáticas, 64
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breves e compendiosas, con las que esperaba que el heredero fuera enseñado a leer y escribir en romance y en latín, con más facilidad que empleando los sesudos manuales gramaticales de Nebrija. Aparte de que ambas obras ofrecían un sistema pedagógico novedoso, que adaptaba en España el estilo de las obras escolares erasmianas, lo interesante es que ambas se presentaran por el autor como surgidas del interés de su amigo don Francisco de Bobadilla, arcediano de Toledo, con quien Busto había departido en numerosas ocasiones sobre cómo debería encauzarse la educación del futuro monarca. Sus manuales pedagógicos habían sido el fruto de tales conversaciones, pero en realidad asistimos a una evidente labor de propaganda, que pretendía promocionar a este joven y noble eclesiástico (citado por el propio holandés entre sus mayores protectores en España) como futuro maestro del príncipe. Sin duda, existía una cierta competencia por obtener este oficio en la Corte, pues sólo unos meses antes de que Busto publicara su Arte, el anciano cronista real Lucio Marineo Sículo había logrado adelantarse, dedicando al príncipe una Grammatica brevis ac perutilis (Alcalá de Henares, 1532), en la que no temió presentar como modelo de latinidad a Erasmo, ni tampoco se ruborizó por ofrecerse como su maestro. Era evidente que, si bien Carlos V todavía no había regresado, en España ya se discutía sobre cómo encauzar la educación de su hijo. Y esta preocupación era también compartida en la corte imperial, pues existe la evidencia de que en 1533 el monarca intentó convencer en Bolonia al joven humanista frisio Vigle van Ayta Zwykems para que aceptara ser el maestro de su hijo en España. Pero Zwykems se excusó, alegando su juventud, su timidez y los demasiados gastos que en un principio le ocasionaría el oficio. Incluso se ha barajado la posibilidad de que el propio Vives fuera tanteado en los Países Bajos con el mismo propósito, pero parece ser que su origen converso le impidió aceptar la oferta. También fueron desestimadas las opciones de Bobadilla, probablemente por sus vinculaciones nobiliarias, y las del nonagenario Lucio Marineo Sículo (por esta obvia razón) 56. De este modo, cuando en 1534 Carlos V se propuso dar un maestro a su hijo, las esperanzas de los cenáculos humanistas se vieron frustradas con 56
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp. 198-217. Sobre los candidatos a maestro del príncipe Felipe.
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claridad. En Castilla la selección de maestro se encomendó a una pequeña junta, cuyos miembros optaron por escoger a un profesor de Salamanca, Juan Martínez del Guijo, Silíceo, cuyo perfil obedecía al modelo tradicional representado por fray Diego Deza, maestro del llorado príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos. La elección de Silíceo supuso un retroceso evidente para las expectativas erasmizantes que se habían creado en torno a Felipe, pero fue un triunfo del partido castellanista de la corte (agrupado en torno a Francisco de los Cobos), que logro así evitar que el príncipe tuviera un maestro extranjero, o demasiado dado a las novedades del humanismo europeo 57. Síliceo, en todo caso, no dudó en abandonar su cátedra salmantina y de inmediato inició sus lecciones en palacio. Su prestigio académico era muy grande, sin que su origen humilde le hubiera impedido estudiar en París, ni ser más tarde uno de los más insignes profesores de filosofía en Salamanca, disciplina sobre la que había publicado varios tratados, así como de matemáticas. Su carácter religioso, afable y muy caritativo era además del gusto de la emperatriz Isabel, quien al parecer inclinó de manera definitiva la elección sobre este clérigo. Después se criticaría abiertamente esta decisión y el propio Carlos V se vio posteriormente en la obligación de nombrar a un equipo de preceptores para mejorar la formación intelectual de su hijo. Al mismo tiempo que comenzaba su educación con el maestro Silíceo, el emperador se preocupó también por rodearle de un ambiente adecuado para su edad. Desde 1529, en la corte trashumante de la emperatriz no se pudo disfrutar de grandes fiestas y celebraciones. Pero cuando Carlos V regresó de Italia, el pulso cortesano recuperó su vigor, y esto permitió a Felipe presenciar un gran número de justas, torneos y bailes. Pensados para lucimiento y entretenimiento de los cortesanos cesáreos y del pueblo, lo cierto es que de manera inevitable tuvieron una vertiente formativa para el joven heredero. Sabemos que en compañía de su padre asistió a varios de estos festejos palatinos, tanto en Toledo como en Madrid, con el lógico regocijo, y siempre esperando que se le permitiera 57 José MARTÍNEZ MILLÁN, Santiago FERNÁNDEZ CONTI y Manuel RIVERO RODRÍGUEZ: “El círculo cortesano portugués y la crianza del príncipe (1527-1539)”, en José MARTÍNEZ MILLÁN y Carlos J. de CARLOS MORALES (dirs.): Felipe II (1527-1598). La configuración de la monarquía hispana, Salamanca: Junta de Castilla y León, 1998, pp. 31-38.
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participar, por ejemplo, en las justas. Para cuando llegara esta ocasión, su padre ya le había encargado en Alemania “un arnés cumplido de todas piezas”, armadura infantil labrada por el famoso armero de Augsburgo Desiderius Colmán. Parece ser que este arnés causó cierto impacto, pues treinta años más tarde Luis Zapata, en su Carlo famoso (1566), recordará como en 1532, Carlos V envió a su gentilhombre Luis de Ávila a Alemania para que Colmán, “de Vulcano derecho descendiente”, fundiera una armadura para su hijo. En el peto de aquella pieza –según la ficción literaria de Zapata– el armero labró proféticamente los principales hechos de la vida de Felipe II, y es a través de las escenas de tal armadura como el autor desarrolló el argumento de su Carlo famoso en que pinta poéticamente la vida del futuro rey. La primera vez que Felipe pudo tener ocasión de usar este “mágico” arnés fue el 31 de enero de 1535 cuando se dispuso en la plaza de Madrid “una muy solemne justa”. El capitán de uno de estos bandos era el conde de Benavente, y en él salió el emperador. El otro bando iba capitaneado por Filiberto de Saboya, príncipe de Piamonte y sobrino de Carlos V, “que no había más de diez o doce años”. A su lado, y apadrinándole, se dispuso que Felipe hiciera su primera aparición en un torneo: Dende a poco vino el caballerizo mayor del Conde de Benavente vestido de blanco y tras él doce pajes vestidos de blanco en doce caballos del Conde y, otrosí, el teniente del caballerizo de él. Luego vino el Conde y sus once compañeros y después vino el Príncipe con los suyos. Venía con el Príncipe de Piamonte el señor Príncipe don Felipe, hijo del emperador y emperatriz nuestros señores, en una hacanea y puestas unas grevas. Traía la lanza al Príncipe su primo. Sería de siete años y andaba en ocho 58.
Resulta evidente que esta justa fue pensada para el lucimiento de los dos principitos, residentes entonces en la Corte. Ambos tuvieron una participación testimonial, pero, no cabe duda de que nos encontramos con un nuevo rito de paso, que confirmaba la investidura como caballeros de ambos niños. Este festejo cortesano tuvo su culminación con la celebración de un gran sarao en palacio, presidido por los emperadores, y que contó con la asistencia de Felipe y 58
Pedro GIRÓN: Crónica del emperador Carlos V, Madrid: CSIC, 1964, p. 50.
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de su primo saboyano 59. En varias ocasiones se ha querido identificar a nuestro futuro Rey Prudente como el joven caballero que, revestido con media armadura, aparece en una posición central en el tapiz del Alarde de Barcelona, perteneciente a la serie sobre la conquista de Túnez. La escena reproduce de manera realista y minuciosa un cortejo de ilustres nobles y comandantes a caballo, entre los que se ha identificado a Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, al infante Luis de Portugal, y a Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondéjar; al almirante Andrea Doria, a Álvaro de Bazán y a don Antonio de Saldanha, comandante portugués. Felipe ni acompañó a su padre hasta Barcelona, ni participó lógicamente en este alarde. Queda el misterio de averiguar por qué Jan Vermeyen y Pieter Coecke van Aelst, autores del cartón de este tapiz, quisieron dar tanto protagonismo a aquel joven, aparentemente anónimo, mientras la figura de Carlos V aparece como escondida, al fondo de la escena, acompañado el monarca de dos meros contadores o escribanos del ejército. Quizá Vermeyen quisiera rememorar la formación caballeresca del príncipe Felipe, y en particular de su participación en aquel torneo de Madrid, donde por primera vez fue “caballero” en público, sólo unos pocos meses antes de la campaña tunecina. El tapiz, pues, mostraría al joven hijo del César como el heredero del espíritu paterno de cruzada. No cabe duda de que los cambios en el entorno del príncipe se estaban acelerando. En junio de 1534 se había escogido a Silíceo como maestro, y en noviembre Inés Manrique abandonaba ya su oficio como aya para regresar al convento de Calabazanos. Era una decisión sorprendente, pues todavía no se había acometido la espinosa cuestión de escoger un ayo y un nuevo servicio cortesano para el heredero, decisiones que estaban siendo dificultadas una vez más por la resistencia de Isabel de Aviz a desprenderse de su hijo, alegando su mala salud (en julio de 1534 enfermó de sarampión), o aprovechando que las ocupaciones de Carlos V, absorbido por los preparativos de una expedición contra Túnez, le impedían dedicar tiempo a estas cuestiones “familiares”. Asimismo, en este contexto de indecisión no tardó en desatarse una pugna política sobre la 59
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., II, p. 211. Estefanía a la condesa de Palamós (Madrid, 31 de enero de 1535).
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III:
El niño y el caballero
elección del ayo principesco. No se había olvidado en Castilla la nefasta influencia que en el joven Carlos V tuvo su avaricioso ayo Guillermo de Croÿ, señor de Chièvres, y este molesto precedente trataba de ser evitado por los castellanos. Al parecer, en 1526 el emperador había prometido a Hernando de Aragón, duque de Calabria, este mismo oficio palatino. Siete años después Carlos V se vio obligado a desdecirse de esta promesa, ya que el duque era un personaje demasiado prominente (entonces detentaba el virreinato de Valencia), y estaba casado con Germana de Foix, viuda de Fernando el Católico. Nadie quería en Castilla a esta pareja, y menos la propia emperatriz Isabel. La cita en La Lozana andaluza a un “Lazarillo que cabalgó a su abuela” se ha interpretada como una alusión a la relación amorosa y casi incestuosa entre el joven Carlos V y la viuda de su abuelo 60. En este contexto, resultaba más apropiado escoger a un noble castellano, de probada fidelidad y escasa influencia política. Carlos V lo encontró en Juan de Zúñiga y Avellaneda, capitán de su guardia de alabarderos. Casi por sorpresa, el 6 de enero de 1535 éste recibió (con gran disgusto) el encargo de cuidar del príncipe, pero todavía sin el título oficial de ayo. Se trataba del mismo noble al que ya hemos citado como objeto de las burlas del bufón Francesillo por su supuesta miopía. Hermano menor del conde de Miranda (por entonces mayordomo mayor de la emperatriz Isabel), don Juan no detentaba título alguno, excepto el de Comendador Mayor de la orden de Santiago en Castilla, y su fortuna provenía del venturoso enlace con Estefanía de Requesens, una rica heredera catalana. Sus achaques le hacían ya poco útil a la hora de combatir, pero Carlos V consideró que sí podía enseñar al joven heredero las reglas del decoro y de la etiqueta que regían en la sociedad cortesana de la época. Cabe destacar también que la fecha del día de Reyes, en la que el príncipe fue puesto al cuidado de Zúñiga, no fue escogida de manera casual. En el siglo XVI, y desde mucho antes, la Víspera de Reyes era el día en que los niños de entre seis y 60 Hipótesis planteada por Rosa NAVARRO DURÁN: “La riqueza ideológica y literaria del Lazarillo de Tormes, de Alfonso de Valdés”, en Ángel ESTÉVEZ MOLINERO y otros: La ficción novelesca en los siglos de oro y la literatura europea, Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia, 2005, pp. 30-31.
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siete años eran “reyes por primera vez”. Del mismo modo que la Adoración de los Reyes Magos representaba la presentación del Niño Dios ante los pueblos gentiles, en la Epifanía los niños, cercanos ya a la puericia, eran presentados a los adultos de su entorno como uno más entre ellos. En este contexto, resulta muy revelador que el emperador decidiera que el mejor “regalo de Reyes” para su hijo fuera Juan de Zúñiga 61. En él depositó desde entonces el monarca su total confianza para cuidar de la formación y del futuro Felipe II. Ahora bien, los preparativos para la campaña de Túnez retrasaron la entrega del niño a su ayo. El dos de marzo de 1535 Carlos V dejó Castilla, embarcándose para su primera campaña africana sin que la organización de la Casa de su hijo estuviera concluida. En consecuencia, la salida del príncipe de manos de mujeres perdió entonces prioridad, su madre se encontraba otra vez encinta y se tardaba demasiado en disponer los aposentos necesarios para la Casa de su hijo. Zúñiga se desesperaba, pero por fin, el 3 de junio de 1535 Felipe le fue entregado y empezó a funcionar su Casa. En España muchos habían esperado que cuando se pusiera Casa al heredero real se restauraría la gran corte que el príncipe don Juan había tenido en Almazán a fines del siglo XV. Se creía que nuevos oficios “lloverían” sobre una España escasa en Cortes regias. Sin embargo, estas expectativas no tardaron en verse defraudadas. Se designaron para el servicio principesco a muy pocos servidores, y la mayor parte de ellos eran cortesanos o criados de Carlos V o de su esposa. La nómina de las quitaciones de la nueva Casa principesca del último tercio de 1535 nos permite completar el conjunto del servicio que le fue adscrito. En esta nómina sólo estaban asentados, además del ayo Juan de Zúñiga, dos capellanes, dos mozos de Capilla, un camarero (don Antonio de Rojas), seis mozos de Cámara, tres maestresalas, dos trinchantes, un repostero de plata, un “Copa” o copero, dos aposentadores, tres reposteros de camas, dos reposteros de estrados y mesas, dos porteros de Cámara, cuatro escuderos de pie, un barbero, un sastre y una lavandera 62. De este modo, únicamente treinta y siete 61
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: El aprendizaje cortesano…, op. cit., pp. 77-78.
62
AGS, CSR, Leg. 59, ff. 577-579. “La nomina de las quitaçiones de los ofiçiales della casa del prinçipe nuestro señor del terçio postrero del año de dxxxv”.
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III:
El niño y el caballero
oficiales, si incluimos a Silíceo, fueron designados para servir al joven Felipe. Para dar una idea comparativa de la pequeñez de esta primera corte de Felipe II, baste decir que sólo la emperatriz tenía asentados a su servicio cerca de cincuenta pajes. Por añadidura, ninguno de los criados que habían sido nombrados provenía de fuera del mundo cortesano. Decenas de peticiones fueron rechazadas, y con ellas muchas esperanzas. Unas expectativas que se sustentaban en un modelo histórico, la Casa del príncipe don Juan de Trastámara, que estaba en la mente de todos desde el nacimiento de Felipe. El propio Carlos V había dejado ordenado antes de marchar que su hijo fuera criado igual que el heredero de los Reyes Católicos. Se hacía eco así del sentimiento popular al respecto (no nos olvidemos de la noticia que sobre el nacimiento del “princep Felipe Joan” había circulado en Valencia en 1527). Pero tras la muerte de don Juan en 1497, pocos testigos quedaban que pudieran explicar como estaba organizada su Corte. Por suerte Gonzalo Fernández de Oviedo, que había sido uno de sus mozos de cámara, tenía una memoria prodigiosa y todavía estaba en Castilla tras llegar a la península con el manuscrito de su Catálogo real. En marzo de 1535 Juan de Zúñiga le pidió que ofreciera un informe sobre dicha etiqueta cortesana. Durante dos meses permaneció en Madrid, conversando con el ayo y con el conde de Miranda, hasta que tuvo que regresar a las Antillas. Sin duda, sus consejos fueron muy útiles, y todavía desde Sevilla, antes de embarcar, envió a la corte una “carta” donde completaba algunos aspectos nuevos sobre la organización de aquella mitificada corte principesca. Al mismo tiempo, el antiguo entorno femenino que cuidara del príncipe se disolvió. Como ya sabemos, ya hacía casi un año que el aya Inés Manrique había abandonado la Corte, pero el resto de las criadas no tardaron en ser despedidas cuando finalmente la nueva Casa empezó a funcionar. Sólo Leonor Mascarenhas no tuvo necesidad de apartarse del niño, pues continuó siendo dama de la emperatriz, y esta circunstancia le permitió mantener una gran influencia religiosa sobre Felipe. En cambio, la nodriza Isabel Díaz se vio obligada a retirarse a Toledo, para velar por la formación eclesiástica de su hijo, Pedro de Reinoso, considerado desde entonces como hermano de leche de Felipe II. Se le había prometido una capellanía en la corte si el niño estudiaba teología o 71
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se ordenaba sacerdote; tampoco le faltaron algunas mercedes en forma de juros o de dinero, y siempre tuvo abierta la puerta para solicitar oficios para sus parientes. Sin embargo, su codicia se encontró con la sorpresa de un regalo inesperado. Al despedirse del príncipe éste le regaló uno de sus más preciados tesoros infantiles, y que no era otro que aquellas cuentas de ánimas de las que colgaba un anillo con un conjuro para protegerse de los traumatismos óseos. Tan en secreto hizo Felipe este obsequio a su nodriza que durante un tiempo dio ciertos quebraderos de cabeza a sus nuevos criados. Finalmente se averiguó la verdad, y al margen de esta pieza en el inventario de su cámara, se anotó: “Este anillo y la cuenta de almas dio su alteza en Madrid, no quiso decir a quién. E después se supo que lo dio su alteza a la ama postrera que tuvo” 63.
63
AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 7º, f. 2r, citado por J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: El aprendizaje cortesano…, op. cit., pp. 40 y 216.
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IV
“És una cera molla”: El aprendizaje de un perfecto príncipe
No cabe duda de que si bien la elección de Silíceo como maestro del príncipe defraudó las expectativas de algunos importantes humanistas que, como Francisco de Bobadilla o Lucio Marineo Sículo, esperaban obtener tan ansiado oficio, lo cierto es que el maestro extremeño inició su labor pedagógica con el aplauso de todos. En 1536 Estefanía de Requesens, esposa de su ayo Juan de Zúñiga, recoge en una de sus cartas la opinión general de la corte sobre el heredero: “és tan ben acondicionat y tan agut y discret, com si tingués vint anys y és una cera molla, per on crec se imprimirà en ell tot lo que voldran”. Como una cera blanda, en la que se podía estampar todo lo que se quisiera, este era el concepto que se tenía por entonces del hijo de Carlos V. Que tan buen material fuera correctamente moldeado era tarea ahora de los hombres encargados de su cuidado y formación. La pregunta es: ¿tuvieron éxito en esta tarea? Fue Silíceo quien proporcionó a Felipe durante estos años su instrucción primaria. En sus cartas escritas al César entre 1535 y 1536 suele informar sobre la educación de su hijo que “en lo de leer por latín, por romance y rezar va mucho adelante” 64. Recordemos que en la época era habitual que los niños aprendieran a leer y a orar como dos procesos parejos. Una vez concluidos, y tras la elección de Zúñiga como ayo, los estudios del príncipe empezaron a abarcar nuevos métodos y contenidos. Por ejemplo, hasta entonces “Felipito” había estudiado a solas con Silíceo, pero en enero de 1535 el maestro decidió 64
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 70. Silíceo a Carlos V (Madrid, 25 de febrero de 1536).
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que empezara a estudiar en compañía de otros alumnos. Para este fin se seleccionó entre los pajes de la emperatriz a cinco o siete niños, con especial consideración hacia su linaje y edad. Como es lógico, Luis de Requesens, hijo del ayo, estuvo entre los elegidos, y también Diego de los Cobos, hijo del poderoso Francisco de los Cobos, consejero y secretario de Carlos V. A ambos se unieron Martín de Aragón, hijo del conde de Ribagorza, Juan de Silva, hijo de un maestresala del príncipe, Antonio Osorio, hijo de la condesa de Lemos, Luis Manrique, hijo del marqués de Aguilar de Campoo, y Carlos de Borja, primogénito de Francisco de Borja y Leonor de Castro, marqueses de Lombay. Sin duda, la emperatriz supervisó la elección de estos niños, en la que resulta destacable la ausencia de muchachos herederos de grandes títulos (que sí servían como pajes a la soberana), y que la lista incluyera en cambio a cuatro muchachos (como Borja, Silva, Osorio y Manrique) que eran hijos de damas portuguesas o que tenían sangre lusitana. Se evidencia así el deseo de controlar el tipo de amistades infantiles del futuro rey, para evitar malas compañías o que se establecieran peligrosas privanzas 65. No en vano, y aunque más tarde Felipe II mantuvo una gran amistad con sus primeros compañeros de estudios, ninguno alcanzó un poder político preeminente durante su reinado. Puede citarse como la excepción a Luis de Requesens, quien fue embajador en Roma, gobernador de Milán, consejero de don Juan de Austria y gobernador de los Países Bajos. Un periplo político que, si bien acredita que fue un servidor fiel, también pone de manifiesto que siempre estuvo alejado de la corte de Madrid. Sabemos que junto con sus compañeros Felipe acudía a la escuela con pluma, tintero, cartapacios o “libros de memoria”, donde apuntar lo más importante de cada lección, y también con algunos libros y varias cartillas. El Arte de Nebrija en un primer momento, y luego los versos de Catón, fueron algunas de sus primeros libros escolares. En junio de 1535 ya podía escribir en castellano, e incluso se le animaba a redactar para su padre una carta en felicitación por la victoriosa conquista de Túnez; informa Zúñiga al emperador: El señor Príncipe está muy bueno y tan alegre de esta nueva como lo podría estar otro que tuviese más edad, y a acordado de escribir a V. Mgt. una 65
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp. 273-282.
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“És una cera molla” carta de su letra y de su nota; aprende muy bien después que está en la escuela, aunque cuando va a ella parece un poco a su padre cuando era de su edad. A la Sa. Infante doña María muestra el maestro desde el principio de este mes; aprende muy bien y el maestro, dejado de ser tan buen hombre de vida y doctrina, sabe por maravilla a mostrar muy sin pesadumbre de estos Príncipes y con mucha industria suya 66.
Con esta carta a su padre, desgraciadamente perdida, podemos considerar que se inició una de las características más destacadas de la personalidad de Felipe II: su “grafomanía”. Quizá por esto, cuando muchos años más tarde, en 1582, su hijo el príncipe Diego empezó a copiar las letras, quiso el monarca enviar desde Lisboa unas planillas para que el niño practicara: Y porque creo que debe haber de henchir ya las letras coloradas os envió aquí unas con que creo que habrá para harto tiempo y aún me quedan acá más; y así haced que las vaya hinchiendo, pero poco a poco, de manera que no se canse, y también hacer que algunas veces las vaya contrahaciendo, que de esta manera aprenderá aún más, y espero que con esto ha de hacer buena letra. Y que hasta que la haga buena, mejor es que no escriba, porque el juntar después las letras mejor lo aprenderá después, cuando haya quien se lo muestre bien 67.
¿Recordaba aquí el llamado “rey de los papeles”, sus infantiles inicios con la pluma y el tintero? De lo que sí tenemos una mejor constancia es sobre las obras que Silíceo mandaba comprar para el estudio de su alumno, así como otros aspectos relativos a su vida escolar, como la existencia de un escritorio alemán de madera donde Felipe guardaba sus libros 68, o de una escribanía de latón que tenía 66 J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 227. Zúñiga a Carlos V (Madrid, 25 de agosto de 1535). 67 Felipe II a las Infantas sus hijas (Lisboa, 1 de octubre de 1582), en Cartas de Felipe II a sus hijas, transcripción, introducción y notas de Fernando Jesús Bouza Álvarez, Madrid: Turner, 1988, p. 76. 68 Se incluye en la “Memoria de su Cámara” (1535): “Vn escriptorio de madera de alemaña que dio M. enrriq aleman a su alteza, en este tiene su alteza sus libros” (AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 7º, f. 20r).
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desde la infancia, y a la que en 1539 se añadió una salvadera 69. Entre sus primeros libros, aparte de cartillas, evangelios, horas o un misal latino, encontramos también un ejemplar de la Vida de Christo, de Dionisio el Cartujano, y un curioso manuscrito de las fábulas de Calila y Dinna, ilustrado con vistosos dibujos a pluma, conservado actualmente en la Real Biblioteca de El Escorial. No parece, sin embargo, que se le diera a leer la traducción de la Institutio principis christiani de Erasmo que Busto le había dedicado poco tiempo atrás, pues el original manuscrito permaneció entre los libros de la emperatriz hasta su muerte. En todo caso, sus progresos eran tan rápidos que a principios de 1536 se decidió que iniciara sus estudios de latín. Se puede considerar, sin embargo que esta decisión fue precipitada, pues la gramática latina no tardó en convertirse en un escollo. En marzo de dicho año Silíceo escribía al emperador: “El Señor Príncipe entiende en su estudio, en el escribir mejora cada día, el latín se le hace más de mal que se le hacía el leer” 70, y según confesaba su maestro unos meses más tarde: El estudio del Príncipe, cuanto a la gramática ha sido algo penoso, porque se le ha hecho dificultoso el tomar de coro. Ya, bendito Dios, va mostrando más voluntad y más provecho, porque comienza ya a gustar del artificio de la gramática. En lo demás de su salud y virtuosa conversación sé decir que cada día crece y da mucho contentamiento a los que le conversan 71.
Sabemos que el maestro trató de enseñar a su alumno con un ejemplar del Arte de Nebrija, e incluso con la Grammatica brevis ac perutilis que Marineo Sículo le había dedicado en 1532, pero pronto resultó obvio que estos manuales en latín precisaban de un complemento más breve. Aquí se obtuvo una ayuda inesperada gracias a un Arte y principios para los que desean saber latín que Juan 69
“Más a Juan del camino borgoñón, quatro rreales, porque adouó vna escrivania de laton de su alteza y le hizo vna salvadera” (AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 8º, f. [112v]. Libranza a Hernando de Govantes. Madrid, 7 de octubre de 1539). 70
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 231. Zúñiga a Carlos V (Madrid, 25 de marzo de 1536). 71
Ibidem, I, p. 71. Silíceo a Carlos V (Valladolid, 16 de julio de 1536).
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IV:
“És una cera molla”
de Aranda, un capellán de la catedral de Sevilla, redactó e imprimió para el príncipe. No parece exagerado afirmar que éste logró, a través de las sencillas reglas de este librillo, superar los primeros principios de la gramática latina. Para practicar el idioma de Cicerón, el príncipe tuvo además un guía de excepción en el humanista Juan Luis Vives, quien desde Breda se esmeró por terminar unos Diálogos latinos, bajo el título de Linguae Latinae exercitatio, dedicados al que hubiera podido ser su alumno unos pocos años atrás. A partir de 1538 la gramática dejó paso en la educación de Felipe II al estudio de las diferentes disciplinas y artes liberales, a cuyo conocimiento daba entrada el latín. De 1539 data la primera compra importante de libros para su uso, entre los que encontramos dos Virgilios, dos Terencios y dos Flores de Séneca, junto con unas Efemérides y un Oroncio Fineo, títulos que nos indican el inicio del estudio de la astronomía. El mismo año se compraban también ejemplares del De bello judaico y del De antiquitatibus de Flavio Josefo, así como las Metamorphosis de Ovidio, una Biblia en cinco tomos, y un Lucio Apuleyo y Las Maravillas en romance 72. Estas primeras lecturas vinieron acompañadas de numerosos juegos y juguetes. Entre los objetos que el príncipe poseía entre 1535 y 1539 se descubre una curiosa colección de lujosos chirimbolos infantiles, como un laúd de oro chiquito, espaditas doradas, un armario de plata en miniatura, una pajarita de plata, y un caballero armado de plata con todas las piezas de su arnés, con su caballo del mismo metal, así como un “molinico de plata”, unos “caballos de plata”, que se guardaban en dos cajas, e incluso “vna pieza de artillería pequeña de bronce, encabalgada en su carretón”, y “seis pieçeçicas de artillería pequeñitas doradas”, capaces de disparar. Otros juguetes tenían un papel menos guerrero, como una marioneta, u “hombre de goznes”, al que en 1536 se hizo un bonete de paño; o un caleidoscopio, descrito como: una columna de vidrio grueso de tres esquinas con una guarnición de plata que son dos anillejos uno de cada parte, que es para mirar con ella el campo, porque hace muchas diferencias de colores a la vista.
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AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 8º, ff. [118v y 132v].
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También tenía “un cascabel de las indias que hace un sonido suave”. Pero, sobre todo, a Felipe II le gustaba jugar a los bolos y, más aún, a los trucos, pues sabemos que en 1536 mandó fundir unos birlos de plata para hacer unos. También debía tener una baraja de naipes, pues jugaba con ellos a construir iglesias con Luis de Requesens, según cuenta su madre en una de sus cartas. Las mascotas no faltaron tampoco entre sus actividades lúdicas. Tenía una gran colección de aves cantoras para cuyo transporte era necesaria una mula, e incluso en 1541 hubo que aderezar un rincón de palacio “como jaula para tener gorriones”. Además sentía gran predilección por los perros, mandando confeccionar un colchón para un lebrel, con el que dormía en la cámara, y también sabemos que regaló un perrillo a su hermana la infanta María. Años más tarde su curiosidad se extendió hacia animales más exóticos, como una mona, seis cobayas y un papagayo que desde Sevilla le envió Alonso Enríquez de Guzmán, un personaje truhanesco 73. Durante este período se potenció también su formación cortesana. Puesta esta tarea bajo la estrecha vigilancia de Juan de Zúñiga, casi todas las tardes el ayo acudía a la cámara de Felipe para entrenarle en los principales ejercicios de la nobleza, como la equitación, la caza, la justa o la danza. A principios de 1535 el heredero montaba en hacaneas, pero en febrero del mismo año Zúñiga ya se ocupaba de adiestrarle en montar caballos de mediana alzada. Un año más tarde el ayo recibía autorización de Carlos V para que el niño pudiera montar caballos: En lo que consultays sy el Príncipe caualgará a cauallo antes de mi buelta a essos reynos, me paresce que será bien y es ya tiempo que caualgue en ellos; pero mirad que los cauallos en que caualgare sean mansos y bien acondicionados hasta que tenga más fuerça para gouernarlos 74.
Durante un tiempo se empleó para este aprendizaje a alguno de los dóciles animales que había en las caballerizas de la emperatriz, hasta que en septiembre 73
De todos estas cuestiones traté con más detalle en El aprendizaje cortesano…, op. cit., pp. 100-105. 74
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 126. Carlos V a Zúñiga (s. l. ,s. a. , c. 1536).
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IV:
“És una cera molla”
de 1537 se le compró al heredero su primer caballo, un verdadero símbolo para los jóvenes de la época. Desde entonces Felipe cuidó con esmero todo lo relacionado con sus monturas, y cuando en julio de 1539 logró tener una caballeriza propia, rápidamente llenó sus cuadras con dos yeguas y un caballo llamado Medina, a los que se unieron después un caballo polaco y otro llamado “Prorejo”, regalos del César, un caballo de caza comprado por el príncipe, y un “balaco rucio”, obsequio del embajador francés. Aunque Zúñiga señala que en 1540 el príncipe viajaba a las cotos en litera, señala que una vez allí montaba a caballo, con tanto entusiasmo que cansaba a los demás: “Fue y vino en litera, pero anduvo en el monte a caballo bien seis oras, que a él no se le hicieron dos y a mí más de doce”. Sentía tal predilección por sus caballos, que en 1543 encargó a su iluminador Diego de Arroyo que los pintara al natural, con sus sillas y guarniciones, “a manera de bordado”. Junto con la equitación, las otras actividades a las que Felipe se dedicó con ahínco fueron la caza, la esgrima y la danza. Aunque Zúñiga supervisara su aprendizaje, varios criados de la corte se encargaron de las lecciones prácticas. En 1536 ya se ejercitaba con un arco y una ballesta, y al año siguiente se incluyó a su servicio a Juan de Serojas, un maestro ballestero que tenía los cometidos de comprar armas, arreglarlas y, al mismo tiempo, de instruirle en su uso. Con la ballesta pronto aprendió el heredero a cazar, primero conejos y otras piezas pequeñas, después (en 1539) se le permitió la captura de piezas más grandes, como gamos. La otra materia en la que debía ejercitarse era la relacionada con las artes de la esgrima y de la justa. Sabemos que a principios de 1537, cuando el emperador regresó de nuevo a España, se le compró una espada dorada, decorada “con unos serafines”. Y si el príncipe ya ceñía a su cinto tal “tizona”, cabe suponer que recibiera clases de esgrima, una materia que su padre encomendó al maestro de su Corte, cierto Gaspar, que permaneció en España durante varios años, enseñando esgrima a los pajes del príncipe y a este mismo. El siguiente arte de la vida cortesana en el que se ejercitó fue la danza. A este respecto, aunque la emperatriz tenía a su servicio una larga lista de ministriles, cantores, e incluso maestros “de bezar a danzar”, quien dirigió en solitario su aprendizaje en esta materia fue el tañedor Juan Sánchez, quien en 1539 solicitó que se le asentara al servicio del príncipe, alegando que le había enseñado a 79
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danzar desde varios años atrás, como el propio ayo atestiguaría. Su magisterio parece que fue fructífero, pues cuando en marzo de 1537 Carlos V organizó una justa y un sarao para festejar al infante Luis, hermano de la emperatriz, según nos cuenta Estefanía de Requesens, en el festejo: “Dansaren lo Príncep y la Infanta per maravella”. Y al año siguiente, cuando Isabel de Portugal visitó junto con sus hijos a la reina Juana la Loca en Tordesillas, Felipe y María también bailaron para la infortunada soberana. Con la adquisición de estas habilidades cortesanas se les abrían a ambos las puertas de la vida social. Durante estos años se observa también como el contenido de las clases se trasladaba a múltiples actividades y juegos, donde el príncipe pudiera practicar lo aprendido. Era habitual, por ejemplo, que desde los cotos reales se enviaran a la corte alimañas para que Felipe se entretuviera viendo como sus sabuesos las mataban, e incluso el 21 de mayo de 1537, con ocasión de su cumpleaños, se organizó una corrida de bueyes contra perros. Estas iniciativas pretendían que el joven Felipe y toda la chiquillería que le rodeaba se prepararan para futuras cacerías. Como no podía ser de otra manera, el mundo de las justas y de los torneos se trasladó igualmente a los entretenimientos infantiles. Sabemos que en octubre de 1535 el príncipe y sus pajes hacían corridas de sortijas, un juego que consistía en ensartar con una lanza una sortija o anilla suspendida de un hilo. Aunque todavía no se les permitiera disputar estas corridas a caballo (como hacían los adultos) el objetivo resultaba evidente. Dos años más tarde, cuando el emperador regresó a España, se preparó un juego de cañas el día de san Juan muy especial. Por la mañana fueron a buscar a Carlos V y a su hijo un gran número de nobles y caballeros, para entrar en lucido cortejo a Valladolid. Iba Felipe vestido de blanco, a caballo y con su propio cortejo de “hasta treinta o cuarenta niños, hijos de señores y caballeros, pajes suyos y de la emperatriz, vestidos de la misma color”. En la puerta del Campo de Valladolid el monarca y su séquito escaramuzaron con otros muchos caballeros disfrazados de turcos, y después marcharon hasta palacio, para que la emperatriz también les viera escaramuzar y para que pudiera admirar a su hijo, investido como el gentil capitán de un ejército de blancos caballeros infantiles. No resulta extraño que fuera en esta época cuando el Conde de Nassau regalara al príncipe el citado caballero de plata con su montura del mismo metal y arnés de acero dorado. 80
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IV:
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En todo caso, no cabe duda de que la nueva forma de vida y el ejercicio físico pronto fortalecieron la salud del heredero. Una parte importante de la cual se cifró en su alimentación, fijada por su madre la emperatriz de manera muy detallada en 1535. En los almuerzos se le servían dos gallinas asadas o cocidas (o dos capones, dos palominos, o el mismo número de pollos, perdices o tórtolas según el tiempo), una pieza asada de carnero y otra de ternera (o cabrito, gazapos, o conejos o lechones), piezas que también se servían cocidas y mechadas con tocino. El manjar blanco, una delicatessen de la época, se servía sólo tres veces a la semana, y cada día se hacían dos potajes, excepto cuando había manjar blanco, que entonces bastaba un potaje. Como postre se daban al príncipe tres pasteles, unos días hojaldrados y otros no, frutas y piña. En las cenas se le daba lo mismo que en las comidas, “y cuando no quisiera tantas cosas cocidas en lugar de ellas se han de dar tostadas u otras cosas que pareciere que se han de dar según el tiempo”. Los domingos y días de fiesta la emperatriz Isabel permitía que en las comidas, en lugar de gallinas, se sirvieran a su hijo capones o faisanes; los días de vigilia, en cambio, debía comer sólo la mitad de los platos habituales. Es cierto que Felipe no estaba obligado a comerse todo lo que le ponían en la mesa, pues buena parte se repartía después entre algunos de sus criados, pero el contenido de su dieta resulta muy revelador sobre las costumbres alimentarias palatinas, así como sobre las consecuencias en su salud, con el padecimiento posterior de gota. Al menos, en esta época de su infancia, si bien el futuro rey no se libró de las enfermedades habituales, como viruelas, catarros y alguna intoxicación alimentaria, sí logró sortear el mal hado de su primo Filiberto de Saboya, víctima en diciembre de 1535 de una apendicitis. Tras este triste suceso, y como Felipe no tenía entonces pajes propios, Carlos V decidió que los tres del difunto saboyano fueran recibidos en 1536 como “pajes extranjeros” de su hijo. Se trataba de Charles de Bressieu, de origen francés, Piusas, italiano, y Acosta, portugués. No hubo accidentes graves en el transcurso de las actividades lúdicas y formativas arriba descritas, algo sorprendente en una época demasiado habituada a una alta mortalidad infantil por esta causa. Destaquemos que en el siglo XVI los niños tenían acceso a las armas desde muy corta edad, como ponen de manifiesto los numerosos pleitos que se producían por las muertes accidentales 81
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de muchachos. Sólo en 1534 Carlos V tuvo que atender tres peticiones de indultos para un niño, que jugando a los tejos con otros, descalabró a una niña; o el caso de otro joven de trece años, pastor, que al tirar una piedra al ganado mató a otro muchacho; y por último el de un adolescente Luis de Yepes que acuchilló a otro niño en una reyerta 75. En palacio la situación no era muy diferente. Luis de Requesens, por ejemplo, se hirió siendo muy joven en una pantorrilla con un tiro de ballesta, y con veinte años le ocurrió que “burlando con una daga, se le acertó a hincar por el muslo, de que estuvo muy malo” 76. Los accidentes en ocasiones se producían también a causa de algunas pendencias en torno al príncipe, motivadas por el deseo de medrar de algunos pajes. Felipe pronto aprendió que el interés hacia su persona no siempre era una muestra gratuita de afecto. La desaforada ambición de algunos pajes por privar con él era bien conocida en la corte. Doña Estefanía se hacía eco de la actitud de Luis Manrique, hijo del marqués de Aguilar del Campoo, quien apartaba a empellones a otros pajes para ponerse al lado de Felipe 77. En diciembre de 1535, un lance parecido llevó a Ruy Gómez de Silva, trinchante del príncipe, y al paje Juan de Avellaneda a enfrentarse con daga, un asunto grave que se complicó porque el príncipe resultó herido levemente en el altercado 78. Esa misma noche, Juan de Zúñiga escribió al cardenal Tavera una relación de lo sucedido: Porque el conde [de Miranda] mi señor dormía responderé a lo que vuestra señoría manda. Yo dejé a su alteza esta tarde en su escuela, y estando escribiendo para su mag. me vinieron a decir que Ruy Gómez y don Juan de Avellaneda habían querido venir a las manos en presencia del príncipe, y que
75
Las tres peticiones de indultos en AGS, Estado, Leg. 28, ff. 23v, 24r y 27r.
76
Alfred MOREL FATIO: “Vida de D. Luís de Requesens y Zúñiga. Comendador Mayor de Castilla (1528-1570)”, Bulletin Hispanique 7 (1905), pp. 280 y 283. 77
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., II, p. 279. Estefanía de Requesens a la condesa de Palamós (Madrid, 19 de noviembre de 1535). 78
Ibidem, II, p. 285. Estefanía de Requesens a la condesa de Palamós (Madrid, 5 de diciembre de 1535). Y más información en la cita de la siguiente nota.
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IV:
“És una cera molla” si don Antonio de Rojas y el de Luna y el duque de Sessa no los tuvieran que aconteciera algún desvarío. Su alteza estaba cerca y alzó el brazo para pasar fuera, de la prisa dióse un rasguño muy cerca del ojo con un cabo de oro de los que trae en la cuchillada del hombro del sayo, parece mas de alfiler. La cosa ha sido tan desacata como v. sª ve, pero por ser muchachos su mag. dice que los castigará como a tales, en tanto esta noche les dio las posadas por cárcel 79.
Tavera, por su parte, escribió una relación de lo sucedido al emperador en términos muy duros, acusando a Ruy Gómez, por ser el de más edad, como el culpable. Se llegó a barajar la pena capital. La emperatriz, sin embargo, salió en defensa de su compatriota y acordó con Zúñiga que ambos muchachos fueran apresados en secreto y llevados a dos fortalezas. La trascendencia del accidente fue grande, a juzgar por el hecho de que todavía veinte años más tarde el embajador veneciano Badoero recogiera este suceso en su Relazione, con una cierta exageración. Por entonces Gómez de Silva era el principal privado de Felipe y, deseoso de fortalecer la imagen de su amistad con el monarca, es posible que empleara este suceso como una sutil forma de propaganda política. El veneciano decía que Ruy se había salvado de la decapitación por los lloros y pataleos del príncipe. En realidad fue gracias a la emperatriz Isabel, y todavía Gómez de Silva se vio obligado a “expiar” este escándalo uniéndose en 1536 al ejército imperial en la campaña de la Provenza. La expedición fue un desastre, pero a su regreso Felipe le regaló una ballesta 80. Se trata del primer signo externo de su aprecio por este portugués, futuro príncipe de Éboli y privado regio 81. En la primavera de 1539 la vida del heredero parecía transcurrir más felizmente que nunca, sus estudios progresaban, su salud era buena y gozaba de la presencia de su padre desde hacía dos años, con quien compartía múltiples 79
AGS, Estado, Leg. 30, f. 170. “Copia de lo que el Comendador mayor de Castilla scriuio al Cardenal Presidente la noche que acaesçio este caso”. 80
AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 7, f. 21r.
81 José Luis GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: “La formación de un privado: Ruy Gómez de Silva en la corte de Castilla (1526-1554)”, en José MARTÍNEZ MILLÁN (dir.): Felipe II (1527-1598): Europa y la monarquía católica: Congreso Internacional “Felipe II (1598-1998), Madrid: Parteluz, 1998, vol. 1, tomo 1, pp. 379-400.
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actividades lúdicas. Sin embargo, la emperatriz Isabel iba consumiéndose lentamente, su tez había palidecido mucho, también había adelgazado, unos achaques que se atribuyeron a su nuevo embarazo. Es posible que la soberana se esforzara por disimular la enfermedad, aparentando normalidad, pero su estado no pasó desapercibido para Vermeyen, el pintor del emperador. En 1539 tomó apuntes de un juego de cañas, celebrado en Toledo para agasajar a la familia real. En las rústicas tribunas aderezadas para la ocasión se asentaron, en una, Felipe y sus hermanas María y Juana, y en otra, los monarcas. Vermeyen retrata a una Isabel triste, algo encorvada y excesivamente abrigada, detalles que acentuará cuando pase el borrador a un lienzo. El pintor presiente la muerte y muestra con discreción el contraste entre una corte jubilosa, entregada a la diversión del juego caballeresco, y el apagado semblante de la soberana. No se equivocó, a finales de abril doña Isabel malparió un hijo, quedando en un estado febril muy grave (se cree que ya padecía un tumor pulmonar). Ni las procesiones ni los médicos pudieron hacer nada por salvarla, falleciendo el primero de mayo, sin que Carlos V y su hijo llegaran a tiempo de verla con vida. Un antes y un después quedó dramáticamente trazado en la vida de ambos. Desde este día el César permanecerá viudo y su hijo habrá de madurar con mucha más celeridad de lo que se había pensado. Es precisamente en los funerales de su madre cuando, con sólo doce años, se presenta ya como el protagonista principal en la vida de la corte. Retirado su padre en el monasterio de la Sisla, es el príncipe Felipe quien preside la comitiva que sale de Toledo con los restos de su madre, camino de Granada. Al féretro le acompañará un nutrido séquito de antiguos servidores, quienes pudieron escuchar por los caminos de Castilla que se cantaban tristes coplas en recuerdo de la soberana, como las publicadas en 1539 por el juglar Pedro de Estrada: Grave dolor sin segundo tratamos hoy entre manos nuestra reina, castellanos, que ayer mandaba en el mundo hoy es manjar de gusanos. La que a la virtud enciende, La que desterró la guerra, donde nuestra paz depende, 84
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“És una cera molla” ya está pudriendo so tierra, ni ve, ni habla, ni entiende 82.
¡Qué diferencia con las canciones populares que habían recibido el nacimiento de su hijo Felipe años atrás! En este contexto de dolor se comprende el impacto que sufrió Francisco de Borja, caballerizo de la difunta emperatriz, cuando en Granada vio su cadáver descompuesto. Felipe II, en cambio, fue muy discreto con su dolor, nada dice, nada nos ha llegado, pero la pérdida fue muy grande, tanto para él como para sus hermanas. Quizá el mejor testimonio de su amor por la madre perdida sea un conjunto de retratos iluminados sobre pergamino que descubrimos en el Inventario de Felipe II (1597), que se describen así: Tres retratos de la dicha emperatriz doña Isabel N. Sra. de iluminación, en pergamino con dos presentaciones del anima en el juicio de borrón sobre papel sin guarnición ninguna, metidos en vna cajuela, cubierta de cuero negro dentro de la dicha arquilla.
El autor de estas efigies fue el iluminador Diego de Arroyo, artista muy hábil ejecutando retratos en miniatura. También la princesa Juana de Austria tenía “un retrato de iluminación sobre pergamino de la magd. de la emperatriz que aya gloria metida en una cajita de oro”. Este, copia quizá de los anteriores, fue comprado por Felipe II en la almoneda de los bienes de su hermana en 1573 y regalado después a otra hermana suya, la emperatriz María. El primor con que los tres hijos guardaron estos sencillos, pero fidedignos retratos de su madre, constituye una enternecedora muestra de su afecto hacia ella. Carlos V también manifestará una actitud muy parecida, encargando a Tiziano un retrato póstumo de su esposa, que le acompañaría hasta su retiro en Yuste. Cuando en noviembre del año 1539 Felipe abandonó Toledo, camino de Madrid, llevaba consigo otros recuerdos de su madre. Aunque iba vestido de negro, y este era también el color de la litera en que viajaba 83, entre sus manos llevaba un último objeto materno, 82
Pedro de ESTRADA: Elegia. Coplas lamentables al fallecimiento de la serenissima emperatriz reyna y señora nuestra doña Ysabel que en gloria esta, s.l., s.n., 1539. Un ejemplar en BNE, R-12175(7). 83
Su contenido es descrito así en una relación de la época: una silla de terciopelo negro, una cubierta grande de terciopelo negro para encima de la litera, una almohada del
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cierto “retablo en tabla, de dos puertas, que cada puerta tiene nueve cuadros de pintura, de pincel al óleo”, un oratorio portátil que siempre le acompañaría en sus viajes, recordando muchos años después que lo hacía porque fue de su madre, y que ella le dijo que antes había sido de Isabel la Católica. Todo parece indicar que se trataba del famoso Políptico, obra de Juan de Flandes y Michel de Sitow, hoy conservado en el Palacio Real de Madrid.
mismo material y color, y un paño de lo mismo para abrigar los pies (AGS, CSR, Leg. 60, ff. 1093-1094).
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Pasarían dos años antes de que el hijo de Carlos V pudiera aliviar su luto, un período en el que cada vez se hizo más consciente de que una nueva etapa se estaba iniciando en su vida. Y no sólo él era consciente de este cambio. Sin la guía personal de su madre, y sin que ella pudiera seguir siendo gobernadora de Castilla en ausencia del emperador, para quien la educación de su hijo se convirtió en una prioridad, aderezada con nuevos objetivos políticos. Aunque el bufón Francesillo se había burlado de los comuneros, diciendo que se habían levantado al grito de “muera él que dijere mal de la mula del corregidor”, la gravedad de esta rebelión no se había tomado tan a broma por Carlos V. Esta es la razón de que Felipe, desde su nacimiento hasta la muerte de su madre, fuera formado para que su comportamiento se adaptara a un modelo de perfecto príncipe. Su vida y su casa se habían organizado siguiendo la tradición cortesana castellana, al mismo tiempo que su ayo había tratado de desarraigar en él los comportamientos más infantiles, para que empezara a mostrarse como un adulto en miniatura. Las consecuencias fueron que se le había integrado en los arquetipos de la vida cortesana y caballeresca, así como impulsado a identificarse con los reinos españoles. Estos objetivos, aunque con las lógicas dificultades, se habían ido cumpliendo, pero con la muerte de la emperatriz, Carlos V se vio obligado a iniciar una restructuración de los esquemas políticos de su imperio. Sin un sustituto preparado dentro de su familia para desempeñar el gobierno de Castilla, fue preciso acelerar el aprendizaje político del joven príncipe para que tomara cuanto antes las riendas del reino. Mientras tanto (y de manera transitoria) se optó por designar al cardenal Juan Tavera, arzobispo de Toledo, como gobernador de Castilla. La elección de Tavera en 1539 era una decisión provisional. Como arzobispo de Toledo, el prelado era la máxima 87
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autoridad del reino en ausencia del monarca, pero su elección implicaba también inclinar la balanza del poder en Castilla hacia uno de los bandos de su Corte: el liderado precisamente por Tavera, frente al de Cobos. Prolongar este desequilibrio era un riesgo, y aunque el emperador procuró restringir al máximo los poderes delegados en el cardenal, sólo su retorno a España en 1541 puso fin a una situación poco conveniente. En este nuevo contexto, la preocupación de Carlos V por la educación de su hijo se incrementó. Hasta este momento no había recibido una educación completa, pues Silíceo se había limitado a enseñarle poco más que a leer y escribir en romance y latín, así como los preceptos del catecismo, de acuerdo con la edad infantil de su pupilo. Nada se le podía reprochar, pues hasta 1539 el propio emperador había estado más interesado en que su hijo se instruyera en las lides de la danza, la caza, la equitación o la esgrima, que en sus progresos intelectuales. Sin embargo, la muerte de su esposa obligó a resolver esta carencia cuanto antes. Quizá el monarca se vio impelido a este cambio de actitud por una carta que Juan Luis Vives le escribió en condolencia por la muerte de la soberana. Esta misiva se ha perdido, pero por la respuesta del emperador sabemos que Vives también se permitió algunos consejos sobre como debía “enderezarse” la educación del príncipe. En su carta, Carlos V le prometía que se tendría “el cuidado que es razón, como se hace, de enderezar al ilustrísimo príncipe nuestro hijo en lo que conviene”, y añade: “el libro que le enviasteis no dudamos sino que le será útil y a vos lo agradecemos” 84. En este nuevo ambiente se inició una “carrera” con dos metas: preparar a Felipe para el gobierno de los reinos españoles, con lo que se cumplían algunas de las principales aspiraciones en el proceso de castellanización de la dinastía austríaca, y educarle para suceder a su padre en el trono y herencias imperiales. Castilla a un lado, el sueño del Imperio, al otro. Habiendo unido Carlos V ambas facetas en su persona, parece que pocos se apercibieron del contrasentido inherente a este proyecto pedagógico y político. Al contrario, si España había tenido un rey alemán, ¿por qué no un emperador castellano? Este era el objetivo: hacer 84
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp. 432-441. El borrador de la carta del César a Vives en AGS, Estado, Leg. 46, f. 53.
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de un castellano un futuro emperador. El César no pudo dirigir estos cambios en la formación de su hijo, pues a fines de 1538 tuvo que abandonar España para resolver la delicada situación que en los Países Bajos había provocado la rebelión de Gante, su ciudad natal, contra el gobierno de María de Hungría. Pero antes de partir entregó a su hijo una detallada instrucción sobre los asuntos de la Cristiandad, fechada el 5 de noviembre de 1539. Se trataba de su “testamento político” en caso de que falleciera en su arriesgado viaje por Francia, camino de Gante. La precipitación con que se redactó, así como el hecho de que se escribiera para un niño de doce años, explica su tono algo escueto, pero esto no resta un ápice a su importancia, pues refleja las preocupaciones esenciales de la política del monarca en aquel momento. Éstas se resumían en que fuera buen cristiano; que mantuviera la alianza con su tío el rey Fernando y con el resto de sus parientes; que conservara la paz con los demás príncipes cristianos, olvidando incluso las afrentas de Francisco I, rey de Francia; y que desarrollara una política cristiana, basada en la alianza dinástica y la paz de la Cristiandad que por medio de un complejo juego a cuatro bandas enlazaba a las casa reales de Austria, España, Francia y Portugal. Por último, le recomendaba que tuviera siempre en mucho los consejos de la reina María de Hungría y del rey Fernando 85. Carlos V le dejaba así una cumplida relación de la política internacional que había desarrollado, y que le animaba a continuar en caso de su muerte. El monarca no falleció, de modo que sus preocupaciones inmediatas al regresar a España en 1541 fueron de otra índole: preparar a su hijo para, por un lado, sustituir a Tavera en el gobierno de los reinos españoles, y por otro, para sucederle en el Imperio. Si ya en 1539 le había anunciado que los Países Bajos formarían parte de su herencia, en 1540 le hizo entrega del Milanesado por medio de una investidura secreta. Felipe era así introducido en el marco del Sacro Imperio Romano Germánico, al tiempo que adquiría una nueva dimensión en el proyecto imperial carolino. Por primera vez era considerado como una pieza importante en los delicados juegos de equilibrios y relaciones dinásticas que Carlos había establecido con sus hermanos. Diez años más tarde, este pacto familiar saltaría en pedazos ante las pretensiones de que Felipe sucediera a su padre en el trono imperial. 85
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., II, pp. 33 y ss.
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Consciente de la importancia que para esta política sucesoria tenía una correcta labor pedagógica, Carlos V decidió en 1541 la sustitución de Silíceo como maestro de su hijo. No sólo le juzgaba demasiado condescendiente, sino que tras él se percibía un pensamiento hierocrático y castellanista, opuesto al nuevo proyecto político que impulsaba. El inesperado nombramiento del maestro como obispo de Cartagena, con obligación de residir, le apartó del aula principesca y permitió la adopción de un renovado modelo pedagógico, que se encomendó a tres humanistas de la confianza imperial entre 1541 y 1542. Nos referimos a Juan Cristóbal Calvete de Estrella, Honorato Juan, gentilhombre del propio Carlos, y Juan Ginés de Sepúlveda, su cronista latino. Los tres compartían un pensamiento político humanístico, construido en torno al modelo del “princeps christianus”, más apto para las futuras responsabilidades que Felipe, como “ayudador” y heredero de Carlos V, debería desempeñar. Algo más tarde se incorporó a las lecciones principescas un teólogo complutense, Francisco de Vargas, por recomendación del “defenestrado” Silíceo. Los años transcurridos entre 1539 y 1545 fueron así de intensa educación política para el príncipe. Estos cambios pedagógicos vinieron preludiados por una intensa actividad cultural en su entorno, donde la verdadera preocupación intelectual y la adulación se mezclaban sin reparos. Sin duda, se pensaba en él como futuro emperador cuando en 1540 Luis de Ávila, gentilhombre de Carlos V, y el capellán Alonso de Ravago le regalaron dos libros: el Illustrium Imagines de Andrea Fulvio y Jacobo Mazochio y los Commentarii de Julio César, que habían comprado y encuadernado en Roma, durante una visita a Margarita de Austria, hija bastarda de Carlos V. La primera obra constituía una colección de retratos de emperadores y sabios de la antigua Roma, según las medallas y monedas conservadas de aquella época; Julio César era el origen mismo del concepto imperial en Europa. La misma idea sobre el futuro del príncipe se tenía en la universidad de Alcalá de Henares. Tras la muerte de su madre y el viaje de su padre a Flandes, Felipe se había retirado a Madrid, donde la proximidad de la universidad propició que visitara sus aulas en 1540, acompañado de su maestro y del cardenal Tavera. Uno de los actos principales de la visita fue la asistencia a una comedia latina de Pedro Pérez de Toledo, Ate relegata et Minerva restituta, donde se retomaban los acentos mesiánicos y antirromanos 90
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de Erasmo y de Valdés, criticando la guerra entre cristianos y los vicios de la curia romana. En el fondo, era una defensa de los más arraigados principios en los que se había basado el “sueño del imperio”, la llamada universitas christiana de Carlos V 86. Otros humanistas ligados a la universidad, como Alejo Venegas del Busto y Alvar Gómez de Castro, aprovecharon también entonces para dedicar al príncipe varias obras, que trasladaban a su educación los anhelos de un erasmismo renovado. En medio de este impulso pedagógico es cuando entró en escena Juan Cristóbal Calvete de Estrella. Es posible que este humanista, discípulo del helenista Hernán Núñez de Guzmán en la universidad de Salamanca, hubiera acariciado en 1533 la pretensión de haber sido maestro del heredero; pero su acceso a la Corte se produjo varios años más tarde, cuando en 1540 Juan de Zúñiga le escogió como preceptor de su hijo Luis de Requesens. No tardó en recomendarle como maestro de los pajes de la Casa del príncipe en 1541. Desde este año, y hasta 1547, se le confió además la tarea de adquirir todos los libros necesarios para el estudio y el deleite de su joven señor. Las obras de Erasmo que este humanista aragonés adquirió entre 1541 y principios de 1545 tenían una notable intención: trocar los modelos pedagógicos de Silíceo por los del humanista holandés a través de sus obras y ediciones gramaticales y pedagógicas, humanísticas, morales y espirituales. Este brusco giro en los contenidos de las lecturas principescas fue impulsado por el propio Zúñiga, noble vinculado al erasmismo, quién encontró en Calvete al instrumento ideal de su proyecto. No en vano, al mismo tiempo que Felipe visitaba la universidad complutense, en la tienda del librero madrileño Juan de Medina, sita muy cerca del Alcázar real, alguien (probablemente Calvete), compró para el príncipe ediciones de las obras de Eurípides, Séneca, Luciano y Plutarco, debidas a Erasmo y a eruditos luteranos como Melanchton y Pirckheymer, así como un Enchiridion en romance. En septiembre de 1541 sí consta que Calvete fue enviado a Medina del Campo y a Salamanca para comprar más libros, entre ellos dos de las más 86 Antonio ALVAR EZQUERRA: “Juan Pérez (Petreius) y el Teatro Humanístico”, en Unidad y pluralidad en el Mundo Antiguo. Actas del VI Congreso Español de Estudios Clásicos, II: Comunicaciones, Madrid: Gredos, 1983, pp. 205-212.
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renombradas obras en materia gramatical y pedagógica del humanista holandés: el De Copia verborum et rerum y los Adagia, así como tres ejemplares de las obras de Suetonio, Tito Livio y Séneca, en ediciones debidas al mismo Erasmo 87. Era evidente que este programa de lecturas no se correspondía con las ideas del maestro Síliceo. Su sustitución era, pues, inevitable. En la época era habitual que los jóvenes de la nobleza aprendieran a leer y a escribir con un primer maestro, y que cuando se deseaba para ellos una formación cultural más elevada, se le sustituyera por un nuevo preceptor. La protección que Francisco de los Cobos parecía haber otorgado al maestro Síliceo y la tradición cortesana castellana impidieron que en 1541 se procediera a una decisión tan drástica como la sustitución del viejo maestro por uno nuevo, pero la insistencia de Zúñiga para que el maestro fuera “premiado” con la mitra de Cartagena, con la obligación de residir allí parte del año, condujo finalmente a la búsqueda de un maestro de prestado, que no fue otro que Calvete de Estrella 88. Al año siguiente Calvete regresó a Salamanca para seguir comprando libros, y entre ellos no pudo faltar un ejemplar de la Moria o Elogio de la locura, y otro de la Querela pacis, editada junto con la Institutio principis christiani de Erasmo. Esta inclinación por un modelo pedagógico erasmizante para el príncipe era una consecuencia directa del “sueño del Imperio”. Carlos V necesitaba que su hijo fuera instruido de acuerdo con los discursos del humanismo cristiano que todavía predominaban en su entorno, y que podían permitirle gobernar en Alemania. Como es sabido, a la altura de 1540, el centro de la política imperial se había trasladado hacia los territorios germánicos del Sacro Imperio, donde la resolución de la división religiosa parecía por fin posible. Fue la época de los coloquios, de la búsqueda de unas fórmulas de consenso que permitieran tanto el acuerdo entre la Iglesia y las nuevas confesiones, como el apaciguamiento de las ambiciones políticas de los príncipes germánicos. La fórmula adoptada por la cancillería imperial fue el irenismo, tesis que se correspondía con las ansias 87
Sobre la biblioteca principesca en este período, remito a mi trabajo La “Librería rica” de Felipe II. Estudio histórico y catalogación, San Lorenzo de El Escorial: Ediciones Escurialenses, 1998. 88
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp. 525-527.
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de reforma y con la desconfianza hacia la curia romana, actitudes imperantes todavía en la corte de Carlos V, y que eran una continuación de las ideas defendidas desde el principio del conflicto religioso por el partido erasmista. En consecuencia, la educación del joven Felipe, el futuro emperador, tuvo que adaptarse a estas circunstancias políticas y religiosas. Esto puede parecer sorprendente si se pone en relación con la posterior política de Felipe II, caracterizada por el enfrentamiento y la intolerancia con el mundo protestante, pero mientras perduró el sueño del Imperio era una ineludible necesidad política. Era la única manera de garantizar el cumplimiento de las ambiciones sucesorias que Carlos V albergaba para su hijo. No parece casualidad que fuera a finales de 1542 cuando se le regalara una colección de: Once medallas de plata que las cuatro de ellas tienen esculpido el rostro del emperador, y la una el del rey de Hungría y la otra el de Philipus archiduque y la otra el de Federicus terçio imperator, y la otra el del duque Charles de Borgoña, y otras dos mal estampadas que son por todas once, con vna de Maximiano [sic] duque de borgoña, están todas en vna bolsa de terciopelo carmesí 89.
Fue también en 1542 cuando el emperador decidió nombrar dos nuevos preceptores: Honorato Juan, un gentilhombre valenciano que había estudiado en Lovaina con Vives, y Juan Ginés de Sepúlveda, notable filósofo y teólogo, desde 1536 cronista imperial. Ambos eran las personas más adecuadas para completar la formación humanística y política del heredero según el ideario carolino, tanto por su experiencia en Flandes, Francia, Alemania e Italia, como por su variada erudición. Mientras que Juan representaba un humanismo cristiano afín al erasmismo, Sepúlveda, más reticente a este movimiento, era uno de los principales teóricos de la idea imperial carolina, sustentada en los modelos de la antigua Roma y del pujante humanismo italiano renacentista. Un año después se incorporó a este grupo de preceptores un cuarto maestro, el teólogo complutense Francisco de Vargas, favorecido por el obispo Silíceo. Su papel en la educación de Felipe II casi ha pasado inadvertido, quizás porque a diferencia de sus compañeros en la escuela palatina, su vinculación con la corte terminó al ser nombrado arcipreste 89
AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 7º, f. 9r. Al margen se anota: “estas medallas todas se dieron en madrid a su alteza despues que vino de valencia”. No indica su procedencia.
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de Almería en 1544. Se suele atribuir a cada uno de estos preceptores la enseñanza de unas materias determinadas. Así, se dice que Honorato Juan instruyó al príncipe en el estudio de las matemáticas y la arquitectura, que Sepúlveda le enseñó historia y geografía, y Calvete, latín y griego. Sin embargo, esta división de funciones es poco realista. Las ausencias de unos y de otros, la entrada de preceptores hasta ahora desconocidos, como Vargas, y de otros probables como Alejo Venegas del Busto, retratan una escuela principesca menos ordenada. Felipe no sólo aprendió griego con Calvete, sino con los otros preceptores, y lo mismo se puede decir de la historia, la arquitectura o la filosofía. Es cierto, no obstante, que sus preceptores eran muy versados en algunas de estas disciplinas, y que esta erudición tuvo que ejercer cierta impronta en la educación del rey. En todo caso, lo que sí parece verdad es que la llegada de nuevos maestros supuso la entrada de nuevas lecturas y de contenidos pedagógicos en la formación del hijo de Carlos V. La existencia de un plan predeterminado en su selección se advierte en el predominio de dos materias, la historia y la teología, disciplinas ambas de especial interés para la formación de un príncipe cristiano. Entre los libros de historia, encontramos que se compraron los Apotegmas erasmianos, la Historia de los daneses, de Sajón Gramático, la Crónica de Nauclero y las Historias francesas de Frossard, así como un libro sobre las gestas de los duques de Brabante, antepasados del propio Felipe, la historia de las sediciones sicilianas de Conrado Vecerio, las Vidas de los emperadores, de Cuspiniano, donde Felipe podría conocer la historia de sus antecesores paternos hasta Carlos V, y la Vida de pontífices de Bartolomeo dei Sacchi. Calvete adquirió también las crónicas de Jacobo Bracelio y de Joviano Pontano sobre las guerras de Nápoles, el Compendium de la historia romana, de Pomponio Laeto y Marco Antonio Sabellico, y un volumen misceláneo de diversas crónicas e historias, desde las guerras de las Cruzadas a los viajes de Colón, pasando por la guerra de Granada. Esta selección de obras es una muestra evidente del programa pedagógico humanista que imperaba en la educación del príncipe, de quien sabemos que en 1543 estudiaba “apretadamente” en su recámara 90. Estas lecturas iban encaminadas hacia unos objetivos, no siempre bien comprendidos por los biógrafos del rey. 90
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: La “Librería rica” de Felipe II…, op. cit., p. 75.
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Calificada como escolástica, medieval, oscura y “española”, esta imagen ha cambiado de manera radical, hasta el punto de afirmarse una influencia erasmista. El giro ha sido tan espectacular que se ha tratado de matizar, rebajando el nivel de los estudios principescos. No obstante, sería un error creer que los preceptores de Felipe II trataron de convertir a su pupilo en un humanista universitario. Muy al contrario, sabían que estaban formando a un gobernante, no a un filósofo, y (si seguimos la cita platónica) su meta era instruir a un “príncipe amigo de los filósofos”. Y esto lo consiguieron. Que su educación no estuvo exenta de dificultades es cierto, como lo demuestra la salida de Silíceo de la corte en 1541, pero esto no empaña el resultado final. La posterior política de mecenazgo emprendida por el Rey Prudente fue el fruto que de su educación se esperaba, aunque el mundo en el que tuvo que gobernar fue muy diferente al que se soñaba en la década de los cuarenta. Mientras llegaba el momento de la sucesión imperial, Carlos V no regateaba esfuerzos en la preparación de su hijo para el gobierno de los reinos españoles. Desde la muerte de la emperatriz Isabel se había acentuado en torno a su hijo la presión castellanizadora. Cada vez parecía más cercano el momento en que debería tomar en sus manos el gobierno del reino, sustituyendo al cardenal Tavera, de modo que la Casa del príncipe se convirtió en una pequeña caja de resonancia, donde repercutían buena parte de las tensiones de Castilla. Tras la muerte de su madre, Felipe había recibido a su servicio a casi todos los antiguos servidores de aquélla, excepto un pequeño grupo, fundamentalmente damas y criadas, que marchó a Arévalo para integrar la Casa de las infantas María y Juana. Leonor de Mascarenhas fue una de las afectadas por este traslado. Ante el notable incremento de la Casa del príncipe, Zúñiga fue nombrado su mayordomo mayor. Su correspondencia con Carlos V evidencia los constantes conflictos de etiqueta y personales que se producían en el interior de la corte principesca, motivados esencialmente por la escasa cuantía de los salarios, fijados cuarenta años atrás por los Reyes Católicos, y por los roces entre cortesanos por cuestiones de etiqueta. “A la manera de Castilla” era la expresión más utilizada en estas disputas. Era evidente que, a pesar de los consejos ofrecidos por Fernández de Oviedo en 1535, todavía no se había logrado organizar la corte de acuerdo con las costumbres y las expectativas del reino. 95
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Estos conflictos se acentuaron ante la posibilidad de que Felipe fuera nombrado lugarteniente del emperador en Castilla, o incluso que años más tarde fuera el monarca, pues colocaba a sus criados en una posición inmejorable para medrar, posición que ellos estaban dispuestos a hacer prevalecer. En sus reivindicaciones durante los años 1540 a 1543 manifiestan una notoria voluntad castellanizadora. Asombra el grado que alcanzaron en sus pesquisas para lograr un determinado aumento en su salario, de acuerdo con la tradición castellana, pues no sólo alegaron antecedentes cercanos, en la corte de Juana la Loca en Tordesillas o en la de la difunta emperatriz, sino que también rescataron referentes antiguos en la corte de los Reyes Católicos o en la del príncipe don Juan. Se desató así alrededor del príncipe Felipe una importante presión castellanizadora, en la que existían unos intereses económicos muy evidentes, pero también una clara oposición a la etiqueta borgoñona. Ya en 1540 se produjo una disputa que enfrentó a los Monteros de Espinosa y a los alabarderos de la Guardia Alemana. Don Luis de la Cueva quiso que sus alabarderos montaran guarda al príncipe de noche, tal y como hacían con el emperador. Los Monteros se agraviaron, “porque a la manera de Castilla nunca lo hicieron sino ellos, y que en tiempo de la emperatriz, aunque le quedaban alabarderos, nunca hicieron guarda” 91. Carlos V respondió que no se hiciera novedad en la guarda nocturna. Pero el conflicto de etiqueta más representativo de este ambiente político y cortesano, quizá sea el que enfrentó en 1541 a Juan Hurtado, barbero del común del emperador, con Juan de Astorga, barbero del príncipe desde 1535. El primero quiso someter a un examen a Astorga, para certificar su capacidad para el oficio, pero éste se negó repetidas veces. Los ánimos se enervaron de tal manera entre ambos que Hurtado acusó a Astorga de rechazar que Carlos V fuera el rey de Castilla, apoyándose en el testimonio de Diego de Ortega, teniente del acemilero mayor del príncipe. Esto obligó a Juan de Zúñiga a investigar lo sucedido. Según juró Diego de Madrid, oficial de barbería de Hurtado, la respuesta de Astorga a su maestro fue: Dice Astorga que si le mandara [examinar] Lope de Ordas, Barbero de la reina nuestra Señora, que era un hombre honrado, que él viniera a su llamado; pero que esta merced que tenia el dicho Juan Hurtado que era del emperador 91
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 127.
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La educación de un príncipe cristiano y que la Reina era viva, y que el emperador aun era Príncipe; y entonces dijo este testigo que se halló presente: por cierto y pardiós él está jurado en Castilla por Rey; y dice que se rió de lo que había dicho el dicho Ortega, porque le pareció necedad muy grande; y más dice este testigo que estaba presente un pagador de la artillería, que se llama Francisco Díez, el cual se santiguó y dijo que por amor de Dios no dijese tal cosa 92.
La acusación vertida contra Astorga resucitaba los viejos fantasmas de las Comunidades en el interior de la Casa del príncipe Felipe. El revuelo inicial fue grande, aunque Zúñiga resolvió al final que se había tratado de un asunto de poca monta. Sin embargo, la actitud castellanista del barbero era evidente. Este suceso era sintomático no sólo de la pugna entre las etiquetas contrapuestas de las cortes de Carlos V y de su hijo, sino también un signo de como la Casa del príncipe se quería sustraer de la autoridad del emperador, apelando a la figura de la reina Juana, cuya Casa sí estaba ordenada a la manera de Castilla. Es en anécdotas de este tipo donde se comprende mejor el proceso de castellanización a que fue sometido el futuro Felipe II, sin dar a este término un sentido peyorativo. Como antes señalábamos, esta presión social y política no se esgrimía contra otros reinos peninsulares de la Monarquía, sino contra la amenaza más concreta de Flandes, de lo extranjero. Al contrario, fue en 1542 cuando Carlos V emprendió un viaje con su hijo por los reinos de la Corona de Aragón para lograr su juramento como príncipe heredero en aquellos estados. Durante años se había negado este reconocimiento, alegándose que Juana la Loca era la reina y su hijo Carlos el príncipe. Finalmente, la realidad fue reconocida. El periplo fue un gran éxito, ya que puso de manifiesto la definitiva aceptación de la nueva dinastía en España. El 22 de junio padre e hijo llegaban al castillo de Monzón, donde tradicionalmente se reunían los estamentos de los tres reinos de Aragón. Tras varios meses de negociaciones, en los que el príncipe cayó enfermó debido a la insalubridad del lugar en verano, los procuradores catalanes fueron los primeros en reconocer a Felipe, el 14 de septiembre, los valencianos lo hicieron el 23, y los aragoneses 92
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., II, p. 413. Declaración firmada en Madrid el 8 de junio de 1541.
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el 6 de octubre. A continuación el emperador dispuso todo lo necesario para que Felipe hiciera su solemne entrada en las tres capitales de la Corona: Zaragoza, Barcelona y Valencia. Fue un verdadero viaje triunfal, en el que Carlos V permitió que su hijo entrara en cada una de las ciudades sin su compañía, rodeado de toda la parafernalia que las guardias imperiales y su séquito áulico podía proporcionar. El nuevo príncipe de Gerona era el protagonista, de modo que el César prefería entrar un poco antes, casi en secreto, o esperar a las afueras de las murallas. Durante este periplo por los reinos del levante español Felipe fue obsequiado con un interesante y nutrido conjunto de libros. En Bellpuig, cerca de Lérida, recibió en audiencia a Francisco de Borgoña, poeta y rey de armas del Toisón de Oro, quien le obsequió con una Exhortatio ad studium; en Tarragona recibió una colección manuscrita de inscripciones antiguas, conservadas en diversos lugares de la ciudad; y en Valencia el duque de Calabria le entregó una rica colección de códices de su magnífica biblioteca. Su contenido refleja la preocupación pedagógica que inspiró el obsequio (un Tito Livio, las Epístolas de Cicerón, la historia de Justino y Lucio Floro y las obras de Bartolomé Facio y Antonio Panormita), así como su intención política, pues aquellos códices habían sido del rey Alfonso V de Aragón, antecesor de Felipe, convertido así en un modelo para el príncipe. Fue en la capital del reino de Valencia donde los festejos alcanzaron un mayor esplendor, gracias a la magnífica corte del duque de Calabria y a la bonanza económica de la urbe. Además, entre los valencianos todavía no se habían apagado los ecos de aquel príncipe Felip Joan, anunciado con entusiasmo en 1527. En el dietario de la Seo de Valencia se anotaba en diciembre de 1542 la entrada del heredero: “Lo dimars aprés, que comptaven v del sobredit [mes de diciembre], lo senyor princep Don Phelip Joan entrá en Valencia per lo portal dels Serrans” 93. Sin embargo, en medio de los festejos no podía olvidarse que en Valencia la alusión a don Juan, el hijo de los Reyes Católicos, no podía deslindarse de la del “Encubierto”, su supuesto hijo secreto, sobre todo cuando en mayo del año anterior se había ejecutado y descuartizado en la ciudad a un enigmático pelaire aragonés, Bernardino de Acero, junto con dos crédulos “agermanados” que 93
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 129.
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creyeron sus fantásticas historias de que el Encubierto no había muerto y de que pronto desembarcaría en Sagunto para retomar su legítima corona 94. Que este retorno del mítico Encubert coincidiera con el inicio del viaje de Felipe por los estados aragoneses explica la dureza con la que el duque de Calabria castigó a los implicados. Era todo un símbolo, por tanto, que el verdadero heredero del mitificado don Juan entrara en la ciudad bajo el significativo nombre de Felip Joan, mientras que en las puertas del Quart se pudrían al sol las cabezas de los falsos encubiertos. Si en Castilla la figura del príncipe Felipe había permitido apagar los rescoldos de las revueltas comuneras, en Valencia su sola onomástica parecía haber atemperado definitivamente el profético encubertismo de los agermanados. Tras las fiestas con que fue recibida la corte imperial en Valencia, a finales de 1542 padre e hijo retornaron a Castilla, dirigiéndose a Alcalá de Henares, donde se reunieron con las infantas para celebrar las Navidades. Después se alojaron en el alcázar de Madrid, donde llegó la confirmación de su matrimonio con la infanta María Manuela de Portugal. Ante la cercanía de su enlace, los meses siguientes fueron de intensa formación política para el joven Felipe.
94 Es de gran interés a este respecto el libro de Pablo PÉREZ GARCÍA y Jorge Antonio CATALÁ SANZ: Epígonos del encubertismo. Proceso contra los agermanados de 1541, Valencia: Generalitat Valenciana, Direcció General del Llibre i Coordinació Bibliotecària, 2000.
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Con estas palabras apostillaba Felipe II una nota marginal en una carta recibida en diciembre de 1574 95. La afirmación del rey era un tanto aventurada, pues su padre había restringido en gran manera dicho gobierno, lo que permite hablar con más propiedad de un gobierno tutelado y muy limitado, pero lo cierto es que su experiencia como gobernante se había iniciado entre abril y mayo de 1543. Tras lograr el reconocimiento de su hijo como heredero en la Corona de Aragón, Carlos V había decidido marchar de nuevo a Alemania para tratar de resolver el conflicto religioso, y aunque tenía decidido encomendar a su hijo el gobierno de Castilla, Felipe sólo tenía quince años. Albergaba las lógicas dudas acerca de su capacidad política, y éstas no dejaron de crecer a medida que se acercaba el momento de la despedida. Desde su nacimiento, el emperador había hecho recaer en su hijo gran parte de sus esperanzas para lograr la inclusión definitiva de España en el Imperio. Nombrarle su lugarteniente en Castilla era una prueba definitiva. Por esto, cuando Carlos V abandonó Cataluña en mayo de 1543 redactó unas famosas instrucciones tanto personales como políticas para su heredero 96. El César era consciente de que pasarían 95
Biblioteca Zabálburu, Altamira, 144, f. 39.
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El texto autógrafo del emperador ha sido descubierto por Geoffrey Parker en la biblioteca de la Hispanic Society of New York, quien prepara una edición de las mismas junto con Rachael Ball. Mientras tanto Manuel FERNÁNDEZ ÁLVAREZ sigue siendo la referencia más importante, con su Política mundial de Carlos V y Felipe II, Madrid: CSIC, 1966, y con su trabajo sobre “El Estado: teoría y praxis de la política”, capítulo que se incluye en el tomo XIX de la Historia de España (de R. Menéndez Pidal), dirigida por José María Jover Zamora, Madrid: Espasa-Calpe, 1989, pp. 495-534.
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muchos años antes de que pudiera ver de nuevo a su hijo, y de que éste, al mismo tiempo, iniciaba una nueva etapa en su vida, con obligaciones políticas y conyugales que terminaban de manera definitiva con su niñez. No es de extrañar que años más tarde Felipe II recordara el año 1543 como una de las fechas claves de su vida. Carlos V, al entregar el gobierno de los reinos españoles a su hijo, lograba cubrir al fin el vacío que la muerte de la emperatriz Isabel había provocado en el esquema político de su Monarquía. Fue en la labor de gobierno ejercida por Felipe como lugarteniente de su padre en el gobierno de Castilla entre 1543 y 1548, y de nuevo entre 1551 y 1554, donde el monarca se curtió verdaderamente como gobernante. No obstante, durante la primera etapa, no fue más que un mero administrador que obedecía y ejecutaba las órdenes de su padre para el gobierno de Castilla y de España en general. El César siguió gobernando los reinos españoles desde el extranjero, y entre 1543 y 1551 jamás hizo dejación de sus potestades regias. El único margen de acción que dejó a su hijo era el de llevar a cabo sus órdenes. La medida en sí no obedecía a una actitud intransigente del emperador, sino que era una cautela necesaria ante la poca edad y experiencia de su hijo. Aunque esta precaución era lógica en mayo de 1543, a medida que Felipe fue adquiriendo edad y experiencia resultaba agobiante y anacrónica. Las “reglas de juego” que se establecieron entre ambos para el gobierno de Castilla consistían en una mera continuación de las que estuvieron vigentes durante el gobierno de la emperatriz entre 1529 y 1533. Al contrario que en Flandes o en Austria, Carlos nunca renunció a controlar la actividad administrativa en Castilla. No sólo era informado de todos los asuntos españoles, sino que su placet era necesario para tomar cualquier decisión de relevancia, e incluso las que no eran tan importantes. Esto se explica, como ya hemos dicho, por la poca edad de Felipe, pero también porque –en la coyuntura crítica de la nueva guerra con Francia– una vez más era Castilla la base del poder político y militar del monarca. Asombra que para resolver asuntos de poca cuantía también se tuviera que esperar la resolución de Carlos V. La fórmula no era original, y ya había sido utilizada durante el primer gobierno de la emperatriz entre 1529 y 1533. En ambas circunstancias se habían limitado de manera sensible los poderes del 102
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gobernador real a través de tres mecanismos: la remisión al César de los asuntos sustanciales, el cumplimiento exacto de las órdenes particulares que se dejaban para cada Consejo y la sujeción del gobernador a los consejeros más señalados. ¿Qué margen de acción le quedaba entonces al joven Felipe? Escaso. Los Consejos de Estado y de Guerra estaban más al servicio del César que de él. El Consejo Real o de Castilla tenía cercenadas sus funciones legislativas, al prohibir Carlos V que se promulgaran nuevas leyes o se reformaran “las que a mi partida mandé hazer” 97. La Cámara de Castilla, asimismo, debía remitir al emperador los asuntos importantes. El Consejo de Hacienda quedó sometido en 1543 a “las consignaciones y apuntamientos que yo [Carlos] dejo ordenado, sin que en aquello se haga otra cosa” 98. Es decir, todos los fondos monetarios se encontraban distribuidos de manera previa, sin que el príncipe pudiera variar las consignaciones establecidas. Lo mismo ocurría con el Consejo de Órdenes. En cuanto al de Indias, Felipe debía remitirse al cardenal Loaysa, al obispo de Cuenca y a Cobos si algún asunto requería especial atención, pero sobre todo debía velar por el buen cumplimiento de las Leyes Nuevas, recientemente promulgadas en defensa de los indios. Todavía más revelador es el desequilibrio existente entre las atribuciones de Felipe y Carlos a la hora de cubrir los oficios en Castilla: el dictamen del segundo era preceptivo en caso de que vacara alguno de los puestos de la burocracia polisinodial o si se deseaba obtener alguna dignidad o hábito honorífico. Únicamente la justicia parece haber sido el campo más propio de actuación por parte de Felipe: Primeramente le encargo cuanto puedo que tenga especial cuidado de la administración de la justicia; y que en las cosas que a ella tocaren no tenga respecto a persona ni suplicación de nadie, sino que mande que se haga y administre enteramente, y que tenga las consultas ordinarias del Consejo, como yo lo he acostumbrado y hecho siempre 99.
O lo que es lo mismo, que velara por el buen funcionamiento de la Justicia, tanto en el Consejo Real como en las Chancillerías, atribución que en principio 97
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., II, p. 94.
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Ibidem, II, p. 87.
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Ibidem, II, p. 86.
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no iba más allá de administrar la actividad judicial en Castilla. La principal preocupación del emperador en esta materia era que bajo el gobierno de su hijo todo se hiciera con arreglo a la Justicia, cerrando el paso a posibles corrupciones administrativas, o a que dádivas y corruptelas diversas le envilecieran: “Hijo, habéis de ser muy justiciero”, le aconseja, pero en ningún caso le otorgó especiales poderes judiciales. Al contrario, el César le ordenó que se asesorara por medio de Tavera, Valdés y Cobos en temas de justicia. Sin embargo, la tradición política castellana jugó a favor de Felipe en esta materia. El rey de Castilla era concebido como un juez, un magistrado que el pueblo no veía tanto en Carlos V, un soberano extranjero. En realidad, al emperador no le interesaba tanto que el príncipe gobernara, sino que, asistiendo a las reuniones de los Consejos, aprendiese el arte de gobernar en su modo más práctico. Se podría considerar que con su designación como lugarteniente, Felipe había iniciado la última etapa de su educación. No en vano, el emperador le había aconsejado en la instrucción personal de Palamós: Como os dije en Madrid no habéis de pensar que el estudio os hará alargar la niñez; antes os hará crecer en honra y reputación tal que, aunque la edad fuese menos, os tendrán antes por hombre; porque el ser hombre temprano no está en pensar ni quererlo ser, ni en ser grande de cuerpo, sino solo en tener juicio y saber con que se hagan las obras de hombre, y de hombre sabio, cuerdo, bueno y honrado. Y para esto es muy necesario a todos el estudio y buenos ejemplos y pláticas. Y si a todos es necesario, pienso, hijo, que a vos más que a nadie, porque veis cuantas tierras habéis de señorear, en cuantas partes y cuán distantes están las unas de las otras y cuán diferentes de lenguas 100.
Las instrucciones paternas se siguieron con diligencia. El príncipe Felipe no dejó de ir a clase, aunque sus nuevas obligaciones políticas y conyugales le impidieran dedicarse a sus estudios con la misma intensidad que antes. Fue en 1543, coincidiendo con el inicio de las primeras tareas de gobierno desempeñadas por don Felipe, cuando Calvete se trasladó a Salamanca y Medina del 100
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., II, pp. 98-99. Carlos V a Felipe (Palamós, 4 de mayo de 1543).
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Campo para adquirir la, hasta entonces, más amplia remesa de libros. Entre ellos adquirió un gran número de tratados, como los discursos de Isócrates, el De institutione reipublicae y el De regno et regis institutione, de Francesco Patrizzi, verdadero vademécum misceláneo de la teorías políticas renacentistas junto con dos obras clásicas del pensamiento político castellano: la Filosofía moral de Francisco de Castilla, y su Práctica de virtudes de los reyes de España. Una selección de obras que permitiría al príncipe entrar en contacto no sólo con las disquisiciones políticas del humanismo, sino también con el pensamiento político castellano, de acuerdo con un proceso castellanizador que perduraba. Eran también lecturas que podemos relacionar con el pensamiento erasmizante de Calvete y Honorato. Caso muy diferente era el de Sepúlveda. Crítico del humanismo anterior, al menos en lo relativo a determinados aspectos del gobierno, cuando en 1549 dedique a Felipe su edición del tratado De Republica de Aristóteles, se justificará aludiendo no sólo a la importancia que la obra del Estagirita tenía en la formación política de todo soberano, sino también en recuerdo de su etapa en la escuela palatina, labor pedagógica que, según Sepúlveda, se centró en el estudio de Aristóteles. Junto con estas lecturas sobre el modelo del principis christiani, Felipe fue también instruido en ciertas disciplinas auxiliares para el desempeño de las tareas de gobierno, como el Derecho y la Estrategia. El estudio de las leyes ya se había incluido en su educación en 1541, cuando se adquirieron un Curso Canónico en tres volúmenes y un Curso Civil en otros tres 101. Dos años más tarde se compraron las Iurisconsultorum vitae de Bernardino Rutilio, el Catalogus gloriae mundi de Bartolomé de Chasseneo, un compendio de los diferentes estamentos sociales de la época, desde los reyes a los mendigos, y el tratado de Lucio Fenestella sobre los magistrados y sacerdotes romanos. Tampoco faltaron en esta biblioteca principesca los dos magníficos volúmenes de las Partidas de Alfonso X el Sabio, glosadas por el doctor Alfonso Díez de Montalvo, obra de necesaria consulta y lectura detenida para un príncipe que gobernaba Castilla. Con respecto a su formación militar, aunque era concebida como eminentemente práctica, no excluyó que en 1543 se compraran para Felipe las tres obras 101
Libranza a Juan de Medina (AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 8º, f. [204v]).
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más conocidas sobre esta materia, los De re Militari de Flavio Vegetio, Julio Frontino, Aeliano y Modesto, entre los autores antiguos, y de Valturio y del conde Jacopo di Porcia, entre los modernos. También fue en 1543 cuando los preceptores del príncipe decidieron que podía ya adentrarse en los complejos estudios teológicos. El formarse para ser un rey era no sólo una cuestión civil, sino también religiosa, y ambas facetas fueron encarnadas casi a la perfección por Felipe II durante su reinado. El estudio de las Sagradas Escrituras era una parte ineludible en la educación de un “príncipe cristiano”. La selección de obras de este tipo que Calvete adquirió es una muestra más de su programa pedagógico humanista, y que tenía en Erasmo un modelo. Así, entre las obras seleccionadas figuran de manera conjunta, y no por casualidad, las Opera omnia básicas de la Patrística en ediciones erasmianas. Su enumeración es suficientemente expresiva: san Juan Crisóstomo, san Ambrosio, san Agustín, san Hilario y, por último, la Opera omnia de san Jerónimo. Esta selección de libros se corresponde con un concepto muy renovador de teología, opuesto a la mera escolástica. El estudio de las Letras Sagradas no debía emprenderse desde el nominalismo, sino desde la exégesis filológica de los textos y la interpretación del sentido profundo de los mismos. Este método teológico había sido expresado por Erasmo de Rotterdam en su Novum Testamentum (1516). Esta obra constituía todavía en 1543 el paradigma renacentista de los estudios bíblicos y no faltó tampoco en la biblioteca del príncipe: en 1543, junto con los libros antes citados, Calvete adquirió la edición del Novum Testamentum impresa en Basilea un año antes. La presencia de estas obras en la biblioteca juvenil de Felipe II permite comprender una de las grandes empresas culturales de su reinado: la edición de la Biblia Regia o de Amberes. Incluso sabemos que el hebreo y el griego estuvieron incluidos en su plan de estudios. No obstante, la Biblia con la que más se deleitaba era una antigua traducción del Viejo Testamento al romance, la llamada Biblia de Felipe II. Este magnífico códice en pergamino del siglo XV, con gran número de miniaturas atribuidas a Pedro de Toledo, fue al parecer un obsequio de doña María de Mendoza, esposa de Francisco de los Cobos, o de su hijo Diego de los Cobos, quien –recordemos– se educaba con el heredero. Éste quedó tan entusiasmado con el códice 106
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que mandó encuadernarlo lujosamente. En la época era muy habitual que la nobleza leyera estas versiones en romance de la historia sagrada, si bien la expansión del luteranismo estaba haciendo retroceder esta práctica. De aquí la importancia del aprecio principesco por este códice, varios años antes de que en 1559 este tipo de lecturas se prohibieran por el Santo Oficio. La posterior imagen ortodoxa y confesionalista del rey no parece concordar con este príncipe renacentista, lector de Erasmo y de la Biblia en romance (dos prácticas después ampliamente perseguidas), pero ambas facetas convivieron en nuestro personaje. El siglo XVI europeo fue así de contradictorio. Felipe II conservaría esta Biblia hasta su muerte; sólo entonces su sucesor en el trono la entregaría a la censura inquisitorial 102. A pesar de estas interesantes lecturas, debe reconocerse al mismo tiempo que a partir de 1543 la educación del príncipe se resintió ante sus ineludibles obligaciones políticas y matrimoniales. Escribía por entonces el obispo Silíceo a Carlos V: En lo de su estudio sé decir que entiende lo que lee en latín, aunque va aflojando el ejercicio así por razón de estar ocupado en la gobernación que V. Mt. le ha encomendado, como por entender en ejercicio de armas y caballería. De salud espiritual y corporal le va muy bien. Dios le lleve adelante 103.
Sin duda, una de las cuestiones que más tiempo ocupaba al heredero era la de los preparativos de su boda con la infanta María de Portugal, hija del rey Juan III de Portugal, hermano de la emperatriz Isabel, y de la reina Catalina de Austria, hermana de Carlos V. La idea de este matrimonio venía de tiempo atrás. Desde muy niña María había sido educada en el amor a su primo, y sobre esto escribía el embajador Lope Hurtado a Carlos V en 1530: “La Princesa hace todas las cosas que le piden por amor del príncipe de Castilla”. El proyecto parece ser que procedió de la emperatriz, deseosa de estrechar los lazos entre Portugal y
102
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: La “Librería rica” de Felipe II…, op. cit., pp. 251-252, nº 209. 103
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, pp. 74-75. Silíceo a Carlos V (Valladolid, 6 de agosto de 1543).
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Castilla. Aunque Carlos V, en su instrucción de 1539, sólo contemplaba el matrimonio de Felipe con Margarita de Valois o con Juana de Albret, dejó “libre arbitrio” a su hijo para escoger esposa, quizá porque era consciente de que estos enlaces con Francia y la Navarra francesa jamás prosperarían. Su hijo, además, fue muy claro: su opción era la infanta portuguesa. En 1540 se dieron los primeros pasos para acordar este matrimonio, que el embajador en Lisboa, Luis Sarmiento, interpretaba como el camino más adecuado para logra la unidad de la España peninsular: Todos acá creen que la señora infanta será la sucesora de este reino y, si esto fuese, ¡cuánto importa su casamiento y cuán gran bien sería si Dios fuese servido para esos reinos [Castilla y Aragón] y aun para el bien de la Cristiandad, que este reino se tornase a juntar con ese!
Dos años después se envió a Alonso de Idiáquez a Lisboa para negociar sus cláusulas. Los capítulos matrimoniales se firmaron el 1 de diciembre de 1542, una vez que llegaron las necesarias dispensas pontificias por la excesiva consanguinidad de los contrayentes: eran primos hermanos por partida doble. Desde aquel momento Felipe se convirtió en un hombre casado. Como en otras cuestiones, también Carlos V quiso guiar y aconsejar a su hijo en este momento tan importante de su vida. Aunque en la correspondencia el tema de la sexualidad del príncipe no fuera muy habitual, al menos en 1540 Silíceo podía congratularse de que, gracias a la caza, las pasiones corporales de su pupilo quedaban sujetas. El comentario indica, al menos, que el tema sí preocupaba. Tres años más tarde la situación era algo más que un motivo de preocupación, pues el heredero no sólo había alcanzado la adolescencia, edad en la que “comienza el hombre a ser hábil y poderoso para los deseos de Venus: dispuesto para haber hijos, inclinado a amores y [a] mujeres” 104, sino porque su matrimonio ya había sido acordado. En este sentido, el viaje por la Corona de Aragón fue aprovechado para ofrecerle una iniciación festiva y cortesana de la relación con las mujeres. No en vano, Carlos V dispuso que en todas las fiestas las damas tuvieran un papel muy importante, con el objetivo de que los saraos, el amor cortés
104
Pedro MEXÍA: Silva de varia lección, Madrid: Cátedra, 1989, I, p. 521.
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y las galanterías se conjugaran para ofrecer un verdadero ensalzamiento del dios Cupido y de la virilidad principesca 105. Uno de los objetos que más se compró o alquiló en estos meses para el uso de Felipe fueron máscaras para cubrir su rostro, ya en los festejos o en salidas secretas. Un testigo de estas fiestas, Bernabé de Busto, el clérigo erasmista que años atrás se había ofrecido como maestro para la educación del heredero, se sorprendió ante tan escandaloso despliegue erótico: Llegado el emperador a Barcelona fue jurado el príncipe don Phelipe, donde se le hicieron muchas fiestas y regocijos y grandes banquetes. Y las más noches había saraos a donde todas las damas y señoras de Barcelona se hallaron, allí había muchas máscaras muy bien aderezadas y el emperador y los caballeros de su corte andaban muy regocijados, pero había tanto aparejo en aquellas damas catalanas que me parece son de las mujeres de España que aquellas cosas más quieren.
Asimismo, el príncipe debía iniciarse en una práctica tan cortesana como la del galanteo, de modo que en Barcelona, tras un juego de cañas, se dispuso que invitara a cenar a todas las damas, en una sala, “sin dejar entrar hombre” 106. En Valencia las fiestas fueron todavía más espléndidas, los caballeros del emperador y del príncipe pudieron galantear con las casi ciento cincuenta damas que reunieron para la ocasión las duquesas de Calabria y de Segorbe. El propio emperador dio ejemplo a su hijo de cómo tratar a las damas, pues según cuenta Busto: … el emperador se holgaba mucho porque comenzó a servir una Dama de quien se había contentado mucho, y las más noches se hacían máscaras y estaba parlando con la Dama y con otras a vueltas y así se estaba en Valencia en estas fiestas más de quince días, muy a su placer 107.
No sorprende, pues, que el clérigo al hacer balance del viaje concluyera con cierto disgusto: “Aunque a la verdad todas sus fiestas más fueron suntuosas que 105
Sobre esta iniciación al sexo en Felipe II, J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: El aprendizaje cortesano…, op. cit., pp. 157-161. 106
ANÓNIMO (quizá Bernabé de Busto): Relación del viaje a Aragón (RBME, V-II-4, f. 185v). 107
Ibidem, f. 37r.
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ejercitadas y honestas” 108. El duque de Gandía, Juan de Borja, era de la misma opinión y, desconcertado, escribía al vizconde de Ebol: “cuán galán ha andado el emperador y cuánto ha favorecido a las damas de esta ciudad, vuestra señoría lo sabrá por tantos que no serían nuevas para escribir”. Y añade: “plegue a Dios que no suceda lo que dice el sabio: extrema gaudii luctus ocupat”. Por suerte, ni los moriscos se levantaron ni los turcos invadieron las costas (que era lo que temía el duque), de modo que la corte imperial pudo regresar a Castilla sin problemas. Ya en Madrid, Carlos V trató con su hijo cómo debería ser su vida marital, tema sobre el que insistiría en las instrucciones de Palamós. Da a entender en ellas que Felipe le había dado palabra de llegar virgen al matrimonio. Aunque el emperador no muestra excesiva credulidad sobre el cumplimiento de la promesa, sí insiste en que su vida marital sea moderada, por cuanto vos sois de poca y tierna edad y no tengo otro hijo si vos no [sino vos], ni quiero haber otros, conviene mucho que os guardéis y que no os esforcéis a estos principios, de manera que recibiésedes daño en vuestra persona.
El monarca temía que ocurriera con su hijo lo mismo que acaeció con el príncipe don Juan, cuya muerte el vulgo atribuía a sus excesos sexuales con Margarita de Austria. En consecuencia le exhortaba a practicar una extrema continencia conyugal: ... os habéis mucho de guardar cuando estuviéredes cabe vuestra mujer. Y porque eso es algo dificultoso, el remedio es apartaros de ella lo más que fuere posible, y así os ruego y encargo mucho que, luego que habréis consumado el matrimonio, con cualquier achaque os apartéis, y que no tornéis tan presto, ni tan a menudo a verla, y cuando tornáredes, sea por poco tiempo 109.
Para garantizar que su hijo cumpliera con la castidad debida este consejo, el emperador había ordenado a Juan de Zúñiga que le amonestara y aconsejara en la vida marital, de la misma manera que los duques de Gandía se encargarían de hacer lo mismo con la princesa. 108
ANÓNIMO (¿Bernabé BUSTO?): Jornadas de Carlos V en 1542, 1543 y 1544 (BNE, Mss. 7379, f. 37r). 109
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., II, p. 100.
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El miedo de Carlos V a una excesiva actividad sexual de su hijo, una vez que hubiera conocido las dulzuras de Venus, no era compartido de igual manera por la corte. Al contrario, el mismo espíritu jocoso que había invadido las fiestas en Barcelona y Valencia se mantuvo en Castilla. Desde el momento en que la boda se confirmó, el príncipe fue objeto de un gran número de bromas a este respecto. Por ejemplo, a principios de 1543 Alonso Enríquez de Guzmán, uno de los truhanes cortesanos, le narraba una chanza en la que él y el alcaide de El Pardo habían ido cantando una canción burlesca, que decía: “Mujer, mujer, dame acá un cuchillo”, con otras cosas deshonestas que no son para nombrar ante Vuestra Alteza. Y por esto quiero más quedar corto y que no las sepa, que no largo y deshonesto con hacérselas saber 110.
El falso pudor del bufón queda puesto de manifiesto cuando envía otra carta al príncipe en la que le narra la “aventura” que pasó una noche en la casa de doña María de Ulloa con una de sus nietas, llamada doña María de Aragón, “ángel o diablo”, que trató de seducirle en compañía de una dueña. El mismo Felipe fue también objeto de las burlas de su abuela la reina doña Juana, cuando la visitó en Tordesillas. La reina le preguntó si era verdad que iba a Salamanca a casarse, su nieto respondió que sí, a lo que apostilló el truhán Perico de Santervás, que iba con el príncipe: “Señora, y es muy hermosa la Princesa”. Doña Juana, mirando a su nieto, dijo entonces: “Más que burlado os hallaréis, desde que la veáis, si no os parece hermosa. Y volvió la cabeza, riéndose de lo que había dicho”. A este ambiente burlesco no pudieron sustraerse ni siquiera alguno de los maestros de Felipe, como el teólogo Francisco de Vargas. Encargado por su pupilo de redactar una relación de su boda, en ella incluyó algunas anécdotas que iban más allá de lo decoroso (lo que indica que se escribió para el uso personal del novio), como la de un esclavo negro, que vivía en Aldea el Cano (Cáceres), de edad de ocho años, hijo de un esclavo negro de Juan de Sande, el viejo, hermano de don Bernardino Carvajal, cardenal de Santa Cruz, y de una esclava
110
Alonso ENRÍQUEZ DE GUZMÁN: Libro de la vida y costumbres de Don Alonso Enríquez de Guzmán, Madrid: Atlas, 1960, p. 232.
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Felipe II: La mirada de un rey negra que servía a las monjas de Jesús; el cual nació con dientes los mismos que ahora se tiene y cabello en todas las partes que suele nacer a los hombres puestos y con grandeza proporcionada a hombres en todos los miembros viriles, siendo de seis años conoció carnalmente ciertas mujeres, es bajo de cuerpo y muy recio y ligero.
Quizá Vargas no supo distinguir en esta historia que se encontraba ante un pigmeo y no ante un prodigio de viril precocidad. Este ambiente jocoso se continuó en las salidas que el joven Felipe hizo para conocer a su esposa. Dentro de la mejor tradición del amor cortés, que el príncipe había tenido ocasión de conocer y practicar previamente en su viaje a Cataluña y Valencia, él y algunos acompañantes cabalgaron enmascarados junto al cortejo de su esposa, ocultándose en los pueblos para verla pasar. El galante juego era conocido de todos y causa de general alborozo. La entrada de los príncipes en Salamanca, lugar escogido para la boda, constituyó el punto de inicio de una serie de grandes festejos. La ciudad, que había acogido a fines del siglo XV las fiestas de otra gran boda principesca (la de don Juan con Margarita de Austria), organizó un recibimiento al antiguo estilo romano. Cada gremio de la ciudad erigió algunos espectáculos efímeros o arcos triunfales, destacando en especial uno que se había alzado en la calle del Concejo. Sobre él dos cómicos armados y disfrazados como gigantes, llamados Bellón y Bradamante, representaron un coloquio ante la princesa María y su séquito. Cuando llegaron a la altura del arco, los dos personajes dieron la voz de alarma y advirtieron a los congregados que ningún ser humano podría abrir las puertas del arco “porque cierran su aposento, por mágico encantamiento, tres culebras encantadas”. De inmediato las “serpientes” salieron de sus escondrijos, “sacando las lenguas con grandes silbos”. Sólo una gran princesa podría terminar con su maleficio, y como por arte de magia, surgió una nueva culebra, que se tragó a las otra tres. Un cartel explicó lo ocurrido: Estas sierpes son las leyes mas la que tragó a las tres nuestra fe cristiana es.
Es posible que esta invención estuviera inspirada en la divisa que para la ocasión había adoptado el joven Felipe. Era costumbre que los novios nobles 112
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de aquella época tomaran alguna ingeniosa empresa, el príncipe se inspiró en la fábula de las dos serpientes estranguladas por Hércules niño. Así, se deduce del hecho de que Diego de Arroyo iluminara dos “culebras de la divisa de Hércules, la una para su alteza y la otra para poner en un libro que hizo el maestro Vargas de la declaración de la dicha divisa” 111. Aunque esta libranza esté fechada en 1546, no hay razón alguna para pensar que el libro fuera compuesto por Vargas en este año, sino uno o dos años antes, al calor de las fiestas con que se festejó la boda del Príncipe. En Salamanca, aparte del arco triunfal antes descrito, se erigió también una estatua de Hércules, supuesto fundador de la ciudad, y el propio príncipe ordenó decorar sus estancias con los tapices de la serie de los trabajos hercúleos. ¿Casualidades? En la misma ciudad la nobleza ofreció a los recién casados un torneo para el que se construyó un castillo al final de un palenque guardado por gigantes y repleto de cohetes. Los nobles participantes, divididos en dos cuadrillas, hicieron su aparición de diferentes maneras: la cuadrilla de caballeros atacantes hizo su entrada acompañada de su “sierpe” que lanzaba fuego por la boca, y de cuyo interior salieron doce caballeros a tornear con otros tantos que salieron a su vez del interior del castillo. Los jóvenes príncipes se mostraron entusiasmados con la invención, y en especial la “princesa nuestra señora que gustó más de este regocijo que otro alguno”. Un año más tarde se ofreció a Felipe y a su esposa un torneo semejante en Valladolid, pero mucho más elaborado en su escenificación. Una hidra de siete cabezas y alas de raso verde hizo su entrada en la corredera vallisoletana, con un enano sobre ella que portaba para la princesa una carta de desafío. En la misiva se explicaba que Júpiter y Juno habían decidido enviar a tres dioses para que desafiaran a los caballeros de la corte española y comprobaran “si son tales como su fama”, así como a otras tres diosas para que juzgasen la belleza de las damas españolas. A continuación hicieron su aparición diferentes carros decorados de acuerdo con la mitología pagana, destacando el del almirante de Castilla, Luis Enríquez, que iba tirado por cuatro caballos blancos engalanados como unicornios. En otra ocasión, sin embargo, un torneo o naumaquia que se quiso celebrar en una isla del Pisuerga acabó en 111
AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 1º, f. 183r.
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un desastre, pues el barco del duque de Alba y su cuadrilla se hundió en la orilla. Hubo que recurrir a los servicios de un morisco, llamado don Juan de Granada, para reflotar la nave días más tarde. El acicate que impulsaba estas festivas demostraciones en torno al príncipe Felipe no era otro que saludar el triunfo de los anhelos abrigados en Castilla tras las Comunidades. Los sueños iniciados en 1527 con el nacimiento del “príncipe de España” y desarrollados con tesón durante los años siguientes, parecían haber encontrado por fin su destino. Con Felipe como gobernador del reino y esposo de una infanta portuguesa, los deseos de castellanización de la dinastía parecían haberse alcanzado. Un entusiasmo popular que era compartido por el propio heredero, para quien estos sucesos tenían además una importante dimensión personal. En 1543 no sólo había comenzado a gobernar, en realidad se le había liberado de la condición de niño, al confiarle su padre el gobierno de España y concederle la esposa que él anhelaba. En el fondo, estos eran signos evidentes de su independencia personal y de su integración a la sociedad como un adulto. El niño debía dejar paso al hombre. Carlos V le había escrito en sus instrucciones de Palamós que había llegado el momento de que abandonara la compañía de otros niños y sus entretenimientos. A partir de ahora su acompañamiento principal, le aconsejaba: ha de ser de hombres viejos y de otros de edad razonable, que tengan virtudes y buenas pláticas y ejemplos, y los placeres que tomareis sean con tales y moderados, pues más os ha hecho Dios para gobernar que no para holgar.
Y efectivamente, en pocas semanas los juguetes del príncipe fueron quedando apartados en un rincón de su cámara. Incluso aquel maravilloso caballero de plata, que le había sido regalado por el conde de Nassau, dejó de tener utilidad para Felipe. En 1544 fue enviado a Portugal, como un obsequio para el príncipe Juan, su primo y cuñado, algunos años más joven. Para el nuevo gobernador de Castilla el juguete había perdido toda su magia infantil, pues él mismo había alcanzado ya toda la pericia de un caballero, como Júpiter y Juno habían tenido ocasión de comprobar en Salamanca.
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VII
“Soy zagalejo, soy pulidillo”
Soy enamorado y no oso dezillo, Adamo una dama que no es nada fea. En darme pasiones continuo se emplea. En forma me tiene muy gran homezillo. Soy zagalejo, soy pulidillo...
Esta canción, puesta en boca de un tímido y enamorado Felipe II, fue escrita a mediados del siglo XVI por un juglar anónimo, autor de unas curiosas Coplas “sobre los amores” del rey con doña Isabel Osorio. Compuestas a modo de comedia pastoril, en ellas se narraban las vicisitudes de esta relación, desde la resistencia de la amada a los requerimientos de su principesco zagal hasta su separación en 1548, cuando Felipe tuvo que iniciar su “Felicísimo viaje” a los Países Bajos 112. El autor parecía conocer de primera mano los hechos sobre los que cantaba, acaecidos entre al menos 1544 y 1549, los “años rebeldes” del Rey Prudente. Es que tras su matrimonio con la infanta María de Portugal, las trabas del emperador a su vida marital y la marcada supeditación a los dictados paternos con que se encontró en el gobierno, le llevaron a un notorio desencanto. Las alegrías, burlas y esperanzas de 1543 dieron paso a las tristezas y amarguras de 1544, que finalmente desembocaron en la rebeldía juvenil del heredero contra las disposiciones imperiales. Es entonces cuando apareció en escena esta dama burgalesa, el verdadero y quizá único amor del monarca. Para comprender su relación se hace necesario volver la mirada un poco hacia atrás 112 En la copia conservada en la Biblioteca del Palacio Real (Madrid), el poema se tituló (tachándose las identificaciones de los personajes), como Todas las que se siguen se hizieron sobre los amores que don [Tachado y sobreescrito a lápiz]: don Philipe, rey n±. trata con una dama de las [Tachado e infraescrito a lápiz]: infanta doña Juana y llámase doña Ysabel Osorio (BPR. II/1577[1], ff. 1-2).
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en el tiempo, cuando se confirmó el enlace matrimonial del príncipe con la infanta de Portugal. Meses antes de que ella llegara a Castilla, Juan de Zúñiga escribía a Carlos V intentando dulcificar las draconianas restricciones que había dictado sobre la vida conyugal de su hijo: A mí paréceme que apartándoles algún tiempo las noches y guardándoles siempre los días, que estarían mejor en un lugar, que no tan apartados; que sería gran desasosiego del Príncipe, y cada vez que llegase sería con tal deseo que sería muchas veces novio en el año. V. Maj. lo piense, que lo que mandare será tenido por mejor.
Tras sus palabras se adivina el disgusto del joven marido. Pero nada hizo cambiar de opinión al emperador. Según cuenta Alonso Enríquez de Guzmán, la noche de bodas de los príncipes en Salamanca fue algo corta, “por donde se presume que él fue para mucho o para poco, pues tan presto concluyó”, pero en realidad fue Juan de Zúñiga quien a las dos horas entró en la habitación “y los llevó a echar en otra cama” para evitar excesos. En diciembre de 1543 Carlos V escribe a Zúñiga: Vos me avisaréis como se halla el Príncipe con la nueva orden de vida, y habéis de tener especial cuidado de lo que os escribimos, cerca de apartarle de la Princesa, por la orden que allí os decimos.
Por una postdata de la misma carta se ve que el viejo ayo procuraba dormir, como antaño, en la Cámara de Felipe, sin duda, para vigilarle mejor cuando no estaba con su mujer. Meses después, según informa Zúñiga, una vez que los príncipes llegaron a Valladolid, “apartaron cama”, “y entre día nunca ha habido conversación sino pública, y aún de ésta quisiéramos que hubiese más, sino que el empacho y la poca edad lo ataja”. Las consecuencias de este excesivo intervencionismo en la vida conyugal de los jóvenes esposos no tardaron en manifestarse, y precisamente en la peor de las formas posibles. Si una puerta se cierra... El César, en sus instrucciones de Palamós, ya había advertido a su hijo sobre los riesgos de que algunos licenciosos cortesanos le incitaran al adulterio: Mas porque estoy cierto que muchos por sus intereses y por contentaros y complaceros, os dirán sobre ello mil necedades, unos para incitaros que estéis con ella y otros por ventura, estando ausente, para meteros en otras cosas que serían muy malas, yo os ruego, hijo, que se os acuerde de que, pues no habréis, 116
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VII:
“Soy zagalejo, soy pulidillo” como estoy cierto que será, tocado a otra mujer que la vuestra, que no os metáis en otras bellaquerías después de casado, porque sería el mal y pecado muy mayor para con Dios y con el mundo.
El César, sin duda, hablaba por experiencia propia, pero no pudo prever que su hijo diera paso a una verdadera rebeldía contra la maraña de barreras y prohibiciones que sufría. Sobre este episodio en la vida de Felipe II faltan algunas cartas de Zúñiga al emperador (y acaso por eso desaparecieron), pero por el contenido de otras es evidente que se tenían graves sospechas sobre el comportamiento del heredero. En enero de 1544 se le informó de que su hijo no se mostraba muy afectuoso con su esposa, a la que muchos describían como “algo gordilla”. A esta falta de entendimiento marital se añadió una inoportuna sarna, surgida en los muslos de Felipe. Con esta excusa los médicos habían decidido que no mantuviera relaciones con su esposa para evitar el contagio, pero el príncipe no se limitó a seguir este consejo, sino que se marchó a la cercana localidad de Cigales, donde el conde de Benavente tenía una amplia casa y magníficos cotos. No había necesidad de este traslado, y las sospechas de que se hacía con otros fines no tardaron en confirmarse. Un año después el emperador escribe a Zúñiga y cierne una misteriosa sombra sobre lo acaecido en Cigales: Habéis hecho muy bien si le habéis hablado [al Príncipe] de lo que pasó en Cigales en casa de Perejón, y del salir de noche, y si eso fuere empeorando, o se hizo con algún mal fin, avisarme heis particularmente; y para estas cosas y lo que viereis que es menester cifra os lo enviará Figueroa; y a mi avisad por ella lo que convendrá y os pareciere necesario 113.
Perejón era Pedro Hernández de la Cruz, uno de los bufones del conde de Benavente. El príncipe sentía predilección por estos personajes desde años atrás. Carlos V le advierte sobre lo inconveniente de esta afición en sus Instrucciones, y no en vano sabemos que ya en 1537 Felipe hizo ciertos regalos a este Perejón y a Perico de Santervás, otro “loco” al servicio del citado conde, y que durante los años siguientes llegó a tener a su servicio un bufón, llamado “Jerónimo el Turco” o “turquillo”. La presencia de bufones en las cortes no era una novedad,
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J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 324.
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pero parece que en esta ocasión, en Cigales el Perejón habían puesto a disposición del heredero algo más que su casa, chanzas y vinos. Nueve meses después un rumor circulaba con fuerza en Valladolid; escribía Melchor de Medina a su señor el duque de Sessa (1545): De aquí no hay cosa de nuevo que decir sino que las gentes dicen que los días que estuvo el príncipe en Cigales hubo una doncella hija de un hidalgo de allí y que ahora ha parido un hijo. Esto anda muy público por estas villas y no hay cosa cierta ni se ha hecho tal demostración 114.
Este chisme había ganado fuerza gracias al “empacho” que Felipe mostraba hacia su esposa, y la constante preparación de festejos y de juergas nocturnas. Al enterarse de estos rumores, Carlos V incluso llegó a sospechar de que Zúñiga estuviera en connivencia con su hijo, disimulando no enterarse de lo que estaba sucediendo. Por una carta del 17 de febrero de 1545 sabemos algunas de las cosas en las que el su hijo se mostraba manifiestamente rebelde, y que Carlos V denomina como “cosillas que comenzaban con mi ausencia”, enumerándolas de este modo: De la desorden que hay, y tiempo que se pierde e acostar y levantar, desnudar y vestir, le he reprendido en cartas pasadas, y así se hará en las que le escribiere, si no hay enmienda; porque dado que por el presente no fuese ello de mucho inconveniente, serlo para adelante...
Se queja a continuación el emperador de que su hijo “improvise fiestas” medio en secreto, y le ordena a Zúñiga que las impida, “pues no podrá ser tan en secreto que antes no lo sintáis”. Y prosigue: En la tibieza que hay en la devoción que solía tener y en el confesar, le avisaré de lo necesario. Volver tarde cuando se va de caza, sería mejor que no lo hiciese [...] por los inconvenientes que hay en llevar eso por lo ordinario.
No cabe duda de que el príncipe, ante las barreras que tenía para convivir con su esposa, tenía una amante. Y esta era Isabel Osorio. En 1545 Alonso Enríquez de Guzmán le pedía que saludara: 114
Melchor de Medina al duque de Sessa (Valladolid, 23 de septiembre de 1545) (IVDJ, Envío 4 [I], f. 142).
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“Soy zagalejo, soy pulidillo” a esas bellacas, hermosas, rabiosas –que hacen rabiar– doña Luisa de Viamonte y doña Isabel Osorio, si por dicha o por desdicha Vuestra Alteza se acuerda de ella 115.
¿Fue esta dama castellana el verdadero amor de Felipe II? Todo parece indicar que sí, si bien sobre esta relación aun perduran las sombras de la leyenda negra o de la ignorancia. Guillermo de Orange, quien también conoció la existencia de esta amante del príncipe, aprovechó en su Apologie (1581) para tachar a Felipe II de bígamo, acusándole de haber contraído matrimonio con Isabel antes que con la infanta María de Portugal. Esto era falso, aunque Cabrera de Córdoba admite que Isabel, ya anciana, se decía esposa del rey, da a entender que había perdido la razón: y [murió] doña Isabel de Osorio, que pretendió ser mujer del rey don Philippe II, que ella tanto se ensalzó por amarle mucho, y dejó al conde don Pedro Osorio, su sobrino, ocho mil ducados de renta y sesenta mil de muebles y dinero.
La orgullosa actitud de Isabel era una prueba postrera del amor juvenil que había sentido por Felipe II, así como de una realidad sobre la que se ha querido pasar “de puntillas”. La relación amorosa del monarca con esta dama perduró entre 1544 y 1553. Nunca pudieron casarse, pero ¿qué otra reina, o mujer, permaneció al lado de Felipe tanto tiempo? Isabel tenía parte de razón 116. Sobre sus orígenes familiares existen versiones diferentes. Forneron afirmó que era hermana del marqués de Astorga, dato inexacto, pues su parentesco se limitaba al hecho de que fuera nieta de Diego Osorio de Burgos e Isabel de Rojas, nobles burgaleses. Diego era hijo de Luis de Acuña, obispo de Burgos entre 1456 y 1495, y hermano de otro obispo, el famoso Antonio de Acuña, prelado de Zamora. El origen de su madre, “barragana” del prelado, fue un secreto en
115
A. ENRÍQUEZ DE GUZMÁN: Libro de la vida y costumbres…, op. cit., pp. 258-259.
116 Glosó largamente la relación de Felipe II e Isabel Osorio, Agustín GONZÁLEZ DE AMEZÚA Y MAYO: Isabel de Valois, reina de España (1546-1568), Madrid: Ministerio de Asuntos Exteriores-Dirección General de Relaciones Culturales, 1949, I, pp. 396-405. Dos novelas han abordado recientemente esta relación, una de Mari Pau DOMÍNGUEZ, y otra de Mariano RIVERA CROSS: La Parrilla Invertida (El Corazón de Felipe II).
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Felipe II: La mirada de un rey
la época, pero hoy sabemos que pertenecía al nobilísimo linaje de los Osorio, marqueses de Astorga. Su titular en 1520, don Álvaro Pérez Osorio, aparece citado como tío del citado fray Antonio de Acuña. Los dos hijos del obispo burgalés siguieron caminos muy diferentes durante las Comunidades. Diego trató de contener la rebelión, mientras que su hermano representó la faz más violenta y radical del movimiento. Diego vio premiada su fidelidad con el señorío salmantino de Villajera y el oficio de maestresala de la emperatriz Isabel, escogido para ello –según Fernández de Oviedo– como honestísimo e decente caballero e de mucha autoridad, e digno de tan eminente oficio, a par de tan alta emperatriz, e que por su mano Su Majestad y el príncipe don Felipe nuestro señor comiesen 117.
Los elogios de este cronista eran compartidos por el humanista Juan Maldonado, quien le dedicó su Hispaniola (1519) y le puso en contacto con Erasmo en 1527. Don Diego murió en 1535 y fue padre de cuatro hijos: Luis Osorio, Álvaro Osorio, paje de la emperatriz hasta 1539, Ana Osorio, mujer de gran cultura, y María de Rojas, quien estuvo casada con Pedro de Cartagena y Leyba, señor de Olmillos y regidor de Burgos. Isabel fue hija de este último matrimonio, junto con otras dos hermanas, María y Juana. Nacida en Burgos hacia 1522, cuando su padre falleció en 1525 ella y sus hermanas quedaron desamparadas: el mayorazgo familiar estaba vinculado a varones y pasó a otra rama familiar, de apellido Franco. Hacia 1532 debió fallecer también su madre, María de Rojas, pues en su Somnium el humanista Juan Maldonado recrea como en una noche de octubre de ese año divisó desde los altos de una terraza la casa solitaria de Pedro de Cartagena, cuyas hijas (recuerda) estaban enredadas en un pleito de bienes sobre el mayorazgo familiar. Es en ese momento cuando se le aparece al autor (muy afecto a la familia de los Osorio), el espíritu de doña María, que le lleva por los aires para contemplar toda España y cómo las tropas turcas se concentraban en el norte de África para atacar a las tierras cristianas, llegando por fin a la Luna, donde juntos admiran sus deliciosas praderas y apacibles jardines. Por entonces, la huérfana Isabel Osorio, 117
Gonzalo FERNÁNDEZ DE OVIEDO: Batallas y Quinquagenas. Batalla primera, Madrid: Real Academia de la Historia, 2000, III, p. 250.
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sin necesidad de “viajes astrales”, inició un periplo hacia otro mundo más cercano. En 1532 su abuelo materno se hizo cargo de ella y, como maestresala de la emperatriz, no le fue difícil lograr que fuera admitida como dama en su Casa, pasando en 1539 al servicio de las infantas. En un manuscrito sobre la historia de los Cartagena, se afirma que al morir don Pedro, Carlos V decidió recibir “por dama de la princesa doña Juana a su hija doña Isabel Osorio, en su tiempo tan nombrada”. Esta coletilla, como otras que veremos, nos revela el amplio conocimiento que se tuvo sobre su relación amorosa con Felipe II. Isabel era unos pocos años mayor que el príncipe, quien pudo fijarse en ella a principios de 1543, cuando pasó con sus hermanas las Navidades en Alcalá de Henares. Después se separaron, pero un año más tarde los asiduos viajes del príncipe a Madrid para visitar a las infantas parece que encubrieron sus primeros amoríos. Aunque Cobos definiría ante el emperador esta relación como una “niñería”, la contundente respuesta de Carlos V indica lo contrario. Escribió a su hijo en varias ocasiones recriminándole su comportamiento, estableció con Juan de Zúñiga una correspondencia cifrada (hoy desaparecida) para conocer de primera mano la situación y, cuando el heredero no mostró enmienda, se actuó con rigor en contra de aquellas personas que le incitaban o amparaban en su rebeldía. El bufón y caballero Enríquez de Guzmán (que tanto parecía saber sobre los amoríos de Felipe con Isabel) fue obligado a marchar a Sevilla, con la excusa de solucionar algunos pleitos que tenía allí. Al mismo tiempo, Ruy Gómez de Silva tuvo que abandonar en 1544 la Corte si no quería caer en desgracia ante Carlos V. Orange le acusaría en su Apologie de haber favorecido esta relación para ganarse así la privanza principesca 118. Puede que hubiera mucho de verdad en esto. La persecución imperial no pudo dejar de lado a la propia Isabel, quien fue puesta bajo la severa custodia de Leonor de Mascarenhas, al tiempo que el César limitó las constantes visitas de Felipe a sus hermanas, para que ellas se criaran con mayor “recato”. Las medidas paternas surtieron efecto en un primer momento, pues en noviembre de 1544 se confirmó el embarazo de la princesa María, fruto del cambio de actitud que se produjo en su marido. Las aguas volvieron a su cauce. 118
James M. BOYDEN: The Courtier and the King: Ruy Gómez de Silva, Philip II, and the Court of Spain, Berkeley: University of California Press, 1995, p. 17.
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Sin embargo, el príncipe exigió algunas contrapartidas, en especial con respecto al gobierno de Castilla. Su rebeldía no sólo había sido una reacción en contra de las limitaciones a su vida conyugal, sino también a las trabas políticas que tenía como lugarteniente de su padre. Estas limitaciones no eran diferentes a las que Carlos V había impuesto a la emperatriz años atrás, pero Felipe no era una mujer, y tampoco se consideraba ya un niño. En consecuencia, se movió para lograr mayor protagonismo en la toma de decisiones. Y lo hizo por medio de dos vías: intentado forzar a su padre para que le otorgara la capacidad de conceder mercedes y erigiéndose como portavoz de los intereses de Castilla. La primera cuestión era de gran importancia. En la época era necesario crear una clientela para desempeñar cualquier tipo de gobierno, y para ello era primordial disponer de la capacidad de conceder mercedes. Carlos V había limitado en exceso esta facultad. Si el príncipe no podía remunerar a sus hombres de confianza, ¿cómo iba a generar su propia clientela política? A esta cuestión obedece la carta que el obispo Síliceo dirigió al César en febrero de 1544 para que Felipe pudiera distribuir libremente mercedes: ... quiero decir que [...] hiciese V. Mgt. con él [Felipe] lo que los agricultores hacen con las nuevas vides que plantan, a las cuales arriman unas estacas secas que se llaman rodrigones a fin que no se quiebren o caigan en tierra y se pierdan. Rodrigones han de ser a mi juicio las personas que V. Mgt. ha dejado arrimadas al Príncipe y solo el Príncipe ha de ser la vid y el sarmiento que dé las uvas. Esto digo a fin que desde ahora comience a ser amado de todos los de estos reinos; lo cual no será, si saben que las mercedes que se acostumbran a hacer han de ser hechas por los rodrigones y no por el Príncipe 119.
El maestro continúa aclarando que no quería decir que Felipe gobernara sin el parecer de sus consejeros o “rodrigones”, pero que resultaría más conveniente que hubiera una mayor intervención suya en el gobierno de España. Por ello, tras esta primera petición, recalcaba la necesidad de que el monarca instruyera personalmente a su hijo, del mismo modo que las águilas enseñan a volar a sus polluelos, volando junto a ellos 120. En cierta manera, se estaba advirtiendo a 119
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 76. Juan Martínez Silíceo a Carlos V (Cigales, 4 de febrero de 1544). 120
Ibidem, I, p. 77.
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Carlos V que su hijo empezaba a volar, y que no era prudente mantenerlo “enjaulado”. La carta del maestro pone de manifiesto que el príncipe estaba tratando de configurar una clientela política. Inicialmente lo hizo entre sus servidores más cercanos, logrando aglutinar un grupo político propio, al margen de las redes clientelares de Cobos y Tavera. Según Enríquez de Guzmán, en 1543 era su caballerizo don Álvaro de Córdoba su “privado” 121, y no el futuro príncipe de Éboli. Silíceo, Gonzalo Pérez, el camarero Antonio de Rojas y, por último, sus preceptores Calvete de Estrella y Honorato Juan, formaron también parte de esta primera clientela, vinculada al servicio cortesano principesco, pero con una nula influencia política. Si exceptuamos al aragonés Pérez, que compaginaba su título de secretario personal con sus funciones como secretario en el Consejo de Estado, ningún otro ocupaba un papel político relevante. Con el tiempo, la amistad y la confianza del joven Felipe hacia estos servidores se convertiría en el ejercicio de poder. Estos cambios, con sabor a alternancia política, fueron seguidos con mucha atención por un nutrido grupo de nobles, ligados también al servicio de las casas de la emperatriz y del príncipe, pero con una solidaridad faccional diferente: lo que pretendían era aprovechar la transición para situarse en el bando ganador. La muerte de Isabel en 1539 fue el “chispazo” que despertó esta actitud. Su desaparición tuvo como consecuencia que Carlos V debería entregar el gobierno de Castilla a su hijo. El traslado del cuerpo de la soberana a Granada permitió que esta facción cortesana tomara contacto y adoptara una postura común. En la ciudad andaluza, en torno al imperial cadáver, iniciaron su “proyecto” fray Juan de Toledo, cardenal de Burgos, Diego Pacheco, marqués de Villena, Gaspar de Ávalos, arzobispo de Granada, Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondéjar, y Francisco de Borja, marqués de Lombay. Ruy Gómez de Silva también estaba allí. Era sólo un paje más de los que acompañaban el féretro, pero sagaz y perspicaz, y muy necesitado de protectores en un país extraño, supo captar este ambiente de transición. Más tarde se pondría a la cabeza de este bando. La segunda vía con la que el heredero trató de ampliar su margen de decisión política fue erigirse en portavoz de los intereses de Castilla. Esta actitud tenía su lógica, pues el proceso de castellanización en el que fue inmerso desde 121
A. ENRÍQUEZ DE GUZMÁN: Libro de la vida y costumbres…, op. cit., p. 229.
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su nacimiento le empujaba a tomar esta iniciativa. Sin embargo, y como Carlos V había previsto, su hijo no se erigió en un nuevo “comunero”, sino en un “ayudador” de su política. Como gobernador de Castilla, Felipe deslizó su actuación política hacia las funciones de un consejero, intentando atemperar y equilibrar la contradicción que se veía obligado a sobrellevar, entre las imperiosas exigencias de dinero y recursos que realizaba su padre y las necesidades de un reino castellano agotado. Resulta indudable que durante estos años nunca llegó en sus consejos al emperador tan lejos como su tía María de Hungría. Le faltaba madurez, experiencia de los problemas europeos y temperamento, e incluso debe recordarse que muchos de los consejos de Felipe no eran suyos, sino la traslación al César de las deliberaciones del Consejo de Estado. Las exhortaciones de su hijo tenían para Carlos V sólo un interés personal, como modo para calibrar los progresos en su formación política. Eran las primeras expresiones de su pensamiento político, y en ellas se denota una gran influencia de su educación erasmizante, en particular cuando solicita con insistencia la paz con Francia. Desde Cigales, el 4 de febrero de 1544, pedía en nombre del Consejo de Estado y del suyo propio la paz con Francia, en un tono mesurado: Y así yo, conociendo lo mismo que ello y el afectión y celo con que se mueven [los consejeros de Estado], de su parte y de la mía, lo suplico a V. M. cuan encarecidamente puedo, y que tomo esto que aquí digo con la intención y la sinceridad de ánimo que se escribe. Lo cual no se hace por poner estorbo a V. M. en sus grandes pensamientos, los cuales son de su imperial valor, sino por traerle a la memoria la cualidad de los tiempos, la miseria en que está la república cristiana, las necesidades de sus Reinos, los daños que de tan grandes guerras se siguen por más justas que sean, y el peligro en que están por estar las armadas enemigas tan cerca, y la poca forma que hay para resistir y proveer en tantas partes, para que mirándolo todo con su grandísimo juicio tome en ello la resolución que viere más convenir 122.
Felipe exponía por vez primera sus opiniones políticas. A diferencia del Consejo, urgía la tregua con Francia por el bien de la Cristiandad y de España 122
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., II, p. 192. Felipe a Carlos V (Cigales, 4 de febrero de 1544).
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y realizaba, además, una crítica a la guerra en sí: toda guerra aún la más justa es dañina. La influencia de la lectura del Querela pacis de Erasmo se palpa con claridad en este irenismo del heredero. Meses más tarde, en septiembre de 1544, Felipe se vio obligado a volver a insistir en su defensa de la paz. Los sufrimientos de Castilla eran inaceptables; el tono de la misiva se endurece ante el César: ... mire que ahora cumpliría más con Dios y con el mundo, pues no se podría decir que V. M. lo hacía forzado, sino teniendo las armas en la mano, y que sería de mayor reputación hacerlo así, que esperar a que pareciese que la necesidad y falta de dinero le hacía venir en ella. Y se reduzca a algunas buenas condiciones de paz, si Dios fuese servido de abrir el camino para ellas. La cual importa tanto para el bien y remedio de la Cristiandad, y aun de estos Reinos, que están tan necesitados y exhaustos que no sé con qué manera de palabras se lo pueda encarecer 123.
Al redactar esta carta, el príncipe no tenía conocimiento de que los embajadores franceses e imperiales estaban ultimando en Crépy la firma de una paz. Sólo tres días más tarde Carlos V le escribiría anunciando la conclusión de este tratado 124. Pero tan esperada noticia se cruzó en el camino con otra carta de su hijo. En ella volvía a insistir apretadamente en favor de la paz: ... no podemos dejar de suplicar a V. Md., con toda la insistencia que es posible, que pues ahora puede hacer la paz con tanta reputación, [...], condescienda en ella y tenga delante de sí los trabajos en que está la Cristiandad y lo que de cada día se esperan 125.
El príncipe había tomado de manera definitiva el papel de portavoz de los intereses españoles dentro de la Monarquía. Cuando un año después la paz de Crépy dio paso a un nuevo conflicto bélico, esta vez contra los luteranos alemanes, escribirá a su padre dramáticas cartas en favor de la paz, en las que le resume la paupérrima situación de los castellanos: 123
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., II, p. 270. Felipe a Carlos V (Valladolid, 17 de septiembre de 1544). 124
Ibidem, II, p. 280. Carlos V a Felipe (Crépy, 20 de septiembre de 1544).
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Ibidem, II, pp. 282-283.
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Felipe II: La mirada de un rey ... y con lo que pagan de otras cosas ordinarias y extraordinarias la gente común, a quien toca pagar los servicios, está reducida a tan extrema calamidad y miseria que muchos de ellos andan desnudos sin tener con qué se cubrir, y es tan universal el daño que no sólo se extiende esta pobreza a vasallos de V. Md., pero aun es mayor en los de los Señores; que ni les pueden pagar sus rentas, ni tienen con qué, y las cárceles están llenas y todos se van a perder; y esto crea V. Md. que si no fuera así, que no se lo osaría escribir 126.
La identificación intelectual y política de don Felipe con el perfil erasmiano del principis christiani se denota en su descripción de los males de la guerra. El texto no puede ser más elocuente sobre la presencia en él de rasgos erasmistas, así como de su definitiva castellanización. Es en esta línea hacia donde el pensamiento político del futuro Felipe II empezaba a definirse en la década de los cuarenta, abocado ya a un aprendizaje político en el que los estudios de los años anteriores habrían de demostrar su validez o su fracaso. El príncipe supo además compaginar su defensa de Castilla con una gran dedicación a las cuestiones de gobierno. Cobos escribe a Carlos V un detallado informe sobre la práctica burocrática de su hijo a finales de 1544: “... siempre pensando en las cosas de la buena gobernación y justicia”, preocupado más por los negocios que por las fiestas o las cacerías, conversando con hombres maduros, preguntando en las reuniones de los consejos, incluso lo que ya sabía, contradiciendo a los propios consejeros si no estaba de acuerdo, y reuniéndose a solas durante horas con Cobos, o con el cardenal Tavera y el duque de Alba. Su proceso de aprendizaje político, iniciado en mayo de 1543, estaba dando sus frutos, pero también es evidente que el consejero imperial describía la nueva actitud del príncipe tras su rebeldía juvenil. Casi toda la correspondencia pasaba por sus manos. El tan denostado “rey de los papeles” tuvo su origen en esta asidua práctica administrativa. Con tanta dedicación al trabajo de despacho, se comprende que desde mediados de 1545 el príncipe hubiera decidido dar por concluida su educación. Todavía a principios de año Calvete había comprado en Salamanca los últimos volúmenes que tenían un cometido pedagógico. Cuando 126
J. M. MARCH: Niñez y juventud de Felipe II…, op. cit., I, p. 182. Felipe a Carlos V (Valladolid, 25 de mayo de 1545).
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retornó con ellos a Valladolid no parecía ya conveniente que el gobernador de España siguiera recibiendo lecciones de sus preceptores, y más cuando en pocos meses iba a ser padre. Según escribe por entonces Zúñiga al emperador, “según con la ligereza que su alteza [María de Aviz] se pasea tienen gran esperanza estas mujeres que ha de ser hijo”. No se equivocaron: el parto se produjo el 8 de julio de 1545 y nació un niño, que recibió el nombre de Carlos, en homenaje a su abuelo paterno. Hubo gran regocijo, pero cuatro días después de su nacimiento su madre fallecía. Aunque la mortalidad postparto entre las mujeres era muy alta en la época, hubo cierta polémica en torno a la muerte de la princesa María. En general se acusó de impericia a las damas y parteras que la atendieron. Para unos, no la habían fajado lo suficiente tras el parto, es decir, la princesa portuguesa no había podido eliminar los restos de placenta, y de aquí se derivó una infección mortal; para otros, algunas damas inconscientes la habían ofrecido un limón o un melón para refrescarse. En realidad, su inesperado fallecimiento se produjo por la combinación de varios factores, entre los que debe destacarse, en primer lugar, el esfuerzo de un parto primerizo que agotó las fuerzas de la madre; y en segundo lugar, cierta falta de previsión, porque la princesa parió antes de tiempo. Ante la falta de comadronas experimentadas, no es de extrañar que se cometieran algunos errores, a la postre fatales para la madre y que, sin duda, afectaron también a su hijo. Durante casi dos días se estuvo manipulando a la princesa para conseguir la expulsión natural del niño, que venía mal colocado. Tal fue la desesperación de los médicos que se enviaron mensajeros para buscar en Villavaqueira y Medina del Campo a famosas comadronas, como la Toresana y su hija, y en Mayorga a Elena de Segovia. La “Toresana”, de nombre Leonor de Arriola, ya había ayudado a la emperatriz en uno de sus últimos partos, el del infante don Juan en 1537. La precipitación con que se llamó a estas parteras se tradujo en que poco después se enviaran otros peones para “avisar que no trajesen las dichas comadres, que su alteza era parida”. Sólo cuatro días después murió la princesa María. Su muerte causó una honda impresión en Castilla. Los juglares populares dieron forma a este sentimiento a través de sus coplas y de un nuevo medio de difusión: la imprenta. No tardó el “ministril” Antonio Valcázar en publicar su Triste y dolorosa muerte de la princesa, con unas curiosas viñetas en la portada. 127
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En una aparece al príncipe Felipe enlutado, arrodillado ante su hijo, y en la otra, la princesa en su lecho de muerte, acompañada de Cristo y de un santo. Con las bocas abiertas muchos castellanos escucharían las coplas de Valcázar, en especial cuando narraba el momento de la muerte: El domingo a las tres dadas ya después de mediodía vino con fieras pisadas a dar grandes aldabadas la muerte con gran porfía. Entró en el palacio real y halló la princesa echada y con semblante mortal dijo: flor de Portugal escuchad esta embajada. Mirad bien esto que digo, y es que en el gran consistorio se manda que vayáis conmigo....
Valcázar retrata la reacción histérica que se produjo en palacio ante la muerte de la princesa: “Allí daban mil gemidos / allí grandes cabezadas / allí llantos doloridos / allí rasgar los vestidos”. Era parte de los lutos tradicionales, pero debió impresionar profundamente a los contemporáneos, pues fue entonces cuando el vihuelista Alonso de Mudarra compuso el soneto “Qué llantos son estos”, para expresar su dolor por la muerte de doña María. El príncipe se retiró al cercano monasterio de El Abrojo, y con gran sorpresa de la corte se encerró en su cámara y guardó un luto riguroso por su esposa. No la había amado, pero aquella muerte inesperada le había golpeado íntimamente. Mientras permanecía enclaustrado, el cardenal Tavera se encargó de organizar los funerales de la princesa, cuyo cuerpo fue enterrado en la iglesia de san Pablo de Valladolid. Su hijo fue entregado al cuidado de algunos personajes de la infancia de Felipe, como Leonor Mascareñas e Isabel Díaz, llamadas de nuevo a la corte para que cuidaran del niño, junto con doña Ana de Luzón, “ama que cría al dicho infante”. La entrega del nuevo infante a Mascareñas ha estado rodeada de cierto halo dramático: “Mi hijo queda sin madre, vos seréis la suya”, se afirma que le dijo Felipe a la dama 128
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portuguesa, pero lo cierto es que tanto la nueva aya como Isabel Díaz se encontraban en Valladolid meses antes del nacimiento de don Carlos. Incluso sabemos que ya el 7 de julio, víspera del parto, doña Antonia de Meneses, camarera de la princesa, había entregado a la citada Isabel un juego de toallas, pañales, camisas y mantilla para servicio del infante. El afecto de Felipe hacia aquellas dos mujeres, que tan bien le habían cuidado en su infancia, le condujo a volver a confiar en ellas para criar a su propio hijo. Tras la muerte de su esposa, el príncipe inició de manera definitiva el camino hacia el reconocimiento de su madurez. Su rebeldía juvenil no duró mucho más de un año. Este cambio de actitud vino determinado por el embarazo de su esposa, por la firma de la paz con Francia y por el reconocimiento por parte del emperador de su capacidad política. En suma, un cambio de contexto político y personal que suponía la eliminación de las causas que habían provocado su rebeldía el año anterior. Viudo y padre de un hijo en junio de 1545, sólo era preciso un último paso legal: el de la emancipación, que liberaba a los hijos de la tutela paterna. Carlos V difirió esta decisión hasta 1546, y curiosamente lo hizo según la legislación germánica, lo que demuestra que en el emperador empezaban a primar otros horizontes políticos. Fue en este mismo año cuando confirmó la enfeudación del ducado de Milán en su hijo, establecida secretamente seis años atrás. La más absoluta reserva se mantuvo en torno a esta decisión y con relación al juramento de Felipe como duque, pero éste ya era soberano de un estado italiano perteneciente al Sacro Imperio, de aquí la adopción de tan extraña fórmula jurídica de emancipación para un príncipe castellano. El Milanesado era una pieza clave para mantener la hegemonía española en Italia, pero era también un “tribuna” desde la que Felipe podía hacer valer sus derechos a la triple corona imperial, una de las cuales era la de hierro, propia de la antigua Lombardía. Se palpaba en el ambiente cortesano un profundo cambio político. El César era muy consciente de que en 1543 había dejado la formación de su hijo en una situación muy delicada, pues de una manera demasiado temprana le había casado y le había encomendado el gobierno de España. Sin duda, era como el “zagalejo pulidillo” de las coplas. Tres años más tarde el príncipe había demostrado su valía y, en consecuencia, hizo ante su padre algunas demostraciones de su determinación, como enviar al represaliado Ruy Gómez de Silva ante Carlos V, entonces 129
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en Worms, para comunicarle el nacimiento de su nieto. Felipe había ganado la pugna con su padre, y el propio cortesano portugués ponía así de manifiesto su privanza con el heredero. En Alemania y en Flandes fue tratado con mucho interés por los cortesanos imperiales. En señal de agradecimiento, cuando regresó, Ruy trajo consigo un reloj redondo para el príncipe, quizá para sustituir otro que dos años antes le habían robado en Salamanca 127. No fue la única victoria política del heredero. En 1546 logró otro triunfo, al conseguir que su maestro Silíceo fuera ungido arzobispo de Toledo. Su elección marcaba un relevo generacional en la política española. Entre 1545 y 1547 las muertes del cardenal Tavera, Juan de Zúñiga y Francisco de los Cobos obligaron a grandes mudanzas en la dirección del gobierno, y Felipe aprovechó esta coyuntura para empezar a situar en los puestos claves no siempre a hombres de su confianza, pero sí a consejeros carolinos de “segunda fila” que ya habían percibido el cambio y que, aunque elegidos por Carlos, se inclinaban hacia el patronazgo del príncipe, percibido como el futuro rey 128. En este proceso de sustitución, y como un hecho simbólico, en 1546 Juan de Astorga, barbero del príncipe, empezó a examinar a los barberos del reino en Madrid, desplazando al barbero imperial, Hurtado, con quien había mantenido escandalosas discusiones en el pasado. Al mismo tiempo Felipe empezó a consolidar Castilla como la base de su poder político. Aunque desconocía personalmente los proyectos arquitectónicos y palaciegos que se estaban desarrollando en las cortes de Viena y Bruselas, sin duda tenía noticias fidedignas de ellos. En consecuencia, decidió diseñar un espacio cortesano que sustentara su nuevo papel político. En época de los Reyes Católicos había existido una importante red de residencias reales, pero la desidia y el paso del tiempo habían terminado por desmantelar buena parte de estos palacios. Carlos V y la emperatriz Isabel habían tratado de reorganizar algunos 127 El reloj llegó “todo desconçertado” tras el viaje, y se encargó a Juan de Serojas que lo arreglara (AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 1, f. 181r. Pago a 28 de diciembre de 1545). Sobre el otro reloj robado, en pagos a Gil Sánchez de Bazán (julio-diciembre de 1543): “Mas dio a un pregonero por pregonar el reloj que hurtaron, dos reales (Ibidem, Fol. 8, f. [304v]). 128
Sobre la evolución de los bandos políticos en esta época, vide J. MARTÍNEZ MILLÁN y C. J. de CARLOS MORALES (dirs.): Felipe II (1527-1598). La configuración..., op. cit.
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de estos espacios sin gran éxito. El palacio real de Granada, el proyecto más conocido de este plan, nunca fue habitado. En cambio, su hijo Felipe, si bien fue menos ambicioso, sí fue más sistemático en la planificación y construcción de nuevas residencias palaciegas. La arquitectura y el arte habían sido incluidos en su plan de estudios, pues entre sus lecturas no faltaron las inevitables obras de Durero, Vitrubio y Serlio, junto con algunos tratados de anticuaria o arqueología. Tanto su lectura como la contemplación de sus ilustraciones le habían proporcionado unos conocimientos amplios en estas materias, que pronto tuvieron una vertiente práctica. La compra de estos libros coincidió con el proyecto de construir un palacio en Valladolid. En 1543 el ayuntamiento le propuso la adquisición de un solar en el Campillo de san Nicolás. Dos años más tarde, los terrenos fueron regalados al príncipe para que pudiera edificar su palacio. El propio Felipe estaba muy interesado en este proyecto, pues en julio de 1545 mandaba pagar a su iluminador Diego de Arroyo diez ducados “por dos trazas que dibujó en pergamino de la casa que su alteza quiere hacer en esta villa” 129. Sin embargo, la muerte pocos días después de la princesa María obligó a abandonar este proyecto del “palacio de san Nicolás”. Fue probablemente en este momento cuando (aunque todavía permaneciera anclado en Valladolid por las necesidades de gobierno), el príncipe tomó la determinación de preparar la villa de Madrid como sede de su futura corte. Según un testimonio de la época, el joven viudo había decidido trasladarse a Madrid, “por la mucha pena y soledad que la villa de Valladolid le daba a causa de haber muerto allí la Princesa Doña María, su mujer” 130. Quizás fuera por esta causa, 129
Juan AGAPITO Y REVILLA: “Un proyectado palacio real en Valladolid en el siglo XVI”, Boletín de la Academia de Bellas Artes de Valladolid nº 6 (1932), pp. 324-331. Sobre este tema ha vuelto Agustín BUSTAMANTE GARCÍA: “Valladolid y la corte imperial”, en María José REDONDO CANTERA y Miguel Ángel ZALAMA (coords.): Carlos V y las Artes. Promoción artística y familia imperial, Salamanca: Junta de Castilla y León-Universidad de Valladolid, 2000, pp. 129-164. 130 Alonso de SANTA CRUZ: Crónica del emperador Carlos V compuesta por Alonso de Santa Cruz, su Cosmógrafo Mayor, y publicada por acuerdo de la Real Academia de la Historia por los Excmos. sres. Don Antonio Blázquez y Delgaro Aguilera y D. Ricardo Beltrán y Rózpide, Madrid, 1922, IV, pp. 451-454.
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pero lo cierto es que fue precisamente a partir de 1545 cuando Felipe se interesó por finalizar las obras del Real Alcázar madrileño, así como en el cuidado de los Reales Sitios de Aranjuez y del Pardo. Es también en esta época cuando se fundó en Madrid el convento de san Felipe el Real, de padres agustinos descalzos, que fray Alonso de Madrid había promovido y al que el príncipe dio su protección, a pesar de la opinión contraria del arzobispo de Toledo, su antiguo maestro Silíceo. Los signos de esta recuperación de Madrid como sede cortesana habitual son numerosos. Citemos varios ejemplos aparentemente menores: en 1546 y 1547 Calvete de Estrella remite a Madrid, y no a Valladolid, las grandes remesas de impresos adquiridos en Salamanca y Medina del Campo, prueba de que por entonces la biblioteca principesca estaba ubicada en el palacio madrileño; y es también a Madrid donde el heredero ordenaba en 1547 que se llevaran “unos choros de música”, que había mandado hacer para su capilla a Antón Andreu, racionero y maestro de música en la Seo de Tortosa. El Alcázar Real se acondicionaba ya como palacio permanente, sin faltarle ninguna de las dependencias cortesanas habituales para emular otros palacios europeos de la época: uno cotos de caza muy cercanos (el Pardo), una villa campestre (Aranjuez), una capilla numerosa, una gran biblioteca y, por último, un museo o colección pictórica, en la llamada “torre de las pinturas”, muy apreciada por el joven Felipe 131. Estos proyectos políticos y arquitectónicos se acompañaron con una interesante política cultural. Educado desde niño en los modelos del humanismo renacentista, el hijo de Carlos V supo ver la importancia del mecenazgo regio como un fenómeno ligado a su figura, y al humanismo como una herramienta propagandística formidable. Por estos motivos inició un proceso que trataba de transformar su escuela palatina en un nuevo cenáculo renacentista, donde las ideas del erasmismo encontraron refugio. En esta transformación tuvo una gran influencia el comendador Hernán Núñez de Guzmán. Desde su cátedra en Salamanca, este helenista se convirtió en el punto de referencia intelectual para el grupo de humanistas vinculados al príncipe hacia 1545, como Calvete de Estrella, 131 José Luis GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: “Madrid y la corte itinerante del príncipe Felipe (1535-1554): los preludios de una capitalidad”, en Enrique MARTÍNEZ RUIZ (dir.): Madrid: Felipe II y las ciudades de la Monarquía, Madrid: Actas, 2000, II, pp. 69-82.
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VII:
“Soy zagalejo, soy pulidillo”
Jerónimo de Zurita, Diego Covarrubias de Leyva y Cristóbal de Orozco, todos discípulos del Comendador; así como para otros, amigos y admiradores más recientes, como Gonzalo Pérez, Honorato Juan, Juan Páez de Castro y Juan Ginés de Sepúlveda, quienes también encontraron en el Pinciano un referente. Se constituyó así una interesante sodalitas literarum que fomentó las condiciones que permitieron a la Casa del príncipe convertirse en un refugio de las ideas humanistas de las décadas anteriores. Al mismo tiempo, en este grupo de humanistas encontramos las raíces del posterior mecenazgo del monarca. La mayor parte de los eruditos arriba citados promoverán o intervendrán años después en los grandes proyectos culturales que caracterizaron el reinado de Felipe II, como la biblioteca de El Escorial, las Relaciones Topográficas o la Biblia Regia de Amberes. El “Mecenas de las Artes” –en afortunada expresión de Checa Cremades– también tiene su origen en estos años. Sabemos que el futuro constructor de El Escorial manifestó desde muy temprana edad una notable afición por las cuestiones artísticas, en particular desde que en 1538, Jacob Seisseneger, pintor del rey Fernando de Austria, se trasladara a Castilla para retratarle junto con sus hermanas. Hacia 1540 el joven príncipe inició sus primeros ensayos pictóricos con la ayuda del ya citado Diego de Arroyo, quien permaneció a su servicio hasta su muerte, hacia 1558. Felipe le elevó al rango de pintor de cámara, y los pagos a él realizados reflejan las actividades de un notable artista de Corte, muy vinculado siempre con las inquietudes pictóricas de su señor. Asimismo, la preocupación por dotarle de una refinada formación artística se denota asimismo en la selecta biblioteca, en particular sobre arquitectura y pintura, que adquirió Calvete de Estrella entre 1541 y 1547. Sobre las supuestas habilidades pictóricas del monarca existe una amplia tradición, en la práctica no documentada, pero con grandes visos de verosimilitud. Arroyo no fue el artista presente en la corte filipina durante estos años. El madrileño Juan Vázquez y el flamenco Cristiano de Amberes, pintor de la Caballeriza principesca, también le sirvieron en diversos cometidos artísticos, llegando el segundo a hacer un retrato del heredero en 1547. También sabemos que cierto don Antiocho de Morales, pintor castellano criado en Cerdeña, le retrató entre 1544 y 1545 132. Es posible que 132
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Felipe II. La educación…, op. cit., pp. 764-773.
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también conociera Felipe a uno de los pintores toledanos más importantes del momento, Juan Correa de Vivar, pues hizo figurar al príncipe en una Presentación de la Virgen en el Templo (1552), para el retablo de la iglesia de Almonacid de Zorita (Guadalajara). Estos artistas no trabajaban en exclusiva para la familia real, pues ya en esta época había retratos del príncipe disponibles en el mercado: cuando en 1553 falleció Isabel López, lavandera de su Casa, entre sus bienes se halló uno 133. Aunque Felipe estuviera “enfrascado” durante estos años en la compleja tarea de desarrollar y afianzar su figura política y cultural, lo cierto es que no descuidó otras facetas más personales. Es en esta época cuando se asienta su perfil pulcro y meticuloso, tan preocupado por su imagen personal. Los gastos de su cámara desvelan constantes pagos por ropa y zapatos, pero quizá sea más destacable su interés por adquirir otros objetos, como hierros para cepillos de dientes (un hábito higiénico que entonces sólo practicaban algunas mujeres), o anteojos dorados para proteger los ojos del polvo en los caminos. Como su padre, también Felipe fue muy aficionado a los relojes: en 1543 tenía un “relojico a manera de librico”, lo que hoy diríamos “de pulsera”, y en su cámara otro reloj grande y uno redondo, sobre su mesa. Dos años después compró “un reloj de pesas que da las horas y tiene despertador”. Sus gustos exquisitos se extendieron a sus agendas, llamadas entonces “libros de memoria”, y que, imitando modelos germánicos, mandaba hacer con hojas de papel y de pizarra, sobre las que escribía con tiza. Abandonados los juguetes de la infancia, en su libro de Cámara se recogen también diversos pagos que descubren cómo Felipe empezó a jugar a los bolos, al tiro, a la pelota, a los tejos, al billar y al ajedrez entre 1543 y 1546 134. También en alguna ocasión asistía a comedias, como a una farsa que Francisco de la Fuente representó en 1546. Los bufones no faltaron tampoco en casi ninguna de las actividades lúdicas principescas en esta época 135. En cambio, por la noche, según cuenta un indiscreto cortesano, el heredero se retiraba para jugar a las cartas: 133
Testamento de Isabel López (1553) (AGS, CSR, Leg. 385, Fol. 9º, sin foliar.
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J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: El aprendizaje cortesano…, op. cit., pp. 144-156.
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Ibidem, pp.106-109.
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VII:
“Soy zagalejo, soy pulidillo” Pasa las noches hasta las diez jugando con el Condestable sus doscientos reales, y el de Chinchón y su cuñado el [príncipe] de Ascoli y Arias Pardo, y no juegan tan recio como solían 136.
Cabe preguntarse si su mirada le ayuda a intimidar a sus adversarios en estos lances. Pero también gustaba de otros ocios más íntimos. En su decisión de abandonar Valladolid por Madrid en 1545 se desliza una evidente sospecha. El retorno a esta villa implicaba una mayor cercanía a la Casa de sus hermanas, que vivían en Alcalá de Henares y, por tanto, a Isabel Osorio. No cabe duda de que tras la muerte de la princesa María, las medidas que Carlos V había tomado para controlar los amoríos de su hijo se mostraron inútiles. El propio César, seducido en Augsburgo por los encantos de Bárbara de Blomberg, madre de don Juan de Austria, no tenía demasiada autoridad moral para afear la conducta de su hijo. En consecuencia, éste, viudo ya, no vio impedimento alguno para retornar a su relación con Isabel. Sus galanteos no generaban escándalo alguno, sino que, al contrario, entraban dentro de lo habitual en la sociedad cortesana de la época, donde se veían como una demostración de virilidad. Pero para él esta relación era “algo más” que una atracción física, pues de lo contrario podría haber cambiado de dama. Para comprender la profundidad de la misma debe destacarse, en nuestra opinión, el hecho de que entre los antepasados paternos de Isabel siempre hubiera existido una notable afición literaria. La cultura castellana del siglo XV no puede entenderse sin los nombres de Pablo de Santa María, Alonso de Cartagena, Alvar García de Santa María, Teresa de Cartagena y fray Íñigo de Mendoza. Si Isabel fue educada en esta tradición cultural, como su tía Ana Osorio, sin duda era la compañera perfecta para el príncipe culto y bibliófilo, lector de Erasmo. Recordemos que el maestro de Isabel, Juan Maldonado, la había formado también en los principios del erasmismo. Y si a esta culta formación doméstica, Isabel había unido en la corte el aprendizaje de su “lenguaje social”, esto explicaría que en su relación con el joven Felipe existiera no sólo comunicación carnal, sino también intelectual. 136
Francisco de Benavides al duque de Sessa (Madrid, 3 de marzo de 1547) (IVDJ, Envío 4 [I], f. 26).
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No deja de ser sorprendente que fuera en 1545 cuando el citado Maldonado tomara de nuevo su pluma para escribir una historia de las Comunidades, su De Motu Hispaniae, y que dedicara esta obra al heredero real. Se trata de una de las narraciones más serenas del levantamiento contra Carlos V, donde se explicaban sin tapujos sus causas para que Felipe no cometiera los mismos errores que su padre; pero también es una reivindicación de la figura de Diego Osorio, abuelo de Isabel. No en vano, que la amante del príncipe fuera sobrina-nieta del tristemente célebre obispo de Zamora pudo dar lugar a la maledicencia, tanto como la presencia de sangre conversa en sus venas. Su padre, Pedro de Cartagena descendía de Pablo de Santa María, un famoso obispo burgalés de los siglos XIV y XV, que había sido antes rabino de su comunidad. Esto era bien conocido en la época. En este contexto, la reivindicación que en el manuscrito del De Motu se hacía de don Diego, así como de su yerno Pedro, no puede dejar de interpretarse como una encendida defensa del linaje de Isabel. Estas máculas en la ascendencia de su amante no hicieron mella por entonces en el ánimo del príncipe. Era evidente que estaba feliz y enamorado.
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VIII
El sueño del Imperio: El “Felicísimo viaje” (1547-1551)
Mientras el príncipe disfrutaba de unos de los años más dichosos de su vida, a finales del mes de abril de 1547 tan feliz tranquilidad se vio sorprendida por un mensajero, que llegó a Valladolid a uña de caballo desde Alemania. Sin casi quitarse el polvo del camino sobre sus ropas pidió ver a Felipe. Era don Luis Quijada, criado e íntimo amigo del emperador. Traía una gran noticia: el ejército de los príncipes luteranos alemanes había sido aplastado en Mühlberg, a orillas del río Elba. Aunque el propio Quijada traía consigo una breve relación de la batalla, probablemente no supo emplear el mismo tono épico que Luis de Ávila y Zúñiga en sus Comentarios de la guerra de Alemania, una obra que la cancillería imperial divulgó ampliamente durante los años siguientes. Era el mayor triunfo del emperador sobre sus enemigos: Esta victoria tan grande el emperador la atribuyó a Dios, como cosa dada por su mano; y así, dijo aquella tres palabras de César, trocando la tercera como un príncipe cristiano debe hacer, reconociendo el bien que Dios le hace: “Vine y vi, y Dios venció”.
El triunfo en la batalla de Mühlberg permitió al César Carlos disfrutar de una posición de dominio casi absoluto sobre el Sacro Imperio. Por fin estaba en disposición de imponer su política a los nobles alemanes, tanto en lo relativo a la organización del imperio, como en la solución de la división religiosa. Para Felipe la noticia de esta victoria abrió también nuevos horizontes. Desde su nacimiento, las circunstancias políticas le habían constreñido al papel de príncipe de España, pero el sueño del Imperio siempre había estado presente en su 137
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educación. Carlos V le había educado para ser emperador y tras Mühlberg parecía haber llegado el momento de hacer realidad este anhelo, largamente pospuesto. Deseoso de abdicar lo antes posible, el convencimiento de que su hijo estaba preparado para sucederle le era muy grato. Y una vez que había superado aquella rebeldía juvenil y se mostraba como un gobernante eficaz en España, el César consideró que estaba preparado para conocer y reclamar el resto de su herencia. Fue entonces cuando decidió que emprendiera un viaje por el norte de Italia, Alemania y los Países Bajos, con el objeto de presentarle como su hijo y heredero ante sus futuros súbditos y para forzar su elección como sucesor en la corona del Imperio. Este periplo sería bautizado por Calvete, cronista del mismo, como el “Felicísimo viaje”. Un nombre que hacía referencia no tanto a la felicidad o alegría por los múltiples festejos que se organizaron, como a la idea clásica de las tres edades: de hierro, plata y oro. El viaje fue presentado por la propaganda imperial como el anuncio de una nueva edad dorada, bajo los habituales criterios mesiánicos y eudemonistas, Sin embargo, en la práctica, esta nueva edad era una importante apuesta política, que exigía grandes sacrificios y cambios, no recibidos con alegría por muchos. El príncipe, desde 1540 secreto duque de Milán, se había venido preparando para este momento. No podía desconocer que si su padre lograba vencer al ejército de la liga luterana, el siguiente paso sería consolidar en Alemania la sucesión imperial en su persona. No se sostiene la afirmación de que Felipe no sabía nada de la geografía europea ni de la extensión de su futura herencia. Sus preceptores habían cuidado en extremo estos aspectos de su educación, y sabemos, por ejemplo, que en 1546 cierto Pero Hernández había copiado para el príncipe un manuscrito de La historia de Bohemia de Eneas Silvio Piccolomini 137. Se trataba de la misma traducción castellana que décadas atrás había realizado en Granada Hernán Núñez de Guzmán, en estos años la principal figura del naciente “humanismo filipino”. No deja de ser curioso que también en 1546 circulara por Castilla un folleto titulado Catálogo de Emperadores y Papas. Una discreta propaganda estaba tratando de conciliar los intereses de Castilla con los del Sacro Imperio. Para Felipe conocer la historia de los estados germánicos 137
AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 1º, f. 183r.
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VIII:
El sueño del Imperio
era importante, pero no lo era menos adaptarse al nuevo lenguaje social que imperaba en Europa, en torno a la fiesta cortesana como centro de la propaganda y la acción política. En mayo de 1547, sólo un mes después de recibir a Quijada, el príncipe mandó comprar un gran número de libros de caballerías, que incluían las aventuras de Reinaldos, Esplandián, Amadís y Florisel de Niquea. Su utilidad se demostraría con creces pocos meses después. En todo caso, el tránsito entre príncipe de Castilla y archiduque de Austria era una tarea muy compleja, en especial porque exigía grandes dosis de sacrificio y de generosidad política. Aunque los castellanos podían ver con agrado que un castellano fuera emperador, de acuerdo con el precedente de Alfonso X, no fue tan bien recibida la decisión de que la etiqueta tradicional castellana fuera cambiada definitivamente por la de Borgoña. Y esto fue precisamente uno de los primeros sacrificios que Carlos V ordenó realizar en la Casa de su hijo, en 1548. No parece que Felipe hubiera contemplado esta posibilidad, pues sólo un año antes había encomendado a Fernández de Oviedo, de nuevo en España tras una larga estancia en América, que redactara una obra definitiva sobre cómo estaba organizada la casa del príncipe don Juan, como modelo para la suya propia. El manuscrito, preciosamente encuadernado, fue entregado al heredero en 1547, pero las circunstancias políticas hicieron que tuviera una escasa repercusión 138. Si bien, Oviedo reclamaba a Felipe que la etiqueta de Castilla “la mande guardar en su real servicio e casa e en la del serenísimo infante su primogénito, don Carlos, e sus sucesores reales, inviolablemente”, la realidad fue muy distinta. En febrero de 1548 el duque de Alba llegó a Castilla con órdenes para reorganizar el servicio cortesano al modo borgoñón, alcanzando a Felipe en Alcalá de Henares, cuando regresaba de celebrar Cortes de Aragón en Monzón. Traía consigo una nueva instrucción política, en la que Carlos le exponía a su hijo el estado de los asuntos europeos en aquel momento crucial. Su contenido es bien conocido y no insistiremos demasiado en ella. El César 138 Gonzalo FERNÁNDEZ DE OVIEDO: Libro de la Camara Real Del Prinçipe don Juan & offiçios De su cassa & Serujçio Ordinario. Compuesto por Gonçalo Fernandez de Ouiedo y Valdes, Manuscrito (RBME. e-IV-8. Enc. renacentista). Se trata del ejemplar con que el autor obsequió al príncipe Felipe. En folios LXXXIIII y CVIIr aparece la firma del autor.
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se mostraba con deseos de abdicar en la cumbre de su gloria. Para ello necesitaba organizar su herencia, realizando un reparto que en líneas generales había previsto de esta manera: su hermano Fernando le sucedería en el trono imperial y nombraría a Felipe rey de Romanos, en calidad de su heredero; para resolver la resistencia de Maximiliano de Austria, Carlos V había dispuesto que se casara con su hija la infanta María y que ambos recibieran el gobierno de los Países Bajos como estado propio. Felipe, por su parte, debería casarse con una princesa francesa, para poner fin a las guerras con este país 139. Una cuestión que no contempló el monarca fue la oposición de los pueblos a este reparto dinástico. Y donde primero se manifestaron las protestas fue en Castilla. Felipe convocó a los procuradores castellanos en Valladolid para informar de las nuevas disposiciones regias, y se encontró con una gran oposición. Se emplearon términos muy duros para describir el sentimiento del reino ante la noticia de que Felipe debería abandonarlo, cambiar la etiqueta de su corte, y dejar a su hermana María, junto con Maximiliano, como nuevos gobernadores. Pero dentro de palacio las protestas fueron más “estéticas” que reales. Aunque el duque de Alba fue increpado por su papel en estos proyectos, entre los cortesanos del príncipe los ánimos eran muy distintos. El cambio de etiqueta no suponía la pérdida de sus antiguos oficios y títulos, sino su sustitución por otros nuevos con nombres en francés y mejor remunerados. Los años de precariedad habían terminado, pues hasta entonces los salarios en la anterior Casa se habían regido por una etiqueta dispuesta en época de los Reyes Católicos, con los emolumentos de entonces. Asimismo, una parte de la nobleza castellana, hasta entonces sin posibilidad de acceder al servicio principesco, fue admitida en la nueva corte borgoñona, mucho más numerosa que la de Castilla. Mayores posibilidades de medrar al servicio principesco, y con mejores condiciones económicas. No hubo, por tanto, grandes protestas. El 15 de agosto de 1548 la nueva Casa al estilo borgoñón inició su funcionamiento con el boato y orden adecuados para servir al que sería futuro emperador 140. 139
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., II, pp. 560-601.
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Se reconstruye este proceso de adaptación de la etiqueta palatina del príncipe Felipe en José MARTÍNEZ MILLÁN (dir.): La Corte de Carlos V, Madrid, 2000, II, pp. 210-225.
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Se han discutido las razones que llevaron a Carlos V para designar al duque de Alba como nuevo hombre fuerte al lado de su hijo. En las instrucciones de 1543 había puesto a su hijo en guardia contra este gran noble y sus ansias de poder. Pero, sorprendentemente, cinco años más tarde don Fernando Álvarez de Toledo era nombrado por el César mayordomo mayor de la nueva Casa, lo que le daba un gran poder de patronazgo entre la nobleza. A pesar de sus defectos, el “duque Gravedad”, como se le tildaba en un pasquín anónimo repartido en Valladolid durante las Cortes de 1548, era un hombre de notable capacidad política, y cuando el César dispuso su retorno a España para reorganizar el viejo sistema político sabía lo que hacía. Tras las muertes del cardenal Tavera, de Zúñiga y de Cobos entre 1546 y 1547, necesitaba a uno de sus consejeros de confianza en el reino. Alba, bastante más joven que los fallecidos, había sobrevivido a la Parca, y su papel como el hombre del César en Castilla fue rápidamente percibido: muchas de las críticas que estaba recibiendo no eran tanto por los cambios de etiqueta, como porque su presencia imponía de nuevo el orden carolino en el sistema de gobierno, desengañando a los que procuraban medrar en la nueva etapa. Aunque el viejo sistema fue ciertamente restablecido, en este contexto la figura de Ruy Gómez de Silva se vio acrecentada. Ahora hacía falta alguien en quien confiar las esperanzas de ascenso al servicio del príncipe. Puesto que era obvio que el severo duque no era la vía, el astuto portugués supo hacer ver quién lo era. La confianza del heredero en él hacía inútil cualquier intento por desplazarle de la corte. Para que no hubiera dudas al respecto, el propio Felipe reservó para su privado el oficio de sumiller de corps, el de más cercanía e intimidad en la nueva etiqueta. Este nuevo signo de aprecio fue captado con celeridad por numerosos nobles y burócratas, desafectos al duque, de modo que el otrora pajecillo portugués pudo empezar a configurar su propia clientela política. Si el viaje que había realizado en 1545 a Worms, para comunicar a Carlos V el nacimiento de su nieto, había servido para darse a conocer, el “Felicísimo viaje” fue aprovechado por Ruy para confirmar su privanza. En medio de los festejos, el recuso al lenguaje caballeresco para evidenciar esta relación dio lugar a algunos encargos, como el de dos mitológicos almetes para que Felipe y Ruy los lucieran en un torneo, organizado en Alcalá de Henares. Descritas estas piezas de arnés como: 141
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Felipe II: La mirada de un rey dos arpías de plata, con dos alas cada una y un rostro de hombre, e una sortija en la boca de cada uno, y los pies de águila y colas de lagarto, y encima entre las alas cuatro cañones para poner plumas,
su común uso por ambos caballeros ponía de manifiesto su vínculo ante todos los asistentes, en especial frente al duque de Alba 141. No sería la última vez. Era el inicio de un nuevo esquema de reparto político entre dos bandos o partidos, encabezados por ambos nobles, que perduraría hasta 1567 sin alteraciones notables. En otro orden de cosas, el anuncio del matrimonio entre la infanta María y el archiduque Maximiliano permitió que las Casas de Felipe y de sus hermanas se reunieran por primera vez durante una larga temporada. En Alcalá de Henares habían residido las infantas durante los últimos años, y esta localidad fue la escogida para recibir a Maximiliano. Tras su entrada triunfal, se preparó el traslado de ambas cortes a Valladolid, donde debían celebrarse los desposorios. A causa de tan feliz acontecimiento se sucedieron múltiples fiestas que Felipe e Isabel de Osorio disfrutaron juntos. Así, y con ocasión de una visita que el heredero y sus hermanas hicieron a Tordesillas para visitar a su abuela la reina, el marqués de Denia organizó una fiesta campestre a las orillas del río, en unas huertas que pertenecían a Luis Vázquez de Cepeda, mayordomo de la reina Juana. Se hicieron un horno y una cocina “para guisar de comer a sus altezas”, pero el “plato fuerte” de la jornada fue un torneo a pie, realizado sobre barcas traídas desde los pueblos cercanos de Pesqueruela, Castronuño, Mazariegos y San Miguel. Las embarcaciones fueron unidas entre sí y sobre ellas se construyó un amplio tablado. Varias piezas de artillería dieron una mayor “sonoridad” bélica a los combates, que las damas pudieron disfrutar desde la orilla o desde cuatro barcos aderezados para la ocasión, el 30 de junio de 1548 142. Poco después, y de regreso a Valladolid, se dispuso la separación de la Casa de las infantas. María, como nueva reina de Bohemia tras su enlace, debía tener 141
Cuentas del platero Manuel Correa (1548) (AGS, CMC, leg. 551). El iluminador Diego de Arroyo diseñó estas arpías (AGS, CSR, leg. 36, Fol. 1, f. 298r). 142
Una relación de los gastos para esta fiesta en AGS, CSR, Leg. 19, Fol. 12, ff. 1120-
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VIII:
El sueño del Imperio
una corte propia, mientras que para su hermana Juana y el infante Carlos se organizó una nueva Casa, algo más pequeña. Estos cambios ponían en peligro la relación amorosa del príncipe, hasta entonces amparada en el papel de Isabel como dama de las infantas. En consecuencia, Felipe dispuso que Luis Osorio, tío materno de su amante, fuera nombrado maestresala en la Casa de la reina María, mientras que la propia Isabel quedó en el servicio de la infanta Juana. De esta manera, no quedaba desatendida ante su inevitable permanencia en Castilla durante el viaje de su amante. Felipe e Isabel se despidieron en Valladolid, un “adiós” que el juglar anónimo cantaría en sus coplas con su habitual desenvoltura pastoril. El príncipe todavía le dice a su dama: “Zagala, tú bien podrías / Hacerme quedar, si quieres”, e Isabel le responde en un diálogo ya inútil: “Carillo, ¿por qué te vas / y me dejas tan penada? / Cata que no hallarás / en el mundo tal amada”. La separación no supuso una ruptura de la relación, pues en 1551 se reanudó al regresar Felipe a España. E incluso es posible que ambos mantuvieran un contacto epistolar. ¿Fue para sellar estas cartas de amor que aquel encargara en octubre de 1547 un sello de jaspe, con “un hombre esculpido en ella y una flor en la mano que es para sellar”? No fue el único objeto curioso que se adquirió en estos años. También en 1547 un criado de Ruy Gómez compró cuatro insinuantes tapices “para servicio de su alteza”. Uno era de Cupido, en otro se mostraban los esponsales de un caballero con una dama, otro incluía las figuras de seis hombres y de una mujer, y el último tenía un hombre, una mujer y un barco con marinero 143. El contenido galante de estos tapices: el amor, la boda, la celebración, la despedida en el puerto, casi parecen un testimonio de lo que el futuro iba a deparar a la pareja. A los pocos meses Felipe debería iniciar su “Felicísimo viaje” por tierras del norte de Italia, Alemania y los Países Bajos. Una experiencia cultural y política que determinó (como veremos a continuación) el destino del rey Prudente, pero que entonces suponía también la separación de su amante durante varios años. Viendo estos tapices, y en especial el de una boda, ¿no sería verdad que Felipe prometió a Isabel que se casaría con ella, dándole incluso una cédula de matrimonio en la despedida? Esto parece imposible, pero si la 143
AGS, CSR, Leg. 36, Fol. 1, f. 216.
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dama estaba embarazada, o ya había sido madre, es posible que el heredero concibiera una galante fiesta para despedirse, decorada con dichos tapices. No creemos, pues, que hubiera boda, o promesa de matrimonio, pero sí una galante declaración de amor antes de la partida a Flandes. No hubo ruptura entonces. Sabemos que en ausencia del príncipe, cuando el noble portugués Constantino de Braganza visitó a la infanta Juana en 1549, se mostró sumamente cortés y respetuoso con la Osorio, dama de la infanta. Era evidente que estaba reconociendo su íntima vinculación con el heredero. Fue el embajador Luis Sarmiento, entonces uno de los maestresalas al servicio de la infanta, quien transmitió al príncipe estos detalles. Dos años después le informaba en otra carta sobre la crianza de don Carlos y de que Isabel Osorio había pedido licencia para ir a Burgos. El cortesano manifestaba sus escrúpulos para conceder dicha licencia. Se trata de una consulta inaudita, pues la dama estaba al servicio de Juana, no de Felipe. No cabe duda de que tras el estupor de Sarmiento se enmascara el papel de la dama como amante principesca. ¿Debía permitirse que la amante del heredero viajara fuera del controlado ámbito palatino? Si –como parece evidente– la relación entre ambos fue larga, no sería extraño que nacieran varios hijos bastardos, tres según Guillermo de Orange, de los que cita los nombres de dos: Pedro y Bernardino. Nunca fueron reconocidos. Es cierto que Felipe pagaba en 1543 los gastos de, al menos, dos niñas y tres niños, que se criaban en Alcobendas y otros lugares, pero se trataba de huérfanos abandonados a las puertas de su palacio. Su inclusión en los gastos de su Casa se hacía como una limosna. La propia Isabel, si hubiera quedado embarazada, tendría que haber abandonado el servicio de las Infantas y, si bien, hizo algunas ausencias, estas fueron escasas. Aparentemente no tuvo hijos. Cuando Isabel falleció en 1589, dejó como heredero a un sobrino Pedro Osorio de Velasco, hijo de su hermana María Osorio, o de Rojas, y de Pedro de Velasco, señor de Cuzcurrita. Sería demasiado novelesco pensar que la dama de las infantas hubiera entregado sus propios hijos a su hermana, y que su esposo hubiera aceptado tal engaño. Pero no es menos cierto que Felipe II jamás podría haber reconocido como propios a unos hijos habidos con una dama de sangre conversa. El escándalo en aquella España castiza y antisemita habría deteriorado fuertemente la institución regia. Y quizás el noble señor burgalés no fue demasiado 144
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escrupuloso cuando se le pidió este “servicio”, pues sus propios orígenes familiares eran un tanto oscuros. Aunque había sido reconocido como hijo por un clérigo, Pedro Suárez de Figueroa, deán de la catedral de Burgos, en la época se decía que su auténtico padre era Bernardino Fernández de Velasco (14541512), condestable de Castilla y duque de Frías. Si esto fuera cierto, el señor de Cuzcurrita, que era ya hombre de cierta edad cuando, en torno a 1543, se casó con María de Rojas, pudo contemplar su matrimonio con la hermana de Isabel Osorio como un pacto “familiar”, amparado en la íntima amistad existente entre su hermanastro, el condestable de Castilla, y Felipe. Recordemos que Orange llamaría Bernardino a uno de los supuestos hijos nacidos de la relación entre Felipe e Isabel Osorio. Sea como fuere, una vez que llegó el archiduque Maximiliano a Valladolid y se casó con la infanta María, Felipe no perdió el tiempo y decidió tomar de inmediato el camino hacia Cataluña, para embarcar en la flota de galeras y de naos que allí se había reunido bajo el mando de Andrea Doria. Desmintiendo las reticencias que a este viaje se habían expresado en las Cortes, la nobleza española se incorporó con entusiasmo al trayecto. Muchos de estos nobles no tenían oficio alguno en la Casa del príncipe, como el almirante de Castilla Luis Enríquez, pero era evidente que el “Felicísimo viaje” se presentaba como una oportunidad única para medrar al lado del futuro monarca. No estar, no figurar en una ocasión tan importante podría suponer una depreciación del valor de ciertos linajes al servicio de la Corona. Sólo así se entiende este inusitado entusiasmo, a pesar del alto nivel de gastos que la empresa significaba. En Barcelona Felipe se detuvo durante unos días, hospedado en el palacio de Estefanía de Requesens, viuda de su ayo. Después tomó el camino de Gerona, donde recibió el homenaje que le correspondía como príncipe heredero de Cataluña. Luego salió para Rosas, en cuyo puerto esperaba fondeada la flota imperial. Hubo que esperar en Ampurias a los cortesanos rezagados, pero el día 1 de noviembre se emprendió por fin la travesía, despreciándose las malas condiciones de la mar. No fue una navegación sencilla, tanto por las tormentas otoñales como por la hostilidad francesa, pero pocas semanas más tarde la flota arribaba al puerto de Génova, primera etapa del viaje. Durante los meses siguiente Felipe recorrió el norte de Italia, en medio de triunfales recibimientos. 145
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Alexandria della Palla, Pavía, Milán, Mantua, Marignano, Cremona, Cana y Vilafranca fueron las etapas de este viaje, durante el cual recibió la visita de gran número de potentados de Italia. Todos querían conocer al que ya se anunciaba como el futuro emperador 144. El viaje a través de Alemania supuso, sin embargo, una más dura prueba. La oposición alemana a que Felipe fuera elegido emperador se tradujo en unos pobres festejos, si bien los estragos de la guerra y el invierno podían disculpar esta actitud. Tras visitar Bolzano, Insbruck, Múnich, Ulm, Heidelberg y Spira, en enero de 1549 la comitiva llegaba a los Países Bajos. El recibimiento a Felipe en los estados neerlandeses fue muy diferente. Su trayecto triunfal a través de ciudades como Luxemburgo, Namur, Bruselas, Lovaina, Gante, Arras, Malinas, Amberes, Breda, Rotterdam, La Haya, Amsterdam o Nimega, fue cuidadosamente planificado por la cancillería imperial y constituyó un despliegue tan espectacular de arte y fiestas, que nunca pudo ser superado. Como ensalzara fray Prudencio de Sandoval en su Historia de la vida de Carlos V (1604): Sólo digo que no sé qué príncipe del mundo ni qué emperadores romanos jamás gozaron de tantas fiestas ni triunfos como los que se hicieron al príncipe en esta jornada por toda Italia, y en lo que toca de Alemania y Flandes.
Estamos ante la primera gran plasmación propagandista de la figura de Felipe II y de su pensamiento político a escala europea, discurso político que se elaboró en buena medida desde los cenáculos humanísticos amparados por María de Hungría y por el obispo Antonio Perrenot de Granvela. Carlos V alentó este programa que destacaba el papel que, como continuador y heredero de la obra de su padre, Felipe iba a desempeñar. De la misma manera que en 1527 el César había descargado en su hijo el peso de la castellanización de la dinastía, ahora le trasladaba su imagen heroica como emperador cristiano. En este contexto, no ha de sorprender que se retomaran las viejas imágenes de aquel mesianismo imperial que caracterizó al gobierno de Carlos V tras la batalla de Pavía (1525). 144 Su preceptor Calvete de Estrella escribió una detallada crónica de este viaje, publicada en 1552, de la que hay edición moderna: Juan Cristóbal CALVETE DE ESTRELLA: El felicíssimo viaje del muy alto y muy poderoso príncipe don Phelippe, Madrid: Sociedad Estatal para las conmemoraciones de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001.
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Aunque despojado del contenido antirromano de entonces, este mesianismo filipino tomaba el relevo del carolino. Hacia 1549 resultaba evidente que Carlos V no era el monarca designado para cumplir las profecías que prometían un rebaño y un pastor, y estas ideas mesiánicas se trasladaron hacia Felipe como el ejecutor de las antiguas promesas. A la imagen política del príncipe se aplicaron otros discursos heroicos carolinos, como el eudemonismo, es decir, la esperanza de que con su ascenso al trono llegaría una nueva edad de oro y felicidad, o el irenismo, la idea de que le estaba reservada la solución pacífica de los conflictos religiosos y políticos de la Cristiandad. Estos modelos políticos carolinos no le eran propios, aunque en las circunstancias del momento, tras la derrota de la Liga de Esmalkalda, la reanudación del concilio de Trento y el Interim de Augsburgo, constituían el único camino a seguir si Felipe quería hacer triunfar su candidatura al Imperio y lograr una solución pactada de los conflictos. Todo esto parecía posible entre 1549 y 1551, incluso que Felipe tomara en su mano la defensa de algunos de los príncipes luteranos derrotados en Mühlberg. No otra cosa se esperaba que hiciera aquel que había sido saludado en Marignano y en Trento como “Felipe Segundo”, y no como el segundo de su nombre en Castilla, sino como el sucesor en Germania del emperador Felipe de Suabia (1177-1208). En la primera de las ciudades citadas se erigió un arco, “a manera de pronóstico”, que tenía esculpidos estos versos. Traducidos del latín por Calvete de Estrella en su crónica, decían: Encamine y favorezca Dios de tal manera las cosas, que Carlos hijo del rey Felipe entregue al príncipe don Felipe Segundo entera y acrecentada la grandeza del Imperio Romano, que tantos siglos ha que está dividido.
El joven príncipe asumió plenamente estos discursos que, por otra parte, estaban en completa consonancia con su educación humanística. Recordemos que consigo llevaba como predicador al famoso evangelista Constantino Ponce de la Fuente. La presencia de este canónigo de Sevilla no fue una anécdota, sino que todo el “Felicísimo viaje” en su conjunto puso de manifiesto la pervivencia del erasmismo en la corte principesca, consolidada ya durante estos años como un foco de humanismo, donde se erasmizaba con claridad. Y esto fue reconocido fuera de España. En 1550 los habitantes de Rotterdam recibieron al futuro 147
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Felipe II con una estatua articulada de Erasmo en madera. No sólo no temían que su invención pudiera desagradarle, sino que, al contrario, en aquel momento ligar al humanista con el hijo de Carlos V era una baza política, si aquel deseaba suceder a su padre en Alemania. Desde antiguo la política carolina se había apoyado en el irenismo como la solución a la división religiosa desencadenada por Lutero. Una doctrina que se convirtió en la principal razón de ser de los herederos del erasmismo en las décadas de los cuarenta y los cincuenta del siglo XVI. En este contexto, no pueden sorprender los encendidos elogios que Calvete de Estrella hizo de Erasmo en su Felicísimo viaje. Sin duda, en esta época se deseaba ligar la figura del humanista con el joven heredero. Es más, su viaje a los Países Bajos coincidió con una inusual publicación de traducciones castellanas del humanista holandés, entre ellas los Apotegmas, el Aparejo de bien morir, la Declaración del Pater noster y La lengua, destinados tanto al mercado español como para consumo de los cortesanos llegados con el séquito principesco. En el aspecto artístico este viaje supuso además la aparición de la “gran escuela” en que Felipe II formó sus gustos como mecenas. Para ello contó con la inestimable guía de su tía la reina María de Hungría y del obispo Antonio Perrenot de Granvela. El interés del heredero por la pintura flamenca venía de años atrás, y su estancia en Flandes no hizo más que confirmar su gran afición por los pintores neerlandeses. Calvete de Estrella cita en particular al holandés Jan van Scorel. Mayor interés tuvo el inicio de la relación con el que sería uno de sus retratistas preferidos, Tiziano Vecellio, a quien conoció personalmente en Milán (1549). Son numerosas las cédulas de Felipe durante estos años librando dinero para el artista veneciano. El primer pago se realizó en enero de 1549, mandando el príncipe que se diesen treinta escudos a “Tiziano pintor de Venecia” 145. En los años siguientes se sucedieron las cédulas de este tipo, fechadas todas en Augsburgo, hasta donde el artista se había trasladado para retratar a Felipe, quien, además, le encomendó en 1550 la composición de una serie de cuadros mitológicos. La “Dánae” formaba parte de esta colección, sobre la que el humanista Antonio Cerruti (quien compuso también unos Carmina ad Philippum) redactó una “Moralis declaratio efiggiei Danais a Titiano depictae 145
AGS, Estado, Lib. 71, f. 14v (Villafranca, 19 de enero de 1549).
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ad Philippum II”. El interés del hijo de Carlos V por recrear en Castilla el voluptuoso ambiente de los camerinos secretos, tan frecuentes en Italia, ha sorprendido. Es cierto que en algunos de estos cuadros (como en la Dánae citada o en Venus y Adonis) se ha querido ver una recreación de Isabel Osorio, o una alusión a sus amores. Y si bien Cerruti no alude a esta cuestión en su Declaratio, no parece incoherente establecer una cierta relación entre estos cuadros de Tiziano con los tapices, presididos por uno de Cupido, que Gómez de Silva compró para el príncipe en 1547. Curiosamente, una de las grandes preocupaciones políticas de este viaje, y que ha pasado desapercibida para los historiadores, fue la de cómo lograr difundir la imagen de Felipe ante sus nuevos súbditos. Puede sorprender, pero hacia 1549 se desconocía en toda Europa, excepto en Castilla, cuál era el verdadero rostro del hijo y sucesor de Carlos V. En consecuencia desde el inicio de este viaje fue una prioridad dar a conocer de manera pública y “masiva” la imagen física y actualizada, “al natural”, del joven Felipe. Para ello existían dos vías: la estampa y la medalla. Del uso dado a la primera herramienta conservamos, al menos, dos grabados xilográficos. Ambos nos ofrecen una imagen demasiado juvenil del heredero, ya que en ellos el hijo de Carlos V aparece sin barba, un aditamento facial que empezó a utilizar desde 1544. Evidentemente, esta imagen pueril no era la que se deseaba difundir con motivo del “Felicísimo viaje”, pero, curiosamente, fue la que más relevancia llegó a adquirir. El motivo no parece ser otro que un recurso por parte de los impresores ante la existencia de unas fuentes iconográficas anticuadas. Tal circunstancia se denota, por ejemplo, en el hecho de que los artistas y artesanos neerlandeses, que entre 1548 y 1549 diseñaron y construyeron los arcos triunfales y los espectáculos erigidos para las entradas triunfales del príncipe en varias ciudades de los Países Bajos, levantaran esculturas efímeras del príncipe sin barba. O, al menos, así aparece en los grabados publicados por Cornelio Schryver de la entrada en Amberes. Pero hay más, en los tres magníficos códices regalados por Otto Truchsess al príncipe en Augsburgo en 1549, una Historia originis et successionis regnorum et imperiorum a Noe usque ad Carolum V, Felipe es retratado también sin barba. A resolver esta paradójica situación respondió el temprano encargo, por un lado, de dos medallas labradas por los Leoni (que fijaron el busto principesco barbado y a la romana 149
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para otras piezas semejantes, como los jetones repartidos en las ciudades neerlandesas tras las juras principescas), y por otro lado del famoso retrato de Tiziano, conservado hoy en el Museo del Prado. No sorprenderá, sin embargo, que a pesar de la gran trascendencia cultural del “Felicísimo viaje”, modelo de esplendor cortesano, literario, artístico y de propaganda política renacentista, este periplo constituyera también el inicio de la llamada Leyenda Negra del monarca. En contraste con las entradas triunfales, los regalos exquisitos y los discursos floridos de prelados y comediantes, desde Francia se fomentó una robusta línea de contra-propaganda, alentada por algunos potentados italianos y los príncipes luteranos alemanes. Es a través de estos medios como se difundió la imagen de un príncipe Felipe hosco y tímido a la vez, demasiado orgulloso, beato e incapaz de congeniar con alemanes, flamencos o italianos. La realidad, hoy documentada, en torno al comportamiento del heredero de Carlos V durante su viaje desmienten en gran manera estas patrañas, pero sería ingenuo pensar que quienes propalaban estas críticas no se aprovechaban de una realidad evidente: Felipe era un extranjero en aquellos territorios y, además, había tantas opiniones como testigos de vista de las actividades principescas, que la verdad era muy maleable. Esto era consecuencia del interés, nada desmesurado, por conocer “qualche principale qualità, o affetto del Serenisimo Prencipe”, ya que parecía destinado a asumir un papel decisivo en la política europea. Los mil ojos de Argos estaban tan fijos en él, escudriñando su aspecto físico, sus costumbres, su manera de hablar, que no siempre las opiniones podían ser positivas 146. Incluso entre personas afectas a la Casa de Austria en Italia o en Flandes causaba cierta sorpresa la excesiva gravedad del príncipe en los actos públicos, aunque luego en la intimidad se mostrara afable y divertido. Ahora bien, detrás de los grandes discursos políticos y culturales también hubo miles de historias, típicas y propias de unos viajes que se emprendían como una aventura, quizá la única que muchos en su vida podrían saborear. 146 Antonio ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO: “Ver y conocer. El viaje del príncipe Felipe (1548-1549)”, en Carlos V y la quiebra del humanismo político en Europa (1530-1558), Madrid, 2001, II, pp. 53 y ss.
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Esa era la imagen que se había generado en Castilla del viaje de su príncipe, donde existía una inusitada curiosidad por conocer cómo se estaba desarrollando su periplo europeo. Esta es la razón de que se publicaran pequeñas relaciones del viaje antes de que saliera a la luz la crónica oficial, el Felicísimo viaje (1552), de Calvete, redactadas por otros miembros del séquito principesco, como Jerónimo Cabanillas y Vicente Álvarez, quienes remitieron a impresores castellanos relaciones de las fiestas de Binche, el primero, y de todo el viaje, el segundo. Y las cartas “volaban” manteniendo informado al “público” español de las maravillas del “Felicísimo viaje”. Recordemos una de ellas. En una de estas misivas se cuenta que en Herderbik, un pueblecito holandés, se decidió ahorcar a un mancebo de Palencia, que había sido soldado en Inglaterra. Su delito, robar en Utrech la faltriquera a un cortesano, pero el castigo tuvo una resolución inesperada: ... y habiéndole llevado en un carro hasta la horca y con él el verdugo de la tierra y colgándole con dos gruesas cuerdas de cáñamo, se quebraron y él cayó medio vivo en tierra, y queriéndole tornar a colgar arremetió la gente de la tierra, y uno dio una pedrada al alguacil Vallejo en los pechos, que dio con él en el suelo, y otro dio cuchilladas al verdugo y echáronlo en el carro y tiran con él y por más presto ponerle en cobro hiciéronle cabalgar en una yegua, y en un credo le desaparecieron y se salvó. Fue cierto cosa notable 147.
Con el tiempo, del “Felicísimo viaje” sólo sobrevivieron este tipo de anécdotas y de historias. Y es que no tardaría en ponerse de manifiesto el fracaso del motivo para el que este fastuoso viaje fue concebido: la sucesión imperial. Pero, al menos, el periplo sirvió no sólo para que el príncipe Felipe adquiriera una primera experiencia personal de los asuntos europeos, sino que también constituyó una confirmación del futuro papel político que desempeñarían algunos de los miembros de su clientela, como Gómez de Silva, quien se presentaba ya como el privado del príncipe. Calvete de Estrella nos retrata su constante participación en festejos y ceremonias, eclipsando al aparentemente poderoso duque de Alba. De igual manera que el torneo de Alcalá de Henares, un año antes, había permitido vislumbrar la privanza del portugués, la gran justa real de Bruselas en 1549 permitió 147
AGS, Guerra Antigua, Leg. 35, f. 160v.
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constatar su triunfo político. La aparición del noble portugués en el “campo de batalla” pone de relieve la pujanza de su estrella en la corte filipina: Entró [...] con doce trompetas delante de sí, vestido de raso blanco y terciopelo morado, y doce caballeros de justa con guarniciones y cubiertas de lo mismo; llevaba muchos lacayos y un armero con calzas de terciopelo blanco, jubones de raso blanco, cueras de terciopelo morado, gorras y plumas blancas. Salieron de la misma librea por padrinos don Diego de Córdoba y don Diego de Haro. Entró armado de fortísimas armas sobre un poderoso caballo español guarnecido y con cubiertas de las mismas colores, y una lanza en la mano con una bandereta estrecha y larga hasta el suelo, de tafetán encarnado, blanco y leonado; colgaba de la celada una toca blanca con rapazejos de oro y un rico penacho blanco y morado 148.
Era evidente que a partir de este momento el nombre de Ruy debería tenerse muy en cuenta no sólo en España, sino también en el resto de Europa. Se trataba de una clara demostración pública del cambio generacional que se estaba produciendo en el gobierno de la Monarquía, circunstancia que tenía también una dimensión práctica. En marzo de 1549 el duque de Escalona, Diego López Pacheco, escribía desde Valladolid una extensa carta al príncipe Felipe, informándole sobre “algunas particularidades de acá”. Era evidente su deseo de servir al heredero, al que se adivinaba como próximo monarca, pero el poderoso duque era también consciente de que la concesión de mercedes regias pasaban ya por el sumiller portugués: “A Ruy Gómez de Silva escribo se acuerde a V. Al. el negocio en que aquí se habló tocante a la imposición de los alumbres”. Un protagonismo que creció de manera paralela a la confianza del príncipe. Así, en Milán encomendó a Ruy la compra de dos diamantes, y poco después mandó librar dos sumas de 2.000 escudos de oro a su sumiller, para que los gastara en su servicio sin dar cuenta a nadie 149. Y el portugués no desaprovechó la gran oportunidad que 148
J. C. CALVETE DE ESTRELLA: El felicíssimo viaje…, op. cit., p. 543. Ruy Gómez convocó esta justa por medio de una máscara, según Calvete, “la mejor que jamás se había visto” (Ibidem, pp. 542-543). 149
AGS, Estado, Lib. 71, f. 31r. Y el segundo, en Bruselas el 4 de julio de 1549 (Ibidem,
f. 32r).
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se le ofrecía. En Augsburgo (1551) mantuvo con el secretario Francisco de Eraso profundas conversaciones, presentándose como el cortesano predilecto de Felipe y anunciando que, cuando éste alcanzara el trono, habría de colocarle en el lugar principal de su Corte. Francisco de Eraso, quien lideraba a un importante bando en el interior del sistema burocrático de la Monarquía, estableció de inmediato una alianza política con el otrora “pajecillo” portugués, quien pudo disponer así de un acceso a los Consejos, de los que todavía estaba excluido por Carlos V. Recordemos que Ruy era sólo el sumiller del príncipe, y que no tenía asiento en ninguno de los organismos del gobierno real. Gracias a Eraso, su clientela crecía de manera espectacular, a costa de la del duque de Alba, traicionado con este pacto por el secretario imperial 150. En contraste con el ascenso político de Ruy, la estrella del arzobispo Martínez Silíceo empalideció. Aunque había sido elevado a la más alta dignidad eclesiástica española, su carácter no se avenía a componendas. Francisco de los Cobos (que llevaba años intentado que el adelantamiento de Cazorla fuera desmembrado del arzobispado de Toledo, para cederse a su hijo), había favorecido su elección en la creencia de que Silíceo sería un prelado dúctil a sus deseos, pero se encontró con la oposición rotunda del nuevo arzobispo a dicha desmembración. No encontró una mejor respuesta el propio príncipe. El enfriamiento de sus relaciones comenzó en 1547, cuando el prelado decidió imponer un estatuto de limpieza de sangre en su cabildo catedralicio. Gran parte de sus canónigos se opusieron, y Felipe, en vez de apoyar a su maestro, se colocó al lado del cabildo ¿Por influencia de Isabel Osorio? El antiguo maestro no se arredró, y despreciando en cierta manera la autoridad regia, consiguió en Roma la confirmación al estatuto. En consecuencia, Carlos V escribió a su hijo que no se entrometiera en el asunto. Pero príncipe y prelado no tardaron en verse enfrentados en otras cuestiones, 150
Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, fue uno de los personajes más poderosos y polémicos de su época. Sobre su figura remitimos a las biografías de William MALTBY: El Gran Duque de Alba, Madrid: Atalanta, 2007, y Henry KAMEN: El Gran Duque de Alba: soldado de la España imperial, Madrid: La Esfera de los Libros, 2004. Sobre la trayectoria política de Eraso, Carlos Javier de CARLOS MORALES: “El poder de los secretarios reales: Francisco de Eraso”, en José MARTÍNEZ MILLÁN (dir): La Corte de Felipe II, Madrid: Alianza, 1994, pp. 107-148.
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como en la férrea oposición de éste hacia la naciente Compañía de Jesús, o su actitud en contra de la fundación del convento de san Felipe el Real en Madrid. Sin embargo, la situación llegó ya a un límite insostenible cuando, en 1549, Silíceo se negó a pagar los 30.000 ducados que anualmente su diócesis entregaba a las arcas reales, si Carlos V no regresaba a España. Era una postura inaudita, un chantaje a la Corona cuya resolución se confió a Felipe. Aunque éste escribió “de su mano” a su antiguo maestro, la respuesta fue tozudamente negativa. “En lo del arzobispo de Toledo, el serenísimo Príncipe mi hijo, me ha dicho lo que le respondió, de que estoy maravillado”, dirá el emperador al conocer el fracaso de Felipe ante su maestro. Éste se lo debía todo a su pupilo, sin embargo justificaba sus posturas considerándolas como las propias de un buen vasallo. En realidad, tras su oposición se adivina algo más profundo: lo que hacía era protestar contra las líneas políticas, religiosas y artísticas que su discípulo había abrazado. Cuando en 1548 se negó a que su sobrino Francisco Silíceo fuera a Flandes en compañía del heredero, se justificó así ante un pariente: Si no envié a mi sobrino en servicio del príncipe nuestro señor ha sido porque temo [que] muchos o los más de los que van con él vengan lastimados de las herejías de aquellas tierras, acá no le faltará de comer si yo vivo y una pasada harto mejor y más descansada que la tuvieron sus padres 151.
Silíceo, en una meridiana confesión de su casticismo, desconfiaba de la catolicidad de algunos de los cortesanos y humanistas que acompañaban a Felipe. Mientras tanto, en Alemania, el futuro político del príncipe seguía dirimiéndose. Tras ser jurado su hijo como heredero de los diferentes estados de los Países Bajos, Carlos V convocó en la ciudad alemana de Augsburgo una Dieta del Sacro Imperio para que, entre otras cosas, se tratara de reconocer a Felipe sus derechos al trono imperial, electivo. El último día de mayo de 1550 padre e hijo partieron camino de Alemania, donde el ambiente era muy tenso. A pesar de la victoria de Mülhberg, el poder del César sobre los príncipes alemanes no se había realmente consolidado, a pesar de lo que su cancillería divulgaba por medio de la propaganda. Al contrario, su empeño para que su hijo 151
AGS, Consejo Real, Leg. 571. Silíceo a Antonio de Santiago (Toledo, 20 de septiembre de 1548).
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fuera emperador estaba siendo aprovechado por los derrotados nobles protestantes para romper la alianza entre las dos ramas de la Casa de Austria. Fernando, rey de Romanos y hermano de Carlos V, era el heredero virtual del trono imperial. Frente a las pretensiones de Felipe, contaba con el apoyo generalizado de toda Alemania, donde no se deseaba como soberano a un príncipe español. Cierto que Fernando también lo era, pues había nacido en Alcalá de Henares, pero desde 1518 había residido en las tierras centroeuropeas. Tras arduas negociaciones, en las que Fernando llegó a exigir que estuviera presente su hijo Maximiliano, entonces gobernador en Castilla, se llegó a un acuerdo secreto que consagraba la alternancia en el trono imperial de las dos ramas de la Casa de Austria: Fernando sucedería a Carlos V, y nombraría como su sucesor, o rey de romanos, a Felipe. Éste se comprometía para asegurar esta alianza a casarse con una de las archiduquesas, hijas de su tío, y que cuando fuera elegido como emperador, establecería como su heredero a Maximiliano. La dificultad con que se llegó a este acuerdo justificaba el pesimismo sobre su cumplimiento. En efecto, el más perjudicado por el mismo, Maximiliano, relegado a un tercer lugar en la sucesión imperial, inició contactos con los nobles luteranos más descontentos, conspirando contra Carlos V. Para Felipe, en cambio, se había hecho justicia con respecto a sus derechos, como único hijo y heredero del César. Acompañado de Maximiliano, dispuso todo lo necesario para su regreso a España, atravesando de nuevo el norte de Italia (Trento, Milán y Génova) y embarcándose en la flota de galeras de Andrea Doria. Atrás dejaba una de las etapas más llena de experiencias de su vida. En el futuro aplicaría muchas de las enseñanzas que había aprendido durante aquellos “felicísimos” años. En las colecciones de Patrimonio Nacional se conservan muchos recuerdos de aquel viaje, libros, armaduras, cuadros y armas que nos trasladan brevemente a aquel mundo caballeresco del Renacimiento. Sin embargo, resulta curioso que de todas aquellas piezas Felipe II sólo conservara a su lado, hasta el fin de sus días, un pequeño librito en latín, encuadernado en terciopelo negro. Se trataba de un Pronóstico astrológico, una carta astral, con que el médico y matemático alemán Matías Haco le obsequió en Augsburgo, en 1550. Aunque durante toda su vida el rey hiciera gala de ser muy escéptico con respecto a las supercherías de la astrología, el alemán había logrado captar en su librito, de 155
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una manera sorprendente, muchos aspectos de la personalidad del hijo de Carlos V. Quizá no fuera ciencia, sino sólo una especial capacidad para la intuición y el análisis humano, pero el alemán acertaba en sus predicciones 152. Lástima que no fueran más allá de 1556.
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Matías HACO: Matthiae Haci Suimbergii medicinae doctoris et mathematici Prognosticon seu Genethliacon Philippi II Hispaniarum Principis (RBME, a-IV-21).
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El fin de los sueños: Las abdicaciones de Bruselas (1552-1555)
El 18 de julio de 1551 se registraba en el ya citado dietario de la Seo de Valencia que, por carta de Luis de Requesens, “era aribá la nova como lo princep Don Phelip Joan, senyor nostre, era aribat y desembarcat en Barcelona”. Puede que para los canónigos valencianos el retorno a la península de su príncipe “Felipe Juan” significara un regreso a la normalidad, al viejo mundo de las esperanzas y de los modelos hispánicos, pero se equivocaban. Aunque era cierto que el 12 de julio de 1551 el heredero había pisado de nuevo tierra española, era otro hombre muy distinto. Ya no era una figura de cera, fácil de moldear, como le describiera Estefanía de Requesens en su infancia. Su periplo europeo y la asunción de una gran parte de la herencia paterna tras las conversaciones familiares de Augsburgo, le habían abierto las puertas a un período de madurez y al inevitable desarrollo de una estrategia política propia. El descubrimiento de la Alemania protestante durante el viaje, la reanudación del Concilio de Trento en 1551, la traición de Mauricio de Sajonia y de los príncipes alemanes en 1552, y el cambio o viraje religioso de 1555 en España, constituyeron los cuatro aspectos que más influyeron en la evolución del futuro monarca. Además, reconocido como heredero de los Países Bajos, como sucesor de su tío Fernando en el Sacro Imperio, y, por fin, como duque de Milán sin secretos, el príncipe regresó a España adornado de poderes más amplios en el gobierno del reino. Tras las restricciones que habían caracterizado su primera etapa como lugarteniente real desde 1543, el poder general dado por Carlos V a su hijo el 23 de junio de 1551 constituye el punto de apoyo sobre el que pudo, al fin, construir su futuro como rey. Se trataba del 157
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reconocimiento de sus reivindicaciones políticas acerca de una mayor autonomía en el gobierno de los reinos españoles 153. Este cambio de actitud no se detecta tanto en el poder general, otorgado de cara a los súbditos, sino en la restricción del mismo. El César había podido comprobar el dominio de su hijo sobre los asuntos de gobierno en España y, en consecuencia, no sólo se reserva menos nombramientos, sino que deja a Felipe la provisión de los corregimientos de Toledo, Granada, Córdoba y Segovia, y de las vacantes en el Consejo de Navarra, y de las audiencias de Galicia y Sevilla, así como delega en su hijo el nombramiento de los oficiales de las Contadurías Mayores, en el Consejo de Hacienda, y de los oficios que vacasen en varias ciudades castellanas. Como es lógico, Carlos no delegaba todo su poder, pero sí se detecta un mayor equilibrio en las reglas de juego entre padre e hijo. Así, aunque ordenaba que “se guarde lo que se acostumbra hacer e yo lo hago”, que no se legitimen hijos de clérigos ni se den habilitaciones, ni mayorazgos a “gente baja”, o que no se hiciera donación de vasallos o rentas de la Corona, al mismo tiempo el emperador recogía algunas recomendaciones de Felipe sobre el gobierno de Castilla: Asimismo, porque lo de las penas de Cámara está muy perdido y no se puede hacer libranza que se cumpla: y las que están dadas se venden y malbaratan, y el dicho Príncipe ha sido de parecer que esto se remedie y provea y se dé orden cómo de ello se pueda sacar alguna cosa cierta y ordinaria, sobre lo cual se escribió a los reyes de Bohemia, mis hijos, los días pasados, informarse ha del estado en que esto está, y mandará que se tome breve resolución en ello... 154
Ya no era preciso consultar y remitir al emperador todos los asuntos. Felipe había logrado disponer de una mayor libertad como lugarteniente y gobernador de Castilla, adquiriendo un prestigio de acuerdo con la calidad de sus títulos y un nuevo vigor político. Era él quien gobernaba, y no ya los consejeros de su padre o éste mismo. Esta situación de autonomía en el gobierno interior no iba acompañada, sin embargo, de iguales perspectivas en cuanto a la política europea. Aquí, Felipe tuvo que limitarse a seguir siendo el “ayudador” de su 153
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., III, pp. 305-306.
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Ibidem, III, p. 309.
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padre. No sólo a raíz de la traición de Mauricio de Sajonia en 1552, rebelión que obligó a Felipe a poner todos los recursos y fuerzas de España para ayudar a su padre en tan delicada situación (y para defender sus propios derechos imperiales), sino que todavía hubo de plegarse a aceptar el matrimonio con María Tudor, en 1554, por imposición paterna. Las directrices de Carlos V, confundidas con la pervivencia de la dinastía, se impusieron plenamente en este ámbito. Y en medio de todo esto, la amarga realidad de una corona imperial que se alejaba definitivamente. En todo caso, desde 1551, aunque fuera a cambio de cierta sumisión con respecto a la política europea de su padre, el príncipe pudo dedicarse de pleno a la administración de los reinos españoles, creando las bases políticas de su futuro reinado. Si entre 1543 y 1547 había podido relajar un tanto las responsabilidades de gobierno en Cobos, con el beneplácito paterno, a partir de 1551 Felipe se vio impelido a llevar sobre sí casi todo el peso del gobierno, de modo que tuvo que trabajar de manera incansable en su despacho, leyendo las consultas personalmente y estudiando la nutrida correspondencia que le llegaba. Esta práctica política estaba en consonancia con el estilo administrativo que Carlos V había impuesto a su hijo en 1543. Felipe había tenido que despachar por escrito casi todos los asuntos con su lejano padre. No es por tanto extraño que se sintiera tan seguro en las comunicaciones escritas, ya que sus primeras actividades políticas se habían fundamentado sobre ellas. La famosa minuciosidad resolutiva de Felipe II arranca de estos años. Es entonces cuando empieza a exigir que cada materia viniera precedida por un informe, y busca en juntas de teólogos y juntas ad hoc consejo sobre temas muy particulares, que desliga de las reuniones de los Consejos. Este tipo de organismos consultivos no eran una creación original del príncipe, pero su predilección por este sistema permite comprender su posterior actividad como rey. Evidentemente, a mayor papeleo burocrático, mayor importancia de los secretarios. Es el momento del ascenso de uno de ellos, Gonzalo Pérez. También fue entonces cuando se decidió situar en Madrid la sede de la Corte, abandonando Valladolid, e impulsando de esta manera una nueva centralización de la política en España. Durante los años treinta y cuarenta esta villa había constituido para Felipe un lugar de deleite familiar, disfrute cinegético y 159
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retiro librario, en contraposición a la ciudad del norte de Castilla, centro político, pero desde 1551 Madrid empezó a funcionar como “capital”, instalándose en ella la maquinaria burocrática, los Consejos y las Juntas. Felipe había tenido la oportunidad de visitar durante su “Felicísimo viaje” algunas ciudades que pudieron servirle como modelo, en especial Bruselas, y no parece casualidad que en 1550, Carlos V mandara acelerar las obras del Alcázar Real madrileño, prácticamente concluidas cuando su hijo regresó a España. La finalización de este emblemático edificio coincidió además con el incremento de los poderes políticos otorgados al heredero, quien logró así un espacio nuevo y propio para ejercer dicho poder. Recordemos que gobernaba desde 1551 no sólo en los reinos españoles, sino también sobre un inmenso imperio, que se extendía desde el Río de la Plata a Cerdeña. Esta situación modeló su estilo de gobierno en un sentido bastante conocido: la dispersión de territorios originó un deseo de alto grado de centralización. Todo proceso de este tipo lleva consigo un replanteamiento de las estructuras políticas y administrativas del país, y en este sentido se aprecia en la elección de Felipe un intento evidente por racionalizar el gobierno de la Monarquía 155. Por último, en estas nuevas circunstancias, no ha de sorprender que la clientela filipina no sólo se hiciera más atractiva, sino que desplazara ya a las viejas redes carolinas de gobierno. Se trataba de un proceso inevitable. Durante el gobierno en Castilla de los reyes de Bohemia, el gran inquisidor Fernando de Valdés y el secretario Juan Vázquez de Molina habían logrado ocupar con su clientela la mayoría de los organismos de gobierno, como “herederos” del bando de Cobos. Evidentemente, el príncipe no estaba dispuesto a tolerar esta situación, y menos cuando había logrado recibir de su padre un poder casi sin restricciones en el gobierno de España. A la cabeza de las críticas contra ambos
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Acerca del traslado de la corte a Madrid en 1561, Alfredo ALVAR EZQUERRA: Felipe II, la Corte y Madrid en 1561, Madrid: CSIC, 1985, y El nacimiento de una capital europea. Madrid entre 1561 y 1606, Madrid: Turner, 1989; Claudia W. SIEBER: The invention of a Capital: Philip II and the First Reform of Madrid, Tesis Doctoral, Johns Hopkins University, 1985; y José Luis GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: “Madrid y la corte itinerante...”, op. cit., II, pp. 69-82.
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Medallón del príncipe Felipe en bajorrelieve (c. 1533). (Hispanic Society of New York, D-278)
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Las edades infantiles y juveniles del príncipe Felipe. Detalle de la estampa insertada en la obra de Antonio de Honcala: Pentaplon christianae pietatis (Alcalá de Henares, 1546). (Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla. Universidad Complutense de Madrid)
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Caballero infantil en el alarde de Barcelona. Tapiz de la colección sobre La conquista de Túnez, de Coeck y Vermeyen (Patrimonio Nacional)
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La emperatriz Isabel y sus hijos María y Felipe. Cuadro de un pintor anónimo alemán
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El juego de cañas en Toledo ante la familia imperial (1539), por Jan Cornelisz Vermeyen. En la tribuna central se encuentra el príncipe Felipe y sus hermanas. (Colección privada. Lowick, Drayton House. Collection of L. G. Stopford Sackville)
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El príncipe Felipe a caballo, estampa coloreada por Cornelis Anthonisz. Impresa en Amberes por Hans Liefrinck de Oude (Rijksmuseum, Amsterdam)
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Carlos V y el príncipe Felipe. Estampa xilográfica. Taller de Cornelis Anthonisz Theunissen (c. 1544) (Leeuwarden: Keramiek Museum Het Princessehof-National Museum of Ceramics Collection)
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Felipe II, por Antonio Moro (1551) (Museo de Bellas Artes, Bilbao) viii
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Felipe II, príncipe, por Tiziano (1551) (Museo Nacional del Prado, Madrid) ix
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Retrato de Felipe II, de un discípulo de Tiziano, quizás Cristiano de Amberes (The National Portrait Gallery, Londres)
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Retrato iluminado de Felipe II en una ejecutoria (Biblioteca Zabálburu, Madrid) xi
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Felipe II: la mirada de un rey Jetón para el uso del Bureo de Felipe II (1561) (Colección del autor)
Busto de Felipe II, por Pompeo Leoni (c. 1575), pintado por Balthasar Ferdinand Moll en 1753 (Kunsthistorisches Museum, Viena) xii
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Felipe II, por Sofonisba Anguissola (c. 1565; 1573) (Museo Nacional del Prado, Madrid) xiii
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Felipe II representado como rey de Portugal (c. 1582) (Museo de San Carlos, México)
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Felipe II anciano (c. 1596), por Juan Pantoja de la Cruz (Patrimonio Nacional, Real Monasterio de El Escorial) xv
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Felipe II anciano (c. 1597), por Juan Pantoja de la Cruz (Patrimonio Nacional, Biblioteca del Real Monasterio de El Escorial) xvi
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cortesanos estaba, como no podía ser de otra manera, Gómez de Silva, quien escribía en 1552 a Eraso: Harto necesaria ha sido la venida de su Alteza a estos Reinos, porque cada día se descubren cosas que ha salir a maduración dieran harto fastidio a su Majestad; ahora hay harto miedo en las partes y hacen diligencias por parecer blancos y rubios.
El miedo provenía de la orden principesca de que se pusieran en marcha una serie de “visitas” o inspecciones a determinadas instituciones, como la chancillería de Valladolid, el Consejo de Castilla, las Contadurías mayores de Hacienda y la Comisaría de Cruzada, instituciones controladas todas ellas por hombres de Valdés. Su objetivo político, aunque aparentemente estas visitas pretendían mejorar su funcionamiento, era evidente. De nuevo Ruy fue muy claro en otra carta al secretario Eraso: “Las visitas andan bravas; creo que han de parir sapos y culebras según se va entendiendo” 156. Dejando aparte el tema del ascenso y privanza de Ruy Gómez de Silva, también podemos observar como durante estos años se configuraron en torno al príncipe una serie de cenáculos humanísticos, tanto en España como en los Países Bajos, donde se desarrolló una pujante actividad literaria que reflejaba la sensibilidad humanística en la que Felipe había sido educado. Las obras que se publican o escriben en estos años, muchas dedicadas a él, nos descubren como el pensamiento de Erasmo pervivía en su corte. Esto permite aclarar porqué la última gran hornada de la literatura erasmizante española, como la Institución de un rey christiano de Felipe de la Torre (1556) o el Viaje de Turquía (1557), fue dedicada o dirigida al rey, y viene a explicar el impulso alrededor del hijo de Carlos V de un discurso irenista en esta época. Todos estos proyectos culturales se estaban realizando bajo la idea de preparar el camino de Felipe hacia el trono imperial, pero se trató de un espejismo muy breve en su duración. Como es sabido, los acuerdos de Augsburgo en 1551 fueron vistos por la nobleza 156 El profesor José Martínez Millán y su equipo han producido en los últimos años los mejores estudios sobre la corte y los bandos políticos en esta época. Remitimos ahora únicamente a José MARTÍNEZ MILLÁN y Santiago FERNÁNDEZ CONTI (dirs.): La Monarquía de Felipe II: La Casa del Rey, 2 vols., Madrid: Fundación Mapfre, 2005.
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alemana como una amenaza para su poder e independencia. De inmediato los nobles pactaron con el archiduque Maximiliano su neutralidad en caso de una rebelión contra Carlos V, y en octubre del mismo año, mientras Felipe llegaba a España, lograban firmar en Lochau una alianza con Enrique II de Francia. Este acuerdo, ratificado pocos meses después en Chambord, suponía la cesión al rey francés de tres ciudades del Imperio, Metz, Toul y Verdún, a orillas del Rin, a cambio de su ayuda militar. Finalmente, Mauricio de Sajonia, aliado de Carlos V en Mühlberg, cambiaba de bando. Conquistó la rebelde ciudad de Magdeburgo en nombre del emperador, pero en la práctica había llegado a un acuerdo con los defensores. En marzo de 1552 Carlos V cayó en la cuenta de que había sido traicionado por Mauricio y pidió ayuda a Felipe. Era su única posibilidad, pues mientras el ejército de los príncipes avanzaba hacia Innsbruck, residencia del monarca, el rey Fernando, su propio hermano, no impedía su avance. Se trataba de una doble traición. A toda urgencia el príncipe reclutó el mayor número posible de soldados, consiguió juntar 500.000 ducados para enviar a su padre y se ofreció a marchar con las tropas y el dinero hacia Alemania. El César le disuadió; sabía ya que la batalla estaba perdida, y no tanto porque se viera obligado a huir de Innsbruck (como así sería), sino por la actitud de su hermano y de su sobrino Maximiliano. Rota la unidad dinástica entre las dos ramas de la Casa de Austria, ningún ejército podría ya restaurar su autoridad dentro del Sacro Imperio. En mayo el duque Mauricio decidió avanzar definitivamente sobre Innsbruck, y Carlos V se vio obligado a huir en medio de una nevada. El sueño imperial de la conciliación religiosa había terminado. Conseguido su principal objetivo, Mauricio de Sajonia, el rey Fernando de Austria y los demás príncipes alemanes se avinieron a llegar a un acuerdo con el emperador, quien, gracias a su hijo, había logrado reunir en Milán un importante ejército, argumento de peso que ayudó a firmar el tratado de Passau. Los príncipes deponían su rebelión y se comprometían a ayudar al monarca para recuperar las ciudades del Imperio, que ellos mismos habían entregado a Francia. Será la última campaña militar en la que Carlos V participará personalmente. Con un ejército de 70.000 hombres, puesto al mando del duque de Alba, se inició el asedio de Metz en octubre de 1553. La ciudad, defendida por el duque de Guisa, resistió el sitio de las tropas imperiales, 162
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diezmadas por el frío invernal. Además, desde los Países Bajos empezaron a llegar noticias muy alarmantes sobre la actitud de algunas ciudades. El pueblo estaba harto de las guerras contra Francia, y algunos nobles y autoridades municipales estaban tratando de llegar a un acuerdo con el rey Enrique II que minimizaran los daños del conflicto en sus tierras. Primero Alemania, y ahora Flandes traicionaban a su monarca. Era intolerable para un mermado Carlos V, tanto en sus facultades físicas como mentales. El día 1 de enero de 1554 ordenó levantar el asedio de Metz. Desalentado, enfermo y deprimido, se retiró a Bruselas. El deseo de abdicar estaba ya maduro en su mente. La noticia del terrible fracaso ante los muros de la ciudad de Metz fue recibida en España con gran consternación. Felipe escribió una carta a su padre para consolarle, una de las más emotivas que se le conocen. El poder de Carlos V en el Sacro Imperio se había derrumbado definitivamente. No sólo se había perdido el prestigio, sino también el dinero recaudado un año antes. Fue entonces cuando surgió la necesidad de una nueva boda del príncipe, con la que se garantizara tanto la perpetuación dinástica, como unas finanzas saneadas gracias a la dote de la novia. La candidata fue identificada con rapidez, se trataba de la infanta María Manuela de Aviz, hija del rey portugués Manuel I el Afortunado y de Leonor de Austria, hermana de Carlos V. Esta infanta poseía una cuantiosa dote consignada en el testamento de su padre y era la única heredera de su madre, reina viuda de Francia por entonces. Cuando se iniciaron las negociaciones con la corte portuguesa, el emperador no se recató en advertir a su hijo, con crudo realismo: “Y se tenga cuidado de sacar en dinero contado todo lo último por las necesidades que hay”. La dote ascendía a la cantidad nada desdeñable de 400.000 ducados. No cabe duda de que el dinero era el principal fundamento de este enlace, pero en Castilla la noticia de las negociaciones fue recibida con gran entusiasmo y alborozo. La infanta de Portugal era considerada por muchos como la candidata ideal para un príncipe castellano, alejándose los fantasmas de un enlace alemán o francés, que volviera a colocar a España en medio de los asuntos europeos. A los castellanos se les había “engatusado” con el sueño imperial durante el “Felicísimo viaje”, pero en 1553 el espejismo se había quebrado. No había interés alguno para que su futuro soberano detentara un título vano y hueco. 163
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Carlos V había llegado también a ser de la misma opinión. Aunque el matrimonio de su hijo con la infanta podía suponer la ruptura de los acuerdos secretos de Augsburgo (donde se establecía que Felipe casaría con una hija del rey Fernando), reconocía que: como el cumplimiento de esto está puesto para cuando seáis elegido [rey de Romanos], y es cosa de que hay al presente poca esperanza, entretanto que lo de acá está tan alterado como ahora, demás de que no aclarándose no me determinaría en aconsejaros [que] aceptasedes el Imperio, aunque se os diese 157.
¿Quién era la ansiada nueva esposa del príncipe? María había nacido en 1521 y tenía entonces treinta años, es decir, seis más que Felipe. Siendo muy niña había quedado huérfana de padre, y poco después perdió el contacto también con su madre, la reina Leonor, llamada por Carlos V a Castilla para casarse con el rey Francisco I de Francia. Criada sin sus progenitores, la infanta desarrolló un carácter duro e imperioso que, sin embargo, la hacía atractiva para muchos, como un modelo de “mulier fortis”, al estilo de las varoniles heroínas de la Antigüedad. La propia María, educada en un ambiente culto, cultivó esta imagen, lo que hacía suponer en ella unas capacidades de gobierno muy superiores al del resto de las princesas solteras de la época. Se comprende la urgencia con que los delegados españoles trataron de cerrar un acuerdo con el rey Juan III, hermanastro de la infanta, pero los portugueses respondieron con lentitud, para aprovechar en su favor esas mismas prisas y obtener un pacto beneficioso. En todo caso, el matrimonio se daba por hecho en ambas cortes. La infanta ya había iniciado los preparativos para trasladarse a Castilla y era saludada por todos como la “princesa”. El propio Felipe propició este ambiente, manteniendo una galante relación epistolar con su prometida. Sin embargo, las negociaciones con la corte portuguesa se produjeron al mismo tiempo que los viajes del príncipe a Toro para visitar a su hermana Juana y a su hijo Carlos, y donde también se encontraba la dama Osorio. Recordemos que ella había pedido licencia en junio de 1551 para retornar a Burgos; un mes después Felipe había desembarcado en Barcelona y aunque no hay datos que 157
M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Corpus documental de Carlos V…, op. cit., Carlos V al príncipe Felipe (Bruselas, 2 de abril de 1553).
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III,
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indiquen que Isabel y Felipe se encontraron allí, o en el camino a Madrid, la coincidencia resulta sospechosa. En septiembre del mismo año decidió marchar a Toro para encontrarse con su hermana y su hijo. Isabel ya se encontraba de nuevo allí. Quizás esta sea la razón de que poco después escriba a su primo Maximiliano la tristeza que le suponía marcharse: “Y otras nuevas no sé decir, sino que he partido de Toro con grandísima soledad”. Cuando en 1552 Juana de Austria abandonó Castilla para casar en Portugal con el príncipe Juan de Aviz, Isabel no la acompañó. En las cuentas de su Casa se indica: “Doña Isabel Osorio dama; queda en Castilla” 158. Esta decisión pudo ser de la propia dama burgalesa, pero lo cierto es que en marzo de 1552 Carlos V había delegado en su hijo la decisión sobre los criados que debían acompañar a Juana a Portugal o quedarse en Castilla, “porque no conocemos las personas que son las que han de ir y quedar”. La determinación de que Isabel no viajara a Portugal resulta sorprendente. En primer lugar, las demás damas solicitaron lo contrario, pues en la época era tradicional que, cuando una princesa se casaba, se buscara para sus damas un buen marido y recibieran cuantiosas dotes. Parece que esto no interesaba a Isabel. ¿Hacia dónde fue entonces la amante del príncipe? ¿Regresó a Burgos o se asentó en Madrid, cerca del Alcázar donde Felipe residía? Lo más probable es que volviera a su ciudad natal, donde todavía tenía su familia y casa. Desde la distancia tuvo que contemplar con amargura como su enamorado negociaba casarse con la infanta de Portugal y con la reina de Inglaterra. Si en 1547 había concebido esperanzas de que Felipe podría hacerla algún día reina de España, estas se desvanecieron completamente. Es en esta época cuando –según sostiene con perspicacia el historiador y académico Fernández Álvarez–, el príncipe encargó a Tiziano el cuadro mitológico Venus y Adonis como una poética alusión a su despedida de Isabel Osorio. Ésta, identificada con la diosa del amor, trata de sujetar amorosamente a un Adonis, que (como el propio Felipe casado con la reina de Inglaterra) se libera, muy a su pesar, camino de su amargo destino. El tema del cuadro fue indicado al pintor veneciano por el mismo heredero, quien recibió el lienzo meses después en Londres. No era el único lienzo de tema mitológico que Felipe tenía en su colección pictórica. En un inventario de los cuadros 158
AGS, CSR, Leg. 65, f. 116r.
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que estaban en su cámara en 1553, junto con este retrato y otros de familiares, llama la atención cuatro obras de contenido claramente erótico, entre las que se reconoce la Dánae ticianesca, pintada hacia 1550, junto a una “Venus mirando el espejo sostenido por Cupido”, y dos tablas de “Venus y Marte”, de Gossaert, y otra de una “moza desnuda en cueros con una ropa de martas, cubierta alguna parte del cuerpo” 159. Todo este mundo íntimo y personal de Felipe II tuvo que quedar atrás ante la necesidad imperiosa de viajar a Inglaterra, la razón: casarse con María Tudor. En el verano de 1553 falleció el joven rey Eduardo VI, hijo de Enrique VIII, y tras algunos tumultos e intrigas, la otra hija de Enrique, la católica María Tudor ascendió al trono. Su madre había sido la reina Catalina de Aragón y era nieta, por tanto, de los Reyes Católicos. Esta noticia supuso un giro inesperado en la política europea. La nueva soberana deseaba restaurar el catolicismo en su reino y para ello solicitó a Carlos V ayuda. Sin duda, era necesario asegurar esta alianza inglesa para lograr aislar definitivamente a una Francia que, tras la victoria de Metz, había recuperado protagonismo en la escena europea. ¿Cómo podía hacerse? María de Hungría dio con una solución muy valiente, pero arriesgada. Su sobrino Felipe debía casarse con María Tudor. A mediados de septiembre de 1553 un emisario imperial, Diego de Acevedo, llegó desde los Países Bajos a España con un despacho referente a este enlace. Es curioso que se dirigiera a Valladolid, pensando hallar á S. A. en Corte, que al presente estaba en Aranjuez, que es un hermoso bosque y casa, nueve leguas de Madrid, donde S. A. muchas veces iba a cazar y á recrearse por algunos días, á causa de la gran frescura y hermosura de tal caza y bosque 160.
Pero la corte ya no estaba en Valladolid, sino en Madrid y sus cercanías. La opción de un matrimonio inglés no fue bien vista por Felipe. No se trataba sólo del desaire que se hacía al rey de Portugal, sino de la ruptura de una 159
Sobre la formación artística del entonces príncipe, Fernando CHECA CREMADES: Felipe II, mecenas de las artes, Madrid: Nerea, 1992. 160
Andrés MUÑOZ: Viaje de Felipe 1877, p. 1.
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a Inglaterra, Madrid: Bibliófilos Españoles,
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línea política que anhelaba la unidad peninsular. La descendencia masculina de la Casa de Aviz se extinguía lentamente: Luis y Enrique, hermanos de Juan III, no tenían hijos varones o legítimos, y el príncipe don Juan, marido de Juana de Austria, había fallecido el 2 de enero de 1553, dejando como único vástago y heredero del trono a un niño, don Sebastián, cuyo futuro era incierto. En Portugal ya se pensaba seriamente que la sucesión acabaría por recaer en don Carlos, el hijo de María de Aviz y de Felipe, pues su enlace con otra infanta portuguesa podría acabar por asegurar la unión dinástica de Portugal con Castilla. Todo este proyecto quedaba anulado para emprender una boda con una mujer mucho mayor que Felipe (María Tudor había nacido en 1516) y reinar en un país dividido y conflictivo. Además, los ingleses exigieron importantes concesiones en el acuerdo matrimonial con su soberana, como el de que si nacía algún hijo, heredaría las coronas de Inglaterra y de los Países Bajos. Para justificar esta boda en España se acudió al providencialismo, difundiéndose entre el pueblo la idea de que Felipe había sido escogido por Dios para conducir a los ingleses de nuevo al catolicismo, pero desde una óptica más íntima, fue también en 1554 cuando el gracejo popular hizo circular por Castilla una sugestiva cancioncilla, alusiva al forzado viaje del príncipe: Que yo no quiero amores en Inglaterra, pues otros mejores tengo yo en mi tierra. Ay, Dios de mi tierra saquéisme de aquí. Ay, que Inglaterra Ya no es para mí.
Y es que el retrato de la reina inglesa, realizado por Antonio Moro y enviado por entonces a Castilla, no permitía al príncipe hacerse grandes ilusiones sobre la belleza de su nueva esposa, muy alejada, desde luego, de las beldades mitológicas de Tiziano. Al menos, en cambio, antes de partir hacia su destino matrimonial Carlos V confirió a su hijo las investiduras del reino de Nápoles y del ducado de Milán. De este modo podría presentarse en Inglaterra con el mismo rango regio que ella, al tiempo que ella añadía a sus títulos otros nuevos, como 167
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soberana consorte de Nápoles. En Milán este hecho fue especialmente festejado, pues con la definitiva investidura de Felipe terminaba el largo período de incertidumbre sobre el destino del ducado italiano, iniciado en 1540. Y es que todavía en 1550, aunque el príncipe español había sido jurado como soberano de Milán, Carlos V (para no irritar a su hermano Fernando), decidió retener para sí la administración. Cuatro años después estas medidas desaparecieron: el Milanesado quedó definitivamente en la órbita política de España hasta principios del siglo XVIII. En Nápoles el traspaso de la soberanía no se produjo sin fricciones entre el emperador y su hijo, porque el primero deseaba seguir controlando algunos aspectos del gobierno del reino, pero Felipe, como nuevo monarca, y tras aceptar el matrimonio inglés como un sacrificio político, no admitió que se repitiera el episodio milanés. Sólo podía haber un rey en Nápoles. Una vez resueltas estas cuestiones, y tras conseguir que su hermana Juana, recientemente viuda, abandonara Portugal para encargarse del gobierno de los reinos españoles, Felipe tomó el camino hacia Galicia, donde le esperaba una flota para trasladarle a Inglaterra. Hizo el viaje acompañado de su hijo Carlos durante algunas jornadas. En Benavente, donde su Conde les agasajó de manera espléndida, padre e hijo se despidieron. Sorprende que hasta entonces el infante (nacido en 1545) no hubiera recibido una educación adecuada, una circunstancia que sólo se puede achacar a las evidentes deficiencias físicas e intelectuales del niño. El nuevo rey de Nápoles e Inglaterra, sin embargo, decidió que esta situación no podía continuar. El agustino fray Juan de Muñatones, que hasta entonces le había enseñado a leer y escribir, puede que abrigara esperanzas de que sus servicios fueran recompensados con el título de maestro, pero Felipe prefirió nombrar a un humanista de mayor prestigio, y que ya antes lo había sido de él mismo: el gentilhombre valenciano Honorato Juan. En agosto de 1554 inició sus lecciones, y desde Inglaterra el padre se alegraba de que hubiera comenzado “a leer al infante”. Algunos meses después el maestro envió un plan para desarrollar gradualmente la inteligencia de su alumno. Este programa pedagógico fue aprobado por el rey, pero solicitó a Honorato que al principio escogiera la lectura de autores más fáciles, a fin de que las dificultades no le hicieran aborrecer el estudio a su hijo. La precaución era muy acertada, la disposición del alumno 168
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para aprender era otra cuestión. El maestro no tardó en informar de que en su pupilo había algo más que dificultades para el aprendizaje, derivadas de haber estado en manos de mujeres durante más tiempo de lo habitual 161. La educación de su hijo no era, sin embargo, para Felipe su preocupación principal cuando el 24 de junio de 1554 llegó a Santiago de Compostela. Allí adoró el cuerpo del Apóstol y tras firmar algunas disposiciones más para facilitar el gobierno de su hermana Juana como gobernadora de Castilla, el 13 de julio zarpó del puerto de La Coruña. La navegación por el océano Atlántico se mostró menos placentera que por el Mediterráneo. Felipe escribiría a Antonio de Rojas, ayo de su hijo: “Yo partí el viernes de La Coruña, y aquel día me mareé tanto, que para convalecer hube menester tres días en cama”. El día 19, por fin, desembarcó en Inglaterra, recibiendo la orden de la Jarretera nada más poner pie en tierra. El encuentro entre María y Felipe se produjo en Winchester, el día 21 de julio por la noche. Fue una entrevista semiprivada, en la que el novio español hizo gala de una gran afabilidad, hablando en castellano y en francés con su esposa. El 25 de julio, día de Santiago, se celebró en la catedral de la misma ciudad la ceremonia oficial de matrimonio, seguida de grandes fiestas y festejos. La noche de bodas no fue una delicia, según confió el propio Felipe a su amigo Ruy, pero María estaba completamente prendada de su marido. El hijo de Carlos V había aprendido a desenvolverse con gran cortesía y galantería en el ámbito de las relaciones cortesanas. Atrás quedaban sus empachos juveniles durante su primer matrimonio, o los equívocos que su altivez había provocado durante el “Felicísimo viaje”. Todos los testimonios ingleses y españoles de la época apuntan en este sentido, aunque la posterior evolución de los acontecimientos en las relaciones anglo-españolas desvirtuara esta imagen. No obstante, debe reconocerse que Felipe se limitaba a poner todo su empeño 161
La biografía de Gachard sigue siendo la más completa, a pesar de haberse publicado por vez primera en 1863. Empleamos una traducción española: Louis Prosper GACHARD: Don Carlos y Felipe II, Madrid: Swan, 1984. Sobre su educación, remito a mi comunicación: “Lectura y bibliofilia en el príncipe don Carlos (1545-1568), o la alucinada búsqueda de la «sabiduría»”, publicada en Pedro M. CÁTEDRA y María Luisa LÓPEZ-VIDRIERO (dirs.): La memoria de los libros. Estudios sobre la historia del escrito y de la lectura en Europa y América, 2 vols., Salamanca: Instituto de la Historia del Libro y de la Lectura, 2004, I, pp. 705-734.
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en mostrarse públicamente como un buen marido. La imagen de un matrimonio modelo era vital para sus intereses. Era evidente que la situación inglesa se asemejaba por entonces a la de un polvorín a punto de estallar. Los odios religiosos no sólo no se habían apagado desde la muerte de Enrique VIII, sino que se habían acrecentado. La pugna entre católicos, anglicanos y puritanos o calvinistas se mezclaba con cuestiones económicas y personales difíciles de conciliar. En estas circunstancias, sólo un buen entendimiento con la reina María podría hacer triunfar los proyectos de Felipe en Inglaterra. Recordemos que no era el amor lo que había llevado al hijo de Carlos V hasta las tierras de la antigua Britania romana. Es muy posible que Felipe comparara sus funciones allí con el papel que Fernando el Católico había tenido que desempeñar en Castilla hacia 1469. Entonces, casi un siglo antes, el matrimonio bien avenido de los Reyes Católicos había sido sólo un trámite o excusa para llevar a cabo una misión dinástica: la reconquista y unidad de España. En el caso inglés, la misión encomendada a María y Felipe era, sin duda, la restauración de la fe católica. Se ha discutido el papel que Felipe II tuvo en este proyecto político y religioso. Como en muchos otros episodios de su biografía, la leyenda negra ha presentado este acontecimiento con tintes sombríos. La imagen deformada del rey español y de María “la sanguinaria” ha impedido destacar el carácter eminentemente pacífico de la restauración del catolicismo inglés. Como hemos visto en los capítulos anteriores, el heredero de Carlos V participaba de las ideas del humanismo erasmiano. Su educación y las necesidades políticas surgidas del “Felicísimo viaje” habían consolidado el irenismo como parte fundamental de su discurso político, en dos líneas de actuación: una militar, acorde con la crítica erasmista a las “guerras civiles” entre príncipes cristianos; y otra religiosa, ligada a la solución pacífica y conciliadora propugnada para superar el conflicto religioso planteado por la reforma protestante. Esta última línea irenista fue aplicada en la reevangelización de Inglaterra 162. 162 La más reciente aportación al reinado inglés de Felipe es la Harry KELSE: Philip of Spain, King of England: The Forgotten Sovereign, Londres: I. B. Tauris & Co., 2012. Geoffrey PARKER también ha hecho aportaciones relevantes sobre este período del reinado inglés en su Felipe II. La biografía definitiva, Barcelona: Planeta, 2012, pp. 108-164.
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Como principales consejeros en la cuestión religiosa inglesa, Felipe había llevado consigo a dos destacados teólogos: fray Bartolomé Carranza de Miranda y fray Alonso de Castro, quienes moderaron en gran manera el proyecto que la propia María y varios de sus consejeros tenían. La llegada del enviado pontificio, el exiliado inglés Reginald Pole, cardenal que militaba en las eruditas filas del irenismo italiano, ayudó a este ambiente propicio al entendimiento religioso. Llegó a Inglaterra el día 23 de noviembre de 1554, pero todo estaba ya tan negociado que una semanas después el Parlamento, reunido en Whitehall, recibió la absolución pontificia y sus miembros abjuraron de la fe anglicana impuesta por Enrique VIII. Una bula del papa Julio III había resuelto ya la cuestión más espinosa del asunto: la devolución de los bienes confiscados a la Iglesia. Los ingleses volvían así formalmente al catolicismo, sin derramamientos de sangre. No sólo los hechos, sino también los textos de la época reflejan la política irenista llevada a cabo en el reino atlántico. Tanto los hombres cercanos al príncipe y rey, como cartas y relaciones anónimas de la época expresan este ideal. Así, en una de las “cartas” o relaciones que se imprimieron en España al calor de aquella aventura inglesa, dirigida a la condesa de Olivares, se expone con claridad este irenismo aportado por el joven príncipe: Hase de entender que el rey ni la Reina, ni nadie por ellos han dicho a ninguna persona de ninguna suerte que sea en el discurso de este negocio [la vuelta al catolicismo]: “habéis de hacer esto, sino tomaros han la hacienda, o cortaros han la cabeza”, ni ninguna otra suerte de amenaza, sino solamente proponerles el negocio, y dárselo a entender y dejarlos en toda libertad del mundo.
Aunque el autor anónimo de esta relación contrapone a continuación la política conciliadora seguida por los nuevos reyes con las decapitaciones y persecuciones habidas en tiempo de Enrique VIII, el marco de comparación real es España, manifestándose una crítica solapada a la política religiosa de conversiones forzadas de judíos y moros y a las prácticas de la Inquisición, crítica que sólo podía cobijarse en el heterogéneo mundo que albergaba la corte filipina. Así, un hombre tan cercano al soberano como su secretario Gonzalo Pérez también recoge el anhelo irénico de su señor. En la dedicatoria de la segunda parte de su Ulixea (1556) se permitía elogiar la fortaleza de su joven señor en toda ocasión, y señaladamente en Inglaterra: 171
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Felipe II: La mirada de un rey Y entre otras muchas he visto bien en lo que V. M. ha hecho en el Reino de Inglaterra, que habiendo sido en tiempos pasados tan amigo de la religión y estando de pocos años acá, por culpa de los que lo habían gobernado en su apetito, apartado de la obediencia de la Iglesia, y distraído en otros diversos errores, V. M. en tres meses después que llegó a él, lo redujo al antiguo y verdadero camino, sin derramar sangre, ni hacer fuerza o violencia a ninguno: obra que la tenía Dios guardada para guiarla por la mano de V. M. y de una tan santa reina, que le dio para ello por compañera, y que en tiempos pasados ha sido pocas veces oída y en los nuestros mucho menos usada 163.
En Castilla las noticias sobre el retorno de los ingleses a la fe católica fueron recibidas con extremas muestras de alegría, aunque en general se interpretaron en una clave diferente. En las demostraciones festivas subyacía no sólo el deseo de apagar los rescoldos del disgusto provocado por la ruptura del enlace con María de Aviz, sino que también se aprovechaba para saludar, con unos meses de antelación, el inicio de un nuevo reinado. Curiosamente, fue el arzobispo Silíceo quien más se destacó en este impulso propagandístico en torno a Felipe II. Su antiguo alumno había tenido la deferencia de escribirle una carta comunicándole los buenos sucesos de Inglaterra, y en la misiva dejaba traslucir su deseo de volver a tener unas relaciones amistosas entre ambos. La respuesta del prelado fue inmediata, organizando en febrero de 1555 unas magníficas fiestas en Toledo. El primer día hubo tres procesiones, y en los días siguientes se celebraron máscaras y juegos de cañas. Todos los gremios de la ciudad idearon diversas invenciones para desfilar por la ciudad, en las que se ensalzaba al arzobispo y a Felipe. Una de las más curiosas fue la que organizó el gremio de zapateros, ya que su máscara consistió en una recreación del príncipe y de su corte, “que nunca cosa se vio / más al propio y natural”. Y lo cierto es que sorprende mucho descubrir en esta mascarada toledana que la imagen filipina de un rey vestido de negro que hoy tenemos fijada en la retina, existía ya antes de 1555:
163 Sobre la política religiosa de Felipe II en Inglaterra, José Luis GONZALO SÁNCHEZMOLERO: Regia Bibliotheca. El libro en la corte española de Carlos V, 2 vols., Mérida: Editora Regional de Extremadura, 2005, I, pp. 558-629.
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El fin de los sueños Salió el rey que tengo dicho que sacaron los dichos zapateros, en forma y manera del rey don Felipe nuestro señor, vestido de terciopelo negro, un sayo y un capote tudesco, todo guarnecido de una guarnición de franjas de oro, sino muy ancho, y con un collar de oro de mucho valor, y otras muchas piezas y botones de oro y preciosas piedras prendidas por el dicho sayo y capote, y en un caballo muy hermoso y ricamente guarnecido, con más de cincuenta alabarderos delante, todos descaperuzados.
Aparte de esta recreación de la imagen regia, los conceptos más reiterados durante las fiestas fueron los del providencialismo filipino, que cifraban en Felipe las esperanzas de un retorno a la fe verdadera no sólo de Inglaterra, como se acababa de comprobar, sino también de Alemania; y el de su castellanidad. De manera reiterada el nuevo rey inglés, aunque comparado a veces con figuras bíblicas (como David o Josué), y mitológicas (como Gedeón), recibe el gentilicio de “castellano”. Esto era consecuente con el propio pensamiento castellanista de Silíceo, pero al mismo tiempo reflejaba con mucha propiedad los anhelos de que por fin Castilla viera a “su” príncipe en el trono, obviándose los temores que su enlace inglés había suscitado. Como se cantara en un villancico durante las fiestas toledanas: Ya la Santa Fe florece en aquel reino profano y Felipe Castellano y su fama resplandece pues tan gran bien lo merece en alta voz se publique....
Un “Felipe Castellano” al que se presentaba como el destructor de la cizaña luterana. En Toledo varias máscaras y villancicos giraron en torno a la mofa de Lutero. Se interpretaba popularmente que la conversión de Inglaterra era un adelanto del retorno de Alemania a la fe católica. No otra cosa creía la princesa Juana, como expresó por carta a su hermano. En otros ámbitos más reducidos, los análisis sobre las consecuencias de la “conversión” de Inglaterra iban algo más allá. El amparo que Felipe estaba dando a varios grupos de humanistas cristianos suponía para muchos una toma de posición muy reveladora sobre los propios parámetros intelectuales y religiosos del rey. Entre 1551 y 1556 toda una corriente 173
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humanística española siguió erasmizando al amparo de “su” príncipe. En este contexto, la política irenista llevada a cabo desde Londres permitió albergar grandes esperanzas de que la situación religiosa en España variara con el nuevo monarca, desapareciendo los estatutos de limpieza de sangre, moderándose los poderes de la Inquisición y abriéndose una nueva etapa en la reforma de la iglesia Católica. No otra cosa se expresa en la Institución de un príncipe christiano, de Felipe de la Torre, o en la Carta a Felipe II (1557) del calvinista Juan Pérez, animándole a realizar severas reformas religiosas, en una línea considerada después como herética, pero que se encontraba plenamente justificada por entonces, habida cuenta de la guerra que ya se había desencadenado contra el papa Paulo IV. No es por ello extraño que, cuando Felipe regresó a los Países Bajos en 1555, se produjera un “boom” de impresiones y traducciones erasmianas al castellano, destinadas al consumo de los cortesanos del príncipe, recién llegados con él a tierras del norte. No olvidemos que el proceso de restauración del catolicismo en Inglaterra se realizó bajo las pautas del irenismo más deudor de las ideas de Erasmo, lo que había abierto un camino entre la política de los colloquia y la de ciertos cardenales, como Contarini o Pole. En este contexto se comprende que Bartolomé Carranza y su espiritualismo alcanzaran en esta época una gran influencia en la conciencia religiosa y política del joven soberano, así como que Constantino Ponce de la Fuente siguiera gozando de su estima y admiración. Y esto a pocos años de sus sonados procesos inquisitoriales por herejía. ¿Cómo era posible que se hubiera llegado a abrigar estas esperanzas con respecto a un rey, que después ha sido conocido por todo lo contrario? En nuestra opinión, la mirada debe dirigirse hacia los miembros de varios cenáculos de humanistas neerlandeses y españoles que, tras el “Felicísimo viaje”, se habían creado en los Países Bajos No constituían una novedad en sí mismos, ya que se habían venido produciendo otros grupos semejantes durante el reinado de Carlos V. Sin embargo, la estancia del príncipe Felipe en los Países Bajos entre 1549 y 1551 había facilitado la existencia de estrechos lazos de contacto entre los miembros del casi desconocido entorno cultural del heredero y los humanistas flamencos. La relación fue muy fructífera, de modo que cuando el monarca regresó a los Países Bajos en 1555, su corte funcionó como una esponja con respecto a estos cenáculos, absorbiendo a sus miembros, sobre todo en Amberes, donde la figura de Calvete 174
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de Estrella fue fundamental en este proceso, pero también en Bruselas y en Lovaina, ciudades donde se organizaron también conventículos de humanistas hispano-belgas, dedicados al cultivo de un humanismo emparentado de manera muy clara con Erasmo. De estos grupos partió la elaboración de un discurso político que sustentara la imagen del rey Felipe durante estos años. Tras las celebraciones por la conversión de Inglaterra y una vez que la situación social del país se estabilizó, Carlos V urgió a su hijo para que viajara a Flandes. Este viaje fue intuido como el paso previo a la inmediata entronización del nuevo monarca. Esto movilizó las plumas de un gran número de literatos áulicos, deseosos de ensalzar y recibir a Felipe II no sólo con el esplendor y decoro que la situación requería, sino también con la presentación de un determinado programa de gobierno 164. Sin duda, se deseaba saludar la llegada de una nueva época, encarnada por el monarca castellano. La restauración de la fe católica en Inglaterra le había dado una inmensa fama. ¿Podría hacer lo mismo en toda Europa? Había llegado el momento de saberlo, pues en agosto de 1555 el emperador había llamado a su hijo a Bruselas para asistir a uno de los más grandes momentos históricos del siglo XVI: su abdicación, tan anhelada por el avejentado César, y tantas veces aplazada. Detrás Felipe dejaba supuestamente embarazada a la reina María. Durante meses se habían celebrado pequeñas procesiones por los corredores de palacio, en las que los frailes entonaban la letanía “Pro regina gravida”, compuesta por Antonio de Cabezón, músico de cámara del esposo, para favorecer el desarrollo del preñado regio. El día que dejaron de cantarse estos versos, se hizo evidente el final de un nuevo sueño en la vida de Felipe II, pero en especial, para su esposa inglesa. Los médicos comprobaron que estaba enferma. Fuera hidropesía o un tumor uterino, la deseada descendencia era ya imposible. Durante semanas María todavía mantuvo en la memoria el eco de aquellas letanías que había escuchado con fervor y ansiedad: Sancta Maria, ora pro nobis Sancta Dei Genitrix, ora pro nobis. Mater Christi, ora pro nobis. Turris Davidica, ora pro nobis. Regina pacis, ora pro nobis. 164
J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: Regia Bibliotheca..., op. cit., I, pp. 582 y ss.
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“A donde de todos será mirado y juzgado” (1556-1559)
Mientras el príncipe Felipe y Ruy Gómez perdían de vista las costas de Inglaterra en agosto de 1555, rumbo a Flandes, quizá tuvieran un momento para recordar unos impertinentes dichos satíricos en latín, dedicados a diversos personajes de la corte, que habían circulado en Valladolid durante 1537. El primero se dirigía “Al Príncipe Nuestro Señor”, y remedando un texto del evangelio decía: “Non est meum dare bouis sed quibus paratus est a patre meo” 165. Se trata, probablemente, de la primera crítica que en público se había hecho al futuro rey, entonces un niño de diez años. En ella, con cierto humor, se le reprochaba su magra liberalidad. Fue en dicho año cuando dejó de repartir en el día de su cumpleaños las ropas de su vestuario entre sus criados (como antaño había hecho su tío-abuelo don Juan de Trastámara), para empezar a obsequiar sus numerosos sayos, bonetes y sombreros durante algunas festividades religiosas 166. Esta ceremoniosa actividad contrastaba con los obsequios, pero la verdad es que el príncipe sólo podía regalar lo que era suyo, como su ropa usada, pues todo lo demás era de su padre. De aquí el remoquete satírico. Durante los años siguientes esta situación había ido cambiando, ahora Felipe era rey de Nápoles, duque de Milán y soberano consorte de Inglaterra, y faltaba poco tiempo para que recibiera el resto de su herencia. A medida que las fuerzas físicas y mentales de Carlos V se habían ido debilitando tras el fracaso de Metz, su hijo había sido informado puntualmente sobre la gravedad de su estado de salud. Además, no desconocía 165
Pedro GIRÓN: Crónica del emperador Carlos V…, op. cit., p. 235.
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J. L. GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: El aprendizaje cortesano…, op. cit., pp. 131-133.
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cuál era el motivo de su viaje. Antes de viajar a las tierras del mítico rey Arturo, Felipe había visitado el monasterio de Yuste para revisar las obras del palacete donde su progenitor pensaba retirarse. Aun así, es muy posible que sufriera una fuerte impresión cuando ambos se encontraron en Bruselas. Desde hacía un año el César habitaba en una villa separada del conjunto del palacio real, en medio de un parque y algunos jardines. Allí pasaba su vida, sumido en una profunda depresión, que los achaques de la gota agudizaban. El secretario Gassol, testigo de aquel retiro en su juventud, recordaba en 1580 aquel ambiente enfermizo cuando proponía un remedio para protegerse de la epidemia de gripe que asolaba Castilla: Para purificar en parte esta malicia del aire que corre, creo que sería bien que en palacio y alrededor de él se hiciesen grandes fuegos de enebro, romero y otras plantas que son a propósito, y me acuerdo que en el año 53 se hacía en Bruselas en el contorno de la casilla del Parque donde su Mag. Cesárea vivía 167.
En este deprimente ambiente se encontraron padre e hijo cuando este último llegó desde Inglaterra. Se comprende que el traspaso de poderes se realizara de manera sorprendentemente rápida. El 25 de octubre de 1555, en el gran salón del palacio real de Bruselas, Carlos V abdicó en su hijo la soberanía sobre los diferentes estados de los Países Bajos. Diez días antes le había entregado el título de Gran maestre de la orden del Toisón de Oro, y pocos meses más tarde, el 16 de enero del año siguiente, en presencia de los cortesanos españoles, el César renunció en su hijo las coronas de los reinos de España. A partir de este momento, “Don Phelipe II” ya era el dueño de todo. Un nuevo reinado se había iniciado 168. Sólo algunos meses antes María de Hungría había encargado a Jacome Trezzo una medalla de su sobrino, para la que el artista italiano había ideado esta empresa: el dios Apolo guiando el carro del sol, con la leyenda Iam 167 Jerónimo Gassol al conde de Chinchón (Madrid, 12 de septiembre de 1580) (IVDJ, Envío 13, caja 24, carpeta 3, s/f ). 168 El mejor estudio sobre este período, Mía RODRÍGUEZ-SALGADO: The Changing Face of Empire: Charles V, Philip II and Habsburg Authority 1551-1559, Cambridge: Cambridge University Press, 1988 (Hay edición española: Un Imperio en Transición. Carlos V, Felipe II y su mundo, Barcelona: Crítica, 1992).
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Illustrabit omnia, es decir, “Pronto iluminará todas las cosas”. Su sentido ahora resultaba evidente. No parece que esta notable mudanza política sorprendiera excesivamente en España, pues desde hacía varios años Carlos V se había expresado de manera reiterada en este sentido, y las obras que en el monasterio jerónimo de Yuste se venían realizando desde 1554 para alojar al todavía emperador eran una palpable demostración de sus deseos de renuncia al poder. Sin embargo, algo más de sorpresa suscitó en Castilla el hecho de que su hijo, recién estrenado soberano, decidiera reinar como “el segundo de su nombre”. Era muy discutible que su abuelo Felipe el Hermoso pudiera ser considerado como rey de Castilla durante su breve gobierno en 1506. A favor de su reconocimiento jugó el hecho de que Fernando el Católico, aunque sólo marido de la reina Isabel, sí había sido considerado rey de Castilla como Fernando V, y II de Aragón. La comparación entre Fernando V y Felipe I era en cierta manera odiosa para los castellanos, pero Felipe II decidió anteponer la dinastía al reino, pues de haberse titulado como “Felipe el primero” habría negado toda dignidad regia a su abuelo, así como validez legal a la documentación emitida entonces en Castilla y firmada por “El Rey”. Se trataba de un tema de gran importancia política, pues una de las principales exigencias de los comuneros en 1520 fue la de que se revocaran todas las mercedes hechas después de 1504 por Felipe el Hermoso, “que era descubiertamente decir que no había tenido jurisdicción ni poder real para poderlas hacer a los que las recibieron” 169. Otra cuestión es conocer los sentimientos personales que el nuevo monarca albergaba hacia su antepasado borgoñón. Las referencias hacia Felipe el Hermoso en su infancia y juventud fueron muy escasas, y si existieron, fueron mínimas en comparación con la reiterada cita al príncipe don Juan de Trastámara. Sin embargo, como el hijo de Carlos V portaba el nombre de su abuelo, no parece exagerado suponer que este silencio es sólo aparente. La nueva de la abdicación de Carlos V como rey de España llegó a Valladolid con celeridad, si bien –como decimos– era una noticia anunciada desde finales 169
Pedro MEJÍA:. Relación de las Comunidades de Castilla, Madrid: Atlas, 1946, BAE 21, I, p. 386.
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del año anterior. En marzo la princesa Juana ordenó “levantar pendones” por el nuevo rey, la ceremonia tradicional de acatamiento, en las diversas ciudades de Castilla y de Aragón. En Valladolid se decidió que el encargado de realizar este acto fuera don Carlos, con una evidente intención política y dinástica. En Alcalá de Henares la misma ceremonia se revistió de una especial brillantez, quizá por la antigua vinculación de Felipe, siendo príncipe, con su universidad, y que se había concretado en la fundación de un Colegio real, o de san Felipe, para que acogiera a hijos de servidores de la Casa Real. El propio claustro universitario encomendó a Ambrosio de Morales que redactara una relación de las fiestas, para ser publicada. Como así fue, siendo dedicada al ya príncipe don Carlos. El clima primaveral permitió además una inusitada sucesión de festejos, con música, procesiones, corridas de toros, certámenes poéticos y comedias, pero el momento más solemne fue el sermón que fray Cipriano de la Huerga pronunció en la capilla de san Ildefonso. Versó sobre el texto evangélico del Buen Pastor, que el predicador obviamente aplicó a Felipe II y a su padre. No estamos ante una mera loa retórica, sino ante una notable pieza literaria que ponía un certero contrapunto moral al ambiente festivo del día. Lejos de pintar grandezas y deleites sin fin, fray Cipriano describió lo que en realidad esperaba a aquellos hombres que alcanzaban un trono. Para el biblista complutense, el nuevo rey Felipe II no sería tanto el monarca mesiánico, anunciado por los profetas, como un soberano más, sometido a universal examen por estar situado allá, en lo más alto: ... adonde de todos será mirado y juzgado, adonde los hombres se sustentan con trabajo, y con artificio, adonde la fortuna hiere con mayor ímpetu, adonde los vientos de las adversidades combaten con mayor fuerza 170.
Fray Cipriano había logrado retratar el futuro del reinado mucho mejor que toda la legión de astrólogos al servicio de los cortesanos ociosos, desde Matías Haco hasta Nostradamus. Sin embargo, la situación era tan dramática en aquellos años, el futuro se presentaba tan incierto y terrible, que todos, en España
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Cipriano DE LA HUERGA: Obras Completas, edición dirigida y coordinada por Gaspar Morocho, León: Universidad de León, 1990-1996.
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o en el resto de Europa, preferían volver la mirada con miedo y esperanza hacia las estrellas, buscando un camino para seguir, quizás un anuncio del Cielo. Sabemos que de esta actitud no había conseguido evadirse Felipe II, y tampoco su tía María de Hungría. Ella, que había decidido acompañar a su hermano el emperador a su retiro en España, se trajo consigo un ejemplar de las Predictionibus de Arcandam, en francés. Y el propio Felipe II, en la intimidad de su cámara en el palacio real de Bruselas, es posible que buscara en los pronósticos que Haco le había entregado en Augsburgo seis años atrás una “luz” que guiara sus pasos en el inicio de su reinado. Para 1556 el astrólogo alemán había predicho: Posteriormente Júpiter, trasladándose a la posición de Marte en su carta natal concederá guerras exitosas, llevará a cabo acciones bélicas con fortuna y proporcionará al nativo la victoria y el triunfo sobre sus enemigos. [...] Si se toman las debidas precauciones no veo nada que pueda perjudicar al nativo, en este momento. Veo una vida feliz, heroica, maravillosa; veo la felicidad de sus descendientes, una honesta prosperidad, impresionantes riquezas, decisiones prudentes y elogiables; en una palabra, una vida de dicha que, con encomiable dignidad y con un esplendor brillante, se prolongará hasta un final feliz 171.
Estas palabras constituían, en cierta manera, un bálsamo para un atribulado monarca, quien se veía obligado a tomar las riendas del gobierno en la peor de las situaciones posibles, con el sueño imperial hecho añicos, la Hacienda cerca de la bancarrota y el rey Enrique II de Francia aliándose con el papa Paulo IV para expulsar a los españoles de Italia. Era evidente que una nueva guerra se acercaba, y algunos pronósticos vaticinaban que con ella llegaría el fin del mundo, el anunciado Apocalipsis de la Biblia. Claudio Grolier, un escudero francés del señor de Montfort, había divulgado en marzo de 1556 unas terribles predicciones en este sentido. No hacía mucho que se había visto en el cielo un 171 René TAYLOR: Arquitectura y Magia. Consideraciones sobre la idea de El Escorial, Madrid: Siruela, 2006. Sostiene Taylor (apoyándose entre otras fuentes en este libro de Haco) que Felipe II y Juan de Herrera eran hombres de su tiempo y, en consecuencia, abiertos a ciertas ideas de carácter arcano muy diseminadas entonces entre los individuos más cultos, ideas que posiblemente influyeron en el desarrollo de El Escorial.
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cometa en la conjunción entre Saturno y Marte, y para el mismo año en que Felipe II había iniciado su reinado se preveían dos eclipses, uno solar y otro lunar. Esta conjunción de fenómenos astronómicos no era tranquilizadora. Al escudero también le habían llegado noticias sobre el nacimiento de animales monstruosos. Se entiende que, ante la evidencia de estos datos, Grolier concluyera que “está cerca el Juicio [Final] y que por consiguiente que la ira de Dios es venida sobre los habitantes de la tierra”. Desde lo más alto del castillo de Montfort había seguido el discurrir de los astros y de las estrellas, y estos pronosticaban guerras y saqueos sin fin, tanto para 1556, como sobre todo para el año siguiente: en el cual Dios el Creador esparcirá y derramará su ira sobre todos aquellos que totalmente no le hubieran conocido, y sobre los reinos y tierras que no han invocado su santo nombre.
Sólo los hombres, con sus oraciones, podrían parar el golpe de la espada divina, y sólo los reyes y príncipes, con su buen gobierno, podrían detener este fin del mundo. ¿Estaba capacitado Felipe II para detener este final apocalíptico? Tras las abdicaciones de Carlos V en Bruselas, el nuevo rey de España y soberano de los Países Bajos tenía en principio una sola obligación: la de consolidar una herencia territorial muy dispersa (a la que se había unido Inglaterra). La Monarquía, como pronto sería denominada esta entidad política, había dejado de ser un Sacro Imperio para convertirse en el “imperio” de España. Numerosas fuerzas se estaban alineando contra ella, y todos los ojos se fijaban en un joven soberano que –como el retratado por fray Cipriano en Alcalá de Henares–, era examinado sin contemplaciones. En febrero de 1556 Felipe II había logrado firmar con el rey de Francia un sorpresivo acuerdo de paz en Vaucelles, que establecía una tregua de cinco años. Se trataba, no obstante, de un espejismo. Meses antes el papa Paulo IV y Enrique II ya habían firmado una alianza dirigida contra Carlos V y su hijo, y pensada para expulsar de Italia a los españoles. En septiembre de 1556 el pontífice tenía casi ultimada una liga no sólo con Francia, sino también con Venecia y Ferrara, y había reunido un ejército para invadir Nápoles y la Toscana con ayuda francesa. Ante las constantes amenazas del 182
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pontífice, que llegaría a excomulgar al soberano español, Felipe consultó a una junta de teólogos la licitud de declararle la guerra. Se le respondió afirmativamente. En el Papa había dos personas, una, la del Padre espiritual de los fieles, y otra, la del señor temporal. En la primera era intocable, pero en la segunda estaba sometido a las mismas leyes que los demás monarcas. Si la guerra era justa, incluso podía ser iniciada sin escrúpulos de conciencia. En agosto el duque de Alba, enviado a Nápoles como virrey, remitió un severo ultimátum a Paulo IV, terminando su carta con estas palabras: De todo lo cual doy aviso a Vª Sdad., para que se resuelva y se determine a abrazar el santo nombre de padre de la cristiandad y no de padrastro. Advirtiendo de camino a Vª Sdad. no dilate de me decir su determinación, pues en no dármela a los ocho días, será para mí aviso de que quiere ser padrastro y no padre, y pasaré a tratarle, no como a esto, sino como a aquello.
El embajador del virrey no recibió otra respuesta que la prisión. Dos meses después Alba cruzaba la frontera sur de los Estados Pontificios con un ejército de doce mil hombres. Enrique II daba en consecuencia por rota la tregua con Felipe II, y enviaba a Italia un fuerte contingente militar al mando del duque de Guisa. Como había anunciado Grolier, los reyes y príncipes habían fracasado, la guerra era ya una realidad. Como si el clima deseara unirse a las profecías apocalípticas, el mes de diciembre de 1556 fue terriblemente frío en el centro de Europa, los ríos llegaron a congelarse durante meses y mucha gente moría de frío en las calles, en especial los indigentes. En Bruselas Felipe II ordenó construir albergues de madera para los pobres y ordenó que se les distribuyera pan, cerveza, paja y leña. Este crudo invierno únicamente tenía una ventaja: la frontera entre los Países Bajos y Francia se mantuvo inactiva como zona bélica. Enrique II tuvo que esperar a la primavera para organizar un ejército que atacara Flandes, y esto permitió al rey español asegurar la defensa del territorio, así como obtener la ayuda de los ingleses en la guerra. El Consejo Privado de María Tudor era en principio contrario a involucrar a Inglaterra en el conflicto, pero una torpe conspiración contra la reina, urdida desde Francia, convenció a los consejeros reales de lo contrario. Además, en esta ocasión los príncipes alemanes luteranos optaron por la neutralidad. Fernando I iba a ser el próximo emperador, no Felipe. Cuando Maximiliano de Austria y su esposa María acudieron 183
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a Bruselas en julio de 1556 para despedirse de Carlos V, el nuevo rey les demostró su más sincero afecto y les confirmó que el trono imperial no le interesaba, ni entonces ni cuando más adelante falleciera Fernando I. Restañadas las heridas familiares por esta cuestión, Maximiliano no dudó en ofrecer a Felipe su apoyo. El rey de Francia, pues, había emprendido la guerra contra la Monarquía de España casi en solitario. En Italia las tropas pontificias pronto se revelaron como incapaces frente a los tercios del duque de Alba, y el ejército de Guisa, que fracasó ante las murallas de Civitevella, se retiró de Roma ante la ofensiva española. El destino de la guerra dependía de lo que ocurriera en el norte de Francia, donde ambos bandos cifraban todas sus esperanzas de éxito en una campaña corta, culminada con una batalla decisiva. Ni Felipe II ni Enrique II estaban en condiciones financieras para sostener un conflicto largo. Más de una vez se detendría el monarca español, ya anciano, ante los frescos de la batalla de San Quintín, que decoraban una de las galerías principales del monasterio de El Escorial: la hoy llamada Sala de Batallas, y en el siglo XVI “Galería de Su Majestad” o “del cuarto del Rey”. Allí estaban reproducidos los momentos decisivos de la batalla: el campamento real, la caballería atacando o el combate de arcabuceros. En 1557 Felipe II había logrado reunir un ejército de cincuenta mil soldados, bien preparados y bajo el mando de su primo Manuel Filiberto, duque de Saboya, que invadió Francia por sorpresa y puso sitio a la ciudad de San Quintín, la más inexpugnable plaza que poseía el rey Enrique II en la frontera con Flandes. Defendida con ardor por el Almirante Coligny, el 10 de agosto de 1557 un ejército francés con tropas de refuerzo trató de burlar el asedio del duque de Saboya. Las tropas fueron aniquiladas en una batalla de cuatro horas, decidida en gran parte por las cargas de la caballería flamenca al mando del conde de Egmont. Felipe II, que se había encaminado hacia la ciudad para asistir a la batalla, llegó tarde al combate, donde deseaba estar presente para emular a su padre. Dio gracias a Dios por la victoria y se asentó en el campamento de los asediadores para dirigir la campaña. Manuel Filiberto deseaba aprovechar el efecto de la victoria para atacar París, a escasas jornadas, pero el rey con prudencia le disuadió de esta pretensión. Carlos V también se extrañaría de esta decisión al conocer la noticia de la victoria en Yuste. “¿Estará ya mi hijo en París?” No. Felipe deseaba llegar a un acuerdo con Enrique II, y la conquista 184
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de la capital francesa, aparte de costosa, sería muy difícil de mantener. En cambio, San Quintín fue tomada finalmente el 27 de agosto. El monarca español quedó horrorizado ante la carnicería y destrucción que las tropas alemanas de su ejército desataron sobre la ciudad. “¿De esto gustaba mi padre?”, se asegura que pronunció consternado, mientras entraba en la ciudad con su guardia para tratar de moderar el saqueo. Educado para ser un monarca pacífico, la victoria supuso una amarga experiencia personal 172. Tras San Quintín, cayeron en poder de los españoles otras plazas francesas, como Ham, Chauny y Noyon. El rey de Francia se vio obligado a llamar en su ayuda al ejército de Guisa, destacado en Italia. Mientras tanto, abandonado por las tropas galas, Paulo IV tuvo que ofrecer una tregua al duque de Alba. Fue aceptada, Roma se salvó de un nuevo (e improbable saco), pero el proyecto pontificio de expulsar a los españoles de Italia quedó desmoronado. Aunque en el frente de Flandes los franceses conquistaron la plaza de Calais, último vestigio de las posesiones inglesas en el continente tras la Guerra de los Cien Años, y Dunkerque, una nueva derrota de las armas francesas en Gravelinas (1558) acabó por confirmar que el signo de la guerra se decantaba a favor de España. La paz se abrió camino, la princesa Cristina de Dinamarca, duquesa consorte de Lorena y prima de Felipe, ejerció como mediadora entre los contendientes. Ruy Gómez, el duque de Alba y Antonio Perrenot de Granvela estuvieron entre los negociadores del rey de España. Las negociaciones se vieron sorprendidas por las noticias de las muertes de Carlos V en Yuste, el 21 de septiembre de 1558, y de la reina María Tudor, en Londres, el 17 de noviembre. Nuevas perspectivas se abrían en la política europea con estos fallecimientos, pues la hermanastra de María, Isabel Tudor, accedió al trono inglés con el apoyo de Felipe II. A principios de 1559 se reanudaron las negociaciones en Cateau-Cambrésis. El 2 de abril se firmó la paz entre Inglaterra y Francia, y al día siguiente entre los reyes de España y de Francia. Los contendientes se obligaban a devolver todas sus conquistas en la frontera franco-flamenca, pero Francia renunciaba a seguir con la ocupación de gran parte del ducado de Saboya. Esto suponía el final de las guerras de Italia, 172
Juan Carlos LOSADA MALVÁREZ: San Quintín: el relato vivo y vibrante de las campañas del conde de Egmont en la convulsa Europa de Felipe II, Madrid: Aguilar, 2005.
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que habían ensangrentado esta península desde finales del siglo XV, quedando España como la potencia vencedora. Para asegurar la paz se concertaron además los enlaces matrimoniales entre Manuel Filiberto, el restaurado duque de Saboya, con Margarita de Valois, hermana del rey Enrique II, y entre Felipe II con Isabel de Valois, hija pequeña del mismo monarca. Las dudas sobre la capacidad política del hijo y heredero de Carlos V quedaron disipadas, al tiempo que la ciencia profética del doctor y astrólogo Matías Haco era respaldada por los hechos. Su vaticinio se había hecho realidad. En Castilla el examen al que Felipe II se vio sometido al inicio de su reinado tuvo un signo diferente. Y es que, si bien sabemos que las profecías de Claudio Grolier fueron traducidas al castellano por el canónigo sevillano Luciano de Negrón, el fin del mundo que se preveía por el francés tuvo en tierras españolas una aplicación inesperada. La ira de Dios se ejerció, sí, pero sólo y de manera implacable sobre dos nutridos grupos de herejes, descubiertos por la Inquisición en Sevilla y en Valladolid. Fue la primera gran prueba a la que tuvo que enfrentarse Felipe II, tanto en Bruselas como a su retorno a España. El inquisidor general Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla, llevaba varios años trabajando en secreto para descubrir la existencia de luteranos en tierras castellanas. Al Santo Oficio habían ido llegando acusaciones contra determinados personajes, algunos de gran prestigio, como Constantino Ponce de la Fuente y fray Bartolomé Carranza de Miranda, religiosos de gozaban de la estima personal del propio Felipe (el primero le había acompañado en su “Felicísimo viaje” y el segundo a Inglaterra). En consecuencia, los inquisidores optaron por actuar con gran discreción en sus averiguaciones. La elección de Carranza como arzobispo de Toledo, en sustitución de Silíceo, fallecido en 1557, precipitó sin duda la maquinaria inquisitorial. La enemistad entre el nuevo prelado y Valdés era pública, y cuando este último fue conminado por Felipe II para que se retirara a su sede episcopal sevillana, su respuesta dilatoria concluyó finalmente con el inicio del más célebre proceso de la Inquisición española. Parece evidente que se podía haber actuado ya en 1555 contra algunos de los acusados, pero Valdés prefirió desatar el escándalo justo cuando Ruy Gómez de Silva en 1557, y Carranza pocos meses después, llegaron a España enviados por Felipe II: el uno para organizar la nueva administración real, y el 186
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segundo para tomar posesión de su arzobispado y convencer a María de Hungría de que retornara a los Países Bajos como gobernadora. Fue en este momento de cambio político, que suponía la victoria del bando ebolista sobre los antiguos miembros del partido de Cobos, entre ellos el propio Gran Inquisidor, cuando éste tomó la iniciativa. Es cierto que fue una casualidad lo que permitió, en el otoño de 1557, interceptar en Sevilla varias remesas de libros calvinistas en castellano, que cierto Julián Hernández había distribuido 173. Su actividad había sido denunciada por una mujer a quien entregó por error un ejemplar de la Imagen del Anticristo. Al ver en la portada la figura del Papa arrodillado a los pies del demonio, sospechó que el contenido del libro no debía de ser católico, y lo entregó a la Inquisición. Julianillo fue apresado y pronto se detuvo a un gran número de prosélitos al luteranismo en la capital andaluza, entre ellos al doctor Constantino. Al mismo tiempo, en Valladolid los inquisidores recopilaban numerosas denuncias sobre una propaganda luterana oculta, con focos en la propia ciudad, y en otras ciudades cercanas, como Salamanca, Zamora, Toro y Palencia. Las detenciones no tardaron en producirse, afectando a notables familias ligadas a la corte, como los Cazalla, los Rojas y los Enríquez. De inmediato Valdés excusó su retorno a Sevilla ante la gravedad de la situación. En todos los interrogatorios inquisitoriales un tema fue recurrente: el arzobispo Carranza. Varios acusados se amparaban en su autoridad teológica, el cerco se estrechaba sobre el prelado, y el escándalo se hizo notable cuando los oficiales de la Inquisición acudieron a palacio para requisar un ejemplar del Catecismo christiano, obra de Carranza, que tenía en su cámara el príncipe don Carlos. Este libro, dedicado al propio Felipe II, ni siquiera había sido prohibido. En 1559 el arzobispo recordaría este incidente como un ejemplo de la inquina personal de Valdés hacia él: Yten pongo que el dicho señor arzobispo de Sevilla, antes de estar examinado mi libro, con nota de mi persona quitó el dicho libro al Príncipe nuestro señor y lo mismo al Marqués de Tavara y a la Marquesa de Alcañizes. 173 Sobre estos episodios remitimos a M. BATAILLON: Erasmo y España…, op. cit., passim, y a la obra de José Carlos NIETO: El Renacimiento y la otra España. Visión cultural socioespiritual, Ginebra: Droz, 1997.
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Los esfuerzos de Carranza para zafarse de la acción inquisitorial fueron inútiles. Fuera o no hereje, la presencia de focos luteranos en Castilla era una realidad que debía combatirse. El rey, por tanto, no movió un ápice en favor del prelado. Como haría en otras ocasiones, dejó actuar a la justicia. Incluso él mismo fue interrogado por los inquisidores, pero en sus respuestas por escrito nada herético deja traslucir en su apreciado predicador y consejero. En todo caso, el proceso se continuó y se convirtió en uno de los más largos y célebres de los sostenidos por el Santo Oficio en España 174. Quizá pueda encontrarse una explicación de la actitud regia en la especial situación de su propio entorno cortesano en los Países Bajos. Como antes hemos visto, el ambiente aquí era muy diferente al de la atmósfera de ortodoxia que Fernando de Valdés estaba propiciando en Castilla. La política irenista llevada a cabo en Inglaterra permitió albergar grandes esperanzas de que la situación religiosa en España variara con el nuevo monarca, desapareciendo los estatutos de limpieza de sangre, moderándose los poderes de la Inquisición y abriéndose una nueva etapa en la reforma de la iglesia Católica. No otra cosa se expresa en las relaciones anónimas enviadas a España desde Inglaterra, en la Ulixea del secretario Gonzalo Pérez (1556), o en la Institución de un príncipe cristiano (1556), de Felipe de la Torre. Se estaba saludando a una nueva época, encarnada por Felipe II. El mismo rey gustaba de estas demostraciones humanísticas en torno a su persona. Es más, educado desde una óptica erasmista, no ha de sorprender que en 1557 mandara reemplazar la estatua de madera de Erasmo, ya por entonces muy deteriorada, con que había sido recibido en Rotterdam en 1550, por otra figura más digna en piedra policromada 175. No tenemos noticia de que otros soberanos europeos de la época erigieran una estatua al gran humanista holandés. El Rey Prudente fue el único en tener tal gesto, con el que reconocía su deuda intelectual con el autor. Pero no sólo Erasmo mereció el homenaje del nuevo rey, en 1556 174
Juan Ignacio TELLECHEA IDÍGORAS: Fray Bartolomé de Carranza. Documentos Históricos, IV: Audiencias I (1561-1562), Madrid: 1975, Archivo Documental Español, t. XXX, vol. IV. 175
Johann HUIZINGA: Erasmo, 2 vols., Barcelona: Salvat, 1987, Biblioteca Salvat de grandes biografías, nº 94, II, p. 341.
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se mandó poner en la fachada de la Casa de las dos fuentes, de Lovaina, una inscripción que recordaba a Luis Vives, quien había dado clases en dicho edificio, como el autor de los diálogos latinos dedicados a Felipe II. En este contexto, no ha de sorprender que las sospechas de herejía alcanzaran también a la corte en Bruselas. La extensa y pormenorizada información facilitada en Sevilla por fray Baltasar Pérez, en 1558, ponía en grave entredicho la ortodoxia de personajes tan importantes como Antonio de Toledo, caballerizo del rey, fray Bernardo de Fresneda, confesor regio, Sebastián Fox Morcillo, maestro de los pajes, el capellán Felipe de la Torre, o el cronista Juan Páez de Castro. No había duda: los cortesanos estaban en el punto de mira del Santo Oficio. No sólo por sus viajes al extranjero, sino también porque con los procesos inquisitoriales de Carranza, Ponce de la Fuente y Francisco de Borja, Valdés estaba consiguiendo desacreditar la religiosidad de la facción ebolista, que era la que dominaba en la corte filipina. De esta manera, tanto la política como la religiosidad practicada por la elite dirigente quedaban deslegitimadas. Solamente quedaba lugar para la religiosidad intransigente y formalista que defendía el Gran Inquisidor y su grupo cortesano 176. O, al menos, eso es lo que estos creían haber logrado en 1559. La evolución de los acontecimientos demostraría que su triunfo era mucho menos aparente que el alcanzado en San Quintín. Una vez que la alarma producida por la persecución inquisitorial fue cediendo, se hizo evidente que no podía mantenerse la misma presión política y social. Medidas tan duras como la prohibición de estudiar en las universidades extranjeras o de leer determinados libros, recogidas en un Índice en 1559, fueron relajándose. Incluso fray Luis de Granada, uno de los autores espirituales más importantes del siglo XVI, perseguido por el Santo Oficio en estos años, fue rápidamente rehabilitado. Felipe II fue uno de sus seguidores más entusiastas, y tenía varios libros suyos cuando falleció en 1598. Treinta años atrás Valdés había prohibido su Libro de la oración y su Guía de pecadores. Tradicionalmente se ha venido considerando al soberano español como un monarca ortodoxo y contrarreformista, porque el inicio de su reinado coincidió 176
José MARTÍNEZ MILLÁN: “Familia real y grupos políticos: La princesa doña Juana de Austria”, en J. MARTÍNEZ MILLÁN (dir): La Corte de Felipe II..., op. cit., p. 95.
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con este tremendo giro religioso en España. Sin embargo, ya Marcel Bataillon definió la inexactitud y falsedad de esta visión. En sus palabras: “Sería grave error explicar esta metamorfosis por la elevación al trono de Felipe II, campeón de la Contrarreforma” 177. El natural e inevitable relevo de una generación por otra y el triunfo del protestantismo a partir de la paz de Augsburgo (1555) llevaron a la condena del erasmismo, no la inquina personal del monarca. A partir de 1559 el Felipe educado con los libros de Erasmo, que escribe en favor de la paz, que se rodea de notorios humanistas, pasa a ser el Felipe II obligado por las coyunturas políticas y religiosas a convertirse en el escudo y en la espada del catolicismo tridentino, el rey que permite la prohibición del Enchiridion y que relega su erasmismo al ámbito más íntimo. De cara al exterior todo era una formulación contrarreformista de la religión y del poder, pero en el interior, parte de las antiguas ideas del humanismo filipino subsisten. Así por ejemplo, en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, un edificio herreriano, imbuido de todo un concepto de Estado a la luz de Trento, llameará a fines del siglo la escuela biblista de El Escorial, con Arias Montano y Sigüenza a su cabeza, y se guardará en los anaqueles de su librería la biblioteca de Felipe II, que incluía toda la obra de Erasmo, sin expurgar. Son herencias e influencias que todavía perdurarán durante su largo reinado, mas en 1559 era evidente que una época había pasado definitivamente en Europa.
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M. BATAILLON: Erasmo y España…, op. cit., p. 699.
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En 1559 el embajador veneciano Federico Badoaro proporciona esta breve descripción sobre la afición del nuevo monarca al despacho de papeles: Trabaja mucho, a veces demasiado si se tiene en cuenta la debilidad de su complexión. Lee los memoriales y discursos que se le envían, así como las peticiones que recibe de todo el mundo. Presta atención a lo que se dice, pero de ordinario no mira a la persona que le habla 178.
Con tal dedicación, no ha de sorprender, por tanto, que en agosto del mismo escribiera Felipe II: “Estoy hecho pedazos”, después de presidir un tenso Capítulo de la Orden del Toisón de Oro, en la iglesia de san Bavón. En el coro ya se había colgado el cuadro de Lucas van Heere, “La visita de la reina de Saba al rey Salomón”. En alguna ocasión puede que su mirada se volviera hacia aquella pintura buscando consejo, mientras sus caballeros discutían sobre cuestiones de etiqueta y precedencias. En Inglaterra el cardenal Pole le había animado a que se convirtiera en un nuevo rey Salomón, con una misión divina: reconstruir el templo de Jerusalén, entendido como el edificio de la Iglesia. Esta idea fue recogida por Felipe de la Torre en su Institución de un rey cristiano (1556) y plasmada de manera gráfica por el pintor van Heere. No en vano, en el cuadro el rey bíblico es representado con los inequívocos rasgos del rey español. Pero en 1559 no sólo estaba roto en pedazos y cansado, sino que también lo estaban los sueños que había abrigado al principio de su reinado cuatro años antes: 178
Luis Próspero GACHARD: Carlos V y Felipe II a través de sus contemporáneos, Madrid: Atlas, 1944, pp. 121-123.
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el de un nuevo Salomón que reconstruiría el templo, concebido como una metáfora de la unidad de la Iglesia. Es posible que entonces se hubiera ideado el tema del cuadro, que ahora miraba de soslayo. En 1555 la pintura había tenido un sentido, “hablaba” de ideas y proyectos, ahora parecía permanecer muda. Aunque en la época no existía una concepción muy definida de los que hoy llamaríamos “proyecto político”, la formación del nuevo monarca había ido encaminada desde, al menos, 1548 a desarrollar un gobierno irenista, como sucesor de las ideas de Carlos V. Este modelo político no había sido capaz de presagiar el mundo que habría de venir durante la segunda mitad del siglo, y que se hizo presente de manera brutal entre 1557 y 1559. Las circunstancias políticas y religiosas cambiaron al iniciar Felipe II su reinado. En Alemania, la Paz de Augsburgo, firmada por Fernando I con los protestantes, reconocía la derrota de toda opción conciliadora en temas dogmáticos; en Inglaterra la muerte de María Tudor supuso el fin de la breve restauración católica. La paz religiosa era ya imposible, como también la civil, pues Francia y el papado habían declarado la guerra al nuevo soberano. Y en la propia España, el inquisidor Valdés, aprovechando la nueva coyuntura, aseguraba su poder y liquidaba las ideas que habían sustentado el discurso político filipino durante los años anteriores. Para Felipe II era necesario emprender una política diferente para una Cristiandad definitivamente trastocada. Su brillante y adecuada formación, concebida para ejercer un papel relevante en el proyecto imperial de su padre, se había convertido en un fracaso, porque las ideas sobre las que se sustentaba fueron barridas en el mismo momento que él debería haberle dado continuidad y resolución. Ahora bien, al menos su temprana práctica de los asuntos de gobierno le permitiría adaptarse con gran facilidad a los nuevos tiempos. En este contexto era imprescindible que el monarca propiciara la creación de un proyecto político renovado. Como primera medida se acudió al recurso de la imagen, vehículo ideal para la propaganda. Volvamos, pues, al cuadro de van Heere. Los orígenes de la vinculación entre Salomón y Felipe II se remontaban al “Felicísimo viaje”, apostándose entonces por la equiparación entre las figuras del rey David y de Salomón con las de Carlos V y su hijo, jugando entre sus imágenes como monarca guerrero el primero, y el carácter pacífico y legislador de su 192
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heredero. La idea de Felipe II como un redivivo Salomón no obedecía sólo a una mera propaganda coyuntural, sino que el propio rey se sentía a gusto dentro de dicha comparación. Este modelo de soberano bíblico se ajustaba muy bien tanto a su perfil personal como a su proyecto político, casi de una manera tan cercana a la realidad como el “retrato” astrológico que le habían ofrecido en Alemania. Esta es la razón de que ambos le acompañaran hasta el final de su vida, e incluso que influyeran en el significado profundo que inspiró la obra de El Escorial. Ahora bien, hacia 1559 era evidente que este recurso a la propaganda artística y bíblica era insuficiente ante los momentos de tribulación política que se vivían. Las ideas mesiánicas e irenistas de la anterior década habían fracasado y debían ser sustituidas por nuevos conceptos. Como nuevo Salomón del Renacimiento, Felipe II mantuvo la idea del irenismo en cuanto a su vertiente militar: la guerra entre los príncipes cristianos no entraría dentro de sus objetivos políticos, pues él deseaba ser un monarca pacífico y justo. La tolerancia en cuestiones religiosas, sin embargo, fue casi completamente olvidada. Ya no era posible una conciliación entre las diferentes iglesias protestantes y la iglesia de Roma. Además, los sucesos de España habían puesto de manifiesto que el país no era inmune a la amenaza de la herejía 179. Mejor suerte tuvo el providencialismo, una idea que había surgido en la corte de Felipe II como consecuencia de la fuga de Innsbruck. Era una respuesta al final del sueño imperial, y este discurso no parecía haber sufrido grandes cambios. Ahora bien, como en sí el pensamiento providencialista no era novedoso, ni disponía de un gran armazón teórico, en el entorno real se trató de articular estas ideas como parte de un discurso político coherente, legitimador del nuevo reinado. De este modo sobre este material se modelará el denominado proyecto “confesionalista” del Rey Prudente. Esta “confesionalización” de la Monarquía consistió en la imposición de un sistema católico de creencias sociales, una compleja reforma de la administración y un rígido control de la iglesia y la nobleza 179 Desarrollamos esta idea en “Los orígenes de la imagen salomónica del Real Monasterio de San Lorenzo el Real del Escorial”, en Literatura e Imagen en El Escorial. San Lorenzo de El Escorial, 1/4-sep-1996, San Lorenzo del Escorial: R.C.U. Escorial-Mª Cristina, 1996, pp. 721-749.
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por parte de la Corona 180. Las principales líneas de este pensamiento político filipino parece que fueron trazadas en los Países Bajos durante 1559, aunque con la mirada puesta en el gobierno de España. Una vez conseguida la victoria sobre Francia y el Papado, y tras cinco años de ausencia, era necesario que el monarca volviera a su tierra natal, desde donde era reclamado con insistencia por su hermana Juana. Las arcas reales estaban exhaustas tras la guerra, los españoles se mostraban muy alterados por el descubrimiento de numerosos herejes entre la elite de su sociedad, la plaza de Orán en el norte de África estaba amenazada de caer bajo control otomano, y el sistema de gobierno de la Corona se encontraba “asaltado” por el inquisidor Valdés y su facción en una feroz lucha por la supervivencia política. Fallecida María de Hungría en la localidad vallisoletana de Cigales (1558), Felipe II decidió dejar al frente del gobierno de los Países Bajos a otra mujer de sangre real y neerlandesa: su hermanastra Margarita de Austria, hija ilegítima de Carlos V y duquesa de Parma. Se trataba de una mujer tenaz, separada por entonces de su marido Octavio Farnesio (algo un tanto inaudito para la época). Pero como su conocimiento de la situación política y religiosa de aquellos estados no era la más adecuada, Felipe II dispuso como sus consejeros a Antonio Perrenot de Granvela, a su hermano Tomás Perrenot de Chantonay, a Vigle van Ayta Zwykems (el mismo humanista que en 1553 había rechazado ser maestro del rey) y a Simón Renard. Sin embargo, estos no tardarían en concitar el odio de los nobles, capitaneados por Orange, Egmont y Hornes, quienes se sintieron desplazados del poder, en especial por el poderoso Granvela. Tras zarpar del puerto flamenco de Flesinga el 20 de agosto de 1559, Felipe II desembarcó nueve días después en Laredo. Casi sin descanso cruzó los pasos norteños para adentrarse en la meseta. El día 8 de septiembre entró en Valladolid, donde fue recibido triunfalmente. Allí le esperaban la princesa Juana y don Carlos, éste una vez más enfermo. Su precaria salud, tanto física como mental, era evidente a medida que crecía. En la más tierna infancia habían podido ser disimuladas sus taras, que provenían tanto de la excesiva consanguinidad de sus 180 Este concepto ha sido ampliamente formulado y demostrado por José MARTÍNEZ MILLÁN, en J. MARTÍNEZ MILLÁN y C. J. de CARLOS MORALES (dirs.): Felipe II (15271598). La configuración..., op. cit.
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progenitores como de un parto en precarias condiciones, pero el inicio de la adolescencia estaba desvelando una personalidad atípica. En 1550 los “excesos” del infante se habían achacado a que todavía estuviera en manos de mujeres: el infante don Carlos está bonito, pero gran descuido se tiene en no darle hombres que le sirvan y gobiernen, porque entre mujeres le crían mal y le hacen soberbio y mal acondicionado, que sobre cualquiera cosa se araña la cara y se echa en el suelo y otros veinte extremos 181.
Cinco años más tarde, Carlos V, informado de la falta de salud y de progresos en la educación de su nieto, insistió a su ayo don Antonio de Rojas para que moderara su temperamento y le apartara de la mala influencia de mujeres. Su maestro Honorato Juan estaba desesperado. Cuando Felipe II comprobó en 1559 el retraso de su hijo uno de los primeros acusados por la situación fue el propio Honorato, quien abandonó discretamente la Corte. Quizá en su salida hubiera también otros motivos, pues el humanista había estado vinculado años atrás con Carranza y el doctor Constantino. Las sospechas sobre su religiosidad concluyeron poco después, cuando aceptó consagrarse como sacerdote. Felipe II le llamó de nuevo con gran alegría de don Carlos, quien sentía un aprecio inmenso por su maestro. Es posible que Honorato Juan fuera uno de los espectadores que el 8 de octubre de 1559 acudió al solemne auto de fe que el Gran Inquisidor organizó en Valladolid. Concluidas las causas contra el grupo de protestantes castellanos, en aquellas hogueras se exorcizaron los miedos colectivos de una sociedad, que había asistido tres años antes a las profecías más aterradoras sobre el fin del mundo. El nuevo rey y su hijo estuvieron presentes, acompañados de la princesa Juana y del príncipe Alejandro Farnesio. Era una manera clara de mostrar su apoyo incondicional al Santo Oficio. Cuando uno de los condenados, el italiano Carlos de Seso, pasó ante el estrado real, preguntó a Felipe II cómo podía permitir aquello, a lo que el monarca respondió: “Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo llevaría la leña para quemarlo”. Es posible que esta anécdota sea 181 Citada en M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: La España del Emperador Carlos V, en Historia de España (dirigida por R. Menéndez Pidal) vol. XX, Madrid: Espasa-Calpe, 1979, pp. 740-742. Gámiz a Granvela (Valladolid, 11 de junio de 1550).
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apócrifa, pero existe un dramático fondo de verdad en la misma. El rey de las esperanzas de los sectores más aperturistas del humanismo español se había convertido finalmente en el adalid de la represión religiosa. ¿Era esto verdad? ¿Habían fracasado por completo los ideales de la juventud? ¿Dónde estaba el nuevo “rey Salomón”, retratado por Lucas de Heere, o el Apolo guiando el carro del Sol de Trezzo, o el monarca mesiánico al que se había dedicado el Viaje de Turquía? Era evidente que la situación había cambiado. Hombres como Carlos de Seso, Carranza o Ponce de la Fuente no se habían apercibido a tiempo de que sus ideas habían perdido vigencia, y, en consecuencia, se habían visto atrapados en medio de una terrible mutación. Lo que unos meses antes era lícito, había pasado a ser causa de herejía, y de muerte. Francisco de Borja, con una mayor visión de la situación, prefirió exiliarse a Portugal, primero, y a Roma después. Se salvó de la “quema”, recordando al rey entre otras cosas: “… ni se olvidará V. M. de las muchas horas que en su tierna edad le traje en estos brazos y se adormeció en ellos” (1561). Su gran protectora, la princesa Juana aprendió más de una lección con estos sucesos. En los años anteriores había compartido muchas de las ideas espirituales de aquellos mismos que ahora desfilaban ante ella, acusados de herejía. Si la situación religiosa preocupaba a Felipe II, no menos le desanimaba la calamitosa situación de Castilla y del erario real. No había dinero, y tras el auto de fe en Valladolid abandonó la ciudad camino de Madrid y convocó Cortes en Toledo. Allí, además, deseaba recibir a su nueva esposa, Isabel de Valois y que los procuradores juraran como heredero a don Carlos. El rey introdujo una curiosa novedad en esta asamblea, pues en un principio se propuso que no fueran sólo unas Cortes de la Corona de Castilla, sino también de Aragón. Esta pretensión parecía inaudita de acuerdo con la tradicional constitución de los reinos hispánicos, pero reflejaba con claridad el deseo regio de adecuarla a las circunstancias reales de una Monarquía española que se consideraba restaurada por los Reyes Católicos sobre el precedente del antiguo reino visigodo. Toledo había sido su capital entonces, convocar en la misma ciudad unas Cortes de España, reuniendo a los procuradores de ambas coronas, castellana y aragonesa, constituía un símbolo político de gran importancia. La antigua monarquía goda y los Reyes Católicos eran precedentes y modelos históricos más asequibles y comprensibles 196
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en España que Salomón. En 1561 la duquesa de Florencia regaló al rey un “librito de oro”, que había pertenecido a Fernando el Católico. Entusiasmado, Felipe II le respondió, agradeciendo el obsequio y admirando “la perfección de las imágenes que tiene de Christo y de Nuestra Señora”, y su origen, pues “según la divisa, parece haber sido del Rey Católico mi bisabuelo de gloriosa memoria” 182. La duquesa había demostrado poseer un fino conocimiento del sueño de Felipe II por crear una “Monarquía de España”. Sin embargo, en 1560 sólo los representantes valencianos acudieron a Toledo. Felipe II se vio obligado a aceptar el fracaso de este intento unificador, y entre 1563 y 1564 hizo una visita a Aragón, Cataluña y Valencia, donde reunió sus respectivas Cortes, siguiendo la tradición medieval. Donde no encontró tantas resistencias el rey fue en realizar una auténtica revolución política e ideológica (como la define Martínez Millán), iniciada en 1560, pero que no vería su conclusión hasta casi el final de su reinado. Sin duda, Felipe II consideraba que tras aceptar el fin del sueño imperial, la derrota de Francia y el definitivo control sobre Italia le permitían afrontar la construcción de una nueva Monarquía (que los historiadores solemos denominar como Hispánica, Católica o de España), libre de conflictos exteriores en Europa y volcada hacia el dominio de las Indias y del Mediterráneo. Las guerras en Italia y en Alemania durante el reinado de Carlos V habían constituido el mayor freno para que España pudiera abordar estas políticas, que eran las que de verdad le incumbían. Felipe II carecía del espíritu militar de su padre y prefería ser recordado como un rey legislador o reformador. Parece, pues, un contrasentido, que sus proyectos políticos en 1560 terminarán por ofrecer una imagen muy distinta tanto de su personalidad, como sobre la propia composición de la Monarquía y de la influencia a lo largo de la Historia, pero lo cierto es que el escenario político no fue estable, sino que cambió de manera vertiginosa a lo largo del siglo. Cuando Felipe II regresó en 1559, era sin duda un monarca victorioso, pero también desorientado. Desde su primer periplo europeo (1548-1551) había optado por una política de corte 182 AGS, Estado, Leg. 1476, f. 114. Felipe II a Leonor de Toledo, duquesa de Florencia (Madrid, 21 de octubre de 1561). Citado por Fernando Jesús BOUZA ÁLVAREZ: Corre manuscrito. Una historia cultural del Siglo de Oro, Madrid: Marcial Pons Historia, 2001, p. 49.
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irenista que le permitiera suceder a su padre en el Sacro Imperio. Sin embargo, en 1559 este escenario se había hecho añicos. Hasta este momento Felipe se había apoyado en su privado Ruy Gómez de Silva, ensalzado como príncipe de Éboli, que había logrado organizar una importante facción cortesana a su alrededor, el llamado partido ebolista. El ascenso de este bando político había sido espectacular entre 1554 y 1558, sustentando el inevitable proceso de transición entre Carlos V y su hijo, pero también ejerciendo como defensor de la política irenista filipina. En 1559 esta función ya no tenía sentido, de modo que Felipe II se vio obligado a apoyarse también en aquellos que, como el duque de Alba y el inquisidor Valdés, eran los jefes de facciones cortesanas contrarias al príncipe de Éboli, pero que tenían a su favor haber ofrecido soluciones políticas y militares en uno de los momentos más críticos de su reinado. Si el panorama político era un tanto confuso, Felipe II, en cambio, sí tenía muy claro cómo deseaba organizar el despacho de los asuntos. Su experiencia como gobernador se remontaba a 1543, y desde entonces había ido adquiriendo unos hábitos de trabajo que ahora deseaba plasmar en la práctica diaria de la administración regia. Poco antes de embarcar hacia España en 1559 decidió forjar un nuevo orden para la maquinaria burocrática de Consejos y Secretarías, que debía entrar en vigor cuando llegara a la Península. Esto suponía el desplazamiento como secretario de Juan Vázquez de Molina, sobrino de Cobos, por Francisco de Eraso, el gran protegido del príncipe de Éboli. La nueva orden se envió a este último para que la hiciera llegar a España y allanara la probable oposición de Vázquez a los cambios. Escribe el rey a su privado: Y así ésta [carta] no servirá sino para enviaros una orden que me ha parecido hacer de cómo quiero que ahí se traten los negocios, para que la deis a entender a Juan Vázquez con una carta mía que va para él sobre ello. Vos habéis visto de la manera que el Emperador trataba a Eraso y como yo le ofrecí y prometí de hacer lo mismo con él. Y así pongo en esta instrucción y aun no tanto, pues vos sabéis como esto pasa. Dádselo así a entender a Juan Vázquez y haced de manera que llegado yo no haya embarazo, sino que tengan entendido que es ésta mi voluntad y no puedo decir más 183. 183
José Antonio ESCUDERO: Felipe II. El rey en el despacho, Madrid: Complutense, 2002, p. 144.
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Vázquez se sintió muy dolido con el rey (comentaba amargamente que se veía tratado como un delincuente o como el “hijo de la madrastra”), pero sobre todo concibió un especial rencor hacia Eraso, una hechura suya desde hacía veinte años, y que ahora le desplazaba del poder. Éste trató de calmar los ánimos, pidiéndole un aposento en su propia casa, donde servir a su viejo mentor: “porque quiero que Dios y el mundo conozcan de mí cuán diferente soy de lo que han querido dar a entender a v. m. judíos y bellacos, que no tienen ley”. Vázquez no se dejó engañar por estas palabras, pero al final no tuvo más remedio que comprender que el sentido de la reforma de 1559 no era otro que el de entregar el control de la administración al secretario favorito del rey. Decepcionado, hacia 1562 el veterano político se retiró a Úbeda, donde se había hecho construir un magnífico palacio renacentista, emulando el de su tío Cobos. Allí falleció en 1571, dedicado a enriquecer el edificio y a recordar las glorias de su pasado. No había duda de que se había inaugurado un nuevo sistema de gobierno, en el que Felipe II aceptaba el triunfo en toda regla del grupo ebolista, con Ruy Gómez en el Consejo de Estado y Eraso como secretario en casi todos los Consejos. La administración de buena parte de los asuntos de la Corona quedaba en sus manos. Sin embargo, la facción del duque de Alba mantuvo algunas parcelas de poder, ejerciendo una oposición al proyecto político ebolista. Este contexto político era muy parecido al que Carlos V había seguido en las décadas anteriores, permitiendo la existencia de dos bandos o partidos, para disponer de un consejo plural, pero apoyándose siempre en una serie de hombres de confianza, como Cobos, quien era la cabeza de uno de aquellos grupos. Éboli era el nuevo Cobos, un hombre adicto al rey, cuyo bando tenía como principal misión apoyar la política real. Alba era como un nuevo cardenal Tavera, un represente, en alguna manera, del Reino, de las ideas y de los proyectos de Castilla. No podía gobernarse sin un equilibrio entre ambas corrientes. Felipe II necesitaba de consejeros fieles, modelados a su gusto, pero no podía prescindir de otros cortesanos que representaban la voz de las clases dirigentes o del clero. Se enfrentaban así dos conceptos diferentes, pero que irremediablemente debían conciliarse: los intereses del rey y los del reino. El mismo esquema se seguiría en los órganos de gobierno existentes en otros estados de la Monarquía, desde Flandes hasta Nápoles, buscándose siempre un equilibrio entre el poder real y el regnícola. 199
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En medio de esta tormentosa situación política, militar y religiosa, y mientras el rey pugnaba por consolidar el edificio de la nueva Monarquía Hispánica, quedaba por resolver una cuestión: Isabel Osorio. En los Países Bajos Felipe II no se olvidó de su amante y de su familia. Luis Osorio había fallecido hacia 1552, pero el príncipe tomó bajo su protección a su hijo Diego, quien fue uno de los cortesanos que le acompañaron a Inglaterra. A principios de mayo de 1556 enviaba desde Bruselas una cédula al Consejo de Órdenes para que “don Diego Osorio hijo de don Luis Osorio maestresala de la serenísima reina de Bohemia mi muy cara y muy amada hermana”, pudiera recibir la orden de Santiago 184. El hábito se concedió sin problemas, pues el pretendiente carecía de ascendentes conversos. Pocos años después el rey le incluyó entre sus gentileshombres de boca. Con no menos generosidad se mostró Felipe II con Isabel. Todavía en Flandes, en febrero de 1557 le concedió un juro de dos millones de maravedises, sobre ciertas rentas de la ciudad de Córdoba, que garantizaba su situación económica en el futuro. Resulta curioso que en abril del mismo año este juro fuera confirmado a favor también de sus herederos y sucesores. ¿Se trataba de una recompensa a modo de despedida para ella y sus supuestos hijos? Isabel ya no era la joven dama de 1545, ni Felipe un “zagalejo”. En enero de 1558 un anónimo corresponsal en Castilla le escribía al nuevo soberano, a través de Ruy Gómez: “De damas no sé que ha vuestra mag. gana de saber, y por esto no atino a que será bueno escribir, porque las flores con muchos granos pasan brevemente”; y en marzo, el mismo cortesano concluye una nueva carta con la frase: “El príncipe nuestro señor y la señora princesa [don Carlos y Juana de Austria] tienen salud, y las damas mil quejas de v. mag.” 185. Parece como si ya la dama Osorio no siguiera privando en el corazón de Felipe II. Y en esta ruptura, necesaria, tuvo un relevante papel Ruy Gómez de Silva. No en vano, y según ha descubierto Martha Hoffman-Strockthe, en el manuscrito del Tratado del príncipe instruido (c. 1615),
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Sus pruebas como caballero de Santiago, en AHN, Órdenes Militares: Santiago, exp. 6081. 185
IVDJ, Envío 109, caja 153, ff. 66 y 67. Escritas desde Valladolid el 23 de enero y el 15 de marzo de 1558.
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su autor Francisco de Gurrea y Aragón, duque de Villahermosa, al glosar la figura del portugués como privado de Felipe destaca: … lo mucho que hizo este cavallero para desempeñar al Rey de los amores de Doña Ysabel Osorio servicio tal que el emperador lo estimaba por su justo valor considerando la destreza con que sacó a su Amo de aquel tan grande y rigurosso tranze 186.
Lo cierto, en todo caso, es que desde que en 1554 había vuelto a casarse, su relación amorosa no era ya admisible, se trocaba en adulterio. Y cuando cinco años después el rey regresó a España, lo hacía prometido con una princesa de Francia. A todas luces era inconveniente manifestar públicamente que su relación continuaba, y más cuando las circunstancias religiosas en España habían cambiado. Tras descubrirse los conventículos protestantes de Valladolid y de Sevilla, el casticismo había ganado definitivamente la batalla en la cuestión de la limpieza de sangre, al imponer la idea de que el origen judaico era una causa de herejía. El propio Felipe II así lo creía, y en consecuencia, ¿cómo podía sostener su amor con una descendiente directa del rabino Salomón ha-Leví? A esto se unía que, si bien Isabel no había sido procesada en modo alguno por el Santo Oficio, sí era conocido que entre los luteranos de Valladolid estaban destacados miembros de la familia Rojas, sobrinos de su abuela Isabel de Rojas. Entre ellos fray Domingo de Rojas y Pedro Sarmiento de Rojas, hijos del marqués de Pozas, su hermana María de Rojas, monja, y Luis de Rojas, nieto y heredero del marqués. Si tenemos en cuenta que su hermana María tomó el apellido de esta familia, parece evidente que Isabel no tenía ningún motivo para regresar a la corte. Debía esperar a que la tormenta se calmara. Quizá en Francia el pueblo podía tolerar que su rey, Enrique II, hubiera alardeado sin pudor de su amor por Diana de Poitiers, pero en España esto no era posible. La relación de Felipe II con Isabel Osorio debía pasar a un obligado segundo o incluso tercer plano. A pesar de que los sentimientos se mantuvieron, la dama burgalesa pasó a ser sólo la madre de los supuestos hijos bastardos del rey. Durante los años siguientes permaneció en Burgos, ejerciendo 186
Francisco de GURREA Y ARAGÓN: El Príncipe instruido (Real Biblioteca de Palacio. f. 43). Debo esta referencia a la citada Martha Hoffman-Strock, alumna del profesor Geoffrey Parker.
II/587,
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como una gran dama de la nobleza urbana y vigilando la educación de sus “sobrinos” en el cercano castillo de Cuzcurrita de río Tirón. Sus rentas, obtenidas gracias a la generosidad regia, le permitieron recobrar gran parte del antiguo papel que su familia había tenido en la ciudad. En julio de 1562 compró al Consejo de Hacienda dos aldeas de realengo, Saldañuela y Castelsarracín, muy cercanas a Burgos, y obtuvo de Felipe II su concesión como señorío. En la localidad se conservaba una antigua torre medieval, que la nueva señora de Saldañuela restauró y a la que no tardó en añadir un palacio o casa solariega y un monasterio trinitario. Su arquitectura renacentista todavía sorprende al viajero, en especial la galería exterior, con doble arquería de arcos rebajados, y la fuente de las Tres Gracias, situada en el patio interior. Sede hoy de algunas dependencias de la Universidad de Burgos, su belleza constituye uno de los testimonios más elocuentes de la cultivada personalidad de Isabel. Como era de esperar, las manifestaciones de orgullo de doña Isabel Osorio no fueron bien vistas. Tanto su linaje como su relación con Felipe II eran vox populi. En 1564 el embajador francés Saint-Sulpice escribía a Catalina de Médicis la noticia, puesta en boca de Éboli, de que el monarca “había cesado en aquellos amores pasados que mantuvo fuera de su casa”. Y quizá fueran de esta época los versos de cierta copleja, donde se glosaba el mote “Es imposible y forzoso”, que ella había mandado poner –según dicen– en sus reposteros, como alusión encubierta a sus amores imposibles con el rey. La cuarteta rezaba: Vuesa Merced con su Alteza, Es imposible casarse.
Y así era. A principios del siglo pasado su palacio todavía era conocido popularmente como la “casa de la puta”. Si en las calles de Burgos el pueblo podía permitirse estos epítetos, es evidente que tales amores tuvieron que trascender, y no poco, a los medios cortesanos de Madrid. La novela de Mari Pau Domínguez, Una diosa para el rey (2011) ha proporcionado una nueva dimensión literaria a esta relación amorosa. Mientras el rey arreglaba los asuntos relacionados con su juvenil relación amorosa, en enero de 1560 la nueva reina de España, la francesa Isabel de Valois, una niña de trece años, entraba con su comitiva por Navarra, camino de Guadalajara, 202
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donde Felipe II había dispuesto la ceremonia de confirmación del enlace. El cardenal de Burgos, Francisco de Mendoza y Bobadilla, y el duque del Infantado, don Íñigo de Mendoza, acudieron a recibirla. Hija de Enrique II y de Catalina de Médicis, Isabel, llamada de la Paz por haber sido su matrimonio uno de los frutos de la paz de Cateau-Cambrésis (1559), había nacido en el castillo de Fontainebleau el 13 de abril de 1546. Por su escasa edad en un principio se propuso que su marido fuera el príncipe Carlos, pero finalmente Felipe II, al enviudar, aceptó ser el esposo. Otros posibles acuerdos matrimoniales, por ejemplo con Isabel I, nueva reina de Inglaterra, con Cristina de Dinamarca, duquesa viuda de Lorena, o con alguna archiduquesa austríaca, se desvanecieron con rapidez ante las ventajas políticas del enlace francés. El matrimonio se celebró por poderes en París, el 20 de junio de 1559, siendo representado el rey por el duque de Alba. El padre de la novia resultaría herido pocos días más tarde en un torneo, celebrado para festejar el enlace. La lanza de su contrincante se había astillado en el choque, clavándose un trozo en el ojo del rey Enrique. Los médicos nada pudieron hacer para salvar su vida, muriendo el 10 de julio. Dejaba como sucesor a Francisco II, un adolescente de corto reinado. Durante las siguientes cuatro décadas el reino de Francia entraría en una profunda crisis religiosa y dinástica, lo que a la postre favoreció el predominio de España sobre la península italiana. Tras su boda en Guadalajara, Felipe e Isabel se dirigieron a Toledo, pasando por Alcalá de Henares y Madrid, donde realizaron su entrada en medio de arcos triunfales. El tema de la paz fue recurrente en estos recibimientos. En Alcalá uno de los arcos proclamaba: “Del cielo a Francia vinieron / del cielo a España han venido / pues la paz nos han traído”; y en Madrid el mensaje no era muy diferente: “Venga y sea muy bien llegada la que del mundo destierra con su venida la guerra”. Se comprende que la nueva reina fuera llamada Isabel de la Paz. Hasta que falleció en 1568 España no estuvo implicada en ningún conflicto bélico europeo. En sus dos anteriores matrimonios Felipe II no había disfrutado de una auténtica vida familiar, y lo mismo puede decirse con respecto a su relación con Isabel Osorio. Es posible que por esta razón se volcara tanto en cuidar de su jovencísima esposa francesa. La imagen de un monarca frío, insensible y cruel en su vida íntima hace décadas que ha perdido toda vigencia. Al contrario, Felipe no había dejado de ser el mismo niño que hemos visto cómo se criaba a los pechos de su ama Isabel 203
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Díaz y hacía diversas travesuras para disgusto de su madre. Huérfano desde los doce años, viudo en dos ocasiones con sólo treinta y tres años, desgarrado por un amor imposible con una dama de sangre conversa, el monarca tenía una evidente necesidad de estabilidad en sus relaciones afectivas. El nexo que lo unía a sus hermanas María y Juana fue siempre muy fuerte, y es posible que con su nueva esposa francesa deseara reproducir en cierta manera aquella corte de su infancia, cuando todo parecía felicidad al amparo de la emperatriz Isabel. La familia real no se limitó a la pareja de soberanos y al príncipe don Carlos. A ella se unieron otros dos príncipes de sangre real y la princesa Juana de Austria. Los príncipes eran Alejandro Farnesio (1545-1592), hijo de Margarita de Austria y de Octavio Farnesio, duque de Parma, y Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos V, nacido en 1547 de su relación con Bárbara Blomberg. Alejandro había acompañado en diciembre de 1556 a su madre hasta los Países Bajos. Su viaje venía determinado por el acuerdo secreto de Gante, firmado en agosto, por el que Felipe II devolvía a Octavio Farnesio los ducados de Parma y Piacenza, a cambio de que aceptara, entre otras cosas, que su hijo se educara en España al lado del príncipe don Carlos. Nieto del emperador, el rey pronto concibió un gran afecto por el joven italiano. Don Juan de Austria llegaría a ser gran amigo suyo. Como es sabido, don Juan no supo quién era su padre hasta que en una entrevista memorable con Felipe II en 1559, éste reconoció a “Jerónimo” como su hermano, siguiendo los deseos del emperador. El rey se comportó con él más como un padre que como un hermano, debido a la diferencia de edad, mostrándole gran afecto y confianza. Los dos nuevos príncipes llegarían a formar un controvertido “trío” con don Carlos, estudiando y divirtiéndose juntos, al tiempo que soñaban con realizar grandes hazañas. Los tres estuvieron presentes en los diferentes festejos, torneos y bailes que se hicieron para celebrar la boda real en 1560, junto con la princesa Juana. Esta y su cuñada Isabel congeniaron muy bien, y se puede afirmar que fueron grandes amigas, realizando en ocasiones algunas “locuras”. A pesar de su imagen seria y grave, trasmitida por sus retratistas, la hermana pequeña de Felipe II era al mismo tiempo entretenida y alegre, disfrutaba jugando y bailando con la reina francesa, o cantado y tocando varios instrumentos musicales 187. Un 187
A. GONZÁLEZ DE AMEZÚA Y MAYO: Isabel de Valois…, op. cit., passim.
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ejemplo: en enero de 1561 el rey preparó para ambas una excursión al monasterio franciscano del Castañar, situado a cuarenta kilómetros de Toledo, donde visitaron una imagen de la Virgen y la llamada Cueva de Cisneros. De regreso, la reina se vio atacada por unas viruelas que la obligaron a quedarse en un pequeño pueblo, al que acudieron los médicos reales y el propio Felipe II. En una de estas visitas se cuenta que el monarca se detuvo a conversar con una de las damas francesas de su esposa, María de Clermont. En Toledo una vieja beata, famosa por sus visiones, había profetizado al rey que dentro de año y medio le daría la reina un hijo, Felipe se lo contó a la dama francesa sin dar crédito alguno, aunque se rumoreaba en la corte que aquella beata había anunciado la muerte del rey Francisco II de Francia (acaecida en 1560), y otras cosas del emperador Carlos V. En este caso, sin embargo, se equivocó. Un año después la reina ni siquiera estaba embarazada. Había una razón para esta tardanza. La edad no núbil de Isabel de Valois obligó a que el matrimonio no pudiera consumarse hasta 1561, y mientras tanto su marido se conformó con tratarla como un padre. En esta situación no es de extrañar que surgieran rumores sobre una nueva amante del rey, que en los corrillos y mentideros cortesanos se identificó con varias damas. Una era doña Ana de Mendoza, la joven esposa de Ruy Gómez de Silva, llegándose a difundir el rumor de que su primogénito, Rodrigo, futuro duque de Pastrana, nacido en 1562, era en realidad hijo de Felipe II. La otra supuesta amante era doña Eufrasia de Guzmán, una dama de la princesa Juana, hija de Gonzalo Franco de Guzmán, señor de Préjamo. Según se decía, los amores de la dama con el rey habrían tenido lugar entre 1562 y 1564, y quedando embarazada doña Eufrasia, se dispuso su inmediata boda con el príncipe de Ascoli, don Antonio de Leyva, para ocultar el escándalo. Estas historias no parecen tener mucho fundamento, pero en 1584 las divulgaba en Madrid cierto fray Juan Escudero, un alcahuete bien conocido 188. 188
Así se le informaba a Mateo Vázquez: “…dize [el citado fray Juan] públicamente que su Mag. quiere tanto a la Princessa que le mandó dejar su monasterio para venir a estos negocios que por acá no sé como lo entienden esto, y lo peor paresce que dizen saldrá con un obispado que pretende para hazxer estas cosas más libremente, sería bien advertir de todo esto a quien también lo sabrá considerar y remediar como más convenga al servicio de Dios”. Carta recibida en San Lorenzo (9 de agosto de 1584) (IVDJ, Envío 35, caja 48, sin foliar, entre los números 1-41).
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Vituperar al príncipe de Éboli como un cornudo recuerda mucho a una campaña política de difamación, y en el caso de Eufrasia, más es de creer que fuera Áscoli el galán, y no el rey. No en vano, su matrimonio no fue secreto, actuando en la boda como padrinos Isabel de Valois y don Juan de Austria, en abril de 1564. En enero del año siguiente nació un niño, que sería el IV príncipe de Ascoli y, si atendemos a la fecha de su nacimiento, no cabe duda de que fue hijo del príncipe. Sin embargo, sorprende la casualidad de que Eufrasia fuera también descendiente directa, como Isabel Osorio, del rabino Salomón ha-Leví: los Francos habían sido en 1525 los herederos del mayorazgo de los Cartagena, a la muerte del padre de Isabel. Quizá fuera este parentesco con la anterior amante real lo que motivó la habladuría, o quizá Eufrasia se limitó a ocultar los nuevos encuentros de su prima con el rey, pues la nueva señora de Saldañuela se encontraba por entonces en Madrid, negociando con el Consejo de Hacienda las condiciones de sus rentas y señoríos. Sea como fuere, en 1564 el monarca “había cesado en aquellos amores pasados que mantuvo fuera de su casa”. Sus intereses no estaban tanto en aventuras amorosas como en la necesidad de establecer un entorno adecuado para desarrollar una nueva vida cortesana y familiar al lado de Isabel de Valois. Y esto le devolvió a su antigua y juvenil afición por la arquitectura. Sus viajes por Italia, Alemania, los Países Bajos e Inglaterra le habían proporcionado un gran conocimiento acerca de los palacios y villas de la época. A diferencia de su padre, que había llevado una vida casi errante, la corte centralizada que Felipe II había decidido imponer exigía disponer a su alrededor de una serie de lugares y edificios de recreo o religiosos, que dieran a la corte una dimensión más amplia que el ámbito de Toledo. Es entonces cuando se produjo la salida del séquito regio hacia Madrid. Aunque se ha atribuido esta decisión a la mala salud de Isabel, parece más probable que Felipe II tuviera tomada esta resolución antes incluso de desembarcar en Laredo. Ya entre 1551 y 1554 había optado por Madrid como sede permanente de su corte, una idea que se mantenía probablemente firme al regresar en 1559. Desde Flandes había mandado urgir las obras del alcázar madrileño y del palacio del Pardo, reparaciones que continuaron entre 1559 y 1560. La estancia en Toledo respondía (como ya sabemos) a la convocatoria de Cortes y al significado simbólico que Felipe II quiso que 206
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tuvieran. Ni la ciudad, ni su alcázar, ni sus alrededores reunían las condiciones que el rey deseaba para el desarrollo de sus aficiones palatinas y personales, y que ya habían sido ampliamente probadas en Madrid, con la Casa de Campo, el Pardo y Aranjuez. Entre los meses de mayo y junio de 1561 el rey, los Consejos, la reina, la princesa Juana y el príncipe don Carlos se trasladaron a Madrid. Antes de marcharse de Toledo la familia real, todavía tuvo tiempo el arzobispo Valdés de organizar un nuevo auto de fe, en el que salieron veinticuatro herejes, entre ellos un paje flamenco del rey. Al tiempo que la corte entraba en Madrid, Felipe II ordenó acelerar la construcción y decoración de una serie de residencias en el entorno de la villa. Ya en febrero de 1559, estando todavía en Flandes, había mandado comprar la Huerta de Vargas, unos excelentes terrenos situados enfrente del Alcázar Real. Esta Huerta, que acabaría siendo conocida como la Casa de Campo, empezó a ser repoblada en 1562 con nuevas especies de árboles, animales y peces. Pronto se convirtió en el lugar preferido para que el rey y su familia pasearan e hicieran pequeñas excursiones y meriendas campestres. Durante los siguientes años, a través de la Junta de Obras y Bosques se canalizó la construcción de un complejo entramado palaciego, constituido por el Alcázar, la Casa de Campo, el Pardo, Aranjuez, el Bosque de Segovia y, por fin, San Lorenzo el Real de El Escorial. No es de extrañar que durante estos años acudiera a la corte un abigarrado conjunto de obreros, jardineros, diqueros, pintores, estuqueros, ingenieros y arquitectos, cuya misión era dar forma a los planes urbanísticos del rey, inspirados en gran parte sobre el modelo de los palacios neerlandeses. Felipe II siguió muy de cerca todo este proceso, y la documentación desvela miles de anotaciones y billetes escritos de su puño y letra 189. La propia villa de Madrid no escapó a este afán constructivo. En 1562, como carecía de catedral o de una iglesia principal, se propuso el traslado a Madrid de la abadía de Parraces, pues sus frailes “harían aquí más fruto así en lo que toca al culto divino como en cumplir esta falta, que no estando en aquellos montes desiertos”. El rey decidió finalmente que la abadía se incorporara al monasterio de El Escorial, pero no cejó en su empeño por planificar la villa 189
Fernando CHECA CREMADES: Felipe II, mecenas de las artes..., op. cit., passim.
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según las necesidades urbanísticas de una ciudad moderna. Ahora bien aunque se hicieron importantes mejoras, Madrid no consiguió durante el siglo XVI –ni lo haría en los siguientes– transformarse en un escenario acorde con el papel político que había pasado a desempeñar como sede de la corte. Tanto las autoridades municipales como el rey se vieron desbordados en sus previsiones e iniciativas por el inusitado aumento de la población y por las consecuencias de un crecimiento económico sin control. Son muy significativas acerca de esta situación ciertas anécdotas, como las dificultades que tuvo Jerónimo Gassol en 1582, cuando trató de buscar una nueva casa para su cuñado, el poderoso Mateo Vázquez de Lecca; o el relato del nuncio extraordinario Camillo Borghese, que describiría Madrid en 1594 como una ciudad de calles estrechas, casas míseras y calles embarradas, convertidas en letrinas al grito de “¡Agua va!”. Se comprende que el rey sólo habitara en la villa durante algunos meses del año, y que prefiriera residir en algunos de los sitios reales antes citados. De entre estos, el que más interés suscitó en el monarca fue el del monasterio de San Lorenzo de la Victoria, o el Real. Definido en numerosas ocasiones como un enigma arquitectónico, o como el espejo de la personalidad de Felipe II, este edificio ha sido objeto de diversas y contradictorias interpretaciones. Es cierto que fue una obra concebida en gran parte por él y que, por tanto, reflejaba sus gustos e ideas; pero en este espejo se ha mirado buscando más una representación preconcebida que un testimonio acorde con la realidad. Hacia 1561 Felipe encomendó al arquitecto Juan Bautista de Toledo que levantara los primeros planos de un colosal monasterio, se buscó una localización adecuada y, por fin, la primera piedra se puso el 23 de abril de 1563. La llamada “traza universal” del Escorial fue seguida y modificada posteriormente por Juan de Herrera, al fallecer Toledo en 1567, pero el monarca fue el verdadero inspirador de la obra. Su afición a la arquitectura venía desde la juventud y, al igual que en la construcción de otros sitios reales, supervisó todo el proyecto. ¿Tenía en mente la reconstrucción del mítico templo de Salomón? En la educación del monarca podemos encontrar ya numerosas referencias al templo de Jerusalén y a la figura del rey Salomón, si bien no se trataba de un interés específico. Sólo la lectura en 1545 del Espejo del príncipe christiano (1544), de Francisco de Monzón, pudo haber influido en el joven Felipe. Monzón realizaba al final 208
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de su libro una detallada descripción del monumento y desarrollaba la tesis de que el templo jerosolimitano constituía un modelo para que los reyes cristianos erigieran edificios sagrados. Después, entre 1549 y 1551, vendrían los años en que Felipe sería comparado con un nuevo rey Salomón, una relación que alcanzaría su culminación a la hora de ensalzar su labor en el retorno de Inglaterra al catolicismo (1555). Es entonces cuando surgió la metáfora de la “restaurationis Templi”, como expresión de la esperanza de que el monarca español restauraría la unidad del edificio de la Iglesia. En este contexto, cuando Felipe II hizo el conocido voto de construir un templo en agradecimiento a san Lorenzo por la victoria de San Quintín, parece lógico que se inclinara por imitar el modelo bíblico, haciendo honor a su retrato como rey Salomón que había realizado van Heere. Los antecedentes intelectuales de la obra se corresponden también con la traza concebida para el Escorial por Juan Bautista de Toledo. Como se ha puesto de manifiesto recientemente por medio de Juan Rafael de la Cuadra, los parecidos entre el monasterio erigido por Felipe II y la idea que en la época se tenía de cómo había sido el templo de Jerusalén son determinantes. Su aspecto rectangular, sus medidas y su modulación en codos hebreos coinciden con el edificio bíblico. El esquema arquitectónico es prácticamente idéntico en su mitad sur, con cuatro patios en forma cruciforme, y el número de torres también coincidía, antes de que Herrera las simplificara y añadiera la biblioteca encima de la entrada 190. En la arquitectura escurialense se fundían además otras interpretaciones, como la planta del templo visionario de Ezequiel, utilizada especialmente para dar forma a los atrios del monasterio, o la del templo idealizado de Salomón, en realidad una confusión nacida de la visión por los peregrinos de la mezquita de Omar, pero que sirvió de antecedente para la magnífica cúpula de san Lorenzo. En definitiva, dentro de esta interpretación salomónica, El Escorial fue concebido por Felipe como una restauración en piedra de la Nueva Jerusalén, entendida ahora como una representación de la 190 Juan Rafael DE LA CUADRA: “El Escorial y la recreación de los modelos históricos”, Arquitectura 311 (1997), pp, 47-52, y “El Escorial y el Templo de Salomón”, Anales de Arquitectura 7 (1996), pp. 5-15.
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Iglesia católica. Se trataba de una variación de la metáfora surgida en Inglaterra y que, a pesar de su fracaso, persistió y encontró un nuevo acomodo en el proyecto providencialista y católico acuñado con el advenimiento de Felipe II al trono. Era una manera de expresar la esperanza en el final de las divisiones religiosas, en torno al catolicismo, del que el monarca español era su paladín y protector principal. Más allá de la elección de Madrid o de la significación del Escorial, el rey planteó el conjunto de su corte como el centro de un verdadero estado territorial, con lugares distintos y funciones diversas, muy ajeno a las veleidades utópicas de la ciudad-estado o de la corte humanística del renacimiento italiano. En este “miniestado” filipino, el Alcázar de Madrid era la sede de los Consejos y de la máquina burocrática de la Monarquía; el Pardo y la Casa de Campo eran concebidos como residencias campestres cercanas a Palacio, donde cazar y descansar de la vida urbana sin alejarse demasiado; en cambio, Aranjuez y el bosque de Valsaín, al norte y al sur de Madrid, se concebían como residencias para disfrutar largas temporadas, en una de sus jardines y del río Tajo, en otra, de sus bosques y benigno clima veraniego; por último El Escorial se erigía como el gran monumento de la dinastía, concebido como mausoleo familiar, convento y centro cultural, Felipe II lo construyó no tanto para sí como para sus sucesores. Entre sus paredes de granito y techos de pizarra atesoró un patrimonio que quedaría como testigo del esplendor de una época y de una dinastía. En los caminos que comunicaban esta red palatina, se construyeron una serie de casas reales, en realidad villas campestres que servían como lugares de parada o de descanso en los viajes de la Corte: la Fresneda, la Aceca, Vaciamadrid y El Campillo. Este fue, en definitiva, el pequeño mundo que Felipe II se construyó para su gobierno y descanso. Un entorno palaciego donde la naturaleza y el arte se mezclaban con un estilo primoroso, y donde la sencillez de los gustos del rey en su vida diaria convivía sin problemas con los más lujosos objetos. Este conjunto de residencias fue el testigo mudo de la vida familiar del rey con su tercera esposa. Los cortesanos de la época atestiguaban que Felipe estaba verdaderamente enamorado de su esposa. Al final del verano de 1560 Isabel empezó a manifestar las primeras menarquías. Hasta entonces no había tenido relaciones sexuales con su marido, quien, sin embargo, solía dormir con ella en la 210
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misma habitación. Tratar de descubrir qué hicieron durante esas noches es casi imposible, nada se divulgó en los mentideros cortesanos y la sorpresa de los embajadores revela el desconcierto social. Una vez que la reina tuvo sus menstruaciones, la situación entró dentro de la normalidad. Felipe se dispuso a consumar el matrimonio, pero como Isabel todavía era una adolescente de quince años, sus relaciones sexuales fueron dolorosas y se decidió posponerlas unos meses. Catalina de Médicis consoló a su hija sugiriéndole que “todo eso lo arregla la práctica y los partos”. En junio de 1562 se divulgó la noticia de que la reina estaba embarazada, pero fue un falso aviso. Era la fecha en que la beata de Toledo había pronosticado que nacería un infante. No fue así, pero otros signos parecían anunciar grandes acontecimientos. El 26 de octubre de 1562 se presentaron ante un escribano público gaditano los tripulantes de la nao “Nuestra Señora de la Cruz”, recién llegada de América. Su propósito no era otro que el de narrar cómo habían sido testigos del vuelo de una brillante estrella a 250 leguas de las islas Azores. Fue la noche del 20 de septiembre, cuando: estando doscientas y cincuenta lenguas de las Terceras, pareció en un instante tan gran claridad, a manera de fuego, que pareció quemarse toda la mar, y mirando tan gran novedad vimos que esta claridad y fuego procedía de una manera de estrella, o rayo, que se levantó de la parte de occidente, y venía corriendo para la parte de levante, con tanta velocidad como la vista lo podía ir mirando, y vimos que de la parte de levante hizo su curso en nuestro horizonte, y, al tiempo que se nos perdió de vista, vimos que se hizo en muchas partes, y cada parte hizo tan gran resplandor y claridad que parecía penetrar el centro, porque, si viniéramos por parte por donde se pudiera echar sonda, tenemos para nosotros que no dejáramos de ver el fondo en treinta brazas. Fue tan grande el resplandor que muchos de los del navío no lo podían comprender, se cubrieron los ojos y cayeron de pechos encimas de las cajas y borde del navío; y lo demás que no se cubrieron los ojos fueron privados de vista por algún tanto de tiempo 191.
Los asustados tripulantes atribuyeron días más tarde este fenómeno a la erupción del volcán de la isla del Pico, en las Azores, que se inició a las 2 de
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Hay una copia de la declaración efectuada ante notario en Sevilla (20 de septiembre de 1562) (IVDJ, Envío 88, caja 124, f. 366).
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la madrugada del 21 de septiembre de 1562 con explosiones, temblores y relámpagos, pero se encontraban a nueve días de navegación del lugar, y la “estrella” se levantó por occidente, es decir, desde el punto opuesto al archipiélago atlántico. Es evidente que no se trataba de una bomba volcánica. ¿Un meteorito? Quizás. ¿Un objeto volante no identificado? Existen muchas descripciones de vuelos de ovnis luminosos (como la estrella era al principio de su vuelo), que concluyen con una división del objeto. Sea lo que fuera, los asustados tripulantes, al llegar a Sevilla, acudieron a presentar una declaración de lo sucedido ante notario. La Casa de la Contratación exigía que los marineros que hacían la ruta de las Indias informaran de cualquier incidente importante en la navegación, para evaluar el riesgo que pudiera suponer en el futuro. Este, sin duda, era el caso, pero entre los papeles del secretario regio Mateo Vázquez se conservan dos copias de su declaración. Resulta muy extraño. ¿Constituye una evidencia de que este suceso preocupó en Madrid, y que no se consideró sólo como una anécdota? Vázquez, que se había criado en Sevilla y cuyo cuñado era capitán de barco y mercader en la ciudad, pudo simplemente oír en el puerto hispalense la narración de este avistamiento luminoso, y de aquí provenir su interés, mas ¿por qué tenía una copia de la declaración notarial de los marineros de la nao “Nuestra Señora de la Cruz”? El suceso, sea lo que fuera, quedó sin explicación, y además el rey de España se encontraba por entonces preocupado por cuestiones más importantes e íntimas. Después de otros falsos avisos de preñado, en mayo de 1564 se confirmó públicamente el primer embarazo de su esposa, que vino acompañado de una serie de malestares físicos (vómitos, fiebres, jaquecas), que obligaron a los médicos a dar un diagnóstico poco claro sobre “algo en las entrañas de la Reina” que rechazaba al feto en crecimiento. Se le prescribió a la soberana un descanso casi absoluto, pero ya fuera por la débil constitución de Isabel, por una infección general, o por el pernicioso efecto de una serie de sangrías, el 12 de agosto abortó dos fetos femeninos. La reina estuvo a punto de morir en los días siguientes, quizá como consecuencia de una eclampsia. La corte se volcó en múltiples procesiones y rogativas para pedir por la salud de la soberana, y Felipe II dio muestras de su inequívoco amor, acompañando a la enferma día y noche. Sólo cuando el 21 de agosto la reina entró en una fase de convulsiones, se permitió a Vincent 212
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Montguyon, su médico, desplazar a los galenos españoles. El francés prohibió realizar nuevas sangrías y suministró a la enferma agárico, un polvo extraído de hongos, para purgarla. Ambas medidas tuvieron un efecto inmediato. Tras una crisis diarreica, Isabel de Valois volvió a sonreír. El embajador francés SaintSulpice escribiría a Catalina de Médicis el 7 de octubre de 1564, una vez que la reina se había recuperado definitivamente: Madame, el extremo placer que el rey su marido ha puesto en ello, no se puede decir ni imaginar más grande, y es parecido a todos en esta corte, y en el regocijo universal por toda España.
El embajador que escribió estas líneas a la reina Catalina, incluyó en su correspondencia más ejemplos de esta actitud tan sorprendente para él, pero que tenía ciertos antecedentes en la relación de Carlos V con Isabel de Portugal. La propia reina en las cartas a su madre se expresaba en el mismo sentido. Los embajadores venecianos, menos crédulos, creían que el rey era un poco hipócrita con su esposa, y que la engañaba continuamente, una opinión que no compartían los más interesados en saber la verdad, en especial el diplomático francés Raymond de Beccarie, barón de Fourquevaux. En el fondo, muchas de las opiniones críticas partían de la idea de que no era posible que un hombre de cuarenta años pudiera sentir un amor verdadero hacia una joven como Isabel de Valois. Esta idea parece un tópico común a lo largo de los siglos. No obstante, este tipo de rumores tenía también una indudable vertiente política, que no era otra que el interés por romper el estado de paz entre Francia y España.
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El inicio de la pesadilla: Flandes y don Carlos (1564-1568)
El año 1564 significó para Felipe II el inicio de un período turbulento tanto en lo político como en lo personal, que concluiría de manera dramática cuatro años después. Mientras todavía se dedicaba con esmero a la construcción de sus “reales sitios” y a cuidar de su esposa, negros nubarrones empezaban a advertirse en el horizonte. Los primeros indicios de la tormenta procedieron de Flandes. En mayo de 1559 Felipe había conseguido una bula pontificia para reorganizar la geografía eclesiástica de los Países Bajos. Su ejecución, con la creación de nuevos obispados y la desmembración de antiguas abadías y monasterios, indignó a la nobleza, que gozaba de numerosos derechos de presentación y de patronazgo eclesiásticos, ahora mermados. Pero el monarca se mostró inflexible, al igual que en España, donde al mismo tiempo propició una completa reforma de las órdenes religiosas. Roma no estuvo de acuerdo con estas últimas intenciones reformadoras, en especial porque Felipe II, al mismo tiempo, ignoraba los decretos de Trento al respecto, asegurando que eran insuficientes para la reforma universal de la Iglesia que pretendía. En 1565 el cardenal Pacheco, embajador ante la Santa Sede, no se recató en amenazar a la curia pontificia que “mirasen muy bien lo que hacían en este punto”, porque el rey “quizá se resolvería a limpiar sus reinos de esta pestilencia”. La muerte de Pío IV en diciembre de 1565 permitió allanar el camino en España, aunque no en Flandes, donde el conflicto sobre la geografía eclesiástica tenía otros motivos muy diferentes. Guillermo de Orange y los condes de Egmont y de Hornes se destacaron en la oposición a la reforma episcopal en los Países Bajos, personificando sus 215
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ataques en el obispo Granvela. Su ofensiva comenzó en julio de 1561 con una carta al rey. Felipe II defendió en un principio a su consejero, pero éste se encontró no sólo con las críticas de los nobles, sino también con la traición de su colaborador Renard y la falta de apoyo del partido ebolista. Ruy veía en el prelado una figura peligrosa para su poder político. Sin duda, se trataba de una de las grandes personalidades de la época, ante la que palidecía el propio Éboli. No sólo su mayor experiencia en los asuntos políticos le convertía en un consejero con gran capacidad de trabajo y muy bien informado, sino que también disponía de una extensa clientela. Como mecenas Granvela era muy notable, y sus opiniones artísticas gozaban del aprecio del monarca. Para la privanza de Éboli era una amenaza. En consecuencia, desde España se apoyó a los nobles flamencos en su “cruzada” contra el cardenal. Cuando en 1563 Orange, Egmont y Hornes abandonaron sus asientos en el Consejo de Estado de los Países Bajos, con la amenaza de no volver mientras permaneciera en él su “enemigo”, a Felipe II no le quedó más remedio que pedir a Granvela que se trasladara al Franco Condado para atender los asuntos de su familia y patrimonio. Detrás de esta medida estaba el partido ebolista, que la justificaba como una manera de curar la llaga con medios dulces. El duque de Alba poco pudo hacer por su amigo. Disgustado por su desplazamiento en la toma de decisiones, se había retirado a sus tierras de Huéscar, cerca de Granada. Sin embargo, nadie mejor que él vio lo que ocurría, y no dudo en advertírselo al rey: Yo, señor, tengo por cierto que al cardenal le toman por cubierta del fin hacia donde ellos caminan, que es lo que tengo dicho, y que la ausencia del Cardenal, como no sea él la causa que los mueve, no los aquietará nada, antes pienso que estar allí el Cardenal todavía, con su presencia, remedia muchas cosas y tapa muchos agujeros.
Tan acertado análisis de la situación no fue admitido. Se ha discutido mucho sobre los orígenes de la rebelión de los Países Bajos contra Felipe II, inicio de la llamada Guerra de los Ochenta años (1568-1648) 192. 192 Geoffrey PARKER: El ejército de Flandes y el Camino Español (1567-1659). La logística de la victoria y derrota de España en la guerra de los Países Bajos, Madrid: Alianza, 2004 (1ª ed. inglesa, 1972), y España y la rebelión de los Países Bajos, Madrid: Nerea, 1989.
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Preguntas como ¿quién fue el responsable?, o ¿por qué perduró durante tanto tiempo la contienda?, han ocupado a la historiografía desde entonces. Hoy se tiende a disminuir la responsabilidad de Felipe II en el conflicto. Su inicial política de apaciguamiento pone de manifiesto que Orange y los otros nobles flamencos no estaban protestando contra un régimen tiránico o extranjero. Es posible que el príncipe de Éboli confiara demasiado en sus buenas relaciones con aquellos y no quisiera entender (como sí hizo el duque de Alba), que tras las protestas de la nobleza neerlandesa había una consciente imitación de otras revueltas muy cercanas, y que habían tenido un amplia repercusión en el desarrollo de la reforma protestante en el norte de Europa. Nos referimos a la liga de príncipes alemanes contra Carlos V, nacida en Chambord (1552), y a la rebelión de la nobleza calvinista escocesa, agrupada en torno a la liga Covenant, contra la regente María de Guisa (1557). Ambos episodios políticos habían sido un éxito, al reconocerse la libertad de culto en Alemania y en Escocia, siempre sobre la base de un incremento del poder de la nobleza sobre la autoridad regia. No otra cosa se pretendía alcanzar en los Países Bajos. Orange había proyectado trasladar estos modelos políticos a Flandes, confiado en que a Felipe II, desde España, le sería imposible oponerse a su rebelión. Era obvio que el éxito de este movimiento se cifraba en gran parte sobre el aislamiento geográfico y la necesaria connivencia francesa, inglesa, escocesa y alemana. En definitiva, se trataba de obligar al rey, con una política de hechos consumados, a reconocer la libertad religiosa en los Países Bajos como ya antes se había logrado en Alemania y Escocia, e incluso parecía que se estaba logrando en Francia, ante la debilidad como regente de Catalina de Médicis. En la corte de España se era muy consciente acerca de la imposibilidad de trasladar un ejército hasta Flandes, y esto influyó para buscar una vía negociada que solucionara el conflicto. Además, durante estos años los recursos de la Monarquía estaban volcados en la guerra contra turcos y berberiscos en el Mediterráneo. Tras el fracaso de las negociaciones con Solimán el Magnífico para establecer una tregua, una serie de derrotas se habían sucedido con un menoscabo de la “reputación” de España mucho mayor del que se había pretendido evitar en 1558. En este año, una expedición enviada desde Orán para conquistar Mostaganem fue aniquilada; en 1560 otra fuerza naval, que tenía como objetivo 217
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recuperar Trípoli, fue atacada por la flota otomana en la isla tunecina de Djerba, donde centenares de soldados fueron abandonados; y en La Herradura una tormenta echó a pique buena parte de la flota de galeras de España. En este contexto, no era posible responder con la debida firmeza a los planes de Orange en Flandes. La situación en el Mediterráneo empezó a cambiar tras el socorro a Orán en 1563. La ciudad norteafricana, bajo dominio castellano desde 1509, fue liberada del asedio turco por una nueva flota de galeras, construida con gran celeridad. La noticia fue acogida en España con una alegría inusitada, no tanto porque fuera una gran victoria militar, sino por el heroísmo de los sitiados, la rapidez demostrada en el auxilio y la conciencia posterior de que el socorro de Orán supuso un punto de inflexión en el curso de los acontecimientos en la pugna con los turcos en el Mediterráneo. Tras este socorro, se ordenó la conquista del Peñón de Vélez, que cayó en poder de España tras una breve operación naval y terrestre. Cuando en 1565 la flota otomana trató de contrarrestar los éxitos de la flota cristiana con la conquista de la isla de Malta, la llegada de refuerzos desde Sicilia y Nápoles logró liberar del asedio a los caballeros hospitalarios, sus defensores 193. Los triunfos en el Mediterráneo coincidieron con algunos cambios en el ámbito de las pugnas dentro de la corte. Era evidente que la victoria política del príncipe de Éboli sobre sus dos grandes oponentes, Alba y Granvela, había suscitado una gran inquina contra su persona. Aunque Valdés con su acción inquisitorial había logrado desacreditar en el aspecto religioso a los ebolistas, Felipe II (quién había compartido las mismas ideas espirituales) no creyó necesario prescindir de quien había sido su amigo y consejero más fiel. Al contrario, el poder político de Éboli fue acrecentado. La actitud negociadora con respecto a las protestas de la nobleza flamenca era sólo un ejemplo. En consecuencia, los partidarios del duque decidieron responder con una nueva arremetida, y no tardaron en encontrar un punto débil para su golpe: el secretario Eraso. A principios 193 Sobre el asedio de Malta en 1565, Fernand BRAUDEL: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, 2 vols., México: Fondo de Cultura Económica, 1981; y Arnold CASSOLA: El gran sitio de Malta de 1565: una aproximación histórica desde la Maltea de Hipólito Sans, Valencia: Tilde, 2002.
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de 1563 se realizó una “visita” a los ministros y oficiales de las Contadurías Mayores de Hacienda. Estas visitas eran un procedimiento habitual de control, pero fue aprovechada para denunciar las prácticas administrativas de Eraso. El secretario fue acusado por otros compañeros de abusos en su oficio, de aceptar dádivas de los banqueros y de desviar fondos para su persona. Él nunca creyó que sería condenado, pero en 1566 Eraso fue condenado a la pérdida de sus oficios en el Consejo de Hacienda, acusado de varias prácticas corruptas en su gestión, y el partido ebolista sufrió otro duro golpe cuando Gonzalo Pérez falleció, en abril de 1566. Desde Roma, Luis de Requesens escribía compungido al duque de Alburquereque: la muerte de Gonçalo Pérez salió çierta y en verdad que sin hazer agrauio a nadye perdió el Rey el mejor ministro de su offiçio que tenía y yo uno de los mayores amigos que en mi vida tuve, y assi lo he sentido infinito 194.
A estas pérdidas entre los ministros reales se unieron las alarmantes noticias que llegaban sobre la situación religiosa en los Países Bajos. El príncipe de Éboli se vio en una situación insostenible, pues eran conocidas sus relaciones con la nobleza neerlandesa. El retiro de Granvela no había terminado con la oposición de la nobleza a la política real, sino que la había acrecentado, tal y como Alba había previsto. El error de cálculo inicial tenía que ser corregido. Ya en 1565 Felipe II se había negado a aceptar las peticiones de la nobleza flamenca sobre una mayor libertad religiosa, lo que empujó a la firma del Compromiso de Breda entre la nobleza católica y ciertos sectores calvinistas. Un año después se reunió en Amberes un sínodo calvinista, y el aumento de la tensión llevó finalmente a los graves desórdenes iconoclastas de 1566. Esta revuelta tomó por sorpresa al monarca, y probablemente también a muchos de los contestatarios nobles neerlandeses. En el continuo ambiente de conflicto institucional incitado por Orange y su grupo, los radicales vieron su oportunidad. Se calcula que no fueron más de un millar los implicados en la destrucción de imágenes religiosas, y aunque después la nobleza colaboró en la represión del levantamiento y mostró su
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Luis de Requesens a Gabriel de la Cueva (Roma, 18 de mayo de 1566) (IVDJ, Envío 9, f. 61).
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apoyo a Margarita de Parma, el efecto de estos desmanes en España fue demoledor. Probablemente lo que buscaban los autores de aquella “furia iconoclasta” no era otra cosa que terminar definitivamente con el diálogo. Como en Alemania, en Escocia y en Francia (donde la guerra civil era un hecho desde 1560), había llegado el momento de la ruptura. En este nuevo contexto, la moderación del privado portugués fue entendida como la causa de que la situación se descontrolara en los Países Bajos. En las calles de Madrid el odio a los flamencos era tan grande, que uno de estos afirmó: “no osamos aparecer entre gentes”. Felipe II estaba decidido a intervenir de manera definitiva y violenta. Se había llegado demasiado lejos por parte de la nobleza y de los calvinistas neerlandeses. El compromiso de Breda era ya conocido en la corte, donde el duque de Alba retornó y empezó de inmediato a desplazar a un desacreditado Ruy Gómez como consejero del rey. En la primavera de 1567 el duque aceptó el mando de una gran ejército para aplastar la rebelión flamenca, tal y como había aconsejado, e incluso el rey comenzó a hacer preparativos para un próximo viaje a los Países Bajos, una vez que su general hubiera impuesto el orden. Mientras tanto Margarita de Parma, que había logrado controlar los desórdenes, aplastaba en marzo al grueso de las tropas rebeldes en Oosterweel. Para mayo estaba claro que ya no era preciso enviar los 70.000 hombres que el duque calculaba necesarios para emprender su campaña; sólo 10.000 le esperaron finalmente en el Milanesado. Su ruta hasta Flandes transcurrió por una estrecha franja de tierra, fronteriza entre Francia y Alemania: el “Camino español”, creación estratégica de Alba y que permanecería en activo hasta 1622. Mientras el príncipe de Orange y muchos calvinistas huían, el ejército real alcanzaba en agosto las cercanías de Bruselas. El 5 de septiembre se organizó una junta especial, denominada el “Tribunal de los Tumultos”. Había llegado el momento de depurar a todos aquellos que habían tenido alguna relación con los disturbios. Cuando Egmont acudió a entrevistarse con el duque, éste le recibió con las palabras: “Veis aquí a un gran hereje”, que los presentes tomaron como una muestra del humor amargo del veterano militar. No era una broma. Aunque Egmont y su amigo Hornes alardeaban de que nada habían hecho que fuera traición y de que su ortodoxia religiosa era incuestionable, no fueron capaces de comprender que 220
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Felipe II les consideraba como los instigadores de la conspiración nobiliaria contra su autoridad. Alba había llegado con la orden expresa de prenderles sin ruido. Ejecutó la orden regia el 9 de septiembre de 1567. Ambos nobles fueron invitados a cenar a su posada, con la excusa de discutir unos planos para la ciudadela de Amberes. Al final de la reunión, Sancho Dávila, uno de los oficiales de Alba, le pidió a Egmont que se quedara un poco más. Cuando el resto de los invitados se marchó, fue detenido. Su amigo Hornes fue interceptado en el patio por un grupo de soldados y conducido también a prisión. En España también eran detenidos Jacques Vandesesse, un caballero flamenco que servía en la cámara del rey acusado de ser un espía del príncipe de Orange, y Floris de Montmorency, barón de Montigny, representante de la nobleza neerlandesa en Madrid, implicado en pactos con los hugonotes franceses. Margarita de Parma protestó estas medidas con gran vehemencia, la respuesta de Felipe II fue aceptar su dimisión, tantas veces reiterada, el 13 de septiembre. Un ambiente de moderado miedo se extendió por los Países Bajos, ante el desconocimiento sobre los planes que se tenía previsto ejecutar. El duque de Alba fue nombrado como nuevo gobernador. Su misión era limpiar la administración de elementos rebeldes y reprimir la herejía, antes de que el rey llegara. Pensaba lograrlo en un plazo de seis meses, recibir al monarca en un puerto del Canal de la Mancha y, como en otras ocasiones, volver victorioso a España. Estaba convencido de que esta vez (desacreditado Éboli) consolidaría de manera definitiva su poder político. Desconocía, sin embargo, que al partir para Flandes comenzaba un conflicto que duraría casi un siglo, y tampoco parecía ser consciente de que si Felipe II había sacado alguna conclusión interna del desprestigio de la facción ebolista, era la de que este desprestigio se extendía a todo el sistema bipartidista de gobierno que había dominado la escena política española durante la primera mitad del siglo XVI. El rey había decidido romper con este esquema, y por sorpresa otorgó toda su confianza al prelado Diego de Espinosa y al denominado proceso confesionalista (1565-1572), que terminaría por dar al reinado de Felipe II ese “tinte” tan extremadamente católico 195. 195
José MARTÍNEZ MILLÁN: “En busca de la ortodoxia: El Inquisidor General Diego de Espinosa”, en J. MARTÍNEZ MILLÁN (dir): La Corte de Felipe II..., op. cit., pp. 189-228
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Espinosa era un clérigo segoviano, doctor en Derecho, que había realizado una larga carrera en las audiencias y chancillerías de Castilla, los tribunales de la época. Al rey le agradaba este modelo de burócrata culto, leal y con gran experiencia y formación jurídica, quizá porque se avenía muy bien con su estilo de gobierno. En 1565 recibió con asombro su nombramiento como presidente del Consejo Real, pero al año siguiente ya se le admitió en el Consejo de Estado y pronto sustituyó a Fernando de Valdés como Gran Inquisidor. Obispo de Sigüenza y cardenal, fue el hombre sobre el que recayó toda la confianza regia a partir de 1567, en especial para abordar con éxito la reforma de la administración real. En 1566 el secretario Gonzalo Pérez ya había criticado como trataba el rey los asuntos de gobierno, porque tenía la costumbre de discutirlos con diferentes personas, de manera que, al final, no era asombroso que las decisiones se dilataran demasiado en el tiempo, o que se dictaran órdenes contradictorias. Con la elección de Espinosa como una especie de superintendente general, Felipe II quiso tratar de poner orden en la administración de la Monarquía. Su designación tuvo, en un principio, efectos muy positivos, pues los asuntos de Estado se agilizaron enormemente. Su eficiencia sorprendía a todos, así como su incansable labor en los negocios: se decía que, por vez primera, al final de la jornada los porteros del Consejo se encontraban vacías las salas, antes siempre repletas de peticionarios. Los disturbios de Flandes coincidieron en el mismo año con una grave crisis dentro de la familia real, que afectaba a la sucesión al trono. Y es que, por un lado cada vez se hacía más evidente la nulidad como heredero del príncipe don Carlos y, por otro lado, se confirmaba la incapacidad de la reina Isabel de Valois para proporcionar otro descendiente varón. Entre 1564 y 1568 los acontecimientos se precipitarían en ambas cuestiones hacia un final dramático, que llegaría a formar parte fundamental de la leyenda negra de Felipe II, acusado de haber hecho asesinar a su esposa y a su propio hijo. Para el rey, en cambio, supuso uno de los episodios más dolorosos de su vida. Quizá sea preciso volver algunos años hacia atrás para comprender la evolución posterior de los hechos. En octubre de 1561, tras instalarse la corte en Madrid, Felipe II había decidió que don Carlos continuara su educación en Alcalá de Henares, junto con sus jóvenes parientes Juan de Austria y Alejandro Farnesio. La villa universitaria se 222
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había escogido como lugar de residencia no sólo por su cercanía a Madrid o por el gran nivel de sus estudios, sino también por la salubridad de su clima. El príncipe llevaba varios años enfermó con fiebres palúdicas intermitentes. Incluso se había pensado en los meses anteriores que lo más conveniente era su traslado a alguna localidad costera, como Gibraltar, Málaga o Murcia, donde los aires del mar despejarían sus pulmones. Finalmente se optó por Alcalá. El heredero viajó acompañado de su maestro Honorato Juan y pertrechado con la Diana de Jorge de Montemayor y los sonetos de Garcilaso de la Vega 196, pues sus defectos físicos y mentales no eran incompatibles con una gran conciencia sobre su dignidad personal y con un insaciable deseo de saber. El hijo de Felipe II fue, por encima de sus defectos, un príncipe culto y un mecenas que cultivaba con esmero su imagen personal y social, en clara competencia con su padre. Sin embargo, no cabe duda de que el accidente que sufriría en Alcalá de Henares, en abril de 1562, terminó por desequilibrar definitivamente su mente. Es conocido que, mientras perseguía a una mozuela de la servidumbre, tropezó escaleras abajo y se golpeó la sien. La herida era profunda, no tardó en infectarse y los médicos reales nada pudieron hacer para detener sus consecuencias: la cabeza se le hinchó de modo desmesurado y no sentía una de sus piernas. Felipe se trasladó a Alcalá de Henares para estar al lado de su hijo y vigilar su curación. Las semanas pasaron sin ninguna mejoría. Desesperado, el propio rey aceptó que se trajera de Valencia a un curandero morisco, el Pinterete, un charlatán que decía curar con ungüentos secretos. Evidentemente, su mágico remedio no dio resultado. Es posible que hasta aquellos momentos tan dramáticos padre e hijo no hubieran estado tan unidos afectivamente. Felipe II no se separaba de su lecho más que para lo indispensable, don Carlos deliraba, otras veces parecía recobrar la razón y entonces le pedía a su padre que no se apartara de su lado, o le confesaba que “si sentía morir era por no poder llegar a ver a su hermanito”, el futuro hijo de la reina Isabel, entonces embarazada de nuevo. El monarca estaba desencajado por el dolor; testigos de estas escenas, como el embajador de Florencia, escriben: 196
Libranza a Pedro Ordoñez desde 29 de octubre de 1561 hasta 31 de diciembre de 1562 (AGS, CMC, 1ª época, leg. 1121, s/f ).
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Felipe II: La mirada de un rey Ver al Príncipe con la palidez de la muerte en el rostro era digno de compasión, pero ver al gran rey servir incesantemente a su hijo, con los ojos llenos de lágrimas, eran espectáculos capaces de hacer llorar a las piedras.
El 8 de mayo los médicos confirmaron lo inevitable de la muerte, don Carlos estaba en estado agónico. El doctor Andrea Vesalio resolvió entonces realizar un último intento: una trepanación del cráneo. Muy pocos creyeron en su utilidad, pero la intervención ayudó a reducir la inflamación del cerebro. A los pocos días empezó a dar síntomas de una franca mejoría. Pinterete no dudó en apropiarse de la curación, pero tanto don Carlos como Felipe II terminaron por atribuir el “milagro” a la intervención de fray Diego de Alcalá, un franciscano cuyos restos, adorados por los alcalaínos, fueron llevados junto al lecho del príncipe durante estos días. Tras recuperarse de su herida, se decidió que el heredero retornara a Madrid. La sucesión a la Corona había estado a punto de sufrir un grave contratiempo y Felipe II inició de inmediato negociaciones para casar a su hijo. Desde Francia se propuso como esposa a la princesa Margarita de Valois, hermana de la reina Isabel; desde Austria, a la archiduquesa Ana de Austria; y en España había incluso quien aconsejaba que Carlos se casara con su tía, la princesa Juana. Era una propuesta sorprendente, pero que se ajustaba a la evidente insania mental del aquel. En caso de que llegara al trono, a su lado debía estar no una niña extranjera, sino una mujer con experiencia en el gobierno. Don Carlos, en cambio, mostró pronto gran preferencia por su prima Ana, la hija mayor del emperador Maximiliano II y de María de Austria, que había nacido en Cigales en 1549, pero no parece que fuera ni el parentesco estrecho, ni el origen español lo que atraía a don Carlos, sino la posibilidad de pugnar por la corona imperial. Su interés por las cuestiones alemanas se tradujo en el deseo de aprender la lengua germánica, para lo que contrató en 1566 como preceptor a cierto Luis de Morisocte, quien adquirió para el príncipe una selecta colección de libros en alemán para ilustrar su aprendizaje como futuro Sacro Emperador. Es muy posible que al emprender estas negociaciones matrimoniales Felipe II se viera influido por los rumores populares que, con ocasión del accidente de su hijo, expresaban el temor a que el trono pasara a alguno de los archiduques austriacos, sobrinos del monarca. Ya en 1562, en sus cartas a Viena, Octavio Landi, 224
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agente del emperador Fernando I, se asombraba del enrarecido ambiente sucesorio que se respiraba en la corte madrileña, tanto que se alegraba ante la noticia de la llegada del archiduque Carlos, hijo del emperador y de visita de cortesía en España, porque si el rey y el príncipe hubieran muerto antes, el pueblo habría llevado al trono a don Juan de Austria, el hijo bastardo de Carlos V reconocido por Felipe II en 1559. El 18 de septiembre de 1562 escribía de nuevo al emperador, tras la curación de don Carlos, que la gente decía que deberían darse gracias a Dios públicamente, por haberse librado España de príncipes alemanes y bohemios. Sin embargo, el diplomático advertía que el caso podría plantearse de nuevo, pues el príncipe había quedado “storditto e stuppefatto”, de manera que apremiaba a traer pronto al reino a otros archiduques niños, para que se ganaran el afecto del pueblo y se lo quitaran al príncipe don Juan 197. La coincidencia de su llegada con el grave accidente del heredero desató de nuevo las sospechas sobre ellos. Estas combinaciones sucesorias eran las que Felipe II trataba de evitar con el matrimonio de don Carlos. No obstante, el propio rey, quizá cada vez más consciente de los delirios de su hijo, había solicitado en 1561 a Maximiliano de Austria que permitiera se educaran en España algunos de sus hijos. Primero llegaron en 1564 los archiduques Rodolfo y Ernesto, y en 1570 vinieron sus hermanos Alberto y Wenceslao, en sustitución de los anteriores, que regresaron a Alemania. Su estancia en Castilla no sólo garantizaba que recibirían una educación católica (aunque su padre fuera medio luterano), sino que también serviría para adaptarles a las costumbres españolas, en caso de que uno de ellos fuera llamado a la sucesión. No era la mejor de las soluciones, pero los acontecimientos casi terminaron por convertirla en un hecho. En 1568 don Carlos daba ya muestras de haber emprendido un camino sin retorno hacia la locura. Si el rey había tenido la esperanza de que con los años sus defectos se atenuaran, finalmente quedó claro que era una falsa esperanza. El hecho que definitivamente decidió a Felipe II a actuar contra su hijo fue la evidencia de su implicación en el apoyo a los nobles neerlandeses rebeldes. Don 197 Pedro VOLTES: Documentos de tema español existentes en el Archivo de Estado de Viena, 2 vols., Barcelona: Instituto Municipal de Historia, 1964, I, p. 65. Octavio Landi a Fernando I (18 de septiembre de 1561).
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Carlos, en su paranoica megalomanía, había llegado a concebir una burda conjura contra su propio padre, en especial cuando se enteró de que el duque de Alba había sido escogido para ir a Flandes, y no él. Ciego de ira trató de apuñalar al veterano militar en una estancia de palacio, pero éste logró reducirle. El príncipe había llegado al extremo de sus delirios: preparó en secreto un viaje a Flandes, llamó en su ayuda a los grandes de Castilla e incluso trató de involucrar a don Juan de Austria en un plan para derrocar al rey. Siempre habían sido amigos y el propio don Juan se había fugado en 1565 de la corte para ayudar en la liberación de Malta. ¿Por qué no escapar ahora juntos a Flandes? Era tan evidente la locura del heredero que el bastardo no dudó en informar de estos descabellados planes. A Felipe II ya sólo le quedaba tomar la más dolorosa de las decisiones, reconocer la enfermedad mental de su hijo y encerrarlo como tal. A las once de la noche del 18 de enero de 1568 don Carlos era detenido en sus habitaciones del Alcázar, en presencia de su propio padre, quien, temiendo una nueva reacción violenta de su hijo, llevaba una cota de mallas bajo el jubón, casco y espada. Tanta preocupación fue innecesaria, pues el príncipe estaba dormido y no pudo alcanzar las armas que tenía al lado de su lecho. Desde aquella noche permaneció recluido en sus aposentos del Alcázar, sólo saldría como un cadáver el 24 de julio del mismo año. Su cuerpo, debilitado por una inicial huelga de hambre, pero zaherido principalmente por la enfermedad mental, que le llevó a intentar lesionarse, no resistió el encierro. El sentimiento popular ante esta muerte fue recogido en un conocido epitafio, atribuido a fray Luis de León: Aquí yacen de Carlos los despojos: la parte principal volvióse al cielo, con ella fue el valor; quedóle al suelo miedo en el corazón, llanto en los ojos.
Para el autor de estos versos el hijo único de Felipe II y de su primera esposa María de Aviz 198, era el heredero, la garantía de la continuidad dinástica y la esperanza de un pueblo que, con su fallecimiento, temía el ascenso al trono de 198 La biografía de Gachard sigue siendo la más completa, a pesar de haberse publicado por vez primera en 1863. Empleamos una tradución española reciente (L. P. GACHARD: Don Carlos y Felipe II..., op. cit.).
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uno de los archiduques bohemios y el inicio de una nueva “caída de España”. La historiografía actual ha quitado todo viso de verosimilitud a la idea de que el rey tuviera intención de matar a su hijo. Su propósito era encerrarle de por vida, al igual que se había hecho con la reina Juana, cuya débil salud mental parecía haber heredado el príncipe, y alejarle de las cuestiones políticas, cortando de raíz posibles conflictos armados dentro de España, como las Comunidades en el inicio del reinado de Carlos V. A pesar de su locura, el rey nunca olvidó a su hijo. Continuó el proceso que éste había iniciado para lograr la canonización de fray Diego de Alcalá, reconocida por Roma en 1588, siguió adelante con algunos de los proyectos bibliográficos que Carlos había emprendido, como la adquisición de la biblioteca de Diego Hurtado de Mendoza y, cuando se decidió el diseño de los grupos escultóricos en bronce que flanquean el presbiterio de la basílica de El Escorial, el rey quiso incluir al príncipe entre las estatuas que formaban su conjunto funerario. Allí le podemos ver todavía, orando tras su padre, esperando ambos que Dios se apiade de sus pecados. La prisión y muerte del príncipe sumió a la Monarquía en uno de los más graves problemas políticos de la época: las crisis sucesorias. Tras el aborto sufrido en 1564, Isabel de Valois había sido incapaz de dar un hijo al rey. Para disculpar la situación, se recordaba en la corte que su madre, la reina Catalina, había tardado diez años en quedarse embarazada del rey de Francia, pero esto no redujo la presión sobre Isabel, tanto dentro de España como desde la corte francesa, donde se valoraba como una importante baza política que diera a luz un hijo. Se recurrió a ungüentos, baños y ciertas pócimas, con que favorecer su fertilidad, si bien de mayor resultado parece ser la intercesión de san Eugenio. Felipe II había conseguido que los restos incorruptos de este santo, primer arzobispo de Toledo, fueran trasladados desde la iglesia de san Denis, en París, a España. Con gran aparato y pompa los restos viajaron camino de Toledo, y en Getafe la reina Isabel salió a adorarlos, pues se decía que san Eugenio amparaba los buenos partos. El 14 de noviembre de 1565 se produjo este devoto encuentro. La reina se arrodilló ante la urna y rezó por un milagro, prometiendo que pondría el nombre del santo al hijo que tuviera. Un mes más tarde se anunciaba que estaba embarazada. Como en el caso de la milagrosa curación del príncipe Carlos, tampoco aquí se dudó de la intervención del Cielo. Felipe II se volcó en atenciones a su 227
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esposa, que no cesaron ni siquiera en el momento del alumbramiento. Todos los médicos (quizá influidos más por el ambiente social que por convicción) vieron signos evidentes de que el feto sería un varón. Su gestación transcurrió sin ningún tipo de problemas, de modo que en mayo de 1566 no hubo inconvenientes para que la pareja real viajara a Balsaín. En el palacete campestre se dispusieron ambos a esperar el momento del parto. Aquí fue donde el pintor Juan Gutiérrez recibió el encargo de labrar una “cuna de viento” (una cuna alta con un pequeño dosel y cortinillas en los laterales) y una “cama de campo”, o portátil, para el retoño que venía. Desde 1545 no se había ocupado una cuna en la corte española. En las últimas horas de la tarde de 11 de agosto, la reina comenzó a quejarse de las primeras contracciones. Entonces el soberano tuvo un comportamiento insólito e impropio de la realeza hasta entonces (y mucho después), al permanecer al lado de su esposa durante el parto: Se ha mostrado el mejor y más afectuoso marido que se pueda imaginar, ya que en la noche de los dolores y del parto jamás abandonó una de las manos de la dicha Señora, confortándola e infundiéndole valor de la mejor forma posible. Y poco antes de las grandes sacudidas, él le dio de su propia mano la bebida que vos, Señora, habíais mandado; y que tuvo tanto poder que la Señora parió sin haber sentido apenas dolor, tanto que dijo: “A Dios gracias, el trabajo de parir no es tan penoso como yo lo había supuesto”.
Por fin, a las dos de la madrugada, Isabel de Valois dio a luz a una niña, pero no al anunciado varón. La nueva infanta recibió el nombre de Isabel Clara Eugenia. La desilusión embargó a los cortesanos, si bien el rey lo disimuló cuanto pudo, y más cuando diez días después su esposa sufrió unas fiebres que hicieron temer que siguiera el mismo camino que María de Aviz veinte años atrás. Bautizada diez días más tarde, la nueva infanta (llamada así en honor a su madre, a su abuela la emperatriz, a la santa del día y a san Eugenio) fue muy bien recibida por su padre, quizá por la cercanía con que asistió a su nacimiento, o porque hacía muchos años que no había podido experimentar la alegría de ser padre. Incluso pretendió en el día del bautizo llevar a su hija en brazos hasta la pila bautismal, rompiendo con la tradición de que fueran su nodriza o una comadrona las encargadas de esta tarea. Temeroso de su escasa habilidad, el rey ordenó la construcción de un muñeco con el que ensayaba. Sin embargo, al 228
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final, dada su torpeza y ante el riesgo de que la infanta se pusiera a llorar, renunció a su deseo para evitar una falta de decoro cortesano. Estos sentimientos dulcificaron la inicial desilusión regia, de modo que años después Isabel sería la hija más querida por Felipe II, y quien iba a acompañarlo hasta los últimos días, pero con el retorno de la corte a Madrid fue inevitable que se incrementaran las prisas del rey por engendrar un hijo varón. En febrero de 1567 se confirmaba que Isabel de Valois estaba nuevamente encinta. Pero tampoco esta vez hubo suerte, el 6 de octubre nacía en el Alcázar de Madrid una segunda hija, bautizada con el nombre de Catalina Micaela, por su abuela la reina de Francia y por coincidir su nacimiento con la octava de san Miguel. María Álvarez de Porras, la experta matrona que asistió al parto, recibió unos cuantiosos honorarios. Felipe II, una vez más, se esforzó por aparentar una gran alegría, pero era evidente la decepción que la nueva infanta había provocado entre los más cercanos colaboradores del rey. Al menos, la reina se recuperó con rapidez de su puerperio, lo que hacía concebir grandes esperanzas acerca de su capacidad procreadora. Ella era todavía muy joven y podía dar muchos hijos al rey. A finales de 1567 circuló con insistencia un rumor sobre otro embarazo regio, que se renovó a comienzos del año siguiente, ante algunas indisposiciones de Isabel. En medio de tales rumores y chismes, parece que nadie logró presagiar los terribles acontecimientos que ocurrirían al inicio de 1568, con la prisión del príncipe. El nacimiento de las infantas permitía a Felipe II tomar esta decisión con cierta tranquilidad, pues en principio no se vería obligado a recurrir a sus sobrinos austriacos como garantía de la sucesión dinástica. Además, en junio de 1568 se hizo evidente que la reina estaba de nuevo encinta. Su estado de salud, no obstante, pronto se tornó en motivo de preocupación. Isabel sufría de continuos vómitos, mareos, tos y falta de apetito. Los médicos creyeron encontrarse ante una afección tuberculosa, si bien, sencillamente y por desgracia, aquellos síntomas eran el preludio de una preeclampsia. Los remedios recetados por los galenos de la corte sólo sirvieron para agravar la enfermedad, incrementando la presión arterial de la reina y el mal funcionamiento de sus riñones 199. 199
Sobre la vida y salud de la reina, Antonio MARTÍNEZ LLAMAS: Isabel de Valois. Reina de España. Una historia de amor y enfermedad. Madrid: Temas de Hoy, 1996.
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El rey, sometido al terrible desgaste psicológico de la muerte de su hijo, decidió “huir” en agosto a El Escorial para comprobar la marcha de las obras. Allí, una noche hizo que le sacaran en litera para rodear el edificio en construcción, iluminado por miles de lámparas de aceite. Entonces, según los testigos, una emoción incontenible le arrasó los ojos de lágrimas. El hombre que había soportado con estoicismo los rudos golpes de los meses anteriores, no pudo ser esta vez dueño de sus emociones. Lejos de la corte, en la penumbra de aquella fresca y estrellada noche, aquella visión le proporcionó un íntimo y necesario momento de alegría, lo que resulta muy elocuente sobre su estado de ansiedad. El retorno a Madrid no pudo ser más desalentador. Los médicos reales no se ponían de acuerdo sobre el tratamiento a seguir con la reina. A mediados de septiembre un cólico renal la postró en cama. Al cólico le siguió una infección de orina, no era posible bajar la fiebre y en octubre la propia Isabel solicitó hacer testamento. Felipe II acudió a su lado, y en un momento de sosiego logró algunas fuerzas para expresarle su dolor “por no dejar un hijo heredero, que con su vista y sucesión mitigará el dolor que de mi muerte se recibe”, y para encomendarle el cuidado de sus dos hijas. Isabel de Valois estaba en el quinto mes de gestación, tenía veintidós años, y la fatalidad de su destino se consumó el 3 de octubre de 1568 a mediodía, tras abortar un nuevo feto femenino, que vivió poco más de una hora, la reina murió de madrugada. Esa misma noche Felipe II acudió acompañado de Juan de Austria a rezar y llorar junto al cadáver, amortajado, colocado en un ataúd y rodeado de un bosque de velas. El rey, viudo otra vez, se retiró después al monasterio madrileño de san Jerónimo en un estado de aturdimiento. El 11 de octubre se recibía en el ayuntamiento de Madrid una carta de Felipe II solicitando a la villa que se aparejara para celebrar los funerales: El Rey. Concejo, justicia, regidores, caballeros, escuderos, oficiales y hombres buenos de esta noble Villa de Madrid, habiendo sido servido Dios de llevar para sí a la Serenísima Reina doña Isabel, mi muy cara y muy amada mujer, como quiera que Nos debemos en todo conformar con su santa voluntad, podéis bien considerar el dolor y sentimiento que de este caso a mí me queda. Fue su muerte domingo a las tres de este presente mes, como deberéis saber, después de haber recibido con gran devoción los Santos Sacramentos. Y haciendo fin tan cristiano 230
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El inicio de la pesadilla y católico, que con mucha razón se debe esperar en la misericordia de Dios, la llevó para gozar de él perpetuamente, que nos es y debe ser gran consuelo en este trabajo, de que os habemos querido dar aviso y encargaos que, como tan buenos vasallos nuestros, hagáis hacer en esa ciudad las honras y exequias y las otras demostraciones de lutos y sentimiento que se acostumbra, que en ello nos serviréis.
El entierro de la reina constituyó el primer gran evento regio de este tipo que tuvo Madrid como escenario. Felipe II no asistió, encerrado todavía en san Jerónimo. Los sucesos de Flandes, la locura de don Carlos y la muerte de la reina Isabel sin dejar hijos varones parecían confirmar el derrumbamiento de la Monarquía Hispánica erigida en época de los Reyes Católicos y que su bisnieto se había propuesto fortalecer cuando ascendió al trono en 1556. No faltaron para ayudar a la difusión de este sentimiento los peores augurios de alquimistas, beatas y visionarios. Todo parecía conjurarse contra el rey en aquel aciago año de 1568.
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“Ad Dei laudem et gloriam” (1569-1572)
Con esta mesiánica leyenda iniciaba el secretario Antonio Gracián Dantisco su dietario el 1 de enero de 1573. Desde el año anterior sus ocupaciones como secretario del rey le habían llevado a redactar un detallado diario de su trabajo burocrático, donde anotaba los trámites que realizaba con los correos, despachos y memoriales llegados a su mano. Se trata de un documento precioso sobre el funcionamiento del gobierno de la Monarquía en los años setenta. La devota frase con la que el secretario daba inicio a su dietario expresa con claridad su rotunda fe acerca de la importancia de su labor al lado del monarca más poderoso de la Cristiandad, y de como su política estaba dirigida a la mayor alabanza y gloria de Dios. Su optimismo provenía de los acontecimientos acaecidos en el año previo de 1572, que ha sido considerado como uno de los años claves del reinado de Felipe II. Hacía dos años que el rey se había casado con su sobrina la archiduquesa Ana, uno solo había pasado desde la victoria de Lepanto, y 1572 fue el año en que se inició la etapa principal de la revuelta neerlandesa y el año de la matanza de hugonetes en París, en la noche de San Bartolomé. Un cierto mesianismo se había extendido por la corte de Madrid, lo que contrastaba de una manera muy clara con el ambiente de pesimismo con que se había cerrado el annus horribilis de 1568. ¿Cómo se produjo este cambio de actitud? Para responder, debemos mirar hacia atrás, casi de la misma manera que Gracián lo hacía cuando escribía esta sonora línea en su dietario. En el otoño de 1568, mientras el féretro de la reina Isabel era conducido con la adecuada pompa hasta la iglesia de las Descalzas Reales, en los caminos de los Países Bajos se agolpaba otro tipo de comitiva, más numerosa y marcial: 233
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los tercios viejos al mando de don Fernando Álvarez de Toledo, enviados para aplastar la rebelión calvinista. Muchos de aquellos soldados, como la reina, morirían en una guerra que pronto calificarían de sin sentido: “no entiendo esta guerra ni creo que nadie la entienda”, escribiría un capitán español desde Flandes en 1573. Un conflicto tan incoherente como lo había sido el fallecimiento de la reina Isabel, provocado por quienes más deberían haber velado por su salud: No puedo pasar delante [escribía en 1568 Sebastián de Horozco sobre su muerte] sin dar a entender en este caso el sentimiento que tengo y todo el mundo es razón que tenga, contra estos médicos, que si así es, como de hecho decimos y se dice por cosa muy averiguada, no se pueden excusar de culpa.
De igual manera que los galenos españoles fueron incapaces de acertar en el tratamiento que debían dar a la reina, los remedios “quirúrgicos” que Alba ejercitó para curar la infección de Flandes se mostrarían con el tiempo no sólo inútiles, sino inconvenientes, agravando el mal que se pretendía atajar. Tras su llegada, Guillermo de Orange huyó, refugiándose en su castillo de Dillemburg, desde donde organizó la resistencia. Los calvinistas desconfiaban de él, porque no les había apoyado en 1566, y la mayor parte de la nobleza y la burguesía, atemorizada por el funcionamiento del “Tribunal de los Tumultos”, se esforzó por romper lazos con el huido. En consecuencia, tuvo que buscar ayuda entre los príncipes luteranos alemanes y los hugonotes franceses, mientras se servía de las bandas organizadas por los famosos gueux de la mer, o mendigos del mar, y por los menos conocidos mendigos del bosque, para piratear en las costas neerlandesas y robar en los caminos. Ante la situación, Alba ordenó que ciertas tropas, enviadas a Francia para ayudar al rey Carlos IX contra los herejes, permanecieran en Cateau-Cambrésis: “Sería una burla –se justificó el duque– apagar el fuego de una casa vecina cuando la tuya está empezando a arder”. No se equivocaba. El 20 de abril de 1568 los rebeldes sitiaban Roermond, al sur de los Países Bajos, y si bien las tropas enviadas en ayuda de la ciudad aniquilaron al enemigo, en el norte ocurrió todo lo contrario: en Heiligerlee Luis de Nassau, hermano de Guillermo, derrotaba a las tropas españolas enviadas contra él. Era evidente que Alba debía tomar el mando de su ejército. Antes tuvo que hacer frente a una conspiración para asesinarle en el bosque de Soigny. 234
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“Ad Dei laudem et gloriam”
Algunos de los implicados, bien cargados de vino, descubrieron el intento. Su cabecilla, un partidario de Egmont, llamado Chiarlot, fue ejecutado. No tardaron en seguirle al patíbulo dieciocho nobles, procesados por el “Tribunal de los Tumultos”, y en la tarde de 5 de junio, ante una multitud sollozante, perecieron también decapitados con espada (de acuerdo con su alta condición nobiliaria) Egmont y Hornes. A continuación el duque de Alba marchó hacia el norte, en busca de Nassau. A finales de julio ambos ejércitos se encontraban en Gemimghen (Groninga). En los tercios había un gran deseo de venganza por los caídos en Heiligerlee, que se cumplió con creces: los catorce mil soldados neerlandeses, alemanes y franceses al mando de Nassau fueron exterminados, a pesar de estar sólidamente atrincherados. Era el 21 de julio de 1568. En Madrid, al mismo tiempo, el príncipe don Carlos, quien había pretendido en su megalomanía dirigir aquella rebelión, agonizaba sin remedio. Esta victoria fue saludada por entonces como el final de la rebelión de los Países Bajos. Aunque en España no era momento para grandes celebraciones, en Roma el Papa sí festejó la noticia con varias procesiones y un solemne Te Deum, agradeciendo a Dios que los Países Bajos se mantuvieran fieles a la Iglesia. En verdad, la situación no era tan halagüeña. El problema religioso no se había terminado de resolver y en Alemania Guillermo de Orange estaba reuniendo un nuevo ejército, gracias al apoyo de los príncipes luteranos y del rey de Dinamarca. En octubre de 1568 volvía a penetrar en Flandes con sus tropas. Alba ya había previsto la situación, guarneció sus tropas en las ciudades, impidiendo de este modo que prestaran apoyo al rebelde, hostigó con tácticas de guerrilla al noble rebelde y destruyó sus posibles lugares de avituallamiento. El invierno hizo el resto, y a los pocos meses el príncipe de Orange, tras lograr salir ileso de un intento de asesinato por medio de un tiro de arcabuz, huyó a Francia. Mientras tanto llegó a Bruselas un breve pontificio para reconciliar a los herejes y un amplio perdón para todos los implicados en la rebelión, excepto para los miembros de la familia Nassau. El duque de Alba pidió una vez más, y con insistencia, su retorno a España. Argumentaba que la campaña militar había terminado y que ahora era necesario un nuevo gobernador, un político; también recordaba sus problemas de salud. En realidad, lo que deseaba era volver para dirigir el gobierno de la Monarquía y hacer frente a la inesperada confianza que el rey había otorgado al obispo 235
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Felipe II: La mirada de un rey
Espinosa. En la corte, como era obvio, muchos se esforzaron por impedir el retorno del victorioso general, quien se quejaba con amargura al secretario Zayas: Si os he de decir verdad, hame derribado mucho los brazos ver que procuran algunos que están cabe Su Majestad hacerme saltar por la ventana, como en efecto saltaré si no se me envía sucesor; porque es recia cosa a un hombre de mi edad tenerle por fuerza en una provincia tan contraria a mi salud, si ya no es quererme acabar la vida...
No era Fernando Álvarez de Toledo el único que estaba a punto de “saltar por la ventana”. En España mucho tuvieron que hacerlo, y no de modo figurado, cuando en la nochebuena de 1568 los moriscos del reino de Granada se rebelaron violentamente. Los odios acumulados durante más de siete décadas de dominación castellana se desataron en pocos días contra los párrocos y vecinos cristianos que vivían en las Alpujarras, con asesinatos y terribles torturas, de las que algunos lograron escapar saltando por las ventanas. Los moriscos proclamaron su independencia y eligieron como “rey de Granada” a Fernando de Córdoba y Valor, un supuesto descendiente de los Omeya andalusíes. Retornado al Islam, tomó el nombre de Abén Humeya y trató de conquistar la ciudad de Granada. La estrategia del marqués de Mondéjar permitió salvar a la ciudad y derrotar al rey morisco a fines de enero de 1569. Los rebeldes se refugiaron entonces en la serranía alpujarreña, mientras desde Murcia el marqués de los Vélez arremetía sobre Huécija y la sierra de Gádor. En marzo Abén Humeya, derrotado, se encontraba aislado en lo más inaccesible del interior de las Alpujarras. Aunque los hechos posteriores desmintieran esta apreciación, era ya evidente que la rebelión morisca se había frustrado. Su supervivencia hasta 1570 se debió sólo a la orografía y a una tenaz resistencia, casi fanática. Esto fue entendido desde el principio por los potenciales aliados religiosos de los moriscos. Ni los reyes de Marruecos, ni los regentes berberiscos, ni los moriscos levantinos, ni el sultán turco ofrecieron su ayuda a unos rebeldes condenados, casi de antemano, al fracaso. Para Felipe II, en cambio, esto no era tan evidente. Los sucesos familiares y políticos de 1568 le habían dejado totalmente destrozado y la depresión anidó en su mente con una fuerza desconocida. Ya a principios de 1558, en los inicios de su reinado, había sufrido un episodio semejante, según destaca Parker (Felipe II. La biografía definitiva, p. 149). Escribiría al duque de Feria: 236
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“Ad Dei laudem et gloriam” También yo temo lo de la melancolía, como vos me decís, y sueño muy bellacos sueños que me despiertan a mal tiempo quando duermo mejor, por dejarme la tos…
Y es que el falso embarazo de María Tudor, la pérdida de Calais, la bancarrota y la incertidumbre en el frente del norte de Francia, hicieron profunda mella en su ánimo, al igual que una pulmonía mermaba sus fuerzas. Diez años después, las muertes de su hijo y de su esposa, así como las graves noticias llegadas desde el sur de España a principios de 1569, supusieron un nuevo golpe. La “melancolía” retornó a su mente. Le confesaba entonces a Espinosa que “si no fuese por las cosas de Granada, no sé qué me haría”. No se puede creer que el rey pensara en el suicidio, pero sí que al menos (comparándose con su padre tras la derrota de Metz en 1553), se le pasó por la cabeza la idea de abdicar porque “cierto que yo no estoy bueno para el mundo que corre”. Mas, ¿renunciar el trono en quién? La heredera era una niña que no llegaba a los dos años de edad, la infanta Isabel Clara Eugenia. Felipe II, tan aficionado a la historia medieval española, debió sentir un escalofrío al recordar otras situaciones parecidas en los siglos anteriores, en especial las guerras civiles ocasionadas en Castilla en torno a la sucesión de Pedro I o de Enrique IV, padres de niñas. ¿Sería su hija Isabel una nueva Juana la Beltraneja? La comparación no era tan absurda, pues en la corte un sector nobiliario, en especial el más cercano al finado príncipe Carlos, veía a Felipe II como un nuevo Enrique IV. En 1568 don Alonso Osorio, hijo del marqués de Astorga, encargó una copia de la Chronica del rey don Enrrique IV, de Diego Enríquez del Castillo. Osorio, que había sido uno de los criados del príncipe, hizo iluminar en el inicio del manuscrito un retrato del monarca castellano, ejemplo de mal gobernante, con los rasgos inequívocos de Felipe II ¿Casualidad? Los dramas familiares acaecidos en 1568, la guerra de Flandes y la rebelión de Granada hicieron mella en Felipe II. Es precisamente a partir de estos años cuando se observa el inicio de su tendencia hacia el ocultamiento público, que alcanzó un nivel excesivo a finales de los años setenta. Este distanciamiento de los súbditos se convirtió pocos años después en uno de los aspectos más criticados de su sistema de gobierno. En contraste con esta imagen pública, el rey se refugió cada vez más en la intimidad de su vida familiar. Muerto don Carlos, 237
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el afecto de Felipe II se concentró en sus dos hijas Isabel y Catalina. Cuando esta última nació en 1567, escribió al duque de Alba minimizando que hubiera sido una niña: Yo no hubiera estado malo, porque las tomo muy en paciencia y me parece que me están muy bien y hasta ahora tengo harta más causa de hallarme mejor con ellas que con el príncipe.
La propia Isabel de Valois escribía a su madre el entusiasmo y veneración que ella sentía por la infantita, contando que con sólo dos años entendía todo lo que se le decía. Este ambiente de felicidad familiar se rompió a lo largo de 1568, pero el rey encontró un refugio en el cariño de aquellas dos niñas: “Son todo el consuelo que me ha quedado de haberme privado Nuestro Señor de la compañía de su madre”, escribiría en 1569 a Catalina de Médicis. En este contexto, Granada que bien pudo ser la “puntilla” para un rey deprimido y destrozado, se convirtió, en cambio, en un acicate para su recuperación política y psicológica. En la citada carta a Espinosa ya reconocía que “si no fuese por las cosas de Granada...” El sentimiento nacional de los españoles se había construido sobre los episodios de la Reconquista y de la guerra contra el infiel; por esto, la posible pérdida del antiguo reino nazarí hería en lo más profundo el orgullo castellano, mucho más que el conflicto de Flandes. La alegría con que se acogieron sucesos como el socorro de Orán en 1563 o la liberación de Malta en 1565, frente a la escasa acogida popular a las victorias de Alba en 1568, ponían de manifiesto que la lucha contra el infiel musulmán seguía muy arraigada en el sentir nacional español. Felipe II había crecido en este ambiente, y la rebelión de los moriscos encendió su ira, haciéndole salir de la postración en que se encontraba. Quizá esto explique su posterior dureza con los derrotados. Desde la conversión forzosa de los musulmanes granadinos en 1502 era evidente que su cristianización era sólo una apariencia, sin que décadas de evangelización pacífica hubieran hecho mella en su credo religioso. Fracasados los intentos de los marqueses de Mondéjar y de los Vélez por aplastar la resistencia morisca, y ausente el duque de Alba, los ojos de Felipe II se fijaron sorprendente en su hermanastro Juan de Austria. Hasta entonces la relación entre ambos hermanos había sido objeto de curiosidad y controversia. El rey 238
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había tratado de que siguiera la carrera religiosa, pero se avino por fin a aceptar sus deseos de seguir el camino de la milicia. Como le había prometido encomendarle alguna campaña en cuanto fuera posible, la guerra de las Alpujarras pareció la ocasión adecuada. En marzo de 1569 don Juan recibió la dirección de las tropas, si bien Felipe II decidió prudentemente que combatiera asesorado por el duque de Sessa, Luis Quijada y Luis de Requesens. La campaña fue muy sangrienta, debido a la falta de coordinación y a los abusos de la soldadesca, pero tras varios meses de lucha, el hijo de Carlos V logró una importante victoria en Huejar, muy cerca de Granada, en diciembre de 1569. En febrero del año siguiente, después de un terrible asedio, caía la localidad de Galera. A partir de abril empezaron las negociaciones y las rendiciones de los líderes moriscos. Abén Humeya hacía tiempo que había sido asesinado por sus partidarios. Cuando la situación estuvo controlada, Felipe II viajó hasta Córdoba, “para dar calor” a la guerra. Allí tomó la decisión de deportar a más de 55.000 moriscos granadinos, medida que se llevó a cabo durante el mes de noviembre de 1570. Andalucía, La Mancha y Murcia fueron las principales regiones españolas que recibieron a los deportados. De esta manera los moriscos desaparecieron como una amenaza política o militar. Es cierto que tras la derrota y la dispersión, muchos terminaron por abrazar definitivamente el cristianismo, a diferencia de sus “hermanos” aragoneses y valencianos, lo que en cierto modo justificaba la medida tomada por Felipe II. Sin embargo, su definitiva expulsión de España entre 1609 y 1611 demostró que aquella decisión no había sido lo suficientemente efectiva. No se pensaba así entonces. Al contrario, la perspectiva era muy distinta. Entre 1568 y 1570 la Monarquía no sólo había logrado aplastar dos grandes rebeliones, la de los calvinistas en los Países Bajos y la de los moriscos en Granada, sino que también acababa de formalizar con el Papado y con Venecia una Santa Liga contra el Imperio Otomano. Ante tal sucesión de éxitos el Rey Prudente contradijo la fama de su renombrado mote regio y, para sorpresa generalizada de sus consejeros, ordenó invadir Inglaterra para deponer a Isabel I y colocar en el trono a María Estuardo, en su opinión la legítima sucesora de María Tudor. El saqueo de Veracruz por el pirata inglés Hawkins en 1567 no era la única causa, tampoco el apoyo inglés a los rebeldes en los Países Bajos o a los hugonotes en Francia. No. Felipe II actuaba movido por un providencialismo 239
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absoluto, pasando de un estado de melancolía depresiva en 1568 a otro de euforia mesiánica dos años después. El duque de Alba, que recibió la orden regia de pasar a Inglaterra con seis mil soldados, consideraba la empresa como totalmente descabellada. Puso mil objeciones, pero sólo cuando finalmente los ingleses averiguaron cuáles eran los planes españoles, la invasión se abortó. El rey reconoció que no había sido una buena idea 200. Más afortunada fue la decisión de contraer un nuevo matrimonio con su sobrina, la archiduquesa Ana de Austria. Tras la muerte de Isabel de Valois, Catalina de Médicis había propuesto a su yerno viudo que tomara como nueva esposa a su otra hija, Margarita de Valois. La disipada vida de la princesa francesa disuadió al rey de aceptar esta boda, inclinándose en cambio por la mano de su sobrina Ana, hija de su hermana María y del emperador Maximiliano II. Antigua prometida de su hijo don Carlos, sobre ella existían unos informes inmejorables acerca de su formación y calidad humana, si bien parece que en el rey predominó la necesidad política de “sujetar” a su primo, demasiado inclinado a comprender los motivos de la rebelión de Orange. Desde 1567 Felipe y Maximiliano habían mantenido una tensa correspondencia sobre este asunto; en consecuencia, su matrimonio con Ana podía ayudar a enfriar la tensión y a favorecer la neutralidad alemana en el conflicto. La negociación fue muy compleja, debido al estrecho parentesco de los contrayentes. El papa Pío V fue reacio, en principio, a conceder la dispensa, porque tenía escrúpulos de conciencia. Al fin, el 24 de enero de 1570 se formalizó el acuerdo matrimonial en Madrid. Se resolvió que la nueva reina viajara hasta España por los Países Bajos, que entonces parecían más seguros que Francia o que el Mediterráneo. Iba acompañada por su hermana la archiduquesa Isabel, prometida con el rey Carlos IX de Francia, y de sus hermanos Alberto y Wenceslao, que venían a educarse en España, en sustitución de Rodolfo y Ernesto. El 15 de agosto de 1570 la reina llegó a Amberes, donde fue recibida por el duque de Alba. Su entrada en la ciudad fue recibida 200 María José RODRÍGUEZ SALGADO: “Paz ruidosa, guerra sorda. Las relaciones de Felipe II e Inglaterra”, en Luis RIBOT GARCÍA (dir.): La monarquía de Felipe II a debate, Madrid: Sociedad Estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, pp. 63-119.
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con grandes demostraciones festivas, no sólo por la dignidad de la soberana, sino también para paliar la ausencia de Felipe II. La propia Ana había sido aleccionada por su padre para que actuara como mediadora entre su marido y sus súbditos flamencos, y viajaba con la petición expresa de que perdonara al señor de Montigny. Esta circunstancia, paradójicamente, fue la causa que motivó la ejecución secreta del noble en el castillo de Simancas. Juzgado en prisión, al igual que Egmont, Hornes u Orange, fue encontrado culpable de traición al rey. Sin embargo, sabedor Felipe II de que su esposa le pediría su perdón, se decidió evitar este conflicto con la corte vienesa, anunciando su muerte por enfermedad. Esta mentira no se la creyó casi nadie, pues eran demasiados los que en la corte de España sabían cuál había sido su final verdadero. La intransigencia regia, en todo caso, revela el profundo cambio que en su actitud política habían causado los dramas de 1568. La misma severidad, como hemos visto, sufrieron los rebeldes moriscos granadinos. La reina zarpó de Bergen-op-Zoom el 16 de septiembre, siendo escoltada por algunos navíos ingleses enviados galantemente por Isabel I. Con buena mar llegó al puerto de Santander el 3 de octubre, donde fue recibida por el arzobispo de Sevilla, Gaspar de Zúñiga, y por el duque de Béjar, Francisco de Zúñiga. Siguiendo un camino parecido al que en 1556 condujo hasta el interior de Castilla a Carlos V y a sus hermanas las reinas María y Leonor, Ana se dirigió hacia Segovia, donde la esperaba Felipe II para confirmar la ceremonia matrimonial. En Burgos fue recibida magníficamente con varios arcos triunfales y espectáculos musicales, en los que era saludada como la reina de la alegría. Su antecesora había sido recibida como la reina Isabel de la Paz, pero tras los tristes acontecimientos sucedidos desde 1568, el mensaje que se quería transmitir era diferente. Y así, en el primer arco, erigido justo a la entrada de Burgos, en la puerta de san Martín, se interpretó ante la soberana un villancico cuya letra decía: Todos digan a una voz Que Reina tan deseada Bien sea llegada. Despierte nueva alegría Con novedad muy extraña; Deje su tristeza España, 241
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Felipe II: La mirada de un rey Vuelva al placer que solía; Pues tal Reina nos le envía, De España tan deseada, Bien sea llegada.
No sabemos si Isabel Osorio se dignó a salir de Saldañuela para conocer a la reina que compartiría la vida con su antiguo amante, y a la que llegó a conocer siendo un bebe, cuando nació en 1549. Entonces la dama Osorio era tratada como la “mujer” de Felipe, ahora Ana era la reina legítima e Isabel empezaba a titularse, en su desvarío, como la verdadera esposa del rey, mientras al mismo tiempo se avergonzaba de sus orígenes judaicos, permitiéndose el gesto de tomar bajo su custodia la capilla mayor del convento de San Pablo de Burgos, lugar de enterramiento familiar. Algunas de estas sepulturas fueron cambiadas de lugar por Isabel Osorio, en un gesto de filial devoción. A los pies del sepulcro del obispo Pablo de Santa María estaban las tumbas de su bisnieto don Alonso de Cartagena y de su mujer Ana de Leyva. A los lados yacían, con armas y letreros en sus lápidas, los dos hijos de ambos: Pedro y Juan de Cartagena. Como el primero había sido colocado a la parte del obispo Gonzalo, y el segundo a la del obispo Pablo, Isabel decidió trocar ambas sepulturas, para que los restos de su padre descansaran a la sombra del famoso, converso y culto prelado, en el lado preferente del Evangelio 201. Desde Burgos Ana partió hacia Valladolid, encontrándose en Santovenia con sus hermanos Rodolfo y Ernesto. Juntos siguieron camino hasta Segovia. Allí, en su catedral, se celebró el desposorio el 12 de noviembre de 1570. El nuevo matrimonio regio se iniciaba con la presencia de dos preciosas niñas, Isabel Clara y Catalina Micaela, a las que Ana de Austria adoptó como si fuera su madre natural. El propio Felipe, cuando escribía en 1580 sus famosas cartas a sus hijas, se refiere a ambas reinas como sus “dos madres”. En esta nueva vida familiar no hubo sobresaltos, sino una vida sosegada. Ana, nacida en Castilla y educada en Alemania por su madre la emperatriz María, sabía comportarse 201 Francisco CANTERA BURGOS: Alvar García de Santa María y su familia de conversos. Historia de la judería de Burgos y de sus conversos más egregios, Madrid: CSIC-Instituto Arias Montano, 1952, pp. 512-513.
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en la corte y con su marido de una manera casi perfecta. Felipe II, tras las licencias casi infantiles que había concedido a Isabel de Valois, organizó la nueva casa de su esposa de acuerdo con el severo modelo de la corte de la emperatriz Isabel. El embajador veneciano Badoero nos describe los gustos de la regia pareja en la intimidad de su alcoba: “con dos camas bajas, separadas dos palmos una de otra y cubiertas con una cortina, de tal manera que parecían una sola...” Tras la boda, la reina Ana quedó pronto embarazada. El parto, feliz y rápido, acaeció en el Alcázar madrileño, el 4 de diciembre de 1571. Era un varón, que en el bautizo celebrado doce días más tarde en la iglesia de San Gil, recibió el nombre de Fernando. Por fin nacía el ansiado heredero natural al trono de las Españas, al que se había impuesto el mismo nombre del mítico Rey Católico. Recordemos la polémica surgida en 1527 cuando nació Felipe II. Es más, comprendiendo la importancia simbólica que este niño tenía, el rey decidió que su bautizo se organizara siguiendo el modelo del suyo. Así, se construyó un pasadizo entre la iglesia y el Alcázar, decorado con una rica tapicería y el protocolo se ajustó a lo establecido por Carlos V en 1527. Se comprende la inusitada alegría popular ante este nuevo príncipe, que desterraba definitivamente los negros nubarrones de 1568. Al poeta Juan de Torres, vecino de Medina del Campo, se deben los versos de un romance, pronto divulgado a través de los caminos, posadas y casas de Castilla, narrando con fuerza y verismo el parto regio: Siendo el mes de Diciembre allegados los tres días un martes por la mañana cuando el Sol subiendo iba, comenzó a sentir el parto la reina y así decía: Válgame Dios poderoso, Válgame Santa María, grandes dolores me acuden, grandes congojas venían. Parto es, dicen las comadres, Y en el parto le ponían. Comienzan las oraciones, las devociones se avivan. 243
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Felipe II: La mirada de un rey Miércoles por la mañana, que las tres horas serían, fue Nuestro Señor servido por su bondad infinita que parió un niño hermoso con grandísima alegría así del rey como de ella y toda su compañía. Viérades tañer campanas, disparar artillería. Cantaban Te Deum laudamus Los frailes y clerecía.
Los fuegos de artillería que imaginaba el romance en Madrid habían resonado todavía con mayor fuerza en el mar Adriático, donde la flota cristiana acababa de obtener el 7 de octubre una gran victoria sobre la otomana en el golfo de Lepanto. La cercanía entre la noticia de esta batalla naval y el nacimiento del príncipe Fernando se consideró como un signo de buen augurio para el niño. Desde Mesina, su tío don Juan de Austria escribía al embajador en Roma: Ninguna nueva pudiera llegarme tal como la del feliz parto de la Reina mi señora. Es de manera que me hace cierta señal y profecía de muy dichosos sucesos 202.
Tiziano daría forma pictórica a este pensamiento con su lienzo alegórico, en el que Felipe II ofrecía ante Dios a su hijo Fernando (pintado en 1575), y en el que el príncipe pasa a ser el protagonista, pues es él quien recibe, elevado en brazos por su padre, la palma de la victoria. Hasta Lepanto la amenaza otomana en el Mediterráneo había sido constante. Siendo un niño, Felipe se había reído con las gracias de su bufón Jerónimo el turco o el turquillo, una sabandija cortesana con la que ridiculizar al gran enemigo de la Cristiandad, pero en 1569 se avisaba desde las islas Canarias que los piratas berberiscos habían asolado 202
Juan de Austria a Juan de Zúñiga y Requesens (Mesina, 22 de diciembre de 1571) (IVDJ, Envío 36, f. 5).
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Lanzarote, cautivando a más de doscientas personas. El jefe de aquella flota era cierto “Turquillo”. Las burlas de antaño se habían convertido en un cruel destino para los habitantes de las costas canarias y peninsulares. Hemos citado más arriba la existencia de la Liga Santa. Desde el inicio de su pontificado, Pío V había tratado de impulsar una liga de los estados cristianos contra el poder turco. Sus esfuerzos fueron inútiles, incluso ante el propio Felipe II, ocupado por los asuntos de Flandes en 1568. Un año después, sin embargo, la situación cambió de manera drástica. El rey escribió en marzo a su embajador en Roma para que ofreciera su ayuda al Papa, “habiendo de ser para tan buen efecto y servicio de Nuestro Señor”. La Liga propuesta por Pío V era concebida por los españoles como una continuación de la guerra de las Alpujarras. Era preciso llevar un ataque hasta el interior del imperio otomano para demostrar fortaleza en el Mediterráneo. Cuando en 1570 los turcos atacaron la isla de Chipre, posesión veneciana por entonces, la república italiana abandonó sus reticencias a la alianza con España. En abril Felipe II aceptó firmar un tratado de ayuda para que su escuadra se uniera a la veneciana y la pontificia en socorro de Chipre. Las naves llegaron hasta la isla de Rodas en otoño, cuando ya la ciudad de Nicosia había caído en poder otomano. Este fracaso incentivó a las tres potencias cristianas a formalizar un nuevo acuerdo, que se materializaría en la “Liga Santa”, cuyas capitulaciones se firmaron el 20 de mayo de 1571. Para general en jefe de la liga se acordó escoger a don Juan de Austria. Su elección acentuó la sensación de encadenamiento entre Granada y Lepanto, y era a su vez una nueva demostración de la confianza en él de Felipe II. Sin embargo, don Juan recibió una clara advertencia regia: no debería usar el título de “alteza”, a pesar de que muchos se dirigían a él con este término, sino el de “excelentísimo”. El hijo de Carlos V se dolió profundamente de esta negativa, escribiendo al príncipe de Éboli para que convenciera al rey de lo contrario, pues –creía– “semejante voluntad no sale de su majestad, sino de alguna persona que creerá ser autoridad suya tener yo poca”. Pero Felipe tenía muy clara la distancia que debía existir entre la legitimidad y la bastardía. No había olvidado que en 1562, a causa del accidente casi mortal de don Carlos, muchos españoles habían preferido a don Juan como rey antes que a un archiduque bohemio. Con esta tristeza, el joven guerrero se embarcó rumbo a Nápoles, donde se estaban 245
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concentrando los efectivos navales de la Liga. Su amigo y antiguo compañero de estudios y diversiones en España, Alejandro Farnesio, se unió a las tropas. El 7 de octubre de 1571, al amanecer, las artilladas galeazas venecianas abrieron fuego contra la flota turca de Alí Bajá. Don Juan dio orden resuelta de avanzar hacia el enemigo, al grito: “¡En nombre de Dios, a luchar y a vencer!” El humo lo cubrió todo durante unos minutos 203. El 31 de octubre llegó la primera noticia a Madrid por medio del embajador de Venecia, quien se la comunicó al rey en la capilla del Alcázar. Se mantuvo cierto secreto, hasta que el 4 de noviembre fue confirmada por el nuncio pontificio. Era una nueva deseada y muy grata, a pesar de que todavía nadie podía vislumbrar qué consecuencias y dimensiones reales había tenido, o tendría, la victoria sobre la flota otomana. Se hicieron en la villa y corte diferentes fiestas, misas, procesiones y rezos. Felipe II estaba tan contento que a todo el que se le acercaba se le concedía la gracia que pedía, algo inaudito. Incluso comenzó a comer en público, cosa que no hacía desde la muerte de su hijo don Carlos, y por primera vez desde 1568 se vistió de blanco, terminando con el luto de la corte. La depresión y la tristeza de dos años atrás se disiparon de manera evidente. Un irrefrenable ambiente mesiánico se extendió por toda España, alentado por los predicadores y los poetas. Se decía que en Roma, un día antes de la batalla, un fraile franciscano, con fama de visionario, había visto en sus sueños como las dos armadas se enfrentaban virulentamente, con gran derramamiento de sangre, pero con victoria de los cristianos. Otros iban más allá en sus profecías, y aseguraban que don Juan era la “mano de Dios”, que llevaría a las fuerzas de la Cruz a reconquistar Constantinopla y Jerusalén. No obstante, y como todavía no se había recibido carta del caudillo de Lepanto, los más inquietos y suspicaces sospecharon de la veracidad del éxito. El 18 de noviembre, al fin, llegó la tan deseada relación de la batalla. El rey estaba en la Fresneda, celebrando la octava de los Santos en el coro de los frailes jerónimos, cuando un gentilhombre, muy nervioso, le comunicó la llegada de un correo de don Juan: “Sosegáos, y que entre 203 Remitimos a Hugh BICHENO: La batalla de Lepanto, 1571, Barcelona: Ariel, 2005, y Manuel RIVERO RODRÍGUEZ: La batalla de Lepanto. Cruzada, guerra santa e identidad confesional, Madrid: Silex, 2008.
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el correo, que lo sabrá mejor decir”, le respondió. Cogió luego el mensaje y al acabar las vísperas, con gran mesura, ordenó cantar un Tedeum. Este célebre episodio, tomado como ejemplo de un carácter frío y prudente, se explica en otra clave cuando se comprueba que ya conocía el rey la noticia desde varias semanas antes. En el mismo Escorial, el día 23, Lope de Figueroa, enviado a España por don Juan, arrojó orgulloso a los pies del rey el estandarte del Gran Turco, que fue entregado de inmediato a la comunidad jerónima para su custodia en el monasterio. No era fruto de la casualidad que Felipe II estuviera entonces en El Escorial. Aunque desde el inicio de la construcción había visitado en numerosas ocasiones las obras, en 1571 las mismas estaban ya tan avanzadas, que el 11 de junio el rey decidió trasladar su residencia desde la casa de La Fresneda al mismo edificio en construcción. Esa noche durmió por vez primera en el “aposentillo” situado bajo el balcón del coro, “todo harto angosto y apretado”, pero dotado de una ventana desde la que podía ver la celebración de la misa. Desde este momento, el monarca consideró que San Lorenzo de El Escorial debía iniciar un nuevo camino para convertirse en el gran proyecto político, artístico y cultural que había diseñado. Mientras Juan de Herrera trabajaba en la traza de la gran basílica, única parte del edificio todavía sin levantar, Felipe II desplegó una incesante actividad para decorar el interior del monasterio y dar forma, así, al discurso político que lo sustentaba. No ha de sorprender que los libros fueran uno de los primeros elementos de este programa. Desde 1565 el rey había ido enviando gran parte de los volúmenes que integraban su “Librería rica”, así como otros libros que había heredado de su padre o de María de Hungría. De entre estos trató con especial cuidado cuatro códices: el Codex Aureus, el Apocalipsis de Saboya, el Evangeliarium, que se creía fue de san Juan Crisóstomo, y el manuscrito del De baptismo, atribuido a san Agustín, todos ellos heredados de la reina María, y los cuatro volúmenes del Breviario de Carlos V. A los primeros se les concedió el carácter de reliquias, mientras que los segundos tuvieron para Felipe II un sentido más familiar, y a la vez dinástico, ordenando que se colocaran en su oratorio del Escorial, para servirse de ellos en los oficios divinos. De esta manera, lograba aunar en un pequeño, pero trascendental conjunto de libros, tanto la legitimidad religiosa como la dinástica de su poder. Este discurso era el mismo que, en mayor proporción, debía desarrollarse en el resto del inmenso monasterio. 247
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Para este cometido era preciso contar no sólo con libros, sino también con grandes colecciones de cuadros, esculturas, muebles, tapices, telas, reliquias y otros objetos suntuarios. En parte el rey pudo conseguir gran parte de este rico mobiliario espigando entre lo mejor de sus propiedades. Durante estos años Felipe recorrió los salones y almacenes del Alcázar, seleccionado las obras que deseaba ceder, e incluso logró que en 1571 se hermana Juana le entregara todos los tapices, muebles y libros, que la reina María de Hungría le había cedido en usufructo en 1558. Estos bienes fueron finalmente ofrecidos en 1574 a los frailes escurialenses. Una impresionante colección de cuadros de Tiziano, Alonso Sánchez Coello, Juan Navarrete el Mudo, El Bosco, Van der Weyden, Patinir y Michel de Coxcie partió de Madrid camino de San Lorenzo. Pero era evidente que El Escorial no era sólo un almacén, sino que debía tener un espíritu interior propio, expresado en una decoración novedosa y acorde con los deseos del rey. Por suerte, desde 1561 habían llegado a España numerosos artistas y artesanos italianos, flamencos y alemanes, contratados para decorar los palacios de Aranjuez, El Pardo, Balsaín y el resto de los edificios de la red palaciega concebida por entonces para disfrute de la familia real. A partir de 1571 estos hombres recibieron nuevos encargos, esta vez para ornamentar San Lorenzo. De este modo, Felipe II logró convertir al monasterio en la sede de una de las mayores colecciones artísticas de toda Europa. También se empezó a constituir en un inmenso relicario y en un centro cultural. La unión entre dinastía y religión iba más allá de la mera propaganda. El rey había concebido el edificio como un mausoleo dinástico (en 1573 se dieron instrucciones para trasladar los cuerpos reales de la Casa de Austria al Escorial), y deseaba que en él también se depositaron los restos de los santos, estableciendo una curiosa relación entre ambos. A principios del siglo XVI, el emperador Maximiliano I ya había consagrado esta idea, al disponer para su propia tumba una colección de estatuas en bronce de sus antepasados y de los santos y santas de la Casa de Austria. Ahora Felipe II, que conocía este diseño dinástico, trató de llevarlo más adelante, creando una mixtura entre mausoleo y relicario. Junto con las reliquias, los libros fueron otra de las riquezas “espirituales” que el monarca quiso atesorar en su fundación. Tras ceder la mayor parte de su biblioteca para este cometido, entre 1572 y 1573 se repartieron cuestionarios a los obispos españoles 248
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para que informaran sobre las reliquias y libros antiguos que había en sus diócesis, con el fin de seleccionar las piezas más adecuadas para El Escorial. También empezó a negociarse en Alemania la compra masiva de reliquias, con el fin de salvarlas de los iconoclastas protestantes. En su diurnal Antonio Gracián nos cuenta con detalle sus intervenciones en la organización de estos fondos para El Escorial. En 1575 la futura biblioteca constaba de unos cuatro mil volúmenes, y el 23 de mayo Felipe II los mostró orgullosamente a su esposa, hijas y sobrinos: iba haciendo la plática de todas las cosas que había en dicha librería, y las enseñaba y platicaba a la reina doña Ana, de manera que lo vieron todo muy bien y despacio.
Este inmenso esfuerzo arquitectónico, religioso y cultural era posible gracias a la relativa calma que se vivió en los Países Bajos hasta finales de 1572. Tras las contundentes victorias del duque de Alba, Guillermo de Orange se había exiliado a Alemania. No permaneció inactivo, sino que desarrolló sin descanso una concienzuda acción diplomática para reunir en una gran alianza a Inglaterra, Francia y el Sacro Imperio contra el rey de España. El matrimonio de Felipe con la hija de Maximiliano II había dificultado sus planes en Alemania, pero no en París y Londres. Orange propuso en el acuerdo de Blois que si la empresa conjunta triunfaba y los españoles eran expulsados de los Países Bajos, las provincias se dividieran entre los vencedores: Francia obtendría Flandes y Artois, Inglaterra, las regiones de Holanda y Zelanda, y el resto sería para el príncipe rebelde, que incluiría su estado dentro de la soberanía del Sacro Imperio, donde la libertad religiosa estaba reconocida. Conocedor de estos planes, el 14 de julio de 1571, el rey ordenaba al duque de Alba que invadiera Inglaterra para deponer a Isabel Tudor y rescatar a María Estuardo, con el apoyo del Papa y de los católicos ingleses, agrupados en una descabellada conjura por Ridolfi, secretario de la reina escocesa. La amenaza fue suficiente para que Isabel retornara a la amistad española. Por último, la noticia de la victoria de Lepanto deshizo estos ilusorios planes, al mostrar ante toda Europa el poderío de Felipe II. Un año después las tropas del duque de Alba daban muestra una vez más de su eficacia militar y tomaban al asalto la ciudad y puerto de Rotterdam. Durante el saqueo, paradójicamente uno de los monumentos con que más se ensañaron los soldados fue 249
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con aquella estatua de Erasmo, policromada, que Felipe II había mandado erigir años atrás 204. Estamos ante un símbolo del cambio de época y de mentalidad acaecido a partir de 1559. Los acontecimientos también se precipitaron en Francia. Si en Inglaterra, como gesto de buena voluntad, Isabel I expulsó de su guarida en Dover a los Mendigos del Mar; en Francia, Catalina de Médicis y su hijo Carlos IX concibieron una sangrienta manera para expresar su aprecio a Felipe II, primero con el intento de asesinato de Gaspar de Coligny, líder político del calvinismo en el país, y después con la matanza de miles de hugonetes en París. Fue la terrible “noche de san Bartolomé”, el 24 de agosto de 1572. Al grito de: “¡Matadlos, matadlos a todos!”, pronunciado por un histérico Carlos IX, su madre Catalina de Médicis había preparado la ejecución de Coligny y del resto de los principales nobles calvinistas. En la oscuridad de la noche la represión se fue de las manos. Tanto en Roma como en Madrid la noticia fue acogida con gran alegría. Felipe II supo lo ocurrido el 6 de septiembre, cuando se encontraba retirado en el convento de san Jerónimo. De inmediato llamó a su secretario Antonio Gracián para pedirle que tradujera al francés una relación de los hechos y de la lista de los muertos. Su satisfacción era inmensa. Cuando al día siguiente recibió al embajador francés, Jean de Vivonne, señor de Saint-Gouard, el rey “se puso a reír y con demostración de un extremo placer y contentamiento”. No era una alegría morbosa, excitada por la sangre de miles de herejes, sino una satisfacción política, ante el cambio de rumbo de Francia a favor del catolicismo y de España, lo que suponía en la práctica la paz en Italia, donde ya se habían reclutado tropas para hacer frente a una posible invasión en Milán, y, sobre todo, en los Países Bajos. Orange acababa de perder a casi todos sus aliados. Una gran procesión, desde la iglesia madrileña de san Andrés hasta el monasterio de san Francisco, celebró la “victoria contra los luteranos”, con la participación del nuncio y de todo el personal eclesiástico y burocrático de la corte. 204 Hogenberg recoge este episodio, cuando describe la ciudad de Rotterdam: “In cuius eminentiori parte, suum Erasmus lapidea statua, in perpetuam monumentum donarant: quam Hesperici in exordio Batauici tumultus, qui in Belgicam perduellionem hucusque durantem excreuit, religionis ergò demoliti sunt anno 1572” (Francisco HOGENBERG: Vrbivm praecipvarvm totivs mvndi, Colonia, 1593, f. 13r).
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XIII:
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No fue esa la única noticia que conmovió los mentideros de Madrid en aquellos días. El 5 de septiembre, a las ocho de la mañana, había muerto el cardenal Espinosa. Enfermo desde principios de año, a su debilidad física se había unido la desconfianza regia. El espectacular cambio de ánimo experimentado por Felipe II hacía innecesario el extraordinario celo desplegado por el cardenal. Ambos chocaron de manera inevitable, el cardenal no quería devolver parte del papel político que había ido “usurpando” lentamente, a causa de la depresión del rey desde 1568, y éste no estaba dispuesto a admitir esta situación. Los choques se hicieron cada vez más frecuentes, en especial porque el prelado se había habituado a tratar los asuntos con excesiva libertad. Y Felipe II no era un monarca que aceptara validos. La nobleza, que había mirado con malos ojos el encumbramiento de Espinosa, aprovechó los más mínimos signos de discrepancia entre ambos para proclamar el final de su privanza y anunciar el retorno al antiguo sistema de gobierno, basado en la alternancia de bandos. Se cuenta que en una reunión del Consejo de Estado Felipe tuvo que recordarle al cardenal que el presidente era él, y en un breve intercambio de ideas sobre la situación en Flandes, no dudó en llamarle mentiroso. Finalmente, le ordenó que se retirara del gobierno. Las malas lenguas atribuyeron su muerte al incidente reseñado, pero ni parece un rumor fiable, ni el delicado estado de salud del prelado hace suponer que su último ataque de apoplejía estuviera relacionado con la recriminación regia. Al conocerse la noticia de su muerte, los Grandes, en especial Alba y Éboli, se mostraron en privado satisfechos con su muerte. Estaban prestos a volver al antiguo método de gobierno, pero se equivocaban. La decisión tomada entre 1567 y 1568 con Espinosa constituía desde el principio un firme envite del rey en aras a reformar el gobierno de la Monarquía, apostando por la eficacia administrativa y no por el tradicional consejo nobiliario. En 1572, tanto Fernando Álvarez de Toledo como Ruy Gómez de Silva estaban muy lejos de poder ejercer un papel predominante en sustitución de Espinosa. El primero había quedado tan enfangado en Flandes que perdió todo su prestigio e influencia (en mayo tuvo que recibir a Juan de la Cerda, duque de Medinaceli, enviado por Felipe II para sustituirle); y el príncipe de Éboli, causante en gran parte de las dificultades financieras de Alba en los Países Bajos, estaba muy enfermo, fallecería el 29 de julio de 1573. Cabrera de Córdoba haría de él un encendido elogio: 251
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Felipe II: La mirada de un rey Es la corte golfo tan peligroso que pocos le pasan sin tormenta [...] Fue Ruy Gómez el primero piloto en trabajos tan grandes, vivió y murió seguro, tomando siempre el mejor puerto.
En estas circunstancias, era lógico que el rey, antes de despedir al cardenal tuviera pensada su siguiente jugada. Por un lado, no despreció el legado de Espinosa. Al contrario, trató de que su modelo de gobierno perdurara. A la muerte del prelado tomó de inmediato a su servicio al que había sido su secretario personal, Mateo Vázquez de Lecca. Su inclusión en los Consejos permitiría mantener el sistema de acuerdo con las premisas modernizadoras acuñadas por Espinosa. Vázquez guardaría celosamente “el primer billete que Su Majestad me escribió”, fechado el 6 de septiembre. Ahora bien, en un secretario no podía basarse todo el sistema, se necesitaba un nuevo político que sustituyera al fallecido cardenal. En octubre el relevo ya estaba en camino. También era un eclesiástico, con un perfil muy semejante al de su antecesor: Diego de Covarrubias y Leyva, obispo de Segovia. Todo se realizó con gran secreto. Covarrubias era bien conocido por el rey desde sus años como príncipe. Discípulo en Salamanca del “Comendador Griego”, gran helenista y doctor en Derecho, había formado parte del grupo de humanistas vinculado a la corte de Valladolid en los años cuarenta. Tras sortear una envenenada oferta para ejercer el ministerio episcopal en América, fue teólogo en el Concilio de Trento y, al regresar, recibió el obispado de Segovia. En esta ciudad se celebró la boda de Felipe II con Ana de Austria en 1570, lo que le permitió recuperar la atención regia. Amigo del secretario Antonio Gracián, colaboró en sus eruditas pesquisas para localizar libros antiguos y reliquias con destino al Escorial. En octubre de 1572 estaba en Burgos, comisionado para visitar el convento de las Huelgas, cuando recibió una carta del secretario con un pliego del rey ofreciéndole la presidencia del Consejo de Castilla. Aceptó y con gran secreto se encaminó hacia Madrid, empleando a Gracián como intermediario epistolar con el rey. Nadie sospechó de estas cartas entre amigos. La entrada del obispo en Madrid, en la noche del 17 de noviembre, y su inmediata designación pública como presidente del Consejo de Castilla, sorprendieron a todos. Pero la designación de Covarrubias evidenciaba la enorme confianza en sí mismo que experimentaba el rey, quien se encontraba en 1572 ante uno de sus 252
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“Ad Dei laudem et gloriam”
momentos más gloriosos. El año anterior parecía haber sido de triunfos: Lepanto había llevado la paz al Mediterráneo, y en el Pacífico el explorador Legazpi acababa de fundar la ciudad de Manila en las islas Filipinas. En términos de religión, había tranquilidad: el protestantismo había sido erradicado en sus reinos peninsulares. Por otro lado, el caso del arzobispo Carranza, el gran escándalo político y religioso a principios de su reinado, estaba pronto a solucionarse y Felipe hacía los arreglos necesarios para permitirle que dejara España y fuera a Roma. Al margen de la revuelta holandesa, no había otras guerras, y el tesoro todavía se encontraba en una situación razonable: la última bancarrota se había producido en 1560. En su despacho Felipe reflexionaba sobre sus asuntos y sólo veía problemas en el horizonte de los Países Bajos. Ante la mirada del monarca no había otras amenazas, pero si hubiera mirado hacia el cielo en aquella misma noche en que Covarrubias hacía su entrada secreta en Madrid, es posible que ambos vieran aquella nueva estrella que había aparecido en la constelación de Casiopea. Era un signo, ¿pero un signo de qué?, se preguntaban los contemporáneos. La señal celestial era evidente, porque la estrella era muy diferente a todas las demás y brillaba tanto de día como de noche. Se mantuvo visible hasta 1574 y luego, después de haber lanzado un resplandor diamantino, se volvió amarilla, se debilitó, adquirió un color rosado y desapareció. Se trataba de una nova localizada en la constelación de Casiopea. Algunos astrólogos franceses proclamaron que era la misma estrella que había guiado a los Reyes Magos hasta Belén, y que, por tanto, podía estar anunciando un nuevo Mesías 205. Los hechos posteriores desmentirían estas profecías. Si de nuevo el Hijo de Dios había llegado a la Tierra, prefirió no quedarse en ella. Las carcajadas de un Felipe II alegre y confiado pronto se trocaron en una mueca desagradable ante los acontecimientos que se producirían en Europa.
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En la “opinión pública” de la época este tipo de fenómenos astronómicos u otras rarezas naturales ejercieron un notable impacto. Se ha tendido a minusvalorar su importancia, pero de lo que no cabe duda es de su relevancia para los contemporáneos, ávidos consumidores de noticias de este tipo. Un buen y reciente análisis colectivo al respecto en Miguel Á. GRANADA (ed.): Novas y cometas entre 1572 y 1618: revolución cosmológica y renovación política y religiosa, Barcelona: Universitat de Barcelona, 2012.
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El desempeño de la Corona (1573-1578)
Ninguno de estos terribles acontecimientos se barruntaban cuando Antonio Gracián daba comienzo a su dietario en 1573 con aquella frase, en realidad todo un manifiesto político, “Ad Dei laudem et gloriam”, con la que principiábamos el anterior capítulo. Sí. Los años anteriores habían sido los más felices del reinado de Felipe II y, por tanto, Gracián no dudaba de que con su amigo Covarrubias al frente del gobierno la trayectoria triunfal se mantendría en los siguientes, sin embargo, aquel año que comenzaba no iba a ser tan glorioso como el secretario real proclamaba en la intimidad de su despacho. A casi todos en la corte les había pasado desapercibido un hecho, entonces juzgado como de escasa transcendencia. El 1 de abril de 1572 los mendigos del mar, expulsados de Inglaterra, tomaron por sorpresa los pequeños puertos de La Brielle y Flesinga, en la desembocadura del Escalda. Se trataba de la salida al mar de Amberes, aquella Nueva York del siglo XVI que había recibido triunfalmente a Felipe en 1550. Guillermo de Orange no esperaba mucho de aquella conquista, realizada sin su consentimiento y, al igual que el duque de Alba, no dudaba de que sus corsarios, tras saquear las iglesias y matar a los clérigos católicos –como hicieron–, huirían de la zona. Pero se quedaron, y de repente la situación militar en los Países Bajos cambió bruscamente. A pesar de la pérdida de la ayuda exterior, los neerlandeses estaban hartos del gobierno continuado del duque de Alba y del establecimiento de varios impuestos para sufragar los gastos de sus tropas, la llegada del duque de Medinaceli como nuevo gobernador, y no del rey, les había decepcionado otra vez, pero, sobre todo, sabían que el temido “duque de hierro” no tenía ni tropas ni 255
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dinero para pagar mercenarios. Todos los recursos se habían desviado hacia la guerra en el Mediterráneo. En consecuencia, las ciudades del norte de los Países Bajos, en Frisia, Drenthe, Holanda y Zelanda, se rebelaron y abrieron sus puertas a los partidarios de Orange. La pérdida de Mons, de gran valor estratégico, fue especialmente importante. El duque de Alba reaccionó con su habitual bravura, derrotó en el sur a los sublevados e inició la reconquista del norte con gran violencia. Zutphen y Naarden fueron saqueadas sin piedad, pero el sitio de Haarlem se le atragantó. Duró más de seis meses (entre diciembre de 1572 y julio de 1573), consumiendo su ejército y sus caudales financieros. El 24 de julio llegó la noticia de la toma de la ciudad al monasterio de san Lorenzo, donde Felipe II convalecía de gota. El secretario Gracián, que le leyó el despacho, dijo confidencialmente al secretario Gabriel de Zayas, que para el rey “más ha valido la nueva de Haarlem que la medicina de muchos doctores”. De nuevo los problemas políticos y de salud del monarca coincidían en el tiempo. El contraste con la situación anterior era muy evidente. La Monarquía se veía obligada a combatir en dos frentes: los Países Bajos en el norte y el Mediterráneo en el sur. No había suficiente dinero para pagar dos guerras a la vez. El oro y la plata americanos que habían llegado a Castilla en 1571 ya se había gastado. En un excesivo gesto de confianza, Felipe II había prometido entonces a las Cortes que no serían necesarios nuevos y costosos subsidios. Ahora, estaba al borde de la bancarrota, al igual que en 1557. Y muy pocos eran conscientes en realidad de las causas de esta situación. A principios de su reinado, un avisado Luis Ortiz le había entregado un memorial donde analizaba con gran lucidez los problemas económicos de España. Sus consejos no se tomaron en consideración y dos décadas más tarde el reino sufría un déficit comercial endémico, una inflación galopante y un sistema financiero que dependía de la liquidez del monarca. Cuando Covarrubias llegó a la presidencia del Consejo de Castilla, Espinosa ya había iniciado un proceso de encuestas y de consultas para tratar de solucionar la falta de liquidez de las arcas reales. Este proceso recibió el nombre de “desempeño”, pues se trataba de aportar soluciones para librar a una Corona empeñada “hasta las cejas”. Entre 1573 y 1575 centenares de memoriales fueron llegando al Consejo de Hacienda o al mismo rey proponiendo medidas económicas. Estas propuestas, en su gran mayoría, no abordaban las razones 256
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El desempeño de la Corona
verdaderas de la crisis financiera y económica de Castilla, sino que aconsejaban sobre dónde y cómo se podrían establecer nuevos impuestos o fuentes de financiación no utilizadas hasta entonces. En un curioso mosaico de la sociedad española de la época, nobles, clérigos, campesinos ricos, comerciantes, hidalgos o militares veteranos escribieron al rey sus opiniones en materia tan ardua como la economía. Se procuró que tan leales súbditos recibieran una carta en agradecimiento por sus “avisos”, si bien algunos otros, debido a un exceso de franqueza en su manera de expresarse, recibieron la visita de los alguaciles reales. Para ayudar al “desempeño” de la Monarquía, Felipe II concibió otros métodos. En ellos también pedía la ayuda de sus súbditos, pero en otro sentido. Desde la Edad Media era habitual que los reyes o los obispos ordenaran plegarias colectivas para que Dios interviniera a favor del reino en momentos de grave peligro. Sin embargo, en 1574 el rey fue mucho más allá, organizando grandes sufragios en toda España para solicitar la divina asistencia en varias cuestiones. Debía rezarse para lograr la concordia entre los príncipes cristianos, la extirpación de la herejía, la reforma de las costumbres, por la salud del papa Gregorio XIII y por el propio Felipe II, para que tenga por bien [Dios] de guardarle y encaminar sus acciones, y darle salud, favor y fuerzas para poner en ejecución la buena intención y deseo que tiene de hacer todo lo a él posible en respecto de la gloria y servicio de Dios nuestro señor y de la exaltación de su santa Fe Católica Romana y del universal beneficio de la Cristiandad.
Este descomunal objetivo no era sólo la mera formulación general de una intención del rey, sino que las plegarias colectivas se articularon a través de un reglamento impreso. Se trataba nada menos que de poner a rezar a los fieles en todas las iglesias españolas durante tres horas a la mañana y tres a la tarde, durante un año entero, y todo ello de acuerdo con un programa establecido para cada parroquia. Un año más tarde, los prelados recibieron de Felipe II nuevas instrucciones para que informaran sobre los excesos y pecados que se producían en sus diócesis y que convenía atajar para que Dios no apartara su protección de España. No cabe duda de que en torno a 1573 se estaban operando en la mentalidad de Felipe cambios muy notables. A esta misma edad, cuarenta y seis años, su 257
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padre había empezado a sentir el opresivo peso de la conciencia, preguntándose si su gobierno se ajustaba a los preceptos divinos. Parece que en su hijo empezó a ocurrir lo mismo, como las citadas plegarías colectivas ponen de manifiesto. Esta evolución se refleja en la propia imagen del rey. Donde mejor se observa esta transición es en un conocido lienzo de Sofonisba Anguissola, donde Felipe aparece vestido de negro y tocado con su característica gorra alta, con una expresión cercana a la benevolencia. Este retrato había sido pintado hacia 1564, cuando vivía los años felices de su matrimonio con Isabel de Valois. Sin embargo, en 1573 encomendó a Sofonisba que lo retocara, según unos nuevos criterios estéticos. Deseaba mostrarse vestido todo de negro y sosteniendo en la mano un rosario, en vez del vellocino de su collar del Toisón (como aparecía en la pintura original). Felipe adoptaba así un nuevo y negro uniforme, sin concesiones a la vanidad mundana, y con el que se primaba el nuevo símbolo devoto del rosario por encima de la espada del caballero. Este cambio de imagen se mantendría ya a lo largo de todo su reinado: el rey cortesano daba paso al rey devoto. Pero ni los avisos para el desempeño, ni las plegarias generales en todo el reino, ni la llamada “Reformación” de las costumbres poco después, lograron sus objetivos. En 1575 la Corona se veía obligada a decretar una segunda bancarrota ante la imposibilidad de pagar los créditos solicitados en los años anteriores. Esta delicada situación financiera afectó de manera muy notable a los banqueros, pero también a los criados y oficiales reales. Sus salarios se debían desde hacía varios años, de modo que multitud de reclamaciones y demandas colapsaron los despachos entre 1573 y 1575. Por entonces debió llegarle a Felipe II una petición de su antigua nodriza, Isabel Díaz de Reinoso, muy expresiva acerca de la relación entre ambos y de la vinculación de Pedro de Reinoso, hermano de leche del rey: El ama de V. M. dice que ella ha servido a V. M. los años que V. M. sabe con el amor e verdad que ha podido, que ésta no le faltará los pocos días que le quedan de vida. Suplica a V. M. que para pasarla honradamente se acuerde de su hijo don Pedro de Reinoso, pues él por su parte tan bien ha servido y no desmerecido que V. M. deje de hacerle merced, que cada día se han de ofrecer cosas en que poderla recibir, y acuérdese V. M. que solo este hermano tiene de 258
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El desempeño de la Corona leche, y que yo quisiera haberla dado a muchos que sirvieron a V. M., y lo que aquí [me] falta decir diré a V. M. cuando le viere 206.
No sabemos si finalmente se produjo la entrevista entre Felipe II y su ama de cría. El citado Pedro de Reinoso había recibido desde su infancia varios oficios en la Corte, desde el de capellán (que renunciaría por no querer tomar los hábitos), al de Varlent servant en 1548. En 1573 figura como uno de los gentileshombres de Casa a los que se debía parte de sus emolumentos 207. La importancia de la lactancia regia como “palanca” para medrar en la corte había sido explotada ya en exceso por su madre. Don Pedro fallecería pocos años más tarde, dejando una hija como única heredera. En medio de este marasmo financiero Felipe II intentó negociar sus deudas con los banqueros, denunciando que los asientos (o endeudamientos) firmados con ellos no se habían levantado en pie de igualdad y que eran abusivos. No le faltaba razón, ya que la mayor parte de los desembolsos se realizaban en la moneda del país de origen, y sus reembolsos, en cambio, siempre en la moneda más fuerte: el ducado de Castilla. A esta bicoca para los prestamistas se unía el alto interés pactado, a veces de un 50 % anual. Pero si el rey y sus consejeros creyeron en algún momento que podían doblegar a los genoveses, como habitualmente la nobleza y el clero hacía en España con los prestamistas, dilatando la devolución de los créditos durante años, se equivocaron. Los italianos atacaron con crudeza el principal talón de Aquiles de la Monarquía: Flandes, obstaculizando las remesas de dinero destinadas al pago de los tercios y auxiliando económicamente a los rebeldes neerlandeses. El efecto de estas medidas fue demoledor. Tras dos años sin que las tropas recibieran sus soldadas, el 4 noviembre de 1576 se amotinaron y saquearon brutalmente Amberes, barriendo la débil resistencia del regimiento valón que defendía la ciudad, los Tercios entraron en una de las capitales financieras de Europa, y, al grito de “¡A fuera villanos!”, la asaltaron durante tres días. El nuevo gobernador enviado a los Países Bajos, Luis de Requesens, nada pudo hacer para impedirlo, pues había fallecido en marzo. En ocho meses Felipe II se vio obligado 206
AGS, Cámara de Castilla, Personas, Leg. 2 (1ª parte), f. 1. Sin fecha.
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IVDJ, Envío 33, caja 46, s/f (entre ff. 86-108). “Lo que se debe a la Casa de Castilla hasta fin de 1573”, y después a la de “Borgoña”.
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a aceptar de nuevo las condiciones de los genoveses y a admitir todos los préstamos anteriores. Desde la toma de La Brielle y de Flesinga en 1572, la situación en los Países Bajos no había hecho otra cosa que empeorar. La nueva campaña del príncipe de Orange había sido contestada por el duque de Alba con inusitada dureza, que respondía en parte al deseo de concluir con presteza la nueva guerra, ante las dificultades para pagar a los Tercios, pero también al fanatismo de los líderes calvinistas neerlandeses, apoyados por numerosas compañías de voluntarios franceses y alemanes, deseosos de vengar la Noche de san Bartolomé en París. Una y otra vez fueron derrotados, pero la situación general no mejoraba. Los neerlandeses, incluso los leales al rey, detestaban al duque de Alba. Sus quejas llegaban cada vez con más asiduidad hasta Felipe II. Fue entonces cuando algunos de sus agentes más integrados en el mundo flamenco, como los humanistas Benito Arias Montano y Fadrique Furió Ceriol, y el secretario Joachim Hopperus, esbozaron ante el rey un cambio de estrategia que pasaba por recuperar el apoyo de la población católica de los Países Bajos, mayoritaria frente a los calvinistas del norte. Esto sólo era posible con la sustitución de Alba por otro gobernador más flexible y diplomático, que preparara el terreno para el prometido y siempre pospuesto viaje de Felipe II a Bruselas. En 1572 ya había decidido su sustitución por el duque de Medinaceli, pero el inesperado reinicio de las hostilidades desestimó la posibilidad de que este noble, sin gran experiencia militar, tomara el mando de las tropas. El rey se decidió entonces por su antiguo amigo de la infancia, Luis de Requesens, el Lloyset hijo de su ayo con el que había jugado de niño a los naipes. Rival de Ruy Gómez de Silva en la obtención de la privanza principesca, don Luis disponía de una destacada carrera como gobernador del Milanesado y consejero de don Juan de Austria en Granada y en Lepanto, pero era sobre todo un buen diplomático, como había demostrado en la embajada de Roma. Si había logrado conciliar los intereses del Papado y de España, era previsible que fuera capaz de empresa semejante con los rebeldes neerlandeses. Requesens fue muy bien recibido en Bruselas, donde tomó posesión de su cargo en noviembre de 1573. La victoria de Mook al año siguiente le permitió consolidar su posición política y militar en los Países Bajos y de inmediato inició las negociaciones para llegar a un acuerdo de paz. Convocó los Estados Generales y escribió a Orange invitándole 260
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a la paz. Incluso aceptó unas deliberaciones en Breda, bajo el patrocinio del emperador Maximiliano II, en la que delegados de ambos bandos trataron de cerrar un acuerdo de pacificación. Todo fue inútil ante la intransigencia religiosa en la defensa de ciertos principios, considerados intocables por uno y otro partido. Entre 1575 y 1576 Requesens lograba en una heroica contraofensiva recuperar gran parte del condado de Holanda, pero su muerte en marzo sumió en la confusión a los Países Bajos. Felipe II, en una nueva y desesperada decisión para terminar con la rebelión, aceptó que el Consejo de Estado, órgano de la administración propia del país, se hiciera cargo del gobierno, en la esperanza de que los mismos naturales lograrían atajar el conflicto. Fue un error. La debilidad de los consejeros flamencos no sirvió ni para contener los ánimos de los Tercios amotinados, ni para calmar las ambiciones de Orange, sino para todo lo contrario. El 4 de septiembre de 1576 el duque de Aerschot, Philippe de Croÿ, dio un golpe militar y detuvo a los miembros del Consejo de Estado leales al rey. En medio del caos político desencadenado, los Tercios españoles optaron por lanzarse a un brutal saqueo de Amberes, la ciudad más rica de los Países Bajos, como el único medio para cobrar sus salarios (1576). Había nacido la “furia española”. Desde este momento, los estados, tanto los leales como los rebeldes, encontraron un único punto de acuerdo común: arrojar del país a las tropas españolas. Con este objetivo se firmó la denominada Pacificación de Gante. En ella se establecía a los Estados Generales, las “cortes” neerlandesas, como la única autoridad legal reconocida para llegar a un acuerdo que terminara con la guerra civil y religiosa iniciada en 1568. Guillermo de Orange parecía haber obtenido un triunfo completo. Felipe II envió como nuevo gobernador a su hermanastro Juan de Austria. Sin tropas y sin dinero, su labor política se encontró con grandes dificultades. Tuvo que ceder en casi todo –con la anuencia del propio rey–, firmando en 1577 el Edicto Perpetuo con los Estados Generales. El propio don Juan era consciente de lo imposible de su misión en Bruselas, refiriéndose a los flamencos: “Ellos me temen y me consideran un hombre colérico, yo los detesto y los considero como unos grandísimos truhanes”, escribía en febrero del mismo año. En realidad, sólo había aceptado el título de gobernador a cambio de poder invadir Inglaterra y proclamarse rey. El papa apoyaba esta empresa. 261
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La coronación de don Juan como rey de Inglaterra parece una quimera, pero en la evolución de la estrategia política que Felipe II diseñó para la defensa de su Monarquía 208 hubo una época, precisamente entre 1573 y 1580, en la que el espionaje y la diplomacia secreta obtuvieron una indudable primacía. Desde el reinado de los Reyes Católicos España había dispuesto de unos prestigiosos servicios secretos, que no dejaron de crecer durante las décadas siguientes. Sin embargo, hacia 1573 estos espías y sus acciones secretas casi sustituyeron a los Tercios como instrumentos de la política filipina. Las razones fueron varias. El fracaso para sofocar la rebelión neerlandesa, la ruptura por Venecia de la Liga contra el imperio turco, la bancarrota de la Hacienda real en 1575, o el motín de los Tercios en Flandes un año después, imposibilitaron al Rey Prudente para emprender otras acciones militares que no fueran las de carácter defensivo frente a los enemigos de la Monarquía. Puesto que no había dinero, ni barcos, ni soldados leales con los que hacer frente a las múltiples amenazas que se cernían, se decidió recurrir a misiones secretas como un sustituto de las campañas militares. Los consejeros de Felipe II trataron de comprar la traición de consejeros o de generales turcos, franceses o ingleses, al tiempo que no se dudó en planear asesinatos justificados por la “razón de Estado”, se ensayaron armas milagrosas, buscando en la tecnología un elemento que decidiera el signo incierto de las batallas, y, por último, se emprendieron múltiples acciones de sabotaje para frenar el avance de las iniciativas enemigas. Durante estos años Madrid se convirtió en una especie de capital del espionaje, recordando sus calles en cierta manera al Berlín de la Guerra Fría. Secretarios reales, embajadores, espías, ingenieros, inventores, arbitristas, correos, predicadores, falsos profetas y exiliados ingleses, flamencos, griegos, italianos y renegados turcos formaban una populosa colonia, donde el secreto y la traición eran la moneda de cambio, y el crimen una opción nunca desdeñada: recuérdese el asesinato de Juan de Escobedo. Este escenario, tan favorable para la ficción novelística, ha sido la fuente de parte de la leyenda negra de Felipe II, hoy desmitificada, pero sería ingenuo creer que el rey no hizo uso de métodos poco legales cuando la ocasión lo exigía, al igual que otros soberanos europeos de la época. 208
Analizada por Geoffrey PARKER: La gran estrategia de Felipe II. Madrid: Alianza,
1998.
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Si en Flandes se estaba perdiendo la guerra, no eran mejores las noticias que llegaban desde el Mediterráneo para el rey. En 1573 el propio don Juan, de nuevo al mando de las fuerzas navales y terrestres de la Santa Liga, había conseguido conquistar Túnez, imitando a su imperial progenitor en la hazaña. Sin embargo, sólo un año después la fortaleza de La Goleta, que cerraba la entrada a la ciudad norteafricana desde el mar, fue asediada por los turcos sin que se pudiera hacer nada por socorrer a sus defensores. Esta pérdida indignó en Italia, corriendo por Nápoles la copleja “don Juan con la raqueta y Granvela con la bragueta perdieron La Goleta”, pero no provocó la misma irritación en España. Se trataba de una plaza demasiado alejada de las costas peninsulares. En Sevilla, para indignación de un furibundo moralista como Cebrián de Caritate, la caída de esta fortaleza tunecina había puesto de manifiesto la viciosa vida de los sevillanos: farsas y comedias se habían celebrado a pesar de que la noticia era conocida. Todo era de una indignidad manifiesta, y Cebrián le advertía a Felipe II que podrían venir otras derrotas si no se ponía freno a los desmanes de aquella nueva Babilonia andaluza. El eco de las plegarias generales de 1574 se escucha ya en su escatológica admonición al rey. En verdad, ¿había perdido España, por sus pecados, la gracia divina? Así lo divulgaba en las lejanas tierras peruanas un visionario dominico, llamado Francisco de la Cruz, quien anunciaba la “destrucción de España” a causa de la política de Felipe II, atenta únicamente a la explotación de los recursos minerales de las Indias, sin importarle la opresión en la que vivían las comunidades indígenas. En sus visiones, Cruz prometía que los indios se volverían el pueblo escogido por Dios e instaurarían un nuevo reino cristiano en América y en España. En 1575 la Inquisición arrestó al fraile, que fue finalmente condenado a la hoguera en 1578 209. A pesar del rigor de sus inquisidores, el rey también empezaba a tener motivos para creer que él podía llevar a España hasta un final apocalíptico. Cuando Mateo Vázquez le advirtió de que la pérdida de la Goleta podía deberse a un castigo divino, tal y como a otros él había escuchado, Felipe II quiso saber de 209 Vidal ABRIL CASTELLÓ y Miguel J. ABRIL STOFFELS: Francisco de la Cruz, Inquisición, actas: Anatomía y biopsia del Dios y del derecho Judeo-Cristiano-Musulmán de la conquista de América, Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1992.
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inmediato quiénes habían dicho tal cosa. El secretario se vio en una situación embarazosa, pero lo cierto es que el pesimismo se había extendido en la corte, y no sólo por las noticias de Flandes o por la bancarrota de las finanzas reales, sino también por la sucesión de varias desgracias en la familia real. En la noche entre el 7 y el 8 septiembre de 1573 fallecía inesperadamente la princesa Juana de Austria, hermana pequeña del monarca. Felipe permaneció a su lado en los momentos más terribles de la agonía, en sus habitaciones del monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Años más tarde, en una carta a Cristóbal de Moura, el rey se referirá a la pena común experimentada por ambos “esa noche de que os acordareis muy bien”. Después escribió a su embajador en Viena para que comunicara a la emperatriz María la noticia, de acuerdo con unas estrictas instrucciones que trataban de mitigar su impacto en aquella. El cariño entre Felipe y sus hermanas era una realidad personal que trascendía lo político. Juana había logrado ser una de sus principales consejeras, y muchos veían en ella a la verdadera cabeza del bando político de los ebolistas. La prisión y muerte de don Carlos, y el fallecimiento de la reina Isabel de Valois en el mismo año 1568, supusieron para la princesa una profunda conmoción. Al parecer sufrió una seria depresión que sólo los cuidados de sus médicos y el consuelo de Felipe le permitieron superar. Su ánimo parecía estar plenamente restablecido cuando en 1570 llegó a Madrid la reina Ana de Austria, su sobrina. Entre ambas se suscitó una gran amistad, de la que es una buena muestra la presencia de algunos libros, que figuran en su inventario con la anotación de que le fueron regalados por la reina. Esta amistad sólo duró, sin embargo, tres años. Por disposición de la propia princesa, su cuerpo no fue trasladado al panteón de El Escorial, sino que se depositó en las Descalzas Reales, bajo una estatua en mármol, obra del escultor Pompeo Leoni. Se trataba no sólo de una demostración de afecto hacia la comunidad de monjas clarisas que había fundado para su retiro, sino de su propia dignidad como princesa de Portugal y madre del rey Sebastián, diferenciada del resto de la familia real. En cierta manera, Juana había jugado un extraordinario papel dinástico, considerándose como la heredera moral de su madre, la emperatriz Isabel. Consciente de este papel, su hermano compró en la almoneda de sus bienes varios libros que la princesa había heredado de su madre. Allí estaba, por ejemplo, el Breviario iluminado que la emperatriz Isabel había 264
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recibido de su madre la reina María, y donde madre e hija anotaron los nacimientos de sus hijos en las tres primeras décadas del siglo XVI. En 1576 ya figuraba en el Escorial entre los códices litúrgicos. Su destino era unirse a los otros manuscritos heredados de María de Hungría y al Breviario de Carlos V para el servicio de los oficios religiosos en el panteón real. Felipe II, siguiendo el ejemplo de su madre y de su abuela materna, también hizo iluminar en él los nacimientos de sus hijos hasta 1580, y lo mismo haría Felipe III a principios del siglo XVII. Esta tradición se interrumpiría con sus sucesores. La muerte de la princesa Juana, unida a las noticias de Italia y de Flandes, aumentó no sólo la angustia del rey, sino que se extendió también a su esposa, que empezó a sufrir una anorexia nerviosa. El motivo pudo ser un aborto en 1574 y la muerte en 1575 de su hijo el infante Carlos Lorenzo. Es probable que en parte se sintiera culpable por estas muertes infantiles, o que en parte también cargara sobre sí los problemas políticos de su marido. Los médicos no conseguían que comiera regularmente y empezó a enflaquecer de manera exagerada. El rey llamó a palacio a fray Alonso de Orozco, un agustino cuya fama de santidad ha sido recientemente confirmada, y que en la época gozaba de un gran ascendiente sobre la familia real. En presencia de la reina preguntó: Señora, para abrir la gana de comer y quitar todo hastío, oí decir a mi abuela y a mis tías que era muy a propósito una medicina, que si V. M. quiere tomarla espero que ha de sanar. ¿Gusta V. M. que yo se la sirva?
Doña Ana respondió afirmativamente. “Pues vamos con la bendición de Dios”, dijo el santo fraile, y pidiendo una perdiz, fue asándola con una loncha de tocino y un brasero. A cada vuelta del asador iba recitando un verso del Magnificat, y estando ya en su punto el ave, la llevó a la reina: Señora, coma esto V. M., que solo el olor puede abrir las ganas a un muerto; además de que se asó al calor de la invocación de María Señora Nuestra, y no puede menos de hacer provecho.
El resultado de esta medicina fue milagroso. La reina recuperó el apetito y los hijos fueron naciendo con una regularidad impresionante, de acuerdo con la prolífica condición de su madre, la emperatriz María, que dio a luz a catorce hijos. Su hija Ana se limitó a cinco hasta su muerte en 1580. Tras los ya citados 265
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Fernando (1571) y Carlos Lorenzo (1573), nacieron Diego (1575), Felipe (1578) y María (1580). La corte, en efecto, se llenó de niños, retratados magistralmente por Sánchez Coello. Su sensibilidad como retratista infantil reflejaba en cierta manera el propio cariño del rey hacia sus hijos. Los cuadros en los que pintó a las infantas Isabel y Catalina en diferentes edades constituyen los primeros retratos de hermanos en la pintura española. En el primero, realizado hacia 1569, las dos niñas juegan con un jilguero, en el segundo (c. 1572), su mascota es ya un perrillo, y en el tercero (c. 1575), ambas sostienen una corona de flores. También retrató al príncipe Fernando siendo niño, con un pajarillo en la mano, lienzo hoy perdido, y en 1577 vestido ya como galán, con espada al cinto y sosteniendo una fusta. Este cuadro mostraba el momento en el que el heredero había pasado la “puericia”, edad en la que debía ser entregado a otros hombres para su formación. El rey Felipe recordaría ante este cuadro cuando en 1531 su madre le vistió su primer hábito de galán. Los otros retratos de Sánchez Coello nos presentan a los hermanos pequeños de Fernando, todos ellos vistiendo los “vaqueros” o faldones propios de su condición infantil. El del infante don Diego, pintado en 1577, nos le muestra jugando con un caballito de juguete y una lanza, iniciándose (como tiempo atrás su padre) en las lides de la caballería. Dos años después se le pintaba acompañado de su hermano pequeño Felipe, al que cogía de la mano mientras jugaban, vestidos ambos con faldones, a las cañas, otro entretenimiento caballeresco. En 1583, el rey se alegrará desde Lisboa en una de las cartas a sus hijas, “con las buenas nuevas que me dais de vuestro hermano [Felipe (III)] y de que traiga ya el hábito”. El soberano abordó la educación de sus hijos con gran cuidado, pues estaba convencido de las ventajas que los métodos humanísticos habían aportado en su formación y, en consecuencia, quiso continuar este modelo en la de sus hijos y sobrinos. Tras la muerte de don Carlos en 1568, la educación palatina se centró en las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, y en la de sus hermanastros los príncipes Fernando, Diego y Felipe. La instrucción de las infantas fue especialmente valorada por su padre, ya que durante mucho tiempo fueron sus herederas más probables. La enseñanza de la escritura le fue encomendada al calígrafo benedictino fray Martín de Palencia, llamado a palacio para escribir 266
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la letra de los libros de Coro de El Escorial. Después tuvieron como maestro al lulista Pedro de Guevara, quien simplificó la gramática del profesor Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, hasta convertirla en un juego para facilitar el estudio de sus alumnas. Siguiendo estos antecedentes, el “maestro de escribir” Francisco Lucas compuso en 1577 un Arte de escribir para el príncipe Fernando, y poco después el humanista Pedro Simón Abril ideó un sistema de cartillas de letras o abecedarios para el príncipe Diego. Felipe II enviaría algunas de ellas en 1580 a su hijo, explicando cómo debía escribir en negro sobre las letras rotuladas en rojo. Esta pedagogía palatina incluía la formación política, incluso en su faceta más práctica. En ocasiones, especialmente cuando residía con su familia en alguno de los palacios cercanos a Madrid, el rey compartía su jornada de trabajo con la reina Ana y las infantas Isabel y Catalina, repartiendo las labores entre ellas. Mientras él despachaba los documentos que debía firmar, la reina Ana vertía polvos de salvadera sobre las cartas para secar la tinta y las entregaba a las infantas, quienes las llevaban hasta la mesa del secretario Sebastián Santoyo, donde eran cerradas y selladas para su envío 210. Al interior de este sencillo ámbito de la vida familiar del rey tenían acceso muy pocas personas, algunos gentileshombres de cámara, secretarios de gran confianza como Santoyo, o artistas como Sánchez Coello. Otros personajes que disponían de un acceso casi ilimitado eran los bufones, locos y demás “sabandijas” cortesanas, quienes entretenían con sus gracias y juegos a la familia real. Felipe II tuvo a su servicio una nómina muy nutrida de estas “criaturas”, destacando en esta época la truhana Magdalena Ruiz, el enano Miguelillo de Antona, Agustín Profit, llamado el Calabrés, Luis Tristán, las enanas Ana y Luisa de Cabrera, o el bufón Manuel Rabelo de Fonseca, último de una larga nómina de “hombres de placer” que estuvieron al servicio de Felipe II, sucesores de aquellos Perico de Santervás, Pero Hernández de la Cruz y Jerónimo el Turco, que le entretuvieron siendo príncipe. Su presencia al lado de Felipe II, 210 Sobre la educación de las infantas y de los hijos de Felipe II en esta época, José Luis GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: “La educazione devozionale del’Infante”, en Blythe Alice RAVIOLA y Franca VARALLO (a cura di): L’infanta. Caterina d’Austria, duchessa di Savoia (1567-1597), Roma: Carocci, 2003, pp. 25-95.
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con quien gozaban de una gran intimidad y desparpajo, se justificaba en la medida que su deformidad realzaba la perfección de sus amos, pero parece obvio que su “necesidad” no era tanto cosmética como personal: aliviar a los reyes de sus preocupaciones diarias. El Calabrés y Magdalena Ruiz son citados en numerosas ocasiones por Felipe II, divertido con sus ocurrencias, en las cartas a sus hijas, como en este fragmento, donde narra una de las habituales pendencias entre dos de sus locos en 1581: Magdalena está muy enojada conmigo después que os escribió, porque no reñí a Luis Tristán por una cuestión que tuvieron delante de mi sobrino [Alberto de Austria] que yo no la oí y creo que la comenzó ella, que ha dado en deshonrarle. Se ha ido muy enojada conmigo, diciendo que se quiere ir y que le ha de matar, mas creo que mañana se le habrá ya olvidado.
Esta vida familiar, íntima y alegre contrastaba, con el aislamiento y la desconfianza cada vez mayor del monarca hacia su entorno político y social. En la anécdota antes referida se percibe como Magdalena Ruiz imitaba, a modo de mofa, los conflictos de etiqueta y precedencia con que la nobleza solía agriar la vida áulica. La caída en desgracia del cardenal Espinosa pudo ser uno de los primeros indicios de esta actitud desconfiada en el monarca, pero se profundizó con los acontecimientos posteriores de la guerra de Flandes y con las muertes de algunos de sus colaboradores más estrechos en 1576, como Luis de Requesens, Antonio Gracián Dantisco y el flamenco Joachim Hopperus. En especial fue muy dolorosa para el rey la pérdida de su secretario Gracián, quien se había ganado hasta tal extremo la confianza regia que muchos veían en él al sucesor de Gonzalo Pérez. Había sido admitido como secretario en 1571, por recomendación de su padre Diego Gracián de Alderete, humanista y secretario desde los años veinte del siglo, y se había hecho indispensable para el rey, tanto en los asuntos políticos como en la catalogación de la biblioteca de El Escorial. Dedicado a esta última tarea le sorprendió la muerte el 6 de abril de 1576, en Madrid. Tenía menos de cuarenta años, y se dice que Felipe II, al enterarse, exclamó: “Hoy sí he perdido un ángel que me había dado Dios para mi compañía”. La pérdida de estos amigos y colaboradores acentuó la tendencia del rey al aislamiento, pues cada vez pasaba menos tiempo en Madrid. En esta época, el Real Alcázar de Madrid había pasado de ser un palacio a convertirse en un centro 268
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administrativo. Con el incremento de las necesidades de gobierno la familia real había visto como sus estancias palaciegas se habían ido constriñendo para dejar espacio a los Consejos en pasillos, sótanos, bodegas y cámaras, donde poder colocar sus archivos, reunirse sus consejeros y trabajar sus funcionarios. En los grandes patios interiores de Alcázar ya no se celebraban justas o bailes, pues los caballeros y damas habían sido sustituidos por un verdadero zoco, donde mañana y tarde deambulaban burócratas, abogados, peticionarios y mercaderes, a la búsqueda de la merced o del negocio. Incluso algunos libreros habían obtenido autorización para situar en el patio del rey unos tenderetes portátiles. En este contexto, se comprende la afición del rey por residir en los palacios campestres de los alrededores de la villa o en El Escorial. A cambio de esta tranquilidad personal, tanto los vecinos de Madrid, como los miles de súbditos que acudían a la corte para solucionar sus asuntos, tenían la impresión de que Felipe II se ocultaba del pueblo. En julio de 1577 se fijaron algunos pasquines en las puertas de los principales edificios de Toledo, que reflejaban el descontento castellano hacia su monarca. Felipe pidió entonces a su limosnero mayor Luis Manrique que pusiera por escrito su opinión sobre la situación. Manrique compuso un breve Espejo en el que advertía a su señor que “de industria se había poco a poco hecho inaccesible y metídose en una torre sin puertas y sin ventanas”, dedicado únicamente a sus papeles. Aislado de esta manera de su pueblo, “andan los hombres tristes prometiéndose que todo se ha de perder”. El sistema de gobierno burocrático que Felipe II estaba imponiendo, desplazando a la nobleza del poder en la administración, recibió también numerosas críticas en esta época. El poeta y embajador Diego Hurtado de Mendoza se había destacado en estos juicios. Quizá por esto, en abril de 1575 alguien le envió por medio de un niño un memorial en contra de los letrados. La reacción de don Diego fue muy diferente a la que el anónimo remitente esperaba. Hacía poco que había llegado a un acuerdo con el rey para cederle su biblioteca y sus colecciones artísticas a cambio de condonar sus deudas. En consecuencia, envió el injurioso memorial al secretario Santoyo con esta nota: Dé vuestra merced a Su Majestad este papel que me trajo un muchacho esta noche, y aunque sea malo de estilo, me parece peor la intención del autor 269
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Felipe II: La mirada de un rey y es bien que se sepan estas y otras menudencias, y que el muchacho está en mi poder. No he reído poco del aviso 211.
Ante la acumulación de críticas y de desgracias, Felipe II no sólo se alejó de la vida cortesana y social, sino que empezó a adoptar una actitud fría en sus audiencias. Ante su mirada, los predicadores enmudecían, los suplicantes se tiraban al suelo y los hidalgos olvidaban el negocio que les había traído hasta la audiencia regia. Con un “Sosegáos”, respondía el monarca para tranquilizarles. A los problemas políticos y familiares se unieron los problemas internos, en forma de la corrupción. En 1578 el licenciado Sancho Busto de Villegas denunció al rey que en Madrid se murmuraba que algunos ministros recibían regalos a modo de sobornos, y que “lo que no les cabía en las casas” lo vendían por medio del mercader Baltasar Gómez y de dos plateros. El rey escribió al secretario Mateo Vázquez que le recordara el tema para acordar lo que conviniera. La trama de corrupción urdida por Antonio Pérez y la princesa viuda de Éboli, doña Ana Mendoza de la Cerda, empezaba a ponerse al descubierto. En julio de 1577 había llegado a España Juan de Escobedo, enviado por don Juan de Austria para que el rey favoreciera su proyecto de invasión de Inglaterra, que ya contaba con el apoyo pontificio. Pero Escobedo no tardó en descubrir que Pérez no sólo intrigaba contra su señor, sino que también era un político corrupto: el hijo bastardo de Gonzalo Pérez aceptaba sobornos y vendía secretos de estado a los rebeldes neerlandeses. En marzo de 1578, antes de que pudiera acusarle, fue asesinado en una calle de Madrid. Muchos señalaron a Antonio Pérez como el inductor. Éste logró protegerse durante un tiempo engañando a Felipe II con la tesis de que Escobedo era un traidor, que había incitado a don Juan de Austria a levantarse contra el rey para hacerse con el reino inglés. Pero en julio de 1579, ante las pruebas que demostraban sus mentiras, él y la princesa de Éboli fueron arrestados. Este escándalo fue determinante para que el rey se volviera un gobernante desconfiado, con un inusitado prurito administrativo por querer controlar la toma de decisiones y por estar al tanto de todas las cuestiones que se dilucidaban en los Consejos. En su mente providencialista, la corrupción de su 211
Diego Hurtado de Mendoza a Sebastián de Santoyo (Aranjuez, 17 de abril de 1575) (IVDJ, Envío 8 [II], s/f ).
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secretario podía relacionarse de manera directa con el fracaso de su política como soberano, y este desastre, como un castigo de Dios. Afirmar que antes el monarca no se había dedicado con un especial ahínco al trabajo de despacho sería falso, la diferencia estribaba (y en esto los consejeros estaban de acuerdo) en que la escrupulosidad regia era excesiva, tomaba decisiones sin atender las consultas de los consejos, y los asuntos se dilataban en exceso, ya fuera por la falta de salud del rey o por su insistencia en la revisión por varias manos. Este celo administrativo partía de una idea de servicio a Dios, entremezclada con un proyecto de monarquía autoritaria que aspiraba a controlar sus parcelas de poder con total eficacia. Felipe II y sus consejeros nunca reconocieron que el imperio español era un mosaico objetivamente ingobernable por la pluralidad de situaciones y regímenes jurídicos y políticos distintos, desde el autoritarismo en Castilla al foralismo en Cataluña, un coloso lastrado por unas fronteras que abarcaban todo el globo terráqueo y con colonias en los cinco continentes. Al contrario, realizaron un esfuerzo titánico por cimentar de la mejor manera posible los pies de barro de aquel gigantesco titán. Que este imperio resistiera casi intacto hasta 1714, y perviviera todavía en parte hasta principios del siglo XIX fue gracias, en gran parte, a la política en materia burocrática y legislativa de Felipe II. El sistema podía ser lento, pero tenía unos fundamentos dentro de las necesidades y limitaciones de la época. Una de las piezas esenciales de esta administración imperial era el presidente del Consejo Real o de Castilla, por entonces Diego de Covarrubias y Leyva, sucesor en 1572 del cardenal Espinosa. Aunque había iniciado su gestión con los mejores augurios, los astros no le fueron finalmente favorables. Su muerte en 1577 cerraba, por tanto, una triste etapa, plagada de fracasos, y esto obligó a Felipe II a buscar un sustituto adecuado. Tardó un tiempo en encontrarlo, pero fue entonces, en medio de la crisis originada por Antonio Pérez, cuando decidió llamar al cardenal Antonio Perrenot de Granvela, retirado desde 1567 en Italia, donde había sido embajador en Roma y virrey de Nápoles. El anciano prelado había sido utilizado como moneda de cambio con los nobles neerlandeses veinte años atrás, ahora regresaba a la corte para asumir el control sobre los consejos de Italia y de Flandes (como extranjero no podía presidir el Consejo de Castilla). El 3 de agosto de 1579 llegó a El Escorial para presentar sus respetos a Felipe II. 271
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Con la llegada de Granvela, a la sazón un anciano de sesenta y dos años, se produjo un profundo giro en la política española. El enconamiento de la rebelión de los Países Bajos estaba haciendo cambiar muchas cosas en la mentalidad de los consejeros de Felipe II. Si en los años sesenta la política moderada de los ebolistas había fracasado, no menos lo había hecho la “mano dura” impuesta por el duque de Alba. Los miembros de uno y otro bando podían echarse ahora las culpas de que si se hubieran hecho las cosas de otra manera..., pero era ya tarde. Además el rey, con su decisión de arrinconar las facciones políticas para establecer un gobierno de burócratas leales y especializados, había infundido en los Consejos un cierto sentimiento de pragmatismo. Granvela era el hombre adecuado para dar forma a este giro en la política, gracias a su acreditada experiencia en los asuntos europeos durante cuarenta años. Como ocurriera con Espinosa, Granvela era un ministro enérgico. Donde antes se tardaban meses en tomar decisiones, ahora se sucedían unas tras otras rápidamente, y se abandonó la política indecisa del obispo Covarrubias. Desde su llegada, el cardenal logró hacer ver que la reputación de España se jugaba no en la lucha contra el Islam, sino en los inundados campos de Holanda, y que para mantener esa reputación era necesaria una decisión muy difícil de justificar ante la opinión pública: firmar la paz con el Turco. Y esto sólo podía hacerse en el más absoluto secreto. Años atrás, cuando los ecos del triunfo de Lepanto todavía no se habían apagado, en las calles de Madrid se produjo un inesperado encuentro entre cierto personaje, que se hacía llamar Juan Sebastián Napolitano, y un franciscano, fray Jerónimo Peregrino, que acababa de llegar de Italia, quien de inmediato reconoció al forastero como un espía turco, que había huido de Venecia. Allí se hacía pasar por un portugués, secretario de Juan de Austria, hasta que, descubierto por el embajador español, tuvo que darse a la fuga. Juan Sebastián fue detenido en 1576 e interrogado por Martín de Acuña, un hidalgo que había estado cautivo en Constantinopla años atrás. Según declaraba el detenido, él sólo era un caballero napolitano, criado de los príncipes de Bohemia, quienes le habían enviado a España con una carta para la reina Ana. Para Acuña, en cambio, no había duda de que se trataba de un renegado transilvano, espía otomano que había sido enviado desde Constantinopla. Este episodio podría parecer anecdótico, si no fuera porque en este preciso momento Felipe II, aconsejado desde 272
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Roma por Granvela, estaba tratando de negociar una tregua con el sultán, retomando el fallido intento de 1558. El cardenal, político pragmático, confesaba que el espíritu cruzado que había animado la Liga Santa en 1570 había desaparecido en Italia, y que no podía esperarse una “resurrección” del mismo. En estas negociaciones el citado Acuña fue el hombre clave. A finales de 1576 ya se encontraba en Nápoles con instrucciones precisas sobre cómo llevar el acuerdo, y en febrero del año siguiente arribaba a Constantinopla. Tras algunos rocambolescos episodios, en marzo de 1577 recibió la promesa de una tregua: la flota turca no saldría dicho año al Mediterráneo, así como una oferta para firmar un tratado de paz 212. A pesar del éxito de su misión, Acuña fue apresado cuando regresó a España. Se le acusaba de ligereza en las negociaciones, comprometiendo la alta estima de la Monarquía. En realidad, Acuña, como otros protegidos de Antonio Pérez, corrió la misma suerte que otros hombres implicados en los tratos y corruptelas del secretario. En 1586 sería ejecutado en Pinto. Esto no supuso el final de los contactos con Turquía. En el mismo momento en que Acuña era detenido, Felipe II enviaba a otro espía como negociador ante el sultán Murad III, el milanés Giovanni Margliani, quien no cometió los mismos errores que su antecesor, y si bien el embajador francés en la corte otomana se mofaba de sus excesivas precauciones y de que iba siempre embozado, finalmente logró firmar una segunda tregua en 1578. Estos pactos serían renovados durante la década siguiente por el cardenal Granvela, ya en el gobierno de la Monarquía 213. Los corsarios de Argel no se consideraron obligados por tales acuerdos, pero al menos en España podían estar tranquilos con respecto a las incursiones anuales de la flota otomana en el Mediterráneo, la temida “bajada del turco”, como era denominada la salida de su flota desde Estambul, “bajando” por el mar Egeo. En las negociaciones de esta tregua interfirieron de manera notable los preparativos bélicos que el rey don Sebastián realizaba con vistas a invadir Marruecos. 212
Emilio SOLA y José F. DE LA PEÑA: Cervantes y la Berbería (Cervantes, mundo turcoberberisco y servicios secretos en la época de Felipe II), Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 96 y ss. 213
María José RODRÍGUEZ SALGADO: Felipe II, el «paladín de la cristiandad» y la paz con el Turco, Valladolid: Universidad de Valladolid, 2004.
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Es más, en el acuerdo se decidió que Portugal quedara al margen. El sobrino de Felipe II, educado por los jesuitas, tenía la mente inflamada desde niño por el mito cristiano de la cruzada y de la expansión del imperio y de la fe. Aunque entre sus antecesores tenía algunos ejemplos que seguir, como el del infante don Enrique el Navegante, ni su padre (muerto antes de que naciera), ni su abuelo Juan III, ni el padre de este último, el famoso Manuel I el Afortunado, habían combatido en persona para expandir el imperio luso. Su verdadero modelo era Carlos V, de quien era nieto. Su proyecto de invasión de Marruecos, con la conquista previa de Larache, estaba claramente basado en las gestas norteafricanas del emperador, en Túnez (1535) y Argel (1541). Cuando en 1573 falleció su madre la princesa Juana, ella le había legado unas Horas de Carlos V: ... en señal de amor maternal quiero que luego se le dé y envíe un libro de servicio en el cual está el oficio de nuestra señora, por tenerlo yo particular presa que fue del emperador mi señor, y así quiero quede en su poder como cosa que yo estimo 214.
La noticia del desastre portugués en la batalla de Alcazarquivir (4 de agosto de 1578), no por esperada, causó menos consternación. Ni en los peores pronósticos se había conjeturado que el rey muriera en Marruecos, junto con muchos nobles y caballeros. Poco a poco iban llegando noticias diversas sobre la tragedia. Los supervivientes de la matanza contaban sus historias, transmitían los nombres de los fallecidos, o informaban sobre aquellos que habían caído prisioneros, cautivos a los que ahora era preciso rescatar. Como es lógico, al despacho de Felipe II llegaron los informes más detallados, la inconsciencia del rey, los errores tácticos de sus generales, o las consecuencias que esta batalla tenía tanto en Portugal como en el Magreb. Aunque la muerte del rey don Sebastián en Marruecos se convirtiera, casi de inmediato, en fuente de numerosos mitos y leyendas populares, en el plano político el desastre de Alcazarquivir significó el final de una época, donde el nacionalismo y la megalomanía se mezclaban con el gobierno sin la adecuada separación o distinción. El príncipe don Carlos, don Juan de Austria y el rey
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AGS, CMC, leg. 207-8, f. 23r.
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El desempeño de la Corona
Sebastián se habían educado en este ambiente caballeresco irreal, basado en los romances de frontera, las gestas americanas o las campañas de Carlos V. Esta época, sin embargo, había pasado, por mucho que los romances y los libros de caballerías siguieran divulgando una falsa concepción de la vida y de la realidad. Como había podido comprobar el cautivo Miguel de Cervantes en las prisiones de Argel, los anhelos de gloria debían dar paso a la búsqueda del pragmatismo. Felipe II personalizó en gran manera este proceso de cambio social y cultural. Formado y educado en la imitación de la política de su padre, cuando llegó al trono se negó a seguir los aspectos más destacados de éste como monarca, renunció incluso a sus pretensiones al trono imperial y creó un estilo propio de gobierno. No fue un miles christianus, sino un rey de despacho, un “rey Prudente”. Esta actitud le generó muchos reproches y críticas, así como una obsesiva manía por compararle con su padre, pero Felipe II, que había sido testigo muy cercano del declive político y personal de Carlos V a mediados del siglo, no quería repetir aquella experiencia. En cambio, los jóvenes príncipes Carlos, Juan y Sebastián, nacidos en 1545, 1547 y 1553 respectivamente, carecían de este sentimiento de prudencia. El primero, como hemos visto, soñaba con restaurar el antiguo imperio de su abuelo, portando la corona del Sacro Imperio como “Carlos VI”; don Juan quería casarse con María Estuardo para ser rey de Inglaterra y Escocia; y Sebastián “el Africano”, se veía como un cruzado, un nuevo san Luis que arrebataría el norte de África al Islam. Sus acciones y sueños ponen de manifiesto cómo decidieron vivir de los mitos y cómo al final ellos mismos se convirtieron en parte de la mitología y de las leyendas populares. Y así fue como en la cultura popular se divulgó una interpretación épica de sus acciones. Sobre Alcazarquivir, romances como el titulado Puestos están frente a frente, contribuyeron a desarrollar esta imagen histórica. No resulta difícil imaginar como se representaba en los pueblos este romance. Casi de manera teatral, los espectadores podían imaginar ambos ejércitos, que parecían vislumbrarse en el horizonte de una tela, mientras que con el acompañamiento de instrumentos de viento y de percusión, la batalla se desarrollaba ante sus incrédulos ojos. Es como si estuviéramos todavía ante el cervantino retablo del titiritero maese Pedro:
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Felipe II: La mirada de un rey ... Dispara la artillería, La nuestra mal disparando Llueven balas, llueve muerte, Saetas y mosquetazos. El Lusitano Que por los lados ya todos Es vanguardia nuestro campo Y con sangre de los muertos, Está hecho un grande lago. El Lusitano. Todo lo anda el buen Rey, Dando muertes muy gallardo, La espada tinta de sangre, Lanza rota, sin caballo. El Lusitano. Que el suyo pasado el pecho Ya no puede dar un paso, A George de Alburquerque pide Le dé su rucio rodado. El Lusitano. Dáselo de buena gana. Y el rey cabalga de un salto, Mírale el rey como yace, De espaldas casi espirando. El Lusitano Mas le dice que se salve, Pues todo es roto en pedazos, Y el rey se va a los moros, A los moros Sebastiano El Lusitano. Busca la muerte en dar muertes, Sebastiano el Lusitano, Diciendo ahora es la hora, Que un bel morir, tuta la vita honora. 276
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El triunfo del primer “rey Planeta” (1579-1583)
La muerte de su sobrino el rey don Sebastián no fue la única desgracia familiar que Felipe tuvo que enfrentar en 1578. El 22 de septiembre fallecía en Madrid, a los dieciocho años, el archiduque Wenceslao, hermano menor de la reina Ana, a quien Felipe había tratado como a un hijo, confiriéndole poco antes de su muerte el priorato de la orden de San Juan. Escasamente un mes después, el 18 de octubre, moría el príncipe don Fernando, heredero al trono, cuyo nacimiento tantas expectativas mesiánicas había provocado al coincidir con el año de la victoria de Lepanto. También se supo entonces la noticia de la muerte de don Juan de Austria en Namur, enviado por su hermano como gobernador de los Países Bajos en sustitución de Requesens. La situación en aquellas tierras no había mejorado durante su gobierno, en 1578 sólo tres de las diecisiete provincias obedecían al rey. Nunca antes había estado la autoridad de Felipe II tan gravemente comprometida. Pero el rey no se dejó dominar esta vez ni por el luto, ni por la depresión. La perspectiva de reinar en Portugal era una oportunidad única, casi parecía que servida por la Providencia para premiarle por su defensa del catolicismo. Ahora bien, antes era preciso recobrar posiciones en Flandes. Fue entonces cuando logró convencer al duque de Parma, para que aceptara el gobierno de aquellos estados rebeldes. Alejandro Farnesio lo hizo no tanto por fidelidad a Felipe II, como porque deseaba aliviar el peso del protectorado que el rey de España ejercía sobre su ducado italiano desde 1556. Su primera expedición se dirigió contra Maestricht, que cayó en su poder en 1579. No menos habilidoso se mostró para lograr ganarse de nuevo la confianza de la población católica neerlandesa, aterrada por los excesos calvinistas. En Gante cientos de 277
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sacerdotes, frailes y seglares habían sido asesinados, y la persecución religiosa se extendió sin que Orange tomara medida alguna para evitar las matanzas. No le fue difícil, por tanto a Farnesio, en mayo de 1579, conseguir que las provincias del sur se sometieran de nuevo a Felipe II, formando la denominada Unión de Arras, de carácter católico. La respuesta calvinista fue crear otra federación con las provincias septentrionales: la Unión de Utrech. Esta coyuntura era más favorable a los intereses del rey de lo que suele pensarse, pues gracias a esta división de los rebeldes pudo emprenderse la anexión de Portugal. Es más, Farnesio detuvo sus ofensivas contra los rebeldes durante un tiempo. La inesperada tregua se aprovechó para que en Colonia fuera convocada una nueva conferencia de paz, auspiciada por el emperador Rodolfo II, pero que, como la anterior celebrada en Breda, fracasó ante las graves divergencias religiosas entre ambos bandos. Para Felipe II se trataba, sin embargo, de una excusa para obtener un tiempo precioso en que su diplomacia pudiera volcarse de lleno en solucionar la cuestión sucesoria portuguesa. Tras la muerte del rey don Sebastián, a finales de agosto de 1578 había ocupado el trono su tío-abuelo, el cardenal don Enrique, último hijo de Manuel I el Afortunado que quedaba con vida. Como se trataba de un hombre de avanzada edad era evidente que no podría proporcionar sucesores propios. Felipe II, como hijo de la infanta portuguesa Isabel, exigió del anciano monarca que le reconociera como el heredero legítimo al trono. Más no lo logró. Los portugueses, dueños de un gran imperio, anhelaban mantener su independencia con respecto a Castilla, y muchos creían en la falsa esperanza de que el rey Sebastián no había muerto en Alcazarquivir, un espejismo que generaría el fenómeno conocido como “sebastianismo”, caracterizado por la aparición de supuestos individuos que decían ser el monarca, milagrosamente salvado de los moros en Marruecos 215. Su divulgador más popular fue el poeta Bandarra, que compuso numerosas trovas clamando por el retorno del “Deseado” y desaparecido monarca. Como es sabido, explotando la credulidad popular, 215 Sobre el sebastianismo como fenómeno social y cultural, José VAN DEN BESSELAAR: O Sebastianismo: história sumaria, Lisboa: ICLP, 1987, y Jacqueline HERMANN: No Reino do Desejado: A construção do sebastianismo em Portugal, séculos XVI e XVII, São Paulo: Companhia das Letras, 1998.
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El triunfo del primer “rey Planeta”
varios oportunistas se presentaron como el rey oculto en un intento de obtener beneficios personales, entre ellos el conocido como “Pastelero de Madrigal”. La presión popular obligó al medroso Rey-Cardenal a plantear la cuestión sucesoria como una cuestión jurídica, en la que los diferentes pretendientes deberían alegar su legítimo derecho al trono. Felipe II se indignó con esta propuesta, pero no vaciló en desarrollar una brillante campaña para conseguir la herencia lusitana. Esta posibilidad siempre había estado en su mente, y le había parecido más lógica y natural que la sucesión imperial. La unidad de España era una idea anhelada desde la época de la invasión árabe del reino visigodo de don Rodrigo. Tras la finalización de la Reconquista en 1492, se consideraba que este antiguo reino había sido restaurado, acuñándose un marcado neogoticismo en el pensamiento político español (no sólo castellano). Esta idea de España incluía al reino de Portugal. Felipe II había manejado con habilidad este concepto político para sustentar su poder exclusivamente español, como demostrara en 1560 al convocar en Toledo unas Cortes de todos los reinos hispánicos. Como hemos visto, esta pretensión fracasó, pero el rey continuó apoyando toda una línea de pensamiento goticista. Y así, favoreció el estudio del pasado medieval de España, buscando en los orígenes godos de los reinos hispánicos medievales y en la legitimidad de las dinastías de aquellos siglos, un sustento ideológico para su propia idea de España o de la Monarquía Hispánica. En esta tarea contó con la colaboración de sus cronistas Jerónimo Zurita y Ambrosio de Morales. Sus Anales de Aragón o su Crónica de España eran obras emprendidas a través de rigurosos métodos de investigación, que desmentían numerosos mitos populares, pero que a su vez constituían una historia “nacional” de España. En su búsqueda de documentación medieval, ambos eruditos lograron rescatar del olvido preciosos manuscritos “godos”, en realidad mozárabes, que Felipe II mandó guardar en la biblioteca de El Escorial como verdaderas reliquias del pasado hispánico. Entre estos libros podemos encontrar hoy ejemplares de tanto valor como el Fuero Juzgo y el Codex Vigilianus 216. 216 José Luis GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: “Felipe II y los orígenes de la biblioteca humanística de El Escorial”, en Franco BUZZI y Roberta FERRO (a cura di): La Biblioteca Ambrosiana tra Roma, Milano e L’Europa. Atti delle giornate di studio 25-27 novembre 2004, nº especial de Studia Borromaica 19 (2005), pp. 139-190.
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Así pues, no es de extrañar que el Rey Prudente se considerara no sólo como el candidato con mayores derechos al trono de Portugal, sino también, en definitiva, como el unificador de la antigua Hispania perdida por don Rodrigo. Educado en el entorno portugués de la corte de su madre, el rey no sólo había aprendido el idioma luso, sino que tenía un afecto muy arraigado por la tierra y por los compatriotas de su madre. Su matrimonio con la infanta María en 1543, o su intento de casar nuevamente con otra infanta del reino vecino en 1553 ponen de manifiesto la fuerte impronta lusitana existente en el monarca. Si su hijo don Carlos no hubiera fallecido diez años antes, sin duda habría sido el sucesor al trono. Desde 1554, cuando murió Juan de Aviz, padre de don Sebastián, el príncipe castellano había sido tratado como el futuro heredero si su primo pasaba a mejor vida. El interés de don Carlos por aprender portugués y leer libros sobre este reino revela hasta qué punto había asumido esta posibilidad. Sin embargo, en 1579 Felipe II tuvo que enfrentarse a otras cuatro candidaturas al trono. Por un lado estaban los príncipes italianos Manuel Filiberto de Saboya y Ranucio Farnesio; y de otro, Catalina de Braganza y Antonio, prior de Crato. Para los juristas escogidos por el rey, los tres primeros candidatos debían ceder ante su mejor derecho, bien porque él era el nieto mayor de Manuel I entre los que se presentaban, bien porque su madre Isabel había sido la primogénita del “Afortunado”. Esta primogenitura era un argumento incontestable, como no lo era menos que el prior de Crato no tenía derecho alguno al trono por ser hijo bastardo del infante don Luis. Los príncipes italianos, que debían sus estados a Felipe II, pronto reconocieron su derrota en el pleito. No así los dos candidatos portugueses. Catalina de Braganza siguió defendiendo que ella era nieta de un varón, el infante don Duarte, mientras que el rey de Castilla lo era de una hembra; y Antonio de Crato se negaba a admitir su bastardía y alegaba la existencia de un supuesto derecho de elección, en el caso de que el trono quedase vacante 217.
217 Sobre la anexión de Portugal a la Monarquía Hispánica en 1580 disponemos del estudio clásico de Julián María RUBIO: Felipe II de España. Rey de Portugal, Santander: Cultura Española, 1939, y de los trabajos más recientes de Fernando J. BOUZA ÁLVAREZ: Portugal en la Monarquía Hispánica, 1580-1640. Felipe II, las Cortes de Tomar y la génesis del Portugal Católico., Madrid: Universidad Complutense, 1987. Es su tesis doctoral.
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Mientras en la corte lisboeta se discutía qué resolución debía tomarse sobre la “Sucesión de Portugal”, en el verano de 1579 Castilla vivía un ambiente prebélico desconocido. No era normal ver desfilar por los caminos del reino a soldados italianos y alemanes, ni que las autoridades tuvieran como principal misión acopiar pertrechos y víveres para la guerra. Hasta la guerra de las Alpujarras (1568-1570) se había vivido en el interior de Castilla un largo período de paz, iniciado en 1522. Los horrores de la guerra se habían producido desde entonces en Italia, Francia, el norte de África, Alemania y los Países Bajos. La rebelión de los moriscos había introducido un desconocido sentimiento de miedo en el interior de los hogares castellanos. Los preparativos para la invasión de Portugal hicieron rebrotar el desasosiego popular, pues existía el fundado temor de que la campaña lusitana de Felipe II se convirtiera en un nuevo “Flandes ibérico”, dramática sensación que acentuaba la presencia del cardenal Granvela en la cima de la administración española. Una vez más el pueblo empezó a mirar a los cielos buscando respuestas. Son muy interesantes las cartas que en este año escribió el secretario Solchaga a don Juan de Zúñiga y Requesens, embajador en Roma, donde le describía este ambiente, dándole cuenta de los rumores que se propalaban en Castilla a causa de los más extraños sucesos. Así, en 1578 todo Madrid andaba conmocionado por las profecías del soldado retirado y vidente Miguel de Piedrola, que anunciaban grandes desgracias para España. En noviembre el rey comentó con disgusto: “anda tanto humor por este lugar de las profecías, que obliga a mí darse en ello”, y ordenó al cardenal Gaspar de Quiroga y al confesor Diego Chaves que examinasen las opiniones del vidente 218. No era Piedrola el único agorero. En mayo de 1579 se difundió por todo el reino la noticia de un terrible suceso que formaba parte de la mitología popular: el día del Viernes Santo la campaña del pueblo de Velilla había vuelto a tañer sin que nadie la tocara. Esto, según Solchaga, “denota que ha de suceder alguna cosa señalada de guerra o muerte de príncipe, porque otras veces que se ha tañido misteriosamente ha sucedido lo mismo” 219. El secretario no se atrevía 218
Varias cartas sobre el “propheta” Piedrola en IVDJ, Envío 89, caja 125, ff. 176 y ss.
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I,
Solchaga a Zúñiga (Madrid, 2 de mayo de 1579) (IVDJ, Envío 14, caja 27, carpeta doc. 10).
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a hacer un pronóstico, pero todo el mundo relacionó este hecho con la invasión de Portugal y con la vida del rey. No era un buen augurio pensar que Felipe II estaba pronto a desaparecer, por eso, cuando los vecinos de Madrid se vieron sorprendidos por una tormenta de granizo, entre los más crédulos se desató el pánico y muchos madrileños acudieron a las iglesias para refugiarse: A 16 de este desde las siete hasta las ocho y media de la noche, que fue hora y media, hizo tan gran tempestad de relámpagos, piedra, agua y ruido del cielo, que por ser tan notable lo escribo, y dicen que cayeron piedras tan grandes como huevos, a lo menos yo vi muchas tan grandes como nueces. El gran ruido del cielo fue cosa espantosa y las iglesias se hinchieron de gente muy medrosa 220.
Algún acontecimiento terrible estaba siendo anunciado sobre la corte. Casi al mismo tiempo, en un día de julio de 1579, un alférez del ejército, Fernando Díaz, iba conversando por un camino a las afueras de Ledesma con cierto Juan Minaya. Díaz venía de Madrid, donde había tratado sin éxito de que el rey le concediera una merced por sus servicios en Flandes. Tan irritado estaba que confesó a Minaya que había tenido tantos deseos de matar al rey que (al no saber cómo lograr su propósito) se había conformado con matar un ciervo en los bosques de El Escorial. Poco más tarde se abrió un proceso contra ambos. Aunque esta conversación no tuvo mayores consecuencias, parecía como si en Castilla las mentes se hubieran visto afectadas por el sofocante calor del verano. Era el ambiente más adecuado para que se escuchara a dos destacados religiosos, la carmelita Teresa de Jesús y el jesuita Pedro de Rivadeneyra, quienes se oponían públicamente a la anexión violenta del reino vecino: “no conviene que su majestad haga guerra a Portugal”. Ambos gozaban del aprecio del monarca, pero éste estaba plenamente convencido de sus derechos dinásticos. A pesar de los riesgos. Quizá fuera para combatir este ambiente de pesimismo y de críticas por lo que Felipe II decidió publicar en 1580 un conocido Horóscopo para 1579, regocijado ante la evidencia de que ni una sola de sus predicciones había resultado cierta. 220
Solchaga a Zúñiga (Madrid, 17 de julio de 1579) (IVDJ, Envío 14, caja 27, carpeta I, doc. 13).
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Estos arranques de humor no podían ocultar, sin embargo, la gran preocupación que se tenía sobre la evolución de los acontecimientos. Felipe II estaba bien informado de los contactos que el prior don Antonio mantenía con Inglaterra y Francia para lograr su apoyo, así como de sus preparativos militares. Quizá por esta razón Mateo Vázquez recibió con agrado, en agosto de 1579, las predicciones de un astrólogo valenciano, sobre que “el cauallero portugués passara a meglior vita, que es como dicen los italianos de los que mueren, y que Jezabel penará mas no morirá”. El uno era don Antonio, la otra Isabel I Tudor. Por suerte, Felipe II se fiaba más del trabajo de hombres como Cristóbal de Moura que en las predicciones de los astrólogos. Enviado por el rey a su país natal, Moura había logrado convencer a muchos nobles, eclesiásticos y comerciantes de mayor importancia de que si Felipe era su soberano, respetaría las instituciones, las leyes, las costumbres y los derechos del reino. Portugal no sería anexionado a Castilla, sino unido por lazos dinásticos a la Monarquía Católica. La campaña de Moura, junto con el reparto de generosas dádivas, dio resultado. Los jesuitas se declararon favorables a Felipe II, al igual que los comerciantes de Lisboa, Setúbal y Oporto y gran parte de la nobleza portuguesa, agradecida al rey por haber pagado el rescate de unos ochocientos caballeros que en 1578 habían caído prisioneros en Marruecos. El temor a un soberano extranjero era menor que el pavor que estos grupos sentían hacia el populismo del prior de Crato, tras el que se adivinaba una subversión del orden social tradicional. Como se temía, el rey-cardenal falleció en enero de 1580 sin que hubiese llegado a sentenciar quién era el heredero al trono con mejores derechos. Cinco regentes quedaron encargados de decidirlo. Aunque el monarca español obtuvo de tres de ellos una declaración favorable, don Antonio no aceptó la situación y se proclamó rey de Portugal en Santarém en junio. La guerra había terminado por ser inevitable. No todos los portugueses estaban con el prior. A pesar de su popularidad era un bastardo, y muchos hubieran preferido el ascenso al trono de los duques de Braganza. Ellos, sin embargo, ya habían aceptado a Felipe II como sucesor, gracias en especial a los buenos oficios de Moura. Mientras “Antonio I” reunía a sus partidarios en Santarém y consolidaba su alianza con Inglaterra y Francia, en la frontera extremeña se concentraban las tropas de Felipe II. No obstante, y a pesar de todas las previsiones tomadas para disponer de un 283
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ejército de invasión, o de pacificación, el rey todavía no había resuelto dos problemas: ¿quién comandaría las tropas y quién gobernaría los reinos españoles en su ausencia? Era una situación embarazosa, pues era evidente que la anexión de Portugal exigía su presencia en Lisboa para ser coronado, y esto en medio de la crisis producida por las detenciones de Antonio Pérez (por corrupción y traición) y del duque de Alba (por el matrimonio no autorizado de su hijo). Al menos, la llegada del cardenal Granvela para tomar las riendas del gobierno permitió dar una solución a la cuestión de la administración, pero era más difícil resolver el problema de la dirección militar de la campaña. Desde hacía meses todos los consejeros de Felipe II eran de la opinión que el único general adecuado para dirigirla era Alba. Pero el rey se resistía, principalmente porque temía que la rehabilitación del duque reviviría los bandos políticos de antaño. No había muchas dudas acerca del éxito de la invasión (pese a los antecedentes de Flandes), y en consecuencia el monarca temía que la victoria aumentaría el ya enorme prestigio de su general. Finalmente, cuando el tiempo apremiaba y no había otro candidato, Felipe II le hizo venir a Badajoz para entregarle el mando de las tropas. Alba no fue recibido por el soberano, quien deseaba manifestar así que no le había devuelto su favor, pero el leal noble no hizo ningún gesto de contrariedad y de inmediato se dedicó a organizar las tropas, muy necesitadas de entrenamiento, disciplina y vituallas. Mientras tanto los acontecimientos se precipitaban en Portugal. Un grupúsculo de las Cortes había reconocido a don Antonio como soberano, así como las ciudades de Santarém, Setúbal y Lisboa. En esta última ciudad, capital del reino, entró el 24 de junio de 1580. Sólo unos días antes, el 13 de junio, Felipe II había pasado revista a las tropas en la frontera. La invasión se inició a los pocos días, Elvas y Estremoz se rindieron sin resistencia al duque de Alba. A la espera de acontecimientos, la familia real permaneció en Badajoz. En Portugal, mientras tanto, “Antonio I”, más hábil en la propaganda que en la guerra, desplegó una amplia campaña contra su rival, el rey Felipe. En las plazas de Lisboa o Setúbal los predicadores le presentaban como un tirano, sobre el que pronto recaería el justo castigo de Dios. En el campo de batalla, sin embargo, los sermones tenían escasa utilidad. El duque de Alba, que había atravesado con sus tropas el Alentejo sin gran resistencia, llegó el 16 de julio ante las murallas medievales de Setúbal. Los ciudadanos de la importante ciudad 284
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portuaria deseaban resistir, pero la huida de los extranjeros y de las propias tropas antonianas les hizo recapacitar con la mirada puesta en las abiertas bocas de los cañones españoles y resonando todavía en los oídos la amenaza de Alba de que, si no se rendían, “les cortaría a todos el cuello y no dejaría piedra sobre piedra”. Su fama como el destructor de Haarlem era casi más efectiva que su ejército, en realidad agotado, bisoño y diezmado por las enfermedades y las deserciones. A finales de julio Lisboa, defendida por las tropas leales al prior de Crato, estaba ya a la vista del ejército enviado por Felipe II, mientras una flota comandada por don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, bloqueaba la desembocadura del Tajo. El 25 de agosto los dos ejércitos se enfrentaron a orillas del río Alcántara, en torno a un puente de acceso a Lisboa. Casi dos mil portugueses murieron en la batalla y el propio don Antonio, gravemente herido, fue sacado del campo y trasladado a Santarém. A los dos días Lisboa se rindió, en medio del caos provocado por la derrota y la huida de “su rey”. La noticia de la rendición de Lisboa, y poco después de Coimbra y de Oporto, así como de la definitiva huida del prior a Francia, mostraron al mundo el triunfo de Felipe II. En tres meses Portugal había sido sometido, y los gobernadores de su extenso imperio ultramarino no tardaron en reconocer al nuevo soberano. Únicamente en las islas Azores se mantenían firmes los partidarios de Antonio. El rey había vencido a sus enemigos, mas todavía quedaba uno oculto. Por entonces asolaba España una epidemia de catarro o romadizo. No era el habitual tifus, ni la temida peste, sino una afección pulmonar acompañada de fiebre alta, que ha sido identificada como gripe. El duque de Alba diría de este mal: “es más andariego que mujer rezadora”, aludiendo a su rápida expansión. Cuando Felipe II y su familia abandonaron Madrid, la enfermedad del catarro ya se había cernido sobre la villa y siguió a la corte hasta Badajoz. A principios de septiembre de 1580 el rey cayó inesperadamente enfermo. La virulencia con que le atacó la gripe hizo temer por su vida. Con gran secreto se llamó desde Sevilla al famoso doctor Alfaro, hijo del mismo médico que había cuidado en su infancia al rey, quien se recuperó, con gran alivio de la corte, pero contagiada también la reina Ana, falleció en la ciudad extremeña el 26 de octubre. Estas noticias fueron acogidas con estupor. El soberano tenía ya más de sesenta años, una edad avanzada para la época, y no es de extrañar que se diera crédito a cualquier rumor sobre su muerte. En Barcelona el 285
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pueblo estaba convencido de que quien había muerto era el rey, y que las honras fúnebres por su esposa eran sólo para disimular la verdad. Poco después, en el verano de 1582 circuló por los mentideros de Madrid una pasquinada con la falsa noticia de que el rey “había estado seis oras sin pulso ni habla” en Lisboa. La salud del rey era, sin embargo, mucho más robusta de lo que muchos pensaban. No en vano fue el más longevo de los reyes de la Casa de Austria en España, y aun de muchas otras dinastías europeas. Dentro de su generación sólo dos mujeres, su hermana María, emperatriz de Alemania, y su rival Isabel I, reina de Inglaterra, le superaron en edad. En 1580 Felipe era consciente de su avanzada edad, pero desde niño había aprendido de su madre la importancia de la higiene. En 1535 la emperatriz solía cepillarse los dientes, una costumbre más femenina que masculina, pero no hemos de sorprendernos de su extensión a Felipe II, pues ya en 1543 se compraban “once hierros para limpiar los dientes a su alteza”, y a su muerte todavía poseía limpiadores de dientes y busetas para tener los polvos de dientes. No es que para entonces tuviera muchos, pues en las cartas a sus hijas se ríe en alguna ocasión de la falta de colmillos o muelas, pero sí que supo llevar una vida ordenada, sin grandes excesos, bebía el vino aguado y su dieta era más variada de lo que se suele afirmar. Aunque en su mesa se servía carne en abundancia (lo que ha hecho suponer que sólo comía este alimento), la composición de estos platos obedecía a la etiqueta cortesana, no a los gustos del rey. Su alimentación incluía mucha más fruta y verdura de lo que se cree, incluso pescado. Es cierto que Felipe II poseía ciertas bulas para poder comer carne en las festividades propias de ayuno, pero a la vez era un gran aficionado a la pesca. En Flandes había aprendido a valorar las delicias de una gastronomía marinera muy rica, y en Castilla no desaprovechaba la oportunidad de que sus cocineros, muchos de ellos flamencos, le cocinaran algunas de sus capturas en los estanques de Aranjuez. En junio de 1587 don Hernando de Toledo recibía del marqués de Velada “la más hermosa trucha que he visto”, un ejemplar que no podía dejar de ser presentado a Felipe II. Admiró la pieza, pero como por aquellos días ni él ni su hija la infanta Isabel Clara comían pescado, la trucha pasó a la mesa de otros afortunados cortesanos 221. 221
Hernando de Toledo a Gómez Dávila, marqués de Velada (Madrid, 7 de junio de 1587) (IVDJ, Envío 32, caja 45, f. 205).
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El triunfo del primer “rey Planeta”
Retornando a 1580, la gripe y el desarrollo de las últimas negociaciones con los portugueses retrasaron la entrada de Felipe II en su nuevo reino hasta la primavera del año siguiente. En abril fue reconocido como soberano en las cortes de Tomar, así como su hijo Diego fue jurado por heredero. El 3 de abril ya podía escribir a sus hijas Isabel y Catalina una carta sellada con el nuevo escudo real, que incluía las quinas de las armas de Portugal en un escusón central. El 29 de junio hizo su entrada triunfal en Lisboa, si bien días antes había visitado en secreto su “posada”, es decir el palacio real de la Ribeira das Naus: y entramos por allí –escribe a sus hijas– y la vimos toda, aunque tardamos mucho, que es grandísima, aunque desbaratada, aunque tiene muy buenos comedores y vistas y un jardín en lo alto muy bonito; y con lo que se ha aderezado que es mucho y ha costado más de lo que yo pensé, ha quedado buena.
En los caóticos días previos a la rendición de la ciudad, el palacio real no se salvó de los saqueos. Se robaron numerosas piezas de la biblioteca y del tesoro de los Aviz. Un año después Felipe II ordenó iniciar pesquisas para localizar un rico jaez del rey Sebastián, robado por unos escuderos, que estaban vendiendo las piedras preciosas que lo decoraban en Málaga y en otros puntos de Andalucía. Para la entrada triunfal del nuevo rey en Lisboa se desplegó todo el aparato propagandístico y artístico necesario. Varios arcos triunfales saludaron la ansiada unidad de la “Monarquía de España” tras la invasión musulmana, ensalzaron la figura del nuevo monarca y presentaron ante él las grandezas del reino e imperio portugueses. Sin embargo, la retórica de la entrada no había previsto este curioso incidente. Cuando Felipe II (I de Portugal) llegó a la Rúa Nova, fue sorprendido por una mujer que salió con desparpajo desde un grupo de panaderas y vendedoras que habían bailado en su honor, y habló al rey para decirle que todas ellas: le recibían y juraban a Su Majestad por su Rey y señor en tanto que venía el rey Sebastián, pero que viniendo se había de volver con Dios a Castilla y que había de dejar el reino.
Felipe, que hablaba portugués, se sonrió ante la falla de aquella descarada regatona y continuó su camino. Era implacable con sus funcionarios y consejeros, pero aceptaba con bastante humor las críticas de sus súbditos más humildes. 287
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En todo caso, la anécdota es significativa acerca de la situación interna portuguesa en 1581. A pesar de la victoria y del reconocimiento regio en las cortes de Tomar, don Antonio había logrado el apoyo de las clases más populares. Entre sus partidarios predominaba un furibundo sentimiento anticastellano, que se exacerbó tras la muerte del rey don Sebastián. Para acallar los insistentes rumores de que había sobrevivido, en 1582 Felipe II hizo traer desde Marruecos unos restos, identificados como los del monarca, que fueron depositados con gran pompa en el mausoleo regio del convento de Belém, junto con los del recientemente fallecido rey-cardenal Enrique. No ha de sorprender, sin embargo, que desde estos grupos “sebastianistas” o “antonianos” partieran varios intentos de magnicidio. El primero se produjo en Mérida, mientras el rey y su esposa esperaban para entrar en Portugal con el ejército. Una joven mujer, con el pretexto de darle un memorial, se acercó al soberano, pero el gesto de su cara hizo sospechar a alguno de los guardias o cortesanos cercanos, y cuando realizó un movimiento brusco fue prendida. En la manga se le descubrió una daga desenvainada y bajo la ropa se vio que vestía una cota de malla. En su fanática iniciativa había previsto que la cota la protegiera de los guardias reales mientras apuñalaba a Felipe II. Ante esta noticia, el presidente del Consejo de Castilla, Pazos, aconsejaba angustiado que nadie se acercara al rey, pues “las historias nos enseñan cuantos atrevimientos acometen las gentes desesperadas” 222. Aunque los cómplices de la sicaria portuguesa no fueron descubiertos, era evidente que alguien importante tenía que haber proporcionado aquella cota de malla. Las medidas de protección se redoblaron, pero en Lisboa el monarca volvió a sufrir un nuevo atentado, también fracasado, en 1581. Aunque la leyenda negra ha tratado de vincular la imagen del Rey Prudente con la de un monarca tiránico y criminal, lo cierto es que el asesinato como arma política nunca fue bien visto por él. Cuando en 1571 uno de sus consejeros de Estado le propuso que se asesinara a la reina Isabel de Inglaterra “cuando anda visitando casas de caballeros”, la medida fue rechazada. En caso de invasión, la soberana debería ser detenida y no ejecutada. Tampoco estuvo el rey implicado directamente en la muerte del secretario Escobedo, ni la ejecución 222
El presidente Pazos a Mateo Vázquez (Madrid, c. 1580) (IVDJ, Envío 21, f. 777).
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de Montigny se hizo sin una sentencia previa, pero de lo que no cabe duda es que tras su gobierno estaban muchos (si no todos) los atentados que sufrió Guillermo de Orange. El crimen político se había convertido en un arma habitual dentro de la convulsa situación que se vivía en Europa. En Escocia el asesinato de Lord Darnley, marido de la reina María Estuardo (1567) y en Francia el de Coligny y la paralela matanza de san Bartolomé (1572), habían dado inicio a este clima de terror. La venganza, el odio religioso, el encono de los políticos y el extremismo de los nacionalismos de la época justificaban cada uno de los crímenes. En 1568 se había tramado el asesinato del duque de Alba en el bosque de Soigny, y un año después el príncipe de Orange lograba salir indemne de un tiro de arcabuz. También Juan de Austria y Alejandro Farnesio sufrieron varios intentos de asesinato, que han tenido menos repercusión en la historiografía. Como hemos visto, este ambiente consentido de criminalidad política se extendió a Portugal en 1580, teniendo como víctima a Felipe II. En 1585 desde Pamplona se informaba sobre dos gascones, uno de los cuales había dicho sobre el rey: “Yos [sic] aseguro que antes de mucho tiempo le an de procurar dar un bocado [veneno] de que acabe los días desta vida” 223. Aunque es dudoso que el príncipe de Orange estuviera detrás de los intentos criminales de Mérida y de Lisboa, no cabe duda de que la Unión de Arras y la victoriosa anexión de Portugal le angustiaron en gran manera, lo que le llevó en 1581 a tomar la audaz resolución de reunir en Amberes una asamblea con representantes de la Unión de Utrech, en la que se depuso a Felipe como soberano de los Países Bajos y se eligió como su sustituto a Francisco de Valois, duque de Alençón y de Anjou, hermano pequeño del rey Enrique III de Francia, ante la negativa de este último a aceptar la corona ofrecida por los flamencos. La respuesta del rey español fue proclamar un edicto, en que declaraba a Orange reo de traición y ofrecía 25.000 escudos al que le entregase, vivo o muerto. Se ha alegado que hasta entonces Felipe II no había alentado directamente los intentos de asesinato del rebelde. No es verdad. Lo cierto es que desde al menos 1573 el rey había decidido “hazer matar por dineros si se pudiere al Prinçipe de Oranges [sic] 223
Memoria al respecto remitida por Juan de Lacurt (Monzón, 20 de noviembre de 1585) (IVDJ, Envío 134 [Ms. 26-V-20], sin foliar).
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y al conde Ludouico [Luis de Nassau]”, según escribía Luis de Requesens a su hermano, por medio de una carta cifrada. Ante la gravedad de la situación en los Países Bajos Felipe II había optado claramente por el crimen de estado como solución. Es verdad que el rebelde había sido condenado a muerte por el Tribunal de los Tumultos (lo que confería a la decisión cierta apariencia legal), mas no era menos cierto que desde mucho antes el duque de Alba había intentado asesinar a su rival por medio de sicarios italianos. Requesens así lo asegura: y tengo por necesario pero muy dificultoso [matar a Orange], que el de Alba ha gastado de tiempo y dineros en ello sin fruto, que de Italia le envió el conde Juan Anguisola personas para este efecto, aunque el Duque no sabe que yo lo sé 224.
De aquí parece entenderse que Alba actuó por su cuenta. Sí es verdad, en cambio, que desde 1573 Felipe II impulsó estas medidas. En 1578, Francisco de Ibarra, uno de los consejeros de Guerra, podía alardear sin recato ante el rey de que cuando estuvo en Flandes con Alba todas sus energías las dedicó a tratar de matar al príncipe rebelde. Es más, uno de los más célebres intentos de matar a Orange por medio de una bomba en 1579, tuvo un origen hispano. La idea de este asesinato partió de uno de aquellos terribles “bravi” del norte de Italia, el genovés Bernardo Ucello, uno de los sicarios de más fama que operaba en el Milanesado y el Piamonte. Decidido a dar un giro a su vida, se puso en contacto con el marqués de Ayamonte, gobernador de Milán, y le propuso asesinar al líder de la rebelión en los Países Bajos. Lo curioso es que Felipe II no fuera informado hasta que hubo partido. En carta cifrada Ayamonte le explicaba que a “este hombre se le ha metido en la cabeza de matar al Príncipe de Orange, y quedar en memoria”. Pedía disculpas por haber aceptado el plan sin haberlo consultado antes con el rey, pero lo había hecho “anteponiendo el celo del servicio de Dios, y el evitar el mal que aquellos hombres reciben con tanto engaño”. Después explicaba cómo se iba a ejecutar el asesinato, en un plazo de tres meses: Va como mercader y de aquí lleva según me dijo unas pelotas de metal, que hincha de pólvora, que bastan para volar una pieza, y aun una casa, y en estas
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Luis de Requesens a Juan de Zúñiga (Namur, 15 de noviembre de 1573) (IVDJ, Envío 47, caja 62, doc. 325).
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El triunfo del primer “rey Planeta” pone una mecha que se quema sin humo, con que hará el efecto si le viene a cuenta, y que si esto no, que lo hará un hierro, porque él presupone que hace un servicio a Dios tan agradable, que piensa será salvación de su ánima 225.
Ucello fracasó en su intento de asesinar al líder rebelde, pero la situación cambió con el edicto de marzo de 1581, pues la proscripción de Orange como traidor facultaba a cualquiera para su asesinato. La respuesta del noble neerlandés no se hizo esperar. El 13 de diciembre presentó ante los Estados Generales de la Unión de Utrech su famosa Apologie, redactada por su capellán Pierre l’Oyseleur, en la que satanizaba al Rey Prudente. En ella le acusaba, entre otras muchas cosas, de haberse casado en secreto con Isabel Osorio, o de asesinar a su hijo Carlos y a la reina Isabel de Valois. El texto contenía tal suma de falsedades que conturbó a no pocos adeptos de Orange, pero su utilidad propagandística a favor de la causa holandesa fue innegable. Felipe II tenía muchas razones para sentirse preocupado. Había logrado la corona portuguesa, pero no conseguía domeñar la rebelión neerlandesa. Se comprende, por tanto, su alegría, cuando recibió en Portugal una noticia extraordinaria para sus intereses: la muerte de Guillermo. El 18 de marzo de 1582, un exaltado vizcaíno llamado Juan de Jáuregui se acercó en un banquete al príncipe y le descerrajó un pistoletazo en la cara, rompiéndole la mandíbula. El vasco fue acribillado a acuchilladas por los asistentes, mientras que sus cómplices, el mercader Añastro y el confesor Timmermans, fueron descuartizados. Durante varios días, el pánico y la confusión invadieron los ánimos orangistas, y en consecuencia se creyó en España que el líder rebelde había muerto. Escribía el secretario Gassol desde Madrid a su cuñado Mateo Vázquez: “Bueno ha sido lo de Orange si Alançon no se nos queda en casa, pero pues Dios va comenzando a castigar tiranos, el permitirá que los acaben”. Y respondía Vázquez: “Gran suceso ha sido y ya v. m. sabe cuan mal avenidos suelen ser flamencos con franceses” 226. No se equivocaban en sus pronósticos. Aunque Orange se recuperó de sus heridas en la cara, los neerlandeses cada vez odiaban 225
Carta cifrada de Antonio de Zúñiga Guzmán y Sotomayo, marqués de Ayamonte, a Felipe II (Milán, 16 de octubre de 1579) (IVDJ, Envío 32, caja 45, ff. 54-56). 226
Jerónimo Gassol a Mateo Vázquez (Madrid, 7 de abril de 1582) (IVDJ, Envío 34, 35, 36 y anejo, caja 48, entre los ff. 36 a 85).
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más a su nuevo soberano. Tampoco al príncipe francés le gustaba su escaso papel político. Tras descubrirse que intentaba una conjura contra los Estados Generales y Orange, su situación se hizo insostenible. En enero de 1583, el duque decidió tomar Amberes al asalto con sus tropas francesas, pero fueron rechazadas. Derrotado, se retiró a Francia, donde falleció de tisis poco después. La llegada de estas noticias incrementó en España el temor a que se produjera un nuevo intento de asesinato contra el rey. Fue entonces cuando se produjo una novelesca trama de espionaje en Madrid. En enero de 1583 se recibieron varias cartas del canónigo catalán Miguel Giginta, advirtiendo que, camino de Cataluña, se había topado en una posada con un charlatán caballero francés, que presumía de saber que muy pronto se produciría un terrible asesinato en su país. No pudo sacar mucha información al francés, pero de inmediato Giginta escribió a Madrid y Lisboa avisando de las intenciones del caballero, con una descripción de su aspecto físico 227. Alertado desde Portugal por el secretario Mateo Vázquez, el conde de Barajas tomó una serie de medidas para tener bajo vigilancia al sospechoso en cuanto llegara a Madrid. Había encomendado a cierto Cortés, que servía en la Cava de las Infantas, que trabara amistad con el capitán. El criado le visitó en su posada, le invitó a cenar y fue con él a algunas comedias. Pronto supo que deseaba ofrecer sus servicios a Felipe II, para quien traía como obsequio dos magníficos pistoletes guarnecidos en plata. Los gestos y la manera de hablar parecían demostrar que se trataba de un personaje de la nobleza, pero se sospechaba de su tendencia a ocultarse de sus compatriotas y de su insistencia por entrevistarse con el rey en un camino. Como era urgente averiguar la verdad de la trama, el conde dispuso que otros dos agentes se arrimaran al francés, cierto Paredes y el capitán Francisco de Vargas, y ordenó que su posada fuera vigilada de día y de noche “para que no se pueda ir sin que lo entendamos, porque ha dado a entender que se saldría de aquí a algún lugar cerca de aguardar a su Mag”. Cortés y Paredes, vista la afición militar de su “amigo”, decidieron llevarle a visitar la Real Armería, por si ante la vista de las armaduras y arneses allí 227
La narración de este episodio ha sido extraída de varias cartas conservadas en el IVDJ, Envío 21, caja 30, ff. 148 y ss.
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expuestos, lograban que dijera algo más. Pero no sólo los españoles estaban interesados en este personaje. El embajador francés, sospechando que “venía a tratar alguna traición contra el rey de Francia”, ofreció a Cortés una cadena de oro de 200 ducados para que le informara de sus intenciones. No hubo ocasión para que actuara como espía doble, pues de inmediato informó de este soborno al conde de Barajas. El 11 de febrero de 1583 el conde confesaba a Vázquez sus sospechas de que el misterioso personaje pretendía asesinar al monarca, y que si todavía no le había prendido era únicamente por si resultaba ser un gran noble disfrazado. Ante la cercanía de Felipe II, que se encontraba por entonces camino del monasterio de Guadalupe, el 23 de febrero por la noche se detuvo al capitán. Es muy posible que se vinculara su deseo de regalar al rey dos pistoletes con el atentado de Jáuregui contra Orange. ¿Acaso pretendía el francés, mientras ofrecía las armas al rey, dispararle con una de ellas? Los interrogatorios, realizados sin tormento por cautela de su supuesto linaje, dieron como resultado que se trataba de un embaucador, un aventurero sin nobleza ni experiencia militar, al que se castigó solamente con el destierro de España. A pesar de estos episodios, durante años los consejeros palatinos siguieron quejándose de la falta de seguridad que existía en torno al rey, quien sin embargo no tomó nunca especiales medidas de seguridad. En abril de 1583 Felipe II llegaba al Escorial, evitando entrar en Madrid. Desde aquí escribía a las Infantas, ajenas a los riesgos que había corrido su padre: El domingo traje buen camino por san Juan de Malagón y vine en carro y no había ya nieve, aunque aire muy frío. Y esta mañana había alguna nieve aquí, y luego se derritió: ahí no sé qué tiempo habrá hecho y querría yo que fuese muy bueno por lo que allá entenderéis. Así plega a Dios y os guarde como deseo; y con el de mañana escribidme el tiempo que ahí hace y lo que más hubiereis. Vuestro buen padre.
Parecía como si todos los peligros hubieran pasado definitivamente. No en vano, la sensación política que dentro de Castilla había producido la anexión de Portugal era muy semejante a la que en 1563 se vivió con el éxito del socorro a Orán. En un momento de grandes dificultades, se lograba alcanzar una victoria de gran resonancia, que ponía de manifiesto las verdaderas capacidades 293
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de la Monarquía a la hora de afrontar crisis de entidad. Las alarmantes advertencias de Teresa de Jesús y de Rivadeneyra se habían mostrado equivocadas, y la satisfacción íntima de los consejeros reales les permitía pensar en una gran victoria que consolidara definitivamente los límites y cimientos del imperio español. Se trataba de un triunfo obtenido gracias a la tenacidad del rey y de sus colaboradores. No cabe duda de que las buenas noticias procedentes de Portugal y de los Países Bajos desataron de tal manera el entusiasmo entre los servidores regios, que muchos asistían a los acontecimientos con cierta ensoñación. A pesar de las numerosas censuras y críticas contra la astrología y la magia, hombres cultos como el secretario Jerónimo Gassol, de larga experiencia política, veía en su vida cotidiana señales y prodigios, que trataba de interpretar. Con credulidad y estupor contaba algunos portentos en mayo de 1582 a su cuñado Mateo Vázquez. Iniciaba su relato con un fenómeno acaecido en la propia casa del archisecretario en Madrid, donde apareció una colmena, en la que las abejas habían hecho en muy poco tiempo: cuatro panales blancos como el papel y llenos de miel, cosa que parece imposible, y están guardados, y para que v. m. vea la fertilidad del año va aquí una espiga con seis hijos procedentes de un mismo pie. De Cataluña me han enviado esta relación de una monstruosidad que se vio. No sé en que han de parar tantas señales y prodigios.
Vázquez, quizá menos crédulo, se limitó a responder al margen: “Extraña es la relación” 228. Y como hemos visto al principio de esta biografía, en 1583 el secretario Salazar escribía al cardenal Granvela desde Venecia para conocer los datos del nacimiento de Felipe II. Quería elaborar su carta astrológica, pues –pensaría Salazar– ¿qué otros prodigios depararía el destino al rey? El cardenal era reacio a creer en la ciencia de los astrólogos, pero lo que sí era evidente era que la Monarquía filipina había ampliado de manera extraordinaria su extensión tras la campaña de Portugal. No sólo se completaba el dominio del continente americano con la unión del Brasil a los virreinatos castellanos de Nueva España y del Perú, sino que decenas de pequeñas colonias, 228
Jerónimo Gassol a Mateo Vázquez (Madrid, 19 de mayo de 1582) (IVDJ, Envíos 34, 35, 36 y anejo, caja 48, sin foliar).
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puertos, fortalezas e islas que jalonaban la ruta portuguesa a la India, en las costas africanas y asiáticas pasaban a depender de Felipe II, junto con las Molucas o islas de las Especias. Ningún otro imperio, a excepción quizás del mongol, había alcanzado tal extensión hasta entonces. Era comprensible el entusiasmo y el mesianismo con que se acogió este triunfo “planetario” de España, ligado a su unidad como el reino arcaico de los godos, perdido en el siglo VIII a manos de invasores árabes. Desde La Plata, en el Perú, un funcionario virreinal, el licenciado Cepeda, decidió enviar al secretario Mateo Vázquez y al rey dos cestillas con piedras bezares, con una interesante decoración realizada probablemente por indios: En la tapa de ella hice esculpir las reales insignias por el orden que se nos manda guardar en el sello y provisiones que se expiden y despachan en su nombre soberano [es decir, ya con el escusón de Portugal]. Va el sol en su lugar eminente y la esfera debajo de él entre las dos cabezas del águila imperial que sustenta este escudo y miran al oriente y occidente, en medio de las cuales resplandece la sublime corona del mejor y mayor príncipe que Dios tiene en la tierra, a quien obedece toda ella. A los dos lados inferiores del escudo están ambas Indias mirándose y derraman de sus bocas este metal que tiene principado en los demás.
Cepeda había hecho escribir también tres leyendas latinas acompañando estos dibujos, de contenido solar y basadas en profecías bíblicas, pero rescatando “aquella que tomó Su Majestad al principio de su felicísimo reinado: Iam illustrabit omnia” 229. Para Cepeda, se habían cumplido los augurios de Zacarías y Abdías, que pronosticaban la llegada de un imperio universal bajo el cual se extendería la fe de la Biblia sobre todo el orbe. De aquí que denominemos a Felipe II como el primer “Rey Planeta”, título empleado habitualmente para designar a su nieto Felipe IV. La medalla de Trezzo a la que alude el funcionario indiano había resultado un premonitorio adelanto de aquel nuevo imperio y de la grandeza de un rey en cuyos dominios no se ponía el Sol. En estos presupuestos, la Monarquía era concebida como una organización política de origen divino, aunque en la práctica no fuera un conjunto homogéneo. Daba lo mismo, 229
El licenciado Juan López de Cepeda a Mateo Vázquez (La Plata, 20 de febrero de 1584) (IVDJ, Envío 25, caja 41, f. 378).
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esa monarquía, ya fuera católica o hispánica, estaba por encima de los demás estados, y ciertamente tenía pretensiones de una autoridad y de una tutela universales. Quizás el símbolo más expresivo de esta hegemonía, que nunca se formuló expresamente, sea el monasterio de El Escorial. Desde los inicios de su construcción el edificio se había ido completando con nuevas aportaciones sobre su significado, como mausoleo imperial, nuevo templo de Salomón, o biblioteca real, pero a medida que su colosal construcción iba concluyéndose, era cada vez más evidente que se estaba erigiendo una metáfora en piedra de la Monarquía de Felipe II. En manos de los arquitectos Toledo y Herrera, la piedra granítica se había convertido en un material muy dúctil, que permitía una lectura simbólica de El Escorial. En torno a 1583 el monasterio estaba prácticamente terminado y el rey lo había querido visitar nada más regresar de Portugal. El principal propósito de su visita era piadoso y muy personal. El 24 de marzo llegó al edificio en construcción, visitó sus obras y al día siguiente presidió unas solemnes honras fúnebres por la difunta reina Ana de Austria. El 26 la congregación jerónima cantó una misa mayor y después el rey recorrió los aposentos que habían sido de su esposa en el palacio adjunto al monasterio, recordándola.
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“¡Albricias, Isabel, albricias!” (1584-1588)
Con el retorno de Felipe II a Madrid, la corte experimentó algunos cambios, de acuerdo con la nueva situación familiar del monarca, viudo desde 1580. La novedad más evidente era la ausencia de una Casa de la reina, pero no era la única. Dos hijos del matrimonio también habían fallecido en Madrid mientras el rey había estado en Portugal. Con respecto a la primera cuestión, tras la muerte de Ana de Austria en Badajoz hubo algunos intentos para que el soberano volviera a casarse. El duque de Braganza trató de convencer a los procuradores de las Cortes de Tomar para que solicitaran a Felipe II que tomara por esposa a su hija. El proyecto era atractivo, pues suponía un acuerdo de paz entre la nueva dinastía de los Austrias y la Casa de Braganza, una rama de la extinguida dinastía Aviz, pero al mismo tiempo parecía expresar que era este enlace, y no la ascendencia portuguesa del rey, lo que otorgaba legitimidad a su poder. La propuesta se rechazó. Con más interés trató el rey de casarse con sus sobrinas Isabel y Margarita de Austria, hijas de su hermana María y del emperador Maximiliano II, pero ambas declinaron la oferta. Isabel, viuda de Carlos IX de Francia en 1577, con quien había tenido una hija, decidió fundar en Viena un convento de clarisas, donde se retiró (1582), y su hermana también deseaba abrazar junto con su madre la vida religiosa en el convento de las Descalzas Reales. El rey no insistió y permaneció soltero a pesar de que la sucesión masculina al trono dependía únicamente de un niño, el príncipe Felipe. Con respecto a esta segunda cuestión, ya antes de regresar a Castilla el rey se había visto obligado a hacer jurar a su último hijo varón como heredero de la corona portuguesa al fallecer el príncipe Diego, enfermo mortalmente de viruelas en 1582. El heredero sufrió una 297
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terrible agonía, perdiendo incluso un ojo. De nada sirvieron las oraciones, los cuidados de los médicos, o los amuletos y reliquias que le habían acompañado desde su nacimiento: en el retrato que pintara de él Sánchez Coello, portando un caballito de juguete, podemos ver que llevaba un corazón de coral rojo, una zarpa negra de tigre engarzada en oro, una cruz de plata con una calavera, un diente o pedazo de oro, una medalla de la Virgen y el Niño, un amuleto de malaquita, y un relicario de cristal. Tampoco la única hija de Felipe II y Ana de Austria, María, con tres años, pudo resistir la enfermedad, falleciendo el 4 de agosto de 1583. La muerte de ambos hijos supuso un nuevo drama personal y político para el rey, quien se refugió en sus hijas y en el príncipe Felipe. En el caso de las infantas Isabel y Catalina, las cartas que su padre les escribió desde Portugal, que han sido editadas por Fernando Bouza, son muy expresivas a este respecto, y han servido para ofrecer una imagen humana del monarca, muy alejada de los juicios políticos 230. Ahora bien, no es la única fuente existente. Por ejemplo, con respecto a la relación del monarca con el nuevo príncipe heredero, Felipe, es también muy significativa la ceremonia en la que se le impuso el Toisón de Oro, en Aranjuez, el domingo 1 de mayo de 1583. En un acto muy sencillo que, sin duda recordaría al rey el día en que el emperador también le armó caballero, el príncipe entró en la cámara real de la mano de su ayo el conde de Barajas, “vestido de raso carmesí, con una ropa que llaman sotana, y llegaba hasta los pies, con mangas sueltas”. Se sentó a los pies de su padre, encima de dos almohadas de terciopelo. Felipe II, sonriéndole, le dijo entonces: Porque sois niño, y no sabéis lo que aquí se ha de tratar, Yo os dispenso, por virtud de una Bula que tengo de su Santidad, de no hacer juramento como es uso y costumbre.
Sacó luego de su faltriquera un papel, que contenía los artículos habituales de dicho juramento, y anunció que su hijo los juraría a su tiempo. Después armó caballero a su hijo con los tres golpes de estoque en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 230
Cartas de Felipe II a sus hijas..., op. cit.
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“¡Albricias, Isabel, albricias!” Luego tomó S. M. el Collar de la Orden, y habiéndole con su propia mano puesto y prendido con sus corchetes al cuello del Príncipe, le besó en la cara en señal de congratulación, y de amor verdadero y perfecto 231.
No obstante, era Isabel Clara Eugenia la hija preferida del rey. Padre e hija se tenían un afecto extraordinario, y tras la muerte de la reina Ana y la decisión de Felipe II por permanecer viudo, puede considerarse que la infanta ejerció como la reina que faltaba en la vida cortesana 232. Esta ausencia de una consorte regia en España pudo ser suplida en cierta manera por el regreso de la emperatriz María, pero su deseo de llevar una vida conventual, en las Descalzas Reales lo impidió. Eso sí, el rencuentro del monarca con su hermana, aquella a la que de niño entretenía como “gentil galán” y con la que discutía sobre vestidos, llenó de alegría al rey. No se habían visto desde 1557. En mayo de 1582 volvieron a abrazarse de nuevo, pero esta vez como dos ancianos. Escribiría Felipe II a sus hijas narrando el encuentro: ... y salí del carro a prisa, y la fui a besar las manos antes de que pudiese salir del suyo, en que venían ella y mi sobrina Margarita a la una parte, y a la otra la duquesa y otra que no conozco aún bien. Y porque no podíamos caber en el carro de mi hermana, se quiso pasar al mío, en el que tampoco cabíamos muy bien, a lo menos ella y yo, y mis sobrinos también, que cabían mejor. Y lo que ella y yo holgaríamos de vernos lo podéis pensar, habiendo veinteséis años que no nos habíamos visto; y aun en treinta y cuatro años, solas dos veces nos hemos visto, y bien pocos días en ellos.
La emperatriz se aposentó en el convento de las Descalzas Reales, donde organizó una pequeña corte, paralela a la del Real Alcázar, desde la que ejerció un papel muy semejante al que en las décadas anteriores había desempeñado su hermana Juana. Felipe II le envió al convento el retrato de su madre, Isabel de Portugal, pintado por Tiziano, y que ya Carlos V tuvo en Yuste. Estamos 231
Julián PINEDO Y SALAZAR: Historia de la insigne Orden del Toyson de oro, dedicada al Rey Nuestro Señor, Xefe Soberano, y gran Maestre de ella escrita por Don Julian de Pinedo y Salazar..., Madrid: Imprenta Real, 1787, III, p. 497. 232
F. DE LLANOS Y TORRIGLIA: Isabel Clara Eugenia, I: La novia de Europa, Madrid: Voluntad, 1928.
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ante un nuevo ejemplo de la gran influencia de la emperatriz Isabel sobre sus hijos. Y como ella, María no se limitó a llevar una vida devota, sino que participó en la vida social y ceremonial madrileña, al lado del rey o en su ausencia, e intervino en los asuntos políticos con discreción, pero con firmeza 233. No debe olvidarse que, de morir también el príncipe Felipe, el trono debería pasar a la infanta Isabel, con la que se proyectaba un matrimonio con alguno de sus primos austriacos, hijos de María de Austria. De esta manera la Casa de Habsburgo no se extinguiría en España. Entre estos pretendientes había figurado siempre de modo preferente el sobrino preferido del rey, Alberto, pero había tomado el estado eclesiástico, siendo nombrado cardenal por Gregorio XIII en 1577. En 1582 Felipe II le confió el gobierno de Portugal, donde permaneció como virrey varios años. Los siguientes candidatos a la mano de la infanta fueron entonces sus hermanos Wenceslao y Ernesto, sin embargo las muertes de ambos, el primero en 1578 y el segundo en 1595, obligarían finalmente a que Alberto abandonara el capelo para casarse con la infanta en 1599. Existía, no obstante, otra posible descendencia regia que se había mantenido en escrupuloso secreto desde los años cincuenta: los hijos de Felipe II e Isabel Osorio. ¿Qué había ocurrido con ellos? Sabemos que en 1583, al mismo tiempo que el rey regresaba a Madrid desde Lisboa, también lo hacía la señora de Saldañuela. El motivo no era otro que su “sobrino” Pedro de Velasco y Osorio pretendía casarse con doña Beatriz de Bolea, hija de don Bernardo Abarca de Bolea, vicecanciller del Consejo de Aragón, y Jerónima de Castro Pinós, señora de Siétamo. Sorprende este entronque entre los casi desconocidos Osorio de Velasco, señores de Cuzcurrita y Saldañuela, sin vinculación aparente con la corte, y una de las más importantes familias de la nobleza aragonesa, que decían ser de sangre real, al descender de Sancho Garcés II Abarca, rey de Navarra y conde de Aragón. Bernardo Abarca de Bolea y Portugal, Visitador del Estado de Milán, fue compañero del príncipe Felipe en el “Felicísimo viaje”. Más tarde, Carlos V le dio la 233 José MARTÍNEZ MILLÁN: “La emperatriz María y las pugnas cortesanas en tiempos de Felipe II”, en Ernest BELENGUER CEBRIÀ (dir.): Felipe II y el Mediterráneo, Madrid: Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999, III, pp. 143-162.
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“¡Albricias, Isabel, albricias!”
plaza de Regente en el Supremo de Aragón, y después Felipe II, la presidencia del Supremo Consejo de Italia y la vicecancillería de los reinos de la Corona de Aragón. ¿No era posible encontrar para Beatriz de Bolea un marido adecuado a su alcurnia en Aragón o en Castilla? Y esto con más razón, pues ella podría ser la heredera de los títulos de la Casa. Uno de sus hermanos, Luis, era fraile, y el otro, Martín, conde de las Almunias y barón de Torres, todavía no había contraído matrimonio. De fallecer sin descendencia, el mayorazgo familiar pasaría a su hermana Beatriz o a sus descendientes. Y no olvidemos el linaje converso de don Pedro, que él no ocultaba, pues varios años después iniciaría un pleito en Roma para lograr el beneficio de la limpieza para su sangre, manchada por parte de su “madre”, hermana de Isabel. Juan de Velasco, hermano del pretendiente, y Luis de Bolea, hermano de la novia, llevaron las negociaciones. Como el novio no tenía otra fortuna que la herencia del mayorazgo que su rica “tía” había fundado en 1574, dichos bienes fueron incluidos en el acuerdo. Isabel Osorio fue llamada a Madrid para formalizarlo. Allí, y ante escribano público, se comprometió a hacer una nueva escritura de mayorazgo, que incluyera a los hijos futuros de Pedro y Beatriz, y al que además incorporó la casa de Torrejón del Rey, junto con algunas joyas y reliquias. También se comprometió a que los nuevos esposos recibirían de ella 2.400 ducados cada año para su mantenimiento. Juan de Velasco también se adhirió al acuerdo, renunciando en su hermano la posesión de otro mayorazgo, que había heredado de Pedro Suárez de Figueroa y Velasco, excepto la jurisdicción y los frutos, que se reservaba mientras viviera. En el acuerdo alcanzado llama la atención no sólo el importante caudal económico que manejaba Isabel Osorio, sino sobre todo la calidad de las joyas que ofrecía a su “nuera”: un joyel de treinta y seis diamantes, un pendiente de una perla grande de hechura de perilla, “una marta con cabeza y garras de oro de martillo y en la cabeza tiene en el frente un diamante de tabla”, un collar de cinco diamantes de tabla y siete rubíes, un cofre de plata con reliquias y una columna de oro con un trozito del lignum crucis. ¿De dónde podían venirle a doña Isabel tantas y tan valiosas alhajas, sino era de su principesco amante, se preguntaba Agustín González de Amezúa? 234. Hay una carta secreta del caballero 234
A. GONZÁLEZ DE AMEZÚA Y MAYO: Isabel de Valois…, op. cit., I, pp. 400-405
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Biondo, dirigida desde Italia al embajador de los duques de Mantua en Madrid, en que le encomienda que procure averiguar “si el rey tiene hijos naturales”. El diplomático respondió, después de discretas pesquisas: No he oído ni una palabra de que Su Majestad tenga hijos naturales; he oído que hay dos caballeros que pretenden ser hijos suyos, pero es evidente que Su Majestad no hace la menor demostración de tenerlos por tales 235.
¿Se refería a los hijos del señor de Cuzcurrita, Juan y Pedro? No parece que los otros posibles candidatos a la bastardía regia, como el duque de Pastrana o el príncipe de Ascoli, gustaran de alardear en la corte de ser los frutos de un adulterio. Quizá el propio Felipe II tuvo ocasión de encontrarse por última vez con Isabel Osorio en enero de 1585, cuando él y casi toda su familia viajaron a Aragón, Cataluña y Valencia. Torrejón del Rey estaba muy cerca del camino emprendido por el monarca desde Madrid, pero de lo que no cabe duda es que estas cuestiones personales carecían ya de importancia dentro del ambicioso programa que Felipe II se había propuesto emprender en 1583. La campaña de Portugal y la victoriosa conquista de las islas Azores habían consolidado la Monarquía como una potencia política y militar de gran envergadura. El único imperio que podía comparársele era la Sublime Puerta, el siempre temido estado otomano. Sin embargo, había alcanzado ya su máxima extensión, e incapaz de continuar conquistando territorios hacia el oeste, debido a la oposición de España, y hacia el este, donde la Persia sasánida se mostraba firme, había iniciado ya una decadencia palpable. Como hemos visto, entre 1578 y 1579 ambos imperios acordaron una tregua, renovada sucesivamente sin grandes discusiones. Por esta razón, desde Lisboa el rey de España había decidido dar un giro atlántico a su política, mientras que al mismo tiempo el Sultán olvidaba antiguos deseos expansionistas en el Mediterráneo para concentrarse en terminar con la anarquía interna. Felipe II, pues, se encontraba con una libertad de acción que no había podido disfrutar hasta entonces, siempre atenazado por la necesidad de acudir a dos conflictos simultáneos muy alejados entre sí, Flandes y el Imperio Otomano. 235
Citado por Gregorio MARAÑÓN: Antonio Pérez, Madrid: Espasa, 2006, cap. X.
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“¡Albricias, Isabel, albricias!”
Unos años antes, en plena euforia tras la victoria de Lepanto, quizás hubiera sido recibido de otra manera el ampuloso caballero italiano Nicolao Cernovechio. Este curioso personaje se había presentado en Madrid en 1583 con un memorial ante el Consejo de Aragón. Sin rubor se hacía titular duque de Salona y afirmaba ser descendiente del emperador Constantino y maestre de la Orden y caballería Angélica Constantiana. Su propósito era solicitar que se cediera a su Orden la isla de Formentera, que poblaría con sus caballeros y la defendería con cuatro galeras frente a turcos y berberiscos. La respuesta del Consejo fue muy clara: “Este hombre debe de ser algún chocarrero, que quiere engañar y sacar dinero con estos hábitos”. Y propone que sería conveniente desterrarlo. Al margen respondió Felipe II: “Es bien que no se acepte esto, y que así se le desengañe a éste” 236. El monarca era consciente de que la tregua con los turcos en el Mediterráneo no debía romperse, si deseaba poder desplazar todos los recursos hacia el norte, a la guerra de Flandes. Esta estrategia había sido de gran utilidad para lograr la anexión de Portugal, pero en el caso de Flandes, mucho más alejado y aislado del resto de sus territorios, la neutralidad otomana no era suficiente para garantizar la victoria contra los rebeldes. Antes era preciso resolver los problemas financieros de su gobierno, que continuaban agravándose. La reforma de la hacienda o “desempeño” de 1573 apenas había obtenido los resultados deseados, como la bancarrota decretada dos años después había evidenciado con crudeza, y los gastos de la anexión portuguesa habían terminado por poner de manifiesto la gravedad de la crisis económica. En su época, Carlos V había podido contar con dos grandes apoyos para obtener dinero: los Países Bajos y Castilla, pero hacia 1582 sólo Castilla estaba en condiciones de seguir aportando caudales a la Hacienda real, y esto gracias al imperio indiano. Granvela, consciente de esta situación, trató de reformar la administración tributaria del reino y la propia estructura financiera de la Corona. En medio de estos debates, Felipe II decidió dar su opinión. Es uno de los testimonios más reveladores acerca de cómo era consciente de las dificultades por las que estaba atravesando la Monarquía en 1584: 236
Consulta del Consejo de Aragón (Madrid, 5 de agosto de 1583) (IVDJ, Envío 13, caja 25, s/f ).
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Felipe II: La mirada de un rey Yo veo que las necesidades crecen más cada día y las obligaciones previstas que como católico y por lo que nuestro Señor me ha encomendado no puedo dejar de acudir a ellas, importando tanto lo que en esto se hace para la conservación de la religión y de la Cristiandad, como se tiene entendido, y también veo que con esto la hacienda se va consumiendo y acabándose de manera que en pocos años no quedará ninguno para acudir a lo que tanto es menester, y así sentiría mucho, cuando Dios fuera servido de llevarme, de dejar esto en tan ruines términos, y lo mismo sentiría que en mi tiempo sucediese por esta causa lo que tanto se puede temer, y aunque en la junta de las Cortes se trata y tratará de los remedios que para esto se ofrecieren, me ha parecido y parece que en conciencia y de todas maneras tengo gran obligación en dar la mejor orden que se pueda en el gobierno y buena distribución de la Hacienda que hay, porque con esto se pueda acudir mejor a todo y a sus tiempos, que por acudirse tarde a muchas cosas viene muchas veces a ser sin fruto lo que en ellas se gasta. El principio de todo esto me parece que sea que se vuelva a lo de las arcas de tres llaves, metiendo en ellas con efecto, con mucha cuenta y razón, toda la hacienda que se cobrare y teniendo mucho cuidado y diligencia en la cobranza de ella, porque de esta manera se sabrá lo que hay y lo que falta y lo que es menester y así se gastará en lo necesario y forzoso, y no en otras muchas cosas que quizá se podrían excusar o, a lo menos, entretener para otros tiempos de menos necesidades 237.
Felipe II proponía a continuación que el dinero se repartiera en el arca de las tres llaves de esta manera: los ingresos ordinarios por un lado, las gracias del Papa, cruzada, subsidio y excusado, por otro, y, en un arca aparte, todos los ingresos extraordinarios y los arbitrios. Mas, esta solución sólo servía para racionalizar los ingresos y no abordaba el origen de las dificultades financieras. ¿Era cierto que la economía de Castilla se estaba agotando ante la presión fiscal de la Corona? La opinión actual es que no. El verdadero problema no estaba en los impuestos reales, sino en la creciente y ventajosa competencia comercial que Inglaterra, Holanda y Francia estaban ejerciendo en contra de los intereses comerciales de los países del sur o mediterráneos, como España. Cuando Felipe II escribía las líneas arriba citadas, Castilla disfrutaba todavía de unos amplios 237
Carta de Felipe II al Consejo de Hacienda (Madrid, 30 de septiembre de 1584) (IVDJ, Envío 24, caja 38, f. 467).
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márgenes en su economía. La población aumentaba, crecía la actividad económica y el bienestar era ampliamente observable. El crecimiento era irrefutable, por mucho que no faltaran pobres, o se oyeran continuos clamores en cuanto el fisco pretendía apretar un poco más a los contribuyentes, elevando el encabezamiento de las tercias y alcabalas. Para demostrar que se quejaban de vicio, los expedientes del Consejo de Hacienda en 1570, 1580 y 1590 ponían de relieve que el encabezamiento apenas llegaba a suponer una fracción del 10 % de las mercancías que se intercambiaban. Cuando estas cifras se comparan con las actuales, donde se puede llegar al 50 %, parece evidente que Felipe II no estaba “desangrando” a los castellanos con sus impuestos. La ansiada solución vino finalmente de las Indias. La adopción de medidas reformadoras de la economía habría permitido una mejor competitividad en el futuro de España frente a otras economías europeas, pero los metales preciosos americanos fueron una solución más rápida para los urgentes problemas de financiación de la Corona. En la década de los ochenta los virreinatos americanos contribuyeron al erario real con ingentes cantidades de plata y de oro. Arribados a Sevilla en las flotas de Indias, la mayor parte de estos metales iban destinados a particulares, cerca del 70 %, pero aún así la Corona percibía unos ingresos espectaculares. En 1585 los fantasmas de una nueva bancarrota quedaron disipados. Si en el quinquenio 1556-1560 fueron recibidos 8 millones de pesos, en el quinquenio 1596-1600 la cantidad se elevó ya hasta los 34,5 millones. Una vez que las cuentas de la Hacienda real empezaron a sanearse, los financieros genoveses renovaron sus ofertas para servir de intermediarios en el trasvase del dinero para pagar los tercios. Pero esta vez no se cometieron los mismos errores que en el pasado. Felipe estaba obsesionado con sacudirse los altos intereses que los genoveses imponían. A finales de 1583 prohibió las licencias de saca de moneda de oro y plata destinadas al exterior. La vigilancia en puertos y fronteras fue redoblada, con el fin de que todo ducado en circulación estuviera bajo el control de la Corona, al tiempo que se acababa con el sistema de cambios y de asientos, tan provechoso para los banqueros de Génova. Esta vez, las escuadras de galeras trasladaban el oro y la plata desde los puertos de Barcelona y Cartagena hasta Génova, desde donde se llevaba hasta Milán a lomo de mulas. De allí, a través 305
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de los Alpes y de la cuenca del Rin, el metal llegaba hasta Bruselas o Amberes. El sistema financiero genovés quedó paralizado. Felipe II había demostrado que podía hacer afluir el dinero cruzando Europa hasta Flandes sin depender de ellos. Incluso para verse respaldado en caso de crisis, la Corona se permitió en estos años retener grandes reservas a través del fisco y de la emisión de paquetes de juros, o deuda pública 238. En tan favorable coyuntura, no ha de sorprender que la situación de los Países Bajos sufriera un brusco vuelco. El 10 de julio de 1584, en Delft, Orange fue finalmente asesinado por un fanático católico del Franco Condado, llamado Baltasar Gérard, quien le atravesó el corazón de un balazo. Poco antes le había llegado a Alejandro Farnesio la noticia de que el rey le remitía a través de Milán 900.000 escudos para reemprender la guerra contra los rebeldes, así como le enviaba los Tercios que habían participado en la conquista de las islas Azores, cuyos habitantes fueron hasta 1583 fieles al prior Antonio de Crato. Recibidos el dinero y los refuerzos, el gobernador se lanzó a una victoriosa ofensiva que le permitió recuperar Dunquerke, Nieuport, Ypres, Alost, Brujas y Zutphen. Pero el gran objetivo de su campaña era Amberes. El cerco de esta ciudad fue memorable, duró largos meses, en los que Farnesio desplegó una energía y unas dotes estratégicas insuperables. Se hicieron gigantescos muros de contención para desecar pantanos o cambiar el curso de los ríos, canales para llevar los barcos por tierra, estacadas y diques para impedir la llegada de refuerzos por mar a los defensores de la ciudad, y, sobre todo, se construyó un largo puente fortificado sobre el Escalda, el ancho río que servía de salida marítima de la ciudad, para impedir por él la navegación. Los intentos para romper el cerco de Amberes fueron infructuosos. Como ni por mar ni por tierra les llegaba ayuda a los defensores, lanzaron contra el puente del Escalda gigantescos brulotes cargados con toneladas de pólvora, invención del ingeniero Giannibelli, que lograron su propósito, pero Farnesio restañó pronto los daños. Por fin, el 17 de agosto de 1585 238 Además de los trabajos clásicos de Earl J. Hamilton y de Felipe Ruiz Martín, el estudio de conjunto más moderno es el de Carlos Javier de CARLOS MORALES: Felipe II: el imperio de la bancarrota. La Hacienda real de Castilla y los negocios financieros del Rey Prudente, Madrid: Dilema, 2008.
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se firmó la capitulación, y el 27 el duque de Parma entró triunfante en la ciudad 239. Quizá alguien recordará en la corte que el año anterior se había recibido desde Flandes un curioso pronóstico que, basado en el análisis de las “letras numerales” del libro primero de los Macabeos y del salmo 20, mostraba que en el uno sumaba 1567 y en el otro 1584, de lo que el astrólogo deducía las fechas de inicio y de final de la rebelión neerlandesa. Casi acertó… 240. La noticia de la conquista de Amberes le llegó al rey en Monzón, donde estaban reunidas las Cortes de Aragón para jurar al príncipe Felipe como heredero de esta Corona. Estaba en cama, convaleciendo de un catarro, cuando a altas horas de la noche un fatigado mensajero fue conducido hasta su cámara. Leyó la carta con aparente sosiego en el silencio de la noche, pero al quedarse solo, Felipe II se vistió una bata y fue corriendo a la habitación de su hija, la infanta Isabel Clara Eugenia, gritando: “¡Albricias, Isabel, albricias! Amberes es nuestro”. Este era su verdadero estado de ánimo, desbordado por un júbilo contenido durante el año largo que duró el sitio. El rey frío de las audiencias dejaba paso a sus sentimientos, y esto era más evidente en momentos de gran tensión nerviosa. Sus “albricias” en 1585 eran muy semejantes a las lágrimas que había vertido en 1568, ante la vista de un monasterio de El Escorial iluminado. Padre e hija se abrazaron, y es posible que ambos no dejaran de lamentar en aquel momento la ausencia de su otra hija, Catalina Micaela, a la que había despedido pocos meses antes en Barcelona, junto con su marido, el duque Carlos Manuel de Saboya. Su boda se había celebrado en Zaragoza el 10 de marzo de 1585. Tras suntuosas fiestas y saraos, la corte se encaminó hacia la capital catalana. Allí el adiós de padre e hija fue muy triste, Felipe II no se sintió con fuerzas para ir hasta el puerto, pero, nada más embarcar Catalina, hizo partir un correo a uña de caballo para que llevara su primera carta, llena de pena, hasta Rosas, 239 Ruben SÁEZ ABAD: Los grandes asedios de la época Moderna (siglos XVI-XVII), Madrid: Almena, 2010. Sobre Alejandro Farnesio y los Países Bajos remitimos a Hans COOLS, Krista DE JONGE y S. DERKS (eds.): Alexander Farnese and the Low Countries, Turnhout: Brepols, 2012. 240
Se relata en carta de fray Julián de Tricio a Mateo Vázquez (Madrid, 29 de agosto de 1584) (IVDJ, Envío, 47, caja 62, doc. 332).
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donde la infanta-duquesa haría escala. “Por la mucha soledad con que me dejáis –escribe– y mucho cuidado de saber cómo os ha ido después que os embarcasteis...”. Incluso buscó el rey con ansiedad algún lugar elevado desde el que poder divisar cómo la flota se alejaba en el mar. Subió a la Torre de Llobregat, pero comprobó desilusionado que desde allí no se veía el mar, corrió al monasterio jerónimo de la Murta, pero era ya tarde: “se veía mucho mar, mas ya no estabais en el golfo”. La colección de cartas que Felipe II escribió a su hija, duquesa de Saboya, nos muestran, una vez más la calidad humana del monarca, ilusionado con la idea de tener nietos, y redactadas siempre con una exquisita sensibilidad. Pronto le llegaron noticias de que Catalina Micaela esperaba su primer hijo, aunque a ella, educada en medio de tanta virtud, le costaba encajar las bromas eróticas de algunas damas italianas. Felipe II contestaba con humor: Y no tenéis por qué correros de lo que aquí escriben de vos, pues por muchas mujeres ha pasado lo mismo, y si hacen porqué, justo es que lo paguen, y ya no podréis negar que habéis hecho lo que ellas... [el amor].
Y añade, jocoso: “Y por carta bien se puede decir esto sin que os pongáis colorada”. El enlace de la infanta con el duque se había realizado con la mirada puesta no sólo en los asuntos de Italia, sino también en los de Francia y Flandes. Saboya era esencial para la defensa de los territorios italianos de la Monarquía, pero también era la llave del “Camino Español”, que permitía transportar hasta Flandes a los Tercios. Además, ante la cada vez más convulsa situación francesa, sumida en la guerra civil y sin que el rey Enrique III tuviera descendencia, Carlos Manuel podría alcanzar la corona de Francia, como hijo de Margarita de Valois, hermana del rey Enrique II, y esposo de una hija de Isabel de Valois, hija del mismo monarca. Las buenas nuevas procedentes de Flandes se mezclaban en España con la satisfacción del rey por la finalización de la obra de El Escorial, edificio emblemático de su reinado. En 1584 se emprendieron dos importantes proyectos artísticos en el monasterio, que nos revelan el programa dinástico y propagandístico concebido por Felipe II: la decoración de la Sala de Batallas, en la galería que daba acceso al cuarto del rey, y la colocación de las estatuas de los reyes de Judá, en la fachada 308
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de la Basílica. Los frescos de la citada Sala fueron iniciados en 1584 por los pintores italianos Granello, Castello, Lázaro Tavarone y Orazio Cambiaso, de acuerdo con un programa iconográfico centrado en la batalla de la Higueruela, librada por Juan II contra los moros de Granada en el siglo XV, y acompañado por varios episodios de la guerra contra Francia en 1557 y de la conquista de las Azores en 1583. Felipe II había concebido esta galería como uno de los típicos salones renacentistas sobre la “Virtud del Príncipe”, ligados a sus hechos guerreros, e imitaba de manera consciente la Sala de Batallas de su padre Carlos, que tenía un carácter portátil, pues estaba constituida con tapices. No en vano, los frescos escurialenses fueron pintados como tapices fingidos. Fue también en 1584, en agosto, cuando Felipe II vio subir las gigantescas estatuas de los seis reyes del Antiguo Testamento, que coronaban la entrada a la basílica, en el denominado, con lógica, patio de Reyes. La identificación del monumento con los míticos templos de Jerusalén o de Salomón quedaba confirmada de una manera muy gráfica. Las estatuas, talladas en granito, de una sola pieza por Juan Bautista Monegro tenían unos cinco metros de altura y pesaban 33 toneladas cada una. Eran los ciclópeos guardianes del panteón de una Monarquía en plena expansión tras años de dificultades. El verdadero defensor de la Corona era, no obstante, otro coloso de carne y hueso: Alejandro Farnesio. Tras la conquista de Amberes, sus conquistas le habían permitido tener el control completo de las provincias meridionales neerlandesas. Ahora estaba en disposición de asestar el golpe definitivo a los rebeldes. Mientras esperaba nuevas instrucciones se produjo el fallecimiento del cardenal Granvela, acaecido en Madrid el 21 de septiembre de 1586. Felipe II se aprestó a sustituirle por el cardenal Gaspar de Quiroga, un prelado, como antes lo había sido Covarrubias, devoto y culto, pero carente de la “garra” política que habían tenido Espinosa y Granvela. La muerte de este último fue, sin duda, un grave contratiempo para la marcha de la Monarquía. Despedido en sus funerales con los mayores honores, el político borgoñón se iba de este mundo tras haber logrado sus principales objetivos: en la faceta interna, limpiar la administración de corrupción, tras el escándalo de Antonio Pérez, y sanear la Hacienda; y en la faceta externa, conseguir la anexión de Portugal y reconquistar buena parte de los Países Bajos. Sin embargo, su política definida por el giro atlántico de España 309
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no había alcanzado el último de sus objetivos. Todavía quedaba una amenaza, latente desde 1558 y nunca enfrentada con decisión: Inglaterra. El cardenal Granvela conocía muy bien la importancia de los asuntos ingleses en la conservación de los Países Bajos y temía, por tanto, la política de Isabel I, encaminada a debilitar la potencia española, apoyando a los rebeldes holandeses y a piratas como Francis Drake. Cuando en los últimos meses de 1584 la “Reina Virgen” cayó enferma, el prelado no se recató en afirmar que tenía la esperanza de que muriera, siguiendo hasta el infierno al príncipe de Orange y al duque de Anjou. Los planes para una invasión de Inglaterra fueron consultados entonces con Farnesio, pero éste aconsejó que era imposible emprender tal campaña sin antes haber sometido Amberes. Cuando esta ciudad se rindió, Isabel reaccionó enviando ocho mil hombres para apoyar a los rebeldes, mientras enviaba a Drake contra las posesiones españolas. El pirata inglés saqueó Vigo y Bayona en las costas gallegas, las islas de Cabo Verde en África y Santo Domingo en el Caribe. Era todo un desafío que terminó por convencer a Felipe II de que no podía ganarse la guerra en los Países Bajos sin obligar a los ingleses a retirarse del conflicto. Hasta entonces había apoyado a los rebeldes irlandeses, así como cualquier conspiración interna que urdieran los católicos ingleses contra su soberana. En 1585, sin embargo, era evidente que Inglaterra le había desafiado a una guerra sin condiciones. La cuestión ya no era saber si España estaba dispuesta a atacar, sino cuándo y dónde lo haría. En esta época no debemos mirar hacia Quiroga como el “primer ministro” que debería conducir los preparativos para la invasión de Inglaterra. Con la desaparición de Granvela había terminado también el sistema de gobierno iniciado con el cardenal Espinosa en 1567. Quiroga era muy anciano y no contaba con experiencia alguna en los asuntos europeos. Su papel fue meramente institucional 241. Para sustituir a Granvela en 1585 Felipe II estableció un nuevo organismo, que pronto sería denominado como la “Junta Grande”. Se trataba de un pequeño gabinete de consejeros selectos que al final de cada jornada se reunían en palacio para valorar los asuntos políticos y establecer la dirección en que 241
Henar PIZARRO LLORENTE: Don Gaspar de Quiroga (1512-1594): un gran patrón en la corte de Felipe II, Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2005.
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debían gestionarse. El cardenal Granvela todavía estaba vivo, pero el rey no le invitó a participar en estas reuniones. En realidad, la Junta nacía con el evidente propósito de sustituir en sus funciones al prelado, por entonces ya muy enfermo e incapaz de continuar con el ritmo de trabajo que precisaban las necesidades de la Monarquía. Tampoco Felipe II estaba en condiciones, y no existía un sustituto válido para cuando Granvela muriera. Su previsible sustituto, Quiroga, arzobispo de Toledo, era un anciano de más de ochenta años. En este contexto, los consejeros reunidos en la Junta no sólo constituían un equipo de sustitución, sino también de transición, con el propósito de que el ascenso del arzobispo no paralizara los negocios. Cuando en 1586 Quiroga pasó a ocupar el lugar de Granvela, era evidente que se trataba de una “fachada” y que el verdadero poder en la toma de decisiones recaía en la Junta de Noche, presidida entre 1585 y 1586 por un consejero y amigo de la infancia de Felipe II, Juan de Zúñiga y Requesens, hijo de su ayo y ahora, a su vez, ayo del príncipe heredero. Había sido además embajador en Roma y virrey de Nápoles. Su experiencia en la política internacional era notable. Este nuevo sistema de gobierno se mantendría hasta la muerte del rey 242. La Junta tuvo entre sus primeras prioridades la cuestión de Inglaterra. Probablemente fue a mediados de 1585 cuando Felipe II recibió una gruesa carta de Juan de Zúñiga en la que le pedía disculpas por cansar su vista con su mala letra, pero que consideraba indispensable hacerle llegar. Se trataba de un informe sobre cómo afrontar la situación internacional de la Monarquía, en especial frente a sus cuatro grandes enemigos: el Turco, el rey de Francia, la reina de Inglaterra y los “herejes” de Flandes. Zúñiga exponía con brevedad sus ideas, mas con notable clarividencia. Con respecto al Imperio Otomano recomendaba no pensar en una nueva guerra, pues las empresas en el levante del Mediterráneo habían demostrado tener muchos más inconvenientes que beneficios, y que incluso en la Berbería, donde la guerra podría tener más sentido, no era la coyuntura adecuada mientras los verdaderos problemas estaban en el norte de Europa. En consecuencia, aconsejaba “atender solamente a la defensa y fortificación de las plazas” en Italia y el norte de África. En opinión de Zúñiga, esta política defensiva 242
José Antonio ESCUDERO: Los hombres de la Monarquía Universal, Madrid: Real Academia de la Historia, 2011.
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en el sur permitiría hacer frente a los enemigos europeos, en primer lugar, al rey de Francia, quien había demostrado favorecer a todos los enemigos de España, “y así fue muy acertado pagarle con la misma moneda asistiendo a los de Guisa”. La intervención de Felipe II en los conflictos dinásticos y religiosos franceses era la única manera de conservar los Países Bajos, pues si Francia, Inglaterra y los herejes de Flandes y Alemania se unieran en una alianza, sin duda se perderían los estados neerlandeses. Por ello –concluía Zúñiga– se debía mantener la alianza con los católicos franceses y era preciso proveer a Flandes con un buen ejército, con el que derrotar a los rebeldes y “emprender lo de Inglaterra”. La cuestión inglesa era la que más preocupaba al consejero. Sobre la reina Isabel I advertía a Felipe II que no era posible mantenerse a la defensiva, como hasta entonces se había hecho. Era una política inútil pues España debía organizar grandes armadas y asumir grandes gastos para “guardar todas las Indias”, mientras que los piratas ingleses, con poco esfuerzo, hacían mucho estrago. Había una sola respuesta posible: “y así no hay otro camino para evitar estos daños sino hacer la guerra a la Reina en su casa o tan cerca de ella”, que se alterara su ánimo y se rindiera. Y añade: “el fundamento principal de todo es que Su Mag. se haga muy poderoso en el océano teniendo un armada muy grande y muy bien proveída”. Estamos, sin duda, ante el origen de la “Armada Invencible”. La respuesta del rey a su consejero, garabateada al principio del informe, nos resume su pensamiento ante las severas condiciones en que se desarrollaba por entonces la política exterior de la Monarquía. Es una curiosa lección de pragmatismo: Muy bien dicho está lo que se contiene en ese papel y don Juan de verdad sabe las veces que habemos tratado de aquellas cosas y para lo de la armada se espera respuesta de Portugal, que no puede tardar, pero sino faltase más cual quererlo muy bien y muy presto se haría todo, pero como no se pueden hacer aquellas cosas sin dinero y es tanto menester para esto y tantas otras a que forzosamente se ha de acudir, depende de aquí todo. Yo doy toda la prisa que se puede a los que tratan de los expedientes que para esto pueda haber, y aunque de todas partes se hace lo que se puede, no estoy muy confiado de que se ha de juntar el [dinero] que es menester para tantas cosas... 243.
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IVDJ, Envío 32, caja 45, f. 225.
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“¡Albricias, Isabel, albricias!”
A pesar de la falta de financiación, Zúñiga había diseñado una buena estrategia, que de inmediato se puso a discusión. Don Álvaro de Bazán, como marino de gran experiencia, y Alejandro Farnesio fueron consultados durante los meses siguientes para acordar un proyecto de ataque. Sus informes fueron pasados a don Juan de Zúñiga, quien, con gran optimismo, sugirió un plan para invadir Inglaterra en agosto o septiembre de 1587, que combinaba en un “Gran Designio” los planes de Bazán y Farnesio. Todo se hizo con gran sigilo en palacio, pero los preparativos para la Armada no era posible lograr mantenerlos en secreto. Las acusaciones sobre el carácter desconfiado de Felipe II tenían una razón de ser en la existencia de elaboradas redes y tramas de espionaje. Como en el episodio del capitán francés misteriosamente llegado a Madrid en 1582, muchas otras historias semejantes se suceden en la época, poniendo de manifiesto el clima de temor y desconfianza que existía en las relaciones internacionales. Cierto que la diplomacia española había contribuido mucho a este ambiente, sufragando los honorarios de numerosos espías en toda Europa, pero la contrapartida fue la presencia en la propia España de numerosos informadores, sujetos de la más pintoresca ralea, a sueldo de Francia, Holanda e Inglaterra. Por ejemplo, en diciembre de 1587 la llegada al puerto de Andraix, en Palma de Mallorca, de unas galeras fue contemplada por Gabriel Borrell, patrón catalán de una nao mercante, y su amigo, quizá italiano, de nombre mossén Orlandis, dueño de una barca. Ambos observaron que los buques presentaban señales de haber combatido. De inmediato Orlandis tomó su barca y se dirigió a Porto Pí, donde se informó de lo sucedido: las galeras habían tropezado en Formentera con una flotilla de piratas berberiscos, pero una inesperada tormenta hundió cuatro de las naves españolas antes de la batalla. Borrell actuó sin demora, zarpó hasta Barcelona y allí se entrevistó con un anónimo espía, al que desembuchó la noticia, que no tardó en llegar hasta las manos de sir Anthony Standen, alias Pompeo Pellegrini, astuto agente de la reina Isabel de Inglaterra en Florencia 244. La rapidez con que este pequeño desastre naval pudo ser conocido por los enemigos de España pone de manifiesto que Felipe II tenía razones convincentes para ser desconfiado. Es muy posible que él conociera la noticia sólo una semana antes de que la reina Elisabeth lo hiciera en Londres. 244
Citado en E. BELENGUER CEBRIÀ (dir.): Felipe II y el Mediterráneo..., op. cit., p. 31.
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Este combate naval de Formentera constituyó un insospechado antecedente de lo que el destino deparaba a la gran flota que se organizaba al otro extremo de la península, en Lisboa. Su destino final es bien conocido 245. Don Álvaro de Bazán, a quien se encomendó la dirección de la flota, falleció meses antes de que zarpara. Le sustituyó un noble sin experiencia en la guerra naval, el duque de Medinasidonia. Las tormentas en el Canal de la Mancha y la equivocada estrategia de Felipe II, quien no planificó convenientemente la manera en que la Armada recogería en las costas neerlandesas a los Tercios de Farnesio, condujeron al fracaso de la expedición. Los barcos, arrastrados por los vientos hacia el Mar del Norte, tuvieron que retornar a España siguiendo un arriesgado periplo, rodeando las Islas Británicas. En el intento se perdieron muchos barcos y unos 15.000 hombres se ahogaron o murieron en tierra, enfermos o ejecutados por los ingleses. Durante unas semanas, el rey se negó a reconocer la posibilidad de que la Armada, organizada con tanto esmero, había fracasado. De hecho, los primeros informes acerca de los combates en el Canal que habían llegado eran muy alentadores, pues la flota inglesa no había podido derrotar a la española. Incluso una monja carmelita de Valladolid había predicho la victoria en uno de sus éxtasis. El 19 de agosto de 1588, escribía Felipe II a su hija Catalina Micaela, desde El Escorial: Creo que habréis tenido ya ahí las nuevas que tuvimos ayer de haber vencido mi armada a la de Inglaterra o a parte de ella, que si es verdad es buena nueva y así espero lo será, aunque no he tenido aún carta de ello. Placerá a Dios de darnos buen suceso y a vos mucha salud.
Pero esta vez, el rey no pudo correr a la habitación de la infanta Isabel para gritar “albricias”. El 31 de agosto llegaba al monasterio una carta de Farnesio con noticias inquietantes acerca del forzado desvío de los barcos hacia el norte. El 3 de septiembre, un correo procedente de Francia confirmó el desastre. El día 21, llegaban a las costas cantábricas los primeros buques con los supervivientes.
245 Remitimos a Colin MARTIN y Geoffrey PARKER: La Gran Armada, 1588, Madrid: Alianza, 1988, y a José ALCALÁ-ZAMORA Y QUEIPO DE LLANO: La “Empresa de Inglaterra”: la “Armada Invencible”, fabulación y realidad, Madrid: Real Academia de la Historia, 2004.
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“¡Albricias, Isabel, albricias!”
El 10 de noviembre de 1588, Felipe II se confesaba totalmente desesperanzado en una carta a Mateo Vázquez; sus peores temores (que había expresado pocos años antes al abordar el tema del arca de las tres llaves), parecían haberse confirmado como un claro castigo divino: Yo os prometo que si no se vencen [las dificultades] y se da forma en lo que tanto es menester, que muy presto nos habremos de ver en cosa que no querríamos ser nacidos. Yo a lo menos por no verla. Y si Dios no hace milagro (que así espero en Él) que antes que esto sea, me ha de llevar para sí, como yo se lo pido, por no ver tanta mala ventura y desdicha. Y esto sea para vos solo. Y plega a Dios que yo me engañe, mas creo que no hago, sino que habemos de ver más presto de lo que nadie piensa lo que es tanto de temer, si Dios no vuelve por su causa. Y esto bien se ha visto en lo que ha sucedido, que debe ser por nuestro pecados 246.
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Felipe II a Mateo Vázquez (Madrid, 10 de noviembre de 1588). Citado por G. PARKER: Felipe II. La biografía definitiva..., op. cit., p. 876.
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“A las Descalzas fue medio dormido” (1589-1594)
El desastre de la Armada contra Inglaterra supuso un grave quebranto tanto de la salud como del prestigio político del Rey Prudente. Fue entonces cuando, a medida que su “estrella” iba declinando y la oposición a su política belicista crecía sin mesura, se empezaron a volcar muchas esperanzas en su único heredero varón, el príncipe Felipe, nacido en 1578. Felipe II, aunque trataba de aparentar tranquilidad, estaba consternado y deprimido. En abril de 1589 asistió junto con su familia a las fiestas por la canonización de san Diego de Alcalá, en esta villa. El evento fue aprovechado para ensalzar la decaída imagen regia. Lupercio Leonardo de Argensola compuso para la ocasión una canción o rima en la que auguraba no sólo la santidad del monarca, al que irían a venerar los peregrinos a su monasterio de El Escorial, sino que además proclamaba la grandeza de su reinado, que había llevado a España a una Edad de Oro. El embajador veneciano no se dejaba engañar por estos versos ni por la máscara del rey: “Aunque sostiene lo contrario, la verdad es que está profundamente herido”. Una vez más, Felipe II se encerró en la intimidad de su vida familiar. Sus cartas a la infanta-duquesa Catalina ponen de manifiesto la sinceridad de sus afectos domésticos. En 1589 recibió desde Italia un “librillo” con los retratos de su hija y de los hijos de ella con el duque de Saboya, libro que le proporcionó una gran alegría: Con lo que me decís de mis nietos he holgado mucho y con un librillo que el Duque me envió de vuestro retrato y los suyos, aunque más holgaría de veros a vos y a ellos, que no podrían dejar de darme mucho gusto con sus travesuras 247. 247
Cartas de Felipe II a sus hijas..., op. cit., p. 159. Felipe II a Catalina Micaela de Austria (San Lorenzo, 18 de septiembre de 1588).
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Felipe II: La mirada de un rey
Mientras se consolaba con los retratos infantiles de sus nietos, el rey seguía muy de cerca la educación y salud de su hijo, de quien sabía que concitaba cada vez más las esperanzas de sus súbditos. Heredero inesperado, por la muerte de sus hermanos, fue jurado como príncipe heredero de Portugal (1583), Castilla (1584), Aragón (1585) y Navarra (1586), y tras una infancia enfermiza, que hizo temer siguiera el mismo camino que sus hermanos, al cumplir siete años se le ordenó Casa propia, siendo nombrado don Juan de Zúñiga y Requesens, Comendador Mayor de Castilla, como su ayo y mayordomo mayor. La labor de Zúñiga fue breve, pues falleció el 16 de noviembre de 1586, sin que pudiera hacer uso práctico de un tratado sobre Enseñanza de príncipes, que hoy se conserva incompleto en la Biblioteca Nacional de España. A pesar de su marcada orientación religiosa, lo cierto es que su autor supo dotar al texto de un sentido práctico, como cuando aconseja al príncipe Felipe sobre la organización de las flotas reales, denotando una evidente relación con los preparativos de Felipe II contra Inglaterra por entonces: El 2º provecho que cuando su armada del Rey nuestro señor hiciere jornada podía llevar doscientos bajeles de particulares con que sería invencible y pondría temor a sus enemigos y podría hacer cualquier conquista y no que anda la armada siempre escudando y nunca acometiendo, sino esperando los golpes y reparando los daños que recibimos, semper ego adiuctor tantum, decía el otro.
El vínculo intelectual entre el tratadista de la Enseñanza y el ayo, “autor” de la idea de invasión en 1585, resulta evidente. Más sorprendente resulta que aludiera a una armada invencible, término con el que después, con claro sentido irónico, se denominaría a la Gran Armada enviada por Felipe II contra Inglaterra. Tras la muerte de Zúñiga, Felipe II escogió como nuevo ayo y mayordomo mayor a don Gómez Dávila y Toledo, marqués de Velada. Noble de gran cultura, parecía el hombre ideal para conducir la educación del heredero de acuerdo con las premisas pedagógicas de entonces, mucho más exigentes y elevadas que cuando el Rey Prudente estudió. Desde 1585 era maestro del príncipe el también notable erudito García de Loaysa, arcediano de Guadalajara y amigo del propio marqués de Velada. Ambos coincidían en sus aficiones culturales y poseían importantes bibliotecas, con las que emulaban la bibliofilia del monarca. El ritmo y contenidos de la educación del príncipe fueron, no obstante, establecidos por 318
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Felipe II. García de Loaysa recibió una instrucción sobre como debía comportarse en su oficio de maestro y las materias en que debía instruir al heredero. Loaysa debía poner exquisito cuidado en que su pupilo practicara las virtudes cristianas, se instruyera en la conservación de la religión católica, en el amor y en el respeto a su padre y en la protección y defensa de la Iglesia o de la Justicia, así como que aprendiera a practicar la clemencia y la caridad y a conocer las cualidades de sus consejeros. Por último, debía enseñarle el latín y las lenguas de sus dominios, la historia de sus antepasados y la geografía de sus reinos y provincias. El aprendizaje de las primeras letras fue una de las tareas iniciales a las que el nuevo preceptor se dedicó, si bien el joven Felipe ya había aprendido los rudimentos mucho antes. Es probable que desde 1583 le enseñara a escribir el humanista y calígrafo Juan Pérez Florián, “que sabía siete lenguas, escribir y dibujar con gran curiosidad”. Una tarea que inició con el príncipe Diego y continuó con el nuevo heredero, lo que le valió en 1585 ser asentado como su ayuda de cámara. En este mismo año, Loaysa informaba a Velada sobre los progresos de su pupilo. Ya escribía “medianamente” y leía correctamente en latín y romance 248. La formación religiosa era, no obstante, la parte principal de la enseñanza, y Loaysa ensalzaba a Velada la aplicación del príncipe en la lectura de los “Psalmos penitenciales”, rezando cada día las Horas de Nuestra Señora, oyendo misa con mucha devoción, e interesándose por todo tipo de “cosas de coro muy devotas y santas”. No han de sorprender tan piadosos intereses, pues hacía pocos meses que el hijo de Felipe II, tras pasar la semana santa con su padre y hermana en El Escorial, había asistido a la solemne recepción en Toledo de las reliquias de santa Leocadia, traídas de Flandes por mediación del duque de Parma. Los preciados restos fueron llevados a hombros por el Rey y los grandes de su corte, y porque el príncipe no alcanzaba con los hombros a las andas, le mandó su padre que asiese de las borlas de un cordón que para este efecto se puso en un brazo de ellas. 248 Santiago MARTÍNEZ HERNÁNDEZ: “Pedagogía en Palacio: el Marqués de Velada y la educación del príncipe Felipe III, 1587-1598”, Reales Sitios 142 (1999), pp. 34-48, y del mismo autor: El Marqués de Velada y la corte en los reinados de Felipe II y Felipe III: Nobleza cortesana y cultura política en la España del Siglo de Oro, Valladolid: Junta de Castilla y León, 2004.
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En 1588, cuando el heredero alcanzó un mayor nivel en su educación, se escogieron quince caballeros principales para acompañarle en sus estudios. Varios de estos pajes eran italianos, como Federico Landi, príncipe de Valdetaro, hijo de aquel Octavio Landi que sirvió a Fernando I en la corte madrileña de los sesenta. Con el concurso de estos alumnos, Loaysa estableció un sistema de premios escolares y certámenes literarios en los que competían el príncipe y sus pajes, para demostrar su dominio de la lengua y gramática latinas. Es cierto que a fines del siglo XVI se extendió en Portugal el dicho “O Philipinho Príncipe nunca quis aprender latim”, y Cabrera de Córdoba nos cuenta que en una ocasión Loaysa reprendió al heredero por su poca aplicación en el estudio de esta lengua. Pero éste, contrariado, le apostó que podía recitar todos los nominativos y así lo hizo al levantarse por la mañana. Los certámenes realizados en 1588 y 1589, demuestran que el príncipe “Philipinho” superó sus dificultades con el latín por entonces. Desde este momento, su educación se amplió a gran variedad de materias. Aunque tímido y apocado no fue mal estudiante. Según Matías Novoa aprendió a la perfección la lengua latina, los principios de la filosofía natural, las lenguas francesa e italiana, la historia, la geografía y la cosmografía, el arte de navegar y las reglas de fortificación. Cabrera de Córdoba enumera prácticamente las mismas disciplinas y lenguas, latín, italiano, francés, matemáticas, historia, materias de Estado, e incluso dice que aprendió a fundir plata y bronce. Esta formación no descuidó el contacto con la universidad. En 1585 y en 1589 visitó varias veces las aulas de Alcalá de Henares, siguiendo una tradición pedagógica que, iniciada con su padre, se había continuado en don Carlos, y culminaba ahora en el joven Felipe. El teatro también ocupó un lugar en su educación, y hacia 1590 se representó en las Descalzas Reales, en presencia de la emperatriz María, del príncipe Felipe y de la infanta Isabel Clara Eugenia, la comedia Dafne, a cargo de sus damas 249. En torno a 1591 esta educación literaria dejó paso a temas de carácter más político. El príncipe había cumplido ya los trece años y parecía conveniente que se fuera preparando para las tareas de gobierno e iniciándose en los entresijos 249
Teresa FERRER VALLS: “Bucolismo y teatralidad cortesana bajo el reinado de Felipe II”, Voz y letra: Revista de literatura 10, nº 2 (1999), pp. 3-18.
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políticos y estratégicos de la Monarquía que habría de heredar en pocos años. Sus dimensiones le eran perfectamente conocidas gracias a que en 1588 Plantino realizó una edición castellana del Theatrum orbis, de Abraham Ortelio, a él dedicada, y al obsequio del denominado Atlas de Joan Martines, una magnífica colección de 19 mapas portulanos a doble folio sobre pergamino, espléndidamente iluminados con aguadas de colores y panes de oro y plata. Si estos mapas recordaban al heredero la grandeza de su imperio, de igual manera se insistió en hacerle destinatario de textos e imágenes que le imbuyeran de la necesaria e indispensable continuidad dinástica. En 1590 Diego de Villalta le dedicó su Tratado de las estatuas antiguas, donde le presentaba: las figuras y retratos de todos los Reyes que en ella han reinado desde don Rodrigo postrero de los Godos y Don Pelayo primero de los Reyes Castellanos [...] a los cuales V. A. trae delante los ojos por ejemplo, y dechado para procurar de imitarlos.
En la misma línea insistía Esteban de Garibay en sus Ilustraciones genealógicas, donde mostraba al futuro rey las ciento diez ramas reales que confluían en su persona, incluyendo las de Francia y Constantinopla. Unas herencias territoriales y dinásticas que estaban entonces en grave peligro. Tanto Felipe II como García de Loaysa eran conscientes de su responsabilidad en la formación del heredero al trono, y ésta es la razón de que en muchos aspectos su educación se convirtiera en un espejo de la situación política española durante los últimos diez años del siglo XVI. Como el conflicto con Inglaterra, tras el desastre de la Armada, estaba muy reciente, no ha de sorprender que hacia 1591 un profesor del Colegio de san Albano de Valladolid, fundado para la formación de seminaristas ingleses, le enviara una Epigrammata latina in honorem Hispaniarum Principis Philippi III, animándole a defender la fe católica, con una especial referencia a las Islas británicas. Con un sentido muy semejante también se hicieron llegar al príncipe los manuscritos que el cronista de Aragón, Jerónimo Blancas y Tomás, entregó a Felipe II en 1585 con motivo de la jura de su hijo como príncipe heredero de la Corona aragonesa. Se trataba de su Breve discurso de las Coronaciones de los Reyes de Aragón. Aunque dedicados al rey su padre, no figuran entre los libros de su biblioteca en 1598, 321
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por lo que cabe suponer que siguiendo el consejo de Blancas, los cedió a su hijo para que: “Cuando el príncipe viniese a ser Rey tuviese ya noticia de las leyes y fueros que avía de guardar y, como dicen, se comenzase a criar con esa leche”. Las vinculaciones de Blancas con el entorno del príncipe Felipe se mantuvieron durante los siguientes años. En la Biblioteca Nacional de Madrid se conserva asimismo un tratado suyo, sobre los hechos famosos de los aragoneses, dedicado a García de Loaysa, preceptor principesco en 1588 250. Esta obra tuvo una gran difusión en los medios cortesanos, precisamente en los años previos a los disturbios de 1591 en Zaragoza, alentados por Antonio Pérez. El cronista Blancas debió enviar un ejemplar al rey, pues en El Escorial se conserva un ejemplar del mismo tratado, impreso, y que debió formar pareja, con el anterior, procedente de la biblioteca escolar de su hijo Felipe 251. Estas lecturas se mostraron especialmente valiosas, y casi con un sentido premonitorio, cuando entre 1590 y 1591 se produjeron las denominadas “alteraciones de Aragón”, encendidas por el secretario Antonio Pérez. Recordemos que desde 1579 Pérez permanecía apartado de los asuntos de gobierno, acusado del asesinato de Juan de Escobedo. En 1584 se habían reunido suficientes pruebas para su condena, pero Felipe II se resistió a proceder con dureza. Llegó a ofrecerle una salida honrosa, encomendándole la embajada de Venecia o de Roma, pero el secretario (demasiado orgulloso) se negó. Esta actitud del monarca ha dado pie para afirmar su complicidad en el crimen. Es posible, no obstante, que la aparente pasividad regia estuviera motivada más por la implicación de la princesa de Éboli, también detenida en 1579, y de otros grandes nobles, que por las amenazas de Pérez, quien se defendía argumentado que la orden del asesinato había partido de Felipe II, y con gran habilidad logró que 250 Jerónimo BLANCAS Y TOMÁS: In Aragonensivm rervm Commentarios... Praefatio. Ad. D. Garsiam Loaysam Gironivm..., Zaragoza, sep. 1588 [S.l., s.i., y el manuscrito: BNE, Mss. 3825, ff. 46r-49v). 251 Jerónimo BLANCAS Y TOMÁS: Aragonensivm rervm commentarii. Hieron. Blanca, Caesaraugustano, Historico Regni, auctore (Omnia S. R. E. animaduersioni subiecta sunto. [Escudo de Aragón]), Zaragoza: Lorenzo y Diego Robles, 1588, Fol. (RBME, 39-III-3. Encuadernación española renacentista).
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el hijo de Escobedo le perdonara. Legalmente, la causa contra él había terminado, pero su deslealtad y corrupción seguían quedando pendientes. Cuando todos pensaban que sería condenado a una pena menor, destierro y multa, el desastre de la Armada influyó negativamente en su proceso. El rey interpretó que era un castigo de Dios por su política y en 1589 ordenó reforzar los delitos contra su secretario. Pérez percibió lo desesperado de su situación y el 19 de abril de 1590, a las nueve de la noche, logró fugarse de la cárcel y huyó a Aragón. Fue interceptado por los oficiales reales en Calatayud, donde optó por refugiarse en sagrado, en un monasterio de dominicos. Sin embargo, este método sólo sirvió para dilatar lo inevitable. El 23 de abril fue apresado y llevado a Zaragoza, donde su amigo de fuga Gil de Mesa le había solicitado el derecho de manifestación, un privilegio de los ciudadanos aragoneses por el que la justicia real debía inhibirse a favor del “Justicia”, que resolvería el pleito sin apelación posible 252. Este ardid decidiría la suerte del secretario. Desde la cárcel inició una hábil campaña propagandística a favor de su causa y en contra del rey. Muchos aragoneses, críticos con la autoritaria política real, escucharon con agrado las falsedades propaladas por Pérez. Felipe II se limitó a seguir el proceso legal iniciado en Castilla de acuerdo con las leyes aragonesas, pero cuando en julio de 1590 se promulgó la sentencia a muerte de Pérez por un tribunal castellano, y para su cumplimiento se solicitó su traslado desde Aragón, los ánimos muy caldeados de la población lo impidieron. En la década de 1580 Aragón se había convertido en una de las posesiones de Felipe II más difícilmente gobernables. El hambre, la crisis económica, la guerra y el mal gobierno habían convertido la ciudad de Zaragoza en un polvorín que sólo esperaba que alguien encendiera
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Gregorio MARAÑÓN publicó (Espasa Calpe, 1947) una biografía de Antonio Pérez y, separadamente el mismo año, Los procesos de Castilla contra Antonio Pérez. Han sido, probablemente, las obras más completas y documentadas sobre la vida de Antonio Pérez y los procesos judiciales seguidos contra él tras su caída. Con respecto a la implicación de Felipe II en el asesinato de Escobedo, Geoffrey Parker ha establecido la secuencia completa de los hechos con bastante verosimilitud en Felipe II. La biografía definitiva..., op. cit., pp. 864-876.
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la mecha para hacerlo explotar. Para evitar esta “explosión”, el rey y sus consejeros actuaron con prudencia, pero Pérez, conocedor de lo insostenible de su situación, hizo todo lo contrario. Atizó la revuelta social, amparada por los intereses de la oligarquía local, y manejó a su antojo la batalla jurídica con el rey. Cuando en mayo el soberano ordenó al tribunal de la Inquisición en Zaragoza que procesara a su secretario, Pérez encendió el fuego de una hoguera muy diferente a la que su antiguo señor parecía querer destinarle. El 24 de mayo de 1591 se decidió trasladar al preso desde la cárcel de los manifestados hasta la del Santo Oficio. Los partidarios de Pérez trataron de que el Justicia Mayor, Juan de Lanuza, impidiera este tránsito, pues los privilegios del acusado como aragonés desaparecían ante la perspectiva de un proceso inquisitorial por herejía, pero nada había que reprochar al mecanismo judicial utilizado por el rey, pues se ceñía escrupulosamente a la legalidad. Para los partidarios de Pérez había llegado el momento de los métodos violentos: salieron a las calles de Zaragoza al grito de “¡Viva la libertad!, o ¡Ayuda a la libertad!”, hicieron repicar con alarma las campanas de la Seo del Pilar y, en un plan perfectamente planeado y premeditado, se dirigieron en dos grupos, uno hacia la casa del marqués de Almenara, enviado del rey, quien fue apedreado, tirado al suelo a empellones y acuchillado; y el otro grupo se dirigió hacia la Aljafería, sede del Santo Oficio, donde los inquisidores cedieron ante el tumulto y devolvieron al secretario a la cárcel de los Manifestados. Una tranquilidad ficticia volvió a la ciudad, hasta que el marqués de Almenara falleció dos semanas después a causa de las heridas recibidas. Se trataba de una grave afrenta a la autoridad regia. Sin embargo, Felipe II, no podía permitirse un conflicto interno dentro de España. Aunque ya le habían llegado informes de una conjura nobiliaria que trataba de proclamar rey de Aragón al conde de Aranda, lo cierto era que, a excepción de Zaragoza, casi todo el reino se mantenía fiel a su monarca legítimo. Los sucesos de mayo habían supuesto un triunfo para los más radicales, pero también habían puesto en evidencia sus planes ante muchos sectores aragoneses, que prudentemente les retiraron su apoyo inicial. Así las cosas, el rey volvió a poner el tema en manos de la Inquisición, mientras reclutaba tropas en Castilla para apaciguar Aragón. El 24 de septiembre de 1591, tras un impecable procedimiento jurídico, se ordenó que Pérez fuera 324
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llevado de nuevo a la prisión del Santo Oficio. Pero a éste aún le quedaba la admirable lealtad de Gil de Mesa, dispuesto a que, “cuando todos falten, no habrá en mí falta, sino que saldré [... ] a sacrificarme en su servicio y morir en la demanda”. En efecto, a pesar de que habían llegado a Zaragoza algunas compañías de soldados para prevenir nuevos incidentes, Mesa logró distraer su atención con una refriega y ante el desconcierto de las autoridades, consiguió entrar con sus partidarios en la cárcel y liberar a Antonio Pérez, quien no se entretuvo demasiado en liderar la supuesta revuelta en defensa de los fueros o de Aragón. Demostrando cuáles habían sido sus verdaderas intenciones desde el principio, picó espuelas y huyó hacia las montañas pirenaicas buscando refugio en Francia. Muchos aragoneses quedaron perplejos, incluidos los partidarios del secretario, abandonados ante la ira regia: Pérez no ardería en la hoguera como hereje, pero Aragón sí. El 8 de noviembre el ejército castellano apostado en Ágreda cruzó el Ebro. Para calmar los ánimos Felipe II aseguró que las tropas viajaban camino de la frontera francesa. Era una mentira evidente, pero suficiente para que los escasos nobles rebeldes, sin la ayuda del pueblo, optaran por retirarse sin combatir. El día 12 don Alonso de Vargas, al mando del ejército real, entraba en Zaragoza sin resistencia y escribió al monarca recomendando que se actuara con generosidad. Una vez más, los fantasmas de Flandes parecían cernirse sobre España, pero Felipe II no hizo caso de los espectros de Egmont, Hornes o Montigny. El 18 de diciembre por la tarde llegaba a la capital aragonesa un mensajero real con las órdenes de prender al Justicia Mayor, Juan de Lanuza, al duque de Villahermosa, Martín de Aragón, al conde de Aranda, Luis Jiménez de Urrea, y a otros notables aragoneses por su ambigüedad durante los motines. Tal pavor suscitaron estas prisiones que los implicados trataron de huir de la ciudad, disfrazados como frailes, clérigos o molineros, con escaso éxito. El 20 de diciembre de 1591 Lanuza era decapitado, mientras que Aranda y Villahermosa murieron en sus cárceles de Coca y Miranda del Ebro, en 1592. Tras la represión, sangrienta, pero limitada en exclusiva hacia las cabezas más visibles de la contestación local, volvió la benignidad. Desde Cataluña y Valencia los acontecimientos de Aragón se veían con indisimulado miedo, ya que temían que los disturbios sirvieran para derogar los fueros aragoneses, y 325
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que esto se esgrimiera, a su vez, como un antecedente para suprimir las otras leyes privativas en el resto de la Corona de Aragón. Felipe II tranquilizó a sus súbditos levantinos. Convocó Cortes en Tarazona para 1592, que “suplicaron” al rey que se realizaron ciertas modificaciones en su sistema foral. Con este mecanismo o subterfugio, no era el rey, sino el reino quién modificaba los Fueros. En todo caso, los cambios fueron muy escasos, dirigidos a impedir que brotasen nuevas alteraciones y a suprimir los abusivos privilegios de la nobleza. El rey podría nombrar como su virrey a un “extranjero”, pero con ciertas restricciones. Para entonces Pérez se encontraba ya en Francia, camino de Inglaterra, tras ser expulsado del Bearn navarro, donde “no hay hombre que no maldiga la hora que entró Antonio Pérez en Pau, y si cada uno le pudiera dar mil muertes lo haría de muy buena gana”. En el sur de Francia los planes del antiguo secretario real fueron espiados por un agente de Felipe II, Sebastián de Arbizu, quien logró conversar en varias ocasiones con Pérez. En estas charlas el hábil y astuto político se descubría también como un populista demagogo (lo que sin duda le había brindado tantos seguidores en Aragón), y no se recataba en abrazar para la defensa de su causa profecías de dudoso origen, pero que sabía serían escuchadas con credulidad por muchos, incluso por Arbizu, quien secretamente informaba al rey: ... decía que la sangre inocente de la reina doña Isabel y del príncipe don Carlos, del marqués de Poza y de monsieur de Montigny y el justicia de Aragón y otros muchos piden justicia ante Dios y parece que ahora ha llegado el infeliz hado de su destino y créame que ha de ser la muerte de don Felipe la más miserable e infeliz que jamás ha tenido tirano. Y esto, decía él, me tiene revelado el bienaventurado san Rafael, mi abogado, y lo tengo tan por cierto como si lo viese 253.
Al parecer el mismo arcángel tardó en avisar a Pérez de que estaba hablando con un espía, pero mientras tanto siguió citando otras profecías del mismo cariz, como las visiones que cierto fraile Torres había comunicado al príncipe de Éboli, sobre que “la muerte del Rey había de ser tan miserable que no había 253
Carlos J. CARNICER GARCÍA y Javier MARCOS RIVA: Sebastián de Arbizu, espía de Felipe II: la diplomacia secreta española y la intervencion en Francia, Madrid: Nerea, 1998.
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de tener sábana con que se enterrar”, u otras sobre la “total perdición de España”. No eran sólo los delirios de un hombre derrotado y exiliado, Pérez conocía de primera mano el descontento popular que existía en Castilla y Aragón, y era muy consciente de que derivaba hacia un clima de misticismo profético. Sus “visiones” conectaban de manera muy estrecha con los testimonios de otros supuestos profetas como Miguel de Piedrola y Lucrecia de León, quienes habían anunciado la destrucción de la Monarquía. Ambos hablaban de que se produciría una invasión musulmana como en época del rey don Rodrigo, es decir, a causa de los pecados del rey, y de era llegada la hora en que España conocería el purgatorio. Como es sabido, tanto Piedrola, en 1589, como Lucrecia en 1590, fueron procesados por el Santo Oficio ante la evidente motivación política de sus supuestos “sueños” 254, pero esto no redujo el descontento popular, el mismo secretario Mateo Vázquez escribió una sincera carta al rey en febrero de 1591, aconsejando que ya no era posible mantener por más tiempo la guerra contra Francia, Inglaterra y los rebeldes de Holanda: “Está el pueblo lleno de voces, diciendo muchas las cosas que no van bien [...] Hay voces y lágrimas y mucho temor de grandes castigos del cielo”. Felipe II le contestó en cuanto a esas “voces”: me dijeron que había peligro de revolverse dos personas de las más principales que están aquí, que las más de ellas creo que están a solas en estas cosas, sobre la mujer de que escribí.
El rey se refería a Lucrecia y a sus posibles implicaciones en una conjura contra la Corona. Sus visiones, como en las antiguas profecías bíblicas, habían tenido la rara virtud de coincidir con una terrible plaga de langosta, que se abatió sobre los campos españoles en 1590. Desde la corte se concibió un complejo programa “para matar la langosta”, roturando los campos para destruir los “canutos” o huevos del voraz insecto. El éxito de estas medidas fue moderado, pero al menos Felipe II sí coincidía con Lucrecia en un punto: tras todos estos males estaba la ira divina a causa de los pecados. Si bien no pensaba entonces tanto en los suyos, como en los de sus súbditos: “Es menester acudir a valernos de su 254
Remitimos a Richard KAGAN: Los sueños de Lucrecia: política y profecía en la España del siglo XVI, Madrid: Nerea, 2005.
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clemencia [de Dios] y suplicarle aplaque su ira, con la enmienda de las costumbres y castigo de los pecados”. Esa era la opinión de su confesor fray Diego de Chaves y de todos los moralistas de la época, que denunciaban como Sevilla o Madrid se habían convertido en unas nuevas Babilonias. Precisamente en septiembre de 1591 cierto licenciado Gudiel escribía a Felipe II para que se prohibieran dos nuevos juegos que se habían extendido por Madrid. Uno era el llamado juego del bolillo, con dados, y otro el juego del parar, ... y aunque los hombres tengan necesidad de algún entretenimiento y por esto no se puede apretar del todo punto ni castigarse cualquier juego, pero a lo menos juego en que diez y doce hombres juntos juegan no se puede tener por virtuoso o permitido, ni por juego de conversación o entretenimiento, sino para robar las capas y haciendas 255.
En medio de este ambiente a veces apocalíptico, a veces cercano a la guerra civil, se produjo un episodio en Ávila, que colmó la paciencia del rey. En octubre de 1591 se encontraron varios pasquines fijados en los principales edificios de la ciudad. “España, España vuelve en ti y defiende tu libertad, y tú, Felipe, conténtate con lo que es tuyo y no pretendas lo ajeno”. La justicia real actuó con una prontitud desconocida, siete personas fueron detenidas, algunas de alto linaje, como Diego de Bracamonte, y ejecutadas. Los sucesos de Aragón estaban demasiado frescos para permitir que se reprodujeran en Castilla. Ante la gravedad de la situación, se convocaron de nuevo las Cortes de Castilla y León en 1592, con el propósito de obtener nuevos subsidios para continuar la guerra. Felipe II pudo escuchar entonces a Ginés de Rocamora, procurador de Murcia, defender los principios de la política real con un entusiasmo que, sin duda, le pareció excesivo: España “debía sosegar a Francia, reducir a Inglaterra, pacificar Flandes y someter a Alemania y Moscovia”. Este programa imperialista podría llevarse a cabo, según Rocamora, porque confiaba ciegamente en que “Dios dará sustancias con que descubrirá nuevas Indias y cerros de Potosí, como descubrió a los Reyes Católicos de gloriosa memoria”. Francisco de Monzón, procurador de Madrid, mucho más cercano a la corte y conocedor de las 255
El licenciado Gudiel a Felipe II (Madrid, 5 de septiembre de 1591) (IVDJ, Envío 37, caja 49, f. 20).
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auténticas dificultades, dio una respuesta cargada de sensatez. Ante el argumento de que la Monarquía estaba contribuyendo a impedir la perdición eterna de sus adversarios, espetó: “Si ellos se quieren perder, que se pierdan”. Era verdad, el rey no podía hacerse responsable de las conciencias de todas las naciones de la Cristiandad. En 1555 se le había halagado con un reinado semejante al del dios Apolo guiando el carro del Sol. “Pronto iluminará todas las cosas”, decía la leyenda latina acuñada por Trezzo en una medalla. La anexión de Portugal había hecho creer que esta divisa profética había terminado por cumplirse. Once años más tarde, para muchos el anciano rey parecía haber perdido el control del carro solar, amenazando con calcinar la superficie del planeta. Los cielos parecían haberse vuelto contra él, y mientras Rocamora y Monzón discutían en las Cortes, un crédulo cronista local alcarreño, Matías Escudero, anotaba en su Relación de casos notables que los cielos habían mostrado signos de gran rareza: Así que sucedió a los doce del mes de setiembre de mil y quinientos e noventa e dos años, que fue sábado, a las ocho horas y un cuarto después de anochecido, a la parte del norte, estando el cielo muy estrellado y el tiempo muy sereno, y era el primer cuarto de la luna, según los que lo vieron, dijeron que les pareció haberse el cielo abierto. Y salió de él un ímpetu muy espantoso, al modo de fuego. Y luego se fue parando como un cuajarón de sangre muy espeso, y por las orillas de él parecían al modo de rayos de fuego. Y se paró tan grande al parecer de los hombres, como una legua de tierra. Y fue de esta manera andando poco a poco, como una nube..., hasta que las gentes la perdieron de vista. Salieron de esta villa de Almonacid muchas gentes fuera de la villa a ver la espantosa maravilla del cielo, y por donde esta exhalación estaba no se podía por allí ver el cielo y las estrellas, como por todo o demás del cielo 256.
Con pánico contenido prosigue describiendo Escudero que el mismo fenómeno se repitió las dos noches siguientes, y que unos meses más tarde “hacia el reino de Portugal apareció en el cielo un fuego grande y largo, y muy luengo. Y parecía arder hacia el cielo, y parecía armado de cola muy larga”. ¿Objetos volantes no identificados o cometas? Para el cronista no había respuesta, únicamente que 256 Matías ESCUDERO DE COBEÑA: Relación de casos notables ocurridos en la Alcarria y otros lugares en el siglo XVI, transcripción, selección y estudio por Francisco Fernández Izquierdo, Guadalajara: Ayuntamiento de Almonacid de Zorita, 1982, pp. 287-288.
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eran presagios celestes. ¿De qué tipo? Sólo había una respuesta: “Sea Nuestro Señor servido –ruega– que no sea mal prodigio para la Cristiandad ni para estos reinos de España”. Felipe II tenía, sin embargo, otras cuestiones de las que preocuparse. Si bien las revueltas aragonesa y abulense habían sido atajadas con la misma celeridad con que los visionarios eran castigados por el Santo Oficio, el éxito no estaba acompañando en la guerra de Flandes. Iniciada en 1568, cuando en 1588 Farnesio la tenía casi ganada, se había complicado de nuevo tras el fracaso de la Armada contra Inglaterra y por la intervención en la guerra de sucesión francesa tras el asesinato de Enrique III por un fraile (1588). Su sucesor era Enrique de Borbón, rey de Navarra y hugonote. Para Felipe II era imposible admitir una Francia gobernada por un hereje. Los tercios de Flandes se vieron, por tanto, obligados a intervenir en territorio francés a favor de los católicos y las conquistas realizadas por Alejandro Farnesio hasta 1588 en los Países Bajos se vieron mermadas por las contraofensivas neerlandesas. Cuando en 1592 falleció el italiano, el gobierno de los Países Bajos quedó interinamente en manos del conde de Fuentes, Pedro Enríquez de Guzmán, pero el rey, que conocía la importancia de que sus súbditos flamencos fueran gobernados por personas de sangre real, propuso inmediatamente para el cargo a su sobrino el archiduque Ernesto de Austria. Tras algunas dudas, aceptó, llegando a Bruselas el 30 de enero de 1594, donde fue recibido triunfalmente. Ya entonces se le consideraba como el futuro esposo de la infanta Isabel Clara Eugenia. El propio Felipe II había propuesto al Parlamento de París que ambos fueran coronados reyes de Francia en lugar de Enrique de Borbón. Esta candidatura fue rechazada por los franceses en virtud de la Ley Sálica, pero no era tan remota la posibilidad de que Ernesto e Isabel heredaran los tronos de España y Flandes si el príncipe Felipe fallecía. La Parca, sin embargo, no fijó su mirada en él, sino que se presentó en Bruselas para golpear con su hoz al archiduque vienés en febrero de 1595. El rey dispuso entonces que su otro sobrino, el archiduque Alberto, virrey de Portugal desde 1583, viajara a los Países Bajos para suceder a su hermano. Con él llevó al hijo mayor del asesinado príncipe de Orange, de nombre Felipe Guillermo, preso en España desde hacía varios años. La guerra de Flandes era ya insostenible y se esperaba que su devolución facilitara una salida negociada al conflicto. 330
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La cuestión de Flandes, como la aragonesa, se abordó de manera muy sustancial en la educación del heredero. Para facilitar las relaciones con sus súbditos neerlandeses, en 1593 Felipe II había decidido que su hijo aprendiera la lengua francesa. Como su preceptor en esta lengua se nombró a Jean L’Hermite, ayuda de cámara del rey desde 1590. Este belga poseía conocimientos variados y una extraordinaria destreza para toda suerte de artes mecánicas, la construcción y otras técnicas. Dibujaba con perfección y estaba familiarizado con la geometría. En sus Memorias cuenta como todos los días, desde las dos hasta las cuatro de la tarde, se ocupaba en enseñar al príncipe Felipe la lectura y pronunciación de textos en lengua francesa. En 1594 cuanta cómo animó a que su alumno trasladara los Comentarios de Julio César del francés al castellano y viceversa, y a que leyera también el primer libro del Amadís de Gaula, pero añade que el príncipe se cansó pronto, por lo que decidió que pasara a leer las Memorias de Felipe de Commines, un texto clásico sobre los reinados de Luis IX y Carlos VIII de Francia. Las lecciones se daban en presencia del propio Felipe II, sentándose su hijo en un pequeño escabel, y L’Hermite a su lado, con una rodilla en tierra. Cuando el monarca no podía asistir, el joven heredero se sentaba sobre la rodilla libre de su preceptor, y así permanecía durante todo el tiempo de la lectura, a veces durante más de una hora. De esta manera se iba instruyendo en la lengua, costumbres e historia de sus súbditos flamencos, así como sobre la historia de Francia 257. Con la misma intención, estas lecturas fueron acompañadas de la celebración de fiestas al estilo de los Países Bajos. Por ejemplo, para los carnavales de 1593, L’Hermite organizó en El Pardo una boda típica de su país, con los cortesanos disfrazados y la entrada de un numeroso grupo de máscaras “à la villageoise”, que interpretaron bailes y danzas. La timidez del heredero, sin embargo, entorpecía su aprendizaje y uso de la lengua. En 1596 recibió en audiencia al conde de Berlaimont, quien se dirigió a él en francés, pero Felipe, azorado, respondió en castellano. El suceso disgustó a su padre, quien amablemente le reprendió y fijó una nueva audiencia. Tras varios días de ejercicios, en los que seleccionó con L’Hermite las frases más adecuadas y elegantes, pudo lucirse en la segunda conversación 257
Jean L’HERMITE: El pasatiempos de Jehan Lhermite: memorias de un gentilhombre flamenco en la corte de Felipe II y Felipe III, Aranjuez: Doce Calles, 2005.
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con el conde flamenco. Durante los dos años siguientes, Felipe continuó sus estudios con tal fortuna que apenas se le escapaba una palabra, y escribía las difíciles en un cuaderno dividido por orden alfabético para aprenderlas por la noche. Incluso se sometió voluntariamente a la multa de un escudo por cada falta que cometiese. Sin embargo, para entonces ya se había diluido en la mente de su padre la posibilidad de que su hijo pudiera gobernar en los Países Bajos. La oposición de los españoles a la sangría humana y económica de la guerra contra los rebeldes hizo que buscara una sorprendente solución, que pasaba por la separación de Flandes del conjunto de la Monarquía, bajo la soberanía de su hija Isabel Clara Eugenia, hija de una princesa de Francia, en unión del archiduque Alberto. El rey no tenía dudas sobre la capacidad política de ambos. No podía decir lo mismo con respecto a su propio hijo. Su esmerada educación se comprueba tanto en la documentación como en los contenidos de su biblioteca escolar, pero otra cuestión era que hubiera adquirido grandes conocimientos en las materias necesarias para gobernar. El embajador Simone Contarini reconocerá que Felipe III hablaba varios idiomas, pero sólo para darse a entender, y que su latín era pobre, hablándolo mejor cuando niño. Sin embargo, ese no era el verdadero problema, sino su apatía y timidez. Quizá fuera la consecuencia de una infancia vivida bajo un ambiente excesivamente protector, ante el temor de que enfermara, o de una educación demasiado piadosa, pero su carácter abúlico no mejoró al alcanzar la pubertad, sino todo lo contrario. Este es el motivo que impulsó al monarca para llamar a Madrid a Alberto de Austria en 1593, virrey de Portugal por entonces. Una vez más su mirada se fijaba en un cardenal para confiarle la dirección administrativa de la Monarquía. Alberto, sin duda, venía a sustituir al nonagenario cardenal Quiroga, quien falleció un año después de su llegada. Fue recibido en San Lorenzo el 11 de septiembre de 1593 por Felipe II, y al entrar en la basílica escurialense honró a su sobrino colocándole entre él y el príncipe. Al heredero no le gustó nada esta deferencia y dio la vuelta para tomar el lado derecho de su padre para que así quedara en medio de ambos. El rey insistió y le indicó que se colocara de nuevo al lado izquierdo. Fue un pequeño incidente, que quizá podía disculparse por la dignidad cardenalicia de Alberto, pero para los observadores cortesanos resumía a la perfección el problema de la sucesión, arrastrado desde décadas. 332
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Para el rey, en cambio, pues todavía vivía el archiduque Ernesto, el cardenal tenía como única y principal misión en la corte instruir al príncipe Felipe en los asuntos de gobierno. Era evidente que él ya no se sentía con fuerzas para este cometido. Según una instrucción redactada para este cometido, Alberto debía acompañar a su hijo a las juntas, fiestas y celebraciones religiosas oficiales; cada día, por las mañanas, el rey o el príncipe recibirían a los embajadores en sus habituales audiencias, pero el resto de las audiencias públicas matutinas serían presididas por el cardenal, quien debía reservar las tardes para acudir a las juntas de Consejo, acompañando al heredero. Aun así, en la práctica el príncipe sólo permanecía media hora y dejaba que los demás miembros de la Junta de Noche tomarán las decisiones sin él. El rey –era evidente– se preparaba para ceder el gobierno. La aparición de su heredero, solo, a caballo, en una procesión en diciembre de 1593, fue el primer signo público de su nuevo y relevante papel político. No obstante, a pesar de estos esfuerzos por proporcionarle una formación política, su carácter abúlico era patente para los inmisericordes vecinos de Madrid, testigos diarios de su comportamiento apocado, que se permitirían en 1595 escuchar con risas un soneto satírico dedicado a glosar tanto el estado habitual de somnolencia del heredero real, como a criticar su aburrido modo de vida, limitado a seguir las lecciones de su maestro. Los versos se compusieron cuando acudió a las Descalzas Reales para visitar a su tía la emperatriz María, en el día de san Juan: Salió Su Alteza, cuando el sol salía de tafetán sencillo revestido, blanco, azul, encarnado, harto lucido para lo poco que costado había. Sacó noventa y nueve en compañía, Que entre dos mil ha escogido. A las Descalzas fue medio dormido Donde le tuvo de almorzar su tía. De allí, se fue a palacio a hacer la entrada donde le espera ya su padre y nuestro y la virgen hermana con sus damas. Corrió parejas con el de Velada y luego se subió con su maestro y volvímonos todos a las camas. 333
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“Si el rey no acaba, el reino acaba” (1595-1598)
Mientras unos se reían del aspecto soñoliento y perezoso del heredero al trono, en 1595 también se podía escuchar en Castilla un pareado que expresaba el agotamiento popular ante las exigencias de la política exterior filipina: “Si el rey no acaba, el reino acaba”. Los primeros signos de esta actitud, surgidos en torno a 1580, habían terminado por convertirse en una clamorosa oposición a la política de Felipe II. Cuando en 1592 regresó de Aragón, donde había celebrado Cortes en Tarazona para resolver los conflictos del reino, las gentes de Madrid asistieron consternadas a su cadavérica entrada en la villa. Los médicos le aconsejaron que cambiara sus costumbres y su ritmo de vida si deseaba sobrevivir algunos años más. Es posible que el Rey Prudente, a medida que se acercaba un nuevo siglo, se viera como un anciano, como un personaje del pasado, parte ya de la historia de España. En 1593 el archivero de Simancas le informaba de que entre los legajos a su cuidado había hallado un libro con muchas cosas curiosas sobre el reinado de Carlos V, que le enumeraba. Incluso le copiaba una carta que su progenitor escribió en 1515 consolando a la viuda del Gran Capitán, y añade: “Enviaré copias de ellas, porque lo demás de estos tiempos V. M. lo debe de saber” 258. Pretendía ser un elogio, pero no había duda de que el rey, tras su dilatado reinado, empezaba a ser identificado con los papeles de aquel archivo, testigos de su vida y gobierno. Sin duda, Felipe II era ya un personaje de la historia, pero también (y quizá por ello) era un monarca que empezaba a no ser respetado. En julio de 1594 258
IVDJ, Envío 29, f. 98 (Simancas, 22 de septiembre de 1593).
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se descubrió que varios plateros le habían defraudado, por haber vendido, “bajas de ley”, varias piezas para la vajilla de palacio. Se inició una severa investigación, pues la estafa era un gesto muy evidente: al rey de las Indias y de las minas de Potosí se le escamoteaba la plata 259. Sin embargo, el problema no estaba tanto en que los artesanos se hubieran atrevido a defraudar a sus clientes, como que en Sevilla no hubiera entrado en dicho año un “peso” de metales preciosos. En 1594 la flota de Indias se vio obligada a invernar en las Antillas, sin poder levar anclas rumbo a España ante la presión de los corsarios ingleses, neerlandeses y franceses. La consecuencia fue que se desvencijó el complicado mecanismo que compensaba los créditos de los banqueros a la Corona con la llegada de la plata americana. Duró apenas un año esta situación, pues entre 1595 y 1596 se trajo a España el caudal retenido en las Indias; pero ya no fue viable recomponer lo arrumbado. El sistema financiero de la Monarquía, a pesar de los buenos propósitos de Felipe II y de las reformas de Granvela en 1584, había terminado por reventar ante las exigencias de una guerra que enfrentaba a España contra Inglaterra, contra la Francia leal a Enrique IV y contra los rebeldes holandeses. En Castilla la desmoralización comenzó a extenderse entre las oligarquías urbanas, que copaban los puestos municipales y los asientos de procuradores en las Cortes del Reino. Durante décadas habían jugado a favor de los intereses del monarca, e incluso habían sostenido su erario con préstamos ventajosos. Si con cierto miedo habían votado en 1589 el servicio de “Millones”, en 1596, cuando se les solicitan los segundos “Millones”, pusieron tantas cortapisas a su concesión que Felipe II se negó a aceptar. Era evidente que el monarca ya no inspiraba la confianza de antaño. Estaba muy enfermo, y con crudo realismo las elites castellanas miraban con ojos esperanzados hacia la política que podría realizar el heredero. No deseaban vincularse ya con las decisiones del viejo soberano. En cambio, en estas horas bajas el rey supo lograr una ayuda sustancial por parte de los banqueros extranjeros. No sólo los Fugger, sino también los genoveses, pusieron a disposición regia asientos de casi diez millones de ducados entre 1595 y 1596. Sus objetivos eran diferentes a los de los oligarcas castellanos: 259
Informe al respecto (julio de 1594) en IVDJ, Envío 24, caja 39, f. 606.
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estos querían proteger sus bienes e inversiones en España e Indias, confiando en el cambio político, mientras que los banqueros extranjeros, ante la inminencia de tal cambio, trataban de asegurar sus préstamos con el nuevo rey, Felipe III, incrementando las deudas de la Corona con ellos. España, a pesar de las suspensiones de pagos, seguía siendo un negocio muy lucrativo. En este contexto, Felipe II trató por todos los medios posibles, antes de morir, de solventar las tres guerras en las que se encontraba comprometido, pero el estancamiento militar en estas campañas exteriores condujo a una creciente oposición en el interior de Castilla contra la política real. En 1595 era evidente para todos, incluso para el rey, que no podía ganarse la guerra en ninguno de los frentes abiertos. Un año después Francia, Inglaterra y Holanda formalizaron una alianza contra España. El Papado y el emperador Rodolfo II dieron la espalda definitivamente al Rey Prudente. Sin embargo, reconocer la derrota era impensable ante la merma de “reputación” que se sufriría. Cuando el desastre de la Armada, Felipe II se había expresado tan desesperanzado que prefería morir antes que ver con sus propios ojos como su monarquía se hundía. Siete años después, era consciente de que su vida se iba apagando (ya no podía andar sin la ayuda de un bastón y padecía de cataratas), y de que, antes de enfrentarse al Juicio divino, debía resolver estos conflictos. Su hijo no podía recibir una corona destruida. Mas, ¿cómo hacerlo sin esa temida pérdida de reputación? Había opiniones divergentes a este respecto en aquella España hidalga, cristianovieja, picaresca y rentista de fines del siglo XVI. No se trataba de una sociedad homogénea, y tampoco las críticas eran del mismo tono y color. Existía un sector de la población, identificado vagamente con los comerciantes y campesinos, que se expresaba de una manera radical contra el belicismo de Felipe II. El procurador Francisco de Monzón lo había expresado con sensatez en 1592: “Si ellos se quieren perder, que se pierdan”. Para esta corriente de opinión, el país se estaba arruinando sin ninguna expectativa creíble de triunfo que justificara tantos sacrificios. Es curioso que el rey nunca ejerciera la represión contra quienes así se manifestaban. En realidad compartía en gran parte sus argumentos y era consciente de que el país “se acababa”. No debe olvidarse que él mismo, de joven, había sido un “pacifista”, convencido de los males de la guerra. Cuando a sus oídos llegaban noticias sobre 337
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estas demandas desesperadas de paz, su respuesta era siempre comprensiva, aunque aderezada con cierto paternalismo: “Si fuera todo tan fácil”, solía responder. Felipe II entendía las críticas, pero recalcaba que sus súbditos no entendían la verdadera dimensión de lo que estaba ocurriendo. La recuperación de Amberes en 1585 y la victoriosa serie de campañas realizadas por Alejandro Farnesio explican en parte la obstinada política del rey en la guerra de Flandes; pero no fueron la única razón. Veinticinco años después de su inicio, el conflicto había derivado desde la rebelión religiosa a una guerra política y económica de gran envergadura. En 1595 Holanda no era únicamente un condado que había depuesto a su soberano legítimo, sino que era una potencia emergente que ponía en entredicho el poder imperial de la Monarquía Hispánica. La guerra se mantenía no sólo por una cuestión de reputación, sino para garantizar la supervivencia de su imperio mundial. A mediados del siglo XVI, cuando Felipe sucedió a Carlos V, era ya evidente que en Europa se estaba produciendo un desplazamiento del poder económico y tecnológico desde el sur al norte. Portugal, Génova y Venecia estaban perdiendo su antiguo peso ante el empuje alemán, francés y flamenco. Los Países Bajos, con Amberes a la cabeza, se habían convertido en uno de los pilares del nuevo capitalismo, mientras que Castilla, con Sevilla, era el único foco mediterráneo con capacidad para resistir estos cambios. Su unión bajo una misma corona garantizaba el control de la economía europea de la época. En el fondo, y más allá de la pomposa retórica derivada de la herencia borgoñona, Carlos V había dispuesto la separación de los Países Bajos del Sacro Imperio para garantizar que su hijo dispusiera de unas posibilidades financieras muy ventajosas, al controlar una de las piezas claves de ese capitalismo “nórdico”. El caso es muy semejante al de la inclusión del Milanesado en la herencia de Felipe II, una posesión italiana con menos peso económico, pero con una indudable importancia estratégica e industrial. Sin el dinero y la industria textil y de manufacturas de Flandes, y sin la industria milanesa de las armas, la España de Felipe II no podía subsistir como una gran potencia, católica o no. En este contexto, se comprenden las siempre lacónicas y, a veces, petulantes respuestas del rey ante quienes censuraban la guerra contra los rebeldes neerlandeses. No obstante, también era consciente de que, como toda amenaza, ésta debía interpretarse de una manera ponderada. 338
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Era evidente que la república holandesa, por sí sola, no era un gran peligro. La independencia de dos pequeñas provincias, como Holanda y Zelanda, no habría supuesto más que alguna incomodidad para su Monarquía, pero sin ellas sería muy difícil hacer frente a la acción conjunta de Francia e Inglaterra. Ni el príncipe de Orange ni el rey de España basaban su enfrentamiento en el dominio sobre dos condados; luchaban por el control de los Países Bajos en su conjunto. De aquí que no hubiera posibilidad de acuerdo. La solución de un reparto territorial tardó tiempo en vislumbrarse, y no digamos en ser aceptada, por los contendientes. Ni Felipe II ni los Nassau, Guillermo y su sucesor Mauricio, estaban dispuestos a un pacto en este sentido, de aquí que sea injusto acusar al primero de ser el único intransigente, cuando todos lo eran en este conflicto. Es más, cuando en 1591 Rodolfo II convocó en Viena una nueva y postrera conferencia de paz, el rey todavía aceptó conceder la tolerancia religiosa durante un tiempo limitado, a cambio de la sumisión neerlandesa. Esta cesión, enorme para Felipe, no fue aceptada. En el interior de España, procuradores como Monzón parecían no entender estas razones, enfocando la cuestión sólo como un conflicto religioso, pero sería ingenuo pensar que Felipe II se enfrentaba únicamente a este tipo de oposición, o que era la que más le preocupaba. Es más probable que sintiera un escalofrío al conocer los argumentos de Rocamora, que cuando escuchó los de Monzón. El monarca se mostraba muy irritado con respecto a una corriente de opinión belicista, aparentemente en sintonía con su propia política, pero que tenía un sesgo muy diferente. En general sus ideas provenían de la nobleza y en ellas se atacaba al rey por el curso de la guerra, pero no tanto por sus consecuencias para España, sino para sus privilegios. Esa era la causa que había animado la pasquinada de Ávila en 1591, y ya conocemos la severa respuesta regia. Los hidalgos abulenses, como los nobles aragoneses, no eran pacifistas. Sus sátiras y pasquines se dirigían contra la estrategia errónea del monarca y de sus consejeros. Alvar Ezquerra recoge un significativo episodio, acaecido en Baeza a finales de 1594, cuando el anterior corregidor de la villa, Alonso de Vega, veterano de la invasión de Portugal, fue procesado por desacato contra el rey. Varios vecinos le acusaron de que estando en la plaza, tratándose de la guerra en Flandes y Francia, Vega no se recató en decir “que su majestad del rey nuestro señor 339
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caducaba y que había menester coadjutor y que tenía en su Consejo cuatro majaderos”, y que como los otros le pidieran que no dijera tales cosas, el corregidor las repitió “y que dando con la vara de justicia que traía en una piedra había dicho: no hay que hacer más caso del rey que de esta piedra”, pues un día de estos “le darían la gobernación al príncipe nuestro señor, que ya el rey nuestro no estaba para gobernar”. Vega negó lo del rey caduco y los consejeros majaderos, pero no supo morderse la lengua para añadir ciertas críticas contra el Consejo de Guerra, al “sacar la gente de Fregelingas, porque por sacarla se perdió Flandes, y ha costado ochenta millones e ochenta mil ánimas”, o para aconsejar que la guerra se podría acabar si el rey fuera allá, “mas que por su mucha edad estaba imposibilitado para poder ir”. En fin, en junio le fue comunicada la sentencia de destierro por diez años y la confiscación de la mitad de sus bienes. Para que no permaneciera ocioso, se le enviaba como gentilhombre de guerra a las fronteras 260. Allí podría hacer valer sus opiniones mejor que en la plaza mayor de Bailén. De estos hombres sí que tenía miedo el rey. Para el corregidor de Baeza, como para otros hidalgos y nobles de la misma opinión, todos los problemas provenían de que Felipe II les había apartado de la toma de decisiones, del poder en suma (al que por linaje y tradición se consideraban llamados), para entregárselo a unos letrados y a unos pocos cortesanos. Sus críticas, como es obvio, atacaban directamente al gobierno de la Monarquía, y tras ellas no dudaba el rey en vislumbrar una rebelión nobiliaria. Cuando se le recriminó el castigo a los hidalgos de Ávila, ciudad que le había dado tan grandes y leales caballeros en la guerra de Flandes, respondió: “Es verdad, pero ¿no fue allí donde depusieron al rey don Enrique y favorecieron al comunero Padilla”. Felipe II conocía muy bien la historia de los reinos hispánicos, y no había olvidado que en 1568 los leales al príncipe don Carlos le habían querido comparar con Enrique IV, el Impotente. Es sabido como ordenó que a Pedro I de Castilla dejara de apodársele el Cruel, y que se le llamara el Justiciero. Este rey había sido derrocado por una conjura de su hermano bastardo y de la nobleza en el siglo XIV. A Felipe II, ciertamente, le parecían 260
Alfredo ALVAR EZQUERRA: “Castilla 1590: tres historias ejemplares”, Studia Historica. Historia Moderna 17 (1997), pp. 121-143.
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muy sospechosas las grandes esperanzas que muchos nobles ponían en el príncipe Felipe. Parecía que le preferían más como su sustituto, que como sucesor. Desacatos como el de Bailén podían terminar en un intento de abdicación forzada, en un complot palaciego contra el rey. No faltaban algunos “valientes” dispuestos para la intentona. Cuando se supo la muerte de Felipe II, el adelantado mayor de Castilla, don Martín de Padilla, se atrevió a proclamar: Ya verán los hombres de lo que son capaces los españoles ahora que tienen libertad de acción y que ya no dependen de una sola inteligencia que creía saber todo lo que se puede saber y que trataba a todos los demás como estúpidos.
Se comprende que el rey desconfiara de este grupo, que quizá sólo moderó su capacidad para la intriga ante la perspectiva de una cercana muerte del monarca. Entre estas dos corrientes tan opuestas, pero coincidentes en el objetivo de sus críticas, debía moverse la política del rey y de sus consejeros, los “majaderos” Moura, Idiáquez y el conde de Chinchón, los miembros de la Junta de Noche a principios de 1595. Su único objetivo en estos años era facilitar la transición hacia el reinado de Felipe III 261. El cardenal Alberto había tenido que partir precipitadamente hacia Flandes para sustituir en el gobierno a su hermano Ernesto. Para entonces ya sabía que su tío Felipe II le había ofrecido la mano de la infanta Isabel Clara Eugenia y la soberanía de los estados del antiguo ducado de Borgoña, para cuando él falleciera. Con este proyecto se esperaba facilitar la paz en Europa, al quedar los Países Bajos meridionales en una posición de cierta neutralidad, nominalmente separados de España. E incluso confiaba el rey que la gran capacidad política de su hija y de su sobrino permitiera reunificar las provincias neerlandesas. Durante los tres años que Alberto estuvo en Flandes mostró una gran iniciativa y capacidad en la guerra contra Francia. Las sucesivas conquistas de Cambray, Calais y Amiens, en el norte de Francia, y la audaz campaña en el este, con el asedio de Dijon, permitieron a Felipe II lo que más deseaba: poder firmar en Vervins la paz con Enrique IV de Borbón sin merma de reputación (1598). 261 José MARTÍNEZ MILLÁN: “La crisis del ‘partido castellano’ y la transformación de la Monarquía Hispana en el cambio de reinado de Felipe II a Felipe III”, Cuadernos de Historia Moderna, Anejos 2 (2003), pp. 11-38. Ejemplar dedicado a: Monarquía y Corte en la España Moderna.
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Muy diferente era la situación con respecto a la guerra con Isabel I. En 1596 la flota inglesa saqueó Cádiz y en este año y al siguiente fracasaron dos nuevas armadas enviadas desde España para invadir Irlanda e Inglaterra. Este conflicto no se cerraría hasta varios años después de muerto el rey. Su salud era ya entonces pésima, y muchos no se explicaban como podía seguir vivo. Hacía tiempo que padecía en la pierna derecha, entre la rodilla y el muslo, de un absceso maligno, quizá tumoral, que le producía una fiebre continua. Durante algunos años había soportado bien la enfermedad, pero la noticia de la muerte de su hija, Catalina Micaela en 1597, le hundió definitivamente. Al serle comunicada, rompió a llorar y a gritar, y los cortesanos salieron de su cámara muy sorprendidos al ver tan fuera de sí al rey, incapaz de controlar su dolor. Gritaba que ya sólo deseaba reunirse con ella. Cuando en mayo de 1598 recibió con alivio la confirmación de que se había firmado la paz con Francia, consciente de que su vida se terminaba, dio instrucciones para trasladarse al Escorial, donde deseaba morir. Los médicos se opusieron en vano. El último día de junio de 1598 el rey abandonó Madrid, acompañado de sus hijos Felipe e Isabel. Viajaba transportado en una silla de manos, diseñada específicamente por Jean L’Hermite para el gastado cuerpo del monarca, a quien desde septiembre del año anterior le era imposible mantenerse en pie. Tardó seis días en llegar al monasterio. Durante las jornadas siguientes se dedicó a recorrer el edificio, la gran obra de su vida y el espejo donde había querido reflejar la grandeza de su dinastía y de la Monarquía de España. Sentado en su silla de manos y llevado por dos robustos lacayos, visitó por última vez los claustros, la basílica, el convento, el palacio y la biblioteca. Aquí es verosímil que se detuviera ante su retrato de ancianidad, pintado por Pantoja de la Cruz e instalado entre los estantes de la biblioteca. Durante unos instantes el retratado y su imagen se miraron a los ojos, grises y tristes. Fue una despedida en la que el rey se decía, en cierta manera, adiós a sí mismo. En la actualidad, este retrato todavía constituye la imagen más conocida y divulgada del monarca. El 22 de julio una fiebre muy alta le postró en el lecho, su cuerpo empezó a llenarse de llagas, tanto por influencia de la gota que padecía, como por permanecer tumbado durante tantos días. Junto a esto se le declaró una hidropesía, hinchándosele el vientre y las piernas. Los médicos eran incapaces de contener 342
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el derrumbe final de su cuerpo, sólo su espíritu se mantenía intacto. Dispuesto a dirigir su muerte como había regido su reino, Felipe II ordenó que le llevaran a la habitación numerosas reliquias y que le leyeran constantemente el Nuevo Testamento. Estaba comprometido a tener una “buena muerte”, de acuerdo con la religiosidad de su época. Deseaba dar ejemplo de su fe no sólo a sus súbditos, sino en especial a sus dos hijos. La infanta Isabel estaba casi siempre a su lado, cuidándole con el mismo amor que lo había hecho siempre, y el príncipe Felipe acudía a visitarle con asiduidad. Cuando a principios de septiembre se le administró la extremaunción, hizo llamar a su heredero para que estuviera presente, “porque tuviese noticia de lo que era este Santo Sacramento, que tan raras veces lo ven administrar los reyes”. Luego, mandó a los cortesanos y religiosos que se retirasen, quedando a solas con su hijo, al que tomó la mano y le dijo: Hijo mío, he querido que os hallásedes presente en esta hora, y que viésedes como he recibido este santo sacramento ... porque veáis en lo que paran las monarquías de este mundo. Ya veis, hijo mío, como Dios me ha desnudado de la gloria y majestad de rey para dárosla a vos. A mí me vestirán dentro de muy pocas horas de una pobre mortaja y me ceñirán con un pobre cordel. Ya me cae de la cabeza la corona de rey: la muerte me la quita para dárosla a vos. Dos cosas os encomiendo mucho. La una, que permanezcáis siempre en la obediencia de la Santa Iglesia Católica. La otra, que hagáis justicia a vuestros vasallos. Tiempo vendrá en que esta corona se os caiga de la cabeza, como ahora se me cae de la mía. Vos sois mancebo; yo lo he sido. Mis días estaban contados, y ya se han acabado. Dios sabe la cuenta de los vuestros, y también se acabarán.
Tras recibir la extremaunción, el moribundo dio las órdenes necesarias para disponer su entierro. Pidió que se abriera el ataúd de Carlos V para comprobar como había sido amortajado en Yuste, de modo que con su cuerpo se hiciera lo mismo. Quizás fuera entonces cuando se desprendiera un dedo meñique de las manos del monarca difunto, depositado todavía hoy en el relicario del monasterio 262. En consecuencia, dispuso que se le enterrara vestido con una simple 262 Su análisis biológico ha desvelado que padecía gota severa y malaria. Jaume ORDI, Pedro L. ALONSO, Julián de ZULUETA, Jordi ESTEBAN, Martín VELASCO, Ernest MAS, Elias CAMPO y Pedro L. FERNÁNDEZ: “The Severe Gout of Holy Roman Emperor Charles V”, The New England Journal of Medicine 355 (2006), pp. 516-520.
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mortaja de tela blanca y que su cuerpo no fuera embalsamado. Ordenó también que esta tarea fuera realizada únicamente por don Fernando de Toledo y por don Cristóbal de Moura, dos de sus más íntimos amigos y consejeros. Estos, además, debían depositar sus restos en un ataúd de zinc y después meterlo en otro de madera de angeli, labrado desde hacía algún tiempo para guardar el cuerpo regio. Felipe II había visto en 1582, estando en Lisboa, los restos de un navío portugués llamado Cinco Chagas. Tan devoto nombre debió parecerle una señal del Cielo, y cuando supo que la quilla del galeón era de tal madera exótica, durísima e incombustible, la tomó para sí. Ya en Castilla, sirvió para labrar dos grandes cruces en el Escorial: una que corona el altar mayor y sostiene el gran crucifijo en bronce, obra de Leoni, y otra con un crucifijo de material más ligero, destinado quizás al altar del panteón bajo el suelo de la basílica. La madera restante fue reservada para el ataúd del rey. El lugar donde debían depositarse los restos, sin embargo, no estaba aún terminado, pues Pompeo Leoni no había acabado de fundir el grupo escultórico que debía coronar su mausoleo en la basílica de san Lorenzo. Años atrás se habían colocado las estatuas orantes de Carlos V, la emperatriz Isabel y las reinas María y Leonor, y, mientras se concluía el otro conjunto integrado por Felipe II, tres de sus esposas y el príncipe Carlos, se había instalado una reproducción en escayola dorada, para que el rey pudiera hacerse una idea de como quedarían las figuras. Se había incentivado a Leoni con un premio si terminaba las esculturas antes de que el rey falleciera. Lo logró tres meses antes. Todo, pues, estaba listo. El monarca podía ya encaminarse con tranquilidad hacia su última morada, amodorrado por la fiebre y rezando. El 11 de septiembre, dos días antes de que expirase, el príncipe Felipe y su hermana la infanta entraron para despedirse de su padre, quien les dio su última bendición y les hizo entregar un discurso, que a modo de testamento político, había redactado meses atrás, basado en los consejos que san Luis, rey de Francia, dio a su hijo en la postrera hora de su vida. Estos consejos no eran la única herencia que Felipe II quiso dejar a sus hijos. Antes de viajar al Escorial decidió darles dos de aquellos retratos iluminados de la emperatriz Isabel, que guardaba desde su muerte en 1539 como un recuerdo íntimo y familiar. En el inventario de sus bienes en 1597 figuraban: 344
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“Si el rey no acaba, el reino acaba” Un retrato de la emperatriz doña Isabel nuestra Sra. de iluminación con un beril delante y una guarnición de oro con unas letras a la redonda y en el reverso una chapa de plata con una figura de la fortuna metida en una cajuela, con cerradura y llave todo de plata.
Al margen se anota: “Al príncipe”, es decir, al futuro Felipe III. En el mismo folio figuran: Dos retratos de iluminación, el uno de la emperatriz doña Isabel, y el otro del infante don Fernando su hijo en un retablo de dos puertas con bisagras y guarniciones y cadenilla y garabato y aldabillas de oro puesto sobre dos chapas de plata dorada y blanca con dos buriles delante de los retratos.
Al margen: “a la infanta”, es decir, a Isabel Clara Eugenia. Este postrero gesto del monarca nos revela una vez más la hondura de su afecto por la madre perdida en la adolescencia y su papel como modelo para sus nietos. No fue hasta la madrugada del 13 de septiembre de 1598 cuando Felipe II tomó en sus manos el crucifijo que su padre había sostenido en sus manos durante su agonía y lo mantuvo firme entre las suyas, mientras su vida “se fue apagando poco a poco, de suerte que con un pequeño movimiento, dando dos o tres boqueadas salió aquella santa alma”. Sus ojos se cerraron para siempre, el brillo de su mirada se apagó y el ánima del rey partía con la esperanza de reunirse en la gloria con sus padres y con las reinas María y Leonor, tal y como lo había imaginado Tiziano varias décadas atrás en su conocido lienzo de La Gloria. Cuando en Madrid se recibió la noticia, a muy pocos les sorprendió. Se sabía que el monarca nunca volvería con vida del monasterio escurialense. No se equivocaron, pero era difícil hacerse a la idea de que el hombre que había gobernado –según sus propias palabras– desde 1543, hubiera desaparecido de sus vidas. En Alcalá de Henares, un fraile visionario del convento de san Francisco, logró potenciar este sentimiento popular con una profecía, realizada ante varios testigos, y que pronto se divulgó. En sus sueños, fray Julián de San Agustín había visto el alma del monarca esperando en el Purgatorio, en una escena que quizá recordara la imaginada por el Greco en su cuadro El sueño de Felipe II. En su viaje de ultratumba, al fraile se le había dado a conocer que el último día de septiembre, en el lugar de Paracuellos, a las 9 de la noche, más o menos, 345
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Felipe II: La mirada de un rey se verían en el Cielo dos nubes coloradas, una al Oriente y otra al Occidente, y que al tiempo que ambas se juntasen, saldría del Purgatorio y entraría en la Gloria el alma del católico rey D. Felipe 263.
A la hora señalada se produjo este prodigio, del que se hizo una famosa información por medio de un juez que envió el arzobispo de Toledo. Durante quince días Felipe II todavía había seguido, en cierta manera, vivo, quedando su espíritu suspendido entre la Tierra y el Cielo. Para el pueblo, la muerte del rey no podía ser sólo un episodio más de la historia, debía entrar en el campo de la leyenda. Al fin y al cabo, esa era la atmósfera mítica y mística que la realeza confería. Una vez que en Paracuellos se disiparon aquellas nubes teñidas de rojo, tan semejantes a las que pocos años antes habían visto (y también en septiembre), los asustados vecinos de Almonacid de Zorita, se procedió a proclamar al nuevo rey. En Madrid, el domingo 11 de octubre una comitiva de próceres municipales y de cortesanos salió del ayuntamiento y recorrió algunas calles de la ciudad, las Descalzas, la Puerta del Sol, la calle Mayor y la calle de los Boteros, para entrar definitivamente en la Plaza Mayor. Buena parte del trazado urbano que recorrieron había sido obra del difunto monarca, ligado ya para siempre a la historia y al futuro de Madrid. Sobre un estrado elevado en la gran plaza, como era tradicional desde los siglos medievales, se proclamó al nuevo rey de Castilla elevando el pendón carmesí del reino: ... y el rey de Armas más antiguo, que se llamaba Juan de España, dijo en alta voz: Silencio, Silencio, oid, oid y tomando el Alférez Mayor el Pendón en la mano derecha, descubriéndose toda la gente, dijo: Castilla, Castilla, Castilla por el Católico rey don Felipe, tercero de este nombre, que Dios guarde. Y tremolé el Pendón de una parte a otra, a que el pueblo respondió: Amén, amén 264.
Castilla, la Monarquía, tenía un nuevo soberano, el anterior pasaba a ser una leyenda de la Historia. Su mirada, sólo un mero recuerdo, o un reflejo pictórico.
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Episodio recogido por León PINELO: Anales de Madrid de León Pinelo. Reinado de Felipe III. Años 1598 a 1621, Madrid, 1931, p. 63. 264
Ibidem, pp. 40-41.
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Felipe II. La mirada de un rey, de José Luis Gonzalo Sánchez-Molero, publicado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Ediciones Polifemo, se acabó de imprimir en Madrid, el día 22 de septiembre del año 2014.
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Hubo una vez un rey cuya mirada sobrecogía a quienes por primera vez se presentaban ante él; un rey que gobernó un gran imperio, extendido sobre “tierras firmes e islas” de los cuatro continentes conocidos, divididas por mares y océanos del mismo color azul grisáceo que sus ojos. Tan grandes eran sus posesiones que nunca pudo verlas todas en persona, pero sí leyó decenas de miles de cartas y de libros, donde los monumentos, los paisajes y los deseos y problemas de sus habitantes se materializaban ante su mirada día tras día. Sus ojos, al leer, no eran menos escrutadores que ante cualquiera de sus súbditos. Cuentan que santa Teresa de Jesús palideció en su audiencia ante el monarca, pero no fue la única. Los contemporáneos describen como los predicadores enmudecían, los suplicantes se tiraban al suelo y los hidalgos olvidaban (ante aquella mirada) el negocio que los había traído hasta el monarca.
José Luis Gonzalo Sánchez-Molero
profesor titular en las facultades de Ciencias de la Documentación y de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Estudió Geografía e Historia en esta misma universidad, especializándose en Historia Moderna. Se doctoró en 1997 con una tesis sobre el erasmismo y la educación de Felipe II. Ha obtenido el Premio de Bibliografía de la Biblioteca Nacional en 1997 y el premio Bartolomé José Gallardo de investigación bibliográfica en 2002. Sus líneas de investigación se han diversificado en varias áreas como la historia del Libro, la bibliofilia cortesana en España durante el siglo XVI, la Real Biblioteca de El Escorial, el erasmismo en España, la pedagogía en la Edad Moderna, las obras de Miguel de Cervantes y el libro antiguo en Oriente. Es autor de La «Librería rica» de Felipe II. Estudio histórico y catalogación (San Lorenzo de El Escorial: Ediciones Escurialenses, 1998), El aprendizaje cortesano de Felipe II (1527-1546) (Madrid: Sociedad Estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999), Regia Bibliotheca. El libro en la corte española de Carlos V (Mérida: Editora Regional de Extremadura, 2005), El César y los libros. Un viaje a través de las lecturas del emperador desde Gante a Yuste (Cuacos de Yuste: Fundación Academia Europea de Yuste, 2008), La Epístola a Mateo Vázquez: historia de una polémica literaria en torno a Cervantes (Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 2010), Leyendo en Edo. Breve guía sobre el libro antiguo japonés (Madrid: CSIC, 2013) y Felipe II. La educación de un “felicísimo príncipe” (Madrid: CSIC-Polifemo, 2013).
Felipe II: la mirada de un rey
José Luis Gonzalo Sánchez-Molero
JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO es
ISBN: 978-84-00-09851-3
ISBN: 978-84-96813-96-0
Felipe II: la mirada de un rey
Se han hecho muchos “retratos” biográficos de Felipe II, en los que su personalidad y su reinado han sido escrutados desde todas las perspectivas y ópticas posibles. ¿Qué puede, en consecuencia, aportar esta nueva biografía? La principal pretensión de su autor, un especialista en el monarca, ha sido siempre divulgativa, tratando de ofrecer al lector del siglo XXI una visión accesible y actual sobre la vida y el reinado de este soberano español. Para ello, se ha tratado de hacer compatible el rigor histórico con un planteamiento literario de la Historia, en el que la prosa narrativa no se ha puesto al servicio del dato documentado, ni del gran evento político o bélico, sino de la anécdota o del texto relevante. Para ello, el hilo conductor de los capítulos que componen esta obra ha sido siempre el propio biografiado, y esto en todas sus dimensiones, como, por ejemplo, la de la edad. El príncipe ha ocupado tanto espacio como el rey, pues, ¿cómo comprender a un personaje histórico que empezó a reinar con casi treinta años, sin atender antes con detalle al niño, al adolescente y al joven heredero previos? De igual manera, se ha buscado favorecer en la narración de su reinado una visión novedosa, en la que no son los hechos históricos, sino las vivencias íntimas, las que han ido dando estructura a la biografía. Este tratamiento literario, personal y divulgativo ha llevado asimismo a reducir la inclusión de notas a pie de página –la Historia no tiene por qué ser farragosa–, y a dedicar menos espacio a los grandes acontecimientos políticos y militares, como Lepanto, para buscar en otros sucesos de la época, tan misteriosos como inéditos, un “espejo” diferente en el que el lector pueda ver reflejadas cada una de las claves que se ocultaban tras la mirada de este monarca.
CSIC Ilustraciones de cubierta: La mirada de Felipe II en los retratos de Sofonisba Anguissola y Juan Pantoja de la Cruz.